Soberanias-en-deconstruccion_digital

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SOBERANÍAS EN DECONSTRUCCIÓN

SOBERANÍAS EN DECONSTRUCCIÓN

Emmanuel Biset Ana Paula Penchaszadeh (compiladores)

Autoridades UNC Rector Dr. Hugo Oscar Juri Vicerrector Dr. Ramón Pedro Yanzi Ferreira Secretario General Ing. Roberto Terzariol Prosecretario General Ing. Agr. Esp. Jorge Dutto Directores de Editorial de la UNC Dr. Marcelo Bernal Mtr. José E. Ortega

Soberanías en deconstrucción / Cristina de Peretti ... [et al.]; compilado por Emmanuel Biset; Ana Paula Penchaszadeh. - 1a ed. - Córdoba: Editorial de la UNC, 2020. Libro digital, PDF Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-707-138-2 1. Ensayo Político. 2. Soberanía. I. de Peretti, Cristina II. Biset, Emmanuel, comp. III. Penchaszadeh, Ana Paula, comp. CDD 320

Diseño de colección y portada: Lorena Díaz Diagramación: Marco J. Lio Edición: Juan Manuel Conforte Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 Universidad Nacional de Córdoba, 2020

ÍNDICE

Prefacio. Emmanuel Biset

9

Parte uno. Topografías de la soberanía

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Ya en esos primeros textos... Cristina de Peretti y Delmiro Rocha

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Secuencia soberana Iván Trujillo

53

Limitrofía Gabriela Balcarce

91

Soberanía incondicional, soberanía indivisible, soberanía por venir. Sebastián Chun

107

El papel de la teoría de la imagen en la deconstrucción de la soberanía. Pietro Lembo

131

Parte dos. Dislocaciones de la soberanía

163

Vacilaciones soberanas Wendy Brown

165

La soberanía entre la “zooantropología” y el espectro Fabián Ludueña Romandini

195

Figuraciones soberanas Emmanuel Biset

213

Soberanía imposible Eliza Mizrahi Balas

241

Democracia por venir y duelo Héctor Ariel Lugo

281

Qué hay para leer en una fecha Marcela Rivera Hutinel

315

Soberanía y traducción Manuel Rebón

357

Posfacio Ana Paula Penchazsadeh

393

Sobre los autores

413

PREFACIO Emmanuel Biset

Recepción Una lectura –lo quiera o no– se inscribe siempre en una historia de la recepción de una tradición. Esta historia no es sino un campo de disputas. Esto no significa que siempre sea necesario fijar el campo y determinar una posición en él, sino asumir que una lectura es siempre algo común. Se lee, cada vez, con otros. Esos otros son múltiples y no se pueden determinar de modo definitivo, son los del propio texto, son los de cada lectura y son al fin las marcas culturales de un presente esquivo. Por todo esto, una lectura es una intervención que si bien no puede predeterminar de modo definitivo sus sentidos, establece algunas coordenadas en un cierto campo. Con ello quiero señalar que publicar un libro sobre el problema de la soberanía en Derrida es una intervención en el campo de su recepción que se dirige, al mismo tiempo, a discutir rigurosamente este tema en el autor y establecer algunas coordenadas de lectura desde procesos políticos específicos. Por ello entiendo que, a modo de introducción, es necesario atender a tres cuestiones. Como primer aspecto a discutir, que marca el estado actual de la recepción de Jacques Derrida, y no sólo para el pensamiento político, está -la cuestión de la domesticación. La pregunta es doble: por un lado, de qué modo ciertas lecturas “domestican la deconstrucción”; por el otro, cómo es 9

posible realizar una lectura que no domestique. Dos indicios preliminares al respecto. Primero, un libro publicado en el año 2006 de Lorenzo Fabbri se titula específicamente L’addomesticamento di Derrida (Fabbri, 2006) y se trata específicamente de un trabajo sobre su recepción norteamericana, ante todo sobre la recepción por parte de Richard Rorty (la introducción se refiere a la necesidad de tomar en serio a Rorty). Segundo, una entrevista realizada a Catherine Malabou en el año 2010 en la que, luego de que el entrevistador le pregunta si su lectura de Hegel no cuestiona de cierto modo la deconstrucción, responde: “Esta pregunta pone directamente en cuestión el estatuto de la deconstrucción. En efecto, mi posición consiste en afirmar que el riesgo de reconducción de la presencia no existe, o ya no existe. La deconstrucción de la presencia tuvo lugar. Con Heidegger primero, y Derrida enseguida, asistimos a todas las vueltas y rodeos de dicha deconstrucción. A nadie se le ocurriría una nueva filosofía de la presencia. Por eso mismo la deconstrucción de la presencia ya no tiene sentido hoy por hoy. En la medida en que tuvo lugar y se cumplió, esta operación ya no tiene fuerza subversiva. Ella ya no trastoca nada pues ya no tiene objeto. Todos los grandes autores de la tradición filosófica han sido sometidos a la lectura deconstructiva. Todos los conceptos filosóficos también lo han sido. Desde entonces, hoy sólo se puede hacer filosofía partiendo de ese real ya deconstruido. […] La pregunta que se plantea entonces y que es una cuestión de proporciones, es saber si la deconstrucción misma puede todavía tener una significación y ser operativa como método crítico más allá de la deconstrucción de la presencia». La primera cuestión de una lectura actual de Derrida es esa: ¿cómo producir una lectura que tenga «fuerza subversiva»?” (Malabou, 2010: 140)

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El segundo aspecto a discutir se precisa desde el pensamiento político. Se puede afirmar que buena parte de la recepción de Derrida trabaja actualmente sobre este aspecto de sus textos por causas externas–tal como la rehabilitación de la filosofía política– y por causas internas –tal como la orientación de la mayoría de los textos que publicó desde comienzos de los 90. Esta doble dimensión resulta irreductible, es decir, dar lugar a una lectura que al mismo tiempo trabaje minuciosamente sobre los textos de Derrida desde esa tradición de discurso denominada filosofía o teoría política. Sin embargo, la cuestión que interesa no se dirige a circunscribir conceptos o categorías políticas de modo minucioso, sino a trabajar sobre la potencia política de la deconstrucción. Por ello la cuestión es doble: de un lado, preguntar dónde radica la potencia política de la deconstrucción y, de otro lado, indagar por el trabajo de lectura que ello implica. No se trata de ir a buscar todas las respuestas a los problemas teóricos ni a las situaciones de coyuntura en los textos de Derrida. Uno de los modos de domesticar la lectura consiste en sacralizar un nombre propio, venerado, repetido, defendido como lugar absoluto. La cuestión pasa por cómo dar lugar a una “lectura política”. Pues si toda lectura es política, incluso en su estatuto denegatorio, la pregunta es cómo dar lugar a una lectura que explícitamente se trame “entre” una investigación rigurosa del pensamiento político de J. Derrida y nuestros propios problemas políticos. La última cuestión se dirige a pensar aquello que abre una indagación sobre la soberanía en Derrida. Si bien la cuestión de la soberanía puede rastrearse extensamente en sus textos, es en sus últimos escritos donde aparece con toda fuerza. La primera cuestión que surge allí es si la indagación sobre la soberanía en textos como Canallas o el Seminario La Bestia y el Soberano no establece una distancia crítica respecto de los textos de la década del 90. O si se quiere, se trata de pregun11

tar si estos escritos no dan lugar a un pensamiento político diferente respecto de aquel elaborado en textos como Fuerza de ley, Políticas de la amistad o Espectros de Marx. La segunda cuestión es no sólo cómo se inscribe esta preocupación en una rehabilitación del problema de la soberanía (abandonado por cierta filosofía o teoría política contemporánea), sino cómo da lugar Derrida a una retórica dentro de la tradición crítica no centrada exclusivamente en el par poder-resistencia. La tercera cuestión es cómo producir una lectura, un trabajo, que desde nuestras coordenadas permita redefinir la deconstrucción no sólo en términos negativos frente a algo a socavar, sino como una apuesta afirmativa. Esto resulta de especial relevancia allí cuando ciertos procesos políticos latinoamericanos situaron de modo diferente el lugar del Estado respecto a las demandas emancipatorias o los reclamos de justicia social. Por ello se trata de una lectura trabajosa, rigurosa, que escape a la dicotomía recurrente en la tradición de izquierda entre un pensamiento socialdemócrata sostenido en un reformismo progresivo dentro del marco institucional y un pensamiento radical sostenido en la ruptura con la institucionalidad como posibilidad emancipatoria. Los procesos latinoamericanos escapan a esta dicotomía y exigen pensar la política de otro modo. En ese sentido, una cierta exigencia de pensamiento político requiere otra apropiación de la deconstrucción. Sobre estas tres cuestiones, preguntas generales, me interesa señalar algunos aspectos para intervenir en ese campo de disputa sobre la recepción de Derrida y sobre las coordenadas de un pensamiento político crítico en la actualidad.

Lectura Una lectura siempre se juega entre dos posibilidades: la pura inmanencia del texto y la pura trascendencia del lector. Con 12

ello quiero señalar que mi punto de partida es que no existe un texto cuyo sentido sea evidente, que sea una pura presencia, pero que tampoco su sentido sea mera construcción exterior, o reconducción a un significado externo como causas sociopolíticas o biografías individuales. Como ya tempranamente supo señalar el mismo Derrida, la lectura en un sentido estricto debe evitar el comentario duplicante (la paráfrasis que busca la literalidad del sentido o la revelación de lo no-evidente) y el significado trascendente. Trabajar sobre las torsiones que un texto efectúa sobre una lengua que inevitablemente se le impone. O mejor, una lectura debe “producir” ese desfasaje entre la lengua y el texto, pero no en un sentido de construcción, sino simplemente dar cuenta de un desfasaje que no es evidente. Esto me sirve para señalar, ante todo, que uno de los riesgos en torno al sentido mismo de la deconstrucción –entendida provisoriamente sólo como aquella esbozada por Derrida–, su domesticación o su potencial subversivo, es pensar el sentido de una lectura como pura construcción del lector. Si pensamos la domesticación como pura construcción externa del lector, como imposición de un sentido externo, terminamos por realizar una lectura idealista. Utilizo el término idealismo en un sentido vago para indicar solamente un sujeto lector que impone sus condiciones a un objeto-texto. Muchas veces esto sucede utilizando el término “performatividad” como sinónimo de “construcción”, confundiendo las cosas por cierto. Que una lectura sea performativa no significa que un sujeto lector imponga de modo externo el sentido de un texto. Ahora bien, en oposición a este idealismo interpretativo no se puede postular una lectura correcta que reconstruya de modo literal el sentido de un texto, pues en tal caso se idealiza el objeto bajo el presupuesto de un ideal de transparencia del sujeto lector. En todo caso, la lectura siempre se da en un doble entrecruzamiento: un trabajo de lectura entre 13

sujeto y objeto y entre la lengua y el texto. La lectura performativamente produce ese “entre” que termina por dislocar las categorías de sujeto y objeto y su supuesta autonomía. Estas observaciones preliminares en gran medida surgen del modo en que el mismo Derrida ha trabajado la noción de lectura. Sin embargo, entiendo que pueden ser extendidos más allá de la deconstrucción para pensar las formas contemporáneas de la lectura. Me refiero a que buena parte de las discusiones en torno a la interpretación, sobre todo en ese campo denominado “crítica literaria”, parten de estos supuestos para luego dar cuenta de distintos modos de pensar ese desfasaje, sea el psicoanálisis, el estructuralismo, la hermenéutica, etc. Señalo esto porque uno de los riesgos de la deconstrucción derridiana es que fije los propios criterios de su interpretación, es decir, que sólo se pueda leer deconstructivamente la deconstrucción. Esta circularidad, que no es sino una reformulación del principio de autoridad, no funciona desde que la deconstrucción no sólo no es un método de lectura que fija procedimientos formales, sino que debería clausurarse a sí misma: la deconstrucción de la deconstrucción sería una doble negación, un no-no. En cualquier caso, mi perspectiva es la siguiente: se trata de dar cuenta de un modo de lectura de Derrida que si bien comparte los presupuestos generales indicados no conlleva la repetición de las estrategias de lectura del propio Derrida. Por ello se opone a aquellas lecturas que de un modo u otro trabajan sobre la reconstrucción de Derrida (aun cuando la misma no sea lineal) o a aquellas lecturas que repiten sus estrategias. No se trata ni de contar de modo fidedigno lo que dijo Derrida ni de repetir sus estrategias de lectura. Frente a ello, una lectura performativa tiene como punto de partida un trabajo sobre la distancia, sobre la relación entre fidelidad e infidelidad, que desde mi perspectiva es siempre conflictiva. Si me interesa volver sobre la expresión 14

de Derrida “estoy en guerra conmigo mismo” es porque encuentro allí no una confesión biográfica sino una indicación de lectura. Una lectura entonces que trabaja fijando modos de la distancia que vuelven los textos articulados en torno a un nombre propio conflictivos entre sí. Destacar el carácter conflictivo no significa reconducir una interpretación a la fijación de contradicciones, ni siquiera de aporías, sino precisar desplazamientos de sentido que posibilitan diferentes lecturas. Si una lectura es una rítmica de las distancias me interesa precisar cuatro rasgos de la misma. Primero, una lectura es –lo quiera o no, lo explicite o no (puede ser denegatoria)– una intervención en un campo. Esto no significa que un campo tenga límites precisos, ni siquiera que sea una totalidad (la idea de un estado de la cuestión parece reconducir muchas veces a ello), pero en tanto intervención siempre es una estrategia en un campo de fuerzas determinado. La noción de estrategia no debe ser reconducida a una intencionalidad o voluntad omnisciente, pero una lectura ante un cierto juego de fuerzas percibido interviene para afirmar u oponer. O mejor, siempre se juega afirmando ciertas cosas contra otras cosas. Segundo, me interesa pensar una lectura en términos de potencia, esto es, la potencia de una lectura se juega en el modo en que recuperando rigurosamente un texto lo reinventa. Una reinvención no supone irreductiblemente el carácter de novedad, esto es, es necesario separar la reinvención de una pulsión de ruptura o de novedad permanente. Incluso diría que en este sentido entiendo la palabra interpretación. Hay miles de textos sobre los clásicos, pero pocas lecturas, en el sentido de reinvención. Tercero, se trata de una lectura cuya materialidad no significa reconducir a las condiciones sociales de producción de un texto, sino que se atiene a la materia-texto, sin asumir que de la materia emana un sentido evidente. Se trata de atender a esa materialidad esquiva de la textualidad donde 15

el sentido es una remisión evanescente. Por último, he aquí un rasgo que quisiera destacar, una lectura rigurosa no sólo supone atenerse al texto para reinventarlo, sino que siempre se juega en el límite entre política y teoría. Se trata de combinar un trabajo teórico riguroso con la indagación política. Para decirlo de otro modo, la deconstrucción nos exige una lectura minuciosa, por ejemplo, que trabaje sobre la noción de lo trascendental en Kant, Husserl y Heidegger, pero al mismo tiempo una dislocación de los modos de sometimiento y exclusión que constituyen nuestro entramado institucional. He ahí una exigencia deconstructiva. Quedarse sólo con la indagación teórica o quedarse sólo con intervenciones prácticas desactiva el potencial de la deconstrucción que supone precisamente una reinvención de las relaciones entre teoría y práctica que se resuelve en cada caso. Todo esto para señalar, por un lado, que efectivamente existen múltiples modos de domesticar la deconstrucción derridiana. Posiblemente los dos más presentes sean la banalización cultural de la palabra deconstrucción (cualquier cosa parece que puede llevar el nombre deconstrucción, por ejemplo, un postre en un restaurante) o la especialización académica de la teoría. Claro que, inevitablemente, una lectura domestica de algún modo, y quizá sea un rasgo constitutivo de toda interpretación. Sin embargo, contra una domesticación general sólo queda pensar el carácter político de una intervención deconstructiva. Por ello mismo es necesario tener especial cuidado ante las afirmaciones de C. Malabou, pues esa supuesta superación de una deconstrucción de la presencia, parece desconocer los modos en que hoy más que nunca se expanden todo tipo de xenofobias, racismos, exclusiones. Me atrevo a decir que ante un panorama mundial de reconstitución de nacionalismos, de reafirmación de fronteras y muros, nada parece más urgente que una deconstrucción de sus supuestos 16

teóricos e institucionales. Pero esto no debe llevar a postular una nueva dicotomía que señale algo como que la deconstrucción todavía tiene sentido en términos prácticos pero que filosóficamente ya no tiene nada para decir. Vuelvo a insistir con algo: la potencia de la deconstrucción está en una precisa articulación de teoría y práctica, donde el carácter indisoluble de ambas dimensiones se juega en la singularidad del cada caso. Se trata de una exigencia trabajosa que requiere, para decirlo brutalmente, más y más estudio para más y más intervención. Por todo esto, el potencial subversivo de la deconstrucción no se juega en repetir muletillas respecto del cuestionamiento de una metafísica de la presencia, sino en esa articulación de rigurosidad teórica e intervención institucional. En última instancia, la potencia subversiva de la deconstrucción se produce en tanto práctica singular, y no como aplicación de un método. Ahora bien, esto da lugar a una paradoja: si no puede ser sistematizada en abstracto, es decir, convertida en un significado trascendental, no es posible identificar lo que se hace bajo ese nombre. En otros términos, la pregunta es: ¿qué convierte a una práctica en deconstructiva? No puede ser cualquier práctica, disolverse en una generalidad que diluya su sentido, pero tampoco tener el reaseguro de la aplicación de un método prefijado. La exigencia de la deconstrucción supone entonces una radical redefinición de la relación entre teoría y praxis, puesto que no se trata sólo de un estudio minucioso de los textos de Derrida, donde se aplique el conocimiento de un autor a la investigación o a la orientación de otras prácticas. Aún más, la cuestión a pensar es que existe un desfasaje entre el saber de la deconstrucción, de Derrida u otros autores, y el propio ejercicio deconstructivo. Es necesario diferenciar entre dedicarse al estudio de Derrida, como se podría estudiar cualquier otro autor, y dar lugar a una práctica deconstructiva. Por esto mismo, esta 17

práctica supone un distanciamiento no sólo con la teoría derridiana sino con su propio ejercicio. De lo contrario se convertiría en un procedimiento metodológico abstracto aplicable a cualquier instancia. Sin embargo, esta lejanía no supone un simple abandono. Mi impresión es que la deconstrucción adquiere relevancia cuando la redefinición de las relaciones entre teoría y praxis permite dar lugar a una práctica de indagación con ciertas características: primero, confronta un proceso de significación, una textualidad, a sus propias condiciones de constitución; segundo, muestra cómo allí existen instancias de exclusión y subordinación y, tercero, muestra de modo inmanente cómo es posible desestabilizar ello. Un modo de lectura que pone en juego los protocolos de lectura cada vez, en cada texto. Por ello mismo la apuesta no es la reconstrucción del sentido, sino la apertura del mismo, esto es, el cuestionamiento de su clausura. Es en el mismo “método” que se encuentra su apuesta política.

Política Esto me conduce a precisar las implicancias políticas de la deconstrucción. Ante todo, entiendo que la deconstrucción supone una redefinición de los modos de vincular la teoría con la política. Una extensa tradición de pensamiento ha señalado que el problema es que la teorización sobre la política ha supuesto la reducción de eso que sea la política a lo que se entiende por teoría. Ejemplarmente, la teoría definida como filosofía, entendida en muchos casos como la búsqueda de un saber, una verdad, que trascienda cualquier contingencia empírica. Por esto mismo, cierta filosofía ha reducido la complejidad de la política a un orden ideal establecido por la teoría. Desde este mismo esquema, la teoría debe orientar la 18

práctica, fijar su sentido. Derrida pertenece a una tradición que cuestiona ese modo de construir el vínculo redefiniendo lo que se entiende por filosofía. Dicho de otro modo, para evitar una relación de exterioridad y de subordinación entre teoría y política, Derrida da lugar a un vínculo pensado como copertenencia. Desde una lectura específica he intentado mostrar cómo existe en los textos de Derrida una copertenencia de filosofía y política. Esta expresión me permite no sólo cuestionar esa relación de exterioridad y subordinación, sino dar cuenta de un pensamiento que aborda de modo simultaneo la constitución filosófica de la política y la constitución política de la filosofía, es decir, el modo en que la política se encuentra constituida por conceptos, categorías, significados que remiten a una tradición específica y el modo en que eso llamado filosofía se encuentra constituido por procesos de institucionalización política. Si bien he insistido en esta expresión, en el último tiempo he comenzado a trabajar sobre un pequeño desplazamiento. Sucede que el concepto de “copertenencia” reconduce el vínculo a una pertenencia común, establece cierta familiaridad, postula una mismidad (se trata de un acento quizá excesivamente heideggeriano). Veo allí un problema en tanto se reinventa aquel viejo postulado occidental donde logos y política tienen una estrecha unidad. Por ello, me interesa pensar actualmente en una “topología de la inscripción” para vincular teoría y política. Esto permite pensar en cada caso cómo se inscriben ciertos sentidos sedimentados en la política (en acciones, instituciones, etc.) y cómo se inscriben marcas institucionales en la filosofía (en el doble sentido de institución como fijación performativa de un significado e instituciones materiales de desarrollo, una ley o una Universidad, por ejemplo). Si en el primer punto señalaba que, al fin y al cabo, toda lectura es política (aun aquella denegatoria), la cuestión es 19

qué política se juega en cada lectura. Pues bien, me interesa una lectura política de la deconstrucción que da cuenta, en cada caso de esa topología, de la co-inscripción de teoría y política. Esto supone una definición singular de eso llamado teoría o filosofía política. Sin embargo, es necesario señalar que el modo en que se produce esa topología en Derrida, si bien no es la única deconstructiva, da cuenta de una retórica política específica. En otros términos, entiendo que “violencia” y “justicia” son los conceptos desde los cuales se da esa inscripción. Esto supone una diferencia respecto de otras retóricas que acentúan conceptos como poder, dominación, resistencia, etc. Esto no significa que no exista un pensamiento del poder o de la resistencia en Derrida, sino simplemente que la retórica política en la que se piensan estas categorías está sobredeterminada por la relación entre violencia y justicia. No quiero sobreabundar en algo sobre lo que he escrito en otras ocasiones, simplemente quiero señalar aquí que entiendo que esto reconfigura lo que se entiende por pensamiento crítico. En muchas ocasiones se sostiene que una teoría crítica de la política conlleva no sólo el abandono de la pregunta por la justicia (la postulación de un orden normativo) sino su radical cuestionamiento. Algunos sostienen que una posición crítica piensa exclusivamente en cómo resistir relaciones de poder, dominación o explotación existentes. Frente a ello, Derrida permite pensar una crítica que asume radicalmente el problema de la justicia sin tematizarla en términos normativos. Ahora bien, lo hace sin proponer un orden reconciliado, ni una paz perpetua, ni una apertura ética a la alteridad, sino reconociendo el carácter irreductible de la violencia. En resumidas cuentas, entiendo que la deconstrucción derridiana redefine un pensamiento político crítico al pensar, aun asumiendo el carácter irreductible de la violencia, formas de la justicia. Esto no es una tarea sencilla, constituye una especie de exigencia de pensamiento. 20

De modo que dentro del amplio abanico de los modos de leer a Derrida, de trabajar con él, aquí me interesa aquel que puede ser inscripto dentro de un pensamiento político crítico. No desconozco las mismas precauciones que Derrida señaló respecto del término “crítica”, o la necesidad de someter a cuestionamiento los mismos supuestos que posibilitan algo como la crítica. Sin embargo, como crítica de la crítica, la deconstrucción derridiana es un nombre inscripto en aquella tradición de pensamiento político que de un modo u otro socavan las certezas del presente para posibilitar otra cosa. Donde el acento debe recaer en una estrategia oblicua de la crítica, no sólo porque cuestiona sus mismos supuestos, sino porque indica que la oposición directa o la fijación de un afuera terminan por reproducir jerarquías, exclusiones, subordinaciones. Una estrategia oblicua supone la difícil tarea de adoptar una posición urgente en política sin dejar de atender a los complejos procesos de significación que la atraviesan. La estrategia deconstructiva tiene siempre la forma de un rodeo. Un rodeo, primero, porque no es suficiente la inversión de una jerarquía (puesto que en tal caso sólo se logra privilegiar otro término de una nueva jerarquía), sino que es necesario reinscribirla en otro orden; segundo, porque no existe afuera puro, esto es, existe una contaminación diferencial que imposibilita la confrontación directa; tercero, porque los sentidos que atraviesan aquello que nombramos con el término política, sean instituciones, acciones, procesos, se encuentran sedimentados por una extensa tradición que nos constituye aun cuando suponemos evitarla. El uso de la expresión “topología de la inscripción” es un intento de precisar los modos de la contaminación diferencial, es decir, pensar una crítica no estructurada desde una topología del dentro-fuera (de las oposiciones binarias: poderlibertad, dominación-autonomía, explotación-emancipación, 21

etc.). Bajo el concepto de inscripción se trata de pensar una teoría de las mediaciones sin lógica (sea dialéctica o de otro tipo). La crítica de la inmediatez, como figura de la presencia, constituye un aire de familia con la teoría crítica de herencia marxista, allí cuando las mediaciones como differánce exceden una lógica de la contradicción. Desde mi perspectiva, se trata de formas de la crítica que tramitan de modo diverso la herencia hegeliana. Si existe un pensador de la diferencia, señala el mismo Derrida, es Hegel, pero por eso mismo se trata de ir de una lógica de la contradicción a una lógica de la diferencia. Si bien esto puede suponer una domesticación, diluir la contradicción en una pluralidad de diferencias (un elogio de la diferencia afín a una democracia liberal pluralista), entiendo que en Derrida la diferencia no deja nunca de ser una cierta negatividad. Por ello, la singularidad de Derrida no se encuentra en un pensamiento afirmativo para confrontar con la dialéctica, sino en una relectura de la negatividad, donde la apropiación de Hegel de autores como Bataille o Blanchot resulta central. Una crítica deconstructiva es una estrategia de rodeo para dislocar un proceso de significación. Una estrategia que transita sobre la contaminación que imposibilita la fijación de elementos simples, de oposiciones binarias, de afueras puros. Por eso mismo la deconstrucción da lugar a una redefinición de eso llamado política. Una parte importante del pensamiento crítico contemporáneo supuso la confrontación con cierto determinismo economicista de la tradición marxista postulando la autonomía de lo político. Incluso se podría reconstruir el pensamiento político crítico según los modos en que ha trabajado esa autonomía. Lo relevante aquí es que la deconstrucción al mismo tiempo que cuestiona cualquier determinismo economicista no postula una autonomía de lo político. En otros términos, la deconstrucción produce una repoliti22

zación que no requiere esa autonomía. Y esto por razones de fondo: postular la autonomía de algo denominado política reconstituye una lógica de los elementos simples sin contaminación. Si Derrida discutiendo con Schmitt (y una extensa tradición de izquierda supuso un diálogo fructífero con este autor para pensar la autonomía de lo político) señala que no existe concepto adecuado de lo político, o que lo político es por definición inadecuado a su concepto, esto significa que no existe una definición correcta de política, una definición esencial, un a priori desde el cual partir. Al volver inestable el mismo concepto de política, la deconstrucción es una estrategia de politización. Donde politizar no significa reconducir una instancia a un significado preconcebido de política, sino redefinir precisamente el sentido del término política al volver inestables instancias de subordinación o exclusión. No se trata de pensar lo propiamente político (o de establecer la especificidad de la dominación política respecto de la explotación económica), sino de volver a lo político algo impropio para resignificarlo en cada práctica deconstructiva singular. Porque no existe un sentido prefijado de política, en cada caso una práctica deconstructiva inscribe desplazamientos de ese sentido. La inscripción no supone una postulación a priori, politizar no significa simplemente calificar de políticas a prácticas previamente nombradas de otro modo (en tal caso se reproduce el gesto soberano de un nombrar infundado), sino que como tal trabaja siempre sobre sentidos sedimentados. Para decirlo de otro modo, calificar de política una instancia que parece lejana al término puede reproducir una lógica de un sujeto externo que define a priori un objeto. Frente a ello, es en la inmanencia de una práctica, de una institución, que la deconstrucción desestabiliza sentidos para politizar. Por ello, como supo señalar Derrida, es excesivamente política para algunos y escasamente política para otros. En 23

todo caso, una perspectiva deconstructiva busca politizar sin postular una autonomía de lo político, pero por eso mismo cuestionando cualquier totalización de lo político. Sólo porque no-todo es político son posibles prácticas de politización.

Soberanía Es un lugar común señalar que soberanía implica una configuración específica de eso llamado política. Las perspectivas historicistas suelen indicar que bajo el concepto de soberanía se entiende una redefinición teórica e institucional de las formas políticas en la modernidad. En este sentido, sólo se podría hablar de soberanía con alguna precisión si se circunscribe su sentido a una genealogía de la modernidad política. No es el lugar aquí de reconstruir estas perspectivas, ni de mostrar los elementos fundamentales de las diversas teorías de la soberanía. Lo que interesa pensar es, por un lado, qué desplazamiento supone en el mismo Derrida el trabajo sobre la soberanía y, por el otro, cómo esta pregunta adquiere una materialidad particular en procesos políticos singulares. Si bien es cierto que la cuestión de la soberanía puede rastrearse de diversos modos hasta los textos tempranos de Derrida, adquiere una visibilidad específica en sus últimos seminarios y escritos. Desde finales de la década del 80, sus escritos empiezan a trabajar con fuerza problemas que de modo explícito se vinculan con cuestiones ético-políticas. Un cierto modo de pensar la justicia en relación al derecho, un trabajo de herencia del marxismo desde la noción de espectro, una discusión del concepto de lo político a partir de los modos de pensar la amistad, un pensamiento de la hospitalidad incondicional, y así. Sin embargo, en el marco de este trabajo específico sobre problemas ético-políticos, el tratamiento de 24

la soberanía supone ciertos desplazamientos que todavía están por pensarse. He ahí una clave hermenéutica que me interesa proponer: el problema de la soberanía supone una reconfiguración de algunos problemas teóricos surgidos en la década del 90. Para evitar malentendidos: no se trata de un giro ni de un corte radical, sino de ciertos desplazamientos de acento que abren nuevas cuestiones para un pensamiento deconstructivo de la política. Este desplazamiento se entiende, por un lado, desde la rehabilitación del problema de la soberanía para la filosofía política crítica. Sería injusto señalar que este problema fue abandonado, pero es cierto que por una doble vía tendió a ser desplazado como objeto de indagación: por la atención al carácter microfísico de las relaciones de poder (que desde sus mismas precauciones metodológicas suponen una crítica de la teoría de la soberanía) y por la atención a instancias macro que excedían ese lugar privilegiado de la soberanía como es el Estado (posiblemente la atención a la globalización en los estudios políticos y con ello a instancias de decisión que exceden los Estados sea un indicio relevante al respecto). La cuestión es que al interior mismo de la tradición crítica la desatención a la soberanía estatal empezó a ser cuestionada y de diversos modos se volvió a señalar la necesidad de su abordaje. Por otro lado, no deja de ser menor que un acontecimiento como el 11-S que socava modos de comprender la política, cierta conceptualidad organizada desde el Estado, la soberanía, la guerra, lo lleve al propio Derrida a repensar la figura del Estado, la democracia y la soberanía. Por paradójico que resulte es un acontecimiento como el 11-S que parece deconstruir la noción de soberanía, la que habilita una cierta atención al problema de la soberanía política. Si bien los problemas, las temáticas, las preguntas son recurrentes respecto de los textos de la década del 90, se pro25

duce un desplazamiento de acento de un pensamiento de la justicia como hospitalidad a un pensamiento de la soberanía. Inscripta en la cuestión de la animalidad es como si la soberanía habilitara una nueva red semántica para pensar la política. Como si la deconstrucción encontrará en el problema de la soberanía una radicalidad que necesita una indagación urgente. Y eso desde ciertas decisiones que marcan el modo en que Derrida la piensa: primero, cuestionando un historicismo ordenado por épocas, en numerosas ocasiones su pensamiento de la soberanía lo lleva hasta Aristóteles para indagar su núcleo de sentido como autarquía; segundo, inscribiendo su perspectiva como una crítica a ciertas versiones de la biopolítica contemporánea y dando lugar a algo que se puede denominar zoopolítica (o más precisamente zoo-teo-política); tercero, pensando la soberanía en relación a la democracia, como un componente necesario (no habría democracia sin soberanía), pero al mismo tiempo como aquello que limita la misma posibilidad de la democracia como apertura; cuarto, en una reelaboración del concepto de auto-inmunidad, uno de los núcleos conceptuales que marcan sus escritos tardíos. De cierto modo es como si el problema de la soberanía confrontara la deconstrucción con un asunto difícil: una incondicionalidad excepcional. Se podría señalar lo siguiente: la deconstrucción se entiende como una crítica de las condicionalidades, por ejemplo de las condiciones restringidas de una hospitalidad calculada, la deconstrucción como un modo de socavar ciertas estabilizaciones institucionales para posibilitar otra cosa. Sin embargo, la soberanía no es del orden de las condicionalidades, de las instituciones o del derecho, sino que comparte con la deconstrucción su carácter incondicionado. El abismo al que se enfrenta Derrida es cierto “aire de familia” con una crítica soberanista de la institucionalidad condicionada. Per caso, frente a un orden instituido que fija determinadas fron26

teras respecto de los no-ciudadanos se puede pensar una crítica que postula la falta de una soberanía incondicionada que lo interrumpa. Por ello la necesidad de pensar una y otra vez ya no el lugar de la deconstrucción frente a lo condicionalidad de un orden específico, sino la diferencia entre una incondicionalidad soberana y una incondicionalidad deconstructiva. De modo que en el marco de los estudios de recepción de Derrida es importante atender a esos dos indicios: de un lado, la relevancia de la soberanía entendida como incondicionalidad excepcional para la deconstrucción como tal; del otro lado, el desplazamiento de acento entre los textos de la década del 90 y los textos del 2000. Como una vieja tradición lo señala, dar lugar a un pensamiento sobre la política conlleva siempre una contaminación con las transformaciones del mundo histórico. El 11-S marca una inflexión importante puesto que implica una variación respecto de reflexiones teóricas cuyo acento en la globalización en ciertos casos supuso una excesiva desatención respecto del lugar del Estado y la reconfiguración de la soberanía. En este marco, si bien Derrida sigue acentuando una noción de justicia que requiere de instancias internacionales, el trabajo sobre la soberanía, indicando que el “efecto de soberanía es irreductible” en términos políticos, supone una atención a cómo un pensamiento de la justicia en términos de incondicionalidad incalculable se tramita en un vínculo con modos de particionar la soberanía. Esto supone un importante indicio para aquella tradición que asume el desafío de pensar críticamente la política, sabiendo que la deconstrucción no es sino un modo hiperbólico de la crítica. Pues indica que la crítica no sólo no debe abandonar una reflexión sobre la justicia (esto es, no dejarla como reflexión sólo de las teorías normativas), sino que la soberanía sigue siendo un tema de irreductible importancia. Derrida, junto con otros autores, indica que un simple aban27

dono de una reflexión crítica sobre las teorías de la soberanía supone desconocer buena parte de las transformaciones del mundo contemporáneo. Lo que significa también una limitación de la misma potencialidad de la crítica. Al mismo tiempo, un pensamiento deconstructivo de la soberanía supone desafíos específicos para las lecturas de Derrida desde diversas geografías. Si cada pensamiento sobre la política se encuentra atravesado por formas o procesos políticos particulares, no puede ser de otro modo con las lecturas realizadas. Si bien no existe una determinación lineal entre la fijación de una coordenadas geográficas e históricas respecto de un modo de lectura, resulta importante destacar que los modos de configuración de la soberanía y las formas de estatalidad en América Latina tienen una singularidad que trama un modo de leer. La necesidad de repensar la soberanía no se entiende sino a la luz de procesos políticos que en cada país de América Latina suponen formas de estatalidad y modos de soberanía. En resumidas cuentas, se trata de un modo de entender el pensamiento político donde la crítica no se entiende ni como abandono de las teorías de la soberanía o del Estado ni siempre como oposición contra el Estado o contra cualquier forma de soberanía. La deconstrucción, he aquí el desafío, abre a un modo de la crítica que asume el carácter irreductible de la dimensión institucional, y así un trabajo inmanente con las formas de estatalidad y los modos de soberanía. Así el Estado deja de ser ese monstruo frío al que siempre debe combatirse in toto como condensación de ciertas relaciones de dominación, para pensar de modo inmanente sus instancias de indecidibilidad. En cualquier caso, la deconstrucción abre una vía de la crítica que tiene una enorme potencialidad para los procesos políticos contemporáneos.

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Bibliografía Fabbri, L. (2006). L’addomesticamento di Derrida. Pragmatismo/ decostruzione. Milano: Mimesis. Malabou, C. (2010). “Dialéctica, deconstrucción, plasticidad”, Papel Máquina, Año 2 N° 5, Santiago de Chile: Palinodia.

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PARTE UNO TOPOGRAFÍAS DE LA SOBERANÍA

YA EN ESOS PRIMEROS TEXTOS…1 Cristina de Peretti y Delmiro Rocha

Lo que nos proponemos en este artículo es corroborar algo que Derrida siempre repitió constantemente en sus textos y en sus entrevistas, a saber que, en su pensamiento, nunca ha habido ningún tipo de “giro” ético o político, que las cuestiones éticas y políticas no han surgido de repente en su trabajo sino que, por el contrario, “una profunda continuidad lógica e incluso temática une” (Derrida, 1997: 57) sus textos, escritos más o menos a partir de finales de los años 1980 y que conciernen más concretamente un pensamiento de lo imposible, de lo otro y de la justicia, del acontecimiento y de lo porvenir, del double bind y de la decisión, con sus otros textos escritos a partir de los años 1960. […] jamás hubo, en los años 1980 o 1990, como a veces se pretende, un political turn o un ethical turn de la “deconstrucción” tal y como, al menos, yo la he experimentado. El pensamiento de lo político siempre ha sido un pensamiento de la différance, y el pensamiento de la différance siempre ha sido también un pensamiento de lo político, del contorno y de los límites de lo políti1 Una primera versión, francesa, de este texto fue presentada como ponencia en el Colloque International: Derrida politique organizado en París conjuntamente por la École Normale Supérieure-CNRS, el Institut des Hautes Études en Psychanalyse, el Laboratoire “Pensées des sciences” y el Comité editorial de la obra de Derrida los días 6 y 7 de diciembre de 2008.

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co, especialmente en torno al enigma o al double bind auto-inmunitario de lo democrático. Lo cual no quiere decir, muy por el contrario, que no haya pasado nada nuevo entre, digamos, 1965 y 1990. Sencillamente, lo que haya pasado no tiene ninguna relación ni ninguna semejanza con lo que la figura del turn –que sigo por consiguiente privilegiando aquí–, de la Kehre, del giro o de las tornas, podría hacer que nos imaginásemos (Derrida, 2003: 64).

Vamos pues a proceder, en un primer momento, a un pequeño ejercicio de memoria rastreando los textos de Derrida con el fin de recordar algunos puntos de referencia que son, en nuestra opinión, ineludibles para dar testimonio de esa indiscutible continuidad lógica y temática del pensamiento de Derrida. Ya desde De la grammatologie (Derrida, 1967a), libro publicado en 1967, pero cuya primera parte puede ser considerada “como el desarrollo de un ensayo que apareció en la revista Critique (diciembre 1965-enero 1966)”, podemos comprobar en efecto que lo que está en juego en el trabajo textual que Derrida pone en marcha en torno a la cuestión de la escritura y al lugar que esta ocupa en la historia de la metafísica, a pesar de todas las diferencias que atraviesan a esta última, tiene ya un alcance ético y político que, de entrada, nos permite identificar el riesgo totalitario bajo mil formas que no son únicamente textuales. Dicha historia, que es la nuestra, está constituida por todo un sistema de constreñimientos fundamentales y de oposiciones conceptuales que son otras tantas violencias, jerarquías, represiones, rechazos y exclusiones éticas y políticas, incluso jurídicas. Cuando el discurso filosófico occidental privilegia el logos así como todas las significaciones que tienen su fuente en la de dicho logos, no son sólo la voz, la verdad, el sol, sino también el capital y 34

el bien así como el padre, el jefe, el rey, el soberano, dicho de otro modo, el hombre y, más concretamente, el ser humano masculino (y, de preferencia, occidental), los que detentan todas las bazas, todos los privilegios, todas las ventajas, es decir también, toda la autoridad: “La razón del más fuerte es siempre la mejor” (Derrida, 2003:9), nos recuerda Derrida citando a La Fontaine. Ahora bien, esta alusión a La Fontaine nos proporciona una buena ocasión para subrayar igualmente que Derrida siempre se ha sentido concernido por los animales y que, como él mismo precisa en 1997, durante la década de Cerisy titulada “L’animal autobiographique”: […] la cuestión de lo vivo y del ser vivo animal […] habrá sido siempre para mí la gran pregunta, la más decisiva. La he abordado miles de veces ya sea directamente, ya sea de manera oblicua, a través de la lectura de todos los filósofos por los cuales me he interesado, comenzando por Husserl (Derrida, 2006: 57). 2

Por eso también, cuando en sus primeros textos Derrida emprende la solicitación del logofonocentrismo es asimismo el etnocentrismo, el falocentrismo y el humanismo así como todo lo que él llamará más adelante la “homohegemonía”, a saber, el poder, la fuerza, la ley, la soberanía, la tiranía a la vez hegemónica y homogeneizadora de lo Uno lo que Derrida, al igual que en sus textos mucho más recientes, ya había empezado también, en los años 60, a solicitar, esto es, a “conmover como un todo, [a] hacer temblar en su totalidad” (Derrida, 1972b: 22). El logos, el soberano, el hombre, el padre, la comunidad, el Estado, etcétera, dicho de otro modo, lo Uno, el autos, el 2 Derrida, J. (2006). L’animal que donc je suis. (p. 57. Véase asimismo pp. 5861). Paris: Galilée.

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ipse, lo propio, lo idéntico, lo homogéneo, lo mismo “se hace violencia y se resguarda de lo otro” (Derrida, 1996: 86). La necesidad de unidad de todos esos Unos, su deseo de ipseidad, de propiedad, de identidad, de totalidad, de homogeneidad, de mismidad no es sin embargo sino un anhelo, una esperanza, un sueño, una quimera, incluso un engaño. Como recuerda Derrida en “La pharmacie de Platon” (cuya primera versión data de 1968), tradicionalmente “la inmortalidad y la perfección de un ser vivo consisten en no tener relación con ningún afuera” (Derrida, 1972a: 115), con ningún otro considerado a su vez, al menos en lo que concierne a la identidad, etcétera, como un mal, como un peligro, como una amenaza. Ahora bien, no es únicamente en el exterior sino también y, sobre todo, en el interior mismo de lo Uno donde habitan de hecho la discontinuidad, la heterogeneidad, la alteridad, en una palabra, la différance, las cuales siempre han empezado ya por lo tanto a parasitar, a contaminar esa presunta “plenitud inencentada del adentro”. En los textos de los años 60, Derrida nos muestra ya cómo, por ejemplo, la différance, la lógica del suplemento o, de una forma más general, la lógica del ni/ni, es decir asimismo toda una cadena interminable de términos indecidibles encentan y hacen temblar esa presunta unidad, esa supuesta totalidad así como todo el sistema jerarquizado de oposiciones binarias aparentemente naturales (habla/escritura, significado/significante, dentro/fuera, presencia/ausencia, mismo/otro, vida/muerte, etcétera) del que se ha nutrido siempre nuestro pensamiento occidental, pensamiento en el que lo que está en juego –repetimos– no es estrictamente filosófico sino también, una vez más, ético, político y jurídico. Para salvaguardar la presunta integridad de lo Uno no basta pues con “mantener fuera el afuera”, con reprimir lo otro o al otro, con despreciarlo, con ignorarlo, con silenciarlo; 36

no basta con expulsarlo o desterrarlo, como una especie de pharmakos3 o de chivo expiatorio. El Uno, el logos, el soberano, el padre, la comunidad, el Estado, etcétera, tratan de resguardarse tanto del otro, se preservan del otro hasta tal punto que a fuerza de autoinmunizarse contra él es a ellos mismos a los que finalmente terminan por destruir: […] yo preferiría decir […] auto-inmunizarse con el fin de designar esa extraña lógica ilógica mediante la cual un ser vivo puede destruir espontáneamente, de una forma autónoma, aquello mismo que, en él, está destinado a protegerlo contra el otro, a inmunizarlo contra la intrusión agresiva del otro. ¿Por qué hablar así de auto-inmunidad? ¿Por qué determinar de una manera tan ambigua la amenaza, el peligro, el término, el fracaso, el encallamiento y la encalladura, pero también la salvación, el salvamento, la salud o la seguridad como otras tantas garantías diabólicamente auto-inmunitarias, virtualmente capaces no sólo de auto-destruirse de un modo suicida, sino de volver así cierta pulsión de muerte contra el autos mismo, contra la ipseidad que un suicidio digno de ese nombre implicaría todavía?4 (Derrida, 2003: 173). 3 “El cuerpo propio de la ciudad reconstruye pues su unidad, se encierra en la seguridad de su fuero interno, se devuelve la palabra que la une consigo misma en los límites del ágora excluyendo con violencia de su territorio al representante de la amenaza o de la agresión externa. El representante representa sin duda la alteridad del mal que viene a afectar y a infectar el adentro, irrumpiendo imprevisiblemente en él. Pero no por ello deja el representante del exterior de estar constituido, regularmente puesto en ese lugar por la comunidad, elegido, si puede decirse, en su seno, mantenido, alimentado por ella, etc. Los parásitos estaban, como es obvio, domesticados por el organismo vivo que los alberga a sus propias expensas.” (Derrida, 1972a: 152) 4 Véase asimismo, por ejemplo, Derrida, J. (2004). Auto-immunités, suicides réels et symboliques. En J. Derrida y J. Habermas. Le «concept» du 11 septembre. Dialogues à New York (octobre-décembre 2001) avec G. Borradori (pp.146-147). Paris: Galilée.

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“Extraña lógica ilógica” autoinmunitaria que, por su parte, no deja de tener mucho que ver con esa otra vieja alógica no menos extraña del pharmakon de la que Derrida ya habla, una vez más, en 19685 pero que, actualmente, en esta época de simulacro de mundialización que es la nuestra, está siempre “en marcha en la perversión fatídica de un avance técnicocientífico […]”6 sin precedente que la mayor parte del tiempo funciona a la vez como remedio y como veneno. Por otra parte, es de nuevo en un texto fechado en 1968 (Derrida, 1972b) en donde Derrida va a hablar por primera vez de la différance. Pero afirmar, como él lo hace, la différance a la vez como temporización (desvío, demora, retraso) y como espaciamiento (intervalo, distancia, separación); quizá podríamos decir también –repitiendo esta vez otros términos que Derrida utiliza gustoso en los años 90–, afirmar la différance a la vez como disyuntura y anacronía, como una suerte de Un-Fuge, de “dislocación ‘out of joint’ en el ser y en el tiempo mismo”7 consiste no sólo en postponer la presencia para 5 “Concebido como mezcla e impureza, el phármakon actúa también como la fractura y la agresión, amenaza una pureza y una seguridad internas […] La pureza del adentro no puede a partir de entonces ser restaurada sino acusando a la exterioridad bajo la categoría de un suplemento inesencial y no obstante nocivo para la esencia, de un excedente que debería no haber venido a añadirse a la plenitud inencentada del adentro […] Para sanar del phármakon y expulsar al parásito, es necesario pues volver a poner el afuera en su sitio. Mantener fuera el afuera. Lo cual constituye el gesto inaugural de la ‘lógica’ misma, del ‘sentido’ común tal y como concuerda con la identidad a sí de lo que es”. (Derrida, 1972a: 146-147) 6 “El phármakon es otro nombre, es un viejo nombre para la lógica de lo autoinmunitario. Se lo ve en marcha en la perversión fatídica de un avance técnicocientífico (la dominación del ser vivo, la aviación, las nuevas teletecnologías de la información, el e-mail, Internet, el teléfono móvil, etc.) en armas de destrucción masiva, en ‘terrorismos’ de todo tipo. Perversión tanto más rápida cuanto el progreso en cuestión es en primer lugar un progreso en la velocidad y en el ritmo”. (Derrida, 2004 : 182-183) 7 “ ¿[..] acaso la justicia como relación con el otro no supone […] el exceso irreductible de una disyuntura o de una anacronía, cierta Un-Fuge, cierta dislocación

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más tarde, en suspenderla, en diferirla hasta nunca sino también, ya desde los años 60, en pensar el acontecimiento no como una venida a la presencia sino como venida siempre por venir –quizás– de algo imprevisible, singular, irreemplazable, excepcional. Dicho de otro modo, consiste en afirmar con un “sí, sí” sin reservas la apertura a lo por-venir, a lo arribante absoluto, a lo radicalmente otro, al espectro y, por consiguiente, consiste asimismo en respetar incondicionalmente la singularidad absolutamente irreductible y básicamente secreta del otro, es decir, de una alteridad que, a partir de ahí, ya no tendrá nada que ver con ese concepto metafísico del otro que sólo designa al prójimo, al próximo, al vecino, al semejante cuyo rostro siempre es familiar y por ende tranquilizador. Por el contrario, […] el pensamiento de la différance –dirá Derrida en una entrevista de 1993– es también por consiguiente un pensamiento de la urgencia, de lo que no puedo ni eludir ni apropiarme porque es otro. El acontecimiento, la singularidad del acontecimiento: eso he ahí el asunto de la différance (Derrida, 1974: 18).

Pensar la différance ya consiste pues, desde los años 60, en hacer lo imposible apostando por una hospitalidad hiperbólica, por una justicia indeconstruible más allá del derecho, por un don incalculable del que, por lo demás, Derrida habla ya en algunas páginas de Glas (Derrida, 1974: 269-271) así como por todas esas otras figuras incondicionales, posibles porque imposibles, que se multiplican en los textos de Derrida desde finales de los años 80. ‘out of joint’ en el ser y en el tiempo mismo?”. (Derrida, 1993: 55) “¿Acaso la disyuntura no es la posibilidad mismo de lo otro?”, se pregunta igualmente Derrida en este mismo libro (Derrida, 1993: 48).

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Por su parte, la diseminación –a la que, una vez más, Derrida se refiere ya en esos años 60–, différance seminal, deriva infinita, gasto sin reserva, hace imposible la “reapropiación (monocéntrica, paterna, familiar) del concepto y del esperma” (Derrida, 1973: 309) y, en cuanto multiplicidad irreductible y generativa, pone en marcha esa lógica del ni/ni que da lugar, a su vez, a una lista interminable de términos indecidibles que “ya no se dejan comprender en la oposición filosófica (binaria) y que, sin embargo, la habitan, resisten a ella, la desorganizan pero […] sin dar lugar nunca a una solución con la forma de la dialéctica especulativa”(Derrida, 1972c: 58). Lógica indecidible del ni/ni que, de nuevo y pese a todas las diferencias que las separan, no carece de relación no sólo con esas expresiones más tardías de Derrida, “conceptos inconcebibles […] [por] la buena conciencia filosófica”, como “comunidad sin comunidad”, “mesianismo sin mesianismo”, “seguir sin seguir” o “dominio sin dominio”, etcétera, sino también con esas otras afirmaciones aparentemente paradójicas como son, por ejemplo, “lo posible-imposible, lo único en cuanto que es insustituible, la singularidad en cuanto que es repetible” (Derrida, 2001: 106-107); no siendo ni las unas ni las otras contradicciones teóricas, como algunos querrían creer o hacernos creer, sino otros tantos desafíos a la dialéctica especulativa, a la lógica clásica y cuyo alcance, una vez más, no es simplemente filosófico sino asimismo ético, político y jurídico. En todo caso, es también una experiencia totalmente heterogénea a su vez a la dialéctica, es decir, una indecidibilidad en cuanto aporía, double bind o doble constricción, la que va a constituir, más allá del deber, del saber, del cálculo y del programa, la condición misma de esa decisión y de esa responsabilidad “inencentables” de las que Derrida también habla ya en sus primeros textos8. 8 Véase, por ejemplo, L’écriture et la différence (Derrida, 1967b : 118). Unos veinte años más tarde, Derrida dirá asimismo: “Es en el momento en el que el

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Volvamos pues, por nuestra parte, al comienzo con vistas a subrayar, con Derrida, que “al comienzo hay la ruina”9 pero igualmente la huella y el resto (una de las grandes cuestiones de Glas, texto publicado en 1974) y la ceniza y, evidentemente, el espectro. Otros tantos orígenes sin origen, otros tantos no-orígenes: “el origen no ha desaparecido –continúa Derrida– […] nunca ha estado constituido sino de rebote por un no-origen […], que se convierte así en el origen del origen” (Derrida, 1967: 90). Ahora bien, es en sus textos de los años 60-70 en donde Derrida habla precisamente de origen sin origen, así como de iterabilidad y de cierta lógica de la obsecuencia: otra forma de seguir sin seguir, de repetir alterando, incluso de ser infiel por fidelidad. Esta es de nuevo la única forma de heredar, subraya Derrida en sus textos de los años 90. Todos los motivos que acabamos de enumerar (huella, resto, ceniza, ruina, espectro) constituyen, sin duda, de entrada, un desafío para la ontología tradicional y para la lógica de la identidad: cada cual a su manera, todos ellos pueden restar o no restar, quedar o no quedar pero, si restan, si quecálculo es imposible cuando algo como una decisión se impone –en todos los órdenes, se puede traducir eso en términos de ética o de política– y, en ese momento, la ‘segunda’ indecidibilidad no es el quedar en suspenso de la indiferencia, la différance como neutralización interminable de la decisión; es, por el contrario, la différance como elemento de la decisión y de la responsabilidad, del apoyo para el otro”. (Derrida y Labarrière, 1986 : 33) 9 “La ruina no sobreviene como un accidente a un monumento ayer intacto. Al comienzo, hay la ruina. […]. La ruina […] es la experiencia misma: ni el fragmento abandonado, pero todavía monumental de una totalidad […]. No es un tema, justamente, arruina el tema, la posición, la presentación o la representación de cualquier cosa. Ruina: más bien esa memoria abierta como un ojo o el boquete de una órbita huesuda que nos deja ver sin mostrarnos nada en absoluto/del todo. Para no mostrarnos nada en absoluto/del todo. “Para” no mostrar nada del todo, es decir a la vez porque la ruina no muestra nada en absoluto/del todo y con vistas a no mostrar nada en absoluto/del todo. Nada de la totalidad que no se abra, se perfore o se agujeree de inmediato”. (Derrida, 1990 : 72)

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dan, lo hacen sin restar, sin quedar, es decir, sin permanencia a sí, sin esencia inalterable, siempre más allá de la oposición presencia/ausencia y siempre, ciertamente, “para no mostrar […] nada del todo”, nada de una supuesta totalidad plena que les habría precedido. Restancia pues, la suya, que resiste, no dejándose ya dominar ni tematizar por ningún saber, por ninguna ciencia, por ninguna filosofía. No obstante, desde la huella hasta el espectro y pasando por el resto, la ceniza y la ruina, alrededor de unos treinta años habrán transcurrido ya, años durante los cuales Derrida escribió asimismo en torno a unos cincuenta libros. En Spectres de Marx (1993), Derrida designará esa paradójica restancia del espectro con el nombre de hantologie (fantología): ontología asediada por aquello que existe sin existir, por aquello que no está ni vivo ni muerto, “indeciso entre vida y muerte” (Derrida, 2006: 61) y que nos mira –efecto de visera– sin que por nuestra parte podamos verlo. El espectro es asimismo lo otro por excelencia, lo radicalmente otro en su singularidad más secreta y más extraña, lo arribante absoluto. Al ser ya siempre una especie de reaparecido, el espectro comienza siempre por volver a la vez que está siempre en trance de venir, a punto de hacerlo cuando no se lo espera ni se lo ha invitado en modo alguno. Decir sí a los espectros significa pues asimismo decir sí a la hospitalidad incondicional (lógica de la visitación por oposición a la lógica de la invitación), al acontecimiento siempre por venir, al quizá de su tener lugar siempre im-propio, intempestivo, fuera de tiempo, anacrónico, out of joint. Acontecimiento imposible y monstruoso. Ahora bien, una vez más es en De la grammatologie en donde Derrida nos recuerda, por primera, aunque no por última vez, que el porvenir se concibe como algo temible y espantoso:

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El porvenir sólo puede anticiparse bajo la forma del peligro absoluto. Es lo que rompe absolutamente con la normalidad constituida y, por lo tanto, sólo puede anunciarse, presentarse bajo el aspecto de la monstruosidad. Para este mundo por venir y para lo que en él haya hecho temblar los valores de signo, de habla y de escritura, para lo que aquí conduce nuestro futuro anterior, aún no existe exergo (Derrida, 1967a: 14).

* Pongamos un ejemplo. El más adecuado, en el día de hoy, nos parece que es, y por más de un motivo, el discurso que gira en torno al concepto de soberanía. ¿Dónde empieza, en los textos de Derrida, la deconstrucción de la soberanía? Sin duda no empieza con la publicación de La bête et le souverain, publicación esperada y bienvenida con la que aprovechamos para saludar la memoria de Derrida y también a todos aquellos que han trabajado duro para hacer posible la aparición de esta edición póstuma. Tampoco podemos decir estrictamente que esa deconstrucción haya comenzado como tal en discursos como Inconditionnalité ou souveraineté (Derrida, 2002) o Le souverain Bien, ou Être en mal de souveraineté (Derrida, 2004), que si bien profundizan e inervan su estrategia no la inauguran porque “la deconstrucción –escribe Derrida– no es una operación que surge après coup, desde el exterior, un buen día, sino que ya está siempre funcionando en la obra” (Derrida, 1988: 83) y, además, porque el concepto de soberanía que opera desde hace siglos, desde y más acá de los textos filosóficos, no se puede encerrar simplemente en lo que tradicionalmente se entiende por un discurso político o ético-político. Antes bien, y pensamos en Platón, el Bien-Soberano hunde sus raíces en

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lo que hoy llamaríamos una fuerte y rígida onto-epistemología. Y la deconstrucción, que siempre serán deconstrucciones de pared capilar y porosa, nunca se ha caracterizado por la trasgresión de una tradición, que es la nuestra, y que en más de un sentido deberíamos decir que es soberana. Todo lo contrario, la deconstrucción de Derrida asume y hereda esa fuerte tradición sin olvidar sus márgenes ni sus debilidades y obliga a “pensar la genealogía estructurada de sus conceptos de la manera más fiel, más interior, pero al mismo tiempo, desde un cierto exterior incalificable por ella, innombrable” (Derrida, 1972c: 15). Y esta genealogía de conceptos, en lo que respecta a la soberanía, está en deconstrucción desde sus primeros textos. El léxico de la soberanía, a saber, el amo, el rey, el señor, el soberano, el padre, el logos, el arconte, la autoridad, la ley, el orden, el jefe, el capital, el sol, el bien, etcétera, está ciertamente diseminado a lo largo y ancho de los textos de Derrida y ya precisamente en La dissémination (1972) las figuras soberanas del padre, el logos y el amo están en deconstrucción: La figura del padre, es sabido, es igualmente la del bien (ágazon). El logos representa a aquello de lo que es deudor, el padre, que es también un jefe, un capital y un bien. O más bien el jefe, el capital, el bien. Pater quiere decir en griego todo eso a la vez. […] Dejemos correr esos hilos. No los hemos ido siguiendo más que para dejarnos llevar del logos al padre, y unir la palabra al kirios, al amo, al señor, otro nombre dado en la República al bien-sol-capital-padre (Derrida, 1972a: 91y 95).

El poder del soberano está ligado al logos, arconte que detenta el poder de la palabra, la autoridad como palabra. La 44

historia del pensamiento entendida como logos, deconstrucción fundamental de De la grammatologie, establece un vínculo esencial entre el logos y la voz a través de la cual el logos dice la verdad del ser del ente. Es entonces a través del lenguaje como se manifiesta el significado transcendental, necesariamente anterior al lenguaje, que no sólo establece un sistema jerarquizado de oposiciones, sino que además impone una concepción única y total del logos, es decir, del pensamiento. El logos, por lo tanto, es soberano. Es el jefe de la razón, la voz autoritaria de la autoridad, la ley del significado, de la verdad y del querer decir. La deconstrucción de la sustancia fónica y de todo el sistema del oírse-hablar, relación inmediata entre voz, conciencia y logos, es también la deconstrucción, por ende, del que porta la voz, del portavoz, del devorar vociferante o de la vociferación devoradora del lobo-soberano. Y es ya en De la grammatologie (1967), a propósito del discurso político de Rousseau, en donde Derrida señala no sólo la devaluación de la escritura en favor de la voz que parte del Fedro platónico sino también la importancia del monopolio actual de esa devaluación como fuente de poder soberano. La descentralización política, la dispersión y el descentramiento de la soberanía apelan, paradójicamente, a la existencia de una capital, de un centro de usurpación y de sustitución. Por oposición a las ciudades autosuficientes de la Antigüedad, que eran para sí mismas su propio centro y dialogaban de viva voz, la capital moderna siempre es monopolio de escritura. Ordena mediante las leyes escritas, los decretos y la literatura (Derrida, 1967a: 427).

La deconstrucción de la soberanía de la escritura fonética, deconstrucción del fonologocentrismo y del concepto de suplemento (y para Derrida el Estado moderno, además de 45

ser un concepto en crisis debido precisamente a la pérdida de soberanía, es una artificialidad mecánica, una prótesis con forma de animal-soberano, un Leviatán fabricado y por lo tanto deconstruible, un suplemento que suple y complementa una supuesta presencia plena, “una plenitud –escribe Derrida en De la grammatologie– que enriquece otra plenitud, el colmo de la presencia”(Derrida, 1967a: 208) , la deconstrucción del fonologocentrismo, decíamos, se centra desde De la grammatologie, Marges y La dissémination, en la sonoridad, en la subordinación ontológica (de lo regional a lo fundamental) y en el concepto de lo propio como constituyentes de la universalidad y del poder absoluto de lo que es Uno. Unidad plena e indivisibilidad desde el origen. Estas son también las características fundamentales del concepto de soberanía y “otra política de la partición de la soberanía, a saber, de la partición de lo incompartible y de la división de lo indivisible” (Derrida, 2004: 16) pasa por iterar la estrategia de la deconstrucción que siempre ha sido la estrategia contra-arqueológica y contra-genealógica de la divisibilidad infinita, del más de una lengua, como experiencia aporética de lo imposible, entonces, división de lo que es Uno e indivisible, división imposible de la hegemonía del Uno. En este sentido, toda deconstrucción, singular y única, es siempre una deconstrucción de una soberanía o, dicho de otra forma, es siempre una deconstrucción singular de la soberanía de lo Uno. Esta soberanía ontológica de lo Uno será objeto del asedio de la alteridad radical, lo otro que se alberga en su interior, en su identidad, y se resiste a la reducción ontológica. Ese radicalmente otro, problema que atraviesa las fronteras de la onto-epistemología al mismo tiempo que las dibuja, problema tan nuevo como viejo, tan inagotado como inagotable, que no descansa simplemente entre los muros, siempre permeables, de un pensamiento político pero, y al mismo tiem46

po, problema que inaugura toda responsabilidad política; ese radicalmente otro que asedia y amenaza toda soberanía en general, y en particular la soberanía política de cuya actualidad tenemos hoy en día ejemplos claros y patentes que, en lugar de apostar por la lógica de la visitación y por la hospitalidad incondicional, pasan fundamentalmente por un intento de legislar, esto es, de controlar y hacer propio aquello que es por definición incontrolable y sin rostro, siempre ajeno y por lo tanto no-cuantificable. Esta espectralidad de lo radicalmente otro acompaña a Derrida desde sus primeros textos. Y este otro, que habita siempre en uno mismo y que es absolutamente desconocido e imprevisible puede tanto romper la dogmática imperial de lo Uno, y hacerse diferente en su alteridad, como imponerse autoritaria y dogmáticamente según la ley de lo Uno. En este último caso sería un monolingüismo del otro solidario de un carnofalogocentrismo: El monolingüismo impuesto por el otro opera fundándose en ese fondo, aquí por una soberanía de esencia siempre colonial y que tiende, reprimible e irreprimiblemente, a reducir las lenguas al Uno, es decir, a la hegemonía de lo homogéneo. Esto se comprueba por doquier, allí donde esta homo-hegemonía permanece funcionando en la cultura, borrando los pliegues y aplanando el texto (Derrida, 1996: 69-70).

Esta deconstrucción de la soberanía de lo homogeneizante y de lo hegemónico, de la violencia de la soberanía sobre la cual se funda la soberanía misma, en última instancia, de la autoridad violenta de lo universal (violencia y poder que ya en De la grammatologie, Derrida situaba en el centro mismo de la discusión entre habla y escritura), esta deconstrucción de lo Uno pasa necesariamente por la deconstrucción de los límites y de los márgenes de lo que es Uno, es decir, por la decons47

trucción de lo propio, de la identidad, de la ipseidad del como tal. La obliteración de lo propio, que se cierra sobre la firma, interioriza todo límite y lo hace suyo, es decir, lo asume en propiedad, se lo apropia. La deconstrucción de este límite es la deconstrucción de su soberanía, es decir, de su dominio y jurisdicción, que en Derrida comenzaría por la percusión del límite-tímpano. Mientras no se haya destruido ese tímpano […], lo cual no puede hacerse con un gesto simplemente discursivo o teórico, mientras no se hayan destruido estos dos tipos de dominio en su familiaridad esencial –Derrida se refiere a la jerarquía y a la envoltura del falogocentrismo–, mientras no se haya destruido incluso el concepto filosófico de dominio, todas las libertades que se dirá se toman con el orden filosófico seguirán agitadas a tergo por máquinas filosóficas desconocidas, según la denegación o la precipitación, la ignorancia o la necedad. Muy rápidamente se habrán dejado, a sabiendas o no de sus autores, llamar al orden (Derrida,  1972b: XV, XVII, XVIII).

La deconstrucción de la soberanía, que apunta hacia (o más bien es apuntada desde) la división de la indivisibilidad de lo Uno, debe pensar la autoridad compartida o, más bien, la no autoridad de aquello que es divisible. Debe hacer, ciertamente, lo imposible para trabajar sobre un concepto de soberanía que sea divisible, es decir, ni originario ni pleno, que no retorne al padre para legitimar su poder, que no se funde sobre su propia violencia, que mantenga abierta la indecidibilidad y la urgencia política, que asegure la responsabilidad de dar respuesta a lo otro, que no subsuma lo heterogéneo bajo una homo-hegemonía. Esta posibilidad imposible para la soberanía necesitaría un concepto de la identidad dislocado

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y asediado por la diferencia radical, instauraría una política de lo porvenir que no remontaría al origen y desgarraría las fronteras de la presencia plena desplazando tal presencia hacia otra cosa que no es ella misma, hacia lo otro de sí misma. En este sentido, la lógica de la différance representaría la apertura y la condición de (im)posibilidad de un pensamiento totalmente otro de la soberanía. La différance como movimiento que produce efectos de diferencia, espaciamiento y temporización, y que no es anterior a ella, porque precisamente la cuestión del ser, de lo propio del ser, de la autoridad del como tal es lo que ella pone en cuestión: No hay esencia de la diferencia, ésta (es) aquello que no sólo no sabría dejarse apropiar en el como tal de su nombre o de su aparecer, sino aquello que amenaza la autoridad [esta cursiva es nuestra] del como tal en general, de la presencia de la cosa misma en su esencia. Que no haya hasta ese punto esencia propia de la différance implica que no haya ni ser ni verdad del juego de la escritura en cuanto que compromete a la différance (Derrida, 1972b: 27).

La différance como exapropiación sería el movimiento fundamental de la deconstrucción de la soberanía de lo Uno. Sin este proceso nunca sería posible la alteración radical de aquello que relaciona la ontología fundamental con la ontopolítica y la teo-teleología con la axiología que sigue insistiendo en la oposición simple entre el Bien y el Mal. Todo este trabajo que, como ya hemos señalado, para Derrida no puede reducirse nunca a un trabajo simplemente teórico, es, sin embargo, preliminar. Y todas las deconstrucciones de Derrida, incluida la deconstrucción de la soberanía, repiten al mismo tiempo que desplazan, propiamente iteran, esta estrategia. Continuidad lógica e incluso temática, enton49

ces, que se repite desplazándose a lo largo de la obra de Jacques Derrida (y es precisamente uno de esos desplazamientos lo que hoy celebramos como publicación póstuma). Para terminar, simplemente citar una vez más esa conferencia pronunciada en la Société Française de Philosophie el 27 de enero de 1968 donde Derrida empieza ya, sin duda a paso de lobo, a deconstruir la genealogía estructurada de los conceptos de la soberanía poniéndolos en relación con el pensamiento subversivo de la différance: La différance no es. No es un ente-presente, tan excelente, único, principal o transcendental como se desea. No gobierna nada, no reina sobre nada y no ejerce en ninguna parte autoridad alguna. No se anuncia con ninguna mayúscula. No sólo no hay reino de la différance, sino que ésta fomenta la subversión de todo reino. Lo cual la torna evidentemente amenazante e infaliblemente temida por todo lo que en nosotros desea el reino, la presencia pasada o por venir de un reino. Y es siempre en el nombre de un reino como se puede, creyendo verla engrandecerse con una mayúscula, reprocharle que quiera reinar (Derrida, 1972b: 22).

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SECUENCIA SOBERANA1. LA BIO-POLÍTICA ENTRE DERRIDA Y FOUCAULT Iván Trujillo

Introducción Aunque los problemas de la soberanía y de la relación entre la bestia y el soberano sea una de las últimas preocupaciones de la filosofía de Jacques Derrida, creemos posible sostener que estas preocupaciones ya han hecho su aparición en trabajos más tempranos y en términos bastante bien definidos. Uno de estos términos es el problema de la zôgraphia, es decir el problema de una cierta animalización fundada en la relación entre la pintura, la escritura y el soberano. Una pista sobre esto la da Derrida mismo en El animal que luego estoy si(gui) endo al hablar de una “animalidad de la escritura” (Derrida, 2008: 69). Nos proponemos mostrar que es sobre la base de este problema, que es también un pensamiento sobre lo vivo, que ha tenido lugar un temprano pensamiento zoo-político o bio-político en Derrida2. Este pensamiento, además, logra tempranamente desfigurar o comprometer la lógica del concepto de soberanía del que hablará más tarde, es decir el problema de la indivisibilidad. Si decimos “zoo-político” o “bio1 El presente texto es una versión modificada del escrito “La soberanía más allá de la instancia del poder y del dominio. En torno a la bio-política de Jacques Derrida”. 2 Simone Regazzoni ha estado a punto de decir esto en su escrito “Derrida y la deconstrucción de lo biopolítico”. Cf. Regazzoni, 2015: 221-235.

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político”, es entonces también para intentar cernir algunos de los términos derridianos que comparecen en la discusión con los análisis y reflexiones contemporáneas en torno a la biopolítica, en particular Foucault y Agamben. Ahora bien, en el campo de los estudios derridianos, la relación entre la animalidad y la biopolítica tiende a ser tratada por separada, relacionando estrechamente la animalidad con la soberanía y la biopolítica con el problema de la vida3. Creemos que hay razones fundadas para ello, pero es probable que la confrontación de Derrida con Agamben centrada en la necesidad que tiene éste de reconocerle su estatuto moderno a 3 A nosotros nos parece justificado. Pero creemos que el movimiento mismo de la argumentación derridiana, cuando no su expresa indicación, desordena estos encuadres. La relación animalidad-soberanía con prescindencia de la cuestión de la biopolítica, la encontramos por ejemplo en el escrito de Emmanuel Biset “Soberanía, animalidad y política” (cf. Biset, 2008: 125-144). También la encontramos en el texto de Evelyn Galiano “Deconstrucción, vida, animalidad”. Hay que decir, no obstante, que la misma exposición de la problemática política de la animalidad no deja de encaminarse a la referencia a la biopolítica, si bien de manera implícita y a través de la discusión con Agamben (Cf. Galiano, 2015: 115-131). En cuanto a la relación vida - biopolítica con prescindencia de la animalidad, volvemos a encontrar a Emmanuel Bisset en su escrito “Deconstrucción de la biopolítica” (Biset, 2016: 205-222). Aquí el cuestionamiento zoopolítico y espectropolítico cuestionan los límites de la biopolítica y en general las fronteras categoriales estables, por lo mismo que excluye ampliar el concepto de biopolítica hacia estudios de la animalidad, de la monstruosidad y de la espectrología, que no hagan de la política el juego con los límites. Esta exigencia nos parece crucial en el presente artículo. Encontramos también esta prescindencia en el escrito ya mencionado de Simone Regazzoni “Derrida y la deconstrucción de lo biopolítico”. Hay que decir, como antes pero en sentido inverso, que la misma exposición de la problemática de la biopolítica vuelve la referencia a la animalidad algo ineludible. Y esto, de nuevo, a través de la discusión con Agamben (Cf. Regazzoni, 2015: 221-235). Finalmente, el texto de Javier Pavez “Vida espectral: Deconstrucción y biopolítica”, muy concentrado sobre la relación de Abamben con el pensamiento derridiano, echa luces sobre la discusión de Derrida con aquel, rozando siempre la cuestión de la animalidad. (Cf. Pavez, 2015: 201-229).

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la biopolítica, haya ofrecido condiciones para desalojar el problema de la animalidad del que, sin embargo, es indisociable. En esta discusión, por otra parte, está implicado Foucault, del que Derrida hará notar que no coincide del todo con Agamben. Los estudios mencionados suelen proceder sobre este asunto identificando primero la conceptualidad de Agamben o de Foucault para luego, no sólo identificar el pensamiento derridiano, sino para hacer intervenir deconstructivamente a ésta en la conceptualidad de aquéllos. Según un modo de proceder, quizás en el fondo algo defensivo, se busca entonces mostrar cómo la deconstrucción derridiana de la soberanía logra desbaratar, por ejemplo, el historicismo del concepto foucaultiano de poder soberano y su pretensión de situar el pensamiento político de la soberanía como un remanente pre-moderno. Es usual, por lo mismo, que en esta estrategia Agamben sea tomado como el factor propicio y más fallido de este historicismo, al calor de la aspereza con la cual Derrida discute algunas de sus proposiciones. Como también es usual que en esta encarnizada discusión se tomen en cuenta sobre todo los textos inmediatamente concernidos en ella. En lo que sigue nos damos una estrategia quizá inversa. Y totalmente exploratoria. Sobre la base del reconocimiento de aquello en lo que puede consistir un cierto pensamiento derridiano de lo bio-político en textos más tempranos, procedemos a interrogar las posiciones de Foucault, y en menor medida de Agamben, a partir de los problemas planteados por Derrida mismo. Y hacemos esto incluso con textos a los que Derrida o no se ha referido o se ha referido sin comprometerse expresamente a una confrontación. Aunque exploratorio, es el camino que nos damos para comenzar a reconocer el alcance de lo que llamamos aquí la “bio-política” derridiana y que, desde el comienzo no separamos de un análisis de la animalidad y de la animalidad en general. 55

Procedemos así. En primer lugar, tras dilucidar los términos de un cierto pensamiento zoo-político o bio-político derridiano sobre todo en La diseminación, especulamos sobre la manera en que estos términos podrían ser acogidos por Foucault en su análisis de Las meninas de Velázquez en Las palabras y las cosas. Nos fijamos sobre todo en dos especies de animales que habitan la representación, un perro y un caballete, por cuya relación una amenaza se cierne sobre el orden de la representación concebida por Foucault. Creemos que la tela montada sobre este caballete y que, por estar de revés, Foucault identifica con una psique, puede ser tomado como aquello en lo que el soberano cifra su vida. Lo cual implica un cierto paso por la muerte. Y también un cierto pensamiento de lo vivo o de la animalidad en general. Es por ello mismo que parece pertinente discutir la posibilidad de contar con la distinción entre “vida desnuda” y politicidad, como quiere Agamben. Y, en consecuencia también, la biopolítica como fenómeno sólo moderno. Así entonces, en segundo lugar, enfrentamos la objeción que Derrida realiza en torno a la distinción hecha por Agamben en Homo Sacer entre zôê y bíos, y sobre la base de una cierta apelación a Foucault de La voluntad de saber. Es una distinción situada en la diferencia entre los griegos y los modernos, y dentro de aquellos, centrada en Aristóteles. Pero para Derrida ni en Aristóteles es segura esta distinción, ni Foucault deja de reconocer el vínculo en Aristóteles entre vida y política, ni Agamben mismo ha dejado de reconocer en Aristóteles la existencia de una zôê no desnuda. Tras señalar que para Derrida los discursos de estos dos autores se dirigen a lo más vivo, a saber, al poder soberano, a la vida y la muerte, a la animalidad, etc., buscamos reconocer el modo en que Derrida reconduce el poder soberano como poder de vida y de muerte en Foucault a una problematización de la instancia 56

del poder y del dominio en dos de sus textos: “Más allá del principio del poder” y “Ser justo con Freud”. En el análisis de Derrida cierto viraje se producido a este respecto en Las palabras y las cosas de Foucault. Finalmente, en tercer lugar, nos proponemos reconocer en qué medida resulta problemática la divisa foucaultiana de “desembarazarse” del modelo del Leviatán planteado en Defender la sociedad4. Esta problematicidad depende de que algunos de los rasgos descritos por Foucault como propios del Leviatán de Hobbes tengan la dificultad de presentarse como tales. Lo que también puede querer decir: se trata de la dificultad de que el pensamiento de la soberanía pueda abandonar la escena del poder. Tal es la consecuencia de un poder que no es nunca idéntico a sí mismo, o que siempre se (des)figura en su secuencia. Es por ello que cerramos este artículo en el umbral de la “‘lógica’ del concepto de soberanía” tal y como es descrita en Canallas y de la “doble y contradictoria figuración”, como es descrita en el Seminario La bestia y el soberano.

Cierta no-vida compartida entre la bestia y el soberano La zôgraphia del poder en Derrida En la segunda parte de su libro El animal que luego estoy si(gui) endo5, tras decir que desde Aristóteles hasta Lacan los filósofos y teóricos han asegurado que los animales no responden, y 4 Más adelante habrá que restablecer una relación con el texto original, cuyo título reza “Il faut défendre la société”. Y esto sobre la base de reconocer el posible sentido de la locución “il faut” dentro del texto de Foucault. 5 Citamos aquí la traducción al español de Cristina de Peretti y de Cristián Rodríguez, en Jacques Derrida. El animal que luego estoy si(gui)endo. (Derrida, 2008). Fr. (Derrida, 2006).

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que según la interpretación de Platón en el Fedro, compartirían esa irresponsabilidad con la escritura, el filósofo Jacques Derrida reconocerá haber tenido interés por El Fedro y por “el tema de una animalidad de la escritura”. Este interés, como se sabe, se deja localizar dentro de la obra publicada en “La farmacia de Platón”, en La diseminación. En lo que podría constituir una cierta aclaración, muy escueta sin duda, de este concepto de animalidad de la escritura, Derrida señala en el contexto que, de acuerdo a Sócrates, “lo terrible (deinon) de la escritura, es que al igual que [comme] la pintura (zôgraphia), las cosas que engendra y que son como [comme] seres vivos (hos zonta) no responden (275 d)” (Derrida, 2008: 69). La escritura, como la pintura, engendra cosas que son como seres vivos que no responden. No se dirá nada más aquí de esta comparación, símil o imagen que iguala o asemeja a la escritura con la pintura o zôgraphia. Ni tampoco del sentido de la secuencia en esta comparación: se habla de la escritura al igual que la pintura y no de la pintura al igual que la escritura. Todavía menos se habla de si esta secuencia puede ser seguida con facilidad y en forma segura. Se insistirá, en cambio, en que aunque se les plantee preguntas, los escritos callan, guardan silencio, o bien responden siempre lo mismo, lo que equivale a no responder. Dirá casi enseguida, citando algunos pasajes, que el Fedro, libro sobre la escritura, sobre la escritura autobiográfica, “es también un gran libro sobre el animal” y una especie de “diálogo de animales”. Es muy avanzado el texto que Derrida volverá a hablar de zôgraphia en este libro6. Esta vez para hablar sólo de ella en relación con el animal. En efecto, en la página 136 de la edición castellana, comentando un texto titulado “Nombre de un perro o el derecho natural” 6 Aunque en la página 28 aclarará entre paréntesis que la zôgraphia designaba entre los griegos el hecho de pintar seres vivos en general y no sólo animales. Para lo que sigue en nuestro texto, esta es una importante aclaración.

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aparecido en una recopilación que homenajea al pintor Bram Van de Velde, Derrida, dirá entre paréntesis: “como homenaje, supongo, a la figura del pintor, por consiguiente [donc], a zôgraphia, a otra especie de animal y de perro cuyo lenguaje carece de palabras [mots]” (Derrida, 2008: 136; traducción parcialmente modificada). Se especifica en esta ocasión en qué consiste la figura del pintor sobre la base de un cierto seguimiento o consecuencia: la zôgraphia, especie de animal y de perro cuyo lenguaje carece de palabras7. 7 En El animal que luego estoy si(gui)endo, la cuestion de la auto-bio-grafía es una cuestión, no sólo central, sino transversal. Lo que, por lo mismo, creemos debería ser tomado en cuenta a la hora de tratar el problema de la comunidad a todo lo largo de la obra de Derrida. Y esto, al menos porque, como se va a decir allí, no hay huella de la manifestación de sí, de la auto-presentación como presente viviente, sino porque hay el más simple aparecer del “yo”, como “estructura fenomenológica mínima”. En su trabajo, “No hay mundo común: Jacques Derrida y la idea de la comunidad” (Llevadot, 2013), Laura Llevadot nos muestra en qué consiste la actitud reacia de Derrida a la idea de comunidad y cuáles son los rasgos originales de su pensamiento ético y político. Comienza planteando la posibilidad de que ciertos aspectos biográficos del “niño”, del “joven” y del “afamado filósofo” Derrida, relativos a su identidad y a su pertenencia, hayan dejado huella en su pensamiento. Dejando sin aclarar del todo si aquello que ha dejado huella es un mero antecedente fáctico o bien, de algún modo, ya el pensamiento al que dará lugar, Llevadot nos muestra no obstante que su efecto (“lo cierto…”) es que Derrida es “uno de los que mejor supo pensar hasta el final las trampas de la identidad y la pertenencia” (Llevadot, 2013: 549-550). Planteamos sólo dos preguntas al inicio de su texto y que puede tener una muy honda repercusión en el resto del mismo: 1) ¿No procede Llevadot precisamente como dice Derrida que procede Husserl en El origen de la geometría? Es decir, reconociendo que el pensamiento debió haber comenzado en el modo tal y como comenzó. 2) Dejando así la biografía de Derrida como un mero antecedente de su pensamiento, es decir no tomando entonces en cuenta Llevadot el problema de la historicidad, ¿no ha dejado fuera el pensamiento derridiano de la auto-bio-grafía? Quizá haya que pensar en Derrida una cierta política retrospectiva para “pensar hasta el final las trampas de la identidad y de la pertenencia”. Una aproximación a este problema, y cuyo trasfondo es la relación entre universalidad y singularidad, y también, creemos, la discusión sobre la relación entre un universalismo racista y un racismo del universalismo, lo encontramos en Étienne Balibar. Cf. Balibar (2007: 61-83)

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Lo que en relación con El Fedro va a decir Derrida en La diseminación es que, al no responder, al guardar silencio, o a responder siempre lo mismo, es el soberano el que es amenazado. Derrida se preguntará allí por los rasgos de semejanza (les traits de ressemblance) que en profundidad homologan la escritura a la pintura. También por el horizonte a partir del cual se anuncia su silencio común: “ese mutismo testarudo, esa máscara de gravedad solemne y prohibida que disimula tan mal una incurable afasia, una sordera de piedra, una cerrazón irremediablemente débil a la petición del logos” (Derrida, 1975: 206). Llamadas a comparecer ante el tribunal del logos, escritura y pintura son interrogadas “como representantes supuestas de un habla [parole], como capaces de un discurso, depositarias e incluso encubridoras de las palabras [mots] que se les quiere hacer decir entonces” (Derrida, 1975: 206). Impotentes para representar dignamente el habla viva, impotentes para conversar y para responder, no son sino estatuillas, máscaras, simulacros. Tanto la escritura como la pintura son entonces medidas con respecto su modelo. El modelo de la pintura (zôgraphia) es un modelo vivo. El de la escritura es el habla viva. Si la escritura se parece a la pintura es porque es pensada a partir de la escritura en tanto que escritura fonética, cuyo modelo reinaba sobre la cultura griega. Y lo que asemeja a ambas es precisamente la semejanza. Es en virtud de ello que Platón las reconoce como técnicas miméticas. Sólo que Platón prefiere pensarlas separadas y de acuerdo a lo que llamamos aquí una “secuencia soberana”. En efecto, Derrida pondrá de relieve que a pesar de la semejanza entre semejanzas, o sea, a pesar de que la pintura y la escritura parecen ser lo mismo frente a su modelo, el caso de la escritura es más grave. La pintura es menos grave porque, como la escultura, es silenciosa y su modelo no habla. “El silencio del espacio pictórico o escultórico 60

es, si se puede decir, normal” (Derrida, 1975: 208). El caso de la escritura es más grave porque es como imagen del habla que ella es dada. Lo que pretende imitar es más gravemente desnaturalizado que en el caso de la pintura. No sustituye una imagen por su modelo. Lo que hace es inscribir “en el espacio del silencio y en el silencio del espacio el tiempo vivo de la voz” (Derrida, 1975: 208). Desplazando al modelo, no da imagen alguna de él y “arranca violentamente a su elemento la interioridad animada del habla”. Triple alejamiento de la escritura: inmensamente alejada de la verdad de la cosa misma, de la verdad del habla y de la verdad que se abre al habla. “Y por consiguiente [donc] del rey” (Derrida, 1975: 208; traducción modificada). Lo terrible, entonces, es que es siguiendo, o siendo como la pintura (zôgraphia), que la escritura está inmensamente alejada de la verdad de la cosa misma, de la verdad del habla y de la verdad que se abre al habla. Y, por consiguiente, del soberano. Para evitar esta consecuencia, Platón ha querido afirmar la secuencia escritura-pintura. Primero escritura, luego pintura. Esta vez en “La doble sesión”, Derrida dirá que en El Filebo la aparición del pintor está prescrita por cierta comparación entre la relación silenciosa del alma consigo misma con un libro. Como antes, Derrida volverá a insistir en que tal comparación está fundada en la semejanza. El libro imita al alma y el alma imita al libro. Lo que es posible porque, antes incluso de parecerse entre sí, son “de esencia reproductiva, imitativa, pictórica, en el sentido representativa de esta palabra”. Ahora bien, se dirá enseguida que el demiurgo pintor (zôgraphon) viene después del escritor (grammateus). Tras el escritor, el pintor dibuja en el alma las imágenes correspondientes a las palabras. Se hace notar de nuevo entonces la complicidad entre pintura y escritura en Platón. Y se observa enseguida, lo que hizo Derrida antes a propósito del Fedro, que para que una 61

pueda ser imagen de la otra, una y otra deben ser “interpretadas como imágenes, reproducciones, representaciones, repeticiones de lo vivo, del habla viva en un caso, de la figura animal en el otro (zôgraphia)” (Derrida, 1975: 283). Se reitera así entonces lo dicho en torno al Fedro, pero esta vez para destacar que se trata en ambos de casos de imágenes, que son el retrato de otra cosa. Se hará notar enseguida que el pintor no sólo viene después del escritor, sino que también lo sigue. Como un animal “va detrás de éste, sigue sus pasos, su vestigio, su pista”. Luego, es como semejanza, como imagen, y en primer lugar como zôgraphia, que la escritura sigue a su vez muy de cerca, como un animal inaparente y ya sin imagen, a la voz. Y por consiguiente, al soberano. Derrida dirá que la pintura es algo más que la ilustración que se añade, representándolo, adornándolo, “al libro del discurso del pensamiento interior”. Ella actúa “como el revelador puro de la esencia de un pensamiento y de un discurso definidos como imágenes, representaciones, repeticiones” (Derrida, 1975: 284). ¿Por qué? Porque si “el logos es en primer lugar imagen fiel al eidos (figura de la visibilidad inteligible) del ser”, entonces “actúa como una pintura primera, profunda e invisible” (Derrida, 1975: 284)8. Tal es, según Derrida, la “pictoricidad esencial del logos”. Es que el pintor sabe “restaurar la imagen desnuda de la cosa, tal como se entrega a la simple intuición, tal como se deja ver, en su eidos inteligible o su oraton sensible. La despoja de todo ese lenguaje sobreañadido, de esa leyenda 8 Ibid. En el inédito Entre deux coups de des hay una variante de la expresión: “el eidos (figura de la visibilidad invisible)”. Dice allí: “el eidos (figura visible)” [“l’eidos (figure visible)”]. En “Fuerza y significación”, en La escritura y la diferencia, encontramos otra variante. Tras decir que en la metafísica heliocéntrica la fuerza cede el sitio al eidos, dice enseguida: “(es decir, a la forma visible para el ojo metafórico)”. (Derrida, 1989: 42). Cf. Derrida, 1967: 45.

