Unisex - Carlos Flores

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Título: Unisex © 2008, Carlos Flores © Santillana Ediciones Generales, S.L. © De esta edición: enero 2008, Aguilar.

ISBN: 978-980-275-848-7 Depósito legal: If63320078004508 Impreso en Venezuela Dirección de la colección: Leonardo Padrón Edición: Marianela Balbi Coordinación editorial: Cynthia Rodríguez Corrección de estilo: Rafael Osío Cabrices Diseño de la colección: Jaime Cruz Iconografía: Mireya Silveira Diagramación: 72dpi Impreso por Editorial Melvin, C.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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El encuentro de dos personalidades es como el contacto de dos sustancias químicas: si hay alguna reacción, ambas son transformadas. Carl Jung

Nunca resistí la tentación porque me he dado cuenta de que las cosas que son malas para mí no me tientan. George Bernard Shaw

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Este libro está dedicado a todos los hombres y mujeres que han dicho «te amo»...

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…y a los pendejos que les creyeron.

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El remordimiento postcoital Ahí está el mutante de siempre. Lo veo y me da igual. Ya no me sorprende encontrarlo en el baño de lugares como éste, en madrugadas muy parecidas a ésta. Es como una rutinita fastidiosa: entro al baño, prendo la luz, me miro al espejo y el coño de madre mutante me ve con esa cara de vuelto leña, de reventado... como si por mala leche me hubiera tragado una granada con un buche de nitroglicerina y hace cosa de minutos –y sin querer queriendo– ocurriera un dramático desastre estomacal. Me veo jalado y jodido. Y apenas es esta terrible hora de una terrible madrugada en un extraño y decadente lugar del universo: un motel tipo matadero cerca de Sabana Grande, en la terrible Caracas. El baño está tan frío como el resto de la habitación. Es de las que cuesta 42.000 bolívares, lo que es lo mismo decir que es la segunda más cara de todo el motel. El baño está frío porque dejé la puerta abierta, ¿o acaso lo hizo ella? La verdad no me acuerdo. Pero puedo escuchar el ronroneo del aire acondicionado muy cerca, más allá de la puerta de madera que cerré con mucho cuidado esperando que súbitamente ella se quedara dormida porque lo que menos quiero es escucharla hablar. Abro el grifo. Sigo viendo al mutante. Me paso la mano derecha por la cabeza y me aplasto el cabello hacia abajo. Bostezo y me penetra mi propio aliento. Mal aliento. No traje la pasta dental porque no sabía que amanecería con esta –u otra– tipa. Me apoyo sobre el lavamanos y me miro con calma. No me gusta lo que veo porque ya estoy cansando de verme así. Las primeras veces era como: ay, coño, me veo full jodi13

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do, qué de pinga, soy un rebelde, una rata, un carajo diferente a los demás. Pero ya no es de pinga. Es un pelo triste, patético. Aunque hay gente más triste y patética que yo, un buen coñazo de gente, y tampoco es que me importe esa gente o yo les importe a ellos. El punto es... no hay punto. Cierro los párpados con fuerza, luego los abro otra vez. Junto las palmas de las manos abiertas bajo el grifo, las lleno con agua muy fría y las estrello contra mi rostro. Repito el procedimiento tres veces. Después tomo un buche y lo escupo rápido; con el segundo buche hago gárgaras antes de escupir. Exhalo. Doy media vuelta y me paro frente a la poceta. Supongo que aquí es cuando debería comentar que me voy a quitar el condón porque un tipo bueno e inteligente, un gran periodista como yo, siempre tiene sexo seguro. Pero eso sería caerles a coba. Tiré rueda libre y ahorita estoy pensando en lo que siempre pienso: ¿será que esta caraja tiene sida o gonorrea o sífilis o VPH o algo peor que todo lo anterior? Ahí sí me preocupo un pelo porque eso de que mi pene se ponga verde no me da ninguna nota. Al rato, muy al rato, otra flagelante idea roza mi cerebro: ¿será que quedó embarazada?, pero con eso no me enrollo. Total, no pienso verla nunca más. ¿Para qué?, además, eso de que uno sea viejo y le llegue un grandulón diciendo que uno es su papá y que ha estado buscándolo por veinte años solamente pasa en películas. Y en películas malas, porque en las de Tarantino nadie habla de hijos perdidos. Es terrible el diseño de esta habitación. Hay una ventana muy grande que da justo a la cama. Me explico: si estás 14

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sentado en la poceta ves directo a la cama y, más importante, te ven a ti sentado en la poceta. Orino parado, dándole la espalda a la ventana, sólo por si acaso. No tengo ropa encima y una corriente de aire se está colando por debajo de la puerta. Yo no tomo café pero ahorita me provocaría una taza de café negro bien cargado a ver si logro despertarme por completo. Pero, ¿acaso de verdad quiero despertarme por completo? Igual no hay café en la habitación, tampoco en el baño, lógico. En la mesita junto a la cama hay varias rayas de cocaína que ella cortó. Pero no quiero meterme un pase a esta hora. La verdad es que en este momento no quisiera volver a meterme un pase más nunca. O sea, sé que es improbable –imposible– que esto ocurra pero igual no pierdo nada imaginando cuestiones sanas. Entonces ni café ni coca. Sigo como estoy. Algo suena, supongo que es la gente de la habitación de al lado que deben ser bárbaros medievales o algo así porque llevan horas gritando como si a alguno de ellos lo estuvieran marcando con hierros ardientes o sacándole las tripas, y mientras los vecinos se lo vacilan yo estoy pensando en el montón de estupideces que dije hace apenas un rato. Puras tonterías, tú sabes, el léxico motelero que cualquier mujer normal quiere escuchar antes y durante la batalla. Un par de recuerdos: mi cuerpo rozando el suyo entre sombras heladas, susurros calientes. Su olor. Su olor fuerte y su sabor narcótico. Los pies fríos. Un gemido que se pierde en la oscuridad, luego contracciones. Gritos. Full gritos. Su cuerpo colapsando. El mío aguantando. La miro a través de la ventana impertinente. Ahí es15

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tá ella... si tan sólo supiera su nombre. La habitación permanece semioscura y supongo que cuando apague la luz del baño se oscurecerá mucho más. Debería hacerlo, salir de aquí, apagar la luz y volver a enrollarme en las sábanas. Sin embargo, me siento un rato en la poceta. Pienso en todo pero en realidad no pienso en nada. Así es chévere, miles de cosas, situaciones del pasado más que todo, rebotan por las paredes de mi mente pero sin enfocarme realmente en ninguna en específico. Es como dejar que el tiempo avance muy lentamente, con calma. Como tiene que ser. Y yo no hago nada salvo permanecer en el baño, fuera de mí mismo. Por última vez me veo al espejo. El mutante se ve un pelo más civilizado, casi humanoide. Otro buche de agua, otra escupida. Regreso a la realidad, es decir, a la cama. No tengo que convencerla de mis virtudes ni cegarla con comentarios sobre viajes y gente interesante que he conocido, famosos que he entrevistado. Cualquier palabra, cualquier intento de diálogo no sólo es redundante sino que no me sale. Es imposible decir palabra alguna. Me limito a estar inmóvil, con los ojos abiertos en medio de la oscuridad mientras toso un par de veces (la eterna factura del cigarrillo). Hace rato que el deseo me abandonó como si mi cuerpo contuviese un espíritu maldito y un sacerdote lo hubiese regado con agua bendita. El frío aumenta, helando mi sudor. Y es aquí cuando me frikeo, porque desde que llegué al orgasmo siento que todo ha cambiado. Todo es diferente, incómodo. Tan diferente que esta chama que está a mi lado, balbuceando incoherencias, ya no sirve de nada. No pasa de ser otra almoha16

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da más. Una almohada suave, una almohada orgánica. Pero ya no es el objeto de mis ganas, es un simple objeto que humedece el colchón. Un ser inútil. Entonces la escucho decir algo, cualquier cosa. Me pudo haber dicho algo muy bueno o malo. Me pudo decir que sabe el número que saldrá en el triple mañana o la fecha en que Chávez saldrá disparado de Miraflores. Pero no me interesa lo que pudo decir. Así que no le respondo, me paso la mano derecha por el cabello. Alguien debería escribir un libro sobre cómo reaccionar en estos casos. ¿Qué debería decirle?, ¿cómo coño le explico que ya estoy listo, que ya acabé (espero que ella también, pero si no lo hizo no es mi culpa, bastante fue el empeño que le puse a la operación) y que no me provoca compartir la cama con ella hasta que amanezca? Ojalá que ya sean como las cinco de la madrugada... ¿Por qué no puedo ser honesto y decirle que, okey, es buen polvo y todo, pero francamente ni siquiera me acuerdo de su nombre porque cuando me la presentaron hace algunas horas en La Ronería yo estaba más pendiente del escote de su amiga que de lo que ella me decía? e incluso más al tanto de cualquier otra mujer que pasara cerca y estuviera sola, porque siempre es mejor evaluar todas las opciones antes de decidirse por una chama de las que se encuentran los jueves por la noche en sitios como el Centro San Ignacio? Pero tampoco me rebusco demasiado. Total, carne es carne. Un pana me dijo una vez que tenía un invento perfecto: una fórmula mágica para que las mujeres se conviertan 17

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en una sabrosa pizza exactamente cinco segundos después de que el hombre llegue al orgasmo. Ahorita imagino –anhelo– que esta jeva fuese una pizza con salchichón y extra queso para devorarla como un salvaje abandonado en una isla, porque tengo mucha hambre. —¿Qué tal? –murmura ella–. Total que no me dijiste por qué no tienes novia. ¡Oh, maldita sea!, suspiro, ¡sáquenme de aquí! Pero ¿cómo llegué a este lugar?, ¿quién es esta mujer?, ¿dónde está mi celular? y, más importante, ¿dónde carrizo está la armadura?, porque con esta oscuridad es imposible ver a mi alrededor. El vacío se hace mayor. Estoy surfeando en medio de un agujero negro donde la materia no existe. Todo es neutro porque acabo de tener un buen polvo... y ya. No me quejo, para nada. Qué de pinga es cuando uno sale a buscar algo específico y lo consigue. Los problemas aparecen después, cuando quiero sacar a patadas a esta loca de la habitación... ¿Qué por qué no tengo novia?, ¿acaso yo le dije que no tenía novia?, ¿y a qué viene esa pregunta?, ¿se dan cuenta?, ¿por qué no sigue mi ejemplo y se queda muda hasta que cualquier cosa ocurra? Lo que me provoca es decirle, mijita, ¿y tú por qué te vas para un motel con un desconocido?, ¿tienes una idea de con quién acabas de tener sexo?, o sea, respeta, que yo sé que tú tienes tanto intelecto como la pizza que yo quiero comerme ahorita. 18

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Flashback. Salí con Pipo y Schubert de un evento gastronómico. No, más atrás, durante el día. Pasé buscando un traje por uno de estos lugares donde te los alquilan. Tremendo traje. Toda una armadura. La clase de ropa con la que mis padres quisieran verme vestido todos los días de mi vida. Y precisamente la clase de ropa que me hace sentir como el ser más falso del planeta. Se trataba de la inauguración de un festival gastronómico al que debía asistir casi obligado. Pipo y Schubert también vestían armaduras pero creo que no eran alquiladas. Obviamente Pipo no se llama Pipo, pero todos le decimos así y Schubert, bueno, ése es su apellido materno y como el resto de su nombre es tan común él prefiere utilizar su apellido más llamativo. Nos quedamos en el festival como dos horas y a eso de las diez y media nos paramos brevemente en Hooters para comer un par de kilos de buffalo wings y algunas cervezas antes de ir a la carnicería (así le dice Pipo a lugares como el Centro San Ignacio). Es una noche tan tranquila, con tanta gente desbordando las terrazas del San Ignacio que esto de que vivimos en un régimen loco y perverso parece un mal sueño, ya olvidado por muchos. Porque al ver tanta gente rumbeando como si nada es que uno se da cuenta de que Venezuela no es un país sino muchísimos países apilados bajo una bandera y un himno. Una insólita parodia del subdesarrollo. Aquí hay gente bien y gente no tan bien. Tomadores de Etiqueta Negra y cerveceros. Chicas góticas, sifrinas culito parado, monitas... Aquí, en lugares como el C.S.I, se puede saborear la diversidad caraqueña y venezolana 19

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que, a pesar de los llamativos contrastes, persigue más o menos los mismos objetivos. Pasando la esquina del Subway, y para este momento severamente afectado por algunos pases de coca, digo: “Qué bonita eres”. Pipo y Schubert voltean a verme y yo volteo a la izquierda porque se lo dije a tres chamas que venían caminando en sentido contrario al de nosotros. La del medio, una blanca de pelo castaño y con carita de muchacha buena como Carla Angola, la de Globovisión, se detuvo y me sonrió. Y yo sé, lo sé demasiado bien, que si no hubiera cargado la armadura sino mi indumentaria regular –franela negra y jeans viejos– lo más probable es que me mentara la madre o que se hiciera la loca. Pero esta noche no, esta noche la tipa bajó el paso, tanto que me pude acercar, extenderle la mano y decirle: —Mucho gusto, Carlos. Y ella dijo: —Adriana, un placer. Y sonrió. Los buitres de mis amigos hicieron lo mismo con las otras dos chamas. Las invitamos a tomar algo pero ya se iban; nos echaron un cuento de que estaban cenando y blah, blah, blah. Total que le di mi tarjeta a Adriana, ella me dio la suya (arquitecto) y un beso en la mejilla seguido de un nos hablamos. ¿Me llamó Adriana, salí con ella, nos empatamos?, no pana, ese cuento da para un libro completo (un libro bien loco y deprimente que me da pena presentar a una editorial). 20

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Pipo tiene 32 años y Schubert, 30, igual que yo. Pero odio decir que tengo treinta años porque en una época como ésta nadie parece estar conforme con su edad y es como si todo el mundo quisiera correr contra el reloj de la vida. Y te das cuenta de eso cuando vas a una disco y notas que las mujeres cada vez se parecen más a robots adolescentes. Todas quieren parecer menores, todas quieren tetas de silicón, todas quieren implantes en cualquier parte de su cuerpo: el culo de J. Lo, los labios de Angelina Jolie; quieren estirarse aunque no tengan arrugas, bronceados artificiales, liposucción aunque no tengan grasa de más. Todas quieren pertenecer al gran culto –y pasatiempo– mundial del moldeado anatómico. A las quinceañeras no les regalan cruceros sino tetas nuevas, no hay fiesta de aniversario sino inyecciones de Botox. La idea de la belleza natural ya no existe. La nueva idea es estar buena y comestible (e igual ocurre con los hombres) sea como sea. Objetos, simples objetos. Cajas de cartón. A veces se me sale la hipocresía de frente y critico a las mujeres que se operan hasta los codos pero la verdad es que si fuera por mí jamás volvería a tener algo con una tipa normal, porque hay algo, un sentimiento de... no sé, como si fueras el dueño de un tesoro valioso, en eso de estar con una diosa plástica. Y esta noche sobraban las diosas plásticas en la terraza de La Ronería. El desfile estaba desatado porque a estas jevas les gusta que uno se babee por ellas. Lo gozan. Es una época de trofeos carnales. De lucir provocativas mascotas humanas y llevarlas a desfilar a sitios repletos de gente solamente para que los demás te envidien. Y a 21

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veces creo que no hay nada más allá de eso, todo se queda en la superficie. ¿Alguna de estas mujeres habrá visto Casablanca, habrá leído a Neruda, habrá escuchado a Beethoven? No. Pero igual estoy aquí. Como siempre. —Párenle a este cuento –dice Pipo mientras el mesonero nos trae tres tragos de ron 1796 en las rocas–. Ayer venía con Natalia –su esposa– y Federico –uno de sus mejores amigos– desde Maracay. Entonces el Fede andaba con una pasadera de mensajes de texto y llegó un momento en que el pitico del celular te ladillaba. —Salud –digo yo y juntamos los vasos. Enciendo un cigarrillo. —Bueno –prosigue Pipo, que es un tipo blanco y delgado, de nariz grande, cabello negro liso y esta noche viste un traje gris con camisa blanca y corbata amarilla. Él es contador público y luce exactamente como uno que no es muy exitoso–, yo le pregunto que a quién le está pasando los mensajes y la ratica me dice que a Sonia –que es la esposa de Julián, quizá el mejor amigo de Federico–. Y Natalia, coño, le dice que qué vaina es ésa, que si tiene un resuelve con Sonia. Fede dice que sí y se caga de la risa. Natalia se pica toda y Fede le dice que incluso hoy iban a comer juntos. Y yo le digo que no sea loco, ¿cómo va a salir públicamente con Sonia?, y él me dice que eso no tiene nada de malo porque son, ante todos, panas, y que no hay rollo si alguien los ve comiendo solos. 22

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—Y yo me imagino –dice Schubert, que es odontólogo de profesión– que este cuento tendrá sentido en algún momento. —Pana –dice Pipo irritado–, déjame seguir. Lo que me dio arrechera y me dejó pensando es que ahí Natalia dijo una vaina como que Fede tiene razón porque, en caso de que no tuvieran un resuelve, no tendría nada de malo que saliera por ahí con Sonia. Y de repente dice que ella también sale por ahí con sus amigos cuando yo estoy fuera de la ciudad o cuando estoy en la oficina. —Verga –dice Schubert. —¿Y? –murmuro yo. —¿Y?, ¿y?, bueno, cabezón, que mi esposa dice que anda por ahí con no sé qué amigos mientras yo me jodo trabajando. —Ah, bueno, tampoco es que te jodes... –suelta Schubert. —El punto es que yo le pregunto los nombres de esos amigos con los que sale ¡y me mencionó a tres carajos que yo no había escuchado en mi vida! Entonces no sé cuál es la vaina y me arrecho y el pajúo del Fede estaba gozando con el rollo. Y como para salirse del problema, Nati me dice que dos de esos panas son gays, amigos de no sé cuál amiga de ella. Pero, no sé pana, te digo que eso me sonó a paja. —Chamo, así como que en el peor de los casos, tu mujer tiene sus aventuritas por ahí… ¡Gran cosa! —Flores, tú no estás casado. No entiendes de esto. Schubert asiente con la cabeza y me pide un cigarrillo porque él nunca tiene. 23

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—Y te puedo asegurar que no me voy a casar pronto, mucho menos después de verlos a ustedes. Schubert se acomoda en la silla. Lleva tres años de casado pero se está divorciando. Y, como todo esposo, le echa la culpa a su mujer: ella era una celópata, no lo atendía bien, cocinaba maluco, ya no quería sexo, tenía las uñas de los pies muy largas, y un largo etcétera. El aspecto bueno, es que ninguno de los dos tiene hijos. Ambos pertenecen a una nueva raza de jóvenes matrimonios que se rehúsan a tener hijos. La mayoría de mis amigos casados están una situación idéntica: todos tienen problemas, están cansados de estar casados y no tienen hijos. Pero pocos se atreven a admitir que cometieron un gigantesco error al casarse. Ah, y ninguno pasa de los 35 años de edad. No conozco a nadie que me recomiende estar casado. Ni hombres ni mujeres. Sin embargo, me la paso pensando que sería bien rico despertarme un domingo por la mañana, salir del cuarto y encontrar que mi esposa está preparando el desayuno, vestida aún con ropa de dormir, y me da un beso en los labios y yo sonrío... el sol entra por la ventana en el comienzo de un día que seguramente rayará en la perfección doméstica, y es posible que en la ecuación entre un chamito pidiendo que le den su cereal con leche y yo mismo se lo sirvo. Y bromeo con mi esposa y me siento en paz conmigo mismo porque, al fin, he cumplido con la naturaleza al prolongar la especie: tengo una familia, soy un padre, tengo una mujer...y cuando la idea me devora, cuando absorbe mi razonamiento, por lo general pienso en mis amigos y toda la fábula cae destrozada como cristales viejos sobre 24

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una superficie olvidada. Y ya, la realidad me apuñala y regreso a ocupar mi personaje de tipo agresivo y sarcástico que no cree en mariqueras como el amor verdadero. Cuando vamos por la tercera ronda de tragos, Pipo sigue con el rollo de que Natalia sale por ahí con sus amigos, aunque ya para este momento él la imagina protagonizando salvajes escenas eróticas con enormes y musculosos compañeros que son, infinitamente, mejor parecidos que él. Schubert, que también lleva un traje negro parecido al mío, de tres botones con camisa gris y corbata negra, estaba en el baño y lo veo aproximarse acompañado por dos muchachas que seguramente rondan los veinticinco años de edad. La gente, el público que recién llega, camina de local en local buscando una mesita libre, pero todos los locales están llenos. Y hay que conformarse. A un lado puedo ver a una parejita que no se siente nada cómoda en un sitio donde venden, más que todo, cervezas. Ella está muy bien vestida y le reclama a él. Imagino la escena horas antes: ella ilusionada, bañándose, seleccionando las pantaletas adecuadas y el resto de la ropa, el perfume, los zapatos... el maquillaje perfecto, porque será una noche especial en un sitio más que especial. Y hay expectativas, ganas, mariposas en el vientre... será una tremenda noche. ¿Cómo adivinar que terminaría tomando cerveza de sifón, frente a un montón de pubertosos que la observan sin disimulo? Frente a nuestra mesa un tipo bebe un cocktail color naranja y su pareja, una chama de ésas que parecen mode25

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litos frustradas, toma algo en una copa de martini. Sin embargo, no cruzan miradas ni charlan de una manera como se supone que lo haría una pareja. Tres muchachas catiritas y bonitas están sonriendo y hablando y para ellas esta noche no tiene nada nuevo; deben pasársela en esto, hablando de los tipos que las atacan, del carro que tiene uno, del yate que tiene el otro, y las imagino en quince años, haciendo lo mismo: sentadas en cualquier mesa de cualquier sitio a cualquier hora, hablando de lo mal que les está yendo en su segundo o tercer matrimonio, y que los hijos son una total ladilla. Y mirarán al pasado y les sorprenderá –¿acaso no?– saber que no se han movido en la vida, que siguen en neutro y que la vida es una mala comedia donde ellas protagonizan interminables capítulos de adultez sin madurez, de experiencia sin conocimiento ni aprendizaje... mi mente divaga y vuelvo en mí, y pienso en que me gustaría mucho cenar con una de esas catiritas y enseñarles cómo tira un genio literario como yo, pero igual pienso en lo fatal que sería esa cita desde el momento en que ambos nos diéramos cuenta de que estamos en este planeta para recorrer caminos disparejos que jamás, y bajo ninguna circunstancia, deberían cruzarse; entonces sería otra magistral pérdida de tiempo y dinero para alguien como yo. Aunque..., brother, qué buenas están las condenadas. Volteo, escaneo con la vista la mayor cantidad de gente que puedo y noto que hay algo similar en muchas de las parejas que están esta noche acá. Hay más hombres hablando con hombres y mujeres hablando con mujeres 26

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que entre sí. Y justamente cuando estaba dispuesto a hacer un comentario bien honesto al respecto, Schubert se paró frente a nosotros y nos presentó a... todavía no me acuerdo cómo se llamaban. Pero lo cierto es que mientras le di la mano a una no podía quitarle la vista al escote de la otra. Y media hora más tarde ya estaba seguro de que si le pedía a la de senos pequeños que se fuera conmigo lo haría porque se notaba a kilómetros que ella había llegado al San Ignacio buscando lo mismo que yo. Pipo y Schubert competían por la tetona y yo estaba fácil, trotandito sin apuro porque esta chama me había puesto la mano en la pierna varias veces y yo estaba susurrándole chistes malos al oído... y ella se reía y cualquier otra cosa, cualquier crítica que tuviese ante la vida, ante las mujeres locas, ahora carecía de la menor importancia. Las hormonas hacían de las suyas. No hay que echarle mucho coco para resolver la ecuación: ella quiere y tú quieres. Igual: plomo. Y la mente se nubla, sólo hay una respuesta, una salida a todo esto y es llevarla a un motel y descargar... eso mismo, descargar como autómatas y mientras ella me cabalga no pienso sino en lo rico que se mueve, lo bien que lame; el sonido de sus gemidos... el cerebro no me da para más. Ni siquiera para intuir que en unos pocos minutos llegará el terrorífico remordimiento postcoital y entonces esta sensación netamente carnal que experimento ahora significará... nada.

