Spangerberg A.-gestalt, Mitos Y Trascendencia-2011

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Alejandro Spangenberg

Gestalt, mitos y trascendencia

CENTRO GESTÁLTICO DE MONTEVIDEO www.gestaltmontevideo.com.uy

© Alejandro Spangenberg Ilustraciones y diseño de tapa: Alexander Spangenberg (Tato) Edición Digital: Martín Benzo ISBN: 978-9974-694-25-5 Hecho el depósito que marca la ley. Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total de cualquier medio gráfico o informático sin previa autorización del editor.

TABLA DE CONTENIDOS PRÓLOGO PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN CAPÍTULO 1 GESTALT, TRANSPERSONALIDAD Y MITOS CAPÍTULO 2 LA FUNCIÓN DEL PECADO CAPÍTULO 3 EL MITO DEL AMOR CAPÍTULO 4 LA TAREA DE LA MUJER Y DEL HOMBRE CAPÍTULO 5 EL MITO DE SER UNO MISMO CAPÍTULO 6 EL MITO DE NUESTRO TIEMPO: EL HÉROE CONTEMPORÁNEO BIBLIOGRAFÍA OTRAS OBRAS DEL AUTOR

PRÓLOGO

Al escribir este prólogo, luego de recorrer las páginas de este hermoso libro, me siento profundamente emocionada por todas las vivencias que me ha traído. Me ha reconectado con nuevas formas de nombrar o “entender” mi propio camino de regreso, del que muchas veces me distraigo, tal vez creyendo o deseando unas breves “vacaciones”. Pero no solo eso, me llevaron de nuevo al encuentro de mi hermano, compañero y colega Alejandro, reconociéndolo en cada una de las páginas en su camino de crecimiento, en su inagotable lucha consigo mismo, en su “camino del héroe”, para alcanzar la verdadera vida en el AMOR. Y de eso mismo creo que se trata todo esto, de cómo los mitos, la trascendencia, la espiritualidad nos relacionan a todos en la búsqueda del ser y de la unión divina, la vuelta al origen, ya sea que esto sea claro o no para nosotros. Es así que yo me veo a mi misma incluida en este libro, así como lo veo a su autor. Como psicoterapeuta gestáltica de niños, considero de especial interés algunos aspectos contenidos en este libro. En el proceso evolutivo del Ego, Alejandro nos habla del estado de “gracia oceánica” como la primera etapa en la que aún no hemos entrado en la conciencia de “separatividad” del Todo. De alguna manera, este modelo explicativo nos puede guiar hacia algunas respuestas sobre vivencias que los niños han expresado en la clínica, referidas a su conexión espiritual, a su entendimiento de la vida y la muerte y a algunos

“síntomas” que comienzan a padecer en la etapa de “caída”. Yo misma viví la experiencia de la separación y desconexión con la relación espiritual al ingresar al sistema educativo y pude re-vivenciarlo en el inicio de mi “inversión de la caída”, a través de mi propia terapia gestáltica, que me devolvió el verdadero sentido de mis dificultades de aprendizaje tempranas en la gestalt de mi vida. De este modo, quiero reflejar que los niños mantienen en mayor o menor tiempo esta conexión dependiendo de su entorno y que los mitos expresados en los cuentos de hadas y leyendas son una buena forma de conectarnos con ellos y ayudarlos a mantener abierta la llama de la relación universal. Los mitos nos hablan en un lenguaje indirecto (lo cual es parte de su poder) de cosas mágicas y divinas, y los niños traen este lenguaje constantemente a la sicoterapia en sus juegos y fantasías. Es parte de nuestra tarea saber diferenciar estos contenidos, respetarlos y habilitarlos en su experiencia: en esto la psicoterapia gestáltica relacionada con el trabajo de los mitos y la transpersonalidad nos aporta una valiosa herramienta. Es nuestra responsabilidad en el camino de la salud, que no es sino el camino del Amor, poder dar un espacio de aceptación y de reafirmación de que nuestra ampliación de la conciencia en un sentido global y las experiencias que de allí derivan no nos conducen hacia la “locura”- así entendida por los parámetros sociales- sino hacia el regreso al Ser y a la completud de nuestra vida. Aquí, entramos en otro aspecto relevante mencionado en este libro, y que deseo reafirmar, respecto de la formación y crecimiento personal del

sicoterapeuta gestáltico que se va encontrando, indefectiblemente, con los aspectos transpersonales de si mismo y sus pacientes. Creo que los aportes contenidos en esta obra y en el abordaje de los mitos, así como la Psicología Transpersonal, nos pueden llevar a completar la Gestalt, que no sería tal sin la trascendencia. Al decir de Joseph Campbell: “No exagero si afirmo que el mito es la entrada secreta a través de la cual las energías inagotables del cosmos se vierten en la manifestación cultural humana. El milagro es que la característica eficacia para tocar e inspirar los centros creativos internos se encuentra en el más pequeño de los cuentos de hadas, igual que el sabor del océano está en una gota o todo el misterio de la vida en el huevo de una pulga”. Esa “entrada secreta” puede ser una alternativa para que los sicoterapeutas encontremos nuestra propia manifestación espiritual en nuestros sueños, sincronicidades y visiones y trascendamos la conciencia individual. De ese modo, estaremos cada vez más preparados para aceptar y amar a los seres humanos que lleguen a nuestro espacio de labor sicoterapéutica, y por lo tanto, para promover la salud. Por último, cuando llega la propuesta de escribir este prólogo me encuentro terminando de “digerir” las meditaciones de la sexta luna del libro “La Medicina de la Tierra”, que habla de la importancia de los mitos y las leyendas para mantener viva la memoria de una cultura respecto a su origen y sabiduría contenidas en los sueños y visiones de los antepasados. En una de sus partes Jamie Sams comenta: “Cuando los valores básicos de una vida en armonía

se contaban una y otra vez, los héroes y heroínas parecían reales y se convertían en apreciados profesores y amigos. Cuando los sabios se vuelven silenciosos, los sueños del joven se marchitan y son reemplazados por los valores malsanos de la calle. Sin el Cuentacuentos, culturas enteras pueden pasar al olvido” De alguna manera veo en ti Alejandro a un mensajero, un “Cuentacuentos”, y te estoy profundamente agradecida por esa tarea que también compartes con todos nosotros. Buen viaje. Psic. Patricia Vidal

Nota al Pie: Egresada de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República (1982) Psicoterapeuta Gestáltica especializada en Niños y Adolescentes (Violet Oaklander Institute, California, EE.UU. 1985) Ex docente de Psicología Educacional (U.C.U.D.A.L 1989-1996) Co-fundadora del Centro Gestáltico de Montevideo (C.G.M. 1987) Docente del Post Grado de formación de terapia Gestáltica con Niños y Adolescentes en el C.G.M.

PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN Este libro tuvo dos ediciones entre los años 1998 y 1999, y por tanto lleva casi diez años agotado. Es, por tanto una alegría, el poder hacerlo accesible una vez más para toda la gente. Escribirlo, representó en su momento, un viaje a las profundidades en procura de respuestas para mi propia vida, y como sucede muchas veces, lo que encontré, resultó ser útil para muchos otros. El viaje mitológico es el viaje del alma, el lenguaje mitológico es el que utiliza el Gran Misterio, es la forma de expresión que alude a un sentido que no puede ser comprendido por la razón. Esta obra es un esfuerzo por sintetizar enormes cantidades de conocimiento decodificando el lenguaje simbólico que utiliza la Psiquis para comunicar sus experiencias. No creo equivocarme al rotularlo como el lenguaje del Espíritu. Por ende mi consejo para el lector/a es que lo lea con lentitud y suavidad, volviendo sobre los conceptos y experiencias aludidos, tantas veces como sea necesario. Podemos creer que aquello que leemos está en un lenguaje complicado

cuando en realidad lo que ocurre es que necesitamos dar intervención al “otro” hemisferio cerebral para alcanzar el entendimiento de lo expresado. Para otros será sencillo como leer un cuento de niños, a todos les dedico este libro con mucho cariño, esperando que sea buena compañía para sus caminos de vida. Alejandro Spangenberg

CAPÍTULO 1 GESTALT, TRANSPERSONALIDAD Y MITOS

Para iniciar esta lectura, voy a contextualizar y resignificar el contenido del libro dentro del marco evolutivo de la teoría y metodología gestáltica. A pesar de que ésta no es una necesidad claramente personal -en el sentido de que no experimento ninguna contradicción interna al expresar mis opiniones y experiencias con el proceso inconsciente y sus manifestaciones–, sé que el marco referencial que utilizo puede generar en el lector “gestáltico” algunas dudas, en especial si parte de algunas ideas “fijas” con relación a la Gestalt como corriente terapéutica. En primer término, nuestro modelo teórico es básicamente inclusivo y ampliatorio. Inclusivo porque es capaz de asimilar a su estructura nuevos elementos sin perder coherencia interna. Ampliatorio porque a través de esta posibilidad de inclusión, los elementos del todo se ven amplificados, resignificados en su relación con los anteriores y la “nueva gestalten” que se forma. De alguna manera ésta es, sino la más importante, una de las grandes virtudes del modelo gestáltico. Quizás sea en la actualidad el único modelo teórico que en su estructura interna emula a los seres vivos, porque es capaz de crecer y transformarse en relación con un núcleo originario de sentido.

La Gestalt no intenta explicar la vida reduciéndola a unos pocos elementos y sus relaciones; muy por el contrario, aspira a expresarla y permitirle que se manifieste develando así su misterio en el proceso de revelarse a sí misma. La Gestalt se sustenta en una aproximación fenomenológica y “experiencial” a la existencia, donde la razón y su lógica sirven para establecer modelos de aprendizaje basados siempre en la experiencia directa de lo que “es”, en el aquí y ahora de su manifestación. De esta forma, en la actualidad este modelo se convierte en el gran instrumento para la transformación y la creación teórico-metodológica. Si partimos de la base que la vida es y será siempre un misterio irreductible, la actitud “correcta” para aproximarnos a ella es la de establecer modelos capaces de crecer e incorporar los nuevos conocimientos en la medida que éstos se manifiesten a través de la experiencia. Tal actitud requiere de una postura psicoemocional muy flexible y abierta a los cambios, con una gran capacidad para reconocer los límites y las limitaciones de dicho modelo y básicamente con el valor para enfrentar y ejecutar las modificaciones para continuar en la “eterna aproximación a la verdad”. Haber creado un modelo capaz de autodiagnosticarse y autorregularse, es lo mismo que haber creado un modelo capaz de crecer y de crecer, como decíamos antes, de la manera que lo hacen los seres vivos, o sea dentro de los marcos de su identidad y potencial. Por lo tanto la Gestalt, como modelo teórico, contiene en sí misma el antídoto contra cualquier riesgo de “inflación egoica”, o

lo que es lo mismo, contra cualquier pretensión omniexplicativa, reduccionista o universalista, sin mencionar, en apoyo a toda esta argumentación, la vocación ilimitada por la “autenticidad” que manifestara Perls, a lo largo de su vida. En otras palabras: en Gestalt no estamos interesados en “poseer” la verdad sino más bien en expresarla en tanto se nos va presentando. Aunque algunos autores sostengan lo contrario, es obvio que Perls no solo “trabajaba con el inconsciente”, sino que fue profundamente influido por las ideas de Carl Gustav Jung. Es bien sabido que “Fritz” tenía grandes dificultades para reconocer las influencias que otros habían tenido en él, pero es claro que su técnica de trabajo con sueños y fantasías, si bien notoriamente original, continúa con las ideas y métodos de Jung en cuanto a amplificar las imágenes y resignificarlas alrededor de un sentido o mensaje existencial. Su teoría y utilización práctica de las polaridades es también una genial continuación del concepto de polaridad psíquica que desarrollara el extraordinario psicólogo suizo. Pero si todo esto no bastara, cabría preguntarse por qué Stanislav Groff, en su obra Psicología transpersonal, ubica a la terapia gestáltica como uno de los instrumentos más poderosos para colocar a las personas en contacto con una experiencia “transpersonal”. Lo mismo ha hecho Ken Wilber (otro de los importantes exponentes de la psicología transpersonal) cuando en uno de sus libros ubica a la Gestalt como una corriente de “puerta de entrada” a los “reinos transpersonales”. Ambos autores justifican dicho lugar por más o menos las

mismas razones: la Gestalt con su énfasis en las emociones, los sentimientos, la expresión e integración de las partes alienadas del self, exaltando el sentido y el propósito de la existencia como un valor en sí mismo, sumado a que todo ello se da dentro de un campo de alta interacción y compromiso auténtico entre paciente y terapeuta, impregnados por el respeto y el amor al otro, crea las condiciones ideales para que la aparición de lo trascendente suceda. O como dice John Rowan1:

“A s í pues, el trabajo gestáltico con los sueños puede ser una actividad genuinamente transpersonal, aunque anteriormente yo no lo entendiera así porque pensaba que la Gestalt siempre operaba a un nivel cotidiano (...) Pero si dejamos de lado las teorías y las declaraciones de principios y nos ceñimos a los hechos, descubrimos que la Gestalt trata de permanecer con la imagen y respetarla, no de interpretarla ni de reducirla sino de aceptarla tal y como es. Y éstos precisamente son rasgos característicos del enfoque transpersonal. Cada vez que permitimos que la imagen hable por sí misma, cada vez que alentamos al cliente a ser simplemente la imagen en lugar de pensar, razonar o distanciarse intelectualmente de ella, estamos asumiendo el enfoque transpersonal...”.

Psicología transpersonal Por último sería bueno aclarar qué significa la psicología transpersonal, pues esta denominación ha creado mucha confusión. En primer lugar, la psicología llamada transpersonal no representa a ningún cuerpo teórico metodológico diferenciado, al menos no como lo son, por ejemplo, el psicoanálisis, el conductismo o la Gestalt. Muy por el contrario, las distintas prácticas terapéuticas de corte transpersonal suelen presentar enormes semejanzas con las prácticas de la Gestalt, la bioenergética o la psicología analítica de Jung, y en general una buena mezcla de todas ellas. Un ejemplo de todo esto es el método desarrollado por la escuela del reconocido Stanislav Groff, llamada Respiración Holotrópica o Terapia Holotrópica, que unifica métodos tales como la hiperventilación, música sintonizada con la vibración energética de los chakras y ejercicios de bioenergética enmarcados en una continentación terapéutica que, por sus características, claramente es de origen gestáltico. Por lo tanto, la psicología transpersonal representa una nueva manera de mirar las cosas y de organizarlas en torno a distintos núcleos de significado. Como su nombre lo indica, transpersonal quiere decir más allá de la persona o de lo personal, también más allá del Ego o del “Yo”. Refiere a todo lo que podemos entender en términos de inconsciente, inconsciente colectivo y sus arquetipos como a todas las disciplinas llamadas espirituales. En otras palabras, lo transpersonal implica la existencia de “lo personal” a ser trascendido, no se

refiere a lo pre-personal, o sea a los procesos anteriores a alcanzar ese estado del Ego. Coloca a nuestra vida psíquica en la órbita de lo trascendente, de aquello que por su luminosidad nos llama desde la esfera del misterio y el sentido de la vida. Desde esta perspectiva, nuestra existencia consciente debe buscar su sentido en los orígenes inconscientes de los que proviene. La temática de la patología colinda entonces con la experiencia religiosa, o sea con la experiencia de religar, de reconectar al Ego con la fuente de todo sentido, con el origen del misterio. En tanto el Ego se diferencia de su fuente, inconsciente primordial, y lo hace volviéndose operativo en un mundo altamente demandante, corre el riesgo de perder contacto con su centro de sentido y por ende de alienarse, de separarse de la vida. Por ello podemos definir a toda alteración, inclusive a la clásica neurosis, como un estado de alejamiento y alienación del centro o Ser del que originariamente emergiera, y a todo estado de salud como el de conexión o relación fluida entre estas dos entidades que hemos denominado el Ser y el Ego. Es obvio que a partir de estas definiciones, simplificadas a favor del espacio y la comprensión, toda estrategia terapéutica debe dirigirse hacia la reconexión entre estos dos elementos. Por esta razón es que la psicología transpersonal representa, en nuestro tiempo, un puente hacia la reconciliación entre Psicología y Religión, quizás porque la primera, al menos en alguna de sus ramas, ha podido retraducir y rescatar el valor y el sentido de las experiencias

religiosas descritas en los libros sagrados de todas las tradiciones. Algunas de estas experiencias, sintetizadas, configuran la experiencia de un hombre o héroe que se confronta con algo mayor que él y que lo determina. Esta experiencia de confrontación con lo que en el campo religioso se ha denominado Dios y en psicología inconsciente colectivo, supraconciencia, arquetipo del self, self superior o trascendente, etcétera, presenta enormes similitudes –independiente de las épocas, las culturas y las razas–, y es estudiada y observada en la vida cotidiana de cientos de “pacientes” en la consulta terapéutica. Ello permite que (en una época donde el valor de la vida está en permanente peligro y donde el hombre ha perdido todo contacto con la espiritualidad) el sentido de la existencia pueda ser recuperado y revalorizado, aún inmerso en la cultura tecnológica y masificadora de nuestros tiempos. Y es aquí donde el estudio de los mitos aparece con tanta relevancia, pues cuentan en el lenguaje simbólico del inconsciente, la historia de nuestras propias vidas y el cómo de nuestra relación con el origen. Son puertas abiertas hacia el misterio y a la vez mapas para guiarnos dentro de él, elementos que están incluidos dentro del arsenal de cualquiera que quiera incursionar en el marco de la “transpersonalidad Desde este punto de vista, quizás un pionero dentro de este campo fue Jung., porque fue el primero en negarse a reducir la vida a alguno de sus componentes (libido, instinto de poder, trauma del nacimiento), además de postular que las respuestas estaban en aquello que trasciende al hombre y sin

embargo lo incluye. el énfasis ya no está solamente en lo intrapsíquico o lo interpersonal, sino en la relación del hombre con el cosmos, del hombre con el ser, del hombre con dios.



Estados alterados de conciencia No podríamos hacer justicia al enfoque transpersonal sin mencionar los llamados “estados alterados de conciencia”. Si bien la denominación de “alterados” no es adecuada porque presupone la existencia de estados “oficiales” o “normales” de conciencia, con todas las connotaciones de prejuicios que esta clasificación puede provocar, fue debido en gran parte a la investigación con sustancias psicotrópicas y a sus resultados que la psicología transpersonal adquirió reputación. La mayoría de estas sustancias, más allá de las explicaciones neurológicas y biofísicas en general, poseen la capacidad de expandir las fronteras del Ego hasta límites en el que se ve disuelto. Otra forma de expresarlo es decir que entra en contacto con aspectos de la psiquis o del cosmos que lo trascienden. La capacidad de restauración de dichos límites, que no esté garantizada por ninguna de las sustancias, sino más bien por una mezcla de fuerza y flexibilidad desarrollada por la identidad consciente (Ego) en el transcurso de la vida y la memoria de lo experimentado durante dichas experiencias, es lo que ha permitido “mapear” los llamados “reinos transpersonales”. Estos “viajes” tienen una significativa similitud con parte de los viajes de los “héroes” en las mitologías de todos los tiempos y/o con los viajes realizados por culturas llamadas “primitivas” a través del uso de las “plantas sagradas”. Una de las connotaciones permanentes, en cuanto a experiencia

reiterada en los que pasan por este tipo de situación, es la de resignificar la vida en función de lo que podríamos llamar un sentido inmanente que se desprende de la existencia en sí. En otras palabras, la vida tiene sentido y vivirla significa encontrar ese sentido y manifestarlo. No es necesario profundizar en los efectos curativos y terapéuticos de semejantes experiencias, pero basta poner como ejemplo el de los indios americanos que durante milenios han considerado a estas plantas sagradas como medicina pura. No sólo la utilizaban para llegar a estados trascendentes de conciencia, sino para curar todo tipo de enfermedades, que en Occidente consideraríamos de origen y resolución física. De esta utilización se desprende que tenían, como comienza a ser para nosotros penosamente evidente, una concepción global totalizadora del hombre y de la vida en general. Vivían dentro de lo que podríamos denominar el principio de “interdependencia”, o en otras palabras: todo está en relación y dependencia con todo; si el espíritu enferma, enferma la mente; si la mente enferma, el cuerpo enferma. Es por esta razón que de alguna manera todos los abordajes terapéuticos tienen sus resultados, es que en realidad están trabajando en diferentes niveles de la expresión del Ser. En última instancia, el enfoque transpersonalista es un intento de desarrollar metodologías para recolocar al hombre en relación con su origen trascendente y con el verdadero sentido de la vida. Para esto no sólo echa en mano de métodos ya conocidos, utilizándolos de manera diferente o combinándolos con otros, sino que intenta “mapear” ese mundo de manera confiable para beneficio de todos.

P a r a entender este universo más allá del Ego, el enfoque transpersonalista recurre a todas las cosmogonías místico-religiosas milenarias, a mitos de todas las épocas y a las más profundas descripciones de la “psiquis” de los modelos psicológicos contemporáneos. Es absolutamente legítimo que así como la psicología transpersonal adopta la metodología gestáltica, ésta adhiera a la concepción transpersonalista, lo que por otra parte es una de las lógicas conclusiones de la aplicación seria y apasionada de la terapia gestáltica, como supongo que todos quienes la practican, tanto pacientes como terapeutas deben saber por experiencia propia. Por otra parte, la terapia gestáltica tiene algunas ventajas como enfoque transpersonal. Primero, posee un marco teórico-práctico sólido y con amplios resultados en todo el mundo; segundo, utiliza una metodología que enfatiza el proceso paulatino de la flexibilización de las fronteras de identidad del ego y de su capacidad para digerir las experiencias nuevas, asegurando así el resultado positivo y la integración de la experiencia transpersonal; tercero, pone énfasis en el contexto: no sólo incorpora al individuo y al grupo sino también al medio, posibilitando que ambos vivan dentro de la ecuación de sentido vital del paciente, evitando así el riesgo de algunos excesos transpersonales en cuanto a que éstos quedan supeditados a una experiencia meramente interna, cuando en realidad toda vivencia trascendente que no se convierte en obra externa corre el riesgo de perderse; cuarto, posee el marco ético de autenticidad y permiso para el fluir de la vida y su expresión sin juicios, como la posibilidad de re-significar

las experiencias en búsqueda de su sentido. Espero que de alguna manera quienes tenían dudas con respecto a la utilización del enfoque transpersonal dentro del marco gestáltico se hayan “aliviado” un poco. Para los que no, aquí van algunas consideraciones prácticas que les pueden ser útiles.



La relación Ego-Ser. Un modelo evolutivo No todas las personas consiguen identificar (dentro de su experiencia vital) lo que llamamos aspectos transpersonales y sin embargo no quiere decir que tales experiencias no formen parte de su cotidianeidad. Muchas veces es la inexistencia de un contexto de resignificación, o la ausencia de un vocabulario adecuado, o aún de un interlocutor válido, lo que impide que las personas asimilen o reconozcan estas experiencias como propias, o dicho de otra manera: que consigan identificarse con lo que les ocurre dentro de esa dimensión de la conciencia. Por ello, es muy importante que el terapeuta tenga un óptimo conocimiento de estos aspectos transpersonales y en lo posible una sólida experiencia en relación a ellos: en la terapia gestáltica esto es fundamental, pues para nosotros no existe conocimiento válido que no esté basado en la experiencia.

Desarrollaré

a

partir de aquí un modelo sencillo del proceso inconsciente desde una perspectiva evolutiva, que a su vez es referencia para entender lo que llamamos aspectos

transpersonales en la vida de una persona. Por otra parte, este modelo sirve de ejemplo de lo que en mitología se denomina el “camino del héroe”. Para comprender el esquema, definiré algunos de sus elementos: Ser: el centro de la personalidad; es el núcleo de sentido y el portador del gran misterio de la vida y, por ende, de nuestra existencia personal. Se ubica en las profundidades de nuestra psiquis y es inaccesible al intelecto o a explicaciones racionales, pero sí es experimentable, tanto por sus efectos como por su presencia inmanente y reguladora de nuestros destinos. Ego: el centro de la personalidad consciente, o capaz de ser consciente de sí misma. El ego es instrumentalmente hablando un “subproducto” del Ser y está en relación de subordinación con éste, aunque posea cierto grado de autonomía. Sombra: los aspectos alienados del Ego que por considerarlos inaceptables en la interacción con el medio, son relegados a un lugar “sombrío” de nuestra psiquis. Persona: máscara social o imagen idealizada de la personalidad; aspecto del ego que se encuentra en mayor contacto con el ambiente. A pesar de que también es una parte alienada o fragmentada del Ego, al contrario de la Sombra –su polo opuesto– ha demostrado ser más exitoso en el proceso de adaptación a las demandas externas e internas en el eterno juego de negociaciones que se dan a lo

largo de la vida. Es evidente que esta disociación en partes afecta y debilita al Ego debido a factores determinantes tanto externos como internos. Antes de esbozarlos, veamos la evolución general tanto de la relación Ser-Ego como del Ego como instancia psíquica aislada. En un principio el Ego “vive” en la esfera del Ser, esto quiere decir que no posee una conciencia de separatividad o existencia independiente de su origen; por el contrario, el Ego vive dentro del principio de “interdependencia” e interrelación del Todo. Esta etapa de “gracia” oceánica tendrá su inevitable fin, en lo que los mitos han ejemplificado como la caída o expulsión del paraíso. La caída es en realidad la puerta de entrada al mundo de la dualidad, al mundo de los opuestos. La unidad del Todo ha sido fragmentada en sus partes, el hombre ha sido expulsado de la Relación; a partir de ese momento comienza la soledad, la separación y el largo peregrinaje para volver a encontrar la entrada al paraíso perdido. Este hecho, sin embargo, está íntimamente relacionado con el nacimiento de la conciencia individual, la pérdida del paraíso representa la ganancia de la conciencia. Adán y Eva se vuelven conscientes de sí mismos, luego que desobedecieran a Dios y comieran del árbol prohibido. La tercera y última etapa de la vida es la que realiza el individuo a lo largo de su existencia para alcanzar la unidad perdida. Como dijera Neumann: “en el principio tenemos la perfección inconsciente (estado de gracia oceánica), luego tenemos la imperfección consciente (caída) y por último la perfección

consciente (regreso al paraíso pero por la puerta de atrás)”. Desde el punto de vista del Ego, la primera etapa representa la separación del centro de sentido llamado Ser la adquisición de una conciencia separada de dicho centro y por tanto independiente. Esta parte del proceso, después de la caída, es la que en mitología se ha llamado el “camino del héroe”. El héroe es por tanto un símbolo del Ego en su camino en búsqueda de la unidad perdida; en cierto sentido este camino es circular, se separa primero y realiza un largo periplo para poder llegar al mismo lugar: el hogar del que partió. En su camino el héroe va ganando dones y conocimiento que se van transformando en sabiduría. Si este periplo circular es el sentido y la máxima realización de nuestra existencia humana, podemos entender a toda la patología como las distintas desviaciones u obstáculos que hacen que el héroe-Ego se pierda o separe de su verdadero cometido. Es por eso que en el esquema utilicé la palabra impasse para nombrar la situación de estancamiento o equilibrio “cristalizado” entre el Ego y el Ser, también podríamos llamarla “neurosis”, pero dentro de la concepción gestáltica creemos que es en realidad una consecuencia del mencionado impasse existencial y de hecho un estado transitorio del Ego en su camino hacia la completud. Entre otras cosas es por dicha razón que consideramos a la neurosis como una forma de ser y estar en el mundo y no como una enfermedad “que se tiene”.

Desde la perspectiva transpersonal o mitológica, la cristalización del Ego que se denomina neurosis parece formar parte del proceso del camino del héroe. Dicho de otra manera: no es algo anormal y vacío de sentido, muy por el contrario, es una etapa tremendamente significativa, por lo menos dentro de la cultura occidental (judeo-cristiana). En forma sencilla, podría explicarla como el esfuerzo increíble que el Ego ignorante y perdido de la fuente original, hace para sobrevivir y orientarse en un mundo del cual se encuentra separado y alienado. Si el Ego no logra pasar estas pruebas simbólicas, operativamente muere, como tantos suicidios y procesos psicóticos muestran día a día. Es por esta razón que en los cuentos y leyendas las aventuras de los héroes están revestidas de tanto dramatismo y siempre parecen imposibles de realizar. Es que las fuerzas tanto internas como externas que ejercen presión sobre el joven Ego, son tan devastadoras que resulta milagroso que el héroe o heroína consiga sobrevivir. Basta pensar en el impacto que sufren los niños ante el nacimiento de un hermano o la separación de los padres durante la infancia, o las dudas y sufrimientos de la adolescencia, para hacernos una idea del contenido dramático del camino que todo Ego debe recorrer luego de la expulsión del centro de sentido. Como decía, este estado del Ego “neurotizado” no sólo no es “anormal” sino que parece ser el destino de éste en la primera mitad de la vida; luego, en la segunda mitad el Ego deberá transformar la identidad alcanzada hasta ese

momento para lograr completar su camino hacia el origen. De ahí que todos los procesos que realizamos en el encuadre terapéutico estén enmarcados dentro de este entendimiento, o sea que vemos la vida individual de cada uno como la expresión singular de este proceso universal que llamamos el camino del héroe. Esto quiere decir que usamos este marco de referencia intemporal como un meta encuadre que nos permite resignificar los procesos individuales, sin perder de vista su relación con el verdadero sentido de toda vida. Permitiéndonos asimismo aceptar y entender lo cotidiano como una forma de expresión temporal de un maravilloso juego universal, evitando caer en reduccionismos o juegos y transacciones adaptativas. Por otra parte, entender que la formación del Ego es un proceso evolutivo y trascendente que no puede ser reducido a ninguna de sus variables (sexo, poder, instinto de sobrevivencia), nos habilita para establecer estrategias adecuadas en cada etapa de dicha evolución. Hay un momento en la vida en el cual la tarea pasa por realizar y consagrar un lugar en el mundo y hay otro momento en que la tarea pasa por dejar ese lugar que tanto nos costó alcanzar. El encuentro con la Sombra y la integración de ésta con la Persona, también son etapas de enorme importancia en el proceso evolutivo del Ego, que veremos ejemplificadas en el transcurso del libro, en especial en el capítulo dedicado al mito del hombre y la mujer. Pero desde un punto de vista genérico se refieren a la necesidad de integración y crecimiento de éste para enfrentar la etapa final del viaje. La travesía no puede ser realizada por un Ego cristalizado

vuelto hacia el mundo externo, consumiendo sus energías en mantener una imagen idealizada: deberá enfrentarse con su lado oscuro y perder la ilusión sobre sí mismo para poder “encarar” a la fuente que le dio origen, libre y desnudo, como vino al mundo. Este proceso evolutivo de la conciencia personal o Ego, es el primer marco de referencia, tanto del Inconsciente como de las experiencias transpersonales, que utilizamos en el proceso terapéutico del encuadre gestáltico, tal como nosotros lo entendemos. Representa una visión del inconsciente como regulador (educador) y origen de la conciencia. Al mismo tiempo una forma de entender la vida claramente transpersonal o espiritual, pues coloca el sentido de la existencia más allá del control del Ego.

El proceso de evolución del Ego en nuestra cultura: exclusión, oposición y armonización como formas de relación Ego-Ser y sus consecuencias Merecería un capítulo aparte analizar la influencia del proceso de socialización como generador de un sufrimiento innecesario en el proceso de formación del Ego en nuestra cultura. La mayoría de las demandas externas que presionan sobre su formación en la infancia y la adolescencia, crean situaciones dramáticas de alienación, entendiendo a esta última como una separación violenta entre el Ego y el Ser. El efecto es una pérdida de sentido que se manifiesta con nitidez en el

rostro de los habitantes de nuestras ciudades: la desesperación, la violencia, el abandono y la locura, son las expresiones comunes de la interacción humana. Debemos comprender que el proceso de formación de la personalidad consciente es el resultado de la interacción de fuerzas internas y externas y que dichas fuerzas pueden estar en oposición, exclusión o armonía. Así se pueden entender muchos de los conflictos del desarrollo de la conciencia, como el producto de esta interacción. Cuando los procesos internos se oponen a los externos, cuando ambos entre si se excluyen, o cuando están armonizados, es obvio que el resultado es diferente. Si por ejemplo, en la etapa del desarrollo de la conciencia infantil la voluntad de los padres se opone a los deseos del niño o la niña, esta oposición (dependiendo de las características concretas que adquiera en la práctica cotidiana) generará ciertos cambios y transformaciones en su personalidad, quizás también contribuyendo a instalar dentro de sí los inicios del conflicto entre las necesidades internas y las posibilidades de satisfacerlas en las relaciones con el mundo. No nos interesa recalcar aquí este aprendizaje, con muchas implicancias, sino como este contribuye al desarrollo de la separación entre el Ego y el Ser. Esta separación, necesaria tanto como lo es la paulatina separación del niño de su madre, puede revestir en ciertas circunstancias características dramáticas, como las que operan cuando la relación entre lo externo e interno es de exclusión. Y ocurre cuando la demanda adaptativa externa que se exige al

Ego, excluye la relación con una parte del Ser. El Ego se ve atrapado en un camino sin salida; su viabilidad en el mundo depende de que desarrolle alguna característica o habilidad, o que someta alguna parte de su vida afectiva, por ejemplo. De ahí que deberá muchas veces optar por cortar con la fuente de conflicto interior, separándose violentamente del Ser. Por supuesto que estas experiencias traumáticas pueden ocurrir de modo accidental, como la pérdida de un gran amor o la vida de un ser querido, pero cuando el proceso de aprendizaje, la socialización o la educación familiar están estructurados de manera de ofrecer una serie repetitiva de este tipo de experiencias, estamos frente a un padrón cultural definitivamente destructivo. En otras palabras, en nuestra sociedad los procesos educativos y de socialización apuntan a la enajenación del individuo. Si esta enajenación responde a intereses conscientes y a propósitos definidos no es algo a determinar, aunque percibo que este es un sistema en el que todos estamos prisioneros. Formamos seres perdidos de sí mismos, que por esta misma razón se vuelven fácil presa de la estructura del sistema, que ofrece variados “sustitutos” para el verdadero sentido de la existencia. Por otra parte, tenemos la tercera posibilidad de relación entre el Ego y el Ser, que es la de armonización. Al emplear esta palabra no queremos decir que estas dos instancias psíquicas no deban confrontarse, muy por el contrario, creemos que el crecimiento y expansión de la conciencia devienen de dicha confrontación, pero confrontación no es lo mismo que separación: la propia idea

de una confrontación sugiere la de relación. En el devenir habrá instancias en las cuales estaremos en armonía con nuestro Ser y otras en las que estaremos en oposición. Este proceso es lo bastante dramático como para agregarle fuentes de estrés adicionales. Para poder entender lo que queremos decir con “armonización” citaremos un ejemplo tomado de otras culturas y que nos muestra con claridad cómo desde el exterior podemos apoyar la relación entre Ego y Ser, aunque ésta sea de franca oposición. Alude a un rito de iniciación que se practica en una tribu del Alto Amazonas con los jóvenes varones. (Algunos de los detalles han sido obviados por irrelevantes para este trabajo). Veamos primero una descripción simple del fenómeno a escala psicológica y simbólica: el varón está en el momento culminante donde debe lograr una efectiva separación de su madre, esto implica un abandono del rol de hijo con todos los beneficios y también limitaciones. El joven vive en todas las culturas esta situación con mucha ambivalencia; por un lado se siente atraído y necesitado de una mayor independencia y autonomía en su vida, mientras que al mismo tiempo siente temor por el costo que tendrá que pagar por ella. El mundo de los adultos le atrae y al mismo tiempo le provoca temor. En un nivel más inconsciente, el incipiente Ego debe alejarse del Ser que en ese estadio está revestido de características maternales regresivas que le seducen para quedar atrapado en un estadio anterior del desarrollo (Ego infantil).

En el camino del héroe, ésta es la etapa de enfrentamiento con el dragón. Esta situación interna es acompañada por una “dramatización” externa en la que participa toda la comunidad, estableciendo un modelo que representa fielmente la situación que el joven está viviendo.

Se realiza el rito en el centro de la aldea donde se dibuja una línea divisoria que separa el territorio en dos mitades: de un lado se colocan todas las mujeres y del otro todos los hombres. Los jóvenes varones que van a ser iniciados son situados en el centro con un pie a cada lado de la línea. Las mujeres comienzan el ritual, llorando la pérdida de sus hijos, nietos, sobrinos, acompañando su dolor con tirones sobre los brazos y cuerpos de estos jóvenes para situarlos de su lado de la línea. De esta manera, están representando lo que esos adolescentes están sintiendo, al mismo tiempo que las madres y mujeres están teniendo la posibilidad de expresar el dolor real que experimentan al perder a sus hijos en su rol de niños, por lo cual pueden efectivizar el duelo correspondiente, obteniendo así ellas también un beneficio de transformación psicológica. Los hombres, por su parte, se dedican a tironear a los muchachos hacia su lugar, acompañando estas maniobras con cuentos seductores de lo que les espera cuando se decidan a ser hombres, los conocimientos que les serán impartidos y que únicamente pueden obtenerse de otros hombres, etc. También está presente el miedo, pues en esta cultura los jóvenes son

circuncidados y en su mitología dicha circuncisión será realizada por un dios con forma de serpiente que el chamán se encarga de convocar a la ceremonia. Por tanto, también del lado de los hombres, la representación externa de la situación acompaña muy bien la vivencia interna del sujeto (atracción y temor). Este tironeo puede durar horas, donde toda la comunidad vive en forma trascendente la situación. Es decir que el Ser de la comunidad está siendo convocado a este acto ritual de transformación del Ego infantil en adulto. Luego que los jóvenes están todos del lado de los hombres; el resto del ritual es llevado a cabo y al terminar se ha producido una transformación interna acompañada por una externa; el joven cambia de morada, de actividades dentro de la comunidad, tiene derecho a casarse, etc. En otras palabras, este joven ha alcanzado un nuevo lugar en su comunidad coherente con su nuevo estado. Si comparamos esta situación con la de los jóvenes de nuestra cultura, donde dichos ritos nunca ocurren, donde el joven no recibe los beneficios psicológicos de la iniciación, ni le espera ningún reconocimiento social por su transformación y mucho menos un lugar significativo en la comunidad, podemos comprender cómo los requerimientos externos que presionan en la formación del Ego no sólo no acompañan en forma positiva dicha formación sino que crean un impasse o corte entre el Ego y el Ser.

No debemos perder de vista que esta configuración del camino evolutivo de la conciencia individual o Ego, está profundamente influida por el contexto cultural en la cual se desarrolla. Con esta perspectiva se entiende por qué hemos perdido la espiritualidad en Occidente. No puede haber experiencia espiritual si el “lazo” que une al Ego con el Ser se ha roto. De igual modo es sencillo comprender por qué los pueblos que hemos llamados “primitivos” nunca dejaron de vivir en la órbita del Espíritu: jamás obligaron a sus niños o jóvenes a la ruptura con lo trascendente. Lamentablemente el mundo de la Psicología y la Transpersonal no es una excepción a la regla, aún está tremendamente influido por el pensamiento europeo ylo norteamericano, y ambos, a pesar del tiempo, todavía no han descubierto América. Se hace evidente observando la forma en que tratan de mapear el mundo de la “psiquis”: una especie de mezcla entre el milenario conocimiento oriental (hindú, chino, japonés) y la búsqueda de la elevación espiritual heredada de la tradición judea-cristiana. Como si aún no hubieran llegado a comprender el impresionante legado espiritual de los pueblos americanos. A pesar de que en los últimos años la figura del llamado chamán ha adquirido prestigio entre los investigadores y profesionales de la salud mental en Occidente, a partir de los trabajos –entre otros– de Michael Harner, en general los autores transpersonales al referirse a la experiencia chamánica demuestran que no han logrado entender realmente lo que éste hace, o desde qué perspectiva o cosmovisión actúa.

Si bien el término chamán nada tiene que ver con las tradiciones indígenas americanas pues su origen proviene de Siberia, su uso está tan extendido que aquí lo aplicaremos como un sinónimo del verdadero nombre en la tradición de nuestro continente: “Hombre/Mujer Medicina” o “líder espiritual”. La gran diferencia que separa a un chamán de un sofisticado psicólogo transpersonal occidental, es que el primero no está queriendo trascender nada. Cuando en forma peyorativa se ha hablado de los pueblos indígenas como viviendo en un mundo mágico e irreal, lo que el europeo o americano “culto” no sabe, por su propia separación y alienación, es que ese mundo mágico es el mismo al que hoy todos queremos volver para recuperar nuestra salud perdida. No en vano una de las peores enfermedades que un chamán debe enfrentar como sanador en su comunidad, es la que ellos mismos denominan la “pérdida del alma”. Para el nativo, la espiritualidad no hay que buscarla, porque a ellos nunca se les ha perdido; el nativo vive una relación espiritual con todo lo que lo rodea, por eso podemos decir que vive su vida religiosamente. Sólo puede nominarse religión a un conjunto de ceremonias y rituales que conectan a las personas con la espiritualidad. Cuando estas ceremonias no consiguen su finalidad, la religión a la que pertenecen ha quedado vacía de espiritualidad. Las culturas nativas de América vivían sus vidas –y algunas todavía lo

hacen– de forma ceremonial, o en otras palabras: sus vidas estaban sacralizadas. El amor a la existencia y el respeto a todas sus manifestaciones, lo que hoy denominaríamos en Occidente como una visión ecológica de la vida –cualidad reconocida como determinante en la organización de todas las comunidades nativas– no es más que la expresión de su reverencia a la creación de la que se saben formando parte, simplemente: hijos de la Tierra. La vida es su propio fin, no existe verdadera trascendencia que no contemple esa máxima de la existencia como la manifestación de lo divino. No hay que ir a ninguna parte para encontrarse con Dios, caminamos diariamente sobre una de sus más bellas creaciones: nuestra Madre Tierra. El día que los pensadores occidentales puedan dar el paso del intelectualismo a lo real, van a comprender que dicha afirmación no se refiere a ningún conocimiento abstracto, ni siquiera poético, sino a la más sencilla verdad, de la cual están separados por el ruido de sus cabezas y la locura de la civilización de la que se sienten orgullosos. El énfasis en la experiencia y la relación, así como en el sentido de la vida expresado en lo cotidiano de nuestra experiencia, son “humildes” puertas hacia la compresión de cómo vivían los indígenas y a partir de ahí encontrar alguna de las respuestas que precisamos para asegurarles un mundo a nuestros descendientes.



Gestalt, Zen y trascendencia a través de la relación Algunas de las ideas aquí desarrolladas no son originarias de la teoría gestáltica al menos no desde el punto de vista teórico, pero de manera alguna ajenas a las conclusiones que derivan de la práctica terapéutica gestáltica. De la misma forma que el budismo dio origen al Zen, aunque este último nunca estuvo interesado en explicar o teorizar sobre nada, sino desarrollar métodos prácticos para alcanzar distintos estados espirituales propuestos por la doctrina budista. En aquella primera lección silenciosa que diera Buda a sus discípulos, y que para algunos representa el nacimiento del Zen, el maestro se limitó a mostrarle una flor a sus seguidores y sólo uno de ellos sonrió comprensivamente: en la flor vio el reflejo del misterio de todo el universo. Cuando aprendemos a mirar de esa forma, todo a nuestro alrededor nos habla de lo mismo; todo lo que observamos sin juicio, sin evaluaciones, se convierte en una puerta hacia la trascendencia. Tomemos el caso de la rosa: el misterio del universo se expresa sencillamente en la manifestación de su ser rosa. Una rosa no es una margarita, éste es su verdadero misterio, que sea una rosa es lo que la hace maravillosa, sorprendente y única. La pregunta sin respuesta aquí es ¿por qué es una rosa? Al mismo tiempo ese misterio queda cubierto en la universalidad de su expresión, en el hecho sencillo y común de que todas las rosas son iguales. Es decir, todos podemos reconocer a una rosa por su cualidad de tal. En el plano de la abstracción y el conocimiento, todas las rosas tienen algo en común que las

hace rosas y reconocibles como tales a pesar de su variedad de color, forma y tamaño. Esta es la ilusión del conocimiento que nos separa de la maravilla del misterio universal que se expresa radiantemente a través de todos sus seres. Entonces tenemos el misterio del ser rosa por un lado y la universalidad de la forma de esa flor. Si a esta fórmula le agregamos la forma particular en que esta rosa en especial manifiesta o expresa la universalidad de su ser, como la que tenía el Principito en su jardín, tenemos una aproximación más concreta para entender cómo lo cotidiano y aparentemente insignificante encierra en sí mismo la maravilla del misterio de la creación universal. Ahora bien ¿cómo es que esa especificidad revela estos misterios en vez de esconderlos en el velo de las apariencias? Sólo hay una respuesta a esta pregunta: a través de la Relación. Como en la historia del Principito, que era capaz de reconocer a su rosa entre otras doscientas del mismo tamaño y color, sólo se nos devela el misterio de la ecuación personal entre la forma universal y la forma particular, a través de la relación comprometida y profunda entre dos seres. Todos los seres humanos son iguales, es simple identificar a un ser humano por sus cualidades universales y comunes a la especie. La verdadera maravilla es que seamos seres humanos, ése es el misterio principal; el segundo es cómo se expresa ese misterio en esta persona en particular, el cómo de su ecuación personal. Para que ese misterio se desarrolle frente a nosotros debemos

pagar el precio de arriesgarnos a la relación. Este es el verdadero fundamento Zen de la postura gestáltica, de nuestra forma de ver, entender y relacionarnos con el insondable misterio de la vida.

No existe para mí postura más espiritual y transpersonal que esta manera de ver y vernos a nosotros mismos. El observar, el participar de la maravilla que se despliega ante nuestros ojos, no sólo es la forma “correcta” de experimentar la vida, sino que su práctica constante nos permite enseñar el arte de maravillarnos de nosotros mismos, como la experiencia más cercana y directa del misterio del cosmos. Es indudable que el paso siguiente es el amor frente a la expresión de toda vida. Por eso, el terapeuta gestáltico que “mira” a aquél que se sienta ante él de esta manera, también “ve” el misterio del cosmos expresándose ante sus ojos y termina amándolo con todo su corazón.



