Turismo De Masas Y Modernidad Un Enfoque Sociologico

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TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD Un enfoque sociológico JULIO ARAMBERRI

CIS Centro de Investigaciones Sociológicas Madrid, 2011

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TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD Un enfoque sociológico

JULIO ARAMBERRI

Centro de Investigaciones Sociológicas Madrid, 2011

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Título original: Modern Mass Tourism, Emerald, 2010. © This edition of Modern Mass Tourism, Vol. 14 is published by arrangement with EMERALD Group Publishing Limited, Howard House, Wagon Lane, Bingley, West Yorkshire. BD16WA, United Kingdom. Catálogo de Publicaciones de la Administración General del Estado http://publicacionesoficiales.boe.es Primera edición, diciembre 2011 © CENTRO DE INVESTIGACIONES SOCIOLÓGICAS Montalbán, 8. 28014 Madrid www.cis.es © Julio Aramberri Diseño de la cubierta: Roberto Turégano DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY Impreso y hecho en España Printed and made in Spain NIPO: 004-11-019-6 ISBN: 978-84-7476-573-1 Depósito legal: M-48040-2011 Fotocomposición e impresión: CASLON, S.L. Matilde Hernández, 31. 28019 Madrid

El papel utilizado para la impresión de este libro es 100% reciclado y totalmente libre de cloro de acuerdo con los criterios medioambientales de contratación pública.

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ÍNDICE

Agradecimientos Presentación a la edición española

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Introducción Explorando el Continente ¿Qué clase de sociología? Un viaje personal Billete de ida y vuelta

19 19 28 35 40

1. La crisis de las tijeras Entre ingenieros y gurús Las reglas del juego Metáforas Unas pocas normas heurísticas

45 45 52 57 62

2. El sistema turístico global Introducción Pobres fundamentos Cómo clasificar el sistema turístico global Un sistema turístico global increíblemente reducido ¿Qué traerá el futuro?

71 71 75 77 85 93

3. La matriz posmoderna Posmodernismo Cómo opera la mente El sonido del silencio Adelante con el deconstruccionismo Pomos, Pocos, Decos

99 99 101 106 112 122

4. Un investigador accidental del turismo El último sociólogo y las tripas del último burócrata Una teoría del desarrollo (turístico)

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Una teoría de la demanda (turística) Una teoría general de la modernidad (turística)

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5. Teologías de la liberación Sorpresas nos da la vida La condición weberiana Teologías de la liberación, Acto primero: El rizo de Jafari Teologías de la liberación, Acto segundo: El puente hacia ninguna parte Teologías de la liberación, Acto tercero: La autenticidad castrada Teologías de la liberación, Acto cuarto: La tentación apofática

179 179 195 207 217 224 247

6. Rostro Pálido se trabaja el sudeste asiático Epifanías Prostitución, ejércitos y tradiciones locales ¿Un enjambre ubicuo? Turismo sexual y desarrollo económico La hegemonía cultural de Occidente

259 259 263 269 273 277

7. De paseo por el Camino de la Filosofía El Camino de la Filosofía Identidades múltiples ¿Qué Japón? Una pluralidad de actores Identidades conflictivas; paradigmas erróneos

283 283 287 289 292 297

8. Los lenguajes del turismo De Babel... ... al lenguaje del turismo La prueba del algodón Los lenguajes del turismo

309 309 318 334 340

9. Alternativas al turismo de masas moderno Cualquier cosa menos... La vía mochilera al desarrollo turístico Turismo comunitario y empoderamiento ¿Qué clase de sostenibilidad?

351 351 355 365 380

Epílogo

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Notas para una historia de la sociología del turismo en España (Epílogo de la edición en castellano Sociedad de masas y turismo en España Perdido en la academia La construcción social del turismo de masas Turismo, imperialismo, populismo Un limitado guiño posmoderno En conclusión

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Bibliografía

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Agradecimientos

Creo firmemente en el trabajo artesanal y trato de practicarlo. Digo artesanal en su acepción de trabajo de calidad. Sin duda, no soy el mejor juez de mi propia obra, así que me abstengo de emitir sentencia sobre si este libro llega a lo deseado. Eso es algo que deben de hacer otros. Para mí, artesanía de calidad equivale a un sólido conocimiento de los materiales y a pensamiento independiente. A mi entender, el «sólido conocimiento de los materiales» se echa a faltar a menudo en la literatura especializada que llega a mi escritorio. Nuestro campo de trabajo rebosa de argumentos prestados que, uno considera, muchos de sus usuarios serían incapaces de reproducir independientemente. Muchos colegas se limitan a recibir sin mayor desasosiego los que algunos «acreditados» prestamistas han cocinado para ellos. De esta forma, para muchos investigadores del turismo, «pensamiento independiente» equivale al recitado de diversos mantras políticamente correctos que aprendieron en el jardín de infancia. En las páginas que siguen he tratado de derribar algunos de ellos. En consecuencia, no tengo demasiados agradecimientos que proferir, pues prefiero usar mi tiempo lejos de tantos colegas que uno piensa tomarían Ser y tiempo, de Heidegger, por un manual de autoayuda en materia de puntualidad. La mayoría de mi tiempo la paso leyendo, pensando y escribiendo, con abstinencia de participación en conferencias y otros foros públicos, o en ambientes supuestamente acogedores como los clubes académicos. No he obtenido, ni tampoco solicitado, ayuda de ninguna institución para escribir este libro. La dispepsia que me produce el dudoso confort de la vida académica no implica que no cuente con buenos amigos o que no me haya beneficiado de la ayuda de algunos colegas que han contribuido con valiosos esfuerzos a los más bien escasos aportados por mí. Este libro no habría visto la luz del día sin el apoyo y el estímulo de Jafar Jafari, el director de la colección en que apareció en inglés. Desde que en 1983

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nos encontramos por vez primera en el palacete de Nieborow (Polonia), Jafar me ha abrumado con sus inmerecidas atenciones y su inestimable consejo. Fue él quien apoyó calurosamente el proyecto de este libro desde sus inicios y quien ha esperado con paciencia durante los muchos años que me he tomado para completarlo. Su calma en momentos en los que yo estaba presto a tirar la toalla, especialmente cuando tuve que afrontar el robo de la mochila en la que llevaba mi ordenador y un disco duro que alojaban un avanzado desarrollo del libro, y tuve que empezar prácticamente desde la primera casilla, fue decisiva. No sé si con ello Jafar se ha hecho un favor, pero debo expresar mi profunda gratitud para con él. La incómoda tarea de editar y corregir mis borradores recayó en Graham Dann, en calidad de editor adjunto a Jafari. Cualquier lector avisado se percatará de que nuestra visión del turismo es claramente contradictoria y alguna de mis divergencias con Graham se expresan abiertamente en uno de los capítulos. Seguramente, habré de esperar una réplica correosa en el futuro, acorde con su visión y con su derecho. Así avanza el trabajo intelectual. A pesar de esas diferencias, yo no podría, empero, soñar con un editor mejor. Graham es tan insuperable en su atención por el detalle como en su visión de conjunto. Él ha hecho que mi inglés en el original no pareciese demasiado bronco. Aún más importante, Graham nunca trató de imponerme sus opiniones ni de desviarme del camino que yo había elegido. Habrá quien piense que así me dio la cuerda suficiente para ahorcarme. Por mi parte, yo creo que su trabajo ha sido una muestra de honestidad intelectual que no es fácil de imitar. Gracias sean dadas también a Tejvir Singh, el director de Tourism Recreation Research. Siempre caballeroso, Tejvir me facilitó el permiso para reproducir algunos materiales inicialmente publicados en TRR, como la mayoría de nosotros conoce la espléndida revista académica que él ha publicado en India desde 1976. Ginger Rogers demostró que una mujer podía bailar tan bien como Fred Astaire aunque tuviese que hacerlo con tacones altos y de espaldas, y Tejvir no le va a la zaga en determinación y éxito. Cuando se sabe lo que se quiere, se concentra uno en ello y se hacen los sacrificios necesarios, uno puede codearse con los mejores. Mientras escribía este libro, tuve la recompensa de contar con el respeto y la deferencia de Phil Handel, mi jefe de departamento en Drexel University. A veces tuve la impresión de que Phil veía la repetida aparición de mis inacabables trabajos en la revista anual de productividad como cobertura de otras tareas, tal vez menos importantes, y pensaba que el libro nunca llegaría a puerto. Si así lo creyó, nunca lo demostró por activa o por pasiva. Phil siempre se acomodó a mis necesidades tanto como los estatutos de Drexel lo permitían.

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Otros colegas de la misma Universidad, demasiado modestos para aceptar que se les nombre, fueron también excelentes apoyos. La fase final del libro coincidió con mi tenencia como decano de la Universidad Hoa Sen (Loto, en castellano), en Saigón (Vietnam), una experiencia excelente en los últimos años de mi carrera académica. Deseo destacar especialmente a la Dra. Bui Trang Phuong, su presidenta, por su apoyo continuo y su paciencia cuando tenía que conciliar mi trabajo con los esfuerzos por acabar a tiempo el manuscrito. No puedo clausurar esta lista de agradecimientos sin mencionar al profesor Xie Yanjun, decano de la Escuela de Turismo y Hostelería en DUFE (Universidad Dongbei de Finanzas y Economía), en Dalian (China), y a la doctora Liang Chunmei, una de sus miembros. Durante los últimos años he enseñado una serie de cursos en DUFE y ambos me enriquecieron con largas discusiones teóricas, con trabajos conjuntos, con su amistad y también con interminables partidas de mahjong. Saigón, agosto 2010

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Presentación a la edición española

El original de este libro se publicó en inglés y es hijo del hastío. Empezaré por lo segundo. A finales de los noventa los azares de la vida dieron con mis huesos en una Universidad americana, Drexel University, en Filadelfia. La Universidad lleva el nombre de su fundador, Anthony Joseph Drexel, un banquero y prohombre local que la estableció en 1891 como Instituto Drexel para las Artes, la Ciencia y la Industria y para dar oportunidades en el terreno de «las artes y las ciencias prácticas» a hombres y mujeres, especialmente de medios desfavorecidos. Sabedores de mi previo trabajo en la Administración turística española, sus responsables me ofrecieron un puesto de profesor vitalicio (tenured professor) y la dirección de un Departamento de Turismo y Hostelería. Así volví al mundo académico que había abandonado en 1985 tras más de veinte años como profesor de Filosofía del Derecho, primero, y de Sociología, después, en la Universidad Complutense. Era una oportunidad de contar con el ocio necesario para escribir y, sobre todo, para leer, que es la tarea intelectual a la que con mayor placer me he entregado a lo largo de mi vida. Siempre estaré agradecido a Drexel por habérmela dado y por haberse adaptado a mi evidente excentricidad en el campo académico. El Departamento que me tocó dirigir, como la mayoría de los de sus especialidad en Estados Unidos, se ocupaba muy poco del turismo y mucho más de esa rama de la microeconomía que es la gestión hotelera, algo de lo que no sé ni sabré nunca porque no despierta mis mejores pasiones. Así que me encontré dirigiendo a un grupo de colegas cuyos menesteres me resultaban totalmente arcanos y para quienes los míos eran al menos tan esotéricos como el estudio de la burocracia incaica. Había, empero, un terreno en el que nos entendíamos a las mil maravillas, el gusto por la buena comida y por el buen vino. Varios colegas, a los que siempre recordaré con cariño, dejaban de lado su escepticismo ante mi afición por los enigmas de la teoría social para unir fuerzas conmigo en desigual com-

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bate contra ese engendro al que le llaman cocina americana, ya en sus variedades locales, ya en las diversas epifanías de cocina fusión que Dios confunda. He hablado de hastío y, desde luego, no era ese un sentimiento que me inspirasen mis colegas de departamento. La amenaza tenía otro origen. Por más que las universidades americanas, especialmente las prestigiosas como Drexel, cuenten con medios soberbios y bibliotecas fabulosas, la academia local que yo frecuenté no despertaba mi interés. No ya por los vericuetos de la política departamental, que en América y en el ancho mundo llevan con frecuencia a la melancolía, sino por lo que yo creía ser un odioso culto a la diversidad, ese diosecillo de la academia posmoderna que ha llevado a buena parte del profesorado americano a aliviarse para siempre de su carga crítica y hasta de su sentido del humor, no sea que alguna de sus ocurrencias, aun minúscula, se interprete como poco respetuosa con el Otro, es decir, con los grupos sociales y las minorías de toda índole que quieren imponer con el silencio un respeto que a duras penas muchos de ellos podrían obtener de otra manera. Fue ese hastío lo que me llevó a abandonar mi posición vitalicia en Drexel y a pasar los últimos años de mi carrera en un país en desarrollo como Vietnam, menos confortable pero infinitamente más relajado para con las opiniones que no se metan directamente en la política local. Un mismo hastío experimentaba al leer las contribuciones de la mayoría de los académicos dedicados al estudio del turismo. Como trato de exponer en el texto, mis colegas se dividen entre una bandería enfrascada en pequeñeces, importantes sin duda para la cuenta de resultados pero no menos limitadas en punto a reflexión, y unas cuantas sectas proféticas que reniegan de las ganas de divertirse y de la curiosidad de millones de personas por ver cómo vive la otra mitad. El turismo moderno de masas es, según ellos, un síntoma más de la anomia de la cultura occidental, que es incapaz de respetar la diversidad, como lo cree MacCannell, un profeta escatológico; o una oportunidad para librarse definitivamente de esa misma cultura, como lo fantasean los teólogos de la liberación, sus hermanos en la negación del siglo. Por diferentes que sean sus puntos de partida y divergentes sus meandros intelectuales, unos y otros concuerdan en el resultado: el turismo y, por ende, la sociedad de masas y el capitalismo que lo han engendrado deben desaparecer o, como suele decirse de forma más diplomática, han de hacerse sostenibles, es decir, ser sustituidos por otras formas más humanas de relación. Poco sabemos sobre cuáles sean esas en el caso de los teólogos liberacionistas, pero MacCannell es mucho más resuelto. El turismo genera, al tiempo que frustra, el deseo de autenticidad que anima a los modernos, y seguirá haciéndolo hasta que estos no se resuelvan a liberarse de los intercambios monetarios y, algún día, hasta de la propia división social del trabajo. Bien es verdad que, de creer todo eso, uno podría igualmente defender la

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PRESENTACIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

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existencia de los Reyes Magos, pero eso es algo que buena parte de mis colegas parecen dispuestos a proclamar. Curiosamente, muchos de los contadores de habas se dedican a difundir las mismas salidas de sansirolé en cuanto dejan a un lado los rigores del SPSS. Uno se malicia que repiten a ciegas, y sin haberlas leído, las runas proféticas de moda o que, de haberlo hecho, no han sacado en limpio de ellas otra cosa que sus mantras, sin caer en la cuenta de que, de hacerse buenos estos, ellos serían de los primeros en quedarse sin empleo. Ese es el hastío que me impulsó a escribir este libro y a dejar constancia de mi escepticismo. No creo en las explicaciones teóricas que tratan, contra viento y marea, de probar lo improbable. El turismo de masas no es una desagradable excrecencia de la sociedad capitalista, sino una de las múltiples opciones para emplear el ocio que esta ha hecho posibles. No es mayormente una relación entre extranjeros y locales. De hecho, el turismo doméstico es mucho más importante que el internacional en la mayoría de los países. No es primordialmente un nexo entre sociedades ricas y sociedades pobres. La mayoría del turismo internacional circula entre países desarrollados. El turismo de larga distancia hacia destinos en países pobres es relativamente escaso. No coadyuva a empobrecer aún más a los habitantes de estos últimos. Por el contrario, hace aportaciones considerables a su PIB, aumenta la probabilidad de que se produzcan inversiones locales, crea empleo y provee de rentas independientes a muchos trabajadores y, sobre todo, trabajadoras. No impone patrones culturales occidentales en los lugares de destino que viven bajo otras normas. De hecho, a menudo potencia las culturas locales dando nuevas oportunidades a artesanos y artistas cuyo trabajo resultaba cada vez menos atractivo para los consumidores locales, que preferían comprar objetos importados o entretenerse con la televisión. No es una conspiración para mantener la hegemonía cultural de los países ricos. Cuando muchos autóctonos la aceptan suelen hacerlo sin coacción. Sencillamente, les gustan muchas de las cosas que ofrece la sociedad de mercado porque las consideran buenas para sus intereses. No hay más que ver cómo gastan su renta disponible. El turismo de masas no es necesariamente insostenible más que para quienes creen que sostenibilidad equivale a desaparición del capitalismo y del mercado o a regulaciones asfixiantes. Pese a los fervorines de sus fieles, la sostenibilidad puede definirse de muchas formas y está aún por encontrar la fórmula mágica capaz de contentar a todos. Muchas de las propuestas a favor de la mitigación del cambio climático, que suele equipararse con sostenibilidad, tienen un coste que solo debería aceptarse de saber con seguridad que sus efectos no crearán problemas aún mayores, algo que desconocemos. El turismo no es la mayor fuerza globalizadora y sus efectos culturales palidecen ante los de otros medios de comunicación como la televisión o internet.

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¿Es el turismo, pues, lo mejor que le ha pasado a la humanidad después del cultivo del cacao y la elaboración del chocolate? El autor de este libro prefiere apuntarse a la escuela de Osgood Fielding III, el millonario de Con faldas y a lo loco, y responder como él lo hacía al enterarse de que la belleza con la que soñaba casarse por séptima u octava vez era un señor: «Nadie es perfecto». El busilis de la cuestión es mejorar lo positivo de las cosas y limitar sus efectos negativos. En el caso del turismo, sus ventajas, tanto económicas como culturales, suelen exceder a sus inconvenientes. Lo demás es palabrería. Tal es la opinión que he tratado de defender en este trabajo. No es moneda común, y lo sé, pero, rebasada con mucho la mitad del camino de mi vida, aún me queda la satisfacción de no haberme asustado de decir casi siempre lo que creía correcto, aunque esto último haya cambiado a menudo, y sobre todo la de haber tenido la suerte de poder hacerlo sin sufrir excesivamente por ello. Habrá quien critique que la mayor parte de las cosas que he escrito sobre sociología del turismo las haya publicado en inglés, incluyendo el original de este libro. Es el fielato que hoy hemos de pagar si queremos tener una audiencia internacional. Como lo he subrayado en el epílogo, algunos colegas españoles se adelantaron en varios años a muchas ideas que se han convertido en el acervo común de la sociología del turismo, pero sus trabajos no tuvieron el reconocimiento que merecían por haber sido escritos en español y publicados en nuestro país. Por otra parte, mi puesto de profesor en una universidad americana implicaba que mi trabajo intelectual se hiciera en esa lengua. No me resultó fácil, pero estoy satisfecho de haber superado esa prueba. Más razón tendrán quienes me reprochen no haber citado prácticamente nunca a colegas españoles y no ocuparme de las incidencias actuales del turismo en España. A los primeros puedo responder que, efectivamente, mi contacto profesional con sociólogos del turismo españoles ha sido muy limitado. He leído algunas de las cosas que se publican pero he perdido otras muchas, y de lo que he visto, poco me ha interesado. Los colegas españoles no parecen ser inmunes a la crisis de las tijeras a la que me refiero en el capítulo 1. Para concluir, mi interés por el desarrollo de la industria turística en España no ha decaído y procuro mantenerme informado de lo que sucede. Sin embargo, salvo contadas excepciones, no me refiero al caso español en mis publicaciones académicas. He desempeñado algunas responsabilidades en la promoción del turismo hacia España y estoy orgulloso de ello, pero no quisiera que mis eventuales observaciones pudieran verse como una apología pro domo o como críticas nacidas del resentimiento. Otros se ocuparán de esas cuestiones con mayor libertad de la que yo podría concederme. Saigón, octubre 2011

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Explorando el Continente El turismo de masas moderno, tal es el objeto de esta investigación. A primera vista, parecería una tarea incongruente. Hoy en día, los viajes y el turismo son hermanos siameses de la modernidad y de las sociedades de masas. ¿Es menester subrayar esa obvia conexión? A menudo, empero, lo obvio no se traduce en una adecuada comprensión de los hechos. En este trabajo, el turismo de masas moderno (TMM) se refiere a un conjunto de fenómenos históricos específicos que se examinarán luego en detalle. Por el momento, la etiqueta se usará para apartarlo de otra serie de fenómenos también ligados a la acción de viajar, pero diferentes en propósito y realizados con medios diferentes. Algunos de ellos pueden ser encontrados aún hoy y ser practicados por muchos actores, pero no son TMM. El antónimo obvio de TMM es el turismo de élite, practicado en muchas sociedades de las que quedan documentos históricos. Los poderosos, los ricos y los famosos de muchas sociedades premodernas tenían una o más de lo que hoy conocemos como segundas residencias, a las que viajaban en verano u ocasionalmente durante el resto del año. A menudo esos grupos se dedicaban a visitar amigos y parientes (VFR, por sus siglas en inglés), viajando a los palacios y mansiones de otros nobles, ricos o famosos para visitarlos, buscar apoyos o presentar sus respetos. Hangzhou, en la descripción de Marco Polo (IMS, 2005); las Colinas Occidentales de Beijing (Headland, 1909) o Pompeya (Steele, 1994) son otros tantos lugares de numerosas residencias exclusivas que florecieron en los imperios más poderosos de la Antigüedad. El Grand Tour, ese rito iniciático para hijos de familias británicas pudientes en los siglos XVII y XVIII, puede ser incluido también en este apartado (Black, 1992; Brodsky-Porges, 1981; Towner, 1985). Hoy en día, el turismo de élite, cuyo despliegue más conocido

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es el turismo de personajes famosos, implica viajes a hoteles carísimos, yates, ranchos, mansiones. Sin duda, no es el tipo de viajes de millones de turistas de masas. El turismo de masas, empero, no es nada nuevo. De hecho, los humanos han pasado la mayor parte de su existencia viajando, desde que el homo sapiens empezó a explorar la faz de la tierra, hará como medio millón de años. La mayoría de cazadores y recolectores eran nómadas en constante movimiento, a la busca de recursos o refugios. En relación con su número, esas comunidades nómadas definitivamente participaban en viajes de masas. Sin embargo, hay un acuerdo básico en que no pueden ser considerados turistas en el sentido actual de la palabra. Sus viajes eran una forma de vida, no una ocurrencia ocasional. Turismo masivo ha existido también en otros muchos contextos históricos premodernos. Su modalidad más conocida eran las peregrinaciones o la participación en acontecimientos religiosos (Vukonic′ , 1996; Rinschede, 1992; Swatos y Tomasi, 2002), pero los viajes de negocios, las visitas a familiares y parientes (VFR) y los viajes de placer eran también lugares comunes. En India, diferentes formas vernáculas de viajar (Yatra) y hacer turismo (Ghumna) tenían una presencia vívida y vigorosa en el país […], ya como turismo religioso, es decir, como Tirtha (peregrinación), o viajes laicos como Milna (visitas a conocidos) y Dekhna (visitas para conocer un paraje) (Singh, 2004:35).

En la Europa cristiana, durante la Edad Media, Roma y Santiago de Compostela, en España, se convirtieron en otros tantos imanes para peregrinos, atrayendo incontables flujos que partían desde tan lejos como Rusia. A lo largo de su camino, expandían el comercio y diseminaban el arte religioso y la cultura laica. Muchos otros destinos de la cristiandad atrajeron también un considerable número de viajeros, como lo atestiguan los Cuentos de Canterbury de Chaucer. En el mundo islámico, la Hajj (uno de los Cinco Pilares del Islam) suele dirigirse a los santos lugares de Meca y Medina; los musulmanes adultos, hombre y mujeres, tienen que visitarlos al menos una vez durante su vida. Otros peregrinos han afluido a otros lugares sagrados del islam durante siglos desatando dinámicas económicas y culturales similares a las de los países cristianos (Peters, 1994; Wolfe, 2001). Otros santuarios y mezquitas musulmanes generaron igualmente significativos flujos de viajeros. El turismo masivo de fines religiosos tenía muchos parecidos con el TMM. Movilizaba gran número de participantes y requería una infraestructura no escasa (caminos, hospederías, establos para postas, caravanas). No todos los partícipes se movían exclusivamente por la piedad —de hecho, las compras en merca-

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dos y bazares, la adquisición de reliquias (predecesores de nuestros suvenires) y hasta su miaja de amor venal, como sucede en el turismo sexual de hoy, eran otros tantos de sus motivos—. Las zonas en torno a los templos (como, por ejemplo, en Senso-ji, en el distrito tokiota de Asakusa) eran equivalentes a los centros comerciales y ofrecían múltiples productos al viajero exigente. Sin embargo, el turismo religioso carecía del tejido institucional que requiere el TMM. Más aún, pese al alto número de participantes, era tan solo el acontecimiento de toda una vida para la mayoría —no una ocurrencia recurrente, como sucede hoy para muchos—. Más cerca del presente ha habido otros tipos de turismo de masas. Los regímenes totalitarios del siglo XX se percataron de que viajar hacía más llevadera la vida social y solidificaba el control dictatorial que ejercían sobre sus súbditos. Las vacaciones pagadas fueron una innovación del Gobierno francés del Frente Popular en 1936 (fruto de elecciones democráticas), pero en Alemania los nazis y en otros lugares sus equivalentes fascistas de Italia y España también aprendieron a ofrecer zanahorias viajeras a las masas. Organizaciones como Kraft durch Freude (Fuerza a través de la Alegría) (Baranowski, 2004, 2005; Spode, 2009), Dopolavoro (Tras el Trabajo) (Sgrazzutti y Beltrán, 2005; Liebscher, 2005) y Educación y Descanso proveían, entre otras cosas, esparcimiento, programas culturales y colonias de vacaciones para los trabajadores honrados. «En 1933, solo un 18 por ciento de los trabajadores industriales alemanes tomaban vacaciones; en 1934, 2,1 millones viajaron de recreo por una semana o más; en 1938 fueron siete millones» (Overy, 2004: 323). KdF inició la fabricación de los Coches del Pueblo, los Volkswagen que han llegado hasta hoy. La Constitución estalinista de 1936 proclamaba que los ciudadanos de la URSS tienen derecho al descanso y al ocio. El derecho al descanso y al ocio vendrá asegurado por la reducción de la jornada laboral a siete horas para la gran mayoría de los trabajadores, la institucionalización de vacaciones anuales con paga completa para obreros y empleados y la provisión de una amplia red de sanatorios, casas de descanso y clubes para acomodar a la clase obrera (artículo 119).

Como el metro de Moscú, esta proclama era un escaparate del régimen para la mayoría, pero los buenos obreros estajanovistas y sus familias gozaban de vacaciones generalmente organizadas por los sindicatos o el Komsomol (Liga de la Juventud Comunista). Con las necesarias adaptaciones, sistemas semejantes se introdujeron en el bloque socialista tras la Segunda Guerra Mundial (Allcock y Przeclawski, 1990). En los siglos XIX y XX, en sociedades no totalitarias, algunas familias o los hijos de familias trabajadoras obtenían paquetes de vacaciones a través de orga-

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nizaciones voluntarias, como sindicatos, partidos políticos e iglesias. Antes de la toma del poder por los nazis, el Partido Socialdemócrata Alemán había creado su propia sociedad civil dentro de la sociedad global por medio de redes de asociaciones y clubes de ayuda mutual que proveían descanso y ocio a sus miembros, desde conjuntos corales a vacaciones a bajo costo. Este tipo de turismo de masas suele conocerse como turismo social (Lanquar y Raynouard, 1995; Lengkeek, 2009) y constituyó una importante fuente de vacaciones en Europa hasta los sesenta. El turismo de masas, pues, tiene una amplia genealogía. Pero si queremos entender el TMM y comprender en qué se diferencia de sus antecesores, tenemos que cualificarlo de alguna manera especial. A mi entender, para distinguir entre el turismo de hoy tal y como se ha ido moldeando desde los cincuenta y sus formas previas es menester comprender qué entendemos con el adjetivo moderno. El turismo actual está íntimamente ligado a la modernidad. Qué entendemos por moderno y modernidad. En la acepción más general, el Diccionario Merriam Webster (2002) define esos conceptos de forma cronológica (algo que se extiende desde el pasado hasta tiempos recientes). Ambos conceptos son, pues, más bien difusos. En la lengua cotidiana, empero, ambos significan cosas diferentes tales como en boga, de moda, bien diseñado y demás. En investigación social, sin embargo, cuando hablamos de modernidad hay que adoptar valores más concretos. Habitualmente, la modernidad se define como aquella forma social que organiza la producción y distribución de bienes y servicios, la creación y difusión del conocimiento, y la toma de decisiones políticas mediante la agencia combinada de los mercados, la ciencia y la tecnología (I+D), y el imperio de la ley. Básicamente, esas instituciones se apoyan en decisiones individuales de compra, investigación o voto. Con un nombre más conflictivo, puede llamarse a la modernidad capitalismo. La modernidad es un episodio reciente en la historia de la humanidad. Aunque muchos aspectos de este combinado social (comercio, pensamiento racional, democracia local) pueden encontrarse aquí y allá en el pasado remoto, tan solo recientemente se han coaligado todos ellos en una forma específica. La revolución industrial y la expansión colonial de algunos países europeos que siguieron a las guerras napoleónicas a comienzos del XIX suelen habitualmente verse como sus cimientos iniciales. Podemos llamar a este período capitalismo clásico, capitalismo industrial, fordismo o modernidad 1.0, con un alias en boga por su parentesco digital. En esta primera etapa, la modernidad se desarrolló tan solo en un limitado número de países del Atlántico Norte, pero el capitalismo se extendió por muchas regiones del mundo de forma desigual y forzosa. La modernidad 1.0 se acabó con la Segunda Guerra Mundial y el subsiguiente pro-

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ceso de descolonización que acompañaron a la expansión de la producción y el consumo de masas. Podríamos llamar a esta segunda etapa con diversos nombres, tales como modernidad tardía/posmodernidad/madura/contemporánea/loque-sea. Aquí usaremos modernidad 2.0, aunque no exclusivamente porque las etiquetas invariables tienden a desconcertar. En cualquier caso, lo que quiere significarse es que los mercados fueron —y son—la institución clave para la producción y el intercambio de mercancías (incluyendo la fuerza de trabajo) en esos dos períodos. La modernidad 1.0 desapareció víctima de sus propias crisis, ejemplificadas por la Gran Depresión que siguió a 1929, y de su dinámica excluyente —niveles de vida relativamente bajos, rígidas distinciones de clase, y limitados derechos de sufragio en el centro; pobreza y discriminación para las poblaciones de las colonias; exclusión de algunas naciones poderosas (Alemania y Japón) de los beneficios de la expansión colonial—. Tras el drama que se desarrolló en Europa, Asia y África se inició una segunda oleada de modernidad. Su característica básica era la aparición de sociedades de masas, también conocida como capitalismo maduro o modernidad 2.0. Este nuevo tipo de sociedad es más inclusivo que su hermana mayor. Las sociedades de masas pusieron al alcance de grandes números normas de consumo muy por encima de la reproducción estricta (es decir, de las necesidades básicas de comida, vivienda, vestido, uso de energía, transporte, etc.); la conversión del mercado en el medio clave para la asignación de recursos; una expansión de las clases medias; y la extensión de la participación política a la mayoría de sus ciudadanos. La primera sociedad de masas centrada en el mercado o modernidad 2.0 apareció en Estados Unidos en los primeros años del siglo. Ese país adoptó con entusiasmo las innovaciones científicas y técnicas. Luego de la crisis de 1929, Estados Unidos vio en el aumento del consumo de masas el contrapeso a las tendencias de sobreproducción propias del capitalismo. A pesar de la herencia de la esclavitud para la población de origen africano y del apartheid que siguió a su abolición tras la Guerra Civil (1861-1865), la sociedad americana abrió sus puertas a sucesivas oleadas de inmigrantes, en especial a los europeos que huían de la pobreza y la opresión en sus países de origen. A finales del XIX, el país había comenzado su ascenso espectacular. Desde los cincuenta, la imitación del éxito americano generó una segunda ola de capitalismo (luego llamada globalización) que aún se desarrolla en sus diferentes versiones (modernidad 2.1, 2.2, 2.3 y muchas beta), también conocidas como los «milagros» acaecidos en diversos lugares en la mitad del siglo XX. La modernidad 2.0 no se asentó sin transitar por múltiples meandros. Después de 1917, la Rusia soviética desafió a la primera ola modernizadora con una

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economía centralizada, el control estatal del comercio exterior y la abolición casi completa de la propiedad privada. Tras la Segunda Guerra Mundial el modelo fue impuesto por la fuerza en la zona de influencia soviética de Europa del Este, aunque también tuvo genuinos imitadores (China, Cuba, Vietnam). Se suponía que el modelo se enfrentaría primero y sustituiría después a las sociedades de masas basadas en el mercado, designadas como el enemigo capitalista. Muchos países en desarrollo adoptaron algunas de las facetas del modelo: el sector público como motor de la economía; serios límites a la propiedad privada; sustitución de importaciones para favorecer la industrialización. El colapso del imperio soviético en los noventa mostró que el modelo alternativo, para decirlo con el lenguaje de moda en estos tiempos, no era sostenible. Las naciones de Europa del Este lo abandonaron tan pronto como consiguieron su independencia después, en 1989. Rusia y los nuevos países de Asia Central aún luchan con el legado de atraso de la planificación central. Otras estrellas en ascenso, como China, India o Vietnam, empezaron a desmantelar partes de su sector público en ese tiempo y a expandir el derecho de propiedad, permitiendo que el mercado se convierta en un importante mecanismo para la asignación de recursos, pese a las declaraciones oficiales y al mantenimiento de un aún gigantesco sector público. Finalmente, muchos países de Latinoamérica, África, el Oriente Medio y Asia del Sur que copiaron parte del modelo soviético y aún le permanecen fieles se han quedado en el limbo de un crecimiento económico débil, cuando no inexistente, que tratan de dejar atrás a duras penas. La Alemania nazi constituyó otro desafío a la expansión de las sociedades de masas basadas en el mercado o modernidad 2.0. Su modelo económico contó con la fortaleza del sector privado alemán y no trató de reemplazar completamente al mercado. Pero, con la aquiescencia de los escalones superiores de la clase capitalista y la de la mayoría de la población alemana, los nazis sometieron a la economía a las necesidades de la maquinaria de guerra levantada para colocar a Alemania en el ápice de la sociedad internacional (Overy, 2004). Aun por su corta duración, la brutalidad del régimen permite apuntar cuál hubiera sido su posible evolución de haber ganado la guerra. La meta nazi era cambiar el orden internacional y sustituir a los viejos imperios coloniales. El trato impuesto a los países ocupados de Europa (por no mencionar el intento de exterminar por completo a judíos, gitanos, homosexuales y discapacitados allí y en la propia Alemania) deja pocas dudas acerca de cómo hubiera sido de benigna su dominación de haber triunfado. Una sociedad de masas basada en el mercado libre y el imperio de la ley no era exactamente la meta fundamental de las bestias rubias. La Zona de Coprosperidad de la Gran Asia impuesta por Japón a las naciones asiáticas ocupadas durante la guerra apuntaba en la misma dirección.

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A comienzos del siglo XXI, pese a muchas diferencias políticas y culturales, convertirse en sociedades de mercado y de consumo masivo aún resulta el objetivo que atrae a la mayoría de los países, quizá su única posibilidad para salir del atraso, y eso pese a la seria crisis económica que comenzó en 2008. Con diferentes moldes institucionales, diferentes grados de crecimiento y riqueza, y diferentes políticas, muchos países luchan por acercarse al modelo. Copias del modelo americano aparecieron en Europa occidental, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Japón inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Luego siguieron en la transición hacia mayor opulencia algunos países y territorios en Europa (España, Portugal, Irlanda, Grecia), en el este y el sudeste asiáticos (Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong Kong, Tailandia) y aun en Latinoamérica (Chile y México). Como se ha apuntado, China, Vietnam y luego India iniciaron un camino similar hacia la Gran Convergencia. Inicialmente nacida en el oeste, la liga de sociedades de masas, efectivas y aspirantes, incluye hoy a muchos países y culturas no occidentales. ¿Por qué ha tenido tanto éxito el modelo? Una respuesta breve dice que las sociedades de masas basadas en el mercado han sido las más capaces de hacer buenas sus promesas y son más inclusivas que otras (Mickelthwait y Wooldridge, 2000). Son ellas quienes han generado un más rápido crecimiento económico, reducido la pobreza y extendido el consumo a muy amplios grupos sociales; quienes crean mayor diversificación social expandiendo las clases medias y ofreciendo crecientes opciones en educación, salud y ocio a la mayoría de sus miembros. Algunas han incluido a grupos sociales (mujeres) y minorías (étnicas, regionales, lingüísticas, de discapacitados) anteriormente excluidos en el contrato social y la franquicia política. Todo ello ha sucedido, sin duda, en medio de amplias variaciones nacionales y regionales que adaptan su expansión a las necesidades y culturas locales. La revolución en las tecnologías de la información de los últimos veinte años ha globalizado su atractivo y, al tiempo, ha glocalizado muchos de sus componentes. Los medios globales e internet la han puesto al alcance del mundo entero, contribuyendo así a la segunda mayor revolución social de la historia —la neolítica de hace treinta siglos fue la primera—. TMM ha contribuido de forma significativa, aunque limitada, al proceso. Las sociedades de masas basadas en el mercado han aumentado formidablemente el ocio de sus miembros, ofreciéndoles, ante todo, vacaciones pagadas. A pesar de la versión neorromántica de que cazadores y recolectores tenían una mayor vida de ocio (Fernández-Armesto, 2001; Harlan, 1992, 1998), lo cierto es que las sociedades de masas han extendido la esperanza de vida mucho más allá de la que nunca conocieran sus predecesoras, dando así mayor tiempo de

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ocio total a sus miembros, por no mencionar las mucho mayores opciones para emplearlo que proporcionan. Además, han aumentado la renta disponible (la parte de los ingresos que resta tras pagar por los gastos básicos de mantenimiento). Sin duda, quienes no la tienen difícilmente viajarán; pero, como se ha dicho, las sociedades de masas han llevado mucho más dinero a los bolsillos de sus miembros, creando así, de paso, el impresionante crecimiento de TMM. Finalmente, en ellas ha aparecido una industria global de TMM que provee a los deseos crecientes sobre la base del mercado. Así pues, TMM es la forma específica en la que las sociedades de masas organizan la conducta viajera de la mayoría de sus miembros. Tanto en términos absolutos como relativos, el turismo doméstico y el internacional han crecido exponencialmente desde que la industria comenzó sus trabajos. A lo largo de los últimos sesenta años, TMM se ha convertido en parte integrante de las vidas de millones de consumidores de todo el mundo. En este punto es difícil escapar a la invocación ritual de algunos datos macro. El Consejo Mundial de Viajes y Turismo (WTTC por sus siglas en inglés, que se conservarán en el texto), una institución que acoge a las mayores compañías de viajes del mundo, estimaba que, en 2010, la economía de viajes y turismo (T&T en lo que sigue) contabilizó, de forma directa e indirecta, 9,2 por ciento del Producto Mundial Bruto, con un total de 5,7 billones de dólares (WTTC, 2010). En 2009, la Organización Mundial del Turismo (OMT; UNWTO por sus siglas en inglés, que se utilizarán en el texto para evitar una acumulación de acrónimos; es una nueva marca para reemplazar a la antigua de WTO, hoy copada por otra WTO mucho más importante, World Trade Organization u Organización Mundial del Comercio), una agencia de Naciones Unidas, daba una cifra de 880 millones de llegadas turísticas internacionales en todo el mundo (UNWTO, 2010a). A efectos de esta introducción, la cifra más significativa, empero, es que el volumen de llegadas internacionales se ha multiplicado por treinta desde 1950. Más aún, UNWTO estima que se doblará hasta 2020, cuando subirá a mil seiscientos millones de llegadas (UNWTO, 2005). Semejante fuerza impresiona por tres conceptos. Primero, es contemporánea del surgimiento de las sociedades de masas basadas en el mercado. Segundo, su ritmo de crecimiento ha sido más rápido que el de la economía internacional. Tercero, existe una serie estadística completa del turismo internacional del pasado que permite hacer extrapolaciones sobre su futuro, lo que pocas veces acontece en otros aspectos de la investigación social. Los números, lamentablemente, no están tan claros por lo que se refiere a la mayor parte del TMM —el turismo doméstico—. Demasiado frecuentemen-

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te olvidado por los investigadores académicos, el turismo doméstico aporta alrededor del 81 por ciento de todo el consumo turístico (WTTC, 2005: 12), dejando tan solo un quinto al turismo internacional. Pero como la información sobre el turismo doméstico es limitada, los académicos solo se fijan en el turismo internacional. Esta obcecación está tan enraizada entre los estudiosos que el Comité de Investigación de la Asociación Sociológica Internacional (ISA por sus siglas inglesas) que se ocupa del turismo (RC50 de la ISA) aún sigue llamándose Comité de Turismo Internacional (ISA, 2005). Es verdad que, tal vez para marcar el paso del tiempo, el RC50 de la ISA ha dedicado una de sus recientes sesiones al turismo doméstico (en Jaipur 2009). Como se dirá, tal negligencia afecta al cuadro de desarrollo del TMM reduciendo nuestro campo óptico y oscureciendo una comprensión completa del objeto de estudio. ¿No es acaso una bravuconada identificar los datos estadísticos de UNWTO sobre turismo internacional con TMM? De hecho, esos datos incluyen a viajeros de países que no pueden considerarse sociedades de masas en el sentido que aquí se maneja. Más aún, las estadísticas no permiten distinguir entre los números del turismo de ocio de otras categorías que han existido desde tiempos premodernos, por ejemplo los viajes de negocios y deferenciales («deferencial» significa aquí viajes con el fin de rendir pleitesía a determinadas instancias divinas o humanas). De este tipo de viajes, el más común es el de «visitas a amigos y parientes» (VFR en sus siglas inglesas, que mantendremos), pero conviene incluir también en ellos los viajes para cumplir con obligaciones políticas o administrativas. El turismo religioso puede incluirse también en esta categoría. No hay mucho que se haya hecho hasta el momento para mejorar esta sequía estadística y ello afecta a nuestras reflexiones sobre el asunto. Las generalizaciones deben ser siempre sometidas a escrutinio, pero en el campo turístico eso no resulta fácil dado el estado fragmentario e incompleto de las bases de datos principales. Sin embargo, el examen de otras fuentes como Eurostat o los limitados datos accesibles en algunas fuentes privadas proporciona una visión más rica del fenómeno, con la expectativa de que algún día UNWTO y otros organismos se tomen en serio el análisis de este aspecto. Por el momento, sin embargo, uno ha de contentarse con lo que tiene a mano. Adicionalmente, puede apuntarse que el turismo de negocios y el deferencial son hoy parte de la industria T&T y usan servicios que se compran en los mismos mercados que el turismo de ocio. De esta forma, aquellos condividen con este muchos rasgos que nos permiten incluirlos en TMM, aunque no sean por completo idénticos. En este punto es menester una última precisión. Además de lo anterior, la discusión general del TMM en este libro, de acuerdo con el consenso tácito de

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la mayoría de los investigadores, entenderá como TMM, sobre todo, a aquel que se interesa primordialmente por las vacaciones y el ocio. De hecho, lo que definitivamente creó TMM, lo que lo ha convertido en un importante fenómeno sociológico y lo coloca aparte de otras formas previas de viaje que se han dado en la historia es, sobre todo, la extensión del ocio a muchos millones de personas gracias al crecimiento de las sociedades de masas basadas en el mercado.

¿Qué clase de sociología? Una aproximación sociológica será lo que se intente a continuación, con un matiz que explicaremos en seguida. De esta forma, el autor se coloca al margen de la corriente mayoritaria de la investigación en turismo. Como se argumentará en detalle a continuación, la investigación turística se halla en medio de una «crisis de las tijeras». Lo de «crisis de las tijeras» trae su causa de algo similar que Trotsky identificó en la recién nacida Unión Soviética durante los veinte. Los precios agrarios e industriales variaban con tan diferente velocidad que inevitablemente ponían en discordia a los dos pilares fundamentales de la nueva sociedad: el campesinado y la clase obrera (Carr, 1958). Algo similar sucede en el campo de los viajes y el turismo. Por un lado, una mayoría de los trabajos de investigación se ocupa con técnicas que buscan el aumento de los beneficios. Los que siguen este camino dan por sentada la existencia del mercado como el motor básico del TMM y no se preocupan de justificar este predicado con discusiones sobre su eventual idoneidad básica, su legitimidad, su dinámica social y otros asuntillos a su entender menores. Por el otro, aquellos, no pocos en número, que se ocupan del TMM en forma más amplia, usualmente se valen del paradigma posmoderno (pomo en adelante) para categorizarlo. A menudo, la idea de lo posmoderno se entiende como secuencial, es decir, algo que viene tras de la modernidad, y se usa para mejor definir o complementar a esta. Esto es un serio error (véase capítulo 3). En realidad, los pomos van mucho más allá. La suya es una crítica total del TMM y, por ende, de la modernidad, aunque a menudo esa crítica aparezca sub rosa. Lo que ellos se proponen es conformar una teoría radical sin tener que molestarse en sacar sus consecuencias prácticas. Les basta con proponer las sedicentes críticas a la modernidad y la necesidad de hallarles una respuesta, sin atreverse a ofrecerla. De esta forma, las llamadas mejores prácticas, algunas formas de turismo a las que se quiere privilegiar (capítulo 9), definiciones generales del «turista», o algunas políticas de sostenibilidad que se reputan superiores se proponen sin entender cómo afectarían a la estructura de las sociedades de masas

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ni cómo habrían de reaccionar los consumidores a esos costes añadidos. En realidad, la propuesta pomo suele plantearse como más allá de la lógica del mercado, aunque no explica cómo sería posible librarse de ella. Los pomos pocas veces llegan a explicitar las consecuencias de su visión. La primera estrategia de investigación no parece sentir la necesidad de investigar cómo y por qué TMM apareció y se abstrae de discutir su especificidad en el mundo actual o sus relaciones con otras esferas sociales. Sus seguidores discuten cosas como «las experiencias gastronómicas de los turistas chinos en Australia y su contribución a la satisfacción de los turistas»; o «la creación de un programa original para asar pollos en un combinado de asador y cocedor»; o «los determinantes de los consumidores solitarios maduros cuando van al restaurante»; o «un estudio de viabilidad para la inclusión del White Coffee (Café Blanco, una sedicente forma original de hacer el café en Malasia) en los programas de denominaciones controladas» (todos ellos apasionantes asuntos discutidos en una de las pocas conferencias a las que ha asistido el autor). Referencias a sus autores se omiten porque no parezca que son los únicos sospechosos habituales. Cosas similares aparecen en los programas de muchas otras conferencias. Tal vez estos trabajos sirvan de alguna ayuda en punto a eficiencia económica, pero nos dicen muy poco acerca de la verdadera estructura del TMM. La segunda estrategia de investigación evita examinar la forma en que operan los mercados y las variadas interacciones entre consumidores y proveedores. Lo que de verdad importa a sus seguidores es la forma en que estos últimos deberían comportarse. Las discusiones sobre sostenibilidad, por ejemplo, frecuentemente dan por sentado que el turismo sostenible solo puede ser obra de los mochileros o de los practicantes del turismo en pro de los pobres o del que se apoya en las comunidades de base (community-based tourism o CBT en sus siglas inglesas). O se discute el desarrollo turístico sin referencias a la tecnología del transporte, a las compañías aéreas o las navieras. Si uno fuera consistente con esta forma de pensar debería sacar la consecuencia de que lugares como Las Vegas, Orlando, Mallorca, Venecia, Macao, Hong Kong, es decir, aquellos donde TMM sucede en la realidad, son insostenibles, por más que, por el momento, eso parece difícil de argumentar. Igualmente podría señalarse que los mochileros, el CBT o el turismo pro-pobres no son más que una parte mínima del sistema turístico global. Pese a su importancia, esos segmentos de mercados tan solo incluyen a unos no cuantificados millones de practicantes en el amplio mundo de TMM. ¿Piensan realmente sus defensores que se puede llegar a la sostenibilidad tan solo por medio de esos procedimientos y flujos? Cuando se cree que la sostenibilidad, más o menos, depende de que los llamados causahabientes (stakeholders) digan la última palabra sobre cómo gestionar un destino

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o un conjunto vacacional (Sofield, 2003), uno no puede extrañarse si, al final, los inversores (stockholders) se lo piensan dos veces antes de poner su dinero en esos esquemas. Pero son pocas las veces en que estos asuntos despiertan la atención de los denunciantes. El rápido crecimiento de la investigación turística ha estado entre nosotros desde los noventa y sigue su curso, al parecer imparable, mientras ambas tradiciones se encierran en un creciente desinterés mutuo y una divergencia total entre sus métodos y sus perspectivas. A veces, uno se pregunta si Dann (1996a) y Mackay (2005), al escribir sobre la semiótica del turismo, se refieren de verdad a la misma cosa; o si el turista de MacCannell (1992a, 1999a, 2001b) y los turistas de Plog (2003) son las mismas personas; o si ese perpetuum mobile de que hablan Urry (2000, 2003) y su parroquia movilizante tiene la menor semejanza con los mercados mayormente estables que rellenan los trabajos sobre gestión publicados en las revistas académicas tenidas por mejores (cítense dos instancias entre las muchas que podrían traerse a cuento: Papatheodorou, 2001; Yang, 2004). A mi entender, ambas hojas de la tijera coinciden en su falta de interés por los problemas básicos que plantea el funcionamiento de los mercados y las motivaciones de los consumidores. Mientras que los primeros se inclinan hacia un puntillismo pragmático, los otros se entregan a un prescripcionismo incontrolable. Entre la gestión de negocios y los estudios culturales de los pomos y su amplia progenie, los aspectos fundamentales de la existencia y las funciones del turismo de masas desaparecen. No debería sorprender que la investigación turística no pueda encontrar un paradigma compartido, es decir, un marco que satisfaga a la mayoría de las teorías y a los métodos aceptados por los investigadores. La sociología difícilmente podría escapar a la suerte de la investigación social. Con la relativa excepción de la economía, donde el paradigma del mercado es aceptado por la mayoría de sus estudiosos y la discusión se mueve en torno a qué factores explican mejor las diferentes áreas del sistema (Aghion y Howitt, 1998; Rodrik, 1999; Romer, 1989) o el futuro del capitalismo (Krugman, 1994; Mankiw, 2002), la situación es similar en todas las demás ciencias sociales. De hecho, eso revela las muchas dificultades que estas últimas tienen a la hora de separar hechos y valores, razón por la que a menudo se las define como ciencias débiles. A diferencia de los economistas, que no pueden escapar a algunos teoremas simples, como el de la escasez («no se puede consumir siempre más de lo que se produce»), que dan un cierto aire newtoniano a sus menesteres, la mayoría de las demás ciencias sociales piensa estar exenta de semejantes estrecheces. La sorpresa, por el contrario, salta en otra parte: en el feliz estado que acompaña a las partes en este Mutuamente Asegurado Desinterés o MAD, con

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un acrónimo similar al MAD (Mutually Assured Destruction) de tiempos de la guerra fría. Los economistas escuchan las prédicas contra el consumismo o la mercantilización —que, por cierto, son su sustento básico— con el mismo interés con el que uno oye caer la lluvia o ve crecer la hierba. Tal vez suponen que, por mucho que sus críticos puedan denunciarlas, ambas cosas están aquí para no marcharse mientras existan los mercados, con lo que su pretendida desaparición no es más que hablar por no callar. A su vez, ellos reciben su merecido en su misma moneda cuando los académicos pomo ignoran que el turismo actual no puede separarse de la industria que lo sostiene o piensan que los mercados pueden hacerse desaparecer si se cede a ese deseo o, al menos, que pueden ser ignorados. ¿No se iba a tratar aquí de sociología? A qué, pues, tanta atención a la economía. Aun a riesgo de desasosegar a quienes creen que existen límites estrictos de las disciplinas, sociología se usa aquí no para disponer un fielato entre esta o aquella otra ciencia social; la palabra se refiere tan solo a una distinción metodológica. Busca su inspiración en algo ajeno tanto al puntillismo de mucho de lo que hoy se hace en las escuelas de negocios y quiere hacerse pasar por economía como a la ceguera emic de mucha de la antropología, psicología social y... sociología al uso. Trata de encontrar apoyo en las intuiciones de algunos maestros del pensamiento ilustrado (Hume, Smith y, con reservas, Kant) de que los humanos producen sus vidas bajo el apremio de la escasez impuesta por su entorno, tanto natural como social, y sus anteriores reacciones a ella. Uno debería añadir que los humanos obran así, además, en medio de la incertidumbre por el futuro y las imprevisibles intrusiones en sus vidas del azar. La multidisciplinariedad, por desgracia, no da respuesta a esta cuestión. Si las ciencias de las que uno espera remedio están igualmente plagadas de puntillismo y emicidad, el problema solo se multiplica. Lo que aquí se propone, pues, no es demasiado nuevo, justo el rechazo a esos dos callejones sin salida. Resulta difícil evitar sentir que —como dirían los Rolling Stones— cuando tantos colegas «me transmiten más y más / informacón inútil / que tendría que excitar mi imaginación / […] yo no encuentro satisfacción». Por un lado, uno tiene escasa paciencia para con los ingenieros de las escuelas de negocios. Sin duda, tienen derecho a un lugar al sol, pero nada parece menos excitante para el intelecto que las nuevas técnicas para ahorrar minutos en la entrada a la cabina de los aviones; o los modelos de entrenamiento en los centros de llamadas; o la influencia de la etnicidad en los criterios de evaluación a la hora de elegir un restaurante japonés en Estados Unidos (otras tantas contribuciones a la conferencia evocada anteriormente), por importantes que esas cosas puedan ser bajo el microscopio. Por su lado, los pomos suelen caer en generalidades sin fin

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y en un moralismo subsiguiente donde la reiteración toma el lugar de la creatividad. Lo que aquí se tratará de hacer modestamente es contribuir a un cambio en la conversación. El trabajo intelectual sobre turismo está dominado por diversas líneas que convergen en su desprecio por la modernidad y las sociedades de masas con diversos pero escasos grados de intensidad. Este tipo de pensamiento les lleva a proponer explicaciones del sistema turístico que carecen de suficiente apoyo factual, están preordenadas en sus metas y son profundamente normativas. Ya se ha mencionado esta última cualidad. Hablemos ahora de las otras dos. El modelo cultural dominante de explicación del sistema turístico ofrece una visión invertida de la realidad. Basándose casi en exclusiva (cuando aduce alguna) en las estadísticas de llegadas internacionales, acaba por ignorar el turismo doméstico y su dinámica, se olvida del turismo interregional (dentro del mismo continente) y subraya la importancia del de larga distancia o intercontinental. Como se argumentará (capítulo 2), sus seguidores se colocan así en el polo opuesto de lo que sucede en la realidad. El modelo se desliza así hacia la consideración del turismo como otro efecto de los desequilibrios económicos entre un norte rico y un sur pobre que produce y reproduce la hegemonía cultural de Occidente sobre el resto del mundo. Es el modelo del turismo como infección. Sin embargo, lo poco que conocemos del sistema global del turismo apunta en la dirección opuesta. El turismo de masas comienza, sobre todo, dentro de las fronteras propias, salta sobre ellas hacia destinos y culturas cercanos y solo establece cruces culturales entre sociedades distantes de forma muy limitada. El desarrollo del TMM parece un collage de manchas de aceite que crecen hacia fuera de sus límites exteriores, convergiendo aquí y allá. Desde un interior nacional, se expande hacia el exterior cercano y, de forma mucho más limitada, alcanza algún confín alejado de su perímetro. Así es posible comprender por qué crece más rápidamente en algunas regiones mientras que se queda atrás en otras. Así puede verse que no solo viaja —en cifras muy pequeñas, por cierto— desde el norte rico hacia el sur pobre. Así podemos entender por qué Asia del Este y del Sudeste crecen —gracias sobre todo al turismo interregional asiático— o por qué el África subsahariana y Latinoamérica, que no tienen motores de crecimiento propios (Lew, 2000), se mantienen inmóviles. De acuerdo con esta falsilla, este libro trata de atemperar nuestro entendimiento del TMM y hallar una explicación diferente a su desarrollo para luego criticar la mayoría de los prejuicios que se derivan de ignorar sus dimensiones económicas. Mientras que la cultura es infinitamente elástica, la economía no lo es. La falta de atención a los hechos entre las explicaciones de TMM que son predominantes no es accidental. Está preordenada en su ideología. La difusión

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de las sociedades de masas ha sido seguida por los ataques del deconstruccionismo y del posmodernismo. Este movimiento neorromántico ha creado una matriz intelectual basada en la idea de que este mundo —cualquier mundo— es una construcción social o cultural que refleja distintas situaciones de poder. De esta manera, la aspiración a alcanzar el menor grado de objetividad es un sueño imposible. Objetividad no significa más que autoselección de los hechos de acuerdo con las pautas que favorecen el orden social establecido y benefician a sus detentadores, sean quienes fueren —Occidente en la arena internacional, los hombres blancos, los hombres de cualquier raza en la esfera doméstica, los heterosexuales frente a los homo y transexuales, y así con toda otra serie de situaciones de poder cuya enumeración sería prácticamente interminable—. Va de suyo que la objetividad no es totalmente segura dentro de la condición humana. Sin embargo, en vez de empeñarse en reducir los juicios de valor a una función marginal y dejar paso a los hechos —lo que es la meta del método científico—, la matriz pomo mantiene que es posible desentenderse de ellos —los propios hechos tienen que ser reconstruidos como cualquier otra relación de poder—. El frenesí reconstructor ha llegado a todas partes. Baste recordar la trampa que, a ciencia y conciencia, Alan Sokal tendió al enviar a la revista Social Text un artículo que concluía con que «el contenido y la metodología de la ciencia posmoderna aportan un poderoso apoyo intelectual al proyecto político progresista», luego de establecer una serie de hipótesis rayanas en la patochada sobre algunos aspectos de la física y vio cómo el trabajo era publicado (Sokal, 1996a, 1996b). Que todo refleja una posición de poder es una noción intelectualmente arriesgada. Tomada en serio, la hipótesis deconstruccionista no puede evitar la circularidad. Cómo defender que toda proposición factual refleja una propuesta de poder y, al mismo tiempo, que algunas de ellas (las más queridas al deconstruccionista de turno) están exentas de esa constricción. En la vida real, los pomos se olvidan de ese artículo de su fe y aceptan excepciones a la regla pues los hechos que se ajustan a sus prescripciones, esos sí, son objetivos. La conducta del turista, por ejemplo, dizque ser una construcción social que refleja diferencias de poder; sin embargo, si se trata de practicantes del ecoturismo, del turismo sostenible, del CBT o de la vía mochilera y, en general, de cualquier otra cosa que parezca ir en sentido inverso al mercado o evitar la intervención de la industria, entonces sí que es la suya una conducta aceptable y la objetividad de sus practicantes e intérpretes superior a la de cualesquiera otros. El rechazo inicial a la objetividad se convierte así en un arma que permite seleccionar lo que se quiera de acuerdo con la decisión de los autores. TMM no es sino un trampantojo que ayuda a reproducir el orden social occidental, se nos dice, y así tenemos licencia para olvidar a los mil cien millones de viajeros domésti-

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cos chinos en 2004 (CNTO, 2005), que no hacen una buena figura como agentes imperialistas en su propia nación; o se puede mantener contra toda evidencia que la prostitución actual en el sudeste de Asia es una creación de los turistas sexuales occidentales y/o que es la vía elegida por el Banco Mundial para el desarrollo estratégico de la zona (Bystrzanowski y Aramberri, 2003). La solicitud pomo para encontrar interminables sedimentos de significado en cualquier fenómeno que se les ponga a tiro se paga cara —un moralismo santurrón sustituye a los hechos—. Cómo sucedió así en todas las ciencias sociales, incluyendo a la investigación turística, puede deconstruirse siguiendo el camino que llevó a la matriz pomo desde el rechazo indolente del método científico (Lévi-Strauss) hasta la confusión entre el poder legítimo y el ilegítimo (Foucault). Por más que se nos advierta de la necesidad de postrarse ante estos popes, conviene saber que ninguna investigación vale la pena si no pone en cuestión el saber convencional. Por esta razón, se ha hecho necesario abandonar la investigación turística estrechamente considerada para poner pie en la teoría sociológica antes de entrar en las consecuencias de aquella sobre esta (capítulo 3). Semejante desvío resulta imprescindible si se quieren evitar las numerosas trampas que la investigación turística actual tiende aquí y allá. Pedir ayuda a una sociología tan ampliamente definida como se ha planteado anteriormente puede parecer algo pasado. La investigación social no es inmune a las modas. Así que cuando uno escuchó a los soixante-huitards parisinos lo de que la liberación colectiva e individual llegaría aquel día en que el último burócrata fuese ahorcado con las tripas del último sociólogo, uno pudo pensar que el gremio tenía sus días contados. Como los actuales ingenieros sociales y turísticos, muchos de sus maestros y aprendices se habían dedicado a celebrar el orden cotidiano realmente existente. No era esa, empero, la inclinación de sus fundadores. Como lo mostró Talcott Parsons en su libro más importante (1937), desde sus inicios la sociología ha mantenido un estrecho contacto con la economía clásica y con la ciencia política, tratando de explicar por qué y cómo la turbamulta de decisiones e intereses individuales, siempre al borde del conflicto mutuo, acaba por generar algún tipo de orden legítimo. En la medida en que la investigación social se plantee comprender la parte de V&T en el proceso, no podrá esquivar las ambiciones —y los límites— que inspiran a la sociología en combinación con la economía política y la historia. Es decir, por las ciencias habitualmente degradadas por los estudios culturales pomos. Por debajo de la crisis de las tijeras, lo que hay es un enfrentamiento entre la sociología así definida, por un lado, y los estudios culturales pomo, por el otro. Aceptar que la investigación turística es un campo de batalla entre paradigmas es desconcertante, así que, en general, los estudiosos prefieren ignorar la

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cuestión. ¿No habrá alguna forma de salir del atolladero? Habitualmente, cuando se aborda la divergencia entre paradigmas se invoca a la multidisciplinariedad para sacarnos de él. La rosa de los vientos de las disciplinas turísticas evocada por Jafari (2001) o los más recientes intentos de introducir las movilidades en este campo (Coles, Duval y Hall, 2005) no son más que expedientes provisionales para desplazar el conflicto entre puntos de vista y disciplinas, tratando de aparcarlo por un tiempo. La visión de Jafari implica que cualquier perspectiva sobre el turismo es tan válida como las demás. Teología y agronomía, por ejemplo, pueden contribuir a su estudio en pie de igualdad con la economía y la sociología. Coles, Duval y Hall creen haber encontrado un modo posdisciplinar de evitar los conflictos interparadigmáticos mediante la fórmula de concebir el turismo como parte de un continuo que iría desde los viajes para comprar en el supermercado, en un extremo, hasta las migraciones, en el otro. Sin embargo, ninguna de esas propuestas se enfrenta en realidad con el problema de cuál debería ser el peso relativo de los diferentes métodos de estudio. Nuestra visión se parece más a un dado trucado o a un muñeco tentempié. Sin duda, la investigación turística se beneficia de múltiples aportaciones nacidas en diferentes campos, antropología cultural incluida. Sin embargo, no es posible escapar de la decisión final, sea explícita o tácita, sobre si nuestra metodología debe basarse en los hechos o en la interpretación, un dilema que Weber intentó resolver sin éxito. Llegados a este punto es menester señalar que este trabajo se inclina decididamente hacia los primeros. Lejos de un castillo hecho con múltiples naipes, aquí se busca una cierta firmeza estructural. La búsqueda puede entrar en muy diferentes campos o aceptar múltiples contribuciones, pero cuando se trata de teoría el autor prefiere seguir la senda más bien determinista que se basa en la sociología, la economía política y la historia. Solo ellas proveen medios bastantes para explicar por qué determinados fenómenos, T&T en nuestro caso, han aparecido en un determinado momento histórico y no en otros o por qué podemos entender su evolución —una asimetría del vector temporal habitualmente dejada sin explicar por el saber convencional de los estudios culturales actuales—. La sociología así entendida parece el mejor antídoto para recortar las libertades que la matriz pomo se toma con los hechos.

Un viaje personal Las introducciones suelen soportar que se hable en primera persona del singular. Aun cuando ello no aportará ni restará gran cosa a los méritos del argumento que sigue, los lectores esperan que uno les dé alguna pista sobre por qué está

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tratando de llamar su atención. Noblesse oblige. Así pues, explicaré algunas de las razones que me han llevado a escribir este libro, usando algunos datos personales, aquí y solo aquí, cuando parecen necesarios para una mejor comprensión del argumento. De otra forma, los lectores pensarían que se les obliga a pagar por el libro de memorias de un desconocido. TMM ha tenido una influencia sustancial en mi evolución personal e intelectual. Llegar a la adolescencia en Madrid durante los cincuenta, no era exactamente lo mismo que en Samoa. La dictadura del general Franco proyectaba su alargada sombra autoritaria sobre la mayor parte de nuestras vidas, con la solícita ayuda de la Iglesia católica. Entre otros frutos prohibidos, la educación sexual brillaba por su ausencia. Si, como era mi caso, uno provenía de una familia tradicional, carecía de hermanas o parientes próximas del otro género (con la excepción de la madre, resguardada por un cortafuegos edípico), y estudiaba en un colegio solo para hombres, no había forma fácil de entender los cambios que experimentaba su cuerpo y los deseos que engendraban, excepto que se aceptase la explicación clerical convencional de que no eran sino otras tantas formas de la sed de mal. El deseo de saber era ilimitado, pero las barreras para despistarlo también. Algunos compañeros de colegio que habían estado de vacaciones en la Costa del Sol, una de las metas del incipiente tráfico turístico hacia España, traían nuevas inesperadas. Se habían encontrado con La Chica Sueca. Alta, rubia y aparentemente impermeable a los sentimientos de culpa de las personas honradas, La Chica Sueca les había enseñado unas cuantas cosas que les ayudaron a estabilizar sus desequilibrios adolescentes y ellos compartían con nosotros esas informaciones. Pese a lo que nos contaban nuestros profesores, el sexo y la felicidad no tenían que ser necesariamente incompatibles. Más allá de su disponibilidad sexual, los españoles aprendieron otras lecciones de La Chica Sueca y sus compatriotas del norte. Pese a la propaganda de la dictadura (Spain is different, proclamaban algunas de sus campañas de promoción turística), la libertad no era la causa de todos los males sociales. De hecho, lejos de llevarlos al libertinaje en sus lugares de origen, los estilos de vida más libres de los forasteros parecían más coherentes y atractivos que los impuestos por nuestros padres. Cuando nos llegó el turno de viajar al extranjero, esa conclusión se hizo aún más obvia. Francia se convirtió en el destino más cercano donde podía comprarse cualquier libro, leer toda clase de periódicos, encontrar gente interesante y discutir nuevas ideas. En cuanto sonaba algo de dinero en el bolsillo, nos escapábamos a París para seguir una dieta diaria de dos, tres y hasta cuatro películas que nunca llegarían a España, gastarnos el resto de la bonanza en las librerías del Barrio Latino y en probar algún buen restaurante cercano si aún quedaba algo.

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Otros españoles también estaban de viaje al mismo tiempo, pero no eran turistas. Eran emigrantes que se marchaban del país en racimos. Iban a Francia, Alemania, Suiza, Holanda y Escandinavia, a cualquier parte donde pudieran encontrar un futuro mejor. Eran españoles como yo, pero su diferencia conmigo era que a ellos no les había sonreído la suerte. Eran hijos de familias campesinas sin tierras y la agricultura no proveía muchas oportunidades de mejora. Muchos tenían tan solo las primeras letras, no suficientes para trabajos cualificados. España estaba inmersa en un proceso de urbanización que los habría empujado a emigrar en cualquier caso y Europa necesitaba esa infusión de mano de obra barata para consolidar el milagro económico de la posguerra. Pero, así parecía, su suerte perra era razón suficiente para rebelarse, aunque fuera en la forma vicaria de un descontento de clase media. Así que me rebelé, alejándome de los caminos y la fe de mis mayores. Otra fe iba a reemplazarla pronto. El marxismo parecía un destino natural para aquellos a quienes el desprecio por la dictadura no dejaba mucho resquicio para los matices, por más que nos tuviéramos por intelectuales. Algunos de nosotros elegimos el camino menos frecuentado y encontramos en la extrema izquierda una nueva vía —así lo creíamos en nuestra ingenuidad culposa— no marcada por los crímenes del estalinismo ni los compromisos traicioneros de las burocracias socialdemócratas y sindicalistas. Al cabo, empero, el mundo se mostraba bastante más correoso que la maleabilidad de nuestras ilusiones. En junio de 1977, España tuvo sus primeras elecciones libres desde febrero de 1936 y yo me convertí en candidato de un grupúsculo de extrema izquierda hecho de variados grupos de revolucionarios antiestalinistas. Las campañas electorales son grandes maestras. Aún más que en las fábricas y en las universidades, uno aprendía a marchas forzadas en los centros comerciales de los barrios obreros. Entre la cacofonía de la Internacional, que se abría malamente paso desde un altavoz chirriante, uno podía apreciar que, aun compartiendo la misma lengua, las mujeres de clase obrera vivían en un mundo diferente del nuestro. No hablaban de la revolución inminente, sino que mostraban su preocupación por las letras del piso, los anticonceptivos, la compra de una lavadora que aminorase sus tareas domésticas o cómo tener vacaciones en el recién nacido verano. Tan pronto como las elecciones concluyeron, dejé la política para siempre. Algo, empero, aprendí en esos años: no culpar al mundo de la frustración de mis exageradas esperanzas. Si la realidad no se ajustaba a lo que mis principios exigían, era menester cargar la culpa sobre los últimos y no sobre la primera. Después de todo, esas amas de casa no hacían sino seguir el camino que muchos otros millones habían escogido en las sociedades de masas por buenas razones. Algo más me prometí: no recalar en los brazos de otra fe.

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Mis años de trabajo en la Administración española del turismo (1984-1996) también me ayudaron a reordenar mis prioridades intelectuales. Se hacía difícil aceptar, por ejemplo, que el turismo no era sino otra forma de imperialismo (Nash, 1996; Nash y Smith, 1991) y/u otra forma de colonialismo (Crick, 1996; Karch y Dann, 1981; Turner y Ash, 1975), es decir, las explicaciones más a la moda del fenómeno en aquellos tiempos y aún hoy. La mayoría de los mercados turísticos de España, a la sazón y todavía, se encontraban en el Reino Unido y en Alemania. Buena parte de los turistas de esos países provenían de zonas de composición mayoritariamente obrera (el Ruhr, los Midlands) y eran todos ellos obreros industriales, es decir, la flor y nata del proletariado internacional. ¿Cómo podía sostenerse sin echarse a reír que se dedicaban a lo mismo que Sir Cecil Rhodes, Sir Thomas Raffles o Mr. Georges Clemenceau? De hecho, cuanto esa corriente teórica predominante en aquel tiempo más trataba de reproducir el marco conceptual de la escuela de la dependencia, tanto más frágil se mostraba. Puede que por la misma razón la posterior persuasión poscolonialista (los pocos) tampoco me encendiese las pajarillas. Sus seguidores, posiblemente conscientes de la desmesura apuntada, decidieron romper toda conexión economicista entre turismo e imperialismo y se buscaron nuevos caminos. Los pocos solo se preocupan de convertir el postulado de la dominación occidental a una mucho más etérea e inaprensible idea de hegemonía cultural. El turismo contribuye a la reproducción de los valores occidentales, luego es parte principal del imperialismo. La secuencia lógica entre estos términos no está clara. La hegemonía cultural se define de forma tan vaga que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. En realidad, los pocos no ofrecen un conjunto de indicadores fiables que pudieran aplicarse a ese concepto. La escuela de la dependencia proponía algunos, mayormente erróneos; la hegemonía cultural de Occidente carece de fronteras. Aquí y allá se apunta que es algo similar a la tradición judeocristiana. En realidad, este grandilocuente constructo social de un universo judeocristiano no se encuentra por parte alguna. Por un lado, ignora las diversas aportaciones del politeísmo occidental, como la filosofía griega y la jurisprudencia romana; e ignora que la Ilustración creció en un enfrentamiento con el cosmos teocrático del judaísmo y el cristianismo. Al mismo tiempo, olvida que en el seno de esas dos religiones han existido muchas subculturas y subtradiciones que ni coincidían ni coinciden en sus supuestos básicos, hasta el punto de haber sido causa de serios derramamientos de sangre en sus enfrentamientos. El judaísmo ha sido terreno abonado para la aparición de escuelas teológicas enfrentadas como Haskala, Kabala, Hasidismo y otras etiquetas que uno no recuerda. En el cris-

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tianismo, por si no fuera suficiente con la Reforma y las guerras de religión, las disputas entre helenistas y judaizantes en la Iglesia primitiva; o entre los partidarios de la escuela del homousios o la del homoiusios acerca de la doctrina de la Trinidad (los primeros eran partidarios de que Jesús de Nazaret era Dios; los segundos, de que tan solo compartía naturaleza con Dios); o las múltiples diferencias en el dogma que se enfrentaron hasta el Credo del Concilio de Nicea; cosas todas ellas que deberían dar que pensar a los pocos si no fueran ellos y ellas tan simples. El único lazo que une en verdad a judaísmo y cristianismo es el monoteísmo. Si es esto lo que se quiere apuntar, el cuadro sería más completo con la inclusión del islam en el paquete, aun a riesgo de que Said (1979) y sus seguidores nos acusen de un delito de leso orientalismo. En otras ocasiones la noción de lo occidental tiene más recorrido. Entonces suele valer para descalificar a todo aquello de los que los pocos abominan. Puede ser la práctica de la esclavitud, pese a que esta sea mucho más antigua que la misma existencia del oeste, es decir, de las naciones europeas; o la del patriarcado, que también existía antes de que el judaísmo o la cristiandad apareciesen sobre la faz de la tierra; o la supremacía del macho de la especie, para la que vale lo mismo. Así fueran los pocos el mismo Procusto y tratasen de estirar su cama al máximo, ni aun así podrían dar cabida en ella a todas esas teorías o instituciones. En los tiempos modernos, eso que llamamos tradición occidental ha sido poco más que un verdadero campo de Agramante de opciones intelectuales y morales encontradas (Buruma y Margalit, 2004). Uno desearía que los pocos fueran más precisos. A diferencia de la tradición occidental, la modernidad tiene un perfil definido y esto es lo que ha sido objeto de ataque por esa tropa en las tres últimas décadas. A menudo claman porque ciencia y tecnología amenazan, dicen, el desarrollo sostenible; porque el consumismo y los mercados convierten a las relaciones humanas en mercancías; o porque el imperio de la ley se ha usado para discriminar a determinadas categorías sociales como las mujeres o las minorías. Sin duda, todo eso ha sucedido, pero la verdad saldría mejor parada si al tiempo se añadiese que la modernidad ha enfrentado todos esos problemas con una determinación que no tiene parangón en otras formas sociales. Esas críticas brotan de determinados grupos, fundamentalmente académicos, que actúan dentro de las mismas sociedades en las que la modernidad ha sido ampliamente aceptada y se reflejan con intensidad variable entre otros grupos que han sido dejados atrás en su despliegue. Para la mayoría de las gentes en las sociedades de masas o en las que aspiran a serlo, por el contrario, la modernidad 2.0, con toda su parafernalia, TMM incluso, mantiene su esplendor y no por accidente o conspiración artera. La modernidad enciende su imaginación

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y su deseo de gozar de una vida mejor en la que cuenten con más opciones —entre otras cosas, sobre dónde pasar sus vacaciones—. No deja de sorprender que tantos académicos vean en ello la prueba de que esas sociedades de masas en agraz están sojuzgadas por el yugo cultural de Occidente. En el fondo, esa visión poco, ella sí, es un reflejo deforme de la antigua mentalidad colonial. En el pasado, los coloniales pensaban que los pueblos no occidentales eran como niños, incapaces de organizarse bien; de ahí la necesidad de controlarlos, gobernarlos y explotarlos. Hoy sus pretendidos liberadores los encuentran igualmente infantiles porque aceptan modelos y conductas similares a los de los occidentales sin la sombra de una duda, con lo que necesitan de la ayuda de los académicos para exorcizar sus demonios interiores. Ellos les marcarán el camino recto. Semejantes añagazas no pudieron probar su mérito en el pasado. Tampoco pueden hacerlo hoy. En el terreno del turismo, como en el del estudio de muchas otras actividades sociales, es preciso abandonar la habitación en que tantos académicos persisten en encerrarse con un solo juguete. Tal vez así se ilumine mejor un paradigma alternativo.

Billete de ida y vuelta Hablemos ahora de la estructura de este libro. El punto de partida (capítulo 1) será la crisis de las tijeras en la investigación turística y su mencionado final en MAD (Mutuamente Asegurado Desinterés) —una mayoría de estudiosos se ocupa fundamentalmente de la gestión de beneficios, tomando sin vuelta de hoja el paradigma del mercado; por su parte, una minoría pomo, muy estridente a pesar de su limitado número, considera a este la cruz de todos los problemas que afligen a las sociedades actuales—. Semejante corte lleva derechamente a una denuncia aún más inquietante, el abismo entre las representaciones que TMM adopta y las escuelas académicas que lo ven como «el enemigo» (Harrison, 2002: 205). El resultado se desliza hacia una rápida conclusión: buena parte de la investigación teórica sobre el turismo ha caído por ambas vías en una especie de manierismo carente de ambiciones y repite sin pensárselo dos veces los mantras de la sabiduría convencional. Los capítulos que siguen se dedican a analizar algunos de ellos. Para poder entender cómo se ha gestado esta situación necesitamos acercarnos al objeto tan acerbamente contradicho, la modernidad, uno de cuyos vástagos es el TMM. ¿Se parece este último en algo a la forma en que lo definen sus despiadados críticos? (capítulo 2). Si la respuesta es negativa, ¿cómo funciona la matriz intelectual que les inspira y en qué se apoyan sus denuestos? Un

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análisis de la matriz posmoderna (una matriz no es un paradigma, sino algo al tiempo más amplio y a la vez astringente) y de su abierto rechazo al TMM sigue en el capítulo 3. En el estudio del turismo la matriz pomo ha desencadenado numerosas combinaciones. La más conocida la firma Dean MacCannell. Su interés accidental por el turismo (para él, el turismo no es sino una metáfora del hombre-moderno-engeneral [sic], no un objeto merecedor de un análisis específico) concluye tocando a rebato contra cualquier muestra de la modernidad y en pro de la vuelta a una idílica Tierra de Nunca Jamás donde las corporaciones, la industrialización y, al cabo, la división del trabajo no tendrían razón de ser (capítulo 4). Otro grupo de teóricos han propuesto algo similar a lo que aquí llamamos teologías de la liberación. Sus miembros no tienen mucho de teólogos, excepto en la compartida ambición de dar sentido a algo que, por definición, la mente humana no puede alcanzar (la tarea propia del Deus Absconditus o Dios celado del Aquinate). Sin embargo, todos ellos comparten una misma esperanza (o desaliento en el caso de Erik Cohen) de que el turismo pueda contribuir a liberar a los humanos de su condición esencialmente alienada. Su inspiración la extraen de la diferencia entre vida ordinaria y extraordinaria en la obra de Victor Turner. Desde este punto de partida se dibuja un arco que empieza en explicaciones funcionalistas guiadas por el sentido común y acaba en otras profundamente insensatas (capítulo 5). En la Vulgata pomo la hegemonía cultural occidental siembra la destrucción doquiera que pasa. Nada parece más obvio a este fin y, al tiempo, más nauseabundo para los estudiosos que las vueltas y revueltas del turismo sexual occidental. Siguiendo una línea que raras veces distingue entre la prostitución consensual, la trata de blancas o la prostitución infantil, algunos autores han descubierto las Leyes de Bronce del Turismo Sexual. Esta exótica aventura se narra en el capítulo 6. El capítulo 7 toma pie en la relación entre turismo y sociedad en Japón y examina otro desafío, aún más ambicioso a la hegemonía cultural occidental, el de la lucha de las identidades por afirmarse. A lo largo de los primeros años de la tradición investigadora, Graham Dann ha propuesto una serie de contribuciones bien informadas y amenas a lo que él llama «el lenguaje del turismo». El capítulo 8 las evoca y critica algunos de sus fundamentos, apuntando la necesidad de transitar desde la definición de un lenguaje turístico uniforme al reconocimiento de que existen diferentes «lenguajes del turismo» y que no todos ellos ejercen un mismo tipo de control social, o son igualmente arteros y/o engañosos. Mientras el capítulo 1 se ocupaba de la crisis de las tijeras en el campo turístico, el capítulo 9 recala en la extraña liga de socorros mutuos compuesta por varios intentos de ofrecer alternativas al TMM. En este terreno fuman la

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pipa de la paz los ingenieros sociales de las escuelas de negocios, los aguerridos críticos de la modernidad y las burocracias internacionales, sellando un pacto no cruento que ha resultado extremadamente conveniente para todos. Cuando los prohombres de la tribu encuentran motivos para lanzar una fiesta, las ovejas tienen que empezar a preocuparse. Una o más serán sacrificadas en el banquete que se prepara. El capítulo formula una serie de críticas que no van a ganarle universal simpatía a su autor. ¿Rendirán los gastos que esos sabios consideran imprescindibles para mitigar el calentamiento global su peso en oro? En un terreno más general, el capítulo se distancia otra vez de la sabiduría convencional. De consuno, los críticos de TMM hacen creer que han encontrado cura para los excesos que se le achacan en diferentes formas alternativas (mochileo, ecoturismo, CBT, turismo pro-pobres, etc.), es decir, en desarrollos de pequeña escala. Lo pequeño puede ser hermoso. ¿Será el desarrollo limitado del turismo tan rentable para sus proveedores como lo ha sido el TMM para otros destinos? ¿Es esto todo lo que puede decirse sobre las discusiones teóricas en la investigación del turismo? Con más de setenta publicaciones académicas en inglés (y la cuenta continúa), aspirar a resúmenes definitivos sería ridículo. Si tan solo quince años atrás uno podía seguir, aun con dificultades crecientes, la mayor parte de la producción académica en este campo, la tarea sería hoy sobrehumana. Así pues, este libro recoge y discute una selección de textos que, según su autor, han aportado las contribuciones más notables al estudio del turismo. Algunos otros habrán sido omitidos involuntariamente. Otros, en cambio, han sido orillados a propósito. Así sucede con la obra de Urry, que, pese a su popularidad, o tal vez por ella, no cuenta con mucho en punto a originalidad. Su muy citada The Tourist Gaze [La mirada del turista] (1990) no era más que un prontuario foucaultiano para académicos ansiosos de nuevos horizontes allende o complementarios con los abiertos por MacCannell y los coautores de Hosts and Guests [Anfitriones y huéspedes] (1977). Más allá de la adaptación de los abigarrados conceptos de Foucault al turismés de la nueva episteme (campo científico o disciplinar en la jerga del francés), Urry no enriqueció demasiado la voz de su amo. Los turistas miran a sus objetos a través de constructos sociales. Ese mundo fabricado refleja los puntos de vista de los grupos dominantes o hegemónicos de sus sociedades y culturas. Como los turistas son mayormente viajeros internacionales de sociedades ricas, la suya es una mirada que solo ve y procura la imposición de los valores y normas occidentales. A través de este prisma —pretendidamente objetivo pero, de hecho, al servicio de las necesidades e intereses de los grupos dominantes—, los turistas ven lo que quieren ver o, mejor, lo que se les ha dicho que miren.

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El turismo es así otra manifestación de la mitología moderna que oculta un ataque rampante de los poderosos expresado en lenguaje «objetivo» o «científico». A partir de ahí y con la ayuda inestimable de Bourdieu, Urry deconstruye los mitos trapaceros en que el turista se envuelve, aunque sus explicaciones resulten a menudo sorprendentes. Entre otras cosas, el lector descubre que el sentido de la vista ha sido indebidamente magnificado por sus constructores occidentales y burgueses. Psicólogos evolucionistas (Crawford y Krebs, 2008), empero, han recordado con buen acuerdo que la primacía de la vista no es sino una manifestación del impulso evolutivo para adaptarse a presiones ambientales sentidas por los humanos y otros depredadores como linces y águilas (tal vez estos últimos animales pertenecen también a otra burguesía, la zoológica) y no tanto por otras especies (los murciélagos se fían sobre todo del oído, y los perros del olfato). Este y otros descubrimientos de la misma casta son los que ayudan a Urry a encontrar lo que él considera la perspectiva correcta para entender a los mirones modernos. Y coloca una cita de Nancy Mitford en el frontispicio de su libro: El Bárbaro de antaño es el Turista de hogaño. Urry, empero, reservaba una sorpresa a sus lectores. Pocos años después (2000), su mundo social había devenido menos construido y más estructural. «Estructural» en este caso no es la expresión más adecuada, porque este nuevo mundo, al límite, carece de estructura —es de una movilidad irrefrenable—. Pero, conviene subrayar, las movilidades de Urry ya no son constructos; el nuevo mundo tiene una realidad objetiva propia y no necesita de la vieja parafernalia constructivista. Su estructura puede reconocerse con una simple mirada. La ciencia de la sociedad antaño conocida como sociología se ha convertido en la ciencia de las movilidades —uno la llamaría kinesiología si no fuera por temor a ser acusado de intrusismo profesional—. Al unísono con Zygmunt Bauman (2000, 2010), Urry proclama que nada permanece igual a sí mismo en este mundo moderno de nuestros pecados. La modernidad es esencialmente líquida. Uno creía haberle oído algo semejante a Heráclito en la antigua Grecia y haberlo leído también en La historia de Genji, de Murasaki Shikibu, escrita en el Japón de Heian en el siglo XI, pese a que la modernidad no había sido aún concebida en esos tiempos. Esta venerable noción ha desatado recientemente una locura alimentaria entre académicos en busca de ventajas comparativas y, como es de rigor en tiempos tan móviles, ha movilizado a sus huestes a escribir un considerable número de libros (Cwerner, Kesselring y Urry, 2009; Lash y Urry, 1987; Urry, 2003, 2007) y a engendrar al menos una revista académica apropiadamente cristianada como Movilidades. El tiempo dirá si esta infatigable kinesiología tiene más cuerda que otras modas pasajeras.

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El libro se acaba con una suerte de coda sobre el futuro de TMM. La conclusión, indudablemente, se desprende de las premisas establecidas. No hay razón para anunciar su óbito mientras la modernidad siga manteniendo sus promesas a una creciente multitud. El problema a la hora de escribir esta introducción resulta de que sus otrora fulgurantes luces se han oscurecido y, todo podría suceder, esta condición deje de cumplirse en el futuro. La crisis económica que se inició a finales de 2007 sigue abierta y seguirá un guión aún por escribir. Cuando Schumpeter cerraba su obra más conocida (1942), no se mostraba especialmente optimista sobre el futuro del capitalismo y de la modernidad. Lejos de ser un producto de la Razón divina, la modernidad no es otra cosa que un arreglo, un apaño social alcanzado con mucho trabajo y no escasos errores. Ha ayudado a mejorar las vidas de incontables seres humanos y aún sigue siendo aquello a lo que aspiran muchos otros. TMM ha contribuido, modestamente, a esos beneficios. Sin embargo, el uno y la otra pueden no ser más que un momento fugaz en la larga historia de la humanidad. El imperio romano, el británico, el soviético; las dinastías Tang, Song y Ming, y muchos otros poderes fulgurantes han desaparecido sin remisión aunque nadie se hubiera atrevido a adivinarlo en sus momentos de esplendor. La modernidad y TMM podrían correr la misma suerte. Unas pocas palabras de estrambote para confortar a quienes se empeñen en seguir leyendo el libro. El proyecto inicial que se sometió a la colección de lengua inglesa en que apareció hubo de pasar por las horcas caudinas de una revisión a ciegas de dos de mis colegas cuya identidad me resulta desconocida. Uno de ellos era especialmente beligerante y le amostazaba que el libro no fuese suficientemente respetuoso con los que Bacon llamaba idola tribus o venerables de la comunidad académica. No le resultaba divertido. ¿Cómo se había atrevido el autor? Que le corten la cabeza, pedía con la furia sin igual de otra Reina Roja. El otro (o la otra, a saber) apoyaba con ardor un proyecto que (esas eran sus palabras) podía sacudir el letargo de la teoría en el campo turístico. Aún me enternece la rabieta del contrariado por mi estilo contestón y todavía me ruborizo cuando recuerdo los elogios de mi defensor/a. No es tarea mía darle al uno o al otro (o a la una y a la otra) la manzana de oro que Eris, la diosa griega de la discordia, lanzó a mi paso. Solo confío en que el aguerrido lector se sienta igualmente enfurruñado o satisfecho. Uno tiene que preferir siempre flirtear con Eris antes que con la indiferencia.

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Entre ingenieros y gurús Cuando nos ponemos a hablar del turismo se puede sentir una especie de satisfacción colectiva de los estudiosos que tiene mucho de forzada. Habitualmente, se manejan como un mantra una serie de estadísticas que se proponen mostrar que este fenómeno social moderno se ha convertido en la mayor emigración temporal de la historia. UNWTO suele anunciar cada año aumentos del número de llegadas internacionales y de los ingresos por turismo en todo el mundo. Alguna nube ocasional puede aparecer en el horizonte. Desde el comienzo del siglo XXI hemos presenciado acontecimientos que han afectado al turismo, tales como, entre otros, ataques del terrorismo islámico (11 de septiembre de 2001, Bali y otros), dos guerras internacionales mayores (Afganistán e Irak), dos anuncios de pandemia (SARS y gripe porcina), el gran tsunami de 2004 y otros acontecimientos menores que han creado un ambiente menos favorable para su desarrollo. Sin embargo, incluso este comienzo de siglo tan poco favorable solo afectó a T&T por breves períodos y se limitó a una reorganización de los destinos de unas áreas a otras. Los turistas parecen siempre dispuestos a comenzar un nuevo viaje, en casa o en el exterior. The Economist lo resumía así a comienzos de 2003: [Para] los occidentales acomodados, los viajes se han convertido en una adicción […] Ni las amenazas económicas ni las relativas a su seguridad les llevan a dejar atrás ese hábito salvo por cortos períodos —especialmente si se les ofrecen gangas—. [Tan pronto como esas amenazas desaparecen (JA)] en seguida encuentran tiempo para empacar y marcharse. Casi a cualquier sitio (2003).

Tanto el hábito social del turismo como la industria que le sirve han demostrado ser notablemente resistentes (Aramberri y Butler, 2005).

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Tal vez el futuro no sea tan de color de rosa como lo pintan UNWTO y WTTC (una organización que agrupa a las mayores compañías de turismo del mundo). Desde 2007-2008, la crisis económica que sufren las economías más importantes se ha hecho sentir con fuerza y aún frena al aparentemente implacable ascenso del turismo, doméstico e internacional. Coeteris paribus, uno puede esperar razonablemente un todavía largo período de crecimiento, jaleado por colosos demográficos como China e India, que se están uniendo a la tendencia y desarrollan su propia demanda. Hay, pues, muchas aparentes razones para celebrar un crecimiento que ha aumentado significativamente las opciones que se ofrecen a los turistas, así como los ingresos y el nivel de vida de los proveedores de esos servicios en el mundo entero. Cuando llegan las explicaciones teóricas, por el contrario, pasamos del Martes de Carnaval a las carnestolendas. Así que hagamos saber nuestra opinión desde el principio. El panorama teórico actual en los estudios del turismo es desalentador. Por decirlo en breve, la producción académica aparece sobre todo en dos formas básicas: por qué y cómo. A primera vista, uno podría pensar que esta distribución se corresponde con la ya clásica del poskuhnianismo entre ciencia básica y cotidiana (Lakatos, 1970). La primera provee paradigmas o sólidas construcciones teóricas que conforman un determinado campo de conocimiento por un largo período —aportaciones que abren nuevas épocas, crean nuevos problemas y hacen más inquisitivas las hipótesis de investigación—. La ciencia cotidiana, por su lado, los acepta con fruición, trabaja dentro de su marco y resuelve problemas pequeños o de rango medio, siguiendo una metodología de programas de investigación (Lakatos, 1970) que refuerza el paradigma aceptado. Formula metas para la investigación y diseña experimentos. La ciencia cotidiana no es saber del porqué, aunque tampoco sea totalmente una saber del cómo. Esto último pertenece a la ciencia aplicada que pasa con el nombre de ingeniería o tecnología. Lo que aquí se quiere decir es que, por un lado, la investigación turística actual contiene mucha ingeniería social orientada, según la tradición de las escuelas de negocios, a experimentar con la industria turística (en la que se incluyen cosas como transporte, hostelería, restauración, recreo, compras y otros aspectos de la oferta) y mejorar su eficiencia, así como otra ingeniería similar que, siguiendo la tradición de las burocracias internacionales, busca las mejores prácticas para hacer a lo anterior más llevadero o beneficioso para los proveedores locales. Ambas formas de acercarse al turismo trabajan usualmente dentro del paradigma de la modernidad, es decir, de la actual economía globalizada (y sus fórmulas políticas y culturales), buscando formas de organizarla mejor, bien por medio de mecanismos más eficientes en tecnología o mercadeo o por medio de

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una mayor regulación de sus actuaciones. La mayoría de los análisis cómo pertenecen a esta categoría. Al otro lado, un considerable número de investigadores prefiere plantearse los porqués. Suele partir para ello de una especie de epoché husserliana (una técnica que pretendidamente permite llegar a lo más profundo, a una esencia de las cosas allende sus propiedades observables) que permite a sus usuarios poner entre paréntesis el mundo experiencial y, a partir de ahí, proclama conocer los fundamentos de lo que sea, incluido el turismo. Esta técnica suele ser convincente para quienes aun en su mayoría de edad creen en el ratón Pérez y permiten que otros ingenuos les dejen escapar con su carga de vacuidades. Innumerables estudios de casos y unas pocas exploraciones teóricas vienen diseñados de manera que, en nuestro campo, no sea menester hablar de paquetes turísticos, problemas del trasporte, playas, que con otras muchas atracciones se desvanecen en el horizonte. A menudo, la investigación se concentra en otro postulado husserliano, el de la unidad eidética de las esencias, que proclama, por ejemplo, que el paradigma de la modernidad debe orillarse por sus poco apetecibles consecuencias prácticas. El turismo sería así otra instancia de los torcidos arreglos creados por un modelo social que produce, reproduce y sanciona las desigualdades que laten en el corazón de la modernidad, como las que enfrentan a pudientes y menesterosos en ámbitos nacionales e internacionales, a los géneros, a los grupos étnicos y raciales o a las culturas. La matriz pomo pasa de ahí a predicar que otro mundo es posible o, al menos, que pruebas consistentes muestran que el paradigma de la modernidad no puede alcanzar sus metas autodefinidas. Lo sepan o no, los turistas y la industria que les sirve desempeñan un gran papel en la reproducción ampliada de la dominación del sur por el norte, de los oprimidos por los poderosos. De esta forma, los del porqué solo conciben una forma cabal de definir la modernidad: como un fraude. Tal es, sin embargo, solo una de las posibilidades. La corriente porqué piensa que la conjunción de ciencia/tecnología, mercados y sociedades abiertas a la que llamamos modernidad tiene que ser denunciada como un engaño. En realidad, esto no es nada nuevo. Con una genealogía que se remonta a los inicios de las sociedades industrializadas del norte (que, incidentalmente, hoy incluyen también a Japón, Corea del Sur, Taiwán, Australia, Nueva Zelanda, más algunos aspirantes como Tailandia o Chile), cosas similares se vienen repitiendo desde la crítica romántica de la modernidad a comienzos del XIX (Berlin, 1999). El conflicto entre esas dos formas opuestas de ver el mundo se ha agudizado desde que esas sociedades salieron de una nueva curva como sociedades de masas a finales de la Gran Guerra y, luego, experimentaron una globalización creciente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Tal

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es la crisis de las tijeras en la que vive hoy la investigación turística (y la mayoría de las ciencias sociales con ella). No es sorprendente que ella reproduzca un conflicto que ha recorrido a todas las ciencias sociales por más de dos siglos, pues es una rama de ellas. El nudo del asunto, empero, es que en la investigación turística los partidarios de la tradición pro-modernidad han levantado el campo, si es que alguna vez llegaron a establecerlo. Mientras que los del cómo dedican sus energías a la mejora de técnicas de gestión o a la formulación de interminables listas de buenas y mejores prácticas para la industria y los mercados, los del único porqué han ocupado la posición intelectual hegemónica. Como en tiempos de la guerra fría, ambos bandos parecen muy felices con un apaño basado en el MAD (Mutuamente Aceptado Desinterés) reconocido y practicado por ambas partes. De esta forma, los fontaneros del cómo pueden seguir con sus pequeños problemas sin necesidad de justificar sus puntos de partida ni sus actuaciones. Modelos y ecuaciones son lo que mayormente les preocupa. Así pueden encontrarse, por ejemplo, sumarias descalificaciones de la tipología del turismo internacional formulada por Cohen (1972, 1979) porque pretendidamente carece de base empírica (Sharpley, 1994) y, al tiempo, intentos de elaborar un modelo global del turismo mediante categorías sociográficas de dudosa base empírica (Swarbrooke y Horner, 1999: 221-222). La mejor ilustración de esa divergencia ignorante de sí misma puede encontrarse en las contribuciones a las dos enciclopedias más amplias dedicadas a T&T (Jafari, 2000; Pizam, 2005). Por su parte, a los críticos culturales se les permite ocupar los altos de la teoría tout court (Eagleton, 2003) y, con ellos, una superioridad moral que les dispensa de cualquier carga de la prueba. MacCannell (2001b), por ejemplo, anunciaba recientemente la desaparición del turismo que conocemos sin aportar otra prueba que su experta opinión, es decir, lo que los catadores de vinos llaman el olfato o la nariz. Otros tratan malamente de reconciliar a los extremos encendiendo una vela a Dios y otra al diablo. Los días de entre semana juran por la rigidez de The Cornell Hotel and Restaurant Administration Quarterly, pero se lamentan de las vías del mundo según la última homilía de Annals of Tourism Research los domingos y las fiestas de guardar. Si sus lectores prefieren mantener un grado de escepticismo sobre ambas publicaciones, tendrán que soportar al tiempo la pedante superioridad moral de los pomos y la menesterosa ligereza conceptual de los ingenieros. Los colegas que no comulgan con los pomos prefieren olvidarse del asunto y así evitar la frustración a la que me estoy refiriendo. Otros postulan que el conflicto de paradigmas no es más que una fase transitoria que se resolverá de suyo tan pronto como la disciplina se convierta en una verdadera ciencia. Jafari,

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bien solo (1987, 1990, 1997a, 1997b, 2001), bien en compañía (Jafari y Aaser, 1988; Jafari y Ritchie, 1981; Jafari y Pizam, 1996), ha propuesto una media solución creativa para salir del atolladero. De acuerdo con su visión, la investigación sobre el turismo ha crecido como resultado de la polinización mutua y sucesiva de un número de hipótesis o «plataformas», como prefiere llamarlas, que abrieron el camino hacia su cientificación. La primera fue la plataforma de impulso o de defensa (Advocacy). Los defensores iniciales del turismo (mayormente corporaciones privadas, organismos públicos y asociaciones industriales) mantenían que el turismo de masas, especialmente en sus dinámicas económicas, era una bendición sin paliativos para sus practicantes y sus proveedores. A esta le siguió otra plataforma que era su antítesis hegeliana —la plataforma precautoria (Cautionary)—. Sus seguidores llamaban la atención sobre la capacidad del turismo para traer consigo infortunio, no bendiciones. El turismo no solo no era capaz de fundar un desarrollo económico sostenible, sino que creaba un gran número de problemas adicionales —sociales, culturales, ambientales—. De esta forma distaba mucho de ser un camino aconsejable para el bienestar de las comunidades que lo intentaban. El tiempo acabó por limar las estrías más rígidas de ambas plataformas iniciales. Tanto en la práctica como en la teoría, el turismo siguió un curso con más meandros. Más allá del turismo de masas se desarrollaron nuevas formas alternativas (bautizadas con muchos nombres rápidamente olvidados como turismo controlado, alternativo, CBT, ecoturismo, etc.) y discusiones teóricas más precisas. Así nació la plataforma de adaptación (Adaptancy). Más cerca de hoy, de forma coincidente con el interés creciente de los académicos por el asunto, la discusión del turismo se ha hecho más coherente con la plataforma de base científica (Knowledge-Based). Para ella, el turismo es un sistema de estructuras y funciones cuya complejidad excede con mucho las simplificaciones iniciales de buenos y malos impactos. La investigación científica ha llevado a un tratamiento holístico cuya meta principal es la formación de una ciencia del turismo. Jafari trata de capturar esta dimensión en su amplia definición de la investigación turística como «el estudio del hombre [sic] lejos de su hábitat usual, del aparato y las redes turísticas y de los mundos ordinarios (casa) y no-ordinarios (turismo) y de su relación dialéctica» (Jafari, 2001: 32). Recientemente, Jafari (2005) ha añadido una quinta plataforma, la del interés público (Public Interest). Más que un nuevo estadio en la teoría del turismo, esta última plataforma refleja la creciente influencia entre el público de la plataforma científica y reverbera en muchos sectores sociales que aumentan su interés por el turismo. Para Jafari, crisis como las secuelas de acciones terroristas, de epidemias imprevistas como SARS o el tsunami de 2004, con su influen-

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cia en la expansión negativa de los viajes, han convertido al turismo en objeto de atención y debate públicos, lo que parece un buen presagio para su desarrollo sostenible. Más allá de su función analítica, las plataformas de Jafari apuntan también ciertas claves históricas en el desarrollo del turismo y se asemejan a una versión turística de la Ley de Moore sobre el poder de computación. Cada diez años más o menos, las teorías del turismo experimentan nuevos equilibrios que mejoran lo hecho en el pasado y facilitan un rápido crecimiento de la ciencia. La plataforma de promoción apareció en los sesenta, la de cautela en los setenta, la adaptación teórica de las nuevas formas del turismo sucedió en los ochenta, y los noventa vieron su definitiva transformación en un conocimiento científico. La primera década del nuevo siglo ha generado un ascenso del interés del público que, junto a un mejor conocimiento del fenómeno, puede acarrear discusiones teóricas más complejas y un nuevo posicionamiento del turismo en el cortejo social. La investigación turística —eso es lo que se desprende de las premisas— está en camino de purgar los paradigmas limitados y conflictivos del pasado y de llegar a un estado más armonioso en el que la discusión científica permitirá declararlos obsoletos. Por más que la parábola sea sugestiva, la plástica noción de Jafari sobre la sucesión de plataformas no puede evitar algunas dificultades que aparecieron en su recto camino hacia la cientificación. Por ejemplo, la fecha de nacimiento del nuevo campo de conocimiento le otorga una inesperada e inexplicada dosis de rejuvenecimiento. No es seguro, por ejemplo, que el interés académico por el turismo empezase en los sesenta. Para entonces, la École Hôtelière de Lausanne (fundada en 1893 en Suiza) y el Departamento de Hostelería de la Universidad de Cornell (fundado en 1922 y convertido después en lo que hoy es su Escuela de Administración Hostelera) habían estado ocupándose de asuntos relacionados con el turismo mucho antes de los sesenta y habían tenido muchos imitadores en el ancho mundo. Desde sus comienzos, ambas instituciones habían sido representantes señeros del cómo, con sus programas educativos y de investigación íntimamente ligados a las necesidades y los avatares de la hostelería. Lausanne seguía el curso de hostelería de alta calidad iniciado por Cesar Ritz. Cornell reflejaba la aparición de la hostelería de masas que había crecido al calor de la franquicia Holiday Inn. En ambas instituciones el interés académico se limitaba mayormente a la gestión hostelera, olvidando otras dimensiones del turismo y su dinámica social (dinámica se usará aquí con preferencia a dialéctica, un concepto oscuro que acarrea demasiado bagaje). Sin embargo, esas no son razones suficientes para borrarlas de la investigación académica sobre el turismo. Retrasar el nacimiento de la disciplina hasta que un grupo de antropó-

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logos anglófonos (Cohen, 2004a; MacCannell, 1999a; Smith, 1989) se acordaron de ella otorga un plus de legitimidad a la idea incorrecta, jaleada hasta la exageración por los del porqué de que el turismo como disciplina académica solo puede ser adecuadamente explicado ignorando o degradando sus aspectos económicos y gerenciales. Adicionalmente, hay que recordar que la sociología del turismo tiene una más larga tradición, a menudo olvidada, en regiones no anglófonas de la Europa continental (Dann y Parrinello, 2007). Hay otro aspecto en el que la hipótesis de Jafari se muestra insatisfactoria. Es cierto que el estudio del turismo ha devenido más complejo y detallado a medida que el TMM ha conocido una creciente segmentación. De esta forma, parece correcto apuntar su creciente sofisticación conceptual y el mejor conocimiento de las nuevas formas de turismo de masas que han ampliado y parcialmente sustituido a los iniciales paquetes turísticos, que estaban en la base de la plataforma de promoción. Sin embargo, que hoy sepamos más acerca de otras muchas dimensiones del turismo no implica que, al tiempo, hayamos llegado a un punto en donde los paradigmas alternativos se hayan tornado redundantes. De esta suerte, el postulado de que la investigación turística se ha afirmado sobre fundamentos sólidos (la plataforma científica) a partir de los noventa parece demasiado optimista, cuando uno considera la tácita aceptación de la posición precautoria. Nuestros ingenieros, siguiendo una venerable tradición de las escuelas de negocios, huyen de enfrentamientos teóricos y prefieren limitarse a asuntos más cotidianos y más deferentes o desinteresados para con la sabiduría convencional. Pero uno no debería concluir que puedan por ello convivir con el paradigma pomo. Por mucho que pudieran intentarlo, nuestros ingenieros pacifistas difícilmente podrían cohabitar honestamente con el ruido blanco de los gurús antimercantilización, por ejemplo. Sin mercancías no hay mercados; sin mercados, quienes se las ingenian para hacerlos más eficientes acabarían por encontrarse rápidamente en la cola del paro. Las hostilidades entre los paradigmas de la modernidad y la posmodernidad podrán permanecer encubiertas o silenciadas, pero no por ello han desaparecido y nada se gana con mantenerlas sub rosa bajo la especie de que todos sus seguidores pueden contribuir al crecimiento del saber. Este, sea lo que fuere y defínase como se quiera, no es una cuenta corriente llamada a crecer indiscriminadamente. Semejante artimaña —que un trabajo no sometido a la revisión de sus pares no contribuye al crecimiento del conocimiento— puede venir bien a los revisores en busca de argumentos ad hoc para rechazar un manuscrito que no les gusta, pero de suyo la idea no tiene mucho recorrido, especialmente en las ciencias sociales. Aún no se ha encontrado un aparato que permita medir esta dimensión. Datos y más datos no crean necesariamente una ciencia, del

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mismo modo en que una casa no es un montón de ladrillos. Las ciencias requieren hipótesis, teorías y paradigmas, y estas cosas son mucho más difíciles de crear en un conjunto informe como las ciencias sociales y de la conducta que en las físicas y biológicas. Precisamente por esta razón, las primeras son más susceptibles de convertirse en un campo de batalla de interminables conflictos entre dos o más paradigmas. Su condición se parece mucho a aquella etapa histórica china conocida como la de los Estados en Guerra. El conflicto sobre los fundamentos, como se ha notado, ha estado con nosotros desde hace mucho tiempo y no desaparecerá porque ingenieros y gurús se empecinen en no sacarlo a la luz. La idea de conflicto solo debe amilanar a los pusilánimes. Lo verdaderamente descorazonador en la situación presente de las ciencias sociales es la falsa idea de una coexistencia pacífica entre paradigmas. Si los pomos han podido declarar victoria no ha sido por sus méritos, sino justamente porque los ingenieros han rehusado con altivez, y a sabiendas, entrar en combate. No ha sido la simpatía por su causa lo que me ha llevado a escribir este libro. Si son incapaces o no quieren defender sus posiciones, bien merecen el desprecio. Mejor será, pues, dejar a un lado a ingenieros y gurús para habérnoslas con lo que interesa.

Las reglas del juego Antes de comenzar el debate parece necesario referirse a unas reglas del juego que no siempre se respetan. Habitualmente, el primer movimiento pomo es un gambito para evitarlas. Gustan de recordarnos que cualquier cosa que digamos o hagamos tiene su origen en una práctica, es decir, en un constructo social. A primera vista la cosa parece baladí, pero si se inspecciona más de cerca quienes lo argumentan deberían saber que eso es una tautología. Si, por definición, el lenguaje y las instituciones sociales han sido creados mediante interacción interhumana, eso significa que han sido construidos de alguna manera en un proceso social. Pero en la jugada pomo hay bastante más de lo que se percibe a simple vista. Según el libreto, todo constructo social encierra además un poso de lucha por el poder, lo que podría nuevamente ser aceptable según la definición de poder que uno crea correcta. Pero ellos dan un paso más allá y postulan que esas luchas de poder cristalizan en las ciencias sociales como enunciados universalmente válidos que, en la realidad, no son otra cosa que reificaciones del poder triunfante. Aunque esto no sea fácil de aceptar, uno podría aún seguir el argumento. Pero, a partir de ahí, las cosas ruedan por una cuesta abajo. Los vencedores, esos sospechosos habituales que vienen de la modernidad o del oeste o

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del norte, son tipos peligrosos que nunca parecen dispuestos a ceder un ápice. Pero, afortunadamente, los pomos alardean de tener una mejor causa moral. Quienes nos colocamos en una posición escéptica no vemos demasiada consistencia en ese gambito. Si toda teoría es un constructo que refleja y oculta una situación de poder, eso no puede permitir excepciones de ningún tipo. Las ideas pomo están tan socialmente construidas como cualesquiera otras y sus defensores deberían evitar el predicar a una parroquia de adeptos y explicar para los demás cuáles son sus títulos para colocarse en un plano moral superior. De esta forma nos topamos con una antigua cuestión, la de los juicios de valor. ¿Pueden las ciencias sociales vivir sin ellos? Ya sabemos lo que piensan los pomos: para nada. El asunto, empero, es algo más complicado. La respuesta inicial de los científicos sociales sobre las relaciones entre hechos y juicios de valor apuntaba algo similar. Al final de su introducción al Catéchisme Positiviste, el sacerdote de Comte respondía a una pregunta de la mujer de esta forma: La religión positivista abarca de un solo golpe a nuestras tres principales construcciones: la filosofía, la poética y la política. Pero la moral siempre le va por encima, ya sea en el desarrollo de nuestros conocimientos, la expresión de nuestros sentimientos o el curso de nuestras acciones. La moral dirige de consuno nuestra triple búsqueda de la Verdad, la Belleza y el Bien (1847: 71).

Pocos años después, en una discusión con otros miembros de la Société Française de Philosophie (Sociedad Francesa de Filosofía) que se publicó en 1906, Durkheim mantenía que la moral «lejos de relevarnos de la necesidad de evaluar la realidad nos dota de los medios por los que llegamos a evaluaciones razonables [cursivas en el original]» (1970: 62). Durkheim mantendría puntos de vista similares a lo largo de su vida, pese a la nota ligeramente más cauta que incluyó en una comunicación de 1911 (sobre juicios de valores y enunciados de realidad) dirigida al Congreso Mundial de Filosofía. En Alemania y contra la corriente, algunos sociólogos defendieron una posición opuesta. Max Weber formuló el caso mejor y con más diligencia. En 1904, los editores del Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik (Archivo de Ciencia Social y Sociopolítica), que incluían a Werner Sombart, Edgar Jaffé y él, abrían el nuevo curso de la revista con un editorial escrito por el propio Weber que rechazaba de plano la idea de que las ciencias empíricas tuvieran que rendir pleitesía a consideraciones morales o considerarse obligadas a dotarles de base. «A nuestro entender, nunca pueden ser tareas de la ciencia empírica el proveer normas e ideales obligatorios de los que se puedan deducir directivas para

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una actividad práctica inmediata» (1973: 197). Pese a la viva resistencia de otros académicos alemanes, la llamada Werturteilsstreit (Disputa sobre los juicios de valor), que se extendió en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, terminó con la victoria de las posiciones de Weber. Si querían ser dignas de su nombre, las ciencias sociales no tenían por misión decidir valores en conflicto. Su misión era solo una especie de análisis coste-beneficio de los cursos alternativos de acción. Adicionalmente, los científicos podrían advertir a los políticos de las consecuencias previsibles de sus actos, pero nada más. La misma actitud que Weber volvería a tomar en su conferencia sobre Wissenschaft als Beruf (o La vocación política) (1973). Lamentablemente, la distinción no es tan tajante y el propio Weber se daría cuenta de ello. Cuando razonaba sobre la dificultad de construir una ciencia social para objetos que carecían de la estabilidad y la regularidad de los fenómenos naturales, Weber tuvo que ungir su cabeza con ceniza. La acción humana no puede entenderse sin considerar el significado cultural de los acontecimientos individuales. El análisis causal puede resultar apropiado para las ciencias físicas, pero, por contraste, la acción social necesita ser comprendida. Causalidad y significado o Verstehen (aprehensión) son igualmente necesarios. De esta forma, en el campo de la historiografía, la expectativa de que podemos escribir la historia como realmente aconteció (wie es eigentlich gewesen ist, en la fórmula de Ranke) nos coloca al borde de un ataque de nervios porque es un sueño imposible. Para entender la historia y la cultura, el científico no puede escapar a una decisión fundamental —cuál es su punto de vista en la selección de sus materiales— y tiene que seguirla hasta el final. Es imposible evitar la selección de un punto de vista que permita dar una explicación convincente. ¿Cómo reconciliaba Weber este principio del Verstehen con su defensa de la ciencia libre de valores? Cómo puede una ilimitada latitud subjetiva en la elección de los puntos de vista con los que construir tipos ideales (1973: 190) ofrecer fundamentos firmes a la objetividad de las ciencias sociales es todavía hoy materia de discusión. En este punto, empero, nuestro interés no se inclina a intentar ofrecer una solución para el teorema, sino a apuntar la dificultad en deshacerse de los juicios de valor desde la raíz. Los intentos de los positivistas lógicos para crear una clara distinción entre el contexto de investigación y el contexto de justificación (Salmon, 1970) no han cumplido con su promesa original. En cierta medida, tanto la idea popperiana de la objetividad como intersubjetividad (1980) como la visión de Kuhn sobre las revoluciones científicas como cambios paradigmáticos de la comunidad investigadora (2001) no pueden desprenderse del factor humano. Kuhn especialmente se orienta hacia una idea de la ciencia como sociología de esa comunidad. Posiblemente, la mente huma-

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na no pueda aspirar a una visión de la historia y de la cultura libre de decisionismo, y tenga que abrirse así a la posibilidad de sesgos y juicios de valor. Hay quien ha argumentado que eso es también válido para las ciencias físicas y de la vida en la medida en que todas ellas son a la postre formulaciones de personas (Ziman, 2000). Los pomos, pues, parecen haberse llevado el gato al agua en esta discusión. ¿De veras? Una vez que se reconoce la imposibilidad del conocimiento totalmente objetivo, aún queda un cruce por atravesar. Uno puede conceder su derrota, incluso celebrarla, o, por el contrario, cortar el nudo gordiano. Los pomos tenazmente insisten en que existe una multiplicidad de medios para dar cuenta de la realidad social y que la lógica del intelecto es tan solo uno de ellos. Esta página, posiblemente sin que ellos lo sepan, la había escrito ya Hegel y con la misma tenacidad en sus críticas a la obra de Kant. El razonamiento lógico o científico solamente proporciona un conocimiento limitado; es la Razón, definida de muchas formas tras la muerte del maestro (el espíritu nacional, la cultura local, la historia, el Zeitgeist y demás), la que ofrece más y mejores panoramas al conocimiento. Si tan solo pudiéramos olvidar las ilusiones amparadas por el método científico, se abriría un nuevo mundo de significados y nuestras acciones se revelarían claramente a nuestros ojos —una convicción que se repite continuamente en la literatura turística—. Los devotos de la corporalidad, por ejemplo, creen que hasta el momento el turista ha carecido de cuerpo. No es que los turistas gocen de la preternaturalidad, sino que los estudiosos han decidido descorporeizarlos para concentrarse en otros asuntos macroestructurales. Para los estudiosos: Solamente la pura mente, libre de subjetividad corporal y social, es concebida como el analista de las experiencias de campo, algo que sucede en la distancia que requiere la llamada objetividad científica desde la posición-en-general (Veijola y Jokinen, 1994: 149).

Esa distancia ignora que cada relación viene configurada por tiempo, especio y poder, lo que se manifiesta a través de los cuerpos que entran en relación. Como los cuerpos tienen un sexo, esta posición igualmente ignora que la economía del imaginario masculino sostiene el orden simbólico occidental: las teorías científicas, amén de otras manifestaciones visibles de esa imaginación, se basan en imágenes, fantasías e identificaciones cuyas raíces en la experiencia del macho permanecen en el inconsciente (Jokinen y Veijola, 1997: 205).

Reflexionando sobre su propio trabajo entre los San Yi de China, Swain insiste en que

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aunque yo no usaba a la sazón la retórica de la «corporalidad», era perfectamente consciente de que mi cuerpo y el suyo definían una gran diferencia en la forma en que yo llevaba a cabo mis investigaciones, lo que yo podía aprender de las mujeres empresarias entre los Sani y cómo yo influía sobre sus vidas (2005).

No es fácil entender cómo la economía del imaginario masculino, que en la cita de Jokinen y Veijola que antecede parece ser válida para todos los hombres en todos los tiempos, puede ser definida en exclusiva por el orden simbólico occidental, pero hay más. La nueva retórica de la corporalidad se presenta como un cristal oscuro. No es fácil saber en qué consiste. Una posibilidad es que nuestros escritos rezaran como sigue: La idea de que si S, entonces P fue inicialmente defendida por Pelegrín Testadiferro, un macho soltero, de mediana edad, metrosexual, fondón y calvorota, bebedor de cerveza, amante de la carne roja y fumador empedernido. Su visión obviamente va a contracorriente de la más sugestiva propuesta por Sally Mindtwister, una profesora joven, moderna, lesbiana, descendiente de antepasados Anglo-Tai-Caribeños, amante de la comida vegetariana, el vino blanco, los atardeceres románticos, el jazz, largos paseos por la playa y conferencias sobre turismo.

Según los gustos del lector, Testadiferro puede ser un cuerpo más atractivo que Mindtwister o al contrario. Sin embargo, tanta cháchara difícilmente añadiría nada nuevo a los argumentos avanzados por ambas partes, aunque sin duda aumentaría de forma innecesaria la longitud de nuestros textos. Los verdes podrían quejarse, con razón, de que eso sería una invitación a talar más bosques. Tomemos otro ejemplo. En su por lo demás hagiográfica biografía de Max Weber, su esposa, Marianne, hace una revelación sorprendente: que el suyo fue un matrimonio no consumado (Weber, 1975). Si el hecho es correcto, ¿contribuiría en algo esta novedad encorporizada a la comprensión de sus ideas sobre la ética protestante; cobrarían sus escritos sobre la revolución rusa de 1905 o sobre la metodología de las ciencias sociales o sobre el papel de la religión en la vida social una nueva luz? Tal vez algunos extravagantes contesten de modo afirmativo, pero se hace difícil ver la conexión. Incluso si existiese, uno tendría que explicar cómo esas tesis han podido ser adoptadas sin cambiar su significado por muchos otros y otras que le siguieron, aunque posiblemente tenían una forma de vivir la sexualidad conyugal distinta de la de Max Weber. Hay otra forma de interpretar el asunto de la corporalidad que parece estar más cerca de lo que las autoras mencionadas se proponen. Es una nueva forma de desarrollar el apotegma de que «lo personal es lo político» para significar

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que cualquier hipótesis o teorema o situación social que no deriva del imaginario masculino merece un plus de credibilidad. De esta forma, los juicios de valor no solo son bienvenidos en la formulación de teorías, también podemos saber cuáles son más legítimas. Basta echar un vistazo a los cuerpos que las emiten. Una visión semejante, sin embargo, es un camino resbaladizo y no deberíamos sorprendernos cuando el tiro sale por la culata, como sucede a menudo. Tomemos un ejemplo fuera del mundo de la investigación turística. Si hoy Clarence Thomas se sienta en la Corte Suprema de Estados Unidos se lo debe a eso de la corporalidad. Thomas tenía un breve pero bien documentado palmarés de posiciones conservadoras cuando Bush el Mayor le eligió como candidato para el puesto. Sin embargo, como era un hombre negro que había salido de la pobreza tirando de los cordones de sus zapatos, como sus defensores gustaban de decir, la oposición progresista americana no se atrevía a enfrentarse abiertamente con él. Al final apareció otro cuerpo, el de Anita Hill, una profesora de leyes, también negra, que le acusó de acoso sexual. El resultado del episodio es bien conocido y no se va a discutir aquí. Propongamos, en cambio, un contrafactual. Imaginemos que Thomas hubiera visto descarrilar su candidatura por mor de la acusación y que el presidente hubiera encontrado otro cuerpo con las mismas características de ser negro, hecho a sí mismo y un ejemplo de conservadurismo. ¿Debería él o ella haber ganado la nominación? Librar a Thomas del tratamiento que merecían sus ideas y limitarse a que señalaran a su cuerpo de hombre le aseguró ganar el puesto bajo la especie de que eso significaba un avance para todos los cuerpos negros y, por ende, para todos los americanos.

Metáforas Algo semejante ocurre con los partidarios de las metáforas. Las metáforas, recuerda Dann, son ubicuas. «Todas las ciencias, fuertes y débiles, dependen de constructos arbitrarios» (2002: 2), como el cero absoluto, la elasticidad perfecta, la competencia perfecta, la ética protestante y demás. Además, como nuestros conocimientos son siempre relativos, «las metáforas ofrecen una capacidad de comprensión que va más allá de lo literal» (2002: 2). Las metáforas permiten comparar dos cosas diferentes sobre la base de algunas características compartidas. Si tanto quien habla como quien escucha entienden la comparación, las metáforas se convierten en el arma más poderosa para hacer cambiar actitudes, y eso sucede pese a que las comparaciones no son siempre fáciles de establecer

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dado el carácter polisémico de muchas de ellas. Bajo el paradigma de la modernidad, «el mundo era ante todo un universo bien ordenado para la toma de decisiones racionales, un mundo de equivalencias y verdades literales» (2002: 5). Sin embargo, dado que la posmodernidad borra las divisiones y nubla los perfiles claros, las metáforas han devenido aún más necesarias para habérnoslas con esa realidad difusa. Si «el viajero» era una metáfora de la modernidad que daba sentido al viaje como educación, como una senda para el crecimiento moral, como la explotación científica e imperialista de territorios desconocidos, «el turista», según MacCannell y Urry, se ha convertido en la metáfora clave de la condición humana en estos tiempos pomo. Si ambas fórmulas merecen alguna crítica, dice Dann, eso se debe solo a que han fracasado parcialmente en tomar en cuenta la velocidad del cambio social. La metáfora del turista también ayuda a entender por qué la investigación «debería proveer modelos más flexibles para cuestionar los prejuicios científicos y positivistas del pasado. Las nuevas fórmulas de teorizar son mucho más lábiles, más relativistas y menos deterministas por naturaleza» (2002: 5) Sectores de estudiosos comparten hoy la idea de Dann de que, pese a Husserl, la mente humana no es capaz de alcanzar la naturaleza profunda de la Ding an sich, la cosa misma kantiana. Eso solo puede esperarse de una mente divina que algunos piensan que existe realmente. Nuestra mente, la única con la que malamente podemos entendernos, está limitada por nuestros sentidos y nuestra impedimenta mental y parece todavía incapaz de comprender la realidad sin la ayuda de herramientas prácticas, tales como datos sensoriales, metáforas, imágenes, conceptos o estereotipos —por más que estos últimos hayan sido muy maltratados recientemente—, y del razonamiento lógico. Todos ellos contribuyen al conocimiento y, aún más importante, a la supervivencia de la especie (Pinker, 1997). De ahí a sustituir el razonamiento lógico con metáforas hay un paso muy grande que Dann postula con ligereza. Las metáforas permiten más subjetividad y es difícil entender cómo las discusiones académicas, por no hablar de la vida cotidiana, mejorarían con un cambio similar. Discutir si el turista es un peregrino, un paseante en corte, un borracho sin techo, una prostituta o cualesquiera otras de las metáforas coleccionadas por Dann (2005b: 5-6) puede ser un divertido pasatiempo para aliviar el aburrimiento de las salas de profesores con conversaciones chispeantes, pero no todas las metáforas son igualmente inocentes. Cuando los medios favorables a los Hutus en Ruanda describían a los Tutsis como cucarachas, o los nazis como ratas a los judíos, el genocidio apareció en seguida, con aún mayor velocidad de la que los cambios se suceden en el mundo posmoderno. Sin duda, uno podría argüir que, en circunstancias normales, las metáforas se usa-

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rán responsablemente y una medida de autocensura controlará sus «buenos» y «malos» usos. Pero traten de contar cuentos de hadas políticamente correctos a los jihadistas que, como los Cabot de Massachusetts, solo hablan con Dios y reciben del mismo Alá órdenes directas para liquidar, entro otros infieles, a los nuevos cruzados que se disfrazan de turistas; o dijéranselo al ex presidente Bush el Chico cuando se preguntaba qué haría Jesús a la hora de ir a la guerra con los países del Eje del Mal y, obviamente, encontraba rápida respuesta. Confinemos a las metáforas, tanto como podamos, en donde deben estar, es decir, en el lenguaje religioso, artístico y esotérico. Eso es lo que aconseja una sabiduría ancestral. Así, por ejemplo, hablaba Kukai, el fundador de la rama japonesa del Shingon Zen: «Las escrituras esotéricas son tan abstrusas que su significado solo puede hallarse mediante el arte» (citado en Bary et al., 2002: 172). Aun así, desgraciadamente, el esoterismo y sus metáforas suelen necesitar de una autoridad superior a la mente humana para validarse, sea el Dios al que acabamos de referirnos o un profeta cualificado por su nombre para interpretarlas —justo lo opuesto del librepensamiento que se asocia habitualmente con las ciencias—. Algunas metáforas son altamente inflamables y hay ya una amplia evidencia de que, por más que sus resultados resulten frustrantes a veces, el razonamiento lógico, y no las imágenes supuestamente superiores, es aún el mejor medio para luchar contra la ignorancia. No hay que negarse a aceptar que son decisiones subjetivas, personales, lo que nos lleva a buscar dónde y cómo iniciar nuestras búsquedas, es decir, que los juicios de valor no pueden ser totalmente expurgados y que, guste o no, estos acompañarán siempre a nuestros proyectos de investigación. Tampoco vale olvidar que es eso lo que hace a nuestros constructos sociales tan frágiles a los embates de sesgos, manipulaciones, deseos sin base o autoengaños. Igualmente, conviene recordar que siempre habrá un enfrentamiento de paradigmas. Pero todo ello, empero, son otras tantas razones para tratar de hacer la vida de las metáforas tan dura como sea posible, no al revés. ¿Qué pensaríamos al ver a los policías dar rienda suelta a los criminales ya que nunca podrá borrarse de raíz el crimen? Hay otra razón más para tratar de mantener a distancia a las metáforas, a saber, que estas abren el camino a las causas políticas preferidas por los investigadores, y hasta los más ultraístas de los subjetivistas académicos se duelen cuando se les dice que sus trabajos no son más que discursos promocionales. Se puede hacer mejor. Se puede aceptar la persistencia de la subjetividad y, al tiempo, hallar vías para minorar el riesgo de que explote. De hecho, esto es lo que el razonamiento científico ha tratado de hacer desde hace mucho tiempo.

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El propósito suena bien. ¿Podrá acaso mostrar alguna credibilidad? Tal vez sea necesaria una rápida, ejem, metáfora para ilustrarlo, la metáfora de un juicio penal. Es difícil mostrar más parcialidad que un fiscal o un abogado defensor. A ambos se les paga para probar que el inculpado es culpable sin la sombra de una duda o inocente como el día que lo cristianaron. Para eso, ambos usarán de tantas tretas como sean necesarias, innumerables chicanas y más celadas de cuanto pueda uno encontrar en los libros. Pocas cosas tan subjetivas y emocionales como los alegatos finales. Sí, pero... los abogados no pueden cambiar las leyes a su conveniencia; los jueces dirigen el procedimiento y aceptan o deniegan las pruebas de acuerdo con reglas bien establecidas; y los jurados tienen que ser convencidos más allá de la duda razonable. ¿Hallan la verdad estos procesos? No es esta la manera de plantear la pregunta, porque no tiene respuesta. A veces se demostrará que el veredicto final ha sido equivocado con el descubrimiento de pruebas nuevas; y la parte condenada permanecerá habitualmente convencida de su inocencia. Sin embargo, las sociedades se muestran generalmente dispuestas a aceptar la seguridad provisional que las sentencias aseguran. La justicia es liosa, pero estamos dispuestos a aceptar sus limitaciones porque es un procedimiento mejor que dejar que decida una moneda al aire, leer los posos del café, torturar a los sospechosos para que confiesen u otros igualmente dudosos. La investigación académica irá mejor servida si puede contar con un instrumental parejo para reducir la incertidumbre. Lo tiene. No vamos a proveer largas listas que han sido elaboradas con más paciencia y autoridad por otros (por ejemplo, Ziman, 2000). Resumamos lo básico, pues. Ante todo, el razonamiento científico debe basarse en hechos. Los hechos, sin duda, no son fáciles de construir y se nos puede acusar de circularidad por llamarlos como testigos, pero esto haría imposible el trabajo científico. Hay muchas formas de obtener evidencias aceptables en las ciencias sociales (por no hablar de las físicas o biológicas, donde los investigadores se hallan en una posición más confortable). Puede documentarse más allá de la duda, por ejemplo, que Colón hizo su primer viaje a América en 1492 de la era común. Hay un número apreciable de fuentes que así lo atestiguan. Puede ser más difícil establecer por qué la reina de Castilla le apoyó. Más aún explicar los motivos privados del almirante, porque aunque tengamos cartas y otros documentos personales, no podemos estar seguros de que reflejan sus verdaderas opiniones, sus sentimientos o el mundo tal y como él lo veía. Los historiadores han desarrollado durante muchos siglos un arsenal técnico para probar la autenticidad de algunas fuentes y descartar la de otras. Los lógicos han aprestado una panoplia de defensas para evitar la arbitrariedad. Algo semejante puede decirse para el resto de las ciencias sociales,

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aunque su grado de seguridad varíe. ¿Estaríamos mejor si descartáramos los hechos y los protocolos de prueba y los reemplazásemos por un número de elegantes metáforas? En segundo lugar, las hipótesis han de ser formuladas en el nivel de generalidad apropiado. Atribuir solo algunos rasgos a todos los fenómenos es tramposo. Describir, por ejemplo, como patriarcado todas las relaciones en las que los hombres se hallan en una posición de supremacía sobre las mujeres ha demostrado ser una mala estrategia de investigación. Adicionalmente, esas hipótesis generales deben ser susceptibles de falsación, de acuerdo con el canon popperiano. Si uno cree que el colonialismo es la causa de todos los males en las sociedades poscoloniales, uno debe además explicar por qué se produce esa dominación con conceptos menos etéreos que el de la hegemonía cultural de Occidente, que no puede significar lo mismo en los casos en que se producen o produjeron intervenciones abiertas o clandestinas en los asuntos de sociedades no occidentales y en aquellos en que sus miembros adoptan normas de consumo y estilos de vida occidentales sin coacción. La fórmula de la hegemonía no juega igual en ambos casos. Es una fórmula vaga que no admite ser contrariada o falsada. Por mucho que nos desagrade la hegemonía cultural occidental, como científicos e investigadores, deberíamos abstenernos de entrar en el terreno de aquellos que han hecho de la predicación su forma de vida. Tercero, los protocolos de evidencia han de ser respetados en su totalidad, sin aceptar excepciones más que en casos verdaderamente justificados. Demandar excepciones culturales para individuos o hechos porque se predica que son excepcionales bajo este o aquel aspecto, o porque se formulan por géneros, cuerpos o culturas distintos, no puede aceptarse —precisamente por el argumento de que todos los humanos tienen capacidades lógicas similares—. Sin duda, las tales pueden perfeccionarse con educación formal y puede discutirse por qué este último bien público está distribuido de forma tan desigual y/o proponer medidas para cambiar la situación. Pero, por principio, los casos especiales no tienen cabida en la lógica de la investigación científica. Finalmente, debemos fidelidad a nuestras propias premisas. Podemos descartar paradigmas si los encontramos inútiles, pero en tanto se consideren apropiados, tenemos que ser coherentes con sus estrecheces lógicas. Si uno adopta un punto de partida marxista, no puede olvidarse de las clases sociales y de su supuesta lucha cuando los hechos no se ajustan a esa horma. La investigación científica, incluyendo la del turismo, es una clase de retórica (capítulo 8); por tanto, cuenta con procedimientos para regular el lenguaje empleado y sus convenciones internas. Esas reglas del juego deben ser aclaradas desde un principio y deberían (en un mundo ideal) ser aceptadas por todos para evitar que el

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ruido nos ensordezca. Pero una vez que han sido libremente aceptadas, lo legítimo es usarlas para desbancar las explicaciones rivales, luchando con todas nuestras armas mientras nos ocupamos del asunto.