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Otra patética escenita matutina 8:12 A.M. Estoy sentado en la cama fumando un cigarrillo, la tele está prendida. El canal es Globovisión y Roberto Giusti está diciéndole algo a un político chavista pero no lo estoy escuchando porque tengo los audífonos puestos y busco una canción en mi reproductor de MP3. Pura psicodelia. California Dreaming de The Mamas and The Papas. Esta canción ultra hippie siempre me deprime pero lo que más me desanima es saber que la tipa –cuyo nombre sigue siendo una incógnita– está metida en el baño y lleva como cuarenta minutos haciendo no sé qué. Cambio de canción. Live Forever, de cuando Oasis era un grupo aceptable. Me levanto de la cama y recojo el celular del piso. Lo prendo. Varios mensajes de texto y uno de voz. Debajo de la cama está un bolso grande. Mi bolso viajero. Abro el cierre y saco un Red Bull caliente que en realidad no está tan caliente debido a la temperatura de la habitación. También hay un pitillo. Lo destapo y sorbo rápido. Camino por la habitación y me detengo frente a una ventana que da a la calle. Muevo la cortina un poco. Echo un vistazo y aparece esta eufórica mañana soleada, azul y brillante en Caracas y suelto una bocanada de humo frente a mí. Carros que van y vienen. Sangre hirviendo. Quisiera estar en Patanemo tomando una cervecita y fumando un tabaquito y viendo nalgas y soñando con sexo por la noche, en vez de estar sorbiendo Red Bull a través de un pitillo en esta habitación, sabiendo que esta 29

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noche me toca dormir nuevamente en esta cama, en este motel cerca de Sabana Grande. La tipa sale del baño. Está hablando algo pero sólo la veo hacer muecas porque sigo con los audífonos. Me los quito. —¿Ah? –pregunto. —Que el agua está rica –dice–. Entonces, no me respondiste, chico, ¿por qué no tienes novia? Doy media vuelta, hago una negación. Todos los días me pregunto por qué no acabo de mudarme completamente a Caracas –en vez de vivir en moteles de pésima muerte y casas de panas– y la respuesta es la misma: no me gusta Caracas. Cierto, pero, aunque no lo quiera, ya vivo en Caracas. Esa es la verdad. Valencia se aleja cada día más de mi vida como el Red Bull va desapareciendo de esta lata: lento pero seguro. La tipa está recogiendo su ropa. Deja huellas húmedas desde el baño hasta la cama. Me tomo todo el Red Bull de un solo sorbo antes de decir: —No sé por qué me sigues preguntando eso. Yo tengo novia. Y, o sea, no es tu problema... pero sí tengo novia. La tipa se queda inmóvil. —Pero anoche me dijiste que no tenías. Asiento con la cabeza: —Eso fue anoche. Ahorita está haciendo sol que jode. 30

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—Por cierto, ¿cómo es que te llamas? Ella echa la cabeza hacia atrás, abre los ojos, espabila y dice: —¿No sabes cómo me llamo? Niego pausadamente y me encojo de hombros. —Errar es de humanos, ¿no? Y justo aquí estalla una de esas estúpidas reclamaderas que tanto apasiona a ciertas mujeres. La tipa me reprocha, me insulta, me dice que no es una puta y que ella no sabe qué estoy pensando de ella pero que ella, en caso de que yo esté pensando eso, no es una puta. Que no se acuesta con cualquier desconocido y que yo soy un perro y que los hombres somos una porquería, unos bichos que sólo quieren sexo. Y mientras ella está hablando sola y poniéndose la ropa, yo solamente estoy pensando: chama, de pana que anoche te veías más buena. Al mismo tiempo asiento con la cabeza, como dándole la razón. Quiero otro Red Bull, en eso pienso. Pero lo que de verdad me molesta es que recoge todo el perico que había quedado y lo guarda en su cartera. ¡Qué vagabunda! —Y de paso, tienes novia –suelta de pronto–. ¡Ustedes los periodistas son iguales! —No todos somos iguales –digo mientras voy caminando hacia el baño–, hay una pila de periodistas maricones que ni te imaginas. Me lavo la cara, salgo y ella ya está vestida. Lista para marcharse. Se amarra una colita de caballo y camina hasta la puerta en silencio. Abre la puerta y le grito: 31

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—¿Ni un besito de despedida? Ella cierra la puerta de un golpe. Me asomo por la ventana y la veo caminar por la calle, toda orgullosa. Una mujer valiente que le ha dicho cuatro cosas a un coño de madre como yo... pero, ¿sabes?, es pura paja. Lo peor es caer en negación. Debe ser muy difícil aceptar que sí eres una puta, que sí vas al San Ignacio a buscar machos y que luego te da ratón moral... porque tú y yo sabemos que te sabe a limonada que yo tenga novia... seguramente tú también tienes pareja. Y esta tarde, cuando te comas un helado en la 4D con tu noviecito, le dirás que anoche saliste con tus amigas y te tomaste unos tragos y te fuiste a tu casa a la medianoche. Y él te echará otro cuento chino similar... pero tú tiraste conmigo y él seguramente con otra... o con otro. Y ese círculo rico –y tremendamente vicioso– se repetirá esta noche o acaso el próximo fin de semana... Y así pasa con ella y conmigo y seguramente contigo. Es mi percepción de las relaciones de pareja en esta extraña y decadente época, pasada la mitad de una década futurista donde todo es posible, menos ser fiel (pero todos quieren simular que son felices). Y entiendo que tampoco es práctico ni da nota decir la verdad, ningún tipo de verdad, mucho menos aquella que tiene que ver con el amor o con nuestra relación. Lo mejor es seguir mintiendo, tanto a tu pareja como a terceras personas. Y dejar que la corriente avance... tal vez desemboque donde tiene que ser... tal vez no. 32

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Rebotes #5872 12:39 p.m. Estoy deambulando por la feria de comida del centro Sambil, en Caracas. Pienso comerme una hamburguesa grandota y grasienta... claro, si es que encuentro una mesa. Se supone que me encontraría con Schubert para almorzar pero no lo veo y su celular está apagado. Me rasco la cabeza parado frente a un puesto de comida árabe. Intento llamarlo nuevamente. «Ya estoy en la feria, no hay mesas. Llámame», le dejo este mensaje y voy a un sitio donde las fotografías de las hamburguesas que venden parecen dignas de un infarto instantáneo. Hago la cola. Media hora después sostengo una bandeja con hamburguesas, papas fritas y un enorme vaso con 7UP. Detallo cada una de las mesas. Todas están llenas y mucha gente está igual que yo, esperando que alguien se levante. Cerca de mí hay una mesa ocupada por dos muchachas veinteañeras bien simpáticas. —Disculpen –les digo–, ¿será que puedo sentarme con ustedes?, es que está full y... —Sí, vale –dice una de ellas. Me siento e inicio la batalla con las hamburguesas. Escucho la conversación de mis compañeras de mesa. Una acaba de terminar con su novio (típica historia: él la engañó). La otra le dice que no se preocupe, que es lo mejor que pudo haberle pasado.

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Yo las miro de reojo, especialmente a la que terminó con el novio. Es linda. ¿Cómo es que hay tantos tipos con suerte que logran relacionarse con mujeres de este nivel y luego se comportan como unos patanes? Tras escucharlas un rato, me animo a decir en un tono de voz medio: —Me vas a disculpar, pero de verdad tengo que decirte que eres muy linda. Las dos se callan. Me miran. Acabo de meter la pata, pienso. —O sea, qué bolas –dice la que terminó con su novio–. Aparte de que te dejamos sentarte aquí, ¿ahora te vas a poner pichacoso? —¿Picha...? —Ah, como escuchaste lo que estábamos hablando ¿pensaste que yo estaba medio desesperada y que un gordito como tú tendría chance de cogerme? —No, bueno –me aclaro la garganta– yo... —Tú eres un pasado ¿Y ésta es la nueva técnica? ¿Sentarte en una mesa ocupada, a ver si pescas algo? ¡Qué ridículo! Chamo... o sea, y ni que quieras eres de mi tipo. ¡Para nada, mijo! Sé realista. Las dos se levantan. La otra está muerta de la risa. Me hundo entre los hombros y sigo comiendo la hamburguesa. Ojalá que te dejen preñada, pienso yo.

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Predespacho... Alicia en el país de las Maravillas (Lésbicas) Siete y pico de la noche del viernes y llevo tres Polar Ice en El León, en La Castellana. Un día terrible en la oficina. A pesar de que soy el Editor en Jefe, me toca trabajar más que a la plantilla de redacción completa. Es quincena y Caracas se ha convertido de pronto en una contorsión de vehículos y transeúntes del Este al Oeste. La noche ha cubierto por completo el cielo capitalino y la palabra caos ahora se convierte en la realidad de quienes ocupan algún centímetro de la urbe. Viernes... quincena... dos palabras que se repiten, que muerden a los caraqueños, que retan y hasta narcotizan a jóvenes y viejos. ¿Por qué no se pueden quedar en casa esta noche, que al final es otra noche con luna y estrellas, nada especial? ¿Por qué es necesario salir con la sola idea de hacer cuestiones perniciosas? Llevo años haciéndome esas preguntas y la respuesta es siempre la misma: porque es chévere. Eso es todo. Ninguna dilucidación profunda o interesante. Es chévere, se siente bien y con eso es suficiente. Lo compruebo en este lugar mientras miro hacia los lados y la brisa calmada se mece sobre mi nuca. Un fervor, un picor... la gente que está aquí no luce tranquila sino excitada, como si algo realmente bueno estuviera por ocurrir en las próximas horas. Aunque yo no estoy tan afanoso porque al salir de aquí tengo que ir a una disco donde supuestamente me veré con una mujer que ni si35

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quiera sé si irá. Ya me ha dejado embarcado anteriormente y yo sigo suplicándole que me dedique apenas unos minutos de su vida. Uno de los mayores contratiempos de salir con mujeres casadas es que tienes que adaptarte a su complejo horario. El marido y los chamos siempre están de primero, dicen ellas. He pedido una pizza no sé qué y Alicia otra, y ambos estamos fumando. Escucho las conversaciones de las mesas cercanas. Nadie dice algo interesante. —¿Y Mónica? –pregunta Alicia. Mónica es mi novia, mi empate, mi jeva. El título es irrelevante, la esencia es la misma: Mónica es la chama que se supone que tengo que llamar todos los días, verla varias veces a la semana, escribirle mensajes de texto, tener sexo, salir al cine, comer cotufas y chocolate; la que me arma zaperocos, la que espera que yo sea un tipo bueno, la que quiere conocer a mi mamá, la que odia a mis amigas y piensa que mis amigos tienen un complot contra ella. Mónica es, por otro lado, la que me pregunta cómo he pasado el día, la que se preocupa por todo lo que le digo, la que besa rico, la que no tiene reparos en pagar un buen restaurante si yo estoy pelando, pero Mónica está en Valencia y hoy El León me parece que está a mil años luz de la capital carabobeña. Alicia es una amiga caraqueña de hace mucho tiempo y, cierto, aunque hemos tirado al menos una docena de veces, sólo somos amigos. Aunque ella quiera otra cosa más seria. —Está enferma, tiene fiebre –digo yo. 36

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—¿Y no deberías irte a Valencia para estar con ella? Los novios buenos siempre acompañan a sus parejas cuando están enfermitas –Alicia sonríe con malicia. Yo le pinto una paloma moviendo la mano con elegancia. Malas vibraciones se apoderan de mí con ese comentario de Alicia porque Mónica no está enferma. Yo le dije que no iría a Valencia este fin de semana porque estaba full de trabajo y ella me creyó. Ella siempre me cree. O al menos aparenta creerme. El León está a reventar de gente. Puros vagos, pienso yo. Siempre me gusta criticar a la gente que la está pasando bien... es como si yo fuera el único tipo inteligente que tiene derecho a divertirse, emborracharse, drogarse y joder eternamente. —¿Por qué tardan tanto las pizzas? –suelto. Alicia se encoge de hombros. —¿Y tú qué tal? –pregunto–. ¿Qué planes hay para más tarde? Alicia, que tiene 28 años y es educadora, es blanca, delgada y bajita, con el cabello negro liso que le baja poco más allá de los hombros. Viste unos jeans y una especie de top blanco. Trajo una chaqueta que está tirada en una de las sillas. Toma el último sorbo de su cerveza e inmediatamente pido otra ronda y me quejo con uno de los mesoneros porque las pizzas no aparecen por ningún lado. 37

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—Ya vienen –dice el tipo mientras me tuerce los ojos. —Y tal –murmuro yo. Y no es mi culpa que este tipo y sus colegas tengan que trabajar mientras yo me divierto. Ojalá que necesite bastante la propina... porque le voy a dar un billete de mil bolívares cortado por la mitad. —Voy a salir con una amiguita –sonríe Alicia. —¿Una nueva? —Sip. —Suerte. —Gracias. Alicia es de esa clase de mujeres que necesita experimentar. Que se aburre rápido de sus novios, que no le gusta ponerse una franela dos veces. Lo de ella es vivir cosas nuevas, hablar con gente diferente... y, claro, esta actitud ante la vida la lleva a otra clase de experimentos que siempre terminan en los gemelos tóxicos: sexo y drogas. Hace tiempo que no me doy en una de furia carnal con Alicia porque, honestamente, ha dejado de excitarme. Me sentiría muy incómodo en una cama con ella luego de saber todo lo que ha hecho en los últimos meses. Nuestras salidas de parranda siempre fueron épicas y descomunales y no era extraño despertar un domingo por la mañana tirados en alguna playa hablando del fin del mundo y de la visita de los extraterrestres. Esa era la Alicia normal, la que me daba nota. La que me obligaba 38

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a olvidar cualquier relación sentimental por la que estuviera atravesando para, al menos durante un rato, estar con ella, completamente enfocado en ella. El universo se apagaba y la única llama visible estaba en los labios de Alicia. Pero hoy todo es diferente. Y, a pesar de que me esfuerzo por no ser un hombre de mentalidad cerrada –como los que siempre critico–, he terminado por juzgarla y calificar sus andanzas, lo cual me convierte en una especie de moralista farsante. —De repente Mónica está ahorita con una amiguita –dice Alicia–. No me sorprendería y creo que a ti tampoco. —Pues, sí me sorprendería. No creo que se atreva, ni creo que tenga amigas tan... —¿Putas como las mías? –interrumpe. —No, tan... creativas como las tuyas –corrijo. —¿Tienes perico? —Sí. Le entrego con poco disimulo una cebollita y Alicia se va hasta el baño. —Ya vengo –dice. Recuerdo que, hace tiempo, me había comentado que le excitaría experimentar con otra mujer. Una mañana me llamó por teléfono y me contó que lo había hecho, había cruzado ese puente, esa barrera. Sus dos mejores amigas y ella salieron una noche. Bebieron, se metieron perico... hasta que la conversación pasó de un tema a otro hasta 39

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llegar al sexo. Una cosa llevó a la otra –Alicia no está muy segura de cómo pasó todo– y terminaron las tres besándose en el carro de una de ellas. Luego fueron al apartamento de Alicia y saborearon y exploraron cada milímetro de sus anatomías. Aquel experimento les gustó tanto que lo convirtieron en hábito. Las tres tiraban cada vez que podían y luego fueron añadiendo más compañeras a su pequeño club lésbico. Ojo, todas ellas tenían novios y hasta esposos y esto era como un pasatiempo excitante, como llenar sopas de letras orgásmicas. Un día Alicia me contó que estaba sorprendida porque la mayoría de sus amigas se habían acostado con ella. «Es como si vives de una manera y de repente te das cuenta de que todo es mentira y que a escondidas todas las mujeres son lesbianas. De paso, yo creo que también es culpa de ustedes», o sea, de los hombres, «porque es tan difícil conseguir un tipo que valga la pena que una termina dándose besos con otra chama. Y después puedes salir con ella a comprar ropa o a hablar mierda de los tipos. Es perfecto». Y yo recuerdo haberle dicho: nada es perfecto. Nada. Y ella dijo que yo no sabía nada de nada. Y seguramente tenía razón. Al principio me excitó esta incursión carnal de mi amiga porque, igual que muchos hombres, me gusta pensar en la posibilidad de hacer tríos y estar con dos mujeres en la intimidad y verlas manosearse... y con Alicia resultaba ideal porque era mi compañera de vagabunderías. La apoyé, le dije que era del carajo, que quería verla dándose latas con sus amigas, que saliéramos juntos a meternos pases y a tirar. Pero Alicia pronto se vio rodeada de 40

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amantes. «Hay más mujeres maricas que hombres, lo que pasa es que sabemos hacer las vainas y los gays no», me dijo una vez. Y comenzó a ir a discotecas de ambiente y siempre llamaba al día siguiente para contarme con detalles lo ocurrido y lentamente mi excitación fue tornándose en una crítica muda (no me atrevía a decirle lo que pensaba). Llegué al límite cuando me contó que había hecho una orgía con cuatro amigas, incluyendo una tipa casada que se convirtió en su «novia legal». En total eran cinco mujeres desnudas, drogadas, calientes, rodando sobre un colchón que seguramente terminó muy húmedo... pero no me impactó la orgía sino que me dijera que tenía una novia y que esa novia –lo repito, casada– la trataba como una princesa... y esa relación duró unos meses, luego terminaron porque «las mujeres se están poniendo más ladillosas que los hombres, la que te conté, mi ‘novia’ se puso demasiado intensa: me llamaba a la medianoche, en la madrugada, a mediodía y cada vez que su esposo no estaba cerca, y me decía que quería dejarlo para mudarse conmigo… y no era solamente la llamadera sino que me mandaba flores casi todos los días y si yo tenía algún compromiso y no podía verla, o responderle una llamada, le entraban unos ataques de celos arrechísimos». Y así Alicia se dedicó a tener encuentros netamente sexuales sin mezclar sentimientos, ni palabritas románticas, ni problemas mayores. Supe que la cosa estaba en un punto muy extraño cuando me contó que estaba sentada orinando en el baño de un restaurante de Las Mercedes y vio por debajo las sandalias de una mujer, y entonces le dijo que las sandalias eran lindas y hablaron un rato así, separadas por las paredes, y cuando 41

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ambas salieron a lavarse las manos siguieron hablando y sonriendo. «Y nos besamos, nos metimos otra vez en uno de los bañitos y nos encerramos». Y yo estaba comiéndome una torta de queso bañada con sirope de fresa cuando escuché su cuento y, ¿sabes?, no hubo una sensación en mí que no fuera la de pena porque yo sé que lo único que Alicia ha querido en su vida es que llegue un hombre bueno, realmente bueno, y le diga cinco trillones de cursilerías (pero que se las diga en serio), y que la saque al cine y la llene de ilusiones que, finalmente, se convertirán en realidad. Un hombre que no le diga que la ama, sino que la haga sentir amada, plena, respetada y feliz... «un hombre que no existe», dice ella. Yo no sé cómo coño refutar eso. —¿En qué piensas? –me pregunta a su regreso del baño. —Las fuckin’ pizzas –miento yo. —Yo sé que estás pensando en lo que te dije de mi nueva amiguita. Niego con la cabeza y al fin llegan las pizzas. —Yo no sé si ella es lesbi. Yo le doy clase a su sobrina. Un día ella la fue a buscar al colegio y nos pusimos a conversar afuera... —¿Casada o soltera? —La verdad no sé, no hemos entrado en detalles. —¿Y no hay ningún tipo por ahí, detrás de ti? —Ay, coño, todo el tiempo hay tipos. Pero no quiero nada con nadie. —¿Hombres o mujeres? —No sé... deberías empatarte conmigo. —Ja, no creo que funcione. 42

