Glinka, Luis - Volver A Las Fuentes - Introducción Al Pensamiento De Los Padres De La Iglesia

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a las fuentes Introducción al pensamiento de los Padres de la Iglesia

Luís Glínka, ofm

ichthys

LUIS GLINKA, ofni

Volver a las fuentes Introducción al pensamiento de los Padres de la Iglesia

LUMEN Grupo Editorial LUMEN Buenos Aires - México

PRÓLOGO “Volver a las fuentes” es volver al pasado histórico de la ri­ queza doctrinal, espiritual de los Padres de la Iglesia de los sie­ te primeros siglos de su historia; es recuperar y garantizar la propia identidad de cristianos auténticos, tanto para vivir perso­ nalmente como comunitariamente. Olvidarse del pasado o per­ manecer indiferentes a él, porque dejó de damos un mensaje verdadero, es perder la memoria de la herencia espiritual del pasado; no sabiendo dialogar con él, vamos debilitando nuestra identidad y perdiendo la verdadera libertad de hombres. Nos transfonnamos en esclavos de nuevas corrientes filosóficas, de la tecnología, etc.

La presente obra Volver a las fuentes es una simple e incom­ pleta introducción al estudio del pensamiento en los escritos de los Padres y de los escritores eclesiásticos durante los primeros siglos, entre los años 40 y 750. Se ha querido tocar solamente algunos temas considerados importantes por los Padres, como pastores, santos y defensores de la verdad revelada. Ellos tuvie­ ron sus dificultades para elaborar un pensamiento teológico or­ todoxo para la Iglesia, refutando los errores de los heréticos dentro de la Iglesia o de aquellos teólogos de la vanguardia en su pensamiento. Por otro lado, tuvieron que combatir al mundo intelectual pagano (griego, romano y otros) y al de la religión judia, apegado a sus tradiciones mosaicas, cerrado al mensaje del “Señor”. Los Padres elaboraron un pensamiento cristiano, pero no tan completo como para damos una respuesta a todos nuestros pro­ blemas de hoy. Ellos se preocuparon por dar una respuesta con­ creta a los problemas de su tiempo, apoyándose en la Sagrada Escritura, en la meditación y la oración. Lo importante es res­ catar su metodología de estudio del Texto Sagrado y explicarla

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a los fieles, además de su valioso pensamiento doctrinal, en gran parte definido por el Magisterio de la Iglesia. La importan­ cia del estudio del pensamiento de los Padres viene confirmada en el documento de la Santa Sede “Introducción sobre el estu­ dio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal” (Ro­ ma, 1989). El presente ensayo es fruto de varios años de estudio con los seminaristas en la Facultad de Teología (Devoto, Buenos Aires, Argentina), y es para los jóvenes, para aquellos que desean co­ nocer mejor el pensamiento en los escritos de los Padres. En primer lugar, me doy cuenta de que el presente trabajo es incompleto; faltarían varios temas, como la unidad de la Igle­ sia, la penitencia, completar las sacraméntalas, la catcquesis, etc.; otros son presentados superficialmente. Pero es un modes­ to aporte para motivar al estudio de la patrística.

Agradezco al P. D. Krpan por sus observaciones, al Sr. Sa­ turnino Díaz Tcrán y al Sr. Pablo Valle por la corrección de es­ tilo, a la Srta. Marta Glinka por el tipeo de los textos, y espe­ cialmente al Gerente de Editorial Lumen, Basilio Makar, por facilitar la edición del presente libro. P. Luis Glinka, ofm Buenos Aires, 1993

INTRODUCCIÓN

a) Importancia del estudio de los Padres A comienzos de nuestra era, el Imperio romano se extendía desde la Galia, pasando por Asia Menor, al Cercano Oriente y abarcando todo el norte de África. La ciudad de Roma era con­ siderada como capital del mundo. La religión oficial parecía ca­ da vez menos capaz de satisfacer las necesidades del pueblo. I sio en gran parte debido al ritualismo formal a que se redujo < l culto a los dioses, y debido también al hecho de que la casta «le los pontífices fue absorbida por el poder político. Esto trajo como consecuencia que el pueblo no encontrara en la religión oficial espacio para expresar sus inquietudes personales. La re­ ligión se distancia del sentimiento religioso de la gran masa, la cual busca otros canales para manifestarlo y realizarlo. Es la in­ vasión de las religiones orientales, las cuales, como grandes olas, se desparraman por todo el Imperio. Si bien es cierto que ie presentan una liturgia psicosomática capaz de responder a las necesidades de los fíeles, no dejan de proclamar también un dios cercano, un dios que salva y que les ofrece la superviven­ cia eterna. En ese mundo, el cristianismo, venido de Oriente, o más precisamente de Israel, echa sus raíces y se desarrollará amplia­ mente. Nacido del judaismo, se va enriqueciendo a lo largo de los años con las influencias espirituales provenientes del mun­ do helénico. Por lo demás, no deja de experimentar la influen­ cia del medio ambiente en el cual se propaga. Por esta razón, el cristianismo es un fenómeno histórico bastante complejo.

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b) Algunos elementos de esta definición La fe cristiana nació de una palabra, de un testimonio, de una enseñanza dada de viva voz. La enseñanza apostólica fue recogida en escritos para apoyar la proclamación del Evangelio, no para hacer obra de literatura. Fueron tres las razones que propiciaron el surgimiento de esos escritos:

1. La necesidad de comunicación entre las Iglesias. Existen dos medios de comunicarse, a saber, el viaje y la carta. 2. La necesidad de testimoniar ante las autoridades la fe en Cristo. Esto nos proporcionó las Actas de los Mártires, proce­ sos verbales redactados por la justicia civil, con ocasión de la comparecencia de los cristianos ante los magistrados romanos.

3. La necesidad de combatir a los herejes y de responderles. La herejía es la que mueve a los cristianos a responder median­ te escritos. Pero esto fue siempre con reticencia; se escribe por­ que es necesario. Después del Concilio de Nicca (325), se pasa de la necesi­ dad de escribir al deseo de hacer una obra literaria. A los escri­ tos se les reconocen sus leyes propias; ya no se trata de un dis­ curso que se transcribe, o de una palabra asumida en un escrito, sino de una obra literaria. La literatura se convierte en instru­ mento de exposición del cristianismo.

c) Literatura cristiana La Sagrada Escritura se diferencia de los escritos de los Pa­ dres por su inspiración y canonicidad. Esto no obstante, posee un carácter oficial en razón de su ortodoxia, en razón de la res­ ponsabilidad eclesiástica de quienes la compusieron.

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En relación con el Nuevo Testamento, esta literatura repre­ senta algo nuevo, sobre todo después del Concilio de Nicea. El Nuevo Testamento considera la doctrina bajo el aspecto escatológico.Los Padres de la Iglesia primitiva la consideran según la doxología. Después del año 325, no se contenta solamente con el aspecto escatológico o doxológico, sino que se elabora una teología. La doxología se convierte en teología, o sea, no se tra­ ta ya de dar gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; si­ no de glorificar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo: se elabora el dogma Trinitario, cristológico, etc.; se completan las verda­ des del Credo.

d) Volver a las fuentes Podría formularse una primera pregunta, acerca del valor de las fuentes, de los orígenes. En el cristianismo, ese valor se fun­ da indudablemente en la proximidad del hecho de la encama­ ción: los escritos bíblicos y los que llamamos de los Santos Pa­ dres se hallan históricamente más cercanos que nosotros al Ver­ bo encamado. En ellos obtenemos el testimonio de un pensa­ miento y de una vida cristiana que todavía no habían experi­ mentado grandes transformaciones: lo esencial es la experien­ cia religiosa vivida por estos primeros cristianos.

Retomar a las fuentes es una invitación a despojarse del de­ seo de dominación para disponerse a la escucha del misterio de Dios. Despojarse incluso de la misma idea que uno se hace de Dios, dejando de considerarlo en sí mismo para dejarse invadir por Él. Es la renuncia al deseo de querer moldear a Dios a la manera del hombre, para comenzar, en una acogida agradecida, a reconocerlo en la vida toda de la Iglesia, y más aún, en la vida (oda del hombre. El esfuerzo no se pondrá, por lo tanto, en có­ mo llegar a Dios, sino en cómo Dios llega al hombre. Sólo en 7

esta medida volvemos a las fuentes de nuestra vocación cristia­ na, de nuestro ser original.

¿Cuándo termina el período patrístico? Es un problema difí­ cil de determinar. Es cierto, sin embargo, que con la Escolástica se presenta un nuevo hecho. Ella marca el término de ese mo­ mento privilegiado de la Tradición que llamamos era patrística. También podría fijarse el fin de la patrología con la muerte de dos escritores: san Isidoro de Sevilla para Occidente (636) y san Juan Damasceno para Oriente (más o menos 750), quienes se destacaron, sobre todo, por haber resumido a sus predeceso­ res. Otros estudiosos terminan el período patrístico hacia el año 460.

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PARTE I

DISCIPLINA 1. ALGUNAS CARACTERÍSTICAS

DE SUS DOCTRINAS 1.1. La no homogeneidad El abordaje de la teología en este período no es uniforme, sea bajo el aspecto temporal, sea bajo el aspecto espacial. Así, en los siglos IV y V, se observa una enseñanza de la Iglesia bas­ tante diferente a la de los dos primeros siglos. Por otra parte, en el mismo período existen diferencias de formulación, tanto de doctrina como de ritos y costumbres, entre las diferentes comu­ nidades cristianas. Basta recordar las Iglesias de Antioquía y de Alejandría.

Las circunstancias favorecen la coexistencia de una gran di­ versidad de opiniones en problemas de primera importancia; in­ cluso en siglos más recientes es terrible la diferencia con que se trata un misterio, como por ejemplo el de la redención. Algunos teólogos, considerados ortodoxos durante su vida, son conside­ rados después como herejes. Esto no se debe a que careciesen de un patrimonio de verdades consideradas esenciales, sino a que para exponerlas se gozaba de una gran libertad teológica. La preocupación por definirlas y por llegar a una estncta uni­ formidad sólo se manifestará progresivamente y en relación con un número relativamente restringido dé doctrinas que eran objeto de discusión;

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1.2. División de la patrística La era patrística puede analizarse bajo dos aspectos: el teo­ lógico y el histórico-político.

1.2.1. Teológico Se percibe cierta diferencia teológica entre el Occidente y el Oriente. Por razones históricas, Roma y las Iglesias estrecha­ mente unidas a ella (Galia, España, África del Norte) se desa­ rrollan con relativa independencia respecto de las Iglesias de Oriente. Esto se refleja en las distintas profesiones de fe, en las celebraciones litúrgicas y en la actitud doctrinal.

Los teólogos orientales se muestran más audaces e inclina­ dos a la especulación; en cambio, los latinos se dedican más a la exposición de la Regla de la Fe. Éstos reflejan cierta hostili­ dad hacia la filosofía y limitan la teología a una simple presen­ tación de las doctrinas contenidas en la Sagrada Escritura. Es­ tán de acuerdo con que los “simples fieles” se contenten con la Regla de la Fe. Se establece así una distinción entre la razón y la fe, en el sentido de una indiscutible superioridad de ésta so­ bre aquélla. Surge, en consecuencia, cierto personalismo, al acentuar la autoridad personal en lo referente a la transmisión de la enseñanza de la doctrina cristiana. Los orientales acentúan más el aspecto mistérico, buscando, a partir de la Escritura y de la Tradición, el sentido profundo del misterio de Dios, de su universo y de su designio de salva­ ción. Este sentido deberá conducir normalmente a la contem­ plación y al éxtasis. De acuerdo con esto, los orientales estable­ cen entre los cristianos una diferencia entre los “simples cre­ yentes”, con tendencia a despreciarlos, y los “espirituales”,

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“gnósticos” o “perfectos”, a los que se considera especialmente privilegiados por Dios.

12.2. Histórico-político

Este aspecto está marcado de manera especial por la recon­ ciliación de la Iglesia con el Imperio romano, realizada por Constantino (306-337), de la cual es símbolo el Concilio de Ni­ cea (325). Hasta Constantino la Iglesia era perseguida; debió adaptarse al medio ambiente, y al mismo tiempo, defenderse de otras doctrinas, tales como el gnosticismo. Ahora, la situación se transforma y la Iglesia comienza a gozar de los favores del Es­ tado. El cristianismo es un poder en el Imperio, que va sustitu­ yendo poco a poco a la religión oficial, lo que se realiza defini­ tivamente con Teodosio I. Aumenta la convicción de que las cosas del César, aun siendo distintas de las de Dios, no están separadas, sino, por el contrario, unidas de tal modo que las pri­ meras están subordinadas a las segundas. Poco a poco se modi­ fica la imagen del emperador. Éste se convierte en representan­ te de Cristo, encargado de conducir la humanidad a Dios y ocu­ pado en hacer cumplir las decisiones de los obispos. Esto obli­ ga al cristianismo a ejercer la función específica que era propia de la religión pagana con respecto al Imperio, a saber, la unifi­ cación y consolidación. Ahora bien, para esto, debía resolver: a. El conflicto que existía dentro de ella misma, llegando a la formulación de una auténtica Regla de Fe que fuese adoptada por todas las Iglesias.

b. Probar su capacidad de atraer un grande e importante por­ centaje de la población pagana, incluso dentro del sector opues­ to.

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En consecuencia, se inicia en la Iglesia una era de fuertes controversias, y los obispos y los concilios pasan a ser los ins­ trumentos reconocidos en la definición del dogma. La teología cristiana se desarrolla, y las definiciones elaboradas en una at­ mósfera de controversia y de rivalidad, con frecuencia poco edificante, se manifiestan de carácter duradero.

De acuerdo con este panorama general, podemos trazar el segundo cuadro.

1.3. Desde los orígenes hasta el Concilio de Nicea (325) En los dos primeros siglos, se distinguen tres períodos. An­ tes del año 125, la literatura cristiana se desarrolla dentro de la misma Iglesia. Los autores, poco numerosos, tienen en vista la edificación y la instrucción recíproca. Es el ágape en acción, en el interior de la comunidad.

En el año 125 tiene lugar la transformación y la expansión más considerable de la Iglesia; la efervescencia y el nacimiento de las “sectas”, los ataques por parte de judíos y paganos, y la reacción cristiana. Las apologías se multiplican, la teología se elabora. Es la apertura ad extra de la literatura cristiana. En los últimos años del siglo II, hacia el año 190, una pléyade de gran­ des espíritus lleva este esfuerzo al máximo. Es la plena expan­ sión de la literatura cristiana prcniccna. Resumiendo, tenemos:

Literatura de edificación mutua (96-125). - Padres apostólicos (como san Gemente de Roma, san Ig­ nacio de Antioquía y san Policarpo). - Escritos apócrifos (tales como el Evangelio de los He­ breos, el Evangelio de Tomé). - Actas de los mártires (Los mártires de Lyon y de Vicna).

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Literatura cristiana ortodoxa (125-190)

- Apologistas griegos (san Justino) - Lucha contra el montañismo y el gnosticismo (san Ircnco deLyon) Plena expansión de la literatura cristiana prenicena (190325).

- Escritores alejandrinos (Clemente y Orígenes) - Escritores africanos (Tertuliano y Cipriano)

1.4. La Iglesia después del Concilio de Nicea (325-750) Se distinguen dos períodos:

1. Desde el Concilio de Nicea hasta la muerte de san Agus­ tín (325-430)

Este período, llamado también edad de oro de la patrística, se caracteriza más específicamente por los siguientes rasgos: a. Se pasa de la necesidad de escribir a la voluntad de hacer literatura. b. Se comienzan a hacer elaboraciones teológicas. c. Los cristianos y los grandes hombres toman conciencia de su historia y mantienen una Tradición. Existe una presencia del pasado de la Iglesia en los compromisos que ella adquiere; el presente se encuentra impregnado del pasado en su apertura ha­ cia el futuro. d. Período marcado por las luchas trinitarias y, por lo tanto, ya cristológicas. 2. Los últimos siglos (430-750)

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En este período de la decadencia tenemos:

a. Las grandes controversias sobre cristología y sobre la gra­ cia. b. Desaparición del mundo antiguo. c. Los grandes misioneros del mundo nuevo, dominado por los bárbaros (san Columbano y san Bonifacio).

1.5. Indicaciones metodológicas Habida cuenta de la enorme distancia que nos separa de los Padres de la Iglesia, lo más lógico es preguntamos: ¿Quiénes son estos Padres? ¿En qué ambiente sociocultural vivieron y es­ cribieron? Con la brevedad requerida intento responder.

Solemos llamar Padres de la Iglesia a los escritores de los primeros siglos cristianos. A los demás se les otorga la denomi­ nación de “escritores eclesiásticos”, según la expresión acuñada por san Jerónimo. Aquí se aplica la expresión a todos los auto­ res de esta época, sin entrar en más disquisiciones. Podemos definirlos con una serie de rasgos más o menos comunes: no son hombres dedicados al estudio; no son sistemáticos en sus exposiciones; sus producciones pueden considerarse dentro del género de discurso exhortativo, que tiende más a convencer que a instruir, la mayor parte de ellos eran obispos y, por consi­ guiente, afrontaban los problemas desde un punto de vista más bien pastoral; la fuente principal de la que parten y se nutren es la Sagrada Escritura y, secundariamente, la filosofía antigua (neoplatonismo y estoicismo); la comunidad de fuentes, parti­ cularmente la inspiración bíblica, permite comprender, más allá de las diferencias y matices personales, muy profundos a veces, la unidad y convergencia de sus enseñanzas en estos textos fun­ damentales. 14

Si queremos hacer una lectura desideologizada de los textos y curamos de anacronismos, conviene que conozcamos tam­ bién la situación y el tiempo que les tocó vivir a los Padres. Co­ mencemos por el medio socioeconómico:

- economía poco desarrollada, precientífica y pretécnica, en la que impera la pobreza y resultan provocadoras las desigual­ dades; - economía más bien estática, en que los bienes se entienden sobre todo como “entidades aisladas” y una “masa” de bienes para distribuir entre todos los hombres, y no como un proceso dinámico. Consiguientemente, la moral económica se polariza en la dialéctica riqueza-pobreza, por lo que se enfatiza extraor­ dinariamente el tema de la comunicación de bienes y la rela­ ción entre ricos y pobres; - economía basada en el régimen de esclavitud, clase sobre la que recae el peso del desarrollo económico, dada la concep­ ción peyorativa del trabajo manual.

A partir del siglo III y hasta la llegada del Sacro Romano Imperio, se perfila la crisis y disolución del viejo sistema eco­ nómico esclavista y emerge, de modo progresivo, la peculiar estructura socioeconómica. Para completar el cuadro, recordemos que, en el caos pro­ vocado por las invasiones y el asentamiento de los bárbaros en Occidente, la Iglesia asume una función política, económica y cultural; las autoridades eclesiásticas relevan a la administra­ ción imperial. Los obispos, pues, desempeñan no sólo sus fun­ ciones específicas, sino que se encargan de negociar con los bárbaros, de distribuir víveres y limosnas, de proteger a los po­ bres frente a los poderosos y de organizar la resistencia o lu­ char con las armas espirituales allí donde no existen armas ma­ teriales. Al mismo tiempo, dada la ruralización progresiva de la sociedad, los monasterios rurales, inspirados en el ideal be-

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nedictino, se yerguen como haciendas modelo y como mante­ nedores y promotores de la actividad agrícola.

2. LOS PADRES DE LA IGLESIA

2.1. Padres La palabra “padre” nos orienta hacia los orígenes, hacia lo que está al principio. A menudo, esa palabra es sinónimo de an­ tepasado. Hablamos de nuestros “padres en la fe”. Al mismo tiempo, el padre es aquel que tiene hijos, que los educa y los conduce hasta la madurez. Así, en la antigüedad, el maestro es llamado “padre”, porque transmite una sabiduría que es a la vez doctrina y disciplina de vida. A pesar de las reticencias de Jesús (Mt 23, 8-11), el término “padre” fue ampliamente recogido en la Iglesia. En 1 Co 4, 15, san Pablo exclama: “Aunque tuvierais diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis varios padres. Soy yo, por el Evangelio, el que os ha engendrado en Jesucristo.” San Ircneo dice: “Cuando uno ha recibido la enseñanza de la boca de otro, es llamado hijo de aquel que lo ha instruido, y este últi­ mo es llamado su padre.” En los primeros siglos de la Iglesia, el cargo de enseñar corresponde por derecho al obispo, a quien muy pronto se le dio el nombre de padre, a veces bajo la forma de “papa”. Por extensión, otros muchos enseñantes y predica­ dores recibieron el título de “padres”, aun sin ser obispos. Hay en este término una evocación de seguridad y de confianza. El padre es portador de la Tradición. Todos estos rasgos vincula­ dos a la palabra “padre” nos hacen comprender el lugar de los Padres de la Iglesia.

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2.2. Próximos a la fuente Los escritos de los Padres nos conducen a las fuentes de nuestra fe en Jesús, de quien están más próximos que nosotros en el tiempo. La vuelta a las fuentes, a la que somos hoy tan sensibles, no es una regresión. Porque nos gusta encontrar un pensamiento y una vida cristiana en su manantial, cuando no ha sufrido todavía la prueba del tiempo. Precisamente, los Padres son los primeros lectores del Nuevo Testamento; dan el alimen­ to a los cristianos en un lenguaje que está aún sin sistematizar, al mismo tiempo que proponen una lectura del Antiguo Testa­ mento a la luz de Cristo. Invitan a los cristianos a una lectura totalmente cristológica de la Escritura bajo la inspiración del Espíritu Santo. Por eso, sin querer poner entre paréntesis quince o veinte siglos de vida de la Iglesia, la vuelta a los escritos de los Padres nos ayuda a captar mejor un mensaje cristiano des­ prendido de los aluviones y de las escorias que pueden ocultar­ nos lo esencial.

Con cierta arbitrariedad, la Tradición considera que el tiem­ po de los Padres comienza con los escritos que siguen al Nuevo Testamento y termina con el siglo VIII. Esta fecha límite co­ rresponde a cierto oscurecimiento de la literatura cristiana, es­ pecialmente en Occidente. Al mismo tiempo, esta literatura va evolucionando poco a poco; tiende a especializarse y a separar­ se del simple comentario de la Escritura.

2.3. Ediciones de textos de los Padres Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1954 y ss. Colección Corpus Christianorum, Series Latina, Tumhout, 1953 y ss.

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Colección Ichthys, Lumen, Buenos Aires. (Ver solapas.)

Corpus Scriptorum Christianorum Orientalium, Lovaina, 1903 y ss.

Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum, Viena, 1865 y ss.

Die griechischen christlichen Schriftsteller, Leipzig-Berlín, 1897 y ss.

Florilegium Patristicum, Bonn, 1904 y ss. Monumenta Germaniae Historica, Hannover-Berlín, 1826 y ss. Patrología Graeca, J. P. Migne, 1-161, París, 1857-1866. Patrología Latina, J. P. Migne, 1-221, París, 1844-1864.

Patrología Orientalis, París, 1903 y ss. Sources Chrétiennes, París, 1914 y ss.

Studi e Testi, Ciudad del Vaticano, 1900 y ss. Texte und Untersuchungen zur Geschichte del altchristlichen Literatur, Leipzig-Berlín, 1882 y ss.

2.4. Unidad y diversidad En los primeros siglos, el cristianismo echa raíces y se mue­ ve en los confines de la unidad política, económica y cultural del Imperio; y en la cultura y lengua griegas encuentra un fac­ tor de expresión, de unidad y de expansión. Los principales teólogos de Occidente, como Hilario, Ambrosio, Agustín y Je­ rónimo, pertenecen a una elite de espíritus que maniobran sin dificultad en la cultura griega. Elegido obispo sin esperarlo, Ambrosio aprende su teología en los maestros griegos, como Orígenes y Dídimo el Ciego. Jerónimo y Rufino importarán a Occidente la exégesis y la teología griegas.

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Es un proceso que se verifica en una sola dirección, pues en Oriente no se advierte igual curiosidad por los productos occi­ dentales, incluso cristianos. La corte imperial se establece en Constantinopla; pero, en vez de implantar el latín, se hace grie­ ga. Se traducen al griego sólo los documentos oficiales o los li­ bros de santos, y el mismo Agustín tendrá escasa resonancia en Oriente. Hasta el siglo IV, la lengua de la Liturgia y del pensamiento en Roma es el griego. Es la lengua de los filósofos y de la cul­ tura, de los mercaderes y de los esclavos que vienen de Oriente. Entre los siglos III y IV se constata una fractura, y el latín co­ mienza a abrirse camino en la Liturgia y en la Pastoral. Aunque los epitafios de los papas se escriben aún en griego hasta Gayo, muerto en 296, las dos lenguas han podido coexistir por algún tiempo. El papa Julio aún escribe en griego dos cartas a Atanasio. El uso del latín en la Liturgia parece ser un hecho consu­ mado en tiempos de Dámaso, mas no sin contrastes, como do­ cumenta el Ambrosiáster. El Oriente sigue siendo cuna y matriz del pensamiento y de la espiritualidad que fecunda al Occiden­ te. Jerónimo se establece allí para realizar su obra exegética, mas no se llega a entablar un intercambio. Rufino traduce a Orígenes; Egeria, como tantos otros, viene en peregrinación pa­ ra beber en las fuentes; Juan Casiano adquiere aquí su forma­ ción monástica. La Vida de Antonio se convierte en el vademé­ cum. de la vida espiritual en Occidente, y ejerce su influjo en la conversión de Agustín.

La latinización de la Iglesia de Roma crea obstáculos a su entendimiento con Oriente. No es fácil entenderse cuando se hablan lenguas distintas. Basilio se queja ya de las intervencio­ nes intempestivas de la autoridad romana y de la escasa aten­ ción que el Papa acuerda a sus informaciones. Dámaso está mal informado de los acontecimientos de Siria y Asia Menor. En el

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siglo IV, los obstáculos no son todavía insuperables, pero crece­ rán en el siglo siguiente.

En 430, el papa Celestino I responde a Nestorio, y se excusa del retraso alegando la dificultad de encontrar un clérigo capaz de traducir el texto griego, síntoma de la brusca decadencia acarreada por las invasiones de los bárbaros y, no menos, de los orígenes modestos de la clase clerical. Los obispos de Oriente y Occidente no logran ya entenderse en las reuniones conciliares, y ello no facilita la solución de las controversias doctrinales. El vocabulario trinitario y cristológico, formulado en latín, no siempre coincide con el griego. Por todo ello, el movimiento teológico de Oriente no se sigue con facilidad en Occidente, donde las doctrinas agustinianas tendrán el monopolio. La lati­ nización acentúa, por otro lado, la importancia de las sedes pa­ triarcales de Oriente.

Los acontecimientos políticos, la lengua y el vocabulario, las diversas tradiciones intelectuales y teológicas, ensanchan el foso entre Oriente y Occidente. Sin la intromisión imperial, los occidentales acaso no hubieran conocido el arrianismo; otro tanto cabe decir de las controversias origenista, cristológicas y trinitarias. Durante el siglo IV, y sobre todo en el V, Oriente y Occidente cultivan intereses diferentes; cada cual elabora sus propias crisis, sus propias herejías, en estrecha relación con sus preocupaciones particulares. El priscilianismo, el donatismo y el pelagianismo son productos típicamente occidentales por los que en Oriente nadie se apasiona. Jerónimo, aunque resida en Belén, no logrará movilizar a los orientales contra Celestio y Juliano de Eclana, y el obispo de Jerusalén se limitará a remitir­ los al tribunal del patriarca de Roma. Hilario y Ambrosio elaboran una exégesis y una teología que se nutren de la linfa griega, emparentadas con Orígenes, Atanasio y los Padres capadocios; mas no así san Agustín, a 20

quien no resulta fácil la lengua griega. Basta comparar el De Spiritu Sancto, de Ambrosio, con el De Trinitate, de Agustín, para comprobar que el obispo de Hipona elabora ya una doctri­ na trinitaria de genuino cuño occidental, que se distancia de la nadición griega. El Occidente se compendia y alcanza su cénit < n san Agustín y su obra, y luego no producirá más que imita­ ciones o repeticiones suyas. El Doctor de Hipona dominará la escena occidental, hasta el punto de desplazar a Tertuliano e Hilario de Poilicrs. Desde finales del siglo IV, y sobre todo en el V, la historia de < h ádente discurre por cauces paralelos pero ajenos a los de la historia de Oriente, y la Unam sanctam se resquebraja. Los dos bloques del mundo antiguo viven a la sazón en climas de pensa­ miento y de preocupaciones teológicas diversas, y se sienten ca­ da vez más ajenos uno al otro. Ambrosio mantiene aún corres­ pondencia con Basilio, mas no habrá ya ningún corresponsal oiicntal en el epistolario de Agustín. En el siglo V, la ósmosis < nirc las teologías de Oriente y Occidente toca a su fin. Focio < onoce sólo una obra de Agustín traducida al griego y, por su pane, ios latinos leen la producción griega sólo en traducciones.

i I OS ESCRITORES ECLESIÁSTICOS

VI. Los Padres apostólicos Se llama Padres apostólicos a los escritores cristianos del si)do I o principios del II, cuyas enseñanzas pueden considerarse < orno eco bastante directo de la predicación de los Apóstoles, a quienes conocieron personalmente o a través de las instruccio­ nes de sus discípulos. En la Iglesia primitiva se desconocía enn i miente la expresión Padres apostólicos. Fue introducida por 21

los eruditos del siglo XVII. Se agrupa bajo este nombre a cinco escritores eclesiásticos: Bernabé, Clemente de Roma, Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmima y Hermas. Posteriormente se amplió este número hasta siete, al incluir a Papías de Hierápolis y al desconocido autor de la Carta a Diogneto. En tiem­ pos más recientes se añadió la Didaché. Es obvio que esta cla­ sificación no indica un grupo de escritos homogéneos. El Pas­ tor de Hermas y la Epístola de Bernabé pertenecen, por su for­ ma y contenido, al grupo de los escritos apócrifos, mientras que la Carta a Diogneto, habida cuenta de su objetivo, debería co­ locarse entre las obras de los apologistas griegos. Los escritos de los Padres apostólicos son de carácter pasto­ ral. Por su contenido y estilo están estrechamente relacionados con los escritos del Nuevo Testamento, en particular con las Epístolas. Se los puede considerar, por consiguiente, como es­ labones entre la época de la Revelación y la de la Tradición, y como testigos de máxima importancia para la fe cristiana.

Los Padres apostólicos pertenecen a regiones muy distintas del Imperio Romano: Asia Menor, Siria, Roma. Escriben obe­ deciendo a circunstancias particulares. Presentan, sin embargo, un conjunto uniforme de ideas, que nos proporciona una ima­ gen clara de la doctrina cristiana a finales del siglo I.

Nota típica de todos estos escritos es su carácter escatológico. La segunda venida de Cristo es considerada como inminen­ te. Por otra parte, el recuerdo de la persona de Cristo sigue siendo cosa viva, debido a las relaciones directas de estos auto­ res con los Apóstoles. De aquí que los escritos de los Padres apostólicos acusen una profunda nostalgia de Cristo, el Salva­ dor que ya se fue y que es ansiosamente esperado. A menudo este deseo de Cristo reviste una forma mística, como en san Ig­ nacio de Antioquía. Los Padres apostólicos no pretenden dar una exposición científica de la fe cristiana. Sus obras, más que 22

definiciones doctrinales, contienen afirmaciones de circunstan­ cias. No obstante, presentan, en general, una doctrina cristológica uniforme. Jesucristo es, para ellos, el Hijo de Dios preexis­ tente al mundo, que participó en la obra de la Creación,

3.2. Los escritores de Asia Menor Cuando se vio condenado en el sínodo de Alejandría del año 318, Arrio se refugió en Nicomedia, en Asia Menor. En­ contró allí un firme apoyo en varios obispos influyentes y en ios emperadores. Fue también en Asia Menor donde se reunió, el año 325, el primer concilio ecuménico, en Nicea, para zan­ jar la candente cuestión. Pero, no obstante las decisiones de la gran asamblea, el conflicto siguió su curso. El problema impli­ cado en la querella quedó resuelto, pero la querella misma es­ taba aún lejos de apaciguarse. Por el contrario, en los años que siguieron, el arrianismo se hizo dueño de la situación en las diócesis civiles de Póntica y Asiana. Es significativo que los jefes de los cuatro partidos arrianos, Eusebio de Nicomedia, Eustasio de Sebasto, Eunomio de Cícico y el sofista Asterio, primer escritor amano, vivieran en Asia Menor. Fue también en Asia Menor donde un obispo amano bautizó al primer em­ perador cristiano, en Aquirón, cerca de Nicomedia. Constanti­ no autorizó a Arrio a volver del exilio y desterró a Atanasio como perturbador de la paz. Él y su sucesor Constancio estu­ vieron completamente supeditados a la influencia de Eusebio de Nicomedia. De esta suerte, Asia Menor se convirtió en el centro del poder amano. Sin embargo, fue también Asia Me­ nor la que engendró a los tres grandes doctores de la Iglesia oriental, firmes defensores de la fe niccna contra el arrianismo y abogados imperiales: san Basilio Magno, san Gregorio de Nisa, san Gregorio de Nacianzo y los Padres capadocios que 23

dieron a la doctrina de la Trinidad su forma definitiva. Arrio recibió su formación teológica en la escuela de Antio­ quía. El sacerdote que provocó con su doctrina la gran contro­ versia trinitaria pertenece a la primera generación de estudian­ tes que produjo el fundador de aquella escuela. Luciano de An­ tioquía. No debemos, pues, extrañamos de que consiguiera muchos seguidores entre sus antiguos condiscípulos. Antioquía fue la primera sede episcopal ocupada por un amano. Después de la deposición de Eustasio en el año 326, estuvo en poder de los amaños hasta el 360. Está fuera de duda que gran número de obispos del patriarcado pertenecieron a distintos partidos arrianos. A pesar de todo ello, sería injusto afirmar que las enseñan­ zas de la escuela de Antioquía habían de desembocar necesaria­ mente en el arrianismo. La verdad es que los escritores más fa­ mosos de esta provincia eclesiástica, Diodoro de Tarso, Teodo­ ro de Mopsucstia, Juan Crisóstomo y Tcodorclo de Ciro, defen­ dieron con su pluma la fe niccna contra los arrianos, sin que por ello dejen de ser los más representativos de la escuela de Antio­ quía. La característica de la escuela antioquena fue más racio­ nalista y daba más espacio a la interpretación “ad litteram” de la Sagrada Escritura. Mientras tanto, Palestina producía al pa­ dre de la historia eclesiástica, en la persona de Euscbio de Ce­ sárea, y a un gran pastor de almas en la de Cirilo de Jerusalén.

3.3. La escuela de Alejandría Cuando, a fines del siglo I, el cristianismo se estableció en la ciudad, entró en contacto con todos estos elementos. Como consecuencia, se suscitó un vivo interés por problemas de tipo teórico, que condujo a la fundación de una escuela teológica. La escuela de Alejandría es el centro de ciencias sagradas más antiguo en la historia del cristianismo. El medio ambiente en

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que se desarrolló le imprimió sus rasgos característicos: marca­ do interés por la investigación metafísica del contenido de la fe, preferencia por la filosofía de Platón y la interpretación alegóri­ ca de las Sagradas Escrituras. Entre sus alumnos y profesores se cuentan teólogos famosos como Clemente, Orígenes, Dioni­ sio, Pierio, Pedro, Atanasio, Dídimo y Cirilo. El método alegórico había sido utilizado desde hacía mucho tiempo por los filósofos griegos en la interpretación de los mi­ tos y fábulas de los dioses, que aparecen en Homero y Hesiodo. De esta manera, Jcnófanes, Pitágoras, Platón, Antístencs y otros, trataron de encontrar un significado profundo en esas his­ torias, cuyo sentido literal ofendía los oídos. Este sistema fue adoptado principalmente por los estoicos. El primer represen­ tante judío de la exégesis alegórica es el alejandrino Aristóbulo, hacia la mitad del siglo II antes de Cristo. Su formación hele­ nística lo indujo a aplicar este sistema al Antiguo Testamento, igual que se hacía en la interpretación de la poesía griega. La epístola de Aristeas recurre al mismo procedimiento para justilicar las prescripciones de la Ley antigua sobre los alimentos. Pero fue, sobre todo, Filón de Alejandría quien se sirvió de la alegoría para la explicación de la Biblia. Según él, el sentido li­ teral de la Sagrada Escritura es tan sólo lo que la sombra con respecto al cuerpo. La verdad auténtica está en el sentido alegó­ rico más profundo. Los pensadores cristianos de Alejandría adoptaron este método, porque estaban convencidos de qué la interpretación literal es, a menudo, indigna de Dios. Y si Cle­ mente lo usó con frecuencia, Orígenes lo erigió en sistema. Sin alegoría, ni la teología ni la exégesis habrían realizado al prin­ cipo los enormes adelantos que hicieron. En la época de Cle­ mente y de Orígenes, y en el corazón mismo de la cultura hele­ nística, tuvo la gran ventaja de abrir un vasto campo a la teolo­ gía incipiente y permitir que la revelación entrara en contacto 25

fecundo con la filosofía griega. Contribuyó, además, a resolver el problema más importante que se le había planteado a la Igle­ sia primitiva, a saber: la interpretación del Antiguo Testamento. La autoridad de san Pablo le aseguraba un origen legítimo (Ga 4, 24; 1 Co 9, 9). Sin embargo, la tendencia a descubrir figuras y prototipos en cada una de las líneas de la Escritura y descui­ dar el sentido literal no estaba exenta de peligro. La influencia de Orígenes no se dejó sentir con fuerza sólo en Egipto; sus ideas se extendieron mucho más allá de las fron­ teras de su país natal. El Asia Menor, Siria y Palestina se con­ virtieron en el campo de batalla de sus amigos y de sus adver­ sarios. Es interesante observar que hasta sus mismos enemigos le deben más de lo que ellos admiten. Un ejemplo típico lo te­ nemos en Mctodio. Los centros de esta controversia fueron dos escuelas; la primera de ellas, la de Cesárea de Palestina, funda­ da por el mismo Orígenes, continuó la obra del maestro des­ pués de su muerte; la otra, en Antioquía de Siria, se creó en oposición a su interpretación alegórica de la Escritura.

3.4. La escuela de Cesárea Cesárea tuvo el privilegio de servir de refugio a Orígenes cuando fue desterrado de Egipto (232). La escuela que él fundó allí se convirtió, después de su muerte, en asilo de su legado li­ terario. Sus obras formaron el fondo de una biblioteca que el presbítero Pánfilo transformó en centro de erudición y saber. Como director, continuó la tradición del maestro. Allí fue don­ de se educaron Gregorio el Taumaturgo y Euscbio de Cesárea; y los capadocios, Basilio el Grande, Gregorio de Nisa y Grego­ rio Nacianceno, recibieron la influencia e inspiración de la teo­ logía alejandrina.

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3.5. La escuela de Antioquía La escuela de Antioquía fue fundada por Luciano de Samosata (312) en directa oposición a los excesos y fantasías del mé­ todo alegórico de Orígenes. Esta escuela centraba cuidadosa­ mente la atención en el texto mismo y encaminaba a sus discí­ pulos hacia la interpretaión literal y el estudio histórico y gra­ matical de la Escritura. Los sabios de los dos centros de ense­ ñanza antagónicos tenían conciencia de la profunda diferencia y contradicción fundamental de sus métodos respectivos.

En Antioquía, el objetivo de la investigación escrilurística era descubrir el sentido más obvio; en Cesárea o en Alejandría, por el contrario, la atención iba dirigida a la figura de Cristo. Una parte acusaba a la alegoría de destruir el valor de la Biblia como historia del pasado y convertirla en una fábula mitológi­ ca; la otra llamaba “camales” a todos los que se adherían a la letra. A pesar de todo, no existía una contradicción absoluta en­ tre las dos escuelas; antes bien, estaban de acuerdo en toda una tradición cxcgética; pero cada uno recalcaba sus propios puntos de vista. Orígenes descubre la tipología, no solamente en algu­ nos episodios, sino en todos los detalles de la palabra inspirada. Cada línea está, para él, preñada de misterio. Antioquía estable­ ció como principio fundamental no reconocer, en el Antiguo Testamento, figuras de Cristo más que ocasionalmente. Admitía una prefiguración del Salvador sólo allí donde la semejanza era marcada y la analogía clara. Los símbolos forman la excepción, no la regla; la encamación, si bien era preparada en todas par­ tes, no estaba prefigurada siempre. En una palabra, la diversidad de método obedecía a una di­ ferencia de mentalidad que ya se había hecho sentir en la filo­ sofía griega. El idealismo alejandrino y su inclinación a la espe­ culación se debían al influjo de Platón; el realismo y el empiris­

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mo de Antioqufa eran tributarios de Aristóteles. La primera se inclinaba al misticismo, la segunda al racionalismo. Los comienzos de la escuela de Antioquía parece que fueron muy modestos. Nunca pudo gloriarse de un director de la talla de Orígenes. A pesar de ello, fue la cuna de una gran tradición exegética. Alcanzó su apogeo bajo la dirección de Diodoro de Tarso, a finales del siglo IV. San Juan Crisóstomo fue su discí­ pulo más preclaro, y Teodoro de Mopsucstia el más extremista. Su tendencia racionalista fue causa de que se convirtiera en au­ tora de herejías: su fundador, Luciano, fue el maestro de Arrio.

3.6. La escuela latina (Roma) La Iglesia romana, a pesar del primado, no jugó un papel preponderante en el desarrollo del pensamiento cristiano. No contó con una escuela semejante a los famosos centros científi­ cos del Oriente, a pesar de las frecuentes intervenciones de los papas en las controversias alejandrinas y su solicitud, reflejada en sus cartas, por todo lo que interesaba al mundo cristiano. Durante este período, Roma produjo tan sólo una apología, el Octavius de Minucio Félix. Mas ésta, con ser una elocuente de­ fensa de la fe, apenas alude al aspecto positivo de la fe. Tuvo solamente dos teólogos dignos de mención, Hipólito y Novaciano, ambos antipapas. Sin embargo, en el primero de estos dos podía gloriarse de tener un sabio de la talla de Orígenes por su vasto saber y por la variedad de sus preocupaciones científi­ cas. El otro fue el primer teólogo romano que escribió en latín. Fue también en la Ciudad Eterna donde salieron a luz dos docu­ mentos de suma importancia, el Fragmento Muratoriano, pri­ mer catálogo que se conoce de los libros auténticos del Nuevo Testamento, y la Tradición Apostólica de Hipólito, que es la fuente más rica que poseemos para el estudio de la primitiva

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Liturgia del centro de la cristiandad y de la vida interior de la Iglesia antigua. El latín fue convirtiéndose gradualmente en la lengua oficial de la Iglesia romana. Las cartas de los papas dejan de escribirse exclusivamente en griego. El papa Comelio escribió siete cartas en latín a Cipriano, de las cuales se han conservado dos. El pa­ pa Esteban, siguiendo este precedente, escribió una carta en la­ tín al mismo destinatario, de la que queda asimismo un frag­ mento. Es más interesante aún la aparición de una literatura teológica latina. Mientras Hipólito continúa usando el griego, Novaciano, en cambio, compone en un latín culto. Cita, ade­ más, en su De Trinitate, una versión latina de la Biblia, que, por consiguiente, existía ya. Los comienzos del latín cristiano en Roma se deben situar en una época mucho más remota de lo que hasta ahora se creía generalmente. Se puede dividir en tres períodos la historia del progreso del latín sobre su rival.

La fase más antigua de la transición se realiza en el plano de la conversación ordinaria. Cuando se predicó la fe en Roma, la masa de su población no era indígena, sino advenediza. La co­ munidad cristiana primitiva estaba compuesta predominante­ mente por orientales. En tales circunstancias, no es de extrañar que el griego, que era el medio ordinario de comunicación, fue­ ra la lengua oficial de la Iglesia y de la Liturgia. Parece poderse deducir de numerosas indicaciones que hay en el Pastor de Hermas, que hacia el año 150, más o menos la fecha de publi­ cación de esta obra, el griego se hablaba cada vez menos en la calle. En efecto, el latín había progresado tanto, que se hizo la primera versión de la Biblia en ese idioma. De esto dan prueba las citas de la Escritura que se hallan en una versión latina de la Epístola a los Corintios de Clemente, que es de mediados del siglo II.

Las fases segunda y tercera de la transición consisten, res­ 29

pectivamente, en el cambio de la lengua oficial y en el de la lengua litúrgica. Éste no se efectuó hasta el pontificado de Dá­ maso (366-384), mientras que aquél ya se había realizado hacia el 250. Lo prueban las cartas del clero romano durante la va­ cante producida por la muerte de Fabiano (250-251), las cartas de los papas Comclio y Esteban, y el tratado De Trinitate de Novaciano.

3.7. La escuela latina africana Los comienzos de la Iglesia de África fueron relativamente tardíos; sin embargo, su contribución a la literatura y a la teolo­ gía cristianas de la antigüedad es mucho mayor que la de Ro­ ma. Dio al Occidente cristiano el pensador más original del pe­ ríodo antcniccno, Tertuliano, además del obispo mártir Cipria­ no y de los teólogos seglares Amobio y Lactancio. Según la Tradición, África fue evangelizada por Roma, aun­ que en realidad carecemos de información verdadera sobre la fundación de esa Iglesia. Es un hecho, sin embargo, que ya des­ de una época muy remota los cristianos de África volvieron sus ojos a Roma en busca de dirección. Se comunicaban con la ca­ pital con más frecuencia que con ninguna otra ciudad y sentían hondo interés por todo lo que allí acontecía. Todos los movi­ mientos intelectuales y todos los acontecimientos de orden dis­ ciplinar, ritual o literario que se dieran en Roma encontraban inmediatamente un eco en Cartago. El mejor testimonio en fa­ vor de estas relaciones íntimas lo ofrecen los escritos de los au­ tores africanos. En África, lo mismo que en Roma, el Evangelio se predicó al principio en griego. Se sabe, por ejemplo, que cuatro obras de Tertuliano se publicaron primero en esta lengua: De specta-

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culis, De baptismo, De virginibus velandis. De corona militis. Es probable que sea también Tertuliano el autor de Passio Per­ petuae et felicitatis, que apareció en las dos lenguas. Perpetua sostiene una conversación en griego con el obispo Optato y el sacerdote Aspasio.

3.8. Los escritores de las Galias En el siglo IV,(las Galias hacen su aparición en la literatura latina cristiana gracias, no a la gloriosa ciudad de Lyon, que ha­ bía dado al mundo en otro tiempo y en otra lengua las obras del más ilustre de sus obispos, Ireneo, sino gracias a una ciudad apartada de las grandes rutas estratégicas y de los centros cultu­ rales: Poitiers. Paulino de Ñola, natural de Burdeos, y su obra deben nece­ sariamente figurar en el capítulo sobre la poesía cristiana, al igual que su amigo Ausonio, más poeta que cristiano. En el siglo V, la actividad literaria de las Galias conoce una extraordinaria floración. La provincia, que sufre los avatares de las invasiones de los bárbaros, se impone, no obstante, con una actividad literaria que ilumina el Occidente en su ocaso.

La vida monástica, que se abre camino en centros muy di­ versos como Tours, Ruán, Marsella, Lérins, es la cuna de los principales escritores y del tema hagiográfico. La Vita sancti Martini, de Sulpicio Severo, será para muchas generaciones lo que fue la Vita Antonii, de Atanasio. En la órbita de Arlés, que se impone por el prestigio de su sede y de sus obispos, surgen, sobre todo, dos polos de irradiación: Marsella y Lérins. En Marsella trabajan Juan Casiano, legislador y promotor del mo­ nacato occidental, y Salviano de Marsella. Lérins extiende su influencia por todo el valle del Ródano hasta Verdón. De allí

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proceden obispos como Honorato e Hilario de Arlés, Euquerio de Lyón, Salonio de Ginebra y Lupo de Troyes, que dejan la marca de Lérins en la influencia duradera que ejercieron con su obra espiritual y su actividad pastoral.

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Finalmente, los escritores africanos nos permiten compro­ bar, mejor que los otros escritores del Occidente, la gran dife­ rencia existente entre las cristiandades griega y latina, diferen­ cia que se irá acentuando en el transcurso de los siglos, pero que aparece ya profunda en esta época tan remota. Nos la hará ver inmediatamente la comparación entre los primeros grandes teólogos de ambas partes. Mientras a Clemente de Alejandría y a Orígenes les interesa ante todo poner de relieve el contenido mctafísico del Evangelio y probar que la fe es la única verdade­ ra filosofía, muy por encima de los sistemas helenísticos, Tertu­ liano y Cipriano ponen sumo empeño en resaltar el concepto cristiano de la vida sobre el fondo de los vicios que caracterizan el paganismo. Los alejandrinos subrayan el valor objetivo de la redención, que se funda en la encamación del Logos; al encar­ narse, el Logos llenó la humanidad de un poder divino. Los africanos centran su atención en el aspecto subjetivo de la sal­ vación, o sea, en lo que queda por hacer al individuo; insisten en la fe en acto, en la lucha del cristiano contra el pecado y en la práctica de la virtud. La diferencia entre estos puntos de vista corresponde a la inclinación natural y carácter de los orientales y occidentales.