Unas pocas normas heurísticas Empecemos con algo de determinismo. Por más que los científicos sociales carezcan de tan buenos apoyos como los de las ciencias fuertes, a uno se le alcanza que el mundo de los seres vivientes, incluyendo el humano, parece estar dominado por la evolución o, lo que es lo mismo, el impulso de supervivencia. El entorno en el que viven diferentes tipos de organismos impone límites específicos a sus probabilidades de sobrevivir como especies. Así, las especies desarrollan diversas estrategias para responder a esta desagradable situación. Aunque no sean ilimitadas, esas estrategias muestran una sorprendente variedad. Los humanos no son una excepción a la regla. Como especie, han sido provistos por la evolución —el relojero ciego de Dawkins (1987)— con un estímulo para copiarse a sí mismos, es decir, para reproducirse, algo que comparten con las demás especies. Sin embargo, no es posible decir que sus estrategias de supervivencia sean mejores o más exitosas que las de otras especies. Muchos insectos habitaban la tierra muchos eones antes de que apareciesen en ella los homínidos, y es imposible averiguar qué especies sobrevivirán por más tiempo en los muchos eones que están aún por venir. Hasta la fecha, los humanos hemos sido capaces de descifrar las estrategias de supervivencia de otras muchas especies y, por tanto, tendemos a pensar que las nuestras son más sofisticadas que las suyas, pero no hay forma de decirlo con seguridad. Sin embargo, puede decirse que los humanos han tenido gran éxito en sus esfuerzos por reproducirse, siendo capaces de resistir en los entornos más difíciles y duros del planeta y crecer hasta los más o menos nueve millardos de habitantes que se espera que lo ocupen en 2050. Su capacidad como especie para acomodar fines y medios de forma inteligente y, de paso, comunicar y transferir sus hallazgos a otros humanos por medio de programas y medios diversos parece haber resultado muy eficaz para este fin. Sin embargo, esos éxitos no han disuelto sus lazos con el resto de la biosfera. Las necesidades humanas son muy similares a las de otros seres vivos y, por mucho éxito que hayamos tenido como especie, en tanto que individuos tenemos un ciclo de vida limitado que se desarrolla con ritmos previsibles de nacimiento, crecimiento y desaparición. Al cabo, tras un ciclo mucho más largo, uno puede estar seguro de que la especie también se enfrentará con un destino semejante. En este sen-

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tido evolucionista, las expectativas de desarrollo sostenible acabarán por ser derrotadas, aunque sea imposible predecir cómo o cuándo. La gestión de recursos escasos es la clave de las estrategias de supervivencia para los humanos. Estos o, mejor, las diversas sociedades que conocemos han llegado hasta las nuestras bajo el peso de diversos grados de escasez de recursos que, para hacerlo aún más difícil, se han distribuido de forma desigual a lo largo del tiempo. En nuestra granja especial algunos animales son todavía más iguales que otros, a pesar de nuestra semejante dotación genética y similares disposiciones para la supervivencia. Incluso quienes mantienen la idea de que cazadores y recolectores vivían en una Arcadia feliz de la que fueron, lamentablemente, desalojados por la revolución neolítica, la industrialización y, en general, el productivismo (Clark, 2007; Fernández-Armesto, 2001, 2002; Harlan, 1992) no niegan las profundas diferencias existentes incluso en las más primitivas de las sociedades por lo que se refiere a la producción y el goce de los recursos. Sea como fuere, la producción y distribución de bienes ha sido y es aún hoy la mayor preocupación de los humanos, y el resto de su quehacer gira en torno a ella. La visión de Marx de que «no es la conciencia de los hombre lo que determina su existencia, sino su existencia en sociedad lo que determina su conciencia» (Marx, 1904: 27) subraya esa condición humana. La suya es, sin embargo, una de esas nociones que encierran una trampa bajo su aparente claridad. Sugestiva y exitosa como lo ha sido, la idea tiene su genealogía en una generación anterior de pensadores británicos, que incluye a Smith y a Hume, y no es particularmente marxista. La novedad de Marx fue hacerla dependiente de las luchas de clases. Salvo eso, una mayoría de economistas liberales se apuntan a ella aún hoy. En esta versión, la gestión de la escasez ha originado un amplio número de estrategias complejas —algunas de ellas pueden ser fácilmente atribuidas a su raíz económica; otras se han desconectado mucho más de ella— llamadas culturas y subculturas. El determinismo económico, empero, solo debe entenderse como un principio heurístico o una guía para la explicación, no como una solución que puede aplicarse a cualquier problema. Dar cuenta de sus manifestaciones no es asunto sencillo; de hecho, para algunas cosas tales como obras artísticas y literarias, a menudo parece una tarea imposible. Tómese, por ejemplo, la etapa Heian en Japón. Cómo, en el seno de una economía que todo lo más puede considerarse como ligeramente desarrollada (Sansom, 1999), pudo aparecer una cultura cortesana, indudablemente limitada a un estrecho grupo social —un 0,1 por ciento de los cinco millones de japoneses que vivían entonces (Morris, 1994)—, en la que las mujeres nobles gozaban del derecho de propiedad privada y un alto grado de libertad sexual, algunas de las cuales fueron nota-

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bles escritoras (Murasaki Shikibu y Sei Shonagon son solo los nombres mejor conocidos entre más de una docena) hoy reconocidas en el canon de la literatura universal, sigue siendo un secreto indescifrable para la mayoría de nosotros. La Vulgata marxista convirtió la subordinación de la mente a las exigencias del entorno en un par de conjuntos de infra y superestructuras a los que uno podía fácilmente asignar la totalidad de los fenómenos sociales. Bourdieu, entre otros, no dudaba en apuntar toda muestra de distinción (capital cultural y habitus) a la superestructura y, mediante este embeleco, se creía capaz de asignarlas a las fracciones y subfracciones de clase que poblaban su paisaje intelectual (1979). En el mundo de la teoría, uno preferiría que las cosas fuesen así de simples, pero cuando piensa en el disfrute de la vida, uno da gracias de que no sean así. La dificultad de aplicar la regla de la dependencia última de la economía a lo que realmente sucede no debería llevarnos a olvidar la necesidad del enfoque inicial. El principio cui prodest es fundamental en las novelas policíacas y en la vida social. Al límite, funciona mejor con su presencia que con su ausencia. La antropología cultural ha tratado a menudo de alterar este orden de factores, como si la única razón de la necesidad de comer fuera desencadenar nuestras funciones intelectuales. Así nos saca del zoológico evolucionista para reclinarnos en el sofá del psicoanalista. Desde Douglas (2003), y aun antes, desde el propio Boas (1962) hasta Lévi-Strauss (véase capítulo 3), Geertz (1973, 2000) y un largo etcétera, negar cualquier papel significativo de la economía en el desarrollo de la conducta humana se ha convertido en un lugar común. Los antropólogos culturales recuerdan las muchas áreas oscuras de la postura determinista y, al tiempo, crean muchas otras por su cuenta. Como trataremos de mostrar al analizar sus contribuciones al estudio del turismo (capítulos 4 y 5), los antropólogos culturales han creado fantasmagorías sin cuento. Similares razones deberían llevarnos a rehuir la seducción ecléctica. Los eclécticos tienen un serio problema: que serían unos cocineros lamentables. Como lo saben hasta los epicúreos amateurs, un plato delicioso no solo requiere buenos ingredientes, sino también un protocolo, es decir, recetas y técnicas que discriminan entre sabores y texturas. El eclecticismo, por su parte, funciona como lo peor de la cocina fusión, incapaz de separar lo crudo de lo cocido, mezclando miel y cenizas en infeliz confusión de proporciones y con un concepto desenvuelto de las relaciones entre el celo y el zen. Que los ingredientes tengan todos ellos un sabor propio no implica que cualquier mezcla de buenos sabores vaya a ser placentera para el paladar. Esta última nota parece tanto más urgente cuanto la multidisciplinariedad se ha convertido en la moda del día. Aquí no se pasará por eso. A la zaga de la regla determinista, la ciencia de la escasez, es decir, la economía, ayudada por la historia social, orientarán mucho

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de lo que a continuación se diga en punto a investigación turística. La antropología cultural no será bienvenida más que como un adorno solo a veces útil. Una dosis de modestia debería ser el segundo mandamiento heurístico. El determinismo requiere una seria determinación, no siempre controlable, de no caer en autoengaños. La subordinación de la cultura a la forma en que las sociedades se ganan la vida actúa de muchas formas inesperadas. De hecho, no hay huella humana que pueda controlar por completo el entorno. Hay muchas fuerzas naturales y sociales con una inclinación descortés a sembrar el caos entre nuestras expectativas más firmes. Como suelen decir los fondos de inversión, los resultados del pasado no garantizan la rentabilidad futura del fondo. El azar confunde a menudo nuestros mejores proyectos. A veces, nuestros actos mejor diseñados, al modificar el entorno, contribuyen a cambiar la forma en que este había operado hasta el momento. Muchas de nuestras acciones tienen consecuencias inesperadas pues desencadenan fuerzas que ni siquiera apreciamos cuando empezaron a aparecer. Cuando así sucede, nuestras armas intelectuales se quedan obsoletas y es necesario recomponerlas para afrontar la nueva situación. Hoy en día, el azar y las consecuencias inesperadas se esgrimen para mostrar la futilidad no ya de la ingeniería social, sino de los más humildes planes. Gray, por ejemplo, quiere sacarnos del sofá del psicoanalista para devolvernos a un zoológico muy peculiar (2002). Su sempiterno recordatorio de que no es posible discernir sentido alguno en la historia social y de que, a la postre, esta carece de él es recomendable. Sin embargo, precisamente porque los humanos participan en la gallina ciega de la evolución, como individuos y como especie, necesitan dar sentido a sus acciones y obrar con cierta consistencia. Eso es parte de su apuesta por la supervivencia. Cuando expresamos esta observación subidos a los zancos de la altisonancia solemos decir que nuestras acciones dan significado a la historia, pero esto no es más que retórica disfrazada de verdad. Nuestras acciones son a menudo contradictorias y suelen desatar cascadas de consecuencias inesperadas. Sin embargo, en la vida cotidiana o cuando nos vemos obligados a afrontar cambios en el entorno, habitualmente tenemos que usar reglas y propósitos para evitar las consecuencias que podrían derivarse de su ausencia. El azar estará siempre ahí, fruto como es de nuestra limitada condición humana. Aceptar su existencia y sus imprevisibles caprichos es buena cura para el dislate de que la historia humana ha sido de alguna manera preordenada por un diseñador inteligente, sea Dios, la Razón, la Historia, el Zeitgeist (espíritu de los tiempos), la Nación o cualquier otra de la miríada de ilusiones que continuamente acechan. Ninguna estrategia de supervivencia, ninguna cultura, puede

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aspirar a ser la definitiva. Diamond (1997) ilustró de forma medianamente convincente el papel del azar en el ascenso de la cultura occidental en los tiempos modernos. Algunas tendencias aisladas que habían empezado a actuar aquí y allá por caminos inesperados, de repente se fundieron para responder a determinados cambios en el entorno de las sociedades de Europa occidental y proveyeron un conjunto de técnicas (ciencia y tecnología; economías de mercado; democracia e imperio de la ley) que, una vez adoptadas, demostraron su utilidad (Landes, 1998). Podría haber sucedido así en otros lugares y en otro tiempo. Durante muchos siglos, los avances tecnológicos y la superior organización social de China parecían empujarla hacia la supremacía y a convertirla en el modelo a imitar, por ejemplo bajo las dinastías Tang o Ming (Ebrey, 1999; Fernandez-Armesto, 2001; Gascoigne, 2003). No fue así. La fortuna, empero, no actúa de cualquier manera; también conoce límites. Cuando nuevas técnicas y estrategias de supervivencia aumentan nuestras oportunidades, los humanos tendemos a usarlas una y otra vez. Una vez que modifican nuestro entorno, no es posible prescindir de ellas. Hay a quien parece lamentable que Colón o Vasco da Gama ampliaran los horizontes europeos en detrimento de las regiones «descubiertas», pero sus viajes no tienen vuelta atrás. El conjunto de técnicas al que llamamos modernidad podrá algún día llegar a su fin y ser reemplazado por otro más eficiente. Reverdeciendo ideas de Marx, Desai abogó por el óbito del capitalismo al tiempo que admitía de entrada la dificultad de prever la forma precisa en que el proceso podría acontecer (2002). Muchos de los rasgos de las sociedades actuales desaparecerán algún día de la misma forma en que aparecieron. Entretanto, actuar consistentemente bajo la premisa de que el mañana probablemente será similar al hoy resulta una estrategia de supervivencia eficaz. Completemos la sagrada Trimurti heurística (la trinidad hindú de Brahma el creador, Shiva el destructor y Vishnu el restaurador). Con lo que se ha dicho, cualquier lector avisado podría fácilmente adivinar el siguiente paso —no se dará aquí demasiado crédito al multiculturalismo—. Guste o no a quienes la menor mención de que no todas las estrategias de supervivencia o las culturas son igualmente efectivas, no es así. Tal y como se ha sugerido, durante muchos siglos China aventajaba a las demás culturas. Dejando a un lado preferencias por la otra vida y definiciones de la felicidad, si nos limitamos a este mundo sublunar, aun a falta de estadísticas precisas, los chinos del pasado parecen haber tenido mayor esperanza de vida y mejores condiciones de existencia que las gentes de otros lugares, incluyendo a las de la laguna mediterránea (Mote, 2003). Ibn Battuta alabó la seda y la cerámica chinas y apuntó que las gallinas del país eran más grandes que los gansos de casa (1929). Llegara o no Marco

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Polo hasta Catay o se limitara a contar lo que había oído, el papel moneda, el Gran Canal entre Beijing y Hangzhou, el uso del carbón o la eficiencia de los correos imperiales que tanto admiraba no eran caprichos de su imaginación. De haber sido miembros de un jurado, la mayoría de los humanos de aquel tiempo hubieran tenido a China por decididamente superior a cualquier otro país. Algo similar sucede con el peculiar complejo social al que llamamos modernidad —esa combinación de ciencia y tecnología, mercado e imperio de la ley—. Habrá quien piense que definir así la modernidad lleva a canonizar sub rosa a la cultura occidental. Están en su derecho, aunque no estén atinados. No tienen fácil demostrar la equivalencia, ni que la modernidad sea tan solo un accidente geográfico al oeste de China y Asia. Hacerlo así lleva a pensar la cultura occidental como una extensión del judeocristianismo. Sin embargo, la moderna noción de ciencia a la que habitualmente llamamos ciencia occidental tiene su origen en la nueva lectura de Aristóteles por Averroes, un árabe y un musulmán. Además, tampoco se somete de grado a las imposiciones religiosas. Ese amplio constructo social de la cultura judeocristiana incluye muchas aportaciones de subculturas politeístas del oeste o la idea de raciocinio defendida por la Ilustración, que llevó a sacar del cuadro la intervención divina en los asuntos de la naturaleza y de la sociedad, de la misma manera que había prescindido del cosmos cerrado de los griegos. La crítica bíblica iniciada por Renan, Loisy y otros es tan occidental como aquellas dos religiones monoteístas, lo que complica que la ciencia pueda convivir pacíficamente con ellas. ¿Qué decir del imperio de la ley y de la democracia? Una buena parte de la cultura occidental o, mejor, algunas de las subculturas y tradiciones políticas que a ella pertenecen han sido enemigos jurados de ambas. Hitler y Stalin son parte de la cultura occidental tanto como lo fueran Churchill y su afamado lechero británico. En los tiempos modernos, eso que llamamos la cultura occidental no ha sido otra cosa que, a veces literalmente, un campo de Agramante, una encrucijada de opciones intelectuales y morales. Meter a todas ellas en el mismo saco lleva a pensar que todos los gatos son pardos. A diferencia de la tradición occidental, la modernidad tiene un perfil definido. Ese es el perfil que ha sido sometido a una brutal cirugía por los pomos en las tres últimas décadas. A menudo presentan a la ciencia y la tecnología modernas como amenazas al desarrollo sostenible, cuando no como el peor de todos los males. Los mercados, dicen, convierten en mercancías las relaciones sociales; el imperio de la ley y la democracia se han usado a menudo para discriminar contra categorías sociales como las mujeres o las minorías de todo tipo. En la arena internacional, la modernidad ha contribuido a legitimar toda clase de empresas imperialistas y lo sigue haciendo.

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Curiosamente, esas críticas provienen de determinados grupos que viven dentro de las sociedades en donde la modernidad ha ido de suyo durante los dos últimos siglos, no de las supuestas sociedades sometidas. Gray (2002, 2003), entre otros, mantiene por ejemplo que la creciente globalización crea toda clase de amenazas. Con la ayuda del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, Estados Unidos ha tratado de organizar una misma clase de capitalismo en todo el mundo. Esto, arguye, aúna las ilusiones del XIX con la idea peculiar de que América tiene una misión universal. A Gray se le calienta la boca con lo de la vieja ilusión. El plan americano de globalizar todo no es más que otra ilusión monoteísta. Hasta la ciencia y la tecnología, dice, contribuyen a esta desnortada meta. Son altamente eficientes, pero existe el riesgo de que sus conquistas puedan ser utilizadas letalmente, pues nadie puede en realidad controlarlas cabalmente. Como los hermanos Marx en el Oeste, Gray, como los ludditas de antaño, echa más y más madera a su locomotora particular para hacer creer que no puede detenerse —nostalgia por los dulces tiempos de cazadores y recolectores que vivían en armonía con la naturaleza; desaparición de especies bajo la bota humana; cambios climáticos catastróficos; nuevas epidemias letales; y guerras crecientemente cruentas—. No hay mal que Gray no prediga. Puede que tenga razón, pero no es necesario tomar a las aves de mal agüero por todas las gallinas del corral. Malthus y sus tristes seguidores se han pasado los dos últimos siglos argumentando que ninguna de las cosas buenas que han pasado desde entonces iban a suceder o que el bienestar tenía que acabarse. Algún día acertarán, pues el mundo acabará por desaparecer. Pero cuando han tratado de afinar en su predicción del cuándo los malthusianos han tenido tanto éxito como los marxistas al anunciar el fin del capitalismo o las más 3080 profecías que anunciaron el fin del mundo para este año, el pasado o el antepasado (Daniels, 1999; McIver, 1999). La modernidad aún persiste y no por azar o conspiración dolosa, sino porque anima la imaginación y los deseos de millones. Cuando los estudiantes chinos empezaron su protesta en la plaza de Tiananmen, en abril de 1989, no parecían estar trabados por el rechazo a la libertad occidental y su Diosa de la Democracia trataba de recordar a la Estatua de la Libertad. El deseo de libertad no conoce barreras geográficas ni culturales y puede ser sentido por muchos en circunstancias muy diferentes. Cuando se hundió el imperio soviético, los europeos orientales mostraron un profundo deseo de implementar reformas de mercado y la democracia. Cuando los jóvenes asiáticos se gastan su dinero quieren comprar marcas reconocidas. Los mercados les parecen el mejor de los procedimientos para distribuir bienes y servicios escasos; las marcas les ayudan a

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orientarse en el mercado y a mostrar su pertenencia a tribus de consumidores extendidas por el mundo entero. Permítaseme volver sobre la corporalidad por un momento. Pese a mi edad actual, todavía he pasado más años de mi vida bajo la dictadura del general Franco, que había ganado la Guerra Civil un par de años antes de mi nacimiento. Durante esos años, un número creciente de españoles suspiraban por el día en que su país acabaría por tener una economía moderna y sistema pluralista a lo occidental. Incluso para quienes, como yo, militamos en la extrema izquierda, la llegada del socialismo que queríamos se definía en términos muy similares a una democracia jeffersoniana tocada por la varita mágica de la igualdad. Todos los anteriores y otros muchos han pensado que la modernidad ofrece más opciones para más gente que cualquier otra combinación conocida. ¿Estaban, estábamos, tan equivocados? Me resulta imposible defender la afirmativa. Uno comprende que algunos colegas puedan compartir lo que Swain ha llamado «Culpa Colectiva Colonial». De hecho, demasiados crímenes se han cometido bajo la bandera de la modernidad. Swain se flagela por la forma en que «yo me presentaba, hablaba y actuaba. Yo llevo sobre mí demasiados símbolos del imperialismo que no puedo esconder. De entrada soy blanca» (2005: 83). Todo el mundo tiene derecho a sus sentimientos, pero cuando se los quiere convertir en normas de conducta pública la cosa se complica. No hay razones decisivas para adoptar esta nueva forma de culpabilidad por asociación. Que alguien pueda creerse imperialista justo porque sea blanco, heterosexual o porque fue concebido en el lado equivocado de su ciudad desafía toda lógica. Es la biología como destino, lo que refleja palabra por palabra lo que los auténticos imperialistas decían a favor de su derecho. Más aún, convierte a los pueblos dominados en cómplices de su dominación. Este tipo de razonamiento se ajusta como anillo al dedo con la práctica de los nazis, del estalinismo y del maoísmo, de Pol Pot, el hermano número uno. Un rápido repaso a alguna ficción (Gao, 2002; Ha, 2004) y no ficción (Chang, 1991; Overy, 2004) recientes que tratan de esos regímenes muestra que la culpabilidad por asociación fue uno de sus principales crímenes. Afortunadamente, ese expediente no puede ampararse bajo la tradición democrática, una de las razones por las que las sociedades que no gozan de sus beneficios sueñan con ella. Los pomos prefieren sentarse entre querubines, serafines y potestades. No es que disculpen nada de lo anterior, pero inmediatamente recuerdan que otro mundo es posible y se encuentra más allá de las sociedades totalitarias y de una modernidad basada en la normalización represiva. Como bien sabía Kant, sus veinte táleros virtuales parecen exactamente iguales que los de curso legal en todo menos en su existencia. Nunca sabemos dónde está esta tierra del Preste

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Juan en la que creen, ni nos dicen cómo llegar a ella. Por el contrario, nuestras sociedades políticas modernas han mostrado sorprendente capacidad de adaptación para integrar la mayoría de las demandas de numerosos grupos sociales que habían sido dejados a un lado de la corriente principal. No hay razones para creer que esa flexibilidad no pueda renovarse. Esos son los parámetros con los que aquí se ha tratado de construir y explicar los tipos ideales de modernidad y sociedad de masas. Una advertencia final antes de partir hacia la investigación turística. Por todas las razones mencionadas, debemos ser enormemente modestos respecto de nuestro campo de trabajo. Sea o no la mayor industria existente, el turismo carece de virtudes catárticas. Es una parte importante de la vida en las sociedades de masas y en el sistema capitalista actual. Nada más que eso. Ofrece a crecientes números de gente opciones para su esparcimiento, ayudándoles así a «construir» su felicidad. Para muchos de sus proveedores, la búsqueda de la felicidad también es algo importante que les depara nuevas oportunidades de mejorar sus beneficios de todo tipo, como también las ofrece a las comunidades locales y a las sociedades que se benefician del turismo aun en variadas y no menos discutidas formas. Siendo internacional en parte, este aspecto del turismo crea interacciones entre miembros de culturas distintas. Incluso en casa, los turistas domésticos, habitualmente más urbanizados y adinerados que los proveedores locales, entran a menudo en contradicción con los estilos de vida de estos últimos. Sin duda, bajo todas sus formas, el turismo aumenta el intercambio cultural. Para bien o para mal, esto es tan solo una parte de su dinámica y no la más decisiva. La globalización, por ejemplo, no se debe al turismo. Funciona con mayor velocidad y por sus propios medios. Fuerzas económicas, procesos políticos, los medios de comunicación masiva (desde las películas hasta la televisión e internet) contribuyen más al bienestar o la pobreza de las naciones. Aun donde el turismo internacional es prácticamente inexistente, las radios, la tele por satélite y las redes sociales de internet a las que se entre por el móvil o las computadoras comunales actúan de forma imprevisible sobre la vida de la gente. El proverbial grano de sal que debemos poner en nuestras propias fantasías de estudiosos se torna menester, una vez más, tanto en la investigación turística como en otras muchas tareas científicas.

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2. El sistema turístico global

Introducción Es sorprendente lo poco que sabemos sobre la estructura del sistema turístico global. Habitualmente pensamos que existe algo parecido a un sistema. Además, damos por sentado que ese algo es muy grande. Para mostrar cuán grande es solemos referirnos a las bases de datos UNWTO (Organización Mundial del Turismo, UNWTO por sus siglas en inglés). Dada la escasez de otros recursos, esas estadísticas, que recogen una ya larga serie temporal de llegadas turísticas internacionales y entradas por divisas, nos inclinan a cometer el error de tomar la parte por el todo. Vistas en detalle, sin embargo, esas series de turismo internacional no ofrecen demasiada base para mantener exageradas ideas sobre que el turismo es la industria global por excelencia y que el TMM es uno de los motores de la globalización. Menos aún que el turismo internacional solo se orienta en un único sentido de explotación del sur por el norte. Ni los flujos de turistas internacionales ni el monto de las entradas por divisas permiten sacar conclusiones semejantes. Las llegadas internacionales en 2009 fueron ochocientos ochenta millones. Con una población mundial de 6,7 millardos, solo una persona de cada ocho (12 por ciento del total) viajó a un país distinto. Si uno considera que algunas de esas personas viajaron más de una vez en ese año y que muchas de ellas cruzaron diferentes fronteras en un mismo viaje y, por ende, fueron contadas varias veces, la proporción disminuye. Si el pronóstico de doblar ese número en 2020 se cumple, lo que parece posible, el porcentaje de turistas internacionales llegará al 20 por ciento de una población mundial de siete millardos. En 2008 las entradas por divisas llegaron a 944 millardos de dólares, menos del 1 por ciento del PNB mundial de ese año. Con semejantes fundamentos es difícil argumentar que el turismo es la verdadera industria, y eso en el caso en que consideremos que es una, lo que tampoco está tan claro (Leiper, 2007).

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Intuitivamente sabemos que el número de turistas es mucho mayor una vez se suma el turismo doméstico y que el dinero generado por los viajes domésticos y al exterior excede con mucho esa cantidad. Sin embargo, se ha convertido en un hábito bien enraizado afirmar que el turismo internacional es una representación del todo. No habría espacio en un solo libro para citar las numerosísimas veces en que ese tropo se ha producido. Solo un ejemplo. Como ya se ha mencionado, la ISA (International Sociological Association) tiene un solo comité de investigación que se ocupe del turismo y aparece bajo la etiqueta Turismo Internacional (ISA, 2005). Ese comité tan solo ha empezado a tener en cuenta el turismo doméstico en los últimos años (Jaipur, 2009). Hasta entonces se hubiera dicho que ese tipo de turismo carecía de interés o que no ponía en marcha dinámicas dignas de mención. La investigación turística paga un alto precio por esta ilusión metonímica. Algunas de sus consecuencias son triviales y hasta ridículas; otras, muy serias. Veamos algunas de las primeras. Tan pronto como se habla de turismo internacional, las naciones se convierten en personajes clave y su lugar en el ranking mundial de destinos turísticos se convierte en un reñidero de pasiones nacionalistas y el prestigio se mide por el número de visitantes internacionales. Los esfuerzos de algunos países por inflar su número de llegadas son bien conocidos. En los sesenta y los setenta, España, a la sazón bajo la dictadura del general Franco, esgrimía abiertamente esos números como fruto de una legitimidad política de la que carecía (Pack, 2004). Una vez que el país se dotó de una estructura democrática, las llegadas internacionales se desplegaban como muestra de la aprobación suscitada por el nuevo curso y el deseo de inflar los números permaneció. Francia es otro caso bien conocido. En 1989, como tributo en el bicentenario de su Revolución, el país decidió reorganizar sus estadísticas y, de repente, los números que previamente la relegaban a un segundo plano sobrepasaron a los de sus competidores de un solo golpe. Una vez que Francia se hizo con una ventaja del 30 por ciento sobre su inmediato seguidor, se convirtió en el primer destino mundial. Ahí ha estado desde entonces. No parece importar que los prestigiosos números de llegadas internacionales no suelan ir acompañados de un aumento similar en los gastos que se realizan. Según UNWTO (2006b), en 2004, Francia tuvo 71,4 millones de llegadas internacionales y obtuvo 40,8 millardos de dólares en ingresos, lo que representa un gasto medio por turista de 543 dólares. Para España, los números respectivos fueron 52,4 millones de llegadas internacionales, 45,2 millardos de dólares en entradas y 863 dólares de gasto por persona. Cuando se compara a ambos países con el resto de los diez primeros destinos mundiales (cuadro 2.1), Francia quedaba en el último lugar en gasto por turista internacional y España ocupaba el puesto número 7.

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Cuadro 2.1. Gastos por visitante en principales destinos

Australia Estados Unidos Alemania Reino Unido Italia Turquía España Austria China Francia

INGRESOS (millardos de dólares)

VISITANTES (millones)

DÓLARES POR VISITANTE

13,6 74,5 27,7 28,2 35,7 15,9 45,2 15,3 25,7 40,8

4,7 46,1 20,1 27,8 37,1 16,8 52,4 19,4 41,8 75.1

2.894 1.616 1.378 1.014 962 946 863 789 615 543

Fuente: Autor sobre UNWTO (2006d).

Así pues, si en vez del palmarés de llegadas internacionales se ordenan los destinos por su rendimiento económico (definido en dólares por persona), los dos países a la cabeza del éxito en llegadas internacionales eran rápidamente sobrepasados por destinos tan variados como Estados Unidos, Australia, Camboya, Dinamarca, Panamá, India y otros muchos pesos medios. Aunque son los ejemplos más sobresalientes de esta comedia, Francia y España no son los únicos países que recurren a esta contabilidad creativa. Otros aspectos de la ilusión metonímica son menos divertidos. La obsesión por los datos internacionales al definir el turismo global lleva a menudo a verlo como una de las fuerzas, quizá la fundamental, del proceso de globalización y recibe por ende todas las críticas por los efectos dañinos de esta última. Buena parte de la literatura de turismo sobre la globalización la ve de acuerdo con la falsilla proporcionada en la enciclopedia más conocida sobre este asunto (Jafari, 2000). La globalización, se nos dice allí, supone un nuevo estadio en el desarrollo del capitalismo que, a renglón seguido, viene identificado como neoliberalismo. Este proceso afecta a todos y cada uno de los componentes de la actividad económica y se mantiene sobre la merma del poder económico de los Estados nacionales y el ascenso de las corporaciones internacionales. La globalización ha influido profundamente al turismo. Mientras que los viajes han gozado desde hace tiempo de una demanda global, los nuevos desarrollos han desatado una oferta global de servicios de turismo provistos por firmas multinacionales, desde aerolíneas a operadores mayoristas, desde cadenas hoteleras a restaurantes de comida rápida. Si se añade la política de liberalización a ultranza y el laxo con-

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trol sobre la entrada de divisas, la nueva cadena de oferta priva a las comunidades locales de la mayoría de sus beneficios económicos por el juego de las pérdidas (leakages) y de bajos multiplicadores. Por su parte, los empresarios de los países desarrollados carecen de los medios necesarios para pagar los altos costes de entrada y evitar semejantes consecuencias (Wilkinson, 2000). Esta narrativa ha sido adoptada sin mayores críticas por buena parte de los autores (Boniface y Cooper, 2005; Hall, 2006; Harrison, 2001; Nash, 1996; Oakes, 1995, 1996). La noción no es demasiado sostenible. Puede que haya un número creciente de firmas multinacionales en el mundo del turismo, pero las pequeñas y medianas empresas las exceden con mucho (Smith, 2005), lo que muestra que las primeras no controlan por completo el sistema y que los costes de entrada para los empresarios locales no son tan prohibitivos como dicen tantos autores con escasas pruebas. Aún más importante, la competencia entre las multinacionales es feroz. Es difícil creer, por ejemplo, que no se da entre las más de seiscientas aerolíneas miembros de IATA (International Air Transport Association) o que las grandes cadenas hoteleras no compiten entre sí (Travel Images, 2009). Las «fugas» del circuito económico local no solo afectan a los países de la llamada periferia del placer (Aramberri, 2005). La globalización no es tampoco un camino de sentido único y también suscita cambios en la estructura internacional del sistema capitalista, como lo prueba el ascenso creciente de muchos países asiáticos, con China en cabeza de la lista (Bhagwati, 2004). Tampoco hace crecer la pobreza mundial, más bien lo contrario (Barro y Sala i Martín, 1995). El asunto más interesante se halla en otra parte. ¿Cuál es el lugar en esta cadena del turismo doméstico en donde, por definición, no hay transacciones internacionales entre las partes? ¿Qué decir sobre los intercambios culturales extremos; se dan al modo en que lo quiere la literatura dominante o entre países más o menos iguales en poder y que comparten un fondo cultural común? Por ejemplo, uno de los más llamativos procesos de desarrollo en la industria turística ha sido el crecimiento del este asiático. Page (2001: 87) ha apuntado que los antiguos ejes de vuelo que iban de oeste a este entre esa zona y Europa han sido reemplazados por otro norte/sur, como consecuencia de los números crecientes de turistas intrarregionales de Japón, Corea, Taiwán y, más recientemente, China, que han transformado el paisaje turístico de la región. Esta realidad ha sido reconocida en el cambio de prioridades de muchas agencias nacionales de turismo que operan en ese área. Mientras que en el pasado Europa y Estados Unidos eran sus mercados principales, hoy muchas de ellas ponen a Japón, Australia, Nueva Zelanda, Hong Kong y Taiwán a la cabeza de la lista (Hall y Page, 2000: 24). Raguraman apunta que el rezago de India en punto a turismo internacional se debe a una equivocada distribución de sus prioridades

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(1998). Similares reflexiones pueden hacerse igualmente en el caso de muchos países de Europa oriental, que han encontrado en el tráfico doméstico e intrarregional uno de los pilares de sus nacientes industrias turísticas. Pero esos asuntos no suelen ser objeto de la reflexión de los estudiosos La imaginación posromántica puede desatarse cuando de esta manera se olvidan estas consideraciones económicas como resultado de la metonimia fundamental ya aludida que reduce el turismo a su componente internacional. Desde el totémico libro de los setenta (Smith, 1977) sobre la antropología del turismo, se ha convertido en sabiduría convencional que la dinámica del turismo lleva a la comodificación (Turner y Ash, 1975; Berghoff, 2002; Shaw y Williams, 2002), pérdida de identidad de las culturas locales (Burns, 2006), amenazas a los derechos indígenas (Butler y Hinch, 2007; Higgins-Desbiolles, 2007; Johnston, 2006), complicidad con la hegemonía occidental (Pussard, 2005), aumento de los efectos negativos de la globalización (Richter, 2007) y a ser una irresistible fuerza de pérdida de importancia de los países sometidos (Morgan y Pritchard, 1998). TMM se ha convertido así en el sospechoso habitual de toda clase de crímenes o faltas, con la única excepción de los de parricidio y buen gusto. Uno se pregunta, empero, cómo todo esto puede ser dado por bueno sin pruebas. ¿Puede el turismo soportar tanto entusiasmo crítico? ¿Puede ser en verdad la causa de tantos males? En realidad, si uno se toma un poco de tiempo para investigar su estructura interna, la mayoría de esos vuelos de la imaginación se diluyen como lo que son, puras emisiones de voz mayormente vacías de contenido.

Pobres fundamentos La mayoría de las discusiones sobre TMM se apoya en la información de dos bases de datos UNWTO, especialmente en la dedicada a llegadas internacionales. Esta base de datos tiene una serie de debilidades de las que deberíamos ser conscientes. Para empezar, depende de los datos recogidos por los gobiernos que pertenecen a la organización y las técnicas de recogida de muchos de ellos dejan bastante que desear. Más importante: solo recogen datos del turismo internacional, es decir, viajes que incluyen cruce de fronteras, y eso está muy lejos del número real de personas que abandonan su lugar habitual de residencia por un período de más de veinticuatro horas y menos de un año (que es la base de la definición estadística del turista). De esta forma, la base UNWTO arrumba los viajes de residentes dentro de su propio país, algo conocido como turismo

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doméstico. Eso no importaría demasiado si no fuera por el hecho de que otras fuentes de datos sobre turismo doméstico son muy limitadas y, en consecuencia, los investigadores tienden a evitar su discusión. De esta forma, como se ha dicho repetidamente, el turismo internacional se convierte en la definición taquigrafiada del propio TMM. Adicionalmente, va de suyo que el número de turistas internacionales tenderá a ser más alto en aquellas regiones del mundo que están densamente pobladas y, al tiempo, cobijan a una gran cantidad de pequeños y medianos Estados. Incluso si sus habitantes no tuvieran un alto grado de renta disponible, Europa seguiría inundando las estadísticas internacionales, como de hecho sucede. Un viajero que vaya en coche desde Nueva York a Washington por un fin de semana largo no aparece en ninguna estadística. La misma persona que viaje en coche por el mismo tiempo desde La Haya (en Holanda) a París (en Francia), más o menos la misma distancia, y pare una noche en Bélgica a la ida y a la vuelta, será contado como cuatro llegadas internacionales (dos veces en Bélgica, una en Francia y otra en Holanda). Si el turista se desplaza con su familia, en total cuatro personas, habrá que contabilizar dieciséis llegadas en la lista por ninguna durante el desplazamiento en Estados Unidos. No sorprende que la cuota de Europa en el mercado turístico global se haya mantenido por encima de 50 por ciento año tras año. Un rápido experimento mental ilustra la situación aún mejor. Algún día de un futuro que no debería ser muy distante, la Unión Europea puede convertirse en una única entidad política cuyos ciudadanos no tendrían que cruzar fronteras cuando viajasen desde, digamos, Alemania a Grecia o desde España a Suecia. Si así fuera, las estadísticas de turismo internacional registrarían un fuerte movimiento sísmico. En 2009, el número de turistas internacionales se hubiese partido por la mitad. Si el turismo fuera tan solo el internacional, esto representaría una seria catástrofe. ¿Sería correcta esta conclusión? ¿Habría sufrido la industria un golpe mortal? La respuesta —por supuesto que no— se le alcanza a cualquiera. La cuestión, empero, no es trivial. La costumbre de identificar turismo y turismo internacional está tan extendida que reduce nuestras perspectivas teóricas y fomenta la aparición de hipótesis seriamente erradas, algunas de las cuales se han mencionado ya. Si todos los turistas fueran americanos en ruta a Polinesia o europeos que viajan a Sudáfrica, es decir, turismo internacional de larga distancia, uno podría encontrar un ápice de apoyo para mantener que el turismo produce esos intercambios culturales desiguales de los que tanto se habla o que estos son la esencia del turismo. Sin embargo, los mayores flujos de turismo no van en esas direcciones.

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De creerlo así, los relativamente pocos millones de turistas intercontinentales serían más importantes que los 1,7 millardos de turistas domésticos generados por China en 2007 (CNTO, 2010), o los dos millardos de viajes de ocio que se pagaron los americanos dentro de Estados Unidos en 2006 (US Census Bureau, 2010). Cualquiera de esos dos flujos implica mucho mayores números que los de sus colegas internacionales, pero la investigación teórica sobre la compleja dinámica que TMM genera permanece firmemente varada en los de estos últimos y tiende a ignorar a los primeros. Cuando se habla, por ejemplo, de la contribución de TMM a la globalización, semejantes prejuicios no hacen sino estorbar, no solo porque sus conclusiones sean demasiado generales, sino porque no lo son bastante. De hecho, el sistema turístico global tiene una estructura diferente y mucho más intrincada de cuanto esa metonimia permite creerlo. Si queremos entender el desarrollo actual o futuro de TMM parece obligatorio redimensionar todo el fenómeno, y para ello tenemos que clasificar de otra forma su estructura presente antes de considerar su importancia como fuerza globalizadora.

Cómo clasificar el sistema turístico global El de globalización es un concepto sumamente huidizo y, por su uso indiscriminado, se hace aún más así día tras día. En lo que sigue trataremos de definirlo de forma más estricta. En términos económicos, globalización puede definirse como un proceso de integración económica internacional creciente que reduce las barreras naturales y creadas por los humanos al comercio y otros intercambios y aumenta los flujos internacionales de capital y trabajo (Wolf, 2006: 15). Tal impulso integrador nunca será completo, es decir, nunca llegará a un estadio donde los costes transaccionales sean cero, porque la actividad económica se despliega en el espacio e implica la necesidad de transporte. En cualquier caso, la globalización hace retroceder continuamente esas barreras, crea mayor interdependencia entre pueblos y países y reduce la posibilidad de que se den desarrollos unilaterales o autárquicos. Lo que empezó hace muchos siglos con los primeros comerciantes ha acabado por convertirse en un tinglado donde la división del trabajo internacional crece junto con la producción global de bienes y servicios. Así pues, la globalización marchará mucho más rápida —algo que conviene subrayar con firmeza— allí donde los flujos internacionales promueven el intercambio de bienes progresivamente intangibles, los primeros de ellos los informáticos. Por otro lado, cuando, como sucede con el turismo, la globaliza-

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ción requiere desplazamientos físicos como uno de sus componentes, esta irá a la zaga de otros sectores globalizadores. Por importante que sea la dinámica económica o de otra clase desatada por el turismo, su papel integrador y su velocidad de integración no pueden compararse con los de las finanzas, la banca, las películas, la televisión o internet. Así pues, en lo que sigue se irá a la contra de la idea de que el turismo ha alcanzado un alto grado de globalización. Pese a ser una actividad que aparece en todo el mundo, dista bastante de ser global. Las Cuentas Satélites de Turismo (CST o TSA en inglés), que elabora el Consejo Mundial de Turismo y Viajes (WTTC), ofrecen bastante apoyo a esta perspectiva (2006b). No suelen ser citadas a menudo por los investigadores, tal vez porque no tienen el grado de depuración que los estadísticos suelen requerir. Sin duda, los datos WTTC sorprenden a veces. Tómese la exagerada participación de Birmania/Myanmar en el sistema TMM. En 2004, WTTC situaba al país en el número 11 entre otros 174 por el gasto de sus nacionales en viajes personales (viajes que no son de negocios o gastos gubernamentales para el mantenimiento de atracciones turísticas), en el número 19 por demanda total y en el número 12 por el tamaño de su industria turística, cosas todas ellas que parecen altamente improbables. Sin embargo, esas sorpresas no desacreditan necesariamente el cuadro de conjunto proporcionado por las TSA, que parece mucho más digno de confianza. Así pues, la escasa atención que les prestan los investigadores turísticos resulta sorprendente cuando se considera que esa organización cuenta entre sus miembros a muchas de las grandes compañías internacionales de turismo y viajes (líneas aéreas, cadenas hoteleras, operadores mayoristas, servicios financieros, consultoras y centros de investigación). Sin duda, WTTC defiende sus intereses, pero no es menos cierto que esas corporaciones toman decisiones multimillonarias todos los años y uno piensa que, en su trabajo, las TSA deben ayudarles en esos menesteres. Esa sería una buena razón para que las usasen los académicos. Si son de confianza, las TSA de WTTC pueden ayudarnos a ampliar nuestra perspectiva más allá de los esqueléticos datos UNWTO sobre turismo internacional y a evitar las trampas metonímicas que estos últimos fomentan. Nuestra visión de la estructura del turismo internacional mejoraría. Las TSA no enfocan la conducta viajera internacional de los individuos, sino que miden la contribución financiera del turismo a la economía mundial o a la de algunas regiones o países. La discusión de su metodología puede encontrarse en la página web de la organización (WTTC/OEF, 2006), así que aquí no entraremos en este peliagudo asunto. En lo que sigue, las TSA se aceptarán con la misma fe del carbonero con la que nos aplicamos a los datos UNWTO y se

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usarán como una herramienta valiosa que ha sido mejorada considerablemente desde los tiempos en que empezaron a publicarse. En 2004, WTTC/TSA ofrecían datos sobre la actividad turística en 174 países y territorios. Como se ha dicho, el turismo se practica en todo el Globo. Sin embargo, eso no significa que sea una actividad global en el sentido apuntado de mayor integración en la economía internacional. Muchos habitantes del planeta pueden gozar de TMM sin que eso signifique que este se haya convertido en un fenómeno global, pues los residentes que viajan permanecen mayormente dentro de las fronteras propias; la industria es básicamente local; y las inversiones de capital o los trabajadores no son mayormente extranjeros. Eso es justamente lo que sucede en el turismo actual, cuyos componentes globales son más bien limitados. Al menos, lo son si se pone en relación su PIB (Producto Interior Bruto) y la parte que se atribuye a la economía en ese dato. Podemos encontrarla cruzando datos WTTC y del Banco Mundial. Eso puede hacerse por dos caminos diferentes, bien midiendo lo que WTTC llama «Demanda T&T (turismo y viajes), es decir, la agregación de todos los gastos nominales, directos e indirectos, en la economía residente comparados con el PIB», o podemos hacerlo usando el llamado «Consumo T&T», que solo considera los gastos hechos por o en beneficio de los turistas, nacionales o extranjeros, en el seno de la economía residente. En breve, el Consumo Turístico solo se ocupa de la dinámica directa generada por el turismo en una economía dada, en tanto que la Demanda Turística incluye tanto la dinámica directa como la indirecta. Ambos muestran resultados similares en porcentaje, pero aquí usaremos el primero y más limitado porque parece estar más cercano a los movimientos reales de la gente y deja a un lado otros elementos como inversiones en infraestructuras, gastos de promoción y exportaciones relacionadas con ellos que, importantes como de hecho lo son, imponen una cierta distancia conceptual sobre la conducta turística específica. En 2004, el PIB de los 155 países y territorios para los que se pueden encontrar datos en ambas bases de datos de WTTC y del Banco Mundial (World Bank, 2006) alcanzó 40,7 billones de dólares a precios corrientes. El Consumo Turístico mundial en ese mismo año subió a 3,9 billones de dólares, es decir, alrededor del 10 por ciento del PIB mundial. La contribución media del turismo a las economías nacionales fue del 12,5 por ciento. Parece una proporción elevada, y así debe anotarse, pero esos son los datos que resultan de la investigación TSA de WTTC. Incluso si fuesen menores, tomados en conjunto, esos datos no dejan de presentar rasgos interesantes que permiten un intento de elaborar una clasificación inicial de los diferentes componentes del sistema turístico combinando su estadio de desarrollo económico (desarrollados, en de-

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sarrollo o menos desarrollados, conocidos como LDC —Less Developed Countries— por sus siglas en inglés) con la investigación TSA del impacto del turismo en sus economías nacionales (cuadro 2.2). De esta forma aparecen tres grupos principales.

Cuadro 2.2. Clasificación del sistema turístico global (2004) PAÍSES

Productores de cabecera Destinos exitosos a) Desarrollados b) Estrellas en ascenso c) Sin tendencia Destinos atrasados

NÚMERO

26 67 37 11 19 62

NOTAS

18 superiores con un consumo T&T >25% PIB Consumo T/T entre 18-8% PIB PIB alto. Economías diversificadas Países en proceso de crecimiento rápido Economías de muy distinto tipo T&T <8% PIB (47 <6,5% PIB)

Fuente: Autor sobre WTTC (2006c).

El primer grupo está constituido por los que llamaremos productores de cabecera. Son un total de veintiséis países y territorios donde el turismo tiene una alta contribución al PIB. Tras ellos, el resto puede dividirse en otras dos categorías. La primera (destinos exitosos) cubre 67 países y va desde la primera nación industrializada que aparece en el palmarés (Austria, con el número 27 total y una contribución del turismo al PIB del 18 por ciento) hasta Japón (número 94, con una contribución turística al PIB del 8 por ciento). El tercer grupo (destinos atrasados) incluye países con una contribución turística por debajo del 8 por ciento del PIB. En total, se trata de 62 países cuya ratio para la mayoría (47 países) es igual o inferior al 6,5 por ciento. En esta clasificación aparecen algunos rasgos notables. Empecemos con los veintiséis productores de cabecera (cuadro 2.3), justo antes de que aparezca el primer país desarrollado. Una vez más, conviene apuntar algunas sorpresas en este grupo: Birmania/Myanmar, Jordania y Siria, que intuitivamente uno tendería a pensar que no deberían estar aquí. El caso de Bahrein, por el contrario, no es sorprendente porque la isla ha tenido un desarrollo turístico notable (proveniente en gran medida de Arabia Saudita) en los últimos años. La mayoría de los países de este grupo comparten los rasgos siguientes: — Islas pequeñas, archipiélagos o territorios reducidos. — Países poco desarrollados (LDC). — Bajo PIB en términos absolutos.

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— Economías escasamente diversificadas. — Débil demanda interior. — Cercanos a importantes mercados generadores o con gran popularidad en algunos de ellos (por ejemplo, las Maldivas en Alemania y Francia). El segundo grupo incluye a los que llamamos destinos exitosos. En él se encuentran, entre otros, todos los países desarrollados a excepción de Corea del Sur, cuya contribución turística al PIB está por debajo del 6 por ciento. Este segundo grupo es mucho menos homogéneo que el de los productores de cabecera. Dentro de él se hallan tres subgrupos (cuadro 2.3): 32 países desarrollados, más otros cinco países europeos cercanos a convertirse en países desarrollados; once países estrella que ya se han convertido en importantes destinos internacionales, y un resto de otros diecinueve en los que no se puede hablar fácilmente de que muestren una tendencia concreta. Los rasgos comunes al grupo de países desarrollados son: — Países grandes o de tamaño medio (con excepciones como Hong Kong y Singapur). — Países desarrollados o cercanos a ello. — Economías altamente diversificadas con un importante sector turístico. — Activa demanda interna. — En muchos casos su consumo turístico excede del 10 por ciento del PIB. Solo siete están por debajo de esa marca. — Son al tiempo importantes generadores de turismo y los principales destinos del mundo, marcados por un fuerte tráfico mutuo. Los miembros del segundo subgrupo o estrellas en desarrollo (cuadro 2.3) también tienen algunos rasgos en común: — Países continentales. — En rápido desarrollo. — Economías crecientemente diversificadas donde el turismo se ha convertido en un ingrediente clave. — Han alcanzado el estrellato durante los últimos veinte años. — Cercanos a mercados generadores clave (Túnez, Marruecos, Egipto y Turquía, a Europa; Costa Rica, a Estados Unidos y Canadá; Tailandia, Malasia, Camboya e Indonesia, a Asia nororiental y Australia), con las únicas excepciones de Senegal y Kenia.

42,6 Suiza

41,2 España

40,7 Grecia

30,7 Hong Kong

Santa Lucía

Vanuatu

Barbados

San Vicente

10,5

Belice

20,3 Suecia

10,6

10,7

10,9

11,4

República Dominicana 21,9 Finlandia

22,5 Luxemburgo

Croacia

11,2

25,4 Australia

22,7 Hungría

Gambia

Saint Kitts y Nevis

Dominica

11,3

26,4 Singapur

25,9 Holanda

Fidji

11,7 11,5

27,4 Eslovenia

27,1 Dinamarca

Chipre

12,1

12,1

12,3 Indonesia

12,6 Camboya

12,7 Senegal

13,5 Turquía

14,4 Kenia

15,6 Egipto

16,0 Malasia

16,9 Costa Rica

17,0 Marruecos

17,1 Tailandia

18,2 Túnez

Malta

27,8 Francia

27,7 Italia

28,0 Reino Unido

Jamaica

Zimbabwe

28,7 Nueva Zelanda

Birmania

Cabo Verde

30,5 Bélgica

Granada

y las Granadinas

53,8 Islandia

50,2 Portugal

55,3 Estonia

Antigua y Barbuda

Seychelles

62,1 Austria

Maldivas

% Países

SIN TENDENCIA % Países

8-6,6%

Laos

Nepal

Kuwait

Panamá

Tanzania

Namibia

Sri Lanka

Tonga

Gabón

Honduras

Islas Salomón

8,0 Qatar

8,8 Uganda

8,9 Surinam

9,1 Ghana

10,4 Comoros

11,1 Guayana

12,1 Ucrania

12,5 Albania

13,6 Líbano

14,2 Kiribati

8,8 Bolivia

8,9 Macedonia

9,8 Costa de Marfil

10,1 Mali

10,2 Letonia

<6,5%

6,5

%

7,1 Zambia

7,1 Brasil

7,2 Paraguay

7,2 Haití

7,3 Colombia

7,5 Níger

7,5 Argentina

7,6 República de Corea

7,7 China

7,7 Irán

7,7 Ecuador

7,8 Guatemala

7,8 Omán

7,8 Benín

6,7 Sierra Leona

6,7 Guinea

6,7 Venezuela

6,8 Togo

4,8

4,9

4,9

4,9

6,8 Rep. Dem. del Congo 5,0

5,1

5,1

5,3

5,3

5,5

5,6

5,6

5,7

5,7

5,9

6,1

6,1

6,3

6,3

6,4

7,0 República del Congo 6,4

8,0 Sudáfrica

% Países

10,3 Santo Tomé y Príncipe 7,1 Chile

10,3 Burundi

10,4 Eslovaquia

10,7 Perú

10,8 Rep. Central Africana

11,3 Lesotho

11,6 Vietnam

11,9 Botswana

12,0 Ruanda

12,0 Federación Rusa

12,0 Etiopía

14,0 Malawi

14,3 Belarus

14,4 Filipinas

15,7 Nicaragua

15,7 Trinidad y Tobago

15,4 Papúa-Nueva Guinea 15,8 El Salvador

% Países

DESTINOS ATRASADOS

14:38

Bahamas

% Países

ESTRELLAS EN ASCENSO

DESTINOS DE ÉXITO

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Países

PAÍSES DESARROLLADOS

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PRODUCTORES DE CABECERA

Cuadro 2.3. El sistema turístico global (2004)

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8,8 8,2 8,1 8,0

Irlanda

Lituania

Polonia

Japón

E. Árabes Unidos

Uruguay

Madagascar

% Países

SIN TENDENCIA

8,0

8,6 México

8,7 Swazilandia

% Países

8-6,6%

2,7

2,2

Angola

3,0

2,4

3,3 Chad

Sudán

3,3 Nigeria

Argelia

3,4 Bangladesh

3,4

3,8

4,0

4,1

4,2

4,3

4,3

4,6

4,7

%

Libia

Arabia Saudí

India

Bosnia-Herzegovina

Pakistán

Rumanía

Yemen

Yugoslavia FR

6,6 Burkina Faso

6,7 Camerún

% Países

<6,5%

Fuente: Autor sobre WTTC (2006c) y World Bank (2006).

Porcentajes obtenidos dividiendo lo que WTTC/OEF (2006) llama Consumon T/T 2004 (incluye T/T Personaly de Negocios, T&T y Visitor Exports) por los datos de PIB del World Bank 2004.

9,3

9,4

Israel

18,9 Noruega

Siria

10,1

9,4

19,2 Canadá

Bulgaria

10,2

10,3

% Países

ESTRELLAS EN ASCENSO

14:38

Estados Unidos

19,7 República Checa

19,6 Alemania

Jordania

% Países

PAÍSES DESARROLLADOS

DESTINOS ATRASADOS

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Bahrein

Países

PRODUCTORES DE CABECERA

DESTINOS DE ÉXITO

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Los diecinueve países restantes en este grupo carecen de tendencias detectables (cuadro 2.3) y tienen rasgos similares a algunos de los mencionados arriba. Algunos países son islas o archipiélagos con economías poco diversificadas (Kiribati, Tonga, las Islas Salomón, Comoros, Qatar, Kuwait, Emiratos Árabes Unidos); otros son más desarrollados y se encuentran en la vecindad de importantes mercados generadores (Ucrania, Uruguay); algunos son estrellas ascendentes que pueden pasar al subgrupo anterior pronto (Namibia, Papúa-Nueva Guinea, Tanzania, Nepal, Laos, Madagascar). Su situación de fluidez podría consolidarse hacia arriba o, tal vez, llevarlos a unirse al pelotón rezagado. Este último grupo (cuadro 2.3) está formado por 62 países que no son desarrollados o tienen menos de un 8 por ciento de incidencia del turismo en su PIB. Una vez más aparecen aquí sorpresas de no fácil explicación. México, ampliamente considerado como uno de los principales mercados turísticos de las Américas, tiene en apariencia una baja penetración del turismo en su PIB (6,6 por ciento), igual que China (5,9 por ciento) en Asia. Muchos países de esta categoría tienen, sin embargo, importantes semejanzas: — Situados en áreas de lento desarrollo en el mundo (África, Latinoamérica, Oriente Medio, Asia del Sur). — La mayoría son países de bajo desarrollo (LDC). — Bajo PIB. — Economías escasamente diversificadas. — Lejanía de los principales mercados emisores. Si estos datos son correctos, se puede defender la correlación entre turismo y desarrollo. De hecho, todos los 37 países desarrollados o casi desarrollados, con la excepción de Corea del Sur, tienen un segmento turístico muy importante, una oferta turística muy diversificada y áreas activamente orientadas hacia el turismo extranjero. El turismo es un complemento básico de otros de sus sectores económicos y genera una importante demanda interna y exterior. Por el contrario, el pelotón de cola está formado en su mayoría por LDC. El segundo factor decisivo para contar con una economía turística activa o globalizada son las políticas locales. Cada una de las once estrellas ascendentes ha puesto en práctica políticas de desarrollo y promoción de forma consistente. Muchos de esos países se orientan sobre todo al mercado exterior, pero en algunos casos (Tailandia, Malasia y Turquía) una parte creciente de sus destinos turísticos crece al calor de la demanda interior. Finalmente, la cercanía a mercados generadores clave (Europa, Norteamérica y Asia nororiental) cuenta decisivamente para la aparición de una economía turística activa. Las islas del Caribe son un claro ejemplo de esta tendencia.

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Así pues, por más que puedan presentarse numerosos ejemplos de éxito turístico en algunas áreas del mundo, conviene tener en cuenta que una mayoría de países tienen baja presencia del turismo en sus economías. Pese a que para muchos su riqueza se beneficiaría considerablemente con el desarrollo del turismo, por el momento la globalización no ha llamado a su puerta.

Un sistema turístico global increíblemente reducido Para todos los países en general existe un tercer elemento, además de su grado de desarrollo y de la incidencia del turismo en su PIB, que aparece constantemente. Nos referimos a su situación respecto de los mercados emisores clave. Tratemos de arrojar algo de luz sobre este último aspecto. UNWTO presentaba una imagen altamente estructurada del mercado mundial por lo que se refiere a la cuota de mercado de llegadas internacionales en 2005 (figura 2.1) Europa va a la cabeza, con un 54 por ciento de llegadas, seguida de las Américas y de Asia-Pacífico, con un peso similar (17 y 19 por ciento, respectivamente). África y Oriente Medio se encuentran al final de la tabla, con un 5 por ciento cada uno. Señalando una vez más que las TSA no se refieren directamente a movimientos de personas, WTTC llega a conclusiones distintas por lo que se refiere a la forma en que las diversas regiones del mundo producen su turismo (figura 2.2). La generación del producto turístico tiene su cima en las

Figura 2.1. Llegadas internacionales por región (%) 5% 5% Europa 19%

América Asia-Pacífico 54%

África Oriente Medio

16%

Fuente: UNWTO (2006c).

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Figura 2.2. Cuota de mercado mundial (2006) 2% 1%

Europa

22% 40%

América Asia-Pacífico África Oriente Medio

35%

Fuente: WTTC (2006c).

Américas (40 por ciento del producto mundial), seguidas de Europa (35 por ciento) y Asia-Pacífico (22 por ciento). África (2 por ciento) y Oriente Medio (1 por ciento) permanecen muy lejos de esas tres regiones. Aun teniendo en cuenta que la metodología de ambos gráficos difiere y que comparan cosas distintas, este dato abre, sin embargo, las puertas a algunos aspectos interesantes. El más importante, por más que ya podamos esperarlo, es la exagerada importancia de Europa en las bases de datos UNWTO, a la que ya nos hemos referido. Pero, para nuestros objetivos, aún más importante es que dos grandes regiones geográficas y económicas (África y Oriente Medio) tienen a la vez un muy bajo grado de llegadas internacionales y de incidencia económica del turismo. Eso permite concluir que el turismo (tanto internacional como doméstico) solo crece rápidamente en algunas zonas del mundo. Pero esto incluso no es más que el principio. Si uno desagrega las cinco regiones a las que nos hemos referido en subáreas o subregiones, el resultado deviene aún más desequilibrado (figura 2.3). Juntas, Norteamérica (33 por ciento), la Unión Europea (31 por ciento) y Asia del Noroeste (15 por ciento) representan el 79 por ciento de la producción turística mundial. Si se les añaden las áreas adyacentes del resto de Europa, sudeste asiático, África del Norte y el Caribe, el total aumenta en otro 10 por ciento, llegando al 90 por ciento de la producción mundial. Por su parte, Latinoamérica, Oriente Medio, Asia meridional y África subsahariana representan tan

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Figura 2.3. Cuota de mercado mundial por subregión (2006)

2% 2%

12%

Norteamérica-Caribe Cuenca mediterránea-europea 34% Este y sudeste asiáticos

19%

Oceanía Resto 32%

Fuente: Autor sobre WTTC (2006c).

solo el 7 por ciento del total. Oceanía (3 por ciento) presenta, como se verá, semejanzas con este resultado. La distribución regional permite defender la hipótesis de la escasa globalización del sistema turístico global. Lejos de una generalización de esta tendencia entre sus componentes, parece que el turismo deviene más y más integrado tan solo en algunas zonas del mundo: Europa y el Mediterráneo africano del sur; Norteamérica y el Caribe; y Asia nororiental y el sudeste asiático. El caso de Oceanía, donde Australia y Nueva Zelanda actúan de anclaje de un sistema subregional reducido que incluye las islas de los Mares del Sur, resulta ser una miniatura de la imagen más amplia y de sus tendencias internas (figura 2.4). El sistema turístico mundial se presenta así estructurado en torno a tres regiones principales, cada una de ellas con su hinterland. En cada una de ellas, un núcleo o centro de países desarrollados o en rápido desarrollo tiene una impresionante producción turística interna y, al tiempo, genera grandes flujos turísticos hacia el resto de la zona, es decir, hacia su periferia, ya esté esta formada por LDC, países en desarrollo o países desarrollados. Cada uno de esos núcleos actúa como un motor del crecimiento que asegura el desarrollo del turismo. En suma, cada uno de esos motores de desarrollo cuenta con una gran población que dispone de una alta renta disponible. Allí donde, como sucede en Latinoamérica, África u Oriente Medio, no existen núcleos o centros semejantes o están a considerable distancia geográfica y cultural, el desarrollo del turismo permanece a un

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Figura 2.4. El sistema turístico global: sectores principales

Fuente: Autor sobre mapa en http://en.wikipedia.org/wiki/File:Worldmap_LandAndPolitical.jpg.

nivel muy bajo. Si Brasil, con sus ciento noventa millones de habitantes, tuviera una renta per cápita cercana a la media de la Unión Europea, no hay duda de que el turismo sudamericano tendría un crecimiento muy superior al que ha conocido hasta ahora. Chile, el país con más alto desarrollo de la zona, no puede asegurar ese resultado con solo sus diecisiete millones de habitantes. Desde un punto de vista económico, tanto los países desarrollados del centro como sus periferias inmediatas tienen un tráfago creciente y se benefician de esos intercambios turísticos. El resto, empero, permanece mayormente excluido. Si esta configuración genera intercambios desiguales, como gustaba de decir la escuela neocolonialista, o refleja una relación hegemónica entre cada uno de los socios más influyentes y su «periferia del placer» (Turner y Ash, 1975), como lo entiende la hipótesis poscolonial, no es asunto que se trate en este capítulo. Tan solo un punto de atención: una periferia del placer, desde el punto de vista económico, es una expresión que no tiene más sentido que nombrar una o más áreas que proveen un gran número de servicios de ocio y turísticos, de la misma forma en la que se podría hablar de una periferia del petróleo o del acero o de cualquier otro bien cuya producción se ha convertido en un elemento central de su economía. El tono peyorativo con que tantos autores se refieren a la periferia del placer solo revela la actitud puritana de muchos de sus usuarios (Butcher, 2002; Turner y Ash, 1975), como si ciertas zonas de la pirá-

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mide masloviana de las necesidades fueran más legítimas que otras. Lo de la periferia del placer, pues, debe ser utilizado con mucho cuidado si deseamos que tenga algún significado. Si no, uno puede ver periferias del placer en cualquier playa soleada o en los parajes placenteros de cualquier costa, sea en Taiwán (Lin, 2004), en las islas exteriores de Holanda (Ashworth, 2007) o en cualquier otro lugar en el que la gente se divierta. En cualquier caso, la discusión tendría mayor sentido si supiéramos más sobre la relación entre turismo doméstico e internacional en su doble dimensión de intrarregional y lejano. Por desgracia, este asunto está envuelto en gran oscuridad. Tratemos, pues, de proyectar la mejor luz posible que nos sea dada. La mayoría de las llegadas turísticas internacionales medidas por UNWTO (2006c) sucede mayoritariamente en el mismo continente de su origen o, en su jerga, consiste en llegadas intrarregionales, mientras que las de largo alcance (jerga para saltos intercontinentales) son mucho más reducidas en número y porcentaje. La mayoría de los turistas internacionales africanos permanece en África, la mayor parte de los asiáticos en Asia y así de seguida. Según UNWTO (cuadro 2.4), en todas las cinco regiones del mundo que considera, más del 70 por ciento de los turistas internacionales viajan dentro del continente de origen. Como podría esperarse, esto es especialmente cierto en Europa, dadas sus especiales características de densidad de población y escaso tamaño de las naciones que la componen, algo ya mencionado.

Cuadro 2.4. Llegadas intrarregionales (2004) REGIÓN

África Américas Asia-Pacífico Europa Oriente Medio

%

71,4 71,3 78,4 86,1 77,3

Fuente: UNWTO (2006c).

En su proyección de desarrollo turístico hasta 2020, UNWTO (2006a) apunta rasgos similares. La división entre turismo intrarregional y de larga distancia habrá cambiado para hacer a este último algo mayor. Sin embargo, si en 1995 su ratio mutua era 80/20, en 2020 aún se mantendrá cercana a 75/25. Cómo están relacionados el turismo internacional y el doméstico es cuestión aún más peliaguda. De hecho, no existe un cálculo satisfactorio de su peso

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relativo. Las TSA de WTTC ofrecen algunas pautas para hacer anotaciones de cierta relevancia. El gasto turístico más cercano al movimiento físico, doméstico o internacional son las categorías denominadas «viajes personales» y «viajes de negocios», por un lado, y las «exportaciones a visitantes», por el otro (WTTC/OEF, 2006). Aunque en el nivel de los países individuales no coincidan con exactitud, la suma de las dos primeras se halla más cerca de los gastos en viajes domésticos, mientras que la tercera es el dinero que gastan en el destino los turistas internacionales. WTTC estima que, en 2006, el total de gasto en viajes personales y de negocios llegó a 3,51 billones de dólares, mientras que las exportaciones turísticas llegaron a 896 millardos de dólares. El total de gastos en viajes individuales estaría así en torno a los 4,4 billones de dólares. Eso sugeriría (figura 2.5) que las exportaciones a visitantes, estrechamente unidas al turismo internacional, representan un quinto de todos los gastos individuales en viajes. Si dividimos las exportaciones a visitantes entre intrarregionales y de larga distancia según la ratio 75/25 esperada por UNWTO en 2020, llegaríamos al resultado siguiente. El turismo doméstico genera un 80 por ciento del total de gasto mundial en T&T, mientras que el turismo internacional intrarregional (dentro del mismo continente) contaría con un 15 por ciento del total, y el de larga distancia tan solo con un 5 por ciento.

Figura 2.5. El sistema turístico global (2006) 5% 15%

Interno Intrarregional Larga distancia

80% Fuente: Autor sobre WTTC (2006c).

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Si estos cálculos se sostienen hay que concluir que el turismo es una actividad mucho menos global de lo que se supone. Y eso debería llevar a una reconsideración de lo que eso significa para la incesante prédica sobre la distancia social y cultural entre los turistas y los proveedores de bienes y servicios turísticos. De hecho, esa distancia sería máxima en tan solo un 5 por ciento de los casos. Los contactos intrarregionales serían mucho más frecuentes (15 por ciento), con una disminución correlativa de la distancia cultural. El turismo doméstico se llevaría la parte del león, reduciendo así aún más las oportunidades de disonancia cultural entre turistas y proveedores locales. Los datos UNWTO sobre llegadas internacionales apuntan en el mismo sentido. Los viajes de larga distancia son 139,5 millones, lo que no es un grano de anís. Pero si nos fijamos en la letra pequeña, la idea de que el turismo internacional es un torbellino de intercambios entre culturas extrañas o «encuentros de la tercera fase» resulta altamente improbable (cuadro 2.5).

Cuadro 2.5. Turismo de larga distancia (2004) CONTINENTE DE ORIGEN

Mundo África Américas Asia-Pacífico Europa Oriente Medio

MILLONES

139,5 5,3 37,5 31,7 60,4 4,6

Fuente: UNWTO (2006d).

El cuadro 2.5 se ha calculado de acuerdo con los datos UNWTO sobre turistas intrarregionales y de larga distancia para 2004. Según eso, el 79,8 por ciento del turismo mundial aconteció dentro del mismo continente y el 20 por ciento restante fue de larga distancia (18,3 por ciento) o de carácter no especificado (1,9 por ciento). De esta manera se han calculado los 139,5 millones de turistas de larga distancia. Si excluimos los diez millones generados en África y Oriente Medio, el resto de los ciento treinta millones (90 por ciento de los turistas de larga distancia) procedió de las Américas, Europa y Asia-Pacífico. Los intercambios entre las Américas y Europa, que no son precisamente áreas extremadamente extrañas entre sí por lo que a sus culturas se refiere, fueron de 47,5 millones (25,8 millones de turistas vinieron a Europa desde las Américas y 21,7 millones de europeos viajaron en sentido opuesto), dejando un resto de 82,5

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millones de turistas de larga distancia que podrían desatar el tipo de dinámica cultural en la que piensan las hipótesis neo y poscolonialistas. De ese total habría que descontar igualmente los 24,6 millones de turistas de Asia-Pacífico a las Américas y a Europa, más los 7,1 millones de flujos de Asia-Pacífico a África y Oriente Medio, pues no son los habituales sospechosos «occidentales», con lo que el número de intercambios culturales extremos se reduciría a 47 millones. Así pues, los países desarrollados generan la mayor parte del tráfico de larga distancia, pero la mayoría de este se queda en su seno. La larga distancia entre ellos y el resto del mundo, aunque no escasa, se reduce a un 6-7 por ciento del tráfico internacional si estos cálculos son correctos. Eso no significa que no se den encuentros culturales entre los turistas y los habitantes de sus regiones de destino en las tres áreas principales, pero uno debería armarse de precaución antes de proclamar que toda actividad turística es otra forma de colonialismo (Gmelch, 2003; Nash, 1996); o que es una de las armas principales de que se vale Occidente para imponer su hegemonía al resto del mundo (Burns, 2001b; Hall, 2007a); o que es una de las más poderosas formas de globalización (Mowforth, 1997; Mowforth y Munt, 2003; Weaver, 2005). La mayoría del ancho mundo se halla fuera de los dominios del turismo internacional. Si nos fijamos en otras categorías utilizadas por UNWTO para clasificar el turismo internacional, el panorama se revela muy similar. Las gentes de negocios habitualmente entran en contacto con sus congéneres y no participan en muchas otras actividades turísticas. Quienes visitan a amigos y familiares se mueven en un medio cultural bien conocido y forman parte de la cultura local. Los turistas de salud y por motivos religiosos están mayormente interesados en alcanzar sus fines, no en mezclarse con la cultura local. Así pues, son los turistas de ocio quienes cargan con la mayor parte de la dinámica cultural del turismo. En 2004, la mitad de los turistas internacionales se movieron en busca de ocio; 15,6 por ciento por negocios; 26 por ciento para visitar a amigos y parientes, o por motivos religiosos o de salud y otros; un 8,4 por ciento no especificaba motivos. Si aplicamos la mencionada distribución 80/20 de viajes intrarregionales y de larga distancia, de los ciento cincuenta millones de turistas de larga distancia, solamente 76,6 millones lo fueron por motivos de ocio (cuadro 2.6) No parece que estemos ante una invasión de los ultracuerpos como la que anuncian de consuno neo y poscolonialistas.

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Cuadro 2.6. Turistas de larga distancia según motivo de viaje (2004) (millones)

Mundo África Américas Asia-Pacífico Europa Oriente Medio

TOTAL

OCIO

NEGOCIO

VFR Y OTROS

NA

152,8 6,7 25,1 29,1 84,6 7,3

76,6 3,7 11,2 13,4 43,9 4,5

23,9 1,0 2,9 4,3 14,7 0,9

39,5 1,6 4,0 6,1 26,0 1,8

12,7 0,4 7,0 5,3 0,0 0,0

Fuente: Autor sobre UNWTO (2006d).

¿Qué traerá el futuro? Las hipótesis sobre el futuro del turismo deberían tomar en cuenta su verdadera estructura. Obtener una imagen mejor ha sido el motivo de la discusión anterior. Ahora debemos preguntar si la evidencia disponible revalida la expectativa de que, en ausencia de crisis serias e inesperadas, a medio plazo, T&T permanecerá más o menos igual a como lo es hoy. La respuesta debería ser un cauto «sí». Cauto no tanto porque quepan dudas respecto de su desarrollo, sino porque el futuro posiblemente aporte mejores medios de conocimiento sobre su estructura y, así, fuerce un cambio a mejor en nuestra descripción. La primera hipótesis se refiere a las llegadas internacionales. A menos que la Unión Europea se convierta en una sola entidad política, la estimación UNWTO de que se doblarán en los próximos diez años, para llegar a 1,6 millardos de llegadas en 2020, parece verosímil (UNWTO, 2006a), a pesar de la actual crisis económica. WTTC llega a una conclusión similar. En términos monetarios corrientes, la demanda mundial de T&T casi se doblará entre 2006 y 2016, pasando de 6,5 a 12,1 billones de dólares. ¿Se habrá convertido así el turismo en una fuerza más global de cuanto se ha descrito? Repitámoslo una vez más. No hay demasiada evidencia sólida en la que apoyarse. Sin embargo, los datos WTTC aportan una sorpresa no demasiado inesperada. En los próximos años, la cuota de mercado T&T por continentes (figura 2.6) traerá una disminución relativa en las Américas (–3 por ciento) y otra mayor en Europa (–6 por ciento), mientras que Asia y el Pacífico subirán ocho puntos (del 22 al 30 por ciento). África y Oriente Medio se mantendrán al final de la clasificación (2 por ciento, respectivamente). La clasificación subregional (cuadro 2.7) tendrá su mayor crecimiento porcentual en Asia, donde las tres regiones de noroeste, sudeste y sur doblarán la cantidad de dólares corrientes que generaron en 2006.

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Figura 2.6. Cuota de mercado mundial (2016) 2%

2%

Europa 30% 34%

América Asia-Pacífico África Oriente Medio

32% Fuente: WTTC (2006c).

Cuadro 2.7. Cambio regional 2006-2016 (millardos de dólares) REGIÓN

Norteamérica Unión Europea Noroeste asiático Sudeste asiático Otros de Europa C&E Europa Oceanía América Latina Oriente Medio Asia Sur África Norte África subsahariana Caribe

T&T INDUSTRIA (2006)

T&T INDUSTRIA (2016)

INCREMENTO (%)

DIFERENCIA

601,8 437,5 260,7 75,4 56,6 38,2 50,9 48,1 27,3 22,0 19,4 16,9 11,6

964,5 676,4 577,4 151,6 87,3 74,1 73,3 72,7 58,9 42,0 35,9 33,1 23,7

1,6 1,5 2,2 2,0 1,5 1,9 1,4 1,5 2,2 1,9 1,9 2,0 2,0

362,7 238,9 316,7 76,2 30,7 35,9 22,4 24,6 31,6 20,0 16,5 16,2 12,1

Fuente: Autor sobre UNWTO (2006c).

Oriente Medio, África subsahariana y el Caribe pueden también esperar que se doble la producción de T&T. Por comparación, el resto del mundo perderá velocidad, con un crecimiento muy lento en Norteamérica y América Latina, Europa y Oceanía. La figura 2.7 muestra la nueva distribución hacia 2016.

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Figura 2.7. Cuota de mercado mundial por subregión (2016) 3% 3%

7%

Norteamérica-Caribe Cuenca mediterránea-europea 34% Este y sudeste asiáticos

25%

Oceanía Resto 33% Fuente: Autor sobre WTTC (2006c).

Pese a ello, no hay que esperar grandes cambios en la imagen general hacia 2016. Las tres grandes áreas de Norteamérica y Caribe, Europa y la cuenca mediterránea y Asia nororiental y sudoriental aún seguirán manteniendo un 90 por ciento del total mundial. Oceanía, el 3 por ciento, y el resto se quedará con solo un 7 por ciento. Exactamente, como si el paso del tiempo no tuviera importancia. Finalmente, el sistema turístico global permanecerá estructurado de la misma forma que hasta ahora (figura 2.8). El turismo doméstico perderá un par de puntos a favor del intrarregional, mientras que el de larga distancia se quedará en el 5 por ciento que tenía en 2006. El turismo será, pues, una de las vías por las que la globalización se deslizará en el futuro cercano. Pero no será su principal sustento. Los flujos de viajeros no saltan fácilmente las fronteras nacionales; cuando lo hacen, los turistas suelen quedarse en su continente de origen y solo una pequeña minoría viaja a larga distancia. Adicionalmente, este último grupo no solo viaja a destinos exóticos. Una parte importante de los viajes de larga distancia se hacen por negocios entre Europa, Norteamérica y Asia oriental. Los viajeros de larga distancia probablemente crecerán, al paso que un número creciente de personas goce de mayor renta disponible, pero la mayoría se quedará en las tres grandes regiones. De esta forma, la percepción de que el turismo es una actividad global sin paliativos, que conecta mayormente a las zonas más ricas del mundo con las más

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Figura 2.8. El sistema turístico global (2016) 5% 17% Interno Intrarregional Larga distancia

78% Fuente: Autor sobre WTTC (2006c).

pobres periferias del placer, no es más que otra muestra del imaginario posromántico colectivo que tanto ha prendido en la investigación turística, pese a no poder sostenerse sobre ninguna base seria. Si, por el momento, no es posible apoyarse en algo más sólido, sí parece posible apuntar hacia dónde deberían dirigirse los esfuerzos de la investigación futura. Mejores estadísticas son una necesidad inescapable si queremos entender cómo se estructura «la mayor industria mundial». Eso es más fácil de decir que de hacer, como lo muestran las limitaciones de UNWTO en establecer un sistema TSA. Pero hay mucha más información estadística de lo que parece. Si nuestro conocimiento es limitado, eso se debe a la escasa diseminación de conocimientos. Más allá de las bases de datos generales o sistémicas, un número creciente de países ofrecen una cantidad razonable de información que, sin embargo, es difícilmente alcanzable sin búsquedas a menudo frustrantes en sus páginas de red. Si se pudiese encontrar esa información de forma centralizada, eso supondría un avance importante. UNWTO también tiene una vasta red de datos que podría ayudar a los investigadores. Pero, pese a ser una organización pública que se financia con el dinero de los contribuyentes del mundo, UNWTO insiste en hacer pagar a los usuarios, limitando así la utilidad de sus bases de datos. Mejor conocimiento suele convertirse en mejores políticas. Nuestra segunda expectativa camina en ese sentido. Una parte importante de la investigación turística gira en torno a las llamadas «experiencias» o encuentros limitados entre clientes y proveedores. Políticas basadas en tan elementales fundamentos, si

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Cuadro 2.8. Llegadas por continente de origen y destino (2004) (%) ORIGEN DESTINO

Mundo África Américas Asia-Pacífico Europa Oriente Medio

MUNDO

ÁFRICA

100 4,4 16,5 19,0 55,4 4,7

100 71,4 2,1 4,5 13,9 8,1

ASIAAMÉRICAS PACÍFICO

100 0,8 71,3 7,3 19,8 0,8

100 0,7 5,7 78,4 11,1 4,2

EUROPA

ORIENTE MEDIO

NA

100 2,7 5,0 4,0 86,1 2,2

100 8,3 1,0 4,3 9,2 77,3

100 33,1 14,9 14,8 23,9 13,4

Fuente: UNWTO (2005).

se los toman en serio, suelen fallar en su intento porque ignoran cómo funciona el sistema. Mejores fuentes estadísticas que aporten datos correctos sobre las tendencias del mercado y el impulso hacia la consolidación de la industria (por ejemplo, las fusiones y adquisiciones de cadenas hoteleras o las crisis recurrentes de las compañías aéreas) ayudarían a políticos, inversores y causahabientes a actuar con mayor eficacia y, por supuesto, a que los investigadores pudiesen desarrollar mejor sus tareas. Por ahora, sin embargo, a menudo nos encontramos con un Catch-22 donde la falta de bases de datos fiables empuja a los últimos hacia diferentes áreas de discusión, al tiempo que su síndrome de falta de atención les hace disculpar la falta de mejores bases de datos. Finalmente, un mejor conocimiento de nuestro objeto intelectual ayudaría a discutir mejor cosas tales como si el sistema turístico global evolucionará colectivamente hacia un desarrollo según la teoría de los ciclos vitales o, tal vez, seguirá la pauta de los sistemas mundiales. Mientras que lo primero tiende a ver el desarrollo a través de un esquema cerradamente evolutivo, lo segundo parece resultar más abierto al juego de factores económicos y sociales que pueden enriquecer nuestra idea de las dinámicas que desata TMM. Estas y otras cuestiones similares beneficiarían ampliamente a nuestros esfuerzos por comprender el sistema turístico global y su papel en el proceso de globalización. Lamentablemente, uno no percibe demasiado interés por basar la investigación turística en un conocimiento más adecuado del sistema turístico global. Cuando el puntillismo de los ingenieros sociales y sus acompañantes habituales (estudios de casos, mejores prácticas) no nos ahogan, suele ser porque los que se ocupan de asuntos más generales dejan volar su imaginación sobre una región de constructos teóricos que han vuelto la espalda al mundo real. Esa es la falta principal de la matriz pomo (capítulo 3) y de sus principales ramificaciones en el paradigma de la investigación turística (capítulos 4 y 5).

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07-Capítulo 3

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3. La matriz posmoderna

Posmodernismo El divorcio entre lo que sabemos sobre el sistema turístico global y la imagen que de él proponen tantos investigadores no brota de los errores de muchos de ellos al trabajar con independencia del resto de las ciencias sociales. Hunde sus raíces en la revolución cultural que se precipitó en los sesenta. Con ella asistimos al triunfo de una nueva matriz o marco especialmente pensado para las ciencias sociales y basado en la primacía explicativa de factores culturales, es decir, construidos socialmente. La nueva matriz promovió un amplio giro en la forma de organizar las ciencias sociales y afectó a todas ellas. Aquí nos referiremos a ella como la matriz posmoderna o pomo. Hoy el sustantivo posmodernismo y el adjetivo posmoderno han devenido expresiones familiares en la vida cotidiana. Con esa popularidad creciente han perdido bastante de su precisión semántica. Con frecuencia, se usan para designar estilos de vida que miran con recelo a la sabiduría establecida; irónicos en su distante contemplación del mundo; y abiertos a fusiones, hibridaciones o negociación. Por lo general, este estilo intelectual coincide con lo que Susan Sontag empezó a llamar camp —el comportamiento correcto del dandy en estos tiempos de cultura de masas (2001a: 275-292)—. Así hablamos de estética pomo, amor pomo, arquitectura pomo y cualquier otra cosa pomo (viajes, gastronomía, música y demás). La perspectiva pomo se ha tornado fundamental para cualquier intento que se respete por mantener el lugar propio en la jerarquía social —una marca de identidad de la distinción en tiempos modernos—. Pomo tiene otros significados cuando se aplica a las ciencias sociales. En este terreno establece una forma de pensar respecto de teorías producidas en masa y consumidas masivamente sobre la vida, el mundo, la sociedad, la ética, es decir, la matriz pomo es un conjunto de enunciados filosóficos, para decirlo

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con una expresión tradicional. Así se indica que pomo es un estilo de pensamiento surgido tras de la modernidad, a veces como corrección a esta, otras —la mayoría— como su negación. Este rasgo secuencial/antagónico necesita para ser entendido de una definición de modernidad y de lo moderno. Como se ha apuntado, la matriz pomo equipara a ambos conceptos con las teorías y prácticas nacidas con el ascenso de la sociedad de masas. En suma, las describe como un conjunto intelectual fundado en nociones equivocadas sobre cómo opera la mente, en un historicismo sesgado, en una serie malformada de prioridades teóricas y, por ende, en una visión ética falsa. De esta forma, la matriz pomo se propone llevar a cabo un cambio sustancial en metodología, al tiempo que busca y propone una nueva textura para la sociedad y una forma distinta de concebir las tareas morales con las que se enfrenta la humanidad. Conviene señalar que, como no es un paradigma, la matriz pomo fluye en muy distintos sentidos y a menudo en corrientes divergentes. Sus orígenes pueden rastrearse en la producción de un grupo de pensadores franceses en la etapa posterior a la Segunda Guerra Mundial, todos los cuales comparten un conjunto de teoremas comunes a pesar de sus distintos orígenes intelectuales y de sus intereses de investigación. Nombres como los de Lacan, Lévi-Strauss, Barthes, Althusser, Foucault, Baudrillard, Deleuze y Derrida vienen a la mente, entre otros. Pero los pomos tienen intereses cruzados con los de otras escuelas de pensamiento como los francfortianos, Norbert Elias, el relativismo o particularismo histórico boasiano (Harris, 1968) y sectores de interaccionistas simbólicos. Todos ellos confluyen para formar eso que, con gran facundia, Eagleton (2003) ha bautizado como La Teoría, con mayúsculas. Al parecer, tras la matriz pomo, si no la historia, al menos la filosofía ha llegado a su fin. Las llamadas ciencias sociales débiles —todas excepto la economía— han experimentado el peso notable de los pomos. En algunos campos de reflexión que se han institucionalizado hace poco, como la publicidad, las relaciones públicas, la sociología del consumo o del ocio y, por supuesto, la investigación turística, el estilo pomo se ha convertido en la ideología por excelencia y ha expulsado a las tinieblas exteriores a cualquier otra alternativa. Si queremos entender los temas de reflexión y la jerga corriente en la investigación turística actual es menester examinar las raíces intelectuales de la matriz pomo y su prolongación en este campo. Eso es lo que se intenta en este capítulo, al que siguen otros (capítulos 4 a 9) en donde se examinan ejemplos de cómo la matriz pomo suele inspirar la mayoría de los teorías que se tienen por fundamentales.

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Cómo opera la mente Si nos remontamos en el tiempo, la formulación inicial de la nueva corriente corresponde a Claude Lévi-Strauss. Al comienzo de su trabajo sobre el pensamiento salvaje, Lévi-Strauss compara la lógica de la modernidad, eso que solía llamarse pensamiento científico, con la de la mente salvaje. El hombre del neolítico o de la protohistoria es, pues, el heredero de una larga tradición científica; […] [La mente salvaje y la ciencia moderna (JA)] son dos modos distintos de pensamiento científico, que tanto el uno como el otro son función, no de etapas desiguales de desarrollo del espíritu humano, sino de los dos niveles estratégicos en que la naturaleza se deja atacar por el conocimiento científico: uno de ellos aproximativamente ajustado al de la percepción y el otro desplazado; como si las relaciones necesarias que constituyen el objeto de toda ciencia —sea neolítica o moderna— pudiesen alcanzarse por dos vías diferentes: una de ellas muy cercana a la intuición sensible y la otra más alejada (1964b: 33).

Si por ciencia se entiende cualquier aderezo de medios y fines, la mente salvaje la estaba produciendo ya muchos siglos antes de que los modernos lo considerasen posible. Para remachar la idea, Lévi-Strauss recuerda que incluso en el mundo moderno la ciencia cohabita con el bricolage, una palabra francesa que carece de traducción fácil al castellano pero que apunta a la habilidad de crear artefactos a partir de retales o materiales de desecho. El bricoleur es capaz de ejecutar un gran número de tareas diversificadas; pero, a diferencia del ingeniero, no subordina ninguna de ellas a la obtención de materias primas y de instrumentos concebidos y obtenidos a la medida de su proyecto. Su universo instrumental está cerrado y la regla de su juego es la de arreglárselas con «lo que uno tenga» […] El conjunto de los medios del bricoleur no se puede definir, por lo tanto, por un proyecto […]. Se define solamente por su instrumentalidad o, dicho de otra manera y para emplear el lenguaje del bricoleur, porque los elementos se recogen o conservan en razón del principio de que «de algo habrán de servir» (1964b: 36-37).

Ciencia y bricolage son otras tantas vías posibles de conocimiento cuya relación no puede describirse por medio de un gradiente de desarrollo. Con semejante desenvoltura, empero, Lévi-Strauss no solo amenaza con dar al traste con la noción moderna de ciencia, sino de paso también con la diferencia entre δο′ ξα (percepción e imaginación) y επιστεμε (conocimiento riguroso), tan importante ya para los antiguos griegos. Cuando alguien contradice a una mayoría de filósofos y de historiadores de la ciencia que aprecian la dife-

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rencia básica entre conocimientos basados en principios sólidos o necesarios y saberes que solo resultan de opiniones o caprichos diversos, ese alguien debe aportar razones suficientes para hacerlo. Esperarlas de Lévi-Strauss es una vana ilusión. En realidad, él prefiere orientarse hacia otro argumento por completo diferente en el que la ciencia y la racionalidad de los salvajes representan nada más que dos formas distintas de razonar. De ahí salta con ligereza hacia su conclusión. El pensamiento mítico, ese bricoleur, elabora estructras disponiendo acontecimientos, en tanto que la ciencia «en marcha» por el simple hecho de que se instaura, crea, en forma de acontecimientos, sus medios y sus resultados gracias a las estructuras que fabrica sin tregua y que son sus hipótesis, sus teorías. Pero no nos engañemos: no se trata de dos etapas, o de dos fases, de la evolución del saber, pues las dos acciones son igualmente válidas (1964b: 43).

Evolución o no, uno debería sentirse seriamente mosqueado si un oftalmólogo le propusiese operarle los ojos con un hacha de sílex en vez de con un láser so capa de que ambos son igualmente instrumentos cortantes, pero de seguir la lógica de Lévi-Strauss uno no podría resistirse. Al cabo, ciencia y pensamiento salvaje son dos opciones igualmente válidas de la mente en acción. Para LéviStrauss, que desde el principio de su carrera gustó de presentarse como un enemigo acérrimo del historicismo y del evolucionismo en las ciencias sociales, la evolución biológica puede ser una hipótesis altamente probable, pero no lo es la cultural, donde evolución es tan solo una metáfora (1956: 131). Lejos de desarrollarse sobre un eje único, la cultura no conoce progresos. No es más que una serie de discontinuidades y rupturas sin fin. Solo eso. ¿No era este también el estribillo constante de la escuela funcionalista? Sí y no. De hecho, Lévi-Strauss se apropia de su noción de contexto, pero la usa de forma distinta a como lo hacen Malinowski y sus seguidores. Los funcionalistas ven a las culturas como colecciones de hechos que pueden analizarse por procedimientos empíricos (descripción etnográfica, observación participante, técnicas estadísticas y demás). Para Lévi-Strauss, eso es «una forma preliminar de estructuralismo» (1948: 357) cuya confianza en esos métodos empíricos se volvía en su contra. El funcionalismo premiaba a la etnografía cuando, por el contrario, lo que necesitamos es una antropología estructural (1958: 19-25). Los hechos son criaturas del azar. Nada se gana con describir un sistema de parentesco, un rito o un mito si desconocemos la lógica de conjunto de la mente que los estructura. Al cabo, los hechos no son más que signos y, como estos, necesitan de interpretación, lo que a su vez requiere de un código, de una gramática

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que los preceda, ilumine y haga inteligibles. La antropología y el resto de las ciencias sociales necesitan una reformulación similar a la experimentada por la lingüística. Las palabras parecían moverse en el reino del capricho hasta que Saussure, Jakobson y el Círculo de Praga encontraron una salida hacia el racionalismo. Para Saussure, la antigua discrepancia entre significante y significado, entre sonido y concepto, podía ser salvada por medio de una descripción correcta de la combinación de sílabas dentro del área definida por un lenguaje. La antropología tiene que adoptar cambios similares. «En otro nivel de realidad [la cursiva es de Lévi-Strauss (JA)], los fenómenos de parentesco son fenómenos de la misma clase que los lingüísticos» (1958: 41). Los hechos etnográficos tienen que ser igualmente entendidos como otros tantos elementos de un sistema, de una semiología universal. Esta es la diferencia crucial con el atomismo lógico al que se aferraba el funcionalismo. La gramática tiene que preceder a los hechos y la razón ha de mantener en jaque a la historia. Eso es lo que Barthes había dicho al establecer una distinción aparentemente banal entre las expresiones francesas le structural y le structurel. Para Lévi-Strauss, esta nueva semiología que ya había mostrado su valor al convertir a la lingüística en la única ciencia social capaz de ponerse a la altura de las ciencias exactas y naturales (1973: 344), puede extenderse al resto de las ciencias sociales. Los hechos sociales se han tornado en signos, pero signos de qué. LéviStrauss tiene la respuesta. Son signos del Subconsciente. Con ese santo y seña se diría que Freud ha hecho una entrada triunfal, pero en Lévi-Strauss su presencia no es más que la de un actor secundario. Es cierto que fue Lévi-Strauss quien dijo que el psicoanálisis, junto con el marxismo y la geología, era una de sus tres amantes (1968a), pero su Subconsciente, como el de Bachelard (1972, 1973), solo tiene el nombre en común con el de Freud. No es el Id, ese infatigable buscador del placer al que Edipo trata de doblegar en vano, ni tiene nada que ver con los impulsos sexuales reales experimentados por hombres y mujeres a lo largo de la historia ni con su represión, no. Esta amante de Lévi-Strauss no parece que le concediera muchos placeres carnales. Tampoco el marxismo parecía ofrecerle la seducción de la revolución porque el Subconsciente de Lévi-Strauss tiene muy poco que ver con las relaciones de sumisión que las gentes aceptan, voluntariamente o no, para producir y reproducir sus vidas. Aquí no hay nada del famoso fetichismo de las mercancías que destacara Marx. Tampoco puede su Subconsciente equipararse al Espíritu hegeliano que, en su incansable afán de encontrarse a sí mismo, va tejiendo la historia universal. En Lévi-Strauss ese agente es algo menos embelesante, tan solo un algoritmo de algoritmos, es decir, la textura lógica de la Mente entendida no como un atribu-

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to de los seres humanos tomados individualmente, sino como El Sistema Infinito de variaciones lógicas y sus subsistemas combinatorios. Todo acontecimiento o artefacto cultural no es más que un símbolo específico de esa combinatoria potencialmente inagotable. «No trataremos de mostrar cómo los hombres piensan a través de los mitos, sino cómo los propios mitos se piensan a través de los hombres aunque estos no lo sepan» (1964a: 20). Con el tiempo, Foucault se ha hecho más popular que Lévi-Strauss, tanto que su influencia se ha convertido en un culto. Al igual que Lévi-Strauss, sin embargo, Foucault se empeñó en mostrar que los vericuetos de filosofía y ciencia no se pueden explicar cabalmente tan solo por medio de su genealogía histórica, sino por las condiciones lógicas que los hacen posibles en un punto concreto del tiempo. En esto no existen diferencias entre él y Lévi-Strauss. Desde las primeros compases de su leçon inaugurale (primera clase) como conferenciante en el Collège de France (el Colegio de Francia es la más distinguida institución de educación superior en ese país), el 2 de diciembre de 1970 (1971), Foucault mostraba su oposición a los pensadores del XIX que creían que el tiempo era un vector cumulativo de cambio. La tradición historicista daba por sentadas un número de oposiciones binarias (razón/locura; verdad/error; normal/patológico) al tiempo que excluía otras supuestamente bien definidas prácticas (los investigadores deben dejar a un lado la política, los juicios de valor, los asuntos morales), pero es precisamente allí donde se supone que esas normas empezaron a aparecer libremente por primera vez en la historia cuando estas revelan ser víctimas de la misma condición que, según Rousseau, aherrojaba a los humanos —«encadenados allí donde los veamos»—, pues el discurso de la libertad se ha convertido en el ritual de la palabra (1971: 47). A la inversa, un correcto análisis del discurso debe proyectar sombras sobre este panorama idílico e introducir «en sus mismas raíces, el azar, la discontinuidad y la materialidad» (1971: 61) para evitar caer ya en «la infinita generosidad del sentido, [ya] en la monarquía del significante» (1971: 72). Tal es, en suma, el programa de lo que él llamó «una arqueología del conocimiento» (1972). El rótulo se refiere a la necesidad en que se encuentran los investigadores de sobrepasar los límites de los materiales con que trabajan de ordinario —documentos cuyo sentido se proponen interpretar—. Por el contrario, esos materiales deberían ser tratados como monumentos, es decir, discursos trufados de discontinuidad y, hasta cierto punto, de elementos impredecibles. Y concluye: «Lo que, en suma, nos proponemos es librarnos de las “cosas”. Depresentificarlas» (1972: 47). Lo que cuenta es la dispersión de las posibilidades lógicas por oposición a los hechos empíricos o los acontecimientos históricos, que, para Foucault, no representan otra cosa que el azar, la discontinuidad y la materialidad.

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El cabezazo inicial al azar, la discontinuidad y la materialidad, pues, se acaba tan pronto como se enuncia. Foucault se limita a quitarse el sombrero al pasar rápidamente ante ellas para concentrarse a renglón seguido en lo verdaderamente importante, las relaciones lógicas entre esos signos dominadas por una estructura invariante que precede a todo lo demás. Sin duda, los discursos o conjuntos de condiciones lógicas varían con el tiempo, pero se convierten en invariantes tan pronto como cristalizan —o, con el nombre más bien confuso con que las bautiza, se convierten en formaciones históricas a priori, positividades o epistemes—. Por efímeras que puedan ser, esas formaciones no son más que instancias de lo que Foucault llama el Archivo (un equivalente del Subconsciente de Lévi-Strauss) o «la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que gobierna la apariencia de los enunciados como eventos únicos» (1972: 129), la suma de todas las formaciones a priori, positividades o epistemes posibles. En una obra anterior (1970), Foucault trató de dar un ejemplo de esta secuencia. Tras haberlo intentado con la formación de discursos en medicina (1973) o en psiquiatría (1965), Foucault se proponía ahora mostrar que lo que habitualmente es visto como la historia de las ciencias no es más que la puesta en escena de diferentes positividades racionales en lingüística, biología y economía y de sus discontinuidades horizontales. Eso es algo difícil de sostener. Por un lado, se nos anima a ver que las formaciones lógicas se siguen unas a otras y que este orden es secuencial, no causal. Pero, al reclamarlo, Foucault tiene que pagar peaje y renuncia a explicar cómo o por qué esos cambios llegaron a ser. Para él, tan solo están ahí, en un Dasein propio de Heidegger. La mente, el subconsciente o lo que sea ese demiurgo que él y Lévi-Strauss se traen entre manos carece de un primer motor. ¿Por qué habrían de expresarse a través de diversas metonimias, de la Metáfora, del Archivo o de Lo que sea? ¿Por qué no permanecen eternamente iguales a sí mismas, tal y como apuntara Parménides? ¿Cómo es posible el cambio? ¿Podemos dar cuenta de esas cosas sin hallar un hueco para el impacto del tiempo, de la historia, de los intereses materiales; en suma, de la verdadera discontinuidad? ¿Podríamos, por ejemplo, explicar la globalización sin referirnos a los cambios tecnológicos y económicos que la han hecho posible? Cuando se encuentran con estos problemas, los estructuralistas apuntan que la Mente, como un caleidoscopio, crea diferentes combinaciones, todas ellas simétricas, reordenando los elementos previamente existentes. Pero los caleidoscopios no cambian de forma sin un impulso exterior, ya sea consciente o accidental. Dejados a sí mismos, permanecerían iguales en su sempiternidad. A menudo se ha dicho que cuando se carece de explicaciones para entender el cambio, uno acaba por canonizarlo como los designios de una mente

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superior, ya siga un plan, como en las formulaciones hegelianas, o no, como sucede con las interminables combinaciones a priori de la Mente. No es totalmente exacto. Como se dirá, La Teoría tiene un lado inconformista, hasta radical. Pero lo que importan señalar es que, sean cuales fueren sus consecuencias prácticas, aún más peligrosa es la metodología deconstruccionista que la funda, porque permite entregarse a toda clase de manipulaciones.

El sonido del silencio Lévi-Strauss es también la verdadera fuente de la nueva metodología. Él no la denominaba deconstruccionismo en su obra, pero proveía la semilla de la que habría de brotar un árbol frondoso. La nueva metodología se propone descubrir la gramática que articula el universo, habitualmente caótico, de los objetos de cultura y mostrar cómo cada uno de ellos tiene su lugar en un orden lógico preexistente, al que se suele llamar discurso o, más recientemente, narrativa. La gramática permitirá colmar los vacíos que los hechos, habitualmente descuidados, omiten o silencian. Los orígenes del nuevo método pueden rastrearse en dos de las obras más conocidas de Lévi-Strauss, el ya citado estudio del pensamiento salvaje y otra, más técnica, sobre el totemismo, ambas publicadas en el mismo año (1962). En ambas uno puede apreciar hasta dónde llega Lévi-Strauss en su intención de reintegrar cada acontecimiento, artefacto o semema en el lugar discursivo que les corresponde. Imaginemos, dice Lévi-Strauss, una tribu (llamémosla Tribu A) que inicialmente se estructuraba en tres clanes, cada uno de ellos bautizado con el nombre de un animal que simbolizaba un elemento natural. Algo similar a la figura 3.1. En realidad, dice Lévi-Strauss, los antropólogos no suelen encontrarse con sociedades que se hallan en su estado inicial. Más bien sucede que a menudo las cosas hayan cambiado por causas demográficas; por ejemplo, que uno de los clanes iniciales haya desaparecido y otro haya tenido tanto éxito reproductivo que se haya escindido en dos. Algo así sucedió en la Tribu A con el clan de los Osos (desaparecido), mientras que el de la Tortuga ha dado lugar a dos nuevos clanes, Tortuga Amarilla y Tortuga Gris, que ahora aparecen como independientes uno de otro porque su origen se ha perdido en la bruma del pasado. Un antropólogo que se dedicase a estudiar a la Tribu A se encontraría con que su estructura social actual sería como en la figura 3.2. ¿Cómo puede ese antropólogo re o deconstruir el proceso olvidado que ha dado paso a la nueva situación? A Lévi-Strauss ni se le ocurre pensar en la iro-

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Figura 3.1. Estructura original de la Tribu A

Tribu A

Oso Tierra

Águila Cielo

Tortuga Agua

Fuente: Autor sobre Lévi-Strauss (1962).

Figura 3.2. Estructura actual de la Tribu A

Tribu A

Águila

Tortuga Amarilla

Tortuga Gris

Fuente: Autor sobre Lévi-Strauss (1962).

nía de que el problema que propone no habría existido de no haberse dado un azar histórico y, por tanto, esa posibilidad ni la plantea. Para él lo importante es algo diferente: una nueva forma de «lectura» del proceso. Con la ayuda de la lectura en rejilla, es decir, seleccionando el material sin reparar en su inmedia-

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ta apariencia histórica, el antropólogo puede sustanciar sus silencios o sus misterios recurriendo a las oposiciones binarias de significantes con las que Saussure pensaba —al menos así lo creía— poder colmar el hiato entre el sonido de las palabras y su significado en un lenguaje determinado. Cómo podemos escuchar el sonido del silencio —el título de la canción de Simon y Garfunkel viene como anillo al dedo— que envuelve a tantos hechos antropológicos. Basta con mirar a la figura 3.3. Siguiendo la regla de las oposiciones binarias, es decir, siguiendo el rastro de las ilimitadas divisiones y contrastes del material de estudio, no su contenido, podemos seguir su desarrollo y entender que no solo el estadio inicial ha pasado por una serie de cambios, sino también por qué estos han de ser así. Si la primera conclusión parece particularmente incierta —¿cómo podemos saber sin atender a los procesos materiales de cambio que estos se produjeron, cuál fue su número, su intensidad, su extensión?—, la segunda es misión imposible. No gana uno demasiado mérito en comprender el resultado de la figura 3.3; de hecho, ya se nos había advertido de los cambios habidos entre el Tiempo 1 y el Tiempo 2 y de su dirección. Es bastante improbable, sin embargo, que otros antropólogos hubieran podido descubrir la misma secuencia específica de cambio solamente por medio de oposiciones como (Amarillo: Gris) :: (Día: Noche) :: (Agua: Aire) que contradicen/afirman, primero, los subclanes de Tortugas y, luego, su relación con el clan de las Águilas. Es posible que alguien sobradamente perspicaz hubiera advertido que esos tres clanes misteriosamente representan tan solo a

Figura 3.3. Lectura en parrilla de la Tribu A

Tiempo 1

Oso

Tiempo 2

Fuente: Autor sobre Lévi-Strauss (1962).

Águila

Águila

Tortuga

Amarilla

Gris

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dos elementos naturales y que, lógicamente, debería haber un tercero emparentado con la Tierra. Pero ni un archi-Sherlock Holmes podría saber con estos datos que la clave del acertijo está en los Osos. ¿No podrían ser unas Lagartijas o unas Hormigas igualmente extintas? Si esto sucede en un sistema que solo ha experimentado un cambio dentro de una estructura muy limitada de cuatro variables (Osos/Águilas/Tortugas Amarillas/Tortugas Grises), uno puede fácilmente imaginar lo que sucedería en un universo de variables ilimitadas dentro de una cadena temporal de duración ignota. La duplicación y la replicabilidad, habitualmente consideradas rasgos fundamentales del trabajo científico, se habrían evaporado. Eso es exactamente lo que sucede en la obra maestra de Lévi-Strauss sobre los mitos. Si, como yo lo hice, el lector selecciona al azar uno de los 385 mitos que examina en L´homme nu, el cuarto volumen de la serie Mythologiques, puede encontrarse con M#661a y M#661b. Se trata del mito de los Dos Hermanos en la versión de la tribu Nez Percé. La historia cuenta las aventuras de un personaje que asciende hacia lo alto del cielo propulsado por el repentino crecimiento de una planta o un árbol, como la mata de habas de Jack en el cuento inglés (Jack and the beanstock). Lévi-Strauss se abandona aquí, como en otros lugares de su obra, a una minuciosa exploración del mito (1971: 304-314). Para decirlo en corto, su conclusión es que este mito representa una célula regulatoria (1971: 313) que transmitía a los habitantes de su área de difusión cómo evitar la guerra y cómo entregarse a menesteres más pacíficos. Bien está lo que bien acaba. Sin embargo, para llegar a esa conclusión, uno tiene que seguir dieciséis tipos de simetrías/ discontinuidades entre las diferentes secuencias de la historia y seguir a LéviStrauss en sus repentinos saltos mortales entre una y otra. De hecho, la probabilidad de que cualquier otro investigador hubiera llegado a similares conclusiones partiendo del mismo material de Lévi-Strauss debe contarse como una entre varios millones. Foucault le salta a la rueda, aunque no se preocupe de antropología. Lo que comparte es la visión de conjunto, lo que no debe sorprendernos a estas alturas. Al cabo, él y Lévi-Strauss formaban parte de un medio intelectual común y compartían una herencia de pensamiento y una estructura mental similares. Foucault, sin embargo, es más desenvuelto y, aparentemente, va más al grano, tomando un atajo por entre la jerga estructuralista. Para decirlo con una expresión de Althusser (Althusser y Balibar, 1970: 22), se muestra partidario de una lectura sintomal, no expresiva, de sus materiales. Está encantado con la música de la lectura en rejilla, pero no quiere meterse en la contradanza de oposiciones binarias que estaba de moda chez Lévi-Strauss. A él le basta con decir no. No

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al significado con que documentos y textos quieren seducirnos, no a su contenido positivo. Más importa lo que no dicen. El silencio (nuevamente suena la canción de Simon y Garfunkel) dice más porque ilumina mejor los materiales, incluso cuando concluimos justamente lo opuesto a lo que aquellos parecen decir. Basta con colocarlos en la parrilla de sus precondiciones lógicas. La técnica se ha repetido hasta la náusea en el análisis pomo de casi todos los campos semióticos, desde la crítica literaria hasta el discurso sobre la moda. Lo discutible es si su fiabilidad está a la altura de su popularidad. La lectura en rejilla acaba bien en una regresión infinita, bien en la afirmación caprichosa. El texto, ese paquete de datos finitos y positivos, tiene que ser interpretado por el silencio, es decir, por todo aquello que no es. Tomemos un ejemplo de moda, obviamente inspirado por la lectura en rejilla, la Declaración americana de independencia, escrita por Thomas Jefferson y aprobada por el Congreso el 4 de julio de 1776, cuando dice que creemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales, que han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre ellos se cuentan el derecho a la vida, a la libertad y a la busca de la felicidad. Que para asegurar esos derechos, se han constituido los gobiernos entre los hombres, gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Que cuando una forma de gobierno atenta contra esos fines, el pueblo tiene derecho a alterarlo o a abolirlo y a formar un nuevo gobierno basado en esos principios y a organizar sus poderes de la forma que le parezca más capaz de defender su seguridad y su felicidad (USA 2003).

En una lectura expresiva, ese es un documento revolucionario que funda su inculpación de la corona británica y la necesidad subsiguiente de crear una nación libre e independiente en un conjunto de axiomas fácilmente comprensibles por todos. El texto parece haber sido dictado por una Razón universal. Las cosas cambian, empero, cuando se lee de forma sintomal o en rejilla. Con esta herramienta en la mano, puede decirse que la Declaración brota en medio de un par de elocuentes silencios. Se dirige a los hombres, no a las mujeres, que, incluso tras la independencia, iban a ser consideradas ciudadanas de segunda clase y privadas del goce de esos derechos inalienables. Además, el Congreso estaba mayoritariamente compuesto por plantadores y granjeros acaudalados que no podían aceptar la posibilidad de que sus esclavos pudieran ser sujetos de esos derechos universales. La Declaración aparece así como un documento universalista y humanista, pero al leerla en rejilla se revela como un acto de exclusión. La universalidad de los derechos proclamados en ella no es más que una garantía de los intereses particulares de esa clase.

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No es necesario entrar a argüir que los derechos aludidos pueden ser considerados universales, aunque entonces no lo fueran, y que, de hecho, la posterior evolución, llena de meandros y pasos atrás, de la sociedad americana acabó por abolir la esclavitud, primero, y el apartheid, después. Lo que es más llamativo es la insistencia de los sintomalistas en que esos son los dos únicos silencios posibles. De hecho, la Declaración tampoco se refiere a los derechos de los homosexuales, ni a los de las futuras oleadas de inmigrantes, ni al trato de los discapacitados. Si nos ponemos a pensar, tampoco dice nada de las razones que Jorge III pensaba que le asistían en su derecho a gobernar las colonias, privándole con ello de su derecho de defensa; ni de la opinión de sus firmantes sobre la física newtoniana; ni sobre los derechos de la gente que en las trece colonias pudiera no estar de acuerdo con el creacionismo de sus autores; ni sobre el estado del tiempo en Filadelfia aquel 4 de julio que pudo haber influido el humor de los Padres de la Patria; ni sobre otras infinitas posibilidades igualmente no formuladas. Por qué la única lectura en rejilla que puede considerarse legítima habría de referirse a esos dos silencios y nada más. Si se hubiese intentado hacerlo, empero, no podría haber evitado nuevas acusaciones formuladas desde el silencio, causando así una regresión infinita. A menos que nos sintamos tentados por la promesa («Serás como Dios») de ser capaces de percibir todo al tiempo, así como todas sus inacabables ramificaciones (eso que los escolásticos cristianos de la Edad Media conocían como los futuribles, es decir, todo aquello que puede ser tenido por posible en el futuro) en tiempo real, un propósito que excede la condición humana. Tal vez eso sea posible para la Mente estructuralista, pero no lo es para los humanos por cuyo medio se expresa. Esos humanos y humanas tienen que soportar, quiéranlo o no, las limitaciones del lenguaje y las discontinuidades de su contenido o, en castellano recto, la especificidad de los discursos, exactamente lo que las lecturas sintomal o en rejilla creen posible evitar. Pero por qué razón habríamos de aceptar a pies juntillas la pretensión foucaultiana de ser el profeta de una nueva Revelación. La circularidad, empero, sería el menor de los dos males desencadenados por esta artera forma de leer. La otra, mucho más letal, es su uso como una especia de licencia para matar, al estilo James Bond, todo aquello que no se ajuste a lo que la agenda de los investigadores considera correcto. Ha sido precisamente este el camino más transitado por los pomos. Un ejemplo entre mil otros que podrían traerse al caso es la exégesis de Derrida a la narrativa marxista del fetichismo de la mercancía (1994: 110 ss.). De repente, Marx ha dejado de hablar de los diferentes modos de producción, o El capital ya no pretende mostrar cómo su evolución acabará por acarrear el fin del capitalismo. El fetichismo de

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la mercancía se ha tornado una historia de fantasmas. De acuerdo con la retórica abstrusa de Derrida, «esta densidad leñosa y testaruda [recuérdese que Derrida está hablando de una mesa (JA)] se ha convertido en un ente supranatural, una cosa sensible no-sensible, sensible pero no sensible, sensitivamente suprasensible», es decir, una mercancía como las estudiadas por Marx que ilustran el papel de la ideología en general, no el de las relaciones sociales contraídas mediante el trabajo. «La cuestión del fetichismo de las mercancías merece ser presentada de otra manera […] Ellas estarán siempre ahí, como espectros, incluso cuando no existan, cuando ya no se vean, cuando hayan dejado de estar» (1994: 104).

La conclusión no podría distar más de la idea defendida por Marx. En vez de formas sociales llamadas a desaparecer algún día con el fin del capitalismo, las ideologías están ahí para quedarse; incluso tienen mucho que enseñarnos, según Derrida. Tal vez tenga razón, pero lo que hace al caso es que su lectura en rejilla, ávida oyente del sonido del silencio, le permite apuntar que lo que Marx realmente dijo es exactamente lo que Marx no dijo —o lo contrario—. La memoria en rejilla trae a la mente el recuerdo de otra técnica para presentizar lo olvidado o reprimido, eso que se llamó terapia regresiva o síndrome de la memoria recobrada (Hunter, 2000; Tebbetts, 1987). Dicha técnica alardeaba de hacer recordar a sus pacientes los vacíos de sus recuerdos, es decir, revivir, a menudo bajo hipnosis, episodios borrados de su infancia o primera adolescencia. La técnica se usó con frecuencia en los noventa en relación con casos de pretendido abuso sexual o incesto en Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá (Prendergast, 1996: 283-321) y fue pronto objeto de escrutinio por diferentes agencias científicas que acabaron por desacreditarla. Las consecuencias de este llamado síndrome eran demasiado agresivas para con la protección legal de los acusados (Brandon et al., 1998; Loftus y Ketchum, 1996). La lectura en rejilla, lamentablemente, no ha sido objeto de un escrutinio semejante, pero su tan peculiar como incontrolada forma de rellenar los espacios en blanco y hacer hablar al silencio no debería hallar cobijo entre quienes deben hacer del escepticismo su primera regla en materias de ciencia. La lectura en rejilla parece otra sospechosa forma de matanza en masa. Pronto los pomos empezarán a disparar.

Adelante con el deconstruccionismo Es altamente dudoso que por sí mismos el estructuralismo y la lectura en rejilla con su sorprendente modo de articular el sonido del silencio pudieran haber

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propulsado a la matriz pomo a un reconocimiento general. Para que así sucediese iba a ser menester aportar otro ladrillo más al edificio, pues los teoremas metodológicos, sociales y éticos iniciales solo interesaban a algunas élites de intelectuales. Lo que al final atrajo a muchos otros y le dio una audiencia masiva fue el deconstruccionismo. Esa técnica integra muchos otros elementos de origen no directamente francoestructuralista y se lleva muy bien con ciertas variantes americanas de interaccionismo simbólico. También coincide parcialmente con las tesis de Norbert Elias y de la escuela de Fráncfort. Desde su Historia de la locura en la época clásica (2001) hasta los últimos volúmenes de la Historia de la sexualidad (1978, 1985, 1986), Foucault se propuso leer y explicar la variada genealogía intelectual de todas las especies de represión bajo la modernidad. Uno podría preguntarse el porqué de su silencio sobre otras épocas y otras geografías, pero esta es cuestión que se dejará aparte por el momento. La Historia de la locura traza la forma en que la modernidad construyó ese concepto en sucesivas fases. El Renacimiento (siglos XV y XVI) tenía un concepto relativamente benévolo de la locura como un intento de alcanzar una (falsa) sabiduría. El género artístico de la Narrenschiff o nave de los locos de aquellos tiempos muestra un paisaje delicioso donde el deseo reina de forma absoluta. Pero, al tiempo, los renacentistas reputaban a la locura como el principal de los vicios humanos. Tal era su forma peculiar y contradictoria de hacerla inteligible. El siglo XVII vio la fundación del hospital general de la Salpetrière, en París. Según Foucault, esa institución no respondía a ninguna necesidad médica y no era más que una forma de imponer el orden monárquico y burgués que se generó en Francia sobre esa época. Desde entonces, a los locos se les iba a imponer el confinamiento, que es la verdadera razón de la existencia de ese hospital y otros muchos que le imitaron en el resto de Europa. De esta forma, los locos quedaban separados de los cuerdos, lo que traía consigo una doble consecuencia: por un lado, absorbía el paro o, al menos, hacía menos visibles sus consecuencias sociales. La nueva moralidad no solo encerraba a los locos, sino también a los pobres, las prostitutas, delincuentes de baja estofa y otras órdenes menores. Pero, además, les convertía a todos ellos en responsables de su propia desviación. La locura se convirtió en la letra escarlata que denotaba un fracaso moral. Con una alianza/disputa entre psicología y moral entra en el escenario la «psiquiatría científica» del XIX. Esa llamada ciencia imponía una definición más estricta de la locura. Muchos economistas del XVIII habían creído que una población numerosa y activa haría crecer la riqueza de las naciones. El confinamiento tenía, pues, que ser abandonado porque limitaba el crecimiento de la

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fuerza laboral. Por otra parte, las organizaciones de caridad, cuya misión tradicional había sido mitigar la pobreza, estancaban una buena parte del capital que podría ser movilizado para crear riqueza adicional. Los pobres, especialmente los pobres que luchaban contra su pobreza, tenían que ser separados de otros grupos desviados. Pero liberar a una parte de la población que estaba vigilada requería otros tipos de control. Los nuevos frenopáticos al estilo de la Retreat de Tuke no se basaban exclusivamente en la violencia física, sino que preferían convertir a los locos en menores de edad. Los menores necesitan a sus padres y los nuevos manicomios se aprestaron a desempeñar el mismo papel de los padres en la familia burguesa. La locura era antaño una falta individual; ahora, las familias decadentes, incapaces de alcanzar los desiderata de la moralidad burguesa, aparecían como responsables de la conducta enloquecida. Así, según Foucault, se selló la reconciliación final entre las concepciones crítica y médica de la locura, que alcanzaría su cénit con Freud. Con él, la locura brota derechamente del confinamiento y la violencia, aunque sea al precio de entregar a los médicos un estatus cuasi-divino. Freud también aporta una visión de la locura como falta de ajuste a la normalidad socialmente construida. Erving Goffman estaba apuntando lo mismo más o menos al mismo tiempo (1961). Tras revisar las carreras de muchos pacientes mentales, llegó Goffman a conclusiones parecidas. El investigador de hospitales mentales puede descubrir que la locura o «conducta enfermiza» que se impone al paciente mental es, por lo general, producto de la distancia social de quien la impone respecto de la situación en que se encuentra el paciente y no primordialmente un producto de la enfermedad mental (1961: 130).

Las instituciones mentales operan como un sistema de «pabellones» cuya meta principal es mostrar que «todo lo que el paciente haga por sí mismo pueda ser definido como un síntoma de su trastorno o de su convalecencia» (1961: 206). Goffman anticipaba así la carrera letal de Randle Patrick McMurphy en One Flew over the Cuckoo´s Nest (Kesey, 1973). Catch-22: si uno se somete al establecimiento psiquiátrico, eso prueba su necesidad de curación y la sabiduría de los psiquiatras; si se resiste, evidencia la necesidad de que se le someta a tratamiento. Goffman iba a extender posteriormente la misma metodología a otras situaciones sociales más genéricas en su discusión del estigma. Las sociedades clasifican a la gente según ciertos atributos que se supone poseen los miembros de cada categoría. Cuando nos encontramos con extraños anticipamos que pueden ser clasificados de la misma forma. Si esas expectativas no se cumplen, tende-

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mos a pensar que la persona en cuestión acarrea un estigma, es decir, una diferencia poco deseable. Así pues, por definición, creemos que la persona estigmatizada no es plenamente humana […] Construimos una teoría estigmatizadora, una ideología que explica su inferioridad y da cuenta del peligro que representa, a veces como racionalización de una animosidad basada en otras diferencias, por ejemplo, de clase social (1963: 5).

El estigma permite habérselas con todo aquello que se desvía de las normas sociales de normalidad y es un producto de la interacción cognitiva disfuncional. No es una marca que la naturaleza haya reservado para algunos individuos o grupos, sino un rito degradante que se extiende a grupos y comunidades obligados a portarlo. Goffman, sin embargo, es muy cauto cuando habla de enfermedades mentales y estigmas y no las ve como algo exclusivamente basado en prácticas arbitrarias socialmente construidas. Todo lazo social impone restricciones basadas en presunciones no explícitas (1961: 174) que desatan sanciones si no se respetan, se ignoran o se omiten. Aunque no aventura una explicación, reconoce que el uso de estigmas ha acompañado a la vida en sociedad desde hace siglos y se muestra escéptico sobre la posibilidad de que alguna vez pueda erradicarse. Sin embargo, deja sin resolver el asunto de si puede entenderse que exista algo a lo que llamar enfermedad mental más allá de sus componentes sociales. Uno diría que regularmente aparecen disrupciones efectivas de la comunicación entre seres humanos y que muchas de ellas parecen ser irreparables (esquizofrenia, síndrome de Down o de Alzheimer, algunos tipos de autismo, etc.). Incluso si pudiésemos probar más allá de toda duda razonable que no son más que constructos sociales y que la familia nuclear o la sociedad en general merecen ser criticadas por esos resultados, los individuos así estigmatizados necesitarían aún de especial atención, es decir, de tratamiento psiquiátrico. Sus heridas, tal vez infligidas por los demás, no se curan y les impiden desarrollarse. Las ideas de Goffman experimentaron un cambio drástico en la antipsiquiatría de Laing y su insistencia en que toda enfermedad mental, incluso en casos de mayor disonancia comunicativa, por ejemplo la esquizofrenia, es un constructo social (1998a). No hay que buscar sus causas en los pacientes, sino en las instituciones que moldean sus reacciones, como la familia nuclear burguesa y la sociedad (moderna) en general (1998c, 1998d). Ken Loach ilustró vívidamente el asunto en su película Family Life. Para Laing, la única forma apropiada de tratar a las personas con desórdenes mentales era reconocer su sanidad mental interior, e incluso dejarles aban-

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donar las instituciones mentales, donde sus síntomas empeoraban (1998b). Sin duda, una parte de la psiquiatría moderna ha proclamado de forma grandiosa su capacidad de diagnosticar y curar la locura con técnicas muy agresivas (desde la violencia física, pasando por el uso de drogas psicotrópicas y llegando hasta la lobotomía). Muchos de esos procedimientos han sido debidamente criticados y desacreditados, pero es difícil concluir de su uso que la psiquiatría es una forma de brujería que habría que proscribir sin dilación. Tal vez valdría más pensar que se necesitan mejores teorías y menos exorcismos. La defensa de conjunto de la antipsiquiatría puede crear más problemas de los que resuelve. Por ejemplo, se convirtió en una coartada adicional para los recortes masivos de ayuda federal a los ayuntamientos impuesta por Reagan. «En 1980 los dólares federales subsidiaban un 22 por ciento de los presupuestos municipales. A fines de la era Reagan, solo llegaban al 6 por ciento» (Dreier, 2004). Una caída tan vertiginosa creó grandes problemas a escuelas, bibliotecas, servicios contraincendios y otros servicios municipales. El cierre consiguiente de muchos hospitales y clínicas públicas contribuyó al aumento de personas sin techo, pero no disminuyó el número de personas necesitadas de asistencia psiquiátrica. Solo les privó de ella. Los intereses de Foucault van más allá de la crítica a la psiquiatría. Lo que comenzó como una evaluación de la historia de la enfermedad mental, finalmente se convirtió en una causa general contra la modernidad. Su crítica del tratamiento de la locura devino un llamamiento a cambios sociales radicales. El resto de la historia es bien conocido. Pueden trazarse narrativas de dominación en todos los ámbitos sociales. Vigilar y castigar (1977) arguye que el sistema penitenciario moderno tiene su raíz en prácticas previas de retribución social por medio de tortura y ejecuciones. Es una forma más débil de hacer que los desviados acepten el orden social, pero no acaba con la represión. De hecho, para Foucault, esta nueva forma de castigo se ha convertido en la norma para todas las formas sociales de control social. El Panóptico de Bentham como ideal de estabilidad penitenciaria mediante vigilancia a distancia se ha extendido a todas las actividades sociales y contribuye a la dominación de los poderes existentes al hacerlos aceptables al tiempo que invisibles. Uno puede encontrar una salida a esta situación al parecer desesperada, cree Foucault. Una forma distinta de locura apareció en el siglo XIX, la locura como lucidez. Esa nueva locura lúcida permitió a los humanos alcanzar el límite de su extrañamiento respecto de sí mismos, al que habían llegado en las sociedades occidentales. Por vez primera en la historia, la locura fuerza al mundo a sentarse en el banquillo de los acusados, no en el de los fiscales. Ese nuevo tipo de alienación permite a la humanidad hallar caminos, a menudo como a tra-

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vés de un espejo oscuro, para abandonar las normas previas que exigían un aumento creciente de la represión. Así que Foucault no se limita a proveer un análisis de las causas de la locura, sino que abre un dispensario en el que hallar remedios para librarse de ella. La primera parte del argumento necesita de mayor ponderación porque corre al bies de lo que intuimos. Uno diría que, a primera vista, existen ciertas diferencias entre la violencia bárbara y gratuita de las ejecuciones y torturas descritas en la obertura de Vigilar y castigar y los sistemas punitivos modernos. Las sociedades europeas modernas, por ejemplo, se enorgullecen de haber sacado la pena de muerte de los códigos penales. Foucault no lo desconoce, pero nota que las imágenes vívidas de castigos llamadas a provocar temor y temblor entre los espectadores de la edad clásica —representaciones ejemplares las llama Foucault, como en las procesiones de convictos desde la prisión de Newgate hasta el patíbulo de Tyburn, en Londres (Linebaugh, 1977)— han sido sustituidas por un nuevo orden punitivo basado en la modificación de las conductas. «Más que sobre un arte representativo, esta intervención punitiva se basa en una bien estudiada manipulación de los individuos» (Foucault, 1992: 128). ¿Por qué? El mecanismo disciplinar busca el castigo como parte de un sistema de normas, habitualmente conocido como imperio de la ley. Individuos y cuerpos, como los llama Foucault, se han estandarizado, es decir, han sido normalizados. En las sociedades que así los tratan, los individuos pierden su razón de ser, creándose así un continuo disciplinario que reposa, por un lado, sobre las instituciones de confinamiento y, por otro, en mecanismos funcionales que hacen del poder algo más ligero, sutil, aceptable y, por ende, más eficaz. La dominación mediante técnicas científicas se ha convertido en un elemento básico del control sexual y de la disciplina de los cuerpos que Foucault narra en la Historia de la sexualidad. El poder llega a su cénit cuando, como sucede en la mayoría de las conductas sociales, el ímpetu subversivo, ya sea como sexualidad o como formas alternativas de vida, queda domado mediante la difusión de las llamadas nuevas ciencias sociales (psicoanálisis, sexología, marketing, publicidad, moda, etc.). Opiniones similares han sido circuladas por un amplio número de pensadores franceses que se mueven en la órbita foucaultiana (Bourdieu, 1984; Derrida, 1994, 2002; Deleuze y Guattari, 1977, 1987) y la Vulgata que han generado. Sin embargo, hay una duda que persiste en el lector. ¿Es posible que no exista diferencia entre la dominación por la violencia o represión, como sucedía en la época clásica, y la aceptación voluntaria, por pasiva que sea, de la dominación en las sociedades democráticas? Hay una ya antigua tradición del pensamiento occidental, desde Hobbes y Locke hasta Mills y Weber, llegando

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a la visión del poder en Nye (2004), que distingue entre ambas cosas. Weber explicaba en muchos lugares de su obra el conflicto entre Macht (poder desnudo o violento) y Herrschaft (dominación), o formas legítimas e ilegítimas de dominación (1971: 16, 122-176, 541-550). La clave de la dominación está en el consentimiento prestado por la mayor parte del cuerpo político. Luego de Weber, Tilly ha señalado cómo es precisamente la ruptura en la creencia de legitimidad lo que contribuye poderosamente a los conflictos sociales (1978), mientras que su mantenimiento torna a la dominación en algo estable y sostenible (2001). Otra tradición, que se remonta a Constant (1980) y Tocqueville (1866), considera precisamente el imperio de la ley o la existencia de un orden normativo como la diferencia fundamental entre el Antiguo Régimen y la libertad de los modernos. Foucault no se reconoce en ninguna de esas tradiciones. Legítima o no, la dominación es dominación; el poder, poder. ¿Incluso cuando las preferencias del público se manifiestan en elecciones libres? Incluso entonces. Esta visión desenvuelta desemboca en un callejón sin salida. Si seguimos a Foucault en su explicación del poder, la diferencia entre democracia y autoritarismo y/o regímenes totalitarios carece de sentido. Todas esas formas son ejercicios de poder que se imponen por igual a los cuerpos, a sus súbditos. Pero la lectura de Foucault evoca un anacoluto. En su obra existe una tensión irresuelta entre, por un lado, la inevitabilidad de las luchas por el poder que forman la esencia de todo discurso y de todas las prácticas sociales y, por otro, la necesidad de fundamentar su asimetría. Si aceptamos la primera parte del dilema, Foucault no puede evitar la reductio ad Hitlerum, es decir, que Hitler y su régimen eran, en el fondo, lo mismo que la Inglaterra de Churchill o los Estados Unidos de Roosevelt. Borrando las diferencias entre poderes y regímenes políticos acabamos por desembocar en la incoherencia de ver a Hitler tan legítimo (o ilegítimo) como a cualquier otro líder político, que no hizo sino ejercer su poder como todos ellos hacen. En resumen, Hitler codiciaba poder tanto como cualquier otro dirigente o cualquier otro participante en cualquier otra interacción social, aunque tuvo más éxito que otros muchos. De esta forma, la posibilidad de elegir entre víctimas y verdugos desaparece. Todos son la misma cosa. En el campo de lo punitivo se llega igualmente a un horizonte cerrado. Si no es posible distinguir entre tortura y prisión, pues ambas son formas de represión, hay que suspender el juicio sobre cualquier ejemplo de genocidio y otros crímenes y abusos de poder. Con esa lógica, cómo pueden condenarse las torturas en la cárcel de Abu Ghraib durante la presidencia de George W. Bush. ¿Se diferencian acaso del procedimiento judicial ordinario o del juicio por jurado si se considera también a estos últimos como ejemplos abultados de represión?