Contacto con el proceso inconsciente y aspectos transpersonales El modelo sencillo de la relación “evolutiva” entre el Ser y el Ego que hemos utilizado, es de alguna forma una síntesis simple de los trabajos monumentales que realizaran en sus vidas personalidades como Carl Gustav Jung, Joseph Campbell y Erich Neumann. Estos autores de ninguna manera fueron teóricos de la vida, sino que arriesgaron la integridad de sus almas en sus propios viajes heroicos para retornar a sus comunidades y compartir las maravillas y horrores que encontraron. Volviendo a nuestro trabajo y habiendo explicitado cómo utilizamos el proceso inconsciente y los aspectos transpersonales, solo resta definir qué queremos decir con “contacto con el proceso inconsciente” y “aspectos transpersonales”. En el primero, sencillamente tomamos como una referencia más la cantidad y cualidad del contacto que cada persona tiene con su inconsciente al venir a terapia. En terapia gestáltica no estamos interesados en volver consciente lo inconsciente, sino más bien en reconectar o religar lo consciente con lo inconsciente. Esto quiere decir que el foco de nuestra acción está dirigido a recuperar la fluidez de esta relación, o sea a reinstalar el contacto entre ambas dimensiones del Ser. Dicho en otras palabras: que- remos constatar si la persona recuerda sus sueños o no, qué relación de entendimiento tiene con ellos, qué capacidad para fantasear posee, cuál es su conexión con el “llamado” interior. En cuanto a los aspectos transpersonales, nos referimos a una gama de

experiencias que aluden o señalan hacia “lugares” que están más allá del Ego, tanto en el consultante como en el terapeuta. (Obviamente, para que haya algo que se sitúe más allá del Ego debe de existir un Ego, pues hay, como lo planteaba Ken Wilber, una gran diferencia entre lo pre-personal y lo trans-personal). Eventos sincrónicos, sueños visionarios, señales, premoniciones y la posibilidad de instalar la vivencia mítica como marco de referencia para entender nuestra vida personal, son parte del proceso terapéutico y muchas veces no sólo son de gran importancia para la persona que las experimenta como propias, sino para aquellos que comparten su vida en esos momentos. Que el terapeuta pueda reconocerlas como tales y ayudar a quienes trabajan con él a procesarlas y darles sentido, es fundamental. De alguna manera, ésta es una de las intenciones de este libro: aportar a los terapeutas un marco de referencia para entender estos procesos en sus propias vidas y en las de las personas con que trabajan. Espero que así sea. Notas al pie: 1 - Considerado uno de los más importantes exponentes de la Psicología Transpersonal inglesa en su libro “The Transpersonal. Psychotherapy and Counselling” (pág. 110, edición castellana).

CAPÍTULO 2 LA FUNCIÓN DEL PECADO

En nuestra tradición religiosa el pecado ocupa un papel central. En este capítulo lo analizaré desde un punto de vista psicológico, es decir que pretendo comprender cuál es su utilidad, su función en la vida del individuo. La idea del pecado está profundamente enlazada con la experiencia de la culpa y ambas con la del perdón a través de la confesión. Me referiré precisamente al sentido psicológico de estos actos; el pecado aquí no será visto como una ruptura de la relación con Dios y su restauración a través del perdón, sino que se analizará su significado como proceso psicológico inseparable de la maduración psicoafectiva de los seres humanos. La culpa a la que haré mención no es la misma culpa persecutoria y neurótica que se encuentra en la práctica psicoterapéutica y que es menester “exorcizar” para alcanzar la salud, sino que me referiré a la culpa como la conciencia dolorosa que resulta de enfrentar nuestras contradicciones internas, nuestros conflictos y tendencias opuestas, que se ponen de manifiesto en el proceso cotidiano de tomar decisiones y ejecutar acciones. Mencionaré también el encuentro genérico con nuestros aspectos rechazados que en el proceso evolutivo del Ego llamamos “el encuentro con la

Sombra”. Para ello, distinguiré dos grandes dimensiones en la “experiencia pecadora”: la conciencia del pecado (o conflicto) y “la caída”.



La conciencia del pecado (o conflicto) La función del pecado tanto como la de la conciencia de haber pecado parece ser la de mantener la relación entre lo consciente e inconsciente en forma vívidamente dolorosa. Es obvio que, para que la experiencia de culpa aparezca debe existir cierto grado de conciencia y de reconocimiento de haber errado; debe existir cierto “rumiar” de los hechos o las decisiones involucradas, para sentir que estamos ante lo que hemos llamado el pecado. Esto implica un trabajo arduo y constante de nuestra conciencia en relación a nuestras motivaciones más profundas. Y en un sentido genérico, toda vida inauténtica es una vida “pecadora”. De ahí que el proceso posibilite un contacto directo entre lo que reconocemos conscientemente como nuestra identidad y los aspectos más o menos desconocidos de nuestra personalidad. Veamos un ejemplo práctico, de la vida cotidiana: supongamos que dos padres están analizando las diferentes propuestas educativas para el futuro de sus hijos. Si estos padres son honestos no sólo hablarán sobre las conveniencias educacionales más trascendentes, como el bienestar de sus hijos, la relación con los maestros o el grado de libertad, sino que sus propias motivaciones egoístas emergerán, tales como distancia del colegio a casa, costo económico, horario en que sus hijos estarán fuera de casa. Si el análisis se profundiza pueden emerger motivaciones aún más ambivalentes y difíciles de aceptar, como la necesidad de controlar a sus hijos, el deseo de “depositarlos” en el colegio como forma de evitar la responsabilidad por ellos, etcétera.

La mayor parte de nosotros no llega tan a fondo. Permanecemos inconscientes y por ende irresponsables e inermes ante nuestras motivaciones más profundas. Pecar no es tanto un acto equivocado, como haber actuado sin reconocimiento del error. Para los griegos la acepción de la palabra pecado era la de “errar el blanc o ”, así como el arrepentimiento significaba “ampliar o aumentar la conciencia”. Desde el punto de vista ético, ésta es la gran diferencia: quien reconoce su error no sólo podrá –si es posible– corregirlo o repararlo, sino que podrá al arrepentirse ampliar su conciencia. Visto desde la evolución de la psiquis, quizás sea éste el hecho más importante. Como parece demostrarlo la doctrina que sustenta la confesión de los pecados, el eje del perdón no está en la conducta impecable sino en el reconocimiento del error que posibilita el arrepentimiento, pues el pecado es lo que nos hace humanos, no reconocerlo nos pondría en la omnipotencia de creernos iguales a Dios. Todo Ego –en cierto sentido– es un impostor, ha olvidado su origen –al cortar su relación con el Ser– lo que lleva a “impostar” su lugar en el mundo. Por eso es tan Importante para otorgar el perdón que aparezca el arrepentimiento. En otras palabras, sólo cuando ampliamos la conciencia hasta el punto de incluir nuestras motivaciones más oscuras –arrepentimiento como aumento del territorio de la conciencia– es que el perdón puede sernos otorgado,

y justamente, es a través de este perdón que aprendemos a perdonar y a perdonarnos, pues lo que en psicología se nombra como omnipotencia, en la vida cotidiana se expresa como soberbia. Esta soberbia representa nuestra infinita capacidad de juzgar a los demás, de ponernos por encima o por debajo de los otros (ser el mejor o ser el peor nos separa de la relación horizontal e igualitaria con los demás). Esta capacidad es la que empezamos a perder al enfrentarnos a nosotros mismos con el pecado, como experiencia vital. Ya no podemos juzgar a otros si reconocemos nuestra propia “basura”; ya podemos perdonar a los otros por “parecérsenos” tanto. Desde el punto de vista psicológico se rescata el valor del conflicto consciente-inconsciente que parece originarse en toda situación potencialmente pecadora. Según la teoría gestáltica, es de este enfrentamiento y del mantenimiento del mismo (impasse), a pesar del dolor psíquico y emocional que éste produce, que devienen el crecimiento y la maduración del individuo. Es obvio que si un individuo es capaz de mantener este tipo de relación consigo mismo, cada vez aprenderá más sobre sí, se engañará menos sobre sus motivaciones y por ende tendrá un mayor grado de libertad en su toma de decisiones. Por el contrario, quien no se avenga a transitar esta experiencia, cada vez estará más preso de sus propias ilusiones, de sus propios errores, y lo que es más grave aún, estará más encerrado en una falsa autoimagen (la definida en el capítulo anterior como la “Persona” o más- cara

social). Un altar –su propia autoimagen– en nombre del cual muchos individuos inmolan a sus seres queridos, como vemos en tantos procesos neuróticos. De ahí que una de las funciones del pecado sea ayudarnos a ser cada vez más conscientes. En este sentido el pecado es un camino hacia la conciencia, hacia el desarrollo de la psiquis de los individuos. Su función es la de advertirnos que por debajo de lo que nosotros consideramos son nuestras motivaciones, existen fuerzas poderosas que guían nuestra existencia y que a menos que las enfrentemos y las conozcamos, nos esclavizarán. Por ende, al rehuir su reconocimiento es cuando caemos en el “pecado”, en su plena acepción moral (evitación de la responsabilidad) y también psicológica (ausencia de arrepentimiento). El pecado –encubierto con ropajes negativos– nos trae el don de la transformación y el crecimiento. Es el portador de lo nuevo, como muy bien respondía Mefistófeles en el “Fausto” cuando se lo interrogaba sobre su identidad: “soy el representante de aquella fuerza que queriendo hacer el mal, siempre hace el bien”. Por lo tanto, cuando evitamos el reconocimiento del pecado (pues de hecho siempre estamos pecando) o sea, del conflicto psíquico, cuando racionalizamos nuestras motivaciones para que se adecuen a nuestra imagen, estamos evitando el crecimiento y la maduración subsiguiente. Es entendible que una cultura que penaliza los errores, o que tenga como ideal y meta de vida el alcanzar una supuesta perfección más allá de lo

terrenal, no sea el contexto ideal donde podamos admitir las equivocaciones, y menos aún frente a otros. Todos tendemos a ocultar aquello que de alguna manera nos dejará fuera del afecto del grupo. Si la vida es algo ético, esto es, si se trata de ser malo o bueno, es obvio que en general nadie quiera el papel de malo. Esta forma de concebir la existencia no genera un espacio desde donde se pueda aprender de nuestros errores. Sin embargo, una de las experiencias más redentoras de la vida pasa por no sólo reconocer frente a nosotros mismos la verdad acerca de nuestras motivaciones, sino por el poder reconocerlas frente a otros. El reconocimiento de nuestro error siempre produce una modificación de nuestra conducta, un aprendizaje, una evolución hacia la humildad y la flexibilidad. Pues tal como postulamos en la práctica gestáltica el crecimiento deviene del contacto que se produce en la frontera entre el ser y el no-ser, entre el Ego y el no-Ego. Al relacionarnos con otro (contacto) “mostrando” lo que somos, nos permitimos integrar nuestra Sombra. Si bien es cierto que a veces el viaje hacia el reconocimiento de nuestros aspectos sombríos debe ser analizado en soledad, también es cierto que el contacto entre el ego que realiza el viaje y los aspectos mencionados, constituyen la clave de la integración de la personalidad. Con esto quiero decir que tanto en un caso como en otro el contacto es la clave de la ampliación de la conciencia. El no reconocimiento (evitación del contacto) de nuestros errores nos mantiene siempre iguales, rígidos, duros y temerosos. Por ende, siempre alertas

a cualquier ruptura de nuestra imagen desde el exterior. De ahí también, reitero, el enorme valor del reconocimiento (reconocer, volver a conocernos) frente a otro, en caso de la religión frente al sacerdote, en la psicoterapia, frente al terapeuta. Donde en realidad ese otro “funciona” como un nuevo espejo en el que podemos ver otra imagen de nosotros mismos e integrarla a partir de esa experiencia. No tanto porque el otro nos pueda eximir de nuestros errores, pues ese no es su cometido, sino que el temor a ser juzgados es siempre una reminiscencia de nuestro merecimiento a ser queridos. El temor a ser rechazados por los demás si confesamos nuestros pecados es, como decía, el reflejo o la proyección de nuestro propio juicio interno, seguramente basado en la introyección de los valores y vínculos con nuestros padres, siendo el centro de esta manipulación la creencia infantil de que el ocultamiento nos salvará de ser expulsados del paraíso de nuestra relación con ellos, para en realidad caer en el infierno de la “mentira separadora”, del secreto que por su propia existencia nos pone en la posición que pretendíamos exorcizar: la separación de nuestros padres. Por consiguiente, una de las fantasías más comunes en la psicoterapia es la de ser juzgados negativamente por nuestro terapeuta, por lo cual queremos ocultarle nuestros secretos, o la de ser eximidos por éste si le contamos lo que hemos hecho. Sin embargo, en su verdadero sentido ni siquiera el sacerdote libera al creyente de la responsabilidad de su conducta, pues el que perdona no es él, sino Dios.

En el caso de la terapia, el paciente descubre que el terapeuta no está ahí para juzgarlo o para rescatarlo de sus supuestos errores sino para acompañarlo a descubrir el sentido que estos tienen para él. En otras palabras, el foco de la terapia no es ser aceptado por el terapeuta, sino el propio desarrollo como individuo. Por tanto aquí no se trata ni de hacer consciente lo inconsciente ni de ser eximidos de nuestras responsabilidades, sino de mantener lo máximo que podamos la dolorosa tensión entre la conciencia y el inconsciente (Impasse), pues de esta tensión y la capacidad para resistir, tanto la fácil racionalización como la tentación de obedecer a nuestros impulsos –frente a los cuales tendemos a sentirnos irresponsables–, es que nuestra madurez como seres humanos hará su aparición. Es en esta literal experiencia de crucifixión que realizamos nuestra humanidad: ni santos, ni demonios, tan sólo seres humanos. Tal como dijera Jung: “...en la vida no se trata de ser perfectos sino completos”. El pecar entonces, como la experiencia dolorosa de la tensión a la que hacíamos referencia, ayuda a darnos cuenta de nuestra particular y paradójica posición en la creación, ni muy arriba ni muy abajo, separados de Dios (Ser), expulsados de su entorno y a la vez del reino animal (libido), donde los impulsos fluyen con la gracia de la naturaleza. Las dos corrientes de la energía vital, la que nos empuja hacia el mundo espiritual (de vuelta al paraíso perdido) y la que nos atrapa en lo concreto de la

pasión del vivir, hacia arriba y hacia abajo respectivamente, se encuentran en un punto medio: el corazón. Ese es el lugar de nuestra crucifixión, ése es el punto en que la pasión (muchas veces ligada a nuestro Ego) y la renuncia o el sacrificio (de nuestros propios intereses en nombre de algo que los trasciende), se encuentran en dolorosa y dulce agonía. Lo que nos vuelve humanos es que siempre tenemos que decidir, que no existe una sola respuesta ante cada acción posible, que en definitiva tenemos que obedecer a dos amos que nos llaman con igual insistencia (en el mejor de los casos) y a los cuales debemos desobedecer para tomar nuestra propia decisión. Lo que nos hace humanos es, en definitiva, el hacernos responsables de nuestra doble naturaleza o de nuestra naturaleza única pero paradojal. No creo que estemos en nuestro mundo para volver al cielo ni para ser buenos, sino más bien para ser conscientemente corresponsables de la creación, en contacto con la fuerza original (Creador/a), por un lado, y en relación con la naturaleza (lo creado), por el otro. Si evitamos este conflicto básico evitamos nuestra razón de ser y por ende el sentido de nuestra vida, cualquiera sea nuestro entendimiento sobre ella. No se trata solo de una especulación teórico-filosófica, sino que es un hecho clínico comprobable, pues los dos caminos básicos hacia la insanidad son el escape místico –acompañado por la racionalización neurótica de nuestras dificultades– por un lado, y la caída en lo concreto de la lucha por la supervivencia, donde el sexo y el poder se convierten en fines en sí mismos, por

el otro. Sospecho que ambos extremos son huidas que evitan el encuentro con el verdadero sentido de ser humanos, que es el camino del medio. Me gustaría, para aclarar que quiero decir con el “camino del medio”, utilizar un maravilloso cuento ruso que hace algún tiempo leí y creo puede servirnos. Empezaba así:

En un viejo castillo medieval, en una cena de celebración, el rey, padre de tres hijos –famoso por sus hazañas de guerrero– desafía a estos a salir al mundo y concretar alguna tarea heroica digna de admiración. Cada uno de ellos deberá competir para ser considerado digno de suceder a su padre llegado el momento. Sin embargo todos los presentes se referían, básicamente, a los dos hermanos mayores pues era tácito suponer que el menor no estaba, por su edad, a la altura de las circunstancias. A pesar de todo el joven se consideró incluido en el desafío y se aprestó, al igual que sus hermanos, a salir al amanecer en busca de su aventura. Como era costumbre en la época, se le daba preferencia en el orden de salida a los hermanos mayores, por lo cual el primero en partir fue el de más edad. En su camino, éste se encontró en una encrucijada ante la cual tuvo que tomar una decisión. En ese punto la senda se dividía en tres vías; cada una de ellas señalaba con un cartel de advertencia al caminante, sobre el destino que le aguardaba en caso de seguirla. La senda de la derecha advertía que sólo encontraría alimento para sí, pero no para su cabalgadura. La vía de la

izquierda, por el contrario, que sólo hallaría comida para su montura, pero no para sí mismo. Por último, en la del medio, se leía así: “Quien siga este camino se encontrará con la muerte”. El hijo mayor, asustado tanto ante la alternativa de la izquierda como la del medio, decide internarse por la más segura para él, escogiendo la opción de la derecha. Como estaba previsto, al poco tiempo su caballo muere dejándolo a pie. A pocos metros del lugar de su muerte, el primogénito encuentra una serpiente hecha de bronce, la que a sus ojos se le aparece como un buen presente para su padre; la toma y emprende el regreso al castillo paterno a pie. Al llegar, el padre rechaza el regalo y juzgándolo cobarde ordena que sea encarcelado en las mazmorras del castillo. Si nos detenemos un momento a examinar la dinámica psicológica que está implícita en la elección del hermano mayor y la enseñanza universal que obtenemos de ella, veremos que estamos delante de un sacrificio de nuestra naturaleza vital en nombre del cálculo y el camino de menor riesgo. Cuando hacemos esta elección en nuestra vida, lo que hacemos es seguir bajo el dominio del padre, o sea que continuamos obedeciendo y siguiendo el camino preestablecido por las normas familiares, sin arriesgarnos a encontrar nuestra propia identidad. No puede hacerse esto sin sacrificar nuestra ansia de aventura, nuestro

camino personal al que nos vemos lanzados por nuestra propia pasión y deseo de conquista. El precio que pagamos es muy grande, el miedo será nuestro eterno compañero y la inseguridad transformada en duda atormentará nuestras noches. Pues la seguridad es el fruto de quien arriesga en pos de sí mismo, renunciando a la obediencia. Como en el cuento, quien no es capaz de encontrar su propio camino, su propia identidad, queda preso en la casa del padre, en el camino conocido y seguro, pero prestado, obligado a seguir en él, so pena de ser expulsado. Tantas empresas familiares son testigos de este tipo de elección, donde los hijos han optado por eternizar su inmadurez y conflictos infantiles o adolescentes al precio de la seguridad económica, o de un lugar en el mundo por el que no tienen que luchar.

El segundo hijo llega a la misma encrucijada, pero temiendo quedarse sin su cabalgadura y ya descartado el camino del medio, decide internarse en la opción de la izquierda. Al poco tiempo encuentra una posada donde le ofrecen alimento para su caballo. La posada estaba dirigida por una mujer que lo seduce hasta llevarlo a su dormitorio. Una vez consumada la íntima relación, la mujer se levanta de la cama y tirando de una palanca hace que ésta se abra hacia un pozo oscuro, donde el desafortunado joven cae, para descubrir que en ese mismo lugar hay otros muchos hombres sumidos en la misma condición.

Una vez más el cuento vuelve a darnos una hermosa lección. El ceder a la corriente de nuestros impulsos más básicos o tomarlos como guía de nuestros actos nos convierte en individuos que evitan la tarea de decidir y de hacerse responsables de sus afectos. Es por otra parte el prototipo de la conducta ingenua que cree que el mundo está ahí para nutrirnos, sin que tengamos que dar o hacer algo a cambio para merecerlo. Precisamente esta conducta es la que conduce al segundo hermano a su trágico fin, al dejarse conducir ingenua e irresponsablemente: cegado por su deseo, no desconfía de la propuesta de la mujer desconocida que le ofrece todo a cambio de nada. Sólo alguien con tal mentalidad pudo haber caído en esa trampa. El cuento nos advierte que ése es el camino donde los hombres pierden su identidad, retornando al lugar de origen –la oscura indiferenciación– donde no son más que una extensión del cuerpo de sus madres. Lo que obviamente se ajustaba a la realidad del momento, pero ya no es un camino que podamos elegir en la adultez. La vida no vuelve sobre sus pasos. Así, de alguna manera, este otro hijo queda preso en la casa de la madre, eternamente perdido en la nada de su no ser, de su indiferenciación. Quedar presos en la casa del padre o de la madre, o lo que es lo mismo, en la casa del logos o de la instintividad, tiene consecuencias visibles (diagnósticos) diferentes. En el primer caso la vida se congela, se esteriliza

creando una estructura de personalidad rígida y previsible, constante y eternamente insegura y reprimida. En el segundo caso, los “púberes eternos” no consiguen comprometerse con la vida, pues significaría hacerse responsables por sus existencias. Los adultos estereotipados y los “eternos adolescentes” son dos típicos habitantes de nuestra cultura contemporánea: muchas veces se convierten en la perfecta excusa, de unos y de otros, para legitimar la estructura de personalidad propia criticando la ajena. Pero lo que ambos tienen en común es la evitación de la vida. Ambos han elegido los dos caminos extremos, el de la derecha y el de la izquierda, y por temor, como veremos en la continuación del cuento, evitan el camino del medio.

Cuando el más joven de los tres llega a la misma encrucijada, sin dudarlo se interna por el camino, que según advertía la leyenda, conducía a la muerte. En realidad los dos caminos de alternativa le parecen impensables como opciones, “no puedo sacrificar a mi caballo en nombre de mi seguridad; por otra parte, ¿adónde iría sin él, qué aventuras, qué conquistas puede alcanzar un caballero a pie?”, se pregunta el joven frente a la opción de la derecha. “¿Y cómo podría internarme en un camino, que solo le asegura alimento a mi cabalgadura, siendo que mi noble animal estaría tan perdido sin mi dirección, como yo sin su fuerza para transportarme?”, pensaba mientras contemplaba la señal que conducía hacia la izquierda, y diciendo “todo hombre

que vive sabe que va a morir; el camino hacia la muerte es el mismo que conduce a la vida”, se internó por la senda del medio. Las aventuras de este joven no terminan aquí, las retomaremos en otra parte de libro que esté más relacionada con las siguientes etapas de su camino de héroe. Pero detengámonos en su elección por un momento. Evitar los peligros de nuestros propios impulsos naturales por la vía de sacrificarlos, congelarlos o reprimirlos, es de hecho lo mismo que evitar la vida; toda ruptura con lo que nos ciñe e impide expresar nuestra individualidad, proviene de nuestra vida instintiva, que es básicamente amoral y atemporal. Como veremos más adelante, es esta fuerza básica la que nos impulsa a desobedecer, la que nos seduce hacia nuevos caminos. Por supuesto que esta fuerza desbordada por la ausencia de nuestra responsabilidad se con- vierte en un camino tan vacío de contenido como el de la vía de la represión instintiva. Este es el camino de la izquierda, el que nos lleva a ceder a nuestros impulsos sin ejercer nuestra responsabilidad en la toma decisiones. No existe mejor ejemplo que el del jinete y su cabalgadura para demostrarlo. Nuestra naturaleza instintiva debe ser honrada y respetada, pero sin nuestros ojos para ver se convierte en una fuerza ciega e impersonal. Nuestra cabalgadura puede internarse en un desierto si nosotros decidimos seguir esa dirección, condenándonos a la muerte por falta de nutrición; también puede interrumpir nuestro viaje –el de la vida– por sujetarse a la mera gratificación de

necesidades. Todos estos caminos conducen a ninguna parte, nuestra naturaleza no puede ser sometida, ni podemos someternos a ella; el único camino posible, el del medio, implica relacionarnos con ella, aceptar que juntos deberemos develar el misterio de la vida, marchando codo a codo hacia la muerte. La vida, en otras palabras, es lo que nos sucede mientras recorremos el camino,

observando,

experimentando,

aprendiendo,

maravillándonos,

horrorizándonos. Evitar el camino del medio es perder la gran oportunidad de experimentar el camino del héroe, aquel que al entregarse a su destino, paradójicamente se convierte en autor del mismo.

“La caída” Nuestro mito referencial, de la cultura occidental, es el de la “caída” o expulsión del paraíso. El génesis nos cuenta la forma en que Adán y Eva, primer hombre y primera mujer, son expulsados del jardín paradisíaco en el que vivían por haber desobedecido las órdenes de Dios. Intentaré en este análisis penetrar alguno de los sentidos que me parecen importantes para iluminar problemáticas de nuestro tiempo, tanto en lo que hace a la dimensión individual de la existencia como a la social y comunitaria. Quizás una de las más importantes es entender la simbología de cada uno de los personajes de esta historia, para comprender el mensaje del mito. En primer lugar, una forma de aprovechar la secuencia dramática de la

historia es ver sus semejanzas con el proceso individual de crecimiento y separación (expulsión del paraíso) respecto de nuestras familias, así como de nuestras identidades heredadas, no sólo de y por nuestros padres sino también de y por las normas culturales, que ejercen un papel de coerción y sometimiento en las primeras etapas de nuestra existencia. Otros mitos, cuentos y leyendas hacen referencia a las mismas circunstancias en las cuales héroes y heroínas se enfrentan a puertas que no deben ser abiertas, preguntas que no deben realizarse, frutas que no deben ser mordidas, so pena de castigo y pérdida de los beneficios que se tenían en la situación previa a la desobediencia. La respuesta que invariablemente dan estos hombres y mujeres, es la mencionada desobediencia y a través de ésta comienza el desarrollo de una aventura que propicia el crecimiento y expansión de la conciencia de los aventureros. Esto quiere decir que la trasgresión de las prohibiciones está profundamente unida al crecimiento individual. En efecto, todos pasamos por la experiencia de transgredir las normas que se nos dictan, todos abrimos la puerta que se nos ha prohibido abrir, todos hacemos lo que nos dicen que no deberíamos. En algún momento de nuestra existencia las normas externas se oponen con fuerza a la expresión plena de nuestros deseos o impulsos. Este conflicto nos enfrenta a la decisión de desobedecer y pagar las consecuencias o someternos y traicionar nuestra propia naturaleza. El solo hecho de romper la regla ya nos deja fuera del sistema al que

pertenecíamos, pues aunque ocultemos con la mentira nuestros actos, internamente quedamos separados, “expulsados” del vientre comunitario al que pertenecíamos. La conciencia de haber “pecado” ya nos convierte en “outsiders” aún dentro de nuestra propia familia. Esto quiere decir que la secuencia de paraíso-desobediencia-expulsión representa una matriz universal de la experiencia humana, relacionada con el proceso de individuación o, lo que es lo mismo, con el proceso de volverse persona total. En dicho proceso, el estancamiento (paraíso) del ser en algún nivel de su crecimiento debe ser superado (expulsión) a través de la desobediencia a alguna de las normas del sistema en el que la persona vive. Esta es la primera caída que expulsa a los niños de la intimidad simbiótica con los padres, la primera mentira con la que intentan en forma inconsciente proteger su “diferencia” que paradójicamente los coloca en el altar de la “alteridad”. No es difícil concluir de dónde surge la conciencia de culpa posterior a estos actos; hemos caído, hemos hecho el mal, fuimos advertidos de no hacerlo, sentimos que no tenemos excusa, que no hay perdón posible pues ya se nos había dicho que no debíamos realizar el acto “condenatorio”. Como no degradarnos, cómo no pensar que hemos sido víctimas de la tentación del diablo, cómo no pensar que somos malos, que ya no merecemos el cariño y el lugar que se nos daba. Cuando los demás sin saber de nuestro pecado nos reciben con cariño,

aumentan sin saberlo nuestra “mala conciencia” unido a la culpa por sentirnos no merecedores del afecto de nuestros seres queridos. Ellos no saben lo “bajo que hemos caído”. Muchos niños y adolescentes, incapaces de confesar sus errores – supuestos o no– y obtener la absolución redentora que les permita reparar la continuidad destruida en la relación con su entorno, se inmolan en el auto castigo, mezcla del terror de ser descubiertos y la certeza de que no habrá perdón posible para sus actos. Desde la joven que desobedeciendo a sus padres tiene relaciones sexuales, al niño “que roba” un caramelo de la cartera de la tía, hay toda una gama de pequeñas-grandes tragedias que ejemplifican estas primeras experiencias de expulsión del paraíso uterino del vínculo familiar. Si exploramos de cerca esta experiencia descubrimos que existen dos instancias en conflicto, enfrentadas en el momento de la desobediencia. El niño que decide hurgar en la cartera de la tía “sabe” que está obrando “mal”, lo sabe porque conoce lo que sus padres piensan al respecto, lo sabe porque también es consciente que habrá un castigo posterior y sin embargo, a pesar de todos estos riesgos igual decide actuar obedeciendo ¿a quién? Obviamente a su deseo, a su impulso interno que pugna por imponerse más allá del encorsetamiento exterior. El deseo es la “serpiente” del mito, representa nuestra naturaleza vital, el impulso a la autoafirmación, a la realización de nuestras potencialidades aún a expensas de nuestra relación con el entorno. La serpiente es amoral (no

inmoral), no es moral, no está preocupada con postulados éticos sino con el placer y la celebración, es el principio femenino por excelencia, es la sensualidad, la seducción, la capacidad de transformación que le permite cambiar su piel cada vez que ésta le queda chica. Este simbolismo representa la habilidad para desembarazarse de los antiguos condicionamientos cada vez que éstos se convierten en un obstáculo para nuestro crecimiento y expansión. La serpiente es el símbolo de la vida, igual que la mujer, que en contra de lo que el mito dice –Eva es hecha de una costilla de Adán, como burdo intento masculino por consolidar su supremacía– es quien trae al hombre al mundo. Pues no sólo éste viene a la vida a través del vientre de una mujer, sino que es ella la que le permite realizar su masculinidad consagrada en la paternidad. La mujer es parte de la naturaleza, el hombre debe llegar a ella, bajar del “cielo” a través de una mujer. Por esta razón ella también es condenada por pecadora, con lo cual en un solo acto, tanto la vida como la Madre Naturaleza, han quedado rebajadas y despreciadas dentro de nuestra cultura occidental. La separación –entonces– ejemplifica el proceso de individuación por el que todos debemos atravesar si es que queremos convertirnos en seres independientes y autónomos. En otras palabras, hay que pecar para ser libres. Hay que desobedecer para realizar nuestra propia experiencia. Hay que transgredir para abandonar la

identidad prestada de nuestra familia y empezar el largo camino de obtener la nuestra. Hay que arriesgarse a obedecer la propia naturaleza para convertirse en uno mismo. El padre sano aprecia esto en su hijo o hija y en cierta medida se siente orgulloso del valor de estos al enfrentar la posibilidad del castigo en la búsqueda de sus propias experiencias. Sólo el padre complaciente, conservador y cómodo, aprecia la obediencia desmedida de sus hijos, ciego a la terrible “patología” que se cierne sobre ellos: la muerte de sus almas. La serpiente representa a nuestra propia fuerza vital (libido) pugnando por expresarse, y si bien como en el cuento ruso no se trata de obedecerla ciegamente, tampoco se trata de reprimirla. En el mito es fundamental la infracción consciente, la que implica el germen de una conducta responsable; se trata de la posibilidad de asumir nuestra propia experiencia a sabiendas de las consecuencias que ésta tendrá para nosotros. De nada vale el intento cuando sabemos que no habrá consecuencias, pues sin ellas el fruto, o sea la transformación resultante (maduración, crecimiento) no acontecerá. Y las consecuencias son bien claras: en el mito Adán y Eva por primera vez toman conciencia de su desnudez y sus diferencias. Quiere decir que hasta ese momento vivían en el útero de la indiferenciación, o lo que es lo mismo, no existían como individuos. La desobediencia los convierte en seres individuales y separados, los

inicia en el camino de la individuación. Sin embargo esta caída, que es desde todo punto de vista inevitable –pues es obvio que Dios en su omnisciencia sabía que ellos habrían de “pecar”– está impregnada de un sentimiento de culpa, como si el mensaje del mito fuera el de lo inconveniente e indeseable del acto de desobedecer. Como si la bienaventuranza del hombre y la mujer dependiera de un eterno sometimiento a un Dios-padre autoritario y castigador. ¿Por qué Dios pondría a sus criaturas en semejante predicamento a sabiendas de que no podrían obedecer? Y de ser así ¿por qué querría condenarlos tan sádicamente por toda la eternidad? Si el sentido de la vida fuera obedecer las normas de Dios primero deberíamos conocerlas todas y si además podemos desobedecerlas, la condenación al pecado parece inevitable. La explicación parece estar por otro lado. Desde el punto de vista intrapsíquico todo proceso de separación produce culpa, pues parte de la energía utilizada en la trasgresión o ruptura de los lazos que nos ataban se redirige hacia nosotros mismos en forma de retroflexión (mecanismo de defensa), lo cual –como sabemos en Gestalt–, siempre produce culpa y cierta depresión. Todas las pérdidas y separaciones siguen este modelo universal, pero además dichos sentimientos pueden ser exacerbados por la respuesta del entorno en el que se desarrollen y serán más dramáticos o no, dependiendo de cómo sean

recibidos en el marco socio-comunitario. Desde este punto de vista este mito fue interpretado en el contexto de una de las culturas patriarcales y autoritarias más importantes de la que nuestra historia humana tenga registro. No en vano las tres religiones del desierto tienen esta raíz patriarcal, autoritaria e intolerante, que tanto ha marcado el destino trágico de esa zona común del planeta donde todas “conviven” hasta el día de hoy. La obediencia y la culpa intimidatoria son los pilares de toda cultura vertical y punitiva, por tanto no es extraño que esta haya sido la lectura preferida de sus intérpretes de todos los tiempos. El mito nos debería hablar de libertad y del comienzo de la independencia y sin embargo nos transmite el mensaje del castigo divino por no cumplir con lo esperado por la autoridad en cuanto a nuestro comportamiento: se parece tanto al mensaje dado a nuestros niños, ya sea en la familia como en la escuela, que se hace sospechoso. Pero la interpretación oficial aún tiene consecuencias más trágicas (si es posible), al constituir el asentamiento de las bases éticas que justifican todas las tiranías del mundo, todo Estado moderno de una u otra forma lo es. La culpabilización y por ende la denigración de la mujer y la serpiente (madre naturaleza, fuerza vital, etc.), marcan el hecho histórico de la separación entre la divinidad, que se queda en el cielo donde nos espera la redención en el fin de los días, y la naturaleza. Nuestra religión deja a Dios en el cielo y todo lo que está aquí abajo es pecaminoso, lo que equivale a decir que la vida es pecaminosa, que la emoción del amor, la reverencia a la creación manifestada en y por la naturaleza, es un

acto pecaminoso. Esto legitima la quema de miles de mujeres en la Edad Media, la destrucción de todas las religiones llamadas paganas, justamente por realizarse en y para la naturaleza y la expoliación, uso y exterminación de los recursos naturales en nuestro tiempo actual. La trinidad es masculina, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo habitan en el cielo ¿y la mujer? La religión cristiana, el judaísmo y el islamismo nos han hecho creer que la vida es un acto ético, que existe lo bueno (la obediencia) y lo malo, el pecado (la desobediencia). Con este acto han legitimado la tiranía, la intolerancia y la masacre en nuestra cultura. No debemos olvidar que la mujer simboliza y representa todos los valores femeninos comunitarios, a saber: la circularidad y la horizontalidad en las relaciones humanas, la solidaridad y el amor en los vínculos, la igualdad, etcétera. Reprimir y controlar a la mujer, sometiéndola a los valores masculinos, significa mucho más que una simple guerra de sexos. Hombres y mujeres, inmersos en esta batalla en la actualidad, están perdiendo de vista que lo que está en juego es mucho más que el triunfo o la reivindicación de un sexo sobre otro. Las mujeres están combatiendo en pie de igualdad con los hombres, utilizando las reglas masculinas de juego, sin percatarse que las convierte en seres masculinos. Por su parte los hombres en su loco afán de competencia viven a la mujer como una amenaza más a sus ya inseguros lugares en la sociedad de trabajo, aumentando así el miedo inconsciente que le tenían.

Por ello, el retorno a la espiritualidad sólo puede darse en la medida que volvamos a reverenciar a la naturaleza, de la que somos parte indisoluble, como el eje de nuestra relación con lo divino. Se trata entonces de integrar al cuarto elemento, el femenino, no sólo al nivel de cada individuo, tanto sea hombre como mujer, sino a la convivencia social. Este salto cultural implica ni más ni menos amenazar las bases patriarcales obsoletas de nuestra comunidad. Esta es la revolución que debemos llevar a cabo en nuestro tiempo y expresa la necesidad de cambiar no sólo el eje de nuestra conciencia, sino nuestra conciencia como tal. La visión del mundo de la que somos portadores los occidentales está peligrosamente desbalanceada. Quizás nos sirva para entender todo esto, que nuestro lugar en la cadena de la vida como seres humanos no sólo no ocupa ningún lugar esencial, por el contrario, nuestra presencia amenaza el delicado equilibrio ecológico que tantos millones de años le tomó a la naturaleza establecer. Si la historia de la Tierra como planeta fuera simbolizada con una medida de dos metros, la historia de toda nuestra humanidad sola ocuparía el último milímetro. Nuestra presencia en el mundo es un misterio insondable y en cierta forma inexplicable, pues como especie no parece que juguemos ningún papel en especial: solo tendríamos que honrar la existencia con muestras de agradecimiento y no de flagrante soberbia, como las que vemos día a día. No hay esfuerzo en este sentido que carezca de valor, pues nos queda muy poco tiempo para efectuar los cambios necesarios. De cualquier manera, la

principal transformación debe pasar por cada uno de nosotros, pues siempre ha sido más fácil ver “la paja en el ojo ajeno, que la viga en el propio”. Además, todo movimiento social que pase por el intento de imponer su visión del mundo a los otros, termina en el fracaso. Esta “batalla” por el cambio de conciencia no admite Mesías salvadores, ni redenciones de entrecasa, pues nadie puede realizar la tarea que nos compete a todos. De alguna manera estamos siendo llamados a asumir plena responsabilidad por nuestra propia esencia y semejante tarea no puede completarse con un marco de referencia obsoleto, como es el de la culpa y la obediencia. A simple vista parece imposible que podamos lograrlo, pues entre otras cosas, deberíamos abandonar la concepción de la vida como algo ético. En otras palabras, tenemos que terminar con nuestros conceptos sobre el bien y el mal, sobre el mundo dividido en víctimas y victimarios o lo que es lo mismo tenemos que dejar de vivir encerrados entre pares de opuestos. Quizás una de las cosas más difíciles para todos sea entender que no implica renunciar a una moral, sino por el contrario significa, instalar una visión ética mucho más amplia. El mundo de los opuestos existe como tal, cada acto engendra consecuencias tanto “buenas” como “malas”; quiere decir que si me abstengo de hacer algo porque lo considero malo no necesariamente estoy actuando bien, pues la misma abstención engendrará daños quizás irreparables para otros que se hubieran beneficiado de mi acción.

Por tanto, no existe un modo correcto de actuar en la forma que clásicamente entendíamos en nuestra cultura: no existe un código de conducta abstracto y genérico al que atenernos cada vez que debemos tomar una decisión. Atenernos a un código externo, es sólo una manera de aliviar nuestra responsabilidad de tener que decidir y asumir las consecuencias. Si vivimos una cultura donde “tenemos” que portarnos bien, o sea, debemos obedecer para ser queridos –o por lo menos no ser castigados–, el tema ético, de lo que es correcto o no, se convierte en algo fundamental. De ahí que la libertad también esté amenazada, pues sólo es libre aquel que puede decidir, o sea, quien tiene opciones. En un “mundo ético” no existen opciones pues hay una sola manera de actuar. Esto conduce directamente a la perversión, o sea que debemos mentir y ocultar nuestros verdaderos impulsos para que los demás no detecten nuestras verdaderas intenciones y así evitar el castigo, o vivir con conciencia de culpa, porque si somos honestos sabemos de esa intención. El “mundo ético” produce represión, con toda su secuela de perversiones: la mentira, el control, la culpa y el castigo. La libertad no puede existir sino como un concepto abstracto en un mundo así. Al considerar una parte de nuestra naturaleza como mala, que nos incita a desobedecer o actuar de forma contraria a los códigos dominantes, crea individuos en conflicto consigo mismos, individuos torturados y sufrientes que en su amargura vuelcan su odio sobre las generaciones venideras perpetuando la

condena hacia el futuro. No es fácil construir un mundo “no ético” en estas circunstancias porque el esquema social y su entramado devuelven fielmente la imagen que todos hemos internalizado de lo que la realidad es; así que lo primero que produciría un cambio de este tipo sería una situación caótica, que entre otras posibilidades generaría una especie de “excusa” para comportarse de formas no responsables, confundiendo la necesidad de abandonar la ética como eje de referencia conductual, con la ausencia de la responsabilidad por los propios actos. Esto es claro en todos los sistemas que han pretendido transformar sus marcos éticos, como suele ocurrir en los institutos educativos cuando se pasa de un sistema vertical y punitivo a uno de autorregulación, por ejemplo. El resultado suele ser bastante caótico al principio, pues como es natural todo lo que ha sido reprimido pugna por salir, y en segundo lugar, la cultura que está sufriendo la transformación tiende a recibirla como un mero cambio de reglas donde antes la autoridad prohibía y ahora autoriza, sin sentirse para nada involucrada en la responsabilidad por los hechos que la afectan. Es necesaria mucha paciencia y una estrategia de coparticipación para que la nueva cultura se desarrolle y realmente prenda en sus individuos. Si se logra pasar lo peor de la tormenta sin hacer una regresión al autoritarismo, la transformación está asegurada. Y será perpetuo cuando cada individuo se haya identificado con la dualidad que implica la libertad: opciones y responsabilidad por ellas.

Pero aún falta más, falta entender que para que las opciones sean legítimas no pueden ser buenas o correctas, porque si no estaríamos en un sistema pseudoliberal; la equivocación no solo es parte de la vida, sino que la vida es parte de la equivocación, se construye a través de los miles de actos que sólo podemos hacer si en ellos no hay premios o castigos. La verdadera moral sólo puede estar basada en el Amor y la Libertad. Esto quiere decir que nadie puede decirnos lo que está bien o mal y menos aún lo que debemos hacer. Visto de otra forma: la autoridad tal como la conocemos debe cesar unilateralmente. No quiero decir que no debemos verter nuestras opiniones a los demás, por el contrario, para que una sociedad como ésta pueda sobrevivir es necesaria una permanente confrontación de opiniones, solo que debe quedar claro que son mis opiniones, que solo tienen el peso de mi entendimiento y de mi experiencia. Y mientras más claro quede esto para los interlocutores más fácil será para ellos y para mi el formarnos un juicio sobre lo que sea que estemos intercambiando. Tampoco pretendo excluir la realidad de la verdadera y genuina autoridad, solo que ésta se basa en dos principios básicos fundamentales: la competencia notoria y el amor. En todas las culturas indígenas éste era el papel de los así llamados Consejos de Ancianos. Representaban por sus notorios servicios en beneficio de la comunidad, fuentes de conocimiento y decisión que eran respetados por sus miembros, pero de manera alguna significaba que tenían el poder de decidir lo que era bueno o malo para los individuos, pues las decisiones se tomaban por

consenso. Un buen ejemplo histórico de este hecho lo representa el destino que sufrieron muchas comunidades indígenas de Norteamérica, que fueron cuasi exterminadas porque los jóvenes -por más que tuvieran buenas razones para ello– rechazaron los consejos de los ancianos que les habían pedido que se abstuvieran de luchar contra el “hombre blanco” pues sabían que no podrían ganar esa guerra. Por último, quizás nuestro camino pase por entender la caída y la expulsión del paraíso resultante, como la gran bendición histórica con que Dios nos legó la posibilidad de ser individuos y que por tanto podamos apreciar la belleza de su creación –así como la nuestra por ser parte de ella– sin el miedo al castigo de un padre autoritario y sí con la afirmación de quien ha recorrido el camino y es capaz de amarlo. Puede ser que entonces podamos reverenciar la equivocación, reconocer en nuestros pasos “errados” las saludables expulsiones de los paraísos que tenían nuestras almas aprisionadas en la seguridad y la comodidad de la obediencia. Creo que en ese momento comenzará la igualdad, el respeto y la verdadera relación entre hombres, mujeres y la naturaleza en general. Me gustaría cerrar este capítulo usando un viejo mito de origen griego que cuenta la historia de un héroe que se ve atrapado en circunstancias muy ilustrativas para lo que hemos desarrollado. El nombre y las situaciones concretas de la historia no son relevantes en cuanto al propósito de aprendizaje dentro de este contexto, así que los omitiré a favor del contenido.



Nuestro héroe es condenado por situaciones históricas –en las que él no ha podido influir– a enfrentar un gran dilema. Su madre había asesinado a su padre y dentro de la cultura a la que él pertenecía, un hijo tenía la obligación ineludible de vengar la muerte de su progenitor, so pena de ser expulsado de la comunidad. Al mismo tiempo no existía mayor deshonra para un hombre que la de matar a su madre. Así nuestro héroe queda atrapado en una encrucijada del destino que no tiene salida, cualquiera sea la resolución que tome, la sanción será la misma. En otras palabras, está enfrentado a un dilema sin solución. En términos simbólicos quiere decir que la solución es el mismo dilema. Pero veamos qué es lo que resuelve hacer nuestro héroe. Luego de un tiempo de maldecir su destino y también a los dioses que le habían colocado en semejante predicamento, toma una resolución. Decide matar a su madre y vengar la muerte del padre. Inmediatamente es expulsado de su comunidad y comienza un largo peregrinaje en soledad. Durante el mismo, realiza plegarias y sacrificios pidiendo a los dioses que revisen su caso y levanten la maldición que pesaba sobre él y sus descendientes, ya que dicha maldición era en realidad la culpable de su destino trágico. Tanto insiste que los dioses finalmente lo escuchan y deciden realizar un juicio en asamblea donde se revisará su caso.