3.9. Las primeras versiones latinas de la Biblia El más antiguo documento latino del África cristiana del que se tiene noticia son las Actas de los mártires scilitanos, que fue­ ron condenados a muerte el 17 de julio del año 180. Esta obra nos suministra la prueba más antigua de la existencia de una 32

traducción de parte del Nuevo Testamento. Acusados ante el tribunal del procónsul Saturnino, en Cartago, los santos decía­ la ron que llevaban consigo Libri et epistulae Pauli, viri iusti. Iis difícil creer que gente de tan baja condición supiera el grie­ go. Unos años más tarde, Tertuliano certifica la existencia de una versión de toda la Biblia. No tenía carácter oficial, y él la critica en varias ocasiones. No obstante, hacia el 250 la Iglesia
Los escritores africanos de este período son testigos de la dura lucha que la Iglesia tuvo que sostener contra sus enemigos de fuera en sangrientas persecuciones y contra sus enemigos de dentro en controversias heréticas. Desde las Actas de los mártitcs scilitanos, el Apologeticun, Ad nationes y Ad Scapulam de Tertuliano, De lapsis de Cipriano y su propio martirio, hasta Ad nationes de Arnobio y De mortibus persecutorum de Lactancio, se deja sentir sin interrupción la hostilidad de los paganos. No parece, pues, que haya sido cosa del azar que al aforismo Se­ men est sanguis Christianorum naciera en África. La rápida ex­ pansión del cristianismo en esta región se hubo de pagar con el 33

exorbitante precio de muchos martirios.

Pero fue más grave todavía la ofensiva que procedía del inte­ rior mismo. Vemos al más grande de los autores africanos lu­ char contra diferentes sectas gnósticas, los valcntinianos y los seguidores de Marción, para caer él mismo, finalmente, en el montañismo. No puede menos de impresionarnos la honda preocupación de Cipriano por la unidad de la Iglesia en su lucha contra los cismas de Novaciano y Felicísimo; y, con todo, lo ve­ mos a punto de romper con Roma en la amarga controversia con el papa Esteban sobre la validez del bautismo de los herejes.

4. CULTURA CLÁSICA Y CULTURA CRISTIANA Los cristianos frecuentan a los profesores paganos y enco­ miendan sus hijos al retórico, que se atiene todavía al programa clásico. Los retóricos que pasan al cristianismo se adaptan a un público heterogéneo, como hace por ejemplo Ausonio, cuyas obras han hecho, a veces, dudar de su fe cristiana. La mitología y el ideal humanístico de las obras paganas co­ mienzan a plantear problemas y a herir la sensibilidad cristiana.

Un concilio, aunque local, celebrado en Cartago el 398, en tiempos de san Agustín, llegará a prohibir formalmente a los fieles, y también a los obispos, la lectura de los libros paganos; prohibición que no habrá sido, sin duda, muy respetada, pero que será recogida en el Decreto de Graciano. Esta postura, lle­ vada a su extremo, amenaza con poner en entredicho la heren­ cia literaria y destruir las obras clásicas, como los cruzados ha­ rán con los templos griegos. La mayoría dará pruebas de mode­ ración. Los Padres latinos se muestran, en todo caso, más comedi34

dos que los Padres capadocios. Ninguno profesa el radicalismo de Orígenes o de Cipriano. Gregorio Nacianceno, que mantenía excelentes relaciones ion muchos retóricos, teje el elogio de la cultura y de la elo­ cuencia clásicas. Basilio aconseja a los jóvenes gustar la miel y i le jar la hiel. E Hilario, que viene de la filosofía, le será fiel.

I .os Padres establecen, como línea de demarcación, una disi mción fundamental. Las disciplinas intelectuales, como la gra-' máiica, la retórica y la dialéctica, afinan el ingenio, facilitan el estudio de la Escritura y sirven para dar expresión a la fe. No así los temas y concepciones que profesan una moral o un polileísmo condenados por el Evangelio. En Occidente no hay escuelas para los que desean conocer más a fondo su fe, y la Iglesia misma no ha pensado aún en po­ ner en pie sistema alguno de formación para los clérigos a su servicio. Respecto de Oriente, las iglesias de Occidente han quedado rezagadas. Algunos latinos, de paso por ConstantinoI>la, se sorprenden al oír que en Nísibe existían “escuelas reguI.umente instituidas, donde se enseñaba la Sagrada Escritura sej’iín un programa establecido, como se hacía en el Imperio ro­ mano con las disciplinas profanas, la gramática y la retórica”. I I Occidente percibe poco a poco su retraso.

Los clérigos latinos aprenden su oficio ejercitándose en la lectura del texto sagrado, en el canto de himnos y salmos, en la iniciación práctica a la Liturgia y gracias a los contactos con los sacerdotes y obispos, prácticos ya en el oficio. El clero de Hi­ pona es más afortunado. Ambrosio aprende lo esencial con el sacerdote Simpliciano, pero en lo demás deberá, como dice él mismo, “enseñar antes de aprender”. Quien desea adentrarse en la exégesis o la teología, sea se­ glar o clérigo, debe hacerlo por su cuenta y riesgo y en la medi­

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da de sus posibilidades. No encontrará ni escuelas ni profeso­ res. Jerónimo debe su formación a las lecciones de sus maestros de Oriente, pero Hilario, en Occidente, no dispondrá de iguales medios.

La formación de los Padres latinos se fragua al margen de escuelas y directrices eclesiásticas; ello, sin duda, ha favorecido su libertad de pensamiento y expresión, sostenida por una sóli­ da formación clásica. Pero no todos los obispos se llamaban Hi­ lario, Ambrosio o Agustín. A medida que las sedes episcopales crecen en número y sus titulares proceden de clases más mo­ destas, se acusa mayormente el bajo nivel cultural. Agustín, que lo ha podido constatar en los sínodos Africanos, lo lamenta en su De catechizandis rudibus.

Ya en el siglo IV, y sobre todo en el V, la Iglesia empieza a organizar comunidades que aseguren la formación de sus futu­ ros ministros: en Vcrcclli, quizá en Tours, ciertamente en Hipona, donde Agustín funda un monasterium clericorum, c invita al episcopado africano a seguir su ejemplo. Otros Padres se su­ man: Hilario de Arlés, Próculo de Marsella y Pedro Crisólogo de Ravcna. Un acontecimiento externo a la vida de la Iglesia acelera el proceso. El 17 de junio del 362, Juliano prohíbe a los cristia­ nos, con un edicto, la enseñanza de las letras paganas. El Em­ perador no quiere que enseñen “aquello en lo que no creen”. Este primer alentado contra la libertad de enseñanza impresiona profundamente a los mismos paganos, como Amiano Marceli­ no. La medida adoptada por Juliano, aunque de breve vigencia, ejerció un influjo duradero: gracias a ella se adquiere concien­ cia del significado moral de las obras paganas y se concibe el proyecto, en la última parte del siglo IV, de una enseñanza y una cultura de cuño cristiano.

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líl historiador Sócrates refiere que, como consecuencia del edicto de Juliano, los dos Apolinar, padre e hijo, uno gramático y el otro obispo de Laodicea, compusieron, el primero, una gra­ mática “en armonía con la fe cristiana”, y el segundo, diálogos pl.uónicos sobre “los Evangelios y las doctrinas de los Apósto­ les”. Siguiendo este ejemplo, los poetas latinos publican pará­ lisis del Antiguo y del Nuevo Testamento, que quedan, sin em­ bargo, muy por debajo del lirismo divino de la poesía bíblica.

Las obras de Juvencio y el Heptateucus de Cipriano muesti.in más buena voluntad que inspiración. Son empresas laboi losas, de las que ni la fe ni la poesía sacan provecho alguno; en definitiva, son más apologética que lírica. La poesía latina se muestra, en cambio, original en los himnos litúrgicos y en un género menor, como los epitafios de Dámaso. Nadie pone en duda la genuina inspiración de Prudencio, que pretende con su obra fundirlas dos culturas, y poco le faltó para lograrlo. Para la mayor parte de los Padres latinos, escribir es una obligación, no una diversión; una misión que cumplir, no una insta literaria. Es su alma y no su arte la que se abre camino, y su fe la que habla. Su propósito era convencer, no deleitar, y sus obras, prolongación del ministerio de la Palabra, y por ello parte de su misión episcopal.

Y es preciso reconocer que este deber ha costado a Agustín no sólo el sacrificio de su otium, sino, además, la renuncia a la expresión y al lenguaje refinado, con el riesgo de dejar indifeicntc a su auditorio de Hipona. Bien es verdad que se desquita cuando le toca hablar en Cartago; entonces lima la forma y trata de satisfacer el gusto refinado de su auditorio. Todos los Padres latinos saben utilizar y exhibir su cultura clásica. Hilario arriba a la fe navegando por la filosofía. Ya cristiano, echa mano de la retórica de Quintiliano para defender

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la religión cristiana. En él es normal sacar partido de su bagaje de lecturas profanas para instruir al pueblo. Ambrosio no escri­ be como habla, y de ahí se explica, sin duda, la diferencia entre De sacramentis y De mysteriis. En De officiis ministrorum, el obispo de Milán, fiel en esto a la Tradición de los primeros si­ glos cristianos, saca partido de todo lo que la moral estoica le brinda de aprovechable, sin oscurecer, en modo alguno, la ori­ ginalidad del cristianismo.

La literatura cristiana de la edad de oro de la patrística mani­ fiesta el mismo influjo en todos los campos: en la exégesis, en la teología, en las artes, en la apologética o en la poesía. En ningún campo se advierte solución alguna de continuidad con la civilización antigua, que contribuye a forjar la cultura cristia­ na. El cristianismo poseía enorme vitalidad, y los hombres de la Iglesia, una fe lo bastante robusta e iluminada para poder seguir el consejo de Basilio: atesorar la miel y descartar la hiel.

Sería preciso matizar el cuadro. Ningún Padre latino profesa el candor paradisíaco de un Gregorio Nacianceno; en Hilario o Ambrosio no hay huellas de un conflicto profundo, cosa que no cabe decir de Jerónimo y Agustín, que dan muestras de un cier­ to malestar que convendría examinar más de cerca. El problema de la cultura de los Padres, en Paulino, Jeróni­ mo o Agustín, es inseparable de su peculiar aventura espiritual. Los más grandes entre los Padres, tanto griegos como latinos, son controvertidos. Para Hilario, Jerónimo o Agustín, la con­ versión suponía una elección y una renuncia. Recibían de la Iglesia un libro, la Biblia, que les transmitía la palabra de Dios. La conversión del espíritu y del corazón era, asimismo, una conversión a la verdad, al culto y a la cultura bíblica, que les descubría lo que no habían sido capaces de ofrecerles ni Virgi­ lio ni Cicerón; a saber, una dimensión y una visión nueva, di­

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versa, del mundo. Toda conversión era también el descubr‘ miento déla Biblia. La fe de Hilario brota del estudio de la Escritura, que se convierte en el libro de su vida. Los sermones de Ambrosio su­ ministran a Agustín el gusto por el texto sagrado, punto de en­ raíce de su conversión. I .os latinos cultos, nutridos de Cicerón y Virgilio, se sienten al principio disgustados por la pobreza literaria y la tosquedad de la forma. Es la experiencia de Amobio y Lactancio, de Jeró­ nimo y Agustín. Y ello es más comprensible si se tiene en cuenta que las traducciones latinas de la Biblia anteriores a Jeiimimo, nacidas del pueblo, eran obra de traductores de medioi ie pericia. La misma experiencia se repetirá en el Renácimicnn>, cuando la cultura clásica cobre de nuevo auge.

La correspondencia inventada en el siglo IV, entre Séneca y •..in Pablo pretendía, a su modo, dar ejemplo y demostrar que el i dósofo pagano había logrado adentrarse hasta la esencia, más allá de las formas. Era el homenaje de un representante de la cultura profana a las letras cristianas.

Paulino elige entre la Biblia y Cicerón, y en la primera cn< neutra su indispensable nutrimento. Jerónimo es menos deci­ dido: la Biblia irrita su espíritu, pero colma su corazón, y se ■.lento dividido entre el culto de la forma y la tosca palabra del I tíos vivo. Él mismo escenifica el drama que lo atormenta, una vez más, después de huir al desierto. Una voz le pregunta qué es, y responde que es cristiano. “No —replica la voz— tú eres ciceroniano.” Y el hebraísta impenitente permanecerá fiel hasta <1 fin a los maestros de Roma que lo habían educado. También Ambrosio, sobre todo en su ética cristiana, es tributario de Ci­ cerón. Para el cristiano culto de la época, la cultura cristiana consistía en el dominio de la Biblia, como el literato dominaba

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su I lomcro o su Virgilio. La erudición bíblica es una de las nolas más destacadas de casi todos los escritores latinos, que co­ nocían de memoria incontables versículos y pasajes, que aflo­ ran espontáneamente a su espíritu cuando hablan o escriben. A fuerza de leer y encomendar a la memoria los textos sa­ grados, los Padres adquieren un extraordinario virtuosismo en el manejo de las citas, ensartándolas como perlas de un collar.

No es, pues, de extrañar que muchos seglares se ocupen de exégesis o de teología en los siglos IV y V. Baste mencionar a Lactancio, Firmico Materno, Victorino y Ticonio, Mario Mer­ cator y Próspero de Aquitania. Agustín dedicó su De doctrina christiana a clérigos y seglares, trazándoles un programa que era fruto de su experiencia personal. Para el cristiano, toda ciencia y toda cultura estriban en la Biblia. El estudio de la Biblia constituye el objeto propio de es­ ta cultura, concepción que se mantendrá hasta la Edad Media, cuando Abelardo presenta aún su quehacer teológico como una “introducción a la Sagrada Escritura”.

Cuando Agustín, ordenado sacerdote, pedía un plazo de tiempo ad cognoscendas divinas scripturas, se propoma asimi­ lar la Biblia, con asidua lectura, desde el Génesis al Apocalipsis. Según Hilario de Poiticrs, la fe debe poner de relieve la pe­ dagogía de Dios en la historia de la humanidad. Para descubrir las leyes de esta pedagogía, que gobierna las diversas etapas de la salvación, es indispensable una prolongada familiaridad con los libros de uno y otro Testamento, cuyos acontecimientos y protagonistas nos descubren los designios divinos.

El Antiguo Testamento conserva todo su valor y sirve de sostén a la alegoría y a la tipología. El Nuevo Testamento es es­ tudiado en relación con el Antiguo. La elección de las lecturas litúrgicas ayuda a establecer el paralelismo. Este procedimiento 40

presenta el inconveniente de restringir, en cierto modo, la ley del progreso y descuidar las diversas fases del desarrollo. Los Padres poseen el sentido de la historia, no siempre el sentido histórico; de ahí se explica su comprensión algo intemporal de la Palabra de Dios, que no siempre respeta la perspectiva histói ica. Abraham no es Moisés. Lo que de esta suerte pierden en lectio humana, lo ganan en lectio divina. Cristo es la clave de toda la Escritura y el vínculo entre los dos Testamentos. Este cristocentrismo gobierna el método herinenéutico de los Padres: Cristo es el centro de cohesión de la Escritura, cuya trama se organiza en tomo a Él. Las diversas partes convergen en la única revelación del Verbo encamado, aunque con ello pierden algo de su espesor temporal. “Lee los libros de los profetas —escribe Agustín— y, si en ellos no ha­ llas a Cristo, te resultarán insípidos e insensatos; mas si descu­ bres a Cristo, la palabra te será sabrosa y embriagadora.” Y será Agustín quien dictará la célebre frase: In vetere novum latet et in novo vetus patet. El alcance universal de la encamación, que abraza a judíos y gentiles, estriba, según Hilario, en la realidad física de Cristo, l.i cual, si de un lado excluye todo platonismo, por otro exige la inclusión de toda la humanidad en la humanidad de Cristo. Sólo < l isto permite superar la corteza y penetrar hasta el núcleo, leer el Espíritu en la letra, en la que se esconde y de la que emerge por la fe. Lo dicho conviene de modo particular al Salterio, comenta­ do por Hilario, Ambrosio, Jerónimo y Agustín. El Salterio, li­ bro al que Cristo se refirió en su diálogo con los discípulos de Emaús, es el libro de su oración, de su misión y de su oblación, y en él, por tanto, el Pueblo de Dios puede encontrar a Cristo y a su Iglesia.

Es una tipología común a todos los Padres, griegos y latinos,

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Jerónimo incluido; y, aunque pueda parecemos sorprendente, constituía para los antiguos, en sentir de H. Smith, el único mé­ todo verdaderamente científico. Varios estudios de estos últi­ mos años han contribuido a comprenderlo mejor; mas, por no ser la tipología la clave de todo, hay que reconocer que la histo­ ria de la exégesis patrística está aún por escribir. En todo caso, es evidente que los Padres latinos y griegos proceden en dirección opuesta a la de los modernos; aquéllos parten de la percepción de la fe, y por ello prescinden a veces del contenido literal y semántico, y conceden menos importan­ cia al esfuerzo cxcgélico. Para ellos, la Escritura no es un libro muerto, sino una realidad viva, testigo de una historia vivida. Como escribe Claudcl, el texto respira. La Palabra de Dios, “la palabra viva y eficaz, logra su cumplimiento real y su pleno significado sólo con la transformación que induce en quien la recibe”.

Habría además que matizar la posición propia de cada Pa­ dre. Agustín no es Jerónimo, e incluso entre los mismos latinos existe una cierta tensión entre exégesis y teología. Jerónimo, al principio admirador de Orígenes, recurre al texto original grie­ go o hebreo, y es un verdadero precursor. Podría comparársele el misterioso autor que llamamos Ambrosiáster.

Mas, una vez satisfechas las exigencias del sentido literal o, como diría Agustín, del sentido histórico, el obispo de Hipona se lanza con todo su ser en la interpretación alegórica o mística del texto, en la que también es incomparable, buscando miste­ rios incluso donde el texto está claramente corrompido o mal traducido. La exégesis de los Padres tiene sus límites y no res­ ponde a los criterios de hoy. La interpretación de los Padres la­ tinos, muy parecida a la de Orígenes y a la escuela de Alejan­ dría, está convencida de que el Espíritu mora en la Palabra co­ mo en la Iglesia. 42

5. LOS ORÍGENES DE LA POESÍA CRISTIANA Las primeras comunidades cristianas surgidas en el ambien­ te judío palestino organizaron su Liturgia conforme al modelo del servicio sinagogal (lecturas, homilía, cantos, oraciones), en­ cuadrando en él la celebración de la última cena. El libro de los Salmos, parte integrante de la Liturgia, era asimismo tenido por obra de elevada poesía. Jerónimo afirmará más tarde: “David es nuestro Simónides, Pindaro, Alceo, e incluso Horacio, Cátulo y Sereno.” El canto de salmos, himnos y cánticos inspirados es iccomcndado por san Pablo. Plinio afirma que los cristianos en ­ tonaban, en coros altemos, un himno a Cristo como a un dios. I ,a primitiva poesía cristiana hace su aparición en forma de himnos más o menos largos, vinculados al canto y a la oración, tanto pública como privada, sin ambiciones literarias (Tertulia­ no, Clemente Alejandrino). De las composiciones de los tres primeros siglos, poco, y sólo en griego, ha sobrevivido. Las sectas heréticas se servían también de cánticos y poesías para difundir y hacer asimilar mejor sus doctrinas (Ircneo, Tertulia­ no, Orígenes, Atanasio), uso adoptado luego por amaños y donalistas. La poesía cristiana más antigua no es docta, sir.o popular, a menudo de contenido doctrinal, vinculada con frecuencia a la I .iturgia y de inspiración bíblica. Entre las más célebres figuran las Odas de Salomón. Clemente Alejandrino es el primer escri­ tor ortodoxo conocido como autor de himnos. Ninguna compo­ sición latina de los tres primeros siglos ha llegado hasta noso­ tros, aunque de su existencia no cabe dudar gracias al testimo­ nio de Tertuliano. Eran, en todo caso, un elemento de la ora­ ción, sin otras pretensiones; se debió de hacer uso, por lo gene­ ral, de una prosa especial para ser cantada, caracterizada por el paralelismo, las reminiscencias bíblicas y la carencia de metro. 43

Mucho más tarde, Isidoro de Sevilla escribía: “No es conce­ dido al cristiano leer las ficciones de los poetas, pues con el de­ leite de fábulas mendaces incitan el alma a estímulos de libídi­ ne.” Era, pues, el contenido de la poesía lo que provocaba gra­ ves reservas en el ambiente cristiano.

Cuando los cristianos empezaron a servirse de la poesía en sentido estricto, se atuvieron lo más posible a las reglas clási­ cas, sin cambio alguno, con excepción del contenido. Respeto, pues, a la Tradición en la forma y además en los modelos: Ho­ racio, Tcrcncio, Ovidio; pero sobre todo, Virgilio, expresión del saber sumo para todo latino y base fundamental de toda forma­ ción cultural. Virgilio era el libro de texto estudiado en los mí­ nimos detalles y conocido perfectamente, incluso de memoria: era la esencia de la cultura latina, la Biblia de todo estudiante y de todo profesor. Por ello, la cultura básica era extraordinaria­ mente uniforme en toda la pars occidentalis del Imperio. Profe­ sores y estudiantes se ejercitaban en la composición de versos, sobre todo hexámetros (verso heroico), sobre cualquier argu­ mento con fines también didácticos. Agustín no recordará más que los poetas que estudió. La prosa cristiana es más creadora e innovadora y se apropia de elementos populares; la poesía es conservadora y vinculada al pasado: aspira a perpetuar los modelos clásicos incluso en las palabras —desdeña los términos populares—, no sin evidentes forcejeos. El género literario inicial es la epopeya. Sólo con Paulino de Ñola y, sobre todo, con Prudencio se alcanza el ran­ go de poesía auténticamente religiosa, no obstante el respeto por la Tradición. La poesía ostenta casi siempre un tono didác­ tico y pedagógico —al igual que la pagana—, y además a veces apologético, preocupación típicamente cristiana.

El género hímnico, a partir de Hilario y Ambrosio, gozará de mejor fortuna, de más acendrada originalidad y espíritu 44

i i cativo; es el género que mejor expresa la nueva sensibilidad icligiosa. A fines del siglo IV hace su aparición en la literatura cristia­ na latina un nuevo género literario: las cartas escritas en nom­ ine de los romanos pontífices. Si por patrología se entiende la historia de la literatura cristiana antigua, sería quizá indicado omitir estos escritos, pues se deben más bien a la actividad anó­ nima de la cancillería pontificia que a la iniciativa literaria de determinados autores, con la sola probable excepción de León Magno; y, por otra parte, se han conservado principalmente en las colecciones canónicas, en la que, junto al derecho sinodal, leprcscntan el derecho pontificio y decretal.

No hay que olvidar, sin embargo, que estas cartas son de ex­ cepcional importancia para la historia de las doctrinas, del dere­ cho y de la Liturgia de la Iglesia, y en especial para la historia de la evolución del primado pontificio; que permiten reconsuuir las vicisitudes de muchas cuestiones relativas, por ejem­ plo, a la doctrina agustiniana de la gracia, a la doctrina sacra­ mentaría y a la cristología. Téngase asimismo en cuenta que es­ te epistolario permite comprender mejor el contexto teológico y eclcsial de varios Padres de la Iglesia, como Ambrosio, Juan (’i isóstomo, Agustín, Juan Casiano, Cirilo de Alejandría, y de modo especial, como es obvio, León Magno.

5.1. Bibliografía AA. VV. Dizionario Patrístico e di antichitá cristiane (vol. III), Marictti, 1983. Contreras, E.-Peña, R., Introducción al estudio de los Padres (período pre-niceno), Azul, 1990.

Padres Apostólicos, Madrid, BAC, 1974. (Introducción, notas y 45

versión por D. Ruiz Bueno). Peters, G., I., Padri della Chiesa (I-II), Roma, 1984.

Quasten, J„ Patrología (I-III), Madrid, BAC, 1977.

PARTE II

DOCTRINA I COSMOLOGÍA

I. I. La Creación I a idea de la Creación aparece en la literatura de los Padres apostólicos en forma de himnos de alabanza al Creador y en aplicaciones ético-religiosas. Las reminiscencias del Antiguo I csiamento son muy frecuentes; también se encuentran en esta literatura conexiones con testimonios ncotestamentarios cristoh>!>icos, aunque se echan de menos las amplias perspectivas de la doctrina paulina de la Creación. El ambiente cultural hcléni. <> lleva a destacar la idea del orden y de la finalidad en la < '1 ración, y a la utilización de motivaciones físico-tclcológicas o Icmcnte Hcmás). Los apologetas utilizaron ampliamente esi.is motivaciones (Teófilo de Antioquía, Minucio Félix), pero in intentar una teología natural en el sentido moderno. Ya en ■ ste tiempo se llega, sobre la base bíblica, al acuñamicnto de la fórmula creatio ex nihilo. Ircneo de Lyon destaca este lugar cai como un testimonio canónico. En la medida en que se amplía e intensifica el enfrentamienio de los apologetas con las tradiciones cosmológicas del hele­ nismo, se incrementa en este punto la apropiación, frecuente­ mente no refleja y espontánea, del mundo de conceptos y repre­ sentaciones griegas. Esto se pone de manifiesto tanto en la apli­ cación al Dios creador (Atcnágoras, Justino, Teófilo de Antoquía), cuanto en la utilización de la especulación cosmológica griega, centrada en la doctrina del Logos. El símbolo romano de la fe (siglo II) está igualmente influido en su primera parte

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por la tradición estoica. Los apologetas se aproximan así a una cosmología racional, pero destacan, frente a los extremos del antiguo inmancntismo y del dualismo metafísico, diversos ele­ mentos de la doctrina revelada acerca de la Creación: el con­ cepto estrictamente monoteísta de la Creación, la voluntad creadora y libre frente al mundo y el reconocimiento de un acto creador sin materia preexistente y plenamente independiente.

En la polémica con la gnosis, frente a la que la fe cristiana tuvo que afirmarse del modo más preciso, se llegó por vez pri­ mera a un acuñamicnto específicamente cristiano de la concep­ ción bíblica de la Creación. La figura central de esta polémica fue Ircneo de Lyon (t alrededor del 202). ¡renco enfrentó al dualismo gnóstico y a su ideología pesimista de la Creación, con una concepción bíblicamente fundamentada de la historia de la salvación, en la que, juntamente con la unidad del Anti­ guo y del Nuevo Testamento, quedaban firmemente asentadas la unidad del Dios creador y redentor y la ordenación finalista de la Creación a la redención. Sin embargo, ¡renco atiende tan primordialmentc al plan ideal y lo destaca de tal forma, que pa­ san a segundo término y quedan un tanto desvaídos el aconteci­ miento real de la Creación y la ejecución concreta del plan divi­ no. Por el contrario, la mentalidad más pragmática de la teolo­ gía romano-africana, recurriendo a motive» estoicos, resaltó vi­ gorosamente el orden concreto de la Creación y lo“propio” de la naturaleza e historia, tanto cósmica como humana. Tertuliano (t después del 220) prepara ya este carácter occidental de la teología de la Creación. A pesar de que parte fundamentalmen­ te de ¡renco, busca ya una profundización racional-ontológica de la verdad de la Creación. La concepción de Ircneo sobre la Creación experimentó otra transformación por parte de la teología alejandrina, que se es­ forzaba por una fusión y profundización cristianas de la gnosis

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griega, con la que estaba enfrentada. Ello condujo a una unión de verdad bíblica y de pensamiento griego semejante a la inten­ tada por Filón, quien era una de las más influyentes autoridades de la escuela alejandrina. Este intento, emprendido paralela­ mente a la sistematización teológica de la doctrina de la Crea­ ción, pone de manifiesto los peligros a que estaba expuesta la primitiva teología cristiana de la Creación. Clemente de Alejan­ dría ( f antes del 215) toma de Filón, juntamente con la exége­ sis alegórica del relato bíblico de la Creación, la teoría de la creación simultánea y la distinción entre Creación ideal y ('reación visible. Más lejos fue Orígenes (t 253-254) con su doctrina de la caída de los espíritus antes de la Creación del mundo. Según Orígenes, la materia habría sido creada por Dios para castigo y “educación” de los espíritus caídos. Partiendo de la concepción platónica de la inmutabilidad de Dios y de la in­ te iprctación del proceso cósmico como desarrollo de la unidad <11 vina, formula Orígenes su teoría de un proceso circular de los ■ eres y de los mundos, que desembocaría finalmente en la apokiitástasis punton. Esta síntesis de verdad revelada y de filoso­ fía platónica ejerció, debido a su vigor especulativo y a su sistemaiización científica, una extraordinaria influencia en la teolo­ gía posterior, que —sobre todo en Oriente— estuvo determina­ da por una confrontación con el origenismo. La obra de los tres )• raudos capadocios, cuya dependencia de Orígenes era innega­ ble (infiltración de la apocatástasis en Gregorio de Nisa), fue muy importante en orden a la asimilación ortodoxa de la doctri­ na de Orígenes. La aportación de los capadocios en lo referente a la doctrina de la Creación fue la inserción del elemento filo•.ófico en la historia de la salvación (Gregorio de Nisa), y la in­ clusión de la filosofía e historia de la naturaleza antigua en la exégesis del relato bíblico de la Creación (Basilio Magno). En Occidente alcanza una definición aún más acusada, la di­

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rección ya apuntada hacia una doctrina racional-ontológica de la Creación. En Tertuliano se pone de manifiesto esta orienta­ ción en sus reflexiones sobre la materia eterna y el mal, así co­ mo en su interés por el detalle cosmológico. La doctrina de la creación toma una impronta racional en Lactancio (t después del 317), quien está aún preso en las trabas del dualismo maniqueo, como se pone de manifiesto en su opinión de que la ter­ cera Persona divina es un segundo Hijo del Padre, que cometió el pecado de envidia respecto al Hijo primogénito y se convir­ tió por ello en principio de pecado. En Mario Victorino (f des­ pués del 362) encontramos una acusada inclinación hacia la doctrina de la Creación en un sentido ncoplatónico y origenista.

Agustín (t 430), que aunó en su sistematización todas las corrientes tradicionales de Oriente y Occidente, fue quien pri­ meramente creó en Occidente la armonía, relativamente más perfecta, entre la verdad revelada de la Creación y el pensa­ miento filosófico. Los elementos estructurales determinantes de su concepción de la Creación —expuestos en sus tres comenta­ rios del Génesis y en otros muchos lugares— son de orden onlológico-racional, ético-religioso e histórico. El concepto nco­ platónico de Dios conduce también a Agustín a una concepción ncoplatonizantc de la Creación, entendida como un descenso escalonado del ser, desde Dios hasta la materia informe. Utili­ zando la concepción ncoplatónica de la unidad, sale Agustín al paso del dualismo maniqueo, enemigo de la’írcación, pero sin

caer en el extremo cmanatista, evitado por la vigorosa acentua­ ción de la creatio ex nihilo y en (con) el tiempo. Con su con­ cepción psicológico-metafísica del tiempo, Agustín destacó vi­ gorosamente y transmitió a la conciencia occidental el carácter de historicidad del acto y de la obra de la Creación (a la que él, por otra parte, considera simultánea y asentada en el desarrollo de las rationes seminales). Sin embargo, la comprensión de la

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(’ reación desde la perspectiva de la economía de la salvación queda postergada en Agustín tras categorías ontológicas. A pe­ sar de todo, la síntesis agustiniana de doctrina revelada y filoso­ fía griega contiene un equilibrio mayor que otros intentos se­ mejantes de finales de la época patrística. Sobre la base de la idea platónica del bien supraesencial, el l’seudo Dionisio presenta, en este último período, la Creación como una jerarquía de estratos de ser, que provienen, a modo de irradiaciones, de la esencia de Dios y que son reducidos a la unidad con Dios por el Logos como principio de todas las ac­ ciones divinas. Máximo el Confesor (t 662) defendió al Areo­ pagita en el sínodo lateranense del año 649, y él mismo, utili­ zando ampliamente ideas aristotélicas, se esforzó por superar los peligros del inmanentismo.

1.2. Los ángeles El testimonio de la Tradición es unánime desde el principio, l .os apologetas de los primeros tiempos del cristianismo, al rei bazar la acusación de ateísmo que se lanzaba contra los crisnanos, presentan, entre otras pruebas, la fe en la existencia de los ángeles (san Justino, Atenágoras). La primera monografía acerca de los ángeles fue compuesta hacia el año 500 por el l’seudo Dionisio Areopagita, y llevaba el título: De coelesti hiemrchia. Entre los Padres latinos, san Agustín y san Gregorio Magno hicieron profundos estudios acerca de los ángeles. La i aiurgia de la Iglesia nos ofrece también numerosos testimonios sobre su existencia.

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1.2.1. La caída El pasaje “Veía yo a Satanás caer del ciclo como un rayo” (Le 10,18), y la lucha de san Miguel y sus ángeles contra el dra­ gón y los suyos, y caída del dragón y sus ángeles a tierra (cf. Ap 12,7 y ss.) no se refieren, si examinamos el contexto, a la caída de los ángeles al principio de los tiempos, sino al destronamien­ to de Satanás por la obra redentodra de Cristo (cf. Jn 12, 31). El pecado de los ángeles fue, desde luego, un pecado de es­ píritu y, según enseñan san Agustín y san Gregorio Magno, un pecado de soberbia; de ninguna manera fue un pecado camal, como opinaron muchos de los santos Padres más antiguos (san Justino, Atenágoras, Tertuliano, san Clemente Alejandrino, san Ambrosio), c igualmente la tradición judía, fundándose en Gn 6, 2, donde se narra que los “hijos de Dios” tomaron por muje­ res a las “hijas de los hombres”, interpretando que esas unio­ nes matrimoniales tuvieron lugar entre los ángeles (hijos de Dios) y las hembras del linaje humano. Aparte de que el pecado de los ángeles hay que situarlo temporalmente con anterioridad al pasaje del Génesis, diremos que la pura espiritualidad de la naturaleza angélica habla decididamente en contra de esta teo­ ría. “El principio de todo pecado es la soberbia.” Los santos Pa­ dres aplican típicamente la frase al pecado del Diablo, referida en Jr 2, 20, que pronuncia Israel en su rebeldía contra Dios: “No te serviré”; c igualmente aplican típicamente aquella pre­ dicción del profeta Isaías (14, 12-14) sobre el rey de Babilonia: “¡Cómo caíste del cielo, Lucero esplendoroso, hijo de la Auro­ ra. Tú dijiste en tu corazón: Subiré a los ciclos; en lo alto, sobre las estrellas, elevaré mi trono... seré igual al Altísimo” (cf. san Gregorio Magno).

La doctrina de Orígenes y de varios de sus seguidores (san Gregorio Niseno, Dídimo de Alejandría, Evagrio Póntico) so-

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hte la restauración de todas las cosas, y que sostiene que los án­ deles y hombres condenados, después de un largo período de I ni i i ílcación, volverán a conseguir la gracia y retomarán a Dios, lúe condenada como herética en un sínodo de Constantinopla < s 13). San Basilio, fundándose en Mt 18, 10, enseña: “Cada uno de los fieles tiene a su lado un ángel como educador y pas­ tor que dirige su vida.” Según testimonio de san Gregorio Tau­ maturgo y san Jerónimo, cada persona tiene, desde el día de su nacimiento, un ángel de la guarda particular. San Jerónimo co­ menta a propósito de Mt 18, 10: “¡Cuán grande es la dignidad de las almas, pues cada una de ellas, desde el día del nacimien­ to, tiene asignado un ángel para que la proteja!” (cf. san Gregoiio Taumaturgo). / .2.2. El culto a los ángeles El culto tributado a los ángeles encuentra su justificación en las relaciones, antes mencionadas, de los mismos para con Dios v para con los hombres. San Justino Mártir nos atestigua ya el culto tributado en la Iglesia a los ángeles.

1.3. Bibliografía I lorovsky, G., Creation and Redemption, Nordland, 1976.

Kelly, J. N. D„ Initiation a la doctrine des Peres de l’Eglise, París, 1968. I .ossky, V., Orthodox Theology: An Introducción, Nueva York, 1978.

Mcycndooff, J., Byzantine Theology, Nueva York, 1976.

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2. ANTROPOLOGÍA 2.1. El hombre La historia del problema teológico de la unidad del cuerpo y el alma no comienza en los siglos II o III. La situación era muy distinta; las doctrinas erróneas de las comunidades, influidas por la gnosis, fueron motivo, al menos en parte, de los escritos paulinos y joánicos. La gnosis tenía una concepción unitaria del hombre y del mundo, totalmente opuesta a la manera de pensar cristiana. Pa­ blo lucha contra el influjo de esa gnosis en los entusiastas del espíritu de la comunidad de Corinto, y en el contexto de esa discusión elabora su antropología y su cscalología. Esos entu­ siastas del espíritu daban muestras de su desprecio por la cor­ poralidad y la Creación rechazando la resurrección corporal y rcintcrprctándola en el sentido de una ascención del alma in­ mortal al cielo, y propugnando un libretinismo. Frente a ese desprecio de la corporalidad dentro de la fe influida por el gnosticismo, según la cual la redención consiste en liberar al propio yo, idéntico con el mundo de la luz (alma), de su preca­ ria situación en la existencia corporal y mundana por medio de la “gnosis”, Pablo destaca la idea de que la corporalidad es el lugar de la salvación, puesto que Cristo nos ha redimido gracias a su entrega corporal y nosotros le peñeremos sola y verda­ deramente a Él cuando le pertenecen nuestros cuerpos.

Esa misma lucha defensiva contra la gnosis se refleja en di­ verso grado en los escritos de los Padres apostólicos hasta Agustín, e imprime un sello característico y decisivo a su antro­ pología. Cuando la lucha pasó al campo helenista, los cristianos tomaron y emplearon los argumentos psicológicos de la filoso-

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t ía popular griega de su tiempo. De esta manera, la concepción cristiana del hombre adoptó rasgos de la concepción griega y de la gnóstica, influida en parte por el helenismo. Caracteriza esa época, en la que se originan dos antropologías distintas, el hecho de que el cristanismo en el transcurso de su difusión y su afirmación se apropiara elementos no cristianos. Esa evolucióncomenzó con el intento de los apologetas por hacer comprcnsiblc el cristianismo a los hombres helenistas, asociando la imafcn de Cristo al concepto griego estoico del Logos y reinterpre^ lando así el prólogo de Juan. De esa nueva interpretación griega surgió el problema de la relación entre la carne y el espíritu, primero cristológica y des­ pués antropológicamente. Esta cuestión de signo helenista apa­ rece en Ignacio de Antioquía. Sin embargo, la respuesta que da Ignacio se mantiene dentro del marco bíblico, puesto que acen­ túa la unidad de la carne y el espíritu en el resucitado. Esa mis­ ma respuesta bíblica aduce Justino, mártir, quien, en contra de una doble devaluación del cuerpo de tipo gnóstico, subraya: en primer lugar, que es Dios, y no unos ángeles inferiores, el que lia creado el cuerpo, y en segundo lugar, que las almas no van al ciclo inmediatamente, sin el cuerpo, sino tan sólo después de la resurrección de la carne. Justino emplea la expresión “resu­ rrección de la carne” en lugar de la de “resurrección del cuerpo o de los muertos” para destacar la auténtica realidad de la resui rección, en oposición a las tendencias gnósticas y espiritualíslicas. Sin embargo, se inserta dentro del horizonte de un plan­ teamiento helenista, como podemos ver por la manera que tiene de hallar de la inmortalidad del alma. Con todo, no entiende la inmortalidad como una cualidad natural del alma, sino como un don de Dios con vistas a la resurrección universal de la carne.

Una valoración positiva de la carne semejante a ésta se en­ cuentra en Ireneo de Lyon, quien subraya el hecho de que el

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hombre entero, no sólo el espíritu, sino también la carne, sea imagen de Dios y de que el hombre y su mundo avancen en di­ rección a la recapitulatio en Cristo. Finalmente, la concepción del hombre de Tertuliano nace del deseo de combatir la gnosis valcntiniana en cuanto ésta no sólo enseña una oposición entre el alma preexistente y el cuer­ po pecador, sino que divide además al alma en diversas partes y clasifica a los hombres en grupos según las disposiciones aní­ micas de cada uno. Por eso tiene interés Tertuliano en defender no sólo la unidad del hombre, sino también la unidad del alma y la de todo el género humano. Enseña que“desde la creación el alma se va reproduciendo gracias a una semilla anímica unida a la semilla corporal, de manera que todas las almas humanas son ‘retoños’ de una sola”. Tertuliano llama al alma corpus sui ge­ neris para expresar toda su realidad; la corporeidad no significa en primer lugar para él una sustancialidad material, sino una realidad social de la comunidad y comunión; nuestra corporali­ dad es precisamente el carácter ineludible de nuestra responsa­ bilidad en este mundo. En este sentido, la corporeidad de la car­ ne de Cristo es el lugar de encuentro entre Dios y el hombre, y al mismo tiempo la garantía de la realidad y seriedad de nuestra redención. Junto a esta línea antropológica, que destaca primariamente la unicidad y la totalidad del hombre, surgió una concepción del hombre de tipo más dualista, que adquirió su configuración plena en la escuela alejandrina de Oriente (cuyos representantes principales son Clemente y Orígenes), y en Lactancio y Agus­ tín en Occidente. Al reconocer Clemente de’Alejandría toda la significación de la “filosofía” (griega), intenta ponerla sistemá­ tica y críticamente al servicio del pensamiento cristiano, para contribuir así a que la fe sencilla se desarrolle hasta el pleno co­ nocimiento, y la pistis hasta la gnosis. Por eso su interpretación

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del concepto bíblico de que el hombre es imagen de Dios se di­ ferencia de la de Ireneo, que ve la semejanza en la corporalidad visible del hombre; en cambio, la concepción alejandrina sigue las huellas de Filón, que ve la semejanza en el Logos o razón. Para hacer resaltar la superioridad del espíritu sobre el cuerpo, (,’lcmente distingue una parte del alma más elevada, racional, de otra inferior, animal, que es la única que se transmite por ge­ neración. No explica más detalladamente el origen de la parte superior, aunque rechaza la preexistencia del alma en sentido platónico. Su discípulo Orígenes confiere un carácter más radi­ cal a esta concepción dualista del hombre, diciendo que el nú­ cleo y esencia del hombre reside exclusivamente en el alma ra­ cional, que ha caído del mundo superior de la luz y está unida a la corporalidad por medio del alma “sensible”. De acuerdo con la doctrina del alma, propia de los órficos y pitagóricos y tam­ bién de los gnósticos, propone la hipótesis de que esa alma preexistente ha sido desterrada al cuerpo como castigo y que por eso la redención del hombre consiste en liberar el alma del cuerpo por la muerte. Sin embargo, en contra de la doctrina errónea gnóslica, intenta permanecer dentro de la tradición cris11 ana enseñando la creación del alma por Dios. En Occidente, Lactancio defiende una concepción dualista
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por Dios en el momento de la concepción ha tenido, por su in­ flujo, gran importancia histórica, pues ahí se hallan las raíces del creacionismo, que con frecuencia se considera como obra de Lactancio; sin embargo, no está claro si él concebía la crea­ ción del alma en sentido creacionista o más bien cmanatista. La antropología de Agustín tiene una gran importancia en la historia del pensamiento para la comprensión cristiana del pro­ blema de la unidad del cuerpo y el alma. En su antropología re­ cibe y supera elementos no cristianos, y durante mucho tiempo este hecho determinó el proceso receptivo de la teología de la Iglesia. En su concepción antropológica se concentran todos los planteamientos antes expuestos. En la controversia de Agustín con el maniqueísmo se refleja otra vez la antigua discusión en­ tre el cristianismo y la gnosis, puesto que el maniqueísmo no es otra cosa que el tercer grado de la gnosis con su antropología dualista. En la primera fase de su desarrollo y formación, Agus­ tín perteneció al maniqueísmo. A pesar de que después de su conversión al cristianismo rechazó el contenido de las doctrinas maniqueas y las combatió con las categorías mentales que tomó del neoplatonismo, permaneció dentro de la esfera de influencia de los problemas y formas mentales del maniqueísmo. Pode­ mos señalar tres puntos en los que recibe ideas de éste en una forma a la vez crítica y tímida. En su valoración del alma y de su unidad con el cuerpo. En sus primeros escritos, Agustín enseña que el alma constitu­ ye la esencia del hombre no sólo por estar en estrecha unión con Dios, sino porque es además en sí misma una parte de la vida divina; a pesar de ello, en sus escritos más tardíos, cambia únicamente el último punto de su concepción: en vez de afir­ mar que el alma es una parte sustancial de la misma vida divi­ na, insiste en que el alma ha sido creada por Eros mismo a ima­ gen del Dios trinitario. Esa proximidad especial que tiene el al-

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ma respecto a Dios no se interpreta ya como identidad, sino co­ mo una participación de la sabiduría de Dios, recibida en la contemplación por la parte superior del alma (mens, no anima)', eso implica al mismo tiempo que la esencia del hombre radica en la contemplación. Esa valoración superior del alma determi­ na su concepción de la relación entre el alma y el cueipo, cuya unidad se concibe de una manera más funcional y accidental que sustancial. La función del alma consiste en dominar al cuerpo y “emplearlo” como instrumento. b) En la valoración negativa del cuerpo como lugar en el que aparece preferentemente el pecado. En teoría, tanto el cuer­ po como el alma son buenos para Agustín, puesto que ambos lian sido creados por Dios. A pesar de que parece rechazar de esa manera la doctrina maniquea de que el cuerpo procede del demonio, y su misma interpretación anterior de la identifica­ ción de la vida de los instintos con la sede del pecado, más ade­ lante también valora el cuerpo en sentido “ético” de manera ne­ gativa. Al ser la relación entre el cuerpo y el alma accidental y l nocional, la armonía del cuerpo y el alma en el estado originai io puede convertirse en disonancia, de forma que el cuerpo con su concupiscencia o deseo de placer sensible vaya en contra del alma c incline la voluntad hacia el mal. Según eso, se concibe el mal como una separación de Dios para volverse hacia los bienes visibles del cuerpo.

c) En la relación del alma con la historia y la escatología. Su doctrina del alma y del conocimiento le hace concebir el tiem­ po no como algo objetivo o espacial, sino como una función es­ piritual, como una prolongación del alma. Al “sacar totalmente el tiempo de la realidad física e introducirlo dentro del alma”, se vio abocado, “no sólo en filosofía, sino también en teología, a una reducción subjetivista..., y por eso fue en parte causante de la evolución que condujo, en la época moderna, a la separa59

ción violenta entre el individuo y un mundo abandonado por el espíritu”. Su escatología se mueve en esa misma dirección. En lugar de la colosal espera del Reino de Dios que se daba en el cristianismo primitivo, aparece en Agustín el deseo ardiente de la contemplación feliz de la verdad eterna en una vida del más allá. La verdadera realidad no es lo terreno, sino el mundus intelligibilis entendido de manera cristiana. Lo que desea Agustín no es tanto la venida del Reino de Dios como la patria platoni­ zante de la escatología cristiana primitiva.

2.2. El hombre, imagen divina En la teología patrística, el tema de la semejanza divina ocu­ pa muy pronto el primer plano de interés. Se va desarrollando en las controversias con las corrientes espirituales del antiguo Oriente, con la teología de la antigüedad helenística y la teolo­ gía del judaismo tardío, en las que el concepto de imagen de­ sempeña un papel muy importante. La idea de que el hombre ha sido formado según un modelo existente, lo mismo que los recipientes y los utensilios de un ar­ tesano, se encuentra ya muy extendida en el ámbito del antiguo Oriente. A través del pensamiento dcmiúrgico de Platón llega hasta los Padres, en los que aparece todavía bajo la metáfora del pintor y del escultor (Dios como pictor y sculptor de la imagen).

