Tratado Del Espiritu Santo 01

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En suma, en este Tratado contemplativo, fray Juan enseña cómo ha de prepararse el alma para recibir estas visitas extraordinarias del Espíritu Santo mediante la ascesis, la purificación de los sentidos y del corazón, el deseo de interiorización, la oración afectiva y de recogimiento, etc. hasta que por obra de la Gracia acontezca "el rapto, que se realiza cuando el alma anajenada de los sentidos y por eso sin saber si está en el cuerpo o fuera del cuerpo, es arrebatada hasta las visiones y secretos de Dios, donde ve y oye cosas maravillosas, de las cuales no es lícito al hombre hablar". *** El P. Ernesto Zaragoza Pascual, autor del Estudio Introductorio y de la traducción del Tratado, nació en Sant Feliu de Guíxols (Gerona) en 1944. Cursó estudios en las Facultades de Barcelona y del Norte de España (Burgos) donde se doctoró en Teología Espiritual con la calificación summa cum laude. Es sacerdote oblato benedictino del monasterio de Silos. Discípulo de los profesores Melquíades Andrés, Evangelista Vilanova y Miquel Batllori, ha publicado en seis volúmenes la historia de los benedictinos de la Congregación Observante de Valladolid (1390-1880) y la historia de la Congregación Claustral Tarraconense i Cesaraugustana (1215-1835) y ha colaborado en distintas revistas de su especialidad. Es académico correspondiente de la Real Academia de la Historia, de la Real Academia de Bones Lletres de Barcelona y de la de San Rosendo de Galicia y asimismo, párroco del Castell-Platja d´Aro.

Tratado del Espíritu Santo

Fray Juan de San Juan de Luz fue un místico teórico-práctico de excepcional valía que alcanzó las más altas cimas de la contemplación experimentando aquellos fenómenos místicos extraordinarios que acompañan a los altos grados de la espiritualidad. El autor no intenta hacer una exposición de la fe católica acerca de la tercera persona de la Trinidad, ni desarrollar un tratado completo de neumatología. Se limita a mostrar aquella parte que explica las repetidas visitas del Espíritu Santo al alma adornada con la Gracia. Por tanto, no trata de la inhabitación común a todos los fieles que están en gracia de Dios, sino de aquella presencia especial, extraordinaria, con que el Divino Paráclito suele regalar a las almas místicas.

Tratado del Espíritu Santo

Fray Juan de San Juan de Luz

Fray Juan nació a mediados del siglo XV en la villa de San Juan de Luz (Lohitzune). En 1488 era prior del monasterio de San Isidro de Dueñas (Palencia) y posteriormente fue elegido Prior General de la Observancia Vallisoletana. Posteriormente fue encargado de reformar el monasterio de Montserrat, en donde permaneció desde su llegada en 1497 en compañía de su condiscípulo fray García de Cisneros, y en cuyos brazos debió morir en 1499. El Tratado que ahora publicamos fue escrito en estos últimos años.

Fray Juan de San Juan de Luz

TRATADO DEL ESPIRITU SANTO del Venerable fray Juan de San Juan de Luz

Introducción, versión y notas de Ernesto Zaragoza Pascual

INDICE

Estudio Introductorio I.- El Autor II.- El códice del tratado III.- Análisis del contenido IV.- Fuentes V.- El estilo VI.- La doctrina VI.- Esta edición

TRATADO DEL ESPIRITU SANTO Breve prólogo al opúsculo Cap. I - De la visita invisible del Espirítu Santo a nuestra alma Cap. II - De la preparación previa del alma para recibir al Espíritu Santo Cap. III - De la digna recepción que hemos de hacer al Espíritu Santo cuando viene a nuestra alma Cap. IV - De cierto conocimiento de la llegada del Espíritu Santo Cap. V - Del cuidado y solicitud que hemos de tener para que el Espíritu Santo no se aparte de nosotros Cap. VI - Qué hemos de hacer cuando carecemos de los consuelos del Espíritu Santo Notas

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ESTUDIO INTRODUCTORIO

I.- EL AUTOR El benedictino Dom H. Plenkers, en una de sus visitas a España en busca de materiales para sus trabajos, encontró en la Real Biblioteca del Monasterio del Escorial un códice de principios del siglo XVI, intitulado Liber caeremoniarum, procedente del monasterio de Montserrat (Barcelona), el cual, a modo de apéndice tenía un opúsculo espiritual intitulado: «Tractatus de Spiritu Sancto», escrito en latín. El erudito benedictino dio a conocer este códice en 1900 en la Revue Bénédictine1. Este Tratado del Espíritu Santo no es el manuscrito autógrafo -que se ha perdido-, sino una copia hecha en los primeros años del siglo XVI. El copista lo atribuye al «religioso varón Juan de San Juan, de la Orden de San Benito»2. Veamos en primer lugar quién es este Juan de San Juan, autor del tratado. Por el título de la obra sabemos que era benedictino, porque el copista -que sin duda fue el que puso el título del tratado- nos dice que era «de la Orden de San Benito», y con esta expresión, típica de los monjes observantes de la Congregación de San Benito de Valladolid, nos da a conocer indirectamente que el autor pertenecía a la citada Congregación. Tratemos ahora de identificar al autor. Tres son los monjes vallisoletanos del siglo XV y principios del XVI que aparecen con el nombre de Juan de San Juan. Fray Juan de San Juan de Burgos, prior del monasterio de Valladolid, gran amante de la soledad y del retiro3, el Venerable fray Juan de San Juan de Luz, también prior del monasterio de Valladolid, varón virtuoso, reformador y gran contemplativo4, y fray Juan de San Juan, monje de Montserrat5. Dado que el tratado fue escrito en Montserrat -pues sólo en este códice montserratino se nos ha conservado-, hay que suponer que el autor tenía algún vínculo con

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aquel monasterio. Fray Juan de San Juan de Burgos murió en 1485 y no tuvo relación alguna con Montserrat, pues este monasterio no aceptó la Observancia Vallisoletana hasta 1493. Por tanto, hay que destacar a este monje como autor del tratado. No puede ser tampoco el montserratense fray Juan de San Juan, que tomó el hábito en 1502 y murió en 1517 ó 15186, pues aparte de ser el tratado obra de finales del siglo XV, el copista califica al autor de la obra de «religiosus vir» lo cual significa que por entonces ya había muerto. Queda pues solamente fray Juan de San Juan de Luz, que es sin duda alguna el autor del tratado, porque sólo en él se dan las coordenadas precisas para atribuirle la obra. Primero, porque, en esta época no hay otros monjes en toda la Congregación de Valladolid, fuera de los ya nombrados, que lleven el nombre de Juan de San Juan. Segundo, porque el Tratado del Espíritu Santo siempre se le ha atribuido7. Tercero, porque tuvo relación directa y prolongada con el monasterio de Montserrat, pues no sólo reformó dicho monasterio en 14938, sino que, una vez acabado el tiempo de gobierno como Prior General de la Observancia Vallisoletana, en 14979, se retiró a este monasterio donde pasó los últimos años de su vida y murió. Cuarto, porque el calificativo de «varón religioso» le conviene en gran manera, pues toda la tradición benedictino-vallisoletana le ha dado siempre el título de Venerable, y según una antigua tradición montserratina, en su lecho de muerte mereció que Nuestra Señora se le apareciera y consolara, en premio del amor filial que siempre le había profesado y por haber reformado el monasterio de Montserrat10. Por tanto, hay que concluir que el autor del Tratado del Espíritu Santo del manuscrito escurialense es el Venerable fray Juan de San Juan de Luz, Prior General de la Observancia Vallisoletana y reformador del monasterio de Montserrat, varón verdaderamente contemplativo y de profunda vida interior, a quien Dios regaló con gracias místicas extraordinarias. Este insigne varón nació a mediados del siglo XV en la villa de San Juan de Luz (Lohitzune), en la antigua Navarra Baja, hoy en territorio francés. Nada sabemos de su familia y estudios, aunque -según se desprende del tratado que escribió-, debió 12

ESTUDIO INTRODUCTORIO

recibir una sólida formación a tenor de los métodos escolásticos de la época y salió muy aventajado en el conocimiento del latín clásico y en la teología de santo Tomás de Aquino. La primera noticia que tenemos de él, es la de su ingreso en el monasterio de San Benito de Valladolid poco después de 1474. En 1488 era prior del monasterio de San Isidro de Dueñas (Palencia) y el 24 de septiembre del mismo año fue elegido prior del monasterio de Valladolid, cargo que comportaba también el de Prior General de la Observancia Vallisoletana11. En el Capítulo General de 1489, celebrado en Valladolid, redactó, junto con los «ancianos» del monasterio, fray Martín de Villafalcón, fray García de Cisneros, fray Diego de la Villa y fray Isidoro de León, las primeras Constituciones para los monasterios de la Observancia12. En 1492 celebró de nuevo Capítulo General en Valladolid y en 1493, a petición de los Reyes Católicos (que el 19 de marzo del mismo año habían alcanzado del papa Alejandro VI una bula de reforma), reformó el monasterio de Montserrat. Llegó a este monasterio el 28 de junio de 1493, acompañado de catorce monjes más, de D. Francisco de Rosella y otros testigos -entre ellos D. Diego de Rojas y Sandoval, Marqués de Denia y su hijo D. Bernardo, Conde de Lerma-, y tomó posesión del monasterio de manos del subejecutor de la bula de reforma, D. Bartolomé de Valladolid, canónigo de Granada13. El 3 de julio del mismo año reunió a la comunidad y usando del derecho que le confería el cargo de Prior General, eligió para prior del monasterio por dos años -tal como era costumbre-, a fray García de Cisneros, hombre de una profunda vida interior, que por sucesivas reelecciones gobernaría el cenobio hasta su muerte, en 151014. Fray Juan permaneció unos tres meses en Montserrat con el fin de presidir por sí mismo la implantación de la observancia regular y guiar a fray García de Cisneros en los primeros y difíciles pasos del gobierno de tan renombrado santuario. Durante estos meses fray Juan hizo una capitulación con los ermitaños de la montaña15 y dio a los monjes la «Constitución del 13

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ençerramiento de los monges deste monasterio de Nuestra Señora de Monserrate»16, en la que les señalaba la parte de montaña que podían recorrer sin quebrantar el voto perpetuo de clausura, peculiar de los benedictinos vallisoletanos. A primeros de octubre regresó a Castilla y en 1494 reformó los monasterios de San Martín Pinario de Santiago de Compostela, San Salvador de Lérez, San Vicente del Pino de Monforte de Lemos y San Esteban de Ribas de Sil17. El 6 de enero de 1497 celebró Capítulo General en Valladolid donde se determinó pedir al papa Alejandro VI la transformación de la Observancia en Congregación, cosa que concedió el pontífice el 2 de diciembre del mismo año18. A mediados de 1497 acabó fray Juan su trienio de gobierno -habiendo sido Prior General por espacio de tres trienios consecutivos 1488-1497-, y enamorado de la montaña de Montserrat quiso acabar allí sus días en compañía de su condiscípulo y amigo fray García de Cisneros, en cuyos brazos debió morir el 26 de febrero de 149919. Hombre de ánimo esforzado, no se arredró ante las dificultades que le salieron al pasó en la reforma de los monasterios. Fue varón de visión amplia, de actividad intensa, de piedad sólida y profunda, y -a juzgar por su Tratado del Espíritu Santo-, llegó a las más altas cimas de la contemplación, experimentando en sí mismo toda la serie de fenómenos místicos extraordinarios que de ordinario acompañan a estos altos grados de la vida mística, cosa que se deja transparentar en su obra -a pesar de su interés por permanecer en el anonimato-, traicionado inconscientemente por su propia experiencia. Conociendo la fecha de su retiro a Montserrat; que fue sin duda a mediados de 1497, podemos deducir fácilmente la fecha de composición del tratado, que debió redactar poco después de su llegada al monasterio y antes de su muerte en 1499. En su retiro de Montserrat, libre ya de las obligaciones del cargo de Prior General, pudo dedicarse a componer este Tratado20 que va dirigido a cierta «soror in Christo», que era sin duda 14

ESTUDIO INTRODUCTORIO

una religiosa, porque en el capítulo III al hablar de los beneficios recibidos de Dios, dice: «cómo nos creó, redimió, nos llamó primero a la fe, después a la religión»21. Seguramente esta religiosa era una monja benedictina. Lo que no sabemos de qué monasterio, aunque sospechamos sería de alguno de los dos que había en Barcelona, a saber: San Pedro de las Puellas y San Antón y Santa Clara. Posiblemente esta monja le habría pedido le escribiera algo sobre la obra santificadora llevada a cabo por el Espíritu Santo en el alma, en 1497, al pasar por Barcelona, con destino a su retiro de Montserrat, pues en el prólogo dice que le envía el tratado «después de una larga espera», lo cual estaría de acuerdo con nuestra hipótesis, porque entre la petición y la recepción del opúsculo habrían pasado unos dos años. De lo que no cabe duda es de que la monja en cuestión era una persona culta, pues el autor escribió su obra en latín, lo que no hubiera hecho si la monja a quien va dirigida el tratado hubiera ignorado dicha lengua22. Al parecer, después de la muerte de fray Juan, los monjes de Montserrat debieron encontrar la obra -o una copia que el autor se habría reservado-, y la pusieron en el citado códice del Escorial para que no se perdiera esta perla de espiritualidad. II.- EL CODICE DEL TRATADO El códice del Tratado del Espíritu Santo, como hemos dicho ya, se encuentra en la Real Biblioteca del monasterio del Escorial, con la signatura Q. III. 3. Es un volumen que contiene diversas cosas; se halla en muy buen estado de conservación y consta de 106 folios de vitela. Su tamaño es 225 x 175 mm y está escrito en letra gótica minúscula muy limpia, toda de una misma mano hasta el folio XCIr y de diversas manos y foliado con cifras árabes hasta el final23. Todas las iniciales son de color azul y rojo alternando, y la rúbricas van en rojo. El códice fue escrito en Montserrat para uso del propio monasterio. Más tarde pasó a la biblioteca particular del Conde Duque de Olivares y finalmente a la Real Biblioteca del monas15

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terio del Escorial donde se conserva en la actualidad 24. El íncipit del volumen, en el folio Ir, dice: «In dei nomine incipit tabula in libro ceremoniarum huius monasterii beate marie de monteserrato» y contiene las ceremonias, usos y costumbres de Congregación de Valladolid, con las variantes propias del monasterio de Montserrat y otros opúsculos espirituales y legislativos 25. Entre estos se encuentra el Tratado del Espíritu Santo, cuyo título completo es: «Tractatus de Spiritu Sancto a religioso viro Joanne de sancto Joanne, ordinis sancti Benedicti, compositus, eis qui secundum interiorem hominem non signiter curant incedere haut modicum utilis». Este título es obra del amanuense que puso también las palabras «Prefatiuncula in libellum» y al final «Explicitus est tractatus de Spiritu Sancto. Deo gratias». La copia del tratado que poseemos -que dicho sea de paso, es la única que ha llegado hasta nosotros-, fue escrita por una misma mano hacia 1510 y ocupa los folios XCIr-102v, que, excepto el folio XCIr, van enumerados en cifras árabes puestas mucho después. El texto está escrito muy nítida y correctamente, con muy pocas enmiendas. III.- ANALISIS DEL CONTENIDO El tratado es fundamentalmente místico, porque versa sobre la vida espiritual bajo el régimen casi habitual de los dones del Espíritu Santo, aunque contiene también mucha teología dogmática y moral. El fin que se propone el autor, no es hacer un tratado completo de neumatología, sino sólo desarrollar una parte de ésta, a saber, las repetidas visitas del Espíritu Santo al alma justificada y adornada con la gracia santificante. El ejemplo que pone de Pentecostés (Cap. III) indica claramente que quiere tratar de los efectos extraordinarios, aunque siempre internos, de la mística presencia del Espíritu Santo en el alma. De hecho así es, pero el opúsculo trata también de otros aspectos dogmáticos, morales y ascéticos que sirven de base a lo que va a exponer. En esto sigue el sistema de los Santos Padres, que barajaban todos los aspectos que les parecían oportunos para 16

ESTUDIO INTRODUCTORIO

alcanzar sus fines. Ante todo, el autor ha querido -y logradoque su obra fuera eminentemente didáctica; ello se refleja a lo largo de todo el tratado donde se advierte constantemente un afán de claridad y sistematización, al mismo tiempo que la profusión de divisiones y subdivisiones nos revela al autor como consumado maestro en los procedimientos del método escolástico. En el breve prólogo que precede al opúsculo, el autor dice que no ha podido escribir antes este tratado debido a sus muchas ocupaciones. Ahora sin embargo, libre de ellas y después de haber leído algunos libros sobre el tema, ha compuesto este opúsculo y se lo envía a su destinataria, indicándole que si no puede hacer cuanto en él se dice, no se entristezca por ello, sino que haga buenamente lo que pueda. En el capítulo primero hace una exposición dogmática sobre la inhabitación de la Trinidad en el alma. El autor recuerda, ante todo, la unidad y trinidad de Dios y cómo en las acciones ad extra siempre concurren las tres divinas personas, aunque las obras se atribuyan a la persona a la cual más se asemejan. Asimismo señala cinco clases de presencia de Dios en las criaturas, a saber: por esencia, por potencia y por presencia; por la impresión de su imagen; por la fe; por la gracia santificante, y por un nuevo espiritual efecto que Dios se digna obrar en algunas almas a quien más ama. Asegurando que cada vez que sentimos una inenarrable alegría, un consuelo espiritual o una ilustración de la mente, hemos de creer que ha venido a nosotros de nuevo una de las tres divinas personas; esto nos proporciona un aumento de gracia santificante, como sucedió cuando fue enviado el Espíritu Santo sobre los apóstoles el día de Pentecostés. De esta venida del Espíritu Santo a través de un nuevo y espiritual efecto, es de la que el autor se propone hablar en este tratado. En el capítulo segundo trata de cómo ha de prepararse el alma para que el Espíritu Santo se digne visitarla, pues este dulce huésped, no suele visitarla si no la halla dignamente preparada, supuestas siempre la justificación y la gracia santifican17

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te. Pues así como Dios no infunde el alma en el cuerpo hasta que éste no está bien dispuesto26, así tampoco el Espíritu Santo infunde su gracia en los que no están preparados para recibirla. Y así como el alma abandona al cuerpo que no se alimenta, así también el alma pierde la gracia de la cual vive, si no se ejercita en obras de caridad y devoción, que son su alimento. Y como la amistad se enfría si le falta el trato frecuente, que es el que la mantiene, así tampoco la amistad con Dios no puede durar si el alma no se dedica a la práctica de las buenas obras y a la oración. Dios, en verdad, desea visitar al alma, pero no lo hace si la ve remisa en prepararse para su visita. Pero el Espíritu Santo no visita sino a las almas que están en gracia; las que están en pecado mortal nunca reciben los consuelos del Espíritu Santo, y si acaso reciben algunos consuelos, éstos proceden del maligno, que se transforma en ángel de luz y les hace creer que están en gracia, cuando en realidad no lo están. Para evitar este engaño es necesario prevenirse con las ocho maneras con que los Apóstoles se prepararon para la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, a saber: Pureza de alma; huir de las ocasiones de pecado; evitar el pecado carnal por leve que sea; procurar la soledad del corazón; tener paz con Dios, consigo mismo y con el prójimo; ser frugal en el comer y beber; estar pacificado interiormente, y orar fervorosa y frecuentemente. El que procure prepararse de estas ocho maneras, no sólo se verá libre de los engaños del demonio, sino que merecerá ser frecuentemente recreado de delicias celestiales. Sin embargo, es necesario advertir que a menudo el Espíritu Santo no espera a que se hayan hecho estas ocho preparaciones, sino que a veces viene al alma después de una o dos, y hasta de ninguna, porque obra según le place y mira más la buena voluntad que las obras mismas; con todo, de ordinario, no se digna visitar nuestra alma si no estamos convenientemente preparados. De estas ocho preparaciones según el esquema clásico de las tres vías, la 1ª, 2ª y 3ª corresponden a la vía purgativa, la 4ª, 5ª y 6ª a la iluminativa y la 7ª y 8ª a la unitiva. 18

ESTUDIO INTRODUCTORIO

En el capítulo tercero trata de las distintas modalidades con que el Espíritu Santo acostumbra a visitar a las almas y advierte que, según sea el modo que venga, así se le ha de recibir. El alma acostumbrada a recibir con frecuencia las visitas y consuelos del Espíritu Santo está siempre preparada y vigilante para que cuando venga de improviso, como suele acontecer a menudo, pueda recibirle en seguida. El alma que goza con frecuencia de la visita del Espíritu Santo conserva siempre algo del calor de aquel Amor Divino y por ello rápidamente vuelve a encenderse al ser visitada de nuevo; no así la que no es visitada con tanta frecuencia o por su negligencia deja perder el calor divino, pues si el Espíritu Santo llama a la puerta del alma y ésta no le abre al momento por no estar preparada, se marcha y no vuelve con facilidad. Asegura que el Espíritu Santo viene al alma de tres maneras y por este orden: Como señor terrible, como dulce amigo y como amado esposo. Viene como señor terrible cuando el alma se llena de temor, lo que sucede cuando su divina luz mueve nuestra mente a la consideración de los profundos juicios de Dios y de su inflexible justicia. Entonces nuestra actitud ha de ser mantenernos en la presencia de Dios con suma reverencia, pues el Espíritu Santo quiere someternos a su dominio; humillarnos dentro de nosotros mismos y no gloriarnos de ninguna obra buena, ni tampoco de haber recibido gracia alguna de Dios; no despreciar ni juzgar a nadie por pecador que sea; tener nuestro ánimo preparado para obedecer los mandatos divinos; hacer lo que es grato a Dios y evitar toda falta y negligencia en el cumplimiento de su voluntad. Cuando el Espíritu Santo nos visita como dulce amigo, entonces toda el alma se llena de inmenso gozo y alegría, y esto sucede cuando con su luz ilustra nuestra mente para que consideremos las grandes misericordias, beneficios y dones que las criaturas todas han recibido de Dios, y las perfecciones divinas. Y considerando todas estas cosas, el alma habla familiarmente con el Señor y esto la llena de inmensa alegría y consuelo, rea19