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—¿Por qué? —Porque nos conocemos demasiado bien. No hay secretos. —¿Y tiene que haber secretos para que una relación funcione? –esto lo pregunta Alicia mientras agarra un slice de pizza y el queso mozzarella se estira largo y derretido hasta que ella lo corta con un dedo. —No tengo la menor idea pero... –mastico mi pizza– igual no funcionaría. —Qué cobarde eres. —No chica, lo que estoy es mosca. —Hay tipas más putas que yo. —Nunca he puesto eso en duda –bromeo. Alicia toma un trago de cerveza y traga la pizza, antes de decir: —El problema es... ¿sabes?, la sociedad es hipócrita. Si un hombre se la pasa tirando entonces es un macho. Pero si una mujer es caliente, si le gusta el sexo, si le gusta que se la cojan, entonces una es una puta, una perra y te rayas. Y luego no encuentras un carajo decente para tener una relación. —Así son las cosas –digo sin mayor ánimo. —Tú eres un ejemplo, no quieres tener algo conmigo porque crees que soy lesbiana y qué sé yo... —Bueno, el cuento no es porque seas bisexual, y no soy un buen ejemplo. En lo que a mí respecta estoy lejos de convertirme en el ser humano promedio, pero... ¿cómo te explico?, no confío en ti. Me cuentas tantas cosas…

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Todas las semanas te la pasas con carajas o carajos en orgías y vainas locas... —Uy, pero qué escrupuloso me estás saliendo... —No entiendes. Como hombre, como animal, me excita que te guste hacer cualquier cantidad de perversiones pero, ¿tener una relación seria contigo? De verdad no me atraes para eso. Los hombres queremos una tipa que sea bien puta, pero puta nada más con uno. Que ni voltee para los lados. Que dentro del cuarto se convierta en una cochina sádica pero que afuera sea lo contrario. No me gusta compartir a mi pareja ni pensar que mientras trabajo ella me va a montar cachos con cualquier hombre o mujer que vea por ahí. —No, pero cuando yo tengo un novio no soy... —¡Te cogí una vez que tenías novio, ¿no te acuerdas?! Alicia mastica en silencio y mira hacia un lado. —Tampoco es para que lo publiques –murmura ella. —Disculpa. —¿Y cómo sabes si una chama que se ve tranquila no resulta ser tremenda loca? No puedes adivinar la personalidad de la gente. —Una de las vainas de pinga de una relación es, precisamente, descubrir la personalidad de tu pareja. Te llenas de ilusiones y te das tremendo coñazo cuando esa persona no es lo que te imaginas, o la pasas del carajo si resulta que la pegas, y que no hay sorpresas. Pero lo que te dije hace rato es que te conozco, sé cómo eres. Alicia se queda callada unos segundos, bebe un trago de cerveza y dice: 44

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—De repente conoces sólo un lado mío. De repente te pierdes la mejor parte. Yo sonrío y sigo comiendo pizza sin saber qué decirle. —Bueno –hago un intento–, te conozco bastante bien, a no ser que me digas que eres chavista. Eso sí sería una tremenda sorpresa y me callarías la boca. —Mi amor, prefiero ser puta, bisexual y periquera que chavista. —Brindo por eso. Chocamos las botellas y sonreímos. Luego es como si hubiésemos pasado un switch y Alicia me cuenta otra vez de su vida dentro de la cofradía lésbica caraqueña y no para de repetir que todas las mujeres son bisexuales y que un vibrador es más efectivo que un hombre de carne y hueso… y la noche está avanzando lentamente y en mi mente ha comenzado una cuenta regresiva que se detendrá en el momento en que La Leona –esa tipa casada que me derrite hasta los globos oculares– aparezca en el sitio donde quedamos en vernos y de pronto me pongo algo nervioso porque Dios sabe que no siento tantas ganas por una mujer como las que siento hacia ella… y Alicia no para de hablar y me canso de escucharla hablar de pezones y clítoris y de mujeres que se depilan en forma de triángulo y otras que se dejan una rayita delgada de vello púbico y la noche de este viernes de quincena en El León es igual a sus predecesoras y si ella quiere seguir siendo bisexual, trisexual o lo que le dé la gana de ser, está bien. Es su cuerpo, es su culo. Y, supongo yo, aún podemos gobernar nuestros cuerpos de45

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mocráticamente porque la única revolución es la instaurada por nuestro cerebro y nuestras ganas. Y de pronto me encuentro diciendo en voz alta: «Lo que pasa es que toda la gente está sola y no importa toda la mierda tecnológica... Internet, teléfonos celulares... nada de eso ha servido para acercarnos más. Todo lo contrario, todos estamos solos aunque pensemos que estamos acompañados». Alicia me mira, luego echa un vistazo a una mesa que está detrás de mí. Cabecea hacia la mesa y yo volteo. —Dime si esa caraja no está divina –dice ella viendo a una muchacha súper atractiva. Yo hago una mueca, suspiro y asiento con la cabeza. —Todos estamos solos –repito y tomo un trago de cerveza. Y eso te incluye a ti. Porque gente como Alicia ha comprobado que la carne no es –necesariamente– sinónimo de compañía y que los verdaderos nexos poco o nada tienen que ver con la genitalidad. Imagino a millones de personas caminando en Tokio o Nueva York, o Londres o Barcelona o Caracas, y es como si todos quisieran ir hacia la misma dirección donde podrán encontrar el máximo de todos los milagros que es dar con otra persona con quien poder compartir no sólo sudor sino los misterios de convertirse en una pareja.

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Hace años un amigo me dijo que el sida había sido una creación de Dios para limpiar a la Tierra de los homosexuales y que nunca podrá curarse porque, justamente, es creación de Dios. «Él nos está limpiando», me dijo. Pero yo no creo que ésa sea la cosa. No creo que alguien quiera limpiar a la Tierra de una persona como Alicia. ¿Cómo hacerlo, si ella es como tú o como yo? Le sonrío a Alicia y ella me conoce tan bien que sabe que estoy pensando algo que no me atreveré a decirle. Así que también me sonríe, resignada.

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Unos whiscachos en el C.S.I. Explorando posibilidades laborales con Pipo Algunas horas más tarde, estoy sentado en la barra de Whisky Bar, en el C.S.I, haciendo tiempo antes de ver a La Leona. La noche de este viernes ha explotado en seco, todo es un murmullo festivo en el San Ignacio y yo bebo un Etiqueta Negra con mucho hielo y poca agua mientras converso con Pipo, quien también mata el tiempo antes de encontrarse con una chama que, según él, está demasiado buena. No le creo, pero igual no me interesa averiguar demasiado y arruinarle su fantasía. —¿Sabes qué deberías hacer? –pregunta Pipo, que esta noche viste pantalones de gabardina grises y camisa manga larga negra. —No. —Deberías escribir telenovelas. Eso da un realero. —No sé quién coño querría ver una telenovela escrita por mí. Te aseguro que ninguna cachifa... —Te lo repito, eso da un realero. —Yo sé. —De paso, puedes resolverte con las actrices. Operación colchón. —Maravilloso –le digo sin pararle mucho–. Aunque tú eres el que debería escribir telenovelas. —¿En serio? –dice Pipo sorprendido. —No. —Okey. Pero te lo decía porque el periodismo no lleva a ninguna parte. Bueno, tú eres diferente, tienes tu revista y tal pero... 48

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—Sí, yo sé, da mucho más dinero escribir telenovelas. —¿No conoces a nadie que te pueda meter en ese medio? Y mi mente automáticamente recuerda una noche, en plena celebración de la Feria de Valencia, cayéndome a palos con Alberto Barrera Tyszka y escuchándolo decir: «¡Vamos a caerle a coñazos, vamos a caerle a coñazos!», pero no recuerdo muy bien a quién quería caerle a coñazos. Y esa misma noche César Miguel Rondón estaba viendo a una muchacha bailar danza árabe muy cerca de donde él se encontraba y yo me repetía: «No me importa qué edad tenga esa chamita, quiero estar con ella». Y Armando Coll, que también había venido de Caracas, había decidido, horas antes, no acompañarnos en esta locura y quedarse en la habitación del hotel durmiendo o escribiendo. Qué sé yo... y ya eran como las cuatro de la madrugada y a las nueve de la mañana nos tocaba –a Coll, Barrera Tyszka y a mí– ofrecer una suerte de conferencia sobre el Nuevo Periodismo, o algo así, en una universidad de Valencia y yo estaba sumamente tranquilo (y más ebrio) al recordar que, precisamente, algo como esto es lo que el gran Hunter S. Thompson hubiera hecho la noche anterior a una conferencia. —He rumbeado con algunos escritores de telenovelas pero no quiero escuchar nada más sobre el temita, deja la ladilla. Por cierto, tú brindas esta noche, ¿no? —Sí, tranquilo. ¿Y a qué hora llega esta mujer? —Como en media hora. Quedó en llamarme cuando esté llegando. —¿Se van a ver aquí? 49

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—No, arriba, en Vintage. —Vamos a hacer algo, si la cosa no funciona llámame y los dos le damos a esta loca que me conseguí. Yo sé que seguro se deja coger por los dos. Sé que no hay tal loca. Sé que lo más seguro es que Pipo se tome otro trago y regrese a su casa para dormir tranquilito con su esposa, Natalia. —Chévere pana, me parece bien. —Y esta tipa es casada, ¿verdad? —Sip. —Sería excelente que un día de éstos, y como por no dejar, te consigas a una soltera. —Ya tengo novia, ella es soltera. —Siempre se me olvida eso. —Tranquilo –sonrío–, a mí se me olvida cada rato. —¿Sabes qué daría un realero? —¿Casarse con una Cisneros? —No, vale. Imagínate esto: deberías escribir un libro de la gente que viene a sitios como éste. —Qué porquería de idea, pana –le contesto antes de tomar un trago. —Ya tú vas a ver, si lo escribes serás más rico y famoso. —Mejor escríbelo tú. —De repente y lo hago. Vibra mi teléfono celular. Atiendo. «Estoy en Vintage», dice la voz. Es La Leona. «¿Dónde andas?» Trago seco. La película ha comenzado. 50

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Extraña situación en Vintage... Hablando muchas estupideces con mis (supuestos) amigos... Tratando de morder a La Leona Unos minutos más tarde, La Leona me lleva casi arrastrado hasta la pista de baile de Vintage, en el Nivel Terraza del San Ignacio. No se creyó la historia de mi dolor de rodilla. «Es que te juro que no quiero bailar», le digo mientras empujo a alguien o alguien me empuja a mí. Y la música, algo electrónico, suena a toda mecha obligándome a mover mi inepto cuerpo al mismo compás que el de La Leona, lo cual resulta realmente imposible ya que ella sí sabe cómo se baila esto. Cómo no saberlo, si, después de todo, se la pasa metida en este sitio. «¿Viste que bailas bien?», me dice ella al oído de una manera que me hace sentir apenado, porque es probable que lo esté diciendo de un modo sarcástico. Yo casi no puedo notar sus movimientos. Las luces escasean y está full de gente. Se escuchan risas y, en la penumbra, los cuerpos parecen pegarse como calcomanías y luego despegarse al ritmo de esa música que comienza a espantar la timidez que llevo dentro. Una voz canta algo en inglés y el ritmo disminuye. Ahora puedo moverme con lentitud y jugar a acercarme al cuerpo de La Leona de una manera sexy. Me gusta su ropa. Todo es negro: pantalones ajustados, camisa manga larga con las mangas enrolladas hasta los codos, sandalias de Gucci, pintura de labios y uñas del mismo color. 51

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Si no fuera porque su piel es realmente blanca, sería imposible distinguirla entre el zoológico humano que se mueve a mi alrededor. «Me gusta como estás vestida», le digo pero sé que no me ha escuchado. Siento que su cabellera, con olor a frutas, roza mi rostro y sonrío, quizá de forma estúpida, quizá pensando en lo que pasará al salir de aquí. La Leona acerca sus labios a mi oreja y grita: —¿No te encanta esta música? —Claro –grito yo y el sudor corre por mi frente y sé que mi franela blanca debe lucir casi transparente. Estoy realmente húmedo y poco me molesta. Me siento de pinga. No veo nada y estoy a centímetros de una tipa con una actitud tan... I don’t give a fuck como La Leona. Me atrevo a sujetarla por la cintura y es increíble lo angosta que es. Tengo las palmas de mis manos alrededor de su cintura y ella me abraza, colocando sus brazos sobre mis hombros y presionando mi nuca con sus manos. La música aumenta de velocidad. Sus brazos están sudados. Me gustaría lamerlos. —¿Vamos a tomar algo? –me pregunta ella. —Okey –digo yo y suelto su cintura. Ella también me suelta. Respiro a toda potencia, culpables son el perico y la nicotina. La Leona camina delante de mí y salimos con dificultad de la pista y seguimos atravesando la gente muy perfumada hasta que podemos sentarnos en un extremo alejado de la pista. —Y que no sabías bailar... 52

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—No te dije que no supiera bailar. —Peor, Carlos, te inventaste un dolor en la pierna. —En la rodilla –la corrijo. —Lo que sea. —¿Te sirvo? —No muy fuerte, ¿sí? —Seguro. Le quito la tapa a la botella de Absolut y me sirvo un trago con hielo. Luego tomo el vaso de La Leona y le pongo algo de vodka y soda. —Toma –le digo y le entrego el vaso. —Gracias. –Hace una pausa y sorbe un poco–. Uff, qué calor tan horrible, ¿verdad? —Totalmente. ¿No me quedó muy fuerte el trago? —Está buenísimo. Saco un Belmont y lo enciendo. Al fondo suena un remix de un tema de los Bee Gees. —¿Ése es Tony Santander? –pregunta La Leona y señala con el vaso a varios jóvenes a mi espalda. Giro el torso y digo, tras investigar con la mirada: —Creo que sí. —¿Qué tal la escena que le armó Graciela en Malabar? —¿Qué pasó? —Graciela llegó y encontró a Tony besándose con Maggie Silva, entonces agarró la botella que se estaban tomando y se la pegó a él por la cabeza. —¿En serio? —Te lo juro. —¿Andaba borracha? —Drogada. 53

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—¿Graciela se mete algo? —Carlos, ¿dónde estás, en Marte? Claro que se droga, es tremenda periquera. —No sabía. —Dame un Belmont. —Toma. Por cierto, me encanta como te vistes. —¿En general o esta noche? —Siempre. —Gracias, se hace lo que se puede. —Nunca te he visto mal vestida. —Espero que nunca lo hagas. —Es verdad, todo lo que te pones te queda bien. —Mi esposo dice lo mismo. ¿Por qué tuvo que decir eso? La Leona se quita un mechón que le cubría la mitad de la mejilla izquierda. Con sus dedos se lo lleva hasta detrás de la oreja, dejando al descubierto los tres zarcillos brillantes que lleva en el lóbulo. Un frágil haz de luz se proyecta contra su rostro, permitiendo que su fino perfil sea exhibido a plenitud. Pero un simple movimiento hace que la oscuridad retorne y su rostro se apague. Físicamente, La Leona tiene todo lo que me atrae. Psicológicamente... bueno, nadie es perfecto. Al pasar una hora hemos hablado de muchas tonterías y un par de amigos, Cristina y Lorenzo, se han sentado con nosotros. Ella es modelo y tiene veintidós años y él, de veinticuatro, es mi farmaceuta de cabecera.

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Lo fatal, lo terrible, es que llevamos una hora y no hemos hablado de nosotros. Ella me ha tratado como un simple amigo. —¿Y tú, Carlos? –me pregunta Cristina. —¿Cómo? –balbuceo, completamente desconectado. —¿No fuiste al cumpleaños de Jessica? —No. —Él no le cae bien a Jessica –explica Lorenzo. —¿Y eso? –pregunto. —¿No sabías? —No. Me estás agarrando fuera de base. —¿Cuál es el cuento? –pregunta Cristina. —Nada del otro mundo –contesta Lorenzo–, le cae mal. Nada más. —¿Simplemente le caigo mal? ¿Eso es todo lo que te dijo? —Bueno..., sí. —Ah, qué de pinga. Le caigo mal a la gente... —Dice que eres muy antipático –prosigue Lorenzo. —Eso es verdad –dice Cristina–. Tú sabes que eres demasiado antipático. Te la pasas de un humor... —Gracias, muchas gracias. La Leona no dice nada, luce algo incómoda. Ella los conoce pero no demasiado. Sonrío de repente y los demás me imitan. Ya me estoy acabando otro trago de Absolut con hielo y Cristina y Lorenzo han aprovechado su visita a nuestra mesa para pedirle dos vasos al mesonero y servirse a su gusto.

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Son casi las dos de la madrugada y Vintage está a reventar. Me cuesta ver más allá de donde estamos por la cantidad de personas que está de pie. —Tienes que ser más sociable –dice Lorenzo. —Okey, dime cómo. —No te des mala vida. No te pongas así de serio. —¿Cómo serio? —No ahorita, pero a veces te pones demasiado serio y, no es que trates mal a la gente, pero tampoco la tratas muy bien. Tienes que ser más... —¿Efusivo? –opina Cristina. —Efusivo –asiente Lorenzo. —Ay no, tampoco es que Carlos sea un ogro –dice La Leona. —Nadie ha dicho que lo sea. —Okey, resumiendo, tengo que ser más... ¿parecido a ti? — Podrías comenzar por ahí –dice Lorenzo sonriendo, y toma un largo sorbo del vodka que yo he pagado. —Voy al baño –dice La Leona y se levanta de su silla. Cristina la sigue. La Leona tiene el pelo muy liso, de color rojizo claro y los ojos cafés, grandes, llamativos. Es alta y delgada, pero no flacucha. Tiene los senos grandes y el culo redondo y paradito. Me gusta verla caminando. Sabe moverse. Luce imponente al lado de Cristina quien, pese a ser modelo, tiene un caminar algo torpe. —¿Y esto? –interroga Lorenzo–. ¿Estás como loco? —¿Por qué? —No pegas con ella. 56

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—Mala suerte. —¿Quién invitó a quién? —Yo la llamé, ella no tenía nada planeado, su esposo está viajando por el quinto coño y... —El problema es que te vas a enamorar de esa caraja. —Hay problemas mucho peores en el mundo... es más, hay problemas mucho peores aquí en esta ciudad, en los cerros, los barrios... —Te lo digo en serio. —Tranquilo, yo sé dónde estoy parado. —¿Ah, sí? Pues mosca te mueven el piso y te caes. —Tranquilo. Lorenzo viste un pantalón de lana negro, posiblemente de marca conocida y una camiseta gris ajustada. Al fondo suena quién sabe qué canción y la gente la disfruta como si fuera un gran clásico. —¿Y Pipo? –pregunta Lorenzo. —Acabo de verlo en Whisky Bar, creo que dijo que iba a salir con una tipa. –Seguro es mentira. –Yo sé. La Leona y Cristina regresan. La Leona luce más agresiva que antes. Debió haber aspirado coca en el baño. Cristina se lleva dos veces los dedos a las fosas nasales y no para de sonreír. La Leona saca un Belmont de mi cajetilla. Enciendo el yesquero y lo acerco a su cigarrillo, ella da un jalón y lo 57

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enciende. Luego expulsa la primera bocanada de humo directo a mi cara. Una balada de Ricky Martin suena y surge un inusitado ambiente romántico dentro del local que hasta yo mismo lo siento y extiendo una mano y la coloco sobre la rodilla de La Leona. Lorenzo me mira hacerlo y se despide. Toma a Cristina del brazo y dicen que van a bailar, regresan en un rato. No creo que lo hagan, se han llevado sus bebidas. —Tienes unos labios realmente perfectos –digo yo, inclino mi cuerpo y me coloco bastante cerca de su boca. Su mirada está algo dispersa. Me acerco más y estoy a punto de besarla. Y poco me importa que ella esté volviéndose mierda con la coca, o que me haya dicho cuando llegamos que ha bebido durante los últimos veinte días, o que yo quiera el tipo de relación que evidentemente jamás tendré con ella. Nada me resulta importante. Ella comienza a entreabrir sus labios y los moja con su lengua. Sus párpados caen lentamente, a la espera de que todo suceda como la lógica lo indica. Mi única motivación por los momentos es besarla... y acabo de hacerlo. No quiero cambiar el mundo. Que otro se ocupe de semejante consigna. Estoy besando a La Leona y hasta aquí llegan mis convicciones. La Leona no besa mal, salvo por el amargo sabor de la coca diluyéndose hacia mi garganta, o porque quizá su beso es muy violento y yo llevo tiempo deseando recibir 58

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un beso tranquilo, que sirva para disfrutar todo lo que es fundamental en la acción de unir un par de labios. Y así se resume mi vida durante la noche de este viernes, en un sitio como éste, con (supuestos) amigos, con licor, besando a una adicta a las adicciones que está casada y tiene un hijo, música en mis tímpanos y oscuridad y humo por doquier... La Leona se aleja, deja de besarme y pregunta con voz baja: —¿En qué hotel te estás quedando? —Por Sabana Grande. Pido la cuenta. Pago. Beso a La Leona otra vez y salimos de Vintage sin tocarnos, caminamos hasta el estacionamiento en dirección a su carro (casi siempre dejo el mío en Valencia). Temprano en la noche, La Leona llamó a una amiga y se encontraron en un café donde cenaron ensaladas (Chicken Cesar La Leona y Tex-Mex su amiga) e, imagino, estuvieron largo rato hablando sobre hombres, los hombres con quien tienen sexo o quieren tener sexo, o pronto tendrán sexo. Pero seguramente hablaron muy poco de sus esposos, salvo para reírse de alguna tontería que ellos han cometido o de lo pendejo que son al suponer que «ellas» les son fieles. Y ese es el gran tema de conversación: ¿para qué coño deben ser fieles?... Pero también hay dos comentarios sobre sus hijos y lo llorones y ladillosos que están, o el gimnasio o las clases de yoga, ¡porque todo el mundo está en yoga!, o Pilates… 59

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limpieza de cutis... masajes... masajistas... calmantes... pepas de todos los colores y potencias... Ella me da las llaves de su carro y manejo mientras se mete perico en el asiento del copiloto. Luego ella mira hacia fuera, a un lado, más allá de la ventanilla pero no dice nada. Está muda. Es un silencio incómodo. O sea, no tenemos nada de qué hablar. Y es una noche típica de Caracas: una noche fresca y lo único que hago, mientras escucho una canción que ella seleccionó de su iPod negro, es recordar la primera vez que la vi, el inicio de este tétrico cuento. Y fue una noche tranquila, justo como ésta, en el Café Atlantique. Yo estaba con una colega periodista y, en la mesa frente a nosotros, estaban dos mujeres cenando que se reían mucho. Y una de esas mujeres era muy blanca y tenía el cabello rojizo natural y los ojos grandes y marrones y las cejas delgadas e intercambiamos varias miradas y le pregunté a mi amiga: «¿Quién será esa leona?», y mi amiga sabía su nombre y me lo dijo. Me encantó su nombre. Y también me dijo que estaba casada con un fulano importante y que ella creía que tenía un hijo. Y en ese preciso momento se convirtió en un ser enigmático: La Leona, la tipa hermosa y sexy que estaba sentada frente a mí, que comía ligero y a cada rato me observaba fijamente... Yo llevaba una corta temporada de calma en mi vida, luego de años agitados y decadentes, y quería establecerme, 60

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asentarme, enseriarme... pero no basta con querer las cosas. Cuando la vida te dice NO, es NO. Das media vuelta y esperas el próximo turno al bate. «Ya vengo, voy al baño», le dije a mi amiga y fui al baño, pero no al de los hombres sino que me quedé a esperar junto a la puerta del baño de damas porque La Leona se había levantado de su mesa y caminado hasta allí. Encendí un cigarrillo y fumé calmado. Bajo control. Así actuaba yo frente a las mujeres que quería conocer. Y cuando ella salió la detuve, me presenté. Escuché decir su nombre, le dije el mío y fui muy directo. Ella también. Le di mi tarjeta y ella me dio el número de su celular. Dijo que me había visto «por ahí» y yo le dije que quería invitarla a cenar y ella me dijo cuándo y yo dije mañana y ella dijo que estaría ocupada pero que si yo quería podíamos almorzar juntos. Asentí con la cabeza y ella dio media vuelta y regresó a su mesa. Yo terminé mi cigarrillo y regresé a la mía. Y me sentí igual que cada vez que lograba conectar con una mujer atractiva. Al marcharse en dirección opuesta, tras levantarse de su mesa, ni siquiera me dirigió la mirada. Sólo vi su cabello cubriendo hasta la mitad de su espalda. Usaba un estraple negro con unos pantalones ajustados grises. Yo la miré hasta que se perdió en la distancia. Al día siguiente almorzamos juntos y nos besamos en los labios cuando nos saludamos, al llegar. Y ese fue nuestro primer beso, pero te juraría que ella no lo recuerda.