Platón considera todo el mundo visible como una imagen del mundo invisible de las ideas. El mundo de las ideas no es en sí mismo de naturaleza divina, pero subsiste de manera inde­ pendiente y está completamente separado del mundo de sus imágenes. No es causa eficiente ni origen de las cosas visibles, sino únicamente el modelo según el cual se originan. Por tanto, se da solamente la relación prototipo-itf agen, modeloimitación. 60

La separación platónica entre el prototipo y la imagen desa­ parece siempre que llega a imponerse el pensamiento de la emanación. Entonces el modelo se convierte también en ori­ gen. La imagen participa de la substancia del prototipo y está unida con él a través de esas etapas intermedias, indefinidas,
La teología del judaismo tardío y del rabinismo apenas es a ( celada por semejantes especulaciones. La semejanza no es para ella sino una exigencia de vivir según la Ley, en la que ve la expresión más perfecta de la semejanza divina. La teoría que más ha influido en estas corrientes es la de Fi­ lón, que nos habla en primer lugar de una semejanza del hom­ bre, obtenida por la mediación del Logos invisible, de tal mane­ ra que el hombre no es ya, como en la Estoa, imagen del cos­ mos, sino imagen del Logos. La esencia verdadera del hombre 61

y, por tanto, el sujeto único de la semejanza, es también para él el alma espiritual. En el horizonte de estas diversas corrientes se desarrolla la teología patrística de la imagen. También ella piensa en la rela­ ción prototipo-imagen y modelo-imitación. El hombre participa de la naturaleza de Dios, pero como criatura está fundamental­ mente separado de Él. Las preguntas que más preocupan se re­ fieren, en primer lugar, al mismo modelo, y en conexión con eso, al sujeto de la semejanza y también a la relación entre la “imagen” y la “semejanza”.

En las respuestas a la primera de esas preguntas se pueden distinguir tres direcciones.

El prototipo del hombre es el Logos invisible como imagen esencialmente igual al Padre, y la copia es el alma, igualmente invisible y espiritual. En la encamación, el prototipo viene a su imagen para restaurar su dignidad originaria. La semejanza se muestra en las potencias cognoscitivas como facultad para con­ templar el prototipo, y la libertad responsable como capacidad de asemejarse al prototipo, gracias a la virtud y la imitación. Sólo se menciona el cuerpo marginalmcntc. Es un vestigium de la imagen, en cuanto que en él se hace visible cierto resplandor del alma. Dentro de este pensamiento se alude con frecuencia a la figura erguida y a la mirada dirigida hacia arriba como signo de su origen divino, siguiendo una idea que se encuentra docu­ mentada en otros lugares. A esta dirección pertenecen Clemen­ te y Orígenes, y a partir de ellos casi todos los Padres griegos y la mayor parte de los Padres Latinos. El prototipo es la Trinidad divina en su unidad de naturaleza y triplicidad de personas, y la imagen es el espíritu humano en la unidad de su esencia y la triplicidad de sus potencias aními­ cas: mens-notitia-amor o memoria-inteUigentia-voluntas. Esta

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interpretación es una de las grandes creaciones de Agustín y predomina durante toda la Edad Media. El prototipo es el Logos encarnado. Adán fue creado con vistas a Cristo, que había de venir en la carne. Ésa es la opinión de Tertuliano, Prudencio y, sobre todo, de Ircneo. Según él, el cuerpo lleno de Espíritu del Cristo glorificado es el modelo se­ gún el cual formaron al hombre las dos “manos” de Dios, el Hi­ lo y el Espíritu. Por tanto, la imagen es, sobre todo, el cuerpo dotado de espíritu, cosa que posee el hombre a diferencia de los ángeles. En él se anuncia, ya en el paraíso, la encantación del I .ogos que es, en su humanidad glorificada, la realización per­ lecta del Génesis (1,26 y ss.) y la meta de toda la historia de la salvación. La pregunta acerca de la relación entre la imago y la simili­ tudo nos lleva al punto central de la doctrina patrística sobre la semejanza. El fundamento objetivo de esta diferenciación lo constituye la seguridad de que la semejanza como orientación dinámica tiene un progreso interno, un progreso universal hislorico-salvífico de Adán a Cristo y un progreso propio de cada persona, que va de la semejanza originaria a la consumación cscatológica. Puesto que en la filosofía platónica desempeña un papel decisivo el concepto de la homoiosis, ese irse asemejando a la divinidad que se ha encomendado al hombre, y puesto que este concepto aparece también en el texto de los Setenta de Gn i. 26, era evidente cuál debía ser la terminología dominante en la teología de los Padres. Los primeros que la sacaron de Gn 1, .’(> fueron los gnósticos y, en sus disputas con ellos, la adoptaion también los Padres. Eikon designa, según eso, el estado ini­ cial, y homoiosis, la consumación y el camino para volver a él. Aunque es raro el empleo consecuente de esta terminología, el contenido que quiere expresarse así está presente en toda la paII ística y constituye el núcleo de su teología de la imagen.

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La semejanza divina no es una propiedad estática del hom­ bre, sino una orientación dinámica hacia la consumación de sí mismo en el “parecido” con el prototipo divino. La imagen tiende a volver a su origen, y este retomo es al mismo tiempo el camino hacia un cumplimiento cada vez más perfecto de esa ley bajo la que se encuentra el hombre desde el comienzo. Por tanto, la “imagen” de Gn 1,26 y ss. es el comienzo de una evo­ lución ascendente que nos lleva de Adán a Cristo, del logikon de la imagen originaria del Logos a la “semejanza” divina con­ sumada que no se alcanza sino en la imitación de Cristo, hom­ bre perfecto. Como imagen, la criatura se trasciende a sí mis­ ma, esto es, es imagen al hacerse semejante a Dios.

Este esquema de la consumación ascendente a partir de la imago inicial hasta la perfección de la similitudo lo desarrollan ampliamente en primer lugar, Clemente y Orígenes; y a partir de ellos pasa a toda la teología patrística. Aparece incluso en los que no emplean esta terminología. Así, por ejemplo, según Ircnco, Adán se hallaba aún en un nivel imperfecto. Poseía la homoiosis (semejanza) del Espíritu Santo, pero podía perderla por el pecado, porque el prototipo según el cual había sido creado no había aparecido todavía de manera visible. La consumación de Gn 1, 26 y ss. se le concede al hombre únicamente en la cor­ poralidad transfigurada de la conformación perfecta con Cristo. La distinción posterior entre la naturaleza y la gracia no in­ terviene aquí si no es para destacar el carácter absoluto de don que tiene la semejanza con Cristo. Pero no puede identificarse con la distinción imago-similitudo. El mismo punto inicial del ser imagen pertenece al ámbito de lo sobrenatural, y el origen contiene en sí ya el germen de la plenitud. El movimiento hacia la semejanza perfecta no es sino el desarrollo del comienzo ins­ tituido por Dios. Por eso, los contenidos principales de la seme­ janza, el logikon de las facultades cognoscitivas y el autexou-

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\b'ii de la voluntad, no son propiedades puramente naturales en , l • cniido de la terminología moderna, sino que abarcan tam­ bién el terreno de la gracia en su unidad concreta.

!. 1. El alma humana >' /. El origen de cada alma humana 1.11 los descendientes de Adán, el origen del alma está vincul.ido a la generación natural. Sobre este hecho existe conformi
I isla doctrina ideada por Platón y enseñada en los primeros i icnipos del cristianismo por Orígenes y algunos seguidores su­ yos (Dídimo de Alejandría, Evagrio Póntico, Nemesio de Eme•..i) y por los priscilianistas, sostiene que las almas preexistían .mies de unirse con sus respectivos cuerpos (según Platón y i )i ígenes, desde toda la eternidad), y luego, como castigo de alpím delito moral, se vieron condenadas, a morar en el cuerpo del hombre, desterradas de los espacios etéreos. Semejante doc­ trina fue condenada en un sínodo de Constantinopla (543) con­ tra los origenistas y en un sínodo de Braga (561) contra los priscilianistas.

Los santos Padres, con muy pocas excepciones, son contrai ios al preexistencialismo de Orígenes (san Gregorio Nacianceno, san Gregorio Niseno, san Agustín, san León). Contra la teo­ ría de la preexistencia del alma nos habla también el testimonio de la propia conciencia. 65

2.3.3. Emanatismo

EI emanatismo, representado en la antigüedad por el dualis­ mo de los gnósticos y maniqueos, sostiene que las almas se ori­ ginan por emanación de la sustancia divina. Tal doctrina contra­ dice la absoluta simplicidad de Dios. San Agustín dice: “El al­ ma no es una partícula de Dios, pues, si así fuera, sería inmuta­ ble e indestructible bajo cualquier respecto.” 2.3.4. Generacionismo

El generacionismo atribuye el origen del alma humana, lo mismo que el del cuerpo humano, al acto generador de los pa­ dres. Ellos son causa del cuerpo y del alma. La forma más ma­ terial de generacionismo es el traducianismo, defendido por Tertuliano, el cual enseña que con el semen orgánico de los pa­ dres pasa al hijo una partícula de la sustancia anímica de los mismos. La forma más espiritual de generacionismo, considera­ da posible por san Agustín, mantiene la espiritualidad del alma, pero enseña que el alma del hijo procede de un semen spirituale de los padres. La mayor parte de los santos Padres, sobre todo los griegos, son partidarios del creacionismo. Mientras que san Jerónimo salió decididamente en favor del creacionismo, san Agustín an­ duvo vacilando toda su vida entre el generacionismo y el crea­ cionismo. Le impedía confesar decididamente el creacionismo la dificultad que hallaba en conciliar la creación inmediata del alma por Dios con la propagación del pecado original.

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I. La caída del hombre I os libros más recientes de la Sagrada Escritura confirman < sentido literal e histórico. “Por una mujer tuvo principio el !•<■< ,i
lil desagrado divino se traduce finalmente en la eterna re­ pudiación. Taciano enseñó de hecho que Adán perdió la eterna • .dvación. San Ircneo, Tertuliano y san Hipólito salieron ya al paso de semejante teoría. Según afirman ellos, es doctrina uni­ versal de todos los padres, fundada en un pasaje del libro de la .'.abiduría “ella (la Sabiduría) lo salvó en su caída” (Sb 10, 1), que nuestros primeros padres hicieron penitencia, y “por la san)’ic del Señor” se vieron salvados de la perdición eterna.

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2.5. Existencia del pecado original

2.5.7. Doctrinas heréticas opuestas El pecado original fue negado indirectamente por los gnósti­ cos y maniqueos, que atribuían la corrupción moral del hombre a un principio eterno del mal: la materia. También lo negaron indirectamente los origenistas y priscilianistas, los cuales expli­ caban la inclinación del hombre al mal por un pecado que el al­ ma cometiera antes de su unión con el cucipo. Negaron directamente la doctrina del pecado original los pclagianos, los cuales enseñaban que: a) el pecado de Adán no se transmitía por herencia a sus descendientes, sino porque éstos imitaban el mal ejemplo de aquél;

b) la muerte, los padecimientos y la concupiscencia no son castigos por el pecado, sino efectos del estado de naturaleza pu­ ra;

c) el bautismo de los niños no se administra para remisión de los pecados, sino para que éstos sean recibidos en la comu­ nidad de la Iglesia y alcancen el “Reino de los Ciclos” (que es un grado de felicidad superior al de “la vida eterna”). La herejía pclagiana fue combatida principalmente por san Agustín y condenada por el Magisterio de la Iglesia.

El término pecado está tomado aquí en su sentido más gene­ ral y se lo considera personificado. Está englobado también el pecado original. Se pretende expresar la culpa del pecado, no sus consecuencias. Se hace distinción explícita entre el pecado y la muerte, la cual es considerada como consecuencia del pecado. Está bien claro que san Pablo, al hablar del pecado, no se refiere a la concupiscencia, porque nos vemos libres del pecado por la 68

fi.u ia redentora de Cristo, siendo así que la experiencia nos di< <• <|iie, a pesar de todo, la concupiscencia sigue en nosotros. San Agustín invoca, contra el obispo pelagiano Julián de I < lana, la tradición eclesiástica: “No soy yo quien ha inventado < l pecado original pues la fe católica cree en él desde antiguo; prio tú, que lo niegas, eres sin duda un nuevo hereje.” San \ o ustín presenta ya una verdadera prueba de Tradición citando a heneo, Cipriano, Rcticio de Autún, Olimpio, Hilario, Ambro.10, Inocencio I, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, Basi­ lio y Jerónimo como testimonios de la doctrina católica. Mu, has expresiones de los Padres griegos, que parecen insistir niuclio en que el pecado es una culpa personal y parecen pres< 11 nlir por completo del pecado original, se entienden fácilmcnir si tenemos en cuenta que fueron escritas para combatir el dualismo de los gnósticos y maniqueos y contra el preexisteni i.dismo origenista. San Agustín salió ya en favor de la doctrina de Crisóstomo para preservarla de las torcidas interpretaciones i pie le daban los pelagianos.

Una prueba positiva, y que no admite réplica, de lo conven­ que estaba la Iglesia primitiva de la realidad del pecado i a ijiinal, es la práctica de bautizar a los niños “para remisión de los pecados” (cf. san Cipriano). cida

.5.2. Pecado original

La causa del pecado original no es Dios, sino sólo el pecado Adán. La condición de su transmisión es, en virtud de un mandamiento positivo de Dios, el acto natural de la generación, por el cual se establece la conexión moral del individuo con Adán, cabeza del género humano. La concupiscencia actual, vinculada al acto generativo (placer sexual, libido), contra lo

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que opina san Agustín, no es causa eficiente ni condición in­ dispensable para la propagación del pecado original.

San Agustín y muchos Padres latinos opinan que los niños que mueren en pecado original tienen que soportar también una pena de sentido; aunque muy benigna, enseñan los Padres grie­ gos (san Gregorio Nacianccno).

2.6. Bibliografía AA.VV., Dizionario patristico e di antichitá cristiane (vol. III), Mariclti, 1983. Figueiredo A. E, La vida de la Iglesia primitiva, Bogotá, 1991. Qaastcn J., Patrología, vol. I-III, Madrid 1978. Tsirpanlis C., Introduction to Eastern patristic Thought and Orthodox Theology, Minnesota, 1991.

3. DOCTRINA TRINITARIA 3.1. Dios existe Los Padres afirman la existencia de Dios como una verdad revelada. Leemos en Hermas: “Ante todo has de creer que exis­ te un Dios, que ha creado todas las cosas.” Ircneo habla de un conocimiento de la existencia de Dios que debemos a la revela­ ción primitiva, a los profetas y Apóstoles. Pueden encontrarse también semejantes indicaciones en Basilio, en Gregorio Niscno y en Agustín. Sin embargo, los Padres afirman también la posibilidad del conocimiento natural de Dios. Encontramos ya en Clemente de Alejandría la afirmación de que todo los hom-

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bies, por sus propias fuerzas intelectuales, sin ninguna instruc­ ción previa, pueden llegar al conocimiento del Padre y del (’icador de todas las cosas. De modo semejante sostiene Irenco que la Creación remite a su creador como la obra a su artífice. Basilio llama a la Creación visible “escuela del conocimiento de Dios”. Pensamientos semejantes se encuentran también en (’i isóslomo y en Gregorio Magno. En conexión con la filosofía e l iega, los santos Padres elaboran diversos argumentos para de­ mostrar la existencia de Dios. Orígenes se apoya en la inmatcimlidad del espíritu para deducir la inmaterialidad de Dios. También intenta probar la unicidad de Dios. Pero simultánea­ mente asegura que no podemos decir qué ni quién es Dios, esto es, no podemos formar ningún concepto capaz de expresar la ical idad de Dios. En Gregorio Nacianceno se encuentra un ar­ gumento que, a partir del mundo finito, pretende demostrar la existencia de alguien que lo ha ordenado. Podemos llegar al co­ nocimiento de la existencia de Dios, pero no podemos determi­ nar qué es Dios propiamente. Al igual que Gregorio Niscno, pone la esencia de Dios en su infinitud. En Agustín hallamos un argumento de la existencia
Ya al principio encontramos en los Padres la vía de la ..:rm ación y de la negación en el conocimiento de Dios. El Pscudo I Jionisio Areopagita menciona expresamente las tres vías para el recto conocimiento de Dios. Habla de un triple conocimiento de Dios: la teología afirmativa, la negativa y la simbólica; insisic de un modo muy especial en la teología negativa. Pero el l’seudo Dionisio admite nombres de Dios que designan su uni­ dad y nombres para las tres Personas. La inefabilidad y la inescrutabilidad de Dios son insistentemente subrayadas por los Pa­

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dres. En el siglo IV enseñaron los eunomianos que Dios es ple­ namente comprensible, puesto que es el Ser simplicísimo, ca­ rente de principio. Basilio, Crisóstomo y Gregorio Niseno afir­ maron, contra los eunomianos, la infinitud y majestad de Dios, que el hombre jamás puede conocer en su plenitud; menos aún puede el hombre sondear los misterios de la Revelación divina. Aunque la contemplación mística de Dios en la Tierra tiene gran importancia para Gregorio Niseno y el Pseudo Dionisio Areopagita entre otros, no puede considerarse esta contempla­ ción como una visión inmediata de Dios. Sin embargo, halla­ mos afirmaciones de que ya en esta vida terrestre Dios conce­ dió a algunos hombres, como Moisés y Pablo, una visión inme­ diata de su esencia.

3.2. Conocer a Dios Los santos Padres, de acuerdo con estas enseñanzas de la Sagrada Escritura, insistieron siempre en que era posible y fácil adquirir un conocimiento natural de Dios. Tertuliano dice: “¡Oh testimonio del alma, que es naturalmente cristiana!” Los Padres griegos prefirieron los argumentos de la existencia de Dios lla­ mados cosmológicos, que parten de la experiencia externa; los Padres latinos prefieren los argumentos psicológicos, que par­ ten de la experiencia interna. Véase Teófilo de Antioquía: “Dios sacó todas las cosas de la nada dándoles la existencia, a fin de que por medio de sus obras conociéramos y entendiéra­ mos su grandeza. Pues así como en el hombre no se ve el alma, porque es invisible a los ojos humanos, mas por los movimien­ tos corporales venimos en conocimiento de la misma, de forma semejante Dios es también invisible para los ojos del hombre, pero llegamos a verlo y a conocerlo gracias a su providencia y a sus obras. Pues así como, a la vista de un barco que se desliza 72

hábilmente sobre las olas dirigiéndose al puerto, inferimos con inda evidencia que se halla en su interior un piloto que lo go­ bierna, de la misma manera tenemos que pensar que Dios es el ircior del universo entero, aunque no lo veamos con los ojos mi perales, pues es invisible para ellos” (san Ireneo, san Juan ( i isóstomo). Algunos Padres enseñan que la idea de Dios es innata al hombre. Como san Justino y Clemente de Alejandría, han de•.ipnado la idea de Dios como “connatural”, “no aprendida”, ■•aprendida por sí misma”, 0 como “don del alma”, Tertuliano, ..ni Juan Damasceno dice: “El conocimiento de la existencia de l )ms ha sido sembrado por Él mismo en la naturaleza de to­ dos.” Sin embargo, estos mismos Padres enseñan que el conoci­ miento de Dios lo adquirimos por la contemplación de la natui aluza y, por tanto, no quiere decir que sea innata en nosotros la nica de Dios como tal, sino la capacidad para conocerlo con fa( didad, y en cierto modo espontáneamente, por medio de sus obras. La posibilidad de demostrar la existencia de Dios se de­ duce:

a) del dogma de la cognoscibilidad natural de Dios; pues la prueba de la existencia de Dios se distingue tan sólo del conoci­ miento elemental que tenemos de Dios en que la base gnoscológica de aquélla se presenta de forma científica; b) del hecho de que, desde la misma época patrística, se han presentado argumentos para demostrar la existencia de Dios (cf. Aristides, Teófilo de Antioquía, Minucio Félix, san Agus­ tín, san Juan Damasceno).

3.3. Método del conocimiento natural de Dios El conocimiento de Dios que adquirimos en esta vida nos

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viene, como enseña el Pseudo Dionisio Areopagita, por el triple camino de la afirmación, de la negación y de la eminencia.

a) La vía de afirmación o de causalidad parte de la idea de que Dios es la causa eficiente de todas las cosas y de que la causa eficiente contiene en sí toda la perfección del efecto. De lo cual se sigue que Dios, hacedor de todas las cosas, contiene en sí mismo todas las perfecciones reales de sus criaturas. Las perfecciones “puras” (que no llevan en sí mezcla de imperfec­ ción) se predican formalmente de Dios. Las perfecciones mix­ tas, que por su concepto incluyen limitación, se aplican a la di­ vinidad en sentido traslaticio (metafórico o antropomórfico). ti) La vía de negación rechaza, con respecto a Dios, toda im­ perfección que se encuentra en las criaturas, incluso toda limi­ tación inherente a las perfecciones creadas, que radica en su propia finitud. Este negar una imperfección es tanto como afir­ mar, en grado eminente, la perfección correspondiente (v.g„ in­ finito es igual a riqueza sin limitación alguna).

Por influjo de la teología negativa de los ncoplatónicos, al­ gunos santos Padres expresan fórmulas como la que sigue: “Dios no es sustancia, no es vida, no es luz, no es sentido, no es espíritu, no es sabiduría, no es bondad” (Pseudo Dionisio). No es que con ello pretendan negar en Dios la existencia de tales perfecciones, sino que quieren poner de relieve que no es posi­ ble predicarlas de Dios en la misma forma en que se hace de las criaturas, sino en una forma infinitamente más elevada. c) La vía de eminencia eleva hasta el infinito las perfeccio­ nes de las criaturas al atribuírselas a Dios.

Estas tres vías del conocimiento de Dios se completan mu­ tuamente. A la afirmación de una perfección creada debe seguir siempre la elevación o sublimación de la misma, y a ambos momentos, la negación de toda imperfección.

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Los Padres más antiguos enseñan, de acuerdo con las llanas palabras de la Sagrada Escritura, que los ángeles y los santos po/an en el Cielo de una verdadera visión cara a cara de la divi­ nidad (cf. san Ireneo). Desde mediados del siglo IV parece que algunos santos Padres, como san Basilio Magno, san Gregorio Niseno, san Juan Crisóstomo, niegan que sea posible una conicinplación inmediata de la divinidad. Pero hay que tener en cuenta que las manifestaciones que hacen a este respecto se diii p ían contra Eunomio, que propugnaba ya para esta vida terre­ na el conocimiento inmediato y comprensivo de la divina esen­ cia. En contra de esta doctrina, los santos Padres insisten en que el conocimiento de Dios en esta vida es mediato, y el de la otra vida es, sin duda, inmediato, pero inexhaustivo. San Juan Cri•.óstomo compara el conocimiento de Dios que se posee en el Paraíso con la visión de Cristo transfigurado en el monte Tabor, v exclama: “¡Qué diremos cuando se presente la verdad misma de todas las cosas, cuando abiertas las puertas del palacio poda­ mos contemplar al Rey mismo, no ya en enigma ni en espejo, sino cara a cara; no con la fe, sino con la vista del alma!” A los ojos del cuerpo, aunque se encuentren en estado glonoso, Dios sigue siendo invisible, porque Dios es espíritu puro, y el ojo sólo puede percibir objetos materiales (san Agustín).

Según sus distintas operaciones, Dios puede recibir distintos nombres. Por eso el Pscudo Dionisio llama a Dios “el de mu­ chos nombres” o “el de todos los nombres” (cf. Pscudo Dioni­ sio, san Juan Damasceno). d) Los santos Padres, para exponer la esencia de Dios, par­ len de Éxodo 3,14; y señalan el concepto de ser absoluto como el que más hondamente explica la esencia metafísica de Dios. San Hilario exclama, lleno de admiración por la definición que Dios hizo de sí mismo: “Nada podremos pensar que caracterice mejor a Dios que el ser.”

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San Gregorio Nacianceno comenta así a propósito de Éxodo 3, 14: “Dios siempre fue, siempre es y siempre será; o, mejor dicho, siempre es. Porque el haber sido y el haber de ser son di­ visiones de nuestro tiempo y de la naturaleza que se halla en perpetuo flujo; pero Dios es el que siempre es; y como tal se nombra a sí mismo cuando responde a Moisés en la tcofanía del monte. En efecto, Dios contiene en sí toda la plenitud del ser, que ni tuvo principio ni tendrá fin, como piélago infinito e ili­ mitado del ser que sobrepasa toda noción de tiempo y de natu­ raleza (creada).” San Agustín dice, refiriéndose al mismo texto, que Dios se llamó a sí mismo el ser por antonomasia. Sólo Dios es el ser inmutable, y por tanto el verdadero ser. San Juan Da­ masceno hace notar que el nombre de “el que es” es el más acertado de todos los nombres divinos. Los santos Padres fundan la absoluta perfección de Dios en la infinita riqueza del ser divino. Afirman que la perfección de Dios es esencial, universal, y que todo lo sobrepuja. San Ircneo dice: “Dios es perfecto en todo, es igual a sí mismo, siendo to­ do Él luz, todo entendimiento, todo esencia y fuente de todos los bienes.” San Juan Damasceno enseña: “La esencia divina es perfecta, y nada le falta de bondad, de sabiduría y de poder; no tiene principio ni fin, es eterna, ilimitada; en una palabra, es ab­ solutamente perfecta.” Los santos Padres llaman a Dios infinito, ilimitado, incir­ cunscripto. Según san Gregorio Niseno, Dios “no tiene límites en ningún aspecto”. Como es “ilimitado por naturaleza ”, no puede ser abarcado por un concepto humano.

3.4. El Señor es Espíritu Los santos Padres censuran como necia herejía (san Jeróni­ mo) la doctrina de los audianos o antropomorfistas que, inter76

I>i((ando torcidamente el pasaje de Génesis 1, 26, consideraban a i )ios como ser compuesto de cuerpo y espíritu, al estilo del hombre. Tertuliano, por influjo de los estoicos, parte del su­ puesto de que todo lo real es corpóreo y atribuye también cierta corporeidad a los espíritus, a Dios y al alma. Dios es espíritu absolutamente simple, es decir, en Dios no .e da ninguna clase de composición: ni de sustancia y acciden­ te, ni de esencia y existencia, ni de naturaleza y persona, ni de potencia y acto, ni de un acto y otro, ni de género y diferencia específica. La Sagrada Escritura indica la absoluta simplicidad de Dios cuando toma las propiedades divinas por su misma esencia (cf. Jn 4, 8: “Dios es caridad”; Jn 14, 6: “Yo soy el ca­ mino, la verdad y la vidar). San Agustín dice, refiriéndose a la naturaleza divina: “Se la llama simple porque lo que ella tiene, eso es, exceptuando lo que se predica de una persona en rela­ ción con otra.”

Los santos Padres prueban la unicidad de Dios por su perlección absoluta y por la unidad del orden del mundo; y la deiicndcn contra los paganos, gnósticos y maniqueos. Tertuliano objeta a Marción: “El Ser supremo y más excelente tiene que existir Él solo y no tener igual a Él, porque, si no, cesaría de ser el Ser supremo... Y como Dios es el Ser supreme, con razón diio nuestra verdad cristiana: Si Dios no es uno solo, no hay nin­ guno.” (cf. El Pastor de Hermas, san Ircneo, Tertuliano, Oríge­ nes, san Juan Damasceno). “Yo, Yahveh, no cambio/’ Con la inmutabilidad de Dios van vinculadas al mismo tiempo la vida y la actividad (cf. Sb. 7, 24 y 27). San Agustín dice que sabe obrar descansando y descan­ sar obrando.

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3.5. Dios inmutable Los santos Padres descartan de Dios todo cambio. Tertulia­ no insiste en que la encamación del Logos no trajo consigo nin­ guna transformación o cambio en Dios: “Por lo demás, Dios es inmutable e intransformable, por ser eterno.” Orígenes contra­ pone a la doctrina estoica de la corporeidad de Dios y a sus ló­ gicas consecuencias sobre la mutabilidad divina, la doctrina . cristiana de la inmutabilidad de Dios. Rechaza igualmente la objeción de Celso, quien afirmaba que el descenso de Dios en­ tre los hombres implicaba una mutación a un estado peor. San Agustín deduce la inmutabilidad de Dios de la infinita riqueza de su ser expresada en el nombre de Dios: “El ser es nombre de inmutabilidad. Pues todo lo que cambia deja de ser lo que era y comienza a ser lo que no era. El ser verdadero, el ser puro, el ser genuino solamente lo posee quien no se cambia.” Cuando Dios obra hacia el exterior, como por ejemplo, en la Creación del mundo, no es que emprenda una actividad nueva, sino que aparece un nuevo efecto decretado desde toda la eter­ nidad por la voluntad divina. El decreto de crear el mundo es tan eterno e inmutable como la esencia misma de Dios, con la cual se identifica realmente; lo único temporal y mudable es el efecto de tal decreto, o sea el mundo creado (san Agustín).

3.6. Dios eterno Los santos Padres, en sus impugnaciones del paganismo, que hablaba de genealogías de dioses, dan testimonio expreso de la eternidad de Dios (Arístidcs, Atcnágoras, san Irenco). San Agustín explica la eternidad de Dios como presente estable: “La eternidad de Dios es su misma sustancia, que nada tiene de mudable. En ella no hay nada pretérito como si ya no fuera; no 78

h.iy nada futuro como si todavía no fuera. En ella no hay sino es decir, presente.” I .os santos Padres llaman a Dios inabarcable, incircunscrito, inmenso (El Pastor de Hermas). “Ante todo cree que no existe m is que un solo Dios..., que todo lo abarca, mientras que Él es

inabarcable” (Atenágoras, san Ireneo).

San Clcmcñte Romano exhorta a temer a Dios, ya que se cn■ ucnira presente en todas partes: “¿Adúnde se podrá huir y .idóndc se podrá escapar del que envuelve a todo el universo?” (san Teófilo de Antioquía, Minucio Félix, san Cipriano) La pri­ mera monografía sobre la presencia sustancial de Dios en todo < l universo y en cada una de su partes, y al mismo tiempo sobre la presencia inhabitatoria en los justos, se la debemos a san /Xpustín. San Agustín funda la perfección de la vida divina en la ¡den­ udad de la misma con el ser absoluto de Dios: “Allí (en el Hijo de Dios) se da la primera y suma vida. Para Él no es' una cosa la vida y otra el ser, sino que ser y vida se identifican.” Así como i )ios, con respecto a las criaturas, es causa del ser, asimismo lo es también de la vida: “En ti se halla la fuente de la vida... Él mismo da a todos la vida, el aliento y todas las cosas.”

Los santos Padres testifican que Dios prevé los futuros con­ dicionados cuando enseñan que Dios no siempre oye las oracio­ nes con que le pedimos bienes temporales si sabe que usaremos mal de los mismos; o también que Dios permite la muerte pre­ matura de una persona para salvarla de la eterna perdición (cf. la obra de san Gregorio Niseno). Fue principalmente san Agustín quien desarrolló la doctrina de las ideas divinas en conformidad con la doctrina platónica de las ideas; supo cristalizarla, situando en la mente divina las ideas que Platón concebía como hipóstasis eternas que subsis­

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tían junto con Dios, y declarando que tales ideas eran los pen­ samientos eternos de Dios identificados con la esencia divina, en los cuales Dios ve la infinita imitabilidad de su esencia por entes creados y finitos. “A todas sus criaturas, espirituales y corporales, no las conoce Dios porque son, sino que ellas son porque Dios las conoce. Pues no le era desconocido a Él lo que iba a crear. Así pues, lo creó porque lo conocía; y no lo conoció por haberlo creado.”

3.7. La Liturgia trinitaria a) La liturgia bautismal paleocristiana ofrece una clara pro­ fesión de fe en la Trinidad. Como testifica la Didajé, el bautis­ mo se administró ya en los tiempos más remotos del cristianis­ mo “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, haciendo al mismo tiempo una triple inmersión, derramando tres veces agua sobre el bautizando (cf. san Justino, Apología, san Irenco, Tertuliano, Orígenes, san Cipriano). b) El símbolo apostólico de la fe, que en su forma primitiva se identifica con el primitivo símbolo bautismal romano, sigue las líneas de la fórmula trinitaria del bautismo. Las Reglas de Fe, que nos han transmitido los escritores eclesiásticos de los siglos II y III, son una ampliación y paráfrasis del símbolo tri­ nitario del bautismo (cf. san Ircneo, Tertuliano, Orígenes, Novaciano). Podemos ver expuesta con claridad meridiana toda la doctrina sobre la Trinidad en una confesión de fe de san Grego­ rio Taumaturgo (t hacia 270), dirigida privadamente contra Pa­ blo de Samosata.

c) Las antiguas doxologías expresan igualmente la fe en la Trinidad. La antigüedad cristiana conocía dos fórmulas: la coordinada (Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo); y la subordinada (Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo). 80

< orno los amaños interpretaron torcidamente esta última fór­ mula en sentido subordinacionista, san Basilio la cambió de la ■.ij’uicnic manera: Gloria al Padre con el Hijo en unión del Es­ pío tu Santo. 18. Tres Personas y un solo Dios San Clemente Romano escribe (hacia 96) a la comunidad de < ’orinto: “¿No es verdad que tenemos un solo Dios y un solo t fisto y un solo Espíritu de gracia?” Llama a Dios y a nuestro .enor Jesucristo y al Espíritu Santo: fe y esperanza de los elegi­ dos. San Ignacio de Antioquía (t hacia el 107) no solamente enseña de forma clarísima la divinidad de Jesucristo, sino que n a además fórmulas trinitarias: “Sed dóciles al obispo y unos a otros, como lo fue Cristo, según la carne, al Padre, y los Após­ toles lo fueron a Cristo, al Padre y al Espíritu.”

Los apologistas intentaron valerse de la filosofía (noción del l ogos) para explicar científicamente el misterio de la Trinidad, pero no siempre se mantuvieron exentos de expresiones subordmacionistas. San Justino dice que los cristianos veneran, junto con el Creador del universo, en segundo lugar a Jesucristo, Hijo de Dios verdadero, y en tercer lugar al Espíritu pro fótico. Atcnágoras (hacia 177) rechaza así la acusación de ateísmo: “¿No es de maravillar que se llame ateos a los que creen en Dios Pa­ dre y en Dios Hijo y en el Espíritu Santo, y que enseñan así su poder en la unidad como su diferencia en el orden?” Afirmacio­ nes precisas sobre la fe de la Iglesia en el misterio de la Trini­ dad, se encuentran en san Ircneo y, sobre todo, en Tertuliano, i .stc último, frente al sabelianismo, enseña la trinidad de Perso­ nas divinas, pero defiende igualmente de forma bien clara la unidad de sustancia en Dios. Teófilo de Antioquía es el primero en usar el término para designar la trinidad de Personas en 81

Dios; el término latino equivalente, “Trinitas”, lo introduce Ter­ tuliano. En todo el período anteniceno, la expresión más clara de la fe que animaba a la Iglesia romana en el misterio de la trinidad de Personas y de la unidad de esencia en Dios es la famosa car­ ta dogmática del papa san Dionisio (259-268) al obispo san Dionisio de Alejandría, en la que reprueba el triteísmo, el sabelianismo y el subordinacionismo. La definición del Concilio de Nicca no fue una innovación, sino una evolución orgánica de la doctrina que la Iglesia creía desde los primeros tiempos, y en la que cada vez había profundizado más la teología científica.

Los Padres posnicenos se encontraron con el principal pro­ blema de probar científicamente y defender contra el arrianismo y el semiarrianismo la consubstancialidad del Hijo con el Padre; y contra el macedonianismo, la consubstancialidad del Espíritu Santo con el Padre y con el Hijo. Se hicieron especial­ mente beneméritos san Atanasio el Grande (t 373), los tres ilustres capadocios san Basilio el Grande (t 379), san Gregorio Nacianccno (t hacia 390), el Teólogo, y san Gregorio de Nisa (t 394), san Cirilo de Alejandría (t 444); entre los latinos, san Hilario de Poiticrs (t 367), el Atanasio de Occidente, y san Ambrosio de Milán (f 397). El punto culminante de la antigua especulación cristiana sobre la Trinidad lo alcanza san Agustín (t 430) con su agudísima obra De Trinitate.

3.9. Jesús, Hijo de Dios No podemos exponer aquí con todo detalle los esfuerzos que el entendimiento humano, tras aceptar la fe, realizó durante cuatrocientos años para comprender de manera más precisa có­ mo Jesús es el Cristo, el Señor, el Hijo de Dios, Dios mismo.

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Para los judeocristianos, Dios es el Dios único, personal. También para la Iglesia esto es Dios. La diferencia entre el pen­ samiento judcocristiano y el cristiano helenístico consiste, sin embargo, en que el primero concibe al Dios único personal, co­ mo Dios unipersonal, mientras el segundo lo concibe como Dios tripersonal (Padre, Hijo, Espíritu Santo), Trinidad. Para el pensamiento judeocristiano, el Dios único es también el Monar­ ca único. Por eso a este pensamiento se le da el nombre de mo­ narquianismo. Se presenta en dos formas: un monarquianismo dinamista y un monarquianismo modalista. La forma más anti­ gua del monarquianismo dinamista fue la de los ebionitas (es decir, los pobres). Según ellos, Jesús fue únicamente un hombre (aunque, sin duda, un hombre agraciado por Dios con una espe­ cial fuerza, al cual Dios tomó por Hijo, adoptó; el sector mode­ rado de los ebionitas admitía el nacimiento milagroso de Jesús, hijo de María la Virgen, gracias a la fuerza del Espíritu Santo; el sector más riguroso lo negaba. En Occidente, esta concep­ ción es defendida en Roma por los dos Teodotos (Teodoto el Curtidor y su discípulo Teodoto el Banquero) y por Asclepio­ doto. Según Teodoto el Curtidor, Cristo es mero hombre, pero al ser bautizado en el Jordán se le otorgan fuerzas divinas, y Dios lo adopta como Hijo. Estas tendencias dinamistas influyen en Pablo de Samosata, en Luciano de Antioquía y sus discípu­ los. De esta escuela procede Arrio, y así se explica el carácter dinamista de su Logos creado, con el cual irrumpió en la cristologia la idea de Logos que aún había de influir en la escuela alejandrina (Atanasio, Cirilo). Cristo significa, pues, aquí una fuerza divina, o una realidad creada, el Logos, que ocupa el lu­ gar del alma en el hombre.

Mayor importancia ha tenido el denominado monarquianis­ mo modalista. Con él llegamos a la auténtica cuestión de qué hemos de entender por Cristo. También el monarquianismo mo83

dalista parte del Dios unipersonal. Pero mientras el monarquianismo dinamista defiende la trascendencia absoluta de Dios, el cual comunica a Jesús sólo una fuerza divina, los representan­ tes de la segunda dirección atribuyen también a Dios (Padre) una inmanencia en el mundo. Si el monarquianismo dinamista sólo hace justicia a lo humano de Cristo, el modalista sólo la hace a lo divino. Pero como también la segunda corriente afir­ ma que Dios es unipersonal, esta persona única del Padre se ha unido con el hombre Jesús. Así interpretan ellos el texto: “El que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9), en el sentido de que “a mí” significa “al Padre”, y que en consecuencia Jesús y el Pa­ dre son una misma persona. Con ello quedaban salvadas la mo­ narquía divina y la plena divinidad de Cristo. Pero así el Padre ha asumido en Cristo la función terrena especial de ser Revela­ dor, Verbo, Logos. Logos designa, por tanto, al Padre en cuan­ to, apareciendo en Jesucristo, ejerce la función de revelador. El Logos de Juan es interpretado aquí con ayuda de la doctrina es­ toica sobre el Logos; según ella, el Dios único, que es inmanen­ te al mundo y lo penetra, es designado con diversos nombres según el modo de manifestarse (Diógenes). Según Hipólito, la monarquía de los modalistas ha de entenderse en el sentido de que al hablar de Padre e Hijo hablamos de una misma cosa; son designados con nombres diferentes sólo porque sus formas de aparición son temporalmente distintas (Hipólito de Roma). Este monarquianismo modalista adopta las dos formas distintas, la de Práxeas y la de Sabelio.

Como una forma atenuada de monarquianismo podemos ca­ lificar la teología del Logos de los apologistas, escritores ecle­ siásticos de los siglos II y III. Lo que preocupaba a estos teólo­ gos era el problema de cómo se puede conciliar la divinidad del Hijo con la unidad de Dios. Intentaron darle solución con ayuda de la filosofía del judío alejandrino Filón. Al afirmar que el Hi84

io eia cl Logos, distinguían a éste dcl Logos encerrado desde la eternidad en el seno de Dios, que identificaban con el entendi­ miento eterno dcl Padre. Según esto, el Logos no tendría una subsistencia propia desde la eternidad, sino que la adquirió t u nido el Padre lo hizo brotar de su seno y lo engendró como < ieador y soberano del mundo (cf. Justino, Hipólito de Roma, tertuliano, Orígenes). La generación del Logos no se concibe, pues, como un acto vital eterno, necesario, intratrinitario, sino < orno un acto voluntario, libre, temporal, del Padre. Con ello, el I lijo quedaba subordinado al Padre y se afirmaba la temporali­ dad de la subsistencia personal del Logos. Esta teología, por tanto, encierra también una concepción subordinacionista del Hijo. Estrechamente vinculado con el monarquianismo modalista está cl llamado docetismo, es decir, la opinión según la cual lo divino de Jesús padeció sólo de modo aparente. La idea de que los sufrimientos de Cristo son sólo aparentes la defiende ya a t niales del siglo I, en su judaismo extremo, Cerinto, el cual se muestra ya abierto a las ideas gnósticas. Para él, Dios es abso­ lutamente trascendente al mundo, con el cual no tiene relación de ningún orden; para relacionarse con él se sirve de seres in­ termedios. Y así, un ángel es el creador dcl mundo. De esta trascendencia radical de Dios con respecto al mundo se deduce, para él, que tampoco Jesús puede ser Dios. Jesús es un simple hombre sobre el que, en el bautismo del Jordán, descendió en tigura de paloma el ser intermedio celestial Cristo, y cuya mi­ sión consistió en predicar a los hombres el Dios Padre descono­ cido y corroborar este mensaje con milagros. Mas esta unión de Jesús y Cristo era sólo accidental, estaba limitada temporal­ mente, y por ello se disolvió cuando el Cristo celestial abando­ nó a Jesús antes de su pasión. El sufrimiento de Cristo, por tan­ to, fue sólo aparente (primera forma del docetismo). Contra es-

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ta doctrina escribió (según Ireneo), el apóstol Juan su Evange­ lio.

Tras las discusiones acerca de la tripcrsonalidad de Dios se logra esclarecer, sin embargo, la divinidad del Logos frente a todo dinamismo y arrianismo, así como la distinción de persona en el Logos y el Padre frente al modalismo y el docctismo. Para la explicación del misterio de Jesucristo, esto tuvo como conse­ cuencia el que se concibiese a Cristo como la segunda Persona divina, distinta del Padre (Nicca, 325; Constantinopla, 381), y en el símbolo con que se concluyó el Concilio de Calcedonia. En la imagen arriana de Cristo, el Logos creado es tan pre­ dominante que el alma humana de Jesús no desempeña papel alguno. Pero el que no hablen de ella no significa todavía que nieguen alma a Jesús. De todos modos, parece que hubo arrianos que pasaron del silencio a la negación del alma humana. De lo contrario, no podría entenderse la pregunta del obispo Eustatio de Antioquía: “¿Por qué se esfuerza en mostrar que Cristo asumió un cuerpo sin alma?” Asimismo, según el Pscudo Atanasio, Arrio afirma que la carne es sólo envoltura de la divini­ dad. El lugar de nuestro hombre interior lo ocupó, en Jesús, el Logos. “Hombre interior” es una fórmula arriana y significa que el Logos es el principio de toda la vida psíquico-vital y es­ piritual (cf. Teodoro de Mopsuestia). El arriano Eunomio subra­ ya en su Credo que el Logos único no asumió un hombre com­ puesto de cuerpo y alma; Eudosio, obispo de Antioquía (360369), cree “en el Hijo, que se hizo carne, pero no hombre”; no cree que haya dos naturalezas en Cristo, pues no hay en Él un hombre perfecto, sino que el lugar del alma lo ocupó, en la car­ ne, el Logos; el todo es, según él, una naturaleza compuesta. Igualmente, Apolinar de Laodicea ve sólo en el hombre Jesús la naturaleza corpórea humana sin el alma con la cual se ha unido el Logos para formar una unidad esencial, un Logos-came.

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I .iinpoco los cristólogos que intentan solucionar el problema de t 'i isto con la fórmula consiguen entenderse con el hombre Je*.us. Así, Atanasio no sabe qué hacer con el alma de Cristo. No i s seguro todavía si únicamente la silencia o si la niega. Sólo la escuela de Antioquía, con su distinción de naturalezas en Cristo y su fórmula Logos-hombre, introduce claridad en este problein.i. El hombre completo, compuesto, no se impone hasta ella, hasta que el símbolo de Calcedonia (451) confiesa su fe.

La unidad de Jesús y Cristo, de Dios y hombre. A este pro­ blema se le dan dos soluciones diferentes, una de las cuales, la tendencia alejandrina, llega a una unidad real de Dios y el hombre en Cristo, pero la concibe de manera tan estrecha, que csiste el peligro de que se convierta en una sola naturaleza. Atanasio marcha ya por este camino cuando Cirilo de Alejanchía acuña una fórmula, la cual podía ser entendida todavía en ■.cutido ortodoxo; en cambio, el archimandrita Eutiques dice ciertamente que Cristo se compone de dos naturalezas, pero que tras su unión sólo subsiste la naturaleza única del Logos hecho carne (monoformismo). La tendencia antioquena, por el contrario, reconoce las dos naturalezas, pero no consigue ci­ mentar bien la unidad del Encamado. Su representante más destacado, Ncstorio, no llega más que a la conjunción de las
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el mismo. Este uno, o el mismo, más categórico, que se repiten una y otra vez en el símbolo, van dirigidos contra toda disolu­ ción nestoriana de la unidad del Dios-hombre en la dualidad de la persona del Dios-Logos por una parte y la persona del hom­ bre Jesús por otra, y no quiere ser otra cosa que una interpreta­ ción de Jn 1, 14 por la Tradición. Así, en la fórmula de Calce­ donia aparece de nuevo la cristología de Ignacio de Antioquía con sus antítesis de Dios y hombre, revive la fórmula acuñada por Ireneo en su lucha contra el dualismo gnóstico. La fórmula de Calcedonia es una interpretación —determinada por las nue­ vas contraposiciones— de la fórmula cristológica del símbolo de Nicea, que hablaba de un Hijo unigénito, nacido de Dios Pa­ dre, Dios de Dios, Luz de Luz, que por nosotros y por nuestra salvación bajó del Cielo y se hizo carne, esto es, hombre. Así, pues, contra el nestorianismo que separa en Cristo a Dios del hombre, distinguiendo dos personas, el símbolo de Calcedonia subraya la unidad de Dios y el hombre en Cristo mediante la fórmula “uno y el mismo” confesando que es uno y el mismo: el Hijo unigénito, el Señor, el Dios-Logos, el Señor Jesucristo.