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firma su fe, esperanza y caridad y le da ánimo para que pida con más confianza, pues siendo Él amigo íntimo no teme ser desoída, por eso se limita a exponer sus necesidades sin pedir nada, porque tiene la completa seguridad de alcanzarlo. Cuando el Espíritu Santo viene al alma de esta manera, ella no debe hacer otra cosa que reconocer humildemente los beneficios del Señor, tenerlos en gran aprecio, considerarse indigna del más pequeño de ellos, y dar gracias continuamente al Señor por tantas mercedes. Cuando el Espíritu Santo viene como esposo amado y sobremanera deseado, el alma se une a él haciéndose un mismo espíritu con él, por la fuerza del amor, como se une un hierro a otro hierro por el fuego. Entonces el alma es tocada en lo más profundo de ella misma y se inflama en el amor divino, quedando suspendida en las realidades celestiales y ajena a todo lo terreno. Estando así, se transforma en su Amado y es entonces cuando el Amado y ella intercambian admirables palabras de amor; entonces arden los deseos, los afectos se inflaman y el Esposo le da a conocer misterios ocultos de Dios con el lenguaje propio del amor, que nadie conoce ni puede hablar fuera del alma que ha llegado a ser esposa del Espíritu Santo. Al llegar aquí, exclama fray Juan: ¡Dichosa el alma que ha sido hallada digna de gozar de esta visita del Espíritu Santo! El alma a quien el Divino Espíritu regala con esta sublime visita ha de esforzarse más y más para progresar en el amor y evitar que cualquier otro amor se infiltre en ella. Todos sus pensamientos y deseos han de estar suspensos en las cosas celestiales, de tal manera que nada quiera pensar ni desear que no sea su Esposo, y ha de vigilar noche y día para que cuando venga el Señor y llame a la puerta de su corazón la halle en vela, le abra prontamente y no encuentre en ella nada que le desagrade. Estas tres visitas extraordinarias del Espíritu Santo corresponden a cada una de las tres etapas en que el autor parece dividir la vida mística a semejanza de la ascética. Y corresponden a los grados de oración de quietud, unión, desposorio y 20

ESTUDIO INTRODUCTORIO

matrimonio espiritual con los fenómenos concomitantes a cada uno de ellos. Los tres grados que el autor señala para la vida mística son tres aspectos de la purificación pasiva que culminan en el matrimonio espiritual, la máxima experiencia mística posible en este mundo. Las tres visitas del Espíritu Santo (como, señor, como amigo y como esposo) son, la primera y la segunda, purificaciones pasivas del espíritu, la primera de las cuales funda el alma en la humildad y en el temor, haciéndola dócil a las inspiraciones y mandatos divinos y la segunda robustece las virtudes teologales. La tercera, es ya la consumación de la vida mística, mediante la ayuda de los dones del Espíritu Santo. Aquí pone todas las condiciones que los peritos exigen para este alto grado, a saber: que el alma se une con Dios por el amor divino, queda suspendida en lo celestial por el rapto, se transforma toda en Dios y todos los sentidos espirituales quedan colmados de delicias celestiales. Lo que hablan el Esposo y la esposa, el idioma que emplean y lo que pasa entre los dos es algo tan maravilloso e inefable que sólo puede conocerlo el alma que ha llegado a ser esposa del Espíritu Santo. Esta es la página más hermosa de todo el tratado y la que demuestra bien a las claras el conocimiento experimental que el autor tenía de cuanto va explicando. Sin embargo, lo que dice aquí debe ser completado con lo que dirá en el capítulo IV sobre los dones y frutos del Espíritu Santo y los «misterios», que no son otra cosa que los fenómenos extraordinarios que acaecen en el alma debidos a la presencia y los dones del Espíritu Santo27. En el capítulo cuarto el autor da a conocer las señales por las cuales podremos reconocer la presencia del Espíritu Santo en nosotros. En la primera parte del capítulo trata de las apropiaciones de las tres divinas personas y de las visitas del Hijo y del Espíritu Santo, señalando la diferencia que hay entre las del primero y las del segundo. No podemos reconocer la presencia del Espíritu Santo en nosotros por los sentidos externos, porque es espíritu, ni por el entendimiento, que no conoce las cosas espirituales en su esencia, sino por sus efectos. Del mismo modo que conocemos que el alma está en el cuerpo porque éste se mueve, ve, oye y siente, o 21

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que uno tiene determinada virtud porque vemos que la practica, así también conoceremos que el Espíritu Santo está en nosotros por los efectos que produce en nuestra alma. Y así como al Padre se le apropia la creación, al Hijo la redención y al Espíritu Santo la conservación de todo lo creado, así en lo espiritual se le apropia al Espíritu Santo la justificación. Pero para que el justificado mantenga y aumente la gracia recibida, debe ejercitarla mediante las buenas obras, pues la gracia o caridad si está ociosa no puede mantenerse por mucho tiempo, igual que el fuego, que si no se le echa combustible, se apaga pronto. También en el amor pasa algo semejante, pues el que deja de obrar el bien, deja de amar. Por eso, si uno se aplica a las buenas obras es indicio cierto de que tiene consigo al Espíritu Santo. El Padre, después de la creación ha dejado de crear, no así el Hijo y el Espíritu Santo que nunca cesan en las operaciones que se les apropian. Lo mismo sucede en el alma, el Padre la crea de una vez para siempre, pero quien la ilumina es el Hijo y quien la enciende en el amor es el Espíritu Santo, porque la inteligencia se apropia al Hijo y el amor al Espíritu Santo. La visita de estas dos últimas personas puede ser visible o invisible. Visible fue la venida del Espíritu Santo sobre Jesús en el Jordán y sobre los Apóstoles el día de Pentecostés, pero esta clase de visita no es frecuente, por ello el autor se ciñe a tratar únicamente de la visita invisible del Espíritu Santo, la cual sólo puede conocerse por los efectos que obra en el alma. De esta manera es enviado el Espíritu Santo cada vez que uno sale del pecado mortal y recibe la gracia santificante, o cada vez que ésta se aumenta, lo que ocurre, por ejemplo, cuando el alma se inflama súbitamente en el amor de Dios y del prójimo. El Hijo, que es luz de luz, dirige nuestras buenas acciones, y el Espíritu Santo, que es amor, nos da el fervor necesario para llevarlas a cabo. Cuando alcanzamos algún conocimiento nuevo de las cosas espirituales, ya sea por la lectura, la predicación, la exhortación, la contemplación o la inspiración interior, acompañado de un acrecentamiento del amor, entonces es que el Hijo ha 22

ESTUDIO INTRODUCTORIO

venido a nosotros, pero si el dicho conocimiento no viene acompañado del amor, es señal que proviene del conocimiento natural o que nos ha sido dado por un ángel o por el demonio, pero no por el Hijo, porque éste nunca ilumina nuestro entendimiento sin encender al mismo tiempo la voluntad en el amor. Cuando nuestro corazón se inflama en el deseo de las cosas celestiales o se llena de una inusitada alegría o queda suspenso en la contemplación de Dios, entonces es que ha venido a nosotros el Espíritu Santo, mas si los consuelos son terrenos o carnales, señal es que no provienen del Divino Espíritu, sino del maligno. Puede suceder a veces que uno conozca la voluntad de Dios, pero no tenga el fervor necesario para cumplirla o encuentre pesadas y sin gusto las cosas espirituales y no halle en ellas consuelo alguno, sino fastidio. Cuando esto sucede es que falta la asistencia del Espíritu Santo, y en este caso es necesario rogar al mismo Espíritu para que nos encienda en su amor. A veces, sucede lo contrario, no falta la buena voluntad para obrar el bien, pero se desconoce cuándo y cómo obrarlo, lo que suscita dudas y retraso en el cumplimiento de la voluntad de Dios. En este caso es que el Hijo no se digna disipar las tinieblas de nuestra ignorancia porque no nos halla dignos de ello. Cuando esto sucede, lejos de dejarnos turbar por una excesiva tristeza, debemos fortalecernos más y más en la fe y la confianza y pedir al Señor con humildad y devoción lo que necesitamos. He aquí descrita la operación del Hijo en el alma, que es ilustrar el entendimiento, y la del Espíritu Santo que es mover la voluntad. Según el autor, el entendimiento y la voluntad, los dos son necesarios conjuntamente para poder obrar el bien, pues ni sólo el conocimiento de lo que hay que hacer ni sola la voluntad para llevarlo a cabo bastan para que nuestras obras sean meritorias, sino que es necesario que los dos actúen a un tiempo, y cuando así pasa señal cierta es que tenemos en nosotros el Espíritu Santo. Este, cuando se digna visitar al alma, nunca viene con las manos vacías, sino que trae consigo sus dones, que son innumerables, aunque los principales son siete, 23

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que según el orden de su valor, de menos a más, son: Temor de Dios, piedad, ciencia, fortaleza, consejo, entendimiento y sabiduría. El Espíritu Santo otorga al alma estos dones para que se engalane con ellos y agrade al Esposo. Ellos la fortalecen contra los siete pecados capitales, a saber: el temor contra la soberbia, la piedad contra la envidia, la ciencia contra la ira, la fortaleza contra la acedía, el consejo contra la avaricia, la inteligencia contra la gula y la sabiduría contra la lujuria. Esta contraposición parece original del autor, el cual, siguiendo la doctrina del Aquinate subraya la importancia de la docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo, cuyos dones perfeccionan las virtudes, al fortalecerlas contra los pecados capitales, que como su nombre indica, son cabeza y origen de todos los demás. También el Espíritu Santo otorga sus dones al alma para prepararla a recibir la inspiración o «instinto» divino para que pueda obedecer sin tardanza y sin caer en el error, a todo lo que le inspire el Espíritu Santo. Por la terminología que usa aquí el autor se ve claramente que sigue la doctrina de santo Tomás y considera los dones como hábitos, pues por ellos el alma recibe el «instinto» del Espíritu Santo. Este nos enseña y ayuda a huir del mal y a obrar el bien por medio de las voces de la conciencia -que según el autor son «instintos» del Espíritu Santo-. Para obrar el bien se necesita mucha discreción, ya que la virtud está en el justo medio. Para que nuestra alma se dirija en las virtudes y tenga en ellas el justo medio, se le dan los dones del Espíritu Santo para que en todo lo que haga sea movida y dirigida por el mismo Divino Espíritu y así su obrar sea más perfecto que si se dirigiera por la sola luz de la razón. Otro de los motivos por los cuales el Espíritu Santo concede al alma sus dones es para que se una más perfectamente con Dios, haciéndose un espíritu con él, pero no de una manera habitual, sino sólo de vez en cuando. Es que el autor reserva lo habitual y permanente para la vida eterna en donde no hay ya mutación alguna. 24

ESTUDIO INTRODUCTORIO

A continuación el autor explica en qué consisten todos y cada uno de los dones del Espíritu Santo indicando cuándo son verdaderos dones y cuándo no. El temor, dice, puede ser servil, inicial y filial, pero sólo es don del Espíritu Santo cuando el que lo posee obedece a Dios no por temor al castigo ni por el deseo del premio, sino únicamente por amor de Dios y por agradarle. La piedad consiste en dar a Dios el culto y honor debidos, pero sólo cuando honra a Dios por sí mismo y al prójimo por Dios es don del Espíritu Santo. La ciencia tiene como fin distinguir lo que hay que creer y lo que no, lo bueno y lo malo, pero únicamente es don del Espíritu Santo cuando el alma conoce algo no por medios humanos, sino por «instinto» del mismo Espíritu. La fortaleza es la prontitud y firme propósito de emprender cosas difíciles por Dios, pero sólo para los que confían en el Señor no hay peligro ni trabajo ni desgracia que no acepten con gusto por Dios, y esta fortaleza es don del Espíritu Santo. El consejo nos da cierta clarividencia en lo dudoso u oscuro, cuando no conocemos con certeza las circunstancias y medios que hemos de usar para obrar el bien, pero sólo cuando salimos de estas dudas por la inspiración o ilustración del Espíritu Santo, es don del mismo Espíritu. El don de inteligencia nos permite intuir lo sobrenatural y entender rectamente la Sagrada Escritura, pero sólo cuando esto ocurre por medio de una luz sobrenatural superior a la de la fe es don del Espíritu Santo. La sabiduría en cambio nos hace gustar del inefable sabor de las cosas divinas. El autor advierte que cada vez que el alma es justificada el Espíritu Santo le concede sus siete dones, pero una vez justificada, cuando la visita de nuevo no siempre se los otorga todos, sino que unas veces le da uno y otras otro o varios, indistintamente. Una vez que el Espíritu Santo ha dado al alma estos dones que la purifican y engalanan para hacerla digna de tan gran Esposo, es introducida en la «celda del vino» de las delicias celestiales. Es que los dones son como las arras del matrimonio 25

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espiritual, dadas en el desposorio místico del alma con Dios. Según el autor, cada grado de la vida mística tiene sus dones característicos, así al primer grado le corresponden el temor, la piedad y la ciencia, al segundo la fortaleza y el consejo, y al tercero el entendimiento y la sabiduría. El Espíritu Santo, deseando inflamar al alma en el fuego de su amor y colmarla de sus carismas, le abre la puerta de los «misterios» escondidos en Dios que hasta entonces le eran desconocidos. Estos, que el autor llama «misterios» son algo más que frutos del Espíritu Santo. Son experiencias místicas internas extraordinarias, a las cuales él llama: júbilo, suavidad, avidez, saciedad, embriaguez, tranquilidad, especulación, inspiración, olor, gusto, abrazo y rapto. Son doce gracias extraordinarias que invaden progresivamente al alma según el grado de la vida mística en que se encuentra. En realidad son grados de la contemplación infusa. Al primer grado -la unión- corresponderían el júbilo, la suavidad y la avidez; al segundo -el desposorio-, la saciedad, la ebriedad y la tranquilidad, y al tercero y último -el matrimonio espiritual-, los sentidos del alma: la especulación, la inspiración, el olor, el sabor, el abrazo y el rapto. El autor explica en qué consiste cada uno de estos «misterios» trasluciéndose en sus palabras la propia experiencia personal, que inconscientemente aflora una y otra vez. El júbilo, dice, es una especie de fuego que súbitamente enciende al alma en el deseo del Amado; la suavidad es una dulzura que llena de tal manera el alma que le impide dedicarse con gusto a los asuntos mundanos; la avidez es un hambre y sed insaciables de lo celestial, que no le dejan pensar ni desear nada fuera del Amado; la saciedad es el hastío de las cosas de este mundo, producido por la inefable alegría que encuentra el alma en la contemplación divina, que la sacia totalmente; la embriaguez es la santa locura e insensibilidad que mantiene al alma alegre en medio de las pruebas y tribulaciones; la tranquilidad es la paz inmutable del alma que ha abandonado todos sus cuidados en su Amado; la especulación es la iluminación de la mente que la capacita para contemplar los misterios celestes; la inspiración es un hálito espiritual que abre los oídos del alma para que 26

ESTUDIO INTRODUCTORIO

pueda oír la voz de su Amado; el olor es el perfume de los carismas del Esposo que enciende en ella el deseo de ver a su Amado; el gusto consiste en la pregustación de los manjares celestes; el abrazo se da entre el Esposo y la esposa, la cual recibe el beso de su Esposo; el rapto es cuando el alma, enajenados los sentidos, es elevada a la contemplación de los misterios divinos y a la audición de palabras misteriosas que no es lícito al hombre volver a repetir. El capítulo quinto trata de las cautelas que ha de tener el alma para conservar la presencia del Espíritu Santo. Dice que lo que impide la visita del Espíritu Santo a nuestra alma es: el pecado, la propia fragilidad, la divagación de los pensamientos y la intervención innecesaria en asuntos temporales o bien la falta de las virtudes que más aprecia el Espíritu Santo, que son la mansedumbre y la humildad. El capítulo sexto indica lo que hay que hacer cuando falta la presencia o consuelo del Espíritu Santo, el cual substrae al alma el fervor de la devoción para conservarla en la humildad, para acrecentar sus méritos y preparación, para evitar la ociosidad espiritual, para aumentar la devoción y el aprecio de su presencia y para evitar que desprecie a los que ve indevotos. En este capítulo el autor se muestra como un consumado maestro en la discreción de espíritus al igual que en el capítulo cuarto, donde señala cuándo una virtud es don del Espíritu Santo. Cuando el alma note la ausencia del Espíritu Santo no debe entregarse a la tristeza ni inquietarse, sino humillarse. Tampoco debe dejar de practicar los ejercicios espirituales que acostumbraba ni la oración, pues cuando menos piense, el Espíritu Divino la colmará de sus consuelos. Y afirma que así como en el matrimonio, el esposo gusta de estar a solas con su esposa y si la esposa habla con otro quiere conocer y oír sus conversaciones; si está sola en algún lugar oculto quiere saber lo que hace; si la encuentra divirtiéndose con otro se aíra sospechando algo malo; para comprobar si son ciertas sus sospechas finge irse lejos, pero se queda al acecho y cuando ella menos piensa, 27

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viene de improviso y si la encuentra adulterando con otro los mata a ambos. De la misma manera el Espíritu Santo quiere al alma amante de la soledad y el silencio, que le dé a conocer sus pensamientos y afectos; que se ocupe en obras buenas y guarde los sentidos externos; no ve con buenos ojos que se deleite de palabra ni de obra con otro y se aparta y simula irse lejos, fingiendo que no la oye ni ve, lo que ocurre cuando le falta el fervor de la devoción y la alegría. Pero cuando esto sucede, el alma no debe dejarse dominar por una excesiva tristeza, sino fortalecer más y más su fe y confianza, esperar el advenimiento del Esposo y permanecer vigilante, para que cuando éste llegue de repente no halle en ella nada torpe, ni la encuentre ocupada en asuntos que no sean espirituales; y si la sorprende pecando con otro la mata, es decir, le quita la gracia santificante y todos sus dones. Como puede verse, aquí el autor está relatando las purificaciones pasivas intermitentes que tienen por objeto purificar más y más al alma de sus defectos e imperfecciones en vistas al matrimonio espiritual. Estas purificaciones constituyen la noche del espíritu, que es absolutamente indispensable para escalar las más altas cumbres de la santidad, pues el alma no puede transformarse en el Amado hasta tanto no se purifique enteramente de todas sus miserias y flaquezas. Después de estas dolorosas purificaciones, que por lo común suelen ser largas, aunque con respiros, el alma es admitida a la unión transformadora o matrimonio espiritual, que es la más sublime meta que puede alcanzar en este mundo. Al llegar aquí, es confirmada en gracia y ya no le queda otra cosa sino esperar la muerte para entrar en la plena y eterna visión y fruición de Dios, en una unión total con él y para siempre. IV.- FUENTES La obra parece muy original, pues explícitamente sólo cita la Sagrada Escritura y a San Bernardo. Los demás autores y fuentes los cita de memoria, de manera que se hace sumamente difícil su identificación. No obstante vamos a indicar ahora 28

ESTUDIO INTRODUCTORIO

algunas de sus fuentes más importantes, que luego en las notas del texto señalaremos con más detenimiento e individuación. Ante todo, debemos advertir que el tratado tiene una marcada tendencia antropocéntrica que acentúa el aspecto personal de la santidad, pero su doctrina no depende de la «devotio moderna» y sus representantes, tales como Gerardo Groote, Tomás de Kempis, Gerardo Zutphen y Juan Mombaer, ni de las obras auténticas o atribuidas a san Buenaventura, ni tampoco de Juan Gersón, Hugo de Balma, Ubertino de Casale, Landulfo de Sajonia, el Cartujano, Nicolás Kempf, Juan Nider, Juan Kastl y otros, cuyas obras conocía y posiblemente tenía en Montserrat fray García de Cisneros, que las usa en sus obras y por ello estarían también a disposición de fray Juan de San Juan de Luz. El autor debió conocer sin duda estos autores, ya que en su obra se hallan indicios de que las había leído, aunque a decir verdad, no influyeron decisivamente en la composición de su tratado, pues nada dice en él de la «devotio» a la humanidad de Cristo, tan querida y recomendada por los citados autores de la «devotio moderna». Es cierto que en la obra de fray Juan de San Juan hay ciertos indicios del Alphabetum divini amoris28, de un sermón de Juan Gersón29, de Dionisio el Cartujano30 y de otros autores31. Parece conoció el tratado de fray García de Cisneros, aún inédito, intitulado Exercitatorio de la Vida Spiritual32 y seguramente usó algunas de sus fuentes. Sin embargo, comparando el Tratado del Espíritu Santo con el Exercitatorio de Cisneros, a primera vista da la impresión de que la espiritualidad de entrambos es diametralmente opuesta,. Sin embargo tienen muchas cosas en común y ello no es de extrañar, pues los autores fueron contemporáneos, hijos de un mismo monasterio de Valladolid y bebieron de una misma espiritualidad benedictino-vallisoletana. El deseo de interiorización, de oración afectiva y de recogimiento; la ascesis preparatoria a la visita divina, la purificación de los sentidos, el amor a la soledad, la pureza de corazón, la presencia de Dios y la vigilancia (Cap. II) así como la orientación eminentemente práctica, la insistencia sobre la necesidad del esfuerzo personal y colaboración a la acción divina en la propia 29