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De ahí en adelante ella me supo descifrar, leerme de arriba a abajo y directo a mi interior. Y se acabó mi prepotencia, se esfumó mi seguridad porque La Leona sabía de verdad quién era yo, más allá de lo que aparentaba ser. Es saberse capturado, acorralado, completamente indefenso y siempre anhelando que la bestia se digne a devorarte cuando tenga un tiempito. Una noche, en un evento benéfico, me presentó ante su esposo como el periodista «ese que tanto te gusta leer», y el viejo me dio la mano y me felicitó por mi trabajo. Y esto ocurría mientras su esposa me devoraba con su mirada, muy al tanto de mi incomodidad por la situación. El viejo se dio cuenta de que pasaba algo raro y optó por marcharse con su mujer a otro lado del salón, tras sonreír y estrechar finalmente mi mano con poca fuerza. Su mano sudaba y yo no podía concebir que a ella le gustara tocar o lamer el sudor de la palma de la mano de ese viejo. Ahora mi memoria salta y me lleva a otro recuerdo, cuando la encontré en la playa. Eso fue un sábado por la tarde, estaba acompañada por un muchacho que seguro era menor de edad y cuando los vi besarse en los labios al menos media docena de veces, y me lo presentó como «un buen amigo», yo no pude hacer nada, porque también estaba acompañado por una de estas sanguijuelas femeninas que están conmigo porque me llamo Carlos Flores y mi nombre sale publicado en alguna revista. «¿Un buen amigo?», pensé un trillón de veces, sentado bajo una palmera y tomando vodka con hielo y un chorrito de limón, porque yo soy un experto en esos cuentos 62

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raros de amistades con derechos. Ese chamo se la estaba cogiendo y yo imaginé la escena hasta que regresé a Caracas. No sólo la imaginé, también la exageré y ella usaba ese traje de baño blanco que le quedaba perfecto y su amiguito era joven y atlético y yo soy. Y ella se marchó mucho antes que nosotros y no se despidió. La Leona nunca se despide y eso me arrecha, pana, te lo juro que sí. Y ni siquiera sé si hoy, al salir del hotel, me dirá aunque sea «chao, hasta pronto». Un tipo normal no se la tomaría en serio, ni la colocaría en su lista habitual de pecados carnales recurrentes. Se alimentaría de ella cada vez que le provocara y hasta ahí. Y yo estoy claro sobren lo que existe entre nosotros –¡NADA!–, pero por un motivo que no pretendo averiguar sigo imaginándola, sufriéndola y ya está bueno, ya estoy harto de tener –o no tener, mejor dicho– opciones de escape, pero de un escape digno, apropiado. Porque, ¿cómo puede ser esto un escape si termino cada vez estrellándome contra la misma piedra? Recuerdo haberme estacionado varias veces cerca de su casa, en Prados del Este, para chequear si estaba sola o con su esposo, o si tenía visitas (porque así de loco estoy), dando una vuelta a la manzana y regresando otras tantas veces. Esto no es cariño ni amor... Es una obsesión, lo sé. Pero a veces la vida es una gran y molesta obsesión y eso, de repente, tú lo sabes hasta más que yo. Pero el problema en sí no es La Leona sino yo, mi vida y la manera en que rechazo todo lo bueno que me pasa en 63

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ella, y termino enfocándome tanto como puedo en los aspectos negativos. Así cualquiera se deprime, porque supongo que estoy esperando que mi vida sea perfecta pero si llegara a ser perfecta apuesto cualquier cosa a que yo no me daría cuenta y seguiría quejándome. Ahora entramos a mi habitación, que es la número 103. Primer piso. No te voy a contar cómo tuvimos sexo, eso me lo guardo para mí. Al terminar ella se quedó dormida un rato, luego se despertó. Se desarropó hasta el cuello y se quedó acostada boca arriba. Yo, junto a ella, igual. —¿Qué vas a hacer hoy? –pregunta ella. —La verdad no sé. ¿Y tú? —No tengo planes pero estoy segura de que será idéntico a lo que hago todos los días de mi vida. Sin sorpresas. —¿Y no es una sorpresa que estemos aquí? —Sabes que no, Carlitos –dice ella y a mí me revienta que me digan Carlitos, y ella lo sabe–. Estas son las cosas que yo hago... hoy contigo, pero generalmente sin ti. Cuando dijo eso la habitación se puso aún más fría. Respiraba nieve. Yo no digo nada. Regresa el frío y no sé si es por sus palabras o por la temperatura de la habitación pero me acurruco junto a ella en posición fetal y me llega el olor de su cabello y tal vez algo de su aliento porque tiene la boca abierta. Es un 64

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gran conjunto: sus largas pestañas, su nariz respingada. Se ve tan buena... pero no la analizo mucho. Me abstraigo de esta realidad y supongo que es a causa del maldito frío. Al amanecer me siento muy indignado cuando veo que La Leona entra a la ducha y me dice que se quiere bañar sola y que por favor no entre. Caminó desnuda, entró, cerró la puerta con seguro y yo estoy sentado en la cama, con un vacío en el estómago. Volteo y la observo sentarse en la poceta –gracias a la ventana indiscreta– y me parece que ella no sabe que yo puedo verla. Estira una mano y abre el grifo del lavamanos para que no la escuche orinar o cagar. Su cabeza está inclinada, tiene la barbilla pegada al pecho y su cabellera le tapa el rostro. Ya no me parece la fiera de hace rato. Luce tan impotente, desvalida... si levantara el rostro se daría cuenta de que puedo verla. Pero no lo hace y contemplo su cuerpo ponerse rígido, tenso. Imagino que está pujando y en menos de un minuto toma papel toilette y se limpia. Cierra el grifo, baja el tanque y entra a la ducha, sin verme. Prendo mi teléfono celular. Tengo varios mensajes de texto y dos de voz. Nada importante. Pero, ¿sabes?, ya me quiero ir de este hotel… y me parece bien que no me esté duchando con ella. Tengo la impresión de que no lo disfrutaría porque cuando las luces están encendidas todo cambia y la «realidad» entra como una bola de fuego, arrasando con todas las tonterías dichas, hechas y pensadas. El mundo, ahorita, en la habitación número 103, cambia drásticamente porque ya no somos los persona65

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jes de hace una hora, sino un hombre soltero de treinta años de edad que está aburrido de todo, y una mujer de treinta y seis, casada y madre de un chamo, que también está aburrida de todo y que busca con desespero lo que muchos buscamos: huir, huir al menos durante unas horas. Y no somos más que eso: no hay magia ni química ni un vínculo que no sea el tedio. Y esto ocurre en un país que se está derrumbado a velocidad ultrasónica, donde hay más pobres, enfermos y desamparados que nunca... en un extraño país al que le cayó una diabólica maldición... ¡y yo me quejo porque me aburre mi vida!... ojo, pero al menos tengo una vida. Su cartera está en el suelo. La coloco en la cama y la abro. Tiene una caja (vacía) de Marlboro Light, un Zippo, un bolsito de maquillaje, agendas personales, agendas electrónicas, llaves, un monedero que abro y miro algunas de sus fotos, una de su hijo, otra de ella y una de su esposo. Tarjetas de crédito, un sobre de carta sellado, una navaja afilada, pastillas anticonceptivas, caramelos de menta, agarro uno. Me pongo los interiores, enciendo un cigarrillo y apago el aire acondicionado. Prendo la televisión y pongo MTV. Franz Ferdinand interpreta This Fire y yo la tarareo y tripeo moviendo la cabeza. Cuando La Leona está vestida –no tardó mucho–, se acerca a mí, me besa suave en los labios y dice: «estamos hablando», recoge sus cosas y sale de la habitación caminando un poco encorvada. Al menos se despidió, pienso. Me asomo a la ventana. Es una mañana brillante, todo es más amarillo o más verde o demasiado azul. Si esta ma66

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ñana fuera una canción sería una canción pop, seguramente de Jessica Simpson. Sigo viendo hacia el cielo y la verdad es que no sé qué hacer hoy ni mañana ni pasado. Tampoco sé cuál será mi estado de ánimo dentro de cuarenta años... o si llegaré a vivir otros cuarenta años... y el saber esto me ha inflado con una inesperada carga de expectación porque hay un futuro y me sentía dispuesto a lanzarme con ganas hasta penetrar la más explosiva tormenta eléctrica que la humanidad haya conocido, porque sé que ahí se encuentra lo que siempre he estado esperando, señalado entre centellas y granizo... y no pienso frenar; de frente me los llevo a todos. ¿Por qué? Porque sí, coño... porque ésta es mi vida y he hecho con ella lo que me ha dado la gana y seguirá siendo así hasta que yo mismo quiera. Sexo, violencia, romance, demencia, vicios, rollos, whatever... pido una orden de todo, extra grande, con salsa de rumba y aderezo de perdición, para comer aquí. ¿Y tú qué vas a pedir?... Carne, pana, pide carne.

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Rebotes #1223 1:16 a.m. Martes. Caracas tiene insomnio. Yo, aún más. Anail. Recuerdo su nombre mientras veo su blog. Y la verdad es que deseo destrozar la silla contra la ventana. A esta hora estoy en la oficina de la revista Zero, en la avenida Urdaneta. Noche extrañamente calmada y el aire acondicionado apenas silba y miro la ventana, luego veo una silla a mi lado y quiero reventar el vidrio con la silla ejecutiva y luego saltar por la ventana. Anail, sí, así se llamaba y ahora que estoy hirviendo, tenso, lo repito, al mirar su blog. Estado Civil: Pareja Estable. Maldita sea. Pareja estable. Nuevamente estoy presionando mis recuerdos en un patético acto de suicidio moral. ¿Por qué me afectó tanto haberla conocido? Un flashback. Estoy sentado en mi cama... son las 3:42 am. Estoy sentado en mi cama con los ojos llorosos. No valgo absolutamente nada. ¿Qué me hizo llorar a los 30 años?, precisamente esa muchacha, Anail. Hoy en día la gente tiene un medio para conocerse que es tan adictivo –o más– que conocer a alguien de una manera casual. Las salas de chat y otras páginas de perfiles como www.tubarranco.com han afectado a mucha gente, y por supuesto que a mí también. 68

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Abro una página, aparece el perfil de una valenciana. Se llama Anail. Ella me escribe. Yo le escribo. Las teclas corren. Las teclas lo permiten y cuando uno está inspirado, cuando de verdad las ideas te salen claras, no hay límites… chatear es, de alguna manera, una especie de literatura directa. Puedes lograr muchas cosas con tan sólo presionar las teclas indicadas. Intercambiamos teléfonos. Dos horas más tarde, la llamé. Una conexión perfecta. Seis horas y pico hablando. Me encanta su voz, ronquita pero femenina. Me encanta, de verdad… me encanta… Ya estoy emocionado. Soy tremendo tecleando y hablando. Mi ego está full. Soy el amo del momento. Controlo la conversación. Siete horas hablando con Anail. La madrugada abre su terrible mandíbula y es hora de dormir. Sin embargo, no duermo. Pienso en su voz, en las fotos de su perfil. Es blanca, linda, cabello castaño, rellenita, provoca morderla. Perfecta para mí. Y yo seré perfecto para ella. Dos días más que se mueren con nuestras largas e interesantes conversaciones… Esto es algo más que emoción… es ilusión. Sí, pero no hay nada más volátil y peligroso que una ilusión. Las ilusiones te desconectan de la realidad. Las ilusiones son peligrosas arenas movedizas llenas de insectos venenosos que pronto nos consumen. Y yo estoy consumido. Estoy ilusionado. Durante estos dos días reviso su blog… qué linda… leo sus poemitas, qué tiernos. Parezco un soberano bobo, o un tipo muy ilusionado. Es lo mismo. 69

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Esta noche la veré en persona. Es el día perfecto, cualquier día para conocerla es perfecto. He pasado la mañana y la tarde lleno de nervios. Pero, ¿por qué estoy nervioso? Se supone que soy el súper periodista que no le teme a nada, mucho menos a conocer a una muchacha valenciana de El Parral. Es decir, se supone que yo me desayuno con esta clase de chamas. Pero Anail es diferente, cuando hablo por teléfono con ella me siento… no sé cómo explicarlo. Y ahora, meses después del drama, mientras escribo esto y veo su blog en Internet (esto es, lo repito, luego de varios meses), nuevamente siento que me sacan el aliento y es como si nada importara, salvo que ella no está aquí. Ah, y que tiene una «pareja estable». De regreso. Okey. Siete de la noche y estoy estacionado frente a su casa. El plan (su plan), iríamos al cine y ya. Ella debía regresar temprano porque al día siguiente tenía que hacer algo importante. Yo estaba feliz. Para estos casos el cine es perfecto. Luces bajas, cotufa y abrazos. Tengo varios minutos estacionado fuera. Las manos me sudan. Verga, Carlos, qué te pasa, pana. La llamo al celular. —Sal –le digo. Ella dice que va saliendo. Respiro profusamente. Trato de retomar el control que perdí desde el primer día en que hablamos por teléfono. 70

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La noche me aplasta, cae sobre mis hombros cuando la veo salir. Es ella. Y es mucho más bonita que en las fotos de Internet. Sonríe y me besa en el cachete. Soy un hombre feliz. Completamente pendejo, pero feliz. Esto sonará loco pero mientras sube al carro me digo: «Quiero que sea mi novia legal, no le voy a montar cachos. La voy a respetar y será una relación bonita porque este chama es lo que he estado esperando desde hace mucho tiempo». Un raro balance entre completa y desmedida atracción física e intelectual. Es una película de terror en el cine del centro comercial Metrópolis. Llevo como quince minutos dando vueltas en el estacionamiento buscando un puesto. Ella ríe y me encanta verla reír, aun cuando se esté riendo de mí. Anail viste jeans y un top negro y sobre él lleva una blusa blanca, abierta. No acepta que pague las cotufas, eso me molesta. Discutimos frente al cajero. Le digo que no es nada, que las cotufas y el refresco no cuestan nada. Ya ella se había molestado casi igual cuando pagué los tickets del cine. Dijo algo como que a ella le gustaba pagar lo suyo. Eso lo respeto. La película empieza. Es una pésima película de terror porque no da nada de miedo. Los dos reímos. Qué oportunidad perdida. Trato de rozar sus dedos. Ella los quita. Trato de acariciar un mechón de su cabello, ella mueve la cabeza hacia el otro lado. 71

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Ni siquiera me mira de reojo. Algo va muy mal. Podridamente mal. Estoy sufriendo, quisiera decirle: «Amor, todo está bien. Yo soy el tipo que te conviene. Seremos una pareja y nos irá del carajo. Relájate y deja que me encargue de todo». La película se va a millón, así como las cotufas y el refresco… y así como mi control sobre la cita. Al salir caminamos sin decir palabra alguna, y eso que quiero decirle millones de palabras, todas bonitas porque esta noche estoy blando. Esta noche no hay caretas ni poses ni un coño. Esta noche soy Carlos Flores, el gordito que sufrió de mucho acné en la adolescencia y que tuvo que conformarse, durante más tiempo del que él hubiese deseado, con las muchachas menos provocativas de la escuela. Estaciono frente a su casa y ella me dice que la pasó muy bien y que estamos en contacto… pero yo sé que miente. Yo sé que pasa algo. Al llegar a mi casa le paso un mensaje de texto. «Disculpa lo malo», le escribo. Ella no responde. Ella no responde, exactamente eso fue lo que ocurrió durante las próximas dos semanas: Anail no respondió mis llamadas, mis mensajes de voz, de texto, mis emails. Me siento humillado… no, al diablo con la humillación, me siento despechado. En este momento, al pasar dos semanas sin saber de ella, sucede lo más terrible, que es 72

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cuando la gran ilusión se rompe y suelta sobre mí galones y galones de ácido muriático. Estoy en el café Palau, en El Viñedo, cenando con unos amigos y le pido el teléfono celular a cada uno de ellos y marco su número, pero ella no atiende. Ni mi celular ni cualquier otro. ¿Y si la secuestraron?, ¿y si le pasó algo? Dos semanas y tres días después abro mi casilla de hotmail.com. Hay un e-mail de Anail. Me pierdo en la primera línea y caigo en la siguiente oración: «Disculpa pero es que no me habías dicho que eras tan gordo, y los gorditos no me gustan». Y trago seco. ¿Gordo? ¿Gordito?, siento una molestia en los ojos y caigo sentado en el suelo, llorando como una muchachita. Entonces, simplemente no te gusto… ni yo ni el resto de los obesos de Valencia. La imagino saliendo con los típicos galancitos de la ciudad; chamos lindos que manejan enormes camionetas con música a todo volumen y sólo piensan en ir a la playa o a una competencia de tunning. Y yo pienso que ella no me puede estar haciendo esto… no es justo. Es una cosa horrorosa. Y estoy llorando y pateando el piso. Pero, ¿por qué no me da la oportunidad de conocerla más? 73

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Es otra noche diabólica en un planeta extinto. No le importa que tenga libros publicados ni que salga en Aló Ciudadano ni que sea Editor en Jefe y accionista de una revista que circula en todo el país ni que haya salido con una buena cantidad de mujeres lindas. Anail no siente nada. Para ella soy un gordo feo y nada de lo que haga podrá cambiarlo pues me ha suplicado que no le escriba ni la llame más… y hoy se me ha ocurrido ver su blog y desenterrar todo esto. Me siento más gordo y más feo, más inútil. Gordo. Gordo. Gordo. Nada más que eso. Feo. Feo. Feo. Feo. ¿Por qué no te atraigo ni un poquito? ¿Por qué no me dejas cegarte con mis palabras? ¿Por qué tuviste que ser… igual de rata que yo?

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Stash (Para el viejo Bob) La bella y pacífica melodía de Mr. Tambourine de Bob Dylan se repite en mi MP3 con calma y melancolía. «I’m not sleepy and there is no place I’m going to»… las líneas de la canción –himno de aquella mágica generación que alguna vez creyó estar en capacidad de vencer a las Fuerzas del Mal y que la paz venía en camino a paso rápido– son tarareadas inconscientemente y no hay un lugar menos indicado para esto. Estoy cenando sushi en algún local del San Ignacio y me quedé pegado en las canciones del viejo Dylan desde que llegué y pedí una cerveza bien fría. Tengo los audífonos puestos y éstos me llevan por parajes maravillosos, lejanos al caos del presente. Mientras todo se cae a pedazos, yo estoy en un viaje junto a los muchachos de los sesenta, rodando por la grama, fumando hierba y haciendo el amor bajo el sol de California, mientras una amiga me llama y me dice que Venezuela nuevamente es libre y que murió la «revolución» y que los venezolanos ya no se odian entre sí y que incluso ha visto que gente desconocida se ayuda y se da la mano y que la gente va rumbo a un futuro y que... todo está bien. Pero la realidad pinta otra semana que agoniza... y es lo mismo. No siento nada extraordinario. Todo lo contrario. Estoy cenando solo. Y casi no tengo hambre. Debería estar en mi oficina, escribiendo sobre lo pésimo que sería estar cenando solo en una noche como ésta.