Con este “uno y el mismo” el símbolo se opone a la teología alejandrina, preocupada de manera especial por la unidad de Cristo, como se manifiesta en su fórmula. Esta fórmula, que no fue ya posible después de la aparición del monofisismo de Eutiques y Dioscuro, queda neutralizada por él, de manera que la teología antioquena no se escandalizó de ella y pudo aceptar la nueva fórmula. En cuanto a lo divino y en cuanto a lo humano, por el símbolo antioqueno de 431-433; este “uno y el mismo” es definido como perfecto o completo en su divinidad y huma­ nidad; o como dice Teodorcto de Ciro, es verdadero Dios y ver­ dadero hombre. Significa aquí que el hombre consta de un alma racional y de un cuerpo. Con ello el símbolo rechaza toda cris­ tología del Logos-came que niegue alma racional al hombre

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< usio, sustituyéndola por el Logos (arrianismo, apolinarismo), o que lo conciba como unión del Logos, es decir, sin alma rai lonal. Además, la fórmula del símbolo de Calcedonia expresa una v<-/ más la perfección de la naturaleza divina y humana de Cris­ is. esta fórmula había sido ya preparada en parte por la teología límpida contra los apolinaristas. Jesucristo es de igual naturalc/ I que el Padre en cuanto a su divinidad, y de igual naturaleza que nosotros en cuanto a su humanidad. Entre la naturaleza hu­ mana de Cristo y la nuestra no hay, pues, ninguna diferencia ¡uncial. Sólo en una cosa se distingue el hombre Cristo de no­ sotros: en la cuestión del pecado. Él no tiene pecado. Estas pre< i iones están tomadas casi a la letra del símbolo antioqueno de i '1-433. Tcodoreto de Ciro, en su explicación de 1 Co 11, 3, l i.tbía elaborado ya antes una fórmula muy semejante: naturale­ za humana. Y el patriarca Flaviano de Constantinopla, en el sí­ nodo de Constantinopla de 448, había hecho ya la piedra de to­ que de la ortodoxia contra Eutiques. Los versículos 12-16 del imbolo de Calcedonia están tomados a su vez del símbolo annoqueno de 431-433 y hablan del doble nacimiento del Hijo de I >ios: el nacimiento eterno del Hijo al ser engendrado por el Pa­ dre, en cuanto a su divinidad, y su nacimiento temporal, según mi humanidad, de María la Virgen, Madre de Dios (ésta es la primera vez que aparece en un símbolo el título de Teotokos). Como acabamos de mostrar, en la exposición de la unidad y la dualidad, el símbolo calcedonense se mueve hasta aquí den­ tro de los cauces tradicionales. El Concilio se enfrenta con la cuestión que no pudo explicar suficientemente. Es claro de an­ temano que la unidad y la dualidad de Cristo sólo podían expre­ sarse desde puntos de vista distintos. Pero ¿cómo hacerlo? En la última discusión anterior al Concilio se pudo solucionar este problema empleando fisis como fórmula de unificación, tal co­

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mo lo había realizado la cristología de Eutiques, contra la que se dirigía el Concilio de Calcedonia, que afirmaba la fisis dcl Hijo de Dios hecho hombre. En contraposición a Eutiques, fisis debe servir ahora para expresar la dualidad de naturalezas en Cristo; fisis no significa, pues, ya aquí la naturaleza concreta que subsiste sola de por sí, sino la naturaleza en sí, que prescin­ de de esa existencia individual concreta, naturaleza en sentido abstracto: prosopon', pero, en contraposición a las dos naturale­ zas, sólo podía expresar el principio único de las dos naturale­ zas en la persona dcl Dios-Logos. Sin embargo, el Concilio no delimitó rigurosamente ambos conceptos (no dio una defini­ ción). Esto tendría consecuencias posteriormente. El Concilio se limitó a confesar un Cristo único y el mismo, el Hijo Unigé­ nito, el Señor, integrado por dos naturalezas, sin mezcla, sin di­ visión, sin cambio y sin separación; aquí la unión no suprime en modo alguno la distinción de las dos naturalezas: éstas se unen para formar una persona y un “ser para sí”, no estando di­ vididas en dos personas. Así, pues, las dos (naturalezas) son ciertamente distintas de la única (el único “ser para sí”); pero no se precisó ulteriormente la diferencia entre lo pcrsonal-hipostático y las dos “naturalezas”. Al menos se debería haber su­ brayado el nuevo sentido abstracto que ahora tenía, a diferencia dcl sentido concreto que tenía hasta entonces, significando la naturaleza individual existente en sí. Por ello no todos los Pa­ dres vieron con claridad esta distinción. En esta ambigüedad está la fuente de las prolongadas discusiones posteriores en tor­ no a la fórmula calccdoncnse. Ésta indica, sin embargo, en qué dirección hay que buscar la unidad en Cristo (en la persona) y la dualidad (en las dos naturalezas). En el símbolo de Calcedonia se encuentra resumido todo lo que, con ayuda de la doctrina estoica sobre el Logos y de las ideas platónicas y aristotélicas, pudo averiguar el pensamiento

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Iiiiniano acerca del misterio inagotable de Jesucristo. Es una in­ terpretación occidental de Cristo, una interpretación realmente correcta, y también por la acción del Espíritu Santo en el Ma­ gisterio de la Iglesia, que es el que adopta la decisión definitiva, infalible.

VIO. Cristo: dos operaciones El punto de vista de los santos Padres aparece ya bien claro < n la repetición que hacen del apolinarismo y del monofisismo. '.an Atanasio, fundándose en Mt 26, 39, enseña expresamente la dualidad de voluntades en Cristo: “Él manifiesta aquí dos vo­ luntades: una humana, que es de la carne, y otra divina, que es de Dios. La voluntad humana, por la debilidad de la carne, pide
La expresión “operación tcándrica” (divino-humana) se en­ cuentra usada por primera vez en una epístola al Pseudo Areop.tgiia (hacia el 500). Los severianos, monofisitas moderados, p.ntiendo de su doctrina básica de que en Cristo no había más que una sola naturaleza compuesta de la divinidad y la humani­

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dad, enseñaron que en Él no tenía lugar más que un solo género de operación divino-humana. También los moncrgetistas habla­ ron de una única operación divino-humana en Cristo, que sería realizada por la naturaleza divina mediante la naturaleza huma­ na, que se suponía puramente pasiva y sin voluntad. Los teólogos ortodoxos del siglo VII aceptaron sin reparos este término de aquel supuesto discípulo de los Apóstoles. San Máximo el Confesor y el Sínodo Lateranense del año 649 salie­ ron expresamente en defensa suya para preservarlo de erróneas interpretaciones por parte de los herejes. Según san Máximo, se pueden distinguir tres clases de operaciones en Cristo:

á) Las operaciones divinas o puramente divinas, que realiza el Logos juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, y por me­ dio de la naturaleza divina; como son, por ejemplo, la creación, la conservación y el gobierno dcl mundo. b) Las operaciones humanas, que realiza el Logos como principium quod por medio de la naturaleza humana, tales, por ejemplo, como ver, oír, comer, beber, sufrir, morir. En cuanto estas operaciones son actos humanos de una Persona divina, pueden ser designados como teándricos en sentido amplio.

c) Las operaciones mixtas, que realiza el Logos como prin­ cipium quod, por medio de la naturaleza divina pero valiéndose de la naturaleza humana como de instrumento; tales son, por ejemplo, el curar milagrosamente a los enfermos por medio de algún contacto o por la palabra. Si pensamos con más exacti­ tud, las operaciones mixtas son dos operaciones distintas: úna divina y otra humana, que cooperan en la producción de un mismo efecto determinado. Esta clase de operaciones suelen re­ cibir el nombre de tcándricas o divino-humanas en sentido es­ tricto. Las expresiones caro deificata, voluntas deificata, no significan que la naturaleza humana se transforme en la divina,

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que la voluntad humana lo haga en la divina, ni tampoco que mullas se fusionen, sino únicamente quieren decir que la natui.ilcza humana o la voluntad humana son asumidas por la hi(lósiasis del Logos-Dios.

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III. La redención Ya desde muy pronto se abrió paso en la teología cristiana la nIra de que “desde antes del tiempo” estaba en Cristo, abierta a h >'. hombres, la esperanza de la vida y de la salvación, y que a i ia perspectiva se debe propiamente el que el género humano hava continuado existiendo. Fue, sobre todo, Atanasio quien, mu su distinción entre realización y preparación de la redeni mu, hizo posible la comprensión teológica de nuestro tema: i a gracia traída por el Redentor ha aparecido hace poco, pero ■ i- preparó antes de que existiéramos, o mejor, antes de la crea. mu del mundo.” En esta misma línea va la idea de Agustín: el genero humano ha sido objeto de envíos invisibles, ya antes de >|im* tuvieran lugar el envío visible del Hijo y el don del Espíritu m Pentecostés. La conciencia creyente de que la redención tu­ vo una eficacia anticipada, se intensificó notablemente con la nica iniciada por Ireneo y elaborada por los alejandrinos: el géncio humano fue objeto de un proceso continuado de educación hacia Cristo. Clemente apunta que Dios, por medio de la filoso­ fía, entabló con los griegos una relación semejante a la alianza mosaica. Esto muestra bien a las claras una fuerte disposición paia ver, incluso a la humanidad desprovista de la religión reve­ lada, bajo el signo de la economía divina que todo lo rige.

3.12. Espíritu Santo La elaboración de la pneumatología neotestamentaria se si-

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túa en el proceso de reinterpretación de la escatologfa realizado por la Iglesia primitiva a raíz de la distinción entre resurrección de Cristo y parusía final. Como hemos visto, la revelación dcl Espíritu parte ya de la Palabra y de la obra de Jesús, y a través de la experiencia dcl Cristo pascual, se va perfeccionando en la experiencia pneumá­ tica de la Iglesia primitiva. Precisamente por esto se puede de­ cir que el Espíritu Santo es la respuesta, registrada por el Nue­ vo Testamento, a la pregunta sobre cómo Jesús es el Señor que vive en la Iglesia, la cual espera su regreso final, y sobre quién lo representa, repitiendo y desarrollando su mensaje y acción en el espacio y en el tiempo a través de esa Iglesia, que resulta así animada con carismas y ministerios, para que pueda conti­ nuar la misión que Cristo ha recibido del Padre, en espera de la segunda venida dcl Señor. Por consiguiente, no se puede afirmar que el Espíritu Santo, como todo el dogma trinitario, sea una invención para salir dcl atolladero de tener que dcscscatologizar el kerigma por culpa dcl retraso de la parusía, realizando un compromiso entre el monoteísmo bíblico y el politeísmo pagano gnóstico. El Espíri­ tu Santo es distinto de Jesús, poseído, revelado y dado por Je­ sús, el cual con Jesús, en cuanto Hijo, y en el Padre y con el Pa­ dre es una sola cosa, un solo Dios, comprendido de esta forma en la fe de la Iglesia, depositaría y custodia dcl misterio de Je­ sús. El Nuevo Testamento, el símbolo bautismal, la praxis litúr­ gica y, sobre todo, la eucaristía ponen al Espíritu Santo junto con el Padre y el Hijo. Esto hizo que los Padres de la Iglesia comprendieran al Espíritu Santo en estrecha relación con la economía profética y sacramental. Operando en la Iglesia, el Espíritu es el que inspiró a los profetas y a los autores de la Es­ critura, y sólo Él puede enseñar cómo deben ser interpretados.

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Pero fue la crisis arriana la que aceleró el proceso de clarifi­ cación dogmática e hizo concentrar intensa y expresamente la atención en la naturaleza y la acción del Espíritu Santo, que se convirtieron así en objeto de controversia. A este propósito po­ demos formular la siguiente reflexión: la salvación proclamada por el cristianismo, en cuanto que es salvación realizada por l nos mismo a través de la encamación, la muerte y la resurrec­ ción de su propio Hijo, representa “aquello mayor que lo cual nuda se puede pensar”. El Concilio de Nicea del año 325 resuelve la crisis arriana. Pero en realidad realiza también un desplazamiento de acento: .il reconocer la plena divinidad y consubstancialidad del Padre v del Hijo, llega prácticamente a dejar en la sombra la dimen­ sión soteriológica, esto es, la teología “económica” tal como se había desarrollado hasta entonces. Afirmando la diferencia ra­ dical entre Dios y el mundo, el concilio impulsaba la reflexión teológica, al considerar de manera especial las relaciones intra< ti vinas según una perspectiva ontológica, sin hacerlas aparecer inmediatamente implicadas en el tema de la historia de la salva­ ción. Ante este planteamiento, la especulación debía preocupar­ se por definir más exactamente la relación existente entre el Espnilu y las otras dos Personas divinas. En consecuencia, hacia el 360, se llega al plantear explícitamente el problema de la di­ vinidad del Espíritu.

La fe en el Hijo no puede existir sin la fe en el Espíritu y vi­ ceversa. Por lógica interna, la herejía que negaba la divinidad del Espíritu acababa negando también la consubstancialidad del Hijo, ya afirmada en Nicea. El Concilio de Constantinopla del (81 definió entonces la divinidad y la personalidad del Espíritu, latificando sus atributos divinos de “Señor” y “dador de vida”, con el derecho consiguiente a la adoración. Se añade que el Es­ píritu Santo procede del Padre para combatir toda la reducción 95

del Espíritu a la condición de criatura del Hijo. Pero no se pre­ cisa la relación entre el Hijo y el Espíritu; laguna que pesará ul­ teriormente en el debate entre Oriente y Occidente. Por su par­ te, el Sínodo romano de 381, celebrado en tiempos del papa Dámaso, anatematiza uria vez más a Arrio y a Eunomio, “que con la misma impiedad, aunque con afirmaciones diversas, di­ cen que el Hijo y el Espíritu son criaturas”, así como a los macedonianos, “que son de la raza de Arrio y no han cambiado de perfidia, sino sólo de nombre”, y afirma: “Por consiguiente, la salvación de los cristianos consiste en que, creyendo en la Tri­ nidad, o sea, en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, y bautizados en ella, creamos sin duda en una sola verdadera di­ vinidad, poder, majestad y substancia.” La gran teología de los Padres capadocios busca una me­ diación entre la exaltación de la trascendencia divina, con la consiguiente especulación sobre la realidad en sí del Dios uno y trino, y la obra de divinización en que está resumida la activi­ dad sotcriológica afirmada por la fe. En este marco queda claro su decidido interés por la pneumatología. La adopción de moti­ vos neoplatónicos los lleva a subrayar el papel del Espíritu co­ mo principio de divinización en el dinamismo dcl retomo a Dios de la criatura. Pero, además, los impulsos de la vida mo­ nástica y de una intensa experiencia espiritual cooperan con la elaboración de su pensamiento.

3.13. La pneumatología oriental La pneumatología de los Padres griegos expresa la concien­ cia clara de una presencia, de una acción personal del Pneuma invisible y poderoso de Dios. Sus fórmulas tienden a represen­ tar los dos movimientos de la economía: el uno descendente, según el cual el Padre nos crea a través del Hijo y nos perfec96

t mna en el Espíritu; el otro ascendente, por el que nosotros da­ mos gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu. El Espíritu es cla­ rimento distinto, en cuanto que es enviado desde arriba y es da­ do a la Iglesia. Precisamente por esto, entra en lo más íntimo de la personalidad nueva de todo bautizado. La suya no es una rnergía desordenada, sino que anima la vida de la Iglesia en el loniexto de la comunidad estructurada en tomo al obispo, así mino en el contexto de la comunidad entregada a la vida espiriiii.il o monástica. La luz del Espíritu se identifica con la misma le. con la inteligencia de la revelación bíblica, y orienta a Dios mino Padre, al Hijo como unigénito y a las consecuencias libei.idiiras en el comportamiento ético, esto es, a la comunión en l.i misma vida divina. La pneumatología de los Padres no es un < .ipíiulo de una teología docta, sino la dimensión necesaria para l.i inteligencia de la fe cristiana: el Espíritu Santo pertenece al • ni a/.ón del mysterium, salutis.

114. La pneumatología de los latinos La pneumatología latina se presenta con una fisonomía pro­ pia desde el principio, aunque no debemos exagerarla ni contra­ ponerla esquemáticamente a la griega. Los latinos intentan desi ulirir los caracteres propios del Espíritu y profundizar el tema de su función santificadora en un intento cada vez más serio de sistematización metódica. El gran iniciador de esta empresa teológica es, sin duda, Tertuliano. En Tertuliano se da cierta ambigüedad cuando, a ve­ ces, parece identificar al Espíritu con la divinidad misma de ( l isto. Por este motivo, los autores latinos intentarán compren­ der mejor lo que es propio del Espíritu. De hecho, el nombre "espíritu”, como se ve en Juan, puede designar a la tercera Per­ sona, pero también la naturaleza de la divinidad. Dios, en cuan­

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to tal, es espíritu. Entonces es espíritu el Padre, lo mismo que el Hijo y el propio Espíritu Santo. Para eliminar la confusión entre el Espíritu Santo y la divinidad se elaboró la temática de la pro­ cesión del Espíritu.

Agustín hereda de la tradición latina la preocupación por salvaguardar la unidad de Dios que se manifiesta en la insepa­ rabilidad de la acción creadora y santificadora de las tres Perso­ nas. Intenta establecer esta tradición sobre bases escriturísticas. Es verdad que el Espíritu es para él “el don de Dios en cuanto dado a aquellos que a través de él aman a Dios”. Pero esto su­ cede en cuanto que en el Espíritu-don el Padre y el Hijo se dan recíprocamente. De esta forma, el Espíritu, don intradivino, es un don hecho a nosotros, en el que se nos da todo bien. El Espí­ ritu Santo es la “comunión”, en cierto sentido “la sociedad del Padre y del Hijo”. No solamente lleva un nombre común al Pa­ dre y al Hijo, el de “Espíritu”, sino que es el Espíritu que proce­ de del Padre “principalmente” y del Hijo en virtud de su gene­ ración del Padre. Precisamente por ser comunión intradivina, el Espíritu es comunión entre Dios y nosotros.

La teología latina, marcada por la influencia agustiniana hasta nuestros días, al caracterizarse cada vez más por una acti­ tud sistemática y especulativa más que histórico-salvífica, ha intentado precisar la naturaleza de la procesión del Espíritu Santo así como la naturaleza de la relación, o sea, lo que es pro­ pio de su Persona en el interior de la Trinidad. Se ha advertido que, mientras que se nos ha revelado la naturaleza de las rela­ ciones que unen y distinguen al Padre y al Hijo, o sea, la pater-. nidad y la filiación, para el Espíritu Santo tenemos solamente la npción común de “procesión” y la idea de “espíritu”, que no expresa de suyo una “oposición relativa” de Personas. Se llega ciertamente a afirmar, en la línea de la analogía psicológica, agustiniana, que el Espíritu procede a modo de amor, pero no

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estamos en condiciones de aclarar la realidad del amor a dife­ rencia de lo que sucede con la inteligencia. La teología latina subraya que el Espíritu actualiza, interiori­ za, realiza la obra de Cristo; en esta dirección se desarrolla so­ bre todo el aspecto cristológico de la acción de la gracia y de los sacramentos, y no se llega a aceptar fácilmente la propiedad y la originalidad dcl Espíritu Santo. Esta tendencia doctrinal explica en parte por qué nunca, fuera dcl tratado sobre la Trini­ dad, la teología latina medieval y moderna no suele dedicar un tratado aparte a todo lo que se refiere a la pneumatología, la cual queda dispersa en toda la exposición de la doctrina de la fe. Sólo el tema de la inhabitación de la Trinidad, apropiada al Espíritu Santo como alma de la Iglesia, ha recibido un trata­ miento sistemático. La fuente y el dador de las energías divinas de la Trinidad es precisamente el Espíritu Santo, en el sentido de que toda ener­ gía viene dcl Padre y es dada al Hijo en el Espíritu Santo. Este proceso es la economía. En rigor, pues, la teología ortodoxa in­ cluye una pneumatología como región autónoma dcl discurso teológico: reflexiona sobre el Espíritu dentro del único temr. tri­ nitario. Siguiendo la tradición patrística griega, se parte de la Persona del Padre; el Hijo y el Espíritu se contemplan en su procesión dcl Padre. El Espíritu aparece entonces como el des­ bordamiento dcl amor que el Padre manifiesta en el Hijo, como la revelación de la esencia dcl Hijo, del mismo modo que el Hi­ jo revela la esencia dcl Padre. El modelo de esta representación es la línea: el Espíritu aparece como el extremo del ser y dcl obrar de Dios. A través dcl Espíritu, Dios actúa en el universo y en la historia; esta acción es llamada kénosis, humillación, en analogía con la del Hijo. La kénosis del Espíritu va desde Pen­ tecostés hasta la parusía final y es oculta y misteriosa.

En la evolución de la doctrina sobre el Espíritu Santo, tal 99

como aparece en la historia del dogma, nos encontramos en época primitiva de la Iglesia. Las afirmaciones de la SagradM Escritura sobre el Espíritu Santo nos permiten reconocer su di* vinidad más claramente que su personalidad. El Espíritu Santo se presenta en la revelación a una mirada sin prejuicios, sobro todo como una fuerza por medio de la que el Padre y el Hijo ri* gen la economía de la salvación. Contra lo que sería de suponer lógicamente, en la elaboración teológica de la primitiva Iglesia, la personalidad propia del Espíritu Santo es explicada antes qua su esencia divina. En los símbolos de fe más antiguos aparece claramente como la tercera Persona de la Trinidad, en unión con el Padre y el Hijo. Pero hubo de pasar mucho tiempo hasta llegar a una claridad suficiente en la elaboración teológica es­ peculativa de esta profesión de fe. Los errores del subordinacionismo acerca del Espíritu Santo dominan el campo de la his­ toria con mayor violencia y durante más tiempo que las mismas herejías acerca del Logos. La tercera Persona divina es conside­ rada como un mensajero de Dios. Se la encuentra identificada con el arcángel Gabriel o, junto al Logos, con el querubín de la visión de Isaías. En la época antigua (Tertuliano, Hipólito) este error se apo­ ya en el hecho de que las procesiones intratrinitarias del Logos y del Pncuma son explicadas a partir de la misión del Espíritu Santo en la economía de la salvación. El arrianismo, sobre todo el sostenido por Eunomio, da al subordinacionismo su forma más radical. El Hijo y el Espíritu Santo son considerados como seres creados intermedios entre Dios y el mundo. La divinidad del Espíritu Santo es negada también por Euscbio de Cesárea. Los pncumatómacos (combatidos por Atanasio) conservan el subordinacionismo referido al Espíritu Santo, mientras recono­ cen la igualdad de naturaleza entre el Logos y el Padre, defen­ diendo así una dualidad en lugar de una trinidad en Dios. La

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ipil.ildad de naturaleza entre el Hijo y el Padre es definida en el piiincr Concilio ecuménico de Nicea (en el año 325), al paso i|ii<> la divinidad del Espíritu Santo encuentra su fijación dog­ mática en el primer Concilio de Constantinopla, celebrado el ,in< > 381 contra el macedonianismo.

Aunque estas dos verdades —la personalidad y la divinidad ,1.11 Espíritu Santo— fueron fijadas de modo definitivo en época (dativamente temprana, quedaron pendientes y abiertas a la 111-.elisión teológica posterior dos cuestiones. Una es el problema de la procesión del Espíritu Santo, al que dan diversa respuesta la teología de Oriente y la de Occi­ dente. En realidad, no tiene por qué existir antagonismo entre la i.iimuía que emplea el Oriente (el Espíritu Santo procede del l’.idrc por medio del Hijo) y la que emplea el Occidente (el Esl >i i i tu Santo procede del Padre y del Hijo).

3.15. El Filioque 1 .os Padres latinos prefirieron la fórmula coordinada: ex Pa­ ne et Filio (Filioque), mientras que los Padres griegos escogieinii la subordinada: ex Patre per Filium. Tertuliano usa arabas expresiones, pero explica la fórmula coordinada en el sentido de l.i subordinada. “Afirmo que el Espíritu no procede de otra par­ te sino del Padre por medio del Hijo” (a Patre per Filium). “El tercero es el Espíritu que procede de Dios (del Padre) y del Hijo (
Orígenes enseña, de manera subordinacionista, que “el Espí­ ritu Santo es por orden el primero de todo lo creado por el Padre mediante el Hijo. El Hijo confiere a la hipóstasis del Espíritu Santo no sólo la existencia, sino también la sabiduría, la inteli­ gencia y la justicia”. San Atanasio comenta: “La misma rela­ ción propia que sabemos tiene el Hijo con respecto al Padre, ve­ mos que la tiene el Espíritu con respecto al Hijo. Y así como el Hijo dice: Todo lo que el Padre tiene es mío (Jn 16, 15), de la misma manera hallaremos que todo eso se encuentra también en el Espíritu Santo por medio del Hijo.” San Basilio enseña que “la bondad natural y la santidad física y la dignidad real pasa del Padre al Espíritu por medio del Unigénito”. Los tres capadocios (san Basilio, san Gregorio Nacianceno y san Gregorio Ni­ seno) comparan la_ relaciones de las tres divinas Personas entre sí con los anillos de una cadena. En la base de esta comparación yace la fórmula subordinacionista: “del Padre por el Hijo”.

Dídimo de Alejandría, Epifanio de Salamina y Cirilo de Alejandría usan la fórmula coordinada, aunque no de un modo exclusivo. San Epifanio: “El Espíritu Santo es de la misma sus­ tancia del Padre y del Hijo; del Padre y del Hijo; el tercero se­ gún la denominación” (cf. Dídimo; Cirilo de Alejandría).

San Juan Damasceno impugna que el Espíritu Santo proceda del Hijo, pero enseña que es el Espíritu del Hijo, y que procede del Padre por medio del Hijo. No niega, por tanto, que el Hijo sea también principio, sino solamente que sea principio fontal e ingénito como el Padre. La fórmula coordinada y la subordinada concucrdan en lo esencial, en cuanto que las dos certifican que tanto el Padre co­ mo el Hijo son principio; pero ambas se complementan. Pues, mientras en la primera se pone más de manifiesto la unicidad e indivisibilidad del principio, la segunda insiste con mayor vigor en que el Padre es principio fontal (cf. san Agustín), y en que el

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Hijo, en cambio, en cuanto “Dios es Dios”, es principio deriva­ do, puesto que con la sustancia divina recibe también dcl Padre l.i virtud espiritiva.

San Ignacio de Antioquía aplica a Cristo los siguientes ape­ lativos: “Verbo de Dios”, “pensamiento dcl Padre” “conoci­ miento de Dios”. San Justino compara la generación de Hijo con la producción de la palabra por la razón. Atcnágoras designa al Hijo de Dios como “el pensamiento y la palabra dcl Padre”; san heneo, como “la emanación primogénita del pensamiento dcl Padre”. San Agustín explica la generación divina como acto de autoconocimicnto divino: “Por tanto, como expresándose a sí mismo, el Padre engendró al Verbo igual a sí en todo.”

3.16. Bibliografía AA.VV., Dizionario patrístico e di antichita cristiane (vol. LLI), Marietti, 1983.

< elección “Ichthys” de textos patrióticos (dirigida por P. Luis Glinka, ofm), Buenos Aires, Editorial Lumen;(Ver solapas.) ( entreras, E.-Peña, R., Introducción al estudio de los Padres, Azul, 1991. Kelly, J. N. D., Initiation a la doctrine des Peres de l’Eglise, París, 1968. l’adovese, L., Introduzione alia Teología Patrística, Roma, 1992.

I’rcstige, G. L., Dio nelpensiero dei Padri, Bolonia, 1969.

Trcmblay, R., La manifestation et la visión de Dieu selon S. Irenée de Lyon, Munster, 1978.

Tsirpanlis, C., Introduction to Eastern Patristic Thought and Orthodox Theology, Minnesota, 1991.

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4. IGLESIA

4.1. Iglesia: Cuerpo Místico de Cristo Los escritos que nos legaron los Apóstoles fueron yuxta­ puestos a los del Antiguo Testamento, constituyendo, en unión con ellos, la Sagrada Escritura. Ésta transmite simplemente la realidad de la Iglesia misma, tal como viene dada en el bautis­ mo, en la eucaristía (agapé), en la comunidad de los fieles, en los representantes del ministerio y rectores de la vida de un pueblo que ha sido santificado en su totalidad. La primera teo­ logía c., "liana de la Iglesia es solamente una nueva formulación y expresión de estos datos, y es obra de los rectores de la comu­ nidad, quienes intentan por este medio “edificar” la comunidad. Sólo algunos dirigen toda su atención a combatir las herejías (Irenco, Cipriano, Agustín). Sin embargo, los Padres, aun cuan­ do polemicen, no elaboran una eclesiología propia de teólogos controversistas o apologetas, como sucede en la época de la Contrarreforma. Los Padres son, sobre todo, comentadores de la Sagrada Es­ critura y están hondamente persuadidos de que toda la Escritura habla de -esucristo y de su Iglesia. Su eclesiología se presenta en gran parte como una interpretación de las afi/maciones en las que la Escritura se refiere a la Iglesia, ya se trate de expre­ siones que caracterizan su esencia, tales como “pueblo (de Dios)”, “cuerpo”, “templo”, “casa”, “esposa” {Cantar de los Cantares), “grey”; o de calificaciones simbólicas y figuradas, como “viña”, “Jerusalén-Sión”, “ciudad santa”; o de imágenes evangélicas referidas al Reino de Dios: “campo”, “red”, etc. A ello añaden los Padres toda una tipología que, a veces, se apro­ xima mucho a la alegoría: paraíso, cielo, paloma, Luna, nave, arca, túnica inconsútil y numerosas personas bíblicas (Eva, Ra104

hab, María Magdalena, la Virgen María, etc.). Estas imágenes, cu cuya valoración se utilizan los abundantes medios del sim­ bolismo, expresan el misterio de la Iglesia en cuanto tienen un carácter religioso. En la misma Escritura esas imágenes encicnan ya esta significación; no incluyen tanto una ortología de l is cosas cuanto una afirmación de cómo tenemos que compor­ tamos con Dios. La imagen de la Iglesia, así como la de la Li­ turgia que tienen los Padres, implica una antropología espiri­ tual, una antropología de la imagen de Dios y del combate cspii itual. Es la figura de una Iglesia que ayuna y ora, que es tenta­ da, que hace penitencia, se convierte, que lucha contra el De­ monio y alcanza el punto culminante de su propia realización en los santos, mártires, vírgenes, ascetas y monjes. Este sentido antropológico-espiritual de la Iglesia encuentra su expresión, en gran parte, en un clima influido por el plato­ nismo, como vemos en Cipriano, Hilario, Agustín, Gregorio Magno, de igual modo que en Orígenes y en los Padres griegos. No se trata, desde luego, de tesis platónicas en el sentido estric­ to de la palabra, sino del clima creado por una ortología que piensa dentro del esquema de estratos jeráquicos, en la cual el grado supremo del ser o de la verdad es ideal, espiritual y celcstial, y por ello inmutable y eterno. El arquetipo es celestial. Las realidades sensibles reflejan el orden celeste. La Iglesia es un “símbolo” (en el sentido desarrollado por Platón) en el que se realiza el encuentro de una virtud celestial y su manifestación terrena que se da en el sacramento, en los portadores consagra­ dos del ministerio y en el orden canónico establecido por los concilios. Todas estas realidades de la Iglesia visible son “sa­ cramentos”, representación dinámica de aquello que se realiza desde el Cielo de un modo actual.

Dentro de la misma perspectiva se sitúa la opinión según la cual el misterio de la Iglesia puede realizarse de diversas mane­ 105

ras. Se realiza de un modo puramente superficial en los cristia­ nos “camales”, que sólo participan del aspecto corporal de la Iglesia. Y se realiza hasta lo más profundo, de un modo intensi­ vo y verdadero, en los cristianos “espirituales”, que participan de la existencia de la Iglesia en su forma celestial y verdadera, en su ser cscatológico, en la virtud dcl Espíritu. Muchos textos hablan de la ecclesia sanctorum. Esta visión platonizante se ha­ lla totalmente de acuerdo con la ontología bíblica. Sin embargo, persiste el peligro de sustituir la relación escatológica expresa­ da en la Biblia.

Los conceptos dominantes de la eclesiología patrística y de la imagen de la Iglesia por parte de la Liturgia se encuadran sin dificultad en aquella idea fundamental de Iglesia que es expre­ sada para los Padres en el término ecclesia. Esta palabra significaba, entonces, lo que hoy denominaría­ mos “comunidad de los cristianos”: “Ellos hacen la iglesia: gente reunida y fieles alrededor de su pastor” (Illi sunt ecclesia: plebs sacerdoti adunata et pastori suo grex adhaerens, Cipria­ no). Los Padres, la liturgia y el antiguo Derecho Canónico sa­ ben considerar a los fieles y a los portadores dcl ministerio je­ rárquico en su mutua relación. Tienen ante sus ojos la comuni­ dad de los cristianos bautizados y ungidos que, como tal comu­ nidad, está santificada y ejerce la función litúrgica y que, como un todo, lleva a efecto una maternidad espiritual por medio de la fe, dcl amor, de la oración, de la penitencia y del testimonio. Para Agustín, es sobre todo la ecclesia total conducida a su to­ talidad por medio de la caritas y la unitas la que ejerce el poder de las llaves y perdona los pecados. Para los Padres, la Iglesia es la nueva Eva que brota dcl nuevo Adán (interpretación sim­ bólica de la sangre y el agua que fluyen del costado de Cristo dormido en su muerte).

Los Padres nos han transmitido una serie de precisiones teo­ 106

lógicas que contribuyeron a elaborar el concepto de Iglesia. He­ mos de enumerar entre las principales: la apostolicidad y la su­ cesión apostólica (Ircneo); la importancia del obispo y de la asamblea de obispos (Cipriano); la idea de la unión de la Iglesia con el cosmos (Padres griegos); una teología de la penitencia como presupuesto de una Iglesia del pueblo; la independencia de la Iglesia frente al poder estatal (Ambrosio) y el ideal de la armonía entre los dos poderes, la teología de la coacción y de la espada secular (Agustín, Isidoro); la contribución decisiva de Agustín a la teología del Christus integer (herencia de Ticonio), a la teología de una catolicidad de dimensiones universales, a la doctrina de la validez del sacramento independientemente de la santidad personal del ministro, a la doctrina del carácter sacra­ mental. En Occidente, Gregorio e Isidoro desarrollaron la con­ cepción tradicional en el sentido de una exposición moralista y edificante. Los obispos de Roma, finalmente, subrayaron de un modo especial, desde el siglo III harta el V, aquella marcha de las ideas que contribuyó a dar al papado su plena importancia eclcsiológica: la aplicación de Mt 16, 18 y ss. al obispo de Ro­ ma, en el sentido de una fundamentación de la Iglesia sobre Pe­ dro que pervive en sus sucesores, y la reivindicación de su pre­ rrogativa de caput de la Iglesia como Corpus Christi, lo cual meluye el privilegio del Magisterio y la jurisdicción. Con León Magno, muerto en 461, esta teología ha llegado ya a su corona­ ción.

4.2. La Iglesia católica El título “Iglesia católica” lo emplea por vez primera san Ig­ nacio de Antioquía: “Donde está Jesús, allí está la Iglesia cató­ lica.” En el Martyrium Polycarpi aparece cuatro veces este títu­ lo, tres de ellas con la misma significación de “Iglesia univer­

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sal” esparcida por todo el mundo con que lo emplea san Igna­ cio, y otra vez con la significación de “Iglesia ortodoxa”. Desde fines del siglo II, esta expresión se encuentra a menudo en am­ bas acepciones, que de hecho vienen a coincidir (Canon Muratori, Tertuliano, san Cipriano). En el Símbolo, el atributo “cató­ lico” (referido a la Iglesia) aparece por vez primera en las fór­ mulas orientales (san Cirilo de Jerusalén, san Epifanio, símbolo niceno-constantinopolitano). San Cirilo de Jerusalén interpreta la catolicidad de la Iglesia no sólo como la universalidad de su extensión por el mundo, sino también como la de la doctrina que predica, la de las clases sociales que conduce al culto de Dios, la de la remisión de los pecados que otorga y la de las vir­ tudes que posee. Por todas estas propiedades se diferencia la verdadera Iglesia de Cristo de las asambleas de los herejes. Por esta razón, san Cirilo considera “Iglesia católica” como nombre propio de esta santa Iglesia, madre de todos nosotros y esposa de nuestro Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios”. San Agustín toma principalmente el atributo de “católica” en el sen­ tido de la universal extensión por la Tierra de que goza la Igle­ sia. Recorre las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento pa­ ra probar que esa catolicidad externa es un rasgo esencial y ca­ racterístico de la verdadera Iglesia de Cristo.

4.3. La fe apostólica Entre los santos Padres, fueron principalmente san Irenco y Tertuliano quienes hicieron valer el principio de la apostolicidad de la Iglesia en su lucha contra los errores gnósticos. Hacen hincapié en que la Iglesia católica ha ¡ecibido su doctrina de los Apóstoles y en que la ininterrumpida sucesión de los obispos la ha conservado pura, mientras que las herejías son de origen postapostólico; e incluso algunas que se remontan al tiempo de 108

los Apóstoles son, de todos modos, ajenas a las enseñanzas de éstos y no tienen en ellos su origen. San Ireneo nos ofrece la más antigua lista de los obispos de Roma.

4.4. La salvación en la Iglesia Es convicción unánime de los Padres que fuera de la Iglesia es posible conseguir la salvación. Este principio no sola­ mente se aplicaba con respecto a los paganos, sino también en relación con los herejes y cismáticos. San Irenco enseña: “En la operación del Espíritu no tienen participación todos aquellos que no corren a la Iglesia, sino que se defraudan a sí mismos privándose de la vida por su mala doctrina y su pésima conduc­ ía. Porque donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí están la Iglecia y todas las gracias.” Orígenes enuncia formalmente esta proposición: “Fuera de la Iglesia ninguno se salva”; y de manera parecida se expresa san Cipriano: “Fuera de la Iglesia no hay salvación.” Los santos Padres (v.g., Cipriano, Jerónimo, Agustín, Fulgen­ cio) ven en el Antiguo Testamento algunos tipos que significan cspiritualmente la necesidad de pertenecer a la Iglesia. Tales son, entre otros, el Arca de Noé para escapar al diluvio y la ca­ sa de Rahab (Jos 2,18 y ss.). La expresión práctica de esa fe de la Iglesia primitiva en la necesidad de pertenecer a la Iglesia para alcanzar la salvación, la tenemos en el extraordinario celo misional que desplegaba, en su prontitud para sufrir el martirio y en su lucha contra la herejía. do

Junto a esta fuerte insistencia en la necesidad de pertenecer a la Iglesia para conseguir la salvación, es comprensible que só­ lo tímidamente apunte el pensamiento de la posibilidad que tie­ nen de salvarse los que están fuera de la misma. San Ambrosio y san Agustín afirman que los catecúmenos que mueren antes

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de recibir el bautismo pueden conseguir la salvación por su de­ seo del bautismo, por su fe, y por la penitencia de su corazón. En cambio, Gcnadio de Marsella niega tal posibilidad si se ex­ ceptúa el caso dcl martirio. San Agustín distingue de hecho, aunque no lo hace con estas palabras expresas, entre los herejes materiales y los formales. A los primeros no los cuenta entre los herejes propiamente tales. Según parece, juzga que la posi­ bilidad que tienen de salvarse es distinta de la que tienen los herejes propiamente dichos.

4.5. Autoridad de la Iglesia En la Sagrada Escritura, Jesús se nos presenta como posee­ dor de una autoridad (exoysiá) singular: “Les enseñaba con au­ toridad” (Mt 7, 29), es decir, no fundado en las opiniones de los rabinos, sino como legislador divino, con plena independencia.

La autoridad de Cristo no debe entenderse como un legado que el Padre le confiriera en determinado momento de su vida. Él la posee desde siempre, pues en todo Cristo es Él mismo, en la manifestación dcl misterio de su Padre. Su misión no es obrar separado de su ser. La misión revela quien es Él, y Él se define por la misión.

Jesús escoge a los Doce y los asocia a su obra. Pasando de los Doce a los Apóstoles, se comprueba que la autoridad que Jesús les atribuye: “Quien a vosotros escucha, a mí me escu­ cha” (Le 10, 16 y ss.), no se define de modo jurídico, sino que es esencialmente doctrinaria, fundada sobre el testimonio. En efecto, a cada discípulo de Cristo, o sea, a “todos los que lo re­ cibieron, diolcs el poder {exoysiá) de ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). En la comunidad cristiana, todos pueden participar de esta autoridad, que no se concentra en las personas que ocupan al­ gún cargo de gobierno. Todo cristiano recibe, en el testimonio 110

de Cristo, por el hecho mismo de dar testimonio, la autoridad que Ic viene por ser hijo en el Hijo de Dios.

4.6. La autoridad en san Clemente de Roma En la introducción de su carta a los corintios, san Gemente Romano llama a la comunidad de Corinto, como su propia igle­ sia, “Iglesia de Dios”. Declara que los cristianos dé estas dos localidades forman una comunidad, no en nombre de Pedro, de Pablo o de Clemente o de otro personaje humano. Ellas son la Iglesia de Dios. Sus fundamentos no son meramente tempora­ les, sino que ella, inserta en el tiempo, busca ser algo mucho más radical: ser, en la visibilidad histórica, la manifestación de la voluntad de Dios. Como lo dirá Clemente, como desdoblan­ do el término “Iglesia de Dios”, iglesia que peregrina en Corin­ to: “a los escogidos santificados según la voluntad de Dios”. La Iglesia tiene, pues, como elemento constitutivo, el llama­ de Dios, llamado que es la forma encamada de su voluntad: llamado dirigido a los hombres, quienes, al responderlo, se con­ figuran como elegidos de Dios.

do

De esta unión mutua en Dios nace el imperativo de la reali­ zación de la voluntad de Dios, imperativo que se dirige a cada individuo y a los individuos entre sí. En la relación con sus her­ manos, el cristiano ausculta la voluntad divina. Así, en la co­ munidad cristiana, todos reciben, a través de ella, el derecho y la posibilidad de buscar la santidad. Por esto podemos decir: “Nadie podrá considerarse dueño de la comunidad, por cuanto de ella nace la autoridad como exigencia del mismo Dios, para exhortar a los hermanos, para impulsarlos a realizar todas las obras de santidad.” En el ejercicio de la autoridad, sin embargo, existen funcio-

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nes diversas, que son esenciales a la vida de la Iglesia. No es que estas funciones agoten la autoridad, pues ella está presente en todos los miembros de la comunidad. Las funciones son ex­ presiones de la autoridad, en cuanto ésta radica en el testimonio de Cristo, y se concreta en el servicio a los hermanos. Entre estas funciones, san Clemente destaca las de los obis­ pos-presbíteros. Ésta fue transmitida por Cristo a los Apóstoles, en cuanto Él es el enviado de Dios. Los Apóstoles, a su vez, “establecieron a los arriba mencionados (obispos), y les dieron además, instrucciones, en el sentido de que, después de su muerte, otros hombres de probada virtud les sucediesen en su ministerio”. Configúrase así lo que se llamará la teología del envío.

El envío tiene su origen en Dios, de manera que la Iglesia puede captar en sí misma la existencia de funciones que expre­ san una autoridad, cuya fuente absoluta es Dios. Pero podría caerse en el peligro de reducir la autoridad a estas funciones, hasta el punto de personificarla en la persona de sus represen­ tantes. En esta forma, disminuirá la autoridad en la Iglesia, con el consecuente aumento del poder de dominación.

4.7. La autoridad en san Ignacio de Antioquía San Ignacio caracteriza la Iglesia por la unidad y por el amor. En la epístola a los efesios, escribe: “Pues bien, si en tan corto tiempo tuve tal intimidad con vuestro obispo, no en senti­ do humano sino espiritual, cuánto más debo felicitaros por estar tan profundamente unidos a él, como la Iglesia a Jesucristo y como Jesucristo al Padre, para que todas las cosas marchen en sintonía en la unidad.”

El obispo será signo e instrumento de esta unidad en la cari­

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dad. Él es todo esto, en la medida en que guarda el silencio. Ésie, dice Ignacio, es más importante que su palabra: “Y cuanto más alguien se da cuenta que el obispo calla, más debe respe­ tarlo.” Pero ¿qué es este silencio? El silencio designa el misteiio mismo de Dios. Existe un solo Dios, que se manifiesta por Jesucristo, su Hijo, su Palabra salida del silencio, quien en todo agradó a Aquel que lo envió. Los hombres, al aceptar a Cristo, penetran en su misterio, penetran en el mismo silencio de Dios: "Quien realmente posee la Palabra de Jesús puede escucharlo (al obispo) en silencio; para ser perfecto, para actuar por lo que habla y ser agradecido por lo que calla.” Viviendo este silencio, el obispo se pone en íntima comu­ nión con las demás Iglesias, y se hace revelador de Dios. La unión con las demás Iglesias no se entiende, según Ignacio, co­ mo una simple igualdad de estructuras o formulaciones doctri­ nales, sino que es participación de todas ellas en el misterio de I )ios, revelado por Cristo, del cual las estructuras y formulacio­ nes son signos evocativos. El obispo es quien lee en éstas la ri­ queza gratuita e inagotable de Dios, invitando a la Iglesia al lestín del encuentro de la libertad y de la verdad. Esta invita­ ción es el llamado del silencio del obispo a hacerse eco dcl cucstionamiento de toda realidad, conducida a su fuente origi­ nal, Dios, gracias a la cual le es concedida la posibilidad de ser. l'n esta relación de dependencia de toda realidad con su fuente, la autoridad encuentra su total y radical limitación: fundada en el misterio de Dios, se ordena a la edificación de la Iglesia de Dios, que se concreta aquí y allá. En otras palabras, la autori­ dad sólo existe en cuanto mantiene esta relación de dependen­ cia con su fuente-Dios, cuya expresión es la obediencia a su vo­ luntad.

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4.8. Autoridad y crecimiento de la comunidad La autoridad no está, pues, centrada en ningún miembro de la comunidad, ni en ninguna Iglesia determinada. La Iglesia de Roma, que “preside la caridad”, se erige como signo de unidad de la Iglesia universal, al reconocer en las diversas Iglesias, en expresiones diferentes, el misterio de Dios. En la diversidad de las Iglesias esparcidas por el Imperio Romano, la Iglesia de Ro­ ma tiene la función de promover la comunión y la caridad, al mismo tiempo que las otras Iglesias son convocadas por ella, para que en ella encuentren, por medio de la comunión, la fide­ lidad a Cristo y a su mensaje.

Se corre el riesgo de comprenderla unidad como igualdad, y la obediencia como dependencia y sumisión. Fue lo que aconte­ ció con ocasión de la querella pascual, en la que, como ya vi­ mos, el papa Víctor quería que la Iglesia de Asia Menor se con­ formara con las mismas costumbres de la Iglesia de Roma. Gra­ cias a la intervención de san Irenco, se reavivó en la Iglesia la idea de que la diversidad de ritos y costumbres, en lugar de quebrar la unidad, es la prueba de la unidad de fe en la Iglesia. A nivel comunitario, la autoridad se entiende como un cre­ cer constante en Dios. Haciendo el camino de la vida en el cre­ cimiento de sí mismo en Dios, surge la autoridad en cada uno. San Ircneo, al hablar del hombre, acentúa precisamente como esencial a éste la dimensión del “progreso”. El hombre, siendo criatura e imperfecto, alcanza su estado de perfección y madu­ rez por la encamación del Hijo de Dios y por el don del Espíri­ tu Santo, que lo conduce a la divinización. Esto significa que, al principio, el hombre no fue creado perfecto, pues si así lo hu­ biera sido, habría sido igual a Dios.

La autoridad (exoysiá) no es algo extrínseco al cristiano; se funda en su condición de testigo del Cristo resucitado. Este tes-

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nnionio no es una realidad adquirida de una vez para siempre, sino un caminar en el crecimiento del misterio de su vida es­ condida en Dios. La autoridad no se confunde con el poder de dominación, en el que todo se coloca bajo el dominio del “yo”, v el “principio de la razón” aparece como el “principio supre­ mo”, sin espacio para el Misterio. La autoridad y la obediencia se transforman en servicio total. Así se comprenden las pala­ bras del Evangelio: “El que quiera llegar a ser grande entre vo­ sotros, será vuestro servidor” (Mt 20, 26), o aquel otro: “El ma­ yor entre vosotros sea como el menor y el que manda, como el que sirve” (Le 22, 26). No sin razón, la nueva comunidad se llamará “fraternidad”. Todos tendrán como actitud fundamental el mandato del Señor: “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lava­ do los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13,14). Todos se considerarán siervos unos de otros.

4.9. Autoridad de Pedro Los Padres, de acuerdo con la promesa bíblica del primado, dan testimonio de que la Iglesia está edificada sobre Pedro y re­ conocen la primacía de éste sobre todos los demás Apóstoles. Tertuliano dice de la Iglesia: “Fue edificada sobre él.” San Ci­ priano dice, refiriéndose a Mt 16, 18 y ss.: “Sobre uno edifica la Iglesia.” Clemente de Alejandría llama a san Pedro “el elegi­ do, el escogido, el primero entre los discípulos, el único por el cual, además de por sí mismo, pagó tributo el Señor”. San Ciri­ lo de Jerusalén lo llama “el sumo y príncipe de los Apóstoles”. Según san León Magno, “Pedro fue el único escogido entre to­ do el mundo para ser la cabeza de todos los pueblos llamados, de todos los apóstoles y de todos los padres de la Iglesia”.

En su lucha contra el arrianismo, muchos Padres interpretan la roca sobre la cual el Señor edificó su Iglesia como la fe en la 115

divinidad de Cristo, que san Pedro confesara, pero sin excluir por eso la relación de esa fe con la persona de Pedro, relación que se indica claramente en el texto sagrado. La fe de Pedro fue la razón de que Cristo lo destinara para ser fundamento sobre el cual habría de edificar su Iglesia.