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santificación y algunas alusiones a los ejercicios espirituales en que debe ocuparse el alma en tiempos y horas determinados, y el mismo vocabulario ascético-místico, tal como el llamar al hombre espiritual «varón devoto», «alma devota», etc., son los mismos en los dos autores, por tanto, su diversidad no es de fondo sino de forma y de intención. Con todo, nos hallamos ante un fenómeno muy significativo. Parece que el autor del Tratado del Espíritu Santo rechaza las obras de los autores de la «devotio moderna» y se refugia en la espiritualidad clásica, basada en la Sagrada Escritura, los Santos Padres y los autores más conocidos de la espiritualidad monástica. La posición de fray Juan de San Juan de Luz y de fray García de Cisneros, más joven que aquél, serían distintas frente a las nuevas corrientes de espiritualidad y por tanto, también su aceptación y uso. Quizá a esta diferencia de gustos se deba el que no se imprimiera el Tratado del Espíritu Santo, cuando precisamente en Montserrat en 1500 se editaron los tratados ascético-místicos de Cisneros y de otros autores espirituales. Las fuentes principales de que depende fray Juan de San Juan de Luz, podemos agruparlas en cinco bloques distintos, a saber: a) Fuentes escriturarias. El Tratado del Espíritu Santo tiene once citas explícitas de la Sagrada Escritura, que son: Job 9, 11; 30, 20; Sal 41, 3; Cant 1, 3; 2, 13-14. 16; 5, 2. 6; Jn 3, 8; 14, 23; 2 Tm 2, 4. De hecho entre explícitas e implícitas hay alrededor de cincuenta. b) Fuentes patrísticas. Entre estas hay que enumerar en primer lugar los comentarios de la Sagrada Escritura que se leían en el oficio divino, refectorio, colación y cuaresma33, a los que hay que añadir las fórmulas litúrgicas de oración, los escritos de san Agustín, san Juan Casiano y san Gregorio Magno, entre otros. c) Fuentes teológicas. El autor sigue muy de cerca la doctrina de santo Tomás de Aquino, por quien siente una verdadera 30

ESTUDIO INTRODUCTORIO

predilección y al que a veces cita textualmente, lo que no impide por otra parte, que cuando crea conveniente siga también las opiniones de los principales expositores tomistas, bonaventurianos y escotistas, pero no parece que consulte directamente sus obras. Más bien da la impresión de que toma sus opiniones de alguna súmula o compendio. d) Fuentes ascéticas. En general el autor sigue la doctrina de los Santos Padres, pero no usa fuentes contemporáneas fuera de alguna obra de Gersón, Dionisio el Cartujano y algunos opúsculos de la época, los cuales por depender a su vez de otros autores nos dejan en la perplejidad de no saber de quién lo tomó, en especial la contraposición entre los vicios capitales y los dones del Espíritu Santo, aunque muy bien esta parte podría ser original suya. e) Fuentes místicas. Entre otras, que el autor no cita explícitamente, hay que enumerar muy especialmente las obras de san Bernardo de Claraval y de Ricardo de San Víctor, sobre todo sus respectivos comentarios al Cantar de los Cantares 34. V.- EL ESTILO Fray Juan de San Juan de Luz, al escribir este Tratado del Espíritu Santo no tuvo en cuenta tanto la perfección estilística cuanto que fuera claro e inteligible. A pesar de ello, el tratado resultó literariamente tan bien escrito, que supera con mucho el estilo escolástico, incluso en su latín, aun cuando esté plagado de divisiones y subdivisiones, que si por una parte denotan una sólida formación y un dominio perfecto del método escolástico, por otra demuestran que el autor usó este sistema con el fin de hacer más clara su exposición. El vocabulario escético-místico y teológico-moral que emplea el autor es el común de su época. La prosa es nítida y en algunos pasajes sublime. Y como hemos dicho ya, a veces deja traslucir su propia experiencia mística personal, a través de comparaciones o semejanzas que aduce para mejor ilustrar lo

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que va diciendo, todas ellas tomadas de la vida ordinaria y familiar. VI.- LA DOCTRINA En el siglo XII con la expansión de la teología escolástica y en el siglo XIII con la aparición de las Ordenes Mendicantes surgieron varias escuelas o líneas de espiritualidad que pueden reducirse a cuatro grandes bloques: Especulativa, práctica, intelectual y afectiva, que en realidad nunca se encuentran químicamente puras, sino combinadas. Así por ejemplo, la franciscana es práctica y afectiva, mientras que la dominicana es intelectual y especulativa. La espiritualidad de la «devotio moderna» es de tipo práctico y afectivo y surgió con el intento de remediar los abusos del misticismo especulativo. ¿A qué escuela pertenece el autor del Tratado del Espíritu Santo? Si examinamos detenidamente la obra, no hallaremos en ella influencia alguna proveniente del Pseudo-Dionisio; no tiene ninguna definición de la oración mental o contemplación, ni explica la manera cómo se puede llegar a conocer a Dios. Todo el tratado está en la línea del misticismo afectivo práctico antropocéntrico que es la línea benedictino-vallisoletana de los siglos XV y XVI. No tiene tampoco influencia escolástica salvo en el método-, ni tiene una demonología desarrollada, ni descripción alguna de fenómenos místicos externos extraordinarios, aunque sí de los internos que conoce muy bien (Cap. IV). No se le puede clasificar entre los benedictinos contemporáneos, como Juan Kastl († 1400), Luis Barbo († 1443), Rhode († 1439) y García de Cisneros († 1510), pero como ellos conviene con la «devotio moderna» en abandonar las especulaciones místicas para tratar de cuestiones espirituales prácticas, hablando de ellas con un sólido fundamento dogmático, por estar apoyado en la Sagrada Escritura y la tradición patrística. Y en esto se parece a Gersón, Dionisio el Cartujano, Rijkel, Kempf, etc., pero no habla de la «devotio» a la humanidad de Cristo, como hacen ellos, aunque quizás sea porque se limita a hablar exclusivamente de la misión del Espíritu Santo y de su 32

ESTUDIO INTRODUCTORIO

acción santificadora en el alma. Tampoco propone ningún método de oración ni habla de diversos ejercicios espirituales, aunque conoce algunos, pues indica la necesidad de practicarlos en determinados tiempos y circunstancias, de acuerdo con la obediencia y a fin de evitar la ociosidad espiritual, resistir a las tentaciones y aumentar el fervor (Cap. VI). Pero de esta clase de ejercicios ya habían hablado los maestros antiguos. Sin embargo, el autor gusta como ellos del método, e indica cómo ha de actuar el alma al recibir las visitas del Espíritu Santo (Cap. III) y al carecer de sus consuelos (Cap. VI). El autor conoce sin duda las tres vías tradicionales de la vida espiritual, a saber: purgativa, iluminativa y unitiva, pero no habla de ellas, dándolas por supuestas. Sin embargo por analogía con ellas asigna tres grados o etapas paralelas a la vida mística, cuando habla de las tres clases de visitas del Espíritu Santo, como señor, como amigo y como esposo. Conoce también las purificaciones activas y pasivas y los dones del Espíritu Santo que corresponden a cada grado de la vida mística y los fenómenos místicos internos concomitantes, que a fuer de extraordinarios los llama «mysteria» y que los reduce a doce, los cuales corresponden a los últimos grados de la oración infusa hasta el matrimonio espiritual. A cada grado de la vida mística le corresponden distintos temas de meditación y actitudes peculiares. En el primer grado, las consideraciones son: Los inescrutables designios de Dios y su justa justicia; en el segundo: Los beneficios y perfecciones divinas; y en el tercero y último: La quietud laboriosa del amor y la suspensión de todo pensamiento y deseo en el Esposo (Cap. III). Por analogía con el organismo corporal, asigna al alma cinco sentidos espirituales, los cuales en el matrimonio quedan colmados totalmente de la delicias celestiales. Conoce también las etapas de la unión transformativa, desposorio y matrimonio espiritual, que explica maravillosamente, sirviéndose del símil del matrimonio terreno. Y así como no son idénticas las relaciones entre amigos, prometidos y esposos, así tampoco lo son 33

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las que tiene el alma con Dios en estas tres etapas de la vida espiritual. Todo lo dicho hasta quí nos induce a creer que nos encontramos ante un místico teórico-práctico experimental de excepcional valía y que por añadidura la obra que nos ha legado es la primera que se nos ha conservado de la espiritualidad benedictino-vallisoletana ¡Lástima que el autor no nos haya dejado una obra más extensa y menos esquemática! A pesar de ello, este tratado nos muestra su gran talla espiritual y su intensa vida mística. Se ha dicho que el Espíritu Santo, en Occidente, es el gran desconocido, porque al Padre le tenemos presente en nuestra mente y en la creación, el Hijo nos es muy familiar porque le recordamos diariamente en la misa, en la lectura del evangelio y en nuestras iglesias en las que no faltan representaciones o imágenes suyas, pero al Espíritu Santo, dulce huésped del alma, que nos vivifica y santifica, lo olvidamos con facilidad y desconocemos el papel principal que tiene en nuestra santificación, pues estando como está en nosotros por la gracia santificante y la presencia de sus dones, ¡qué poco sabemos de él y qué imperfectamente hablamos de lo que obra en nosotros! Prueba de esto es que en Occidente hasta el siglo XV han sido muy pocos los tratados que se ocupan de la obra silenciosa e íntima del Espíritu Santo en el alma del justo. Los Santos Padres, especialmente los griegos, habían escrito mucho sobre la tercera persona de la Santísima Trinidad, pero sus escritos eran de carácter dogmático o apologético, igual que muchos autores occidentales del medioevo, pero son poquísimas las obras que tratan de la inhabitación y actuación invisible del Espíritu Santo en el alma. Sin embargo, lo que otros no pudieron o no se atrevieron a hacer, lo hizo fray Juan de San Juan de Luz. Como fruto de sus estudios, lecturas, reflexiones y de su experiencia personal nos dejó este tratado místico sobre el Espíritu Santo, de influjo escolástico ciertamente, pero claro, sobrio, conciso, inteligible y sólidamente fundado en la teología y la tradición de los santos, además de elegantemente escrito. Según P. U. Farré (o.c., p. 49) en Occidente, este tratado «es el primero entre todos los opús34

ESTUDIO INTRODUCTORIO

culos ascético-místicos sobre el Espíritu Santo que se escribieron antes del siglo XVI». El autor no intenta hacer una exposición de la fe católica acerca de la tercera persona de la Trinidad, sino decir algo de ella relacionado con el orden moral y la santificación personal, que siempre es fruto de la gracia y de la colaboración humana. Fray Juan pretende enseñar a la «carísima hermana en Cristo» a quien va dirigido el tratado, en qué consiste prácticamente la misión de las tres divinas personas, en especial la del Espíritu Santo, en orden a la propia santificación, y los efectos maravillosos que la inhabitación del mismo producen en el alma. Como hemos dicho anteriormente, no pretende hablar de la inhabitación común a todos los fieles que están en gracia de Dios, sino de aquella presencia especial, extraordinaria, con que el Divino Espíritu suele regalar a las almas místicas. (Cap. I). Para recibir esta visita extraordinaria del Espíritu Santo, el alma debe estar siempre dignamente preparada, mediante la ascesis personal, pues la vía común que utiliza el Espíritu Santo es la de visitar solamente a las almas que están preparadas para recibirle. (Cap. II). No es pues de admirar que la que está siempre dispuesta para recibir al Espíritu Santo le reciba con frecuencia, pero es necesario que el alma sepa cómo ha de recibir a tan Augusto Huésped, pues no siempre la visita de la misma manera. (Cap. III). ¿Cómo podrá conocer el alma la visita del Espíritu Santo, si éste es totalmente espiritual, lo mismo que su venida? Lo conocerá por sus efectos, que son los dones y frutos del Espíritu Santo, con los cuales el alma queda fortalecida, adornada y colmada de delicias celestiales. (Cap. IV). Esta presencia divina con sus dones místicos es un precioso tesoro para el alma, por tanto, ésta ha de vivir en continua vigilancia para no verse privada de tan gran don o hacerse indigna de recibirlo de nuevo. (Cap. V). Finalmente el alma debe saber cómo se ha de comportar cuando se halla sin los consuelos del Espíritu Santo y qué me35

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dios ha de poner para merecer de nuevo ser visitada por su divino Esposo. Esta es la síntesis del Tratado del Espíritu Santo. Su mérito no está en las cosas nuevas que dice, que son pocas, sino en haber escrito sobre lo que otros autores no se atrevieron, es decir, a componer de manera sistemática y sintética todo un tratado sobre la mística operación del Espíritu Santo en el alma, no por especulaciones místicas, sino espigando en la Sagrada Escritura, los Santos Padres y en la tradición espiritual anterior, enriquecida por su propia experiencia personal. VI.- ESTA EDICIÓN Ya hemos dicho que el Tratado del Espíritu Santo pasó desapercibido hasta que en 1900 lo descubrió el P. Plenkers. A partir de esta fecha aparece en casi todos los catálogos de obras de benedictinos españoles. En 1951 Dom P. Urseolo Farré, monje de Montserrat, hizo su tesis doctoral sobre este tratado y la defendió en la Universidad Católica de América en Washington. La tesis, no muy extensa, que incluye la transcripción del Tratado del Espíritu Santo, fue escrita en latín y luego publicada por la misma Universidad por el sistema microcard. Aunque en América las ediciones en microcard eran consideradas como impresiones de libros, de hecho, esta forma de publicación sólo era asequible a los estudiosos y a los que poseían un aparato de lectura de microcard. Para evitar esta limitación y dar a conocer de manera asequible esta perla de la espiritualidad benedictina española, nosotros publicamos el texto latino, acompañado de su traducción castellana, en la Colección Espiritualidad Monástica. Fuentes y Estudios, n. 4, Zamora, Ed. Monte Casino, 1978. Habiéndose agotado, publicamos en Sant Feliu de Guíxols (Gerona) 1989, una segunda edición de mil ejemplares35, pero únicamente de la versión castellana revisada, en la que se procuró la máxima fidelidad al texto, aun a riesgo de que las frases no resultaran tan fluidas, pues en un tratado tan conciso y lleno de términos teológicos, ascéticos y 36

ESTUDIO INTRODUCTORIO

místicos técnicos, pensamos que no se puede sacrificar la exactitud del vocabulario para obtener una traducción literariamente perfecta. De todas maneras, intentamos hermanar las dos cosas: la precisión y el estilo. Esperamos haberlo conseguido. Agotada esta segunda edición, ahora publicamos la tercera, revisada en su introducción y notas, merced al interés del profesor Javier Alvarado, a quien damos las más expresivas gracias, como se las darán sin duda los interesados en la espiritualidad neumática y los deseosos de conocer los caminos del Espíritu y de colaborar a la obra misteriosa de santificación que este mismo Espíritu lleva a cabo en el alma dócil a sus inspiraciones. A todos ellos les deseamos que gocen frecuentemente de la presencia y de los dones de tan Augusto Huésped, y que experimenten en su alma un nuevo Pentecostés, como lo están experimentando la Iglesia desde hace décadas con el movimiento carismático, que va dando sus frutos de renovación espiritual en todo el mundo. Ernesto Zaragoza Pascual

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TRATADO DEL ESPIRITU SANTO, COMPUESTO POR EL PIADOSO VARON JUAN DE SAN JUAN, DE LA ORDEN DE SAN BENITO, MUY UTIL PARA AQUELLOS QUE PROCURAN CAMINAR FERVOROSAMENTE SEGUN EL HOMBRE INTERIOR

BREVE PROLOGO AL OPUSCULO

Muy amada hermana en Cristo: Me pediste que te escribiera algo sobre el Espíritu Santo36, pero sometido como estoy al yugo de la obediencia que muchas veces no me deja hacer lo que quisiera, e impedido por mis muchas ocupaciones no pude satisfacer al punto tus deseos como hubiera querido. Ahora, aunque tarde, después de tu larga espera he procurado cumplir y trasmitirte lo que me pediste, según mis fuerzas, aunque no según tus anhelos. Una vez leído el libro, esfuérzate por llevar a la práctica lo que en él te digo y si no puedes cumplir todo lo que te escribo, haz siquiera algo y no te inquietes con una excesiva tristeza por no poder cumplirlo todo, pues no todos podemos hacerlo todo. Así pues, sobre el Espíritu Santo se me ocurre por el momento tratar brevemente estos seis puntos: 1°. De la visita invisible del Espíritu Santo a nuestra alma. 2°. De la preparación previa del alma para recibir al Espíritu Santo. 3°. De la digna recepción que hemos de hacer al Espíritu Santo cuando viene a nosotros. 4°. De cierto conocimiento que podemos tener de su venida.

FRAY JUAN DE SAN JUAN DE LUZ

5°. De las debidas cautelas y solicitud que hemos de tener para que no se vaya. 6°. Y lo que hemos de hacer cuando carecemos de los consuelos del Espíritu Santo.

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CAPITULO I

De la visita invisible del Espíritu Santo a nuestra alma. En cuanto al primer punto, debemos advertir que, según confesamos con fe inquebrantable, en Dios hay tres Personas: La primera se llama Padre, la segunda Hijo, la tercera Espíritu Santo. Y cada una de estas tres Personas son el Dios total y perfecto y todas a la vez el único Dios37. Aunque todas las obras «ad extra» de esta deífica Trinidad son indivisibles, de tal manera que nada puede hacer una persona sin las otras, sin embargo, como algunas obras de Dios tienen más relación con una persona en particular, por eso se atribuyen a esta persona con la que tienen más semejanza 38. De modo que cuando decimos que alguna persona de esta altísima Trinidad es enviada a nosotros, no hay que entenderlo como si viniese ella sola sin las otras, sino que lo decimos porque lo que entonces realiza Dios en el alma con su venida tiene relación más estrecha con esa persona que con las otras dos. Sentadas estas premisas, debemos notar que Dios está en las criaturas de cinco maneras39. Primero, por esencia, potencia y presencia. Decimos que Dios está en las cosas creadas por esencia, en cuanto que todas las mantiene y conserva para que no dejen de existir. De modo que Dios está más íntimamente en las criaturas que ellas en sí mismas40; pues si Dios cesase de conservar sus criaturas, aunque no fuese más que por un instante, todas al momento volverían a la nada. Entendemos que Dios está en las criaturas por potencia, porque todas están en su mano y en su dominio. Por lo mismo en cada cosa puede hacer lo que quiera, y no hay nada que pueda resistir a su voluntad 41. Está Dios por presencia en sus criaturas porque todo está descubierto y patente a los 41

FRAY JUAN DE SAN JUAN DE LUZ

ojos de su Divina Majestad, y ninguna criatura puede ocultarse de su presencia42. Todo lo ve, todo lo conoce, todo lo penetra, lo mismo las palabras que los pensamientos por muy ocultos que estén. Este modo por el que Dios está en sus criaturas por esencia, potencia y presencia es muy general y común a todo lo creado, pero de esta manera Dios no viene de nuevo a ninguna criatura, ya que se encuentra invariablemente en cada una de ellas, siempre y en todas partes. Segundo, Dios está también en las cosas por la impresión de su imagen o semejanza en ellas; pero de este modo sólo se halla en las criaturas racionales, o sea en los ángeles y en los hombres43, pues aun cuando Dios ha dejado impresas en todas las criaturas la huella de su divinidad44, sólo a las criaturas racionales ha ennoblecido con el sello de su imagen. De este modo tampoco podemos decir que una Persona es enviada de nuevo, pues está indeleblemente impresa la imagen de Dios en el ángel y en el hombre45. Tercero, Dios está en las criaturas por la fe; de este modo está en todos los fieles y en la santa Iglesia, que comenzó a existir desde el primer elegido y durará hasta el último. En la fe está la salvación de los hombres y sin ella no hay camino de salvación46. De donde se sigue, que cuantos se han salvado o se salvarán, han alcanzado o alcanzarán la salvación eterna en virtud de la fe. Aunque podemos decir con verdad que el Espíritu Santo es enviado de este modo a los corazones de los fieles, ya que nadie puede tener la verdadera fe en Cristo y confesar la verdad de esta misma fe sin un don del Espíritu Santo47. Sin embargo nuestro propósito no es tratar ahora de este envío. Cuarto, Dios está en las criaturas por la gracia santificante. De esta manera sólo está en los justos, y por esto cuando éstos dejan de serlo, Dios les abandona; por lo cual siempre que uno se esfuerza con el auxilio divino en levantarse de la muerte del pecado a la vida de la gracia, es enviado a su alma de modo invisible el Espíritu Santo, y no sólo viene al alma el Espíritu Santo sino que hemos de creer que vienen con él el Padre y el Hijo. De ello nos da testimonio el Hijo cuando nos dice en el 42

TRATADO DEL ESPÍRITU SANTO

evangelio de san Juan: Si alguno me ama, guardará mi palabra, lo que de ninguna manera puede hacerse sin el auxilio de la gracia, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él48, o sea todas las tres Personas. El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, como aquí se declara; pues como se ha dicho, las tres Personas existen en la unidad de la divinidad: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, cada una de ellas es el mismo Dios y las tres juntas un solo Dios. Así también en nuestra alma hay tres potencias, a saber: Memoria, entendimiento y voluntad, y sin embargo la esencia del alma es una sola. Por la memoria se asemeja al Padre, por la inteligencia al Hijo y por la voluntad al Espíritu Santo49. Cuando el alma tiene en sí la gracia santificante, posee toda la deífica Trinidad, que inhabita en ella, pues el Padre mora en la memoria, el Hijo en la inteligencia y el Espíritu Santo en la voluntad. Pero tampoco intento escribir aquí sobre esta venida del Espíritu Santo, es decir la que se realiza por la gracia justificante, aun cuando sería muy agradable hablar de ella. Quinto, finalmente, Dios está en las criaturas por un efecto nuevo y espiritual que Dios se digna obrar en algunas personas que le son muy amadas, concediéndoles, v. gr.: una alegría inefable o un consuelo espiritual del corazón o una ilustración extraordinaria de la mente o una elevación insólita hacia las cosas divinas o algo semejante; y de este modo el Señor no está sino en aquellos a quienes antes ha justificado y principalmente en las personas espirituales. Así pues, cuantas veces experimentamos algo de lo que acabamos de exponer, otras tantas hemos de creer que ha venido a nosotros alguna de las tres divinas Personas; no que antes, si estábamos en gracia, no habitase ya en nosotros, sino que ahora nos enriquece con los regalos de su gracia50. De este modo fue enviado el Espíritu Santo sobre los Apóstoles el día de Pentecostés51, en los cuales sin duda ya moraba, pero como entonces les distribuyó nuevos dones y carismas, por eso creemos que les fue enviado de nuevo. De esta clase de venida del Espíritu Santo vamos a tratar aquí.