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que tiene esta vez el estatuto del comentario, de la envoltura alrededor del núcleo, de la tela epidérmica” (Derrida, 1975: 285). La zôgraphia y el logos tienen así una estrechísima y extraña relación. Configurando la posibilidad de una especie de zoo-logía o zoo-lógica. Es que uno puede ser el suplemento del otro. Son imágenes uno del otro y por ello se pueden suplir. Por lo mismo es que la escritura como la pintura, como pintura o zôgraphia, puede amenazar más que nunca a la voz. Y por consiguiente al soberano. Planteada entonces en el marco de la semejanza, la secuencia soberana o que sirve al soberano ya no se deja seguir fácilmente. El pintor que viene después del escritor lo sigue a su vez. Luego, lo que parece ser el contrato inicial por el cual el pintor debe limitarse a ilustrar el orden del discurso y renunciar a una animalización, que como nos damos cuenta ya no se puede seguir, se revela como habiendo sido parte desde siempre de un cierto fuera-de-la-ley. En El animal que luego estoy si(gui)endo Derrida ha hecho notar que las consecuencias de ir tras el animal son que él viene antes siguiéndonos, rodeándonos. No se puede ir tras el animal, para cazarlo, adiestrarlo o domesticarlo, sin seguirlo, sin su herencia, sin formar parte de su sucesión. En La diseminación la pintura (zôgraphia), imagen de la figura animal, sigue como escritura muy de cerca al habla viva que, a su vez, sigue muy de cerca al pensamiento, por consiguiente también al soberano. Una zoología o zoo-lógica, si es que no una bio-logía o una bio-lógica, parece anunciar así tempranamente una zoo-política o una bio-política. Es en la auto-afección absoluta de la proximidad de la voz y del pensamiento, de la voz y del pensamiento del soberano, que se oblitera la (no-)imagen que los ofusca. Sin embargo, no se puede contar con esta auto-afección soberana sin que la zôgraphia y la figura animal, que deben garantizarla, puedan a su vez desfigurarla. 63

El soberano en pintura de caballete: Foucault Por nuestra cuenta y riesgo nos proponemos ahora desbrozar el análisis de Foucault de Las meninas de Velázquez a partir de la zoo-política o bio-política derridiana tal y como creemos haber podido reconocerla en textos de fines de los años sesenta. Haremos esto teniendo como horizonte el problema de la animalidad en general, el que abordaremos más directamente bajo el segundo punto de este artículo. En Las meninas, capítulo primero de la primera parte de Las palabras y las cosas, Michel Foucault parece poder identificar y situar al menos dos figuras animales en el cuadro de Velázquez. De un lado, un perro. De otro lado, un caballete (fr. chevalet). De la primera dice muy poco. De la segunda todavía menos. Y en ningún caso se refiere a esta última como a la figura de un animal. Diciendo esto corro el riesgo de repetir el efecto de clasificación de los animales en la enciclopedia china descrita al comienzo de este libro. En cualquier caso, tanto el perro como el caballete aparecen desde la primera vez unidos formando la parte inferior de una especie de quiasmo. Por una “gran X” dirá Foucault. En “en el punto superior izquierdo [au point supérieur gauche] estaría la mirada del pintor, y a la derecha, la del cortesano; en la punta inferior [à la pointe inférieur], del lado izquierdo, estaría la esquina de la tela representada del revés (más exactamente, del pie del caballete); al lado derecho, el enano (con el zapato sobre el lomo del perro). En el cruce de estas dos dos líneas, en el centro de la X, estaría la mirada de la infanta” (Foucault, 2002a: 22). Reparemos por ahora en lo siguiente a propósito de las dos puntas inferiores: en la punta izquierda no se trata sólo del caballete, sino también de la pintura representada al revés. En la punta derecha, no se trata sólo del perro, sino también del enano cuyo zapato está puesto sobre su lomo. 64

Foucault habrá hecho referencia un poco antes a este enano como “el niño que está en la extrema derecha” y que “ve hacia el interior del cuadro” (Foucault, 2002a: 21). Y del caballete, a la izquierda, ha hablado casi al comienzo para señalar lo que se percibe del cuadro que pinta el artista y la restitución de la invisibilidad de lo que el artista contempla. Lo que está en juego allí es el “espacio en el que estamos, que somos” toda vez que hay una “línea imperiosa que no sabríamos evitar”, que va desde los ojos del pintor hasta lo que ve, ligándonos así a la representación del cuadro: “vemos al pintor que nos observa” (Foucault, 2002a: 14). Se hablará inmediatamente de “reciprocidad” (réciprocité), aunque con cierta reserva. “En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad: vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla un pintor. No es sino un cara a cara, ojos que se sorprenden [surprennent], miradas directas que, al cruzarse, se superponen. Y, sin embargo, esta sutil línea de visibilidad implica a su vez toda una red compleja de incertidumbres, de cambios y de esquivos” (Foucault, 2002a: 14). Se volverá a hablar de reciprocidad, mucho después que se haya hablado de la tela dada vuelta como “superficie inaccesible”, como “tela enigmática” en la que la imagen del modelo va a “quedar encerrada”, como “tela invisible” y como “psique”: “Nos vemos vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos hace verlo. Y en el momento en que vamos a apresarnos transcritos por su mano, como en un espejo, no podemos ver de éste más que el revés mate. El otro lado de una psique” (Foucault, 2002a: 16). Así, más adelante entonces, casi inmediatamente de haber hablado sobre la “gran X”, se hablará todavía de reciprocidad, de pura reciprocidad, aunque dividida; desligada, desanudada, incluso aclarada. Destacará entonces la tela dada vuelta y el perro en los dos ángulos del cuadro, en la parte inferior de la X cuyo centro es la mirada de la infanta; 65

el lugar de la inversión del quiasmo por el cual ya no habrá ni cara a cara, ni ojos que se sorprenden, ni miradas directas que al cruzarse se superponen. Habrá desaparecido asimismo la referencia al caballete de esta tela tan bien montada y al enano que pone el zapato sobre el lomo del perro. Foucault se ha preguntado por lo que hay en este lugar fuera del cuadro, “perfectamente inaccesible” pero “prescrito por todas las líneas de su composición”. Luego, tras preguntarse por los rostros que se reflejan en todos los ojos que desde el cuadro los ven, como también en el espejo, hablará enseguida de “desdoblamiento” por el cual el cuadro “en su totalidad ve una escena para la cual es a su vez [à son tour] una escena”: pura reciprocidad. Esta reciprocidad especular es la del espejo “que ve y es visto y cuyos dos momentos están desligados [sont dénoués: “se desatan», dice el traductor] en los dos ángulos del cuadro: a la izquierda, la tela vuelta [retournée], por la cual el punto [point] exterior se convierte en puro espectáculo [pure spectacle: el traductor dice “espectáculo puro”]; a la derecha, el perro echado, único elemento del cuadro que no ve ni se mueve; porque no está hecho, con sus grandes relieves y la luz que juega sobre su piel sedosa, sino para ser objeto que ver [regarder]” (Foucault, 2002a: 23). Ya no se habla de dos puntas, sino de dos ángulos. Tampoco se habla ni del caballete ni del enano. Asimismo tampoco de ojos que se sorprenden, ni de miradas directas que al cruzarse se superponen. La reciprocidad está dividida, desanudada, en dos visiones: la del puro espectáculo de los soberanos abierto desde dentro del cuadro por el ojo cerrado de una tela dada vuelta y la del perro echado que, porque ciego al exterior e inmóvil como esa misma tela, no está hecho más que para ser visto objetivamente desde el punto exterior. En esta reciprocidad no hay cómo sorprender a los ojos, no hay cómo interrumpir la mirada ante el espectáculo y ante el objeto que cae a la vista. No parece haber 66

lugar en esta pintura para ese gato que dice Derrida que lo mira en El animal que luego estoy si(gui)endo. La reciprocidad se ha vuelto disimétrica. Todo es sometido a la vista del soberano. Las puntas de la X están totalmente puestas a punto. Su rama inferior se curva. Hace círculo con un centro. Los soberanos “en la medida en que, residiendo fuera del cuadro, están retirados en una invisibilidad esencial, ordenan en torno suyo toda la representación; es a ellos a los que se da la cara, es hacia ellos hacia donde se vuelve, es a sus ojos a los que se presenta la princesa con su traje de fiesta; de la tela vuelta a la infanta y de ésta al enano que juega en la extrema derecha, se traza una curva (o, mejor dicho, sea abre la rama inferior de la X) para observar a su vista toda la disposición del cuadro y hacer aparecer así el verdadero centro de la composición, al que están sometidos en última instancia la mirada de la niña y la imagen del espejo” (Foucault, 2002a: 23). Sometido como está a la vista del soberano, el enano juega. De él se ha dicho que mira hacia el interior del cuadro. Después se dijo que se trataba de un enano que pone el zapato sobre el lomo del perro. Ahora sabemos que mientras hace eso este “enano” (niño chico) juega, como suele hacerlo a veces un niño, abusando, quizás cruelmente, quizás con esa inocencia de niño que lo hace estar a la vez en familia y fuera del alcance de la ley. Es lo que, me parece, dice implícitamente Foucault. Soberano abuso o abuso soberano, toda vez que objetivamente se trata nada más que de un perro echado, de un perro manso, domesticado, sometido ya a la ley de la casa. De esto ha hablado mucho Foucault a propósito del insensato y de su animalización en su Historia de la locura en la época clásica9. De todos los elementos del cuadro, vivos (¿habría que precisar?, en todo caso Foucault no lo hace), se ha dicho que 9 Sobre todo en el capítulo “Los insensatos”.

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el perro es el único que no ve, ni se mueve, que ha sido pintado para ser un objeto que mirar. No ve porque tiene los ojos cerrados. No se mueve porque está dormitando. Se podría decir que es el único indiferente a la presencia espectacular del soberano. Pero asimismo también no interrumpe jamás la mirada de éste que puede contemplarlo objetivamente, incluso objetualmente, como si fuera pura pintura, pictórico, como si no estuviera allí, más o menos como cuando se lo pisa con el zapato. Pero está allí y tan vivo como los otros elementos vivos del cuadro y que sólo se dejan ver sumisamente por la espectacular visión del soberano abierta por el ojo cerrado de la tela dada vuelta. Es la ceguera (el espejo, la tela dada vuelta, los ojos cerrados del perro) la condición de la visibilidad del soberano. Es siempre cierta restricción de la vida lo que le da vida al soberano. Pero, ¿y si lo que se dice del perro puede también decirse de la tela dada vuelta? El reconocimiento de que la tela dada vuelta mantiene los ojos tanto o más cerrados al soberano que el perro al que él puede ver enteramente, objetivamente y sin interrupción, ¿no sugiere acaso que es en dicho cierre inaccesible e invisible, en el que se haya el soberano, lo que ha hecho posible la multiplicidad de un cruce entre el adentro y el afuera del cuadro y amenazar quizá insalvablemente la reciprocidad? ¿No es aquí otro espejo, no ya central sino periférico, una “psique” y su secreta especularidad lo que amenaza la reciprocidad que se le había negado a los ojos cerrados del perro? Quizá se pueda decir entonces que es la tela montada sobre su caballete, o un centauro, mitad hombre mitad caballo, soberano y bestia, lo que le ha dado vida al soberano en medio de su tela. Y esto desde que al parecer la vida es aquí un supuesto, un soporte, o un caballete común al que ve y al que no ve, al que se mueve y al inmóvil, al que es puro objeto pictórico y al que es capaz de sorprender con su mirada al 68

espectador. Creemos que, si montada sobre su caballo, inmóvil o descansando como el perro, la pintura del soberano no hubiese cruzado ya, como un raudo centauro, los marcos del cuadro, jamás habría podido tener lugar lo que Foucault llama la “invisibilidad esencial” del soberano que permite hablar aquí de dos escenas. Pero Foucault ha privilegiado la centrada aunque elidida diafanidad del espejo en el fondo de la escena. Entonces también al soberano, y acaso a la figura del hombre que todavía no es él, que lo sujeta inequívocamente desde afuera, liberándola en su propio juego. Finalizando su análisis del cuadro, Foucault hablará de una posible “representación de la representación clásica”, es decir de la relación entre el conjunto de los elementos de la representación y “el vacío esencial” que la fundamenta. Los abiertos y infinitamente distantes ojos del soberano ausente es lo que ha liberado la representación. “Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación” (Foucault, 2002: 25). En el penúltimo capítulo, “El hombre y sus dobles”, bajo el subtítulo “El lugar del rey”, volverá la figura ausente de este soberano para decir que su lugar vacío será llenado por el hombre. Se hablará del rey nuevamente sacándolo de la escena. A esta especie de comodín sin figura, a esta figura sin figura, Foucault lo introducirá tardíamente en su libro, a través de un coup de théâtre artificiel (Foucault, 1966: 156), en “el gran juego clásico de las representaciones” (Foucault, 2002a: 299). Por un golpe de efecto o de una cierta artimaña (mekhàne), Foucault hace pasar al rey de Las meninas al mundo del “hombre y sus dobles”. Se tratará ahora no ya sólo de reconocer que “la representación está representada en cada uno de sus momentos” (Foucault, 2002a: 299), sino de reconocer que 69

“la ley previa de este juego” en la que tiene lugar eso. De un lado, “pintor, paleta, gran superficie oscura de la tela vuelta, cuadros colgados en el muro, espectadores que miran y que, a su vez son encuadrados por los que los miran; por último, en el centro, en el corazón de la representación, lo más cerca posible de lo esencial, el espejo que muestra lo que es representado, pero como un reflejo tan lejano, tan hundido en el espacio irreal, tan extraño a todas las miradas que se vuelven hacia otra parte, que no es más que la duplicación más débil de la representación” (Foucault, 2002a:299: las cursivas son nuestras)10.

De otro lado, la ausencia del rey, testimoniada por la espacialidad irreal del espejo, anticipa ya desde la penumbra al hombre que ahora sale a la luz. Como el revés de la tela dada vuelta, como esa psique animal que amenaza con no hacer volver más al soberano, el espejo del centro que puede reflejarlo tiene no obstante una opacidad, una especie de revés. Pero se trata de una especie de revés que, si bien no miraba al hombre con toda claridad, ahora puede hacerlo. Es lo que se pretende decir aquí, de golpe, o tras un golpe de efecto. Pero, ¿podrá el hombre salir aquí entero, o idéntico a sí mismo, de lo que no ha sido sino un oscuro encuadre soberano? El hombre, dirá Foucault un poco después, “soberano sumiso, espectador contemplado, surge allí en este lugar del Rey, que le señalaba de antemano Las meninas, pero del cual quedó excluida durante mucho 10 Veremos después, a propósito del Leviatán (de Hobbes) como “hombre fabricado”, que Foucault hace mención a su “corazón”, a la “soberanía”, de la que Hobbes dice que es “el alma” del Leviatán. Dirá entonces que antes que tomar en cuenta estos elementos, antes que “plantear el problema de un alma central”, “es lo periférico y lo múltiple lo que hay que estudiar”.

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tiempo su presencia real. Como si, en este espacio vacío hacia el cual se vuelve todo el cuadro de Velázquez, pero que no refleja sino por el azar un espejo y como por fractura, todas las figuras cuya alternancia, exclusión recíproca, rasgos y deslumbramientos suponemos (el modelo, el pintor, el rey, el espectador), cesan de pronto su imperceptible danza, se cuajan en una figura plena y exigen que, por fin, se relacione con una verdadera mirada todo el espacio de la representación” (Foucault, 2002a: 304).

El “hombre”, como se sabe, tiene para Foucault menos de dos siglos. No existía antes del fin del siglo XVIII: Es “una criatura muy reciente que la demiurgia del saber ha fabricado con sus manos hace menos de doscientos años: pero ha envejecido con tanta rapidez que puede imaginarse fácilmente que había esperado en la sombra durante milenios el momento de iluminación en el que al fin sería conocido” (Foucault, 2002a: 300). De este hombre, de “la figura del hombre”, hablará en adelante Foucault: de la analítica de la finitud, del sueño antropológico, entre otras cosas. La palabra “psique”, antes utilizada sólo a propósito de la tela dada vuelta, aparecerá de nuevo y solo de paso, en el marco de los tres modelos de las ciencias humanas que han tenido lugar desde el siglo XIX. La palabra “psique” aparece muy puntualmente dentro del reinado del modelo biológico, seguido por el reinado del modelo económico, hasta el modelo filológico y lingüístico. No aparecerá más. Ahora bien, como veremos después, Derrida ha intentado situar, lo que Foucault en otro lado ha llamado “el hombre freudiano”, en Las palabras y las cosas. Una relación del psicoanálisis, más allá de la biología y de la psicología, con las figuras concretas de la finitud tendrá lugar tras el descubrimiento “de los confines exteriores de la representación” (Foucault, 2002a: 367). 71

Vida y politicidad más allá de la instancia del poder y del dominio. Si resulta problemático decir que tratándose de un caballete se pueda tratar de un animal, de un animal como el perro de la pintura de Velázquez, y del que habla tan poco Foucault, como si no tuviera más que decir, resulta quizás todavía más problemático decir que el caballete, que sostiene la tela y que abre el puro espectáculo del soberano, está vivo, y que, además, esa vida es también la vida del soberano. Sería como decir que la vida de un rey no es disociable de una vida tan aparentemente estática como una marioneta o tan aparentemente ausente como la de un cadáver, por ejemplo de animal11. En lo que sigue, intentamos aproximarnos a esa posibilidad a partir de la objeción que le ha planteado Derrida a Giorgio Agamben en el sentido de que no parece posible, ni en Aristóteles, ni apoyándose en Foucault, consagrar la separación entre zôê y bíos como separación entre vida desnuda (humana, animal o divina) y vida política en general. Como tampoco parece posible sostener que recién con la modernidad tiene lugar la articulación entre ambas. Una discusión con Foucault y su relación con Freud tendrían que situarnos ante la posibilidad de una relación entre vida y politicidad más allá de la instancia del poder y de dominio. Como se sabe Giorgio Agamben en su libro Hommo Sacer: El poder soberano y la nuda vida I, ha querido poner en juego la diferencia entre vida desnuda como zôê, que “expresaba para los griegos el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos (animales, hombres y dioses)”, y bíos “que indicaba la forma o manera de vivir propia de un individuo o un 11 El problema del doble cuerpo del rey, o su doble vida, será considerado en la undécima sesión del Seminario La bestia y el soberano, es decir precisamente ante la escena del cadáver de un animal.

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grupo” (Agamben, 1998: 8). Que se hable aquí de los griegos es para comenzar a señalar que a partir de la modernidad esta distinción se volverá mucho más difusa. Agamben se apoyará en un pasaje de La voluntad de saber de Foucault en que éste se refiere a Aristóteles. Antes de citar ese pasaje, Agamben ha dicho, a propósito de la definición del hombre como politikon zoon, que “político no es un atributo del viviente como tal, sino una diferencia específica que determina el género zoon (inmediatamente después, por lo demás, la política humana es diferenciada de la del resto de los vivientes porque se funda, por medio de un suplemento de politicidad ligado al lenguaje [zoon logon echon], sobre una comunidad de bien y de mal, de justo y de injusto, y no simplemente de placentero y de doloroso)” (Agamben, 1998: 11). Enseguida dirá que si Foucault se refiere a esta definición de Aristóteles al final de La voluntad de saber es para sintetizar “el proceso a través del cual, en los umbrales de la vida moderna, la vida natural empieza a ser incluida, por el contrario, en los mecanismos y los cálculos del poder estatal y la política se transforma en bio-política” (Agamben, 1998: 11). Ahora bien, se sabe cómo Derrida en la duodécima sesión del seminario La bestia y el soberano (EHESS, marzo del 2002), va a cuestionar tanto la posibilidad de distinguir entre vida como zôê y política en Aristóteles como la posibilidad de hacer comenzar su no distinción con la modernidad. En relación con lo primero, como mostraré enseguida, interpreta el pasaje de Foucault de La voluntad de saber de manera distinta a como lo hace Agamben y confronta a Foucault con éste. Esta interpretación de Foucault nos interesa sobre todo. Pero haré esto no sin mencionar antes lo que se supone es, Derrida sigue hasta cierto punto a Heidegger, la crítica de Derrida del concepto de “la vida como sólo la vida” implicado en el concepto de zôê como “vida desnuda” en Agamben. 73

A propósito de esta crítica lanzada por Heidegger contra un cabezota que dice tonteras (bêtises) consiste según Derrida en “creer que algo tiene un sentido propio y único: la vida es la vida, punto, ésta es mi opinión y creo en ella” (Derrida, 2010: 359). Al contrario para Heidegger el ser de la vida es al mismo tiempo la muerte. Derrida hará notar inmediatamente su distancia con Heidegger. Toma distancia con respecto a que sólo el hombre, o sólo el Dasein, es “el único que tiene una relación de experiencia con la muerte, con el morir, con el sterben como tal, con el suyo propio”, “mientras que el animal, por consiguiente ese otro viviente (zôôn) al que se denomina animal, la palma [creve] pero que no muere jamás” (Derrida, 2010: 360). Para Derrida no es seguro que el hombre tenga una experiencia de la muerte como tal. Como tampoco es seguro que se pueda decir que el animal está privado de ella. En todo caso, la disputa con Heidegger, con su discurso sobre el animal, sobre la bestia como “carente de mundo” (weltarm) es aplazada, también con Heidegger, sobre todo en su Introducción a la metafísica, en favor de la discusión con Agamben, y también con Foucault. Brevemente: Heidegger ha dicho que la definición del hombre con el concepto de animal racional (así como zôon legon echon en Aristóteles) es tardía, tardía con respecto a la “forma originaria” de “la relación entre logos y physis” (Derrida, 2010: 371). Si aquella definición ha impuesto su dominio, su señorío, también su soberanía, sobre el ser, volviéndose más fuerte que el ser, Derrida sostiene que para Heidegger la forma originaria del legein o el logos “como reunión, como Sammlung o Versammlung” es también ya un despliegue de fuerza y de violencia. Entonces “el logos ya tiene el carácter violento de un predominio [Durchwalten]” de la physis, y ésta es ese Gewalt. En fin, el logos pertenece ya desde siempre al orden del poder, de la fuerza, de la violencia; de la Gewalt. Explica 74

Derrida: “fuerza, violencia, potencia, poder, autoridad: con frecuencia poder político legítimo, fuerza del orden: walten es reinar, dominar, ordenar, ejercer un poder a menudo político; la soberanía, el ejercicio de la soberanía pertenece al orden del walten y de Gewalt” (Derrida, 2010: 373). Nos aproximamos decisivamente al problema de la soberanía. Pero no sin haber señalado en qué sentido Heidegger parece abrir la cuestión o el cuestionamiento acerca de una physis originaria que está lejos de ser idéntica a sí misma, es decir está atravesada por una cierta disensión originaria. No estamos lejos tampoco de “Cogito e historia de la locura” en La escritura y la diferencia (Derrida, 1989: 49-89). Pero no me desvío. Lo que está en juego es la dificultad de cualquier intento de restringir lo vivo a lo puramente vivo, o a la vida desnuda, como quiere Agamben. En lo que está implicada cierta diferencia entre éste y lo que dice Foucault en La voluntad de saber. Después de haber mostrado que Agamben no dejó de reconocer en Aristóteles la existencia de una zôê no desnuda a propósito de Dios y de que por lo mismo éste “ya había pensado a su manera la posibilidad de que la política, la politicidad, pudiese calificar, incluso apoderarse, en ciertos casos como el del hombre” (Derrida 2010: 382), Derrida procede a decir, en el marco de una primera observación de tipo lógico a lo que dice Agamben, que no ve ninguna “diferencia clara y necesaria” entre lo que para Agamben es la diferencia entre el “‘atributo del ser vivo como tal’” y la “‘diferencia específica que determina al género zôon’”. Para Derrida lo que dijo “muy bien” Aristóteles es que “el atributo de la vida desnuda del ente llamado hombre” es político, lo cual “es su diferencia específica”. A este respecto Foucault ha dicho lo siguiente (es el pasaje de La voluntad de saber que Derrida cita textualmente pero añadiendo una cursiva): “El hombre, durante milenios, ha seguido siendo lo que era para Aristóteles: un animal 75

vivo y, además, capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal, en la política del cual su vida de ser vivo está en cuestión” (Derrida, 2010: 384)12. Destacando la palabra “además”, agrega que lo que dice Foucault es “el eco” de lo que muy bien dice Aristóteles pareciendo no obstante oponer con un en cuestión “dos posibilidades que, por mi parte, encuentro perfectamente recíprocas, o reciprocables, o complementarias” (Derrida, 2010: 384). La segunda observación de Derrida está centrada en la sugerencia que el biopoder no es nuevo, que si bien hay novedades en el bio-poder que son inauditas, ni el bio-poder ni el zoo-poder son algo nuevo. Y que es en el propio Agamben que esto encuentra apoyo cuando éste reconoce que la biopolítica es algo archiantiguo, lo que implica un vínculo con la idea de soberanía13. Lo que Derrida sugiere aquí, que Foucault no parece suscribir del todo lo que dice Agamben, es sin duda muy poco para hacerse una idea de lo que hay en Foucault de politicidad de la vida antes de la modernidad y en Aristóteles mismo. La mayor parte del tiempo en este texto Derrida ve a Agamben junto a Foucault defendiendo una especificidad moderna. Habría en ello implicado una “tentación común” de una historia lineal a la que resulta muy difícil renunciar (“la modernidad que viene después de la edad clásica, las epistemes que se suceden y se tornan caducas unas a otras”, etc.) pese a que la periodización misma aparece puesta en cuestión (“una modernidad que no sabemos dónde comienza y donde termina, una edad clásica cuyos efectos todavía son perceptibles, una antigüedad griega cuyos conceptos están más vivos y sobrevivientes que nunca”, etc.). Para Derrida, no obstante, estos discursos resultan “muy interesantes” en la medida en que, “en 12 Cf. Foucault (1976: 188). Cf. Agamben (1998: 11). 13 Cf. Agamben (1998: 15-16).

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primer lugar, se dirigen a lo más vivo de lo que nos importa en este seminario, el poder soberano, la vida y la muerte, la animalidad, etc.” (Derrida, 2010: 386). Recomienda entonces “releer de cerca [“il faut relire de près”], entre otras cosas (como lo hice hace poco, aquí y en otros lugares, no quiero volver sobre eso), acerca del poder soberano como poder de vida y de muerte, en La voluntad de saber, el último capítulo titulado “Derecho de muerte y poder sobre la vida” (Foucault, 2002b: 386). Lo seguirá una breve referencia a “Ser justo con Freud”, conferencia de 1991 recogida en Resistencias del psicoanálisis en donde interroga e interpreta dicho capítulo. La antecede una conferencia inédita del año 1986 que, en parte, está alojada en el texto recién aludido y su interpretación, y cuyo título es: “Más allá del principio del poder” (cf. Derrida, 2010: 386, nota 36)14. Hago notar de paso que dentro de estos “otros lugares” el editor del Seminario la bestia y el soberano señala en nota que, “entre otras”, se trata de la primera sesión del seminario sobre “La pena de muerte”, realizada el 8 de diciembre de 1999 (seminario cuyo primer volumen ha sido publicado en Galilée el año 2012 y en donde se hace referencia a Vigilar y castigar). Se podría quizás agregar aquí El animal que luego estoy si(gui) endo, fruto de una conferencia de 1997. Aunque no hay la más mínima referencia a Foucault, es posible encontrar muchas conexiones. En todo caso, en cuanto a que lo que importa en este seminario es, entre otras cosas, el poder soberano, la vida y la muerte, la animalidad, es La voluntad de saber lo que, según Derrida, “hay que releer de cerca”, en particular el capítulo titulado “Derecho de muerte y poder sobre la vida”. 14 Tenemos a la vista la traducción de Javier Pavez, entiendo que todavía inédita, pero consultable en academia.edu. “Au-delà du príncipe du pouvoir”, apareció en el volumen (In)actualités de Derrida que la Revista Rue Descartes (2014/3 n° 82, pp. 4-13).

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Pese a la importancia que pueda tener este texto, por una cuestión del necesario espacio que habría que brindarle a un texto que se merece un artículo completo me limito a decir tan sólo un par de cosas en torno a su lectura en “Ser justo con Freud”. Este texto de Derrida nos interesa sobre todo porque está centrado en la relación entre Foucault y Freud, y en lo que conduce, a través de esta relación, a una soberanía pensada más allá de la instancia del poder y del dominio. Ahora bien, en el horizonte de lo que va a ser la lectura y la interpretación de La voluntad de saber quiero señalar, en primer término, que todavía no acabo de entender que Derrida no haya hecho mención de la expresión “violencia soberana” allí donde, citando, comentando y hasta parafraseando los últimos párrafos del primer tomo de la Historia de la locura, considere el retorno de Freud pero no la expresión “violencia soberana”. Es como si de la soberanía, y de la violencia soberana, Foucault sólo hablara a partir de La voluntad de saber. En efecto, al final del capítulo “Médicos y enfermos”, en el último párrafo, que es también el último párrafo de la segunda parte del libro, Foucault dirá que “es preciso ser justo con Freud”, y tras mencionar algunos de sus trabajado va a decir: “hay allí la violencia soberana de un retorno” (Foucault, 1972: 360). Analizando esta especie de epílogo en la que se haya este pasaje, pasaje que es también un pasaje de la relación de Foucault con Freud, Derrida destaca la resistencia del psicoanálisis a la psicología como resistencia a la conversión de la sinrazón en enfermedad, como restablecimiento del diálogo con la sinrazón abierta en la época clásica. Freud retoma entonces el diálogo. Citará enseguida el último párrafo entero. Tras lo cual hablará, sin mencionar la expresión “violencia soberana”, de la violencia impuesta sobre la sin razón como imposición de una máscara. Es que “la psicología positivista habría entonces enmascarado [masqué] la experiencia de la sin 78

razón: imposición de una máscara, disimulo violento del rostro, de la verdad o de la visibilidad. Se pierde así la relación con una cierta verdad de la locura”. (Derrida, 1997: 120). Mientras que el psicoanálisis, “por el contrario, rompe con la psicología al hablar con la Sinrazón que habla en la locura”, retorna por tanto “en virtud de esa palabra intercambiada, no a la edad clásica en sí (que, a diferencia de la psicología, ha determinado perfectamente la locura como sinrazón, aunque para excluirla o encerrarla), sino a ese desvelo de la época clásica que aún lo asediaba” (Derrida, 1997: 120). Dejo hasta aquí el primer aspecto, pero no sin dejar planteado las siguientes preguntas: ¿por qué no hablar de la “violencia soberana” de este retorno a la Sinrazón sin exclusión en confrontación con la violencia de la psicología de la que aquí se habla a partir de la relación entre el enmascaramiento y la animalización profusamente desarrollada en el capítulo “Los insensatos”? (cf. Foucault, 1972: 164-165.). ¿Qué hay en la Historia de la locura en cuanto a la relación entre soberanía, violencia y animalidad? El segundo aspecto, que retoma el anterior, es el siguiente: el Freud que según Derrida se muestra “hospitalario” con la locura es el Freud que “se explica con la muerte” (Derrida, 1997: 149). Es el Freud de Más allá del principio del placer (cf. Derrida, 2001). Derrida hace notar que en El nacimiento de la clínica (publicada en francés en 1963), en la experiencia de la muerte como “finitud originaria”, Foucault integra a Freud a “la modernidad desde la cual se escribe Histoire de la folie [publicada por primera vez en 1961]” (Derrida, 1997: 149). Enseguida señala que a partir de Las palabras y las cosas (publicada en 1966), Freud aparece situado fuera del campo de las ciencias humanas en la medida en que, Derrida cita, “‘restituye el saber del hombre a la finitud que lo funda’” (Derrida, 1997: 151-152). Una intimidad del psicoanálisis con la 79

locura es lo que ahora se afirma, si bien no sea más que para reconocer su límite. Lo que en definitiva será puesto en tela de juicio en la intimidad con la locura será la posibilidad de subjetivar: “Su intimidad con la locura por excelencia, dirá Derrida, es la intimidad con lo menos íntimo, una no-intimidad que lo lleva a lo más heterogéneo, a lo que en ningún caso se deja interiorizar, ni siquiera subjetivar: ni alienado –diría yo-, ni inalienable» (Derrida, 1997: 152). Se destacará enseguida que el psicoanálisis aporta un descubrimiento “en los confines exteriores de la representación”, lo que entraña una relación con “las figuras concretas de la finitud”. Luego, y ya esta vez en relación con Más allá del principio del placer de Freud y “en el horizonte de un más allá del principio del placer” (Derrida, 1997: 164), Derrida se preguntará cómo Foucault habría situado en “su discurso sobre el poder o sobre los poderes”, aquella pulsión de dominio de la que habla Freud, muy especulativamente, y que problematiza, “en su mayor radicalidad, la instancia del poder y del dominio” (Derrida, 1997: 165). Con lo que se sugiere aquí habría que examinar en qué consiste aquello que en La tarjeta postal se llama la “soberanía absoluta” del Principio del Placer, y también aquello que, como su “ventrílocuo”, lo hace hablar (Derrida, 2001: 280). Observamos, de paso, que la cuestión de la “problematización” está en el centro de la pequeña conferencia llamada “Más allá del principio del poder”.

El poder soberano, la multiplicidad y la posibilidad de desembarazarse del modelo del Leviatán: el problema de la doble y contradictoria figuración. Intentamos discernir ahora lo que podría llegar a ser cierta problematización de la instancia del poder y del dominio a propó80

sito del Leviatán de Hobbes. De fondo, está la cuestión del paso de la teoría del poder como soberanía a la teoría del poder como biopolítica. Es decir, el problema o lo problemático de este paso. En La voluntad de saber (publicada en francés en 1976), Foucault hablará de la soberanía como el derecho de vida y muerte, o más precisamente, como “el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir” (Foucault, 2002b: 167). Pero, desde el comienzo del capítulo “Derecho de muerte y poder sobre la vida”, la soberanía así definida es presentada según una forma históricamente atenuada, como una especie de “derecho de réplica”. No siendo ya un privilegio absoluto, los teóricos clásicos darían cuenta de ello, el derecho de vida y de muerte según Foucault “está condicionado por la defensa del soberano y su propia supervivencia” (Foucault, 2002b: 163). Lo que ha comenzado a reemplazarla es “el poder de hacer vivir o de rechazar en la muerte” (Foucault, 2002b: 167; traducción modificada y con sus cursivas, del autor, restauradas). Es la era del “bio-poder” en la que “la vieja potencia de muerte, en la cual se simbolizaba el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida” (Foucault, 2002b: Foucault, 2002b: 169). Veamos ahora brevemente en qué consiste este recubrimiento cambiando de libro pero no de año: en el libro Il faut défendre la société, particularmente en el curso del 14 de enero de 197615. Puesto que nos detendremos en la visión de Foucault sobre el Leviatán de Hobbes, sobre lo que en relación con la 15 Aunque citaremos la traducción al castellano de Fondo de Cultura Económica, no dejaremos de sospechar de una versión que, a nuestro entender, ha traducido demasiado un título que a su vez es un texto, una cita y una firma. El “Il faut” que preside el título francés en ningún caso creemos que pueda ser obliterado en un texto que no parece querer ahorrarse esta locución. Esto es precisamente el caso con el tema que nos interesa.

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“teoría de la soberanía”, es su “modelo” del poder, su “esquema”, haremos esto teniendo a la vista una cierta confrontación con lo que es, por otra parte, la necesidad planteada por Derrida de considerar la soberanía política en Hobbes como aquello que se eleva por encima de la bestia, por encima de la vida animal, pero también como animalidad o naturalidad humana. Indagaremos en qué consiste una protestatalidad “conforme a la lógica técnica o protética de un suplemento que suple a la naturaleza añadiéndole un órgano artificial” (Derrida, 2010: 47). Nos preguntamos si Derrida sigue aquí como (a) un animal a Foucault. Lo que nos interesa, primeramente, es el alcance de la necesidad planteada por Foucault de desembarazarse del “modelo del Leviatán” para estudiar el poder. Es esta una necesidad que no podría tener sentido sin la dificultad planteada por la misma persistencia del modelo en un mundo que ya sabe de su retirada y del peligro que entraña pensar el poder sobre la base de su vigencia16. Para Foucault es necesario il faut estudiar el poder “fuera del campo delimitado por la so16 La persistencia del poder en términos de soberanía no se va a limitar en su peligrosidad, como se va a señalar aquí, a que, por ejemplo, enmascare ideológicamente los mecanismos de dominación del poder disciplinario, haciendo pensar que los derechos de los individuos tienen una real y efectiva vigencia, sino que también esa persistencia se va a hacer sentir, más peligrosamente, en la inscripción del racismo, que “existía desde hace mucho tiempo atrás” (Foucault, 2000: 230), en el Estado. Simone Regazzoni, en el artículo ya citado, observa que Foucault “reintroduce precisamente la lógica de la soberanía que había intentado excluir” (Regazzoni, 2015: 226). Con todo, estamos tentados a ver en la locución il faut, que es también la locución de la frase de Foucault que hace de título del libro y que la versión en castellano ha amputado, la dificultad, o la problematicidad, con la que no deja de contar Foucault al querer dar cuenta de la historicidad del fenómeno del poder. En este sentido, nos parece que esta dificultad resiste como dificultad incluso si se intenta, como nos parece procede Foucault aquí, a super-estrucuralizar la soberanía a título de ideología. En todo caso, habría que tomar en cuenta lo que Guillaume Sibertin-Blanc, señala en el sentido de que Foucault acusa recibo de las transformaciones de la

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beranía jurídica y la institución del Estado” (Foucault, 2000: 42)17 y analizarlo “a partir de las técnicas y tácticas de dominación” (Foucault, 2000: 42). Lo que implica situar a este análisis en la misma línea metódica de las investigaciones que Foucault ha desarrollado precedentemente (poder psiquiátrico, sexualidad de los niños, sistema punitivo, etc). Dada la importancia y la envergadura de este asunto, seamos más explícitos. ¿De qué es necesario desembarazarse? Foucault lo dice antes que todo lo que se ha dicho: “de ese modelo de un hombre artificial, a la vez autómata, fabricado y unitario, que presuntamente engloba a todos los individuos reales y cuyo cuerpo serían los ciudadanos pero cuya alma sería la soberanía” (Foucault, 2000: 42). ¿Por qué es necesario estudiar el poder fuera del campo delimitado por la soberanía jurídica y el Estado? Foucault lo dirá un poco después, justo antes de enunciar y exponer los “cuatro papeles” que desempeñó la teoría de la soberanía: porque la teoría jurídico-política de la soberanía que data de la Edad Media y del resurgimiento del derecho romano, que se construyó en torno a la monarquía y el monarca, “es la gran trampa en que se corre el riesgo de caer cuando se quiere analizar el poder” (Foucault, 2000: 42). Digamos, para volver rápidamente al Leviatán, que esta trampa está vinculada al hecho que ha sobrevivido a su temprano reemplazo por lo que Foucault llama el “poder disciplinario”. Tras preguntarse por qué la teoría de la soberanía persistió como ideología y “principio organizador de los grandes sistemas jurídicos” (Foucault, 2000: 44), Foucault se da dos razones: de un lado ella sirvió como instrumento crítico contra la monarquía y contra los obstáculos puestos al desarrollo de la sociedad disciplinaria. De otro lado, como base de la soberanía cuando es re-movilizada en el interior de la racionalidad biopolítica. (Sibertin-Blanc, 2016). 17 Traducción parcialmente modificada. Cf. Foucault (1997, 30).

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institucionalidad jurídica la teoría de la soberanía permitió “superponer a los mecanismos de la disciplina un sistema de derecho que enmascaraba sus procedimientos, que borraba lo que podía haber de dominación en la disciplina y, por último, que garantizaba a cada uno el ejercicio, a través de la soberanía del Estado, de sus propios derechos soberanos” (Foucault, 2000: 44). Así lo que tiene lugar como democratización de la soberanía es al mismo tiempo lastrado en profundidad por los mecanismos de coerción disciplinaria. Es que “las coacciones disciplinarias debían ejercerse a la vez como mecanismos de dominación y quedar ocultas como ejercicio efectivo del poder” (Foucault, 2000: 44-45). En cuanto a la “necesidad” de desembarazarse del Leviatán Foucault dice a modo de consigna (“consigne”) que se trata de analizar el poder sin tomarlo por “el lado interno”, por su intención o su finalidad, a menos que su intención esté investida enteramente de prácticas reales y efectivas. La pregunta por el modo como aparece el soberano en lo alto debe ser reemplazada por el intento de saber el modo “cómo se constituyen poco a poco, progresiva, real, materialmente los súbditos, el sujeto, a partir de la multiplicidad de los cuerpos, las fuerzas, las energías, etc.” (Foucault, 2000: 37). Lo que Hobbes en el Leviatán no quiso hacer es precisamente captar “la instancia material del sometimiento en cuanto que constitución de los súbditos”. Recordando enseguida el “esquema del Leviatán”, el frontispicio del libro de Hobbes, Foucault se refiere al Leviatán “en cuanto hombre fabricado”. Se trata de “la coagulación de una serie de individualidades separadas, que se reúnen por obra de cierto número de elementos constitutivos del Estado” (Foucault, 2000: 38). Enseguida, una referencia orgánica, corporal, cuyo centro soberano es el alma del Leviatán. “Pero en el corazón o, mejor, en la cabeza del Estado, existe algo que lo constituye como tal, y ese algo es la 84

soberanía, de la que Hobbes dice que es precisamente el alma del Leviatán” (Foucault, 2000: 38). Sin abandonar el recurso al cuerpo, y a su constitución como sujetos, es lo periférico y lo múltiple lo que hay que estudiar en vez de plantear el problema de un alma central. “Pues bien, en vez de plantear el problema del alma central, creo que habría que tratar de estudiar –y es lo que intenté hacer- los cuerpos periféricos y múltiples, esos cuerpos constituidos, por los efectos de poder, como sujetos” (Foucault, 2000: 38). ¿[P]or qué la soberanía política, el soberano o el Estado o el pueblo son presentados tan pronto como aquello que se eleva, por la ley de la razón, por encima de la bestia, por encima de la manifestación de la bestialidad, y tan pronto (o simultáneamente) como la manifestación de la bestialidad o de la animalidad humana, dicho de otro modo, de la naturalidad humana? (Derrida, 2010: 47).

Lo que está en juego en esta pregunta es lo que va a llamar el Seminario La bestia y el soberano una “doble y contradictoria figuración”, a la que sólo haremos referencia después. Si esta pregunta que formula Derrida es pertinente y atañe directamente al Leviatán, entonces, éste no es ni puramente fabricado, ni puramente unitario, ni puramente central. Tres rasgos entonces, para concluir: 1. No es puramente fabricado porque tiene a Dios por modelo, es decir su modelo absoluto es lo que está fuera de contrato y de institución: se dirá primeramente que la soberanía es “cualquier cosa menos natural”. No es sino el producto de un artificio, es un artefacto como producto del hombre. Es la figura de un monstruo. De un hombre animal, de un monstruo animal más fuerte que el hombre natural. Es “una prótesis gigantesca” que protege al ser vivo. Derrida hablará de “protestatalidad” para designar “una máquina estatal y 85

protética” destinada a “prolongar, remedar, imitar, reproducir incluso hasta en el más mínimo detalle al ser vivo que la produce” (Derrida, 2010: 49). La soberanía, las leyes, la ley y el Estado no son en nada naturales. Son prótesis que se han establecido por contrato o convención. Cuestión puramente humana, según Hobbes no se puede hacer contrato ni con Dios ni con las bestias. Pero para Derrida “la esencia antropológica de la protestatalidad” se hace, desde el comienzo del Leviatán, “según el modelo divino”. El Leviatán imita el arte natural de Dios. Dios, entonces, es el modelo de la soberanía, pero de una soberanía fuera de contrato. Más allá de la soberanía, como “el soberano del soberano” (Derrida, 2010: 74). Es lo que se da a pensar, siguiendo a Schmitt, en relación con la excepción: “lo que hace la ley exceptuándose de la ley” (Derrida, 2010:74). ¿No se ha mencionado ya también al animal aquí? Esperemos un poco. 2. No es puramente unitario o indivisible porque es construible, es protético: Derrida dirá sin equívocos que la “protestatalidad plantea [pose] la indivisibilidad absoluta de la soberanía” (Derrida, 2010: 70). Sin esta indivisibilidad no hay soberanía. Y es por esta indivisibilidad que, según Hobbes, se puede perseguir y matar al animal. Pero la soberanía es una “alma artificial”, protético. La estructura protética del Leviatán es “su estructura convencional, tética, contractual”, de lo que se sigue que “la ley, la soberanía, la institución de Estado son históricas y siempre provisionales, digamos deconstruible, por esencia frágiles o finitas o mortales, aunque la soberanía se plantee como inmortal. Se plantea como inmortal e indivisible precisamente porque es mortal, y divisible, estando destinado al contrato o la convención a garantizarle lo que no tiene o no es naturalmente” (Derrida, 2010: 66). Su inmortalidad depende de la prótesis que le asegura una supervivencia indefinida. 86

3. No es puramente central porque teniendo a Dios por modelo tiene a su vez por modelo a la bestia. Ambos fuera de contrato: el alma artificial, protésica, histórica, lo es de un animal artificial que imita o sigue la naturaleza como creación de Dios. Y ya sabemos que así Dios es el soberano del soberano, el fuera de la ley de la ley. Es siguiendo a este modelo teológico que se excluye del contrato tanto a Dios como a la bestia. Y lo que así se sigue, se continúa, se hereda, no es sino este fuera de contrato. “Dios está más allá del soberano pero como soberano del soberano. Lo que equivale a decir que ese modelo teológico del Leviatán, obra del arte o del artificio humano que imita el arte de Dios, ese modelo teológico de lo político excluye de lo político todo aquello que no es lo propio del hombre, tanto Dios como la bestia, Dios como la bestia” (Derrida, 2010: 74; la cursiva es de Derrida). No hay cómo no animalizar al soberano. Es también la cuestión de la figuración, de la “doble y contradictoria figuración” de la que se ha hablado, antes de hablar de Hobbes, en la primera sesión del Seminario La bestia y el soberano18. O también, la cuestión de la dificultad de (no) seguir (contando con) la secuencia soberana que ya podíamos reconocer en La diseminación. La bio-política o zoo-política, como ya lo dijimos, es también una bio-logía, una zoo-logía. Es lo que afecta desde el comienzo a la soberanía, al silencio soberano del que se dice, en Canallas, que ya antes incluso de sustraerse del tiempo y del lenguaje, ya ha hecho cierto contrato con la temporalización infinita de la que se sustrae. Es por eso que puede decirse que la “soberanía pura”, por cuya mismidad “se calla siempre en la ipseidad misma de su momento propio, el cual no puede ser sino la punta estigmática de un instante indivisible” (Canallas, 2005: 125), “no existe”. 18 Cf. Derrida, 2010: 46-47.

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Lo que en este mismo texto se llama la “‘lógica’ del concepto de soberanía” (Canallas, 2005: 126; la palabra entre comillas en del texto), describe la violencia de una “‘lógica’” según la cual la soberanía abusa utilizando, y por la cual sólo puede reinar sin compartir, en su tendencia a la hegemonía imperial, en el poco tiempo de que dispone como la “soberanía misma”. Desde que la razón de la fuerza soberana es dar cuenta de todo, no hay cómo evitar que desaparezca al aparecer como la soberanía. La doble y contradictoria figuración “es siempre el comienzo de una fabulación”. Por eso es posible sugerir que “el discurso político, incluso la acción política que va unida a él y que es indisociable de él”, pueden estar “constituidos, incluso instaurados por lo fabuloso, por esa especie de simulacro narrativo, por la convención de algún como si histórico, por esa modalidad ficticia del “contar historias” que se llama fabulosa o fabulística” (Derrida, 2010: 58).

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LIMITROFÍA. CONSIDERACIONES DECONSTRUCTIVAS EN TORNO AL HUMANISMO SOBERANO Y LA ANIMALIDAD Gabriela Balcarce

Siempre el discurso del hombre; sobre el hombre, incluso sobre la animalidad del hombre, pero para el hombre y desde el hombre.

Jacques Derrida

1. Uno de los tantos motivos y enfoques que la temática de la animalidad trae a la filosofía derrideana, filosofía de la alteridad radical, es una deconstrucción del humanismo filosófico y político de Occidente. Del subjectum que pone lo otro de sí para ponerse él mismo en primer término. Autoposición del sujeto trascendental que se entroniza en el comienzo de la indagación y en el principio de la fundamentación. Lo que viene después, siempre es especular. La especulación de Occidente como un gran espejo a medida, como describía Heidegger en las páginas de “La época de la imagen del mundo” (Heidegger, 1995), en su análisis de la representación a la luz del cogitocartesiano. Quizás en continuidad con este análisis, Derrida avanza en la dirección deagrietar ese espejo que opaca y oculta esa alteridad, esta vez, animal, y con ello también, parte del reverso de la racionalidad del sujeto y de la afirmación de soberanía humana. Una suerte de doble divisoria parecería operar en este sentido: al interior, lo animal como lo pulsional, lo irracional, el cuerpo, lo sexual, las pasiones; al exterior, lo que no

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es humano, lo que no nos hace humanos frente a lo que sí: la racionalidad soberana. Como quien cerca un terreno para protegerlo de posibles foráneos y se ahorra de indeseables imprevistos, la modernidad desplegó a la luz del cogito cartesiano una operación de neutralización, opresión y negación de la alteridad cuyos umbrales pertenecen hasta el día de hoy en muchas ocasiones, inamovibles y obliterados. La temática de la animalidad se ofrece, en este punto, como blanco de indagación filosófica estructural para abordar y evaluar los conceptos básicos de constitución del sujeto y de lo humano, de su sí-mismo, de su modo de ser en tanto soberano. En la constitución de dicho umbral se reflejan las distinciones entre cuerpo y alma / mente / espíritu; así como también de la relación con los otros: con los cercanos, con los extranjeros, y con aquellos seres a los que identificamos con el significante ‘animal’: “(…) la limitrofía. Éste es, por lo tanto, el tema. No sólo porque se tratará de lo que se desarrolla y crece en el límite, alrededor del límite, manteniéndose con el límite sino de lo que alimenta el límite, lo genera, lo hace crecer y lo complica” (Derrida, 2008: 46). “Parásito de la lógica de lo propio” (Goldschmit, 2004: 1 56) , el camino de deconstrucción del humanismo, desde la lectura derrideana que aquí seguimos, pondría en abismo a 1 A juicio del autor, el animal es, pues, impensable según la lógica puesta en funcionamiento por Heidegger: “El animal inquieta y altera este pensamiento en su conjunto y, en consecuencia, desestabiliza los fundamentos del humanismo; porque si ‘no hay Dasein animal, puesto que el Dasein se caracteriza por el acceso al ‘como tal’ del ente y a la posibilidad correlativa del cuestionamiento’, si el animal no es un Dasein, tampoco es determinable ontológicamente y de manera positiva en el interior del discurso del humanismo metafísico. En efecto, el humanismo y el pensamiento de Heidegger tienen y no tienen relación con el animal; uno como otro piensan y no piensan el ser del animal, puesto que no consiguen determinar su ser de otro modo que relativamente respecto del ser del hombre. Si Heidegger pretende pensar el tiempo “a partir del tiempo”, nunca reivindica la misma exigencia en lo que concierne al animal; nunca

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todas las filosofías que han luchado incesantemente por brindar algún tipo de privilegio ontológico a un modo de ser específico, cierta propiedad de lo humano. En este sentido, nos interesará mostrar la continuidad filosófica entre lo humano y la racionalidad como condiciones elementales de la construcción de soberanía de Occidente. Límites infranqueables nos alejan del animal y de lo salvaje: porque lo racional es aquello que puede ser delimitado, concebido ‘clara y distintamente’, previsto y certero. Imagen estática del subjetum sin tiempo, sin alteración, sin finitud. Idealismo de un conjunto, que vuelve para repartir a los otros su lugar, su nombre, su estatuto político y ontológico, su modo de ser representados. 2. En el segundo capítulo de El animal que luego estoy si(gui)endo, Derrida describe la operación cartesiana del cogito mostrando la continuidad del posicionamiento humanista respecto de la subjetividad.2 Desde la opción metodológica cartesiana ya conocida, la duda que aparece en la primera Heidegger intenta comprender el animal a partir del animal” (Goldschmit, 2004: 69). 2 Es muy interesante el juego que se puede hacer –y que Derrida, de alguna manera, señala su posibilidad– entre, por un lado, la elección del género literario de la obra Meditaciones, el evidente gesto retórico de la de la primera persona –que algunos sólo han evaluado como un recurso bien eficaz para generar la empatía como herramienta argumentativa– y la temática del testimonio, que a juicio de Derrida, siempre remite a la autobiografía y, por tanto, a la posibilidad de la reflexión, del momento de una respuesta, del círculo de una ipseidad donde “digo o escribo lo que soy, vivo, veo, siento, oigo, toco, pienso”.Casi los mismos verbos que encontramos en la segunda Meditación y que Descartes incluye produciendo un efecto bastante sorpresivo en el lector, para luego articular metafísicamente lo que en el ejemplo de la cera será la justificación epistemológica de la prioridad de lo racional por sobre lo material/corporal/ fáctico. Entonces, “toda autobiografía se presenta como un testimonio […]; y viceversa, todo testimonio se presenta como una verdad autobiográfica” (Derrida, 2008: 96).El animal no es más que “el objeto especular para un hombre que dice “yo soy” “y no se le ocurre, ni siquiera se le ocurre, reflejarse en una imagen del animal al que mira, pero no lo mira.

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Meditaciónse propone dejar por fuera todo aquello digno de cuestionamiento. Frente al arribo de la verdad fundamental de la investigación cartesiana, el cogito, Descartes evalúa las notas adjudicables a esta certeza que surge del acto de pensamiento. La famosa pregunta, ¿qué soy? ¿Quién soy? “El ‘yo soy’, en su pureza intuitiva y pensante, excluye dicha animalidad por razonable que sea” (Derrida, 2008:90). El acceso a la subjetividad que representa el cogito, este acceso puro, debe suspender o dejar de lado toda referencia a la vida, tanto a la del cuerpo propio como a la del animal. El animal y el cuerpo estarían privados de ego, como ego cogito y, por tanto, de toda autobiografía en tanto círculo de la ipseidad (“su propia vida”). Dos lógicas completamente heterogéneas se perfilan en esta división, en este dualismo. Frente al espacio del yo, del pensamiento, lo vivo –el animal, pero también el cuerpo propio– responden a las leyes de una naturaleza mecánica, eliminando así no solamente todo movimiento de una ipseidad, sino también la posibilidad misma de la respuesta racional y no de una mera reacción. El animal no responde, reacciona: estímulo-respuesta, desde un determinismo sin libertad. Una máquina que profiere ruidos cuando se la golpea y que funciona de la misma manera que cualquier maquinaria: mecanismos funcionales, repetibles, anticipables, dominables por un yo. Un umbral indivisible que supone límites infranqueables, separando la respuesta como condición de posibilidad del ser responsable de la mera reacción. Por un lado, lo animal o lo viviente como aquello que responde a una naturaleza mecánica, impedida de la libertad del sujeto. Se es sujeto en tanto negación de lo natural, del condicionamiento empírico. Por otro, el animal que es carente de respuesta –i.e., pobre de mundo (Heidegger, 2007). 94

Esta carencia parece estar relacionada por momentos con la finitud del sujeto empírico que la fenomenología ha intentado superar –quizás como uno de los últimos gestos modernos de esta tradición– a través de lo trascendental. Ello parece quedar claro cuando Heidegger señala que “para el obstinado [einsinnig], la vida sólo es vida” (y Derrida agrega explicando, ampliando en su traducción francesa: que la vida no es más que la vida, es sólo vida o que la vida es toda/cualquier vida), que la vida (animal) es simplemente la vida, sin hacer la pregunta de una muerte que es vida, de una vida que es muerte, de una muerte que pertenece al ser mismo de la vida. Este einsinnig es la traducción también de bêtise, de stupidity, de una obstinación irracional, de la necedad se podría también decir, de no hacer la pregunta, para seguir en la jerga heideggeriana. Derridaadvierte que en la palabra misma einsinnig se encuentra ya una retórica de lo propio, del eigen y del sentido, Sinn: einsinnig sería entonces creer que hay un sentido propio y único: la vida es la vida. “El ser de los animales no es más que un ejemplo para Heidegger de lo que llama Nurlebenden, ‘ser vivo sin más’, vida en estado puro y simple.” (Derrida, 2008: 44). Hay un umbral completamente delimitable entre el hombre, o el hombre “que se comporta como un hombre”– y, por otro, el animal, la bestia, el necio, que no pregunta o que no responde (sino que reacciona). Pero pareciera que este respeto al umbral, a un umbral propio y único es la mayor necedad, la Einsinnigkeit que Heidegger podría cometer a la hora de pensar al animal y a lo viviente. A juicio de Derrida, esta tradición-filiación humanista no es solamente aquella que articula una mirada dominadora, domesticadora del animal sino del otro en general. En este sentido, la tradición post-cartesiana en torno a la figura del animal y de lo viviente articularía el discurso de la dominación misma (Derrida, 2008: 109). 95

3. Como señala Cragnolini, otro de los umbrales que atraviesa la historia de la limitrofia humanista es la pareja bestia-soberano que Derrida desarrolla in extenso en el Seminario de los años 2001 y 2002. “La bestialidad y el ejercicio mayestático de la soberanía [del sujeto] forman un matrimonio. ”(Cragnolini, 2013: 364) Por un lado, por la bestialidad de la soberanía, el componente de la fuerza, la fuerza del león de Maquiavelo. Mientras el hombre es la ley, la bestia sería es el componente irracional de la fuerza de ley: El atributo bestia parece conveniente solamente a una persona (y no a una bestia, a un animal como bestia), pero hay casos donde el atributo “bestia” no combina con nadie y se relaciona anónimamente al arribo de ese que arriba, al caso o al acontecimiento. Este atributo, el uso de este atributo en una lengua, parece ya muy unheimlich, uncany, a la vez extraño y familiar, extrañamente familiar y familiarmente extraño. (Derrida, 2010: 193-4).

En el reverso de las mismas construcciones soberanas, “el humanismo es una violencia propia de bestias”, del “totalitarismo como consecuencia de la absoluta transparencia e inmanencia de las comunidades políticas, sino como consecuencia del empleo de lo humano como autodefinición de uno mismo y exclusión de la otredad” (León et. al., 2016: 255).La discernibilidad certera parece remitir a una physis y, por ello, si seguimos las líneas de Políticas de la amistad, a una concepción fraternalista y androcentrada de lo político que parecería habilitar el cálculo totalitario de la comunidad, en la medida en que ese sentido único que se presenta como physis y que implica el despliegue de una lógica sacrificial como separación de lo otro, entendiendo por ello, neutralización, domesticación, adjudicación de irracionalidad, asesinato.

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4. El concepto de soberanía (concepto moderno por excelencia) implicará siempre la posibilidad de la autoposicionalidad, del movimiento del ipse: Pienso luego existo: dicho enunciado rige en verdad al animal como si fuese su amo, es porque era preciso a la vez respetar el contrato de esta década (la autobiografía, el “digo que pienso luego existo”, “me presento tal y como soy”) y tener en cuenta una tradición, filiación que considero no sólo predominante en filosofía y como filosofía, en nuestro mundo, en los “tiempos modernos”, sino más concretamente, para el discurso de la dominación misma (Derrida, 2008: 108-109).

La opción por lo humano se mantendría en la tradición logos, incluso allí donde algunos autores optaron por la expresión “realidad humana”, no se ha abandonado el suelo del privilegio humanista (Derrida, 1998b:155). Como señala Biset, parte de la tarea derrideana en este punto se corresponde con la realizaciónde un relevo (y deconstrucción) de este privilegio en pensadores contemporáneos que se presentan incluso como alejados del proyecto humanista, relevo que permite pensar la copertenencia postulada entre política y humanitas que la historia de la metafísica ha montado de manera incuestionable en sus raíces (2012: 36), una lógica sacrificial para circunscribir lo propio de lo humano, a expensas de aquello que queda por fuera. Esta operación puede verse en la noción de decisión schmittiana, que se presenta como la posibilidad de determinar a un enemigo del ipse, que pone en riesgo la propia forma de vida (Schmitt, 2001). Por eso, la dictadura –como forma de gobierno o sin serlo– es siempre la esencia de la soberanía, porque es el intento por el triunfo de un símismo que barre con el otro.

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5. En la clase XII del primer volumen del Seminario La bestia y el soberano, Derrida afirma que el umbral implica fundamento: La figura clásica del umbral (por deconstruir) no supone solamente esta indivisibilidad inencontrable, supone también la solidez de un suelo o de un fundamento, ellos también deconstruibles. (Derrida, 2010: 412).

Sin un solum que encarne un ethos, una forma de vida, sin la representación no hay constitución de comunidad política. La Iglesia es, a juicio del jurista, el modelo de la representación política, de manera que nos brinda “su forma jurídica”. Frente a la forma economicista-liberal que sólo conoce la precisión técnica, esta “forma jurídica” nos da un pensamiento de la Representation: “Dios, o en la ideología democrática el Pueblo o ideas abstractas como la Libertad y la Igualdad, son contenidos susceptibles de representación, pero no la Producción o el Consumo” (Schmitt, 2011: 26). En el camino de la configuración del umbral de la soberanía, Derrida señala que existe un mero ejercicio de traspaso en la arquitectura política de la revolución francesa. Siguiendo a Kantorowicz (1997), así como la dinastía no se interrumpe con la muerte del rey (de su cuerpo físico), la historia de la soberanía ha sido, incluso hasta la revolución francesa, un camino de continuidad. “Simplemente, se ha cambiado el soberano” (Derrida, 2010: 333). El modelo arquitectónico persiste en la idea de “soberanía del pueblo” y “soberanía de la nación”. La continuidad es establecida por el autor en términos de la constitución de un dispositivo de saber-poder y poder-saber (330): “El saber es soberano, pertenece a la esencia querer ser libre y todopoderoso, asegurarse el poder y tenerlo, tener la posesión y el dominio de su objeto” (331).

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Siguiendo un texto de Marin, Portrait du roi, Derrida ensaya la analogía entre la soberanía del rey fundada en lo divino y la articulación y reformulación de la soberanía en la revolución francesa. Es en esta analogía que el autor se basa para poder advertir una continuidad de tipo estructural. Si la muerte del rey constituye un traspaso de la soberanía – en la medida en que ésta permanece indivisible e inalterable gracias a su corpus mysticum–, “la decapitación del rey sería uno de esos traspasos de la soberanía, un traspaso a la vez ficcional, narrativo, teatral, representacional, performativo […]” (Derrida, 2010: 341).La dualidad de los dos cuerpos arroja como corolario la importancia del concepto de representación política. El corpus mysticum permite ese simulacro, gracias al cual, podemos hablar de un ordenamiento jurídico. Como señala Schmitt: Ningún sistema político puede perdurar una sola generación valiéndose simplemente de la técnica del mantenimiento del poder. La Idea es parte de lo Político, porque no hay política sin autoridad y no hay autoridad sin un Ethos de la convicción. (2011: 21).

La representación en tanto repetición como evocación de un ethos, una forma de vida, el mito nacional, etc., es el lugar efectivo de la constitución de una unidad política. En el fondo, la misma idea de la reunión, de la Sammlung que Derrida caracteriza a propósito de Heidegger: De lo que se trata es de un conflicto entre más de una fuerza. Porque el legein o el lógos como reunión, como Sammlung o Versammlung, que Heidegger considera más originario que el lógos como razón o lógica, ya es un despliegue de fuerza y de violencia. La recopilación nunca es –dice Heidegger– una simple puesta en conjunto,

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una simple acumulación, sino que es lo que retiene una pertenencia mutua (Zusammengehörigkeit) sin dejar que nada se disperse. Y, en esta retención, el lógos ya tiene el carácter violento de un predominio, Durchwalten, de la physis. La physis es esa Gewalt, ese despliegue de fuerza que no disuelve en el vacío una ausencia de contrastes o de contrarios, sino que mantiene lo que así está ‘durchwaltete’, atravesado, transido por el despliegue de la soberanía, o de las fuerzas, en la más alta tensión” (Derrida, 2010: 373).

Walten, dice Derrida, es reinar, dominar, ordenar y ejercer soberanía. En el origen metafísico de la soberanía se encuentran estas notas originarias, anteriores al lógos como discurso. El movimiento metafísico de donación de sentido epocal parece delimitar el movimiento no sólo de la reunión, sino de la reunión como apropiación. La reunión responde a lo común, a una pertenencia común. Y esa misma violencia del lógos sería heredada en la transformación discursiva: la interpretación logocéntrica como reunión soberana del dogma. El walten atraviesa así la historia metafísica y política de Occidente. El lógos como arcano se traduce en el soberano logocéntrico, el dueño de la interpretación, de aquellas que son verdaderas y de aquellas que son falsas, afirmaba Hobbes encontrando la fidelidad (obediencia) y la sedición como sus reversos políticos. En la misma operación, se encuentran verdad y obediencia, por un lado, y falsedad y sedición, por otro. Porque sin reunión no hay unidad de la soberanía. No hay unidad política, dirá Schmitt posteriormente. En las primeras páginas del Seminario La bestia y el Soberano I, Derrida señala, a propósito de la figura hobbesiana del Leviatán que ésta “es el Estado y el hombre político mismo, el hombre artificial, el hombre del arte y de la institución, el 100

hombre productor y producto de su propia arte que imita al arte de Dios” (Derrida, 2010: 48). Esta primacía del Lógos, del lógos ahora como Verbum divino, es el comienzo de un Evangelio cristiano: “En archêên o lógos”, “In Principumerat verbum”. Las palabras de Juan, únicas en su género (a diferencia de los sinópticos), cifra el comienzo griego, su renacimiento a la luz del cristianismo, en el estrecho vínculo que la filosofía, la teología y la política asumen para dar a luz el Corpus mysticum a través de la palabra. “La soberanía es esa ficción o ese efecto de representación” (Derrida, 2010: 341), Hobbes ya lo había advertido, pero la representación, lejos de ser el momento reproductivo y fiel de una soberanía única, es el espacio decisivo de su constitución. En el desmantelamiento del carácter constituyente de la representación, Derrida permite pensar una lógica del suplemento que, antes de constituir una copia fiel y degradada de una idealidad previamente concebida, se inscribe en el ejercicio de la deconstrucción y, por tanto, de la dislocación y conformación de la idealidad3. Porque la modalidad del ejercicio deconstructivo-constituyente de lo material no parece responder a la lógica de una apropiación definitiva sino, antes bien, a la apertura histórica de toda idealidad bajo la garantía de su caducidad. 6. “Cada vez que se vuelve a poner en cuestión un límite oposicional, lejos de concluir en una identidad, es necesario, por el contrario, multiplicar la atención a las diferencias, refinar el análisis en un campo reestructurado” (Derrida, 2010: 36). En este trabajo hemos intentado considerar dos de los usos derrideanos en torno a la temática de la animalidad que confrontan el modelo tradicional del humanismo soberanista. Por un lado, el animal como contracara de la racionalidad y de cualquier respuesta o responsabilidad. El animal como lo 3 Cf. Derrida (1985).

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otro, lo que queda por fuera del subjetum y que se apresta a reflexionar desde cierta ejemplaridad la problemática del otro (de la mujer, del cuerpo, del extranjero, etc.). Por otro lado, la bestia como la fuerza de ley soberana que puede demarcar el umbral de la comunidad política a la luz de su aplicabilidad (enforzability). Una lógica dominante, incluso devoradora. Una lógica del comenzar y del privilegio de los primeros. Y la tradición habría sido necia, finalmente, por montar todos estos umbrales fuertísimos, para delimitar identidades fuertes, excluyentes, míticas. En este último sentido, la deconstrucción del decisionismoschmittiano, de las barreras de lo político tanto en la identificación del amigo, como de enemigo (o en el liberalismo de lo humano, y de lo que está fuera de lo humano, las bestias), así como también en la necesidad de postular por parte de Derrida es Políticas de la amistad la decisión pasiva: “lo otro en mí que decide y desgarra”, decisión que no es adueñarle, decisión donde el mismo sujeto de la decisión es decidido en ella (advenimiento de la ley del otro. Quizás un sí que quiere irrumpir antes que la mera tarea destructiva para un “dejar lugar a la creación”). Tiene que haber otra experiencia del umbral. Con la muerte de Dios se cierra un gran sueño de occidente, un sueño devenido pesadilla. Y esa cesura del modelo de la Totalidad, de la Reunión como Sammlung, de la pertenencia a una pshysis, de la unicidad soberana como principium, que sólo se ha visto “trasvestido” –utilizo la caracterización derrideana aquí– pero que, lo que hace a su articulación onto-teológica ha mantenido el funcionamiento de un dispositivo, se quiebra, se pone en abismo. El análisis de este inicio evangélico no termina en la breve lectura a la que referimos en el apartado anterior. El texto de Juan ilumina otro corolario de ese encuentro tan decisivo para la historia de Occidente. La filiación entre el origen como 102

principio, como fundamento. La ambigüedad del comienzo y el principio trazan una alianza en su equívoco. No podemos dejar de evocar la figura del último, presente en las primeras páginas de la Introducción. En Abraham, el otro, Derrida relee la fábula de Kafka que lleva el mismo nombre: “el último alumno, que es llamado, sin saber, no obstante, si realmente ha sido llamado…quizás se equivocó, quizás él no fue convocado sino el primero de la clase, para ser premiado por sus buenas labores”. La aporía es sumamente interesante: la duda del último alumno de ser elegido, ¿Acaso el último puede ocupar el lugar del primero? No un último que será luego primero (“los últimos serán los primeros”), sino un último sin primero o, al menos, sin la seguridad de un primero, la seguridad onto-teológica de los primeros, aquellos “que llegan primero”, como los que llegan primero a un gran comensal para poder asegurar sus puestos: Si hay “primeros”, yo estaría tentado de pensar por el contrario que nunca se han presentado como tales. Ante esta distribución de los primeros premios de la clase, de los premios de excelencia […], [donde] el sacerdote empieza y termina siempre, principesca o soberanamente, inscribiéndose a la cabeza, es decir, ocupando el lugar del sacerdote o del maestro que nunca descuida el dudoso placer que hay en sermonear o en dar lecciones, entrarían asimismo ganas de recordar, tratándose de Lévinas, lo que, primero o no en hacerlo, dijo y pensó de la anarchia, precisamente, de la protesta ética, por no hablar del gusto, de la cortesía, incluso de la política, de la protesta contra el gesto que consiste en llegar el primero, en ocupar el primer puesto entre los primeros, en archê, en preferir el primer puesto o en no decir “después de usted”. “Después de usted” –dice Levinas no recuerdo

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dónde– es el comienzo de la ética. No servirse el primero, lo sabemos todos nosotros, es al menos el abc de los buenos modales, en la sociedad, en los salones e incluso en la mesa de una posada. (Derrida, 2010: 125).

La lógica de los primeros parece corresponder con aquello que hemos intentado aquí delimitar como un pensamiento del autóshumanista y de la soberanía. La apropiación del gesto inicial es caracterizada por Derrida en las construcciones modernas en torno a la soberanía a la luz de la analogía con la bestia. La bestia es “una animalidad que ya está destinada, en su reproducción organizada por el hombre, a convertirse o bien en instrumento de trabajo sojuzgado o bien en comida animal” (Derrida, 2010: 31)4. Una lógica de la cacería, del devorar al otro. En el exceso de la analogía, nuestro autor encuentra la posibilidad de consignar aquellas notas de lo político que, de una manera u otra, han estado a la base del destino histórico de Occidente. Apropiación del ven, del carácter acontecimental del advenir mesiánico y frente a ello, el reclamo de una incondicionalidad, incluso de cierta politesse, que nos exige advertir el cimiento diferencial, singular, de toda comunidad política, del ser-con-otrxs que somos.

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SOBERANÍA INCONDICIONAL, SOBERANÍA INDIVISIBLE, SOBERANÍA POR VENIR Sebastián Chun

Abordar el pensamiento de Derrida a partir de la cuestión de la soberanía nos conduce indefectiblemente a un pasaje de Canallas que destaca por dos razones. En primer lugar, porque consideramos que en su opacidad se resiste a una comprensión inmediata, clara y distinta. En segundo lugar, porque la relevancia de su arduo contenido queda confirmada por la insistente aparición de lo que allí se pone en juego en muchos de los textos de aquellos que, en la actualidad, se encuentran trabajando sobre el pensamiento político de Jacques Derrida, frecuencia que no hace más que aumentar su carácter enigmático (por ejemplo, en Caputo, 2003: 11, Regazzoni, 2006: 525 y los artículos de Biset, Cragnolini y Peñalver Gómez compilados en Penchaszadeh y Biset, 2013: 47, 88 y 202). El texto aquí en cuestión aparece en el lugar sin lugar del “Se ruega insertar”, topos que ya nos habla de una frontera inaprehensible que delimita de manera siempre fallida el dentro/fuera del libro. Canallas propone una distinción frágil aunque sin duda indispensable: entre la “soberanía” (siempre, en principio, indivisible) y la “incondicionalidad”. Semejante partición supone que pensemos, tanto en la imprevisibilidad de un acontecimiento sin horizonte como en la venida

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singular del otro, una fuerza débil. Esta fuerza vulnerable, esta fuerza sin poder expone a aquel(lo) que viene, y que viene a afectarla (Derrida, 2005: Se ruega insertar).

Esta disociación difícil, apenas posible aunque esencial, es la que habría que intentar para así interrumpir el tránsito inmediato entre soberanía e incondicionalidad, entre indivisibilidad e incondicionalidad, entre poder y fuerza débil. Para ello, la deconstrucción privilegiará uno de los extremos de esta oposición conceptual, uno de esos atributos que para la tradición no son más que uno, afirmando que “se requiere a priori cierta renuncia incondicional a la soberanía” (Derrida, 2005: 13). La incondicionalidad que busca delimitar Derrida es aquella que rechaza la institución soberana, con su sueño de indivisibilidad y el poder que legítimamente ejerce. Esta renuncia, independiente de la experiencia, a un modo determinado de soberanía nos conducirá, sostiene Derrida, a pensar la estructura de promesa encerrada en la fórmula “mesianicidad sin mesianismo”, apertura al por venir que siempre será un venir del otro, una invención del otro, y también a analizar esa fuerza débil, vulnerable, sin poder, acogida siempre segunda que responde “sí, sí” a la apelación del otro, pero que no se reduce a una mera pasividad condenada a la espera de una llamada. La dificultad que despliega este pasaje nos invita a hacernos una pregunta: ¿qué entiende Derrida por soberanía? Tal vez sea un intento por encontrar una respuesta a este arduo interrogante el objetivo de máxima que aquí nos planteamos. ¿Hay en Derrida una concepción de la soberanía? ¿Existe una distancia entre el concepto de soberanía y las soberanías particulares? ¿Hay soberanía? Para dar cuenta de estas cuestiones, con la esperanza de poder al mismo tiempo esclarecer la difícil y apenas perceptible distancia entre 108

soberanía e incondicionalidad, comenzaremos por analizar algunos aspectos del pensamiento político hobbesiano, poniendo el acento en aquellos lugares donde su concepción de la soberanía parece ser puesta en entredicho. Desde ya que no pretendemos emular o reversionar una lectura “deconstructiva” de Hobbes, pero sí rastrear los puntos en los que el propio texto del Leviatán nos permite hacer temblar a ese Dios mortal llamado Estado. Este desvío nos conducirá a ciertas instancias que volverán a aparecer en el planteo político de Schmitt y la lectura que Derrida hace del mismo, las cuales expondremos brevemente. Para finalizar, analizaremos cómo la pregunta por la soberanía, más allá de las soberanías históricas, resulta inseparable, en el pensamiento de Jacques Derrida, de la cuestión de la incondicionalidad, convirtiéndose en la instancia misma que motoriza toda puesta en cuestión y, en este sentido, confirmándose como una soberanía imposible, soberanía por venir. La soberanía es la deconstrucción, he aquí nuestra tesis.

Estado de naturaleza La incondicionalidad de la soberanía se expresa en Hobbes en su indivisibilidad, fusión de atributos que inaugura la concepción clásica de la soberanía y que será aquella cuestionada por la deconstrucción derridiana. El problema político por antonomasia, la constitución de una unidad a partir de la multiplicidad, encuentra como respuesta en la figura soberana hobbesiana una instancia única y monolítica que funcionará como fuente última de emanación del orden buscado. Sin pretender un análisis exhaustivo ni erudito del Leviatán, nos proponemos aquí señalar los distintos momentos donde la estrategia argumentativa que estructura el texto deja 109

un resto para pensar en la imposibilidad de que ese Estadosoberano se realice, lo cual pone en crisis el pasaje inmediato entre incondicionalidad e indivisibilidad. Los tres primeros puntos corresponden a la fragilidad del estado de naturaleza como condición de posibilidad del pacto que da nacimiento tanto a la comunidad política como al soberano. El desarrollo del próximo apartado concierne a la proyección de estos tenues cimientos sobre la propia soberanía hobbesiana y su posibilidad histórica. En primer lugar, un motivo recurrente en los autores contractualistas reside en el carácter ficticio del estado de naturaleza, relato fantástico que viene a fundamentar de manera rigurosa la dimensión política. Antes de conformar un Estado los hombres habitan una fábula original, personajes más o menos bestiales en busca de un narrador soberano, quien con su espada logrará dar comienzo a la historia. Hobbes no escapa a la regla, y de hecho la funda, al señalar en el Leviatán que el estado de guerra de todos contra todos, condición en la que se encuentran los hombres cuando viven sin un poder común que los atemorice, nunca ocurrió (Hobbes, 2003: 103). La guerra generalizada, la lucha ilimitada, condición necesaria para la justificación racional de la subsiguiente unidad política, sí es señalada como la moneda de cambio entre los Estados y sus soberanos, mientras que en algunas comarcas de América habría pueblos salvajes, para ese entonces, aún viviendo en ese estado bestial (Hobbes, 2003: 104). Sin embargo, Hobbes afirma categóricamente que “nunca existió un tiempo en que los hombres particulares se hallaran en una situación de guerra de uno contra otro” (Hobbes, 2003: 104). Por esta razón, ante la necesidad de moderar su propia condena hacia esa ficción útil que tanto necesita, Hobbes intenta dos argumentos para fortalecer la verosimilitud de su relato, los cuales buscan, desde la empiria, saldar la incom110

patibilidad entre la historia y la necesidad de razón expresada en el estado de naturaleza. El primero de los argumentos consiste en confirmar por la experiencia lo que él llama una inferencia de las pasiones. La existencia del estado de guerra de todos contra todos se verificaría, entonces, por el juicio que emite contra toda la humanidad cada uno de nosotros mediante sus actos. Las medidas de seguridad que tomamos en nuestra vida cotidiana no son más que acusaciones silenciosas hacia los otros, las cuales sirven como índices de la inminente lucha generalizada por nuestra supervivencia (Hobbes, 2003: 103). El hecho de que desconfiemos de aquellos otros con los que urdimos el tejido social confirma, recuperando y actualizando un pasado inmemorial, la belicosidad infinita propia del estado de naturaleza. Tal vez nunca haya existido en el pasado un estado de guerra de todos contra todos, pero los gestos cotidianos que habitan nuestro presente vivo confirman que potencialmente podría, o debería, haber tenido lugar. En segundo lugar, Hobbes pronostica qué sucederá cuando no exista un poder común que temer. Si bien ni en el pasado ni en el presente encontramos hombres viviendo en estado de naturaleza, el futuro anterior sostiene retrospectivamente su eficacia (Hobbes, 2003: 104). El estado de naturaleza no forma parte de la historia, pero es innegable para Hobbes la inminencia, actualidad y efectividad de su posibilidad para aquellos que sueñen con despojarse de la autoridad soberana. The time is out of joint, claro que sí, y es esa disyunción la que permite fundar la soberanía en la expectativa de su ausencia futura. El segundo punto que aquí quisiéramos destacar, con relación al carácter ficticio del estado de naturaleza, reside en la fragilidad del mismo, la cual se manifiesta en la virtualidad de esa violencia extendida sobre toda la humanidad. Leemos en Hobbes: 111

Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle (Hobbes, 2003: 101).

Recordemos que Hobbes deduce de la igualdad entre los hombres la necesaria desconfianza en el otro. Si su potencia es igual a la mía, queda justificado anticiparme a su acto de violencia hacia mi persona, con lo cual queda así disuelta esa violencia fundadora del estado de guerra de todos contra todos. No es necesario que el otro me ataque, que ejerza un poder sobre mí, dejándome a la intemperie y desprotegido por falta de un poder común que nos inspire temor. Basta con que esa violencia sea posible para que uno pueda, y racionalmente deba, anticiparse a la misma buscando dominar de antemano al próximo pero irrealizado oponente. Otra vez aparece el futuro anterior como fundamento de la guerra de todos contra todos. Aunque no haya violencia ejercida sobre mi persona, el potencial proyectado sobre mi horizonte futuro me determina a ser yo quien ejerza un poder sobre el otro.1 El origen de la violencia natural reside en su ausencia de origen, su falta de fundamento, su no-presencia a sí, la absoluta anticipación ante la eventual violencia que podría afectar las relaciones pre-sociales. Toda violencia es violencia segunda, respuesta a una violencia anterior impotente, muda y anónima, convirtiendo así al estado de guerra hobbesiano en una profecía autocumplida. 1 Vale mencionar aquí el pasaje de Totalidad e infinito donde Lévinas señala que lo propio del hombre radica justamente en lo contrario, es decir, en la posibilidad de demorar la violencia, no como para Hobbes, en efectivizarla de antemano (Lévinas, 1977: 59).