4.10. Pedro en Roma La estancia de san Pedro en Roma está indicada en 1 P 5, 13: “Os saluda la Iglesia de Babilonia, partícipe de vuestra elección” (Babilonia es una designación simbólica de Roma); la indican también san Clemente Romano, quien cita a los apóstoles Pedro y Pablo entre las víctimas de la persecución de Nerón, y san Ignacio de Antioquía, que escribe a los cristianos de Roma: “No os mando yo como Pedro y Pablo.” Dan testi­ monio expreso de la actividad de san Pedro en Roma: el obispo Dionisio de Corinto, hacia el año 170 (Eusebio, san Irenco de Lyon), el escritor romano Gayo durante el pontificado de Ceferino; Dionisio, Cayo y Tertuliano mencionan también el marti­ rio de Pedro en Roma. Cayo sabe indicamos con exactitud el lugar donde está el sepulcro de los Apóstoles: “Yo puedo mos­ trar los trofeos de los Apóstoles. Si quieres ir al Vaticano o a la Vía Ostiense, encontrarás los trofeos de los Apóstoles que han fundado esta Iglesia” (Eusebio). Ningún otro lugar fuera de Ro­ ma ha tenido jamás la pretensión de poseer el sepulcro de san Pedro.

4.11. Primado del obispo de Roma La doctrina sobre el primado de los obispos de Roma, igual que otras doctrinas e instituciones eclesiásticas, ha seguido el curso de una evolución por la cual se fueron conociendo con

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más claridad y desarrollándose con mayor abundancia los fun­ damentos existentes en el Evangelio. Desde fines del siglo apa­ recen indicios claros de la persuasión que los obispos romanos tienen de poseer el primado y de su reconocimiento por las de­ más Iglesias. San Clemente Romano, en nombre de la comuni­ dad romana, envía una carta a la comunidad de Corinto en la que se nota el sentimiento de responsabilidad por toda la Igle­ sia; en ella exhorta con autoridad a los revoltosos, a que se so­ metan a los presbíteros y hagan penitencia. Sin embargo, la car­ ta no contiene la doctrina del primado, es decir, una invocación explícita de la preeminencia de la Iglesia romana, ni toma me­ didas jurídicas. San Ignacio de Antioquía destaca a la comuni­ dad romana por encima de todas las otras comunidades a las que escribe, ya por la misma fórmula solemne con que encabe­ za su epístola a los romanos. Dos veces dice que esta comuni­ dad tiene la presidencia, idea que expresa la relación <«e supraordinación y subordinación: “... la cual tiene la presidencia en el lugar del territorio de los romanos”; “presidenta de la cari­ dad”. San Ircneo designa la “Iglesia fundada en Roma por los dos gloriosos apóstoles Pedro y Pablo” como “la mayor, más antigua y más famosa de todas las Iglesias”, y le concede ex­ presamente la primacía por encima de todas las otras. Si se quiere conocer la verdadera fe, basta examinar la doctrina de esta sola iglesia, tal como es conservada por la sucesión de sus obispos. “Porque con esta Iglesia, a causa de su preeminencia especial, tiene que concordar toda la Iglesia, es decir, los fieles de todo el mundo; pues en ella se ha conservado siempre la su­ cesión apostólica por aquellos que son de todas partes” (o “pre­ servándola de aquellos que vienen de todas partes”, es decir, de los herejes). Hacia la mitad del siglo II llegó a Roma el obispo Policarpo de Esmima para tratar con el papa Aniceto (154-165) sobre la fijación de la fecha para la celebración de la Pascua

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(Eusebio). El obispo Policrates de Éfeso trató acerca de la cues­ tión de la Pascua con el papa Víctor I (189-199), el cual amena­ zó a las comunidades de Asia Menor con excluirlas de la comu­ nión católica por su persistencia en la práctica cuatuordccimana. Hegcsipo llegó a Roma, cuando era papa Aniceto, para co­ nocer la verdadera tradición de la fe. Tertuliano reconoce la autoridad doctrinal de Roma: “Si es­ tás cercano a Italia, tienes a Roma, donde está pronta también para nosotros (en África) la autoridad doctrinal.” Siendo ya montañista, declaró el poder de atar y desatar, concedido a san Pedro, como una mera distinción personal del Apóstol. San Ci­ priano de Cartago da testimonio de la preeminencia de la Igle­ sia romana, pues la llama “madre y raíz de la Iglesia católica”, “lugar de Pedro”, “cátedra de Pedro” e “Iglesia principal, por la que tiene principio la unidad entre los obispos”. Pero su grave desacuerdo con el papa Esteban I acerca de los herejes que en­ traban en el seno de la Iglesia católica, y que san Cipriano que­ ría bautizar de nuevo mientras que aquél lo prohibía, muestra, no obstante, que el santo no había logrado una clara inteligen­ cia sobre el ámbito de la autoridad pontificia. El papa Esteban I, según testimonio del obispo Firmiliano de Cesárea, asegura­ ba “ser el sucesor de san Pedro, sobre el cual se asientan las ba­ ses de la Iglesia” (en Cipriano); este papa amenazó a los obis­ pos de Asia Menor con excluirlos de la comunión eclesiástica (Eusebio).

San Ambrosio dice: “Donde está Pedro, allí está la Iglesia.” San Jerónimo escribe al papa san Dámaso: “Sé que la Iglesia está edificada sobre esta roca.” San Agustín dice que en la Igle­ sia romana ha existido siempre la preeminencia de la sede apostólica. El papa san León I quiere que se vea y se honre en su persona a aquel “en quien se perpetúa la solicitud de todos los pastores con la tutela de las ovejas a él confiadas”. Ante el

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Concilio de Éfeso (431), el legado papal, Felipe, hizo una con­ fesión clara dcl primado del Papa, que perpetúa el primado de Pedro. Los padres del Concilio de Calcedonia (451) acogen la epístola dogmática del papa San León I con la siguiente acla­ mación: “Pedro ha hablado por medio de León.”

4.12. Primado doctrinal de Roma La infalibilidad de la Iglesia romana en la fe presupone la asistencia divina a su obispo, que es el maestro de la fe. San Ci­ priano designa a la Iglesia romana como “cátedra de Pedro”, como “punto de partida de la unidad episcopal”, y ensalza la pureza de su fe. Dice el santo que sus adversarios se esforzaban por obtener el reconocimiento de la Iglesia romana: “No pien­ san que los romanos han sido alabados en su fe por el glorioso testimonio dcl Apóstol (Rm 1, 8), a los cuales no tiene acceso el error en la fe.”

San Jerónimo suplica al papa san Dámaso, poseedor de la cátedra de san Pedro, que decida en una cuestión debatida en Oriente, y hace el siguiente comentario: “Sólo en Vos se con­ serva íntegra la herencia de los Padres.” San Agustín considera como decisivo el dictamen del papa Inocencio I en la contro­ versia pelagiana: “A propósito de este asunto se han enviado a la Sede Apostólica las conclusiones de dos concilios: de ella han venido también rescriptos. La causa está solventada. ¡Ojalá termine también por fin el error!” San Pedro Crisólogo exige a Eutiques que se someta al dictamen del obispo de Roma: “Por­ que el bienaventurado Pedro, que sigue viviendo en su sede episcopal y teniendo la presidencia, ofrece a los que la buscan la fe verdadera” (en san León I).

Desde antiguo se expresa de manera práctica el primado doctrinal del Papa por medio de la condenación de opiniones

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heréticas. Víctor I y San Ceferino que condenó el montañismo. Calixto I excomulgó a Sabelio; Esteban I condenó la repetición del bautismo en la conversión de los herejes; Dionisio salió contra las ideas subordinacionistas del obispo Dionisio de Ale­ jandría; Comelio condenó el novacionismo, Inocencio I el pelagianismo, Celestino I el nestorianismo, León I el monofisismo, Agatón el monotclismo. Otros testimonios en favor del primado doctrinal del Papa son las reglas de fe que impusieron diversos papas a los herejes y cismáticos que volvían a la Iglesia. Es de notar la regla de fe del papa Hormisdas (519), la cual basándo­ se en Mt 16,18 y ss. confiesa expresamente la autoridad infali­ ble del Magisterio pontificio: “En la Sede Apostólica se ha con­ servado siempre inmaculada la religión católica.” Los Padres no hablan expresamente de la infalibilidad ponti­ ficia, pero dan testimonio de la autoridad doctrinal de la Iglesia romana y de su obispo, que ha de servir como norma en toda la Iglesia. San Ignacio de Antioquía tributa a los cristianos de Ro­ ma el elogio de que “están purificados de todo tinte extraño”, es decir, libres de todo error. Refiriéndose tal vez a la carta de san Clemente, dice: “A otros habéis enseñado.” A diferencia de todas sus otras cartas, en la carta a los romanos se guarda de darles instrucción o advertirles algún error. San Ireneo de Lyon confiesa que la fe de la Iglesia romana es norma para toda la Iglesia.

4.13. La Iglesia y el Imperio romano La separación se acentúa con las grandes invasiones germá­ nicas, asiáticas y eslavas. La Iliria, baluarte de la romanidad y escenario de tantos concilios del siglo IV, se desmorona. La lí­ nea de demarcación de ambos bloques cede en 380 ante el ím­ petu de los invasores. Mientras el Oriente, en cierta medida, lo-

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)’ra salir indemne, el Occidente, más vulnerable por la decaden­ cia de sus estructuras, es la presa preferida de los invasores. El ejército es romano sólo de nombre; las tropas están, en su ma­ yoría, integradas por contingentes de bárbaros que defienden el Imperio contra otros bárbaros, y la corrupción y la venalidad circulan libremente por todos los estamentos de la jerarquía. El índice de natalidad es trágicamente negativo y la pobreza es en­ démica.

El cuadro político y económico muestra el agotamiento que paraliza al Occidente, mal defendido e inerme ante las oleadas de las invasiones de los bárbaros, cuyas hordas se suceden a lo largo de todo el siglo V: vándalos, visigodos, francos, alamanes y burgundios irrumpen en Occidente: “Las Galias todas arden como una antorcha.” Los visigodos saquean Roma en 410. Lo que parece ser el fin del mundo, no pasa de ser el fin de un mundo, el fin de una conquista. San Agustín meditará sobre este acontecimiento en la Ciudad de Dios. Los vándalos atraviesan la península ibéri­ ca, se establecen en el África proconsular y asedian Hipona, donde Agustín agoniza. El último emperador de Occidente, Rómulo Augústulo, será depuesto en 476. La mayor parte de los invasores, visigodos, y vándalos, son amaños. Nadie se pregunta por qué. Superada la desorientación inicial al verse atacada por la espalda por los godos de Wulfila, la Iglesia de Occidente, vinculada a la romanidad, más devota de la acción que de la especulación, descubre en la evangelización una nueva senda y una renovada expansión.

La mayor parte de los escritos cristianos occidentales de esta época creen firmemente en la perennidad de la Ciudad Eterna y celebran la Romanía, palabra que comparece en Orosio en el momento en que la civilización romana se sentía amenazada

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por todos los flancos. La gente de provincias, como Jerónimo y Agustín, Orosio de España y, con mayor razón, el romano Am­ brosio, se sienten deslumbrados por el prestigio de Roma. El obispo de Milán admira y celebra el Imperio, que ha alejado las guerras, ha reunido los pueblos y ha favorecido la evangelización. La función providencial de Roma en la obra de difusión dcl Evangelio es motivo conductor de toda la apologética del siglo IV y resuena aún en León Magno. Ambrosio no puede ni siquiera imaginar que Roma pueda caer, incluso cuando la tempestad amenaza ya en el horizonte. Que no favorece la reintegración de los arrianos en la oikumene. Prudencio propina otra dosis y se enfrenta al pesimismo de Símaco. La victoria de Alarico en 410 adquiere proporciones apoca­ lípticas. Quid salvum est si Roma perit? Roma, la madre de to­ da la civilización, la creadora dcl derecho, la señora de los pue­ blos, yace herida y profanada. Todos los enamorados de la Urbe sufren una psicosis de fin dcl mundo.

Jerónimo, conocida la noticia de la caída de Roma, inte­ rrumpe su comentario de Ezequiel: “Mi voz es débil, los sollo­ zos ahogan las palabras. Roma, la ciudad que había conquista­ do el mundo, ha sido conquistada.” La catástrofe que Jerónimo lamenta no es sólo el desmoro­ namiento dcl mundo romano, sino la victoria de los bárbaros, que serán en adelante los nuevos señores.

Cristianos y paganos se interpelan y se acusan mutuamente. Agustín refiere lo que se murmuraba en África. El aconteci­ miento nos ha deparado, sin embargo, una de las obras más prestigiosas de Agustín, la que la posteridad copiará con mayor fervor, y que no dejará de comentar, sobre todo, en los momen­ tos trágicos.

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Más grave que la estrechez de miras políticas de Prudencio, que celebra “el mundo devuelto a la unidad de la paz romana”, y no percibe el clamor de los invasores, es el desprecio que siente por los bárbaros: “Más distan de los romanos —sostie­ ne— que los cuadrúpedos de los bípedos.” Orosio, que admira no menos la Romanía, se muestra menos severo con los bárba­ ros, que, en su opinión, son susceptibles de mejora. Aún más, cree llegada la ocasión propicia para su evangelización. Un siglo después, Sidonio Apolinar, obispo de Clcrmont-Fcrrand, en una provincia que ha pasado ya a los visigodos, inca­ paz de leer en los acontecimientos, persiste en cantar las ala­ banzas de la Roma eterna y se muestra alérgico a los burgundios, a los que reprocha su olor a ajo. Para todos estos nostálgi­ cos, “el hedor que despiden los bárbaros es el hedor mismo del Infierno”. No todos los escritores cristianos comparten el mismo pare­ cer. Ya los oráculos sibilinos y Tertuliano habían manifestado sus reservas. Testigo de las invasiones, Amobio el Joven no cree en la perennidad de Roma. Virulento y lúcido, Salviano de Marsella se distancia del Imperio y cree llegada la hora de la purificación. Convencido de que Roma no monopoliza los des­ velos divinos, sostiene que la llegada de los bárbaros es provi­ dencial para la historia de la salvación. Durante el siglo V se asiste a un cambio de rumbo: la evolu­ ción de los acontecimientos induce a disociar la Iglesia de la Romanía, a romper la solidaridad con un Imperio a la deriva y a orientarse hacia los nuevos horizontes que las invasiones abren a la misión evangelizadora de la Iglesia.

Cuando Teodosio llega a Milán, el obispo le niega el acceso al coro y lo acomoda en la nave del templo con los fieles, según refiere Teodoreto. El episodio, legendario o auténtico, permite,

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en todo caso, medir el progresivo alejamiento de Occidente, en el orden político, de la tradición bizantina, frente a la que va ra­ tificando su emancipación. Ambrosio orienta sus esfuerzos a proteger a la Iglesia de toda injerencia indiscreta del Estado y a imponer al poder civil el respeto de la ley moral; mas busca, asimismo, entablar una estrecha colaboración entre ambos po­ deres.

San Agustín establece con más rigor que ningún otro Padre la distinción entre las dos ciudades. Su ideal es un Estado cris­ tiano, en el que la verdadera fe reine en la tranquilidad del or­ den, prenda de la felicidad de todos. Los acontecimientos le ha­ rán ver que este ideal trasciende los reinos y las ciudades terres­ tres. La Iglesia intensifica su expansión y su progreso en Occi­ dente durante los siglos IV y V. El área cultural se amplía, crece en profundidad y en variedad. La diferencia entre el siglo III y los siguientes es sorprendente. El norte de África, latino en su expresión cristiana desde el 180, despliega todo su esplendor en la figura incomparable del obispo de Hipona. La invasión de los vándalos provoca el re­ pliegue de los cristianos hacia el continente europeo; el monje Donato se establece en Arcavica (Cuenca) con sus monjes y su biblioteca (Ildefonso); los obispos africanos, obligados a huir, se refugian en Ccrdeña y Nápoles, poniendo a salvo los archi­ vos de sus iglesias y los manuscritos de Agustín.

La Iglesia de Roma se latiniza durante el siglo IV. Italia se impone con figuras como Ambrosio, sin olvidar a Eusebio de Vercelli, Lucífero de Cagliari, Zcnón de Verona, Filastrio de Brescia, Rufino de Aquileya y Juliano de Eclana, León Magno y, en la generación siguiente, Máximo de Turín y Pedro Crisólogo de Rávena, Gregorio Magno.

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4.14. Estado e Iglesia El cristianismo, nacido en Oriente, se difunde, ante todo, en el ámbito del Imperio romano, cuyas fronteras apenas supera. Partiendo de Jerusalén, el mensaje evangélico recorre, en senti­ do inverso, el itinerario de las legiones y echa raíces en Roma, para irradiar desde allí, sobre el Occidente y el mundo entero, la Buena Nueva. Al principio, la Iglesia es tratada como una extraña, e inclu­ so perseguida. El siglo IV se inaugura con la persecución de Diocleciano, una de las más sanguinarias, y se clausura con la legislación de Teodosio, que desplaza la religión romana en fa­ vor de la cristiana. La reconciliación y luego la alianza entre los dos poderes dominan toda la historia de los siglos IV y V; que­ dan así uno y otro comprometidos en un destino común, y de forma aún más clara en Occidente.

Los acontecimientos políticos de los años 325 al 451 consti­ tuyen la trama de fondo dcl desarrollo de una Iglesia que poco a poco va adquiriendo rango oficial. La victoria del puente Milvio confiere a Constantino el dominio de Occidente. Doce años más tarde, el 324, con la victoria de Adrianópolis, asienta su se­ ñorío sobre Oriente y Occidente, y la fundación de Constantinopla, puente y bisagra entre los dos mundos, simboliza y con­ sagra su unidad.

Unidad ficticia y efímera, desgarrada ya a la muerte de Constantino por la repartición del Imperio entre sus tres hijos, restablecida luego por Constancio y más tarde por Juliano el Apóstata. El primero, protector dcl arrianismo, atenta contra la unidad de la Iglesia; mientras el segundo, en un intento deses­ perado, trata de restablecer el paganismo declinante. Pocos años más tarde, Teodosio, confiere a la religión cristiana, “dada

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a los romanos por el apóstol Pedro”, el rango de religión del Estado y proscribe el culto pagano.

Desde la abdicación de Diocleciano a la muerte de Teodosio, el Imperio permaneció unido, bajo la autoridad de un mis­ mo soberano, sólo veintidós años y algunos meses. Con los hi­ jos de Teodosio, las dos partes del Imperio se separan y se ene­ mistan. La unidad será restablecida, sólo de forma provisoria y por cuatro meses, el año 423. El destino común de Oriente y Occidente fue frágil y preca­ rio, pues bajo él latían antagonismos demasiado profundos para que pudiera ser duradero. En un principio sirvió a la expanfón de la Iglesia y a su penetración en Occidente; luego, la disloca­ ción de las dos mitades del universo cristiano durante el siglo IV, y, sobre todo, durante el siglo V, afectará profundamente a la unam sanctam. Oriente y Occidente se diferencian y se di­ versifican,

En general, los Padres latinos se muestran más sensibles a la simbiosis entre Iglesia y Estado que los griegos. En Jerónimo y Agustín, la caída de Roma asume proporciones apocalípticas; mas uno y otro no son, ni con mucho, toda la Iglesia; e incluso el mismo Agustín, aunque las dos ciudades aparezcan mezcla­ das a sus ojos, en las mismas desventuras de Roma percibe que son fundamentalmente independientes. La paz inaugurada por Constantino permite a la Iglesia no sólo abandonar la clandestinidad, sino, además, dar forma a su organización y jerarquía, dedicarse a la educación del pueblo cristiano, siempre más numeroso y menos homogéneo; formu­ lar y profundizar el patrimonio de la fe, instaurar la vida mo­ nástica con formas diversas, supeditar a Occidente una versión más fiel de la Biblia y tomar conciencia de su identidad y auto­ nomía.

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Todas estas ventajas pueden inducir a error. Los favores del emperador no siempre eran desinteresados; su munificencia comportaba el peligro de transformar a Cristo en imperator, y los privilegios y exenciones, que comprometían a la Iglesia con un Estado totalitario, podían aislarla de su grey, oprimida por el sistema fiscal. En correspondencia, el poder espiritual se veía forzado a acomodarse a la legislación romana y a orientar su disciplina en beneficio del Estado. Los mismos jefes de la Iglesia, como Silvestre, Osio, Atanasio o Donato, en vez de tutelar la autonomía de ambos poderes, solicitaban o toleraban las intervenciones del emperador. Los recursos al brazo secular de un Firmico Materno nos aturden por su intolerancia. Las víctimas de las intervenciones del po­ der secular no por eso ponen en entredicho el principio de la in­ tromisión del Estado. Se crea una confusión enojosa, de la que ambos poderes sufrirán las consecuencias. La Iglesia se enca­ mina hacia una prueba aún más terrible que las persecuciones: la protección, a menudo gravosa, del Estado; y tanto la crisis donatista como la historia del arrianismo permiten comprobar la exactitud de esta constatación. Los donatistas, arrollados por sus turbas, recurren a las autoridades romanas en busca de se­ guridad o de arbitraje entre los dos candidatos; y las intromisio­ nes del Estado se sucederán a lo largo de todo el cisma africa­ no.

En 405, el emperador Honorio emana edictos que proscriben la secta donatista y decreta penas o conmina el exilio a los re­ calcitrantes. Agustín, partidario en otro tiempo de la tolerancia, se acomoda a la intervención directa del Estado, cuya eficacia fue incontestable, aunque no lo fuera igualmente el principio que la justificaba. El arrianismo penetra en Occidente sólo gracias a la protec­ ción del emperador. Si Constancio no hubiera intervenido, el 127

conflicto, con toda probabilidad, no habría superado los confi­ nes de Oriente. Hilario, figura de primer plano en la controver­ sia, confiesa no haber oído hablar nunca de la fe nicena antes de su exilio. En un panfleto, este intrépido defensor de la orto­ doxia no se limita a censurar las fechorías de los amaños y la complicidad del emperador, sino que denuncia, además, la into­ lerable intromisión del Estado en los asuntos de la Iglesia. “Tú asignas las sedes episcopales a tus partidarios y sustituyes bue­ nos obispos con malos pastores. Encarcelas a los sacerdotes, utilizas tus ejércitos para amilanar a la Iglesia, convocas conci­ lios y fuerzas a la impiedad a los obispos occidentales reunidos en Rímini, tras haberlos atemorizado con amenazas, debilitado con el hambre, aniquilado con el frío y desorientado con menti­ ras.”

4.15. Los obispos En la Iglesia primitiva, además de los Apóstoles, aparecen también, como poseedores de oficios eclesiásticos y poderes je­ rárquicos, los presbíteros, que por su función eran llamados también “obispos” y los diáconos.

El diácono Felipe predica y bautiza (Hch 8, 5 y 38). Los presbíteros de Jerusalén deciden, en unión de los Apóstoles, si obliga o no a los fieles el cumplimiento de la ley del Antiguo Testamento (Hch 15,22 y ss.). Los presbíteros de la comunidad ungían a los enfermos en el nombre del Señor y les concedían el perdón de los pecados (Hch 5,14 y ss.). Estos colaboradores de los Apóstoles eran escogidos por la comunidad, pero reci­ bían su oficio y potestad, no de la comunidad, sino de los Apóstoles: Hch 6, 6 (institución de los siete primeros diáco­ nos); 14, 22 (institución de presbíteros). Los carismáticos, que durante la época apostólica tuvieron parte tan importante en la

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edificación de la Iglesia (cf. 1 Co 12 y 14), no pertenecían a la jerarquía, a no ser que poseyeran al mismo tiempo oficios ecle­ siásticos. San Pablo exige la subordinación de los carismas al oficio apostólico (1 Co 14,26 y ss.).

Un discípulo de los Apóstoles, san Clemente Romano, nos relata lo siguiente a propósito de la transmisión de los poderes jerárquicos por parte de los Apóstoles: “Predicaban por las pro­ vincias y ciudades, y, después de haber probado el espíritu de sus primicias, los constituían en obispos y diáconos de los que habían de creer en el futuro.” “Nuestros Apóstoles sabían por Jesucristo nuestro Señor que surgirían disputas en tomo al car­ go episcopal. Por esta razón, conociéndolo bien de antemano, constituyeron a los que hemos dicho anteriormente, y les dieron el encargo de que a la muerte de ellos les sucedieran en el mi­ nisterio otros varones probados.” San Ignacio de Antioquía da icstimonio, a principios del siglo II, de que a la cabeza de las comunidades de Asia Menor y aun “en los países más remotos” había un solo obispo (monárquico) en cuyas manos estaba todo el gobierno religioso y disciplinario de la comunidad. “Sin el obispo, nadie haga nada de las cosas que corresponden a la Iglesia. Solamente sea considerada como válida aquella euca­ ristía que se celebre por el obispo o por algún delegado suyo. Doquiera se mostrare el obispo, esté allí el pueblo; así como doquiera está Cristo, allí está la Iglesia Católica. No está permitido bautizar sin el obispo ni celebrar el ágape. Más todo lo que él aprueba es agradable a Dios; para que todo lo que se realice sea sólido y legítimo... Quien honra al obispo es honrado por Dios; quien actúa sin el obispo está sirviendo al Diablo.” En toda comunidad existen, además del obispo y por debajo de él, otros ministros: los presbíteros y diáconos.

Según san Justino, mártir, “el que preside a los hermanos” (es decir, el obispo) es quien realiza la Liturgia. San Ireneo con129

sidera la sucesión ininterrumpida de los obispos a partir de los Apóstoles como la garantía más segura de la íntegra tradición de la doctrina católica: “Podemos enumerar los obispos institui­ dos por los Apóstoles y todos los que les han sucedido hasta nosotros.” Pero, como sería muy prolijo enumerar la sucesión apostólica de todas las Iglesias, se limita el santo a señalar la de aquella Iglesia “que es la más notable y antigua y conocida de todos, y que fue fundada y establecida en Roma por los glorio­ sos apóstoles Pedro y Pablo”. Nos refiere la más antigua lista de los obispos de la Iglesia romana, que comienza con los “bie­ naventurados Apóstoles y llega hasta Eleuterio, 12.° sucesor de los Apóstoles.” De san Policarpo nos refiere san Ireneo que fue instituido como obispo de Esmima “por los Apóstoles” (según Tertuliano, por el apóstol san Juan). Tertuliano, lo mismo que san Irineo, funda la verdad de la doctrina católica en la suce­ sión apostólica de los obispos.

4.16. Los concilios ecuménicos Los siglos IV y V fueron pródigos en discusiones teológicas sobre el misterio trinitario y, de manera especial, sobre la Per­ sona de Cristo, su humanidad y divinidad. La controversia arriana, cuyos representantes negaban la divinidad de Cristo, se prolongó durante todo un siglo, y se asoció a la discusión sobre la divinidad del Espíritu Santo. No menos agudo fue también, en el norte de África, el caso de los donatistas, quienes afirma­ ban también que la Iglesia de los santos debía permanecer san­ ta. Afirmaban también que los sacramentos administrados por los traditores, es decir, por los que hubieran entregado las Es­ crituras, cuya posesión había sido prohibida durante la persecu­ ción de Diocleciano, eran inválidos. El pelagianismo, que ase­ guraba que el hombre podía, por su propio esfuerzo, alcanzar la

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salvación, fue seriamente combatido; tuvo, en África del Norte, en el obispo san Agustín, su más fuerte crítico. Todos estos problemas de corte doctrinario, además de tener una profunda repercusión en la vida cristiana, fueron temas centrales de concilios ecuménicos y de concilios regionales y locales. Por lo demás, la idea de concilio no es nueva en la Igle­ sia, ni mucho menos es resultado de la paz entre la Iglesia y el Imperio, o consecuencia de la influencia de Constantino el Grande. Tiene sus raíces en los principios del cristianismo, y ya en el siglo II, frente a la cuestión pascual, el papa Víctor pide a Polícrates, obispo de Esmima, que convoque a todos los obis­ pos de Asia Menor para discutir el asunto.

Sin embargo, frente a las polémicas en tomo a las verdades fundamentales de la fe, fue en los siglos IV y V cuando se su­ cedieron, durante un tiempo no muy largo, los concilios y los sínodos. El primer concilio ecuménico tuvo lugar el año 325, en la ciudad de Nicea, con el objeto de afirmar la fe en Cristo, en cuanto es verdaderamente Dios. La controversia se inicia en Alejandría, por el año 320, con el obispo Alejandro, quien con­ dena las enseñanzas de uno de sus sacerdotes, Arrio, que nega­ ba que Cristo fuera igual al Padre en su naturaleza. La discu­ sión se extendió rápidamente por el Oriente y dividió a la Igle­ sia. El Concilio condenó a Arrio, y empleó el término homoousios para precisar que Cristo es consubstancial al Padre. Si Cristo no es Dios, dirá más tarde san Atanasio, nosotros no nos hemos salvado por Él. La salvación que viene de Cristo exige que lo proclamemos verdadero Dios, pues sólo Dios salva.

En el curso de la discusión arriana posterior, nos encontra­ mos con muchos sínodos, tales como los de Tiro (335), Antio­ quía (339), Milán (355), y algunos otros que se destacan por la

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mayor importancia que tuvieron: el de Sárdica (343), que ase­ gura la ortodoxia de san Atanasio, defensor del Concilio de Ni­ cea, y que se hizo famoso por sus cánones disciplinares, entre ellos el que considera al obispo de Roma como corte de apela­ ción para los obispos acusados en alguna ocasión; el de Alejan­ dría (362), que se esfuerza por reconciliar a los semi-arrianos con los que son fieles a Nicca. El segundo concilio ecuménico se realizó en Constantinopla (381), con la participación de 150 obispos. Los obispos católi­ cos exhortan a los macedonios a que abracen la fe nicena, lo que es reiterado por san Gregorio Nacianccno en el discurso del día de Pentecostés. Los macedonios rechazan el homoousios y abandonan Constantinopla, incluso antes de iniciarse el conci­ lio. Los Padres conciliares reafirman la definición de Nicea y condenan a los herejes: cunomianos, anomeos, arrianos y sabelianos. El Credo de Nicca es reasumido, y se le agrega la defi­ nición del Espíritu Santo consubstancial al Padre y al Hijo. En un comienzo, al Concilio de Constantinopla no se lo consideró ecuménico, ni por su convocación, ni por su celebra­ ción. Los obispos presentes eran todos de Oriente, con excep­ ción de Acolio de Tcsalónica. Sólo será acogido como ecumé­ nico después del Concilio de Calcedonia, que lo asume, refi­ riéndose a él de la misma manera que al de Nicca.

Se suceden algunos sínodos, como el de Aquileya (381); el de Constantinopla (382), en el que los orientales reafirman su fe en el dogma trinitario; el de Roma (382), del cual proviene ciertamente el Decretun Damasi, o sea, la Explanatio fidei, en tres capítulos: del Espíritu Santo, del canon de la Sagrada Es­ critura y del primado del Romano Pontífice. En el siglo V, además de sínodos regionales se celebran dos grandes concilios ecuménicos; el tercer concilio ecuménico se

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reunió en Éfeso (431), y enfrentó la discusión de Nestorio. Éste no admitía que a María se la llamase Madre de Dios (Theotokos), sino simplemente Madre de Cristo (Christotokos). El pro­ blema es fundamentalmente cristológico. Los Padres lo conde­ naron, fundados en la verdad de que Cristo no fue un hombre que se hizo Dios, sino que es Dios, en la Persona dcl Hijo Uni­ génito, que asumió nuestra humanidad en el seno de la Virgen María. El cuarto concilio ecuménico tuvo lugar en Calcedonia (451), con la presencia de 500 a 600 obispos. Llevaron adelante las definiciones cristológicas, proclamando como verdad de fe que Jesús es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, las dos naturalezas en la única Persona del Verbo eterno, sin confusión ni mudanza, sin división ni separación... “La diferen­ cia de las naturalezas jamás se suprime por la unión, sino que, por el contrario, las propiedades de cada naturaleza permanecen intactas, y se reencuentran en la única persona.” El quinto concilio ecuménico (Constantinopla, 553), recor­ dando el misterio dcl Dios crucificado, vuelve a tomar la concep­ ción alejandrina de una “carne” de Cristo deificada y deificante, que engloba a toda la humanidad. El sexto (Constantinopla, 680) afirma, siguiendo a Máximo el Confesor y contra las secuelas dcl monofisismo, la plena libertad dcl hombre, asumida por Cristo en lo que se refiere a su naturaleza humana y exigida por su ké­ nosis (la “humillación” del Dios crucificado) en lo que concierne a la elección propiamente personal de cada persona humana... Esta humanidad, a la vez concreta y transfigurada de Cristo y de sus miembros, es la que sugieren los iconos, pruebas de la encamación y de la metamorfosis en curso de la materia; tal es el fundamento de la veneración de los iconos defendida contra la iconoclasia (destrucción de las imágenes) por el segundo concilio de Nicea o séptimo ecuménico (787). Los concilios ecuménicos también reagruparon las Iglesias

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locales alrededor de algunas de ellas, que juegan el papel de centros de armonía', así, el obispo metropolitano confirma las consagraciones episcopales de su provincia, y el patriarca las consagraciones metropolitanas. Se determinó la existencia de cinco patriarcados: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antio­ quía, Jerusalén. Roma goza de una primacía de gran autoridad moral, y su poder jurídico y de caridad divina se extiende a un derecho de apelación para toda la Iglesia.

4.17. Bibliografía AA.VV., Dizionario patristico...

Figueircdo, F.A., op. cit. Kclly, J.N.D., op. cit.

Padovese, J., op. cit. Pcters, G., / Padri della Chiesa, Borla, 1984. Quastcn, J„ Patrología (vol. I-III).

Trcmbelas, N., Patrología (vol. I-III), Roma, 1975. Tsirpanlis, C., op. cit.

5. LA MADRE DE DIOS 5.1. María, Madre de Dios Entre los misterios marianos de la teología patrística, indu­ dablemente ocupa el primer lugar la maternidad divina.

El que la Madre de Jesús pueda ser llamada Madre de Dios tiene su fundamento no sólo en el hecho de que su Hijo es efec­ tivamente Dios, sino en la unión hipostática de la divinidad y la 134

humanidad en la persona del Logos. Su persona divina sustenta y posee también aquella naturaleza humana que fue concebida en el seno de María y nació de ella. Por ser la maternidad una relación personal, que se refiere, por tanto, a aquel que nace de la madre, no sólo a aquello (la naturaleza) que nace, y por ideni i I icarse además la persona del Hombre-Dios con la persona di­ vina del Logos, la maternidad de María respecto a Jesús es una maternidad divina. La denominación “Madre de Dios” aparece expresamente por vez primera en Hipólito de Roma (t 235/6). La reducción, por parte del nestorianismo, de la unión hipostá(ica de Cristo a una mera unidad de relaciones de dos personas en el mismo Cristo fue formulada en el plano de la mariología: María no es Madre de Dios, sino Madre de Cristo. Pero el Con­ cilio de Éfcso (431), bajo la guía espiritual de Cirilo de Alejan­ dría, dedujo de la unión hipostática de las naturalezas divinas y humana en la única persona del Logos, la legitimidad de la aplicación a María del título de Madre de Dios.

Ya desde el principio, la maternidad divina de María aparece vinculada con su virginidad, constituyendo un doble misterio. En las confesiones de fe más primitivas, ya en Mateo y Lucas, la maternidad de María, Madre de Jesús, es una maternidad vir­ ginal. Se proclama, por tanto, en primer término, la virginidad “antes del nacimiento del Señor”, es decir, el hecho de que Ma­ ría concibió a Jesús sin conocer varón. Así, los símbolos de fe más antiguos afirman que el Señor “nació de María virgen”. Muy pronto se amplía este sentido cristológico de la virginidad de María en la confesión de la Iglesia, dándole un alcance mariológico-cclcsiológico. Se proclama a María como la siempre virgen que, en su renuncia permanente a toda relación sexual con un hombre, ha realizado su entrega virginal al Señor. Desde el siglo IV (ampliación del credo de Nicea en la confesión de fe de Epifanio), se habla expresamente de la virginidad, que se 135

desdobla, desde el siglo VII (Sínodo de Letrán del año 649), en el lenguaje teológico, en los tres momentos: “antes, en y des­ pués del nacimiento del Señor”. Que María tampoco “en el par­ to” perdió la virginidad en un verdadero sentido pertenece de hecho al dogma de la perpetua virginidad de María. Desde el si­ glo III los Padres de la Iglesia y los teólogos defienden, por lo general, que ésta implica un parto sin dolor y sin lesión corpo­ ral de la madre; pero esto no puede ser calificado de dogma, ya que no es seguro si la opinión representada en este punto cons­ tituye un testimonio unánime de la fe o una mera interpretación teológica. La inmunidad de María de todo pecado personal ha de ser considerada como perteneciente, ya desde muy antiguo, al pa­ trimonio de la fe en virtud de la predicación general. Solamente algunos Padres de la Iglesia (por ejemplo, Juan Crisóstomo) consideraron como imperfección moral la reacción maternal de María en el hallazgo del niño perdido y la supuesta duda de María junto a la cruz de su Hijo agonizante.

La Sagrada Escritura lo atestigua de un modo irrebatible. La “inmunidad de concupiscencia”, como se denomina también el don de la integridad, consiste en que el hombre puede tener en su mano, y en consecuencia dominar, las reacciones espontá­ neas que preceden a su libre determinación y que le presentan como físicamente bueno o malo el objeto de su decisión; de es­ ta manera, después de haber tenido lugar la decisión libre, la fuerza de atracción o de repulsión por parte del objeto queda anulada. En unión con Cristo, María tuvo que soportar el dolor y la muerte como consecuencias del pecado original. La pretcn­ sión de algunos teólogos de negar la muerte de María no tiene fundamento en la tradición de la Iglesia y aparece como una contradicción extraña frente a la vinculación de María a Cristo en la historia de la salvación.

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San Ireneo, el primer teólogo de María, fue impugnador fa­ mosísimo de las herejías gnósticas, principalmente de los discí­ pulos de Marción y Valentín, ambos grupos gnósticos, declara­ dos unos, disimulados otros. Ireneo pasó a la historia por su fa­ mosa “recapitulación” en su visión del plan de salvación, en el cual la realidad humana de Cristo era una exigencia que impli­ caba que María fuera verdadera Madre del Verbo. A los herejes los acusaba de “dividir al Señor”, y sin contemplaciones pro­ clamaba a los cuatro vientos que “si no nació, tampoco murió ni nos redimió; y si no procedía de María teniendo de ella la na­ turaleza humana por verdadera generación, el resultado es el mismo: no era de nuestra naturaleza ni nos afectan en nada los beneficios de su pasión y de su muerte”. La “recapitulación” se hizo realidad porque el Verbo se humanizó en María y ésta es verdadera Madre del Verbo encamado: “Todo nos hace confe­ sar aquella carne tomada de la tierra, que Él ha recapitulado en sí para salvar su propia obra.” Efrén, la “lira siria del Espíritu Santo”, con mucho arte rela­ cionaba la concepción de María con la muerte de Cristo en la cruz: si murió fue porque nació..., decía que “su nacimiento del Padre no se puede investigar sino que se ha de creer; y su naci­ miento de una mujer no se puede vituperar, sino que se ha de ensalzar. En efecto, su muerte en la cruz atestigua su nacimien­ to de una mujer”. Ambrosio, el gobernador de Milán, se basó en la Biblia para alabar la maternidad de María: “no había con­ cebido en iniquidad, sino que engendraba por la acción dcl Es­ píritu Santo; y no daba a luz en delito, sino en gracia..-, la Vir­ gen engendró la salvación del mundo. La Virgen dio a luz la vi­ da de todos... En la Virgen, Cristo encontró la carne que quería fuera suya”; y Jerónimo, el ermitaño de Belén, puso todo su én­ fasis en afirmar especialmente el aspecto virginal de María. Agustín, el maestro de Hipona, aunque no escribió extensa­

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mente sobre Mana, lo hizo con rico vocabulario y hondura de pensamiento. Desempolvó el tema Eva-María nacido en el siglo II (Justino y siguientes): “María nos favoreció devolviéndonos la vida. Aquélla (Eva) nos hirió, ésta nos sanó... Así, pues, el prodigio de una maternidad completamente nueva ha remedia­ do una falta que nos había perdido, y el canto de María ha puesto fin a los lamentos de Eva”; y de él es también el texto que dice: “Yacía en el pesebre el que sostiene al mundo y la Pa­ labra no podía hablar. El seno de una mujer llevaba a Aquel a quien los ciclos no pueden contener. Ella regía a nuestro Rey, llevaba a Aquel en quien estamos contenidos, alimentaba a nuestro Pan.” Así el gran Padre de Occidente expresaba la para­ doja viviente que es María.

Tampoco faltan testimonios del desierto monástico. Se con­ serva una carta de Pacomio, padre del cenobitismo, donde ani­ ma a un monje mal dispuesto hacia otro, y entre otras cosas le dice: “Te exhorto vivamente a despreciar la vanagloria... En cuanto a Eva, nadie le había escrito, antes de ser tentada por el Diablo, para prevenirla contra esta guerra; por este motivo, el Verbo de Dios vino y tomó carne de la Virgen María, de tal mo­ do que libró a la raza de Eva.”

De la extensísima pluma de Cirilo sobre el tema, sólo traigo a colación unas palabras que se hicieron célebres: “No nació primero un hombre vulgar de la Virgen, al que descendió des­ pués el Verbo; sino que unido a la carne en el mismo seno se dice engendrado según la carne, estimando como propia la ge­ neración de su carne...” Por esto los Santos Padres no dudaron en llamar Madre de Dios, a la Santa Virgen, no como si la natu­ raleza del Verbo o la divinidad tomara principio de la Santa Virgen, sino en cuanto que nació de ella su cuerpo, informado con un alma racional, y a ese cuerpo se unió también personal­ mente el Verbo.

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Cirilo de Alejandría escribe: “Si no temiera ser cargoso, na­ da me costana llenar volúmenes con citas de los Padres, dada la frecuencia con que otorgan dicho apelativo (Theotokos) a la Sa­ grada Virgen”; y una plegaria compuesta en el siglo III reza, así: “Bajo tu misericordia nos refugiamos, oh Theotokos\ no desprecies nuestras súplicas en la necesidad, sino líbranos del peligro, la sola pura, la sola bendita.” Amén.

5.2. La Madre de Dios, sin pecado original La impecabilidad de María la indica la Escritura en Le 1, 28: “Dios te salve, agraciada.” Es incompatible con la plenitud mariana de gracia cualquier falta moral propia. Mientras que algunos Padres griegos, como Orígenes, san Basilio, san Juan Crisóstomo y san Cirilo de Alejandría, admi­ tieron en la Virgen la existencia de algunas pequeñas faltas per­ sonales como vanidad y deseo de estimación, duda ante las pa­ labras del ángel y debilidad en la fe al pie de la cruz, los Padres latinos sostuvieron unánimemente la impecabilidad de María. San Agustín enseña que, por la honra del Señor, hay que ex­ cluir de la Virgen María todo pecado personal. San Efrén el Si­ rio coloca a María, por su impecabilidad, en un mismo nivel con Cristo.

5.3. María fue virgen antes y durante el parto El sínodo de Letrán del año 649, presidido por el papa Mar­ tín I, recalcó los tres momentos de la virginidad de María; ense­ ñó que “la santa, siempre virgen e inmaculada María... concibió del Espíritu Santo sin semilla, dio a luz sin detrimento (de su virginidad) y permaneció indisoluble su virginidad después del parto”. 139

En la antigüedad cristiana impugnaron la virginidad de Ma­ ría en el parto: Tertuliano y, sobre todo, Joviniano, adversario decidido dcl ideal cristiano de perfección virginal.

La doctrina de Joviniano (Virgo concepit, sed non virgo ge­ neravit) fue reprobada en un sínodo de Milán (390) presidido por san Ambrosio, en el cual se hizo referencia al símbolo apostólico: “natus ex Maria Virgine". La virginidad de María en el parto se halla contenida implícitamente en el título “Siem­ pre Virgen” que le otorgó el quinto concilio universal de Cons­ tantinopla dcl año 553. Esta verdad es enseñada expresamente por el papa san León I en la Epistola dogmatica ad Flavianum, que fue aprobada por el Concilio de Calcedonia. La enseñó también expresamente el Sínodo de Letrán (649). Isaías (7, 14) anuncia que la virgen dará a luz (en cuanto virgen). Los santos Padres refieren también en sentido típico al parto virginal del Señor aquella palabra dcl profeta Ezequicl que nos habla de la puerta cerrada (cf. san Ambrosio, san Jerónimo), la dcl profeta Isaías sobre el parto sin dolor (san Ireneo, san Juan Damascono) y la del Cantar de los Cantares (4, 12) sobre el huerto cerra­ do y la fuente sellada (cf. san Jerónimo).

San Ignacio de Antioquía designa no sólo la virginidad de María, sino también su parto, como un “misterio que debe ser predicado en alta voz”. Claro testimonio dcl parto virginal de Cristo lo dan los escritos apócrifos dcl siglo II (Odas de Salo­ món', Protoevangelio de Santiago; Subida al cielo de Isaías), y también escritores eclesiásticos como san Ireneo, Clemente Alejandrino, Orígenes. Contra Joviniano escribieron san Am­ brosio, san Jerónimo y san Agustín, quienes defendieron la doctrina tradicional de la Iglesia.

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5.4. Virginidad después del parto

Mana vivió también virgen después del parto. I .a virginidad de Mana después del parto fue negada en la .11 a igücdad por Tertuliano, Eunomio y Joviano.

El papa Sirico (392) reprobó la doctrina de Bonoso. El quin­ to concilio universal (553) aplica a María el título glorioso de "siempre virgen.” La Liturgia celebra a María como “siempre virgen” (cf. la oración Communicantes en el canon de la misa). I a Iglesia reza: Post partum, Virgo, inviolata permansisti.

Nos consta también indirectamente la virginidad perpetua de María por el hecho de que el Salvador, al morir, encomendase a su Madre a la protección de san Juan (Jn 19, 26: “Mujer, ahí i u nes a tu hijo”, lo cual nos indica claramente que María no tu\ o otros hijos fuera de Jesús; cf. Orígenes). Los “hermanos de Jesús”, de los que varias veces se hace en la Sagrada Escritura, y a quienes nunca se llama "hijos de María”, no son sino parientes cercanos de Jesús. “Y (María) dio a luz a su hijo primogénito” no da pie para suponer (|iic María tuviera otros hijos después de Jesús, pues entre los indios se llamaba también “primogénito” al hijo único. La ra­ zón es que el título “primogénito” contenía ciertas prerrogati­ vas y derechos especiales. mención

Entre los Padres, fueron defensores de la virginidad de Ma­ ría después del parto: Orígenes, san Ambrosio, san Jerónimo, san Agustín, san Epifanio (contra los antidicomarianitas). San Basilio observa: “Los que son amigos de Cristo no soportan oír que la Madre de Dios cesó alguna vez de ser virgen.”

Desde el siglo V los santos Padres, como Zenón de Verona, Agustín, Pedro Crisólogo, exponen ya los tres momentos de virginidad de María en la siguiente fórmula: Virgo concepit,

san la

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virgo peperit, virgo permansit (virgen concibió, virgen generó, virgen permaneció).

5.5. Bibliografía AA.VV., Dizionario patrístico e di antichitá cristiane (vol. II) Marictti, 1983.

De Aldama, J. A., María en la patrística de los siglos I y II, Madrid, 1970. Enchiridion marianum (al cuidado de D. Casagrande), Roma, 1974. Evdokimov, P., La donna e la salvezza del mondo, Milán, 1979.

Padovcse, L., op. cit.

Tsirpanlis, C., op. cit.

6. ESCATOLOGÍA

6.1. La Muerte La Iglesia se opone a la doctrina origenista de la “apocatástasis”, según la cual los ángeles y los hombres condenados se convertirán y finalmente lograrán poseer a Dios. Es también contraria a la doctrina católica la teoría de la transmigración de las almas (mctcmpsícosis, reencarnación), muy difundida en la antigüedad (Pitágoras, Platón, gnósticos y maniqueos) y tam­ bién en los tiempos actuales (teosofía). Un sínodo de Constantinopla del año 543 reprobó la doctri­ na de la apocatástasis.

Si exceptuamos algunos partidarios de Orígenes (san Grego­ 142

rio Niseno, Dídimo), los padres enseñan que el tiempo de la pe­ nitencia y de la conversión se limita a la vida sobre la Tierra. San Cipriano comenta: “Cuando se ha partido de aquí (de esta vida), ya no es posible hacer penitencia y no tiene efecto la sa­ tisfacción. Aquí se pierde o se gana la vida” Pseudo Clemente; san Afraates, san Jerónimo, san Fulgencio).

6.2. La vida eterna San Agustín estudia la esencia de la felicidad del Ciclo y la hace consistir en la visión inmediata de Dios.