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CAPITULO II

De la preparación previa del alma para recibir al Espíritu Santo. En cuanto al segundo punto, hay que advertir que el Espíritu Paráclito no visita52 con sus celestiales consuelos sino a quienes procuran prepararse y hacerse dignos de su visita. Pues así como nadie puede merecer con sus obras la primera gracia por la que somos justificados53 así tampoco puede merecer la primera venida del Espíritu Santo, porque ni el Espíritu vivificante sin la gracia santificante, ni la gracia santificante sin el Espíritu vivificante pueden morar en nuestro espíritu. Además, así como usando bien de la gracia recibida nos hacemos dignos de recibirla con más abundancia, y cuando alguno con la gracia recibida se aplica con más empeño a las buenas obras, tanto más copiosamente progresará en la misma gracia, y su recompensa será mayor en el futuro, así también de igual manera, si después de recibirle con toda reverencia nos disponemos con toda diligencia, disfrutaremos con más frecuencia de sus dulcísimas e inefables delicias. Pero para que entendamos esto con más claridad, es muy necesario notar que nuestro Dios es la vida del hombre; es la vida del cuerpo por medio del alma que crea en él, y del alma por la gracia que infunde en ella y que le da la vida. Pues así como el alma da vida al cuerpo y retirándose el alma, el cuerpo muere y queda privado de todo sentido, así también el alma vive por la gracia y si ésta la abandona, al instante muere54; y así como el Señor no crea el alma hasta que el cuerpo no está convenientemente dispuesto y distribuido según las debidas formas de los miembros55, de igual manera si el alma no se prepara y se hace digna como conviene, el Espíritu Santo no le infundirá su gracia.

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Igual que el cuerpo después que ha sido informado por el alma si no toma el alimento necesario aquélla le abandona, así también el alma que vive por la gracia, ésta la deja rápidamente si no procura con afán ejercitarse en las buenas obras y en la devoción, que son como los alimentos de su vida espiritual. Pero puede suceder que muchos sean atormentados por la duda angustiosa de si estarán o no en gracia, ya que si por un lado creen que en su voluntad y deseo no son reos de pecado mortal, por otro se sienten tan indevotos y faltos de alegría espiritual, que no pueden hacer nada bueno, si no es a costa de grandísima violencia. Fluctuando, pues entre su buena voluntad y esta tibieza dudan con razón si estarán en gracia de Dios. Estos tales seguramente poseen la gracia, aunque están en peligro de perderla pronto si no se aplican con diligencia a la práctica de la mortificación, oración, meditación y buenas obras. Pues de la misma manera que cuando dos amigos han hecho un nuevo pacto de amistad, si esta amistad renovada no la afianzan y estrechan con mutuos coloquios, favores y visitas, fácilmente se rompe y se acaba, y un amigo se olvida del otro o los dos mútuamente, así tampoco podrá durar mucho tiempo la amistad que se ha establecido por la gracia santificante entre Dios y el alma, si no se alimenta, enciende, nutre y fomenta con buenas obras, frecuentes servicios y coloquios espirituales, o sea, oraciones fervorosas y continuas meditaciones. Pues nuestro Señor lleno de solicitud y benevolencia quiere que acudamos a él con nuestras frecuentes visitas y coloquios; y él a su vez, siendo como es el Señor, desea visitar nuestra alma y tener con ella coloquios de amor; sin embargo no lo hará si la ve negligente y que no hace lo que está de su parte. No hay que silenciar que estas visitas y consuelos de Espíritu Santo de que estamos hablando, sólo se conceden a los que están en gracia de Dios, pues los que están en pecado mortal, o no las reciben nunca, o si experimentan algo semejante no serán inspiraciones del Espíritu Santo, sino que hay que creerlas más bien sugestiones del espíritu maligno, que a menudo se transfigura en ángel de luz56 y les da a sentir algunos consuelos interiores, que a los ignorantes les parecen espirituales, pero 46

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que en realidad no lo son. Así obra este astuto enemigo para engañar con sus artimañas a los incautos y hacerles creer que están en gracia de Dios, cuando por el contrario son objeto de su ira57. Hay que temer mucho estas ilusiones porque están llenas de peligros. Mas en cuanto a los consuelos interiores, el que quiera librarse de los lazos de Satanás, se ha de fortalecer con las siguientes preparaciones: La primera es la pureza de alma y de conciencia. El alma está limpia cuando se encuentra inmune de toda fealdad o mancha de pecado; y si se encuentra manchada con el pecado no difiera salir de su mal estado y lavar sus manchas con lágrimas de amarga contrición y de verdadera penitencia, pues el auténtico consuelo espiritual es un bálsamo de gran precio y el Espíritu Santo no lo derrama sino en recipientes bien limpios; y la conciencia se ha de considerar pura si en ella no hay remordimiento de algún pecado o deseo mortal, o algún pensamiento perverso; pues no sólo los pecados de obra sino también los de pensamiento separan el alma de Dios, y el alma que está lejos de Dios no es capaz de recibir al Espíritu Santo. La segunda preparación consiste en huir de todo aquello que lleva al pecado o aumenta la inclinación hacia él, pues el que espontáneamente y sin necesidad se pone en peligro de pecar, aunque no tenga voluntad de pecar, no puede decirse en verdad que esté inmune de pecado, ni se ha de creer que odia los pecados aquel que ama sus causas58. Así pues, todo aquel que odia el pecado es necesario que se guarde de los lugares sospechosos, de las compañías, familiaridades y amistades perjudiciales; en una palabra, que esté siempre muy alerta en la guarda de los sentidos, a saber: de los ojos, oídos, lengua y todos los demás. Los que así andan vigilantes, merecerán gozar con frecuencia de los consuelos del Espíritu Santo. La tercera preparación ha de ser guardarse con gran cuidado de cualquiera atadura de los pecados carnales, de los deseos y apetitos terrenos y consuelos humanos, pues como el Espíritu Santo es espíritu puro, detesta toda carnalidad y no se digna venir a aquellos que se dejan dominar por los deseos de la car47

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ne, ni concede sus consuelos a los que se deleitan en los consuelos terrenos, ni tampoco visita a los que se complacen en las visitas humanas. El amor de este mundo con todas sus satisfacciones, o mejor diga, desolaciones, se esfuerza por doquier para entrar en nuestro corazón, llenar nuestra memoria de pensamientos vanos, engañar nuestro entendimiento con falsas opiniones, atraer nuestra voluntad con nocivos deleites, embotar nuestros sentidos con cosas agradables y cerrar así la puerta de nuestro corazón a las cosas espirituales. Quien odia grandemente el mal y desea ser saciado con las verdaderas delicias del Espíritu Paráclito no admite ningún consuelo carnal, mundano ni terreno, más aún, aleja de sí todos los asuntos, conversaciones, vanidades y disoluciones de este siglo, y todo lo demás que sabe se opone a la venida del Espíritu Santo. Al que así vigila sobre sí mismo no es de admirar que el Espíritu Santo se digne alegrarle con frecuencia y de modo inefable con su divina presencia. La cuarta preparación es la soledad59. Siendo el Espíritu Santo el esposo de las almas, así como el esposo no quiere cohabitar con su esposa habiendo testigos, sino estando sola, de la misma manera el Espíritu Santo no se digna visitar al alma con el gusto de su inefable dulzura si no la halla sola y libre de la vanidad de las ocupaciones exteriores60. Y esta soledad del corazón debe ser primeramente en cuanto al afecto del amor, es decir, que el corazón no admita otro amor fuera del divino, pues menos ama a Dios quien con él y no por él ama alguna cosa61, pues dos amores contrarios entre sí no pueden de ninguna manera coexistir juntos en un mismo corazón. Esta soledad del corazón debe ser también en cuanto al deseo, de modo que con el deseo de Dios no se mezcle otro deseo, pues el que desea muchas cosas, desea menos cada una de ellas que aquel que desea una sola; así pues, despreciando todo lo demás, el alma desee solamente a Dios. Sea igualmente esta soledad del corazón en cuanto a los pensamientos; pues sólo pensamientos espirituales hemos de rumiar en nuestra mente, si se ha de elevar a las cosas celestiales. Cuando ocurra distraer nuestra mente con otras cosas, lo 48

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que será necesario mientras vivamos en este cuerpo mortal62, no dejemos de retraer con frecuencia nuestra mente a las cosas espirituales, no permitiéndole que se entretenga en las otras más de lo preciso. Tengamos también la soledad en la intención del corazón, de modo que en todos nuestros hechos o dichos busquemos con afán sólo la gloria de Dios y no la nuestra, deseando agradar sólo a él y no a los hombres; así pues, ya comamos, ya durmamos o hagamos cualquier otra cosa, todo lo dirijamos a la gloria de Dios63 Por otra parte, es muy útil para la soledad interior la soledad exterior, esto es en cuanto a las personas, al lugar y a la conversación. En cuanto a las personas, se ha de evitar la compañía de los hombres, a no ser que haya una necesidad urgente; en cuanto al lugar, se han de elegir los lugares apartados donde no se oiga, si es posible, ningún ruido, pues estos lugares secretos son propicios para la compunción, la oración y la contemplación. En lo que se refiere a la conversación, se ha de observar estrictamente la sobriedad en las palabras, pues el que fácilmente suelta la lengua para hablar de cosas exteriores, se hace indigno de las delicias del habla interior. Los que buscan la soledad, pues, según los modos indicados, merecerán disfrutar a menudo de las visitas del Espíritu Santo, más dulces que la miel y el panal64. La quinta preparación es la unión de la paz y concordia que se ha de tener primeramente con Dios, pues el alma se debe unir al Señor por la gracia y el amor, para formar un solo espíritu con él, sin admitir ninguna mancha de pecado, pues el Espíritu Santo sólo aborrece venir a su enemigo, es decir, a la casa del espíritu maligno, o sea, al corazón del pecador. Después es necesario que el alma esté en paz consigo misma, es decir, que todos sus afectos y sentidos exteriores estén sosegados y tranquilos. Esta paz la ha de tener también con sus prójimos, pues a nadie debemos odiar, sino tener para con todos un corazón amable y una caridad sincera. La sexta preparación es frugalidad moderada en la comida, pues el que desee saciarse de los convites delicados de las delicias celestiales del Espíritu Santo, no conviene que sea ni glotón ni dado al vino. En el comer puede fijarse esta medida: Se 49

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ha de tomar tanta cantidad de comida y bebida que no se pierda el dominio de sí mismo, ni se embote la claridad de la mente, sino que tanto antes como después de la comida uno sea dueño de sí mismo, el espíritu esté dispuesto para la oración y la mente para la contemplación65. El que haya recibido el don de una mayor abstinencia le irá mejor en este punto. Por mi parte creo que la verdadera y sobria medida en la comida es aquella que ni por la glotonería impida elevar la mente a las cosas espirituales, ni por el poco alimento sucumba en los trabajos que ha de hacer. La séptima preparación es cierta tranquilidad y descanso en la mente, que hace al hombre quieto, tranquilo y modesto interior y exteriormente en los movimientos del cuerpo. Esta tranquilidad engendra ciertamente una gran mansedumbre y humildad en todo, la cual también alcanza la perfección de la paciencia en todas las cosas, y de ella nace en el alma un gusto y una humildad espirituales que hacen que todo le sea bueno y agradable. Para el alma que está en este estado no hay lugar para la tristeza ni la amargura y esto es indicio de que es templo en el que mora Dios. Esta alegría espiritual y esta suavidad interna nadie las conoce sino el alma que las recibe66. La octava preparación es la oración fervorosa y asidua, pues toda oración debe ser fervorosa y estar exenta de tibieza y pereza. En efecto, el que desea alguna cosa, la pide ardiente e importunamente: «Todo el que pide recibe, el que busca halla y al que llama se le abrirá»67. La oración debe ser también atenta y toda ella, si es posible, sin ninguna distracción, y además continua y perseverante68. Todo aquel que procure prepararse con estos ocho modos propuestos, no sólo no recibirá las inspiraciones de la serpiente infernal como si fueran el bálsamo de las divinas inspiraciones, sino que por el contrario merecerá ser reanimado con el rocío abundante de las dulzuras celestiales, aunque a veces el Espíritu Santo no espera a que se realicen en nosotros todos los modos de preparación aquí descritos, sino que en alguna ocasión viene después de uno solo, otras veces después de dos o tres, según 50

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quiere, pues atiende más a la voluntad que a las obras; además, es de una bondad tan grande, que algunas veces no desdeña visitarnos aunque no estemos preparados, pero el camino más ordinario es que nos preparemos con todo cuidado, haciendo lo que está de nuestra parte69. Aquí tienes recordadas las ocho preparaciones que realizaron los Apóstoles para recibir al Espíritu Santo el día de Pentecostés, como se colige del libro de los Hechos de los Apóstoles70.

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CAPITULO III

De la digna recepción que hemos de hacer al Espíritu Santo cuando viene a nuestra alma. El Espíritu Santo acostumbra a venir al alma de muchas maneras, y por tanto hay que recibirle según como sea su venida71. El alma que está habituada a los consuelos y visitas del Espíritu Santo ha de andar siempre alerta y preparada para que cuando venga de repente, como acostumbra, pueda recibirle libremente. Pongamos por ejemplo: Si a unas velas recién apagadas pero humeantes, a una de ellas se le junta una vela encendida, en cuanto la toca y a veces antes de que la toque se enciende. Si en cambio está del todo apagada, sin echar humo ni tener calor, al ser tocada por la vela encendida no arde de repente, sino que lentamente va calentándose, y después de estar bien caliente entonces recibe la luz. De igual manera sucede con el alma que frecuentemente acostumbra a inflamarse en el fuego del Espíritu Santo, siempre queda en ella algún calor espiritual, como mecha humeante, para que cuando venga el fuego del amor divino pueda prender al instante. Pero el que no ha experimentado frecuentemente el fuego del Espíritu Santo, o el que por su descuido ha perdido este calor divino no se inflama tan fácilmente72; porque el Espíritu Santo viene de repente al alma, y si ésta no le abre al punto la puerta de su corazón pasa de largo y no vuelve con facilidad73. Tenga, pues, el alma mucho cuidado en hacer en sí misma las preparaciones arriba dichas, para que cuando venga el Espíritu Santo y llame a su puerta74, le abra inmediatamente, sin ningún impedimento. Dicho esto, es bueno saber que el Espíritu Santo viene al alma de tres maneras: Como terrible señor, como dulce amigo y como amadísimo esposo75. Y de acuerdo con esta triple venida hay que recibirle. 53

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Primero, el Espíritu Santo acostumbra a venir al alma primeramente como terrible señor, y cuando viene así nos sentimos sacudidos de un gran temor y temblor. Esto acontece cuando con su resplandor mueve nuestra inteligencia para contemplar el abismo profundísimo de los juicios divinos y la inflexible rectitud y justicia de Dios; como cuando consideramos cómo unos de la cumbre de la perfección caen a lo profundo de los pecados; otros son sacados del antro de los pecados, otros quieren levantarse y no pueden; otros ni pueden ni quieren. Igualmente nos sentimos turbados por un gran temor y temblor cuando consideramos la admirable y múltiple providencia de Dios y su disposición para con todas las criaturas; cómo al paso que algunos buscándole nunca le encuentran; otros le encuentran después de muchos trabajos; a algunos permite que le hallen fácilmente y finalmente a otros que no le buscan les sale al encuentro. Sentimos también temor y temblor cuando pensamos que nadie sabe si es o no del número de los predestinados o si sus obras por buenas que parezcan, son agradables a Dios; cuando vemos nuestros pecados pasados y presentes, nuestras continuas negligencias, nuestra tibieza e indevoción, nuestra mezquindad en el servicio de Dios, el abuso e ingratitud por los dones recibidos, la pérdida del tiempo pasado sin producir fruto y la cuenta que hemos de dar al Señor de todas nuestras obras. Lo mismo experimentamos cuando revolvemos en nuestra mente la hora de la muerte, el último y universal juicio, la presentación de todos los vivos y muertos ante el tribunal del Juez, donde si el justo a duras penas se salva, ¿en qué pararán el impío y el pecador?76, los tormentos del infierno y las penas debidas a nuestros pecados. Igual nos pasa cuando contemplamos nuestra fragilidad para vencer las tentaciones, nuestra propensión a las caídas, la tardanza y dificultad para levantarnos, la dureza para el arrepentimiento, la tibieza para el bien obrar y las veces que nos oponemos a la divina voluntad y a sus inspiraciones77. Cuando consideramos en nuestra mente estas cosas y otras semejantes, nuestra alma se turba y se llena de gran temor.

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Tres son las cosas que debemos observar cuando de esa manera viene el Espíritu Santo. A) Primero estar en su presencia con suma reverencia y temor; pues por eso viene con tanta autoridad, poderío y terror, para que nos sometamos a su dominio. B) En segundo lugar viene así para que, profundamente humillados en nuestro interior, no nos gloriemos de gracia alguna que se nos haya concedido, ni por algunas buenas obras hechas o que podamos hacer, sino que nos creamos sin mérito alguno78, nos despreciemos a nosotros mismos; no nos antepongamos ni nos prefiramos a los demás; no nos envanezcamos por algún bien que creamos tener, ni juzguemos ni despreciemos a nadie por malo y pecador que sea79. C) Finalmente, hemos de tener preparado el corazón para obedecer los mandatos divinos, haciendo lo que agrada a Dios, evitando toda culpa y negligencia, y siguiendo en todo su divina voluntad. Así es como se ha de recibir al Espíritu Santo cuando viene al alma como señor terrible. Segundo, el Espíritu Santo viene al alma como amigo dulcísimo y lleno de alegría; y en esta clase de venida el alma se siente muy feliz y contenta, como cuando alguno recibe a una persona muy querida para su corazón y toda su casa se llena de gozo y de exultación grandísimos. De este modo viene el Espíritu Santo cuando ilumina nuestra mente con el resplandor de su luz para que consideremos las grandes misericordias del Señor, sus beneficios y los dones y regalos que reciben de Dios todas las criaturas; veamos también cuán grande es su piedad y misericordia, su mansedumbre y benignidad, y con cuánta sabiduría rige, gobierna, provee, sustenta, ordena, dispone y conserva todas las cosas. Y descendiendo a los bienes espirituales concedidos a nosotros, pensemos cómo nos creó y redimió, cómo nos llamó primero a la fe y después a la religión, de cuántos pecados, peligros y males nos ha librado, cuántos bienes nos ha concedido y cuántos nos ha prometido, con cuánta paciencia sufre nuestras debilidades y ofensas, con cuánta longanimidad espera nuestra penitencia, cuán benignamente recibe a los que 55

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se convierten a él de corazón, cuán fácilmente perdona y con qué dulzura nos acaricia. Reflexionando interiormente sobre estas y otras cosas semejantes, el alma habla amigablemente con el Señor y por ello se llena de inmensa alegría y consuelo; la fe se hace más firme, la esperanza más robusta, la caridad más ardiente80, los deseos se avivan, el alma siente más confianza para pedir muchas más cosas al Señor como a un amigo íntimo, de quien no teme le sea negado cuanto pida. Unas veces le expone sólo sus propias necesidades, sin pedirle nada, creyendo que a un amigo fiel basta con manifestarle sus necesidades y carencias, pues recordar los beneficios recibidos es asegurar los futuros, y nuestro Señor se le ofrece dulce y afable y dispuesto a escuchar sus oraciones. En esta venida del Espíritu Santo el alma debe observar cuatro cosas. A) La primera reconocer humildemente los dones divinos, pues el bienhechor exige ante todo que se haga memoria del beneficio recibido. B) La segunda es la estima y aprecio de estos beneficios, pues nada podemos pagar al Señor, ya que el menor de sus dones es tanto más precioso cuanto más vil lo creemos. C) La tercera es la atenta consideración de nuestra indignidad, ya que debemos considerarnos indignos de sus dones, y no sólo de esos tan grandes, sino hasta del más pequeño. Todos debemos atribuirlos a la divina bondad y largueza y no a nuestros méritos. D) La cuarta es una continua acción de gracias. Ninguna otra cosa quiere a cambio de sus dones sino que le seamos agradecidos. De esta manera, según lo expuesto, es como hemos de recibir al Espíritu Santo cuando se digne venir a nosotros como amigo íntimo. Tercero, el Espíritu Santo viene al alma como esposo amado y muy deseado81; cuando viene así, el alma se le une de tal manera que se hace un sólo espíritu con él por la fuerza del amor que es el que produce la unión. Y como por la fuerza del fuego 56

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un hierro se une a otro hierro para formar una sola pieza82, así sucede cuando el alma es tocada, más aún, toda inflamada en el fuego del divino amor, que de tal manera queda suspendida en las cosas de arriba, que ya no queda abierta la puerta a las afecciones de lo de acá abajo, y de tal manera toda ella es transformada en su Amado que no quiere pensar en cosa alguna, porque con él posee todo lo deseable. Entonces la esposa es admitida a admirar aquella hermosura cuya belleza supera toda hermosura, a oír aquella armonía cuya dulzura supera toda melodía, a oler aquella fragancia cuya suavidad supera todos los bálsamos, a disfrutar de aquellos abrazos en comparación de los cuales, nada son todas las otras delicias y, finalmente, a comer y gustar aquellos manjares que sacian todo deseo. Entonces el Amado y la amada intercambian palabras admirables de amor. Allí arden los deseos y se inflaman los afectos. Entonces tienen coloquios -que descubren arcanos sublimes-, a los cuales nadie es admitido fuera del Esposo y la esposa, que se expresan en el lenguaje propio de su mutuo amor, y que nadie conoce ni habla sino el alma que ha llegado a ser esposa. ¡Oh qué feliz es el alma que merece gustar de esta visita del Espíritu Santo!83. Aquel a quien el Espíritu Santo haya alegrado de esta manera, lo que se digne hacer muchas veces con nosotros, no descuide hacer estas tres cosas: A) Procure adelantar más y más en el amor divino, y sobre todo evitar que su alma languidezca arrastrada por otros amores. Este era el deseo en que ardía el Profeta cuando decía: ¿Cuándo podré ir a ver la faz de Dios? Como la cierva, herida por las mordeduras de la serpiente infernal, busca las fuentes de agua limpia, así suspira mi alma por ti, Dios mío, fuente viva84. B) En segundo lugar, que levante todos sus deseos y pensamientos hacia las cosas celestiales, despreciando las que están sobre la tierra85, para que los deseos estén fijos donde se hallan los verdaderos gozos. Así pues, vivamos continuamente con nuestro espíritu allí donde está nuestro tesoro preciosísimo86, de tal modo que nada pensemos ni deseemos fuera del Amado.