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Foucault devuelve a sus lectores a un estado de naturaleza al estilo de Hobbes, una confrontación perpetua de poderes, de acción y resistencia, de culturas y contraculturas opuestas, donde no queda resquicio parar el juicio moral. Foucault no desconoce que ese principio de equivalencia supone una condena a muerte de su crítica de la modernidad. ¿A qué criticar la dominación de los cuerpos, o la pretendida represión de la locura o de la sexualidad, cuando todos los poderes son simétricos, es decir, pueden hallarse en todas y cada una de las prácticas sociales? Como recordarán más tarde (capítulo 4) Dean y Juliet MacCannell, tanto el violador como su víctima participarían en un mismo juego de poder. ¿Cómo exonerar al Otro de apurar este cáliz tan amargo como inexorable? Si toda identidad, o discurso, o narrativa, o cualquier otra abreviatura similar del poder valen tanto como su contrario, ¿qué puede legitimar la petición de cambios en las estructuras presentes de poder? Tal vez todo fruto de la razón lleve a la represión; pero, de ser así, por qué habríamos de creer a Foucault cuando apunta que la locura liberadora no es el mismo perro con un collar diferente. Tal vez todo haya fallado, como Foucault cree, pero entonces hay que concluir que no es seguro que nada vaya a cumplir sus promesas. El escéptico tiene derecho a sospechar del otro mundo es posible de Foucault. Bouvard y Pécuchet se entregaban con celo a proyectos que acababan por revelarse aún más calamitosos que los anteriores. Las simpatías de Foucault por la revolución teocrática de Khomeini no decía mucho y bien de su sabiduría política (Afary y Anderson, 2005). Al fondo, Foucault solo puede proceder por un ucase de su real gana. A él no le interesa explicar cómo suceden las cosas, sino tan solo predicar cómo deberían ser. Aquí y allá, Foucault se hace con expresiones tomadas a préstamo de Marx, pero sus explicaciones económicas solo le interesan de forma lateral. Así, revuelve a la gente afectada por las sucesivas Leyes de Pobres en Inglaterra con la población considerada loca para decir que esta última aumentó considerablemente la fuerza de trabajo sin aportar un solo dato concreto. En 1685, empero, la población de Inglaterra se estimaba en cinco millones, de los cuales algo más de tres millones eran granjeros, braceros, sirvientes y pobres. El número de vagos y maleantes, entre quienes uno debería encontrar a la mayoría de los tenidos por locos, era de unos treinta mil (Trevelyan, 2000), es decir, menos de un 1 por ciento del total de la población trabajadora y pobre —un número ridículamente pequeño para ser tenido como una aportación importante a la fuerza de trabajo—. Foucault explica el comienzo de la represión de la locura mediante una indefinida alianza entre monarquía y burguesía, sin precisar quiénes formaban esta última ni cuál era su poder económico y político en la Francia del XVII. Evita decidir si los economistas clásicos tenían razón al identificar

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a las instituciones de caridad, a los monasterios o a las manos muertas como obstáculos mayores para el desarrollo económico. Esos detalles, a Foucault le salen por una higa y, a diferencia de Marx, él no tiene interés en desentrañar las piezas grandes y pequeñas que conforman la economía capitalista, como tampoco en entrar en la cuestión del peso relativo de los distintos grupos sociales y su relación de fuerzas. Los hechos no le interesan, lo que no debe sorprender cuando se consideran los extremos a los que llegaba en sus escritos epistemológicos para extirparlos del horizonte estructuralista. Algo que posiblemente explica también su desinterés por la historia de la represión en las sociedades no modernas o no occidentales. Pese a su total desprecio por la visión evolucionista de la historia, al lector no se le escapa que Foucault acaba por ver un hilo rojo de desarrollo del poder, una carrera hacia lo más bajo cuyo nadir se alcanzó con la modernidad occidental. ¿Para qué ocuparse de otra cosa que de la biografía de semejante fracaso? Hay grandes coincidencias entre esta narrativa y la de otras corrientes del pensamiento contemporáneo. Foucault y la escuela deconstruccionista francesa no están solos a la hora de singularizar en exclusiva a ese tipo de modernidad que llamamos Ilustración. De hecho, esa fue también la cacería favorita de la Escuela de Fráncfort. Aun cuando para ellos las llagas de la civilización occidental se encontraban en otras áreas de las relaciones sociales, sus conclusiones eran similares a las de Foucault. Horkheimer y Adorno veían en la tecnología y la noción ilustrada de la ciencia y en su afán de domeñar a la naturaleza los pecados capitales de la modernidad (1972); seguidos luego de los intentos de manufacturar personalidades autoritarias (Adorno, Frenkel y Levinson, 1964). La eliminación de Eros (1955) y la subsiguiente unidimensionalidad de la vida social bajo el capitalismo avanzado (1966) le encendían las pajarillas a Marcuse cuando ponderaba los trabajos de la civilización. Con el capitalismo, las sociedades de masas y su cultura liberal-represiva, Occidente había alcanzado las más altas cumbres de la miseria. Norbert Elias parece ser el más cercano a la deriva foucaultiana. La Zivilization, a saber, el proceso que acarreó nuestras sociedades modernas y burguesas, disparó una completa reorganización de la economía de afectos y emociones. En Europa, desde la Alta Edad Media hasta el Renacimiento, la era absolutista y la sociedad burguesa del XIX y del XX, la civilización vino acompañada de una amplia represión de los impulsos naturales por medio de nuevas formas de control. Hoy el círculo de estándares y reglas pesa tanto sobre los hombres; el control y la presión de las relaciones sociales ínsita en sus costumbres es tan pesada que solo abre una

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alternativa […]: o someterse a las reglas de conducta esperadas o situarse fuera del ámbito de la vida civilizada (1997: I, 283).

Los nuevos subsistemas de control de las conductas fueron inicialmente adoptados por los escalones más altos de la escala social para ser luego internalizados por las órdenes menores. Elias ofrece un amplio espectro de ejemplos de ellos en campos habitualmente alejados de la investigación académica como el consumo de carne, la dieta, las buenas maneras de mesa, la privacidad del hogar, las costumbres amatorias, la desnudez pública y demás (1997: II, 379-392). Los cambios siguieron un gradiente en aumento hacia el autocontrol más o menos automatizado, imponiendo una sujeción creciente de los impulsos y emociones a la norma mecánica de la satisfacción diferida con una creciente parafernalia del Super-Ego, cada vez más profusa y rígida. La sociedad «civilizada» moderna finalmente ha aumentado exponencialmente el papel social de la inseguridad y la vergüenza como medios de control sobre los individuos. La conclusión de Elias se sigue inconsútil de esas premisas. La oposición académica entre vida «natural» y vida «civilizada», con la consiguiente primacía de la última, no se tiene en pie. Por el contrario, los humanos estaban en mejores términos consigo mismos en las sociedades que precedieron a la modernidad. ¿De verdad? Duerr ha apuntado que las pruebas aportadas por Elias para sostener su tesis son, como mínimo, inconsistentes. La mayor parte de las sociedades no civilizadas utiliza un andamiaje de vergüenza provocada, situaciones embarazosas, pérdida de cara y demás muy similares a las que se encuentran en las civilizadas para controlar las muestras de emociones en público. Incluso entre los grupos donde desnudez o cuasi-desnudez son aceptadas, existen claros límites a la forma en que unos y otras pueden mirarse (Duerr, 1992). Adicionalmente, la epifanía elísea de una represión creciente de desnudez y relaciones sexuales dentro de la economía afectiva occidental no ha envejecido con decoro. Dejando a un lado fiestas de primavera, carnavales y otras ocasiones similares para la licencia socialmente aceptada, la exposición del cuerpo femenino (topless en playas y otros lugares públicos) y la existencia de colonias o áreas nudistas en muchas costas son tan comunes que ya no atraen la atención del público o de los medios. Algo similar ha sucedido con los clubes de intercambio de parejas y otras formas de entretenimiento para adultos. Por alguna razón aún inexplicada, la deriva civilizatoria hacia el control creciente del Super-Ego y la represión de los instintos se vio súbitamente sorprendida por la llamada revolución sexual, tan solo veinticinco años después de que Elias proclamara su irresistible ascenso y, tras el Verano del Amor 1969, cuando los hijos de la burguesía de San Francisco se dedicaron a hacer de las suyas por las calles, las pre-

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dicciones del ascetismo congénito de la sociedad civilizada han dejado de ser mantenidas en serio. La matriz pomo ha viajado así desde un programa fuerte de relativismo sin límites hasta la formulación de principios morales y políticos firmes sin dotarse de un mapa adecuado. Por un lado, refutación de la objetividad, lectura en rejilla, la ilegitimidad de todos los poderes; por el otro, liberación del Otro, resistencia a todo cuanto huela a modernidad, nostalgia por el pasado premoderno. Elias, como Foucault, han hecho una contribución notable al imaginario neorromántico de los pomos. El nuestro es un mundo desnortado en una edad de inocencia perdida e incontrolables abusos de poder. Hubo, sin duda, otro tiempo en que esto no sucedía. Y si no lo hubo, al menos puede ser imaginado. Desde los sueños de Passolini sobre las comunidades medievales libres de la moderna economía afectiva (Decamerón, Cuentos de Canterbury) hasta el Código Da Vinci (Brown, 2003) con su evocación de un paganismo liberador, precristiano o prejudío o premonoteísta o pre-lo-que-sea, una parte no insignificante de la cultura de masas refleja esa nostalgia por aquellos tiempos en los que Arcadia Felix era algo más que una buena marca para un parque temático. La historia humana está, sin duda, llena de rebeldes que creían tener una causa; cuando se mira por el retrovisor, empero, uno se pregunta si tuvieron algún efecto. Eso es lo que debemos explorar a continuación.

Pomos, Pocos, Decos La segunda mitad del siglo XX fue un tiempo de portentos. Presenció el hundimiento de los imperios coloniales de Occidente, incluyendo el soviético; un impresionante proceso de descolonización; y el despertar de grandes categorías sociales que hasta entonces, mal que bien, habían aceptado un estado de subordinación. Las mujeres; las minorías étnicas, culturales y religiosas; gais, lesbianas y transexuales; impedidos e impedidas; inmigrantes: todos ellos y ellas unieron fuerzas en la lucha contra la discriminación, con éxitos especiales en las sociedades occidentales. Como se ha dicho, la matriz pomo ofrecía a todos esos movimientos una metodología crítica —eso que se ha dado en llamar formas de lectura alternativas o deconstruccionismo—. También proveía un objeto definido para sus críticas: la modernidad. Pero el blanco era demasiado abstracto. Cuando Foucault se ponía práctico, hablaba de poder, de represión y otras cosas igualmente vagas que, a su entender, constreñían a los cuerpos y les hacían aceptar definiciones socialmente construidas que acababan por frustrar infaliblemente sus mejores

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expectativas. Quién se aprovechaba de ello y hasta qué punto; cómo podían desbordarse esos límites; con qué estrategias y qué tácticas; todas esas cosas estaban por responder. Ideas y teorías, sin embargo, necesitan del catalizador de la práctica para ganar las mentes y los corazones de grupos significativos. Así que el deconstruccionismo (deco) pasó a ocupar el centro del escenario. En el pasado, el marxismo había criticado con ferocidad los sistemas políticos occidentales y, en especial, sus economías capitalistas. Durante casi un siglo, el marxismo se erigió en la única alternativa sostenible a las ideologías occidentales dominantes. Tenía una teoría de la historia, una economía política y una maquinaria para la ejecución de lo que se suponía ser un orden social equitativo al que llamaba socialismo. No es coincidencia que algunos de los primeros esbozos para explicar la sujeción de otras categorías sociales aparte de la clase obrera echasen mano de conceptos y métodos marxistas. Beauvoir encontraba equivalencias entre la explotación del proletariado y la de las mujeres (1949), y otras teorías feministas posteriores iban a explorar un llamado modo doméstico de producción (Rowbotham, 1973; Rowbotham, Segal y Wainwright, 1981; Hartsock, 1983). Antes de ellas, algunos escritores negros americanos habían pasado por una etapa similar. Con diferentes grados de intensidad y de compromiso, W. E. B. DuBois, Langston Hughes y Claude McKay, entre otros, habían buscado en el marxismo y en el socialismo las herramientas teóricas para explicar el apartheid al que los negros americanos se veían sometidos en Estados Unidos. Pronto, empero, unos y otras iban a darse cuenta de que raza, género y clase social no eran colegas fáciles. Pronto empezó a sentirse que el marxismo impedía otra clase de crítica y daba fácilmente en etnocentrismo y patriarcalismo. La clase obrera industrial era, sobre todo, un conglomerado de hombres blancos y occidentales que no podía encontrarse fácilmente en otras partes del mundo. Los obreros a menudo compartían pautas de conducta similares a las de los otros machos de la especie. Pronto, muchos negros americanos se volvieron hacia un nacionalismo étnico radical y las narrativas feministas iban a llamar a otras teorías en su ayuda (Mitchell, 1974, 1984). Igualmente puede apreciarse un cambio en la actitud hacia los modelos occidentales en los teóricos de la descolonización. Muchos marxistas coloniales anteriores habían seguido ciegamente la definición leninista del imperialismo como el estadio senil del capitalismo y sus ideas sobre la autodeterminación. La generación siguiente iba a virar en otra dirección. Césaire, Memmi, Fanon, eran todos coloniales y pronto su radicalismo iba a sustituir las explicaciones económicas con otras de raíz cultural. El cambio es claramente apreciable en Franz Fanon. Su obra teórica más conocida (1968) rebosa de terminolo-

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gía marxista, pero al tiempo muestra un decidido intento por aportar una base teórica diferente al proceso de descolonización (1988, 1991). El mundo colonial, según Fanon, es un ente maniqueo. La colonización empezó de consuno con la desposesión forzada de la tierra de los nativos, de sus riquezas y, desde luego, de su herencia cultural, creando dos categorías humanas opuestas, los colonos y los colonizados. Esos dos mundos iban a permanecer separados y a ser mutuamente exclusivos mientras existiera el colonialismo. La asimetría entre los poderes exteriores y las naciones sometidas, empero, no es un asunto de poder tan solo. Sin duda, los colonos cuentan con el ejército y la policía para afrontar cualquier amenaza significativa hacia su orden. Pero, más allá, el colonialismo es un mundo de culturas opuestas. La meta cultural de los colonizadores es meridiana: privar a los nativos de su humanidad. A ojos de los colonizadores, las sociedades colonizadas eran un mundo desprovisto de valores y, por tanto, un mundo devaluado. Un mundo que había de ser destruido y reemplazado por la civilización superior que los colonizadores traían consigo. La liberación nacional es el polo opuesto a esta estrategia. El orden colonial, brutal y violento desde sus raíces, debe ser sustituido por una fuerza superior que no debe limitarse tan solo al orden político, sino abarcar el frente cultural. Las colonias liberadas no pueden usar las ideas y las instituciones del antiguo poder colonial. La extirpación de sus estructuras culturales alienígenas debe ser tan minuciosa y detallada como lo fue el ataque colonial a las formas de vida locales. Incluso cuando presta atención ocasional a los intereses divergentes de las diferentes fracciones del poder colonial, a las tensiones entre los colonos y sus gobiernos metropolitanos y a la restringida solidaridad de los trabajadores metropolitanos con los de las colonias, Fanon ignora habitualmente que esas realidades hacían al compacto colonial bastante menos monolítico de lo que él estaba dispuesto a conceder. Para él, los luchadores anticoloniales debían evitar cualquier apaño o acomodo con los poderes colonizadores y sus culturas, pues representaban una influencia letal para la identidad colonial. Fanon miraba transido de sospecha a los sectores de los países recién descolonizados que habían sufrido más directamente la influencia de la metrópoli, pues estaban más dispuestos a aceptar compromisos políticos o culturales con el antiguo orden. Las burguesías nacionales, los intelectuales, incluso los trabajadores urbanos nativos, no podían ser objeto de confianza para los movimientos de liberación nacional porque habían sentido de cerca la influencia corruptora de los poderes extranjeros. En el fondo, Fanon —como Mao, como Pol Pot— solo confía en los campesinos y sus equivalentes, las masas de parados urbanos, igualmente inmunes a las trampas de la cultura colonial. Con Fanon, el peligro

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mayor para las nuevas sociedades poscoloniales brotaba menos de las raíces económicas de la dominación colonial que de su ascendiente cultural. De esta forma, Fanon se alejaba de las teorías neocoloniales más influyentes en los setenta y ochenta. La escuela de la dependencia adoptaba una perspectiva más ortodoxamente marxista, apuntando especialmente al papel del tercer mundo en el orden económico internacional (Baran, 1957; Baran y Sweezy, 1966), los términos de intercambio entre centro y periferias (Amin, 1973, 1976; Emmanuel, 1972; Frank, 1975, 1981; Wallerstein, 1974, 1980) o la estabilidad de la dominación política en la economía mundial (Bettelheim, 1975; Santos, 1991). Sin embargo, la visión de Fanon del colonialismo como una fuerza mayormente cultural que incluye y sobrepasa el campo de la economía estaba llamada a cobrar un nuevo impulso. Said importó las estructuras conceptuales de Fanon al mundo académico. Para él (1996, 2000), el largo debate de los intelectuales occidentales sobre la realidad económica y política del imperialismo «había prestado escasa atención a lo que yo considero el papel privilegiado de la cultura en la moderna experiencia imperial» (1994: 5). Para mejorar esa situación, Said aboga por la técnica pomo de colmar los silencios del debate mediante lo que él denomina lectura contrapuntal. No es nada sorprendente que, armado con ella, Said crea que puede penetrar mejor los debates de los estudiosos occidentales modernos sobre el mundo no occidental (1994). Sus silencios revelan un imperialismo de la mente que toma como punto de partida la idea de la superioridad occidental que él había denunciado en su Orientalismo (1979). Las ideas, las culturas y las historias no pueden ser seriamente entendidas o estudiadas sin su forma o, más precisamente, sin sus configuraciones de poder […] La relación entre Occidente y Oriente es una relación de poder, de dominación, de los grados variables de una hegemonía compleja (1979: 5).

Las miradas occidentales solo reflejan lo que quieren ver, es decir, los signos de su superioridad sobre el resto de las culturas. Eso, para Said, no es tan solo o ante todo la interacción de fuerzas económicas, sino un derivado atributo de la mentalidad occidental. Para Said, la superioridad de la Nueva sobre la Vieja Izquierda reside en su capacidad de detectar los grilletes impuestos por esa cultura. Los investigadores economicistas, piensa uno, se veían obligados a llevar a cabo trabajosos estudios basados en hechos para probar sus tesis, fueran estos aportados certeramente o no. Said y sus numerosos seguidores enfilan un atajo. Les basta con probar que este o aquel escritor o esta o aquella escuela cultural es occidental u

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occidentalizada para condenarla, lo que hace sus tareas indudablemente más sencillas. Al cabo, Said comparte con Fanon la visión dualista y maniquea de que la verdadera liberación de las estructuras del pensamiento colonial requiere una completa cesura respecto de la totalidad de la cultura occidental y la fundación de otra nueva. Said muestra una habilidad más bien desenvuelta para encontrar doquiera que lo desee las maniobras de un Occidente artero que trata de desposeer al resto del mundo de su peso cultural. Lo hace, sin duda, al precio de adoptar nociones escasamente limpias y coherentes. El orientalismo occidental carece de una historia inteligible y unificada. En diferentes lugares de sus dos libros principales, Said lo refiere al siglo XVI y a los relatos de viajeros posteriores (1979: passim); al Concilio de Viena, en 1312 (1979: 49-50); a Las Bacantes, de Eurípides (1979: 56-57); al mismo Homero (1979: 85). A veces, orientalismo se traduce como el miedo a los conquistadores árabes u otomanos (1979: 58-63; 1994: 111-114); a veces, es un producto de la ignorancia occidental o del desprecio que esta cultura siente hacia todas las demás (1994: 132-169). Aquí se limita al imaginario occidental sobre las culturas islámicas (1979: 282-283; 1994: 81); allá incluye al resto del mundo no occidental (1979: 224-229; 1994: 286-291). Como el queso crema, el orientalismo es tan extensible que resulta increíble. Lo que cuenta, al cabo, es que Said no aporta una verdadera explicación del proceso. Como el Oriente de sus orientalistas, como las metrópolis de Fanon, su Occidente carece de diversidad, de conflictos, de subcorrientes, de divisiones. Es un adefesio mental. La última parte de Cultura e imperialismo acaba por extraer las consecuencias que Orientalismo se había dejado en el tintero. La nueva cultura que se propone tiene como misión clausurar de una vez por todas las plantaciones de la mente. La nueva marca se define como resistencia a toda dominación y viene con su marketing mix incluido. Ante todo, se presenta como el derecho a considerar la propia cultura como un todo consistente, como una colección de ricas identidades que espera ser construida. «Las narraciones locales de los esclavos, las autobiografías espirituales, los recuerdos de cautiverio forman un contrapunto a las historias monumentales de los poderes occidentales, de sus discursos oficiales y de sus perpectivas panópticas cuasi-científicas» (1994: 215). De esta suerte, Said no solo reifica las culturas sino que además se priva de los instrumentos para comprender su diversidad interna. Para él, toda narrativa cultural es una lucha de poderes y la hegemonía gramsciana desempeña el mismo papel que el poder tenía en Foucault, oscureciendo cualquier diferencia entre Macht y Herrschaft y con las mismas ridículas consecuencias. Por un lado, aparecen así numerosas razones para leerle contrapuntalmente como Hunt-

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ington vuelto del revés. Las identidades no solo permanecen estancadas e iguales a sí mismas a lo largo del tiempo; son también inexplicables y están llamadas a chocar inexorablemente unas con las otras. Ya se acepte el punto de vista imperialista (Huntington 1996; 2004), ya el de los coloniales, según Said, el resultado es bien parecido. Ambos comparten un completo desprecio por la comunicación intercultural y una autoafirmación chulesca. Ambos están igualmente seguros de poder distinguir sin la menor duda el trigo de la paja. Los estudios poscoloniales (pocos) han empujado las tesis de Said un paso más allá. Como lo dice uno de sus más conocidos defensores, poscolonialismo se usa hoy de formas amplias y diversas que incluyen el estudio y análisis de la conquista territorial europea, las instituciones varias del colonialismo europeo, las operaciones discursivas del imperio, los matices de la construcción del sujeto en el discurso colonial y la resistencia de esos sujetos; además de, lo que es aún más importante, las respuestas diferenciales a esas incursiones y su legado colonial contemporáneo tanto en las naciones y comunidades pre como posindependientes (Ashcroft, Griffiths y Tiffin, 1988: 197).

Así pues, a diferencia de la escuela de la dependencia, los pocos creen que los conflictos entre sociedades y naciones tienen raíces mayormente culturales. De ahí que, a diferencia de los marxistas, piensen que los aspectos económicos cuentan escasamente en la aparición de los conflictos y que no necesitan ser objeto primordial para la investigación y para la acción. De ahí que tiendan a ignorar los procesos que se desarrollan en la realidad del mundo poscolonial. Para ellos, la China actual o la del XIX están igualmente presas en la hegemonía occidental. Ya fuera impuesta por los tratados desiguales y la intervención imperialista o por el consumismo de que sus habitantes hacen gala hoy, ambas situaciones reflejan un mismo trasfondo de dominación. ¿Por qué no se molestan los pocos en averiguar qué es lo que quieren los chinos y por qué? Curiosamente, en el imaginario poco no hay sitio para ellos, que parecen tan incapaces de entender su actual dominación como sus antepasados lo eran de la incapacidad de gobernarse a sí mismos que les atribuían los pensadores occidentales. El imperialismo cultural es tan poderoso que acaba por expresarse hasta en la propia visión poco, pues el poscolonialismo, como se ve, es la versión imperialista atada por el rabo. La estructura permanente que subyace en todos los juegos de poder imperialistas resulta muy similar a la descrita por Lacan en sus escritos psicoanalíticos (1966). La construcción de la identidad, según Lacan, requiere desde sus inicios la presencia del otro (en minúsculas). Ese otro es todo aquello que no es el yo, todo lo que se encuentra más allá del propio cuerpo, incluyendo su ima-

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gen en el espejo. El estadio especular abre un abismo entre el yo y el resto del mundo. La esfera del no-yo triza la indiferenciación inicial del sujeto, sirviendo al mismo tiempo como afirmación del yo y como la pérdida del confortable todo representada por la unión con el cuerpo de la madre. La pérdida de esa totalidad unida al deseo de volver al seno materno ya no abandonará nunca al individuo durante su vida. Sin embargo, hay otro Otro (con mayúsculas esta vez), al que Lacan denomina el gran Otro. Aunque la descripción lacaniana del Otro es más bien tortuosa, el otro Otro es una entidad simbólica que reemplaza a la madre y su Ley del Deseo, al tiempo que encadena al yo a las exigencias del orden racional. Aunque este otro Otro recibe el nombre de la Ley del Padre, esa atribución, igual que sucedía con la Madre, no responde a un estar-ahí individual o mediado por la historia. Es una posición estructural permanente del Inconsciente entendido al modo de la mente combinatoria de Lévi-Strauss. Los individuos pueden someterse a esa Ley del Padre o romper con ella, pero a la postre no hay escapatoria al Nombre del Padre. Todo nuevo orden simbólico será sustituido por otro igualmente represivo. Aunque el pesimismo ontológico que traspasa a la noción lacaniana de identidad no es precisamente reconfortante para su proyecto emancipatorio, los pocos lo adoptaron con entusiasmo y lo importaron a su campo de investigaciones. La estructuración de la identidad individual no diverge sustancialmente de la de su contraparte colonial (Bhabha, 1990, 1994; Spivak, 1988, 1999). Los coloniales se ven marginados de y separados por un lenguaje imperial que los otrea o mundea (como en la expresión tercer mundo) y les deniega su culminación, convirtiéndolos así en súbditos. Los coloniales tienen, pues, las mismas opciones que los cuerpos. Bien pueden refugiarse en la ley del deseo y dejarse nutrir por la metrópoli, esa madre imperial; bien pueden comprender que el orden colonial simboliza la Ley del Padre, es decir, un poder ajeno que puede ser destronado. Habitualmente, los pocos se mantienen en este estadio especular, es decir, se limitan a denunciar las imposiciones que, a su juicio, reproducen la omnipresente dominación imperial y a apuntar cómo se hallan presentes doquiera que dirijamos la mirada. Un marco similar de razón, deseo y poder ha sido adoptado por el posfeminismo, la teoría del otro género y otros críticos pomo de la cultura moderna. Todos ellos estudian la espesura intrincada en que se mueve la construcción de la identidad individual o colectiva y las combinan con la situación especial de mujeres, gais y lesbianas dentro de las sociedades imperiales y de las poscoloniales. Por más que hayan proliferado con rapidez, esas explicaciones han sido incapaces de evitar una creciente fragmentación de su campo de hipótesis, reforzada por una jerga abstrusa y una habilidad especial para encontrar siempre nuevas capas de dominación en las situaciones más

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comunes. Así, la mente posmoderna se pasea cada vez más con los ojos bien cerrados por un jardín de senderos que se bifurcan y acaba por dar en un manierismo impotente que banaliza la matriz pomo en unos cuantos eslóganes repetidos sin ton ni son. Al cabo, la matriz pomo se ha endosado una formidable armadura de ilusiones autofabricadas. Empezó con una definición de la realidad que hace desaparecer a la historia y a los intereses del paisaje en beneficio de una gramática de la Mente que se torna incapaz de explicar el cambio. A partir de ahí construye —o deconstruye— una metodología para seleccionar a su antojo sus hipótesis. Dejando a un lado la reflexión sobre cómo ese punto de partida se torna rápidamente en un argumento circular, lo adopta sin mayor miramiento y se sirve de él para definir la realidad mejor —así lo suponen sus seguidores— que el método científico. La realidad se convierte así en un universo de luchas culturales poblado por buenas y malas narrativas definidas según el gusto. De esta forma, lo que gana en autopersuasión lo pierde en comprensión del mundo externo. A la postre, la matriz pomo paga un alto precio por su falta de autocontrol. Los hechos de los que con tanta facilidad como inconsciencia se ha desembarazado retornan como una realidad descompuesta que no puede explicar ni controlar. Veámoslo a continuación en sus derivaciones en la investigación turística.

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El último sociólogo y las tripas del último burócrata La teoría de Dean MacCannell sobre el turismo y los turistas es lo más parecido a una teoría general en un campo del conocimiento en el que no es fácil encontrar propuestas ambiciosas. No es, pues, un azar que su trabajo sea usado con reverencia y profusamente citado. Semejante éxito no implica necesariamente que sea un modelo definitivo que haya de ser adoptado sin mayor esfuerzo. De hecho, la visión de MacCannell ha sido el origen de numerosas presunciones que han sido una plaga para esta parcela de investigación durante años. La reconsideración de su aporte sigue, pues, pendiente. La obra de MacCannell, como se ha dicho, es una parada recurrente para cualquier debate sobre la naturaleza del turismo. Sin embargo, como el propio MacCannell se ha encargado de hacer notar a menudo, El turista no es un libro sobre turismo. Si algo podría sorprender a MacCannell es que se le considere como un experto en turismo. En un breve apunte autobiográfico, MacCannell señalaba que toda su vida profesional ha transcurrido en otros campos (1990b) o, uno se atrevería a corregir, que se ha dedicado a labrar los diferentes terrenos de un mismo amo. Pese a su interés inicial por la antropología, parte de su carrera se dedicó a la sociología rural. Sin embargo, tanto una como otra se le hicieron excesivamente estrechas, así que se pasó a la semiología. Según su página web (MacCannell, 2008), su búsqueda aun cubre otros campos, tales como el paisajismo, el inconsciente y el futuro de la ciudad. Para saber cómo encaja el turismo en esta topografía tan impresionante como intrincada bastará con seguirle la pista en ese apunte. A MacCannell no le interesa lo que la investigación turística pueda aportar a una teoría general de la sociedad; por el contrario, lo que busca (y en el momento en que encontró apoyo en la semiología se ha dedicado a aventar) es una explicación global de

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la modernidad desde distintos puntos de vista específicos. Su obra más conocida se ocupa del turismo, pero MacCannell ha cubierto muchas otras áreas de estudios culturales: el culto a las estrellas cinematográficas (1987a); la política (1984; MacCannell y MacCannell, 1993b); la pornografía (1989a); el paisajismo (1992b); el género negro en cine (1993); el urbanismo (1999b, 2005); la semiótica (1989b; MacCannell y MacCannell, 1982); el mercadeo (2002); el estructuralismo y el interaccionismo simbólico (1986, 1990a; MacCannell y MacCannell, 1993a); más El turista (1976 y 1999a) y Empty Meeting Grounds [Lugares de encuentro vacíos] (1992a), que es una suerte de síntesis de casi todo lo anterior. Pero MacCannell apunta más allá del dominio de muchos campos. Pese a su aparente falta de cohesión, él, como el erizo de Arquíloco, solo quiere saber acerca de una cosa grande: la textura de la modernidad con todos sus lazos y sus trampas. Como los trovadores medievales, MacCannell se interesa mucho más por al Amor que por los amoríos específicos (Rougemont, 1983). El turista le interesa tan solo porque «es uno de los mejores modelos disponibles del hombre-moderno-en-general» (1999a: 1). Las autobiografías no necesariamente muestran la totalidad de la psique de sus autores, pero, obviamente, apuntan cómo quieren estos ser vistos por los demás. Si llegáramos a ser tan ingenuos como para dar por buena la bravuconada deconstruccionista de que las obras de arte o las creaciones literarias muestran por lo que ocultan (o al revés, que lo mismo da), las autobiografías serían su muestra perfecta. Siempre es interesante preguntarse por lo que sus autores desean mostrar de sí mismos. MacCannell pintó su autorretrato en una obra colectiva publicada por la Universidad de California. Allí cuenta varias historias interesantes sobre los momentos más importantes de su carrera académica y su visión de la vida. Para nuestros intereses aquí, lo que importa destacar son sus estrategias de investigación. La suya no es una apuesta para pusilánimes, pues no quiere detenerse sin hallar una adecuada comprensión de todo el tejido de la sociedad moderna. MacCannell no trata de proveer nuevas recetas para esta o aquella parcela de la vida social, como el turismo, que no es más que un aspecto de la experiencia moderna. MacCannell quiere medirse con los grandes teóricos sociales como Marx o Lévi-Strauss con diversas paradas en Durkheim, Weber, Goffman y Foucault. Y, con todo, esto sería poco y limitaría el alcance de su obra de forma inmerecida. Pues la teoría no es sino el umbral de la acción, y es esta la que cuenta. Como lo dice abruptamente en otro lugar, el fundamento de su obra reposa sobre el turismo (entendido como una metáfora de la modernidad en general,

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como se ha dicho) y sobre la revolución, esos «dos polos de la consciencia moderna: el deseo de entender las cosas tal y como son, por un lado, y el de transformarlas, por el otro» (1999a: 3). Désele al turista, es decir, al hombremoderno-en-general, un agarradero sólido y será capaz de abandonar el laberinto en que se encuentra atrapado. Por alguna razón, empero, como el propio MacCannell se encarga de subrayar, este segundo aspecto tiene que ser aplazado (más sobre esto en adelante). Así que tomemos a MacCannell por su palabra, acompañémosle en su atrevido viaje y decidamos por nosotros mismos si valía la pena. A la postre, aunque el precio parezca inmoderado, acompañarle en su odisea es mucho más divertido que leer los fofos rimeros de estudios de casos que se presentan como investigación turística en las revistas académicas especializadas. ¿A qué llama MacCannell modernidad? Para él, se trata de un cambio de período histórico y de una reorganización de la totalidad de la vida social opuesta a la sociedad industrial previa, donde el trabajo era el elemento predominante que centraba el resto de los menesteres humanos. En la modernidad, el trabajo ha sido sustituido por el ocio. La sociedad industrial tuvo en Marx a su mejor intérprete, que la vio como un universo de mercancías materiales. Por su lado, la modernidad ha abandonado ese orden. Las mercancías pueden encontrarse aún en el mundo de la producción, pero crecientemente se han extendido por el mundo de la cultura. Producción quiere decir hoy, sobre todo, producción cultural, como cuando decimos «Lagaan (una película de Bollywood que tuvo gran éxito en 2001) fue una gran superproducción». Entre ambas eras históricas media un gran abismo. MacCannell lo define de varias formas pero, en el fondo, todo gira en torno a la propiedad. Las mercancías clásicas pertenecían a individuos concretos, pero la modernidad no admite tanta latitud. Una precisa característica de los destinos turísticos, por ejemplo, parajes naturales famosos, ciudades, culturas, patrimonio, tradición, diferencias étnicas y raciales es que todas ellas no son susceptibles de intercambio. Los turistas las visitan, pero no pueden comprarlas, ni llevárselas a casa, ni revenderlas (2002: 147).

De esta forma, MacCannell muestra lo que se propone investigar —el ocio y las mercancías culturales o, mejor, el papel social de las mercancías modernas— con una estrategia doble. A MacCannell no le arredra hacer algunos pronunciamientos altisonantes cuando le vienen bien, pero esas dos cosas parecen claramente exageradas. ¿Es cierto que el trabajo haya tocado a su fin con la llegada de la modernidad? ¿Se

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convirtió el ocio en la actividad predominante de los 6,7 millardos de personas que poblaban el planeta en julio de 2008? Sin duda, MacCannell no puede estar refiriéndose a los millones que disfrutan del ocio forzoso de no tener trabajo; ni a los trabajadores agrarios de países en desarrollo que cultivan sus campos de sol a sol; ni a los obreros fabriles de China y del sudeste asiático que trabajan más de cincuenta horas por semana; ni a aquellos que han renunciado a su derecho a vacaciones pagadas (cuando las tienen) para poder llegar a fin de mes. Incluso en los países desarrollados, sus noticias sobre la desaparición del trabajo parecen ser muy exageradas. Entre los países OCDE, los surcoreanos trabajan 2537 horas por año; los griegos, 2052; los mexicanos, 1883; los italianos, 1800, y los americanos, 1797 (Forbes Magazine, 2008). Eso supone 45,3 horas semanales para los surcoreanos, 39,4 para los griegos, 36,2 para los mexicanos, 34,6 para los italianos y 35,5 para los americanos, 52 semanas al año. Si descontamos las vacaciones pagadas, los fines de semana y las fiestas, la intensidad del trabajo alcanza grandes proporciones, de forma que la presunción de que el ocio ha sustituido al trabajo como la principal ocupación del hombremoderno-en-general parece difícil de sustentar. La idea es tan descabellada que incluso tildarla de etnocéntrica sería poco apropiado. Si acaso, solo puede aplicarse a una minoría de personas ricas —esas a las que MacCannell llama nueva clase ociosa— y poco más. El hombre-moderno-en-general no se cuenta entre ellas. MacCannell se enorgullece de sus habilidades estadísticas (1990b). Qué le impidió hacer siquiera cuentas tan sencillas. ¿Han cambiado tanto las mercancías en la edad de las producciones culturales que ya no puedan ser compradas o vendidas? No hay que discutir que el ámbito de las producciones culturales, incluyendo las atracciones turísticas, se ha extendido rápidamente en los últimos ciento cincuenta años. ¿Han perdido por ello su relación con sus productores y sus propietarios? ¿No están acaso sujetas a intercambio, habitualmente por una relación monetaria? Hoy en día es difícil encontrar sobre la faz de la tierra eso que los juristas romanos clásicos llamaban res nullius (cosas sin dueño). Todo, excepto los mares y la Antártida, ha sido apropiado. Los Iris de Van Gogh, la Mona Lisa, la cordillera del Karakorum, hasta la ciudad de Nueva York, pertenecen a personas o entidades específicas. Los Iris forman parte de la colección propia del Museo de Arte Moderno de Nueva York, una institución benéfica creada en 1929. Adele Levy le donó el cuadro en 1959. Ella o sus antepasados lo compraron en alguna parte. La cordillera Karakorum se reparte entre Pakistán, India y China. Cada uno de esos países ejerce su soberanía sobre las áreas que les son propias de acuerdo con tratados internacionales. Habitualmente, las constituciones modernas y las leyes nacionales dicen que esas u otras zonas semejantes son

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propiedad del pueblo o de la nación que las tiene en su territorio. La legislación nacional, por su parte, confía su gestión a determinadas agencias del gobierno. La Mona Lisa (que, según se dice, fue comprada por cuatrocientos escudos por Francisco I de Francia en el siglo XVI) ha pertenecido desde entonces a Francia y se exhibe en el Museo del Louvre a cargo de una entidad estatal. La ciudad de Nueva York fue fundada en 1613 e incorporada, de acuerdo con la ley del Estado de Nueva York y la de Estados Unidos, en 1898. Su extensión geográfica está apropiada en parte por instituciones públicas y en parte por propietarios urbanos. De esta manera, todo objeto tangible (y muchos intangibles) pertenece hoy a alguien. Si eso es lo que define a las mercancías, la mayor parte de las cosas que vemos y tocamos son mercancías, lo que incluye a las atracciones turísticas. Bajo este aspecto, estas últimas no son diferentes de un coche, de una pieza de seda, de un kilo de carne o de una marca. ¿Por qué entonces no pueden comprarlas y venderlas los turistas? Una razón sencilla: porque algunas, por razón de su estatus legal, son extra commercium (no transables), como ya lo sabían los juristas romanos clásicos. Sin embargo, esa situación legal puede cambiar y a menudo lo hace. De hecho, esas cosas cambian de manos. Si son objetos móviles pueden ser confiscados o robados para ser vendidos una vez que se han trasladado a otra jurisdicción. Piénsese en las antigüedades menores de Camboya que uno puede encontrar en las trastiendas de los anticuarios de Charoeng Krung, en Bangkok. Piénsese en los nazis. Göring tiene un lugar de honor en la lista de expoliadores históricos. Arrambló con tantas obras de arte europeas como pudo. Por más que fueran inmuebles, algunas áreas geográficas y las atracciones que se encontraban en ellas han sido históricamente transferidas a otra entidad soberana. Hitler se anexionó Austria, los Sudetes y Checoslovaquia. Él y su cuate de un tiempo, Stalin, se dividieron Polonia en 1939. Luego de la guerra, Polonia y otros muchos países reajustaron sus fronteras y algunas atracciones turísticas encontraron nuevos dueños. Cuando se trata de intangibles —como una cultura, una religión o una tradición— puede intentarse acabar con ellas eliminando a sus practicantes y obliterando cualquier resto de su cultura material. El Holocausto es el mejor ejemplo de un intento de destruir al judaísmo de una vez por todas mediante la exterminación de sus seguidores. Se trata, sin duda, de un ejemplo extremo que, por lo demás, no consiguió su meta, pero muestra que las producciones culturales y las atracciones turísticas, incluso aquellas que no son reductibles a intercambio comercial, tienen propietarios. Por otro lado, muchas atracciones y obras de arte son compradas y vendidas. Vender obras de arte y otros objetos de distinción es el objeto social de compañías como Sotheby’s, Christie’s y otras menores. Cuando un académico

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acaba un libro, firma un contrato con su editor y el libro será vendido como cualquier otra mercancía. En 1990, Minuro Isutani, un inversor japonés, compró la Pebble Beach Company, propietaria de campos de golf en el condado de Monterrey, en California. Los campos eran y todavía son (bajo nuevos dueños) una atracción famosa para turistas adinerados. Incluso la franquicia Disney puede algún día cambiar de manos. Es cierto que los turistas no tratan habitualmente de vender o comprar atracciones turísticas. Como MacCannell lo hace notar a menudo, se contentan con «experimentar» (sea eso lo que fuere) la atracción. Quieren ver Angkor Wat, o la nueva Tate Gallery en Londres, o escuchar a Bruce Springsteen en concierto, o —si pertenecen a la crema— pueden incluso comprarse entradas para ver Rigoletto en el Metropolitan de Nueva York. Muchos disfrutan de una mercancía cultural como Some Like it Hot [Con faldas y a lo loco] viéndola hasta tres veces en un fin de semana, pero eso no significa que la cinta (o, mejor, el derecho a reproducirla y visionarla) carezca de propietario. The Mirish Company, que la produjo inicialmente, y sus sucesores legales tienen esos derechos. La persona que compró el DVD con la película posee esa pieza de montaje y puede verla sola o en compañía bajo las condiciones del contrato de compraventa que firmó al comprarla. Hasta un concierto en vivo que no ha sido grabado tiene o tenía dueños —los músicos para sus canciones y su valor, y sus organizadores para una parte de los beneficios—. Sin duda, una mayoría de personas no se cuenta bajo esas categorías. Lo que esperan de una atracción y por lo que habitualmente pagan son tan solo algunos beneficios de un contrato de servicios (como quiera que estos sean definidos) por adhesión, y poco más, de la misma forma en que esperan que sus habitaciones sean hechas por los camareros del hotel en que se hospedan. Así con la mayoría de los destinos o atracciones turísticos. MacCannell recuerda que millones de personas visitaron Roma en 1975. «Millones de dólares cambiaron de manos en hoteles, restaurantes, tiendas de recuerdos, visitas guiadas, etc. Roma era la atracción, pero ¿acaso Roma cobraba por el derecho de admisión? No» (1999a: 195). ¿De verdad? Si por Roma entendemos un área geográfica en la que han sucedido determinados acontecimientos históricos, eso es verdad porque Roma aquí no es nada. Solo un flatus vocis, las vibraciones de aire que pasan a través de las cuerdas vocales al decir el nombre. Pero si Roma es el área en que viven miles de romanos, la cosa varía. ¿Acaso no cargó a los turistas impuestos de ocupación hotelera y otros la municipalidad romana? ¿Acaso no les cobró por aparcar sus coches o por visitar las muchas atracciones que «Roma» posee? Otrosí puede decirse de los bienes y servicios que, como reconoce MacCannell, supusieron millones de dólares en tráfico turístico.

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Incluso cuando, como sucede en algunos países europeos, los turistas pueden acceder libremente a playas, edificios públicos y museos, no por ello se ven libres de soportar costes de transacción para «consumir» la experiencia. Los turistas tienen que pagar por su transporte, aparcamiento, los eventuales servicios de un guía y demás. No hay invitaciones gratis a La última cena. A diferencia de lo que sucedía con las estadísticas, MacCannell no se enorgullece de sus conocimientos jurídicos, pero le hubiera sido fácil consultar a algún experto para entender los detalles de la ley. ¿Por qué no se tomó el trabajo? No es asunto baladí, pues en realidad este malentendido forma parte del meollo de su investigación. Si damos por sentado que el ocio sin contrapartidas se ha convertido en el rasgo principal de la vida social bajo la modernidad, o que las atracciones no tienen dueño, o que no se paga un precio por disfrutarlas, a MacCannell le resulta mucho más fácil probar el resto de su argumento. Otros muchos detalles de su análisis provocan igualmente la sorpresa por injustificados. Según nos dice, MacCannell llegó a sus conclusiones por medio de una mezcla de métodos etnográficos. Hizo observación distante o participatoria de conductas turísticas; coleccionó y seleccionó noticias y comentarios sobre atracciones turísticas, recogiendo las de diversos medios impresos; reconstruyó un par de guías de París de comienzos del siglo XX (la Anglo-American Practical Guide to Exhibition Paris: 1900 [Guía práctica anglo-americana a la exposición de París 1900] y la entonces famosa Paris and Environs with Routes from London to Paris: Handbook for Travelers [París y sus alrededores con rutas de Londres a París. Un manual para viajeros], de la serie de guías Baedeker). Ninguna de esas técnicas es fácilmente reproducible de forma independiente. Su explicación: «Cada formato especial de información presupone un conjunto de métodos y tiene su propia medida de confianza, validez y totalidad» (MacCannell, 1999a: 135), lo que significa que MacCannell considera que tenía licencia para decir lo que se le ocurriera. Por ejemplo, que las visitas turísticas «se hacen habitualmente en pequeños grupos íntimos»; que el consenso sobre la estructura del mundo moderno creada por el turismo y el ocio masivo es el consenso más firme y amplio conocido en la historia (1999a: 136-139); que los turistas a menudo se situaban en lugares de crímenes o milagros históricos no reconocidos, aunque, bueno, tal vez no todos lo hacen porque eso es solo «una especie de ideal para ciertos turistas de la clase media-alta» (1999a: 194); que «los aztecas construyeron el imperio más poderoso no indo-greco-europeo» (1992a: 54). Al parecer, MacCannell no ha oído nunca hablar de la Sublime Puerta o del Imperio del Centro. Similares exageraciones pueden encontrarse en buena parte de su obra. Pocas barreras se interponen entre MacCannell y un argumento que considera crítico para sus intereses específicos en algún momen-

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to. Pero incluso estos detalles palidecen cuando se llega al siguiente peldaño metodológico —un adecuado tratamiento semiótico que supere estos pequeños resbalones del procesador de textos—. ¿Qué significa la semiótica para MacCannell? Ante todo, una herramienta que dibuja un mapa para escapar de los caminos desacreditados de las ciencias sociales —antropología, sociología y, sobre todo, economía—. Este estribillo que uno encuentra por doquier en su obra le saltó a la vista leyendo las Reglas del método sociológico de Durkheim: Al leer «explicar un hecho social por medio de otro hecho social», experimenté el hundimiento de una anticuada forma de ver el mundo y percibí un nuevo cauce para el pensamiento y las ideas. Tras esta formulación, pensé, tan solo sería necesario un corto período de tiempo para poder limpiar los últimos vestigios de la mistificación psicológica y las excrecencias políticas asociadas con ella en el individualismo burgués (1990b: 73).

No es, pues, necesario que las ciencias sociales graviten en torno a una visión deforme de la realidad. Cuando así sucede —y sucede a menudo— se debe a sus limitaciones metodológicas y, a la postre, a sus lazos de clase. Están sobredeterminadas por una perspectiva «burguesa» que hace aparecer a las sociedades tan solo como una colección de individuos y que especula que son ellos quienes deben tener precedencia a la hora de entender la interacción social. En consecuencia, MacCannell carga contra las malas hierbas que han colonizado a las ciencias sociales. Carga contra la planificación urbana: En breve, cualquier conexión causal que pueda haber entre X e Y carece de relevancia para la estadística. Así, estadísticamente, tenemos vecinos que son como nosotros en determinados aspectos socioeconómicos —color de la piel, nivel de renta, estadio vital, tamaño de sus familias y demás— sin que reparemos en ellos para algo más que un intercambio cortés de formalidades. Mientras nada altere el equilibrio de la vida en los vecindarios posmodernos, quienes residen en ellos pueden pretender que las relaciones estadísticas significativas que se tejen entre ellos son igualmente significativas en el plano social (1999b: 121; 1992b).

Carga contra el mercadeo porque se alimenta de los instintos narcisistas de nuestra personalidad (1987a, 1987b, 2002). Carga contra la antropología moderna por haber renunciado a comprender el peso de la dependencia y del atraso entre los pueblos del tercer mundo. Carga contra el foco excesivo de la sociología convencional sobre la clase obrera occidental, incluso cuando ha perdido su peso a la hora de explicar la pobreza, la opresión y la falsa conciencia

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(1990b). Pero, sobre todo, carga contra la economía. Cuando la guerra de Vietnam tocó a su fin, yo también sabía que el Gobierno de Estados Unidos acabaría por vengarse de las universidades e iniciaría una represión académica que iba a durar por lo menos diez años o hasta que la coalición formada por intelectuales, científicos sociales occidentales, pueblos del tercer mundo y grupos domésticos marginales se rompiese […] Yo era incluso capaz de imaginar de antemano la forma precisa que adoptaría esa represión, a saber, como una redefinición del desarrollo en términos exclusivos de estudios de negocios, de economía y otras materias técnicas, para arrumbar cualquier consideración cultural o socialmente concienciadora seria y ver a estas como obstáculos a derribar (1990b: 183-184).

La economía de mercado se revelaba así no solo como una estrategia cognoscitiva incorrecta, sino también como cómplice del programa de represión académica planeado por el Gobierno americano. Si esto parece paranoia, piensa uno, es porque en realidad lo es. De hecho, quienes en aquellos años vivían en medios académicos más autoritarios que Estados Unidos se hubiesen sentido extremadamente contentos de verse reprimidos por una persecución que permitía a MacCannell y a otros muchos de sus mismas convicciones permanecer como profesores de por vida sin mayores problemas. Una oportuna estadía en Francia en los días dorados del Mayo 68 puso a MacCannell en la pista de lo que habría de ser una nueva especie de sociología, verdaderamente internacionalista y dispuesta a recuperar las excelentes herramientas inventadas antaño por la antropología y la sociología académica para analizar los aspectos movedizos de sus fundamentos, aunque luego se les permitiese perder su filo. Las escamas en los ojos de MacCannell se habían ya medio desprendido bajo la influencia de Goffman. Si seguimos a Goffman hasta la cesura entre expresión y formas sociales, entre causa y efecto, en un espacio que requiere dejar atrás nuestros egos y descubrir al otro sin la cadena del determinismo, la sociología se convierte en una rama de la semiótica (1990a: 34, 1992b).

Pero la liberación final de su vista tuvo que esperar hasta el fascinante descubrimiento de la obra de Barthes. La semiótica finalmente se revelaba como la verdadera raíz del nuevo árbol de la ciencia. La de MacCannell era una forma peculiar de semiótica que nos resulta ya conocida: esa ciencia general de la comunicación propuesta por Lévi-Strauss como el gran descubrimiento que iba a transformar las ciencias sociales. El giro

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que le aporta MacCannell iba a venir por la vía de Barthes. La semiótica tiene que romper con su jaula teórica para colmar el abismo que de consuno ha alejado a sus seguidores de la práctica. De esta forma, MacCannell pertenece y no pertenece al molde convencional del estructuralismo francés. Solo aceptará la semiótica si esta añade la revolución a su programa de investigación. Una vez que contamos con la clave que permite descifrar toda clase de mitologías, ha llegado la hora de ahorcar al último sociólogo con las tripas del último burócrata o de quien quiera que sea que impide a la sociedad moderna salir de su estado de postración presente. Con sus palabras, la deconstrucción nos permite entrar en el reino de la absoluta posibilidad en la teoría, en la imaginación y, donde quiera que exista, en la vida. Pero todavía es menester una sociología aliada de la interacción y/o del diálogo para poder entrar en el reino de la contingencia y del determinismo y, especialmente, en el de la resistencia y las luchas contra el determinismo (1992a: 3).

Lamentablemente, no parece probable que esa perspectiva tan ilusionante pueda ponerse pronto en práctica, así que dejémosla de lado provisionalmente hasta un estadio posterior de nuestro examen, una vez que hayamos considerado el resto de su obra y visto cómo ambas cosas podrían articularse. ¿Qué hay en la comunicación que hace a MacCannell y a tantos alentar tamañas esperanzas? La comunicación es, sin duda, fenómeno humanísimo, aunque la humanidad lo comparta con muchas otras especies. Pero puede decirse que, al menos hasta que haya más evidencia en contra, los humanos la explotan de la forma más rica. El Diccionario la define como «un proceso mediante el cual se intercambian significados entre individuos dentro de un sistema común de símbolos (como el lenguaje, los signos y los gestos)» (Merriam Webster, 2002) o, en breve, como información mediante signos escritos, hablados o transmitidos por otros medios. Los signos hablados y escritos, además de la gramática, para su uso habitualmente configuran lo que conocemos como un lenguaje. Hasta ahora no existe una sola teoría del lenguaje y su papel en la experiencia humana. La escuela estructuralista francesa que tanto enardeció a MacCannell no se preocupa mucho de sus orígenes. Después de todo, estos no serían sino piezas de un rompecabezas histórico que distraerían nuestra atención de lo que verdaderamente importa: la azarosidad de los signos, es decir, cómo las palabras y las frases que nos ayudan a construir nuestras experiencias y a darles sentido están desencajadas respecto de sus objetos. El papel en el que estoy escribiendo se llama sheet en inglés, Blatt en alemán, página en español;

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la forma en que los hablantes de chino organizan sus frases difiere considerablemente de la de los franceses. Los signos, pese a ello, son herramientas de comunicación necesaria gracias a la gramática que los aúna y les hace cobrar sentido entre sus usuarios. La gramática de todas las gramáticas nos permite manejar cualquier combinación de signos mientras que, al tiempo, permanece alejada de los objetos combinados por ella. Se trata de una estructura mental en la que la historia y la contingencia no se atreverían a pisar. Así se expresa la primera parte de la teoría de MacCannell, aunque uno tiene la impresión de que su corazón está en otro sitio, al menos parcialmente. ¿Qué decir de la comunicación prelingüística? ¿Se basa en signos igualmente arbitrarios? MacCannell explora el asunto con un estudio de las expresiones faciales en la imaginería pornográfica. Antes de aprender a escribir, antes incluso de dominar sus lenguajes, nuestros antepasados obviamente mantenían relaciones sexuales. Una vez que se inventó el lenguaje, ellos tuvieron que tomar una decisión fundamental: hablar o no al tiempo que hacían el amor. La respuesta, como sabemos, fue un enfático no. Desde entonces, la comunicación verbal entre compañeros sexuales es ya técnicamente carente de sentido, ya totalmente dependiente de un texto que se nos escapa (MacCannell, 1989b). Esto parece conectar con la idea de Freud de que nuestros antepasados formaban pequeñas bandas de íntimos que compartían tanto lazos genéticos como intercambio sexual, sin prestar demasiada atención al tabú del incesto. El intercambio de individuos entre esos grupos debe haber empezado con el vagabundeo, el robo de niños y la violación, o como el peregrinar solitario de personalidades mal contentas que trataban de hacerse aceptar en un grupo distinto. Ninguna de esas formas favorecía el intercambio de palabras. El lenguaje debe haber comenzado en un estadio posterior, cuando la exogamia se convirtió en la norma de las alianzas maritales y del comercio, actividades que requieren complejas negociaciones y, por ende, la presencia de comunicación articulada. El tabú del incesto se convirtió así en obligatorio para regular los intercambios sexuales intergrupales. El sexo en el marco de los primeros matrimonios era similar al sexo con un extraño. El sexo exogámico es un sacrificio que la gente ofrece a la comunidad del lenguaje y, al parecer, la humanidad no se ha ajustado nunca a que las relaciones sexuales sean enmarcadas por el lenguaje (1989b: 158).

El precio de hacer aparecer a Edipo en escena no fue exactamente calderilla. El sexo preedípico de las hordas primitivas permanece en el sexo posedípico de la pornografía.

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«La diferencia elemental entre el plano pornográfico y la vida social de cada día estriba en que la pornografía representa conductas que se hallan específicamente reprimidas en la conducta pública habitual» (1989b: 158).

La pornografía ofrece así una clave para entender la libertad explosiva del sexo en las sociedades primitivas y las restricciones que se han impuesto en la vida de familia desde el Neolítico. Refleja así el trauma sexual que acompañó a la invención del lenguaje y que expulsó allende los límites de lo aceptable todas las actividades sexuales que no confirmaban las nuevas normas matrimoniales. La conclusión no se hace esperar. La vida social que conocemos «está por completo organizada en torno a una falsificación impuesta de no-envolvimiento» (MacCannell, 1989b: 171). El lenguaje escindió las previas formas auténticas y directas de expresión sexual de nuestras formas «tolerantes» que imponen múltiples represiones, de los poderes intersubjetivos del habla y de la solidaridad basada en la sexualidad, ahora considerada como pornografía. Todo ello es una respuesta técnicamente reaccionaria a la invención del lenguaje, una reacción de proporciones masivas que ha conformado todas y cada una de las instituciones sociales y del inconsciente por más de treinta mil años (1989b: 173).

Más o menos, el tiempo desde que la humanidad perdiera su anclaje, que, por cierto, parece haber aparecido mucho antes de la modernidad, para sufrir todo lo que pasó tras la desaparición de los cazadores y los recolectores primitivos. MacCannell aúna así una ambiciosa estrategia de investigación, pero lo hace a un alto coste. Como veremos, no puede escapar de, por un lado, la constricción de una ortodoxia estructuralista antihumanista que, al mantener la contingencia a priori de los signos, desposee de sentido a la historia del significado y, por otro, de su determinación de luchar contra la presunta inhumanidad de la modernidad hasta agotarla. Esta contradicción inunda su visión del desarrollo económico y del consumo y, finalmente, le lleva hasta los límites extremos de la distopia.

Una teoría del desarrollo (turístico) Como se ha dicho, es fácil caer en falta y pensar que MacCannell se preocupa sobre todo de entender mejor ese tipo de conducta social al que llamamos turismo. Sin duda, le presta gran atención, pero no se propone limitarse a su estudio.

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Estudiar el turismo, para él, es una forma privilegiada de habérselas con la vida moderna en general. A su entender, las atracciones llevan al desarrollo turístico por el ronzal. Una atracción, dice, es la relación entre un sitio y un espectador, entre una mirada y quien mira, habitualmente un turista. Sitios y turistas conectan entre sí por medio de marcadores o signos que tienen diversas funciones. Si esto fuera todo, la posición de MacCannell no sería especialmente relevante y muchos podrían estar de acuerdo con él. Sin embargo, en su obra hay mucho más y no todo ello permite una digestión igualmente sencilla. Mirar requiere de una perspectiva y toda perspectiva implica posición. Hallar la propia posición ha sido —todavía lo es— una tarea complicada para los humanos, así como para muchos otros miembros del reino animal. Una buena posición es a menudo crucial para la supervivencia y las actividades complejas que la hacen posible. En el pasado, saber hallar los cazaderos apropiados, cobijo seguro, rutas comerciales o militares dio a algunos grupos ventajas comparativas para con otros. Así sucede aún hoy. Desde un puerto cercano, cuando una tromba aparece en el horizonte, pasando por el bombardeo inteligente y llegando a los sitios para construir hoteles (situación, situación, situación que decía el original Mr. Hilton), necesitamos conocer las posiciones mejores. Inicialmente, nuestros antepasados lo hacían de forma poco rigurosa, pero con el tiempo se han desarrollado mejores técnicas. Los polinesios y los vikingos sabían cómo determinar la latitud, es decir, la posición relativa respecto de un punto fijo, finalmente encontrado en el ecuador. Las observaciones del capitán Cook en sus viajes hicieron posible medir la longitud (la diferencia espacial de un punto en un eje este-oeste respecto de otro fijo) de forma mucho más correcta que hasta entonces (Richardson, 2005). En 1884, una conferencia internacional sobre meridianos acordó hacer de Greenwich, en Inglaterra, ese punto fijo universal y que el día comenzase llegada la medianoche sobre el meridiano de Greenwich. Desde entonces, cada lugar del planeta ha tenido un marcador determinado en grados, minutos y segundos de arco respecto de su latitud y su longitud. Orientarse puede parecer algo simple, pero no lo es necesariamente. Los marcadores no son siempre fáciles de entender, especialmente cuando se visita un lugar por primera vez. Pese a su utilidad, si uno es un turista chino que está solo en Roma y no es demasiado conocedor del alfabeto latino, puede haber en la ciudad muchos marcadores para el Panteón, pero él aún tendría difícil llegar a él. No hace muchos años, solo las estaciones de metro del centro de Tokio estaban marcadas con caracteres occidentales, de suerte que navegar por el sistema para quienes no conocían la escritura japonesa era una pesadilla. Hoy, con los sistemas de posicionamiento global, o GPS por sus siglas inglesas, se ha hecho mucho más fácil encontrar con precisión cualquier lugar de la tierra usan-

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do marcadores de longitud y latitud. Si uno quiere llegar a la Piazza Navona, en Roma, no tiene más que introducir sus coordenadas (latitud 41º 53’ 66’’ N; longitud 12º 28’ 22’’ E) en un navegador y será conducido correctamente a su destino. Cada punto del planeta puede encontrarse adecuadamente. La necesidad de posicionamiento correcto crea una serie de relaciones entre los turistas y las atracciones. La más obvia, recién descrita, es la de reconocimiento —un marcador es un signo de navegación hacia un sitio—. En este modo de reconocimiento, el marcador pronto cede su lugar a la atracción. El turista recién llegado descubre objetos que no había visto o experimentado (en el sentido que Dilthey le daba a Erlebniss), y que solo conocía a través de fotos, guías turísticas, narrativas de amigos, o el viejo conocedor restaura sus lazos con ese lugar familiar. A veces, empero, un sitio puede carecer de marcador o el visitante puede no tener la información necesaria sobre él. MacCannell de forma un tanto confusa se refiere a esto como intimidad con el sitio, aunque debería ser más apropiadamente descrito como su carencia y el reconocimiento se torna ignorancia. Los marcadores, según MacCannell, tienen un segundo estatus. Son también signos y símbolos. Cuando uno busca San Francisco en Google Earth, invoca el marcador de una localidad situada en la punta norte de la península californiana de San Francisco. Uno puede encontrar fácilmente sus coordenadas geográficas si se lo propone. Pero esto no bastaría para entender la atracción. El condado de San Francisco cubre 46,69 millas cuadradas y, según el Censo americano del 2000, 776 733 personas tenían allí su casa. Lo que hace imposible para una mente humana dar cuenta de lo que les sucede a todas ellas en un determinado momento. Cuando los turistas dicen que han pasado el verano en San Francisco, dicen bien si con ello significan que estuvieron un cierto número de días dentro de esas 46,69 millas cuadradas. Pero si implican que eso les dio un conocimiento completo de San Francisco, se equivocan. Los turistas pueden pensar que conocen el lugar porque visitaron Fisherman’s Wharf, Chinatown, Union Square, Haight-Ashbury, Lombard Street o el vecindario de Castro, pero de hecho Frisco, como cualquier otra atracción (por ejemplo, la Piazza Navona, que es mucho más pequeña), es inaprehensible como totalidad y nuestros sentidos y mentes limitados no pueden apoderarse de ella por completo. Incluso las gentes que han pasado allí toda su vida no pueden aspirar a ello. Con sus exigentes presupuestos de tiempo y sus medios financieros limitados, los turistas solo encuentran determinados sitios y experiencias entre los muchos posibles. Ellos, igual que los habitantes del lugar, tienen que seleccionar lo que quieren ver y hacer. De esta forma, la experiencia de San Fran-

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cisco diferirá de un turista al siguiente, del mismo modo que difiere para los locales. San Francisco se convierte así en un símbolo taquigráfico para la relación entre mi experiencia individual y la totalidad que trato de abarcar con una mirada necesariamente limitada. Hay tantos San Franciscos como personas que hayan estado o planeen estar en el lugar. Por eso, los marcadores no solo ayudan a los turistas a localizar sus atracciones, sino que también simbolizan toda mi experiencia del lugar. De esta forma, San Francisco deviene un símbolo del conocimiento que obtengo cuando paso algún tiempo allí o para lo que anticipo cuando aún no lo he visitado. El marcador de la ciudad se convierte en una sinécdoque que me permite organizar y expresar mis pasadas o futuras estancias en el lugar y compararlas con las de otros, transeúntes o residentes, vivos o fallecidos. A partir de ahí, MacCannell pierde crecientemente su relación con los marcadores como señuelos espaciales para destacar su iteración simbólica con el lugar. Según él, esta relación se presenta bajo muchas formas. Por ejemplo, cuando alguien convierte a los pósteres de una atracción en parte de su vida personal, al utilizarlos como decoración interior, se está produciendo una identificación simbólica positiva con el lugar, incluso aunque su usuario no lo haya visitado. A veces, los marcadores pueden ser utilizados para desacreditar a la atracción (por ejemplo, cuando se dice que la Torre Eiffel no es más que un montón de chatarra o que el Gran Canal de Venecia es un estanque apestoso) y la identificación se torna negativa. Hay también momentos en los que quienes participan en un acontecimiento se tornan en marcadores y atracciones ellos mismos. Los espectadores en el Sambódromo de Río forman parte de la atracción tanto como las escuelas de samba. Cuando esto sucede, el lugar y el marcador alcanzan el punto más alto de identificación simbólica. A partir de ahí, MacCannell da rienda suelta a su imaginación. Hasta cierto punto, dice, el marcador no solo confirma la atracción, sino que la crea. Una pequeña piedra no suele atraer la atención de quienes la encuentran en su camino, pero si se exhibe en un museo con una etiqueta que la marca y la separa como parte de la colección traída de la luna por la tripulación del Apolo 11, el marcador la hace diferente de otras piedras comunes. En este caso, el marcador se hace tan importante como el propio objeto. El turista ve algo tan poco interesante como cualquier otro guijarro, pero se le advierte de que este en concreto viene directamente de la luna y que merece ser apreciado como tal. «Incluso cuando hay algo que ver, un turista puede elegir excitarse con el marcador en lugar de con la atracción» (1999a: 115). Y, con eso, MacCannell salta rápidamente a la conclusión de que los marcadores crean la atracción o el signo la mirada. De esta forma, se libra de toda referencia concreta a la geografía o a su

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historia. Los marcadores, pues, son más que pistas; son símbolos. Un marcador de San Francisco, a menudo expresado en la taquigrafía de un solo objeto (una miniatura o un póster de la Golden Gate, por ejemplo), vale por el todo que solo puedo evocar, sin apoderarme de él. Para MacCannell, esta faceta simbólica de los marcadores conforma el verdadero acto del mirar turístico. El análisis semiótico de MacCannell no tiene gran originalidad. Como signos, sigue él diciendo, los marcadores turísticos tienen su propia gramática o, mejor, su gramática coincide con la gramática universal de la semiótica estructuralista. Con eso, MacCannell repite lo ya dicho por Saussure, Jakobson, Peirce, Lévi-Strauss, Foucault y presta especial atención al análisis barthesiano de los mitos (1957). Para Barthes, un mito es un sistema de comunicación, ya esté formado por una frase, un escrito, un icono, una danza folclórica, un cuadro; en realidad, cualquier creación humana. Los mitos tienen la misma estructura que el lenguaje, es decir, están hechos de significantes y significados. En el lenguaje, los significantes son estructuras materiales (sonidos, escritura, iconos y demás) a través de las cuales un sentido o significado se transmite del comunicador a su audiencia. Significantes y significados están unidos por una relación arbitraria que, una vez creada y estabilizada, se convierte en su signo estable. Que un elemento flotante sea llamado ship, bateau, buque o con tàu no tiene relación con su función o su naturaleza, con el objeto que esas palabras nombran, pero un oyente familiarizado con la peculiar estructura de sentido del lenguaje en cuestión puede descifrar fácilmente el mensaje que portan. Pero en los mitos hay algo más. Ellos toman sus significantes del mundo del lenguaje pero lo reelaboran en un nuevo material comunicacional que crea otro símbolo. Según Barthes, al hacerlo así, los mitos interpretan hechos y acontecimientos para sus audiencias utilizando una técnica ideológica. El mito desposee a las narrativas de sus aristas políticas convirtiendo, según la fórmula barthesiana, a la historia en naturaleza, al presente en eternidad. En un mundo definido por el capitalismo y la hegemonía política de la burguesía, los mitos ayudan a ocultar que la libertad porta cadenas; que la desigualdad cerca a la igualdad; y que la fraternidad bien entendida significa autointerés. Mitos como la mano invisible, o la sabiduría de los mercados, o la libertad de elección de los consumidores desempeñan a la perfección el papel de explicar el orden presente de las cosas como un resultado de una naturaleza humana que desconoce el cambio y cierran la puerta a cualquier agencia activa para reemplazarlos con un nexo más confiable. La sociedad burguesa (sea esto lo que fuere, porque Barthes no deja claro su significado) necesita ocultar su esencia, pues de otra forma esta podría ser fácilmente resistida por aquellos a quienes les da las peores cartas. Símbolos y mitos nos empujan a aceptar como invariante todo aquello que no puede ser justifica-

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do racionalmente. Los mitos son el suplemento de falsa conciencia que la sociedad burguesa exige para apartar a la mayoría de sus miembros de sus problemas fundamentales. La hipótesis de Barthes deja sin resolver algunos extremos importantes que parecen no haberle interesado siquiera. El primero se refiere al papel de la historia en la explicación social. Lo limitado de la forma en que se definen los mitos —como baluartes de la sociedad burguesa— no permite entender su existencia en otras formas sociales del pasado. ¿Cuáles eran sus funciones en lo que Polanyi (1957, 1968) llamó economías arcaicas o primitivas y por qué? ¿Permanecerán vivas una vez que el capitalismo haya desaparecido? Con un sorprendente desinterés por la naturaleza del mito, Barthes evita la cuestión con una prosa exuberante y copiosa que ha envejecido prematuramente. Al parecer, esperaba firmemente que las llamadas sociedades poscapitalistas, como la Unión Soviética o la China maoísta, acabarían por dar al traste con el mito. Lamentablemente, murió demasiado pronto para poder ver lo que pasaba con sus esperanzas. La otra cuestión irresuelta se refiere a su metodología. Barthes tenía total confianza en que la suya era la única forma correcta de leer e interpretar los mitos. Eso es sorprendente porque la clase de semiótica que él defendía malamente podía hacer buena esta promesa. Cómo se puede saber qué signos son en realidad mitopoyéticos mientras otros pueden ser clasificados fuera de esa casilla sin haber definido previamente qué es un mito. En realidad, Barthes se permitía hacerlo basado en su propio y, a menudo, ligero juicio sobre su carácter burgués o no. Si tenemos que señalar estas limitaciones de Barthes es porque MacCannell las acepta sin pestañear, de la cruz a la raya. Su idea de la relación iterativa entre marcadores, atracciones y cambios en estas últimas en la experiencia turística es poco más que una repetición literal de la semiótica barthesiana. Una atracción (la Torre Eiffel, por ejemplo) es un marcador o un símbolo de París así se encuentre en la mente del turista o sea el resultado de una imagen recogida por otros medios. De la intercambiabilidad entre el marcador y la atracción, poco a poco, MacCannell, en la senda de Barthes, construye la misma certeza de que, pese a su variabilidad, los marcadores pueden ser interpretados de una sola manera y solo una, una vez que nos hayamos familiarizado con las reglas básicas de la mitopoyesis de los mitos, es decir, de la forma en que se construyen los marcadores. Esa conclusión no está bien fundada. Aunque también para ellos sea difícil reducir el mundo exterior a una gramática de signos, los lingüistas tienen mejores apoyos que Barthes o MacCannell. Como muchos aspectos de la adquisición y uso del lenguaje permanecen aún sin explicar, los

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lingüistas pueden así mantener hipótesis contradictorias y la idea de que las que uno prefiere pueden estar bien asentadas. Olvidando las diferencias entre los medios finitos de que nos provee el lenguaje (en el sentido de la gramática universal generativa de Chomsky, 1975) y la expresión de estados mentales y de asertos sobre el mundo exterior que son potencialmente infinitos en número (Chomsky, 2002), algunos lingüistas —y muchos deconstruccionistas en su estela— pueden pretender hallar infinitos niveles de sentido en cada signo lingüístico y, en cierta medida, en cualquier otro símbolo. En el caso del turismo, sin embargo, encontrar las pruebas es bastante más complicado. Sabemos más o menos cómo se generan las atracciones y ese proceso no empieza con una gramática de marcadores y símbolos, antes al contrario. Ciertamente, el turista necesita marcadores, sean mapas, guías, folletos, o la ayuda de los llamados antiguamente cicerones. Todos ellos pueden simbolizar lo que nos parezca (la estatua neoyorquina de la Libertad puede significar el país de la libertad o su contrario, hay gustos para todo; Wimbledon puede ser visto o no como la más alta expresión del tenis), pero todos ellos son, ante todo, marcadores para atracciones concretas y fines específicos. Los ciudadanos del barrio de Golders Green, en Londres, pueden desplazarse fácilmente por una vecindad que conocen, pero a menudo se pierden si tratan de encontrar el All England Lawn Tennis and Croquet Club, en Wimbledon. Si tienen entradas para ver un partido de tenis allí, lo que verdaderamente necesitan son marcadores espaciales, no reflexionar sobre si Wimbledon es un símbolo de ese juego. Si no encuentran su camino hacia el Club habrán perdido su platita y su tiempo. Necesitan un referente posicional, no una discusión de los niveles de simbolismo que Wimbledon como taquigrafía del tenis puede abrir. MacCannell puede estar dispuesto a perder contacto con estos elementos materiales para poder dar brillo a su caso, pero los marcadores nos persiguen con terquedad. Su uso principal no es el simbólico («Estas son las torres Petronas. Bienvenido a Malasia»), sino dirigir al turista a los lugares que se propone ver o disfrutar («Esta de aquí —y no aquella— es la torre Jin Mao de Shanghai. Estás en el sitio correcto, querida»). Los marcadores, especialmente cuando se trata de monumentos o paisajes canónicos, pueden tener otras funciones, sin duda. Pueden confirmar la distinción del turista mostrando que su parte de capital financiero o cultural ha hecho posible el viaje («Esto es Taipei 101, uno de los edificios más altos del mundo. No muchos americanos han estado aquí. Bueno, en esta panorámica yo soy ese pequeño punto de la derecha»). O pueden servir como símbolos de mundos imaginados u otros objetos de deseo («Este es un póster de la Gran Muralla. Algún día iré allí»). Pero los marcadores no pueden crear atracciones de la nada. Detrás de la excusable roca de la luna está el vuelo his-

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tórico del Apolo 11. Eso, y no el marcador, es lo que convierte a esa roca, perfectamente igual a otras, en algo diferente y atractivo. Si no hubiera sido porque Wyatt Earp, sus hermanos y Doc Halliday se pelearon allí a tiros con los McLaury y los Clanton el 26 de octubre de 1881, el marcador del 326 Allen Street, en Tombstone, Arizona (el sitio en donde estaba el OK Corral), no atraería muchos visitantes. Es la más famosa balacera de la historia del Oeste (puntualmente revivida a las dos de la tarde de cada día), y no el marcador, lo que atrae allí a las multitudes. De no ser por ello, Tombstone sería tan poco interesante como cualquiera otra de las antiguas ciudades mineras de la zona. Los marcadores, pues, se limitan a soportar y anunciar la atracción. Nunca la generarán, con lo que su suerte es la de ser siempre un segundo violín ontológico. Su posición subordinada no impide que los marcadores puedan despertar nuestra imaginación simbólica. Un póster del OK Corral o una visita al lugar puede desencadenar toda una colección de señales y reflexiones diferentes. Los vaqueros pueden adoptar muy distintos significados. «Por décadas, los americanos hemos pintado al hombre a caballo con tantos colores que lo hemos convertido en todo un repertorio de personajes» (Erickson, 1999: 64). Para algunos, los Earp y Doc Halliday representan el lado oscuro del cumplimiento de la ley, no especialmente atractivo pero necesario en la doma del salvaje Oeste (Anderson y Hill, 2004). O, por el contrario, los clanes McLaury y Clanton pueden ser presentados como empresarios eficientes que tenían escaso respeto por la letra pequeña de la ley, como tantos otros vaqueros (Wright, 2001). Más allá, algunos los han presentado como representantes del individualismo propio del Oeste (Aquila, 1996) o han visto su básica falta de respeto por la ley como un ejemplo de la violencia desplegada por el hombre blanco contra los indígenas (Limerick, 1987). En la complaciente plasticidad de la semiótica, todos esos símbolos y otros muchos disfrutan de una intercambiabilidad de la que carecen los hechos. Pero el simbolismo no podría fluir si los sitios que denotan los marcadores y las acciones que ocurrieron en ellos no se hubiesen producido. Esos hechos tienen precedencia sobre sus significados, que, por lo demás, pueden ser raramente interpretados de una sola forma. Muchos católicos, protestantes, judíos, musulmanes y otros creyentes y no creyentes disfrutan viajando al monasterio de El Escorial, erigido por Felipe II de Austria para conmemorar el triunfo militar español en San Quintín (1557). Algunos lo verán como un símbolo de la intolerancia española, mientras que para otros representa una legítima muestra de la defensa de la verdadera fe. Los marcadores para el pueblo de San Lorenzo de El Escorial y las opiniones que los turistas se forman acerca de la atracción no son reductibles los unos a las otras, mucho menos pueden ser producidos a voluntad.

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MacCannell parece haber notado la dificultad y, por ello, busca un camino para escapar de la rígida condición de que los marcadores generan las atracciones. Inicialmente, según él, la roca lunar antes mencionada se tornaba inteligible porque estaba dotada de un marcador. Ahora, los focos se dirigen a otro lugar. Una vez que ha perdido su primer gambito —que los marcadores pueden crear las atracciones de forma arbitraria—, MacCannell nos apremia al constructivismo como segunda opción. Al hacerlo así, canta con una música que se ha hecho muy popular en los últimos cincuenta años, que toda clase de realidad (atracciones turísticas inclusive) no es más que una construcción social. Lo que importa ahora es el consenso establecido entre los etiquetadores (es decir, los fabricantes de marcadores, no los marcadores mismos) y sus audiencias. La fenomenología cabalga en defensa de la semiótica. A primera vista, no hay nada que objetar. El mundo de mi experiencia diaria no es de ninguna manera un mundo privado, sino que es intersubjetivo desde sus mismos comienzos, un mundo compartido con mis colegas humanos, experimentado e interpretado por Otros; en suma, es un mundo común a todos nosotros. La situación biográfica única en la que yo me encuentro dentro del mundo en cualquier momento de mi existencia no es obra mía más que en una pequeña parte (Schutz, 1973: 312).

El mundo intersubjetivo deviene posible mediante el uso de lenguajes, gestos, movimientos expresivos y mociones miméticas (Snell, 1952). El habla y la escritura, hechas de símbolos lingüísticos, son las formas más eficientes, y por eso las solemos llamar lenguaje en singular. De hecho, la mayor parte de la comunicación humana comienza con algún tipo de lenguaje que nos saca de nuestra mónada interior. Eso permite compartir experiencias y, por supuesto, aprender. Incluso cuando reflexionamos sobre nuestras propias experiencias en el seno de nuestro propio flujo de conciencia, usualmente hablamos con nosotros en nuestra lengua materna. El lenguaje es el constructo social originario y, en este sentido, hablar de constructivismo social es un truismo. El problema no es ese, sino otro, a saber, cómo se construyen los constructos sociales, valga la redundancia, y, en el caso del turismo, por qué las atracciones suelen establecerse de manera similar en muchos grupos humanos. Por el tiempo en que MacCannell estaba escribiendo su obra más citada, Alvin Gouldner había puesto en circulación la hipótesis de una sociología de la sociología (1973). Tras las aparentemente tersas y consistentes teorías de los sociólogos (y con este sustantivo Gouldner se refiere a todos los científicos sociales), es decir, detrás de sus fórmulas explícitamente enunciadas, hay

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otro conjunto de presunciones no postuladas y no formuladas […] [que] permanecen en la trastienda del interés de los teóricos […]. Desde el comienzo al fin, estos predicados no enunciados influyen en la formulación de la teoría y en los investigadores que la usan (1973: 29).

Con esto, Gouldner ponía en cuarentena la más sagrada de todas las creencias teóricas: que los resultados de la investigación reflejan los objetos estudiados sin interferencias de los valores o preconceptos propios del investigador. Gouldner cautamente limitaba sus observaciones a algunos teóricos y escuelas de pensamiento individualizadas (básicamente lo que él llamaba Funcionalismo Americano), pero MacCannell no muestra la misma sindéresis. En un nivel más complejo, el campo de la sociología del conocimiento ha empezado a entender que las teorías científicas, además de ser reflejos de la realidad empírica, reflejan también ellas mismas la estructura de los grupos y clases en los que se originan (1999a: 118).

Aunque esta formulación suena a marxismo ortodoxo, la referencia genérica a «grupos» abre la puerta a la inclusión de categorías diferentes de las clases, como los géneros, la condición étnica, la nacionalidad, la orientación sexual y demás. Este es un constructivismo extremo que presenta serios problemas. Inicialmente configura el campo de la teoría como un campo de Agramante de contradicciones que no pueden ser resueltas de forma racional. Todos somos como los epónimos Humpty-Dumpty que deciden lo que significan las palabras en cada oportunidad. Pero en el siguiente movimiento MacCannell se contradice. Finalmente, sí es posible distinguir el grano de la paja. Lo que una mano da, la otra lo quita. Esta posición teórica tiene su fundamento. Por mucho que se haya intentado derrotar el impulso de los humanos a rodearse de prejuicios, ninguno de esos esfuerzos bienintencionados ha sido particularmente exitoso. El objetivismo de buena parte de la filosofía clásica y escolástica era poco más que la aceptación ingenua de los datos sensoriales o de la autoridad religiosa. Más cerca de nosotros, la corriente hegeliana trató infructuosamente de montar una trampa objetivista. En su derecha, el maestro mismo y muchos de sus sucesores se lo regalaban a las decisiones de las burocracias estatales o, con Mannheim, a comunidades académicas milagrosamente libres de prejuicios. A la izquierda, el marxismo, con Lukacs por mascarón de proa, concluía que una vez que el proletariado se convirtiese en la clase universal, libraría a la humanidad de las cadenas impuestas por las creencias y las opiniones. Ninguno de esos dos movimientos logró evitar un fracaso resonante.

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Lamentablemente, no es posible escapar de la ratonera por métodos exclusivamente lógicos. Si todos los puntos de vista están viciados, ¿cómo evitar que el mío no sea también parcial o subjetivo? Parecería que a la postre toda investigación teórica y hasta el mismo proceso de conocimiento fueran una vana ilusión, si es que pudiéramos definir lo que «vana» e «ilusión» significan. Tratando en vano de confutar al escéptico, lo mejor que se le ocurrió a un Aristóteles presa de la frustración fue una respuesta práctica (1952: Libro IV, Sección IV). ¿Por qué los escépticos se empeñan en tomar el camino de Megara (una ciudad cercana a Atenas) en vez de quedarse en el punto de partida imaginando que lo están haciendo; por qué se esfuerzan en evitar caer en un pozo si no saben si eso sería bueno o malo? Recientemente, Nozick ha argumentado algo similar con una jerga más moderna. Posiblemente, la búsqueda de un mundo objetivo exento de cambios sea solo una quimera. Muchos aspectos del mundo que conocemos tienden a cambiar con el tiempo o con la forma en que los estudiamos con nuevos métodos. La forma inmediata de habérselas con ese problema consiste en actuar con nuestras elecciones en la creencia de que, si todo sigue igual, las estructuras del mundo que nos resulta conocido permanecerán invariables hasta nueva orden. Esto puede parecer de gran levedad, pero no es caprichoso. «La evolución proveyó a nuestros antepasados con una capacidad fija (bien anclada) para dar cuenta de algunas clases de variables específicas […] La conciencia tiene su papel en la adaptación flexible de la conducta a la circunstancia» (Nozick, 2001: 179). La conciencia hace así posible que aprendamos conductas discriminatorias para mejorar las posibilidades de supervivencia individual o colectiva, evitando, por ejemplo, como lo apuntaba Aristóteles, que caigamos inopinadamente en un pozo o no dejando a los pequeños jugar en un río infestado de cocodrilos. La construcción social de las atracciones, pues, aparece como la mejor opción una vez que se ha dejado sin fundamento la pretensión de objetividad. Las atracciones reflejan una multiplicidad de intereses y, por tanto, resisten los intentos de ordenarlas jerárquicamente. Las que el grupo A considera ser las más importantes, solo tendrán un rango secundario para los grupos B o C. Al mismo tiempo, parece que en la mayoría de las sociedades se respeta un orden jerárquico de las mismas que tiende a atribuirles un rango similar. Así sucede en nuestras culturas modernas. Así sucedía también en otras pasadas diferentes de la occidental. ¿Cómo resolver esta aparente contradicción que amarga todo intento de decidir el rango de una atracción y, más ampliamente, de cada una de nuestras actividades sociales? Aparentemente, la solución —siempre débil y provisoria— requiere una definición aceptable del problema y, al menos, dos condicio-

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nes subsiguientes y una regla básica del juego. La regla básica excluye los argumentos circulares. Es básica porque sin ella no puede haber discusión racional alguna. El enunciado ampliamente aceptable no puede ser otro que el que hemos venido discutiendo hasta ahora. Sí, cualquier enunciado que consideremos sagrado no es más que un constructo social. Es posible que un determinado individuo pueda explicar en su mente una o muchas cuestiones mejor que los constructos aceptados socialmente; pero su éxito no tendrá gran trascendencia si se lo queda consigo y se lleva el secreto a la tumba. Sin comunicación y discusión, no hay constructos sociales que valgan. Como creía Popper, incluso para las ciencias duras, la objetividad no es más que intersubjetividad, es decir, las creencias de una determinada comunidad científica en un punto del tiempo. Para grupos menos orientados a la verdad eso significa, más o menos, que el mundo cotidiano de la política, el gusto y, por supuesto, la moral se alinea con los constructos (en tiempos menos ilustrados se las denominaba tendencias) de la opinión pública. En otras palabras, como sería extremadamente ineficaz replantear todas las necesidades de la vida en cada mañana, confiamos en constructos que han tenido éxito en el pasado. De esta forma, la mayoría de nuestras opiniones o constructos se basan en la confianza de que el mundo de hoy tendrá por lo general los mismos contornos que el de ayer, y que podemos seguir adelante con nuestras ocupaciones dando por sentadas sus leyes básicas tal y como las expresan los constructos que mayoritariamente consideramos exitosos. Esta condición inicial no probaría su valor sin la concurrencia de dos condiciones adicionales. La primera establece que tenemos que aceptar la existencia de diversos y a menudo contradictorios constructos sociales, aproximaciones teóricas o como quiera que se les llame. Incluso en los mejores momentos, incluso en las ciencias más rigurosas, por no hablar de las débiles o de las materias de la vida cotidiana, es muy difícil que un conjunto de constructos sociales o teoría obtenga aceptación general. Incluso las más altas teorías o constructos hipotéticos que, con Kuhn, podemos llamar paradigmas son esencialmente provisionales —valen en tanto que pruebas en contrario no los tiren por tierra y acarreen un cambio de paradigma—. La desafortunada realidad de que no existen constructos sociales que puedan ser tenidos por universalmente válidos es difícil de aceptar, pues supone que incluso aquellas creencias que consideramos más necesarias pueden no ser tenidas por tales por la mayoría. No es una sorpresa que en el fondo de nuestras mentes se cimbree la tentación de sobrepasar esa desagradable pluralidad escudando a nuestros constructos en argumentos de autoridad, ya religiosos, ya profanos o con un solipsismo autosatisfecho. Por muy heroicos que queramos ser en todos esos planos, no podemos aceptar que

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la puesta entre paréntesis de todo lo que nos parezca inconveniente pueda ser una respuesta satisfactoria. Algunos constructos sociales tienen más aceptación que otros con independencia de que nos gusten, posiblemente porque permiten a una mayoría organizar sus vidas de forma más satisfactoria. La segunda condición no es menos exigente. Para ser satisfactorios, los constructos sociales deben superar la carga de la prueba. Ganan aceptación demostrando que pueden explicar mejor un amplio conjunto de hechos de lo que lo hacen otros. Sin duda, habrá quien trate de hacer valer contra esta regla la excepción de que los hechos también son constructos sociales. Pero este es un argumento circular prohibido por la regla básica del juego. Tanto en las ciencias duras y en las más anafóricas y débiles como en la sabiduría cotidiana hemos aprendido con el tiempo a juzgar el valor de verdad de las diferentes clases de prueba. Bajo estas condiciones podemos ahora tornar al asunto más modesto de las atracciones. MacCannell se equivoca al pensar que cualquier cosa puede convertirse en una atracción, «incluso las florecillas o las hojas del camino cuando se le muestran a un niño, incluso un limpiabotas o una cantera» (1999a: 192). Todas esas humildes cosas pueden ser indudablemente de interés para un niño o para grupos reducidos; es muy dudoso que puedan convertirse en atracciones de éxito. Cuando Kramer, uno de los personajes de la serie televisiva Seinfeld (una comedia de los noventa que gozó de gran éxito), trató de convertirse en un marcador de sí mismo y vender excursiones a los lugares en los que había pasado su vida, pronto iba a encontrar que la atracción no tenía demasiados compradores. Los pocos turistas a los que consiguió interesar acabaron por quejarse de que el asunto carecía de interés, de la mala calidad de la comida ofrecida, del pésimo servicio, de la incompetencia del guía, de su ignorancia de la historia de Kramer, a pesar de que el guía era el mismo Kramer. La noción de que cualquier cosa puede convertirse en una atracción se ha tornado letal para muchos destinos que han visto cómo su dinero y sus esfuerzos de mercadeo no han valido de nada. Sin duda, casi todos los destinos tienen atracciones, pero el revés de la moneda es que muchos otros también las tienen. No se puede asumir ingenuamente que puesto que todos los destinos tienen atracciones, los turistas los ven a todos ellos como igualmente merecedores de un viaje. El resplandor de París, Nueva York o Tokio no se improvisa. Incluso en las edades clásicas eso ya se sabía. En nuestro tiempo ha habido muchos intentos de determinar las Nuevas Siete Maravillas del mundo (por ejemplo, los de la New Open World Corp., USA Today, CNN y hasta la Sociedad Americana de Ingenieros Civiles), pero las Siete Maravillas no nacieron ayer. La existencia de rangos clasificatorios es un hecho de la vida, no solo bajo la modernidad,

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no solo en Occidente. Ningún esfuerzo aislado, ningún marcador propuesto por cualquiera podrá crear atracciones de la nada, como parece creerlo MacCannell. No se trata solo de que las atracciones hayan sido clasificadas en numerosas culturas; el caso es que esas clasificaciones se parecen mucho unas a otras. Casi todas confluían en lo mismo que las guías modernas suelen considerar digno de verse. Herodoto no escribió una guía Lonely Planet, pero su Historia (1987) recoge una gran cantidad de lo que hoy consideraríamos información antropológica sobre los países vecinos de Grecia (Egipto, Escitia, Arabia, Libia, Persia y otros) que podrían convertirse en adversarios, sobre sus costumbres, sus riquezas, sus centros de poder, su forma de gobierno, sus ciudades; es decir, sobre todo aquello que el autor considera un repertorio bien organizado de datos que trata de separar lo sustancial de lo banal. Igual que hacen las guías modernas. En China, el cambio de siglo entre el IV y el V de la era común fue un tiempo de turbulencia política. Tal vez a causa de ello florecieron varios autores de lo que hoy conocemos como escritos de viaje, muchos de ellos prófugos en busca de destinos más seguros que el propio. El más conocido resultó ser FuHsien o Faxian (2005). Junto con un grupo de discípulos, Faxian se marchó de Chang’an (el Xi’an de hoy) en 399 y mantuvo un largo peregrinaje de quince años por santuarios y monasterios budistas por la cordillera del Pamir, Cachemira, Kabul, el valle del Indo, Sri Lanka o Ceilán y Sumatra, desde donde volvió a Cantón (Guangzhou). En su descripción del viaje destaca lo que cree ser de mayor interés: los monasterios más importantes y sus actividades, pero también encontramos descripciones de ciudades, monumentos, costumbres foráneas, lugares de poder y demás. Faxian hizo una considerable contribución a la construcción social de un mundo extranjero entre muchos chinos cultos, enseñándoles qué era lo importante en cada una de sus partes. Ibn Battuta parece estar aún más cerca de la noción de viajero informado que manejamos hoy. En su descripción de los numerosos viajes que hizo por el mundo musulmán (1325-1354) no detalla las razones que le llevaron a moverse tanto. Sabemos que su odisea empezó con una peregrinación o hajj a La Meca, uno de los cinco deberes de los musulmanes piadosos. Pero no da demasiadas pistas sobre cómo decidió ir de un destino a otro o por qué eligió algunos lugares y monumentos por encima de otros para su memorial. Lo que sabemos de ello se limita a lo dicho por Ibn Juzayy, a quien dictó sus recuerdos viajeros. A saber, que el muy culto y veraz viajero […] conocido como Ibn Battuta […], que viajó por el ancho mundo y visitó sus ciudades con sumo cuidado y atención y que estudió las diferencias entre naciones y se familiarizó con las costumbres de árabes y extraños, dejó su

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bastón de peregrino en esta noble metrópoli [Granada (JA)]. Una graciosa orden le impuso que dictara sus recuerdos de las ciudades que había visto en sus viajes, de los acontecimientos de interés que guardaba en su memoria y de los gobernantes de esos países, de sus gentes ilustradas y de los santos piadosos con quienes se había encontrado (Ibn Battuta, 1929: 41).

Ibn Battuta siguió esa orden del Califa al pie de la letra y así nos dejó recuerdo de gran número de ciudades, monumentos, costumbres y tradiciones y apuntes sobre muchos personajes, es decir, estableció una clasificación de atracciones y una diferencia entre lo notable y lo insignificante tanto para él como para sus lectores. Algo similar a las prescripciones de Francis Bacon para quienes iban a participar en un Grand Tour. Lo que se debe ver y observar [en los viajes por el extranjero] son las cortes de los príncipes, especialmente cuando dan audiencia a los embajadores; los tribunales de justicia cuando están en sesión; igualmente con los consistorios eclesiásticos; las iglesias y monasterios con los monumentos que contienen; las murallas y fortificaciones de ciudades y villas; también sus puertos y ensenadas; sus antigüedades, ruinas, bibliotecas y universidades con sus cursos y actividades académicas allí donde se celebren; flotas y barcos; casas y villas de boato y placer cerca de las grandes ciudades; armerías, arsenales, almacenes, lonjas, bolsas; ejercicios de destreza cabalística, de esgrima, de entrenamiento militar y cosas semejantes; los teatros y las personas que los frecuentan; los tesoros de joyas y ornamentos; gabinetes y exhibiciones de cosas raras; y, en conclusión, todo lo que sea memorable en los lugares visitados; de todo lo cual sus tutores y sirvientes deberían proporcionarles amplia información. Por lo que se refiere a procesiones triunfales, bailes de máscaras, fiestas, bodas, funerales, ejecuciones capitales y otros espectáculos similares, los viajeros no necesitan dedicar especial atención, aunque tampoco sea necesario olvidarlos (1951: 21-22).

Ninguno de estos autores, ni otros muchos, distaban demasiado de apuntar a lo que las guías, escritores de viajes y turistas modernos consideran «merecedor de un desplazamiento». La conclusión, pues, parece ser no tanto que las atracciones sean constructos sociales —lo son—, sino por qué sus constructores comparten similares puntos de vista a la hora de construirlas. MacCannell dedica el capítulo 3 de su Turista al «ocio alienado», es decir, a las atracciones que proponen visitas a centros de trabajo (de ahí el remoquete de alienado). Sin duda que son atracciones, pero lo que cuenta es que tienen un interés mucho menor para los consumidores que Notre Dame, la Torre Eiffel o el Museo del Louvre. Todas ellas son constructos sociales en cuanto atracciones, pero no todas son tan exitosas. Yo podría tratar de hacer pasar por una atracción la resi-

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dencia de la Cité Universitaire de París, donde pasé la mayor parte del verano de 1960, o la calle parisina donde vivía mi novia de entonces, pero es dudoso que eso pueda interesar a nadie más que a mis familiares o amigos cercanos. Si es que les interesa.

Una teoría de la demanda (turística) Para bien o para mal, la contribución de MacCannell a la investigación turística ha quedado unida a la noción de autenticidad con un nudo perdurable. Signifique lo que sea, todo el mundo en este campo sabe que, para él, el primer motor del turismo es la autenticidad, y muchos han acabado por considerarla una buena explicación de sus motivaciones. No debe sorprender, pues, que el concepto haya recibido muchas manos de pintura que a menudo lo hacen irreconocible o lo usan de forma contradictoria. Pero sí es una sorpresa que Cohen (2007) tenga razón cuando duda de que bucear en las profundidades de la autenticidad fuera nunca la verdadera intención de MacCannell. Una lectura atenta de El turista hace razonable la opinión de Cohen. En su capítulo 5, titulado «Autenticidad escenificada», MacCannell toma el concepto por sabido, es decir, no muestra urgencia en definirlo. Tras otra rápida mirada para separar al Hombre Industrial (cuyos lazos de unión con el mundo eran sobre todo el trabajo y el lugar) del Hombre Moderno (que ha perdido su relación con el trabajo al hacerse «ocioso» e interesarse más en la «vida real» de los demás), MacCannell continúa sin mayores explicaciones su intento de mostrar que el interés del turista por penetrar hasta el último reducto de las atracciones, es decir, por darse de bruces con su autenticidad, se convierte en un sueño imposible y, para entender esta condición, se vuelve hacia Goffman. Uno de los fundamentos del análisis de la dramaturgia del ego en Goffman se refiere a la separación entre el frente y la trastienda en la vida cotidiana. Mientras que individuos e instituciones sociales (incluyendo a las atracciones turísticas) permiten a los demás observar determinadas áreas de su vida, cierran cuidadosamente otras de la inquisición pública. De esta forma podemos decir que toda realidad social, empezando por el modo en que nos presentamos a los otros, requiere un cierto grado de mistificación. La búsqueda de autenticidad engendra ocultación. ¿Es esta situación tan solo una cuestión de grado, de forma que resulte posible distinguir a una de la otra y nos permita saber con cierta seguridad cómo se mezclan en cada situación concreta? ¿O se trata de otro nombre para una herida jungiana que nunca curará? ¿Es la mistificación un rasgo estructural de nuestra psique y de los condicionamientos sociales en que se

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mueve nuestra vida o admite tan solo un cierto grado de simulación que puede ser investigado y explicado? La existencia de un frente y una trastienda crea toda clase de conflictos en nuestras relaciones con los demás. Tanto para Ego como para Alter es difícil saber dónde están esos límites; cuánto de la trastienda se deja en realidad ver; qué clase de imagen queremos proyectar y para quién; o cómo contener el deseo ajeno de entrar hasta el fondo de nuestra personalidad. El allanamiento se presenta como una constante amenaza para el ego, al tiempo que empuja la insaciable voluntad de saber del otro. Las regiones traseras incitan a la curiosidad y los secretos que supuestamente celan aumentan la curiosidad de los observadores. De esta manera, nos separan de los demás. Al otro extremo, cuando por alguna razón el muro de la trastienda se viene abajo o, al menos, se hace permeable, esa apertura crea un excitante sentimiento de fusión que empuja a las partes a grados inexplorados de intimidad. Frente y trasera pueden también fundirse. ¿Podría, pues, su división ser sanada por una completa reconciliación? Como veremos, MacCannell tropieza y balbucea hasta que finalmente decide que podemos escapar de ese sino. A primera vista, la reconciliación parece ser posible. Por cierto, no todos los turistas muestran el mismo interés, pero muchos tratarán de encontrar lo que creen oculto, tratando de penetrar en la trasera de la vida local tal y como realmente se vive esta por sus habitantes. Estos son los turistas que atraen a MacCannell, pues tratan de alcanzar «una experiencia cuasi-auténtica» que les permita recobrar la excitación primaria del descubrimiento. Pero, más de cerca, esa reconciliación no es más que una ilusión pasajera. La conciencia del turista está motivada por el deseo de experiencias auténticas, y el turista llega a pensar que se mueve en esa dirección, pero a menudo resulta muy difícil saber si la experiencia es verdaderamente auténtica. Siempre es posible que lo que se toma por una entrada a la región trasera no sea sino otra entrada hacia uno de los frentes, totalmente escenificada previamente a la visita turística (1999a: 101).

No hay, pues, seguridad de saber que estamos en lo cierto y el turista de MacCannell se encuentra en la misma desesperada posición que el lector de Belleza y tristeza, una novela de Kawabata, el escritor japonés y premio Nobel, que puede servir para ilustrar este punto. Vamos a resumirla con cierto detalle. Cuando le encontramos por vez primera, Oki Toshio, un escritor de Kamakura ya entrado en años, se dispone a partir hacia Kioto para escuchar el carillón del Año Nuevo. Al menos, eso fue lo que dijo en casa, aunque de hecho en la trasera de su mente se mueve algo distinto. Posiblemente, allí se encuentre de

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nuevo con Otoko, su antigua amante. Otoko tenía dieciséis años cuando dio a luz a su hija, una niña que murió después del parto. En aquellos tiempos, hace veinticuatro años, Oki tenía treinta, quince más que Otoko, y estaba casado y era padre de un hijo. La hija de Otoko quizá hubiera sobrevivido si Oki la hubiese llevado a un hospital mejor para el parto, pero decidió no hacerlo, aunque tenía dinero suficiente. Luego del incidente, Otoko trató de cometer suicidio y Oki se apresuró a su lado, pero rechazó la sugerencia de la madre de Otoko, que le invitaba a que se casase con ella. Cuando Otoko estuvo repuesta, Oki volvió con su mujer. Otoko, actualmente una pintora de creciente éxito, vive en el recinto de un templo de Kioto compartiendo su apartamento del jardín con Keiko, una joven artista y, pronto lo sabremos, su amante. Al llegar a Kioto, Oki las invita a escuchar con él el carillón de Año Nuevo. Cuando se dispone a tomar el tren de vuelta a casa al día siguiente, todavía confía en que Otoko vaya a la estación para decirle adiós, pero es Keiko quien se presenta en su lugar. De Keiko, aún envuelta su belleza en el mismo kimono de la noche anterior y que Oki tanto había ensalzado, efluye una pérfida fascinación. Pocos días después, Keiko se dejaría caer por case de Oki, en Kamakura, llevando dos de sus pinturas como regalo. Como Oki no estaba en casa, se limitó a dejarlas allí y se marchó a la estación acompañada de Taichiro, el hijo de Oki. A Taichiro le llevó mucho tiempo volver a casa. La había acompañado en su visita a la ciudad, dijo. De vuelta a Kioto, Keiko confía a Otoko que quiere tomar venganza en su nombre. Tiene un plan: seducirá al padre. O al hijo. O a ambos. Quiere destrozar esa familia. Es un plan muy enrevesado pues, según dice, no le importa tanto dañar a Oki como castigar a Otoko por el amor que siente por él. Tras de tanto sufrimiento, tras tantas penas de años, Otoko aún parece incapaz de apartarse de él. Poco después, Keiko visita inesperadamente a Oki y, siguiendo su plan, le seduce. «Parece tener experiencia en hacer el amor», piensa él cuando ella le prohíbe tocar su pecho izquierdo. Luego, en medio de su abrazo, oye a Keiko llamar, como con un lamento: «Otoko, Otoko». Cuando su ardor se desembravece, Keiko le empuja a un lado. Cuando Keiko le cuenta esta historia, Otoko se estremece como hendida por un rayo. ¿Acaso habrá Oki despertado en su amante los sentimientos que ella tuvo un día por él, esos mismos que aún se guarecen en su pecho? Ahora es Otoko quien siente celos; celos que también se sienten al otro lado de la trama. Recordando su noche con Keiko, Oki repentinamente se ve asaltado por el miedo —Taichiro no debe nunca acercarse a ella—. Demasiado tarde. Taichiro acaba de tomar un vuelo a Kioto. Tiene un trabajo que hacer allí, pero también es cierto que desde que la conoció en Kama-

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kura ha estado en contacto con Keiko, que le espera ahora en el aeropuerto. Desde su llegada, Keiko toma el mando, haciéndole plegar sus planes a los de ella y sugiriéndole alquilar un barco a motor en el cercano lago Biwa al día siguiente. Una vez instalados en una casa de té junto al río, el lector sabrá que ninguno de los dos ha advertido a sus padres ni a Otoko de su relación. Cuando su charla finalmente se detiene en ella, Keiko habla de su sed de venganza contra Oki porque Otoko aún sigue amándole. Y si se trata de venganza, dice, nada podría mejorar el hacer caer en su red al propio hijo de Oki, ¿no? Pero, apunta, tal vez lo que le pasa es que se está enamorando de él, de Taichiro. Esa noche, Otoko oye a Keiko volver a casa de madrugada. Cuando se encuentra con ella al día siguiente, Keiko deja caer que va a volver a encontrarse con Taichiro más tarde y no ceja aunque Otoko la anima a dejarlo. Si vas, le dice Otoko, «no vuelvas a casa», pero Keiko se marcha sin siquiera probar el desayuno. La muchacha decía que odiaba a los hombres, recuerda Otoko, pero era mentira. De nuevo en la casa de té, Keiko dice a Taichiro que le parece como si una etapa de su vida hubiera llegado a su fin. «No es así; acaba de empezar», responde él. Más tarde, en un taxi, los dos se van a visitar el antiguo panteón Sanetaka, que era la excusa inicial de Taichiro para justificar su viaje a Kioto, pues su especialidad académica es la literatura medieval japonesa. En los bosques apartados que rodean el monumento, ella avanza poco a poco su trabajo de seducción. Pero mientras le acaricia el pecho derecho, algo le hace pensar a Taichiro que no es la primera vez que la haya tocado un hombre. Luego se van a un restaurante y después Keiko le invita a un hotel a orillas del lago Biwa. «Es estremecedor ver a una mujer entregarse por completo», le susurra al oído al entrar en la habitación que ella había reservado con anterioridad. Mientras él se cambia para ir a nadar al lago, Keiko telefonea a su madre y le hace venir al teléfono para que confirme que están juntos. En la breve conversación, su madre informa a Taichiro de su sospecha de que Keiko ha tenido una aventura con su padre y le pide que no se deje engatusar. Si no vuelve inmediatamente a casa, ella y su padre volarán para traerlo de Kioto. Pero Taichiro no se deja convencer. Quiere saber. ¿Sedujo Keiko a su padre?, le pide que le explique. Y ella responde con otra pregunta («¿Te he seducido yo acaso? ¿Te he seducido yo?»), al tiempo que rompe en sollozos. En su agitación, la hombrera de su traje de baño blanco resbala bajo la mano de Taichiro. Su pecho izquierdo queda al descubierto mientras él comienza a besarlo. Tiempo después, ambos se van a dar el paseo en barca por el lago. En el último capítulo de la historia, Otoko y el matrimonio Oki llegan por separado a un hospital. Les han llamado como consecuencia de un accidente en

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el lago. Taichiro está desaparecido, pero Keiko ha sido rescatada y está ahora en la cama bajo los efectos de un sedante. Con Otoko a su lado, sus ojos se llenan de lágrimas cuando despierta. Unas pocas y torpes palabras malamente sustituirían el hechizo de la prosa de Kawabata, pero permiten seguir la discusión de la forma inicial en que MacCannell entiende la relación entre frente y trasera. Uno podría pensar que la dificultad en saber quién de entre los personajes principales permite a su trasera alinearse con su frente brota de los sutiles juegos de Kawabata con el lector, pero la cosa parece tener más enjundia. Tomemos a Keiko, que parece ser el caso más fácil. Keiko impulsa su pérfido plan con seria determinación, pero no lo puede llevar a cabo sin una buena dosis de engaño, de la que ni siquiera ella misma se libra. ¿Engaña a Oki cuando le hace creer que ha sido él quien la ha seducido, cuando en realidad es su previsible ego machista el que muerde el cebo hasta las heces? ¿Engaña a Taichiro con una relación no menos turbia? ¿Miente cuando le dice que solo le quería para vengarse del amor perdurable de Otoko por Oki o cuando le confiesa que ha roto con ella para darse a él «por completo»? ¿Por qué demonios le deja tocar ese pecho izquierdo que había sustraído a las caricias de su padre? Su insistencia para dar un paseo en barco de motor por el lago Biwa a sabiendas de que Taichiro nunca ha pilotado uno, ¿es una astucia o solo un capricho del destino? También engaña a Otoko. «Nunca he querido ocultarte nada. Nunca voy a guardar secretos contigo», le dijo al comienzo de su historia, pero es la misma Keiko que le esconde su relación con Taichiro. Puede que hasta se engañe a sí misma. Cuando la novela se cierra, ¿brillan las lágrimas en sus ojos con la belleza de su venganza recién cumplida o con la tristeza de haber perdido a Taichiro? Nunca lo sabremos. ¿Qué decir de Otoko? El suyo es el papel de la parte afrentada, de la víctima que no cesa de serlo; pero ¿está ella libre de duplicidad? Mandar a Keiko a despedir en su nombre a Oki al volver a Kamakura, ¿fue un puro azar o una maniobra bien calculada; una señal para Oki de que su imperecedero amor por él no se pararía siquiera ante permitirle que poseyese a su amante? ¿O estaba con ello marcándole a Keiko la presa a batir? Como Kawabata traduce la vida al arte tan bien, es muy posible que Otoko o Keiko se vieran en dificultades a la hora de elucidar sus motivos reales. Los lectores tampoco pueden ir más allá. Todo lo cual parece reforzar la posición inicial de MacCannell. Autenticidad y mistificación, con la expresión china, se necesitan como los dientes y los labios. Pero, en este punto, la hidra apunta una nueva cabeza. Si la autenticidad, escenificada o genuina, no puede alcanzar la esperada transparencia estructural, entonces se convierte en un oxímoron o, al menos, en un jeroglífico. No hay en

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ella ningún valor de verdad. La autenticidad no sería otra cosa que una intuición, un sentimiento que no es solo difícil de interpretar; sería también un espejismo ontológico. Tan pronto como empieza a realizar su proyecto de apoderarse de ella, de repente el hombre-moderno-en-general percibe que la verdad no es más que una mezcolanza de experiencias dispares o, con una jerga más técnica, que la autenticidad solo puede ser existencial y mutable. De esta forma, la primera noción de autenticidad se torna en un remedo de la confianza. Solo podremos alcanzarla bien confiando en nuestra propias e intransferibles experiencias o en las que nos narran otros con su palabra —un sello de garantía que se presenta bajo demasiadas formas, a menudo hasta contradictorias, como para satisfacer la mente inquisitiva de MacCannell—. Esa puede ser la razón de que, tras haber tocado fondo, uno siente que MacCannell necesita rebajar la exigencia de la prueba para que su noción de autenticidad pueda pasarla. ¿No será posible que autenticidad y mistificación se relacionen de otra manera, de una forma que no sea exclusivamente estructural; será tal vez la suya una relación que fluye en el tiempo y, así, se refiera tan solo a condiciones de conducta modernas que son diferentes de las que se daban en el pasado y de las que pueden darse en el futuro? Los primitivos que viven su vida totalmente expuestos a sus «otros significativos» no experimentan ansiedad por la autenticidad de sus vidas […] Su opuesto —un sentido debilitado de la realidad— aparece con la diferenciación de la sociedad entre frente y trasera. Una vez establecida esta división ya no puede volverse al estado de naturaleza. La propia autenticidad se mueve para revestirse de mistificación (1999a: 93).

En buena hora, porque MacCannell necesitaba de esta excepción a gritos. La existencia de autenticidad desprovista de mistificación, aun confinada a un pasado neblinoso, le ofrece una doble salida del callejón en que se había metido. Primero, porque le proporciona una vara de medir muy necesaria para comprender hasta qué punto un espacio turístico se halla escenificado. Como por ensalmo, ahora se siente capaz de catalogar una limitada fenomenología de autenticidades basada en la latitud que se da a los turistas para penetrar, y hasta dónde, en ese espacio desde los meros frontispicios hasta el intrigante Estadio Seis, en donde concede que el turista pueda alcanzar las regiones de atrás de las que hablaba Goffman. Entre medias se encuentra otra serie de situaciones que alternan entre regiones traseras limitadamente abiertas a los turistas y escenarios que se han planificado para parecer regiones traseras de verdad. Mostrar las transiciones eventuales entre esos veneros se ha convertido en el pasatiempo trivial de una industria académica manierista crecida al calor de la autenticidad.

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En segundo lugar, la nueva definición de autenticidad le sirve a MacCannell de gradiente que apunta al punto de mayor concentración. Desde unos modestos orígenes en el Neolítico, la autenticidad escenificada ha alcanzado su cima más alta bajo la modernidad. ¿Estamos aquí ante un eco de Norbert Elias, es decir, ante la convicción ejemplar de que cuanto más crece la civilización occidental tanto más miserables se tornan las vidas de las gentes a las que sofoca? Hasta cierto punto —y esto es algo que ocurría en el mundo crecientemente represivo de Elias—, MacCannell quiere permitirse la audacia de la esperanza. Lo que el hombre ha creado, el hombre lo puede cambiar. Pero a esto se volverá más tarde. En esta progresión teórica aparecen una serie de transiciones no bien explicadas. Uno se pregunta cómo ha podido llegar MacCannell a saber que sus primitivos genéricos habían llegado a su estado de felicidad. ¿En qué consistía eso de exponerse totalmente a los demás? ¿En el hecho de que vivían en pequeños grupos y se veían cara a cara con sus colegas más a menudo que la gente moderna? Si así fuera, esa autenticidad que se les postula no sería otra cosa que mayor visibilidad, pero por sí solo nuestro sentido de la vista tiene que contentarse con lo que sucede en la superficie. Podemos ver a los otros, pero su esencia auténtica, sea esta lo que fuere, puede permanecer opaca a nuestra mirada. Tomemos un ejemplo más cercano que los borrosos primitivos de MacCannell. El cotilla del duque de Saint-Simon nos ha familiarizado con los ritos de la corte de Luis XIV. Aquí y allá se refiere a lo rígido de su etiqueta y da muchos detalles de cómo las actividades del rey se organizaban de acuerdo con un protocolo estricto (2001). Uno de los rituales que aún hoy despierta la fantasía del lector es el de la toilette du roi, el ceremonial de preparar al rey para la vida diaria. Según Saint-Simon, participar en la ceremonia constituía un gran honor para aquellos que estaban autorizados para seguir su liturgia. El primer gentilhombre despertaba al rey a las ocho de la mañana. Una vez que las puertas del dormitorio real se abrían, un paje daba entrada a los invitados. Estos iban entrando en oleadas sucesivas (les entrées) y solo a los más allegados al rey se les permitía seguir todo el ceremonial. El círculo de los íntimos podía entrar por una puerta trasera, siempre que el rey no estuviera reunido en consejo, y podía permanecer en el dormitorio cuando el rey oía misa y hasta cuando estaba postrado (Elias, 1998). Quienes lo tenían permitido podían asistir a cada una de las etapas del ritual, que incluían ver cómo le lavaban, afeitaban y vestían; acompañarle durante la misa; verle comer su primera colación del día y hasta observar cuando hacía de vientre. Parece difícil poder encontrar una inmersión mayor en la trastienda de nadie. Todo lo que sucedía era visible para los invitados.

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Visible sí, pero no necesariamente transparente. Cuando el rey miraba a sus cortesanos, muchos ignoraban si habían bajado o subido en la escala de la real gracia; a otros muchos no se les permitía participar en los más importantes asuntos reales, como las reuniones de su consejo; y, por supuesto, la mayoría no acompañaba al rey cuando se encontraba con alguna de sus amantes. Tal vez muchos se imaginaban que podían así seguir al rey hasta en sus más íntimas actividades, pero la ilusión era solo suya. La verdadera transparencia o autenticidad permanece más allá del poder de los humanos y la omnisciencia solo se predica de algunos entes preternaturales, no de los simples mortales. Así hubieran obtenido los cortesanos acceso completo a sus respectivas traseras por gracia de uno de esos benévolos entes, tampoco hubieran alcanzado con ello una completa exposición a los demás. Las órdenes menores de la corte y el pueblo francés en general hubieran continuado aún fuera del círculo de los enterados. Es difícil comprender cómo los primitivos de MacCannell hubieran podido librarse de esa desagradable composición de lugar. Esta reflexión otorga una medida de tranquilidad al lector porque el sueño de MacCannell sobre la transparencia/autenticidad es inquietante. De hecho, supone que en su búsqueda de la autenticidad el turista y el-hombre-modernoen-general tienen derecho a meterse en la trasera de cualquiera o, lo que es lo mismo, que la inexistencia de vida privada haya de ser condición necesaria de las relaciones sociales auténticas. Su confusión entre transparencia y visibilidad crea un legítimo sentimiento de ansiedad por lo que tiene de totalitario. El deseo de acceder sin trabas a la trasera de todo quisque que se cruce en nuestro camino es sospechoso. La erosión de la privacidad es propia de las sociedades totalitarias. El irreprimible panóptico que atormenta a tantas almas bellas a lo Foucault, cuando se trata de algo más que de un pasatiempo para aliviar el aburrimiento de los clubes académicos, no puede ser impuesto en las sociedades democráticas. Nadie tiene derecho de acceso a más espacio de la trasera que el que su contraparte quiera darle. En segundo y no menos importante lugar, incluso en las sociedades totalitarias resulta muy difícil penetrar en la intimidad de los otros. Hay muchos ejemplos de individuos que no consintieron en ver su privacidad violada incluso bajo los más terribles tormentos, y son ellos y ellas quienes confirman el valor de que un grado de incertidumbre acompañe siempre a los intercambios sociales. Por consiguiente, el truco de la excepción con la que MacCannell disfraza a sus primitivos no le ayuda a escapar fácilmente del laberinto en el que se ha metido con lo de la autenticidad. Quiere hacernos tragar que toda autenticidad está trufada de un cierto grado de mistificación y, al tiempo, que ese pecado original puede lavarse si nos dotamos de la necesaria perspectiva histórica. Auten-

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ticidad y mistificación se convierten así en siameses unidos por la cadera de los elementos estructurales de todas las sociedades y, a la vez, ausentes en otras. Pero la única evidencia que aporta para defender su gambito —menos amablemente, Popper le hubiera acusado de razonamiento ad hoc— se reduce a la leyenda urbana del buen salvaje, tan popular entre las clases de tropa de los sectores más crédulos de la cofradía antropológica como desprovista de fundamento (Barley, 1984, 1986). Entonces, por qué estoy manteniendo que MacCannell quiere permitirse la audacia de la esperanza. Como Sigfrido el Welsungo, todos los buenos románticos creen que siempre habrá una forma de recomponer a Notung, la espada rota que ultimará al dragón y despertará a la Valquiria a una nueva vida.

Una teoría general de la modernidad (turística) Resumamos el argumento hasta ahora. MacCannell es un investigador accidental del turismo. Aunque su obra más conocida y citada se ocupa de este tipo de conducta social, el autor solo se interesa por ella en cuanto que el turista es la mejor metáfora del hombre-moderno-en-general. Todo lo que podamos decir de los turistas se le puede aplicar también a él. Para entender al hombre moderno (que, por supuesto, es una expresión taquigráfica para designar a hombres y mujeres) necesitamos una metodología ambiciosa que nos libre de las limitaciones de la visión individualista, burguesa y llamada a autodestruirse que asola las ciencias sociales, a menudo por intereses políticos de corto radio. Las ciencias sociales solo pagarán sus promesas cuando se coloquen al servicio de las mayorías del mundo entero. A partir de ahí, MacCannell examina cómo el turismo se desarrolla en busca de atracciones. Las atracciones no reflejan ningún interés sustantivo de la gente por determinados objetos. Se convierten en atracciones porque son marcadas como tales por un proceso de construcción social. Así que son los marcadores los que las crean. Por cierto, algo debe haber detrás de esos marcadores; alguien debe estar detrás de ellos. ¿Quiénes son y por qué aceptan las turistas bailar con la música que ellos tocan? MacCannell no ha desarrollado este aspecto —todavía—. ¿Por qué aceptan los turistas gastar su platita y su tiempo en busca de atracciones? Las nuevas clases ociosas responden ante todo a una fuerte presión. Tras haberlas creado, la modernidad ha dejado a sus vidas sin ancla. Cohen, siguiendo a Eliade, prefiere llamarla un centro, es decir, un espacio nocional «que para el individuo simboliza significados fundamentales» (2004a: 67). Ancla o

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centro, los turistas lo buscan en eso que MacCannell llama autenticidad. Como la deja sin definir, eso nos hace pensar que ese concepto se refiere a algo así como apurar hasta las heces a la atracción experimentada. A la rastra de Goffman, MacCannell apunta que autenticidad significa ser admitido en la trastienda de las atracciones, aunque a renglón seguido pone en duda que eso sea posible. La autenticidad suele aparecer siempre trufada de mistificación. Si tal es su estructura, entonces su búsqueda se revela como una pasión inútil. Llegado a este punto, sin embargo, MacCannell se permite vislumbrar una esperanza. Bajo circunstancias especiales (como la vida de los primitivos, sea eso lo que fuere), la autenticidad fue posible. ¿Podremos conjurar otra vez ese espacio mágico? Siguiendo su pensamiento lleno de meandros, he apuntado las muchas barreras empíricas que MacCannell trata de saltar, aunque sin demasiado éxito. En algunas ocasiones empuja nuestra credibilidad hasta límites difíciles de aceptar; en otras, claramente se inventa los hechos. ¿Quiénes son esos primitivos a los que parece conocer tan estupendamente? ¿Dónde pueden hallarse noticias de ellos? MacCannell se refiere a los mismos como si fueran cuates con los que se encontrase todos los días en un bar, tan familiarizado está con sus expectativas y con su conducta, tan bien sabe que ellos están permanentemente expuestos unos a otros. Pero, con expresión de Heidegger, dejemos a un lado estas minucias ónticas para no desviar nuestra atención de los problemas estructurales que plantea. Lamentablemente, en este aspecto la cuenta tampoco le sale. Pese a su noble pedigrí estructuralista, la idea de que los marcadores crean las atracciones es una creencia taumatúrgica. Precisamente esa es la causa de que no pueda explicar por qué las atracciones fundamentales han sido construidas de forma muy parecida en las culturas más desarrolladas y en todas las épocas históricas; también lo es de su incapacidad para explicar por qué algunas atracciones tienen éxito y otras no. Su noción de autenticidad adolece del mismo mal. No es el primero, y seguramente tampoco será el último, que para animar la monotonía de los quehaceres académicos eche mano del fantasma juguetón del Noble Salvaje de Rousseau, llamado a redimirnos de las bajezas del presente y de nuestra distancia de la Edad de Oro, ese genuino mito barthesiano en donde los haya, tan prolífico desde que lo pusiera en circulación Tassoni en La Secchia Rapita (Bury, 1920). También hemos señalado cómo MacCannell podría pisar terreno más firme de haber descartado ambas nociones (los marcadores como generadores de las atracciones y la autenticidad inmaculada por la mistificación). Nada le obligaba a darles culto. Podía haber confiado en una definición diferente del constructivismo y de la autenticidad, considerándolos como resultados y no como con-

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diciones, pero no lo hizo. Con ello, pues, nos obliga a examinar las conclusiones a las que necesariamente le lleva este doble carril y a entender por qué tiene que elegir el destino que le imponen. A la postre, MacCannell se conformará con mantener sus esperanzas contra toda esperanza. Y aquí es donde la idea de la revolución, provisionalmente aparcada al comienzo de esta evaluación, hace un impresionante bis a la escena. Volvamos, pues, al principio. Cuando las metas son tan ambiciosas como las de MacCannell, uno no se preocupa de establecer compromisos con otras de menor cuantía; uno arremete contra ellas. Sus escritos sobre turismo y, en general, sobre cualquier otro tema rebosan con toda clase de batallas de ideas, todas ellas muy razonables en esta perspectiva. Su primer objetivo en El turista es la idea de pseudoacontecimientos desarrollada por Boorstin. The Image (1961), un libro de Boorstin, comienza con una parábola. Tratando de mejorar su negocio, los propietarios de un hotel contratan a un consultor de relaciones públicas para que venga en su ayuda. En el pasado, dice Boorstin, el consultor habría desarrollado ideas tales como buscar un nuevo chef, mejorar la fontanería, pintar las habitaciones. No en estos tiempo nuestros. Lo que el consultor propone ahora es la celebración del trigésimo aniversario del hotel. Se forma un comité de notables locales, se da amplia publicidad al hecho, y los medios locales radian o escriben sobre el banquete que celebra el acontecimiento. Esa es la textura de los pseudoeventos: mucho ruido y pocas nueces. Los pseudoeventos no son espontáneos; se producen para ser publicitados; medran con la ambigüedad —en realidad, nunca sabremos si el trigésimo aniversario existe o no—; sus motivos quedan siempre en la oscuridad; siempre se muestran satisfechos de haber alcanzado sus objetivos. La imagen sustituye a la sustancia. «Las imágenes son perdurables. Las imágenes anestesian. Un acontecimiento que se conoce a través de las fotografías se torna más real de lo que hubiera sido de no haber sido fotografiado» (Sontag, 2001b: 22). La representación oscurece su realidad. Los pseudoeventos carecen de significado. Boorstin enumera y clasifica diversas muestras en muchos ámbitos de la vida social americana, uno de los cuales, por cierto, es el del turismo. ¿Cómo han llegado a convertirse en parte tan principal de la modernidad? En el período de entreguerras del siglo pasado, uno podía observar el evidente malestar que se reflejaba en algunos círculos intelectuales. Así abría Ortega y Gasset su ensayo sobre el asunto: Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia,

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y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones y culturas cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la rebelión de las masas (1996: 53).

De repente, las masas habían ocupado un lugar al sol en todas partes. Bueno, no en todas. Las masas ocupan «los lugares mejores, creación relativamente refinada de la cultura humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a minorías» (1996: 55). Sería un error representárselas como las clases menesterosas o como la clase obrera; eran algo más que eso, eran la gente común o, en la jerga de mercadeo actual, los consumidores. El resto del argumento es bien conocido. Las sociedades han estado siempre divididas entre las élites dirigentes y el resto. Pero en esta nueva era, como en otros tiempos convulsos del pasado, ese resto está tratando de minar el orden de la naturaleza. Las masas, en fin, no traen nada estimulante en su agenda —tan solo su rechazo de aquellos mundos antiguos, más confortables—. La política, la vida cultural, la economía, funcionarán mejor una vez que las masas sean amablemente invitadas a aceptar su verdadero lugar y los aristócratas del intelecto vuelvan por sus fueros. Las ideas de Ortega, inicialmente expresadas en una serie en el diario El Sol (1926), iban a reverberar rápidamente en la cámara de ecos de la República de Weimar. Solemos mirar a este tiempo de la historia alemana como un hiato placentero y lleno de energía entre el fin de una guerra terrible y la llegada del no menos horrible orden nazi, pero hay más cosas que no salen en esta imagen. Weimar, como lo diría Josep Pla (2006) de su pariente lejana, la Segunda República española, de 1931-1936, era una república sin republicanos. De hecho, las élites intelectuales no sentían gran cariño por ella, en especial en la parte de quienes habían abrigado grandes esperanzas sobre su futuro. Esto era aún más cierto entre los Vernunftsrepublikaner (republicanos de razón), que habían contraído con ella un matrimonio de conveniencia, no de amor, y que sentían también temblar el suelo bajo sus pies. Así que tanto a la izquierda como a la derecha había demasiada gente en busca de un divorcio (Gay, 2001). Ya vistiendo la camisa parda de las SA, ya saludando con el puño cerrado de socialistas y comunistas, las masas habían ocupado el proscenio. A la izquierda, los autores a los que hoy agrupamos con la divisa de la Escuela de Fráncfort querían buscar una explicación del fenómeno en Marx. El suyo era, empero, un marxismo que trataba de mantener alejado al proletariado. Uno nunca sabe si esos héroes malolientes de los que hablaba Flaubert en La educación sentimental se han duchado y puesto muda limpia esa mañana. Si

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algo podría librarnos de un capitalismo acabado, eso tenía que ser una antiIlustración ilustrada o esa dialéctica negativa que Adorno, Horkheimer, Benjamin y Marcuse trataron en vano de defender de forma consistente. A veces se inclinaban por una tibia comprensión hacia la Unión Soviética; en otras, por la crítica a la Ilustración. Muchos intelectuales americanos firmaron más tarde por su izquierdismo elitista y adoptaron las opiniones de los francfortianos. Basta con pensar en Lionel Trilling (2000, 2008) y en buena parte de los escritores de la Partisan Review. En un sentido amplio, esta es la tradición con la que Boorstin se identifica y a la que MacCannell desprecia. ¿Por qué? La razón principal es su elitismo o lo que él llama «actitud intelectual», algo así como el individualismo burgués al cuadrado. Para Boorstin, los pseudoacontecimientos basan su éxito en dar a las mentes ingenuas la idea de que lo real o lo auténtico se manifiesta en su inmediatez. Uno se queda con lo que ve. Por el contrario, los intelectuales entienden las cosas mejor y, en consecuencia, tienen derecho a dirigir. Como MacCannell dice con una fórmula inusualmente torpe, para los elitistas, «la experiencia turística que proviene del espacio turístico se basa en la inautenticidad y es, por ende, superficial por comparación con el estudio riguroso» (1999a: 102). En suma, los intelectuales aspiran a conocer las estructuras sociales mejor que nadie, incluyendo a los turistas, es decir, a los-hombres-modernos-en-general. Aquellos creen en su capacidad para explicar directamente la interacción entre frente y trasera, en tanto que el vulgo es incapaz de penetrar bajo la superficie. Lo que fastidia a Boorstin y a los de su calaña es la superficialidad del turista que revela ser ignorante, vulgar, chabacano. Frente a él, los intelectuales se pavonean o, en la expresión de Husserl, avizoran desde su torre las apariencias y saben distinguirlas de las esencias intuidas por medio de una mirada instruida. Para MacCannell, la verdad está en otra parte. Los intelectuales aspiran a conocer la realidad mejor, pero en realidad ellos, como los turistas, caen en el engaño del frente y la trasera. Piensan que han obtenido un salvoconducto hacia la verdad por el mero hecho de proclamarse intelectuales, pero no logran superar las estrecheces de la vida moderna y de la realidad mistificada. Boorstin solo expresa una antigua actitud antiturística, un pronunciado desdén que bordea el odio hacia los otros turistas, una actitud que enfrenta al hombre con el hombre como en la ecuación «ellos son turistas; yo no» (1999a: 107).