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Dylan le saca experiencias sobrenaturales a su guitarra y en su armónica silban los arcángeles. Yo inicio la cirugía a uno de los roles para ver qué trae y me lo empiezo a comer por pedacitos. Lo cual es terrible. Por eso vienen enrollados, porque por partes saben a diablo. Estoy adentro del local y veo a los demás que cenan. Todos están acompañados, menos yo. De hecho, a veces alguna pareja me mira y seguramente piensa que soy un perdedor, que debería ponerme a dieta, hacerme un peeling, cortarme el pelo y vestir como alguien de mi edad... y tal vez tengan razón. Todos los que trabajan aquí son venezolanos y para ellos éste es un trabajo normal, como cualquiera. Nadie piensa en las tradiciones orientales y en los detalles que esto implica. Es otro «McJob», como diría el escritor Douglas Coupland. Escaneo el local. Marabuntas devorando roles de arroz con palitos de madera. La simplicidad de la escena hace que me acurruque en los audífonos... Bob, sácame de aquí, llévame en una gira folk por los poblados menos habitados del gigante norteamericano, vamos a cantarle a la luna que se ve tan loca esta noche y al cielo que ahorita parece ser tan joven como yo porque las estrellas sonríen con la alegría de quien posee un corazón adolescente y soñador.

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El destino de la civilización sale de la armónica de Bob y es un sonido tan puro que me hace sentir fe en la humanidad... hasta que abro los ojos y regreso al local de sushi en el Centro San Ignacio... «let me forget about today until tomorrow» Hay un muchacho rubio, tendrá 18, 19 años. Está muy bronceado y ríe y habla duro y a cada segundo bromea con alguna de las mesoneras... ahora Dylan canta Blowing in the wind... el muchacho, que parece estar llegando de la playa, está acompañado por dos muchachas de su misma edad; visten bermudas, franelas y chancletas. Todo es un festín para ellos. Está claro: son de familias adineradas. Su pequeña mesa está llena de una increíble cantidad de platos; los colores de roles opacan a las demás mesas..., texturas, sabores... es una gran cena para tres muchachos que nunca en su vida han escuchado al viejo Dylan cantar «how many deaths will it takes till he knows, that too many people had die». La vida, en el caso de ellos, no se escapa más allá de los platos que están sobre la mesa y el dinero de papá con el que pagaron la cena. Su vida es salir, rumbear, echar broma, comprar ropa cara, celulares, perfumes, relojes (aunque ignoren la importancia de «el tiempo») y reír. Pero ignoran que la vida ocurre dentro de ellos mismos. La vida, lo que somos, está escondida y esperando ansiosa por salir, y no se necesita ir de rumba para dejarla que se asome. —El refresco, mi vida, cónchale, que me muero de sed –le dice el muchacho rubio a una de las mesoneras y la 77

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sujeta de una mano mientras le pasa muy cerca–, si me lo traes rápido, te juro que te llevo al cine. Las muchachas que lo acompañan estallan en sonoras carcajadas. «The answer my friend, is blowing in the wind» Ahora pienso en las fuerzas del mal, los imperios, las guerras... bombarderos japoneses... la marcha del Millón de Hombres, las Panteras Negras... todas son partes de un rompecabezas que ni siquiera he vivido en persona pero que me obsesiona…soy un fisgón de otra historia. Un coleado de otra cultura... una mujer le plancha la camisa a su esposo una mañana de ésas que ves en las películas aptas para toda la familia y estoy ahí, cerca de la mesa de planchar, tomando una taza de café con leche y contemplando la sencillez de la vida en pareja que nunca es así de sencilla... mis párpados están cerrados y vuelo con la agria voz de Dylan y cada una de sus frases perfectas me libera por momentos hasta llegar a los salones donde se guardan todos los recuerdos y las promesas y las frases que conozco, que he dicho sin pensar o pensando demasiado... y el viejo Bob canta con pasión. Todo él es un instrumento musical capaz de aligerar las culpas de nosotros, los pecadores. Quisiera decirle a Mr. Tambourine que me cante una de esas canciones que te preparan para las grandes aventuras... las que ocurren cuando menos lo esperas y que nunca olvidas porque han sido selladas con fuego en tu alma... 78

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Pero al abrir los ojos veo los benditos roles de sushi abiertos y no sólo se me quita el hambre sino las ganas. El resto del público es gente muy joven. Todos comen los mismos roles que yo: California, Tigre, Alaska... nadie quiere tomar riesgos con la comida japonesa, nadie come sashimi ni cosas demasiado crudas... no es necesario comer pescado crudo y maluco para ser un tipo globalizado. Con estos roles, que son seguros, es suficiente. Imagino al muchacho rubio en unos veinte años. Sé que será el presidente de la empresa que su abuelo fundó y estará acostumbrado a hacer lo que le dé la gana. Tratará mal a todo aquel que esté por debajo de su nivel, engañará a su mujer y a ella no le importará, engañará a sus amigos (no tendrá amigos), habrá recorrido todo el mundo varias veces pero sin saber realmente cuál es el chiste. Por las noches verá noticias y pornos y un día, años más tarde, verá a una pareja caminando junta; una pareja sencilla de las que sí saben que existe un tipo llamado Bob Dylan. Y ellos caminarán enamorados, despreocupados, deseosos de vivir cada segundo de esta estadía en el planeta, sabiendo que no pueden desperdiciar una sola bocanada de aire amargándose por el dinero o las intrigas y ahí, sólo en ese momento, el muchacho rubio, ya viejo y agotado, sentirá un enorme vacío porque sabrá que algo muy importante faltó en medio de toda la grandeza y opulencia física en la que se ha desarrollado su existencia... Porque nunca escuchó las viejas canciones de Bob Dylan... aquellas que te recordaban la importancia de estar vivo... aquí y ahora. 79

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Otra noche en algún sitio que es idéntico a todos los demás sitios donde ocurre básicamente lo que siempre ocurre (I) Estás a punto de caerte sobre una mesa repleta de parejitas que se besan y amapuchan tanto que sientes la enorme necesidad de decirles que por favor se larguen a un motel, que no den esos espectáculos aquí, porque uno no viene a un sitio nocturno para ver a los demás babeándose mutuamente. Sin embargo, es imposible que les digas eso. Te repones de tu casi caída y sigues derechito… o tan derecho como puedes en medio de esta gente y no es un sitio para tomar, por ejemplo, escocés o vodka, mucho menos vino. Aquí todos toman cervezas y tú te limitas a adaptarte, a pesar de que no te gusta el sabor de la cerveza ni la capacidad maléfica que tiene para convertirte en un esperpento de ser humano. Así que llevas dos botellas de cerveza hasta el otro lado del local y te quedas pensativo durante unos segundos. Miras a un lado, al otro. Jurarías que estabas hablando con una chama y le ofreciste ir a comprarle una cerveza. Pero la muchacha no está y te cuesta recordar algo que no sea su larga cabellera negra y los muslos delgados que tenía. Pero, ¿en realidad existió o acaso has llegado al nefasto punto en que te inventas parejas, citas y levantes? Y si la imaginaste ¿qué pasó, por qué se esfumó tan pronto su imagen?, quizá imaginaste a otra muchacha que no fuera la greñuda. Entonces das una vueltita, ninguna mujer te acepta la condenada cerveza. Una de ellas se te queda viendo fija y acuciosamente, como pensando: sí, vale, claro que me voy a tomar esa cerveza a la que seguro le echaste un car80

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gamento de burundanga. Nadie quiere la cerveza. Te la bebes fondo blanco. Así está perfecto. Una cerveza nunca se perderá, al menos no frente a tus ojos.

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De regreso en Valencia... Una falla en el Universo Regresé a Valencia (siempre regreso a Valencia) y la mañana del jueves lo primero que puse en agenda fue ir a desayunar con Mónica. Hacía días que no la veía y en ese instante en particular me pareció más bella de lo usual. Esto de tener una relación casi a distancia a veces resulta positivo porque cuando ves a tu pareja, luego de varios días, redescubres por qué te involucraste con esa persona. Ocupábamos una mesa de la panadería Pan Factory de La Viña, y en unos veinte minutos Mónica si acaso había balbuceado cinco o seis palabras. Lo cual era un récord para una persona tan habladora como ella. Yo comía dos cachitos con un Red Bull y ella un yogurt descremado. —Me has hecho falta –le dije. Mónica me vio como si yo la hubiera insultado y dijo algo que nunca imaginé que pudiese salir de sus lindos labios: —Esto no está funcionando, Carlos. Yo he estado pensando y creo que lo mejor para los dos es... Levanté la lata de Red Bull frente a su rostro, interrumpiéndola, y dije sorprendido: —Chama, no me jodas, ¿estás terminando conmigo? Ella asintió con la cabeza. Yo me quedé ponchado porque se suponía que si alguien terminaba con este calvario sería yo... porque ella me 82

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idolatra... ella es la que no puede vivir sin mí... yo soy el que debía decirle que estaba loca y que era un fastidio... ¿Cómo se atreve a hacerme esto? —¿Me estás cortando? –insistí. Ella nuevamente asintió con la cabeza. —Déjame adivinar –le dije–. Tienes otro. Estás saliendo con otro carajo... mientras yo me jodo en Caracas, tú te revuelcas con otro tipo. —La verdad es que conocí a alguien y él está dispuesto a tener la clase de relación que yo me merezco. —Ah –suspiré–, pues, qué de pinga. Me alegro por ti –irónico–, porque, te repito, mientras yo me jodo en Caracas trabajando para comprarte regalos y mariqueras, tú, resulta que conociste a un tipo que te va a dar una relación así, como la que tú quieres... —No vayas a armar una escenita aquí. —¿No? –tiré la lata de Red Bull al suelo– ¡de bolas que sí, chica! —Carlos, por favor. —¿Por favor? Por favor te digo a ti... ¡me engañaste, pedazo de cochina!, ¡me en-ga-ñas-te! —Si me vas a insultar... —¡Claro que te voy a insultar! –grité para el asombro de los demás clientes de Pan Factory– ¡Eres tremenda loca, no tienes moral, chica! Mónica hundió la cabeza un poco entre sus hombros, se puso los lentes de sol y se levantó de la silla. —¡Ah! y ahora te vas como si nada. ¿Acaso me merezco esto? 83

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Por dentro, una voz me preguntaba por qué estaba tan molesto si, justamente, ni siquiera estaba enamorado de Mónica. Y sabía la respuesta, la sabía muy bien: orgullo, simple orgullo, porque a un tipo como yo le revienta que una muchacha tan simplona como Mónica tenga el coraje de terminar, de darle un parao a todo. Así no estaba escrito en los papeles. Ahí sentí que había llegado a un punto de quiebre. No me gustaba en absoluto lo ocurrido en los últimos días. Necesitaba tomar un break de los reptiles que conocía y de mí mismo. Fui hasta el primer centro comercial que encontré y me estacioné. Caminé un rato y me detuve frente a una agencia de viajes que tenía un enorme afiche de una playa de Margarita pegado en la recepción. Lo pude ver claramente a través de la puerta de vidrio. Entré. —Buenos días –le dije a una muchacha muy atractiva que estaba detrás de una enorme computadora–. Soy un importante hombre de negocios y necesito pasar este fin de semana tomando cocktails en un resort. ¿Podría decirme cuánto me costaría pasarme desde mañana hasta el domingo en Margarita con todo incluido? Ella miró lo que parecía ser un libro de ofertas para viajeros y me comentó que la semana anterior había mandado a un cliente al Margarita Village y que el tipo le confesó haberla pasado muy bien. Me dijo el precio. Le 84

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dije que estaba perfecto y salí un momento hasta un banco cercano de donde saqué dinero. Y regresé a la agencia de viajes. Listo. Pasaje de avión y estadía de dos noches y tres días en el Margarita Village. Al día siguiente, el viernes, me largaría de Caracas y de Valencia a un corto, pero indispensable, exilio para una desintoxicación psíquica.

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Matando el despecho... Enloquecido en Margarita Muy temprano fui al banco. Retiré tanto dinero como supuse podía gastar en Margarita y tomé un taxi hasta el Aeropuerto Internacional Arturo Michelena de Valencia. Pensé que lo más importante sería pasar desapercibido, por lo que fui vestido de una manera como muy pocas veces lo hago. Pantalones beiges de gabardina, camisa azul marino mangas largas y corbata roja con el nudo abierto –para que quedase claro que el estrés me estaba matando y me urgían un par de días de relax–, zapatos Florsheim muy pulidos y lentes de sol. Y me senté en una silla del aeropuerto absolutamente invadido por la fatiga. No paraba de fumar y estaba rayando en la histeria. Subí al restaurante y el empleado, al ver que mi costosa camisa se transparentaba con tanto sudor, me preguntó si quería algo frío. Asentí con la cabeza y él se fue hasta una nevera y regresó con una Coca-Cola. —¿Qué es esto? –le pregunté. —¿Usted no...? —Vodka en las rocas. —Um, okey. Enseguida se lo traigo, si quiere puede tomar una mesa. Me senté en una mesa ubicada en medio de aquel fatídico lugar poblado por alegres viajeros, todos con pintas de ser unos asquerosos perdedores. Mujeres con exceso de maquillaje acompañadas por sus ardientes hijas quinceañeras, en fin... 86

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Encendí otro Belmont y una vieja, sentada en la mesa contigua, empezó a verme de una manera peculiar. E hice lo que me pareció más lógico: me levanté, fui hasta ella, le di los buenos días y le dije: —¿Acaso le gusto? ¿Por qué me ve tanto? Mejor no lo haga. Estoy de incógnito. Y regresé a la mesa a tiempo para recibir mi trago. Aquel vodka me cayó de maravilla, a pesar de que no tenía más que aire y desolación en el estómago. Y muy pronto, cuando lo terminé, ordené otro. Después de tomar tres vodkas en las rocas, salí del restaurante mientras miraba a la vieja y la señalaba con mi dedo índice. Hice el chequeo respectivo y pasé a la sala de espera. Luego subí al avión dando tumbos. Me tocó un asiento de pasillo, junto a una mujer cuarentona de aspecto humilde que inmediatamente quiso conocer el motivo que me llevaba a visitar Margarita. —Pasar un fin de semana tranquilo, sin que nadie me moleste. ¿Y usted? —Me voy a vivir a Margarita. Voy a trabajar como servicio en una casa de familia.

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Suspiré: —Excelente –dije sin ánimo, me puse los lentes de sol y traté de hacerme el dormido. Al rato nos sirvieron unos paquetes de comida compuestos por sanduches de jamón y queso, un cambur y un pequeño racimo de uvas. Todo eso sobre una bandejita de anime y cubierto por papel transparente. Pero no tenía hambre y lo que le ordené a la aeromoza fue un whisky en las rocas, que ella me dio con toda amabilidad. —¿No se va a comer eso, señor? –me preguntó la futura sirvienta. Yo negué con la cabeza sin verla. —¿Me lo puede dar? —Claro. Se lo entregué y ella lo guardó con cuidado dentro de su desordenada cartera. Al finalizar el trago, una voz, la del piloto, dijo algo como: —A la derecha podrán admirar las Tetas de María Guevara –y la mujer del asiento de al lado se pegó a la ventanilla para ver las tetas de la fulana Guevara. Ahí cerré los ojos e intenté tranquilizarme. La cuestión se resumía en dejar al alcohol posesionarse por completo de mi cuerpo. Fui despertado por la mujer de al lado cuando llegamos al Aeropuerto Internacional de Porlamar. Al bajar del 88

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avión sentí un insoportable calor. Y cuando me vi el pecho, la camisa estaba empapada por mi sudor. Esperé por mi equipaje –un bolso azul– y después tomé un taxi hasta mi lugar de reclusión durante los próximos tres días: el Margarita Village. La carretera me parecía muerta. La vegetación a los lados era seca y marchita y el horrible calor poco contribuía al momento de hacer una evaluación objetiva sobre el aspecto de aquel rincón caribeño. Un terrible lugar para desintoxicarse, si uno vive en Venezuela, es Margarita. Y es que este calor es tan tremendo, y el sol pareciera estar tan cerca de la tierra, que una extraña fuerza se posesiona del viajero –que no está acostumbrado a mantener la cabeza centrada bajo semejantes situaciones apremiantes– al punto de arrastrarlo a un descontrolado frenesí de ingestión alcohólica. Llegamos al Margarita Village y fui directo al puesto de recepción. Eran las doce y algo de la tarde, y la recepcionista me dijo que tendría que esperar hasta las dos para que me entregasen mi habitación. Luego me colocó un brazalete verde fosforescente y me indicó que con eso podía tomar lo que me diera la gana en el bar de la piscina, desayunar, almorzar y cenar en el salón de alimentos. —Hay dos salidas diarias a la playa, solamente tiene que... —No, gracias. La verdad es que no planeo salir a ninguna parte. De aquí me sacarán muerto y acostado en una caja de madera. 89

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—¿Cómo? —Bueno, que mejor espero en un sitio donde vendan alcohol. —Um, está bien, señor Flores. —Licenciado. —¿Perdón? —Es licenciado Flores. —Claro, claro, licenciado Flores, le mandaré a llamar cuando su habitación esté lista. —Ajá. Y me fui de aquella pequeña oficina, que ya se estaba congestionando con otros visitantes que requerían del mismo refugio que yo, arrastrando mi bolso azul y con los lentes de sol a punto de caerse. Me senté en un pequeño bar desde donde se podía contemplar el área de la piscina y las no pocas bañistas extranjeras que ahí se refrescaban. —Un J&B con agua y mucho hielo –le pedí al barman. Un tipo muy simpático que inmediatamente me contó que el noventa por ciento de los visitantes provenía de otra parte del mundo. Muy pocos venezolanos estaban ahí en ese preciso momento de la historia. —Eso me gusta –le dije y levanté el vaso, brindando solo, y le di el primer trago al delicioso escocés. Encendí un cigarrillo y me abstraje ante el prometedor panorama femenino que circulaba lascivamente a mí al90

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rededor: una tropa de rubias, vistiendo diminutas y coloridas tangas, mostraba sus larguísimas piernas bronceadas ante los inalterables espectadores europeos. No se requirió de mucho para que yo comprendiese que seguramente mañana, a esta misma hora, yo sería todo un manojo de insensatez y desvaríos. Varios tragos más tarde, cuando ya tenía la camisa por fuera del pantalón y la corbata amarrada a mi sudorosa frente, un pequeño individuo moreno y regordete se acercó y me informó que debía ir a la recepción porque mi habitación estaba lista. Me despedí del barman y seguí al tipo, que parecía un condenado agente encubierto de la DEA. La recepcionista se extrañó al ver dónde usaba la corbata pero no dijo nada. Le entregó las llaves de mi habitación al mismo tipo rechoncho, que me llevó hasta ella atravesando el ala izquierda del resort. Y llegamos hasta un sitio donde había otra piscina, sólo que más pequeña. Aquello parecía perfecto para mis planes. Él abrió la puerta, me mostró el interior: dos camas, televisor, nevera ejecutiva y baño. Le di propina y me encerré con el aire acondicionado a toda potencia. Me quité la ropa y permanecí en bermudas y camiseta gris. Media hora después, tras hacer un par de llamadas telefónicas –una a mi familia y otra a Pipo, a quien le conté la calidad y cantidad de mujeres que había visto apenas al 91

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llegar–, salí de la habitación acompañado solamente por una cajetilla de Belmont y un encendedor. Nada más hacía falta. No había nadie en la piscina pequeña, así que fui hasta la más grande y sentí muchas ganas de bañarme, sólo que tenía más ganas de tomar algo frío y preferí sentarme en el bar y después meterme al agua. Vi una muchacha rubia sentada en una de las sillas y, más allá de ella, dos tipos muy bien parecidos, de cabelleras oscuras, pieles blancas, contexturas delgadas y ojos grandes. Me senté a la derecha de la rubia, dejando un puesto de por medio. —¿Qué hay de bueno? –le pregunté al barman. —Las margaritas. Todos las piden. Miré a un lado y era cierto. Tanto los dos tipos como la rubia estaban tomando aquellas bebidas azules. —Okey, quiero una. La rubia me miró de reojo y yo hice lo mismo. Me pidió un cigarrillo. Habló en inglés. Era gringa. Lo que ellos llamaban margarita no sabía igual que el cocktail margarita que yo estaba acostumbrado a probar, con tequila y el borde de la copa lleno de sal. El que servían en este sitio, para comenzar, estaba depositado en un vaso alto de plástico, luego, era granizado y de color azul 92

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y sabía a un tipo de ponche de frutas. Margarita frozen, creo que era su nombre específico. Ciertamente algo muy bueno. Otro ejemplo de la genialidad del ser humano. Yo pensé que aquella bebida era bastante inofensiva, por lo que recuerdo haberme mandando como unas siete durante la primera hora en que estuve ahí sentado, hablando con la gringa. Al rato se acercaron los dos tipos de pelo negro. Eran hermanos y vivían en Holanda. Estaban de vacaciones en Margarita. Parecían los protagonistas de una película cómica estilo Dumb and Dumber. Se interrumpían entre ellos mientras hablaban. Muy graciosos estos idiotas. Pero no les presté mayor atención cuando, tras haberme dicho que vivían en Amsterdam, les pregunté si habían visitado el Red light district –donde las putas se exhiben en las vitrinas– y ellos parecieron asquearse diciendo que no, de ninguna manera se paseaban por semejante lugar. De todos los holandeses dañados que existen dispersos en el planeta, me había tocado conocer a los dos más sanos y pudorosos. No había comido nada en todo el día. Tampoco me provocaba comer algo. Seguí tomando hasta que, pronto, tanto la gringa como los holandeses se fueron a descansar. Para las siete de la noche, yo ya tenía nuevos amigos: una treintona española, de Murcia. Y dos tipos gays alemanes. Les expliqué detalladamente el motivo de mi visita a Margarita: 93