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C) En tercer lugar, ha de estar siempre velando para que cuando venga el Señor y llame a la puerta de su corazón la encuentre en vela87, al instante le abra y quede libre la entrada, y no halle en el alma nada que pueda ofender los ojos del Amado. Es lo que decía la esposa en el Cantar de los Cantares: La voz de mi amado me llama. Me levantaré para abrir a mi amado. Pero mi amado no estaba y se había ido88. ¡Oh qué dolor tan grande la atormentaba porque se había retardado un poco y el esposo no la había hallado preparada! Por eso poco después añade: Le busqué y no le halle, le llamé y no me respondió89, y con razón, porque cuando el Amado la llamó tardó en abrir.

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CAPITULO IV

De cierto conocimiento de la llegada del Espíritu Santo. No es fácil conocer cuándo viene a nosotros o mora en nosotros el Espíritu Santo, pues es un espíritu purísimo que de ningún modo puede ser visto ni oído. Nosotros por los sentidos sólo conocemos las cosas visibles o corporales, y por ellas llegamos al conocimiento de las invisibles90, por eso no podemos conocer la venida o inhabitación del Espíritu Santo en nosotros como llegamos a conocer las cosas materiales, sino por otro camino. Hay que advertir en efecto, que nosotros podemos conocer una cosa de dos maneras, a saber, o por los sentidos o por el entendimiento. Por los sentidos conocemos las cosas materiales o corpóreas, así, con los ojos vemos las cosas coloreadas, con los oídos oímos las cosas sonoras o armoniosas, con el tacto sentimos lo áspero y lo suave, el frío y el calor. De este modo, es decir, a través de algún sentido material, no podemos en absoluto conocer la venida o inhabitación del Espíritu Paráclito, pues no es color que pueda verse con los ojos, ni es sonido que entre por los oídos, ni olor que se perciba por la nariz, ni comida o bebida que se guste con la boca; ni duro o suave, frío o caliente que se sienta con el tacto. Esto es lo que dice el Señor en el evangelio: El Espíritu sopla donde quiere, pero no sabes de dónde viene ni adónde va91, porque no se conocen sus pisadas. Job también dice: Si viene a mí, no le veo; si se marcha, no lo advierto92. De distinto modo conocemos alguna cosa por el entendimiento y así conocemos las cosas espirituales e invisibles, como el alma, las virtudes y los vicios, que son incorpóreos e inmateriales. Sin embargo todo esto nuestro entendimiento no lo conoce en sí ni en su esencia, sino por algunos de sus efectos, que indican su presencia. Conocemos, por ejemplo, que 59

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nuestra alma está en el cuerpo porque nos damos cuenta de que el cuerpo se mueve, ve, oye y siente. Todo esto lo tiene el cuerpo por la presencia del alma, y cuando todo cesa, comprendemos que el alma se ha ido del cuerpo. De igual modo comprendemos que uno posee cierta virtud, porque vemos que se ejercita en obras propias de esa virtud; v. gr.: la humildad si escoge oficios o cosas viles, la caridad si practica obras de caridad, la paciencia si sufre con ecuanimidad los castigos del Señor y las debilidades de sus hermanos; y por el contrario, por la inteligencia conocemos que alguno es malo y pecador porque vemos que practica obras malas. Con estos ejemplos queda muy claro que nuestro entendimiento percibe las cosas espirituales e inmateriales no en sí mismas ni en su esencia sino en sus efectos. Así pues, de un modo semejante conocemos por nuestro entendimiento y no por nuestros sentidos, que el Espíritu Santo mora en el alma, y no en sí mismo sino por lo que obra en nosotros, aunque ignoremos cuándo viene a ella y cuándo se retira, cuándo entra en ella y cuándo sale93. De esto habla con mucha elegancia san Bernardo cuando dice: «Confieso que también a mí ha venido con frecuencia el Verbo o el Espíritu Santo, y con haber entrado tantas veces en mí no lo sentí entrar. Algunas veces lo sentí en mí, recuerdo que se fue; a veces advertí su entrada, pero nunca la he sentido, como tampoco su salida. Reconozco que ni aún ahora sé de dónde ha llegado a mi alma, ni adónde se ha ido cuando se ha ausentado de ella, ni cómo ni por dónde ha entrado y salido». Hasta aquí san Bernardo94. Así pues, como nuestro entendimiento conoce la presencia del Espíritu Santo por lo que el mismo Espíritu obra en nosotros, ahora hemos de ver cuáles sean estas obras. Para dilucidarlas es necesario repetir lo que dijimos arriba, es decir, que todas las obras de la Trinidad ad extra son indivisibles, o sea, que son comunes a toda la Trinidad, y así, nada hace una Persona que no lo hagan a la vez las otras con ella. Sin embargo, a veces se atribuyen algunas de estas obras a alguna Persona más bien que a las otras, porque resplandecen en ellas con más expresión las condiciones propias o apropiadas de aquella Persona a quien se atribuyen. Conforme a esta consideración, aunque toda la 60

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deífica Trinidad a la vez ha creado el mundo, lo dispone, conserva y gobierna, sin embargo la obra de la creación se atribuye al Padre, porque en la creación más que la sabiduría o la bondad, resplandece el poder de Dios, que es la condición apropiada al Padre. El gobierno del mundo se atribuye al Hijo, porque regir y gobernar es propio del sabio, y la sabiduría es la condición atribuida al Hijo. La obra de la conservación indica la bondad divina, que los tratadistas católicos apropian al Espíritu Santo95. Lo que se ha dicho de las obras de la naturaleza, hay que decirlo también de las obras de la gracia. En efecto, toda la Santísima Trinidad nos ha redimido del pecado, pero la obra de la redención se atribuye al Hijo, pues sólo él murió para redimirnos. De modo semejante todas las Personas de la sublime Trinidad justifican a los pecadores en el baño de la regeneración bautismal o con las lágrimas de la penitencia, sin embargo, esta justificación del pecador se atribuye al Espíritu Santo. He aquí la razón: Para la justificación del pecador son necesarias dos cosas: La remisión de los pecados y la infusión de la gracia; la una y la otra se le conceden gratis sin ningún mérito precedente; y lo que se concede gratis se llama don, y como el ser don es condición propia del Espíritu Santo, de ahí que según esta consideración la justificación del pecador tiene más relación con la Persona del Espíritu Santo que con la del Padre y del Hijo, y por lo mismo se atribuyen al Espíritu Santo todas las demás cosas que concurren o preceden a la justificación del pecador. Hay que notar que el que está ya justificado, para que adelante y persevere en la gracia que ha recibido debe ejercitarse en ella con todo el corazón. De otro modo, si la gracia o caridad estuviera ociosa no podría permanecer mucho tiempo, como el fuego que mientras se le echa leña arde, pero si le falta el combustible pronto se apaga96. El caminar en el uso o ejercicio de la gracia consiste en estas tres cosas: Conocimiento, amor y obras, o sea, cuando el alma es ilustrada por los rayos de luz del conocimiento divino se inflama en el fuego del amor divino y se aplica a la práctica de las buenas obras; pues el amor de Dios 61

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sin las buenas obras no puede subsistir, y el que deja de obrar el bien, deja de amar. Así pues, el alma que se aplica infatigablemente a estas tres cosas tiene un indicio de que posee la gracia divina97 y para que pueda cumplir esto y adelantar en la misma gracia es necesario que sea movida y excitada por Dios; de otra manera las tres cosas dichas no le aprovecharán. De donde se sigue, que además de la primera venida de toda la Trinidad por la que el alma es justificada al principio, ésta tiene necesidad de algunos envíos de alguna de las divinas Personas, por las cuales sea dirigida y excitada para practicar aquellas tres cosas. Y para discernir qué Persona es enviada o ha venido, hemos de considerar que después de la creación de todas las cosas, que según dijimos, se apropia al Padre, se dice que éste ha cesado de esta operación que se le apropia, porque por supuesto según vemos, después de acabar de crear todas las cosas ha cesado; en cambio el Hijo y el Espíritu Santo no cesan nunca en sus operaciones, o sea, en las que se les atribuyen, pues Dios sostiene y conserva siempre el mundo, cosa que ciertamente se atribuye al Espíritu Santo, y siempre lo rige y gobierna, lo que conviene por apropiación al Hijo. De modo semejante sucede después en la justificación, donde el alma es como creada de nuevo por obra de toda la deífica Trinidad. Mientras está en gracia, el Padre no lleva a su perfección en el alma la obra que se le atribuye y por eso no se dice que vuelva a ella de nuevo; sin embargo, Dios no cesa de alumbrarla con los resplandores de su conocimiento, que es lo propio del Hijo; y de encenderla con el fuego de su amor, que es obra apropiada al Espíritu Santo. Por eso es necesario que sean enviados con frecuencia al alma al Hijo y al Espíritu Santo; y unas veces vienen los dos juntos y otras solamente uno de los dos98. Pero para que podamos distinguir la venida del Hijo, de la del Espíritu Santo, no debemos ignorar que estas Personas son enviadas de dos modos, a saber, de manera visible e invisible; el envío o venida visible ocurre cuando aparecen en alguna forma o señal visible. Así fue enviado a nosotros el Hijo cuando el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros99 y es enviado todos los días en el Sacramento del altar100. Así también fue 62

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enviado el Espíritu Santo en forma de paloma sobre el Redentor en el bautismo del Jordán y en el resplandor de una nube brillante sobre el Señor transfigurado en el monte, y sobre los Apóstoles en forma de fuego. Y leemos que el Espíritu Santo se ha aparecido a muchos santos en muchas ocasiones y de muy diversas formas101, pero como este envío visible es infrecuente y se hace a muy pocos, no queremos tratar aquí más largamente de él. El Hijo o el Espíritu Santo son enviados invisiblemente cuando no aparece ningún signo sensible sobre aquellos a quienes son enviados; y esta misión no la podemos conocer sino por lo que obra en nosotros la Persona enviada. Este envío invisible tiene lugar siempre que uno se levanta del pecado por la gracia santificante; también siempre que se aumenta la misma gracia. Y este aumento de gracia sucede cuando el alma o se eleva de manera admirable en el conocimiento de las cosas divinas o se inflama extraordinariamente en el amor de Dios y del prójimo, o emprende algo difícil por Dios102. El conocimiento pertenece al Hijo, que es llamado luz y sabiduría del Padre; el amor conviene al Espíritu Santo, pues él es la caridad y amor de ambos, Engendrador y Engendrado. Las cosas difíciles emprendidas por amor de Dios se atribuyen a la vez al Espíritu Santo y al Hijo, ya que las buenas obras son dirigidas por el Hijo, que es luz, y consiguen su efecto por el Espíritu Santo, que es amor. Siempre que el alma experimenta en sí misma alguna ilustración o conocimiento extraordinario de las cosas sobrenaturales, a saber, del mismo Señor o de las Sagradas Escrituras o de las obras o misterios divinos, o de sí misma o de sus propios bienes o males o defectos, o de los beneficios recibidos de Dios, o de lo que ha dicho y hecho por Dios o por el prójimo, ya se haga esta iluminación o ilustración por la lectura o por la predicación, ya por la exhortación de otros, ya por la contemplación o interna inspiración; o cuando Dios se presenta al alma según alguno de aquellos tres modos arriba señalados, como señor, como amigo o como esposo, entonces hemos de creer que es la Persona del Hijo la que sin duda viene de nuevo al alma, a la cual ilumina, infundiéndole una noticia nueva que 63

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antes no tenía, o renovando la que ya tenía, pero la luz de este conocimiento ha de venir acompañada del calor del amor divino; ya que si sólo es ilustrada con la luz de la noticia, pero el alma no se inflama en el incendio del amor, aunque este conocimiento frío de Dios venga ordinariamente del Hijo de Dios, puede, sin embargo, proceder también de la luz natural de nuestro entendimiento o de un ángel de la luz o de las tinieblas, pues como el fuego celestial es caliente se ha de creer que es por la presencia del Hijo, pues así como el Hijo con el Padre aspiran juntos al Espíritu Santo, que es el amor, así el Hijo nunca ilumina el entendimiento con la luz del conocimiento sin que a la vez haga arder el afecto con el fuego del amor103. Basta con lo dicho hasta aquí sobre la venida del Hijo. Hablemos ya del envío del Espíritu Santo, del que principalmente vamos a tratar. En efecto, siempre que nuestro corazón se enciende en el amor o deseo de las cosas celestiales, esto es obra de toda la Trinidad; sin embargo, se atribuye al Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo. Por eso siempre que estamos inflamados por algún afecto espiritual o ardemos en alguna sobreabundante devoción o somos colmados de una extraordinaria alegría espiritual o sentimos un gusto especial por las cosas celestiales o quedamos suspendidos de admiración por la contemplación de las cosas sobrenaturales, viendo a Dios como a señor, o como amigo o como amadísimo esposo, o estamos compungidos amargamente de nuestros pecados y defectos o nos compadecemos grandemente del Señor que padeció por nosotros o de las miserias del alma o del cuerpo de nuestros hermanos104 o lloramos los males con que los hijos de este siglo irritan incesantemente a Dios contra sí mismos, o meditamos con un corazón estremecido las calamidades de este valle de lágrimas, o la agonía de la muerte, el rigor del juicio final y los tormentos del infierno debemos atribuirlo al Espíritu Santo, que ha sido enviado de nuevo a nosotros; no porque antes no morase en nosotros, pues estábamos justificados por la gracia, sino porque ahora nos recrea de nuevo con la abundancia de sus carismas. Sin embargo, algunos movimientos, ya sean de compunción ya de interna consolación, pueden ser a veces carnales, 64

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y siendo tales, no se ha de creer que proceden del Espíritu Santo, que aborrece las inmundicias de la carne, sino del espíritu inmundo o del amor carnal; cuando esto sucede, los espirituales lo distinguen fácilmente, por eso omitimos aquí explicar cuándo son carnales estos movimientos. Esto hemos dicho del Hijo y del Espíritu Santo cuando son enviados al alma por separado, pero nos queda tratar de ellos cuando vienen juntos, ya que, como hemos dicho, a uno y a otro a la vez se atribuyen indistintamente las buenas obras que hacemos105. Toca al Hijo, que es luz de luz, ilustrar nuestro entendimiento para que conozcamos lo que es recto, y al Espíritu Santo, que es llamado amor, inflamar el afecto para practicarlo106. Así pues, cuando conocemos qué, cuánto, dónde y cuándo hemos de hacer algo y tenemos la discreción para hacerlo como conviene, es que el Hijo de Dios está con nosotros para que hagamos el bien conocido y dispuesto. Pero si al conocimiento y discreción de lo que se ha de hacer comunicados por el Hijo, no faltan el fervor de la voluntad y las fuerzas y prontitud del cuerpo para practicarlo, es que la presencia del Espíritu Santo nos favorece juntamente con el Hijo, a fin de que cumplamos eficazmente el bien que conocemos y ardientemente deseamos. Por eso lo hacemos al momento, sin tardanza ninguna, con rapidez y gusto, si para ello nos ayudan el tiempo, el lugar y las fuerzas, y si no lo podemos hacer sentimos una gran aflicción; pero cuando a la buena voluntad no acompaña la acción externa por no serle posible, esta buena voluntad que en nosotros hace nacer el Espíritu Santo no pierde su mérito, porque del Espíritu Santo y de la caridad de Dios derramada por él en nuestros corazones107, les viene a nuestras obras que sean meritorias. De aquí se deduce que por nuestra incuria no adquirimos ganancia de méritos, ya que no procuramos excitar en nosotros los deseos de las buenas obras, aun cuando no podamos llevarlas a cabo. Hemos de considerar también que algunas veces tenemos la luz del conocimiento para ver lo que hay que hacer, pero nos falta el fervor de la devoción para ejecutarlo con diligencia. Y así en las cosas buenas que entonces hacemos no sentimos 65

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ningún gusto espiritual, ningún consuelo interior, sino por el contrario, suplicio, pesadez y amargura, y esto piensa que nos sucede porque aunque el Hijo entonces nos enseña el conocimiento de esta adversidad, el Espíritu Santo no nos da fortaleza para ejecutar el bien conocido. Entonces hemos de rogar al Espíritu Santo dirigiéndole alguna oración especial, para que arroje la frialdad de nuestra alma y nos encienda en el fuego de su amor. Algunas veces sucede por el contrario, que no nos falta la buena y fervorosa voluntad de obrar el bien, pero nos falta en absoluto o es muy poco el conocimiento que tenemos de lo que debemos hacer en cuanto al tiempo, al lugar, al modo y demás circunstancias. De aquí nacen bastantes quejas en el ánimo de muchos espirituales, porque en muchas cosas no saben bien lo que deben hacer, pues si lo supiesen claramente no admitirían ninguna tardanza en llevarlo a la práctica. La causa de esta ignorancia cuando tenemos la presencia del Espíritu Santo y deseamos llevar a cabo nuestras obras con mucha avidez, es la ausencia del Hijo108, que no se digna iluminar las tinieblas de nuestra mente, porque no nos halla dignos de ello. Para que el Hijo nos halle dignos de su visita, o mejor dicho él mismo nos haga dignos de ella, procuremos derramar en su presencia incesantes plegarias y oraciones. Entretanto debemos evitar a toda costa ser turbados por una excesiva tristeza, y fortalecidos con gran fe y mucha confianza debemos pedir con humildad y devoción lo que sabemos nos falta, y se nos dará cuando el mismo Señor, a quien lo hemos de confiar todo, conozca que nos conviene. De todo lo expuesto podrás conocer, al menos en parte, la llegada y partida del Hijo y del Espíritu Santo, y su presencia y ausencia en nuestra alma109. De esto trata san Bernardo con las siguientes y hermosas palabras sobre el Cantar de los Cantares: «Ciertamente es viva y eficaz la Palabra de Dios eterna y en cuanto vino a mí despertó mi alma adormecida y ha movido, ablandado y herido mi corazón, que estaba duro como una piedra, y además enfermo. Comenzó también a arrancar y a destruir, a edificar y a plantar, a regar lo árido, a iluminar lo tenebroso, a abrir lo cerrado, a inflamar lo frío y también hizo lo tortuoso recto y lo áspero cami66