Cohen quita hierro a la discusión y la convierte en un enfrentamiento generacional. Mientras que un grupo inicial de críticos de la sociedad tendía a despreciar el turismo por verlo como una actividad frívola, «una generación poste-

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rior de científicos sociales, guiados esencialmente por su identificación estructuralista, apuntaba en la dirección opuesta e identificaba a los turistas como peregrinos de la modernidad seriamente en pos de su autenticidad» (2004b: 88). Cohen regaña a MacCannell por tomarse la cosa demasiado en serio y, así, acaba por no entender hasta qué punto esta se ha convertido para él en una cuestión clave. Para MacCannell, no basta con señalar que el turista actúa con seriedad. Hay que mostrar, al tiempo, que su condición es mucho peor, porque su búsqueda se ve perpetuamente frustrada por la incapacidad estructural de la modernidad para evitar la mistificación. MacCannell no es un rebelde sin causa que, como James Dean en la película de ese título, piensa que la valentía consiste en ser el último gallina. Como Thelma y Louise, MacCannell conduce hasta el borde del precipicio y al llegar allí pisa el acelerador. «Una vez que los turistas han hallado el verdadero espacio turístico ya no pueden remediar su deseo de hallar la autenticidad. Cerca de cada espacio turístico hay otros exactamente parecidos» (1999a: 106). De nada vale negar la evidencia. Si la interpretación de Cohen fuera correcta, el ligeramente maleducado empentón de MacCannell a Urry no tendría sentido. Ambos autores pertenecen más o menos a la misma generación y tienen puntos de vista muy similares sobre el constructivismo como metodología. Sin embargo, MacCannell ve a Urry como otro ejemplar de la tradición liberal (2001a). ¿Por qué? Urry tiene razón, según MacCannell, al apuntar que la investigación sobre el turismo se ha interesado mucho más por su producción que por su consumo. Su hipótesis sobre la mirada del turista trata de superar ese conflicto. Inicialmente, la mirada nos recuerda que sujetos diferentes miran de forma diferente a sus objetos —los construyen de forma diversa—. Pero, una vez dicho esto, Urry comienza a titubear. Define al turismo como una actividad anclada en la separación entre vida ordinaria y extraordinaria y explica que el papel de las atracciones consiste precisamente en su capacidad de mantener a esas dos zonas independientes entre sí. La mirada del turista según Urry, en la forma exacta en que él la formula, se presenta como un proyecto para la transformación del sistema global de las atracciones en un enorme juego de espejos que sirve a las necesidades narcisistas de unos egos fofos […] En la medida en que esa mirada deviene institucionalizada en los tinglados organizados para los turistas, lo que se construirá en nombre del turismo no será otra cosa que la congruencia de unos pequeños yos y una representación social vacua, un nuevo cinturón de hierro de determinismo narcisista (2001a: 206).

En corto, Urry se gana un premio por su bienintencionado constructivismo, pero la suya no es una radicalidad suficiente —tan solo una raíz secundaria—. Nadando en la estela de Foucault, Urry acaba por ahogarse. Como la de Fou-

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cault, su mirada, por muy socialmente construida que resulte, se queda en la superficie. Las superficies pueden parecer diferentes para distintos observadores, pero así no se consigue penetrar en ellas. La hipótesis de Urry se queda en el mismo grado de superficialidad que las guías de Lonely Planet. Es muy dudoso que esa mirada pueda desmontar lo que MacCannell llama determinismo, es decir, la supuesta imposibilidad de alcanzar la verdadera autenticidad, es decir, de ascender al reino de la libertad. Los turistas de Urry se mueven, sin lugar a dudas, en un espacio estructurado en términos de jerarquías sociales celosamente guardadas por sus beneficiarios. Sin embargo, a pesar de que son prisioneros de estas estrecheces, los turistas de Urry, como los cuerpos de Foucault, se hacen la ilusión de que pueden decidir libremente. Su libertad, así, es puramente subjetiva. Se necesita otra mirada, una segunda forma de ver. Esta segunda mirada sabe que ver no es creer. Que ciertas cosas siguen estando celadas para ella […] La segunda mirada devuelve al sujeto que mira la responsabilidad ética de la construcción de su propia existencia. Rechaza abandonar esta construcción en las corporaciones, el estado, y el aparato de representación turística […] Busca lo inesperado, no lo extraordinario: objetos y acontecimientos que puedan abrir ventanas en la estructura, la oportunidad de dar un vistazo a lo real (2001a: 136).

La formulación de MacCannell resulta demasiado blanda y desprovista de contornos: ¿cómo podemos abrir ventanas en la estructura cuando se dice que la estructura permanece siempre ahí, invariable? —pero no adelantemos la conclusión—. Se ha dicho que el radicalismo de MacCannell debe más al Barthes luchador que al tibio Foucault y él no se muestra reacio a confirmarlo. A la crítica a Foucault que acabamos de incluir, MacCannell iba a añadir algo aún más venenoso. En un capítulo de un libro colectivo escrito en colaboración con su esposa, Juliet Flower MacCannell (1993a), ambos revelan su insatisfacción con el maestro. Foucault, dicen, entiende el poder como un mecanismo neutral, es decir, un proceso que se desencadena igualmente por todos y cada uno de los sujetos. A Foucault le resulta indiferente quién inicie el juego de poder, quién lo accione, y por cuánto tiempo: el Poder se convierte en el Gran Igualador. Al caracterizar como un «local» a todos los sujetos de un saber sojuzgado, los disminuye irreflexivamente por ser minoritarios, no solo en relación a sus opresores específicos, sino en general en relación a un poder idealizado (MacCannell y MacCannell, 1993a: 231).

Son aproximadamente las mismas palabras que MacCannell había empleado para criticar a los científicos liberales y burgueses. Eso escuece.

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Los MacCannell ponen en su sitio a Baudrillard aun con menos miramientos. En pocas palabras: bien por descuido o por desesperación, Baudrillard llega a la conclusión de que el desencuentro entre autenticidad y voluntad humana es una herida de imposible curación. Para el posmoderno, el mundo social es un erial, un campo vacío. Las trastiendas han sido fagocitadas y solo queda una superficie rígida que resiste cualquier intento de penetración. Como desenmascarar los simulacros que nos asaltan en cualquier rincón de la realidad se revela un sueño imposible, Baudrillard acaba por plegarse a ellos. Este es el punto neurálgico. Baudrillard merece deferencia por haber catalogado las nuevas formas de explotación capitalista que han introyectado la vieja estructura de clases en el seno de la posmodernidad, pero se niega a examinarlas críticamente. La incertidumbre que así crea puede hacer de su obra un cómplice de esas nuevas formas de explotación en vez de exponer la necesidad de su eventual desaparición. En última instancia, tanto Baudrillard como Mickey Mouse insisten de forma general sobre la posible existencia no de códigos, lo que es efectivamente algo subversivo, sino de un Código, un marco de referencia único que ya existe para todo (MacCannell y MacCannell, 1993b: 141).

Ser denunciado como un gemelo de Mickey Mouse es, sin duda, un insulto mucho peor para cualquier deconstruccionista que se respete que serlo por cómplice del Gobierno represor de Estados Unidos. Eso debe escocer aún más. Uno puede apreciar aquí el viaje de MacCannell desde aquellos tiempos remotos en que creía que la semiótica y el interaccionismo simbólico podían enriquecerse mutuamente por medio de la polinización cruzada. En aquellos tiempos (finales de los ochenta), MacCannell se las había tenido tiesas con Lesley Harman, que prefería mantenerlos tan apartados al uno de la otra como fuera posible. La razón de que MacCannell se sintiese más optimista respecto al deconstruccionismo (citaba específicamente a Baudrillard), sin embargo, es exactamente la inversa de la que iba a usar para atacarlo posteriormente. Hay amplias pruebas de que el neocapitalismo se reproduce simbólicamente no solo en el nivel del signo semiótico concreto, sino también en las conversaciones y en la consciencia en general. Sin duda es un éxito del capitalismo el poder empujar la intencionalidad y el simbolismo a expandirse por medio del deseo; y el poder conformar hasta nuestras conversaciones a su propia imagen (1986: 167).

Esa cita no se incluye para dejar a MacCannell por caprichoso; por el contrario, se usa para mostrar que su evolución intelectual respecto del valor del decons-

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truccionismo gira siempre en torno al mismo pivote —la maldad intrínseca del capitalismo, especialmente en su último estadio—. Pero antes de cerrar el argumento hemos de seguirle en lo que parece ser la última vuelta provisional de la tuerca. El tortuoso viaje intelectual está a punto de concluir. Antes de ello, una vez más, MacCannell necesita recordarnos la diferencia entre modernidad y otras formas de estructuración social. Y lo hace con su ya conocida habilidad para la exageración. «Algo específicamente único en el mundo moderno es su capacidad para transformar una y otra vez las relaciones materiales en expresiones simbólicas, al tiempo que continúa diferenciando o multiplicando las estructuraciones» (MacCannell, 1999a: 145). Uno se pregunta si el homo sapiens y tal vez incluso alguno de sus antepasados tuvieron a faltar las destrezas simbólicas que les permitían distinguir lo crudo de lo cocido, y si nuestros queridos amigos primitivos no multiplicaban las estructuraciones (posiblemente, MacCannell designa con esta fórmula a la división social del trabajo, aunque eso no quede meridianamente claro en la cita). Pero pongamos entre paréntesis estos triviales excesos del procesador de textos y no nos dejemos ofuscar por su pretendida falta de seriedad; si MacCannell los incluye ahí es tan solo para hacer más plausible el argumento que les sigue, y es precisamente a este al que tenemos que atender. La duda preternatural sobre si la búsqueda de la autenticidad es de alguna manera plausible puede ahora embalarse hacia un final feliz. Impertérrito ante el fantasma goffmaniano del frente y la trasera y su profundo desfase, MacCannell se refugia ahora en el consuelo sospechoso que le ofrece la economía. «La línea divisoria entre la estructura genuina y la espuria es el terreno de lo comercial» (MacCannell, 1999a: 155). La industria casera académica que se ha nutrido de las nociones de lo auténtico y lo genuino ha leído este oráculo como un rechazo de la comercialización, la mercantilización y el consumismo en general. Aunque esas nociones suelen dejarse en el limbo, es a los sentidos 3 y 4 que Merriam Webster ofrece al término comercialización, a saber, «participar en, dirigir, practicar o hacer uso de bienes por motivos de provecho o beneficio se distinguen de la que difieren de la participación, práctica, o uso de ellos para fines espirituales o recreativos o para otra satisfacciones no pecuniarias», o «rebajar la calidad, hacer más convencionales y faltas de originalidad, o emplear mercancía con propósitos inferiores con el fin de asegurarse un provecho mayor o más cierto» (2002), a los que, al parecer, aquí se está refiriendo MacCannell. Sin embargo, después de lo que sabemos, esta noción aguada no puede ser la suya. Aunque a veces rebaja la mercancía, en general es un radical furibundo. Cuando dice que «en lo más profundo, el contacto final entre el turista y una verdadera atracción, como la Casa Blanca o el Gran Cañón, puede ser verdade-

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ramente puro» (1999a: 156-157) no se está traicionando a sí mismo. Esta cursi expresión neoplatónica va más allá del habitual desprecio por lo kitsch de los productos y servicios bastardizados que cuadra mejor a los Boorstins de este mundo. Lo que MacCannell propone es nada menos que todas las relaciones humanas dejen de regirse por el interés —una propuesta radical raramente tomada en serio por sus seguidores confesos—. MacCannell sabe que uno no puede dejar de pagar costes transaccionales cuando hace turismo. Los turistas tienen que pagar por sus viajes, su comida, su alojamiento, sus equipos y todos los demás gastos relacionados con esa actividad. A menudo, esos costes incluyen también las entradas de acceso a la atracción. Pero, para él, todo eso es irrelevante cuando se considera la fusión entre el visitante y lo visitado. «Esta es una muy fina distinción que puede parecer no muy importante desde el punto de vista del sentido común, pero como todas las distinciones de matiz resulta absolutamente necesaria» (1999a: 157). La vista de Seattle desde la Space Needle, como en el anuncio de Mastercard, no tiene precio. No se necesita ser el proverbial científico nuclear para caer en la cuenta de que esta fina diferencia no se tiene de pie. Si no fuera por el coste de las entradas que sufraga al menos una parte de su conservación, la Space Needle pronto se deterioraría. Incluso cuando no hay que pagar la entrada, como sucede en la Casa Blanca, el lugar se mantiene por el presupuesto público financiado por los contribuyentes americanos. De otra forma, la experiencia sin precio del visitante sería imposible. El argumento de que las experiencias no tienen precio o pueden vivir allende el intercambio económico no puede ser probado fácilmente. Pero MacCannell tiene en mente una alternativa al nexo monetario. Justo al final de su epílogo a la edición de 1999 de El turista evoca a su tío materno, Mr. Elwood Meskimen, propietario de un almacén de chatarra que operó durante toda su vida sobre la base del trueque, y a la fotógrafa Ann Chamberlain, que en lugar de hacer su propio reportaje de un barrio de Nueva York complementó su propia obra con fotos viejas provistas por los vecinos. Son gestos como estos los que MacCannell recomienda como expresión de un turismo, es decir, de unas relaciones sociales que actúan fuera del nexo monetario. «Hay millones de ejemplos similares para quien los quiera ver» (1999a: 202). Uno puede dudar de que así sea y querría que se suministrasen pruebas de esos millones; o de que el honorable Mr. Meskimen pudiese usar su chatarra como moneda de curso legal para las provisiones que necesitaba comprar en el supermercado de enfrente; o mostrarse escéptico de que la innovadora Ms. Chamberlain pudiese pagar su exposición fotográfica sin alguna ayuda. Dejemos por un minuto a MacCannell excusarse de estas minucias ónticas y seguir su lógica; dejémosle usar su varita mágica y, magia potagia, deshacer-

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se de una vez por todas del dinero. MacCannell, que es muy versado en sociología francesa, de seguro que leyó lo que Marcel Mauss tenía que decir sobre las donaciones. Mauss ciertamente no se sentiría muy satisfecho con la idea de que existe una economía natural en la que el intercambio no necesita gobernarse por la simetría entre los bienes y servicios intercambiados y donde estos se ofrecen sin contrapartida a sus miembros. Según Mauss, cuando los mercados no existían, los genéricos primitivos de MacCannell los organizaban aparentemente por medio de trueque y donaciones. Sus comunidades, habitualmente representadas por sus caciques, intercambiaban bienes y otros valores económicos, así como cortesías, diversiones, mujeres, niños, bailes y fiestas. Pero, dice Mauss, esto no es más que superficie del trueque, y concluye: Aunque las prestaciones y contraprestaciones se desarrollen bajo una apariencia de voluntariedad, son esencialmente obligatorias y están sancionadas por la guerra privada o abierta (Mauss, 1970: 4).

Con una forma de expresión más moderna: no hay invitaciones gratis. Con moneda o no, los múltiples intercambios que hacen posible la vida social se basan en la convicción de que la gente intercambia cosas de igual valor que se miden en dinero. Algunos bolcheviques pensaban, en plena Guerra Civil rusa (1917-1922), que los benditos tiempos en que el dinero como medida de valor iba a desaparecer habían llegado finalmente, pero pronto cayeron en la cuenta de que tenían que volver al antiguo orden monetario, ahora conocido como la Nueva Política Económica (NEP), si querían evitar el colapso de la revolución. La idea distópica de una sociedad en la que no solo el dinero, sino los intercambios de valor simétricos llegarían a ser innecesarios no es nueva en la filosofía social. Tomás Moro, por ejemplo, describe su posibilidad en la ciudad de Amaurote, la capital de la isla Utopía. Quienquiera que lo desee puede entrar en las casas pues no hay nada en ellas que sea privado o de uno solo de ellos. Y cada diez años se cambia de casa según una lotería. Sus habitantes se preocupan mucho del buen mantenimiento de sus jardines y huertas donde cultivan viñas, toda clase de frutas, hierbas y flores, tan placenteras, tan bien proporcionadas y bien cuidadas que nunca he visto nada tan provechoso, ni mejor cuidado en parte alguna. Su presteza y diligencia no son solo resultado del placer, sino también de una cierta competitividad templada por la colaboración entre calle y calle en lo que se refiere a la poda, cuidado y mantenimientos de sus jardines; cada cual contribuye su parte. Y en verdad no se encontrará fácilmente en la ciudad nada que sea más generoso o más provechoso para sus ciudadanos o más placentero (More, 2001: 48).

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Que algo así solo puede suceder en una sociedad preterhumana era una convención de la literatura utópica hasta el siglo XIX, pero eso iba a cambiar con la ola romántica (Berlin, 1997). En 1808, Fichte pronunciaba en un Berlín ocupado por los franceses sus Discursos a la nación alemana. En su proyecto previo a la fiebre nacionalista que pronto habría de inflamar a Alemania y a la Europa del Este (Berlin, 1990), Fichte llamada a los ciudadanos de la futura Alemania a esquivar cualquier trato comercial con las naciones extranjeras. Ojalá entendamos de una vez que todas esas trapaceras teorías sobre el comercio internacional y la producción para un mercado mundial, por más que convengan a los extranjeros y formen parte del arsenal con el que siempre han cargado contra nosotros, no tienen aplicación alguna para los alemanes; y que, junto a la unidad de los alemanes entre sí, su autonomía interior y su independencia comercial constituyen la segunda arma para su salvación, y con ella para la salvación de Europa (Fichte, 1922: 231-232).

Estas ideas no eran mucho más que una nueva versión del mercantilismo dieciochesco pero, aliadas con la idea de una identidad nacional, han asolado a muchos movimientos sociales en el ancho mundo. El comercio, las mercancías y el dinero forman así una red indefinida, pero no menos traidora, que puede atrapar a la auténtica esencia de un pueblo, de una nación o, en la versión de MacCannell, al hombre-moderno-en-general. Comparados con esta amenaza ontológica, los ataques siguientes de MacCannell a las grandes corporaciones como armas principales de la mistificación en las sociedades modernas suenan en falsete. A su entender, el cambio más importante que había afectado al turismo entre 1976, el año de la primera edición de El turista, y el epílogo que añadió en 1999 había sido la agresiva invasión del campo por grupos corporativos dedicados al entretenimiento. En lo que posteriormente se ha convertido en un cliché, MacCannell avisa de que las corporaciones comodifican, empaquetan y venden a los destinos de forma que el lazo entre el turista y la especificidad de los lugares visitados se pierde. Si esta deriva tiene éxito, podemos legítimamente preguntarnos si «no acabará por destruir las razones para viajar» (2001b: 380). La cuestión, empero, no parece tanto deberse a las fechorías de las corporaciones, sino a que, por mucho que lo intenten, nunca resolverán el enigma de que la economía de las atracciones depende en última instancia de una relación no económica. Por qué, pues, se siente uno con derecho a preguntar, las corporaciones y su definición del turismo, en la metáfora maccanelliana de la modernidad, han tenido tanto éxito que ni siquiera MacCannell lo pone en duda. Poco citada, su respuesta nos lleva al meollo de la relación entre las mercancías culturales y el

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sujeto que las consume. «Las atracciones que gozan de éxito comercial son aquellas moldeadas de acuerdo con la estructura del ego, las que establecen una relación narcisista entre el ego y la atracción» (2002: 147). El universo corporativo de Disney, por ejemplo, ha desarrollado parques temáticos de éxito y también comunidades residenciales como Celabration, en Florida, reflejando las propiedades de nuestros egos. Son propiedades bien definidas, organizadas, atractivas, limpias, bien hechas, autosatisfechas, y divertidas. Son todo lo que un ego maravillado de sí mismo puede pedir y el lugar perfecto para egos en vacaciones. Solo reflejan al ego aquello que le permite quedar satisfecho consigo mismo. Son un campo abierto para el narcisismo ilimitado (MacCannell, 2002: 149).

Los egos son el mejor campo abonado para que se perpetren todas las fechorías corporativas. El de los egos y las corporaciones es un matrimonio concebido por el cielo. ¿Qué es un ego? Deberíamos saberlo ya a estas alturas: nada más que un constructo que es a la vez la base pétrea de todo proyecto identitario. Su propuesta de identidad firme refleja los terrores que nos han asaltado desde la niñez. Ni siquiera el miedo a la oscuridad o a perdernos en el centro de un bosque puede compararse con el terror ilimitado a perder nuestra identidad. Esa es la razón por la que la gente se aferra a ella tan ansiosamente. Pero ese fundamento pétreo es bastante movedizo. En el pasado había un muro de fuego que lo rodeaba y mantenía bajo las normas férreas del superego. Al oponerse a la inestabilidad y a los excesos del ego, el superego aseguraba el mantenimiento del orden sociosimbólico. Sin embargo, desde hace ciento cincuenta años, esa estructura ha cambiado dramáticamente. El superego ha sido absorbido por el ego; el orden moral se ha disuelto en la voluntad o en las necesidades del ego. El consumo ha fagocitado a la moral en un mundo en el que las marcas han ahogado toda diferencia significativa. Pero no debemos perder la fe. Aún podemos permitirnos la audacia de esperar. La construcción corporativa de nuestros egos se enfrenta con un cierto número de barreras. Para empezar, nuestros egos tienen que habérselas todavía con problemas complejos como la sostenibilidad, el futuro, su reproducción y demás, que no son fácilmente reductibles a guiones prefabricados. Por otra parte, la insensata carrera de ratas del consumo ilimitado acaba por romper a menudo los presupuestos de los consumidores, creando el deseo de escapar de las estructuras corporativas. Finalmente, el ego se está pasando de moda. El deseo de conservar, de vivir simplemente, y otros similares van mermando de forma

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creciente al ego y sus exigencias. En conclusión, el ego es tan solo una de las posibilidades de organizar a las personalidades individuales (otras son el inconsciente, la neurosis, la psicosis, las perversiones y la ética del placer). No es en manera alguna un modelo definitivo. De nuevo, MacCannell no se resiste a exagerar tan pronto como encuentra una ocasión. La revolución, finalmente, hace acto de presencia como una exigencia de cambiar nuestras personalidades. El tipo humano que se presenta como un ideal por las corporaciones del siglo XXI en Occidente es duro, plano, adquisitivo, acrítico, hedonista, chauvinista, egoísta y mezquino. Es muy diferente del ideal asiático de un ejecutivo que también sabe contribuir a la filosofía clásica, a la poesía o a la pintura (2002: 151).

Si la búsqueda de la autenticidad ha visto frustrarse todos los esfuerzos humanos por resolver su enigma, ahora sabemos por qué —su causa es el nuevo rumbo tomado por Occidente hace ciento cincuenta años—. Se trata de una cronología, la de MacCannell, altamente adaptable. Como el texto citado data de 2002, habrá que buscar la causa del hundimiento del hombre-moderno-en-general hacia mediados del XIX para seguirle la pista. Aquí, pues, los egos malformados tienen su origen en la revolución industrial; en otros lugares, como cuando se ocupaba de las relaciones entre pornografía y los orígenes del lenguaje, se remontaban a unos treinta mil años o, como sucedía con la división del trabajo, a la revolución neolítica; más allá, al relacionar pensamiento humano y simbolismo, había que retroceder a los orígenes de la especie. En cualquier caso, las corporaciones que MacCannell proclama tan necesarias para el desarrollo de la economía capitalista actual no existían hace ciento cincuenta años, luego no pueden ser directamente responsables de los resultados que MacCannell tanto deplora. Pero, de hecho, no son tanto las corporaciones o las identidades corporativas la causa última de su agobio. MacCannell detesta cualquier tipo de modernidad occidental y le echa encima todo lo que cree que pueda ser adaptable. Incluso el probable retrato de Mao Zedong (el ejecutivo asiático modelo de más arriba) que hasta el propio Gran Timonel encontraría demasiado adulatorio. Llegamos así al final del argumento. La crítica teórica necesita de la revolución, es decir, de un cambio total en la forma en que se establecen las prioridades sociales y se construyen los egos. Esa es la historia que narra el turista, es decir, el hombre-moderno-en-general, a quien tenga paciencia para escucharle atentamente. MacCannell no descansará hasta que teoría y revolución acaben por firmar la paz. Solo cabe desearle buena suerte en esta misión tan improbable como extramundana que hoy solo comparte un puñado de envejecidos Soixante-Huitards.

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5. Teologías de la liberación

Sorpresas nos da la vida Una poderosa corriente en los estudios antropológicos y sociológicos en general, y por ende en la investigación turística, parte de la idea de que sus asuntos de interés pueden ser estudiados separadamente de su contexto económico. De hecho, tanto en la tradición funcionalista como en la fenomenológica hay escasas referencias a la economía y su importancia para la vida social. De esta forma, las modernas ciencias sociales viven de la ilusión de que la forma en que las sociedades sobreviven puede ser explicada satisfactoriamente a partir de procesos mentales o por la cultura que la gente comparte. Como cultura es una palabra con demasiados significados, algunas de esas tendencias ni siquiera se molestan en definir su contenido. Esta ruptura con la economía clásica (Adam Smith, David Ricardo, Davis Hume, John Stuart Mill) es una consecuencia del movimiento romántico. Desde su entrada en escena, la economía abandonó su aspiración de convertirse en una economía política, mientras que sociología y antropología se preocupaban por cosas como el poder, las mentalidades, la gramática general de la mente, la semiótica y cualquier otro asunto que aparentemente pudiera excluir una visión económica. Tal es la base de la crisis de las tijeras que asola a las ciencias sociales modernas, incluyendo la investigación turística. Sin embargo, las formas sociales, incluyendo la modernidad, que no es sino el más reciente desarrollo de la sociabilidad, y las relaciones interhumanas no sufren ese desgarro con mansedumbre. Se quiera o no, esas formas sociales constituyen un todo que, incluso cuando puede ser legítimamente estudiado desde distintos puntos de vista (las disciplinas), al final acaba por tener que someterse a la necesidad de un tratamiento holístico, aunque muchos investigadores crean que pueden sustraerse a él. Ya se ha visto que bajo la predicada bús-

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queda de la autenticidad de MacCannell lo que late es una exigencia de cambio completo en la forma en que la sociedad moderna produce y reproduce su existencia. Mientras que el dinero sea el nexo social fundamental, mientras que la gente se relacione básicamente mediante intercambios de mercancías, la autenticidad será una quimera. Los humanos no podrán ejercer su verdadera libertad y dar lo mejor de sí mismos a los demás a menos que sustituyan intercambios y comercio con un modelo relacional más completo. Es a este cambio a lo que él llama revolución y, sin duda, lo sería si alguna vez pudiera ser puesto en práctica. Para dar lo mejor de sí misma, la humanidad necesita abandonar el capitalismo. No solo el capitalismo. Con él deberían salir de escena la industria y la agricultura, ni más ni menos, pues a la postre todos ellos no son otra cosa que subproductos de la división del trabajo, que es la causa de todos los males. Dado su entusiasmo por una indefinida mente salvaje, uno debería concluir que MacCannell, como Sahlins, se propone reemplazar las revoluciones neolítica e industrial con el retorno a la Edad de Piedra. El de MacCannell, empero, no es más que uno de los dos grandes paradigmas culturalistas para explicar la modernidad y el turismo. A veces imbricado con él, a veces en clara oposición con MacCannell, hay un segundo grupo de teorías sobre el turismo al que tenemos que volver ahora nuestra atención y cuyo linaje directo se halla en la obra de Victor Turner. En el campo del turismo, la obra de Turner no es citada tan frecuentemente como la de MacCannell. Después de todo, la relación de Turner con el turismo es más periférica que la de este último. Sin embargo, a menudo sin que lo sepan quienes usan su paradigma, Turner ha inspirado buena parte de lo que llamaremos teologías de la liberación. Nuestro acento crítico se referirá ante todo a la primera parte de la expresión. Estas posiciones teóricas comparten con la sabiduría teológica la idea de que su objeto está más allá de las posibilidades de la mente humana. De esta suerte aparecen en su seno un montón de posibles interpretaciones del mismo, a menudo contradictorias; ofrecen soluciones ilusorias a la mayoría de los difíciles problemas con los que se enfrenta nuestro pensamiento; y, precisamente por ello, no pueden ser falsadas. Tampoco probadas. La teología es cosa de creencias —no de la discusión racional—. Las teologías laicas de la liberación son uno de los muchos brotes del pensamiento mágico que aún sobreviven. Esta corriente intelectual ocupa los límites opuestos al territorio de MacCannell al tratar de explicar las relaciones entre la extraña pareja formada por la modernidad y el turismo. Para MacCannell, la modernidad ha acarreado la muerte de nuestra verdadera personalidad a manos del ego moderno, reduciéndonos a ser consumidores insaciables e incapaces de crear auténticos lazos

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con los demás. La modernidad florece sobre la muerte de la libertad y la creatividad. Para la variopinta tribu de investigadores inspirados por Turner, la conclusión debe ser la opuesta. La modernidad y el turismo abren ventanas a la libertad individual y a la liberación o, al menos, para una mejor integración social. No es necesario esperar a que se produzca un cambio total del decorado que trajo la división del trabajo, el Neolítico y el capitalismo. Basta con aprender a utilizar razonablemente las ventajas de la modernidad. Ahora toca, pues, recuperar las ideas básicas de Turner para comprender las sorpresas que nos da la vida mejor que con la devoción maccannelliana por la autenticidad. En 1909, Arnold van Gennep publicó un libro hoy bien conocido sobre los ritos de paso (1961). Con ese trabajo, Gennep trataba de entender mejor una serie de rituales a los que se somete la vida de los individuos que forman parte de un grupo social específico. La vida en general no es más que una serie de transiciones, como el nacimiento, la pubertad, el matrimonio, la maternidad, las diferentes actividades ocupacionales y, finalmente, la muerte. Cuando se llega a uno de esos momentos, la gente los marca con una serie de ritos que señalan el acceso a un nuevo nivel. De esta forma, la vida humana se inscribe dentro del ciclo de la naturaleza, pues el universo está igualmente conformado por ciclos y repeticiones, etapas y transiciones, períodos de gran actividad y otros de relativa calma. Los ciclos naturales dejan a menudo su huella en las sociedades, por ejemplo cuando las sociedades siguen los ritmos de la luna o del sol en sus calendarios, creando así una especie de continuidad entre naturaleza y sociedad. Esta gradación de etapas puede encontrarse en la mayoría de las sociedades. Sin embargo, las transiciones y los ritos que las marcan aumentan en importancia a medida que bajamos en la escala de lo que Gennep llama el desarrollo de la civilización. Probablemente, eso se deba al predominio de lo religioso sobre la secularización en las sociedades más primitivas. En las comunidades más simples todo cambio genera acciones y reacciones entre lo sagrado y lo profano, pues ningún acto se encuentra libre de relaciones con lo sacral. Cada llegada a un nuevo estadio va unida a una serie de ceremonias que ayudan a las sociedades a situar a los individuos en un conjunto de posiciones específicas o roles. Todas esas ceremonias tienen una estructura similar aunque no coincidan en sus objetivos. Hay tres clases fundamentales de ritos de paso: separación, transición e incorporación. Los primeros marcan el tránsito de un individuo o de un grupo respecto de una previa subcategoría de su vida social como, por ejemplo, lo hacen los funerales, mientras que el matrimonio significa la incorporación a una nueva categoría. Los ritos de transición delinean el paso de un estatus espe-

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cífico, por ejemplo la niñez, a otro, por ejemplo la pubertad. En las diferentes sociedades todos esos ritos tienen diferente importancia y diferentes grados de elaboración. Gennep también clasifica los ritos según otras líneas binarias que resultan por completo arbitrarias para la razón moderna (por ejemplo, dinámico/animista, simpático/contagioso o positivo/negativo). El resto de su trabajo ofrece numerosos ejemplos tomados de la etnografía de su tiempo para ritos de transición espacial, gravidez y partos, de iniciación, funerarios y demás. No es este último elenco el que ha atraído la atención de tantos antropólogos a su obra. Lo que interesó a Turner y sus seguidores fue la simplificación por Gennep de múltiples rituales complejos y aparentemente desligados unos de otros. Gennep hace manejable su diversidad a través de su unificación en categorías que hacen más sencillo comprender la diversidad de las experiencias. Al principio de su clasificación, Gennep mantiene que un catálogo completo de los ritos de paso incluye teóricamente tres grandes tipos: ritos preliminales (o de separación), ritos liminales (o de transición) y ritos posliminales (o de incorporación). Es una observación al paso y no elaborada en el resto de su obra. Gennep prefiere mantenerse dentro de la trilogía de ritos de separación, transición e incorporación y solo en el último capítulo del libro menciona, igualmente de pasada, «la existencia de períodos transicionales que a veces adquieren una autonomía propia» (1961: 191). Es esta propiedad, sin embargo, la que los hace tan atractivos para la escuela liberacionista. Empecemos, pues, por donde su principal representante se encontró con ella. El trabajo de campo de Turner comenzó con un período de estancia entre los Ndembu, un grupo étnico que habitaba un área de África a caballo entre la Zambia moderna y la actual República Democrática del Congo. Desde el mismo principio de mi estancia entre los Ndembu fui invitado a presenciar frecuentes reiteraciones de los ritos de pubertad de las adolescentes (Nkang’a) y traté de describir lo que había visto de la forma más correcta posible. Pero una cosa es observar a otras gentes cuando actúan con gestos estilizados y cantan los aires crípticos del ritual y otra muy distinta alcanzar una comprensión adecuada de lo que esos movimientos y palabras significan para ellos (Turner, 1969: 7).

Si aprehendemos el significado que las diferentes ceremonias de transición tienen para sus practicantes y, adicionalmente, llegamos a la conclusión de que representan determinados rasgos permanentes que se hallan en todas las sociedades, probablemente nos resulte más sencillo entender la forma en la que las sociedades cristalizan o cambian. Esto no es sino otra forma de describir la inclinación de Turner por la posición emic en antropología.

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En The Ritual Process (1969), si no su obra principal (véanse igualmente 1973, 1974, 1978 y 1982), sí la más estructurada, Turner, una vez acabada su descripción de diversos rituales de los Ndembu, se vuelve hacia Gennep para recapitular sus propias conclusiones. Van Gennep mostró que todos los ritos de «transición» tienen tres fases: separación, marginamiento (o en latín limen, es decir, un umbral bien delineado) y agregación […] Durante el período «liminal» intermedio, las características del sujeto ritual (el «pasajero») son ambiguas; pasa a través de una zona cultural que tiene pocos o ninguno de los atributos de la etapa pasada o de la venidera (Turner, 1969: 94-95).

Tras la fase de reagregación o incorporación, el proceso de paso se ha completado. Sin embargo, esta no parece ser una versión cuidadosa del pensamiento de Gennep. Lo que a él le interesaba, como se ha dicho, era la descripción de las diferentes transformaciones o pasajes, sí, pero especialmente porque ayudaban a dejar atrás el estadio inicial y a alcanzar lo que Turner denomina estados sólidos, es decir, los estadios 1 y 3. Para Turner, por el contrario, los ritos de paso se definen tanto por los elementos fijos que se hallan al principio y al final como, sobre todo, por el estadio intermedio, que es flexible y abierto. Lo que en Gennep parecía ser nada más que la designación de un momento fugaz, es decir, la liminalidad, se convierte para Turner en el núcleo de todo el proceso. La liminalidad es el otro o, como gusta de llamarle, la antiestructura de las rigideces de la vida cotidiana. Los atributos de la liminalidad o de las personae liminales («la gente del umbral») son necesariamente ambiguos, pues esta condición al igual que la de las personas que la tienen elude a o se escapa por la red de clasificaciones que normalmente establecen las posiciones y los estados del espacio cultural. Los entes liminales no están ni aquí ni allí; están entre y de por medio de la posición asignada y establecida por la ley, la costumbre, las convenciones y el ceremonial (Turner, 1969: 95).

Son una tabla rasa, presta a acoger cualquier escritura o grabado. La liminalidad es potencial, movimiento, libertad. Y es este estado de desposesión el que, a su vez, hace que los neófitos sientan una profunda camaradería mutua. Como decía Schiller en su Oda a la alegría, la alegría (léase libertad o liminalidad) es el poder mágico que funda todo lo que la costumbre ha dividido, el espacio en el que todos los hombres se convierten en hermanos. Así brilla el poder especial de la liminalidad. Es un momento en que la riqueza y la pobreza, la cotidianeidad y lo sagrado se hacen uno y los sujetos dis-

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frutan de un vínculo especial que ignora los límites del estatus o de los roles y los funde en una unidad. La fusión de los muchos en uno acompaña a la liminalidad sin excepciones. De esta forma, cada grupo o cada comunidad o cada sociedad está hecho de unión y separación, de estados diversos y de la experiencia unificadora a la que Turner llama communitas. Es aquí, en la communitas, donde brilla el lazo genérico que hace de todos nosotros seres humanos de forma indistinta. Es el momento de la liberación respecto de la vida diaria y donde la libertad nos recompensa con el sentimiento profundo al que llamamos amor. Es también un momento de igualdad. Antes de ser instalado como tal, el supremo líder Ndembu tiene que pasar por una serie de ritos de humillación. Viste ropa de baja calidad; se aloja en una modesta choza lejos del pueblo; tiene que aceptar las salidas descorteses de sus futuros súbditos, que le cantan las cuarenta; tiene que hacer una serie de tareas humildes que no volverá a ejecutar una vez instalado. Por supuesto, acabado el rito, se le entroniza con toda clase de pompa. En otros ritos diferentes, los neófitos o novicios tienen que adoptar la misma posición sumisa hasta que pasan el umbral donde ya no son la imagen misma de la ausencia de rasgos positivos, sino sujetos de derechos. Este momento de la sumisión «implica que los de arriba no podrían estar ahí sin la existencia de los de abajo y que quien se halla arriba puede algún día estar abajo» (1969: 97). La communitas muestra nuestra común unidad y nos libra de la alienación y de los estadios rígidos que separan a los humanos. Dignifica nuestra verdadera esencia humana. Sigue una moraleja. La vida social no puede considerarse como un proceso disyuntivo (o esto o aquello) o de separación; por el contrario, expresa la dialéctica de lo sagrado y lo profano, de la homogeneidad y de la diferenciación, de communitas y estatus, de igualdad y desigualdad, de la cooperación y la competencia, diríamos con lenguaje más evolucionista. Todo paso de un estatus rígido a otro necesita de una etapa de carencia de estatus en la que los opuestos se reconcilian. «Toda experiencia de vida del individuo contiene momentos de estructura y de communitas, de estatus y de transiciones» (1969: 97). Para escapar de la trampa parmenídea de una estabilidad perdurable hay que entender que el cambio representa la verdadera urdimbre de la vida. Eso es lo que los hegelianos, primero, y, luego, los marxistas solían llamar dialéctica. Hoy, otra corriente intelectual emparentada con ellos habla de movilidades (Urry, 2000). Turner se extiende mucho y hasta se pone lírico al hablar de las diferencias entre esas fases de la vida social. En muchos episodios de liminalidad se atribuye una fuerza mística al sentimiento de comunidad humana y en muchas culturas se considera que este estadio transitorio está

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estrechamente relacionado con la creencia en el poder protector y punitivo de seres o poderes divinos o preterhumanos (1969: 105).

De esta forma, la liminalidad reconcilia la diversidad y las contradicciones de todos los aspectos de la vida social. Es el momento de la fusión entre seres cuyo único atributo es el de ser iguales. ¿Por qué adopta habitualmente la liminalidad en la mayoría de los grupos un aura sagrada mientras que, al tiempo, se la percibe como algo peligroso o perturbador? La respuesta no debería ser complicada. La communitas revela la fortaleza de los débiles; es la antiestructura que pone de manifiesto la fragilidad o la impermanencia de las estructuras que aparentan ser las más fuertes. Póngase por caso el poder de los bufones de las cortes, el de los mendigos sagrados, el de los tontos del pueblo. Todos ellos representan los límites de los poderes existentes y ejemplifican la communitas. Para Turner, hay muchos ejemplos de esos elementos antiestructurales en la historia. Uno especialmente poderoso lo apuntan los movimientos milenaristas que habitualmente niegan las diferencias y desigualdades, la propiedad privada, los límites sociales al amor sexual, mientras que demandan las virtudes opuestas de sus seguidores: ausencia de rangos, humildad general, altruismo, total obediencia a los líderes, amor libre. «La communitas o la “sociedad abierta” difiere de la estructura o de las “sociedades cerradas” en que potencial o idealmente puede extenderse hasta el límite de la humanidad» (1969: 112). Dejándose llevar del poderoso flujo de los setenta, los años en que estaba desarrollando su trabajo inicial, Turner encontraba un claro ejemplo de communitas en el movimiento hippie. Los hippies se interesan más por las relaciones que por las obligaciones sociales y entienden la sexualidad como un instrumento polimórfico de communitas inmediata más que como la base de una duradera estructura social (1969: 112-113).

El mecanismo básico del pensamiento de Turner no tiene muchos más elementos. El resto de su libro principal provee variaciones sobre el mismo tema. Pero poco a poco va dando otra vuelta de tuerca para llevarnos hacia una noción de communitas que choca con su punto de vista inicial. Tras sus trabajos entre diferentes tribus africanas, Turner no solo encuentra que todas ellas tienen ritos de paso muy similares, sino que da un paso más. No solo son las tribus que había estudiado, sino todo el mundo que se encuentra en situaciones liminales quien tiene rasgos similares en común: o bien se escurren entre los intersticios de la estructura social, o bien moran en sus márgenes, o bien ocupan los escalones más bajos. De esta forma, cuando Turner habló al principio de la commu-

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nitas lo hacía para subrayar que esta tenía por misión oscurecer algunos rasgos menores del estatus para poder subrayar la humanidad común de todos los miembros de una sociedad, al menos en algunos momentos de su historia. Hasta los poderosos tenían que ser humillados para probar su comunidad con el resto, como sucedía a los caciques Ndembu. Ahora esta condición ha desaparecido. La verdadera communitas es una llamada a la liberación de los débiles, los enfermos y los oprimidos. La communitas puede abarcar a todos los miembros de una sociedad, pero estos han hecho una elección definitiva. Y aquí recurre a Martin Buber. La comunidad, más que ningún otro instrumento de humanidad compartida que todos pueden experimentar, pasa a ser un lugar de encuentro espiritual y desestructurado para quienes han decidido dejar atrás los rigores de la estructura con sus categorías opuestas de Nosotros Contra Ellos para disfrutar los placeres del encuentro entre Yo y Tú. La communitas, con ese carácter desestructurado que representa el lado «rápido» de la interrelación humana, eso que Buber llamaba lo Zwischenmenschliche [lo interpersonal], podría ser representada por «el vacío en el centro», que es en cualquier caso indispensable para el funcionamiento de la estructura (1969: 127).

Y para que no cometamos equivocaciones, Turner nos recuerda que la communitas no es tan solo una pulsión biológica, sino el producto de cualidades específicamente humanas como la racionalidad, la voluntad y la memoria. Al mismo tiempo que apuesta a favor de ciertas cualidades humanas que todos encerramos, la communitas es en cierta medida una opción y, por tanto, una ocasión para la liberación. Pero Turner no es un radical. Después de haber abierto este camino se resiste a adentrarse en él. A la postre, estructura y communitas se necesitan una a la otra para que la sociedad pueda crecer de forma armoniosa. Exagérese lo estructural y estaremos a punto de caer en la inestabilidad; exagérese la communitas y abriremos la puerta al despotismo, a la hiperburocracia o la rigidez estructural. De esta manera, la mayoría de los movimientos milenaristas tratan de abolir la propiedad o de poseerlo todo en común. Habitualmente eso solo sucede por un corto tiempo —hasta que aparece la fecha prevista para la llegada del milenio o de los cargos ancestrales—. Cuando la profecía falla, propiedad y estructura vuelven por sus fueros y el movimiento se institucionaliza o, por el contrario, se desintegra y sus miembros se funden con el orden social del entorno (1969: 129).

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Desde los ritos de paso entendidos como momentos puntuales de la experiencia social hemos desembocado en una teoría del cambio social. Sociedades y comunidades se mueven según un ritmo binario de estructura y antiestructura. En cualquier punto del tiempo ambas aparecen como entidades diferentes compuestas por agregados diferentes de roles y estatus. Pero si las seguimos a lo largo de un período caeremos en la cuenta de que su estabilidad es solo relativa. Repentinamente, ambas comienzan a experimentar desequilibrios internos que les empujan en direcciones diversas y hasta opuestas a lo anterior. Las fuerzas de la antiestructura empiezan a hacerse notar. Una vez que ocurre un cierto número de cambios (cuyos límites pueden variar desde los pequeños y parciales hasta abarcar a todo el conjunto) o son impuestos por acciones conscientes, una nueva estructura aparece. Las fuerzas de la estabilidad se ven confrontadas por las del cambio; la estructura por un sentimiento de communitas que, luego de un tiempo, se solidificará en una nueva estructura. Y así sin fin, en ciclos, para siempre. Perpetuum mobile. Una movilidad que, empero, aparece como algo caprichoso. Turner ve que existen en la historia cambios profundos o antiestructuras en marcha, pero adopta una posición pasiva respecto de su movimiento. ¿Por qué los movimientos milenaristas muestran una inagotable incapacidad para abolir la propiedad privada o imponer el acceso sexual sin límites entre sus miembros? ¿Por qué repiten periódicamente esa danza ritual como las polillas atraídas por una llama? ¿Por qué la gente no aprende nunca de sus errores anteriores? De hecho, Turner carece de una explicación seria del cambio social. Aunque la oposición aquí es binaria (estructura/antiestructura), el mecanismo huele claramente al continuo weberiano de tradición/carisma/burocracia o, en términos más generales, statu quo/carisma/rutinización. La mediación de lo que Weber llamaba carisma y Turner llama communitas o liminalidad maquilla una mera enumeración de acontecimientos en busca de una explicación. Weber nunca explicó en qué consistía el famoso carisma. Para él, carisma es cualquier característica tenida por extraordinaria o una personalidad dotada de fuerzas sobrenaturales o sobrehumanas o, por lo menos, extracotidianas (Weber, 1971). El carismático dice «Se os ha dicho que hicierais X o Y, pero yo os digo que hagáis Q y R». Lo que realmente cuenta no es lo que hay que hacer y por qué, sino el hecho de que el mandato sea obedecido por fieles y devotos. ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué siguen a ese líder carismático y no a otro? La communitas turneriana se mantiene en la misma indefinición. Sabemos que florecerá donde haya gente mayormente aherrojada que se relaciona con otra igualmente vaciada de cualquier otra característica que no sea su común humanidad, como cuando Yo se cruza con Tú sin esperar ninguna otra cosa. El viento de la antiestruc-

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tura sopla donde quiere, cuando lo cree conveniente. Pero ¿podemos anticipar sus movimientos? Lamentablemente, solo lo sabremos post-facto. Inicialmente, la communitas representa un momento inspiracional sin formas definidas que permite a los participantes mirarse unos a otros sin filtros estructurales, para apoderarse del Otro esencial, de la misma manera en que Hans Castorp entendió en el Berghof, cuando su mirada cruzó por vez primera la de Clavdia Chauchat (Mann, 1996), que su Usted (un marcador de distancia social) se había desvanecido ante un Tú más cercano y real (proximidad simbólica). Turner llama a esta experiencia communitas existencial o espontánea y, como se ha dicho, con ella entramos en el primer estadio de los cambios sociales. Pero la brevedad es parte de la naturaleza de este flash que se impone a los protagonistas como un rayo caído del cielo. Si se propone ir más allá de lo interpersonal para convertirse en un agente de cambio necesita dotarse de formas menos transitorias y más estables. Una communitas duradera requiere una dimensión temporal y normativa para envolver a los participantes en un movimiento duradero y convertirse en una antiestructura real. De ahí que la communitas pueda tener un segundo aspecto, una estructura normativa donde bajo la influencia del tiempo, y la necesidad de movilizar y organizar los recursos y de control social sobre los miembros del grupo para alcanzar sus fines, la comunidad existencial pueda organizarse como un verdadero sistema (1969: 132).

Toda verdadera antiestructura tiene que imitar, de alguna manera, la estructura a la que está tratando de desplazar y se ve tentada de adoptar las mismas formas que mantienen estables a las estructuras. Como se ha hecho notar, a eso es a lo que Weber llamaba rutinización. Para llegar a ser una iglesia, el grupo apostólico en torno a Jesús y las nacientes comunidades cristianas (comunidades existenciales) tuvieron que esperar al talento organizativo y de mercadeo de Pablo de Tarso, que las transformó en comunidades normativas. Todo movimiento de transformación social reproduce en sí mismo la forma de toda estructura. Turner también habla de un tercer tipo de communitas, a la que llama «ideológica», pero esta adición solo tiene la misión ancilar de ser una etiqueta adosada a diferentes tipos de modelos utópicos de sociedades basadas en la comunidad existencial. La historia de la orden franciscana es un buen ejemplo del proceso. Francisco de Asís y su círculo inicial de seguidores representan el estadio fusional o liminal. Ellos celebraban la pobreza, es decir, la ausencia de sumisión a las cosas materiales que les permitía concentrarse en la verdadera naturaleza del alma humana —el anhelo de comunión con la naturaleza y con Dios—. Sin embar-

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go, a medida que la nueva orden crecía en número y en influencia, empezó a desarrollar un aparato técnico y burocrático de devotos y superiores y una estructura política que atraían dinero y poder. Francisco podía decir que los monjes no debían prestar más atención al dinero que al polvo del camino que levantaban sus sandalias, pero efectivamente los monasterios con su trabajo duro y bajo consumo no podían librarse de acumular capital, incluso sin contar las donaciones y las herencias que les dejaban sus fieles. De esta forma, al poco tiempo, la orden se dividiría entre los Espirituales, leales a la voluntad de pobreza del fundador, y los Conventuales, más abiertos a compromisos con las nuevas riquezas. Ambos se disputaban a Francisco y querían tenerlo de su lado, pues había sido él quien dijo que los monjes tenían derecho a usar de bienes materiales para sobrevivir. Para los Espirituales, el consumo tenía que restringirse al mínimo imprescindible; los Conventuales, por su parte, definían ese mínimo de forma más amplia. Algunos de los Espirituales murieron a causa de su duro ascetismo. Otros acusaban a los Conventuales de vivir constantemente en pecado mortal. El conflicto estaba llamado a estallar y así sucedió al cabo de un tiempo. Hay muchos ejemplos de la misma dinámica. Turner se refiere a los cultos Sayahiya de Krishna, que florecieron en la Bengala de los siglos XVI y XVII. Su rito central eran las relaciones sexuales entre seguidores masculinos y femeninos, que emulaban el amor entre Krishna y Rada. Tras un período inicial en el que los miembros del culto desarrollaron esas relaciones sexuales espontáneamente y se entregaron a prácticas de fusión, también apareció entre ellos la necesidad de imponer restricciones normativas para evitar sanciones sociales externas, con lo que el movimiento pronto se dividió entre facciones opuestas, cada una de las cuales desarrolló su propia estructura e impuso normas diferentes a sus seguidores. Ambas historias se enfrentan con el dilema eterno entre lo que Weber llamó ética de la convicción (Gesinnungsethik), que solo se guía por las propias convicciones, y la ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik), que responde a las presiones del medio (Weber, 1974). Para Turner, la lección está clara. Franciscanos y Sayahiyas parecen actuar sobre elementos diferentes de la conducta. «Los Franciscanos renunciaban a la propiedad, uno de los pilares de la estructura social; los Sayahiyas el matrimonio y la familia, otro de sus pilares» (1969: 164). Pero todos ellos seguían un mismo camino, desde la antiestructura y la communitas existencial hasta llegar a un estadio normativo de aceptación del mundo. «La communitas desestructurada puede unir y mantener unida a la gente tan solo momentáneamente» (1969: 153). El cambio social sostenible está en la misma relación con las leyes y las instituciones como lo están los labios y

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los dientes, diría uno en una muestra de sabiduría pseudoconfuciana. Más aún, se diría que aparece una nueva astucia de la razón —la liminalidad engendra communitas para poder saltar a un nuevo estadio de estructuración—. Turner insiste. La fusión del Yo y del Tú en un Nosotros esencial tiene que ser liminal, es decir, marginal, pues la duración en el tiempo implica institucionalización y repetición. De esta forma, toda antiestructura está llamada a recoger algunos de los caracteres de las estructuras que se propone subvertir. A diferencia de MacCannell, Turner carece de ilusiones sobre la posibilidad de recuperar la forma original de sociabilidad propia de la Edad de Oro. Todo futuro que emerge acaba por exigir normas. «La communitas espontánea no es más que una fase, un momento; no puede ser una condición permanente» (1969: 140). Al fulgor inicial le siguen normas y leyes que Turner no considera como una malvada apostasía, más bien como «muy apropiados medios culturales que preservan la dignidad y la libertad, amén de la supervivencia física, de cada hombre, mujer y niño» (1969: 140). La anarquía, ya futura, ya propia de un pasado idealizado, no es para los turnerianos de pro un marcador de la dignidad y la libertad humanas. Turner creía en los poderes civilizadores del contrato social más que en las pretendidas virtudes redentoras del estado de naturaleza. Turner tuvo un viaje iniciático largo y lleno de meandros. Su impulso inicial apuntaba a una gran ambición, la de revelar las leyes fundamentales del cambio social y la historia. La dinámica social seguía los contornos de estabilidad y cambio presentes en algunos momentos y en muchas sociedades. Tomando impulso en el estudio de Gennep sobre los ritos de paso, Turner concibió el mecanismo de cambio social como un continuo que comienza en un determinado nivel de estabilidad y seguido de otro lleno de incertidumbre o libertad al que llamaba liminalidad para acabar en la fase final con nuevo equilibrio de fuerzas. Cada una de esas fases, empero, tiene un peso distinto. El duende dentro de la máquina es la liminalidad, pues es la única instancia en la que el cambio puede manifestarse. Aporta su antiestructura a la rigidez de la vida social anterior y alimenta el fuego interno que acaba con toda resistencia a los cambios. Crea una profunda comunalidad entre sus partidarios, un torrente de communitas espontánea de los iguales. Esa communitas generalmente integra a los carentes de poder, a los marginados y a toda la demás gente de otros estratos sociales que deciden poner su suerte en sus manos. Pero la liminalidad y la comunidad no pueden ser permanentes. La communitas existencial de hermanos, hermanas y demás creyentes pronto genera una nueva estructura, luego seguida de otra liminalidad de la que brota otra una nueva estructura, otra liminalidad y otra vuelta de tuerca. Y así hasta el infinito.

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Este mecanismo teórico se proponía explicar el cambio y, más allá, las estructuras de la historia. Pero lo hacía al precio de homogeneizar todo en un pasodoble cuyas nuevas figuras obtendrían juventud perdurable por medio de continuos estadios de liminalidad. Todo eso suena un tanto confuso. ¿En qué consiste a la postre esa misteriosa liminalidad? Como no es un estadio, sino una fase; como no es descanso, sino movimiento; como ha comenzado ya pero no ha llegado a su fin; como no es de aquí ni de allí, sino que está entre medio y entre tanto, Turner no se preocupa de más. La liminalidad aparecerá doquiera que haya un espacio para el cambio, para la libertad. En sí, la liminalidad no tiene ella misma historia, con lo que podemos encontrarla allí donde nos plazca, en cualquiera de las sorpresas que nos da la vida. Los procesos sociales hacen mutis por el foro y la inicial promesa de una imponente sociología del cambio se convierte en una teología de la liberación que, como todas las teologías, prefiere la verdad revelada al uso de la razón. Turner, empero, parece ser consciente de la debilidad de esta explicación, de que es un trampantojo para aceptar que el cambio existe sin tener que explicarlo. Tal vez por eso, acaba por introducir una cláusula definitoria. Hay una diferencia entre la liminalidad que aparece en los ritos de desviación del estatus y en los de rechazo del mismo. En los primeros el novicio salta de una vez por todas desde una posición inferior a otra superior en el orden social. Son momentos definitivos para los que no hay vuelta atrás. El segundo tipo de liminalidad aparece más a menudo de forma cíclica en determinados momentos del calendario, en rituales que se celebran en momentos determinados del ciclo de las estaciones. Algunas categorías sociales de bajo estatus son autorizadas, incluso animadas, a ejercer autoridad ritual sobre los poderosos. Esos rituales suelen ir acompañados de cierta violencia, verbal y no verbal, para con los superiores que la aceptan con benevolencia. «Los fuertes se tornan débiles; los débiles actúan como si fueran fuertes» (1969: 168). Pero a Turner no se le escapa que estos rituales de desviación solo dan paso a una fantasía de superioridad estructural. Turner dispensa mucho menos entusiasmo a los rituales de rechazo que la mayoría de sus seguidores. Esos rituales y las licencias que los acompañan pronto se desvanecen, en tanto que las estructuras existentes perduran en el tiempo. El disfraz de los débiles como fuerza agresiva y el subsiguiente disfraz de los fuertes como humildad y pasividad son medios de limpiar a la sociedad de los «pecados» engendrados por su estructura […] Se amuebla así la escena para que se desarrolle una experiencia extática de communitas seguida de un sobrio retorno a una estructura que ha sido así purgada y renovada (1969: 188).

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Los ritos de desviación no son más que un fuego fatuo, no ocasiones para cambios reales (Caro Baroja, 1979a, 1979b). La liminalidad de la desviación de estatus puede ofrecer una oportunidad para escapar de la communitas de la necesidad (que es por supuesto inauténtica) hacia una pseudoestructura en la que cualquier extravagancia de conducta resulta posible. Pero […] lo que resulta es una especie de media social, una posición como la del punto muerto en una caja de cambios, desde donde se puede proceder en diversas direcciones y a diferentes velocidades en un nuevo movimiento (1969: 202).

Pero esto tampoco resulta completamente satisfactorio. Los ritos de desviación y de rechazo se han dado a lo largo de toda la historia. Algunos de ellos se convirtieron en movimientos comunales y engendraron nuevas estructuras ¿Por qué tuvieron éxito unos y fracasaron otros? ¿No hay rasgos que nos permitan entender su proceso de forma más satisfactoria? Aquí es donde Turner aparece con una nueva diferencia entre lo liminal y lo liminoide. Lo liminal caracteriza a las sociedades cíclicas y repetitivas que ignoran las ideas innovadoras y el cambio tecnológico. Estas dos últimas cosas solo pertenecen propiamente a la modernidad, que ha establecido una clara división entre trabajo y juego que llega hasta las áreas más remotas de la vida social. Las otras sociedades son el reino de la necesidad, la modernidad es la región del cambio. La linde histórica entre estas dos formas de experimentar la communitas o el momento de la antiestructura vino dada por la revolución industrial. Nuevamente, Turner da la impresión de que está cambiando su visión anterior. La falta de distinción entre sistemas y géneros simbólicos pertenecientes a culturas que se desarrollaron antes y después de la revolución industrial puede crear gran confusión tanto en el terreno teórico como en la metodología operacional (1982: 30).

Esta seria advertencia recuerda al lector que existe un abismo básico entre las formas que el trabajo, el juego y el ocio adoptan en cada una de esas formas sociales. Turner arrumba así su idea inicial del cambio como una infinita regresión de la misma fórmula y adopta una visión del mismo como desarrollo, ya lineal, ya en espiral. Pese a las muchas diferencias entre los miembros de esta clase, las sociedades preindustriales concebían el trabajo como los trabajos de los dioses, es decir, el trabajo es la forma en la que los humanos participan en un orden cósmico preordenado por instancias extrahumanas. Sean cuales fueren los detalles que aportan todas y cada una de ellas, lo que cuenta es el ajuste entre el trabajo del hombre y el de Dios, con lo que la relación sagrado/profano se convierte

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en la estructura simbólica básica. Los ritos enlazan a ambas áreas en formas armónicas o polémicas. Un ritual mal hecho puede servir de ocasión para que la divinidad muestre su enfado bajo la forma de una mala cosecha, una sequía o cualquier otro infortunio, mientras que las buenas cosechas muestran que los hombres están haciendo el trabajo que agrada a los dioses. Añádase a esto otro trazo importante: que el trabajo incluye a toda la comunidad. Todos sus miembros están atados a él y no pueden elegir abstenerse del binomio trabajo/ritual. Las sociedades industriales, por el contrario, funcionan con una lógica diferente. Sus dos extremos son el trabajo y el juego. Turner recuerda los muchos aspectos lúdicos del trabajo en las sociedades tradicionales, pero inmediatamente los cualifica. Lo que a los observadores externos puede parecer un juego es otra forma de seriedad. Los Ndembu del trabajo inicial de Turner mezclaban sus ritos para controlar el nacimiento de gemelos con una fuerte dosis de aparente lascivia y una sexualidad agresiva. Dar a luz gemelos suponía para ellos una rareza que ponía en peligro el orden cósmico y necesitaba de un poderoso exorcismo. Si naciesen muchos gemelos, eso podría representar un desequilibrio económico en una sociedad con escasos recursos, amén de confundir el respeto por la edad. ¿Cuál de los gemelos tenía derecho a la precedencia? El mucho humor y la inventiva que se incluían en el ritual servían para recordar a los Ndembu la seriedad de la ocasión. Bromear es divertido, pero es también una sanción social. Hasta las bromas tienen que respetar el «segmento áureo», lo que es una característica ética típica de «sociedades cíclicas y repetitivas» que aún desconocen el equilibrio entre ideas innovadoras y cambio tecnológico (1982: 32).

Eso está a una distancia sideral del flujo de las sociedades modernas donde el aspecto liminal de los ritos los torna en opuestos liminoides regulativos. En el orden industrial o capitalista la línea divisoria básica no corre entre el trabajo divino y el humano, sino que marca al trabajo como algo distinto del juego y del ocio. ¿Qué es el juego? Mientras que el trabajo delinea un campo de acción instrumental que une medios y fines por medio de un enlace formalmente racional, el juego apunta en la dirección opuesta, a un tipo ideal de acción separada de esta clase de racionalidad. El juego es una actividad subjetiva cuyos componentes no están sujetos a cálculo, es decir, a racionalidad formal. Mientras que esta última apunta a la esfera del beneficio económico o una orientación hacia el interés propio, el juego ignora esas dimensiones (Dumazedier, 1962; Dumazedier y Rippert, 1966). De esta forma, la diferencia entre trabajo y juego es una

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idea por completo moderna. No hay nada semejante a una clase entregada al ocio (Veblen, 2001) en las sociedades premodernas. Esto parece ir en contra de la experiencia histórica (Aranguren, 1961; Grazia, 1964), pero, en la estela de Dumazedier, Turner se aferra a la noción y eso no es un capricho banal. El ocio significa libertad en los dos sentidos que Isaiah Berlin daba al término. Es libertad de los ritmos de la factoría o la oficina, y es libertad para generar nuevos mundos simbólicos y para jugar a todas clases de entretenimiento. Esta estructura no existía antes de la llegada del capitalismo, pues solo en él puede florecer la solidaridad orgánica de Durkheim, es decir, una compleja división del trabajo. La sociedad moderna ofrece mucho más espacio para la discusión, la crítica y hasta el radicalismo del que jamás pudieron imaginar las sociedades tradicionales. Las fases liminales en las sociedades tribales invierten, pero no subvierten el statu quo, la forma estructural de la sociedad; el rechazo señala a los miembros de una comunidad que el caos es la alternativa al cosmos, así que más les vale estar con el cosmos, es decir, el orden tradicional de la cultura, aunque puedan ocasionalmente disfrutar del caos (1982: 41).

La modernidad no solo reconoce la diversidad y la libertad, sino que les impone un aura permanente y sagrado. Mientras que lo liminal dura un suspiro, lo liminoide es mucho más estable. Mientras que la liminalidad tradicional aparece como una llamarada que se extingue con rapidez, la libertad es parte integrante del orden de la modernidad. Poniendo un nuevo clavo en el ataúd de MacCannell, Turner concluía que las semillas de la transformación cultural, del descontento y de la crítica social implícitas en la liminalidad tradicional se han tornado en rasgos permanentes y estructurales de la modernidad. Esas cualidades liminoides no solo actúan a escala de la sociedad entera, sino que dan mucha más cancha a la creatividad individual de la que esta podía encontrar en las sociedades tradicionales. Lo liminoide echó raíces con la revolución industrial y maduró en el entorno contractual que engendró las sociedades liberal-democráticas de Europa y América en el siglo XX. Y Turner concluía: Para una mayoría de la gente lo liminoide resulta ser más libre que lo liminal, una cuestión de elección libre, no una obligación. Lo liminoide se asemeja más a una mercancía —de hecho, a menudo no es más que una mercancía que uno elige y paga— que lo liminal, que inspira lealtad y que está ligado a la calidad de miembro, o del deseo de serlo, en un grupo altamente corporativo (1982: 55; cursivas de Turner).

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Hemos entrado así en un territorio que no puede estar más lejos del de MacCannell. Turner era bien consciente de que al escribir estas reflexiones estaba iniciando un nuevo camino, pero la muerte le salió al encuentro antes de que pudiera adentrarse mucho en él. No se ocupó del turismo y los viajes en general, pero trató de ofrecer hipótesis que permitan comprender su relación con los trabajos de la modernidad. Cuando se trata de esta última, Turner parece haber promovido las conclusiones correctas, aunque no podamos estar seguros de que lo hiciera por las razones correctas. Incluso al final de su obra, Turner parece no poder escapar del ensalmo de que trabajo y ocio obedecen a pulsiones contradictorias y que solo el segundo es verdaderamente humano. De esta manera, Turner mantuvo el mismo abismo entre la vida ordinaria y la extraordinaria que ha sido la plaga de la sociología occidental por largo tiempo y cuyo rastro puede encontrarse en la obra de Max Weber.

La condición weberiana Aunque no le cite explícitamente, uno no puede dejar de oír ecos de Weber en la dicotomía de Turner entre el trabajo y el juego. El trabajo no es sino la puesta en práctica de la racionalidad formal, de la adecuación entre medios y fines con vistas al beneficio económico. Por otro lado, aunque Turner no define claramente lo que entiende por juego, sí apunta que está libre de semejantes limitaciones. Para entender las implicaciones del argumento tenemos que ir a las fuentes, que no son otras que las tesis tan alabadas sobre las raíces del capitalismo en algunas corrientes del protestantismo tal y como las expuso Max Weber. No solo esperaba Weber haber contribuido así a la mejor comprensión posible de la dinámica del capitalismo y su aparición; también creía haber demostrado que la cultura es el motor decisivo de la historia y del cambio. La tesis se ha convertido en parte de la sabiduría convencional y ha sido aceptada con reverencia desde que alcanzó su estadio canónico. En esencia, plantea que la teología calvinista fue la primera en perseguir el éxito económico por medio de una lógica instrumental o formal. Más tarde, este tipo de racionalidad instrumental cambiaría su piel teológica para convertir al mero cálculo racional en la finalidad decisiva del capitalismo maduro. La insistencia de Weber en las dimensiones ideales (el adjetivo es suyo; hoy diríamos culturales) del Big Bang que creó el mundo moderno implicaba una categórica apuesta contra la que en su tiempo se llamaba la teoría materialista de la historia. La tesis del protestantismo era una tesis de combate que, bajo la etiqueta antimaterialista, se

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pronunciaba no solo en contra del marxismo, sino de todas las explicaciones que tuvieran a la economía por el motor fundamental de la acción humana. Ese no fue, empero, el paso inicial de Weber. Al comienzo de su carrera, antes de la depresión nerviosa, entre 1898 y 1904, Weber se mantuvo más cerca del luego descartado materialismo. No es que fuera en modo alguno un positivista de pro incluso en esa época, pero a la sazón trataba de encontrar una vía media entre las concepciones de la historia de Roma defendidas, respectivamente, por Karl Bücher y Edouard Meyer, que encabezaban la historiografía economicista y la culturalista. En una lección pronunciada en 1896 en la Academische Gesellschaft (Sociedad Académica) de Friburgo, Weber expuso sus opiniones sobre la causa del declive romano. Por un lado, defendía la bien conocida tesis historicista de Meyer de que los períodos históricos son unidades complejas que no pueden ser comparadas fácilmente con otras. Cada una ha de ser estudiada a través de sus propios valores o, en jerga más moderna, con una visión emic. Sin embargo, Weber también sentía las razones de Bücher. La decadencia romana ha de ser estudiada a través de la evolución de las instituciones sociales básicas del imperio, especialmente la de la decadencia de la esclavitud como motor de la economía. El final del ciclo histórico que se conoce como Antigüedad Clásica vino marcada por la incapacidad de la esclavitud para proporcionar sus antiguos beneficios económicos en un entorno que había cambiado por completo. A lo largo del período clásico, la esclavitud había proporcionado mano de obra barata a los latifundios de la época, impidiendo un eventual desarrollo del comercio urbano como alternativa para la economía. Con el paso del tiempo, pues, la estabilización de las fronteras imperiales produjo un cuello de botella en la oferta. Los esclavos eran sobre todo prisioneros de guerra, así que el mercado de trabajo sufrió cuando las guerras llegaron a una relativa parálisis. Los esclavos dejaron de ser tan baratos como en los siglos anteriores y, a resultas de ello, conseguir hacer de la agricultura un buen negocio fue cada vez más difícil. Incluso cuando se convirtió a los esclavos en colonos libres, transfiriéndoles así el coste de su mantenimiento y reproducción, la situación no mejoró. Tan pronto como las fincas fueron divididas en unidades más pequeñas se hizo imposible producir para los mercados urbanos y la tenue red comercial que había sido posible en el tiempo pasado se desgarró y desapareció al poco. La antaño floreciente vida urbana se vino abajo y el ejército se convirtió en una fuerza mercenaria interesada sobre todo en labores de policía y en las intrigas políticas. Así lo resume Weber: La ruptura del imperio romano fue la inevitable consecuencia de un hecho económico fundamental: la desaparición del comercio y la expansión del trueque. En esencia, esa

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desintegración pareció ser la causa del colapso del sistema monetario y administrativo y de la superestructura política del imperio, que ya no se podían adaptar a la infraestructura de la economía natural (1973: 235).

A pesar del lenguaje, la explicación weberiana de este proceso histórico no traía consigo un equipaje marxista. De hecho, la explicación resulta estar muy próxima a la tendencia central de la economía política (Gibbon, 1909; Smith, 2002, 2007). Mientras que Marx insistía en la lucha de clases como primer motor, los economistas clásicos subrayaban que las sociedades básicamente evolucionan al elegir, a menudo sin conocerlas, entre las opciones económicas que se les presentan. Que esa elección vaya a ser la acertada no está escrito en parte alguna. Para 1904, la fecha en que publicó dos importantes ensayos sobre la ética protestante en el Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik (Archivo de Ciencias Sociales y Política Social), en cuyo consejo editor había entrado, Weber adoptaba una posición por completo diferente. Ido para el resto de sus días el coqueteo con las explicaciones economicistas. A lo largo de los siguientes dieciséis años solo iba a interesarle entender por qué solamente el puritanismo había conseguido abrir el camino a la racionalidad formal que tanto se había resistido a otras religiones mundiales (hinduismo, budismo y confucianismo). La explicación, como es bien sabido, discute algunas abstrusas nociones teológicas sobre el libre albedrío, la gracia y la predestinación. Los católicos romanos y los luteranos pensaban que la salvación de las almas vendría, respectivamente, por sus buenas obras o por la fortaleza de su fe, pero ambas cosas suponían una inconcebible limitación a la libertad divina tal y como la concebía Calvino. Tan solo Dios, con su propia e insondable lógica, podía conceder o negar el don de su gracia. Él había decidido desde toda la eternidad quién habría de salvarse y quién correría a su condenación. ¿Cómo se las habían los calvinistas con ese duro destino? Uno se imagina que habrían de caer en la más absoluta desesperación. ¿Para qué gastar tiempo y esfuerzos en tener una vida de decencia cuando eso de ninguna manera mejoraría sus oportunidades de salvación? ¿Cómo respetar a un Señor tan caprichoso? Ninguna teología puede celar un corazón tan frío y los puritanos trataron de encontrar alguna rendija en la puerta. El desconocimiento de su papel en el plan de su Dios podía ser el estado natural de los peregrinos, pero estos no podían quedarse ahí. Los fieles deberían olvidarse de esas estrecheces y obrar como si no existiesen. Las buenas obras pueden ser innecesarias para la salvación, pero ayudan a librarse de la angustia. Aunque ninguna criatura conocerá su destino hasta encontrarse con su creador, el éxito terrenal puede ofrecer un atisbo de

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luz. Cuanto más estrictas sus vidas, cuanto más cercanas a la ética de su fe, tantas más oportunidades de salvación se ofrecían a los calvinistas. El éxito en la propia vocación reconcilia a la predestinación con la necesidad puritana de una moral intramundana. Eso es lo que proporciona su fuerza al verdadero creyente —su disposición a colaborar en la economía de la salvación de forma ordenada y sistemática—. No son tanto las acciones las que cuentan, sino la forma en que se ejecutan. El orden, la regularidad, el sistema, tienen que tomar el lugar de la bondad. Así, la suprema norma de una aparentemente imposible moral calvinista viene a dar en el respeto a la ley y a los contratos y en una conducta ajustada a ellos. Su aceptación generalizada favorecería de forma inconsútil los tipos de conducta orientados metódicamente al beneficio, que son la piedra de toque del capitalismo para Weber. ¿Por qué esta conversión de la angustia en moral representó un punto tan importante en la historia? Porque se trataba de aumentar la productividad de la acción aunque no se la designase con ese nombre, en el doble sentido de aversión al exceso y de devoción por el trabajo metódico. Los excesos de los nuevos ricos están tan lejos de eso como del amor caballeresco por las dádivas o por el honor. Para Weber, la ética puritana se impuso por su metódica aplicación al trabajo, por su sentido de la proporción entre fines y medios, por su afición al ahorro. Para el justo, el rechazo de todo cuanto sea improductivo debe alcanzar a todas las relaciones sociales. No existe una jerarquía objetiva entre los distintos trabajos pues tienen todos ellos la misma dignidad. Lo que cuenta es realizarlos con eficacia, dejando de lado el esfuerzo excesivo y la falta de asiduidad. De esta manera, la distinción entre trabajos puros e impuros que impedía la actividad provechosa en las sociedades tradicionales queda desprovista de sentido. El ocio y el esparcimiento también tienen su lugar en la economía divina, pero deben ser rechazados si no contribuyen a la conducta ordenada. Las relaciones sexuales, por ejemplo, solo pueden aceptarse cuando tienen por finalidad la reproducción; todo lo demás genera perdición. Las acciones, pues, no cuentan; lo que cuenta es su forma. De esta manera, la convicción interior de la salvación propia se desliza sin esfuerzo hacia la mentalidad capitalista. La fuerza del puritanismo se derivó de esta fijación con el orden y el sistema. Los peregrinos ayudaron a destruir el orden tradicional que no respetaba la relación entre medios y fines. El puritano solo creía en los resultados, así que no tenía razones para respetar las soluciones de sus antepasados cuando estas interferían con la lógica racional. Tómese, por ejemplo, la historia de la usura. Durante siglos había habido gran resistencia a aceptar que el dinero pudiera parir dinero y la mayoría de las religiones lo consideraban como una transgre-

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sión moral. No así el puritanismo. Prestar dinero a interés perdió su infausto linaje y se convirtió en una profesión tan respetable como vestir la púrpura, tener una tienda o cultivar los campos. Así, el puritanismo se aprestaba a derruir todas las barreras a la racionalidad económica, condenando a todas las formas sociales previas que no la habían respetado. Nada personal, pero si por la causa de la productividad fuere menester acabar con las viejas tradiciones, que así sea. Como la mayoría de las grandes hipótesis, la tesis de la ética calvinista ha recibido numerosas críticas. Algunas la consideran demasiado simple al convertir a todas las sociedades precapitalistas en una nebulosa carente de límites claros. Sin duda, la racionalidad formal no desempeña el mismo papel en la Antigüedad Clásica, en la India o en China que en la Inglaterra victoriana, pero esa limitada presencia no significa que esas culturas fueran tan solo formas imperfectas de esta última. Semejante conclusión solo puede ser defendida al precio de convertir a la razón instrumental en la única y verdadera conquista de la humanidad, lo que parece dar demasiadas facilidades a la idea de la supremacía occidental. Por fundada que sea (Polanyi, 1957; Tönnies, 2001), esta objeción yerra su blanco, al limitarse a requerir una mejor comprensión de la evolución histórica, dejando de lado por qué la acumulación de capital hubiera de tener su cuna y su éxito inicial en Europa occidental, tras las guerras de religión de los siglos XVI-XVII, y no en otras geografías del ancho mundo. Otras críticas aceptan que la hipótesis del calvinismo es correcta y ha tenido amplias consecuencias culturales. Como se ha dicho, esa confesión reduce la razón al cálculo instrumental. Si tras de ello uno identifica esa lógica instrumental con el capitalismo o la modernidad, es sencillo concluir que no hay lugar en el mundo para cualquier otra opción que no pueda ser sometida a cálculo. El Logos de la modernidad es ajeno a la pasión, a la poesía, a la imaginación, a Eros —todas ellas pulsiones que integran la experiencia humana—. La modernidad libra así una batalla perdida porque siempre habrá una Hester Prynne dispuesta seguir a su corazón por sobre sus intereses, y hasta Arthur Dimmesdale, su cobarde amante, acabará por reconocer al fin que hallaba más satisfacción en el pecado que en la conformidad con la virtud. La lógica de la modernidad es una guerra despiadada en la que la racionalidad formal, como el dios azteca Huitzilopotchli, exige que sean sacrificados más y más prisioneros para que la comunidad siga su curso. Esta línea argumental tiene versiones radicales y versiones ligeras. El propio Weber miraba con recelo los pretendidos encantos de la modernidad. La sumisión a la racionalidad formal acabaría por confinarnos en la jaula de hierro de la uniformidad burocrática. Para Freud, los conflictos del individuo acaban siempre por imponerse al lado represivo de la civilización, aun a costa de sufrir

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una patología mental. Norbert Elias veía cada avance de la civilización moderna como una pérdida en la economía libidinal del yo. Otros, como Huizinga y Turner, hablaban de una fuerza centrífuga, ya sea el juego, ya la liminalidad, que compensa a los modernos de los pesados sacrificios que tienen que ofrecer en el altar de la racionalidad. En ambas versiones, la radical o la moderada, la dicotomía Logos/Eros parece incapaz de explicar por qué el proceso se manifestó en una determinada coyuntura histórica y solo en ella. La insistencia de Weber en el espíritu metódico del capitalismo moderno no resuelve el enigma de la acumulación. En la realidad, el capitalismo moderno ha conseguido escapar de la trampa maltusiana (Clark, 2007) y establecer una Gran Divergencia con las formas de economía que le han precedido. Así hizo posible un crecimiento económico que no tiene igual en otros tipos de sociedad y, pese a los teóricos del intercambio desigual, ha ampliado el bienestar económico mucho más allá del lugar de su cuna. Cuando Weber le da a la acumulación el puesto de segundo violín respecto de la racionalización ascética de la vida profesional, o cuando mantiene que el poder del calvinismo provenía de su modelo racional de conducta, no de su capacidad de reproducir en futuros ciclos de crecimiento la producción de bienes y servicios, Weber añade su voto al de quienes se proponen mantener intacto el misterio del capitalismo, con lo que cae en sus mismos errores. A la postre, el desarrollo económico no es más que el fruto del trabajo y el ahorro, es decir, es una racionalización formal del futuro. Ese es el fertilizante que, según Weber, propició el florecimiento del capitalismo. Es una inferencia sospechosa, y más aún si se la extiende a todo el pasado. La vida monástica en las tradiciones cristiana y budista defendía el ascetismo y el consumo frugal. Sin embargo, con el tiempo, los monasterios entraron en un ciclo infernal. Los monjes producían más de lo que consumían y sus riquezas aumentaban así; el voto de pobreza dejaba de practicarse; el exceso se convertía en norma. Los conventos florecían económicamente, pero esa pleamar no hacía subir a todos los barcos. La acumulación no se extendía más allá de sus muros, que se tornaban oasis de opulencia en un desierto de pobreza. Tras ello aparecían nuevos reformadores con sus propuestas de volver al pasado ascetismo; fundaban nuevas órdenes monásticas; y el ciclo volvía a empezar. El ascetismo era incapaz de generar la acumulación de capital a escala de toda la sociedad. El puritanismo aparentaba ofrecer una vía de escape a este séptimo círculo con su nueva forma de entender la riqueza. Lejos de ser el peor de los pecados, hacerse rico era algo glorioso, como diría Deng Xiao Ping siglos más tarde. Haciéndose ricos, los puritanos cumplían con los planes divinos, así que deberían

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estar satisfechos de serlo. Posiblemente, semejante percepción traía un poco de serenidad psicológica a los peregrinos que durante siglos habían oído que el camino del infierno estaba pavimentado con dinero. Pero la acumulación tiene poco que ver con la psicología individual. Lo que realmente cuenta es el fantasma dentro de la máquina que transformaba las riquezas ociosas de los conventos dentro de un tipo de economía que ofrecía grandes recompensas a la mayoría. ¿Era ese valor tan solo un estallido de ascetismo puritano? Lo más probable es que no. Al menos, así se ha apuntado antes y después de Weber. No hay motivos serios para mantener que el ahorro ascético abrirá un atajo a la acumulación. La tesis cae en lo que Keynes llamaba la paradoja del ahorro. Ahorrar beneficia a los individuos, pero daña a la sociedad. Pues aunque un aumento del ahorro individual parece incapaz de tener una influencia significativa en su propia renta, la influencia del nivel de su consumo sobre la renta de los demás hace imposible que todos los individuos puedan a la vez ahorrar sumas significativas. Cada nuevo intento de reducir el consumo afectará de tal manera a las rentas que acabará por derrotarse a sí mismo necesariamente (1936: 84).

Weber no tiene una respuesta suficiente a esta objeción y su ademán implicando que «está ahí» no puede considerarse que lo sea. Si se toma en serio, como indudablemente lo hacía Weber, la tesis del protestantismo debería desembocar más bien en el estancamiento que en la acumulación. Imaginemos una comunidad autosuficiente que cada año produce más que el anterior, aumentando así el bienestar de los comuneros. Imaginemos que, procedentes de otra galaxia, llegan allí unos cuantos hugonotes franceses huyendo de la revocación del edicto de Nantes y que estos puritanos acaban por convertir a la población original a sus creencias. La racionalidad instrumental y el ascetismo mundano se convierten en el nuevo credo y la gente local aumenta su productividad, por un lado, y reduce su consumo, por el otro. El resultado no tiene vuelta de hoja. Los productores permanecerán sin poder vender sus mercancías y los consumidores reducirán sus compras aún más. Orden y sistema regirán la vida económica, pero a costa de aumentar la pobreza. Ascetismo y acumulación no son buenos compañeros de cama. Mandeville había dado ya en este blanco con su Fábula de las abejas (1997). Allí cuenta la historia de una floreciente colmena bien dotada de abejas que vivían con lujo y sin estrecheces. Pero no era perfecta. En cada uno de los oficios había quien trampeaba y ninguna profesión permanecía sin mancha. Los abogados cargaban demasiado por sus escasos esfuerzos; los médicos preferían la fama y el dinero a la salud del paciente; había muchos ignorantes entre los

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letrados y los clérigos; algunos generales se dedicaban marcialmente a derrotar al enemigo, pero otros se quedaban en la corte y se dejaban sobornar para no luchar; los ministros eran corruptos, y los jueces dejaban que les untasen la pata. Pero el perverso vicio de la avaricia estaba sometido a la más noble virtud de la prodigalidad y el lujo empleaba a miles de pobres. De esta forma, el vicio agudizaba el ingenio, lo que, junto con el trabajo duro, hacían crecer el confort y los placeres de tal forma que los más pobres vivían como los ricos de antaño. Lamentablemente, las abejas ignoraban que la perfección no es cosa de este bajo mundo, así que criticaban los malos hábitos de los demás y denunciaban su deshonestidad y su codicia con tal pasión que un Júpiter irritado decidió librar a la revoltosa colmena del fraude y del vicio. Con ello, picapleitos y jueces se hicieron innecesarios porque nadie se entregaba al fraude; los doctores carecían de incentivo para buscar nuevos y mejores remedios, con lo que sus pacientes morían en mayor número; los burócratas arrepentidos se limitaban ahora a sus salarios y no tenían interés en aumentar su productividad. La colmena volvía así por sus antiguos fueros morales. Y con ello vino el desastre. El precio de la tierra y de las casas cayó; millones se quedaron sin trabajo; los fieles de la nueva moral se negaban a consumir; los restaurantes, los bares, las casas de modas y los lugares de ocio nocturno se quedaron sin clientes; como no había dinero, los bancos no encontraban a quién prestárselo y los aspirantes a empresarios no gozaban del crédito. La moraleja de Mandeville es bien sabida: Dejemos a un lado las quejas; solo los bobos se esfuerzan En hacer honrada a una gran colmena. Disfrutar de las cosas buenas del mundo, Y ser famoso en la guerra mientras se vive en abundancia, Sin grandes vicios, es una vana EUTOPIA asentada en el cerebro. Fraude, lujo y competencia tienen que pervivir Para que podamos recoger sus beneficios […] La mera virtud no puede garantizar a las naciones Una vida de esplendor y aquellos que quieran revivir La edad de oro, tienen que librarse Tanto de las bellotas como de la honestidad.

Mandeville estaba aún preso de una vieja tradición que había visto al lujo como la otra cara del fraude, así que no establecía rígidas distinciones entre ambos. Sin embargo, fue uno de los primeros pensadores en romper con la idea de que el lujo debería ser sospechoso (Berry, 1994). El lujo no solo no favorecía la

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ociosidad y el afeminamiento (un término común en los días de Mandeville para afear la debilidad de carácter, que era considerada impropia del hombre y, por tanto, algo pernicioso), sino que mostraba favorecer el empleo. Las ideas de Mandeville propiciaron un animado debate sobre el lujo en el XVIII. Adam Smith y David Hume le siguieron de cerca en lo que se refiere a los beneficios económicos que se derivan del lujo (la idea del consumo de masas, es decir, del lujo al alcance de la mayoría, aún no era conocida en su tiempo) y aun le mejoraron. Mientras que es difícil saber si en Mandeville el lujo puede ser patrimonio de alguien más que de las clases altas, Hume adoptó una posición más amplia y más radical. Hasta las clases bajas podían beneficiarse de su impulso al crecimiento económico (Shovlin, 2008). Smith se hacía lenguas de las inversiones productivas en educación y en tecnología como motores del desarrollo. Además, él, así como otros autores de su tiempo, alababan el consumo porque aumentaba el nivel cultural social en general, propiciando avances en las artes y el refinamiento de las costumbres. Así se abría paso una importante visión, a saber, que la diferencia entre bienes de consumo esenciales (lo que llamamos gastos básicos o de supervivencia) y bienes de «lujo» (en el sentido de renta disponible) no está esculpida en mármol. Smith y otros economistas ilustrados entendían que los lujos de una época no son más que el anuncio de lo que la siguiente considerará como imprescindibles o necesidades básicas (Perrotta, 2004). En la misma línea, Sombart estampaba una doble crítica al argumento de Weber. En primer lugar, apuntaba que la racionalidad instrumental no era un legado exclusivo del puritanismo. El ahorro sistemático y el ascetismo tienen una más rancia alcurnia en otros grupos religiosos. Si eso es todo lo que lo define, el capitalismo nació mucho antes de la reforma protestante. Ese espíritu burgués se desarrolló ampliamente en el judaísmo (2001) y algunos teólogos escolásticos lo defendieron abiertamente en la Baja Edad Media (1913). La cosa le resulta a Sombart tan obvia que acaba por ver capitalistas en los tiempos y lugares más sorprendentes, con la excepción de los que Weber había señalado. Esta es la parte más banal de su argumento. Definir al capitalismo exclusivamente en términos de la propensión al ahorro puede llevar a verlo en acto hasta entre los adictos al potchlatch. La segunda crítica tiene mejor fundamento. Aumentar el número de consumidores de los bienes y servicios que buscaban las abejas de Mandeville puede evitar un colapso del mercado. El consumo, no el ahorro, es el verdadero motor de las sociedades capitalistas (1987). Para sostenerse, la modernidad requiere aumentos del consumo. Lo que plantea la pregunta siguiente: ¿qué fue lo que lo hizo posible a finales del XVIII? Sombart apunta sobre todo al cambio de estatus de las mujeres occidentales (1967). En la Edad Media y en la Antigüedad

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Clásica, el foco natural del sexo reproductivo era el matrimonio y estaba sometido a muchas normas favorecedoras de los embarazos. Más allá de estos límites bien demarcados el sexo no tenía justificación. No era otra cosa que pecado y los justos deben abstenerse de pecar. Sin embargo, desde el Renacimiento, erotismo y pasión sexual encontraron espacios fuera del matrimonio y a menudo estuvieron en abierta contradicción con él. Matrimonio y amor poblaban mundos distintos que solían estar en contradicción mutua. Con anterioridad la gente se casaba urgida por el deseo sexual y por el cálculo económico. Los buenos esposos debían proscribir el amor y gozar de su amistad. Incluir amor era dar curso a un interruptor del matrimonio que, de alguna manera, profanaba sus fines. Por esa misma época, cortesanas y prostitutas empezaron a gozar de aceptación social, tanto en las cortes como en la sociedad en general. Muchos hombres vivían con sus amantes en vez de con sus esposas e incurrían en fuertes gastos para atraer y conservar su fervor. Esto derivaba en un aumento del patrimonio de los proveedores de esos servicios, que así se convirtieron en una clase de empresarios capitalistas. ¿Por qué este aumento del gasto suntuario no hizo buena la profecía del duque de Saint-Simon de que el gusto por la munificencia en todas las cosas iba a llevar a una «ruina general»? (1857: 143). La respuesta de Sombart es sencilla. Las muestras de lujo aristocrático proveían empleo para un número creciente de artesanos y artistas. Se creó así una naciente burguesía que, a su vez, empezó a disfrutar los placeres del consumo. El impulso inicial provino, pues, de grupos sociales que despreciaban el valor de la moneda y no sabían qué era eso del ahorro. Es el lujo lo que explica la aparición de la acumulación capitalista. Sombart creía haber encontrado la solución al enigma de la acumulación capitalista, aunque inmediatamente después perdió la pista. Permitía así al capitalismo cancelar sus deudas con la tecnología, la productividad, la competencia, las ventajas comparativas, la propiedad y el trabajo asalariado. Sombart considera al capitalismo como otro producto de la mente —el cerebro reptiliano en su caso—. Sin embargo, como el ahorro, el lujo existió en muchas otras culturas anteriores al Renacimiento europeo, pero, al igual que el ahorro, el lujo no engendró capitalismo hasta que se dio ese largo proceso al que Marx llamaba acumulación primitiva y que envolvió en un tortuoso y desgarrador itinerario a millones de personas, no solo a un relativamente reducido número de cortesanos con sus amantes. En 1906, Sombart se había preguntado por qué no había socialismo en Estados Unidos. En ese tiempo era un simpatizante del socialismo y le resultaba difícil entender por qué, frente a las expectativas de Marx, el socialismo prácticamente era inexistente en la más avanzada de las sociedades capitalistas.

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Si hay un lugar en alguna parte de Estados Unidos donde la búsqueda incansable del beneficio, el disfrute completo del impulso comercial y la pasión por los negocios sean más respetados hay que buscarlo en el obrero que quiere ganar tanto como sus fuerzas se lo permitan y estar libre de trabas tanto como sea posible (1976: 20),

decía, con un quiebro que seguía dejando el asunto en las nubes. ¿Por qué reaccionaban los obreros americanos de esta forma inesperada? En 1908, dos años después del librito de Sombart, Henry Ford comenzó a fabricar su coche modelo T. Posiblemente, Ford nunca leyó a Weber, aunque Weber podría haberlo usado como ejemplo de empresario capitalista. Como muchos de sus contemporáneos, Ford pensaba que solo el trabajo daba sentido a la vida; odiaba el tabaco; «la idea misma del ocio por sí mismo o, aún peor, la de una cultura del ocio le resultaba anatema» (Halberstam, 1986:60); era muy frugal y posiblemente había comenzado ahorrando mucho; incluso llegó a decir que la verdadera causa de la Gran Guerra era el alcohol —bebedores de cerveza alemanes enfrentados a amantes del vino franceses—. Hasta el final de sus días, Ford iba a tener otras salidas ridículas, pero en general sus ideas eran también bastante sobrias. Se le suele recordar por la creación de la cadena de producción y la adopción de los estudios T/M (tiempo y movimiento) de Frederick Taylor, que hicieron posible aumentar la productividad de sus fábricas y, con el tiempo, rebajar el precio de venta de sus coches. Habitualmente se define al fordismo por su impulso a la producción masiva y altos rendimientos basados en la maximización de beneficios, la estandarización de la producción y la reducción al mínimo de los costes, pero esto es solo la mitad de la historia. Tal vez porque no era calvinista (de hecho era episcopaliano), Ford entendió pronto que los justos no pueden vivir sin los pecadores o, con la jerga económica, que la producción masiva necesita de un número creciente de consumidores. ¿Dónde encontrarlos? En 1914 dobló los salarios de sus trabajadores a cinco dólares diarios y pronto ellos se convirtieron en sus mejores consumidores. El consumo de masas había empezado así una carrera prodigiosa que iba a llevarlo a los más recónditos lugares del planeta e iba a adoptarse en todas las actividades productivas. El moderno turismo sería impensable sin él. Provisionalmente o para siempre —la discusión sigue abierta, aunque ha perdido mucho de su vigor—, el socialismo de Sombart tendría que esperar hasta nueva fecha. Ahora podemos recapitular. Aunque probablemente Turner ignoraba su impacto, inspiró una idea de modernidad llamada a influir considerablemente en la investigación turística. En el fondo, la cultura moderna permite a los humanos librarse de la rutina de una vida cotidiana dominada por el trabajo y reforzar los elementos positivos del ocio y el juego. Turner creó así una disyuntiva

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de esto/aquello que priva al trabajo de cualquier papel significativo en la construcción de una sociedad humana digna de ese nombre. Esta noción tenía su origen en la visión de Weber sobre las relaciones entre modernidad (usualmente denominada por él como capitalismo) y la ética protestante. La primera florece con el ascetismo intramundano de la segunda. Al subrayar la necesidad del trabajo sistemático y del ahorro orientado al beneficio (junto con otras innovaciones como la contabilidad por partida doble), la mentalidad protestante hizo posible el capitalismo. Al tiempo, ese proceso desató una orientación mucho menos deseable hacia la rutinización y las soluciones burocráticas que, a la postre, acabarán por recluir a los humanos en una jaula de hierro. En la investigación turística, MacCannell utilizó esta última idea para transmitir su convicción de que solo el abandono de la lógica del beneficio puede permitir a los turistas y al hombre-moderno-en-general crear un entorno verdaderamente humano. A diferencia de él, Turner y sus seguidores sostienen, con diferentes grados de convicción, que existen ya oportunidades de liberación provistas por todos o algunos de los aspectos de la estructuración moderna. Pero eso tiene su precio: ignorar la complejidad de los mercados o, con jerga más solemne, de la modernidad. Ellos aún consideran el trabajo desde la maldición bíblica que abre nuestras vidas a un duro destino. Eso es lo opuesto del ocio o del juego, esas dimensiones extraordinarias de la vida. Los valores hedonistas solo pueden disfrutarse en ausencia del trabajo. Sea un rápido interludio, sea algo más estable, el placer excluye por definición al trabajo. Eso no es lo que los economistas clásicos pensaban. El trabajo productivo es el motor inicial o la necesaria vía de escape de la trampa maltusiana, pero no habría llevado a los humanos a ninguna parte de no haber aumentado su consumo. Trabajo y consumo pueden vivir vidas separadas, pero no irán muy lejos el uno sin el otro. Tal es la pieza fundamental del fordismo y la clave de su éxito. Sin pecadores, el justo no ganaría dinero y su ahorro solo ahondaría el agujero de la pobreza común; sin el justo y su duro trabajo, los pecadores no tendrían la oportunidad de consumir más. La oferta crea la demanda, que, a su vez, requiere más y mejor oferta. Para comprender la acumulación, ya primitiva, ya madura, hay que aferrarse a los dos extremos de esa cadena. No es fácil seguir esta lógica capitalista porque resulta contraintuitiva. Por un lado, puede pensarse, el trabajo y el ahorro deberían excluir el consumo; por el otro, el consumo hace aparecer como innecesarios e insensatos el trabajo y el ahorro. Sin embargo, la historia de la modernidad enseña que, para tener éxito, esos opuestos se necesitan en un proceso de reequilibrio muto que puede fácilmente descarrilar. Demasiado ahorro puede llevar a sobreproducción, demasiada demanda puede desencadenar inflación y crisis financieras. Sea como fuere,

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empero, la modernidad, que no puede mantenerse sino sobre este equilibrio inestable, ha sabido combinar hasta ahora esas fuerzas opuestas y ha aprendido a controlarlas mejor incluso ante la presencia de fuertes crisis. ¿Podrá la modernidad tener siempre éxito? Esa es una cuestión espinosa. Es posible que un día el equilibrio se pierda por completo. También, que la modernidad pueda encontrar nuevas formas para rejuvenecerse. Por el momento, esto último parece lo más plausible. Así que concentrémonos en lo que su sostenibilidad puede representar para entender el moderno turismo de masas.

Teologías de la liberación, Acto primero: El rizo de Jafari El de Turner no es un paradigma, sino una matriz. Un paradigma combina un conjunto de hipótesis y teorías en una explicación general de una cuestión o un campo de investigación. El objeto de análisis debe amoldarse a las pautas de conducta que se prevean y solo, dice Kuhn, cuando los científicos encuentran que no opera de acuerdo con él empezarán a buscar explicaciones alternativas y mejores formas de comprenderlo. Una matriz es algo más flexible. Es un conjunto de hipótesis que se refieren a un área de conocimientos, aunque no necesariamente puedan explicar todos ellos ni sean consistentes al cien por cien. Una matriz ofrece un cobijo más amplio y flexible en donde pueden encontrar inspiración y abrigo muy diferentes estilos de pensamiento. En breve, Turner trató de proveer una herramienta (inválida) para explicar el cambio social o la historia. Su fulcro era la idea de liminalidad, ese momento en que los humanos deciden usar de su libertad para construir nuevas estructuras o cambiar sus formas de vida anteriores. La liminalidad fecunda a la acción con su libertad. Es una fuerza excepcional, y también ocasional, que permite a determinados grupos unidos por un lazo comunal librarse de sus cadenas. En tiempos premodernos aparecía bajo dos formas. La primera eran los rituales de desviación, tras los cuales el nuevo orden o estatus se convertía en perdurable. La segunda eran los rituales de rechazo, que se limitaban a una agitación fugaz de la estructura del poder, en el bien entendido común a ambas partes de que el viejo orden de cosas habría de volver a ser el normal una vez que su breve puesta en cuestión agotase su tiempo. Esta distribución antañona cambió con la llegada de la sociedad industrial, el capitalismo y la modernidad. Lejos de un destello momentáneo de la libertad, lo liminal se institucionalizaría de forma duradera o, en las palabras de Turner, se vería aceptado y organizado en su liminoidez. La posibilidad de discrepar, de criticar y de proponer cursos alternativos de acción, es decir, de ejer-

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cer la libertad, se convirtió en un rasgo definitorio de la modernidad y halló muchos medios de expresión (partidos políticos, medios de comunicación, encuestas de opinión, etc.). Eso marcó la gran división con la coercitividad de la vida social en las sociedades premodernas, aunque no curó por completo la herida en el costado de la vida social —la diferencia entre algunas áreas de la vida (por ejemplo, el trabajo) que pueden ser consideradas como ordinarias en su cotidianeidad y otras menos significativas (como el ocio y el juego) que pueden ser tenidas por extraordinarias y liberadoras, que subyacen a la modernidad—. Cómo se conceptualizan esos dos ámbitos de acción ha creado grandes diferencias entre las tribus turnerianas, como se pondrá de manifiesto. Pero antes de continuar conviene hablar algo sobre si la postulada distancia entre trabajo y ocio, vida ordinaria y extraordinaria, sujeción y libertad tiene algún soporte fáctico. ¿Qué sucede en el mundo real? Solo una dosis excesiva de imaginación puede llevarnos a pensar que el trabajo absorbe la mayoría de la vida cotidiana de la gente y que el ocio vuelve del revés la situación en los tiempos de vacaciones. Un estudio del ocio llevado a cabo por la OCDE (2009) entre sus miembros sugiere una historia más complicada. El estudio define el máximo tiempo de ocio como aquel que no se dedica a realizar trabajo pagado. Aunque esta definición tiene obvias limitaciones (el trabajo no pagado y el tiempo de desplazamiento al trabajo no reciben tratamiento especial y son considerados como integrantes del tiempo de ocio), el estudio permite hacer comparaciones sobre las horas efectivas de trabajo para un gran número de países OCDE y largos períodos de tiempo. Tomando 2006 como año base, la media de horas de trabajo anual en veinticinco de sus países miembros era de 1595, mientras que las horas residuales de ocio eran 7165. A lo largo del año, el tiempo de trabajo pagado representa, pues, un 18,2 por ciento del tiempo total y el de ocio el 81,8 por ciento (recordemos, una vez más, que el trabajo no pagado y el tiempo de desplazamiento se contabilizan como ocio, contribuyendo así a inflar esta categoría). Adicionalmente, algunos países claves de la OCDE muestran un pronunciado declive en el número de horas trabajadas desde 1970. Japón las recortó en trescientas, Noruega en cuatrocientas, Francia en más de cuatrocientas cincuenta. Estados Unidos, el país que muestra menor reducción en el tiempo, limó cien horas entre 1970 y 2006. Esto debería hacer pensar a quienes ven el trabajo como la ocupación dominante del tiempo bajo la modernidad, al menos en los países desarrollados de la OCDE. Este descenso significativo, aun cuando pueda estar magnificado por las cifras de desempleo en Europa, va en contra de la tendencia al supuesto dominio del trabajo en el orden social moderno. Pero, aunque se acepte su relativo debilitamiento, uno podría recordar la importancia

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del trabajo en los períodos no vacacionales. ¿Es esta una observación válida? Para seguir la cuestión conviene recurrir a los estudios sobre presupuestos de tiempo. En la segunda parte del trabajo, la OCDE ofrece datos comparables para dieciocho de sus miembros. Un día medio en esos países OCDE puede distribuirse en cinco categorías: ocio, cuidado personal, trabajo pagado, trabajo no pagado y un resto no especificado. Entre ellas, los «cuidados personales» (que incluyen el sueño, el tiempo dedicado a las comidas o a beber, y los servicios médicos y personales) se llevan la parte del león, con un 45,3 por ciento del día de los ciudadanos de esos países OCDE. El «ocio» incluye el tiempo dedicado a los hobbies, juegos, televisión, uso de ordenadores, jardinería recreativa, deportes, visitas a amigos o familiares, participación en eventos y demás, y llega al 21,6 por ciento de media. El «trabajo pagado» cuenta los trabajos a tiempo completo y parcial, los tiempos muertos en el lugar de trabajo, el tiempo de desplazamiento, el empleado en buscar empleo, el tiempo en la escuela, el tiempo de desplazamiento a la escuela y el empleado en tiempo pagado en el hogar. Esta categoría sube al 16,5 por ciento del día. El trabajo «no pagado» (tareas domésticas, como cocinar, limpiar, cuidar de los niños y otros miembros de la familia o ajenos a ella, trabajo voluntario, compras y demás) llega al 15,3 por ciento. El restante 1,4 por ciento se emplea en tareas «no especificadas». La media del día OCDE se distribuye, más o menos, en diez horas y cincuenta minutos para el cuidado personal; cinco horas y diez minutos para el ocio; cuatro horas para el trabajo pagado; y tres horas y cuarenta minutos para el no pagado, con un resto de veinte minutos sin especificar. Recordemos que esta distribución considera el uso del tiempo por toda la población mayor de quince años, incluyendo a quienes no tienen ninguna clase de trabajo pagado, por ejemplo muchas amas de casa y jubilados. Sin duda, también la distribución real del tiempo varía considerablemente entre los diferentes grupos sociales. Las horas de trabajo subirían para la población ocupada, masculina o femenina. Habitualmente, la mayoría del trabajo no pagado lo hacen las mujeres casadas. La diferencia entre un día de trabajo y otro de vacaciones no haría cambiar drásticamente estos datos para el total de la población, aunque los empleados notarían cambios en sus actividades diarias. El resto distribuiría su tiempo más o menos de la misma manera. De esta suerte, en los países OCDE la supuesta estructura del tiempo propuesta por los turnerianos no se tiene en pie. El trabajo no domina las vidas de la mayoría aun en tiempo de mucho empleo y su duración ha disminuido en los últimos 35 años en muchos Estados miembros de la OCDE. A falta de datos sobre otros países se hace difícil componer un argumento serio en uno u otro sentido, aunque uno podría seguir su intuición de que el

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trabajo representa una carga mayor en los países emergentes. Pero eso no invalida el argumento escéptico. La hipótesis turneriana se basa en la separación entre trabajo y ocio, pero no parece cobrar fuerza precisamente en los países en los que el tiempo libre y el juego ocupan gran parte del día. En cualquier caso, la muy manida oposición entre trabajo y ocio como un componente estructural de la modernidad se difumina ante la conducta real de las poblaciones examinadas. La necesidad de sostener la división turneriana entre la parte ordinaria o alienada de la vida humana y esos recesos extraordinarios donde la libertad puede aparecer inesperadamente no tiene una agonía rápida. Cohen ha alabado la importancia de la visión de MacCannell sobre el turismo, pero pronto cualifica su posición con un giro turneriano. La posición de MacCannell necesariamente excluye explicar un aspecto esencial de la conducta en las situaciones turísticas: la suspensión de las obligaciones ordinarias, la libertad de que disfrutan los turistas, y su licencia para entregarse a conductas «no serias», permisivas y juguetonas […] Semejante conducta atestigua la «soltura» de las situaciones turísticas, bien capturada en los conceptos de liminalidad y, particularmente, de liminoidez de Turner (Cohen, 2004b: 125).

Cohen no debería sorprenderse. Como se ha explicado en el capítulo 4, este es precisamente el punto de ruptura de MacCannell con el turismo y con sus más serios y profundos investigadores. No puede haber «soltura» o libertad en arreglos sociales sustancialmente coercitivos o no libres, como la interacción social basada en el dinero y la división del trabajo. En este punto, MacCannell no ceja bajo ninguna circunstancia. En su estentóreo desacuerdo con Urry, recordado en el capítulo 4, desarrolla su argumento en detalle. Los turnerianos —y en este asunto Cohen parece seguir la línea del partido— ven al turismo como un tipo especial de conducta social que es suelta, inhabitual, fuente de libertad, cosas todas ellas necesarias para entender su sustancia. La conexión entre turismo y libertad es un requisito de la doctrina turneriana, pero eso la pone en las antípodas de MacCannell. Los seguidores de Turner, sin embargo, no concuerdan por completo en su naturaleza. Siguiendo la matriz que él dejó en herencia, uno puede contemplar el turismo desde, al menos, cuatro perspectivas diferentes. Las hemos llamado teologías de la liberación no porque tengan algún lazo específico con la corriente teológica que ve la vocación del cristiano como una llamada a participar en la liberación de las gentes de la injusticia y a tomar partido por la lucha de clases (Boff, 1997; Küng, 2008). La razón para el rótulo estriba en que tanto los

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auténticos teólogos de la liberación como el grupo de autores que vamos a evaluar creen tener derecho a aprehender como indiscutibles algunas esencias o conceptos que, por su propia definición, están más allá de los límites de la mente humana. La primera corriente adopta una posición cuasi-funcionalista. Lo extraordinario del turismo es su capacidad para hacer que la gente revierta a su vida ordinaria con renovada energía. Esto es, Liberación, Acto Primero y Liberación, Acto Segundo adoptan una idea más optimista de que el turismo es una de las grandes oportunidades para que sus practicantes se adueñen de su libertad y acaben por «liberarse» a sí mismos. El Acto Tercero corre a cargo de una corriente ecléctica que no quiere estar ni aquí ni allá y ve la separación entre trabajo y ocio al tiempo como un rasgo básico de una realidad ambivalente y como una oportunidad de superar esa ambivalencia. La liberación debe evitar nadar en aguas que superan sus habilidades natatorias, pero siempre será mejor algo de liberación que la no liberación. Finalmente, Liberación, Acto Cuarto es una especia de teología negativa al estilo de la del pseudo-Dionisio Areopagita. Tiene una visión más agnóstica sobre las posibilidades taumatúrgicas del turismo, pero no puede desprenderse de la esperanza de que la posición de Turner permita entender mejor las formas en las que la gente reacciona contra las estrecheces de la modernidad. La vida extraordinaria, empero, seguirá siendo una exclusiva de la gente extraordinaria. Pese a los diferentes colores con que pintan a la liberación, todas esas corrientes parecen igualmente incapaces de ofrecer una teoría sostenible sobre el moderno turismo de masas. La Liberación, Acto Primero puede encontrar su mejor expresión en un trabajo, ya antiguo pero en absoluto obsoleto, de Jafari (1987). De hecho, buena parte de la literatura especializada durante el siguiente cuarto de siglo se apoyó en su solidez berroqueña. Las ambiciones de Jafari en este artículo eran tan altas como para pensar que podía entender los aspectos fundamentales de la conducta turística y, además, ofrecer un marco teórico general para el estudio sociocultural de todo el sistema turístico. Hay una fuerte convicción por parte de Jafari de que el turismo saca a sus practicantes de su entorno ordinario y los devuelve a él en un movimiento que podría definirse como una espiral o, en sus palabras, un rizo. Veámoslo. Según Jafari, rizar el rizo es una afortunada descripción de la conducta de los turistas en el tiempo de sus vacaciones. Inicialmente dan un salto que les saca de la vida ordinaria, que es el terreno del que se nutre la necesidad de abandonarlo temporalmente. Sea cual sea la razón para ello, el turista decide volar más allá. Su impulso ascendente trae una suerte de emancipación de las rigideces de la vida cotidiana. Una vez que han alcanzado su altura de cru-

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cero, los turistas adoptan un nuevo papel que se desarrolla en «un claramente no-ordinario tiempo-espacio exterior». Esta etapa viene sucedida por el «inevitable» retorno desde esa posición «temporal» a la realidad «constante» del lugar de partida. El final llega con la vuelta a casa y la necesidad de ponerse al cabo de las novedades que puedan haber ocurrido desde el comienzo del rizo. En esta metáfora aeronáutica, los turistas experimentan una serie de cambios desde el momento en que se incorporan al espacio-tiempo no ordinario en donde se encuentra la médula de su vacación. De esta forma, para Jafari, el turismo cobra una cierta dimensión sagrada, pues sacralidad y religión coinciden en venir definidas por su extraordinariedad (1987: passim). Tras el despegue y alcanzada la altura de crucero, el turista entra en una fase emancipatoria. No solo se distancia de su lugar de residencia habitual, sino también, y esto es mucho más importante, de su entorno sociocultural. El novicio es reconocido como tal por los demás una vez que entra en ese espacio extraordinario. Una vez allí, el turista flota en la nueva cultura en la que puede definir y redefinir sus reglas, sus roles y sus expectativas. El nuevo espacio turístico es un espacio antiestructural. A medida que progresa en él, el turista se siente capaz de definir su nueva identidad que le abre la entrada a la cultura turística. En este nuevo medio, no solo puede desembarazarse de su propia cultura, sino también prestar poca atención a las normas de conducta de su destino. La nueva cultura se torna en una especie de Mundo Bizarro (como los tebeos de Supermán llamaban a la inversión de la identidad de su protagonista) en el que el turista no está propiamente ni aquí ni allí, sino en medio y al bies, como solía decir Turner. Así se siente como suspendido en el aire o en la cresta de una gran ola. Este espacio de fantasía al que Jafari llama etapa de animación de la experiencia turística es la tinta con la que está escrito el guión del turismo y trazado su magnetismo. Mientras se encuentra en este trance turístico, el turista entra en el cielo «prometido» por la Biblia pese a hallarse aún en la tierra, y aunque a menudo se sienta verdaderamente fuera del mundo (1987: 153).

Por desgracia, el tiempo pasa y la realidad llama de nuevo a la puerta con testaruda pertinacia. Nuestro turista tiene que regresar a casa y el escenario cambia radicalmente. Todo lo que sube, baja. Y empieza a sentir la nostalgia de la guarida. El turista comprende que tiene que volver y someterse de nuevo a las viejas normas. Su antiguo yo resucita y sale de su provisional tumba, mientras que su cultura de origen agita las cadenas que le impondrá de nuevo y él se apresta a aceptarlas con mansedumbre. Otra vez se encuentra en su domicilio.

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Tiempo de leer los diarios ya envejecidos, de abrir la correspondencia que se apila en el buzón, de volver a encender el ordenador, de pagar las cuentas que se habían olvidado antes de la partida a pesar de haber planeado su viaje tan bien. Pues, mientras estuvo fuera, el reloj local siguió marcando las horas y el resto de la gente no esperó a su vuelta para tomar decisiones que posiblemente iban a afectarle. Llega la hora de incorporarse a la vida cotidiana. Así funciona el rizo turístico. ¿Por qué se meten en él los turistas? ¿Qué es lo que les hace partir? ¿Cuál es la relación entre su conducta y el sistema social en el que se desenvuelven? La respuesta es muy funcional. Las lindes ordinarias de ese sistema son incapaces de acomodar «la disolución de algunos lazos endógenos»; por consiguiente, sus componentes necesitan reequilibrar el orden de sus necesidades. Pese a que su supuesta función es servir a la gente que vive dentro de él, el sistema los sobrecarga de forma que acaben trabajando para él y eso drena el físico y la mente de sus integrantes. Para poder seguir trabajando necesitan lubricar sus propios egos y reducir la sequedad de sus vidas. Necesitan un chute de droga o de extraordinariedad para poder seguir funcionando adecuadamente. Para algunos de sus miembros, el tratamiento de extraordinariedad se orienta a la recreación de un físico exhausto. […] Para otros, lo que hay que tratar es la propia anomia: convertirse en reyes o reinas por un día, en alguien importante o en un don nadie, según lo que requiera el sentirse de nuevo entero y verdadero. […] Cuando el proceso termina, esos trabajadores re-creados están «dispuestos» para volver al lugar que ocupaban en el antiguo sistema (1987: 157).

De esta manera, el turismo se presenta como la condición funcional para el mantenimiento no ya de los individuos, sino del sistema. Pero ¿qué sucede en el destino turístico? Tampoco puede mantener la integridad de su propia cultura «local», pues está sometido a la dinámica provocada por nuevos factores, la cultura «turística» que los turistas crean para sí mismos y la cultura «residual» que traen de casa. Se forma así un conglomerado nada fácil de manejar y la cultura del destino puede encontrarse con serias dificultades para habérselas con la nueva situación. En cualquier caso, la experiencia turística no permite ya que la cultura de origen y la de destino se ignoren mutuamente y las transforma, quiéranlo o no, con una nueva relación desigual. Al enviar a sus miembros lejos de su cultura de origen, el sistema espera que la fuerza de trabajo así re-creada sea capaz de emplear sus nuevas energías en mantenerlo gracias a la ayuda que reciben de sus anfitriones. En consecuencia, los mercados generadores están en deuda con

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sus destinos y, en el marco de un intercambio justo, deberían pagar su deuda con ellos. Esto plantea para las sociedades que los generan la necesidad de una cooperación sistémica, de un intercambio financiero más allá de los gastos de los turistas, y para los operadores turísticos la necesidad de realizar mayores inversiones en los destinos (1987: 158).

Partiendo de las díadas ordinario/extraordinario, sagrado/profano, trabajo/ ocio, sujeción/libertad y demás hemos transitado así del individuo al sistema en el que vive y a la arquitectura intersistémica. El rizo del universo turístico se completa con la vuelta a casa de los individuos, aunque estos pueden elegir entre volver o no. Las reflexiones finales sobre las incidencias del comercio internacional no tienen mucho que ver con el modelo básico. Son nada más que una coda práctica que no le añade sino buenas intenciones. La necesidad de turismo, pues, remite al descanso y a la re-creación de los individuos y ambos se convierten en una necesidad para estos por las exigencias que les impone el sistema en el que viven. Lo que significa eso del «sistema» no queda muy claro, empero. Uno de sus significados puede referirse a la interacción entre genotipo y fenotipo. Ningún animal, incluyendo a la gente culta, puede permanecer indefinidamente sin entregarse al descanso. La naturaleza o, con otras palabras, nuestras limitaciones genéticas imponen un alto tras un período de gasto energético. Pero en el modelo de Jafari el sistema parece ir más allá de la biología, pues es el trabajo, una actividad social, lo que hace que algunas partes de su «generador» empiecen a tener rendimientos decrecientes. Uno, pues, entiende que el «sistema» es esa estructura básica de las relaciones sociales a la que llamamos modernidad o capitalismo, y que ese «sistema» de alguna forma no solo impone la necesidad de descansar, sino que también proporciona a sus miembros los medios para hacerlo (habitualmente en la forma de vacaciones pagadas). ¿Qué hay de extraordinario en ello? ¿Cómo hablar de extraordinariedad? Empecemos por la segunda cuestión, los elementos lúdicos o liberadores que el turista combina en la cultura turística durante la llamada etapa de animación. El turista puede ahora actuar de acuerdo con cualquier papel que haya elegido, desde los juegos infantiles y las bromas a los que se entregan las gentes de mediana edad que participan en un congreso que se desarrolla en un hotel, hasta la llamativa camisa hawaiana que se endosa un muy conservador presidente de banco o la participación en diversas formas de esparcimiento turístico (por ejemplo, la abuela y el nieto que se su-

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ben en las mismas montañas rusas en Orlando), hasta los «muertos de hambre» que se hacen pasar por personajes ricos o «adinerados»; o los encuentros sexuales de hombres felizmente casados con mujeres que se los proponen o las turistas que buscan su «experiencia negra». Todos ellos saben que se están desviando de los límites de su culturan de origen: «¿imaginas que nos vieran en Don Benito?» o «me tendrían por un paria si hiciese esto en Donostia» (1987: 153).

¿Se ha convertido así la «cultura turística» en lo que Turner llamaba un rito de desviación que marca un punto de no retorno en la trayectoria de un individuo o en la de su sociedad de origen? Sería difícil sostenerlo. Algunos turistas pueden entregarse a lo que se ha llamado turismo extremo o de zonas de combate, donde las normas habituales de seguridad y prácticamente todas las demás se ponen cabeza abajo. Viajan a lugares donde se producen revueltas o guerras para ser testigos de lo que pasa y, a veces, para participar en los acontecimientos. Muchos de ellos no alcanzarán su destino porque se han convertido en lugares demasiado peligrosos; otros que lo consiguen participan en las turbulencias. Pero su número es tan limitado que difícilmente pueden ser considerados un parangón de la «cultura turística». En cualquier caso, en muchas de esas experiencias, por ejemplo la de John Reed durante la revolución rusa de 1917, no es el gusto por el turismo lo que les lleva a esos destinos convulsos y a abandonar la vida ordinaria de sus sociedades de origen, sino todo lo contrario. Viajan a sus metas de revolución porque previamente se han desencantado o se sienten ambivalentes para con sus sociedades de origen. En estos casos, el paradigma funcional no se aplica. Cuando inesperadamente se encuentran en medio de una situación de serio conflicto o ante desastres naturales imprevistos, la mayoría de los turistas busca la forma más rápida de salir de sus destinos. Así sucedió en Kenia en 2007-2008 y en Tailandia en 2009-2010, cuando las tensiones políticas en ambos países llevaron a la mayoría de los turistas a tratar de regresar a sus casas. Para sus destinos, esa cultura turística de la seguridad resultó ser muy inconveniente. Especialmente en el caso de Tailandia (abril-junio 2009), cuando los turistas se vieron ante la imposibilidad de hacerlo porque el aeropuerto internacional de Bangkok estuvo cerrado por largos días tras una serie de manifestaciones que, junto con la crisis económica internacional, contribuyeron a un fuerte descenso de su industria turística en ese año. Los turistas suelen preferir sus normas suavemente mezcladas, no agitadas. No son Bond, James Bond. ¿Cuáles son esas normas que prefieren ver suavemente mezcladas mientras se hallan de vacaciones? ¿Buscan los turistas una ruptura completa con las normas de sus culturas de origen o con las de sus destinos? Hay una abundan-

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te literatura sobre los excesos que la gente acomete en sus vacaciones. Algunos turistas gastan más de lo que pueden; siguen horarios erráticos; comen y beben más de la cuenta; y tienden a enredarse con facilidad en relaciones sexuales ocasionales. Pero se hace difícil generalizar que esos excesos representan una subversión en sus conductas. En muchos casos, no son más que la expresión de subculturas juveniles que se dan tanto en vacaciones como en la llamada vida ordinaria. Algunos fans de equipos de fútbol beben brutalmente, se entregan a conductas mal vistas, chocan con la policía, se atacan entre sí, exhiben símbolos chauvinistas o profieren gritos nacionalistas en los partidos internacionales; pero actúan de la misma manera en que lo hacen en casa cuando se enfrentan dos equipos locales. No necesitan viajar para buscar bronca. Algunos jóvenes pueden escandalizar a algunas personas en sus destinos (ya sea en Ibiza, en Creta, en Goa o en Fort Lauderdale) con exhibiciones públicas de desnudez o de relaciones sexuales, ebriedad, uso de drogas, malas maneras; pero ninguna de esas cosas es desconocida en algunas áreas de sus propias comunidades residenciales en tiempo «ordinario». A menudo con los mismos protagonistas. ¿Suponen esas conductas desviaciones de los códigos sociales básicos? Turner veía las cosas mejor. Todo eso no son más que ritos de rechazo. Como el Carnaval de Río, como las Saturnalia romanas, como el festival hindú de Holi y otros muchos similares en diferentes culturas, todos ellos proveen ocasiones para algunos cambios temporales de algunas conductas permitiendo actividades hedonísticas de sexo, comida y bebida, faltas de respeto a las autoridades, cánticos y posturas obscenas y poco más. Normas básicas consideradas mucho más importantes como el respeto por la vida, la propiedad, los contratos y el tráfico ordenado se mantienen sin que se consientan transgresiones. Uno puede discutir sobre su significado hasta el día del juicio, pero no es sencillo mantener que esas ocasiones representan una ruptura y, mucho menos, una suspensión de la vida ordinaria. Por el contrario, actividades semejantes no suelen aparecer en los destinos frecuentados por familias. Allí, padres e hijos siguen rutinas similares a las que mantienen en casa durante los fines de semana. Sin duda, hay más tiempo para el ocio que en los tiempos de trabajo, pero esos turistas respetan las leyes y las costumbres de sus destinos, domésticos o internacionales, como lo hacen en casa. Sería difícil mantener que comer de más o tener más tiempo para hacer el amor o vestir una llamativa camisa hawaiana crean anomia; aumentan la ambivalencia para con la sociedad de origen; o, menos aún, abren las puertas a una vida de delincuencia. No son más que expansiones que hacen que los ciudadanos de esas sociedades las consideren como razones para estar contentos con su vida «ordinaria». No son sino una parte de esta última. Y, además, esos excesos

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son escasamente diferentes de los que se permiten en su sociedad de origen. Los fines de semana, especialmente cuando hay un puente, u ocasiones especiales, como Thanksgiving en Estados Unidos, o Navidades o Semana Santa en países cristianos, o el Festival de Primavera (Año Nuevo) en China, o Tet en Vietnam, suelen ir acompañados de excesos y gastos suntuarios parecidos. Llama la atención que haya tantos antropólogos que no perciban cómo trabajo y ocio no están tan lejos el uno del otro en la vida cotidiana de las sociedades modernas. Claro que, de hacerlo así, se verían obligados a reconsiderar sus fantasías y a dejar de considerar a la jornada de trabajo como algo semejante a una colonia penal. Incluso en los peores momentos de la acumulación primitiva de capital (como se deja ver en el Germinal de Zola), incluso bajo la disciplina fordista de la cadena de montaje, trabajo y ocio, ascetismo y exceso, sujeción y libertad son momentos de los ritmos de la vida cotidiana para la mayor parte de la gente. No pueden ser arbitrariamente separados unos de los otros sin explicar cómo y por qué los rigores del lugar de trabajo no causan explosiones del «sistema», sino que lo hacen prosperar y ganar en respeto. Y cómo y por qué sus integrantes solo pueden disfrutar de una combinación diferente de trabajo y ocio (las vacaciones) allí donde «el sistema» les ofrece mayor renta disponible, vacaciones pagadas y buenas ofertas de viaje. En suma, ni la libertad puede pervivir separada de las obligaciones, personales y sociales, ni podrían ser las vacaciones algo que millones de personas pueden disfrutar sin el éxito económico de los mercados, el capitalismo y la modernidad.

Teologías de la liberación, Acto segundo: El puente hacia ninguna parte Algunos visionarios de ojos llenos de estrellas piensan que los excesos en comer, beber, comprar y hacer el amor, especialmente estos últimos, tienen el potencial de liberar a los individuos de sus cadenas y/o hacer estallar el orden social. Lo que nos lleva al Acto Segundo de la Liberación. Lejos del tono funcionalista y pesimista que subyace al rizo de Jafari, el turismo (así lo piensan estos videntes) puede convertirse en un instrumento activo para la emancipación social y, sobre todo, para la personal. Esta perspectiva la ha defendido Ryan con una dosis especial de desenfado y, al parecer, con considerable éxito. Por esa razón vamos a dedicarle mayor atención que a las de otros cientos de «teólogos» de la liberación. Para Ryan, el turismo no solo ofrece oportunidades para reversiones marginales, sino que tiene potencial para cambiar las vidas. Más aún, puede inclu-

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so revolucionar a las sociedades. Tomando el nombre de la protagonista de una obra teatral de Willy Russel, Ryan se refiere a esto como el síndrome de Shirley Valentine. En la obra, la protagonista —una mujer de clase media baja obviamente cansada de sus tareas domésticas repetitivas y de un matrimonio ya ajado por el aburrimiento— acepta la invitación de una amiga para pasar unas vacaciones en Grecia, se encuentra consigo misma tras un romance con uno de los locales y se decide a quedarse en el destino de una vez por todas y empezar así una nueva vida. Cosas semejantes no solo ocurren en el teatro. Ryan construye su hipótesis con casos reales similares de los que dice haber sido testigo. Más de un operador turístico local empezó así: con turistas enamorados de su destino geográfico, de sus habitantes, de uno o una de ellos, o de todas esas cosas a la vez y que se decidieron a cambiar sus vidas como consecuencia. Ryan recuerda cómo mientras hacía trabajo de campo para una investigación se encontró con uno de esos episodios apasionantes. Una mujer a la que estaba entrevistando le reveló que ella también había contraído el síndrome de Shirley Valentine. «Se había ido de vacaciones a Mallorca hacía diez años, había vuelto a casa en Inglaterra, había dejado a su marido y se había ido nuevamente a la isla para organizar su nueva vida» (2002: 2). Uno tiene derecho a preguntarse a renglón seguido qué tienen las vacaciones para desencadenar tamaños cambios. Incluso aunque no podamos pensar que Shirley Valentine pueda convertirse en la norma para todos los turistas, advierte Ryan, la puesta entre paréntesis de la vida ordinaria tiene gran potencial para cambiar los estilos de vida de la gente. Se trata de los poderes liminoides del turismo, que, en autocita de un trabajo que había desarrollado con Hall (Ryan y Hall, 2001), Ryan mantiene que permean a todas las actividades turísticas. ¿Por qué es liminoide el turismo? Porque: (1) es individual y contractual; (2) sucede allende el flujo ordinario de procesos naturales y sociales; (3) coexiste con y depende de procesos sociales totales y representa su subjetividad y su negatividad; (4) es profano y consiste en una reversión de papeles, una antítesis de lo colectivo, al tiempo que posee sus representaciones colectivas propias; (5) es idiosincrático, no convencional y lúdico; y (6) sus símbolos dejan de ser eufuncionales [positivamente funcionales es lo que parece querer decir con este pleonasmo (JA)] y se convierten así en un instrumento de crítica social que denuncia las injusticias, la ineficacia y las inmoralidades de las estructuras económicas y políticas prevalentes. Si, pese a esa larga serie de cualidades, el lector aún cree no haber entendido el significado de lo liminoide no debe autoflagelarse. Cómo pueden sus autores mezclar todos esos atributos en un solo

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párrafo sin contradecirse es un misterio. La música suena turneriana, pero la letra es un galimatías total. (1) y (3) son mutuamente excluyentes; (4) no explica por qué una reversión de papeles tiene que ser profana y, por tanto, una antítesis de lo colectivo; (2) implica que hay algo real que existe más allá de la realidad (aun cuando uno tiende a pensar que no hay nada tangible más allá del mundo natural y del social); no hay relación entre (5) y (6). Por qué el turismo debiera ser (6) y no su opuesto, es decir, una actividad que favorece el conformismo, como lo han señalado tantos de sus críticos, es un misterio insondable. La definición de lo liminoide según Ryan puede carecer de la majestad impresionante del enigma que la Esfinge propuso a Edipo, pero le gana de lejos en oscuridad. A la postre, tras tanta palabrería se limita exclusivamente a reiterar lo que ya se nos había dicho, que lo liminoide es lo liminoide, algo real y verdaderamente impresionante, tanto que Ryan tiene que renunciar a explicarlo. Todos esos elementos variopintos que mete en su mixtura son cualquier cosa menos una definición. Uno podría ser benevolente con tanta palabrería; o excusar a Ryan de sus frecuentes patadas a la gramática como, por ejemplo, «Mill y Morrison […] y Leiper […] han escrito ambos (sic) varios libros sobre el Sistema Turístico» (2002: 20); o incluso olvidarse de su prosa de agencia de publicidad como cuando trata de demostrar la capacidad del turismo para engendrar cambios de roles, como en gimnasios, spas y duchas han invadido el espacio físico de las oficinas, y en las nuevas industrias imaginativas dedicadas al software sus jóvenes trabajadores pueden crear espacios donde dedicarse al skateboarding (2002: 6).