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En tercer lugar, en clara continuidad con lo anterior, encontramos en el Leviatán una desmaterialización de la noción misma de guerra: Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. […] así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz (Hobbes, 2003: 102).

Aunque la guerra no haya tenido lugar en el devenir de la historia, alcanza con su posibilidad para declararla presente. ¿Y cuándo es posible la guerra? Por supuesto, cuando no hay un soberano que realice el intercambio entre seguridad y obediencia. En otras palabras, lo que resta al quitar de la historia los momentos en que la guerra de todos contra todos se encuentra latente es la efectiva aparición del Estado soberano, cuya ausencia nos permite identificar aquello que sólo se hace presente en su posibilidad. Pero, a la inversa, ¿cuándo la potencia de la guerra, su capacidad de pasar al acto, se encuentra anulada? Cuando queda instaurado el poder común que nos somete a todos por igual. El estado de naturaleza se reconoce por la ausencia del Estado soberano, por ese vacío jurídico que impide la apelación a un tercero a la hora de resolver la conflictividad propia del socius. A la vez, el soberano se reconoce por la interrupción del estado de guerra de todos contra todos. Circularidad de la argumentación, signo de la dificultad que implica toda fundamentación de la instancia soberana. Si no hay, en la historia, estado de naturaleza alguno, ¿hay soberanía determinada? A la inversa, si no existió ni existe estado de guerra de todos contra todos ¿hay algo más 113

que soberanía, entendida como la clausura de esa violencia ilimitada? La cuestión de una universal disposición manifiesta a la guerra como síntoma suficiente de ese soñado estado de naturaleza duplica el interrogante acerca de la efectividad de tal estado, ya que éste es declarado como inexistente y, a la vez, el signo de su acontecer, si lo hay, radicaría en la virtualidad de una potencia manifiesta. Por lo expuesto hasta aquí, nos interesa preguntarnos sobre la eficacia de un fundamento de estas características para una soberanía que no deja de hundir sus raíces en esa quimera.

Dios mortal Ya dejando de lado las dificultades que plantea el estado de naturaleza, en el Leviatán Hobbes define la esencia del Estado como una persona de cuyos actos se constituye en autora una gran multitud, mediante pactos que realizan sus miembros entre sí, con el fin de que esa persona pueda emplear la fuerza y medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina soberano y se dice que tiene poder soberano (Hobbes, 2003: 141). De este modo, queda conformada la tríada conceptual multitud-Estado-soberano. La multitud se convierte en una persona o Estado cuando, valiéndose de pactos recíprocos, proclama un soberano, es decir, una instancia donde esa persona se materializa. La soberanía, entonces, resulta ser la manifestación, el modo de darse, el fantasma del Estado, en tanto unidad personal conformada por una multiplicidad de autores. Desde ya que no existe un pacto que implique al soberano, ya que si así fuera su poder resultaría determinado por una situación previa, fracturando esa unidad política que debe monopolizar la fuerza y los medios de la multitud. Aquí 114

se destaca la cuestión que quisiéramos enfatizar: la incondicionalidad. No puede existir una anterioridad, una causa, una condición para el juicio o la acción de este Dios mortal. Por esta misma razón, los derechos que constituyen la esencia de la soberanía no pueden ser enajenados ni en su totalidad ni en parte. Indivisibilidad e incondicionalidad quedan así fusionadas, inaugurando esa comunión que Derrida quisiera cuestionar. Si existiera una instancia que pusiera en duda la unidad absoluta del soberano, aquélla sería, según Hobbes, el soberano real o bien la multiplicidad de personas se traduciría en la anarquía propia de la multitud. El uno o el caos, el orden o la anarquía, oposición que funda la (teología) política.2 La pregunta que surge aquí es si la soberanía resulta una instancia tan formal como la del Estado, al punto de convertirse en un concepto que por su propia altura no puede encarnarse en una experiencia determinada. Paradoja del Dios-hijo que igualaría así al Dios-padre en su abstracción. Es el propio Hobbes quien responde de manera explícita sentenciando la inexistencia del Estado al que acaba de caracterizar. La objeción máxima es la de la práctica: cuando los hombres preguntan dónde y cuándo semejante poder ha sido reconocido por los súbditos. […] Pero de cualquier modo que sea, un argumento sacado de la práctica de los hombres, que no discriminan hasta el fondo ni ponderan con exacta razón las causas y la naturaleza de los Estados, y que diariamente sufren las miserias derivadas de esa ignorancia, es inválido. Porque aunque en todos los lugares del mundo los hombres establezcan sobre la arena los cimientos de sus casas, no debe deducirse de 2 “Si la metafísica se constituye a partir de la pregunta ¿por qué el ser y no la nada?, la teología política lo hace a partir de ¿por qué el orden y no el caos? Su respuesta es: por la decisión excepcional sobre lo excepcional.” (Dotti, 1996:129)

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ello que esto deba ser así. La destreza en hacer y mantener los Estados descansa en ciertas normas, semejantes a las de la aritmética y la geometría, no, (como en el juego del tenis) en la práctica solamente: estas reglas, ni los hombres pobres tienen tiempo ni quienes tienen ocios suficientes han tenido la curiosidad o el método de encontrarlas (Hobbes, 2003: 170).

El Estado es una instancia abstracta que se encarna en el soberano, el cual sigue siendo formal y cuya existencia no sólo no ha sido demostrada a lo largo de la historia, sino que incluso el propio texto hobbesiano hace vacilar. Existe un ámbito de la praxis que no puede dar cuenta de la soberanía indivisible e incondicional, aunque sí pueda la razón deducir su necesidad, con el mismo rigor con que se deduce un teorema matemático. Sin embargo, como lo señalamos anteriormente, si en el estado de naturaleza se encuentran los cimientos firmes que pretende Hobbes otorgarle a su soberano, no podemos afirmar que tales pilares sean mucho más sólidos que la arena a la que nos tiene acostumbrados la historia. La incondicionalidad soberana, es decir, su necesaria falta de determinación a la hora de actuar, parece alejar al Estado y su manifestación particular aún más del mundo de la práctica. En su formalismo, Hobbes podría anticipar los mismos inconvenientes que asume Kant para su ética: ¿cómo asegurar una acción soberana o con valor moral cuando la misma descansa sobre su incondicionalidad como factor determinante? Parece imposible hallar en la historia, en el devenir de un mundo sensible, una soberanía tal que permita descartar absolutamente la intromisión de algún tipo de resorte a posteriori que determine su acción, volviendo así a esta misma soberanía en una soberanía más dentro de la multiplicidad divisible que la conforma.

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Soberanía en cuestión Si decidimos visitar el texto hobbesiano no fue por un interés erudito ni retórico, sino para intentar vislumbrar los inconvenientes que plantea el concepto de soberanía desde su origen moderno. En este sentido, resulta evidente cierto paralelismo entre esta lectura de Hobbes y los análisis que Derrida dedica a Schmitt en Políticas de la amistad.3 No es casual que allí leamos, con relación a la distinción amigo-enemigo en tanto instancia donde se delimita la esfera de lo político: Conclusión práctica: en la práctica, dicho de otro modo, en esa práctica política que es la historia, esa diferencia entre los litigios no tiene lugar nunca. No se la encuentra nunca. Nunca concretamente. Por consiguiente, permanece inhallable la pureza del pólemos o del enemigo mediante la que Schmitt pretende definir lo político. El concepto de lo político corresponde, sin duda, como concepto, a lo que el discurso ideal puede querer enunciar como más riguroso acerca de la idealidad de lo político. Pero ninguna política ha sido adecuada jamás a su concepto (Derrida, 2001: 134).

3 Otro punto de contacto con el análisis aquí propuesto de Hobbes residiría en el entramado conceptual schmittiano entre posibilidad, eventualidad y efectividad, y la consecuente disolución de la efectividad de la violencia. Leemos en El concepto de lo político: “aquí no se trata de ficciones y de normatividades sino sólo de la plausibilidad (seinsmäßige Wirklichkeit) y de la posibilidad real (reale Möglichkeit) de nuestra distinción. […] Enemigo no es el competidor o el adversario en general. Enemigo no es siquiera el adversario privado que nos odia debido a sentimientos de antipatía. Enemigo es sólo un conjunto de hombres que combate, al menos virtualmente (wenigstens eventuell), o sea sobre una posibilidad real (realen Möglichkeit), y que se contrapone a otro agrupamiento humano del mismo género” (Schmitt, 2001: 179). Para un análisis detallado de la interpretación derridiana de esta cuestión remitimos al texto de Chun, 2014.

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Nuevamente una objeción práctica, una distancia infranqueable entre el concepto de lo político y la historia. El soberano schmittiano es aquél que decide el estado de excepción o establece la distinción formal entre amigos y enemigos. La naturaleza de esta decisión sabemos que debe escapar a la norma, es decir, que debe exceder toda determinación. El soberano es absoluto, está más allá de cualquier condicionamiento, sin ningún tipo de inclinación a posteriori que venga a contaminar la formalidad de su accionar. Por esto, Derrida sostiene que un sujeto no decide nada, refiriéndose a la necesidad de disociar el concepto de soberanía de toda voluntad, proyecto, cálculo o poder. La decisión, para ser tal, debe ser incondicional, en tanto no puede responder a determinaciones normativas ni a contenidos de otras esferas sociales o del ámbito privado que pudieran contaminar la exclusividad del campo político. La soberanía, entonces, al comprometerse en la aporía del quizá (Derrida, 1997: 86), es decir, al dar lugar al acontecimiento y, en un mismo gesto, clausurar su llegada, reside en la decisión pasiva, aquélla que escapa a mi voluntad, pero que no por eso se sustrae a mi responsabilidad. Y aquí nos encontramos con un desdoblamiento de la soberanía que produce un nuevo extrañamiento, precisamente cuando Derrida destaca que esta concepción es rebelde a la interpretación decisionista de la soberanía (Derrida, 1997: 87), aunque no sea más que el despliegue de la consecuencia clásica, ineluctable e imperturbable de un concepto clásico de la decisión (Derrida, 1997: 88). En otras palabras, para Derrida, la decisión, como productora de acontecimiento, ajena a la instancia del sujeto, entendido como sustrato último, libre y voluntario al cual remitirla, decisión pasiva, decisión del otro que no excluye mi responsabilidad, es el punto de llegada necesario a la hora de desarrollar el concepto clásico de decisión. Pero, al mismo tiempo, resulta ajeno a los conceptos también 118

clásicos de soberanía o excepción. ¿Cuál es el sentido de este intrincado pasaje que, a simple vista, podríamos calificar de aporético o contradictorio? ¿Qué estrategia argumentativa nos permite establecer una heterogeneidad irreductible entre decisión y soberanía? ¿Es posible afirmar, a su vez, una indisociabilidad fundamental entre ambos conceptos? ¿Cómo comprender, entonces, esta diseminación del sentido del concepto “soberanía”? Quizá, he aquí nuestra hipótesis, habría que distinguir entre el concepto en su idealidad, por un lado, y las manifestaciones históricas del mismo, siempre infieles a dicha formalidad. Pero, a la vez, debemos enfrentarnos a la indecidibilidad que atraviesa a la soberanía incondicional, la cual, como concepto, se evidencia como incondicionalidad sin soberanía, mientras que toda puesta en acto de esta instancia determinante de lo político redunda en una soberanía condicional, inevitablemente divisible. Se sueña con una soberanía indivisible, pero se habla siempre de una soberanía determinada, óntica, que no puede exceder su propia condición de posibilidad, es decir, su divisibilidad intrínseca. El riesgo que resta aquí, entonces, radica en el fantasma de soberanía indivisible que asedia a las manifestaciones históricas, ante el cual sólo queda oponer esa fuerza débil encerrada en la incondicionalidad sin soberanía, fuente disruptiva de cualquier presunta unidad. Schmitt, por su parte, piensa a partir de su nostalgia en la posibilidad de una imbricación entre los planos ontológico y óntico, es decir, sostiene en su reflexión la efectividad empírica de una instancia decisiva que, como tal, se encuentre libre de toda determinación, manteniendo así en silencio la misma restitución del orden como telos de la excepcionalidad soberana. Si el estado de excepción o la distinción entre amigos y enemigos persigue la recomposición de la unidad política y el imperio de la norma, parece difícil sostener la incondiciona119

lidad de la decisión ante un fin determinado de este modo. Derrida muestra cómo la ontología de lo político schmittiana se ve así afectada por su puesta en práctica, siendo estas raíces ónticas una fuente ineludible de impureza para aquellas distinciones conceptuales que Schmitt quisiera sostener. La lectura derridiana de El concepto de lo político pondrá el acento en la contaminación necesaria entre la pureza del concepto de decisión y las determinaciones empíricas que conlleva su realización histórica. El enemigo pierde necesariamente su carácter formal-existencial al no poder especificarse de manera absoluta la frontera entre lo público y lo privado, condición necesaria para evitar la guerra inhumana desde el momento en que se lleva a cabo contra un enemigo de la humanidad. En este sentido, podemos afirmar que la distinción entre incondicionalidad y soberanía estaría ya presente en el planteo schmittiano, sólo que este no puede capitalizarla dentro de su axiomática, pretendiendo así una pura presencia de la decisión en su formalidad. Si hablamos de teología política, vale recordar que el argumento ontológico se construye sobre la idea de incondicionalidad: Dios es la instancia última que puede pensarse o imaginarse. Por lo tanto, su existencia queda probada por esta altura absoluta. Dios no puede ponerse en cuestión, su existencia no puede ser objeto de duda, ya que si así lo fuera se estaría presuponiendo un ser aún más elevado que volvería al anterior Dios un mero subalterno. Si proyectamos dicho argumento sobre el Dios mortal llamado soberano, la cuestión que guía este trabajo adquiere todo su sentido. La soberanía no puede ser disociada de la incondicionalidad, a no ser que confundamos al concepto con una instancia histórica del mismo. Pero, si hay que interrumpir la asociación entre soberanía e incondicionalidad, y recordemos aquí que Derrida decide entrecomillar ambos conceptos, es precisamente porque esta 120

tarea es imposible. La soberanía por venir, aquélla que permanece fiel al decisionismo schmittiano incluso en la lectura de Bataille, para quien “la soberanía no es nada” (Bataille, 1996: 113), es la apertura hacia cualquier/absolutamente otro, la justicia entendida como hospitalidad incondicional hacia el arribante. La soberanía imposible es precisamente esa fuerza débil que escapa al cálculo del sujeto moderno, pero que también se rehúsa a una manifestación histórica. Pero desde ya que esto no significa que la deconstrucción invite a una opción liberal, sino que conduce a la inminente tarea de deconstruir toda institución. En este sentido, la soberanía incondicional no puede ser puesta en cuestión, ya que ella es la condición de posibilidad de todo cuestionamiento. Las instituciones presumen una expresión histórica, por lo tanto particular, del concepto de soberanía, ocultando la imposibilidad de este paso. Allí radica el carácter místico de su fundamento, que deriva en una soberanía necesariamente divisible.

Universidad incondicional Resulta interesante abordar un texto que no sólo suma al tema que aquí estamos siguiendo sino también nos invita a agudizar nuestra vigilancia ante los acontecimientos más inmediatos y urgentes que nos llegan desde Europa y su relación son Medio Oriente. “Incondicionalidad o soberanía. La Universidad a las fronteras de Europa”, es el título de una conferencia pronunciada por Derrida en Atenas el 3 de junio de 1999, pocos días antes de que finalizara la guerra de Kosovo. El texto comienza preguntándose por la cuestión de los límites llamados fronteras y su relación con los frentes, más específicamente, por la posibilidad de impedir que una frontera se vuelva un frente. En otras palabras, ¿cómo construir una unidad polí121

tica sin cerrarse a la llegada del arribante? ¿Es posible pensar un límite, una condición, una determinación que no ejerza una violencia sobre el otro? Como ya sabemos, Derrida es un pensador del límite, en tanto crítico de la absoluta determinación de uno. Hay efectos de borde, fronteras porosas, móviles, contingentes, más de una, siempre. En este sentido, resulta fundamental reflexionar sobre la posibilidad de mantenernos vigilantes ante el fantasma del cierre totalitario, de la conversión de la frontera en un frente que intente expulsar al otro, alteridad que ya habita al otro lado de la frontera que buscara contenerla en un afuera absoluto, para así sellar el fracaso del pliegue hermético sobre sí de toda mismidad. A continuación, Derrida se pregunta por la soberanía universitaria, abriendo a la posibilidad de pensar en otro concepto de soberanía, diferente al de los poderes de los Estadonación, la Iglesia, los medios de comunicación, la economía, poderes todos que se disputan una soberanía histórica particular. Así, ya aparece aquí una distinción que estructura un texto cronológicamente cercano: La universidad sin condición. Allí se distingue el fantasma de soberanía indivisible de “una especie muy original, una especie excepcional de soberanía” (Derrida, 2002a: 17) que la universidad reivindica al afirmar una independencia incondicional. La deconstrucción del concepto de soberanía incondicional es necesaria, pero no debe comprometer esa otra forma de soberanía que la deconstrucción viene a poner en juego (Derrida, 2002a: 18). De este modo, la soberanía incondicional sucumbe al confundirse con la soberanía indivisible, fantasma que asedia toda experiencia histórica. No hay una soberanía que limitara de manera clara y definitiva con lo otro de sí. Hay multiplicidad de soberanías y también multiplicidad de fronteras. Entre todas, la soberanía incondicional, si la hay, sería la reafirmada por cierto espíritu de Marx, y también de la ilustración, que 122

Derrida quisiera heredar, es decir, suscribir y reinventar, aquel que sostiene dos instancias indisociables. La crítica hiperbólica y la afirmación de la mesianicidad sin mesianismo como estructura de promesa que conforma todo “presente vivo” (Derrida, 1995: 102-107). De regreso a la conferencia de 1999, tras hacer una referencia directa al contexto histórico y el triángulo formado por la OTAN, Serbia y el movimiento independentista de Kosovo, Derrida señala la necesidad de cuestionar el “principio de soberanía”, el “fantasma de la soberanía”, el “arcaico principio-fantasma de la soberanía” de origen teológico e indisociable de una ideología étnica, nacionalista y estado-nacionalista. Toda instancia soberana, proyectada sobre el devenir de la historia, recurre a un común determinado que funciona como principio a partir del cual construir una unidad política. Este fundamento, nunca formal, convierte a toda frontera en un frente, en tanto rechaza al otro que no cumple con las condiciones necesarias para ser acogido. Y aquí Derrida introduce nuevamente la distinción entre las soberanías históricas, particulares, y esa otra, ahora vinculada a la “incondicionalidad del pensamiento, que debería encontrar su lugar o su ejemplo en la Universidad, [y que] se reconoce allí donde, en nombre de la libertad misma, puede cuestionar el principio de soberanía como principio de poder” (Derrida, 2002b: 16). La incondicionalidad resulta ser una instancia ideal, pero no en un sentido kantiano. La decisión incondicional no conduce a una absoluta pasividad, sino a la urgencia de una tarea, una labor deconstructiva que debe poner en cuestión toda determinación soberana. Por ello, sostiene Derrida que “la afirmación de la que hablo sigue siendo un principio de resistencia o de disidencia: sin poder pero sin debilidad, sin poder pero no sin fuerza, así sea una especie de fuerza de la debilidad” (Derrida, 2002b: 16). Refiriéndose a este principio de 123

resistencia incondicional que la universidad debería reflejar, inventar y plantear, Derrida concluye: Consecuencia de esta tesis: al ser incondicional, semejante resistencia podría oponer la universidad a un gran número de poderes: a los poderes estatales (y, por consiguiente, a los poderes políticos del Estado-nación así como a su fantasma de soberanía indivisible […]) (Derrida, 2002a: 14) Inmenso problema: ¿cómo disociar la democracia de la ciudadanía, del Estado-nación y de la idea teológica de soberanía, incluso de la soberanía del pueblo? ¿Cómo disociar la soberanía y la incondicionalidad, el poder de una soberanía indivisible y el im-poder de la incondicionalidad? Una vez más ahí, tanto si se trata de profesión o de confesión, la estructura performativa del “como si” ocuparía el núcleo del trabajo por venir. (Derrida, 2002a: 68)

La soberanía incondicional se evidencia como una soberanía por venir, entendida como un modo de la soberanía que apela a una tarea, una labor, una actividad, la de hacer temblar el edificio de toda institución a partir de ese resto impensado que imposibilita el cierre sobre sí de esa totalidad así forjada. La soberanía incondicional, entonces, es la deconstrucción, y es una incondicionalidad sin soberanía, si entendemos por soberanía al fantasma de la indivisibilidad que pretende efectivizarse como un poder en la historia. La incondicionalidad sin soberanía es esa fuerza débil desde la cual acoger al otro, que ya estaba allí parasitando la seguridad del hogar. La soberanía incondicional debe ser escindida de la soberanía indivisible, fantasma totalizador que asedia a cualquier expresión suya en alguna soberanía particular. De manera similar, la decisión

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pasiva es la decisión soberana pero, a la vez, se convierte en su principio de ruina, si pensamos a esa instancia decisiva como una y realizable en la práctica.

Soberanía por venir ¿Qué es la incondicionalidad? ¿Por qué es heterogénea a la soberanía? ¿Por qué indisociable? En un movimiento que corre paralelo al que aquí estamos señalando, Derrida sostiene que la justicia es heterogénea pero indisociable del derecho en que se expresa, sirviendo de motor para la perfectibilidad infinita del último. Por otro lado, la hospitalidad incondicional, que abre sus puertas al extranjero que sin haber sido invitado ya estaba allí de visita, debe negociar sus condiciones para así volverse efectiva mediante las normas que conforman la hospitalidad condicional, explicitando a la vez el carácter infundado de las mismas y promoviendo la infatigable deconstrucción de toda acción en nombre de un Mesías determinado. La soberanía incondicional, la decisión en tanto productora de acontecimiento, es ajena pero, a la vez, no puede dejar de expresarse mediante las soberanías condicionales, históricas, que deben ser puestas en cuestión por esa soberanía por venir, siempre anunciada pero nunca presente, contraria a todo utopismo. Refiriéndose a la crítica de Schmitt al humanitarismo liberal, el cual de manera deshonesta oculta su despliegue político en una guerra justa, Derrida explicita cierta pertinencia de la axiomática schmittiana pero rechaza suscribir a la misma incondicionalmente. […] lo que busco sería pues una deconstrucción lenta y diferenciada tanto de esa lógica como del concepto dominante, clásico, de soberanía del Estado-nación (el que

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sirve de referencia a Schmitt) […] sin desembocar pues en una des-politización sino en otra politización, en una re-politización y, por lo tanto, en otro concepto de lo político. Que esto resulte más que difícil es algo demasiado evidente y por eso trabajamos, trabajamos en ello y nos dejamos trabajar por eso. […] en modo alguno se trata, so pretexto de deconstrucción, de oponerse pura y simplemente, frontalmente, a la soberanía. No hay LA soberanía ni EL soberano. No hay LA bestia y EL soberano. Hay formas diferentes y a veces antagónicas de soberanía; y siempre se ataca a una de ellas en nombre de la otra […] En cierto modo, no hay un contrario de la soberanía, aunque haya algo distinto de la soberanía. Incluso en política […] la elección no se da entre soberanía y nosoberanía sino entre varias formas de repartos, de particiones, de divisiones, de condiciones que vienen a encentar una soberanía siempre supuestamente indivisible e incondicional. (Derrida, 2010: 103-104)

El problema entonces es el de la divisibilidad de la soberanía, la multiplicidad que dicho concepto encierra y que, por lo tanto, disemina su sentido. Si buscamos desplegar algunos de los distintos usos que se hace en el texto derridiano del concepto “soberanía” no es por un deseo de sistematicidad y exégesis original, sino todo lo contrario. Ser fiel a la lectura que hace Derrida de la soberanía, su divisibilidad conceptual y práctica, consiste para nosotros en buscar transitar las aporías que se van presentando, sin querer salvarlas, sino reafirmándolas. El rechazo hobbesiano y schmittiano a pensar la posibilidad de una multiplicidad de soberanías yerra, precisamente, al trasladar cierta totalidad conceptual a la historia. Para Derrida no hay una soberanía, ni conceptual ni empíricamente hablando. 126

[…] aquello de lo que hay que partir ya no es del concepto puro de soberanía sino de conceptos como pulsión, traspaso, transición, traducción, paso, división. Es decir, asimismo herencia, transmisión y, con la división, la distribución, por consiguiente, la economía de la soberanía. (Derrida, 2010: 342)

Si bien no pretendemos develar un secreto, una clave de acceso incluso ignorada por el propio Derrida, consideramos que nuestra hipótesis propicia una interpretación fructífera del pensamiento político derridiano, al afirmar que la soberanía no se realiza en la historia, sino que su concepto se sustrae a toda encarnación, siendo este concepto a la vez múltiple y su sentido indecidible. No hay más que cálculo en la economía entre soberanías particulares en pugna, las cuales se encuentran ya en un proceso de auto-hetero-deconstrucción gracias a la incondicionalidad de la soberanía, pensamiento crítico lanzado sobre toda posible encarnación de sí. Ésta sería quizá mi hipótesis (es extremadamente difícil y casi improbable, inaccesible a una prueba): cierta independencia incondicional del pensamiento, de la deconstrucción, de la justicia, de las Humanidades, de la Universidad, etc., debería quedar disociada de cualquier fantasma de soberanía indivisible y de dominio soberano (Derrida, 2002a: 74-75).

Si en este pasaje Derrida destaca la contraposición entre incondicional e indivisible, debemos prestar oídos a tal cambio de tono. La llamada a disociar incondicionalidad y soberanía, con la que comenzó nuestro trabajo, se desnuda así como una llamada a escindir una incondicionalidad soberana pero sin soberanía, la deconstrucción, de una soberanía particular asediada por el fantasma de la indivisibilidad. “El

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soberano, si lo hay” (Derrida, 2010: 121), es el soberano imposible, el soberano del mañana, la deconstrucción. La soberanía está por venir. Antes que sobre la soberanía misma que, en el fondo, quizá no existe nunca en cuanto tal, pura y simplemente ella misma, puesto que no es sino un exceso hiperbólico más allá de todo, por lo tanto, no es nada, cierta nada. (Derrida, 2010: 342)

Bibliografía Bataille, G. (1996). Lo que entiendo por soberanía. Barcelona: Paidós. Caputo, J. D. (2003) “Without Sovereignty, Without Being: Unconditionality, the Coming God and Derrida´s Democracy to Come”. Journal for Cultural and Religious Theory, vol. 4, nº 3. Chun, S. (2014). “La decisión imposible en Schmitt y Derrida”. Res Publica (Murcia) Vol. 17, N° 1. Derrida, J. (1995). Espectros de Marx. Madrid: Trotta. Derrida, J. (1998). Políticas de la amistad. Madrid: Trotta. Derrida, J. (2002a) La universidad sin condición. Madrid: Trotta. Derrida, J. (2002b). Incondicionalidad o soberanía. La universidad a las fronteras de Europa. Colombia: UniNómada. Derrida, J. (2005). Canallas. Dos ensayos sobre la razón. Madrid: Trotta. Derrida, J. (2010). Seminario La bestia y el soberano I. Bs. As.: Manantial. Dotti, J. (1996). “Teología política y excepción”. Daímon. Revista de filosofía (Murcia) nº 13. Hobbes, T. (2003). Leviatán. Bs. As.: FCE. 128

Lévinas, E. (1977) Totalidad e infinito. Salamanca: Sígueme. Penchaszadeh, A. P. y Biset, E. (comps.) (2013). Derrida político. Bs. As.: Colihue. Regazzoni, S. (2006). La decostruzione del politico. Genova: Il melangolo. Rocha, D. (2011). Dinastías en deconstrucción. Leer a Derrida al hilo de la soberanía. Madrid: Dykinson. Schmitt, C. (2001) “El concepto de lo político”. Carl Schmitt, teólogo de la política. México: FCE. Schmitt, C. (2009). Teología política. Madrid: Trotta

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EL PAPEL DE LA TEORÍA DE LA IMAGEN EN LA DECONSTRUCCIÓN DE LA SOBERANÍA. DERRIDA CON MARIN Pietro Lembo

Derrida con Marin En la economía del pensamiento de Jacques Derrida, Louis Marin constituye una figura central y de indudable relevancia. Efectivamente, en numerosas ocasiones Derrida no dejó de manifestar su propia cercanía al que podríamos definir como uno de los más grandes expertos en la teoría de la imagen: […] nunca he conocido a una persona cuya inteligencia fuera tan brillante y generosa al mismo tiempo, inmediatamente clara, viva y alegre, siempre lista para comunicar el entusiasmo del descubrimiento y para donar la impresión del amanecer: el despertar, la vigilancia inmediatamente donada al compartir (Derrida, 1992).

Este compartir, como afirma Derrida, es antiguo, ya que se remonta a la época de la preparación del examen de admisión a la ENS: […] estábamos juntos en khâgne en el Louid-le-Grand antes de acceder a la École Normale Supérieure. En aquella época, Louis era miembro de los que se definían los “lyonnais” (junto con Henri Joly y Bernard Comte). Si me gusta mucho decir que fuí estudiante junto a él,

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es porque después también fuí estudiante de él, lo leí, aprendí de él, aprendí a aprender. (Derrida, 2003: 136).

Está claro que las palabras de Derrida están llenas de un verdadero sentimiento de respeto y deferencia hacia este pensador que ejerció una gran influencia en el desarrollo de la deconstrucción1. Si bien esta influencia ha sido explicitada por Derrida, nadie pareciera haberse ocupado de recuperar sus huellas. Especialmente parece haberse acentuado de manera notable la atención de Derrida hacia la filosofía de Marin2 en los Seminarios sobre la soberanía realizados en la EHESS. Teniendo en cuenta estas afinidades, creemos urgente y necesario un estudio que analice el papel desarrollado por la teoría de la imagen en el ámbito de la deconstrucción de la soberanía. Para ello se procederá a través de dos movimientos: a) en primer lugar, se intentará poner en evidencia cómo la teoría de la imagen de Marin fue una de las matrices a partir de las cuales Derrida llegó a una noción precisa de soberanía; en particular, a la noción de soberanía como ser vivo sin ser(lo); b) en segundo lugar, se propondrá la operación inversa: se intentará mostrar cómo Derrida no sólo abordó la teoría de la imagen, sino que intentó radicalizarla. Si bien Derrida la considero importante nunca realizó esta radicalización, por ello es la propuesta aquí para que se pueda recorrer uno de los diversos caminos interrumpidos de la deconstrucción. 1 Si es verdad que Marin influyó en Derrida, verdad es también lo contrario, es decir que Derrida influyó en Marin; en este sentido, sería conveniente, en un segunda instancia, analizar esta influencia bidireccional. Se trata de un gran trabajo,que no se puede abordar en el contexto de este capítulo, por lo que nos limitamos aquí a mencionar que Marin no dejó de admitir que ciertos de sus conceptos fueron inspirados por Derrida, sobre todo el concepto de lo neutro (Marin, 1973: 23-33). 2 Entres las investigaciones en las cuales se atiende la relación entre Derrida y Marin destaca (Oliver, 2013).

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Soberanía y representación El primer paso para alcanzar el objetivo que se acaba de señalar, es sin duda atender cómo la reflexión de Derrida sobre la soberanía se aproxima a la teoría de la imagen de Marin. Debemos preguntarnos: ¿por qué la reflexión de Derrida sobre la soberanía en algún momento de su recorrido se cruza con la teoría de la imagen? En la clase once de La Bestia y el Soberano I, Derrida afirma que la soberanía no puede prescindir de la representación de la imagen ni de la narración, refiriéndose de manera explícita a la teoría de Marin: Lo que sugiere Marin –si lo interpreto o, más bien, lo sigo y lo prolongo convenientemente– es que el relato o la representación no vienen aquí, posteriormente, a contar, narrar, describir, representar el poder providencial del soberano, sino que ese relato y esa representación forman estructuralmente parte de esa soberanía, que constituyen su estructura constitutiva, su esencia dinámica o enérgica, su fuerza, su dunamis, incluso su dinastía. Pero también su energeia, que significa el acto, la actualidad, y asimismo su enargeia, que significa cierto destello de la evidencia, cierto brillo […]. La ficción es la dunamis y dinastía del dinasta, pero también la energeia y la enargeia resplandeciente de sus acciones, de sus poderes, de su potencia. Su posibilidad y su poder: a la vez virtual y actual. Escondido y visible. No habría soberanía sin esa representación. […]. La soberanía es esa ficción narrativa o ese efecto de representación. La soberanía saca todo su poder, toda su potencia, es decir, toda su omnipotencia, de este efecto de simulacro, de este efecto de ficción o de representación que le es inherente y congénito, co-originario en cierto modo (Derrida, 2010a: 340-341; énfasis original). 133

Parece lícito pensar que Derrida se ha referido a la teoría de la imagen porque resulta particularmente adecuada para ubicar la idea de soberanía en el cuadro de la deconstrucción. No es de extrañar que la deconstrucción considere la soberanía como una exigencia de dominio tan absoluta y perfecta que llega a ser inexistente y, por eso, necesita de una ficción representativa que pueda simular su existencia3. Dicho lo anterior, la idea de una representación según la teoría de la imagen, o sea, en alternativa a la visión metafísica tradicional –la cual ha relegado la representación a una mera copia de una presencia originaria4– es adecuada en cuanto se quiere pensar en una soberanía que no sólo es potenciada por la representación, sino que es, como afirma Derrida, co-originaria a la representación en cuestión. La idea de co-originariedad entre soberanía y representación de Derrida se inspira entonces en Marin, quien no habló de co-originariedad sino que introdujo el quiasmo entre estos dos conceptos. Esta figura retórica que combina dos oraciones gemelas invirtiendo el orden –representación de la soberanía y soberanía de la representación– contiene en sí misma 3 A la luz de estas consideraciones, es posible aclarar el papel desempeñado por la idea de vida en la economía de la noción de soberanía de Derrida: es evidente, en efecto, que una específica forma-de-vida, la vida presente en sí misma (y por lo tanto independiente, consciente, libre, voluntaria) sea cuestionada como se hable de la soberanía, con las consecuencias específicas en términos de la relación entre la soberanía y la biopolítica: según esta hipótesis, y, a diferencia de lo que Foucault argumentó, no es verdad que la bio-política - es decir, el poder del hacer vivir y del dejar morir – es el resultado de la erosión de la soberanía. Erigiendo un modelo específico de la forma-de-vida, la soberanía termina por convertirse en el eje de una política que valoriza algunos seres vivientes perjudicando a otros. Para una reconstrucción de la idea de soberanía en el pensamiento de Derrida véase: (Derrida, 2005); (Derrida, 2014); (Derrida, 2010a); (Derrida, 2010b). 4 A fin de analysar el paradigma metafísico de la imagen, se recomienda leer: (Platon, 1871).

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todas las potencialidades del principio de co-originariedad: por un lado, el hecho de que la soberanía existe en y para el medio de la representación; por otro lado, el hecho de que la representación está dotada de una cierta soberanía, o de un cierto poder, o como diría Derrida, de una energeia y de una dunamis que tienen valor performativo5. En conclusión, en nuestra investigación se intenta mostrar que el quiasma de Marin – alternando soberanía y representación, o sea, revelando su co-originariedad– le otorgó a Derrida instrumentos con los cuales pensar la idea de una soberanía sin esencia ni ser, como ser vivo sin ser(lo).

Pan y vino sin el ser La locución ser vivo sin ser(lo) es una fórmula con la cual Derrida indica el carácter sin esencia de la soberanía, es decir, el hecho de que la soberanía es tal mediante otro, mediante la representación, razón por la cual no es en sí misma sino falta de aquello que en la tradición onto-teológica ha sido reconocido como el ser. El punto de referencia derridiano para la teorización de este ser vivo sin ser(lo) es la noción de Dios sin ser elaborada por Jean-Luc Marion, cuyo texto, Dieu sans l’Être, es de 1982. Aun sin saber si Derrida y Marion lo conocían (hecho por otra parte irrelevante dado que los conceptos de un texto son susceptibles de salir del texto convirtiéndose en bagaje común de la cultura6), Marin introdujo una fórmula similar –pan y 5 Con respecto a este tema consideramos oportuno una comparación de los textos en los cuales Marin y Derrida analizan el performativo remitiéndose, los dos, a Pascal: (Derrida, 2001); (Marin, 1981) . 6 Sin embargo, como lo ha dicho Derrida, el carácter específico de la decostruccíon reside en la conciencia que los rastros textuales funziona con indipen-

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vino sin el ser– en un texto de 1975: La critique du discours, sur la “logique de port-royal” et les “pensées” de Pascal. Nuestra hipótesis, por lo tanto, es que, pasando por el Dios sin el ser de Marion, el pan y vino sin el ser de Marin es susceptible de ser considerado como una de las causas que llevó a Derrida a hablar de la soberanía como ser vivo sin ser(lo). La idea de que este concepto de pan y vino sin el ser pueda haber influido sobre la noción derridiana de soberanía como ser vivo sin ser(lo), parece confirmarse, entre otras cosas, por el hecho de que constituye el trasfondo de la relación entre soberanía y representación que Marin desarrolló en un conjunto de textos posteriores: Le portrait du roi, Politique de la représentation, De pouvoirs de l’image y la Parole mangée. Para comprender esta conexión es necesario examinar el contexto al cual Marin se refiere al hablar de pan y vino: la fórmula cristiana hoc est corpus meum. Con esta fórmula, los cristianos celebran la transubstanciación eucarística del cuerpo de Cristo. Como Marin afirma en La Critique du Discours, hay tres elementos lingüísticos que permiten el funcionamiento de la fórmula en cuestión: 1. el pronombre neutro demostrativo hoc; 2. el verbo ser est; 3. el complemento objeto corpus meum. La fórmula eucarística correcta enuncia el milagro de la transformación del pan y del vino (indicados por el pronombre hoc) en el cuerpo de Cristo, todo por medio de un operador fundamental: el verbo. Se trata de un verbo reducido: al auxiliar ser (el más adecuado para la transformación de una cosa en otra); en indicativo presente (lo que permite referirse a un sujeto perceptor, a través de su propio acto de juicio, de dicha transformación); y a la tercera persona (apta a cancelar el sujeto crítico, cuya persistencia impediría, a lo que dencia de la volutad de lo que escriben los libros; con respecto a este tema, cf. sobretodo: (Derrida, 1994) .

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se juzga, de emerger, en lugar de “simple representación de su espíritu, […] [como] articulación de las cosas en la plenitud de su objetividad” (Marin, 1992: 84)7): Este sujeto se elimina para que acceda la afirmación, aunque aparentemente no sea la suya todavía, sino aquella del ser; esta es, precisamente, al mismo tiempo, su propia enunciación y aquella del ser mismo en el enunciado; el verbo “es” siempre está referido al sujeto de la enunciación, pero “es” es también “él es”, una emergencia neutra fuera de referencia. De esta manera, el sujeto en el acto predicativo funda el derecho a poseer la cosa (Marin, 1975: 290)8.

Para entender mejor esta dinámica de la auto-eliminación, es necesario entender quién es el sujeto que, estratégicamente, se auto-elimina. Desde este punto de vista, es fundamental leer el siguiente pasaje de La critique du discours: Estas palabras, esta oración, este discurso, es, por supuesto, un sujeto humano que lo enuncia y lo suscribe; y sin embargo, el sujeto humano es inmediatamente y definitiva7 En el juicio “el cielo es azul”, por ejemplo, hay una auto-eliminación del sujeto que enuncia, de modo que, en lugar de la fórmula “Yo, digo que el cielo es azul”, hay una auto-eliminación del Yo que, disimulando la parcialidad del punto de vista subjetivo, erige la representación a una entidad autofundada y autojustificada (Marin, 1975) . 8 Se pueden notar sobre este tema algunas ideas para una ampliación de la famosa reflexión heiddegeriana sobre la representación, en particular la idea que la representación sería lo que habría permitido la apropriación subjetiva del mundo. Sin volver al revés esta tesis, el pensamiento de Marin sirve de integración en la medida en que permita comprender que la apropiación egológica del mundo (tesis heiddeggeriana) depende de la auto-denegación del sujeto de la representación, ya que esta denegación ha conferido a la representación (subjetiva) estadudo de verdad antes que parcialidad y relatividad. Para más informaciones, se aconseja una lectura comparativa de los siguientes textos: (Heidegger, 1996); (Marin, 2015).

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mente eliminado por la proposición que profiere, o sea, por el enunciado que él mismo enuncia, ya que no es él mismo que habla, que indica y significa, sino Jesus a través de él; dado que el enunciado creador de la presencia real y transformador de las cosas hic et nunc, es la mera repetición de una oración dicha muchas veces (Marin, 1975: 363). La fórmula hoc est corpus meum es una afirmación realizada por Cristo en su tiempo y cuya reiteración –fundada en la auto-eliminación del sacerdote empírico que la repite– culmina en una re-afirmación del Verbo, con la consecuencia de objetivar el contenido mismo de la afirmación: “el juicio del sujeto se ofrece como objeto, lo subjetivo se convierte en objetivo” (Trucchio, 2015: 5). Por medio de esta objetivación se certifica el contenido de la afirmación, de modo que, pan y vino pierden su ser, ascendiendo a indicio de un Ser que se sitúa en otro lugar: […] el pan y el vino, una vez consagrados, son, aquí y ahora, pan y vino sin el ser: ya que el cuerpo y la sangre de Jesús ausentes son de todas maneras visiblemente el pan y el vino sobre el altar, y esto a través de la gracia de una palabra ahora ausente, pero convertida, fuera de toda visibilidad, en aquello que ella representa a los fieles de la Iglesia (Marin, 1975: 60).

El problema es que la auto-eliminación a través de la cual la metamorfosis del pan y del vino resulta, no es totalmente realizable. Si esto ocurriese, estaría en riesgo la manifestación misma del Verbo. No obstante el Verbo es lo que certifica el juicio subjetivo, éste es, al mismo tiempo, el resultado de este juicio, sin el cual se condenaría al silencio absoluto. Si las cosas son de esta manera, si un sujeto de carne y hueso (el sacerdote empírico) afecta y contamina la voz de Cristo asumiendo incluso los rasgos de la condición de posi138

bilidad, entonces hay al menos dos consecuencias: la primera es que las cosas-representación (pan y vino) nombradas en la fórmula en lugar de anularse para manifestar que su representación, persisten en su propia cosidad, amenazando el cumplimiento de la transformación milagrosa; la segunda es que las palabras-representación utilizadas para indicar el pan y el vino, en lugar de ser la representación objetiva de un Ser, desde el cual obtendrían fundamento son, mas bien, la proyección del deseo subjetivo de dar cuerpo y consistencia al Ser (Verbo) en cuestión. Este último, en estos términos, en lugar de ser el fundamento de la fórmula eucarística, es el fruto de esta fórmula, la cual, como entendió bien Pascal, vela al Ser que performa: Parece lícito creer que Pascal ha sido el único capaz de reconocer que la visibilidad de la figura corresponde al retraimiento mismo del Ser en sí mismo, cuyo retraimiento es la única manera que el Ser tiene para darse a sí mismo. De ahí, entonces, el discurso que el hombre ensaya sobre él sólo puede ser un discurso en perpetuo estado de eliminación, desaparición, […], un discurso que adquiere significado sólo mediante su propios silencios y olvidos (Marin, 1975: 363)9.

Por lo tanto, pan y vino no son la encarnación de Cristo, sino, al contrario, la condición de la manifestación de Cristo, preceden a Cristo, preceden a su mismo sustrato ontológico, emergiendo como una especie de pan y vino sin el ser. ¿Pero qué tiene que ver este indecibilidad con la soberanía? Basándose en Marin, el nexo es bastante directo: se trata del hecho de que la formula pan y vino sin el ser –pa9 Una radicalización de este discurso se encuentra en el pensamiento de Nancy y, precisamente, en el marco de una investigación en la cual el autor analiza el nexo entre deconstrucción y cristianismo; cf.: (Nancy, 2003); (Nancy, 2008).

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radigma general de la representación– es la única que puede introducir la teoría de la soberanía que, en ausencia de la actuación representativa (de matriz teológica), no existiría.

De la eucaristía a la teología del doble cuerpo del rey Para entender el nexo entre la eucaristía y la teoría de la soberanía es necesario reflexionar sobre la relación entre política, teología y representación. Este nexo resulta claro si se considera la teoría política moderna, según la cual la soberanía sería una entidad del poder absoluto, indivisible, inalienable e imperecedero. Es evidente que una entidad así se parece al dios tradicionalmente venerado en el ámbito de las religiones monoteístas. No por casualidad, por otra parte, el historiador alemán de origen judío Ernst Kantorowicz, con el fin de caracterizar el poder monárquico de los estados absolutos, desarrolló una teoría al respecto: la teología del doble cuerpo del rey. Según esta teoría, el poder coincidiría con una corporeidad ideal que, de vez en cuando, se encarna en el cuerpo físico de los soberanos animándolos y legitimándolos. Según Marin, esta teología del doble cuerpo del rey se debe pensar en relación a la transubstanciación: Este encuentro podría parecer el resultado de una obsesión teórica y filosófica si el enorme libro de Ernst H. Kantorowicz, The King’s Two Bodies, a Study in Mediaeval Political Theology, no hubiera demostrado de modo riguroso la función fundamental de paradigma jurídico y político de la teología católica del Corpus Mysticum en la elaboración de la teoría de la realeza, de la corona y de la verdadera grandeza (Marin, 1981: 14; énfasis original).

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Sobre la base de la cita anterior puede afirmarse que si la política es tal a través de la definición de dios (de lo contrario sería imposible pensar en el poder soberano) y si la transubstanciación (o paradigma de la representación) fue una de las estrategias con las que se ha justificado la noción de dios, existe, entonces, una interdependencia estrecha entre política y transubstanciación. Es por esto que Marin ubica a la teoría política de Kantorowicz en el contexto del milagro de la transubstanciación. Es decir, dentro de la teología del doble cuerpo, hay una especie de paralelo que en la transubstanciación está encarnado por el pan y el vino sin el ser (es decir, por la hostia consagrada del rito eucarístico). Se trata de un tercer cuerpo, de un cuerpo semiótico-sacramental que incluye el sistema heterogéneo de las representaciones soberanas: cuadros, monedas, medallas, narraciones: […] podemos considerar que la pintura del rey […] constituye el cuerpo sacramental del monarca que, como la hostia visible en el altar reenvía a la trascendencia del verbo en el misterio del Padre, manifiesta y sella al mismo tiempo la invisibilidad insondable […] de los misterios de la substancia real (Marin, 1981: 19).

Cristo está en el pan y el vino como la soberanía ideal está en el cuerpo semiótico-sacramental: tanto Cristo como la soberanía ideal derivan respectivamente de las sustancias eucarísticas y del cuerpo semiótico-sacramental. Este último, por lo tanto, al igual que el pan y el vino, confiere vida al Ser (soberanía ideal) del cual tendría que obtener, de manera presuntiva, su fundamento. Con el fin de demostrar la equivalencia entre el pan y el vino y el cuerpo semiótico-sacramental (que explica, entre

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otras cosas, el estatuto, por así decirlo, performativo de todas las ontologías políticas), es posible citar dos ejemplos comentados por Marin en sus obras. El primer ejemplo es la célebre fórmula pronunciada por el Rey Sol, por el monarca francés Louis XIV, l’État, c’est moi: Un análisis minucioso –semántico y pragmático– de la primera proposición […] mostrará que la esencia del Estado no se identifica ni con un concepto ni con un individuo; ella no reside ni en el Rey (o la verdadera grandeza), ni en Louis XIV, sino que es el nombre (“moi”) del yo que afirma “l’Etat c’est moi” (Marin, 1981: 15).

Remitiéndose a la Fenomenología del Espíritu de Hegel, Marin muestra que la soberanía no depende de la persona del soberano, sino del nombre de la persona soberana. Como este nombre es repetible, puede ser pronunciado por cualquiera, dentro y fuera de los territorios estatales. Por lo tanto, el nombre-representación (y no la soberanía como tal) es la condición de la universalización soberana. El segundo ejemplo analizado por Marin es la máxima port-royalista “le portrait de César, c’est César”, máxima analizada en Études sémiologiques: De una manera general, cada figura humana que aparece en la pintura, sea religiosa, histórica o pictórica, no existe como individuo sino a través de su cuadro: en la representación de la figura humana se constituye el original. El original, es decir el origen del cuadro no es antes que el cuadro, como el modelo al cual el pintor se sometía […]; su origen es al final, una vez que el cuadro está listo […]. Entonces puedo decir frente el cuadro de Cesar “es Cesar”: frente al cuadro, pero no antes del cuadro. En otras palabras, el cuadro no tiene otra referencia que sí mismo: constituye su referencia (Marin, 1971: 171-172). 142

La fórmula port-royalista, aún contra las intenciones de los lógicos de Port-royal10, permite entender mejor el quiasma entre representación y soberanía. El hecho de que César, en su caracterización mítico-simbólica, es decir como personaje histórico, actor de grandes hazañas, es tal solamente a posteriori, después de las historias y los cuadros de los cuales es el efecto. César, y con él la soberanía en general, es un efecto, el efecto de la representación. En este sentido, Marin parece llegar a la idea según la cual el quiasma entre soberanía y representación es la “ley” de la constitución soberana: El rey no es efectivamente rey, es decir monarca, sino mediante las imágenes. Estas son su presencia real: una creencia en la eficacia y en la operatividad de sus signos icónicos es obligatoria, de lo contrario el monarca pierde su sustancia por defecto de transubstanciación y en este caso seguiría siendo solamente su simulacro (Marin, 1981: 12-13; énfasis original).

Si éste es el caso, si el cuerpo semiótico-sacramental –paralelo de la frase en la que se constituye la transubstanciación de la Eucaristía– constituye el centro de la teología política del doble cuerpo del rey, entonces esta teología, y por lo tanto la idea de soberanía relativa, depende de un sistema represen-

10 De hecho, según los lógicos de Port-Royal, la fórmula Le portrait de Cesar, c’est Cesar, debería haber constituido un ejemplo de los dichos signos naturales (no convencionales), en la medida en que la relación entre César y su pintura es una relación de similitud (cuyo reenvio sería totalmente justificado). El problema es que, según Marin, esto designa una concepción totalmente dogmática de la pintura, que, como es evidente por los estudios de Marin sobre opacidad y transparencia, funciona independientemente de lo que se considera como su referencia. Por otra parte, los mismos lógicos eran semiconcientes de esto. Para profundizar y para eventuales variaciones sobre este tema: (Marin, 1975: 67-77); (Marin, 1994); (Marin, 2006).

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tativo que no está vinculado a ningún principio ontológico11. Una vez más, se confirma la hipótesis por la cual la idea de soberanía sin esencia, es decir la idea de soberanía entendida como ser vivo sin ser(lo), fue en cierto modo inspirada en la teoría de la imagen de Marin.

Herejías de lo onto-teológico-político En este marco, parece razonable preguntarse si existe en la deconstrucción un gesto de apropiación, es decir de recepción activa, de la teoría de la imagen. Nuestra impresión es que esta intención fue la apuesta de Derrida, incluso si, como lo reconoce el pensador mismo en Louis Marin, constituyó una especie de camino interrumpido de la deconstrucción: Si hubiese tenido el tiempo […] habría intentado describir mejor el lugar, que me parece peculiar, de Marin, en una tradición subterránea, en el centro de una descendencia secreta, inadmisible para cada iglesia. Quisiera hablar de una filiación herética qua va de Pascal a Nietzsche […]. Estos dos autores han sido a menudos aproximados, sobre todo en los grandes momentos del existencialismo. Todavía no conozco a nadie, previo a Louis Marin, que haya dado a esta genealogía intolerable, a esta herencia herética, una fuerza de evidencia, de valores, diría una tal fuerza de ley, nada menos. Si esta tradición fue posible, virtual, dinámica, no existiría ni habría ninguna actualidad tan innegable antes de la obra de Louis Marin, y precisamente ante de Des Pouvoirs de l’image. Eso es lo que me hubiera gustado mostrar: que esta actualidad tiene una potencia ilimitada (Derrida, 2005: 181). 11 Para un desarollo de la teoria de la imagen en el sentido de lo cual hablamos aquí: (Nancy, 1999); (Nancy, 2001).

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Según Derrida, hay que considerar a Louis Marin como el punto crucial de una herejía secreta y subterránea en la tradición occidental dominante, aún profundamente desconocida, y, todavía, susceptible de ser revelada, sacada a la luz. La cuestión, en este sentido, es comprender cómo la deconstrucción ha desarrollado su camino interrumpido, es decir, cómo ha trabajado la herejía de la cual acabamos de hablar. Creemos que para realizar este gesto es necesario volver al quiasma encerrado en la tradición onto-teológico-política para proponer una relectura herética de esta misma tradición. Dicho esto, a continuación intentaremos recorrer el camino interrumpido de la deconstrucción, repensando lo onto-teológico-político a la luz de su quiasma secreto; eso es lo que llevará a una relectura herética de la onto-teología política, que aparecerá al final de esta investigación como una ontología política de los simulacros y, además, como una teología política cuasi-trascendental12.

Ontología política de los simulacros Un modo en el que la deconstrucción habría podido proponer una relectura herética de lo onto-teológico-político consiste en asumir el quiasma mariniano. Esto es posible a condición de repensar la ontología política tradicional como una ontología política extraña: la ontología política de los simulacros. 12 Por supuesto, mantener ciertas palabras – como ontología y teología – puede parecer incorrecto, sobretodo si se considera que la deconstrucción siempre ha sido una deconstrucción de la onto-teológia; sin embargo, Derrida siempre ha considerado la superación de la onto-teológia como un gesto quimérico, ya que, por el contrario, se trata de descubrir la manera con la cual deconstruir esta onto-teológia desde su interioridad (Facioni, Regazzoni, Vitale, 2012: 5970); en este sentido, creemos que nuestra propuesta esté de acuerdo con la estrategía derridiana llamada deconstrucción.

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En primera instancia parece ser una perversión hermenéutica, una interpretación opuesta al modo en el cual la tradición filosófica occidental pensó los conceptos de ontología y simulacro: la primera como discurso sobre la esencia y, por lo tanto, de la verdad; el segundo como una especie de instrumento retórico productivo de apariencias y, por ende, completamente falso. Sin embargo, hay que señalar que Derrida, como demuestran sus primeros trabajos, así como las obras más recientes –en particular Ecografias de la television13– siempre pretendió cuestionar esta dicotomía esencialmente metafísica, mostrando precisamente su contaminación. A la luz de este cuestionamiento de la dicotomía ontología/simulacro es que la deconstrucción heredó, proponiendo su desarrollo, los efectos de la teorización mariniana de la soberanía quiasmática: de una soberanía que no es tal en sí misma sino mediante una representación, de una soberanía cuya esencia tiene la marca de una esencia-sin-esencia, de una esencia cuya esencia deriva de un “simulacro de ente” (Derrida, 2010a: 261) que, precisamente, oculta la no-esencia. Y es justo frente a esto –frente al hecho de que el corazón mismo de la política, es decir la soberanía, no se deja someter a la pregunta ontológica tradicional, a la pregunta sobre el ti estì, frente al hecho de que el simulacro de esencia escapa a la posibilidad de ser encuadrado en cada respuesta que parece posible ofrecer a las preguntas sobre el ti estì– que la ontología política debería replantearse en términos de una ontología política de los simulacros, es decir en términos de una ontología con la cual deconstruir y reemplazar a la ontología política tradicional, la que –desde El Político de Platón hasta El concepto de lo político de Schmitt– trabajó con el fin de definir y delimitar la esencia del político. 13 (Derrida, 1998).

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El lugar de la relectura derridiana de Marin que parce inscribir esta ontología política de los simulacros se puede detectar en el momento en el que el pensador franco-argelino señala la operatividad de una expresión recurrente en los textos marinianos: se trata del como si. Se trata, según Derrida, de lo que permite revelar que el objeto político por definición, la soberanía, depende de dispositivos semióticos que simulan su esencia, haciendo “como si” ella sea tal. Es en Le portrait du roi y más precisamente en Le récit du roi ou comment écrire l’histoire que, según Derrida, esta operatividad del como si aparece en su radicalidad: […] de hacer como si, al leerlo, el espectáculo, en cierto modo, se desarrollase desde el punto de vista del saber absoluto, como si el lector supiese de antemano lo que iba a pasar, puesto que el rey lo sabe todo de antemano. […], en cuanto hay saber absoluto, todo se desarrolla como si fuese conocido de antemano y, por consiguiente, casi programado, providencialmente prescrito […]. Y, en una historia semejante, para el historiógrafo de esta historia del soberano, se trataría de crear en el lector-espectador (por consiguiente, en el sujeto-súbdito del rey) el simulacro, la ilusión de que él es el que mueve los hilos de la […] historia” (Derrida, 2010a: 339-340).

Como se desprende del ejemplo anteriormente expuesto –donde la construcción histórica constituye una maquinación que presenta la soberanía como si tuviera características que de hecho faltan–, el razonamiento mariniano puede ser reconsiderado como un pensamiento que al mostrar la noesencia del político da cuenta de que cada teoría política no puede ser otra que un exorcismo que inscribe los simulacros de esencia en el vacío político de la no-esencia.

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Aunque esta ontología política de los simulacros no haya sido explícitamente formalizada por Derrida, sin embargo, parece haber sido trazada por el autor en algunos puntos que a continuación intentaremos señalar.

Protestatal El primer “capítulo” de esta ontología política de los simulacros puede ser localizado en la lectura derridiana de Hobbes. Derrida lee el Leviatán como portador de la noción de soberanía que hemos mencionado anteriormente, es decir, tan absoluta que es ilusoria, inexistente (sin-esencia), se deriva que esta lectura pueda ser considerada como una de las matrices de lo que hemos llamado ontología política de los simulacros. Para entender esto es necesario partir del famoso principio hobbesiano del estado de naturaleza, desde la condición según la cual en la naturaleza los hombres vivirían en una guerra de todos contra todos, en el bellum omniam contra omnes, de manera que la única posibilidad de salir desde esta guerra estaría en la construcción de un animal/máquina –el famoso Leviatán–, que, descrito como un Dios mortal por debajo del Dios inmortal, se erige como el poder destinado a someter y suprimir a los hombres para evitar el recrudecimiento del estado natural o bellum omniam contra omnes. Y aquí es dónde el Leviatán surge como un verdadero simulacro. El Leviatán simula una fuerza y un poder los cuales, dado que son comparables a los del Dios inmortal, tienen un carácter absoluto, tales que no toleran ninguna contradicción; funciona en otras palabras como si –y estamos otra vez frente al dispositivo del simulacro por excelencia: el como si– se debería temer porque es capaz de penas cuyas desventajas son más grandes que el beneficio que se puede conseguir de una eventual transgresión de la ley: 148

[…] el miedo tal y como es definido por el Leviatán, por ejemplo. Leviatán es el nombre de un animal-máquina para meter miedo o un organon protético y estatal, lo que apodo una protestatalidad (pizarra) que funciona con el miedo y reina mediante el miedo. Por ejemplo, en el capítulo XXVII del Leviatán, el miedo (fear) es definido “como” la “única cosa” que, en la humanidad del hombre, motiva la obediencia a la ley, la no-infracción a la ley y la conservación de las leyes. El correlato pasional, el afecto esencial de la ley, es el miedo. Y, como no hay ley sin soberanía, habrá que decir que la soberanía reclama, implica, provoca el miedo como su condición de posibilidad pero también como su mayor efecto. La soberanía mete miedo, y el miedo hace al soberano (Derrida, 2010a: 63).

Este miedo tiene valor de simulacro. El Leviatán, en efecto, alcanza su objetivo –infundir el terror, aterrorizar– en virtud de su estatuto, en virtud del carácter absoluto del poder que detenta. El hecho es que, ya que este poder es un simulacro-de-poder, también el miedo del que acabamos de hablar es un efecto-de-simulacro, esto implica que toda la máquina de la soberanía construida por Hobbes es ella misma un simulacro. Reflexionar sobre la filosofía hobbesiana como una filosofía de los simulacros significa reflexionar sobre el sistema mismo de la soberanía como un simulacro, es decir, como un producto de laboratorio14 que, como toda construcción, es susceptible de ser desmontada e incluso deconstruida: 14 Derrida en la lección siete propone releer el discurso hobbesiano sobre la soberanía como un discurso sobre la marioneta: “Lo que habíamos apodado, empezando por el Leviatán de Hobbes, la protestatalidad, nos había introducido en esa vía donde ya no era posible evitar la figura de un suplemento protético que viene a la vez a reemplazar, imitar, relevar y aumentar al ser vivo. Lo cual parece hacer cualquier marioneta”. (Derrida, 2010a: 225-226).

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De eso se sigue que la ley, la soberanía, la institución del Estado son históricas y siempre provisionales, digamos deconstruibles, por esencia frágiles o finitas o mortales, aunque la soberanía se plantee como inmortal. Se plantea como inmortal e indivisible precisamente porque es mortal, y divisible, estando destinados el contrato o la convención a garantizarle lo que no tiene o no es naturalmente (Derrida, 2010a: 66; énfasis original).

Afirmando que la soberanía es mortal más que inmortal, Derrida no está jugando con lo que, como señalan muchos críticos, puede ser considerado como una paradoja o un juego lingüístico de la deconstrucción; se trata, por el contrario, del hecho de que la ficción de inmortalidad encarnada por la soberanía, como todas las ficciones, es creada y por lo tanto puede ser de-puesta, neutralizada, aniquilada, destruida. Ontología política de los simulacros, en este sentido, no es exactamente el nombre de una nueva ontología, ni de un inédito pensamiento fundacional, sino el nombre de una estrategia con la cual cuestionar cada ontología (política) develando que es un simulacro y que por ello es de-construible.

Fábula Un segundo “capítulo” de esta ontología política de los simulacros puede ser rastreado en las reflexiones derridianas sobre el estilo narrativo de lo onto-teológico-político. Aparece de nuevo aquí la cuestión del “como si”. Este “como si” puede ser considerado como resultado del objetivo intrínseco al discurso onto-teológico-político: el “hacer saber”. Pero ¿qué es lo que se debe “hacer saber”? Ante todo, la soberanía, el poder soberano sobre el que este discurso pretende basarse.

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Teniendo en cuenta que, como ya hemos visto, la soberanía es un fantasma de presencia y de absoluto (completamente ilusorio), se desprende que no es posible justificar este fantasma mediante los argumentos lógicos y racionales. Estos últimos, por el contrario, deben integrarse con las técnicas narrativas de la literatura que son capaces de contar el objeto de su narración “como si” existiera realmente. Todo esto, por supuesto, utilizando la ficción y el simulacro. Un “simulacro de saber” (Derrida, 2010a: 58) resulta imprescindible si se pretende dar voz y cuerpo al objeto elemental de la ontoteología política: la soberanía. Estamos frente a una ontología política considerada como narración (antes que racional) literaria, mítica y, nada menos, fabulosa, ya que precisamente la fábula, entre los distintos estilos narrativos, parece tener las facultades (de simulacro) más potentes: Una de nuestras preguntas podría entonces anunciarse así, […]: ¿qué pasaría si, por ejemplo, el discurso político, incluso la acción política que va unida a él y que es indisociable de él, estuviesen constituidos, incluso instaurados por lo fabuloso, por esa especie de simulacro narrativo, […] que afecta u ostenta fraudulentamente el “hacer saber” […]”? Hipótesis según la cual la lógica y la retórica políticas, incluso politiqueras, serían siempre, de arriba abajo, la puesta en escena de una fábula, una estrategia para conceder sentido y crédito a una fábula, a una afabulación […]. Las dimensiones fabulosas de esa lógica y de esa retórica políticas no estarían limitadas a las operaciones discursivas, a los discursos (Derrida, 2010a: 60).

Como se puede notar en esta cita, la simulación consustancial al “como si” no solo constituye el discurso filosófico (onto-teológico-político), sino que puede encontrarse en to-

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dos los discursos que tienen que ver con la soberanía. En este sentido, todo el campo de la comunicación política mediática es susceptible de ser considerado como un discurso de simulacro, es decir, como un discurso que construye su “objeto” mediante la interpretación, lo performativo y, sobre todo, a través de las estrategias de fabulación: “a partir de ahí, el despliegue […] de las tele-tecnologías de la información y de los medios de comunicación hoy en día, nos hace quizás extender el imperio de la fábula” (Derrida, 2010a: 59)15. Con el fin de ejemplificar el carácter fabuloso de la comunicación mediática, Derrida invita a observar la compulsión a reproducir la imagen de la caída de las Twins towers en el terrible atentado de 11 septiembre 2001: Sin el despliegue y la lógica de los efectos de la imagen, de ese hacer-saber, de ese supuesto hacer-saber, de esas “informaciones”, el golpe asestado habría sido si no nulo al menos masivamente reducido […] La puesta en funcionamiento de la imagen, como sabemos muy bien, no se limita pues a su archivación, en el sentido de la grabación que conserva, sino que convierte la archivación misma en una interpretación activa, selectiva, productora en cuanto reproductora, tan productora de relato que “hace saber” como reproductora de imágenes (Derrida, 2010a: 60).

Dicho esto, se trata ahora de considerar el discurso filosófico-político y su prolongación en la comunicación mediática, como un efecto de las imágenes y de las representaciones o como un efecto de los simulacros y de las ficciones. La pregunta es: ¿estamos frente a una especie de regresión a la mentalidad cínica (inspirada por los sofistas) que erige 15 Para profundizar estas cuestiones: (Derrida, 1998 ); (Derrida, 2004).

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el poder como simple instrumento retórico mediante el cual seducir y convencer? Creemos que la respuesta a esta pregunta no es afirmativa: la relectura herética de la tradición onto-teológico-política, mostrando el carácter de simulacro de esta tradición, en lugar de concluir en el cinismo de la real politik parece, por el contrario, una estrategia con la cual deconstruir la soberanía descubriendo su partición aún desconocida: se trata de la partición activada por el simulacro. Aparentemente podríamos creer que el simulacro es una trampa tramada por el poder contra los súbditos, y de hecho las cosas son así; pero también de otro modo. Como muestra Derrida, dirigiendo una vez más la atención al como si, que según Marin justifica los discursos políticos, el simulacro es el medio por el cual la soberanía cae, no obstante sus intenciones, en una trampa16, en la trampa de la partición, de esa partición de soberanía resultante del hecho de que la eficacia del simulacro no depende solamente de la acción del soberano que la construye sino también de aquellos que parecen sumisos al tener que conocerlo previamente, como si fuesen sus autores: El lector, el espectador de esta “historia del rey” tiene la ilusión de saberlo todo de antemano, de compartir el saber absoluto con el rey y de producir a su vez la historia que le cuentan. Participa de la soberanía, de una soberanía que comparte o toma prestada. Es también lo que Marin denomina con regularidad la trampa, el relato-trampa, que también es –diría yo– la trampa misma de la soberanía, de la soberanía compartida y, más tarde, será la trampa del traspaso de la soberanía del monarca a la de la nación o del pueblo (Derrida, 2010a: 341). 16 Para más información sobre este tema: (Marin, 1978).

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En definitiva, someter la tradición onto-teológico-política a una lectura herética mostrando su valor de simulacro, y así literario-fabuloso, es decir repensar esta tradición como una ontología política de los simulacros significa señalar que todos los discursos filosófico-políticos, y también los discursos políticos mediáticos, no son el resultado de una razón universal y unívoca, ni de una fuerza absoluta, sino de una relación de fuerzas, de una différance de fuerzas (fuerzas diferentes) que, por medio de esta relación différancielle, se exproprian mutuamente.

Teología política cuasi-trascendental Otra manera mediante la cual la deconstrucción hubiese podido proponer una lectura herética de lo onto-teológico-político podría haber sido aquella de elevar el quiasma mariniano a cuasi-transcendental de la teología política. Lo que implica un replanteo global de lo teológico-político. En realidad, como se desprende de La parole mangée et autres essais théologico-politiques, fue Marin mismo quien – analizando el carácter fetichista de la representación– erigió esta representación a condición trascendental del poder soberano, y, por lo tanto, de lo teológico-político: […] el cuadro del Rey es el fetiche de la representación […]. El fetichista, lo sabemos, deniega, en una imagen o en un sustituto, la falla de la mujer, su falta de pene: […] la denegación de la falta […] cuestiona el derecho de lo real a ser lo que es (Marin, 1986: 213).

Se trata de la denegación de lo que, anteriormente, hemos llamado ausencia de esencia (soberana): esta denegación

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representativa es el “gesto trascendental” en el corazón de la soberanía (Marin, 1986: 213). Para confirmar lo que hemos dicho, es posible mencionar otro aspecto presente en una de las notas que componen Des pouvoir de l’image, es decir La séduction du miroir. Se trata de un comentario de una de las Fables de La Fontaine, precisamente de la fábula XI contenida en el primer libro: L’Homme et son image. Sin entrar en el detalle de este análisis, aquí nos interesa subrayar el punto en el cual hablando de la majestad del ego Marin muestra que esta majestad no depende de la interioridad egológica sino de la posibilidad de refracción a una superficie que muestra sus características mediante comparación: […] el yo no se descubre agradable y amable en sí mismo sino mediante la imagen de sí que un instrumento reflexivo propone a la reflexión de su juicio. Trabajo de la imagen […] como poder de dar figura al deseo de parecer como lo más bellos como lo escribe Pascal […]. Este poder de figuración del deseo del yo tiene uno instrumento necesario: el espejo, […]. El espejo es […] la superficie trascendental que […] es la condición a priori de toda figura del sujeto, es la condición a priori de legitimidad de cada juicio estético sobre sí. El resultado […] no es jamás obtenido: a cada mirada, este resultado es reconfigurado (Marin, 1993: 31-32; énfasis original).

Como demuestra el ejemplo mencionado anteriormente, Marin utiliza el concepto de trascendental de manera herética porque lo considera como una condición que amenaza lo que posibilita. Aquí interviene la reflexión derridiana sobre lo cuasi-trascendental17 para explicitar el razonamiento mariniano mejor de lo que Marin mismo habría explicitado. 17 Al respecto, cf. (Derrida, 1985. 47-54). Para un mejor desarollo: (Leghissa, 2005); (Del Barco, 2013).

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Desarrollado en la década del 70 con el objetivo de indicar, con y más allá de Husserl, la idea de un a-priori material, es decir estructuralmente contaminado con su otro (la escritura de la que se deriva la idealización), el concepto de cuasitrascendental mantiene en este contexto el mismo significado. En un cierto sentido, se podría creer que en el ámbito teológico-político la función cuasi-trascendental es cumplida por aquel cuerpo que Marin llamó cuerpo semiótico-sacramental (es decir por el dispositivo representativo), el que, por un lado, perjudica la pureza divina inscribiendo esta pureza en el mundo; y que, por otro lado, implica la desaparición de su referente material (el cuerpo físico del rey) sin el cual ninguna idealización sería posible. En este sentido, se puede rastrear en lo teológico-político una especie de doble duelo18. En primera instancia el duelo consiguiente a lo que, como se desprende del escrito derridiano Louis Marin, podría ser considerada como la muerte prematura del soberano, la muerte inyectada por la representación (o cuerpo semiótico-sacramental) en el momento en que erige el cuerpo físico al nivel del cuerpo ideal, neutralizando el primero a favor del segundo: “el verdadero origen de la autoridad […] encuentra su paradigma […] en la imagen del 18 Con respecto al tema del duelo creemos puede ser útil lo que dicen Facioni, Regazzoni e Vitale, los cuales consideran la filosofía derridiana como un pensamiento del duelo (esto es muy importante en nuestro contexto: el duelo, en efecto, puede ser un otro punto de partida con el cual profundizar la relación entre Marin y Derrida): “ante de cada reconstrucción de los contextos en los cuales Derrida trabaja al duelo es necesario hacer una premisa y monstrar que el trabajo del duelo es íntimamente conectado con la DECONSTRUCCIÓN como auto-deconstrucción auto-inmunitaria de la vida en general, es desde siempre una logíca auto-inmune de LA VIDA LA MUERTE en la cual la muerte no se opone simplemente alla vida, sino trabaja en el corazón de la vida misma. La misma noción de ARCHI-ESCRITURA, solo aparentemente lejana de las cuestiones sobre LA VIDA LA MUERTE, designa el tiempo muerto en el corazón de cada viviente” (Facioni, Regazzoni, Vitale, 2012: 142).

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muerto” (Derrida, 2005: 165). Se trata, como lo dice Derrida del ser-para-la-muerte de la imagen: Hay el poder, hay los efectos del poder, pero no hay poder. El poder no es nada. Está agarrado a la muerte que no hay. Tiene solamente una “fuerza” entre comillas, lo que nos recuerda que el efecto de la fuerza tiende a la ficción representativa. Esta no apunta sino sobre la muerte de la que se supone tenga el poder, a la cual, desde aquel momento, lo sustrae, fingiendo entregarlo mediante el cuadro. El tracto del cuadro, su infinita capacidad de atracción, es el hecho de que se sustrae: sustrae todo el poder que al mismo tiempo atribuye, porque exige, previamente, la muerte del sujeto, y del rey como sujeto y del sujeto de este sujeto, es decir de todo lo que quiere referirse su referencia (Derrida, 2005: 180).

A esto, como he señalado, se asocia un duelo de signo contrario, se trata del duelo que surge porque el deseo de coincidir con el cuerpo ideal no se puede satisfacer de manera directa, sino mediante otro, por medio de la representación, por medio del cuerpo semiótico-sacramental. Todo eso con la consecuencia de una falta de goce, de la cual, por supuesto, surge un duelo inconsolable. Como lo dice Marin en Le portrait du roi: El poder es la tensión al absoluto de la representación de la fuerza, el deseo del absoluto del poder. Por lo tanto, la presentación (del que el poder es el efecto) es al mismo tiempo el cumplimento imaginario de este deseo y su cumplimento real diferido. En la representación que es poder, en el poder que es representación, lo real –si entendemos con el concepto de real el cumplimento diferido de este deseo– es la imagen fantástica en la cual el poder se puede contemplar como absoluto. Si es de

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la esencia de cada poder de aspirar al absoluto, es de su realidad de no ser jamás absoluto. La representación […] sería el trabajo del duelo del absoluto de la fuerza (Marin, 1981: 12).

Si este es el caso, si lo teológico-político es así a través de lo que lo amenaza internamente, por medio de una especie de pharmakon auto-inoculado con el cual se auto-destruye, entonces es urgente la reflexión sobre el estatuto de lo teológico-político en la época de la teoría de la imagen, reflexión que Derrida parece abordar en el escrito sobre Marin, Louis Marin: La historia político-jurídica de los dos cuerpos del rey en la Europa cristiana, como la analiza Kantorowicz, desarrolla un papel central en los trabajos de Marin. […]. Resultaría fácil, dicho en passant, mostrar que esta lógica permanece en todas partes donde se ejerza una monarquía en un país cristiano, también en el caso de una democracia cristiana, quiero decir en un régimen democrático de cultura cristiana (Derrida, 2005: 172-173).

En definitiva, es en este punto que creemos Derrida parece releer la teoría de la imagen de Marin en una manera que permite pensar no una superación de lo teológico-político (superación considerada quimérica, ya que lo teológico-político parece animar tanto las guerras actuales, como las democracias de la época secular19) sino, por el contrario, otra 19 Como Derrida mismo afirma: “Cierto cuerpo del rey debe ser ejecutado, de hecho, pero eso no significa que el espectro de la monarquía -del padre soberano como condición de la unidad del Estado-nación- haya llegado aquí a su fin. Es precisamente la teoría de los dos cuerpos del rey y la tradición democrática de la idea teológico-política de la soberanía lo que habría que reconsiderar aquí” (Derrida, 2009: 103). Con respeto a la necesidad de reflexionar el papel de teológico en el discurso político secular, se considera apropriado mencionar

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teología política, una teología política consciente de que las condiciones subyacentes de su génesis son, al mismo tiempo, condiciones de posibilidad y de imposibilidad. Se trata de una teología política cuasi-trascendental, es decir, de un teológico-político que, antes que proponer un restablecimiento nostálgico de la soberanía absoluta, intenta reafirmar su imposibilidad20, la imposibilidad mediante la cual deconstruir y desactivar los fantasmas teológico-políticos que aún hoy despliegan sus efectos letales a escala planetaria.

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PARTE DOS DISLOCACIONES DE LA SOBERANIA

VACILACIONES SOBERANAS Wendy Brown Traducción: Matías Beverinotti y Juan Manuel Reynares

Este texto trabaja críticamente con Canallas –el libro de Derrida sobre soberanía y democracia– con el objetivo de rastrear algunos de sus vínculos y supuestos políticos liberales limitantes. Este objetivo, a su vez, nace de un deseo, compartido con Derrida, de precisar teóricamente las posibilidades de un futuro más promisorio para la justicia que el actual. Por lo tanto, mi crítica de este texto excesivamente rico no tiene nada que ver con el mero señalamiento de sus defectos o fracasos. Más bien, como sugiero hacia el final del texto, el problema de Derrida es nuestro problema, por lo que es necesario leerlo con atención y detenimiento.

* En Platón, Hobbes, Bodin y Schmitt, la figura del poder soberano representa todo aquello que la deconstrucción desestabiliza: unidad, identidad, entereza, autosuficiencia, autarquía, indivisibilidad, voluntad pura, decisionismo, primacía sin dependencia, dominación sin límite, o mismidad permanente a través del tiempo. La deconstrucción también perturba los efectos pretendidos de la soberanía: la instalación y vigilancia de fronteras definidas, la producción de determinada identidad, el establecimiento de líneas claras entre el 165

adentro y el afuera, entre la vida y la muerte, entre el amigo y el enemigo, lo familiar y lo extraño. Desde el rastreo que hace Schmitt de todos los conceptos políticos a sus orígenes teológicos, hasta la grandilocuente oposición entre Dios y el hombre con la que Hobbes abre su Leviatán, la soberanía política aparece precisamente como la apropiación humana de una forma divina de poder que la deconstrucción ha tomado como su tarea desnudar. Entonces, del encuentro entre la deconstrucción y la soberanía podríamos esperar que la primera pusiese en aprietos las reivindicaciones soberanas en cada ámbito o instancia de poder –el lenguaje, la razón, el sujeto, el estado, el rey y Dios. La deconstrucción estaría obligada a deshacer la soberanía –a mostrarla condicionada, dependiente, internamente dividida, vulnerable y por lo tanto, no soberana en absoluto– y al deshacerla la vencería, no porque la deconstrucción intente derrotar a sus objetos sino porque la soberanía simplemente no puede resistir que la deshagan. Sin embargo, curiosamente, en Canallas, Derrida no plantea la soberanía de esta manera. Por el contrario, al explorar la compleja relación entre soberanía y democracia en el pensamiento occidental, recupera de su herencia absolutista e incondicional una soberanía condicional y condicionada que identifica con la posibilidad de una democracia por venir (Derrida, 2005: 169-172). Derrida intenta extraer de la soberanía su elemento incondicional y relacionar así esto último con la libertad, refundando la soberanía como condicionada, divisible y particionada. Al mismo tiempo, intenta separar la libertad de la premisa de un sujeto autónomo, y desligar fe y razón del absolutismo. ¿Por qué? ¿Por qué estos arduos esfuerzos de recuperación y rescate, de protección y reubicación, en lugar de un desafío más radical a la soberanía? ¿Por qué no unirse a Agamben,

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Hardt, Negri y otros contemporáneos en la identificación del poder soberano como lo que debe ser desafiado en nombre de la justicia global, como aquello que debe ser abandonado en la democracia por venir? ¿O por qué no unirse a Foucault, Deleuze o Connolly en una exposé de las presunciones de la soberanía en tanto filosóficamente insostenible, obsoleta, pasada de moda y empíricamente falsa? La respuesta de Derrida es que: “…resultaría imprudente y precipitado, en verdad poco razonable, oponerse incondicionalmente y de frente a una soberanía ella misma incondicional e indivisible. No se puede combatir, y de frente, toda soberanía, la soberanía en general, sin amenazar por las mismas, aparte de la figura estatalnacional de la soberanía, los principios clásicos de libertad y de auto-determinación” (Derrida, 2005: 187). En suma, la soberanía asegura la libertad individual que para Derrida está en el corazón de la democracia. Entonces, aunque argumente que “[s]in duda resulta necesario pues, en nombre de la razón, volver a poner en tela de juicio y limitar la lógica de la soberanía del Estado-nación…para erosionar no solo su principio de indivisibilidad, [sino también] su derecho a la excepción”, y argumenta también que “…semejante puesta en tela de juicio de la soberanía no es simplemente una necesidad formal o académica, [sino]…que [ya] está siempre en curso, en marcha hoy, ésta es lo que ocurre” (Derrida, 2005: 187), también observa que la democracia requiere soberanía. Más aún, si la actual erosión de la soberanía en el pensamiento y en la política abre ciertas posibilidades para una democracia por venir, para Derrida ello también hace posible un barbarismo por venir: un barbarismo de violencia, de guerra mundial, de todos los Estados canallas (y algunos no canallas), de capitalismo global, de teocracia, de anti –antes que post– Ilustración –sobre todo, un barbarismo sin libertad y sin autodeterminación. La

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soberanía, entonces, alberga la premisa y la promesa de la libertad como autodeterminación y asegura el dominio de la razón, de la ley y del derecho. Se podría decir aquí, y concluyo por cierto con esta tesis, que para Derrida la soberanía promete asegurar la civilización contra su opuesto bárbaro. (Incluso si, como dice Derrida, los Estados soberanos son ya siempre Estados canallas; incluso si la soberanía nos ha traído a este momento en el que todos los Estados soberanos escenifican su naturaleza canalla, Derrida no pretende disolver la soberanía westfaliana para convertirla en su opuesto, busca en cambio recuperar algo de la promesa original de la soberanía). Mi interés en este texto reside en la política1 que supone conservar una forma liberal democrática de soberanía (ubicada en parlamentos, en el imperio de la razón, en derechos, en el recurso definitivo a tribunales judiciales, aunque estos últimos sean internacionalizados, más allá del Estadonación) en nombre de una democracia por venir. Quiero examinar la definición de democracia desde donde emerge el apego derrideano a la soberanía y la forma en que gracias a ésta la democracia se garantiza. Para esto, analizo primero la explicación de Derrida sobre la relación entre democracia y soberanía; segundo, su ambivalente formulación de la democracia como vacía de un sentido determinado pero al mismo tiempo cargada con un distintivo sentido liberal; y tercero, analizo también cómo esta formulación distingue la libertad individual de la soberanía política de modo tal que trastoca la soberanía popular en estatismo. Finalmente, me separo brevemente del texto de Derrida para reflexionar sobre la preocupación por la democracia que parte de la Izquierda 1 Aquí la autora alude a the politics, es decir, la política en tanto postura ideológica, aprovechando la distinción que se realiza en inglés, pero se pierde en el castellano entre policy (política pública como medida de gobierno) y politics. (N. del T.)

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europea post-marxista contemporánea tiene, una preocupación que Derrida comparte con Rancière, Balibar, Habermas, Laclau, Mouffe, Agamben e incluso Negri. ¿Cómo es que la vida política occidental configurada por la racionalidad neoliberal y la caracterización teocrática del Islam llevó a que las diversas corrientes de esta Izquierda giraran alrededor de una articulación de la democracia que apuntala la identificación del mundo euro-atlántico con la civilización definida por la libertad individual? ¿Y cómo esta misma articulación anula la posibilidad de cuestionar, por un lado, las barbaries del mundo euro-atlántico, y por el otro, la sujeción a poderes globales que ridiculizan la potencia de lo político?