Los padres citan con frecuencia la frase de Jesús en que nos habla de las muchas moradas que hay en la casa de su Padre (Jn 14, 2). Tertuliano comenta: “¿Por qué hay tantas moradas en la casa del Padre, si no por la diversidad de merecimientos?” San Agustín considera el denario que se entregó por igual a todos los trabajadores de la viña, a pesar de la distinta duración de su trabajo (Mt 20, 1-16), como una alusión a la vida eterna que es para todos de eterna duración; y en las muchas moradas que hay en la casa del Padre celestial (Jn 14, 2) ve el santo doctor los distintos grados de recompensa que se conceden en una misma vida eterna. Y a la supuesta objeción de que tal diversi­ dad engendraría envidias, responde: “No habrá envidias por los distintos grados de gloria, ya que en todos los bienaventurados reinará la unión de la caridad” (san Jerónimo).

6.3. Los difuntos Al principio no son claras las opiniones de los Padres sobre la suerte de los difuntos. No obstante, se supone la existencia del juicio particular, en la convicción universal de que los bue­

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nos y los malos reciben, respectivamente, su recompensa y su castigo inmediatamente después de la muerte. Reina todavía in­ certidumbre sobre la índole de la recompensa y del castigo de la vida futura. Muchos de los Padres más antiguos (Justino, Ireneo, Tertuliano, Hilario, Ambrosio) suponen la existencia de un estado de espera entre la muerte y la rcsurreción, en el cual los justos recibirán recompensa y los pecadores castigo, pero sin que sea todavía la definitiva bienaventuranza del Ciclo o la de­ finitiva condenación del Infierno. Tertuliano supone que los mártires constituyen una excepción, pues son recibidos inme­ diatamente en el “paraíso”, esto es, en la bienaventuranza del Ciclo. San Cipriano enseña que todos los justos entran en el rei­ no de los Ciclos y se sitúan junto a Cristo. San Agustín duda si las almas de los justos, antes de la resurrección, disfrutarán, lo mismo que los ángeles, de la plena bienaventuranza que consis­ te en la contemplación de Dios.

Dan testimonio directo de la fe en el juicio particular: san Crisóstomo, san Jerónimo; san Agustín y san Cesáreo de Arlés.

6.4. El Infierno El fuego del Infierno fue entendido en sentido metafórico por algunos Padres (como Orígenes y san Gregorio Niseno); in­ terpretaban la expresión “fuego” como imagen de los dolores puramente espirituales —sobre todo, del remordimiento de la conciencia— que experimentan los condenados.

La “restauración de todas las cosas”, de la que se nos habla en Hch 3, 21, no se refiere a la suerte de los condenados, sino a la renovación del mundo que tendrá lugar con la segunda veni­ da de Cristo.

Los Padres, antes de Orígenes, testimoniaron con unanimi­

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dad la eterna duración de las penas del infierno (san Ignacio de Antioquía, san Justino, san Ireneo, Tertuliano). La negación de Orígenes tuvo su punto de partida en la doctrina platónica de que el fin de todo castigo es la enmienda del castigado. A Orí­ genes lo siguieron san Gregorio Niscno, Dídimo de Alejandría y Evagrio Póntico. San Agustín sale en defensa de la infinita duración de las penas dcl Infierno contra los origenistas y los “misericordiosos” (san Ambrosio), que en atención a la miseri­ cordia divina enseñaban la restauración de los cristianos falleci­ dos en pecado mortal.

6.5. El Purgatorio San Pablo expresa (1 Co 3, 10-15), la siguiente idea con re­ lación a la labor misionera de la comunidad de Corinto: la obra dcl predicador de la fe cristiana, el cual sigue edificando sobre el fundamento que es Cristo, será sometida a una prueba como de fuego en el día dcl Juicio. Si la obra resiste la prueba, el au­ tor recibirá su recompensa, mas si no la resiste “sufrirá los per­ juicios”, es decir, perderá la recompensa.

6.6. Bibliografía AA.VV., Dizionario patrístico...

AA.VV., Studi sull ‘escatologia, “Augustinuanum” 18 (1978). Kelly., J. N. D., op. cit.

Tsirpanlis, C., op. cit.

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7. HEREJÍAS Y CISMAS 7.1. La herejía Durante siglos se consideraron la fe y la herejía desde un punto de vista moral, y la herejía como lo que es contrario al sentimiento de la Iglesia; de ahí el sentido amplio de su noción.

La tradición teológica añade una precisión decisiva. No bas­ ta engañarse en materia de fe para cometer el pecado de herejía; al error hay que añadir la pertinacitas, la pertinacia, o la contu­ macia, la obstinación. En el sentido preciso del término, esta calificación depende de la actitud y de la situación de quien mantiene tal proposición. No hay pecado de rebeldía más que cuando quien profesa un error en materia de doctrina rehúsa de­ jarse enseñar y corregir por la Iglesia, y se obstina en mantener su opinión personal contra el juicio de la Iglesia. El hereje es aquel que sigue su idea hasta desarrollarla teóri­ camente sin que lo detenga el hecho de situarse en contradic­ ción con la Iglesia y su Tradición. El hereje no sigue la Tradi­ ción; a veces derberadamente no tiene interés por informarse sobre ella, confiando en su propia mente. Es lo que el historia­ dor Sócrates nos dice de Nestorio, y el obispo Basilio de los pneumatómacos, a quienes combatió. Por eso se suele repro­ char a los herejes vivir sin padres, comenzar por sí mismos. Por el contrario, se hacen padres de una secta nueva, que delata su ilegitimidad y falsedad para siempre, al adoptar el nombre de su iniciador: se habla de maniqueos, de sabelinos, de arrianos, de nestorianos...; es ésa una triste paternidad a la que se opone la de los hombres llamados tradicionalmente “Padres”, y sobre todo la de los Padres de la Iglesia, que han sido tales precisa­ mente por no crear una escuela nueva, sino interpretar más cla­ ramente lo que ellos mismos habían recibido en y de la Iglesia.

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Agustín no es padre de la Iglesia en cuanto iniciador del agustiuismo, lo es a pesar de ello; lo es por haber enseñado a la Igle­ sia lo que había aprendido de ella, como él mismo dice, con la profundidad de su genio y de su santidad. Arrio, por el contra­ rio, no tiene otra paternidad que la del arrianismo. Es el jefe de una escuela que lleva su nombre. Lo propio del hereje es inau­ gurar una escuela de pensamiento fuera de la que el único Maestro tiene en su Iglesia. Siempre se ha caracterizado al hereje, si es verdaderamente culpable del pecado de herejía, como el hombre que introduce su propio sentido y sus propias ideas en los dogmas de la Igle­ sia. Al hacerlo, el hereje sustituye la fe divina por una opinión humana no sólo en cuanto al contenido objetivo, sino también en cuanto al motivo de adhesión por el que la fe se distingue. El hereje no cree realmente porque la verdad absoluta se ha reve­ lado así según los caminos instituidos por ella para esa revela­ ción, sino porque él mismo ve de ese modo las cosas, al térmi­ no de sus razonamientos e interpretaciones.

7.2. Gnosticismo La corriente peculiar del pensamiento antiguo que denomi­ namos “gnosis” o “gnosticismo”, posee un principio que anima en común a los miembros de todos los círculos y escuelas gnós­ ticos; se resume en una frase que Hipólito cita dos veces en su Refutatio como máxima de los gnósticos en sentido estricto: “El principio de la perfección es la gnosis del hombre; su fin es la gnosis de Dios.” Lo que importa a los gnósticos es la “per­ fección”, la cual se consigue por la gnosis. Ésta se realiza como simple gnosis del hombre, pero desemboca en la gnosis divina del hombre. En otras palabras: el objetivo de la gnosis es el co­ nocimiento tendiente a la salvación. 147

Evidentemente, esto puede formularse de distintas maneras, de acuerdo con la concepción individual de cada gnóstico y de la escuela a que pertenece. Así, por ejemplo, el autor de Poimandres dice: “Quiero aprender lo que es, comprender su na­ turaleza y conocer a Dios.” O bien recomienda: “Que el hom­ bre consciente se reconozca inmortal, que conozca a Eros, que es la causa de la muerte, y todo cuanto existe.” Así también ha­ llamos en otros textos gnósticos totalmente diversos —por ejemplo, en los mándeos— expresiones como ésta: “Es la voz de Manda d’Haiyc, que viene al mundo como juez... Feliz quien se conoce a sí mismo. Un hombre que se conoce a sí mis­ mo no tiene parangón en el mundo... Que cada cual preste aten­ ción a sí mismo. Feliz quien se conoce a sí mismo.” A qué se refiere ese conocimiento nos lo dice, por ejemplo, el Ginza: “Yo te lo digo y lo declaro a todo hombre sincero y creyente en su interior: tú no eras de aquí y tu raíz no era dcl mundo. La ca­ sa en que habitas, esta casa no ha edificado la vida... Venera y alaba el lugar de donde procedes.”

Una frase de los valcntinianos orientales expresa con toda claridad qué es lo que hay que saber sobre el hombre que, por el conocimiento propio, toma conciencia de sí y de su peculiari­ dad: “No es sólo el bautismo lo que nos libera, sino también la gnosis: quiénes éramos, qué hemos venido a ser, dónde estába­ mos, adónde hemos sido arrojados, hacia dónde corremos, de qué hemos sido liberados, qué es la generación, qué es la rege­ neración” (Clemente de Alejandría). La gnosis liberadora se ocupa dcl origen dcl hombre, de su presente o existencia y de su escatología. Se ocupa -digámoslo más claro- dcl hombre lan­ zado de su condición original a la existencia, el cual intenta, gracias al conocimiento, liberarse de la existencia para llegar a su peculiaridad.

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7.3. Monarquianismo A fines dcl siglo primero ya hubo algunos herejes judaizan­ tes, Ccrinto y los ebionilas que, tomando como base un rígido monoteísmo unipersonal, negaron la divinidad de Cristo (san Ircneo). A fines del siglo II, esta herejía, conocida con el nom­ bre de monarquianismo, enseñó que en Dios no hay más que una persona (Tertuliano). Según la explicación concreta acerca de Jesucristo se divide en dos tendencias:

a) Monarquianismo dinamístico o adopcionista. Enseña que Cristo es puro hombre, aunque nacido sobrenaturalmentc de la Virgen María por obra del Espíritu Santo; en el bautismo Dios lo dotó de particular poder divino y lo adoptó como Hijo.

Los principales propugnadores de esta herejía fueron Tcódoto el Curtidor, de Bizancio, que la trasplantó a Roma hacia el año 190 y fue excomulgado por el papa Víctor I (189-198); Pa­ blo de Samosata, obispo de Antioquía, a quien un sínodo de Antioquía destituyó, por hereje, el año 268; y el obispo Fotino de Sirmio, depuesto el año 351 por el sínodo de Sirmio.

b) Monarquianismo modalístico (llamado también patripasianismo). Esta doctrina mantiene la verdadera divinidad de Cristo, pero enseña al mismo tiempo la unipersonalidad de Dios, explicando que fue el Padre quien se hizo hombre en Je­ sucristo y sufrió por nosotros. Los principales propugnadores de esta herejía fueron Nocto de Esmima, contra el cual escribió Hipólito. Sabelio aplicó también esta doctrina errónea al Espíritu Santo enseñando que en Dios hay una sola hipóstasis y tres prósopa (máscara de tea­ tro, papel de una función), conforme a los tres modos distintos con que se ha manifestado la divinidad. En la Creación se reve­ la el Dios unipersonal como Padre, en la redención como Hijo,

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y en la obra de la santificación como Espíritu Santo. El papa San Calixto (247-264) excomulgó a Sabclio. La herejía fue combatida de forma poco afortunada por el obispo de Alejan­ dría, Dionisio Magno (hacia 247-264) y condenada de manera autoritaria por el papa san Dionisio (259-268).

7.4. Subordinacionismo El subordinacionismo, por oposición al modalismo sabelino, admite tres Personas distintas en Dios, pero rehúsa conceder a la Segunda y Tercera Persona la consustancialidad con el Padre y, por tanto, la verdadera divinidad. a) El arrianismo. El presbítero alejandrino Arrio (f 336) en­ señó que el Logos no existe desde toda la eternidad. No fue en­ gendrado por el Padre, sino que es una criatura, sacada de la nada antes que todas las demás. El Hijo es, por su esencia, desi­ gual al Padre, mudable y capaz de perfeccionamiento. No es Dios en sentido propio y verdadero, sino únicamente en un sen­ tido impropio, en cuanto Dios lo adoptó como Hijo en previ­ sión de sus méritos. Esta herejía fue condenada en el primer Concilio universal de Nicea (325). El Concilio redactó un sím­ bolo en el que se confiesa que Jesucristo es verdadero Hijo de Dios, que fue engendrado de la substancia de Padre, que es ver­ dadero Dios y consubstancial con el Padre.

Los semiarrianos ocupan un lugar intermedio entre los arrianos rígidos (anomeos) y los defensores del Concilio de Nicca (homousianos). Rechazaron la expresión, porque creyeron que ésta favorecía al sabelianismo, pero enseñan que el Logos es semejante al Padre o en todo semejante a Él o semejante en la esencia.

b) El macedonianismo. La secta de los pneumatómacos

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(enemigos del Espíritu Santo), nacida del semiarrianismo y cu­ ya fundación se atribuye, desde fines del siglo IV (Dídimo), probablemente sin razón, al obispo semiarriano Macedonio de Constantinopla (depuesto en el 336 y muerto antes del 364), ex­ tendió el subordinacionismo al Espíritu Santo, enseñando (en referencia a Hb 1, 14), que era una criatura y un ser espiritual subordinado como los ángeles. Defendieron la divinidad del Espíritu Santo y su consubstancialidad con el Padre, contra los seguidores de esta herejía, san Atanasio, los tres capadocios (san Basilio, san Gregorio Nacianccno y san Gregorio Niscno) y Dídimo de Alejandría. Esta herejía fue condenada por un sí­ nodo de Alejandría (362) bajo la presidencia de san Atanasio, por el segundo concilio de Constantinopla (381) y por un síno­ do romano (382) presidido por el papa Dámaso. El Concilio de Constantinopla añadió un importante artículo al símbolo de Ni­ cea, en el que se afirma la divinidad dcl Espíritu Santo; le con­ fiere los atributos divinos: “Y en el Espíritu Santo, Señor y da­ dor de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profe­ tas.”

7.5. Pelagianismo El autor dcl pelagianismo fue un monje lego, por nombre Pelagio (t después del 418), tal vez irlandés de origen y de aus­ teras costumbres, autor de un comentario sobre san Pablo y di­ versos escritos ascéticos. Los principales defensores de esta he­ rejía fueron el presbítero Cclestio y el obispo Juliano de Eclana (Apulia). Como defensor de la doctrina católica sobresalió san Agustín, llamado por ello “Doctor gratiae”, quien consagró los dos últimos decenios de su vida a combatir la herejía pelagiana. Además de él, fueron también campeones egregios de la doctri­ 151

na católica: san Jerónimo, el presbítero Orosio y el laico Mario Mercator. La herejía fue refutada científicamente por san Agus­ tín y condenada por la Iglesia en numerosos sínodos particula­ res (Cartago 411,416,418; Milcvi 416) y finalmente por el ter­ cer Concilio universal de Éfcso en el año 431.

El pclagianismo niega el pecado original y la elevación del hombre al estado sobrenatural. El pecado de Adán no tuvo para sus descendientes otra significación sino la de un ejemplo. Se­ gún esto, la labor redentora de Cristo consiste ante todo en su doctrina y en el ejemplo de sus virtudes. El pclagianismo consi­ dera como gracia la capacidad natural del hombre, fundada en su libre voluntad para vivir santamente y sin pecado, merecien­ do con ello la eterna bienaventuranza. La tendencia natural del hombre al cumplimiento de la ley moral encuentra mayor faci­ lidad si es ayudada por las gracias exteriores, por la ley mosai­ ca, por el Evangelio y el buen ejemplo de Cristo. La remisión de los pecados la consigue el hombre haciendo que su voluntad se aparte del pecado por su propia fuerza. El sistema pclagiano es un puro naturalismo; se halla muy influido por la ética estoi­ ca.

7.6. Semipelagianismo El semipelagianismo surgió como una reacción contra la doctrina agustiniana de la gracia. Predominó en los monasterios del sur de la Galia, sobre todo en Marsella y Lérins (Juan Ca­ siano, Vicente de Lérins y Fausto, obispo de Riez), y fue com­ batido por san Agustín, Próspero de Aquitania y Fulgencio, obispo de Ruspe, y condenado por el segundo sínodo de Orange en el año 529 bajo la presidencia del arzobispo Cesáreo de Arlés. Las conclusiones del sínodo fueron confirmadas por el papa Bonifacio II.

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El scmipclagianismo reconoce la elevación sobrenatural del hombre, el pecado original y la necesidad de la gracia sobrena­ tural interna para disponerse a la justificación y para conseguir la salvación, pero restringe la necesidad de la gracia y su carác­ ter gratuito. En su deseo de acentuar la libre voluntad y la coo­ peración personal del hombre en el proceso de la salvación, lle­ garon los autores de esta herejía a sostener los siguientes prin­ cipios: a) El deseo inicial de salvación brota de las fuerzas na­ turales del hombre, b) El hombre no necesita apoyo sobrenatu­ ral para perseverar hasta el fin en el bien, c) El hombre puede merecer de congruo la gracia primera por su mero esfuerzo na­ tural.

7,7. El cisma El cisma en la época patrística es una ruptura de la comu­ nión a nivel de la Iglesia como comunidad de hombres reunidos por el uso de los medios de salvación y sobre todo de la euca­ ristía, cuyo ministro y presidente es el obispo. Por eso el acto de cisma se designa frecuentemente como el hecho de “levantar altar contra altar”, expresión que se remota al Antiguo Testa­ mento. El altar es, en efecto, el lugar y el signo de la unidad del sacrificio cucarfstico, que es la fuente visible de nuestra unión con Cristo para formar un solo cuerpo. El altar es, junto con la cátedra desde donde enseña, el lugar a partir del cual el obispo reúne y forma la Iglesia que preside. Es, pues, el sacramento de la comunión eclesiástica. Ésta es considerada, por tanto, en pri­ mer término, en el marco de la Iglesia local y por referencia al obispo que la preside. El cisma se realiza ante todo contra el al­ tar y el obispo. Sin embargo, la comunión que se obtiene de es­ ta forma es de suyo y virtualmente universal; los obispos están en comunión mutua; un fiel en comunión con su obispo está 153

también en comunión con la Iglesia y puede participar, en todas partes, del mismo altar. Existe simplemente una comunión indivisa y universal.

Este aspecto de la universalidad de la comunión fue desarro­ llado particularmente por Agustín contra los donatistas, los cua­ les pretendían que la Iglesia no se había conservado católica más que en su grupo, en África. Cada obispo es, en su Iglesia, centro y criterio de comunión. ¿Tiene la comunión universal de los obispos y de las Iglesias locales entre sí un centro y un criterio? A menos que sea mila­ groso, ese criterio no puede ser más que interno a la comunión misma, y es la observancia de sus reglas y de los elementos que todos están de acuerdo en reconocerle. El concilio general es el órgano mediante el cual se expresa de manera indiscutible la conciencia cclcsial. Junto al concilio general ejercen la misma función, en menor escala, los concilios locales. Pero se recono­ ce también un valor especial a las Iglesias apostólicas, las fun­ dadas por los Apóstoles o aquellas con las que mantuvieron re­ laciones particulares. Entre estas Iglesias apostólicas, la de Ro­ ma, que acumula el patronazgo de Pedro y de Pablo y posee la cathedra Petri, desempeñó desde el principio una función de modelo y de autoridad moderadora. La Iglesia de Roma reivin­ dicó, y con mucha frecuencia se le reconoció, el derecho a juz­ gar en última instancia los casos de litigio, incluso ya juzgados por concilios, y el derecho de excluir de su comunión y de la comunión católica. Evidentemente, en la medida en que Roma intervenía de esta forma y afirmaba su vocación a ejercer esta función, el valor universal e indiviso de la comunión quedaba cada vez más marcado.

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7.8. Bibliografía AA.VV., Dizionario patristico.

Kclly, J. N. D„ op. cit. Padovesc, L., op. cit. Tsirpanlis, C., op. cit.

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PARTE III

LA VIDA DE LA IGLESIA

X. LOS SACRAMENTOS X.l. La vida nueva en Cristo La inteligencia de la nueva “vida” traída por Jesucristo a los hombres en la Iglesia, que tiene su origen en la encamación, re­ dención y misión de Espíritu Santo, fue profundizándose y de­ sarrollándose en la conciencia cristiana y en la teología median­ te la confrontación con la tradición religiosa de la revelación vctcrotcstamcntaria judaica y con la piedad humana natural de las religiones del paganismo. Tal profundización se llevó a cabo conservando el dato revelado, respondiendo a los problemas y las aspiraciones del corazón humano y superando los errores y la hostilidad de los hombres. En el siglo II, ciertos círculos judcocristianos dieron espe­ cial importancia, sobre todo, a las nuevas exigencias éticas, o a las obras que acompañan a la fe, o a la fe y el amor como vín­ culos de unión en la Iglesia. Los círculos paganocristianos, en cambio, daban mayor realce al bautismo y la eucaristía. Como gracia especial aparece la “penitencia”, que ya desde muy pron­ to quedará plasmada en una institución propia (penitencia). En el siglo II, Ircneo desarrolla, frente a las tendencias maniqueas e intclcctualistas de la gnosis, apoyándose en Ef 1,1 y Rm 5, 12, su doctrina de la recapitulatio', distingue en el hom­ bre, siguiendo a Gn 1, 26, la semejanza o imagen (imago) gene­ ral de Dios por la creación, de una semejanza superior (similitu­ do), que se nos da por el bautismo y el Espíritu. Tertuliano in­ troduce los conceptos de natura y gratia, que corresponden a la

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anterior distinción. Al igual que Orígenes, también Tertuliano destaca la necesidad de la gracia para la vida cristiana y hace notar ya que la “libre voluntad” es un especial regalo de la gra­ cia de Dios. Clemente de Alejandría desarrolla, basándose en 2 P 1,4 (“partícipes de la naturaleza divina”), la doctrina de la fi­ liación divina, mientras Cipriano describe la experiencia de la gracia en su conversión. En las controversias cristológicas y trinitarias dcl siglo IV, los grandes teólogos de la Iglesia griega elaboran la doctrina de la “divinización dcl hombre” (Atanasio, Gregorio Nacianceno), como interpretación cristiana e histórico-salvífica de la especu­ lación platónica. Esta doctrina representa aún hoy día el núcleo dcl tratado de la gracia en la Iglesia oriental. Su fundamento se encuentra en la doctrina bíblica de que el “Hijo unigénito de Dios” es al mismo tiempo “el primogénito entre muchos her­ manos” o en las afirmaciones acerca de la inhabitación del Es­ píritu Santo o dcl Dios Trino. Cirilo de Alejandría y Juan Da­ masceno recopilan esta doctrina. En el espíritu griego dcl neoplatonismo hunde sus raíces una forma de la mística de sabor intelectualista que, unida a la mís­ tica bíblica de Cristo y dcl amor, habría de alcanzar gran impor­ tancia en lo sucesivo. Por los tres grados de la vía purgativa, iluminativa y unitiva se eleva el hombre hasta aquella interiori­ dad en la que Dios le regala la gracia de la unión en el éxtasis. Es entonces cuando se acuña el término supernaturalis.

La doctrina de la gracia como tratado independiente se for­ mó en el siglo V y en la Iglesia latina occidental, sobre todo por influjo de Agustín en su lucha contra eclecticismo naturalista del pelagianismo. Contra los errores del monje irlandés Pelagio y dcl obispo Julián de Eclano, para quienes el pecado original es el mal ejemplo de nuestros primeros padres, y la gracia nos es dada en la voluntad libre, en el ejemplo y la doctrina de Je­ 158

sús y en el perdón de los pecados, destacó Agustín —siguiendo la interpretación de la doctrina de san Pablo— la interioridad de la gracia y su necesidad para todas y cada una de las obras del hombre, santas y dirigidas a la salvación. En este sentido habla Agustín en numerosos escritos suyos entre los años 412 y 430. Además aclaró las grandes cuestiones acerca del pecado original y la gracia, la naturaleza y la gracia, la libertad y la gracia. Contra ciertas objeciones de algunos monjes de Adru­ meto (África) y Marsella, esclareció también Agustín la doctri­ na de la importancia de las obras ascéticas además de la gracia, así como el problema de la gracia de la predestinación y la per­ severancia. Esta doctrina encontró su formulación en el sínodo de Cartago, en el 418, y en el Indiculus Caelestini (compilado alrededor del 440 por Próspero de Aquitania y reconocido en Roma hacia el año 500). Finalmente, el Sínodo de Orange II, que en el 529 se levantó contra el error conocido, definiendo que “la naturaleza del hombre por sí misma, sin la iluminación e infusión del Espíritu Santo, no es capaz de ninguna obra bue­ na que sirva para la salvación” (can. 7).

8.2. La iniciación cristiana El rito bautismal hoy día en uso se ha constituido a partir de antiguos elementos cristianos. El modo más adecuado de llegar a su comprensión es una consideración histórico-litúrgica e histórico-dogmática, sobre todo durante la época patrística.

El auténtico núcleo del sacramento está ya anticipado por el Nuevo Testamento. La forma ordinaria e ideal de bautizar era la inmersión (inmersió). Según Dídimo, esta inmersión debía te­ ner lugar en agua corriente, y sólo en caso de necesidad podía hacerse una excepción a esta regla. Posteriormente, como pue­ de deducirse de antiguos baptisterios y de representaciones pic­ 159

tóricas subsiguientes, se modificó esta inmersión, de modo que el bautizado estaba dentro del agua hasta medio cuerpo y se de­ rramaba el agua sobre su cabeza, de manera que, en cierta for­ ma, quedaba cubierto y envuelto por el agua. De donde perma­ necía en pie la imagen de la inmersión y de la sepultura. Sin embargo, ya la Didajé permite, en caso de necesidad, un triple derramamiento de agua sobre la cabeza. Esta “infusión” era la forma más adecuada (Cipriano) de administración del sacra­ mento para los enfermos. El bautismo de los niños se adminis­ tró hasta el siglo XV, por lo general, en la forma de la inmersio. Está implícitamente testificado en el Nuevo Testamento, en los relatos de bautismos de familias enteras. Probablemente está también testificado en Tertuliano e Hipólito; Orígenes lo consi­ deró como instrucción apostólica. Respecto de las palabras esenciales sacramentales, palabra o forma, unos 700 lugares patrísticos presentan —conforme a Mt 28, 20— la fórmula trinitaria como la usual. No obstante, la po­ lémica de algunos Padres contra la fórmula “en el nombre de Jesús” (Orígenes, Cipriano) significa que también esta fórmula arcaica se había conservado defendida por algunos Padres (pa­ pa Esteban I, según Cipriano).

El bautismo de los adultos —finalidad misionera fundamen­ tal—, determinó la ampliación y configuración ritual de la ac­ ción sacramental esencial. Por ello se atendía especialmente a la instrucción en la fe cristiana y, sobre todo, a la formación del ethos cristiano, conforme a la exigencia ncotcstamcntaria de que el alejamiento penitencial de la corrupción del mundo y la conversión creyente a Cristo constituían el presupuesto necesa­ rio para el bautismo. Otra motivación fundamental era la con­ vicción de que la Iglesia era la comunidad de los santos. Todo ello condujo al catecumcnado. La preparación doctrinal y moral para el bautismo se realizaba en dos estadios: el catecumcnado

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y la acción bautismal misma. Alrededor del año 150 habla Justino de una instrucción es­ pecial de los candidatos al bautismo. No puede, sin embargo, inferirse de aquí la existencia de una iniciación estrictamente organizada. En Hipólito encontramos, por el contrario, el catccumenado como una institución ceremonialmente configurada y técnicamente organizada. Se coloca, por tanto, la instilucionalización jurídica dcl catecumenado en los últimos decenios dcl siglo II. Sin embargo, es posible que en Oriente —donde vivía Hipólito, quien en este punto habla de una “tradición apostóli­ ca”— se hubiera estructurado anteriormente el catecumenado.

La ordenación bautismal de Hipólito nos ofrece la siguiente imagen: quienes solicitaban la admisión en la comunidad cris­ tiana debían ser “recomendados” por un “fiador”. Después de un examen de su conducta moral y de sus intenciones, se les permitía el acceso al catecumenado, cuya duración era general­ mente de tres años. Durante este tiempo eran instruidos, sobre la base de las Sagradas Escrituras, por un maestro, que podía ser seglar, en las verdades fundamentales de la fe cristiana, al mismo tiempo que se les exigía vivir según el ethos moral cris­ tiano. Una segunda prueba daba acceso a una fase ulterior dcl catccumando, más estrictamente controlada por la Iglesia ofi­ cial. Los candidatos eran entonces denominados electio compe­ tentes; en Oriente, iluminados. Este estadio, originariamente de corta duración, tenía por objeto la profundización en la fe (en­ trega dcl símbolo) y, ante todo, la inmediata preparación para el bautismo y la participación litúrgica. El bautismo, preferentemente administrado en la noche pas­ cual, estaba preludiado por una última imposición de manos, conjuración del demonio, insuflación y signación con la señal de la cruz. Todo ello era ejecutado por el obispo. Éste consagra­ ba posteriormente el agua y el “óleo de acción de gracias” y

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exorcizaba el “óleo del conjuro” (óleo de los catecúmenos). En­ tre tanto, se desvestían los catecúmenos y —en el siguiente or­ den: muchachos, muchachas, hombres y mujeres— se adelanta­ ban, adjuraban, vueltos hacia Occidente, de Satán (“yo abjuro de ti, Satán, y de tus pompas y obras”), eran ungidos por el presbítero con el óleo de los exorcismos y eran entregados al obispo. Posteriormente un diácono (una diaconisa) entra en el agua juntamente con el bautizado. Éste se toma hacia Oriente, un sacerdote le coloca la mano sobre la cabeza y le pregunta: “¿Crees en Dios, Padre todopoderoso..;?” Una vez que el bauti­ zado ha respondido “Creo”, es sumergido o se derrama el agua sobre su cabeza. Esta misma acción se repite al preguntarle: “¿Crees en Jesucristo, su Hijo...?” “¿Crees en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia...?” (La forma de la confesión de fe como pre­ gunta y respuesta corresponde al carácter del cristianismo en cuanto Revelación que no proviene del hombre mismo, sino que le adviene de “fuera”.) Después de abandonar el agua, el bautizado es ungido con el óleo de la “eucaristía” (el actual crisma), se pone sus vestidos y entra en la Iglesia. Allí le impo­ ne el obispo las manos, lo unge con el óleo de la acción de gra­ cias y lo signa en la frente. En el siglo IV, cuando las masas irrumpieron en la Iglesia, el catccumcnado (en sentido estricto, tres años de instrucción) de­ generó en una formalidad vacía, conservando una significación meramente nominal (simple confesión de fe). Por el contrario, se da un mayor realce a dos puntos. La primera recepción, por la cual el candidato era ya oficialmente considerado como cris­ tiano, comprendía ahora una catcquesis fundamental sobre el cristianismo, se signaba al candidato con la señal de la cruz, se lo exorcizaba con la imposición de las manos y se le daba la sal simbólica (de la sabiduría). Por otra parte, el accedentes, inicia­ do ahora con la inscripción del nombre y extendido a todo el 162

tiempo de ayuno, se convirtió en una auténtica ejercitación en el ethos y en la fe cristianos. Ésta era también la finalidad de los “escrutinios” o “exámenes del corazón”, que iban acompa­ ñados de repetidos exorcismos. Se destaca como acto especial la entrega y devolución del símbolo de la fe. En algunos luga­ res —como en Roma— se entregaba también el Evangelio y la oración del padrenuestro. Dentro ya de la acción bautismal, la renuncia a Satán se completó en Oriente con un acto de adhe­ sión a Cristo. Esta adhesión quedaba enmarcada en la confesión de la fe. Ello convirtió en irreales las preguntas sobre los artícu­ los de fe en la acción bautismal misma. Posteriormente estas preguntas fueron desalojadas por la fórmula bautismal indicati­ va (en Siria a finales del siglo IV). Más adelante, todos los actos de iniciación quedaron abarca­ dos en Roma bajo el concepto de scrutinium. En principio ha­ bía tres escrutinios. El primero conducía a la recepción del can­ didato, e incluía la inscripción del nombre, la insuflación, el exorcismo, la signación con la señal de la cruz y la entrega de la sal. El segundo era la entrega y la devolución del símbolo (también de los Evangelios y del padrenuestro). El tercero, la acción bautismal propiamente dicha, incluía en Occidente los siguientes actos: exorcismo, epheta (apertura de los oídos y de la boca), unción del pecho y de los hombros, renuncia al Demo­ nio, adhesión al símbolo de la fe, bautismo, unción con el cris­ ma, imposición de manos.

Paulatinamente fue desapareciendo el bautismo de adultos. El bautismo de los niños —hasta ahora administrado en el mar­ co del bautismo de adultos— se convirtió en la norma general. Más aún, cuanto más aguda conciencia se fue tomando del dog­ ma del pecado original, tanto más tempranamente se fue admi­ nistrando a los niños el bautismo, si bien continuaron guardán­ dose las fechas clásicas de Pascua y de Pentecostés. Sorprende 163

que no se crease un rito apropiado a los niños, sino que sólo se acomodase precariamente el rito antiguo a esta situación total­ mente distinta. Puesto que en el caso de los niños no era posible una instrucción religiosa ni una decisión personal, los escruti­ nios tomaron preferentemente la forma de exorcismos (unidos a signaciones con la señal de la cruz y a oraciones) y se elevó su número a siete (incluido el acto bautismal).

La teología dcl bautismo recurre al aspecto más inmediato e intuitivo: el baño. Desde esta perspectiva destacan los Padres su función purificadora y vivificadora. El bautismo purifica de los pecados, (Cipriano), opera la remisión de los pecados, (Jus­ tino), es la muerte dcl pecado (Basilio) y de la muerte a él inhe­ rente (Tertuliano). El bautismo trac la curación dcl alma, nos convierte de muertos en vivos, produce nuestra nueva genera­ ción y nacimiento, y restablece con ello la perdida imagen de Dios en el hombre (Ireneo, Tertuliano, Cipriano, Dídimo), espe­ cialmente por la comunicación dcl Espíritu Santo (Juan de Da­ masco). El nuevo nacimiento es el momento más frecuentemente re­ sallado por los Padres. Ello responde a la conciencia que la jo­ ven cristianidad tenía de sí misma como un nuevo pueblo. Este nuevo nacimiento no es, sin embargo, concebido mágica o mis­ téricamente. Más bien se hace hincapié en la obligación, impli­ cada en el bautismo, de la fe y de una vida moralmcntc intacha­ ble (Justino, Ireneo, Tertuliano). Tertuliano concibe el bautismo como juramento a la bandera de Cristo y compromiso jurado de servicio a Cristo. Más aún, la liberación dcl pecado y la afianzación en el bien tienen que haber sido ejercitadas anteriormen­ te, el corazón tiene que estar ya limpio (Tertuliano). A ello está ordenada la institución del catecumenado, que elimina toda po­ sible acusación de concepción mágica dcl bautismo. Ya en los iluminados tiene que estar suficientemente impresa la figura del

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Logos, y Cristo debe haber nacido espiritualmente. Sólo en tal caso los eleva la Iglesia a la condición de “cristianos” por la in­ fusión en el bautismo del Espíritu Santo (Metodio). La medida de la fe personal determina también la medida de la gracia co­ municada en el bautismo (Cipriano). Pero el presupuesto funda­ mental para toda acción de la gracia es la recta fe trinitaria (Gregorio de Nisa). En este contexto enseña la patrística que la cjcrcitación de la voluntad moral y de la fe cristiana está posibi­ litada por la gracia. A ello conducen los exorcismos; por ello se denomina al bautismo —en razón de la experiencia de la fe a él inherente— iluminación (Justino, Pscudo Dionisio) y sello (Clemente Romano, Ircneo); con lo que se destaca no sólo el carácter definitivo de la decisión del hombre por Cristo, sino también y sobre todo el haber sido aceptados por Dios, la dona­ ción del Espíritu Santo y la impresión del sello de Dios.

El acontecimiento bautismal se explica en su totalidad por la causalidad divina. Por la invocación del sacerdote, Dios se hace presente y actuante (Gregorio de Nisa, Ambrosio). Quien bauti­ za no es el sacerdote, sino Dios mismo (Juan Crisóstomo). La forma bautismal pasiva, aparecida en Oriente, presenta a la Tri­ nidad como la causa propia del bautismo (Juan Crisóstomo, Teodor de Mopsuestia). En Occidente, Agustín afirma enérgi­ camente: Christus est, qui baptizat. Toda la acción bautismal alcanza sentido desde Cristo. El bautismo es la rememoración de la pasión (Metodio de Olim­ po), de la muerte y de la resurrección de Jesús (Teodoro de Mopsuestia), al mismo tiempo que su “imitación” simbólica. Por el bautismo, el cristiano queda “asimilado” a Cristo (Gre­ gorio de Nisa, Teodoro de Mopsuestia). Sobre todo, las catc­ quesis mistagógicas presentan —dentro de la línea de Rm 6— la inmersión del bautizando como “sepultura en el agua” y sím­ bolo de la muerte de Jesús; y la salida del agua bautismal como

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símbolo de su resurrección (Cirilo de Jcrusalén, Gregorio de Nisa, Teodoro de Mopsuestia, Pseudo Dionisio, Ambrosio, también Juan de Damasco, León Magno). Sin embargo, se exa­ gera la correlación simbólica de la acción sacramental con las obras de Cristo cuando cada uno de los momentos del bautismo es referido a una determinada circunstancia de la vida de Jesús. Así, se encuentra a veces la opinión de que la triple inmersión, cuyo origen real reside en la fórmula bautismal trinitaria, es símbolo de los tres días de la sepultura de Cristo (Pseudo Ciri­ lo, Gregorio de Nisa, Pseudo Dionisio, Juan Crisóstomo, Juan el Diácono y otros). La muerte y resurrección de Jesús tiene su correspondencia simbólica no sólo en el rito exterior de la in­ mersión y salida de las aguas bautismales, sino también y pri­ mariamente en lo que acontece en el interior del bautizado. Éste mucre al pecado y resucita por el Espíritu Santo a una nueva vi­ da (especialmente Gregorio de Nisa, Juan Crisóstomo, destacan este aspecto aún más vigorosamente que los latinos, por ejem­ plo, Agustín). A veces se expresa directamente la diferencia en­ tre la realidad corpórea de la muerte de Jesús (separación plena de alma y cuerpo) y su “imitación” parcial (Gregorio de Nisa) y en imagen (Pseudo Cirilo de Jcrusalén, Ambrosio), en la sepa­ ración del alma del pecado (Juan Crisóstomo). Al mismo tiem­ po se resalta, como donación y tarea, la acción salvifica de Cristo en el bautismo, la remisión de los pecados y el nuevo na­ cimiento por la gracia de la infusión del Espíritu Santo. Se atri­ buyen estos efectos al agua bautismal sólo debido a que por la epiclesis ha descendido sobre ella el Espíritu (Tertuliano, Ci­ priano, Cirilo de Jcrusalén, Gregorio de Nisa, Pscudo-Dionisio, Ambrosio, Juan de Damasco).

Según la concepción patrística, la epiclesis sobre el agua bautismal pertenece, juntamente con la fórmula bautismal, a las palabras constituyentes del sacramento (Basilio).

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Los occidentales se interesan, ante todo, por la eficacia del bautismo y la certeza de su validez. Ya el papa Esteban I tuvo que defender frente a Cipriano y los obispos Africanos la vali­ dez del bautismo administrado por los herejes. Agustín sostuvo una dura lucha contra el donatismo, que hacía depender la vali­ dez del sacramento de la santidad subjetiva del ministro. Agus­ tín reconoce como válido el bautismo administrado fuera de la Iglesia o por un pecador, a condición de que queden garantiza­ das la recta ejecución exterior y, sobre todo, las verba evangéli­ ca trinitarias, puesto que, en último término, la eficacia del sa­ cramento reside en la Palabra. En ella está presente Dios y, en definitiva, quien bautiza es Cristo. La eficacia del signo exte­ rior no está garantizada por la fe y la santidad del ministro, sino por la Iglesia. El bautismo administrado fuera de la Iglesia no confiere la remisión de los pecados y la gracia, pero sí una con­ secratio del bautizado para Dios y un character dominicus que, en caso de unión a la Iglesia, confiere la remisión de los peca­ dos y la gracia, c impide un nuevo bautismo. El bautismo borra el pecado original, cuya existencia demuestra precisamente Agustín por el bautismo de los niños, así como todos los peca­ dos personales, y confiere —también a los niños— la gracia de la incorporación al cuerpo de Cristo.

X.3. La confirmación La Iglesia católica entiende por confirmación un “verdadero y propio sacramento”, el cual, a causa de su conexión intrínseca con el bautismo, aparece siempre en segundo lugar en las deci­ siones doctrinales eclesiásticas. El término confirmación co­ rresponde al latín confirmatio, que en este contexto tiene siem­ pre el significado de fortalecimiento, no de ratificación o apro­ bación posterior. 167

Hasta comienzos del siglo III no volvemos a encontrar cla­ ramente la oración y la imposición de manos como rito por el que se comunica la plenitud mesiánica dcl Espíritu. Dada la es­ casez de fuentes que poseemos, no ha de extrañamos la caren­ cia de datos anteriores al siglo III. Además, la reflexión teológi­ ca está aún poco desarrollada, y las diversas fases de la inicia­ ción cristiana son concebidas y tratadas como una unidad. En Occidente, el rito esencial está constituido, hasta comienzos del siglo V, por la oración y la imposición de manos mientras es trazada la señal de la cruz sobre la frente. Constituye una ex­ cepción Hipólito de Roma, quien nos habla de una unción en la cabeza, que tenía lugar después de la imposición de manos y antes de la signatio. Probablemente Hipólito ha sufrido en este punto la influencia de Alejandría, donde unción, imposición de manos y signatio se habían fusionado en una única ceremonia y donde, en consecuencia, como en todo el Oriente, la imposición de manos fue paulatinamente sustituida por la unción. La con­ troversia de si la unción posbautismal, llamada así ya por Tertu­ liano, pertenece al bautismo o a la confirmación, puede hoy considerarse definitivamente zanjada en favor del bautismo. Prescindiendo dcl referido desplazamiento dcl punto de gra­ vedad dcl rito, Oriente y Occidente están de acuerdo en que, por medio de este rilo, es comunicada la plenitud dcl Espíritu Santo. Los Padres se esfuerzan en desarrollar este concepto, de por sí ya amplio, de comunicación dcl Espíritu y en concretarlo por lo que se refiere a sus efectos. Ellos consideran ese llenarse dcl Espíritu como la coronación dcl bautismo y como la perfec­ ción del neófito, como sustento, crecimiento y madurez de la vida sobrenatural, como fuerza que robustece la fe y el amor y como armadura del espíritu para la lucha contra las fuerzas del mal. La denominación de este rito que comunica el Espíritu co­ mo sello (en Occidente, signaculum; en Oriente, sello), difícil­

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mente puede compaginarse con su contenido. Finalmente ven los Padres en la confirmación {confirmatio, como término téc­ nico, aparece por primera vez en el Concilio de Riez, en el año 439) un perfeccionamiento de la participación en las funciones mesiánicas de Cristo. El Nuevo Testamento alude claramente a la venida del Espíritu Santo al cristiano para capacitarlo y con­ ferirle la misión de dar testimonio de Cristo. En contraposición, las afirmaciones de los Padres y de los textos litúrgicos son muy parcas en este sentido.

8.4. Eucaristía, sacramento central de la Iglesia En su institución, Jesús había ofrecido antes de la cena ri­ tual, el pan consagrado y después el vino. Las narraciones de Pablo y Lucas reflejan que este orden se seguía en las celebra­ ciones de la época más primitiva. Pero pronto —según el testi­ monio de los Sinópticos— ambos actos sacramentales fueron desplazados hacia el final del banquete. Más tarde fueron sepa­ rados de la comida y unidos a la oración cultural de la mañana del domingo. Así surgió la “misa”, que por primera vez aparece claramente en Justino y se impone univcrsalmente en el tiempo posterior (Liturgia). La configuración extema de la Misa está bajo una mayor influencia de la palabra oración que en época anterior. Esto se puede apreciar ya por la misma denominación característica de “eucaristía”. Este término significa en sentido propio una actitud agradecida frente a un don gratuitamente re­ cibido, así como la consideración activa, el reconocimiento y el sentimiento de acción de gracias por ese don. Pronto pasa el término a designar la celebración misma, sobre todo la gran plegaria eucarística que, a semejanza de la bendición pronun­ ciada por Jesús en la última cena, era proferida sobre las ofren­ das de pan y vino aportadas por la comunidad para ser consa­ 169

gradas. De este modo, como objetivación de la eucaristía, reci­ ben finalmente tal nombre los mismos dones (Justino). Es clási­ ca la plegaria de acción de gracias más antigua, que nos ha sido conservada en las constituciones eclesiásticas de Hipólito Ro­ mano (hacia el 200). Contiene un canto de alabanza a la obra salvadora de Dios realizada en la Creación por medio del Lo­ gos y, sobre todo, en la redención por medio de Jesús. Luego si­ gue el relato de la institución. La cena tiene así el carácter de recuerdo y, al mismo tiempo, de aplicación de la realidad de Dios. Pueden apreciarse las mismas características en la liturgia elementina, en la de Santiago y en la egipcia de san Basilio, así como en la de los Doce Apóstoles y en la de Crisóstomo. El texto de la Liturgia cucarística no tenía en sus comienzos una configuración fija y determinada, sino que era variable, es­ tando a merced de la inspiración pneumática del celebrante. Poco a poco van surgiendo determinados tipos, en parte bajo el influjo de la evolución del dogma cristológico y trinitario. En todos ellos aparece, en puesto destacado, el relato de la institu­ ción (quizá la liturgia apostólica de Addai y Mari en Siria cons­ tituya una excepción). Al relato de la institución se añade pron­ to la reflexión teológica, en la que se expresa la conciencia que la Iglesia tiene de la celebración que realiza, y en la que se in­ cluyen la anámnesis, la oblación y la epiclesis. Esta última pide (bajo el influjo de Jn 6, 62 y ss.) la venida del Espíritu Santo, a fin de que realice la consagración y conceda a los participantes una fructífera recepción de los dones. No por ello fue la epicle­ sis fórmula de consagración, pues como tal se consideraba en­ tonces toda la plegaria cucarística. La epiclesis era solamente una explicación o reflexión de lo que el canon o plegaria eucarística pretendía realizar. Después de la paz constantiniana ad­ quiere la Misa una configuración más rica (ofrecimiento de los dones, Sanctus, preces). Especialmente las grandes Iglesias pa­ 170

triarcales se esfuerzan por ampliar el radio de acción de sus li­ turgias. La Liturgia romana, cuyos orígenes son oscuros (se dis­ cute si la liturgia que nos ofrece Hipólito es la original de la ciudad de Roma), se nos hace patente alrededor del año 400 (Sacramentarium Leonianum; Pseudo Ambrosio, De Sacra­ mentis) y se impone en Occidente, asimilando y reemplazando paulatinamente todas las demás liturgias occidentales (galicana, mozárabe y ambrosiana).