Seguramente, en esos nuevos espacios el trabajo y el ocio finalmente se han fundido bajo la modernidad, aun cuando era precisamente su supuesta separación estricta lo que dio impulso a Ryan para entregarse a sus diatribas. Otros problemas más serios aparecen, por desgracia, cuando, dejando de lado la advertencia de que no deberíamos tomar a nuestra finalmente bien amada Valentine como la norma del comportamiento turístico, Ryan apunta que el síndrome es universal, pues «el turismo como proceso educativo, e incluso como un medio de relajación, implica que es un proceso de autorregeneración» (2002: 26). Traducido al español: turismo y liberación personal no pueden entenderse uno sin la otra. Alguna prueba le vendría bien a tanto charloteo, pero parece que a Ryan se le escapan los hechos. Sería indudablemente injusto olvidar que, como él lo subraya, hay gente que se decide a abrir un nuevo período en sus vidas tras una

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estancia turística. Basta con mentar a Shirley y a otros ejemplos que él apunta. Pero Ryan pronto cae en la trampa metonímica que se ha tendido él solo. Unos pocos ejemplos valen para la totalidad. Que un antiguo mando intermedio de Marks and Spencer se decida a ejercer de profesor de windsurf en Grecia después de unas vacaciones significa que así podrían o deberían obrar el resto de los turistas aunque no sean antiguos mandos intermedios de esa firma comercial. Pongamos por testigos a Proust y su madeleine. Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba?

Probar la magdalena fue, sin duda, un acontecimiento importantísimo para Proust, algo que alguien como Ryan pensaría que le llevó a cambiar de vida y a darnos posteriormente su Recherche. Siguiendo la lógica de Ryan sobre el turismo liminoide, uno podría conferir los mismos poderes regenerativos a todos los ejemplares de una humilde pieza de pasta para bollos —un caso de post hoc, propter hoc—. Algunos cambian de vida luego de irse de vacaciones, así que el turismo es una fuerza que alienta los cambios de estilos de vida. En el pasado eso solía llamarse magia simpática; hoy lo llamamos posmodernismo. Pero ¿acaso se sienten igualmente impresionados todos los comedores de magdalenas como se sintió Proust y con los mismos excelentes resultados? ¿Dónde quedan quienes prefieren los croissants? ¿Recuerda Ryan que el escritor francés que se dio ese tripi inducido por la magdalena se pasó buena parte de su vida

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confinado en su dormitorio y que, en general, viajó poco? Tal vez no sea el turismo el único motivo por el que uno se decide a valentinizarse. ¿A qué viene tanta magnificación? Una pregunta similar surge al considerar el número de aquellos para quienes el turismo no parece suscitar cambio alguno en sus vidas. Posiblemente, Ryan no pudo hacerse con estadísticas rigurosas, pero si hubiese echado un vistazo al número de pasajeros que ofrecen las diferentes compañías aéreas podría haber notado que el número de partidas es bastante semejante al de regresos. Sin duda, algunos turistas se quedaron atrás o decidieron establecerse en una nueva morada. Pero parecen ser una tropa tan escasa como los Prousts que escriben después de zamparse una magdalena. Para la mayoría, el rizo de Jafari es solo un rizo. A diferencia de las flechas, la curva de Ryan es la de un boomerang que vuelve siempre al mismo sitio. Sin embargo, el asunto del tamaño de esa minoría de futuros expatriados no es cuestión baladí. Si las Shirley Valentines de este mundo son solo unas pocas docenas o cientos de miles influye sobre la plausibilidad de la hipótesis de que el turismo es una fuerza liberadora. Ocasionalmente, los números pueden crear una masa crítica, pero por debajo de ese umbral no se los puede considerar desencadenantes de cambios significativos. Tal vez algunos estudiantes de máster pudieran dedicar sus tesis a contar el número de Valentines y así ayudarnos a obtener una posición más sólida en la seriedad de las consecuencias que Ryan da por sentadas. Hasta que no sepamos más, soñar con Shirley y su liberación parece poco más que charleta insustancial basada en unas cuantas anécdotas. Lo que nos lleva a otro asunto. ¿Puede considerarse como liberación todo cambio súbito en la propia vida, incluso cuando ese cambio se haya producido a resultas de una estancia en un destino turístico? En realidad, eso depende de cómo hayamos definido cada una de esas variables y, como se ha visto, esa no es una tarea que Ryan considere principal. Parece que para él la liberación viene en dos gustos. A veces, parece no ser otra cosa que el cambio por el cambio. Otras, la liberación se reviste de pontifical, como una ruptura definitiva con la vida ordinaria, como lo opuesto del lujo. Empecemos por lo primero. Según la cartilla de Ryan, cuando deseamos algo con ansia y lo conseguimos nos acercamos a la liberación. Shirley Valentine es una criatura de ficción y podemos dejarla gozando de su nuevo estado con el deseo de que ella y su nuevo compañero griego sean felices y coman muchas perdices. Pero, más cerca de la realidad, uno puede recordar a Corinne Hofmann, la Maasai blanca (Hofmann, 2006, 2009). Hofmann viajó a Kenia con su entonces novio y se dio de manos a boca con Lketinga, un sueño de gue-

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rrero maasai, y cayó con el síndrome de Valentine. Tras un viaje a Suiza para arreglar sus asuntos, Hofmann volvió a Kenia, se casó con su guerrero y tuvo una hija con él. Las cosas, sin embargo, no se ajustaron a su falsilla imaginaria y, años más tarde, rompió con el guerrero y se volvió a su país de origen llevando consigo a su hija. Hofmann ha escrito varios libros de éxito describiendo su experiencia, pero no parece que las muchas ventas hayan generado un efecto de imitación entre otras mujeres occidentales y blancas. No se ha reportado ninguna carrera hacia Kenia en busca de guerreros, así que parece que muchas vieron sus famosos libros como una advertencia. En cualquier caso, lo que importa señalar es que ella ve ambos cambios (matrimonio con Lketinga y ruptura con él) como igualmente liberadores, es decir, como el abandono de un exceso de equipaje con el que no estaba dispuesta a seguir cargando. Si eso es todo lo que liberación significa, su turismo exótico inicial parece haber contado bien poco en ella, no más de un cincuenta por ciento. Por razones que solo ella conoce (a pesar de lo mucho que habla de sí misma en sus libros), Hofmann se sentía tan infeliz con su vida en la rica Suiza como después de decidir casarse con su noble guerrero y marcharse al Maasai Mara. Cohen ha descrito algo similar en un artículo sobre las experiencias de turistas sexuales que finalmente se casaron con sus amantes tailandesas (2003). Muchos veían su nuevo estado no solo como una liberación, sino como un regalo del cielo. El hombre, generalmente mayor o mucho mayor que su compañera oriental, pensaba haber encontrado un hontanar para sus necesidades sexuales y/o afectivas, no fácilmente satisfechas al parecer en su lugar de origen. Por su parte, ella podía dejar la prostitución, mejorar su situación financiera y subir en la escala social. Tal vez, en algunos casos, podía también encontrar una solución para sus necesidades sexuales y/o afectivas. Pero los obstáculos para llegar al estado de gracia son numerosos y no solo por las estafas económicas que han sufrido numerosos Don Juanes. La heterogamia extrema de estas uniones se refuerza con las enormes diferencias culturales entre los esposos, que suelen hacerse notar después de la boda. Por un lado, la sociedad tailandesa sospecha que todas las tailandesas casadas con farangs (extranjeros) son antiguas prostitutas, aun cuando este no sea siempre el caso, lo que crea muchas situaciones embarazosas y muchos malos entendidos para ellas y para sus cónyuges. Por otro, los hombres occidentales no suelen apreciar que se espere de ellos que se conviertan en el pilar económico fundamental de una familia extensa; que sus mujeres estén tan ligadas a sus familias; que tomen decisiones importantes sobre la base de prácticas adivinatorias despreciadas en Occidente; o que los arreglos financieros entre los esposos puedan ser fácilmente utilizados contra los maridos debido a las exigencias de la ley del país. Habitualmente,

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el marido extranjero se encontró con su futura mujer en un contexto […] radicalmente distinto del de sus orígenes rurales. La veía por tanto como liberada […]. Pero las más de las veces ella se sigue viendo como parte de su grupo familiar, manteniendo con él […] no solo lazos emocionales; su familia es también el puerto de refugio en que puede hallar abrigo si el matrimonio fracasa (2003: 73).

Ryan, por su parte, parece estar tan embriagado por la idea de que la liberación viene definida por cualquier cambio en los estilos de vida que permanece ciego ante el hecho de que estos sean reversibles y que a menudo la liberación no es más que el acto de librarse de una liberación previa. Sea como fuere, no resulta fácil ver la mano del turismo en esos dramas de la vida personal. En realidad, puede haber tantas liberaciones como seres humanos, pues solo cada uno de ellos puede decir qué es lo que le hace sentirse libre. Y la liberación personal puede ser redefinida muchas veces a lo largo de una vida. ¿Puede ser el turismo el factor principal de todas y cada una de ellas? Tan solo si alienta los mismos sueños que Hofmann y los maridos de las chicas de barra tailandesas alentaban cuando luchaban por encontrar su propia medida de liberación. ¿Qué decir de la segunda especie de liberación personal? Siguiendo la que cree ser la vulgata turneriana, Ryan se refiere a la liberación de una segunda manera —como una ruptura con la vida ordinaria, tal y como la define el trabajo—. Sin embargo, ninguno de los personajes de la vida real a los que se refiere como ejemplos pasa el examen. Convertirse en profesor de windsurf o iniciar un negocio turístico propio o una compañía de alquiler de motos, coches o barcos no les libra de trabajar. Su nuevo trabajo puede ser experimentado como más placentero, menos exigente, más divertido, más provechoso o todo eso a la vez y algunas cosas más, pero la mayoría de los humanos no se pueden librar de él. Cuando la liberación se define como ausencia de trabajo y de esfuerzo, se torna una proposición imposible en términos sociales. Ryan viaja hacia una tercera y última clase de liberación. Siguiendo su definición de lo liminoide, la liberación ocurre también cuando el turismo y sus símbolos (véase arriba) dejan de ser eufuncionales y se convierten en crítica social y en denuncia de la injusticia de las estructuras básicas de la economía y de la política. Ryan nos había enseñado hasta ahora cómo excitar a la multitud con promesas de liberación personal por el precio de un paquete turístico, pero la eufuncionalidad de esta última fórmula no deja de sorprender. No es el primero en recomendar que los turistas miren críticamente a sus experiencias y a la industria que se las proporcionan; buena parte de la sabiduría convencional en este campo rebosa con advertencias similares.

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Pocos, sin embargo, han sido tan osados como para recomendar a los turistas y a sus símbolos el oficio de profeta. Afortunadamente. Imagínese que algunos de ellos siguieran su consejo y buscaran liberarse denunciando públicamente las injusticias del Partido Comunista de China en un viaje por el Tíbet, o las inmoralidades de las estructuras económicas existentes en Cuba con motivo de un viaje en busca de sexo en La Habana, o las atrocidades contra la oposición política que defiende el Líder Supremo de la teocracia militar iraní a su paso por Qum. Pronto antes que tarde, esos ejercicios liberatorios acabarían en un viaje algo menos excitante por las prisiones locales. Tal vez, Ryan se esté refiriendo a ejercer la crítica social y política en las sociedades democráticas y tal vez sea eso a lo que se refería al hablar de llevar el turismo hasta el final. En ese caso, empero, no es menester insistir en la grandilocuencia de la «liberación» para lo que no es más que una ocurrencia ordinaria, legítima y cotidiana en esas estructuras económicas y políticas. Esa era precisamente la diferencia fundamental para Turner entre lo liminoide de la modernidad y la liminalidad de las sociedades preindustriales Ryan parece leer mucho; al menos sus escritos están apoyados en largas listas de referencias. Pero uno duda de que entienda lo que lee. Para explicar el significado de liminoide se autocita, como se ha dicho, en un texto sobre turismo sexual que escribió junto con Hall (2001). En la primera edición los autores proclamaban a Foucault y a Marx como las fuentes de su inspiración, aunque al tiempo no incluían una sola referencia a libros del primero y se equivocaban en las dos citas del segundo, rejuveneciendo al Manifiesto comunista en cuatro años, pues lo fechaban en 1844, y convirtiendo a Engels en coautor de los Manuscritos de 1844. Como se ha dicho, si Ryan hubiera leído a sus clásicos, habría caído en la cuenta de que lo que él incluye en ese horroroso adjetivo de liminoide que Turner puso en circulación tiene justamente el significado opuesto al que él le da. Para Turner, lo liminoide es otra forma de iluminar la íntima relación entre la libertad institucionalizada de las sociedades modernas y la vida cotidiana de las democracias. No es eso lo que Ryan tiene en las mientes.

Teologías de la liberación, Acto tercero: La autenticidad castrada Wang se propone examinar la relación entre turismo y modernidad desde una perspectiva sociológica y general. Algo digno de encomio pues su libro mantiene que las explicaciones al uso desde esta perspectiva (y desde la antropológica) resultan a menudo limitadas y sesgadas. Igualmente comienza con una ad-

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vertencia correcta al expresar su creencia de que la historia tiene que formar parte de la relación entre ambos, pues el turismo, a diferencia de los viajes, es una actividad que solo aparece en tiempos modernos. No le pone fecha a su partida de nacimiento, pero uno imagina que aceptaría la del final de la Segunda Guerra Mundial, pues a menudo se refiere a ese período aunque lo haga de forma vaga (Wang, 2000: 1). Su tratamiento del fenómeno, sin embargo, no colma tan altas expectativas. Su definición inicial del turismo invoca algunos nombres sagrados en la disciplina (con una reverencia inicial hacia MacCannell y a Graburn), que nos debería hacer pensar. Como se dirá luego, Wang toma el nombre de MacCannell en vano. Por su parte, la idea peregrina de Graburn de que el turismo es otra forma de peregrinación o de ritual religioso no puede ser menos rigurosa, con lo que adoptarla no sirve de gran ayuda. Wang, sin embargo, parece seguirle en el camino de la fenomenología, es decir, en no preocuparse demasiado de los atributos del objeto a definir y en encontrar atajos hacia su esencia. Aunque Wang no reclame con especial énfasis el manto de la fenomenología, no deja de escudarse en su amplitud. Nacida con el cambio del siglo XX en Alemania, la fenomenología compartía el antiguo impulso hegeliano por librar a la filosofía de los rigores de la investigación científica. A lo largo de su obra, Hegel se encargó de atacar y devaluar el método científico tal y como Kant lo había descrito en su Crítica de la razón pura, por considerar que se apoya en los poderes menores de nuestras mentes —el intelecto o, en la expresión alemana, der Verstand— por oposición a la razón, también conocida como die Vernunft, es decir, la capacidad más alta de nuestras mentes. Mientras que el intelecto se atocha en las determinaciones, en las diferencias y en los detalles, la razón es el inefable reflejo en la mente individual de la forma en que una entidad suprema, a la que Hegel conoce como el Espíritu (der Geist), se apodera de sí mismo a través de un proceso de la naturaleza y de la cultura al que llamamos historia y que él bautizó como fenomenología del espíritu (Phänomenologie des Geistes). La razón nos permite comprender la totalidad de la experiencia humana y superar los límites de las ciencias particulares que florecen en el estrecho mundo de la causalidad y castran nuestros mejores deseos de conocer y explicar la totalidad de nuestra experiencia y el mundo de ahí afuera. Lamentablemente, Hegel nunca proveyó una guía adecuada para este menester, con lo que pronto el Geist universal se convirtió en una herramienta lábil que llevó a la derecha y a la izquierda hegelianas a enredarse en cruentas batallas intelectuales sobre la herencia del maestro. La fenomenología poshegeliana no mejoró las cosas, pero sí mostró su deseo de ampliar las expectativas de los fenomenólogos hasta límites previa-

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mente insospechables. Husserl no ocultaba su confianza en poder hacer bueno todo aquello que Hegel había sido incapaz de demostrar y abrió las puertas a la audacia de la esperanza. Mientras que Platón advertía a los humanos de que se cegarían si trataban de mirar de frente a las esencias puras porque sus limitadas mentes tenían que contentarse con recordar las sombras que aquellas proyectaban en las paredes de la caverna en que estaban recluidos, Husserl prometía tan campechano sacarles de esa caverna y ver la realidad en su desnudo esplendor si se atrevían a librarse de sus cadenas racionalistas. Racionalismo, para Husserl, es el mundo del determinismo, es decir, de las ciencias particulares que solo captan aspectos y accidentes del reino del Ser. Cuando brillan con mayor luz, estas ciencias solo pueden explicar cómo sucedieron las cosas, no su esencia. Tan solo podremos llegar a la verdad si se dejan de lado esas muescas del Ser, tan útiles para la vida cotidiana como ontológicamente triviales. La técnica de la epoché, que pone entre paréntesis el mundo de las apariencias, es la mejor herramienta disponible y Husserl se la propone como un ábrete sésamo a los honrados buscadores de la verdad. La epoché permite salir del determinismo y la particularidad para bucear en las más hondas profundidades del Ser. Lamentablemente, la varita mágica de Husserl estaba tan averiada como la de Hegel y no daba a sus seguidores muchas pistas sobre cómo hacerse con ese Tarnhelm epistemológico de colorín con el que, como Alberich en El anillo del Nibelungo, sus usuarios pueden ver cosas vedadas al resto de los mortales. La larga exégesis husserliana sobre conceptos tales como intencionalidad, empatía, intuición de esencias, Lebenswelt y otras curiosidades y noemas que alegraban las pajarillas de sus creyentes no llevaba demasiado lejos ni permitía que los observadores del Ser llegasen independientemente a las mismas conclusiones ni las viesen desde la misma atalaya. Pero, si uno cierra los ojos, es firme en su deseo de ver y salmodia los mantras adecuados, la epoché le devuelve un placer único: creer que la propia definición del objeto contemplado es la única definición posible de su esencia. La fenomenología se ha ajado considerablemente con su uso. Como Hegel, Husserl no preparó a sus fieles para la tribulación de ver cómo los oráculos implosionaban en versiones mutuamente excluyentes tan pronto como eran dados a la imprenta. La misma epoché inspiraría las versiones opuestas de Heidegger y Sartre sobre la esencia del hombre y su relación con el mundo-de-ahífuera. Pero, entre algunos sectores, la fenomenología no ha perdido por completo su poder seductor. Por mucho que la tribu fenomenológica se haya dispersado en un alud de fuegos fatuos, aún puede permitir a los elegidos hacerse con algo muy valioso: la confianza en que, por mucho que la epoché pueda empujarlos a campos opuestos, ese yelmo mágico sigue siendo un gambito inaprecia-

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ble cuando se trata de definir las reglas del juego. ¿Quién se atrevería a poner en cuestión las runas de aquellos valientes que se atreven a mirar cara a cara a las esencias? Todo esto nos devuelve a Wang y su idea del turismo, de la modernidad y de los sutiles lazos con que enredan el uno y la otra. Wang no tiene demasiado tiempo que perder en distingos estadísticos entre viajes de ocio o de negocio o deferenciales, o las diferencias entre turismo internacional y doméstico. Tampoco le preocupan mucho sus flujos y los cambios de tendencia, que no son más que preciosismos matemáticos. «En términos generales, la definición oficial, industrial o económica del turismo tiende a ser técnica o estadística» (2000: 5). Por su parte, Wang prefiere captar la verdadera esencia de ese fenómeno mirándolo desde la epoché. Para él, el turismo es una especie de actividad e instituciones rituales cuasi-religiosas que, por medio de la sacralización de las atracciones, crea un mundo de esperanza, de promesas y de «salvación», es decir, «otro mundo» que se encuentra a cierta distancia de «Este Mundo». ¿Por qué querría la gente participar en esta acción distanciadora? Podemos dar al menos dos razones. En primer lugar, porque tienen algunos problemas con «este mundo», o con sus condiciones existenciales. En segundo, y como resultado de lo anterior, la gente pone en cuestión las condiciones preestablecidas de la existencia en las que se encuentran y renegocian el significado de sus vidas distanciándose —espiritual, social y espacialmente— de la vida cotidiana y de su normalidad de forma anual (o semianual) (2000: vii).

Si la definición parece una bocanada fenomenológica es porque efectivamente lo es. Ahí mezcla Wang religión, anomia y renovación lustral de forma un tanto grandilocuente, pero nos deja ayunos de saber cómo la gente llega a actuar así, pese a que el sentido común parece apuntar que los turistas se comportan de muy diferentes formas y que los propios rituales adoptan manifestaciones muy distintas. Algunas de ellas podrían ser rituales que suceden en entornos religiosos, como Wang, en la órbita de Graburn, querría que sucediese con los turistas. Pero cuando Paul Theroux cuenta que Andy Parent, el protagonista de My Secret Life, había convertido «en un ritual» el visitar diariamente el burdel del pueblo africano al que el Peace Corps (una agencia americana de voluntariado) le había destinado, posiblemente no se está refiriendo a los mismos ritos. La gente normal suele establecer la diferencia entre frecuentar un templo por motivos religiosos o visitar una atracción turística (que puede ser un templo) con bastante facilidad. ¿Qué se gana con oscurecer la diferencia? Si dejamos la metonimia religiosa a un lado, el resto de la definición se torna aún más inverosímil. ¿Acaso son solo los turistas quienes tienen problemas con

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sus condiciones existenciales en este mundo? ¿Espera la gente la llegada de las vacaciones (anuales o semianuales) para manifestarlos? ¿Qué sucede con quienes no pueden permitirse vacaciones porque están enfermos, en la cárcel o no tienen dinero o no tienen vacaciones pagadas? ¿No pueden poner en cuestión sus condiciones de vida ni replantearse el significado de su existencia? ¿Tienen que esperar a las vacaciones para hacerlo? Parece dudoso. La Revolución francesa llegó a un punto de no retorno en julio de 1789, pero no porque los sans-culottes se hubiesen encontrado con que sus hoteles de la Costa Azul estaban sobrerreservados. Nadia ha planteado —todavía— que la toma del Palacio de Invierno en el Petrogrado de la época se debió a que Lenin y los bolcheviques hubiesen decidido renegociar sus vidas tras unas merecidas vacaciones en el verano de 1917. Sus datchas en Crimea iban a llegar mucho más tarde. ¿Por qué necesita Wang hablar del turismo en estos términos rimbombantes? Habrá que mirar su pedigrí fenomenológico. Para él, el turismo es un rasgo definitorio de la modernidad que necesita de la totalidad para ser explicado. Al cabo, no hace sino tejer el contexto básico de la vida social en el presente. ¿Cómo, pues, definir la modernidad? «En resumidas cuentas, “modernidad” se refiere al período histórico posterior al Renacimiento y por ello ha sido asociada a procesos de desaparición de las sociedades tradicionales (premodernas)» (2000: 15). La modernidad es, pues, un fenómeno aparecido en Occidente, aunque con posterioridad haya permeado al resto del mundo, creando nuevos arreglos institucionales como el capitalismo, el monopolio de la violencia por el Estado (Wang no menciona el imperio de la ley o la legitimidad democrática), la ciencia y el progreso tecnológico, la urbanización, la globalización. ¿Hay algún principio básico que vertebre ese montón de cambios, alguna estructura que permita que el resto ocupe un sitio determinado en la procesión social? Para Wang, la contestación ha de ser afirmativa —eso es lo que Weber llamaba racionalización, «un proceso por el que las costumbres tradicionales son reemplazadas por la forma contemporánea de hacer las cosas» (2000: 15)—. No es esta una definición demasiado clara. Mientras que, aun embrollada, la del turismo decía algo, la de la modernidad la mantiene indefinida. La modernidad de Wang no es otra cosa que la desaparición de lo tradicional a través de la racionalización, que, a su vez, es la aparición de lo moderno, es decir, algo que se define por lo que tenía que ser definido. Una noción circular. Esto es, sin embargo, una nadería. Más importante en la referencia a Max Weber es la voluntad de definir la modernidad, sobre todo, como un proceso cultural, una nueva conformación de la mente colectiva que aún no ha llegado a su fin. Wang no ve razones importantes para mantener que la posmodernidad (una serie de cambios en su esencia que pretendidamente han acabado con la moder-

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nidad en la segunda mitad del siglo XX) represente una ruptura con su antecesora inmediata. Los críticos posmodernos han denunciado algunas fallas fundamentales en la estructuración de la modernidad y la necesidad de buscar nuevos hitos en un desarrollo marcado por la ambivalencia y, de creer a Baudrillard, por el triunfo de los simulacros. Wang, por su parte, mantiene una posición menos conformista. En realidad, los críticos posmodernos deberían reconocer que desde sus inicios la modernidad se adornó con la misma ambivalencia contra la que ellos nos previenen ahora. Ambas, modernidad y posmodernidad, se asientan sobre un mismo orden racional creador de ambivalencia y contradicciones. Para Wang, ambas forman una estructura perdurable que es básicamente cultural, es decir, ajena a la forma en la que la gente produce y reproduce sus vidas. El abismo entre la dinámica cultural de la modernidad y sus componentes económicos se reproduce una vez más con la misma fuerza que tenía para el Weber posterior a 1904. Con ello, Wang se pone al cuello su misma piedra. La noción de ambivalencia proviene de la psicología, pero ha sido adoptada con predilección por algunos sociólogos. De hecho, no dista tanto de la de contradicción, es decir, que los fenómenos complejos tienen rasgos y consecuencias que no siempre componen un todo lógicamente consistente. Distintos observadores pueden apreciarlas de forma diferente en tiempos cambiantes, de igual manera que la catedral de Reims pintada por Monet a distintas horas del día. La modernidad, para Wang, es profundamente ambivalente, como lo será el turismo, que, a la postre, no es sino su criatura. Ambivalencia y contradicción, aunque eso no guste a Wang ni a los fenomenólogos, pueden ser formuladas en lenguaje económico. Nuestras necesidades tienen muchas facetas, pero los bienes y servicios que pueden satisfacerlas no solo son escasos, sino que también, cuando se consiguen, tienen escasa capacidad para mantener nuestra satisfacción. El deseo supera con mucho a la oferta y la escasez relativa tendrá siempre en jaque al deseo, porque los recursos son limitados y/o finitos. Los economistas tienen su forma de proponer equilibrios entre deseo y escasez. Esa es la función del análisis coste/beneficio. Pareto diseñó las llamadas curvas o mapas de indiferencia para entender las combinaciones de bienes que un consumidor puede preferir dentro de sus medios limitados. Pero nada de esto conmueve a Wang. La suya es una noción de ambivalencia muy borrosa y a menudo causa de serios errores. La más visible manifestación de la ambivalencia en el turismo, avisa, se deriva de la interacción entre el turista como consumidor y la industria turística. Pero a Wang esto no le interesa demasiado. Para comprender esa manifestación de ambivalencia es menester que vayamos más allá de una perspectiva economicista. En realidad, ese conflicto de expectativas entre consumidores e

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industria tiene su origen más allá, en la contradicción básica entre la gente y sus deseos, entre Logos y Eros. Solo cuando lo hayamos entendido estaremos en vías de elucidar la contradicción entre la búsqueda de autenticidad por parte de los turistas y los productos ofrecidos por la industria. A primera vista, dice, el turismo se presenta como una totalidad armoniosa. Las economías que funcionan bien generan una alta productividad que, a su vez, permite la aparición de renta disponible que, finalmente, reverbera en la expansión de los viajes. El turismo se convierte así en un indicador de la riqueza y el bienestar social —incluso de la felicidad colectiva—. Sin embargo, en un nivel fenomenológico más profundo, uno puede también encontrar en él la expresión de los aspectos oscuros de la modernidad. El turismo puede también llevar al desencanto con la degradación del medio ambiente, con la monotonía de la vida y su homogeneización. Wang sigue en un impetuoso crescendo. Desde su formulación condicional inicial («El turismo puede generar P o T») salta a enunciados de hecho. El turismo es una crítica no verbal de P y T. Más aún, con el cambio que las vidas de los turistas experimentan en vacaciones, al escapar, al buscar lo extraordinario, al darse a los excesos, al disfrutar con la anomia, el turismo es un intento para cambiar las condiciones de existencia de la gente. Tal vez no sea una revolución, pero choca con el orden existente de las cosas, trata de romper normas y de escapar hacia un espacio cualitativamente distinto. Produce el cambio, pero, lamentablemente —Wang es menos optimista que Ryan—, los cambios que induce son solo fugaces, no permanentes. Tal vez, pero parece que Wang se deja llevar por la plasticidad de sus palabras. El turismo puede sin duda llevar a P o T, pero también a G o Q, y a otras muchas combinaciones de rasgos y propiedades diferentes. Lo que cuenta, pues, no son los sentimientos que los investigadores anticipan que la gente podría o debería perseguir; por el contrario, lo importante es si la gente realmente los experimenta y actúa consistentemente en relación con ellos. ¿Ven realmente los turistas sus vacaciones como una oportunidad para el cambio de las normas sociales preexistentes? ¿Acaso tienen la menor idea de que lo que hacen no es otra cosa sino criticar de forma no verbal su existencia ordinaria, es decir, imponer profundos cambios sociales, o lo que suele llamarse una revolución? Al discutir la posición de Jafari, se sugirió que la hipótesis de que el turismo es un fenómeno liminal autosostenible no se puede mantener. Wang sería más convincente si aportase alguna prueba de sus conjeturas, pero no lo hace. De forma intuitiva, empero, uno ve que tras sus vacaciones la gente en general no muestra ninguna resistencia activa a volver al orden social que abandonó hace pocos días, ni habitualmente expresa deseos abiertos de cambiarlo. Si acaso, la negociación colectiva de las condiciones de trabajo, parte importante de esas condi-

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ciones existenciales de las que habla Wang, suele requerir más vacaciones pagadas, no cambios fundamentales al sistema que las proporciona. Para usar la torpe expresión de Ryan, las vacaciones mayormente tienden a ser eufuncionales. Wang añade una segunda capa de fenomenología a la relación macro entre turismo y modernidad —que intensifica la racionalidad del Logos a expensas de otras fuentes de la conducta que no están directamente definidas por el cálculo de intereses o la adecuación racional entre medios y fines, a las que subsume bajo la etiqueta de Eros—. Wang avisa de que la ambivalencia entre realidad y deseo (Freud solía llamarles principio de realidad y principio de placer y creía, como Wang, que eran un componente estructural de los arreglos internos que forman parte del ser humano) también aparece en las sociedades tradicionales, como lo hace la separación entre trabajo y ocio, pero inmediatamente introduce una cláusula ad hoc: que en la modernidad esa separación es más profunda y evidente; que el abismo entre ellas crece decisivamente. Mientras que las instituciones industriales, capitalistas, comerciales y burocráticas son los lugares en que habita la Logos-modernidad, es en las instituciones del ocio y de la cultura donde reside la Eros-modernidad, aunque ocio y cultura no estén exclusivamente orientados al Eros (2000: 39).

Sea como fuere, para Wang, la oposición turneriana entre la vida ordinaria y la extraordinaria, la primera bajo control del Logos, la segunda en busca de la gratificación erótica, es el rasgo clave de la modernidad y los turistas definitivamente experimentan esas derivas contrapuestas. ¿Pueden cohabitar ambas bajo el mismo techo? Después de lo que Wang ha dicho, uno esperaría una respuesta negativa. ¿No era por ventura el turismo una crítica no verbal de la sociedad tal y como la conocemos? Milagrosamente, ahora la vida extraordinaria del turista, su Id consumista permanentemente descontento, no desencadena la represión del Logos. Los impulsos y deseos eróticos de una persona pueden hallar gratificación o ser perseguidos en la actividad turística […] La gratificación del Eros por y a través del turismo, pues, relaja las tensiones causadas por la autoimposición de barreras y controles con los que Logos controla a Eros. De esta forma, el turismo ayuda a reforzar el orden de la sociedad de origen que Logos desea […] El turismo, por así decir, es una especie de Erosmodernidad que se coordina orgánicamente con la Logos-modernidad (2000: 41).

Y cita a Urry para reforzar la idea de que las desviaciones temporales de los turistas refuerzan la normalidad de casa. Pese a todo, se diría que Jafari no esta-

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ba tan lejos de esta conclusión. Siguiendo a Wang, uno tendría que aceptar por fas o por nefas que el turismo tiene un lado funcional. Pero esta es una modernidad realmente misteriosa. Es la ambivalencia al cuadrado. Por un lado, se predica un conflicto insoluble entre Logos y Eros. Por el otro, al irse de casa, los turistas pueden hallar una vía de superar la contradicción estructural. La modernidad se compone en principio de partes mutuamente exclusivas, pero a la postre, con el toque de la varita mágica de Wang, una y otra no están en una contradicción insuperable. Cuando analiza el turismo desde el punto de vista micro, es decir, a partir de su despliegue institucional o comercial, Wang se hace entender mejor, aunque al precio de hacerse más incoherente. La industria turística es la encarnación de la Logos-racionalidad con su fundamento en la obtención de beneficios, en tanto que el turista se orienta hacia Eros, que le impulsa a preferir viajes románticos, auténticos y exóticos. La industria, sin embargo, le ofrece experiencias estandarizadas, manufacturadas y mercantilizadas. En el terreno social general, como se acaba de decir, no puede haber para Wang verdadera ambivalencia entre los turistas y su sociedad. A la postre, aquellos solo pueden satisfacer los impulsos de su Id reproduciendo el orden social que conocen. Pero cuando hablamos del consumo la industria anda siempre al acecho para frustrar sus pasiones eróticas. Cómo llega a un desenlace esta ambivalencia o contradicción es un misterio. En la perspectiva más elemental podría pensarse que la contradicción desaparecería si la industria cumpliera lo que promete. Por ejemplo, cuando los servicios anunciados en los folletos de viajes fueran iguales a los realmente ofrecidos en destino. En otra algo más ambiciosa podría proponerse que la industria deje de ofrecer mercancías, lo que necesitaría de razonamientos algo más elaborados. Finalmente, podría defenderse que los consumidores acabaran con la industria y con el andamiaje social que la sostiene. Como se ha hecho notar en el capítulo 4, MacCannell, haciendo honor a su corazón de león, se muestra partidario de la última solución. Mucho más precavido, Wang prefiere colocarse entre las dos primeras líneas de acción. Para entender por qué es ese el caso es menester tomar un desvío y examinar el tratamiento de Wang a cosas como la autenticidad y la mercantilización. Tras un primer cabezazo ritual ante MacCannell, Wang se achanta e informa al lector de que la discusión de la autenticidad tiene que ser llevada más allá de sus límites establecidos. ¿Por qué? Porque con tanta cita y tanto uso indebido, la autenticidad de MacCannell se ha convertido en un concepto en exceso polisémico. Mansamente, Wang empuja al lector desde la épica del yo-contra-elmundo hacia la meta, más mundana y limitada, de la publicidad fidedigna.

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Algunos autores, MacCannell incluso, ven la autenticidad como algo que revela la esencia de una atracción o de una experiencia. Los turistas llegarían a una experiencia auténtica si llegasen a poseer su verdad interior o, más modestamente, a consumir un producto genuino, es decir, la cosa en sí o algo que reproduce sus rasgos esenciales. La frase «Este cuadro de un andrógino sonriente que estoy viendo es obra de Leonardo da Vinci» apunta a algo real. Por su técnica, por pruebas históricas o por cualquier otro tipo de corroboración más o menos anecdótica, el retrato de Mona Lisa se convierte en la obra única de un individuo histórico que la opinión colectiva ha construido como uno de los grandes maestros renacentistas. Esa es la mirada del experto de museo a la que Wang llama autenticidad objetiva, que según él plantea una definición estrecha del problema de la autenticidad. Si esta fuera la autenticidad que la gente busca al viajar, estaríamos ante el intento de lanzar una mirada libresca o epistemológica sobre el objeto —cómo relacionar las experiencias del turista con determinados originales o prototipos—. Para Wang, por el contrario, este proceso llevaría a hacer que la experiencia turística girase en torno a su objeto. La verdadera búsqueda de la autenticidad está necesitada de una revolución copernicana. La autenticidad no puede hacerse depender de los objetos o de los lugares visitados, sino que debe tomar en cuenta las experiencias de los turistas. Uno duda de que MacCannell pudiese aceptar semejante falta de aprecio por la imposibilidad objetiva en que se encuentran los turistas a la hora de alcanzar por sí mismos los más profundos estratos de la realidad. La desaparición de la autenticidad es, para MacCannell, una consecuencia de la forma maldita en la que la modernidad construye e impone una realidad ajena al turista; para Wang, no es otra cosa que un obstáculo a salvar por cada uno de los individuos, algo carente de anclaje estructural. ¿Por qué no deberían los turistas interesarse en la autenticidad objetiva? Después de todo, buena parte de sus experiencias se basan en ella, por razones económicas muy sólidas. Las atracciones cuentan con un doble valor objetivo. Uno de ellos se refiere al precio. De las obras maestras de todas clases que visitamos en los museos suele decirse que no tienen precio, es decir, que su valor es inconmensurable; pero eso no significa que carezcan de relevancia económica, sino más bien que su precio es habitualmente astronómico. Lo que queremos decir cuando usamos esos adjetivos es que su valor de mercado es difícil de evaluar no porque no tengan precio, sino porque habitualmente no aparecen en los mercados. Cuando se ponen en venta son extremadamente caras, pero no carecen de precio. Hombre andando 1, una estatua en bronce de un hombre creada por Alberto Giacometti en 1960, alcanzó recientemente un precio de

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104,3 millones de dólares en una subasta en Sotheby’s, de Londres, acaecida en febrero de 2010. El precio más alto anterior lo tuvo el Muchacho con una pipa, un lienzo de Picasso pintado en 1906, con un precio de 104,2 millones de dólares (Crow, 2010). Esos altísimos precios son una función de su escasez y, en el caso de obras maestras individuales, de su unicidad. No hay demasiados Leonardos por ahí, así que mientras se le puedan atribuir y mientras Leonardo mantenga la altísima estima que sienten por él los líderes de opinión y los consumidores bien informados, su precio seguirá alcanzando alturas siderales. Hay además un segundo tipo de valor económico de las atracciones para sus consumidores individuales. Es su coste de oportunidad. Las obras de arte pueden ser copiadas y aun reproducidas de forma mecánica, pero solo hay una Mona Lisa que haya pintado Leonardo y esa solo puede verse en el Louvre de París. Ese es el objeto auténtico que la gente quiere ver. Y para experimentar su autenticidad de primera mano están dispuestos a pagar por la visita al museo más el viaje a París. Consumir o tan solo mirar objetos auténticos no es nada barato, pero algunos consumidores eligen hacerlo aun a costa de renunciar a otros posibles bienes. Pese a los innumerables fraudes que asolan el mercado del arte, la autenticidad objetiva no es solo posible para las obras maestras creadas por artistas individuales, como lo atestigua el caso de obras de colección que fueron producidas en serie y no son atribuibles a un creador individual. Si de paseo por Hollywood Road, en Hong Kong, me dan ganas de comprar un par de lokapalas o la estatuilla de un dromedario de tiempos de la dinastía Tang (o tan solo me intereso por darles un vistazo), puedo ignorar para siempre quién los hizo, pero puedo decir que justamente la figura que quiero comprar o ver ha sido certificada como hecha en esa época gracias a unas pruebas de luminosidad hechas por una agencia legítima. Eso las hace diferentes de otras similares que no son fácilmente discernibles como modernas para el ojo de un consumidor no bien informado. Así pues, las compraré a un galerista que pueda proveer el certificado correspondiente y no a un chamarilero que parece vender otras iguales pero sin certificado unos metros más abajo de la calle. Y haré bien en considerarlas como piezas auténticas de los tiempos de la dinastía Tang. La mía será una experiencia objetivamente auténtica. Cuando se trata de cosas producidas en serie en el presente, la autenticidad objetiva se hace más complicada, pero es aún posible. Esas cosas pueden ser falsificadas con facilidad, es decir, pueden perder fácilmente su unicidad. Sin las leyes de propiedad intelectual que protegen a los diseñadores o las etiquetas de denominación de origen como AOC (appelation d’origine controlée), para los vinos franceses, o DOC (denominazione d’origine controllata), para los ita-

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lianos, sería prácticamente imposible saber si este Chablis o este San Giovese que estoy bebiendo, o el bolso de Louis Vuitton que acabo de comprar, son realmente auténticos. En este caso, auténtico significa que los vinos se han hecho con uvas vendimiadas en Borgoña o en Toscana, o que se deben a la maestría única de la casa Vuitton. Una vez más, la razón para evaluar su autenticidad se remite a razones económicas. Todos esos bienes tienen precios altos porque son relativamente raros o escasos. Si son falsos, y por tanto más abundantes, todos los bienes similares, auténticos o no, perderán valor y se venderán por menos precio. Los consumidores que valoran el dinero que pagan serán reacios a comprarlos por más de lo que valen los falsos. Por eso es necesario que lleven sus marcadores de legitimidad. ¿Qué decir del deseo, tan caro a las revistas de estilos de vida americanas, de buscar los croissants parisinos legítimos, el verdadero pho?’ de Hanoi o el más auténtico sushi japonés? Muchas de esas cosas se encuentran en muchos otros lugares del mundo y no tienen un original con el que puedan ser comparadas, pero son también relativamente escasas. Luego consumir estas últimas será más caro o tendrá un mayor coste de oportunidad. No tanto en relación con las versiones del lugar en que uno vive, sino en relación con los costes transaccionales que los turistas están dispuestos a pagar por consumirlas. Así pues, son relativamente más caras. La llamada autenticidad objetiva no es un sueño imposible o algo limitado a unos pocos ejemplares muy escasos. Por medio de los complicados lazos entre dinero, turismo y el prestigio social que ambos otorgan a algunos consumidores, visitar o consumir productos objetivamente auténticos está rodeado de un aura de superioridad respecto de otras experiencias más fáciles de llevar a cabo. Nadie volverá a probar los kipferl o ruggelach transformados que August Zang fue, al parecer, el primero en cocer en su Boulangerie Viennoise de París, en el 92 de la Rue Richelieu, hacia 1839, y que ganaron prestigio local bajo el nombre de croissants. Hoy en día, mejores croissants, es decir, posiblemente más cercanos al original y por tanto más auténticos, pueden encontrarse en algunas patisseries de Roppongi Hills, en Tokio, que en la mayoría de los comptoirs parisinos. Sin embargo, la gente se mantiene fiel a la versión francesa porque les recuerda los originales (austríacos) de París, en donde se hicieron populares por primera vez. Su experiencia auténticamente objetiva les dirá que no hay mejor sitio que Francia cuando se trata de comer croissants. El pho?’ ya no puede ser probado en el antiguo restaurante de la esquina de Nguyen Du y la calle Hue, en Hanoi; se ha convertido en un banco. Muchos locales, sin embargo, juraban que aquel era el lugar en donde comer el auténtico pho?’ y la gente local y los turistas pagaban por ir allá. El sushi puede comerse bajo muchas formas deliciosas, pero los turistas quieren probarlo en Uogashi

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Senryo, un restaurante en el mercado de Tsukiji. Cuando comen croissants en Francia, pho?’ en Hanoi o sushi en Tokio, su escasez relativa les confiere mayor prestigio que si solo pueden probar las variedades locales en Alcorcón o en Sant Boi. La autenticidad objetiva, pues, no es tan solo una quimera de la imaginación de los turistas. Wang habla de un segundo tipo de autenticidad: la autenticidad construida. Aquí lo auténtico es definido como las proyecciones que los turistas o las fábricas de vacaciones lanzan sobre sus objetos de deseo, sean expectativas, imágenes, preferencias, etc. La autenticidad construida no es santo de la devoción de Wang; la critica porque lleva a pensar que no existe una realidad independiente allende la mente individual o el imaginario colectivo. El constructivismo no respeta la correspondencia entre la mente y la realidad exterior a ella que hay que descubrir. Los múltiples significados de y sobre las mismas cosas serían igualmente posibles y «los humanos podrían adoptar diferentes significados, todos ellos constructos, dependiendo de su situación contextual particular o de su posición intersubjetiva» (2000: 52). Esta es una argucia, empero, simple en exceso, con la que Wang trata de desembarazarse del problema de la objetividad construida (sobre esto se hablará en el capítulo 7). La autenticidad objetiva no era de fiar porque solo podía aplicarse en algunas, muy raras, ocasiones; la construida adolece de la enfermedad opuesta y, aún peor, sirve de campo abonado para las exageraciones de los expertos en mercadeo. Wang solo acepta el construccionismo de forma muy limitada, lo que le enfrenta con la corriente pomo. Así que introduce una tercera variedad de la autenticidad. La llama existencial para distinguirla de las otras dos especies: objetiva y construida. Es un estado existencial potencial del Ser que se activa con la conducta turística. En consecuencia, las experiencias turísticas auténticas permiten alcanzar ese estado existencial activado del Ser dentro del proceso liminal del turismo. La autenticidad existencial tiene poco que ver con la autenticidad de los objetos visitados (2000: 49).

Lo que cuenta es lo que el ego experimenta como auténtico una vez que se aparta de los significados impuestos por las instituciones dominantes y crea su propio espacio manteniendo el equilibrio entre responsabilidad y libertad, trabajo y ocio, roles públicos y egos auténticos. Siempre cauto, Wang advierte contra la ensoñación de enfatizar en exceso la importancia de esta nueva variedad. Solo se la puede hacer buena en lugares y en tiempos liminales; la autenticidad existencial no puede aspirar a desembarazarse definitivamente del Logos, del orden social, de la rutina y de las normas. La autenticidad existencial del turista enfila a la postre hacia su casa; como McArthur en Filipinas, se propone vol-

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ver a la rigidez de la vida cotidiana. Wang cree que esta noción provee a los turistas y a los investigadores de un término medio entre las otras dos especies. Esta autenticidad permitiría comprender al turismo como un compuesto de liberación, por un lado, y de funcionalidad, por otro. Uno se teme, empero, que, como el asno de Buridan, sus turistas puedan ver las ventajas de ambas teologías de la liberación, pero acaben por morir en su indecisión sobre las ventajas de cada una de ellas sin poder experimentar sus beneficios. Más que un puerto de refugio, lo que Wang ha creado es un puzle. Por un lado, la modernidad impone ambivalencia a quienes viven dentro de ella porque han de someterse a las estrecheces impuestas por el Logos, la racionalidad, la productividad y el trabajo. Por el otro, se protegen del Logos con la ayuda de Eros, ocio, diversiones, turismo. Sin embargo, todas estas últimas cosas amenazan y a la vez no amenazan al orden del Logos. Son tan solo un espacio liminal de libertad llamado a esfumarse tan pronto como el Logos indique que el tiempo de juego se ha acabado. Ha terminado el partido y la gente puede volver a su antiguo estado de sumisión, tal vez algo más contenta que al comienzo. De esta forma, las pulsiones eróticas del placer que se mueven en dirección opuesta al Logos no son sino otra astucia del Logos. La liberación acaba por generar sometimiento. Con menos prosopopeya, no era otra cosa lo que la escuela funcionalista solía decir. El tiempo libre se convierte así en un cimiento de la vida de trabajo. La gente descansa o se va de vacaciones para seguir trabajando más y mejor, todo lo cual no parece aportar demasiado en defensa de la liberación. MacCannell despotricaba contra la hipótesis de la libertad liminal en Urry porque la libertad o bien es un estado perdurable, y por tanto reconfortante, o bien una ilusión. Por tanto, la tercera vía de Urry y de Wang no es sino un camino errado. Como aspiración a la libertad, la autenticidad solo llegará a su culmen cuando los humanos se liberen de sus cadenas objetivas —el dominio de las corporaciones, de la economía capitalista, del comercio y, al fin, de la propia división del trabajo—. La libertad y la humanidad plena que promete no pueden gozarse en pequeñas dosis, dos semanas al año o cada seis meses. Uno no tiene que aceptar el argumento de MacCannell en su totalidad para saber que su conclusión tiene bastante de cierta. ¿Qué clase de libertad sería esa que puede ser otorgada y retirada sin previo aviso? ¿Aviso de quién? Wang apunta que, a la postre, la liberación no es más que un sueño. Entonces, ¿a santo de qué tanta rapsodia sobre la autenticidad existencial cuando se sabe que no puede contarse con Eros como una fuerza genuinamente liberadora? En realidad, la autenticidad existencial se presenta como una argucia para quitar hierro a la posición radical de MacCannell en lo que toca a la mercanti-

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lización de las relaciones del hombre-moderno-en-general. Una vez más conviene recordar que MacCannell denunciaba al turismo por haberse convertido en un subproducto corporativo, pero eso no era más que los entremeses. La producción corporativa del turismo es tan solo la última innovación en la senda que lleva al encarcelamiento y a la supresión de lo verdaderamente humano bajo el régimen de la modernidad. Pero esta última finalidad es muy anterior a la aparición de las grandes corporaciones. Lo sepan o no, las corporaciones solo siguen la astucia de los siglos. Solo cuando el comercio y el nexo monetario desaparezcan podrán las gentes empezar a comportarse libremente. Uno puede estar de acuerdo con MacCannell o no, como es mi caso, pero pese sus ideas hinchadas y distópicas, estas muestran una consistencia y hasta una grandeza claramente ausentes en Wang y otros muchos que han convertido la idea de la mercantilización en un partido de tercera división. De ser el drama prometeico de la humanidad, el mercantilismo deviene para ellos un término medio. Tras todas las críticas con que Wang le carga, si se dota de una cierta dosis de comprensión, de juego limpio, de respeto por el Otro o de cualquier otra combinación bondadosa de palabrería, el turismo puede al fin convertirse en un arma de redención. Ese es el siguiente descubrimiento de Wang. La modernidad, ahora bajo su nombre real de capitalismo moderno, necesita de la mercantilización de los productos y del trabajo. Ambas son intercambiables. Uno vende su trabajo para comprar bienes y servicios que se consumen para seguir trabajando, es decir, para vender su fuerza de trabajo, recibir la paga y comprar nuevos bienes y servicios que, como se ha visto, pueden incluir algún tiempo de vacaciones. Tal es la condición humana bajo la modernidad capitalista. ¿Así que los bienes, incluyendo la propia fuerza de trabajo, se han convertido en mercancías? En realidad, eso no es nada específicamente moderno. Las mercancías son bienes producidos para no ser inmediatamente consumidos, sino para ser cambiados en trueques o por dinero. De esta manera, la producción de mercancías es anterior a la modernidad en muchas lunas. Se la puede encontrar en el antiguo Egipto, en la Grecia clásica, bajo el imperio romano. Durante muchos siglos contribuyó en no escasa medida a la economía china bajo diferentes dinastías. La producción limitada de mercancías contribuyó en gran medida al bienestar de muchas de esas sociedades. En un aspecto, Wang tiene razón. La gran diferencia entre la modernidad y las formas sociales premodernas estriba en lo que ha sucedido con el trabajo —que también se ha convertido en una mercancía—. Esta es una característica especial de la modernidad que habitualmente choca como una horrible algarabía con las castas mentes pomo. Dejemos por un momento a un lado su escán-

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dalo y su horror y tratemos de entender qué significa en realidad lo de mercancía con un desvío por Marx, que fue el originador de la idea de mercantilización. En tiempos remotos, los humanos cubrían sus necesidades, como lo hacen animales de muchas otras especies, depredando a otras, comiendo carroña o recolectando raíces, vegetales y frutas. El trabajo humano consistía mayormente en cazar y recolectar, y los antropólogos han mostrado la enorme variedad de formas sociales que existieron bajo esa etiqueta. En cualquier caso, el trabajo solía ser intermitente, colectivo y en gran medida orientado hacia el consumo inmediato. Con el tiempo, los cazadores y recolectores aprenderían que podía ser más provechoso hacer que otros humanos trabajasen para ellos de forma coactiva. Los perdedores devenían esclavos y sus mujeres darían a luz a los hijos de sus nuevos amos. La esclavitud obligaba a los hombres y mujeres derrotados a trabajar para otros, sus amos, que les proveían de los más elementales medios de subsistencia como comida, vestido y cobijo. Los esclavos, como el ganado, eran la propiedad de sus amos y, en general, no podían abandonar su servicio sino cuando eran vendidos a otro dueño. Pronto la esclavitud iba a convertirse en el tipo de trabajo más común y así lo ha sido en muchos períodos históricos. Aún no ha sido totalmente erradicada. La esclavitud estuvo estrechamente ligada a la revolución neolítica y el ascenso de la agricultura, cuya productividad aumentó considerablemente. En algunos lugares, la agricultura sería más eficiente cuando se desarrolló por otros medios: en concreto, la aparición de granjeros libres; sin embargo, estos granjeros necesitaban protección de los bandidos, de los invasores y de los señores que competían con el suyo. A cambio de ella, los señores feudales en Europa y en otras áreas les cargaban con rentas y servicios personales. En China pagaban impuestos a las burocracias centralizadas, que eran más eficaces. Muchos agricultores se convirtieron así en siervos, en principio libres pero, de hecho, no autorizados a abandonar su tierra y, menos aún, a venderla sin permiso de sus señores. Solo ha sido recientemente cuando ha aparecido el trabajo asalariado con el capitalismo moderno. Como Wang subraya, siguiendo a Marx, los modernos trabajadores asalariados no están ligados a la tierra ni tienen que vender forzosamente su fuerza de trabajo. Cuando deciden trabajar (y más les vale hacerlo en la mayoría de los casos, pues solo mediante su trabajo pueden proveer a sus necesidades y eventualmente a las de sus familias), reciben un salario con el que comprar bienes y mercancías necesarios para su supervivencia. De esta forma, bajo el capitalismo moderno, el trabajo se ha convertido en una mercancía más. No sucedió así por azar o por capricho. Un largo proceso de prueba y error (que indudablemente incluyó mucha fuerza y violencia) mostró que era la técnica

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más eficiente para el crecimiento de las economías, así que el trabajo asalariado se convirtió gradualmente en la forma más extendida en amplias regiones del mundo. Uno podría concebir otras formas de usar la fuerza de trabajo y de que las sociedades se reprodujeran, pero hasta la fecha los intentos de aplicarlas han sido baldíos. La planificación central y la colectivización, al menos en sus versiones socialistas, no han funcionado. No pudieron organizar a una fuerza de trabajo móvil, ni aumentar significativamente el nivel de vida de los trabajadores, ni evitar la rutina y el estancamiento. Todo esto puede explicar el éxito del trabajo asalariado, es decir, de su conversión en mercancía. Marx esperaba que el desarrollo del trabajo asalariado mantendría en un mínimo la llamada norma de consumo, es decir, la cesta de bienes y servicios que compraban con su salario y necesaria para reproducir a los obreros y a sus familias. Sin embargo, nuevamente a través de intentos y errores (que incluyeron mucha fuerza y violencia), el Logos del capitalismo moderno ha ampliado considerablemente esa norma de consumo. Redujo la jornada de trabajo; aumentó los salarios y la renta disponible, es decir, la parte del salario que puede ser gastada en bienes no esenciales; creó una serie de ventajas socializadas, desde jubilaciones pagadas, pasando por el seguro de enfermedad y llegando a las vacaciones también pagadas. Hizo posible una mayor gratificación erótica, en el sentido que Wang da al término. Esas son las razones por las que millones de personas pueden hoy disfrutar del turismo y de los viajes. El Eros moderno sería impensable sin la conversión en mercancía del trabajo y, en general, de casi todos los bienes y servicios —algo usualmente olvidado por nuestros pomos pero no por Marx—. MacCannell, como se ha dicho, no querría nada de eso. Mejor volver a un estado de felicidad como cazadores y recolectores. Marshall Sahlins le había enseñado que solo las economías de la Edad de Piedra proveían de verdadero ocio a sus miembros. Wang y otros críticos no han sabido crecer hasta ahí. No reniegan de los beneficios del turismo moderno; solo denuncian la castración de las promesas incumplidas del capitalismo, sus déficits no solo en la libertad, sino sobre todo en lo que se refiere a la igualdad y el amor fraterno entre humanos, su falta de interés por el Otro. A eso es a lo que Wang llama el lado oscuro o reprimido del erotismo moderno y la razón por la que la búsqueda de la autenticidad existencial demanda que se frene al Logos o, con jerga más mundana, a la mercantilización. Pero ¿cómo frenar al Logos sin a la vez detener la satisfacción de Eros que la mercantilización ha posibilitado? Si Wang y otros críticos del turismo de masas no exigen su total desaparición, ¿qué es lo que proponen en su lugar? Ante todo, una nueva forma de entender las relaciones entre huéspedes y anfitriones, es decir, la renegociación

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del exotismo y del Otro. Desde sus comienzos, la expansión capitalista occidental no solo vio a los lugares distantes o exóticos como productores de las mercancías que deseaba, como las especias o la seda. Impuso y justificó intercambios forzosos con las poblaciones del resto so capa del modelo civilizatorio universal —y superior— que mercaderes y misioneros llevaban consigo. La idea romántica del exotismo amplió ese significado. Ahora los valores y los estilos de vida de las culturas distintas y distantes se consideraron como iguales o superiores a los occidentales. Esta nueva estructuración «orientalista» (Said, 1979), empero, no exigía el abandono de los fines del colonialismo. En cierta medida, los servía de forma más eficaz, pues la devoción por el exotismo no implicaba que se pidiesen cambios a las sociedades tradicionales; mejor que se quedasen como estaban. Era un abrazo de las culturas diferentes que las asfixiaba hasta dejarlas sin respiración. Para Wang, el capitalismo occidental es culpable si imponía su modelo y, al tiempo, culpable por no imponerlo. Ambas concepciones del exotismo, según Wang, no son mutuamente exclusivas; a menudo van de la mano, incluso en la actualidad. Cuando los turistas muestran su desazón con algunos aspectos frustrantes de la modernidad occidental, a menudo idealizan a los destinos exóticos como lugares prístinos en los que uno puede encontrarse con nobles salvajes, es decir, personal de los tebeos que no deberían malograr nunca las expectativas que se proyectan sobre ellos. Pero, como sucede a menudo, cuando los nativos no reaccionan de la forma esperada, los turistas claman contra sus previamente ensalzados amigos exóticos por su barbarie y por su atraso. Una vez más la codicia le pierde a Wang, que convierte en una gran montaña cualquier grano de arena, lo que necesitaría de mejores pruebas (como esa afirmación de que algunos turistas idealizan a sus exóticos objetos de deseo para revolverse contra ellos cuando no cumplen con el papel que les han asignado). Lo miremos como lo miremos, el turismo moderno comparte una visión deformada del exotismo que, al cabo, refleja su incapacidad para entenderlo. La mirada turística no puede librarse de ese pecado original. Siempre está viciada porque los turistas estructuran sus destinos en términos de clasificaciones culturales binarias (desarrollado vs. emergente; civilizado vs. primitivo; blanco vs. negro, y así sucesivamente) provistas por su propia cultura turística. «Una imagen turística es, pues, una imagen utópica construida social y culturalmente» (2000: 164). En otras palabras, es un estereotipo. Said no podría haberlo dicho mejor. Los turistas modernos, occidentales en su mayoría, no se enteran de nada. Siempre reducen sus objetos de interés a conductas banales o fabricadas. Sin embargo, no todos los estereotipos, incluyendo los de los turistas occidentales, han sido creados iguales. El Diccionario Merriam Webster los define

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de dos maneras. Una: «Algo repetido o reproducido sin variaciones; algo que se amolda a una pauta fija o general y carece de marcas o cualidades que distingan a los individuos». Otra: «Una pauta mental estandarizada adoptada por el común de los miembros de un grupo y que representa una opinión supersimplificada, una actitud afectiva o un juicio acrítico (de una persona, de una raza, un asunto o un acontecimiento)» (Merriam Webster, 2002). En la primera acepción, todos los conceptos genéricos, tales como macho, hembra, perro, árbol, virtud, dios, democracia, economía, erotismo, pan y millones de otros, no son más que estereotipos. Sin ellos, empero, la comunicación sería fácilmente embrollona e innecesariamente verbosa. Imagínese diciendo «el vigésimo séptimo día del cuarto mes del calendario gregoriano en el año 2008 de la era común, el colectivo de filamentos que sobresalen de la piel de los humanos y otros mamíferos en la parte superior de la cabeza se me izaron como las barbas de esos mamíferos del Viejo Continente, insectívoros y nocturnos ellos, que forman el género Erinaceus cuando oí que se acercaba un animal del género canis familiaris, de una especie desarrollada en Inglaterra y originalmente usada para morder a los toros aunque hoy se ha convertido en un animal de compañía, el cual animal, compacto, musculoso y de pelo corto, se aproximaba hacia mí rápidamente y ladrando», cuando usted podría decir sencillamente «ayer se me pusieron los pelos de punta al ver que un bulldog venía hacia mí corriendo y ladrando». Estereotipos como los de la última frase son muy eficaces para lanzar mensajes con gran economía de medios. Si insiste usted en hablar como en la primera, el personal podría tomarle a usted por otro de esos pedantes que profesan en Harvard, y usted no quiere eso. El segundo significado conlleva la noción de algo simplificado, engañoso o errado, y eso es lo que parece querer usar Wang en su definición sin mayores miramientos. Pero es difícil que se pueda aplicar a todas las imágenes turísticas. ¿Puede realmente suceder que un turista occidental esté usando una imagen utópica cuando dice que le gusta ir a Madagascar porque, como dice Wikipedia, «su largo aislamiento de los continentes cercanos ha generado una mezcla única de flora y fauna que no puede encontrarse en otras partes del mundo»? (Wikipedia, 2010a). Esta imagen puede haber sido tan social y culturalmente construida como la que más, pero ¿es utópica, estereotipada? Wang no se detiene ni por un momento a pensar en la diferencia y en cómo ayudar al lector a comprender cuál es cuál. Necesita de ese gambito para poder hacer pasar sus conclusiones por verdaderas. Una vez que se ha decretado que todas las imágenes turísticas son constructos utópicos puede proponerse fácilmente que todas las imágenes de los destinos son por igual arteras, mercantilizadas y propias de mentes infantiles, especialmente las usadas en la promoción

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turística. Nuestro Wang, siempre cauto, inmediatamente se distancia de semejante conclusión, no sea que se le ofendan los promotores y sus agencias de publicidad. Lo que hacen no brota necesariamente de su mala fe o de un impulso compulsivo de recurrir a la mentira. «La producción de imágenes distorsionadas requiere de la complicidad de la cultura a la que los turistas pertenecen» (2000: 166) Una vez más, aquí, o bien Wang se refiere a algo tan simplón como «mi cultura me hace pensar así», o bien tiene en las mientes a una cultura específica, tal vez eso a lo que llama modernidad, lo que se adaptaría muy bien a su argumentación. En las sociedades premodernas viajar era una aventura, dice, mientras que con la modernidad se ha convertido en una forma de ocio integrada en la cultura de masas. De esta manera, el turismo ha mercantilizado los viajes y los ha convertido en una entidad intangible compuesta por elementos simbólicos tales como imágenes y experiencias eróticas. La mercantilización, como lo recuerda Weber, proviene de la racionalización, que, bajo el capitalismo, solo puede definirse por la maximización del beneficio o, lo que es lo mismo, la reducción de los costes. Esta última impone diseños racionales, es decir, productos estandarizados y rutinarios cuyo mejor ejemplo son los paquetes turísticos. Un consumidor que recibe servicios acordes con sus expectativas se convierte en un consumidor satisfecho, posiblemente alguien que querrá repetir esas experiencias y a la inversa. Finalmente, la mercantilización implica cuantificación o el arte de manejar las experiencias turísticas poniéndolas en manos de sus organizadores, es decir, de corporaciones como operadores turísticos o compañías aéreas que las ofrecen al consumidor llave-en-mano. Qué argumento tan alambicado. En primer lugar, Wang generaliza, es decir, usa constructos utópicos. Antes de la modernidad, viajar no era solo algo propio de aventureros, sino sobre todo una empresa azarosa. Los peregrinos de Chaucer que iban a Canterbury viajaban en grupo no porque creyesen que eso sería algo con más glamur o más divertido, no, sino porque los caminos estaban infestados de bandidos. Pero eso no significa que viajar en la antigüedad tuviera siempre algo de aventurero (con la feliz excitación que el adjetivo connota habitualmente en la lengua de hoy), frente al viaje moderno que ha devenido libre de azares y falto de color solo porque está mejor organizado y es más predecible. Si exceptuamos al terrorista ocasional, los aviones suelen llegar a sus destinos seguramente, a veces incluso con puntualidad. Si exceptuamos el overbooking, los hoteles cumplirán con nuestra reserva. Si exceptuamos accidentes, la mayoría de los conductores llega sin sobresaltos a su destino. ¿Es eso algo menos cargado de aventura o solamente algo que se puede disfrutar más? ¿Impide que muchos turistas sean más activos o incluso acepten tomar más riegos durante sus vacaciones?

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Viajar en la antigüedad era también y hasta cierto punto algo predecible. Pompeya y otros espacios de ocio romanos ofrecían a la élite de los tiempos algo semejante a lo que los paquetes turísticos ofrecen hoy en día a millones de turistas: el llamado ocio pasivo. Moradas equivalentes a las actuales segundas residencias —que no son precisamente el colmo de la aventura— se convirtieron en espacios de ocio para, de nuevo, algunas élites en Chang’an bajo los Tang, en el Kaifeng de los Song o en Hanzhou con los Yuan. Es difícil decir que el turismo de la actualidad se preste menos a la aventura si se le compara con el de períodos anteriores. Indudablemente, se ha convertido en algo de lo que disfrutan enormes masas de gente, no solo las élites, y se ha hecho menos problemático y más atractivo para los consumidores. Pero, y esto es aún más importante, el argumento de Wang ataca a un constructo errado. Para Marx, mercantilización equivalía a explotación. Al forzar a los trabajadores a aceptar una norma de consumo mínima, el capitalista se apropiaba sin compensación del resto del valor que aquellos producían. Marx llamaba a esta parte ilegítimamente expropiada a la fuerza de trabajo la «plusvalía». La plusvalía es la esencia de los beneficios del capital, la raíz de la injusticia del capitalismo y, a la postre, tras un complicado argumento que ahorraremos al lector, lo que hará que el sistema llegue a su fin. Wang no piensa lo mismo. Su concepto de mercantilización se ajusta mejor con las ideas de los componentes de la Escuela de Fráncfort. Una mercancía no es un signo de explotación, sino de producción masiva. El problema de las mercancías no es que sean el fruto de relaciones sociales explotadoras, sino que son todas iguales, producidas en serie, fabricadas. Wang describe y critica el moderno turismo de masas exactamente de la misma manera. Se ha convertido en algo que se compra con dinero; está diseñado y empacado eficientemente para que los servicios sean predecibles, eficaces y triviales; se organiza habitualmente por fábricas de vacaciones que ofrecen productos tan iguales como faltos de significado; transforma las relaciones humanas en otros tantos ramilletes de experiencias banales y hedonistas. En última instancia, para Wang, la mercantilización debe ser criticada por su mal gusto y por su inconsecuencia en vez de por su injusticia. Es un asunto del gusto, bueno o malo; no un asunto para ser argumentado racionalmente y para servir de alternativa política, como lo era para Marx y luego para los movimientos socialistas y comunistas. Si los consumidores tuvieran mejor gusto y se gastasen el dinero en productos más exclusivos, o si estos estuviesen mejor diseñados o fueran más caros, la mercantilización tendría un espacio más reducido para imponer sus dictados. Se trata de una conclusión insostenible. Es una contradicción en los términos esperar que todos los consumidores tengan un gusto superior a la media.

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Más aún, tiene consecuencias imprevistas. Marx apuntaba algunas pruebas de la forma en que la mercantilización acabaría finalmente con el capitalismo. Se equivocó, pero uno puede discutir sus argumentos entendiendo lo que dicen. Por el contrario, la mercantilización, tal y como la entiende Wang, es insondable. Es cosa de gustos, y los gustos pueden ser tan numerosos como quienes los definen. En un sorprendente ejercicio de aquella autenticidad construida que tanto criticaba, Wang sugiere que como casi todos los turistas coinciden en sus opiniones, uno debe aceptarlas como si fueran la verdad. Mientras que los turistas demandan autenticidad existencial, el Logos mercantilista destroza sus expectativas sin duelo. Es decir, lo mismo que hacen los proveedores de servicios turísticos. Por un lado, las rentas que se derivan del turismo les permiten salir del estancamiento de sus sociedades tradicionales; pero, por el otro, tienen que pagar un rescate por ese éxito. Las exigencias de agentes extraños a ellas, como los operadores turísticos, resultan en los peores excesos, y degradan sus culturas y su medio ambiente. Con la globalización de la cultura del consumo turístico, es decir, su extensión global, muchos países del tercer mundo se dedican a turistificar sus culturas, sus gentes y su medio ambiente. Además, por causa de su débil posición en el competitivo entorno internacional aparece en varios de esos países, por ejemplo en el sudeste asiático, una forma «deshumanizante» de turismo como el turismo sexual, particularmente en forma de prostitución infantil (Wang, 2000: 199).

Si las cifras que aparecen en el capítulo 2 tienen algún valor, estas conclusiones son de una grandilocuencia injustificada. El turismo moderno, incluso cuando sin razones para ello se entiende tan solo como turismo internacional, no implica las más de las veces una relación entre países desarrollados y sociedades tradicionales. No es un asunto norte/sur más que marginalmente. Como se ha dicho, el turismo es mayormente doméstico, es decir, sucede en el propio país. La mayoría del turismo internacional ocurre entre países ricos o desarrollados. Adicionalmente, la más reciente expansión del turismo en estos tiempos de globalización ha convertido a destinos tradicionalmente receptores de turismo, como China, en mercados emisores de turismo internacional. Eso de que el turismo «es un encuentro entre los agentes de la sociedad modernizada y los de las sociedades tradicionales» (2000: 22) no es más que otra muestra de la fértil imaginación de Wang. Por su parte, el turismo sexual es un terreno de arenas movedizas (capítulo 6), pero convertir al amor venal en trata de blancas y en prostitución infantil causada exclusivamente por los turistas no es más que una falacia. En Asia y en otros continentes la prostitución apareció mucho antes de

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que llegara el turismo. Si acaso, el turismo puede haberla hecho más visible, tal vez algo más extendida; pero la prostitución no ha comenzado con él. Wang, sin embargo, acelera a medida que se aproxima a la Tierra Prometida. Aunque no parece que vaya a ser tarea fácil, indica, la mercantilización puede abortarse reduciendo la ambivalencia que genera el turismo tanto para consumidores como para proveedores. Lo que, después de todo el peso que Wang había otorgado a la ambivalencia en su errada descripción de la mercantilización, no deja de resultar una inferencia incómoda. Tras anunciar la ambivalencia de la modernidad, su distorsión de las necesidades de los consumidores, de magnificar el caos al que ha llevado a las sociedades del tercer mundo, la determinación profética abandona súbitamente a Wang. Quien esperase que fuera a proponer la prohibición del turismo o que se impusieran serias barreras a su proliferación para así beneficiar a clientes y proveedores estaría errado. Lo que se pone en cuestión aquí no es el desarrollo del turismo, sino cómo debe hacerse y cómo pueden prevenirse sus problemáticas consecuencias […] Si el turismo es un resultado de la reacción cultural de la gente a sus condiciones de existencia y a la globalización, entonces un «turismo alternativo» resultará de la respuesta crítica de la gente (tanto turistas como proveedores) a los aspectos negativos y al impacto del turismo de masas (2000: 222).

Estamos tocando el fondo. Por ser un constructo cultural, la modernidad podría ser susceptible de reformarse. ¿Quién podría cargar con esa tarea? La respuesta de Wang es tan clara como insuficiente. El empeño ha de ser común y compartido por todas las partes. Ante todo, lleno de un santo temor de Dios, Wang recomienda que operadores y agentes abandonen el dominio del interés y abracen la ética de la responsabilidad. Tienen derecho a obtener beneficios, pero estos tienen que subordinarse a los intereses de los turistas, de los locales y del medio ambiente. Después de los ataques de Wang contra los mercachifles de la mercantilización, esta conclusión no es muy verosímil. El lector, a quien se ha sometido a un curso intensivo sobre las relaciones íntimas que se dan entre capitalismo, modernidad, mercantilización y mala gestión de los destinos, se ve ahora animado a aceptar que, con un empujoncito, empresarios y agentes locales pueden ser convertidos a la nueva ética de la responsabilidad y de los intereses humanitarios. Pero más bien parece una invitación a dejar suelto en la Ciudad Prohibida a un grupo de falsos eunucos con la esperanza de que las concubinas imperiales vayan a quedar solo un poco embarazadas. El siempre cauto Wang se queda con un triunfo en la manga. A menudo, dice, los mercados turísticos se desinteresan de esos aspectos humanitarios y los

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proveedores locales son sacrificados en el altar de los deseos de los consumidores porque no tienen fuerza suficiente para imponer los propios. En ese momento, el Estado debe dar un paso adelante y ocupar la escena. El desarrollo turístico no es solo un asunto económico; a menudo es una cuestión de política […] Para asegurar que el turismo pueda convertirse en un juego en el que todos ganen, los gobiernos deben adoptar la ética de la responsabilidad y de los intereses humanos y convertirla en políticas específicas […] El desarrollo de un turismo humanista y responsable ayudará a los turistas a satisfacer sus deseos en respuesta a la «problemática de la modernidad» y a la comunidad anfitriona a beneficiarse del turismo aun en condiciones de globalización (2000: 224).

La música es bella, pero el escéptico tiene derecho a pensar que, sin las necesarias cualificaciones, el sueño intervencionista de Wang es un ejemplo de los mismos perros con los mismos collares. ¿Puede alguien esperar seriamente que ese vaya a ser el papel que estén dispuestos a representar tantos gobiernos cleptómanos del tercer mundo que no son responsables ante su propio pueblo, bien porque no aceptan los procedimientos democráticos, bien porque se burlan de ellos aunque aparezcan en sus constituciones? Un escalón más abajo, ¿qué le hace pensar a Wang que las comunidades y los gobiernos locales no estarán sujetos a la galerna de intereses que enfrentan a poderosos y desposeídos, a quienes se benefician del turismo y a quienes no, a los empresarios locales y a su fuerza de trabajo? Obtener ganancias que satisfagan a todos necesitaría de análisis más satisfactorio y de soluciones mejor pensadas que estas ñoñerías biempensantes acerca del turismo responsable y el fin de la mercantilización.

Teologías de la liberación, Acto cuarto: La tentación apofática Cohen no ha ocultado nunca su estima por MacCannell y su contribución a la investigación turística. Muy pronto (1988) saludaba su visión del turismo como una de las tres corrientes principales en la sociología cualitativa del turismo. Las otras dos eran las inspiradas en Boorstin y en Turner. MacCannell, apuntaba Cohen, había establecido un nexo crucial entre el estudio del turismo y la modernidad, impulsando así al primero hacia el núcleo de la última y proporcionando un paradigma básico para la investigación turística que ha ocupado la escena desde el último cuarto del siglo XX. Ese paradigma, conocido hoy hasta por las más jóvenes generaciones de investigadores, puede sintetizarse en una

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sola palabra: autenticidad. Según Cohen, esta visión sorprendentemente innovadora (2004a: 120) significa que los turistas, pese a la alienación que experimentan respecto de su mundo trivial, buscan autenticidad en otros espacios y en otros tiempos. Cohen ha repetido a menudo juicios similares en los veinte años que han pasado desde su formulación inicial (2004b, 2007). Este espaldarazo suele ir acompañado de una cualificación letal. Cuando otros trataron de explorar la operatividad del concepto, «resultó que la masa de los turistas no se sentía alienada ni buscaba autenticidad» (Cohen, 2004a: 3). Uno se siente justificado a rascarse la cabeza y preguntar si la hipótesis sorprendentemente innovadora de MacCannell no será otro caso de mucho ruido y pocas nueces o si Cohen no la está malinterpretando. Cuando se trata de su verificación empírica, uno puede estar de acuerdo con que la autenticidad está tan cargada con una Babel de significados que sus usuarios a menudo parecen hablar lenguas distintas (Reisinger y Steiner, 2006; Steiner y Reisinger, 2006). Cohen apunta con exactitud que el de turismo es un concepto difuso que a menudo viene envuelto en una niebla verbosa. «Gentes diferentes pueden desear diferentes formas de experiencia turística, por lo que “el turista” no existe como tipo» (2004a: 66). Uno no puede pintarle con una brocha que sirva para toda clase de pinceladas; por el contrario, lo que se debería hacer es clasificar sus epifanías y notar cuántas son y por qué aparecen. En consecuencia y por lo que le toca, Cohen ha llevado a cabo una serie de análisis meticulosos. Desde sus primeros escritos sobre la cuestión, trató de mantenerse al margen de los estereotipos y de buscar una mejor definición de los diferentes tipos de turistas, mostrando la enorme variedad de roles turísticos y por qué algunos prefieren convertirse en nómadas de la opulencia o los diferentes modos de conducta de los turistas recreativos (2004a: 17-36, 37-47, 49-63, 87-99). Uno piensa que de haber sido fiel a ese punto de partida y a la necesidad de evitar el monocausalismo al explicar algo tan complejo como la conducta turística, Cohen debería haber abandonado a MacCannell y su autenticidad hace muchas lunas y de un jalón. Sin embargo, vuelve una y otra vez sobre el concepto con la pertinacia con que las polillas se sienten atraídas por la luz. Aun en lo que parecía ser una necrológica de la autenticidad, Cohen no puede sacársela de la cabeza. El turismo contemporáneo puede hacer creer que se dirige hacia una era «posauténtica», pero la autenticidad sigue oculta bajo la superficie de las atracciones posmodernas, aunque lo haga de forma inversa y, a ojos de algunos, perversa (2007: 81).

¿A santo de qué semejante obsesión? Sus ideas sobre la «Fenomenología de las experiencias turísticas» pueden ofrecer un atisbo de explicación.

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Allí, Cohen comienza con un cabezazo ritual a la fenomenología, recordando al lector la importancia de la noción de «centro». Ese concepto ha entrado en la teoría sociológica desde muchas orientaciones epistemológicas. Eliade lo convirtió en la clave de bóveda de su estudio de las experiencias e instituciones religiosas. El centro es el punto escatológico donde se anudan el cielo, la tierra y el infierno. Shills lo amplió para estudiar las sociedades seculares —todas ellas agrupadas en torno a un centro que estructura simbólicamente sus valores supremos e instituciones básicas (el monarca, la bandera, la constitución, un icono como el Tío Sam, John Bull o Mariana la del gorro frigio)—. La tradición sociológica Durkhein/Parsons también considera al centro como el conjunto de valores básicos que los miembros de un grupo comparten por consenso. De esta manera, cada uno de sus miembros ha recibido la noción de un centro social o comunalmente que sanciona con su aceptación, resolviendo así de una tacada el problema hobbesiano de la existencia y mantenimiento del orden social. Cohen acepta también esa noción aunque con una variante. Lejos de ofrecer un centro el turismo, en cuanto actividad recreativa, implica una separación temporal del centro. «Eso significa que el turismo es en esencia un reverso temporal de las actividades cotidianas» (2004a: 67). Por tanto, solo cobra una importancia periférica en las biografías de cada quien y Cohen no cae en la rapsodización de este aforismo turneriano. Además, no todos los individuos aceptan un mismo centro para sus sociedades. Muchos se muestran excéntricos o alienados respecto de él, y es esto lo que realmente necesita ser explicado tanto en la sociología general como en la del turismo. Las sociedades tradicionales no sentían la misma necesidad de viajar que las modernas. Siguiendo a Eliade, Cohen recuerda que los primitivos carecen de razones para abandonar su espacio-mundo. Su mundo está bien estructurado, es un cosmos fuera del cual acecha el caos. ¿Por qué aventurarse a salir de él? Más tarde, con el desarrollo de las peregrinaciones, esa relación cambió. El peregrino abandona una periferia profana para llegar al centro sagrado de un cosmos religioso más grande que su propia comunidad. El pábulo de la salvación hace aconsejable semejante aventura. El turismo moderno no coincide exactamente con ninguna de esas dos experiencias; más bien las revierte en la medida en que el turismo supone viajar desde el centro de la propia cultura hacia una periferia. Dependiendo de cómo funcione esa conexión cabe clasificar cinco tipos básicos de turismo. El primero es recreativo. Mientras que el peregrino es «re-creado» por medio de su búsqueda del centro, al turista recreativo le basta con recrearse, es decir, con entretenerse de una forma que restaure su energía física y mental («recargar las pilas»), y con experimentar un sentimiento de bienestar. Los tu-

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ristas recreativos son personajes del mundo de Boorstin —se contentan fácilmente con pseudoeventos—. Para ellos, el turismo no es más que una válvula de escape del cansancio y los problemas. Se encuentran muy a gusto en su caparazón funcional. El siguiente tipo lo proporcionan los turistas en busca de diversión, unos sujetos que no gozan de las simpatías de Cohen. Ellos no buscan dar significado a sus vidas, sino que carecen de un centro y se entregan a placeres insignificantes. En un análisis exigente, estos dos tipos de turistas solo pueden distinguirse con dificultad. Su única diferencia estriba en la perspectiva desde la que los percibimos. Si suponemos que no están alienados sino bien adheridos a los valores occidentales, podemos pensar que son turistas recreativos. Si los vemos como alienados, entonces su forma de viajar refleja la anomia que permea las sociedades modernas y los tendremos por buscadores de diversión. Uno podría objetar que ambos rasgos (alienación y anomia) son cosas diferentes y que mientras que la primera se predica de sociedades enteras, la segunda tiene que ver fundamentalmente con los individuos. Ciertamente, su distancia mutua no es insuperable. Para Marx, la distribución desigual de la propiedad y del poder crea un marco social alienado que moldea el desajuste de los individuos tanto en la clase dominante como en las dominadas. En Durkheim los individuos sufren de anomia porque, por diversas razones, no pueden habérselas con la rigidez que sus sociedades les imponen. Hay otras formas, más profundas, de experiencia turística. Así la tercera, a la que Cohen denomina modo experimental. Los individuos alienados se percatan de «la falta de significado y de la fatuidad de su vida diaria» (2004a: 73) y tratan de recomponerse, ya por medio de la transformación de sus sociedades gracias a cambios profundos y/o a la revolución, ya por encontrar su propio significado en las vidas ajenas, lo que resulta en una alternativa menos radical. Los turistas experienciales se mueven en aguas turbias, vacilando entre volver a casa, como hacen los buenos turistas, o quedarse en sus destinos y convertirse en nómadas de la opulencia. Algo más allá encontramos la cuarta forma de experiencia turística: el modo experimental. Estos turistas han perdido ya todo sentido de pertenencia a un centro societario y quieren librarse definitivamente de él. Finalmente, encontramos a los turistas existenciales. Para ellos, hay un nuevo centro al que entregarse. Han roto las amarras que les ligaban a su sociedad de origen y han elegido pasar a formar parte de otra distinta. El exilado se convierte parcialmente en miembro de una sociedad diferente en la que ha encontrado su nuevo centro. Pero eso no le libra de pertenecer a su sociedad de origen, aunque su mente y su corazón la hayan dejado atrás. Puede que se vean obligados a volver a esta última, pero se mantienen permanentemente en contacto con su nueva sociedad de elección y viajan a ella con frecuencia.

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Esta clasificación abierta tiene una clara superioridad sobre las fijaciones binarias entre turistas que participan en la vida extraordinaria que pone a su alcance un alto en su trabajo y el resto de la gente que se limita a vivir su vida cotidiana. El turista de MacCannell, su hombre-moderno-en-general, se propone abarcar demasiado, en tanto que, cada cual en su lugar, Jafari, Ryan y Wang no pueden romper con unas categorías que subsumen a demasiados tipos diferentes de conducta. Al hacerlo así adoptan una perspectiva reduccionista que experimenta serias dificultades a la hora de entender las vicisitudes del mundo que conocemos. Esta tipología de experiencias no debe confundirse con otra igualmente propuesta por Cohen en un intento de entender la sociología del turismo internacional. Aquí lo que cuenta es el binomio novedad/familiaridad y sus estadios intermedios. El primero es el turismo de masas organizado. Es el tipo menos dado a la aventura, representado por los consumidores de paquetes turísticos que los mantienen en el interior de una burbuja una vez que llegan al destino que han elegido. El tipo siguiente es el del turista de masas individual. Esta aparente contradicción no indica otra cosa que, aunque tenga control sobre su itinerario, el turista que ajusta su paquete a sus deseos individuales sigue aún preso de la burbuja que le envuelve. La familiaridad domina, pero abre espacios para apreciar la novedad. El explorador, por su parte, organiza su propio viaje dando más espacio a la novedad y tratando de apartarse del camino más hollado. Pero este tercer tipo de turistas no llega a sumergirse aún completamente en sus destinos. Finalmente, el vagabundo o trotamundos no solo busca evitar las sendas más trilladas, sino que trata de vivir de la misma manera que sus anfitriones. Aquí la novedad lo inunda todo —planes de viaje, selección de lugares de estancia, itinerarios, modos de transporte, duración de las estancias—. Los trotamundos y los exploradores, que son las dos formas no institucionalizadas de turismo moderno, son los únicos que se proponen adentrarse en mundos desconocidos. A menudo se solapan, pero existen matices y contrastes que establecen diferencias entre ambos, aunque solo sean de grado. Los exploradores se relacionan con las gentes a las que visitan; algunos incluso tratan de hablar la lengua local; pero al tiempo evitan sumergirse por completo en las culturas ajenas. Buscan lugares de residencia confortables y medios de transporte seguros. De esta forma recuerdan al observador a los viajeros de antaño, hallando así su linaje en el Grand Tour. Los trotamundos tienen algo de más modernos. Son retoños de la opulencia que tratan de romper con ella. Habitualmente son gente que cuenta con espacios libres entre el final de la educación superior y el comienzo de la vida de trabajo. «Estos turistas prolongan esa moratoria moviéndose por el mundo a la

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búsqueda de nuevas experiencias, radicalmente distintas de las que les resultan conocidas a través de una común experiencia de sus vidas en la clase media» (2004a: 44). Uno pensaría que son el vivo retrato de las Shirley Valentines de Ryan, pero Cohen no se permite esas bobadas. La mayoría de los trotamundos no se dejan llevar por impulsos de descubrimientos sin fin o de una liberación perdurable. «Después de haber saboreado esas experiencias por un tiempo, por reglas general se vuelven a casa para iniciar la vida bien ordenada de las clases medias» (2004a: 44). Muchas Shirley acaban por reencarnarse en un avatar yuppy. El turismo institucionalizado, ya individual, ya organizado, es el extremo opuesto de este continuo. No podría darse sin la existencia de una industria de masas que le da forma y le procesa eficazmente. Eficaz en este contexto se refiere a que su experiencia será predecible y estará bien regulada, omitiendo la aparición de riesgos e incertidumbres. El propósito principal del turismo de masas es la visita a atracciones, sean genuinas o artificiales. «Artificial» es un adjetivo que Cohen usa con frecuencia. Habitualmente significa que las atracciones deben ser organizadas para la «conveniencia» del turista de masas, un rasgo tan importante en el turismo de masas que hace olvidar que lo genuino y lo auténtico han desaparecido del mapa. «Las atracciones se presentan en espacios que cuentan con todas las comodidades, han sido reconstruidas, ajardinadas, están libres de elementos disruptores, han sido escenificadas y, en general, están sometidas a procesos organizativos eficaces» (2004a: 41). Esta necesidad de hallar el mínimo común denominador priva al turismo de masas del deseo de encontrar lo genuino, lo espontáneo, lo auténtico. Las atracciones son artificiales y los turistas se alimentan de la autenticidad escenificada que MacCannell denunciara. Como no podría ser menos, Cohen señala a los parques temáticos de Disney, que han brotado como hongos por el ancho mundo, como ejemplos señeros de esta tendencia, aunque igualmente apunte que no son los únicos en donde la artificialidad llega al colmo. La autenticidad escenificada es anterior incluso a la modernidad. «Cachivaches novedosos y vuelos de la imaginación han sido productos habituales en las ferias populares durante muchos años» (2004a: 138). La diferencia estriba en la tecnología (más sofisticada en los parques temáticos), en su dimensión (los parques de Disney se han internacionalizado), en el tipo de experiencias ofrecidas (más realistas que en las ferias tradicionales) y, por supuesto, en los proveedores (los parques temáticos son los hijos putativos de la industria turística). Los aspectos organizativos controlan lo inesperado y hacen que las atracciones resulten más manejables para los turistas. La industria busca atracciones y espacios que se acomoden a las necesidades del turismo de masas, y como estos habitualmente se generan en países occidentales y en Japón (un refina-

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miento, por cierto, que Cohen fue de los primeros en introducir), las infraestructuras occidentales se reproducen como hongos incluso en los países más pobres. Sin embargo, como el turista también espera algún sabor local o signos de lo extraño en ese entorno, aparecen decorados locales en las habitaciones de sus hoteles, comida local en sus restaurantes, productos locales en sus tiendas. Pero a menudo esos toques locales están estandarizados: los elementos decorativos se introducen haciéndolos lo más parecidos posible a la imagen estandarizada del arte de ese destino concreto, las comidas locales evitan chirriar en los paladares de los turistas y la selección de artesanía local está influida por la demanda de los turistas (2004a: 41).

Todo eso distancia al producto final de la cultura local y posibilita que los turistas se muevan en un mundo semejante al de casa, rodeado por pero no integrado en la sociedad local. De ahí que, a pesar de los buenos deseos de la literatura promocional, la comunicación cruzada entre la cultura de los turistas y la local no fluya. Lejos de acabar con los mitos del exotismo, el turismo institucionalizado los perpetúa. La progresión entre estos cuatro tipos de turismo internacional se presenta a menudo como un vector inverso del proceso de desarrollo turístico. Exploradores y trotamundos buscan lugares desconocidos o poco frecuentados y con ello los ponen en el punto de mira de la industria. Una vez que esta repara en ellos y los ofrece a la conveniencia de un número creciente de turistas, los flujos de turismo institucionalizado, masivo o individual, están preparados para incluir a las nuevas atracciones en su radio de acción, con lo que el número de atracciones artificiales o escenificadas crecerá exponencialmente. Con todo, este proceso tiene un lado positivo; al limitar el interés hacia las atracciones más trilladas evitará que los turistas interfieran en la vida real y en la cultura de las comunidades que los acogen. En cualquier caso, por razones de las que luego se hablará, Cohen no dedica mucho tiempo al turismo institucionalizado y uno sospecha que ninguna de sus variedades (sea masivo o individual) le interesa demasiado. A Cohen le intrigan mucho más los nómadas de la opulencia. Aquí entran en escena los mochileros. En el tiempo en que Cohen escribía este trabajo, su deambular por el mundo se estaba convirtiendo de un fenómeno menor en una de las tendencias principales del turismo contemporáneo, una tendencia parcialmente representada por lo que entonces solía llamarse la contracultura, es decir, los desafíos a las normas más aceptadas en las sociedades occidentales. La contracultura venía con muchas envueltas, desde la desatención a lo que tradicionalmente se habían considerado buenas maneras hasta el ataque a otras reglas

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más básicas como la vida de familia, la propiedad privada y aun «el sistema» en general y su tolerancia represiva en particular. Por su parte, esto hizo que lo que había comenzado como una reacción contraria a las formas rutinizadas de viajar, acabase también por ser institucionalizado en un grado por completo distinto del turismo masivo ordinario, pero en paralelo con él (2004a: 49).

La institucionalización del turismo trotamundos se manifestó de diversas formas. Mientras que sus itinerarios iniciales se fijaban libremente y carecían de agenda fija, las «rutas» seguidas por la mayoría de los mochileros venían acompañadas de una aparición del turismo de masas. Mientras que los trotamundos originales no podían interesarse menos por las atracciones «imprescindibles», los mochileros pronto establecieron sus propios lugares a visitar, necesariamente seleccionados por las guías dirigidas a ese nicho del mercado, lo que es «la imagen misma del turismo apacible de las clases medias» (2004a: 55). Las guías de Lonely Planet iban a ser tenidas posteriormente por la Biblia del mochilero (capítulo 9). El paso siguiente sería la creación de una infraestructura especializada en servirles: agencias especializadas en billetes baratos; hostales y restaurantes a su alcance; tiendas y centros de diversión especializados. Algo más tarde aparecieron en diferentes destinos zonas especializadas en alojar a las comunidades de trotamundos. Finalmente, a medida que crecía, el movimiento mochilero empezaba a diferenciarse internamente: los «aventureros» o trotamundos genuinos; el hippy itinerante, que se movía incesantemente entre varias comunidades igualmente hippies; el trotamundos «en masa», una especie movediza mayormente interesada en frecuentar alojamientos, casas de comidas y líneas aéreas baratas; el «compañero de viaje» o hippies a su pesar, que coqueteaban ocasionalmente con la contracultura más profunda. Distanciarse del propio medio de origen, como Stevenson cuando decidió finalmente hacerse mayor en Samoa, o Gauguin entre las wahines de Tahití, o Thoreau en los bosques de Walden Pond, o Kerouac en sus infatigables viajes por el Big Sur, solía ser el motivo básico del trotamundos en su viaje hacia el conocimiento de sí mismo. Este peregrinaje interior iba a menudo acompañado de mucho viajar (I Wonder as I Wander [Viajar asombra], el libro de memorias de Langston Hughes, resumía en un título muy apropiado el orden real de las cosas, que Ryan volvió del revés en su homenaje a Shirley Valentine). Con frecuencia, el trotamundos se asentaba entre la gente de su nuevo domicilio y vivía entre ellos, atando el nudo entre huéspedes y anfitriones. Pero la felicidad completa no suele durar. A menudo, los locales no entienden los caprichos de sus nuevos huéspedes —«solo un tipo raro querría abandonar una vida de opulen-

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cia»— y les ven como una fuente de «polución cultural», llegando incluso a someterlos al ostracismo. No es cierto que el turismo, en cualquiera de sus formas, represente un acicate para la comunicación intercultural inconsútil. Cohen muestra una cautela semejante para evitar hacer juicios prematuros en el asunto crucial de la autenticidad y la mercantilización. Muchos ven la autenticidad como un concepto unívoco, pero esta idea marra la diana de lejos. Aunque se distancia de lo que Wang iba a llamar luego autenticidad objetiva, Cohen se aparta también tanto de una definición de autenticidad purista, de especialista de museo, como de la tendencia común a muchos antropólogos a buscarla exclusivamente en comunidades premodernas. Ambas cosas imponen unos criterios de demarcación que distan mucho de los que espera el turista. «Los turistas parecen buscar la autenticidad con diversos grados de intensidad que dependen del propio grado de alienación respecto de la modernidad» (2004a: 106). Cuanto menos conscientes son de ella, tanto más fácilmente aceptarán los turistas la autenticidad de los productos que se les ofrecen. Así pues, la autenticidad tendrá más grados de intensidad de lo que suele reconocerse. Algo similar sucede con la idea de mercantilización. Su rechazo indiscriminado, como en el estudio de Greenwood (1977) sobre el Alarde de Fuenterrabía (u Hondarribia en la nueva topología), huele a generalización abusiva. Sin duda, los operadores turísticos extranjeros frecuentemente mercantilizan los bienes y servicios dirigidos a los turistas, abriendo así un flanco a las acusaciones de explotación de las comunidades que proponen como destinos. Pero la producción orientada al lucro no es de suyo anatema para la autenticidad. Los gamelan locales que actúan para audiencias extranjeras en Bali o en Java pueden parecer a un observador externo como adaptaciones ilegítimas del significado cultural de su arte, pero a menudo los músicos no ven contradicciones entre sus actuaciones y la continuidad cultural de su música. En resumen, «la mercantilización no destruye necesariamente el significado de los productos culturales, ni para los locales ni para los turistas, aunque eso puede suceder en algunas circunstancias» (2004a: 13). Cohen no suele dar soluciones fáciles y su inflexible respeto por los hechos contribuye en no escasa medida a la calidad y a la honestidad de su trabajo. Ocasionalmente, empero, hace alguna excepción que se adapta a la sabiduría convencional y deja un regusto incómodo. Es difícil aceptar, como él lo hace, que sea la burbuja turística la culpable de que los turistas permanezcan aislados de las culturas locales cuando ellos, y no los locales, tienen reservado el acceso a determinados bienes y servicios, como ocurría en las tiendas en dólares de la antigua Unión Soviética o en la Cuba de hoy. Esa burbuja en particular parece ser más apropiado cargarla en la cuenta de los gobiernos de esos

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países y de su rígido control sobre el comercio exterior y no en la de la institucionalización que acompaña al crecimiento de la industria turística. Más difícil aún de aceptar es su idea de que la incomunicación intercultural se deba a «la falta de conocimiento de las lenguas locales, lo que hace de la creación de lazos con los nativos y del viajar independientemente una tarea tan difícil que pocos turistas la emprenden» (2004a: 43). La sabiduría académica convencional impone muchas exigencias a la conducta de los turistas, pero esta supera la media. ¿Por qué habrían de ser los turistas conocedores de lenguas? ¿Habría que pedirles que supiesen mandarín y otras veinticinco lenguas locales propias de las minorías que pueblan la provincia china de Yunnan cuando la visitan, o vietnamita y demás lenguas de las minorías locales en su visita a Sa Pa? ¿Habría que excluir de viajar internacionalmente a todos aquellos que no pasen un examen de aptitud lingüística o convertir esas experiencias en un coto cerrado para antropólogos conocedores de múltiples lenguas ajenas, si es que los hay, con la excusa de que solo ellos pueden tener conocimiento adecuado de los vericuetos de las culturas locales, además de un don de lenguas? Estos pequeños deslices del procesador de textos parecen reflejar una desconfianza, no por inconsciente menos conspicua, respecto del turismo de masas por lo que a Cohen toca. Sin olvidar sus múltiples pronunciamientos bien equilibrados en la mayoría de los asuntos, Cohen parece incapaz de librarse de una profunda aversión hacia él. Tal vez se deba al evidente pesimismo subweberiano que permea su visión. El ascenso de la modernidad va acompañado de un crecimiento incontrolado de la burocracia que, si bien impone dosis crecientes de racionalidad formal, o tal vez justamente por ello, acaba por forjar una jaula de hierro para la libertad de los modernos. Cuantas más actividades humanas caen bajo el control de esas burocracias estatales o corporativas, tanto mayor es la pérdida de significado de la vida. El sino del turismo no es diferente. Sus variedades recreativas o de diversión, dos formas similares de conceptualizar el fenómeno del turismo de masas, no pueden evitar mostrar un déficit de interés real por los destinos que comercializan y por sus habitantes. Incluso los trotamundos de nuevo cuño, los mochileros, no son inmunes a esa dolencia. A la postre, acaban por imitar los excesos del turismo de masas. ¿No habrá cincuenta, o treinta, o veinte, o siquiera diez, justos en Sodoma? Cohen parece ser tan pétreamente inconmovible como el Dios de Abrahán. Al cabo, el turismo no hace sino acelerar el paso de la perdición humana. Pese a sus ponderadas reflexiones sobre múltiples aspectos del desarrollo turístico, Cohen mantiene su veredicto de culpabilidad con escasos atenuantes. No comparte las alegrías de MacCannell y sabe que modernidad y turismo de masas no van a desaparecer por ensalmo y cree que su expansión acarreará un retroceso de las opor-

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tunidades para la comunicación intercultural. Poco a poco pero de forma segura, libertad y creatividad marcharán hacia el ocaso. Tal vez Cohen sea un optimista bien informado, como quiere el chiste. Lamentablemente, habrá que aplazar la respuesta a su adivinanza hasta que la modernidad cierre su curso. Seamos pacientes. Sabremos la respuesta en unos cuantos cientos de años, tal vez antes (capítulo 9), y entonces podremos discutir si Weber o Cohen acertaron. Mientras tanto, hay otros aspectos de su argumento que son más susceptibles de debate. Cohen mira al turismo a través de un cristal oscuro. Con demasiada frecuencia restringe su campo visual a las dimensiones de los flujos turísticos internacionales, tan caros a la mayoría de los investigadores de la cosa. No solo es para ellos el turismo un fenómeno exclusivamente internacional; además, suponen que viaja siempre en una misma dirección: oeste/este o norte/sur. La vieja sabiduría antiimperialista se resiste a desfallecer. Sea como fuere, acaba por oscurecer el panorama hasta dejarlo irreconocible. Uno puede comprender que los pocos datos que se ofrecen al público en las bases UNWTO sobre llegadas internacionales tengan, a falta de otros, mucho sex appeal; uno puede incluso estar dispuesto a perdonar a los antropólogos culturales que se sientan más a gusto en el terreno de los intercambios entre culturas; pero no hay necesidad de tragarse que unos y otros estén únicamente legitimados para marcar los límites de la experiencia turística. La mayoría de los turistas viaja por el interior de sus fronteras y de sus culturas. Cada vez más se reduce la proporción de turistas internacionales blancos y los nuevos se mueven en muchas direcciones. ¿Por qué se ha quedado tan pequeña la literatura sobre los viajes de los indios o la mirada de los turistas chinos? Pese a su notable contribución al estudio del turismo internacional en general y de Tailandia en particular, cómo explicar que, con algunas excepciones (1995, 2000, 2008), la conducta de los turistas tailandeses no parezca excitar la imaginación de Cohen, por no hablar de la de los demás. Vayamos ahora a otro asunto, el del argumento estructural subyacente en su obra de que todo turismo, especialmente el de masas, es banal y falto de significado. Cabría contraargüir aquí que son muchos los turistas a quienes parecen gustarles las atracciones que Cohen considera artificiales. Conviene, pues, preguntarse por qué. Una posible explicación es que no saben lo que hacen. Cohen parece sugerirlo más de una vez. La mayoría de los turistas de masas (sin duda los turistas recreativos y los de diversión, pero también los mochileros y otros nómadas de la opulencia) saben menos acerca de sus destinos que los museístas y los antropólogos, así que se contentan con experiencias superficiales. Sin embargo, mientras Cohen no invente un profundímetro que funcione bien, comparar el grado de banalidad de diferentes categorías sociales parece una labor fenomenológica imposible, amén de ociosa. Cuando uno recuerda que

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Cohen da su visto bueno a la idea de Wang de la autenticidad existencial, su argumento se hace aún más tenue. Aunque Wang la manosea hasta convertirla en ese sancocho normativo al que llama turismo responsable, si nos la tomamos en serio, la autenticidad existencial no es más que otro nombre para la inconmensurabilidad de las experiencias individuales. Cohen, como se ha dicho, tiene un concepto menos opresivo de la mercantilización que otros muchos usuarios; para él, la mercantilización puede presentarse en varios gustos, lo que es un matiz digno de encomio. Lamentablemente, esa cautela se detiene al llegar a otros aspectos del proceso. Lo que convierte a una creación cultural en mercancía no es que sea un producto del trabajo asalariado, sino su serialidad. Los paquetes que consumen los turistas dejan a un lado cualquier penetración de la novedad o del azar o la reducen al mínimo. Así encarcelan a sus usuarios en una burbuja que frustra la razón principal para viajar: conocer otros lugares, otras gentes, otras culturas. Adicionalmente, las corporaciones que gastan tanto dinero en poner los viajes al alcance de grandes números de consumidores imponen un grado creciente de estandarización y de artificialidad a sus productos. Cohen no las critica por sus pretendidos intentos de explotación, no. Lo que parece decisivo en su requisitoria es la crítica francfortiana a la producción moderna que Wang ya había hecho desfilar, a saber, que hace perder su aura a las creaciones originales y a las experiencias genuinas. De esta forma, uno puede pensar que, a la postre, Cohen ha encontrado su sitio en la sociología cualitativa del turismo, que fue de los primeros en estudiar. De las tres esquinas del triángulo que, según él, la forman (MacCannell, Turner y Boorstin), Cohen no comparte el celo profético de MacCannell ni la audacia de sus esperanzas; no se siente a gusto tampoco con el optimismo de los turnerianos, que prometen liberación por el precio de un paquete turístico a todos aquellos que, con sus juegos y sus vacaciones, estén dispuestos a saltar por encima de la cotidianeidad. Uno piensa que en su teología apofática, en su fenomenología fatalista, Cohen no deja sitio para la erupción de lo liminoide como agencia institucional ni para el optimismo de Turner, que no excluía a nadie de su eventual goce. Cohen apunta que una mayoría, al menos cuando se trata de viajes y turismo, es incapaz de apreciarlos. Como Ortega y Gasset, como Adorno (quello vecchio signore un po’ démodé [ese anciano caballero un poco pasado de moda], como decía Galvano della Volpe), como Boorstin, si hay algo que Cohen considera imperdonable en la modernidad, es su tolerancia hacia el mínimo común denominador que tanto gusta a las masas.

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Epifanías La matriz metodológica pomo a la que nos hemos referido en capítulos anteriores (3, 4 y 5) ha tenido infinitas aplicaciones en estudios de casos referidos al turismo. No todos ellos valen tanto como el modelo; a menudo se pierden al usarlo o no son lo suficientemente cuidadosos como para seguirlo con todas sus consecuencias lógicas. En cualquier caso, en este campo se siguen generando múltiples trabajos que se inspiran en esa matriz. Este capítulo y los siguientes pasan revista a algunos de ellos en asuntos como el turismo sexual, el papel de las identidades, los lenguajes del turismo y las propuestas de alternativas al turismo de masas. Este capítulo comienza con un par de experiencias. La primera es totalmente mía. En el verano de 2002, en la primera noche de mi estancia en Hanoi, vi en la entrada del hotel el anuncio de un karaoke en los sótanos del establecimiento. Hice un apunte mental para visitarlo en otro momento porque sentía curiosidad por ver cómo un tipo de diversión genuinamente japonés se había aclimatado en el corazón de Vietnam. Unos pocos días después me pasé por el sitio para echarle un vistazo. No era fácil porque las luces alumbraban poco más que para no estar completamente a oscuras. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, lo que vi tenía poco que ver con lo que yo había imaginado. Para llegar al bar había que pasar por un corredor estrecho y largo con un banco en cada lado. Sentadas cerca una de otra había un número considerable de mujeres jóvenes vestidas con trajes de noche que se ponían respetuosamente en pie cuando entraba uno o varios clientes, todos masculinos, y volvían a sentarse cuando habían pasado, con un movimiento parecido a la ola mexicana de los campos de fútbol. Excepto por las chicas en traje de noche, no había otras mujeres en el local. Una vez sentado en una mesa, otra mujer, no tan joven ni tan atractiva como ellas, apareció entre la bruma y me abordó. Dijo que era una de las mama-san

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del sitio y me ofreció un menú con tres opciones básicas: una botella de whisky (80 dólares); una botella de whisky y una acompañante (100 dólares); una botella de whisky y dos acompañantes (120 dólares). Mama-san explicó también en su escaso inglés que el precio solo incluía la compañía de una o varias de las chicas seleccionadas en una de las salitas reservadas para cantar. Cualquier tipo de actividad sexual estaba prohibida, pero si así lo deseaba, yo podía llevar conmigo a una o dos de mis acompañantes a una de las habitaciones del hotel, por 60 dólares por dos horas u 80 dólares por toda la noche. De vuelta a mi Universidad, pocas semanas después, comenté la anécdota con un colega. Él había estado en Pekín ese verano y había tenido una experiencia parecida. Hotel parecido, karaoke parecido, parecido bar, parecidas muchachas con vestidos parecidos, y parecidas explicaciones de una mama-san parecida. Solo los precios eran diferentes. En la capital de China, las chicas cobraban 30 dólares por hora de compañía, 200 dólares por dos horas en la habitación y 250 dólares por toda la noche. Ninguno de eso dos acontecimientos merece el nombre de epifanía. Si acaso, eran tan solo una ocasión para meditar por qué una de las más antiguas profesiones del mundo seguía viva en las capitales de dos autotitulados Estados socialistas o para reflexionar sobre las diferencias en la paridad de poder adquisitivo en ambas. Pero no eran una epifanía. La epifanía estaba en otro sitio. Mi colega y yo habíamos discutido recientemente sobre un libro, por entonces recién publicado, que se ocupaba del turismo sexual y donde podía leerse que su institucionalización en el sudeste asiático podía atribuirse a la intervención americana en Vietnam. No solo eso, sino que, decían sus autores, la prostitución se había convertido en parte esencial del desarrollo turístico en esos países y en un componente integral del desarrollo económico nacional e internacional (Ryan y Hall, 2001: 136). Esta sí que era una verdadera epifanía. Por lo que ambos sabíamos, ni Hanoi ni Pekín habían albergado bases americanas. Adicionalmente, la mayoría de los turistas en esas ciudades no son occidentales, sino asiáticos. Cómo podían ser los soldados americanos o los turistas occidentales las fuentes principales de una conspicua industria sexual en esas dos ciudades y en muchas otras de ambos países. Por lo demás, ha habido un número considerable de bases militares americanas en Japón y este país había conocido un fuerte movimiento imperialista en el pasado. ¿Cómo explicar que esos dos factores, aparentemente tan poderosos en el nacimiento del turismo sexual en otros países de Asia, no hubieran convertido a Tokio, Osaka o Kioto en otras tantas mecas del turismo sexual? ¿Cómo podría una mente cuerda dudar de que el turismo sexual hubiese sido un sector estratégico del desarrollo económico del país, como habría sido el caso de ser cierta la hipótesis Ryan-Hall?

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Antes de empezar la discusión conviene advertir que el turismo sexual, al menos por ahora, no puede ser objeto de investigación consistente. Para empezar, hay que hablar de la enorme confusión que tantos investigadores han creado en torno al asunto. Hay quien piensa que el turismo sexual no es más que una parte de un continuo de actividades sexuales que se presentan durante unas vacaciones y que van desde más frecuentes encuentros amorosos entre contrapartes estables, pasando por la creciente posibilidad de relaciones sexuales ocasionales durante las vacaciones, hasta llegar a los viajes cuyo motivo principal gira en torno a la prostitución (Bauer y McKercher, 2003). Hay algunas pruebas del nexo entre vacaciones y mayor actividad sexual que se refieren a muestras reducidas de gente de la misma nacionalidad, grupos etarios o culturas (Opperman, 1998; Selänniemi, 2003). Otros autores consideran que el turismo sexual no tiene nada que ver con eso. Esta clase de turismo es más específica y debe limitarse a las conductas cuyo fin principal es mantener relaciones con personas prostituidas, sean mujeres (como suele suceder en una mayoría de casos) u hombres; sean en relaciones consensuales o forzosas; sean con personas que no tienen mayoría de edad o sí la tienen. En el mundo real, ciertamente no hay una muralla china que separe a estos últimos ejemplos de conducta sexual (Cohen, 1993), pero uno debe mantener el objeto de estudio dentro de unos límites claros para evitar errores innecesarios en un terreno en el que la carencia de datos fiables alienta en muchos casos las exageraciones, las nociones irrelevantes o las moralejas para ejemplo de adultos y niños. Por desgracia, más que poco fiables, los datos en este campo son prácticamente inexistentes; así que aportar pruebas creíbles es a menudo una tarea imposible. Incluso allí donde la prostitución es legal o cuenta con una amplia tolerancia social, los proyectos de investigación serios escasean. Muchos países, especialmente aquellos que son considerados como un ejemplo de los estragos del turismo sexual, no aportan estadísticas sobre la industria del sexo; las hipótesis se basan en observaciones limitadas; y las conclusiones exhiben los prejuicios morales, religiosos o ideológicos de sus autores. Más aún, el turismo sexual se ha convertido en un agujero negro en que a menudo la trata de blancas, la prostitución infantil o el sexo venal consensual aparecen juntos y revueltos (Wang, 2000). Todas las advertencias anteriores aconsejan abordar el asunto con grandes dosis de humildad y aceptando los enormes límites impuestos. Este capítulo no debería ser una excepción. No se presenta aquí un proyecto de investigación, sino algunos comentarios escépticos sobre la obra de algunos autores que creen haber resuelto el asunto de una vez por todas. Es también una reflexión crítica sobre la escasa calidad de la sabiduría convencional sobre él y su tendencioso

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neorromanticismo. Adicionalmente, conviene poner de manifiesto que nuestras observaciones se refieren solamente a una dimensión del turismo sexual, posiblemente la más extendida: uso de la prostitución heterosexual y consensual. Finalmente, subrayemos que el estudio se ha limitado voluntariamente a una sola zona geográfica —el sudeste asiático— donde se agrupan algunos países destacados por la literatura académica, aunque hay otros muchos bien conocidos como proveedores de este tipo de turismo —Brasil, Cuba, Kenia—. La literatura académica, sin embargo, se ocupa del sudeste asiático, con Tailandia y Bangkok en su punto de mira (Bishop y Robinson, 1998; Ghosh, 2002; Jeffrey, 2002; Leheny, 1995; Seabrook, 1996; Truong, 1990). Con algunas notables excepciones (Askew, 1998, 1999a, 2002; Boonchalaski y Guest, 1998; Cohen, 1982, 1993, 2000), la sabiduría convencional ha formulado las que podríamos denominar Leyes de Bronce del Turismo Sexual. A saber: — El turismo sexual en el este y el sudeste asiáticos debe ser explicado por causas cercanas, no por las estructuras familiares tradicionales que subsisten en la región. — Hay un vector de unión entre la presencia de tropas americanas o de otros países coloniales y la demanda actual de turismo sexual por parte de turistas occidentales (Hall, 1992; Sitthirak, 1995). — El turismo sexual es parte integrante de la estrategia de hegemonía económica impuesta a la región por las grandes corporaciones y las burocracias globales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional) en colusión con los intereses de los países del norte y otros igualmente desarrollados. — Alternativa o adicionalmente, el turismo sexual prepara el camino para la producción y reproducción de la hegemonía occidental y la sumisión de las culturas regionales — En breve, a través de la prostitución y el turismo sexual, Rostro Pálido anima a Asia (y a otras áreas geográficas) a aceptar sus ideas sobre el orden social y subordina a la región a sus intereses y a su hegemonía cultural. ¿De verdad?

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Prostitución, ejércitos y tradiciones locales La idea de que el turismo sexual en el este y el sudeste de Asia es un fenómeno contemporáneo parece acertada. Difícilmente podría ser de otra forma cuando el turismo de masas, uno de cuyos integrantes es el turismo sexual, solo ha existido en los últimos sesenta años. En cierta medida, el recurso a la prostitución estaba ya presente en formas anteriores de viaje, como las peregrinaciones religiosas de los tiempos preclásicos y clásicos tanto en Occidente como en Oriente o en los Grand Tours patricios de los siglos XVIII y XIX. La diferencia entre estas últimas variantes y el turismo sexual de hoy estriba en las dimensiones de la demanda moderna y su creciente relación con algunos sectores de la industria turística. En este sentido, el turismo sexual es un fenómeno moderno que ha echado raíces hace relativamente poco tiempo. No es problemático aceptar que muchos de los tres millones de soldados americanos que pasaron por Vietnam durante los años de intervención americana en el país (1963-1973) crearon demanda adicional para la prostitución en lugares como Saigón o Bangkok. Muchos de ellos iban de permiso a Tailandia para entregarse a lo que, con un circunloquio, se denominada Rest & Recreation o R&R (Descanso y Recreo, en castellano). Lamentablemente, las verdaderas dimensiones de esa demanda permanecen en la oscuridad. Una fuente estima que en 1957 había veinte mil prostitutas en Tailandia y que su número subió a cuatrocientas mil en 1964, como consecuencia de la intervención americana en Vietnam (Hall, 1994). En esta narrativa la multiplicación por veinte del número de prostitutas se produjo mucho antes de que la intervención americana subiese al máximo (1968-1969). Solo en 1965 llegaron las tropas expedicionarias al número de doscientos mil. En ese tiempo hubo también un cierto número de soldados americanos estacionados en Tailandia, desde luego mucho menor. Pero incluso si todos ellos hubieran pasado su tiempo en Tailandia, es difícil creer que su demanda hubiera sido suficiente para explicar la adición de 380.000 prostitutas a las de 1957. Uno desearía que hubiera sido así porque, para empezar, la guerra de Vietnam no habría acaecido al no haber en el país tropas de combate disponibles. Digno de alabanza como lo hubiera sido el resultado, el autor de esos números debería explicar de dónde ha sacado sus datos, pero, lamentablemente, no lo hace (Gay, 1985). Si dejamos a un lado consideraciones morales, corrección política o prejuicios de género, nadie debería sorprenderse de que la prostitución siga a los ejércitos. Allí donde uno encuentra grandes concentraciones de hombres jóvenes y/o solos, sean soldados en armas o de permiso, estudiantes que celebran las vacaciones de primavera, o participantes en conferencias científicas o encuentros

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religiosos, la demanda de sexo crece y, si no puede ser satisfecha por encuentros sexuales no venales, muchos de ellos colmarán sus impulsos comprando servicios sexuales. Los lectores de Thackeray en Vanity Fair recordarán su descripción de la batalla de Waterloo y el número de prostitutas que seguían la marcha de los ejércitos. Cualquier hotelero puede contar historias divertidas sobre lo que en España llaman «oferta complementaria» en tiempos de convenciones o congresos con gran número de participantes. Cuando hombres solos, sean americanos o de cualquier otra nacionalidad, viven en bases militares, esas bases suelen ser imanes para prostitutas. Aunque uno debe tomar estas cifras con el mismo cuidado que las recién citadas sobre el aumento de la prostitución en Tailandia, un informe de UNICEF sobre la intervención de Naciones Unidas en Camboya al final del régimen de Pol Pot mantenía que el número de prostitutas en el país había llegado a veinte mil, cifra que decreció hasta la mitad una vez que se marcharon las tropas. Difícilmente habría podido Tailandia ser una excepción, aun cuando el número de mujeres dedicadas a la prostitución entre 1963 y 1973 siga siendo un misterio. Sin embargo, conviene no sacar conclusiones apresuradas. Como, al parecer, sucedió en Camboya, una vez que se retiran las tropas y flaquea la demanda, la oferta —el número de prostitutas— tiende también a declinar. Ahora tienen que buscarse otros medios de vida. Habrá quien piense que en Tailandia, tras la demanda inducida por los militares americanos, los turistas civiles tomaron su lugar y permitieron que la prostitución siguiera su fulgurante ascenso, pero las cifras no cuadran. La retirada de las tropas americanas de Vietnam ocurrió en 1973, mientras el rápido crecimiento del turismo en Tailandia hubo de esperar hasta finales de los ochenta. En el período 1980-1987 los visitantes de Tailandia crecieron a una velocidad media de 10,53 por ciento. En 1980 el número de llegadas internacionales era de 1,85 millones. En 1987 llegaron a 3,48 millones (Tourist Authority of Thailand [TAT], 1994). Rápido como efectivamente fue ese crecimiento, el volumen de visitantes no es impresionante. Solo en 1987, con el lanzamiento de la campaña de promoción y el eslogan Visite Tailandia, empezó el país a alcanzar los grandes números de llegadas, con once millones en 2000 y más de catorce en 2009. El despegue turístico tailandés habría, pues, de esperar catorce años luego de la retirada americana de Vietnam. Como los turistas sexuales eran —y son— tan solo una fracción de esos totales, es difícil asentar la hipótesis de una relación causal entre los dos fenómenos. En cualquier caso, quien quiera seguir manteniendo la idea de un nexo entre ellos debería ofrecer mejores pruebas. Por lo que sabemos, estas están aún por llegar. Incluso si la relación entre la intervención americana en Vietnam, la prostitución y el turismo sexual pudiera probarse finalmente —una quimera por el

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momento—, el mismo argumento debería servir en toda Asia para hacer buena la hipótesis de Ryan-Hall. Sin embargo, es un hecho puro y duro que no había un número significativo de fuerzas americanas en China o en Vietnam del Norte luego que llegaron los años cincuenta. Incluso cuando se produjo la invasión clandestina en Laos y Camboya, el número de tropas estadounidenses en ambos países era muy limitado. No estaban en Malasia ni en Indonesia. Vietnam del Sur y las Filipinas podrían ser los únicos candidatos para este papel. Incluso así, no sería posible extender la hipótesis a toda la región, haciendo extremadamente difícil probar la íntima relación entre el imperialismo americano y el turismo sexual. Puede que sea esta la razón por la que Ryan y Hall meten al imperialismo japonés en la foto. Si no podemos probar la relación de uno de los imperialismos con el turismo sexual, hablemos del imperialismo en general. Sin duda, desde la guerra chino-japonesa de 1895, Japón trató de establecer su propio imperio en Asia del Este. El ataque a Pearl Harbor en 1941 mostró que, además, se proponía controlar todo el océano Pacífico. Tras él, Japón consiguió hacerse con casi toda la extensión de los imperios británico, francés y holandés en el sudeste asiático y los incluyó en la esfera de Co-Prosperidad de la Gran Asia (Buruma, 2003). Fugaz como lo fue, Japón logró imponer su hegemonía en casi todas las regiones (Tailandia, por cierto, fue una excepción) del este y del sudeste asiáticos en las que hoy se fijan los investigadores del turismo sexual. Para Ryan y Hall, la expansión imperialista japonesa convirtió la prostitución en un mecanismo de dominación formal (?) y una forma de satisfacer las necesidades sexuales de las tropas de ocupación (2001: 140). La última parte de ese aserto es una mera tautología. La primera, por el contrario, aporta algunos hechos como pruebas, pero cuando uno los examina no parecen probar gran cosa. Hablar de los balnearios y spas que siguieron a la ocupación japonesa de Formosa (Taiwan) los estira hasta hacerlos invisibles. En mejor relación con la cosa están las llamadas comfort women (mujeres para el reposo del guerrero) de Corea y de otros países, obligadas a prostituirse (en definitiva, a ser violadas pues no solían sacar beneficios en el cambio) para los soldados del Imperio del Sol Naciente. Sin embargo, cualquier parecido con la prostitución consensual de los tiempos actuales se desvanece en cuanto se la examina. Incluso si esa política japonesa pudiese construirse como una consecuencia de la expansión imperial, su relación con el turismo sexual actual en el sudeste asiático es, por decirlo suavemente, de lo más frágil. Japón fue derrotado en 1945 y el turismo sexual hacia esa parte del mundo tardó cerca de cuarenta años en desarrollarse con fuerza. ¿Qué clase de causalidad presente puede argüirse para unir ambos fenómenos? Con los mismos mimbres, uno podría tejer el cesto de que el turis-

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mo sexual empezó con las invasiones mongolas que se extendieron por las mismas zonas geográficas en los siglos XII y XIII. Uno piensa que más vale buscar las raíces del aumento del turismo sexual en esa parte del mundo en la economía del presente, dejando de lado términos tan vagos y, al tiempo, tan cargados de valoraciones como los de militarismo, colonialismo o imperialismo, especialmente cuando, como sucede con los hechos recién apuntados, los hechos no cuadran. Sin embargo, eso no debe ser óbice para entender por qué la demanda de turismo sexual pudo ser tan rápidamente colmada por la oferta. Para entenderlo convendría saber algo más sobre el papel de la prostitución en las regiones examinadas. Al turista accidental que se pasea por Patpong, Nana Plaza o Soi Cowboy en Bangkok, o por Pattaya o por Phuket, le resulta fácil confirmar el estereotipo de que la prostitución en Tailandia ha seguido los pasos del turismo occidental. Esas son las áreas que atraen a la mayor parte de los turistas sexuales. Pero la prostitución también trabaja para la clientela local. Anotado de pasada y rápidamente olvidado para complacer a los neorrománticos, está el hecho de que la mayoría de los consumidores de amor venal en Asia se origina en la sociedad local. Ese parece ser el caso de Tailandia (Jeffrey, 2000: xi-xii, 135). En 1994, el Ministerio de Salud Pública presentó estadísticas en las que se decía que un 75 por ciento de hombres tailandeses usaba regularmente servicios de prostitución, y que un 44 por ciento de los adolescentes varones había pagado por su primera experiencia sexual (Wilson y Henley, 1999). Si esas cifras son correctas, apuntalarían la idea de que solo una pequeña parte de las prostitutas tailandesas trabaja en el circuito internacional, en tanto que la mayoría lo hace para la gente local. Este segmento es indudablemente mucho más difícil de ver para quienes no hablan la lengua, son incapaces de entender el funcionamiento interno de la sociedad Tai y no navegan por el país con la destreza de un local, porque ambos lados de la industria habitualmente se ignoran entre sí (Askew, 2002). No hay mucha mejor información para otros países de la región, aunque lo poco que se sabe apoya lo que venimos diciendo. Un estudio de Vietnam concluía que el perceptible aumento de la prostitución en el país está mayormente en relación con la rápida expansión de una clase de nuevos empresarios y con la corrupción burocrática (Nguyen, 1997). Algo similar aparentemente sucede en China (Goodman, Pomfret y Ting, 2002). En un artículo sobre la ciudad a la que la autora llama Lakeside, Walsh (2001) notaba que la clientela del barrio rojo (por el color de los faroles que solían anunciar las casas de lenocinio, no el de los centros del Partido Comunista) estaba mayoritariamente compuesta por los chinos Han, el grupo étnico al que pertenece cerca del 90 por ciento de la población del país. En otro trabajo (Pan, 2002) se describen pautas de conduc-

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ta similares en tres ciudades chinas de rápida expansión industrial. En Pekín, Shanghái y otras grandes ciudades, la clientela local provee el grueso del negocio (Hershatter, 1999: 333-334). La prostitución, indudablemente, no es nada nuevo en la región. El tráfago sexual antes de la llegada del imperialismo occidental está bien documentado, especialmente en el caso de Japón. Aun cuando desde tiempo inmemorial se hable de las prostitutas en diversos monumentos literarios, el primero de los «barrios con licencia» para el ejercicio de la prostitución se estableció en Kioto en 1589. En 1679 había ya más de cien por todo el país. En esos tiempos, Japón controlaba estrictamente todo intercambio económico y cultural con Occidente. Este «mundo de la flor y del sauce» (Saikaku, 1969) tenía su principal clientela entre algunos empresarios y comerciantes o chonin que empezaron a florecer en las ciudades a medida que el orden feudal de los daimios empezaba a disolverse. Los chonin gastaban grandes sumas de dinero en prostitutas. Una noche con una cortesana de alto nivel podía costar unos 429 dólares de 1969, y mantener a una de ellas alrededor de 22 400 dólares al año (Morris, 1969: 7). Bajo ese grupo de toju o putas de lujo había una complicada estratificación de hetairas (Aryoshi, 1994) según el precio que cargaban (Morris, 1969: 285-288). Este «mundo flotante» solo acabó a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando las autoridades de ocupación americanas —todavía no se habían descubierto las Leyes de Bronce del Turismo Sexual— decidieron prohibir esas prácticas. Durante varios siglos, Japón ofrece la mejor y mayor documentación del papel social de la prostitución en la región, pero no era un caso único. Prácticas semejantes estaban muy extendidas en China hasta la llegada del régimen comunista en 1949. Un libro bien documentado sobre el tema para el Shanghái de comienzos del siglo XX (Hershatter, 1999) muestra un panorama similar al japonés anterior a 1945. El «mundo de las flores» también tenía allí una compleja estructura interna que iba desde las cortesanas más caras, que ofrecían a sus clientes compañía, canto, baile, recitales de poesía, conversación educada y, eventualmente, sexo, hasta las más baratas, que se limitaban a lo último. Sus clientes de Shanghái pertenecían a todas las clases sociales, desde intelectuales conocidos, actores de óperas chinas y diversos artistas, pasando por mercaderes ricos y altos burócratas, hasta llegar a marinos y otra gente del común. Las relaciones entre las prostitutas y sus clientes estaban reguladas por un complejo ritual; las profesionales más caras tenían gran libertad a la hora de elegir a sus clientes favoritos; las más caras solo se entregaban a los más ricos; y, por supuesto, los escalones inferiores cargaban con el peor destino tanto social como financiero (Hershatter, 1999: 34-65). Su número es difícil de calcular para esos tiempos, tanto como lo es para los actuales, y los datos son igualmente dudosos.

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En Japón, China, Vietnam y otros países de la región (Jamieson, 1993: 296297), esta bien desarrollada industria sexual era un complemento estructural de la familia tradicional. No es posible dedicar mucha atención a este punto aquí, pero en la mayoría de las sociedades orientales el sexo reproductivo y el recreativo estaban claramente diferenciados con independencia de sus rasgos culturales específicos. El matrimonio, especialmente en los estratos superiores, era ante todo una alianza política. La poligamia era práctica común, tal vez a causa del deseo de mantener el linaje familiar en un mundo de alta mortalidad infantil y total supremacía masculina. Contribuir con herederos varones para su supervivencia era el papel principal del gineceo, compuesto por la primera esposa y las demás, amén de las concubinas, mientras que el placer sexual y, en general, la amistad heterosexual tenían que buscarse fuera del hogar, en burdeles y casas de lenocinio. Esta estructura dual parece haber sido muy rígida en todo el arco que va de Corea a Indonesia (Hyegyonggung, 1996). Podría avanzarse la hipótesis de que, entre otros factores, las antiguas estructuras familiares y la jerarquía de sexo reproductivo y recreativo facilitaron una respuesta positiva al aumento de la demanda por el amor venal que acompañó la extensión del turismo sexual extranjero. La industria había estado operativa por muchos siglos y solo necesitaba pequeños toques para responder con sencillez. Mayor número de prostitutas (no tan alto, empero, como el de las que se dedican a la clientela local), mejor formación profesional (en Hanoi algunos karaokes especializados en demanda extranjera ayudan a su fuerza de trabajo a adquirir conocimientos básicos de inglés, chino y japonés que les permitan mantener conversaciones elementales con los clientes no vietnamitas), nuevos productos turísticos (Jago, 2003) y nuevas técnicas de mercadeo parecen haber facilitado la transición desde las antiguas zonas rojas a los bares, karaokes y discotecas de hoy. La antigua industria sexual ha adaptado así sus viejas prácticas preindustriales a las nuevas formas de la demanda y de los contactos (internet, móviles, etc.). Para concluir esta sección se hace necesaria una rápida reflexión. Se ha convertido en una moda entre los investigadores multikulti occidentales (Bishop y Robinson, 1998: 160; Ryan y Hall, 2001: 139) excluir de su campo de investigación (Jeffrey, 2003: 63) cualquier discusión del papel de las ideologías religiosas tradicionales (budismo, confucianismo, shinto, etc.) en la supervivencia de la prostitución en el este y sudeste asiáticos. La cuestión se encuentra allende los límites que nos hemos autotrazado en este capítulo, pero por razones distintas a las suyas. Aquí son solamente el objeto de la discusión y el lugar en que sucede el turismo sexual las lindes de nuestro interés; para aquellos, se trata de una absurda idea de lo que significa el respeto hacia las otras culturas. Sin em-

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bargo, uno tiene todo el derecho a preguntarse por qué esas poderosas creencias, tan importantes a la hora de conformar las conductas en muchas áreas de la vida social, no deberían contar cuando se habla de estructuras familiares, identidades sexuales y la existencia de la prostitución. Como de costumbre, lejos de contribuir a las llamadas mejores prácticas, los prejuicios pomo oscurecen sus objetos de investigación en vez de aclararlos.