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no llano; por el movimiento de mi corazón me di cuenta de su presencia; por la huida de los vicios y la represión de los afectos carnales, advertí el poder de su virtud por la discusión y refutación de mis ocultas costumbres, admiré la profundidad de su sabiduría y por la enmienda, aunque pequeña, de mis costumbres, experimenté su bondad y su mansedumbre, y por la reforma y renovación del espíritu de mi mente, o sea de mi hombre interior, percibí alguna vista de su hermosura, y contemplando todas estas cosas juntamente, me asombré de su inmensa grandeza». Hasta aquí san Bernardo110. Después de lo dicho queda por advertir que el Espíritu Santo cuando se digna venir a nosotros no viene con las manos vacías, sino que trae consigo sus siete preciosos dones, para que el alma redimida y engalanada con ellos sea agradable a los ojos de su Esposo, a saber: el temor, la piedad, la ciencia, la fortaleza, el consejo, el entendimiento y la sabiduría. Y estos dones los da el Espíritu Santo al alma por tres razones. Primero, para que se fortalezca contra los siete pecados capitales, pues el temor robustece al alma contra la soberbia: la piedad contra la envidia; la ciencia contra la ira; la fortaleza contra la acedía; el consejo contra la avaricia; la inteligencia contra la gula y la sabiduría contra la lujuria111. En efecto, la soberbia hace que el alma se rebele contra Dios y sus preceptos, el temor en cambio la humilla y la somete a Dios. La envidia endurece el corazón para que no nos compadezcamos de nuestros prójimos, la piedad en cambio lo ablanda y lo mueve a compasión. La ira ciega al alma para que no pueda ver lo verdadero y juzgar rectamente sobre lo que debe hacer, la ciencia la dirige y la instruye. La acedía introduce en el alma la desconfianza, para que no guste obrar el bien, la fortaleza la robustece para las buenas obras. La avaricia nos enreda y nos atrae con el apetito desordenado de las cosas terrenas, el consejo nos reprime y refrena para que no amemos las cosas perecederas, y no cesa de invitarnos al amor de las celestiales. La saciedad del vientre embota y anubla nuestros sentidos, la inteligencia da agudeza y lucidez al espíritu. La concupiscencia de la carne inficiona el corazón con deleites escabrosos, la sabiduría sacia 67

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deleitosamente el espíritu con el gusto de las cosas celestiales, pues gustando lo espiritual toda carne se torna insípida112. Segundo, el Espíritu Santo enriquece al alma con su venida con la septiforme gracia de sus dones para que se torne pronta y apta para recibir los instintos divinos113 a fin de que al momento y sin tardanza ni contradicción obedezca al Espíritu Santo en todo lo que le mueva114, y también para que no sea seducida por ningún error115. Lo patente es que el Espíritu Santo siempre enseña y mueve a nuestra alma a huir del mal y hacer el bien116. Pues por experiencia sabemos que nuestro tribunal natural, que comúnmente llamamos conciencia, nos dicta, exige y clama, que dejados nuestros pecados nos empleemos en las buenas obras. Estos clamores de la conciencia son instintos del Espíritu Santo, cuya moción y advertencia nos son necesarios para ambas cosas (huir del mal y hacer el bien), aunque más para el conocimiento y práctica del bien, para lo cual se precisa mucha discreción y estando la virtud en el justo medio117, se sigue que todos los extremos son viciosos. Y así como es vicioso no tener ninguna humildad, también es vicioso ser humilde cuándo, dónde y cómo no conviene. Lo mismo hay que decir acerca de las otras virtudes. Por eso, para que nuestra alma se dirija en las virtudes y tenga en todas el justo medio se le da el don de la gracia septiforme, para que en todo lo que haga sea dirigida por el Espíritu Santo y se mueva mucho más perfectamente que si actuara por la luz natural de la razón humana118. Tercero, se le dan al alma estos siete dones para que se una perfectamente con Dios y se haga como un solo espíritu con él. La manera como entendemos ahora que se realiza esta inherencia o unión es inmediatamente por acto y no por hábito119. Por eso voy a describir aquí los actos de cada uno de estos dones, no de todos, sino sólo de los principales. Así pues, hemos puesto por primer don o gracia el temor; en él hay tres aspectos, a saber: a causa del castigo, del premio y a causa del amor. Hay algunos que se apartan del mal y hacen el bien por sólo el temor del castigo, pues saben que no podrían salir impunes si obraran el mal o dejaran de hacer el bien al 68

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cual estan obligados por precepto; que si supieran que no habían de ser castigados quizás ni evitarían el mal, ni harían el bien, incluso el necesario, y así, los que son de esta manera hacen el bien externamente, compelidos por la necesidad y porque son obligados. Pero si no cambian esta voluntad, porque es mala, sepan que no sólo no recibirán ningún premio por sus trabajos, sino que tampoco evitarán el castigo del que huyen. Este temor se llama servil. Hay quienes se apartan del mal y se aplican a las obras buenas con todas sus fuerzas, a aquello que no pueden omitir sin gran daño de su alma, y añaden también muchas obras buenas de supererogación, no sólo para evitar el castigo, sino también para alcanzar la recompensa eterna, de donde les viene que por apartarse del mal y aplicarse a las buenas obras parecen tener un doble ojo, puesto que evitan el pecado para evadir el castigo y obran el bien para conseguir la corona120. Esta clase de hombres, aunque por lo bueno que hacen no serán privados de recompensa, como en esas mismas obras de justicia tienen principalmente sus ojos fijos en el premio, yo dudo si serán premiados con la corona eterna, y así como no me atrevo a decir en absoluto que serán confundidos en su esperanza, tampoco quiero afirmar que serán coronados por las obras buenas hechas con tal intención. Y para que esto mejor y más claro se vea, hay que pensar cuál de nuestras obras por grande que sea su justicia podrán merecer suficientemente aquella gloria eterna. Finalmente, hay personas que evitan el pecado y se aplican con todo cuidado a las buenas obras, no por temor de las penas o por el deseo de la corona, sino sólo por amor de Dios. Los que son de éstos, aunque supiesen que por sus obras malas no habrían de ser castigados ni por las buenas premiados, odian sin embargo los pecados y se esfuerzan por servir a Dios y tratan de agradarle en lo que pueden, considerando como un gran premio por sus trabajos el que sus obras sean agradables a los ojos de su Divina Majestad. Y así, todas sus obras son meritorias y dignas de recompensa eterna. A este temor se le suele llamar filial, ya que es propio de los hijos, y es contado entre los siete dones del Espíritu Santo121.

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La segunda gracia que trae consigo el Espíritu Santo cuando visita al alma se llama piedad. Es propio de este don dar a Dios el servicio, el culto y el honor debidos. Tiene como el anterior tres aspectos. Unos sirven y honran a Dios por temor, como lo hacen los siervos para con sus amos. Otros se ven precisados a honrarle y darle culto, porque se le debe honor, culto y gloria, como los hijos, que están obligados a honrar a los padres. Otros finalmente ofrecen culto, adoración y gloria a Dios, no por temor a que de otro modo les castigaría, o por necesidad porque ciertamente están obligados, sino sólo por amor, es decir, por la suma bondad que en él contemplan; como nosotros que tributamos a algunos el obsequio de nuestra veneración, no porque les debamos algo o temamos nos hagan algún daño, sino porque su honradez se lo merece. Y esta piedad que honra a Dios por sí mismo y a las criaturas por Dios, se cuenta entre los siete dones del Espíritu Santo122. El tercer don o gracia es la ciencia, cuyo cometido es distinguir entre lo que hay que creer y no creer, entre lo bueno y lo malo para portarse bien no sólo en compañía de los buenos sino también en medio de un pueblo perverso123. Tiene también la ciencia, como la piedad, tres aspectos. Algunos poseen esta ciencia por la luz natural de la razón, y aunque ésta sea buena, es sin embargo muy limitada. Otros la reciben de algún doctor o de la lectura diaria de la Sagrada Escritura, y ésta, aunque sea mejor, sin embargo es imperfecta y expuesta a error. Finalmente otros poseen esta ciencia por sólo el instinto del Espíritu Santo, y ésta está inmune de error, pues el Espíritu de la verdad no permite que yerren aquellos que ha hecho discípulos suyos124. El cuarto don se llama fortaleza, que es cierta prontitud o firme propósito para emprender cosas difíciles, preferir las trabajosas y exponerse a grandes peligros por Dios. Tiene también la fortaleza cuatro aspectos. Hay quienes tienen esta fortaleza de ánimo porque confían en su valor y se glorían en la multitud de sus fuerzas125, persuadidos de que pueden llevar a cabo cuanto quisieren por sí mismos, lo cual es señal de no poca presunción. Otros tienen fortaleza por la mucha confianza 70

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que tienen en Dios, de los cuales hay que señalar tres clases. Unos ponen su confianza en el Señor, creyendo que tienen algún mérito delante de él, porque le han servido en alguna cosa o hecho por él algunas buenas obras. Otros «confían»126 mucho en el Señor porque piensan que le agrada lo que hacen o desean hacer y porque lo hacen por él; apoyados en esta confianza esperan que jamás les abandonará. Finalmente otros tienen mucha confianza en el Señor, porque le aman con encendido amor, por lo que juzgan imposible ser abandonados por aquel a quien tan insaciablemente aman. Es como cuando sentimos un amor ardiente hacia alguno, v.gr.: nuestro padre o madre, y éstos igualmente hacia nosotros, aunque todo el mundo, por decirlo así, se esforzase en persuadirnos que aquellos que de esta manera tan ardiente amamos y de quienes somos tan ardientemente amados, nos habían de dejar cuando estuviéramos en alguna necesidad, no podrían persuadirnos de ello, porque el culmen del amor produce la fortaleza de la confianza. Para los que están fortalecidos con esta confianza en el Señor, no hay peligro ni trabajo ni calamidad que se presente que no lo abracen con gusto por Dios, por eso no en vano esta fortaleza es contada entre las susodichas gracias del Espíritu Santo. El quinto don es el consejo. El consejo es cierta certeza en las cosas dudosas y en la búsqueda de la verdad. Decimos son cosas ambiguas, v. gr.: cuando dudamos qué, cómo, en qué tiempo y con qué medios hemos de hacer alguna cosa, o si será agradable a Dios o más conforme y más oportuno hacer aquello o mejor omitirlo; o también cuando andamos vacilando en esto o en aquello, ignorando lo que con preferencia se ha de elegir. También aquí se señalan tres aspectos. Pues hay algunos que en las cosas dudosas encuentran lo que deben elegir por ciertas conjeturas o por lo que en semejantes casos se ha experimentado. Hay quienes buscan la verdad o por la instrucción de otros o consultando las Sagradas Escrituras, y quienes por la familiar inspiración o ilustración del Espíritu Santo encuentran lo que es más sano en estas dudas, y esto manifiestamente pertenece a los mencionados siete dones127.

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La sexta gracia se llama inteligencia. De ella es propio intuir a Dios y las cosas espirituales o celestiales y también entender correctamente las divinas Escrituras. Se le atribuyen también tres aspectos. Hay quienes por las cosas corpóreas atisban las incorpóreas y espirituales; otros las intuyen por la fe; otros por la clara visión, que es doble, una cara a cara -propia de la Patria-, y otra que eleva la mente con una luz divina y sobrenatural más alta que la de la fe, a las cosas divinas, y ésta es posible «in via», y pertenece al sexto don del Espíritu Santo128. El séptimo don es el de sabiduría, cuyo oficio es gustar el inefable sabor de las cosas divinas. Tiene también tres aspectos. Unos las olfatean un poco, otros además las catan y otros, lo que es más, las comen, y nadie puede dudar que estas tres cosas pertenecen a la sabiduría129. En esta vida los pobres, por esta sabiduría, comen de las deIicias celestiales, pero no se sacian; en la Patria comerán y serán saciados y alabarán al Señor eternamente130. Finalmente hay que notar que aunque cada vez que el alma es justificada, de nuevo viene a ella el Espíritu Santo como se dijo más arriba y le trae a la vez todos los siete dones y no uno o algunos sin los demás, puesto que están conexos necesariamente. Sin embargo, cuando ya justificada viene a ella de nuevo el Espíritu Santo no es necesario que sea movida simultáneamente a los actos de todos los siete dones, sino que puede darse el acto de uno o de varios juntos sin los actos de los demás, ya que los dones no están necesariamente unidos al acto de cada uno de ellos. Después que el alma ha sido enriquecida por su Amado con estos dones prometidos, como corresponde a la esposa de tan excelso Esposo, para que sea redimida y adornada decentemente, agrade a sus ojos y sea digna de ser introducida en la bodega del vino131 de las delicias celestiales, deseando el Espíritu Paráclito inflamarla totalmente en el fuego de su amor y levantarla a la cima de sus más elevados carismas, le abre la puerta de nuevos misterios, que todavía no había experimentado. Esta puerta sólo se abre a los familiares y amigos muy queridos, pero no a los extraños y desconocidos, y a los que no son amigos, pues el portero que guarda esta puerta es el amor, y sabe muy bien a 72

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quienes ha de abrir. Y así, cuando el Amado abre la entrada de esta puerta a la amada, ésta es admitida a experimentar nuevas percepciones de los misterios celestiales, de los cuales vamos a citar algunos, pues el Espíritu Santo suele manifestar al alma muy amada otros muchos y mayores que los que cualquiera pluma o lengua, por muy elocuente que sea, puede explicar132. El primer misterio se llama júbilo, que es como un repentino ardor del alma, por el que súbitamente y de manera impetuosa se enciende en el deseo y amor del Amado, lo que ocurre a veces cuando el alma no piensa en cosas celestiales, y otras cuando ha precedido algún pensamiento del cielo. El segundo se llama suavidad, y es cierta dulzura que de tal modo invade el alma, que no la deja deleitarse en otras cosas, aunque sean buenas y espirituales; y hace que sea para ella un gran tormento tener que ocuparse en las cosas exteriores, obligada por la necesidad. El tercero se llama avidez, que es un hambre vehemente, una sed insaciable y un deseo ardiente de las cosas celestiales, llenando Dios de tal manera las entrañas del alma, que nada quiere pensar ni querer fuera de su Amado133. De modo que si está en vela suspira incesantemente por su Amado, si está durmiento sueña agradablemente con su Amado y cuando se despierta se encuentra con su Amado. Este hambre tan feliz y esta bienaventurada sed apartan por completo del corazón el miserable hambre de cosas temporales y la perniciosa sed de los afectos carnales. El cuarto se llama saciedad, que es un desprecio y hastío de todo lo que hay en el mundo, engendrados por una inefable y admirable alegría que experimenta al contemplar las cosas divinas, que llenan al alma de una saciedad tan completa que no sólo se olvida por completo de todos los bienes y satisfacciones de la vida presente, sino que si alguna vez se detienen en su mente -lo que necesariamente le ha de ocurrir mientras viva en este cuerpo mortal134- al instante los echa lejos de sí con no pequeña indignación, ya que saciada con tan suculentos manjares tiene hastío de los viles y groseros, que le provocan náuseas. 73

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El quinto se llama embriaguez, que es como una especie de insensibilidad y santa locura, provenientes de la alegría que experimenta el alma al contemplar las cosas divinas, la cual, no sólo por el afecto y deleite que siente, sino por estar llena y embriagada del vino celestial del amor ardentísimo del Esposo, no siente las injurias, los oprobios, las cruces, los suplicios, las ignominias, los improperios, los ultrajes, las burlas, las confusiones y las persecuciones; sino que se goza mucho en todas estas cosas, como aquel que acabando de beber un vino generoso no siente los azotes que le dan, bromea si le injurian y se ríe de los que se burlan de él. Esta sobria embriaguez la engendra el ardor ingente del amor divino. El sexto se llama tranquilidad; que es un descanso y sosiego de la mente apartada del tumulto de las cosas, ajena a todas las solicitudes; una paz que desconoce toda perturbación, por la cual de tal modo se apoya en el Amado135, que arroja en él todo pensamiento136 y no teme ninguna penuria o necesidad. Esta dichosa tranquilidad es la que mueve y engendra en el alma los sentidos espirituales137 . El séptimo se llama especulación138. La cual en la vida presente es una santa iluminación de la mente para contemplar divinamente los secretos celestiales. Aquí se abren los ojos del corazón para que con ellos y con la luz divina vea panoramas celestiales; aquí es muy necesario conservar la humildad para no querer saber más de lo que conviene saber139, ni esforzarse en penetrar más allá de lo que se le concede. El octavo se llama inspiración. Es el hálito de un espiritual y suavísimo viento dentro de las entrañas del alma, que abre los oídos interiores para oír la voz dulcísima del Esposo, es decir, las inspiraciones interiores, que son las palabras con las que se hablan mutuamente el Esposo y la esposa; a cuyo secreto coloquio ningún extraño es admitido. Al sentir la dulzura de este coloquio con la esposa, el Esposo decía en el Cantar de los Cantares: Amiga mía, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce140.

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El noveno es el olor suavísimo que la esposa percibe del Esposo, que procede o emana de sus carismas espirituales y enciende sobremanera a la esposa en el deseo de gozar de la visión beatífica del Esposo. Y el alma al sentir que tarda lo que tanto desea no sabe qué hacer ni adónde ir, igual que el agotado por un hambre grande, de lejos siente el suave olor de los manjares, pero no sabe dónde están estos manjares que desea con tanta avidez, como el perro que olfateando la caza corre de aquí para allá, porque no sabe dónde se encuentra141. Aquí se abren las narices interiores de la esposa, que presintiendo la suavidad admirable de este olor, decía al Esposo en el Cantar: Llévame en pos de tí; correremos al olor de tus perfumes142. El décimo es un gusto anticipado de los manjares celestiales; que el alma no sólo olfatea sino que ya empieza a catar de alguna manera, digo de alguna manera porque es muy poco lo que aquí se experimenta de los manjares del cielo, y sólo se concede a los varones muy perfectos. A este propósito dice san Bernardo: «Todo cuanto conocemos de las cosas divinas en este mundo presente, o lo conocemos por la escrutación constante de las Escrituras o lo recibimos por revelación celestial o lo experimentamos pregustándolo»143. Esto dice san Bernardo. Lo que hay que entender de los muy perfectos. El undécimo se llama abrazo, que es cuando el Esposo celestial y la esposa se estrechan mútuamente con los brazos de un ardentísimo amor, pues el Esposo que es poseído por un amor perfecto y ferviente, quiere que se le abrace, y abrazado se le bese. El duodécimo es el rapto, que se realiza cuando el alma anajenada de los sentidos y por eso sin saber si está en el cuerpo o fuera del cuerpo, es arrebatada hasta las visiones y secretos de Dios, donde ve y oye cosas maravillosas, de las cuales no es lícito al hombre hablar144. He aquí las doce sensaciones y secretos que suele el Espíritu Santo descubrir a sus fieles y familiares amigos, con los cuales el alma adelantará tanto cuanto procure aprovecharse de ellos.

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CAPITULO V

Del cuidado y solicitud que hemos de tener para que el Espíritu Santo no se aparte de nosotros. Como ya hemos tratado en los capítulos II y III mucho de lo que pertenece a este capítulo V, sólo vamos a hablar de lo que nos priva de sentir los efectos y gustos espirituales, y de lo que fuerza al Espíritu Santo a irse cuando está presente y le obliga a no volver cuando está ausente. Estos impedimentos se pueden reducir a cuatro145. El primero es el pecado. En efecto, el Espíritu Santo no mora en el alma esclava de los vicios y pecados. Para entender esto mejor hay que advertir que el pecado es la fiebre del alma146, inficionando todos los sentidos interiores y corrompiéndolos para que no perciban y gusten las cosas divinas, haciéndolas sosas e insípidas. Pues así como al que tiene una fiebre muy alta lo dulce le parece amargo, así también a los que sufren la fiebre mortal del pecado les saben amargas las cosas espirituales, que en realidad son más dulces que la miel y el panal147, y gustan de las cosas carnales, que verdaderamente son más amargas que la muerte; lo que hace que a lo malo llamen bueno y a lo bueno malo, amargo a lo dulce y a lo dulce amargo. El veneno del pecado que trastorna y corrompe el paladar del corazón nos lo inocularon nuestros primeros padres cuando comieron del árbol prohibido, y porque todos pecamos en su misma prevariación contraímos el pecado original, en el que todos somos concebidos y nacemos148. De este contagio original que trastorna e inficiona nuestro paladar interno, aunque queda borrado en el baño de la regeneración bautismal, sin embargo por oculto y justo juicio de Dios, siempre queda la raíz envenenada de amargor149 y por eso siempre estamos inclinados al mal. Así pues, quien desee gustar del inefable sabor de las co77

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sas espirituales y tener consigo la presencia beatificante del Espíritu Santo, debe precaverse con gran diligencia de la serpiente del pecado, principalmente mortal; y si acaso pecare, refúgiese cuanto antes pudiere en las lágrimas de la penitencia. Lo segundo que nos aparta de la visita del Espíritu Santo, del gusto de las cosas espirituales y del fervor de la devoción es nuestra propia fragilidad. Esta nos impide que nos apliquemos por largo tiempo a la devoción y al fervor por las cosas celestiales; pues cuanto más se esfuerza el espíritu por tender hacia arriba, más le abate la carne miserable. Y esto por tres razones. La primera por su mismo peso, pues inclinada como está hacia abajo, arrastra consigo al espíritu. La segunda por la multiplicidad de sus necesidades, que de ningún modo puede evitar, como la comida, la bebida, el sueño, el vestido y demás cosas semejantes, que no sólo no podemos evitar, sino que debemos trabajar por tenerlas y conservarlas. La tercera son las múltiples necesidades de los hermanos, a quienes nos vemos obligados a socorrer, impelidos por la obediencia o urgidos por la caridad. Sin embargo, en todo esto hemos de observar la justa medida, es decir, que nos ocupemos en ellas conservando interiormente la devoción y tranquilidad de la mente, y exteriormente no descuidemos la guarda de los sentidos, y cuanto antes sea posible, volvamos a los ejercicios espirituales150. Lo tercero que nos hace menos dignos de la visita y consuelos del Espíritu Santo es la divagación y disipación de nuestros pensamientos; pues el Espíritu Santo odia los pensamientos sin sentido, es decir, los ociosos e inútiles, y mucho más los que son perversos, como los pensamientos impuros, de vanagloria, de ambición, juicios temerarios, envidia o iracundia, sospecha, murmuración y detracción. De los cuales es necesario que se conserve inmune, con continua solicitud y atenta vigilancia, todo aquel que desee con avidez gustar los consuelos espirituales. Lo cuarto que nos impide recibir las visitas divinas es el estar inmersos en las ocupaciones y negocios seculares, de los cuales con suma diligencia debe huir el que desee servir al Se78

TRATADO DEL ESPÍRITU SANTO

ñor, a no ser que haya una urgente e inevitable necesidad, pero aún entonces nos hemos de desprender de ellos lo antes posible, pues perjudican mucho a los que han consagrado sus almas al Señor en holocausto. Por eso decía el Apóstol: Nadie que milita para Dios se enreda en los negocios del mundo151. Además, el trato frecuente con los seglares debilita no poco y entibia el fervor del espíritu, fuera de la conversación con los espirituales. Esto lo atestiguan los que frecuentemente lo han experimentado. Siempre que nos metemos en tratos o negocios del mundo con pretexto de avanzar en la piedad, cuando queremos salir no podemos, solicitados por los lazos de la iniquidad. Pero lo que sobre todo nos hará aptos para recibir el fervor de la devoción y dignos de los consuelos del Espíritu Santo, es si somos mansos y humildes de corazón152. El que desea guardar el fuego, para que no se apague lo tapa con ceniza; de igual manera el que no quiere enfriarse espiritualmente, trata de cubrir el fuego del Espíritu Santo con la ceniza de la humildad.