El Magisterio “ordinario” de la Iglesia acerca de la eucaris­ tía se realiza a través de la Liturgia, cuya recta interpretación tiene lugar por medio de la teología de los Padres, que son sus artífices espirituales. Liturgia y patrística se esclarecen mutua­ mente. Ambas presentan como idea central dominante la anámnesis de la obra salvifica, a partir de la cual se desarrollan luego orgánicamente los rasgos específicos de la eucaristía. La anám­ nesis litúrgica no es un simple hecho psicológico,, el mero re­ cuerdo de Jesús y de su obra en los participantes, sino la pre­ sencia objetiva (instituida por el Señor) de su obra salvifica en el sacramento y la determinación de la naturaleza y dcl sentido dcl mismo por la obra de Jesús. En virtud de ello, la realidad cultural dcl pan y el vino se convierte en símbolo real, en la forma presente de aparecer y actuar el acontecimiento salvifico que es el mismo Jesús. La anámnesis en el culto afirma tanto la irrepetibilidad histórica de la obra salvifica de Cristo como la aplicación de sus frutos en la actualidad. Según las antiguas li­ turgias, se hace presente en la eucaristía la obra salvifica de Je­ sús en su totalidad: desde su encamación hasta su crucifixión, resurrección y ascensión y —según algunos formularios— has­ ta la parusía. Algunas veces es incluida en la anámnesis la obra dcl Logos preexistente realizada en la Creación y en la historia de la salvación veterotcstamentaria. Con ayuda de la anámnesis es explicado el carácter sacrificial de la eucaristía, predicado ya 171

desde los primeros tiempos. Este carácter de la eucaristía con­ siste en que es recuerdo del sacrificio de Cristo en la cruz, y co­ mo tal, según Juan Crisóstomo, el teólogo de la anamnesis, idéntico en último término a aquél. La eucaristía es también el sacrificio de los cristianos, porque éstos hacen presente el sacri­ ficio de Jesús bajo la forma de una oblación (memores... offeri­ mus) y actúan como representantes de Cristo, bien como pueblo sacerdotal —por ello los no bautizados no pueden participar en la eucaristía— o como sacerdotes, es decir, como representan­ tes especiales del Sumo Sacerdote, Jesucristo. Es significativa la relación que establecen los griegos, ba­ sándose en Juan 6, entre la eucaristía y la encamación. Como el Logos tomó cuerpo de María, así se une en la eucaristía (por medio del Pncuma) con el pan y el vino que se ofrecen, asu­ miéndolos en la contextura de su persona y uniéndolos tan ínti­ mamente que pierden su individualistad natural para “convertir­ se” en el propio cuerpo y sangre de Jesús, según es afirmado por los Padres antioquenos, así como por Gregorio de Nisa y Cirilo de Alejandría. De esta manera, de la anamnesis de la in­ carnatio Christi se sigue la presencia real del Christus incarna­ tus. En consecuencia, el contenido esencial de los dones trans­ formados es explicado a partir de la cristología. Los Padres antioquenos, sobre todo Juan Crisóstomo, ven en los dones eucarísticos el cuerpo real, nacido de María, crucifi­ cado y resucitado, y la sangre derramada por Jesús. Los Padres alejandrinos, por el contrario, ven la dignidad de los dones en que son cuerpo y sangre del Logos y nos unen a Él. Clemente y, de manera más radical aún, Orígenes colocan la comunión del Logos por parte de los “gnósticos” operada de una manera pu­ ramente espiritual por la Palabra (de la Escritura, de la predica­ ción de la oración) muy por encima de la recepción del alimen­ to eucarístico. Así también los alejandrinos siguientes. Final­

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mente, Cirilo de Alejandría afirma que la “culogía” tiene como fin el comunicar la vida. Pero eso sólo puede tener lugar por medio del Logos y por mediación de su carne. El paralelismo entre la doctrina eucaríslica y la cristología conduce, en el siglo V, entre los más radicales de la escuela antioquena (Eutelio de Tina, Ncstorio, Tcodorcto de Ciro y el au­ tor de la carta a Cesáreo), y después también entre los neocalcedonios ortodoxos (Gclasio, Leoncio de Jcrusalén, Efrén de Antioquía), a la consubstanciación; a la naturaleza humana que subsiste sin cambio alguno en Cristo corresponde en el sacra­ mento la subsistencia sin transformación del pan y del vino. En virtud de la consagración se enriquecen los dones con la gracia, es decir, con el Espíritu Santo, y reciben el nombre de cuerpo y sangre de Cristo. Frente a esta doctrina, el sensus fidelium sos­ tendrá cada vez con mayor firmeza la presencia del cuerpo real de Jesús.

Al final de la época patrística, Juan Damasceno vuelve otra vez a poner de relieve la transformación o conversión de los elementos, afirmando la unión hipostática del cuerpo eucarístico con el Logos. En Occidente, la teología eucaríslica va reza­ gada, en cuanto a rigor constructivo, con respecto al Oriente. Tertuliano, incluso cuando habla de figura corporis, se refie­ re al cuerpo real de Cristo; con él coincide Cipriano. Ambos destacan el carácter sacrificial de la Misa como recuerdo de la pasión de Jesús. Ambrosio y el autor del tratado De Sacramen­ tis enseñan la conversión de los elementos por medio de las pa­ labras de la institución. La evolución posterior se complica por la autoridad de Agustín, quien ciertamente reconoce la fe tradi­ cional de la Iglesia en la presencia real, pero no da plena razón de ella en su teología. Se aferra a la distinción entre cuerpo his­ tórico y eucarístico de Jesús y subraya el carácter de signo de este último. Como sacramentun corporis, la eucaristía no es 173

mero signo subjetivo, sino imagen real del cuerpo histórico de Jesús, pero no la res ipsa simbolizada. Es principalmente sím­ bolo dcl cuerpo místico universal de Cristo, de la Iglesia; ex­ presión de la unidad de los fieles. Es la misma Iglesia la que se ofrece en sus dones. Isidoro de Sevilla completa el simbolismo agustiniano con imágenes tomadas dcl metabolismo real.

8.5. Sacramento del matrimonio El matrimonio cristiano es aquel sacramento por el cual dos personas de distinto sexo, hábiles para casarse, se unen por mu­ tuo consentimiento en indisoluble comunidad de vida con el fin de engendrar y educar a la prole, y reciben gracia para cumplir los deberes especiales de su estado.

Negaron el origen divino dcl matrimonio las sectas gnoslicomaniqucas de la antigüedad. Partiendo de la doctrina dualística según la cual la materia es la sede dcl mal, estos herejes re­ chazaron el matrimonio (por el cual se propaga la materia dcl cuerpo) calificándolo de fuente de mal. Bajo el influjo dcl espl­ ritualismo platónico, san Gregorio Niscno declaró que tanto la diferenciación sexual de las personas como el matrimonio que en ella se funda son consecuencia dcl pecado que Dios había ya previsto. San Jerónimo también hace depender, erróneamente, el origen dcl matrimonio dcl pecado dcl primer hombre. Los Padres lo consideraron desde un principio como algo sagrado. San Ignacio de Antioquía (f hacia 107) exige que la Iglesia coopere en la contracción de matrimonio: “Conviene que el novio y la novia contraigan matrimonio con anuencia del obispo, a fin de que el matrimonio sea conforme al Señor y no conforme a la concupiscencia.” También Tertuliano da testimo­ nio de que el matrimonio ha de contraerse ante la Iglesia: “¿Có­ mo podríamos describir la dicha de un matrimonio contraído

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ante la Iglesia, confirmado por la oblación, sellado por la ben­ dición, proclamado por los ángeles y ratificado por el Padre ce­ lestial?” San Agustín defiende la dignidad y santidad del matrimonio cristiano contra los maniqucos, que desechan el matrimonio co­ mo fuente del mal, contra Joviniano, que inculcaba a la Iglesia el menosprecio del matrimonio, y contra los pclagianos, que decían que el pecado original era incompatible con la dignidad del matrimonio. Convirtióse en patrimonio de la teología poste­ rior la doctrina sobre los tres bienes del matrimonio: la fecundi­ dad, la indisolubilidad, la fidelidad conyugal (signo de la unión indisoluble de Cristo con su Iglesia conforme a Ef 5, 32; por eso esta palabra tiene aquí la misma significación que indisolu­ bilidad). San Agustín no habla todavía expresamente de que el matrimonio cause gracia santificante.

La asistencia de Jesús a las bodas de Caná la consideran los Padres como un reconocimiento y santificación del matrimonio cristiano por parte del Señor, de manera análoga a como en el Jordán, por su bautismo, santificó Jesús el agua para la admi­ nistración del sacramento del bautismo (cf. san Agustín, san Juan Damasceno).

Los apologistas cristianos, describiendo la pureza moral de los cristianos, ponen especialmente de relieve la severa obser­ vancia de la monogamia. Tertuliano de Antioquía comenta: “Entre ellos se encuentra la prudente templanza, se ejercita la continencia, se observa la monogamia, se guarda la castidad.” La prueba de la unidad del matrimonio (monogamia) se fun­ da en que sólo mediante esta unidad se garantiza la consecu­ ción de todos los fines del matrimonio y se convierte éste en símbolo de la unión de Cristo con su Iglesia. Los Padres de los primeros siglos sostienen, casi sin excep­

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ción, que, en caso de adulterio, es lícito repudiar a la parte cul­ pable, pero que está prohibido volverse a casar (Jzl Pastor de Hermas’, san Justino, Clemente de Alejandría, Orígenes). Algu­ nos padres (san Basilio, san Epifanio y el PseudoAmbrosio), a propósito de 1 Co 7, 11, en referencia a Mt 5, 32 y 19, 9, e in­ fluidos por la legislación civil, conceden al marido la disolu­ ción del matrimonio y la facultad de volver a casarse si la mu­ jer cometiere adulterio. San Agustín fue un decidido defensor de la indisolubilidad del matrimonio, aun en el caso de adulte­ rio. San Agustín compara el vínculo conyugal, “al que no es ca­ paz de romper ni la separación ni la unión con otra persona”, con el carácter bautismal imborrable. Sin embargo, el matrimo­ nio no es absolutamente no rcitcrablc, sino tan sólo de manera relativa, es decir, mientras vivan los dos cónyuges. Después de la muerte de uno de ellos, es lícito al que ha enviudado contraer nuevas nupcias, como enseña la Iglesia de acuerdo con la doc­ trina del apóstol san Pablo (Rm 7, 2 y ss. 1 Co 7, 8 y ss.; 39 y ss.; 1 Tm 5, 14 y ss.), en contra de las opiniones heréticas de los montañistas y novacianos, y en contra también de las co­ rrientes rigoristas de la Iglesia griega (Atenágoras: las segundas nupcias son un “adulterio disfrazado”; san Basilio).

8.6. Bibliografía AA.VV., Dizionario patristico... (op. cit.) Contrcras, E.-Pcña, R„ op. cit. Introducción a la Espiritualidad Ortodoxa, Lumen, 1989.

Kelly, J.N.D., op. cit. Meycndorff, J., Byzantine Theology, Nueva York, 1976.

Qausten, J., op. cit. 176

9. ESPIRITUALIDAD

9.1. Caminos hacia Dios Es incuestionable que la ascética, tal como aparece en la Bi­ blia y es exigida por ella, fue incorporada, conservada y trans­ mitida por la Iglesia. Pero es verdad también que estuvo ex­ puesta a ciertos peligros a lo largo de la historia de la Iglesia. A veces fue acentuado de manera unilateral uno u otro aspecto de la Revelación. Se atribuye a la Iglesia primitiva la adopción de una postura ascética exagerada, que se achaca a la esperanza de la próxima parusía. Algunos pretenden encontrar ya en Pablo ciertas señales de esta exageración, sobre todo en 1 Co 7. Mas el Apóstol no sólo invita a adoptar una actitud reservada en la cuestión de la segunda venida dcl Señor, sino que además se vuelve contra ciertas tendencias gnósticas de las comunidades primitivas, que desembocaban en una infravaloración de lo ma­ terial y lo corporal, sobre todo de lo sexual, a favor de lo “pcncumático”, exigiendo por ello la abstención de determinados manjares, así como de las relaciones sexuales en el matrimonio, cuando no rechazaban de plano el mismo matrimonio.

La ascética de la Iglesia primitiva está sustentada principal­ mente por dos motivos: el de la esperanza escatológica y el de la imitación o seguimiento de Cristo, tal como aparece en las cartas dcl Apóstol. “Venga la gracia y pase este mundo”, dice la Didajé en la primera mitad dcl siglo II. Poco antes escribe Ig­ nacio de Antioquía a Policarpo: “Si alguno quiere vivir en cas­ tidad para honra de la came dcl Señor, hágalo sin presunción.” La necesidad y el sentido de la ascética cristiana se hacen palpables en esta época, de manera especial en el martirio. En él confluyen el motivo escatológico y el cristológico de la ascé­ tica: “Si no estamos dispuestos, con su ayuda, a ir a la muerte 177

por Él para imitar su pasión, no tendremos su vida en noso­ tros.” Pero en el primitivo cristianismo las raíces bíblicas de la ascética estuvieron en peligro de perderse. Este peligro proce­ día, por una parte, de grupos judeocristianos enemigos de la as­ cética y, por otra, de algunas sectas gnósticas, de Marción y el montañismo, que favorecían una ascética demasiado severa. En líneas generales, esta amenaza fue superada, y así puede afir­ marse que la ascética de la Iglesia primitiva “en sus orígenes nada tiene que ver con la filosofía griega ni con un dualismo metafísico”.

Todo ello vale también para el período de la ascética cristia­ na, en el que la especulación filosófica penetró más profunda­ mente en el pensamiento de la Iglesia. Entonces es cuando el término ascética entra en la terminología cristiana. Son, sobre todo, el neoplatonismo y la filosofía estoica los que, desde fina­ les del siglo II, han marcado su impronta en el concepto cristia­ no de ascética. Ésta sirve, en todas sus formas, de preparación a los supremos grados de la contemplación, a la “oración pura”, a la visión de Dios. Su meta inmediata es la consecución de la apatía, la liberación de las pasiones. Fuera de la escuela ale­ jandrina, sobre todo en el monacato occidental latino, prevalece —en parte bajo el influjo del semipelagianismo— el elemento moral de la ascética como medio para vencer la concupiscen­ cia, para conseguir la santidad y la pureza, sin excluir cierta­ mente el elemento místico.

9.2. Caridad Para el pensamiento humano, el mensaje bíblico del amor de Dios es tan incomprensible, y su realización en Cristo tan inve­ rosímil, que la investigación teológica viene a dar siempre en aportas insolublcs y tropieza casi necesariamente con barreras. 178

Puede advertirse ya en los Padres Apostólicos un antagonis­ mo entre el kerigma del cristianismo primitivo y el pensamien­ to helenístico sobre el eros. La Didajé aún no ha llegado a una conciencia explícita de ello cuando define el “camino de la vi­ da” como agapé a Dios y al prójimo; pero Ignacio de Antioquía habla ya expresamente de la “crucifixión” del eros, es decir, del amor mundano, y opone a éste la agapé, que es la “perfección” misma y se identifica con la sangre de Cristo en la eucaristía.

La polémica de los Padres frente a la imagen que el gnosti­ cismo, apoyado en el tema del eros “cosmogónico”, se hacía del mundo, fue de importancia decisiva no sólo porque se opu­ sieron a ella con una crítica negativa, sino también porque reci­ bieron de ella el impulso que los llevó a dar forma a una visión específicamente cristiana del mundo y de la historia. Por su­ puesto, hay que distinguir aquí dos tendencias: una “eclesiásti­ ca”, más fiel a la Tradición, y otra que puede llamarse alejan­ drina. Mientras muchos Padres —por ejemplo, Ircneo— esti­ man decididamente que la agapé sobrepuja, como la perfección sin más, a la gnosis, la cual sólo serviría para profundizar el amor de Dios (igualmente Tertuliano), los alejandrinos insisten más en motivos gnósticos. Clemente profesa de modo explícito que la agapé merece ser apetecida por sí misma, que sin ella nada tiene valor e inclu­ so que sólo por ella el gnóstico “viene a ser hombre verdadera­ mente perfecto y amigo de Dios, elevado hasta el rango de hi­ jo”; no obstante, considera la agapé más bien como presupues­ to y señal de la gnosis perfecta, como escalón entre la fe y la gnosis o visión; llega a afirmar que la agapé alcanza su perfec­ ción en la gnosis.

Casi más todavía influyen los motivos gnósticos en la obra de Orígenes. Para él, la palabra agapé sólo sirve en la Escritura para distinguir el “eros celeste” del “eros vulgar”. Según esto,

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Orígenes transforma el pasaje citado de Ignacio atribuyendo el eros a Cristo crucificado, y así puede cambiar la fórmula joánica “Dios es agapé" por la de “Dios es eros". A partir de aquí se comprende su peculiar dualismo y esplritualismo y aun su doc­ trina de la apocatástasis. El intento origeniano de unir el eros platónico y gnóstico con la agapé cristiana ha sido de un gran alcance para la historia posterior de la teología. Orígenes influ­ yó en los Padres capadocios, sobre todo en Gregorio de Nisa, quien define el amor de Dios como agapé, pero subraya, a la vez, que la gnosis sólo alcanza su plenitud en la agapé. Tam­ bién muchos de los antiguos Padres del monacato acusaron el influjo de Orígenes, cuando veían la gnosis como el objetivo más alto de la asccsis monástica y la agapé únicamente como preparación para la misma, como su puerta, por así decirlo (Evagrio del Ponto). Estimaban, en efecto, que la agapé en cuanto virtud es una perfección útil c idéntica a la apatía. Otros teólogos monásticos, principalmente los de la escuela de Juan Crisóstomo, consideraron, por el contrario, la agapé como la verdadera perfección, puesto que nos une con Dios del modo más íntimo posible (por ejemplo, Diadocc de Foticea, Juan Clímaco y Juan Casiano, en quien tanto influyó Evagrio). Esta evolución se refleja claramente en los cambios del vo­ cabulario. Si los Padres anteriores habían usado casi exclusiva­ mente los términos caritas o dilectio para designar el amor en su dimensión, más valiosa, con el tiempo se va introduciendo cada vez más la expresión amor para el mismo fin. El Pscudo Dionisio llega a reputar el término eros como más divino que agapé. Nilo de Ancyra opone el ‘‘eros pneumático de la filoso­ fía (cristiana)” al ‘‘eros satánico” del placer de los sentidos. Por la palabra eros se expresarían ante todo la intimidad y el ardor del amor.

Pero todos los Padres reconocen unánimemente que la fuen­

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te dcl verdadero amor sólo puede ser el amor de Dios, que se nos adelanta amándonos (Ambrosio, León Magno); amor que nos concede graciosamente el Espíritu Santo y, por cierto, co­ mo “virtud infusa” en la justificación, según indicaba ya Oríge­ nes. El amor compromete todas las fuerzas del hombre; en esto van de acuerdo Orígenes y Agustín. Libre de todo interés por la recompensa, el amor es para sí mismo la grande recompensa (Juan Crisóstomo, Agustín). Recalcan los Padres frecuentemen­ te que el motivo propio dcl amor no ha de ser una recompensa o la propia felicidad, sino Dios amado por sí mismo (Clemente de Alejandría, Basilio); es lo que llama Agustín un gratis ama­ re. Salta a la vista por todo ello, que el eros pagano no venció ni absorbió en manera alguna a la agapé cristiana, como a ve­ ces se ha sostenido; se advierte, por el contrario, un serio es­ fuerzo por conciliar con el amor natural el amor concedido gra­ ciosamente. El riesgo de falsear o vaciar el motivo que el pri­ mitivo cristiano poma en la agapé en nada disminuye la legiti­ midad de tales intentos; únicamente muestra sus límites.

La más vasta y poderosa síntesis entre el pensamiento cris­ tiano y el griego (neoplatónico) sobre el amor fue emprendida por Agustín. En esta síntesis hubo de poner tanto más empeño cuanto que para él la fuerza radical dcl hombre es la voluntad y, por tanto, el amor. En relación con su pensamiento de las dos Ciudades, distingue Agustín entre el amor sui y el amor Dei. Pone igualmente de relieve que sólo Dios puede ser amado por sí mismo. Pero con ello no pretende excluir el amor a las criatu­ ras y a uno mismo, sobre todo si es “ordenado”, es decir, referi­ do a Dios. El objetivo de la caritas o dcl amor bueno es, por otra parte, Dios como nuestro máximo bien, comoybns nostrae beatitudinis; y lo es hasta el punto de que aun el amor de uno mismo encuentra en el amor y goce (frui) de Dios su verdadera plenitud. Pero es aquí, precisamente, donde se muestra la limi­ 181

tación de la síntesis agustiniana, pues su distinción fundamental entre fruí y uti lleva a la consecuencia, no del todo conforme con la Escritura, de que Dios únicamente puede amamos en el sentido del uti. Atribuye Agustín el amor, en último término, al Espíritu Santo, caritas substantialis et consubstantialis ambo­ rum (id est Patris et Filii)', pero esta afirmación no se ajusta del todo a la Biblia, la cual, si bien reconoce una comunión del amor por el “Pncuma” como vínculo mutuo de agapé en el se­ no de la divinidad, refiere la agapé “substancial” más bien al Padre o a la Trinidad como tal. Por el contrario, Agustín con­ cuerda plenamente con el mensaje del Nuevo Testamento cuan­ do recalca con frecuencia que toda caritas desciende de Dios como gracia, para retomar después a su origen en forma de amor a Dios y al prójimo. El ascenso a Dios, en efecto, no lo intenta aquí el hombre por sus propias fuerzas, como ocurre en el caso del eros, sino mediante las del amor de Dios, que se nos adelanta con su amor. En especial, el amor al prójimo tiene un fundamento sacramental que se concreta en el sacrificio cucarístico y, por ello, en el amor con que Cristo se entrega a sí mis­ mo; y es este amor al hermano el que edifica la Iglesia.

Junto a Agustín, el teólogo sirio conocido bajo el seudónimo de Dionisio Arcpagita ejerció una influencia muy profunda en la Edad Media por su doctrina del amor extático y divinizador y de la noche mística. El influjo fue tanto mayor cuanto que esta doctrina venía a favorecer la fundamental característica, negati­ va y “oscura”, de la mística “occidental”.

9.3. La espiritualidad de los iconos Entre las riquezas de profundo contenido teológico y catequético que el oriente cristiano ha ofrecido a todo el pensa­ miento cristiano, son los iconos los que mayor interés han dcs182

penado. Por medio de este símbolo sagrado, Dios mismo habla al hombre: lo hace por la belleza. Se ha sabido, magistralmente, combinar en un trozo de madera noble, aquello que los santos Padres hicieron en sus escritos: unir la predicación y la alaban­ za. La divina Liturgia no es otra cosa que celebrar al Dios Uno y Trino, santa, consubstancial e individual Trinidad; es producir en la Tierra una imagen, un icono, una semejanza a la eterna y perenne Liturgia celeste. El icono es un símbolo sagrado, y como tal guarda profunda conexión con otro gran signo: la divina Liturgia (santa Misa); de allí que no podamos hablar del uno sin el otro. En términos modernos, podríamos decir que la Liturgia oriental es catequética por excelencia con “métodos” audiovisuales, esto es, las oraciones acompañadas o envueltas en todo ese ropaje de belle­ za y armonía recóndita que muestran los iconos.

“Dejad en este momento toda terrena preocupación”: así nos amonesta san Juan Crisóstomo desde la Liturgia. Es imposible acercamos a encontrar algo en un icono, si primero no nos “despojamos” de nuestra mentalidad occidental. Será difícil, pues, pretender contemplar el misterio que surge de cada icono, que surge de cada Palabra, que surge de cada rito.

“Nosotros, los hombres, hemos embrutecido, no sabemos nada de muchas cosas profundas y delicadas. Las Palabras o la Palabra es una de ellas. Creemos que es algo superficial porque no sentimos más su fuerza.” El icono es una Palabra, es una manifestación del Verbo, es un continuo “nombramiento”. Y si a la Palabra de Dios nada se resiste, es por tanto una continua presencia creadora.

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Camino El icono es un camino, una flecha disparada al infinito, por el que el alma orante y mística se encontrará con el Amado. No tiene pues, existencia propia, es un símbolo, y como tal hace re­ lación a lo simbolizado de quien es presencia y de quien recibe existencia.

Todo icono es un receptáculo, como un continente de una presencia mística, escondida, de una realidad profunda que trasciende los mismos colores y las mismas figuras que lo plas­ man en la madera. Es una presencia, es una Palabra continua­ mente pronunciada a los oídos del alma atenta. No es un dibujo, no es un cuadro, es una imagen (en griego, eikon), representa la presencia, es una visión litúrgica dcl mis­ terio. Tcofanía de una Palabra, es una escritura sagrada; por eso su estudio es iconografía.

Hemos entrelazado, no al azar, tres conceptos: Palabra, pre­ sencia, visión. De la conjunción de los tres surge el icono. Es, pues, el depositario de esas tres realidades. Es una presencia, puesto que, en tanto unido a lo significado, hace presente al mismo como signo. Es Palabra en cuanto comunica el mensaje salvador, la Revelación, de un modo particular. La pintura es visión en tanto que da vida mística y nos revela “como en un espejo” lo que luego veremos “cara a cara”. En él distinguimos dos aspectos: lo inmanente y lo transeún­

te.

Por lo primero entendemos aquello que el icono es o signifi­ ca en sí mismo, y allí es donde nos encontramos con esa presencia-Palabra-visión. Con respecto a lo segundo, entende­ mos lo que ese mismo icono, en tanto símbolo, produce en aquel que lo contempla. 184

En sí mismo posee la magnificencia de quien dice (Palabra) todo en silencio. Nos muestra teofánicamente algo de Dios en la Tierra.

Podemos recorrerlo en toda su longitud, pero siempre nues­ tra mirada buscará su mirada. Y es aquí donde, a nuestro enten­ der, el icono recobra toda su fuerza, todo su misterio, toda su Palabra, toda su vida.

Los ojos Fuente de vida y de luminosidad, los ojos son el elemento central de todo icono. Los colores oscuros van dejando espacio a los claros, desde los bordes al centro. Así es como el rostro, con valores de blanco intenso, recobra brillo y luz. Es menester detenerse frente a ellos y encontramos con la mirada, con esos ojos profundos de donde parece manar toda la luminosidad que invade al icono. Mirada que nos sigue... “Tú, Señor, conoces mis entradas y salidas.” El Salmista pareciera haber escrito esto arrebatado en éxtasis y contemplando, no en imagen, no en espejo, no en icono, sino cara a cara la solicitud de Dios para con los hombres.

Si intentáramos tapar la mirada de algún cuadro, nos encon­ traríamos como si los personajes del mismo estuvieran muertos. En los iconos esto es inmediatamente perceptible. Al tapar los grandes ojos que coronan el rostro, nos encontramos frente a una imagen muerta. Podemos decir que, en toda pintura, son los ojos quienes dan la vida. Podemos concluir, pues, que el icono es presencia-palabra en cuanto y por sobre todo, es visión-vida.

La mirada es lo que proporciona luminosidad, brillo, armo­

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nía, vida al icono. La mirada, profunda y dulce, majestuosa y misericordiosa. Mirada que sigue con su fuerza impenetrable a quien se arrima a venerarlo. En la misma tradición oriental, es muy común colocar lám­ paras frente a los iconos. Misteriosa coincidencia, pareciera que por todos los medios quisiera remarcarse más y más el brillo y la profundidad de la mirada, a tal punto confundidas que no sa­ bríamos determinar quién da luz a quién, si la lámpara a los ojos o éstos a la lámpara y todo su entorno.

La mirada La mirada está cargada de todas las pasiones del alma y está dotada de una terrible eficacia. La mirada es el instrumento de las órdenes interiores: mata, fascina, habla, fulmina, seduce. La mirada aparece como el símbolo, el instrumento de una revelación. Pero, más aún, es un reactivo y un revelador recí­ proco del que mira y del mirado. La mirada del otro es un espe­ jo que refleja dos almas.

La mirada que centra la atención del fiel será la del Pantocrator. Ubicada en la altura, el Señor-Dominador, se convierte como en el eje, la clave de bóveda del edificio. Mirada que, desde la altura magnífica y toda santa, ilumina el recinto dando vida a los demás iconos que de El, que es el Santo, reciben su santidad y por ende la capacidad de mirar con sus ojos. “Junto al trono había cuatro vivientes que tenían ojos por de­ lante y por detrás.” El Apocalipsis nos muestra estos cuatro vi­ vientes a quienes, para identificarlos como tales (vivientes) les da gran cantidad de ojos... ojos grandes. ¿Pero en virtud de qué poseen esos ojos que todo lo escrutan? En virtud de su cercanía al trono del Cordero, el cual tenía ojos “como llamas de fuego”.

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El tema de la mirada y del ver ha estado siempre presente y en relación con Dios. Así como el ver se relaciona con el color, dcl mismo modo Dios se relaciona con todo lo creado. El ver de Dios se sustrae al conocimiento humano, que acce­ de sólo conjetural mente por medio del esquema implicatioexplicatio, imagen con la que expresará luego el Ser divino.

Este estar con la mirada en la mirada, hará crear; vis entificativa, para Dios, vis assimilativa, para el hombre. Dos polos distantes pero unidos en el mismo acto de ver. Sin comulgar con todas las “ideas” del Cusano, las vemos convenientes, al menos las anteriores, para interpretar un poco más el tema de la mirada. Pero esto se lo dejamos a los filóso­ fos. La Palabra “En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.” Esta Palabra (Verbo) se identifica desde el Antiguo Testamento con Dios y con la Sabiduría, y es necesario contemplarla y oírla.

Esta Palabra de Dios, por quien todo fue creado, es enviada a la Tierra a la que empapa “como la lluvia el césped”, y no re­ gresa a Él sin fecundar la Tierra que la ha recibido. Será Juan quien, con el Logos, ha significado no solamente el vocablo, la frase, el discurso, sino también la razón y la inte­ ligencia, el propio pensamiento divino.

Sean cuales sean las creencias y los dogmas, la Palabra sim­ boliza de modo general la manifestación de la inteligencia en el lenguaje, en la naturaleza de los seres y en la creación continua dcl universo; es la verdad y la luz del ser. Esta interpretación 187

general y simbólica no excluye para nada una fe precisa en la realidad del Verbo divino y del Verbo encamado.

La Palabra es el símbolo más puro de la manifestación del ser que piensa y se expresa a sí mismo, o del ser conocido y co­ municado a otros. ¿Qué significa contemplar la Palabra? Será, en definitiva, mirar-cscuchar-atcndcr-respondcr. Esta misma Palabra no siem­ pre es perceptible o audible; la más de las veces se convierte en un religioso, reverente silencio, al cual también es debido “es­ cuchar”.

La fe llega por el oído, pero si la fe se nos transmite desde el silencio o en un acto sin sonido, el cual es sumamente “predica­ dor”, como por ejemplo el llanto y la presencia silenciosa de María al pie de la cruz, la fe puede llegar por otro medio, el cual también utilizará la Palabra, la mirada, el silencio, el decir todo sin pronunciar sino el silencio: “Lo miró y lo amó.” El icono es una presencia, y toda presencia tiene algo que manifestar, algo que decir. De allí que el icono hable, increpe, enseñe. Habla desde su belleza, pronuncia el eterno Logos, es constante nombramiento, transmite el Logos, el Mensaje, la Vi­ da.

Palabra silenciosa, pero Palabra majestuosa. Dios mismo es el que habla, por eso no es lícito firmar el icono. Cada icono re­ cuerda aquello de Juan: “Y puso su morada entre nosotros.” Toda obra iconográfica nace y se realiza buscando el sentido estético como algo secundario. No se persigue la ornamenta­ ción del lugar sagrado, no es lo estético lo que más ocupa a su autor humano. El icono tiene como misión primera mostrar, “como en un espejo”, la realidad divina. Así es catequético, adoctrinante; todo lo demás es añadidura.

Una vez realizada la tarea, que comprende una ardua prepa­ 188

ración espiritual del iconógrafo auténtico, el icono debe ser pre­ sentado a un sacerdote, el cual lo examinará y, posteriormente, con una celebración especial, lo bendecirá y lo admitirá para ser expuesto a la veneración de los fieles. Cada icono será una teofanfa, una Palabra constantemente pronunciada, una mirada dadora de paz de la vida, una presen­ cia real y viva del Dios Todo Santo. Desde ese plano “pronun­ ciante”, el alma del orante podrá percibir las palabras de Yahveh dichas a Moisés: “Descálzate, estás frente a un lugar sagra­ do”; pues, en cada icono, Dios, el Verbo ha puesto su morada.

9.4. La tradición del misterio “Confesamos que conservamos y predicamos la fe que nos dio, desde el comienzo, el gran Dios y Salvador, Jesucristo, a nosotros y a los Apóstoles que la predicaron por el mundo ente­ ro. Los santos Padres y nosotros seguimos esta fe que ha sido confesada, expuesta y transmitida a todas las Iglesias”... “En cuanto a nosotros, siguiendo la senda marcada por los santos Padres, que han dicho la verdad, profesamos...”

Estos dos textos —uno del Concilio de Constantinopla, en 533, y otro de Eustaquio— señalan de forma terminante lo que la Tradición supone en la Iglesia. Sería fácil dar otras citas. San Juan Damasceno escribe: “Quien no cree según la Tradición ca­ tólica, no tiene fe.” Nicéforo de Constantinopla: “Todo lo que se hace en la Iglesia es Tradición, incluso el Evangelio, ya que Jesucristo no escribió nada, sino que puso su Palabra en nues­ tros corazones.”

Los santos Padres son testigos de la experiencia católica de la Iglesia, que vivía según la Tradición apostólica. Los Padres fueron el instrumento de fundación de la Iglesia 189

en el mundo helenístico, testigos, servidores y defensores de la fe, órganos del Espíritu Santo. Se instalaron en el mismo cora­ zón de la Iglesia, trabajando toda su vida por ella, y por esto tienen el valor de un prototipo. Tuvieron tal sentido interior de la fe que abrieron al cristianismo la plenitud de la Tradición de la Iglesia. Representan el ideal de la vida en comunión de amor y de fe.

Para los cristianos de siglos posteriores, juegan un papel pa­ ternal; dan a todos posibilidades de vivir el misterio de la Igle­ sia en sus verdaderas perspectivas.

Si bien no tuvieron el carisma de la inspiración, tuvieron el carisma de la interpretación dcl Espíritu de Cristo. Con este tí­ tulo, tienen para nosotros un significado muy importante.

9.5. La formación de liturgias Una vez que la Iglesia quedó en libertad, como Iglesia dcl Imperio, como Iglesia dcl augusto emperador, salió a la luz pú­ blica y también pudo desarrollar el “culto divino cristiano”, ca­ da vez con mayor grandiosidad. Aumentó la solemnidad exte­ rior, sirviendo de modelo el ceremonial de la corte. Esto se hizo notar principalmente en la celebración de la Misa. A la gran plegaria eucaríslica de los primeros cristianos se añadieron pro­ gresivamente nuevas lecturas dcl Antiguo y dcl Nuevo Testa­ mento, y nuevas ceremonias sagradas, hasta el punto de resultar una Liturgia impresionante. Entre las lecturas de la Escritura se cantaban salmos. Ambrosio fue el que introdujo este canto en Occidente; compuso él mismo varios himnos, doce de los cua­ les han llegado hasta nosotros. El texto de la Misa aún no esta­ ba del lodo establecido; todavía el obispo (o el sacerdote) ccle-

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brante lo formulaba libremente, dentro de un cierto esquema. Éste fue uno de los motivos de que las oraciones (especialmen­ te el orden de las mismas) cambiasen de una Iglesia a otra. De ahí que su configuración no se haya de entender en el sentido de una norma central, sino como conservación de una Tradición cristiana asombrosamente unitaria en el Occidente o como ex­ presión de un crecimiento unitario. El crecimiento de las comunidades y de los locales de reu­ nión hizo poco a poco necesaria la fijación tanto del orden co­ mo de los textos. Naturalmente, en los lugares de mayor impor­ tancia eclcsial, en las sedes patriarcales, fue donde se lomaron las correspondientes disposiciones. En el ámbito de la Liturgia griega, con sus múltiples diferencias (Alejandría, Antioquía, Bizancio), se desarrollaron liturgias particulares en Egipto y en Siria, usando la propia lengua nacional (y en parte con infiltra­ ciones heréticas). Cuando el latín se impuso en Roma y en el norte de África, se constituyó en estos lugares un campo litúrgi­ co propio, dentro del cual surgieron a su vez distintas peculiari­ dades (rito romano —de Roma ciudad—, galo, español antiguo, después el iro-céllico, galicano, milanés).

Durante mucho tiempo se mantuvo la antigua costumbre ju­ día según la cual los que oraban estaban de pie, tal como atesti­ gua todavía hoy el canon de la Misa, en el cual se pide por lo­ dos aquellos “que están de pie en tomo” (circumstantes).

Además de la Liturgia dominical, a partir del año 350 apro­ ximadamente, comienza a haber culto divino también en los días feriados. Surge con ocasión de los días estacionales y las fiestas de los mártires, pero al principio no es celebrado por to­ da la comunidad. Según parece, esta costumbre se originó pri­ meramente en el norte de África; Agustín, por ejemplo, la reco­ mienda para los tiempos de peligro. Sin embargo, la regla de los benedictinos, demuestra (cap. 35) que en el siglo VI no 191

existía todavía la costumbre de celebrar misa diariamente, ni aun en los monasterios.

Los siglos IV y V son la edad de oro no sólo de la patrística, sino también de la Liturgia. Los Padres son los liturgos de esta época, y con su genio fecundan las liturgias de Occidente. La patrística y la Liturgia se dan cita en los mismos textos y en los mismos escritos, y entre ambas rige un sistema de vasos comu­ nicantes. La libertad de improvisar y componer se sustituye con re­ glas y textos que pretenden poner fin a la época “de los charla­ tanes c incompetentes”, como dice Agustín. Al conjunto de li­ bros litúrgicos cabe añadir los manuscritos bíblicos empleados en el culto, y que desde este período contienen indicios de uso litúrgico. A finales del siglo IV o principios del V existen en el norte de África libelli missarum. Gcnadio, por otro lado, refiere que Voconio de Castellum, Musco de Marsella, Claudiano Mamerto en Vicnnc, Prisciliano y Paulino de Ñola fueron autores de textos litúrgicos, y habla, asimismo, de libelli missarum, sacramentorum liber, homiliarios y lcccionarios de los que se ha perdido toda huella. De toda esta literatura nos ha llegado el canon romano que se lee en De sacramentis y en el Liber ordinum visigodo, de uso en España desde el siglo V. Los siglos IV y V, en Occidente como en Oriente, son la edad de oro de las catcquesis bautismales y mistagógicas. No hay Padre que no haya aportado algo a esta literatura: Ambro­ sio y Agustín, Pedro Crisólogo y León Magno, sin olvidar es­ critores más modestos, como Cromacio, Zcnón, Gaudcncio, Nicetas y Máximo de Turfn.

La Liturgia inspira la composición de himnos, que son una de las creaciones más originales de la época. Hilario, entusias-

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mado por lo que ha visto en Oriente, compone poemas litúrgi­ cos, que hacen de él un “auténtico poeta”. Ambrosio introduce en la Liturgia el canto alternado de salmos e himnos, y compu­ so algunos que se difundieron rápidamente por todo Occidente. La obra poética de Prudencio de Calahorra penetra en el ámbito de la asamblea y enriquece la Liturgia latina.

9.6. La Liturgia bizantina El desarrollo de la Liturgia bizantina tuvo su origen entre los concilios ecuménicos de Constantinopla (381) y Éfeso (431). Antes del Concilio de Constantinopla, el emperador Constantino el Grande ordena la construcción de una nueva ciudad dcl Imperio romano. La misma se construyó sobre las orillas dcl río Bósforo y fue llamada “Nueva Roma” (más tarde Constantinopla). En principio, Constantinopla era sede metro­ politana de la región de Heraclea. Pero, mediante la autoridad dcl emperador, la sede metropolitana de Constantinopla crecía también en el campo eclcsial, procurando imponer su autoridad sobre las demás sedes metropolitanas orientales. En el concilio ecuménico de Constantinopla, los obispos reunidos, después de haber definido como dogma la divinidad dcl Espíritu Santo, aprobaron el canon 3, en el cual se reconoce al arzobispo de Constantinopla como sede de “primado de honor”, después de Roma. Los patriarcas bizantinos seguían imponiendo aún más su autoridad con el apoyo del emperador bizantino. Su jurisdic­ ción se extendía a las sedes de Tracia, Asia, Ponto, etc., pasan­ do de un primado de honor a un primado de jurisdicción sobre ellas. En el Concilio ecuménico de Caledonia (451), en el cual se definió las dos naturalezas y una sola persona en Jesucristo, los obispos allí reunidos aprobaron también el canon 28, reco­ nociendo el primado de jurisdicción del patriarca bizantino so­

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bre las Iglesias bizantinas. El papa León Magno protestó ante esta decisión, pero los orientales hicieron caso omiso. La influencia del patriarca bizantino se hacía cada vez ma­ yor en la política eclcsial, aun frente a la autoridad de los pa­ triarcas antioquenos que fueron los que más se resistieron. Con­ tribuyeron al crecimiento de la autoridad del patriarca bizanti­ no, los patriarcas Gregorio de Nacianzo (379-381), Nectario de Tarso (381-397), Juan Crisóstomo (398-404) y Ncstorio (428431), quienes provenían del Ponto o de Antioquía.

Con el crecimiento de la autoridad juridica del patriarca bi­ zantino sobre las demás sedes metropolitanas orientales-bizan­ tinas, también se imponía la celebración de la divina Liturgia en las mismas sedes. Las dos divinas Liturgias (anáforas-canon de la Misa) eran las conocidas de san Basilio el Grande de Capadocia y de san Juan Crisóstomo de Antioquía. No existen du­ das sobre la autoridad de san Basilio, como compositor de la anáfora basiliana (del IV siglo, escrita en Cesárea). La anáfora de san Basilio fue introducida en todas las iglesias bizantinas pacíficamente y sobre este dato existen muchos documentos. En cuanto a la anáfora de san Juan Crisóstomo, sólo se conoce como texto oficial de la celebración litúrgica en el siglo VIII. Pero parece que fue redactada en Antioquía a fines del siglo IV y más tarde introducida en Constantinopla, comenzada por san Juan Crisóstomo y luego oficialmente aprobada. Las dos anáforas contienen una rica catcquesis teológica. La de san Basilio es más trinitaria, “pncumatológica” (carismática). La de san Juan Crisóstomo es más cristológica (memoriaanámnesis-epiclesis), evidencia la realidad sacramental con un contenido de simbolismo litúrgico y dramático.

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9.7. La espiritualidad del monacato Muchos de aquellos monjes, aunque no especularon ni escri­ bieron —o escribieron poquísimo—, vivieron a fondo un larga y maravillosa experiencia en la difícil frontera que separa este mundo y el de más allá, observaron y analizaron eficazmente lo que sucedía en su combate espiritual de todos los días, y no ra­ ras veces recibieron carismas e ilustraciones del Espíritu Santo. Su contribución, de una riqueza realmente incomparable, a la formulación de la espiritualidad monástica fue de signo prácti­ co, empírico y vital. Sus experiencias y las lecciones que de ellas y de las ilustraciones de la gracia habían sacado, constitu­ yeron la mayor parte del material sobre el que trabajaron otros monjes -—una ínfima minoría— que, poseedores de una buena formación intelectual y literaria, formularon la espiritualidad del desierto.

Al conjunto de estos monjes eruditos y escritores se le ha dado el título de “monacato docto”. El “monacato docto” hizo su primera aparición, de un modo brillantísimo, en Asia Menor; sus iniciadores más conspicuos fueron san Basilio de Cesárea, san Gregorio de Nacianzo y, sobre todo, san Gregorio de Nisa. En Egipto, es cierto, existía también un grupo de monjes “origenistas”, pero no produjo ningún escrito de espiritualidad has­ ta que se agregó a él un discípulo de san Basilio y de san Gre­ gorio de Nacianzo, llamado Evagrio Póntico. Aunque es exage­ rado afirmar, como se ha hecho, que el monacato, hasta enton­ ces popular y evangélico, se convirtió desde entonces en una escuela de docta espiritualidad, sí es cierto que la nueva rama intelectual, injertada en el rugoso tronco del monacato más pri­ mitivo, creció y dio abundantes y sabrosos frutos.

La distinción entre monacato y “monacato docto” debe te­ nerse muy presente al estudiar la doctrina espiritual del dcsier195

to. Como veremos en las páginas siguientes, ambos sectores del monacato primitivo no siempre pensaron exactamente lo mis­ mo, ni mucho menos. A veces, sobre todo al principio, surgie­ ron entre ellos innegables diferencias y rivalidades. Hemos re­ cordado, páginas atrás, la primera querella origenista; ésta no fue tan sólo una lucha entre dos teologías, sino también entre dos espiritualidades: la de los monjes rudos y antropomorfistas y la de los letrados, penetrados dcl esplritualismo alejandrino. Que los primeros no simpatizaban en modo alguno con los se­ gundos lo prueban, entre otras fuentes históricas, las coleccio­ nes de Apotegmas de los Padres. He aquí algunos ejemplos: Una vez hubo en las Celdas una reunión acerca de cierto asunto, y el abad Evagrio tomó la palabra. El sacerdote le dijo: “Sabemos, abad, que, si estuvieras en tu país, serías sin duda obispo y estarías al frente de muchos; pero de hecho vives aquí como extranjero.” Movido de compunción (Evagrio), no se tur­ bó, sino que bajó la cabeza y dijo: “Es cierto, Padre. Una vez hablé, no hablaré más.” La llamada a la modestia que le hizo el presbítero del desier­ to de las Celdas fue, sin duda, bastante ruda, pero Evagrio salió victorioso de la prueba citando simplemente a Job (40,5).

Otros apotegmas son todavía más significativos. “Al princi­ pio (de su vida monástica), el abad Evagrio fue a visitar a un anciano y le dijo: ‘Abad, dime una palabra: cómo puedo salvar­ me.’ El otro le dijo: ‘Si quieres salvarle, cuando vayas a visitar a alguien, no empieces a hablar hasta que te interrogue.’ Y él, lleno de compunción por esta sentencia, hizo una profunda re­ verencia, diciendo: ‘En verdad he leído muchos libros, pero ja­ más he hallado pareja instrucción.’ Y grandemente edificado se retiró.” Mucho más que la modestia de Evagrio, el apotegma quiere

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poner de relieve la sabiduría del anciano, indocto en las letras humanas.

Otra anécdota pone en labios de Evagrio y de Arsenio, hom­ bre también muy culto, el siguiente diálogo: “Alguien dijo al bienaventurado Arsenio: ‘¿Cómo puede ser que nosotros no sa­ quemos ningún provecho de nuestra educación y de nuestra ciencia tan desarrollada, mientras que los campesinos y coptos adquieren tantas virtudes?’ El abad Arsenio le respondió: ‘No­ sotros no conservamos nada de la educación recibida en el mundo, mientras que los campesinos y coptos adquieren las virtudes con su propio esfuerzo.’ ” Y para mayor abundamiento se cuenta del mismo Arsenio: “El abad Arsenio preguntaba un día a un anciano acerca de sus pensamientos. Viéndolo otro monje, le dijo: ‘Abad Arsenio, ¿cómo tú, que has recibido tan excelente educación romana y griega, consultas a este campesino sobre tus propios pensa­ mientos?’ Respondió: ‘He recibido una educación romana y griega, pero no conozco ni siquiera el alfabeto de este campesi­ no.’ ” Tales anécdotas revelan no sólo el profundo orgullo de casta de aquellos buenos campesinos coptos, demasiado conscientes de sus héroes del ascetismo, sino también su total apego a una espiritualidad práctica, empírica, y el consiguiente menosprecio de la ciencia y las teorías del monacato sabio.

La única espiritualidad en la Iglesia es la espiritualidad cris­ tiana, la cual se conserva especialmente pura y viva entre los monjes, profesionales de la perfección evangélica, y en las obras escritas para los monjes. En realidad, lo único que da un colorido peculiar a la espiritualidad monástica, como convienen en admitir los especialistas, es lo absoluto de su búsqueda de la perfección cristiana, la elección de ciertos medios, de ciertos

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“instrumentos de perfección”, con preferencia a otros, porque les parecen más conducentes al único fin de toda espiritualidad auténticamente cristiana, y una tendencia resuelta y ardiente ha­ cia las realidades escatológicas. La espiritualidad de los monjes se distingue por el hincapié que hace en la renuncia, la abnega­ ción, la separación dcl mundo, a fin de practicar mejor el asce­ tismo purificados servir a Dios más directamente, aplicarse a la oración y la contemplación exclusiva de las realidades divinas. Al fin de cuentas, el camino espiritual de los monjes difiere dcl que debe seguir el común de los cristianos, sobre todo por el hecho de anticipar los primeros, desde el presente y voluntaria­ mente, las grandes renuncias que los segundos tendrán que ha­ cer forzosamente al término de su vida mortal. Es un camino de perfección que consiste esencialmente en una peregrinatio, una especie de nomadismo espiritual, en busca de la Jerusalén per­ durable.

La espiritualidad monástica no apareció súbitamente Es fru­ to de un largo y laborioso proceso de elaboración que, eviden­ temente, no podemos conocer en todas sus particularidades y complicaciones, pero sí en sus principales factores. Es preciso recordar muy especialmente la falla de cultura de la inmensa mayoría, y su postura adversa a las letras y la espe­ culación filosófica y teológica. Aquellos rústicos con hábito monacal rechazaban todo intento de conciliar la fe y la filoso­ fía, la religión cristiana y la cultura griega. Su mundo espiritual se distinguía por una simplicidad desconcertante. De Shcnute de Atripé se ha escrito: “Su religión y su piedad son ante todo prácticas. No se ocupa de las relaciones metafísicas entre Dios y el hombre, ni de la unión mística dcl hombre con Dios. Para él se trata de obedecer a Dios y cumplir su voluntad haciendo obras que merezcan decirse de tantos monjes de baja extracción social que pululaban en los desiertos y cenobios de Egipto, Si198

ría, Asia Menor, etc.” Entre ellos, incluso entre los más nota­ bles c influyentes, no sólo no se consideraba necesaria o pri­ mordial la labor de analizar y sistematizar las diversas etapas del itinerario del alma, sino que la juzgaban peligrosa y vitan­ da. Una sentencia que se halla repetida en los Apotegmas de los Padres dice: “No te midas a ti mismo.” Lo importante, según ellos, no era razonar sobre la vida espiritual, sino vivirla; avan­ zar resueltamente por el camino de perfección, no enumerar o describir sus etapas. El ascetismo cristiano era para ellos una “filosofía en actos”; consideraban que especular, describir, sis­ tematizar, no se compaginaba con su profesión.