Democracia y soberanía La relación entre democracia y soberanía emerge hoy como un problema a partir de la desestructuración, parcial y desigual, del Estado-nación soberano en la modernidad tardía; una destitución producida por flujos de poder económico, moral, político y teológico sin antecedentes, a través de las fronteras nacionales. Esta pregunta también surge de la conducta abiertamente imperial de la democracia sin interrupción más “vieja” del mundo, cuya dirección aparente es la instanciación universal de la democracia, lo que paradójicamente implica subversiones domésticas de la democracia y desprecio por las soberanías de otros Estados-naciones. También emerge de la ocupación de Iraq, donde los objetivos políticos combinados de instalar una democracia (de mercado) administrada y de producir soberanía iraquí aparecen vagamente vinculados, y están ambos seriamente atascados. Al mismo tiempo, es una pregunta que emerge de la evolución de la Unión Europea en tanto las formas políticas post-nacionales se cruzan con 169

poderes económicos transnacionales dando lugar a la preocupación acerca de los medios con los que garantizar y llevar a la práctica la democracia. Pero incluso antes del surgimiento de este conjunto de problemas, la relación entre soberanía y democracia era un acertijo. Si la “soberanía popular” no ha dejado de estar en boca de los occidentales durante tres siglos, sigue siendo uno de los términos más catacréticos para entrar en el discurso ordinario de la era de los Estados-nación. Es casi imposible reconciliar los rasgos clásicos de la soberanía –el poder que no es solo fundador e irreprochable, resistente e indivisible, sino sobre todas las cosas, definitivo y supra-legal– con los requisitos de la ley del demos. Y el mero hecho de que el pueblo sea declarado soberano en los Estados Unidos mientras le damos el nombre de poder soberano a la acción autocrática del Estado, y especialmente a la acción que viola o suspende los principios democráticos, sugiere que ya sabíamos, todo este tiempo, que la soberanía popular era, sino una ficción, por lo menos una abstracción con un débil anclaje en la realidad política. ¿Qué significa, si no, identificar como soberano a esos actos estatales que suspenden o coartan el Estado de derecho que da sentido a la democracia, o hablar, como lo solemos hacer hoy en día, de expansión de los poderes estatales o del ejecutivo en términos de resurgimiento o crecimiento del poder soberano? Aquí hay otra manera de planetar el problema: la soberanía popular en la democracia liberal trabaja en un doble registro, uno de legitimidad rutinaria, de la ley y de las elecciones, y otro de acción estatal y decisionismo. Lo que llamamos Estado en las democracias liberales comprende ambos registros, por esto Locke subdividió los poderes del Estado pero definió al poder federativo o prerrogativo (soberanía estatal) como precisamente aquel que puede suspender o dejar de lado el poder 170

legislativo (soberanía popular)2. Siempre y cuando el pueblo autorice la suspensión de su propio poder legislativo, suspende su soberanía en nombre de su propia protección o necesidad. Pero un soberano que suspende su soberanía no es soberano. De manera más general, el problema con definir a la soberanía como dividida, separada o circulante, es su incompatibilidad con las cualidades más básicas de la soberanía –no su aspecto incondicionado ni unitario a priori (los que desafía Derrida), sino su finalidad y decisión (Connolly, 2005). Son estas últimas cualidades las que hacen a la soberanía algo que es o no es; como muestran los actuales dilemas en Iraq, la idea de una soberanía “parcial”, provisional o particionada, no solo es inestable sino incoherente. No puede haber soberanías múltiples o instancias soberanas en una misma jurisdicción o entidad: la soberanía consiste en la delimitación de la jurisdicción y de la identidad política. Ciertamente, es a partir de estos reclamos conflictivos de soberanía que se producen las guerras, se presentan demandas legales, chocan las religiones (entre sí o entre Estados), y los humanos se desintegran psicológicamente. Si, como sugiere Schmitt, la soberanía política toma prestada su forma de Dios, hace más que vencer cada tanto y más que aparecer como origen simbólico de poder y autoridad. La soberanía es final y absoluta, y entonces indivisible e intransferible; no puede circular, ceder, transformarse, delegarse o auto-suspenderse, no más que como el poder divino lo hace. Si el pueblo es el soberano, si este es el sentido de la cracia [gobierno] del demos, entonces su poder compartido debe ser definitivo, en cuyo caso el Estado soberano no puede suspender este poder. Contrariamente, cuando la soberanía recae en el Estado o en el ejecutivo, la democracia no preva2 Agamben ha formulado con gran éxito este primer tipo de soberanía en términos de un actual estado de excepción permanente. Ver Homo Sacer.

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lece realmente; la “ley del pueblo” es en el mejor de los casos una práctica discontinua, episódica y subordinada, en lugar de ser un poder soberano. O, si la soberanía está separada del gobierno, si el pueblo es solo episódicamente decisivo (cada cuatro años), entonces el gobierno no es una forma de autodeterminación y la soberanía no es una forma de gobierno. El incoherente desdoblamiento de la soberanía en la democracia liberal es la contradicción en su centro, contemplado por Rousseau y también discutido incansablemente por Marx en “Sobre la cuestión Judía”. La mera existencia del Estado como aquel que trasciende nuestra particularidad y, en palabras de Hegel, hace realidad nuestra libertad, hace evidente para Marx que no nos gobernamos a nosotros mismos ni vivimos libremente. Si lo hiciéramos, no se requeriría del Estado para estas funciones. Y –aquí es donde tomamos a Marx para rápidamente dejarlo– parecería que no puede haber vida política sin soberanía, esto es, no simplemente sin decisión y finalidad, sino sin un poder que agrupe, movilice, y, sobre todo, despliegue la fuerza colectiva de una entidad en nombre de y contra sí mismo, como medio para gobernarse y ordenarse. La soberanía da y representa una forma política. Esta es la paradoja a la que volveré continuamente en este trabajo: la soberanía es intrínsecamente antidemocrática pues debe superar la cualidad dispersa del poder en democracia, aunque la democracia para ser viable políticamente, para ser un contendiente (político), parece requerir el suplemento de la soberanía. Derrida parece afirmar esta paradoja en su comentario al pasar, “…no es seguro que «democracia» sea un concepto de arriba abajo político” (Derrida, 2005: 58). Derrida, sin embargo, no se detiene en la cualidad catacrética de la soberanía popular. Antes bien, la deja de lado diciendo que “…democracia y soberanía, son a la vez, pero asimismo por turno, indisociables y contradictorios entre sí” 172

(Derrida, 2005: 124) y se dedica en cambio a re-trabajar la compleja y mutua dependencia de la soberanía y la democracia de la ipseidad: la mismidad o “ser propiamente uno mismo”. Busca desligar a la democracia de una ipseidad que hace al sujeto o al régimen político responsable de sí mismo a través de la soberanía, y una ipseidad que hace del individuo la fuente de su propia gobernabilidad y voluntad. En su lugar, Derrida articula una ipseidad condicionada, descentrada, incompleta, no identitaria, una defensa de sí que pueda permanecer en el centro de la libertad que él identifica con la democracia, pero a la que quita muchas de las características clásicas de la soberanía. En otras palabras, si la democracia parece requerir de la soberanía, ésta socava una democracia caracterizada por la apertura, la diferencia, la impropiedad y la hospitalidad hacia lo que está afuera –todas cualidades que Derrida quiere cultivar. Por eso tiene que atacar la indivisibilidad y el absolutismo, lo incondicionado y la fortaleza de la soberanía. Derrida tiene que perturbar el carácter unificante e incondicionado de la decisión soberana, para “dividirla, someterla al reparto, a la participación, a la partición” (Derrida, 2005: 125), y lo hace reformulando la ipseidad en su centro. Pero, a pesar de que desafía y vuelve a trabajar radicalmente el concepto, la ipseidad sigue siendo el nudo crítico entre soberanía y democracia. ¿Por qué ipseidad? La ipseidad significa el “…poder que se otorga a sí mismo su ley, su fuerza de ley, su representación de sí mismo, la reunión soberana y reapropiadora de sí en la simultaneidad del ensamblaje o la asamblea” (Derrida, 2005: 28). Entonces, la ipseidad representa una cierta verdad de la democracia (en el alma o la ciudad) aparte de su constitución formal: la ipseidad ordena las diversas partes del sí mismo para hacer aparecer el sí mismo que sería libre, reúne un sí mismo a partir de una dispersión o colisión interna, y distingue el auto-gobierno de una asam173

blea tanto de la autocracia como de la anarquía. Como cierta facultad de auto-posesión, la ipseidad posibilita la conexión entre el sí mismo soberano y el pueblo soberano; ambos son producidos por una fuerza propia que los agrupa y los gobierna, aunque incompletamente. En palabras de Derrida, “Antes incluso de cualquier soberanía del Estado, del Estado-nación, del monarca, o, en democracia, del pueblo, la ipseidad nombra un principio de soberanía legítima, la supremacía acreditada o reconocida de un poder o una fuerza, de un kratos, de una kratia” (Derrida, 2005: 28-9). Un principio de legitimidad soberana anterior a toda soberanía de hecho: esta sería la soberanía de todo “Yo” o “Nosotros” que aspire a gobernarse, toda entidad que pueda actuar en su propio nombre. La estructura de la soberanía anterior a su constitución formal es la configuración de un sí mismo a través del auto-gobierno, que es paradójicamente su momento inherentemente democrático. Lo que Derrida consigue conceptualmente en su trabajo sobre la ipseidad y su relación con la soberanía es esto: en lugar de oponerse o tensionarse, la democracia se unifica con la soberanía siempre y cuando por soberanía entendamos la capacidad de gobernar lo que se posee, lo que es propio, la capacidad de una entidad de estar en posesión de sí misma. La oposición a la ipseidad es la ocupación, la dominación extranjera: todo poder de dominio impuesto desde fuera, todo sí mismo al que se le niegue su auto-posesión. Si la democracia es una forma colectiva de auto-posesión, debe mantener cierta práctica de la ipseidad, individualidad, y por ende de la soberanía: un pueblo en posesión de sí mismo. La ipseidad no une solo la democracia con la soberanía; también une el poder supremo con la libertad: la ipseidad permanece en el corazón de la libertad entendida como gobierno de sí.

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Cerca del final del texto, Derrida también llama a imaginar una libertad no plenamente atada a la ipseidad, “…una libertad que ya no sería el poder de un sujeto, una libertad sin autonomía, una heteronomía sin servidumbre” (Derrida, 2005: 182). Junto con Jean-Luc Nancy, trata de “…abrir de nuevo el acceso a una libertad que ‘no se deja pensar como la autonomía de una subjetividad dueña de sí misma y de sus decisiones, desarrollándose sin trabas, con una perfecta independencia’” (Derrida, 2005: 61,79). El esfuerzo aquí, por supuesto, consiste en reemplazar la incondicionalidad de la ipseidad por una afirmación de su condicionamiento histórico, social y cosmológico, una afirmación que no rechace sino que reconstruya la ipseidad como la arquitectura conceptual tanto para la democracia como para la soberanía, y la relación entre ellas. Pero aquí está la trampa. A pesar de que Derrida la ha reformulado, la ipseidad enfatiza la dimensión de fuerza y cohesión indispensable para la soberanía, una fuerza y unificación que es en última instancia antidemocrática en tanto viola precisamente la dispersión del poder que el gobierno compartido requiere. Absoluta, cohesiva, subordinante, violenta y violadora, productora de un sí mismo y una voluntad unificada, la ipseidad significa la fuerza, autoridad e identidad que hace posible la auto-representación. Al igual que este absolutismo, esta unificación, esta subordinación y violencia hacen al “Yo” posible, la ipseidad hace a la democracia posible para Derrida: constituye el Estado que conocemos como democracia institucional. Para que una persona, o un pueblo, puedan sostenerse a sí mismos, parecería necesario el establecimiento de un “Estado” más allá de las partes del sí mismo o del pueblo, un Estado que unifica, junta y representa la auto-posesión, un Estado que posee el sí mismo y pone límite a la dispersión.

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La redefinición de la ipseidad mediante la cual Derrida relaciona soberanía y democracia nos hace volver entonces a la paradoja señalada más arriba, pero ahora ahora con un enfoque diferente: la democracia necesita de la soberanía, pero la soberanía socava a la democracia. La posesión de sí requiere cierta subordinación de sí; la democracia se produce a sí misma a través de ciertos suplementos antidemocráticos. Derrida trata de resolver esta paradoja pero no escapa plenamente de ella. Volveré más tarde a la cuestión de si tiene razón al plantearla como un problema intrínseco. Por el momento, nótese cómo el presente impase de las aspiraciones norteamericanas hacia Iraq parece esbozarse aquí. Al mismo tiempo que Estados Unidos lucha por imponer una democracia administrada de mercado en Iraq, esta lucha se ve frustrada por la ausencia radical de ipseidad en la nación llamada Iraq, una ausencia caracterizada no solo por un pueblo desunificado sino por la ausencia literal de algo parecido a un Estado. Sin un Estado, no hay lugar para la soberanía que la democracia parlamentaria requiere y no hay forma de producir o representar la democracia que la soberanía aseguraría. Ni las elecciones (consideradas como un signo de la democracia) ni la iraquización del ejército y de la policía (tomadas como signo de la soberanía) pueden compensar esta ausencia. Estados Unidos no puede “transferir la soberanía” a quienes no pueden recibirla (Bodin también nos recuerda que la soberanía no puede otorgarse sin negarse a sí misma) y no puede implementar la democracia sin la soberanía para asegurarla y representarla. Sin la ipseidad, la democracia liberal y la soberanía no pueden asegurase la una a la otra. Nada más profundamente emblemático de este vínculo que las imágenes de los soldados iraquíes protegiendo las urnas en enero de 2006, en posiciónde disparo, los dedos listos para apretar el gatillo, pero humillantemente sin las armas que los ocupantes norteamericanos todavía no les 176

habían confiado. Supuestos soldados vigilando una supuesta soberanía y supervisando una supuesta democracia en una tierra sin ipseidad.

¿Democracia? Durante algún tiempo, Derrida había señalado que la democracia, una vieja palabra, es aún vacía, desconocida e irrealizada (Derrida, 2005: 36). Él remarca en Canallas que el uso que tiene más de una década del sintagma “la democracia por venir”, que vaciaba el concepto de su contenido histórico y local, nos permitiría un “…sentido a la espera, todavía vacío o vacante, de la palabra o del concepto democracia…una palabra cuya herencia es innegable pero cuyo sentido todavía es oscuro, obstinado, reservado” (Derrida, 2005: 25-6). Esta definición abierta e insatisfecha, aunque urgente e insistente, de la democracia ha interpelado sin dudas a la izquierda. Resguarda a la democracia de todo lo que se ha hecho con ella, especialmente en el último tiempo, mientras mantiene el valor del gobierno de sí. Nos salva de tener que limitar nuestras ambiciones políticas de acuerdo al fracaso y decepciones de la “democracia realmente existente”. Lo mismo que ha sucedido con el comunismo, con la revolución, con todo tipo de variantes de poder popular. (De hecho, en Canallas, la figura de la democracia aparece como un espectro que acecha a los post-marxistas europeos, reemplazando al comunismo de un modo tan preciso como para develar la continuidad fantasmal de su promesa muerta. Considérese: la “democracia por venir”, la democracia como ha sido soñada por tanto tiempo pero nunca realizada, tiene todos los atributos del Estado post-nacional, internacional, universal-sin-colonizar reparadora y redentora de la mayoría 177

de los errores de la historia y del presente como alguna vez pretendió el comunismo. La democracia, como dice Derrida, es también la única forma política conmensurable con los principios epistemológicos y ontológicos de la deconstrucción, como el comunismo lo era con los principios de la racionalidad ilustrada, especialmente la transparencia y la no-contradicción. La democracia, como alguna vez fue el comunismo, está contenida en las fuerzas del presente, sigue de cerca al Estado-nación y promete terminar con él como instancia de la soberanía y de lo político. La democracia es cosmopolita y postnacional, la única pretendiente de [lo que Derrida llamó] la “mundialización”, surgida del Tribunal Internacional, la ley y los derechos humanos internacionales. La democracia transforma el Estado soberano y la soberanía individual, la ipseidad de los dos. Surge después de la decidibilidad, la unidad, la fijeza y el sentido correcto que ellos suponen. La democracia es lo que no puede prefigurarse en su sentido y organización precisos, pero carga con el sueño de la libertad y la igualdad soñado desde el principio de los tiempos). Pero Derrida no sólo se esfuerza en dejar abierta la significación de un venerable término político. Él también participa de una tesis teórico-política de larga data por la que la democracia está particularmente vacía o sin contenido, comparada con otras formas políticas. Él llama a esto un “…cierto vacío, una especie de desembrague, la rueda libre o la indecisión semántica en el centro de la demokratia” (Derrida, 2005: 59). Spinoza lo identifica como la falta de un principio coercitivo y movilizador de la democracia. Platón, que describe a la democracia como una “colcha variopinta”, dice que la democracia no tiene un eidos propio e incluso le niega el status de régimen o constitución específica (Derrida, 2005: 44). Sheldon Wolin retoma de Aristóteles una afirmación convergente, insistiendo que la democracia no puede ser constitucionalizada sin com178

prometerla, y que por lo tanto es intrínsecamente episódica y fugitiva, “un efímero fenómeno en lugar de un sistema asentado” o forma política (Wolin, 2004: 601-606). “Lo que a la democracia le falta”, escribe Derrida, “es el sentido propio… [se] define la democracia, así como el ideal mismo de la democracia, por esa falta de lo propio y de lo mismo. Por consiguiente, sólo por medio de giros, de tropos y del tropismo” (Derrida, 2005: 56). Derrida hará de este giro, de esta dinámica e indefinible cualidad, algo literal, afirmando la definición aristotélica de democracia como ser al mismo tiempo gobernante y gobernado, y también definiendo la democracia como rotativa u oscilante entre igualdad y libertad, dominación y mesura, heterogeneidad y homogeneidad, incalculabilidad y calculabilidad (Derrida, 2005: 64). La democracia no se asienta, ciertamente no puede asentarse en sus términos contrarios, cada uno de ellos necesario, cada uno de ellos en peligro de ser cancelados por su opuesto, a menos que la democracia permanezca sin estabilizarse y en movimiento. Para Derrida, la falta de sentido propio en la democracia, su impresentabilidad, constituye tanto su promesa, el exceso de su forma actual (Derrida, 2005: 96) como su terrible vulnerabilidad, la facilidad con la cual puede ser distorsionada, secuestrada o puesta contra sí misma. Esta falta de sentido propio también constituye la naturaleza intrínsecamente suicida y también libre de la democracia. Hay “una libertad de juego, una apertura de indeterminación y de indecibilidad en el concepto mismo de la democracia, en la interpretación de lo democrático” (Derrida, 2005: 43), que implica que fijar o incluso estabilizar su sentido, darle contenido, es de-democratizarla o matarla:3 “La democracia no podía reunirse en 3 Wolin dice algo similar: “Cuando la democracia es ordenada en una forma estable, como la prescrita por una constitución escrita, también echa raíces y es predecible. Es entonces cuando se vuelve manipulable” (Wolin, 2005: 602).

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torno a la presencia de un sentido axial y unívoco que no se destruyese ni llevase a sí mismo por delante” (Derrida, 2005: 59). Derrida va muy lejos con la tendencia suicida de la democracia: “la democracia siempre ha sido suicida”, escribe, no sólo por su imposible condición semiótica (un vacío que no puede permanecer vacío), sino también por la tendencia de la mayoría a destruirla al salirse con la suya. Salirse con la suya en democracia es destruir la democracia dando específico contenido a esta frágil criatura sin contenido. Salirse con la suya en democracia, lo que equivale al gobierno de la mayoría, es entonces arriesgarse a destruir la democracia. Y ¿qué democracias no se han suicidado, a menudo incluso eligiendo destruirse a sí mismas? Atenas durante la Guerra del Peloponeso es el suicidio original, pero está también la vieja República Romana (y así un cuento con moraleja sobre imperios destructores de democracias, que emergen de robustas y autocomplacientes democracias). También están los suicidios que han llegado a ser codificados con nombres singulares o frases: el Terror, el estalinismo, la última república de Weimar y, en los Estados Unidos de hoy, la democratización como convergencia con el neoliberalismo, el neoconservadurismo y el imperio. Pero antes de explorar cómo el vínculo entre democracia, suicidio y su disponibilidad para ser secuestrada se relaciona con el suplemento de la soberanía ya discutido, quiero considerar la disyuntiva entre, por un lado, lo que Derrida entiende por democracia como un significante abierto y, por el otro, todo lo que él mismo insiste en que comprende la democracia. Empiezo con la rara forma en la que Derrida analiza gramaticalmente “democracia”, un término que sabemos deriva de los términos griegos demos y kracia: el gobierno del pueblo. Pero repetidamente en Canallas, Derrida substituye el cognado kratos (fuerza) por kracia: en un momento de 180

hecho traduce kracia como “fuerza” (Derrida, 2005: 97). La democracia es, escribe, “una fuerza (kratos)…como autoridad soberana…, por consiguiente, el poder y la ipseidad del pueblo (demos)” (Derrida, 2005: 30). En otro lugar comienza una oración diciendo que la democracia presenta “…dos conceptos rectores…el pueblo y el poder” y luego en la misma frase se desplaza a kratos y a kratein, lo que identifica como “prevalecer, vencer, ser el más fuerte” (Derrida, 2005: 40). Los efectos de trasponer cracia y kratos, gobierno y fuerza, son varios: al subrayar la dimensión de poder político de la soberanía y la fuerza que trae esa expresión, oscurece, al punto de eliminarlo, el gobierno común que la democracia promete. De hecho, reemplaza este gobierno con una fuerza abstracta; remarca una expresión eventual de la soberanía popular por sobre la acción continua del gobierno. Así, la traducción de Derrida ocluye la característica más difícil de la democracia: la práctica regular de compartir el poder, del gobierno de sí. El gobierno común, el poder común, alabado por los modos de democracia radicales y republicanos, y casi extinguido en los modos representativos, es muy diferente a la fuerza colectiva del pueblo sobre algo o contra algo, el momento lockeano de la rebelión popular contra un Estado fuera de sí. La transposición derrideana entre fuerza y gobierno subestima la dificultad de la democracia como una práctica de gobierno aun cuando subraya la fuerza soberana. Además de construir el demos como fuerza detrás de la democracia antes que como su poder de gobierno –además de conspirar con la estratagema liberal que considera la soberanía popular como esa fuerza que se representa abstracta o episódicamente separada de la materia de gobierno– Derrida adhiere más contenido liberal a la democracia al colocar a la libertad, definida como libertad individual o personal, en el corazón de la democracia: “…se habrá concebido constante181

mente, a lo largo de toda su historia desde la Grecia de Platón, el concepto de democracia a partir de la libertad” (Derrida, 2005: 40). Si esta aseveración se extendiese para relacionar la libertad que toma forma en la democracia republicana, la socialista o la participativa, sería un gesto menos conflictivo. Pero Derrida no lo hace. “La libertad”, escribe, “es la facultad o el poder de hacer lo que se quiere, de decidir, de elegir, de determinarse, de auto-determinarse, de ser el amo y, en primer lugar, el amo de sí mismo (autos, ipse)” (Derrida, 2005: 40). Ahora bien, cualquiera sea la reputación de la democracia en relación a la libertad (y Derrida mismo nota la singularidad de las discusiones sobre democracia de Platón y Aristóteles en términos de “lo que se ha dicho” sobre ella (Derrida, 2005: 40)), no es obvia la intrínseca conexión entre democracia y libertad personal ni la estabilidad de este sentido de libertad. Al contrario, como Rousseau ha hecho evidente, la libertad personal maximizada no es necesaria para el auto-gobierno colectivo, como tampoco gobernarnos a nosotros mismos siendo demócratas garantiza que esta libertad será atesorada como un valor o protegida institucionalmente. Es más, en la democracia liberal, la articulación y protección de la mayoría de las libertades civiles, y la protección del gobierno representativo legítimo a través del sufragio universal y elecciones justas, ocupan dos campos institucionales y prácticos diferentes; no se implican ni se requieren mutuamente. Derrida ubica el alma de la democracia en la libertad individual, provocando un enigma fundamental en este texto sobre soberanía y democracia. Si, como él dice, la democracia garantiza la libertad para hacer lo que uno quiere, entonces protege nuestra libertad contra los demás, incluyendo la protección de nuestra libertad contra el gobierno o contra la responsabilización colectiva. Esto plantea una democracia que simboliza una libertad [libertaria] contra la dificultad de 182

compartir el poder y de gobernarnos a nosotros mismos en común, por ende una libertad contra la participación en el gobierno del demos4. Al mismo tiempo, esta identificación separa a la libertad del gobierno y requiere que seamos gobernados por algo externo a nosotros. En breve, requiere el suplemento del Estado. Si la garantía de la libertad personal recusa al individuo de la carga y poder de la vida colectiva, requiere que esta carga y poder se configure en otro lado. En suma, si la libertad individual, y no el poder compartido, se localiza en y como el corazón de la democracia, entonces el demos no va a gobernar.

Democracia y estatismo Derrida no quiere concebir a la democracia como gobierno compartido. En su interpretación, la democracia se compone de la “fuerza” del pueblo por un lado y de la libertad individual por el otro, sustituyendo la asociación homológica de la libertad y la soberanía política a través de la ipseidad por una lógica política que las asociaría a través del poder. Todo esto nos trae de vuelta a la oscilación entre la soberanía del demos y el Estado en la noción de la soberanía popular con la que comencé. La fuerza del pueblo aparece como un fantasma, espectral en todo el sentido de la palabra (incluyendo lo irrealizable y lo irreal), mientras que la soberanía política de hecho, depositada en el Estado como ley y decisionismo, se extiende hasta el punto donde se encuentra con el ipse individual, la soberanía individual del sujeto. Esta forma de democracia específicamente liberal implica una nítida distin4 Aquí Brown utiliza la acepción negativa de la libertad, es decir estar exento/a de cierta obligación, que en inglés se dice “to be free from”. Hemos traducido por “libertad contra” para subrayar la negatividad del uso del término (N. de los T.).

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ción entre libertad personal y gobierno político, precisamente la distinción que propone el liberalismo. Cuando la libertad de hacer lo que a uno le plazca es situada en el corazón de la democracia, la soberanía estatal –no la soberanía del pueblo– asegura simultáneamente los derechos de los individuos para ser libres unos de los otros y la libertad del Estado para gobernar. Esto reconcilia la ipseidad individual con la ipseidad política dividiendo sus ámbitos o jurisdicciones. La soberanía del Estado sacrifica la soberanía política del pueblo al garantizar la libertad personal del individuo. Necesitamos detenernos en este problema un momento más. Derrida define la libertad como el “…poder, facultad, facilidad para hacer, fuerza, en suma, para hacer lo que se quiera, energía de la voluntad intencional y decisoria” (Derrida, 2005: 63). Hace que la libertad en el individuo y en el Estado sean distintas aunque homólogas; ambas expresan soberanía en tanto que no sean condicionadas, restringidas o determinadas. Esta definición no puede expresar un poder compartido, un gobierno compartido o una participación en el poder que sea más grande que uno mismo. Ella se centra en hacer lo que a uno le plazca; reitera y requiere la unidad, autarquía e indivisibilidad de la soberanía clásica, precisamente la unidad, autarquía e indivisibilidad que la democracia debe rechazar para realizarse. Pero la democracia no puede tratarse de hacer lo que a uno le plazca y hacer lo que los muchos quieren, a menos que estos sean clasificados en ámbitos diferentes, individual y político, donde el individuo establezca el límite de la soberanía política en tiempos ordinarios y la política sea el límite de la soberanía de lo individual en tiempos de excepción. ¿Significa esto que la democracia radical no puede priorizar la libertad individual sin sacrificar el gobierno común como proceso de deliberación que concluye en decisiones vinculantes? 184

¿Significa esto que la democracia liberal no puede priorizar el gobierno político compartido sin sacrificar la libertad individual? ¿Es la opción entre la libertad del individuo aislado y la libertad del pueblo para gobernarse a sí mismo, entre Locke y Mill de un lado y Rousseau y Marx del otro, entre la libertad que cancela el gobierno común y el gobierno común que cancela la libertad5? Si volvemos otra vez a la paradoja de la aparente necesidad de la democracia de un suplemento soberano antidemocrático, ahora podemos tomar esta paradoja como específica de, o al menos particularmente fuerte dentro de, una definición liberal de la democracia. En la democracia liberal aunque la soberanía bascule entre su instanciación popular abstracta y espectral y su versión estatal a menudo no declarada, ésta permanece incondicionada, absoluta, indivisible, decisiva como fuente de la ley y más allá de la ley, como el elemento de fuerza y de legitimación de la fuerza, constante y sin cambio. Por contraste, el principio democrático del poder compartido transforma el sentido de la soberanía en tanto es necesariamente condicionado, parcial, divisible, deliberativo, contingente, episódico y cambiante. Pero en su fidelidad a la libertad individual y a la tradición democrática que la consagra, Derrida retrocede también a una fidelidad de la soberanía clásica, una derivada de Dios y del Estado absolutista hecho a imagen de Dios. Termina por afirmar el circuito entre soberanía estatal e individual requerida por la formulación liberal de la libertad. Una puede sentir el malestar de Derrida al haber llegado a este punto. Y por eso se esfuerza por extender el alcance de la concepción liberal de la libertad para que incluya al mundo inanimado e inhumano, y para que se convierta en una atmósfera cívica y un ethos en lugar de una propiedad soste5 Traducimos por “libertad” la palabra inglesa “license” (N. de los T.).

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nida o utilizada individualmente. Entonces, mientras afirma la libertad para “…pensar, hablar, criticar, o rechazar (incluso la democracia)” y para actuar, hacer, o no hacer según a una le plazca6, él también busca desplazar a la libertad del “«yo puedo» de un libre albedrío” y del “…atributo de un sujeto, de un dominio o de una métrica”. Busca extender la libertad a “…todo lo que aparece en lo abierto… …inclusive bajo la forma libre de ser vivo no humano y de la ‘cosa’ en general, viva o no”. La libertad se extiende más allá de lo humano y lo agencial para convertirse en una escena general de apertura y movilidad pero también, tomando una idea de Nancy, en una “fuerza”, antes que una propiedad individualmente tenida y ejercitada, separada de su ipseidad incondicional (Derrida, 2005: 74). Derrida también busca “una extensión de lo democrático más allá de la soberanía del Estado-nación” hacia lo que él llama un espacio jurídico-político internacional que invente nuevas “divisibilidades de la soberanía” e imponga límites en la soberanía estatal (Derrida, 2005: 111). Pero extender el dominio y las coordenadas conceptuales de la libertad individual, para extenderla desde una propiedad a una fuerza, desde un atributo a un ethos y más allá del Estado-nación, no es todavía articular la libertad en términos de poder político o como práctica de gobierno. Y no reconoce la puesta en común del poder político como condición y expresión de libertad democrática (como opuesta a liberal). Para decirlo en otras palabras, en el tratamiento derrideano de la libertad que evita 6 Una siente que aquí Derrida fue afectado por la inflexión adquirida por la democracia y la libertad y su equiparación durante las inmediatas repercusiones a 1989, y el festival de la apertura y libertinaje que se apoderó del viejo bloque socialista. Recuerdo un viaje en taxi en 1991 en Praga, en que el conductor elegantemente tomó una calle a contramano gritando “¿Quién va a detenerme? ¡Tenemos libertad ahora!”

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la potencial democratización del poder, se devela su adhesión al liberalismo en la definición de democracia. A medida que avanza sobre el esfuerzo filosófico de Nancy por separar la libertad de la idea del sujeto autónomo e incondicionado, la libertad se vuelve un ethos de la esfera pública y se convierte en una fuerza que influye en todo el cosmos, no sólo en los humanos o los ciudadanos. Eso está muy bien, pero este salto cosmológico sobrevuela el punto más crítico de la libertad democrática: el poder del demos para gobernarse a sí mismo. Cuando la democracia es separada de los sujetos concretos, también es separada del poder y de lo político, repitiendo así el status despolitizado de la libertad que el liberalismo le asignó hace tres siglos, en el que, en lugar de encarnar el gobierno del pueblo, la libertad se vuelve el vehículo para su opuesto: los medios por los cuales los individuos son aislados y dejados fuera del poder político. Esto, claro, es nuestro dilema hoy día al confrontar un discurso coherente por parte de un poder soberano imperial que, en el nombre de la democracia, dice asegurar nuestra libertad por un lado, y llevar libertad a los oprimidos, por el otro.

Poder y libertad Claramente, la toma de partido de Derrida por la democracia se plantea más a menudo contra la idea de pertenencia –al lugar, lenguaje, cultura, nación, clase, partido, identidad de cualquier tipo– que en vínculo con los temas de la izquierda más tradicional como la opresión, la subordinación o la represión. En El gusto del secreto Derrida define la libertad como “la condición por la que no sólo uno es singular y otro, sino también entrar en la relación con la singularidad y la alteridad del otro” (Derrida y Ferraris, 2009: 42). La libertad es identifica187

da con la separación de una solidaridad coercitiva y contiene la promesa de la emancipación de dicho poder, especialmente el poder del colectivo, el conjunto, la fraternidad, la nación, la familia natal, la religión o la etnicidad. Esto es complicado. Mientras Derrida dice amar la palabra “compartir” y necesita esta noción para su elaboración de la hospitalidad como orientación política, no oculta su aversión a nociones y prácticas de la comunidad, solidaridad, fraternidad o camaradería7. Su crítica a la fraternidad política en Políticas de la amistad y en Canallas es implacable: la fraternidad es siempre familiar, siempre se trata de comapartir los restos del padre, siempre sobre la exclusión de la hermandad, siempre sobre el derecho a la ciudadanía por nacimiento y sangre, por ende masculina, racista, nacionalista y nativista (Derrida, 2005: 59-66). La igualdad, insiste contra Nancy, no requiere “compartir lo inconmensurable” (Derrida, 2005: 56), y la fraternidad política no sólo compromete la singularidad individual sino que socava la inclusión, la hospitalidad, la apertura a los excluidos que promete la democracia. Sin embargo, el proyecto democrático de compartir el poder no requiere comunidad o fraternidad; no necesita matizarse con la tradición política republicana y, dado el elemento del ciudadano-guerrero masculino de esta tradición, sería mejor si no lo hiciese8. Compartir el poder no requiere que estemos adheridos a una posición común, que juremos lealtad, nos subordinemos a un partido, nos querramos o incluso nos 7 En un ensayo reciente para Critical Inquiry, Vincent Leitch reúne estos aspectos de Políticas de la amistad, El gusto del secreto, Negociaciones y “Marx e hijos.” Cf. “Late Derrida: the Politics of Sovereignty”, 229-47. 8 Aquí Derrida sigue el camino de Nancy, quien, tomando a Heidegger, hace del problema del “compartir” una cuestión de ser en lugar de una de “poder”. Haciendo esto, Derrida despolitiza la especificidad democrática del proyecto del compartir y afirma para eso un carácter ontológico general inapropiado para la especificidad de lo político. Nancy, La experiencia de la libertad.

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caigamos bien entre nosotros. Solo requiere que estemos de acuerdo en ser demócratas, que estemos de acuerdo en compartir el poder que nos gobierna y que nos comprometamos a democratizar los poderes que nos gobernarían de otra manera. Pienso que Derrida mezcla compartir con fraternidad, con subordinación a la ley del padre, con la hermandad que resulta del parricidio. Y en esta mezcla, revive un tabú liberal sobre el espíritu de los principios comunistas: que estos intrínsecamente se oponen a la libertad en vez de apuntar a su realización radical. Derrida rechaza la perspectiva marxista que reconcilia la libertad colectiva y la individual a través del poder común, una reconciliación que también subvertiría lo que él designa como la oscilación intrínseca entre la libertad y la igualdad en democracia. Esta mezcla y este rechazo requieren separar la libertad individual de la soberanía política y obliga a ésta última a configurarse como un suplemento antidemocrático de la democracia. De allí la reveladora pregunta de Canallas: “¿Sí o no es la democracia la que garantiza el derecho de pensar y, por lo tanto, actuar sin ella o contra ella?” (Derrida, 2005: 60). En esta pregunta la democracia se desliza desde su significado como libertad individual a indicar el régimen soberano contra el cual actúa esa libertad individual. La democracia es dividida y divide aquí: divide la libertad del poder, la libertad del gobierno, el individuo del régimen. Esta es precisamente la división y la divisibilidad que capitalizan hoy los hacedores del imperio al convertir experimentos no liberales de poder común –desde América Latina a Palestina– en despotismo al mismo tiempo que ellos dedemocratizan a sus países bajo el signo de la democracia. Si objetásemos esta de-democratización desde una defensa entusiasta de las libertades civiles –la libertad individual– en lugar de hacerlo desde un reparto del poder, no habremos recuperado la democracia de parte de un poder soberano antagónico a 189

ella, sino que habremos simplemente dado vuelta la otra cara de ese mismo poder soberano. Y más allá de este poder soberano, en la escena de su erosión en la tardo-modernidad, una “democracia por venir” global que proclama la libertad individual mientras abandona el proyecto de un gobierno común, abandona a su vez también a los individuos aparentemente libres al poder sin precedentes ni contención del capital global por un lado, y a la violencia de la política teológico-civilizante por el otro.

Un post-scriptum sobre la democracia ¿Por qué la fijación con la democracia en el pensamiento de la izquierda Europea post-marxista hoy? ¿Y por qué la tendencia a equiparar la democracia y lo político? (como escribe Derrida, “lo político…en el libre juego y la extensión misma, en la indeterminación determinada de su sentido, lo democrático” (Derrida, 2005: 48)). ¿Y a equiparar democracia y libertad? Una respuesta especulativa: equiparar lo político con la democracia y la democracia con la libertad reubica a Occidente como faro de la civilización en el preciso momento en que (a) está siendo descentrado y (b) se muestra salvaje por momentos. Por un lado, como Amer Mohsen recordó en mi Seminario de grado del 2006 titulado “¿La autonomía de lo político?”, la democracia ha sido un discurso colonial en Occidente desde su emergencia en la antigua Grecia. La democracia como concepto y práctica siempre ha sido descrita en referencia a una periferia no-democrática y posee un substrato anti-democrático que sostiene materialmente a la democracia y contra el que, al mismo tiempo, la democracia se define por oposición. Esto es, hay un excluido dentro de toda demo190

cracia, sean los esclavos, los nativos, las mujeres, los pobres, las razas subordinadas o las religiones, u (hoy) los extranjeros e ilegales, los sans papiers. Y siempre hay también un afuera constitutivo: el “barbarismo” así llamado primeramente en la antigua Grecia y reiterado desde entonces. Aunque conozcamos esta historia, los intelectuales, desde la izquierda a la derecha, proceden hoy como si esto fuera incidental. Definen a la democracia como universal (para Derrida, “el único [paradigma] que es universalizable” (Derrida, 2005: 28)); toman a sus exclusiones y subordinaciones como deformaciones o realizaciones incompletas; representan sus dimensiones imperiales como distorsiones, incluso suicidas; tratan a la conquista y la sujeción en su nombre como descabellada instrumentalización de su forma. Es más, nos recordó Mohsen, para los teóricos de izquierda como para los imperialistas de Estado, también hoy la democracia es una categoría de la que los Estados-naciones están dentro o fuera. En Canallas, Derrida literalmente divide el mundo de esta manera, argumentando que la mayoría del mundo se identifica hoy con la democracia con la singular excepción de aquellos que “…están estatuariamente ligados a la confesión o la profesión de la fe musulmana” (Derrida, 2005: 47-8). Claro, si una nación es ubicada fuera de la categoría “democracia”, la conquista imperial o colonial puede llevarla dentro, momento en el que un nuevo proceso, la democratización, es puesto en marcha y asistido por el capital empresarial, organizaciones no-gubernamentales, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras instituciones transnacionales “democratizantes”. Entonces el tercer mundo, y especialmente el mundo islámico hoy, es clasificado en una de dos categorías de carencia, respecto a la democracia: o no-democrático o en vías de democratización. Las naciones, culturas y líderes del tercer 191

mundo, son o el Otro radical de la democracia o están en un retraso temporal vis-a-vis hacia la democracia. Claro, esta es la forma en la que el mundo no Euro-Atlántico ha sido posicionado en relación a la civilización, el desarrollo, la modernidad y Europa durante la modernidad, sea como el Otro o el precursor primitivo. Asimismo, esta construcción plantea a los países del primer mundo como ya siempre democráticos, no democratizantes, sino totalmente plenos. En este contexto, pareciera ser que la valorización corriente de la democracia por parte de los intelectuales postmarxistas nos revela presos de un viejo reflejo Orientalista. Nosotros en Occidente nos afirmamos como libres, dinámicos, progresistas y en las fronteras de la historia gracias a un afuera constitutivo y representado como carente de libertad, capturado, embrollado y a la zaga de la historia. Además, como Mi Lee, otro miembro del seminario de grado, me ayudó a entender, la equiparación de lo político con lo democrático, y la construcción de ambos como relativamente autónomos de lo teológico, lo cultural y lo económico, restituye el libre sujeto colectivo e individual frente a las fuerzas transnacionales del capital, la cultura, la religión y el gobierno que la están erosionando. Este es el sujeto que Derrida hace malabarismos para recuperar en Canallas y que otros tantos post-marxistas europeos desde Habermas a Balibar hasta el Foucault tardío, han resucitado también. Para ninguno de ellos, claro, es este un sujeto totalmente unificado o continuo en el tiempo; para ninguno de ellos es este un sujeto kantiano sin reconstruir. Mientras este sujeto aparezca aunque sea episódicamente, podremos seguir concibiéndonos como libres. Mi tendenciosa pero tentativa tesis es, entonces, que estamos viendo un involuntario neo-orientalismo en la izquierda europea, uno que supone angustia por (a) la identificación con un Otro que aparentemente no es libre y es fundamenta192

lista, teocrático e ideológico; (b) las variadas fuentes y ámbitos que anulan la libertad en las democracias constitucionales en la era de la globalización; y (c) el barbarismo dentro de la democracia Euro-Atlántica y el barbarismo causado por la democracia. La equiparación de lo político con la democracia, y la equiparación de la democracia con la libertad individual en lugar del gobierno del demos, establecen una oposición entre el “Occidente democrático” y el “Oriente teocrático”. En este último se imagina que no hay una esfera autónoma de la vida política (la teocracia es definida en parte por la ausencia de esta esfera) y que por lo tanto, no hay libertad. Pero la persistencia teórica del concepto de la autonomía de lo político en la democracia es irónica en el momento en que dicho concepto es socavado tan agudamente por los efectos del capital global. En efecto, la saturación de la vida política por parte de la racionalidad neoliberal en la tardo-modernidad promete eliminar la línea no sólo entre la actividad y los ámbitos de la economía y la política, sino también entre las formas de razonamiento político y económico. En estas condiciones, la perspectiva de un gobierno del demos nunca ha sido más remota, incluso en la imaginación teórica. Pero si no es la democracia la que distingue entre Nosotros y Ellos, ¿entonces qué?

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LA SOBERANÍA ENTRE LA “ZOOANTROPOLOGÍA” Y EL ESPECTRO. UN COMENTARIO SOBRE LA TEOLOGÍA POLÍTICA DE THOMAS HOBBES (15881679) A LA LUZ DE LA DECONSTRUCCIÓN DERRIDEANA Fabián Ludueña Romandini Introducción Una de las grandes líneas de trabajo que la deconstrucción ha legado a la teoría política ha sido la posibilidad de pensar, bajo nuevas formas, el problema de la soberanía. En este sentido, en uno de sus últimos seminarios, Jacques Derrida desarrolla una serie de postulados acerca de la soberanía tomando como uno de sus ejes fundamentales de reflexión la obra de Thomas Hobbes. En efecto, como señalará el filósofo francés, el pensamiento político hobbesiano se articula a partir de diversos mecanismos de remociones y de exclusiones que permiten destilar el dispositivo de la soberanía en su forma teórica pura. Entre las exclusiones que Derrida tomará especialmente en cuenta en la obra de Hobbes se halla la obliteración del animal como sujeto de una política posible. Aunque existan sociedades animales, para Hobbes, estas no alcanzan el estatuto de una “sociedad civil”. Esta exclusión, por cierto, presupone una simetría: la existente entre Dios (que se excluye de las leyes naturales) para producir el modelo del soberano humano que se exceptúa del dispositivo jurídico y la bestia que, excluida del lenguaje en la tradición de la onto-teo-logía occidental, pos-

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tula la falta de “respuesta” del animal ante el gesto humano. Esta doble exclusión atraviesa, según Derrida, no sólo a la filosofía política moderna sino a la tradición filosófica en su conjunto pues “de Descartes a Lacan incluido, de Kant y Hegel a Heidegger incluido, y por lo tanto pasando aquí por Hobbes, el prejuicio más potente, el más impasible, el más dogmático en relación al animal no consistía en decir que este no puede comunicar, que no significa y que no tiene ningún signo a su disposición, sino que no responde” (Derrida, 2008: 90).

En la forma de este cartesianismo hobbesiano, como subrayará Derrida, la ausencia de respuesta del animal encuentra su correlato exacto en la doctrina de la estatalidad en la cual el soberano no está necesariamente obligado a responder por sus actos. Si tomamos en cuenta la hipótesis derrideana es válido preguntarnos, entonces, si no existen otras exclusiones que sean fundantes de la soberanía en el orden hobbesiano del Estado. Y, en efecto, querríamos avanzar la hipótesis de que podemos encontrar, junto con el animal, otra remoción constitutiva en el dispositivo soberano de la doctrina hobbesiana, esto es, la figura del espectro en tanto concepto metafísico y político. Por lo tanto, en las páginas que siguen querríamos analizar algunos contornos sobresalientes del campo soberano sobre la base de dos tensiones que son, al mismo tiempo, dos formas de la exclusión política: por un lado, la que corresponde al animal y, por otro, la que se destila bajo la noción de espectro. Precisamente la soberanía es el campo de tensiones que encuentra, en las mencionadas exclusiones, su condición de posibilidad histórico-conceptual. 196

Primera exclusión: la figura animal Resulta fundamental subrayar que aunque existe un campo de tensiones excluyentes que fundan el concepto de soberanía, no debe interpretarse, por tanto, que no existan relaciones directas que permiten algo así como un retorno de lo excluido. Por esa razón, en los dos extremos de la tensión entre el soberano y el animal encontramos puntos de hibridación donde las interacciones y las metamorfosis entre el hombre y el animal constituyen la base del andamiaje soberano (Rossello, 2012: 255-279). Un caso preferencial de este tipo es analizado por Derrida bajo el paradigma del hombre-lobo que informa, de manera subterránea, todo el aparato de la soberanía hobbesiana. De esta forma, siguiendo a Derrida, preferimos hablar de una auténtica “zooantropolítica” en lugar del concepto mayormente admitido de biopolítica. Entre otras características definitorias, la noción introducida por Derrida permite pensar “el papel de esquema mediador entre la bestia y el soberano” (Derrida, 2008: 100) que la licantropía política hace posible. Sin embargo, hay dos puntos que estimamos esenciales para el problema y que no son analizados por Derrida: por un lado, el mitologema de la licantropía hobbesiana tiene sus orígenes en sedimentaciones políticas que provienen del mundo antiguo y, por otra parte, las relaciones entre el devenir-lobo del soberano y la posterior exclusión de la animalidad del campo soberano tiene su punto de partida en el hecho de una originaria relación entre el mito del lobo soberano en tanto forma paradigmática de lo que los antiguos denominaban el ius exponendi o el derecho de exposición a la muerte de los recién nacidos. En este aspecto, los testimonios historiográficos, jurídicos, filosóficos y literarios son numerosos. Por ejemplo, Plau197

to escribe una comedia entera basada sobre un argumento de exposición, la Cistellaria, un título que deriva del sustantivo cistella que hace alusión a la cestilla que se utilizaba para exponer a los recién nacidos. En dicha comedia, un mercader de Lemnos viola a una doncella en la calle dejando embarazada a su víctima, la cual, al cabo de diez meses lunares parió una niña que ella misma entregó a un esclavo para que la “exponga a la muerte” (PLAUTO, Cistellaria: 162 -166). Asimismo, Ovidio, relatando la metamorfosis de Ifis en la antigua Creta, recuerda las palabras que su padre Ligdo había dirigido a su esposa Teletusa que, a la sazón, se hallaba embarazada: “Dos son las cosa que yo deseo: que te aligeres con el más pequeño dolor y que des a luz un varón. Más oneroso es el otro sexo [la otra alternativa] y la fortuna niega las fuerzas; de este modo, si por casualidad, algo que yo abomino, llegas a dar a luz una hembra en tu parto –te doy esta misión a mi pesar; perdóname, afección paternal–, que se le dé muerte” (Ovidio, Metamorfosis: IX 675-679).

No sólo el mundo de los antiguos dioses conocía amplios casos de exposición, sino que la ciudad misma de Roma debía su fundación a una pareja de expósitos, Rómulo y Remo, según un mitologema primordial que hace de la soberanía una esfera co-originaria de la exposición (Tito Livio, Ab urbe condita: I, 4). En efecto, esta exposición se halla íntimamente ligada con las fiestas llamadas Lupercalia que se celebraban en Roma el 15 de febrero en honor del fauno Luperco que tenía su santuario en la gruta Lupercal enclavada en el monte Palatino y donde fueron amamantados Rómulo y Remo luego de su abandono. Sin duda, es decisivo que en estas fiestas se 198

borrase la distinción entre el hombre y el animal (Kérenyi, 1949: 136-147) y se honrase al lobo: “en el día de las Lupercalia, la humanitas y las leges de la ciudad se borraban delante de lo siluestre y lo agreste.” (Dumézil, 1966: 353). Si bien el origen mítico-ritual de estas fiestas ha sido rastreado hasta un Männerbund primitivo (Burkert, 1972), es importante para nuestro propósito subrayar que en el origen del mito soberano de Roma queda establecido un nexo indisociable entre la exposición como ingreso en la esfera de lo salvaje y la posterior constitución de la soberanía a partir de la animalidad originaria de la Luperca que actúa como salvadora y nutricia de los gemelos de Marte (Alföldi, 1979: 24). Desde esta perspectiva, toda la mito-política de Occidente tiene su origen en un archi-relato de exposición como dispositivo zoopolítico fundacional donde la vida animal es el objeto de todo poder soberano no ya por pertenecer a la esfera de la sacratio, sino, al contrario, por hallarse íntimamente ligada a una expositio originaria. Un resto de esta mitología arcaica sobrevive en la ciudad de Roma durante su historia madura: así Festo puede advertir que el vocablo Lactaria hace referencia a las columnas de amamantamiento de la plaza pública de la ciudad donde la gente expone a los recién nacidos (Festus, 2013: 132). Un recordatorio de esta inequívoca relación entre soberanía y exposición puede todavía verse en una época tardía, al momento de la muerte de Calígula cuando, dice Suetonio, hasta los reyes bárbaros se conmovieron quitándose sus barbas y haciendo rapar las cabezas de sus mujeres. En Roma, por su parte, “el día en que murió [Calígula] los templos fueron apedreados y se tiraron abajo los altares de los dioses, mientras que algunos arrojaron a la calle a sus lares y expusieron a sus recién nacidos” (Suetonio, 1914: 423).

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Por otro lado, cuando algunos filósofos antiguos asumen una posición contraria al abandono, lo hacen con un vocabulario propio de la zooantropolítica que estamos analizando. Así, por ejemplo, Epicteto cuando intenta defender la crianza de niños: … pero la oveja no abandona a su cría, ni el lobo, ¿y va a abandonarla (apoleípei) el hombre? ¿Qué pretendes, que seamos simples como ovejas (próbata)? Ni ellas las abandonan. ¿Que seamos feroces como los lobos (lúkous)? Tampoco ellos las abandonan. ¡Vamos! ¿Quién va a hacerte caso cuando vea llorando a su hijo que ha caído en el suelo? A mí me parece que tu padre y tu madre no te habrían abandonado ni aunque hubieran sabido por un adivino que ibas a decir esto (Epicteto, Disertaciones: I, 23, 7-10).

De igual modo, cuando otro filósofo contemporáneo suyo, Musonio Rufo, se plantee el problema de si debe criarse un hijo al nacer (Estobeo, Florilegium: 4.24.15) se impondrá una argumentación basada en la conducta de las golondrinas, los ruiseñores, las alondras y los mirlos. Y asimismo Hierocles reconocerá que una de las razones de la exposición encuentra su fundamento en criterios económicos de regulación de los ingresos (Estobeo, Florilegium: 4, 24, 14). Es decir, aún en los escasísimos casos en que algunos filósofos plantean la necesidad, no de prohibir la exposición, sino más bien de elegir no utilizarla, el razonamiento al que se recurre siempre está anclado sobre la necesidad de definir una taxonomía más o menos implícita en la que debe ubicarse al hombre entre los otros animales y definir el gesto antropotecnológico que podría permitirle establecer su locus más propio para fundar el mundo político. No es sino utilizando el mismo paradigma de pensamiento que Favorino sostendrá, ante una mujer, partidaria de 200

sus doctrinas, que acababa de dar a luz, la necesidad de amamantar a los niños directamente, sin recurrir a nodrizas ya que, el alimento hace a la naturaleza misma de la criatura que debe desarrollarse. Y, a continuación, defiende el argumento según el cual el amor que un hijo siente por su madre tiene una naturaleza biológica, como ocurre con todas las demás especies, hasta el punto de que el amor que puede construirse en el mundo social, no es sino una doxa que no tiene ningún poder genuino de ligamen: … por su parte, el niño muestra su afecto, su amor, su ternura hacia aquélla que lo alimenta, y su madre [si no lo amamanta] no le inspira ni más sentimiento ni más pena que si lo hubiese expuesto. Así se borran y se desvanecen los elementos de piedad colocados por la naturaleza; y cualquier niño educado de esta manera si parece todavía amar a su padre y a su madre, no se trata de un amor natural sino civil, fundado en la opinión (Aulio Gelio, Noctes Atticae: 12. 1. 23).

Es decir, todo amor filial no sino un producto de la naturaleza animal del hombre y, como tal, el vínculo social es pensado como necesariamente inferior y artificial. El argumento en favor de la politicidad esencial de la naturaleza y una concepción etológico-política del hombre como ser que gobierna con el logos su propia animalidad y la domestica, es la concepción que la polis clásica y el mundo romano han legado al destino político de Occidente. El ius exponendi que, si bien se concentra y toma su forma institucional más acabada en el derecho, supone un verdadero gesto antropotecnológico fundacional por medio del cual el hombre toma a su cargo su propia animalidad para colocarla en el centro mismo de la polis y hacer de ella una sustancia politizable. La expositio designa, entonces, la tecno201

logía de poder por medio de la cual Occidente toma a su cargo el destino de su propio sustrato biológico. Esta herencia será determinante para el pensamiento político moderno que, además, de retomar el problema de “licantropía política” que atraviesa de manera contundente la filosofía de Hobbes, buscará al mismo tiempo establecer una nueva relación con la noción de “espectro” como límite de la geografía que los nuevos tiempos trazan para lo político.

Segunda exclusión: la figura espectral La exclusión política del espectro se funda, precisamente, en lo que Derrida denomina el cartesianismo de Hobbes, es decir, en la atención prestada por la teoría política moderna al modelo de la nueva ciencia astronómico-matemática. En efecto, si el poder soberano, de ahora en adelante, habrá de expresarse en la forma minimalista propia de una ciencia atenta a las cualidades primeras expresables en las notaciones matemáticas de las que se deduce una física que se engarza, mediante la teoría de los cuerpos, en una fisiología del Estado como cuerpo-Uno, entonces, la antigua teoría medieval del poder debe ser abandonada en muchos puntos decisivos. El primero de ellos concierne, de modo eminente, a la demonología. No es casual, entonces, que Hobbes dedique una importante cantidad de páginas de su Leviathan a la demolición de la ciencia política de los demonios. Ahora bien, demonología como problema del ejercicio del poder es co-perteneciente al campo de la denominada teología política medieval. Ezequiel de Olaso ha planteado, en este ámbito, una influencia del movimiento de los libertins érudits y del escepticismo antiguo sobre la concepción religiosa de Hobbes y tomará en consideración al Traité de la 202

Sagesse, publicado en 1601, por Pierre Charron (De Olaso, 1993: 61). Por otra parte, Carlo Ginzburg ha subrayado, con toda justicia, que “todos los intérpretes explican que Hobbes inició la filosofía política moderna avanzando, por primera vez, una interpretación secularizada de los orígenes del Estado” (Ginzburg, 2005: 12). Ciertamente, el gran historiador no coincide con esta tradición exegética y al contrario, propone que “el Estado necesita de los instrumentos (las armas) de la religión” (Ginzburg, 2005: 13). Debido a ello, el temor con el que el Leviatán ejerce su poderío no es otro que el terror religioso el cual resulta dislocado de su ámbito propiamente religioso para ser trasladado a la esfera de la política civil. Así, la teoría del Estado de Hobbes descansaría enteramente en una teología política de la que, por otra parte, constituiría su enunciación inaugural para los Tiempos Modernos. Un reciente e importante libro de Horst Bredekamp ha introducido la hipótesis de una influencia hermética en el pensamiento hobbesiano (Bredekamp, 1999: 56-72). En esa dirección, el estudioso alemán considera las posibles influencias del Corpus hermeticum en Hobbes; no sólo del Poimandres sino también y, sobre todo, del Asclepio en lo concerniente a la teúrgia de la fabricación de estatuas por la antigua religión egipcia que podría haber sido una de las fuentes de inspiración para el sintagma del “Dios mortal” a través de la obra de Francesco Patrizi. En efecto, sabemos gracias a la reconstrucción de la “biblioteca ideal” de Hobbes llevada adelante por Arrigo Pacchi (Pacchi, 1968: 5-42), que Hobbes poseía, tanto en cantidad como en importancia, diversos tratados demonológicos que iban desde el De daemoniacis liber de Thyraeus hasta el De magorum daemonomania de Jean Bodin. A partir de estas fuentes, es posible observar que Hobbes ha empleado una 203

doble estrategia: por un lado, ha transferido los conocimientos políticos adquiridos en los tratados demonológicos (que desglosan una teoría sobre el gobierno del mundo) hacia su filosofía política (comenzando, probablemente, con la propia figura del Leviatán) dando así la razón la lectura “teológicopolítica” de Carlo Ginzburg. Por otro lado, no obstante, la evidencia inversa se impone del mismo modo. En primer lugar, no debe olvidarse que la demonología es, ante todo, una disciplina jurídico-política que establece una suerte de gnoseología sobre los demonios y su accionar en el mundo. Su origen estrictamente político está subrayado por la importancia, en el nacimiento de la ciencia política de los demonios, de la Bula Super illius specula (de 1326 o 1327) de Juan XXII. Desde luego, la naturaleza política del problema se encuentra ya en las fuentes bíblicas y en los textos del primer cristianismo. Con todo, la organización de la demonología como disciplina aliada de las prácticas jurídicas tendrá su coronación en la Alta Edad Media. Admitido esto, resulta importante esclarecer un malentendido que se produce en la interpretación de Ginzburg y de otros especialistas en la historia de la demonología. Es necesario distinguir, entonces, entre la utilización política de la demonología (así como de las posibilidades de la religión como dispositivo de poder) y la creencia metafísica en los demonios y espectros en tanto seres sobrenaturales. Si bien podemos compartir la interpretación “teológico-política” que Ginzburg ofrece de Hobbes, esto es sólo posible a condición de admitir que el filósofo inglés restaba toda entidad metafísica a los demonios y los espectros como “entes objetivos”. La “teología política” de Hobbes es, en esta perspectiva, puramente pragmática. La eficacia política de la religión, reconocida por Hobbes, no conlleva, de ninguna manera, un asentimiento metafísico acerca de la existencia de los demonios. 204

De hecho, la axiomática de la soberanía, establecida sobre las bases del universo matematizable moderno excluía para Hobbes (incluso más que para muchos astrónomos y estudiosos que propiciaron la “Revolución científica”) la posibilidad de la autonomía óntica de demonios y espectros. Dicho de otra manera, el axioma de la soberanía hobbesiano comporta un teorema complementario que se enuncia en forma negativa: en el mundo de la soberanía estatal sobre la vida, los demonios y los espectros no pueden declinarse como categorías afirmativas de una proposición existencial. Restos impropios de la metafísica medieval, Hobbes se propondrá la tarea de utilizar la fuerza política de la religión al mismo tiempo que negará la validez metafísica de sus entidades de acuerdo con un universo donde sólo pueden existir cuerpos materiales mensurables según un orden geométrico-político. La antropología hobbesiana es un ejemplo fundacional de este modo de razonamiento. Por consiguiente, los espectros y los demonios serán considerados dentro del mismo rango metafísico y la refutación de la existencia de los primeros equivale a la desestimación ontológica de los segundos. El postulado de Hobbes consistirá, esencialmente, en sostener que las visiones de espectros y demonios son el mero resultado de un estado de ensoñación del sujeto (como la visión de Marco Bruto en Philippi recordada por el filósofo). Sin embargo, es posible también ser víctima de una superstición y ver un espectro si el sujeto está poseído por el miedo que es una pasión política por excelencia: “esta eventualidad no es muy rara, pues incluso los que están perfectamente despiertos, cuando son timoratos y supersticiosos, y se hallan poseídos por terribles historias, al estar solos en la oscuridad se ven sujetos a tales fantasías, y creen ver espíritus y fantasmas de hombres muertos paseando por los cementerios” (Hobbes, 2002: 18). 205

En este punto en que el hombre no puede distinguir los ensueños y otras fantasías, de la visión y de las sensaciones constituye, para Hobbes, el punto de origen de las religiones antiguas y su adoración de “sátiros, faunos, ninfas y otras ficciones por el estilo” (Hobbes, 2002: 18). Es decir que la ficción en tanto confusión de un sueño con una sensación real constituye la arché de toda la religión pagana. Si consideramos que la religión y la sacralidad concomitante en el mundo antiguo habían definido el espacio público y afectado las esferas del derecho, podemos entonces, deducir, con Hobbes, la importancia política del sueño y de sus ficciones. Desde este punto de vista, todo régimen de gobierno es también una política del sueño. De hecho, el mismo Hobbes, confirma esta hipótesis cuando sostiene que “si este temor supersticioso a los espíritus fuese eliminado, y con ello los pronósticos a base de sueños, falsas profecías y muchas otras cosas que dependen de estos últimos, mediante las cuales algunas personas astutas y ambiciosas abusan de las gentes sencillas, los hombres estarían más aptos de que lo están para la obediencia cívica” (Hobbes, 2002: 19).

Como puede verse, el problema del espectro no es sólo un problema metafísico sino también, como no podría ser de otro modo, esencialmente político. La eliminación del espectro del espacio público y su desacreditación metafísica parecen haber sido algunas de las condiciones de posibilidad de la política de los sueños de la Modernidad y, por lo tanto, de la constitución del Estado moderno. De lo contrario, ¿por qué Hobbes se vería llevado a tratar ampliamente sobre los espectros en un libro dedicado al poder y al Estado como es el Leviathan? El misterio político del espectro en la Modernidad 206

es una de las temáticas que deben ser consideradas si se pretende aprehender la naturaleza del nuevo tiempo. Ciertamente, Hobbes entiende que los antiguos y los medievales definían a los espectros como tenues cuerpos aéreos y, desde este punto de vista, eran “sustancias reales y externas” (Hobbes, 2002: 77). Dicho sea de paso, es precisamente esta tendencia metafísica la que llevó, según Hobbes, a definir al Dios cristiano como incorpóreo, esto es, Infinito, Omnipotente y Eterno, es decir, por encima de la comprensión humana, posición que Hobbes rechaza con vehemencia. Esta aseveración cobra nueva importancia sobre todo, si tenemos en cuenta que, según muchas interpretaciones, es bien probable que Hobbes haya pensado en la existencia de un Dios corporal (aunque invisible, infinito y eterno) como consta en el apéndice incluido en la traducción latina del Leviathan. Al mismo tiempo, la agencia, la fuerza causante que estas entidades podrían tener, no se justifican, a los ojos de Hobbes, más que por la fuerza de la costumbre. Precisamente, de la admisión (para Hobbes metafísicamente equívoca) de la existencia de espectros, se deriva, como habíamos señalado, la religión antigua: “en la idea de los espíritus, ignorancia de las causas segundas, devoción hacia lo que los hombres temen y admisión de cosas causales como pronóstico, consiste la semilla natural de la religión” (Hobbes, 2002: 79). Por supuesto, vuelve a decirlo Hobbes, el propósito de tal impostura espectrológica fue, con todo, noble (aun estando errada) pues buscaba hacer a los hombres “más aptos para la obediencia, las leyes, la paz, la caridad y la sociedad civil” (Hobbes, 2002: 79). Por ello, sin ambigüedades posibles, Hobbes concluye que “la religión de la primera especie, la pagana, es una parte de la política humana y enseña parte del deber que los reyes terrenales requieren de sus súbditos” (Hobbes, 2002: 79). 207

Desde el punto de vista metafísico, al rechazar la sustancialidad de los espectros y demonios, Hobbes los ubica como una forma más de la imaginación. Una imagen, para Hobbes, es “la apariencia de una cosa visible” (Hobbes, 2002: 447). Ahora bien, justamente, un fantasma no tiene existencia, no se halla dentro del mundo óntico, por lo tanto “de todo ello resulta manifiesto que no existe ni puede existir una imagen hecha de una cosa invisible” (Hobbes, 2002: 448). Como puede verse, el rechazo metafísico de la espectralidad resulta el gesto político que inaugura el nómos de la Modernidad puesto que actúa sobre la imaginación que, al mismo tiempo constituye, según Hobbes, la fuente última sobre la que operan los hombres para constituir regímenes políticos y asegurar la paz de la sociedad civil. Sin una política de los sueños y sin una conquista estatal de la imaginación no puede existir el Leviatán que, precisamente, instala al nuevo soberano absoluto en el lugar vacante del antiguo espectro de las religiones antiguas. De allí que la consigna, hoy bien conocida pero no por ello menos importante, enarbolada de un modo que hoy podemos ver como retrospectivamente ambiguo, en Mayo de 1968, bajo la forma de “la imaginación al poder”, lejos de ser una resistencia, no hacía más que enunciar, acaso, uno de los dogmas centrales del poder político inaugurado en la Modernidad. Dicha mutación en la historia del poder en Occidente aún no ha sido sopesada en su justa medida y uno de los objetivos de Hobbes había sido también inaugurar la exploración de ese sendero.

A modo de conclusión Luego de este recorrido, algunas preguntas que, sin embargo, aún reclaman una respuesta son: ¿en qué sentido el espectro 208

puede ser una entidad metafísico-política? Y, por otra parte, ¿qué consecuencias políticas trajo, para los tiempos modernos y contemporáneos, la exclusión del espectro como esse objectivum del nómos político de Occidente? Creemos que una deconstrucción de la dogmática hobbesiana hostil a los espectros, nos encontrará cara a cara con aquello que Derrida denominaba la “fenomenología de lo espectral” (Derrida, 1993: 215) y que, como posible continuación de su legado, puede abrir las puertas, también, a una nueva conceptualización de la soberanía más allá de su paradigma de exclusión y de silencio. Del mismo modo, si aún resulta pregnante la caracterización aristotélica de la política humana según la cual “lo que es propio de ese viviente que es el hombre resulta ser la política y, por lo tanto, el hombre es inmediatamente zoopolítico en su vida misma” (Derrida, 2008: 462), entonces, una de las tareas más importantes para la teoría política de nuestro tiempo consiste también en pensar las posibilidades de un nuevo pacto ético-político que redefina por completo las relaciones entre el hombre y los animales. Esto último sólo es posible con la condición previa de una reintegración de la animalidad originaria del hombre sobre las bases de una radical deconstrucción de la onto-teo-logía que había trazado los caminos de su escisión. Esta apuesta conlleva consigo la necesaria consideración del espacio bio-normativo sobre el que se asienta la vida en el ecosistema terrestre. En este punto la zooantropología deberá también medirse con una eco-política planetaria que pueda pensar el hábitat de todo lo viviente por fuera de los límites de todo absolutismo soberano.

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FIGURACIONES SOBERANAS Emmanuel Biset

[…] no ya una alternativa entre soberanía y no-soberanía sino una lucha por la soberanía, unos traspasos y unos desplazamientos, incluso unas divisiones de soberanía, aquello de lo que hay que partir ya no es del concepto puro de soberanía sino de conceptos como pulsión, traspaso, transición, traducción, paso, división. Es decir, asimismo herencia, transmisión y, con la división, la distribución, por consiguiente, la economía de la soberanía.[…] Porque de hecho, como bien sabemos, en todas partes en donde, hoy más que nunca pero desde ya tanto tiempo, en todas partes en donde creemos hacer frente a problemas de soberanía, como si tuviésemos que elegir entre el soberanismo y el anti-soberanismo –ya parezca suceder eso en unos sofisticados debates de teoría política o jurídico-políticos o en la retórica de café o de los salones de la agricultura–, pues bien, la cuestión no es la de la soberanía o de la no-soberanía sino la de las modalidades del traspaso y de la división de la soberanía así llamada indivisible.

Jacques Derrida

Introducción El problema de la fuerza aparece con una extraña insistencia en Jacques Derrida. Desde aquel temprano “Fuerza y significación”, donde discute el estructuralismo desde una noción de fuerza nietzscheana hasta la aparición recurrente de la fábula de La Fontaine en sus últimos Seminarios. Como si el

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problema de la fuerza lo hubiera acosado una y otra vez a lo largo de los años. No creo que se trate de la misma pregunta, de una sola y definitiva, que atraviese textos que recorren algo así como cuarenta años. Sin embargo, la fuerza de la fuerza, la insistencia de la fuerza, parece ser una indagación por lo modos posibles de romper una totalidad estructurada, un sistema de relaciones, un orden de cosas dado que bajo diversas modulaciones no dejó de preocupar a Derrida. Retengamos por ahora sólo la inquietud. Aquella que va desde aquel temprano texto donde, frente a Rousset, sostiene que la fuerza, que es siempre “tensión de la fuerza”, es “[…] lo otro que el lenguaje sin lo que éste no sería lo que es” (Derrida, 1989: 42)1, hasta pensar la fuerza que funda o destruye derecho o la razón del más fuerte. En esta amplia trayectoria se podría formular el problema del siguiente modo: dada una totalidad finita, cómo pensar su exceso, o mejor, cuáles son las diversas estrategias para dar lugar a ese exceso. Es posible pensar estos modos del exceso, que siempre son una tarea, a lo largo de los textos de Derrida: un trabajo constante que va encontrando diversas estrategias y que no pueden ser reconducidas al mismo sentido. Ahora bien, si el problema de la fuerza resulta recurrente, lo que me interesa pensar aquí es su definición desde la soberanía. Y esto por dos razones: primero, porque circunscribe el problema desde una perspectiva política, explícitamente política; segundo, porque se trata de indagar de qué modo la soberanía le otorga una configuración específica a la fuerza. 1 En el mismo texto escribe Derrida: “En nombre de ese esencialismo o de ese estructuralismo teleológico, se reduce, en efecto, a apariencia inesencial todo lo que se escapa al esquema geométrico-mecánico: no sólo las obras que no se dejan constreñir por curvas y espirales, no sólo la fuerza y la cualidad, que son el sentido mismo, sino la duración, lo que, en el movimiento, es pura heterogeneidad cualitativa” (Derrida, 1989: 34).

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Ya no pensar la fuerza en general, sino su forma soberana. En este marco, voy a presentar tres indicios de lectura que no buscan sino ser modos de elaborar ciertas preguntas políticas. En el primer apartado, me interesa preguntarme por la misma posibilidad de una lectura deconstructiva de la soberanía. En el segundo apartado, voy a presentar dos formas de enfrentarse a la cuestión de la soberanía en Derrida. Por último, me interesa volver sobre la insistencia en Derrida en una hípersoberanía. El objetivo del texto es abrir una serie de preguntas en torno a las implicancias de pensar de modo deconstructivo la soberanía.

De la multiplicidad al uno En un texto de comienzos de la década del 80, Derrida se pregunta por el estatuto de las investigaciones de Foucault sobre el poder. No reconstruyendo las diversas genealogías (de la disciplina a la gubernamentalidad) sino formulando una pregunta simple: ¿cómo puede Foucault hablar siempre del poder en singular, siempre “el” poder, cuando ha mostrado como ningún otro la heterogeneidad de sus formas?2 O si se quiere: ¿Qué tienen en común todas las relaciones tematizadas bajo el significante poder? Derrida parece sugerir que 2 Escribe Derrida: “¿Qué ocurre cuando hablamos del poder en singular, cuando continuamos diciendo el poder cuando, y este es uno de los motivos más originales e insistentes en Foucault, no hay poder central, capital, hegemónico, monárquico, sino una multiplicidad de poderes, redes, o un «haz de relaciones de poder» (p. 42), o «técnicas polimórficas de poderes» (p. 20)? […] La cuestión parece clásica y filosófica en su forma. Se refiere al derecho de llamar con el mismo nombre a una multiplicidad de instancias de las cuales se subraya la irreductible multiplicidad y la heterogeneidad en cuanto a la determinación esencialmente política que se acuerda generalmente a la problemática del poder” (Derrida, 2014: 8).

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si la heterogeneidad entre esas relaciones es radical ya nada autoriza nombrar a todas ellas como relaciones de poder. Se trata de pensar cómo se pasa del poder a los poderes, o incluso más, cuál es el límite entre algo llamado poder y otro tipo de relación3. El primer indicio de lectura que quiero proponer se entiende como una reformulación de este problema: ¿es posible pensar la soberanía en singular? Esta pregunta, abordada en Derrida, conlleva dos cuestiones subsidiarias: primero, preguntar por la diferencia entre la soberanía y otros conceptos que parecen cercanos como fuerza o poder; segundo, si se asume cierta multiplicidad inherente a la soberanía preguntar qué autoriza su definición como singularidad. Diferencia externa y diferencia interna. Adelanto mi primera hipótesis: al mismo tiempo que Derrida piensa la multiplicidad inherente a la soberanía–la imposibilidad de su reducción a la unidad–, no deja de producir esa reducción. Para decirlo en otros términos, si bien insiste en que no existe algo así como “la” soberanía en singular, una y otra vez su significado se circunscribe de modo singular. De algún modo lo que está en juego en estas preguntas es la misma lógica de la soberanía, no se trata sólo de mostrar cierta inestabilidad conceptual en Derrida, sino de indagar cómo esta inestabilidad es constitutiva de la misma lógica soberana. Por esto, mi punto de partida es una distancia crítica respecto de aquellas lecturas de Derrida que encuentran a lo largo de sus textos una misma posición definida por la “solicitación” del Uno desde la alteridad irreductible. Un Uno que puede adquirir diferentes nombres: soberanía, logos, hombre, padre, comunidad, Estado. Entiendo que uno de los problemas de leer a Derrida de este modo es dar lugar a 3 Posiblemente la indagación foucaltiana en torno al gobierno pueda ser leída en este sentido, esto es, preguntar por la diferencia entre relaciones de poder yrelaciones de gobierno.

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una estrategia de indiferenciación. Esta indiferenciación es un riesgo presente en el mismo Derrida cuando parece en ciertas ocasiones no abordar hasta qué punto la noción de soberanía funciona en un orden conceptual que supone una ruptura respecto a otros modos del pensamiento político. Atender la historicidad de la soberanía no supone acordar con esquemas que dividen el pensamiento político en clásico y moderno, sino tratar de indagar no sólo los desplazamientos de sentido de algo como la soberanía sino el orden conceptual dentro del que adquiere sentido4. Más allá de este señalamiento historicista, la tensión entre unidad y multiplicidad puede pensarse en dos dimensiones. En primer lugar, se produce entre la imposibilidad de una definición única y la recurrencia del planteo del problema en singular. En el primer tomo del Seminario La Bestia y el Soberano escribe Derrida: “[…] de la misma manera que no hay LA bestia y EL soberano, de la misma manera que no hay LA soberanía, que no hay EL psicoanálisis” (Derrida, 2010: 131). Si no hay “la” soberanía se entiende que existe una multipli4 La relación entre historicidad y deconstrucción es un problema central con enormes implicancias teóricas y metodológicas. Si bien puede ser rastreado tempranamente en Derrida (¿no es justamente aquello que está pensando en su lectura temprana de Husserl?), me interesa destacar aquí que en su último Seminario vuelve sobre este problema estableciendo cierta distancia con Foucault y Agamben. Allí señala que se trata de pensar una historicidad no signada por el concepto de “época”, es decir, trabajar radicalmente sobre la historicidad de los conceptos sin abonar su ubicación en determinada época (precisamente la división en épocas reduciría la historicidad). Cierta tradición señala que esto permite exceder aquel trabajo con los conceptos que circunscribe su sentido a la localización en contextos de emergencia o recepción. Sin embargo, entiendo que el desafío es metodológico: ¿Cómo trabajar esa historicidad no epocal de los conceptos? O en lo que nos compete: ¿cómo pensar la soberanía en una historicidad no epocal? ¿Cómo evitar, entonces, una caracterización que por exceder la epocalización termina por eludir la historicidad? A fin de cuentas, es necesario notar que la contingencia puede ser también el nombre de una obliteración de la historia.

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cidad de formas soberanas. O mejor, en Derrida es la misma inexistencia de la soberanía lo que muestra el carácter protético de sus definiciones. Sin embargo, ese carácter protético sigue estando ordenado por la unidad de la soberanía. Me explico: el carácter ficcional o figurativo constitutivo de la soberanía siempre se ordena en torno a la unidad de su sentido. Esta unidad puede situarse en la recurrencia de una misma definición de soberanía en Derrida. Si en el primer tomo del Seminario La Bestia y el Soberano Derrida recurre a Aristóteles para establecer la “definición ontológica” de soberanía como autarquía5, en Canallas esto es explicitado del siguiente modo: Antes incluso de cualquier soberanía del Estado, del Estado-nación, del monarca o, en democracia, del pueblo, la ipseidad nombra un principio de soberanía legitima, la supremacía acreditada o reconocida de un poder o de una fuerza, de un kratos, de una kratia. Esto es, por consiguiente, lo que se encuentra implicado, puesto, supuesto, impuesto también en la posición misma, en la auto-posición de la ipseidad misma, en todas partes en donde hay algún sí mismo; primer, último y supremo recurso de toda “razón del más fuerte” como derecho otorgado a la fuerza o fuerza otorgada al derecho (Derrida, 2005: 29).

La soberanía en Derrida es pensada como lógica de la ipseidad, como autarquía, como el autos inmanente a todos kratos6. La cuestión a pensar es si la inexistencia de la sobe5 En el seminario escribe: “Ésta es la definición ontológica de la soberanía, es decir, que es mejor –puesto que se busca vivir bien (euzên)– vivir en autarquía, es decir, teniendo en nosotros mismos nuestro principio, teniendo en nosotros mismos nuestro comienzo y nuestro mandato” (Derrida, 2010: 400). 6 Cuestión que permite vincular esta definición de soberanía con el modo en que el mismo Derrida piensa la noción de “sujeto”. Ya desde De la gramatología la noción de sujeto se inscribe en una historia de la metafísica bajo la figura

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ranía como tal, y así el carácter ficcional de sus sentidos, no permite pensar de otro modo la soberanía: ¿es posible pensar una soberanía que no remita a la ipseidad? Esto conduce, en segundo lugar, a señalar que este problema se encuentra en la misma soberanía. Se trata de preguntar qué tipo de fuerza es la soberanía atendiendo a los recursos que Derrida emplea para tematizarla. Al abrevar recurrentemente en las fábulas de La Fontaine, y todo lo que abren respecto a la relación entre bestialidad y soberanía, se piensa la soberanía desde la “razón del más fuerte”. Pero como el mismo Derrida señala todo el problema se dirige a ese “más”, a un pensamiento de la soberanía como fuerza superior, fuerza más fuerte, fuerza más potente7: Lo esencial y propio de la soberanía no es pues la grandura o la altura geométricamente medibles, sensibles o inteligibles, sino el exceso, la hipérbole, un exceso insaciable de desbordar cualquier límite determinable: más alto que la altura, más grande que la grandura, etc. Es lo de la “auto-afección” ¿No piensa Derrida la soberanía en tanto ipseidad como auto-afección? Escribe Derrida: “Opone al psicoanálisis […] también el academismo de una hermenéutica espiritualista, religiosa o llanamente filosófica, incluso también, ya que todo esto no se excluye, instituciones, conceptos y prácticas arcaicas de la ética, de lo jurídico y de lo político que parecen todavía dominadas por una cierta lógica, es decir, por una cierta metafísica ontoteológica de la soberanía (autonomía y omnipotencia del sujeto –individual o estatal–, libertad, voluntad egológica, intencionalidad consciente, si quieren, el yo, el ideal del yo y el superyó, etcétera)”. (Derrida, 2001b: 19). 7 “[…] un derecho sin fuerza no es un derecho digno de ese nombre; y, en primer lugar por esa razón, se nos impone el desconcertante problema que es precisamente el de la soberanía (representando siempre el soberano el poder más poderoso, el más alto, el más grande, la omnipotencia, la fuerza más fuerte, la capital o capitalización más eminente, la extrema monopolización de la fuerza o de la violencia –Gewalt– en la figura del Estado, lo superlativo absoluto del poder), problema desconcertante de una fuerza, pues, que –porque es indispensable para el ejercicio del derecho, porque está implicada en el concepto mismo de derecho– daría derecho o fundaría el derecho, y daría razón de antemano a la fuerza” (Derrida, 2010: 248).

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más, lo más que lo que cuenta, lo absolutamente más, el suplemento absoluto que excede cualquier comparativo hacia un superlativo absoluto (Derrida, 2010: 306).

Como señala la cita he ahí una paradoja: el “más” supone en la definición de soberanía una matriz comparativa respecto de otras fuerzas, esto es, la soberanía como la summa potestas frente a otros poderes, pero lo absoluto de la soberanía no se encuentra en esa relación comparativa con otras fuerzas, sino en su carácter único. Como lo señala una larga tradición que va desde Hobbes a Weber es el carácter monopólico lo que define la soberanía, es decir, no es una fuerza superior a otras fuerzas, sino que es una fuerza única. De allí que, en estricta lógica hobbesiana, no existe “razón del más fuerte”, puesto que sólo existe “una” razón, aquella del soberano. Para decirlo brevemente: la singularidad de la soberanía radica en la ruptura con un esquema de pensamiento de la fuerza diferencial. Y posiblemente el problema de un abordaje deconstructivo de la soberanía se encuentre allí: cómo pensar la estructura denegativa de esa fuerza diferencial llamada soberanía. Esto mismo, Derrida lo piensa como una dinámica: Esta sobrepuja hiperbólica está inscrita en lo que llamaré la dinámica de la majestad o de la soberanía, en su dinámica, porque de lo que se trata es de un movimiento cuya precipitación es ineludible, y de una dinámica (elijo a propósito esta palabra), porque de lo que se trata es del soberano, justamente, del poder, de la potencia (dunamis), del despliegue de la potencialidad del dinasta y de la dinastía (Derrida, 2010: 273).

Unas páginas más adelante, Derrida señala que esa dinámica no es sino el lugar de la representación. Esto implica, ante todo, que el relato o la representación no vienen a re220

presentar a posteriori al soberano sino que la representación forma parte estructuralmente de la soberanía: “La soberanía es esa ficción narrativa o ese efecto de representación. La soberanía saca todo su poder, toda su potencia, es decir, toda su omnipotencia, de este efecto de simulacro, de este efecto de ficción o de representación que le es inherente y congénito, co-originario en cierto modo” (Derrida, 2010: 341).

Se puede afirmar, entonces, que como la soberanía no es, no es como tal una singularidad, sólo se singulariza en la dinámica misma de las representaciones que performativamente la constituyen. Esto permite señalar que siempre hay soberanías en plural constituidas por esas ficciones o representaciones que la constituyen. Sin embargo, esto no es lo que parece prevalecer en Derrida, sino la insistencia en la soberanía como lógica de la ipseidad. Y esto es nombrado en diversas ocasiones por el mismo Derrida bajo el significante “pulsión”8. Ahora 8 La referencia a una pulsión de soberanía aparece de modo recurrente en los últimos escritos de Derrida. Y con ello la necesidad de una precisa recepción del psicoanálisis para abordar el poder, la soberanía y la crueldad. Sin embargo, ya tempranamente Derrida había referido la existencia de una “pulsión de poder [maitrise]” como la pulsión de la pulsión: “Definición bien conocida: «Una pulsión (Trieb) sería pues un empuje (Drang) que habita dentro del organismo animado y apunta a la restauración (Wiederherstellung) de un estado anterior» al que el viviente habría tenido que renunciar bajo la influencia de fuerza perturbadoras venidas de fuera, una especie de elasticidad orgánica o, si se prefiere, la expresión de la inercia en la vida orgánica. […] Si, autoteleguiando su propio legado, la pulsión de lo propio es más fuerte que la vida y más fuerte que la muerte, es que, ni viva ni muerta, su fuerza no la califica de otra manera sino por su propia pulsividad, y esa pulsividad sería esa extraña relación hacia sí que se llama relación con lo propio: la pulsión más pulsiva es la pulsión de lo propio, dicho de otra manera, lo que tiende a reapropiarse. El movimiento de reapropiación es la pulsión más pulsiva. Lo propio de la pulsividad es el movimiento o la fuerza de reapropiación. Lo propio es la tendencia a apropiarse de uno mismo. […] Se puede entonces vislumbrar un privilegio casi trascendental

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bien, si la soberanía como tal no existe, entonces la dinámica que la constituye se juega entre representación y pulsión. He ahí la cosa a pensar, esto es, cómo la dinámica de la soberanía siempre se juega entre representación y pulsión. Por ello un pensamiento de la soberanía, o de las soberanías en plural, debe atender a los modos o formas que adquiere esa combinación de representación y pulsión. La paradoja es que en el mismo Derrida esa tensión entre multiplicidad y unidad parece resolverse de modo pulsional, como si en sus textos insistiera una pulsión soberana, puesto que reconduce una lógica de la representación plural a una misma definición de soberanía. Me estoy preguntando, en fin, simplemente si no es posible pensar representaciones soberanas no reducidas a una lógica de la ipseidad.