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CAPITULO VI

Qué hemos de hacer cuando carecemos de los consuelos del Espíritu Santo. En cuanto al sexto y ultimo punto de este tratadito, hemos de considerar, según lo expuesto anteriormente, que cuando el alma vive por la gracia santificante inhabita en ella no sólo el Espíritu Santo, sino que hay que creer que es toda la Trinidad quien la inhabita. El Espíritu Santo por admirable disposición le substrae a veces el fervor de la devoción por múltiples razones153. Primero, para conservar la humildad. Pues el alma que poco antes gozaba de los felices abrazos del amor divino, ahora se siente rechazada y expuesta a las miserias y solicitudes de este mundo; la que antes era introducida en la recámara del dulcísimo Esposo para gozar de delicias inefables, se ve privada de esto miserablemente; la que antes ardía toda ella en las llamas del amor y de la devoción, ahora se siente de repente mudada en una frialdad y tibieza grandes, entonces se humilla y así humillada reconoce sus flaquezas y considera que no por sus propios méritos, sino más bien por la divina largueza tuvo la gracia de la consolación interior. Y al ver que aunque se empeñe con todas sus fuerzas no puede recuperar estos consuelos, aprende que este regalo no está en su mano sino en la del Señor, que lo da cómo y cuándo quiere. De todos modos, teme que por su maldad o indignidad haya sido despojada de tan gran bien. Segundo, el Espíritu Santo nos substrae las delicias de sus consuelos para aumentar nuestros méritos, porque está claro que toda alma justa merece siempre cuando usa bien de la gracia justificante. Haremos buen uso de la gracia justificante si,

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como arriba dije, nos aplicamos con empeño a las meditaciones celestiales o a los fervores del corazón o a las obras de justicia, lo que no podremos llevar a cabo si el Espíritu Paráclito no se digna visitarnos de nuevo y movernos a ello, como más arriba fue dicho, es decir, o como señor, o como amigo o como esposo. Siempre que el Espíritu Santo nos ilumina con una nueva visita aumenta las ganancias de nuevos méritos. El justo merece también por sus muchos sudores, aunque no sienta devoción por más que la busque; por lo cual si después de haber buscado con mucho trabajo el fervor de la devoción no se nos da según nuestros deseos, cuidemos mucho no demos lugar a la tristeza, estando como estamos ciertos de no haber trabajado en vano, sino que humillándonos siempre profundamente a nosotros mismos nos hagamos aptos del fervor apetecido. Esto lo digo porque hay algunos que después de trabajar para conseguir la devoción, si no la alcanzan según su deseo, al punto se turban y se exasperan con una excesiva tristeza, y atormentan su alma con su empeño. De aquí también las extremadas vigilias, abstinencias y meditaciones a las que se entregan por encima de sus propias fuerzas, como si exprimieran el vino de la uva, creyendo poder alcanzar la devoción por sus trabajos, lo que hay que evitar en absoluto, pues el Espíritu Santo al venir al alma quiere encontrarla bien preparada con la humildad, paciencia y libertad, y no angustiada, exasperada y perturbada, de modo que pueda llevarla a donde él quisiere. Tercero, nos quita el fervor en la devoción y en el ejercicio de las obras pías y necesarias. Nunca ha de tener entrada en el siervo de Dios la ociosidad enemiga del alma154, sino que ha de estar siempre ocupado en diversos ejercicios espirituales. Y para que ningún tiempo pase sin fruto, él mismo distribuya los tiempos y las horas en los que practique los ejercicios señalados, con tal que no haga nada contra la obediencia155, no sea que un poco de fermento de la propia voluntad corrompa la masa de sus ejercicios156, y procure siempre con todas sus fuerzas en todo cuanto haga tener suspendido el corazón en las cosas celestiales.

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Cuarto, el Espíritu Santo substrae a los devotos el fervor espiritual para aumento y mayor aprecio de la misma devoción, pues según el proverbio común: La demasiada familiaridad origina el desprecio. Efectivamente, si gozáramos sin interrupción de los consuelos espirituales ya no tributaríamos la debida reverencia al Espíritu Santo, y no estimaríamos como es debido sus dones preciosísimos. Además podrían desfallecer las fuerzas del cuerpo, para cuya reparación habría quizás que condescender más de lo conveniente con los regalos de la carne, por lo que irritado el Espíritu Santo se vería obligado a abandonarnos. Quinto, se nos quitan también los consuelos celestiales para evitar el juicio temerario y el desprecio de los hermanos, es decir, para que no juzguemos a nuestros hermanos indevotos o disolutos ni los despreciemos, sino más bien nos compadezcamos de ellos por lo que nosotros sufrimos. Pues nuestro Señor atrae a sí a sus criaturas no de un modo sólo sino de muchas maneras o caminos, y lleva a la vida eterna a unos de una manera y a otros de otra157. Así pues, a nadie debemos juzgar ni despreciar. Por otras muchas causas nos abandona a veces la divina consolación, porque quien la substrae o la concede lo hace cuando quiere y como quiere; sin embargo el mismo que la quita o la da, nunca nos abandona si no es por causa del pecado. Así pues, cuantas veces el celestial Esposo substrae al alma las delicias de su presencia hay que observar lo que suele hacer el esposo carnal con su esposa. ¿Qué es? Primeramente el esposo desea morar con su esposa en un lugar escondido donde nadie los vea. Segundo, cuando ella habla con otro quiere oírla y a veces escucha sus conversaciones. Tercero, si está sola en su habitación o en otro lugar secreto, quiere saber lo que hace. Por eso mira por las rendijas y agujeros. Cuarto, si alguna vez la sorprende riendo o divirtiéndose con otro no lo tolera con tranquilidad y aun se irrita mucho, si llega a sospechar algo malo. Quinto, agraviado con esta sospecha y para cerciorarse de su veracidad, finge irse lejos, ocultándose en un lugar secreto de la casa. Sexto, algunas 83

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veces llega de repente a la hora que ella menos lo piensa. Séptimo, si la sorprende con otro, mata a los dos158. Todo esto que acabamos de describir ocurre también entre el alma y el celestial Esposo, pues éste quiere encontrar al alma sola, y por eso todo (varón) espiritual debe desear los lugares solitarios y huir con gran cuidado de la muchas conversaciones y negocios con los demás, a no ser que no se puedan evitar. De ahí que la esposa en el Cantar de los Cantares como buscara a su Esposo por las calles y plazas confiesa que no le halló hasta que volvió a la casa, es decir, hasta que lo buscó en un lugar escondido159. En segundo lugar, el Esposo escucha escondido lo que habla la esposa; las hablas de la esposa son los pensamientos y los afectos; por lo cual el alma que es esposa de Cristo160 tiene que guardarse de toda vanidad o perversidad en sus pensamientos o afectos, pues no ignora que todo lo oye el celestial Esposo y que le desagrada, por eso decía la esposa en el Cantar de los Cantares161. En tercer lugar, el Esposo celestial mira lo que hace la esposa, si mortifica y guarda como conviene los sentidos exteriores y todos sus miembros; si se ocupa en obras de justicia; por eso debe cuidar mucho que nunca se halle menos atenta en la guarda de todos sus sentidos y movimientos; trate con frecuencia de que en las obras de virtud no se mezcle nada vicioso, persuadida de que su Esposo todo lo ve. Por eso dice la esposa en el Cantar: Vedle ya que se para detrás de nuestra cerca, mirando por la ventanas, atisbando por las rejas162. En cuarto lugar, no puede tolerar con ecuanimidad el Esposo eterno que su esposa se divierta o juegue con otros, esto es, que busque entretenerse con otros con palabras u obras, fuera de él; ya que él solo le basta; y solo él puede safisfacer todos sus deseos. Así pues, la esposa de tan gran Esposo renuncie a todo otro consuelo, aborrezca toda otra satisfacción, odie todo otro gozo para que se goce, deleite y consuele sólo en él, por eso decía en el Cantar: Mi amado para mí 163 o sea, todo para mí. 84

TRATADO DEL ESPÍRITU SANTO

En quinto lugar, el Esposo celestial se aparta del alma porque se va lejos y simula que no la oye ni la ve; esto sucede cuando no tenemos ningún espíritu de fervor ni sentimos ninguna devoción, ni experimentamos espiritual alegría en todo lo que hacemos; buscamos y no hallamos, clamamos al Señor y no nos responde. Esto es lo que experimentaba el santo Job, cuando decía con palabras llenas de dolor: Grito a ti y tú no me respondes; me presento y no me haces caso. Te has vuelto cruel para conmigo164. En semejantes quejas de dolor prorrumpía la esposa en el Cantar: Busqué y no le hallé, le llamé y no me respondió165. Durante este tiempo de desolación, el alma no se atormente con una extremada tristeza, sino más bien, fortalecida por la fe y la confianza espere la llegada del Esposo, que sin embargo y aunque no se dé cuenta, está con ella y en ella. En sexto lugar, la llegada del Esposo celestial a veces es repentina; por lo que la esposa debe estar siempre vigilante, no sea que viniendo de repente la encuentre adormecida en su negligencia, y embarazada en otros asuntos. En séptimo lugar, si el Amado encuentra a la amada adulterando con otro, es decir, cometiendo algún pecado mortal al instante la mata, o sea, le quita la gracia santificante166 y todos los dones espirituales. Así pues, hay que evitar el pecado por encima de todo, y examinar a menudo nuestra conciencia no sea que se oculte en ella, y si fuere hallado, borrarlo sin dilación con el agua de las lágrimas. De todo lo anteriormente expuesto queda claro, almenos en parte, lo que hemos de hacer cuando el Espíritu Santo nos abandona al privarnos de sus consuelos. El cual, ojalá de tal manera se digne morar en nosotros, que jamás nos abandone. Amén. Fin del tratado del Espíritu Santo Deo gratias

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Notas 1.

2. 3.

4.

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6. 7.

8. 9. 10.

H. PLENKERS, Un manuscrit de Montserrat, Revue Bénédictine, vol. 17 (1900), p. 267; G. ANTOLIN Catálogo de los códices latinos de la Real Biblioteca del Escorial, vol. III, Madrid, 1913, pp. 409-412. Cf. f. XCIr. Véase su biografía en E. ZARAGOZA, Los Generales de la Congregación de San Benito de Valladolid, I, Silos, 1973, pp. 161-168. Véase su biografía completa en E. ZARAGOZA, o.c., pp. 189215 y resumén en Diccionari d´Història Eclesiàstica de Catalunya, vol. III, Barcelona, 2000, pp. 426-427; y Diccionario Biográfico Español (en prensa). F. CURIEL, Congregatio Hispano-Benedictina, alias Sancti Benedicti Vallisoleti, en Studien und Mitteilungen aus dem Benediktiner -und dem Cistercienser- Orden, 28 (1907) 46. Id. Ibid. H. PLENKERS, o.c. p. 367; A. ALBAREDA, Bibliografia dels Monjos de Montserrat (s. XVI), en Analecta Montserratensia, núm. 7 (1929) p. 144: (M. del ÁLAMO), Valladolid, Congregacion de San Benito, en Enc. Univ. Ilust. Europeo-Americana, t. 66, Barcelona 1929, p. 935; P.U. FARRÉ. Tractatus de Spiritu Sancto. Ioannis a Sancto loanne OSB, Washington, 1951 pp. 66, nota 62: C. BARAUT, Jean de Saint-Jean, en Dictionnaire de Spiritualité, t. 8, París 1973, cols 701-702. E. ZARAGOZA, Los Generales de la Congregación de S. Benito de Valladolid, o.c., pp. 200-206. Id. Ibid., pp. 212-213. P. SERRA Y POSTIUS, Epítome Histórico del Portentoso Santuario y Real Monasterio de Nuestra Señora de Montserrate, Barcelona, 1747, fol. 202r «Venerable» le llama un cronista anónimo del monasterio de Valladolid del siglo XVIII, en Memoria de los Hijos yllustres de este monasterio de Sant Benito el Real de Valladolid, Archivo de la Congregación de San Benito de Valladolid, en la

NOTAS

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14.

15.

16.

17. 18. 19.

Abadía de Silos (Burgos), Volúmenes de Documentación varia, XXXVI, f. 660r. E. ZARAGOZA, o.c. p. 189. Archivo Histórico Nacional, sección de Clero, leg. 226, editadas por G.M. COLOMBÁS-M. M. GOST, en Estudios sobre el primer siglo de San Benito de Valladolid, Montserrat, 1954, pp. 123-132. G. M. COLOMBÁS, Documentos sobre la sujeción del monasterio de Montserrat al de San Benito de Valladolid, en Analecta Montserratensia, t. 8, 1955, pp. 91-124; E. ZARAGOZA, o.c. 203-204. G. M. COLOMBÁS, Cisneros, García Ximenez de, en Dictionnaire d’Histoire et Géographie Ecclesiastiques, vol. 12, 1953, cols. 846-851; Id., Un reformador benedictino en tiempo de los Reyes Católicos. García Jiménez de Cisneros, Abad de Montserrat, Montserrat, 1955. La capitulación del prior y monges de Montserrate con los hermitaños, Archivo Histórico Nacional, sección de Clero, leg. 238; Cf. G. M. COLOMBÁS. Un reformador benedictino, o. c., pp. 114-117. Este documento lo editó C. BARAUT, García Jiménez de Cisneros. Obras Completas, vol. I, Montserrat, 1965, pp. 172-175. Biblioteca del monasterio de Montserrat, ms. 74 Cf. A. ALBAREDA, L'Arxiu antic de Montserrat: Analecta Montserratensia, vol. 3 (1919) 161-162. E. ZARAGOZA, o.c., pp. 206-210. Id. Ibid., pp. 210-212, Bula en Ibid., pp. 267-272. Creemos que la fecha exacta de su muerte es la que da Pere Serra Postius, el 26 de febrero, pero no de 1497, sino de 1499, pues el obispo de León, Alonso de Valdivieso le hizo su albacea el 13 de julio de 1497, Cf. E. ZARAGOZA, Testamentaría inédita de Don Alonso de Valdivieso, obispo de León (+ 1500), en Archivos leoneses, núm. 97-98 (1955), 216, 222. Pero el procurador general de la Congregación de Valladolid, en una carta fechada en Roma el 30 de mayo de 1499 y dirigida a su sucesor en el generalato fray Rodrigo de Valencia, le dice a éste: “Vuestra merçed, como suçesor del prior, que Dios aya, fray Juan de San Juan”, Archivo Histórico Nacional de Madrid, sección de Clero, leg. 7711. Luego la fecha más segura de su muerte es el 26 de febrero de 1499.

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«Qui obedientiae iugo, quo saepe ad nutum agere non sinor, suppositus et crebris occupationibus praepeditus tuis fatere votis statim satis ut volui non valui. Nunc autem etsi sero, post longam tuam exsprectationem, quod optas iuxta vires, licet non iuxta vota, effectibus mancipare et tibi transmittere curavi», dice en el prefacio. «Quomodo nos creavit, redemit, primo ad fidem, post ad religionem vocavit», Cap. III. P. U. FARRÉ, o.c., p. 15 dice que la monja en cuestión era de uno de los monasterios de Galicia que había reformado Fr. Juan, pero si alguna monja culta se hallaba en Galicia era sin duda en el monasterio de San Pelayo de Ante Altares en Santiago de Compostela, el cual no fue habitado por monjas hasta el mes de julio de 1499, gracias a las gestiones del sucesor de Fr. Juan, Fr. Rodrigo de Valencia, Cf. E. ZARAGOZA, o.c., p. 233. G. ANTOLIN, o.c., pp. 409-412. Id. Ibid., 412; H. A. GUBBS, Union World Catalog of Manuscript Books, vol. 5, Supplement to the manuscript Book Collections of Spain and Portugal, New York, 1935, p. 240. El contenido del códice puede verse en G. ANTOLÍN, o.c., pp. 409-412. En total son 11 opúsculos distintos. En todo lo que se refiere a los sentidos espirituales sigue a Sto. Tomás de Aquino, quien basa la concepción del organismo sobrenatural en el principio de analogía con el organismo natural. Sin embargo actualmente la Iglesia cree que Dios infunde el alma en el momento de la concepción. El tema de ser el Espíritu Santo esposo del alma y no el Hijo es de tradición franciscana, pues ya san Francisco de Asís, usando del paralelo Virgen María esposa del Espíritu Santo, escribió en la “forma vitae” para sus clarisas: “Os habéis desposado con el Espíritu Santo”, cosa entonces inusitada en la Iglesia, que (en términos paulinos Cristo-Iglesia y fiel) había visto siempre la vírgen consagrada a Dios como esposa de Cristo, como lo hizo notar el papa Juan Pablo II en su carta a las clarisas del 11 de agosto de 1993, núm. 2. Cf. P. U. FARRÉ, o.c., p. 74, nota 116 que hace una comparación de dependencia muy acertada. J. GERSON, Sermones de Spiritu Sancto, II, París, 1606, pp. 776-778, donde habla de la presencia de Dios en las criatu-

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ras y de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del justo, con palabras semejantes a las que usa Fr. Juan de S. Juan de Luz. DIONISIO EL CARTUJANO, Sermo 3 in Adventu. Opera Omnia, XXIX, Tornaci, 1905, pp. 19-22, donde habla de la misión del Espíritu Santo; Sermo in Pentecoste, Opera Omnia, XXX, Tornaci 1906, pp. 71-94 donde habla de la existencia de Dios en lo creado y de las misiones de las tres Divinas Personas; Sermo Sextus, Dom. III post Trinitatem. Opera Omnia, Tornaci 1905, pp. 194-196, donde habla de los dones del Espíritu Santo. Tales como Juan Kastl. S. Alberto Magno y S. Juan Casiano, Cf. P.U. FARRÉ, o.c., p. 133, nota 11. Pues dice en el Cap. VI: «Servum namque Dei... diversas debet habere spiritualia exercitia, et ut nullum tempus sine fructu praetereat ipse sibi distribuat tempora et horas in quibus devota compleat exercitia». Las obras completas de Cisneros las publicó C. BARAUT, García Jiménez de Cisneros. Obras Completas, 2 vols., Montserrat, 1965. Cf. los catálogos de las mismas que hay en el Archivo de Silos, ms. 15, ff. LXXVIr - LXXVIv. Cf. también mi artículo «Libros que alimentaban la vida espiritual de los benedictinos vallisoletanos del siglo XV», en Nova et Vetera (Zamora) 4 (1977) 267-279. S. BERNARDO, Sermones in Cantica Canticorum. PL 183, cols. 785-1198; RICARDO DE SAN VÍCTOR, Explicatio in Canticum Salomonis, PL 196, cols. 405-524. De estas ediciones se hicieron recensiones en Revista de Espiritualidad, 37 (1978) 695; Selecciones de franciscanismo, 20 (1978) 292; Estudio Agustiniano, XIII (1978); Studia monastica, 20 (1978) 435; Àncora, núm. 1603 (19-041979) 2 y núm. 2150 (12-10-1989) 8; Iglesia Mundo, núm. 488 (1992) 34. El Cardenal Arzobispo de Toledo, D. Marcelo González Martín en una carta suya del 3 de junio de 1978 felicitaba al traductor calificándolo como: “Precioso trabajo y muy importante darlo a conocer”. Estas palabras: «Carissima petisti me», recuerdan las del apócrifo atribuido a San Bernardo, De modo bene vivendi ad sororem, cuyas primeras palabras son: Carissima mihi in Christo soror, diu est quod rogasti ut verba sanctae admonitionis scriberem tibi (PL 184, 1199).