Así es transportado a las alturas del monte Olimpo donde el dios Apolo inicia su defensa explicando a los otros dioses que en realidad ese mortal que comparecía ante ellos no era responsable de lo que había ocurrido (muerte de la madre) pues había sido puesto en esa encrucijada por decisión de los dioses, entre otros, él mismo. Mientras se encontraba realizando este encendido discurso con fines absolutorios, Apolo es interrumpido por nuestro héroe, quien en frente de toda la asamblea de dioses toma la palabra y contradice a su defensor alegando que si bien era cierto que le habían tendido la trampa de su destino él había decidido qué acción tomar y aceptaba sus consecuencias. Los dioses profundamente impactados por la actitud de un mortal que era capaz de hacerse responsable de su propio destino, deciden unánimemente levantar la maldición que pesaba sobre él. En otras palabras cuando el hombre es capaz de asumir la responsabilidad de sus propios actos, alcanza la liberación de las garras de todos los condicionamientos, representados en el mito, por los dioses. Estos dioses pueden ser vistos como las distintas fuerzas arquetípicas que influyen y regulan nuestras vidas. Las tendencias polares de nuestra psiquis y las circunstancias imprevisibles que son parte de la vida, dejan de ser enemigos a los que hay que maldecir cuando los enfrentamos con la fuerza de nuestra responsabilidad consciente. Dejamos de ser hojas al viento sometidos a los “caprichos” de

nuestro destino para volvernos copartícipes, co-creadores de nuestra propia existencia. Esta responsabilidad debe ser vista como la forma en que le decimos sí a la vida, sí a las circunstancias de nuestra existencia, no como una forma disfrazada de omnipotencia. En el momento en que lo hacemos es cuando el miedo desaparece. La aceptación de la vida y la participación consciente en ella van de la mano con la libertad y la realización plena del Sentido. Nos liberamos, como el héroe de nuestro cuento, al aceptar las encrucijadas que conducen a las expulsiones de nuestros lugares conocidos, cuando aceptamos que el crecimiento requiere esta capacidad de hacernos responsables y que la maduración y libertad consiguientes devienen de nuestro coraje para hacer lo que tenemos que hacer aceptando las consecuencias de nuestros actos. El dolor de la expulsión y el crecimiento de nuestra persona y conciencia están indisolublemente unidos, no podemos tener uno sin el otro. Aceptarlo es comenzar a alcanzar la sabiduría, así como la paz y el entendimiento que devienen de ella.

CAPÍTULO 3 EL MITO DEL AMOR

“Hemos pasado milenios celebrando la existencia debajo de los árboles, haciendo el amor bajo las estrellas, por tanto es razonable esperar que los pocos cientos de años de alienación que hemos venido experimentando no hayan podido borrar nuestra verdadera esencia”.

Existen muchos mitos que aluden al amor, a su esencia y a sus manifestaciones. Cada cultura tiene una visión particular sobre el tema, por tanto cuando hacemos una lectura conceptual de la forma hindú de considerar al amor –por ejemplo–, debemos tener en cuenta de qué manera se viven en la India las relaciones humanas, para comprender o valorar mejor de dónde surgen tales conceptos o actitudes. En las leyendas religiosas hindúes se habla de una clasificación en niveles de amor, según la profundidad o entrega que se dé en cada uno de ellos, especialmente por cuanto esto expresa una mayor cercanía con la divinidad. El primer nivel es el amor devoto o servidor que dice a su amo: tú mandas, yo obedezco. Esta postura es vista como adecuada para el servidor religioso que se postra frente a la divinidad que adora. Obviamente conlleva una

cierta aniquilación del Yo –indispensable en el proceso de apertura y desarrollo espiritual– por medio de la entrega irrestricta a una figura superior, pero al mismo tiempo, una pérdida de toda responsabilidad y relación con el objeto amado, pues el servidor de alguna manera está eliminando su existencia como otro. Esta pérdida de la alteridad, que es vivida por el servidor como la fuente de su alivio, es por otra parte la fuente de su perdición, pues eliminando su diferencia no hay con quien confrontar, por tanto la figura divina se convierte en algo intangible e irreal para él y a la larga, la última y gran desilusión de quien espera algo por haberse portado bien. Es muy difícil para este tipo de personas, en ese estado evolutivo de su conciencia, entender que Dios sólo “entra en relaciones igualitarias”. El segundo nivel de amor es la amistad. En ella sí hay relación, incluso confrontación. En este estadio el “otro” puede llegar a ser conocido a través de la fricción de la convivencia y del inevitable “desenmascaramiento” que produce toda relación íntima. Podemos encontrarnos con nuestra propia “Sombra” a través de todas las proyecciones, de todos los aspectos desagradables de nuestra personalidad que generalmente son depositados en nuestros vínculos afectivos. El tercer nivel del amor es el del cuidado y protección del niño interior, del niño “divino”, o en otras palabras de nuestro propio ser espiritual. Así como la unión del hombre y la mujer da como fruto al niño físico, la integración del componente contrasexual en el hombre o la mujer da como resultado el

alumbramiento del niño(a) espiritual. Que en términos simbólicos es el proceso por el cual nos encontramos con el Cristo interior. Esta vuelta del amor hacia sí mismo, en cuanto a cuidar y proteger la propia creación, el encuentro del sentido a la existencia, es una de las máximas expresiones de la espiritualidad humana. Como todo proceso trascendente implica un cierto grado de disolución del Yo, a la vez que una ampliación y flexibilización del mismo. Es tarea harto compleja encontrarse con la contraparte sexual dentro de uno mismo y renunciar a la cómoda proyección que realizamos sobre la/el compañera/o, para reconocer e integrar esos aspectos a nuestra personalidad consciente. Por ende, durante el proceso siempre hay buenas razones para temer por “la salud” del niño interior. En el cuarto nivel los hindúes colocan al matrimonio, pues en toda relación de verdadero amor los cónyuges abandonan sus egos personales, sus Yo particulares en beneficio del Nosotros. Este Nosotros debe ser entendido como una entidad que trasciende a la vez que incluye a la pareja. Posiblemente no haya otra vía de más alto grado para el desarrollo espiritual que el matrimonio, cuando es vivido de este modo; es por este aspecto de “ego sacrificium” que ha sido tan mal entendido en estos tiempos de egoísmo y autosuficiencia. El hombre no se sacrifica por la mujer, ni ésta por él, pues ese camino siempre lleva al resentimiento y la revancha. En la verdadera pareja ambos se sacrifican por el Nosotros. El otro de alguna manera se transforma en el vehículo hacia la trascendencia, hacia la experiencia de formar parte de algo

mayor que a la vez nos incluye y necesita para su sobrevivencia. Este nivel contiene a los previos, pues tiene aspectos de servicio, de confrontación y roce; es la gran oportunidad de realizar nuestra contraparte sexual interna a través del conocimiento directo del otro sexo y por último nos abre las puertas al ejercicio de la trascendencia. La mayor parte de las parejas pasan de largo este camino, pues entienden el sacrificio o la entrega como un rendirse al otro, lo que les resulta inadmisible pues viven las relaciones como luchas por el poder y el control. Por último, y creo que si los anteriores niveles pueden ser relevantes para nosotros (llamados “occidentales”), este quinto nivel seguramente lo será aún en mayor grado. Entonces ¿cuál es este tipo de amor que es considerado como el más elevado según las leyes hindúes? Pues no es otro que el amor que en nuestra cultura consideraríamos como prohibido o ilícito. Por cierto, los hindúes consideran que aún en el matrimonio estamos en pleno uso de la razón, de nuestro lugar social, de nuestra posición y prestigio, sin embargo si somos tomados por este amor apasionado e irracional seremos capaces de perderlo todo, de hundir todo lo que hemos logrado, de quemar todos nuestros logros en el altar de este amor “prohibido”. Es bueno aclarar aquí que la concepción del matrimonio tradicional en la India nada tiene que ver con la nuestra, donde se cree en la elección mutua y libre. En la India, como tantas otras cosas, el matrimonio es desprovisto de aspectos personales y se realiza por convenio entre familias, ya que el ideal de

vida pasa por el desapego a este “mundo de ilusiones”. Todo acto en la vida debe de ser desposeído del interés personal para pasar a ser la expresión de sumisión al rol que cada uno ha venido a realizar desde el lugar en que ha nacido. Por tanto, en una situación de este tipo es lógico que el amor fuera del matrimonio sólo pueda ser ilícito, pues viene a quebrar no sólo una norma social en cuanto al casamiento, sino toda una estructura de creencias donde el amor “individual” o romántico no tiene lugar. Sólo alguien poseído por un amor divino podría verse arrastrado a enfrentar todas las consecuencias que sus actos le llevarían a encarar; sólo un “amor del otro mundo”, un verdadero contacto con la divinidad interior proyectada sobre la pareja, puede tener aspectos tan desvastadores. P e r o veamos qué implicancias puede tener esta concepción para nosotros, seres provenientes de una cultura moralista por un lado y que a la vez exalta el tipo de amor romántico como ideal para sus miembros. En primer lugar, en nuestra cultura el amor ilícito suele ser considerado el más “terrenal” de los amores, una mera trasgresión pasional que si permanece oculta carece de riesgos sociales y personales para los involucrados, entendiendo por riesgos personales las pérdidas y lo transformaciones que potencialmente pueden ocurrir como consecuencia de una trasgresión a ciertas normas, como hemos visto cuando analizamos los mitos referentes a la “caída” y como parece ser en el mencionado quinto nivel de amor en las leyendas hindúes. Por otra parte, las sanciones sociales tienen un peso mayor cuando implican riesgos similares a los de la

expulsión del paraíso, o sea, cuando implican una pérdida que más allá del valor subjetivo que cada individuo le puede dar, lo sitúan ante un verdadero colapso de su “lugar en el mundo”. Cuando tanto los riesgos personales como los sociales se corresponden el nivel de impacto transformador potencial de la experiencia transgresora se multiplica. Parece claro, en primera instancia, que la experiencia del amor ilícito está cargada de un sentido diferente para el hindú que para el occidental, debido a la diferencia contextual en la que ambos se mueven. Para el hindú el colapso de la vida personal en la situación de entregarse a ese amor ilícito es enormemente más trascendente, pues el desafío a su modo de vida es prácticamente total, el sacrificio exigido tanto en la vivencia interna (en el sentido de la contradicción con toda una vida de aprendizaje que apunta hacia lo contrario a lo que está viviendo) como en la externa (pérdida de su posición y deshonra), coinciden en colocarlo en una experiencia límite. En cambio el hombre de Occidente puede muchas veces encontrar una justificación, tanto interna como externa, para dicha situación que encaje en su esquema de valores tanto personales como sociales, que sean además más o menos aceptables para el contexto en el que vive. Esto quiere decir, en primera instancia, que nuestra concepción de amor romántico legitima en alto grado lo que para otra cultura representa una trasgresión. Para nosotros es “normal” que las personas se enamoren y que esto ocurra más allá o más “acá” de lo que padres y vecinos opinen; es más, solemos

ver con simpatía a quienes se atreven a enfrentar a sus respectivos medios por amor. No quiere decir que no tengamos ejemplos en nuestra cultura de sectores que por motivos religiosos-tribales ejerzan una gran presión sobre sus miembros para que se ajusten a alguna norma restrictiva con respecto al matrimonio, pero estos casos particulares se dan bajo una atmósfera (marco social) permisiva. De alguna manera se corresponde con el modelo filosófico de fondo en nuestra cultura, que puede expresarse como un culto al individualismo, una exaltación del Yo que no tiene precedentes en otras sociedades. Esta postura, que puede verse por un lado como uno de los aportes que Occidente ha hecho a la historia conocida de la humanidad (formación del propósito individual), tiene la contrapartida de la defensa a ultranza del interés personal (Ego separado del Ser y defendido de este) por encima de cualquier otra cosa. Y es aquí donde pondré énfasis pues, como vimos, el amor es en sí mismo un desafío a la estabilidad de nuestra existencia ya que, y a modo de ejemplo, en los cinco niveles de las leyendas de la India cada uno representa un cierto grado de entrega a algo que trasciende el mero propósito personal. En cada uno encontramos una exigencia o un grado de dificultad para el Yo, que a la vez configura un don que éste puede ganar si es capaz de aceptar el desafío que la relación amorosa le plantea. Ya sea en la sumisión, en la amistad, en el cuidado por el propio crecimiento o en el matrimonio, el amor exige de nosotros un cierto sacrificio del Yo a favor de algo que está, en cierto sentido, fuera de nosotros mismos. Ese otro, esa alteridad que desafía nuestra existencia conocida,

o al menos el equilibrio que hasta el momento del encuentro habíamos conseguido, es convocada a través de ese sentimiento que hemos denominado amor, de ahí que toda relación, que siempre implica algún otro, representa un desafío para nuestro Yo, el desafío de disolver nuestra identidad previa para integrarnos a un nosotros. En otras palabras: es el Tú extraño el que tiene el don de lo que podemos ganar a través de la fricción con lo que no somos y de aquello que potencialmente podemos recuperar en el proceso de apropiarnos de lo que hemos proyectado en el otro. Lo que hemos proyectado puede ser tanto negativo como positivo, en el sentido de que podemos “acusar” a alguien de nuestros propios sentimientos de celos, posesividad, etcétera, así como de nuestras más bellas aptitudes. En nuestra cultura enfrentamos una encrucijada entre la necesidad de crecimiento, de encuentro con lo “otro” –sin lo cual no conseguiremos el don de la transformación– y nuestra necesidad de afirmar nuestro “Yo”. Podemos entonces comprender las dificultades que se plantean en nosotros, occidentales, para vivir la experiencia del amor –más allá de la raza o la religión, en esta cultura que ha adquirido características planetarias–, que como se desprende de la lectura de las leyendas, va mucho más allá del amor romántico o de pareja: abarca la totalidad de la “experiencia amorosa”, a la que sumo el amor por la naturaleza, por el entorno en el que vivimos. Es obvio que en las actuales circunstancias (amenaza a la sobrevivencia) es imprescindible referirnos a este tipo de amor, que como en las otras

expresiones representa un sacrificio de nuestros deseos personales. De hecho, una de las lecciones más importantes que el amor nos enseña es el respeto y el cuidado que debemos tener por el otro, aún más: el encuentro con el interés de ese otro, que suele diferir del nuestro, nos plantea el desafío más importante a las fuerzas de nuestro egoísmo. El uso de la palabra egoísmo aquí se hace desprovisto de toda connotación moralista o peyorativa, pues refiere básicamente a la energía que en nosotros representa nuestro impulso a la autoafirmación, impulso sin el cual no existiría un Yo tal como lo entendemos: una identidad diferenciada del colectivo capaz de reconocerse a sí misma como existente en un entorno al que pertenece. Por eso la concepción de otras culturas que apuntan a identificar a este Yo como el gran obstáculo a superar, o el enemigo a vencer para lograr la superación espiritual en el hombre, no nos parece apropiada. La evolución histórica del individualismo en Occidente no puede ni negarse, ni contrarrestarse con la simple aplicación de técnicas o caminos espirituales provenientes de otras culturas, pues sería negar el contexto tanto histórico como cultural de dichas sociedades. Parecería ser que debemos entender el dilema que nos plantea nuestra forma de vida y constitución psicológica, si pretendemos transformarnos para sobrevivir como especie en este planeta. Es fundamental comprender la dinámica de nuestra constitución psicoemocional y el contexto socio-educativo en que ésta se realiza, para poder dar

respuestas genuinas y operativas a dicho problema. No queremos decir que los aportes de otras cosmovisiones no nos sean útiles, por el contrario como vemos las leyendas hindúes nos alcanzan una perspectiva invalorable que entre otras cosas iluminan (pues esas culturas representan “lo otro” para la nuestra y por tanto es de ellas que más podemos aprender) nuestro problema para la entrega. Pero es necesario entender que no hay atajos para solucionar nuestros dilemas, no hay fugas o visiones románticas que “importadas” de otros lares encajen a la perfección en nuestras vidas de hoy. Nuestra necesidad de encontrar respuestas puede empujarnos a descubrir “paraísos” en otras tierras y esto puede ser sólo el resultado de la proyección en el otro de lo que nos falta, y este “fenómeno” puede cegarnos. Antes –y aún hoy– solíamos proyectar todo lo malo en las culturas que desde nuestra perspectiva nos parecían más exóticas; también corremos el riesgo de proyectar todo lo bueno en ellas por ende creer que bastaría comportarnos como lo hacen “allá” para solucionar nuestras dificultades. De este modo olvidamos que “eso” es posible “allá” como resultado de un largo proceso evolutivo que nosotros no estamos en condiciones de repetir sino a cambio de perder nuestras propias raíces. Una vez más el gran desafío, como planteábamos antes, es encontrar en el otro aquello que refleja nuestra posibilidad y que como en toda relación implica un proceso complejo de interacción y ampliación de nuestras fronteras de identidad, para alcanzar una nueva síntesis.

Retomemos las dificultades que se nos plantean en la relación amorosa. En el ejemplo del amor ilícito veíamos que para nosotros se constituye en una forma “lícita” o permitida, careciendo entonces del valor de trasgresión transformadora que posee para los hindúes. Podríamos decir, aún más, que este tipo de relación extraconyugal se convierte en un escape, en una de las tantas vías de evasión que el entramado social pone a nuestra disposición. En efecto, estas relaciones son muchas veces formas de no encarar, de no terminar de entregarnos a una determinada relación, o de no enfrentar las dificultades en nuestra relación de pareja. En otras circunstancias también puede servirnos para evitar las pérdidas que una ruptura siempre trae aparejada, aportándonos una válvula de escape que nos permite tolerar una situación que, de otro modo, se volvería insoportable. Si amar es entregarse, es abandonar nuestra necesidad de control, es conseguir confiar, es estar disponible, es aprender a gozar con el goce ajeno, es no esperar recompensa, en definitiva es abandonar nuestras defensas, es lógico que nos sintamos enormemente amenazados por el amor. No importa si somos conscientes de lo que esta amenaza significa, pero es obvio que ya sea a través de síntomas o de actuaciones fóbicas, la mayor parte de las personas en nuestra cultura tienen problemas para amar. Pues amar es confiar en el dar y el recibir; en que aquello que damos nos será devuelto con creces. Pero si educamos para la desconfianza, para la competencia, para la obediencia, para la autoafirmación a ultranza, ¿cómo esta experiencia amatoria,

que contradice todo nuestro aprendizaje, podría imponérsenos sin generarnos una gran inseguridad? ¿Cómo no va a ser entendible que intentemos controlar a la supuesta fuente de la amenaza: el otro? ¿Cómo no esperar que la mayor parte de las relaciones de pareja se conviertan en veladas o abiertas luchas por el poder? Es obvio que nuestro contexto educacional está dirigido a la preparación de “individuos-máquina” que encajen en un lugar dentro de la sociedad de trabajo; si lo consiguen, más allá de que sean infelices, estén enfermos o golpeen a su mujer, serán personas normales, individuos “funcionales” para el resto del colectivo. También es cierto que aún en este mundo existen personas capaces de amar, especialmente madres, que a pesar de la desvalorización de su lugar en nuestra cultura, todavía aceptan el llamado milenario de la más sagrada de las tareas: amar a sus hijos. Gracias a ellas y a algunos padres que también han podido rescatarse de sus dolores infantiles, el amor sobrevive en el mundo: gracias a ellos todavía existe una esperanza. Por eso, quiero cerrar esta parte del capítulo con un cuento que ejemplifica lo que he dicho y que también nos enseña, en forma sencilla, cuál es la solución al problema, al dilema que hemos desarrollado.

Un hombre había pedido con insistencia en sus oraciones que le fuera dado visitar el infierno y el paraíso y aprender de sus diferencias. Sus rezos fueron escuchados y es transportado por un ángel a una antigua y gran casa.

El ángel le explica: “Lo primero que verás será el infierno”. Acto seguido es introducido en una habitación, donde varias personas se encuentran encadenadas a una mesa redonda en cuyo centro se halla un plato permanentemente renovado de una exquisita comida que despedía un aroma irresistible. A pesar de ello los hombres y mujeres presentaban un aspecto deplorable: flacos amargados, de pésimo humor, miradas recelosas y se discutía con frecuencia. El visitante tardó en darse cuenta de la aparente contradicción; si bien cada una de las personas atadas a la mesa poseía una larga cuchara con la que podría alcanzar el pote central y calmar su hambre, por ser tan larga y estar encadenados ninguno conseguía llevarse a la boca la comida una vez lleno su cubierto con el preciado alimento. La tortura le pareció evidente y maligna. El ángel al ver su expresión de horror le dijo: “Espera antes de juzgar”, y le introdujo en la habitación siguiente diciéndole, “ahora verás el Paraíso”. Cuál no sería el asombro de nuestro héroe cuando ante sus ojos se despliega la misma escena anterior, la misma mesa redonda con su plato de exquisita comida y la gente amarrada a la misma. Sin embargo su asombro no pararía allí, pronto se dio cuenta que las personas estaban en una actitud totalmente diferente a los de la mesa anterior,

sonreían, conversaban y se relacionaban con amor y respeto, además de presentar un aspecto saludable. Tuvo que esperar un poco más para que el secreto se develara, pues si bien las cucharas eran las mismas y los brazos de las personas les impedían alimentarse a sí mismas, no les privaba, en lo más mínimo, nutrir a quien estaba a su frente en la mesa. Como leyendo su pensamiento el ángel dijo en voz alta: “Es sencillo ¿verdad? Han aprendido a alimentarse los unos a los otros”.

Satán como amante de Dios: una leyenda musulmana Ya que de alguna manera este último cuento nos plantea una paradoja con respecto a nuestras concepciones clásicas sobre el bien y el mal, me gustaría hacer aquí una breve incursión para la desmitificación de una de las clásicas figuras representante del mal en nuestra cultura: Satán. Es claro que en este cuento el mal es visto como la imposibilidad, por parte de los involucrados, de abandonar su coraza defensivo-neurótica, su egocentrismo, para abrirse a la entrega y la confianza en el otro. Como veremos más adelante, este salto cuántico en el comportamiento es muy difícil cuando nuestra confianza básica en la vida está dañada. De ahí en más proyectamos nuestra desconfianza en el entorno, y como en el cuent o , nos morimos de hambre o de amargura frente a un plato rebosante de comida y amor. Romper esta barrera es el salto a la madurez emocional, que representa la ruptura de los límites que nos imponen nuestros pequeños egos. El bien, según el cuento, es la capacidad para confiar y entregarse, en otras palabras, para amar la interdependencia que nos une en est a aventura de estar vivos. Interdependencia versus competencia, así de sencillo, y reconocer la diferencia parece ser clave para nuestra salvación como especie. Pero el principal mensaje de este cuento es la meta moral que se desprende de él, el metamensaje que se escurre como miel en pan caliente: no existe el mal, sólo existe la ignorancia sobre el bien. De ahí que la redención sea sencilla: se trata de un tema de aprendizaje.

Cuando por primera vez leí la leyenda musulmana sobre la caída de Satán, quedé impactado por su fuerza y su simplicidad, pero más aún por las implicancias que podía tener para nuestra forma de pensar. Según cuenta, cuando Dios creó a los ángeles les ordenó que sólo podían amarle a Él. Al crear al hombre les ordenó que se inclinaran frente a su más noble creación: Satán, se negó a hacerlo. Una interpretación de esta leyenda dice que Satán fue entonces condenado al infierno por su orgullo, por su negativa a inclinarse ante el hombre. Esta caída, esta expulsión fuera del paraíso de la presencia de Dios, para un ángel que hasta ese momento habla ocupado el principal lugar al lado del Creador, implica un castigo de proporciones metafísicas. Sin subestimar la fuerza del orgullo como precipitadora de grandes tragedias, existe otra hipótesis para explicar este evento. Satán no se habría negado por orgullo, sino por amor, a inclinarse frente al hombre, dado que su fidelidad inquebrantable respondía a su amor por Dios. Decide entonces sacrificarse, renunciar a su más preciada relación, antes que traicionarla. Esta interpretación es coherente con otra leyenda que muestra a Satán como el ángel más luminoso de todos, aquel que ante el requerimiento divino decide asumir la tarea de descender hacia el mundo material y constituirse en la ayuda-obstáculo que el hombre debe enfrentar en su camino de evolución. En este sentido Satán puede ser identificado como la serpiente, como la necesaria tentación que liga al hombre a la vida y lo ayuda a aceptar el desafío de la

individuación, que sólo se puede realizar a través del apego a la existencia. Esta visión de Satán como el ángel que más ama a Dios, revierte las bases de nuestra concepción tanto del amor como del bien y el mal. Separa claramente, quizás como en ninguna otra leyenda, el amor del concepto del bien. Si logramos quitar de nuestras mentes la idea de premios y castigos, el amor es colocado, tanto en la acción de Satán como en la reacción de Dios, por encima del bien y del mal. Por encima del bien porque Satán no hace lo que es correcto, lo que se espera de él, que es como comúnmente interpretamos las buenas acciones; por encima del mal porque el castigo impuesto no tiene relación con los valores en juego, pues si Satán no actúa por orgullo entonces es castigado por ser fiel a su amor a Dios. Esto, en términos absolutos, no puede ser considerado como mal, al menos no a escala humana. Pero yendo un poco más lejos: si el castigo por amar y ser fiel a ese amor implica un descenso al mundo terrenal ¿cuánto nos está diciendo sobre nuestra propia condición humana? A nosotros, que tanto nos cuesta aceptar que la vida es el premio por la vida, que el paraíso es aquí y ahora; y por otra parte, sacrificar el máximo éxtasis de la presencia divina por no renunciar al amor que por Él se profesa ¿no representa el máximo grado de sacrificio y al mismo tiempo de entrega al propio destino? La lección parece ser que cuando uno ama, el amor, la propia experiencia del amor es el “premio”, aquello que se siente y que para ser

experimentado exige absoluta fidelidad so pena de perderse, y con él, el éxtasis de su vivencia. Aunque parezca paradójico es este mismo amor el que exige el máximo sacrificio, la renuncia a nuestros propios intereses y comodidades. Todos los que han entregado su corazón a una tarea que los trasciende conocen esta dulce agonía que representa el verdadero amor. Satán y su infierno ya no parecen ni tan satánicos ni tan infernales, pues quienes viven su pasión hasta el final saben que el paraíso de los moralistas no es un lugar donde quisieran estar, y que tampoco el supuesto infierno de los que niegan los instintos de la vida se parece al cavernoso túnel de azufre con que nos han aterrorizado durante siglos. Satán entregó su vida, según esta leyenda, por amor, y aún hoy alienta la esperanza de su redención, pues Dios que todo lo conoce no podría condenar a uno de sus hijos por amarlo tanto. El amor aparece entonces como una categoría meta-ética, esto es, más allá de ella, de alguna manera sobre ordenada a cualquier concepto o conducta que pueda ser calificada según cualquier ética. Por tanto, cada vez que amamos no importa si ese amor es de índole espiritual o pasional, si es un amor de carne y de la tierra o si visitamos los cielos en él; nos elevamos a la estatura divina y somos lanzados, expulsados del paraíso de la relación con lo divino, hacia el mundo de la encarnación material. Quizás esto pueda ayudarnos a entender la gran paradoja de nuestra condición humana: estos dos aspectos en apariencia contradictorios de la naturaleza del hombre, lo espiritual y lo terrenal. Aún es más importante que

entendamos que el amor posiblemente sea la clave, el punto de unión entre estos dos mundos, la fuente del sacrificio que permite que lo espiritual (caiga) en lo material y que lo material se realice en lo espiritual. Desde este entendimiento podemos entonces dar el salto hacia uno de los grandes temas, tanto de la psicología como de la vida: el conflicto entre la libido y la razón.



El conflicto entre la libido y la razón. El mito de Edipo No existe en la historia de nuestra cultura un conflicto de proporciones tales como la pugna entre lo que se ha denominado la libido y la razón. Este enfrentamiento tiene implicancias en cada individuo y además adquiere características de tragedia cuando vemos el efecto que ha producido en nuestra convivencia social, en la estructura de la familia, en la educación y el sistema educativo, en las metas y propósitos (o deberíamos decir despropósitos) que se consideran deseables en nuestra comunidad. Pero aún es más ominoso contemplar cómo esta disociación entre las energías básicas de la naturaleza humana ha impactado en nuestra relación con el medio en el que vivimos y las características planetarias en las que se expresa hoy este conflicto. Para discernir en profundidad a qué nos referimos con libido y razón, explicaré sus definiciones y lo que significa para nosotros la relación entre ambas y el conflicto asociado a dicho entramado. Esta separación entre sentimiento y pensamiento, entre pasión y razón, es típica de nuestra cultura occidental; es gratificante saber que en este mundo hay más gente libre del concepto de culpa y castigo, que quienes hemos sufrido su demoledora influencia. Ya algo esbocé tanto al referirme al mito del génesis como cuando analicé la leyenda musulmana sobre la caída de Satán. Aquí, podemos usar la serpiente como el símbolo de la energía de la vida llamada libido. Si bien en la psicología freudiana se la identifica más con la sexualidad, o más bien con una

interpretación teórica de lo que la sexualidad es, aquí la utilizaré como sinónimo de la energía de la vida. En ese sentido representa la fuerza que nos seduce hacia la vida, nos enlaza, nos relaciona con la existencia; representa también la fuerza de la sexualidad y de la continuidad de la especie y de la vida en general. Es el principio creador, la tentación hacia la caída, la fuerza que derrumba los muros de contención y que busca su propia manifestación más allá de intereses y convenciones. Constituye una fuerza renovadora y peligrosa pues encarna tanto el principio de la renovación como el de la destrucción: no puede haber renovación sin la previa destrucción de lo viejo o inadecuado. Para que algo nazca debe morir lo anterior y, obviamente, morir no es fácil: morir a lo que fuimos, morir a nuestra anticuada identidad no es tarea sencilla, por eso la serpiente en nuestra cultura ha sido vista como un símbolo peligroso. Si para nosotros es muy importante la estabilidad y la previsibilidad de la existencia, el cambio y la transformación, con sus urgencias y apremios que no contemplan las convenciones y conveniencias de nuestras circunstancias, constituyen una fuente de amenaza permanente. Por otro lado, esta serpiente también encarna el principio del Eros, del amor, de lo que veíamos como portador del apego a la existencia. Y en este sentido representa el principio femenino de esta vida. Por su parte, la razón se manifiesta como la fuerza ordenadora y estructuradora de la experiencia vital, es la que da el significado pero –y éste es

su mayor riesgo– no es El Significado. O sea que la razón cumple con su función de dar significado, pero cualquiera, no necesariamente el que corresponde con la situación. Por tanto no puede ser tomada como fuente de validación de nada y sí como un buen instrumento para ese fin. Además, que la razón valide nuestra percepción no quiere decir que estemos frente a la verdad. Un clásico ejemplo de este hecho lo tenemos en las racionalizaciones, que siendo muy buenos constructos, en realidad ocultan la verdad más que facilitar su encuentro. La razón puede ser vista como el principio del Logos, o sea el principio masculino, con su capacidad diferenciadora e iluminadora, siendo instrumento discriminador por excelencia. En nuestra concepción dualista de la vida es fácil caer en la tentación de verlas como fuerzas opuestas y contradictorias, en vez de percibirlas como complementarias. Nuestra cultura, con su gran énfasis en los valores patriarcales, el sometimiento de la mujer y la preeminencia del orden sobre el afecto, de la obediencia sobre la libertad, ha considerado que el principio femenino debía ser relegado a las profundidades de nuestro inconsciente. Este desbalance se puede apreciar en la cruz cristiana: la transversal está desproporcionadamente elevada sobre la vertical, de forma que el extremo opuesto de la misma aparece como muy alejado de la parte superior de la cruz. La cruz maya, por ejemplo, está distribuida de forma que la vertical y la horizontal se cruzan en el punto medio de ambas, quedando así delimitados

cuatro espacios perfectamente iguales. Ahora bien, si la libido representa el Amor, la Tierra y la Madre y la razón al Espíritu, el Cielo y al Padre ¿cómo puede haber vida sin la concurrencia de ambas? La respuesta es que es imposible. Entonces, una vez definida su esencia, su simbolismo, queda claro que no puede haber conflicto en la relación entre ambas pues son partes constitutivas de un todo y una carece de sentido sin la otra. Sin embargo, en nuestra existencia diaria vivimos este conflicto. Echemos una mirada a cómo se instala en nuestras vidas; para hacerlo, debemos primero entender los aspectos sombríos de ambos principios. La Madre no sólo es dadora de vida, contenedora y nutritiva, también puede ser devoradora y cruel. En su aspecto negativo, es celosa y posesiva, capaz de comerse (castración) a su propia criatura antes que compartirla. Por su parte, el principio masculino del Padre no sólo protege (jefeguerrero), forma para la vida adulta (maestro-líder) y señala el camino (guíaorientador), sino que se convierte en el prototipo del Tirano (también castrador) y modelo de todos los excesos que proporciona el mal uso del poder. Todos, en nuestra vida cotidiana, recordamos muchos ejemplos personales en los que hemos sido víctimas o victimarios de estos aspectos negativos de los arquetipos del Padre y la Madre, tanto en el ámbito familiar como social. Veamos entonces cómo se perpetúan y actualizan estos aspectos negativos en nuestra cultura. Para ello debemos postular el principio de complementariedad e interacción entre los polos opuestos de nuestra psiquis: con

esto queremos decir que cada vez que un polo se distancia de su opuesto, este hace lo mismo pero en sentido contrario, lo que obviamente aumenta la distancia entre ambos, como en el clásico ejemplo de Jung en el cual un árbol que alcance con sus ramas el cielo tendría sus raíces en el infierno. En otras palabras, cuanto más unilateralmente racional sea mi estilo de vida, más irracional se vuelve mi conducta y oscura mi vida afectiva. Este desequilibrio es de alguna manera compensatorio, en el sentido de intentar balancear los polos opuestos. En tanto razón y sentimiento se oponen y compensan mutuamente, comprobamos que los polos opuestos siempre están más relacionados entre sí que con cualquier otra cosa: cuando uno se eleva al plano de la conciencia, el otro se oculta en la oscuridad del inconsciente. Por ende, si social y culturalmente hemos privilegiado durante siglos los valores patriarcales, también y al mismo tiempo hemos condenado a las tinieblas de nuestro inconsciente colectivo, los valores y símbolos matriarcales. Como consecuencia general, todo lo afectivo es sospechoso de irracionalidad y subjetividad, de tenebrosidad, lujuria o perversión: basta recordar la Inquisición para tener una idea de las características socialmente dramáticas que este tipo de conflicto puede adquirir. Esto se debe a que la unilateralidad de nuestra postura consciente es compensada por los aspectos sombríos del arquetipo femenino. En la medida que la espiritualidad es vivida como descarnada y sin relación con el mundo material, lo femenino nos compensa con una presencia “densa” e infernal. En otras palabras, cuando la

espiritualidad se convierte en etérea, la afectividad aparece en sus aspectos más bajos y grotescos. Las defensas típicas contra “la caída en la tentación” se siguen repitiendo en el entrenamiento educativo que cada niño recibe en su proceso de crecimiento, no sólo por el énfasis puesto en el desarrollo del intelecto en detrimento del mundo de los afectos y las relaciones, sino por la forma en que, en general, se le enseña a vincularse con su propio cuerpo y sus emociones. Las “zonas prohibidas” y la presión ejercida para que logre controlarse, ya lo condicionan para interpretar sus impulsos vitales como posibles fuentes de conflicto, en vez de vivirlas con naturalidad. Si bien en nuestros días este panorama comienza a cambiar bajo el influjo de nuevas concepciones educativas, y principalmente por la presión ejercida por la nueva generación de padres, todavía hay mucho camino por recorrer. Aún vivimos en plena era del patriarcado, con sus dictaduras de toda índole: políticas, religiosas, delictivas, etcétera; todas ellas en su competencia por el poder y los privilegios, sólo pueden verse, a pesar de sus diferencias, como “un poco más de lo mismo”. Por otra parte, el escepticismo cientificista reinante –y no se engañen los que tiene fe en la Nueva Era, que no solo aún reina sino que gobierna– nos hace vivir en un clima de descreimiento espiritual (pérdida de fe), sustituido por la adoración a la madre Tecnología (“que todo lo proveerá”). En la Edad Media, por ejemplo, se vivía un clima de extrema represión

de la libido y sin embargo se poseía un fuerte contenido espiritual que en esa época intentaba justificarlo (la batalla celestial entre ángeles y demonios lo ejemplifica). Hoy estas cosas carecen no sólo de interés, sino lo que es más grave, de realidad para el hombre contemporáneo. Tanto el mundo espiritual como el infernal carecen de sentido no porque haya trascendido estas dos categorías, sino porque ha sido expulsado de su consideración por la cultura pasatista en la que vive. El sexo y el intelecto han perdido su dimensión real para convertirse en objetos de venta, opciones en el mercado de consumo. El único terreno donde este conflicto se mantiene vivo y con plena vigencia, es el de la problemática psicológica. El que en nuestra interacción social hayamos eliminado de alguna forma este conflicto, no implica su logro en el interior de cada individuo o que hayamos evitado sus consecuencias “externas”, como conflictos de pareja, malas relaciones entre padres e hijos, destrucción del entorno natural, etcétera. En primer lugar, este dilema no tiene una solución en el sentido unívoco en el que entendemos la palabra. Si partimos de la base de que la Vida no es un problema, es obvio que no puede tener solución; si por el contrario la Vida es sólo una experiencia a ser vivida, se trata de fluir con ella. Para fluir con ella es necesario contemplar su movimiento y equilibrio, su danza entre los opuestos. De allí que la “solución” esté en la relación entre los polos masculino y femenino de nuestra naturaleza, más precisamente, en la integración de ambos. no puede haber espiritualidad sin afecto, sexo o pasión, en cualesquiera de sus formas y de la

misma manera no puede haber sexo o pasión que no nos conecte con lo divino. No son elementos que se contrapongan, como el ejemplo vivo de las culturas nativas de América nos demuestra; son ellos, con su forma armoniosa de relación con la naturaleza –principio femenino que a su vez está basado en una profunda percepción espiritual de todo lo que existe (principio masculino) – los que pueden enseñarnos mucho sobre este tema. Veamos a continuación un ejemplo en nuestra cultura de una de las situaciones más típicas en las que este desbalance se manifiesta: el mito de Edipo.

El mito de Edipo El mito en sí es largo, vasto y de alguna manera “complejo”, en el sentido de las varias lecturas que ofrece. Una de ellas es la que Freud volviera tan popular, en cuanto la similitud del destino de Edipo rey al casarse con su madre sin saberlo, con el de muchos hombres que, también sin “saberlo”, terminan conviviendo con una mujer parecida a sus madres. Sin embargo, aunque en algún momento pueda aludir a esta parte del mito en mi relato, no es específicamente a este dramático y parcial desenlace – pues el mito continúa– al que me vaya referir. Pretendo profundizar en un aspecto preliminar en el desarrollo del mismo, pero fundamental para su esclarecimiento simbólico, como veremos: me refiero al encuentro entre Edipo y la Esfinge en las puertas de la ciudad de Tebas.

Según la leyenda la Esfinge fue enviada por Hera, que odiaba a Tebas a causa del nacimiento de Baco. Al triunfar sobre la Esfinge, Edipo se transforma en héroe de la ciudad y cumple con el mandato que deriva de su acción, que consistía en casarse con la reina de la ciudad, puesto que quien liberase a la ciudad del monstruo sería el verdadero heredero del trono. Así, Edipo termina casado con su madre Yocasta, aunque en ese momento él no sabía que esa era su madre y sólo lo

sabrá cuando ya nada pueda hacer para remediar la situación. Veamos quién es realmente la Esfinge, a quién representa simbólica- mente: Su madre era Equidna, un ser híbrido, mujer hermosa hasta la cintura y desde allí hacia abajo una horrible serpiente, constituyendo así un arquetipo de la madre y de la relación posible para el hijo varón: “permitida arriba” en el área de los senos, durante la primera infancia y en el resto de la vida en su capacidad simbólica de nutrir, pero totalmente prohibida en el área genital en todas las épocas de la existencia del hijo. Equidna es a su vez hija de Gea, la Madre Universal, y de Tártaro, personificación del mundo subterráneo. Es además la madre de todos los horrores: de Quimera, Escila, de la Gorgona, del espantoso Cerbero, del león de Nemea y del águila que devoró el hígado de Prometeo. Fue precisamente con uno de sus hijos, el perro Ortro, con quien en incestuosa relación engendra a la Esfinge. Por tanto, esto la transforma en un símbolo del aspecto devorador y terrible tanto de la mujer como de la madre, y dado que fue concebida justamente como resultado de la violación de la prohibición del incesto, también representa el deseo prohibido de realizar tal relación. Al referirme al aspecto devorador de la madre, que ha sido identificado genéricamente como “castrador”, en realidad aludo al aspecto regresivo del inconsciente; a su tendencia a disolver en la indiferenciación de su “colectividad” a la individualidad que emerge de su propio seno. En este sentido, el inconsciente adquiere estas características que, lamentablemente,

algunas madres personifican tan bien. Pero es el inconsciente del varón el verdadero “sitio” de este impulso regresivo representado por el deseo, no tanto de poseer sexualmente a la madre sino de permanecer en el lugar de hijo con todos los beneficios de irresponsabilidad ante la vida y la propia existencia. Este desafío adquiere características dramáticas en la vida del hombre, pues éste debe “conquistar” un lugar en el mundo a través de su esfuerzo. Si bien este desafío varía según la cultura, es universal en cuanto al principio central del arquetipo del héroe. El héroe en todos los mitos es aquél que pasa a través de una serie de pruebas y tareas en apariencia imposibles, para luego conquistar el reino, casarse con la princesa, etc. La conquista del reino representa “el lugar en el mundo” que todo hombre debe alcanzar en la primera etapa de su vida, justamente para no caer en la regresión. La lucha del varón por insertarse en el mundo, si bien se expresa en el mundo exterior venciendo distintos obstáculos, es en realidad una lucha contra su impulso de “quedarse” en la infancia. El hombre, como veremos en los próximos capítulos, necesita conquistar la vida, en cambio la mujer necesita rendirse a ella. De igual modo, el hombre debe pelear por afirmar su masculinidad, mientras que la mujer debe rendirse a su femineidad. El problema en ambos es obviamente inverso, el hombre debe luchar contra su “debilidad” para constituirse como tal. En muchos mitos esta parte de la lucha aparece representada en el viaje del héroe, en el enfrentamiento entre éste y un determinado monstruo; uno de

los más conocidos es el del caballero andante que se enfrenta a un enorme dragón para liberar a su princesa. Este es un hermoso ejemplo de la lucha del varón contra el aspecto devorador de su inconsciente, de su necesidad de vencerlo para poder liberar el aspecto “sano” de su propio ser femenino interior representado por la princesa. Cuando el héroe mata al dragón y se casa con la princesa, fundando un nuevo reino, lo que en realidad está haciendo –si trasladáramos la imagen a nuestros días–, es simplemente conseguir apartarse de la madre, encontrar una mujer y casarse con ella fundando un hogar independiente. Esta tarea es en realidad formidable y constituye el desafío predominante de la primera mitad de la vida del hombre; sin embargo, como veremos al analizar el mito de Edipo, muchos no lo logran y, como el héroe de este mito, terminan casándose con el dragón, convenientemente disfrazado. El éxito de esta tarea depende de la transformación psíquica que se produce en el proceso de conquistar el lugar en el mundo al que aludíamos y también del procedimiento que utilizamos en el “combate”. Muchos hombres pretenden solucionarlo haciendo “como si” estuvieran peleando por su lugar, cuando en realidad lo están heredando sin esfuerzo verdadero de su parte, o lo están obteniendo por una amplia gama de formas ilegitimas. En otras palabras: están evitando la iniciación a la masculinidad. El principio masculino debe apartarse de la madre para poder ser efectivo y cumplir con su tarea en la vida. Veamos ahora, y a la luz de estos elementos, qué es lo que Edipo está en

realidad haciendo cuando se encuentra con la Esfinge. Edipo es un héroe cuyo rol en el mito es el de liberar a la ciudad de Tebas del monstruo que la aflige y que año tras año exige sacrificios humanos como precio por su presencia. Dado que la ciudad es también un símbolo de la madre –como todas las ciudades míticas lo demuestran pues son el lugar donde se duerme, donde se obtiene el alimento, se nace y se pertenece–, Edipo está enfrentado a la formidable tarea de separar, de liberar al principio femenino de su propio ser del aspecto devorador-regresivo en su inconsciente. Es bueno aclarar aquí que el inconsciente en el varón en general se presenta como esencialmente femenino, así como el de la mujer se presenta como masculino, en razón de la cualidad compensadora de éste en cuanto a la orientación predominante del individuo. Edipo enfrenta el mismo desafío que el príncipe que debe matar al dragón que tiene atrapada a la princesa en el castillo. Para encontrarse con la mujer afuera, todo hombre debe “limpiar” su propio principio femenino interior de la contaminación inevitable de los aspectos de la madre, de lo contrario, y sin saberlo, estará buscando y encontrando madres en todas las mujeres con las que se cruce.

Según la leyenda, la Esfinge le plantea a Edipo un enigma y si éste consigue

descifrarlo, entonces la “bestia” se consideraría derrotada y Edipo habría cumplido su tarea. El enigma se traduce en la pregunta: ¿cuál es el animal que cuando pequeño camina en cuatro patas, cuando adulto en dos y cuando anciano en tres? Si Edipo no hubiese conseguido contestar la pregunta correcta, su destino hubiese sido el de ser devorado por el Monstruo. Dado que nuestro héroe esgrime la respuesta correcta, la Esfinge se da por vencida y se retira de la ciudad, con lo cual Edipo se convierte en el nuevo rey de la misma y en el “bienamado” de toda la población, que aliviada de su terrible destino ve en él la figura del salvador. La respuesta correcta en aquel momento fue el Hombre, pues es la única criatura que de niño se desplaza en cuatro “patas”, de adulto se apoya en sus dos piernas y de anciano utiliza un bastón como tercera “pierna”. Edipo cree que ha derrotado a la Esfinge y se desliza sin saberlo hacia su “destino”. Ningún hombre puede derrotar a semejante monstruo por el simple uso de su inteligencia; además, lo importante aquí es que la Esfinge en todo momento comanda la situación, ella es la que pone las reglas del juego, la que adjudica el premio y el castigo y la que en definitiva, aún con la respuesta correcta, podría haber devorado a Edipo. Esta fascinación con el “poder” de la mente, o deberíamos decir “seudo poder”, es típicamente occidental y Edipo, tal como nosotros, sucumbe a la

trampa de la seducción intelectual con la que la Esfinge le hace caer en su trágico destino. En primer lugar, no es en vano que los héroes utilicen la espada para enfrentar a los monstruos que se aparecen en sus caminos de autoafirmación masculina; esta espada representa mucho más que la capacidad discriminatoria y diferenciadora de la inteligencia, con la que muchos autores la han confundido; representa la capacidad de actuar sin pensar, o actuar siguiendo los propios impulsos, confiando en ellos. Este es el principio masculino por excelencia y el único que no puede ser neutralizado por el principio femenino. La espada atraviesa, penetra, mata y es el principio del poder masculino, tan peligroso cuando es mal usado o mal entendido. El héroe, en gran parte de los mitos, aparece como rústico y torpe, en general no entiende muy bien con qué enemigos se encuentra y qué significan estos para él, de ahí que simplemente actúe confiando en que con su espada los vencerá. Más adelante el héroe va captando las implicancias de sus actos y evoluciona incorporando su aspecto femenino a la conciencia; pero esto ocurre sólo después de haber “liquidado” al monstruo con el argumento de su propia fuerza, representada por su valor y su arrolladora acción. Daré un ejemplo retomando el cuento ruso del primer capítulo desde donde lo dejamos.