Dos estrategias: de la oposición a la partición La no existencia de la soberanía como tal en tanto existen formas soberanas siempre plurales, también se dirige a pensar la misma existencia de una pluralidad de definiciones en Derrida. En este sentido, no existe una definición única de soberanía sino diversas modulaciones no siempre concurrentes. El indicio más relevante de ello es la distinción que establece entre la soberanía como lógica de la ipseidad (el autos inmanente a toda arquía) y la híper-soberanía con la que finaliza su Seminario La Bestia y el Soberano. Pero más allá de estas dos definiciones, se trata de pensar cómo los recursos utilizados habilitan redes semánticas cercanas pero no idénticas. Lo que conlleva pensar la lógica de la representación en un de esta pulsión de dominio, pulsión de poder o pulsión de imperio”. (Derrida, 2001a: 333)

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segundo sentido, si lo ficcional o representativo es estructural de la soberanía, del mismo modo lo son los recursos semánticos utilizados para ello. En este sentido es posible preguntar: ¿cuáles son las distancias y cercanías entre una red semántica articulada en torno a la razón del más fuerte y una red semántica articulada en torno a la autarquía? Desde estas preguntas en torno a la misma posibilidad de lectura (y la soberanía no es sino, ante todo, una forma de la lectura), la segunda hipótesis que quisiera avanzar es que existen por lo menos dos modos de tramitar la soberanía en Derrida. No es que sean incompatibles, o contradictorios, pero sí que dan lugar a dos estrategias políticas diferentes. Para ello resulta pertinente volver sobre lo que entiendo es la pregunta que atraviesa diversos textos de su última etapa: ¿qué pregunta, o qué preguntas, se está formulando Derrida bajo el significante “soberanía”? Una de ellas se puede rastrear hasta Fuerza de ley por lo menos, texto donde se indica, por un lado, que la deconstrucción ha sido siempre un pensamiento de la fuerza que busca escapar a sus definiciones oscurantistas, por lo que se trata de abordar la fuerza como una dimensión constitutiva del derecho, en su fundación como en su aplicación (no hay derecho sin fuerza); por otro lado, la cuestión será qué hacer con el lugar excepcional de la fuerza fundadora de derecho –la soberanía–, pues su lugar fuera-de-la-ley, no sólo complica la posibilidad de juzgarla sino que lleva a pensar un tipo de excepcionalidad que no seasoberana. Como si se pudiera decir que se trata de pensar una “crítica de la fuerza” (una crítica de la razón violenta), al mismo tiempo aceptando su carácter irreductible y su excepcionalidad. Esta excepcionalidad se pone en juego en función, a su vez, de una definición de “razón”. Y así desarrollar una crítica racional de la fuerza desde una noción de razón hiperbólica. Una razón que excede 223

su definición como quid juris, puesto que se trata de pensar la excepcionalidad que excede el orden jurídico. Desde esta formulación parecen abrirse dos caminos. Uno de los caminos, tal como aparece en diversos textos, surge de entender la deconstrucción desde una excepcionalidad diferente y opuesta a la soberanía. En “El «mundo» de las luces por venir”, Derrida señala que existen dos excepcionalidades que deben oponerse, y que incluso dan lugar a una definición de la deconstrucción como “crítica incondicional de las condicionalidades”: Se trata de pensar la razón, de pensar el venir de su porvenir y de su devenir como una experiencia de lo que y de quien viene, de lo que o de quien llega –evidentemente como otro, como la excepción o la singularidad absoluta de una alteridad no reapropiable por la ipseidad de un poder soberano y de un saber calculable (Derrida, 2005: 176)9

Desde esta perspectiva, se trata de replegar una exigencia de incondicionalidad, aquella denominada de lo incalculable 9 “Se trataría pues, ésta fue al menos la hipótesis o el argumento que someto a su discusión, de cierta indisociabilidad entre, por un lado, la exigencia de soberanía en general (no sólo pero sí incluida la soberanía política, incluso estatal; y el pensamiento kantiano del cosmopolitismo o de la paz universal no la pondrá en cuestión, sino todo lo contrario) y, por otro lado, la exigencia incondicional de lo incondicionado (anhypotheton, unbedingt, incondicionado). […] Me atreveré, pues, a ir más lejos. Llevaré la hipérbole más allá de la hipérbole. No se trataría sólo de disociar pulsión de soberanía y exigencia de incondicionalidad como dos términos simétricamente asociados, sino de cuestionar, de criticar, de deconstruir, si quieren, la una en nombre de la otra, la soberanía en nombre de la incondicionalidad. Esto es lo que se trataría de reconocer, de pensar, de saber razonar, por difícil o improbable, por im-posible incluso, que parezca. Pero se trata justamente de otro pensamiento de lo posible (del poder, del «yo puedo» amo y señor, de la ipseidad misma) y de un im-posible que no sería solamente negativo” (Derrida, 2005: 169).

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(del acontecimiento), sobre la incondicionalidad de la excepción. Replegar, me gustaría señalar, la justicia sobre la soberanía. Derrida indica que la soberanía es uno de los rasgos desde los cuales la razón define su propio poder y, a su vez, es en un punto de singularidad indivisible la concentración de la fuerza y de la excepción absolutas. Señala en el mismo sentido en Universidad sin condición: En el fondo, ésta sería quizá mi hipótesis (es extremadamente difícil y casi improbable, inaccesible a una prueba): cierta independencia incondicional del pensamiento, de la deconstrucción, de la justicia, de las Humanidades, de la Universidad, etc., debería quedar disociada de cualquier fantasma de soberanía indivisible y de dominio soberano (Derrida, 2010b: 74)10.

El otro de los caminos ya no enfrenta o disocia dos incondicionalidades, sino que efectúa una deconstrucción inmanente de la noción de soberanía. Esto supone, ante todo, pensar la partición misma de la soberanía. Dos pasajes de su conferencia en Strasbourg el 8 de junio de 2004 titulada “El soberano bien–o Europa en mal de soberanía” van en este sentido. Esta conferencia termina señalando “Sabemos que el efecto de soberanía –aunque sea negado, particionado, dividido–, no digo la soberanía misma, sino el efecto de soberanía, es políticamente irreductible” (Derrida, 2007). La cuestión, entonces, será pensar qué significa que el efecto de soberanía 10 En un texto dedicado al psicoanálisis escribe Derrida: “Lo que busqué pensar, si no conocer, a lo largo de este camino, es la posibilidad de un im-posible más allá de la pulsión de muerte, más allá de la pulsión de poder, más allá de la crueldad y de la soberanía, y un más allá incondicional. No soberano sino incondicional”. (Derrida, 2001: S/N). Si bien parece insistir en la lógica de la posibilidad de un exceso, lo que me interesa destacar es el desplazamiento metonímico en esta cita, y recurrente en este texto, entre poder, crueldad, soberanía.

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es políticamente irreductible. Pregunta que debe necesariamente multiplicarse en función de las diversas definiciones de soberanía que recorren los textos de Derrida: ¿se trata del efecto irreductible de la soberanía como auto-posición del sí mismo o de lo irreductible de la híper-soberanía? Unas páginas antes Derrida había señalado: Y si quisiera proponer aquí una tesis política, esta no sería la oposición del bien y del mal o el bien que es un mal al mal que desea el bien, sino otra política de la partición de la soberanía –a saber, de la partición de lo no particionable; dicho de otro modo, la división de lo indivisible (Derrida, 2007).

Esta cita remite a otra de la undécima sesión del primer tomo del Seminario La Bestia y el Soberano: […] la elección o la decisión no están entre soberanía indivisible y no-soberanía indivisible, sino entre varias divisiones, distribuciones, economías (nomía, nomos, nemein quiere decir distribución y división, se lo recuerdo a ustedes), economías de una soberanía divisible. Otra dimensión u otra figura del mismo double bind sería –he tratado de formalizar esta cuestión en otro lugar (especialmente en La universidad sin condición)–, sería pensar una incondicionalidad (ya se tratede la libertad, del don, del perdón, de la justicia, de la hospitalidad) sin soberanía indivisible. Es más que difícil, es aporético, desde el momento que la soberanía se ha considerado siempre indivisible, por consiguiente, absoluta e incondicional (Derrida, 2010: 353).

Me interesa preguntar por las dos modulaciones que aparecen en esta cita, esto es, si se trata o no de la misma estrategia proponer economías de una soberanía divisible y pensar una

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incondicionalidad disociadade la soberanía indivisible. Si bien parecen sinónimos en este párrafo, entiendo que allí se juegan dos estrategias: o bien oponer dos exigencias de incondicionalidad o bien replegar la soberanía sobre sí misma, dividir lo indivisible (pensar efectos de soberanía que vuelvan su propia indivisibilidad imposible)11. En resumidas cuentas, mi pregunta, en términos políticos, sería la siguiente: ¿es homologable una estrategia de la partición de la soberanía con una oposición entre dos incondicionalidades? Esta pregunta adquiere sentido precisamente cuando una lógica de la partición (diría sin más de la différance) cuestiona la posibilidad de la disociación entre incondicionalidades. Lo que permite preguntar lo siguiente: ¿no se trata en la política precisamente de la contaminación diferencial entre incondicionalidad excepcional (lógica de la soberanía) e incondicionalidad incalculable (pensamiento de la justicia)? Por todo esto, quizá se trate de cómo dar lugar a una política que en tanto estrategia (economía) se juegue en una partición que articula cada vez soberanía y justicia. 11 Entiendo que esta pregunta es clave puesto que en la herencia de ciertas lecturas contemporáneas mi pregunta es si una lógica de la oposición entre incondicionalidad no termina por abonar cierto posicionamiento liberal (que opone tradicionalmente poder y libertad). En un sentido cercano, me interesaremitir a una serie de observaciones críticas realizadas por W. Brown. En un texto importante sobre la noción de soberanía en Derrida, W. Brown señala que Derrida ocluye la posibilidad de pensar una soberanía popular. De modo que si Derrida insiste en la inexistencia de la soberanía como tal, termina por definir una y otra vez la soberanía como ipesidad. Ahora bien, el problema es que esa definición termina acercándose a una noción de democracia liberal: “[…] el principio democrático del poder compartido transforma el sentido de la soberanía en tanto es necesariamente condicionado, parcial, divisible, deliberativo, contingente, episódico y cambiante. Pero en su fidelidad a la libertad individual y a la tradición democrática que la consagra, Derrida retrocede también a una fidelidad de la soberanía clásica, una derivada de Dios y del estado absolutista hecho a imagen de Dios. Termina por afirmar el circuito entre soberanía estatal e individual requerida por la formulación liberal de la libertad”. (Brown, 2017: S/N)

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Figuraciones soberanas Llegados a este punto, quisiera terminar con la última de la hipótesis que entiendo merece ser pensada desde la tematización de la soberanía en Derrida. Se trata de algo sugerido ya desde Fuerza de ley, específicamente desde el segundo texto, aquel que propone una lectura de Walter Benjamin. Se ha trabajado mucho esta lectura, discutiendo generalmente sus tesis (ante todo el postscriptum maldito), pero no sé si se ha insistido lo suficiente en el gesto derridiano de lectura, esto es, de realizar una lectura por la cercanía del nombre Walter con el Waltende. Es justamente en esta cercanía de Walter y Waltende cuando Derrida escribe: Se la puede llamar así, la soberana. En secreto. Soberana en el hecho de que se llame y que se la llame ahí donde soberanamente ella se llama. Se nombra. Soberana es la potencia violenta de esa apelación originaria. Privilegio absoluto, prerrogativa infinita. La prerrogativa da la condición de toda apelación. No dice ninguna otra cosa, se llama, pues, en silencio. Sólo resuena entonces el nombre, la pura nominación del nombre antes del nombre. La prenominación de Dios, esto es la justicia en su potencia infinita. Y empieza y acaba en la firma (Derrida, 1997: 139)12.

En esta cita se juegan dos dimensiones de la tercera hipótesis que estoy presentando. Primero, porque se define la soberanía, a diferencia de los textos posteriores, como una potencia violenta de apelación originaria. Aún más, es la pre12 Quizá la cuestión pase por la traducción de “waltende” como soberanía, algo no habitual en las traducciones al español del texto de Benjamin (suele ser traducido como “reinante” o “gobernante”). Más que una equivocación, se encuentra allí justamente la apuesta derridiana que interesa indagar.

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rrogativa de la apelación. Por ello mismo, la pregunta es si en este sentido, Derrida mismo no termina por deconstruir la oposición entre dos modalidades de la incondicionalidad, es decir, si la soberanía es la prerrogativa de la apelación, la potencia violenta de esa apelación, parece acercarse bastante a una definición del “ven” o del mesianismo sin mesianismo tal como aparece en alguno de los textos de la época. Para decirlo en otros términos, si en Fuerza de ley Derrida define la misma deconstrucción como “contaminación diferencial” ¿no termina esto por desbaratar cualquier oposición entre incondicionalidad soberana e incondicionalidad incalculable? O incluso más: ¿no podrían pensarse la incondicionalidad incalculable, la justicia como apertura radical a la alteridad, o una lógica del acontecimiento sin más, como formas de una híper-soberanía? Segundo, porque esta referencia abre al problema de la híper-soberanía que remite en textos posteriores al nombre de M. Heidegger. Si en Fuerza de ley cierta cercanía entre Heidegger, Benjamin y Schmitt es señalada respecto de la “destrucción” y cierta crítica radical a la democracia, el problema de la híper-soberanía abre la posibilidad de una nueva articulación entre Benjamin y Heidegger en Derrida. La referencia a la híper-soberanía aparece en dos lecturas posteriores de Heidegger. Primero, en El oído de Heidegger y luego en el segundo tomo del Seminario La Bestia y el Soberano. En el primer caso, a partir de la lectura que Heidegger realiza de Heráclito buscando des-antropologizar el sentido de sus afirmaciones, escribe Derrida: Ahora bien, la palabra que Heidegger privilegia para decir esta unidad originaria de dos contrarios es Walten: dominar, reinar, “predominar” (perdominer, traducción francesa siempre algo extraña), prevalecer, ejercer en

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todo caso un poder o una fuerza y no sin una cierta violencia. Siendo muy difícil de traducir, esta palabra porta un peso tanto más pesado cuanto que es, por una parte, inseparable de un cierto pólemos, que prepara y legitima así la cita de Heráclito, y que, por otra parte, Heidegger hace de ella sencillamente, hasta cierto punto, el sinónimo de la An-wesen, en dos palabras, de la presencia, incluso de la aletheia (Derrida, 1998: 401).

La red semántica asociada a “Walten” como dominación, reinado, soberanía, en esta lectura debe ser disociada de cualquier violencia o fuerza humana. Se trata de pensar en esta lectura de Heidegger su sentido ontológico, esto es, si el mundo es la apertura para el ente en este caso se piensa en los términos de un polemos originario como potencia que hace aparecer a cada ente en su singularidad. De modo que si ese polemos es lo que predomina, o el lugar de la híper-soberanía, no se define como poder o fuerza política sino el surgir originario de la fuerza como epifanía del mundo. Si la híper-soberanía en tanto posible traducción del Waltende alemán aparece con fuerza en estos dos textos referidos a Benjamin y Heidegger, será el motivo de las últimas clases de su Seminario La Bestia y el Soberano. De hecho, el segundo tomo de este Seminario se puede leer en ese registro: ¿cómo pensar una soberanía que ya no es monopolio de la fuerza política sino la misma emergencia del mundo como tal? O se pude preguntar de otro modo: ¿qué implicancias tiene pensar el mundo como tal como instauración soberana? En este caso parece que la definición ontológica excede no sólo cualquier humanismo sino la misma autarquía: […] si insisto tanto en la palabra “Walten”, y en todas las ocasiones sorprendentes en que aparece el verbo, a veces sustantivado, a lo largo de todo el corpus de Heidegger

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desde Ser y tiempo, lo hago porque, al parecer –como hemos visto- en nuestro Seminario de 1929-1930, estas ocasiones parece que se refieren sin duda a una soberanía de última instancia, a un superpoder que decide acerca de todo en última o en primera instancia, y en particular en cuanto al en cuanto tal, en cuanto a la diferencia entre ser y ente, al Austrag del que hablamos la semana pasada, pero que se refiere a una soberanía tan soberana que excede las figuras o las determinaciones teleológicas y políticas –y sobre todo ontoteológicas- de la soberanía (Derrida, 2011: 337)13.

Esta híper-soberanía no sólo excede su definición antropológica, sino que se opone a su inscripción en cualquier tradición teológico-política. La analogía estructural entre Dios y el soberano queda desbaratada. Incluso, como dice el pro13 La posibilidad de pensar una definición de soberanía más allá de su definición ontoteológica conlleva algunos problemas. Ante todo, como he señalado, es posible preguntar por qué Derrida elige el término soberanía para traducir el Walten alemán, decisión que lo inscribe políticamente. Pero, a su vez, esta pregunta: ¿si por soberanía se entiende el carácter ontológico de la misma diferencia ontológica no se termina por producir una despolitización? En un registro diferente pero que puede pensarse en el mismo sentido escribe W. Brown: “A medida que avanza sobre el esfuerzo filosófico de Nancy por separar la libertad de la idea del sujeto autónomo e incondicionado, la libertad se vuelve un ethos de la esfera pública y se convierte en una fuerza que influye en todo el cosmos, no sólo en los humanos o los ciudadanos. Eso está muy bien, pero este salto cosmológico sobrevuela el punto más crítico de la libertad democrática: el poder del demos para gobernarse a sí mismo. Cuando la democracia es separada de los sujetos concretos, también es separada del poder y de lo político, repitiendo así el status despolitizado de la libertad que el liberalismo le asignó hace tres siglos, en el que, en lugar de encarnar el gobierno del pueblo, la libertad se vuelve el vehículo para su opuesto: los medios por los cuales los individuales son aislados y dejados fuera del poder político. Esto, claro, es nuestro dilema hoy día al confrontar un discurso coherente por parte de un poder soberano imperial que, en el nombre de la democracia, dice asegurar nuestra libertad por un lado, y llevar libertad a los oprimidos, por el otro”. (Brown, 2017: S/N)

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pio Derrida, este exceso de la soberanía anularía el sentido de la soberanía. Por ello la pregunta es por las implicancias de nombrar con el “Walten” el devenir diferencia ontológica de la diferencia ontológica, la sobrevenida del ser y la llegada del ente. La semántica del “Walten” remite entonces, por un lado, a la emergencia del mundo como prevalencia que vence en un combate, pero, por otro lado, es constitutiva del Dasein en el doble sentido de padecer la violencia y poder ejercerla. El hombre es violentado precisamente por todo aquello que lo domina, que lo atenaza, al hacerlo formar parte del mundo (lengua, lenguaje), y sólo puede surgir un sí-mismo en un ejercicio de violencia contra esa violencia que atenaza14: La definición que Heidegger da entonces de la ipseidad del sí mismo (…) está vinculada a esa salida por efracción fuera de sí para desbrozar violentamente, para capturar, para domeñar (…). A través de esa violencia que desbroza, abre, captura, domeña, el ente se descubre o se 14 L. Odello ha señalado que el problema de la híper-soberanía debe remitirse a un abordaje del problema de la pulsión: “A partir de allí, está será mi hipótesis, se podría pensar el Walten en el sentido de lo que Derrida designa bajo el nombre pulsión de soberanía. […] Dicho de otro modo, habría que interrogarse una y otra vez sobre está gran fuerza que empuja al Uno a diferenciarse en sí y de sí, sobre la fuerza auto-inmunitaria de esta pulsión que no tiene contrarios: la soberanía, como la crueldad, sólo existe en différance, no es otra que un exceso hiperbólico más allá de todo y es por ello que en el fondo «ella no es nada»” (Odello, 2014: 160). Efectivamente, en Derrida de modo recurrente se piensa la soberanía como pulsión de soberanía. Sin embargo, me interesa establecer dos observaciones respecto de esta lectura: primero, que si la híper-soberanía remite al mismo carácter ontológico de la diferencia no puede ser pensada como pulsión. Pensar desde una lógica de la pulsión reconduce la híper-soberanía a la soberanía como autoposición. Segundo, que se podría señalar lo opuesto al indicar que la pulsión no reconduce a definición humanista desde que la pulsión no puede ser pensada en términos estrictamente humanos sino como su umbral mismo.

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revela o se desvela, aparece como mar, como tierra, como animal, y el como es subrayado tres veces (…). El als, la als-Struktur que distingue al hombre del animal es, por lo tanto lo que la violencia del Walten hace posible (Derrida, 2011: 348).

En este sentido, se trata del como tal del ente que el hombre debe dominar para constituirse como historial. Un rasgo que lo diferencia del animal. La insistencia de Derrida en la semántica del “Walten” que, según sus propios términos, lo debería llevar a leer nuevamente a Heidegger en otra dirección, permite pensar una soberanía que excede lo teológicopolítico, pero que al mismo tiempo constituye al Dasein en otro sentido. Si “Walten” viene a nombrar la diferencia ontológica como tal, también nombra el como tal del Dasein como ejercicio de la violencia contra la violencia que lo atenaza. Esta economía de la violencia tiene un estatuto ontológico y sólo puede ser limitada por la “muerte”. Ya no una incondicionalidad incalculable, sino la muerte como aquello que pone en jaque a esta violencia. Parecen establecerse, a grandes rasgos, dos lecturas de la soberanía. Primero, la soberanía como ipseidad o autarquía, la indivisibilidad de la excepción, a la que pone un límite la incondicionalidad de lo incalculable. Segundo, una híper-soberanía como predominancia del aparecer como tal del mundo, a la que le pone un límite la muerte. Sin embargo, como he insistido, me interesa pensar ambas dimensiones desde una lógica de la partición, y no de la oposición simple. La cuestión es cómo trabajar esa partición inmanente de la soberanía, esto es, no un límite externo a la soberanía (que remite a cierta lógica política liberal), sino una partición inmanente. Lo que implica preguntarse ante todo por la contaminación diferencial entre soberanía e híper-soberanía: ¿no es ya la soberanía

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política la instauración de un mundo?15 Dos referencias tempranas nos ayudan a pensar esto. En primer lugar, en De la gramatología Derrida escribe: “Se comprende así que el nombre, particularmente el llamado nombre propio, está siempre incluido en una cadena o en un sistema de diferencias. No se convierte en apelación sino en la medida en que puede inscribirse en una figuración” (Derrida, 1985: 120). En este sentido, la misma posibilidad de la apelación referida en el texto de Benjamin requiere su inscripción en una cadena de diferencias, o mejor, no puede convertirse en apelación sino al inscribirse como figuración. En segundo lugar, en “Violencia y metafísica” escribe: “En la violencia ontológico-histórica, que permite pensar la violencia ética, en la economía como pensamiento del ser, el ser está necesariamente disimulado. La primera violencia es esta simulación, pero es también la primera derrota de la violencia nihilista y la primera epifanía del ser. El ser es, pues, menos el primum cognitum, como se decía, que lo primero disimulado [premier dissimulé], y estas dos proposiciones no se contradicen” (Derrida, 1989: 203) 15 He aquí un problema central a discutir que ya se encuentra en textos tempranos de Derrida: la cuestión del humanismo. Si ya en escritos como “Los fines del hombre” el problema del humanismo es abordado en una lectura atenta de Hegel, Husserl y Heidegger, en sus últimos seminarios se tensa respecto del problema de la animalidad. De hecho, en el Seminario La Bestia y el Soberano aparece se trata de pensar como en una lógica de la excepcionalidad el soberano siempre es más que lo humano: un Dios o una bestia. Sin embargo, aquí me interesa destacar otra cosa: la híper-soberanía, indica Derrida, le permite pensar una definición de soberanía que exceda su caracterización teológico-política, una soberanía sin rastros antropológicos. Al mismo tiempo, al pensarla como predominancia ontológica no deja de ser un modo de pensar el Dasein. Posiblemente una definición no teológico-política de la soberanía no pueda evitar seguir refiriéndose a un humanismo de segundo orden. O si se quiere, en el problema de la soberanía se juega siempre el límite de lo humano.

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En estas citas encuentro dos elementos centrales: de un lado, lo irreductible de la diferencia, de la partición, en su estatuto de inscripción; pero, de otro lado, el señalamiento de que una apelación requiere una figuración o de una disimulación originaria. Estas referencias me permiten indicar no sólo que resulta posible pensar la definición de soberanía como el lugar de una apertura prenominativa, sino de un modo más radical que las figuraciones, incluso en su estatuto de irreductible soberanía, abren el mismo campo de la acontecimentalidad del acontecimiento. Frente a una pulsión soberana que pulsa, la cuestión es cómo dar lugar a una lógica de la partición o de la inscripción. Esto supone acentuar precisamente el estatuto representativo de la soberanía, o si se quiere mostrar cómo la misma pluralidad de las representaciones particionan la soberanía. Estas últimas indicaciones conllevan consecuencias teórico-políticas centrales que producen cierto desplazamiento en las lecturas de Derrida. Si bien resulta central la rehabilitación del problema de la soberanía para el pensamiento político, muchas veces subtiende a esa recuperación una reformulación de la crítica como distanciamiento u oposición externa. Contra esta definición la deconstrucción ha ayudado a pensar otros modos de la crítica. Estos modos de la crítica previenen ante dos formas de pensar la soberanía que incluso atraviesan los textos de Derrida: de un lado, contra cierta pulsión de definición unívoca que se construye muchas veces desde ciertas diferencias simples, frente a ello trabajar sobre la misma partición de sentido de la soberanía y sobre la contaminación diferencial de cada intento de distinción. De otro lado, en términos políticos parece insistir la necesidad de oponerse a la soberanía, de limitarla, de disociar de ella una definición de justicia como apertura a la alteridad o al acontecimiento. Entiendo que esta disociación u oposición sigue presuponien235

do una definición unívoca de soberanía, es decir, reduce el mismo estatuto representacional que la constituye. Por ello me interesa apostar por una política donde no se opone simplemente soberanía a justicia, sino que se trata de una política de las figuraciones soberanas como modos de la justicia.

Cierre El problema de la soberanía en Derrida remite a preguntas de dos tipos: de qué modo su última etapa reformula el estado actual de las interpretaciones sobre la deconstrucción y por las formas de un pensamiento político deconstructivo. La insistencia en el problema de la soberanía al mismo tiempo que puede rastrearse en textos anteriores, adquiere una presencia predominante en sus últimos escritos. Esto mismo permite indagar en qué medida la cuestión de la soberanía establece ciertos desplazamientos incluso respecto de los textos más políticos de Derrida como Fuerza de ley, Espectros de Marx o Políticas de la amistad. No se trata de una discontinuidad radical, mucho menos de un giro, pero si de ciertos desplazamientos teóricos que reformulan el sentido político de la deconstrucción. Si esta pregunta se inscribe dentro de lo que es la recepción del autor, también se puede indagar de modo más general cuál es el aporte de un pensamiento deconstructivo de la soberanía. Respecto de la primera cuestión, he intentado precisar tres hipótesis de lectura dentro de la recepción actual de Derrida. Mi impresión es que predomina una lectura que bajo palabras como hospitalidad y alteridad reconstituye un sentido de crítica como oposición externa. Frente a ello he intentado mostrar: primero, que el problema de la soberanía en Derrida puede pensarse a partir de la relación entre re236

presentación y pulsión, es decir, que si bien muestra que no es posible una definición unívoca de soberanía por lo que es necesario atender a la equivocidad de las representaciones que la definen, insiste en sus textos una pulsión que la termina por definir como lógica de la ipseidad. Segundo, que esto mismo conduce a dos modos de tramitar la soberanía, o bien la insistencia en una disociación u oposición entre incondicionalidad soberana e incondicionalidad incalculable, o bien un pensamiento de la partición de la soberanía misma. No creo que la afirmación de la doble estrategia resuelva esto. Tercero, que la aparición de la hiper-soberanía como posibilidad de pensar una soberanía no onto-teológica no sólo parece evitar su contaminación respecto de la soberanía como tal, sino que puede conducir a una clausura aún mayor respecto de una lógica de la partición. Respecto de la segunda cuestión, entiendo que la deconstrucción resulta central respecto del pensamiento político contemporáneo no sólo por los problemas que trabaja sino por el modo de hacerlo. En este sentido, la rehabilitación del problema de la soberanía resulta central en un panorama donde la teoría crítica, incluso heredera de la deconstrucción, ha acentuado los multiples rostros del poder muchas veces abandonando esta cuestión. Trabajar sobre la soberanía, y sobre algunas cuestiones cercanas al Estado, resulta central para un pensamiento político crítico. Un modo deconstructivo de pensar estos asuntos, precisamente en su reformulación de la noción de crítica, permite exceder cualquier oposición simple. Se trata de romper con una figura de la crítica sobredeterminada bajo la figura del juicio, allí cuando muchas veces sigue primando la oposición poder-libertad (o una lógica de la resistencia). Incluso entiendo que en Derrida aparece la posibilidad de pensar la política más allá del par semántico poder-libertad para pensar en términos de soberanía-justicia. 237

La deconstrucción exige pensar, he intentado mostrarlo, el carácter protético de la soberanía. Allí cuando por su propia lógica, he ahí quizá la diferencia con el poder, la lógica soberana supone una unicidad que excluye esa misma multiplicidad. Ahora bien, pensar ese carácter protético conlleva una atención a formas políticas específicas desde ciertas herramientas conceptuales: se trata de pensar el carácter figurativo o representacional constitutivo de la soberanía. Si la soberanía no existe, se trata de pensar las dinámicas representacionales que le otorgan uno u otro sentido. Esto mismo abre dos cuestiones finales: primero, una indagación ya no por el carácter representacional de la soberanía, sino por el estatuto soberano de la misma figuración. O si se quiere, cómo es que ciertas representaciones y no otras adquieren estatuto soberano. Segundo, atender no a la partición de la soberanía misma, sino a cómo cada figuración soberana inscribe una partición. Esto permite no sólo pensar la contaminación diferencial entre los diversos modos de la soberanía, sino dislocar una lógica de la disociación entre soberanía y justicia para atender a cómo en la inscripción se puede dar una combinación de justicia y soberanía.

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SOBERANÍA IMPOSIBLE. PRODUCCIÓN Y SÍNTOMA DE LA POLÍTICA CONTEMPORÁNEA Eliza Mizrahi Balas

Introducción En este texto busco analizar en el contexto especifico del problema arabe-israeli los síntomas y las fallas de la soberanía contemporánea. El Estado de un lado y el terrorismo del otro. Encontramos ahí que la ley, o la fuerza de la ley, más allá de limitar su territorio en nombre de la seguridad nacional hace con él una multiplicidad de franjas. Lo que se buscará a lo largo de este trabajo es demostrar cómo es que la franja enuncia y visibiliza el territorio aporético de la ley. Ella se afirma en absoluto como una inversión topológica de la condición de la ley por la no relación entre poder-espacio-cuerpo. Es sobre esta inversión que se configuran ciertos sistemas de representación y de enunciación del poder, que evidencian y visibilizan las aporías sobre las que éste se funda en Occidente.

Hostilidad absoluta, hospitalidad imposible Cada nuevo periodo y cada nueva época en la coexistencia de pueblos, imperios y países, de potentados y potencias de todo tipo, se basa sobre nuevas divisiones del espacio, nuevas delimitaciones y nuevas ordenaciones espaciales de la tierra.

Carl Schmitt

El espacio en Occidente ha sido el lugar en el que se da la representación del poder en términos de división del cosmos 241

y de la humanidad conforme a una política que territorializa lo existente en función de lo económico y lo técnico como formas de dominación. “En la organización moderna de la fantasía basta con que un objeto aparezca redondo, deseable y en postura como de sueño para que se le pueda describir ya como un mundo conquistable” (Sloterdijk, 2007: 129). Así es como los grandes teóricos logran vincular la apropiación de la tierra con el establecimiento del poder soberano y del derecho. Según Schmitt, “la toma de la tierra es el primer título jurídico en el que se basa todo el derecho ulterior. Esa apropiación constituye así el orden original del espacio, el origen de toda ordenación concreta y de todo derecho posterior. Significa arraigar en el mundo normativo de la historia” (Schmitt, 2002: 25). Nomos es por tanto la producción del orden político por medio del asentamiento espacial. Es la forma en la que se hace visible –en cuanto al espacio– la ordenación política y social de un pueblo: el nomos fue cercando el espacio a medida que nació la soberanía. Al cuestionar el espacio, contrario a lo que entendemos por dicha aproximación del mundo limitado y representado geopolítica y geográficamente, me interesa establecer la categoría de franja: en ella se afirma, en absoluto, una inversión topológica de la condición de la ley: la fuerza. Con el objetivo de determinar los modos bajo los cuales se configuran ciertos sistemas de representación y de enunciación del poder, que evidencian y visibilizan las aporías sobre las que éste se funda en Occidente. En otros términos, el desencadenamiento de la pulsión de muerte y de la crueldad provocan una aporía de ley, y por consiguiente un nuevo impulso que pensar: las formas de la política y de la violencia en el mundo contemporáneo. Por ello, es fundamental preguntarnos desde estas lógicas cuál es la máquina suplementaria de lo político cuando 242

se habla de un espacio vaciado de toda determinación, de un espacio perforado y deformado topológicamente. Lo que se busca aquí es analizar ese tejido de lo político por la línea que va del terror de estado al terrorismo como medio esencial y estructural de la subjetividad del ser sujeto del sometimiento político, así como del poder y de la fuerza de la ley en Medio Oriente –en particular Israel/Palestina– como aquello que organiza al miedo como condición de posibilidad pero también como el mayor defecto del discurso de la política. Así, me propongo pensar las paradojas político-históricas que acompañan el momento de la fundación del Estado de Israel y su desarrollo, hasta llegar a nuestros días, pues considero que dicho momento histórico es el producto de una nueva configuración bajo la cual habrá que pensar la política fuera de los límites territoriales y conceptuales bajo los cuales la filosofía política ha pensado el Estado-Nación y sus formas de representación jurídica. Esto permite la creación de diversas franjas1 –Gaza/Cisjordania/Estado de Israel, ciudadano árabe/israelí–, con los matices propios que le corresponde a cada una, los enclaves básicos para poder pensar críticamente la política nacional y la política internacional. Si nos detenemos por un momento en el caso israelí, la función del imaginario fundacional que se configuró –a partir de la promesa en la promesa,2 el Estado dentro de su marco 1 Se busca plantear la categoría de franja como una forma de fracturar los límites geográficos y geopolíticos no sólo de la zona aquí a tratar, sino de la política actual. Lo interesante del momento histórico de la creación del Estado y el despliegue de un pueblo bajo el mismo territorio, bajo la categoría de franja, es que se configuran nuevas formas de habitar el espacio así como de los desplazamientos que enmarcan hoy el problema de migración, refugiados, desplazados, etc. Con ello, es menester pensar en condiciones de representación jurídica capaces de abarcar al individuo que carece ante todo de territorio político. 2 Sobre la oscuridad del futuro arde el cielo estrellado de la promesa: así será tu descendencia (son palabras que figuran en la bendición con que se invita a la

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jurídico– fractura y corrompe la promesa bíblica en tanto se realiza como propiedad de la tierra, lo que funda el carácter simbólico del Estado-Nación. De ahí que el desencanto provocado por la idealización del progreso y de la racionalidad moderna –agotados ambos– a lo largo de la primera mitad del siglo XX, lleve a los creadores del Estado y a los dirigentes posteriores a suturar esas fallas y ese desencanto del Estado moderno por medio de figuras y alegorías procedentes de la tradición bíblica. Aunadas al dolor y a la pérdida que implicó la Shoah, esas alegorías ayudan en un primer momento a enmarcar y reforzar el discurso posmoderno de la política, el cual estuvo al servicio del movimiento sionista en sus inicios durante el siglo XIX. Sin embargo, tras la radicalización del discurso político israelí y con ayuda de las guerras contra el terrorismo, tanto a nivel local como internacional, el discurso legitimador de la fuerza será el encargado de arrasar con la ideología sionista, así como de secularizar las figuras bíblicas hasta destruir las bases que habían encausado y fundado todo el movimiento político de un pueblo históricamente condenado al exilio. Desde ahí, este pueblo configuro y relectura de la Torah). La saga genealógica del pueblo eterno no comienza, a diferencia de los pueblos del mundo, por la autoctonía. Vástago de la tierra, y aun eso sólo según el cuerpo, es únicamente el padre de la humanidad. El padre de Israel, en cambio, fue un emigrante. Su historia, tal como la cuentan los libros sagrados, empieza con la orden de salir del país de su nacimiento y partir hacia otro que Dios le mostrará. Y el pueblo se convierte en pueblo, tanto en la aurora de su tiempo primigenio como, más adelante, en la luz clara de la historia, en un exilio: primero en el destierro de Egipto, luego en el de Babilonia. Y la patria que cultiva y en la que hace su morada la vida de un pueblo del mundo, hasta casi olvidar que ser un pueblo quiere decir algo más que posar en el país. Tal patria nunca llegó a ser propia en ese sentido para el pueblo elegido hasta el momento de su culminación con la creación del Estado judío de Israel. “La tierra es para él suya propia precisamente a título de su nostalgia: de tierra santa.” La voluntad del pueblo no debe apegarse a ningún medio. Sólo le es posible realizarse a través del pueblo mismo. (Rosenzweig, 2007: 357).

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forzó, una y otra vez, una identidad arraigada en el sentido de la comunidad y no de la tierra. Podría parecer que frente a este caso particular –el de la cuestión judía– la figura del ángel de la historia que aparece en Tesis sobre el concepto de Historia (Benjamin, 2008) indica, más que la posibilidad de redención –entre un pasado en ruinas marcado por la debacle y un futuro arrastrado por la idea de progreso– de la Historia en el tiempo presente del Estado, una cierta impotencia de la promesa comunitaria que durante siglos mantuvo la identidad de un pueblo en dispersión, en la promesa de la política. Simultáneamente, el problema palestino resulta del desplazamiento y del exilio forzado de un pueblo, que para mantener su unidad e identidad configuran un tiempo de espera y de retorno como forma de resistir al tiempo de la Historia. Es bajo estas lógicas que se desata un proceso en el que la violencia, por un lado, funda el Estado, y por el otro, lo suspende. Quizá podamos comprender con mayor precisión el problema si recuperamos lo que Hannah Arendt escribe en Eichmann en Jerusalén: Tras el concepto de actos de Estado se alza la teoría de raison d’État. Según ésta, los actos del Estado que administra la vida del país, así como las leyes que la rigen, no están sujetos a las mismas normas que regulan los actos de los ciudadanos. Del mismo modo que la imposición del cumplimiento de la ley, que tiene la finalidad de eliminar la violencia y la guerra de todos contra todos, necesitará siempre de los instrumentos de violencia a fin de mantenerse, también es cierto que el gobierno puede verse obligado a cometer actos generalmente considerados delictuosos a fin de conseguir su propia supervivencia, y la supervivencia del imperio de la ley (Arendt, 2012: 420).

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Justa o injustamente, la raison d’État se basa en una necesidad, la de conservar el poder, y de este modo asegurar la continuidad del ordenamiento legal. Para el desarrollo puntual de este texto se busca argumentar que en el Estado en suspensión, paradójicamente, la raison d’État normaliza la violencia a fin de suspender la ley en lugar de conservar el poder por medio de la supervivencia de la ley. En otros términos, se define por una fluctuación de fuerza de ley como el elemento indeterminado en el que se pone en juego una fuerza de ley sin ley. Para ello, avanzaré sobre el carácter de lo ilícito como fundamento de lo jurídico, para de ahí, avanzar críticamente en función del caso israelí/palestino, sobre las categorías del Estado moderno, su fallido desarrollo a lo largo de la política occidental, y su necesaria transformación, al interior de los discursos de la política contemporánea.

Repetición y conflicto entre la violencia y la ley: terror y terrorismo Un estado de excepción –la declaración de la ley marcial– es justamente la suspensión del derecho en el tiempo y en el espacio. Elimina la frontera entre lo interior y lo exterior, permitiendo la indiferencia ante la ley que normalmente se reserva para lo exterior que quiere hacerse interior. Así es como el nomos organiza el espacio en el tiempo.

Wendy Brown

Si el problema radica en las formas de vida producidas por la suspensión entre un poder y una fuerza, como modos de administración política, ¿cómo pensar la suspensión como condición de la ley?

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La diferencia fundamental entre la Guerra Fría y la guerra contra el terrorismo que surge tras la caída de las torres gemelas en 2001 es que, en el primer caso, el enemigo estaba claramente identificado, mientras que la amenaza terrorista es inherentemente espectral, sin un centro visible. ¿Qué es el terror?, ¿qué es el terrorismo? ¿Qué lo distingue del miedo, la angustia o el pánico? ¿En qué se diferencia el terror organizado, provocado, instrumentalizado de ese miedo que toda una tradición –que va de Hobbes a Schmitt– considera la condición de la autoridad de la ley y del ejercicio soberano del poder, de la fuerza del terrorismo? La tecnociencia enturbia la distinción entre terrorismo y guerra: vuelve más difícil que nunca situar dicha distinción, pues se presta a todo tipo de docilidad y manipulación de las retóricas de los medios de comunicación o bien de las gesticulaciones verbales del poder político. El tiempo y el modo en el que la precariedad, la inestabilidad de la soberanía y la vulnerabilidad de la vida ahí inscrita se tienden de un tiempo en el que no puede haber más que estados canalla en potencia y en acto. Es ahí, en ese tiempo, donde el terror que no ha tenido lugar traumatiza; he ahí una dispersión entre el terror y el terrorismo, por donde la propagación y el ritmo, más que señalar una distinción entre lo uno y lo otro, producen un lugar indiscernible en que lo que se ve afectado es el estatuto de la vida por sobre la soberanía. En un intento por responder a dicha problemática, los Estados exacerban la pose y la hipérbole del discurso político como el lugar en el que se figura la fuerza que busca equilibrar el concepto de soberanía; por más degradada que ésta sea, dicho discurso no sólo reúne la distancia entre el poder y la soberanía, sino que señala el hiato que se abre entre los títulos nacionales y no nacionales, exclusividad de ciudadanía o ciudadanía de segundo grado en función de la figura de los refugiados, de los apátridas, de los migrantes como la 247

gran amenaza a la que deben responder hoy las democracias. Siendo el Estado la única sede de garantías jurídicas, ¿cómo pensar a todos aquéllos carentes de representación? ¿Cómo distinguir la distinción entre terror y terrorismo, o peor aún, ¿cómo escapar a dicha dicotomía para intentar desbaratar el círculo en el el que nos encontramos? Habría que decir más bien una pervertibilidad, para designar así una posibilidad, un riesgo o una amenaza cuya virtualidad no tiene forma de una intención maligna, de un espíritu del mal, de una voluntad de hacer daño. Pero esta virtualidad sola basta para asustar, digamos que para aterrorizar. Es la raíz no erradicable del terror y en consecuencia de un terrorismo que se anuncia incluso antes organizarse como terrorismo. Implacablemente. Sin fin (Borradori, 2004: 161).

En una entrevista hecha poco después de los atentados de las Torres Gemelas en septiembre de 2001, Derrida intentó –como se dijo más arriba– responder a la pregunta: ¿es posible distinguir entre guerra y terrorismo?, y con ello a la diferencia entre terror y terrorismo. En la cita anterior nos dice que, con vistas a dicho acontecimiento, hay que aclarar que no hay nada puramente moderno en la mediatización del terror. La diferencia radica en un primer momento en el modo bajo el cual el terrorismo opera mediante la propagación del miedo en el espacio público, mediante imágenes o rumores que aterrorizan a la población civil. El siglo XX se torna la era en la que la radio y la televisión acompañan de manera indisociable a la propaganda organizada. Bombardeos que no podían distinguir entre lo civil y lo militar, como tampoco la resistencia y las represiones de movimientos de resistencia: en las dos guerras mundiales era ya imposible distinguir entre guerra y terrorismo. Los hechos muestran que dichas distinciones son impracticables y manipulables. 248

Habría que esbozar desde una perspectiva histórica el eje que cruza de manera espacio-temporal el fin de la Guerra Fría para poder analizar la distinción entre guerra y terrorismo. El fin de la Guerra Fría deja en realidad un solo campo, una coalición de estados que aspiran a la soberanía, frente a potencias anónimas y no estatales, organizaciones armadas virtualmente con poder nuclear, pero que también pueden –sin utilizar armas, sin provocar explosiones, sin ataques personales– utilizar técnicas informáticas temiblemente destructoras, o en todo caso capaces de llevar a cabo operaciones para las cuales no se tiene un nombre, que no se realizan en nombre de un EstadoNación y cuya causa es difícil de formalizar. El progreso en cuestión es ante todo uno de velocidad y ritmo, en el que la relación entre la tierra, el territorio y el terror ha cambiado. Pensar ahí no la relación, sino la no-relación a través de la categoría de la franja, me permite afirmar que al tender del tiempo y el ritmo de la velocidad, así como la intensidad con las que se proponga una fuerza, la franja cruza la relación entre tierra-territorio-terrorismo e injerta un afecto sistémico que no es artificial y protésico –como en la modernidad–, sino virtual y cristalizante en un espacio que no acaba nunca por concretarse como límite y forma del Estado. De un lado, el terrorismo; del otro, el delirio como concreción del régimen de enunciación y de visibilidad de la política. Resulta contundente pensar la indiscernibilidad del Estado de Israel y las franjas palestinas –ya no tanto entre terror y terrorismo, entre guerra y paz, sino lo que se desprende de dicha distinción–; que ahí, entre la indiscernibilidad entre lo uno y lo otro, el problema entre el ciudadano y el no ciudadano, entre el refugiado y el migrante, abre una perspectiva capaz de dislocar las categorías jurídicas que a la luz de la modernidad han determinado las formas de representación jurídica. Si nos detenemos a pensar ahí, implica reconsiderar 249

la figura del ciudadano árabe-israelí al interior del Estado de Israel, puesto que se presenta una franja que colapsa todo el aparato simbólico e imaginario sobre el que se funda el Estado judío. Éste debe replantearse a fondo el sistema representativo del Estado-Nación, tal y como se formuló en la modernidad. Por lo tanto, pensar la política en las franjas, y no por los bordes, me permite franquear las condiciones de posibilidad para representar aquello que dentro de la política contemporánea carece de estatuto jurídico de representación. Hay que resaltar que la supervivencia de la democracia ha sido posible durante los últimos años debido a la suspensión permanente entre poder y fuerza, entre ley y resistencia. La suspensión corresponde a la ilegalidad de los modos de administración política sobre la vida, el territorio, e incluso sobre la muerte y el derecho a sepultura. Pensemos en México y su guerra contra el narcotráfico y los cientos de miles de desaparecidos, en la migración y sus miles de muertes, así como en los miles de refugiados y la imposibilidad de habitar bajo algún estatuto de representación: la ilegalidad ha sido la forma bajo la cual se han enmascarado los límites del Estado-Nación. Se trata de una ilegalidad que en sí misma, al figurar legalmente en el espacio de la política, constituye una continua impugnación a la soberanía, la cual promueve el debilitamiento del Estado en tanto va menguando la relación entre poder-fuerza. Un Estado en suspensión se caracteriza más por la fuerza militar y policiaca que va cercando el espacio de lo político, que por prácticas legales y disciplinarias de la soberanía en su sentido clásico. A la luz de dicha problemática, se busca reconsiderar tanto la cuestión judía como la cuestión palestina, reconsiderar no la existencia de uno u otro Estado, sino la condición bajo la cual ambos resultan absolutamente necesarios. Debido a la distinción entre la excepción y la suspen250

sión, se busca argumentar que dentro de un mismo territorio, la suspensión de la ley no puede permanecer como la forma legal de anular el carácter judío o el carácter palestino que define al territorio. La reflexión debería también llevar a interpretar está institución dominante que es un Estado; aquí el Estado de Israel (cuya existencia, por supuesto, tiene que ser reconocida en adelante y por todos, y asegurada de manera definitiva), su prehistoria, las condiciones de su fundación reciente y los fundamentos constitucionales, jurídicos, políticos de su funcionamiento actual, las formas y los límites de su autointerpretación, etc (Derrida, 2008: 42).

Quisiera puntualizar, de la cita anterior, la condición necesaria del reconocimiento del Estado de manera definitiva y frente a dicha condición extender una crítica no a la existencia, sino a ciertas formas administrativas e ideológicas bajo las cuales el Estado ejerce el poder. El objetivo es pensar una política responsable en el análisis detallado de los conceptos, pues ante dicha necesidad se debe replantear la distinción entre antisionismo y antisemitismo, no como contrarios, sino en la paradoja que se crea frente al Estado de Israel y sus políticas, así como en el judaísmo a nivel de la diáspora. Al mismo tiempo, y al interior de la lógica histórico-política del Estado de Israel auspiciado por la Europa de la post-guerra, habría que re-considerar el problema palestino, y en él, el despojo de tierras y el exilio obligado de cientos de miles de palestinos, el modo en que se les arrebató no sólo la posibilidad de habitar dignamente la tierra, sino cualquier estatuto jurídico de representación. A lo largo de dicho proceso, durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI, es posible comprender las formas de la violencia, que van desde el Estado hasta 251

la resistencia palestina en la Primera Intifada: de un lado, la violencia para legitimar el poder, y del otro lado, la violencia como una fuerza propiciatoria de la justicia capaz de otorgar el derecho de retorno a la tierra de la que fueron desplazados. Ese proceso traza la evolución tanto de la resistencia que en sus inicios marcó el movimiento para la liberación palestina como una condición de permanencia en el tiempo de la Historia, hasta su conversión en un radicalismo absoluto con las formas terroristas que aparecen a principios del siglo XXI y con ello la reacción y el empoderamiento de un régimen político delirante. Frente a dicho proceso, las categorías de la política tradicional se vuelven insuficientes para definir los hechos y las cosas de la realidad contemporánea. Sólo derribando los estatutos bajo los cuales se inviste todo el discurso representativo del poder –tanto en el sentido teológico-político como en el sentido moderno– podremos aproximarnos concretamente a una crítica histórico-política. Es justamente en el cruce de teología y secularización, de mito y técnica de representación, donde el Estado declara su propia indisponibilidad. Indisponibilidad no solamente a la consagración del poder con antiguas prácticas legitimadoras, sino también a reconocer en la desacralización moderna la necesidad de un nuevo mecanismo normativo revestido de inevitables atributos sagrados. Indisponibilidad, en definitiva, tanto a sostener la ley del poder como el poder de la ley (Esposito, 2006: 16).

Puede decirse que la contradicción no se da solamente entre teología y política, sino en el interior de cada una de ellas. Una vez determinada, la política no puede ser teologizada, pero lo mismo vale para la teología: destinada a experimentar su propia indigencia lógica, no puede desarrollarse 252

como una política. Puntualmente me refiero a la creación del Estado judío, en un momento en el que los principios de la política moderna ya habían dado cuenta, a lo largo del S. XX, de su fallida institucionalización a través de los estatutos teológicos. El Estado de Israel, en tanto Estado para el pueblo judío, debía buscar las condiciones por las cuales podría investir teológicamente todo el aparato jurídico representativo del poder.3 Para avanzar sobre ello, empecemos por desplegar la lógica bajo la que la repetición y el conflicto entre la violencia y el Estado configuran movimientos de torsión y circulación de la ley, en los que las figuras de lo lícito y lo ilícito coexisten en el sentido en el que Hegel lo plantea en Filosofía del derecho. Habrá que mostrar la manera en que tal disfuncionalidad se apoya en poderes fácticos que simulan legalidad y legitimidad, con lo que trazan una franja en la que el poder se mantiene por medio de la suspensión indeterminada de la excepción. Hay que señalar que no es la excepcionalidad del caso la que designa al Estado, sino su suspensión: es ella quien disgrega el poder estatal y el vínculo entre Estado y soberanía. El estado de derecho como concepto será indicativo e imprescindible para establecer una medición de lo legal y lo ilegal. Su punto de referencia se localiza al menos en un principio metajurídico de la ley por el que, en abstracto, determina los cumplimientos concretos de sus instituciones. Para llegar a aquello que he denominado Estado en suspensión,4 me es necesario analizar varios estatutos de la 3 Revisar (Sand, 2011). 4 Eyal Weizman, en un texto titulado A través de los muros, sugiere que pensemos la posibilidad de dos Estados para el conflicto entre Israel y Palestina por medio de una superposición simultánea: dos estados superpuestos legalmente en un mismo territorio. ¿Qué implicaciones y posibilidades surgen de dicha superposición? ¿Se trata de una nueva formulación de la soberanía o un federa-

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política, desde el momento de su fundación en la era moderna –es decir, desde el momento instituyente de la soberanía– hasta nuestros días. Avanzar hacia la pregunta por la violencia como aquella condición paradójica sobre la cual se funda y se conserva la ley. Pensar en el modo bajo el cual la violencia funda y conserva la ley: esto ha sido la base de una genealogía filosófica-política que recorre gran parte del pensamiento occidental, y cuyos puntos más significativos intentaré abordar para responder a la problemática aquí planteada. En esta paradoja, el terror funciona como el afecto sistémico del espacio político, en tanto organiza los límites o las fronteras entre el poder y la fuerza. “Leviatán es el nombre de un animal-máquina para meter miedo o un organon protético estatal, lo que apodo una protestalidad (pizarra) que funciona con el miedo y reina mediante el miedo” (Derrida, 2010: 63). Pensar el acontecimiento de la soberanía, lo irrepresentable –a saber, el afecto–, queda prendido, alojado al menos como un fantasma, a saber, la violencia. Ahora bien, justificar la ley, fundar el derecho, hacer la ley, consiste en primera instancia lismo? Ante las complicaciones que surgen de dicha propuesta, lo primero que haré será desentrañar las paradojas del Estado Nación tanto en la modernidad como en su condición tardomoderna, ya que formular una soberanía dividida, separada, superpuesta o diseminada está en la incompatibilidad misma de sus aspectos a priori, así como con su finalidad decisionista. Dos estados superpuestos como sugiere Weizman implicaría pensar una posición superpuesta sobre un mismo espacio, tal como lo indica la etimología de la palabra (Weizman, 2012: 51-57). Sin embargo, ¿qué se coloca por encima?, ¿la ley? Y si así fuera, ¿cómo pensar dos formas jurídicas sin que una anule a la otra? ¿Cuáles serían las condiciones jurídicas de representación que no sean factibles en un solo espacio, sino bajo una misma condición temporal? Parecería que la soberanía superpuesta sigue siendo insuficiente para pensar una posibilidad. No sólo habría que pensar una superposición espacial —un mismo territorio—, sino el tiempo bajo el cual se vuelve factible; al parecer ese tiempo tiende a ser anacrónico y ahí la suspensión a pensar.

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en una violencia que no es justa o injusta en sí misma, ya que ninguna justicia ni ningún derecho pueden garantizar la Justicia. La instauración de la ley, en el acto fundacional de un contrato, se presenta como el abuso de una autoridad –el rey, el presidente– frente a una fuerza de dispersión previa, el pueblo; más puntual: el poder frente a la fuerza. El discurso de lo político encuentra ahí su límite, hay un silencio encerrado en la estructura violenta del acto fundador de la ley; encerrado porque no es exterior al lenguaje, bajo el cual se otorga a la soberanía el derecho a administrar la vida de quienes representa, es decir, el derecho de la ciudadanía está condicionado a la disposición espaciotemporal del sujeto. ¿Qué sucede entonces cuando hablamos de que no hay acto fundante ni instituyente de la soberanía en el espacio como no-lugar? ¿Qué estatuto geopolítico adquiere la franja en tanto es un no-lugar? ¿Cómo pensar ahí la ciudadanía? ¿Sería la franja la que desestabiliza la relación entre poder-fuerza, y entonces el problema se complica tanto al interior del Estado de Israel como de Cisjordania en tanto a cada caso se opone una fuerza militarizada policiaca como forma de control soberano? O más aún, ¿cuál es la forma protésica del Estado cuando el poder va menguando? Hay una cierta regularización del terror –pensado bajo el estatuto de la Revolución Francesa– en tanto la fuerza de ley se define más por la fuerza militar, policiaca y terrorista que por el poder instituyente de la ley. Nombremos algunas de las paradojas bajo las cuales se encierra la posibilidad de pensar la soberanía según estas problemáticas: La indivisibilidad de la soberanía, ya no puede ser pensada bajo el estatuto de poder absoluto y la libertad política cuando lo ilegitimo de la ley visibiliza la degradación del poder; El carácter autónomo, autopresencial y autosuficiente bajo el que la soberanía es lo propio del hombre, y sobre esa 255

propiedad –como bien diría Derrida– monta toda su prótesis, es decir, su carácter proteccionista como función esencial. Cuando el terror deja de ser la única forma de organización y protección, se ve trasgredido por otra forma sistémica, a saber, el terrorismo; cuando lo propio de la ley es lo ilegítimo, es decir, cuando la ley bajo su suspensión no alcanza a organizar el espacio de lo político, una fuerza desmedida que va incluso contra la vida misma difiere la referencialidad de la soberanía, y con ello el binomio terror/terrorismo monta un dispositivo bajo el cual el terror deviene insuficiente y serán la sospecha y la incriminación las que medien constantemente la relación entre lo uno y otro. Su carácter incluyente en tanto excluyente es el modo artificial bajo el cual no sólo la vida se administra, sino los límites interior y exterior del habitar, pero al hablar de franja –cuando la franja denota la disolución del límite, entre dentro/fuera– denota el modo en el que los individuos, el poder político, la identidad y la violencia pueden estar territorialmente desvinculados; pensemos en la brecha que existe entre Gaza y Cisjordania, así como la separación entre ellos con los ciudadanos árabe-israelíes, y a su vez éstos con los ciudadanos israelíes, lo cual nos lleva en uno y otro caso a pensar tal vez una ciudadanía en suspensión, como se verá más adelante. Respecto a lo anterior, de ambos lados el aspecto teológico de la soberanía deviene la condición interna secularizada de la autonomía de lo político, articulada en y por encima de la soberanía, lo que paradójicamente recuperan su condición teológica. Y por último, la soberanía es signo del estado de derecho como algo que está por encima de la ley, y del orden jurídico como condición originaria y a la vez como la autorización a superar el orden jurídico. 256

Recuperemos. Si la indivisibilidad, la autonomía, la artificialidad, la administración del límite, así como el aspecto teológico y el orden jurídico, se ven fragmentados desde ciertas formas de la política propias de nuestro tiempo, podríamos atisbar que encontramos una mecánica distributiva de la fuerza de ley que, más que situar el límite de lo político en función de la relación poder-espacio, distribuye los lugares de lo a-político por los modos en los que se ejerce una fuerza de ley sin ley. Dicho de otro modo, el espacio de lo político no aparece más que a través de la violencia, y la violencia territorializa una franja en lugar de delimitar el espacio de lo político; es decir, genera una trama de negatividad de lo político en tanto se inscribe en el cuerpo, por el modo del cuerpo de ocupar y desocupar el espacio. Ahí, la ley adquiere una movilidad que va más allá de la fuerza que le es propia, produce su hipérbole, su virtualidad en un poder que se ve menguado por la suspensión de la ley. “Lo virtual también traumatiza. El trauma tiene lugar allí donde estamos heridos por una herida que todavía no ha tenido lugar de una forma efectiva ni de otro modo que mediante la señal de su anuncio” (Derrida, 2005: 129). En función de este trauma anticipado, la fuerza del terrorismo se opone al poder de Estado; bajo la sospecha y la amenaza, el pánico por la muerte y no el temor por la vida, la soberanía se ve afectiva y políticamente menguada. Carl Schmitt construye el concepto de autonomía de lo político recurriendo al de soberanía. La articulación de la relación amigo/enemigo se da como el grado de una unión o de una separación de lo político. La decisión sobre quién es y quién no es el amigo, funda no sólo la intensidad de una relación, sino los límites bajo los cuales se define la identidad nacional, en términos jurídicos, territoriales, culturales y sociales. Esta identidad es la consecuencia por la cual el pueblo deja de ser una masa amorfa para ir configurando su ocupa257

ción, dentro de los límites de lo político, su representación. Ahora bien: antes de avanzar sobre el carácter de amigo/enemigo, detengámonos sobre los cinco puntos antes mencionados, ya que por medio de ellos podemos recorrer en un nivel distinto la pregunta por la autonomía de un sistema político bajo un mismo concepto: el de soberanía. Al analizarlo, puntualizaré sobre el carácter de Estado en suspensión para localizar el lugar por el que se vincula, por un lado, el dominio y la contención del poder, y por el otro, se supera y se suplementa el poder por una fuerza. Ontológicamente, la soberanía es el primer motor. Epistemológicamente, es un a priori. Como poder, es supremo, unificador, sin obligación alguna de rendir cuentas, y generador. Es la fuente, la condición y la tutela de la vida civil, y además la forma única del poder por cuanto da existencia a una nueva entidad y mantiene el control de lo que ha creado. Castiga y protege. Es origen de la ley y está por encima de ella (Brown, 2015:88).

Conservemos de esta cita la noción de primer motor que la autora trae a cuenta de la filosofía aristotélica con el objetivo de entender a la soberanía como aquello que es acto/potencia, en tanto por un lado es origen, a priori, y por otro formaliza el poder. Es en esencia todo derecho a la ciudadanía, y en estructura debe conservar y controlar dicho derecho; es garantía y control de la vida porque bajo su esencia y estructura controla la vida bajo la relación ley/culpa/castigo. Si como Schmitt lo plantea –pensando no sólo en Hobbes sino más allá–, lo teológico permanece, en función de ese carácter se le atribuye a la soberanía ser origen y conservación de lo político. “Todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” (Schmitt, 2009: 39); si vinculamos esta postura de Schmitt 258

con el modo en que Hobbes define al Leviatán –como el monstruo terrorífico creado por Dios–, éste es imitado, igualado y finalmente superado por el poder creador del hombre. Es necesario enfatizar que la soberanía es lo que da fuerza y movimiento a todo el cuerpo político, de manera que el problema aparece entonces cuando el origen de la ley y su ejercicio se expresan en el terror como aquello que media más allá de la ley. Ahora bien, lo que retengo hasta aquí es que la soberanía, por ese principio vital con el que da vida y gobierna los movimientos del Estado, toma prestado el suplemento bajo el cual se instituye la violencia y determina no sólo el carácter decisionista del poder –es decir, su excepcionalidad como la modalidad de la acción política en la decisión de suspender la ley para conservar el poder–, sino también la fuerza bajo la cual expresa una autonomía de lo político. Sobre esta fuerza, el Estado en suspensión se coloca por encima de la excepción, ya que es, ante todo, suspensivo, en tanto lo que permanece es una ley sin ley que en lugar de conservar el poder lo des-ajusta. Cuando la autoridad actúa como un poder legal, sus actos no están cubiertos y limitados por la ley, sino que operan en un espacio vacío que sigue estando dentro del territorio de la ley. Esta brecha que se abre entre la ley y su suplemento de fuerza tiene que ver con el estatus ambiguo de la representación política, el exceso constitutivo de la representación sobre lo representado. La soberanía en su verdadero concepto implica la lógica de lo universal y su excepción constitutiva: la vigencia universal e incondicional de la ley sólo puede ser sostenida por un poder soberano que se reserve el derecho a proclamar un estado de excepción, es decir, suspender la vigencia de las leyes a favor de la propia ley. La excepción está realmente, según la etimología ex-capere, “prendida fuera” y no simplemente excluida. El Estado 259

en suspensión aparece ahí prendido del tiempo suspendido de la decisión, y se define por una fluctuación de fuerza de ley como el elemento indeterminado en el que se pone en juego una fuerza de ley sin ley. “La apertura de un espacio en el cual la aplicación y la norma exhiben su separación y una pura fuerza-de-ley actúa (esto es, aplica des-aplicando) una norma cuya aplicación ha sido suspendida” (Agamben, 2005: 83). De este modo, lo que refiere al Estado de excepción5 busca la apertura entre la aplicación y la norma, en la presuposición de su nexo, que opera bajo la forma de la excepción. Esto significa que, para aplicar una norma, se debe en última estancia suspender su aplicación. Es sobre el umbral de la suspensión que quisiera detenerme: ¿qué sucede ahí en torno a la praxis y la lógica de lo político? Si lo que le falta a la estructura norma/aplicación es justamente la relación, ¿qué es aquello que se instituye bajo su presunto nexo? Si el estado de excepción refiere a un vacío e interrupción de todo derecho, ¿qué se designa bajo un Estado en suspensión? Antes que nada, este espacio vacío de derecho parece ser, por alguna razón, tan esencial al orden jurídico que éste debe buscar, por todos los medios, asegurarse una relación con aquél; se mantiene necesariamente en relación con una anomia. Por un lado, el vacío jurídico que está en cuestión 5 El estado de excepción se caracteriza por generar una tensión en este estar prendido fuera y en un tiempo ex tempore, que nombra la extensión por la cual la energética de la fuerza suspende indefinidamente la vida en la muerte. Lo que me interesa situar en este desplazamiento de la vida es el paso que va de la excepción a la suspensión, como el carácter fundamental de la fuerza diferencial, de la diferencia como diferencia de fuerza en lo inconmensurable del nomos y de la physis, de la oposición entre la ley y la naturaleza, de la suspensión de la vida en la decisión que resta colgada en el preguntar por la franja y las condiciones de posibilidad o imposibilidad de la soberanía y sus lógicas de distribución y representación de la vida y de la muerte; más concretamente, en el devenir profundo de esa decisión, de esa experiencia que implica una dimensión temporal, un intervalo o una duración de mucho tiempo.

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parece absolutamente impensable; por el otro, este impensable reviste al orden jurídico de una impotencia. Entre lo uno y lo otro quisiera desarrollar el carácter suspensivo, ya que entiendo por dicha suspensión no sólo la imposibilidad de definir el nexo entre la aplicación y la norma, sino el no-lugar que ahí se abre, como la apertura espaciotemporal que libera una fuerza, que el poder busca apropiarse sin lograrlo. La vigencia sin aplicación de una ley, más que instituir, la degrada suspensivamente pues lo que se renueva es la temporalidad de la ley y no su aplicabilidad. Por su parte, Agamben sostiene que las formas contemporáneas de la soberanía existen estructuralmente en relación al estado de derecho, y surgen precisamente en el momento en que el derecho queda suspendido. Mi argumento consiste en situar la permanencia de la suspensión como la condición misma de la franja. Es decir, la permanencia indefinida de la suspensión. “Lo decisivo en la decisión soberana no es tanto el control o la neutralización de un exceso como la creación y la definición de un espacio en el que el orden jurídico tendrá validez” (Agamben, 1998: 30). Tenemos que considerar el acto de suspensión de la ley como un performativo que hace surgir una configuración contemporánea de la soberanía o más precisamente, como un acto que reanima una soberanía dentro del campo de gobernabilidad.6 El estado en suspensión permite una tensión entre ambas, es decir, la soberanía se ejerce en el acto de suspensión y la gobernabilidad supone una operación de poder administrativo que es extrajurídica incluso si vuelve a la ley como campo 6 Para Foucault, la gobernabilidad es el modo en que el poder administra y regula poblaciones como forma de vitalizar el poder estatal, como carácter de la modernidad. Es un modo del poder relacionado con el mantenimiento y el control de cuerpos e individuos, con la producción y regulación de individuos y con la circulación de cosas en tanto que mantienen y limitan la vida de la población (Foucault, 2004: 341-356).

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de operaciones tácticas. La ley queda suspendida o bien considerada como un instrumento que el Estado puede poner al servicio de constreñir y delimitar el campo de una población dada. En el mismo acto por el cual la soberanía suspende la ley o la deforma para su propio uso, el Estado extiende su dominio, amplía sus necesidades y desarrolla los medios necesarios para justificar su poder. Foucault escribe que “las tácticas de gobierno […] permiten definir, en cada momento, lo que depende del Estado y lo que no”; la dependencia del Estado, “su mecanismo de poder, sólo puede ser entendido en su supervivencia y en sus límites a partir de tácticas generales de gobernabilidad” (Foucault, 2004: 349). Cuando la ley se vuelve una táctica de gobernabilidad, deja de funcionar como fuente de legitimación: la gobernabilidad vuelve posible una concepción del poder irreductible a la ley; explota la dimensión extrajurídica de la gobernabilidad, declarando un poder-soberano ilegal por encima de la vida y la muerte. La línea que demarca está condición se encuentra atrapada en una turbulencia jurídico-política, en vías de desestructuración-reestructuración, a pesar del derecho existente y de las normas establecidas. En el momento en que una autoridad, un Estado u otro poder del Estado se atribuye o le es reconocido el derecho de controlar o vigilar la integridad de sus fronteras, toda amenaza pesa sobre el territorio de propiedad del que es característico del derecho. Si analizamos la ocupación en los territorios de Gaza y Cisjordania, a partir de la Guerra de los Seis en 1967 el Estado de Israel se ha encargado de diferir todo el estatuto de la ley como la fuerza que le es propia para desplegar sobre los territorios una serie de expropiaciones y ocupaciones de la tierra gracias al carácter suspensivo de la ley. Es decir, no suspende para mantener el poder por excepcionalidad, sino que suspende para mantener 262

la fuerza en nombre de la seguridad nacional. Estas tácticas de gobernabilidad le han permitido desde entonces suspender los derechos básicos de los palestinos de manera arbitraria; con la radicalización del terrorismo tras le Segunda Intifada y las últimas intervenciones en Gaza, se ha aplazado una y otra vez la posibilidad de autodeterminación del pueblo palestino a través del Estado. Aunado a ello encontramos la falta del reconocimiento internacional de la urgencia de crear las condiciones para que esto sea posible. Lo excepcional de la ley se ha convertido en una norma naturalizada y se justifica indefinidamente el ejercicio extrajurídico del Estado, tanto a nivel nacional como internacional. Ahora bien, ¿cuáles son las prácticas extrajurídicas que de esto se desprenden? Es decir, ¿cómo erosionar la norma para mantener la fuerza? El estado de excepción no es, por lo tanto, el caos que precede al orden jurídico, sino la situación que resulta de su suspensión. Foucault ofrece una forma desde la cual, la gobernabilidad sostiene la continuidad del Estado cuando la soberanía ya no es capaz de hacerlo. El Estado puede ser legítimo o no, puede derivar su legitimidad de un principio de soberanía, pero continúa “sobreviviendo” como espacio de poder gracias a la gubernamentalización. La gestión de la salud, de la prisión, de la educación, del ejército, junto a la producción de las condiciones discursivas e institucionales sobre las cuales se busca mantener a la población en los ejes de los territorios ocupados, permiten definir a cada momento lo que depende del Estado y lo que no. La cuestión entonces parece fundamental: ¿cómo funciona la producción de un espacio a partir de exenciones arbitrarias de poder? En otras palabras, ¿bajo qué condiciones la soberanía produce una gobernabilidad ilegal como parte de su dispositivo de poder? ¿Qué sucede con el carácter de ciudadanía desde las tres franjas bajo las cuales el pueblo palestino se encuentra disperso, a saber, Gaza, Cis263

jordania y al interior del Estado? La especificidad del caso nos lleva a repensar las condiciones jurídicas de la ciudadanía tanto al interior como al exterior de los límites nacionales: ciudadanía en suspensión; ya que toda amenaza de deformar y suspender la ley pesa sobre el territorio de lo propio y con ello sobre el espacio de derecho, hay aquí una aporía del derecho a la hospitalidad.7 El argumento de Agamben respecto a la excepción se dirige al problema de dónde reside la soberanía política, qué o quién la tiene y por qué tiene sentido entender como soberanas ‘decisiones’ hiperbólicas o exageradas sobre el poder. Ahora bien, pareciera que frente a la suspensión la pregunta no gira en torno al qué o al quién, sino al cómo se extiende la fuerza de una ley cuando el vínculo entre la norma y la aplicación no alcanza a figurar. Dos observaciones respecto a la suspensión: 1) el decisionismo, más que autónomo, es disperso e individual, es decir, depende de las fuerzas militares y policiacas antes que del representante del poder; 2) la excepcionalidad no se convierte en permanente sin erosionar la norma que la define, de ahí los modos de actuar en intervenciones y ocupaciones al territorio palestino como suplemento de la ley. Como se enunció arriba, Agamben parte de una genealogía muy particular sobre el Estado de excepción; sin embargo, conforme avanza su argumento al respecto, afirma: 7 “La ley de la hospitalidad, la ley formal que gobierna el concepto general de hospitalidad, aparece como una ley paradójica, pervertible o pervertidora. Parece dictar que la hospitalidad absoluta rompe con la ley de hospitalidad como derecho o como deber, con el pacto de hospitalidad. Para decirlo en otros términos, la hospitalidad absoluta exige que yo abra mi casa y dé no sólo al extranjero (provisto de un apellido, de un estatuto social de extranjero, etc.), sino al otro absoluto, desconocido, anónimo, y que le dé lugar, lo deje venir, lo deje llegar y tener lugar en el lugar que le ofrezco, sin pedirle ni reciprocidad ni siquiera su nombre. La ley de hospitalidad ordena romper con la hospitalidad de derecho, con la ley, o la justicia como derecho” (Derrida, 2005: 31).

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“cuando la excepción se convierte en la regla, la máquina ya no puede funcionar” (Agamben, 1998: 75). En este sentido, y refiriéndose a las tesis sobre el concepto de historia de Benjamin, afirma: “la indecidibilidad de norma y excepción formulada en la octava tesis pone en jaque la teoría schmittiana” (Agamben, 1998: 111). Más adelante: “La decisión soberana no es ya capaz de desarrollar el deber que la teología política le asignaba: la regla, que coincide ahora con aquello de lo que vive se devora a sí misma” (Agamben, 1998: 112). Leer la octava tesis de la historia de Benjamin en la clave agambeniana nos permite situar aquí la distinción entre estado de excepción efectivo y estado de excepción tout court. Como es sabido, Benjamin reformula una y otra vez la teoría sobre el Estado de excepción para orientarla contra Schmitt. Si para el último el estado de excepción se montaba sobre la ficción entre excepción y caso normal, éstos son temporal y espacialmente diferentes para Benjamin, quien vislumbraba la Alemania por venir, y para quien estado de excepción es lo absolutamente indecidible respecto de la regla. Estado en suspensión busca desenmascarar el intento del poder estatal por anexarse la anomia a través del estado de excepción. Si para Benjamin eso era la indecidibilidad respecto de la regla, aquí resta entender por ‘suspensión’ lo que se produce entre lo impensable del vacío jurídico y la fuerza que se libera como pretensión de mantener el derecho; entre lo uno y lo otro, la fuerza de ley mantiene el derecho en lugar de reapropiárselo en su misma suspensión. ¿El terror?, ¿el delirio?, ¿el acecho?, ¿el pánico? Gradualmente la ley se distiende entre el vacío del estado de excepción y el excedente de fuerza. Dicho de otro modo, la suspensión es aquello que se abre entre la falta de nexo entre la norma y la aplicación y en el excedente de la aplicación de la norma sin norma. Si la estrategia de la excepción 265

debía asegurar la relación entre violencia anómica y derecho, la estrategia suspensiva debe asegurar una pura aplicación sin vigencia. Entre lo uno y lo otro no hay más que un carácter gradual de la ley y su aplicabilidad, y sin embargo, la suspensión socava a todo momento el poder soberano, promueve su debilitamiento e invierte no sólo la relación gradual entre la ley y su aplicabilidad, sino que desde formas extrajurídicas espectraliza una fuerza de ley sin ley, la soberanía como terror. El derecho parece poder subsistir sólo a través de una captura de la anomia, así como el lenguaje puede subsistir sólo a través de un sostén no lingüístico. En ambos casos, el conflicto parece girar en torno a un vacío: anomia, vacuum jurídico por un lado, ser puro, vacío de toda determinación y de todo predicado real, por el otro. Para el derecho, este espacio vacío es el estado de excepción como dimensión constitutiva (Agamben, 1998: 115).

Se trata, en efecto, de preguntarnos cuál es la pertinencia de la ley. La pregunta y la búsqueda sobre el lugar son ineluctable, así como el modo en el que la fuerza de ley sin ley territorializa la franja como la distribución temporal de una fuerza que determina el no-lugar de lo político: lo a-político. Como hemos descrito hasta aquí, la relación entre norma y realidad en el estado de excepción implica la suspensión de la norma. Para el Estado en suspensión es esencial que la zona de anomia comprendida con una figura espectral del derecho se escinda en una pura aplicación sin vigencia. La derogación, el aplazamiento de acuerdos políticos y soberanías estables entre el Estado de Israel y Palestina, pone de relieve la suspensión literal de la ley, así como la introducción de una prerrogativa estatal en situaciones particulares. 266

Por ello, la violencia continua en los territorios no mantiene al derecho, sino su suspensión; no constituye una nueva legislación, sino una situación en la que no hay ley. El derecho no se ha abolido por completo, sólo se ha suspendido. Resta como en la cara negativa de su condición: lo ilegal. La implicación de un estado en emergencia –implícitamente temporal para legitimar la violencia– es parte de un discurso que intenta desplegar una frontera política contigua, y sin embargo indica la violenta realidad de una frontera colonial móvil, a saber, la franja. En Estados amurallados, soberanía en declive, (Brown, 2015) analiza –en un sentido crítico y desde los marcos de la política contemporánea– qué suponen los muros construidos en las últimas décadas a nivel simbólico, material y físico. Paradójicamente, los muros proliferan en el momento en que se han intensificado los poderes trasnacionales y la conectividad global a nivel económico y político. Según Brown, los nuevos muros marcan límites existentes o deseados de los Estados Nación, pero no llegan a constituirse en fortalezas contra ejércitos, ni siquiera en manifestaciones de la soberanía nacional. Consagran la corrupción fronteriza que quisieran impedir y representan, de forma teatral, una soberanía entre interior y exterior en la que el concepto de soberanía es cada vez menos sostenible. La penetración se hace norma: ésta se administra y democratiza (Brown, 2015: 45). La mayoría de los muros continúa recurriendo a la idea de la soberanía de Estado nación para su legitimación, y su función performativa es reflotar la soberanía del Estado nación aun cuando estas barreras no se ajustan a las fronteras entre Estados y a veces son en sí mismas monumentos a la fuerza o a la importancia menguante de la soberanía nacional estatal (Brown, 20015: 47).

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Pensar en el Estado en suspensión a partir de la categoría de franja implica detenernos en tres puntos: 1. la suspensión como un medio “legítimo” de la violencia; 2. la suspensión como la desconfiguración de la función de frontera nacional en el sentido geográfico y geopolítico, y 3. La suspensión como el medio de administración y penetración en el discurso simbólico del Estado. En este sentido, “el muro de Israel concentra todas las funciones performativas, distintas estrategias, las estrategias legitimadoras y las tecnologías del control moderno del espacio, pero también todas las contradicciones que pueden encontrarse en los proyectos contemporáneos de amurallamiento”. (Brown, 2015: 49). Por lo tanto, en esta paradoja entre la penetración y control del espacio en la modernidad y las fallas de cualquier proyecto globalizante de la posmodernidad se aloja el carácter suspensivo del Estado. No es la excepcionalidad, y mucho menos su acabamiento, sino la extensión temporal de su impotencia, por la suspensión indefinida de la ley. El muro sería simbólicamente el modo por el que el Estado Nación ha buscado sobreponerse a su constitución paradójica. El muro aquí no es el límite, sino la movilidad: es la territorialización de la franja a ambos lados, así como al interior del Estado Israelí. Modifica los modos de habitar en función de la ocupación/ desocupación que éste pliega y despliega sobre sí. El muro serpentea, gira y a menudo, volviendo sobre sí, da la vuelta en torno del asentamiento de la cima que divide la colina y divide las comunidades palestinas, dejando espacios que conectan la presencia judía israelí en Cisjordania. Junto con la existencia de estas conexiones que enlazan terrenos separados, hay una creciente

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red de carreteras y de túneles que se cruzan por encima y por debajo del muro, entrelazándose unos con otros. (Brown, 2015: 44).

¿No será acaso este carácter de interconectividad y de dispersión el modo por el que la franja se territorializa en el cuerpo? El cuerpo en su modalidad territorializa o bien desterritorializa la franja; ahora bien, el muro aquí es la condición bajo la cual no sólo se territorializa la franja, sino que monta una teatralidad sobre las ficciones de la soberanía. La movilidad de los límites nacionales por el serpenteo de un muro resulta paradójico ya que, por un lado, se construye en nombre de un estado de emergencia temporal originado por las hostilidades palestinas, con lo que el muro se declara removible y su trazado es mudable en función de políticas de seguridad; por el otro, forma parte de un discurso de legitimación del poder estatal, aun cuando la barrera no se ajusta a las fronteras entre estados. Toda ficción de un nexo entre violencia y derecho es reducida: no existe más que una zona de anomia, en la cual actúa una violencia sin ropaje jurídico. El intento del poder estatal por anexarse la anomia a través del estado de excepción es desenmascarado y revelado por otra ficción que pretende mantener el derecho en su suspensión misma. El muro sería una solución política desde la cual pende el poder al poner en relieve la suspensión de la ley y la legitimización de su ilegalidad. Por un lado, hay soberanía tras el amurallamiento sin jurisdicción específica o cercamiento sin promesa de contención y protección; por otro, hay amurallamiento detrás de la soberanía, es decir, un Estado que carece de poder soberano para delimitar el territorio y dar seguridad. A la estrategia de bloqueo y contención sobreviene la de movilización y desenfreno energético. 269

La censura del amigo Comencemos por plantear ciertas condiciones de la soberanía y la aporía sobre la cual se fundamenta. Soberano es, en palabras de Schmitt, el que decide sobre el estado de Excepción, es decir, la persona o el poder que al declarar el estado de emergencia o la ley marcial, puede suspender legítimamente la validez de la ley. La paradoja implícita en esta definición es que, al tener el poder legítimo de suspender la ley, el soberano viene a encontrarse al mismo tiempo fuera y dentro del ordenamiento jurídico. Por eso, Schmitt define la soberanía como un concepto límite de la teoría jurídica y la ejemplifica a través de la excepción. Habría que retener dos aspectos fundamentales: 1. entender al enemigo declarado como un Cuerpo a cuerpo sin lugar. 2. aquí, la fuerza de ley consiste en exceder la manifestación física de la fuerza, es decir, su peso, su talla, su cantidad de energía, más allá de la fuerza natural o de la fuerza de vida, más allá incluso de su fenómeno visible y de lo que puede, mediante la imagen de la fuerza, meter miedo, intimidar. La revisión de las lógicas bajo las cuales el concepto de lo político trazado en el límite entre amigo/enemigo se reconfigura en el mundo contemporáneo de tal forma, que encontramos una cesura hostil del amigo. Ahí el concepto de lo político toma otro sesgo con el propósito de atisbar cuáles son las implicaciones de pensar Estados sin soberanía, o incluso preguntarnos qué sucede cuando el poder y la acción estatal se distancian. Recupero el análisis de Derrida en Políticas de la amistad, Canallas y La hospitalidad; para el autor, podemos hablar de estados canallas en tanto el estado soberano actúa 270

como lo más propio de la ley y al mismo tiempo se coloca al margen de la ley. Ahora bien, ¿cuáles son los estados canallas hoy y en qué se diferencian sus formas soberanas –si es que las mantienen– de los estados modernos? El argumento busca desarrollarse en la paradoja que se da entre la hospitalidad y poder, o dicho de otra forma, entre la violencia del poder o la fuerza de ley y la hospitalidad. Nos obliga a preguntarnos por la actual técnica de restructuración del espacio y de aquello que constituye un espacio de propiedad controlado y circunscrito en los perímetros de la ley, produciendo así un espacio abierto a la intrusión. Si como dice Derrida, no existe hospitalidad sin soberanía del sí mismo sobre el propio hogar, pero tampoco hospitalidad sin finitud, la soberanía sólo puede ejercerse filtrando y excluyendo, con el ejercicio de la violencia, el perjurio al otro, a lo otro en el umbral de la más terrible hostilidad. Aquél que llega sólo puede introducirse en el espacio de lo propio cómo ilegitimo, clandestino, pasible de expulsión o de arresto. El abuso es la ley de utilización, ésta es la ley misma, ésta es la lógica de una soberanía que sólo puede reinar sin compartir. Más precisamente, puesto que no llega nunca sino de una forma crítica, precaria, inestable, la soberanía no puede nunca más que tender, durante un tiempo ilimitado, a reinar sin compartir. No puede sino tender a la hegemonía imperial. Utilizar dicho tiempo ya es abusar, como lo hace aquí mismo el canalla que por consiguiente soy. No hay, por lo tanto, más que Estados Canallas. En potencia y en acto. El estado es canalla. (Derrida,2005: 127).8

8 Las cursivas son mías; señalo en ellas el modo en que la precariedad y la inestabilidad de la soberanía tienden un tiempo en el que no puede haber más que estados canalla en potencia y en acto, y es en ese tiempo donde traumatiza

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Como ya se dijo, en el siglo XX y sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, este vínculo entre poder y fuerza resulta en cierta forma duplicado o vaciado en sí mismo: ya no se trata de la estructura de poder existente que –para poder sustentar su eficacia y control sobre los sujetos– debe confiar en la dimensión fantasmática de la amenaza potencial/invisible, sino que el lugar de la amenaza es en realidad externalizado, desplazado al enemigo exterior del poder. La amenaza invisible del enemigo es la que legitima el estado de emergencia permanente del poder existente.9 “Esos esfuerzos por identificar unos estados terroristas o unos estados canallas son unas racionalizaciones destinadas a negar más que la angustia absoluta, el pánico o el terror ante el hecho que la amenaza absoluta ya no puede proceder o mantenerse bajo el control de cualquier estado, de cualquier forma estatal” (Derrida, 2005: 131). Esta cita refiere al modo en que la amenaza omnipresente del terror legitima las muy visibles medidas protectoras de defensa; lo importante aquí es entender cómo, en realidad, éstas representan una verdadera amenaza a la democracia y sobre todo a los derechos humanos. Categorías y conceptos como guerra, paz o terrorismo se agotan en vano, ya que no se trata –como escribe Derrida– de formas de resistencia a una ocupación territorial, sino que bajo el discurso legitimador de una guerra contra el terrorismo se disimula el modo en donde lo que resta es la obscenidad de la ley como resorte de un Estado en suspensión. Sin embargo, más que hablar de un Estado Canalla, sólo hay Estados Canallas, puesto que “se el terror que no ha tenido lugar. He ahí una dispersión entre el terror y el terrorismo. 9 Pensemos la manera en que los fascistas invocaban la amenaza de la conspiración judía y los estalinistas, la amenaza del enemigo de clase, o en el despliegue que se ejerce desde distintas latitudes como la guerra estadounidense contra el terrorismo o la guerra contra el narcotráfico en México.