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—Soy periodista. Un periodista de investigación enfrascado en el mayor reportaje de mi carrera. Obviamente ustedes no me conocen porque no son de aquí, pero en este país soy infinitamente famoso. Y ando de incógnito. No quiero que el público sepa que estoy aquí porque eso me jodería el reportaje. ¿De qué se trata? Bueno... –Miré a todos lados, por si veía algún espía– la cosa es que estoy investigando a una ex Miss Venezuela que está metida en Margarita. La muy zorra está involucrada en un negocio de contrabando de camarones y yo estoy sobre su pista. La tengo medida. Todo está fríamente calculado. ¿Se dan cuenta? ¡La mujer está contrabandeando camarones! ¡Tremenda criminal que resultó ser la muy descarada! O sea, no es narcotráfico, ni nada así de común e incluso aceptable. El contrabando de camarones es algo realmente aborrecible e indigno. ¿Qué le han hecho esas pobres criaturas a esa desgraciada para que los venda a esos delincuentes? Y mi obligación, como periodista, es llevar esa verdad al pueblo. Y me gusta hacerlo. De hecho, no sabría qué otra cosa hacer si no me dedicara a esto, porque encaja perfectamente con mi personalidad. Miren, lo que pasa es que yo soy un mentiroso compulsivo... y no sé de otro trabajo que me pinchase la misma nota que el periodismo me hace sentir. El buen periodista debe estar capacitado para mentirle a su madre mientras la mira directo a los ojos. Y es que el buen periodista debe ser un sujeto completamente subjetivo, con sentido común... cero objetividad. Gracias a la objetividad en el periodismo es que hemos tenido todas estas porquerías de presidentes, porque los periodistas objetivos, que hablan de ética y cualquier otra cantidad de 94

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idioteces, sólo se han limitado a escribir notas sobre el discurso que dio éste o aquel candidato, repiten las mismas preguntas que no sirven para un carajo y se conforman con eso que ellos llaman: hechos. Pero un periodista subjetivo, uno de verdad, debería decirle al público: este candidato tiene cara de coño e’ madre. La pinga, ni locos voten por él. –Hice una pausa y me dirigí al barman–: ¡Hey, otra margarita, coño, que me estoy inspirando! Para cuando el reloj –que estaba colgado en el bar– indicó las once y media de la noche, yo había perdido todo vínculo con el ser que era antes de sentarme en aquella silla. Lo que veía era personas moviéndose bajo un efecto estroboscópico, en medio de una densa tiniebla. Y uno de mis últimos recuerdos fue el de haber escuchado algo como: —Yeah. Let’s go to Mosquito! Y después: —Rock n’ roll! Entonces, de ahí en adelante, no tengo la menor idea de lo ocurrido, salvo que cuando abrí los ojos estaba sentado en el suelo y un torrente de agua me caía encima. Entré en crisis y traté de levantarme pero no pude hacerlo y caí arrodillado en medio de aquel aguazal. Las luces estaban apagadas. No sabía dónde me encontraba. Al segundo intento, logré ponerme de pie. Busqué con la mano, en medio de la oscuridad, la manija de cerrar el agua y lo logré. Ahora escuchaba mi cuerpo gotear. Di varios pasos en falso y encontré un interruptor. Estaba en el ba95

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ño de mi habitación. Pero, ¿cómo diablos había llegado hasta aquí? La luz del baño podía iluminar una porción de la habitación y, para mi asombro, todo el piso parecía estar inundado. Al salir del baño, y tras encender la luz principal, mi sospecha fue confirmada: había convertido mi habitación en una laguna. Había agua por todas partes. Imposible determinar cuánto tiempo estuve metido bajo aquella ducha pero lo cierto es que ni un centímetro cuadrado dentro de las cuatro paredes estaba seco. Y el problema no era sólo acuático, cuando me acerqué a una de las camas vi cómo, a un costado, se descomponía el charco de vómito más apestoso y enorme que había salido de mi propio organismo en mis treinta años de vida –porque indudablemente era mío–. Y, gracias al agua, el vómito comenzaba a expandir su pestilencia y colorido por todo el lugar. Busqué un reloj. Las cuatro y veinte minutos de la madrugada. Tenía pocas horas para limpiar –y secar– aquel desastre. Prendí el aire acondicionado. Tuve que utilizar como coleto las toallas que había llevado de mi casa y para las siete de la mañana –luego de una verdadera odisea de sanidad y orden–, todo estaba seco, aunque el olor a inmundicia seguía más fuerte que nunca. Me quité la ropa y caí desnudo sobre una de las camas. 96

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Me levanté destruido casi a las diez de la mañana, me bañé y salí de la habitación. La chica de la limpieza me preguntó si necesitaba sus servicios. Asentí. Abrí la puerta para que ella entrase y salí de ahí a toda máquina, dejándola sola en medio de aquella podredumbre. Fui hasta el comedor. No me gustó nada de lo que vi. Me conformé con una Coca-Cola helada y una nueva cajetilla de Belmont. Saliendo del comedor, un tipo altísimo y flaco se acercó, me detuvo y, en inglés, me preguntó cómo estaba. —Who the hell are you? –le pregunté yo. Pero antes de que respondiese recordé que se trataba de uno de los alemanes gays de anoche. Le pedí que me contara lo ocurrido y su relato me hizo regresar, apenado, a mi habitación, donde permanecí hasta las cinco de la tarde. Según el alemán, tanto él como su novio, la chica gringa y los dos holandeses, fuimos a la discoteca Mosquito en unos Jeeps que alquilamos saliendo del resort. En la discoteca, traté de propasarme con la gringa al punto de querer obligarla a mostrarme sus senos. Luego de organizar un concurso de franelas mojadas, en el que yo fui el único participante, vomité en la pista de baile y, cuando intenté subir a la barra para hacer un strip tease, los de seguridad me invitaron a marcharme inmediatamente.

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Estuve inconsciente durante el trayecto de regreso y la gringa prefirió tomar un taxi antes que venir con nosotros. Entre los cuatro me cargaron hasta mi habitación, donde, supuestamente, me dejaron dormido en una cama. Esa fue su historia y yo la acepté. Pero el tipo lo contaba con un grado extremo de malicia y dentro de mí yo solamente me preguntaba: «¿Será que estos hijos de puta nazis me violaron?» Así que, después de todo, yo había sido el único responsable de la inundación de la habitación. Bueno, la verdad es que eso era de esperarse. A eso de las cinco de la tarde, y tras dormir algunas horas, salí de la habitación pero, en vez de ir al bar de la piscina, preferí quedarme cerca en caso de que me invadiese otra tentativa de desorden y, para afrontar mi soledad, compré una botella de Old Parr. Pero antes pasé al otro lado del resort y compré una pizza que devoré en pocos minutos. Me senté en una silla de extensión cerca de la piscina pequeña, con una hielera a un lado, la botella de Old Parr, un vaso y una botella de agua mineral. Me puse los lentes de sol –para que nadie se diera cuenta de lo que estaba viendo– y me ocupé de analizar impúdicamente los cuerpos de las jóvenes bañistas que tenía frente a mí. Pero, para las ocho de la noche, aquello no me satisfacía en absoluto. Guardé todos los implementos y regresé al

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infame bar de la piscina donde no había ni una sola de las personas que había conocido ayer. —¿Margarita? –me preguntó el barman mirándome con desconfianza. —Claro que sí, amigo. Comience a traer margaritas. El público de la noche del sábado no era tan divertido como el del viernes y ya extrañaba a los alemanes gays con sus mariconerías. Me refugié en aquellos cocktails azules hasta que me quedé dormido sobre la barra y un tipo negro me despertó. Fui trastabillando hasta la habitación y caí inconsciente sobre el suelo. No pude llegar a la cama. La mañana del domingo me sorprendió tirado en el piso, con el cuerpo quebrado y el peor de los dolores de cabeza. Fui al baño, después saqué una cerveza de la nevera ejecutiva. Me la tomé fondo blanco y me metí en la cama valiendo poco menos que un céntimo. Al despertar estaba temblando y salí directo de la habitación al comedor. Era hora del almuerzo y agradecí a todos los santos por aquel consomé de pollo que encontré y me repuso una parte del valor y las energías perdidas. Luego, fui hasta la habitación. Tenía que recoger todo rápido e ir al aeropuerto. Lo que menos deseaba era que me dejase el avión. Entregué el brazalete fosforescente en la recepción y me fui de aquel perverso lugar sentado 99

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en el asiento trasero de un taxi blanco. Yo vestía jeans con una camiseta blanca, los lentes de sol y una gorra de los L.A. Lakers. Estaba totalmente derrumbado en la silla de la sala de embarque. Mi sudor apestaba. Tenía la boca seca y los ojos clausurados. Me despedí de la terrible Margarita recordando que ni siquiera me había bañado en la piscina, mucho menos en una playa. Ya imaginaba los comentarios de todos: —¿Fuiste a Margarita y no te bronceaste? Dormí durante todo el vuelo y al llegar al Aeropuerto Internacional Arturo Michelena de Valencia me esperaba Gaby, una chama con la que salía de cuando en cuando. Me besó en los labios y me preguntó qué tal me había ido. —Todo bien, todo bien. Hasta te traje un regalo. —¿En serio?, ¿qué? —Media botella de Old Parr. Entramos a su Corolla blanco, bajamos las ventanillas y me hundí, indefenso, en el asiento del copiloto, al tiempo que encendía un cigarrillo y ella aceleraba con fuerza saliendo del aeropuerto. Todo esto sucedía mientras los versos finales de Nothing compares to you de Sinead O’ Connor sonaban apacible100

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mente desde la radio, y fue cuando entramos a la Autopista Regional del Centro que se tornaba cada vez más oscura –esto a consecuencia de varios faros que permanecían apagados–. Pero a lo lejos, más allá de la oscuridad reinante, podía verse el brillo de algunos bombillos que sí iluminaban a los demás vehículos y mostraban, con toda claridad y absoluta grandeza, el despiadado camino a casa. Aunque mañana, muy temprano, regresaría a la terrible Caracas.

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Rebotes # 8035 Ni siquiera puedo creer en la cantidad de mujeres bellísimas que circulan a esta hora en el Tolón, en Las Mercedes. Todas parecen modelos, es como una pasarela llena de comercios y las modelos llevan bolsas de compra. Yo estoy esperando a un amigo que le está comprando un regalo a su novia en una joyería. Lleva media hora dentro y todavía no se decide. “Yo conozco a un árabe que te vende unas pulseras de oro y se las pagas en cuatro partes”, le recomendé, pero él se negó. Quería una prenda que se la envolvieran en una bolsita cuchi. Estoy parado junto a un ascensor fumando un Belmont y echando las cenizas en el cenicero. Me acerco a la joyería y mi amigo sigue parado frente a la muchacha que le muestra como diez collares diferentes. Me quiero ir de aquí. Una visión extraña: mujeres que deambulan en silencio, a paso rápido... como guiadas por una fuerza extra-sensorial. Hay para escoger. Y yo escojo a una muy joven que está fumando en el cenicero de al lado, viste la típica indumentaria medio punketa de estos días: zapatos Converse, cinturón metálico, tatuajes (porque por estos días son como parte de la vestimenta, otro adorno personal), mucho delineador negro, franelita negra que dice FUCK YOU! en el frente. Algo me dice que sabe quién soy yo. De repente se leyó 102

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Temporada Caníbal y desde que disfrutó la última línea espera conocerme. Es más, ahora que la detallo, ella me ha mirado un par de veces, antes de sacudir la ceniza de su cigarrillo. Exhalo. Tomo aire y tranquilidad. Debería ser un paseíto fácil. Me le acerco, le digo mi nombre, le digo que me llama la atención, le doy mi tarjeta y ya. Apago la colilla del Belmont. Camino muy seguro hasta donde está ella. De pronto ha puesto una cara de: «ojalá no se te ocurra hacer lo que estoy segura de que vas a hacer». —Hola –le digo. Ella sonríe nerviosamente. —Oye, no sé, pero te estaba viendo y me parece que... —Disculpa –suelta ella cortante, mientras apaga su cigarrillo–, tengo novio. No estoy interesada. Okey, ahora sudo frío. Trato de mejorar la cosa: —Jaja –sonrisa apurada y mecánica–, no vale. Es que estaba viéndote y... —Mira, de verdad me tengo que ir. Mi novio está afuera. Da media vuelta, se va caminando muy despacio. —Tienes que ver el collar que le compré a Mary –dice mi amigo cuando sale de la joyería y me consigue parado como estatua al lado del ascensor. —Te felicito –digo yo. 103

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Recuerdos de Ruby Y en realidad fue una o veinte o cincuenta noches juntos que se me parecen a esta noche, de regreso en la horrible capital venezolana, mientras aspiro de una bolsa en el asiento trasero del carro que maneja un amigo. En total somos cuatro y Caracas está ácida y excitante y estamos pasando justo frente a la difunta Belle Époque y digo: «párate un pelo» y mi pana se estaciona y mi mente vuela directo a Ruby, que era la clase de chama con la que siempre venía aquí. Y recuerdo una noche que fue memorable, como tantas otras… y Caramelos de Cianuro estaba tocando y todo parecía correcto. Ruby, yo. Rock n’ roll. Curdas, perico, monte y demencia. El crowd habitual, los panas de siempre. Y yo era un pseudo intenso acompañado de la chama más intensa que había conocido. Con Ruby podía hablar de Ginsberg y ella me entendía, lo conocía y me conocía a mí. Lo cual es decir bastante… Y era una noche así, como empiezan las grandes noches, un trago en alguna parte, luego otros más en otro sitio y de pronto en la Belle escuchando a Asier cantando súper feo, pero igual nos daba nota porque cualquier cosa que ocurriera nos daba nota en la terrible Caracas… era poesía, poesía punk. Una relación loca, inmoral y distorsionada. Ojalá todos los seres humanos pudieran experimentar algo así al menos una sola vez en la vida. Es gasolina, es estar enamorado (¿dije estar enamorado?) de un galón de nitroglicerina y mientras escribo esto (5:40 a.m., día de semana, vuelto leña en la oficina), daría cualquier cosa por vivirlo otra vez… amor punk y desgarrado. 104

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A Ruby le daba nota vestirse de negro, puyas, uñas oscuras… una buena chica, sin duda. Viciosa como ella sola, pero qué importaba. Me trataba full mal… tampoco importaba. ¿Qué importancia tiene algo de esto cuando sientes que estás vivo y que el mundo es un lugar menos terrorífico que en otros tiempos? Asier, lo recuerdo, cantaba en la Belle Époque y Ruby me estaba gritando algo al oído. Pero no la escuché, y hasta este momento me pregunto qué me habrá dicho. Seguramente no fue nada importante, algún comentario típico de escenas como ésa. Pero, ¿qué tal si me dijo algo más profundo, la clase de cosa que ella no se hubiera atrevido a decirme bajo otras circunstancias? Nunca lo sabré porque Ruby se murió el año pasado. Ni sobredosis ni nada. Se le fueron los frenos y chocó contra un poste. Entonces me siento frío y veo todo lo ocurrido. Nuevamente estoy ahí, reviviendo ese tristísimo día. He soltado algunas lágrimas. No sé qué siento en este momento. Un capítulo extraño de mi vida acaba de clausurarse. Y a pesar de que nunca me agradó entrar a una funeraria, hoy no podía obsequiarme el gusto de faltar. Llevo un traje negro. Saco, pantalones, corbata y medias de ese color. Color de muerte. Camisa blanca. El salón es amplio. Se respira el olor a cuerpos inertes. Las luces son tenues y, salvo los lloriqueos de algunos, el silencio aterra. Las paredes son de madera reluciente. Las flores no decoran, implantan un sistema de ambientación del que todos formaremos parte en algún momento. 105

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Muchos grupos de gente subdividen a los presentes. Todos hablan. Recuerdan los buenos tiempos que pasaron con Ruby. Me parecen hipócritas. Tan buenos y mansos y con caras de tristeza devaluada. La áspera verdad es que nunca les importó Ruby. Tal vez a mí tampoco me importó en realidad. Mentiría si dijese que en estos momentos preferiría que ella estuviese viva y yo muerto. Ella no estará nuevamente con nosotros, y eso me molesta pero no me sale compartir mi pérdida, mi dolor, con los demás. Ya estoy cansado de mentir. Las mentiras te matan. Tarde o temprano te asesinan sin piedad. Ruby está dentro de un ataúd marrón oscuro. Un círculo integrado por varios conocidos posa frente al cristal por donde se asoma su cara maquillada. No impresiona verla, más bien parece estar dormida, lista para levantarse y saludar a los que la observan con lágrimas en las mejillas. Sus padres están sentados a un lado del féretro. Tienen los ojos rojos y la cara hinchada. Me miran detenidamente y luego chequean el ataúd. Se cuestionan en silencio. Cuestionan mi presencia. Yo no me he acercado a ellos. No tengo el coraje de pararme frente a ellos y decirles que siento mucho lo de su hija, que debe estar en el cielo, que el Señor la mandó a llamar. Creo que soy el único que no ha expresado sus condolencias a la familia. Camino al exterior de la funeraria y enciendo un Belmont. La entrada está repleta de vehículos, desde los cuales baja una enorme procesión de gente heterogénea, en cuanto a edad, pero idéntica en el vestir y en los rostros de derrota. 106

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Me preguntó cómo habrán muerto los demás difuntos. ¿Decesos naturales? Bah, no es relevante. Levanto la mirada y el cielo está soleado. Hoy es un día perfecto para morir porque hasta el clima está recordándonos que no somos nada, absolutamente nada; el sol es un gigante que un día de estos nos chamusca por completo y ahí se acaba la historia, y el que crea que es algo superior o más importante, está mucho peor que Ruby. ¿En dónde estará? ¿Se podrá describir ese lugar? ¿Caminará o flotará? ¿Será mejor que aquí? ¿Verán a Cristo, o los católicos descubrirán que llevaron una vida en la Tierra llena de falsedades y que ni el cielo, ni Dios, ni Cristo existen? Espero que cuando yo muera los hipócritas decidan tomarse el día de descanso y se larguen a la playa en vez de venir a llenar de boberías mi acomodado descanso. Cruzo la calle y pido un café en un pequeño establecimiento. En la funeraria hay café pero no soporto la idea de tomarlo ahí. No me siento bien disfrutando de una bebida caliente mientras Ruby está muerta y metida dentro del helado féretro. Me siento viejo y cansado. Bebo el café negro en un vaso de plástico. Veo a los transeúntes que deambulan por los alrededores, no saben por lo que está pasando la gente dentro de la funeraria y sé que la familia de Ruby quisiera tener la tranquilidad de muchos de ellos.

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Y yo pienso que esta noche voy a armar un tabaco de marihuana y fumaré pensando en ella hasta que su imagen se la lleve el humo. Así son las historias dramáticas: indirectamente buscas suicidarte, sin prisa, a punta de drogas y resulta que el día menos pensado los frenos te fallan y se acabó el show. Pero mi show con ella fue bueno. Siempre fue bueno. Esa madrugada, saliendo de la Belle Époque, nos quedamos afuera del local un rato, cogiendo aire y viendo a tres tipos caerse a golpes a pocos metros de distancia. Era como ver un mal reality show en directo. Y mientras los tipos se daban durísimo (sangre por todas partes) nos sentamos en el capó de su carro y conversamos con calma. Y nos dijimos mucha tonterías que son absolutamente importantes en casos similares. —Caracas está muerta –dijo Ruby–, este gobierno terminó de matarla. —Así es. —Hoy estaba metida en Internet y me puse a detallar todas las páginas de rumbas que hay. Si un europeo ve esas páginas pensará que Caracas es la ciudad más alegre del mundo y que todo es una fiesta. Pero yo me aburro aquí y sé que tú también. —Lo que pasa es que todas esas páginas reseñan las mismas fiestas. Es todo pero repetido. —Y la gente que sale fotografiada… es como si antes de salir de sus casas se pusieran a practicar frente al espejo en caso de que alguna página web mandara fotógrafos. 108

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Es como ley salir fotografiado en una página de rumbas. Es como un requisito social. —Tú has salido fotografiada. —Y tú también, pero ése no es el punto. El punto es que es una idea falsa de la ciudad donde vivo. —Mi amor, todo es falso, la política, la vida… las rumbas también son falsas. No puedes darte mala vida por eso. —No me doy mala vida, Carlos. Sino que… ¿no te parece triste? —¿Qué? —Bueno, por un lado es triste salir de noche a esperar que alguien te tome una foto para salir en Internet y, por otro lado, también es triste tener que trabajar tomando fotos de noche a una pila de bobos y bobas. —De algo hay que vivir, ¿no crees? —No, sinceramente no. —¿Por qué estamos hablando de esto? —Por que hay que hablar de esto. Si no hablamos de esto nos vamos a convertir en… —Ruby hace una pausa y se queda mirando a una parejita que se besa dentro de un Jeep— ellos, sí, nos vamos a convertir en ellos –dice con fervor y asco, al mismo tiempo. —No creo que eso pase, cariño. —A veces pecas de optimista. —A veces dices vainas muy extrañas, Ruby. Esa noche, Ruby vestía una minifalda negra de cuero, con medias blancas de seda que le llegaban a las rodillas y una guardacamisa blanca. Tenía la piel blanca, los ojos grandes y negros, contextura delgada pero bien proporcionada y siempre se las arreglaba para meter alguna cita 109

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de Rayuela (su novela favorita) en cualquier comentario y yo le aplaudía ese esfuerzo. Yo trataba de hacer lo mismo con el buen doctor Thompson. —¿Ya podemos irnos? –es lo que pregunta mi amigo que hace rato estacionó el carro frente a la fachada de lo que fue la Belle Époque, y yo sigo un poco extraviado, recordando a Ruby… pero, más que nada, tratando de recordar todo aquello que me hizo sentir… pero qué va, es imposible. El tiempo se lo ha llevado todo. —Arranca, pana. —Chamo, ¿fuiste a Margarita y no te bronceaste? —Verga.