El héroe había enfrentado el camino del medio que lo conduciría a su muerte, pues esta es inseparable de la vida. La historia cuenta que luego de cabalgar un tiempo encontró un poblado, cerca de la medianoche. Cansado y con hambre decide entrar en una de las casas de la villa, sin saber que justamente en ella vivía la bruja más famosa y despiadada del condado. La bruja aquí representa el mismo principio oscuro que la Esfinge; veamos cómo se desarrollan los acontecimientos en este mito.

Nuestro héroe ingresa a la casa y encuentra a la bruja revolviendo una rica comida de espaldas a él. Sin siquiera volverse, la bruja le pregunta: “¿Tú estás aquí por tu propia voluntad, o simplemente por contradecir y competir con tu padre?” aludiendo al desafío que el rey le planteara a sus tres hijos como inicio de la aventura. Nuestro héroe, a diferencia de Edipo, no se detiene a pensar ni siquiera en cómo podía ser posible que esa mujer supiera de su viaje y sus motivos y responde, sacando la espada de su vaina: “Los héroes no contestamos preguntas, limítate a servirme la comida o te corto la cabeza”. La bruja obedece y así salva su vida.

Nuestro héroe evita, principalmente, la trampa del enigma insoluble que le

plantea la bruja, pues la pregunta esconde el secreto de la verdadera castración: la duda de sí mismo. La finalidad de la pregunta –de esa y todas las similares– no es que sean contestadas, pues de hecho no tienen respuesta, sino lograr control sobre el otro a través de instalar en él la duda sobre sus actos y motivaciones. Veamos por un instante el sentido de la pregunta que la bruja le realiza a nuestro héroe; el truco se encuentra en que las dos opciones son verdad y de alguna manera no existe una sin la otra. Las motivaciones humanas no son dictadas por la lógica de la exclusión. O esto o aquello no funciona para nuestra conducta. Por tanto, lo que la bruja pretende hacer es instalar una lógica racional en una situación que no lo es. Imaginemos por un instante que el aventurero cayera en la trampa y quisiera contestar; el resultado sería la confusión, pues su presencia en ese lugar no sólo obedece a un deseo personal, sino que también está estimulada por el desafío y quizás por más cosas que este ignora. Al verlo confundido podemos suponer a la bruja dando una nueva estocada racional: ¿Es que vas por el mundo sin saber el porqué de tus actos? Perdida la primera batalla y dirigida su atención hacia sí mismo en acto de autorreflexión, el héroe hubiera quedado paralizado y bajo control de la bruja. Pasemos a un ejemplo cotidiano, cuando la madre o el padre le preguntan al hijo que se dirige rápido al refrigerador. “¿Vas a comer helado porque tenés ganas o porque viste a tu hermano comer?” El niño detiene su

camino; dirige la atención hacia sí mismo (comienzo de la retroflexión como mecanismo de defensa adaptativo) y al no tener respuesta queda momentáneamente confundido; en ese instante el progenitor vuelve al ataque: “¿No ves que te pasás comiendo sin saber si tenés ganas o no?”, con lo cual el niño queda “derrotado”. Salvo que pueda desacreditar esta maniobra, ha empezado el largo camino de la manipulación y el control que llevan a la duda e inseguridad en los propios impulsos (retroflexión definitivamente instalada). Pero el primer paso a tener en cuenta en esta maniobra de control sobre el otro, tanto en el caso de la bruja como en el ejemplo del niño, es el establecimiento sutil por parte del “controlador” de un encuadre donde desde el punto de partida establece las reglas de juego, pues la pregunta no sólo señala un callejón sin salida sino que está aludiendo a un meta-orden: los actos están gobernados por la razón. Si este primer y básico presupuesto erróneo no es desafiado, el contrincante quedará derrotado pues el aceptar que sus actos para ser válidos deben estar bajo el control de la mente, le obligaría a estar evaluando sin pausa su mundo interno en búsqueda de bases para legitimar sus deseos. Como éste es un camino sin salida, pues nunca encontramos tales bases, quedamos en un estado de duda paralizante entre nuestros impulsos y deseos y los actos consecuentes; se ha instalado un guardián, que aparentemente en función de legitimar sólo juzga y desalienta.

Por otra parte, el hecho de hacer una pregunta personal de gran peso ya marca un acto de violación del propio espacio, acto que se ve legitimado si contestamos la pregunta, pues de ese modo autorizamos al otro a meterse en nuestros asuntos. Todas estas trampas son las que evita nuestro héroe con el simple acto de desenvainar su espada y negarse a contestar la pregunta de la bruja. Haciendo prevalecer su deseo y necesidad, se aferra a los datos básicos de su vida, el aquí y ahora de su realidad y de ese modo decide darle autoridad a su mundo interno por sobre cualquier orden intelectual, inclusive el propio. Tampoco es casual que amenace a la bruja con cortarle la cabeza, primero porque la cabeza es el lugar – por excelencia– de la castración y cristalización de la vida; segundo, porque en ese acto también obliga a su cabeza a someterse al principio de la acción y no al de la reflexión. Con esto no quiero decir que la reflexión carezca de valor, sino que el orden de relación entre sentimiento-acción y reflexión no puede ser alterado so pena de quedar paralizado en la vida. En otras palabras: hay un momento para la reflexión sobre los propios actos, los realizados o los realizables, pero de ninguna manera esta reflexión puede sustituir a la acción en relación a nuestro sentir. La cabeza sólo tiene preguntas nunca respuestas; las respuestas están en el corazón. Volvamos ahora a la historia de Edipo y a utilizar estos conceptos en la situación que está viviendo al enfrentar la Esfinge.

Lo que aquí está en juego es similar y Edipo, como algunos hombres, cree que podrá derrotar al principio devorador femenino con su inteligencia. Quienes caen en esta trampa se refugian en su intelecto para escapar a las maniobras de control concretas que realizan sus madres o esposas, sin darse cuenta que sólo están escondidos en una torre de difícil acceso para éstas y que el control de sus propias vidas les pertenece a ellas. La vida concreta les es dejada, mientras el hombre refugiado en las alturas de su mente, a las que ellas no pueden llegar, pierde contacto con la realidad y por tanto pasión e interés en lo que ocurre a su alrededor y en su interior. El “clásico” intelectual y profesional soltero que vive con su mamá y el llamado púber eterno, son también buenos ejemplos de los resultados de esta huida frente al monstruo. El monstruo que se elude es el de la propia autoafirmación, es el monstruo de la regresión al estado de hijo, es el que nos muestra el temor a la vida, el temor al fracaso que todo hombre siente en el devenir de su crecimiento. No se puede negociar con este monstruo, tanto que éste represente las fuerzas regresivas de nuestro propio inconsciente que nos llaman a la cómoda disolución en sus aguas inconmensurables, como que encontremos a alguna mujer sobre la cual proyectemos estas características el monstruo permanece allí, a la espera de nuestra resolución. Podemos decir que existen tres formas posibles de derrotar a la Esfinge y lo que representa:

1. La primera es la que ejemplificaron el héroe ruso, o los caballeros del medioevo que se enfrentaban a los dragones para liberar a las princesas: el uso de la espada y la muerte del monstruo en el enfrentamiento. 2. La segunda es la huida práctica no la intelectual: quien rehúse el combate hoy está vivo para pelear mañana. Esta opción, si bien no implica una derrota de la Esfinge, sí impide la del héroe que queda intacto para un nuevo combate. Hay muchos ejemplos de esta situación en la vida diaria. El adolescente o adulto joven que decide irse de viaje a una beca, o a la simple aventura, en realidad está tomando fuerza, está experimentando su masculinidad fuera del alcance de los ojos de su madre –y de su evaluación– para poder volver y dar la batalla final de su separación del hogar materno. 3. La tercera opción, en apariencia más compleja, es la de dejarse devorar. Hay muchos mitos que se refieren a esta situación, héroes que son devorados y transportados por grandes monstruos marinos, por ejemplo. Todos ellos muestran cuál sería el proceso de transformación psicológica de este individuo y cuáles sus consecuencias. Veamos qué implica ser devorado. En realidad representa el dejarse vencer, el rendirse frente al impulso regresivo, para luego de pasar un tiempo dentro de él, emerger renovado (lo que se ha dado en llamar el segundo nacimiento). El héroe que es tragado por la ballena: primero enciende un fuego, que

no es otra cosa que la representación de la conciencia, o sea la capacidad de darse cuenta de su situación; luego, al sentir hambre corta con su cuchillo el corazón del monstruo; al morir éste, por último, decide salir abriéndose paso a través de la carne de la bestia. Si bien algunos aspectos de esta última opción se parecen a la primera, la muerte por el uso de la espada, la simbología que conlleva es más rica en cuanto al proceso de transformación vivido por el héroe. Veámoslo en detalle. En primer lugar, comprender que la “madre terrible” simbolizada por la Esfinge en el caso de Edipo, o por el dragón y la ballena en otros mitos, es simplemente la imagen que evoca el inconsciente como parte del tabú al incesto. Por su parte, el tabú al incesto no es tanto la expresión de un deseo perverso por la madre, pues en realidad lo que origina el deseo por ella es la regresión al estado infantil de hijo. En este estado el niño no es alcanzado por el tabú, pero de adulto, si por los avatares de la vida la adaptación o inserción en el mundo se le hacen difíciles, su deseo de volver a ese mundo original ya no es ingenuo, pues estamos frente a un adulto sexualmente desarrollado. Es allí donde surge entonces la figura monstruosa guardiana del regreso al “jardín paradisíaco”. Ahora bien, esta regresión no es necesariamente negativa o contra la vida y el crecimiento: por el contrario, muchas veces sin esta vuelta atrás no se puede seguir adelante. A menudo la transformación necesaria, la superación de un estado de estancamiento psicoemocional pasa por una “involución” a los orígenes, para un posterior renacimiento.

Un ejemplo sencillo lo vemos en el proceso psicoterapéutico, en el cual muchas personas deben regresar a su ser niños para reconocer las necesidades insatisfechas contra las que se defendieron y defienden en su vida actual y que son las que mantienen su vida paralizada. En otras palabras, la libido o energía vital debe encontrar una salida al estancamiento que no puede pasar por una vuelta atrás, pues estamos en la edad adulta, pero que si puede y en realidad debe pasar por una simbólica experiencia de regreso en búsqueda de lo perdido. Es en este camino de vuelta donde el hombre poco maduro emocionalmente, que no ha logrado desatar los lazos con su madre por carencias o excesos, se encuentra con el aspecto “terrible” de la madre. En este estadio, el inconsciente amenaza con tragarse la personalidad poco firme y desarrollada, por eso cuando el héroe es tragado por la ballena, está en realidad realizando su descenso a las profundidades de su inconsciente en su aspecto femenino-devorador. Dentro del monstruo deberá encontrar la forma de salir, esto es volver a nacer, pero ahora como adulto. Para ello utilizará instrumentos y habilidades que no poseía como niño: la lámpara, símbolo de su conciencia; el cuchillo, símbolo de su potencia y capacidad discriminatoria; y su hambre, que lo guiará a nutrirse con lo que necesita. Por último, usará su fuerza para salir de la pasividad y hallar una salida “contranatural” a través de la carne del animal. Muchas veces en su escape el héroe libera a otros personajes (animales y personas) que se encontraban atrapados en el seno de la bestia: estos representan

también aspectos de la personalidad del mismo, reprimidos dentro del inconsciente. También suele perder el pelo por el calor dentro del vientre “materno”, hecho que corrientemente ha sido interpretado como un signo de involución al estado de bebé; también puede ser visto como su contrario, un signo de maduración por los sufrimientos que el crecimiento acarrea. En general el héroe recupera su cabello cuando sale y es siempre considerado como un salvador para las comunidades en las que vivía. El hecho de que el proceso de maduración dentro de la ballena se dé mientras ésta viaja de oeste hacia el este es otro símbolo comprobatorio del renacimiento psicoemocional del individuo. Luego de este análisis, queda claro que Edipo no realiza ninguna de estas tres posibilidades en su enfrentamiento con su “versión” de la madre terrible. Es notable cómo a lo largo de todo el mito Edipo, consciente del oráculo que vaticinaba el destino trágico del matrimonio con su madre, intenta por todos los medios evitar que le acontezca. Me parece que ésta es una clara alusión a que ningún control mental volitivo consciente puede impedir que las fuerzas arquetípicas se manifiesten. Por otro lado, el énfasis puesto por Edipo en salvarse de su destino muestra, de alguna manera, cuánto confiaba él en su intelecto y su capacidad de “conectar” las cosas.

Si añadimos que siendo niño fue apartado prematuramente del lado de su madre, el oráculo que habla sobre su futuro con su progenitora puede ser una forma simbólica de referirse a cuánto esta herida estaba presente en él, de forma tal que hiciera lo que hiciera, debería de volver a encontrarse con la situación inconclusa (gestalt fija) de su vida, para poder continuar su proceso de evolución psicológica. El tema de la madre verdadera y la adoptiva que se repite en este mito, como en muchos otros, alude entre otras cosas a la temática del encuentro con nuestra verdadera identidad, a través de develar cuál es nuestro origen. La madre que cría a Edipo no es su verdadera madre, en otras palabras tanto Edipo como todos nosotros provenimos de un origen desconocido cuya fuente está en nuestro ser, en lo que hoy llamamos inconsciente. [¿Cuál es nuestra verdadera madre? Debemos encontrar esa respuesta en nuestro ser interior]. Edipo, inconsciente de su origen, se ve subyugado por él y al contestar la pregunta de la “bruja” cae en sus redes. Se convierte en el rey ilegítimo de un reino que no conoce –su psiquismo– representado por la ciudad de Tebas. Más adelante en la historia deberá enfrentar las consecuencias de su error, al descubrir que cegado por su rol de rey había caído en el peor de los pecados: la cohabitación con su propia madre. Allí Edipo comienza otro viaje, que por sus características (se ciega a sí mismo como castigo), se parece al viaje en el interior de la ballena y el segundo nacimiento. El objetivo de esta parte era explorar el encuentro del Héroe con la

Esfinge y lo que esto implicaba en términos sicológicos. A modo de resumen. Edipo tenia frente a sí tres posibilidades: enfrentarse a la Esfinge con su espada intentando matarla, lo que previamente hubiese requerido de él algo que no podría hacer (reconocer que ella era el verdadero enigma a resolver); huir esperando “juntar” sus fuerzas y energías (lo que simbólicamente significa consolidar el ego o identidad) para un enfrentamiento posterior; por último dejarse devorar por ésta, cediendo a su impulso de ser parido nuevamente, de volver otra vez al seno materno y a partir de allí recomenzar su vida (desde lo simbólico expresado como el segundo nacimiento). Cada una de estas instancias puede servir como guía para hombres que estén pasando situaciones similares en sus vidas. Primero para que entiendan que lejos de ser procesos patológicos, éstos son parte natural del acontecer psíquico de cualquier persona. No todo el mundo puede hacer las mismas opciones, o mejor dicho, cada uno de nosotros es “candidato” a una u otra de estas posibilidades dependiendo de las circunstancias de nuestras vidas, nuestras relaciones con nosotros mismos, nuestro temperamento, nuestra energía vital, etcétera.



Incesto, castración y Edipo De cualquier manera, creo que puede ser útil “tocar” alguno de los conceptos clave del ya popular “complejo de Edipo”, como lo son, por ejemplo, el incesto y la castración. De esta última ya hemos hablado en el caso de la bruja y las preguntas racionales; sin embargo, me gustaría tomar ambos conceptos y redefinirlos desde una perspectiva universal simbólica o mitológica. En otras palabras: estamos en situación de incesto toda vez que deseamos permanecer en una situación “uterina”, cuando nuestro estado de desarrollo exige un salto evolutivo fuera de dicha situación. O sea que estamos en un período anterior a la caída o expulsión de algún tipo de paraíso. Estamos en situación de castración cuando tenemos miedo a separarnos, cuando deseamos hacerlo y el miedo nos acorrala. Viéndolo de esta manera, toda situación o crisis de crecimiento y transformación contiene estas dos instancias: incesto y castración. En toda crisis del desarrollo evolutivo experimentamos esta ambivalencia entre permanecer como estamos o cambiar, entre estancarnos o crecer. El separarnos de una situación conocida, aunque estrecha y asfixiante, siempre nos provoca el miedo a la separación, el miedo a las terribles catástrofes que nos ocurrirán si salimos de lo seguro. El ego atrapado en ese dilema siempre experimenta esta angustia de castración y esta culpa incestuosa. Esto nos ayuda a entender la universalidad del fenómeno descrito en el proceso de evolución psicosexual y a

desdramatizarlo como una expresión específica de un fenómeno universal que acompaña a todos los procesos de crecimiento. En estas circunstancias la pregunta operativa, desde el punto de vista terapéutico, debería orientarse a entender cómo este dilema universal se instala en la vida de un paciente en particular y para qué se sostiene en esa situación de estancamiento o transición. La culpa, que en Gestalt está asociada al uso del mecanismo defensivo llamado retroflexión, suele ser una forma de mantenerse paralizado frente a las demandas de nuestro propio crecimiento que nos están expulsando de un espacio existencial que ya nos queda estrecho. La proyección suele asociarse a estas situaciones para terminar de consolidar la visión distorsionada de la persona que vive esta instancia. Son los otros los que no me dejan, o porque no pueden vivir sin mí (culpa por abandono), o porque no me aceptan como soy (búsqueda de la aceptación o aprobación de mis diferencias para poder aceptarme y separarme). Este círculo vicioso no tiene solución a menos que la persona reconozca que está atando los nudos que la tienen amarrada. En otras palabras, es ella que tiene miedo al abandono, es ella la que no puede aceptar sus diferencias por temor a la separación (castración). El siguiente epigrama puede arrojar luz acerca del dilema que se manifiesta en el desarrollo sexual del niño o de la niña: “Cómo comerse una torta y conservarla al mismo tiempo”. Y en algún aspecto nos hacer recordar a

los “koans” utilizados por los maestros Zen: no tiene solución ni en el mundo de la lógica ni en el de la vida práctica. Es imposible comerse una torta y al mismo tiempo conservarla. Este es el dilema que todo niño o niña debe enfrentar en algún momento de su vida, pues si se acuesta con su madre o padre automáticamente se queda sin madre o padre. Este conflicto no resuelto se transfiere más adelante sobre el terapeuta, el dilema sigue siendo el mismo: si se acuesta con su terapeuta se queda sin terapeuta. Lo llamativo es que un dilema tan simple de resolver se haya convertido en la piedra angular del pensamiento psicopatológico de gran parte de nuestro siglo. Cuando observamos la naturaleza vemos cómo los mamíferos, que tienen una conducta parecida a la nuestra en cuanto a un cuidado prolongado de las crías, resuelven en forma simple este dilema ayudando a sus hijos a que den este salto evolutivo. O sea que ni la solución ni el origen de este dilema es exclusivamente intrapsíquico: debemos recurrir a lo contextual o interpersonal para comprenderlo. La dimensión intrapsíquica de la vida no existe en abstracto, se actualiza en relación a un contexto. La evolución psicosexual se realiza en el punto de encuentro de las fronteras de contacto, entre el impulso intrapsíquico y la relación con el entorno. Con esto no pretendo desmerecer la dimensión intrapsíquica de esta instancia, ni el sufrimiento involucrado en este proceso, sino hacer énfasis en que éste es un

dilema natural y normal en la vida de todos, que por varias razones dentro de nuestra cultura se ha vuelto de difícil resolución. En el contexto familiar de los individuos afectados por dicho dilema, las circunstancias en que éste se actualiza y manifiesta dificultan el natural proceso de elección, que sólo puede ser el de escoger quedarse con los beneficios de la parentización de los progenitores renunciando a los deseos de conquista y posesión. El niño sabe, en su “sabiduría”, que no es capaz de sobrevivir sin esta protección, por ende una respuesta inapropiada implicaría la sospecha de que la mencionada paternidad o maternidad no está proveyendo los elementos básicos necesarios para ayudar a la criatura a tomar la única decisión posible. Mucha gente en nuestro tiempo queda suspendida en un largo “impasse”, sin renunciar ni aceptar, condenados a la eterna desconfianza, situados “para siempre” en el lugar de la culpa incestuosa con la seducción como instrumento y por otro al temor eterno de ser “castrados”, castigados con la expulsión, con la separación del entorno de sus seres queridos. Que en última instancia es el mayor y terrorífico temor que alimenta cualquier niño que no haya podido resolver el dilema en forma apropiada. Esta situación se convierte en un padrón tanto comportamental como existencial para muchas personas, creando agónicos estados de impasse a lo largo de sus vidas, ya que todas las encrucijadas de cara al cambio vuelven a reactivar este dilema inconcluso. Por ende debemos prestar atención al contexto

en el cual este dilema se desarrolla, o sea, debemos prestar atención a la estructura de la familia, a los vínculos entre padres e hijos, a la relación entre los adultos, a la expresión de los afectos, la sexualidad, etc., si queremos realmente hacer prevención en salud. La madre que empuja suavemente al hijo de su lado, aceptando sus aproximaciones amorosas por lo que son –reafirmaciones de su lugar en el mundo– y lo apoya otorgándole su confianza para que desarrolle sus potencialidades en las incursiones por el mundo, está cumpliendo con el amoroso legado que la naturaleza le ha puesto en sus manos: ayudar a crecer a sus hijos. Realmente es todo lo que necesitan de ella para poder hacerlo. Por su parte, cuando el padre maduro, sin rechazar los avances seductores que su hija realiza sobre él, la apoya aprobando su sexualidad y reafirmando su derecho al placer, la dirige hacia otros hombres sin que ésta sienta que por ser mujer pierde el afecto de su padre, está cumpliendo con la naturaleza más simple y profunda de las relaciones humanas. No debemos olvidar que antiguamente el padre se hacía cargo de la crianza de su hijo varón, iniciándolo en la vida masculina, siendo que la madre realizaba la misma tarea en beneficio de su hija. En las culturas que aún mantienen este tipo de relación entre padres e hijos y entre madres e hijas, no se observan trastornos de origen psicosexual. Este tipo de culturas presentan una organización social diferente de la nuestra, que permite que esta forma de relación se lleve a cabo. Es triste ver

cómo hemos perdido esta simplicidad en el entendimiento de la vida y cómo lo que es natural, se ha vuelto excepcional. Para un niño la vida, y el mundo han comenzado cuando él llegó, le es muy difícil reconocerse como diferente a su madre cuando se ve en una foto, hasta después de los dos años. Todos los mitos de creación del mundo comienzan igual: primero era la oscuridad y luego se hizo la luz y toda la creación. Esta es nuestra experiencia: primero es lo oscuridad en el vientre de la madre y luego en el nacimiento se hace la luz y vemos por primera vez el mundo donde habremos de existir. Para nosotros el mundo ha comenzado a partir de que podemos experimentarlo, es el punto de referencia de nuestra conciencia la que nos da la ilusión del tiempo lineal, de un comienzo y un fin. Para el niño es muy difícil comprender por qué no está en las fotos que fueron tomadas antes de su nacimiento, y por ello pregunta: ¿dónde estaba yo?, ¿estaba en la panza de mamá?, etc. En el incipiente desarrollo de su ego, el entendimiento que el niño tiene del mundo es naturalmente egocéntrico, o sea: todo comenzó cuando él llegó, por ende sus padres son una extensión de sí mismo, de sus deseos y necesidades. Este natural error perceptivo no puede ser corregido sin ayuda, cuando los padres le recuerdan una y otra vez que la cama donde duermen es de ellos dos y que él o ella tienen su propia cama, para citar un ejemplo, están ayudándole, poco a poco, a comprender y aceptar que existía una relación previa

entre los padres que fue en definitiva la que lo trajo al mundo. Ayudar a los niños a reconocer que son frutos del Árbol de la Vida y no su origen es una de las tareas más importantes para la salud psicoafectiva de nuestra comunidad.



La situación del púber eterno y el donjuán El llamado púber eterno fue brillantemente denominado como “síndrome de vida provisoria” por H.G. Bynes, aludiendo a las escasas raíces presentes en la vida de estas personas. Este adolescente “maravilloso” es en general un artista, a veces una promesa que nunca termina de realizarse, pero siempre alguien muy creativo y anticonvencional. Si bien es muy probable que pueda defender su estilo de vida “volátil” con sofisticados argumentos filosóficos, con el tiempo se descubre que esconden detrás de sí una profunda incompetencia (o impotencia) para vivir la vida. La desesperación y hasta la desilusión en la que viven, se presenta disfrazada de desenfrenada pasión vital y cuando mueren jóvenes –cosa que ocurre con mucha frecuencia– todo el mundo a su alrededor se sorprende. Este individuo especial nunca puede definirse por nada porque significaría perder la posibilidad del todo. Esta característica, que es natural y típica de los adolescentes cronológicos, se convierte en él en el eje temático de su vida. Aunque a veces logre una cierta inserción social, como sucede con muchos artistas que a través del éxito de su obra consiguen un “lugar” en su comunidad, este hecho, que debería tener un impacto transformador en su existencia (maduración emocional), pasa sin dejar huellas. Muchas veces la vida externa refleja el drama y la lucha interna que los habita, como cuando ya pasados los treinta aún continúan viviendo con sus

padres (fundamentalmente con la madre), o cuando se casan con una mujer mucho mayor; o como en el caso del donjuán, no consiguen consolidar ninguna de las tantas relaciones con el otro sexo. Lo que ocurre con estos “eternos jóvenes” es que han fracasado en su lucha contra el monstruo; es más que probable que ni siquiera lo perciban como un monstruo, si tan cerca están de él. Como decíamos antes, esta característica regresiva del inconsciente originario (femenino) aparece como una bestia infernal, justamente por ser un obstáculo en el desarrollo del individuo. Algunos llegan a esta situación, como en el caso de Edipo, por huir hacia el mundo del intelecto. Allí se creen a salvo de las “garras” de las Esfinges que muchas veces sus madres posesivas “reflejan” con tanta exactitud. Sin embargo, en general estos hombres no son fieles representantes del “Púbers aetérnus”, pues carecen de la desbordante vitalidad y creatividad de la que hacen gala. Aquellos se parecen más a jóvenes árboles envejecidos prematuramente, de modo inexorable contaminados por alguna perniciosa enfermedad que les absorbe la energía vital. También estos últimos tienen más posibilidad de reconocer al monstruo y combatirlo pues, como decía, las más de las veces este monstruo es reconocible en la figura de la madre. Este hecho facilita mucho la tarea de “darse cuenta” del drama que el individuo está viviendo: aunque las ataduras no están sólo afuera, el mudarse o comenzar a vivir solo basta para iniciar el camino de la liberación e

independencia. De alguna manera es el camino iniciado por quienes ponen distancia con el hogar materno y juntan fuerzas para un desprendimiento futuro. No hay desprendimiento interno posible que no vaya acompañado de un desprendimiento externo concreto. Las racionalizaciones que muchos pacientes, brillantes desde lo intelectual, oponen al argumento de trasladarse de la casa aunque no hayan logrado la ruptura interior con el rol de hijo, son siempre justificativas y excusas, meras respuestas a enigmas planteados por la Esfinge. El desprendimiento no es la consecuencia de un proceso de madurez que se consigue dentro del hogar o el resultado de ese estado de madurez; muy por el contrario, el desprendimiento es la consecuencia de una urgencia, las más de las veces no comprendida por quien la vive, que le empuja hacia fuera, justamente porque la situación interna de la casa materna se le hace insoportable o asfixiante. La correlación entre ese estado “proyectado” en el ambiente familiar y la lucha interna por diferenciarse del complejo materno es clarísima. Lo que el joven evita al quedarse es el enfrentamiento con el mundo en “soledad”, pues la paradoja consiste en que la cercanía del complejo materno le hace sentir que el mundo es un lugar peligroso donde no puede ejercer su potencia. Lo que aún está lejos de percibir es que lo que impide desarrollar sus potencialidades es el lugar existencial desde donde “mira” el mundo: mientras permanezca en la casa materna no podrá realizar su masculinidad. Todos debemos pasar por las incertidumbres con respecto a nuestra propia valía si es que queremos

convertirnos en hombres: ese es el sentido del camino del héroe que todos los mitos relatan, como veremos en el próximo capítulo. Pero volvamos al púber eterno. Como decía, la fuente que le quita energía al hombre que acabamos de describir, en el caso de nuestro púber –muy por el contrario–, parece nutrirlo hasta el hartazgo. Si bien ambos caracteres tienen parecidos, dado que ambos están estancados en la vida, en unos es evidente mientras que en los otros, por el contrario, dan la sensación de estar fluyendo con ella. Estos últimos no han elegido ser tragados por la ballena, sino ser transportados por ella; no han escogido enfrentar al monstruo en busca de su independencia, sino que en realidad, lo han seducido. A cambio de su “sometimiento” y fidelidad total, obtienen los secretos escondidos en los tesoros de las cavernas oceánicas. Tesoros que son, obviamente, inaccesibles para el común de los mortales, pero no para ellos, los “elegidos”. El precio que pagan por semejante relación con su inconsciente es el de una vida precariamente adaptada a la realidad, con el riesgo de caer en la locura o en su síntesis concreta: la muerte. No pueden encontrar en el mundo nada que los seduzca, pues nada tiene la “numinosidad” que posee el mundo primigenio del que son invitados especiales. Todas las cosas en un principio parecen llamarlos y a todas se abocan con entusiasmo ilimitado, hasta que inevitablemente chocan con algún inesperado elemento que les recuerda que están en la realidad. Semejante frustración los aleja de inmediato de lo que hasta ayer parecía el motivo único

de sus existencias. ¿Qué ha ocurrido? El mundo exterior dejó de coincidir exactamente con la proyección que sobre él hacía de su mágico mundo interno. Este fenómeno es clarísimo en las desilusiones amorosas del donjuán. En algún momento de la relación la mujer de turno deja de reflejar exactamente a “su” mujer interna, ya sea porque le ha planteado alguna demanda concreta de matrimonio, o porque ha tenido algún comportamiento que deja en evidencia su “vulgar” humanidad. Entonces el “encanto” (literalmente deberíamos decir el encantamiento) se rompe y el desilusionado donjuán saldrá a buscar una nueva y mágica mujer que satisfaga sus sueños románticos. El universo para él sólo existe y es interesante mientras oficie de pantalla para la proyección de su mágico mundo interno. Los que lo conocen con profundidad presienten esta fragilidad y muchas veces, más o menos conscientemente, consienten en sostener sus maravillosas creaciones tratando de adaptarse y adaptar las circunstancias que les rodean a la fantasía de este hombre especial. A cambio de tal (gentileza) ese púber eterno les brindará toda su seducción, su encanto, su sentido del humor y todas las cualidades que adornan su personalidad. Un breve cuento puede servir como fin a este capítulo y como síntesis de lo que hemos descrito a través del mito de Edipo: las vicisitudes del hombre en el camino de emancipación y maduración de su masculinidad. Si bien más adelante hablaré sobre este tema usando un mito específico,

esta parte del proceso me parece relevante en nuestro tiempo, especialmente por el impacto que los cambios en la crianza y el rol de la mujer y el hombre están teniendo y pueden llegar a tener en nuestros hombres del futuro. El miedo a la vida tanto como su opuesto, la confianza en ella, son el resultado directo de una buena relación con la madre que posibilite un vínculo sano con el complejo materno interior de cada individuo.

Había una vez un príncipe que habitaba en el castillo de sus padres. La propiedad que lo rodeaba era muy grande, sin embargo tenía fin. Los límites del predio estaban circundados por enormes y altos barrotes de oro. El príncipe solía recorrer el enorme jardín del palacio, allí se sentía a salvo y como le asegurara su madre, mientras permaneciera con ellos algún día no lejano heredaría todo el reino. Así fue que una mañana, mientras paseaba por uno de los extremos del jardín, sintió un maravilloso canto que provenía del otro lado de los dorados barrotes. Al acercarse curioso pudo atisbar a una hermosa doncella que totalmente desnuda cantaba mientras se bañaba a orillas de un cristalino estanque. Esta lo vio y, contrariamente a lo que el príncipe esperaba, no huyó sino que le sonrió, invitándolo a compartir el baño. De inmediato una duda y angustia atroz se instaló en el ánimo del príncipe; si quería disfrutar de la belleza de aquella mujer debería abandonar los límites seguros del jardín

dorado, ateniéndose a las consecuencias tan temidas de ser expulsado y desheredado por sus progenitores si éstos se enteraban de sus actos. A esa hora del día sería inevitable que notaran su ausencia para la cena, por tanto no había forma de eludir o evitar las consecuencias de su decisión, en caso de que optara por la doncella. Para peor, concluido su baño y mirándolo seductoramente se dirige al bosque en una inequívoca invitación para intimar con él. El cuento tiene aquí tres versiones que se refieren a las consecuencias de los actos posibles a ser seguidos por el atribulado príncipe. La primera de ellas alude a que, desobedeciendo a toda sensatez, desaparece tras la mujer del bosque y nunca más retorna al castillo paterno. La segunda dice que asustado por las consecuencias de un abandono de los límites del jardín decide presentarse a la hora de la cena como si nada hubiera pasado. Esta versión concluye que por la noche y mientras dormía, una mujer espectral lo conduce sonámbulo hasta el borde de un abismo donde cae y muere. Y la tercera cuenta que si bien no pudo salir a buscar a la princesa, su ánimo permaneció tan atormentado por su imagen que enfermó. Al cabo de un tiempo confesó el motivo de su enfermedad a sus preocupados padres y sin esperar su bendición tomó su caballo para salir a buscar a su bienamada, iniciando una larga y gloriosa carrera caballeresca.

Analicemos cada una de las opciones. 1. En primer lugar, la mujer misteriosa resulta ser una personificación de la Vida que seduce a todo hombre para que “entre” en ella, cuando ha llegado el momento. La tentación a la vida, la “caída” del paraíso infantil-adolescente en el mundo concreto, se produce por esta seducción casi irresistible que los hombres experimentamos en cierto momento de nuestras vidas, casi siempre a través de una mujer concreta. Es ella y a través de ella que desobedecemos todos los mandatos, que nos oponemos a las normas familiares. Es allí que empezamos a delinear nuestra propia identidad en contra de la heredada (representada por el castillo y los límites del jardín). Es en general esta mujer la que no sólo evoca nuestra respuesta sexual sino también sentimental, sentando las bases para nuestro futuro hogar. Pero también nos sería imposible enfrentar esta etapa solos, pues es esta mujer la primera que nos ve como hombres, que activa en nosotros al “hombre dormido” que nos habita y seguramente es ella la única que confía en nuestra incipiente masculinidad. Para los ojos de nuestra madre seguimos siendo hijos, en cambio para ella somos un “príncipe azul” con destino de rey. Es este espejo el que nos permite vislumbrar una nueva imagen y así como nosotros los hombres también despertamos a la “bella durmiente” que existe en cada una de las jóvenes de nuestras comunidades, ellas nos convierten en hombres. 2. Evitar el desafío de esta joven desnuda a orillas del lago, es ni más ni

menos que evitar la vida. Y éste es el sentido de la segunda opción en el sueño: el joven que niega su conexión con la vida y las renuncias y exigencias que ésta le plantea, corre el riesgo de ser seducido por otra mujer igualmente poderosa: la muerte. Esta se presenta durante el sueño, indicando que es una fuerza que se activa en el inconsciente, debido al rechazo de las demandas de su propia naturaleza; por miedo al abandono paterno y materno el joven sepulta esta parte de su ser, que continuará acechándole por el resto de su existencia. El hecho de que sea conducido sonámbulo indica que su conciencia ha sufrido una severa pérdida, por causa de este conflicto, o que seguramente resultará en un empobrecimiento de su vida y en una notoria dificultad para darse cuenta de los riesgos de su situación. A su vez, la pérdida de energía vital gastada en mantener lejos de sí las demandas de su naturaleza, le hará percibir el mundo que lo reclama como un lugar más peligroso y amenazante de lo que realmente es, reforzando en definitiva su posición dependiente y asustadiza. En algunos casos la muerte se presenta como lapsus, errores y accidentes en apariencia sin sentido o conexión con la vida de la persona. Recuerdo una situación en la vida de un joven de unos treinta años que no conseguía salir de la casa de sus padres, atrapado en los beneficios de ser hijo único y las atenciones que sus progenitores le ofrecían. En un hogar humilde estos padres inclusive hablan hecho el increíble esfuerzo de regalarle un auto. Al poco tiempo tuvo su primer accidente, luego del segundo y casi mortal choque

decidió comenzar terapia. El compartir este cuento con él fue una de las claves del inicio de su transformación. Bien; veamos ahora la última alternativa. 3. Esta alternativa parece ser la que permita a la mayor parte de los hombres identificarse, ya que representa una síntesis de las dos anteriores. El héroe no saca su espada y enfrenta los peligros que se presentan, ni huye cobarde frente a éstos. Queda dolorosamente suspendido entre ambas posiciones, lo cual convierte su vida en un verdadero infierno. No puede irse ni quedarse, no puede continuar con la vida que llevaba antes, despreocupada y cómoda –pero vacía de sentido personal– ni con la que se le plantea como fantasías llenas de excitación y aventuras. Esta situación insostenible representa ni más ni menos que el enfrentamiento “agónico” entre la actitud predominante de la conciencia y el impulso transformador del inconsciente (impasse). La antigua identidad no consigue sostenerse más ante la evidencia de todo un rango de experiencias vitales que le corresponden, pero que no puede asumir sin las pérdidas concomitantes (cosas que le eran de extrema importancia para su estado anterior del ser). este dilema, no tiene solución. Lo que nos muestra el cuento es que el único camino posible en esta situación es entregarse, tal como hace el héroe, a las agonías del proceso de transformación hasta completarlo. El héroe en este caso no se pierde en la vida –riesgo que si corría en el

primero de los casos–, va a la búsqueda de ella, a una búsqueda consciente, lo que quiere decir que ha podido con todo su ser tomar la decisión del crecimiento y la maduración. Sin este llamado y sin la oposición a él no habría maduración posible. El hombre que se somete a la vida tanto como el que se niega a ella, ha perdido la batalla por su propia masculinidad y el sentido pleno de su existencia. Muchos hombres quedan seducidos por su masculinidad aparentemente arrolladora y sin dudas abandonan los límites estrechos de la casa paterna. Sin embargo se van antes de tiempo, pues como descubren desafortunadamente después, la vida es más que una mujer y demanda de ellos mucho más que el ejercicio de su incipiente y ardorosa masculinidad. Ese es sólo el comienzo; como todo buen romance, necesita un largo, hermoso y complejo (no complicado) cortejo, que como aprendemos más tarde exige de nosotros un compromiso de por vida. No podemos rechazar este compromiso sin rechazarla, no podemos someternos a ella sin correr el riesgo de perder nuestra identidad, nuestra diferencia. El camino del medio, aunque doloroso, es el único que conduce a la gloria de la realización de nuestra humanidad. No somos un impulso ciego y maravillosamente animal, así como tampoco un trozo descarnado de autorreflexión. El impulso de la vida nos llama, pero de una manera particular que exige de nosotros una entrega, pero no incondicional; una lucha que no debe ser ganada por ninguna de las partes. En

este proceso descubrimos la maravilla del misterio de nuestra existencia, como partícipes y testigos a la vez.

CAPÍTULO 4 LA TAREA DE LA MUJER Y DEL HOMBRE En este capítulo utilizaré dos mitos bien conocidos en la literatura especializada, que además han sido estudiados por otros autores con un fin parecido al que busco. En ambos –Psiquis y Parsifal– pretendo destacar sus raíces occidentales que arrojan luz sobre la constitución y desarrollo de los principios femenino y masculino de nuestro inconsciente colectivo “occidental y cristiano”. En el proceso de ir entendiendo los mensajes que un mito nos revela intentaremos correlacionar dichos mensajes con lo que éstos implican, no sólo para los individuos en particular en sus respectivos “viajes del alma”, sino en el valor que tengan para la cultura en general. Los mitos, como los sueños, nunca pueden ser reducidos a una interpretación o a una teoría única; su valor radica en la riqueza que cada contexto histórico, tanto individual como colectivo, pueda obtener de sus imágenes. El sueño cultural que es el mito, puede ser decodificado por el estado actual de la conciencia del individuo o de la especie; en otras palabras, cada cambio en ese estado revela un nuevo mensaje en el mito. Por tanto, y de acuerdo a la visión holística de la Gestalt, cada uno de estos mitos puede y debe ser relacionado en el contexto de nuestra cultura y sus dilemas actuales.

Si bien cada uno de ellos hace referencia explícita a la evolución y tarea del hombre y la mujer, también podemos entenderlos como los principios masculinos y femeninos universales, como las contrapartidas contrasexuales que habitan en ambos, sin olvidar que al hablar de estos principios –ying y yang– también estamos hablando de la Tierra y el Sol y por ende de nuestra relación con ellos. Es fundamental en nuestro tiempo, donde la Naturaleza está tan amenazada, que comprendamos cuál es el proceso por el cual nosotros, seres humanos, hemos producido semejante deterioro en nuestro entorno vital y al mismo tiempo cuáles son los caminos posibles para salir de esta situación.

Algunas consideraciones generales sobre el mito del héroe Sin perjuicio de que más adelante retome el tema de la evolución de la conciencia, para facilitar el entendimiento del lector realizaré algunas aclaraciones generales sobre el mito del héroe, dado que ambos mitos, el de la mujer y el del hombre, poseen la estructura general de lo que se denomina el camino del héroe. Si bien se desarrollan en momentos históricos bien diferentes, el lector percibirá que existe un hilo conductor, una similitud estructural, un esqueleto común en ambos relatos. Esto es así porque los dos describen los avatares de una heroína y un héroe en búsqueda de un “ser” completo, proceso que expresa en lenguaje simbólico el difícil y peligroso camino del crecimiento y expansión de la conciencia que asimilábamos al desarrollo del ego o personalidad consciente. Esto no quiere decir que todos nosotros podamos completar este camino, ni siquiera comenzar a recorrerlo, pero sí que es nuestra posibilidad y quizás nuestra más sagrada y trascendente meta en esta vida. A través de su desarrollo, el mito nos cuenta las vicisitudes de “ese” ego o personalidad consciente en su camino para alcanzar la razón de su propia existencia. El sendero nos lleva desde los precipicios escarpados y peligrosos de las montañas (mundo espiritual, trascendente, supraconciencia, principio

masculino-logos-yang), a los abismos y profundidades del submundo (inconsciente colectivo-infierno, principio libidinal, mar original, principio femenino-ying), en una peripecia donde el o la protagonista van adquiriendo dones de conocimiento y destreza a través de las sucesivas tareas que realizan. Sin embargo, a pesar de todos sus logros, el fin de la aventura es siempre incierto y el triunfo final está determinado por una compleja combinación de los esfuerzos del héroe y las fuerzas transpersonales que le asisten durante el transcurso de la aventura. Aun con todas sus diferencias, la mayor parte de los mitos “ilumina” los estadios, las fases y los peligros del volverse consciente, maduro y completo como ser humano. Como esta es una tarea que sólo parcialmente podemos “seguir” de forma racional, el lenguaje simbólico se convierte en un verdadero puente “eterno” hacia el entendimiento, pues ya que pensar separa y codifica y entender une y esclarece, la tarea de presentar estos mitos no pasa por interpretarlos en forma racional sino más bien por “entenderlos”, aun sabiendo que su sentido jamás podrá ser agotado.

El mito de Psiquis Psiquis es la tercera y más pequeña hija de un rey. Es también la más bella y admirada, tan admirada que ningún hombre se atreve a tocarla; de alguna manera ella es “de otro mundo”, es “divina”, por tanto está más allá del alcance de los varones concretos y reales. Este estado de “princesa” resulta muy común en cierta etapa de la vida de toda joven, donde de alguna manera ella vive en estado de “gracia” en la casa paterna, pero se siente incómoda y extranjera (aislada) en el mundo de las cosas cotidianas. Hay un hermoso cuento para ejemplificar este estado del ser: “La Bella y la Bestia”.

Había una vez una bella princesa que vivía con su anciano padre, solos en el castillo de éste. Entre el viejo rey y su hija existía una entrañable relación, de alguna manera vivían el uno para el otro. La joven y virginal princesa solía dar largos paseos por los jardines del castillo vestida de blanco. Una tarde fue sorprendida por un espantoso monstruo, mitad hombre mitad bestia. Este la tomó en sus brazos y sin mediar palabra la raptó, llevándola a su castillo. Una vez allí le explicó que él no tenía intención de hacerle ningún daño, le mostró sus habitaciones y la dejó sola. Con el pasar de los días la princesa fue descubriendo que el “monstruo” no lo era tanto, ya que se mostraba como alguien afable y muy sensible. Una noche la princesa soñó que su padre estaba agonizando de tristeza en el castillo. Al levantarse fue corriendo a hablar con la bestia y le

imploró que la dejara retornar a la casa de su padre. La Bestia accedió advirtiéndole que debería volver antes de una semana o él moriría sin remedio. Cuando la joven regresó al lado de su padre anciano, éste rápidamente se recuperó y la vida de ambos pronto volvió a su antigua rutina. Como era de esperar, la princesa olvidó su compromiso con la Bestia del castillo, hasta que una noche soñó que se moría. Levantándose agitada abandonó el castillo paterno en mitad de la noche en procura del monstruo que había olvidado. Cuando llegó a su lado lo encontró agonizando en los jardines del castillo; totalmente conmovida por la situación se inclinó sobre él y sin pensarlo dos veces lo besó. Y allí frente a sus ojos, se produjo la más maravillosa transformación: el monstruo se convirtió en un joven y apuesto príncipe, del cual, obviamente se enamoró de inmediato. Ambos y con la bendición del padre se casaron y vivieron felices por siempre. Este cuento devela en forma simple y clara el dilema de toda joven en el proceso de convertirse en mujer, abandonando el rol de hija y su especial relación con la figura paterna. La sexualidad ligada al padre se convierte en idealización descarnada, en idílica y sublimada relación, que de quedar fija en esa situación implicaría la “muerte” de la misma.