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considera sin pertinencia el concepto de terrorismo que siempre ha estado asociado justamente a guerras revolucionarias, guerras de independencia, o a guerras de partisanos, cuya baza y horizonte ha sido el Estado” (Derrida, 2005: 131). La amenaza produce la interminable serie de ataques contra terroristas potenciales. Aquí el poder se presenta a sí mismo bajo amenaza permanente: el discurso delirante de protección y libertad para ejercer la fuerza en nombre de la seguridad nacional evidencia a un Estado en suspensión, ya sea invadiendo territorios o construyendo muros. Desenmascara la apariencia de la soberanía y podríamos decir que se encuentra muy cerca de una hipersoberanía pero que en realidad, faltándole supremacía, expresa una fractura y no un excedente. Los muros en la actualidad articulan una distinción dentro/fuera, en la que lo que está dentro y se defiende y lo que está fuera y se repele no son Estados o ciudadanos particulares; aún más, una distinción en la que los individuos, el poder político y la violencia pueden estar desvinculados territorialmente de los Estados (Brown, 2015: 120).

En El concepto de lo político (1998: 54), Schmitt produce una integración entre decisionismo y la teoría del nomos y del orden concreto. La realidad de lo político se resuelve en una situación compleja y cambiante, donde se produce una secuencia entre la excepción (con la consiguiente ruptura amigo-enemigo), el conflicto (oposición amigo-enemigo) y la unidad política (el momento de la decisión soberana de instauración de un nuevo orden). El estado presupone lo político, y el núcleo amigo-enemigo como ciudadano o extranjero regula la posibilidad real del conflicto. El soberano garantiza el anclaje al orden jurídico pero precisamente en la medida en 273

que la decisión concierne a la anulación misma de la norma; es decir, el estado de excepción representa la inclusión y la captura de un espacio que no está ni afuera ni adentro. Estar fuera y sin embargo pertenecer. Es la excepción lo que funda la decisión a propósito de cada caso o de la eventualidad. Lo que liga u opone el núcleo amigo-enemigo tiene ciertas consecuencias paradójicas en cuanto a la guerra y en consecuencia al dar muerte. En la decisión de la muerte, en la pulsión de muerte justamente, se aloja lo político. Pero nada parece hoy más incierto y poroso que una frontera en general o que una frontera entre los conceptos de guerra y de paz, de guerra civil y de guerra internacional, de guerra y de operación llamada “humanitaria”, supuestamente conducida por instancias no gubernamentales. Las guerras de independencia no legitimadas como tales por las potencias coloniales, los “terrorismos”, todo cuanto Schmitt llama la “guerra de guerrillas” y otros tantos fenómenos confunden el concepto de “enemigo público”. Tanto en la guerra civil como en la colonial se enturbian los conceptos de amigo-enemigo, pero la transformación real llega con el terrorismo y el contraterrorismo: la relación con la técnica o la teletecnología modifica la velocidad, la extensión y la mutabilidad del concepto de enemigo, y con él se desdibujan todas las oposiciones de lo político, guerra, paz, militares, civiles, enemigos, criminales. Es decir, queda abierto el campo para una guerra deliberada como aquella denominada “guerra contra el terrorismo”. Matar sin efusión de sangre, con la ayuda de nuevas técnicas, es quizá acceder ya a un mundo sin guerra y sin política, a la inhumanidad de una guerra sin guerra. El desencadenamiento absoluto de la hostilidad aparece a través de todos los procesos de despolitización de los límites clásicos de lo político; parecería que lo que produce dicha 274

despolitización de las fronteras de lo político –en el sentido en que Schmitt traza dicha frontera a partir de la distinción amigo/enemigo– es el modo en el que se desarrollan las guerras, cómo se extiende la relación entre la guerra y la paz desde los modos de visibilidad de la crueldad. Es decir, el recorrido de una historia de la pena de muerte marca una línea de la crueldad y la sangre, y la configuración de ésta en el espacio público, el asesinato como la condición referencial de un espectáculo que mete miedo y articula terror en tanto se visualiza el poder de dar muerte. El final de la Segunda Guerra –las imágenes que surgen de los campos de exterminio–, la finalización de la Guerra Fría, hasta las actuales guerras contra el terrorismo, marcan otra condición de visibilidad del dar muerte y del correr de la sangre: va de la efusión a la no efusión, el espacio público cede por completo el lugar a la propagación de imágenes, la inyección del miedo pasa ya no por el espectáculo del correr de la sangre, sino por la precariedad de la muerte en lo instantáneo de la imagen. Desacreditar al enemigo quiere decir, en la actualidad, hacer de él un monstruo inhumano y exceder en él lo político: el enemigo es alguien que debe ser desplazado y no sólo rechazado, devuelto al interior de sus fronteras. La despolitización actual enturbia en apariencia los criterios fronterizos de lo político, no los neutraliza más que para extender el dominio hasta la hostilidad absoluta en la suspensión indefinida del enemigo en el enemigo y ya no de amigo en el enemigo. Esta complicación nos lleva a cuestionar el estatuto oscuro de una posibilidad o de una eventualidad real: ¿cómo no podría haber hostilidad sin la posibilidad real de dar muerte?, ¿cómo se diferencia ese dar muerte de la guerra nacional, o incluso internacional, de aquella guerra enmascarada por la ocupación? La pulsión mortífera del amigo/enemigo procede de la vida y no de la muerte, lo que establece las fronteras del concepto de 275

lo político. Ahora bien, la neutralidad del enemigo/enemigo procede de la disyunción que se adquiere o se gana frente a una resistencia que puede crecer hasta su extremo límite. Se formaliza un principio de ruina o de espectralidad en el corazón de lo político. No es ya la posibilidad de dar muerte física, sino que en la suspensión de la frontera se traza el nolímite entre el Estado y la franja y desde el cual el terror y el terrorismo establecen las lógicas de resistencia a la relación poder/espacio/fuerza. Recapitulando, la historia política de la palabra ‘terrorismo’ se deriva ampliamente de la referencia al terror revolucionario que se ejerce a nombre del Estado, lo cual supone precisamente el monopolio legal de la violencia. Encontramos allí la referencia a un crimen contra la vida humana cometido en violación de las leyes (nacionales o internacionales), que siempre implica a la vez la distinción entre civil y militar y una finalidad política, lo cual no excluye por lo tanto el terrorismo de Estado. El desplazamiento que corre de un lado a otro sin cesar es aquél que nos impide distinguir el momento en el que se suspende la identificación de una oposición posible entre terror de Estado y terrorismo. No olvidemos los terrorismos que han marcado la historia de Argelia, Irlanda del Norte, Córcega, Israel o Palestina. Nadie puede negar que a todo acto de resistencia corresponde un terrorismo de Estado. ¿A partir de qué momento un terrorismo deja de ser enunciado como tal para ser saludado como el único combate legítimo? ¿Por dónde trazar el límite entre lo nacional y lo internacional, la policía y el ejército para mantener la paz y la guerra, el terrorismo y la guerra, lo civil y lo militar en un territorio y dentro de unas estructuras que aseguren el potencial defensivo de una sociedad? ¿Cómo es que todas estas relaciones prolongan negativamente la relación entre vida y política? ¿Por qué en ese tiempo suspendido 276

de la ley se vuelve imposible significar al hombre, la persona, la vida, incluso lo humano? Inestabilidad semántica, confusión irreductible de los conceptos, indecisión en cuanto al concepto mismo de frontera, una turbulencia aleatoria en el lenguaje político, donde hay que trazar las relaciones de fuerza y significación que establecen a un cierto poder dominante que logra imponer, y por consiguiente legitimar, incluso legalizar en un escenario nacional o mundial, la denominación y la interpretación que le conviene en determinada situación. Así, en el transcurso que va del fin de la Guerra Fría a nuestros días, los Estados Unidos han conseguido suscitar un consenso intergubernamental para llamar ‘terrorismo’ a toda resistencia política organizada al poder establecido y por ahí convocar a una coalición armada contra el susodicho terrorismo. Estos fenómenos ya no tienen como objetivo la conquista o liberación de un territorio y la fundación de un Estado-Nación. ¿El terrorismo pasa solamente por la muerte? ¿Se puede aterrorizar sin matar? ¿Matar es necesariamente hacer morir? ¿O es también dejar morir? Todo esto nos conduce a una estrategia más o menos consciente y deliberada de las situaciones históricas o políticas en las que opera el terror, por así decirlo, como por sí mismo, como simple efecto de un dispositivo, en razón de las relaciones de fuerza instaladas sin que ningún sujeto se haga responsable de él. Todas las situaciones de opresión social o nacional producen un terror, dependen sin que quienes se benefician de él tengan que organizar actos terroristas. La búsqueda del lugar de enunciación y origen de la ley en la franja no pretende ser una abstracción para significar un todo, sino lo opuesto. Es una preocupación que busca crear las condiciones de posibilidad materiales para configurar los estatutos jurídicos bajo los cuales se debe pensar la figura del refugiado, del desplazado, deslocalizado. ¿Ciudadanía en sus277

pensión? Aquí la repetición no es el retorno de los signos, sino que lo Real vuelve siempre al mismo lugar. La repetición intenta capturar algo que siempre escapa: precisamente la causa de la repetición misma, es decir, el significante que no cesa de escribirse. La repetición de una ley sin ley está causada por lo que no se inscribe en la ley bajo el poder de lo Real, a saber, la violencia. Hacer (re)aparecer como (re)aparecidos a esos otros portadores de una memoria, una promesa hospitalaria por deseo de justicia. Siempre la misma ruptura con la inmediatez y con la indivisibilidad. Esta ruptura no es suya. Ella tiene lugar. Ella reestructura o reinterpreta todas las significaciones posibles. Las vuelve no sistematizables, no orgánicas. Para puntualizar, proporciona la irrealidad de una proximidad mundial y local una dentro de la otra. Aparta, localiza y desplaza la extensión según la cual tienen lugar las existencias. Es sobre la aporía de la hospitalidad que hoy se debe reflexionar y con ello cuestionar todas las lógicas discursivas bajo las cuales el género de la frontera determina y nombra la diferencia entre lo familiar y lo no-familiar, extranjero y noextranjero, el ciudadano y el no-ciudadano, pero sobre todo entre el derecho privado y el derecho público. ¿Qué ocurre cuando un Estado encargado de la integridad del territorio, de la soberanía, de la seguridad y de la defensa, interviene no sólo para vigilar, sino para prohibir la circulación entre un lado y otro? En todo caso, se trata de encontrar el trazado de una franja que lo público y lo privado, el ciudadano y no ciudadano, entre el amigo y el enemigo deslocalice el lugar propio de lo político y reconfigure el orden de la comunidad. No sólo la Franja de Gaza, Cisjordania y el Estado de Israel se encuentran atrapados en una turbulencia jurídicopolítica a pesar del derecho existente y de las normas establecidas. A partir del momento en que el Estado de Israel se 278

atribuye o le es reconocido el derecho de controlar, de vigilar para proteger su propia hospitalidad, no puede más que pervertir la ley de lo propio y considerar como extranjero indeseable, virtualmente como enemigo/terrorista, a todo aquél que invada el espacio de lo propio. “Ese otro se vuelve un sujeto hostil del que corro el riesgo de convertirme en rehén” (Derrida, 2005: 57). Maniaca y tautológicamente, la soberanía pasa a autojustificarse de manera radical para mantener y extender su poder. La perversión, la pervertibilidad de la ley se vuelve virtualmente xenófoba para proteger o pertenecer a lo propio, como táctica de gobernabilidad para la administración de la población y para la preservar en ella el Estado nacional, mientras la legitimidad queda suspendida. “El ejercicio extralegal de la soberanía, con el fin de suspender los derechos de manera arbitraria, transforma los modos de autodeterminación de un pueblo dado, sin tomar en cuenta su condición estatal” (Butler, 2006: 131). La perversión se desencadena desde adentro, el poder se ejerce y se garantiza por la mediación del derecho público o bien de un derecho del Estado. “No existe hospitalidad, en el sentido clásico, sin soberanía del sí mismo sobre el propio-hogar, pero como tampoco hay hospitalidad sin finitud, la soberanía sólo puede ejercerse filtrando, escogiendo, y por lo tanto excluyendo y ejerciendo violencia.” (Derrida, 2005: 59). ¿Cómo pensar aquí la promesa de la democracia? ¿Cómo reconfigurar la promesa más allá de la democracia?

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DEMOCRACIA POR VENIR Y DUELO. EXCESOS DE SOBERANÍA Héctor Ariel Lugo

Y si se deja caer a un mismo tiempo a la democracia y la soberanía, para ver qué resulta de ello, para observar cómo se conjugan, repelen y aportan para pensar la filosofía política contemporánea. No forzar uniones, no escindir tajantemente, dejarlas encerradas en un mismo espacio, quizá como el infierno del que hablaba Sartre en A puerta cerrada, para que estén frente a frente observándose, recelándose, queriéndose, para ver qué resulta de ello, para observar cómo se comportan ante la presencia del otro. Porque tal vez no se las pueda separar, y quizá allí reside uno de los errores que se comenten con mayor frecuencia cuando se encara la cuestión de la soberanía, que es la pretensión de escindirla de la democracia. Pero si a esta cuestión de la imposibilidad de desunirlas se las piensa desde la muerte, el duelo, la apertura al otro, ¿qué resultaría? ¿qué pensamientos podrían surgir? Pensar esa imbricación sería, un poco, el intento de este escrito.

Duelo Sólo con esfuerzo es posible hallar en los primeros textos de Derrida algunas referencias al duelo; pero no es difícil percibir como este tema, junto con la muerte, la vida y el otro sobrevuelan, más aún, surgen de las entrañas de esos escritos para 281

convertirse en tópicos recurrentes e ineludibles a cada paso, vinculándose con cuestiones políticas, en especial con la soberanía y la democracia. Derrida tratará explícitamente la problemática del duelo en obras tardías, aunque su estructura se presenta en sus primeros textos. Se vinculará la democracia por venir, la soberanía y el duelo, y las implicaciones que se pueden extraer de éste último con aquellas; ya que desde la perspectiva del presente escrito, el duelo tiene una importancia capital para poder comprender la injerencia política de la deconstrucción. Existe una relación de fuerte imbricación entre el duelo, democracia por venir y soberanía, ya que en el duelo se dirime lo político a través de la responsabilidad infinita y la imposible representación del otro. Ante la ausencia del otro, se debe cargar con él y el que le sobrevive se transforma en deudo indefinidamente, contrae una deuda que es legada por el otro y que es infinita. Se corre así el eje de la autonomía individual a la heteronomía radical, que funda la relación con el otro, ya que siempre se estará atravesado por la muerte del otro y la deuda, más allá de todo cálculo, con él. El otro es irremplazable y por ello, se le debe una responsabilidad infinita que trasciende el poder soberano sobre la vida y la muerte. Por ello, la democracia por venir tendrá bien presente al duelo y la muerte, la responsabilidad por el otro y la hospitalidad, que señalarán su lugar de aperturabilidad, pero al mismo tiempo un límite.

La muerte y el otro En un texto dedicado a Artaud, Derrida va a profundizar el tema de la muerte y la importancia del otro. Se detendrá en cómo juega esa relación de la presencia del otro y la muerte de uno, pero al mismo tiempo, cómo se carga con la muerte del otro. 282

La muerte es una forma articulada de nuestra relación con el otro. Yo no muero sino del otro: por él, para él, en él. Mi muerte es representada, hágase variar esta palabra como se quiera. Y si muero por representación en el “momento extremo de la muerte”, esta sustracción representativa no ha trabajado menos la entera estructura de mi existencia desde el origen. (Derrida, 1987: 248; énfasis original).

La muerte es una relación con el otro, ya que es siempre la muerte vivida por el otro, representada por el otro. La muerte de uno, que el otro se representa, es la muerte que ya está haciendo funcionar la muerte misma y la vida. La representación de la muerte es la muerte que está ahí ya presente, en la vida. La muerte de uno, sólo se la puede representar el otro; pero a la vez, la muerte del otro, sólo se la puede representar uno. Pero no con la muerte empírica, o no sólo con ella, sino con la muerte como trascendental. “La representación es la muerte. Lo cual se vuelve enseguida en la proposición siguiente: la muerte (no) es (más que) representación. Pero está unida a la vida y al presente viviente que repite originariamente. Una representación pura, una máquina no funciona jamás por sí misma” (Derrida, 1987: 311-312). Así, la representación es siempre un mal, la muerte para aquello que representa, porque ocupa su lugar y lo hace de manera deficiente, lo mata para poder estar en ese sitio, lo reemplaza. Representa, representándolo mal. Esa representación no es ajena a la política porque se representa de forma deficiente en nombre de lo que se dice representar. Tornando una presencia-ausencia a un mismo tiempo. De allí, el reclamo de aquellos representados, que no se sienten representados por sus representantes, pero los representantes no pueden más que representarlos defectuosamente porque no estará jamás presen-

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te lo que representan. Por ello, la representación siempre será la muerte del otro. Es una de las problemáticas centrales de las democracias representativas, que la resuelven de manera muy deficiente. Pero quizá, allí esté la cuestión ya que no se puede representar plenamente al otro, produciéndose una lucha de soberanías por representar de la mejor manera posible, donde el representado, nunca se sentirá pleno en la representación del representante. Pero el representante, ejercerá su soberanía para decidir porque fue elegido para eso. Asimismo, el representado remarcará que eligió a otro para ser representado, no para que se decidan cuestiones contrarias a sus intereses. En esa puja por representar lo que no se puede representar y representar a sabiendas que esa representación es la muerte, es donde se juega algo fundamental de la soberanía y la democracia por venir: la dinámica permanente que lleva a la exigencia que toda representación se tenga que “medir” con lo por venir. Se produce allí una economía de muerte, donde la vida se enfrenta a la muerte, muriendo un poco, ya que no puede combatir a la muerte con vida, no puede no morir para vivir, no puede no vivir para morir, debe economizar la muerte con muerte. Un proceso autoinmunitario que no se dirime en la simpleza de la vida contra la muerte. El otro es una huella. Una huella que lleva inscripta en sí, la marca de su desaparición, una presencia que está destinada a no subsistir. “La huella es el borrarse a sí mismo, el borrarse su propia presencia, está constituida por la amenaza o la angustia de su desaparición irremediable, de la desaparición de su desaparición. Una huella imborrable no es una huella, es una presencia plena, una sustancia inmóvil e incorruptible […]” (Derrida, 1987: 315).

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El otro desde su aparición está marcado por la ausencia, por lo que dejará en su lugar, por la huella, que es siempre borrable. Su presencia es posibilitada por la ausencia. La escritura es la posibilidad de desaparición del que escribe, pero a la vez del que lee. Toda escritura es testamentaria, se escribe para la muerte. La escritura, ésta escritura, borra la presencia plena, prescinde del que escribe; pero a la vez, puede prescindir del que lee. “Escribir es producir una marca que constituirá una especie de máquina productora a su vez, que mi futura desaparición no impedirá que siga funcionando y dando, dándose a leer y a reescribir” (Derrida, 1994: 357). La escritura es la muerte, la desaparición del otro, pero también de uno; y al mismo tiempo la imposibilidad de desaparición de ambos. Pero no sólo se refiere a la desaparición empírica, sino en general. Es la posibilidad de ausentarse, pero a un mismo tiempo, de permanecer, de sobrevivir y sobrevivirse. Se escribe para no estar presente, pero jamás se puede ausentar de eso que se escribe. Se está en presencia de otro, pero sabiendo que en algún momento ya no se estará, que uno de los dos se ausentará primero. Que ese que queda deberá cargar con el otro, deberá errar sólo, dirá Derrida tras la muerte de Deleuze. Ley inflexible y fatal: de dos amigos, uno verá morir al otro. El diálogo, por más virtual que sea, quedará herido para siempre por una última interrupción […] El diálogo continúa, por cierto, prosigue su estela en el superviviente. Este cree conservar al otro en sí: ya lo hacía cuando vivía, y de ahora en adelante le cede, por dentro, la palabra. Lo hace tal vez mejor que nunca […]. (Derrida, 2009: 18).

Uno verá partir al otro y el diálogo se interrumpirá, pero también, se tornará ininterrumpido por continuar en el interior del sobreviviente. Ese diálogo quizá, sólo quizá, se convier285

ta en un mejor diálogo que cuando estaba presente el otro. Pero jamás será el mismo diálogo, por estar marcado por una incisión, por una huella de la ausencia-presente del otro en uno. Derrida sostiene que no es tras la muerte del otro, que se tiene que interiorizar el diálogo con el amigo, sino que antes incluso de ella, ya se anticipa la interrupción, dando inicio al duelo antes del duelo luego de la muerte (Cfr. Derrida, 2006: 25, 45). “Ya en ese primer encuentro la interrupción se anticipa a la muerte, la precede, enluta a cada uno con un implacable futuro perfecto. Uno de nosotros dos habrá debido quedarse solo, ambos lo sabíamos de antemano. Y desde siempre” (Derrida, 2009: 20). En el primer encuentro con el amigo se empieza a vivir la muerte del otro, la amistad está marcada por la certeza que el otro o uno desaparecerá antes, por la responsabilidad que se tendrá que cargar con el otro, que no estará más allí en algún momento, pero que permanecerá por siempre en uno (Derrida, 2005a: 66). Ahora el otro hablará en y desde uno, pero allí surge la cuestión, que aquel que habla no será completamente el otro, sino el recuerdo del otro en uno, un otro desfigurado por uno que lo tamiza por la mirada que tiene del otro. La voz del otro será una voz, que suene demasiado a la de uno. Derrida señala que la muerte del otro, más si se lo ama, nunca será simplemente la desaparición física del otro, no será tampoco, únicamente, la interiorización del otro (convirtiéndose uno en el portavoz), sino que: “[l]a muerte proclama cada vez el final del mundo en su totalidad, el final de todo mundo posible, y cada vez el final del mundo como totalidad única, por lo tanto irremplazable y por lo tanto infinita” (Derrida, 2005a: 11; énfasis original). El final del mundo, del único mundo posible, cada vez, con el advenimiento de la muerte. No el fin del otro, sino del mundo en su totalidad, para el que muere, pero a la vez para el amigo que le sobrevive, ese mun286

do deja de existir. Cada vez única, es cada vez la muerte de cada persona amada, por ello es única, pero cada vez porque la muerte se repite y marca el final del mundo posible. La muerte marca la irremplazabilidad, ya que no se puede morir en lugar del otro y el otro no puede morir en el lugar de uno. La muerte es el lugar de insustituibilidad, el lugar que el otro es simplemente único (Derrida, 2006: 46-49).1 Por 1 Rancière construye su propuesta política en base a la suplementariedad de la democracia que haría posible a la política, como una revisión continua de las decisiones para que no se produzcan desigualdades, y no se pierda la presencia del pueblo; por ello, es imprescindible el disenso y la representación del como si de los cualquiera. En esta propuesta, subyacen dos ideas que ponen en marcha toda la política de Rancière, la sustituibilidad y la indiferencia a la diferencia. Es él mismo que las reconoce como diferencias con respecto a Derrida, pero son marcadas como faltas en la propuesta política derridiana. Con respecto a esas dos cuestiones se desarrollarán algunos puntos que Derrida establece sobre la imposibilidad de coincidencia con el planteamiento de Rancière. A) Rancière le recrimina a Derrida que no tome en cuenta la idea de sustituibilidad, argumentando que para sostener la suplementariedad de la democracia se sustenta en una ley que excede a lo político, en una ley ética. Pero habría que ver si la sustituibilidad y el como si, al intentar representar al pueblo, como si fuera el pueblo, no se estaría moviendo en una ley ética, por qué esa representación sería política, por qué no sería ética. Pero de ello, se desprende que la sustituibilidad eliminaría a la in-sustituibilidad del otro, que para Rancière sería una ley ética y por ello, la propuesta derridiana no se sustentaría en la política. Habría que ver porqué la sustituibilidad sería propia de la política y el reconocimiento del otro sería ético. Por otro lado, al hablar de la representación de un como si de los cualquiera no se refería desde una perspectiva ética, por qué habría que representar como si fuera uno cualquiera, ¿este representar a los cualquiera no sería una forma del reconocimiento del otro? El como si no llega a la sustitución del otro, sino que lo representa como si fuera él, pero en definitiva no lo sustituye, no hay sustituibilidad. La sustituibilidad se apoya en el principio de disimetría de la comunidad, lo que no se fundamenta es por qué tendría que darse prioridad a la disimetría y si ella se apoyaría en cuestiones inherentemente políticas. B) Rancière sostiene que la democracia es la puesta en práctica de los sujetos políticos de la indiferencia a la diferencia, pero desde la propuesta derridiana, no podría sostenerse la indiferencia frente a la diferencia, ya que sería la anulación de las diferencias, la eliminación de las singularidades. No se sostendría una indiferencia con respecto a las diferencias, porque ellas sustentan al otro. C) Rancière apoya lo político en dos lógicas antagónicas que constantemente deben ponerse a prueba para ir eliminando la disimetría,

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ello, es que la muerte señala la responsabilidad ineludible que se posee, ya que nadie podrá ocupar el lugar de uno. Pero a su vez, la muerte es propia de cada uno, no algo externo que sobreviene, sino que la muerte no se puede dar ni quitar, o mejor aún, es la que posibilita el dar y el quitar, imposibilitándolos. “Cada uno debe asumir, y esto es la libertad, la responsabilidad, su propia muerte, a saber, la única cosa del mundo que nadie puede dar ni quitar.” (Derrida, 2006: 49; énfasis original) El otro no puede quitar ni dar muerte, como tampoco se le puede al otro dar o quitar la muerte, la muerte entre el poder de la policía y la política. Hasta aquí, no habría inconvenientes, salvo por el hecho que critica a Derrida que sostenga la mayor importancia del otro y que la lógica antagónica deje de tener efecto. La postura de Rancière se podría atribuir a un pensamiento ético, que considera a la conflictividad como el eje central de su propuesta política, pero también se podría marcar que no hay razón de ser para otorgar preponderancia a la conflictividad y al disenso en detrimento de la apertura hospitalaria al otro. Rancière arremete contra el otro en Derrida, para sostener la imposibilidad de la sustituibilidad en su propuesta, y por lo tanto, de la democracia. Para Derrida, no podría darse sustituibilidad ni intercambio porque el otro es diferente, y siempre permanecerá así, es insustituible, pero eso no va en detrimento de su postura política, sino que la exalta, es el reconocimiento siempre exigente del otro, lo que mueve el andamiaje de la democracia por venir. Rancière centra su crítica en la sustituibilidad, es eso esencial para su democracia, pero habría que ver si eso sería esencial para la democracia. Por qué ser sustituible tendría que ser lo propio de la democracia, por qué el cualquiera. En ese sentido, ¿Rancière por querer alejarse de Derrida, no estaría cayendo en el lado opuesto de su crítica, exaltando desmedidamente el concepto de pueblo y perdiendo en él las singularidades o la presencia del otro? ¿Poner en el plano internacional es poner en lo imposible, pero ponerlo desde la perspectiva de un sujeto “démos” no es hacer lo mismo? ¿Un démos sin otro, podría realmente tener efecto, que un cualquiera pueda ocupar el lugar de un cualquiera? Rancière señala que poner en el ámbito internacional a la democracia es situarla en el ámbito de la imposible reciprocidad, pero esto sería que la democracia, como él la entiende, ¿es sólo concebible de forma “local”, en el ámbito internacional es imposible? ¿Habría que suplantar a la democracia en el ámbito internacional? Rancière sostiene eso, para marcar lo irrealizable de la democracia por venir, porque sólo allí sería “posible” por lo alejada e incapaz de ser puesta en práctica, por eso Derrida, la pensaría siempre en un nivel internacional.

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es propia de cada uno, es lo que torna irremplazable a cada uno. Es esto lo que vuelve absolutamente responsable, porque es la muerte de uno y el otro totalmente irremplazable. Pero esta responsabilidad infinita, por lo irremplazable de la muerte, se da en un ser finito que tiene que responder infinitamente; de allí que, se torna una tarea imposible que reclama la responsabilidad ante lo que no se puede responder, que es la muerte. Aun así, es necesario dar respuesta por uno y por el otro, aunque el otro ya no esté, aunque sea una respuesta siempre deficiente. Acá se podría preguntar: ¿cuál sería la relación de la muerte con la democracia por venir y la soberanía? ¿por qué la muerte? Un indicio de respuesta, es la responsabilidad infinita que reclama la muerte, la urgencia de respuesta por los que ya no están y por lo que están por venir, pero una responsabilidad que no se puede rehusar, que la muerte hace posible. “Mi primera y última responsabilidad, mi primera y última voluntad, la responsabilidad de la responsabilidad me lleva a aquello que nadie puede hacer en mi lugar” (Derrida, 2006: 49). Solamente es uno responsable, no hay reemplazo posible, nadie puede estar en el lugar de uno, ni en el lugar del otro. La soberanía sobre la propia muerte, es lo que deja desahuciada a la soberanía estatal que considera que tiene la potestad sobre el principio y fin de la vida de sus ciudadanos. La muerte hace evidente esa responsabilidad por la responsabilidad misma, que lo deja a uno en soledad, ante la imposibilidad-posible de no poder dar ni quitar la muerte.

Responsabilidad y el otro Relacionado con la muerte y el otro, aparece la cuestión de la responsabilidad, de responder al otro por uno, pero tam289

bién de responder al otro por el otro, de dar respuesta por el nosotros más allá del presente, por el pasado pero también por el por venir. Una respuesta ineludible que se podría dar sin la presencia del otro, después de la muerte del otro, pero respuesta que reclama no ser dejada en el olvido. Una responsabilidad infinita por, ante y para el otro; pero a un mismo tiempo, más allá del otro, sin tiempo. Pero aquí, surgen algunos cuestionamientos: ¿cómo responder ante el otro infinitamente?, ¿cómo responder ante el otro que ya no está?, ¿cómo responder por el otro?, pero aún más complejo, ¿cómo ser responsable ante, por y para el otro que ya no está, que se ha ausentado para siempre? Doble responsabilidad que exige que se responda por nosotros ante cada uno, pero al mismo tiempo, ante el presente y el porvenir. “[…] [D]ebo responder de mí o ante mí respondiendo de nosotros y ante nosotros, del nosotros presente para y ante el nosotros del porvenir […] estáis invitados a actuar del mejor modo posible, lo cual resulta así vuestra responsabilidad absoluta e irreemplazablemente singular” (Derrida, 1998a: 56-57). Responsabilidad infinita, sin cálculo, por el otro y ante lo por venir. “Responsable de mí ante el otro, soy en primer lugar y también responsable del otro ante el otro” (Derrida, 1998a: 87; énfasis original). Responsabilidad por el otro, pero ante el otro, no sólo y únicamente ante mí por el otro. Compleja trama de responsabilidades que se sitúa en el centro de la propuesta de una democracia por venir, donde no se puede tender a su construcción, sin esa responsabilidad infinita por y ante el otro, pero también, y especialmente, ante lo por venir. Esto implica la apertura a otra forma de “autonomía”, si se puede decir así, marcada por la heteronomía, para responder por mí y por el otro. La democracia por venir exige decisiones finitas y soberanas basadas en responsabilidades infinitas, autonomía, compromiso 290

y libertad. Por ello, es fundamental ser responsable ante todas y cada una de las decisiones que se tomen, pero con una responsabilidad que exceda todas y cada una de esas decisiones. Una responsabilidad incondicional por el otro que desborde toda soberanía, pero que al mismo tiempo la implique. Ya que una verdadera decisión se realiza soberanamente, pero no irresponsablemente (Derrida, 2010: 83). La responsabilidad siempre viene del otro, produciéndose una disimetría y alteridad absolutas, pero es justamente, esa heteronomía que se halla en la base de la democracia por venir. Contrariamente a lo que se piensa, la democracia no se sustenta en la igualdad, sino en el otro y en la diferencia, pero sin jerarquía. “Se trataría, pues, de pensar una alteridad sin diferencia jerárquica en la raíz de la democracia” (Derrida, 1998a: 259; énfasis original). Por ello, es fundamental para Derrida, partir de la responsabilidad hacia el otro y del otro hacia uno. Una responsabilidad que vuelve posible a la democracia por venir apartándose de la soberanía. Pero toda responsabilidad, debe ser responsable de la responsabilidad misma, es decir, no se puede tomar sin un cierto saber. Pero en el momento preciso de la decisión, ese saber queda suspendido. Hay un paso en el vacío entre el saber y el no-saber de una decisión responsable que posibilita la libertad (soberana), el dejar de lado todo lo establecido. […] hace falta un saber para tomar una responsabilidad, pero el momento decisivo o decisorio de la responsabilidad supone un salto por el que un acto se arrebata, dejando al instante de seguir la consecuencia de lo que es, es decir, de lo que es determinable por ciencia o conciencia, y en consecuencia se libera (es lo que se llama la libertad), mediante el acto de su acto, de aquello que le es entonces heterogéneo, a saber, el saber. Una deci-

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sión es inconsciente en suma […]. (Derrida, 1998a: 88; énfasis original)2.

En ese salto se juega la responsabilidad libre ante el otro, no como una acción automatizada, no como algo prefijado, sino como lo que es, una responsabilidad ilimitada ante todas y cada una de las decisiones que se toman. Una verdadera, o la única, responsabilidad hacia el otro (Derrida, 2005b: 108). La democracia por venir, siempre demanda una responsabilidad infinita ante las decisiones, que se deben tomar ahora (soberanamente), pero se deben medir con lo infinito. La responsabilidad de toda decisión se ubica en el centro de la democracia que exige que sea “medida” con lo incalculable y que al mismo tiempo, se tome por primera y única vez. Es allí, que se produce el salto. Asimismo, toda soberanía debería poder responder por todo lo que realiza, debería cotejarse siempre con lo incondicional que excede toda condición que ella pudiera imponer. Una responsabilidad incondicional ante todo poder soberano. Pero la responsabilidad no se reduce a la vida sino que la trasciende, va más allá, incluso, de la muerte. Es una responsabilidad con los espectros que se hallan siempre presentes, desquiciando el tiempo. “Ninguna justicia […] parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad, más allá de todo presente vivo, en aquello que desquicia el presente vivo, ante los fantasmas de los que aún no han nacido o de los que han muerto ya […]” (Derrida, 1998b: 13). No se debe perder de vista esa responsabilidad que excede el presente, para ser responsable por los que no están, por los que se fueron, víctimas de todo tipo de violencia, de totalitarismo, 2 “Una interrupción absoluta, que siempre podremos juzgar «loca», debe separarlos; de no ser así, el compromiso de una responsabilidad se reduciría a la aplicación y al desarrollo de un programa […]” (Derrida, 2005b: 173).

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etc. Se debe ser responsable por ellos, pero más allá de ellos. Se debe responder por ellos, más allá de la vida y la muerte, entre la vida y la muerte. Se debe poder responder por los espectros, que acechan constantemente. Ninguna democracia sería tal, si no se responsabilizara por ellos. Deben siempre estar presentes, deben siempre exigir que se los tome en cuenta. Ante los espectros, la soberanía pierde poder, ya que no puede administrar soberanamente la vida y la muerte, porque ellos las exceden y se mueven entre ambas. Y cuanta más vida hay, tanto más se agrava el espectro del otro, tanto más gravosa es su imposición. Y tanto más debe el vivo responder de ella. Responder del muerto, responder al muerto. Corresponder y explicarse, sin seguridad ni simetría, con el asedio. Nada es más serio ni más verdadero, nada es más justo que esta fantasmagoría. El espectro pesa, piensa, se intensifica, se condensa en el interior mismo de la vida, dentro de la vida más viva, de la vida más singular (o, si se prefiere, individual). (Derrida, 1998b: 125; énfasis original).

Pero esa fidelidad a la herencia, al pasado, al otro, no es en absoluto una manera de retroceder y vivir en el pasado, sino que es la responsabilidad que el otro me exige, que uno le debe. Es un desbaratar el poder soberano, que da lugar, siempre provisoriamente, a pensar una democracia por venir. Por ello, el asedio del espectro es ineludible, solamente queda responder por él, hacerse cargo de él. No hay olvido posible, no hay no presencia, no hay muerte que eluda esa responsabilidad, sino constante asedio de los espectros. En esta responsabilidad por el otro, en esta espectralidad del espectro, en el pensar un tiempo dislocado, ¿dónde se ubica el duelo?, ¿por qué habría que llevarlo a cabo?, ¿quién deberá llevarlo?, ¿es posible?, ¿qué relación guarda con la democracia por venir y la soberanía? 293

Duelo por el otro Derrida plantea la problemática del duelo, en discusión con el psicoanálisis, particularmente con Freud, para proponer su postura sobre el mismo. En este apartado, se abordará la cuestión del duelo desde el punto de vista político; en particular, la relación con la democracia por venir y la soberanía, sin desconocer y mencionar las implicancias de la teoría de Freud. ¿Cuál es la importancia del duelo para la democracia por venir y la soberanía? ¿Por qué se debería llevar adelante un trabajo de duelo? ¿Por quién, para quién? El duelo sería un proceso por el cual se busca dejar atrás a quien se ha ido, un trabajo que permitiría continuar con el desarrollo normal de las actividades de uno. Freud en su célebre escrito Duelo y melancolía sostiene que el duelo es: “[…] la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.” (Freud, 2003: 241). Partiendo de esta definición se comprende que la pérdida de un ser querido conlleva un periodo de duelo, pero la melancolía tiene idéntica raíz, siendo esta última una situación patológica. La melancolía se distingue del duelo porque en ella el sentimiento de sí se halla perturbado. Para Freud, el trabajo de duelo consiste en el retiro de la libido de todo aquello que conducía al objeto amado que ya no está. Pero esto trae aparejado una resistencia, ya que es difícil abandonar una posición libidinal (Cfr. Freud, 2003: 242-243 y 248-249) En la melancolía, puede darse que el objeto de amor no haya muerto, pero sí que se haya perdido. Se pierde a alguien pero no se sabe qué es lo que se pierde en él. Por ello, Freud (2003) sostiene que la pérdida se aleja de la conciencia, a diferencia del duelo que es consciente (243). En el duelo, una vez concluido el trabajo de duelo, la inhibición y el desinterés ca294

racterísticos desaparecen. En la melancolía, en contraposición al duelo, lo que se empobrece en extremo es el sentimiento yoico. El melancólico se ensaña con su yo, profundizando la decadencia y la bajeza del mismo. Recrimina a aquellos (familiares, amigos, etc.) que sostienen una relación con él, porque no es digno del interés de los demás. El melancólico expone abiertamente a los demás, la poca estima que tiene de sí. Esto puede llevar a la etapa primitiva del sadismo y este puede derivar en el suicidio. A diferencia del duelo, luego del trabajo de éste, se produce la cuestión si seguir la no-existencia del objeto amado o seguir aferrado a la vida, a lo que responde desde la satisfacción narcisista que desea continuar viviendo. Todo esto se produce por una identificación del yo con el objeto perdido. La sombra del objeto resignado cae sobre el yo. Así, se origina una partición del yo en: yo crítico y yo alterado por la identificación del objeto perdido. (Freud, 2003: 246-247) Puede darse también, el regreso al yo, una vez que se ha logrado desprender del objeto. El amor al objeto puede eludirse por el escape al yo. (Freud, 2003: 254) En cambio, la salida de la melancolía (la disputa finaliza en el Icc), como sostiene Freud, puede ocasionarse porque la furia se ha desahogado o por haberse resignado a la pérdida del objeto de amor, porque no poseía mayor valor. (Freud, 2003: 254) Bien, hasta aquí, un breve recorrido por la propuesta freudiana que Derrida discutirá. Por el hecho de no estar tan seguro como Freud de ese corte tajante entre duelo y melancolía; la escisión tan marcada entre el final del duelo y el inicio de la melancolía. Para Derrida, la cuestión del duelo es mucho más compleja, ya que partir de la misma raíz, vuelve difícil la distinción entre el comienzo de la melancolía y el fin del duelo. Derrida sostiene que un trabajo de duelo normal, como pretende Freud, atenta contra la alteridad del otro, tiende a un olvido de esa alteridad. En Derrida se podría hablar de un 295

duelo melancólico que no acaba, que siempre está presente, que no se puede simplemente realizarlo y dejar en el olvido. “Pero si yo debo (la ética es eso) llevar al otro en mí para serle fiel, para respetar su alteridad singular, cierta melancolía debe protestar además contra el duelo normal. No debe resignarse jamás a la introyección idealizadora” (Derrida, 2009: 69; énfasis original). Lo que Freud llama, tranquilamente, melancolía es el lugar donde se inicia el no-olvido del otro, la interiorización del otro como otro, sin poder introyectarlo idealmente. Es la fidelidad por la memoria del otro, que no se puede simplemente, echar en el olvido, superar el duelo. “La fidelidad consiste por tanto en la interiorización del duelo, y el duelo –al menos en un primer momento- consiste en interiorizar al otro y reconocer que, si hay algo que podemos ofrecerle al muerto, ese algo somos nosotros, nosotros los vivos” (Brault y Naas, 2005a: 29). Es un brindarse al duelo inacabable por el otro, al que se debe, en tanto que vivo. Pero en la imposibilidad de trascender hacia el otro que se ha ido, que ya no está, habrá que permanecer fiel en el recuerdo siempre presente, en el duelo por la imposibilidad de concluir el duelo. No existe un después del duelo que logre una completa interiorización del otro. Hay nuevas formas de organización del espacio, pero el otro se mantendrá por siempre otro, aún después de su muerte, en el recuerdo de quien sigue con vida. En esa responsabilidad infinita por el otro, es donde se juega algo central en la política derridiana, que es la postura frente a la construcción de una democracia que no pueda realizar un “duelo normal”, sino un duelo interminable por los olvidados. Una política del duelo que abra el lugar para realizar el duelo por los que nadie duela. Es el recuerdo y la viva imagen de los otros, que no se ausentan, sino que constantemente están ahí exigiendo ser oídos. Es el poder soberano para exigir que no se los olvide. 296

La democracia por venir posibilita la apertura a esas “otras formas” que no permiten el olvido, que presentan la disidencia, lo conflictual, para ser herederos fieles que rompen con la herencia, pero al mismo tiempo, persisten en la fidelidad hacia ella. La democracia por venir es un duelo interminable por los desposeídos, por las minorías, por los apátridas, por los espectros, etc. Un duelo que constituye a la democracia, un duelo sin el cual la democracia no podría realmente pensarse. Una responsabilidad y fidelidad a la memoria de los que ya no están, sólo se puede llevar a cabo en la imposibilidad de conclusión del duelo. Porque desde el momento, en que el duelo se torna posible, el olvido comienza a funcionar. Pero todavía más, si se puede realizar el duelo por el otro, éste deja de ser otro, para interiorizarlo plenamente. En la democracia, el otro siempre debe permanecer como otro. De aquí, la insistencia en la relación del duelo imposible y la democracia. Pero al mismo tiempo con la soberanía del otro, con la imposibilidad de borrar, excluir y echar en el olvido la soberanía del otro. El duelo imposible que no permite jamás concluir el duelo, que no permite dejar de recordar al otro, para permanecer fiel a la memoria del amigo que ya no está. Pero una memoria que se abre al por venir, que se debe necesariamente romper, serle siempre infiel. Solamente así, tiene sentido el duelo en la democracia. “Comprenderán también que es la ley, la ley del duelo, y la ley de la ley, siempre en duelo, que tendrá que fracasar para tener éxito. Para tener éxito, necesitará fracasar completamente, completamente fracasar. Necesitará fracasar, como debe ser, fracasando completamente” (Derrida, 2005a: 155; énfasis original). El duelo que siempre se debe realizar, a sabiendas de su fracaso. Un duelo que hay que hacerlo (Derrida, 2005a: 124) sin permanecer en él, pero al mismo tiempo, sin superarlo. Un duelo que se inicia necesariamente con la necesariedad 297

de su fracaso inscripta en él. Un duelo interminable, inconcluso, inconsolable e irreconciliable, es un duelo que haría justicia por la memoria de los otros. Un duelo que sería la incalculabilidad misma por el otro, que excede toda lógica posible basada en el cálculo; un duelo que tiende siempre a lo por venir. Pero a su vez, desde aquel que “sabe” que se irá, que la despedida es inminente, se produce un efecto de supervivencia (Derrida, 2005a: 168), que anticipa la muerte, trabaja el campo a su inminente ausencia. Busca sobrevivir en los otros, en los que quedan, en la vida de los vivos, en la memoria de los que continuarán. Una anticipación del duelo de los otros por la partida de uno. Se produce una doble resistencia al duelo. Quien se ausenta se opone al olvido de los otros, por medio de estrategias, técnicas, etc. Llena de obstáculos para que no se lo olvide con facilidad. Deja huellas para sobrevivir a la muerte, pero también, al duelo. Dificulta la posibilidad de un duelo normal. Pero, por el otro lado, el que sobrevive al otro, se resiste a dejarlo ir, multiplica las despedidas, los recuerdos, las memorias, para no soltarlo, para que sobreviva junto con él. Pero más allá, de la imposibilidad de interiorización idealizante de la que hablaba Freud, el otro que ya no está, sólo está en uno, sobrevive en uno. El que le sobrevive es el responsable del otro que se ha ido. Tornándose una responsabilidad infinita con el otro, más allá de su muerte, más allá de su vida. Una responsabilidad con lo por venir que incorpora del otro, no plenamente ni idealmente, como pretendía Freud, sino una incorporación inconclusa que lleva a realizar un duelo por la imposibilidad de poder concluir el duelo. Pero al mismo tiempo, una hospitalidad infinita hacia el otro, que excede la muerte y la vida, que abre a lo que vendrá, a lo que nunca se irá. 298

La democracia por venir debe realizar el duelo por los que ya no están, pero sin cerrar jamás ese duelo. Un duelo que se responsabilice y reconozca la soberanía espectral de quien “ya no está”. Un duelo siempre imposible que interiorice hospitalariamente al otro, pero sin que deje de permanecer como otro.

Hospitalidad con el otro Una democracia por venir debe tener siempre presente la hospitalidad hacia el desconocido, al extranjero; marcando una aperturabilidad a lo por venir, al absolutamente otro. Es decir, no hay democracia sin esa apertura, sin una hospitabilidad constante, interminable, infinita y sin condiciones. Esta exigencia, como también la del duelo infinito, pondrá a la democracia en constante alerta, para no caer en inhospitalidades automáticas, sino que llevará a pensar la hospitalidad misma, si se puede decir así, en cada caso particular. Una hospitalidad infinita que se medirá con la hospitalidad finita al interior de cada una de las democracias, haciendo pensar a la democracia sobre ella misma. Colocando a la democracia en una posición de incomodidad continúa para que no degenere en una soberanía “absoluta”, sino en una lucha entre soberanías. La hospitalidad se debe brindar de forma incondicional (y en esto estaría en contraposición a la soberanía), para que sea una “verdadera” hospitalidad, ya que si se le pone condiciones para ofrecer hospitalidad, deja de ser una verdadera apertura a lo por venir. Una limitación para conceder la hospitalidad iría en contra de la hospitalidad como sincera abertura a la llegada del otro. Pero el tema está lejos de ser tan sencillo, por el hecho de que resguardar la hospitalidad, implicaría ser hostil con aquellos a los que no se desea brindarle hospitalidad. Por otro lado, 299

de ser hospitalario con todos, se dejaría de ser un don exclusivo que recibe aquel destinatario, sino que sería algo dado de por sí. Entre una extrema apertura a la llegada del otro y una conservación de la concesión de la hospitalidad a quien se desee, entre la hospitalidad condicionada e incondicionada se debate la democracia por venir y la soberanía. Los países se vuelven cada vez más inhospitalarios para conservar su hospitalidad y entregársela a quienes deseen. A esto, Derrida lo llama hostipitalidad. Pero la hospitalidad jamás se concede de forma desinteresada, ya que se busca: mano de obra barata, inversiones, población, relaciones de poder, etc. Con la hospitalidad se busca algo a cambio y siempre es limitada. Se la concede a determinadas personas, en determinadas situaciones y con algún beneficio, o no se la concede. La hospitalidad se la otorga al extranjero que se identifica y tiene una historia detrás, pero nunca a un anónimo que no puede dar cuenta de su sí mismo, de no poder darse a conocer, sería un bárbaro sin derecho a la hospitalidad. Pero esto es sólo una hospitalidad condicional y no la hospitalidad absoluta, ya que ésta debe ser concedida al otro absoluto, que no enuncia su nombre y que no tiene una filiación e historia. Esta es la paradoja de la hospitalidad: “[l]a Ley de la hospitalidad absoluta ordena romper con la hospitalidad de derecho, con la ley o la justicia como derecho” (Derrida y Dufourmantelle, 2000: 31). La Ley de la hospitalidad es una ley sin ley. La ley absoluta de hospitalidad implicaría que el fuera-de-la-ley debería ser acogido o de otra manera sería una hospitalidad bajo condiciones. La ley de la hospitalidad absoluta rompería con la ley y el derecho, sería una Ley para los que están fuera de la ley, para los perseguidos, los excluidos por su clase económica-socio-cultural, los marginados por sus pensamientos, el soberano, etc. Es necesario sostener la incondicionalidad de la hospitalidad, pero asimismo, es necesario también inscribir 300

esta ley en las leyes y en un derecho concreto que la regule. En el hiato entre estas dos leyes es donde se debe reflexionar sobre la hospitalidad. (De Peretti y Vidarte, 1998: 52-53) La Ley de la hospitalidad aunque incondicional, requiere, y esta es una exigencia constitutiva, de las leyes para poder ejercerse. De lo contrario permanecería en un sitio utópico. La Ley necesita de las leyes, aunque estas la contradigan (Derrida y Dufourmantelle, 2000: 83). La aporía que habita la hospitalidad es la incapacidad de brindarse incondicionalmente a todo otro, ya que al darse a uno, estaría dejando de lado a otro. Como ocurre con el duelo, al realizar el duelo por otro, se deja de realizar por los otros otro, volviéndose irresponsable con relación a los demás. El responder a unos, deja sin respuesta a otros. Al conceder la hospitalidad a unos, se deja de dar hospitalidad a otros. Para ser responsable ante la hospitalidad incondicional, se debe dejar de responder condicionalmente; pero al mismo tiempo esa responsabilidad condicional hacia el otro se aparta de la apertura al otro. Esta reticencia a conceder abiertamente la hospitalidad es una búsqueda de conservación, que intenta alejar al otro, transformarlo en un chivo expiatorio, para otorgar la hospitalidad a los que se adhieren a las leyes que uno exige soberanamente en la propia casa. Pero la democracia por venir no se puede sustentar en los condicionamientos que coloca un Estado de forma soberana para poder dar la hospitalidad, porque se estaría limitando y exigiendo que se cumplan ciertos requisitos para ser aceptados en su lugar. Todo esto, va en contra de una hospitalidad “verdadera” hacia el otro, ya que bajos ciertas formas de “apertura” se les obligan a cumplir ciertos requisitos, para ser aceptados. El otro, el extranjero, el mendigo, ponen en cuestión con su sola presencia, la autoridad soberana del dueño de 301

casa, del padre de familia, porque es puesta a prueba su autoridad en el exceso a las leyes de su hospitalidad, en la incapacidad para poder controlar al otro, al que se debe abrir incondicionalmente. Pero esto conduce a la cerrazón con respecto al otro, ya no es bienvenido, se multiplican las excusas, miedos y trabas para marcar las diferencias, para alejar al otro, pero al mismo tiempo constituirse en esa diferenciación. “Los extranjeros, pues, corren serios peligros en un mundo cuyo fundamento político es la afirmación de soberanías parciales (¡e incluso internacionales!)” (Penchaszadeh, 2014: 80). Por ello, Penchaszadeh (2014) propone una repolitización de la hospitalidad que ponga en cuestión la soberanía. En esa dirección, se cuestionan las leyes condicionantes de la hospitalidad. “La deconstrucción apunta a una política imposible que se abre al acontecimiento del radicalmente otro (es una hiperética que responde, o intenta responder, al radicalmente otro, a aquel con el cual no se puede mantener un diálogo o comprender)” (134). Una política que se mantenga en el hiato entre la condicionalidad e incondicionalidad, posibilidad e imposibilidad, finitud e infinitud, calculable e incalculable; una política que no esté preparada para el acontecimiento de la llegada del absolutamente otro y, sin embargo, lo reciba. Una política que se mueva en la incondicionalidad excediendo toda soberanía, una política molesta. Penchaszadeh critica la centralidad, en el análisis de Derrida, de las figuras que pueden conceder hospitalidad al recién llegado, dejándose a un lado el acto de hospitalidad que debe producirse en el huésped para pedir ser hospedado (Cfr. Penchaszadeh, 2014: 214). A esto se podría agregar, que el recién llegado debe estar, no sólo dispuesto a la hospitalidad del otro, sino que debe conceder su hospitalidad a aquel que lo hospeda; porque aunque se le conceda la hospitalidad, puede rechazarla. Un doble movimiento hospitalario de ambos 302

lados, la aperturabilidad, pero a un mismo tiempo, la aceptación de la hospitalidad venida del otro. “[…] [E]l sí al otro es una respuesta al sí del otro” (Balcarce, 2016: 36). Ante lo desarrollado, surgen las siguientes preguntas: partir de la estructura sacrificial de la hospitalidad, ¿no sería limitar la posibilidad de apertura del huésped y el recién llegado?, ¿no sería aceptar que el sacrifico se torna ineludible para toda hospitalidad? Sí y no, la hospitalidad incondicional abre la posibilidad de pensar y ser hospitalario con el otro, más allá de toda condición que se podría exigir para entrar en la casa de uno; pero a la vez, implica sacrificio y violencia. Violencia con el otro, en esa aperturabilidad constante al otro, sin que éste haya solicitado hospitalidad. Sin ese riesgo de la violencia, sin esa lucha de soberanías, sin esa búsqueda constante por pensar los límites de la hospitalidad, de apertura a los otros, no se podrá (de)construir una democracia que siempre está por venir, una democracia que debe sentar sus bases en la crítica constante a los procesos soberanos, a las restricciones a los extranjeros, a las limitaciones al pensamiento del otro. Una democracia por venir debe situarse siempre en ese (sin)sitio, Khôra, que permita no cerrarse, pero no perderse en la apertura. Una democracia por venir exige pensar los condicionamientos que se han naturalizado para ser hospitalario.

Democracia por venir y soberanía La soberanía aparecerá recurrentemente en los últimos textos derridianos y será una de las preocupaciones que tendrá el autor, a la hora de presentar su propuesta de la democracia por venir. Pero la sospecha sobre la soberanía estuvo presente desde los primeros escritos, así lo expresaba refiriéndo303

se a Rousseau: “[l]a soberanía es la presencia, y el goce de la presencia” (Derrida, 2003a: 373). Este exceso de placer que conduce a la destrucción, que es una presencia soberana que goza en sí misma, de ella misma. Esta vinculación de la soberanía a la ipseidad es “la” clave de las críticas que la diferenciará de la democracia por venir, asociando a esta última a la iterabilidad. “[…] [E]l sí mismo, el «mismo»» de «sí»… como el poder, la potencia, la soberanía, lo posible implicado en todo «yo puedo», el pse de ipse (ipsissimus) que remite siempre […] a la posesión, a la propiedad, al poder, a la autoridad del señor, del soberano […]” (Derrida, 2005b: 28; énfasis original). La democracia por venir asentada en la différance se aleja de la ipseidad que sostiene a la soberanía y del poder soberano del sí mismo. Pero ya se verá a qué aporías se deberá enfrentar. Esta afirmación de sí mismo, el poder y la violencia que implica la soberanía se debe ejercer con libertad, ya que sin ella, no sería posible decidir soberanamente. “No hay libertad sin ipseidad y, viceversa, no hay ipseidad sin libertad. Ni, por consiguiente, sin cierta soberanía” (Derrida, 2005b: 40-41). Es imprescindible la libertad para que se ejerza la soberanía; y en la democracia, en el kratos del demos, es necesaria una fuerza soberana para la libertad. Se puede observar como Derrida muestra que, en el concepto mismo de democracia, ya está implícito una fuerza soberana. Democracia y soberanía no son fácilmente escindibles, y es allí donde se debe pensar, ya que siempre se presupone que la democracia se sustenta en la libertad, pero que ésta no se basa en la fuerza. La soberanía mantendría su fuerza en lo indivisible, por el contrario, la democracia sería el más de uno, es decir, su poder se asentaría en la divisibilidad o en la indivisibilidad del demos, pero para eso cada uno de los integrantes debe dividir su poder soberano. 304

Pero en esa encrucijada entre soberanía y democracia, el filósofo nacido en Argel propondrá la siguiente salida: la incondicionalidad. Pero para llegar a ella recurrirá a lo autoinmunitario que le permite encentar a la ipseidad. Sin lo autoinmunitario, no se podría realizar el movimiento que busca Derrida, ya que le posibilita suspender-atacar-encentar la ipseidad de la soberanía para realizar la apertura a lo por venir de la democracia. “[…] [E]n amenazar al yo o al sí, al ego o al autos, a la ipseidad misma, en encentar la inmunidad del autos mismo: no sólo en auto-encentarse sino en encentar el autos -y también, por consiguiente, la ipseidad” (Derrida, 2005b: 64). El funcionamiento de lo autoinmunitario, permite que se mantenga en suspenso la ipseidad, para dar lugar a la iterabilidad, la différance y la huella. La auto-inmunidad, sacrifica ciertas partes para poder subsistir, inmunizándose contra su propia inmunidad. […] las dimensiones de la suplementariedad autoinmunitaria y autosacrificial, esa pulsión de muerte que se afana en silencio sobre toda comunidad, toda autoco-inmunidad y, en verdad, la constituye como tal, en su iterabilidad, su herencia, su tradición espectral. Comunidad como auto-inmunidad co-mún: no hay comunidad que no alimente su propia autoinmunidad, un principio de autodestrucción sacrificial que arruina el principio de protección de sí (del mantenimiento de la integridad intacta de uno mismo), y ello con vistas a alguna super-vivencia invisible y espectral. Esta atestación autocontestataria mantiene a la comunidad autoinmune en vida, es decir, abierta a otra cosa distinta y que es más que ella misma: lo otro, el porvenir, la muerte, la libertad, la venida o el amor del otro, el espacio y el tiempo de una mesianicidad espectralizante más allá de cualquier mesianismo. (Derrida, 2003b: 105-106; énfasis original). 305

En esa autoinmunidad que resigna algo para conservarse, que no puede deshacerse de esa autodestrucción, nunca la soberanía podrá ser dejada de lado, habita en la interioridad. Todo proceso que busque eliminar lo soberano lo hace a través de la soberanía: atacando a esa soberanía para derrotarla; lo que puede derivar en dos consecuencias igualmente riesgosas: a) un exceso de soberanía para atacar a la soberanía, puede que se torne más soberana (violenta) que lo soberanía que se quiere evitar; b) un ataque de la soberanía sin que esté a la medida de la soberanía que se combate, podría dar por resultado que lo soberano que se quiere combatir termine prevaleciendo. Es por medio de este proceso autodestructivo, en ese riesgo siempre presente, que se realiza la apertura a lo por venir de la democracia y al mismo tiempo a la infinita vulnerabilidad de convivir con lo soberano y terrorífico3. “Lo que jamás se dejará olvidar es entonces el efecto perverso de la autoinmunidad misma. Hoy sabemos que la represión, en el sentido psicoanalítico y en el sentido político-policivo, político-militar, político-económico, produce, reproduce, regenera precisamente aquello que trata de desactivar” (Derrida, 2003b: 149). Esa economía de fuerzas en la lucha para no terminar engendrando lo que se está combatiendo. La autoinmunidad podría acarrear una soberanía más monstruosa a la que intenta combatir. Las cosas se vuelven más complejas, y más aún en el ámbito de la política internacional, donde se ponen en juego, 3 “[…] la fuente más irreductible del terror absoluto, la que, por definición, se encuentra más desarmada frente a la peor amenaza, sería la que procede “desde adentro”, de esa zona en donde el peor “afuera” vive “en mí”. En ese caso, mi vulnerabilidad, por definición y por estructura, por situación, no tiene límites. Y de ahí el terror. El terror siempre es, o se convierte en, “interior”, al menos en parte” (Derrida, 2004: 261).

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de forma evidente, las tensiones entre las soberanías de los Estados-Nación y las decisiones democráticas que se deben tomar en beneficio de la mayoría. Aquí, Derrida marca que toda intervención en el marco internacional debe ser democrática y por lo tanto, debe deponer la soberanía; pero para ser tomado en cuenta, debe ser un Estado-Nación soberano. Por un lado, la exigencia de soberanía; y por el otro, el pedido de deposición de la misma. Para que la democracia sea efectiva, para dar lugar a un derecho que haga valer su idea, es decir, para dar lugar también a un poder efectivo, aquélla exige la cracia del demos, aquí del demos mundial. Requiere pues una soberanía, a saber, una fuerza más fuerte que todas las demás fuerzas que hay en el mundo. Pero si la constitución de dicha fuerza está en efecto, en principio, destinada a representar y a proteger a esa democracia mundial, de hecho, la traiciona y la amenaza de entrada, de forma auto-inmunitaria y, como dije, tan silenciosa como inconfesable. Silenciosa e inconfesable como la propia soberanía. El silencio inconfesable, la denegación: ésta es la esencia siempre inaparente de la soberanía. (Derrida, 2005b: 124-125; énfasis original).

Derrida pone en evidencia el movimiento silencioso y subrepticio que realiza la soberanía para “introducirse” en las democracias. La soberanía busca siempre imponerse y para ello, se mueve en lo no-dicho para no ser percibida. Pero el mantenimiento en lo no-dicho es porque no necesita expresarse, dar razón de lo que hace, no necesita buscar un sentido más allá de su ipseidad, de imponer su fuerza. Para la soberanía no hay derecho, ni ley a la que se deba someter, es fuerza indivisible, abuso de poder. La deconstrucción llama la atención sobre ese sigilo de la soberanía, para que no gane

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terreno sobre la democracia. Es una muerte que acecha lenta y silenciosamente, pero desde lo más profundo, no adviene sino que siempre estuvo allí, esperando el momento para surgir, para hacerse fuerte y prevalecer. La soberanía debe mantenerse en la excepcionalidad, en el instante más allá del tiempo que exige una decisión excepcional, pero al no darse a sí misma el tiempo, necesita la autoinmunidad y como ésta afecta al ipseidad misma, precisa del tiempo, la heteronomía, el acontecimiento y el otro (Derrida, 2005b: 134). Pero aún más, es lo que desestabiliza a la soberanía, el otro, la hospitalidad, la democracia, el duelo, etc., la exceden sin que pueda decidir soberanamente. Rompen con la lógica soberana, pero a la vez, ella es una amenaza y un límite a la democracia. Derrida opone a la soberanía, la incondicionalidad. Se debe pensar un incondicional sin soberanía y crueldad, cuestión en extremo difícil, pero indispensable para determinar la condicionalidad económica de la soberanía. Una vida que no se rija por la economía de lo posible, sino desde una apertura hospitalaria al acontecimiento, una vida im-posible, una super-vivencia, que es la única vida que merece ser vivida (Cfr. Derrida, 2005c: 210). Pero esta apertura: a lo por venir, al otro, a la democracia, a la hospitalidad, al duelo, debe estar marcada por lo incondicional alejado de toda decisión soberana (Cfr. Derrida, 2002: 17-18, 68, 75-76; Derrida, 2010: 354). Por eso, el duelo inacabado por lo espectral no se reduce ni a la vida ni a la muerte, las excede y al hacerlo excede a la soberanía misma. La soberanía que halla su poder en la administración de la vida y la muerte, se desvanece, pierde fuerzas, no comprende la lógica espectral. Porque la soberanía que es fuera-de-la-ley, no encuentra una ley con que regir y comprender a los espectros.

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La violencia de la soberanía permanecerá al interior de la democracia, es por ello imprescindible recurrir al trabajo deconstructivo para vigilar atentamente las exclusiones, violencias, decisiones, etc., que se tomen en nombre de la democracia, pero decidiendo soberanamente. La soberanía intentará introducirse silenciosamente para imponer su fuerza, pero es allí donde se debe activar el movimiento auto-inmunitario contra la ipseidad, es ahí donde se debe oponer la débil fuerza mesiánica: “[…] la venida singular de lo otro y, por consiguiente, una fuerza débil. Esta fuerza vulnerable, esta fuerza sin poder expone incondicionalmente a aquel(lo) que viene y que viene a afectarla. La venida de dicho acontecimiento excede la condición de dominio y la autoridad aceptada por convenio […]” (Derrida, 2005b: 13; énfasis original). La venida del otro, no está condicionada por una fuerza fuerte, por un poder soberano, sino que los excede; ni siquiera por algún pacto, porque no se deja resumir en ninguno. Es una debilidad fuerte, más fuerte que la fortaleza de la fuerza. Una fuerza, aunque débil, que está siempre presente, que no desaparece por más que la sometan. Una fuerza que siempre será fuerte, aún en su debilidad; y una fuerza tan fuerte, que aun así no podrá hacer desaparecer a la fuerza débil. Siempre estará la différance difiriendo constantemente, lo que impedirá que la “fuerza fuerte” someta y elimine a la “fuerza débil”, pero también estará, para que ésta pueda subvertir el orden, basándose en lo catastrófico del pasado y el presente. Derrida habla de lo “mesiánico sin mesianismo” y lo acerca a la “débil fuerza mesiánica”, que realizan una apertura al porvenir, desde la aceptación de la herencia y las generaciones pasadas, que se mueven dentro de una lógica espectral que va más allá del presente, out of joint, dislocando presente, pasado y futuro. Ésta será una lucha sin tregua, en la que la soberanía, como siempre, intentará imponer condiciones; y en la que la

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democracia por venir, se centrará en la incondicionalidad de lo por venir, en pensar y decidir más allá de toda soberanía, tarea ardua marcada por la im-posibilidad que da sentido razonable a la deconstrucción. La deconstrucción ubicaría su crítica en el hiato entre soberanía y democracia, posible e imposible, ipseidad e iterabilidad; es allí, donde debe estar más atenta, siendo hipercrítica de las acciones (que traerán violencia en sí mismas) que se realizan y con la mirada en lo por venir. Más allá de la soberanía estaría lo por venir de la democracia, pero sabiendo que aquella estará siempre al acecho, tratando de triunfar ocultando lo que escapa a su poder soberano. Uno de los mayores problemas con los que se debe enfrentar en la actualidad, y que Derrida señala, es que las “democracias” se mueven soberanamente y las “soberanías” deciden silenciosamente.

Inconclusión En este espacio en el que se obligó a los tres conceptos a mirarse fijamente a la cara, a limar asperezas y marcar diferencias insalvables, allí donde la soberanía siempre buscó imponerse, donde la democracia señalaba que se debía sustentar en el otro, en la iterabilidad y donde el duelo sostenía una política de la memoria por los espectros, se dio lugar a una contienda sin fin, donde no se deben bajar las guardias ante ciertos movimientos que se buscan imponer por la fuerza y quieren derrumbar el por venir de la democracia. Es allí, donde se juega la aperturabilidad hacia el otro para exceder la violencia, pero a sabiendas del origen violento del que se parte. Por eso, se debe estar constantemente alerta con esos movimientos que en apariencia son aperturas al otro, pero son meramente el ejercicio del poder y la violencia. 310

La soberanía es la búsqueda por imponer la ipseidad por todos los medios, de allí que toda decisión soberana conlleve violencia, pero no se la puede sencillamente dejar al margen. De allí, que se dé la aporía entre democracia y soberanía, y que Derrida proponga la Democracia por venir para ir más allá de la violencia soberana. En la democracia por venir se realizaría una apertura al otro, la hospitalidad, el duelo, que exceden las decisiones soberanas o, más precisamente, le opone la incondicionalidad a la soberanía. La soberanía es el punto de apertura para la democracia por venir, pero es un peligro constante para su clausura. La democracia por venir por basarse en la iterabilidad, no se cierra violentamente sino que es un llamado a la apertura de la venida del otro y lo por venir. Así, con relación a la muerte, la soberanía y la democracia se pueden plantear las siguientes cuestiones: Si uno muere, el que sobrevive debe responder por el otro que ya no está. Pero si se responde por el otro, se deja de responder por los otros otro. Por lo que, se daría una respuesta que excluye a los otros. Aún más, si esos otros que llevo en mí presentasen posturas contradictorias entre sí, ¿cómo responder por ellos?, ¿cómo no traicionar al menos a uno de ellos? Los otros otros reclamarían soberanamente y no sin violencia, que se responda por ellos, que se los represente fielmente, produciéndose una disputa entre los otros otro entre sí y con quien los representar para no traicionarlos. Pero se debe responder, no se puede permanecer en la indecisión, entonces: ¿cómo elegir a quién acallar y dejar sin respuesta?, ¿por qué priorizar unas respuestas por sobre otras? Aun así, más allá de esos cuestionamientos, la democracia por venir es la responsabilidad infinita por y con lo (el) otro más allá de la muerte y la vida, una responsabilidad con los espectros que rompe con la soberanía. 311

Por ello, si se tiene que realizar un duelo infinitamente y sin poder rehusarse a él, se tendría que suspender, aunque sea momentáneamente, el duelo infinito por los otros a los que se duela. Una epokhē de los duelos para realizar el duelo. Interrupción de los duelos entre sí, para dar paso al duelo. ¿Por quién realizar el duelo, cuando hay más de uno?, ¿el duelo por los otros que se fueron antes se suspendería, para poder realizar el duelo actual? La aporía del duelo, más allá de su apertura, marca un límite. El duelo infinito produce una apertura hacia una política por la memoria del otro, del espectro. Un duelo que marca la presencialidad de lo otro. Es así, que debe darse el ejercicio constante entre la hospitalidad condicional e incondicional, que es necesario en la democracia por venir, que señala una frontera donde no se tiene suficientemente en consideración la hospitalidad concedida por el recién llegado al huésped. La hospitalidad incondicional es la disposición a la recepción de todo otro, es la medida que excede toda medida, con la que se debe medir toda hospitalidad condicional. La hospitalidad incondicional debe quebrar con la soberanía del dueño de casa, debe abrirse a el(lo) otro, debe dejar a un lado toda estrategia política sustentada en la ipseidad. En ese cuarto que habitarán por toda la eternidad, deberán aprender a convivir y lo harán a veces en armonía, otras conflictivamente, pero lo que se deberá dar es el estado de alerta constantemente entre sí: para que la soberanía no se adueñe del cuarto y someta a la democracia y decida a quién recordar; para que la democracia no quede en la indecisión, y ejerza el poder de decidir aquí y ahora; para que el duelo nunca se concluya y se realice una apertura incondicional a el(lo) otro. Esa contínua vigilancia para que ninguno ceda a sus debilidades, para que sea el por venir lo que rija a la democracia. 312

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QUÉ HAY PARA LEER EN UNA FECHA. EL GESTO DE CELAN, O LA LECTURA-HERIDA Marcela Rivera Hutinel

[Una fecha] debe darse a leer en la ceniza, en el no-ser de su ser, ese resto sin resto que llamamos ceniza.

Jacques Derrida

La Barca […] / lleva a la otra / orilla lo leído lacerante (Wundgelesenes)

Paul Celan

Lectura: recoger en la urna de una escritura las cenizas de un texto incinerado para luego entremezclarlas con nuestra propia lengua consumida”.

Alexis Nouss

En Schibboleth. Para Paul Celan1, Jacques Derrida dirige nuestra atención hacia el gesto de memoria al que la poética 1 La primera versión de Schibboleth, publicada primero en inglés, corresponde a una conferencia pronunciada en Seattle, el 14 de octubre de 1984, en un simposio dedicado a la obra de Celan, organizado por la universidad de Washington. Pero el intento de “pensar con él. Con él hacia él” (Derrida, 2009: 23), como afirma Derrida respecto del poeta, no habrá dejado de acompañarlo. El 2001-2002, en su seminario La bestia y el soberano (publicado de manera póstuma el 2008), consagra dos sesiones, la octava y la décima, a la lectura de El Meridiano. En 2003, cerca de 20 años más tarde de la publicación de

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celaniana se halla radicalmente enlazada. Su trazado poético, afirma Derrida de Celan, porta consigo el recuerdo de las fechas, el enigma de la incisión que una fecha viene a marcar en la memoria. “Celan fechaba todos sus poemas” (1986: 34), señala Derrida, advirtiéndonos con ello que esa puesta en práctica de la datación no se limita a la mera consignación del día o el lugar en el que fueron escritos. Las datas se deslizan en el cuerpo del poema, ya sea explícitamente, como es el caso del “trece de febrero” que abre “Todo en uno” (“Trece de febrero. En la boca del corazón / despierto Shibbólet” [Celan, 2002: 187]), o entreverándose de manera reticente en su nervadura, en un modo del don, del datum, que excede el registro del calendario, como sucede en “Pau, más tarde”, que porta consigo -como recuerda Diego Tatián, rastreando la semblanza de Baruch Spinoza en el poema- la huella de un viaje de Celan a Ámsterdam en 1964, en el que visitó junto a su mujer Gisèle el lugar vacío donde, ya demolida, había estado la casa en la que nació el filósofo (sobre este gesto, sobre la espectral topografía de la memoria que en él destella, Tatián se pregunta: “¿Qué hubiera querido encontrar el poeta Paul Celan en esa plaza en la que una casa ya no existe? […] Durante su breve estadía en Ámsterdam, había anotado en su cuaderno: «Waterloo-Plein/41: la casa natal de Spinoza: ya no su primer ensayo sobre Celan, Derrida pronuncia una conferencia dedicada a la memoria de Gadamer, bajo el título Carneros. El diálogo ininterrumpido: entre dos infinitos, el poema, que se puede considerar como una continuación de Schibboleth. Existe un tercer texto consagrado a la poesía de Celan: “Política y poética del testimonio”, publicado el 2004 (Cahier de l’Herne). Súmese a ello las entrevistas realizadas a Derrida por Évelyne Grossman, “La lengua no pertenece” (2001) y “La verdad hiriente. O el cuerpo a cuerpo de las lenguas” (2003), ambas publicadas en la revista Europe, donde las referencias al poeta ocupan un lugar preeminente. El conjunto de estos textos, algunos en versión abreviada, fue compilado en inglés, el año 2005, bajo el título Sovereignties in Question: The poetics of Paul Celan (Nueva York: Fordham University Press).

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está aquí»” (Tatián, 2009: 64-65).2 Sean manifiestas o tácitas, incluso si ellas apenas alcanzan a bosquejarse al modo de una estela dejada por un espacio ausente, tal como el lugar vacante de la casa del filósofo marrano al que el poeta se encamina, leer a Celan, plantea Derrida, implica hacer la experiencia de estas datas, exponerse a la aparición enigmática y recurrente de fechas cuyo sentido, la dirección que las tensa, la mayor parte del tiempo nos resulta esquiva.3 De ahí que la “primera preocupación” que atraviesa Schibboleth, su motivo de reflexión más acuciante, sea “escuchar lo que dice de ella -[de la datación]- Paul Celan. Mejor, contemplar cómo se entrega a la inscripción de fechas invisi2 Tatián recuerda que el vacío de la casa natal de Spinoza se haya enlazado en el poema a la memoria de Pau, ciudad medieval de la región de Aquitania, escenario de feroces matanzas inquisitoriales en el siglo XIII (solo en la llamada Matanza de Beziers, en 1209, los ejércitos del Papa Inocencio III habían ejecutado a más de veinte mil hombres, mujeres y niños albigenses acusados de herejía). Los versos, que lee con detención Tatián, y cuya traducción modifica ligeramente la de Reina Palazón, son los siguientes: “PAU, MÁS TARDE. En los ángulos / de tus ojos, Extranjera, / la sombra de los albigenses- hacia la explanada de Waterloo, hasta la huérfana / alpargata de esparto, hasta / el amén barateado junto con ella, / al eterno / hueco entre las casas te / llevo con mi canto: / que Baruch, el que nunca / llora, pula en torno a ti, / debidamente, la / angulosa, / incomprendida, / lágrima vidente” [Tatián, 2009: 66; cf. Celan, 2002: 267]). 3 Tomamos algunos de los términos utilizados por Marc Crepón, quien comentando la singularidad de las datas que Derrida con Celan nos invitan a pensar, señala: “Leer a Celan, recuerda Derrida, es hacer necesariamente la experiencia de tales fechas. Es exponerse a su presencia enigmática y recurrente, de las que la mayor parte del tiempo, la significación se nos escapa y que resiste a toda tentativa de interpretación, a todo comentario, por legítimos e «informados» que ellos sean. Esta resistencia no es accesoria. De toda fecha, en efecto, es preciso comenzar por decir que ella es siempre singular. Su inscripción en el poema reenvía cada vez a un acontecimiento del que ella guarda a la vez la memoria y el secreto” (2014: 79-80; el subrayado es nuestro). Volveremos sobre esta resistencia de la fecha, sobre el secreto que insoslayablemente alberga en su legibilidad.

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bles, ilegibles quizás: aniversarios, anillos, constelaciones y repeticiones de acontecimientos singulares, únicos, irrepetibles: «unwiederholbar», ésa es su expresión” (Derrida, 1986: 13). Aguzando el oído hacia esta “mise en oeuvre de la data” (1986: 17) que atraviesa la poética celaniana, Derrida advierte que en ella, en la vocación de escritura que lleva su nombre, “hay, quizás, pensamientos más pensantes que ese pensamiento que se llama filosofía” (1992: 216).4 Acaso esta última, preguntándose «qué es una fecha», encorsetada por esa misma forma de interrogar, no alcance a rozar por medio de este «qué es» (pregunta que tiene una historia, que está ella misma datada) lo que, en la data, “no responde al ser, a ningún sentido del ser”, sobreviniendo, en el anillo de su retorno, sin fijación ni curso determinado. “Una fecha está loca -advierte Derrida: nunca es lo que es, lo que dice que es, siempre más o menos de lo que es” (1986: 68), indicándonos con ese desquicio que esta marca de un punto en el tiempo introduce un desajuste respecto a una medida del ser que no llega a contenerla, que algo en ese punto traquetea, resiste a la medida y se muestra 4 Sobre esta potencia pensativa que Derrida reconoce en la literatura, cf. el invaluable trabajo de Evando Nascimento, Derrida e a literatura (1ª edición de 1999, 3ª edición ampliada y revisada de 2015). Refiriéndose a la hipótesis general de su investigación, Nascimento señala: “Si el nombre «literatura» tiene alguna importancia en los textos de Derrida, eso está vinculado necesariamente a una solicitación radical de las determinaciones metafísicas (…) por medio de un pensar insólito con relación al propio concepto occidental de saber en cuanto determinado por el valor de la verdad (…). Una literatura pensante, relacionada a una escritura pensante, sería aquella que pensaría lo impensable” (Nascimento, 2015: 301-302). El presente ensayo se propone dilucidar el modo en que, para Derrida, el sintagma «leer lo ilegible» encuentra en Celan, vía la lectura de su poética de la datación, la necesidad de abrirse a ese impensable-impensado. Sobre la noción de ilegibilidad, cf. la entrevista de Carmen González-Marín a Derrida, publicada primero en Revista de Occidente en 1986 y luego compilada en No escribo sin luz artificial, con el título “Lo ilegible” (1999).

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indócil a cualquier atribución de significación (desmesura que resuena en el verso de “Entrada de Violonchelo”: “todo es menos de / lo que es, / todo es más” [Celan, 2002: 238]). De lo que en la data “resta sin ser” (Derrida, 1986: 68), este es el envite derrideano, el poeta del Singbarer Rest (Resto cantable, íncipit de uno de los poemas de Atemwende) abriría surcos impensados, caminos alternos que permiten hollar lo que se hiende en el tiempo y, por ende, en el imperativo del sentido, en el reclamo de su presentación, cuando una fecha acaece. «¡Que se presente!, ¡que haga sentido!»: ¿y si la andadura de la fecha no respondiese a este mandato? Tal es la inquietud que entrecorta el aliento de este ensayo de Derrida sobre Celan, advirtiéndonos que quizás sea preciso que la respiración de un aliento distinto despunte para acoger a esa otra lectura que las fechas que labran el poema celaniano demandan para sí: “Poesía –apunta Celan en El meridiano: eso puede significar un cambio de aliento” (En Oyarzun, 2013: 195). Allí donde “el enigma de la fecha […] parece resistir a toda pregunta, a toda forma de cuestionamiento filosófico, a toda objetivación, a toda tematización teórico-hermenéutica” (Derrida, 1986: 17), habrá que seguir el rastro trémulo –puesto que no se supedita ni a las ideas fijas ni a las oposiciones de la ontología- de lo que en la escritura de Celan nos sitúa en el recuerdo de las fechas, en la recordación de lo que ellas hacen a la lectura y, por consiguiente, a la memoria y al pensamiento que están incrustados en el corazón de su ejercicio. ¿Cómo leer, entonces, estas datas? ¿qué es lo que en ellas se da a leer? “[…] qué hay para leer en una fecha” (1986: 70): esta es la cuestión, la de la legibilidad de la data, que dejará resonando Derrida a lo largo de Schibboleth, con vistas a reflexionar sobre lo que en la inscripción de estas fechas, y en el poema que las porta, parece resistir a su simple inclusión en la esfera del

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sentido.5 Quizás, yendo al encuentro de esta apelación que nos viene del poeta y de sus fechas, una torsión, un cambio de aliento, nos esté reservado respecto de lo que puede ser “la inyunción o la chance de toda lectura” (Derrida, 1986: 70).6 5 “La única cuestión” que “ha sostenido toda la poesía de Celan”, afirma en consonancia Lacoue-Labarthe en La poesía como experiencia, es “la del sentido, la de la posibilidad del sentido” (Lacoue-Labarthe, 2006: 23). Sobre el poema celaniano y su resistencia a toda forma de poder hermenéutico, sobre lo que ese rebasamiento de la pretensión de significar exige al pensamiento, Lacoue-Labarthe comienza preguntándose en su libro: “qué pensar de (qué queda todavía de pensamiento en) una poesía que debe renunciar, en ocasiones con tanta obstinación, a significar? O bien, aún más simplemente, ¿qué es un poema cuya «codificación» elimina por anticipado cualquier tentativa de desciframiento?” (Lacoue-Labarthe, 2006: 24). 6 El pasaje desde el que extraemos estas líneas es el siguiente: “Si digo que el sentido de una fecha abre la locura, una suerte de Wahnsinn, esto no es para conmover: solamente para decir qué hay para leer en una fecha, en la inyunción o la chance de toda lectura [l’injonction ou la chance de toute lecture]”. En la versión en español de Schibboleth, Jorge Pérez de Tudela decide traducir: “en la prescripción o la oportunidad de toda lectura” (Derrida, 2002: 66). Optamos por conservar la resonancia de los términos en francés que el español permite en este caso, siguiendo -respecto de la noción de inyunción- las indicaciones de Cristina de Peretti y José Miguel Alarcón en su traducción de Espectros de Marx (cf. Derrida, 1998: 12). El término, que ocupa un lugar preeminente en dicho trabajo (el primer capítulo se titula “Las inyunciones de Marx”), no solo refiere a una “orden terminante”, sino que también conecta, y de manera decisiva para el planteamiento derrideano sobre la herencia de esos espectros, con el problema del tiempo disjunto (le temps disjoncté), el out of joint del tiempo hamletiano. En cuanto a chance, se busca acoger no solo la oportunidad, la posibilidad inclusive, de la lectura, sino también lo que en ella se entrelaza al riesgo y al azar. Chance, que en español es un extranjerismo adoptado del francés o del ingles chance, significa tanto oportunidad, ocasión, como azar. En francés el término remite al coup de dés, al golpe de dados, a cuyo alero Mallarmé inscribe su experiencia poética y que contiene, en su centro, una reflexión sobre el espaciamiento de la lectura (En 1967, Derrida dispone como exergo de L’Écriture et la Différence un pasaje del prefacio a Un coup de dés jamais n’abolira le hasard: “un conjunto sin otra novedad que un espaciamiento de la lectura”). Recuperado esta acepción de chance, procuramos tanto remarcar la reconfiguración del problema de la legibilidad que tiene lugar en Celan, como prestar atención a los lazos tendidos entre el motivo de la lectura-herida que surca su

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Que el capítulo VII de Schibboleth se abra con los versos de “Tu sueño arrollador”, poema que acoge entre sus líneas una palabra acuñada en alemán por Celan -Wundgelesenes-, que aúna en un sólo sintagma la herida y la lectura (“lectura lacerada”, traduce Reina Palazón, “lo leído lacerante” vierte a su vez Pablo Oyarzun), puede darnos una primaria estimación de la intensidad del traumatismo que afecta, en esta poética de la datación, a la experiencia de la lectura. “Schibboleth – recuerda Michel Lisse- es un texto sobre la lectura, sobre la traducción, sobre la resistencia a toda totalización interpretativa” (2001: 138). Wundgelesenes. De este sintagma en lengua extranjera, análogo al Schibboleth con el que Derrida decide nombrar estas memorias para el poeta, diremos que alberga las marcas de un seísmo que ya no deja reposar a la lectura sobre el principio hermenéutico que la anuda a la “voluntad de comprensión”.7 De la experiencia de esta “lectura-herida, pasando a la otra orilla, a la orilla del otro” (Derrida, 1986: poética y la lectura constelatoria que la tirada de dados demanda en la escritura del poeta francés. “Pensar hasta las últimas consecuencias a Mallarmé” es la exigencia que Celan desliza en El meridiano (Celan en Oyarzun, 2013: 192). Cabe recordar, asimismo, que los nombres de ambos poetas, a los que Derrida presta una aguda y persistente atención, están enlazados para él a experiencias de pensamiento y desplazamientos de la lectura que resultan insoslayables para comprender la inflexión que la praxis deconstructiva introduce en el ejercicio filosófico. 7 En “Oír-ver-leer”, Gadamer enuncia en los siguientes términos este primado de la comprensión: “¿Quién puede leer sin comprender?. Todo lo que no sea introducirse desde el lenguaje en lo suscitado por él, es balbucear, hablar entrecortadamente, deletrear. El habla requiere, pues, comprensión, comprensión de la palabra que se dice” (Gadamer, 1998: 73). Para una consideración más detenida respecto de esta “voluntad de comprensión” que estaría operando en la hermenéutica, y la necesidad, no solo de la deconstrucción derrideana, sino también de pensadores como Barthes y Deleuze, de desplazarse de la primacía del sentido para “recorrer los senderos de la ilegibilidad” cf. el trabajo de Paco Vidarte, ¿Qué es leer? La invención del texto en filosofía (2006). Las fórmulas entre comillas son extraídas de las pp. 79 y 13 respectivamente.