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Otra noche en algún sitio que es idéntico a todos los demás sitios donde ocurre básicamente lo mismo que siempre ocurre (II) Te concentras en la pista, pero no ves nada. En tu cerebro pareciera existir una especie de saqueo colectivo, como si tus neuronas fuesen tiendas de comida o de artefactos domésticos y de repente alguien, un ser vil, despiadado, se metiera a la fuerza y te dejara sin artefactos y sin comida. Así estás: a la intemperie, con la mirada perdida entre humo y sombras, la nariz hinchada y la lengua dormida. Pero existe un lugar donde los problemas, por horribles que sean, se acaban automáticamente. Ese lugar es, por supuesto, el baño. Te levantas, caminas como un zombi. Haces un supremo esfuerzo por ver a los lados, pero tu cabeza no responde, ella sigue hacia el frente, no quiere voltear, ni bajar. Tu cabeza es otro de los serios problemas que tienes por estos días. Si tan sólo pudieras arrancarla de tu cuerpo. ¿Por qué se acabaron los tiempos de la inquisición? Alguien como tú jamás se hubiera escapado de la ira medieval. Uno de los baños queda en el pasillo que conecta con varios salones del club, donde presentan música variada y deambulan personajes que parecen sacados de una pesadilla de Larry Flynt. Entras. Está lleno. Esperas que alguien salga de uno de los privados. Se abre una puertecilla y dos tipos salen tomados de manos. Sonríes, nervioso, quizás intentando 111

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parecer un individuo con la mente tan abierta como el canal de Panamá, pero lo que tu cara y tus gestos proyectan es tristeza y soledad al cuadrado. Entras a ese privado. Cierras la puerta y pasas el seguro. Te quedas parado. No tienes ganas de mear, ni de lo otro. Sacas la cartera del bolsillo trasero del pantalón kaki como si fuera un revólver desenfundado por Clint Eastwood y, bajo del compartimiento de las tarjetas, extraes una bolsita de plástico con el material. Ahora dejas caer un poco, no mucho, sobre la superficie de tu tarjeta de telecajero, alargas, con otra tarjeta inservible, hasta sacar dos líneas delgadas y las aspiras a través de un billete enrollado con el grado de desesperación requerido. Lames lo que queda sobre la tarjeta y el borde de la otra tarjeta, echas la cabeza hacia atrás y vuelves a aspirar para evitar que algún residuo se haya quedado cerca de las fosas nasales. Ya estás armado. Eres un guerrero que viajó por mala suerte, quizá engañado por una doncella, hasta el siglo XXI y descubrió que lo que alguna vez pensó podría ser el futuro no pasó de ser otro sueño distorsionado por el exceso de alcohol. Puedes regresar a la oscuridad de la pista o intentar subir (esta disco tiene dos pisos y arriba hay muchas más chicas) y seguir siendo víctima del rechazo femenino. Pero antes te acercas al espejo del baño y miras a ese tipo con apariencia de haragán. Y sales a paso moderado del baño, tropezándote con los que, como tú, necesitan una dosis de olvido temporal.

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Caminas por el pasillo oscuro, entre siluetas que se besan recostadas de las paredes, y ahora vas subiendo por una escalera cuyos peldaños están iluminados y te inunda el apocalíptico recuerdo de los escalones de la escenografía de Súper Sábado Sensacional... porque están igual de iluminadas. Te detiene un tipo que no conoces y te saluda en inglés. Le devuelves el saludo. Te pregunta por un tal Bobby y le dices que se murió. Él se queda paralizado y te dice que no es posible porque vio a Bobby anoche. Le dices que se murió de una sobredosis esta mañana y sigues caminando. Andas acelerado. Regresas a tu hábitat natural. ¿Y ahora qué vas a hacer? Pero tus pensamientos hacen huelga antes de obtener una respuesta. Lo cierto es que se pierde otra media hora de tu vida en cuestiones que nunca ayudarán a los niños hambrientos del mundo, ni detendrán las guerras. Estás en un limbo donde te sientes tranquilo. Quieres una mujer, eso es verdad... pero ¿qué mujer quieres esta noche? Ahhh, sería tan bueno conseguir una que crea que la Tierra es plana y tenga las tetas del tamaño de un balón de básquet. Pero te engañas, sabes que es mentira, sabes que necesitas a una mujer diferente. Una mujer de verdad y no una caricatura femenina de largo alcance sexual. Hay un enorme problema... y es que las mujeres que están aquí son puras caricaturas. ESTE NO es el lugar 113

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donde encontrarás a la mujer que necesitas y quieres... Te retiras, un gladiador derrotado tras una dura batalla. Estás acostado y eres libre, quieres afrontar nuevamente la batalla y salir triunfante. Un sonido, que más bien es un chillido, un silbido de locomotora, se estrella contra el sueño que tenías donde había muchos niños saltando la cuerda en el césped de un parque. Un sueño ciertamente aburrido pero lleno de piedad. Un sueño digno de todo un ser humano. Abres un párpado. Mejor dicho: quieres abrir un párpado. Y el derecho es el que se deja vencer ante los mandatos de tu sistema nervioso, como si fuera un galpón donde guardan aviones y armamento para la guerra y tú eres el General. Sólo tú estás en capacidad de presionar los botones necesarios para descubrir este hangar secreto. Detrás de esta puerta se encuentra tu vida. Tus recuerdos. Tus fracasos. Tus dos o tres triunfos. Lo primero que entra a través de tu retina es el gancho izquierdo del señor sol que casi te deja ciego. Así debe sentirse que Tyson te golpee... y escuchas la condenada locomotora nuevamente. Abres ambos párpados y giras la cabeza hasta el extremo derecho de la cama. Detienes tu borrosa visión en el reloj negro con números iluminados en rojo: 11:24 A.M. ¡Tan sólo es de madrugada! ¡Cómo te despiertan tan temprano! Sientes la boca amarga, la nariz entumecida y tomas la sábana y te suenas la nariz, en lo que ya sabes

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será una mañana de sonaderas y mocos pegajosos. Nada nuevo. Lo habitual tras estas jornaditas nocturnas. Te sientas en la cama. Estás vestido. No te cambiaste al llegar. ¡Ese sonido otra vez! Te aclaras la garganta y lo escuchas varias veces. No es ninguna locomotora... sino tu teléfono celular que suena igual de horrible. Gateas lastimosamente hasta la mesita, pisando almohadas y cobijas, y levantas el auricular. Te quedas mudo. Una voz, al otro lado, te saluda. Número equivocado. No piensas volver a dormir. Pero sabes el significado, sientes que ha sido el wake up call definitivo. It’s time to grow up, dude.

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Cúanto odio el reggaeton El reggaeton entró en mi vida como una maldición gitana de la que no puedes escapar. Aparentemente soy uno de los pocos latinos que siente desprecio por ese ritmo, lo cual es bastante lamentable dado que estoy en un sitio de Las Mercedes donde lo único que colocan es eso. Tengo que reconocer que el ritmo es pegajoso y que hace falta un extremo grado de control mental para no dejar que te afecte. Yo me he arreglado mi psique para que rechace el reggaeton de una manera tan efectiva que, al escucharlo, siento dolor de cabeza. Es decir, el reggaeton me afecta físicamente. Aunque debo admitir que éstos son tiempos perfectos para que un ritmo así esté de moda. Es nuestra versión del hip-hop, cargado con el ingrediente latino, por supuesto. Pero en líneas generales es una música ofensiva para las mujeres, así que es un éxito en América Latina, donde las mujeres todavía no se sacan de la cabeza que el hombre no es un cavernícola. Al contrario, a la típica mujer latina le encanta que le digan que es una perra, una mami, que está sabrosa… que es un pedazo de carne jugosa. Eso, grosso modo, es romántico. Así que las horribles canciones del reggaeton son perfectas para el público latino. Y esta noche yo tengo que escuchar a un tipo llamado Daddy Yankee y su gran éxito llamado Gasolina. Hace una semana que no salía a rumbear y hoy, por motivos que aún no me son del todo claros, he venido a parar a este local donde la palabra Gasolina se repite infinitamente. 116

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Manolo, un colega periodista, apunta hacia la barra. Hay tres mujeres sentadas solas. Una de ellas mueve un pitillo dentro de un vaso con un líquido rojo. Una de ellas mira a nuestra mesa. —Vamos a sacarlas a bailar –dice Manolo, que de paso es un tipo bien básico. Hace como diez años que no se lee un libro. O sea, es periodista deportivo. —Chamo, tú sabes que no bailo esa vaina. De paso, ¿qué es lo que estamos haciendo aquí? —Ah, yo voy. Las tres están buenísimas. Para Manolo basta con que sea del género femenino para calificarla como: «buenísima». —Dale, suerte –digo yo. Pero ninguna de las tres me agrada. Una es rellena, morena clara y… con eso basta. La otra es blanca, delgada, cabello castaño muy corto y tiene cara de estoy haciendo un curso de cómo-devorar-hombres que-conozco-enlocales-de-Las-Mercedes. Aunque la veo y me parece una secretaria y seguramente las otras dos (la tercera es trigueña, luce alta, de senos grandes y contextura media) deben ser sus compañeras. Y las tres se están meneando en sus sillitas, se derriten ahí mismo. Se ven tan fáciles. Cualquier hombre que más o menos parezca un homo sapiens tendrá suerte con alguna de ellas. Manolo ya sacó a la rellena. Creo que no han intercambiado nombres y él ya está pegado detrás de ella. Él se mueve sujetando sus caderas y ella se pega hacia atrás, 117

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hacia él. Sus dos amigas la miran: qué suerte tiene, parecen decir con sus miradas. ¿Qué quieren estas mujeres reggaetoneras?, ¿un tipo para pasar la noche?, ¿simplemente bailar, sin ninguna malicia?, esto último es imposible porque, si algo tiene el reggaeton, es malicia. Es como un preámbulo sexual que sentencia directamente: vamos a meternos mano bailando, voy a rozar mi pene lo más que pueda con tu cuerpo y así nos quedaremos hasta que venga la próxima canción… entonces nos pegaremos más. Y en algún momento de la próxima canción lo lógico es que salga un comentario: ¿será que nos vamos para otra parte? La blanca de la barra se está mordiendo los labios. Está aburrida. ¿Cómo puede ser que ningún hombre la saque?, el problema es que no hay hombres solos. Todos están acompañados. Hay mujeres solas, bastantes, pero hombres no. Ella me mira a mí. Miro a los lados. Yo soy el único hombre solo. A veces un hombre tiene que hacer lo que no tiene muchas ganas de hacer. Me levanto y camino hasta ella, siempre manteniendo el contacto visual. Cierto, aquí viene otra metida de pata olímpica. Ni siquiera he llegado por completo cuando ella estira su brazo derecho y dice: «¿bailamos?» 118

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Yo hago una mueca extraña y decepcionante mientras asiento con la cabeza. No puedo creer lo que estoy a punto de hacer. Caminamos tomados de mano hasta la pista y Manolo me hace una seña de aprobación con la cabeza. Imbécil, pienso yo. Se siente un alboroto en la pista que viene seguido por el intro de una canción que he escuchado por ahí. Creo que el cantante es un tal Don Omar y no sé cuál es el título. Para mí todas las canciones de reggaeton suenan iguales. La mujer, cuyo nombre creo es Lorena, ha comenzando a moverse frente a mí como si alguna extraña fuerza tomara posesión de su cuerpo. Esto es bastante lascivo, pienso yo. Luego ella comienza a cantar la canción y yo hago un esfuerzo sobrehumano para mover mi cuerpo, pero es imposible. Parezco un robot dando pasos sin coordinación. Siento pena por ella, que ha escogido al peor bailarín. Entonces, como no sé hacer más nada, simplemente me pego a ella y la abrazo. Ella sigue moviéndose como una locomotora y yo casi inmóvil pero excitado. Y creo que nadie se da cuenta, todos están metidos en su propio morbo. Qué perdición. Y aquí lo comprendo muy bien. Es una excusa, sólo eso. Otra gran excusa sexual. En este momento, en esta pista de baile, todos somos solteros y el único compromiso es con la persona que bailamos. Hay una cercanía carnal casi de pareja. Es más, durante segundos siento como si conociera a esta mujer al estar 119

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pegado a ella, sintiendo el sudor de su cuello. Mientras bailamos somos uno solo, es como tener sexo pero de pie y con música mala. Así es el reggaeton como una cópula vestidos. Si esta música hubiera existido cuando yo tenía 15 años, no habría tenido que pagar mil bolívares a una prostituta para que se llevara mi virginidad. Ahora entiendo a mi hermanito adolescente. Con el reggaeton no se necesita de nada más, la labia y el carisma se disparan luego de bailar media hora, cuando ya se ha rozado todo el cuerpo de la mujer. Un rato después regreso a la mesa con Lorena, Manolo y la gordita. La tercera muchacha desapareció del local. Estamos tomando cervezas bien frías y yo hago otro intento, quizás más dedicado que el baile, por integrarme a la conversación que mantiene Manolo con las muchachas. Están hablando de rumbas, discotecas, canciones y, creo, que hasta de toros coleados. No sé nada de nada. Quisiera preguntar si alguno de ellos sabe que Guns N’ Roses está de regreso y Axl está cantando mejor que nunca… o que el último libro de Bret Easton Ellis hizo que soltara dos lágrimas al final… o que… entonces me detengo. Me tomo la cerveza fondo blanco y pienso: de alguna manera yo soy como ellos. También giro en torno a los mismos temas de conversación: Guns N’ Roses, cuatro o cinco escritores de los cuales soy fanático y que seguramente nadie más ha leído, salvo el pupilo Albinson Linares de El Nacional, Eric Colón (mi compañero de Zero Magazine) o Armando Coll. Yo soy tan monótono y repetitivo como el grupo que está en esta mesa, lo que pasa es que los temas de conversación varían. Pero 120

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tampoco es que sean muchísimos. Ya sé cómo resuelvo esto: me disculpo con el grupo, voy al baño, saco una bolsa de perico y aspiro cuatro tremendos pases. Regreso acelerado y muerto de la risa. Están hablando de deportes, de Omar Vizquel. Yo niego con la cabeza y digo en voz alta: —Tienen que escuchar lo nuevo de Guns N’ Roses. Manolo niega con la cabeza como diciendo: si sigues con las mariqueras vas a dormir solo. Y tuvo razón.

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Puta Esta noche me quedo en un matadero detrás de la avenida Urdaneta, a una cuadra exactamente de mi oficina. Soy tan flojo que prefiero dormir en esa ratonera antes que tener que caminar mucho por la mañana. Seguramente Manolo tendrá acción ahorita mismo, mientras yo entro al hotel Canaima y miro a una prostituta muy linda que esta registrándose con un tipo con cara de boxeador retirado. Ella me ve. Si no fuera una prosti, si la hubiera visto un día cualquiera en un lugar cualquiera, quizá hasta le habría entregado mi tarjeta. Así de atractiva es. Me paso la noche pensando en su rostro y, estando en duermevela, nuevamente me abstraigo y la observo. Sé muy bien cómo será su historia después de amanecer... Ahí estás. Te miras al espejo. Un sombreado púrpura natural recubre tu pómulo derecho. Enjuagas tu rostro, lo restriegas con el agua olorosa a óxido y bruscamente tratas de quitarte los feos rastros de pintura que sobrevivieron a la noche que acaba de morir. No te gusta verte así: desecha, maltratada, usada, pero tampoco te imaginas de otra forma, al menos no por los momentos. El agua, en estos moteluchos, es sucia y negligente. Nada como la que sale a chorros puros y cristalinos en los buenos hoteles, los que no alquilan habitaciones por hora. Esos que tienen estrellas decorando sus carteles luminosos y, cuando llegas, te tratan de señora y no se atreven a tutearte. Sólo que entiendes, en verdad, que son 122

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muy pocas las posibilidades de que tú pases una noche en un hotel así. Pero tampoco te das mala vida, trabajo es trabajo y eso es lo único que importa. Buscas dentro de la cartera la cajita de polvo, pasas la mota llena por el pómulo derecho y lo camuflas un poco. Una suave tonalidad de pintura para los labios –porque nunca se sabe dónde estará el próximo cliente–, y te entran las ganas horribles de orinar. Limpias la tapa de la poceta que el truhán de anoche dejó toda amarilla, y te sientas. Ves el techo, notas que necesita una capa nueva de pintura, además de un escobillón que remueva los cúmulos de telarañas en las esquinas. Hace calor, el aire acondicionado, que no es por nada, pero sonaba como un volkswagen escarabajo mal entonado, está apagado y se llevó consigo la poca frescura que había en este cuarto. Te sientes de muerte, entre los abusos del cliente -¡Ah! aprovechas para maldecir a quien inventó el eslogan: «el cliente siempre tiene la razón», porque se nota a kilómetros que nunca tuvo que tratar con un cabrón como el de anoche, y, añadiendo que el perico chimbo ese jamás cumplió su función, te sientes muerta, molida. No puedes imaginar a un desesperado que ofrezca tres billetes por acostarse contigo en estas lamentables condiciones. Recoges las pocas cosas que trajiste y sales de la habitación, no sin antes pararte justo bajo el marco de la puerta y echar un vistazo final a su interior, recordando la deprimente odisea de la que recién fuiste protagonista y te 123

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dices, te repites de nuevo, como tantas veces lo has hecho, que nunca más permitirás que un hombre te trate tan mal. Dejas escapar un gesto melancólico y te conformas con amanecer viva. Das gracias a Dios, cierras la puerta y caminas por el pasillo que está poblado de puertas a cada lado. Entonces imaginas lo que ocurre dentro de cada una de ellas. Sexo, no puedes percibir otra cosa que no sea el sexo en sus más diversas preferencias y vertientes, practicado por seres coños de madre. Te topas con la luz solar. La mañana está iluminada, demasiado, dirías. Deambulas por la avenida Urdaneta. Estás lejos de la pieza que compartes con una amiga en Catia. Una niña caminando junto a su madre te recuerda, apenas por momentos, tu propia niñez pero inmediatamente regresas a esta horrenda realidad. Este presente digno de lástima. Una pobre puta barata. Coño, pero éste nunca fue el plan, piensas. El centro ya está ajetreado, con una variedad de personajes que recorren la Urdaneta, donde abundan los vendedores de liguitas para el pelo, medias deportivas blancas y cintillos multicolores. Enciendes un Belmont y apuras el paso hasta llegar a la parada. Notas los emblemas del gobierno regional y piensas que todo es absurdo, una vil mentira. Son las 8:27 a.m. y varias personas esperan la camionetica. Una señora entrada en sus siglos se te queda viendo, recorre desde tus pies hasta tu frente con su sarcástica mirada. Le sonríes y de lejos le sacas la lengua. Ella tuer124

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ce los ojos, refunfuña y se da media vuelta. Unos obreros, detrás de ti, murmuran lo bien que se ve tu espalda escotada y lo mejor que lucen tus muslos blancos y firmes (aunque reconoces que antes estaban más firmes). Volteas, y les regalas un dulce guiño. Ellos se miran las caras y comienzan a ofrecerte piropos y silbidos. Llega una camionetica muy sucia, olorosa a fracaso. Está repleta de gente, subes y estás apretujada. Un gordo asqueroso te ofrece asiento y aceptas gustosamente, él se para al frente y se agarra de la barra pegada al techo. Sin mayores tapujos, la bola de carne humana acerca su cuerpo a tu rostro. El cierre de su pantalón te queda casi frente a los labios; volteas hacia otro lado y tratas de pensar en lo que sea hasta llegar al cuartucho que alquilas a precio módico. Te quedas loca con la cantidad de carros bonitos que se pasean por las calles, muchos de ellos costarán decenas de millones, lo cual es increíble porque supones que hay que tener dinero de sobra como para gastar cien millones en un simple carro. Tú matarías a quien sea por tener un simple cacharro. El colector selecciona un cassette dentro de una caja de zapatos que sirve de porta-cassettes, lo introduce en el reproductor, que posiblemente llegó allí gracias a la astucia de algún ratero, y asume la segunda profesión de todos los colectores del país: Dj de mala muerte. Crees ser la única puta en Venezuela que odia la salsa y el merengue, y para colmo, lo que suena en las cornetas del 125

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autobús es Gilberto Santa Rosa. El colector, individuo flaco, negro, muy negro, y cuyos pies están enfundados en zapatos con el nombre de quien asumo debe ser el ídolo basqueetbolístico a quien reverencia, te mira con suciedad en los ojos. Se saborea, se moja los labios con la lengua morada y sientes asco, aunque si el negrito te ofrece una buena cantidad, ahí mismo le dices que lo que tiene de negro lo tiene de sabroso. El autobús se detiene y caminas sin esperanzas hasta entrar a la pensión. Te sientas en la cama, abres la cartera y cuentas el dinero. Vas a dormir un ratito y después saldrás a buscar a Tony, un traficante que te hace rebajas a cambio de una mamada. Te llevas las manos al rostro y sientes, te parece, que una lágrima ha hecho acto de presencia. Estás llorando. Pero en vez de encontrar un buen motivo que detenga esta aflicción, tropiezas con decenas de excusas que te harán llorar sin parar durante años.