El cuento nos relata el dilema entre la emergencia de la sexualidad, representada por la bestia, y la fidelidad al padre, representada por el rol de princesa. Es obvio que la no existencia de una reina –la muerte de la madre– es el complemento ideal de este conflicto en el proceso evolutivo de la psiquis de la joven. Una eterna y maravillosa relación de dependencia mutua entre padre e hija que ninguno de los dos podrá quebrar, so pena de que la magia que los une muera para siempre. Esto es lo que el cuento representa por la muerte posible del padre si ella se queda a vivir con la bestia, o su polaridad, la muerte de la bestia –libido y crecimiento– si la princesa decide quedarse con el padre. Este dilema tiene sus idas y vueltas; primero la bestia, como todo fenómeno mantenido inconsciente, irrumpe sin previo aviso y rapta a la princesa. Pero en contra de lo que podría pensarse no le hace daño, simplemente le muestra otra realidad pues la decisión no puede ser impuesta: la heroína debe decidir por sí misma su destino. Cuando ella comienza a descubrir quién es la bestia en realidad, la otra polaridad dentro suyo siente el compromiso y la pérdida consiguiente del rol de hija que sobrevendría. Como siempre, nuestra identidad pasada lucha y se resiste al cambio, estando representada dicha resistencia por el regreso al lado del padre y el pronto olvido de su promesa de volver. Aquí el intento de restablecer la antigua continuidad después de haber sido expuesta a una experiencia transformadora también fracasa, como suele

acontecer en la vida, y por la noche –en el mundo de los sueños y el inconsciente– la joven recuerda su promesa y corre a salvar a la bestia (que vive en ella). Movida por la compasión –lo que la prepara para ser madre– supera su asco (que siempre está presente cuando la sexualidad todavía está ligada a los padres) y besa a la bestia, liberando al príncipe que estaba atrapado detrás del hechizo de la “proyección” de los contenidos prohibidos de la sexualidad incipiente de la princesa. Esta entonces se convierte en mujer, porque toda mujer se convierte en tal, sólo a través de la relación con un hombre (y viceversa), al liberar al príncipe que también habita en su interior. Como en todo buen cuento la princesa y el príncipe se casan con la bendición del rey y viven felices para siempre. Pues bien, Psiquis se encontraba atrapada en el estadio anterior a este conflicto, aún permanecía en ese estado virginal y puro: los hombres la adoraban pero no eran capaces de tocarla. Según el mito es en este momento que interviene Afrodita, la diosa primordial: todos los hombres estaban haciendo ofrendas en los templos de Psiquis, una simple mortal, dejando de lado los sacrificios y ceremonias en nombre de la antigua diosa. Detengámonos un momento en Afrodita. En una de las versiones sobre su creación, Afrodita nace como resultado de la fusión entre el mar y el semen de Urano, cuyos genitales había cortado Cronos. Emerge entonces semidesnuda como la diosa de la belleza y el amor y representa el arquetipo de la sensualidad,

el erotismo y la pasión, así como la lujuria, la vanidad, la fertilidad y la tiranía de los celos, pues esta diosa no tolera la competencia. Su corte está en el mar, donde ella vive, de ahí que se erija como la reina del inconsciente. Es con este poderosísimo arquetipo femenino que Psiquis deberá enfrentarse a lo largo de este mito, y lo paradójico es que con dicho enfrentamiento Psiquis logrará su evolución psicoespiritual. Los obstáculos que la diosa le irá poniendo en su camino, si bien tenían la intención de destruir a la joven, en realidad promueven su salvación. Psiquis ha cometido el error involuntario de invadir el territorio divino: el hecho de que los hombres la estén adorando en altares significa, desde un punto de vista psicológico, que la joven se ha apartado del mundo de los mortales y vive en una situación similar a la de una diosa. De igual manera que nuestra princesa del cuento anterior, ella se encuentra en una atmósfera psicoemocional que la vuelve inalcanzable. Es ahí donde la diosa primordial que habita en cada mujer se activa, confrontando al Ego (Psiquis) en formación de la adolescente, con toda su carga erótica, empujándola a la maduración y separándola de su familia a través de la sexualidad.

Prosiguiendo con el mito, el padre de Psiquis preocupado por el destino de su hija, a la cual ningún hombre solicitaba en matrimonio, decide consultar al Oráculo, cuya palabra era aceptada como ley.

Enterada Afrodita, ordena al Oráculo que diga que el destino de la joven es casarse con la Muerte, una horrenda y repugnante criatura. Obedeciendo al Oráculo, la familia se encamina con la desdichada Psiquis hacia lo alto de una montaña, donde al anochecer se produciría el encuentro con la bestia. Veamos ahora estas imágenes y lo que significan para la mujer. El matrimonio, con respecto al estado previo –virginidad y ser intocada– representa en verdad una “muerte” para la mujer. Muerte a un estado adolescente y nacimiento de una primera adultez. El estado de doncella, de pura posibilidad, desaparece en el compromiso matrimonial, que como veremos desde la óptica psicoemocional no representa lo mismo en cuanto a transformación y crecimiento para el hombre que para la mujer. Por supuesto que al referirnos a matrimonio lo hacemos aludiendo al compromiso profundo entre un hombre y una mujer y no a una institución más o menos formal dentro de una sociedad determinada. Cualquiera sea la cultura, el matrimonio implica una transformación social para la mujer: se introduce a un estado de compromiso y seguramente el de la propia maternidad. Estos roles tienen un significado no sólo social sino emocional. El que una mujer se case y pase por su “muerte” en la montaña, en general es poco

reconocido en nuestra cultura, que tiende a adornar esa instancia como algo cumbre y “color de rosa” para la joven. Poco espacio queda para la incertidumbre y el duelo del rol de doncella e hija, que muere en ese momento. Hoy por lo general las jóvenes no llegan vírgenes al matrimonio (en sentido estrictamente físico-genital), pero eso no quiere decir que no lo hagan desde el punto de vista psicológico, pues muchas jóvenes, a pesar de haber tenido experiencia sexual previa al matrimonio, no lograron decidirse por besar a la bestia del cuento, sino que simplemente se escapan por las noches de la casa paterna para pasarlas con su príncipe y luego vuelven al amanecer al castillo del padre. Quiere decir que psicológicamente aún siguen siendo hijas y no han pasado por la maduración emocional de convertirse en mujeres. Explica el por qué muchas mujeres jóvenes tienen grandes problemas para aceptar un compromiso a largo plazo con un hombre: aún dudan de abandonar su lugar de doncellas libres. Es que de alguna manera el matrimonio, para la mujer, implica una limitación a su independencia mucho mayor que la de un hombre, dado que para él es uno más de los obstáculos y desafíos en su crecimiento como individuo. Así también encontramos mujeres en la mitad de su vida, casadas y con hijos, que todavía no han experimentado la muerte psicológica de su ser “virgen” interior y continúan siéndolo en el plano emocional. Inseguras y asustadas, todavía no han encontrado su “lugar” en el mundo.



Psiquis había sido transportada a la montaña y atada a una roca en espera de su horrible marido (que aquí hace las veces de la bestia del cuento). Afrodita entra nuevamente en acción y decide mandar a su hijo Eros, el dios del amor (nombrado como Cupido en la versión latina), con la misión específica de utilizar sus flechas en Psiquis y en el monstruo. Con esta artimaña la diosa pretendía sellar el destino de la bella joven, pues al enamorarse de su horrible marido se iría sin inconvenientes con éste a las profundidades de la Tierra, desapareciendo para siempre la amenaza que su belleza representaba para ella. Sin embargo, una vez más el deseo regresivo de Afrodita (el de enterrarla en el matrimonio), se convierte en un nuevo paso de crecimiento para Psiquis. En efecto, cuando Eros llega a la montaña y la ve, atontado por su belleza sin querer se pincha un dedo con sus propias flechas y queda perdidamente enamorado de ella. Pide a su amigo, el viento del Oeste, que cargue a Psiquis por encima de la montaña y la deposite en el valle donde el dios tenía su propio y privado paraíso.

Veamos qué significa la figura de Eros. Eros es el dios del amor, pero no sólo del amor erótico o sensual, pues sus flechas no apuntan a los genitales sino al corazón. El amor que representa tiene más que ver con el compromiso emocional y sentimental que con la mera atracción o la pasión.

Eros en este momento representa la conversión del sapo a príncipe, de la bestia al príncipe, de nuestro cuento “La Bella y la Bestia”. Al aceptar este primer paso de su madurez, toda mujer descubre a su príncipe, que aquí puede ser visto como el hombre interior que se despierta en toda mujer al salir de su estado de doncella. Por ende, queda claro que no significa meramente una relación sexual, sino el acto de entrega, de apertura emocional, que al ser “penetrada” por el principio masculino toca su alma y la convierte en mujer.

Psiquis se encuentra súbitamente no sólo liberada de su encuentro con la Muerte, sino en un paraíso donde serviciales doncellas la atienden y satisfacen todas sus necesidades. Es claro que frente a esas circunstancias Psiquis renuncia a hacerle cualquier pregunta a su salvador, Eros. Aquí comienza una segunda etapa en la vida tanto para Psiquis como para cualquier mujer en su situación: la etapa del paraíso matrimonial.

Eros le pone algunas condiciones a su mujer para que los dos puedan vivir en ese paraíso: que nunca debe mirarlo, ni hacerle preguntas sobre sus actos. Estas dos condiciones no podrán ser quebrantadas por la mujer sí quiere continuar viviendo en esa situación.



Es interesante detenerse un poco en esta parte del mito para ver cómo se cumple en la vida cotidiana. Todo joven esposo quiere esto de su mujer, todo hombre alimenta en su inconsciente el deseo de no ser cuestionado por su pareja, de no ser visto como realmente es. Si la mujer consiente con este pedido todo irá bien, él podrá continuar viviendo según las viejas reglas del matrimonio patriarcal donde su palabra es ley, donde la mujer acepta sus decisiones sin cuestionarlas y hasta se le permiten escapes de infidelidad en el entendido de que éstos forman parte de los derechos del hombre. Por lógica, esta situación siempre implica un sometimiento de la mujer. Además aquí el hombre tampoco madura, ya que el matrimonio lejos de significar un proceso de transformación psicológico, similar al que vive la mujer, se transforma en una confirmación de su inmadurez. En esta situación la mujer se integra a su vida como un bien más de los que necesita alcanzar para sentirse seguro y no en el desafío del compromiso con el otro y la paternidad responsable que deberían significar para él. Todo hombre joven es un creador de paraísos artificiales que utiliza, sin darse cuenta, para seducir a su futura mujer: en esa circunstancia él promete muchas cosas que, por supuesto, la novia toma en serio, en cuanto él no es capaz de asumir la verdadera responsabilidad que conlleva una relación consciente. Esos paraísos son sólo para él; en realidad lo que quiere es tener una mujer que lo sirva y le arregle todos los problemas. Cuando esto no sucede es el primero en

irse, como tristemente muchas mujeres descubren poco tiempo después de consumado el matrimonio.

Psiquis acepta todos los términos que su marido le pone y así viven un tiempo en ese paraíso; Eros cada noche viene a dormir con ella y todo se mantiene en orden. Pero todo paraíso tiene su serpiente, todo paraíso lleva dentro de sí el germen de su propia destrucción.

Los seres humanos no podemos vivir en paraísos. Éstos fueron hechos para los dioses, y toda mujer algún día descubre que su esposo no es un dios sino tan solo un simple mortal. No se puede menospreciar el impacto que esta desilusión tiene en la conciencia y el corazón de una mujer, pero una vez más ésta será la instancia que obligará a la mujer a entrar en una nueva etapa de crecimiento y expansión de su conciencia. No debemos olvidar que todo hombre representa esta oportunidad de crecimiento para una mujer y no sólo el hombre exterior, sino el que habita dentro de cada mujer. El proceso de relacionarse con el principio masculino es para la mujer la llave de su crecimiento y maduración, el hombre es lo “otro” para ella y en el proceso de ir descubriendo quién es él en realidad, paradojalmente, ella descubre su propia alma. Esto por supuesto es igualmente cierto para el hombre con su mujer, pero eso lo veremos en el mito del hombre.



Aquí la serpiente de este paraíso está representada por las hermanas de Psiquis que se habían enterado que vivía en un paraíso y se había casado con un dios. Llenas de envidia deciden ir hasta la montaña –donde había sido dejada para ser raptada por la Muerte– e intentar comunicarse con su hermana. Al borde del abismo descubren el paraíso que existía allí debajo, en el valle donde su hermana ahora vivía. Comienzan a llamarla y a decirle que la extrañan y que quieren visitarla. Psiquis le pide a su marido permiso para que la visiten, a lo que éste le contesta diciéndole que corre gran peligro; le advierte que si viola el pacto hecho entre los dos, no sólo la abandonará sino que el hijo que lleva en sus entrañas en vez de ser varón y un dios, será niña y una simple mortal. Al otro día las hermanas vuelven a insistir y Psiquis hace lo mismo con su marido. Este termina por acceder a los insistentes pedidos de su mujer sin dejar de reiterarle sus advertencias. Psiquis promete –como todos lo hacemos sin saber que estamos prometiendo– que las tendrá en cuenta y por fin el viento del Oeste las carga hasta el valle. Las hermanas fascinadas y llenas de envidia por las condiciones en que su hermana menor vive, la abruman con preguntas sobre su marido. Psiquis, ingenuamente –y ese es el estado psicológico que deberá superar- les contesta inventando fantasías sobre su marido, ya que ella nunca lo había visto. Las

hermanas retornan a sus casas, con sus esposos comunes y silvestres y planean otra visita al día siguiente. Nuevamente Psiquis consigue el permiso para que la visiten y esta vez, sin darse cuenta, ella contesta a las nuevas preguntas sobre su marido con otras fantasías. Sus hermanas sorprendidas la cuestionan y ella no tiene otra opción que contarles la verdad. Estas parten y para su tercera visita ya habían urdido un terrible plan para destruir la vida de su hermana. Llenas de envidia le aseguraron que su marido era una horrible serpiente que planeaba devorarla a ella y a la criatura que llevaba en su vientre. Para contrarrestar los maléficos planes del monstruo debía esperar a que éste estuviera profundamente dormido. Entonces, munida de una daga y una lámpara de aceite, debería primero iluminar a la bestia y una vez develada su identidad, proceder a cortarle la cabeza. Psiquis, terriblemente asustada por lo que las hermanas le habían revelado, accede a llevar el plan a cabo. Cuando llega la noche y su marido duerme profundamente, la joven enciende la lámpara y para su horror en vez de descubrir al monstruo se encuentra con el dios del Amor, la criatura más bella del mundo. Asustada trastabilla, suelta la daga y sin querer se pincha con una de las flechas que Eros había dejado en la habitación. De inmediato queda perdidamente enamorada de su esposo; conmocionada por lo que acaba de ocurrir, tropieza y derrama un poco de aceite caliente sobre el hombro de Eros. Este se despierta, despliega sus alas y vuela.

Psiquis se aferra desesperadamente a él, con lo cual es arrastrada fuera del paraíso y luego de un tiempo, incapaz de sostenerse, cae a la Tierra. Eros desciende ante ella y confirmándole la maldición huye hacia la casa de su madre Afrodita. Veamos qué nos devela esta parte del mito. En primer lugar, las hermanas envidiosas representan las fuerzas que aparentemente siendo destructivas, producen un cambio en la vida de Psiquis al propiciar la caída del paraíso en el que vivía y en el cual, como vimos, también estaba presa. Lo que mantiene a Psiquis presa –y a todos nosotros en nuestros paraísos particulares– es una mezcla de miedo (a las consecuencias de la desobediencia), de ingenuidad y de no querer ver la realidad en la que está viviendo. Estas hermanas representan las fuerzas renovadoras que siempre están empujando, destruyendo lo viejo; en este caso, el modelo patriarcal de relacionamiento para que adquiramos una nueva conciencia. Este proceso siempre está asociado al dolor, pues para que algo nazca algo debe morir. Para que la mujer consciente y responsable por su destino nazca, debe morir la joven ingenua e irresponsable, que no quiere cuestionar a su marido porque ella también está cómoda en esa situación. Si no hace preguntas todo marcha bien, ella no tiene que hacer nada para sostener su mundo.

Muchas mujeres pagan muy caro el quedarse en este estado. En general descubren tarde, cuando su marido las abandona, que evitaron el compromiso de su propio crecimiento y ahora se encuentran solas y se sienten incapaces de enfrentar la vida sin su esposo. Para muchas otras esta etapa, a pesar del dolor que conlleva, es el inicio de un enorme crecimiento y expansión de su independencia y sentido de sí mismas. Retoman estudios que habían abandonado, a veces para apoyar a su marido a que termine los suyos; comienzan a trabajar y en este proceso descubren que eran mucho más de lo que pensaban. Por fin, las mujeres en esta situación terminan de salir de la “casa del Padre”, dejan de guiarse por la regla de la ingenuidad y la obediencia para empezar a ser artífices de su propio destino. Estas fuerzas que propician la caída de Psiquis se encuentran en el inconsciente de todos nosotros, representan sentimientos que en general nos resultan difíciles de admitir. No en vano Jung las colocaba como integrantes de la Sombra, esa parte en nosotros integrada por sentimientos que no pueden ser aceptados por nuestra conciencia. Los celos, la envidia, la competencia, son –una vez comprendidos– los grandes instrumentos para el cambio de conciencia. Ellos nos señalan la mayoría de las veces lo que nos falta, aquella parte de nosotros que no se ha desarrollado y que se torna imprescindible desenvolver para alcanzar nuestro ser completo. Al reprimirlos se convierten en el infierno personal de cada uno, cuando no en el motivo de proyecciones sobre otros, que revierten en acusaciones que llevan a la

destrucción de vínculos y relaciones. Sin este impulso a cuestionar las situaciones estancadas la mujer se halla presa en una relación donde el hombre sería visto sólo como la Muerte en la montaña o el eterno adolescente constructor de (falsos) paraísos. Al interpelar a su hombre la mujer no sólo se hace un favor sino, como veremos, también se lo hace al hombre que vive con y dentro de ella. Pero de alguna manera es imprescindible que este cuestionamiento sea realizado para traer “luz” a la relación y no para destruirla. En el mito queda claro que la misma “Sombra” regresiva, representada por las hermanas envidiosas, aconseja a Psiquis que se provea de un cuchillo y de una lámpara de aceite. Ambos elementos representan cualidades que la mujer debe utilizar en estos momentos, pues en general es ella la que trae tanto la luz, como la crítica a la pareja. Veamos ambos símbolos por separado. La lámpara simboliza, al igual que la suave luz de la luna, la cualidad luminosa de la feminidad que, en oposición a la luz cegadora del sol (o del principio masculino) que todo lo ilumina al mismo tiempo, ayuda al caminante perdido en la noche a ver su próximo paso ya que, aunque parezca obvio, la luz es verdaderamente necesaria cuando estamos inmersos en la oscuridad. La mujer tiene esta capacidad de iluminar con dulzura y suavidad el camino del hombre, y muchas veces el reconocimiento de esta necesidad es lo que hace que muchos le teman a la mujer. Por otra parte, tal como lo cuenta el mito es Psiquis con su lámpara la

que devela la naturaleza divina de su esposo; es la mujer que con su mirada puede arrojar luz sobre la verdadera naturaleza oculta del hombre que está a su lado. Es este reflejo de su propia alma lo que permite al hombre encontrarse con su mejor naturaleza: la mujer tiene este doble poder tanto de reflejar y descubrir lo mejor o lo peor de su compañero. Y esto va a depender de que utilice la lámpara o el cuchillo. Al comenzar este mito puse el ejemplo de la Bella, cuando la princesa besa al monstruo y lo convierte en príncipe; si bien utilicé esa instancia como un ejemplo del despertar de su sexualidad interna, ahora con igual propiedad puedo utilizarla para ilustrar esa cualidad de “despertar” lo más bello que existe dentro de cada hombre. Cada vez que la mujer se reviste de su ropaje más femenino (simbolizado en los cuentos por su cualidad de princesa). más tierno, más dulce, al besar a su hombre, literalmente lo transforma, le da sentido a su existencia. Todo hombre sabe en alguna parte de sí que su vida carece de sentido, que su esfuerzo diario es estéril si no está rendido y al servicio de algo más trascendente que su propio ombligo. Pues bien, este sentido se lo otorga su mujer a través del amor y la familia. Pero el hombre es, en general, ciego a su capacidad de sacrificio y entrega como un valor en sí mismo. Cuando su mujer lee a través de sus defensas y excusas el verdadero significado de su sacrificio, le está devolviendo el sentido de la vida. Sin embargo, y por este mismo poder, cuando ella utiliza primero el cuchillo las cosas cambian. El cuchillo aquí expresa la capacidad crítico destructiva, la capacidad

castradora y manipuladora que toda mujer puede ejercer sobre “sus” hombres, pues no sólo el compañero o marido puede caer bajo sus garras, sino también sus hijos varones. Esta herramienta que en sí representa una cualidad masculina dentro de la mujer, debería ser utilizada en su propio mundo interno como instrumento de discernimiento, de diferenciación en cuanto a sus sentimientos y motivaciones y/o como arma de defensa, pero nunca de ataque. En general, cuando así ocurre provoca justamente lo contrario a lo que la mujer anhela. Cuando este cuchillo atraviesa una relación sólo consigue la huida, retracción, derrota o una respuesta agresiva de parte de su compañero, sin siquiera evaluar el daño devastador que ejerce sobre los hijos varones, con su secuela de duda sobre sí mismos, su propia masculinidad y su valor como hombres. Por otra parte, esta actitud masculina en la mujer suele despertar una actitud femenina en el hombre, con lo cual la pareja se convierte por momentos en una disputa sin sentido entre dos contrincantes que pelean por pelear. Estas discusiones suelen acabar cuando los dos se dan cuenta que ya no saben el porqué, más allá de querer derrotar al otro.

En el mito es justamente gracias a que Psiquis utiliza primero la lámpara que se produce una transformación de la conciencia. En primer lugar, ella descubre su verdadera situación y resulta expulsada del paraíso engañoso donde se

encontraba atrapada. En segundo lugar, devela la verdadera identidad de su marido obligándolo a colocarse en su justo lugar. Esta segunda parte puede ser entendida de dos maneras, en cuanto veamos la reacción de Eros como la del hombre externo o como la del hombre interno (Animus). En el primer caso, cuando una mujer devela la verdadera identidad de su marido éste toma conciencia de su naturaleza como dios del amor y por tanto su juego de adolescente eterno y constructor de falsos paraísos queda frustrado: muchos hombres, tal como Eros lo hace, pueden huir nuevamente a la casa de mamá. Necesariamente esto no implica una separación y un retorno físico a la casa materna por parte del hombre implicado, pero sí una huida al mundo del inconsciente, de la fantasía, de las ideas, en esa postura de “ausencia” tan común a tantos hombres y que tantas quejas provoca en sus mujeres. El hombre suele refugiarse en un lugar inalcanzable para no ser obligado a madurar y aceptar su verdadero rol en la vida; en alguna parte de sí continúa siendo un niño. Por otra parte, puede quedar profundamente agradecido a su mujer por ayudarlo a encontrar un nuevo paso en la noche de su vida, la mujer allí lo habilita a crecer emocionalmente. Este es un hecho que a muchos varones les cuesta entender; es difícil para el ser masculino aceptar que el sentido de la vida proviene de su lado femenino, es decir de sus afectos, de su corazón. Sin esta visión femenina que liga al hombre a la vida, éste quedará perdido en el puro mundo de la especulación. No quiere decir que la mujer asuma para siempre el papel de iluminar el

camino del hombre, pues éste posee dentro de sí la cualidad femenina que podría darle ese mismo sentido. En nuestra cultura de valores machistas esta búsqueda del ser femenino interior encuentra muchos obstáculos, de ahí que tantos hombres queden atrapados en vínculos emocionales de dependencia con sus mujeres. Con esta argumentación no pretendo que la mujer sea más importante que el hombre, pues éste cumple un papel similar en el despertar de la conciencia femenina para la mujer. Veamos ahora cuál es la perspectiva del mito si Eros representa al ser masculino interior. El descubrimiento de la existencia de este arquetipo en el interior de su propia psiquis es un paso trascendente en la evolución psicológica de cualquier mujer. Si bien Eros la abandona y la condena a dar a luz a una niña mortal, esto debe ser interpretado como una bendición para Psiquis. En primer lugar, arrastrada por él es expulsada del paraíso, al principio aferrada a sus piernas (aún queriendo retener la experiencia divina) inicia un vuelo que la saca del jardín donde vivía, pero cuando ya sus fuerzas se agotan se deja caer y vuelve a tierra, vale decir, recupera su dimensión humana. La niña que dará a luz refiere a su propia condición; darse a luz a sí misma, que es también un excelente símbolo del proceso de crecimiento y maduración que todos debemos llevar a cabo.

De alguna manera Psiquis realiza, o mejor dicho descubre, la paradoja del ser humano: por un lado, esta esencia divina que representa Eros dentro de ella y a la que guardará fidelidad durante todo el mito y por otra parte, su condición terrenal que implica sufrimiento y trabajo duro. Esta fidelidad que Psiquis mantiene a su amor por Eros representa en realidad la fidelidad a la propia alma, al centro de sentido en nuestras vidas, la única forma de no perdernos en los vericuetos y exigencias de la vida material que terminan llevándonos a ninguna parte. Psiquis inicia en ese momento su camino hacia la completa realización de su ser y si bien Eros no aparece en persona más que al final de sus pruebas, podemos intuir que todos los símbolos masculinos que la ayudan a lo largo del mito son manifestaciones de este dios. Por tanto, una vez que Psiquis ha descubierto su presencia dentro de sí, el regreso de éste con su madre Afrodita, madre primigenia que reina en la profundidad de los mares, puede ser entendido como una intermediación que realizará a partir de allí entre Psiquis y el inmenso mar del inconsciente. Esta intermediación es parte fundamental del proceso de individuación en toda mujer. La contraparte sexual deja de funcionar de manera autónoma dentro del alma de la mujer para integrarse a ella en forma de compañero interior, que la inspira y ayuda en los momentos más críticos de su vida. De hecho, es lo que ocurre en el resto del mito ya que lo que le espera a Psiquis es una ardua tarea de confrontación con Afrodita, a la que podemos percibir aquí como la función

inconsciente del centro de su ser que pone a prueba y a la vez educa al ego (Psiquis).

Psiquis, luego de ser abandonada por Eros y llena de desesperación, piensa en suicidarse y se acerca al río para arrojarse a él. Sin embargo el dios Pan, que se encontraba cerca del lugar, la disuade de su intención y le aconseja que intente reencontrarse con Eros, pues la misma flecha que produjo la herida es la que puede sanarla.

Es claro que el consejo va dirigido a que Psiquis: no pierda la conexión con el origen de su estado actual, pues toda herida nos abre a una nueva perspectiva, toda muerte de un estado nos señala el nacimiento de otro. Si en nuestra desesperación y dolor perdemos contacto con el origen y con lo que nos impulsó a seguir ese proceso, no sólo perdemos el sentido, la razón de nuestro dolor, sino que corremos el riesgo de perder el significado, que sólo se devela si se paga el precio de permanecer en el nuevo camino y recorrerlo por completo. Debemos entender de esta manera las ideas suicidas de Psiquis: ella siente que quiere morirse y este sentimiento, si va acompañado de un reconocimiento de que es una parte de nuestra antigua personalidad la que debe morir, se convierte en un portal al crecimiento y la transformación.

Si el amor le ha producido un gran dolor ¿quién más que el dios del Amor

podría repararlo? Pero Psiquis sabe que Eros en ese momento está bajo la influencia de su poderosa madre, Afrodita. Significa que ella para solucionar su dolor deberá entrar en relación con la terrible diosa. Psiquis se rebela y no quiere dirigirse a ésta. Recorre otros templos de dioses y diosas, pero ninguna divinidad quiere enemistarse con Afrodita, por tanto la rechazan y abandonan a su suerte. Vencida, Psiquis debe enfrentarse a la diosa.

Veamos, antes de internarnos en los avatares de este encuentro, qué significa esta rebeldía de Psiquis. Esta parte del mito cuenta lo que nos ocurre después de una confrontación con nuestro destino. Cada vez que nos enfrentamos con lo que denominamos una tragedia –esto es un evento de grandes proporciones que conmociona toda nuestra existencia, y comprendemos que debemos de hacer algo para convivir con el nuevo orden de las cosas, todos nos rebelamos. Es el clásico ¿por qué a mí? Queremos seguir haciéndolo a nuestra manera y por un tiempo insistimos en viejos caminos, atajos o alternativas: aún no dimos en el blanco. Este tiempo que parece estéril es de gran importancia, pues no sólo es preciso aceptar nuestro destino para aprender de él, sino que tenemos que elegirlo. Este camino en círculos representa el tiempo necesario que se toma

nuestro Ego en ser derrotado y en aceptar y elegir conscientemente el camino a seguir. Esto en general resulta humillante (de humus, tierra), como veremos en la confrontación con Afrodita. Cuando Psiquis decide por fin seguir el consejo del dios Pan y se dirige al templo de Afrodita, no obedece tan sólo su mandato, sino que está asumiendo conscientemente su derrota (derrota del Ego frente al Ser) y el rumbo que su vida debe seguir, si es que quiere sanarse y recuperar su amor. Lo primero que hace Afrodita –como era previsible– es humillarla, decirle que no vale, que no sirve para nada. En este acto no debemos entender que la diosa meramente está vengándose de Psiquis, sino ver en sus actos una experiencia arquetípica de crecimiento y transformación. Esta experiencia de humillación es una experiencia típica del camino de crecimiento espiritual, quizás una de las más duras pruebas que debemos pasar. La única acción posible en esas circunstancias es aguantar, es quedarse y soportar el proceso, pues una vez que éste pasa recibimos una nueva orientación y un nuevo rumbo a nuestras vidas. Es precisamente lo que le ocurre a Psiquis; una vez que Afrodita termina con su “sermón” le indica cuatro tareas harto difíciles y en apariencia imposibles, dado que si no consigue pasar cada una de ellas, su destino invariablemente será la muerte. Esta parte del camino de la mujer se parece en algunos aspectos al enfrentamiento que el hombre tiene con su sombra, donde también es humillado “desde adentro” al mostrársele sus errores y debilidades. Se precisa mucho

coraje para soportar una acusación semejante, pues por un tiempo parece que todo lo que hemos hecho en nuestra vida ha sido equivocado o producido por motivos equivocados. Un gran sinsentido se extiende por toda la existencia, la pérdida de la fe y una gran depresión son parte de los síntomas que aquejan a las personas que están atravesando estas situaciones. Sin embargo, si logramos sostenernos y resistir la tempestad veremos un nuevo amanecer, aunque la continuidad conocida de nuestras existencias se haya quebrado para siempre. Muchas personas que asisten a esta humillación en los hechos externos de sus vidas, son expulsados de sus paraísos personales ya sea como pérdida de un matrimonio, una posición social o de sus bienes materiales. Como no están acostumbrados a relacionarse con su mundo interno y con el simbolismo que éste tiene, sucumben a la depresión y el sinsentido, suicidándose de una manera u otra. En general esta humillación externa sería evitable si las personas estuvieran más sintonizadas con sus vivencias internas, con su inconsciente o con su vida espiritual; sin embargo, en nuestra cultura secular esto es muy raro y por tanto, comúnmente nuestro inconsciente nos hace zancadillas allí donde más perdidos estamos de nuestra verdadera naturaleza: la relación con el mundo. Pues es en esta relación que nos vemos seducidos por el brillo material de los logros de nuestros egos, es en esta relación que dejamos de ver la belleza y el misterio de la vida para sustituirlo por lo concreto de la lucha por la

sobrevivencia. El mundo deja de ser un espejo para nuestra alma para convertirse en un campo de batalla. ¿Cuántos nos damos cuenta de nuestros errores y de lo que realmente nos importa en la vida, cuando víctimas de un infarto esperamos la hora de nuestra muerte entre las frías paredes de un CTI? ¿Cuántos de nosotros prometemos que si nos dan una nueva chance vamos a cambiar nuestra manera de vivir? ¿Y cuántos realmente llevan a cabo esos cambios? El mito nos muestra que este es un proceso natural que –lejos de ser una catástrofe irreparable– representa el comienzo de una nueva etapa, donde luego de sufrir la humillación nos será dada la oportunidad –a través de una serie de “tareas”– de renovar nuestra existencia. Retomemos entonces la historia de Psiquis para aprender de lo que le sucede.

Afrodita luego de “rezongarla” le da cuatro tareas: la primera consiste en ordenar una habitación repleta de distintos cereales y granos, por tipo y tamaño antes del amanecer. La tarea es imposible, por lo menos a escala humana. Psiquis sabe que si no logra realizarla enfrentará la muerte. Su actitud aquí es la misma que frente al río, se sienta y llora con desconsuelo. De inmediato aparecen miles de hormigas que comienzan la tarea y

consiguen antes del amanecer ordenar todos los granos. En primer lugar debemos entender la actitud de Psiquis, que habrá de repetirse a lo largo de todas sus tareas. Su llanto no debe ser interpretado como una señal de debilidad e impotencia, sino como la habilidad arquetípica que toda mujer posee de abandonarse y centrarse en sí misma. Esta aceptación consciente de la derrota, posibilita la emergencia de cualidades ocultas en el inconsciente que, al haber abandonado el Ego su función normal de control, aparecen haciéndose cargo de la situación. Parece ser que la mujer está mejor dotada que el hombre para realizar esta tarea de dejar de hacer, actitud que los monjes zen se ocupan de enseñar a todos sus discípulos conscientes de su enorme utilidad y trascendencia. Las hormigas aquí simbolizan la capacidad de discriminar y realizar tareas de gran detalle y concentración, que implican la posibilidad de atender a varias cosas al mismo tiempo. Esta habilidad es la que clásicamente despliegan las mujeres que se hacen cargo de un hogar, tarea que los hombres valoran muy poco, tal vez por su falta de capacidad para realizarla. Muchas veces sólo una mujer consigue recordar dónde está la camisa de su cónyuge, qué merienda deben llevar los niños al colegio, cuándo hay un cumpleaños en la familia y qué regalo hay que comprar, entre otros cientos de pequeños detalles que hacen a la vida del hogar. Además de hacerlo con eficiencia y sin errores.

En general descubrimos cuánta falta hace esta capacidad cuando por alguna circunstancia la mujer debe ausentarse de la casa. Muchos hom- bres sumergidos en el caos, por primera vez descubren y valoran lo que sus mujeres hacen por ellos y sus niños, cuando tienen que hacerlo por sí mismos.

Al amanecer Afrodita retorna, asombrada y enojada, al tiempo que reconoce que Psiquis consiguió realizar la tarea asignada. Acto seguido la somete a una segunda tarea tan imposible como la primera: deberá cruzar a la isla donde viven los míticos carneros de vellos de oro y traer una buena cantidad de los preciados hilos dorados. Una vez que Afrodita se va, Psiquis comienza nuevamente a llorar, pues era bien sabido que los carneros a los que ella debía quitarle el vello dorado eran en extremo violentos. Sabía que perdería la vida apenas pusiera un pie en la isla. Sin saber qué hacer, Psiquis se sienta, derrotada, a orillas del río que la separaba de los temibles carneros. En ese momento los juncos que crecían en el lugar comienzan a hablarle, diciéndole qué es lo que debe hacer para poder cumplir su tarea. Le explican que debe cruzar durante la noche y aprovechando que los carneros estarían durmiendo a esa hora, recoger el vello que durante el día pierden en los arbustos y pastizales del lugar. Los juncos le aseguraron que encontraría vello suficiente como para dejar satisfecha a Afrodita.



Aquí tenemos una nueva lección que, sin pretenderlo, Afrodita le está dando a Psiquis. El sentido de este nuevo aprendizaje debe ser entendido en su nivel simbólico. Primero, Psiquis vuelve a considerarse derrotada, lo que posibilita la aparición de la solución a sus problemas; segundo, el consejo de los juncos que representan otro aspecto de su propio inconsciente: sólo debe tomar del principio agresivo masculino una porción, evitando el enfrentamiento con sus representantes. Esta parte del mito está profundamente relacionada con un gran dilema de nuestro tiempo: la emancipación de la mujer. Durante siglos en nuestra cultura la mujer ha sido sometida a los valores masculinos y por ende, relegada del entramado social y sus beneficios, como si fuera una ciudadana “de segunda clase”. Esta situación se ha revertido en los últimos años a través de la lucha incansable y admirable de muchas mujeres en el mundo entero. Movimientos como el feminista, o el de los derechos de la mujer, han tenido logros en el plano social, en el trabajo y han aumentado la conciencia en la población mundial de la situación de la mujer. Sin embargo, estos avances de la mujer en la sociedad han quedado confundidos con logros en pie de igualdad con el hombre, en cuanto al lugar que la mujer tiene en los ámbitos de trabajo, lo que de alguna manera nos coloca en la peligrosa situación de confundir igualdad con identidad. Como si hombres y mujeres no tuvieran diferencias y debieran aspirar a los mismos roles en la vida. No debemos confundir el que los roles del hombre y la mujer, así como

sus esencias, sean utilizados para legitimar sometimientos y discriminaciones de índole político-religiosas en determinados contextos culturales y sociales, con que esos roles y esencias no existan, o sean subproductos de dichos contextos. Existen ejemplos en la historia de la humanidad donde estaban repartidos en forma armoniosa y no generaban ningún tipo de privilegios o discriminaciones. El rol de la mujer en la comunidad, así como el del hombre, en esencia sigue siendo el mismo a través de los milenios. Lo que sí ha cambiado es la valoración que le damos a ambas funciones. Los hombres continúan sin poder concebir o dar a luz a sus hijos y las mujeres no pueden autofecundarse. El papel insustituible en la alimentación y crianza de sus hijos continúa siendo el mismo desde el inicio de la humanidad. La dignidad, la fuerza y el coraje que distinguían al guerrero en el pasado, estaban especialmente dirigidos y valorados dentro del grupo por su función protectora de las mujeres y niños. Pero a nadie se le ocurría que por esa razón se merecía algún tipo de tratamiento especial. En las sociedades nativas de América la casa era de la mujer y el hombre sólo era admitido en ella si la mujer así lo deseaba. En la actualidad toda la dignidad y el coraje que un hombre debería desarrollar en su vida para merecer un lugar dentro del grupo y obtener así una familia, se pierde en tontas e indignas batallas de poder dentro de las oficinas y negocios de nuestro mundo. Sin embargo, la mujer sigue en su lugar; el que lo ha perdido es en realidad el hombre. De cualquier manera, volveremos sobre este tema más adelante.

En el mito la enseñanza radica en que la mujer debe tomar del principio masculino aquello que le es apropiado para su condición de mujer, de lo contrario corre el peligro de desarrollar las cualidades negativas de la masculinidad: agresividad y competitividad impiadosas. Los carneros del cuento representan este principio: durante el día gastan su desbordante energía en luchas a muerte contra los otros machos y atacan indiscriminadamente todo lo que se mueve. Mucho tiempo antes que nos viéramos encerrados en los caminos sin salida de la sociedad patriarcal, ya nos estaban avisando sobre los peligros tremendos de esta actitud masculina. La agresividad y la competitividad deben estar supeditadas y subordinadas a un propósito comunitario (femenino) trascendente para que tengan sentido, de lo contrario se convierten en caminos que llevan a ninguna parte. El principio masculino, el yang, debe estar en armonía con su contraparte, el ying, tanto en el hombre como en la mujer. Durante siglos el hombre de occidente ha proyectado su desequilibrio, o sea, su mala relación con su propio principio femenino, en la mujer, tratando de controlar y manejar lo que dentro de si lo amenazaba. Pero por sobre todas las cosas, no podemos confundir el principio femenino con la mujer, ni el masculino con el hombre. Cada uno de los géneros debe luchar para alcanzar una buena armonía entre estos principios dentro de sí: aquí el mito nos habla de cómo debe enfrentar y resolver la mujer (Psiquis) su

relación con el principio masculino que habita en ella. La lección es bien clara: debes tomar de esa energía todo lo que necesites (inteligencia, claridad, autoafirmación, etc.), pero evitando los aspectos negativos de ésta (competitividad destructiva, violencia, etc.). Como veremos en el mito del hombre, también debe enfrentarse con esta energía y aprender a manejarla, aunque de diferente manera que la mujer. En el mito hay otro aspecto que no se debe pasar por alto: los juncos aconsejan a Psiquis aproximarse a éstos durante la noche. Este consejo está profundamente relacionado con lo que veníamos hablando, pues existe una gran diferencia entre el tipo de luz que proporciona la luna y la que proviene del sol. La cualidad lunar, que no en vano ha sido asociada al principio femenino, es la que permite iluminar la oscuridad. La sutil luz de la luna es la que nos permite encontrar el sendero en las tinieblas. Es esta cualidad la que inspira a los poetas y a los místicos en sus “caminatas” por el mundo de lo inconsciente. Y es esta cualidad la que Psiquis debe rescatar para su ser.

Cuando al amanecer Afrodita regresa y encuentra que Psiquis había, una vez más, logrado completar la tarea, recurre a una tercera e imposible hazaña: deberá recoger en una frágil copa de cristal agua del río Estige, un río circular que comienza en la montaña (el lugar del espíritu), desciende a las profundidades infernales y regresa a la montaña. Es además enormemente peligroso; sus corrientes son temibles y están protegidas por monstruos y

dragones, lo que de alguna forma representa al río de la vida con todos sus riesgos y posibilidades de morir ahogado en él. Aquí la solución vendrá directamente por el lado de Zeus, el dios del Olimpo.

El mito cuenta que Zeus decide intervenir directamente para ayudar a su hijo, Eros, en lo que obviamente es una alusión a la ayuda que todo padre debe otorgar a su hijo varón para poder desligarse de la posesión de la madre. Eros al ayudar a Psiquis en su camino se ayuda a sí mismo a escapar de las garras posesivas de su madre, Afrodita, tarea que sólo podrá alcanzar si Psiquis consigue realizar sus trabajos y a través de ellos lograr un estado de igualdad diferenciada con su amante divino.

Por otra parte, es fácil ver aquí cómo los principios masculino y femenino actúan para balancearse mutuamente: Zeus, el dios padre-masculino se opone a la tiranía matriarcal de Afrodita, que intenta someterlo todo al principio femenino regresivo en el que todo permanezca indiferenciado y bajo su control. Y en definitiva son estas fuerzas polares las que nos obligan a crecer hacia nuestro propio destino como seres independientes y conscientes.

Zeus envía un águila, vieja amiga que ya lo había ayudado antes (en el rapto de Ganímedes) para que salve a Psiquis en esta nueva instancia. El águila toma la copa que le fuera entregada por Afrodita se zambulle en el río y se la entrega a

Psiquis llena, antes que la diosa regrese. Sin embargo debemos detenernos un poco en el simbolismo de la resolución de esta parte de los trabajos, impuestos a nuestra heroína, antes de seguir adelante con el mito. El hecho de que sea un águila la que concurre en ayuda de Psiquis no es casualidad. Antes de su aparición ya lo habían hecho las hormigas, símbolo de la tierra y luego el junco, símbolo del agua, y ahora el águila, símbolo del aire. Parece una progresión de lo más denso a lo más etéreo, como que Psiquis debiera ir aprendiendo a enfrentarse con los distintos elementos que representan lo masculino en sus diferentes estadios. Así como las hormigas representan el aspecto más material y concreto, probablemente simbolizando la cualidad necesaria para lidiar con el mundo de lo cotidiano, el águila representa la cualidad necesaria para enfrentar con éxito los aspectos más abstractos y espirituales de la vida. No en vano las aves representan en la mitología nativa americana, a la manifestación directa de la voluntad del “Gran Espíritu”. Para algunas tradiciones nativas el destino último y más elevado del espíritu humano es el reencarnar en el cuerpo de un águila, el paso previo a convertirse en “polvo de estrellas”. Ella porta simbólicamente las cualidades más elevadas y es imposible no caer en la tentación de interpretar su relación con el río Estige como un

aprendizaje invalorable de cómo relacionarnos con la vida. El águila posee una doble cualidad perceptiva, por un lado es capaz de ver a la distancia y en totalidades y por otro es capaz de focalizar dentro de esas totalidades los más mínimos detalles. Es de esta manera que el águila puede obtener su alimento, como maravillosamente lo describiera F. Wolf en su libro “La Búsqueda del Águila”, diferenciando la parte que de ese todo (Naturaleza), le es ofrecida como sustento. Esta capacidad de poder ver lejos y alto para después descender sobre lo pequeño y propio, parece una metáfora adecuada a nuestra relación con la vida. En última instancia la vida es un gran misterio que como el río Estige, fluye por lugares peligrosos e inaccesibles, desciende a los infiernos y sube al tope de la montaña en un círculo sin principio ni fin. ¿Cuál entonces debe ser nuestra actitud, nuestro lugar, nuestra relación con este río? La lección parece decirnos: nosotros no somos la vida, no somos el río, somos parte de él; le pertenecemos, no nos pertenece. La parte que somos está representada por la cantidad de agua que podemos tomar en la copa de cristal que Afrodita le diera a Psiquis; nuestro Ego, representado aquí por la copa, puede contener una parte de ese maravilloso río; ésa es nuestra vida y el hecho de que la copa sea de cristal posiblemente nos hable de nuestra conciencia, de la posibilidad de asumir nuestro lugar en el círculo de la existencia de forma consciente. Asumir la pequeñez y fragilidad de nuestro paso por la vida, el lugar que

nos toca ocupar en ella, es una de las más grandes realizaciones de la evolución espiritual humana. ¿Qué se nos pide? Que desarrollemos la capacidad de volar alto sobre las miserias cotidianas, de ver la relación del todo, de entender el papel que ocupamos dentro de ese todo y poder agradecer lo que se nos da. De esta manera, cuando descendemos a la cotidianeidad cualquier cosa que la vida nos entregue nos parece suficiente, pues hemos comprendido lo pequeño de nuestro lugar, lo frágil de nuestra existencia y sin embargo nuestro derecho a existir en plano de igualdad con los otros seres con los que compartimos la Tierra. La mayoría de nosotros vive al revés, desde lo pequeño y cotidiano intenta entender la totalidad, poniéndose además en el centro de la existencia, como si todo pasara por su ombligo. Más tarde o más temprano la vida se encarga de corregir nuestro error perceptivo, pero en este viaje de Psiquis parece imprescindible que ella desarrolle esa cualidad de águila y comprenda su relación con el río. La lección de humildad y entendimiento es cumplida cuando al amanecer Afrodita, para su asombro, ha sido una vez más derrotada. Es aquí que la diosa decide imponerle la cuarta y última prueba, quizás la más larga y compleja, la que por último habrá de llevar a Psiquis a su máxima realización. La diosa demanda que nuestra heroína descienda al Hades en las

profundidades de la Tierra, el Infierno con todos sus peligros, y le solicite a su reina, la diosa Perséfone, un poco del secreto de la eterna belleza.