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98), de esta dislocación que golpea al cuerpo del lector que entra en relación con ese cuerpo otro del poema que sale a su encuentro, Derrida, leyendo a Celan y sus fechas, procurará dar testimonio.

La legibilidad de las fechas: “Hay ahí ceniza” Lo ilegible es legible como ilegible, ilegible en tanto que legible, he ahí la locura que quema una fecha por dentro. He ahí lo que la entrega a la ceniza, he ahí lo que da la ceniza desde el primer momento. Y durante el tiempo finito de la incineración, se transmite la contraseña, hay comunicación, el schibboleth pasa de mano en mano, de boca a oreja, de corazón a corazón –entre algunos, un número finito, siempre.

Jacques Derrida

De la fecha como incisión o entalladura que el poema lleva en su cuerpo, Derrida dice que ella es, a la vez, legible e ilegible. “[Una data] debe borrarse para hacerse legible, hacerse ilegible en su misma legibilidad” (1986: 32). La necesidad de introducir este indecidible, de explorar estas vías aporéticas, viene dada por la misma estructura de la fecha, por el modo del don o del envío en que ella se prodiga. Si Derrida requiere acuñar esta fórmula paradojal -«leer lo ilegible»8, figura infi8 Que la lectura es más que desciframiento, que lo ilegible es condición de lo legible (un texto completamente transparente, no necesitaría ser leído; solo lo que resiste exige e interpela a la lectura), tal es la apuesta de Derrida. La ilegibilidad es, como señala en la entrevista “Lo ilegible”, el elemento mismo de la lectura: “En general, se piensa que leer es descifrar, y que descifrar es atravesar las marcas o significantes en dirección hacia el sentido o hacia un significado. Pues bien, lo que se experimenta en el trabajo deconstructivo es que a menudo, no solamente en ciertos textos en particular, sino quizá en el límite de todo texto, hay un momento en que leer consiste en experimentar que el sentido no es accesible, que no hay un sentido escondido detrás de los signos, que el

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gurable para el orden del saber- es porque ella despunta en el propio trazado de la fecha, en el modo en que ella se da a leer borrándose, emborronando de paso la línea divisoria entre uno y otro de estos pretendidos opuestos. Legible-ilegible, el secreto de la fecha no se deja leer simplemente. Si entendemos por “lectura” el mero acto de descifrar caracteres, no alcanzamos a rozar lo que en la data, en la misma posibilidad que tiene de ser leída, está trenzado, desde un comienzo, a una irreductible ilegibilidad: “La borradura no le sobreviene como un accidente, no afecta a su sentido o a su legibilidad, se confunde por el contrario con el acceso mismo de la lectura a lo que una fecha puede seguir significando” (1986: 40). Esta “fuerza de auto-borradura” (1986: 36), este crepitar de ceniza que “quema [a la fecha] desde dentro” (1986: 75)9, viene a dejar ciertamente en la estacada a la «pulsión hermenéutica» que cuenta con el desciframiento de la cifra, con el descorriconcepto tradicional de lectura no resiste ante la experiencia del texto; y, en consecuencia, que lo que se lee es una cierta ilegibilidad” (Derrida, 1999: 52). 9 El segundo apartado de Schibboleth cierra con esta frase: “La ceniza nos espera” (1986: 40). “Il y a là cendre”: “hay ahí ceniza”. En torno a esta sentencia que, como él mismo confiesa, lo asedia a través de los años, Derrida escribirá, en 1987, Feu la cendre- La difunta ceniza (2009). No es aventurado señalar que el motivo de la ceniza llega a él desde Celan, desde sus “manos estremecidas-anudadas”, “manos de trivio” que, en la encrucijada del olvido, esparcen “glorias cinerarias” en sus escritos, como frágil resistencia a la incineración de la memoria (retomo aquí las imágenes de Aschenglorie: “Aureola/ de cenizas detrás / de vosotras, manos / de trivio. / Lo que lanzó el azar, desde el Este, ante vosotros, / terrible. / Nadie / testimonia por el / testigo” [Celan, 2002: 235]). La ceniza, como la fecha, constituyen, para Derrida, indicios de aquello que resta, que sigue rondando, pero haciendo estallar los marcos de la lógica substancial que liga la permanencia al ser presente: “El ser sin presencia no ha sido ni tampoco será ahí donde hay la ceniza y donde hablaría esa otra memoria. Ahí, donde ceniza quiere decir la diferencia entre lo que resta y lo que es […] No permanecer junto a sí misma, no pertenecerse a sí misma, he aquí la esencia de la ceniza, su ceniza misma” (Derrida, 2009b: 25, 47; el subrayado es nuestro).

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miento del velo.10 En las fechas de Celan, es lo primero que despeja Derrida, no se esconde una poética del cifrado, no hay ningún afán hermético o críptico que el afán del hermeneuta debería contrapesar. Apostados en el umbral del poema, no estamos ante una marca dispuesta por el poeta que, siendo oscura, luego pudiera tornarse legible, comprensible, asegurando de ese modo, al intérprete que cuente con la clave, con la llave que habilite el paso, la transparencia del sentido. Lo que hay para leer en una fecha, afirma Derrida, no disipa su secreto, pende más bien de su guarda. Pues, como ocurre con schibboleth11, esa palabra cuyo valor de contraseña suspen10 La expresión «pulsión hermenéutica» pertenece a Geoffrey Bennington, que la propone en el marco de un ensayo titulado “Lectures: de Georges Bataille”. Desmarcándose allí de lo que sería una operación de lectura totalizante (que aspira a una lectura, que siempre supone la unidad de una obra o un corpus), Bennington discute igualmente el presupuesto que organiza la idea de lectura plural (ya no la única lectura, pero si una lectura entre otras, lecturas individuales o diferentes frente a las que se estaría dispuesto a tolerar la dispersión). Esta última no sería ajena, señala él, a “la pulsión hermenéutica, que consiste en querer presuponer una lectura que pone fin a la necesidad de la lectura […] Ahora bien, si hay una cosa que la lectura debe, me parece, respetar, es su propia interminabilidad esencial: la posibilidad permanente de otra lectura asedia toda lectura” (2011: 9). Que la lectura, cada lectura, incube en sí misma su potencia de alteración (que nunca, entonces, sea una), que leer consista en una praxis que porta consigo el espectro de su posibilidad –la lectura, que jamás se consuma ni se cierra, alberga siempre la posibilidad de leer de otro modo-, es lo que, quizás, se ha intentado desplegar bajo el nombre de deconstrucción. Contra la lógica congregante o reuniente que ha acompañado el pensamiento de la lectura, es preciso reconocer entonces, como afirma Derrida, su potencia diseminal. Para la noción de «lectura-escritura diseminal», cf. (Derrida, 2009: 43). Volveremos sobre esto. 11 La palabra schibboleth es una palabra hebrea, en la que tañen una multiplicidad de sentidos: espiga de trigo, ramilla de olivo, torrente, arroyo, pero que remite, en primer lugar, a una historia de fronteras, de pasos fronterizos. En esta historia, recuerda Derrida, “la palabra importaba menos por su sentido que por la manera en que se pronunciaba”, remarcando así la epoché del sentido que se enlaza a este sintagma extranjero que elige para título de su ensayo (1986: 44). En el libro de los jueces del antiguo testamento se relata un episodio de la

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de en la frontera la relación al sentido, haciéndose recibir más bien por sus efectos (“efecto de schibboleth” es una expresión que Derrida usa en Aporías para hablar del Übersetzung, del paso entre las lenguas [1996: 27]), el secreto que la fecha porta no tiene la forma de un significado que espera agazapado el momento en que se retire el manto que lo cubre; su lectura no levanta ni rasga la veladura de su secreto. La data se recibe como se recibe un schibboleth: se comporta a la manera de esta palabra de paso que rechaza el paso, su secreto se entrega retirándose. Lejos está de responder al precepto del develamiento y de las explicaciones unívocas. Su lectura, en consecuencia, no se supedita al orden del saber, no habilita el acceso a un sentido estabilizable y verdadero. No hay, en la data, verdad por descubrir. Sobre esta otra lectura que Schibboleth pone en juego, Alexis Nouss señala: “La lectura no alza ni desplaza el velo del secreto, abraza más bien su movimiento, se funde con sus ondulaciones y sus intersticios: ella no es de ningún modo salida fuera de los pliegues, explicitación” (2002: 227). Ante las fechas de Celan, el lector hace la desasosegante experiencia de una lectura (y aquí la remisión al experiri latino, al paso a través de un peligro, exige sostener su resonancia [cf. guerra entre los habitantes de Galaad y los de Efraim. Los primeros, sabiendo que los efraimitas no sabían pronunciar la letra schin, detenían a todos los caminantes que intentaban traspasar el río Jordán, obligándoles a pronunciar la palabra schibboleth. Los efraimitas se delataban pronunciado sibboleth en vez de schibboleth, y en el acto eran asesinados y lanzados al río. La vida y la muerte, el derecho a paso, pendían para los efraimitas de una sola letra, que delataba la inscripción de la diferencia en el cuerpo de la lengua: debían pronunciar bien schibboleth para tener derecho a atravesar la frontera. Desde entonces, esta “palabra de cruce” se ha convertido en el emblema de la contraseña, de la marca en la que vacila el límite entre la amistad y el deseo de aniquilamiento del otro. Schibboleth es el título de un poema de Paul Celan, uno de cuyo versos enlaza esta palabra de paso a la memoria de otra frontera, la del “no pasarán” de la Guerra Civil española: “Di a voces el shibbólet / en lo extranjero de la patria:/ Febrero, no pasarán” (Celan, 2002: 107).

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Lacoue-Labarthe, 2006: 27-28]) que ya no se deja discernir como lectura del sentido, que ya no puede contar con su reapropiación redentora. La posibilidad de leer la fecha depende, más bien, de una ineluctable “erradicación del principio hermenéutico”; la raíz, la radix que fijaba la praxis de la lectura al suelo del sentido, se encuentra irremediablemente removida. Acaso, extendiendo la afirmación que Peter Szondi hace en su “Lectura de Strette”, comencemos a atisbar por qué, en esta poética de la fecha, “el lector, ya desde el comienzo, se ve deportado a un sitio extraño y extranjero” (Szondi, 2005: 50). Si hay un secreto de la data, este será un inaudito “secreto sin hermetismo”, un “secreto sin secreto” que no tiene ninguna profundidad, que no se deja arraigar en ningún suelo, y que exige al lector, consiguientemente, transitar en territorio nómade, vérselas en zona trashumante. Una primera lección de hospitalidad emerge en la lectura de las fechas: leerlas sería acoger precisamente aquello que se hurta, recibir una extrañeza que no puede ser familiarizada. El paso de la fecha, y el del lector que camina junto a ella, es incierto: La cripta permanece, el schibboleth sigue siendo secreto, el paso incierto [passage incertain], y el poema no devela un secreto sino para confirmar que ahí hay secreto, un secreto en retirada, sustraído para siempre a una hermenéutica exhaustiva. Secreto sin hermetismo, sigue siendo, e igual la fecha, heterogéneo a toda totalización interpretativa. Erradicación del principio hermenéutico. No hay un sentido, desde que hay fecha y schibboleth, ni un único sentido originario (Derrida, 1986: 50).

Sobre este “passage incertain” de la lectura insistirá Derrida en Carneros, cuando, rindiéndole homenaje a Gadamer, volviendo a la práctica hermenéutica que lleva su nombre y, más precisamente, a la lectura que el filósofo alemán le dedicó 326

a Celan en su comentario a “Cristal de aliento” (en su libro Quién soy yo y quién eres tú), rescate ante todo los momentos en que Gadamer, leyendo al poeta, confiesa su indecisión, su impedimento para zanjar lo que está en vías de interpretar: “Más que la indecisión en sí, admiro el respeto que Gadamer manifiesta ante una indecisión. Esta parece interrumpir o suspender el desciframiento de la lectura, pero en verdad asegura su futuro” (2009a: 35). Lejos de interrumpir la lectura, en el sentido de signar su desaliento o su fracaso, la indecisión que Derrida rescata tiene el valor de interrumpir lo que en el acto de leer tendería a la saturación del sentido, a un cese de la indeterminación que en el extremo comportaría su fin, la asfixia de sus potencias. Leer sería ante todo, para Derrida, hacer la experiencia de esta interrupción pensativa, seguir las huellas del infinito suspenso del sentido. La interrupción no es, desde esta perspectiva, un síntoma de parálisis, sino más bien el aliento de la lectura, lo que la pone en movimiento. “Quisiera –dice, recordando a Gadamer- hacerle hoy el homenaje de una lectura que será también una interpretación inquieta, trémula o temblorosa, quizás incluso algo muy distinto de una interpretación” (2009a: 23; el subrayado es nuestro).12 Es este temblor de la interpretación el que se deja 12 Sobre esta interpretación temblorosa, “quizás incluso algo muy distinto de una interpretación”, Ginette Michaud señala: “Más que tratarse de interpretación o de hermenéutica, es entonces de otra experiencia de lectura que será también cuestión: una lectura que desearía ella misma «permanecer», lejos de toda evidencia, de toda explicación y de toda certeza, una «experiencia secreta respecto de un secreto»” (Michaud, 2006: 13). Michaud despliega esta afirmación al comienzo de su trabajo sobre el lugar del secreto de y en la literatura a partir del encuentro entre Blanchot y Derrida, allí donde, para ambos, “la literatura habrá sido el lugar por excelencia del secreto” (Michaud, 2006: 10). Cf., asimismo, el ensayo de Michaud, “Juste le poéme, peut-être (Derrida, Celan)”, donde la autora vuelve sobre los límites de la “lectura interpretativa” y repara en el desplazamiento de la matriz hermenéutica que Derrida anuncia

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oír en la insólita figuración de la lectura con que Derrida se aproxima a las fechas celanianas: si en la data leemos lo ilegible es porque, ante lo leído, debemos, como hermeneutas en vilo, confesar la indecisión. Pues aún cuando una fecha nos parezca familiar, tan pronto creamos reconocer en ella las huellas de un acontecimiento que no nos es desconocido (como el trece de febrero que nos remite a la víspera de la Guerra Civil Española o el veinte de enero, evocado por Celan en El meridiano, en el que Lenz, el personaje de Georg Büchner, se hallaba caminando por las montañas [cf. Celan en Oyarzun, 2013: 194]), o incluso aunque contemos con las invaluables contraseñas que algún comentarista de la obra celaniana pueda traspasarnos (la referencia a Peter Szondi, testigo lúcido y cercano de las circunstancias anudadas a la composición de ciertos poemas de Celan, permite a Derrida calibrar el alcance de lo que suministran estas dosis de mayor inteligibilidad que pueden llegar a brindarse al lector), es inherente a la “esencia siempre accidentada de la fecha” (Derrida, 1986: 66), esencia sin esencia por tanto, que nunca podamos estar en terreno seguro respecto de lo que ella conmemora. Ante una fecha, nunca podremos estar plenamente ciertos de que sea ese acontecimiento –el que creemos identificar- y no otro, u otros, los eventos que se trencen, e incluso obliteren, a ese recuerdo que reclama hospitalidad. Esto en razón de que la escritura de la data, llamada a repetir lo irrepetible, pende de un hilo tembloroso, que la deja cimbrando necesariamente entre dos abismos. Por una parte, el de la singularidad del acontecimiento que ella recuerda, por otra, la exigencia de a través de ese temblor de la interpretación que acompaña su lectura de Celan. Se trata, dice ella, refiriéndose al gesto que atraviesa Carneros, de “imprimir a su gesto crítico [el de Gadamer] aún otra presión, un giro de más, en empujar y ahondar, incluso en la sintaxis, esta alteridad de la hermenéutica” (Michaud, 2010: 32-33).

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desatarse, de desprenderse de lo que ella data, con el objeto de evocar su memoria en otra vuelta del calendario, corriendo siempre el riesgo, en este desprendimiento, de anular lo que ella procuraba salvar del olvido: Una fecha no se marca y no llega a ser legible más que emancipándose de la singularidad que, sin embargo, recuerda […] Conmemorando lo que siempre puede olvidarse en ausencia de todo testigo, la fecha se expone en su destinación o en su esencia misma. Se ofrece a la aniquilación pero, en esa aniquilación, se ofrece efectivamente. La amenaza no es exterior […] Pertenece a la esencia siempre accidentada de la fecha el no llegar a ser legible y conmemorativa más que borrando eso mismo que habrá designado, convirtiéndose cada vez en la fecha de nadie […] su legibilidad se paga con el terrible tributo de la singularidad perdida (Derrida, 1986: 65-67; el subrayado es nuestro).

Se perfila en la fecha una aporía. Para preservar la radical singularidad de un acontecimiento, ella debe disponerlo, en el retorno de su repetición, a su memorabilidad, a su recuerdo. Pero en las vicisitudes de esta iterabilidad, el testigo que es la fecha debe arriesgarse a quedar a su vez sin testigo. Esa es la ley de la data. Que en el mismo círculo del calendario “un enjambre discontinuo de acontecimientos pueda dejarse conmemorar de un solo golpe” (Derrida, 1986: 47), que “una «misma» fecha [pueda] conmemora[r] acontecimientos heterogéneos” (1986: 25), hace que siempre corramos el riesgo, en este encuentro aleatorio de las datas que graban su irrepetible singularidad en una misma cifra, de enmarañar las fechas, de confundir, acaso, un veinte de enero con otro veinte de enero (el de la excursión de Lenz, por ejemplo, con aquel de 1942, día ominoso en el que tuvo lugar la conferencia de Wannsee, 329

en la que se decidió el exterminio de los judíos de Europa).13 Si una fecha porta consigo más de un acontecimiento, nada garantiza, en efecto, que, extraviados en el anillo de su retorno, sustituyamos un dato cualquiera, un dato general, por aquel otro singular al que la fecha prometía su carácter irremplazable. La data, como el poema, se expone («la poésie ne s’impone plus, elle s’expose», reza el apotegma fechado por Celan el 26 de marzo de 1969 [en Oyarzun, 2013: 110]), arriesgándose en su misma destinación a convertirse en una fecha que ya nadie recuerde, en una “fecha de nadie”. La fecha se desdobla entre la guarda de su secreto y el abandono de lo que procura conservar, única forma de llamar a otros, a los que no participaron del acontecimiento, a su recordación. Esta es la paradoja, la tensión que la atraviesa: si no lo hiciera, si no se precipitara en ese peligro, si no hablase -“¡pero el poema habla!. Recuerda sus fechas, habla”, declara Celan en El meridiano [2002: 505])- esa singularidad que busca cobijo en esa inscripción memoriosa quedaría confinada en el silencio, en el olvido. Ese desatarse de lo datado que la encuentra con otras fechas es la única forma de salvarse de la reclusión de su singularidad enmudecida. Ahora bien, que en tal desprendimiento la fecha quede sola, silente, tendida a nadie, en tanto que cortada irreversiblemente del acontecimiento que procuraba cautelar: esa es la herida que la hace enloquecer, 13 Que cada fecha arrastre tras de sí una constelación de aniversarios es lo que hace que el riesgo de dicha sustitución no sea meramente accidental: “La primera inscripción de una fecha significa esta posibilidad: lo que no puede volver volverá como tal, no solo en la memoria, como todo recuerdo, sino también en la misma fecha, en una fecha en todo caso análoga, por ejemplo cada 13 de febrero […] Esa fecha habrá firmado o sellado lo único, lo no-repetible; sólo que, para hacerlo, habrá tenido que darse a leer en una forma suficientemente codificada, legible, descifrable, para que en la analogía del anillo aniversario (el 13 de febrero de 1962 análogo al 13 de febrero de 1936) lo indescifrable aparezca, siquiera sea como indescifrable” (Derrida, 1986: 37-38).

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que desquicia la frontera entre lo legible y lo ilegible, puesto que, contraviniendo todo principio de certidumbre, hace de ese riesgo, de esa ilegibilidad que la asedia, la condición misma de su lectura. Solo sabiéndose portadora de esta memoria desfalleciente, esta frágil seña de recuerdo le ofrece la chance al acontecimiento de no quedar emparedado en la irrepetible puntualidad de su irrupción, dándole así su oportunidad de llegar al lado del otro (“¡En vez de emparedarlo y reducirlo al silencio de la singularidad, una fecha le ofrece [al poema] su chance, la chance de hablar al otro!” [Derrida, 1986: 22]). La fecha está sola, es solitaria como el poema -“el poema es solitario. Es solitario y está en camino” -, y, no obstante, está, como él, de camino “en el misterio del encuentro” (Celan en Oyarzun, 2013: 196). Una tensión irresoluble parece herir a la fecha misma, a lo que ella adeuda al acontecimiento que nombra. Marc Crépon, retomando la palabra partage, que a su vez Derrida recoge del libro Le partage des voix de JeanLuc Nancy (término que en francés nombra tanto la cesura como la participación [cf. Derrida, 1986: 59]), describe esta tensión como un “inédito reparto de la singularidad [partage de la singularité]” (Crépon, 2014: 82). Entre estos dos abismos, el de la singularidad y el de su puesta en común, la data busca y traza su vía. La fecha debe emprender este camino, aún a costa de transformarse, en el trayecto, en la memoria de un cenotafio14, una tumba vacía sobre la que un día nadie más llore, en la que ya nada encuentre consuelo:

14 En La difunta ceniza, Derrida utiliza esta expresión refiriéndose a la frágil “urna de lenguaje”: “Pero la urna de lenguaje es tan frágil. Se pulveriza y en seguida soplas en una polvareda de palabras que son la ceniza misma (…) [Hay ahí ceniza]. En esta frase veo: la sepultura de una sepultura, el monumento de una tumba imposible –prohibido, como la memoria de un cenotafio, la paciencia rechazada del duelo (…)” (Derrida, 2009b: 39).

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Duelo incluso en la lectura. Lo encriptado, lo fechado de la fecha se borra, la fecha se marca desmarcándose, y todas las pérdidas, todos los seres que lloramos en ese duelo, todos los dolores se recogen en el poema en una fecha cuya borradura no espera a la borradura […] [La fecha] debe exponer su secreto, arriesgarse a perderlo para guardarlo. Debe emborronar, pasándola y repasándola, la frontera entre legibilidad e ilegibilidad. Lo ilegible es legible como ilegible, ilegible en tanto que legible, he ahí la locura que quema una fecha por dentro […] De una fecha, de ella misma, no queda nada, nada de lo que fecha, nada de lo que es fechado por ella. No queda nadie –a priori” (1986: 67, 72-73; el subrayado es nuestro).

“Duelo incluso en la lectura”: si esta experiencia de la lectura se topa con el duelo es porque ella lleva consigo el vestigio de nuestra finitud, la huella de su tiempo entrecortado. Las datas son tanatografemas que ritman ese hiato que escinde a la vida desde dentro, rememorando no solo el acontecimiento que, en su singularidad, está marcado por su carácter fugitivo y transitorio, sino también el tiempo finito, intermitente, de su puesta en común, de su memoria compartida. “En la memoria y la expectativa del existente, dice Pablo Oyarzun, la data es el tiempo del contratiempo” (2013: 55). Siguiendo la estela del “hallazgo derrideano de la data en la huella del pensamiento poético -y de la poesía pensante- de Paul Celan” (2013: 49), Oyarzun subraya hasta qué punto la fecha constituye el indicio de esa hendidura que parece venir a incrustarse en el corazón del tiempo mismo: “la incisión que es la data marca el hendimiento abismal del tiempo y rubrica así la temporalidad misma, el enigma de la temporalidad” (2013: 55). Allí donde la data irrumpe para apelar al retorno, a la repetición de la irrepetible singularidad del acontecimiento 332

que su cifra conmemora, ella se esboza a su vez como la signatura de una experiencia cuyo presente está, en su misma aparición, expuesto a su desaparición: “Gegenwart y no parousía”, distingue Oyarzun, para subrayar la diferencia entre la presencia sustancial, plena, cargada de resonancias metafísicas, y este presente expuesto.15 Es ese contratiempo enlazado a la fecha, que ritma a la vez su constitutivo a destiempo, el que marca el tiempo enduelado de su lectura. La fecha es la incisión, la entalladura dejada por una existencia singular, pero entonces, lo que permanece de suyo irrepetible, la vez de esa única vez16, retorna con la data para re-trazar esa otra vuelta en la que espera darse cita con el tiempo del otro, sostenida por la frágil esperanza (este anhelo “no siempre es fuerte en esperanza” [Celan en Oyarzun, 2013: 27]), de que alguien, cualquiera sea, siga acusando recibo de su venida. Leer la data implica acogerla a través de este envío estremecido, inseguro, puesto que sin telos, “sin autotelia ni autosuficiencia” (Derrida, 2009a: 65). Somos, de la data, sus destinatarios o “interlocutores providenciales”, retomando la expresión que Ossip Mandelstam acuña en “Del interlocutor”. En este ensayo de 1913, el poeta ruso -cuya incidencia en la propia reflexión poetológica de Celan es, por cierto, invaluable (como destaca, entre otros, Martine Broda17)-, esboza la señera imagen del lector como 15 “[…] si el latino prae de praesens designa el estar adelante, el vocablo Gegenwart apunta al perseverar, percibir, aguardar lo que confronta, con énfasis en la diferencia, la oposición. Tema esencial de El meridiano es este del «contra» (gegen), que resuena poderosamente en la noción del «encuentro» (Begegnung) como apertura al otro en el lugar de lo abierto […]” (Oyarzun, 2013: 55, nota 71). 16 Schibboleth, afirma Derrida en el comienzo de su ensayo, será también el intento de aproximarse a “lo que una vez (une fois) puede ofrecer de resistencia al pensamiento” (Derrida, 1986: 11). 17 Martine Broda, ella misma poeta, y primera traductora de Celan a la lengua francesa, repara en el encuentro entre Celan y Mandelstam desde fines de los

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el destinatario azaroso de una botella lanzada al mar, a la que vuelve el Discurso de Bremen18: “El poema puede ser -dice Celan en esta alocución-, dado que es una forma de aparición del lenguaje, y con ello, conforme a su esencia, dialógico, un mensaje en una botella, abandonado en la creencia –ciertamente no siempre esperanzada- de que podría ser lavado en cualquier momento, cualquier lugar junto a la tierra, junto a la tierra del corazón quizás. Es de este modo que los poemas también están en camino (…)” (1993: 118). setenta. Estas investigaciones son retomadas en su obra Dans la main de personne, en particular en el capítulo “La leçon de Mandelstam” (1986: 83). Celan es, como lo consigna él mismo, el destinatario del poeta ruso. En 1959, publica en Alemania una traducción de sus poemas. Su libro La rosa de nadie (1963) está dedicado a su memoria. Siendo parte del comité editorial de la revista L’éphémère, en 1966 encarga a Jean Blot la traducción de “Del interlocutor” al francés (cf. Epelboin, 2010). 18 El pasaje aludido de “Del interlocutor” es el siguiente: “En un momento crítico el navegante lanza a las aguas del océano una botella sellada que contiene su nombre y las descripciones de su destino. Al cabo de largos años, errando por las dunas, la encuentro en la arena, leo la carta, descubro la fecha del acontecimiento, los últimos deseos del difunto. Tenía el derecho de hacerlo. No he abierto una carta destinada a los demás. La carta encerrada en la botella está destinada a quien la encuentre, he sido yo quien la ha encontrado, soy entonces el destinatario secreto […] La carta, al igual que el poema, no está dirigida a nadie en particular. Sin embargo, ambos tienen un destinatario: la carta, aquél que por azar verá la botella en la arena; el poema, «el lector en la posteridad»” (Mandelstam, 1995: 190-191; el subrayado es nuestro). La imagen de la botella en el mar, que recuerda que la supervivencia del texto debe atravesar las olas del tiempo, y que la muerte anuncia siempre el naufragio inminente de la palabra-poema lanzada a su destino incierto, es esbozada previamente por Alfred de Vigny en 1853, en “La bouteille à la mer”, del libro Los destinados: “Cuando un grave marino ve que el viento lo arrastra / con los mástiles rotos, cuando ve que en el duelo / que sostiene es el mar el más fuerte adversario / […] lanza al mar la botella y al hacerlo saluda / al futuro que sabe que ahora empieza para él”. Sobre este antecedente en Vigny y la figura de la botella arrojada al mar que va de Mandelstam a Celan, cf. “La communauté poétique: Mandelstam et la bouteille à la mer”, de Annie Epelboin (2010).

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Celan recobra, sin duda, los ecos de la pregunta que recorre el texto de Mandelstam -“¿Con quién habla entonces el poeta?” (Mandelstam, 1995: 190)-, agudizando por medio de este “estar en camino”, por el gesto desvalido de su esperanza, lo que se arriesga en el inter, el «entre», de la interlocución (si el poema se convierte en diálogo, dice Celan en El meridiano, “a menudo es un diálogo desesperado” [Celan, 2002: 507]).19 Pensar lo que des-espera en la lectura es, justamente, para Derrida, medirse con el resto de ilegibilidad que se aloja en uno y otro borde del espacio abierto por esa cesura, por ese “entre”. Las fechas, como el poema, solo pueden llegar al otro atravesando ese abismo, en el desamparo de sus garantías de arribo. Comentando la Alocución de Bremen, Oyarzun señala: “La palabra-poema, enviada a ciegas, desde un parpadeo del tiempo absolutamente puntual, irrepetible, librada a un destino incierto, pero también a la tenacidad de su dirección en busca de algo abierto y ocupable, que es, a un tiempo, la tenacidad de su propia abertura y vacancia para el advenimiento de otra palabra, de la palabra del otro […]” (2013: 28; el subrayado es nuestro).

Si hay duelo en la lectura es porque en el envío del poema y de sus fechas hay parpadeo del tiempo, Augenblick, res19 Un lazo puede tenderse entre este “verzweifeltes Gespräch”, entre este “diálogo desesperado” y la afirmación de Stéphane Mallarmé, que define a la lectura como una “práctica desesperada” (“une pratique désespérée”), en La Musique et les Lettres. ¿Qué es lo que aquí des-espera? Podemos conjeturar que la lectura, en ambos poetas, se desplaza de la idea de “mera recepción”, puesto que ese pathos desesperado que la acompaña astilla la imagen de una disposición serena y especular que recoge, procurando mantenerla intacta, la dación de alguna significación. La lectura des-espera porque su puesta en movimiento, su actividad constituyente, se desplaza por las fisuras del telos del sentido dado. No hay, para el lector, hilo de Ariadna, hilo bienhechor que le permita salir indemne del laberinto de las letras y encontrar, una vez sorteado el desciframiento de los signos, el camino de regreso hacia el querer-decir del autor. La lectura desespera porque no hay fin de la lectura, porque en ella “jamás se abolirá el azar”.

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quebrajamiento de la linealidad temporal: el poema habla, persevera en la búsqueda del otro, pero llevando consigo un saber melancólico respecto de las fisuras del encadenamiento cronológico que lo ponen en riesgo de desaparición. Esta incerteza sería el elemento mismo en el que respira la poesía. Ya Mandelstam, reconociendo el carácter providencial, azaroso, del encuentro entre el poema y su lector, señalaba: “Dirigirse a un interlocutor concreto corta las alas del poema, lo priva de aire, de vuelo. El aire del poema es lo inesperado” (Mandelstam, 1995: 193; el subrayado es nuestro). No otra cosa que este envío a ciegas -destinerrancia es el término acrisolado por Derrida20- parece bosquejarse en los versos del poeta Fiódor Sologoub que Mandelstam refiere luego, con el objeto de darnos a pensar la “enorme distancia” que recorre un poema entre el ser finito que lo signa y su destinatario desconocido: “Mi amigo secreto, mi amigo lejano / Mira. / Soy la fría y triste / luz del alba…/ Fría y triste / En la mañana / Mi amigo secreto, mi amigo lejano / Voy a morir. Para que estas líneas alcancen su destino –afirma Mandelstam en “Del interlocutor”- serán tal vez necesarios los cientos de años que necesita una estrella 20 Destinerrance es un neologismo acuñado por Derrida, recurrente a lo largo de sus trabajos, en el que reúne dos motivos en apariencia contradictorios: el de la destinación y el de la errancia, creando una figura espacio-temporal cuyo carácter exorbitante resulta indispensable para pensar la experiencia de la lectura, su “chance” y su “inyunción”. En la entrevista “Una locura debe velar sobre el pensamiento”, Derrida vuelve sobre esta destinerrancia, poniéndola en relación con su propio ejercicio del pensamiento: “Yo me dirijo sin duda a unos lectores de los que presumo que podrán ayudarme, acompañarme, reconocer, responder […] La intervención del otro que quizás no se debe llamar solamente «lector» es una contra-signatura indispensable, pero siempre improbable. Ella debe seguir siendo inanticipable” (1992: 361). Sobre la noción de contra-signatura, crucial para comprender lo que en la escritura está esencialmente destinado a la signatura –improbable- del otro, cf. el acápite “La literatura y la escritura en general. La contra-signatura” del libro de Nascimento, Derrida e a Literatura (Nascimento, 2015: 341).

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para hacer llegar su luz a otra estrella” (1995: 195) (Evocando, en la entrevista “La lengua no pertenece”, la memoria de su encuentro con Celan, a quien Derrida conoció personalmente solo dos años antes de su suicidio, la imagen de la estrella y su luminosidad anacrónica -luz saturnina, de la indecisión y del retraso- vuelve anudada a la lectura, esta vez aquella que el filósofo hace del poeta: “La imagen que me viene a propósito de Celan es la de un meteoro, un destello de luz interrumpida, una suerte de cesura, un momento muy breve que deja una estela que yo intento reencontrar a través de sus textos” [2001: 83]).21 Así como el poema debe atravesar esta infinita lejanía con la esperanza de llegar a destino, el datum de la data, aquello que la ofrece como fecha legible para otro, en el tiempo del otro por tanto, debe seguir una análoga trayectoria estrellada, corriendo el riesgo, en el decurso que la constela con otros aniversarios, de extinguirse en la travesía como si fuese un astro consumido en su desastre (cabe recordar que, en el latín astronómico, desastre designaba la observación de un cataclismo estelar, el estallido de un cuerpo fulgurante que se disgrega en mil direcciones, hasta desaparecer). Lo que regresa en la fecha, recuerda Derrida, no está adherido a «eso mismo» que ella data, lo que retorna no recupera eso que acaeció, sino que signa su retornancia (revenance) (1986: 40), esto es, lo que «resta» de su irrupción en el tiempo 21 La luz trémula de la estrella vuelve, otra vez, anudada a una escena de la lectura, la que acompaña los últimos momentos de Celan. Es el último pasaje de Entre Celan y Heidegger. Oyarzun escribe: “[…] El 20 de abril, Celan se arrojó al Sena desde el Puente Mirabeau. No hubo testigos. Un pescador halló su cadáver a siete millas de distancia, el primer día de mayo. En el escritorio de su parco apartamento se encontró, abierta, la biografía de Hölderlin que redactara Wilhem Michel. Subrayado estaba un pasaje que reproduce un aviso de Clemens Brentano: «A veces este genio se oscurece y se hunde en el amargo manantial del corazón». A continuación se lee: «pero las más de las veces, su estrella apocalíptica riela maravillosamente» (Oyarzun, 2013: 185).

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y que continúa asediando la memoria. Revenance es la palabra, de connotaciones espectrales (revenant es, en francés. el aparecido, el fantasma), con la que Derrida elige nombrar este tiempo descoyuntado, la conmoción de la temporalidad en que una fecha se da a leer. “Una fecha es un espectro” (1986: 37), afirma en Schibboleth, pues como el nombre, como la ceniza, “no se mantiene nunca en el presente” (1986: 76). Si la fecha da el tiempo de un tiempo por venir, aquel de la fecha venidera en el que el acontecimiento sería recordado, ella señalaría la paradoja, la aporía de un don que no da ningún presente. Es esto lo que también subraya Crépon al hablar de repartos de la singularidad: la poética celaniana de la data, apelando al recuerdo de las fechas, pone en juego una memoria susceptible de ser compartida, pero cuya puesta en común debe necesariamente sustraerse a toda lógica de la apropiación, a todo acto de posesión, allí donde las vías de este reparto no pueden ser decididas ni proyectadas de antemano por ninguno. Que la fecha signe su reparto recuerda asimismo la violencia ejercida toda vez que se pretende capitalizar las datas, fijar su lectura, confiscándolas en nombre de una comunidad, cualquiera que ésta sea. Las repeticiones de las fechas son espectrales, nos avisan que nuestra temporalidad esta hecha de heterogeneidades y disrupciones, enhebrada por la precaria partición entre la vida y la muerte. La poética de la datación es, necesariamente, una poética de la repetición espectral, que nos recuerda que nuestra existencia singular constituye un “tramado de datas que nos ligan a unos vivos y a unos muertos”, y que, en la legibilidad de las fechas, nos adentramos en limbos donde los espectros rondan. Escribe Crépon: Eso que la poesía soporta, con tanta seguridad, puesto que ella guarda la memoria de esas fechas, eso que ella afirma, en la segunda mitad de un siglo asediado por el

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recuerdo de las fechas más terribles […], eso que ella dice a todos los que pueden entenderla, es que toda existencia singular es un tramado de datas (y de aniversarios) que nos ligan a unos vivos y a unos muertos. Nosotros no vivimos de otro modo. Celan lo recuerda: “¿Pero no trazamos todos la escritura de nuestros destinos a partir de tales datas? ¿Y hacia qué datas seguimos escribiéndonos?”. Vivir con otros es necesariamente sostener relación con sus fechas, que requieren atención y a veces incluso cuidado, como aquel que Celan procura brindar a Nelly Sachs con sus poemas. Ello debido a que, entre todas las múltiples formas de violencia, de injuria y de ultraje de las que todos y cada uno puede ser víctima y que lo niegan en su singularidad, es preciso contar aquellas que pueden ser hechas a sus fechas: la organización del olvido, la denegación de los aniversarios, la borradura de las huellas” (2014: 83; el subrayado es nuestro).

Hay ahí, en la legibilidad de las datas, ceniza. Contra las políticas monumentales de la conmemoración, prestas a hacerse de las fechas desplegando círculos destellantes en el calendario, círculos que confiscan y queman innumerables huellas a las que se priva de “atención y cuidado”, el gesto de memoria de Celan nos recuerda que la data, en tanto que inscripción in-significante, semejante a un schibboleth, permanece librada a su destino incierto, pero que la tenacidad de ese mismo impoder constituye la frágil esperanza de que el advenimiento de otro tiempo, el tiempo del otro, pueda encontrar el tiempo de su lectura. En Contraluz, Celan escribe: “Es inútil hablar de justicia mientras el mayor de los acorazados de batalla no se haya estrellado contra la frente de un ahogado” (2002: 47). Tal es, quizás, la fuerza débil de las fechas. Si, como afirma Oyarzun, “la soberanía y la auto-determinación […] son estructuras y condiciones que

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por tendencia inherente velan o sotierran envío y destinación” (2013: 54), en la palabra-poema de Celan, en el vaivén incierto de sus datas, entallecería la destitución de la palabrasoberana y de su régimen de institución de sentido.22 Acaso en Schibboleth, en la retornancia de las fechas que Derrida sitúa en el corazón de la poética celaniana, ya se anticipe lo que, en el seminario La bestia y el soberano, dieciocho años más tarde, vendría a enlazar el nombre del poeta a una puesta en suspenso de la soberanía. Tal vez lo que se adelanta en ese primer ensayo no sea otra cosa que un modo de pensar la historia, su legibilidad, atendiendo al modo en que la escritura de Celan le da cobijo a las fechas y al tiempo en que ellas tardan en ser leídas. Otro modo de leer, una contra-lectura, se abre paso (eco de la “contra-palabra” que irrumpe en El meridiano, Gegenwort, “palabra que rompe el «hilo», “palabra que ya no se inclina ante los «mirones y los caballitos de gala de la historia»” [Celan en Oyarzun: 189]): una lectura de las huellas, de los restos, tal vez, que hace del lector el contra-héroe de un duelo imposible, un rastreador de memorias de ultratumba. Las fechas, las palabras, “siempre habrán sido fantas22 A partir de Derrida, podemos reconocer en las huellas de la poética celaniana la puesta en entredicho de las categorías de lo memorial y de lo póstumo que operan como arcontes que interrumpen el paso errante de las fechas, su condición superviviente. Por ese mismo motivo, Oyarzun, intentando discernir lo que se abre y se tensa entre Celan y Heidegger, puede afirmar que Celan, “no sería un poeta de la re-ligatio, en ninguno de los modos heredados de articularse el vínculo, amor, unión, amistad, intimación, odio, reconciliación o devoción. No sería un poeta de la Versammlung, y desde luego tampoco es un poeta del «pueblo», como noción de una comunidad integrada a partir de contenidos y sentidos fundamentales. Es la esencia misma de la reunión y la comunidad lo que aquí está radicalmente en crisis, puesta en entredicho, y es, no la reunión, sino el encuentro lo que -acaso- todavía se preserva entre lo dicho” (Oyarzun, 2013: 59; el subrayado es nuestro). La pregunta por la legibilidad de las datas no es ajena a lo que en esta poética de un encuentro sin reunión y sin comunidad exige ser pensado.

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mas”, dice Derrida y la experiencia de su lectura implica una “intensa familiaridad” (1986: 96) con espectros cuya errancia ninguna lógica soberana puede llegar a conjurar. “¿Cómo es que otra fecha, irremplazable y singular, la fecha del otro, la fecha para el otro, puede dejarse aún descifrar, transcribir, traducir? (…) ¿cómo puedo transcribirme en ella? Y su memoria, ¿cómo puede disponer todavía de un porvenir? ¿qué fechas por venir preparamos en semejante transcripción? (…) Pregunta Celan: ¿cómo nos transcribiremos en una fecha?” (Derrida, 1986: 20, 112).

Wundgelesenes: la lectura meridiana Entre París y Estocolmo corre el meridiano del dolor y del consuelo […] Respiro su obra cuando voy a descansar por las noches. La tengo sobre la mesa junto a mí; cuando la noche se hace difícil de soportar, enciendo la lámpara y vuelvo a la lectura. Cartas de Nelly Sachs a Paul Celan, del 28 de octubre y del 3 de noviembre de 1959

Nelly Sachs – Paul Celan

El ritmo, la cesura, el hiato, la interrupción, ¿cómo leerlos? Hay, en efecto, una diseminación que es irreductible a la hermenéutica […].

Jacques Derrida

Permanecer en el “pensativo recuerdo” de sus fechas: esa sería, quizás, “lo nuevo en los poemas que hoy se escriben” (en Oyarzun, 2013:195), apunta Celan a modo de pregunta en el discurso que pronuncia con ocasión de la concesión del premio Georg Büchner, el 22 de octubre de 1960, alocución que constituye no solo su decisivo manifiesto poetológico, sino también, y de manera preeminente, un ejercicio de lectura, 341

un modo de pensar la lectura leyendo con atención a Büchner, pero también a otros nombres de escrituras de las que él se reconoce como destinatario.23 Tras una reflexión jalonada por estas lecturas, por lo que ellas le dan a pensar sobre el arte y el destino de la palabra poética, Celan desemboca en el motivo del meridiano: “el discurso mismo- dice Oyarzun- es, en cierto modo, la bitácora de una aventura, de una exploración cavilosa que tiene en ese hallazgo su eje. Ya solo por eso no deberá verse en El meridiano la entidad de una palabra soberana, emitida a partir de una certeza, un saber rematado, un logro de vida, de acción, de creación o pensamiento. El meridiano es palabra expuesta, llevada al borde de sí misma, convertida en pura experiencia y vértigo” (2013:37). Cabe barruntar que, en este hallazgo, algo toca eminentemente a la experiencia de la lectura, puesto que en él se anuncia otra circularidad, diferente a la del círculo hermenéutico que cuenta con el anclaje de la comprensión y con la seguridad del sujeto que asiste a su comparecencia: sentido y sujeto serían los dos pre23 Sobre “Celan, lector”, sobre el modo en que su biblioteca ronda espectral entre sus propios textos, cf. El ensayo de Miriam Jerade, “Memoria y voces: Paul Celan”: “Paul Celan fue un lector ávido; su biblioteca personal contaba con más de 3000 ejemplares, sin contar las múltiples lecturas que Celan realizaba en la biblioteca de l’École Normale, su lugar de trabajo. […] Celan marcaba el texto que leía, fechaba sus lecturas, escribía en los bordes, tachaba parte de una frase o de un párrafo, marcaba con un círculo algunas palabras o proposiciones […]. Además de haber sido un lector atento, Celan tradujo a una cantidad considerable de autores, en siete idiomas distintos. Tradujo del francés a Guillaume Apollinaire, Aimé Césaire, René Char, Paul Eluard, Jules Supervielle, Arthur Rimbaud, Henri Michaux, Paul Valéry y Paul Verlaine. Del hebreo, cotejando con las traducciones de Franz Rosenzweig, a Yehuda Halevi; del ruso, a Sergei Jessenin, Ossip Mandelstam, Boris Pasternak; algunos escritores rumanos como Discipol Mihnea, a quien Celan traduce en su juventud al yiddish, y autores del yiddish, como Itzig Manger y halper Lejvick, que traduce al alemán. Traduce del portugués a Fernando Pessoa, del inglés a Emily Dickinson y a Shakespeare; del italiano a Giuseppe Ungaretti” (Jerade, 2006: 158-159; el subrayado es nuestro).

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supuestos de este círculo que el meridiano, cruzando “incluso los trópicos, los tropos” (Celan en Oyarzun, 2013: 200), haría derrapar.24 Esta línea meridiana remite, no ya al mundo, como experiencia de configuración de sentido, que cuenta siempre con apertura y horizonte, que se mienta por tanto desde la proximidad a sí, sino al planeta, cuya etimología nos expide, como recuerda Derrida en Carneros, al plano de la errancia: “la errancia tiene vocación planetaria. πλανητηζ significa «errante», «nómada»” (2009: 52-53). El meridiano sería el nombre de la máxima distancia, que anuncia del globo terrestre su extremidad, el punto-límite que lo separa de sí mismo: el caminante sabe que solo se puede estar cada vez en cada punto, en cada lugar. Quien recorre los meridianos lo hace como explorador de una comarca extranjera, uno que requiere del mapa como instrumento de orientación, puesto que ha salido de su lugar hogareño, conocido. En este viaje, hay que aprender a leer el mapa, seguir las líneas tentativamente para encontrar el camino. El planeta es, por lo demás, la condición de la fecha y de su retorno. Un 22 de octubre de 1960, en Darmstadt, Celan emprende la travesía y encuentra un meridiano, uno que le permite hacer deslizar en esta figura un vuelco de aliento en la pregunta por el poema: “¿Quizás sea lícito decir que en cada poema queda inscrito su «20 de enero»? ¿Quizás lo nuevo en los poemas que hoy se escriben 24 Tanto Nouss como Oyarzun advierten este desplazamiento que introduce la figura del meridiano: “Un círculo, si, pero no un círculo hermenéutico”, precisa este último (Oyarzun, 2013: 37). Y Nouss, dando a pensar una lectura para la que rescata el nombre de “meridiana” [lectura méridienne], apunta: “La lectura es una relación al texto que toma prestada una tal circularidad, diferente del círculo hermenéutico en la medida en que el anclaje subjetivo no es allí un dato por adelantado, sino el producto de un encuentro. Esta lectura meridiana suscita otra circularidad que hace circular al lector a lo largo de los meridianos de la obra, […] a fin de guardarse de un saber de autoridad, de una lectura en posición de dominio y, sobre todo, dominante” (Nouss, 2002: 222).

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sea precisamente esto: que aquí se intenta, de la manera más clara, permanecer en el pensativo recuerdo de tales datas?” (Celan en Oyarzun, 2013: 195). El hallazgo del meridiano está datado. Apunta Celan: “[…] lo nuevo en los poemas que hoy se escriben”. La tarea que despunta en la data de ese “hoy” consigna la inquietud de una búsqueda poemática25 que se reconoce tramada a una cesura que ha venido a perforar el decurso de la historia; lo que queda cimbrando en ese “ahora” preñado de novedad desasosiega porque recuerda el estallido de una cronología fisurada por el horror de los campos de exterminio. En la enunciación de ese hoy, retomando una fórmula de Phillipe LacoueLabarthe, “lo que queda suspendido, en espera, inclinándose repentinamente a la extrañeza, es la presencia del presente (el ser-presente del presente)” (2006: 29). El poeta rumano de origen judío, cuyos padres fueron masacrados en un campo de concentración y que escapó milagrosamente a su propio presidio en un campo de trabajos forzados, se sabe “desposado con una grieta del tiempo” (Schrunde der Zeit), como reza un verso de “Ante una vela” (Celan, 2002: 96). La evidencia de la percepción del transcurso temporal, del ojo que se vuelca hacia el “propio presente”, se nubla aquí ante la zozobra de una época –aquella que se anuncia bajo el sintagma ominoso del “después de Auschwitz”- que no puede mirarse a sí misma sin verse asediada por las cenizas de aquellos testigos del desastre inenarrable, los que no volvieron de los campos de 25 “Poemática” es el término que Derrida despliega en su ensayo “Che cos’è la poesía?”, con vistas a tensionar los supuestos enlazados a la idea de “poética”. Si esta última, desde Aristóteles, apunta a la disposición de ciertas reglas, a la preeminencia de patrones constructivos que organizan y modelan el trazado de la escritura, lo poemático refiere más bien a una búsqueda que, sin coordenadas previas, se hace poema. El poema no representa, sino que realiza una experiencia: “ningún poema sin accidente, ningún poema que no se abra como una herida, que no sea también hiriente” (Derrida, 1992: 307).

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aniquilamiento, prisioneros que debieron cavar las tumbas para sus compañeros o para sí mismos, y cuya memoria torna insostenible la temporalidad banal y amnésica de una historia que se continúa, que avanza, como si nada hubiese sucedido, como si lo acaecido hubiese quedado tras de sí. El poeta-sobreviviente advierte que la mesa sobre la que escribe está labrada con “madera de horas” (Celan, 2002: 135), que “el ojo del tiempo” (das Auge der Zeit) en el que el poema se forja no mira de frente, sino que bizquea, torcido y pavoroso: “Este es el ojo del tiempo: mira torvo […] su lágrima es vapor […] y los muertos echan brotes y florecen ” (Celan, 2002: 104). De ahí que en Ante una vela, el que se afirma enlazado a una grieta, a una herida del tiempo, declara tres veces seguir siendo el hijo de una mujer muerta: “tú serás, tú serás, tú serás siempre / de una muerta la criatura” (Celan, 2002: 96), ritmando, con la repetición de la misma palabra, “Du bleibst, du bleibst, du bleibst” (permanecerás, permanecerás, permanecerás), los estacazos que perforan la época, y en los que se oyen retumbar los ecos del tiro que ejecutó a su madre en el campo de Mijailovka (“Me sangró, madre, el otoño, me quemó la nieve” [“Copos negros”. Celan, 2002: 403]). Si, como afirma Peter Szondi en su lectura del poema “Strette”, “la memoria de los muertos (el Eingedenken [la rememoración]) se encuentra en el origen de toda la poesía de Celan” (2005: 54), es necesario, leyéndolo, avanzar con él en el “campo negruzco”, verse deportado a ese sitio extranjero, caminar a tientas el “paisaje-texto”26 en el que la memoria resquebrajada encuentra su espacio de respiración (“estábamos muertos y podíamos respirar” [Celan, 2002: 57]). Jean-Pierre Lefebvre, comentando su traducción al francés del poema “Estría” del libro Rejas de lenguaje (“Es26 La fórmula es de Szondi (cf., Szondi, 2005: 50). Ella busca remarcar que ya no estamos ante un “texto-representación”. “La poesía deja de ser mimesis, representación: se vuelve realidad” (Szondi, 2005: 53).

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tría en el ojo: / para que se conserve / un signo llevado a través de las tinieblas, / animado por la arena (¿o el hielo?) de una época / extraña para siempre[…]”), se refiere en los siguientes términos a esta mirada barrada sobre el propio tiempo (en el doble sentido que esta barra comporta de marca y obstáculo para la visión) a la que el poema de Celan aludiría: “Ya se trate del velo o de la brizna que turba la trasparencia, la nitidez de la historia humana ha quedado por siempre oscurecida por aquello que jamás debía arribar (y que sin embargo se ha producido) y que acompañará por siempre las palabras (y las imágenes)” (en Nouss 2002: 226).

De este abismo abierto en el tiempo y en la memoria, de esta agujero que desfonda el propio tiempo exponiéndolo a su radical extrañamiento, la poética de Celan trazaría su imposible testimonio. Y si el poeta es, como piensa Derrida, aquel que se mide “cuerpo a cuerpo” con la lengua, inventándole un nuevo cuerpo, quien hace –como afirma en “La vérité blessante”- la experiencia en carne viva de las potencias espectrales del lenguaje, la irrupción de esa palabra inusitada, Wundgelesenes, que Derrida recupera hacia el final de Schibboleth, debería venir a incrustarse en el lector, como una estría en el ojo, recordando lo que Celan hizo con la lengua, la alemana, herida como ella estaba por las marcas de la historia.27 De esta 27 Sobre la radicalidad del trabajo de Celan sobre el lenguaje, y el modo en que su poesía se haya atravesada por la extrema atención a las heridas que atraviesan la lengua, tanto aquellas producidas por las marcas de la historia, como las que el lenguaje poético introduce en memoria de esos acontecimientos, Derrida señala en “La vérité blessante”: “La lengua de Celan es ella misma un cuerpo a cuerpo con la lengua alemana que él deforma, transforma, qué agrede incluso, que entalla” (Derrida, 2004: 27). Con anterioridad, había señalado en “La lengua no pertenece”: “Creo que Celan ensayó una marca, una firma singular que fue una contra-firma de la lengua alemana y al mismo tiempo algo que

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herida que marca el cuerpo del lector, “de lo leído hasta herir, y lo leído en la herida, como herida” (Oyarzun, 2013: 58), los últimos versos del poema “Tu sueño arrollador” dicen que una barca la lleva a la otra orilla. Derrida, que en Schibboleth deja sin traducir estas líneas del poema, remitiendo en nota a sus traducciones en francés, escribe: “Esos versos hablan en todo caso de un paso más allá, por encima de lo que se lee hasta la sangre, hasta la herida, alcanzando ese lugar en que la cifra se inscribe dolorosamente incluso en el cuerpo […] pasando al otro lado de la frontera, al lado del otro” (1986: 98). Esta palabra tendida a otro, si seguimos a Derrida, porta consigo la memoria enduelada de una herida. Queremos pensar que lo que aquí se abre, aquello que no se cicatriza, es el tiempo que se hiende para que el poema se dirija a otro; esa dicción, ese envío al otro, sólo es posible allí donde el poema está herido de su propio tiempo dislocado. Alexis Nouss, en un texto que toma por título el sintagma celaniano “Wundgelesenes”, señala: De esta herida marcando el cuerpo del lector o golpeando un cuerpo otro que “se da a leer”, Derrida dice que ella es a la vez legible e ilegible. Que este indecidible adviene a la lengua alemana -que adviene en los dos sentidos de este término: que se aproxima a la lengua alemana, que acude a ella, sin apropiársela, sin someterse a ella, sin entregarse a ella, pero al mismo tiempo haciendo que la escritura poética advenga, es decir sea un acontecimiento que marque la lengua. En todo caso es así como leo a Celan, cuando puedo leerlo, porque tengo mi problema con el alemán y con su lengua alemana. Me hallo muy lejos de estar seguro de poder leerlo del modo justo, pero lo que me parece es que toca a la lengua alemana a la vez con respecto al genio idiomático de la lengua alemana, pero también en el sentido en que la hace moverse, en que le deja una suerte de cicatriz, de marca, de herida. Modifica la lengua alemana, toca a la lengua pero, para tocarla, es necesario que la reconozca, no como su lengua, puesto que creo que la lengua nunca pertenece, sino como la lengua con la cual ha elegido expresarse, en el sentido justamente del debate, de Auseinandersetzung, de explicarse con la lengua alemana” (Derrida, 2001: 83-84; el subrayado es nuestro).

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reciba ahí el nombre de herida, sangrante, basta para medir la gravedad y sitúa el lugar específico, extremo en el límite –una herida puede ser fatal-, de Celan entre las lecturas de Derrida. El texto es esta herida, no su expresión ni su tematización. El poema lo es desde que está escrito en la lengua herida de Celan, a la vez el alemán golpeado por la historia y ese alemán que él disloca, cincela […] [Un poema] que precede inmediatamente a aquel donde figura “Wundgelesenes” evoca ya la herida, que suscita el poema incluso allí donde su intensidad lo coloca más acá o más allá del lenguaje: “Tenerse, a la sombra / del estigma [Wundenmals] en el aire […] / Con todo lo que dentro cabe, / también sin / lenguaje”. La herida subsiste a la lectura, transita con ella; no hay ninguna redención, ni por interpretación ni por subjetivación” (2002: 220-221; el subrayado es nuestro).

El motivo de la lectura-herida, como destaca Nouss, no se detiene en esa única referencia del poema de Cambio de aliento que porta la palabra wundgelesenes. Una y otra vez Celan parece volver a una lesión que impide que la mirada repose sobre un texto sin magulladuras, trasparente. “Cánticos: / voces de ojos, a coro / leen hasta lacerarse [lesen sich wund]. / (Lo no y lo ya sucedido, / ambos a la vez, / traspasan los corazones.)” (Celan 2002: 129). “[…] Legible: / tu palabra proscrita […] [lesbar: / dein gëachtetes Wort]”, azuzan a su vez unos versos de Cambio de aliento (2002: 213), relegando a una zona de destierro el precepto de la legibilidad, la legibilidad como prescripción. E Ilegibilidad es también, cabe recordarlo, una palabra que proviene del propio Celan. “Ilegibilidad de este / mundo. Todo doble” (2002: 355) es el primer verso de un poema datado en “Paris, rue d’Ulm, 05/01/1968” y enviado a Gisèle Lestrange el 8 de enero de ese año, quien lo 348

publicará de manera póstuma bajo el título “Unlesbarkeit”.28 La ilegibilidad que viene a redoblar este mundo se desliza a contrapelo de la metáfora del mundo como libro, que constituyó, para el hombre moderno, como lo recuerda agudamente Hans Blumenberg en La legibilidad del mundo, “una metáfora para la totalidad de lo experimentable” [2000: 11]). La poética de Celan introduce una zozobra en ese régimen de legibilidad. El sentido del mundo, de este mundo, parece hendido por el extraño doblez de la ilegibilidad que aquí se desliza. Esta ilegibilidad no signa para el poeta una mera pérdida, un quebranto que cabría reparar, como si la tarea de este tiempo insensato fuese recoser el hilván de un libro deshojado por las vicisitudes de una historia cuya gramática no se deja aún desentrañar. Como si lo acaecido (“pero –dice Oyarzunno hay nombre para lo acontecido […] «lo que sucedió», «das, was geschah», es la escueta formulación de la Alocución de Bremen” [2013: 149]) debiese de algún modo tornarse legible, del 28 Cf., Pic, M. y Alloa, E. (2012: 15). Pic y Alloa eligen como epígrafe de su texto, titulado “Lisibilité/Lersbarkeit”, este verso de Celan. El ensayo se propone como introducción al dossier preparado por la revista Trivium en torno al debate sobre el problema de la legibilidad, tal y como este se ha venido desarrollando entre Francia y Alemania en el campo de las ciencias humanas y sociales en los últimos decenios. Siguiendo la pista al surgimiento de formas de “lectura no-literal”, entre las que sitúan la Traumdeutung de Freud, el principio constelatorio puesto en juego en la poética de Mallarmé, el concepto de legibilidad de la historia benjaminiano, y el paradigma indiciario de Carlo Ginzburg, entre otros, señalan: “A una época intelectual marcada por el modelo del texto [en el sentido restringido de la escritura alfabética] y la insistencia sobre una sociedad hecha completamente de signos a codificar, se habrá visto suceder una época que intenta cultivar espacios dejados al margen por esta tiranía de la instancia discursiva. El concepto de legibilidad atraviesa como una suerte de sesgo esta historia intelectual del siglo XX, insistiendo sobre el «espaciamiento» fundamental que opera en toda lectura, subrayando su dimensión figural y material” (2). Sirva esta mención como marco para indicar la relevancia del pensamiento de la lectura que se abre paso en la poética celaniana, un modo otro de leer que pone en entredicho el imperativo del desciframiento y el telos de la universalidad del sentido que lo acompaña.

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mismo modo que “los relojes fuertes” del poema Unlesbarkeit “dan la razón a la hora escindida” (Celan, 2002: 335). Tal vez lo que Celan nos advierte es que los lectores que hoy somos ya no podemos contar con la facilidad de una visión sin constricción, que una lectura justa debe también hacer la experiencia de la ceniza que se introduce en el “ojo torvo” del tiempo. Acaso Derrida, acogiendo el envite de esta poética de la datación, deslice el término “ilegible” con vistas a acompañar al poeta en una reflexión que hace del tembloroso “quizás” el adverbio que nombra el tiempo justo de la lectura, ese “quizás más allá de todo saber” que “es a la vez la oportunidad del encuentro (Begegnung) y de ese acontecimiento, de esa venida, de ese paso que se denomina la poesía” (Derrida, 2010: 322). Presentado en su Alocución de Bremen su recorrido y su proyecto poéticos, anudado a la travesía de una lengua que debió “atravesar por un terrible enmudecimiento, atravesar por las mil tinieblas de un discurso mortífero” (en Oyarzun, 2013: 27), Celan afirma que la pregunta por el poema lleva alojada en su seno la exigencia de pensar el secreto de su temporalidad. El poema, dice allí, no es atemporal ni eterno, él parece más bien remitir a una experiencia marcada de manera inextricable por el trabajo del tiempo. El poema que se tiende al infinito, señala, no puede elevarse sobre la trama temporal, sólo puede ponerse de camino siguiendo su filigrana, al alero de su través. Afirma el poeta allí: “Y si la interrogo por su sentido [Celan se refiere aquí a la experiencia de la lengua que despunta en el poema], creo tener que decirme, entonces, que en esta pregunta había también, juntamente, la pregunta por el sentido de las manecillas del reloj. Pues el poema no es atemporal. Ciertamente, eleva una pretensión de infinito, busca asir a través del tiempo, no por encima suyo y más allá” (Celan en Oyarzun, 2013: 27).

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El eco de este “a través”, la espesura del camino que con él se entreabre, viene a interrumpir la simple secuencia del tic-tac que mide complaciente el paso de las horas. Hacia ese eco Derrida dispondría nuestra escucha, abocándose a desentrañar la temporalidad disyunta y anacrónica (en tanto que hace trizas la secuencia de un tiempo ordenado por la primacía del presente) en la que tiene lugar el retorno espectral de las datas en la poética celaniana, datas de las que Schibboleth rastrea con esmero su incisión o su entalladura en el cuerpo del poema, allí donde éste, apunta el pensador francés, cada vez “comienza por herirse en su fecha” (1986: 36). Leer la data es leer, de algún modo, esta herida del tiempo. La fecha no opera al modo de un signo que se supedite a una voluntad capaz de apropiarse de lo por ella referido, puesto que ella deshace, en su misma condición destinerrante, lo que podría dar lugar a cualquier forma de confiscación por parte de un sujeto, incluida la que podríamos adjudicarle al supuesto dueño de sus fechas que presumimos tras la firma del poeta. La fecha de un poema, o la firma (si seguimos a Derrida cuando señala que “una firma por definición está fechada” [1986: 33]), es una herida. Lo que abre, aquello que no se cicatriza, son los labios que se separan para que el poema se dirija a otro, en el tiempo del otro; esa dicción, ese envío al otro, sólo es posible allí donde el poema está herido en su misma da(ta)ción. Hay ahí, en la legibilidad de las datas, ceniza, decíamos hace un momento, para recordar que esta experiencia de la lectura está herida, enlutada por su propio tiempo dislocado. En la entrevista “La vérité blessante”, Derrida, invitado por Evelyn Grossman a comentar un pasaje de Carneros, donde la imagen de la “boca hablante del poema”, de esa “herida cuyos labios no se cierran o no se juntan nunca”, aparece enlazada a una “experiencia diseminal” de la lectura (2009a: 51), afirma: 351

La signatura de un poema, como de todo texto, es una herida. Eso que abre, eso que no se cicatriza, el hiato, es bien la boca que habla ahí donde está herida. En el lugar de la lesión. En cada poema de Celan, hay al menos una herida, la suya o la de otro (es también porque en Schibboleth, para Paul Celan me he dedicado a la circuncisión, a la marca, a la incisión). Cuando se lee el poema, que uno intenta explicar, comentar, interpretar, se habla a su vez, se hacen otras frases, poéticas o no. Incluso cuando se reconoce – y es mi caso- que del lado del poema hay una boca herida, parlante, se corre siempre el riesgo de suturarla, de cerrarla. El deber del comentador es, entonces, escribir dejando al otro hablar, o para dejar hablar al otro. Es eso lo que llamo […] contrasignar. […] La herida consiste justamente en pretender descubrir o dominar el sentido, en pretender suturar o saturar, llenar el vacío, cerrar la boca (2004: 25).

Lectura diseminal es el nombre que Derrida le presta en Carneros a esa lectura de la restancia a la que nos condujo Schibboleth (“lectura de la «pizca» [de sentido], lectura testimonial” la llamará Oyarzun [2013: 153), queriendo marcar con ese nombre que ella debe hacer la experiencia de ese resto ilegible, “el exceso de ese resto [que] se sustrae a cualquier reunión en una hermenéutica” (Derrida, 2009: 43).29 Una lesión irrestañable, es esto lo que Celan nos exige pensar, viene 29 Habría una “la frontera infranqueable –aunque siempre abusivamente franqueada”- entre, “por un lado”, la exigencia hermenéutica y , “por otro lado, una lectura-escritura diseminal”, cf. (Derrida 2009a: 43). No se trata aquí de una simple confrontación, un mero deslinde de fronteras, con sus respectivas puntas de lanza, entre hermenéutica y deconstrucción. Es preciso, dice Derrida, por fidelidad a la primera, permanecer en el umbral de ese exceso irreductible que señala los límites y las posibilidades, las chances de la interpretación: “Sin ese resto ni siquiera existiría el Anspruch, la conminación, el reclamo, ni la provocación que canta o hace cantar en todo poema, en lo que podríamos denominar, junto

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a alojarse en esta experiencia de la lectura: Wundgelesenes. En su ensayo del año 2000, “Poéticas y políticas del testimonio”, Derrida nos advierte de lo que se pone en juego cuando en el poema se abre paso una palabra inusitada: “La fuerza poética de una palabra resulta incalculable, todavía más, seguramente, cuando la unidad de una palabra […] es la de una composición inventada, la inauguración de un cuerpo nuevo” (2005: 16); Szondi, en su “Lectura de Strette”, señala en concordancia: “De esa facultad de la lengua alemana para crear, de un modo permanente, nuevas palabras compuestas se sirve Celan para hacer de ella uno de los rasgos más significativos de su lenguaje. Y, por lo tanto, nunca puede tratarse de un mero rasgo estilístico” (2005: 87). Así, ante este nuevo sintagma, que en un gesto despojado de toda certeza respecto de lo que se anuda a la palabra “leer” inscribe una herida en el corazón de esa experiencia, habrá que prestar atención al modo en que abre a la lectura hacia su propio impensado. De esta lecturaherida también nos hablaría El meridiano, cuando tensa nuestra escucha hacia “el secreto del encuentro” [Geheimnis der Begegnung] en el que está el poema, encuentro cuyo secreto no puede ya concebirse desde las certidumbres de la reunión o del diálogo. Que, como señala John Felstiner, Celan haya acumulado en la preparación de este discurso más de trescientas páginas de apuntes y borradores, da una pista para atisbar lo que se puso en juego para el poeta en la pregunta por el destino de la palabra-poema. Él ofrece su discurso como el trazado de un mapa impreciso, un mapa para niños. “Busco todo esto, escribe Celan ahí, con un dedo muy impreciso, porque inquieto, sobre el mapa –sobre un mapa infantil, como inmediatamente debo confesar a Celan, y acudiendo para ello al título o el íncipit de otro poema de Atemwende: Singbarer Rest [Cambio de aliento: Resto cantable]” (Derrida, 2009a: 43-44).

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[…] Señoras y señores, encuentro algo que me consuela un poco de haber andado en presencia de ustedes este camino imposible, este camino de lo imposible. Hallo lo que vincula y, como el poema, conduce al encuentro: […] hallo un meridiano” (en Oyarzun 2013: 200).

Leer el mapa celaniano, dirá Oyarzun, es desaprender lo consabido y aprender a leer como ciegos, siguiendo el ritmo de los tientos (cf. Oyarzun, 2013: 38). Es esto lo que también parece indicarnos Derrida. Leer a Celan exige que dedos trémulos se arriesguen a tantear las fronteras porosas de la lengua, para hacer la experiencia, en el umbral incierto que allí se roza, de que tanto el lenguaje como las datas, si bien pueden comparecer siniestramente para imperar sobre el otro en la violenta afirmación de lo propio, también son capaces de abrir un surco por donde, en un tiempo descentrado de la primacía del presente, la palabra y la fecha, espectros que sin descanso ponen nuestra memoria en movimiento, incluso hasta el vértigo, puedan acoger la venida del otro en la lengua, el tiempo del otro. Para estos nombres y estas fechas errantes, Celan forja –como leemos en un verso del poema “Bisiestos siglos”- “estaciones de lectura [Lesestationen] en la palabra tardía” (Celan, 2002: 347). Lesestationen, cada vez una estación en el camino de una lectura meridiana, para que sea posible, como le dice Nelly Sachs en una de sus cartas, “respirar” su obra, recorrer en ella el meridiano que se tiende “entre el dolor y el consuelo”, con la esperanza de que, en el secreto de ese encuentro, la memoria pueda todavía recuperar su aliento. Lectura: eso también puede significar, quizás, un cambio de aliento.

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SOBERANÍA Y TRADUCCIÓN Manuel Rebón

Prolegómeno El principio de soberanía constituye una de las principales fronteras que erigen los Estados para delimitar fronteras, para condicionar la hospitalidad. Dirigiéndose a nosotros, pero a través nuestro, como dice Derrida (Derrida, 2002), las leyes, soberanas, condicionantes, nos hablan, hablan por y para nosotros, en nuestro lugar y en nuestra dirección; nos dicen también lo que somos o deberíamos ser; nos expresan y nos definen, nos traducen imponiendo, incluso antes de toda lectura o respuesta de nuestra parte. Denegarlas, impugnarlas, desviarse o protegerse de ellas, no es más que otra forma de reconocer esta herencia inscrita de antemano (no elegida) en nuestra lengua, en nuestras lenguas, en lenguas más antiguas que nosotros y sin las cuales ni siquiera comenzaríamos a pensar. Pero pensar no es otra cosa que una experiencia de la incondicionalidad y que no es nada sin la afirmación de esta exigencia. La exigencia hospitalaria del pensamiento, que sería, según palabras de Derrida, un pensamiento justo. Un pensamiento que se ejercita, a partir de esa singularidad sin norma ni concepto, en algo así como una justicia, como una nueva lengua por inventar. El que piensa inventa una lengua en su lengua y es gracias a esta invención, a esta traducción, que podemos y debemos cuestionar hoy el principio de soberanía, 357

ese que inspira a todos los Estado- nacionalismos y que, como la incondicionalidad, también representa, aunque de manera heterogénea, aquello que llamamos libertad. Una libertad imprevisible para ese sujeto determinado o limitado por un “origen” bien anclado en una soberanía territorial. Y es imprevisible porque entendemos, con Derrida (Derrida, 2003), que la singularidad está siempre expuesta a lo que viene como otro y como incalculable. Es decir, una singularidad que no se reduce jamás a aquellas leyes condicionantes y que dibujan una “libertad” como poder soberano del sujeto. Una singularidad que excede los determinismos y, a la vez, los cálculos y estrategias de mi soberanía o mi dominio. Por eso, aunque nadie sea un sujeto libre, es en este lugar (el de la singularidad que viene) que se abre cierto espacio de libertad, porque allí quedamos expuestos, para recibir, o hacer surgir lo que vendrá.

El pensamiento heredado en traducción El comentario y la traducción se comportan con el texto como el estilo y la mímesis con la naturaleza: el mismo fenómeno visto desde distintas perspectivas. En el árbol del texto sagrado, ambos no son sino las hojas eternamente susurrantes; en el árbol del texto profano, los frutos que caen a tiempo.

Walter Benjamin

La reflexión sobre la traducción es inescindible de la experiencia de traducir. Pero, ¿cómo pensar esta experiencia y cómo vivirla de modo de aceptar lo intraducible de los diversos mundos de vida culturales que nos rodean? ¿Es posible transitar la experiencia de la traducción sin afirmarse –y en ese movimiento calculado constituirse- en una historia que no forma un todo estructural? 358

Si la historia es la línea de demarcación de la identidad pero la misma ya no puede ser vista de un modo lineal y progresivo, ¿cómo atravesar su discontinuidad que se despliega en un ininterrumpido proceso dialéctico, con una multiplicidad de expresiones que forman parte de la praxis humana? El pensamiento estético de Walter Benjamin, por ejemplo, entiende que la historia, al no garantizar la identidad entre una razón quebrada y una realidad partida, se desarrolla en los interregnos entre sujetos y objetos, cuya no identidad es precisamente su fuerza motora. Así, la historia se configura concretamente en el interior de los fenómenos a los que determina, tanto en el momento en que el artista los concebía y traducía a partir del material en su forma históricamente desarrollada, como en su propia existencia luego de la creación, al adquirir vida propia. En este sentido, el proyecto benjaminiano basa la filosofía en la experiencia estética, como un modo de recuperar aquello que se había perdido con la preeminencia ideológica del sujeto en la filosofía burguesa, tanto en la forma racional de la Ilustración como en su forma irracional-romántica. En esta nueva forma de dialéctica negativa, el sujeto mantenía contacto con el objeto sin apropiárselo: El pensador reflexionaba acerca de la realidad sensorial y no idéntica, no para dominarla, no para destrozarla y llenar el lecho de Procusto de las categorías mentales, ni para liquidar su particularidad haciéndola desaparecer bajo conceptos abstractos. El pensador, en cambio, al igual que el artista, procedía miméticamente, y en el proceso de imitar la materia la transformaba de tal modo que pudiera ser leída como expresión monadológica de la verdad social. En esta filosofía, así como en las obras de arte, la forma no era indiferente al contenido –de allí la significación central de la representación [Darstellung]

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la manera de la expresión filosófica. La propia creación estética no era invención subjetiva, era el descubrimiento objetivo de lo nuevo dentro de lo dado, inmanentemente, a través de un reagrupamiento de sus elementos. (Buck-Morss, 2011: 317-318)

En este modelo cognoscitivo estaba implícita una transformación de la idea de conocimiento. Ya no era una búsqueda de leyes causales que hicieran posible la manipulación y predicción del futuro. El conocimiento es así una especie de revelación secular (con clara influencia de Husserl y de la teología) por medio de la interpretación crítica. O, como propondremos por medio de una traducción que proporciona una capacidad de acción revolucionaria en la medida en que pone en juego nuestra comunicación con el todo social. Como lo planteó Marx: […] también cuando trabajo científicamente, etc., actúo socialmente porque actúo en cuanto hombre, pese a que solo rara vez podré realizar esta actividad en directa comunidad con otros. No solo el material de mi actividad me es previo como un producto social -al igual que el lenguaje, en el que actúa el pensador-; también mi existencia personal es actividad social. Por eso lo que haga de mí mismo lo hago para la sociedad y la conciencia de mí con la que actúo es la de un ser social (Marx, 1978: 380).

Esta posibilidad de comunicación con el otro que procura el acto de traducir, al vincularse con lo pretérito social, lenguaje y producto, se vincula también con lo anterior primitivo y animal, que no mide, en principio, las capitulaciones que las distintas teorías de la traducción han dejado ver sobre el acto de traducir: el texto poético, los conceptos filosóficos en los que toda una concepción del sujeto o del mundo pue-

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de estar condensada, los extranjerismos y demás resistencias construidas, como el etnocentrismo de la llamada lengua receptora o traductora, su tendencia a la hegemonía cultural, su dificultad para decir al otro porque no puede dejar de decirse a sí misma; así como también, la inescrutabilidad del texto en la lengua extranjera. La referencia a Babel es ineludible como mito de origen del proyecto ético y estético que entraña toda traducción pero este mito debiera cargarnos con la responsabilidad de no hacer del origen el inevitable ocaso de la experiencia. Esta herencia fantasmática para los traductores puede reinterpretarse. A la aglutinación de palabras y saberes en un mismo lenguaje pre-babélico que no daba cabida a la voluntad y al trabajo de comprender al otro, se le opone la “hospitalidad lingüística” de la traducción, como la bosquejó Ricoeur, en tanto capacidad para acoger lo foráneo; el “deseo de traducir” y los “traductores deseantes”, aquellos compelidos por la pasión de desafiar el fantasma de la imposibilidad (y también el fantasma babélico); la “construcción de comparables”, no sólo los semánticos, sino también literales (Ricoeur, 2009). El fantasma del origen vuelto historia, el rechazo desesperado de la condición humana real, que es la de la pluralidad en todos los niveles de existencia; pluralidad cuya manifestación más perturbadora es la diversidad de las lenguas. Diversidad que a menudo es utilizada para buscar identificar fronteras, situar a los cuerpos afuera y adentro y, de esta manera, paradójicamente, hacer equivaler las diferencias. Hacer quela historia, la naturaleza y la cultura sean presentadas como idénticas a sí mismas, es decir, como datos objetivos y (así) ahistóricos, sustraídos de las violencias políticas y pulsiones soberanas que les fueron infringidas. “Protegidas” y “respetadas”, petrificadas y disueltas.

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El problema de la traducción nos permite pensar y habilita preguntas como, por ejemplo, acerca del sentido, ¿es algo que se puede portar o transportar o llevar de un lado a otro? Hay un uso cotidiano que tiene incorporadas categorías naturalizadas que la historia del pensamiento anterior ha construido para apropiarse de las cosas y del mundo. El pensamiento heredado, aquel lenguaje que constantemente traducimos, encierra una ontología del ser determinado que está presente en las categorías con que se analiza el fenómeno del lenguaje y que ya la fenomenología había criticado tanto en las concepciones empiristas como intelectualistas con el nombre de objetivismo. Es decir, cuando las palabras dejan de ser accesibles a nuestros sentidos y pierden su peso, su ruido y su espacio (para convertirse en pensamientos). Pero a su vez el pensamiento renuncia (en pos de convertirse en palabra) a su rapidez o a su lentitud, a su sorpresa, a su invisibilidad, a su tiempo, a la conciencia interior que de él teníamos. El esfuerzo del trabajo de traducción sobre el pensamiento heredado, sobre las categorías naturalizadas, contrariamente al intento de apropiarse de las cosas, se inflama con lo que ya otros han hecho. En vez de presentar como puro, original e inexorable al pensamiento no fundamentaría filológicamente este trabajo, es decir, no actuaría como creación a partir de la nada ni se completaría en algo último. La angustia, entre otras, del copista: […] la identidad es la única garantía, pero dos veces exactamente lo mismo, es decir al mismo tiempo, viola el principio de los indiscernibles. Vean a dónde conduce esto. Primero hay una adherencia entre trazo y sentido, ninguna separación entre materia y forma, cuerpo e idea. Es una pura y simple consecuencia de la

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mismidad del ser y del pensar, si ustedes quieren. Imposible reproducción de la letra, imposible fidelidad al origen, imposible adecuación del decir (ontología, fenomenología), imposible fundación-verificación de la certeza. Ese sueño de angustia es el del double-bind de la educación filológico-filosófica: la reproducción existe necesariamente en lo idéntico, pero solo es posible en la diferencia; su condición de posibilidad es el error, la omisión, la complicación, el defecto, y luego, al aceptarlo, la ironía, la culpa, etcétera (Cassin, 2009: 62).

Sin el engaño de un algo primero o último, el trabajo de traducción a través del cuerpo le da a la lengua que habla algo que perdió bajo el dominio de la lógica discursiva, la cual es inevitable pero puede ser superada gracias a la expresión subjetiva en el encuentro con el otro. ¿Cómo comprender el asedio de esa herencia-el pensamiento anterior, la cultura-, y resituarla a partir de renunciar a la búsqueda de una identidad originaria? El pensamiento heredado (lo “inventado”) sólo puede aprehenderse a sí mismo como alteridad, es decir, a partir de la experiencia de una heteronomía radical (de una nocoincidencia consigo mismo). En este sentido, la historicidad del pensamiento heredado se debe a que nunca es idéntica a sí misma y a pesar de la voluntad moderna historiográfica, no se detiene para sacarse una fotografía. Siempre contiene el impulso subversivo de lo nuevo. La resistencia al trabajo de traducción no es menor por parte de la lengua extranjera que despliega un fantasma alimentado por el reconocimiento banal de que el original no será duplicado por otro original; un fantasma de traducción perfecta reemplaza ese sueño banal del original duplicado y

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culmina en el temor de que la traducción, por ser una traducción, sea de alguna manera, “mala”. La resistencia a la traducción reviste una forma menos fantasmática, una vez que el trabajo de traducción ha comenzado. Las zonas de intraducibilidad están diseminadas en el texto y hacen de la traducción un trabajo sobre este fantasma. Aquí termina, pues, la idea de un lenguaje que estuviera “preexistiendo” en nuestro interior y que se manifestaría como realidad exterior motivado por una materia que lo objetive a fin de poder ser para otro, aunque nunca plenamente, porque su plenitud verdadera sólo se encontraría en aquél interior que le ha dado origen. Como fue pensado desde algunas perspectivas fenomenológicas, el pensamiento interior es deudor de la palabra o, si se quiere, el pensamiento existe antes como exterioridad y materialidad en la expresión y la palabra, condición social de existencia del lenguaje que en lo que llamamos pensamiento interior. Antes de la conciencia que tenemos del mundo, éste aparece para nosotros para ser condicionado, determinado de indefinidas maneras como exterior e interior, los otros y nosotros. Desde esta concepción, para comenzar a comprender el acto de traducción y qué significa ser un traductor será necesario recomenzar por la palabra, por el fenómeno del habla y por el acontecimiento que provoca la llegada del otro a traducir, dejando de lado el análisis de la estructura de la lengua. Para apartarse de las conceptualizaciones en favor de una palabra que retorne y se encarne en el cuerpo, el acontecimiento que representa la irrupción del otro, aquella conmoción de la propia palabra, del logos, las lenguas que actúen deberán ser entendidas ya no como sistemas de signos y de equivalencias que son pasibles de ser intercambiadas, sino como conjuntos de las experiencias vividas y sedimentadas comunes de las que únicamente el cuerpo es su equivalente universal. 364

En tanto se entiende que el sentido no podrá ser con independencia de quien lo expresa o de quien lo aprehende, la traducción -aunque aspire a ello- no logrará jamás la coincidencia entre los seres ni, menos aún, una coincidencia con la propia/impropia identidad. Sin embargo, es el cuerpo quien habla y a la vez escucha cómo se conmueve su palabra con el encuentro con el otro. La encarnación de esa palabra hace del sentido tanto una intención interior como un exterior que se ofrece al otro. La traducción necesita del cuerpo del traductor, necesita alguien que rehaga después de su experiencia, y en ella, otra existencia posible. Por ello, si bien la traducción pone en evidencia el desfasaje y la falta de coincidencia entre contenido y forma (pero también entre uno con uno mismo y uno con el otro), es el acto que nos acerca indefinidamente con aquello que nos asedia. Aunque imposible, el gran motivo de la integración de las muchas lenguas en una sola lengua verdadera es lo que inspira la tarea del traductor, como planteaba Benjamin. La traducción no evidencia la “incompletitud” de las lenguas en su largo camino hacia el Antes de Babel, sino que resalta al cuerpo como su condición pero, por sobre todo, la heteronomía del otro interior que llega. Nuestra singularidad es una entre tantas celebraciones del mundo y la intención interior solo tiene la cara de cómo fue encarnada por el propio cuerpo pero también por cómo se enfrenta al acontecimiento con el otro y por cómo el otro, a su vez, hace de esta experiencia una futura herencia. La posibilidad de comunicarse con el otro, la posibilidad de ser un otro para el otro es la posibilidad que brinda la traducción. Hablamos nuestra lengua materna y cuando abordamos el estudio de una lengua extranjera, tenemos tendencia a comprender esta lengua partiendo de la nuestra; concebimos la gramática de esta lengua como una variante de la gramática 365

materna y es con relación a las categorías de esta gramática que la definimos. Los primeros fenomenólogos dirán que si se quiere tener un conocimiento verdaderamente adecuado de una lengua extranjera no es necesario limitarse a utilizar las nociones gramaticales que han sido puestas en nuestro espíritu por la gramática materna. Hay que someter a una reducción todo lo presupuesto en nuestra lengua para aislar las articulaciones fundamentales del lenguaje, aquellas sin las cuales el lenguaje no sería tal. Es solamente a partir de esta gramática universal que podremos pensar las diferentes lenguas en su cualidad específica, reconstruir el esquema interior de ellas. Habrá que estudiar esas formas fundamentales que son las proposiciones categóricas, dice Husserl, con sus especificaciones primitivas: las proposiciones complejas, disyuntivas, los modos de expresión de la universalidad, de la particularidad, de la singularidad. Husserl sostenía que el conocimiento era siempre conocimiento de algo, pero al mismo tiempo rehuía de la realidad empírica, ya que al ser contingente y transitoria no podía constituir una base para el saber absoluto. Intentó por lo tanto distinguir entre el objeto material, “natural”, y su presencia en el pensamiento, con la esperanza de fundar un dominio trascendental de “objetos del pensamiento” que pudieran ser analizados por una lógica pura, incontaminada por la heterogeneidad empírica. La transitoriedad de los particulares era promesa de un futuro diferente, mientras que su pequeña dimensión, su resistencia a la categorización implicaba un desafío a la misma estructura social que expresaban. Leer la no-identidad de los particulares como una promesa de utopía (como dimensión y horizonte del pensamiento) era una idea que Adorno tomó de Ernst Bloch: “Al insistir en el reconocimiento de aquello 366

que no existe todavía [Nochnicht- seiende], Bloch fundaba la esperanza de futuro en aquellas huellas [Spuren] de utopía ya experimentadas en el presente” (Buck-Morss, 2011: 188). Lo atrayente para Husserl era que esta doctrina podía ser usada para pensar que si podían formularse juicios de verdad acerca de los objetos independientemente de su existencia real, entonces la fenomenología podía evitar asentarse sobre el movedizo e incierto terreno de los seres empíricos -precisamente, aquellos particulares transitorios que Adorno y Benjamin consideraban cruciales. Ahora bien, frente al punto de partida de que podemos superar nuestra lengua materna, reflexionando sobre el lenguaje, yendo hasta las esencias, que pertenecen necesariamente, a todo lenguaje posible, de modo de comprender luego nuestras propias maneras de hablar como casos particulares sobre ese fondo de lenguaje universal, nos enfrentamos nuevamente al problema que tienen la lingüística y la historia como ciencias para entender la traducción. Como lo dirá Merleau-Ponty: ¿Disponemos de un medio para separarnos de las raíces históricas de la lengua que hablamos, para ir hasta la esencia del lenguaje en general? Para obtener esa gramática general y razonada, ¿basta reflexionar sobre la lengua que poseemos y hablamos ya o quizá no sería necesario primeramente que tomemos contacto con otras lenguas? (Merleau-Ponty, 1977: 79).