¿Un enjambre ubicuo? Desde 1982, Tailandia ha seguido los pasos de los llamados tigres asiáticos, un grupo de países (Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán) que ha experimentado un rápido desarrollo económico. A pesar de la crisis financiera de 1997-1998, el PIB Tai en 2002 era 3,5 veces mayor que en 1982. En 2008, la renta per cápita estimada (en términos de PPP o poder relativo de compra) era de 8400 dólares, un salto que la había cuadruplicado desde 2002, y mayor que la de los países a los que se llama de «renta media baja» en la jerga del Banco Mundial. La contribución de la agricultura al PIB en 2009 (estimación) era 12 por ciento, la de la industria 42 por ciento, y la de los servicios 45 por ciento. Tailandia ha experimentado así un rápido proceso de crecimiento durante los últimos veinte años (CIA, 2010), acompañado por un igualmente rápido ascenso de las clases medias. Cambios como estos, habitualmente conocidos como modernización, tienen amplias consecuencias sociales. Algunos son extremadamente beneficiosos, otros no tanto. A menudo, la modernización crea fuertes tensiones y desequilibra las estructuras sociales tradicionales (Desai, 2002: 36-54). Tailandia no ha sido una excepción a esta regla. El declive de la población rural ha generado un veloz crecimiento urbano a medida que millones de campesinos trataron de encontrar trabajo en corporaciones industriales o en los servicios. Muchos de estos migrantes interiores eran mujeres jóvenes; muchas venían del Isan, una de las áreas más pobres, en el nordeste del país. La mayoría tenía muy pocas habilidades que se pagasen bien en el mercado. Entre un trabajo pesado y mal pagado, amén de carente de regulaciones, en la industria y una corta pero bien pagada carrera en la prostitución, algunas buscaron ese empleo de forma más o menos voluntaria (otras fueron forzadas a prostituirse o vendidas a burdeles por sus familias). Esta fuerza de trabajo sexual equilibraba el aumento de la demanda. La razón económica básica del turismo sexual en Tailandia es lo que se llama arbitraje, es decir, la diferencia de precio por los mismos servicios entre las prosti-

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tutas tais y las de los países desarrollados. En Estados Unidos, un cliente tiene que estar dispuesto a pagar entre 300-700 dólares por una hora de GFE (Girl Friend Experience, como así se anuncia) con una compañera sin credenciales (Eros Guide, 2010). Si la mujer es una estrella del porno, el precio sube a 15001800 dólares (Body Miracle, 2010). Por esta última suma, uno puede encontrar un paquete turístico de una semana en Bangkok y tener aún una pequeña suma para gastarla con una prostituta local que cobre 30-50 dólares por un encuentro sexual. No es de sorprender que la demanda extranjera para el amor venal sea mayor allí que en Chicago, Calgary o Calatayud. Cuántas mujeres tais han seguido ese camino tiene algo de misterio. Una vez más, los investigadores se ven superados por la escasez de datos. Los números del Gobierno hablaban de unas setenta mil prostitutas en 1992 (Thai Ministry of Public Health, citado en Boonchalaski y Guest, 1998: 139). Más allá de este umbral mínimo, las cifras crecen, de acuerdo con la imaginación o con la agenda política de los estudiosos, hasta dos millones (Hornblower, 1993), un millón (Richter, 1989), una horquilla de cuatrocientas mil a setecientas mil (Truong, 1990) y otra de doscientas mil a doscientas cincuenta mil (Boonchalaski y Guest, 1998). A falta de datos fiables, uno puede tratar de hacer cálculos razonables. Según eso, la ratio entre el número de prostitutas y la población en general (unos 67 millones de tais en 2010) sería de 1:33 (Hornblower), 1:67 (Richter), 1:95 (Truong), 1:268 (Boonchalaski y Guest) y 1:837 (Thai Ministry of Public Health). Holanda, uno de los países con algunas estadísticas de prostitución, contaba veinticinco mil prostitutas, en una población de dieciséis millones, en 2000 (datos de la Fundación Graaf, citados en Orhant, 2002), con una ratio de 1:660, es decir, a medio camino entre la estimación de Boonchalaski y Guest y la del Ministerio Tai de Salud Pública. En 2010 había unos 10,4 millones de mujeres tais en el grupo de edad de 15 a 34 años (US Census Bureau, 2010), la cohorte que potencialmente provee el mayor número de prostitutas. La ratio entre prostitutas y el resto de este grupo de mujeres sería 1:5 (Hornblower), 1:10 (Richter), 1:14 (Truong), 1:49 (Boonchalaski y Guest) y 1:125 (Thai Ministry of Public Health). En ese mismo año, en Holanda había dos millones de mujeres en el mismo grupo etario (US Census Bureau, 2010), con una ratio de 1:40 entre las prostitutas (suponiendo que su número desde el año 2000 hubiera permanecido constante) y el resto, es decir, cercana a los datos de Boonchalaski y Guest. Así pues, el número de prostitutas en un momento determinado debería estar entre esa estimación y los datos del Ministerio de Salud Pública. Sin duda, el número de mujeres que han ejercido la prostitución en algún momento de sus vidas tiene que ser mayor,

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pero lo que cuenta para los cálculos que seguirán es el número que opera en un momento determinado. Esas cifras se refieren a la totalidad de las prostitutas. Para las que trabajan en el sector del turismo sexual, los números tienen que ser considerablemente menores porque los turistas sexuales representan solo una pequeña parte de la industria. Estimar esa parte es aún más complicado, pero una vez más pueden hacerse conjeturas informadas. El primer elemento para ello lo provee el número de llegadas internacionales. En 2007, el país recibió 14,5 millones de turistas extranjeros, de los cuales el 65 por ciento eran hombres. En total, 4,5 millones más de hombres que de mujeres. Parece razonable pensar que la mayoría de los turistas heterosexuales en busca de sexo en venta debería encontrarse en este grupo de hombres. Si todos ellos fueran turistas sexuales (lo que requiere un esfuerzo de imaginación) y si estuviesen distribuidos por igual a lo largo del año, el número diario de hombres extranjeros en busca de sexo sería de doce mil. Como la media de estancia en el país es de diez días, el máximo de demanda diaria llegaría a 120 000. Si estimamos que, de ese total, alrededor de la cuarta parte estaría en busca de aventuras sexuales, harían falta entre 25 000-30 000 prostitutas para equilibrar la demanda. El turismo sexual ocuparía así entre el 15 y el 20 por ciento de las prostitutas estimadas, en las dos cifras que parecen más confiables. Algunos académicos se muestran inasequibles a reflexionar sobre la realidad y dan la impresión de que no se han parado ni dos minutos a pensar en lo que están diciendo. ¿Puede haber de trescientas mil a quinientas mil prostitutas en Camboya? Esas son las cifras de las que hablaba Paul Leung (2003). Todo es posible, pero no todo es probable, y este número parece una enorme exageración. En 2000 (tomando aquí ese año como base para seguir el cálculo de Leung) la población total de Camboya era de 12,4 millones —6,4 millones de mujeres y seis millones de hombres (US Census Bureau, 2010)—. El número de mujeres entre quince y veintinueve años, de nuevo la cohorte con mayores probabilidades de dedicarse a la prostitución, era de 1,7 millones. Si las figuras de Leung fuesen correctas, ya 1:6 o 1:3 de las mujeres camboyanas de esa edad trabajarían en la industria del sexo. De ser así, su número sería proporcionalmente mayor que el de las estimaciones más aventuradas para el caso de Tailandia. Si hubiera dos millones de prostitutas en Tailandia, solo una de cada cuatro mujeres figuraría en esa cuenta. Camboya habría sobrepasado a Tailandia en este dudoso ranking. Imaginemos que fuera verdad. Cómo podrían todas esas mujeres ganarse la vida, por miserable que fuera. Si restamos de los seis millones de hombres camboyanos el grupo menor de quince años (2,7 millones) y mayor de setenta

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(89 000), no usuarios regulares de servicios sexuales, el total de hombres del país en busca de servicios sexuales podría ser de 3,2 millones, incluyendo a los pobres, los enfermos crónicos y terminales, los monjes budistas, los homosexuales, los encarcelados y otra improbable clientela. Cada prostituta tendría un mercado potencial diario de 5,4 clientes, si su número fuera de quinientas mil, o de nueve, si fueran trescientas mil. Para poder trabajar una vez al día, cada cliente tendría que visitar a las prostitutas setenta días por año (en la hipótesis más alta) o cuarenta días al año (en la más baja). Esto parece altamente improbable en uno de los países con renta per cápita más baja del mundo. La mayoría de las prostitutas trabajaría menos de una vez por semana, aunque todas ellas se encuentran en la misma incómoda necesidad de tener que comer cada día, como el resto de la población. Si la demanda camboyana difícilmente podría sostener una industria sexual tan grande, quizá el turismo sexual podría venir en su ayuda. De hecho, si uno sigue a Leung, los turistas sexuales masculinos no solo ayudan, sino que son el soporte de toda la prostitución, pues el autor ni siquiera menciona a la población local en su trabajo. ¿Es esto posible? Según los datos del Ministerio de Turismo camboyano (2003), en 2002 hubo 350 000 llegadas turísticas al país. Si la distribución por sexos hubiera sido semejante a la de Tailandia (65 por ciento hombres y 35 por ciento mujeres), el total de los turistas varones habría sido de 228 000. Imaginemos que todos, sin excepción, incluyendo a los niños menores de quince años y a los hombres por encima de los setenta, fueran turistas sexuales, que entraran en el país de forma no estacionalizada durante todo el año y que cada uno de ellos permaneciera allí por diez días. La demanda potencial diaria de sexo en venta alcanzaría a 6500. Para que cada prostituta tuviera un cliente diario, cada uno de los turistas sexuales tendría que llegar a ochenta coitos diarios, más o menos uno cada veinte minutos, sin descanso y cada día de su estancia (en el escenario alto de quinientas mil prostitutas), o 48 veces diarias, es decir, cada media hora (en la frecuencia baja de trescientas mil prostitutas). Esas serían verdaderas proezas que justificarían la inclusión de sus realizadores en el Libro Guinnes de los Récords, aunque por lo que sabemos de la respuesta sexual masculina, la mezcla de entusiasmo y valor que requerirían esas hazañas sigue sin ser localizada. Como decía Rafael El Gallo, «lo que no pue se, no pue se y ademá e imposible». La figura mágica del medio millón de prostitutas parece ser un buen apaño. Ese es el mismo número de trabajadoras sexuales que algunos estiman que ejercían su trabajo en Saigón en el tiempo de la retirada americana de Vietnam (Agrusa, 2003). Tal vez es un mismo enjambre ubicuo que se mueve sin envejecer a lo largo de los años. Cuando la varita mágica no conjura esa cifra, las

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cosas pueden ser aún peores. Nina Rao, una feminista fundamentalista, denunciaba la existencia de 17 000-19 000 deukis en Nepal (equivalentes a las jogini o prostitutas sagradas del sistema Devadashi que se cuentan en Maharastra o en Karnataka) que se entregan a hombres ricos; o las 3138 mujeres (ni una más ni una menos) del distrito de Nuwakot, en Nepal, enviadas a trabajar en la industria sexual de la India; o la de las familias nepalíes que venden a sus hijas por 10 000-20 000 rupias (220-440 dólares); o las veinte mil mujeres nepalíes que trabajan como prostitutas en Nueva Delhi (Rao, 2002). Todo ello sin citar ni una sola fuente. La repetición de cifras infladas cuando se trata de la prostitución parece haberse convertido en una pauta bien asentada. Cuando la Copa Mundial de Fútbol se jugó en Sudáfrica, una serie de agencias de noticias informaron de que cuarenta mil prostitutas habían entrado en el país para satisfacer el aumento de demanda sexual creado por la llegada de los hinchas de equipos forasteros. Nadie se sorprenderá ya de que sea la misma cifra que se manejó en 2006, cuando el torneo se jugó en Alemania. ¿Serán las mismas? A pesar de su escaso rigor, esas hipótesis representan una función semiótica importante. Se avanzan para mantener que el turismo sexual occidental genera buenas rentas para los países en donde se ha desarrollado, al tiempo que crea problemas que no existirían de no haberlo hecho. Uno puede legítimamente dudar que ninguna de ellas pase la prueba del algodón.

Turismo sexual y desarrollo económico Mostrar pruebas de que el supuesto rápido crecimiento de la prostitución en Asia del Este y del Sudeste como consecuencia del turismo sexual occidental necesitaría mejores fundamentos de los que se han visto hasta el momento. Imaginemos por un minuto que existen. ¿Habría jugado ese turismo un papel fundamental en el desarrollo económico de Tailandia y otros países de la región? Las Leyes de Bronce del Turismo Sexual contestan afirmativamente. Según Bishop y Robinson (1998: 99), dos autores cuya área de especialización es la literatura inglesa, eso no tiene vuelta de hoja. Otros que les siguen añaden que el turismo sexual ha sido favorecido como estrategia de desarrollo para esta parte del mundo por las agencias globales que dirigen el capitalismo internacional (Ryan y Hall, 2001: 141-142). Como Tailandia es habitualmente el banco de pruebas de estas hipótesis, tomémosla como tal en espera de que si se confirman allí serían igualmente válidas para otros países de la región. Nuevamente, a falta de nada mejor, tendremos que conformarnos con conjeturas mejor o peor informadas. ¿Cómo de grande puede haber sido el impac-

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to de la prostitución sobre la economía tailandesa? Las diferentes respuestas que surgen siguiendo cada uno de los escenarios apuntados pueden verse en el cuadro 6.1. Subrayemos que los datos usados para construirlo (que todas las prostitutas trabajan un mínimo de trescientos días por año y que ganan una media de veinticinco dólares en cada día de trabajo) se han elegido para hacer más eficaz el argumento neorromántico, a pesar de que resulten contraintuitivos. Los días anuales de trabajo parecen ser bastante menores.

Cuadro 6.1. Contribución de la prostitución a la economía de Tailandia (2008)

a

b c

d

NÚMERO DE PROSTITUTASa (miles)

IMPACTO ECONÓMICOb (millardos de dólares)

PIB TAILANDIA 2008c (millardos de dólares)

IMPACTO ECONÓMICOd (%)

2.000 1.000 700 250 77

15,0 7,5 5,2 1,8 0,6

285,0 277,5 275,2 271,8 270,6

5,3 2,7 1,9 0,7 0,2

Escenarios de Hornblower (1993), Richter (1989), Truong (1990), Boonchalaski y Guest (1998) y Ministerio de Salud Pública (citado en Boonchalaski y Guest, 1998) según el número estimado de prostitutas. Supuesto: trescientos días de trabajo anuales a veinticinco dólares por día. Incluye PIB 2008 al cambio oficial (CIA, 2010) más estimaciones para cada escenario (columna 2), pues la prostitucion no está incluida en las cuentas nacionales. Columna 2 dividida por columna 3. Redondeada.

Fuente: Autor.

Según el cuadro 6.1, la prostitución heterosexual, tanto doméstica como orientada al sector internacional, tiene impactos muy diferentes sobre la economía de Tailandia según sea calculado el número de participantes, que, como se ha dicho, varía enormemente en los diferentes escenarios. La contribución económica respectiva iría del 5,6 por ciento del PIB tai, en el más elevado, al 0,2 por ciento, en el menor. Incluso si las cifras, obviamente muy infladas, de Hornblower fueran ciertas, difícilmente podría contarse a la prostitución como un sector estratégico; 5,6 por ciento del PIB no es cosa de nada, y si de la noche a la mañana se aplicase en Tailandia una política estrictamente prohibicionista, la economía nacional experimentaría en este caso una fuerte contracción. Sin embargo, si se toman como más probables los números de las dos últimas filas del cuadro 6.1, la contribución total de la industria del sexo a la economía tailandesa estaría entre 0,5 y 0,2 por ciento del PIB —todavía importante pero de ninguna manera decisiva—.

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Otra forma de contar el impacto económico de la industria del sexo podría hacerse con el uso de las Cuentas Satélites de Turismo (TSA) provistas por WTTC (World Traveland Tourism Organization). La TSA de Tailandia para 2010 calculaba que el valor añadido del turismo en el país (incluyendo todos los gastos directos realizados por viajeros nacionales y extranjeros, más los gastos gubernamentales en promoción y otros) sería de 39,7 millardos de dólares (WTTC, 2010). Si el escenario máximo del cuadro 6.1 fuera correcto, la demanda total por servicios sexuales heterosexuales llegaría a quince millardos de dólares en el mismo período —una contribución casi igual a la mitad de toda la demanda de turismo en el país, lo que a todas luces no es posible—. Incluso en el más probable de los escenarios (las dos últimas filas del cuadro), el impacto de la prostitución seguiría siendo considerable —entre 1,8 y 0,6 millardos de dólares, entre 5 y 2 por ciento del valor añadido de toda la industria turística nacional (WTTC, 2010), que es la mayor de la región—. Advertencias similares deben acompañar a cualquier discusión del impacto del turismo sexual. Como todo servicio consumido en el país por extranjeros, el turismo sexual es una exportación. Los turistas extranjeros tienen que cambiar sus monedas nacionales por bahts tailandeses para alquilar una prostituta en Patpong, de la misma forma que tenían que hacerlo para comprar un bolso de Louis Vuitton perfectamente falsificado en el mercadillo de la zona mientras estuvo abierto. El cuadro 6.2 estima la participación del turismo sexual sobre las exportaciones tailandesas.

Cuadro 6.2. Impacto del turismo sexual sobre las exportaciones de Tailandia (2008)

a

b c

d

NÚMERO DE PROSTITUTASa (miles)

IMPACTO ECONÓMICOb (millardos de dólares)

EXPORTACIONES TAILANDIA 2008c (millardos de dólares)

IMPACTO ECONÓMICOd (%)

400 200 140 50 14

6,0 3,0 2,2 0,8 0,2

181,0 178,0 177,2 175,8 175,2

3,3 1,7 1,2 0,5 0,1

Escenarios de Hornblower (1993), Richter (1989), Truong (1990), Boonchalaski y Guest (1998) y Ministerio de Salud Pública (citado en Boonchalaski y Guest, 1998) según el número estimado de prostitutas. Número total de prostitutas en el turismo sexual estimado en 20 por ciento de cada escenario. Supuesto: trescientos días de trabajo anuales a cincuenta dólares diarios. Incluye exportaciones 2008 al cambio oficial (CIA, 2010) más estimaciones para cada escenario (columna 2), pues la prostitucion no está incluida en las cuentas nacionales. Columna 2 dividida por columna 3. Redondeada.

Fuente: Autor.

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El cuadro 6.2 se beneficia de las mismas generosas hipótesis que el cuadro 6.1. Las prostitutas relacionadas con el turismo sexual trabajarían trescientos días al año, con una ganancia media diaria de cincuenta dólares, y un 20 por ciento de todas las prostitutas trabajarían en el sector turístico. Según los diferentes escenarios, la renta de esas mujeres estaría entre 3,3 y 0,1 por ciento de todas las exportaciones de Tailandia, con la hipótesis más razonable colocándola entre 0,5 y 0,1 por ciento. En cualquier caso, incluso si el escenario más alto resultase ser cierto, tampoco sería posible sostener que el turismo sexual es un sector estratégico en el desarrollo económico de Tailandia. La TSA tailandesa invita a una reflexión semejante. Según la estimación WTTC (2010), los extranjeros gastaron veinte millardos de dólares en el país en 2010. Si la hipótesis más alta sobre el número de prostitutas dedicadas a los turistas sexuales fuera cierta, estos se gastarían en torno a los seis millardos de dólares en su compañía, es decir, un tercio de todas las entradas de divisas extranjeras en el sector turístico. Es altamente improbable que ese número tan inflado de turistas sexuales, al que nos referimos solo para iluminar el argumento, se gaste en servicios sexuales un tercio de lo que los 14,5 millones de turistas en el país se dejarían en transportes, hoteles, restaurantes, compras y demás. Ahora podemos referirnos a la parte final del argumento sobre el turismo sexual —que es una vía rápida para circular hacia el desarrollo y que es precisamente la favorita del Banco Mundial, el FMI o la Organización Mundial del Comercio para el crecimiento regional—. Nada en la copiosa literatura sobre desarrollo publicada por esas instituciones expresa abiertamente esa meta. Tal vez los autores pomo tengan habilidades poco comunes que les permiten leer las mentes con una exactitud de la que otros carecemos, pudiendo así empecinarse en el argumento. Si tal fuera el caso, los pomo participarían en los mismos errores que atribuyen a los demás. ¿Piensan todavía que el turismo sexual contribuye decisivamente al desarrollo del capitalismo en Tailandia o en cualquier otro lugar? Esta hipótesis, como se ha visto, no tiene más visos de existir que los Reyes Magos. Si el FMI, el Banco Mundial, la OMC o cualquier otra de esas oscuras agencias globales que recuerdan a Spectra prestaran alguna vez oídos a la idea de una «vía sexual al desarrollo», esa sería sin duda una buena razón para hacer campaña por su desaparición. Es difícil aceptar que sean tan inútiles, pero los pomo no se adornan demasiado creyendo que la hipótesis es posible.

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La hegemonía cultural de Occidente Desde sus comienzos, la investigación académica sobre el turismo ha adoptado con entusiasmo la metodología deconstruccionista y la visión poscolonialista o poco (capítulos 3 y 4). El terreno del turismo sexual no es una excepción. Sin embargo, aunque se denuncia al turismo de masas moderno por ser su causa principal, hay poco en el terreno económico que apoye esta tesis. ¿Qué decir del cultural? Si el nexo económico entre prostitución, desarrollo capitalista y globalización difícilmente puede probarse, tal vez puedan encontrarse mejores causas en los aspectos culturales o antropológicos del turismo sexual. Esta estrategia tiene una enorme ventaja, a saber, que aunque no pueda apoyarse en el análisis coste/beneficio, o precisamente por eso, sus hipótesis son más difíciles de desmontar. Así que la escuela poco se ha abrazado al turismo sexual con la decisión de un náufrago a su tabla. Una reciente versión del argumento puede encontrarse en un libro de Lesley Ann Jeffrey (2002). En opinión de la autora, el turismo sexual en Tailandia es una encrucijada de muchas tendencias de la sociedad y de la cultura posmodernas —sexualidad, industria turística, poder político y lo que ella llama «nuevo orden hegemónico de representaciones» (2002: passim)—. Siguiendo la falsilla poco, Jeffrey ve la industria turística como la mayor metáfora en la narrativa sobre la prostitución en el país, estrechamente ligada a cuestiones como la construcción social de los géneros y de la identidad nacional. Para probar su visión, Jeffrey sigue la regulación legal de la prostitución en Tailandia desde el siglo XIX, cuando el país fue finalmente forzado a convertirse en otro eslabón de la cadena imperialista. Como su investigación se centra en la forma en que la sociedad tailandesa ha recibido las normas extranjeras en este terreno y las ha internalizado, cualquier reflexión sobre el patriarcado en el país, el budismo Theravada o el papel de las mujeres en la sociedad tradicional se descarta desde la primera casilla. La prostitución fue declarada ilegal en 1909 con el fin declarado de limitar el contagio de enfermedades venéreas. Sin embargo, dice Jeffrey, en esa época de la expansión colonial (1860-1939), a los poderes imperiales no era eso lo que en realidad les preocupaba tanto como las prácticas locales de poligamia y concubinato. Para los imperialistas, esas dos instituciones confirmaban su prejuicio de que los hombres tailandeses eran incapaces de controlar su sexualidad y, por tanto, de gobernarse a sí mismos. La defensa de la familia se convirtió así en una excusa para interferir en los asuntos internos de Tailandia. Hubo que esperar hasta 1960 para que la prostitución fuera criminalizada en el país. Ahora la razón era alinear a Tailandia con las llamadas naciones

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avanzadas de Occidente. Esa motivación sigue vigente hoy, aunque ha tomado una serie de caminos diversos, parcialmente contradictorios unos, parcialmente solapados otros. Algunos sectores de la sociedad tailandesa reaccionaron contra el crecimiento de la prostitución, culpando de ello a la presencia de tropas americanas que pasaban su tiempo de permiso en Tailandia durante la guerra de Vietnam. En la narrativa de los grupos feministas que encuadraban a mujeres de la élite, la prostitución era una violación colectiva de mujeres tailandesas por forasteros adinerados. Esos grupos defendían que la mejor forma para evitarla era educar a las mujeres en el respeto a los valores tradicionales como el amor por la propia tierra y el orgullo de ser campesinas. La mejor arma práctica para evitar la prostitución era restringir la emigración rural a Bangkok. Las mujeres que se resistiesen a estas políticas deberían ser vigiladas, castigadas y sometidas a reeducación. El movimiento pro-democracia de los setenta compartía muchas de estas ideas, pero con un matiz más economicista. El subdesarrollo y las estrategias de las compañías extranjeras se convirtieron en los sospechosos habituales a los que culpar, entre otras atrocidades, por la existencia de la industria del sexo. Bajo el régimen autoritario del general Prem (1980-1988), las denuncias en el exterior de la prostitución infantil y de la trata de blancas impulsaron una nueva vuelta de tuerca y el castigo penal se convirtió en la mejor arma de represión. Los noventa abrieron paso a una nueva estrategia. El rápido crecimiento económico llevó a la aparición de una nueva clase media que tenía sus propias ideas sobre cómo habérselas con la sexualidad y la prostitución. Las nuevas narrativas subrayaban el nexo entre prostitución y pobreza, con la primera vista como una respuesta a las presiones consumistas desatadas por la creciente globalización. Al tiempo, la monogamia se convertía en el nuevo ideal para las relaciones familiares y la masculinidad era invitada a ejercerse en nuevas formas de ocio familiar (deporte, excursionismo, turismo doméstico e internacional) en vez de en los viejos burdeles. Al cabo, sin embargo, estas nuevas ideologías no rompían con la idea de que la prostitución era una enfermedad social que había de ser reprimida. En 1996 se adoptaron nuevas reglas que aumentaban las penas contra los padres que vendiesen a sus hijos para ser explotados sexualmente, así como para los proxenetas y los propietarios de burdeles. Por primera vez, la ley castigaba a los clientes de las prostitutas… siempre que fueran menores de edad. A partir de ahí, Jeffrey expresa sus propias opiniones. Para ella, la nueva legislación no es bastante porque carga sobre los campesinos pobres y sobre las mujeres. Este modelo represivo debería ser sustituido por una descriminalización de la prostitución, por el reconocimiento del derecho de las prostitutas a

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organizarse contra su explotación y por una clara voluntad de luchar contra los abusos. Aunque Jeffrey se detiene antes de pedir abiertamente la legalización de la prostitución, esa parece ser la consecuencia que se desprende de su argumento. Uno puede estar de acuerdo con alguna de esas conclusiones, aunque quede por ver cómo se enlazan con las premisas de las que Jeffrey parte. Repitiendo vigorosamente todos los mantras pomo y poco, la autora no hace más que ahondar el agujero en el que ella sola se ha metido. Ante todo, su mecanismo explicatorio no cuadra bien con los hechos. Pese a toda la faramalla sobre la hegemonía occidental, conviene no olvidar que el antiguo Siam se mantuvo independiente hasta la invasión japonesa en 1941 (Baker y Phongpaichit, 2005). Es decir, que los gobernantes tailandeses tuvieron mucha más amplitud de la que tuvieron nunca los de Laos, Camboya, Vietnam o India bajo la administración colonial. Entre otros factores, la rivalidad entre potencias imperiales significó una mucho menor influencia de estas en los asuntos de Tailandia. Al final de la Segunda Guerra Mundial, el país recuperó su independencia y su sistema legal ha estado controlado siempre desde entonces por el Estado nacional. Por lo tanto, la influencia o hegemonía occidentales sobre la regulación de la familia, de la sexualidad y de la prostitución serían, en el mejor de los casos, de segunda mano. De hecho, los diferentes gobiernos que han existido desde entonces han sido muy capaces de legislar sobre estas y otras muchas cuestiones sin necesidad de apoyos exteriores. Por supuesto, algunas influencias extranjeras se han podido filtrar en el debate por medio del papel de los medios globales, pero incluso cuando así sucedió, no se pudo imponer más que con el consentimiento de importantes grupos nacionales. La lógica interna del argumento es igualmente frágil. Como tantos pocos, Jeffrey quiere dejar clara su posición a favor de los pobres y los Otros oprimidos y eso la lleva a conclusiones sorprendentes. Por ejemplo, para ella, el énfasis de la legislación aprobada en 1996 sobre el control de los burdeles y de la prostitución infantil favorece a los ricos sobre los pobres, porque son estos últimos los que más suelen recurrir a la última. Aparte de no mostrar prueba alguna de ello, se hace difícil seguir a la autora cuando dice que en este asunto específico «la nueva ley opera como un mecanismo disciplinario para forzar el nuevo modelo de hombre favorecido por las clases medias sobre los hombres pobres» (2002: 135). Si el Gobierno deja sin regular la prostitución infantil, algo falla; si legisla, es aún peor. Consideraciones igualmente bondadosas acompañan otras críticas a la legislación de 1996. La ley castiga a los padres que venden voluntariamente a sus hijos para trabajar en burdeles con sanciones mayores (hasta veinte años de cárcel) que las impuestas a proxenetas y propietarios de burdeles. Adicionalmente,

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les priva de la custodia de sus hijos cuando estos son liberados de su «trabajo». Para Jeffrey, rendida a la palabrería foucaultiana, esa regulación debe impugnarse porque aumenta los poderes disciplinarios del Estado sobre padres e hijos. Tal vez la sociedad tailandesa, incluyendo a los muchos pobres que no venden a sus hijos, saldría más beneficiada si los que lo hacen no tuviesen castigo e incluso pudiesen recuperar la custodia de sus hijos, al menos hasta que se les presente una nueva oportunidad de negocio. Sin duda, muchas reglas legales caen con mayor rigor sobre unos grupos que sobre otros, pero este problema moral no puede servir de excusa para pedir que se les dé un tratamiento de favor. Muchos de los culpables de fraude durante los escándalos financieros de Wall Street en 2001-2002 eran muy ricos. ¿Deberían ser absueltos porque los ricos tienen mayores posibilidades de incurrir en fraudes financieros que los demás grupos sociales? El argumento de Jeffrey transpira aborrecimiento hacia cualquier intervención del Estado, que, por definición, habrá de crear mayor opresión. Es una querencia gratificante, pero no va acompañada de una explicación sobre cómo una sociedad moderna podría existir sin Estado. Legalizar la prostitución en Tailandia o en cualquier otro sitio sería, posiblemente, la mejor forma de afrontar el problema, pero parece difícil concebir un plan semejante sin recurrir a un mínimo de esa regulación estatal, por otro nombre normalización, que los pomos aborrecen. En este asunto de la legalización de la prostitución el Estado debería tener la responsabilidad de determinar la mayoría de edad sexual; de proteger a las mujeres (y a los hombres y a los transexuales) para que no se las pueda forzar a prostituirse; de imponer controles sanitarios; de perseguir el tráfico de menores; de castigar los intentos de proxenetas y dueños de burdeles de controlar el negocio; de luchar contra la corrupción policial; y, no por último menos importante, de hacer que las prostitutas paguen impuestos por su trabajo. Así sucedió en Holanda cuando se legalizó la prostitución en 1998 y se autorizó a que los burdeles funcionasen desde 2000. El sistema parece estar funcionando bien. Sin duda, habrá quien argumente que eso no es sino otra forma de disciplinar los cuerpos de las prostitutas y de imponerles una serie de valores ajenos. Tal vez habría que escuchar lo que ellas —y ellos— tienen que decir. Más complicado aún es saber en qué se relaciona todo esto con el supuesto orden representacional occidental que, según Jeffrey y muchos de los autores citados anteriormente, subordina el sur al norte. Si se piensa que la prostitución debería ser legal, uno debería llevar el asunto hasta sus conclusiones lógicas. Legalizar la prostitución no significa otra cosa que hacer que los servicios sexuales puedan ser vendidos libremente, es decir, según la jerga pomo, ser mercantilizados a partir de ese momento. Pero ¿cómo puede defenderse esta

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conclusión al tiempo que se mantiene que «la política en los países exteriores al Occidente hegemónico gira en torno a la necesidad de habérselas, es decir, de resistir y responder al poder discursivo de Occidente» (2002: 146)? ¿Cómo salir del laberinto en donde el oeste, generalmente identificado con el capitalismo y la globalización y ácidamente denunciado en consecuencia, pueda ser resistido ampliando la lógica del mercado? Este conflicto irresuelto entre la desaprobación ritual de la hegemonía cultural occidental y la incapacidad de proponer otras soluciones que las ya inventadas por el mercado está en la base de la cerrazón pomo para entender los mecanismos del turismo sexual y de otras muchas cosas. Cargar todas ellas en la cuenta del nuevo orden representacional occidental, sea eso lo que fuere, libera a los autores que hemos estudiado en este capítulo de la espinosa tarea de analizar el papel de los sistemas de familia tradicionales o de las ideologías religiosas autóctonas que les abren y guían en su camino. Afortunadamente para estas últimas, las generosas generalidades de los autores poco refuerzan su poder al tiempo que muestran la incapacidad de sus autores para ofrecer alternativas convincentes, aunque traten de librarse de la carga de la prueba con un pomposo moralismo.

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7. De paseo por el Camino de la Filosofía

El Camino de la Filosofía El Pabellón de Plata o Ginkakuji fue construido en la falda de las Higashiyama (Montañas Orientales) que rodean Kioto, la antigua capital de Japón, por el este. Fue levantado en 1482 de la era común (EC) por Ashikaga Yoshimasa, el octavo shogun del período Muromachi (1373-1573 EC), para servirle de residencia tras su retiro. El Ginkakuji seguía la falsilla del Pabellón de Oro (Kinkakuji), tratando de rivalizar con el esplendor de este modelo al lado oeste de la ciudad, que levantara Ashikaga Yoshimitsu unos cien años antes. Hoy día, ambos conjuntos se han convertido en templos Zen y atraen un gran número de fieles y de turistas. Desde Ginkakuji, siguiendo el Camino de la Filosofía, uno puede llegar al corazón de Gion, un populoso barrio en la orilla este del río Kamo. El Camino de la Filosofía es un paseo peatonal, menos de una milla de largo, que sigue uno de los arroyos que bajan de las colinas Higashiyama para desembocar en el río. En contraste con la dramática belleza de Ginkakuji, el Camino solo atrae algunas docenas de paseantes. El discreto encanto del canal flanqueado de árboles, una famosa visión cuando florecen los capullos de cerezo hacia la llegada de la primavera, invita al turista a seguirlo con paso más tranquilo del que es posible en la vibrante área comercial que se encuentra justo a la entrada de Ginkakuji o el santuario Heian, siempre abarrotado de gente, que está a poca distancia de su término meridional. En el Camino de la Filosofía solo hay algunos templos menores, pequeñas tiendas y cafés y varias residencias de altos muros que se hacen cada vez más exclusivas a medida que uno llega a su sección final. Es un camino para paseos tranquilos que invita a la meditación y a las musarañas intelectuales. Eso es lo que, al parecer, animaba a Nishira Ikutaro, un filósofo de principios del XX, a llevar allí a sus estudiantes para una serie de sesiones peripatéticas que hicieron famoso al lugar y le dieron su nombre actual.

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El Camino no atrae muchos turistas internacionales. De hecho, estos están siempre en minoría para con los habitantes de Kioto y los visitantes japoneses. No es una gran sorpresa. En casi todas partes, el turismo doméstico contribuye más a las estadísticas que el internacional. En Japón, el desequilibrio entre turistas interiores y extranjeros es aún mayor que en los demás países desarrollados. En 2008, el gasto en viajes en Japón alcanzó veintiséis billones de yenes (265 millardos de dólares), en números redondos. La parte de ingresos por turismo internacional fue solo de 1,3 billones (quince millardos de dólares); el resto fueron gastos hechos por japoneses, con un total de 22,3 billones de yenes (doscientos cincuenta millardos de dólares). Los gastos turísticos de los japoneses representaban así diecisiete veces más que los de los extranjeros (JTA, 2010a). El número de turistas internacionales a Japón solo superó los cinco millones en 2002. En 2008 llegaron a 8,3 millones, mientras que el número de japoneses que salieron al exterior pasó de los dieciséis millones (JTA, 2010b). De esta manera, Japón es el decimoquinto mercado del mundo y el segundo de Asia para turismo emisor; pero solo es el número veintiocho en el mundo y el seis en Asia para turismo receptivo (JTA, 2010c). Ucrania, Malasia, Hong Kong, Canadá y Tailandia (entre otros) ganan de lejos a Japón en turismo receptivo. Esta relación entre turismo emisor y receptivo muestra un desequilibrio que solo ha comenzado a disminuir en los últimos años. Sin embargo, conviene notar que el cierre de ese hiato se debe más al declive en el número de japoneses que salen al exterior que a una subida espectacular del turismo receptivo. Japón alcanzó un techo de casi dieciocho millones de turistas al exterior en el año 2000, tras lo cual comenzó un lento declive que se hizo aún más visible en 2008 por causa de la crisis económica global.

Cuadro 7.1. Turismo receptivo/emisor de Japón (2000-2008)

2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008

EMISOR (millones)

RECEPTIVO (millones)

RECEPTIVO/EMISOR (%)

17,8 16,2 16,5 13,3 16,8 17,4 17,5 17,3 16,0

4,8 4,8 5,2 5,2 6,1 6,7 7,3 8,3 8,4

27 30 31 39 36 38 41 48 52

Fuente: Autor sobre JTA (2010b).

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Hay muchos factores para explicar el desequilibrio. Uno es, por cierto, el alto nivel de precios en el país por comparación con la mayoría del resto del mundo. Otro, la casi completa ausencia de actividades promocionales por parte de la Agencia Japonesa de Turismo (JNTO) hasta 2003. JNTO solo asumió un papel activo en la promoción internacional del país después de esa fecha, tras el lanzamiento de la campaña Visit Japan, el 1 de abril de 2003 (JTA, 2010d). Antes de eso, posiblemente en sintonía con la política gubernamental, Japón rehusaba hacer promoción activa. Durante muchos años las políticas de promoción de las exportaciones japonesas habían levantado ampollas entre muchos competidores suyos, a medida que su balanza de pagos reflejaba un superávit considerable. Japón ahorraba más de lo que consumía en importaciones. En el punto álgido de su boom de los ochenta y después, el Gobierno nacional trataba de limitar las críticas animando a los japoneses a viajar al exterior y limitando el turismo de fuera. En aquel tiempo marcó un objetivo de diez millones de turistas emisores, para reducir en alguna medida el superávit acumulado por las exportaciones. La meta de los diez millones se alcanzó rápidamente, superándose ampliamente durante los noventa. En los años recientes ha fluctuado entre quince y diecisiete millones. Desde 2003 los números del turismo receptivo han aumentado, pero no de forma espectacular. La meta marcada era la de llegar a treinta millones de turistas internacionales en el futuro, con un umbral más inmediato de quince millones en 2013 (JTA, 2010d). Dada la incertidumbre en el escenario internacional, parece dudoso que tan ambicioso objetivo vaya a ser alcanzado, y lo mismo puede decirse de las expectativas de que el turismo emisor japonés llegue a los anunciados veinte millones. Por el momento, empero, los gastos del turismo internacional japonés están en rojo, o, con una jerga más profesional, el país experimenta fugas en su balanza de pagos turística. De esta manera, Japón se ha convertido en uno de los casos más extremos de desequilibrio entre turismo receptivo y emisor entre las economías desarrolladas. En el pasado reciente, la proporción entre japoneses que viajaban al exterior y el turismo receptivo era casi de diez a cuatro. Si se considera la ratio entre japoneses al exterior y viajeros a Japón por motivos que no fueran negocios, esa proporción se amplía a 10:2,5. Como se ha dicho, el hiato se está cerrando como consecuencia del nuevo interés japonés de promocionar su turismo internacional (Craft, 2003), pero parece que por muchos años aún Japón continuará estando a la cola de muchos otros destinos desarrollados a la hora de atraer un número significativo de turistas extranjeros. Como se vio en el cuadro 7.1, aún son la mitad de los turistas japoneses al exterior. Por su parte, los turistas japoneses se han convertido en uno de los principales motores del crecimiento del sector (Lew, 2000) en Asia y en el Pacífico.

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También son los que tienen mayor índice de gasto medio entre todos los turistas internacionales (JTA, 2007, 2008). Las estimaciones de gasto por el turismo emisor japonés varían según la fuente y el modo en que se calculan las cifras. Según UNWTO (2005), en 2002, con 16,6 millones de partidas al extranjero, los turistas japoneses gastaron 26,7 millardos de dólares, con un total de 1618 por persona. La cifra estimada para 2008 llegaba a 1743 (UNWTO, 2010b), con un total de casi treinta millardos de dólares en gastos internacionales y dieciséis millones de viajeros al exterior. WTTC (2004a) calculaba que los gastos por persona en 2004 habían sido de 3025 dólares por persona (con un total de 54,4 millardos de dólares y diecisiete millones de turistas). Como destino receptivo, la competitividad turística de Japón sigue siendo baja. Es el número veinticinco entre los 133 países que se encuentran en la clasificación del World Economic Forum (WEF), y el veintitrés de 31 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) (cuadro 7.2). WEF clasifica la competitividad de los destinos siguiendo ocho llamados pilares y tres categorías principales. Las últimas se refieren al marco regulatorio, clima de negocios y recursos naturales y culturales. Japón aparece en lugares bajos en lo que se refiere a seguridad, precios y afinidad con el turismo, aunque se mantiene alto en recursos culturales. Volvamos ahora al Camino de la Filosofía. Con los datos apuntados, no es sorprendente que el turista occidental que se pasea por él tenga dificultades en encontrar otros de su misma condición entre los turistas domésticos. Esta condición nos lleva a plantear el asunto de la identidad. Una de las ideas básicas de la visión pomo (capítulo 3) en la investigación turística mantiene que el contacto entre extranjeros y locales pone en peligro la identidad de las comunidades anfitrionas. Con esta vara de medir, un bajo número de turistas internacionales no debería plantear amenaza alguna a Japón y la japonesidad, sea eso lo que fuere; debería resistir perfectamente el asalto de la influencia exterior o, al menos, debería tener un alto grado de resistencia. ¿Tiene Japón una sola identidad; se atuvieron a unas mismas reglas de conducta los japoneses del pasado y lo hacen también los de hoy?

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Cuadro 7.2. Ranking de competitividad de los países OCDE PAÍS

Suiza Austria Alemania Francia Canadá España Suecia Estados Unidos Australia Reino Unido Holanda Dinamarca Finlandia Islandia Portugal Irlanda Noruega Nueva Zelanda Bélgica Luxemburgo Grecia Japón República Checa Italia Corea del Sur Hungría Eslovaquia Chile México Turquía Polonia

RANKING OCDE

RANKING MUNDIAL

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 27 28 29 30 31

1 2 3 4 5 6 7 8 9 11 13 14 15 16 17 18 19 20 22 23 24 25 26 28 31 38 46 47 51 56 58

Fuente: Autor sobre WEF (2009).

Identidades múltiples Aunque algunos estudiosos han abordado las interacciones entre identidad y nacionalismo (Anderson, 1999; Gellner, 1983, 1998; Nairn, 1982; Shumway, 1991; Spillman, 1997), a menudo la discusión sobre las identidades está ligada a narrativas de privación. Con frecuencia, lo que se destaca es la desposesión

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económica. Globalización, intercambios norte/sur y comercio desigual cooperan para aumentar la desigualdad entre países desarrollados y menos desarrollados, privando a estos últimos, entre otras muchas cosas, de sus identidades (Britton, 1996; Karch y Dann, 1981). En otras ocasiones, lo que se denuncia son los lazos culturales porque, se dice, mantienen la hegemonía occidental sobre el resto del mundo, causando así la decadencia de las identidades nacionales o comunitarias (MacCannell, 1976; McCabe, 2002; Munt, 1994; Smith, 1997). Más allá de las consideraciones generales, otros han pintado con pinceles más finos el cuadro de la construcción de identidades (McCabe y Stokoe, 2004) en sus aspectos individuales (Dann, 1999; Desforges, 2000; Selänniemi, 2001), comunitarios (Sofield, 2003), de género (Byrne-Swain y Mommsen, 2001a), étnicos (Fischer, 1999) o culturales (Berghe, 1994). Estas contribuciones típicamente siguen dos caminos principales para explicar por qué la búsqueda de su identidad parece ser tan crucial para los humanos. En la primera vertiente, la identidad es anterior en el tiempo a los individuos y conforma su conducta decisivamente. Las identidades expresan la pertenencia a un todo (familia, nación, cultura, raza, etc.) que es mayor que sus miembros y les proporciona recompensas y sanciones, tanto tangibles como intangibles, así como reglas generales de conducta. La lengua, la religión, las tradiciones, el folclore, la comida, los deportes y muchas otras dimensiones, separadas o en conjunto, moldean a las comunidades y los individuos con un número de rasgos específicos que los separan de los demás. Esos rasgos les permiten hallar un propósito a su vida colectiva y contribuyen a mantener o reforzar sus lazos mutuos. La historia común u otros agentes más misteriosos como el Volksgeist (espíritu del pueblo), la sangre o la psicología de los pueblos determinan cómo nos comportamos y definen las lindes entre nuestro grupo y el resto del mundo —el «nosotros» contra «ellos»—. Los intercambios culturales constituyen un peligro para este tipo de identidad y su comunalidad o la someten a la cultura, al Volksgeist, a la sangre o a la psicología o a lo-que-sea de otros grupos. Esta forma de definir las identidades la introdujo en el estudio del turismo Greenwood (1977). Para quienes creen en ella, el continuo entre los fundadores de la comunidad y sus miembros presentes es, según la convención de Burke, un pacto entre los muertos, los vivos y las generaciones futuras en torno a un número de tradiciones y rituales que representan la historia wie es eigentlich gewesen ist (como ha sucedido en la realidad), con la fórmula de Ranke. La otra persuasión es constructivista y ha gozado de mucha audiencia entre los pomos. En esta versión las identidades no son inherentes a las comunidades y a sus miembros: son el resultado de un proceso de construcción social. De suyo, lo de «construcción social» no significa gran cosa. Todo aquello que sea

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social está socialmente construido (Brunner, 1991; Brunner y KirschenblattGimbel, 1994; Hollinshead, 1992, 1993). Las identidades, sean en realidad lo que fueren, son representaciones sociales; por tanto, son constructos sociales por definición. Pero los constructivistas dan un paso más, normalmente tácito, para escapar de la tautología, definiéndolas como ideologías, es decir, como versiones reificadas de la realidad que sancionan un estado de cosas del que alguien necesariamente se beneficia. Quién sea ese alguien no es fácil de definir, aunque usualmente apunta a los poderosos (Levinson, 1998; Pretes, 2003). Otras veces, sirvan de ejemplo los afanes poscoloniales, la identidad se refiere a Occidente y a su hegemonía. Por ejemplo, la identidad del Oeste americano sirve como una metáfora de la superioridad de la cultura WASP (protestantes blancos anglosajones) sobre la de las mujeres, los emigrantes, los hispanos, los indios y otra gente de color (Aquila, 1996), y legitima su «derecho» a dirigir asuntos y negocios comunes. Ejemplos similares de esta forma opresiva de identidad, se nos dice, pueden encontrarse infiltrados en casi todas las instituciones sociales (Ferguson, 2003). Said (1979, 1994) convirtió su marca orientalista en una exitosa industria local rápida y ávidamente adoptada en casi todos los cenáculos académicos. Esta denuncia de las raíces en el poder o raíces políticas de la hegemonía occidental va habitualmente acompañada por una llamada a resistirla y a proyectos de reconstrucción de las identidades subordinadas. ¿Puede el caso japonés sustanciar alguna de esas definiciones de identidad? Nuestra posición en lo que sigue será que la escuela que cree en la tradición como verdad auténtica marra el blanco sustancialmente, y que el limitado constructivismo pomo muestra la necesidad de una visión más compleja de la identidad para descartar nociones simplistas basadas en una definición unidireccional. Ambas versiones del paradigma pomo no parecen ser mucho más que constructos reificados que inhiben cualquier intento de comprender adecuadamente algunos de los complicados problemas creados por el intercambio cultural y su más reciente encarnación, como globalización, en vez de iluminarlos.

¿Qué Japón? Uno sale del Camino de la Filosofía, se dirige hacia el oeste hasta encontrar Higashioji-Dori, una larga avenida norte-sur en la orilla oriental de río Kamo; luego tuerce hacia el sur en el parque de Maruyama y llega al corazón de Gion, sintiéndose cerca de una importante parte de la historia de Japón. Gion había sido ya un lugar de elección para la construcción de templos antes de la fundación de Heian Kyo, la Capital de la Paz y la Tranquilidad, el germen del Kioto

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actual, que fue diseñado en 794 EC sobre la falsilla de Chang’an, la capital de la dinastía Sui en China. Todavía hoy algunos de los más importantes templos de Kioto se encuentran en Gion. Desde la fundación de la nueva capital, la historia de Gion ha estado íntimamente ligada con la de la ciudad imperial de Kioto. No solo contribuyó a la vida política y cultural de Japón inicial. Con los siglos, Gion se convertiría también en el más grande barrio de placer en el área de Kioto y en la casa de las geishas, uno de los símbolos de la identidad japonesa. Pero, antes de eso, Gion tuvo un papel importante en el desarrollo de la cultura Heian (794-1185 EC), una de las fuentes principales de la rica historia de tradiciones japonesas. ¿Puede uno, empero, hablar de una sola identidad Heian que habría hecho una contribución básica a la japonesidad? Para quienes prefieren creerlo, esa identidad Heian se decantó en la gran obra literaria que es la cumbre de esta era, La historia de Genji (Murasaki, 1960). Según eso, en aquel tiempo, Japón (o, al menos, las áreas controladas por la corte imperial de Kioto) era un país de personajes gentiles que habían desarrollado una especial sagacidad para la belleza y el buen gusto. La cultura de élite, con una expresión actual, era su vocación. Sus miembros salpicaban su agitada vida amatoria con múltiples ocasiones en que podían desplegar su gusto por las ricas sedas, la composición de waka (un género poético), la prodigiosa caligrafía, los bellísimos rituales religiosos y el despliegue del esplendor y la exquisitez (Varley, 2000: 58-67). Pero si usamos la novela de Murasaki como una fuente histórica […] la gente de La historia de Genji representa tan solo un escasísimo porcentaje de los habitantes del Japón en el siglo X. Con pocas excepciones todos ellos pertenecen a la aristocracia, cuyo número no pasaba de unos pocos miles en una población de varios millones (Morris, 2004: 178-179).

Esos más grandes sectores sociales solo aparecen ocasionalmente en la historia inicial de Tamakazura (Keene, 2004: 22-23). Incluso dentro de ese estrato cortesano, muchos tenían otras pautas de lo que debía ser el comportamiento apropiado y definían su identidad de forma claramente distinta de la de Genji. Fujiwara Morosuke, ministro de la derecha cuando falleció en 960 EC, más o menos en el tiempo en que Murasaki escribió su obra maestra, sermoneaba a sus contemporáneos con un discurso diferente. Piénsalo tres veces antes de decir nada a nadie. No hagas nunca nada a la ligera […] Desde tus vestidos y tus tocados hasta tus carruajes, cuida solo de esas cosas en la medida en que lo demande la necesidad y no persigas en vano la belleza y el porte (citado en Sansom, 1999: 182).

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Morosuke era de seguro un aguafiestas o un pelmazo, pero no por ello dejaba de representar una corriente de opinión bien establecida. Visiones similares e igualmente opuestas aparecieron varios siglos más tarde. Al final de sus años de gobierno (1615), Tokugawa Ieyasu promulgó las llamadas Reglas para las Casas Militares (Buke Sho-Hatto), que, entre otras cosas, imponían que los matrimonios de sus miembros no podían ser arreglados privadamente, es decir, necesitaban permiso de los superiores; que vestidos y otros ornamentos tenían que ser apropiados al rango de sus dueños; que la gente del común no podía ser llevada en palanquines; y que los samuráis tenían que vivir frugalmente (Sansom, 1987: 7-8). Leyes similares contra el compadreo entre gentes de distinto rango social y contra la vida muelle se repitieron de tanto en tanto bajo el shogunato de Edo (desde el XVII hasta le llegada de la era Meiji, a mitad del XIX). Sin embargo, hubieron de ser repetidamente promulgadas porque sus destinatarios no hacían suficiente caso de ellas. El siglo XVII en particular vio el ascenso de una próspera clase de mercaderes que gastaban su dinero en representaciones de kabuki y en el mundo flotante, al tiempo que acumulaban riquezas que exhibían conspicuamente. Hoy se habla mucho del código de los samuráis (Bushido) y de sus ritos marciales, pero no hay que olvidar que solo se aplicaba entre una parte de la sociedad japonesa, no precisamente la que a la sazón tenía mayor éxito económico y social. Desde el XVII, Japón trató de vivir un sueño identitario feudal, del que finalmente le sacaron la flotilla de barcos negros comandada por el comodoro Perry en 1853-1854 y la restauración de la autoridad imperial en la era Meiji, que principió en 1867. Bajo Meiji, el país se embarcó en un período de renovación en el que fueron rápidamente adoptadas la tecnología, la economía y muchos usos y formas occidentales (en especial, las de la Alemania bismarckiana). Sin embargo, también este tiempo experimentó un soterrado conflicto sobre cómo definir la identidad japonesa, como lo ha puesto de relieve Keene (2002). La ideología oficial imponía los términos de la llamada esencia nacional o kokutai, que exigía de los fieles súbditos del emperador «entregarse totalmente al Estado» (citado en McClain, 2002: 428). Por otro lado, numerosos grupos urbanos optaron por la naciente cultura de masas que requería un mayor número de opciones a la hora de construir la identidad individual y la ampliación de los derechos individuales. De esta forma, la identidad nacional podía definirse alternativamente como la mezcolanza de la Prusia burocrática, la ideología del superhombre de Nietzsche y la vida auténtica que predicaba Heidegger, por un lado, y como la definición liberal, por todo lo débil que fuera, de grupos como el Movimiento de Derechos Populares y el partido Kaishinto (Buruma, 2003: 50-52).

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De esta forma, a lo largo de los años, lo que ahora llamamos identidad nacional japonesa encontró al menos dos expresiones concurrentes, síncronas y contrapuestas que, a su vez, se dividían en numerosas subcorrientes. Las tradiciones y los rituales preferidos por cada una de esas dos vías alternativas (y otras muchas más pequeñas que no necesitan ser descritas ahora) definían una alternativa real que no se aviene con las ideas básicas de la corriente fundamentalista en la definición de la identidad.

Una pluralidad de actores Volvamos al Camino de la Filosofía. Ahora, una vez acabado su curso, el paseante que gire hacia el oeste pasará por delante del santuario Heian y encontrará el puente Marutamachi, que le saca de Gion. Si tuerce hacia el sur, desde la avenida Pontocho puede seguir hasta el área definida por Kawaramachi-Dori y el mercado de abastos de Nishiki, una zona fascinante de cultura urbana juvenil semejante a las de Harajuku, el parque Yoyogi y la calle Takeshita, en Tokio, o los alrededores de America-Mura, en Osaka. Ha llegado así a la cuna de la «erogancia», esa mezcla de elegancia y erotismo sutil que caracteriza las modas que siguen tantos japoneses y japonesas jóvenes y no tan jóvenes. «Erogancia» es un término (Merrick y Parker, 2004) en el que se incluyen diferentes estilos de ropa, de cosméticos y de maquillaje, desde los de las Elegantes Lolitas Góticas o el chic gótico —que no es lo mismo que el punk gótico— hasta el Gunguro. El primero combina entre guiños el chic victoriano (de ahí lo de gótico) y el vestido negro de camarera francesa de cofia y delantal blanco, en una mezcla de mórbida inocencia femenina que, junto con las colegialas en minifalda, parece ser el mejor alimento de la imaginación erótica para muchos hombres japoneses. El Gunguro es menos específico. Más que una mera moda indumentaria se presenta como un estilo de vida; más que un atuendo reservado en exclusiva a las mujeres, Gunguro ofrece pautas de conducta más generales a hombres y mujeres, combinando el estilo de mujer del valle de San Fernando, en Los Ángeles, con un estilo de vida surfista que atrae a muchos otros jóvenes japoneses: pelo teñido de rubio o color cobre; piel morena; vestidos de colores brillantes, verdes, amarillos o rosas; ropas de diseñadores famosos cuya marca se muestra con ostentación; detrás de todo lo cual subyacen muchas horas de cuidado personal. El Gunguro ha contribuido también a cambiar actitudes y costumbres, especialmente en lo que se refiere a los usos sexuales y amatorios. Las chicas Gunguro van siempre en grupos; los chicos Gunguro gustan de dejarse ver

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siempre con abundante compañía femenina, en grupos o, sobre todo, en pareja (Park-Douglas, 2004). Esas parejas, no necesariamente casadas, pueden ser vistas con frecuencia viajando por Asia con una conducta muy distinta de la que hasta hace poco definía la identidad del turista japonés. Esos jóvenes pasean una forma de vida estudiadamente relajada que se extiende a todas sus actitudes, como queriendo así mostrar la distancia que les separa del Japón corporativo y burocrático de las dos generaciones anteriores. Un contraste más total con la moda tradicional que marcaba la identidad de las jóvenes japonesas y su idea de la feminidad y con los uniformes (traje gris, camisa blanca, corbatas del montón) y estilo de vida del samurái corporativo parece difícil de encontrar. Todos esos géneros de presentarse en público no tienen nada que ver con el estereotipo habitual de la identidad japonesa, la joven de belleza serena que viste un quimono. Podría en verdad argüirse que, después de todo, esas cosas no son más modas cambiantes por su propia naturaleza. ¿Quién sabe cuáles serán los estilos de vida que los jóvenes japoneses y sus compañeras femeninas favorecerán en unos pocos años? ¿Acaso los chicos modernos de la era Taisho (1912-1926) o de la primera era Showa (1926-1932) no dejaron en seguida a un lado su apariencia a lo Harold Lloyd y su pasión por el eru, el goru y el nansensu (erotismo, sangre y lodo, el absurdo) (Buruma, 2003: 63-84) y la vida nocturna de Ginza y Asakusa (dos barriadas tokiotarras) para enfundarse sus uniformes militares y aceptar las fabulaciones chauvinistas del kokutai (Seidensticker, 1990: 71-87)? ¿Acaso las mogas (contracción de modern girls) no cambiaron al punto sus melenitas de estilo charlestón y su apariencia americana (Seidensticker, 1983: 252-274) para convertirse en madres de futuros soldados y defensoras putativas de la patria durante los años de expansión colonial? Hablemos de otras formas más básicas de la vida social moderna. El envejecimiento de la población japonesa ha atraído con frecuencia la atención de los sociólogos en los últimos años. En 2002 la población de Japón era de 127,6 millones; en 2050 se estima que bajará a 100,6. En 2003 el 14 por ciento de la población japonesa estaba por debajo de los quince años; en 2050 ese porcentaje será del 10,8. Al otro lado de la pirámide etaria, las personas de 65 y más años representaban el 19 por ciento en 2003; en 2050 serán un 35,7 por ciento. El envejecimiento corre parejo con la reducción de la tasa de natalidad. En 1950 era de 3,65; en 2002 había descendido a 1,32, y en 2003, con un 1,29, alcanzó el estadio 1,2 por primera vez desde la guerra (Statistics Bureau, 2004). No es fácil determinar las causas de un declive tan rápido, pero uno puede detenerse en las actitudes de las mujeres jóvenes hacia el matrimonio y la maternidad.

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El declive general de la fertilidad es atribuible en parte a la edad media en que las mujeres tienen su primer hijo; en 1970 esa media estaba en 25,6 años, en 2002 había subido a 28,3 y en 2003 a 28,6 (Statistics Bureau, 2004).

No solo esperan más las mujeres para ser madres; muchas de ellas prefieren no casarse y no tener hijos. En el año 2000, las mujeres solteras menores de veintinueve años representaban un 45 por ciento de esa cohorte; un 10 por ciento de las mujeres entre 35 y 39 años habían decidido no casarse; otro tanto sucedía con un cuarto de las mayores de cuarenta —un cambio notable en una sociedad en donde, en 1950, solo 1,4 por ciento de las mujeres no se habían casado nunca (Efron, 2001; Orenstein, 2001)—. Los divorcios, aún muy limitados (2,25 por cada mil personas en 2003), han crecido de forma estable desde los noventa. En otras sociedades, por ejemplo en Estados Unidos, tendencias similares han supuesto un crecimiento enorme de madres solteras; no así en Japón, donde solo cuentan con 1 por ciento de los nacimientos. Parece que allí, aunque su número ha crecido exponencialmente, las mujeres solteras saben cómo evitar los embarazos. Las mujeres jóvenes no casadas suelen vivir con sus padres (entre 80-90 por ciento). No solo ellas. Muchos hombres jóvenes también lo hacen. De ahí que hayan sido llamados unos y otras «la generación canguro» o «residentes en el nido» o, más abruptamente, «parásitos» (Yamada, 1999). La última expresión, curiosamente, se emplea para referirse casi solo a las solteras con un regusto de reproche (cuadro 7.3). Las solteras parásito han sido objeto de numerosas críticas, especialmente por sus supuestas actitudes materialistas. Muchas de ellas tienen salarios anuales bajos, pero no tienen que preocuparse de pagar la renta, la comida o el agua y la luz. Sus familias proveen. Por lo tanto, la práctica totalidad de sus ingresos son renta disponible y, por supuesto, disponen de ella a lo grande. Miki Takasu, de veintiséis años, es una mujer guapa que conduce un BMW y lleva bolsos de Chanel que cuestan 2800 dólares —cuando no usa otros de Gucci, Prada o Vuitton—. Pasa sus vacaciones en Suiza, Tailandia, Los Ángeles, Nueva York y Hawaii (Tolbert, 2000).

Todo eso con un salario anual de veintiocho mil dólares como cajera de un banco. Lo más probable es que Miki viva en el mismo reino de la fantasía que las «reinas del subsidio» de Ronald Reagan que se habían comprado Cadillacs con los cheques remitidos por la Seguridad Social. En cualquier caso, lo que toda esta charlatanería de los medios de comunicación indica a todas luces es que la identidad de las mujeres japonesas está cambiando rápidamente —y la familia

9,9 8,8 8,1

26,8

20-24 25-29 30-34

TOTAL

TOTAL

10,9

6,1 3,3 1,4 40,5

62,1 37,5 17,4 13,6

5,0 4,5 4,1 5,7

3,0 1,8 0,9

SOLTEROS PARÁSITOS

%

SOLTEROS PARÁSITOS

41,6

59,3 39,9 21,7

%

Fuente: Masahiro Yamada (1999) y Management and Coordination Agency, citados en Takahashi y Voss (2000).

TOTAL

EDAD

HOMBRES

13,2

4,9 4,3 4,0

TOTAL

5,2

3,2 1,5 0,5

SOLTEROS PARÁSITOS

MUJERES

39,4

65,1 35,1 13,1

%

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tradicional con ella—. Si queremos entender las razones deberíamos buscar más allá de las superficialidades sobre su actitud consumista. Recordemos que en las familias tradicionales los hombres parásito solteros no eran una excepción. En general, los hombres vivían en la casa paterna hasta el momento de su matrimonio, tras el cual traían consigo a sus mujeres para formar hogares de dos o tres generaciones. En cualquier caso, vivir con la cohorte mayor suponía a menudo que ellos y sus mujeres se permitían los mismos ahorros que tan desvergonzados parecen en el caso de las mujeres solteras y no eran criticados por su asiduidad consumista. Si muchas jóvenes se abstienen de casarse debe ser por razones alternativas. Una de ellas podría ser económica. Desde 1945 las mujeres japonesas han sido animadas a obtener una mejor educación. En el año académico 2000-2001, un 40 por ciento de mujeres estudiaban una carrera (Statistics Bureau, 2004). Aunque la fuerza de trabajo con mejores credenciales suele poder alcanzar mayores rentas e independencia personal, ese no parece ser el caso en el declive de la familia tradicional. La participación por género en la población trabajadora no ha cambiado demasiado en los últimos veinte años (60 por ciento de hombres y 40 por ciento de mujeres en 1984; 59 y 41 por ciento, respectivamente, en 2003), aunque desde la recesión económica que comenzó en los noventa las mujeres hayan sufrido un desempleo menor que los hombres. Otra explicación aúna razones económicas y culturales. Muchas mujeres jóvenes no solo han obtenido una mejor educación, sino también independencia financiera; muchas consideran al matrimonio tradicional como un mal negocio. El matrimonio tradicional aún mantiene muchos de los desagradables rasgos que le han acompañado desde la era Edo. La doctrina neoconfuciana de la época daba un tratamiento poco envidiable a las mujeres. Su sino era aceptar un matrimonio arreglado y compadecerse con las tres obediencias: a sus padres cuando niñas, a sus maridos durante el matrimonio, a sus hijos cuando se hacían mayores (Sansom, 1987: 89). Había una cuarta que no solía ponerse por escrito. La literatura japonesa rebosa de ejemplos del odioso personaje de la suegra, a la que las nueras tenían que seguir fielmente, hasta el punto de que podían ser castigadas por ella con el uso de violencia física. Durante siglos las recién casadas aceptaban su suerte a falta de otras opciones, pero esto ha cambiado. Mujeres mejor educadas difícilmente aceptarán matrimonios en los que todavía hoy los hombres dedican veintitrés minutos al día a las tareas del hogar, mientras que la carga de las mujeres es de cuatro horas y media; o cuando un 34 por ciento de los padres declaran no haber cambiado un solo pañal. Así pues, no debe sorprender que muchas de ellas voten con los pies —dejando atrás la familia y los matrimonios tradicionales—.

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No puede sorprender tampoco que Japón, como otras muchas sociedades, modernas o tradicionales, responda a los desafíos de la vida social con diferentes formas de lo que se suele llamar identidades. De hecho, como hemos tratado de razonar, las identidades que se han atribuido a ese país, incluso por muchos de sus nacionales, no pueden borrar el hecho de que Japón haya buscado y busque en el futuro soluciones competitivas, incluso contradictorias, para las incógnitas del presente y del futuro. Rea ha apuntado que muchas áreas de la supuesta identidad japonesa han cambiado rápidamente a la zaga de acontecimientos imprevistos (el estallido de la burbuja económica en 1989-1990; el ataque con gas sarín al metro de Tokio organizado en 1995 por el culto Aum Shinri Kyo; y la insatisfactoria respuesta gubernamental al terrible terremoto en el Gran Hanshin del mismo año) que asolaron a Japón a finales del siglo XX (2000: 647-649).

Identidades conflictivas; paradigmas erróneos Los constructivistas están más cerca de la verdad que los fundamentalistas de la identidad. Las identidades no existen inmunes al cambio en una especie de autonomía extraterritorial. De hecho, las tradiciones, los rituales y las identidades pueden datarse, a veces con gran exactitud. No son anteriores a las sociedades que los adoptan y cambian para adecuarse a las necesidades de grupos sociales diferentes. Suelen reflejar los impulsos externos e internos hacia el cambio o, para usar una manida expresión pomo, están sometidos a procesos de negociación constante. Sin embargo, una vez que llegan a este puente, los pomos muestran escasos deseos de cruzarlo, prefiriendo la sabiduría tradicional que aprendieron en el jardín de infancia. Lacan, Foucault, Said, a pesar de sus continuas invocaciones a la negociación y a la diversidad, les han enseñado que las identidades reflejan una estructura unidimensional e invariante. MacCannell (1992a) tradujo esa noción al turismés y, para sus seguidores, una parte de las identidades (la mala) implican siempre una imposición (cuando quieren lucir como expertos en Gramsci se refieren a ella como hegemonía) de los poderes de verdad, es decir, un proceso político que codifica y refuerza la ideología dominante de la cultura turística, esencialmente un proceso global que se manifiesta localmente e implica explícitamente la construcción de los lugares (Ateljevic y Doorne, 2002).

Para los pomos, resulta tan evidente lo que la ideología dominante o hegemónica es y quién la impone que consideran superfluo elaborar más el concepto. Las

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novelas policíacas pomo, por tanto, suelen ser más bien aburridas. Uno sabe desde la primera página que el asesino es James, el mayordomo: un macho blanco, anglosajón, protestante, leal servidor de los hegemones que, por comisión u omisión, muestra su empeño de envenenar al Otro con los tabúes y los prejuicios de la «cultura occidental» que datan de los filósofos griegos y con el patriarcado al que rinde pleitesía, como lo decía Garner (1995: x). No todo está perdido. Hay un lado bueno de las identidades que consiste en la afirmación de las oprimidas frente a la hegemonía imperial. Las personas o los grupos que comprenden el verdadero significado de su identidad definirán mejor cuál es su posición injustamente subordinada en cualquier entorno social y podrán sentirse así más seguros de su legitimidad. De esta forma, las políticas identitarias (las buenas) ayudarán al Otro —las mujeres, las comunidades que buscan su afirmación cultural o su autodeterminación nacional y cualquier otra minoría explotada o sometida a abusos (ya sean culturales o étnicos)— a luchar por sus derechos y a resistir las exacciones que le tratan de imponer los diversos actores hegemónicos. Estos últimos suelen ser hombres en el caso de las sociedades patriarcales, gentes de orientación heterosexual, grupos étnicos dominantes o poderes centrales o metrópolis. Es claro que el concepto pomo de identidad deriva de las ideas de Foucault sobre el interminable enfrentamiento de los poderes en cualquier ámbito social. La consecuencia última sería convertir en sospechoso cualquier ejercicio del poder. Una vez más hay que decir que esta visión no se tiene en pie. Si todas las relaciones sociales reflejan luchas de poder, es decir, intentos de imponer una dominación ilegítima, se hace imposible saber dónde está la legitimidad en cualquier situación. A la postre, todo poder es tan ilegítimo (o tan legítimo) como cualquier otro. Así que para evitar la circularidad del razonamiento, los pomos tienen que encontrar un atajo. Prefieren decidir por sí y ante sí quién tiene el derecho de resistir y quién es el opresor. El salto, empero, es más complicado de cuanto están dispuestos a reconocer porque requiere una reificación de las categorías. La identidad individual es relativamente fácil de atribuir. Las huellas dactilares y las pruebas de ADN ayudan a saber que P no mató a S, y hay otros procedimientos fiables para establecer que esta persona concreta es en realidad P y no S. La identidad grupal, lamentablemente, no existe. El color de la piel no impidió a Papá Doc victimar a muchos otros haitianos negros. No todas las mujeres aceptan la definición feminista del género, ni todos los escoceses o todos los catalanes apoyan la independencia de Escocia o de Cataluña. Uno puede tratar de escapar de esta encerrona diciendo que los dictadores o las mujeres no feministas o los escoceses y catalanes integracionistas no pertenecen en realidad a ninguna de esas categorías sociales (negros,

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mujeres, escoceses, catalanes), pero este juego de espejos no resiste la carga de la prueba. La vida es más compleja y bastante más divertida de lo que estos novelones policíacos de tercera creen. De hecho, durante siglos, la ideología dominante blanca, masculina, anglosajona y protestante ha estado enredada consigo misma. Lo mismo que, como se ha dicho, pasaba en las culturas orientales, masculinas, japonesas y budoshintoístas. Las culturas están hechas de y por intereses contrapuestos, corrientes de opinión encontradas y subculturas de oposición que los investigadores convierten retrospectivamente en un solo paradigma identitario. Por muy necesario que ese estereotipo pueda ser (Pinker, 1997: 308, 313), a la postre resulta difícil eludir el riesgo de perder de vista la especificidad de las historias cuando se adopta la visión pomo, que es solo limitadamente construccionista. Los constructos sociales, a diferencia de lo que ellos creen, no son buenos o malos al margen de los acontecimientos históricos y, lo que es aún más importante, aquellos que terminan por imponerse tienden a ser un precipitado —un constructo— de puntos de vista mayoritarios que representan compromisos entre individuos y entre grupos. Esos constructos, pues, se hacen cada vez más complicados a medida que las sociedades modernas incluyen en la fuerza de trabajo y en la franquicia política a grupos que en el pasado se veían inmediatamente excluidos, como las mujeres o las distintas minorías, que, por cierto, también estaban traspasadas por su propia diversidad interna y por diferentes programas. Muy a menudo —a pesar de las invocaciones rituales de que las identidades responden a un interminable proceso de negociaciones—, este complejo panorama se pierde al ser traducido en un lenguaje pomo que resume la complejidad de los intercambios económicos y culturales entre sociedades distintas —eso que hoy se ha convertido en la globalización— en un paradigma de identidad que induce a error. De esta manera funden las identidades en bronce o las magnifican con ayuda de técnicas deconstruccionistas dualistas (poderosos/ oprimidos, Occidente/no Occidente, Ego/Otro y así de seguido) que jibarizan u olvidan los hechos incómodos. Por ejemplo, que esas estructuras familiares tan poco apetecibles para las mujeres jóvenes de Japón y otras muchas del resto de Asia (Ganalh, 2004) no pueden cargarse en la cuenta de la hegemonía occidental. Por ejemplo, que el turismo no es la única presión globalizadora que sienten las comunidades menos desarrolladas en estos días de parabólicas, mensajes en tiempo real e internet. Nuestros constructos indudablemente reflejan oposiciones y negociaciones, pero, también y sobre todo, puntos de vista que no pueden reducirse exclusivamente a narrativas de dominación. Muchos individuos, con independencia de los grupos sociales a los que puedan pertenecer, pueden aceptar y de hecho

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aceptan voluntariamente una serie de constructos ajenos a los que no ven como imposiciones forzosas, sino como definiciones razonables y/o aceptables de una situación dada. El escalón superior de esta categoría lo ocupan los constructos científicos, a los que cualquier observador independiente puede llegar si sigue determinados procedimientos bien establecidos. Sin duda, siempre habrá un número de personas que rechacen, por ejemplo, la hipótesis evolucionista y defiendan el creacionismo, pero ese número ha decrecido significativamente desde el siglo XIX. Algo semejante puede decirse de otras nociones científicas. Adicionalmente, a veces algunos individuos que ven más allá de sus narices pueden tener razón en sus puntos de vista, aunque inicialmente fueran rechazados y hasta perseguidos, y acaban por convertirse en el modelo de futuros constructos. Tal es la tensión perenne que afecta a todas las sociedades humanas y que los pomos ocultan tras las interminables guerras entre dominación y resistencias. Por debajo de los conceptos científicos hay otro número de creencias e instituciones que la mayoría cree aceptables como centros de organización de la vida colectiva. En lo alto de la pirámide aparecen las normas fundamentales de lo que llamamos el contrato social. La Declaración de independencia de Estados Unidos lo resume en el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. La mayoría de las constituciones democráticas lo detallan en lo que se suele llamar su parte dogmática. Más abajo aparecen las leyes que regulan los muy diversos aspectos del tráfico social. Muchas sociedades también reconocen la fuerza de costumbres y tradiciones como parte del contrato social y esperan que los ciudadanos actúen de acuerdo con ellas y con otras reglas morales y otras convenciones sociales. Cuanto más se aparta uno de las normas fundamentales, tanto mayor es el espacio que las sociedades dan a sus miembros para organizar sus vidas; de ahí, pues, su diversidad. La diversidad no es solo un elemento de la vida internacional que a veces aparece descrita como una diversidad de identidades impermeables unas a otras. La diversidad es también un elemento básico en el interior de las naciones. Las sociedades democráticas permiten una amplia panoplia en lo tocante a ideas religiosas, ideologías políticas, gustos, orientación sexual, decisiones de consumo y otras muchas dimensiones. Cuanto mayores son las opciones que les permiten, tanto más legítimas suelen aparecer esas sociedades a los ojos de sus ciudadanos. Sin duda, en todas las sociedades, algunos individuos y algunos grupos, a veces muy importantes, no sienten como suyas las reglas mayoritarias. Si eso les lleva a acciones violentas en contra del régimen de libertades imperante, todas las sociedades cuentan con un amplio número de eventuales sanciones que pueden ir desde la pena de muerte y la cadena perpetua hasta el ostracismo social o la estigmatización. Todo esto lo sabe cualquier estudiante de ciencia política.

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¿Por qué hay una mayoría de ciudadanos que cumple la ley? Las sanciones que acabamos de mencionar cuentan, pero no son la única razón. La mayoría de los ciudadanos sienten que obedeciendo las leyes se obedecen a sí mismos. En los regímenes democráticos la red de normas refleja la voluntad popular expresada en elecciones libres de representantes de la ciudadanía. Sin duda, no todo el mundo se siente satisfecho con todas las reglas, pero la mayoría piensa que ese es el menor de sus problemas a la hora de organizar pacíficamente la vida colectiva. Frente a la matriz pomo, ese respeto por el imperio de la ley y las formas que esta adopta en cada circunstancia concreta no refleja ni poder desnudo ni falsa conciencia; no es el producto de la manipulación. Si lo fuera, eso significaría que los oprimidos a quienes dicen defender son incapaces de usar el poder de su propia razón. Lo que lleva derechamente al asunto de la hegemonía. Los constructos sociales no son tan solo una legitimación superestructural de intereses económicos que cualquier buen sabueso podría rastrear en sus orígenes de clase. Solo Bourdieu (1984) y algunos de sus seguidores más ingenuos pueden pensar que cualquier manifestación cultural, por ejemplo ese estofado que en los libros de cocina franceses se llama blanquette de veau (un guiso de carne de ternera), surge de y refleja los gustos no ya de una clase social, sino específicamente de alguna de sus subsecciones —el proletariado industrial en este caso—. Por el contrario, la blanquette, lo mismo que multitud de otros constructos más fundamentales, puede gustar a amplios sectores sociales con independencia de sus orígenes de clase. La capacidad de algunos individuos, ideas o instituciones en responder con acierto a esos intereses colectivos es exactamente la definición de hegemonía. Pese a que muchos de los caballeros que aprobaron la Declaración de independencia americana de 1776 practicaban la esclavitud y no consideraban necesario incluir a las mujeres en la gobernación del país, sus ideas generales sobre el reparto de poderes llevaban dentro de sí la necesidad de ampliar hacia esos grupos la franquicia política. Por su parte, no fue mediante su deslegitimación como los negros o las mujeres pudieron finalmente imponer su igualdad ante la ley con los blancos o los hombres. Muchos de los constructos originados en la Ilustración europea (libertad, democracia, imperio de la ley, propiedad privada, la nación-estado, entre otros) tenían precisamente esa capacidad de generar aprobación entre gentes de clases, géneros, origen étnico y creencias religiosas distintos. Cuando las sufragistas comenzaron su campaña a favor del voto femenino; cuando los negros americanos lucharon contra la versión local del apartheid; cuando el movimiento de los Camisas Rojas exigía democracia en Tailandia en 2010; cuando muchos otros movimientos expresaron exigencias similares por el

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mundo entero, no estaban mandando a esas ideas o constructos universalistas al basurero de la historia. Solo querían que se pusiesen de verdad en práctica. Cuando los consumidores chinos desean una casa mejor, o comprarse un coche, o solamente una olla para cocer arroz; cuando indios y árabes se gastan el dinero en una entrada para una película de Hollywood; cuando los jóvenes del sudeste asiático se visten con marcas occidentales, no están cediendo a ninguna imposición; tan solo quieren seguir los gustos hegemónicos o, de forma menos cursi, más comunes. La hegemonía crea toda clase de comunidades imaginadas (Anderson, 1999). Gentes de muy diferentes orígenes trabajan juntas para aceptar, gestionar o defender proyectos comunes y sus líderes ejercen sobre ellos una hegemonía que, la mayor parte de las veces, es el resultado de decisiones voluntarias. La hegemonía, pues, es algo muy parecido al liderazgo democrático y puede encontrarse en muchas áreas de la vida social, incluyendo los deportes y la música pop. A nuestros efectos, la más importante es la hegemonía política. Ese es el concepto que Gramsci fue de los primeros en emplear y hoy se usa hasta en las más elementales relaciones de poder. Veamos lo que Gramsci tenía que decir. Marx estaba seguro de haber descubierto las leyes que gobiernan la evolución de las sociedades humanas, de la misma forma que Newton había establecido los principios básicos de la física o su admirado Charles Darwin los mecanismos de la evolución biológica. De esta forma, a pesar de su profunda convicción de que la transición de un modo de producción a otro habría de producirse mediante conflictos revolucionarios y que, a la postre, estos iban a desembocar en la previsible llegada a una fase superior de desarrollo humano —a la que llamaba socialismo—, su teoría de la historia era eminentemente evolucionista en la medida en que no cedía espacio a saltos imprevistos de un modo de producción a otro en sociedades aisladamente consideradas. Pese a que nunca desarrolló una prognosis definida, Marx parecía apuntar que el socialismo solo podría llegar a comenzar en aquellas sociedades donde el capitalismo fuese más avanzado y maduro y donde los trabajadores asalariados constituyesen una abrumadora mayoría social. A veces, Marx apuntaba que la primera transición histórica al socialismo podría ocurrir en Estados Unidos, pero su apuesta más sostenida iba a favor de la sociedad más desarrollada de su tiempo, la Gran Bretaña victoriana. Esta azarosa visión fue la herencia que legó a la primera generación de sus seguidores. Pues, pese a la expansión de los mercados capitalistas y al crecimiento de la clase obrera industrial en Estados Unidos o en Gran Bretaña, la transición al socialismo, es decir, la revolución final, nunca fue una posibilidad

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seria en ninguna de esas dos sociedades. La marcha hacia el socialismo podía ser un proceso lento, pero si uno había de juzgarla por su velocidad en ambas sociedades, la entrada de la humanidad en su verdadera historia parecía quedar para las calendas griegas. Por eso, Lenin (1965) y otros revolucionarios tan impacientes como él saltaron con hambre sobre las teorías de Hobson (1967). No iban a encontrar en ellas el manual revolucionario que andaban buscando, pero sí una promesa del rápido fin del aborrecido capitalismo. No solo las indicaciones de Marx sobre la transición al socialismo estaban escasamente desarrolladas, sino que además carecían de unidad. El socialismo iba a aparecer en los países capitalistas más desarrollados, pero ¿cómo iba a extenderse al resto? ¿Deberían todas las sociedades pasar por un mismo largo proceso de paso del feudalismo al capitalismo, primero, para luego llegar a la madurez por sus propios caminos? ¿Qué significaba eso, por ejemplo, para la Rusia zarista, que acababa de ver la emancipación de los siervos y de ninguna manera podía ser considerada como un sistema capitalista a parte completa (Trotsky, 1996)? ¿Qué hacer en otros países donde el proletariado consistía, si acaso, en unos pocos islotes urbanos en un mar de campesinos retrógrados y analfabetos? ¿Tenían los revolucionarios que luchar porque se acelerase allí la llegada del capitalismo o luchar por la eclosión de la sociedad burguesa, aun cuando de ser así ellos no iban a tener protagonismo alguno? La idea de imperialismo parecía ofrecer una solución eventual a muchos de esos complicados enigmas. Ante todo, el imperialismo ofrecía una arquitectura alternativa al retrato más bien abstracto del futuro que pintara Marx. El capitalismo mundial no era un conjunto disjunto de narrativas individuales, sino un sistema de partes bien estructurado. En la frecuentemente citada metáfora de Lenin, era una cadena de diferentes eslabones, es decir, una entidad única. Las sociedades capitalistas formaban un único sistema mundial. Pero, en segundo lugar, si el capitalismo mundial era un sistema, lo era de una forma tan internamente contradictoria que se veía impedido de desarrollarse armónicamente. Algunas de sus partes pesaban más que las otras y, al tiempo, esas más pesadas tenían también intereses contradictorios o mutuamente exclusivos. La razón de esta formación dialéctica, para Lenin, residía en que las sociedades no socialistas se basan en el acceso desigual a los medios de producción, lo que enfrenta a unas clases con otras. Finalmente, esos conflictos se exacerban a medida que el sistema en su conjunto se hace más maduro. Para poder controlar la competencia salvaje, asegurar el acceso privilegiado a las mercancías básicas y ampliar sus mercados, las corporaciones capitalistas se ven sometidas a un proceso de concentración creciente, crean grupos monopolistas que combinan el capital industrial y el financie-

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ro y se reparten el mundo en razón a sus intereses. Las naciones que hayan llegado tarde al proceso se verán excluidas de esta estructuración y habrán de recurrir a las amenazas, e incluso a la violencia abierta, para forzar un nuevo reparto de los beneficios a favor de sus clases capitalistas. De esta forma el imperialismo, el estado final del capitalismo, se tornará crecientemente belicoso. De ahí se seguía una importante consecuencia. Si el imperialismo es la forma más rapaz y agresiva del capitalismo, todo hace pronosticar que su fin estará próximo y que las naciones atrasadas o menos desarrolladas no tendrán que esperar mucho para prepararse a la transición al socialismo. Si el capitalismo forma una sola cadena, esta podrá romperse donde se encuentre su eslabón más débil. Por eso, Lenin creía en la posibilidad teórica y práctica de hacer revoluciones contra Das Kapital, como diría Gramsci (1970). Con ello el comunista italiano se apartaba del ruso (1949, 1970). Para él, el Risorgimento, ese larguísimo proceso histórico (1815-1861) que finalmente produjo la nación italiana, tenía algo de revolución fallida. No pudo der una verdadera revolución socialista porque el proletariado industrial era prácticamente inexistente en el país y ni siquiera los elementos más radicales del Partito d’Azione (Partido de la Acción), como los seguidores de Mazzini y Garibaldi, podían dar con la clave para resolver el puzle histórico de fuerzas dispares (pequeños estados-ciudades, burguesías locales y campesinado) de la Italia prenacional. Iba a ser la cauta diplomacia de Cavour la llamada a unir a todas esas fuerzas en torno a los intereses de las clases capitalistas del norte de Italia. Fueron ellas las únicas capaces de crear un marco en el que, por varias décadas venideras, la mayor parte de las demás fuerzas sociales iba a encontrar un lugar aceptable. De esta forma, no era imposible que actores diferentes no proletarios pudiesen dirigir procesos históricos que excedían a su propia clase social. Puede, pues, concluirse que para Gramsci la teoría del imperialismo leninista era un análisis simplista de la evolución del capitalismo y que este último podría renovarse, como realmente sucedió. Después de la Segunda Guerra Mundial, la bandera de la hegemonía política y cultural iba a pasar a manos de Estados Unidos. Por muy ajado que aparezca hoy ese liderazgo, el período histórico que se inauguró en 1945 sigue aún abierto. Benedict Anderson (1999) escribió un libro interesante sobre el nacimiento de las naciones contemporáneas y los nacionalismos. Según él, ambas cosas fueron inicialmente un precipitado de diversos cambios en las mentalidades y las tecnologías de las entonces colonias británicas y españolas en lo que hoy son las Américas. La nación moderna encontró su modelo en la unión de las Trece Colonias norteamericanas que se rebelaron contra la corona británica, y solo fue posible después de que se adoptara una nueva forma de entender el tiempo en

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la que su homogeneidad y su horizontalidad, tanto hacia el pasado como hacia el futuro, sustituyeron a la noción anterior del tiempo como un vector cíclico y repetitivo. Esta nueva forma de entenderlo impuso y, al tiempo, se reforzó por la difusión de la imprenta, que permitió extender las lenguas nacionales normalizadas en lugares donde anteriormente solo existían dialectos locales. La normalización del lenguaje impreso, a su vez, hizo posible administraciones burocráticas eficientes y de nueva planta y la creación de esas comunidades imaginarias (cómo llamar de otra forma a esos amplios grupos de gente que nunca llegarían a conocer en persona a la mayoría de sus conciudadanos) a las que conocemos como naciones. Esto plantea un problema. ¿Por qué fueron precisamente las comunidades criollas las que desarrollaron tan pronto la idea de nacionalidad, mucho antes que el resto de Europa [cursiva de Anderson]? ¿Por qué hubieron de ser esas provincias coloniales que solían incluir una gran masa de pueblos oprimidos y que no hablaban español las que conscientemente redefinieron a esos pueblos como conciudadanos? ¿Y a España, con la que estaban ligadas por tantos lazos, como un enemigo extranjero? (1999: 50).

De forma más general, ¿qué hizo que, entonces y ahora, gentes de todas clases y de orígenes étnicos claramente distintos estuvieran dispuestas a hacer sacrificios y hasta a morir por esa entelequia a la que llamaban «la nación»? Anderson inició un interesante viaje hacia el corazón de un asunto que aún carece de cartografía adecuada, pero no resolvió su problema. Su trabajo empieza con una discusión de la alienación que experimentaban los criollos tanto de América del Norte como del Sur. Los criollos eran gente de origen metropolitano (ya fuera Gran Bretaña, ya España) pero nacidos en las colonias. Aunque compartían una misma identidad, sus aspiraciones de igualdad con sus colegas metropolitanos se veían frustradas de muchas formas. En suma, mientras que los rangos superiores del sistema administrativo y económico estaban reservados para los británicos de las islas y los españoles peninsulares (es decir, nacidos en la península), los criollos tenían que conformarse con papeles subordinados en sus propios países y no gozaban de los mismos derechos que los locales cuando se mudaban a la metrópoli. Además, los criollos se veían privados de movilidad horizontal. Los nacidos en Chile no podían buscar empleo en lo que entonces se conocía como Nueva España (el México de hoy). Los criollos, especialmente en Sudamérica, se enfrentaban con otro problema. Podían sentirse crecientemente alienados del centro, pero en sus países eran tan solo una minoría de la población. No existe un censo en la América españo-

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la al tiempo de las guerras napoleónicas en Europa, pero se estima que de una población de unos 15-16 millones, seis millones eran indios, otros seis millones eran castas (gente de orígenes mezclados o mestizos) y el resto criollos y residentes españoles (Elliott, 2006: locs. 6744-6765). Si los criollos querían tener éxito en sus aspiraciones independentistas, tenían que enrolar en sus filas a otra mucha gente distinta de ellos. No era tarea fácil. Como lo subrayara Nairn (1982), los criollos no podían romper su yugo sin la colaboración de las masas que los rodeaban. Como sabemos, lo hicieron con dosis diferentes de fuerza, pero esa no es toda la historia. Izando la bandera nacional, los criollos supieron hacer su dominación aceptable o, al menos, tolerada por la mayoría. Muchos combatientes por la independencia veían a la nación, por oposición al antiguo régimen colonial, como un escenario mejor para imponer el principio de igualdad ante la ley y, por ende, como el terreno legítimo en el que plantear sus aspiraciones y buscar soluciones para los conflictos creados por su vida en sociedad. Fue un proceso parecido al que se apoderó de Francia en 1789, cuando los revolucionarios ofrecían una idea de justicia y de democracia que una gran mayoría acabó por considerar superior al particularismo y al clientelismo del Ancien Régime. La nación ofrecía un nuevo locus en el que las antiguas diferencias insalvables entre actores y espectadores, entre nobles y gente del común, desaparecían en la comunidad de citoyens (ciudadanos). Ese es, a nuestro juicio, el factor fundamental del nuevo orden que Anderson pierde en su discusión sobre la importancia de la imprenta y de la formación de lenguas nacionales normalizadas. La nación propone la igualdad ante la ley y con ello abre la puerta al mérito, y no a la cuna, como el elemento fundamental de la franquicia política. Las naciones, esas comunidades imaginarias, atraen (o, en lenguaje de marketing, cuentan con un factor pull) con la fuerza de esa sola noción: que todos sus miembros pueden esperar que la ley les dé un mismo trato, por muchas que sean sus diferencias en otros terrenos (Malia y Emmons, 2006). Anderson se equivoca al definir básicamente el proceso como una revolución burocrática alentada por la imprenta y la lengua nacional. Sin duda, ambas fueron factores muy poderosos en la configuración del nuevo marco político, pero no bastan para explicar la fuerza de esas comunidades imaginadas. No son muchos los que están dispuestos a ofrecer su vida por las burocracias. De hecho, tras la invasión de Rusia por las tropas hitlerianas, Stalin no llamó a los rusos a defender al Partido Comunista, sino a la patria —otro nombre para la nación (Judt, 2006)—. A veces, Anderson, al igual que Bauman (2001), se refiere a la semejanza de esas comunidades con las familias para explicar la fidelidad a la nación, algo difícil de entender, pero esta nueva explicación es tam-

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bién errónea. Las familias no son comunidades imaginarias; sus miembros comparten genes, se conocen y tienen una experiencia de primera mano de sus lazos comunes, aunque a veces diverjan o se enfrenten. Las comunidades imaginarias o naciones no solo están ancladas con lazos emocionales o de sangre. Su fuerza colectiva se basa en una nueva forma de conciliar los diferentes intereses de una amplia sociedad por medio del imperio de la ley —un sistema característico de lo que conocemos como modernidad y que muchos entienden como superior a cualquier otro de los conocidos hasta la fecha—. No otra cosa supone la hegemonía sino esa capacidad de crear coaliciones estables de intereses en torno a metas políticas y nacionales que son compartidas por amplios sectores sociales; no es, pues, algo basado exclusivamente en emociones y, menos aún, en el uso exclusivo de la fuerza. Es un híbrido de las cualidades que Pareto (1935) atribuía a sus leones (la fuerza) y a sus zorros (la astucia), algo que, lamentablemente, se pierde en la traducción pomo y en su subtexto marxista. La hegemonía se adecua muy bien a la mayor parte de las tareas humanas en la medida en que unifica (los cursis hablan de sinergias) a muchas gentes para perseguir fines colectivos. Es la fase cooperativa de la evolución. Reconocer el papel que la hegemonía ha desempañado y desempeña aún en la mayoría de las sociedades no supone desconocer la existencia de diversidad, de contradicciones y de eventuales explosiones de violencia a lo largo de la historia y para el futuro previsible. Ningún grupo social, ninguna institución, ninguna agencia, tiene garantizada su infalibilidad ni su futuro y ninguno de ellos puede conciliar todos los intereses sociales todo el tiempo; así pues, su hegemonía se ve continuamente sometida a presiones tácticas y estratégicas. Incluso aquellas instituciones que priman exageradamente su unidad, como los institutos religiosos o los partidos comunistas, suelen tener en su seno al menos dos tendencias en relación con cualquier curso de acción futura: a favor o en contra de aquello que sea la manzana de la discordia en cada momento de su historia. Muy a menudo hay otras subcorrientes que se apartan de las propuestas de esas dos fuerzas. De esta forma, cada una de ellas avanza sus propios constructos sociales y decide cómo obrar mediante prueba y error. A menudo, los conflictos internos se tornan tan imposibles de conciliar que pronto dan lugar a la aparición de divisiones, peleas y hasta enfrentamientos violentos, aunque sea muy difícil prever el momento exacto en que esas cosas llegarán a producirse. Estamos frente a las pulsiones divisorias que componen el camino contradictorio de la evolución social. Lamentablemente, el constructivismo limitado de los pomos se queda corto en ambos aspectos. Esos cuentos de hadas políticamente correctos fracasan en

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un aspecto fundamental y quedan atrapados en un dilema lógico del que no pueden escapar. Si el papel de las identidades no es otro que el de reflejar luchas ilegítimas por el poder, como lo quiere la ideología pomo, se hace difícil comprender cómo, a menos que se quiera saltar hacia el terreno de la fe, algunas de ellas puedan evitar ese sino. Con las herramientas lógicas que ha creado, el constructivismo no puede, por ejemplo, encontrar argumentos contra las tesis de Huntington (1996, 2004; Fleishman, 2002) de que la verdadera identidad americana es precisamente aquella que Aquila denunciaba en el caso del Oeste americano (1996). El otro lado de la ecuación es igualmente insatisfactorio. Si se acepta el constructivismo pomo limitado, una vez que uno de los candidatos ha sido ungido como el verdadero representante de una identidad dada, se hace difícil evitar que recorte, persiga o incluso proscriba al resto de los impostores. El constructivismo limitado abre la vía hacia la limpieza, sea de sangre, religiosa, étnica o ideológica. Baste con recordar el principio cujus regio, ejus religio (la gente debe seguir la religión oficial del lugar en el que vive), con el que se cerró, en falso, la Paz de Augsburgo (1555) entre católicos y protestantes. Ese principio, tan similar al constructivismo pomo, lejos de asegurar una paz religiosa duradera, llevó directamente a la sangrienta y brutal guerra de los Treinta Años en el siglo siguiente (Parker, 1997; Wedgwood, 2005). Si quisiéramos ofrecer ejemplos de otros acontecimientos igualmente devastadores no habría espacio suficiente en este libro ni en otros muchos más para narrarlos. Pese a todo, una vez que los sospechosos habituales han sido rodeados, la mayoría de las narrativas pomo mantiene que algunas ideologías alternativas (la locura creativa de Foucault, por ejemplo) o identidades (alguna confusa japonesidad, o germanidad, o kenianidad, o lo-que-sea-dad), al toque de una varita mágica (cuando sirven, nos cuentan, a la causa de los Otros oprimidos) serían inmunes a la hipostatización. Uno debe tener cuidado, empero, con lo que desea. A veces esas identidades alternativas se convierten en realidad y, de repente, el director que esgrime la varita mágica no es otro que Mao Zedong, Pol Pot o Khomeini. Y el resto tenemos que soportar sus ideas sobre la identidad nos gusten o no. En el caso de que uno viva para contarlo.

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De Babel... L´enfer ce sont les autres [El infierno son los demás], opinaba Jean-Paul Sartre en Huis-Clos (una obra de teatro escrita en 1943-1944 que en castellano se llama A puerta cerrada), y ese apotegma infernal se puso pronto de moda. Algunos años más tarde, Sartre explicaría que lo que quería decir era algo diferente de lo que se le solía atribuir. No se refería tanto a que las relaciones sociales hubieran de ser una continua maldición, o que tengamos que ver en nuestras relaciones con los demás un anticipo del infierno. Más bien, cuando pensamos en nosotros mismos, cuando tratamos de saber quiénes somos, finalmente acabamos por echar mano de lo que otros piensan sobre nosotros, nos juzgamos con un material ajeno usado —y luego transmitido a nosotros— por los demás. Todo cuanto pueda decir acerca de mí mismo necesita del conocimiento ajeno. En otras palabras, si nuestras relaciones se agrían, yo me daré cuenta de que sigo dependiendo de esos juicios ajenos, desembocando así derechamente en un infierno. Mucha gente se encuentra en una situación similar porque depende en demasía de los juicios ajenos. Pero eso no implica que no podamos tejer relaciones con ellos; solo que los demás tienen una importancia capital para cada uno de nosotros (2004).

En suma, aunque no quede claramente formulado en la explicación sartriana, Ego y el resto estamos condenados a vivir juntos. No podemos escapar de la sociedad y las sociedades entrelazan a los humanos de muchas formas, la mayoría de ellas por medio del lenguaje. Un lenguaje es, ante todo, un medio de comunicar información, entendiendo esta de forma muy amplia. Usualmente, el lenguaje parece agotarse en las expresiones verbales y los juicios escritos. Sin embargo, el lenguaje puede adoptar muchas otras formas, como el lenguaje corporal, los medios audiovi-

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suales y, con el advenimiento de la lingüística estructuralista, se supone que cualquier signo, incluyendo objetos naturales a los que atribuimos significado, puede formar parte del lenguaje. De esta forma, aunque un lenguaje tenga por meta transmitir información, esta no se limita a proposiciones fácticas, sino que incluye estados mentales, comunicación no verbal, mandatos, sentimientos, etc. Adicionalmente, los lenguajes codifican a sus componentes con reglas obligatorias para permitirles gozar de sentido. Esos códigos lingüísticos reciben el nombre de gramáticas, es decir, sistemas de inflexiones y sintaxis que permiten que el uso de palabras y otros signos dé sentido a nuestras vidas. La gramática no se limita exclusivamente al lenguaje hablado y escrito. Películas, música, artes, cómics y hasta el amor tienen sus gramáticas propias. Hoy sabemos que muchas especies animales usan lenguajes para comunicar a sus ejemplares individuales (biocomunicación), pero aún seguimos pensando, tal vez con razón, que los lenguajes humanos son los que han adquirido una mayor complejidad y riqueza de medios. Los lazos sociales adoptan muchas formas que en su mayoría se expresan por medio del lenguaje. Si Sartre tiene razón, no solo todo lenguaje es un constructo social, como lo quieren el adagio y el ritual posmoderno; además —y esto es mucho más importante—, el lenguaje viaja siempre por una senda de doble carril. Ningún individuo, ningún grupo social, ni siquiera el más totalitario de los gobiernos, pueden conformar a su voluntad al lenguaje y al significado. En las sociedades autoritarias suele darse una implacable presión para que la gente se rija por lo que los poderes de hecho, como Humpty-Dumpty, quieran que las palabras signifiquen —una presión a menudo contrarrestada sub rosa y/o por medio del humor—. Las sociedades democráticas, por su parte, entienden que el lenguaje y los objetos que designa son una zona abierta, aunque a menudo lo de abierta solo signifique un acuerdo para estar en desacuerdo. Actualmente se espera que todos los subsistemas sociales desplieguen un conjunto de palabras y signos que, de ser correctamente interpretados, proporcionan una mejor comprensión de sus relaciones con la totalidad social, ya sea esta el área específica de un país, el mundo, una determinada cultura, un conjunto de culturas o la cultura universal, sea eso lo que sea. El subsistema turístico no es una excepción. Existe un amplio acuerdo en que si uno comprende sus elementos significativos más simples y la forma en que estos se combinan entre sí, es decir, su gramática, tanto el moderno turismo de masas como el sistema social que lo ha hecho posible nos dejarán comprender su verdadera estructura y, por ende, encontrar la forma de organizarlo con eficacia sostenible. Bajo la presente crisis de las tijeras de la investigación turística (capítulo 1), esa meta tiende a ser interpretada en al menos dos formas mutuamente excluyentes. O bien queda con-

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finado en el área del mercadeo, o bien en el de la semiótica. Mientras que en el primero el lenguaje turístico se concentra en aumentar la productividad, maximizar los beneficios, mejorar la gestión de las atracciones y destinos, o adoptar técnicas eficientes para crear marcas, en el segundo se desconfía del lenguaje turístico y se denuncian los lazos que le atan a la modernidad capitalista y/o la hegemonía occidental. La teoría de la comunicación se ha hecho muy compleja en la segunda mitad del siglo XX, después de que Shannon y Weaver (1949) propusieran el modelo más simple de su proceso. En esa versión la comunicación era mayormente un flujo unilateral de mensajes que iban desde un emisor a un receptor utilizando un determinado medio. El medio, que para ellos era sobre todo el teléfono, sin duda porque ambos habían trabajado en los laboratorios Bell, se convertía en el elemento clave de su teoría. Al mismo tiempo, Laswell estaba proponiendo un modelo similar, aunque algo más sofisticado. La teoría de la comunicación debía abarcar el estudio de las cinco W (en su formulación inglesa, Who said What to Whom, by What media and to What effect), o en castellano las cinco Q, como en Quién dijo Qué a Quién, por Qué medio y con Qué efectos (Laswell, 1950). Laswell aplicaría su método sobre todo al estudio de la política (1952; Laswell y Leite and Associates, 1968). Siguiendo esa falsilla, la comunicación sería posteriormente entendida como la relación entre un ego/autor/emisor que transmite información/contenidos/mensajes a un receptor/audiencia/decodificador por medio de un medio específico, causando con ello una serie de efectos. Por ser formas de comunicación, los mensajes de y sobre los destinos, los turistas, las fábricas de vacaciones, las comunidades locales y el resto de los objetos de la investigación turística pueden ser estudiados con ese método general. Es tan solo un principio, pues el proceso mencionado sigue siendo atomizado y formalista. Es formal porque, para hacerlo operativo, tenemos que incluir diferentes elementos y evidencias prácticas. Es atomizado porque solo toma en consideración los elementos más simples de la comunicación. Si queremos entender mejor a esta tendríamos que añadir que, en realidad, esos elementos simples que constituyen las piezas de todo proceso comunicativo van habitualmente acompañados de retroalimentación, que se solapan unos con otros, y que de esta forma desencadenan macroprocesos que a menudo parecen un cajón de sastre en el que se guardan incontables madejas cuyos hilos se entrecruzan desordenadamente unas con otras. Este capítulo se referirá a algunos elementos del lenguaje turístico o, mejor, por ser más exactos, deberíamos hablar, en plural, de los lenguajes del turismo. Esa precaución significa que pensar que los turistas y el mundo del turismo

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hablan con una sola lengua hecha de una colección cerrada de codificadores, mensajes y audiencias a menudo engaña con su simplicidad. Ante todo, se olvida de la perenne contradicción entre Milengua y Tulengua (más sobre esto en seguida); además, uno no debería olvidar que los codificadores de mensajes habitualmente usan figuras de retórica o narrativas que tienen metas diferentes, usan sintaxis divergentes, tratan de producir efectos contrapuestos y hablan a sus audiencias de acuerdo con ello. «Dejemos de hablar de mí; hablemos en cambio de lo que usted piensa de mí» puede ser una broma, pero por indulgente o graciosa que pueda parecer la proposición a su autor, ambos aspectos no necesariamente coinciden. Miguel de Unamuno, tomando pie en una idea de Oliver Wendell Holmes, sugería que en cada uno de nosotros habitan tres personas diferentes, la dialéctica de los tres Juanes y los tres Tomases (1998). Uno es el Juan o el Tomás real, que resulta desconocido hasta para sí mismo; otro es el Juan o el Tomás ideal, es decir, la persona que cada uno de nosotros cree que es y trata de proyectar hacia el resto del mundo exterior; finalmente, tenemos al Juan ideal de Tomás y al Tomás ideal de Juan, es decir, el yo del Otro que cada uno de ellos construye y que no necesariamente coincide o se solapa con los dos primeros. Uno podría embellecer el acertijo hablando de otro par en el tercer estado: el Juan ideal de Tomás y el Tomás ideal de Juan que cada uno de ellos deja conocer al otro en su lenguaje público, y viceversa. En cualquier caso, para no complicar innecesariamente la cosa, dejando a un lado al primer Juan y al primer Tomás, que, por definición, son incognoscibles incluso para sí mismos, los otros dos estados habitualmente despliegan una permanente disonancia. Cuando Juan habla de sí mismo podemos decir que usa Milengua; cuando Tomás se refiere a Juan, entonces sabemos que lo hace con Tulengua. La mayoría de las veces ambas cosas no coinciden. Una aplicación turística de este modelo puede encontrarse en un trabajo de Karch y Dann que trata del complicado proceso de negociación de identidades entre turistas femeninos y ligones de playa en Barbados (1981). La distancia cognoscitiva es muy incómoda. Idealmente, todos preferiríamos que la persona que tratamos de proyectar fuera aceptada sin mayor problema por todos nuestros contactos. Pero, para concentrarnos en el turismo, atracciones y destinos tal y como son presentados por sus promotores raramente coinciden con la percepción de sus audiencias. Ninguno de los dos lados tiene un completo control sobre sus imágenes, que cambian sin cesar en la percepción ajena, es decir, se hallan en continuo flujo o, de otra forma, son el reñidero en que se enfrentan fuerzas opuestas, algo que se suele olvidar a menudo (capítulo 7). Finalmente, mucha de la información intercambiada, a menudo bajo la forma de cotilleos, se refiere a hechos (incluyendo sentimientos y opiniones) que

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nos permiten navegar los rápidos del entorno natural y social. De esta manera, la comunicación y el lenguaje adquieren rasgos claramente evolutivos y están ligados a la supervivencia. Sin embargo, como se ha hecho notar, no toda comunicación incluye hechos. Parte de los mensajes que recibimos al cabo del día incluyen un elemento de persuasión. Nos informan de las pretendidas ventajas de consumir este o aquel bien o servicio, o los presentan de tal forma que nos sintamos impulsados a consumirlos en el futuro. Así es el lenguaje de la publicidad, que, por más que haya estado conspicuamente presente en otros períodos históricos, ha adquirido una importancia especial en nuestras sociedades de mercado, es decir, en las modernas sociedades de masas. Tal vez debido a su ubicuidad, tal vez a causa de su intensidad, resulta fácil confundirlo con el lenguaje sin más, especialmente en áreas como el turismo donde establecer la imagen de un producto o de un destino a menudo es cuestión de vida o muerte para sus promotores. Pero eso sería un serio error. Para manejar el vasto canal informativo sobre la conducta y las actividades de los turistas conviene mantener separada la comunicación basada en hechos y la suasoria. No es sencillo, pero hay mucho que ganar cuando se entiende esa diferencia. La disonancia se apodera con mayor facilidad de los narradores que tienen que construir y sostener las imágenes y marcas positivas de un producto. En el sistema turístico tales son las fábricas de vacaciones (operadores mayoristas, agentes de viajes, líneas aéreas, cadenas hoteleras) y las gestorías de destinos (GD o DMO —Destination Management Organization en inglés—), cuya función principal consiste en crear narrativas sobre la calidad de sus productos, la singularidad de los destinos que promueven y demás. Esas narrativas tienen que incluir éxitos continuos y merecidos y pruebas de la clarividencia de sus consumidores. Cuando ese mensaje se transmite con éxito, se genera una relación de confianza que hará que el consumidor compre el producto o el servicio ofrecido una y otra vez. La creación de imágenes y marcas se ha usado sobre todo para vender productos y servicios. En el mundo del turismo, aerolíneas, cadenas hoteleras, operadores turísticos y agentes de viajes se han usado con buenos frutos las técnicas de creación de marcas (Morgan y Pritchard, 2000). Pero, con la vista puesta en ese éxito, otros actores comenzaron a usarlas. Últimamente, un creciente número de destinos han tratado también de establecer sus propias marcas. ¿Hace verdaderamente buenas esas promesas la Milengua de sus promotores? Parece dudoso. Para empezar, los destinos no pueden librarse fácilmente de que se les identifique con las naciones-estado en donde se encuentran (Ansholt, 2002, 2005, 2006; Lee, Lee y Lee, 2005). Cuando se les pregunta en dónde pasaron sus últimas vacaciones, muchos contestarán que en China, o en Tailandia,

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o en Francia, o en Estados Unidos, si es que no hablan aún más en general. «Estuve en Europa», «Hicimos un tour del sudeste asiático», «De isla en isla en el Caribe». Obviamente, esas respuestas son erróneas, porque esos turistas estuvieron solo en algún centro de vacaciones, o en algunos lugares de una región, o en unas pocas ciudades de varios países, pero en el lenguaje cotidiano los entrevistados toman un atajo lingüístico a través de naciones, áreas geográficas o continentes enteros. Esta conexión es tan errada como difícil de evitar (Papadopoulos y Heslop, 2002). Por un lado, la mayoría de los destinos tienen que cargar con percepciones que tienen poco que ver con el turismo en sí. Muchas naciones responden a una imagen trenzada por acontecimientos históricos y sus interpretaciones populares. Los centros de vacaciones de Turquía pueden ser muy parecidos a otros del Mediterráneo, pero muchos turistas prefieren evitarlos porque uno de los rasgos con los que identifican al país es su religión (Baloglu, 2001). Pocas veces la violencia política llega a zonas turísticas; sin embargo, en los recientes casos de Kenia y Tailandia, esos acontecimientos pueden dañar los flujos receptivos por mucho tiempo. La mayoría de los destinos ganarían rompiendo su asociación con su historia nacional, pero esta es una expectativa irreal. Algunos destinos son islas, pero ninguno puede librarse por completo del bagaje histórico que acarrea. Algunas áreas del mundo, por ejemplo la Costa Azul de Francia, han alcanzado buena consideración por parte de la mayoría, pero son una excepción. En los más de los casos, un nombre conocido funciona solo en algunos mercados. Mallorca puede acomodar diez millones de turistas internacionales en un año, pero no muchos habitantes de Europa occidental lo saben. Adicionalmente, no todos los destinos tienen los mismos clientes. La costa norte de Mallorca, con Deià como centro, es un destino de élite para escritores famosos, artistas, celebridades y otros jet-setters que difícilmente se mezclan con las masas que pueblan El Arenal o Magaluf durante el verano. Crear una sola marca para esos dos mercados es tarea imposible (Castro, Martín Armario y Ruiz, 2007; Morgan y Pritchard, 2000, 2002). Los destinos no son otra cosa que mezclas de lugares diferentes entre sí con diferentes productos y diferentes causahabientes cuyos intereses y expectativas tienen difícil reconciliación. Aún más importante, los destinos carecen de control sobre productos, políticas de precios o sistemas de distribución (Prideaux y Cooper, 2002). Habría que reconocer que, por grande que sea la lealtad de los consumidores a las marcas que les proveen de experiencias placenteras, la mayoría de los turistas cuentan con presupuestos limitados y tienen que equilibrar su dinero con el producto que compran. Hay diferencias entre reconocer la ligazón sentimental entre

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consumidores y marcas y concluir que la renta disponible ha desaparecido del radar de la mayoría. En la medida en que las gestorías de destinos turísticos (GD) carecen de control sobre las cuatro P del mercadeo (Producto, Precio, Posición y Promoción), como por definición sucede en los sistemas basados en el mercado, parece conveniente aguar el entusiasmo acerca del papel que las emociones tienen en la toma de decisiones turísticas y de cualquier clase. Las GD deberían reconocer que, por esta causa, los destinos son mucho menos susceptibles de ser gestionados como marcas que otros productos. Eso hace que el riesgo de disonancia crezca exponencialmente (Pike, 2004a, 2005). El crecimiento inicial del turismo de masas en España (1959-1979) ofrece un buen ejemplo de las limitaciones que existen a la hora de crear imágenes y marcas turísticas. Uno puede discutir hasta el fin de sus días si las acciones de las agencias especializadas en la promoción del turismo al país tenían más de marcaje (un concepto que a la sazón no había aún alcanzado el impulso posteriormente reconocido) que de creación de imagen (Gartner, 1993). Dada la permeabilidad de ambos conceptos, uno debería adoptar una posición flexible. Sin embargo, si nos fijamos en la clave del asunto, cualquiera que sea la etiqueta que le pongamos, la estrategia de la Agencia Española de Turismo o AET (un nombre ficticio usado aquí para evitar el uso de los múltiples nombres oficiales que han acompañado a esta actividad bajo distintos gobiernos) incluía elementos parecidos a los que uno espera de las marcas. La AET mantenía acciones de mercado consistentes, usando las mejores herramientas promocionales de aquellos tiempos, especialmente basadas en la distribución de folletos y pósteres. Ambos instrumentos ofrecían una forma más eficaz de comunicar con las audiencias elegidas que las muy caras campañas de publicidad, que en la mayoría de los mercados eran puramente testimoniales dadas las limitaciones presupuestarias. Con ellas, la AET trataba de crear una relación emocional entre sus consumidores (mayoritariamente europeos) y el destino. Finalmente, la AET trataba de mantener su lealtad para que los turistas volvieran una y otra vez al país. A primera vista, así se consideren esas actividades como marcaje o como creación de imagen, lo que se puede concluir es que la estrategia de la AET de aquel tiempo constituyó un gran éxito, a juzgar por sus resultados económicos. Sin embargo, hay buenas razones para dudar de la relación entre el plan y las entradas de dinero al país por cuenta del turismo. La AET ha publicado recientemente una serie de volúmenes que contienen la mayoría de los pósteres producidos por ella desde que ese medio fue utilizado por vez primera, en 1929 (AET, 2000a, 2000b, 2005), hasta el año 2000. Posteriormente apareció otro volumen (AET, 2007) que contiene un aún mayor número de pósteres aparecidos en el mismo período, incluyendo algunos que se

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habían omitido en anteriores ediciones y llegando hasta 2005. Más allá de su valor documental y artístico, esa colección ofrece una clara idea de la estrategia de comunicación de la AET en el tiempo en que el turismo de masas hacia España inició su despegue (1959-1979). El análisis de esos materiales plantea una serie de aspectos significativos. Ante todo, queda claro que la AET hizo un gran esfuerzo por publicitar España. Entre 1959 y 1979 se produjo un total de quinientos cincuenta pósteres, con una media de veintiuno al año, es decir, un nuevo póster casi cada dos semanas, aunque la producción no mantuvo una cadencia constante. España, pues, trató claramente de crear una buena marca. Pero ¿cuál era esa marca a la que tanto esfuerzo dedicaba? Un par de estadísticas puede ofrecernos una pista. Si establecemos una división entre pósteres con temas de naturaleza y de cultura, los segundos se llevan la palma. De los quinientos cincuenta pósteres producidos durante las dos décadas del despegue, cerca de 80 por ciento estaban dedicados a temas culturales (monumentos, museos, cuadros, tradiciones, actividades culturales, etc.). La tendencia era obvia: la naturaleza prácticamente no aparecía en el radar de la AET. Cuando lo hacía, empero, la comunicación española tampoco tenía un claro sentido de su dirección. De los 137 pósteres con temas de naturaleza, solo 89 representaban playas y destinos costeros, con solo 74 dedicados al Mediterráneo, las Baleares o las Canarias. El resto se dedicaba a imponentes montañas, paisajes nevados, flores, bosques, puestas de sol espectaculares, animales salvajes y similares. En general, el mar, las costas y las playas tenían un papel claramente secundario en la imagen de España. De los quinientos cincuenta pósteres de la época, solo un 15 por ciento asociaba a España con las tres eses (sun, sand, sea). La AET había caído en la trampa típica de las GDT. En corto, había permitido que la marca que ella deseaba proyectar se impusiese a la imagen percibida por su público objetivo. De esta forma, si el mensaje y la imagen no están bien calibrados acabará por aparecer una obvia disonancia. Este peligro, como se ha dicho, amenaza a las GDT con mayor fuerza de lo que lo hace con otras actividades de marcaje. En el caso español, especialmente hasta 1975, la AET trataba de definir al país de forma por completo unilateral, que prestaba escasa atención a las expectativas de sus consumidores. Entre 1959 y 1975, la AET se negaba a reconocer que su mejor producto era el sol y la playa y que sus consumidores eran, sobre todo, las clases media y media-baja de Europa. La estrategia en la que la AET basaba sus comunicaciones, sin embargo, se olvidaba de ellas. Pósteres y folletos iban dirigidos a otros clientes. Un análisis de la época sobre los últimos (Febas, 1978) había ya apuntado esas fallas. Solo un 11 por ciento de los textos y un 20 por ciento del material icónico prestaban atención a esos consumidores.

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Adicionalmente, los folletos y pósteres españoles daban prioridad a las artes sobre cualquier otro producto. El país aparecía «museizado» y presentado como un lugar en donde las artes, especialmente las religiosas, eran la atracción superior. Se suponía que ellas representaban el culmen de una identidad española perenne e inmutable. Iglesias y abadías impresionantes, santos ascéticos, guerreros heroicos: tal era la esencia de esa España Eterna que exigía a sus hombres (no se hablaba mucho del papel de las mujeres) que fueran mitad monjes, mitad soldados. En el mundo simbólico autoconstruido por la AET, chauvinismo y desdén por la modernidad iban de la mano. Pero ¿acaso eran muchos los turistas que visitaban el país en busca de toda esa faramalla? Cuando la AET empezó a trabajar en su Primer Plan de Mercado (19851986), los datos mostraron paladinamente que los turistas internacionales que visitaban España no lo hacían atraídos en especial por su cultura y su historia. Más del 85 por ciento pasaba sus vacaciones en costas e islas mediterráneas y en Canarias, gozando de su sol y de sus playas (datos no publicados del Primer Plan de Mercado 1985, conocidos por el autor). La marca proyectada no había permeado significativamente la visión de los consumidores. Sin embargo, los turistas internacionales seguían llegando en masa y muchos de ellos repetían al año siguiente. Lo que estaba sucediendo parecía claro. Los gestores de los destinos turísticos o GDT pueden proyectar sus deseos sobre el público tanto como lo quieran, pero no por ello consiguen convencer. No son la única ni la más importante fuente de información del consumidor. De hecho, el público se ve siempre rodeado por un flujo estable de estímulos publicitarios, de fuentes educativas y de comunicaciones interpersonales. Es decir, los GDT no son más que una de las muchas fuentes de información y no son especialmente fiables para el público por diferentes razones (desde sus limitados presupuestos hasta su orientación burocrática y a menudo carente de la información necesaria). La meta de la AET de hacer del turismo una de las principales fuentes de ingresos por exportaciones acabó en un gran éxito y los resultados convalidaron la estrategia política. Sin embargo, en la realidad, los turistas europeos hacia España, es decir, la masa crítica de los turistas internacionales, votaban claramente con los pies por otras atracciones distintas de la España Eterna. La mayoría aspiraba a disfrutar del sol y la playa en un entorno propicio para sus familias y a precios asequibles. Justamente el producto que les ofrecían los operadores turísticos de sus países, cuyos catálogos desplegaban una serie de productos diferentes y proyectaban la imagen de una playa sin fin que se correspondía con las expectativas de la mayoría de los consumidores europeos. Si aquellos representaban adecuadamente el país en sus catálogos (Dann, 1996c; Gaviria, 1975, 1996) no parecía preocuparles demasiado.

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El gran éxito de la estrategia política general de la AET ha hecho olvidar una conclusión obvia: que la estrategia de marcaje seguida en los años del despegue del turismo de masas hacia España (1959-1979) fue un fracaso estrepitoso. Finalmente, a partir de 1979, bajo gobiernos democráticos de varia lección, la AET mejoró su estrategia comunicacional y la ajustó progresivamente al gusto de unos consumidores cada vez mejor educados (Gnoth, 2002; Haug, Dann y Mehmetoglu, 2007). Esas políticas han sido muy eficaces hasta el momento presente, pues el país sigue encabezando los rankings internacionales. Pese a todo, al observador le queda aún un interrogante en el fondo de sus reflexiones. ¿Fue el éxito español en esta nueva fase de madurez el resultado de una nueva marca (el logo inspirado en Joan Miró; el eslogan inicial de «España: Todo bajo el Sol»; la atención a los vacacionistas en familia) o nada más que el mero hecho de que España y sus vendedores ofrecían el producto adecuado a precios convenientes para consumidores que no necesitaban otra cosa para dejarse convencer? Posiblemente, no haya una respuesta definitiva a esta incógnita si no se toman en cuenta las circunstancias del proceso. Tomada aisladamente, cualquiera de las alternativas puede resultar errónea. Como se ha apuntado, si puede obtenerse alguna moraleja del caso español, esta no es otra que la complejidad de las estrategias de marcaje, es decir, que las marcas circulan siempre por una vía de doble sentido. Ningún agente puede nunca permanecer al margen de las presiones que generan los mercados. Desde este punto de vista, la discusión sobre si son los GDT, los operadores turísticos, las líneas aéreas, las cadenas hoteleras y, en general, cualquier agente turístico quienes controlan la imagen de sus productos o sus destinos solo puede tener una respuesta fácil de formular: no, no pueden.

… al lenguaje del turismo Graham Dann ha dedicado mucha atención al estudio del lenguaje del turismo y su obra ha inspirado buena parte de la discusión posterior. Otros autores (Bitchfeld, 2007; Pike, 2004b, 2007, 2008; Tasci y Gartner, 2005) se han ocupado igualmente del asunto, pero aún nadie ha mostrado la profundidad y la extensión de Dann. Su libro fundamental (1996a) reúne una impresionante colección de materiales y, lo que es aún más crucial, avanza una serie de hipótesis para resumir la gramática del lenguaje del turismo. El suyo es un intento innovador por analizar el turismo que aún sigue sin tener igual. En muchos otros trabajos (1996a, 1996b, 1996c, 1999, 2002, 2005a, 2005b), Dann ha aplicado su metodología sociolingüística a objetos tan varia-

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dos como los folletos, los pósteres, los anuncios turísticos, las guías, los reportajes de viajes y hasta los avisos usados en las zonas turísticas. Posteriormente ha ampliado su radio de acción a las formas y protocolos en que se transmiten informaciones sobre diversos aspectos del turismo por internet. Su obra es un punto de referencia básico para el estudio del turismo, aun cuando el lector piense que, por diferentes razones, esta no acaba de alcanzar sus objetivos. Para decirlo en breve, la clave de arco de sus hipótesis es que la comunicación o el lenguaje del turismo trata a sus destinatarios como niños que necesitan ser sometidos a control social. Esa tesis central la ilustra, como se ha dicho, con gran cantidad de materiales y una impresionante colección de ejemplos, pero, pese a la riqueza de las aportaciones, el resultado final acaba por caer en el reduccionismo y rutinizar sus conclusiones. Al principio del capítulo 4 de El lenguaje del turismo, Dann anuncia al lector que su idea de que «el lenguaje del turismo es un lenguaje de control social» es tan importante que «puede considerarse como el fulcro de mi contribución» (1996a: 68). Sin embargo, no hace a esa noción algo más explícito. Control, control social, poder… son palabras que demandan un tratamiento más detallado porque son muy polisémicas. El poder se define en los diccionarios como la capacidad de producir un efecto físico determinado, como cuando decimos que un terremoto fue tan poderoso que destruyó todas las casas en un radio de diez kilómetros desde su epicentro; pero también como la capacidad de dirigir o influir en la conducta de otros o en un particular curso de acción, como en «el líder impuso su voluntad a la asamblea» o «el partido X ha ganado una serie de elecciones durante los últimos años». Cuando hablamos de poder como control social, generalmente nos referimos a este último uso. Pero no todas las formas de control social son necesariamente iguales. Cuando decimos «el Führer decidió enviar a todos los judíos a campos de exterminio», normalmente entendemos que este tipo de poder no es exactamente igual al que aparece en la expresión «los padres decidieron enviar a sus hijos a un campamento de verano». Ambas cosas son ejemplos de poder o control social, pero mientras que una mayoría de observadores puede concluir que la decisión de los padres es legítima al decidir la forma en que sus hijos menores deben emplear sus vacaciones de verano, disponer de la vida de los otros sin su consentimiento es algo ilegítimo, aun cuando, en el primer sentido de «poder», el Führer indudablemente tenía el poder de proceder a la Solución Final. La noción de legitimidad y la necesidad de hilar fino para entenderla, como se dijo en el capítulo 3, no tienen sitio en la matriz pomo. Por definición, esta ve en todas las situaciones sociales un reflejo de estructuras de poder que circulan en ambos sentidos. Esa idea ha medrado en muchos autores a lo largo de

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la historia, pero su perfeccionamiento más reciente y poderoso se encuentra en Foucault. Sea como dominador o como dominado, cada uno de nosotros participa en esos juegos por el poder. Lo que cuenta es la posición en la que uno se encuentra, ya como la parte poderosa, ya como el Otro. Esta situación inicial, empero, se ve afectada por las negociaciones entre las partes, que pueden llegar hasta revertirla. Tanto Ego como Alter luchan por ser reconocidos y por poder desplegar su poder sobre el otro; ambos utilizan las armas que encuentran a su disposición, en una nueva edición del kabuki hegeliano del Amo y el Esclavo. No hay más salida. Ambos acabarán por reconocerse mutuamente, aunque esta conclusión haga aparecer a su lucha como algo redundante. Pero si olvidamos esta última observación, ni Hegel ni Foucault demuestran tener el menor sentido de la asimetría del poder. La noción de legitimidad no puede entrar en sus constructos teóricos. Todo lo que cuenta es el poder, sea el del amo que domina al esclavo; sea, como en The Servant, de Joseph Losey, el del esclavo que acaba por someter a su antiguo amo. Ambas partes se sirven por igual del poder. Esta conclusión de Foucault es algo que repugna a algunos observadores. Dean y Juliet Flower MacCannell mostraban su enfado porque no puede valer en el caso del violador y sus víctimas. Es verdad que su reproche parte de una capacidad para leer la mente ajena que no suele ser patrimonio del común de los mortales, como cuando afirman que nos preocupa […] que la visión [de la violación] en Foucault sea prematuramente utópica: su idea de la redefinición de la identidad sexual y de otras identidades sigue mostrándose sumisa a las antiguas relaciones de poder y de violencia incluso, o especialmente, en esta época posmoderna; y que si aparecen excepciones al influjo de la tiranía sobre la base de su categorización es porque esa escapatoria les ha sido concedida tan solo para que sigan sirviendo al poder al enmascarar su eficacia (1993a: 205).

Como lo hacen con muchos otros de sus sospechosos habituales, los MacCannell acusan a Foucault de proveer excusas para el poder. Sin embargo, no es menos cierto que dan en la diana cuando señalan que «el poder no es neutral, difuso, algo que está al alcance de cualquiera, sino algo ferozmente protegido por quienes lo ostentan y por sus agentes; y finalmente que las amenazas y el propio uso de la fuerza y de la violencia forman parte esencial del ejercicio del poder» (1993a: 205). Los MacCannell pueden no haberse dado cuenta de adónde les llevaría su pensamiento (la necesidad de elucidar qué es lo legítimo en cada caso), pero su conclusión es intachable. Hay diferencias —diferencias que deben ser puestas de relieve y mantenidas hasta el fin— entre los usos legítimos e ilegítimos del poder. Poder y legitimidad no pueden vivir el uno sin la otra.