Al hacer este pedido Afrodita espera que Psiquis caiga en alguno de los innumerables peligros que la travesía a los infiernos implica y de esa forma, definitivamente, liberarse de su joven y mortal nuera. Esta última tarea no sólo es el último recurso al que Afrodita puede recurrir, sino que –desde lo simbólico– representa el descenso que toda mujer debe realizar a su mundo inconsciente, en las profundidades de su ser, para conseguir completar su madurez y crecimiento. Como en la vida real, este camino está lleno de peligros y para realizarlo toda mujer debe renunciar a algunas cosas que le han sido esenciales. Veamos qué ocurre en el mito: Como siempre, Psiquis se entrega a la desesperación esta vez en la total convicción de que no podrá realizar semejante tarea. Psiquis comienza a caminar sin rumbo en el campo circundante y tropieza con una gran torre construida en medio de la nada. Para su asombro la torre comienza a hablarle, dándole consejos y directivas sobre el cumplimiento de su última tarea.

Una vez más esta actitud nos demuestra la correcta forma de enfrentar los desafíos del crecimiento espiritual: siempre estamos en el comienzo, aquí otros logros acumulados no cuentan. Otra forma de entenderlo es con humildad y aceptación de nuestra

ignorancia, que nos coloca en la posición de siempre poder aprender (“el eterno aprendiz”) y ésta parece ser la actitud que debemos cultivar para caminar en la senda del “Espíritu”. La construcción es el cuarto elemento que ayuda a Psiquis a lo largo del mito, tal como decía antes: las hormigas representaban a la tierra, los juncos al agua y el águila al aire, pues la torre es el primer y único símbolo plenamente humano y resulta muy significativo que esta última y peligrosísima parte sea apoyada por un elemento humano. Todos constituyen parte del principio masculino y representan estadios de evolución o cualidades del principio yang que Psiquis debe desarrollar para madurar como ser humano completo. Cada vez que Psiquis consigue derrotar al indiscriminado y poderosísimo principio de la Gran Madre (Afrodita, inconsciente colectivo) lo que en realidad está haciendo es dar un paso hacia la autonomía de su propio Ego. Esta separación y consolidación del Ego en relación al inconsciente, es siempre una batalla desigual y peligrosa que pasa por etapas bien definidas, referidas en esta historia de Psiquis y Eros. La muerte en el monte, que como vimos representa la salida de la adolescencia a través del matrimonio, la caída del paraíso, una vez que Psiquis revela la verdadera identidad del ser amado (asumir el propio destino y responsabilidad sobre él), y luego la serie de tareas que representan la confrontación con el inconsciente en busca de la propia identidad y “completud”,

son algunas de las mencionadas etapas. Este proceso en la mujer se parece al del hombre, pero con una gran e importante diferencia: el inconsciente para la mujer es un elemento del mismo signo, mientras que para el hombre representa el signo opuesto y por tanto desconocido. Si bien la tarea de separación y crecimiento en ambos se realiza bajo el signo de la masculinidad, la fuente de la que se separan es femenina y por tanto cargada de un significado diferente.

La torre le da a Psiquis una serie de directivas complejas que nuestra heroína deberá cumplir al pie de la letra, so pena de quedar atrapada en el tenebroso mundo subterráneo. En primer lugar Psiquis camino a la puerta del Infierno se cruzará con un anciano y su burro de carga; tan pronto ocurra, la carga que transporta se caerá al suelo. El anciano le pedirá ayuda, a lo cual Psiquis deberá negarse. Tendrá también que llevar dos monedas para darle al barquero que cruza las almas hacia el Infierno, así como dos bizcochos de avena y miel para distraer al monstruoso perro Cancerbero que guarda la entrada del Infierno. Ambos requisitos son el pasaporte de entrada y retorno de su viaje; si por alguna razón se olvidara de la segunda moneda o el segundo bizcocho, quedaría atrapada para siempre. En una situación parecida a la del anciano también deberá negarse a rescatar a un hombre que ahogándose implorará por ayuda, así como no deberá

conversar ni aceptar la invitación que las hadas que tejen el destino de los hombres le harán para que las ayude. Por último, una vez que llegue ante Perséfone deberá también negarse a su ofrecimiento para pasar la noche y a la invitación a cenar. Veamos ahora qué simbolizan cada una de estas mini tareas dentro de la gran tarea que Psiquis debe realizar para librarse de la persecución de Afrodita. En primer lugar consideraremos la negativa de ayuda al anciano y al hombre que supuestamente se ahoga. Lo que se pide de Psiquis es que olvide una de sus características esencialmente femeninas: la postergación de sus propios intereses en beneficio de seres más necesitados, como el caso de toda madre con sus hijos. Esta cualidad femenina, sin la cual la vida no sería posible, debe cesar en determinadas circunstancias para que una mujer pueda completar su proceso de crecimiento (como en las situaciones en que el marido se resiste al proceso de individuación de su mujer por temor a perderla, por inseguridad, egoísmo, etcétera). En ciertas ocasiones vemos maridos que temen que su mujer los abandone cuando la ven muy interesada en algún proyecto que no los incluye y por celos, competencia o necesidad de control, empiezan sutil o abiertamente a sabotear el proyecto de realización de sus esposas. Recurren a la artimaña de “hacerse las víctimas” buscando justamente “tocar” a la mujer en su instinto maternal, que considera y tolera las necesidades de los otros más que las propias.

El mito no quiere decir que la mujer deba abandonar esa actitud o ese sentimiento, pues sería catastrófico para la humanidad, pero que sí debe hacerlo cuando ha comenzado su proceso de individuación. Dicho proceso (sabia Naturaleza) comienza para la mujer y para el hombre en la segunda mitad de sus vidas. Todos los consejos en esta parte tienen un propósito común: ayudar a la mujer a desarrollar la atención focalizada y centrada en una meta final. Esta característica es típicamente masculina y si Psiquis no logra desarrollarla perecerá en el intento. Otro perfil típicamente femenino que Psiquis debe abandonar se expresa a través de la invitación que las “Tejedoras del Destino” le hacen para que las acompañe en su tarea. A nivel simbólico significa la renuncia a inmiscuirse en los asuntos y destinos de los demás para concentrarse en el suyo. La visión abarcadora de la mujer y su interés por los detalles cotidianos de la vida de los otros, en especial de sus hijos, debe ser abandonada en este momento de su existencia para concentrarse en su meta final. Del mismo modo no debe olvidarse de las monedas con las que pagar al barquero y los bizcochos para el monstruo guardián del Infierno, en una nítida alusión a la concentración y atención necesarias en la planificación de un “proyecto circular”: comienzo y retorno al lugar de origen. El hacernos cargo de lo material, necesario para el viaje a nuestro infierno personal (simbolizado por las monedas que debemos pagar al barquero), ilumina la relación correcta entre lo material y lo espiritual, en el camino de evolución y crecimiento psicológicos.

Debemos ser responsables por cuidar lo material para asegurar lo espiritual; no podemos dejar los detalles, en apariencia pequeños, si estamos embarcados en una tarea trascendente, pues en tales momentos corremos más riesgos de olvidarnos de esta parte de la vida que se realiza y expresa a través del mundo material. De igual modo, perdemos contacto con lo sagrado cuando el foco de nuestra atención se desplaza a preocupaciones por nuestro ser material. También debemos proveer de alimento al perro de tres cabezas, que puede simbolizar nuestras necesidades insatisfechas, hambre o nuestros miedos. Sólo un Ego bien nutrido puede completar la tarea de descender al Infierno. Por último, la advertencia de no aceptar las invitaciones de Perséfone, refiere a que cada vez que aceptamos algo de otros creamos lazos, lazos de relación que a su vez generan restricciones a nuestra independencia. No sería bueno para Psiquis crear lazos con la reina del mundo subterráneo, pues podría implicar que le pidiese algo a cambio de los favores recibidos lo cual, como es obvio, sería muy peligroso. De cualquier manera, a un nivel más transpersonal la advertencia apunta a que en nuestro viaje al mundo subterráneo sólo podemos ir de visita por un buen propósito y una vez ter- minado éste debemos retornar de inmediato, so pena de quedar atrapados para siempre (locura). El Ego, forzosamente en su camino de individuación desciende a las profundidades del Ser para obtener conocimiento, pero debe retornar a su lugar de independencia (no-dependencia) para realmente cumplir con su tarea.

De la relación con los dioses se puede obtener mucho conocimiento, pero nunca debemos quedarnos a vivir con ellos.

Psiquis consigue pasar todas las pruebas y logra hacerse con la caja que contiene el secreto del eterno femenino. Había sido advertida que bajo ningún concepto debía abrir dicha caja, en una clara alusión a la tarea de superar la “eterna” curiosidad femenina. A pesar de ello Psiquis, teniendo en su poder el secreto de la eterna belleza, sucumbe al deseo de hacerse majestuosamente bella para su amado, ya que al fin y al cabo era su amor por Eros que la había hecho iniciar todo su peregrinaje. Cuando abre la caja para echarle un vistazo, de inmediato cae inconsciente víctima de un sueño “eterno”. Paradójicamente, cuando nuestra heroína estaba a punto de triunfar en su última tarea y sólo unos pasos la separaban de la libertad y de su amado, fracasa. En apariencia es así, pero este desenlace fatal es el que precipita el triunfo final de Psiquis.

Al verla desmayada Eros la rescata y pide ayuda a su padre Zeus para que interceda ante Afrodita. Su padre, que además pensaba que ya era hora que su díscolo hijo sentara cabeza y dejara de crear problemas con sus flechas de amor,

despierta a Psiquis, le entrega la inmortalidad y en medio de festejos la integra al Olimpo. Veamos algunos mensajes que nos deja el análisis de este tramo. En primer lugar, el sueño en el que cae Psiquis es conocido a través de innumerables cuentos y leyendas. Esta imagen refiere a la mujer dormida que yace en toda joven, que necesita de un príncipe que la despierte. En todos los cuentos, luego del despertar, la feliz pareja se convierte en matrimonio. Esta situación, en términos transpersonales, nos habla del “sagrado matrimonio interior”, del momento en que ambas naturalezas, femenina y masculina, se unen en la completud del Ser, cerrando un complejo y prolongado proceso de integración, crecimiento y expansión de conciencia. Este es un evento que culmina luego de arduas labores y pruebas por las que el Ego de quien lo inicia debe pasar, pero no se trata de algo que él mismo pueda decidir: su culminación se realiza de forma misteriosa y siempre con la intervención de fuerzas superiores a nuestra personalidad consciente. Creo que es a lo que se refiere el supuesto fracaso de Psiquis, representando al Ego femenino en su lucha por diferenciarse y crecer en relación al inconsciente colectivo del cual proviene. Ella no puede triunfar por la sola imposición de su voluntad; debe sí luchar con todas sus fuerzas para vencer y entonces, paradójicamente en su momento de mayor fracaso, vendrá la solución final.

El mito relata la historia de la relación que Psiquis va desarrollando, gracias a la oposición de su divina suegra, con su lado masculino, hasta culminar en su matrimonio sagrado. Su naturaleza femenina llega al máximo esplendor a través de este proceso. Es en la entrega, el amor, el sacrificio y el esfuerzo consciente, que Psiquis vence en su tarea de heroína, para ser luego aceptada, hasta por Afrodita, en el panteón de los dioses. El mito apunta a esta máxima realización, donde el self (simbolizado por el mundo de los dioses) conscientemente buscado, por fin se “rinde” (o tal vez, deberíamos decir que responde al llamado) a los heroicos esfuerzos del Ego y lo rescata, reintegrándolo a la fuente de la que nació, pero sólo después de haber sido transformado por los eventos de su camino heroico. Veremos cómo estos mismos elementos, a pesar de la diferencia de las tareas y transformaciones consecuentes, se desarrollan en el mito masculino mostrando la coherencia psicológica y arquetípica del camino del héroe.

El mito de Parsifal Este mito aparece en el siglo XIII y su contenido nos habla de la búsqueda emprendida por nuestro héroe, un joven llamado Parsifal, en pos del Santo Grial. A lo largo del mito encontraremos una serie de personajes que deberán ser vistos como partes de la personalidad total del héroe. De cualquier modo, muchos de los encuentros y circunstancias que le ocurren a Parsifal una vez decodificados pueden ser identificados como instancias concretas de la vida cotidiana, que a todos nos pasan o han pasado; aquí radica la riqueza de un mito: en su posibilidad de servir de guía, de matriz experiencial en nuestro camino por la vida. Sin embargo, hay eventos que aluden al encuentro con fuerzas transpersonales, como en el caso de Psiquis en sus relaciones con los dioses del Olimpo. La búsqueda del Grial, el sagrado cáliz en el que se dice que Cristo bebió durante la Última Cena, se convirtió en la r a z ó n de miles de peregrinaciones místicas, guerras santas, organizaciones caballerescas, órdenes herméticas, etc., durante todo un largo período de la historia. Hasta hoy conserva su simbología fascinante en la psiquis del hombre contemporáneo y

quizás, de alguna manera, sea en nuestra era donde estemos más capacitados para desentrañar su significado, dado que la búsqueda del Grial es una búsqueda interna que cada alma debe realizar en el momento apropiado y no tanto motivo de aventuras caballerescas en relación al mundo exterior. Sin embargo, cuando estemos por llegar al final de este mito veremos que el Grial en nuestra época está revestido de un sentido que quizás no podíamos sospechar treinta años atrás, cuando el desequilibrio ecológico no había llegado a los límites de hoy. El Grial, que puede ser identificado como el cuerno de la eterna abundancia, también simboliza además del centro de nuestro self a la Madre Naturaleza, a nuestra herida “Mater Tierra”. Por tanto, este mito también puede “hablarnos” de cómo debemos relacionarnos con el Principio Femenino y del porqué hemos perdido nuestra correcta relación con “ella”.

En el principio el mito nos habla de las dificultades por las que atraviesa el castillo del Grial. Estas dificultades se refieren a que el rey del castillo está gravemente herido: sus heridas le impiden vivir, pero al mismo tiempo no lo matan. Debido a esta enfermedad del rey, el reino está pasando una terrible situación: el ganado no se reproduce, las cosechas no crecen, el hambre y un paisaje desolador se extiende por doquier.

Antes de analizar las razones por las cuales el rey está herido, veamos el simbolismo de su estado. En primer lugar, cuando se nos dice que el rey está gravemente herido pero no muere ni se cura de las heridas, se nos está diciendo que éstas no pertenecen al plano físic o , sino que se localizan en el área psicoemocional. En segundo lugar, tanto la situación del rey como el paisaje desolador, nos sugieren un estado de “impasse” o estancamiento, donde la libido o energía vital está paralizada por causa de esta herida. Con nuestros conocimientos sobre psicología, hoy nos resulta muy fácil nombrar y describir dicha situación de estancamiento como un estado neurótico. Ahora ya estamos preparados para dar el segundo paso, que es la descripción de cómo sucedieron las heridas de nuestro rey.

Fisher King (Rey Pescador) era el nombre del rey. Dicho nombre le fue adjudicado por dos razones: porque su herida fue producida por un pez y por su afición a la pesca. Ambos eventos relacionados con el nombre del rey tienen un importante significado. Cuando el rey era adolescente y mientras paseaba por los bosques circundantes, se encontró con un campamento abandonado. Sin embargo en el medio de éste había todavía un fuego encendido y un salmón cocinándose. El joven, ingenuamente, se sirvió un trozo del pescado que le quemó los dedos de forma terrible. De inmediato lo dejó caer para llevarse sus dedos a la boca y aliviar el dolor de la quemadura; al hacerlo pudo sentir algo del sabor que

tenía el salmón. Detengámonos en el momento en que la herida es producida, pues nos habla de un prototipo de herida en la psiquis masculina, quizás la primera gran herida en la vida de todo hombre. El salmón en nuestra época es uno de los símbolos de Cristo, quien, para nuestra mente occidental, representa desde el punto de vista psicológico el arquetipo del self o centro de nuestra totalidad. Este centro es a la vez la meta de la vida consciente y el origen de ésta; es por tanto el símbolo del misterio por excelencia: sólo puede ser aludido en forma de símbolos que lo circunscriben y lo señalan (el centro de una plaza, el tesoro escondido en la caverna, el Grial, etcétera) pero nunca realmente lo tocan, pues es de su naturaleza permanecer de ese modo. Es lógico entender entonces que al tocarlo, el infortunado rey se quemó; es que tropezó con su naturaleza trascendente y transpersonal antes de tiempo y quedó herido. El mito también nos dice que a pesar de que fue herido por el pez, él igual consiguió experimentar algo de su sabor. Esto es muy importante, pues los hombres, como el rey herido, tropiezan muy temprano con su naturaleza “crística” y siendo incapaces de entenderla o asimilarla, la dejan caer; sin embargo, también como el rey se llevan los dedos a la boca y nunca más pueden olvidar la experiencia. Todo adolescente pasa por eso: en algún momento se encuentra con algo

que es mayor que él, algo que no está a su alcance y que de alguna manera le pertenece. Esta herida termina con el paraíso de la vida infantil, con el encanto que existía en su vida antes de la experiencia que le hirió. Así como en el caso de Psiquis cuando descubrió la verdadera identidad de su marido, todos nosotros en algún momento cometemos o somos víctimas de un “error feliz”, que nos expulsa de nuestro paraíso personal. El Santo Grial en sí mismo es un símbolo de la totalidad, de la integridad de todo lo que existe, pero también debemos separarnos de esta totalidad para reconocer qué existe más allá de nosotros y que el sentido de nuestra vida pasa por volver a ese lugar. Esto no puede hacerse sin ser expulsados de su seno y por ende “caer” en el mundo de la dualidad. El orden y la armonía del Universo acaban de destruirse para nosotros y el trabajo, el sudor y el sufrimiento de los propios méritos acaba de comenzar. Es bien entendible que los jóvenes no quieran aceptar este paso a la madurez y deseen quedarse para siempre dentro del Grial, para ser alimentados por él sin tener que hacer esfuerzos de su parte. Sin embargo, como el mito lo establece, el Fisher King a pesar de vivir en el castillo del Grial no puede ser ni alimentado ni sanado por éste, mucho menos puede ser vuelto total y pleno, pues en realidad no es posible conseguir nada del Grial si no recorremos el camino que lleva hasta él, aunque paradójicamente esté dentro de cada uno de nosotros. Por misteriosas razones este camino sigue un padrón fijo: primero vivimos en él sin darnos cuenta, luego somos expulsados de su lado por algún

error o circunstancia que en realidad vale menos que el hecho de recibir la expulsión, y por último, el camino de retorno luego de grandes tareas y sufrimientos donde sí podremos disfrutar de todos los beneficios del Grial. Toda esta senda apunta a un sentido bien claro que es la evolución y expansión de la conciencia. Y decimos sentido, pues mucha gente busca en estas cosas un significado, un entendimiento racional de los mitos y por ende de la existencia a la que aluden; el sentido, por el contrario, apunta a la experiencia, es más una dirección a ser seguida que algo a ser comprendido. Si bien es cierto que toda persona que vive su mito hasta el final también encuentra significados, esto ocurre más como la consecuencia de la expansión y maduración de su conciencia que porque ésta haya sido obtenida a través de comprender algún significado durante el “viaje”. El sentido preexiste a su descubrimiento, es anterior a la experiencia que más tarde lo devela; es como un llamado, como una señal que alude a un centro, pero sin explicarlo. Es de alguna manera la voz del self que nos llama a su encuentro, que nos devela su misterio –nunca totalmente– a medida que recorremos el camino hacia él. Por tanto, debemos entender este mito de Parsifal como las circunstancias particulares para el hombre en las que se expresa este camino universal hacia el centro de sí mismo. De la misma manera, podemos situar estas etapas del camino en forma cronológica en relación a las etapas de la vida.

La infancia y la pubertad suelen coincidir con la coexistencia dentro del paraíso, luego ocurre la expulsión hacia la dualidad o la imperfección consciente hasta la media edad, para luego alcanzar nuevamente el Grial en la ancianidad. Esto no quiere decir que todos podamos recorrer este camino, pues es un camino “muy estrecho”; apenas quiere decir que todos somos llamados pero no todos elegimos seguirlo. Volvamos al análisis del mito, teniendo ahora un poco más claro cuál es la circunstancia y la índole de la herida de nuestro rey.

Ha sido herido y no puede ser sanado por el Cáliz que guarda y protege en su propio castillo. La herida [que como vimos resulta de una expulsión del paraíso ingenuo en que vivía, por haber tocado su verdadera naturaleza antes de tiempo] es en su masculinidad. En su capacidad de procrear, de sostener a una familia, de fecundar la vida con su semilla y ser capaz de cuidarla y protegerla. Es muy común ver esta herida en los jóvenes. Por un lado, intentan mostrarse seguros y fuertes como “machos” y en realidad están llenos de dudas sobre sí mismos y sus propias cualidades. Cuando estos muchachos se encuentran con jóvenes mujeres (que han quedado fascinadas por la masculinidad aparente de estos proyectos de hombre) y ellas descubren finalmente cómo es que son en realidad, suele ocurrir que se

decepcionen de sus compañeros y los dejen, aumentando así la inseguridad de sus Fisher Kings. En cambio cuando las jóvenes se dan cuenta que lo que ven en ese joven es la promesa del verdadero hombre que hay en él y le prestan su apoyo y confianza, su joven compañero florece ante sus ojos. Como ya veremos (y como vimos en el mito de Psiquis) la mujer y el hombre tienen un papel fundamental en la consolidación de la identidad del otro. Es por tanto, en el caso del hombre, una gran duda en su propia masculinidad la que se instala en su espíritu. Es por esta razón que cada varón intenta a través de sus luchas y logros compensar dicha herida. Por ello, muchos hombres a pesar de sus éxitos no consiguen ser felices, pues no es tan sólo a través de tareas y triunfos externos que se curan las dudas que tienen este origen.

El mito nos cuenta que el “bobo de la corte” profetizó, hacía ya algún tiempo, que las heridas del rey cicatrizarían cuando un joven ingenuo y tonto llegase al castillo. Desde ese momento toda la corte comenzó a esperar la llegada del tonto e ingenuo, que salvaría al rey y a todo su reino. Esta actitud nos dice que la solución al problema viene de alguna parte ingenua y nueva de nosotros mismos, quizás de un estado de conciencia similar al que

teníamos cuando sufrimos la experiencia que nos hirió. Suele suceder que aquel joven espontáneo y tan lleno de vida se convirtió, luego de algún desengaño, en un hombre “duro” y práctico, hasta quizás en alguien escéptico y cínico. Las tías suelen comentar en las reuniones familiares y en tono de lamento, los terribles cambios que sufrió el que otrora fuese “la alegría de la familia”. Pues bien: estos cambios que sufrió fueron necesarios pero no suficientes. Cuando el que los experimentó repasa su vida, no quiere volver a aquel estado del ser en el que fue herido y seguramente desde su perspectiva tiene razón. Con certeza tal estado de ingenuidad fue el que le ocasionó la herida, sin embargo y a pesar de todos sus logros, su vida ha perdido la belleza y la cualidad mágica que solía tener en aquel entonces. Esta situación es la que describimos como un verdadero “impasse”, no podemos volver atrás y tampoco podemos seguir adelante. Por esta razón es que el rey encuentra alivio en ir a pescar. La situación de pesca en realidad simboliza la búsqueda del “material”, inconsciente (los peces) que puedan traer la solución al dilema en que se encuentra. Este impasse de la mitad de la vida es clásico en nuestra cultura, pues es el momento en que todos “los espejos de colores” que de alguna manera nos han vendido y hemos comprado para sustituir al verdadero Grial (el sentido de la vida sin el cual toda existencia es un mero transcurrir), muestran su inutilidad

para hacernos felices. Y es duro para un hombre maduro reconocer que después de tanta lucha, ahora debe esperar a que la solución provenga de su lado ingenuo, el que tanto esfuerzo le costó enterrar. Empezar este camino a esa altura de la vida, empezar la pesca, puede significar el comienzo de una terapia o el retomar un viejo hobby, o sea, una ruta de reconexión con el propio inconsciente. Siempre es difícil tomar la ruta de la humildad para reconocer nuestra incompetencia y nuestra ignorancia cuando hemos llegado a creernos tan importantes. En este punto el mito abandona las vicisitudes del rey para comenzar a contar la historia del joven Parsifal, que será el ingenuo que toda la corte está esperando. Su vida y sus hazañas pueden ser entendidas como el camino que un hombre debe tomar para volverse completo, o sea el camino que el Ego masculino con sus particularidades, diferentes al femenino, debe seguir desde la separación de su madre (inconsciente, Grial) hasta su posibilidad de sanar al reino, al rey herido y por fin vivir en su castillo.

Este joven vivía solo con la madre en condiciones de extrema pobreza y sin ningún tipo de instrucción. Para él, ésta era la vida que existía y no hacía preguntas a su madre sobre su padre o cualquier otro episodio de la existencia.



Esta ausencia de padre percibida en muchos mitos en relación a los hombres se refiere a que el punto de partida del desarrollo de la masculinidad para todo varón pasa por lograr su separación de la madre que, tal como lo cuenta el mito, es todo lo que el joven Parsifal tiene en su vida. Ella de alguna manera es el origen de todas las cosas para un joven: del alimento, de la ropa y hasta de la conducta a la cual debe ajustarse, a lo que su madre quiera o crea que es mejor para su hijo. Mientras él se atenga a estas reglas de juego su conciencia quedará presa del “estado de hijo”, esto es un estadio de desarrollo infantil y dependiente que debe superar para que la personalidad madura del hombre pueda hacer su aparición. En un nivel aún más transpersonal, la separación de la madre también simboliza la separación del Ego como entidad psíquica independiente de su origen: la gran madre Inconsciente. Poca cosa más debo agregar en cuanto al momento de la vida que está pasando nuestro héroe y lo precario y peligroso de ese estado para cualquier joven que no consiga salir de él. Por eso debemos entender este momento en su doble significado: en el plano concreto, todo joven debe abandonar el hogar materno y consolidar su vida independiente; en el plano transpersonal, entender la importancia de que este desprendimiento sea acompañado por un proceso similar de independización progresiva del Ego en relación al inconsciente. Si bien ambos procesos están profundamente interrelacionados, no son lo mismo: lo comprobamos a diario en muchos pacientes hombres que han

abandonado el hogar materno para casarse con una mujer que oficia de madre, o el de jóvenes que no pudiendo adquirir autonomía de su propio inconsciente, quedan fijos en relaciones de dependencia con sus madres, que actúan como colchones de seguridad contra sus miedos a la vida (ser devorados por ésta, temor a los compromisos afectivos, etc.).

Un día el joven Parsifal, cerca de su adolescencia y jugando en el jardín de su casa perdida en el bosque, vio pasar a cinco impresionantes y magníficos caballeros, montados en hermosos caballos con relucientes armaduras. Esta visión lo dejó tan maravillado que corrió a la casa a contarle a su madre lo que había visto y a compartir con ella su determinación de seguir a dichos caballeros. La madre, dándose cuenta de la inevitable separación decide contarle la historia de su padre y hermanos, historia que le había ocultado en su intento por salvarle del destino trágico que tuvieron al también decidirse por la vida caballeresca. Según le cuenta, todos ellos habían muerto en aventuras de caballeros y ella había intentado salvarlo de su destino ocultándolo en el bosque. Acto seguido le da su bendición y una serie de consejos de gran importancia a través del desarrollo del mito y que marcan el largo proceso de independización que un hombre debe llevar a cabo en relación a su Madre Inconsciente.

Pero antes de entrar en los consejos, veamos qué simboliza el ocultamiento del

pasado de los familiares masculinos de su hijo en el intento de preservarlo de lo que obviamente sería su destino inevitable. No es difícil reconocer en esta actitud la de muchas madres que intentan con sus hijos, y a veces con el más pequeño, evitar que siga el camino de su padre y hermanos, tratando de preservar su ingenuidad y estado de “gracia” el mayor tiempo posible. En parte, por una secreta hostilidad hacia el principio masculino (en su aspecto de bruja castradora); en parte por querer retenerlo por más tiempo, y por ende, su estado de conciencia de madre que está por irse anunciando los años de soledad o de búsqueda de otros sentidos, pero ya no el que provenía del ser madre. Inevitablemente cuando el hijo encuentre su masculinidad, simbolizada por caminos transitados por sus pares masculinos, iniciará la separación tan temida. Asimismo la madre en su actitud de ocultamiento y preservación, representa el impulso regresivo del inconsciente que tiende a mantener todo en su seno en estado indiferenciado y a impedir la discriminación de sus contenidos. Parsifal en su estado de pobreza, vistiendo ropas que le ha tejido la madre y comiendo la comida que ésta le prepara, además de estar separado del mundo por la acción intencionada materna, está totalmente a su merced. Aunque no lo sabe, es sólo una extensión de ella y de su voluntad; lo que en lenguaje popular se define burlonamente como “un hijito de la mamá”. De alguna manera todos debemos “pecar” contra este estado si

queremos convertirnos en individuos y tener nuestro propio destino y como siempre, cuando pecamos, aparece la culpa, que de alguna manera sutil la madre de Parsifal deja traslucir al justificar haberle ocultado su pasado, pues en última instancia él también la va a abandonar, como su padre y sus hermanos lo hicieron, para seguir sus propios caminos. Este mensaje es muy descalificador; por un lado muestra el camino a seguir como peligroso y trágico, apelando al miedo e inseguridad que podría generar en el corazón del joven, y por otro apela a la extorsión emocional: “Después de todo lo que hice por ti, tú también me abandonarás”. Es bueno tener en cuenta estos elementos pues los jóvenes los suelen encontrar como primeros y terribles obstáculos cuando, como Parsifal, salen a intentar sus propias aventuras. La fuerza regresiva del inconsciente que pretende retenernos en la seguridad (falsa) de la indiferenciación, sumado a las madres que temen la separación de sus hijos varones, suelen ser formidables y muchas veces definitivos obstáculos para la autoafirmación masculina. Sin embargo Parsifal, a pesar de todas estas cosas, lo mismo se aleja del hogar materno quizá por su inseguridad, quizás por la fuerza de su propia vitalidad. De cualquier modo nos enseña cuál debe ser la actitud que un joven debe tomar en estas circunstancias. Es esta actitud a lo largo de todo el mito, traducida en la capacidad para seguir los dictados de su voz interior, lo que lo transforma en héroe.

Ahora, volvamos a los consejos de la madre:

Primero ella le dice que debe siempre respetar a las doncellas; en segundo lugar, que debe ir a la iglesia todos los días y siempre que lo precise podrá recurrir a ella en busca de comida. Finalmente le aconseja que no haga preguntas, lo que le traerá muchos problemas en su camino. Parsifal parte entonces del hogar materno en busca de los cinco caballeros que vio pasar. Por todos los lugares que pasa pregunta por ellos, sin embargo nadie puede decirle con certeza dónde están; en cambio Parsifal obtiene muchas respuestas, algunas contradictorias entre sí, y de cualquier modo más que aclararle su búsqueda lo confunden. Lo que Parsifal está buscando es su propio camino y los caballeros representan más una dirección, un sentido, que una realidad tangible. Por eso Parsifal nunca los ha de encontrar y sin embargo, a la larga, también habrá de convertirse en un caballero como aquellos a los que estaba siguiendo. En nuestra vida cotidiana es fácil identificar esta situación cuando vemos a un adolescente tratando de seguir a los “cinco caballeros”. El tema vocacional, lo que habrá de hacer y ser en el futuro, para el joven que comienza esa búsqueda, así como le ocurre a Parsifal, se convierte en un sinnúmero de respuestas, consejos y orientaciones ante los cuales no sabe qué hacer. Muchos jóvenes se acercan a una carrera profesional deslumbrados por la “armadura” y el brillo del caballero que vieron pasar. Pero seguir sus pasos no es

tan simple como salir de casa y unírsele. Todos los jóvenes lo descubren tarde o temprano.

Parsifal continúa su viaje y tropieza con una tienda en su camino; en ella una bella doncella se encuentra esperando la llegada de su amado caballero. Por esa razón en la tienda se encuentran los más exquisitos manjares servidos en varias mesas. Cuando Parsifal ve todo esto, lo primero que piensa es que se encuentra en la iglesia, pues en su vida no había visto alguna. Allí está todo lo que su madre le dijo antes de partir, la doncella que debe ser tratada con respeto, la iglesia y la comida que ésta le podía proveer en caso de necesidad. Parsifal reacciona como cualquier adolescente que cree con ingenuidad que todo lo que existe está ahí para satisfacer sus necesidades. Por tanto, abraza y besa a la doncella, para mostrarle su cariño y respeto, le saca un anillo que ésta tenía en uno de sus dedos y luego se sienta tranquilamente a comer. La joven al principio, como era de esperarse, se siente ofendida y ultrajada, como en general toda joven se siente cuando tiene su primer encuentro con un adolescente como Parsifal: bruto e ingenuamente centrado en sí mismo. Sin embargo, la doncella se da cuenta de que el joven que está frente a ella es puro e inocente y que sus actitudes no son el reflejo de mala intención alguna, por el contrario, reflejan la pureza e ingenuidad de un alma intocada. Es en ese momento que la joven asustada ante la inminente llegada de

su amado advierte a Parsifal del peligro de quedarse en ese lugar, pues seguro su novio querría tomar venganza y le mataría. Parsifal obedece a la joven y continúa su viaje. Pronto se encuentra con el gran “Caballero Rojo” que pertenecía a la Tabla Redonda en la corte del rey Arturo y queda fascinado con su armadura y su enorme poder, de tal magnitud que nadie se le podía oponer, tomaba lo que se le ocurría, cuando tenía ganas, mientras los demás quedaban impotentes a su merced. Parsifal le pregunta qué debe hacer para convertirse en un caballero como él y nuevamente su ingenuidad lo salva, pues el caballero decide no hacerle daño porque piensa que nadie en sus cabales osaría cruzarse en su camino e importunarlo con preguntas. Le responde que se dirija a la corte del Rey Arturo, que allí le indicarán qué tiene que hacer para ordenarse caballero. Parsifal agradece y continúa su camino, ahora rumbo a la corte del rey. Al llegar comienza a preguntar a todo el mundo qué debe hacer para convertirse en caballero. Naturalmente todo el mundo se ríe de él, pues el camino para ser caballero está lleno de pruebas y dificultades y no puede ser alcanzado a través de una sola respuesta simple. Para el joven todo es muy sencillo. ¿Qué hay que hacer para convertirse en arquitecto, psicólogo o médico? ¿Por qué nadie puede responder a una pregunta

tan simple? Desde la perspectiva del joven, él ve el resultado: es la armadura del Caballero Rojo lo que lo llama, el proceso para llegar es lo que se le escapa. De alguna manera debe ser así; si todos supiéramos de antemano lo que nos espera, lo que implica el llegar a alguna meta, nunca emprenderíamos el camino hacia ella.

Pero lo importante aquí es que Parsifal está siguiendo “su llamado”, no se inmuta ante las burlas de los demás y por tanto insistir finalmente es llevado ante el mismo rey Arturo. Este no se burla de él y por el contrario, le explica que antes de ser caballero tendrá que aprender las artes de la caballería. Parsifal entiende lo que el rey le dice y manifiesta su intención y deseo de aprender. En ese momento una joven de la corte que había dejado de reír hacía varios años y que según una profecía volvería a hacerlo cuando llegara el más grande caballero de todos los tiempos, comienza a reír a carcajadas. A pesar de la perplejidad que se apodera de todos, porque obviamente Parsifal, en sus ropas raídas y con su aspecto de joven torpe e ingenuo parecía cualquier cosa menos un gran guerrero, el rey Arturo aceptando el valor de la profecía decide ordenarle caballero en ese instante.

Si tomamos esta parte del mito por un momento como la descripción de un estado del ser o de la conciencia de un hombre, cuando la naturaleza de Parsifal se manifiesta, podemos concluir que un aspecto de la personalidad femenina interior de éste se alegra, se siente feliz, cuando la parte adolescente e ingenua hace su aparición en la conciencia (corte). En términos simbólicos, el rey como representación del Ego acaba de dar la bienvenida a una renovación psicológica. Como rey ha reconocido a Parsifal como un elemento nuevo que proviene del inconsciente, pues el joven con sus vestiduras pobres y su ignorancia general representa una de las formas clásicas mediante la cual el inconsciente presenta sus elementos nuevos a la conciencia. Un mendigo que luego resulta ser un príncipe, un ladrón que va a provocar un desastre y luego termina creando una nueva riqueza, son algunas de las formas con que el inconsciente nos presenta a sus enviados, mostrándonos de esta forma su condición de elementos renovadores, diferentes, que de alguna manera no encajan o difieren del estado actual de la personalidad consciente. Estas apariciones siempre levantan resistencias, algunas veces muy fuertes y otras menos, como se observa en pacientes que no alcanzan a entender que la presencia de ese ladrón que en sus sueños intenta entrar a su casa, es alguien de su propio mundo interno que necesita manifestarse y ser tenido en cuenta en su vida. El mito se expresa, como ya lo hemos dicho, con la misma simbología

de los sueños.

En el mito de Parsifal esta situación se manifiesta por uno de los miembros de la corte, quien reacciona airadamente ante el ordenamiento como caballero de Parsifal, lo empuja con violencia contra la estufa a leña, aunque sin lastimarlo, y golpea a la joven que riera cuando la aparición del joven héroe. Este reacciona diciendo que volverá por venganza y que salvará el honor de la doncella agraviada. Este panorama nos muestra la complejidad de una situación de transición, cuando aparecen elementos nuevos en nuestra vida para producir una transformación. En general, cuando esto ocurre es debido a que hace muchos años que nuestra doncella interior no sonríe; hemos llegado a un punto en nuestras vidas donde la alegría de vivir ha desaparecido y es necesario que una renovación ocurra. Sin embargo, aunque necesaria y deseada, dicha transformación no se realizará sin costos, pues con certeza muchas cosas en nuestra vida tendrán que cambiar. Por eso alguna parte de nuestro ser, resentida ante estos cambios, reaccionará justamente contra el elemento que simboliza el cambio y contra la joven que ríe. Muchos hombres que han perdido la alegría de vivir se defienden de su

necesidad de transformación burlándose de los jóvenes e hiriendo a las doncellas que ríen ante la vida, agrediéndolos con cinismo y falta de esperanza. De ahí que la actitud del rey sea una actitud sana: toma el riesgo de aceptar al desconocido por los efectos que produce en su entorno y de esa manera permite que la intuición y la vida vuelvan a fluir en la corte de la conciencia. En efecto: la vida de todo el castillo sufrirá grandes cambios a partir de las hazañas que Parsifal habrá de realizar después de esos momentos.

Acto seguido, nuestro héroe encara al rey y le pide permiso para apoderarse de la armadura y del caballo del Caballero Rojo. Arturo nuevamente accede al pedido del joven diciéndole que si es capaz de obtenerla por sus propios medios, así será. Parsifal sale en busca de su primera aventura como caballero y, en cierta forma, no es extraño que salga al encuentro del Caballero Rojo, pues éste representa la masculinidad en su lado agresivo y violento, pero también representa la autoconfianza y el coraje sin los cuales ningún hombre puede enfrentar la vida. Parsifal no sólo encuentra al Caballero Rojo, sino que, contra todos los pronósticos, lo derrota hiriéndolo mortalmente a través de un ojo. En todo el mito, éste es el único caballero al que le quita la vida, pues a todos los otros que va derrotando en su camino los envía a la corte del rey Arturo, razón por la cual su fama cada vez es mayor.

Pero veamos qué significa este triunfo sobre el Caballero Rojo que, como decía, representa la virilidad agresiva y bravucona, esa parte de todo adolescente que busca confirmarse en relación a los otros machos del grupo. Es por tanto un aspecto de la personalidad masculina que debe ser enfrentado, pues esta competitividad es inevitable en este período de la evolución psicoemocional del varón. Pero no debe verse sólo como una lucha externa contra otros oponentes, sino como una batalla interna para controlar ese mismo impulso agresivo que nos puede hacer vivir la vida como una arena de combate. Es cierto que todo adolescente debe, para construir su autoestima como varón, ganar alguna de estas batallas. Ser aunque más no sea por un instante el número uno, donde no necesariamente sea importante que los demás lo reconozcan en ese lugar, pero donde él sí pueda sentirse triunfador. Sin embargo esto puede llevar a algunos hombres a estar eternamente compitiendo por ese lugar, lo que no sólo les impide tener paz, sino que también los condena, más tarde o más temprano, a la derrota definitiva. Esta lucha con el Caballero Rojo debe entenderse en esa doble vertiente, externa e interna. Representa tanto el control como la manifestación de la agresividad. La capacidad de saber cuándo y hasta qué punto ser agresivo, es de alguna manera el arte de ser hombre. Ser derrotado por el Caballero Rojo es ser esclavo de sus propios impulsos agresivos. En cambio al derrotarlo Parsifal obtiene su armadura y su caballo, dos

elementos sin los cuales no podría ser considerado caballero. Se podría decir que en esta primera batalla Parsifal pasa por un rito de iniciación a la masculinidad y si bien salva con creces esta primera prueba, en lugar de quitarse sus viejas ropas (las que le hiciera su madre para vestir su conquistada armadura) se la coloca sobre ellas. En este sencillo acto, Parsifal coloca su nueva y recientemente adquirida masculinidad sobre su antigua fijación materna. El escudero que lo acompañaba lo había prevenido sobre este hecho, pero nuestro héroe se niega a quitarse las vestiduras hechas por la madre, lo que nos indica con claridad que aún no está maduro para concluir el vínculo de dependencia con su progenitora. Otra forma de entenderlo es que Parsifal todavía continúa siendo un adolescente que ha ganado su primera batalla pero está lejos de completar su madurez como hombre. Muchos jóvenes nos dan esta misma impresión cuando los vemos. Parecen muy seguros y de alguna manera exitosos; les va bien en el estudio o en el deporte, a veces en ambos; conquistan a las mujeres que les gustan; sin embargo fuera de ese ámbito, en sus casas, continúan comportándose como hijos caprichosos y esperan que sus madres los atiendan. Otras veces, conservan hábitos alimenticios infantiles o ciertas manías en relación a la ropa, cosas de las que no se quieren desprender, en fin, una serie de hechos que contrastan abiertamente con su notoria y recién adquirida masculinidad.

Es imposible no ver las ropas de la madre a través de las armaduras de estos caballeros rojos y es así que algunas jóvenes mujeres quedan desconcertadas al descubrir las “vestiduras infantiles” en sus flamantes y masculinos compañeros. Sin embargo y tal como lo cuenta el mito, así parece ser el proceso de convertirse en hombre, al menos en nuestra cultura.

El mito nos relata que Parsifal luego de derrotar al Caballero Rojo y apropiarse de su armadura, también montó su cabalgadura y como nunca antes lo había hecho no supo cómo controlarla. No queda claro si el caballo cabalgó a su antojo hasta el anochecer o se detuvo completamente agotado, pero lo cierto es que nuestro joven héroe no sabía cómo dirigirlo.

Esta breve observación es muy jugosa. De hecho, esta experiencia es muy común entre los jóvenes, que después de haber conseguido su primera victoria no saben cómo parar el “caballo” que acaban de montar. Obviamente el corcel representa aquí –como en tantas otras alegorías– al mundo de la instintividad y los impulsos y es también cierto que a todos nos cuesta ganar un cierto grado de control sobre esta parte fundamental de nuestro ser. Muchos jóvenes se asustan de su nueva identidad e intentan en vano volver a la seguridad de las “polleras” de sus madres, para encontrarse con la

experiencia de la imposibilidad de volver atrás. Todo joven necesita ganar este coraje que lo impulse y a la vez lo desafíe, si es que quiere insertarse en el mundo como un hombre. En las sociedades mal llamadas “primitivas” existían ritos de iniciación a la masculinidad, algunos muy violentos y exigentes, que ayudaban a los púberes a pasar esta instancia de su desarrollo, colocándolos en situaciones en que no tenían otra opción que apelar a su valor. No deja de ser una gran pérdida para nuestra cultura, que hayamos olvidado esa costumbre, pues eso hace, por ejemplo, que muchos hombres adultos, desde una perspectiva biológica, no alcancen la masculinidad en su forma completa y permanezcan de alguna manera adolescentes, incapaces de asumir los compromisos.

Al otro día Parsifal se encuentra con el castillo de Gournamond. Este se convierte en una especie de maestro instructor de Parsifal y lo entrena en las artes de la caballería. Le quita las ropas inapropiadas a su investidura de caballero, a las que nos referíamos antes, y le da una serie de instrucciones que serán fundamentales para el futuro del joven héroe. Le explica y enseña que para ir en busca del santo Grial, un caballero no debe tener intimidad con ninguna doncella; que no debe seducir ni ser seducido por ninguna mujer mientras esté abocado a su búsqueda. Luego lo instruye para que, si alguna vez llega al castillo del Grial, formule la siguiente

pregunta: “¿A quién sirve el santo Grial?”. Parsifal abruptamente decide suspender el entrenamiento con su maestro pues presiente que su madre está enferma y lo necesita.