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Todos somos bisexuales… Pero tú eres full gay Estamos en el nightclub Diva’s, en La Castellana. Un sitio que he visitado varias veces, a pesar de que no me gustan los locales de strippers. Sin embargo, aquí la paso bien. Y vine por casualidad, ya que Diego, un buen amigo que es fotógrafo profesional, me citó para tomar unos tragos... ¿Sabes?, ahora que estoy escribiendo y recordando todo esto, sé por qué nunca me rinde el dinero. Los tragos, las drogas y los moteles no son baratos. Okey, estoy acomodado en un extremo de Diva’s y justo al sentarse, Diego me dice que antes de entrar se tomó un ecstasy y me pregunta si quiero uno. Niego con la cabeza. De verdad sólo me provoca un vodka en las rocas que ya ordené. Es pasada la medianoche de un viernes y el local está lleno de tipos trajeados que están enviciados con las mujeres que se desplazan por cada centímetro del nightclub. Un amigo, abogado, me dijo que gastaba como tres millones de bolívares cada vez que venía a este sitio. Él sencillamente no sabe cómo decirle que no a las chicas. En ese sentido no tengo problema porque simplemente no tengo dinero para regalarle a estas mujeres, ni que me meneen las nalgas en la nariz. Media hora después Diego está brindando «por las perras», el ecstasy lo está pateando y yo sigo tomando vodka y gozando con la actitud de los demás clientes. Entonces, de la nada, sin preámbulo, sin anestesia, dice, exactamente: 127

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—Chamo, ¿no te daría nota que te mamara el güevo? Por un instante creo que es broma y sigo tomando vodka, hasta que lo pregunta una segunda y una tercera vez. —Pana, ¿de qué estás hablando? –le pregunto. —En serio, ¿no te daría nota? Miro a los lados. —¿Tú como que eres marico? —Sí –dice él, como si nada– bueno, bisexual. Trago fondo blanco, miro hacia el suelo. No sé qué decir. —Anda, dale, vamos a probar –insiste Diego. —Okey, vamos a decir que respeto tus preferencias sexuales, respeta tú las mías. Creo que ya te habrás imaginado que no soy gay ni bisexual. Me gustan las mujeres. Punto. —Ay, coño, eso no tiene nada que ver. A mí me gustan las mujeres, las adoro. Soy súper macho… pero hace poco experimenté con un chamo que conocí por Internet y me gustó. Y bueno, es chévere, es nota. Es como darle variedad a la vida. Sin rollo. Yo no soy marico ni amanerado. Pero de vez en cuando estoy caliente y no me provoca una mujer sino un hombre. —Nunca hubiera imaginado que tú… —Ni yo tampoco –dice Diego–, y al principio me frikeaba pero ya no. Como yo lo veo, no es nada malo. La carne es débil y ya. Yo no ando por la calle buceándome a los hombres, simplemente a veces me provoca una paloma. —¿Y tu novia qué opina de esto? —No seas gafo, esto es de closet. Nadie lo sabe. Y no critiques, de repente pruebas y te gusta. Yo pienso que todos los seres humanos somos bisexuales. Eso está en 128

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nuestra naturaleza. Ojo, no soy una loca desatada ni nada de eso, soy full serio. —No sé qué decirte. —Deja que te lo mame. —Deja la ladilla. —¿Me vas a decir que nunca has tenido fantasías con otro hombre? —Pues no, pero veo que tú sí. —Sí, Carlos. Claro que las tenía y las he hecho realidad y no hay nada mejor que eso. —Me alegra que seas un tipo feliz –con sarcasmo–. Y me imagino que ahora que tienes sexo con tipos te has dado cuenta de que más de uno que conocías también es pargo. —¡Sí!, Ja, ja, ja, es como una sociedad secreta de mamadores de güevo. Caracas, y en realidad toda esta República Bolivariana, está más marica que nunca. —Gay y lesbiana –digo yo, suspirando. —Sí, deberías escribir un libro sobre la sociedad gay y lésbica de Caracas y te cuento todo. —Últimamente todo el mundo quiere que escriba libros… no sé por qué… por lo menos vayan a la librería y se compran el que he publicado. —Mmmm… —¿Y cómo te metiste en esto, por Internet? —Sí, entré al chat de mipunto.com y ahí está la sala de Ambiente, y eso es como encargar una pizza: la comida te llega en media hora, caliente. Es la sala que tiene más gente conectada a toda hora y todos, todos, buscan sexo. Lo único es cuadrar con alguien que no sea horrible y ya. Uno pregunta la edad, si tiene foto, ah, y preguntas si eres activo, pasivo o versátil. Y ya. La gente va al grano. 129

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Él quiere coger y el otro quiere que se lo cojan. Todos están juntos buscando placer. Así que cuando estoy muy huesudo, entrar a mipunto.com es lo más fácil del mundo. Cinco minutos chateando y consigues varios posibles candidatos para tener sexo en el momento, sin perdedera de tiempo. Y yo nada más lo he hecho con chamos de Internet. —O sea, desconocidos. ¡Qué bolas, viejo! Estás chiflado. —Bueno, entonces hay muchos chiflados porque, en serio, la sala siempre está llena de gente. Y de paso, lo que más se ve son chamos pasivos. Es difícil conseguir a un hombre cien por ciento activo en estos días. —Eso que acabas de decir es el comentario más homosexual que he escuchado en años. —Pues, es la verdad. —Entonces imagino que no quieres ver a estas tipas desnudas sino tipos. —No, no entiendes. Me gusta ver a estas tipas, quisiera cogérmelas a todas… pero también me provocaría hacerle sexo oral a un tipo. —Sí, vale, disculpa. Eso tiene burda de sentido –suelto yo–. Mejor no me cuentes estas vainas, no me siento cómodo viendo mujeres desnudas y escuchando tus cuentos gays. —No es nada del otro mundo. No me digas que te vas a enrollar y me vas a tratar diferente, pana. —En serio, no me importa lo que hagas con tu culo pero yo estoy muy claro y feliz con mis gustos. Y ya. Ni quiero experimentar ni nada. —Chamo, qué serio te has puesto en los últimos años. —Y tú, qué marico. — Ja, ja, ja, ja, ja, buena ésa. 130

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Al fondo suena Like a Prayer, una de mis canciones favoritas de Madonna. «Life is a mistery», dice la primera línea y pienso que tiene razón. La vida es un extraño misterio. A veces, cuando me pongo medio filosófico, me pregunto: ¿qué tal si uno pensó que había venido a este planeta para una cosa y se mató toda la vida tratando de hacer esa cosa y resulta que fue enviado acá por otro motivo completamente diferente y nos perdimos esta gran oportunidad? Es decir, yo no creo que haya caído en este mundo para aspirar perico, tener sexo y escribir libros que ni mi familia quiere leer. —Ahora te quedaste pensativo –dice Diego. —Pues, eso parece. Pido otro vodka y hago una negación con la cabeza. Un día de estos alguno de mis amigos me dirá que está metido en Al Qaeda. Es lo que pienso mientras una de las muchachas se aproxima a Diego, le susurra algo al oído y se marcha con a él a la zona donde se ofrecen los lap dances. Y yo pienso en lo chévere que está la novia de Diego y en que la mayoría de la gente que crees conocer nunca la conoces y en que todo el mundo es falso y no puedes creerle a nadie.

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Rebotes # 11050 Lo que suena es un rico techno (yo le digo techno a toda la música electrónica y sé que esto no es techno pero... bueno, no importa, es música electrónica). Hace poco que llegué al Trasnocho, en el Paseo Las Mercedes, al cumpleaños de no sé quién. Estoy acompañado por una tipa, aunque realmente estoy solo porque ella está buscando lo mismo que yo: levantarse a otra persona. Ella está hablando con una amiga que luce como una zombie y yo estoy sentado a un lado, tomando un vodka en las rocas, y mi cabeza pareciera estar invadida por piñas eléctricas que mordisquean centímetros de mi cerebro. No puedo pensar en algo que tenga sentido, mucho menos esta noche. Le meto el dedo al trago y muevo un poco los hielos para enfriarlo. Estoy sudando a chorros. Una tipa de cabello verde está sentada detrás de mí. Nuestras espaldas se rozan. ¿Por qué no es posible que una salida nocturna no tenga que ver con una búsqueda carnal?, ¿por qué no puedo salir sencillamente a pasarla bien?, ¿por qué no disfruto con esta chama que me acompaña esta noche y me hago el loco y bailo con ella y le digo chistes malos, sin pensar en que debo amanecer empotrado entre sus piernas?... Porque yo sé que si quisiera disfrutar, lo haría con seguridad. Si le digo, épale, vamos a gozar, sé que gozaríamos... pero no. Siempre en la modalidad de cacería. Lo 132

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cual es bastante patético ya que todo cazador bien sabe que no siempre regresa a casa con una presa. Estoy fumando un cigarrillo que, en parte, está aliñado con marihuana. En una pantalla se proyectan videos alucinantes sobre el genocidio y escucho que la muchacha de pelo verde detrás de mí suelta varias carcajadas. Volteo. Se ríe sola. Objetivo perfecto. Mi amiga me mira en la distancia, hace una mueca como preguntando qué tal la paso y yo asiento con la cabeza. Todo bien. Hace tiempo que me digo que ya no quiero este tipo de vida, sino que quiero una relación pura y simple. ¿Acaso eso existe?... estoy comenzando a pensar que no. —Hola, mucho gusto, Carlos Flores. Eso es lo que le he dicho a la de pelo verde cuando giré y me coloqué frente a ella. Ella tuerce sus ojos. Está pasada de marihuana o con pepas encima… está muy drogada. —Chamo, estoy salivando burda –dice ella. Verga, pienso yo. —¿Cómo te llamas? –le pregunto. La música suena fuerte, además del murmullo de la gente. Omer, el estilista, camina frente a mí con su séquito de freaks. Fernando Batoni, modelos full de perico. Algunos periodistas/Djs... gente «intensa», pavitos coleados. Estoy perdido.

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—¿Cómo te llamas? –le pregunto otra vez, más cerca de su oído. —Chamo, no me gustas como hombre pero podemos ser amigos. Yo quiero un amigo.... ¿verdad que estoy salivando burda? –lo dice con la voz atontada pero, aún así de drogada, dice que no le gusto como hombre. Lo cual no sé si me da ganas de reír o llorar. Doy media vuelta. Sigo tomando vodka y fumando el cigarrillo aliñado. Mi amiga está bailando con un tipo que imagino acaba de conocer. Y yo me siento abandonado en el fondo de un abismo donde sólo habita gente que no sabe lo que quiere, gente que sólo pierde el tiempo... gente como la loca de cabello verde.

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Las esposas de los panas Son las 4:18 a.m. de un miércoles y estoy algo atolondrado. Veamos… Acabo de llegar de lo que en Estados Unidos se conoce como un get together, o reunirse en casa de algunos amigos a compartir unos tragos y echar cuentos. Y aquí, sentado frente al muy iluminado monitor de la computadora, me he dado cuenta de algo bastante intrigante… lo diré sin anestesia: resulta que le llamo la atención a mujeres mayores que yo y a mujeres casadas, sin importar que estén casadas con mis amigos. Y me siento extraño porque no tengo mucha suerte con las mujeres de mi edad. Por lo general me va bien con veinteañeras (20-24) o con mujeres que pasan los 35 pero con una mujer de 29 ó 30 ó 31, negativo. En esta reunión social, en casa de mis amigos más cercanos en Caracas, en Prados del Este, terminé besándome en la cocina con la mujer de otro amigo que también fue. Es bastante loco pero, salvo una sola pareja, todas las demás que conozco atraviesan por situaciones similares; los mismos problemas, las mismas inseguridades. Copias al carbón de la idea de estar casados, a la que yo tanto le temo. Cierro los ojos. Ahí estoy en la cocina, sirviéndome un vodka en las rocas y ella está frente a mí y creo que le dije que me caía súper bien y ella me miró y yo la miré y le arreglé el cabello suavemente, me acerqué y la besé. Así de fácil y rico. Así de chévere. Y fue un beso largo y calmado. Llevábamos buena parte de la noche intercam135

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biando miradas y conversando sobre muchos tópicos en común… —La fidelidad es algo muy relativo –dijo ella–, yo no podría meterme en la cabeza la idea de estar solamente con mi esposo hasta que me muera. Yo la apoyé en su comentario. —Y él debe pensar igual que yo –prosiguió–. Lo importante es saber con quién lo haces; alguien discreto que no vaya a decirlo por ahí. —O a escribir un libro –digo bromeando. —Ja, ja, ja, ja, ja, exacto. Y cada sonrisa de ella era una invitación a algo que pronto ocurriría. Las mujeres saben que uno sabe. Ni ellas son tontas ni uno tampoco. Al rato estábamos hablando de la película Closer y casualmente estaba sonando la canción principal del soundtrack y yo solamente tenía ganas de acariciar su rostro muy suavemente, al ritmo de la canción, y ella seguía sonriendo y gozando con cualquier tontería que salía de mis labios y yo estaba arrebatadísimo y ella también… qué rico sería aspirar coca de sus pezones… ¿Por qué no conozco mujeres así pero solteras?, ¿por qué siempre se repite la misma maldita historia?... Pero no me arrepiento. No me siento un pecador ni nada que tenga que ver con la existencia de la culpa. Ella me quiso besar y yo la besé y eso es todo… bueno, en realidad no es todo porque estoy seguro de que esto nos llevará a otro escalón. Aunque, no sé, tampoco puedo asegurarlo. 136

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Hace un par de meses me ocurrió algo similar con la esposa de otro amigo. Siempre hemos sido muy cercanos y yo siempre me he sentido atraído hacia ella. Una tarde, mientras su esposo estaba de viaje, la llamé por teléfono, como tantas otras veces lo había hecho, y comenzamos a hablar de sexo (eso nunca lo habíamos hecho) hasta que la conversa se puso demasiado excitante. Por cierto, el que lea esto dirá que yo me la tiro de galán o algo así. Y la verdad es que no, sé muy bien cómo soy. No soy un galán sino más bien un tipo gordo y feo… pero hay un secreto en todo esto y es que no conozco a otro ser humano más seguro de sí mismo que yo. Y es increíble lo que logras teniendo confianza en tus habilidades y sabiendo cómo controlarlas. Me ocurre en la vida personal y profesional. Sé que soy bueno para escribir de cierta manera, para meter una labia de cierta manera y para tirar de cierta manera. Una vez conocidas mis dos o tres habilidades generales, lo demás es carpintería. Okey, cuando estábamos hablando de orgasmos y posiciones sadomaso, le dije algo así como: —Te invitaría a venir para acá, pero no respondo por mis acciones. —¿Es una invitación? –preguntó ella. —Si quieres que te caiga a latas, sí. —Voy –dijo a secas. Media hora después me pasó buscando y cuando entré a su carro le mordisqueé el cuello hasta que conseguí sus 137

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labios. Nuevamente, ¿me sentí culpable?, ¡no, por todos los santos!, ¡me lo vacilé! Y fue algo bastante intenso y yo pensé que llegaría a otro nivel pero me sorprendió unas semanas después cuando me dijo: «yo no le voy a montar cachos a él contigo». Y yo le dije «okey» y pensé: «Qué tonta eres, ya lo hiciste. Justo cuando probé tu saliva, lo hiciste». Y nada de lo que ella haga, diga o piense podrá cambiar que fue directo a mi casa a buscarme porque me deseaba… o ni siquiera a mí sino que deseaba que un hombre cualquiera la hiciera sentir mujer de carne y hueso y ganas. Y yo no me enrollo, yo me puedo pasar un buen rato recordándoles a esas mujeres casadas que todavía tienen lo suyo. Y no, no me siento plato de segunda mesa porque me gustan los aperitivos de cuando en cuando. Un solo amigo, casado también, pero cuya esposa representa para mí más una hermana que una mujer, conoce lo que ha ocurrido. Y, claro, a veces me critica. Y yo lo entiendo. Entiendo que no soy un buen tipo… pero así soy. Imagino que mi karma será estar casado con una mujer bella que me engañe con alguno de mis amigos. ¿Cómo reclamarle cuando eso ocurra? Tres días después del «incidente de la cocina», ella me pasó un mensaje de texto. Yo no tenía su número (olvidé pedírselo esa noche) y me sorprendió que ella obtuviera el mío. Sin embargo, intercambiamos mensajes… muchos mensajes y nos hemos visto un par de veces, ella con su esposo y yo, como siempre, solo. Y esto es algo bastante raro, sin importar que tenga novia, yo siempre salgo solo. No sé si me da pena que mis amigos serios conozcan los casos mentales con los que termino empa138

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tado o si es por temor a que alguna de estas barracudas tenga algo con la muchacha que yo tenga en ese momento. Pero igual, ando solo para arriba y para abajo. En esta oportunidad era una disco, con un grupo grande de amistades y conocidos, y tuve que conformarme con hablarle bajito cada vez que se nos presentaba una oportunidad, o con breves roces de mano; una sonrisa pícara, un besito corto en los labios sin que nadie lo note. Para mí el componente de lo clandestino es lo más excitante de toda la situación y creo que, al menos en el caso de esta chica, si llegáramos a tener sexo todo acabaría. El misterio se convertiría en otra jornada sexual y ya. Y es que, de unos meses para acá, prefiero el buen flirt romántico, disimulado y enigmático a la cosa brutalmente carnal. Aunque, obviamente, si ella quiere batalla, nos veremos en las trincheras. Fusil cargado y armado. Casco puesto. Gatillo en su punto. Algunos de mis amigos seguirán casados y otros no. Pero lo que yo haya hecho con sus parejas sé que no entrará en la balanza a la hora de sopesar su matrimonio. Porque al final sólo cuentan los sentimientos y ahí sí no he tenido nada que ver. Para ellas yo soy una novedad, un tipo interesante, una breve distracción. Alguien con quien juguetear un rato, una mascota. Mientras que mis amigos son... sus esposos, ante los ojos de Dios y del hombre. Y nadie les quitará eso, mucho menos alguien como yo.

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Regresa el viejo amigo Ahí está el mutante de siempre. En el espejo retrovisor de mi carro. Pero ya no quiero verlo más. Es otra extraña y decadente madrugada en alguna ciudad que puede ser Caracas o Valencia o Maracay o San Cristóbal o Maracaibo o Maturín… porque sólo Dios sabe dónde amanezco por estos días. El sol aún está pisoteado por la oscuridad pero yo sé que falta muy poco para que la luz salga por doquier. Y mientras espero que esto ocurra, me miro en el espejo… soy yo, no es otra persona… y pienso repetidamente que en este mismo momento aún habrá gente rumbeando en el Centro San Ignacio o bailando pegadito en El Maní o en la casa de alguien se escuchará música a todo volumen, porque así goza la gente… jóvenes amantes heterosexuales, gays, lesbianas, sudando y gimiendo y a punto de venirse en un orgasmo legendario… alguna mujer se dará cuenta de que su esposo no le hace el amor tan bien como el tipo que conoció hace poco y eso la hará pensar, dudar, lamentar… un hombre estará pensando en la mujer de su amigo o de su hermano… sobre el aire flotan promesas, frases trilladas y cursis que no valen un coño pero que siempre son capturadas y repetidas de una forma más barata que la anterior… amor grafiteado en cada centímetro de las paredes de esta casona que llamamos vida… ternura, compasión, fidelidad, respeto, unión… palabras que no pasan de ser eso, y que no llevan a nada y no vienen de ninguna parte… y ahí está el mutante de siempre… mirándome y felicitándome porque las cosas en mi vida van muy bien o muy mal, jamás hay un balance… y la auto140

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pista se hace más ancha y pienso que estoy en medio del mar y que todo es posible para alguien como yo y como tú también; y es como si pudiera conducir sobre el agua, probando que no existen los límites, pero al mismo tiempo sé que el único motivo para que yo piense en esto es que esté bajo la noble influencia de alguna sustancia altamente peligrosa que me da chispazos en el cerebro… ritmos electrónicos, tambores africanos… en esta madrugada surrealista puedo sentir la música y las ganas, los sueños y las decepciones que la gente como yo ha experimentado… estamos rebotando contra la pared, siempre en busca de alguien que libere todo aquello que permanece guardado dentro de nosotros; alguien que le meta fuego a nuestras entrañas… regreso en mi memoria, saco recuerdos y armo rompecabezas de despechos épicos y recuerdo haber estado en una fiesta y yo era muy chamo y estaba demasiado enamorado de una chica que se buscó a otro y me dejó por fuera y una amiga se puso a hablar conmigo, queríamos meternos perico y salimos de la fiesta y nos instalamos bajo un árbol, en el patio y ella saca la mochila y me pregunta por la cara de amargura que tengo y le digo que no es nada, mariqueras sentimentales. Ella corta el perico en un espejito y nos esnifamos cuatro rayas cada uno. Le doy un beso en el cachete, me levanto y me largo. Enciendo el carro, coloco música y manejo sin rumbo. Siento ese sabor amargo escurriéndose por mi garganta. Conduzco hasta la autopista y deseo ir a un lugar donde no haya nadie que me moleste con estupideces. Bajo hasta Puerto Cabello, y la noche me parece una pesadilla hecha realidad. Las curvas, en la carretera hacia el Puerto, son abominables 141

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de noche. Dan terror, pero ahora no siento nada. Mi cabeza está llena de signos de interrogación. Me estaciono en una playita del puerto, muy cerca de la orilla y me siento en el capó. Miro el mar, lo escucho tan tranquilo, con una pasmosa serenidad que a veces envidio. Y me provocaría ser mar y tener olas que galopen sobre mí. No quiero dormir derrotado. No quiero ver a nadie. No quiero verme en un espejo. Quiero drogarme hasta que no pueda más y que un vodka se convierta en mi mar... veo a todos lados y me dan ganas de vomitar los daños que he propinado. Pero todo ha pasado. ¡Maldita sea!, le grito a las olas esperando un consuelo. Ellas parecen ignorarme. Y creo que éste es mi primer gran despecho y siento que una parte de mí acaba de perderse para jamás volver. Y esta noche, con el mar de testigo, pienso que Valencia es la ciudad más mierda del universo. Regreso al presente, pero... ¿qué es el presente?... el presente es todo aquello que uno quiere que sea y me dejo llevar... el horizonte se desvanece sobre un campo de maíz invadido por langostas furiosas y pasando ese campo están las respuestas a una serie de preguntas muy importantes para mi vida futura y más allá del lugar donde se encuentran las respuestas hay un enorme pabellón y es ahí adonde va a parar la gente que como yo, está desesperada por sentir amor... pero una vez dentro no hay letreros ni señales que indiquen cómo salir... porque nadie sabe cómo ni cuándo salir... no estoy seguro de querer despertar o dejar las cosas como están. Por ahora cierro los ojos y me entrego a esa fascinante realidad alterna donde todo es perfecto...

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…y ahí está el mutante de siempre… lo veo y estoy tranquilo porque él, tú y yo, sabemos algo, un secreto que es el principio, el medio y el final de todo: «Nadie está enamorado de nadie...»

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Este libro se terminó en Caracas, Venezuela en el mes de septiembre de 2008 en los talleres de Editorial Melvin, C.A.

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