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Dann no muestra especial predisposición hacia la ortodoxia foucaultiana; pero tampoco es especialmente exigente a la hora de definir los usos del control social y se mantiene confortablemente al margen de esta discusión. ¿Por qué? Uno se malicia que Dann se identifica con lo que podríamos llamar la izquierda durkheimiana. Luego de que Parsons y otros de sus seguidores americanos se alzaran con el santo y la limosna de la noción de «solidaridad», Durkheim ha sido habitualmente interpretado como un adalid de la conformidad social. Parsons creía entender que, en el fondo, para Durkheim los valores centrales de la sociedad se impondrán siempre a la voluntad individual (1937, 1991). Con independencia de sus propias inclinaciones individuales, la mayor parte de los sujetos en una mayoría de las situaciones, si no en todas, aceptarán satisfechos, o al menos con pasividad, los diferentes papeles que están llamados a desempeñar en la división orgánica del trabajo propia de la modernidad. Esta disposición, amén de otros «hechos sociales», crea una coerción llevadera que mantiene un orden social compacto. Las sociedades no pueden sobrevivir sin constricción ni control; más aún, respetar las normas sociales aparece para una mayoría de individuos como la forma más eficiente de resolver el problema hobbesiano del orden. Son muchos quienes aceptan al poder como algo legítimo y encuentran así una razón para obedecerlo. Para dejar atrás la pesadilla del estado de naturaleza están dispuestos a aceptar y aun respetar sin rechistar a los poderes existentes. El control en esta versión de Durkheim es algo natural para las sociedades y sus miembros. Después de todo, estos no hacen sino obedecerse a sí mismos cuando respetan las normas sociales (Lanfant, 1981, 2007; Lanfant, Allcock y Brunner, 1995). Pero, si eso es así, cómo entender el estudio del suicidio que planteara Durkheim (1997). Los representantes de la izquierda durkheimiana tienen sus propias ideas. Para ellos, cuanto más permea el control social la vida colectiva, tanto más repugna este a la gente, sea de forma consciente o imperceptible. La conformidad no es un dato, sino algo por lo que se paga un alto precio. Durkheim no parecía tener gran fe en la resistencia heroica al control social (después de todo, había vivido la Comuna de París y no se mostraba especialmente contento con sus logros), pero sabía que en las sociedades modernas hay pocos o muchos individuos en un estado de anomia, faltos de convicción o respeto por las normas y llenos del deseo de pertenecer a algo. La desilusión individual con un sistema social que genera anomia aparece bajo muchas formas, que van desde la escapada del nómada de la riqueza hasta el suicidio. Aunque esas cosas parezcan no ser otra cosa que decisiones individuales, una anomia extensa representa una amenaza al orden existente. Los durkheimianos de izquierda igualan control social y anomia y, aun cuando no tengan grandes esperanzas sobre

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la posibilidad de cambios sociales radicales, analizan la vida social como a través de un cristal oscuro —las ubicuas y desagradables consecuencias del control social—. Según sus puntos de vista, los durkheimianos de izquierda pintarán sus lienzos con los matices de gris del epónimo Juan Gris o con la desesperación de algunas versiones de El grito, de Edvard Munch. La vida social no es en manera alguna un lecho de rosas. Si esta interpretación es correcta, encontraríamos en ella la clave de la falta de interés de Dann por definir el control social. Una definición es innecesaria. Basta con abrir los ojos y estar atento para saber que existe y cuáles son sus consecuencias. Eso es exactamente lo que él hace con una abrumadora copia de información. El control social es esencial para todo lenguaje, y el del turismo no puede ser una excepción. Dann se remonta a la Antigüedad. En su versión, Grecia y Roma veían las diferentes formas de viajar como una escapatoria a lo que hoy llamaríamos el marasmo urbano. Para muchos autores griegos, visitar otros lugares representaba un antídoto a la superpoblación y la violencia de las grandes ciudades de la Hélade o el Asia Menor. No todos, empero, veían el viaje de forma positiva. Platón recomendaba que los visitantes extranjeros fueran sometidos a cuarentena para evitar que corrompiesen las mentes de los jóvenes atenienses —un antiguo caso de divergencia entre causahabientes, pues los hospederos locales no parecían apreciar en mucho esa opinión—. En Roma, lugares como Baiae o Pompeya, que eran algo muy parecido a las ciudades del ocio actuales, despertaban las mismas pasiones encontradas que despiertan hoy las dinámicas económicas y sociales del turismo. Similares controversias siguieron durante la Edad Media, en los siglos del Grand Tour y, luego, con los principios del turismo de masas, que Thomas Cook emprendió en Gran Bretaña y los ferrocarriles en Estados Unidos. En todas esas instancias uno puede observar cómo diferentes autores no solo discutían los pros y los contras del turismo, sino que también establecían un canon de objetivos y exigían que los viajeros se comportasen de formas específicas y sancionadas socialmente. Las agencias que proveyeron las necesidades de los turistas, especialmente en los tiempos modernos, no fueron personajes ajenos a estas historias. Los viajes empaquetados de Cook empezaron llevando a gente a los mítines de las sociedades a favor de la prohibición del alcohol. Pero más aún que este impulso moralista, a Dann le interesan las destrezas organizativas que permitieron que Cook y sus sucesores florecieran. La organización ejemplifica el control social más allá de lo que pudieron hacerlo las tendencias moralistas de los abanderados del turismo de masas moderno. Es en ella donde se refugian sus mayores peligros. La relación entre turismo y control social se profundizó rápidamente con la aparición del turismo de masas. A menudo se dice que viajar proporciona a los

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individuos una oportunidad para ejercer su libertad individual, pero esto hay que tomarlo con el proverbial grano de sal. Algunos autores señalan cómo los turistas acaban atrapados por sus propias decisiones; que tienen que aceptar las exigencias que imponen los operadores turísticos en cuanto al tiempo de viaje, lugares a visitar, servicios prestados durante el viaje y demás. Turner y Ash (1975), por ejemplo, veían el control como una consecuencia de la componente corrosiva del turismo o, al otro extremo, de la exigencia de los turistas por encontrar un orden que les asegure su seguridad mientras viajan. Estos autores dieron un paso más al argüir que esta necesidad de orden fue el éxito de lugares como la España de Franco, el Portugal de Oliveira Salazar o las Filipinas de Marcos. Pero, apunta Dann, no es tanto el poder político lo que cuenta en la imposición del control social sobre el sistema turístico cuanto el poder económico desnudo de la industria que organiza el consumo turístico (2003). Hoteles y cadenas de restaurantes, centros comerciales orientados al turista, espacios de diversión, parques temáticos y, sobre todo, las fábricas de vacaciones que producen paquetes turísticos buscan la maximización de sus beneficios e imponen un marco a la conducta turística que siempre defrauda las expectativas de los anfitriones y de los huéspedes. Es a partir de esa relación asimétrica de poder como todos ellos moldean las voluntades de las sociedades receptoras y de los turistas […] No solo popularizan modelos que facilitan ese control, sino que manipulan las actitudes para que se amolden a esos modelos [a través de] la publicidad […] redefiniendo de paso las situaciones, imponiendo parámetros y alterando la conducta de los consumidores hacia la dirección deseada por ellos. Como los clientes están desorganizados y carecen de intereses colectivos, acaban por caer bajo el control de un discurso que formula las preguntas, provee las respuestas y les habla por medio de órdenes (1996a: 76)

La retórica de la publicidad oculta esa sutil dominación de las grandes corporaciones que crecen sin cesar en la medida en que su ayuda se presenta como algo necesario para la buena organización de los viajes turísticos. Las corporaciones son los verdaderos dueños de la mirada turística. El lenguaje de liberación que tan conspicuamente aparece en sus anuncios cela la realidad de su control. El control social no se limita a la publicidad. Dann sigue sus huellas en muchos otros ámbitos de la comunicación turística. Uno de ellos es el de las guías turísticas. En su estudio de las de Baedeker, Boorstin recordaba cómo, más allá de sus descripciones de lugares y atracciones, uno puede también encontrar numerosas advertencias sobre cómo se supone que los turistas deben comportar-

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se, vestir, evitar las risotadas o hablar a gritos; «en suma, cómo ser decentes, respetables y representantes modelo de sus propios países» (Dann, 1996a: 84). Baedeker fue el creador del ranking de estrellas para las atracciones turísticas, aleccionando así a los turistas sobre lo que valía la pena ver y lo que no merecía un desvío. Se dice que hasta los residentes de los lugares a visitar se comportaban de acuerdo con lo que Baedeker hacía esperar, incluyendo hasta a Old Faithful, el géiser del parque nacional de Yellowstone, en Wyoming, del que se decía que sus erupciones seguían la pauta que había marcado Baedeker. A la vera de Boorstin, Dann se deja llevar de un excesivo entusiasmo por Baedeker. El Feldmarschall Göring, según ellos, estaba tan encariñado con la guía que en 1942 ordenó a la Luftwaffe destruir todos los monumentos británicos que habían sido señalados en ella con un asterisco. Más aún, «en los días anteriores a la Segunda Guerra Mundial, no menor personaje que el Kaiser se sentía obligado a actuar para los turistas» (Dann, 1996a: 84), dejándose ver cada día en el concierto que la banda imperial tocaba a las doce del mediodía frente a palacio, «porque Baedeker dice que eso es lo que hago siempre a esa hora» (Boorstin, 1961: 104). Un poder de Baedeker sin duda impresionante, pues de ser cierta la historia habría forzado al Kaiser a seguir esa rutina incluso cuando, como en los días anteriores a la guerra, ya no era Kaiser. Guillermo II abdicó su corona en noviembre de 1918, muchas lunas antes del estallido de septiembre de 1939. No solo las guías se afanan por exhibir su capacidad de control. Los reportajes turísticos también están llenos de consejos, y qué puede haber de más propenso al control que los buenos consejos. Otro tanto puede decirse de las fotos que acompañan a la publicidad y a los artículos de las revistas de viajes. La forma en que presentan a los turistas corroboran las mismas imágenes que uno puede encontrar en los catálogos de las fábricas de vacaciones o en la publicidad de las gestorías de destinos (GD). Dann lo ejemplifica con una imagen de la agencia turística de India (O’Barr, 1994) que muestra a una pareja de blancos sentados en el lomo de un elefante guiado por un mahut que viste sus mejores galas y pretende que esa es la mejor manera de visitar Jaipur —otra instancia mítica à la Barthes de la ideología del colonialismo fotográfico, «donde los sahibs y las memsahibs son tratados como maharajás y los locales presentados como sus servidores» (1996a: 87)—. El control social se extiende a otros muchos componentes del turismo (Dann, 2003). Véase el recién mencionado sistema de estrellas para evaluar atracciones y hoteles, que no se limita a informar de sus características, sino que los categoriza de forma que excluye a los de categoría superior de las opciones de los menos pudientes. No solo en términos monetarios. Los que están en la cima aparecen también como algo vedado para quienes carecen del capital cul-

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tural que les permita seguir los códigos de conducta apropiados. Al ofrecer mejores habitaciones que las que sus eventuales consumidores tienen en sus casas, esa clasificación confina a los de menores posibles a sus propios dormitorios. O, con otro truco, esos hoteles se presentan como lugares seguros que aíslan a sus clientes de un exterior al que describen como peligroso o falto de interés. De esta forma convierten a los consumidores en una clientela cautiva que no se atreve a abandonar el recinto y se gasta el dinero en los bares de la piscina o en su night club, aumentando sin cesar la cuenta de consumiciones. Esta es la estrategia adoptada con éxito desde sus inicios por el Club Med. A resultas, no solo mejoran los beneficios de la compañía, sino que sus clientes se convierten en consumidores sumisos y, por ende, más dispuestos a aceptar sin rechistar las normas del club. Algunas de ellas pueden ser verdaderamente infernales. Un reportaje citado por Dann hablaba de un centro de vacaciones en la Dominicana en donde a los huéspedes se les hacía portar una pulsera identificatoria sin la cual no podían obtener servicios y hasta les era imposible entrar en sus habitaciones. ¡Hasta una antigua Miss Bristol tuvo que ponerse la pulsera, estropeando así un magnífico bronceado total! Otro reportero comparaba su estancia en otro centro del Caribe con una temporada en manos de las SS. Usando su control social, las fábricas de vacaciones meten a los turistas en una cápsula, a pesar de que su publicidad haga aparecer las vacaciones como una manifestación de su libertad. Las atracciones que uno no puede dejar de ver, las opiniones de los guías, los itinerarios impuestos, el control del tiempo, las regulaciones de hoteles y destinos, todas esas reglas y otras muchas más, supuestamente beneficiosas, imponen su control y empujan al rebaño turístico hacia los únicos pastizales en los que se le permite pastar. El colmo del control se muestra sobre todo en los paquetes vacacionales. Pero tan pronto como los organizadores se apoderan de la voluntad de los individuos, hasta los viajes pretendidamente más libres y abiertos se convierten en instrumentos de control. Ni siquiera los viajes de aventura, los safaris, los descensos de ríos con rápidos y otros deportes extremos se escapan de él. ¿Puede haber algo menos constreñido que un viaje a pie? Pues, si uno lo compra, el folleto de sus operadores le dirá que en determinados lugares son necesarias unas buenas botas y que algunos senderos son más complicados que otros. Algunas antiguas rutas de peregrinos se han hecho muy populares. En 1987, por ejemplo, el Camino de Santiago se convirtió en la primera Ruta Cultural Europea, así designada por el Consejo de Europa. En el pasado, los peregrinos podían deambular por doquiera les guiase su fantasía; hoy en día las rutas genuinas están marcadas por signos reguladores (las conchas de los peregrinos de antaño). Si los caminantes quieren pasar la noche en uno de los hostales

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reservados a ellos necesitan de un Pasaporte de Peregrino. Muchas compañías ofrecen hoy productos del Camino que están regulados de la cruz a la raya. Algo similar sucede con la mayoría de las atracciones. Así, ya sea que hablemos del control social ejercido en los hoteles o en otros productos de viajes, ya nos las tengamos que haber con los controles menos sabidos que se imponen durante la experiencia turística o los mandatos formulados como avisos en los centros de vacaciones o en los destinos, ya nos refiramos al turismo del pasado o del presente, no se puede ignorar el mensaje de orden y control que aparece por todas partes y en todo momento (1996a: 100).

Dann no se resiste a plantear con rigor el problema que brota de su conclusión. ¿Cómo es posible que la realidad del control social pueda coexistir con la percepción de su libertad que experimentan los turistas y que tantos investigadores ponen de manifiesto, cuando no celebran? Respuesta: sucede así porque el lenguaje del turismo consigue hacerles verse como «niños». Para probar su punto, Dann aporta gran copia de ejemplos y se fortifica en tanta teoría que se pretenda explicatoria como le sea dado encontrar. Ejemplo número 1: el triángulo aliterativo formado por las tres R de Romanticismo, Regresión y Renacimiento. El romanticismo provee los aspectos que deberían ser el objeto de deseo de los turistas: la libertad como goce de lo prístino (los maccanellianos, legítimos o fuleros, dirían de lo auténtico), ya en el comercio social, ya en el habido con la naturaleza. Las oposiciones de civilizado/salvaje, ciudad/campo, bullicioso/bucólico, burocracia/tradiciones, tan habitualmente manejadas para vender los productos de viajes, transmiten el mensaje de que el turismo puede reconciliar a los habitantes de las ciudades con una realidad profunda, bien por medio de la simplicidad y el exotismo del buen salvaje, bien por la reintegración en una naturaleza buena y benéfica. Posiblemente en ambas, pues a menudo se presenta a las gentes exóticas como habitantes de espacios libres de polución. Esta visión romántica nos urge a hallar el calor de la entraña materna (regresión), lamentablemente sellada por una Ley-del-Padre lacaniana que frustra nuestras más profundas pulsiones. Dann cita con aprobación a Dufour, para quien los turistas protestan contra ese terrible ucase refugiándose en el mito. De esta suerte, los turistas tratan de volver a los buenos viejos tiempos y de reconciliarse con la naturaleza por medio del mito de la Edad de Oro, con su rica, abundante y lujuriosa natura (el mito del Cuerno de la Abundancia). Añoran su niñez (mito de la Fuente de la Juventud). Buscaban a sus madres en las profundidades de las ciudades

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(mito de Heliópolis), en las montañas (mito del Olimpo) y en los océanos (mito de Poseidón). Las vacaciones, dice Dufour, no pueden librarse nunca del mito, de la misma forma que los propios mitos suponen una regresión de la humanidad, una forma de infantilismo, un retorno a los pechos de la Madre (1996a: 105).

Para Dann, Mamá Queridísima parece tener tantas encarnaciones como Visnú: acá como un regazo marino, allá como un pecho/montaña, acullá como Poseidón, por cierto un macho. En resumen, que el lenguaje del turismo tiene éxito porque promete una regresión usualmente formulada como fantasía sexual. El biquini blanco de la chica de los anuncios evoca la virginidad; la literatura de viajes está repleta de representaciones mamarias como montañas, cúpulas de mezquitas e iglesias. Pero las glándulas mamarias no se limitan a esas apariciones convexas y aisladas; uno las encuentra también en todos los pasillos del supermercado mundial del consumo que evocara Baudrillard (1996a: 60, 108, 127). Todo esto parece un poco excesivo, tanto en imaginería como en explicación. Por supuesto, las promesas abiertas o implícitas de sexo libre y sin culpa son usadas como reclamo por la literatura promocional, pero este freudianismo pop à la Barthes pronto desemboca en el exceso. Uno podría recordar aquí un antiguo chiste. Un padre lleva a su hijo al psicoanalista. «Estoy preocupado, doctor. Mi hijo parece ser un obseso sexual. Tenemos en casa algunos cuadros de autores contemporáneos. El chico mira un Mondrian y dice ver una mujer desnuda, un Miró le lleva a pensar en una pareja haciendo el amor y…». «Qué otra cosa puede usted esperar —interrumpe el médico— si le permite ver esos cuadros tan puercos». Esta nueva explicación científica que se propone acabar con todos los mitos, incluyendo el gusto por las vacaciones, no parece otra cosa sino un remake de otro mito, el de Otys y Efialtes, contado por Aristófanes en el Simposio de Platón. Esos dos sujetos buscaban escalar los cielos y apoderarse de los dioses, con lo que Zeus tramó un plan para debilitarlos y controlar sus turbulencias. Como buen economista, Zeus se planteó un análisis coste/beneficio. No podía aniquilar a la humanidad para contenerlos, a esos dos y a sus eventuales imitadores, porque, se planteaba, quién iba a ofrecer sacrificios a los dioses si los humanos desaparecían de la faz de la tierra. Mejor sería cortarlos en dos, lo que les haría menos fuertes. De esta forma no seguirían alimentando fantasías sobre cómo conseguir una recalificación del Monte Olimpo para construir allí unas urbanizaciones llenas de casoplones. Al tiempo, la nueva política aumentaría el número de los humanos y, con él, el de sus sacrificios. ¿Cabría una mejor decisión para los dioses? La cosa se complicaba, empero. Siempre adicto a la cien-

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cia triste, a Zeus se le olvidaron las externalidades. En vez de ofrecer más sacrificios, los humanos se pusieron a buscar a su otra mitad y, cuando la encontraban, se abrazaban a ella y desesperaban por convertirse en uno con ella. Lamentablemente, eso no era posible porque, demediados, sus órganos de generación no podían completarse y los humanos comenzaron a morir de inanición y falta de cuidados de sí mismos. Pero Zeus, como los freudianos pop, era también un entusiasta de las diversiones de masas y un maestro en lo tocante a finales felices. Así que hizo un cambio de diseño en las previamente mencionadas partes inmencionables y las colocó en el frente. De esta forma, cada humano tenía solo una de ellas, ahora completa, La interminable búsqueda de su otra mitad podía así encontrar tregua en el abrazo de los amantes. Hombres y mujeres seccionados de un antiguo andrógino se tornaron heterosexuales, mientras que los hombres separados de otros hombres y las mujeres cortadas de otras mujeres fungían como homosexuales. De esta forma sentimos siempre al ausente Otro (ya sea hombre o mujer) en nosotros porque siempre ha estado ahí, de la misma forma en que al marino le duele la pierna que perdió un una tormenta. Todo lo cóncavo recuerda así a la vagina/útero y todo lo convexo al pene. Zeus y los freudianos pop desterraron para siempre los finales infelices. Lamentablemente, no consiguen resolver el problema de que todo lo convexo lo es solo por un lado, en tanto que refluye o se rehúnde por el otro, lo mismo que le pasa a todo lo cóncavo. Al final, todo lo cóncavo es convexo y todo lo convexo es cóncavo, según convenga, con una serie de inversiones posibles que han sido explotadas hasta las heces por el psicoanálisis y por el mercadeo. Es la ventaja de aquello que no tiene una estructura reconocible: que puede ser usado tanto para un roto como para un descosido. Whatever Works (Lo que salga), como en la película epónima de Woody Allen. A partir de las tres R, Dann lleva al lector a un jardín de otros tríos igualmente complementarios y pedagógicamente aliterados (en inglés): las tres H (Happiness, Hedonism, Heliocentrism), las tres F (Fun, Fantasy and Fairy tales) o las tres S (Sea, Sex, Socialization). A la postre, todos ellos se resumen en el primero. El turista es un niño que busca su gratificación y teme verse privado de ella. Hay muchas maneras de expresarlo. Uno puede hablar en clave freudiana (principio de realidad vs. principio de placer), o decirlo como Jung (introversión vs. extroversión), o como Lacan (ley del padre vs. ley de la madre), o como los durkheimianos de izquierda (libertad vs. organización). Los economistas y los sociólogos faltos de imaginación preferimos hablar del conflicto entre las expectativas y la escasez. Mientras que Freud, Jung, Lacan y los durkheimianos de izquierda siempre tienen a mano una solución literaria, pues

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tratan solo con intangibles, la escasez, por desgracia, es concreta, palpable e inasequible a la magia de las palabras. ¿Es acaso el lenguaje del turismo el único que ofrece soluciones imaginarias a nuestros problemas a cambio de ofrecer un aumento del control social? Esto engrandecería excesivamente a esa industria. En realidad, las ilusiones que crean la publicidad turística y el mercadeo en general son muy limitadas por comparación con las que esgrimen ante los humanos otras muchas instituciones creadas por ellos. Regresión y Renacimiento/Resurrección son las mercancías por excelencia de las religiones. Todas ellas juegan con la más seria y la menos evitable de las heridas que acompañan a la condición humana —la muerte— y, pese a no poder prometer lo que todos queremos, a saber, que nuestra vida en este mundo sublunar sea ilimitada en el tiempo, la mayoría sí prometen una vida eterna o, lo que es lo mismo, una aniquilación pacífica en otro futuro. Enarbolando esa ilusoria recompensa frente a nuestra desesperación, todas ellas han construido una serie de marcas extremadamente exitosas a lo largo de los siglos. Su cuota de mercado del control social agregado deja prácticamente en nada los excesos de la promoción turística, y las mejores agencias de publicidad son pequeños aprendices por comparación con las burocracias de la salvación. ¿Habrá que limitar a la publicidad la complicidad en el aumento de los poderes, de las riquezas, del estatus, de la manipulación sexual? ¿No son todas esas cosas la esencia misma de la política, de la vida cultural, del progreso académico y hasta de la vida de familia? No hay que echar mano del proverbial científico nuclear para saberlo; basta con un poco de psicología evolucionista. Ofrecer recompensas a la supervivencia (es decir, mejores oportunidades para adaptarse y reproducirse) o amenazar con retirarlas (por medio del hambre, el descrédito, la pobreza, la castración o el fracaso en unas oposiciones a cátedra) son formas muy efectivas para controlar y conformar la conducta humana. Las acciones publicitarias y de promoción las emplean para vender, tanto como sucede con otras muchas instituciones. Poder y control no están lejos de donde haya vida humana. Es un hecho. Hay, sin embargo, algo altamente respetable en Dann, y es su bien enraizada desconfianza frente a toda clase de poder. Dann tiene una mirada abiertamente sospechosa para con todas las instituciones y agencias que reclaman ser superiores a los individuos. Detrás de cada prohibición, de cada anuncio, de cada mandato, y hasta detrás de lo que no parecen ser más que consejos amistosos (2003), puede ocultarse un ataque a la libertad individual. Pero Dann repara poco en que posibilidad no necesariamente equivale a probabilidad, menos aún a necesidad. Al aceptar que «posible» y «probable» sean algo intercambiable, Dann se sume con facilidad en la paradoja del mentiroso («Créame, todo

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lenguaje conlleva control social»). Si la proposición es falsa, se niega a sí misma; si es verdadera, por qué habríamos de creer que Dann puede librarse de ella. El lector se siente en un callejón sin salida. Lamentablemente, como la sempiterna persecución de Aquiles a la tortuga, el asunto no puede ser resuelto en exclusiva por la lógica formal; de otra forma, el mismo lenguaje sería innecesario o redundante. El lenguaje, sin duda, puede tener muy diversos usos, pero hay uno que los gana a todos: aducir hechos. Sin ese componente informacional, el lenguaje carecería de valor evolutivo o adaptativo. Si creo que el control social acecha en toda comunicación y que una cualquiera de ellas puede coartar mi libertad individual, muy posiblemente desoiga a la persona que me advierte: «Cuidado, esta parte de la playa está llena de grandes lagartos». Pero si resulta que ambos estamos en la isla de Komodo, puede muy bien suceder que yo acabe como carnaza para uno o varios de los lagartos que llevan su nombre. Cada año los medios informan de ataques a turistas y locales en esa isla. Así que, en condiciones normales, más me valdría aceptar el consejo. De forma más general, la total desconfianza ante la menor posibilidad de control social destruiría toda clase de contrato social. Las sociedades se basan tanto en la sospecha como en la confianza; no en una sola de ellas. Precisamente por ello, las relaciones sociales no marchan como una seda. Sin duda. en este mundo sublunar de nuestros pecados, el control social acecha a todas las relaciones sociales, pero no todos los controles sociales son creados iguales. Una vez más, nos damos de bruces con la legitimidad. Habitualmente damos a todos los mensajes el beneficio de la duda, y así lo mantenemos salvo prueba en contrario. Unas fuentes nos resultan más fiables que otras. Sentimos, por ejemplo, que estamos ejerciendo nuestra libertad cuando vamos a votar al final de una campaña electoral limpia. Sabemos que tenemos la libertad de gastar el dinero que hemos ganado con nuestro trabajo y en qué queremos gastarlo. Tenemos opciones; y, cuando eso es así, pensamos que el tipo de control social que nos permite elegir es más legítimo que otros que proponen la esclavitud, las exacciones feudales o el dominio de un solo partido. La legitimidad basada en el consenso popular es una de las cosas que da a la modernidad su enorme capacidad de resistencia y su atractivo. ¿Acaso tiene todo el mundo las mismas opciones? No necesariamente. A veces, la naturaleza cierra filas con el control social para limitar las de algunos grupos. Quienes miden menos de un metro noventa difícilmente llegarán a jugar en la NBA. Quienes miden más de un metro sesenta no suelen ser buenos jinetes de carreras. Otros usos del control social son más claramente sociales. Los derechos y libertades de los ciudadanos, más la estructura de los Estados, derivan de la constitución libremente adoptada por los nacionales de un país o

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por sus antepasados. Las declaraciones de derechos, una vez interpretadas por los jueces, deciden qué límites pueden imponerse al ejercicio de esas libertades. De tal suerte, la mayoría de las constituciones modernas consagran la libertad económica regulada por el mercado, lo que significa que los humanos tienen libertad para trabajar y para vender su fuerza de trabajo, aunque a veces no lo puedan hacer. La esclavitud y los abusos quedan prohibidos. Sin esas y otras manifestaciones de control, la vida social sería más azarosa e imprevisible, sin necesidad de citar a Hobbes y su idea del estado de naturaleza. Seguramente por ello, las reglas que hacen posible el ejercicio de los derechos individuales en las sociedades democráticas suelen gozar de mucho apoyo. Algunos ciudadanos, o muchos, pueden mostrar su disgusto con este o aquel aspecto de la vida en las sociedades libres, pero también pueden asociarse para defender sus puntos de vista y eventualmente cambiarlas. A la postre, la legitimidad de los gobiernos democráticos es alta porque permite a la mayoría hacer exactamente lo que quiere. Los mercados pueden no ser aceptados con la misma alacridad que la democracia representativa; pero para muchos parece claro que cuanto más libres resulten, tanto más eficientes serán. Pese a todos sus fallos y debilidades, pese al sempiterno ruido a favor de regulaciones crecientes, la mayoría piensa que funcionan mejor que las economías controladas o las planificadas. Esto explica buena parte de la legitimidad del control social. El imperio de la ley y los mercados, sin embargo, tienen sus límites. Dentro de su marco, el tráfico social encuentra muchas más formas de expresión en costumbres, usos comerciales, creatividad, nuevas formas de trabajo y ocio. Sin embargo, no todos los individuos cuentan con las habilidades, el capital, la perseverancia o el valor para convertirse en hitos en cada una de esas vías de actividad. La opinión individual tiende a formarse a través de los medios. No solo expresamos nuestros puntos de vista, sino que deseamos ver nuestras opiniones transformarse en corrientes de opinión y nos identificamos con sus creadores. Confiamos en los medios o en los blogueros que expresan nuestros pensamientos y nuestros sentimientos de forma más coherente de lo que nosotros somos capaces de hacerlo. Gustos y decisiones de consumo se moldean por las modas y las novedades canalizadas por los medios a través de la información, de las páginas de opinión y de la publicidad. Más aún, son muchos quienes buscan ayuda para decidir qué productos merecen confianza y cuáles no. A menudo la encuentran entre parientes y amigos, en el boca a oído, en las revistas para los consumidores, o en la literatura de los diferentes proveedores. Todos ellos ejercen formas legitimadas de control social. Muchas veces, los poderosos que cuentan con el dinero necesario para ofrecer sus productos eficazmente, es decir, las corporaciones y las grandes so-

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ciedades, abruman al público con publicidad. Pero, en general, la gente no resiente ese control en tanto que aquellas le venden los productos que quiere al precio que está dispuesta a pagar. Los consumidores a veces sienten una especie de fervor religioso por las marcas en las que confían. ¿Quiere eso decir que carezcan de opciones? La evolución de muchos bienes y servicios (desde coches a hoteles o líneas aéreas) enseña que las grandes corporaciones nunca controlan totalmente el mercado y a los consumidores de forma que no puedan entrar en crisis, o puedan posponer la adopción de innovaciones hasta las calendas griegas, o evitar su bancarrota. Mientras haya un número adecuado de proveedores, por muy grandes que todos ellos puedan ser, y mientras existan reglas eficaces contra los monopolios, los consumidores podrán seguir ejerciendo sus opciones. Sin duda, algunos sectores, incluso muchos, especialmente en tiempos de crisis económica, se sentirán disgustados y hasta alienados y mostrarán su insatisfacción con el sistema social o económico de forma ostensible. Pero la mayoría suele aceptar bogar con la corriente principal sin demasiados problemas. La estasiología, la ciencia de las revoluciones, explica por qué la mayoría de la gente acepta el control social de los poderes existentes mansamente o con entusiasmo... hasta que deja de hacerlo por una crisis de legitimidad. Esto es algo que Dann suele pasar por alto. Los turistas pueden ser engatusados por la publicidad para comprar los paquetes turísticos que les venden las grandes compañías, pero no dejan de hacerlo libremente. Tienen otras opciones. Por ejemplo, pueden organizar sus viajes de forma independiente, con un agente de viajes o por medio de internet. Esta última modalidad no hace sino crecer. Pero el viaje individual a duras penas podría contar con las economías de escala de que gozan las grandes fábricas de vacaciones. Incluso en internet, los precios finales suelen ser más altos que los de los operadores turísticos cuando se incluyen en el total los costes transaccionales; negociar los horarios y los precios de los pasajes aéreos no es cosa sencilla; organizar los desplazamientos y las excursiones en un destino remoto con un proveedor local puede causar numerosos conflictos debidos a las diferencias culturales; hallar un precio ajustado a las necesidades de los consumidores puede necesitar de complicadas operaciones en moneda extranjera; en suma, organizarse individualmente unas vacaciones dista de ser tarea sencilla. Posiblemente por eso, muchos potenciales turistas independientes acaban por usar las facilidades de internet para navegar por las páginas web de los grandes operadores turísticos. Sin duda, estos ejercen un alto grado de control sobre sus paquetes; y cuanto más barato es su precio, tanto más rígidos son los horarios y las condiciones, los productos y su forma de pago y las cancelaciones. Los turistas podrían afrontar todas esos inconvenientes y decidir hacerlo solos, pero con frecuencia acaban pagando precios más altos. Para evitarlo prefieren dejar el con-

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trol en manos de los operadores, aceptando graciosamente las reglas del juego. En última instancia, la lógica del argumento de Dann sobre el control social presta poca atención a la capacidad de los turistas para decidir lo que les resulta mejor y más conveniente en cada circunstancia. Dann parece creer que son víctimas indefensas en manos de las grandes corporaciones que deciden en su nombre. La historia de las organizaciones turísticas, empero, ofrece una narrativa diferente. A pesar de su poder, muchas han desaparecido o han sido compradas por otros operadores que se muestran más eficientes. Pese a todo el dinero que se gastaron en publicidad, no pudieron evitar que se los llevase la parca porque no consiguieron el favor de los consumidores. A menudo se diría que los académicos que critican el turismo de masas han ido a demasiadas conferencias científicas, probablemente la forma más organizada de turismo, aunque eso no suela reconocerse. Las conferencias son conocidas por sus rígidos horarios, los malos alojamientos, la comida deficiente, sus banquetes finales de gala y sus menús de sopas y ensaladas inverosímiles o sus pollos de goma, los números folclóricos auténticos a cargo de grupos de tercera división, con el colofón de una excursión llamada a mejorar el capital cultural de los excursionistas y con destino a una atracción local de alto copete que suele encontrarse hasta en los itinerarios más baratos. No todos los productos turísticos de masas están tan controlados ni son todos los turistas tan cándidos y conformistas como los académicos en conferencias. Uno puede así entender el sentimiento de anomia que los intelectuales proyectan sobre las clases subalternas. Tal vez un buen viaje, bien organizado, a algún destino atractivo comprado en internet a un operador creativo y a precios que hasta los académicos pudiesen pagar, les hiciese rebajar esa proyección. Para mejor expresar su desilusión con la falta de oposición o de rebelión colectiva contra el control social de todo género, los durkheimianos de izquierda finalmente se refugian en un antiguo mito. La gente acepta ser manipulada y controlada porque ignora sus verdaderos intereses, o sus deseos genuinos, o sus derivas más íntimas: eso que los marxistas solían llamar la falsa conciencia. Los turistas dejan que otros les manipulen porque son como niños. Pero si por un momento uno acepta esa definición de la situación, las opciones que se abren no son muy alentadoras. Por un lado, los turistas deberían buscar nuevos líderes, más objetivos y menos manipuladores. Pero, después de lo que Dann ha dicho sobre la ubicuidad del control social, lo más probable es que no hagan otra cosa que cambiar una forma de control por otra. Por otro, hay que recurrir a San Anselmo y su argumento ontológico. Podemos pensar en una autoridad benévola y perfecta (¿algún académico, por ventura?) que renuncie a abusar de los rústicos en sus viajes. Kant no se lo tomaría en serio.

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Así, uno vuelve a la primera casilla: la promoción y la publicidad no son más que el opio de las masas. Pero entonces conviene preguntarse por qué las masas no tienen derecho a fumar opio. De hecho, a juzgar por los resultados, una mayoría de la gente es religiosa y se muestra orgullosa de ello. En la realidad, empero, promoción y publicidad son bastante menos nocivas que el opio y, desde luego, muchos menos que las religiones. Considerando la discusión conceptual y metodológica habida hasta el momento, parece importante preguntar si toda la industria turística habla con una sola voz y si en realidad su audiencia se lo cree.

La prueba del algodón Mucha de la investigación turística que se publica consiste en estudios de casos. Esta técnica tiene un serio problema: que no es fácil de duplicar. Los casos generalmente requieren largas estancias en lugares lejanos del propio, a menudo exigen un buen conocimiento de la lengua local, algo que no es sencillo, y pueden requerir el uso de diversas técnicas de observación participante que varían considerablemente de investigador a investigador. A veces, cuando se intenta, la reduplicación lleva a conclusiones que contradicen abiertamente a las anteriormente aceptadas, aunque el objeto a tratar sea el mismo. Un ejemplo notable es la polémica sobre el trabajo de Margaret Mead en Samoa (1928), iniciada por Derek Freeman (Côté, 1994; Freeman, 1983, 1999). Mientras que Franz Boas consideraba que el trabajo de Mead era una investigación concienzuda, Freeman opina que con base en una detallada investigación histórica, ahora sabemos que sus conclusiones adolecen del localismo extremado al que se entregó Margaret Mead en su Coming of Age in Samoa y se basan en una documentación por completo inaceptable como científica. La suya es en algunos aspectos fundamentales […] una obra de antropología ficción (2001: 111).

Hallar contribuciones a la investigación turística que puedan ser duplicadas, si no en su integridad al menos en su metodología, no es tarea sencilla y los modelos que se ofrecen deben ser estudiados con respeto. El estudio de Dann de la gente de los folletos turísticos (1996b, 1996c) es uno de ellos. Como el autor sostenía en un contexto diferente, el análisis de contenido semiótico (ACS) que usaba en aquellos estudios está libre de un gran número de limitaciones. Por ser escasamente exigente en dinero y en tiempo y fácil de recomenzar si aparecen

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claros fallos en su uso, ACS combina perspectivas tanto cuantitativas como cualitativas y no presenta serios problemas de aplicación. ACS se combina con una metodología en la que el primero establece las pautas cuantitativas, mientras que la segunda se centra en los significados cualitativos (2005a). Una de las áreas donde la técnica ACS puede ser empleada, como lo hizo Dann, es en el estudio de las imágenes de destinos. Su obra pionera se basaba en «once folletos de vacaciones de verano representativos, dirigidos a una audiencia de público británico en general, y que incluían 5172 fotos desplegadas en 1470 páginas de material visual y escrito» (1996c: 63). El trabajo progresa en dos etapas. Empieza con un análisis cuantitativo de las fotos de los folletos examinados y las clasifica en dos categorías básicas: fotos con personas o sin ellas. Donde aparece gente, las fotos se vuelven a categorizar en tres clases: fotos solo con turistas; fotos con solo gente local; fotos que mezclan turistas y locales. El análisis mostraba que la categoría icónica principal en los folletos analizados era la de «solo turistas» (60,1 por ciento), seguida de «sin gente» (24,3 por ciento), «locales y turistas» (8,9 por ciento) y «solo locales» (6,7 por ciento). Las fotos principalmente dedicadas a hoteles y playas representaban un 70 por ciento de la categoría «sin gente», seguidas de escenas locales (11,5 por ciento). Los turistas aparecían sobre todo en escenas de playa y actividades deportivas y en hoteles, mientras que las otras categorías solapaban escenas locales, paisajes y otras. Aramberri y Dao (2005) siguieron el modelo de Dann para estudiar un tipo diferente de comunicación turística. Su archivo consistía en todos los iconos contenidos en la guía promocional de Vietnam colgada en las páginas web de la Agencia Turística de Vietnam (VNAT) en 2004. A diferencia de los folletos británicos, estas páginas estaban dedicadas a audiencias internacionales y residentes y tenían versiones en inglés, francés y vietnamita. Sin duda, las páginas en vietnamita podían también ir dirigidas al número considerable de hablantes de la lengua que o no mantenían esa nacionalidad o, de tenerla, residían permanentemente fuera del país (viet kieu). Adicionalmente, VNAT no establecía diferencias entre audiencias extranjeras y domésticas. Los archivos icónicos de 20032004 eran exactamente los mismos en las tres lenguas, con la excepción de unas pocas imágenes distintas en las páginas escritas en inglés o francés (menos de diez en cada caso), es decir, proyectaban una imagen turística del país casi por completo idéntica para todas las audiencias. Esta era una diferencia con los folletos del mercado británico, principalmente dirigidos a los turistas de esa nacionalidad. De ahí una expectativa de que la estrategia de construcción de imagen en la web de Vietnam fuese diferente de la británica. Hay que añadir otro elemento. La obra de Dann giraba en torno a la distinción turistas/locales. Mientras que él estudiaba una serie de catálogos de opera-

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dores turísticos, el narrador vietnamita era una agencia del sector público no directamente envuelta en gestión de ventas. Aun cuando los iconos de la última tenían un carácter innegablemente promocional, las páginas web no incluían direcciones de compañías de viaje ni invitaban a hacer compras. Es decir, se basaban más en factores pull que push. La segunda expectativa, pues, era que esas páginas no solo reflejarían un orden de prioridades distinto, sino que además proyectarían imágenes diferentes de las usadas por las compañías comerciales. La hipótesis básica era que el personal local recibiría mayor atención en sus iconos y, por tanto, aparecería en ellos más profusamente que en los folletos británicos. El archivo vietnamita contenía un total de mil ocho fotografías y otros iconos. Los resultados confirmaban la primera hipótesis. La imagen construida por VNAT era diferente de la estrategia de los folletos británicos. En las páginas web de Vietnam la categoría «sin gente» eclipsaba de lejos a las demás, con 72 por ciento de las fotos. Los «locales» eran la siguiente, con el 19 por ciento; «locales y turistas» (5 por ciento) estaban en una distante tercera categoría, seguidos de cerca por un magro 4 por ciento para los «turistas». La comparación con los datos de Dann parecía reveladora. Sin embargo, dentro de la categoría «gente», los resultados eran exactamente los opuestos a los de los folletos británicos. En la web de VNAT, los «locales» ocupaban el primer lugar, los «locales y turistas» estaban en el medio y los «turistas» estaban en el escaño inferior. Adicionalmente, en contraste con el trabajo de Dann, no había sirvientes dentro de la categoría «locales». Ello puede deberse a que lo mismo sucedía con los hoteles, que son el lugar donde es más probable que aparezcan las personas que desempeñan esos papeles. En las páginas de VNAT solo había una foto de un hotel y enseñaba solo su fachada, con lo que había de ser incluida en la categoría de «sin gente», como otra perspectiva urbana más. Es difícil concluir que la ausencia de gentes locales representadas como sirvientes refleja un claro cambio de estrategia sin saber qué habría sucedido si las páginas estudiadas hubiesen decidido incluir detalles de la vida hotelera. Es evidente que si el folleto de un operador turístico carecería de sentido sin incluir hoteles, las acciones promocionales de creación de imagen pueden muy bien pasarse sin ellos. Sin embargo, cualquier cliente de hoteles y centros vacacionales vietnamitas puede atestiguar que la práctica totalidad de los sirvientes son locales. Concluir que, de haber sido incluidos hoteles en esas páginas, un considerable número de «locales» hubiesen aparecido como sirvientes no parece ser un vuelo incontrolado de la imaginación. Por lo demás, los «locales» de las páginas VNAT siguen de cerca la categorización de Dann. Uno encuentra entre ellos un alto porcentaje de artistas y

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vendedores (en conjunto llegan al 27 por ciento de todas las fotos de esta categoría), pero su número aumentaría de forma significativa si se incluyen en ellas a los artesanos y a los participantes en festivales locales. Hay buenas razones para defender su inclusión. Aunque no sean artistas profesionales, quienes desfilan en festivales participan activamente en una representación que mantiene cierta distancia entre actores y espectadores. El caso de los artesanos no es muy diferente. Los artesanos, aunque constituyen aún un importante sector de la economía de Vietnam, experimentan una presión a la baja debido al crecimiento de los trabajadores industriales y a la emigración hacia las ciudades experimentados en Vietnam desde la introducción de la política de doi moi (New Deal) en 1986 (Hiebert, 1995; McLeod y Nguyen, 2001). La población de Vietnam es aún mayoritariamente campesina. En 2001, de sus 78,7 millones de habitantes, el 75,2 por ciento vivía en y del campo. Sin embargo, el número de campesinos no ha hecho sino disminuir desde 1990 (–7,4 por ciento) y esa tendencia se ha acentuado a medida que crecía el proceso de urbanización (+2,4 por ciento en 1990 y +3,6 por ciento en 2001), mientras la población rural solo crecía en esas fechas entre 1,8 y 0,6 por ciento (GSO, 2002: 27; Khanh et al., 2001). Los datos censales parecen incluso ignorar toda la fuerza de la urbanización. Algunas fuentes consideran que solo Ho Chi Minh City habría recibido setecientos mil inmigrantes entre 1996 y 1999. Aunque sean aún numerosos, los artesanos ven decrecer su número. Ellos y sus tecnologías pertenecen a una edad preindustrial que es crecientemente ajena para la mayoría de los habitantes de las ciudades. En esa medida, uno puede aproximarles a los artistas. En el archivo vietnamita, sus fotos habitualmente unen vestidos tradicionales y aperos obsolescentes. Encarnan así una realidad que es crecientemente exótica para los urbanitas, precisamente el grupo de población más proclive a participar en el turismo doméstico. Muchos de los «locales» en las páginas VNAT pertenecen a minorías étnicas. La Lista de Grupos Étnicos de Vietnam, publicada en 1979, reconocía como tales a 54 grupos. El dominante es el de los Kihn o Viet, que incluye al 87 por ciento de la población. La diversidad del resto de grupos —muchos de los cuales habitan las zonas montañosas más pobres de Vietnam; algunos viven aún de la caza y la recolección— crea muchos problemas para las políticas de integración del Gobierno nacional. En las páginas VNAT las minorías generalmente aparecen en fotos individuales vistiendo sus mejores galas, con un fondo indefinido o de escenas «espontáneas» de su vida de trabajo diaria, donde indefectiblemente usan un instrumental preindustrial. Pero no son los aperos los que crean la atmósfera apropiada, sino el ojo del observador. De hecho, muchos miembros de las minorías usan tecnologías obsoletas, pero son las fotos las que

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subrayan la distancia entre, por una parte, los vietnamitas que trabajan en un entorno urbano, se visten a la occidental en su vida cotidiana, hablan la lengua nacional y, por tanto, son previsiblemente los turistas domésticos a los que se dirige VNAT y, por otro, una minoría inasequible al cambio. Eso les hace ser exóticos y, por ende, sus iconos son entretenidos y excitan la curiosidad aunque no sean artistas profesionales. El exotismo no solo se halla en destinos lejanos que muchos vietnamitas no pueden permitirse aún —está solo a un tiro de piedra—. Charlas ocasionales con habitantes de Hanoi en fin de semana en SaPa, una ciudad de montaña en una cordillera cercana en la que viven numerosos grupos étnicos, reforzaba esta conclusión. En suma, los resultados del trabajo eran muy similares a las hipótesis iniciales sobre el orden de prioridades de los operadores turísticos y de una gestoría de destino (GD) como VNAT cuando construyen las atracciones y actividades que quieren promover. Los primeros retratan a turistas en los lugares y hábitats que invitan a consumir a los demás. La segunda dibuja un producto más genérico por medio de fotos de naturaleza, playas y paisajes marinos, vistas de lugares urbanos y rurales y su historia. Sin embargo, cuando se trata del asunto clave del papel de los locales en el imaginario turístico, tanto las compañías comerciales como VNAT coinciden en presentarlos de forma similar y en usarlos como marcadores exóticos que establecen un hiato definitivo entre los turistas y los tureados (un neologismo que se refiere a las poblaciones locales y fue empleado inicialmente por Berghe, 1994). ¿Qué decir de la construcción de imágenes por agencias que no están directamente envueltas en actividades promocionales? Aramberri y Liang (2009) han estudiado la forma en que varias revistas de viaje chinas presentan la provincia de Yunnan a los lectores chinos. El turismo de masas moderno solo recientemente ha encontrado su lugar en China. Su inicio puede buscarse después de la adopción de la política de «puertas abiertas» en 1979 y tras la cual ha crecido en flecha (Sofield y Li, 1998). El turismo receptivo, tanto de los turistas chinos que viven fuera de los límites de la República Popular como de los extranjeros, ha reemplazado a los minúsculos grupos de viajeros anteriores que visitaban el país movidos por razones políticas e ideológicas (Zhang, 2000) y a las poblaciones urbanas forzadas al «turismo» rural por la Revolución Cultural (19661976). El turismo doméstico y el emisor han crecido a gran velocidad, al tiempo que el crecimiento económico ha generado rápidos y profundos cambios sociales. Ante todo, un tsunami de emigrantes del campo ha inundado las ciudades. Junto con la urbanización, han crecido también las clases medias. Un estudio local (CASS, 2003) las estimaba en un 19 por ciento de la población —unos doscientos cincuenta millones de personas—. El estudio también pre-

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veía que en 2020 las clases medias representarían un 40 por ciento de la población, entre quinientos y seiscientos millones. Un número creciente de chinos tiene suficiente renta disponible para poder tomar viajes de vacaciones, y otros muchos se benefician de los viajes de incentivos que les ofrecen sus compañías o el sector público. Los gastos por turismo de los hogares han subido al 14 por ciento de la renta disponible en las áreas urbanas (Gu y Liu, 2004). No debería, pues, sorprender que muchos consumidores chinos busquen información independiente que les aconseje sobre dónde y cómo gastarse esa parte de su renta; aquí es donde las revistas de viajes desempeñan un papel importante al ofrecer tanto información sobre gran número de destinos, domésticos e internacionales, como materiales educativos para los consumidores. Aramberri y Liang (2009) seleccionaron para su estudio iconos y artículos referentes a Yunnan que habían aparecido en los números de tres revistas de viajes entre 2003 y 2005. Las tres publicaciones usadas para crear ese universo (National Geographic Traveler, o NGT; Traveler, y National Parks, o NP) fueron seleccionadas en razón a su percibida posición de liderazgo en los mercados de alto poder adquisitivo, que son los más proclives a viajar. La dimensión temporal del trabajo (2003-2005) respondía a la necesidad de contar con un archivo icónico amplio pero manejable. Yunnan era el destino presentado preferentemente por los medios estudiados. Hay buenas razones para ello. Esa provincia, con un área de 390.000 kilómetros cuadrados y 43,3 millones de habitantes, puede compararse en ambas dimensiones con algunos de los países más grandes de Europa. Tiene un amplio número de atracciones bien conocidas, como el Bosque de Piedra, cerca de Kunming, su capital; Lijiang, Dali, Jiuxiang, Guangdu, Zhongdian/Shangrila y otras muchas. En la provincia residen también veinticinco grupos étnicos, de los 56 que China reconoce oficialmente, y trece millones de su población (cerca del 30 por ciento) pertenecen a ellos. El número total de iconos dedicados a Yunnan en la serie analizada era de 547, y el número de artículos escritos 49. Juntando las tres revistas, la categoría principal era «sin gente», seguida de «locales». Fijémonos ahora en la estructura interna de las dos categorías que protagonizan el mayor número de iconos. La categoría «sin gente» se dividió en tres grupos: «naturaleza» (incluyendo fotos de animales), «patrimonio» y «paisajes urbanos modernos». Las dos últimas referidas a estructuras construidas, bien históricas, bien actuales. NP y Traveler no mostraban demasiado interés por la vida ciudadana moderna, en tanto que NGT le dedicaba mucha más atención. Por el contrario, NP se interesaba más por la naturaleza que por el patrimonio, mientras que Traveler adoptaba el rumbo opuesto. La categoría «locales» a su vez se subdividió según las

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actividades de la gente representada («vendedores/sirvientes», «artistas», «trabajadores premodernos» y «otros»). Traveler era el medio que acogía a menor número de locales en cualquiera de esas categorías. En general, la distribución de iconos en las revistas chinas era diferente de lo que sucedía en los folletos británicos analizados por Dann. También difería de las prioridades de una GD como VNAT. Las representaciones de Yunnan tenían una estructura interna opuesta a los folletos británicos. Las revistas chinas mostraban escaso interés por los «turistas» (solo un 10 por ciento del total de iconos) y por la interacción «turistas y locales» (3 por ciento), mientras que se centraban sobre todo en «sin gente» (48 por ciento) y «locales» (39 por ciento), con lo que revertían las proporciones dedicadas a esas categorías en los folletos británicos y se acercaban a los porcentajes de la GD vietnamita. Para explicar el peso relativo de esas categorías en los folletos británicos, Dann argumentaba que reflejaban la visión deformada de la realidad propia de toda la literatura promocional del turismo (1996c). En otros trabajos publicados al mismo tiempo, Dann identificaba a los medios de promoción con el lenguaje único del turismo (1996a). Adicionalmente, cuando analizaba la categoría «locales», Dann insistía en que los folletos británicos les representaban como vendedores, artistas o sirvientes, y explicaba esa deformación recurriendo a una postulada mentalidad poscolonial de los operadores turísticos británicos. Por su parte, las revistas chinas se distancian claramente de ellos en la forma en que generan sus iconos. Dedican mucho más espacio a «sin gente» y a «locales», lo que, en contra de lo que piensa Dann, hace difícil mantener que el lenguaje del turismo habla solo con una lengua. Por el contrario, cuando se trata de los «locales» la mayoría de las revistas de viajes chinas los presentan mayoritariamente como personajes étnicos premodernos, artistas, vendedores y sirvientes, al igual que lo hacían los folletos británicos y coincidiendo con la estrategia de VNAT. ¿Cómo explicar esas semejanzas y esas diferencias?

Los lenguajes del turismo Descartar el problema aduciendo que confunde a las churras con las merinas sería una solución demasiado fácil. Mantener que los folletos turísticos y las revistas de viajes obedecen a diferentes estrategias promocionales resultaría facilón. Pero eso es precisamente lo que sucede con la hipótesis de Dann, que, como se ha puesto de relieve, ha sido ampliamente aceptada y se ha convertido en paradigmática. Una vez deconstruidas sus categorías icónicas o literarias, para Dann, cualquier lenguaje turístico no es sino otro instrumento para contro-

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lar a su audiencia. La conclusión no especifica por qué habría de ser así; se limita a repetir la noción contraintuitiva de que existe un solo lenguaje turístico. Adicionalmente, insinúa que mensajes y promoción son la misma cosa, para concluir que el lenguaje turístico siempre resultará de doble filo, es decir, engañoso. Entre las diversas perspectivas desde las que estudiar la comunicación (las cinco W de Laswell), Dann se limita a discutir el Qué, es decir, el mensaje y nada más. Pero si uno se esfuerza en colocarse en otras perspectivas del proceso de comunicación, el lenguaje del turismo refleja más matices y no opera sometido a una sola lógica. Cuando uno lo hace así, viaja desde el «lenguaje» del turismo hasta «los lenguajes» del turismo. De hecho, la proposición de que todo el habla turística es promocional no viene confirmada por la experiencia. Las guías de viaje, las revistas de turismo, las secciones de viajes de los periódicos, los reportajes televisivos, los blogs de viajeros por internet, la Web 2.0 o Web social, el boca a oído y otras fuentes de información turística no son directamente promocionales. La forma en que los operadores turísticos británicos utilizaban las categorías icónicas, con un uso diferente al de la agencia turística de Vietnam y al de las revistas de viaje chinas, refuerza esta dimensión de sentido común. Incluso cuando nos referimos a lo que suele considerarse literatura promocional en sentido estricto, la realidad es que en su seno existen claras diferencias estratégicas. Los folletos de viajes empaquetados y los materiales de las GD son dos de las formas más comunes de comunicación promocional. Llamémoslas Promoción 1 y Promoción 2. Los materiales de los operadores turísticos serían formas de la primera. Impresos o virtuales, sus catálogos buscan vender productos específicos mediante el uso de Propuestas Irresistibles de Venta (PIV) y sus técnicas publicitarias. «Esto es lo que puede usted comprar con su dinero» resume el mensaje que suelen dirigir a sus clientes potenciales. En consecuencia, sus materiales de promoción mostrarán, sobre todo, lo que Dann descubrió, es decir, iconos de turistas en escenarios hoteleros. También incluyen siempre algo a lo que Dann no se refiere: la lista de precios. Diferentes tipos de vacaciones, aun en el mismo destino, tienen precios distintos, pero en condiciones de mercado no habrá viaje si no existe un previo intercambio de dinero entre el consumidor y el proveedor. Por su parte, las GD apuntan una estrategia diferente en lo que se refiere al ensamblaje de textos e iconos. Como organizaciones públicas que suelen ser, las GD no buscan sobre todo vender algo. Lo que hacen es promover su destino en general, no centros de vacaciones, hoteles o cualquier otra clase de servicios de hostelería. El estudio de las páginas web de VNAT revelaba una estra-

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tegia claramente diferente de la de los folletos turísticos británicos. Las fotos «sin gente» (naturaleza, patrimonio, paisajes urbanos, etc.) son la categoría más usada, seguida de iconos de «locales», en tanto que las imágenes de «turistas» son prácticamente inexistentes (Aramberri y Dao, 2005). La disparidad encuentra su explicación en sus estrategias promocionales divergentes. Mientras que la venta con beneficios es lo que interesa a las fábricas de vacaciones, las GD se contentan con que sus destinos aparezcan en el grupo de consumo eventual que evoquen los consumidores potenciales. Lo que buscan es que sus destinos sean conocidos y suelen conformarse con ello. La Promoción 1 y la 2 forman así dos estrategias claramente diferenciadas. Sus efectos son muy variables. Por mucho que lo intenten, tanto la promoción de los operadores turísticos como la de las GD tienden a tener escasa fiabilidad (Gartner, 1993). Los consumidores suelen tomar sus decisiones de viajes tras un complicado proceso en el que se refieren a otras muchas fuentes de información. Los lenguajes del turismo conforman una estructura piramidal en la que cada nivel transmite mensajes diferentes y tiene distintos grados de fiabilidad. Intuitivamente, uno puede decir que son las opiniones de amigos y familiares, ampliadas exponencialmente por la Web 2.0, las que forman la base del sistema en lo que se refiere a número de mensajes y a confianza. Sobre esa base se erigen otros niveles con menor alcance y menor fiabilidad a medida que se asciende por ellos. El siguiente grado lo forman las guías de viajes, las revistas de turismo y las secciones de viajes de los diarios, seguidas por la Promoción 2 de las GD y por la Promoción 1 de las fábricas de vacaciones. Esta estructura es ampliamente reconocida por la literatura general y apoyada por encuestas locales. En el caso de Alemania, por ejemplo, las opiniones de amigos y parientes ocupan el primer lugar, seguidas por los medios educativos (guías y reportajes de diarios y televisión), mientras que los materiales de GD y de los operadores turísticos les vienen muy a la zaga. Cada uno de eso niveles de comunicación tiene su propia lógica, su propia gramática y su propia retórica. Mientras que en los dos niveles básicos los consumidores buscan sobre todo información general y no sesgada para establecer el mapa de sus mundos mentales, los dos niveles superiores, especialmente la Promoción 1, se tienen más presentes a la hora de tomar una decisión vacacional. La Promoción 1 fija claramente las condiciones de la oferta de los proveedores. Por tanto, mostrar sobre todo los lugares y las actividades que los eventuales compradores podrán disfrutar (como hoteles y playas) permite concluir que sus diseñadores saben lo que están haciendo. Aunque son parte de la mercadotecnia en general, los materiales producidos por las GD obedecen a reglas diferentes. En jerga de marketing, su finalidad principal es colocar a sus desti-

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nos en un lugar preferencial del conjunto evocado por los consumidores sin necesidad de referirlos a productos concretos. Lo que les interesa destacar son las posibilidades generales y, a ser posible, generosas de sus destinos. Las fuentes educacionales ocupan otro nivel narrativo. Su interés se centra en que sus lectores se familiaricen con el entorno natural y social de diferentes destinos como Vietnam o Yunnan, en el caso de las revistas chinas de viajes. Eso explica la diferencia en la estructura icónica de sus materiales por comparación con los de los operadores turísticos y los de las GD. Los eventuales turistas chinos necesitan información correcta en sus nacientes «carreras turísticas» (Pearce y Lee, 2004) y las revistas de viajes como las arriba analizadas les ayudan a construir sus opiniones y sus expectativas. De esta forma, se hace necesario insistir nuevamente en que no existe nada que se parezca a un único lenguaje del turismo; lo que existe es una pluralidad de ellos. Si se quiere, podría decirse que el lenguaje del turismo se estructura de formas diferentes. Ambas formulaciones no distarían mucho una de la otra y, posiblemente, Dann se encontrase a gusto en la segunda. El problema, empero, no desaparece con ella. No por reconocer las diferencias internas en las formas en que se habla del turismo se esfuma el asunto de si los matices del habla turística merecen confianza y, de ser así, cuánta. Información y promoción se mezclan en proporciones distintas según el tipo de mensajes transmitidos, pero también según las audiencias que se trata de alcanzar. ¿Cómo construyen Yunnan las revistas chinas? En el análisis cualitativo de los 49 artículos que presentan ese destino, Yunnan aparece sobre todo como un destino ajeno al paso del tiempo, étnicamente diverso y marcado por las tradiciones. Sin embargo, el reportaje de NGT sobre Kunming, la capital de la provincia, añade una perspectiva diferente. Yunnan puede ser también un lugar en el que la influencia de la globalización en su capital (que es también la ciudad más grande) puede complementar el tradicionalismo de la región. El sentimiento de que el tiempo pasa en balde en Yunnan brota de la categoría «sin gente» y viene reforzado por el texto de numerosos artículos que la presentan en sus dimensiones intemporales: montañas, valles, ríos y otras atracciones de la naturaleza no cambian, al menos no cambian rápidamente, y su presencia dominante entre los iconos contrasta con la experiencia diaria de sus lectores urbanos, acostumbrados a los rápidos cambios que han transformado sus ciudades. Beijing, Shanghái, Guangzhou y otras muchas ciudades chinas han visto cómo desaparecían vecindarios antiguos para abrir paso a nuevos rascacielos y edificios de apartamentos. Algo similar puede decirse del patrimonio cultural. Por contraste, el lento pasar del tiempo cíclico y las resistencias al cambio de la vida campesina ofrecen una alternativa a las exigencias de la vida de la ciudad. Yunnan se convierte así en la antítesis (¿antídoto?) de la China urbana.

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La diversidad étnica también es una resistencia a la estandarización de los urbanitas. Como se ha hecho notar, Yunnan es una región en donde pueden encontrarse numerosos grupos no-Han (la etnia abrumadoramente mayoritaria en el país). La categoría «locales», con doscientos diecinueve iconos, dedica cerca de las tres cuartas partes de ellos a mostrar personajes vestidos a la usanza de su etnia y/o ejecutando labores y trabajos premodernos. Se ha mencionado ya cómo tanto las revistas chinas de viajes como los folletos de operadores británicos y los materiales de la GD de Vietnam presentan sobre todo a los locales como sirvientes, artistas y vendedores, casi todos ellos pertenecientes a etnias minoritarias. En mi opinión, tal semejanza de trato refleja el hecho de que en sus cortas estancias en ese destino los turistas, que no tienen otras relaciones con él ni otros horizontes que el de disfrutar de unos días de descanso, se encontrarán sobre todo con «locales» que desempeñan esos trabajos. Sus encuentros con otros locales, cuando suceden, son superficiales y rápidos, aunque haya excepciones a la regla. Así pues, la mayoría de los «locales», ya sea en el mundo desarrollado o en países en vías de desarrollo, suelen efectivamente aparecérseles como sirvientes, artistas y vendedores. Pero la cosa es algo más compleja. En el turismo centrado en la comunidad, como suele serlo el de Yunnan, la población local y las minorías étnicas son las atracciones principales. Sin embargo, vendedores, artistas, sirvientes y artesanos premodernos no son solo un dato más de la realidad para el turista urbano. Todos ellos representan a la sociedad tradicional y, por más atractiva que esta pueda ser, aquellos con su exotismo representan también estilos de vida impermeables a la modernidad, bien como un potencial aún no realizado, bien como una amenaza a su expansión. De esta forma, la insistencia de la literatura turística en las gentes que realizan trabajos menores, aunque no menos duros, acaba por proteger a las audiencias urbanas de las disonancias que puedan producirse cuando se encuentren con ellos. De esta forma, eventuales dudas sobre la superioridad de la vida moderna son exorcizadas antes de que aparezcan. Puede que sea esta la razón por la que NGT, la revista más orientada hacia la globalización de las tres estudiadas, insista en mostrar aspectos de la vida urbana en Yunnan. Los paisajes urbanos de Kunming y sus modernos habitantes recuerdan que incluso en ese aparentemente intemporal y remoto rincón del mundo global crece su propia imagen negativa, a un tiempo tentadora e inquietante. En cualquier caso, cuando se trata de las tres revistas chinas de viajes, su meta educacional es difícil de omitir. Ofrecen información sobre destinos (Yunnan en este caso), pero también un marco de referencias que sus audiencias pueden usar para construir sus propios mapas mentales de diferentes destinos. Esas audiencias pertenecen hoy a los grupos sociales más altos de la sociedad china.

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Tienden a tener fuerte poder adquisitivo y a ser educadas y urbanas. Esos rasgos van usualmente acompañados de un mayor conocimiento de la globalización económica y cultural y de un mejor acceso a fuentes de información independientes. Esos grupos están también al principio de sus carreras como turistas. La educación que les proveen las revistas seleccionadas les ayudan a definir sus expectativas, a hacerse con conocimientos prácticos sobre esos destinos y a prepararlos para los choques medioambientales y culturales que encontrarán en sus viajes. En el caso de Yunnan, la relación fundamental es la de intemporalidad/modernidad, que desempeña un doble papel. Por un lado, expone al habitante de las ciudades a un mundo cuyos valores difieren ampliamente de los que se persiguen en casa. La gente viste de forma diferente, mucha trabaja en el sector agrario, sus herramientas no están hechas por máquinas, tienen diferentes rituales y festivales llenos de color, pueden estar menos orientados hacia el dinero que los urbanitas y sus costumbres difieren significativamente de las ciudadanas. Pero también esas gentes están expuestas a los vaivenes de la realidad. Debajo de los vestidos tradicionales de muchos y muchas guías se dejan ver los bajos de pantalones vaqueros, que aparecerán en todo su esplendor una vez que se acabe la jornada de trabajo y los locales puedan dejar de actuar como «locales» y revelen cómo les gusta vestir. Eso suele causar problemas éticos a algunas almas bellas, especialmente entre los antropólogos (Brunner y Kirschenblatt-Gimbel, 1994), pero no parece creárselos a los guías/artistas. Muchos de ellos disfrutan de mayores sueldos y de un trabajo más fácil que el de los verdaderos campesinos. ¿Representan así y, en esa medida, engañan sobre su verdadero yo y sobre su vida en la comunidad? Tal vez, pero ¿acaso no fue así como empezaron tantas y tantas formas artísticas y tantos artistas que llegaron al éxito? En esta medida, la educación tal y como la entienden las revistas de viajes ayuda a dulcificar las aristas que pueden surgir a ambos lados de esa relación entre locales y visitantes. Los turistas saben, al menos hasta un cierto punto, qué hacer, cómo evitar los roces y cómo comportarse cuando llegan a un lugar desconocido. Por otro lado, ayudan a los futuros turistas a entenderse a sí mismos y en sus diferencias con los visitados, al tiempo que eventualmente refuerzan su seguridad en los valores que les provee su propia cultura urbana. De esta forma, proporcionar información independiente para los turistas acomodados y ayudarles a navegar los rápidos de la interacción social se convierten en las dos dimensiones más apreciadas por el consumidor de esas revistas y son la razón de que tengan un mayor grado de credibilidad. A diferencia de la literatura promocional, ya sea directamente comercial o encaminada a la creación de marcas, las fuentes educacionales florecen al hacer accesibles a sus lectores tantos destinos

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como sea posible de la forma más independiente posible; a diferencia del boca a oído, sea de amigos y parientes o de la red social, ofrecen paquetes de información estandarizados y estables que resultan útiles para un gran número de consumidores. De esta forma, ni sus fines ni sus prácticas pueden reducirse fácilmente a gestiones de venta ni a una noción abstracta del control social. La noción de que existe un solo lenguaje vertical del turismo necesita ser enriquecida. Pocas veces ha sido la promoción tan poderosa o los consumidores tan crédulos. Incluso Dann ha comenzado recientemente a aceptar que el lenguaje del turismo se ha hecho más dialógico y que la web posibilita incluso el que devenga trilógico (2005b). Pese a ello, Dann no consigue romper con la idea de un solo lenguaje turístico que es gemelo de la promoción. Como lo resume en un texto posterior, su objetivo principal en 1996, año de la primera edición de su libro, era elucidar la relación entre turistas y locales para destacar la estructura promocional del «Otrear» y el discurso controlador a través del cual operaba. «La imposición de su imaginario por un superior primer mundo sobre un tercer mundo subordinado constituye una manipulación asimétrica y selectiva del último por el primero» (2005a: 32). Su análisis semiótico ignora que los materiales promocionales como folletos de operadores turísticos y paquetes de construcción de imagen son solo una de las formas de representar la realidad o de un «Otrear» que responde a necesidades específicas de sus audiencias y emplea técnicas suasorias bien conocidas. Además, su idea de que folletos y paquetes de construcción de imagen imponen una manipulación asimétrica y selectiva del tercer mundo por el primero adolece de escasa precisión. Comencemos por la primera cuestión, la de los folletos y anuncios comerciales. Su primer fin no es otro que hacer conocidas las condiciones (tipo de alojamientos, transporte, períodos de estancias y precios) bajo las cuales el anunciante venderá ciertos bienes o servicios (en nuestro caso, paquetes vacacionales) a un consumidor o a un grupo de consumidores. Son, sin duda, una forma de comunicación cuyo fin abiertamente expuesto no es otro que persuadir al eventual cliente de que compre ese producto específico y no otro. No hablan tan solo a la razón del cliente, sino que le empujan a comprar. La gran diferencia entre la retórica de los antiguos y la publicidad de los modernos consiste en que esta última ha aprendido a manejar un gran número de técnicas sofisticadas de persuasión y en que la publicidad va orientada a cerrar un trato. Si los operadores turísticos se olvidaran de ello, como quisiera Dann, pronto tendrían que cerrar sus negocios. Si quieren ser eficaces, los anunciantes deben conocer sus audiencias y acomodar sus mensajes a las expectativas de estas. Un folleto vacacional, pues, tiene que referirse a las necesidades de los turistas, sean reales o supuestas. Que

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los folletos comerciales se ilustren sobre todo con lugares y actividades propios de la conducta turística (como hoteles y playas) solo muestra que sus autores saben lo que están haciendo. Que los locales se presenten sobre todo como sirvientes, vendedores y artistas solo ilustra el hecho de que, en sus cortas estancias en el destino, los turistas no tienen intereses más profundos por el mismo y que, al pasar unas buenas vacaciones, será con locales de esta condición con los únicos con los que tendrán trato. El diario citado por Selänniemi (2001), que parece coincidir con otras investigaciones al respecto, permite contemplar la razón de que muchos turistas tengan poco interés por el destino al que viajan o por los locales que allí residen. Uno podría desear que reaccionasen de otra manera o puede desaprobar su falta de curiosidad en el «Otreo», pero antes de mostrar enfado debería reparar en que algo similar sucede en casa. Habitualmente, no solemos interesarnos por mucha de la gente con la que nos relacionamos (agentes bancarios, vendedores, policías, artistas, paseantes, cajeras del supermercado y demás). Uno podría mantener que las vacaciones y las oportunidades que aparentemente proveen para realizar intercambios culturales cruzados deberían ser aprovechadas mejor; que los turistas deberían interesarse en mantener relaciones con los locales que no se redujesen a intercambios utilitarios con sirvientes, artistas y vendedores; que las vacaciones deberían adquirir mayor significado y demás. Pronto, sin embargo, uno se encontraría marchando por el camino resbaladizo de la razón prescriptiva, es decir, del control social. ¿Por qué tenemos que exigir que los turistas, especialmente cuando se encuentran en zonas culturales muy distantes de las propias, se comporten como si fueran antropólogos académicos? Aunque también formen parte de la publicidad, los paquetes promocionales de organismos públicos como VNAT tienen sus propias reglas. Su objetivo principal no es la venta, sino colocar con éxito al propio destino en el grupo que el turista evoque a la hora de tomar una decisión. Cualquier representante de una GD que colabore en campañas promocionales con aerolíneas o compañías de viajes se dará cuenta inmediatamente de que tiene intereses divergentes con estas. Los representantes de GD solo quieren posicionar su destino con independencia de quién lo venda; sus colegas solo quieren anunciarlo para vender sus propios pasajes y paquetes. Unos y otros se dirigen a audiencias distintas, aunque no excluyentes, lo que impone tipos de retórica diferentes. Las GD insistirán en las múltiples posibilidades genéricas que ofrecen sus destinos. Así, mientras que aerolíneas y operadores insisten en los factores push, las GD se contentan con los pull. Los primeros hablan al Tú; a las GD les encanta hablar de sí mismas. En la jerga del mercadeo, uno puede decir que están labrándose una marca.

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Dann añade otra crítica al lenguaje del turismo. Los folletos comerciales, dice, crean un mundo ideal. Sanitizan a la naturaleza, olvidando decir que no solo incluye playas y panoramas románticos, sino también mosquitos, escorpiones y melanomas. Los folletos rebosan de estereotipos. Por ejemplo, Río de Janeiro se representa por medio de cariocas entregados a la samba, mientras que la polución, la violencia y las favelas se ignoran. Pero convendría que Dann reflexionase en que la retórica de la publicidad no es la misma que la de las ciencias sociales o la del periodismo de investigación. Las ciencias sociales tratan de afirmar conclusiones que pueden ser alcanzadas por cualquier observador no apasionado; los periodistas reportan acontecimientos. Los buenos medios de comunicación tratan de mantener una clara línea de separación entre noticias y opinión. Por medio de sus diferentes lenguajes, pues, académicos y periodistas crean gramáticas para referirse a la realidad que resultan ser aceptadas como objetivas por los usuarios de sus servicios. Pero eso no vale para la publicidad, cuyo éxito suele medirse por aumentos de ventas. Incluso la actividad de creación de imagen tal y como se la proponen las GD ofrece una visión muy selectiva de la realidad. Otro tanto sucede con los reportajes comerciales o de entretenimiento pagados por muchos anunciantes en el terreno de los viajes y en muchos otros. La mayoría de los públicos a los que apunta la publicidad son perfectamente capaces de distinguir entre publicidad que trata de llevarlos a actuar de una sola forma por las buenas o por las malas, y suelen reaccionar a ella desconectando su atención o cambiando de canal de forma casi automática cuando se ven asaltados por anuncios en vez de ser informados. Cuando quieren obtener información acerca de un destino, la mayoría la buscará en guías de viaje bien reputadas, no en la literatura promocional. Pese a los esfuerzos de las GD, sus materiales suelen tener una credibilidad bastante limitada. Algo semejante puede decirse de la expectativa de que los estereotipos puedan ser definitivamente expulsados de la comunicación, ya sea publicitaria, ya sea académica. De hecho, muchas de las nociones que damos por sentadas no son más que estereotipos. Hay buenas razones para su existencia y su uso. Referirse a robles, sauces, chopos y pinos como «árboles» reduce su especificidad por mor de la economía expresiva. Uno podría aducir que los estereotipos son algo distinto: que carecen de precisión, representan la realidad de forma distorsionada o desprecian a los objetos que representan. Pero los estereotipos son de muy distintas clases. Uno puede comprender que académicos en ciencias sociales tendrían más oportunidades de empleo si folletos y materiales de promoción se convirtieran en tratados de economía, sociología o antropología, pero no es tan fácil comprender por qué los operadores turísticos y las

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GD o su público objetivo tendrían que aceptar esa ampliación de sus cometidos. La segunda crítica general de Dann es igualmente controvertible. Que la imaginería de la gente de los folletos turísticos constituya una manipulación asimétrica y selectiva del tercer mundo por el primero no se compadece con otras de las conclusiones a las que hemos llegado. Si el tratamiento de la gente, especialmente el de los locales, en las páginas web de VNAT y en las revistas de viajes chinas muestra determinadas semejanzas con los folletos británicos hay que pensar en una alternativa. O bien se argumenta que Vietnam o China han pasado a formar parte del primer mundo y contribuyen con su cuota parte a la manipulación del tercero, lo que es falso a todas luces y deja sin sentido al uso de las palabras. O bien se acepta que VNAT y las revistas chinas se limitan a usar diversas clases de retórica para posicionar sus países y sus destinos. Una retórica que en parte coincide con la de los operadores turísticos y en parte se separa de ella. Los operadores turísticos insisten en presentar hoteles y playas ocupados por turistas. Las GD, no. Por otro lado, GD y medios educacionales coinciden en dedicar buena parte de sus contenidos a atracciones genéricas de los destinos seleccionados y a mostrar su exotismo tanto para turistas extranjeros como domésticos. Es, pues, la retórica empleada y no las narrativas de relaciones internacionales la que hemos de tomar en cuenta para entender las funciones, semejanzas y diferencias de tratamiento entre todas esas clases de agentes de mercadeo. La modestia a la hora de explicar su capacidad para conformar la escena internacional debería ser imprescindible, especialmente cuando se trata de las técnicas que Gartner (1996) llamó de «Inducción Abierta I». Son las herramientas menos eficaces para la creación de buenas imágenes.

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Cualquier cosa menos... Tan pronto como el turismo de masas moderno (TMM) comenzó a mostrar una fuerza económica considerable se inició una corriente adversa y de sentido contrario. Aunque no limitada al mundo académico, fue en él donde experimentó un impulso considerable. Inicialmente provino del área de los estudios culturales (MacCannell, 1976; Smith, 1977), pero pronto rebosó hacia otras disciplinas, incluyendo a la economía (Brown, 2000; Kadt, 1979; Young, 1973) y a la sociología (Krippendorf, 1987). Como ya se ha hecho notar (capítulo 1), la crisis de las tijeras en investigación turística solo tiene una relación superficial con las disciplinas. Más bien es un abismo entre paradigmas. Sea la que fuere la disciplina cultivada en cada caso particular, la diferencia fundamental se halla en la aceptación final o no de la modernidad y la economía de mercado, recientemente bautizada por sus críticos como neoliberalismo, como el marco en el que explicar la historia próxima y para planear el futuro inmediato. Así pues, no debe sorprender que muchos economistas se manifiesten tan opuestos a él (Sharpley, 2010) como sus críticos culturales o aún más. Esa falla geológica atraviesa todas las disciplinas que se ocupan del turismo y aunque, por el momento, aparezca a menudo oculta tras la política MAD (capítulo 1), sus críticos parecen llevar las de ganar, sin que apenas se oiga un murmullo o una queja en contrario o, cuando aparecen (Butcher, 2002, 2007), no sean rápidamente acallados (Butcher, 2006; Wearing, McDonald y Ponting, 2005; Wearing y Ponting, 2006). Muchos estudiosos del turismo permanecen enamorados del rechazo del turismo de masas, aunque no todo el mundo en el exterior de la academia comparta tamaña afición. La industria, el público y hasta los medios suelen manifestar una disposición más templada y equilibrada hacia él. Hay quienes desde

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otros campos expresan visiones más optimistas, aunque no sean especialmente entusiastas del capitalismo (Löfgren, 1999). El turismo de masas […] puede ser poco sensible con el medio ambiente, pero tiene efectos redistributivos claramente beneficiosos. A medida que los prósperos habitantes del norte de Europa se abalanzaron sobre las hasta entonces empobrecidas áreas del Mediterráneo, se crearon empleos para albañiles, cocineros, camareros, limpiadoras de habitaciones, taxistas, prostitutas, porteadores, equipos de mantenimiento de aviones y otros. Por primera vez, hombres y mujeres jóvenes sin otra cualificación en Grecia, Yugoslavia, Italia y España pudieron encontrar trabajo estacional poco pagado en casa en vez de tener que irse fuera a buscarlo. En vez de emigrar a las economías expansivas del norte, ahora servían a esas mismas economías en su propio país […] El turismo internacional puede no haber ampliado sus horizontes mentales […] Pero el éxito del turismo a gran escala de los sesenta y posterior se debió en buena medida a hacer que turistas neófitos ingleses, alemanes, holandeses, franceses y demás se sintiesen tan cómodos como fuera posible, rodeados de sus compatriotas y separados de lo exótico, lo no cotidiano y lo inesperado. Pero el mero hecho de viajar a un destino lejano de forma regular (anual) y los nuevos medios de transporte utilizados para llegar a él —coches privados, vuelos chárter— ofrecieron a millones de hombres y mujeres (y especialmente a sus hijos) que hasta entonces habían vivido en la cápsula aislada del propio país una habitación con vistas a un mundo mucho más grande (Judt, 2006: locs.7641-7697).

Es difícil encontrar reflexiones semejantes entre los estudiosos del turismo, aunque el público en general suele entenderlas muy bien. Una sociología de la academia turística podría explicar la razón de esta disonancia, profundizando en un atractivo tópico de discusión que no ha sido demasiado bien servido por las limitadas contribuciones que se han ocupado de él (Ateljevic y Doorne, 2002; Tribe, 2009, 2010). Sin embargo, un análisis de ese tipo excedería las limitaciones de estas páginas. Recordemos tan solo un hecho. No solo fue rápidamente seguida la expansión del TMM por una reacción académica adversa (eso que Jafari llamaba Plataforma Precautoria); los ochenta vieron la expansión de interminables nuevas formas de turismo (Eadington y Smith, 1992) que dieron forma a la Plataforma Adaptativa de Jafari y fueron presentadas como otras tantas alternativas al TMM por unas audiencias académicas que celebraban así la ampliamente anunciada muerte de su enemigo. Desde aquellos años, las alabanzas académicas para con todos los tipos de turismo que se pronunciaban como alternativas al TMM crecieron exponencialmente (ver, por ejemplo, la colección del Journal of Sustainable Tourism, ampliamente considerado como la mejor publicación académica en esta subárea). En el fondo, uno aprecia entre la mayoría académica un anhelo poco embridado de acabar de una vez por todas

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con el TMM o, de no poderse alcanzar tan loable cometido, de imponer drásticas reducciones al turismo tal y como lo conocemos. Inicialmente, la sabiduría convencional se orientó a la noción de capacidad de carga, es decir, el número máximo de turistas que podían ser admitidos diariamente en un destino sin causar excesivo estrés, a la que solía añadirse la noción de desarrollo lento o no mercantilizado (Wearing, McDonald y Ponting, 2005). Así, aparecieron el ecoturismo, el turismo de intereses especiales, el turismo alternativo, el de baja intensidad, el responsable, el turismo verde, cada vez más celebrados por los investigadores y crecientemente populares entre los medios de comunicación. Más recientemente, la misma noción parece haber encontrado una mejor expresión en una idea de sostenibilidad que, por definición, cree que los tipos más populares de turismo son insostenibles. La academia turística y algunos de los medios de viaje más selectos, así como muchos generales, oscilan entre la desaprobación generalizada y/o la imposición de tantas trabas al desarrollo turístico que convertirían al TMM en una misión imposible. La tendencia se ha hecho aún más visible a lo largo de unos años en los que productos mejor diseñados y multidimensionales encontraban el favor de los consumidores: minitours, tours de ciudades, un creciente número de MICE (por su acrónimo inglés de Meetings, Incentives, Conferences and Exhibitions o, en español, RICE [Reuniones, Incentivos, Conferencias y Exposiciones]), turismo activo, turismo de granja y agroturismo, viajes gastronómicos, tours de bodegas, cursos de cocina, viajes a festivales y conciertos, montañismo, turismo de alto riesgo, yincanas ecuestres, torneos de pesca de altura, safaris fotográficos, viajes de buceo, excursiones espeleológicas, visitas a parques temáticos, a capitales culturales, de esto o de aquello, y decenas de otros productos que han sustituido las opciones más bien limitadas que existían en los comienzos del TMM. Se diría que los críticos de los paquetes turísticos de antaño deberían estar contentos de haber persuadido a la opinión pública para que buscase otras formas de turismo. A menudo también, el desengaño seguía al entusiasmo tan pronto como los nuevos productos se establecían. El ecoturismo, por ejemplo, prometía hacer a los consumidores y proveedores más sensibles para con el entorno natural y cultural de sus destinos, pero pronto fue denunciado como otro truco de mercadeo. Otros nuevos productos y formas seguirían ese mismo camino de amor/odio a medida que, lo supieran o no sus iniciadores, los mismos no significasen un rechazo del modelo de negocios del TMM. En realidad, los críticos tenían cierta dosis de razón. Los nuevos productos a menudo no eran sino una expresión de aumentos de volumen o una creciente segmentación del mercado y de la demanda existente en el turismo doméstico o internacional (Plog,

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2003). El entusiasmo académico inicial no lograba desplazar la realidad de los mercados y de los deseos de los consumidores. Con la distancia temporal, uno puede hoy contemplar con cierta ironía los diversos estratos geológicos ocupados por tantos fósiles tan rápidamente encumbrados por los académicos como devaluados poco después. El ascenso y rápida caída de tantos productos turísticos le recuerdan a uno el perverso tobogán de desgracias en la Unión Soviética de los treinta. Algunos factores básicos, tanto demográficos como económicos, podrían ayudar a los académicos inconformistas a entender las razones de su persistente derrota si quisieran tomárselos en serio. Lejos de haberse quedado en un reducido núcleo geográfico, las clases medias —los cimientos del turismo de masas— se han ampliado. Su crecimiento en China y en India (y no solo allí) ha sido espectacular. En China pasaron de 65,5 millones en 2005 a ochenta en 2007. Se espera que lleguen a setecientos millones en 2020. En 2007 se estimaba que las clases medias en India habían subido a cincuenta millones, un 5 por ciento de la población. Para 2025, el pronóstico indica que llegarán a 583 millones, un 41 por ciento (Beinhocker, Farrell y Zainulbhai, 2007). El número de personas con vacaciones pagadas ha aumentado considerablemente en muchos países europeos (Schmitt y Ray, 2008), habiendo sido utilizadas últimamente como un paliativo para el desempleo. En Italia las vacaciones llegan a 42 días de trabajo, es decir, unas ocho semanas al año; en Francia, siete semanas y media; siete semanas en Alemania y en Brasil; seis semanas en el Reino Unido; cinco semanas en Corea, Japón y Canadá. El único país desarrollado que mantiene un bajo número de vacaciones pagadas es Estados Unidos, con solo dos semanas (aunque ese mínimo aumenta con la antigüedad y otras cláusulas del contrato). Los países en vías de desarrollo no han llegado aún ahí, pero muchos esperan que un aumento de las vacaciones disminuirá sus largas jornadas de trabajo. Finalmente, la renta disponible ha aumentado también en muchos países en desarrollo, haciendo posible que las clases medias empiecen a viajar. La propia crisis de 2008-2009 no parece haber disminuido significativamente su apetito viajero. El turismo se contrajo un 4,8 por ciento en 2009, pero se esperaba que se recompusiese en 2010 junto con la actividad económica global. La contribución de viajes y turismo al PIB mundial se preveía en un 9,2 por ciento para ese año (5,5 billones de dólares) y en un 9,6 por ciento para 2020 (11,5 billones de dólares), incluyendo la contribución directa e indirecta de la industria (WTTC, 2010). Esos números, empero, no hacen cimbrearse la determinación de tantos investigadores que se empeñan en azotar a las olas para que no suban. Sin más armas que su horror hacia las clases medias y la compasión que les inspiran al-

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gunas pequeñas comunidades supuestamente en riesgo de ver su entorno destruido y su cultura arruinada por flujos incontrolados de turistas, los académicos siguen añorando una alternativa de verdad al TMM —ya sea el mochileo, el turismo basado en las comunidades (TBC), diferentes formas de empoderamiento o el desarrollo sostenible—. Algún día, tal vez, llegará su santo advenimiento.

La vía mochilera al desarrollo turístico Los mochileros se han convertido en una de las esperanzas de alternativas al TMM desde la demanda turística. La hipótesis subyacente se formula más o menos así. Muchas pequeñas y aún prístinas comunidades ven al turismo como una forma de mejorar su bienestar colectivo. Si se abren incontroladamente al TMM y a las fábricas de viajes que lo controlan, los bárbaros que esperan a las puertas les invadirán a un elevado coste social Sin embargo, si se colocan en un segmento del mercado que favorezca un desarrollo más lento pero estable, esas comunidades pueden llegar a su meta sin verse destruidas en el proceso. ¿Cuál será su posición en el mercado? Los grandes números de jóvenes que viajan por el mundo antes de entrar en el mercado de trabajo de sus países respectivos, también conocidos como mochileros. Añadamos algo de historia. A comienzos de los noventa, bajo los auspicios del Gobierno de la India, UNWTO organizó en Delhi una conferencia sobre turismo juvenil. Como suele ser norma en las reuniones burocráticas, la agenda oculta de la conferencia iba un poco más allá de discutir los aspectos diversos de un sector importante de consumidores turísticos. El Gobierno indio, así como muchos otros de países en vías de desarrollo con una vieja historia y no menos antiguas tradiciones, se encontraban en un atolladero del que solo ahora empiezan a salir. Por un lado, deseaban desarrollar el turismo, especialmente el internacional, como una fuente de beneficios económicos, empleo y entradas de divisas. Por el otro, querían limitar al máximo el impacto sobre las formas de vida de las comunidades de acogida y, también, proteger la naciente industria nacional, así como su propio papel en la planificación económica, incluyendo la del turismo. Lamentablemente, el problema no tiene solución fácil. El turismo internacional, en especial el que requiere viajes de larga distancia desde los mercados de origen (es decir, los países desarrollados), es una industria con reglas de juego bien delineadas. El turista internacional requiere hostelería confortable, nuevos centros vacacionales, buena sanidad y seguridad, inversiones infraestructurales y demás que, a menudo, no están al alcance de la industria y los go-

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biernos locales. Más aún, las expectativas y la conducta de los turistas acomodados y de los masivos en general entran a menudo en colisión con las expectativas y la conducta de los locales. Codiciado como lo es por sus beneficios económicos, el turismo internacional tiene costes definidos en términos de poder para los gobiernos nacionales y, pretendidamente, genera la decadencia de los estilos de vida y de las tradiciones locales. ¿Puede encontrarse una tercera vía? Esa era la razón principal de la conferencia de Delhi. El turismo internacional de los jóvenes en su forma de turismo económico o mochileo podría ofrecer un atajo para llegar al mejor de los mundos posibles. Por un lado, los jóvenes de países ricos, incluso aun viajando con un presupuesto limitado, tienen un considerable poder de compra, por contraste con las comunidades locales que eligen. Sus gastos locales son un poderoso multiplicador. Por el otro, con sus bajos presupuestos, no requieren los caprichos usuales de los turistas de masas, se alojan en pequeños hoteles y hostales locales y se comportan de acuerdo con sus costumbres. Los países menos desarrollados y sus frágiles comunidades podían preñarse de turismo internacional, pero solo un poco. Pese a algunas notas de prevención (Aramberri, 1991, 2000), la estrategia mochilera parecía ser realista, incluso para India. ¿Sucedió así? Hay una amplia literatura sobre los mochileros y sus estilos de viaje (Elsrud, 2001; Hampton, 1998; Loker-Murphy y Pearce, 1995; Murphy, 2001; Scheyvens, 2002; Sørensen, 2003). Habitualmente, sus autores enumeran una serie de características de este tipo de turismo: bajos presupuestos, larga duración de los viajes, uso del transporte local y hostelería de bajo coste (Hannam y Ateljevic, 2008); un deseo de participar en experiencias de viaje educacionales, culturales y aventureras (Loker-Murphy y Pearce, 1995; Maoz y Bekerman, 2010; Pearce y Foster, 2007). Los mochileros no se asustan de viajar a lugares remotos y, a menudo, disfrutan participando en intercambios sociales que son liminales, están más allá de la vida cotidiana o son inciertos, si no abiertamente arriesgados (Elsrud, 2001; Adams, 2001). Otros rasgos incluyen la existencia de redes específicas de comunicaciones, la búsqueda de restaurantes o bares propios o la existencia de guetos mochileros, más el desarrollo de intensas relaciones interpersonales entre mochileros que solo unos días antes no se conocían (Uriely, Yonay y Simchai, 2002). Por lo que se refiere a sus experiencias y actitudes subjetivas, se dice que los mochileros, en contraste con otros tipos de turistas, están más dispuestos a adaptarse a la cultura y a las costumbres locales y a adoptar roles diferenciales respecto de los turistas mayoritarios —Murphy (2001: 61-64) ofrece una discusión detallada de fines y medios percibidos por los mochileros—. Loker-

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Murphy y Pearce ven a ese tipo de turismo como «una vuelta a los valores anteriormente asociados al Grand Tour y los valores educativos del turismo» (1995: 827). Muchos jóvenes posponen por un año su entrada a la universidad o al mercado de trabajo para acometer este rito de paso (Caprioglio O’Reilly, 2006; Brown, 2009). En cualquier caso, para la mayoría, la imagen más reciente de este segmento de turismo de largas estancias y presupuestos bajos es claramente favorable (Ooi y Laing, 2010), por contraste con el tono más crítico usado por Cohen (1982) o Riley (1988) al referirse a él. La discusión se ha centrado menos en otras áreas del turismo mochilero, especialmente en el papel económico que tiene en los destinos elegidos y en su contribución a las estrategias locales de desarrollo. Hampton (1998), en su estudio de Lombok, Indonesia, subrayaba que, para la población local, la demanda de los mochileros constituye una oportunidad de embarcarse en una serie de negocios, pues el minimalismo de los mochileros exige menos capital para desarrollarlos que otros negocios turísticos. Así concluía que, aunque sea menester estudiarlo más a fondo, el turismo de mochila podría aumentar la participación local en el desarrollo real, como parte de una estrategia, más sostenible a largo plazo, que trata de equilibrar las necesidades del desarrollo económico local con los poderosos intereses que quieren crear grandes centros vacacionales e internacionales (1998: 655).

Wilson (1997), en su por otra parte notable trabajo sobre Goa, hacía sonar una nota igualmente favorable. La aportación de Scheyvens era aún más optimista: para ella, el mochileo era demostrablemente beneficioso para las comunidades de acogida. Dadas sus largas estancias, los mochileros acababan por gastar más y mejor que los otros turistas, pues viajan a áreas remotas; aportan a comunidades que de otra forma no participarían en los beneficios del turismo; consumen productos y servicios locales; las inversiones para satisfacer sus necesidades no han de ser intensivas en capital, con lo que los costes de entrada están al alcance de muchos empresarios locales; se minimizan las importaciones. Suele, además, haber otros beneficios intangibles que acompañan a estos económicos. Scheyvens subraya el aumento de la pequeña propiedad que contribuye a envolver a los locales más profundamente en sus comunidades, la revitalización de las culturas locales y más respeto por el medio ambiente. Concluyendo, hay signos positivos, pues, que muestran que trabajando para los mochileros, los pueblos del tercer mundo pueden obtener beneficios reales del turismo y controlar sus

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empresas […] Los gobiernos nacionales y locales y las ONG pueden desempeñar un papel importante en facilitar un proceso que permita a las comunidades locales maximizar las oportunidades que les presenta el turismo internacional de mochila (2002: 106).

Semejantes conclusiones parecen un tanto exageradas. No solo porque, como Scheyvens lo hace notar, citando a Hutnyk (1996) y a Noronha (1999), hay muchas diferencias en la conducta de los mochileros en sus comunidades de elección. Aunque es un hecho que muchos respetan las culturas locales y su medio ambiente, otros se comportan con la misma distancia hacia ambos como lo hacen en Cancún o en Fort Lauderdale durante las vacaciones de primavera. Pero, más aún —y esto conviene subrayarlo—, Scheyvens no parece haber entendido por completo la economía política de la pretendida vía mochilera al desarrollo sostenido. ¿Cuál es la posición de los mochileros en las economías que les acogen? Su papel es muy similar al de los rentistas, con un toque de puntilleros (inversores bursátiles que se conforman con pequeños márgenes). De hecho, derivan sus rentas de fuentes externas a la comunidad y la mayoría no participa en ninguna actividad productiva local, al tiempo que se beneficia de la diferencia entre esas rentas extralocales y los precios de los mercados locales. De esta forma, su dinero llega mucho más allá cuando están fuera de casa —pura magia de la paridad de poder adquisitivo—. Estas puntualizaciones no buscan menospreciar a los mochileros. A su manera, son consumidores muy astutos, que saben regatear su camino por entre la comunidad local, al menos mientras duran sus fuentes de ingresos externas, de la misma forma en que lo harían los agentes bien informados que persiguen una estrategia racional. Eso solo debería ofender a quienes mantienen resquemores morales con el consumismo y con la búsqueda del interés propio. Pero la cuestión económica se halla en otra parte. Si hacer de puntilleros define la actitud de los mochileros, parece claro que ese grupo de demanda estará en mejores condiciones cuando la comunidad de acogida permanezca en su subdesarrollo por comparación con la propia. Les guste o no —y un gran número de mochileros seguramente se avergonzarían si lo supieran—, tienen un interés objetivo en el atraso económico de sus anfitriones. Cuando el diferencial de precios entre sus comunidades de origen y las de acogida se reduce, responden bien mediante un acortamiento de sus estancias, bien buscando destinos alternativos donde el puntilleo pueda seguir estando en su propia ventaja. Hay también algunos elementos para mantener este argumento en el campo cultural si se estudian algunas de las herramientas básicas que usan —las guías de viaje— y la forma en que son presentadas a los mochileros (Enoch y Grossman, 2010). ¿Qué es una guía de viaje? Normalmente, una base de datos impre-

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sa que describe un país o una región y aconseja sobre una serie de aspectos de interés para eventuales turistas. El mayor peso de las guías recae sobre atracciones, transporte, hostelería y comida, habitualmente flanqueados por una introducción con información práctica sobre cómo llegar al destino, qué hay que hacer y qué no, más algunas secciones con información elemental sobre su historia, religión, costumbres, etc. Esta última parte no puede sustituir a una información correcta y amplia sobre el destino, pero probablemente puede ser lo que muchos turistas potenciales lleguen nunca a saber sobre él y es, por tanto, un elemento clave de la imagen de los destinos y de la cultura de masas (Reichel, Fuchs y Uriely, 2009). Las guías de viaje son herramientas de conocimiento importantes. Habitualmente, no ocupan los lugares más altos en el rango de las fuentes turísticas, pues muchos turistas señalan a las opiniones de amigos y parientes o a internet como fundamentales en la toma de decisiones. Pero a menudo las guías se usan junto con otras fuentes y adquieren así un mayor peso. Algunos estudiosos han recordado que muchos de los turistas que rehúyen los caminos habituales se refieren a las guías Lonely Planet como «la Biblia» (Spreitzhofer, 1998), es decir, un compendio de información fáctica y un código de comportamiento, a menudo moral. Frecuentemente, el uso de una guía de viaje aparece en el cierre de un trato de viajes y, cuando no es así, ayuda a posicionar a un destino concreto en el set evocado por los turistas. En el caso de India, por ejemplo, un 19 por ciento de la audiencia cuestionada por Chaudhary (2000) decía que las guías eran parte de su paquete informativo básico. Aramberri (2004a) se planteó la cuestión de los diferenciales de imagen en dos guías dirigidas a diferentes segmentos de mercado potencial para India. Eran National Geographic (Nicholson, 2001) y Lonely Planet (Singh, 2001), las dos publicadas en el mismo año 2001. Con mucho, la más popular de las dos en 2004 era Lonely Planet, que estaba entre los diez mil primeros libros vendidos por Amazon.com en la época. National Geographic iba destinada a un mercado más acomodado, en tanto que Lonely Planet se dirigía a turistas de presupuesto bajo y a mochileros. Además de la información escrita, National Geographic descansaba sobre una amplia iconografía visual para acompañar al texto. Incluía 286 fotos (más cuatro en la portada) en cuatrocientas páginas de texto. Lonely Planet llevaba 163 fotos (más la cubierta) en mil ochenta páginas de texto, es decir, la guía dirigida al mercado más acomodado mostraba un mayor número de fotos por página de texto. Pero hay algo más interesante, a saber, la forma en que las fotografías se usaban para enviar el mensaje. El número total de fotos en cada publicación se dividía en cuatro categorías agrupadas en dos continuos. El primero

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utilizaba naturaleza y cultura en galerías en que no aparecía gente, como atracciones naturales (montañas, parques, actividades agrarias) o monumentos (templos, palacios, fuertes). La segunda galería se movía entre, por un lado, la India moderna y los estilos de vida tradicionales, por el otro. En la India moderna se incluían fotos que mostraban el impacto de la iconografía moderna (rascacielos de oficinas, presentaciones de diseñadores y tecnologías de la información y la comunicación) sobre la vida cotidiana o, por decirlo de otra forma, aparecían los marcadores de la globalización. Lonely Planet se centraba de forma abrumadora sobre las imágenes de la India tradicional (114 sobre un total de 163), seguidas de las atracciones culturales y monumentales. Por su parte, National Geographic invertía el orden, con las atracciones culturales por encima de las tradiciones. También dedicaba mayor atención a la India moderna, con un total de 36 fotos (13 por ciento del total), mientras que en Lonely Planet la India moderna solo llegaba a siete (menos de un 5 por ciento). Si se mira al equilibrio en el continuo tradición/modernidad en cada una de ellas, el resultado era aún más significativo. Mientras que Lonely Planet representaba a la India moderna con una ratio del 6 por ciento respecto de la tradicional, la proporción para National Geographic subía al 40 por ciento. En esta última aparecía con mayor fuerza la imagen de un país de larga historia (tanto monumental como en tradiciones) pero crecientemente impactado por fuerzas globales que iban dejando rápidamente su huella en el marco de las rutinas y de las actitudes tradicionales. Esta impresión venía reforzada por el texto escrito, que hacía aparecer la India actual con una dinámica opuesta a la visión paseísta de Lonely Planet, que se recreaba en la imagen de una India donde proliferaban una naturaleza invariante, monumentos estáticos y tradiciones antañonas que abrumaban a los nuevos estilos de vida —el predominio de lo viejo sobre lo nuevo, del pasado sobre el futuro—. Aunque es una regla de buen sentido común no tomar a los símbolos polisémicos como si tuvieran un solo significado, en este contexto la biblia de los mochileros parecía proyectar una preferencia nostálgica (¿imperial?) por una India intemporal, como un país que permaneciese incambiado, entre otras cosas, en lo tocante a esa pobreza que es compañera habitual de los bajos precios que tanto importan a los mochileros. El texto de ambas guías mostraba una división similar. ¿Cómo definir a la India actual? Como «un lugar en el que hay que esperar lo inesperado», decía Lonely Planet (Singh, 2001: 17). La otra guía compartía una opinión similar, definiendo a la India como «una tierra de contrastes» (Nicholson, 2001: 14). Donde ambas se separaban era en dónde situar lo inesperado y los contrastes. Para Lonely Planet, uno podía encontrarlos en los sitios sagrados, en los luga-

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res históricos y en la naturaleza escénica. National Geographic, por su parte, también notaba la disonancia entre lo viejo y lo nuevo, pero la convertía precisamente en el elemento clave para entender a la India de hoy. Una larga sección introductoria insistía en cómo las fuerzas globalizadoras están afectándola; con fábricas de seda en lugares remotos que venden su producto por medio de teléfonos celulares, o con jóvenes universitarios de ambos sexos que prohíben a sus familias arreglarles sus matrimonios. La guía igualmente dedicaba una larga sección a la mayor democracia del planeta, un asunto que Lonely Planet despachaba con rapidez. Bangalore se ha convertido en el póster favorito para la India moderna. Lonely Planet reconocía el hecho y proveía información sobre el desarrollo de la industria de telecomunicaciones. National Geographic era mucho más precisa y entusiasta, apuntando que en el pasado los cerebros indios emigraban a Estados Unidos para estudiar y trabajar, pero que hoy el viento ha variado de curso con el retorno de muchos de ellos para fundar nuevas compañías «que compran a otras americanas más débiles» (Nicholson, 2001: 227). Es difícil disputar que India es una sociedad muy antigua con muchas culturas y tradiciones ampliamente distintas de las de Occidente. Pero ¿qué hacer cuando ambas chocan en la vida cotidiana de turistas y locales? Lonely Planet operaba con un marco conceptual adaptado del relativismo cultural y la antropología posmoderna. La clave de sus soluciones era la persuasión emic de que las culturas solo se pueden entender desde su interior, de que ellas son los mejores jueces de sus propios valores y de que los forasteros nunca serán capaces de entender adecuadamente todas sus dimensiones. Los turistas no deben juzgar y sí tratar de adaptarse a las costumbres locales. Cuando uno lee la letra pequeña, esa actitud se revela bastante dudosa. Tómense los asuntos relativos a las mujeres, donde no siempre es fácil reconciliar la conducta local con los fundamentos occidentales de la liberación de la mujer. O bien uno se aparta de la discusión o bien tiene que defender reglas que no harán la felicidad de una de las partes. Lonely Planet adopta una actitud estrechamente factual, una metodología de «las cosas como son», y anuncia que aunque las mujeres de clase media de las ciudades han progresado en lo que respecta a sus carreras, en las fuerzas armadas y en la política, el resto de la población femenina no ha avanzado tanto; que las familias tradicionales aún prefieren tener hijos varones; que el infanticidio femenino y el aborto de fetos hembras sanos, aun prohibidos, son una práctica común; que los matrimonios arreglados son la norma en vez de la excepción; que las mujeres casadas sufren fuertes presiones si tratan de divorciarse; que, según algunas encuestas recientes, dos tercios de los varones urbanos piensan que la disposición de las mujeres para adap-

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tarse a los deseos masculinos es algo muy importante. Un recuadro informaba sobre el sati (la tradición de quemar a las mujeres con el cadáver de sus maridos) y lo difícil que resultaba hacerlo desaparecer. National Geographic era más directo. Aunque algunas mujeres privilegiadas han ocupado importantes cargos como directoras de compañías, cirujanas, médicas, directoras de cine o políticas, «la vida para la mayoría de las mujeres indias es diferente, llena de desigualdad y privaciones. Incluso en las zonas más emancipadas de India, la tradición resiste con fuerza» (Nicholson, 2001: 68), y la tradición no mostraba un semblante placentero a las mujeres. El conflicto se ahondaba cuando las guías ofrecían consejo sobre cómo evitar choques eventuales entre las diferentes prácticas culturales y tradiciones. De hecho, cuando las guías se publicaron, y aun ahora mismo, gran número de los mochileros y turistas de bajo presupuesto eran mujeres occidentales u occidentalizadas que no compartían esos valores y costumbres locales. Las recomendaciones de Lonely Planet, una vez más, no eran demasiado estimulantes. La guía volvía a la práctica de dejar que los hechos hablen por sí mismos. Las calles de India, decía, están dominadas por los hombres, así que hay que esperar que se mire a las mujeres con descaro, que se les hagan comentarios sugerentes y hasta que se produzca acoso sexual. Más vale vestir con modestia y evitar fumar y beber en público. Uno puede entender la importancia del sentido común al advertir de consecuencias poco agradables de esos hechos para algunas mujeres; sin embargo, no ofrecer reservas sobre la frustración que supone tener que olvidar los derechos ganados a pulso en casa cuando se cruza una frontera parece algo más difícil de excusar. ¿Puede el mochileo ser construido como una forma menos penosa de alcanzar el desarrollo en países y destinos empobrecidos? Quien lo piense debe tener en cuenta que con ello se les estimula a entrar en un callejón sin salida parcialmente exitoso a corto plazo, pero eventualmente seguido de una rápida decadencia. Los puntilleros no son inversores dispuestos a aguantar con sus hoteles, centros vacacionales, casinos o parques temáticos, sino consumidores altamente volátiles y sensibles a los menores cambios en el nivel de precios. No crean empleo en sus destinos, sino tan solo ayudan a desarrollarlo en pequeña escala. Con una expresión que suele usarse para designar a los flujos de capital altamente volátiles, los mochileros son consumidores «golondrina» —hoy aquí, mañana allá—. Tan pronto como la comunidad local empieza a gozar de una naciente prosperidad y tan pronto como esa tendencia acarrea mayores precios, los mochileros se van con la música a otros lugares más baratos. Las inversiones no intensivas en capital hechas por algunos locales pronto empezarán a tener escasos beneficios y se tornarán improductivas, mientras no haya otros tu-

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ristas y otras industrias más dispuestos para sustituir a los mochileros en busca de pastos más frescos. Parafraseando el título del libro de Urry (La mirada del turista), aquí podríamos hablar de La pirada del turista. ¿Habrá, pues, que expulsar del Edén a los mochileros? Solo el funcionamiento de los mercados tendrá la solución. Un negocio tan complejo como el turismo debe estar siempre dispuesto a acomodar demandas de todo tipo y clientes de todo nivel de renta. El argumento aquí desarrollado solo implica que del sector mochilero no puede esperarse un papel clave en el desarrollo del turismo en India o en cualquier otra parte. La contribución económica de los mochileros a las comunidades locales es generalmente baja; no produce gran aumento de puestos de trabajo; y no crea buenas oportunidades para fuertes inversiones. Algo similar puede decirse en el aspecto cultural. Por importante que pueda ser y haber sido bajo ciertas circunstancias, el mochileo dista mucho de ser la alternativa al TMM que anuncian sus practicantes y muchos poncios académicos. Lamentablemente, algo semejante puede decirse de otras alternativas como el turismo voluntario o volunturismo y el turismo pro-pobres (Ashley, Roe y Goodwin, 2001; Deloitte and Touche, 1999; Wearing, 2008). Ambos coinciden más o menos en los mismos fines: contribuir por medio del turismo al alivio de la pobreza en áreas deprimidas. Hay algunas diferencias entre ambas prácticas, pues el turismo voluntario (Sin, 2009) favorece la participación de los turistas en el desarrollo de proyectos que favorecen a las comunidades locales, mientras que el turismo pro-pobres defiende una participación menos comprometida en la vida de las comunidades. Los abogados de ambas modalidades celebran su valor económico para las comunidades locales, su liviana huella ambiental y su oposición a las llamadas prácticas neoimperialistas (Gard McGeehe y Almeida Santos, 2005). De esta forma es sorprendente cómo el tan celebrado ecoturismo ha sido degradado con la velocidad de la luz a un ecocolonialismo o ecoimperialismo (Butcher, 2007; Cater y Lowmann, 1994). Muchos son ahora quienes lo ven como un fraude o un truco de mercado, aunque no todo el mundo comparta esa opinión (Fennell y Dowling, 2003). ¿Podría ser esta una moraleja anunciada para el volunturismo o el turismo pro-pobres? En cualquier caso, lo indudable es que sus defensores lo proponen como una alternativa definitiva al TMM (Clarke, 2009; Gard McGehee, 2002). ¿De verdad? Uno simpatiza con sus buenos deseos. Tómese, por ejemplo la definición del PPT Partnership (Asociación para el Turismo Pro-Pobres): El turismo pro-pobres es un turismo que redunda en crecientes beneficios netos para los pobres. No es un producto específico ni un nicho, sino una visión del desarrollo y la

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gestión del turismo. Profundiza los lazos entre la industria turística y los pobres de forma que aumente la contribución del turismo a la reducción de la pobreza y los pobres sean capaces de participar más efectivamente en el desarrollo del producto. Favorece los enlaces con muchos diferentes tipos de «pobres»: los directivos, las comunidades vecinas, los terratenientes, los productores de alimentos, combustibles y otros proveedores, los operadores de negocios de microturismo, los artesanos, otros usuarios de la infraestructura turística (caminos) y recursos (agua), etc. (2010).

Solo el Dr. Evil o Goldfinger podrían estar en contra. Lamentablemente, la evidencia empírica sobre el éxito económico de estos tipos de turismo se echa a faltar (Blake et al., 2008; Hawkins y Mann, 2007). Una vez acabadas las tiradas contra el TMM, el capitalismo, la mercantilización, la banalidad y otros congéneres, los números no sobran, aunque el diablo, como es su costumbre, se agazape en los detalles. ¿Pueden estos tipos de turismo encontrar una demanda solvente? ¿Pueden suscitar las inversiones necesarias para que esos buenos sentimientos se conviertan en realidad? Casi todo es posible, pero la probabilidad de que el turismo pro-pobres se convierta en una alternativa al TMM parece más bien limitada. ¿Habría, pues, que desalentar a sus seguidores? Por supuesto que no. Sin duda, puede contribuir a aumentar el número de empleos en algunos lugares y a desarrollar la renta de las comunidades, pero para tener éxito ambos tipos de turismo tienen que generar inversiones y motivar a un número suficiente de turistas que los hagan sostenibles. ¿Se convertirán, como lo creen algunos soñadores (Wearing, 2008), en una verdadera alternativa? Puede ser dudoso, pero no debemos traerles el mal fario. Los desarrollos a pequeña escala pueden ser bellos. Es mucho más difícil que sean rentables. Unas pocas palabras finales se hacen necesarias para referirse a alternativas que proponen la aceptación de productos dudosos en la mezcla mercadotécnica de algunos destinos que necesitan desesperadamente aliviar la pobreza extrema de muchos de sus ciudadanos. Kibicho (2009) proponía la legalización de la prostitución en Kenia y promover algunas zonas del país como destinos para el turismo sexual, esperando que esas iniciativas aumentasen los flujos turísticos y los gastos de los turistas, disminuyesen los riesgos de sus practicantes, aumentasen sus ingresos y permitiesen que el Estado se beneficiase de ellos por medio de los impuestos. Una vez más, aunque uno entienda la lógica del argumento y no se oponga a medidas que hagan menos dura la vida de las prostitutas, es muy dudoso que el turismo sexual pueda convertirse en un salvoconducto para aliviar la pobreza en Kenia. De acuerdo con datos recientes (UNWTO, 2010a), en 2004 el país recibió 1,2 millones de turistas extranjeros,

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que se dejaron 486 millones de dólares. Incluso aunque el número de turistas sexuales hubiera aumentado hasta el mismo número en 2008, e incluso aunque todos ellos hubiesen gastado una cantidad similar de dólares en el país que todos los turistas de 2004 (para poder usar los datos del Banco Mundial de 2010 para el año 2008), no habrían añadido más que un 1,7 por ciento al PIB (método Atlas). No hubiera sido una fruslería, pero definitivamente no hubiera sido una poción mágica. Lejos de las ensoñaciones épicas de Ryan y Hall (2001) de que el turismo sexual es el camino hacia el desarrollo elegido por el Banco Mundial para una serie indeterminada de países, esa clase de turismo no puede representar un atajo hacia el desarrollo para Kenia o para ningún otro país (capítulo 6).

Turismo comunitario y empoderamiento Si la demanda no ofrece grandes esperanzas de encontrar una alternativa al TMM, tal vez la solución pueda venir del lado de la oferta. Eso es lo que proponen algunos defensores de cosas como el desarrollo desde la base, el turismo comunitario o el empoderamiento local, esta última una de esas innovaciones lingüísticas posmodernas que, como veremos, no significa nada a pesar de que se suela anunciar a bombo y platillo. Bajo esos nombres diferentes, los abogados de la idea proponen pasar el poder de decidir el desarrollo de los productos turísticos a las comunidades locales. El programa se remite a una popular idea puesta en circulación por Murphy (1985) según la cual son las últimas quienes saben mejor qué es lo que tienen que ofrecer a los turistas y pueden hacerlo mejor que los agentes externos. Una vez más, la idea parece muy atractiva. Sería difícil negar que la gente local conozca bien sus comunidades y sus productos. Pero tan pronto como uno trata de profundizar más, las cosas se hacen más complicadas. El postulado básico del que deriva todo lo demás es que las comunidades tienen una identidad exclusiva y excluyente y que hablan con una sola voz. Como se señaló en el capítulo 7, eso no es así. Adicionalmente, Bauman (2001) ha recordado con razón que el concepto de comunidad se dirige más al corazón que a nuestra razón. Evoca una idea de fusión, de sentimientos bondadosos y compartidos y una añoranza por las seguridades del seno materno. Pero ni la pasión ni los sentimientos suelen ser buenos consejeros financieros. A menudo animan a definir a las comunidades con una irresistible deriva romántica, y cuando uno trata de definir cursos de acción en el mundo real el resultado suele ser irreconocible o desalentador en relación con las expectativas iniciales.

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La gente local, se quiera o no, suele tener intereses divergentes y a menudo conflictivos. Stonich (2000) mostró los fines contradictorios perseguidos por diferentes grupos en el caso de las Islas de la Bahía, en Honduras. Ya se trate del centro de la Florida (Milman y Pizam, 1987) o de Samos, Grecia (Haralambopoulos y Pizam, 1996), hay una clara diferencia de actitudes hacia el turismo y su desarrollo entre dos sectores comunitarios (los subgrupos que demarcan a quienes dependen del turismo para vivir y a quienes no), estudiados por Canestrelli y Costa (1991) en el caso de Venecia, Italia. Conflictos similares aparecen también en países en vías de desarrollo, como China (Byrne Swain y Mommsen, 2001b; Cohen, 2001b; McKhann, 2001), y en áreas de sociedades desarrolladas en las que el turismo no es la mayor industria. En la región vinícola de Napa Valley, California, las bodegas, los verdes y la industria turística están en guerra para determinar el uso de la tierra. Sus intereses divergentes han llegado hasta los tribunales (Kahn, 2002). Sofield (2001) es uno de los más firmes defensores del turismo comunitario, como lo mostraba ya su estudio del turismo en el valle de Katmandú, Nepal. Allí empezaba por subrayar la necesidad del empoderamiento local especialmente en aquellas comunidades en las que la tradición tiene gran peso, pese a vivir en el espacio político y social de una nación-estado. A partir de un uso espurio de la categorización de las formas de dominación propuesta por Weber —comparar Sofield (2001: 58) con Weber (1971: 122-148)—, su trabajo sugiere que el empoderamiento es un proceso multidireccional que, a la postre, debería poner todas las decisiones en manos de la comunidad local. A pesar de que, como el autor había reconocido, esas comunidades viven en el marco de la nación-estado y de una economía de mercado, no aparece ninguna referencia en su trabajo a ninguno de esos centros de poder, tal vez debido a su idea de que «el empoderamiento debe ser capaz de contrarrestar la dependencia» (2001: 258) lleva implícita la consecuencia de que el poder central es irrelevante. De hecho, empero, este último habitualmente muestra una comprensible resistencia a aceptar límites a su soberanía, con lo que nos damos de bruces con la primera escaramuza teórica para el turismo comunitario y el empoderamiento local. ¿Puede la comunidad empoderada, sea en la teoría, sea en la práctica, hacer caso omiso de otros centros de poder? Eso es algo que hay que probar. Por importante que sea, no es este el problema principal de la tesis comunitarista. Sofield describe las diferentes formas de viaje a los lugares más sagrados del valle de Katmandú (Svayambhunath y Changu Naryan) y cómo el UNDP (Programa de Desarrollo de Naciones Unidas) apadrinó un plan para hacer que esas formas de turismo se convirtiesen en desarrollo sostenible. Sofield subraya que el plan era «un proceso de planificación desde la base y no desde

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la cima, empoderando a la comunidad para participar en la toma de decisiones desde los inicios» (2001: 268). Uno debería, pues, tener la expectativa razonable de que, con esas premisas, una vez aprobado el plan, todas las partes deberían sentirse satisfechas. A comienzos de 1998, la mayoría de los objetivos del proyecto se habían alcanzado. Las rencillas acerca del uso del espacio aún persistían pero de forma aminorada. El Consorcio para el Proyecto del Turismo de Calidad, apadrinado por UNDP, dice Sofield, había mejorado significativamente la gestión de los espacios físicos, las colinas circundantes y la comunidad local. Residentes, peregrinos y turistas expresaban todos ellos su satisfacción por el resultado (2001: 269). Lamentablemente, poco dura la felicidad en casa del pobre. En la última sección del trabajo, Sofield informa abruptamente al lector de que tan solo unos meses después el plan había comenzado a naufragar. Al parecer, el mentado Consorcio se había apoyado en exceso en algunos grupos locales representados por un Comité de Desarrollo Comunitario (CDC) a expensas de otro Comité para el Desarrollo del Pueblo (CDP). Según la ley nepalí, este último tenía derecho, entre otras cosas, a supervisar los fondos que el Proyecto había traspasado al CDC sin contar con su aprobación, tras de lo cual el CDP decidió cerrar la Oficina de Información Turística del CDC, la niña de los ojos del Proyecto, y aprobó otras medidas orientadas a recortar aún más sus poderes. Al parecer, algunos empoderados locales se resistieron al proceso de empoderamiento diseñado por el proyecto de desarrollo desde la base. Es difícil saber quién tenía la razón en esta disputa de sopa de letras sin un conocimiento de la jurisprudencia nepalí que no está al alcance de cualquiera. El conflicto, empero, permite entender que en el lugar había, al menos, dos grupos de intereses en conflicto dentro de la comunidad local y que uno de ellos se sintió injustamente excluido de la solución impuesta por el programa de Naciones Unidas, es decir, que el empoderamiento local era algo más complicado de lo que Sofield y las fuentes financieras internacionales habían previsto inicialmente. En consecuencia, la conclusión —que los intereses de los causahabientes locales forman un todo armonioso— es o bien fruto de la imaginación o bien, y esto es aún peor, una forma de recompensar clandestinamente a los causahabientes favoritos del investigador y/o de los consultores del plan. En cualquiera de los casos, no debería sorprender que se produjesen conflictos entre las partes. Lo que Sofield (que parece haber estado entre los consultores) no aclara es si se les pidieron responsabilidades por tomar decisiones ignorando la legislación local. La cuestión tampoco acaba al preguntarse si no habrá siempre conflictos de intereses entre los diferentes grupos comunitarios —por supuesto que sí—. Los

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conflictos de intereses no son disonancias cognoscitivas pasajeras que desaparecerán una vez se haya restablecido una comunicación eficaz, como suelen creer las burocracias internacionales. Los conflictos son, como venimos subrayando, la esencia misma de la vida cotidiana, dado el hecho de que los intereses de los participantes en comunidades locales o de mayor radio no suelen coincidir. Cuando los estudiosos dejan de cantar milongas comunitaristas a los locales, ese hecho sube rápidamente a la superficie. Sofield no se dio por vencido y pronto trató de aplicar su teoría del empoderamiento de nuevo, aunque la cosecha no fue especialmente fructífera (2003). El autor se basaba ahora en tres estudios de casos centrados en los Mares del Sur para obtener de ahí conclusiones firmes y de obligado cumplimiento en toda manifestación de desarrollo turístico, pues son «una síntesis de los conceptos de empoderamiento, desarrollo turístico (especialmente referido a las comunidades indígenas) y desarrollo sostenible que permiten tomar en consideración el entorno político y el sociocultural» (2003: 8-9). Pese a la torpeza expresiva de la última frase, digamos en defensa de Sofield que no duda en adentrarse en un terreno poco frecuentado por académicos que han hecho del pointillisme su técnica por excelencia. Su devoción por estudios de casos diminutos recuerda bien esa técnica posimpresionista que usa pequeños trazos del pincel que permitirán que el observador los construya posteriormente como un todo. Quien lea la mayor parte de las publicaciones académicas en este campo encontrará una inacabable corriente de estudios de casos incapaces de sostener siquiera una hipótesis de rango medio. Así que el intento de Sofield por desempolvar las escasas credenciales teóricas de la investigación turística merece toda clase de alabanzas. Por tanto, el mejor homenaje que se puede rendir a sus esfuerzos es discutirlos en detalle, aunque al final uno pueda encontrarlos carentes de la sustancia necesaria. En ese esfuerzo por construir la síntesis mentada, Sofield parte de dos propuestas de acción que pueden resumirse así: 1) que el desarrollo sostenible no puede conseguirse sin el empoderamiento de las comunidades locales; y 2) que tampoco puede ser alcanzado dejándolas seguir sus propias tradiciones, pues necesita ser sancionado por el Estado. Uno parece notar el resquemor de que ese descuido diera al traste con el anterior proyecto nepalí. Esos postulados carecen, lamentablemente, de una lógica interna que no quiere explicarse (quién tiene la decisión final en el caso de que comunidades y Estado no coincidan en su definición de la situación), así que, a cambio, se nos invita a aceptarlos porque, dice Sofield, han sido validados por fuentes solventes de autoridad. Como no parece que esas fuentes sean producto de una revelación o gocen de infalibilidad dogmática, Sofield se consuela con el consenso burocrático. Más de una

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vez, al afirmar la legitimidad de un concepto o teoría determinados, el autor la escuda en su aceptación en documentos internacionales. Por ejemplo, la noción de sostenibilidad o de desarrollo sostenible debe ser adoptada por haber sido inscrita en el Informe Brundtland, de 1987 (el desarrollo sostenible debe conciliar «las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para colmar las propias»); la necesidad de unir desarrollo económico y equidad parte de su aceptación en 1976 por la Organización Internacional del Trabajo; o la definición de pueblos indígenas y sus características comunes deben seguir lo que la Asamblea General de Naciones Unidas o la UNDP hayan aprobado. Uno no necesita ser precisamente Aristóteles para saber que los argumentos de autoridad solo los suelen esgrimir quienes saben de la inanidad de los propios. Sofield perteneció al servicio exterior australiano durante una parte de su carrera y debería ser consciente de que esos documentos son a menudo fruto del chalaneo más que del debate intelectual, pese a lo cual nos invita a aceptarlos sin la sombra de una duda. Sabe que la noción de desarrollo sostenible del Informe Brundtland es tan inespecífica que no puede contestar de forma clara la mayoría de las cuestiones de tantos intentos por implementarla y que plantea tantos interrogantes o más de los que soluciona. Pero Sofield la abraza de la cruz a la raya, añadiendo algunos vacíos más por cuenta propia. ¿Qué significa eso de que las políticas encaminadas a la sostenibilidad deberían poder errar en sus intentos de evitar los males que se desprenderían de no hacerlo, o que la equidad social debería ser un principio clave de la sostenibilidad, como así lo defiende, cuando esas nociones están abiertas a múltiples interpretaciones y Sofield no se esfuerza por mostrar los méritos relativos de los diversos contendientes? Sin duda, hay en su texto un largo capítulo aparentemente encaminado a plantear esta cuestión, pero uno busca en vano alguna aportación sustancial que añadir a los estereotipos que Sofield maneja y despacha sin demasiada seriedad. Por ejemplo, que mientras el crecimiento económico —una noción bastante bien conocida en economía— es cuantitativo, el de desarrollo es un concepto cualitativo, como si esos adjetivos no estuvieran sobredeterminados y pudieran significar algo sin explicar esa sobredeterminación, algo que el lector nunca acabará de obtener de Sofield. O que en las discusiones sobre los países menos desarrollados uno puede ahorrarse habérselas con Keynes o con Marx porque el primero se interesaba, sobre todo, por las sociedades capitalistas maduras e industrializadas y el segundo por «la ideología de las economías centralmente controladas» (2003: 32). Uno se resiste a olvidar que Keynes trató de identificar leyes generales para toda sociedad que tuviese que resolver problemas de

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empleo, interés y dinero, mientras que una parte considerable de la obra de Marx se dedicó a los problemas de la transición de modos precapitalistas de producción hasta la economía de mercado, justamente el lugar en que se encuentran hoy muchos países poco desarrollados. Si uno despacha estos asuntos con tanta desenvoltura, ¿qué queda para la discusión teórica? No mucho. Ante todo, el exorcismo ritual de las teorías de la modernización; luego, una crítica a media voz de los postulados de la escuela de pensamiento poscolonial y su consiguiente revalidación. La teoría de la dependencia, de haber persistido, hubiera podido desembocar finalmente en comprender que el empoderamiento de la nación-estado era una vía para romper la cadena de la dependencia, pero no habría podido incorporar en sus tesis la idea del empoderamiento comunitario (2003: 56).

En castellano, que con algunos reenfoques, aunque no una completa renovación de sus hipótesis, la teoría de la dependencia puede seguir brillando en una nueva reencarnación. La cirugía cosmética de Sofield, empero, resulta muy problemática. ¿Acaso no defendían los teóricos de la dependencia algo más que el empoderamiento de la nación-estado? Si uno recuerda aún sus posiciones, los escritos de Bettelheim (1975), Frank (1975, 1981), Amin (1973, 1976) y Santos (1991) convertían precisamente a la liberación nacional en el prerrequisito de cualquier clase de independencia, empoderamiento local incluso. Sofield concede que los teóricos de la dependencia se olvidaron de la multiplicidad de caminos seguidos por los países en vías de desarrollo y mantuvieron posiciones exageradas, pero igualmente insiste en que dieron a los factores ambientales y culturales un papel que uno buscaría en vano entre los partidarios de la modernización, cuyos esquemas evolucionistas equiparaban al desarrollo con la expansión del capitalismo occidental. Esto último es un estereotipo que, como lo podría haber dicho el presidente George W. Bush, malsubestima a la teoría de la modernización. Tras el final de la Unión Soviética y de su versión de la economía planificada, tras la apertura del Partido Comunista chino a los empresarios capitalistas, tras el fallo de los experimentos para evitar el capitalismo en África y en el mundo islámico, tras la incompleta pero no menos real resistencia de India a abandonar una economía mandatada, la idea de que una economía moderna tiene que ser capitalista puede que no ande tan descaminada. ¿Por qué se empecina Sofield en desacreditarla de forma tan elemental? Parece que lo suyo es más lo que se podría denominar como progresismo compasivo, es decir, la idea de que solo las diná-

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micas ambiental y cultural, no los imperativos económicos, pueden desembocar en el desarrollo turístico sostenible. A la postre, esto es todo lo que se desprende de su sumario concepto de empoderamiento. Un concepto que, por otra parte, adopta formas distintas y aun contrapuestas en su obra. Aquí, tomando pie en su uso en desarrollo rural, Sofield cree que empoderamiento significa que los deseos y las metas de los pobres rurales deben ser primados y las capacidades, opiniones y valores de los profesionales deben ser limitados y solo tenidos en cuenta para ayudar a que puedan ponerse en práctica los deseos y las metas de los pobres (2003: 91-92).

Allá habla de empoderamiento como una especie de Gestión de Calidad Total (TQM por sus siglas inglesas) o kaizen (que, por cierto, no significa empoderamiento, como él lo traduce, sino «mejora continua»; véase SixSigma, 2004), dos técnicas a las que alaba por venir siendo crecientemente utilizadas por diversas corporaciones. Acullá celebra el impulso basista practicado en Katmandú (véase arriba) como la supuestamente mejor herramienta para el empoderamiento, como lo muestra la práctica continuada de las organizaciones no gubernamentales. Uno no está seguro que todo lo anterior responda por una misma cosa. Mientras que el segundo avatar no se refiere a otra cosa que a la mejora del funcionamiento de las compañías, sin empoderar nunca a las clases de tropa en asuntos clave como inversiones, desarrollo de productos, estrategias de mercado y demás, los ecos del Gran-Salto-Adelante escasamente contenidos en el primero requerirían que los pobres pudieran decidir en exclusiva sobre todas esas cuestiones. Por muy compasivo que eso pueda ser, no nos ilustra demasiado sobre la forma en que se construye la categoría. Tomemos, por ejemplo, a Australia. ¿Quiénes son los pobres a los que debería darse protagonismo: el 13 por ciento de familias que vivían en la pobreza en el 2000 (The Smith Family/NATSEM, 2001), o también a los pobres que trabajan y se colocan justamente por encima de la línea demarcatoria de la pobreza; a los pobres rurales o urbanos; a los pobres blancos o a los aborígenes o pobres indígenas; si a estos últimos, a toda la comunidad o solo a los más pobres en su seno, pues no todos sus miembros tienen el mismo acceso a los recursos? Por lo que hace a las ONG, no son más que un conjunto disjunto que abarca tanto a antiglobalizadores como a los partidarios de soluciones de mercado, con miles de matices entre sí. La herramienta del empoderamiento se parece cada vez más a la indócil escoba del aprendiz de brujo.