Vemos qué significa esta secuencia en términos simbólicos. En primer lugar, la figura del maestro adquiere gran relevancia en la vida de un joven que, como nos cuenta el mito, ha crecido sin padre. No es casualidad que sea esta figura paterna la que le quita las ropas de la fijación materna que Parsifal usaba debajo de su armadura. En muchos mitos esta figura aparece cumpliendo las funciones de protector, maestro, guía o instructor, que además puede ser tomada en su doble dimensión: como figura externa o interna. Este arquetipo del sabio maestro interior se activa en momentos críticos de nuestra vida; es de él que nos viene esa repentina sabiduría, esa capacidad de discriminar la verdad y de actuar en consecuencia, pero también es cierto que lo buscamos fuera, sobre todo cuando la figura paterna está ausente, o porque realmente falta o debido a problemas en la relación padre-hijo. Lo encontramos en libros o en algún tío, hermano mayor o compañero de trabajo, y su función es siempre la misma: iniciarnos en el arte de ser hombres. Muchas veces esta tarea recae en el terapeuta hombre, pues se convierte en el sustituto ideal del maestro y guía masculino que estamos precisando. Es, en otras palabras, el modelo de hombre con el cual nos podemos identificar, el

“palo” que el joven árbol necesita para apoyarse y crecer. Los consejos que Gournamond le da, si bien no pueden todavía ser esclarecidos serán de gran utilidad y trascendencia para la tarea que espera a Parsifal en su futuro. Además, el hecho de que Parsifal parta a ver a su madre antes de terminar su entrenamiento –a pesar de las advertencias de su maestro al respecto– nos muestra dos facetas importantes: la primera es que la tarea del maestro nunca sustituye la propia experiencia; la segunda es que cuando se avanza en el camino de independencia masculina, siempre la figura de la madre comienza a ceder en importancia e influencia en la vida del joven. Este hecho tiene un gran significado pues se refiere a la necesaria separación entre la madre y el hijo para que éste consiga desarrollar su masculinidad. No es extraño que en el momento en que Parsifal está alcanzando esta separación, donde el maestro ocupa el rol de figura de autoridad afectiva principal, aparezca el presentimiento de que la madre puede morirse. Efectivamente, cuando Parsifal regresa al hogar materno lo hace sólo para enterarse que su madre habla fallecido apenas él abandonó la casa. Esta muerte debe tomarse como una muerte simbólica, la necesaria muerte de la madre como eje central de la conducta y vida afectiva del joven ya que esta separación es condición previa para un relacionamiento positivo con una mujer

de su propia edad. Por supuesto, no quiere decir que el desarrollo psicoemocional de los jóvenes lleve a un olvido o abandono de la relación con la madre, muy por el contrario: sólo si el joven logra su independencia emocional podrá en el futuro retomar una relación sana con su progenitora. Muchas madres no entienden este proceso en sus hijos y viven con mucho dolor la pérdida de la relación con ellos, no aceptando los cambios de éste y tampoco pueden crear el espacio para generar otro tipo de encuentro entre ambos. Otras madres intuyen esta parte del proceso e intentan sabotearlo, inculcando en sus hijos sentimientos de culpa o lealtad hacia ellas. Si lo consiguen y sus hijos permanecen a su lado habrán contribuido a dañar severamente la masculinidad de éstos. Y aquí es importante entender esta herida en la masculinidad, no como una especie de pasaporte a la homosexualidad, sino como la imposibilidad de asumir compromisos con la vida. Los jóvenes heridos en este nivel no logran relacionarse en forma significativa con sus pares mujeres, así como tampoco finalizan sus proyectos de vida (carrera, vocación, etc.), y en definitiva no pueden comprometerse con sus propias vidas. Para permanecer con sus madres deben abortar todo compromiso que los aleje de ellas, dado que suelen agotar el sentido de sus existencias en el rol de madres y cuando están a punto de perderlo, ante el temor al vacío, intentan retener al objeto de sus desvelos sin darse cuenta de que están destruyendo a quien –paradójicamente– dicen querer más que a nadie.

Si estas madres pudieran dar la bienvenida a la terminación de su ciclo como tales y comenzaran una nueva vida centrada en metas y logros propios, estarían abriendo la puerta hacia una madura relación con sus hijos varones. Continuemos con el desarrollo del mito:

Parsifal prosigue sus andanzas como caballero y en uno de esos días da con un castillo habitado por una joven mujer llamada “Blancaflor”. Esta mujer, tal como la describe el mito, parece ser el prototipo de la mujer fatal y por ende poco confiable. Ella le promete todo tipo de recompensas si Parsifal consigue liberarla del sitio al que la tiene sometida un ejército enemigo. Nuestro héroe decide retar al segundo al mando de las tropas sitiadoras y luego de vencerlo lo envía a la corte del rey Arturo. Hace lo mismo con el comandante de todo el ejército, al que también manda al castillo del rey.

Quizás estas luchas con el primero y el segundo tengan que ver con las batallas que los jóvenes realizan con sus hermanos y padres para liberarse de éstos y su influencia inhibitoria. Esta situación nos recuerda el desafío de los tres hermanos en el cuento ruso que relaté en los primeros capítulos. Para un joven el sometimiento a la madre es tan catastrófico, aunque

con consecuencias de diferente signo, como el sometimiento al padre o a los hermanos mayores. Todo joven debe luchar por su individualidad y una parte importante de esas luchas debe realizarlas con las figuras masculinas de autoridad. Así, como en los casos anteriores, podemos ver esta lucha en su dimensión interior en cuanto batalla contra los “introyectos” del padre y del hermano. El padre y el hermano mayor son, de alguna forma, los portadores de la ley, los representantes de la tradición. Por tanto la batalla simbólica con ellos nos coloca en el lugar del desarrollo en el que debemos cuestionar y evaluar por nosotros mismos los valores heredados de la cultura a la que pertenecemos.

De cualquier manera Parsifal luego de vencer a sus oponentes se dirige al castillo a encontrarse con su recién liberada dama. Cuando por fin la ve, sigue fielmente las recomendaciones que le diera Gournamond. Si bien pasan la noche juntos, no tienen relaciones sexuales; permanecen en íntimo contacto, cabeza con cabeza, cadera con cadera, piernas con piernas y se duermen sin quitarse la ropa. Esta parte del mito, al igual que las recomendaciones que le diera su maestro, deben ser entendidas en su dimensión interna. Esto quiere decir que el tipo de relación que tienen Blancaflor y Parsifal sigue el modelo de lo que debe ser la vinculación entre un hombre y su mujer interior. Es probable que por esta razón

Blancaflor sea descrita como una mujer fatal, ya que toda mujer fatal en la vida es llamada así por su capacidad de hacer que los hombres “pierdan la cabeza” por ella. En general se le atribuyen grandes poderes seductores, así como una gran habilidad para otorgar placer sexual a los hombres. Estas capacidades unidas a su egoísmo y deseo de ser complacida en sus mínimos caprichos, tanto por su tendencia a no entregar su corazón y por ende, a cambiar de pareja con facilidad, las ha convertido en la literatura popular en las encarnaciones del “demonio”. Más allá de las injustas proyecciones que sobre estas mujeres se han realizado en la sociedad machista, es a este arquetipo al que refiere el mito. La mujer interior si no es correctamente tratada puede por cierto hacerle perder la cabeza a su hombre. Esta mujer interior, llamada en la psicología jungiana como Ánima, representa, entre otras cosas, las características femeninas que habitan al hombre. Por tanto y al ser la característica opuesta a la orientación consciente del hombre, suele estar sepultada en su inconsciente, siendo para él de difícil acceso. De ahí que se manifieste a través de humores o estados irracionales de ánimo en el carácter del individuo. Por ende, para que un hombre pueda conseguir relacionarse de buena manera con su contraparte sexual interna debe ser muy cuidadoso. En primer lugar debe reconocer esas características como propias, de lo contrario podrá, por ejemplo, proyectarlas en su compañera con los consecuentes daños a la vida de pareja; en segundo lugar, debe aprender a relacionarse con

ella. Si logra ambas metas tendrá una invalorable aliada que lo acompañará a lo largo de toda su existencia, siendo fuente inagotable de recursos creativos e inspiración, como lo son las musas para los poetas. El mito se refiere a este aprendizaje. Si no lo entendemos de esta manera y lo tomamos en sentido literal caeríamos en el puritanismo, la culpa y la represión, sin mencionar la gran desilusión que tendrían las mujeres de carne y hueso si los hombres las tratáramos como lo hace Parsifal con Blancaflor. De cualquier manera, no en vano la mujer interior es representada aquí por una mujer de las características de Blancaflor. Dicha representación se refiere a los riesgos que debe enfrentar un hombre al lidiar con su lado femenino, especialmente si se encuentra en la búsqueda del Grial. Esta búsqueda, como decíamos al comenzar el mito, es la búsqueda de la totalidad, es el camino de la integración del mundo psíquico y por cierto lleno de peligros. Uno de ellos es la locura: todo hombre que se haya empeñado en esta senda sabe a lo que me refiero y el papel que la feminidad interna tiene en todo ello. Como las sirenas, representantes simbólicas del lado oscuro de lo femenino interior, el Ánima puede seducir al hombre para hacerlo perderse en los laberintos del mundo inconsciente. Así como ella es la puerta a toda maravilla –basta recordar el papel de Beatriz como guía del Dante en los anillos y niveles del Infierno– también es la que puede hacernos perder el camino de regreso de esos infiernos si no hemos logrado una correcta relación con ella.

A esta mujer hay que tratarla con respeto y adoración propios de una diosa. No debemos dejarnos seducir; debemos hacer oídos sordos a sus seductores cantos de sirena. A ella debemos jurarle eterna fidelidad, pues en realidad se trata de la fidelidad a nuestra propia naturaleza interior, a sus leyes y reglas. Ser fiel a nuestra alma femenina es ser fieles a nosotros mismos, a nuestra naturaleza transpersonal y divina; prestar atención a sus demandas es aprender a escuchar nuestra voz interior y la sabiduría que emana de ella. Era ley en la caballería que todo caballero debía ofrendar sus triunfos y logros a su amada, era en su nombre que entraba en combate y conquistaba nuevos territorios. En el Quijote de la Mancha encontramos un hermoso ejemplo de esta situación: es en nombre de Dulcinea que el héroe emprende su aventura caballeresca; en otras palabras, ser fiel a nuestra amada interior es reconocer nuestra naturaleza divina, nuestro legado de existencia transpersonal. Es también reconocer que ese es nuestro origen y que el Ego diferenciado y eficiente en su tarea de relación con el mundo de las circunstancias cotidianas se envilece y pierde su sentido si no realiza la tarea en conexión con los propósitos más sagrados de la existencia. Cuando un hombre pierde de vista que sus circunstancias, metas y logros deben estar conectados con sus ideales, sentimientos e intuiciones, pierde literalmente el sentido de su vida y así “pierde” su alma. Su existencia se cristaliza en propósitos que sólo satisfacen su pequeño Ego y de a poco va cayendo en el cinismo, la amargura y el estancamiento psicoemocional.

Todo individuo que pretenda la realización de la totalidad de su ser deberá aprender a relacionarse con su alma femenina y a diferenciarla de la mujer exterior, pues estas dos mujeres que pautan la vida de todo hombre tienen demandas e intereses diferentes y si bien las dos contribuyen al crecimiento y maduración de éste, son distintas y muchas veces dolorosamente antagónicas. La tarea de la mujer externa, en lo que a su relación con el hombre refiere, es la de ayudarlo a conectarse con la vida, desarrollar raíces y aceptar los compromisos que la vida externa le plantea, a través de la vida en pareja, los hijos y el propósito genérico que da sentido al esfuerzo de todo hombre. También es su tarea ayudarlo a desatar los lazos que lo unen a su familia primaria, especialmente los que lo unen a la madre. Esta es una tarea que ambos hacen en relación complementaria, para con el otro, pero a los efectos de este mito es bueno resaltar ese papel de la mujer exterior en relación al hombre. Por su parte, la mujer interna tiene como tarea primordial conectar al hombre con la fuente de toda trascendencia, el Ser, centro de la personalidad o “chispa” divina, que vive en el interior de todos nosotros. Ambas mujeres recuerdan al hombre su doble naturaleza: material y espiritual. Es aquí donde podemos entender por qué a veces los deseos o tareas de ambas se oponen. Es en la psiquis de todo hombre donde muchas veces se produce y se actualiza esta batalla, sin embargo no quiere decir que siempre vaya a ocurrir dicho desenlace, por el contrario, muchas veces ambas cooperan

armoniosamente en el desarrollo evolutivo del hombre. Pues en realidad es tarea del hombre el lograr esta armonía. Quizás el primer paso en este sentido sea distinguir entre una y otra para evitar la confusión que produce la proyección de una sobre otra. En el pasado miles de mujeres pagaron con su vida en la hoguera por esta confusión de los hombres. Fueron acusadas de ser Blancaflor y por sus supuestos pecados fueron quemadas, acusadas de brujas. A modo de resumen: el hombre encuentra sentido en su vida (alegría, dirección y propósito trascendente) a través de la relación con su ánima y encuentra el motor, la razón para vivir, trabajar y construir en y para el mundo, en su vínculo con la mujer externa. Ambas son necesarias para cerrar el círculo de la vida, pues por más creativos que seamos (Ánima) de nada vale dicha creatividad si no se realiza en el mundo a través de una obra concreta (mujer externa). Todo esto no debe ser interpretado como una definición de la mujer, en el sentido de ser materialista o superficial en su relación con el mundo y con su pareja masculina. Muy por el contrario, además de que ella debe recorrer su propio camino espiritual y complementario al del hombre, suele ser la fuente de inspiración en la vida de su pareja. El mito nos enseña, sin embargo, a diferenciarlas y comprender los peligros que resultan de confundirlas. Cuando el hombre no sabe relacionarse con su Blancaflor, o la seduce o queda seducido por ella, corre el riesgo de

quedar atrapado, pues toda seducción es una prisión. Cuando seducimos, rendimos al otro a nuestro deseo, en cierta forma, lo utilizamos para fines personales. Del mismo modo, cuando caemos víctimas de la seducción, perdemos nuestra libertad, nuestro juicio; momentáneamente, mientras dura el influjo del otro, no sabemos quiénes somos ni qué queremos. Se vuelve muy peligroso ser seducido por la mujer interior, pues el hombre cae víctima de cambios de humor, de melancolías, de estados de fuga del aquí y ahora, de “broncas” que no se pueden justificar, pero que se sienten. Estos estados son, por lo general, depositados en los seres queridos, principalmente en la esposa o compañera y cuando ésta reacciona, por sentirse injustamente agredida, estamos en el comienzo de una batalla de la que no hay salida. Por otra parte, si el hombre intenta seducir a su ser femenino tenemos también consecuencias penosas. El fantasear con cosas agradables, el adelantarse a futuros disfrutes, el “darse manija” con lo buena que será la fiesta de esta noche son formas sutiles de “convocar” seductivamente al Ánima para que ésta nos preste su magia, su excitación, pero siempre pagamos caro estas actitudes pues cuando vamos a hacer lo que habíamos planeado descubrimos que no es tan excitante como lo fantaseado ya que se nos “gastó” la energía en imaginar. El Ánima la hizo aparecer tan maravillosa que el contraste con la realidad fue decepcionante, o nos deprimimos como una compensación al estado eufórico provocado artificialmente.

Parsifal pasa esta prueba siguiendo las instrucciones que le diera su maestro y ni seduce a Blancaflor ni se deja seducir por ella. Resulta claro por qué si queremos alcanzar el Grial –que representa la realización de nuestra totalidad y además, nuestra contraparte interna femenina es el vehículo de conexión con ese centro integrador–, en todas las tradiciones espirituales se instruya al hombre a abstenerse, a negarse, a renunciar a la seducción. No hay atajos en el camino del espíritu: siempre debemos buscar la realización de nuestro ser y no la euforia. Después de dejar a Blancaflor, Parsifal piensa en su madre: aún siente culpa por su muerte. Lo que el mito pretende decirnos es que cada vez que un joven da un paso adelante en su independencia con respecto a su madre, necesita volver atrás de alguna manera. Parece como si al avanzar necesitara asegurarse de dónde está – psicológicamente hablando– su relación con la madre. A esta altura Parsifal ha tomado fuerza de Gournamond y de Blancaflor: la resolución exitosa de estas dos relaciones, que de alguna manera son ritos de paso para Parsifal, le han otorgado mayor independencia y autonomía en su camino por la vida y al igual que el niño pequeño que en su incursión por el mundo se ha alejado demasiado de la madre, vuelve su cabeza hacia atrás para asegurarse dónde está. De alguna manera el ser masculino oscila en una especie de balance

dinámico entre la autoafirmación y el vínculo con su madre. Si bien en el mito se hace alusión a su madre, ésta no debe ser entendida sólo como la madre concreta y real sino como la fuente u origen inconsciente, los propios deseos regresivos en cuanto a quedar en posición de hijo, etc. Parece que el hombre debe alejarse de este centro original para poder cumplir su tarea en la vida, pero no tan lejos que pierda la conexión con esta fuente. La relación con lo femenino, tanto en su versión maternal como de mujer y pareja, es el tema en la vida de cualquier hombre. Así lo veremos al retomar el mito.

Luego de dejar a Blancaflor, Parsifal se encuentra solo en el bosque y sin un lugar donde pasar la noche. En cierto momento se encuentra con dos hombres que pescan en un lago. Uno lo invita a que pase la noche con ellos y le da precisas instrucciones para que llegue hasta el lugar: Parsifal se asombra, pues sabía que en la zona no existía ninguna casa, por lo menos en varios kilómetros a la redonda. Sin embargo esa noche, siguiendo las instrucciones, se encuentra con un puente levadizo que lleva a un magnífico castillo. Nuestro héroe decide entrar y apenas atraviesa el umbral, el puente se cierra con estruendo detrás de él, casi golpeando los cascos de su caballo. En el patio central hay cuatro pajes que se encargan de su cabalgadura, le dan un baño y lo visten con hermosas ropas de color rojo.

Luego lo guían a un gran salón comedor donde lo espera el hombre que lo había invitado: obviamente, se trata del Rey Pescador, quien se disculpa por no levantarse a saludarlo como corresponde por causa de sus heridas y da las órdenes para que comience la cena. Parsifal contempla en estado de éxtasis todo lo que está ocurriendo frente a sus ojos: la sala está repleta con cuatrocientos caballeros y el mismo número de damas; en medio del salón hay una gran estufa a leña que tiene cuatro bocas, una en cada dirección cardinal, al tiempo que comienza una gran ceremonia, en la cual varios objetos sagrados y de enorme simbolismo son exhibidos. Una gran espada que sangra permanentemente, una bandeja en la que se sirvió la Ultima Cena y hasta el mismo Grial, desfilan ante los ojos del estupefacto joven. El banquete da comienzo: este consiste en que los comensales van pasándose el Grial de mano en mano y le piden lo que desean para beber y comer. El Grial inmediatamente cumple los deseos de todos los presentes. En ese momento Parsifal recuerda que Gournamond le había dicho que cuando un verdadero caballero tenía la chance o la gracia de visitar el castillo del Grial debía preguntar: “¿A quién sirve el Santo Grial?”. Pero también recuerda la advertencia de su madre: no debía hacer preguntas cuando se encontrara en situaciones como esa. Fascinado por todo lo que ve, no consigue hacer la pregunta; de alguna

manera el peso de su “complejo” materno le impide realizarla. La sobrina del rey trae una espada que entrega al soberano y éste sin mediar palabra se la da a Parsifal, que sin poder articular palabra se guarda el presente. La ceremonia y el banquete llegan a su fin y el rey es cargado nuevamente a sus aposentos para que descanse. Del mismo modo proceden los demás invitados. Parsifal es conducido a su habitación por los mismos pajes que lo recibieron y duerme profundamente hasta el amanecer. Cuando se despierta, el castillo está totalmente vacío, grita y sólo escucha el eco de su voz y por más que intenta encontrar a alguien con quien hablar, nadie responde a sus llamados. Por fin llega al patio central, donde halla a su caballo, lo monta y simultáneamente el puente levadizo se abre. No termina de salir, cuando el puente se cierra detrás de él, otra vez golpeando los cascos de su cabalgadura. Vuelve sobre sus pasos y el castillo ya había desaparecido.

Veamos ahora qué significa toda esta experiencia. En primer lugar, es obvio que se encontró con el castillo del Grial; todos los símbolos con los que se “tropieza” lo aluden. Los cuatro pajes, los cuatrocientos caballeros y sus damas, las cuatro direcciones del fuego central, son todos elementos simbólicos que nos hablan de la Totalidad.

En todas las tradiciones espirituales el número cuatro señala la experiencia de la totalidad, la cuadratura del círculo de los alquimistas, los cuatro evangelistas de los cristianos, las cuatro direcciones sagradas de los indios (y dentro de la psicología, las cuatro polaridades de la psiquis de Jung), etc., son todas referencias a la integridad, a la Totalidad a ser alcanzada por todo hombre a lo largo de una o varias vidas. El castillo del Grial es la síntesis de todo lo femenino, es de alguna manera la representación máxima de lo femenino; en él, a través del Grial, todas las necesidades de los que allí viven son cubiertas y acogidas; en él, como veremos, hasta el principio masculino representado por la espada que sangra, es redimido y alcanza su verdadero sentido. No en vano dentro del castillo la espada sangrante descansa junto al Santo Grial, en una clara alusión a la integración y mutua relación entre ambos principios. El castillo es la meta de todos los caballeros, la fuente de todos sus desvelos, es el lugar del perfecto éxtasis, el origen y el sentido de toda una vida, la perfecta felicidad. El encuentro de Parsifal con el castillo nos muestra cómo un joven inexperiente puede toparse con él a la vuelta de cualquier esquina de la vida y cómo este joven no está preparado para quedarse en ese lugar. Aún no tiene la fuerza ni el entendimiento para hacer la pregunta adecuada y liberar al castillo integrando todo lo que en él existe. Todos los jóvenes suelen encontrarse como Parsifal, sin quererlo o ni

siquiera pedirlo, con la experiencia marcante del Grial. A veces esta situación se relaciona con el primer gran amor, pero de cualquier manera es, como lo dice el mito, una experiencia profundamente interior e intransferible. El castillo del Grial vive dentro de nosotros mismos. Aunque podamos “proyectarlo” en situaciones o circunstancias externas, es siempre una experiencia interna, una ventana a nuestra alma, a nuestra totalidad, un nivel de conciencia que de alguna manera está ahí, al alcance de nuestra mano pero, y esto es lo desesperante, tan inalcanzable al mismo tiempo. Como le ocurre a Parsifal, esta experiencia nos toma desprevenidos, sólo podemos contemplar extasiados ese maravilloso lugar sin percibir que a pesar de la disparidad de nuestra pequeñez en comparación con la Totalidad que nos rodea, ese lugar es para nosotros, le pertenecemos tanto como nos pertenece. Sin saber que hacer, pasamos por la experiencia y somos expulsados de ella sin lograr entender las implicancias que tuvo y tendrá para nosotros. Esta experiencia en el Grial, como habrán notado los lectores, se parece en mucho a la permanencia y expulsión del paraíso: aquí el error que precipita la “caída” de Parsifal es el no haber podido formular la pregunta adecuada. Sin embargo, como en el mito del Génesis este “error” debe entenderse como la “félix cúlpa” de los místicos cristianos, o sea la equivocación necesaria para emprender la búsqueda consciente del Grial, esto es de la Totalidad del Ser. Por un momento percibimos lo que la vida puede y debe ser, nos vemos a

nosotros mismos como conectados en una relación sagrada con un Todo inefable al que de alguna manera misteriosa pertenecemos y al que al mismo tiempo le somos necesarios. La caída después de esta experiencia, como es de prever, es realmente catastrófica. En general los hombres adultos han reprimido este recuerdo: gran parte del cinismo de la madurez viene de esta experiencia; el desencanto de la vida, el materialismo, la amargura y el feroz individualismo de los hombres en nuestra cultura provienen en su mayoría, de los efectos de esta caída. A esta altura del mito lo que le sucede a Parsifal parece idéntico a lo que le sucediera al Rey Pescador al comenzar nuestro relato, especialmente cuando se quemó al tocar el salmón que representaba su naturaleza crística. Esta identidad entre el destino de ambos puede señalarnos que tanto el rey como el joven héroe participan de un destino común y complementario, en el sentido de que el Rey Pescador es un símbolo del self, del centro de la personalidad y Parsifal del ego en vías de evolución y ambos necesitan del otro para llegar a ser completos. El rey, a pesar de vivir junto al Grial, no puede curarse de sus heridas si Parsifal no es capaz de cumplir con su tarea de hacer la pregunta necesaria; Parsifal, a su vez, no logrará realizar su destino hasta que pueda retornar al castillo y liberar al rey asumiendo su lugar en el todo que el Grial representa. Esta es una gran lección que retomaremos sobre el final del mito.

Volvamos ahora a los simbolismos. El hecho de que las puertas del castillo se cerraran peligrosamente detrás de Parsifal, tanto a su ingreso como a la salida, nos indica que esta experiencia es altamente riesgosa para quien la vive. El peligro de quedar atrapado en ese lugar es una mención simbólica a la posibilidad de riesgo de locura para quien está en búsqueda del Grial. Nadie se aproxima al centro transpersonal de la vida sin riesgo de “quemarse” en él, como le ocurre a la polilla que se acerca a la luz de la vela. Es importante para el hombre que se lanza a esta búsqueda que haya, de alguna manera, desarrollado su masculinidad, que haya conseguido separar su ser masculino de su origen femenino (madre, inconsciente colectivo). A diferencia de la mujer, que vive en el Grial, el hombre debe desarrollar su individualidad lo suficiente como para poder volver a la fuente sin riesgo de verse diluido en ella. Sólo así podrá ocurrir la integración final entre el principio masculino y el femenino y ambos redimirse a través del matrimonio “sagrado”. Todo este mito puede ser interpretado como la relación y el contraste entre ambos principios, la violencia masculina y la redención femenina. La espada sangrante, por ejemplo, es la misma que utilizó Caín para matar a Abel y a su vez es la lanza que cortó el lado derecho de Jesús en la cruz. De alguna forma representa entonces todos los males que el principio masculino puede encarnar; de ahí que siempre esté sangrando.

Parsifal, como todos nosotros, oscila entre el uso de la espada y su profundo anhelo de amor y reconciliación. Esta oscilación simboliza el drama de ser hombre y nos señala la finalización de esta búsqueda como la integración: la espada al servicio del Grial. Algunos autores (seguramente hombres) han desarrollado una visión idealizada del Grial identificándolo con el eterno femenino en sus aspectos más maravillosos, olvidando que durante una gran parte de la vida el Grial, en su lado oscuro, es también la fuente de todos los temores, de todas las pesadillas de los hombres. La vida en su abundancia y su generosidad es netamente femenina, pero así como da, también quita; así como genera vida también la devora y sin el equilibrio de la espada que protege, discrimina y otorga la individualidad, para salvarnos de ser tragados por el monstruo de la masificación y el encadenamiento de los determinismos de la especie y la genética, no habría equilibrio ni justicia en el mundo. Es por esto que el hombre se redime a través del sufrimiento y el riesgo que implica la entrega a una tarea peligrosa. Su labor de héroe no sólo nos salva de los excesos de la espada (machismo, autoritarismo, tiranía), sino que modera los excesos de la femeneidad devoradora, como puede atestiguar todo joven que ha convivido con una madre castradora y ha tenido la suerte de contar con un padre “masculino”. Sin embargo, es importante entender que este dilema es propio de nuestra “cultura guerrera”: el hombre “blanco” y su cultura occidental

son la expresión de una raza conquistadora y dominante, por eso su espada está siempre sangrante. No en vano nuestro máximo modelo de desarrollo espiritual y humano, expresado en la figura de Cristo, fue asesinado por los mismos a los que pretendía redimir. Cristo de alguna manera y a los efectos de esclarecer este mito, puede ser visto como un héroe en su búsqueda del Grial. Cristo, como Parsifal, se enfrenta con el Caballero Rojo, con Blancaflor, con Gournamond y cuando visita el castillo por segunda vez, como también lo hará Parsifal, hace la pregunta correcta. Sin embargo, en el contexto de la cultura donde desarrolla su tarea Cristo es asesinado como la expresión genuina de la desesperación de una cultura que había fracasado en la búsqueda del Grial. Parecería que nuestra civilización nunca hubiese superado el enfrentamiento con el Caballero Rojo y por ende nunca hubiese pasado de la adolescencia, de la necesidad de seguir peleando y matando caballeros para alcanzar una masculinidad que hasta el día de hoy aún le es esquiva. Como veremos en la continuación del mito, la verdadera masculinidad, la verdadera madurez, sólo se alcanza al persistir en la búsqueda del Grial sin caer en ninguna de las trampas que el camino nos pone. El hombre herido en su masculinidad, incapacitado para comprender el Grial y alimentarse de él, es una patética figura que tira “golpes de espada” al “aire” sin ton ni son y si no fuera por los enormes daños que esta espada mal usada ha causado en nuestra época, hasta podría movernos a compasión, como

nos mueve la desgarbada figura del adolescente intentando convertirse en hombre sin saber muy bien cómo.

Luego que Parsifal deja el castillo encuentra en el camino una doncella llorando con su enamorado en los brazos. Su joven amante había sido asesinado por el airado caballero que llegara a la tienda de su amada, poco después de que nuestro héroe la visitara en el comienzo del mito. No encontrando a Parsifal, mató al primer caballero que encontró, que no era otro que el que yacía muerto en los brazos de la doncella. Es claro que esa muerte se debe a la imprudencia de Parsifal y por ende la responsabilidad pesa sobre sus hombros. La joven lo culpa por esta muerte y enseguida le pregunta dónde había estado. Parsifal le responde que en el castillo de la zona; la joven le dice que no existe ningún castillo en ese lugar, por lo cual Parsifal, asombrado, le describe su experiencia. Inmediatamente la doncella le revela que él en realidad había estado en el castillo del Grial y le recrimina que no haya hecho la pregunta que le correspondía hacer. También lo culpa de todos los desastres que continuarán pasando debido a que él falló en su misión. De pronto todos los males de la tierra, el encantamiento y las heridas del rey, las muertes, el hambre y la improductividad de la tierra pesan sobre la conciencia del joven Parsifal. Luego de todas estas recriminaciones, la doncella le pregunta su

nombre.

Es importante entender que hasta aquí Parsifal nunca había mencionado su nombre, lo que significa que el héroe nunca se había hecho consciente de su individualidad, de su identidad. Este hecho nos refiere nuevamente a la necesidad de la contraparte sexual como determinante del despertar de nuestra identidad, como lo contábamos en el caso de la mujer que precisaba de un príncipe para despertar a su mujer. También es muy probable que esta parte aluda a que ningún hombre sabe realmente quién es hasta que haya visitado el castillo del Santo Grial. Las experiencias llamadas “cumbre”, tanto las entendamos como experiencias “espirituales” o psicológicas, tienen en realidad una naturaleza dual independientemente del contenido de éstas, pues enfrentan a la persona con un sentido de la vida que antes le era desconocido y por otro, ubican a la identidad reconocida como siendo el “yo” en un nuevo contexto de relación con algo que es mucho mayor que esa identidad. El resultado de esta reubicación es en general confuso, pues a la vez que amplía el sentido de nosotros mismos y nuestra relación con el mundo, también cuestiona nuestra antigua forma de ser. Seguramente, Parsifal sale de esta experiencia con el castillo del Grial, confuso y a la vez con una nueva conciencia de su lugar en el mundo.

El hecho de que la joven le reproche todos los males de la Tierra se refiere a la responsabilidad que se impone luego de una experiencia como ésta, en cuanto a nuestro destino, tanto individual como colectivo. Todos fracasamos en nuestro primer encuentro con el Grial; todos, como Parsifal, aún no estamos preparados para aceptar nuestro lugar de responsabilidad en el cosmos, como él, aún estamos inhibidos por nuestras experiencias personales inconclusas, con nuestra madre, con nuestra adolescencia, etc.

Después de este encuentro con la doncella, Parsifal se cruza con la primera de todas las damas con las que se relacionaría en su vida. Esta joven es la que él había encontrado en la tienda con los manjares servidos en espera de su novio. La doncella vuelve a decirle que debe irse, pues su novio aún continúa buscando al joven que irrumpiera en la tienda de su amada aquella vez. También le cuenta que desde ese día su novio la maltrata y termina recriminándole que no haya hecho la pregunta que debía cuando visitó el castillo. Finalmente el caballero aparece y Parsifal lo vence mandándolo, como a tantos otros, rumbo al castillo del rey Arturo. Parece que es necesario continuar venciendo caballeros, o sea desarrollando la masculinidad, antes de estar preparado para la segunda visita al Santo Grial.

Por último, antes de partir de su lado la doncella le advierte sobre la espada que recibiera en el castillo, le dice que se partirá durante su primer combate pues no es confiable, que sólo podrá ser soldada por el armero que la forjó y que una vez que lo haga será indestructible.

Esta última advertencia se referiría al hecho de que todo joven debe desarrollar su propia masculinidad simbolizada por la espada. Parecería que Parsifal no ha conseguido su propia espada, lo que nos señala que aún de alguna forma está usando la espada de su padre, que al no ser suya no es confiable. Esto es cierto para todo joven que al principio de su camino intenta, consciente o inconscientemente, imitar a su padre, lo que no le dará buenos resultados. Es importante recordar que Parsifal hasta aquí está siguiendo los pasos de su padre y hermanos que partieron de su hogar para convertirse en caballeros. Sin embargo, desde este momento empieza a hacerse responsable de sus actos y a recibir las consecuencias de ellos, por lo que Parsifal deberá apropiarse de su propia espada. No olvidemos que entre tantos otros símbolos asociados a ella, la espada representa el poder de la discriminación, el poder de separar lo verdadero de lo falso, lo viejo de lo nuevo. No es extraño que aspectos de su propia psiquis, representados en las doncellas, le instruyan sobre lo que tiene que hacer en estos momentos pues si Parsifal se está separando cada vez más de la influencia de su madre, también

debe hacer lo mismo con respecto a su padre. A veces es necesario recibir este “bautismo” de un padre espiritual, como tantos terapeutas saben por propia experiencia en su rol de iniciadores de hombres en el proceso psicoterapéutico.

A todo esto, en la corte del rey Arturo hay un gran revuelo pues el castillo está lleno de caballeros vencidos por Parsifal. Todos quieren ver nuevamente al héroe, pues ahora sí lo pueden reconocer como tal. Un caballero como Parsifal, el más grande hasta ahora conocido, debe ser homenajeado y por tanto el mismo Arturo parte en su búsqueda, prometiendo no descansar hasta encontrarlo. Parsifal se encuentra acampando cerca del castillo, pero nadie lo sabe. Entonces ocurre algo muy misterioso: sobre el lugar donde nuestro joven héroe acampa un halcón ataca tres gansos en pleno aire, hiere a uno de ellos y tres gotas de sangre de sus heridas caen junto a Parsifal. Cuando éste ve la sangre, inmediatamente recuerda a Blancaflor a la que había olvidado hacía ya mucho tiempo y entra en un trance de amor fijando su vista en las tres gotas de sangre sobre la nieve. Así lo encuentran dos caballeros del rey Arturo que habían partido en su búsqueda, quienes intentan convencerlo de que los acompañe y regrese a la corte con ellos. En una tremenda demostración de su fuerza de caballero, Parsifal

desmonta a los dos hombres: uno de ellos en la caída se quiebra el brazo (casualmente el mismo que insultara a la doncella que se riera en la corte cuando Parsifal llegó ahí la primera vez). Como se recordará, ese mismo caballero enojado empujó a Parsifal, ante lo cual este último juró vengar el honor de la doncella insultada. Parece que todos los aspectos de la profecía se están cumpliendo, pues no sólo Parsifal se convirtió en el más grande caballero que jamás pisara la corte de Arturo sino que acababa de vengar a la dama que él prometiera reivindicar. Aquí aparece un tercer caballero, el famoso Sir Gawain, que le pregunta con humildad y cortesía si los acompañaría hasta la corte. Ante este pedido Parsifal reacciona favorablemente y se apresta a seguirlos hasta el castillo de Arturo. Aquí debo detenerme en esta misteriosa simbología de los tres gansos y los tres caballeros.

En otra versión del mito, es el sol que al derretir la nieve hace que dos de las gotas de sangre desaparezcan diluidas en el agua y al quedar una sola, Parsifal se libera de su trance de amor y es capaz de levantarse y dirigirse al castillo del rey.

Veamos ahora qué nos presenta el mito: en primer lugar, en ambas situaciones el número tres es constante en gansos y caballeros; también en ambas situaciones de estos tres elementos solo uno es el que produce un efecto sobre Parsifal. En el primer caso son tres los gansos atacados pero sólo uno es herido; en el segundo caso, de los tres caballeros que intentan convencer al héroe de su ida al castillo sólo uno lo consigue. En ambos casos el número dos parece ser descartado: dos caballeros que son derrotados y dos gansos que no son heridos. Por otra parte, son tres las gotas que colocan a Parsifal en trance y, en la otra versión del mito que mencionáramos, la reducción de esas tres gotas a una es lo que permite a Parsifal salir de su trance. Con esto otra vez el número dos es descartado en favor del uno. Si agregamos que Parsifal se había olvidado de Blancaflor (a la que le había jurado amor eterno) y que es gracias a esas tres gotas de sangre que la recuerda, tenemos una compleja relación de números y circunstancias simbólicas. No es la primera vez que en el mito Parsifal se olvida de una mujer extremadamente importante en su vida: primero le ocurrió con su madre, que ya había muerto cuando él la fue a visitar y ahora se había olvidado de Blancaflor, absorto en sus tareas de caballero. Es muy difícil no caer en la tentación de interpretar este olvido como el proceso de alejamiento del centro de sentido de la propia existencia. Ya habíamos entendido el simbolismo de Blancaflor en la vida de un hombre como la relación con su alma y parece que Parsifal olvidó para quién

había decidido dedicar todos sus logros de caballero. Esta paradoja en la vida de todo hombre, pues parece que debemos alejarnos de nuestra madre para alcanzar nuestra masculinidad y a la vez relacionarnos con nuestra alma femenina para alcanzar la plenitud, está en plena acción en la vida del héroe en este momento del mito. El castillo del Grial desborda de simbolismos relacionados al número cuatro y como habíamos visto, este número representa la Totalidad del Ser. Parece entonces que Parsifal está incompleto, se encuentra atrapado en el tres. Los cuatro primeros números están repletos de significados. El uno representa la totalidad de la creación, la unidad fundamental con Dios; el dos la “caída” en la dualidad, en el mundo de los opuestos y por ende de los conflictos; el tres la trinidad, que se relaciona con la cercanía hacia la totalidad consciente, o sea el Grial representado por el número cuatro. Sin embargo el tres también representa el triángulo y la “incompletud”. Si bien es un avance con respecto a la dualidad, el tres aún es incompleto en sí mismo y la tensión resultante apunta siempre en dos direcciones posibles: o del tres apuntamos al cuatro, que sería la solución “ideal”, o caemos en sus elementos constituyentes, el dos y el uno. De ambos, el único que tiene la estabilidad para darnos soporte es el uno, pues el dos nos devuelve al mundo de los conflictos sin solución. Por tanto, desde esta lectura parece ser que Parsifal está en un estado donde es incapaz de alcanzar la plenitud del cuatro, es por esto que queda

fascinado y paralizado por el recuerdo de Blancaflor. Su presencia coloca el número tres en su conciencia, recordándole que su naturaleza tiene un tercer elemento que está en su interior y que de alguna manera se opone, pues lo inmoviliza ante sus acciones del mundo exterior, que obviamente se mueve en la dualidad. Parsifal al recibir las críticas de las mujeres con las que se encontró ha tomado conciencia de este mundo de la dualidad, pues lo que estas doncellas le recuerdan es el principio de acción y reacción que rige el mundo de dos dimensiones. A cada acto le sigue una consecuencia: Parsifal está encontrándose con el mundo regido por las leyes de causa y efecto; todos sus actos heroicos, que antes en su conciencia se movían en una línea, ahora se encuentran relacionados entre sí volviéndose contra él. Este hecho, a pesar del dolor que involucra, es un despertar de la conciencia y coloca a Parsifal en una encrucijada sin salida. El mundo de los opuestos no tiene solución, es en parte por esto que el budismo habla del camino de la inacción. Sin embargo, es precisamente en ese instante que Parsifal recuerda a su alma dormida, a Blancaflor. Es indudable que la Totalidad de su ser intenta recordarle que aún está incompleto, que hay un tercer elemento a tener en cuenta; en otras palabras: el mundo de los opuestos no tiene sentido si olvidamos el compromiso con nuestra alma. Parsifal está, psicológicamente hablando, lejos de este entendimiento, se ha fascinado con su propio inconsciente, o mejor dicho, por el llamado de su

inconsciente. Otro argumento a favor de esta interpretación consiste en la aparición del halcón y el sol en las imágenes del mito: ambos símbolos nos remiten al centro ordenador de la psiquis, el Ser. En las dos versiones del mito citadas, son estos elementos los que desencadenan el estado de trance de Parsifal. Este estado es fácil de relacionar con la pesca que alivia al Rey Pescador, un estado de ensimismamiento muy común en los hombres cuando de tanto en tanto, y más allá de su voluntad, son “llamados” a reflexionar sobre sus actos. Parece que la única solución posible para superar el triángulo, y dado que todavía no podemos alcanzar el cuatro, es volver al uno. Parsifal descarta el dos de su conciencia derribando a los dos caballeros, pero como veremos, sigue presa de él por un tiempo más.

Una vez arribados al castillo comienzan las ceremonias de homenaje al grandioso caballero en que se había convertido Parsifal. Las fiestas de celebración duran tres días, durante las cuales no se dejan de cantar loas al más grande caballero de todos los tiempos. Sin embargo, al ter- cer día y en medio de todas las celebraciones, hace su aparición un extraño y aterrador personaje: en una mula vieja y decrépita se presenta una horrible mujer, jorobada, con ojos de rata, manos como garras y horrible cabellera; en fin, la personificación de una bruja. Frente a los presentes, comienza a detallar las fallas de Parsifal, todos sus errores y las consecuencias desastrosas que éstos

tuvieron. Tierras devastadas, niños abandonados, mujeres viudas... Esta mujer tenebrosa es la que nos visita cerca de lo que se llama la “mediana edad”, más o menos entre los cuarenta y los cincuenta años de edad. Es el momento en que para cualquier hombre que ha llegado de alguna manera al pináculo de sus logros, llega el “juicio final”. Algunos han llamado a este momento “la noche oscura del alma”, pues no sólo saltan frente a nuestros ojos todas las consecuencias de los actos que realizamos en nuestro camino hacia la consagración. hijos desatendidos, parejas destruidas, vínculos de familia dejados de lado, etc., sino que todos los logros parecen vanos y sin sentido. No deja de ser significativo que el tres vuelva a aparecer: es en el tercer día de celebración que este cuarto elemento aparece. La bruja representa, en toda su fealdad, la contaminación de nuestra alma, que es femenina, con todos los aspectos negativos de nuestra personalidad. Nuestro egoísmo, nuestros celos, nuestra competencia y ambición, el olvido de nuestros ideales más altruistas, de nuestro amor por lo que representa Blancaflor, van deformando a nuestro cuarto elemento. Así como Parsifal no puede dar el salto de la trinidad a la cuaternidad, ésta se le impone, lo que representa un verdadero asalto del inconsciente a nuestra conciencia. El cuarto elemento es lo femenino oscuro, que no es oscuro por naturaleza sino

por el efecto de la represión o alejamiento de nuestra vida consciente. Y por vida consciente no nos referimos meramente a un hecho psíquico, sino al mundo de la acción, de la cotidianeidad. Por ello este mito nos es tan propicio a los occidentales, porque para nuestra tradición religiosa aún Dios y todo lo que es sagrado está constituido por la trinidad y el cuarto elemento ha sido olvidado. Ese cuarto elemento representa, entre otras, cosas a la Madre Tierra, a la Madre Naturaleza, a todas las madres, al amor, a las relaciones horizontales, a la ternura, en definitiva y como veremos más adelante, al mismísimo Santo Grial. En el camino de hacernos hombres parece que olvidamos ese cuarto elemento, que sepultado en nuestro inconsciente comienza, como toda criatura abandonada, a afearse por nuestro descuido. En este estado muchos hombres intentan soluciones desesperadas, se casan nuevamente tratando de ocultar a la bruja, tras una nueva y en general joven mujer, cambian de empleo, etc., para encontrarse al poco tiempo otra vez en la misma situación. Pocos parecen, en estos tiempos, capaces de asumir y “bancarse” la depresión de este proceso; sin embargo, tal como nos cuenta el mito, esa parece ser la solución correcta.

Después de pasar cuenta a todos sus actos, la bruja le da tareas específicas a los cuatrocientos sesenta y seis caballeros del castillo indicándoles que deben realizarlas solos, sin nadie que los acompañe.

Es muy significativa la similitud de esta parte del mito con el correspondiente a Psiquis, cuando en la última parte es humillada por Afrodita y donde la diosa, luego de criticarla por todos sus errores, al fin le encomienda las cuatro tareas que a la postre significarán su redención. Aquí la bruja una vez que ha terminado de distribuir las tareas, se dirige a Parsifal y le encomienda que vuelva a buscar el castillo del Grial. También la bruja vuelve a mencionar que los caballeros deberán mantenerse castos. Aquí el mito alude a la relación con Blancaflor. Todos los hombres, con excepción de Parsifal, fallan en sus tareas; el mito cuenta en detalle las aventuras de muchos caballeros, sus actos heroicos y su caída final, en una aparente alusión a las enormes dificultades de esta parte del proceso de individuación o de búsqueda de la totalidad. También el mito puede hablarnos de las muchas veces en que cada uno de nosotros falla en su búsqueda, dentro de una misma vida, y las razones de esas fallas. Casi todas se refieren a lo mismo: la imposibilidad de los hombres de poder relacionarse de la manera adecuada con su propia alma; vivir para y por ella, pero sin perderse en ella. Parece que Parsifal, o la parte de nosotros que representa a Parsifal, será capaz de recordar, de entender, de no seducir y

engañar, o dejarse seducir por su alma y así alcanzar el castillo del Santo Grial. Como decía, cuando esta horrible mujer nos visita con todas sus acusaciones a pesar de nuestra natural reacción de huida no debemos hacerlo. Lo que se nos pide es que nos mantengamos de pie frente a ella, escuchando todo lo que tiene para decirnos, sin perder la fe hasta que nos devuelva el sentido, otorgándonos una segunda oportunidad. Es importante entender que ésta es una experiencia universal, al menos en nuestra cultura, y que a pesar de ser muy desagradable en realidad es la puerta hacia la trascendencia. Para cumplir con su tarea nuestro Ego (Parsifal) ha necesitado alejarse del núcleo de sentido del que partiera (su hogar inconsciente) e indefectiblemente llega al punto en que dicho alejamiento debe ser balanceado. Y para ser balanceado debe ubicarse en relación a la tarea a efectuar: si bien el estado de autonomía e independencia que ha alcanzado era necesario, ahora debe volverse más humilde, debe alivianarse de toda la carga de falsos éxitos y metas que lo han hecho olvidar la única meta sagrada, la búsqueda del Grial. Parece que no hay otra forma de corregir al Ego, especialmente al que ha tenido éxito en su tarea de inserción en el mundo material, que la humillación. No queremos decir que esta humillación deba de ser pública, aunque a veces lo es en general por nuestra obstinada oposición a la humillación interna, sino que debemos aceptar con la cabeza inclinada el peso de todos nuestros errores para poder liberarnos de ellos.