Frente a la aspiración del traductor observador e historicista que se dispone frente a la lengua como a algo que le es exterior y busca en su presente los lazos que la lengua tiene con el pasado (las etimologías, los movimientos migratorios, las modificaciones y creaciones de dialectos, etc.), nuestra singularidad está dirigida hacia el futuro y la lengua es para noso367

tros un medio de comunicar a otros intenciones que también van hacia el futuro. Si bien Benjamin sentía un rechazo por la intencionalidad (rechazo tal vez de origen místico), esta concepción convergía con el materialismo que pregonaba, en su pretensión de que el objeto era la fuente de la verdad. El sujeto necesitaba ir hacia el objeto, entrar en él, en tanto que detenerse en los “objetos del pensamiento” era descubrir nada más que la propia reflexión del sujeto como “intención”. Benjamin había sostenido la inintencionalidad de la verdad en su estudio del Trauerspiel. Describir los fenómenos como si tuvieran una vida propia, como si expresaran una verdad acerca de la cual su creador humano no fuese consciente, constituía un rasgo único de los escritos de Benjamin. Era una expresión moderna de lo arcaico, que también aparecía en los escritos de Adorno. Pero en lugar de sustraer a la naturaleza de su otredad identificándola con el sujeto, este antropomorfismo tenía el efecto inverso de incrementar la no-identidad, la extrañeza del objeto. Benjamin ya había llamado aura a esta extrañeza y constituía un tema místico en sus escritos. Para este pensamiento es decisivo el no extraer las ideas del contacto inmediato con los fenómenos vivos. El observador que se relaciona inmediatamente con los fenómenos puede experimentar sus formas o concebirlos como realizaciones de alguna abstracción. Cómo los percibe, lo mismo da: la manera en que se presenta un cierto fenómeno en un contacto inmediato, según Benjamin, no dice absolutamente nada acerca de las esencialidades que éste pueda albergar. Su forma viva es transitoria, y los conceptos emanados de él, nulos. En suma, el mundo le muestra a quien lo enfrenta en forma inmediata una figura que éste debe desmenuzar para acceder a lo que es esencial. 368

Como reflexionó Kracauer acerca del berlinés: […] la diferencia entre el pensamiento abstracto tradicional y el pensamiento de Benjamin sería entonces la siguiente: el primero le quita su concreta plenitud a los objetos, y el segundo se zambulle en la espesura material con el fin de desplegar la dialéctica de lo esencial. No se deja llevar por generalidades, y rastrea la marcha de determinadas ideas en el curso de la Historia. Pero dado que para Benjamín toda idea es una mónada, le parece que el mundo se muestra en la exposición de cada una de estas ideas (Kracauer, 1999: 178).

Estar munido tanto de la historia previa como de la historia posterior permite adentrarse en la idea y, a partir de ella, se ofrece, abreviada, en aquel segundo mesiánico, una figura del restante mundo de ideas. La misma capacidad intuitiva que conduce a Benjamin a los orígenes le permite disponer de un saber acerca del lugar indicado para cada esencialidad, saber que con justificado derecho se puede llamar teológico. A sus ojos, el mundo está falseado. Tan falseado como desde siempre lo estuvo desde un punto de vista teológico. Éste es precisamente el motivo por el cual Benjamin no cree que haya que atender a lo inmediato y sí que haya que derribar la fachada, desarmar la forma completa. Es consecuente con su propio pensamiento el que casi nunca aborde las escrituras y los fenómenos cuando éstos se encuentran en eclosión, rastreándolos más bien en el pasado. Lo vivo le parece nebuloso como un sueño; se aclara en su momento de desintegración. Él recoge su cosecha entre las obras y las situaciones ya perecidas y fuera de contacto con la actualidad, las cuales, privadas ya de la vida apremiante, se tornan transparentes en relación al orden de esencialidades (Kracauer, 1999: 178). 369

Así se producía la revelación, revolucionaria en sí misma, en tanto el lenguaje transformaba lo perecido material en palabras vivas, como era impulsado por la filosofía de Benjamin al decir de Kracauer: El pensamiento que él corporiza hoy en día, unilateral y tan extremadamente, ha caído en el olvido desde la irrupción del idealismo. Benjamin lo reintegra conscientemente a la esfera de influencia de nuestra filosofía, gracias a la unión de esa habilidad que le atribuye a Karl Kraus (la de percibir el susurro de la profundidad ctónica del lenguaje) con esa otra habilidad, la de paladear lo esencial. No por nada ha traducido algunas cosas de Proust, de quien es tan afín. Con Benjamin, la filosofía recupera la determinación del contenido, y el filósofo se sitúa en la «elevada posición intermedia entre el investigador y el artista». Aunque tampoco pueda instalarse en el “reino de los vivos”, extrae de los depósitos de la viva existencia todos los significados que allí fueron almacenados alguna vez, a la espera de algún destinatario (Kracauer, 1999: 179).

Articular en el instante actual un hecho presuntamente pasado pone en juego una estrecha red, alojada en alguna parte del subconsciente, de convenciones relativas al “contenido de realidad” del lenguaje, a la “presencia real” del pasado en las prácticas simbólicas y a la penetración del código gramatical en la memoria. Ninguna de estas convenciones se deja agotar por el análisis lógico. Cuando usamos los pretéritos, cuando recordamos, cuando el historiador “hace historia”, confiamos en lo que Steiner denomina, a lo largo de toda la discusión sobre la traducción, artificios axiomáticos (Steiner, 2001: 172). No hay verdades ni límites intemporales para una lengua, no existen procedimientos rigurosos que permitan seña370

lar cuándo una realidad lingüística comienza o termina. Así de imposible es también su apropiación, la apropiación del tiempo, de la lengua y del otro a traducir. En cuanto al sujeto que habla y que no es observador frente a la lengua como objeto, pero que la práctica, que la asume, existe indiscutiblemente una realidad de la lengua, existen lugares donde se hace comprender y otros donde no lo consigue. Para él, hablar en su lengua materna quiere decir algo, con exigencias más o menos precisas, pero hay siempre para el parlante una diferencia entre el momento en que no es comprendido y cuando (él) no comprende. Este desfasaje es el que nos hace singulares, el que nos muestra la heteronomía radical y el que entraña la paradoja de que sólo nos liberamos (si es que nos liberamos) de lo particular volviendo a tomar por nuestra cuenta una situación lingüística que es, a la vez e indisolublemente, limitación (imposibilidad) y acceso (posibilidad) a lo universal. La experiencia con el otro, como en general la relación de la conciencia con el cuerpo, la aprehendemos a partir de lo espontáneo- y singular- de nuestro cuerpo que es el que nos enseña la diferencia, el resto, el desfasaje cuando vuelve a tomar por su cuenta las conductas del otro. Así el cuerpo realiza con ellas una especie de “acoplamiento” o quizá una “transgresión intencional” (MerleauPonty, 1977: 86), sin la cual no tendría jamás la noción del otro como otro. De este modo, el presente, lo actual, lo efectivo, es decir, el lenguaje de hecho, en nuestra experiencia puede servir de modelo para comprender lo que deben ser otras lenguas. Nuestra singularidad es la traductora de las distintas formas de expresión que, en la experiencia del acontecimiento con el otro, irreductible e irrepetible, toma forma. Esta concepción del problema de la traducción discute la búsqueda de equivalencias o coincidencias entre sistemas 371

(lenguas, cuerpos) objetivos que son en realidad heterónomos e inapropiables. En la traducción se pone en juego, en el acontecimiento con el otro, la conmoción de nuestros logos y cómo sedimentará esta experiencia para el futuro.

Extender las fronteras La liberación que opera, transgrediendo eventualmente los límites de la lengua a la que se traduce, transformándola a su vez, debe extender, agrandar, hacer crecer el lenguaje. Como ese crecimiento viene también a completar, como es “symbolon”, no reproduce; junta añadiendo.

Jacques Derrida

El vínculo “imaginado e íntimo” que guardan los idiomas entre sí, la “cierta semejanza” en su forma de decir e, inclusive, el esfuerzo que hacen por excluirse, no deben entenderse, aún desde la perspectiva de Benjamin, como elementos de una ecuación. Cada lengua apunta algo que es lo mismo y que, sin embargo, ninguna lengua puede alcanzar por separado. No pueden pretender alcanzarlo, ni prometérselo, sino cooperando entre sí, cada una por su parte y todas juntas en la traducción. Es a la lengua misma como acontecimiento babélico, una lengua que no es la lengua universal o la lengua natural, puesto que siguen existiendo las otras; es una unidad sin ninguna identidad consigo misma que hace que haya unas lenguas, y que sean lenguas. Benjamin refiere a un infinito renacer de las lenguas que probaría su sagrado desarrollo e iría regulando la distancia que media entre su misterio y su revelación. En este proceso la traducción se debate en la doble resistencia de las lenguas, experimentando de manera especial la maduración de la pala-

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bra extranjera, siguiendo los dolores del alumbramiento en la propia lengua (Benjamin, 2001a: 81). Más allá de entender la traducción como un procedimiento transitorio y provisional para interpretar lo que tiene de singular cada lengua (y no cada cuerpo), Benjamin exalta su orientación hacia una fase final, inapelable y decisiva de todas las disciplinas lingüísticas. Aún con Babel entre ceja y ceja, el rescate del original y el ámbito predestinado e inaccesible donde se realizaría la reconciliación1 y la perfección de las lenguas, Benjamin sostiene que la traducción es más que comunicación. Y, muy contrariamente a situar el problema de la traducción desde una concepción estructuralista y objetivista del lenguaje, le otorga al traductor la función de decir lo que hay de intraducible y romper las trabas caducas de lo propio. Agrega que el error fundamental del traductor es que se aferra al estado fortuito de su lengua en vez de permitir que la extranjera lo sacuda con violencia. Habría que añadir que aquel estado es fortuito, justamente, por no ser idéntico tampoco a sí mismo. Y que el desafío de traducir (y traducirse) ha de ampliar y profundizar el idioma propio con el extranjero sin saber nunca en qué medida ello es posible. La ampliación del horizonte de la “propia” lengua desafía la sentencia de Hölderlin: “lo que es propio debe aprenderse tan bien como lo extranjero” (Ricoeur, 2009: 46), y podríamos complementarla diciendo “ya que lo propio también nos es extranjero”. Se trata de una equivalencia sin identidad. Husserl, hablando del conocimiento del otro, llama al otro coti1 Este horizonte de reconciliación, en un ensayo que prodiga los motivos genealógicos, alude a un traductor que está endeudado y su tarea consiste en devolver, en restituir el sentido. Mantiene un léxico del don y de la deuda, que podrían anunciarse como insaldables, y que derivan en un amor y un odio de quien está en situación de traducir, conminado a traducir, obligado por un deber, en situación ya de heredero, inscrito como superviviente en una genealogía.

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diano der Fremde, el extranjero. Hay algo extranjero en todo otro2. Con otros definimos, reformulamos, explicamos, buscamos decir lo mismo de otra manera. Esta relación con el otro hace reflexionar al lenguaje sobre sí mismo, abrir sus pliegues. La interpretación del texto benjaminiano que se conecta con el contexto teológico hebreo, que entiende la “lengua pura” como la lengua divina que no es, en verdad, una lengua, sino más bien la “lengua de toda lengua” (aquello por lo que toda lengua es tal, esto es: que comunica, que puede comunicar) (Vitiello, 1999: 188), también puede abordar el problema de la traducción desde la perspectiva que proponemos. La lengua pura tomada en si “nada comunica y nada comprende” porque es el movimiento mismo del comunicar y del comprender que no se realiza en otro lugar -si bien jamás de modo completo- que en las singularidades y frente a la irrupción del otro. Este mesianismo propondrá que la lengua pura (como horizonte del acto de traducir) es lo incomunicable de toda comunicación, no porque permanezca cerrada en una imparticipable singularidad, sino, por el contrario, porque es la apertura infinita, la comunicabilidad de comunicar y aseguraría secretamente la convergencia de los idiomas. Si la meta última es la revelación plena de la esencia de la lengua, donde todo “entendido” se liberará de su finitud en la universal “armonía” de la lengua pura -la imagen a la que recurre Benjamin para explicar el trabajo de la traducción es la de la recomposición de fragmentos (-esa recomposición3, la 2 Adorno planteaba que el modo como el ensayo se apropia de los conceptos podía compararse con el comportamiento de una persona que, encontrándose en país extranjero, se ve obligada a hablar la lengua de éste, en vez de irla componiendo mediante acumulación de elementos. (Adorno, 2003: 253). 3 En este sentido, Benjamin no da lugar a cualquier forma en cualquier dirección de lo que llama recomponer. El crecimiento debe culminar, llenar,

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redención, solamente puede acontecer a través de su cuerpo con la llegada del otro. Desde esta perspectiva, el sujeto suena en el lenguaje hasta que el lenguaje mismo adquiere la voz. Sería un instante de auto-olvido en el que el sujeto se sumerge en el lenguaje (o se somete a él como a algo objetivo) pero no como sacrificio del ser. No es de violencia, tampoco de violencia contra el sujeto, sino de reconciliación. De este modo, el lenguaje ya no hablaría como algo ajeno al sujeto, sino como la voz propia de éste. En este pensamiento, la intención que se dirige hacia el futuro con la que nos comunicamos tiene en el acontecimiento una suerte de certeza de la redención. Pero lo “inexpresadoinexpresable”, lo “incomunicable” no habita en las lenguas históricas, no es la “lengua divina” que atraviesa y mueve todas las lenguas y las hace comunicables, sino que es, más bien, la extrema barrera de toda comunicación: […] el puro sentir inmediato –meinen sin Gemeintes– cuya sonoridad material no es aún significante. Es la naturaleza muda del cuerpo agitado por el dolor, por la enfermedad, o por el impulso sexual. Muda: porque su grito no vive separado del gesto, no preserva su memoria cuando se separa de él, y sin embargo no es aún nombre, sonido, jeroglífico, voz, significante. Y es esta naturaleza muda, el comprender, o sentir puro, que es tarea del traductor hacer advertir en todo entendido, en toda imagen, figura, esquema (Vitiello, 1999: 189). completar. Y si el original reclama un complemento es que originariamente no estaba ahí-sin carencias, lleno, completo, total, idéntico a sí mismo. Como plantea Derrida, “desde el origen del original a traducir hay caída y exilio, el traductor debe rescatar (erldsen), absolver, resolver, tratando de absolverse a sí mismo de su propia deuda que en el fondo es la misma, y que no tiene fondo”. (Derrida, 2001: 60).

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Allí no hay un sentido propio, pero tampoco hay un “allí”, el cuerpo que traduce se halla (sin hallarse) en un extraño intermedio entre naturaleza y lenguaje, naturaleza e historia, naturaleza y cultura. En el acto de traducir, en ese no-lugar y no-tiempo, no hay patria sino solo extranjería. Como cuando Benjamin cita a Hölderlin que traduce a Sófocles, o Lyotard cita a Lacoue-Labarthe refiriéndose a Celan, el sentido se precipita de abismo en abismo (Benjamin, 2001a: 85), es estrictamente intraducible incluso en el interior de su propia lengua (Lyotard, 1995: 11), con el riesgo de perderse en profundidades lingüísticas sin fondo y sustrayéndose a la interpretación, inhabilitándola. La riesgosa apuesta del mesianismo por la búsqueda de un origen-límite de la lengua es la de llegar a alcanzar el silencio de la naturaleza, allí donde las puertas de la lengua se cierran. La transgresión intencional husserliana le otorga verdadero valor a la re-composición que hace el cuerpo sin ir por una pureza original perdida ni por una inmanencia del significado pero, del mismo modo que plantea la estrategia benjaminiana, el hincapié está en la posibilidad. Si cada segundo es la oportunidad revolucionaria, la pequeña puerta desde la que puede entrar el Mesías, entonces, en las ruinas que el Ángel deja tras de sí, así como en las cientos y cientos de lenguas en las que se dispersa la lengua pura (Benjamin) o las experiencias sedimentadas de las que el cuerpo es el único equivalente universal (Fenomenología), se oculta una “posibilidad” que está más allá de la fragmentación y de la dispersión de la historia y del lenguaje: la posibilidad, tanto de la cerrazón en el mutismo de la naturaleza, como de la apertura a la comunicatividad de lo humano. Ni naturaleza ni lenguaje o historia, sino posibilidad de ambos. Como dirá Vitiello, la traducción, justamente en virtud de sus límites, de su ser sin polis, de su habitar el extraño intermedio que 376

une/separa en el lenguaje, naturaleza y cultura, naturaleza e historia, es una de las grandes custodias de esta “memoria”. La otra es la filosofía. Dice Benjamin: “No existe una musa para la filosofía, y no existe tampoco una musa de la traducción” (Vitiello, 1999: 190). Ahora bien, en el deseo de una ganancia sin pérdidas para la traducción, que supone la teoría del eco mesiánico, la universalidad o pureza recobradas aspirarían a suprimir la memoria de lo extranjero y, como aventura Ricoeur, quizás hasta suprimir el amor por la lengua propia, a causa del desprecio provinciano por la lengua materna: Semejante universalidad borraría su propia historia y convertiría a todos en extranjeros para sí mismos, en apátridas del lenguaje, en exiliados que habrían renunciado a la búsqueda de asilo de una lengua receptora. En resumen, en nómades errantes (…) la felicidad de traducir es una ganancia cuando, sujeta a la pérdida del absoluto lingüístico, acepta la distancia entre la adecuación y la equivalencia, la equivalencia sin adecuación (Ricoeur, 2009: 27).

En la medida en que el denominado original no es un objeto fijo, lo que se da, lo que sobrevive no es simplemente una esencia que recibirá otra apariencia, pues ese supuesto original no tiene una identidad independiente de una lectura, fuera de la trama de intertextualidad en que se inserte, o en algún momento que excluya la relación espacio-temporal. El original vive, sobrevive, en y por su propia transformación producida por la lectura. La traducción no transporta una esencia, no cambia o sustituye significados dados en un texto por significados equivalentes en otra lengua. La traducción es una relación en que el “texto original” se da por su propia modificación, en su transformación. 377

La traducción no puede reproducir ni representar un objeto pleno en sí. Si un original puede llegar a pedir un complemento es porque en el origen no estaba sin errores, pleno, total, idéntico a sí. El original se da modificándose, pero como lo que se da no es pleno, la supervivencia implica transformación, que no ocurre por parte de la traducción. Para enfatizar esa transformación, Derrida retomaba la comparación que Benjamin hace entre los fragmentos de una ánfora que no necesitan parecerse, sino que deben combinarse para ser reconocidos como fragmentos de la ánfora, y la relación entre traducción y original, en que la traducción tendría que incorporar el modo de significación del original, haciendo que el original y traducción sean reconocibles como fragmentos de una lengua mayor. La traducción une, pero une acrecentado, modificando, violentando y transformando (Derrida, 2001). Las pequeñas puertas de revolución que la traducción abre a cada segundo se fundan para Benjamin en las relaciones que podemos tejer entre las lenguas, aprovechando su facultad mimética, su parentesco y semejanza dentro de la diversidad. Y sólo se ve frustrada la traducción por las estrategias ineludibles que extrañan lo familiar y, a la vez, familiarizan lo exótico cuando se deja de lado la fuerza subversiva que subyace en el estrecho intersticio de la diferencia cultural, en el que se crean nuevas identidades, nuevos textos y contextos. Es el lugar donde se desarrolla, ineluctable, un proceso de traducción constante que supone la construcción de un texto sub-vertido, para considerar a aquellas experiencias “migratorias” que se ven despojadas de la oportunidad de constituirse en sujetos legítimos, de reescribir su propia historia, de representar su propia experiencia, de construir su propio espacio a partir de la traducción cultural en los intersticios, obliterando los narcisismos propios: 378

[…] aun cuando la traducción es un acto vampiresco, por vocación es admirativo, de entrega a otro, de saber escuchar, de anteponer sensibilidades y emociones ajenas para modular la temperatura de nuestras vivencias y experiencias. Se le ha llamado un oficio generoso: me gustaría agregar que es un oficio colectivo, con dos o más jugadores, que vacuna contra el narcisismo y la autorreferencialidad de muchas literaturas contemporáneas, y que, al mismo tiempo, nos ayuda a liberarnos de la soledad de estar mirándonos ante la palabra como ante un espejo que reproduce monótonamente la imagen de nosotros mismos. La traducción nos sobrepone a eso: es casi como una conversación entre amigos, vivos o muertos, con afinidades electivas y también con desacuerdos, aunque siempre animada por la voluntad de entregar y recibir (Steiner, 2001: 61).

La hospitalidad lingüística además de entrañar la agonística tarea del traductor y la hostil conmoción del logos en la irrupción del otro puede encontrar su felicidad en el placer de habitar la lengua del otro y, a la vez, en el placer de recibir en la propia casa la palabra del extranjero (y dejar sacudirse por su violencia4). No es casual que Ricoeur inscriba a la traducción en la larga letanía de los “a pesar de todo” usando como ejemplo la siguiente frase: “a pesar de los fratricidas, militamos por la fraternidad universal. A pesar de la heterogeneidad de los idiomas, hay bilingües, políglotas, intérpretes y traductores” (Ricoeur: 2009, 41). Existe un movimiento de amor, el gesto de este amante que opera en la traducción. Un movimiento que ni reproduce, ni restituye el sentido, excepto en ese punto de contacto o de caricia en el que extiende el cuerpo de las lenguas, pone a las lenguas en expansión simbólica. 4 Contrariamente a lo que refería Lutero en El Arte de Traducir: “He preferido violentar el idioma alemán antes que apartarme del texto.” (Lutero, 1530).

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Así se entiende el trabajo de traducción, conquistado a partir de las resistencias íntimas motivadas por el miedo, incluso el odio, a lo extranjero, percibido como amenaza dirigida contra nuestra propia identidad en tanto evidencia que ni es tan propia ni tan idéntica a sí misma. Pero también trabajo del duelo, aplicado a renunciar al ideal mismo de traducción perfecta. Abandonar el rastreo de una huella originaria y perdida que es preciso reencontrar, o estructuras transcendentales, que podríamos reconstruir es también la confesión5 de la diferencia insuperable entre lo propio y lo extranjero. Es la experiencia de lo extranjero, el acontecimiento revolucionario. Aún dentro de nuestra comunidad lingüística, encontramos el mismo enigma de lo mismo, de la significación misma, el inhallable sentido idéntico. Pero, como plantea Steiner, ninguna lengua universal puede lograr la reconstrucción de la diversidad indefinida, radical. Para él, “comprender es traducir” y todos los obstáculos de la traducción de una lengua a otra encuentran su origen en la reflexión de la lengua sobre sí misma pero, lo que aún es más llamativo, también en la mentira que esa reflexión produce. (Ricoeur: 2009). Es decir, los usos que toma la palabra cuando no se apunta a la verdad, todo lo que podemos clasificar como no real: lo posible, lo condicional, lo optativo, lo hipotético, lo utópico. Así es como las diversas lenguas tratan la relación entre sentido y referente, la relación entre decir lo real, decir algo distinto de lo real, incluso lo secreto, lo indecible, lo otro de lo comunicable. El debate de cada lengua con el misterio, el secreto, lo oculto, lo indecible es, por excelencia, lo incomunicable, lo intraducible inicial más inexpugnable. 5 “Las confesiones, las religiones, ¿no son como lenguas extranjeras entre sí, con su léxico, su gramática, su retórica, su estilística, que hay que aprender a fin de penetrarlas?” (Ricoeur, 2009:50).

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Sin embargo, más que en el cierre sobre sí mismo, la propensión del lenguaje al enigma, al artificio, al hermetismo, al secreto o a la incomunicación tiene que ver en realidad con la relación de uno consigo mismo en el secreto, donde encontramos lo intraducible, que habíamos creído apartar en beneficio del par fidelidad/traición. Como dice Ricoeur, lo reencontramos en el trayecto del voto de fidelidad más extremo (Ricoeur, 2009: 57). Pero, ¿fidelidad a quién y a qué? Fidelidad a la capacidad para preservar el secreto en contra de su propensión a traicionarlo. Aquello que bordea lo intraducible, lo hace primero con lo indecible, lo innombrable, en el corazón de su propia lengua tanto como en la distancia entre dos lenguas, entre yo y el otro. Por eso, la experiencia de lo extranjero es lo que nos hace sensibles a la extranjeridad de nuestra propia lengua, a lo no-idéntico de nuestra identidad. Experiencia sobre la cual la traducción no es más que una respuesta a medias. Equivalencia sin identidad, trabajada, pretendida pero enredada en la idea de restitución. A la vez, el otro absoluto, el otro otro nos representa una posible deconstrucción de nuestro pensamiento y de nuestra habla. Entonces, la extranjeridad absoluta está de nuestro lado, de nosotros que pensamos y hablamos y construimos comparables. La traducción es así un constante movimiento de avance hacia otro espacio cultural. Un movimiento constante, porque el conocimiento real de la otra cultura nunca se alcanza, ya sea al nivel lingüístico o semiótico. Y es un movimiento de avance, porque implica un objetivo, la consecución de datos suficientes de un espacio ideal y abstracto que está unido al avance progresivo de la frontera de la civilización. De un modo similar al terreno lingüístico, la influencia del funcionalismo, primero y, más tarde de las teorías reconstructivas de la textualidad, han generalizado el concepto de traducción 381

aplicado al discurso etnográfico, incluso entendiendo las reflexiones benjaminianas sobre traducción como “una manera algo provisional de adaptarse a la extranjeridad de las lenguas”. Así, el etnógrafo, como un intérprete que trata de descifrar lo extraño, desempeña el mismo papel que el traductor, representando lo ajeno como familiar y tratando al mismo tiempo de preservar su extrañeza. No obstante, se trata de un proceso de traducción cultural donde la construcción implícita de la alteridad en cualquier recontextualización de significado puede estorbar la comprensión de cualquier texto ajeno y, en consecuencia, la relocalización de identidades desplazadas en un espacio heterogéneo puede peligrar. Por lo tanto, se busca reproducir un contexto, haciendo que los fragmentos lingüísticos de la cultura ajena cobren sentido. El texto, el contexto y la cultura misma son niveles de actuación útiles en la traducción de textos precedentes de otras culturas. La imagen que una cultura tiene de sí misma se construye en oposición a la imagen (representación) de su Otro, que existe en el corazón mismo del proceso productor de significado. El traductor crea (para el lector) la identidad propia mediante la convención de la otredad: Vivir la diferencia, palpar la textura y la resistencia de lo que es otro, equivale a vivir una nueva experiencia de la identidad. El espacio de cada uno está delimitado, representado en mapas por lo que está alrededor; extrae su congruencia, su configuración física, de las presiones que ejerce el mundo exterior. La otredad, en especial cuando tiene la riqueza y el poder incisivo del lenguaje, obliga a lo que está presente a descubrirse a plena luz (Carbonell: 460).

Sin embargo, existe, según Steiner, una dialéctica de resistencia, un esfuerzo por situar con precisión y transmitir intacta 382

la otredad del original y que está en pugna con la familiarización: la afinidad electiva, la comprensión y la aclimatación inmediatas (Steiner, 2001). El espacio de intraducibilidad, -el elemento de “resistencia”, en la terminología benjaminiana- donde la frontera cultural se expande es el espacio donde la superposición de estratos culturales habilita o gestiona la aparición de un nuevo sujeto híbrido. Aquí es donde entran en conflicto todos los procesos de diferencia cultural (y se hacen, por ello mismo, visibles), en este intersticio entre culturas, donde la experiencia histórica migratoria (temporal y espacial) restablece su propio ser y crea un nuevo tejido de diferencia cultural. El elemento foráneo, cultural y por ello (pero no tan solo por ello) lingüístico, se convierte en el elemento de cambio de cualquier cultura. La comunicación intercultural trae consigo, mediante un proceso trasnacional, no sólo una redefinición del significado del Otro de acuerdo con el propio contexto representacional, sino también la transformación de la propia articulación de la representación misma, la construcción de un tercer espacio de significado. Así es como el Otro se percibe e identifica siempre mediante un proceso de traducción, y también en su percepción experimenta el anhelo de la equivalencia perfecta, de que nuestros sentidos nos confirmen que ellos y nosotros tenemos una identidad estable que es posible categorizar y aprehender. Lo que el Mismo desea es al Otro estable que le confirme sus expectativas: desea que el texto oriental aparezca como oriental, el primitivo como primitivo, el bárbaro como bárbaro. No desea un texto en el que los elementos propios y ajenos se entremezclen de forma desconcertante y, sobre todo, inesperada. La identidad ajena no sólo se tolera, sino que se fomenta, por eso tanto el exotismo como la atracción por lo étnico se basan en la negación de la verdadera realidad 383

del otro. La identidad nunca llega a quedar fija de un modo definitivo, nunca cristaliza en una forma absoluta. Ya que la representación de la identidad, como toda representación, nunca es estable, se define más por sus limitaciones y distorsiones que por su capacidad de capturar un espíritu elusivo o abarcar la totalidad de la presencia. Por ello la búsqueda de la fidelidad original es una empresa tan fútil como la de tratar de mantener su integridad.

Incondicionalidad o soberanía ¿Qué sucede en esos límites llamados fronteras? ¿En estos fronts virtuales que trazan todas las fronteras? Frons nombra lo que hace frente, en lo más alto de la cabeza y del jefe (κεθαλή, caput), por encima de la mirada, a la altura capital de lo que es capital, la capital, el capital mismo. Sobre la cara o la fachada eminente de lo más soberano, la cabeza, localidad orientada, superficie de exposición pero también de protección vuelta hacia afuera, hay lugar de hacer frente, como se dice en francés, contra el exterior, es decir, contra el extranjero. Por encima de los ojos, la superioridad, la altura misma del frons, en latín, no lejos del griego ὀθπύρ, es también, en esta figura de la figura, un límite territorial, la frontera de un Estado que se dice soberano cuando intenta defenderse atacando sobre una línea de batalla, en el momento de hacer frente contra la invasión del extranjero o del enemigo.

Jacques Derrida

La hospitalidad pura o incondicional supone que no se convida o no se recibe al recién llegado donde sigo siendo el dueño, donde se controla el territorio o la lengua o donde el invitado debe someterse a las leyes del lugar que lo recibe. Lo incondicional de la hospitalidad radica, justamente, en que no se trata de un concepto jurídico o político de una sociedad organizada que posee sus leyes y quiere conservar sus fronteras, el domi384

nio soberano de su territorio, de su cultura y de su lengua, sino en la posibilidad irrestricta de recibir al muy otro aunque éste pueda ser peligroso. Recibirlo, además, sin que ese muy otro se disuelva ni se identifique con uno. Esa es la oportunidad libertaria que pone en cuestión los fundamentos de la propia soberanía y lo franqueable de las propias fronteras. Se trata, a la vez, de hacer frente a uno mismo. De traducir e inventar una escritura que se mantenga en los bordes de las ortodoxias filosóficas y académicas y, específicamente para nuestro caso, que nos libere del eurocentrismo y la filiación europea, que nos permita escapar también de esa soberanía, con un idioma que no es ni puro ni nacional, sino que remite a la formación de la singularidad de nuestro pensamiento. Marc Crépon (Crépon, 2006) ha encuadrado la potencia de las lenguas en la capacidad de mantener una pluralidad de singularidades irreductibles a toda fusión/confusión (otra de las traducciones de Babel), bajo la condición de la coexistencia de esa pluralidad en un mismo espacio. Por eso la traducción de una lengua se presenta como una apertura a las otras y a la lengua de los otros. Es decir, aquí también, mantenerse sobre las fronteras de los idiomas, por sobre aquello que bajo lógica estado-nacionalista los divide y busca determinar, es inventar un espacio inaudito, donde la hospitalidad podría ejercerse para los idiomas presentes y por venir. Existe la posibilidad de una experiencia hospitalaria, que podríamos hacer aquí, por ejemplo, en la frontera entre Argentina y Brasil, como representantes de una región con dos lenguas mayoritarias, el portugués y el español, y lenguas indígenas que aún más notoriamente transcienden fronteras nacionales. Cruzamos la frontera a un país cuya lengua no hablamos, en un espacio cuyas fronteras políticas aún no tienden a desaparecer, donde la alteridad se nota por el hecho de que no entendemos ni hablamos la lengua o, por lo me385

nos, que no la entendemos ni hablamos como nuestra lengua (o lo que llamamos nuestra lengua) y sería justamente en el traspaso de esa frontera donde vivimos la traducción como experiencia hospitalaria. Donde podemos sentir el monolingüismo del otro, donde tenemos la oportunidad para la configuración de un nosotros sudamericano, latinoamericano, americano. Un proceso de identidad de estar-en-el-mundo, como decía el poeta antillano Édouard Glissant, siempre en relación con el Otro: hablando y escribiendo en presencia de todas las lenguas del mundo (Glissant, 2007). Entonces ya no es un nosotros aliado a la pertenencia política y lingüística en defensa de identidades nacionales sino que abre la posibilidad a una invención idiomática de la pertenencia y hacia una frontera en la cual “se jugaría, entre las barreras de la lengua, y por el reconocimiento de la diversidad de las lenguas en tanto que diversidad, el hecho de que mi lengua no se dejará instrumentalizar por nadie, no reenvía a ningún «nosotros» histórica y políticamente predeterminado, sino que obstaculiza la opresión” (Vermeren, 2013: 278). Lo multilingüe desvía los límites, las fronteras de las lenguas usadas. Nos plantea esa duda antes del acto decisivo, soberano, que también consiste en construir la nación. Las culturas contemporáneas son culturas de la presencia en el mundo. Las identidades son abiertas y fluidas y alcanzan su plenitud por la capacidad de cambiar intercambiando, es decir, por la capacidad de traducir, dentro de la energía del mundo. La pluralidad lingüística de Sudamérica merece una Política de la relación -otro concepto que tomo prestado de Glissant (Glissant, Chamoiseau, 2005)-, apostando al bilingüismo y al reconocimiento de lo cambiante de los idiomas, pero también en dirección contraria a las políticas de integración (como en Francia) o las políticas comunitaristas (como en Inglaterra), donde las comunidades de inmigrantes, abandona386

das sin recursos en ghettos invivibles, no disponen de ningún medio real para participar en la vida del país que las recibe, y tampoco pueden participar de sus culturas de origen sino de manera trunca, desconfiada y pasiva, transformándose, al fin y al cabo, en culturas replegadas. Replegadas en sus endógenas soberanías. La traducción es lo que sustenta la Relación que sustituye el espacio cerrado del Ser (la soberanía del yo) por los espacios móviles constituidos por la trama incesantemente renovada de las opacidades aceptadas. El valor de la traducción es tomar conciencia del mestizaje inevitable del mundo actual, donde ya no es posible apelar a conceptos como el de pureza. Ninguna cultura puede reclamarse pura porque no puede escapar al movimiento de interpenetrabilidad cultural y lingüística asegurada por la diversidad del mundo. Por eso también decimos hacer frente a nosotros mismos. Paradójicamente, esta idea de Relación propone que solo sintiendo la especificidad intraducible de ser argentino, latinoamericano es que seremos conscientes de los indicios de fenómenos similares en otros lugares del mundo. Porque todo lo que intentamos pasa por una lucha cuerpo a cuerpo con nuestra lengua para después liberarse en más de una lengua, como afirmaba Derrida respecto de la filosofía: […] como proyecto específico de un pensamiento del ser nació en Grecia. Pero nació […] como el proyecto universal de una voluntad de desarraigo. Si la filosofía tiene una raíz (Grecia), su proyecto consiste al mismo tiempo en levantar las raíces y hacer que lo que se piensa en griego […] sea liberado en más de una lengua. Así pues, de entrada la filosofía se libera, o por lo menos tiende a liberarse, de su limitación lingüística, territorial, étnica y cultural (Derrida, 2003: 27).

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De todos modos, si pensamos que una lengua (ya sea nacional o americana) encuentra sus potencias en la capacidad de dejarse reinventar, modificar, violentar, seríamos más justos con el pensamiento de Derrida (también con el de Borges, en este aspecto) diciendo que si hay un idioma de los argentinos, un idioma nacional, o regional, es siempre la promesa de una lengua, más que una lengua realizada. Pero seríamos más justos con este pensamiento si distinguiéramos la falsa soberanía que pretendemos ejercer sobre la lengua, que “no es propia del amo, no posee como propio, lo que no obstante llama su lengua porque, no importa qué quiera o haga, no puede mantener con ella relaciones de propiedad o identidad naturales, nacionales, congénitas, ontológicas” (Derrida; 1997: 37). Lo idiomático es una propiedad de la que no es posible apropiarse. Sin embargo, en toda constitución nacional, de emancipación, pedimos por una lengua propia, que se pueda esgrimir soberanamente, que se asimile a nuestra tierra, que tenga el carácter americano y argentino. La forma de sortear esta aporía tal vez se encuentre en lo que Derrida describe como reafirmar lo que viene antes de nosotros. De hacer todo lo posible para apropiarse de un pasado que se sabe que en el fondo permanece inapropiable, ya se trate de la procedencia de una lengua, de una cultura o de la filiación en general. “No solo aceptar dicha herencia, sino reactivarla de otro modo y mantenerla con vida. No escogerla (porque lo que caracteriza la herencia es ante todo que no se la elige, es ella la que nos elige violentamente), sino escoger conservarla en vida” (Derrida, 2003: 12). Traducir, inventar una nueva lengua es también una afirmación política de la heterogeneidad, no solo en lo que hace a soberanías nacionales en las que coexisten lenguas de la conquista, indígenas, migratorias, sino también reafirmar usos y lenguajes cotidianos, literarios, expresivos que nos permitan 388

hablar en el plano de lo público, que nos habiliten registros colectivos para reactivar herencias y que nos permitan identificarnos en el reconocimiento de lo que nos acontece. En nuestra vida hacemos como si, en el fondo, creyéramos en la autoridad soberana del yo, que estabiliza, y expresamos el lenguaje de esta “autonomía”, como si nada cambiara el hecho de que hablamos varios lenguajes a la vez, como si no cambiara nada en nuestro cuerpo, en el de la sociedad, en el de la nación, en el de los aparatos discursivos y jurídicopolíticos (Derrida, 2003). Se puede, entonces, relanzar la cuestión de la responsabilidad. Como diría Derrida, cuando exigimos no ser incondicionalmente soberanistas sino serlo en ciertas condiciones, ya estamos cuestionando el principio de soberanía. La deconstrucción comienza ahí: en lugar de un sujeto que responde soberanamente de sí mismo ante la ley, puede instalarse la idea de un sujeto diferenciado, móvil, mestizo que escribe laboriosa e inagotablemente las condiciones siempre inestables de su autonomía sobre un fondo heterónomo. Poder ser soberano, poder decidir la excepción sería también generar, sobre las fronteras franqueables y porosas, una sensibilidad respecto a la lengua y a la traducción que no sea exclusiva de un pensamiento académico y que haga frente a la dimensión política que es donde convergen indispensablemente incondicionalidad y soberanía.

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POSFACIO Ana Paula Penchazsadeh

Le sacrifice est un événement singulier dont la portée est collective, un acte que retranche un être de la communauté tout en assurant sa cohésion. Il est un événementqui a valeur de serment; il restaure de la différénce là où les identités on été broulliées, effacées.

Anne Douffourmantelle

À la mairie, ils donnent leur identité et leur adresse. Pour pouvoir épouser Charlotte, Alexander se déclare juif. Alorsqu´il avait jusqu´ici de faux papiers. Pourquoi le font-ils? Arrive sûrement un moment où l´on ne supporte plus de ne pas exister.

David Foenkinos

[Sin embargo, será preciso insistir, recordar, contra todo goce masoquista, contra todo poder soberano (que acepta siempre gustoso nuestro arrojo), que no hay mérito en el dolor, que la identidad es sólo el pequeño destello de una existencia que no se deja traducir en papel alguno. Busquen identidades y les serán dados papeles, pues el soberano sólo eso puede dar. Sólo nos queda deconstruir esa inscripción para hacer lugar a la justicia.]

I. El gesto absolutamente excesivo de Anne Douffourmantelle1 en ese mismo escenario, el Mediterráneo –devenido 1 En julio de este año (2017), Anne Dufourmantelle perdió la vida al tratar de salvar a dos chicos en las aguas de la Playa de Pampelonne en el Mediterráneo.

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la fosa común de miles de migrantes y de la propia Europa como proyecto común–, es el punto de partida de este ensayo final. ¿Cómo puede convertirse su sacrificio, absolutamente singular, en un acto a través del cual sea posible recuperar algo del ser común? ¿Por qué deberíamos seguir sosteniendo que hay una productividad en el sacrificio, que hay algún tipo de mérito específico en el dolor, en la violencia? ¿Lo insacrificable es el sacrificio mismo? ¿De qué manera el posfundacionalismo político no ha podido desasirse de la herencia shchmittiana para pensar la identidad política?2 ¿Qué peso tiene esta herencia y de qué manera se vincula con esas lógicas del reconocimiento, con esas solidaridades perimidas, tan lejanas a la experiencia de la hospitalidad incondicional? Aprovecharé estas páginas para hablar, “nuevamente” (iteración y acontecimiento), de la vinculación entre soberanía y sacrificio en nuestros órdenes políticos democráticos –del vínculo productivo entre diferencia e identidad– y, también, del estrecho vínculo entre soberanía –instancia de firma por todos y autodeterminación– y hospitalidad incondicional, expuesta a la llegada inminente del otro, del extranjero, que viene a arruinar la cuenta de las partes de la comunidad. ¿En qué medida este otro que llega, planteando la primera pregunta, el extranjero como el ser-pregunta, no sólo es una La pensadora del riesgo como motor de la vida, esa pensadora de la hospitalidad incondicional que mantuvo aquél diálogo entrañable con Derrida que cristalizado en el libro La hospitalidad (2000), no lo pensó dos veces y se echó al mar para intentar salvarlos. Los chicos sobrevivieron, ella murió: dio (la) vida, (se) dio muerte. 2Carl Schmitt desnuda el pathos comunitario soberano del orden político moderno. En su inquietante libro El concepto de lo político postula que, en ausencia de un fundamento último de lo social, el principio de unidad surge de una decisión política existencial (soberana) que determina quién es el enemigoextranjero. La corriente política posfundacional contemporánea quedará presa de esta asociación de entre la ausencia de un fundamento y la productividad de la diferencia y la hostilidad para pensar la identidad.

oportunidad para apropiarse de una identidad que no precede (nos-otros), sino también y, de manera más radical, para pensar de otra manera el ser-con, la frontera, el adentro-afuera? Las indagaciones sobre la hospitalidad, legadas por Derrida, permiten dar un paso más, pues no se detienen en la “productividad” de la hostilidad hacia los extranjeros. Rompen (o intentan hacerlo) con el círculo ritual de la deuda que define la sociabilidad desde la lógica del intercambio y el reconocimiento. Ya no alcanza con la perspectiva crítica tradicional3 que explica la “productividad” de los extranjeros –en contextos tardo-capitalistas regresivos– para diferir el malestar de las clases populares (devenidas en precariado) y trocar así la lucha social por un nacionalismo burdo, es preciso dar un paso más. Si, como sostiene Malabou (2010), la deconstrucción de la presencia ya tuvo lugar, ¿de qué manera esta postura radicalizada desde la doxa posfundacional no es demasiado afín a una despolitización radical y a una renuncia a todo proyecto emancipatorio? ¿Cuánto del éxito de una deconstrucción, mal entendida como posverdad, retorna brutalmente para sostener que no hay vencedores y vencidos y que el discurso del vencedor debería tener tanta escucha como el del vencido? Si la deconstrucción ya no tiene sentido, porque nadie confía 3 En el libro Extraños llamando a tu puerta, Bauman ofrece un claro ejemplo de una perspectiva crítica tradicional: “Para los marginados que sospechan que ya han tocado fondo, el descubrir otro fondo más bajo todavía que aquel al que han sido relegados es un acontecimiento salvador que redime su dignidad humana y rescata la autoestima que les pudiera quedar. La llegada de una masa de migrantes sin hogar y despojados de derechos humanos, no ya en la práctica sino también conforme a la literalidad de la ley, brinda una (inhabitual) oportunidad para un acontecimiento así. Eso explica en muy buena medida la coincidencia de la inmigración masiva reciente con la trayectoria ascendente de la xenofobia, el racismo y el nacionalismo chovinista, y con los asombrosos éxitos electorales sin precedentes de partidos y movimientos xenófobos, racistas y chovinistas, y de sus patrioteros líderes” (Bauman, 2016: 18-19).

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ya en la metafísica de la presencia, y si no hay riesgos de reconducción hacia la presencia, ¿por qué la política no deja de darnos muestras de una preocupante reconducción regresiva y atávica? El nacionalismo racista y xenófobo, vigente hoy en las principales democracias consolidadas del planeta, sería en este punto paradigmático4. Mientras escribo estas páginas una ultraderecha nacionalista y nazi se ha impuesto en Alemania como la tercera fuerza en el Parlamento, en apariencia contra las políticas de “puertas abiertas” de Merkel.5 Haber emancipado a la filosofía de la presencia no sólo no ha producido un efecto liberador a nivel político, sino que ha exacerbado una defensa de los fundamentos (fundamentalismos) a ultranza: hoy más que nunca revincular teoría y praxis es una tarea urgente. La fuerza subversiva de la deconstrucción nos muestra su cara más amarga: la subversión viene de la mano de la afirmación, contra todo pronóstico y contra toda “verdad”, de identidades cerradas y pulsiones soberanas racistas y xenófobas. Así, frente a aquellos que, especialmente desde ámbitos académicos e intelectuales, han sentenciado que la globalización económica pondría en jaque los órdenes políticos Estadocéntricos, así como sus culturas nacionales cerradas, se ha erigido reactivamente un nuevo pathos soberano, una nueva pulsión política popular ávida de fronteras y muros: su gran certeza es que el mal siempre viene de afuera. 4 “(…) el nacionalismo y la etnicidad son un ‘sustituto de los factores de integración en una sociedad que se integra. Cuando la sociedad se desmorona, la nación aparece como la garantía final’. Ellos –los extranjeros, según nos recuerda Hobsbawn como si nos hablara más allá de la tumba– pueden y deben ser culpados de todas las quejas, incertidumbres y desorientaciones que tantos de nosotros sentimos tras cuarenta años de de las más vertiginosas y profundas convulsiones experimentadas por la vida humana en la historia conocida” (Bauman, 2016: 60). 5 Ver https://eleccionesenalemania.com/2017/09/25/tres-claves-para-entenderel-resultado-de-la-ultraderecha/

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Las guerras interétnicas (¿hubo alguna vez otras?) se multiplican, guiadas por un fantasma y un concepto arcaicos, por un fantasma conceptual primitivo de la comunidad, del Estado-nación, de la soberanía, de lasfronteras, del suelo y de la sangre. El arcaísmo no es un mal en sí, conserva sin duda un recurso irreductible. (…) En todo caso, es la condición positiva de la estabilización que sigue siempre reactivando. Siendo toda estabilidad en un lugar una estabilización o una sedentarización, habrá sido preciso que la differance local, el espaciamiento de un desplazamiento dé el movimiento. Y deje sitio o y dé lugar. Todo arraigamiento nacional, por ejemplo, arraiga en primer lugar en la memoria o en la angustia de una población desplazada –o desplazable–. Out of joint no lo está solamente el tiempo, sino también el espacio, el espacio en el tiempo, el espaciamiento (Derrida, 1995: 96-97).

Este pathos podríamos decir, en sentido amplio, se ha transformado claramente en una exigencia securitaria en relación a las migraciones en las últimas décadas. Ahora bien, las experiencias políticas que han dado en organizar esto que se reúne bajo el nombre de soberanía ¿necesariamente deben sacrificar al extranjero? ¿Es posible realizar una lectura deconstructiva de la soberanía interrogando el tratamiento de las migraciones? Si la deconstrucción es una apuesta afirmativa que surge del proceso mismo de desmontaje de la política como cálculo, la llegada del otro, del extranjero, podría ser una clave de lectura fundamental para una deconstrucción de toda praxis soberana. II. Originalmente, este texto quería ser una introducción compuesta a dos voces con Emmanuel Biset. Pero una serie de 397

“acontecimientos”6 arruinaron mi cálculo y demoraron, hasta último momento (de ahí que éste sea un posfacio), la tarea de hacer trabajar, en contrapunto, las distintas tareas ceñudamente legadas por Biset en el presente libro, para liberar a la deconstrucción de la domesticación y habilitar una clave de lectura “situada”, latinoamericana. Si nuestros procesos políticos latinoamericanos exigen pensar la política, y con ella el Estado y la soberanía, de otro modo, tal vez la forma en que el Estado argentino encarnó, desde 2004, diferentes formas “soberanas” en relación a los extranjeros pueda arrojar luz en este sentido. El acontecimiento del 11-S reconfiguró las fronteras planetarias en una nueva clave de la cual Argentina se mantuvo al margen, en términos generales y con importantes bemoles (que recuperaremos hacia el final de este apartado), hasta 2015. Este margen se caracterizó por resistir la exigencia de securitización de las fronteras como práctica soberana y promover, al mismo tiempo, una visión de las migraciones, del pasaje de fronteras, en clave de derechos humanos. Como bien explica Biset, la soberanía no sólo es del orden de las condicionalidades, de las instituciones o del derecho, sino que comparte con la deconstrucción su carácter incondicionado: por soberanía se entendió, por más de una década en Argentina, poner límites al capitalismo global extranjerizante y no a las personas migrantes que sufren sus consecuencias y son obligadas a dejar atrás sus casas, sus países. Así, si bien la deconstrucción de la soberanía implica, por 6 El mundo y, en particular, la Argentina, se volvieron brutalmente xenófobos desde 2015. Ofrezco aquí algunas de mis intervenciones en referencia a los cambios operados a nivel global y local sobre la temática de las migraciones y al avance de la xenofobia: https://www.pagina12.com.ar/diario/ elpais/1-313377-2016-11-04.html; https://www.pagina12.com.ar/7283-eltriunfo-de-la-xenofobia; https://www.clarin.com/opinion/politica-migratoriadecreto_0_HkDju8X9g.html; http://www.senado.gov.ar/upload/21037.pdf.

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un lado, una crítica inflexible de su filiación teológica y a la forma Estado-nacional que le es inherente,7 también implica, por otro lado, cierta recuperación de la capacidad estatal para resistir las fuerzas destructivas y devastadoras del capitalismo global en nombre de cierto “bien común”. Pienso, por ejemplo, en la coalición incoherente pero organizada de fuerzas capitalistas internacionales que, en nombre del neoliberalismo o del mercado, se adueña del mundo en tales condiciones que la forma “Estado” es lo que todavía puede resistir mejor. Por el momento. Pero hay que reinventar las condiciones de la resistencia. Una vez más, diría que según las situaciones soy antisoberanista o soberanista, y reivindico el derecho de ser antisoberanista aquí y soberanista allá. (Derrida y Roudinesco, 2009: 104)

En 2004, se sanciona la Ley de Migraciones 25.871, producto de un verdadero debate entre organizaciones de la sociedad civil y el Estado. Entre las virtudes de esta ley, pueden señalarse que: reconoce el derecho a migrar como un derecho humano; desvincula el goce de derechos básicos (como la educación y la salud) de la situación documentaria de las personas; responsabiliza al Estado por la irregularidad documentaria (eliminando la palabra “ilegales” en referencia a las personas que no tienen “los papeles” que el propio Estado les 7 “Hoy, la gran cuestión realmente es en todas partes la de la soberanía. Omnipresente en nuestro discurso y nuestros axiomas, bajo su nombre o bajo otro, propiamente o figurado, ese concepto es de origen teológico: el verdadero soberano es Dios. El concepto de esta autoridad o de esta potencia fue transferido al monarca como “derecho divino”. Luego la soberanía fue delegada al pueblo, en democracia, o a la nación, con los mismos atributos teológicos que aquellos atribuidos al rey y a Dios. Hoy, en todas partes donde se pronuncia la palabra soberanía, esa herencia permanece innegable, no importa que diferenciación interna se le reconozca” (Derrida y Roudinesco, 2009: 104).

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niega); y establece garantías de debido proceso, así como la obligatoriedad de la mediación de un juez, frente a las decisiones administrativas de expulsión. En este mismo período, se sanciona la Ley de posesión de tierras rurales 26.737, fijando un claro límite a la posesión de tierras en manos extranjeras. Los debates parlamentarios en torno de esta normativa se enmarcaron bajo el título “protección al dominio nacional”. Pero, ¿por qué vincular estas dos legislaciones para definir una praxis soberana diferente o particular? La primera legislación –junto con importantes políticas de regularización documentaria, enmarcadas bajo el “Programa Patria Grande” – benefició a casi dos millones migrantes que residían y residen en Argentina. La segunda legislación, por su parte, buscó limitar el avance del capital global, en un claro contexto de cambio climático y de lucha por los recursos naturales del planeta.8 Si bien ambas legislaciones definieron la soberanía en relación a lo “extranjero” (en apariencia una estrategia política tradicional), el ejercicio de protección de sí, de las fronteras, no se basó en la identificación de la amenaza en los extranjeros que residen en la Argentina, sino en las fuerzas extranjerizantes del capitalismo global.9 8 “Sr. Irrazábal: (…) Si entendemos al Estado como aquella centralidad política, en donde el ejercicio del poder va orientado al bien común o al interés general, creemos que esta ley es fundamental en la recuperación de capacidades soberanas del Estado. Sobre todo, en cuestiones que hacen a la soberanía nacional, entendida como tal y en abstracto, y a la soberanía alimentaria, en tiempos en donde, en el mundo, este tema tiene capital importancia, toda vez que la expansión del capital financiero, que busca ganancias o rentabilidades extraordinarias, lo lleva muchas veces a trascender los territorios nacionales, y siempre lo hacen sin tener en consideración la defensa de los intereses sociales o nacionales (SECSCNA, 22/12/2011: 111).” 9 Tanto en lo referido a la Ley de Migraciones como a la Ley de extranjerización de la tierra, el principio rector para el reconocimiento de derechos es la residencia (y no la nacionalidad). En la ley de migraciones se desvincula el acceso a derechos clave de la posesión los “papeles” e incluso se insta al Estado a brindar información y facilitar los trámites de regularización. En la ley de

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Por casi 12 años, la experiencia de una política migratoria basada en el reconocimiento de los derechos humanos, sumada a los límites impuestos al capital global extranjero desterritorializado, demostró que una legislación “abierta” no sólo mejora las condiciones generales de vida de las propias personas migrantes, sino que permite desarmar la coartada conservadora y neoliberal, especialmente en relación a dos puntos clave: 1) la regularización documentaria facilitó un acceso al mercado laboral formal que modificó la relación de dependencia de la población migrante respecto de los servicios públicos; y 2) este tipo de legislación no fue un “incentivo” para las migraciones (el porcentaje de población migrante se mantuvo entre el 4.1% y el 4.5% respecto de la población total, según los censos de 2001 y 2010), no produciéndose la tan temida “avalancha” migratoria. En este período, el Estado soberano firmó por todos y se comprometió con otros Estados a respetar el conjunto de tratados y convenciones que dan forma a los derechos humanos, limitando así parte de su soberanía. Biset habla de la confluencia de multiplicidad y unidad en la función soberana de representación. El hecho de que un Estado se autolimite y ceda en muchos aspectos su soberanía soberanamente, por ejemplo, a partir de una política migratoria hospitalaria, nos muestra que son posibles ciertas representaciones soberanas no reducidas a la función expulsiva y securitaria de la frontera. Si, tal como anticipaba Biset, soberanía y justicia no se oponen necesariamente, se trata de pensar, cada vez, las dinámicas representacionales (es decir, políticas) que le otorgan a la soberanía uno u otro sentido. Pero, si es preciso analizar las dinámicas representacionales que le otorgan uno u otro sentido, no es posible detenerse extranjerización de la tierra quedan exceptuadas de la aplicación de esta ley los extranjeros que cuentan con una residencia continua y permanente en el país.

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en 2015. La praxis soberana en relación a las migraciones en Argentina varió claramente desde la asunción de la Alianza Cambiemos en el poder. Las dos leyes aquí mencionadas fueron modificadas por decreto, pervirtiendo su espíritu y desvinculando así justicia y soberanía. En 2016, la ley de extranjerización de la tierra fue modificada por decreto para duplicar el porcentaje de tierras rurales extranjerizables a los fines de “facilitar y posibilitar las inversiones en el país”10. A comienzos de 2017, la ley de migraciones fue modificada por Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU 70/2017), estableciendo un proceso sumarísimo (o exprés) de expulsión de los extranjeros involucrados en delitos que merezcan penas privativas de la libertad. Al comienzo de este apartado, se hizo referencia a importantes bemoles en la política hospitalaria de la Argentina de 2004 a 2015. Estos bemoles resultan fundamentales para comprender cómo fue posible transformar el campo de interpretación de estas leyes y pervertirlas en tan poco tiempo. Al estilo de la intervención farmacológica que realizó Derrida pocas semanas después del 11S, es preciso insistir en cierta “iteración” cuando todos insisten en hablar de “cambio”. Diremos al respecto, para evitar actuar soberanamente, “expulsando el mal hacia afuera”, que las dinámicas representacionales acerca de la soberanía que dieron forma a estas dos leyes –en parte cristalizadas en sus debates parlamentarios– fueron, en muchos aspectos, contradictorias, aporéticas. En el caso de la ley de migraciones, el cuidado (de las personas migrantes) y el control (de las fronteras) tendieron a fundirse y confundirse. En palabras de Biset, se hizo evidente una partición del sentido de la soberanía y una contaminación diferencial de las 10 Texto del decreto 820/2016 que modifica la Ley de Tierras Rurales disponible en: http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/260000-264999/262676/ norma.htm.

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distinciones. El escueto discurso del autor del proyecto de ley es elocuente en este sentido: Sr. Giustiniani: “Esta ley innova en aspectos muy importantes: primero, cumple con la Constitución Nacional y con los tratados internacionales; segundo, va en dirección de la actual política del gobierno nacional en la consolidación y profundización del Mercosur; tercero, castiga el tráfico de personas, hecho también que no estaba contemplado en el plexo normativo jurídico nacional. El tráfico de personas, junto al tráfico de armas y al de drogas, son los principales flagelos…” (SOCSCNA, 17/12/2003: 66).

No hay soberanía sin firma por todos de los tratados internacionales (por ejemplo, para resguardar los derechos humanos de las personas migrantes). Pero tampoco hay soberanía sin control de las fronteras: esta legislación emuló el modelo europeo de integración regional –beneficiando a los nacionales de países del Mercosur y dejando a fuera a miles de nacionales de otros países extra-Mercosur– y tipificó una serie de delitos vinculados con la movilidad humana, contribuyendo así a la vinculación de migración y criminalidad (que doce años después ganó terreno). En esta misma sesión ordinaria del Senado de la Nación, donde se debatió la ley de migraciones, el Senador Pichetto –quien será clave para el cambio de paradigma de las políticas públicas migratorias, después de 2015– decía: “Están pendientes muchos temas en cuanto a la seguridad (…). El Congreso está en deuda con los temas de la seguridad” (SOCSCNA, 17/12/2003: 71). En una entrevista televisiva, realizada en noviembre de 2016, este senador volverá sobre estas ideas e instalará en el debate público la necesidad de resolver el “problema” migratorio con medidas securitarias: 403

“Hay una migración muy compleja. ¿Cuánta miseria puede aguantar Argentina recibiendo inmigrantes pobres? La Argentina tiene que controlar. Hay una migración muy compleja y no hay ningún tipo de reciprocidad” “Tenemos que dejar de ser tontos. El problema es que siempre funcionamos como ajuste social de Bolivia y ajuste delictivo de Perú”.  “Perú resolvió su problema de seguridad y transfirió todo el esquema narcotraficante a las principales villas de la Argentina, están tomadas por peruanos. La Argentina incorpora toda esta resaca.”11

El mal viene de afuera. La soberanía en su forma más regresiva ganó terreno vinculando el conjunto de males sociales (desempleo, pobreza, falencias en los servicios públicos de salud y educación, problemas habitacionales, delincuencia, narcotráfico, etc.) con las migraciones. La Argentina se sumó así a la larga lista de países que ven en las migraciones un problema para la seguridad nacional y el bien común. En un claro contexto de crisis económica, que el propio gobierno no hace más que profundizar con sus políticas neoliberales de ajuste y “apertura” a los capitales extranjeros, los extranjeros se han convertido en la cara visible del mal12. La soberanía del Estado Argentino ha vuelto definirse por la potestad para decidir discrecionalmente los criterios de admisión y expulsión de los no nacionales, con la idea de que de esta manera 11 Video de la entrevista: https://www.youtube.com/watch?v=RPwTnf-z_wY. 12 “La securitización es un truco de prestidigitador; consiste en desplazar la preocupación ciudadana de problemas que los gobiernos son incapaces de manejar (o que no están dispuesto siquiera a intentar manejar) hacia otros problemas en los que sí sea visible su compromiso y la efectividad (ocasional) de su gestión.” (Bauman, 2016: 32)

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se pone un freno los peligros de la globalización y al crimen organizado internacional.13 ¿El mal viene de afuera? Al mismo tiempo que se endureció la política migratoria (que se dirige siempre a los “inmigrantes”, es decir, a las clases trabajadoras menos favorecidas)14, se modificó el porcentaje de tierra en manos de extranjeros (beneficiando a esa minoría desterritorializada que define, también desde siempre, al capital global). Algunas de las voces disidentes en los debates parlamentarios sostuvieron que esta ley no atacaba el gran problema de fondo: la concentración de la tierra en pocas manos15. Pues, para aquellos que fueron expulsados de las tierras (pequeños agricultores, arrendatarios y pueblos originarios) y para el “pueblo argentino” (sea quien sea éste, a cuyo “bien común” se apuntaba al hablar de soberanía alimentaria y cuidado del medio ambiente), poco importa que las tierras estén concentradas en pocas manos “argentinas” o “extranjeras”, ya que 13 Texto del DNU 70/2017 disponible en: http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/270000-274999/271245/norma.htm. 14 La distinción que propone Sayad, entre “inmigrante” y “extranjero”, resulta aquí reveladora: “Inmigrante designa cada vez con mayor frecuencia una condición social, mientras que extranjero corresponde a un estatus jurídicopolítico; este último puede cambiar sin que nada cambie en la primera o sin que cambie nada en absoluto. Si todos los extranjeros no son (socialmente hablando) inmigrantes, todos los inmigrantes no son necesariamente extranjeros (jurídicamente hablando)”. (Sayad, 2008: 102-103) 15 “Sr. Morales - Creo que este tema que tratamos tiene que ver con conceptos mucho más amplios. Estamos abordando una parte del problema y uno de los aspectos que, seguramente, tendremos que encarar como Estado. Esta cuestión tiene que ver, primero, con un proceso de concentración de la tenencia de la tierra. (…) En este proceso de concentración, el 10 por ciento de las explotaciones agropecuarias tiene el 78 por ciento de la tierra y el 60 por ciento de las pequeñas explotaciones llegan a tener el 5 por ciento de la tierra. Es un proceso que tiene que ver con que el pequeño productor se empobrece y las grandes corporaciones van avanzando (SECSCNA, 22/12/2011: 111).”

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ni unos y otros velarán jamás por el “bien común”. La ley de extranjerización de la tierra mostró así –en aquellos debates que le dieron forma– el carácter limitado de la soberanía a la cual apuntaba: ¿autodeterminación para quiénes? ¿Para los latifundistas locales, esos “nacionales” también desterrritorializados que sólo velan por su propio interés? En palabras de Wendy Brown, el principio democrático del poder compartido (tibiamente representado por los socialistas en esos debates parlamentarios) mostró el carácter condicionado, parcial, divisible, deliberativo, contingente, episódico y cambiante de la soberanía (Brown, 2017: S/N). Aquí la multiplicidad de intereses de clase hizo eclipsar el objetivo de la frontera que la misma ley pretendía establecer entre capitalistas “argentinos” y “extranjeros”. El problema dejó de ser rápidamente la condición de extranjería (es decir, un problema de soberanía clásico: el mal viene de afuera) para transformarse en un problema de clases16 (es decir, un problema de soberanía democrática que se pregunta por el bien común y muestra la irrelevancia de la distinción adentro-afuera). Vemos así que no hay soberanía sin extranjerización, sin frontera, en suma, sin un ejercicio de expulsión del mal hacia afuera: normalmente esa expulsión se ejerce sobre las personas (inmigrantes), pero a veces este ejercicio va más allá y busca expulsar las fuerzas impersonales y destructivas del capitalismo global. Cuando esto sucede soberanía y justicia tienden a coincidir por un rato, pues inmediatamente la justicia de16 En las lúcidas palabras de Žižek: “Lo que Sloterdijk señaló correctamente es que la globalización capitalista no representa tan sólo apertura y conquista, sino también un mundo encerrado en sí mismo que separa el Interior de su Exterior. Los dos aspectos son inseparables: el alcance global del capitalismo se fundamenta en la manera en que introduce una división radical de clases en todo el mundo, separando a los que están protegidos por la esfera de los que quedan fuera de su cobertura (Žižek, 2016:12)”.

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construye el concepto de propiedad y con él se abisma toda tentativa soberana basada en el bien común. III. Tal vez uno de los autores que más han contribuido deconstruir la mirada sobre la crisis migratoria actual sea Žižek. En su libro La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror, da ese paso más al que hice referencia al comienzo de este posfacio. Asesta ahí un duro golpe a nuestras bellas conciencias de izquierda al plantear que ya no alcanza con denunciar las matrices sacrificiales que marcan el destino de esos “restos” del sistema tardocapitalista: somos cómplices del avance del nacionalismo fascista y burdo cuando simplemente “comprendemos” su función aglutinante y diferancial en contextos de crisis y descomposición social. Tanto nos hemos detenido en las causas estructurales del mal que somos incapaces de entender la profundidad político-trágica del síntoma: al mismo tiempo que criticamos los efectos devastadores del capitalismo global para la vida (en su sentido más lato), nos obsesionamos en criticar con igual fervor –por eurocéntricas, falocéntricas, liberales y coloniales– todas las herramientas políticas que este mismo sistema promueve, muchas veces, en su contra: la democracia, los derechos humanos y (¿por qué no?) la soberanía. […] la cruel ironía del antieurocentrismo es que, en nombre del anticolonialismo, se critica a Occidente en el mismo momento histórico en que el capitalismo global ya no necesita los valores culturales occidentales para que todo vaya sobre ruedas, y se las apaña bastante bien con la “modernidad alternativa”: la forma no democrática de modernización capitalista que se da en el capitalismo asiático. En resumen, se tiende a rechazar los valores culturales occidentales justo en el momento en que, reinterpretados de manera crítica, muchos de 407

ellos (…) podrían servir de arma contra la globalización capitalista (Žižek, 2016: 25-26).

Estas ideas guardan relación con las reflexiones derridianas en torno de la autoinmunidad democrática y, en última instancia, con el problema de la soberanía como “defensa bien común”. Una política de “puertas abiertas”, en un contexto de creciente desigualdad social y económica, es una hipocresía peligrosa para la propia democracia: los gobiernos populistas actuales están bien dispuestos a suspender el Estado de derecho (la igualdad ante la ley, pilar básico de la democracia) para proteger el “bien común” (“America first, America first”). Aunque suene imposible, deberíamos ser capaces de denunciar la dinámica del capitalismo global (que, con su anarquía, es la principal causa de las migraciones) apuntando a su violencia objetiva17, sin desatender las herramientas políticas de las que disponemos para hacer frente a la violencia ultra-subjetiva. ¿Cómo? Mostrando la productividad crítica (ambivalente, en la lógica del pharmakon) de ciertos valores occidentales y universales como la democracia (con toda la gama de derechos que componen el “estado de derecho” y la titularidad del poder del pueblo), la soberanía (en lo que hace la autodeterminación del pueblo y de un Estado frente a otros Estados) y los derechos humanos (de las personas más allá de toda pertenencia étnica o nacional). Es preciso trabajar, al mismo tiempo, lo urgente –la crisis migratoria, a través de la promoción de leyes 17 “[…] la tarea más difícil e importante es emprender un cambio económico radical que elimine las condiciones que crean refugiados. La causa fundamental de la existencia de refugiados es el capitalismo global actual en sí mismo y sus juegos geopolíticos, y si no lo transformamos de manera radical, a los refugiados de África se les unirán pronto inmigrantes de Grecia y otros países europeos. Cuando yo era joven, el intento organizado de regular el bien común se llamaba comunismo. Quizá deberíamos reinventarlo (Žižek, 2016: 96).”

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e instituciones de acogida a nivel local, nacional e internacional– y lo importante (los problemas sistémicos y estructurales que producen la migración y requieren de un cambio económico radical). En este “mientras tanto” es preciso asumir que “el mal nunca viene de afuera”, que no hay proyecto político sin mal (sin sacrificio, sin frontera, sin soberanía en fin) y que, a su vez, no hay mérito en el dolor (en el arrojo masoquista ultrasubjetivo) para el cambio y transformación. Pues el otro ya llegó y forma parte del nos-otros: la auto-determinación soberana en nombre de la democracia es siempre, como pudimos apreciar en el análisis de las políticas de extranjería de la Argentina desde 2014, una afirmación de la unidad en nombre de la multiplicidad y viceversa. La identidad fallida a la que podemos aspirar, en nombre de cierta soberanía, descubre cada vez en el otro el abismo de su propia singularidad. Soberanía (como el problema general de la identidad/diferencia) y hospitalidad (como la experiencia de la llegada del otro) coinciden cuando se asume que el ser-con anterior a toda ipseidad y autoposición: La universalidad es una universalidad de “extraños”, de individuos reducidos al abismo de la impenetrabilidad no sólo para los demás, sino también para sí mismos. Cuando abordamos el tema de los extranjeros, deberíamos tener en cuenta la concisa fórmula de Hegel: los secretos de los de los antiguos egipcios eran también secretos para los egipcios mismos. Por eso, la manera más válida de llegar al prójimo no es la empatía, intentar comprenderlo, sino una carcajada irrespetuosa que se burle tanto de él como de nosotros en nuestra mutua falta de (auto)comprensión (Zizek, 2016: 91).

La coartada del amo, del soberano, en singular, se deconstruye con una apelación radical a la hospitalidad como 409

principio múltiple de la identidad que define la autodeterminación democrática en la clave de una justicia que nunca puede ser subsumida por el derecho y el cálculo político. Esta materia viva de la relación con otros (como relación del sí mismo consigo mismo como otro) no requiere un ir hacia, pues el otro ya llegó. Así, la soberanía es coincidente con la democracia cuando se da multiplicándose para representar cierto “bien común” que, a priori, no es nada y, sin embargo, a nivel político lo es todo. La justicia es el bemol en toda coincidencia como inadecuación.

Bibliografía Bauman, Z. (2016). Extraños llamando a la puerta. Buenos Aires: Paidós. Derrida, J. (1995). Espectros de Marx. El estado de la deuda y la nueva Internacional. Valladolid: Trotta. Derrida, J. & Duffourmantelle, A. (2000). La Hospitalidad. Buenos Aires: de la Flor. Derrida, J. & Roudinesco, E. (2009). Y mañana, qué… .Buenos Aires: FCE. Malabou, C. (2010). “Dialéctica, deconstrucción, plasticidad”, Papel Máquina, Año 2 N° 5, Santiago de Chile: Palinodia. Sayad, A. (2008). “Estado, nación e inmigración. El orden nacional ante el desafío de la inmigración”. Revista Apuntes de Investigación 13: 101-116. URL: http://www.apuntescecyp.com.ar/index.php/apuntes/article/view/122/107 Žižek, S. (2016). La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror. Barcelona: Anagrama.

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Documentos SOCSCNA (17/12/2003). Sesión Ordinaria de la Cámara de Senadores del Congreso de la Nación Argentina del 17 de diciembre de 2003. Versión taquigráfica disponible en: http:// www.senado.gov.ar/parlamentario/sesiones/busqueda. SECSCNA (22/12/2011). Sesión Extaordinaria de la Cámara de Senadores del Congreso de la Nación Argentina del 22 de diciembre de 2011. Versión taquigráfica disponible en: http:// www.senado.gov.ar/parlamentario/sesiones/busqueda.

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SOBRE LOS AUTORES

Eliza Mizrahi Balas Licenciada en historia del arte, por el Instituto de Cultura Superior, con la tesis: «Perfiles y lineamientos del arte contemporáneo», 2006; Maestra en filosofía por la Universidad Iberoamericana, con la tesis: «Poética de la diferencia», 2011; Doctora en filosofía por la Universidad Iberoamericana, con la tesis: «Franja: producción y síntoma de la política», 2015. Se ha desempeñado como docente del Colegio de Saberes desde 2012 y del Instituto de Cultura Superior, entre otros. Es profesora de asignatura de la Universidad Iberoamericana desde 2011 y de la Universidad Autónoma Nacional en el posgrado en estudios de arte. Es académica investigadora de la línea de investigación de la Universidad iberoamericana: Estudios críticos de la cultura desde 2011, es investigadora adjunta de la cátedra de investigación de la Universidad Iberoamericana: Desterritorialización del poder: cuerpo, diáspora y exclusión. Estética, política y violencia en la modernidad globalizada desde 2015. Actualmente se desempeña como Curadora académica del Museo Universitario Arte Contemporáneo, y coordinadora del programa campus expandido. Gabriela Balcarce Doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Jefa de Trabajos Prácticos en las materias Metafísica, Proble413

mas Especiales de Metafísica y Filosofía de la Animalidad. Investigadora Adjunta del CONICET. Se especializa en filosofía contemporánea, específicamente, en el problema de la alteridad.  Actualmente se encuentra focalizada en la temática de la deconstrucción del humanismo y de las perspectivas de la subjetividad poshumanistas vinculadas. Autora de Derrida (Buenos Aires, Galerna, 2016). Ha publicado varios artículos en revistas y libros académicos nacionales e internacionales, así como también ha participado de eventos académicos relacionados con sus áreas de investigación. Emmanuel Biset Doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y por la Université Paris 8. Investigador Adjunto de CONICET y Profesor de la UNC. Director del Programa de Estudios en Teoría Política del CIECS (UNC y CONICET). Editor de NOMBRES. Revista de Filosofía. Co-editor de la colección «Golpe ciego» de la editorial Borde Perdido. Ha publicado los libros: Violencia, justicia y política. Una lectura de Jacques Derrida (Eduvim, 2012) y El signo y la hiedra. Lecturas de Jacques Derrida (Alción, 2013). Ha compilado los libros: Ontologías políticas (Imago Mundi, 2011), Derrida político (Colihue, 2013), Sujeto. Una categoría en disputa (La Cebra, 2015), Teoría política. Perspectivas actuales en Argentina (Teseo, 2016) y Estado. Perspectivas posfundacionales (Prometeo, 2017). Wendy Brown Activista, teórica política y profesora de Ciencias Políticas en la Universidad de Berkeley. Ha recibido múltiples reconocimientos por su labor intelectual orientada a interrogar críticamente las estructuras de poder, las identidades políticas, ciudadanía y la subjetividad política en las democracias liberales contemporáneas. Sus obras han sido traducidas a más de 414

24 idiomas. Su último libro, El pueblo sin atributos: la secreta revolución del neoliberalismo (Malpaso, 2016), se ha convertido en una referencia ineludible para entender el panorama político contemporáneo. Sebastían Chun Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (2017). Actualmente se desempeña como Becario Posdoctoral del CONICET (2017-2019). Docente de los niveles universitario, terciario y secundario. Desarrolla su investigación sobre el pensamiento político de Jacques Derrida, en particular a partir de su relación con la ética levinasiana y la teología política. Ha publicado diversos artículos en revistas especializadas, varios capítulos de libro y numerosos trabajos en eventos académicos. Entre ellos se encuentran: “Derrida lector de Nietzsche: la vida la muerte”, en Cragnolini, M. B. (comp.), Comunidades (de los) vivientes, La cebra, 2018; “El hambre que asedia al capital: la deconstrucción como crítica al liberalismo”, Nómadas, n° 48, Abril 2018; “¿Qué comemos? Un debate gastronómico entre Derrida y Lévinas”, en Cragnolini, M. B. (comp.), “Quién” o “qué”: los tránsitos del pensar actual hacia la comunidad de los vivientes, La cebra, 2017; “Benjamin y Schmitt leen Reflexiones sobre la violencia de Sorel”, Daímon, n° 67, 2016. Pietro Lembo Doctor en Filosofía de la Universidad de Messina (Italia). Su marco de investigación es la filosofía francesa del siglo XX y, mas detalladamente, la deconstrucción, de la que retoma el analisis derridiano de Marin y Freud para releer la historia onto-teológico-política como historia de figuras. Ha sido becario postdoctoral de la Fondazione Primoli di Roma, de la Ambajada de Francia en Italia, del Projet Emmag (Université 415

Pierre et Maria Curie de Paris), del CONICET (Argentina) y de la AGENCIA (Argentina). Ha conducido sus propias investigaciones en la siguentes instituciones academicas: Centro Europeo di Studi su Mito e Simbolo (Italia), ENS (Francia), LLCP (Francia), Université de Sciences sociales d’Oran (Argelia), CIECS (Argentina), CHI (Argentina). Ha publicado sus artículos en varias revistas internacionales entres la que se menciona: Inschibboleth. Quaderni di filosofia, Cahiers critiques de philosophies, Journal of French and Francophone philosophy, Veritas. Revista de filosofia da PUCRS.    Ariel Lugo Doctorando en Filosofía (UNNE), Magister en Ciencias Sociales y Humanidades con orientación en Filosofía Social y Política (UNQ. Título: La democracia por venir como politicidad de lo político en Jacques Derrida. La violencia, lo monstruoso y el duelo.), Licenciado y Profesor en Filosofía (UNNE). Dicta clases en las universidades: UNNE, UCASAL, UCAMI y UCP. Realiza investigaciones sobre Filosofía política contemporánea, la política en la obra de Derrida y el pensamiento político posfundacional. Ana Paula Penchaszadeh Licenciada en Ciencia Política (UBA), Magíster en Sociología & Ciencia Política (FLACSO), Doctora en Ciencias Sociales (UBA), Doctora en Filosofía (Univ. Paris 8), Investigadora Adjunta del CONICET con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani y profesora de grado y de posgrado en la Universidad de Buenos Aires. Desde una perspectiva filosófica, política y práctica aborda problemas contemporáneos asociados a la extranjería, la hospitalidad y las migraciones. Es autora de numerosos artículos académicos y del libro Política y hospitalidad. Disquisiciones urgentes sobre la figura del extranjero (Eudeba, 2014). 416

Cristina de Peretti Profesora de filosofía contemporánea en la UNED (Madrid, España) en donde es investigadora responsable del Grupo de Investigación consolidado «Deconstrucciones» y, actualmente, Investigadora principal del Proyecto de investigación I+D+i (del Ministerio español de Economía y Competitividad) titulado “Estudio sistemático de las lecturas heideggerianas de Jacques Derrida. Confluencias y divergencias”. Autora de numerosos artículos y de varios libros sobre Derrida, también ha traducido al español (sola o en colaboración) un gran número de textos de este filósofo. Manuel Rebón Ensayista y editor, Licenciado y Profesor en Ciencias de la Comunicación y Magíster en Comunicación y Cultura de la Facultad de Ciencias Sociales, UBA. Trabaja como docente de posgrado en la Universidad Nacional de Quilmes y como docente de grado en la  Universidad de Buenos Aires  y en la  Universidad Nacional de Lomas de Zamora. En los últimos años publicó 2 libros (Las distancias del olvido-Colihue y Traducir(se)-Ubu Ediciones) y 6 capítulos de libro (prólogos de Poética de la Relación, y Filosofía de la Relación, ambos  de Édouard Glissant;  Libertad sin poesía, de Claudio Martyniuk; El ritmo y la distancia, de Emmanuel Biset; Trece llanos, de Margarita Martínez y El oído inalámbrico de Norberto Cambiasso). Marcela Rivera Hutinel Licenciada en Psicología y Filosofía por la Universidad Católica de Chile y Doctora en Filosofía con mención en Estética y Teoría del arte de la Universidad de Chile. Desde el año 2000 se ha desempeñado como docente en diversas instituciones universitarias (UMCE, UAH, PUC, entre otras) en 417

temas asociados a su doble formación disciplinar. Algunos de sus textos y traducciones han sido incluidos en revistas chilenas y argentinas. Su traducción de “Entretiens sur toutes choses [Conversaciones sobre todas las cosas]”, de Charles de Saint-Évremond, fue publicada el 2013 en Ed. Prometeo, Buenos Aires. Y el año 2016 editó, junto a Pablo Oyarzun, un libro colectivo sobre “Escepticismo, literatura y visualidad” (ed. Ventana Abierta / Universidad de Chile). Su tesis doctoral, titulada “Figuras anómalas de la lectura en el pensamiento contemporáneo”, se encuentra en proceso de publicación. Delmiro Rocha Trabaja como profesor en la Universidad Nacional de Educación a Distancia y como profesor invitado en la Universidad de Vigo. Licenciado en filosofía por la Universidad de Santiago de Compostela y Doctor Europeo por la UNED y por la Universidad Charles-de-Gaulle Lille 3 (Francia). Premio Extraordinario de Doctorado 2010-2011, especialista en pensamiento francés contemporáneo y traductor. Como autor publico Dinastías en deconstrucción. Leer a Derrida al hilo de la soberanía (Dykinson, 2012). Fabián Ludueña Romandini Doctor y magíster en filosofía por la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, Francia. Es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de la Argentina y del Instituto de Investigaciones “Gino Germani” de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Es profesor titular concursado de Filosofía en la Universidad Argentina de la Empresa (UADE) y en el posgrado de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Sus últimos libros se titulan Principios de Espectrología (2017) y Arcana Imperii. Tratado metafísico-político (2018). 418

Sus áreas de estudio conciernen, especialmente, la metafísica medieval y renacentista, la filosofía política, la historia del derecho romano y la historia de la teología cristiana. Iván Trujillo Investigador visitante en la Universidad de California - Riverside.  Es Dr. en Filosofía por la Universidad París X y la Universidad de Chile. Entre sus publicaciones destacan: Arte y hostilidad. La estética hegeliana y la violencia del pensamiento (Pólvora, por aparecer).  De la possibilité d’une fiction historique chez Jacques Derrida (L’Harmattan, 2017). Jacques Derrida, estética y política (Palinodia, 2009). 

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