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Y, sin embargo, funciona, insiste Sofield. Los detalles teóricos pueden no casar sin suturas mutuas, pero veamos la evidencia empírica en la parábola de Tres Modelos de Empoderamiento. Prueba #1 es la representación del ghol en Vanuatu, que es sostenible, al igual que la Prueba #2, el centro vacacional de la isla de Mana, en Fidji. La Prueba #3 es, o mejor era, su epónimo de la isla de Anuha, en las islas Salomón. Tras unos pocos años se declaró en bancarrota. ¿Qué tenían los dos primeros casos que no tuviese el tercero? La respuesta que el lector ha adivinado es correcta: empoderamiento local. Para entender sus diferentes caminos, comencemos por los ganadores. La etnia Sa de algunos pueblos de Pentecostés, una de las islas del archipiélago que forma la base territorial de Vanuatu, celebra anualmente el ritual del ghol, una ceremonia en la que algunos «iniciados especialmente seleccionados saltan de cabeza hacia el suelo desde una plataforma de unos veinticinco metros de alta, sujetos por lianas enrolladas a sus tobillos de forma que sus frentes justo tocan el suelo» (2003: 261). Más allá de su significado para los nativos, el ghol es uno de esos morceaux de bravoure que, como los encierros de Pamplona o la carrera del Palio de Siena, excitan el interés de mucha gente o, en la jerga del mercadeo, tienen un poderoso factor pull. Durante un tiempo, los turistas que querían asistir a la fiesta tenían que contratar los servicios de una agencia de viajes extranjera, pero pocos años después los locales empezaron a preguntarse sobre si era conveniente permitir que los extranjeros presenciasen sus ritos y, finalmente, se decidieron a vender su cultura a tanto la onza; a tanto la libra, como les afeaba Greenwood (1977) a los paisanos de Fuenterrabía u Hondarribia, parece un vocablo demasiado grandioso para usarlo con un evento que solo puede acomodar a unas pocas docenas de espectadores a la vez. Ahora seguirían permitiendo que la agencia de viajes extranjera vendiese las entradas, pero ellos mismos se encargarían de todos los demás aspectos del ritual. La razón principal para comercializar el rito era que así podían ganar más dinero que con la agricultura de supervivencia o consintiendo en convertirse en trabajadores asalariados. «Desde que los Sa tomaron el control del uso turístico del ghol, la renta directa para los habitantes del poblado ha superado los veinte mil dólares anuales» (Sofield, 2003: 267). Al tiempo, se informa, el control del ghol por los Sa garantizaba la autenticidad de la experiencia turística. De esta forma, el ghol ha reconciliado las costumbres locales con el dinero de los turistas, asegurando su sostenibilidad. En la mejor tradición esópica, el primer cuento conlleva una moraleja. «La propiedad y el control por los indígenas es absolutamente fundamental para el empoderamiento basado en el origen cultural o étnico» (2003: 276). Sin embargo, hay una pregunta que merecería mejor respuesta. ¿Es esto empoderamiento o no otra cosa que el hecho

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de que los Sa se han convertido en los empresarios de su propia actuación aun cuando encarguen la venta de tiques a una tercera parte? En cualquier caso, los Sa no necesitan que nadie les empodere porque solo ellos son los únicos dueños de la atracción. La segunda parábola de éxito es el centro vacacional de la isla de Mana, en el archipiélago de las Fidji. El centro se construyó en un terreno (cerca de la mitad de la superficie de la isla) rentado en 1971-1972 a una compañía australiana. En 1988 la compañía vendió sus intereses a una empresa japonesa que propuse aumentar la capacidad para otros seiscientos turistas, con un total de 2600 camas. Sus treinta años de existencia atestiguan la sostenibilidad del centro. ¿Qué puede explicar esa longevidad? Ante todo, que «ningún hogar Yaro (la etnia local) vive en la pobreza» (2003: 302). Además de la renta, el contrato estipulaba que la comunidad local, es decir, los propietarios del terreno, tendrían derecho preferente para ser contratados antes que otros trabajadores. Adicionalmente, garantizaba el acceso público a la playa y a otros recursos marinos. Como consecuencia, bien por medio de empleos directos, bien mediante la explotación de otros negocios relacionados con el centro (pesca de altura, un hostal para mochileros, tiendas de recuerdos y un minimercado), los nativos han experimentado que el turismo provee beneficios tangibles. Bien está lo que bien acaba. Pero, cabría preguntar, en qué, si es que en algo, contribuyó el empoderamiento a este final feliz. Que los locales se sientan satisfechos como trabajadores asalariados o como pequeños comerciantes, como cualquier economista podría diagnosticar, no es más que el resultado de un buen proyecto de mercado. Sin duda, la buena voluntad de los poderosos de la comunidad hizo más sencillo el proceso, pero es difícil aceptar que eso sea algo más que la quinta rueda o, en jerga económica, una limitación de los costes transaccionales (Williamson, 1975) para los gestores de la compañía. El control de los locales sobre el funcionamiento del centro no puede compararse con el de los Sa de Pentecostés, por buenas razones. Los Yaro no son dueños, sino empleados. Mientras que el ghol sería imposible sin los indígenas de Pentecostés, la continuidad del centro de las Fidji podría estar segura aun en el caso de que los nativos de Mana se negasen a cooperar. Si durante años no han aparecido conflictos, uno debería pensar que allí se debió, ante todo, a lo que podemos llamar un clima favorable a los negocios, en el que el contrato y las obligaciones subsiguientes serían aplicados por las instituciones de justicia de las islas (Soto, 2000). Eso precisamente era lo que faltaba en el Avatar #3, la isla de Anuha, en las Salomón. En 1981, una compañía australiana decidió alquilarla para establecer un centro de vacaciones. Los arrendadores fueron los miembros de la comu-

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nidad local, la etnia Nggela del pueblo de Rera. Desde el principio del nuevo negocio, bajo el liderazgo de uno de sus hombres fuertes (el padre Pule), la comunidad, invocando derechos tradicionales o kustom, trató de imponer a los empresarios del centro un comité consultivo de gestión para supervisar las operaciones y controlar la contratación de trabajadores. El padre Pule parece haber decidido claramente empoderarse a sí mismo y a su familia, pues «varios de sus nueve hijos e hijas, así como sus esposas y maridos, fueron empleados por el centro. El hijo mayor de Pule era el nativo mejor pagado» (2003: 231). Con el tiempo, una nueva empresa sucedió a la explotación inicial, decidió pedir la dimisión del comité conjunto y despidió a algunos trabajadores locales. El resultado a lo largo de los años siguientes, tras una serie de nuevos cambios en la gerencia, fue una creciente oleada de conflictos que, en diciembre de 1987, llevaron a la invasión del centro vacacional por el padre Pule y sus guerreros (la expresión es de Sofield). Los invasores procedieron a expulsar de la isla a los directivos y secuestraron a cuarenta turistas y a un equipo de construcción durante varios días. En breve, siguiendo la narrativa de Sofield, la comunidad local trató por todos los medios, incluyendo el terrorismo de baja intensidad, de imponer su voluntad de una forma que cualquier inversor razonable hubiera tratado de resistir. Durante ese largo proceso, varios gobiernos sucesivos de las Salomón no consiguieron imponer el imperio de la ley y, en julio de 1992, el centro de Anuha dejó de existir porque no se encontraron nuevos inversores dispuestos a reflotarlo. Llegado a este punto, el análisis del conflicto que propone Sofield toma un rumbo sorprendente. Tras un largo excurso sobre la teoría del intercambio social y numerosos gráficos para describir los mutuos grados de expectativas, diferencias de poder, conflictos de actores, evaluación transaccional y otras monerías metodológicas, la conclusión es que el ahora difunto centro de vacaciones de la isla de Anuha provee un ejemplo gráfico de las consecuencias drásticas que pueden desprenderse cuando la comunidad local es desapoderada, alienada y marginalizada del desarrollo del proceso (2003: 345).

Es difícil leerla sin asumir que el colapso de la operación podría haberse evitado si se hubiese dado una total satisfacción a las demandas del padre Pule y sus «guerreros». Dejemos a un lado, por mor de la continuidad del argumento, el hecho de que esa conclusión hubiera supuesto casar la sentencia judicial que rechazaba las peticiones del padre Pule y reconocía el derecho de los arrendatarios y concentrémonos, una vez más, en las consecuencias de esta teoría del empodera-

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miento. Sofield tiene derecho a creer que su conclusión es coherente con el postulado de dar a los factores ecológicos y culturales una prima sobre los económicos. También de pretender que el caso de Anuha es un ejemplo de la necesidad de extremar las precauciones para preservar los derechos de las comunidades indígenas desposeídas. También es libre de creer que las comunidades nunca pueden cometer errores. Lamentablemente, los testarudos factores económicos entran por la ventana cuando se ven expulsados por la puerta y amenazan con convertir el abrazo compasivo de Sofield a los desposeídos en otro de asfixia letal. Como él lo reconoce, tras el conflicto, no resultó fácil para las Salomón recobrar la confianza de los inversores turísticos, privando así a los nativos de unos ingresos más bien necesarios —la prima que uno tiene que estar dispuesto a pagar cuando permite que compasión/factores culturales/corrección política toman el asiento del conductor en asuntos teóricos—. Uno, además, se pregunta si la conclusión de Sofield hubiera sido la misma si el padre Pule y sus «guerreros» hubiesen sido una banda de destripaterrones —rednecks; para evitar herir sensibilidades, utilizamos el término aquí en el sentido de Cowlishaw (1999)—, como los torturadores de Priscilla, Reina del Desierto. A la postre, uno acaba por comprender la insistencia de Sofield en postular una relación causal entre empoderamiento y sostenibilidad. Porque si no se postula no hay forma de demostrarla con un mínimo de lógica. El de Sofield no es el único ejemplo de cómo el amor apasionado por la idea de comunidad puede llevar a olvidarse de sus verdaderos componentes y a despreciar sus intentos por tomar su destino en sus propias manos. Algunos antropólogos se sienten tan desbordados por su embeleso con una determinada comunidad que acaban por negarle el derecho de elegir. El empoderamiento puede aceptarse mientras que los locales no insistan en tomar sus propias decisiones y no se resistan a seguir los consejos de los académicos. Eso es al menos lo que uno deduce de la lectura de un trabajo de Pi-Sunyer, Brooke Thomas y Daltabuit (2001) sobre los mayas de Cancún. Su tema es el crecimiento del turismo en la península mexicana de Yucatán y sus costes para la población local, aunque inmediatamente solo se considere bajo esta rúbrica a los indígenas mayas. El crecimiento del turismo ha tenido consecuencias más bien duras para ellos, se nos informa, especialmente cuando la mayoría de los vacacionistas, atraídos por el viejo reclamo de sol y playa o el más moderno de las nuevas ofertas ecológicas, no tienen la menor idea de lo que están causando en torno a sí. Las nuevas fuerzas económicas y culturales marginan a los restos de la etnia maya, hasta el punto de convertirlos en una minoría dentro de su propio país.

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Los nuevos enclaves de marginalidad que ocupan tienen poco en común con su vida campesina tradicional en comunidades aisladas y homogéneas caracterizadas por un fuerte sentimiento de solidaridad. ¿Es ese el resultado del rápido desarrollo turístico que comenzó en los setenta en torno al entonces pintoresco pueblo de pescadores de Cancún, en el Estado de Quintana Roo, y que ha atraído hasta dos millones de turistas anuales en los noventa? Sí y no, dicen los autores. Empecemos por el no. La marginalización de los mayas del Yucatán comenzó mucho antes de que el primer turista pusiese los pies en la zona, y sus hermosas playas reconocen pero no explican cómo se desarrolló el proceso. En unas sumarias alusiones a la guerra de las Castas (1847-1855) y sus secuelas hasta 1901, los autores se limitan a apuntar que los mayas se enfrentaron con el ejército mexicano, como si este último fuera un fantasma, actuase en el vacío y no hubiera estado legitimado por la a la sazón muy popular ideología de la construcción nacional o por los criollos y los mestizos no mayas que ocuparon las áreas costeras y traían consigo nuevas formas de producción. Por debajo del conflicto político se extendía otro social y económico que enfrentaba a esos dos grupos con los mayas. Los mayas perdieron la guerra, entre otras cosas, porque su técnica de corta y quema para abrir campos al cultivo exigía una agricultura extensiva que era ineficiente y se ajustaba mal con la economía más compleja que traían los forasteros (Dumond, 1997; Reed, 2001). El comienzo de la marginalización de los mayas, pues, se adelantó en muchas lunas al desarrollo turístico de la región. Sin duda, este último ha dejado su huella. La demanda de nuevos centros de vacaciones y de servicios turísticos atrajo a muchos buscadores de empleo que a menudo desplazaron a la antigua fuerza de trabajo, en parte porque las políticas de empleo discriminaban contra los indios y, en parte, porque muchos de los recién llegados tenían mejor entrenamiento y eran más diestros que los mayas en los servicios requeridos por la nueva economía turística. Los mayas tuvieron así que enfrentarse con la dura suerte que aguarda a quienes, por la razón que sea, se quedan atrás en tiempos de rápidos cambios o, con jerga evolucionista, se resisten a adaptarse al nuevo entorno. Hay que reconocer crédito moral por ello a los autores, pero la superioridad moral pocas veces cambia las situaciones. Así, estos antropólogos parecen estar dispuestos a negar la persistencia de la economía de servicios y prefieren envolverse en un manto de nostalgia, aunque su narrativa muestra a menudo que no son esas las intenciones de los mayas. Estos o, más propiamente, muchos de ellos tiene una forma distinta de calcular costes y beneficios. Puede no resultarles fácil el pasar de la propiedad comunal del ejido al trabajo asalariado y muchos parecen resentirse. Pero, por otro lado, no parece haber en ellos nostalgia de la antigua agricultura de subsis-

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tencia de la milpa (cultivo comunitario tradicional del maíz). Entre quienes participaron en la encuesta de los autores, un 78 por ciento mantenía que las cosas no serían mejores sin el turismo. Pese a ello, los investigadores insisten en deplorar que las estructuras tradicionales de las comunidades mayas se estén viniendo abajo y que el consumismo haya permeado la vida social. Ni por un segundo se paran a pensar que los mayas no parecen ver un problema en ello. Pi-Sunyer, Brooke Thomas y Daltabuit se limitan a quejarse. La vestimenta occidental ha reemplazado los códigos indumentarios tradicionales; la medicina moderna y los fármacos comerciales han minado la autoridad de los curanderos mayas; los medios impresos y, sobre todo, la televisión son las nuevas fuentes de noticias y de entretenimiento; los mayas consumen Coca-Cola, Nestlé y otras marcas de alimentos bien conocidas en vez de seguir la dieta tradicional, que, según ellos, era más sana. Ni se les ocurre pensar que los vaqueros y las camisetas de algodón sean más baratos y más funcionales que los antiguos huipiles; que la medicina moderna tenga unos resultados muy superiores en combatir las enfermedades a las prácticas tradicionales (por cierto, ¿adónde van los autores cuando tienen una emergencia sanitaria, al curandero local o a la mejor clínica posible?); que las tortillas y los tacos listos para servir ahorran muchas horas de duro trabajo a las mujeres; que los alimentos de marca normalmente tienen un control de calidad superior al de los no marcados; o que los culebrones mexicanos puedan ser más entretenidos para muchos mayas que los relatos orales de antaño. En su sentido epitafio por la cultura maya hay sitio para todo menos para los mayas del Yucatán del presente. La cultura maya puede hablar con una sola voz nostálgica si uno pertenece a la misma tribu antropológica de Pi-Sunyer, Brooke Thomas y Daltabuit, pero los mayas de verdad parecen comprender bien que su suerte sería mucho peor si apostasen por los viejos tiempos que conmueven a esos autores. Los mayas del Yucatán parecen estar adaptándose a la modernidad de la misma manera y con los mismos problemas que muchos otros millones de personas en el ancho mundo. Eso puede no gustar, pero se hace difícil entender cómo podría contribuir a su marginalización. De hecho, los mayas parecen tener un claro sentido de la realidad. Saben que los viejos tiempos no van a volver, que tienen que adaptarse a las nuevas circunstancias y que es menester sacar el máximo partido a su escaso capital humano y tecnológico. Esa parece ser una mejor manera de superar la marginalización que negar los cambios —y las oportunidades— que acompañan a los nuevos tiempos. Los autores pueden afirmar, sin perder la compostura, que en México «el modelo de desarrollo de la segunda posguerra mundial ha mejorado escasamente el nivel de vida de la población» (2001: 128), pese a que las estadísticas del Banco Mundial y los indi-

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cadores de desarrollo humano de Naciones Unidas prueben lo contrario, pero no parece que los marginalizados mayas les crean. Puede que no lean esas cifras y otros memorandos arcanos, puede que se rebelen justamente contra las escasas oportunidades que les ofrece la nueva economía de servicios, pero saben que hoy se encuentran mejor que ayer. Uno no puede criticarles por no compartir la implícita presunción teórica de los autores de que la modernización y la nueva economía de servicios no son más que fábulas inventadas por algunas instituciones solo para seguir engañándoles y explotándoles mejor. Algo similar puede decirse de la obra de Jurdao (1979, 1990) sobre el pueblo malagueño de Mijas, que alcanzó cierta difusión en el mundo académico anglosajón gracias a los elogios entusiastas de Nash (1996). Según Jurdao, el desarrollo turístico español tuvo una serie de consecuencias sociales muy duras para muchos grupos, especialmente para los campesinos, que habían sido los tradicionales habitantes de las zonas costeras. Su cultura rural les dejó indefensos ante los nuevos empresarios extranjeros, que muchas veces actuaban en componendas con los tradicionales caciques locales. El fraude y la corrupción desencadenados por el desarrollo turístico diezmaron a la agricultura y convirtieron a los campesinos en albañiles. Jurdao seguía el proceso y sus supuestas consecuencias en el micronivel del pueblo de Mijas, una pequeña isla urbana en el seno de la Costa del Sol. Junto con Mallorca, la Costa del Sol fue la zona de mayor desarrollo del TMM extranjero durante los sesenta y setenta. Antes, Mijas había sido otro soñoliento remanso en una zona mayormente campesina. Como la mayor parte de Andalucía, desde mediados del XIX se había visto desgarrada por los conflictos entre braceros y terratenientes similares a los descritos por Brenan (1990). Luego de la Guerra Civil y bajo la dictadura del general Franco, la villa parecía estar llamada a reproducir desigualdad y pobreza, como lo había hecho durante largas etapas históricas. Fue entonces cuando llegaron las masas de turistas extranjeros y, con ellas, la investigación de Jurdao —véase Aramberri (2009) para un tratamiento más completo—. En los años anteriores al turismo de masas, aparceros y braceros representaban la mayoría social, que no conseguía ganar lo suficiente para alimentar con su trabajo a sus familias. Sin embargo, a finales de los cincuenta la construcción de nuevos hoteles y edificios de apartamentos en la costa requería una fuerza de trabajo creciente y ofrecía nuevos empleos a los campesinos de las zonas circundantes como Mijas. El orden tradicional comenzó a quebrar. Según Jurdao, pueblos que se habían desarrollado más o menos armónicamente durante siglos, todos ellos orgullosos de su cultura y de su identidad, se vieron desplazados por urbanizaciones ajenas a ese mundo antiguo y, en muchos casos, los campesinos

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vendieron sus tierras por muy poco pensando que hacían un gran negocio. Los daños a la sociedad tradicional no se detuvieron en el terreno económico. «La familia campesina se rompió por causa de la división del trabajo introducida en unos pocos años por el desarrollo turístico» (1990: 199). Mijas se convirtió en una sociedad dual. Por un lado, estaba la población autóctona española de braceros y campesinos; por otro, las urbanizaciones con sus villas y bungalows habitados por extranjeros que habitualmente tenían un nivel de vida superior al de los locales. El proceso, decía Jurdao, se desarrolló con la complicidad del Gobierno español durante el régimen franquista y bajo los gobiernos democráticos que le siguieron. Desde Madrid, la Administración española trataba a las ciudades turísticas de la costa mediterránea como a otras tantas colonias, permitiendo que la colonización avanzase sin cuidarse de defender a las comunidades locales, de evitar la desaparición de los pueblos españoles o de limitar la venta de tierras a los extranjeros a precios de saldo. Entre los académicos anglosajones, Nash ha insistido en que las quejas de Jurdao constituyen un verdadero proceso al turismo y a su dinámica imperialista (1996). En un análisis final, empero, el primer motor del argumento de Jurdao no es una evaluación de los intereses nacionales en unos tiempos de creciente integración internacional, sino una elegía por el fin de la sociedad rural y el antiguo orden comunitario. El autor no se interesa por comprender las causas del fenómeno ni por darle una explicación adecuada. Según él, los actores españoles, especialmente los braceros y los campesinos pobres, se equivocaron en su elección de cambiar sus comunidades tradicionales por las engañosas ventajas de las nuevas ciudades. El porqué no le interesa, aunque podría haber hallado sus razones leyendo lo que él mismo escribía. Muchos de los campesinos de la vieja Mijas eran incapaces de proveer a las necesidades de sus familias. El hambre, la muerte a edades jóvenes y la pobreza eran su pan de cada día. Al dejar sus tierras en manada hacían ver que para ellos el antiguo orden era el peor de los males posibles. Incluso con sus escasas cualificaciones, la construcción y la industria turística les ofrecían mejores oportunidades que trabajar interminables días de miseria en el campo. Para la mayoría fue una opción voluntaria. Nada forzó a los mijeños a vender sus tierras o, en el caso de quienes no las tenían, a abandonar el pueblo, excepto el deseo de una vida mejor en sitios donde hubiera buenas escuelas y buenos cuidados sanitarios. El ensalzado orden tradicional comunitario les parecía menos conveniente que el nuevo, así que se pusieron a votar con los pies. Eso es algo que Jurdao, Sofield o Pi-Sunyer y otros muchos coleccionistas de estudios de casos prefieren no mentar. Por debajo de su vocabulario comunitarista se hace sentir un viejo populismo que se resiste a morir. Todos

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ellos comparten la ilusión de la superioridad moral de la sociedad rural sobre la modernidad y no quieren entender las razones económicas que han llevado a tantos campesinos en el ancho mundo a elegir el trabajo asalariado y la vida urbana por encima de la comuna campesina. Para ellos, esas cosas son nada más que del interés de los contables, no argumentos válidos. Si la comuna campesina sufre por causa de los fines inalcanzables que ellos le proponen, que le den pasteles.

¿Qué clase de sostenibilidad? El interés por la sostenibilidad tiene antepasados ilustres y uno de sus promotores modernos fue Thomas Malthus. Malthus anunció a sus contemporáneos un choque inminente entre el crecimiento de la población y la creciente incapacidad de la agricultura para alimentar a las nuevas generaciones. La profecía se ha revelado sosteniblemente errónea por más de doscientos años y ha pesado como una losa sobre sus seguidores. Sin embargo, uno no puede negar que Malthus puso el dedo sobre uno de los miedos ancestrales que atenazan a los individuos y a las sociedades: que todo lo que hayamos podido alcanzar de bienestar presente puede colapsar en el futuro debido a acontecimientos imprevisibles o por la ignorancia culpable de negar amenazas reconocibles como el crecimiento de la población. Por mucho que se discutan sus causas, el imperio romano no dejó de venirse abajo, ni lo hicieron las dinastías Tang y Song en China, las ciudades mayas de Mesoamérica, la cultura de Rapa Nui (isla de Pascua) y otras muchas (Diamond, 2005). Los antiguos griegos y los romanos prevenían del poder de la suerte (Tyché, Fortuna), es decir, del cambio; en el Japón Heian pasaban su tiempo considerando la fugacidad de la vida humana; y, más cerca de nosotros, Urry y seguidores hablan de movilidades en agitación perpetua (2000). Todos ellos recuerdan la jindama malthusiana cuando tratan de evitar con el recurso a la sostenibilidad la reacción del optimista cuando un colega pesimista le recordaba que sus problemas no podían empeorar más: «por supuesto que pueden». El interés recientemente renovado por la sostenibilidad puede rastrearse en la publicación de Los límites del crecimiento, un libro encargado por el Club de Roma en los primeros setenta (Meadows et al., 1972). El estudio insistía en las amenazas a los recursos naturales entonces existentes que representaba el aumento de la población tras la Segunda Guerra Mundial y en la necesidad de controlar un crecimiento económico desbordado. Similares cavilaciuones se abrieron paso con otras contribuciones pronto populares (Carson, 1962; Nordhaus y

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Tobin, 1972; Schumacher, 1973; Singer, 1979) que iniciaron un intenso debate aún no concluido. En suma, la noción de sostenibilidad se ha puesto de moda y hoy se habla de desarrollo sostenible, edificios sostenibles, comida sostenible y hasta de modas sostenibles, aunque muchas veces no quede nada claro qué quiere decirse con el adjetivo. La noción básica de sostenibilidad es la del mencionado Informe Brundtland, que la definía como la satisfacción de «las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para colmar las propias» (WCED, 1987: 6). Nacida como otras tantas definiciones precautorias de la necesidad de evitar un mal previsible, la sostenibilidad se ha adosado a lo largo de los años a otro problema: el calentamiento global o, con la expresión más en boga hoy, el cambio climático. El desarrollo económico no solo consume demasiados recursos limitados, sino que ha desencadenado algunas tendencias que amenazan el entorno natural y, eventualmente, la propia vida humana en el planeta. Ese es el espectro que acaba de reemplazar entre nuestros contemporáneos a otro que había sido jubilado hace tiempo, el del comunismo que conjuraran hace casi doscientos años Marx y Engels. Como todo fantasma que se precie, este sobrecoge hasta a observadores de nervios templados porque nadie sabe lo que trae bajo la sábana. ¿Podría ser acaso la inminente extinción de la vida humana? Si se trata de este asunto, las noticias no pueden ser buenas. La vida humana no es sostenible. Un día el sol desaparecerá. Mientras tanto, a medida que se convierta en una enana blanca, irá engullendo a la tierra. Un día, lo que quede, si es algo, de Nínive, Jerusalén, Alejandría, Roma, Chang’an, Kioto, Estambul, Nueva York y San Francisco, y hasta de Pontoise y de Vitigudino, desaparecerá sin que quede nadie para narrar la memoria del tiempo perdido. Algunos optimistas esperan que, antes de eso, algún Armagedón se llevará a todos los humanos, pasados, presentes y futuros, a otro mundo, sea este lo que fuere. Algunos escatólogos han tratado de ser más precisos y han puesto fechas diferentes al éxtasis (rapture en inglés) que separará a los buenos de los malos, algunas de las cuales han pasado, lamentablemente, sin consecuencias dignas de mención. No sabedores de la posterior intolerancia de los poscolonialistas, algunos teólogos budistas hablaban de que Buda pensaba que el futuro paraíso estaba en el oeste, aunque no se ponían de acuerdo sobre si el oeste era el barrio oeste de Manhattan, California o alguna isla del Caribe. En cualquier caso, las malas noticias no desaparecen. El planeta está condenado y los humanos habrán de vivir para siempre en otro sitio, si es que pueden encontrarlo. Pero todo tiene su lado bueno. El sol que ha hecho posible la vida humana ha estado ahí durante muchos millones de años y se espera que siga alumbrando al menos por otros tantos, así que queda mucho hasta que llegue una lucha

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final que ni nosotros ni ninguno de nuestros descendientes inmediatos llegaremos a ver. ¿O tal vez no? La idea de que el fin de la vida humana pueda estar más cerca de lo que pensaríamos ha aumentado el número de sus partidarios en el pasado reciente. Si no encuentra solución a tiempo, el aumento antropogénico de la emisión de gases invernadero (Green House Gases, o GHG en inglés, cuyo acrónimo —y otros muchos— se seguirá usando en esa lengua para no hacer aún más complicada la sopa de letras climática) puede acarrear el fin de la vida humana en el curso de unas pocas generaciones o, al menos, la haría más penosa y conflictiva de cuanto ha sido recientemente. Las estimaciones sobre cómo de fatal o de repentino puede ser el desenlace, así como sobre las medidas para frenar o mitigar el peligro, varían, pero la amenaza se cierne sobre todas las actividades humanas, incluyendo el turismo y los viajes. Todo esto añade un matiz de urgencia a la discusión sobre cómo el turismo puede afectar a la sostenibilidad y al cambio climático y ha ampliado el horizonte discursivo de su tribu académica. Lo que en el pasado se limitaba a ser una discusión provinciana sobre las alternativas al turismo de masas ha ganado hoy en dimensiones y solemnidad. Ahora no solo peroramos sobre la banalidad de los consumidores y los beneficios de las empresas; ahora se trata de salvar a la humanidad o, según aquellos que creen en la necesidad de que pague por sus excesos para con Gaia o la Pacha Mama (no quedan muy claras las diferencias entre una y otra), al dejar un planeta habitable para otras especies más respetuosas que habrán de suceder a la humana. La vocación de los investigadores turísticos ha ganado, pues, en prosopopeya y asistimos a discusiones verdaderamente importantes que poco tienen que ver con las anteriores, tan alicortas. En cierta medida, eso debería satisfacer al autor de este libro, que ha clamado por la introducción en el universo académico del turismo de la economía política y de la historia social. Lamentablemente, las cosas no son tan halagüeñas, porque ahora se nos pide que nos las tengamos con cuestiones con las que muchos de nosotros solo tenemos escasa familiaridad. La disonancia entre los poncios que aseguran saber qué va a pasar exactamente con el cambio climático y cuáles son los verdaderos parámetros de la sostenibilidad, por un lado, y la opinión académica y del público en general, por el otro, no ha hecho sino crecer. Inicialmente hay que culpar a la nueva jerga. Permacultivos, tecnologías verdes, los tres pilares (ni uno más ni uno menos, como en la trinidad cristiana o en la trimurti hindú) de la sostenibilidad, la fórmula I-PAT, el análisis de ciclo vital, la contabilidad por partida triple, el índice Planeta Feliz, la huella ecológica comparativa, la niebla fotoquímica, el albedo, la evaposudoración, la sodificación, la tala acuosa, no son sino una pequeña lista de la jerga rápidamente

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creciente que se expresa en lugares como Wikipedia (2010b), que se ha elegido como ejemplo por ser la primera instancia a la que recurren muchos investigadores y público en general y que se complica con el filtro catastrófico con que lo colorean medios y blogueros. No hay que ser especialista en los usos de las cadenas americanas de televisión para saber por qué sus presentadores aparecen más satisfechos cuando pueden abrir el telediario con una calamidad, generalmente exagerada. La audiencia sube. Incluso científicos serios no se resisten a añadir su propia dosis de infortunio. Posiblemente convencidos de que más vale errar por el lado de la precaución al discutir asuntos «serios», muchos se entregan sin moderación a esa narrativa. La posición de la OMS (Organización Mundial de la Salud) ante los primeros casos de la llamada gripe porcina (cepa gripal a/H1N1) fue un buen ejemplo. Desde que se la declaró una pandemia en 2009 (la primera vez que se hacía desde la de otras enfermedades en más de cuarenta años), todo el mundo pensaba que iba a ser una catástrofe equiparable a la de la llamada gripe española de 1918-1920, que infectó a un tercio de la población mundial y se consideró causa de muerte para 50-100 millones de fallecidos (Barry, 2004). La decisión de la OMS fue posteriormente criticada por su falta de transparencia, por despilfarrar grandes sumas de dinero público y por provocar una alarma injustificada (AFP, 2010). Se acepten o no esas críticas, es indudable que la decisión de la OMS se sacó de quicio por los esfuerzos de los medios (Stephens, 2009). Una disonancia similar aparece a menudo entre los periodistas que tratan del cambio climático y sus eventuales consecuencias. Aun cuando su presentación inicial en las revistas académicas se haga de forma equilibrada (lo que no es siempre la norma), su eco en los medios suele reflejar con especial crudeza los rasgos más temibles. De nuevo: una audiencia aterrorizada escucha con mayor atención. La discusión del cambio climático ha sido liderada por el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC por sus siglas inglesas), una agencia establecida por el Programa Medioambiental de Naciones Unidas (UNDP) y la Organización Mundial de Meteorología (WMO) «para proporcionar al mundo una visión claramente científica sobre la situación actual del cambio climático y sus eventuales consecuencias ambientales y socioeconómicas» (IPCC, 2010). El IPCC recibió un apreciado galardón cuando la Fundación Nobel le concedió el Nobel de la Paz en 2007, junto al anterior vicepresidente de Estados Unidos, Albert Gore. La contribución del IPCC a la discusión del cambio climático se hace por medio de unos Informes Evaluativos (AR), de los que hasta 2010 se habían publicado cuatro, AR1 (1990) a AR4 (2007). Los AR recogen lo que se considera

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ser el consenso de los científicos sobre aspectos diferentes del cambio climático, sus tendencias y su posible evolución. El grado de confianza en los datos contenidos en los AR varía según las diferentes áreas analizadas y la agencia anuncia su opinión sobre el grado de aceptación de esa fiabilidad. El escenario guía del IPCC considera que las temperaturas promedio han estado en aumento desde la mitad del siglo XIX. Una situación que deriva de la concentración creciente de GHG en la atmósfera. El nivel de CO2 ha pasado de doscientas partes por millón (ppm) en la fecha inicial a trescientas ochenta ppm hoy. El nivel actual de GHG es superior al de los 650 000 años anteriores y la mayoría de los modelos muestran que un aumento que doble el nivel de los GHG en la etapa preindustrial acarreará una subida de las temperaturas globales entre cuatro y siete grados Farenheit, en tanto que algunos modelos predicen que podría ser superior a eso. Un amplio consenso acepta que el cambio es antropogénico, es decir, debido a la acción humana. A partir de estos datos iniciales, el IPCC detalla sus efectos esperables, generalmente calamitosos, en numerosas áreas de actividad hasta el final del siglo XXI. La discusión de los datos del IPCC desborda los límites de este libro. A finales de 2009 se publicó en internet una colección de correos electrónicos y documentos de la Unidad de Investigación sobre el Cambio Climático de la Universidad de East Anglia (Gran Bretaña). Esa Unidad de Investigación había tenido un importante protagonismo en los AR del IPCC y algunos de los mensajes intercambiados por sus miembros podían ser interpretados como otros tantos intentos de acallar o silenciar las opiniones de otros científicos que se mostraban más escépticos sobre el cambio climático. El Comité de Ciencia y Tecnología de la Cámara de los Comunes británica y un panel científico creado por la Universidad de East Anglia investigaron el asunto y no encontraron indicios de mala fe en los trabajos de su Unidad de Investigación, pero criticaron algunos de sus procedimientos de trabajo (Wikipedia, 2010c). El incidente, bautizado como Climategate por algunos medios, no se trae a colación para lanzar dudas poco serias sobre la existencia del cambio climático, sino para mostrar que a menudo la discusión de asuntos altamente conflictivos se tiñe con las pasiones despertadas por la prepotencia, y no menos con el enorme caudal de dinero y prestigio que les circunda. Ninguno de esos ingredientes se echa a faltar en este asunto. Lo verdaderamente preocupante aquí y en mucha de la discusión sobre cambio climático (incluyendo sus ramificaciones turísticas) es el fervor religioso que profesan, sobre todo, los defensores de la posición mayoritaria. El ambientalismo tiene para ellos un significado similar al de una identidad tribal que no tolera dudas sobre sus creencias, incluso sobre las menos significativas.

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Como decía Paul Rubin, de la Universidad Emory, en una discusión sobre el incidente anterior, para los defensores del cambio climático, «los escépticos no son solo gente que desconfía de las pruebas aportadas, sino malvados pecadores. Probablemente, yo no escribiría este artículo si no fuera profesor vitalicio» (2010). Muchos piensan que las ideas viven en un mundo especial y autónomo, pero las ideas tienen consecuencias (Weaver, 1984) y aquí pueden encontrarse algunas. La matriz posmoderna (capítulos 1 y 3) ha tratado de desprestigiar de muchas formas la noción de que ciencia y política deben ser mantenidas por separado tanto como sea posible. En el seno de la profesión académica actual (especialmente en las ciencias sociales) se ha convertido en una cuestión crucial la creencia de que la ciencia no solo tiene que discutir los pros y contras de los diferentes argumentos, sino que debe hacerlo de forma que mejore las oportunidades de los pobres, de los oprimidos; en suma, del Otro (quienquiera que este sea en la definición preliminar). Como se ha hecho notar, la crítica pomo a los juicios de valor finalmente se resume en la creencia de que solo aquellos que coinciden con la opinión mayoritaria tienen derecho a la vida. Incluso técnicas inicialmente «objetivas» de control de calidad del trabajo científico, como las revisiones de colegas basadas en informes ciegos por partida doble, han acabado por facilitar esa tarea. Como la mayoría de los revisores comparte unas mismas actitudes prepotentes, las posibilidades de que puedan expresarse opiniones divergentes tienden a disminuir y aumenta la presión para que se escriba lo que conviene decir. No se entiende que las ideas mayoritarias no puedan gozar de un estatus especial de sabiduría, especialmente en asuntos complejos. Sin embargo, por poner un ejemplo llamativo, en 2007, el consenso del Fondo Monetario Internacional coincidía en que las turbulencias financieras experimentadas por la economía global habrían de pasar sin mayores consecuencias. Ya sabemos lo que sucedió un año después. Por no hablar del más mundano pero no menos inquietante colapso anunciado de los ordenadores en el año 2000. El consenso sobre su probabilidad parecía bastante alto. Los datos del IPCC y sus consensos no están libres de semejantes peligros. No solo pueden contener errores (como la predicción de que los glaciares del Himalaya se habrían fundido en 2035); el problema es su marco institucional. ¿Por qué? El IPCC comparte la legitimidad de Naciones Unidas, pues es una creación de su Programa Ambiental (UNEP) y de la Unión Meteorológica Mundial (WMO), dos agencias de Naciones Unidas. ¿Podría alguien pedir más? Si uno estima que los comités burocráticos no son los mejores jueces a la hora de decidir sobre el valor de una serie de datos, vaya si podría. Lo mejor de Naciones Unidas es su ejecutoria, por otra parte no siempre brillante, en lo tocante a

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resolución pacífica de conflictos internacionales, que fue y es aún la razón principal de su existencia. En contra del título de la obra de Paul Kennedy (2007), las Naciones Unidas no son el parlamento del hombre (sic). Los parlamentos son órganos elegidos democráticamente; la Asamblea General, por el contrario, se limita a incluir a los representantes legales de sus países miembros, sean democráticos o no. La mayoría no lo es. Según Freedom House, una ONG que sigue la evolución de la libertad política en el mundo, en 2010 solo 89 de ellos pueden ser considerados libres. El resto son o parcialmente libres (62) o no libres (42); sin embargo, la mayoría son miembros de Naciones Unidas. A lo largo de los años, Naciones Unidas ha creado un gran número de agencias especializadas en diferentes campos y estas, a su vez, han dado origen a una tupida red de subagencias, programas, apparatchiki internos y consultores externos que diseñan y desarrollan estudios, proyectos y consensos. El IPCC es uno de ellos. Uno puede entender, aunque no disculpar, que esperar de los gobiernos que recorten toda esa ostentosa parafernalia sería ingenuo. Sin embargo, eso no debería cegarnos para entender las fuerzas que guían a las instituciones burocráticas y a sus comensales: todas ellas tienden a operar de acuerdo con las metas que se presumen quieren alcanzar quienes les pagan. En el caso de Naciones Unidas, los gobiernos, democráticos o no, que contribuyen al mantenimiento de la red con los impuestos que pagan sus ciudadanos. Uno de esos fines es convertir a las agencias internacionales en cajas de compensación para transferir fondos de la tesorería de Naciones Unidas o de sus donantes a proyectos en países escasamente desarrollados (Easterly, 2007). Así pues, cuanto más serios parezcan los problemas que se disponen a tratar, tanto más dinero estarán dispuestos a contribuir aquellos a estos. Hay un interés cierto, aunque no siempre explícito, por parte de las burocracias internacionales en que los problemas que tratan sean grandes, grandísimos, inabarcables, y la eventual extinción de la humanidad parece ser un buen candidato para ello. La grandiosidad de sus problemas ayuda a los burócratas a conseguir otros de sus fines no explícitos: la ausencia de controles externos. ¿Quién podría atreverse a discutir los caudales que se gastan y la forma en que lo hacen cuando los riesgos potenciales exceden con mucho lo imaginable? Uno, por su parte, estaría más dispuesto a dar crédito a los consensos científicos de instituciones burocráticas como el IPCC si operaran fuera de ese bucle burocrático. Eso haría a sus conclusiones menos proclives a ser puestas en cuestión. Esas son algunas de las razones por las que uno debería descontar del consenso científico la cuota parte, no fácilmente cuantificable, de los intereses que le circundan. Eso es lo que Lomborg ha propuesto en varias ocasiones (2001, 2007, 2009) con su idea de enfriar las tórridas exigencias de la narrativa del

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cambio climático. Enfriarlo todo debería ser el primer mandamiento del razonamiento científico. Para evitar que el espectro del calentismo siga matándonos a sustos, deberíamos explorar una a una todas sus dimensiones, ambientales y económicas, en vez de aterrorizarnos. Como este libro no reivindica autoridad alguna sobre lo primero, será mejor recordar alguna de las ideas de Lomborg y el Centro del Consenso de Copenhague, así como de otros científicos dispuestos a mirar debajo de la sábana fantasmal. No se trata de negar que exista el cambio climático; solo de plantear dudas, como es nuestro querer y nuestro derecho, sobre los agoreros y sobre sus predicciones apocalípticas. Su lenguaje hace imposible cualquier clase de diálogo sensato sobre políticas y opciones globales […] Por supuesto, si las terribles descripciones del calentamiento global fueran correctas, deberíamos concluir que darles primacía sería también lo correcto, pero […] el calentamiento global no es nada de eso. Es solo uno —solo uno— de los muchos problemas con los que tendremos que habérnoslas a lo largo del siglo XXI (Lomborg, 2007: locs. 1581-1608).

Los agoreros suelen incluir en la misma narrativa todo un conjunto de problemas con causas y efectos diferentes. Muchos de los problemas con los que la humanidad se enfrentará no provienen del calentamiento global. Los países menos desarrollados, por ejemplo, dependerán más de importaciones de alimentos de los desarrollados, pero eso se debe al aumento de la natalidad y a la menor cantidad de tierras arables en esas partes del mundo. El argumento básico de los calentólogos olvida que muchos procesos sociales tienen, como Jano, una doble cara. Por ejemplo, el calentamiento global causará mayor número de muertos por olas de calor, pero disminuirá el número de los que mueren de frío, que es mucho mayor. Finalmente, el lenguaje apocalíptico no permite acomodar las medidas relativamente baratas que pueden ayudar a superar las calamidades anunciadas. El nivel del mar subirá, como lo ha hecho desde 1850, pero eso no quita para que la superficie terrestre que se ha perdido desde entonces haya sido mínima. «Con el calentamiento global, el ascenso del nivel del mar hará que mucha gente sufra inundaciones —si las cosas no cambian—. La crecida de unos treinta centímetros en el nivel del mar hará que cerca de cien millones de personas vean sus hábitats inundados todos los años. Esos son los números que habitualmente se esgrimen, pero por supuesto se olvida por completo que las sociedades se prepararán para ello. Si han sobrevivido en los pasados ciento cincuenta años a pesar de su relativa pobreza, es probable que sigan haciéndolo y con mayor eficacia a medida que se tornen más ricas» (2007: locs. 888-919).

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Para bien, o mejor para mal, el factor humano cuenta poco para la literatura calentista. La cuestión no es si debemos esperar un aumento de las temperaturas globales durante este siglo —posiblemente así será—. Lo que importa, empero, es prepararse para sus efectos previsibles y cómo combinar su limitación con los demás problemas que los humanos tendrán que enfrentar en ese tiempo. Lo que tenemos que entender es que aunque el aumento de CO2 cause calentamiento global, con simplemente cortarlo no habremos avanzado mucho en la solución de los problemas globales. Desde la supervivencia de los osos polares hasta la pobreza podemos hacer las cosas mejor con otras políticas. Eso no significa que debamos permanecer inactivos ante el calentamiento global, sino simplemente caer en la cuenta de que las reducciones rápidas y masivas del carbono serán costosas, duras de aguantar y políticamente divisivas, además de que acabarán por significar pocas diferencias tanto para el clima como para la sociedad. Más aún, esa meta probablemente nos desviará de otras con las que podemos hacer mejores cosas para el mundo y para el medio ambiente (2007: locs. 1487-1517).

La lucha contra el calentamiento no vendrá sin costes, así que conviene considerar cuál es el resultado de la cuenta. El primer Protocolo de Kioto solo hubiera reducido el calentamiento en un 0,3 por ciento a un coste de 34 centavos por cada dólar gastado (Lomborg, 2007). Si eso es así, estaríamos ante un negocio ruinoso. Hay algunas estimaciones de gasto recientes. El Informe Stern sobre la Economía del Cambio Climático (SR) lo preparó en 2006, a instancias del Gobierno británico, Nicholas Stern (más tarde nombrado Lord Nicholas Stern of Brentford), director del Servicio Económico del Gobierno y antiguo economista jefe del Banco Mundial (OCC, 2010). La edición impresa del SR tiene 692 páginas (Stern, 2007), que se proponen estudiar a fondo el asunto (las citas en este texto siguen la edición digital de 2006). Los AR del IPCC y el SR cubren un terreno similar, con el IPCC proveyendo la ciencia básica del segundo. Sin embargo, no coinciden en sus metas. Mientras que el IPCC aspira a ofrecer un digesto de consensos de la literatura científica mayoritaria en su área de trabajo, SR es, ante todo, un repaso a las políticas y a los costes de mitigación del cambio climático. ¿Cuáles serían las eventuales consecuencias de mantener una posición de limitarse a contener el nivel actual de emisiones de GHG, es decir, lo que en la jerga del SR se llama Business as Usual (BAU en adelante)? Nuestra estimación es que el coste total de mantener el BAU por los dos próximos siglos de eventual cambio climático presagia impactos y riesgos equivalentes a una re-

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ducción del consumo global per cápita de, al menos, un 5 por ciento ahora y en el futuro (Stern, 2006: x).

Aun así, se dice en el mismo pasaje, esta estimación va por lo bajo debido a que los impactos «externos al mercado» del cambio climático (sobre el ambiente y sobre la salud humana) podrían subir esa ratio hasta un 11 por ciento. Más aún, podría llegar al 14 por ciento si se añaden los bucles «positivos» que puedan deberse a la emisión de otros GHG distintos del dióxido de carbono. Esa bajada del consumo, por lo demás, no se distribuiría de igual forma y su mayor peso caería sobre las regiones más pobres del mundo. Si se toma todo esto en cuenta, la pérdida media de capacidad global de consumo podría ser del 25 por ciento. Si las emisiones anuales se mantuviesen en los niveles actuales, el aumento de 4-7º F podría alcanzarse a mitad del siglo XXI. El clima es un bien público, es decir, algo que beneficia tanto a los que pagan por su mantenimiento como a los que no. El cambio climático es una externalidad, es decir, un coste impuesto al mundo y a las futuras generaciones pero no directamente afrontado por quienes lo generan. «En suma, tiene que considerarse como un fracaso del mercado de inigualada envergadura» (2006: 25). Adicionalmente, sus efectos no son solo locales. Una unidad marginal de daño afecta a todos sin considerar de dónde proviene. De esta forma, el cambio climático plantea un problema global y su solución debería considerar algo que podríamos llamar imperativos éticos globales. «El análisis de políticas no puede evitar tener que habérselas directamente con los difíciles problemas que van a aparecer» (2006: 28). Stern se aparta voluntariamente del «estudio de consecuencias» o consecuencialismo que usan a menudo los economistas convencionales. La perspectiva estándar de los economistas del bienestar no tiene sitio, por ejemplo, para las dimensiones éticas referentes a los procesos por los que se producen las consecuencias […] Decidir qué valores han de aplicarse es difícil en las sociedades democráticas y no siempre es consistente con las posturas éticas basadas en derechos y libertades. Esa postura alternativa tiene a su favor el ser clara y simple […] Sencillos experimentos mentales pueden medir el tratamiento de las diferencias salariales en la función de bienestar social. Por ejemplo, supongamos que el ejecutivo tiene que considerar los posibles resultados de dos políticas diferentes. En el segundo de ellos, una persona pobre recibe una renta X dólares más que en el primero, y una persona rica Y dólares menos; ¿cuánto mayor que X tiene que ser Y para que el Gobierno decida que el segundo resultado es peor que el primero? (2006: 30).

Si esto suena a un mapa paretiano de indiferencia es porque lo es. Lamentablemente, ni Pareto ni James Buchanan pensaban que esos mapas pudiesen resol-

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ver de un solo golpe semejantes dilemas básicos, éticos y políticos, porque la función de utilidad social puede que sea medible, pero no se ha inventado aún ningún aparato que haya conseguido medirla. Cuando Stern trata de ser más concreto, el lector no sale mejor parado. Tras haber despachado su solución a la función de bienestar social, Stern introduce la de descuento. Para él, esto último está emparentado con algo que ya habíamos encontrado en el Informe Brundtland, es decir, que la definición de sostenibilidad tiene que incluir las perspectivas y las decisiones de las generaciones futuras. Si no tuviésemos en cuenta el largo plazo, «el cambio climático se vería como un problema mucho menor» (2006: 33). Apostar a favor de la precaución puede evitar un error descomunal; nuestras sociedades deberían ver esa apuesta como una prima de seguro pagada en nombre de las generaciones futuras. Ni Brundtland ni Stern explican de cuántas generaciones se trata o de cómo podemos hacer cuenta de sus necesidades y, menos aún, de sus decisiones futuras. De nuevo, y es aún más lamentable que en el caso del dispositivo de la función de utilidad social, aquí sí que existe un instrumento bastante usado, que es la bola de cristal, pero, por desgracia, es poco fiable. Se diría que Brundtland y Stern tuvieran un don para la percepción extrasensorial no fácilmente atribuible a la condición humana. No viene de más en este punto un contrafactual: ¿habría existido alguna vez la revolución industrial si la gente del siglo XVIII hubiera conocido y aceptado las ideas de estos autores? ¿Estaría la humanidad mejor de no haber sucedido aquella? Por lo que hace a la prima de seguro, uno duda de que nuestros descendientes no considerasen que pagar un precio excesivo en su nombre —tan alto que pudiera arruinar mucho de su bienestar futuro— no habría sido sino un acto de prodigalidad y/o un desatino. Cerrada la cuenta de la ética llega la factura. En suma, un modelo de simulación demuestra que los costes dependen del diseño y de la aplicación de las políticas, del grado de flexibilidad de las políticas globales y de si, o no, los gobiernos lanzan los mensajes adecuados a los mercados y obtienen la mejor composición de sus inversiones […] Para poner el coste en perspectiva, los efectos estimados de políticas, incluso ambiciosas, de cambio climático se estiman limitados —en torno al 1 por ciento o menos del producto nacional y mundial, promediado sobre los próximos 50-100 años— siempre que los instrumentos de esas políticas se apliquen con eficiencia y flexibilidad en todo el mundo […] Los números para estabilizar las emisiones son potencialmente elevados en términos absolutos —tal vez cientos de millardos de dólares al año (un 1 por ciento del PIB mundial estaría en torno a los 350-400 millardos de dólares anuales)—, pero son pequeños en relación con el nivel y el crecimiento de ese producto (2006: 248-249).

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No sorprende oír a un antiguo economista jefe del Banco Mundial que los costes básicamente varían en relación con las políticas —la matriz pomo, como se ha visto, tiene un peso abrumador y no respeta las fronteras disciplinares—. La cuestión, empero, tiene que ver con lo que los vendedores de coches conocen como el shock de la factura final, tanto que Stern no se atreve a cuantificarlo. Pero se puede echar la cuenta con facilidad. Al cambio oficial (menor que la paridad de poder de compra), el PIB mundial de 2009 se estimaba en 58 billones de dólares (CIA, 2010). Una media de 3 por ciento de crecimiento anual en los próximos cincuenta años lo pondría en 254 billones de dólares; si hablamos de todo el próximo siglo, llegaría a 1154 billones de dólares, es decir, unas veinte veces más que en la actualidad. La propuesta de Stern de un 1 por ciento para la mitigación de los efectos del cambio climático llevaría la factura a 2,5 billones de dólares en 2059 y a once billones de dólares en 2109. ¿Caben alternativas para gastos tan enormes? Según Stern, no. La opción BAU aumentaría las amenazas futuras con toda probabilidad. ¿No podría la adaptación conseguir los mismos resultados que la mitigación? Adaptación en este caso significa financiar tan solo aquellas medidas que limiten el crecimiento del calentamiento global pero no lo disminuyan. La adaptación reduce tan solo los costes del cambio climático producido (y ofrece oportunidades beneficiosas que hay que aceptar), pero no hace nada directo para evitar ese cambio y es, por tanto, parte de su coste. La mitigación previene el cambio climático y los costes por daños que le siguen (2006: 305).

La adaptación, admite Stern, es necesaria porque incluso si todas las emisiones se quedasen iguales a partir de mañana su impulso acumulado haría que las temperaturas siguiesen subiendo en los próximos 30-50 años. La adaptación no saldría gratis, porque también genera costos y no puede evitar todos los efectos del cambio. Así que Stern no tiene dudas: las políticas de cambio climático deberían ser más ambiciosas. «La incertidumbre es argumento para metas más exigentes y no para menos, dado el tamaño de los impactos adversos del cambio climático en los escenarios peores» (2006: 284). Lo que se necesita son políticas de mitigación. Más o menos lo mismo que decía Sofield sobre equivocarse a favor de la precaución. A esos efectos, más allá de la reducción ambiciosa de los GHG, la mitigación del cambio climático requiere un ataque en tres direcciones: nuevos precios para el carbón (bien con nuevos impuestos o con políticas de limitación negociada), apoyo a la innovación tecnológica y subsidios para la comercialización de nuevas técnicas.

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Desde los días de su publicación, el SR ha sido objeto de críticas (Mendelsohn, 2006; Nordhaus, 2007) y reivindicado (Ackerman, 2007). En general, los críticos coinciden con algunas de las ideas ya formuladas. El SR se inclina por los escenarios más alarmistas de la literatura sobre cambio climático y, en consecuencia, agranda exageradamente los costes del calentamiento global (que incluyen el descuento a favor de las generaciones futuras); por altas que sean sus expectativas de mitigación, los gastos propuestos excederían los beneficios. ¿Deberían los humanos hacer esos sacrificios que Stern propone y cómo? La última parte de la pregunta contesta a la primera. La respuesta de Stern es ya conocida: más impuestos y más costes bajo el sistema cap and trade. Los impuestos aumentarían directamente los precios finales, son muy visibles para el consumidor y pueden generar una revuelta potencial que pocos políticos se atreverían a arrostrar. El sistema cap and trade (puesta en circulación de permisos negociables para generar aumentos determinados de GHG) tendría el mismo resultado: que los consumidores pagarían más por el producto final, pero la relación entre ambas cosas sería menos obvia. En ambos casos, empero, los consumidores tendrían que pagar mayores precios. Decir que los supuestamente necesarios sacrificios serán soportados por los humanos es una hermosa fórmula para endulzar el resultado final. Los contaminadores deberían pagar por las externalidades que crean y de las que disfrutan. Como los países desarrollados son quienes generan mayores cantidades de GHG, la derivada está servida. Las cosas, empero, no son tan simples. En 2007, China, que no es el país más desarrollado del mundo, se convirtió en el mayor contaminador en términos absolutos. A medida que la sociedad china trate de alcanzar a otras más desarrolladas, su generación de CO2 aumentará aún más, aunque los chinos tienen razón en creer en su derecho a mejorar su suerte. India, Brasil, el sudeste asiático y Rusia no andan a la zaga. Así pues, como pudo verse en la Conferencia sobre Cambio Climático de Copenhague, a finales de 2009, ponerse de acuerdo en la parte que cada cual debe pagar para la mitigación de GHG es algo que no va a suceder pronto. Además, si la mayor parte de los gastos han de dirigirse hacia las regiones más atrasadas del planeta, quién asegurará que esa meta pueda alcanzarse. Muchos países pobres no tienen gobiernos democráticos, pero sí una corrupción rampante. ¿Se atrevería alguien a decir, después del fiasco del programa «Petróleo por Alimentos», de Naciones Unidas, que se implementó en Irak después de la primera guerra del Golfo (1991), que las burocracias internacionales son inmunes a la corrupción y que el dinero de la mitigación debería pasar por su manos? No es una sorpresa que muchos contribuyentes del mundo desarrollado no están por la labor.

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Lomborg y sus colegas no andan tan descaminados. El cambio climático no debería ser la única preocupación de la humanidad. Es indudablemente un problema, pero hay otros muchos, y las transferencias de dinero podrían gastarse mejor en mitigar la malaria, la desnutrición, el analfabetismo y la igualdad para las mujeres a escala global. Específicamente, deberíamos aumentar radicalmente el dinero para I+D en energía verde —hasta un 0,2 por ciento del PIB global, es decir, unos cien millardos—. Eso es cincuenta veces más de lo que gastamos en la actualidad, pero dos veces más barato que Kioto. Eso no solo sería permisible y, al tiempo, políticamente posible, sino que tendría visos de convertirse en una opción realista (2009).

Romper la dependencia de los combustibles fósiles no sería algo fácil ni inmediato, pero muchos contribuyentes estarían dispuestos a financiar proyectos de investigación para esos fines, con tal de que fueran eficientes en sus costes (Calzada, Merino y Rallo, 2009). Estas son observaciones sobre la discusión general del cambio climático. ¿Qué decir de lo que toca específicamente a la investigación turística? Uno de los sectores que SR analiza, el del transporte, es crucial para el turismo. Las emisiones de CO2 del transporte (incluyendo el transporte por ferrocarril, carretera, marítimo y aéreo) alcanzaban el 1,6 por ciento de la generación de GHG; bajo BAU esa cifra subiría a 2,5 por ciento en 2050, pero la aviación presenta problemas específicos. No solo emite dióxido de carbono, también es responsable de otros GHG que aumentarían el total a 2,5 por ciento en esa fecha. Las emisiones de los vuelos internacionales son el doble que las de los vuelos domésticos. Y, al tiempo, los primeros están creciendo más rápidamente que los segundos por mor de las líneas de bajo coste. La ICAO (Organización Internacional de Aviación Civil) ha recibido una petición de Naciones Unidas para actuar sobre esas emisiones con una orientación global. El Consejo Medioambiental de la Unión Europea ha sugerido algunos principios preliminares para guiar esa inclusión de forma que sea factible en un modelo que pueda utilizarse globalmente. Por ejemplo, debe tener una cobertura clara (con opciones que incluyan todos los vuelos domésticos, intra-UE y todos los demás que despeguen de o aterricen en la Unión), las entidades sometidas a cap and trade deberían ser las compañías aéreas y los operadores de aviones y el método de imputación debería ser armonizado a escala de la UE (Stern, 2006: 485).

El precio futuro del carbono para la aviación debería reflejar su contribución total al cambio climático. Traducido al castellano, en este, como en otros secto-

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res económicos, eso significaría un aumento de costos y/o de impuestos y, posiblemente, un descenso del crecimiento de este tipo de transporte. Los destinos lejanos serían probablemente los más afectados, mientras que muchas líneas de bajo coste tendrían que cambiar su nombre. Aunque sean tan solo citas de una investigación más general, dichas consideraciones son bastante más concretas que lo que uno suele leer sobre sostenibilidad entre los estudiosos del turismo. Una vez más, en este campo, uno no puede dejar de ver la popularidad y, al tiempo, la pobreza, o la riqueza según el punto de mira, de los detalles. Una pequeña muestra: si uno clasifica los artículos principales (excluyendo editoriales, revistas de libros y sumarios de conferencias) publicados en el Journal of Sustainable Tourism desde 2006 hasta 2010, el total dedicado a estudios de casos o modelos conceptuales llega al 70 por ciento y uno no puede hallar muchos sobre conclusiones generales. Se diría que la sostenibilidad se ha convertido en algo tan popular en la investigación turística porque parece el comodín llamado a exorcizar el TMM allí donde parezca necesario o conveniente. A diferencia de otras alternativas examinadas en los apartados anteriores, no parece tener que justificarse como tal. A las otras no les resultaba fácil. Pero, por ser un concepto de contenido absolutamente vago (como resulta ser en Brundtland o en Stern), la sostenibilidad no tiene que pasar esa prueba. Es una marca de distinción que puede ser adosada a, o retirada de, lo que la sabiduría académica convencional tenga por conveniente. Adicionalmente, el concepto adolece de una inconsistencia básica. La sostenibilidad no puede ser predicada sin implicar una dimensión temporal. Sostenible, como dice el Diccionario Merriam Webster, es todo aquello que permanece (2002). Puede discutirse cómo de larga ha de ser esa permanencia para convertirse en sostenible, pero no puede hablarse de esta última sin determinarla de alguna manera. De esta forma se hace difícil entender que destinos que el TMM ha favorecido desde sus albores, como Las Vegas, Venecia, Mallorca, Orlando, Cancún y otros semejantes, hayan de ser considerados insostenibles mientras que un pequeño lugar lejano de los mercados generadores y con flujos de, a lo más, algunas decenas de millar de turistas al año esté llamado a una más larga vida. Su futuro no puede ser determinado por los académicos. Guste o no, dependerá de dónde quieran gastar su dinero, tan duramente ganado, los turistas de masas generados por la modernidad. Finalmente, no debemos olvidar otra precisión. Uno puede imaginar que la estructura del TMM habrá de cambiar si, en un futuro no lejano, se imponen impuestos drásticos al transporte aéreo, tal y como proponen SR y, más recientemente, una llamada Propuesta de Helsingborg sobre el turismo sostenible

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(Gössling et al., 2008), o si la crisis económica que comenzó en 2008 persiste, es decir, se torna sostenible. Tal vez haya de ser así, pero si las tendencias del TMM descritas en el capítulo 2 también perduran es difícil creer que los desarrollos de baja intensidad favorecidos por la academia serán más sostenibles. Si el transporte de largo alcance ve cómo se le imponen impuestos crecientes y si las líneas de bajo coste tienen que subir sus precios, no hace falta ser profeta para augurar que los supuestos destinos sostenibles van a sufrir mucho más y desde muchos ante que los insostenibles.

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En 2001, MacCannell (2001b) se dio un paseo por el territorio de los huéspedes y los anfitriones en un libro editado por Valene Smith y Maryann Brent (2001). Su asunto era el futuro del turismo y su tesis, para usar la expresión de Wang en el capítulo 5, era objetivamente auténtica. No solo porque su nombre apareciese en la lista de colaboradores. Aunque no lo hubiese hecho, uno podría haber seguido la pista del trabajo hasta su autor. Hablaba como MacCannell; se leía como si fuera suyo (ya que, como de costumbre, estaba bien escrito); era ambicioso, como siempre lo ha sido su obra; contenía argumentos similares a otros que ya había usado en el pasado. El trabajo también tenía las mismas faltas que suelen asolar sus escritos. Los hechos solo tenían pequeños papeles en la obra y las conclusiones incluían las dosis habituales de hipérbole. En suma, MacCannell opinaba que el TMM estaba destinado a desaparecer en breve. Las culturas, avisaba al lector, se han estandarizado. Debido al dominio global de las grandes corporaciones modernas, culturas y destinos cada vez se parecen más las unas a los otros. Uno se encuentra con las mismas marcas, los mismos centros comerciales y los mismos parques temáticos en todos los lugares del planeta. No solo se clonan las atracciones; además, se han hecho accesibles para cualquiera que tenga un ordenador y desde cualquier punto del mundo, gracias a internet. Con el universo a su alcance, no hay razón para que nadie se interese por moverse y gastar su dinero en viajes y turismo. Con unos pocos clics del ratón se aparecen al espectador el Taj Mahal, las cataratas del Iguazú, bailarines Katakhali, Bruce Springsteen y Justin Timberlake, la última producción del Anillo en Bayreuth, como la montaña venía a Mahoma. No solo en bellas fotografías estáticas. Ahora, todo se mueve. Todo parece ser real. Además, muchas de esas producciones pueden verse gratis. No te obligan a levantarte del sillón de trabajo o del sofá. Así que el turismo pronto será un cadáver y no hay que correr mucho para saber quién lo habrá asesinado: la expansión incontrola-

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da del capitalismo, que está matando a marchas forzadas la diversidad y la autenticidad. Ese sospechoso habitual se hace ahora acompañar de un cómplice experto en tecnología: internet. El fácil acceso que la red provee a toda clase de documentos, escritos o audiovisuales agostará todo lo que queda del granero de la curiosidad y todo reto intelectual. No habrá más sorpresas dignas de ese nombre, así que para qué ponerse a buscarlas. Todo lo que reste vendrá a la pantalla al toque de la punta de los dedos. No es la primera vez que las nuevas tecnologías han recibido su merecido por sus pecados o que sus creadores y usuarios se han visto imponer un justo castigo. Uno aún recuerda cómo los dioses trataron a Prometeo después de que les robase el fuego —con decir que Pandora no fue sino la más remota de sus cuitas…—. Las jóvenes generaciones posiblemente estén más familiarizadas con las reacciones que acompañaron la aparición de la radio y de la televisión. La radio, según Riesman (1950), se llevaba buena parte de las críticas por haber aumentado la tendencia americana a dejarse dirigir por los demás. Por lo que hace a la televisión (Postman, 1985), todavía no nos hemos reconciliado con ella, aunque la tele, tal y como la hemos conocido, esté dando las boqueadas. Así que no es de extrañar que internet tenga que ser marcada a fuego con la misma letra escarlata (Carr, 2010; McKenna y Bargh, 2000) y que MacCannell no pueda resistir denostar los efectos culturales de esta nueva tecnología. La audiencia no puede por menos de emitir un suspiro de satisfacción al saber que, como era de esperar, el diagnóstico de MacCannell sobre internet es muy negativo. Para quienes esperan como al maná la aparición de una alternativa al TMM, internet será una bendición porque lo hará innecesario en un mundo de diferencias culturales abolidas. ¿Podrá ser internet la némesis definitiva de todas las capacidades humanas excepto la de poner nuestra mente en blanco? La conclusión de MacCannell, no por menos esperada, parece brotar de una exageración loca. Internet ha recibido muchas críticas —no la menor de ellas por el aumento de consumo de pornografía—. Sin embargo, todo ese interés erótico no parece haber traído consigo el fin del apetito sexual; si acaso lo contrario: un eventual aumento de la libido o, por lo menos, una mayor atención por su atractivo (Aramberri, 2004b). Si una imagen vale más que mil palabras, una experiencia, en sexo o en turismo, tiene un multiplicador al menos igualmente potente sobre el mero acto de mirar. Uno podría añadir que internet no va a extinguir la profunda necesidad humana por la distinción, ya sea en su forma de capital cultural (Bourdieu, 1979), ya en la más mundana de no permitir que los vecinos se pongan a nuestra altura. Haber viajado extensamente le marca a uno como persona de buen gusto y aporta superioridad social a quienes se lo pueden permitir —una importante

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razón por la que a la gente le gusta viajar, para poder contarlo luego—. Pero, en fin, no nos detengamos en exceso con la distinción porque MacCannell había ajustado ya cuentas con ella hace muchas lunas (capítulo 4). La distinción no es sino otra malformación del hombre-moderno-en-general, que podría ser borrada si nos proponemos a emprender la única clase de turismo que valdría la pena: un viaje al pasado remoto o, mejor aún, a una Edad de Oro de desdiferenciación donde todos seríamos iguales que el resto y, por tanto, inmunes a la tentación de alcanzar ventajas comparativas. Sin embargo, si nos paramos a pensar, esta conclusión que aparenta ser excelente para MacCannell no se puede alcanzar sin aceptar un mínimo de contradicción. Parece que el autor no ha reparado en algunas de las letras del escrito que aparece en su muralla: que si alguna vez su pasión por la desdiferenciación acabase por imponerse tendría que ser incluso a costa de ampliar la pérdida de diferencia cultural supuestamente atribuible a la globalización y a internet. El turismo carecería de sentido en ese mundo pasado tanto como se supone que dejará de tenerlo en un futuro no lejano, según su pronóstico. Así le pese a MacCannell, el TMM parece tener algo más de cuerda. Las diferentes culturas pueden ahora ser mejor conocidas para un creciente número de personas que las ven en acción gracias a internet. Mientras que haya renta disponible y vacaciones pagadas, pocos se resistirán a la tentación de experimentar por sí mismos si resultan ser tan atractivas como lo parecen en la pantalla del ordenador y, dadas las nocivas tendencias de nuestros egos modernos, de querer seguir mostrando aún nuestra superioridad sobre los vecinos. Ningún malestar en la cultura parece que vaya a ser capaz de acabar con el turismo de masas. Ni siquiera entre sus críticos, que siempre verán en él una razón de más para seguir con sus críticas en conferencias a celebrar en lugares lejanos. Como la muerte de Mark Twain, la del TMM parece haber sido anunciada prematuramente. A veces, amigos y familiares me piden consejo sobre si deben invertir en compañías de turismo, pensando ingenuamente que un interés académico por este asunto podría darme el porte de gurú financiero. Para su frustración, no tengo ninguna información especial que ofrecer y habré de limitarme a generalidades como la que se acaba de apuntar sobre la salud del TMM. ¿Será buena cosa comprar acciones en Starwood Hotels o en American Express? Tal vez. ¿En aerolíneas establecidas? Definitivamente, no. Uno tendría que haber estado más atento cuando Tony Ryan y sus colegas fundaron Ryanair o cuando Tony Fernández puso en marcha Air Asia. Hoy puede ser ya tarde para invertir en alguna de esas dos compañías, pero no por las razones culturales que avanza la tropa antropológica. Cielos, no. De haber continuado el clima financiero anterior a

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2007, justo antes de que estallase la crisis económica de 2008-2009, haber invertido en compañías especializadas en el turismo de masas podría haber sido una opción, pero hoy hay demasiadas nubes en el horizonte. «Es la economía, estúpido», como decía el eslogan de Bill Clinton en 1992. Volvamos la mirada a aquellos tiempos precrisis. El TMM, internacional y doméstico, estaba rebosante. Había muchas razones para explicar esa sensación. Las economías desarrolladas tenían un número creciente de vacaciones pagadas, una gran clase media envejecida pero con buena salud, cohortes de edad avanzada con buenos retiros, renta disponible creciente, pasajes aéreos y de ferrocarril a bajo coste, y muchos coches movidos por combustibles relativamente baratos. Todo eso era un conjunto de factores que favorecía la expansión del turismo. Lejos de limitarse a las sociedades ricas, tendencias similares aparecían en los países menos desarrollados, especialmente en Asia del Este. La rápida urbanización, una clase media en expansión, mejores niveles de vida, vacaciones pagadas, mayor renta disponible, un profundo deseo de conocer a los vecinos y aun algunos destinos lejanos: todo eso se hacía sentir con fuerza en el triángulo que tiene su ápex en Corea y dos lados que llegan, respectivamente, a la India y a Australia. Hoy, la mitad de la humanidad vive en esa zona. La expectativa de un futuro de crecimiento imparable del TMM reflejaba esa disposición mercurial. Todo eso se vino abajo en un breve período. Entre el verano de 2008 y la primavera de 2010, primero Estados Unidos y luego Europa empujaron a la economía mundial hacia una zona de turbulencias. La historia de esa crisis no puede ser escrita porque aún no ha terminado, así que uno tiene que contentarse con leer los posos del té, y ese es un deporte bien fútil, o decir que «es de esperar que la crisis pese considerablemente sobre el turismo» y hacer seguir ese respetable aserto con algunas observaciones no menos solemnes. Dentro de diez años puede que el TMM no sea muy diferente de lo que conocimos en los tiempos precrisis en sus tendencias básicas. Ese es, al menos, el pronóstico del Consejo Mundial de Viajes y Turismo (WTTC). Tras un penoso 2009, en el que experimentó una caída de 4,8 por ciento, el turismo mundial debería recuperarse con un cierto crecimiento en 2010-2011 y renovado vigor a medida que la crisis se quedase atrás. «En conjunto, la economía del turismo y los viajes podrá crecer un 4,25 por ciento anual en términos reales entre 2010 y 2020, manteniendo trescientos millones de puestos de trabajo en 2020 —es decir, un 9,2 por ciento de todos los empleos y un 9,6 por ciento del PIB global—» (WTTC, 2010: 7). La industria debería continuar siendo una de las principales actividades económicas del futuro. El pronóstico, sin embargo, solo era parcialmente convincente, pues daba por sentado que la esperada vuelta al cre-

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cimiento habría comenzado ya en 2010 y que no habría de trastabillar después, lo que a todas luces era un pronóstico optimista. Pero aceptemos que la predicción fuera cierta. ¿Tendrá lugar ese crecimiento en las mismas zonas geográficas que en los años de la precrisis? Como se ha apuntado en el capítulo 2, así debería esperarse, pero posiblemente el equilibrio entre las tres áreas principales (Europa y la cuenca mediterránea, Norteamérica y el Caribe, y el Asia oriental y del sudeste) cambie a un ritmo superior al esperado. Las perspectivas para la zona euromediterránea no son precisamente rosadas. No solo porque los mayores vayan a aumentar su cuota en la pirámide demográfica, como a veces se pone de relieve. Después de todo, esa preocupante tendencia no tiene que ser necesariamente nociva para el turismo. El segmento de los mayores y los jubilados tiene una esperanza de vida larga y saludable, que ha convertido a muchos de sus miembros en ávidos turistas. El problema se halla en otro lado: en el declive drástico del Estado de Bienestar, que acaba de empezar. Si algo parece verdaderamente insostenible hoy es el estilo europeo de vida —cuya debilidad financiera está a la vista de todos—. Una brutal deuda pública y privada, déficits presupuestarios gigantescos, impuestos al alza, límites crecientes a los beneficios sociales de los que hoy gozan muchos europeos, desempleo alto y sostenido, crecimiento lento, posibilidad de mayores jornadas de trabajo para quienes estén empleados y vacaciones pagadas más cortas: todo eso pesará fuertemente y reducirá visiblemente la renta disponible que ha financiado, entre otras cosas, la impresionante expansión del TMM europeo. Las vacaciones sobrevivirán, pero no estarán tan abiertas a los alegres gastos del pasado inmediato. Se tomarán más cerca de casa y en lugares más baratos. Los destinos lejanos no serán visitados con tanta frecuencia. El horizonte se despeja algo cuando se mira a Asia del Sur y del Este. China e India estarán entre las diez economías turísticas de más rápido crecimiento durante los próximos diez años. La expansión prevista para el caso de China alcanzará un 9 por ciento de crecimiento anual acumulado hasta 2020, mientras que la de India llegará al 8,5 por ciento. Pero esos términos relativos dicen mucho menos de la historia por venir que las cifras absolutas. En 2020 habrá tres países de Asia entre los diez máximos ganadores en exportaciones turísticas (entradas por turismo internacional). China se convertirá en el segundo destino del mundo en términos de ganancias internacionales, con 177 millardos de dólares; Hong Kong en el octavo, con 51 millardos de dólares; y Tailandia en el noveno, con un poco menos. Entre 2010 y 2020 la inversión china en capital turístico crecerá tres veces y media; su volumen de participación directa del turismo en el PIB crecerá cuatro veces; y las exportaciones por turismo, tres veces y media. Las inversiones de capital en India llegarán a 110 millardos de dóla-

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res, lo mismo que el volumen del turismo en el PIB, mientras que las exportaciones por turismo subirán a 1,9 millardos de dólares. Toda la región sentirá el impacto de ambos colosos (WTTC, 2010), aunque todas estas predicciones estarán un tanto al albur de lo que suceda en la economía global. En cualquier caso, si el futuro inmediato del TMM resulta ser menos optimista de lo que se esperaba hace tan solo unos pocos años, eso no hace de ninguna manera buenas las expectativas de tantos académicos posmodernos. La disminución de expectativas para el turismo no tiene nada que ver con sentimientos de desaliento al descubrir que uno puede comer un mismo Big Mac en Australia o en Austria, como lo imaginaba MacCannell. Los previsibles millones de turistas chinos del futuro no se quejarán porque sepan lo mismo que en Shanghái. El palacio de Schönbrunn y el Belvedere, o el Outback y la ópera de Sydney, por el contrario, no pueden ser clonados en Pudong. La disminución de las expectativas turísticas tampoco puede ser atribuida a su mercantilización. Si quienes la critican acabasen alguna vez por definirla en términos menos simples de los que avanzan (el turismo no debería ser comprado o vendido como las naranjas y las manzanas), la crisis económica acabará por empujar a la gente a quejarse de que el TMM no está suficientemente mercantilizado, porque no puede encontrar ofertas dentro de los límites de su poder adquisitivo, y a pedir más, no menos mercantilización. Las expectativas decrecientes tampoco tienen mucho que ver con el supuesto cansancio de o repudio por la hegemonía cultural de Occidente. Estoy escribiendo este epílogo en Nha Trang, Vietnam. Es un centro de vacaciones urbano, porque la playa de Nha Trang no ha sido fabricada como las de otros lugares. Hoteles y restaurantes han crecido con una expansión en forma de cinta a lo largo de un eje del paseo marítimo conocido como avenida de Tran Phu. Todos ellos se benefician de la infraestructura urbana y de los servicios de una ciudad fundada mucho antes de la llegada del turismo. Nha Trang ha crecido, sin duda, desde la primera vez que la visité, en 2003, y su popularidad como atracción playera no estaba aún establecida. La ciudad se ha alargado considerablemente hacia el sur, donde uno puede encontrar a muchos inmigrantes recién llegados del campo para trabajar en la industria turística. Por cierto, esta última se nutre fundamentalmente de la clientela doméstica. En 2003, la abrumadora mayoría del público que frecuentaba Nha Trang era vietnamita. Hoy es lo mismo. Nha Trang no se nutre solo del turismo de sol y playa. Sorprendentemente para el observador participante, la playa se vacía tan pronto como el sol empieza a calentar con fuerza por la mañana temprano (hacia las siete) y así permanece hasta cuando se debilita en la tarde. Los pocos adoradores del sol que quedan en la playa son, sobre todo, extranjeros, fundamentalmente occidentales.

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Una razón para esa súbita y como concertada huida del sol tiene motivos laborales: los locales tienen que irse a trabajar. Pero esta condición no se aplica a los turistas vietnamitas que, pese a ello, se resguardan de sus rayos. Demos su libra de carne al culturalismo. Muchas mujeres vietnamitas no quieren broncearse. Una piel oscura se ve entre ellas como una marca propia de los campesinos pobres y, como tal, poco atractiva para los hombres. Eso, y no solo la modestia, explica los trajes de baño retro (en torno a los de 1900) que las mujeres vietnamitas se endosan para ir a la playa y que cubren casi por completo sus cuerpos. Así se entiende también por qué, en Nha Trang como en todo el resto del país, las mujeres guían sus motocicletas envueltas en complicados sombreros (hoy sustituidos por el casco obligatorio), máscaras (también usadas para combatir el aire polucionado) y guantes que suben por todo el brazo y que en otros lugares no se habían vuelto a ver desde que Rita Hayworth protagonizó Gilda, en 1946. El complemento a la limitada atracción del sol y la playa en Nha Trang es la vida de familia. Como muchas playas españolas de los setenta, esta es una playa para familias: un espacio donde los niños pueden jugar a su gusto y con seguridad bajo la mirada de madres y parientes; donde uno se encuentra con gente de su propia categoría social; donde uno puede cotillear con los vecinos o trabar nuevas amistades. La playa acomoda a muchas familias extensas compuestas de dos o tres generaciones y el espacio social refleja esa interacción. Unos pocos metros al otro lado de la avenida Tran Phu, de vuelta de la playa a mi hotel, uno entra en un mundo diferente y que intriga al curioso. No tanto por su composición social. Los clientes vietnamitas siguen siendo aquí la mayoría de la población itinerante. El hotel tiene una alta tasa de ocupación a pesar de que sus precios son altos, especialmente cuando se tiene en cuenta la diferencia de poder adquisitivo. Sin embargo, está casi al completo. ¿Quiénes son estos turistas? La respuesta es obvia: son miembros de las clases medias, que están creciendo tan rápidamente en el país y están unos cuantos escalones sociales por encima de la gente de la playa. También hay diferencias de conducta entre los huéspedes del hotel y la gente de la playa. Muchos de los primeros viajan en familia, como lo hacen los de la playa, pero las suyas son familias nucleares. Las madres jóvenes, solo en algunos casos con la ayuda de parientes, se ocupan de las ruidosas criaturas que corretean sin descanso a lo largo y a lo ancho del comedor, haciendo todas las travesuras propias de su edad. Tras el bufé del desayuno, en donde la mayoría elige pho?’ y otros manjares vietnamitas en vez de cosas como huevos con jamón o un desayuno continental, la piscina reclama su atención. La piscina ofrece un espacio aún más seguro que la playa para los niños y estos se pasan allí las horas muertas. Por su parte, la mamá (y otras chicas solas) se endosa

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ahora un dos piezas similar en forma y tamaño a los de las escasas mujeres occidentales que frecuentan la piscina. La defensa por razones de modestia de los trajes de baño anticuados que se ven en la playa no parece ser la causa de esta transformación. Esta imagen —escasa y limitada como lo es— de algunos de los estilos de comida y de baño de un aún pequeño, pero acomodado, estrato de vacacionistas vietnamitas no es más que una anécdota. Sin embargo, si esa conducta pudiese verse como una tendencia nos ayudaría a arrojar luz sobre un par de aspectos curiosos. Una mayor exposición corporal a terceros en el recinto limitado de la piscina parece poder ser más fácilmente aceptable que otros hábitos más enraizados y ajenos al género, como los de la comida. Mientras que estos últimos pueden ser más fácilmente negociados dentro de los límites de una imaginaria identidad vietnamita (nuestra comida es mejor, o más sana, o más deliciosa, o más lo-que-sea que la occidental), los primeros incluyen un despliegue de distinción intergrupal (nosotros, los huéspedes de este hotel, tanto vietnamitas como occidentales, somos diferentes, posiblemente mejores, que los comuneros de la playa; y, por cierto, las áreas de sombra y las amplias sombrillas en torno a la piscina también impiden que nos bronceemos). Si esta interpretación tiene algo de peso, esa aceptación de una parte de la hegemonía cultural occidental sería algo querido, no impuesto. Adicionalmente, la diferencia cultural entre esos dos grupos de vietnamitas (los acomodados y los que no) se referiría a una supuesta superioridad basada en capital financiero, el de verdad, y no en ningún otro capital cultural (podemos ponernos biquinis occidentales porque nos gastamos aquí en una sola noche lo mismo que se gastan los occidentales; a la multitud de la playa le llevaría un mes de trabajo poder pagárselo). Salto atrás de la moviola a junio de 2006, a un curso que estaba yo impartiendo a la sazón en Sa Pa. Sa Pa es una pequeña ciudad situada en la cadena de montañas de Hoang Lien Son, en la provincia de Lao Cai, alrededor de trescientos cincuenta kilómetros al noroeste de Hanoi. En su área viven numerosos grupos étnicos que se han convertido en una de las más importantes atracciones para los numerosos turistas, vietnamitas en su mayoría, que viajan hasta allá durante el verano. De acuerdo con el programa del curso, estudiantes y profesor nos fuimos de excursión por la zona para visitar varias comunidades y un par de ecohoteles recién construidos. Nuestra guía era una chica Hmong que hablaba muy buen inglés. Le pregunté dónde lo había aprendido. Una ONG, dijo. Estaba sentada junto a mí en el autobús durante un largo trayecto de la excursión y nos dedicamos a hablar de lo habitual en estos casos: condiciones de vida en su pueblo, la posibilidad de emigrar a Hanoi o a Saigón, las barreras para encontrar trabajo siendo de una

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minoría étnica. Durante la charla, las trazas de la ONG no solo se dejaban sentir en su inglés, sino también en su forma de expresarse. No, no pensaba marcharse de su pueblo. Ella y los otros jóvenes tenían mucho que hacer para preservar su identidad y sus tradiciones. La fuerza de la cultura Kinh (la mayoría étnica de Vietnam) y de la globalización occidental las ponían en peligro. Hacía poco que yo había leído un excelente libro de Erik Cohen (2000) sobre las artes y los oficios de los Hmong y le pregunté por los complicados arabescos que forman sus bordados. —Debe ser muy difícil y llevar mucho tiempo hacer tus vestidos. ¿Los bordas tú misma? —No, en mi pueblo solo unas pocas mujeres mayores saben hacerlo. —Así que les compras tu ropa a ellas. —No. Si miras con cuidado el vestido que llevo, verás que no está bordado. El dibujo es tradicional, pero es un estampado. Hacen los tejidos en un sitio cerca de Guangzhou y el traje lo confecciona también una fábrica china. Compramos estas cosas en Hekou, una ciudad china fronteriza con Lao Cai en Vietnam. Tienen mucha más selección de vestidos tradicionales y son mucho más baratos.

Pocos días más tarde, una vez que el curso hubo acabado y nos marchábamos de Sa Pa, ya no sería para mí un misterio por qué una mayoría de estudiantes había decidido tomarse un día libre en Lao Cai antes de volver a Hanoi. Iban al Hekou chino a comprar recuerdos y chucherías. «No olvidéis alguna cosa auténticamente Hmong», me despedí. A partir de este ejemplo «de campo» podemos abrir el objetivo para capturar todo lo que se ha dicho en este libro, un volumen que ha tratado de indagar sobre el TMM desde una perspectiva alejada de la principal corriente académica. Para el autor, el TMM no es más que uno de los múltiples beneficios que han acompañado el desarrollo de las modernas sociedades de mercado. Sociedad de mercado no significa exclusivamente capitalismo. No todas las versiones del capitalismo tienen el mismo perfil. La que aquí se prefiere se corresponde con la de la economía política clásica, que es también la mejor sociología. Los individuos persiguen sus propios intereses y, al hacerlo, quieran que no, contribuyen al bienestar general. Es la antigua fórmula de Mandeville: vicios privados, virtudes públicas. Así es el capitalismo liberal en la acepción europea del término. Aunque toma en cuenta la necesidad de una cierta intervención pública, mantiene que la acción gubernamental debe ser tan limitada como sea posible (una cláusula indudablemente abierta a interpretaciones muy variadas). El liberalismo americano y la socialdemocracia europea tienen una visión mucho más expansiva. A veces, como se ha visto en la discusión actual

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sobre sostenibilidad y cambio climático (capítulo 9) o en la más amplia sobre la crisis económica, los partidarios de estas dos últimas posiciones parecen dispuestos a ahogar la mayoría de la acción privada y reemplazarla por mandatos gubernamentales. Esas posiciones restringen la iniciativa individual a un mínimo —en detrimento del bien público—. Si la visión opuesta, aquí expresada, va en contra de las principales corrientes académicas, incluyendo la de la investigación turística, y es, consecuentemente, denostada como neoliberalismo, que así sea. El desacuerdo con la sabiduría académica convencional no se limita a las etiquetas económicas. De hecho, la matriz pomo que inspira a tantos colegas, más allá de las disciplinas que cultivan, no se da un ardite por la diferencia entre paradigmas económicos. Como se ha puesto de relieve, una gran parte de los académicos, economistas o no, limitan su descripción de las variaciones de conducta a los factores culturales, ya sean la gramática general de los signos; o, más cerca de la tierra, el Otro, sempiternamente excluido en todos sus avatares; o las políticas identitarias; o el empoderamiento; o nociones de hegemonía sin etiquetar. Contra la corriente, este libro defiende que la economía política clásica y la historia social, es decir, la sociología en movimiento y, más allá, la psicología evolucionista (invocada con menos frecuencia por mor de las escasas habilidades del autor en esta materia), deberían ser preferidas como paradigmáticas, porque colocan los intereses individuales y los efectos que de ellos se derivan en el centro de la acción social. De esta forma, también se acepta que el capitalismo liberal procura una maximización de beneficios sociales por encima de la de otras visiones alternativas. El capitalismo tiene una relación obvia, aunque compleja, con la modernidad. La modernidad es un precipitado de numerosos cursos de acción que tienen que distinguirse solo a efectos analíticos. La innovación y la diseminación de conocimientos solo prosperan en sociedades en las que la gente puede investigar libremente lo que le parezca y comunicar sus resultados al público. De otra forma, el capitalismo se oxidará. Pese a una decidida apuesta en su favor, China experimentará que es muy difícil crear la sociedad armónica que desean sus dirigentes actuales si tiene que mantenerse dentro de la rígida estructura que estos tratan de imponer a la innovación y a la comunicación. La toma de decisiones puede ser más rápida y más inflexible allí que en otras sociedades más abiertas y más exigentes (también se decía que los trenes en Italia empezaron a ser puntuales bajo Mussolini), pero en China y en otros lugares solo la democracia puede asegurar que el capitalismo haga buenas sus mejores promesas. Cuando se habla de democracia, por cierto, la experiencia enseña que solo hay una versión de ella: el gobierno del pueblo, por el pueblo

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y para el pueblo (soberanía popular, elecciones libres, partidos políticos, respeto a los derechos, imperio de la ley). Algunos pomos tienen una versión mucho más relativista. Si aceptamos que el sentido original de «democracia» es «gobierno del pueblo», podría argüirse que la planificación en el sistema comunista de Vietnam es no menos democrática que cualquier otra, incluso en aspectos más sustanciales, por ejemplo, porque nos hace comprender que la participación de la comunidad en esa planificación no tiene que seguir los procesos propios del multipartidismo occidental. En India, por ejemplo, los tecnócratas superiores del turismo de algunos Estados son miembros de un cuerpo de élite como los administradores civiles y son nombrados por el Gobierno de la India (Burns, 2001b: 294).

Sin duda, los relativistas pocas veces ven razones para detenerse en los pequeños detalles. Uno podría recordarles, empero, que el Gobierno de la India es elegido democráticamente cada pocos años y que los burócratas civiles del país, superiores e inferiores, derivan su legitimidad de ese proceso democrático, en marcado contraste con la forma en que los apparatchiki son nombrados y controlados en Vietnam. Esas pequeñas diferencias se suelen aprender en los cursos introductorios de ciencia política. Pero tal vez Burns no tuvo tiempo de reparar en ello, alocado como parecía estarlo con su nuevo descubrimiento: que «la democracia es un constructo social con más de una interpretación» (2001b: 296). Sin duda, Hitler, Stalin, Ngo Dinh Diem, los hermanos Castro, Franco, Khamenei, una interminable fila de tiranos y dictadores de la historia moderna y, lo que es aún más pavoroso, sus eventuales herederos estarán bendiciendo lo del constructo social. Quienes hemos vivido bajo uno de esos regímenes podemos señalar con facilidad algunas diferencias decisivas entre ellos y el gobierno democrático. El problema con este extendido y barato constructivismo pomo es, lamentablemente, que va más allá de estos estrambóticos ejemplos. Cuando las palabras se definen al estilo de Humpty-Dumpty y la urgencia de dar cuenta de la realidad pierde toda importancia, de una forma u otra, dejamos que sea el poder quien acabe por construir la realidad —y nuestras vidas— de la manera que quiera. Eso no es solo un juego mental para académicos ociosos. Las economías eficientes —y la vida decente— requieren sociedades libres y democráticas. Como hemos subrayado en este libro, el juego limpio de los intereses individuales, especialmente cuando no se ve por completo eclipsado por los llamados valores culturales del posmodernismo, dará más fruto en todos los aspectos de la vida: en las teorías, en la práctica y, por supuesto, a la hora de explicar por qué

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a la gente le gusta el TMM y no suele aceptar los consejos de los académicos para que cambie su forma de emplear el tiempo. El TMM no es la más decisiva de las actividades sociales; tampoco la mayor industria del mundo; mucho menos un componente clave de la globalización; pero, como todas esas cosas, se entenderá mejor desde el paradigma de la modernidad y con la ayuda de la economía política y de la historia social —no con narrativas del Inconsciente y otros artilugios arqueológicos que no tienen sitio para los sujetos humanos de ningún género—. Seamos, por una vez, radicales; trabajemos desde las genuinas raíces de la acción social. Si queremos entender la complejidad de la modernidad, incluyendo la del TMM, escudriñar su génesis histórica acabará por satisfacer nuestras mejores esperanzas cognoscitivas.

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Sociedad de masas y turismo en España Hoy es ya una idea ampliamente aceptada que el turismo puede contribuir considerablemente al crecimiento económico. España es, tal vez, el mejor ejemplo. Desde 1960, el país se ha desembarazado de su atraso secular y ocupa una posición relativamente alta entre las grandes economías del mundo. No hay duda de que el turismo ha tenido un papel sustancial en ese proceso. A mediados de los cincuenta, tras más de dos siglos de aislamiento y decadencia, los grupos hegemónicos del país se propusieron participar en la ola de crecimiento económico que se extendía por Europa. Hasta entonces, todos los intentos previos de modernizar la economía y convertir al país en una sociedad de consumo masivo habían fracasado (Velarde, 2001). Tras el ocaso de su imperio y una tremenda Guerra Civil, España se encontraba con una economía hundida, serios problemas de convivencia política y, sobre todo, una estructura social premoderna con los rasgos propios de lo que se ha llamado capitalismo oligárquico (Baumol, Litan y Schramm, 2007). La dictadura del general Franco no ocultaba su determinación de sostener esa estructura. El período inicial del régimen, hasta 1959, giró en torno al mantenimiento del control económico y político de las élites tradicionales y aseguró su dominio sobre el desmedrado mercado interno, reprimiendo todo movimiento favorable a una economía abierta y, por supuesto, a la democracia. Con su prosa burocrática, la misión del BIRD (1963; hoy su nombre es Banco Mundial) que visitó España en 1961 a petición del Gobierno decía que la economía española se enfrentaba con serios problemas estructurales. En el pasado, circunstancias similares hacían tañer las campanas por el fin de las soluciones autoritarias. A finales de los cincuenta, el Plan de Estabilización buscó una nueva ruta para salir de la práctica bancarrota en que se encon-

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traba el país. La nueva política se asentaba inicialmente en un mejor funcionamiento del sector exterior. Tradicionalmente, el país había sufrido continuos déficits de la balanza de pagos que impedían, entre otras cosas, transferencias de tecnología. Ahora se trataba de escapar del círculo vicioso de déficits/baja tecnología/subdesarrollo no con súbitos aumentos en la productividad de los sectores agrario o industrial, sino con nuevas fuentes de divisas que pudiesen financiar un despegue basado en la exportación de bienes y servicios. El Plan tuvo éxito. Entre 1959 y 1973, de los miembros de la OCDE, solo Japón creció a un ritmo más rápido que España (Harrison, 1985). El caso español tenía sus peculiaridades. Junto a las inversiones extranjeras, España iba a obtener sus divisas de otras dos fuentes poco convencionales. Una era la emigración. Durante los sesenta y setenta, entre uno y dos millones de trabajadores abandonaron el país. No es fácil calcular el valor de las remesas que esos emigrantes enviaron, aunque una fuente de la época (Fontana y Nadal, 1976) estimaba que entre 1962 y 1971 cubrieron, por término medio, un 7,9 por ciento anual del déficit de la balanza de pagos. La otra gran fuente de divisas la proveían los ingresos por turismo internacional. Entre 1951 y 1960, tanto el número de llegadas internacionales como el de ingresos por turismo se triplicaron. Según el BIRD, eso era solo el principio, pues las numerosas atracciones culturales españolas, sus playas y sus precios permitían apostar con seguridad por el desarrollo del turismo y un posterior despegue de la economía financiado por aquel. Las políticas turísticas del Gobierno español (Fraga, 1964) siguieron de cerca la falsilla así anunciada y los resultados validaron la apuesta. Así pues, el milagro económico español debió mucho de su lustre al desarrollo del turismo, que aún hoy, en momentos de seria crisis económica, constituye un sector económico estratégico. En los sesenta, la nueva dependencia del exterior creó serias tensiones entre las élites de la dictadura y entre ellas y la oposición al franquismo, pero la estrategia europeísta creó una bonanza económica que no dejaba mucho margen para la credibilidad de sus oponentes. De mejor o peor gana, una mayoría de los españoles aceptaría un contrato social ofrecido por el régimen que acabaría por hacer que España fuera realmente diferente.

Perdido en la academia Mientras todo eso sucedía en el mundo real, los académicos españoles prestaban poca atención al desarrollo del turismo y sus consecuencias. La investigación del fenómeno se dejaba en manos de algunos excéntricos y solía limitarse a la econometría y a buenas prácticas en la gestión de los negocios de hostele-

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ría y turismo. Con escasas excepciones, los académicos españoles parecían incapaces de entender lo que estaba pasando y de reflexionar sobre la dinámica social y cultural que los flujos turísticos inducían. El turismo era visto como una actividad frívola y era denostado, junto con otras prácticas supuestamente manipuladoras como la moda, los deportes o la publicidad (Bourdieu, 1984), por los deconstruccionistas franceses que a la sazón empezaban a ser recibidos en España. Los resultados eran evidentes: casi nadie se tomaba en serio al turismo. Es una actitud perdurable, pues aún recientemente una colección de trabajos sobre la historia económica de las regiones españolas en el XIX y el XX (Germán et al., 2001) no tiene prácticamente nada que decir sobre su importancia para Cataluña o el País Valenciano. Incluso en el caso de Baleares, en donde es imposible olvidarse de él, hay una notable resistencia a darle el papel que se merece (Manera, 2001). En cualquier caso, los pocos investigadores dispuestos a seguir la modesta pista del turismo eran, sobre todo, economistas. Y, además, las investigaciones publicadas en las páginas de la Revista de Estudios Turísticos (RET), casi la única revista teórica especializada en estos temas, solían provenir de allende la academia. Su primer número apareció en 1963. Desde entonces hasta 2006 (CDTE, 2007), la RET publicó 166 números y 809 artículos (el autor de este libro fue su director en 1983-1984). La mayoría de los autores publicados eran españoles y, cuando aparecían extranjeros, no solían ser los autores anglófonos, que se estaban convirtiendo en las fuentes básicas para el estudio del turismo (Jafari, V. Smith, MacCannell, Cohen). La RET apostaba por evitar asuntos que creasen controversia y aún hoy prefiere la supuesta seriedad de la economía matemática a los caprichos de la ciencia política, de la sociología o de la antropología. Todo ello sea dicho sin desdoro de las contribuciones de economistas como Ángel Alcaide, Manuel Figuerola, Águeda Esteban o Ezequiel Uriel. Desde sus puntos de vista, todos ellos mantuvieron un duro combate para mostrar que la contribución del turismo a la economía española no era una fruslería. Pero, en cualquier caso, la RET renunció a ocupar, especialmente después de la dictadura, cuando hubiese podido hacerlo, el puesto importante que le correspondía. Los investigadores españoles pagaron así un alto precio, pues sus trabajos permanecieron prácticamente desconocidos fuera del país. No fue esta la única ni la más importante barrera para la difusión de sus escritos. Desde los setenta, los estudios turísticos más conocidos se han originado y publicado mayormente en el mundo anglófono y, lamentablemente, a la sazón no muchos profesionales españoles del turismo se sentían a gusto en inglés. De esta forma, el bajo perfil académico del turismo, el desinterés por casi todo lo que no fuera econometría y un limitado dominio del inglés contribuye-

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ron a encerrar a los investigadores españoles dentro de las fronteras nacionales. En algunos casos, esto era sumamente injusto. Algunos autores españoles de la época, a los que nos referiremos en lo que sigue, abrieron caminos en la sociología y la semiótica del turismo que hubieran merecido mayor reconocimiento por su originalidad y su novedad.

La construcción social del turismo de masas En 1975, Mario Gaviria y sus colaboradores publicaron el primer estudio de conjunto sobre el turismo en España (Gaviria, 1975). Gaviria, nacido en 1938 y educado en Francia con Henri Lefèbvre, ocupaba y aún ocupa un lugar muy especial entre los sociólogos españoles, tanto por su costumbre de trabajar en equipo como por haber evitado durante la mayor parte de su carrera el participar en la academia española, nunca muy favorable a acoger en su seno a pensadores críticos. El objetivo de su primer trabajo sobre turismo era poner de manifiesto que representaba un modo neocolonial de la producción del espacio de ocio. Este punto de partida era de suyo notable, pues Gaviria y sus colegas renunciaban a considerar el turismo de masas como un fenómeno exclusivamente español, a diferencia del enfoque que ellos consideraban típicamente unilateral de la Agencia Española de Turismo (AET, un nombre inexistente con el que abarcamos a todos los organismos estatales dedicados a la regulación y promoción del turismo que han existido a lo largo del tiempo). Los europeos del norte vivían en espacios deteriorados, climas fríos y hábitats caros, y añoraban sitios donde la tierra fuera barata y hubiese bellas playas y mucho sol. Su éxodo veraniego (y en muchos casos de todo el año) hacia el Mediterráneo español se convertía en una nueva ocupación colonial basada en la explotación de destinos de calidad. «De seguir así las tendencias podemos pensar que para el año 1980 haya permanentemente viviendo cinco millones de extranjeros en los mejores lugares del país, a la vez que varios millones de españoles están trabajando en los puestos que los extranjeros no quieren en sus lugares de origen. Esta misma situación se plantea, por ejemplo, con los puertorriqueños, que forman el subproletariado de Nueva York, y los norteamericanos que van de vacaciones a Puerto Rico» (1975: 14). Una tesis, innecesario es recordarlo, típica de la escuela de la dependencia, que por aquel entonces hacía estragos entre la izquierda, que se afanaba por escapar del diamat soviético. El trabajo de Gaviria y su equipo trataba de demostrarla tanto desde el punto de vista de la oferta como del de la demanda. Con un enfoque original

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para su tiempo, Gaviria enlazaba los flujos temporales de turistas extranjeros que disfrutaban de sus vacaciones en España con la expansión de las urbanizaciones costeras, en las que algunos de ellos se convertían en residentes estables del país o mantenían una segunda residencia que ocupaban varios meses al año. De esta forma, las estrategias de los mayoristas turísticos extranjeros (turoperadores o fabricantes de vacaciones) convergían con las de los hoteleros españoles y también con las de las empresas urbanizadoras. Las fábricas internacionales de vacaciones habían experimentado un notable impulso con el aumento de la renta disponible de los europeos del norte y la generalización de las vacaciones pagadas en los cincuenta. Algunas de ellas se hicieron con importantes flotas aéreas a bajo precio, utilizando antiguos aviones militares de transporte que habían quedado fuera de uso al final de la Segunda Guerra Mundial. Con la expansión de los vuelos chárter, muchos millones de europeos estaban en condiciones de gozar del sol y de las playas del sur (Cavlek, 2005). Todo eso iba a permitir a los hoteleros españoles hacerse con una clientela anteriormente inexistente. De esta forma, señalaba Gaviria, era posible combinar todos esos factores bajo la lógica del mercado y aprovechar la nueva división internacional del trabajo. Había, empero, un escollo. Mucha de la planta hotelera española de la época estaba compuesta por propiedades familiares o de tamaño medio y sus propietarios no podían financiar otras mayores porque carecían del capital necesario, y los bancos españoles se mostraban muy reacios a embarcarse en un negocio que desconocían. Aquí entraban los turoperadores internacionales, que sí disponían del capital necesario. Muchos de ellos prestaron los fondos para financiar la construcción de nuevos centros de vacaciones. A cambio, firmaban acuerdos preferentes con los hoteleros para que estos les reservasen sus habitaciones por un plazo de entre cuatro y diez años. Si el negocio iba bien, los turoperadores recuperaban su inversión en un plazo relativamente corto. Si el patrocinador era incapaz de encontrar ocupantes, el hotelero se comprometía a no reclamarle una compensación. Como eso no solía suceder a menudo y como, para curarse en salud, los hoteleros recurrían a asegurarse haciendo reservas excesivas (overbooking) con otros proveedores, aparecía el típico círculo virtuoso en el que todos salían ganando. Con quinientas o más habitaciones, las nuevas propiedades tenían dimensiones notablemente mayores que sus antecesoras. Los cuartos no eran muy confortables en general, para evitar que los veraneantes se quedasen dentro, pero a cambio los hoteles tenían amplias zonas comunes de esparcimiento para mantener a los clientes en sus jardines, piscinas, pistas de tenis, campos de golf, bares y restaurantes, discotecas, salones de belleza y otros extras. La clientela v

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cautiva de esos centros de ocio contaba así con mayores oportunidades para gastar su dinero en beneficio del hotel que la acogía. ¿Por qué los turoperadores no se hicieron directamente con el negocio? De lo que ellos sabían era de manejar los flujos de turistas que se originaban en sus países, no de gestionar hoteles. Por otra parte, las regulaciones legales de la época les impedían hacerlo, por lo que necesitaban de intermediarios locales que, por otra parte, solían estar bien relacionados y eran una excelente fuente de información sobre la situación económica y política del país. Por su parte, los turoperadores se aseguraban, a través de testaferros locales, otra parte del negocio: las excursiones locales. Montar en burro o en camello, participar en capeas, catas de vino, visitas a lugares cercanos o a diversiones nocturnas añadían ingresos importantes a sus operaciones. Gaviria estimaba que los paseos en burro reportaban beneficios cuatro veces superiores a los gastos del organizador. Las excursiones las vendían (mediante comisión) los guías de los grupos de veraneantes el mismo día en que los turistas llegaban a sus hoteles y tenían aún todo su dinero y podían meterse en gastos. La sostenibilidad de toda esa operación era imposible sin contar con otro pilar: los trabajadores españoles. El milagro turístico español se apoyaba en la conversión de los antiguos braceros en empleados hoteleros. La fuerza de trabajo era abundante y estaba escasamente cualificada, es decir, tenía que tolerar salarios bajos y una fuerte inestabilidad en el empleo, dada la concentración de turistas en los meses de junio a septiembre. Una vez acabada la temporada, esos trabajadores volvían a sus lugares de origen para dedicarse a otras tareas locales, mal retribuidas, durante el invierno o cobrar el paro. En este lado de la oferta, el círculo dejaba de ser virtuoso y devenía viciado. Estacionalidad y trabajo temporal aseguraban salarios bajos y unas condiciones de trabajo rigurosas que no estimulaban a los trabajadores a obtener mejores cualificaciones. Gaviria no se limitaba a poner de relieve las condiciones estructurales de la industria turística y su contribución a la acumulación primitiva de capital que conocía España en esos años, sino que se interesaba también por entender las razones para la creciente demanda de vacaciones. Una vez más, el papel clave era el de los turoperadores extranjeros. Su control de la demanda exterior les permitía imponer precios bajos a los hoteleros españoles, sacar buenos beneficios de la oferta complementaria de excursiones y actividades y no pagar impuestos en España porque el grueso de sus negocios se desarrollaba en sus países de origen. Pero ¿cómo mantenían ese control? El trabajo de Gaviria se mostraba innovador una vez más, al apuntar a la necesidad de analizar el papel clave que desempeñaban los folletos de los turoperadores. Los catálogos de vacaciones representaban una parte importante de

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sus inversiones y tenían una evidente dimensión económica al ofrecer opciones a los consumidores; pero, según Gaviria, tenían también una dimensión política notable. Los turoperadores podían utilizar el poder derivado de su publicidad para amenazar a la industria y a los gobiernos locales con llevarse a sus clientes a otros lugares si no se les daba su libra de carne en lo referente a precios y a escasa regulación de sus actividades. El análisis del papel de los folletos por Gaviria avanzaba, además, el imperialismo como explicación última de la lógica turística, un aspecto que iba a ser y sigue siendo parte sustancial del imaginario de los investigadores turísticos. Los folletos de vacaciones, con su lógica de la Propuesta Irresistible al Consumidor, subrayaban los aspectos comerciales de los destinos turísticos y obviaban la información fidedigna, dando la impresión de que la realidad se detenía en las lindes de los centros de ocio que anunciaban. Los folletos buscaban un consumidor crédulo y cómplice, introduciendo «al “hombre acrítico” dentro del circuito del consumo turístico, [y] prometiéndole la accesión a mundos míticos presentados de forma que su fruición resulte posible, […] [lo] que imposibilita toda reflexión y, desde luego, toda crítica» (1975: 79). Por otro lado, el prometido acceso a un mundo de ocio mitificado embarcaba al consumidor en la ilusión de una mejora de su estatus por medio de la sofisticación, las imágenes de un mundo en el que señoreaba sobre una pléyade de sirvientes y una vida de placer que contrastaba con las tareas de su vida doméstica. Cuerpos poco vestidos y paisajes de naturaleza sin la presencia de otros seres humanos creaban una ilusión de autenticidad y escondían la baja calidad de los verdaderos hábitats y de los hoteles. Es la misma conclusión a la que llegaría años después y de forma independiente Graham Dann (capítulo 8) en sus estudios sobre el lenguaje del turismo y sobre los folletos de los turoperadores británicos (1996a, 1996b, 1996c). La oferta turística no se detenía en los hoteles de playa. El fenómeno de primeras y segundas residencias para extranjeros venía a complementarla con lo que Gaviria llamaba producción neocolonialista del espacio de calidad, en la imparable construcción de apartamentos y urbanizaciones en la costa. Gaviria adivinaba que la carrera por el cemento no había hecho más que empezar. El tiempo iba a darle la razón hasta límites que ni él mismo hubiera podido sospechar en 1975 en lo que se refiere al impacto de las nuevas construcciones. Lo de llamar al proceso producción neocolonialista del espacio de calidad es harina de otro costal y nos ocuparemos de ello en la conclusión de estas notas. Baste ahora decir que los materiales aportados por Gaviria y sus colaboradores han sido un Mediterráneo redescubierto muy a menudo por muchos investigadores anglófonos con veinte y más años de retraso. Es difícil saber si, de haber publi-

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cado su trabajo en inglés, Gaviria se hubiera convertido en un punto de referencia internacional, pero no hay duda de que lo hubiera merecido.

Turismo, imperialismo, populismo Francisco Jurdao Arrones compartía con Gaviria su distancia respecto a la academia. Aunque ha sido celebrado como antropólogo, no parece que tuviera el entrenamiento profesional propio de este campo. Su trabajo en Mijas quizá se deba al accidente de que su puesto de funcionario en el Ayuntamiento local le puso en contacto con datos sobre los grandes cambios que el turismo de masas había inducido en el pueblo. Su obra, sin embargo, es mejor conocida internacionalmente por los académicos anglófonos que la de Gaviria, como resultado, sobre todo, de la recepción entusiasta que le deparó Dennison Nash (1996, 1989; Pattie, 1992; Pearce, 1992). Ya nos hemos referido a ella (capítulo 9). Su primer trabajo data de 1979 (citado aquí en su segunda edición de 1990) y se abría con una hipótesis parecida a la de Gaviria y se cerraba con una conclusión similar. España estaba perdiendo su soberanía como resultado de la transferencia incontrolada de propiedades a manos extranjeras. La deriva había comenzado bajo Franco, pero se había profundizado en la nueva etapa democrática que comenzara en 1978. Esa desnacionalización, para él, no se limitaba a las costas, sino que se había extendido a todo el territorio. Se trataba de un nuevo episodio de imperialismo sufrido en especial por los campesinos. Su cultura rural les había imposibilitado defenderse de los ataques de los financieros extranjeros que, a menudo, obraban con la complicidad de los intereses locales. El fraude y los sobornos desencadenaron un proceso que habría de diezmar a la agricultura e iba a convertir a los campesinos en trabajadores de la construcción. Jurdao estudiaba el proceso en el reducido espacio de Mijas, una población cercana a la Costa del Sol que, junto con Mallorca, iban a convertirse en la cuna del turismo extranjero de masas en los sesenta. Históricamente, la sociedad mijeña había tenido la estructura propia de la sociedad preindustrial; economía, sociedad y poder giraban en torno a la propiedad de la tierra, dando origen a cuatro grupos sociales: grandes terratenientes, a menudo absentistas, y sus testaferros locales (caciques); propietarios medianos y pequeños; aparceros, braceros, leñadores, artesanos; y profesionales (médicos, boticarios, maestros) que disfrutaban de prestigio social pero no eran especialmente ricos. El poder de los terratenientes no se derivaba solamente de sus tierras, sino también de las escasas industrias y empresas comerciales existentes, que solían pertenecerles.

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Ese orden tradicional empezó a descomponerse rápidamente. Un pueblo que, según Jurdao, se había desarrollado de forma más o menos armoniosa durante siglos, orgulloso de su cultura y de su identidad, se vio reemplazado por urbanizaciones ajenas a su mundo tradicional. Las estadísticas oficiales resaltaban la importancia del turismo internacional, pero para Jurado la verdadera corriente iba en otra dirección: la venta de España al mejor postor, pedazo a pedazo, con la construcción de apartamentos y la promoción de urbanizaciones. Según Jurdao, el 85 por ciento de las nuevas urbanizaciones estaba en manos de extranjeros. Para Jurdao, esas nuevas ciudades del ocio no eran más que «lugares donde pronto se dan cita golfos, bribones, especuladores, traficantes de drogas, hampones, prostitutas, que en un santiamén, convertirán el mundo de los negocios en simple especulación y la especulación del suelo será el motor del cambio económico» (1990: 125). El daño a la sociedad tradicional no se detenía en la economía. «Mediante la división del trabajo, que ha introducido en la zona en pocos años el turismo, se ha roto la familia campesina. Los hijos han obtenido salarios independientes y el orden jerárquico del padre en la familia ha desaparecido. El campesino mediano o pequeño […] [s]e siente cercado y abandonado en su soledad, ante un Nuevo mundo, que se planea desde fuera» (1990: 199). El capitalismo derrotaba a las comunidades tradicionales. Mijas se había convertido así en una sociedad esquizofrénica. A un lado estaba la población autóctona de trabajadores y campesinos; al otro, las urbanizaciones con sus villas y sus chalés habitados por extranjeros que usualmente gozaban de un nivel de vida superior al de la población local. Dos mundos aparte que compartían muy pocos intereses. Mientras que los locales tenían que contentarse con poco, los extranjeros exigían las mismas comodidades que en casa e imponían que se importasen muchos productos que, a su vez, achicaban la economía local. Los cambios se hicieron sentir también en el mercado de trabajo. Los trabajadores locales no buscaban otros sitios adonde ir antes de la llegada del turismo extranjero, pero a partir de entonces empezaron a buscarse la vida en otros lugares de la costa, como Torremolinos, Estepona o Marbella, donde la construcción de hoteles y apartamentos estaba en pleno apogeo. En los setenta, la población campesina representaba solo la cuarta parte de la de Mijas. Ese éxodo iba a menudo acompañado de la venta de sus tierras por muy poco dinero. La falta de información sobre el verdadero valor de las propiedades les convertía en presas fáciles para los caciques, que a menudo estaban a pachas con los intereses extranjeros. La segunda edición del libro, publicada en 1990, insistía en la aceleración del proceso. Según Jurdao, en esa fecha un 80 por ciento de la población de Mi-

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jas era extranjera, dueña de un 56 por ciento de la tierra. Aparece allí otro tema que Jurdao iba a tratar más pormenorizadamente en otro libro (Jurado y Sánchez, 1990). No solo la población extranjera crecía en número; también lo hacía en edad. Más del 47 por ciento tenía más de sesenta años. Si la marea no cambiaba, España se convertiría pronto en otra nueva Florida, un gran pabellón geriátrico.

Un limitado guiño posmoderno A finales de los setenta, José Luis Febas publicó en la RET un largo trabajo sobre la semiótica de la comunicación turística (1978). Febas también provenía extramuros de la academia. Obtuvo su doctorado en París, en la Catho (Instituto Católico), con una tesis sobre semiótica teológica. Posteriormente comenzó a interesarse por la aplicación de la semiótica al mundo del turismo. Junto a la publicación recién apuntada, Febas elaboró, junto con Aurelio Orensanz, una serie de trabajos a ciclostil sobre el papel de los pósteres y los folletos turísticos (sin fecha, 1980, 1982). Tras esta explosión de creatividad, desapareció del mapa. Su obra resulta hoy poco conocida para las nuevas generaciones de estudiosos españoles del turismo. Sin embargo, la contribución de Febas resultaba original en el medio cultural español de la época. Fue de los primeros en importar lo que a la sazón se llamaba el estructuralismo francés, especialmente en la formulación de LéviStrauss. Significativamente, aunque cita en sus trabajos a los nombres mejor conocidos de esta corriente (de Saussure a Jakobson o Barthes), uno buscará en vano a Foucault. Tal vez por causa de esta omisión a sus escritos le falta la crítica abierta del turismo como lugar de la inautenticidad y del consumismo que ha desempeñado tan gran papel en la obra de autores anglófonos como MacCannell (capítulo 4). En un breve resumen, podríamos decir que Febas representa un posmodernismo sin deconstruccionismo. Utilizando el modelo de comunicación semiótica derivado de Lévi-Strauss (capítulo 3), Febas desarrolló un análisis del turismo como una especie comunicativa susceptible de interpretación semiótica, tanto en su mercadeo como en su promoción y publicidad, y lo aplicó al estudio de los folletos editados por la Agencia Española de Turismo entre 1963 y 1978. Para interpretar este conjunto de informaciones aparentemente falto de orden y de significado total, Febas proponía un modelo de relación de cuatro llamados triángulos isotópicos que relacionan el Id o producto con el Ego o emisor de la información, con el espacio del Tú o de interpelación al consumidor y con los servicios específicos que el destino ofrece (figura 1).

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Figura 1. El sistema de la comunicación turística geografía

A

El soporte gegráfico

clima cultura

paisaje

alojamientos

natural

comunicaciones D

B La aportación autóctona

carácter

Los servicios específicos

folclore

cultural

C El consumo turístico

individual

instalaciones Fuente: Febas (1980).

Cada uno de esos cuatro triángulos isotópicos tiene una función especial, pero lo que importa es su combinación en el repertorio que el género folleto propone. No todos los temas que aparecen en él tienen igual peso y su rango cuantitativo nos pone sobre la pista de la importancia que tienen para los autores del folleto. En el caso de los folletos españoles analizados por Febas, más del 50 por ciento destacan el triángulo B, es decir, lo que Febas llama comunicación autóctona o autopromoción. «En la comunicación turística, el “él” referencial sobre el que versa el mensaje coincide con el “yo” del emisor. No se trata tanto de exponer las excelencias de un producto destinado al consumo, como sucede con la propaganda publicitaria, cuanto de que el productor se manifieste por sí mismo» (1978: 34). Otro tanto sucede con los elementos icónicos de los folletos. En suma, en los folletos oficiales españoles de aquel tiempo la comunicación turística prefería los aspectos referenciales del objeto comunicado, o, dicho en un lenguaje más llano que el del posmodernismo usado por Febas, al comu-

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nicador le interesa sobre todo alabar sus propias virtudes, sin importarle demasiado lo que piense de ellas o interese al receptor. La conclusión se desprende fácilmente de esas premisas. Un análisis mitológico à la Barthes llevaba a Febas a apuntar que los folletos estudiados formaban efectivamente un conjunto, es decir, eran homogéneos, se referían a la totalidad del país, tenían un estilo «propio» y definían un espacio que se diferenciaba de otros destinos. Pero lo más importante venía después. Ese conjunto aparentemente desordenado a primera vista transmitía un único mensaje muy complejo. Ante todo, la estrategia comunicacional era voluntariamente fragmentaria. Por ejemplo, la información sobre la geografía física del destino no encajaba con la referida a los aspectos sociales, humanos o culturales, y las descripciones de monumentos no se referían a la vida real de la gente que vivía en torno a ellos. En contraste con los folletos de las fábricas de vacaciones, las dimensiones prácticas del viaje propuesto quedaban en la oscuridad. El segundo elemento de los folletos españoles era su autorreferencia. El Ego se celebraba a sí mismo y se detenía en mostrar sus atractivos sin preguntarse cómo reaccionaría ante ellos el receptor. Finalmente, los folletos españoles daban preferencia a los aspectos artísticos sobre todos los demás. La imagen del país que se proyectaba era la de un museo donde lo más importante eran sus piezas de arte, un arte que remitía a los rasgos de una identidad española que no se vería afectada por el tiempo. Era el simbolismo de una España eterna, representada por Castilla, en la que los elementos chauvinistas iban estrechamente unidos a la celebración de la austeridad, del pasado y de las tradiciones. Esta es la imagen por la que optan los folletos españoles, con todo el cortejo de blasones, venerables monumentos […], apologías del románico y del gótico, relegamiento de los aspectos que manifiestan la real industrialización y urbanización del país, etc., en contraste con la política aperturista y europeizante a la que está vinculado el milagro turístico español desde los sesenta y a la imagen frívola, exótica y folclorizante que los operadores turísticos logran imponer, durante la misma época, en todo el mundo (1978: 120).

Esta representación parcial de la realidad no era exclusiva de los folletos españoles. En general, remataba Febas, toda la literatura promocional, cualquiera que sea la agencia turística que la origine, desempeña un triple papel mítico. Es interpelativa, es decir, busca aceptación en vez de ofrecer argumentos convincentes; mezcla elementos objetivos y subjetivos, primando a estos últimos por medio de la autorreferencia; y, sobre todo, busca impresionar, es decir, apelar a las emociones antes que a la razón.

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Y así coincide Febas con Barthes: los folletos turísticos se nutren de un lenguaje despolitizado que busca convertir a la historia en naturaleza. En el caso español, eso se reflejaba en su tono académico y altanero, en su falta de atención a la contemporaneidad y en sus opiniones culturales, tan simples. Hasta las propias bellas artes que se celebraban parecían haber estado siempre ahí, como si carecieran de autor, y los monumentos, especialmente los religiosos, ahogaban en importancia a la gente corriente. Resultado: si los folletos españoles querían mantener su función motivadora, necesitaban urgentemente reconstruir su lenguaje (Febas y Orensanz, 1980: 124). Otrosí se decía de los carteles turísticos (Febas y Orensanz, sin fecha). Los trabajos de Febas y sus colaboradores eran muy originales en la España de los ochenta y abrían una línea de investigación que, lamentablemente, pronto quedó truncada tras la desaparición de su autor del mundo del turismo. Sin duda, Febas seguía demasiado de cerca la gramática semiótica que había aprendido en Francia, pero la suya era una de las primeras contribuciones a la evaluación de la imagen nacional autoproducida por los gobiernos de la dictadura. Años más tarde, Dann popularizaría en el mundo anglófono un análisis similar de los folletos y del lenguaje turístico en general y citaría específicamente a Febas. Pero las ideas de este son, a mi entender (capítulo 8), más matizadas que las de Dann. Comparte con él, y en general con la corriente deconstruccionista, la noción de que el turismo es una empresa mitológica que prima al sometimiento sobre el diálogo y crea sintagmas que comunican información sesgada, pero Febas no cree que ese tipo de comunicación se imponga siempre. Las audiencias saben reaccionar ante la promoción turística y se resisten de muchas formas al control que la publicidad trata de imponer. Febas sabía bien que por mucho que los folletos españoles de los sesenta y los setenta exaltasen a la España eterna que la dictadura trataba de restaurar, el modelo turístico español defendido por los turoperadores necesitaba de imágenes diferentes. Los folletos oficiales podían hartarse de presentar iglesias y monumentos; pero, en la vida real, más del 80 por ciento de los turistas internacionales buscaba algo completamente diferente: ocio, sol y playa, vida nocturna, y todo ello a precios convenientes. De este modo, Febas no solo entendía bien que existen diferencias entre los folletos burocráticos y los industriales, sino también las razones por las que el lenguaje de estos últimos tenía mucho más éxito que las ilusiones que trataban de poner en circulación los primeros. La posición de Febas refleja una sutileza que se echa a faltar en muchos otros autores.

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En conclusión Este rápido repaso a los orígenes de la reflexión sociológica española sobre el turismo permite llegar a unas cuantas conclusiones. La primera es que, a pesar de las apariencias, en España se han dado una serie de corrientes de investigación turística de gran interés, más allá de la senda más trillada por la economía y la econometría. El relativo olvido en que se tiene a sus representantes se debe, a mi entender, a dos factores: su lejanía del mundo académico y su falta de publicaciones en inglés. Sería poco inteligente, sin embargo, caer en el chauvinismo de otros tiempos felizmente idos que pretendía ver un primer motor español en toda innovación digna de su nombre, ya fuera el submarino de Monturiol, ya el autogiro de De la Cierva, ya el estrellato de Hollywood gracias a Rita Hayworth, née Margarita Cansino. Los trabajos de los tres autores aquí recogidos tuvieron poca continuidad y casi todo quedó en el olvido. Muchas de las ideas que ellos apuntaron fueron posteriormente halladas de forma independiente en el mundo angloparlante y su éxito debe poco a su previa formulación por parte de los españoles. Lo cual, empero, no debe ser tomado en descargo del mundo académico patrio, que solo parece haber aprendido del búho de Minerva su afición a llegar tarde. La segunda se refiere a la RET y al saber burocrático. Pese a haber sido una de las primeras publicaciones dedicadas al turismo, tanto bajo Franco como bajo la democracia, la RET primó las contribuciones economicistas sobre las provenientes de otras ciencias sociales y se encerró mayormente en los confines de la burocracia estatal que peroraba sobre el turismo. De esta forma, RET perdió la ocasión de convertirse en un medio de influencia en el mundo hispanoparlante. La ya no tan reciente aparición de una edición española de Annals of Tourism Research, así como otras publicaciones académicas sobre turismo en España y en Latinoamérica, hacen aún más difícil su tarea. Por más que estas últimas hayan llegado muy tarde, respiran en un ambiente de libertad de investigación que no es fácil de reproducir en un medio burocrático que va a la rastra del partido del gobierno. La tercera y última conclusión se refiere a la estrechez de los límites dentro de los que se movían esas corrientes innovadoras. Si Gaviria mostraba gran originalidad en sus reflexiones sobre la importancia del turismo internacional en muchos aspectos de la vida social, más allá de su dinámica económica, su marco teórico general no tenía tanta. El marxismo urbanístico de Lefèbvre y la escuela de la dependencia eran moneda corriente entre la izquierda de los setenta. Febas, por su parte, fue de los primeros en importar la semiótica estructuralista en el análisis de la comunicación en folletos y carteles de turismo produ-

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cidos por la Administración para proyectar su España soñada, pero su total dependencia de Lévi-Strauss y de Barthes es notoria. Las reflexiones de Jurdao se ubicaban dentro de un nacionalismo conservador de la más pura cepa que aún no se había enterado de que la pertenencia a la comunidad europea hacía muy porosas las lindes de la soberanía nacional y equiparaba como consumidores, como residentes y hasta como votantes en las elecciones locales a los extranjeros que habían elegido radicarse en nuestro país. En esos aspectos teóricos ninguna de estas contribuciones era en exceso original. Curiosamente, la mejor conocida fuera de España es la de Jurdao, que fue rápidamente acogida y ensalzada por Dennison Nash. Nash es uno de esos antropólogos progresistas anglosajones que creen que solo hay una clase de antiimperialismo, así que piensa que todo turista internacional, especialmente si es occidental, es un émulo de Sandokán. Poco se le pasa por las mientes que conviene distinguir y que, aunque todos ellos denunciaran el imperialismo, la cosa no significaba lo mismo para Hitler, para los militares japoneses de los años treinta, para Stalin o para el movimiento de los no alineados. Así se le escapa que la denuncia del imperialismo de Jurdao y su llanto por los campesinos de la Mijas que él idealiza respiraban añoranza por el Antiguo Régimen y por la revolución neolítica. Jurdao es, de ser algo, un enemigo jurado de la modernidad, no un luchador anticapitalista. En definitiva, lo que aborrece en la desaparición del antiguo orden de cosas es que sea protagonizado por los extranjeros. Los apartamentos en la costa y las urbanizaciones playeras los compraban también muchos españoles; así que el uso neocapitalista del espacio del que hablaba Gaviria no es lo que le sublevaba. No. Solo el hecho de que uno de sus componentes (el único que Jurdao estaba dispuesto a ver) fueran personas que hablaban otras lenguas, tenían otras costumbres y eran, cuando escribía la primera edición de su libro, más ricas que las nacionales. El juicio de Gaviria reflejaba un vocabulario emparentado con el de Jurdao, pero eran muy otras sus intenciones y muy diferente el análisis de las transformaciones que, según él, el turismo internacional inducía en España. Lo que Gaviria reclamaba no era la vuelta al Antiguo Régimen, ni siquiera la desaparición de la producción neocolonial del espacio de calidad. A la postre, comprendía bien que esa era una deriva imposible de contrarrestar. Los turoperadores «tienen conexiones muy altas con la banca internacional, los productores de aviones, compañías especializadas en seguros y transportes y, lógicamente, con los gobiernos respectivos. Esto es lo que hace que lo que empezó siendo vacaciones para los europeos se haya convertido en un objetivo político-social de los gobiernos europeos: facilitar vacaciones baratas para las clases populares a costa de los trabajadores de los países del Mediterráneo» (1975: 74). Pero si

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esas políticas eran convenientes para los intereses de los gobiernos tanto conservadores como socialdemócratas y para los de los sindicatos extranjeros, no lo eran para los de España. La situación podía cambiar si los españoles llegaran a obtener mayor participación en el negocio turístico. La conversión de España en un destino de primera fila para el turismo de masas ofrecía la oportunidad de organizar esa contraofensiva porque los atractivos que habían encumbrado al país no podían ser relegados fácilmente. Por más que los turoperadores pudiesen amenazar con llevarse a los turistas hacia otras zonas del Mediterráneo, en realidad no les era posible hacerlo. Lo que tenía que cambiar era que el país fuera un paraíso fiscal para los inversores y se decidiese, por fin, a formular una política turística digna de un país moderno. Gaviria podía sonar muy radical en su vocabulario, pero en realidad solo clamaba porque se reservase un trozo más grande del pastel para la industria nacional. Veinte años más tarde (1996), Gaviria volvió a ocuparse de su antiguo tema. Esta vez su análisis era más general y más sobrio. Entre 1975 y 1995, decía ahora, España se había convertido en la séptima potencia económica mundial y era indudable que el turismo había contribuido a ello sobremanera. Pese a sus defectos, el modelo turístico español había funcionado. Es una conclusión que no deja de sorprender, porque en ese tiempo no se había producido ninguno de los cambios estructurales en la industria que Gaviria había reclamado anteriormente. Los turoperadores europeos seguían siendo un factor dominante en la industria nacional y el sueño de prescindir de ellos había resultado eso, solo un sueño. Su último fulgor vino de la mano de Javier Gómez Navarro, ministro socialista de Comercio y Turismo en el tiempo en que Gaviria escribía su nuevo libro (1996), y que siguió agitando la quimera de un turoperador español responsable para con los intereses nacionales, aunque lo hiciera sin despertar otra cosa que la rechifla de sus compañeros de Gabinete. Al tiempo, las urbanizaciones anteriormente denostadas habían seguido creciendo vertiginosamente. ¿Qué había cambiado, pues? La explicación de Gaviria tiene mucho que ver con su nacionalismo de antaño. España había aprendido a adaptarse a las demandas de millones de turistas, extranjeros y domésticos, como ningún otro país mediterráneo. El turismo de sol y playa no le resultaba ya tan sospechoso en 1996 como en 1975. El turismo chárter de sol y playa en España responde a lo que los Estados de Bienestar Europeos han ofrecido a sus clases trabajadoras y medias. Las playas españolas son la materialización sobre el espacio del ocio del goce merecido de los obreros del Estado del Bienestar Europeo. Parece grandilocuente, pero es una verdad sencilla […] Se ha hecho

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tan bien en materia turística en los últimos 35 años y se sigue haciendo tan bien, que se diría que el turismo marcha por sí mismo, viene solo, atraído por la calidad de vida, de paisaje y de clima en España, por la amabilidad de nuestras gentes y la seguridad del ambiente y, sobre todo, por la relación calidad-precio de las playas (1996: 336-337).

Más aún. En vez de haberse dormido en sus laureles, España había sabido desarrollar otros productos distintos del sol y la playa, como sus ciudades o el turismo cultural, que se habían convertido en nuevos atractivos para los jóvenes europeos. Hasta ahí Gaviria. Un lector atento podría decir que ya había oído todas esas cosas en el pasado. Si quisiera ponerse fastidioso, recordaría que eran precisamente las mismas que defendían los desarrollistas tan denostados antaño. Uno se pregunta si en vez de a ese nacionalismo que ve en el éxito del turismo español otro triunfo de un vaporoso carácter nacional o de su innegable capacidad de aprendizaje, que, como el valor de los soldados, ha de dársele por supuesto, no sería más justo atribuir el éxito de España como destino turístico a haber dejado que los mercados siguieran su curso sin imponerles esas trabas a su expansión que, según creía Gaviria, hubieran favorecido los sedicentes intereses nacionales. La gran diferencia entre 1975 y 1996 consistía en que en la última fecha los españoles podían participar del turismo y del ocio de masas tanto como el resto de los europeos. El previo anticolonialismo que convertía a los turoperadores, a los turistas extranjeros y a sus gobiernos en los responsables del subdesarrollo español había devenido obsoleto. Es una pena que Gaviria se dejase en el tintero la explicación de su cambio de actitud y nos quedáramos sin saber si se trataba tan solo de otra muestra de que la edad nos hace más comprensivos o, tal vez, de que finalmente había logrado entender los beneficios que se derivan de la integración en los mercados internacionales, es decir, de la globalización. Si los españoles de 1996 podían disfrutar de sus merecidas vacaciones dentro y fuera del país era porque finalmente gozaban de una renta disponible bastante mayor, y esa circunstancia tenía sus causas, entre otras, en la expansión capitalista de la industria turística, que fue algo más que un neocolonialismo del espacio de calidad.

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