Una buena recomendación para las mujeres de carne y hueso que comparten la vida de sus hombres en estos momentos: mantenerse al margen, ya que éste es un excelente momento para que el hombre “proyecte” la bruja interna que lo atormenta en su mujer. Esta sería una “gran” y fácil solución para el hombre, en especial para aquellos acostumbrados a colocar afuera sus problemas, pues su mujer se convertiría en la culpable de todos sus males y por tanto el divorcio o la separación serían las vías lógicas a ser adoptadas. Esto no sólo no es una solución, sino que deja al hombre sin los beneficios del aprendizaje que deben completar. La mujer, en estos casos, puede y debe ser una buena compañera, pero siempre en el entendido de que éste es un proceso de su marido y al igual que en el mito debe ser resuelto por él.

Después de recibir su tarea Parsifal promete no descansar hasta encontrar el castillo y actuar en consecuencia con todo lo que ha aprendido. Algunos autores dicen que Parsifal cabalgó por cinco años, otros dicen que lo hizo por más de veinte; de cualquier manera pasó por muchas aventuras. Se fue volviendo más amargado y más duro, o lo que es lo mismo, más rígido y descreído. Esta es una manera de decirnos que Parsifal cada vez se apartó más de su conciencia femenina, cada vez se fue alejando más del recuerdo de

Blancaflor.

Continúa venciendo caballeros a diestra y siniestra y sin embargo ya no recuerda para qué empuña su espada y cada vez tiene menos alegría dentro de sí. La joven que riera cuando él apareció por primera vez en el castillo de Arturo, yace dormida en el fondo de su alma. En ese estado se encuentra un día con un grupo de peregrinos, que le pregunta adónde va con tanta prisa en un viernes santo. Parsifal se da cuenta que no sabía que ese día era viernes y menos una fecha santa. De repente recuerda con vaguedad lo que su madre le enseñara sobre la iglesia. Acuden a su mente Blancaflor, el Castillo del Grial y preso de la nostalgia y el remordimiento, pregunta a los peregrinos hacia dónde se dirigen y le responden que van a ver a un ermitaño, un hombre sabio que vive en medio del bosque en una cabaña de madera. Parsifal decide unirse al grupo y ante su sorpresa, cuando llegan frente al ermitaño, resulta ser un tío suyo, un hermano de su padre que se convirtiera en monje. Este hombre le recitará, al igual que la bruja, todos sus errores, como si le conociera de toda la vida; luego le dirá que lo que le ocurrió fue debido a su relación con la madre. Le explicará que no supo relacionarse con ella y sin embargo siguió al pie de la letra todos sus consejos.

Y estos asuntos los transmite en un tono ameno, sin reproches ni sermones, en un claro contraste con el comportamiento de la bruja. Le explica que fue por tales causas que no pudo liberar al castillo del Grial y luego le da la absolución indicándole que debe partir de inmediato en búsqueda del sagrado Cáliz.

Detengámonos por un instante en la simbología de este encuentro. En primer lugar, la figura del ermitaño no sólo representa el contacto con el sabio interior, con el guía interno, que en este caso en particular es la segunda figura masculina que aparece en el mito en relación de maestría con Parsifal, sino que también puede ser entendido como otra opción dentro del camino del héroe que no pasa por las batallas y los logros en el mundo exterior, sino por una retirada buscando las verdades interiores. Esta opción es seguida por algunos hombres y no debe ser interpretada como una huida del mundo, como en el caso de los adolescentes que no quieren aceptar los compromisos de la vida, sino por el contrario debe aceptarse como una elección legítima de quien obedece sus inclinaciones naturales en la búsqueda espiritual. La figura del monje sabio no sólo es un personaje arquetípico que yace en todos nosotros, sino que también es una opción de vida. Estos hombres no abandonan tan bruscamente el castillo del Grial; sus aventuras no son menos riesgosas que las que enfrentan los caballeros rojos, ni su valor es menor. Esta distinción puede ser entendida en la tipología jungiana como la

diferencia entre los extrovertidos y los introvertidos, aunque en realidad todos tenemos un poco de ambos. Este retiro al bosque en el momento de mayor desesperación y confusión en la vida, es lo que Parsifal necesita. Muchos hombres cuando se encuentran con la bruja no son capaces de esperar que ésta les dé una nueva tarea, una segunda oportunidad en sus vidas, continúan haciendo “más de lo mismo”, o deciden cambiar un poco para que todo siga igual. Cambian de mujer, de vestuario, de casa y hasta de trabajo, pero continúan moviéndose en el mundo de la dualidad. En el tercer día de su pináculo el cuarto elemento aparece, simbolizado por la bruja, no son capaces de esperar y deprimirse “sanamente” para comenzar una nueva vida. Así, muchas veces, por la vía de la fuerza, son obligados a retirarse por un tiempo del mundo, en general en la fecha de su primer infarto. Allí deciden que su vida va a cambiar, que jamás volverán a cometer el mismo error; sin embargo, tal como les sucede a los caballeros del rey Arturo, pocos son los que logran realmente cumplir su promesa. A pesar de que bajo tratamiento intensivo él había prometido a la bruja que iría en busca del Grial, cuando se encuentra con los peregrinos ya había olvidado el motivo central de su existencia, hallándose también perdido. Y es notable cómo esta situación ocurre con tanta frecuencia en hombres maduros que procuran la psicoterapia: se les nota en el rostro, en su expresión, que ya han tenido su encuentro con la bruja, están deprimidos y cuando se les pregunta cuál

es su propósito en la vida, el gesto de sus rostros y el vacío de sus miradas muestran con claridad que están en la misma situación de Parsifal cuando le preguntaron hacia dónde iba con tanta prisa en un viernes santo. La respuesta que les cuesta asumir es que van sin rumbo, que no saben dónde dirigir sus vidas y que continúan actuando como autómatas. La biografía de Tolstoi y su propio testimonio de esta etapa de la vida, que lo sorprendió en el pináculo de su fama y riqueza material, es un buen ejemplo dramático de esta situación. Sin mediar la aceptación de la humillación que conlleva la experiencia de confrontación con la bruja, ninguno de estos hombres iría jamás a psicoterapia. ¿Cómo un hombre más o menos exitoso en su inserción en el mundo se avendría a reconocer a un extraño su vulnerabilidad y confusión? Transitar esta experiencia de humildad es fundamental para un hombre en este momento, no sólo para aceptar las consecuencias de sus actos, sino para beneficiarse del encuentro con el ermitaño, que es mucho más cariñoso y comprensivo que la bruja. No es extraño que este ermitaño sea depositado transferencialmente en la figura del terapeuta y que este retiro interior, a través de la terapia, sea la fuente del resurgimiento espiritual necesario para retomar la búsqueda del Grial. Los frecuentes olvidos de Parsifal con respecto a sus promesas, nos recuerdan con qué facilidad el Ego, en su camino de autoafirmación, pierde la relación con su propósito trascendente. En otras palabras: ¿a quién sirve su espada? Si sólo le

sirve a él, es que ha olvidado su verdadera misión en la vida (buscar el Grial), y nosotros, como él, también olvidamos con asombrosa frecuencia para qué estamos vivos, cuál es el propósito de nuestra existencia. En nuestra cultura las metas secundarias como tener una casa, un lugar en la sociedad, etcétera, fácilmente sustituyen la meta final. Parece que consciente o inconscientemente los técnicos en publicidad supieran esto y lo utilizaran en sus propagandas, tiñendo de características del Grial a los objetos de consumo que nos proponen –“Cuando tengas tal casa o tal auto serás feliz”– y así desvirtúan el mito del héroe, que deberá batallar para llegar a ese lugar prometido para desilusionarse al alcanzarlo porque, evidentemente, no era el verdadero Grial sino una mera proyección facilitada por las circunstancias.

Después de su encuentro con el ermitaño Parsifal retoma, ahora sí, su búsqueda final. Para nuestro aparente asombro, el mito termina aquí. Y digo aparente porque en realidad esta culminación es similar en contenido y forma a la de Psiquis, cuando a punto de terminar su última tarea cae en la tentación de abrir la cajita con el secreto del eterno femenino. Como se recordará, Psiquis cae inconsciente y es rescatada por Eros en un simbolismo que entendíamos como la imposibilidad de alcanzar la totalidad por el simple ejercicio de las facultades volitivas.

Entendemos que Parsifal está listo para encontrar el Grial, pues ha aprendido su lección de humildad y coraje, que es todo lo que puede hacer para merecer la oportunidad de volver al castillo del Grial. Lo demás no está en sus manos. También podemos y debemos entender la terminación de este mito en este punto como la comprobación de que nos ha sido heredada su culminación. Como toda gestalt inconclusa o abierta, nos “llama” para que la concluyamos, para que cerremos el círculo. Como cultura no hemos aún entendido el sentido de la búsqueda del Grial ni su simbolismo, pero veamos los finales que intentaron algunos autores que retomaron el mito donde éste concluyó:

Una de las historias cuenta que Parsifal encuentra el castillo y luego del mismo ceremonial de bienvenida, efectúa la pregunta: ¿A quién sirve el Santo Grial? Todos en el castillo responden a coro: Al Rey del Santo Grial, siendo este rey diferente del Rey Pescador, que queda instantáneamente curado de todas sus heridas.

El rey del Grial es en realidad uno que ha vivido desde siempre en comunión con el Cáliz en el centro del castillo, es una imagen del Ser o de Dios, según se quiera ver. Ambos, el rey y el Grial, son las dos partes de la divinidad creadora, su

aspecto masculino y su aspecto femenino. Uno sirve al otro y precisamente el hecho de descubrir esta eterna realidad es lo que cura tanto a Parsifal como al rey Pescador, así como a todo el reino. La gran verdad que nos descubre esta culminación del mito es que el Grial no está ahí para servirnos sino que su existencia se justifica por su servicio a Dios. Esta verdad penosamente se está abriendo camino en la conciencia de nuestra cultura sobre el final de siglo. Estamos descubriendo que la Naturaleza, con todos sus bienes, no ha sido creada para nuestro servicio sino, por el contrario, para que nosotros la sirvamos. A pesar de toda nuestra orgullosa tecnología, desde el punto de vista psicoemocional en Occidente no hemos superado el primer estadio adolescente que representaba tan bien la escena en la que Parsifal llega a la tienda de la doncella y piensa, que tanto ella como los manjares allí servidos, son para él. En nuestra torpe y peligrosa ingenuidad corremos el riesgo de destruir “el cuerno de la abundancia”, lo que significarla nuestra propia destrucción. El mensaje de esta culminación del mito también nos habla del sentido de la vida, nos dice que la búsqueda de la felicidad personal es un camino sin salida, pero como muy bien lo demuestran las imágenes de curación y plenitud que ocurren en el castillo del Grial, luego de la pregunta de Parsifal, la felicidad deviene al reconocer el lugar que ocupamos en la creación. Si nos dedicamos a cuidarla y protegerla, ella nos alimentará y asistirá, satisfaciendo todas nuestra necesidades.

En su vida Parsifal acumula triunfos y logros y ninguno de éstos lo provee de la felicidad, sólo la encuentra cuando se vuelve lo bastante humilde y libre para descubrir que su vida sólo tiene sentido en la medida que sirve al plan divino. Debemos entender este mensaje y dejar de lado todo el peso de lo innecesario que portamos sobre nuestros hombros, creyendo que son imprescindibles para lograr nuestra plenitud. Jamás en la historia conocida de la humanidad hemos vivido tan rodeados de riqueza y sin embargo, nunca hemos sido tan pobres. Como veremos en el último capítulo, si real, si consciente, si honestamente nos formulamos la pregunta que el Parsifal que habita en nosotros hiciera en el castillo, no tendríamos más opción que cambiar toda la orientación de nuestras vidas, tanto personales como comunitarias. Ojalá así sea...

CAPÍTULO 5 EL MITO DE SER UNO MISMO Uno de los ejes fundamentales del movimiento de Potencial Humano y del Existencialismo, pone énfasis en la autorrealización, en la actualización de las potencialidades del hombre. Este énfasis, es parte también del modelo de desarrollo evolutivo del individuo en terapia gestáltica y una de sus metas cruciales en el camino hacia la salud. Uno de los pilares teóricos y metodológicos en los que se sustenta esta visión dentro de la teoría Gestalt, es la llamada teoría paradójica de cambio. En forma sencilla expresa que cambiamos más mientras más nos transformamos en nosotros mismos. Esta teoría, que tiene su paralelo oriental en la “liberación a través de la realización de la propia naturaleza” del taoísmo, centra el proceso de transformación y cambio en la expresión de nuestra propia naturaleza interior. En otras palabras: la patología se convierte en sinónimo de alejamiento del centro del Ser, de nuestro Ser auténtico. También implícitamente se nos está diciendo que este Ser no es algo fijo y rígido, sino que se desarrolla y se devela en la medida que permitimos que se manifieste. Por tanto, en terapia gestáltica estamos más interesados en “dejar de hacer” lo que hacemos para interrumpir ese proceso, que en tratar de

convertirnos en algún ideal abstracto o un Yo social idealizado. Sin embargo, sabemos que este proceso de manifestación de nuestra naturaleza interna no ocurre en el vacío, muy por el contrario: sin la interacción profunda y comprometida con el medio en el que vivimos nuestro ser jamás llega a expresarse plenamente. En Gestalt no tenemos un modelo exclusivamente intrapsíquico o exclusivamente social, sino más bien un modelo interaccional, donde lo individual y lo social, y ambos en relación a la naturaleza que los contiene y alimenta, interactúan dándose “a luz”. Esto quiere decir que nuestro pleno desarrollo como seres humanos depende en buena medida del entorno donde vivimos y que esta dependencia nos sirve tanto como límite que desencadena nuestra rebeldía en busca de la verdadera interacción, que nos posibilitaría ser quienes sospechamos que somos, o como apoyo incondicional que nos permite crecer amando lo que vamos siendo. Por supuesto que esta relación con el medio en el cual crecemos puede constituir, con sus demandas adaptativas, un infierno de alienación donde enterramos nuestro Ser en aras del “deber ser”, que no es otra cosa que el punto de corte con el sentido trascendente de la existencia, el comienzo del viaje “a ninguna parte” que la mayoría de la gente en nuestra cultura parece elegir. Sin embargo, el alma tiene esa cualidad de maravillosa resistencia, esa sed de belleza y verdad que ninguna bebida mentirosa puede calmar. El camino de convertirse en uno mismo, de volver a nuestra propia

esencia sigue siendo el único valedero. El resto de las tonterías sustitutas con las que nos quieren distraer no tiene verdadero poder; a pesar de todas las dificultades que en nuestro tiempo enfrenta quien busca su camino, igual una legión lo emprende. Por sobre todas las cosas no debemos confundir el camino de la individuación con el del individualismo. El primero nos conduce hacia los otros, hacia el encuentro genuino y auténtico con el tú que me refleja en la común y maravillosa aventura de vivir. El segundo nos aleja, nos aliena de los demás, esconde en la manipulación del desencuentro, el miedo y la necesidad de controlar. En el primero encontramos el camino hacia la horizontalidad y la humildad, en el segundo la verticalidad y la soberbia. Ser uno mismo es por tanto un lugar de encuentro con el otro, con el entorno, donde cada uno descubre lo que es en el acto de la relación y la entrega; ser uno mismo es descubrir que todos somos uno y sin embargo cada uno expresa la unidad en su forma particular, como las notas de una sinfonía, que carecen de sentido en forma aislada y sólo encuentran su verdadera identidad y sentido, en relación a las otras. Por tanto, ser uno mismo es encontrar qué nota soy, qué lugar ocupo dentro de la fabulosa sinfonía universal y entonces, humildemente, cantar mi canción. Si entendemos esto, tal vez dejemos de juzgar a los que no lo entienden así porque al fin y al cabo una sinfonía también está hecha de silencios, sin los

cuales no podrían percibirse los sonidos. No sé si es cierto, pero prefiero pensar que aquellos que no encuentran su nota y se dedican a copiar o perseguir a quienes han encontrado la suya, forman la gran legión silenciosa que permite que nuestras notas lleguen hasta Dios. Así también alimento la esperanza de que algún día también encuentren la suya, o decidan hacer silencio, aceptando con humildad el lugar que les ha tocado en la existencia. El viejo Perls decía “una rosa es una rosa” y “un elefante es un elefante”, el problema viene cuando un elefante quiere ser una rosa o una flauta quiere ser un piano. Parece ser que este tema es parte inevitable del proceso de convertirnos en nosotros mismos. A veces es necesario perderse para poder encontrarse. Puede venir en nuestra ayuda para entender este proceso un viejo y conocido cuento popular que seguramente nos han contado a todos en nuestra infancia. Si bien no se nos ha transmitido con esta intención, ilustra en forma inigualable esta parte del camino: es el cuento del “Patito feo”.



La historia nos dice que en una sociedad de patos por razones desconocidas es hallado un huevo un poco más grande que los “normales” para dicha comunidad. A pesar de esto una mamá pata decide adoptarlo y empollarlo con sus otros huevos. Así es que cuando nace, este extraño patito se cría con sus hermanos y su madre. Sin embargo pronto es notorio que este pato no es como los demás, no crece al mismo ritmo, no come de la misma manera y al poco tiempo el resto de la comunidad comienza a burlarse de él. A pesar de todos los esfuerzos que realiza por parecérseles, por comportarse como ellos y lograr así su aceptación, todo resulta vano, aparte de su mamá no parece haber nadie que lo quiera por lo que es. Luego de mucho tiempo de sufrimiento y alienación un día, mientras nadaba en el lago, nuestro héroe descubre una bandada de cisnes nadando.

Pronto comprende, al reconocer en éstos el espejo de su diferencia, que él pertenece a esa familia. Por fin ha encontrado su verdadera identidad. En ese momento reconoce y resignifica su historia personal en el contexto donde había crecido. En realidad no había nada malo en él, su naturaleza no era perversa o inadecuada, tan solo diferente. Aliviado comprendió que quizás si un pato fuese criado en una sociedad de cisnes pasaría por los mismos sufrimientos, así que en ese mismo instante pudo perdonar a su antigua familia, prometiéndose a sí mismo no juzgar a nadie por sus apariencias, en lo que le quedara de vida. Se despidió de todos y se integró a la bandada de cisnes. Moraleja: no es mejor ser cisne que ser pato, pero sí es muy diferente. Este cuento, contado de esta manera, no pretende denostar a quienes no son capaces de reconocer y aceptar las diferencias en los otros, pues de alguna manera en estos tiempos todos podemos pecar de hacerlo. Por el contrario, resalta el proceso de alejamiento del propio centro o naturaleza interna, en el afán por obtener el reconocimiento y la aprobación imprescindibles para sobrevivir y conformar nuestra identidad. El cisne-pato de nuestra historia pasa por todos los calvarios de humillación y aislamiento, internalizando una imagen peyorativa de sí mismo que lo condena desde adentro a la marginación externa, a través de su relación con aquellos que no reflejan su propia imagen.

Aquí se ve con claridad la relación entre lo intrapsíquico y lo contextual, donde este último elemento juega un papel fundamental en la búsqueda de modelos identificatorios que permitan un crecimiento armonioso de la identidad. Así resulta que un hermoso cisne, es un mal pato o un patito feo en una comunidad de patos. Cuando cambiamos los parámetros del ambiente y descubrimos a nuestros pares, el balance intrapsíquico o la falsa identidad conformada a través de la internalización de un modelo o autoconcepto distorsionado se transforma. El encuentro con los cisnes, llevado a nuestra cotidianeidad, no significa meramente el encuentro con pares sino el descubrimiento de nuestra verdadera naturaleza, un viaje que, por ejemplo, se da en el proceso terapéutico. Encontrarse con los cisnes puede ser sencillamente descubrir nuestra vocación, re-encontrar nuestros deseos e impulsos negados en pos de la aceptación del entorno, o quizás el verdadero amor; en fin, a veces puede resumirse en la frase “por fin tengo un lugar en el mundo”. Separarnos de la identidad heredada por la familia original y/o el entorno social, para asumir quiénes somos en realidad, es el viaje de nuestra vida. Este hermoso proceso de encontrarnos con nosotros mismos es, la mayoría de las veces, penoso y difícil, porque aunque parezca paradójico muchas veces nos cuesta abandonar nuestra identidad de patos y comenzar a ser cisnes. Este tramo del camino, denominado como resistencia en el proceso terapéutico, también tiene un hermoso cuento, en este caso una leyenda hindú,

que lo ilustra. El cuento dice más o menos así:

En un apartado lugar de la India un pequeño tigre huérfano fue hallado por un rebaño de cabras. Una de ellas se compadeció de nuestro pequeño amigo y decidió alimentarlo con su leche. Pronto el joven tigre se convirtió en una cabra más dentro del rebaño, hasta que una pacífica mañana un enorme tigre atacó a sus protectoras. De un salto cayó en mitad de los aterrorizados animales, pero al ver al otro tigre entre las cabras, fue tal su sorpresa que se distrajo, permitiendo que aquéllas lograran huir. Intrigado por la presencia del todavía joven pero corpulento animal, le preguntó qué hacía allí un tigre viviendo con las cabras. Nuestro héroe respondió que él no era un tigre sino una cabra y que siempre lo había sido. El tigre adulto se rió y lo invitó a que balara: cuando el joven lo intenta produciendo rugidos de tigre el primero no pudo contener las carcajadas. El joven felino intrigado tanto por su rugido como por la innegable semejanza física con aquel extraño, comenzó a prestarle atención. “Vamos a mi cueva, tengo algo que enseñarte allí”, lo invitó el tigre adulto. Dudando, pero impulsado por una extraña fuerza interior, el joven aceptó la invitación. Una vez que hubieron llegado al lugar el tigre le presentó a su joven acompañante los restos de un antílope que cazara la noche anterior, invitándolo

a que comiera. “Pero yo soy vegetariano”, afirmó nuestro héroe. “¿Del mismo modo que podías balar?” le respondió el otro. Este último argumento pareció ser decisivo y el joven felino comenzó a comer. ¿”Cómo te sientes”? le preguntó el tigre mayor. “Con náuseas”, fue la respuesta. “Ya mejorarás”, fue el único comentario que se escuchó. Al poco rato el joven tigre comenzó a sentir una fuerza y vitalidad desconocidas para él y pronto los dos estaban cazando juntos. Aquí acaba el cuento y si bien su riqueza interpretativa es enorme, haré hincapié en un par de detalles que me parecen significativos en el contexto de lo que venimos desarrollando. En primer lugar, en esta leyenda hindú se recrean varios elementos del argumento del “Patito feo”: la orfandad, el ser criado dentro de una familia o comunidad a la que no pertenecemos por naturaleza, el período en que estamos perdidos de nosotros mismos tratando de parecernos superficialmente a los demás y por último, el encuentro con nuestra verdadera identidad. Pero en esta versión de la búsqueda de nosotros mismos, el encuentro con nuestra naturaleza, está mediatizado por la presencia de un guía. Este guía, que según el contexto puede ser identificado con el maestro espiritual, el gurú o

en nuestro caso con la figura del terapeuta, parece ver con gran facilidad quiénes somos. Nos cuestiona nuestra identidad, se ríe de nuestras definiciones sobre nosotros mismos y por último, nos conduce a la experiencia donde encontraremos nuestra verdadera esencia. De cierta manera esta leyenda resume en forma de lenguaje simbólico lo que desde la perspectiva gestáltica ocurre en un buen proceso psicoterapéutico. Todo consultante llega a terapia con una cierta definición sobre sí mismo, con una cierta máscara y es a través del desafío a esa “persona” (máscara teatral griega) que realiza el terapeuta, que nuestra vieja y sustituta identidad colapsa para por fin pasar por la(s) experiencia(s) que nos permiten encontrar lo que realmente somos. Por supuesto que la proyección sobre el terapeuta que el consultante realiza, el modelo identificatorio que aquel provee, es el ingrediente fundamental que permite que el proceso se desarrolle. Todos intentamos ser cabras escondiendo nuestro Ser-tigre, porque como en el cuento, nuestra verdadera naturaleza, en el comienzo, siempre nos indigesta. En última instancia, ser uno mismo a pesar de que sea la meta más preciada en la vida es también una experiencia abrumadora. Cuando alcanzamos la estatura de nuestro destino nos hacemos responsables por él y ya no hay dónde encontrar excusas para justificar lo que somos o lo que tenemos que hacer. Por eso, algunas personas prefieren seguir creyendo que son cabras para

no tener que asumir su naturaleza de tigres. En definitiva volvemos al principio: “Una rosa es una rosa”. Es así de simple, porque ser rosa implica cumplir con su naturaleza de tal, aceptar el misterio por el cual somos lo que somos y vivir de acuerdo a ello. No quisiera terminar sin esbozar algunas ideas con respecto al tema universal que se plantea en ambos cuentos en referencia a la orfandad. En estos dos ejemplos, encontramos al héroe huérfano que es rescatado por alguien que no es su madre y que pasa gran parte de su vida condicionado por esa circunstancia, buscando la verdad sobre su origen. El hecho de que sea universal parece aludir a que todos somos, de una forma a otra, huérfanos en un hogar ajeno. Esto quiere decir, en primer lugar, que sin el amor de la pata o cabra que se compadecen de nosotros no podríamos vivir, pero que luego debemos buscar nuestra propia identidad fuera del marco de seguridad y también de limitaciones de nuestra familia y comunidad. Nuestra verdadera madre y nuestro verdadero padre solo pueden ser hallados en el proceso de encontrarnos a nosotros mismos, pues sólo en ese camino es que tropezamos con el misterio de ser humanos. Un misterio que a la larga o a la corta nos enfrenta con el Creador/a, y si todos somos hijos del mismo padre y de la misma madre no hay huérfanos bajo este cielo, sino miembros de una única familia planetaria.

CAPÍTULO 6 EL MITO DE NUESTRO TIEMPO: EL HÉROE CONTEMPORÁNEO En primer lugar debemos comprender que el intento de esbozar cuál sería el mito de nuestro tiempo así como cuál sería la tarea del héroe o heroína contemporáneo/a, necesita algunas aclaraciones o marcos de referencia, por lo menos para lograr una base común mínima de entendimiento que nos permita un diálogo fluido entre lector y autor. Por sobre todas las cosas, es mi intención ser claro y simple en las elaboraciones de este capítulo, al menos para evitar malentendidos que impidan al lector tener una base sobre la cual asimilar lo que aquí se dice, o de lo contrario, rechazarlo por no estar de acuerdo. Por tanto, comenzaré con algunos temas básicos sobre los que, desde mi punto de vista, se sostienen las afirmaciones y conclusiones a las que llego en este capítulo. Lo primero que deseo hacer aquí es una definición de lo que considero que realmente es una civilización. En general en nuestra cultura tenemos una gran confusión con este término, pues se lo interpreta como un sinónimo de avance tecnológico o de progreso económico, de tal forma que consideramos a una civilización como avanzada o admirable por el alcance de sus logros en el área de la tecnología.

Esta clasificación deja de lado, por ejemplo, el desarrollo espiritual o humanitario dentro de una cultura como ítems para medir su evolución. Entre otras cosas, esto ha provocado que rotuláramos a determinadas culturas como “primitivas” por el hecho de no tener una tecnología desarrollada como nosotros la entendemos y/o una concepción del mundo parecida a la nuestra. No deseo aquí internarme en la crítica a esta actitud etnocéntrica, que como cultura occidental nos es característica, sino definir el concepto de civilización altamente evolucionada con parámetros diferentes que podrán por si mismos arrojar luz sobre el lugar que nuestra civilización debe ocupar en la consideración de todos. Las necesidades humanas tanto como el contexto para realizarlas y por consiguiente alcanzar la plenitud de nuestra vida, en contrario a lo que muchos piensan, son extremadamente simples y sencillas. En orden evolutivo en cuanto al crecimiento y desarrollo biopsicosocial de una persona, son: 1. Un plato de comida caliente elaborado con amor, agua limpia y fresca con aire puro para respirar. 2. El suficiente amor y confianza del entorno (padres, comunidad) al que pertenecemos, como para poder crecer amándonos y confiando en nosotros mismos. 3. Un lugar significativo dentro de la comunidad en que vivimos de

acuerdo a nuestras potencialidades y talentos. 4. Que nuestra vida esté impregnada de un sentido trascendente, esto quiere decir que dentro del contexto en el cual se desarrolla, exista el espacio para la búsqueda y expresión del misterio de la vida. Estos cuatro elementos simples en su formulación, constituyen por si mismos la garantía de individuos y comunidades sanas y armónicas. De aquí en más están sentadas las bases para entender por qué, desde nuestra perspectiva, esta civilización está enferma y crea, a la vez que es mantenida, por individuos enfermos. Quizás deberíamos cambiar el término “enferma”, por involucionada, pues cada vez que una cultura se degrada su organización social tanto como los valores que mantenían y expresaban a esa cultura, manifiestan este estado de degradación en su estructura y organización. Podemos ver con sencillez cómo nuestra civilización es absolutamente incapaz de otorgar las condiciones que consideramos mínimas para permitir a los individuos que la integran, una plena realización de su Ser. Hoy no podemos proveer a nuestros hijos de un plato de comida caliente hecho con amor, porque no tenemos tiempo de hacerlo. En parte porque las madres están integradas a la sociedad de trabajo y en muchos casos son quienes se encargan de proveer a la familia de lo necesario para vivir y también porque hemos perdido la memoria y el respeto por la sagrada tarea de las mujeres en la comunidad.

Ni qué hablar de que cada vez menos podemos garantizar la limpieza del agua y del aire para las generaciones futuras. Menos aún podemos otorgarles a nuestros jóvenes y niños el amor y la confianza que precisan para crecer integrados, pues para hacerlo deberíamos cortar con las exigencias adaptativas de la cultura que nos obligan a entrenar a nuestros niños para que en el futuro tengan un lugar en la sociedad de trabajo. Obviamente esto nos obliga a evaluarlos, y por ende, les enseñamos a evaluarse a sí mismos en la medida que cumplen con los requisitos para tener un “futuro”. Estos requisitos pueden ser simplificados en la ecuación: “Piensa de una manera, siente de otra y actúa diferente de las anteriores”. Nadie que esté fragmentado puede quererse o confiar en sí mismo. Esta no es una cultura basada en el amor, sino en el miedo, por lo cual sentimos la necesidad de defendernos de todo, nos inclinamos a negociar, transar y vender nuestra alma para tener un mínimo de espacio de sobrevivencia. Así, penosamente contemplamos cómo nuestros hijos recorren igual que lo hicimos nosotros, el largo camino de “dejar de Ser para convertirse en alguien”; cómo conforman su máscara personal, tras la cual ocultan su miedo e inseguridad. Por consiguiente, tampoco podemos ofrecerles un lugar significativo en la comunidad no sólo porque en el momento que están preparados para ocuparlo están tan lejos de sí mismos “como un águila de la luna”, sino también porque no existe ese espacio en nuestra sociedad. Por último, tampoco podemos ofrecerles un sentido trascendente de la

vida. ¿Cómo podríamos hacerlo si la propia vida que vivimos carece de sentido para la mayoría de la gente? ¿Cómo podríamos hacerlo si hemos sustituido, en nuestra desesperación, todo verdadero valor por mero cinismo, toda ofrenda generosa por soluciones y salvaciones personales? De alguna manera es preciso comprender dónde estamos para descubrir hacia dónde debemos dirigirnos. En el mito del héroe encontramos una estructura que se repite, el héroe parte de una tierra baldía, que ya no produce, el rey o el príncipe a cargo no están pudiendo cumplir con la tarea que les fue asignada y a causa de esto todo el reino está paralizado. Esta situación representa simbólicamente el estancamiento psicoemocional que llamamos neurosis a nivel individual, pero que también podemos amplificar e incluir las situaciones de estancamiento o putrefacción socioculturales. El héroe es el que inicia el viaje de la renovación o autorregulación, desciende a los infiernos o combate con los monstruos y al regresar lleno de conocimiento y sabiduría debido a las hazañas que ha realizado, el rey se cura y el reino vuelve a florecer. Esta simplificación del mito en sus aspectos esenciales puede ser muy útil para entender lo que venía desarrollando. Si la tierra baldía hoy está representada por el estado actual de nuestra civilización y los males que la aquejan son los que definíamos unos párrafos atrás, la tarea del héroe contemporáneo es la de corregir esos males a través de

su acción heroica. Ahora bien, si la tarea que debemos realizar es devolver a nuestra cultura la posibilidad de estar centrada en proveer las cuatro condiciones básicas e imprescindibles para el crecimiento saludable y armónico de los individuos y las comunidades que forman, la pregunta es: ¿cuál es el monstruo que nuestro héroe debe enfrentar para lograr su tarea? Para dar respuesta a esta pregunta retomamos el esquema simple planteado al comienzo de este libro en el capítulo 1, en cuanto al proceso evolutivo del Ego y su separación del centro de sentido y dirección que llamábamos Ser. Solo que en este caso debemos ampliar dicho esquema para identificar el proceso del Ego individual, con el proceso de lo que podríamos llamar aquí como el Ego cultural o social. Si como al Ego individual, el Ego social también se aliena en la medida que se aleja del centro de sentido, convirtiendo su existencia en el único centro de atención, la vida se transforma en un mero acto desesperado de sobrevivencia. Los otros, que comparten sus vidas y sus propios procesos egóicos, son vistos sólo desde la óptica de cuánto amenazan nuestra sobrevivencia o cuánto la facilitan. El Ego perdido de su fuente es por definición inseguro y temeroso, al percibir a los otros no como compañeros en el camino de la vida sino como potenciales enemigos en la lucha por la sobrevivencia, ese temor lejos de calmarse se aumenta hasta los límites de la paranoia, con lo cual el eje de la

cultura pasa a ser el miedo y las maniobras de control para dominar ese temor. Eso es lo único que todos esos pequeños egos juntos tienen en común dentro del marco social; hasta las actividades que supuestamente son para el bien común, son vistos como metas de individuos dentro de sus procesos para alcanzar un lugar seguro en un mundo amenazante. La única lógica es la de la lucha por alcanzar la sobrevivencia del individuo en cuanto Ego. Esta lucha es entendida en nuestro tiempo como el derecho a competir y acumular bienes que hagan sentir a su poseedor una mayor seguridad en la vida. En otras palabras, como cultura estamos estancados en el “impasse” entre el Ego y el Ser. Nos hemos desconectado del centro de sentido y trascendencia, no encontramos el camino al castillo del Santo Grial, como Parsifal en el día de su festejo, nos hace falta la bruja que venga a decirnos qué debemos hacer ahora. Sin embargo es simple: es menester matar al dragón de nuestra conciencia egocéntrica, debemos transmutar la conciencia de nuestro tiempo, para que comprenda el papel que tiene en el todo y su dependencia de éste. Decidiendo entonces abandonar el lugar de centro de la creación, que no sólo no es real, sino que simplemente representa la etapa de evolución de la conciencia del Ego que se encuentra volcado sobre sí mismo (egocentrismo), perdido de su conexión con el Ser, creyéndose solo y sintiéndose amenazado y por tanto justificado en sus maniobras defensivas.

Como dijera Joseph Campbell en una de sus conferencias: “El objetivo último de la hazaña no debe ser ni la liberación ni la felicidad personales, sino la sabiduría y el poder para servir a los demás”. El héroe “iluminado” de nuestro tiempo es el que a través de seguir las “formas” de su propia senda, ha encontrado los contenidos universales del único camino que todos estarnos recorriendo. De este poderoso entendimiento el héroe reclama la compasión necesaria para desarrollar la tarea que le corresponde, pues es en los ojos de los niños que él encuentra la razón de un futuro que seguramente no verán los suyos. Sin despreciar ninguna de las tareas que forman parte del “trabajo” del héroe contemporáneo, la que se me presenta como imprescindible y sagrada, es la de difundir la esperanza en el corazón de la gente. Pues es a través de su ejercicio permanente que la fe en el aspecto trascendente de la vida se hace nuevamente posible. Y es el papel de ésta el conducir a la gente nuevamente a la conexión con el misterio de la vida: su propio Ser. Cuando la gente comience a reinstalar en su vida esa sagrada relación consigo mismo y los demás, podrá empezar a verla fuera de ella misma, en todo lo que nos rodea, hasta comprender que el planeta, en su totalidad, es un ser vivo y consciente: la Gran Madre Naturaleza, de la que todos somos hijos. Es directamente de ella que nos llega la pasión, la alegría y el amor por la existencia: sin una relación con nuestra Madre, la soledad, la separación, las dudas, el cinismo intelectual y la búsqueda de desesperadas

soluciones personales, se convierten en el eje orientador de nuestras vidas. Quizás la forma más sencilla de comenzar a recuperar la relación sea a través de la defensa apasionada, amorosa y sin concesiones, de la vida en este maravilloso planeta. Cada uno, a su manera, desde su lugar, en su tiempo, puede realizar esta aventura, este llamado del héroe de nuestro tiempo. No hay excusas para ninguno de nosotros, todos en algún momento podemos arrodillarnos a la altura de un niño para mostrarle la maravilla de una flor en un campo en primavera. En realidad, encontrar el castillo del Grial es sólo realizar ese gesto, ir donde el tiempo no cuenta, donde todo es sagrado, simple y hermoso. Anhelarlo para todos es quizás el divino pecado del Bodhisattva de nuestro tiempo. Dejemos entonces la puerta abierta de este jardín para que los niños del futuro puedan entrar a jugar en él y nos vemos allí.

BIBLIOGRAFÍA CAMPBELL, J.: O Herói de Mil Faces. San Pablo: Cultrix/Pensamento, 1ra ed. 1997; 414 p. ————: O Vóo do Pássaro Selvagem. Rosa dos Tempos, 1ra ed. 1997; 284 p. GROF, C y S.: La tormentosa búsqueda del ser. Los Libros de la Liebre de Marzo, 1ra ed. 1995; 329 p. JUNG, C. :Símbolos de Transformación. Buenos Aires: Paidós, 1ra ed. 1977; 440 p. KEPNER, E.: The Gestalt Group Process. Cleveland: The Gestalt Institute of Cle eland Press, 1ra ed. 1993; 160 p. KEPNER, J.: Proceso corporal. Cleveland: The Gestalt Institute of Cleveland Press, 1ra ed. 1992; 210 p. LATNER, J.: The Gestalt Therapy Book. Center for Gestalt Development, 1ra ed. 1986; 172 p. MAX– NEEF, M.: La economía descalza. Montevideo: Nordan, 1ra ed. 1986; 246 p. PERLS, F.: Sueños y Existencia. Cuatro Vientos, 1ra ed. 1974; 296 p. ————: El enfoque Gestáltico. Testimonios de terapia. Cuatro Vientos, 2da ed. 1976; 187 p. POLSTER, M y E.: Gestalt Therapy Integrated. Vintage Books. 1974; 329 p. ROWAN, J.: Lo transpersonal. Los Libros de la Liebre de Marzo, 1ra ed. 1996; 303 p. SPANGENBERG, A.: Gestalt, Zen y la Inversión de la Caída. Montevideo: Roca Viva, 2da ed. 1995; 170 p.

WHEELER, G.: Gestalt Reconsidered. Cleveland: The Gestalt Institute of Cleveland Press, 1ra ed. 1991; 191 p. WILBER, K.: O espectro da Consciéncia. San Pablo: Cultrix, 10ma ed. 1995; 292 p. YALOM, l.: The theory and practice of Group Psychotherapy. Basic Books Inc. Publishers. ZINKER, J.: El proceso creativo en la Terapia Gestáltica. Buenos Aires: Paidós, 1ra ed. 1979; 212 p.

OTRAS OBRAS DEL AUTOR



Quisiera compartir con todos que esta obra como cualquier otra es un reflejo de quien la escribe, y del mismo modo que un ser humano es una obra inconclusa este libro también lo es. Como personas debemos aceptar el desafío de concluir la obra de nuestras vidas y en este sentido todos somos autores del libro de nuestra existencia. Escribir el “Gestalt, Zen…” me ha dado la oportunidad de esforzarme a recorrer y realizar en mi cotidianeidad aquello que he puesto en palabras. Espero que de alguna manera esta obra les sirva de estímulo para continuar adelante con la construcción de sus propios destinos. Descubro al releerlo que la espiritualidad que se desprende de muchas partes del texto es hoy una realidad en mi vida. Nuevamente agradezco al Espíritu por alcanzar lo que en algún momento fue un sueño. La vida es siempre circular y vuelve a pasar una y otra vez por las mismas lecciones hasta que somos capaces de aprender de ellas. Ojalá podamos seguir encontrándonos en esta espiral sin fin para

seguir aprendiendo juntos. Alejandro Spangenberg Montevideo, Setiembre 2004

… “Gestalt es una visión global, totalizadora, un paradigma holístico, un gesto ético, un canto a la vida. Es también una teoría, pero como las notas escritas solo sirven de guía, como buen instrumento, nunca olvida que más importante que la herramienta es la mano que la empuña, que más importante que el mapa es el territorio que se recorre. Por eso es también humilde y practica la humildad, considerando lo obvio, lo simple, la superficie tan importante como las profundidades del mar; porque no hay más maravilla en el valle que en el lecho del río. Gestalt es una travesía, un camino compartido, una senda, UNA RUTA DE VUELTA A CASA, un misterio que se revela en relación, en compañía”… Fragmento del libro “Gestalt, Zen y la Inversión de la Caída” publicado por primera vez en 1993

¡Años caminando para recuperar la memoria del círculo de la vida, la unanimidad en la toma de decisiones, el liderazgo como un compromiso de servir a los demás, el amor incondicional como el mayor de los entendimientos y la dulzura de los niños como la única manera de ejercer la verdad! Esto lo aprendí observándolo, viendo cómo recibía los cuestionamientos de los demás, los conflictos y la envidia. Viendo cómo se relacionaba con su esposa y con sus hijos, viéndolo desde muy cerca, porque me enamoré de una de sus hijas, lo que me permitió verlo en todas las instancias y en todos los roles, pero a la vez, manteniéndome atento como el más duro de los fiscales, hasta lograr convencerme que ese líder que osaba levantar la bandera de la esperanza, frente a todos, sin personalismo, realmente era lo que decía ser: humano. Conocí su historia, el tamaño de su herida, su desamparo y su fragilidad. Lo vi llorar, reír, caerse y levantarse, casi perderlo todo y casi perderse en todo. Lo vi amenazado bajo una tormenta de oscuridad, vi el costo que esto tuvo para sus hijos y para su esposa. Lo vi sostenerse, reconocerlo, hacerse cargo y repararlo. Lo vi recibir el liderazgo de un camino espiritual, devolver una familia de hermanos maduros, protegidos por la Madre Tierra y el Padre Cielo, y, como si esto fuera poco, lo vi confiar en su gente devolviendo el lugar de liderazgo a su pueblo, para pararse como un hijo más, agradecido de

ser un par entre los suyos. Lo vi una y otra vez, quebrándose a sí mismo en pos de su familia, la familia planetaria. Alejandro Corchs Lerena Águila del Corazón Noviembre de 2009.

En “El Camino a la Libertad”, Alejandro Corchs y Alejandro Spangenberg, dos autores que han dedicado su vida a apoyar el desarrollo de la esencia humana, se han unido para brindarnos el fruto de años de trabajo y experiencia. Como ellos mismos dicen en la introducción: “Este libro no es un manual, ni pretende abarcar lo inabarcable. Es una síntesis, es un mapa que, como todo buen mapa, no puede confundirse con el territorio que describe. Saber que una carretera lleva a un lugar, no sustituye ni provee la experiencia de recorrerla. Sin embargo, tener un buen mapa en la vida puede ser la diferencia entre estar perdido, o saber hacia dónde ir”. El Camino a la Libertad es una experiencia enriquecedora que cada uno debe recorrer, y ése es el gran desafío de la vida. Pero qué seguridad y confianza nos despierta el saber que en este mundo moderno, en esta cultura actual, existen personas que lo hicieron, y que hoy nos devuelven aire fresco y esperanza, señalando un sendero que no necesita de una religión o de una creencia específica, y sin embargo las abarca a todas, porque se trata de reconstruir nuestra relación íntima con el Universo. Celebramos con alegría que dos seres humanos de este tiempo, abran El Camino a la Libertad, honrando a todas las formas y a todas las religiones. Así nos imaginamos a la nueva humanidad: una sociedad donde el respeto y el amor incondicional sin prejuicios pero con dirección, sea la manera que cobije

el encuentro humano. En este preciado libro, los autores nos revelan con sencillez y contundente claridad, nuestra relación más íntima: la relación con nosotros mismos. ¡Adelante!

… Para eso debo explicar cuál es el lugar que este ser humano ocupa en nuestro círculo: Alejandro es nuestro Gran Búho Blanco. El Búho Blanco es el pájaro que guió a nuestra gente a través de la noche del alma, con su maravillosa capacidad de ver a través de la oscuridad, y de volar en silencio sorteando todos los obstáculos, hasta llegar al nuevo día del amor incondicional, el respeto y la igualdad… Gracias a la incansable guía de Alejandro y su esposa Solange, gracias a sus súplicas y al esfuerzo verdadero, luego de años y años de caminar logramos reparar la memoria del dolor, y restituir para todos los seres el fluir del manantial de este lugar de la Madre Tierra: el manantial de la alegría.

Alejandro Corchs Lerena



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