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Repite las verdades del símbolo de la fe, tal como era corriente en su época en los compendios de teología, Cf. J. GERSON, Compendium theologiae, en Obras completas, vol. II , París, 1606, pp. 39-256. Esta doctrina de la indivisibilidad de las operaciones ad extra se encuentra en san Agustín, De Trinitate, Caps. 3 y 17, 32 (PL 42, 847-848, 866). Cf. Sto. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologica, 1 q. 8, a. 3 ad 4. Esto es de San Agustín, Confesiones, Lib. 10, 27 “intimus intimo meo”. En esta parte el autor va siguiendo a Sto. Tomás, o.c. 1q.8, q.3; q. 43, a.3. Ester 13, 9. Heb. 4, 13. STO. TOMÁS, o.c., 1 q.45, a.7; q.93, a.1; Sententiarum, dist. 3, art. 1 y 4. De la imagen de Dios impresa en las criaturas hablan los escolásticos después de san Agustín, De Trinitate, lib. 6, cap. 10 (PL 42, 931-932) y Carta a Dárdano (PL 33, 832-848), pero san Agustín, lo mismo que Sto. Tomás (Summa theologica, 1 q.45, a.7) hablan de la imagen de la Trinidad, en cambio el autor se acerca más a san Buenaventura, que dice: «Esse... vestigium Creatoris... est commune omnibus creaturis, sed esse imaginem eius... est proprium creaturae rationalis», en Soliloquium, cap. 1, 3, q.3; S. BUENAVENTURA, Opera Omnia, vol. 8, Quaracchi, 1898, p. 39. Así debe ser, afirma S. Buenaventura, porque la imagen de Dios en el alma es perpetua, inseparable y concreta, I Sent., dist. 3, a.2, q.1, S. BUENAVENTURA, Opera Omnia, vol 1, Quaracchi, 1882, p. 88. Aquí el autor expone la sentencia conocidísima: «Extra ecclesia nulla salus», haciendo relación a la doctrina del Apóstol, de la justificación por la fe. Esta doctrina se encuentra en muchos Padres, entre ellos, S. AGUSTÍN, De correptione et gratia, cap. 6, 9 (PL 44, 921), FULGENCIO DE RUSPE, De fide ad Petrum, pról. 1; PASCASIO RADBERTO, De fide, spe et caritate, lib. 1, cap. XI (PL 120, 1417-1418), STO. TOMÁS, Commentarium ad I Decretalem, caps. 1 y 3. Cf. 1 Cor. 12,3.

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Jn 14, 23. Aquí el autor sigue a santo Tomás en lo referente a la necesidad de la gracia para la justificación (Summa theotogica 1-2, q.113, a.2) y a la inhabitación de las tres divinas personas (Ibid., 1, 1.8, a.3; q.43, a.3 y 5). Aquí el autor sigue a san Agustín, De Trinitate, lib. 10, caps. 11-12; lib. 14, caps. 10-12 (PL 42, 982-984, 1046-1048). Sto. TOMÁS, Summa theologica, 1, q. 43, a. 6. Hch 2, 1-14. Para el autor, visita el Espíritu Santo, no sólo es sinónimo de presencia de este espíritu en el alma por la gracia, experimentalmente conocida, sino también de la contemplación infusa. Cf. Rom 3, 24. Es la tradición constante de la Iglesia. El autor en este capítulo sigue generalmente a Sto. Tomás, Summa theologica, 1-2, q.114, a.5. S. AGUSTÍN, Enarratio super psalmos 70, Sermo 2,3 (PL 36, 893); Confessiones, lib. VII, cap. 1, 2 y lib. X, cap. 20,29 (PL 32, 733-734, 796); S. PEDRO DAMIANO, Sermo :XXI, De Spiritu Sancto et eius gratia (PL 144, 620); GUILLERMO DE ST. THIERRY, De natura corporis et animae II (PL 180, 772c). Aquí el autor hace referencia a la teoría de que Dios no infunde el alma racional en el mismo instante de la concepción sino más tarde. Cf. STO. TOMÁS, Summa Theologica, 1, q.118, a.2 ad 2; 3, q.33, a.2 ad 3; Contra gentiles, 2,89; Potentia, 3, q.9 ad 9-12; De Anima, 11 ad 1. 2 Cor 11, 14. Ef. 2,3. Aquí «causas» hay que traducirlas por ocasiones próximas de pecado. Estas tres preparaciones coinciden con «las condiciones que han detener los que se exercitan en los exercicios spirituales», del cap. IV, del Exercitatorio de la Vida Spiritual, de Fray García de Cisneros. En lo referente a la soledad, recuerda a Ricardo de San Víctor, In Cantica Canticorum explicatio, cap. VII (PL 196, 425). Parece tomado de san Bernardo, Sermones in Cantica, Sermo XL, 4-5 (PL 183, 983-984). S. AGUSTÍN, Confessiones, lib. X, cap. 29: «minus enim te amat, qui tecum aliquid amat, quod non propter te amat» (PL 32, 796) y Quaestiones, lib. 83, q.36 (PL 40, 25), y re-

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62. 63. 64. 65. 66. 67. 68.

69. 70. 71.

72. 73. 74. 75.

92

cuerda a san Jerónimo: «Perfectus autem servus Christi, nihil praeter Christum habet. Aut si quid praeter Christum habet, perfectum non est», Ep. XIV. Ad Heliodorum monachum (PL 22, 351). Rom 7, 24. 1 Cor 10, 31; Col. 3, 17. Sal. 18,11. Aquí el autor aplica la discreción benedictina. Ap 2,17. Lc 11, 10. Estas condiciones de la oración: Atenta, continua y perseverante, se encuentran en santo Tomás, Summa theologica, 2-2, q.83, a.13-14. Alude al aforismo antiguo: «Faciendum quod est in se, Deus non denegat gratiam». Hch 1, 2. R. DE SAN VÍCTOR, In Cantica Canticorum explicatio, cap. VII (PL 196, 424 «Istis et aliis modis gratia mentem visitat. Sicut enim in diversis sunt dona et distributiones Spiritus... ita in uno eodemque homine diversae sunt visitationes Spiritus. Anima ergo... secundum modo quo visitatur se conformat et dirigit». Esta imagen de la mecha humeante está tomada de Sto. Tomás, Summa theologica, 2-2, q.171, a.2. Cf. Cant 5, 2.6; Ap 3, 20. Lc 12, 36. Estas tres formas de visitar el Espíritu al alma son, por comparación con la vida ascética, tres etapas de la purgación pasiva. De la activa habló en el capítulo anterior. Esta triple división quizás la tomó de R. DE S. VÍCTOR, In Cantica, prol. y cap. 17 (PL 196, 408-410, 456). No obstante parece que aquí el autor habla de su propia experiencia personal. Este capítulo es el más hermoso de todo el tratado. La correspondencia de estas tres visitas y de las meditaciones que les son asignadas a cada una, parecen calcadas de las cuatro especies de contemplación que expone san Bernardo en De consideratione ad Eugenium Papae, Lib. 5, núm. 32, uniendo la primera y la segunda, que son: admiración de la majestad y de los juicios de Dios; el recuerdo de los beneficios recibidos y la espera perseverante de las promesas eternas.

NOTAS

76. 77.

78. 79. 80.

81.

82.

83.

84. 85. 86. 87. 88. 89. 90. 91. 92. 93.

1 Pe 4, 18. Esto tiene mucho parecido con la obra de Nicolás Kempf, Alphabetum divini amoris (Cols. 1128, 1135, 1150 de la Ed. de 1606) y la de T. DE KEMPIS, De Imitatione Christi, lib. IV, cap. 7. Rm 12, 16. T. DE KEMPIS, De Imitatione Christi, lib. 1, cap. 2, 3-4. S. BERNARDO, Sermones in Cantica, Sermo XVIII, n.56(PL 183, 862): “fidem roborans, spem confortans, vegetans ordinasque chritatem”. Cf. S. BERNARDO, Sermones in Cantica, Sermo VIII, 9; VI; XLI, 1 (PL 183, 814, 943, 399) y RICARDO DE S. VÍCTOR, In Cantica Canticorum explicatio, passim, especialmente en el sermón XL (PL 196, 518-519). Por este tercer grado se describe el grado supremo de la contemplación infusa, es decir, el matrimonio espiritual. El amor tiene fuerza unitiva, dice S. DIONISIO AREOPAGITA, De divinis nominibus, cap. 4, 9 (PG 3, 706). La semejanza del hierro ya la había empleado Orígenes para demostrar la unión hipostática, De principiis, lib 2, cap. 6, 6 (PG 11, 213) y también otros santos Padres como S. Cirilo de Jerusalén, S. Basilio, S. Juan Crisóstomo, S. Bernardo (De diligendo Dev. PL 182, 991 y Sermones in Cantica, Sermo LXXI, PL 183, 1126). Referente a los sentidos espirituales, Cf. PS. BERNARDO, De natura et dignitatis amor, cap. VI (PL 184, 30). Dice San Bernardo, Sermones in Cantica, Sermo LI (PL 183, 1072): «Felix anima quae Christi recumbit pectore et in Verbi braquia requiescit». Sal 41, 2-3. Col 3, 2. Mt 6, 21. Lc 12, 36-37. Cant 5,5. Cant 5,6. STO. TOMÁS, Summa theologica, 1, q.12; De Veritate, q.10, a.6 ad 2. Jn 3, 8; Sal 76,20. Job 9,11. En este capítulo, desde el principio hasta aquí, parece que el autor sigue a Sto. Tomás, De Humanitate Christi, cap. 24,

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NOTAS

porque pone las mismas citas de Job y de san Bernardo, que el Angélico. 94. Sermones in Cantica Canticorum, Sermo LXXIV, 5 (PL 183, 1141). 95. Los «Catholici tractatores» a que hace referencia el autor deben ser, entre otros, R. DE S. VÍCTOR, De Trinitate, lib. 6, cap. 15 (PL 196, 979-980); De Tribus appropriatis personis in Trinitate (PL 196, 991) y STO. TOMÁS, Summa theologica, 1, q.43, a.6 ad 3; S. BUENAVENTURA, Breviloquium, p.1, cap.5; A. DE HALES, Summa theologica sive Halensis, núms. 512-518. 96. Cf. nota 82. 97. Bien dice el autor que esto es indicio, no seguridad, de que estamos en gracia, pues la certeza de estarlo no podemos tenerla sino es por revelación, STO. TOMÁS, Summa theologica, 1-2, q.112, a.5. 98. Aquí el autor habla de la misión ad extra de una sola persona, pero esto hay que completarlo con lo dicho en el capítulo I: «Cum igitur illius super summae Trinitatis aliqua persona dicitur ad nos mitti, non sic accipiendum est quasi illa, et non omnes tres personae adveniant». 99. Jn 1,14. 100. Esta afirmación de que en el sacramento del altar hay un envío del Hijo en contra la opinión de santo Tomás, que dice: «Missio divinae personae non fit ad sacramenta sed ad eos, qui per sacramentum gratiam suscipiunt», Summa theologica, 1, q.43, q.6 ad 4. Pero es que el autor aquí se fija en la palabra “visible” para indicar la presencia del Hijo en la hostia consagrada. Y aunque en efecto en la hostia está localizada, no hay que contarla como misión “visible” sino “invisible” porque lo que perciben los sentidos son los accidentes. Esta distinción entre venida visible e invisible la hace san Bernardo a hablar de la triple venida del Hijo, que en la Encarnación y Parusía fue y será visible y en la intermedia es oculta o invisible, porque “en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos”, Serm. V de Adv., 1-3, Opera omnia, IV, 1996, 188. 101. STO. TOMÁS, Summa theologica, 1, q.43, a.7 ad 6. 102. Ibid., 1, q.43, a.6 ad 2. 103. Ibid., 1, q.43, a.5 ad 1, 2 y 3. San Juan de la Cruz expondrá

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NOTAS

más tarde esta misma doctrina en su Llama de amor viva, cant. 3, n.49, diciendo: «En un acto le está Dios comunicando luz y amor, que es noticia amorosa, aunque algunas veces se comunica Dios más y hiere más en una potencia que en la otra, porque algunas veces se siente más inteligencia que amor y otras veces más amor que inteligencia, y a veces también todo inteligencia sin ningún amor y a veces todo amor sin inteligencia ninguna». 104. Cf. R. DE S. VÍCTOR, In Cantica Canticorum explicatio, I parte, cap. 8 (PL 196; 426-427) acerca de la compasión de los hermanos. 105. STO. TOMÁS, Summa theologica, 1, q.43, a.5. 106. Antigua oración colecta de la dominica séptima después de Pentecostés. Hoy es la del primer domingo del tiempo ordinario. 107. Rm 5,5. 108. Lo que aquí dice el autor no hay que tomarlo en rigor escolástico, sino como una interpretación mística. 109. R. DE S. VÍCTOR, In Cantica Canticorum explicatio, I Parte, cap. VII (PL 196, 424). 110. Sermones in Cantica, Sermo 74 n. 6. (PL 183, 1141-1142). 111. S. BUENAVENTURA, Breviloquium, V parte, cap. 3, Opera Omnia, vol. 5, Quaracchi, 1891, pp. 254-255; De septem donis Spiritus Sancti, Collatio II, n.3. 112. La costumbre de hablar de la función preventiva de los dones contra el mal y en concreto contra los siete pecados capitales viene ya de san Agustín, Quaestionum Evangeliorum, 1 b.1, cap. VIII (PL 35, 1325), SAN GREGORIO MAGNO, Moralia, lib 2, cap. 26 (PL 75, 590-592) y HUGO DE SAN VÍCTOR, De quinque septenis seu septenariis (PL 175, 405-414). Esta doctrina fue común en todo occidente. 113. Sigue a Santo Tomás al considerar los dones como hábitos, Summa theologica, 1-2, q.68,a.2 y 3; S. BUENAVENTURA, De septem donis Spiritus Sancti, Collatio II, n. 20. 114. STO. TOMÁS, Summa theologica, 1, q.68, a.3. 115. Ibid., a.2 ad 3. 116. Sal 48,7. 117. STO. TOMÁS, Summa theologica, 1-2, q.64, a.1-2. 118. Ibid, 1, q. 68, a.2 ad 3. 119. S. BERNARDO, Sermones in Cantica, Sermo 74 (PL 183, 1139).

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NOTAS

Sobre el temor llamado inicial, Cf. S. BERNARDO, De divinis, Sermo 3,9 (PL 183, 551); HUGO DE ESTRASBURGO, Compendium theologicae veritatis, V, cap. 39: De timore communi; V. DE BEAUVAIS, Speculum morale, I, 2ª, d.16 (Venecia 1493-94), f.18v. 121. STO. TOMÁS, Summa theologica, 2-2 q.19, a.7; P. LOMBARDO, Lib. IV Sententiarum, Lib. III, dist. 34: De septem donis Spiritus Sancti (PL 192, 823-827); S. BERNARDO, De modo bene vivendi, cap. 4 (PL 184, 1204-1206). 122. STO. TOMÁS, Summa theologica, 2-2, 101,121. 123. Flp 2, 15; P. LOMBARDO, o.c., lib III, dist. 35 (PL 192, 828). 124. La ciencia perfecciona la prudencia, Cf. S. BUENAVENTURA, De septem donis Spiritus Sancti, coll. 4, núm. 19. Y según Sto. TOMÁS, Summa theologica, 2-2, 8, 6, a quien sigue el autor, este don –que se sitúa en el campo del juicio recto y cierto (Ibid., 9, 1)- perfecciona el conocimiento teórico y práctico de lo que hay que creer y obrar, Sto. TOMÁS, Summa theologica, 1-2, 68, 2. Hay una ciencia que es conocimiento natural, propia de la filosofía; otra sobrenatural, adquirida por la Sagrada Escritura y otra don del Espíritu Santo, en el cual el agente es el Verbum spirans amorem, según la disposición actuada mediante la caridad viva por el Espíritu Santo, ID., ibid. 1, 43, 5 ad 2; 1-2, 68, 1). 125. Sal 48, 7. 126. Las comillas están en el códice, como recordando el salmo 124, 1: «Qui confidunt in Domino sicut mons Sion». 127. STO. TOMÁS, Summa theologica, 2-2, q. 52, a.1 al 2 y 3. 128. Compendia a Sto. Tomás, Summa theologica 2-2, q. 8, 1. En efecto, el don de inteligencia penetra hasta el umbral de la visión y alcanza la plena certeza de la fe, Ibid., 8, 7 y 8. 129. San Bernardo al hablar de la consideración o contemplación la clasifica en dispensativa (que escoge), estimativa (que huele) y especulativa (que gusta), De consideratione ad Eugenium Papae, Lib. V, núm. 4, lo tiene cierto parecido con estos tres pasos que el autor aplica al don de sabiduría. De este don habla santo Tomás, Summa theologica 2-2, q. 45. 130. Sal 21, 27. 131. Cant 2,4. 120.

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NOTAS

En lo que sigue, el autor trata de explicar de algún modo los grados que nosotros llamamos de contemplación infusa, pero que él llama «arcana» o «mysteria». Lo hace con insegura voz, pero demuestra un profundo conocimiento de ellos. Es la inefabilidad de la experiencia mística en sus grados finales. Los «misterios» (grados de contemplación infusa) que enumera son doce, los seis primeros están en el mismo orden en R. DE S. VÍCTOR, Annotationes in Psalmum XXX (PL 196, 273-276). 133. Estas palabras parecen tomadas del himno de vísperas de la fiesta del Santísimo Nombre de Jesús. 134. Rm 7, 24. 135. Cant 8,5. 136. Sal 54, 23. 137. La suavidad, avidez y hartura se encuentran en S. BUENAVENTURA, De triplici via, 2,9-10, Opera Omnia, vol VIII, Quaracchi, 1898, y R. DE S. VÍCTOR, Beniamim maior, lib. I, cap. X (PL 196, 75-76). Y la embriaguez, tranquilidad y el abrazo del Esposo en S. BERNARDO, De diligendo Deo, cap. 11 (PL 182, 995). 138. R. DE S. VÍCTOR, Beniamim minor, cap. XXII (PL 196, 1516). 139. Rm 12, 3. 140. Cant 2, 14. 141. Cf. S. BERNARDO, Sermones in Cantica, Sermo XLII, 9 (PL 183, 992) y R. DE S. VÍCTOR, Annotationes in Psalmum XXX (PL 196, 274). 142. Cant 1, 3. 143. S. BERNARDO, Sermones in Cantica (PL 183, 1027). 144. 2 Cor 2, 2-3. Del rapto trata Sto. Tomás, en la Summa theologica, 2-2, q.175 y en De Veritate, q.13, a. 1-2 ad Cor 2,12. En R. DE S. VÍCTOR, el rapto está provocado por el estupor de lo que contempla 145. De los obstáculos para la visita del Espíritu Santo al alma trata S. BERNARDO, Sermones de diversa, Sermo XLI, 6 y 9 (PL 183, 656-658) y De gradibus humilitatis et superbiae, n. 6 y 9 (PL 182, 951-952, 955-956). De la marcha de la visita de Cristo trata S. AMBROSIO, Sobre la virginidad, Cap. 12, 74-75 (PL 16, 283). 132.

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NOTAS

S. AMBROSIO, «Febris enim nostra avaritia est, febris nostra libido est, febris nostra ambitio est, febris nostra iracundia est», Expositio Evang. Sec. Luc., lib. IV (PL 15, 1631). 147. Sal 18,11. 148. Cf. STO. TOMÁS, Summa theologica, 1-2, q. 83. 149. S. BUENAVENTURA, Breviloquium, p. III, cap. 7, «quia radix non tollitur, numquam omnino confertur in viatore». 150. Aquí el autor sigue a R. DE S. VÍCTOR, In Cantica Canticorum explicatio, cap. VIII y XXXVI (PL 196, 427, 503). 151. 2 Tm 2,4. Una de las sentencias de los padres del desierto dice: “Cuando el alma se aparta de la confusión y perturbaciones del mundo, viene a ella el Espíritu Santo” (PL 73, Cap. 18, núm. 27. 152. Mt 11, 29, Cf. S. PEDRO DAMIANO (PL 145, 808). 153. Cf. S. BERNARDO, Sermones in Cantica, Sermo LIV, 8-10 (PL 183, 1042-1043); S. GREGORIO MAGNO, Homilia 30 sobre san Juan (PL 76, 1219-27). 154. S. BENITO, Regla, cap 48. 155. Id. Ibid., cap. 49. 156. 1 Cor 5,6; Gal 5,6. 157. 1 Cor 7,7. Este capítulo hasta aquí parece inspirado en GUIGO II, Scala claustralium, cap. VIII (PL 184, 480). 158. Dice S. PEDRO CRISÓLOGO, Sermón 147 (PL 52, 595): “La exigencia del amor no atiende a lo que va a ser o a lo que debe o puede ser. El amor ignora el juicio, carece de razón, no conoce la medida. El amor no se aquieta ante lo imposible, no se remedia con la dificultad. El amor es capaz de matar al amante si no puede alcanzar lo deseado, va adónde se siente arrastrado, no a donde debe ir. El amor engendra el deseo, se acrece con el ardor y por el ardor tiende a lo inalcanzable ¿y qué más? El amor no puede quedarse sin ver lo que ama. Por eso los santos tuvieron en poco todos sus merecimientos, si finalmente no iban a poder ver a Dios”. 159. Cant 3,2. Sobre la soledad en que el Esposo quiere hallar al alma cf. S. BERNARDO, Sermones in Cantica, Sermo XL (PL 183, 985). La comparación de lo que sucede entre los esposos parece inspirada en GUIGO II, Scala claustralium, cap IX (PL 184, 481). 146.

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NOTAS

Al autor se le escapa aquí la frase “esposa de Cristo” en vez de “esposa del Espíritu Santo”. 161. El copista del manuscrito se olvidó de poner la cita, pues es de suponer que no faltaría en el original. La cita debía ser esta: «Vedle que está ya detrás de nuestros muros, atisbando por las ventanas, espiando por entre las celosías», Cant 2,9. 162. Cant 2,9. 163. Cant 2,16. 164. Job 30, 20-21. 165. Cant 3,2. 166. R. DE S. VÍCTOR, In Cantica Canticorum explicatio, cap. 33 (PL 196, 498) tiene palabras semejantes a las que aquí usa fray Juan de S. Juan de Luz. 160.

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