Macario les había preguntado cómo podía convertirse en un verdadero monje, y ellos le respondieron: “Quien no renunciare a todas las cosas del mundo, no puede ser monje.” Otro anaco­ reta, llamado José, era todavía más exigente: “No podrás llegar a ser monje si no fueres todo llama, como el fuego.” Una de las Homilías espirituales del misterioso Macario, de­ dicada íntegramente a exponer la significación de la vida mo­ nástica a partir de la etimología del término “monje”, empieza de este modo: “Debemos saber qué es un monje y por qué manera de vivir merece realmente este nombre. Vamos, pues, a hablar de ello conforme a lo que Cristo nos ha enseñado.

Se lo llama así, en primer lugar, porque está solo, abstenién­ dose de mujer y habiendo renunciado interior y exteriormente al mundo. Exteriormente, es decir, a las cosas exteriores y mun­ danas; interiormente, es decir, a las representándonos de tales cosas, hasta el punto de no admitir jamás los pensamientos de los cuidados mundanos. En segundo lugar, se lo llama monje por cuanto invoca a Dios con oración incesante a fin de purificar su espíritu de los

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numerosos e importunos pensamientos, y para que su espíritu llegue a ser monje en sí mismo, sólo delante del verdadero Dios, sin acoger jamás los pensamientos que provienen del mal; al contrario, se purifica enteramente como conviene y per­ manece puro ante Dios.”

Por su parte, hacia el final de la época que nos ocupa, otro personaje no menos misterioso que Macario, el Pscudo Dioni­ sio Areopagita, escribía de los monjes con su peculiar estilo: “Nuestros divinos preceptores los han juzgado dignos de lle­ var nombres santos. Unos los han llamado servidores, otros monjes, por el servicio y el culto puro que tributan a Dios y por su vida indivisa y simple que los unifica en un recogimiento ex­ clusivo de toda partición, para llevarlos a la mónada deiforme y a la perfección del divino amor.”

Según Asterio, sólo puede llamarse propiamente “monje” aquel que se contenta con una vida humilde y escondida; el que, cual “pájaro solitario en el tejado”, es insensible a cuanto se dice en el mundo; el que huye de la vanagloria a que a veces lo expone su profesión; el que, privándose de todo lo que no es necesario para el Ciclo, aspira a vivir enteramente pobre, en la misma pobreza y desnudez de Cristo, su Señor. ¿Nos extrañare­ mos, después de leer estos conceptos, que Asterio estime que el auténtico monje es una avis rara, difícil de encontrar? Leamos todavía otro texto de los muchos que podrían adu­ cirse. Filoxcno de Mabbug escribe que se daba al monje una larga serie de nombres honoríficos, altamente expresivos del aprecio que su profesión merecía al pueblo cristiano: “Se lo llama renunciante libre, abstinente, asceta, venerable, crucificado para el mundo, paciente, longánime espiritual, imi­ tador de Cristo, hombre perfecto, hombre de Dios, hijo querido, heredero de los bienes de su Padre, compañero de Jesús, porta-

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dor de la cruz, muerto al mundo, resucitado para Dios, revesti­ do de Cristo, hombre del Espíritu, ángel de carne, conocedor de los misterios de Cristo, sabio de Dios.” No pertenecen al vulgo de los fieles mediocres. Renuncian a todas las cosas de este mundo con la sola intención de servir a Dios lo mejor posible según las normas del Evangelio. Son los filosófos del cristianismo, esto es, viene a mediar entre ellos y los cristianos del mundo una distancia semejante a la que se consideraba que existía entre los filosófos profanos y el resto de los hombres. El tema de la “filosofía perfecta” nos muestra que los monjes son cristianos que se ocupan profesionalmcntc de la perfección del cristianismo.

9.8. La “verdadera filosofía” Con el nombre de “filósofo”, los pensadores griegos, parti­ cularmente los estoicos, designaban al hombre perfecto; su gé­ nero de vida se llamaba “filosofía”. Como antes lo habían he­ cho ya los ascetas cristianos, los monjes se apropiaron este len­ guaje, y uno de los términos técnicos con que se designó su vi­ da en la antigüedad fue el de “verdadera filosofía”, “filosofía perfecta”, “filosofía cristiana”, “filosofía evangélica”, “celes­ te”, “sagrada”, “suma”, “sublime”, “suprema”, “angélica”..., o simplemente “filosofía”. Los monjes se convirtieron en “filóso­ fos” o en “verdaderos filósofos”, para distinguirlos de los pseudofilósofos paganos, los cultivadores de la “filosofía externa”, de la “filosofía del mundo”, de la “filosofía vana”. Sozomcno, por ejemplo, llama a san Antonio “filósofo celoso” (spoudaios philosophos) y afirma que “inauguró la filosofía exacta y solita­ ria entre los egipcios”. Ahora bien, si los moradores de los mo­ nasterios eran filósofos, los monasterios mismos se convirtie­ ron en “escuelas de filosofía”, en las que se enseñaba las doctri201

nas de la “filosofía suprema”. Este vocabulario estuvo muy de moda entre los escritores griegos y sirios, pero también se halla en los latinos, como san Jerónimo y, sobre todo, Casiano, es de­ cir, los autores que estuvieron en mayor contacto con la espiri­ tualidad oriental.

A la vez ciencia y arte de vivir, la “filosofía perfecta” ense­ ña a sus alumnos el conocimiento propio, la ponderación, la se­ renidad, el desprendimiento de las cosas terrenas, la vida solita­ ria, la teoría de los vicios y las virtudes evangélicas. Así, por ejemplo, leemos en cierto pasaje: “Quien toma la cruz y, con la recepción dcl Paráclito, llega a la perfección, ya no tiene nada que ver con las cosas visibles; el que, por el contrario, las ama, es justo y no perfecto, porque no renunció a las cosas visibles.” Para un autor sirio, los que realmente cuentan son “los perfec­ tos”. “Los justos”, esto es, los fieles que viven en el mundo y, prescindiendo de la perfección evangélica, llevan la vida nor­ mal de los hombres, son cristianos de segundo orden. De ellos dice, entre otras cosas: “Son hombres en los que hay algo de Dios y algo de Satanás; gracias a la parte de Espíritu Santo que hay en ellos, obran el bien... y..., por la parte de pecado, come­ ten el mal.” Decididamente, tal teoría no puede proceder más que de círculos de los cncratitas, ferozmente ascéticos y espiri­ tualistas que, para entenderse con la Iglesia, se esfuerzan por conceder un estatuto hasta cierto punto honorable a los cristia­ nos que se obstinan en permanecer en el mundo. Un opúsculo, que se titula precisamente Los justos y los perfectos, redactado en forma gnómica, según la costumbre de Evagrio, ilustra bien el tema. He aquí, a guisa de ejemplo, algunas de sus sentencias particularmente expresivas: “Los justos no roban, no causan perjuicios, no cometen la injusticia, no exigen lo que no les corresponde; los perfectos nada poseen, no construyen, no plantan ni dejan herencia sobre

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la tierra, no trabajan para comer y vestir, sino que viven según la gracia, pobremente.

Los justos dan de comer a los hambrientos, visten a los des­ nudos y con sus propios bienes y riquezas socorren a los nece­ sitados; los perfectos dan de una vez sus fortunas a los pobres y menesterosos, toman su cruz y siguen cspiritualmentc a su Se­ ñor y lo sirven en espíritu, amando a todos los hombres y ro­ gando por ellos. Los justos poseen una u otra puerta del Ciclo y llaman a ella cinco veces al día. En cuanto a los perfectos, el Ciclo entero es una puerta (abierta) ante ellos, a través de la cual miran durante todo el día; ensalzan y glorifican a nuestro Señor, yendo en es­ píritu de alabanza en alabanza; contemplan a nuestro Señor en su corazón como en un espejo.

Los justos están al lado de acá de la ciudad, que es la here­ dad de los perfectos; los perfectos están con nuestro Señor en el Edén y en la Jerusalén de arriba, puesto que le son semejantes.

Los justos glorifican a Dios con temblor y evitan el mal; los perfectos comprenden la altura, la profundidad, la largura y la anchura con todos los santos que han alcanzado la perfección; comprendieron, vencieron y subieron a la Jerusalén de arriba. Los perfectos llegan a Sión y a la Jerusalén celestial y al pa­ raíso espiritual; los justos siguen con gran pena muy atrás y se hallan mucho más abajo que los perfectos.” Filoxeno de Mabbug expone ampliamente sus ideas acerca de la situación del estado monástico con respecto a la justicia cristiana y a la perfección evangélica. El justo, según enseña, es justo por la justicia de la ley; el perfecto es perfecto por la justi­ cia de Cristo. La justicia de la ley se practica con ayuda de los bienes de este mundo, sean materiales, morales o religiosos; la justicia de Cristo, en cambio, se practica con la propia persona.

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Los grados de la justicia de la ley son: 1) evitar el mal (no ma­ tar, no adulterar, no robar, etc.); 2) hacer el bien (honrar a los padres, etc.); 3) amar a Dios y al prójimo, según el precepto dcl Señor: “Amarás a Dios con lodo tu corazón, y al prójimo como a ti mismo.” Los grados de la justicia de Cristo son: 1) salir de la justicia de la ley con la correspondencia a la invitación de Cristo a vender los propios bienes y dar su producto a los po­ bres; 2) empezar a practicar la justicia de Cristo, esto es, la abs­ tinencia y la castidad; tomar la cruz y seguir al Señor. Inspirándose tal vez en el Liber graduum, o simplemente re­ cogiendo los sentimientos comunes dcl ambiente monástico en que vivía, Filoxcno tiene expresiones muy enérgicas acerca de la imperfección radical de la vida en el mundo. Así escribe, por ejemplo: “No digo que los que están en el mundo no puedan justificarse, sino que digo que no es posible que lleguen a la perfección.” Justicia y perfección se distinguen rigurosamente en sus escritos, y la imposibilidad de que los cristianos dcl mundo alcancen la perfección hay que tomarla en sentido abso­ luto. Justicia y perfección no se oponen violentamente, pero sí constituyen dos categorias absolutamente diferentes, dos esta­ dos contradictorios: en el primero, se pone el mundo al servicio de Dios; en el segundo, se renuncia totalmente al mundo por amor a Dios. “Mientras el hombre posea la riqueza humana, poca o mucha, no puede avanzar por el camino de la perfec­ ción, porque la riqueza... ata el espíritu y traba las ligeras alas de la inteligencia.” Cierto que Cristo quisiera que todos los hombres imitaran su ejemplo y “avanzaran por el camino de los ángeles”; pero como no todos son capaces de ello, concede la salvación asimismo a los “justos”.

En el Ordo monasterii leemos esta afirmación rotunda y de­ cidida: “Nadie reclame ninguna cosa como si fuera de su pro­ piedad, tanto una prenda de vestir como cualquier otra cosa,

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pues decidimos vivir la vida apostólica.” El promotor por excelencia de la “vida apostólica” en el mo­ nacato latino fue san Agustín. Cifra y. compendio de su ideal cenobítico, las frases anima una et cor unun, cor unum et ani­ ma una aparecen con mucha frecuencia en sus escritos, no sólo cuando tratan de los monjes, sino también con referencia a los clérigos de Hipona. Raras veces se expresa el gran Padre de la Iglesia con el fervor, el convencimiento y la exigencia que ma­ nifiesta al comentar este tema, que está muy presente, además, tanto en el ensayo de vida comunitaria de Tagaste como en la plasmación de ambos monasterios de Hipona. Su preferencia entusiasta por el cenobitismo lo lleva a definir al monje —lo hemos visto— como el realizador del cor unum et anima una de los Hechos de los Apóstoles, en abierta contradicción con la verdadera etimología de monachus. Tampoco puede ser más ca­ racterístico el comienzo de su Regula ad servos Dei: “Estas son las reglas que prescribimos para que las observéis los que vivís en el monasterio. En primer lugar, aquello por lo que os habéis juntado en una comunidad: que viváis unánimes en una casa y tengáis una sola alma y un solo corazón para con Dios. Y no di­ gáis que algo os pertenece en propiedad, sino que todo lo ten­ gáis en común. Que vuestro propósito distribuya alimentos y vestidos a cada uno de vosotros, no a todos lo mismo, pues no todos tenéis la misma salud corporal, sino a cada cual según sus necesidades. Así, en efecto, leéis en los Hechos de los Apósto­ les que ‘todo lo tenían en común’ y a cada uno se le repartía se­ gún su necesidad.”

Casiano va aún más lejos al definir el cenobitismo que flore­ cía en Egipto como la continuación histórica de la vida comuni­ taria de los primeros fieles de Jcrusalén bajo la dirección de los Apóstoles. Para Basilio, el ideal cenobítico consistía esencialmente en 205

un retomo a la primitiva vida cristiana. Su nostalgia del fervor de la Iglesia naciente marcó profundamente su obra monástica. Basilio “está como obsesionado por este ideal de unión de los corazones y las almas, de pobreza voluntaria, de fe alegre y en­ riquecida por los carismas del Espíritu”. Desea absolutamente que las “hermandades” reproduzcan con fidelidad tales rasgos del cristianismo primigenio; cita muchas veces en sus obras as­ céticas los versículos de los Hechos que nos los describen; quie­ re que, conforme a este modelo, los hermanos renuncien a toda propiedad personal y que se les provea de lodo lo que necesiten. Rasgo típico de esta concepción basiliana del monacato como “vida apostólica” es su doctrina sobre los carismas: al igual que la Iglesia primitiva, la comunidad monástica está vivificada por los dones del Espíritu Santo, concedidos con liberalidad a sus diversos miembros y destinados a promover el bien común.

9.9. Bibliografía AA.VV., Dizionario patristico.

Bouyer, L., La spiritualitá dei Padri, Boloña, 1986.

Colombas, G. M., El monacato primitivo (vol. I-II), Madrid, 1974. Evdokimov, P., La donna e la salvezza del mondo, Milán, 1978.

Hamman, A., Spiritualitá, Roma, 1985. Kclly, J. N. D„ op. cit. S. Basilio Magno, As Regras Monásticas, Pctrópolis, 1983.

Tsirpanlis, C., op. cit. Turbessi, G„ Cercare Dio, Roma, 1980. Villcr, M.,-Rahncr, K., Ascética e mística nella patrística, Brescia, 1991.

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PARTE IV

EL ANUNCIO

10. LA COMUNIDAD CRISTIANA 10.1. La vida de la comunidad cristiana Con la paz religiosa, la Iglesia de Occidente perfecciona su organización, multiplica sus diócesis y parroquias, se difunde y se estructura sin detrimento de su unidad. “Si la fe es una —proclama un concilio romano bajo la presidencia de Dáma­ so—, una sola debe ser la tradición. Si la tradición es una, una sola debe ser la disciplina de la Iglesia” (can. 5). El Concilio de Nicca había decretado el nombramiento de un solo obispo en cada civitas. Las diócesis se multiplican en España y en las Galias a lo largo del siglo IV. En las Galias, las sedes episcopales doblan su número, sin coincidir siempre con las civitates; en tiempos de san Agustín, en África son unas 400 (es el número, en su opinión, de las donatistas). A finales del si­ glo se ha alcanzado un número tan elevado, que se procede a agruparlas en metrópolis. Hilario de Arlós se dedica a ello, y se convierte en el líder del episcopado galo.

Constantino y Tcodosio procuran armonizar las estructuras de la Iglesia con las del Estado. Por desgracia, el modelo en que la Iglesia debía inspirarse es inestable. La provincia, que es la estructura más sólida, transportada a la organización ecle­ siástica, constituye la metrópoli. La presencia del papado impi­ de en Occidente el desarrollo de grandes sedes al estilo oriental, con la sola excepción de Cartago, que goza de un prestigio in­ discutible.

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Es preciso tener en cuenta, a partir dcl siglo IV, la importan­ cia que asumen Iqs concilios en África, España y las Galias. Los obispos se reúnen, toman acuerdos, dan leyes y establecen las normas de la disciplina y de la vida litúrgica. Este tipo de organización colegial sirve a la Iglesia de baluarte contra las in­ vasiones de los bárbaros y constituye un elemento esencial de la vida cclcsial de los siglos IV y V. Estos dos siglos IV y V hacen época y marcan un progreso en la historia dcl papado. El poder romano robustece su autori­ dad y su superioridad sobre las asambleas conciliares, reivindi­ ca sus prerrogativas frente a Constantinopla y el Oriente, y tute­ la por algún tiempo la unidad de la Iglesia.

Roma, sin rival en Occidente, ejerce su autoridad en las con­ troversias donatista y pclagiana, refuerza su jurisdicción en ma­ teria disciplinar, multiplicando sus intervenciones a pesar de las resistencias africanas. A partir dcl siglo V toma las riendas de la acción misionera: Celestino I envía a Germán de Auxerrc a Inglaterra para oponerse al pelagianismo, y dos años después dará a Irlanda su primer obispo (431).

Los Padres, por lo regular jefes de una comunidad, son ante todo pastores y, como responsables de una parte dcl Pueblo de Dios, se sienten en el deber de velar por la fe y la disciplina, por su progreso y su ortodoxia. Ésta es la actividad esencial a que consagraron sus vidas personajes como Ambrosio o Agustín. La Iglesia y las Iglesias son comunidades de fe que tienen por fundamento a Cristo resucitado, al que, como Pueblo de Dios, dan culto en espíritu y verdad. La vida de la Iglesia se or­ ganiza en tomo a la eucaristía. Si la Iglesia y, ante todo, su obispo, celebra la eucaristía, la eucaristía construye la Iglesia. ¿Cómo vivir —exclamaban los mártires de África— sin reunir­

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nos para celebrar la eucaristía? La domus ecclesiae es desplaza­ da por espaciosas basílicas. La palabra iglesia (asamblea) se emplea también para desig­ nar el lugar de reunión. En Occidente y en Oriente “se levantan desde los cimientos iglesias de gran amplitud”. La más grande de África, Damous el Karita, en Cartago, mide 65 metros de longitud. Las dimensiones dependen del número de fieles de la localidad. Las iglesias constantinas adaptan la arquitectura de las basílicas romanas a las necesidades del culto cristiano. El obispo preside desde su trono, en el ábside, y desde allí se diri­ ge a la asamblea. La arquitectura trata de encontrar volúmenes, formas y sím­ bolos para construir los bautisterios y los martyria, edificados sobre las tumbas de los mártires o para albergar sus reliquias. Frescos y mosaicos narran, para delicia de los ojos y alimento de la fe, una biblia en imágenes, una catcquesis figurativa.

La victoria de la ortodoxia repercute en la iconografía, que procura dar expresión a un lenguaje teológico. El progreso del cristianismo se advierte, asimismo, en la creación estética y en el arte triunfal, que exalta al Pantocrator. Cuando el Occidente se libera de la tutela griega, surge la necesidad de encontrar fórmulas litúrgicas propias, que asumen formas diversas, dentro de la unidad lingüística latina, según las regiones: el norte de África, Roma, Milán, las Galias, etc. Es difícil establecer en Occidente una clasificación análoga a la adoptada para Oriente. Se puede distinguir, a lo más, un rito ro­ mano, expresión de la importancia de la Sede Apostólica, y ri­ tos no romanos, de los cuales ya están constituidos algunos, co­ mo el galo y el visigodo; otros, en cambio, están en gestación, como el de Milán y el norte de Italia.

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10.2. Predicación Colecciones litúrgicas posteriores, los llamados homiliarios, han salvado o restituido gran número de sermones, han enri­ quecido el patrimonio de Agustín y nos transmiten homilías de autores desconocidos. A ello se debe uno de los descubrimien­ tos más sensacionales de estos últimos decenios: el Comentario de san Mateo, obra de Cromacio de Aquilcya, conservada a tro­ zos en los homiliarios como lectura patrística.

La predicación cz parte integrante de la Liturgia, y es una de las tarcas fundamentales del obispo. Ambrosio predica en Mi­ lán todos los domingos y fiestas, y todos los días de cuaresma; lo mismo se observa en Cartago o Hipona. En Roma, en cam­ bio, los obispos parecen haber descuidado algo el ministerio de la Palabra; con la excepción de Libcrio, León Magno es el pri­ mero, que cuenta con un corpus de 96 sermones para las fiestas y tiempos litúrgicos. Esta literatura homilética es esencialmente bíblica y vincula­ da al texto leído en la Liturgia. Los Padres latinos dan la impre­ sión de comentar menos que los griegos el Antiguo Testamen­ to, si se exceptúan el Génesis y el Salterio. Éste merece la con­ sideración de todos, ya que es el manual de la oración de la Iglesia y del itinerario hacia Dios. Ambrosio nos ha dejado semblanzas de personajes del Antiguo Testamento, escritas des­ pués de ser predicadas. Se conservan unos 3.000 sermones de los años 325 al 451, la mitad obra de Juan Crisóstomo y Agustín. Sin contar los anónimos, de muchos Padres conocemos sólo un sermón u ho­ milía. Este patrimonio, sobre todo africano, reunido en colec­ ciones, enriquecido y ampliado, desempeñará una función muy importante gracias a dos centros de difusión: Nápoles y Arlés.

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Agustín retiene el primer puesto. Por lo general, la predicación es fruto de la improvisación, nace dcl texto leído en la asam­ blea, y es recogida de la viva voz del predicador por taquígra­ fos tanto en Milán como en Hipona. A veces comenta los suce­ sos dcl día, alude a una festividad pagana, o a un escándalo, o a la amenaza de los bárbaros, y en Hipona al cisma donatista. Los expedientes retóricos empleados por los latinos —con menor afición que los griegos— proceden dcl repertorio de la cultura clásica. La mayor parte de los Padres se muestra más preocupada de la elocuencia genuina, al servicio del Pueblo de Dios, que se adapta al nivel de la gente común y de su lengua, y menos de los refinamientos del literato de oficio. La sencillez de la forma no comporta un empobrecimiento de la doctrina. Agustín expone a su grey, gente dcl puerto, la generación dcl Verbo y las procesiones trinitarias, y la introduce, con las Ena­ rrationes in psalmos y con el Comentario de san Juan, en el jardín cerrado de su experiencia espiritual.

Pasado el período heroico de las persecuciones, la predica­ ción se propone sacudir la indolencia de un ambiente que sigue siendo pagano y denunciar la complicidad no confesada de los cristianos con un pasado no totalmente olvidado. Agustín se pronuncia, sobre todo, contra los espectáculos, contra los jue­ gos circcnccs y el teatro, “última liturgia que atrae a la multi­ tud”, cuya violencia e inmoralidad constituían una provocación permanente. Los concilios africanos lo prohíben; mas, al pare­ cer, en vano.

10.3. Fiestas religiosas La Iglesia se esfuerza por reemplazar las fiestas paganas con fiestas cristianas. El domingo, día de la resurrección, es jomada de fiesta y asueto ya desde Constantino. El sanctum triduum es 211

la preparación de la Pascua, jomada de fiesta, que se prolonga hasta quince días, en que los tribunales no ejercen.

Un período de cuarenta días sirve de preparación al bautis­ mo, de reconciliación para los penitentes animosos, de ejerci­ cios espirituales para todos. Los tres últimos días eran los más solemnes. En la noche del sábado al domingo se ilumina toda la ciudad, los cirios alumbran las calles por las que los fieles, antoicha en mano, se dirigen a la asamblea litúrgica. Los cristia­ nos escuchan con gran compostura las elevadas páginas de la Biblia. Los catecúmenos escuchan, por última vez, las etapas principales de la historia de la salvación, historia del Pueblo de Dios, que es desde ahora también su historia. Al fin de la vigi­ lia, el obispo, rodeado de sus ministros, pronuncia la homilía. ¡Cuántas veces Ambrosio y Agustín habrán conmovido a su au­ ditorio con uno de estos discursos, que también nosotros tene­ mos la dicha de leer! Agustín, como Juan Crisóstomo en Antio­ quía, recordaba aquella noche de Pascua en que recibió en Mi­ lán el sacramento de la vida nueva.

La Pascua era la fiesta de la fe cristiana. En otros casos, el Occidente, en vez de combatir las fiestas paganas, dio prueba de adaptación y flexibilidad tratando de cristianizarlas; y así, el Natalis solis invicti, préstamo de Oriente a Roma desde el 274 y celebrado con gran pompa en todo el Imperio durante el siglo IV, se convierte para los cristianos en la fiesta de Navidad, y los Padres se complacen en presentar a Cristo como luz verdadera del mundo: sol iustitiae. El pueblo cristiano, amante de una religión concreta que le hable al corazón, en tiempos de paz incrementa el culto de los mártires. La celebración, antes clandestina, es ahora pública y solemne, y atrae a la multitud. Aniversarios, invenciones o tras­ laciones, todas son ocasiones buenas de fiesta y de predicación para los pastores, como hacen Ambrosio y, sobre todo, Agustín.

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El culto de los mártires ha nacido del culto de los muertos, pero también de la memoria de Cristo mártir. Los cristianos, como los paganos, visitan las tumbas y tienen allí una comida, el refrigerium, que fácilmente degenera. La Iglesia, sobre todo en Roma, procura darle una finalidad social a beneficio de los pobres. La generosidad de Pamaquio fue célebre. En Milán, Ambrosio prohíbe el refrigerium y Ménica, la madre de Agus­ tín, que lo ignora, es advertida por el guardián. En África se to­ lera; pero, al crecer los abusos, la Iglesia se ve en la necesidad de proscribirlo en el sínodo de Hipona. Agustín, decidido a ha­ cer respetar la decisión sinodal, encontrará resistencias. Los concilios de las Galias los prohibirán varias veces durante los siglos IV y V, y es prueba de lo inveterado de la costumbre en el alma popular.

En el siglo IV toma incremento otro tipo de piedad, a menu­ do emparentada con el culto de los mártires y luego con el de los santos: las peregrinaciones. Además de los Santos Lugares, ya mencionados, Roma, con las tumbas de Pedro y Pablo, atrae peregrinos y luego multitudes. La abundancia de reliquias le confiere el rango de ciudad santa, y trata, a su modo, de equi­ parse poco a poco para acogerlos. Ambrosio describe una cele­ bración en la Basilica Apostolorum, construida en la vía Appia, sobre una memoria más antigua, de Constantino o Constancio: “Masas apretadas recorren las calles de una ciudad tan gran­ de... Se dina que por ellas avanza el mundo entero.” Roma no es un caso único. En Ñola se dan cita los devotos del mártir Félix; Cartago celebra con orgullo la memoria de san Cipriano; Zaragoza, la de su diácono Vicente; Tours, la de uno de los santos más populares de las Galias, san Martín, que no fue mártir. El hallazgo de los cuerpos de Gervasio y Protasio, en 385, en Milán, es motivo de grandes celebraciones. Paulino y Agustín emplean su genio también en la exaltación de los

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santos y de los mártires. Al principio sólo había un altar en cada iglesia (como entre los griegos, que aún no conocen la misa privada). Hasta el siglo VI no hubo vestiduras litúrgicas especiales. A partir del siglo V aparece la tonsura. Entonces se hizo cada vez más urgente el problema de una regulación de las nuevas vocaciones así como de todo el estilo de vida de los sacerdotes. Algunas veces se ha­ cía el máximo hincapié en el trabajo manual para el propio mantenimiento, cosa que, con diverso significado, habría de de­ sempeñar tan gran papel en el monacato benedictino. Pero tam­ bién había, como en la Iglesia primitiva (1 Co 9, 13: “Quien sirve al altar, debe vivir del altar”) ofrendas libres y limosnas en dinero (tanto en la Liturgia como fuera de ella), que servían para la manutención del clero. En aquellas Iglesias particulares (numerosas ya en el siglo IV; véase Agustín) en que había es­ cuelas de catcquctas también había una posibilidad, más o me­ nos regular, de formación para los futuros sacerdotes.

La ordenación de obispos y sacerdotes estaba rodeada de una solemnidad especial; de esto dan testimonio las constitu­ ciones apostólicas (hacia el año 380) y los decretos de un con­ cilio de Cartago (398). Es importante observar este crecimiento y, con ello, la gran diferencia existente entre el culto cristiano primitivo (siglos I, II y aun el III) y el de la época posconstantiniana, y preguntarse por sus causas. En el primer período urgía la necesidad de dis­ tanciarse del mundo pagano. Si en el trabajo eclesiástico de en­ tonces, aparte del impulso de difundir la Buena Nueva, se pue­ de admitir la existencia de una planificación, podemos afirmar que precisamente porque la Iglesia se centró sobre todo en su íntimo núcleo, por eso pudo vencer al paganismo, por su fuerza de irradiación. En el imperio pagano pudo a lo sumo cristiani­ zar en parte algunas ideas centrales de validez universal, como

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vimos en la doctrina del Logos spermatikós. A finales del siglo III, en el largo periodo de paz, los cristianos se hicieron más abiertos al mundo. Cuando se alcanzó libertad externa para profesar la fe y reu­ nirse, y la afluencia a la Iglesia creció enormemente, se hizo posible y pedagógicamente aconsejable tomar en consideración conceptos y costumbres populares y símbolos religiosos muy difundidos, y apropiárselos dándoles una interpretación cristia­ na: para tal adaptación, se abrieron nuevas posibilidades y nue­ vas tarcas. Por cierto que con ello también surgían nuevos peli­ gros de cosificación religiosa, especialmente de superstición, que no siempre se pudieron evitar. Aumentaron las fiestas del Señor con la de la Ascensión (mencionada por vez primera en el año 325) y principalmente con la Natividad del Redentor (la celebración de esta fiesta el 25 de diciembre está atestiguada en Roma hacia el año 330).

El culto de los mártires pudo también ahora desarrollarse li­ bremente, llegando a su máximo esplendor. Ya en tiempo de las persecuciones los obispos habían confeccionado listas de márti­ res y confesores; hacia fines del siglo IV comienza a aparecer el santoral cristiano. Posteriormente se añadió el culto a otras personas consideradas como santas, especialmente obispos. En Occidente, es el de san Martín, obispo de Tours, muerto en el año 397. Gran incremento experimentó el culto de la Virgen María, Madre de Dios. A esto contribuyó el progresivo movimiento ascético, que exaltaba la gloria de la virginidad, y el solemne decreto de Éfcso (contra Ncstorio). La Madre de Dios es ensal­ zada en escritos, predicaciones y cantos. Como primera iglesia mariana se considera la de Éfeso, donde se celebró el Concilio el año 431; poco después fue consagrada en Roma la actual ba­

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sílica de Santa María la Mayor, y a éstas siguieron en seguida muchas otras iglesias marianas, especialmente en Oriente.

Una manifestación especial de piedad fueron las peregrina­ ciones a las tumbas de los mártires (especialmente en Roma y también en Egipto) y a Palestina (la emperatriz Elena fue la pri­ mera peregrina; una célebre descripción de esta peregrinatio procede de Etcria de Aquitania en el año 383).

El motivo de las peregrinaciones piadosas desempeñan en la historia dcl cristianismo un papel muy determinante, difícil de valorar. Jesús y sus Apóstoles dieron ejemplo de esta forma de predicación ambulante; llevaban la Buena Nueva y buscaban a los hombres.

10.4. La doctrina social El tema de los ricos y los pobres en la predicación de los santos Padres, tiene su raíz en la Sagrada Escritura, especial­ mente en el mensaje evangélico dcl Señor hacia los pobres. Pri­ mero, Cristo nació, vivió y murió pobre; segundo, el Señor de­ mostró una especial predilección por los pobres; y tercero, Él tuvo gran misericordia hacia los pobres y enfermos (Mt 25, 346), y fuertes palabras contra los ricos, de corazón duro, que no se convertían. Jesucristo dejó una hermosa enseñanza sobre el verdadero significado de la pobreza y de la riqueza que, posteriormente, los Padres han aplicado, con sus doctrinas, a las necesidades dcl momento. La solidaridad, el compartir los bienes con los que no tenían, fue una característica de los que pertenecían a la comunidad de cristianos. La caridad social consistía en el cui­ dado de los “hermanos” que sufrían, de los enfermos, necesita­ dos, viudas, niños y huérfanos. Era una nueva relación humana,

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desconocida en el mundo pagano y hebreo: “el amor fraterno”, mediante las obras. Las comunidades evangélicas organizaban fondos comunes (Hch 3, 44-45; 4, 34-35), para socorrer a las iglesias pobres. Los fieles voluntariamente aportaban sustento para los pobres, ancianos, viudas; y para este servicio había hombres y mujeres (diáconos y diaconisas). Se enseñaba a no ser egoísta, apegado a los bienes materia^ les: “De nada dirás que es tuyo propio” (Doctrina de los Doce Apóstoles); “Tendrás en común todas las cosas con tu prójimo y no dirás que las cosas son tuyas propias, pues si en lo imperece­ dero sois copartícipes, cuánto más en lo perecedero” (Bernabé, Epístola, 19, 8).

Las enseñanzas de los santos Padres sobre el uso de la rique­ za y la solidaridad fraterna nada tienen que ver con las ideolo­ gías modernas, que predican un cristianismo revolucionario, violento, ni con un capitalismo deshumanizado. La reforma so­ cial en ellos era religiosa; el hombre era el centro de todo: la caridad, el socorro, la solidaridad con todos los hermanos nece­ sitados, sin violencia, sin muertes, sino dentro de la voluntaria coparticipación. La caridad voluntaria es la temática revolucio­ naria de los Padres, que conduce por el camino de la conviven­ cia pacífica y del mutuo respeto. El rico es solamente el admi­ nistrador de los bienes que el Creador le confió y no el dueño absoluto y egoísta, que no tiene presente que la riqueza es un bien cuando se comparte con el hermano y es un gran daño cuando se piensa en el gozo y el despilfarro. 10.4.1. La situación social en el Imperio

La reforma del Imperio romano, cuyas bases había dado Dioclesiano y completado Constantino el Grande, concentraba

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la autoridad política en manos del emperador, dueño absoluto que disponía de una organización administrativa muy bien or­ denada y controlada. Todas las ciudades del Imperio estaban or­ ganizadas según el modelo romano, gobernadas por un senado de diez miembros. Eran elegidos cada diez años por los cónsu­ les, entre los ciudadanos más ricos. Estos ciudadanos, poseedo­ res de títulos honoríficos, debían contribuir con sus bienes a la prestación tributaria. Para acceder a tales honores y cargos ha­ cían considerables gastos en fiestas, juegos, distribuciones de trigo, construcción de termas, acueductos y teatros. La aristo­ cracia, que vivía en sus tierras, construía palacios suntuosos, con termas y jardines. La administración estatal empleaba nu­ merosos funcionarios, que trabajaban 175 días al año para los juegos del circo y de las fiestas. El ejército era una casta aparte. Los impuestos para mantener todo el aparato estatal eran oprimcntcs. Los que sufrían eran los pequeños agricultores, colo­ nos, etc., que terminaban por ser reducidos a la clase de escla­ vos.

En algunos casos había hombres que “vendían” su libertad, pasando a ser esclavos del señor, con toda su propiedad y fami­ lia; se formaban grandes latifundios. Por un lado existían los siervos de la gleba y por otro los ricos señores. Debajo de toda esta escala de gente se encontraban los verdaderos pobres, mendigos, que vergonzosamente pordioseaban, lo cual era criti­ cado por los Padres, por considerar que era una profesión ex­ plotadora: “Nada hay entre el lujo extremo y la miseria resigna­ da o huraña.” La usura, entonces, era una de las úlceras de la sociedad, practicada bajo todas sus formas; se prestaba a los particulares a tasas del 75 hasta el 100 por ciento mensual. Los propietarios de las tierras explotaban con gusto sus privilegios económicos, para arrebatar los bienes a los pobres: “Despojan a las viudas,

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saquean a los huérfanos y quieren los bienes de los otros” (san Juan Crisóstomo). La acumulación de riqueza generaba lógicamente el lujo, que alcanzaba tal suntuosidad como jamás fue vista. El rico po­ seía “coperas, cocineros, grandes extensiones de tierra, casas, esclavos, caballos, mulas y camellos, ejército de servidores” (san Juan Crisóstomo). Los muebles, enchapados con oro c inc. jstados de marfil; las mujeres exigían lelas recamadas de oro, joyas de oro y piedras preciosas, etc. Este lujo era un insulto a la condición de los pobres y de las necesidades de los más mi­ serables. “¿Para qué esos lechos y mesas de plata, esas literas y carruajes de mármol, que impiden que las riquezas pasen a ma­ nos de los pobres, arracimados por millares, delante de tu puer­ ta?” (san Juan Crisóstomo).

Los Padres, ante estas dos formas de vida, indigna una para la persona humana, no pactaron con el poder dcl dinero, ni con los compromisos y dialécticas acomodaticias. San Basilio, san Gregorio de Nisa, san Ambrosio, san Agustín, san Juan Crisós­ tomo predicaron a tiempo y a destiempo la dignidad dcl hom­ bre, no importa su condición, y los deberes, la igualdad y la so­ lidaridad dcl rico con el pobre y más miserable.

La situación económica y social dependía, en gran parte, de las evoluciones de la historia política dcl Imperio romano. Las conquistas y su vastedad han devorado los recursos dcl Estado, que yace ahora empobrecido demográfica y económicamente. La regresión económica, que se advierte ya en los siglos II y III, empeora en los siglos IV y V y oprime de forma agobi adora a la clase obrera, urbana y agraria. En vez de buscarle remedio, la autoridad política exacerba el sistema fiscal, que atenaza, so­ bre todo, a los más débiles. Los escritos de Salviano de Marse­ lla, las cartas y sermones de los Padres latinos y de los Padres capadocios, permiten apreciar lo profundo de la crisis económi­ 219

ca y social. Las descripciones de Ambrosio se asemejan, de for­ ma sorprendente, a las de Basilio o Juan Crisóstomo. En Antio­ quía como en Milán, las mismas causas producen efectos idén­ ticos. Habría que tener en cuenta también los matices, pues África no son las Galias; mas los Padres son, ante todo, mora­ listas y no pretenden confeccionar análisis de economía políti­ ca. Se crean fortunas que disponen de propiedades agrarias in­ mensas. Recuérdese el caso de los circuncelioncs de África. Los clarissimi residen en sus latifundios para sustraerse a com­ promisos dispendiosos; se construyen villae, en las que reina un lujo insolente y ofensivo para la miseria. Los mosaicos de las ricas mansiones de la península Ibérica, Sicilia, África y Aqui­ tania son aún hoy buena prueba de ello. Ambrosio y Juan Cri­ sóstomo no se cansan de denunciar y criticar la injusta distribu­ ción de las riquezas, que el Creador dio para bien de todos.

Según Salvino, la recaudación de impuestos se hace de for­ ma arbitraria. Los altos funcionarios y los de mejor posición corrompen a los agentes del fisco y no pagan impuestos. Son, pues, los pobres los que deben pagar. Si los curiales y los sena­ dores obtienen del emperador exenciones fiscales, los ricos se las reparten y se olvidan de los pobres (De gub. V 34): nada nuevo bajo el Sol.

Si los grandes propietarios diesen, al menos, prueba de hu­ manitas tratando de atenuar los desniveles de la situación... Por el contrario, se muestran a menudo ávidos e inhumanos y se arrogan el derecho de juzgar, castigar o encarcelar a sus colo­ nos, que no pueden pagar las rentas.

La administración se sirve de grupos reunidos en collegia, obreros al servicio del Estado, empleados del fisco o de la acu­ ñación de moneda, mineros. Cada obrero, marcado según sus

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orígenes, permanece confinado en su oficio de forma heredita­ ria. La población, sin recursos, mal pagada y peor alojada, su­ cumbe bajo el peso de los impuestos. Los funcionarios tienen, al menos, la posibilidad de resarcirse en los actos administrati­ vos y recabar alguna ganancia de la sportula. También el terrateniente utiliza colonos, vinculados indiso­ lublemente a la gleba de forma hereditaria y de la que nunca podrán liberarse. No está permitido vender la tierra sin los colo­ nos, ni los colonos sin la tierra. La condición del colono es in­ termedia entre la del hombre libre y la del esclavo, y no tiene acceso a cargos públicos.

Salviano distingue dos clases de colonos. La primera está integrada por los que han perdido su haber para pagar los im­ puestos atrasados y, carentes de recursos y expulsados de su tie­ rra, se refugian en la propiedad del vecino y se convierten en aparceros de los ricos. Desde ese momento quedan vinculados a esa propiedad, que no podrán ya abandonar por haber enaje­ nado su libertad. Otros afrontan situaciones menos desesperadas; para evitar verse un día forzados a la expropiación, se refugian bajo la pro­ tección de los potentiores, pierden la sola propiedad de sus bie­ nes, mas conservan el usufructo; no tienen ya que pagar el im­ puesto sobre la tierra; en cambio, deben pagar al propic’ario una renta, y al Estado el impuesto de capitación. De una forma u otra, se llega al mismo resultado; la absorción de las peque­ ñas propiedades por las grandes. Los hijos de estos colonos se convierten, en consecuencia, en siervos sujetos al régimen de los ricos. Así se van poniendo las premisas del feudalismo me­ dieval. El impuesto de chrysargyron, ordenado por Constanti­ no, que se paga cada cinco años, es una espada de Damocles; para hacerle frente, los tenuiores recurren al usurero, que presta el dinero con intereses inverosímiles. Todos los escritores de

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esta época, cristianos o no, condenan unánimemente este cán­ cer social de la usura. Una especulación sin escrúpulos se apro­ vecha de los años de escasez y de la falta de bienes de consu­ mo.

Los esclavos, en fin, cuyo número decrece, son cosas, res. No tienen derechos. Su situación varía según sus capacidades, su origen o el carácter del amo. Pueden acumular un peculium para comprarse la libertad. La Iglesia no condena la institución, pero se preocupa de mejorar su condición, de promover, sobre todo en el siglo V, la manumisión de esclavos y de hacer respe­ tar su dignidad humana. Los Padres están demasiado impregna­ dos dcl espíritu de la antigüedad como para condenar una insti­ tución universal en su época. A fines dcl siglo IV, obreros y agricultores se refugian en los bosques o eligen el exilio para escapar a su destino y a los agentes dcl fisco. Los explotados invocan la llegada de los bár­ baros, y los condenados ad metalla se suman a los invasores, como en su tiempo los “bagaudas”. Nada tienen que perder. Al­ gunos de condición humilde buscan su promoción social abra­ zando el estado eclesiástico: Valcntiano I, en el 365, lo prohíbe a los panaderos, y en el 446, Valentiniano III expulsará de las filas dcl clero a todos los obreros no diáconos. En el norte de África, los insurrectos por motivos sociales, los esclavos, los obreros por temporadas, se suman al cisma donalista. Es difícil negar que el éxito duradero de la secta no se deba achacar, en parte, a la explotación dcl malestar social y al reclutamiento de adeptos entre la población indígena no romanizada, que se sien­ te extraña a una Iglesia local demasiado vinculada a la romani­ dad, hasta el punto de perecer con ella. La situación social dcl Imperio, que provoca, además, la rebelión de los indígenas afri­ canos y galos, favorece el despertar de nacionalismos y el le­ vantamiento contra la dominación romana. 222

El Evangelio de las bienaventuranzas inspira a ricos propie­ tarios como Paulino, dueño de una provincia entera, la decisión de desprenderse de sus bienes para distribuirlos a los pobres. Ejemplo notable, porque no era común. Ausonio mismo, menos sensible al ideal evangélico, no lo comprende. El hidalgo Pru­ dencio vive modestamente de la renta de sus campos y no des­ deña cultivarlos con sus manos.

En sus sermones y escritos, los Padres latinos, al igual que los orientales, condenan, ante todo, la distribución injusta de los bienes, causada por la avaricia de los hombres. La pobreza es un insulto a la munificencia del Creador, sostiene Ambrosio. La propiedad es legítima, pero es parte de la condición nacida del pecado. El tratado De Nabuthe demuestra una valentía no común. El trabajo del hombre vale más que las posesiones in­ muebles, a menudo mal adquiridas. Todos condenan el lujo y la usura, la avaricia y el apego a los bienes terrenos. Lo superfluo debe servir para asegurar lo necesario a los que viven en la mi­ seria.

La Iglesia se esfuerza por buscar remedios a la situación so­ cial de la época. A las declaraciones demagógicas prefiere la acción, la educación de las conciencias, para provocar una evo­ lución favorable de situaciones intolerables. Ya había tenido obispos de Roma que eran esclavos; ahora recluta sus minis­ tros, en número creciente, entre las clases modestas, cuidando, sin embargo, de no dar entrada a los que sólo pretenden escapar de su condición social. Las comunidades disponen de rentas, no todas de igual ley. La liberalidad del Estado se exhibe en cons­ trucciones espectaculares y en exenciones de toda suerte, con peligro de alejar al clero de su grey o de comprometerlo ante el pueblo cristiano, La Iglesia hereda bienes de sus fieles que, acaso con mejor acuerdo, hubieran debido, en vida, distribuir­ los entre los menesterosos. 223

Los Padres y los concilios repiten que las donaciones hechas a la Iglesia, restado lo necesario para el sustento de sus minis­ tros, son propiedad de los pobres. Non sunt illa nostra, sed pau­ perum, dice Agustín. Las propiedades de la Iglesia, que tienden a crecer, provocan las críticas de paganos como Amiano Mar­ celino, y también de obispos, como Lucífero de Cagliari, y de sacerdotes, como Faustino y Marcelino, que propugnan la vuel­ ta a la pobreza. La predicación de Jesús no se había dirigido en absoluto ha­ cia un comunismo económico. Ahora bien: los esclavos dejaron de ser considerados como cosas. Su alma inmortal, redimida por Jesús, tenía el mismo valor que la de su señor; y la ley del amor, de la justicia, de la mansedumbre también imponía al se­ ñor deberes para con sus subordinados. El trabajo y el oficio o profesión fueron generalmente ennoblecidos y apoyados por la fe de que también eran un medio para conseguir la perfección cristiana. Así como la caridad de la Iglesia de Roma ya había sido cé­ lebre en los primeros tiempos del cristianismo, también allí se organizó muy pronto y sistemáticamente la ayuda a los menes­ terosos (listas de pobres). En la época de san Juan Crisóstomo, la Iglesia de Antioquía tenía que cuidar de unos 10.000 pobres y la de Constantinopla de 7.700. A esto se añadía el cuidado de los expósitos, de los que se hallaban en peligro moral, de los perseguidos (derecho de asilo en las iglesias), de los prisioneros (rescate, especialmente durante la invasión de los bárbaros). Se fundaron (primeramente en Oriente) albergues de forasteros y hospitales (por lo que los paganos envidiaban a los cristianos: el emperador Juliano). Así fue apareciendo poco a poco (junto con la construcción de iglesias) el verdadero rostro de la ciudad cristiana.

Los Padres fueron “abogados de los pobres”, preocupándose

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de indicar líneas de reformas sociales por el bien de la digni­ dad, de la mujer, del niño, de los enfermos, los pobres etc.

10.5. La mujer evangelizadora El tema de la mujer en la Iglesia ocupa un amplio espacio. Ella no solamente sigue teniendo funciones que la naturaleza le ha dado, madre, esposa, preocupada por las cosas de la casa, si­ no que, además, de sus actividades públicas, está ocupando un lugar importante en la Iglesia: catequista, evangelizadora, lecto­ ra, etc. Funciones que las autoridades eclesiásticas le van confi­ riendo y pidiendo, para su mayor participación en la sociedad civil y en la Iglesia. Surge la pregunta sobre qué lugar ocupaba el tema de la mujer evangelizadora en la época de los Padres de la Iglesia. No se pueden exigir de ellos los mismos conceptos que actualmente la mujer ha llegado a merecer, pero encontra­ ríamos muchos elementos en su favor, mediante una detenida lectura de los escritos de los pastores de la Iglesia en los prime­ ros siete siglos. 105.1. La mujer evangelizada Los Padres no condenaron a la mujer, pero han tratado de evangelizarla, desde su supuesto estado de débil, arrogante, pérfida, y dominada por una sociedad machista, para llevarla a la dignidad que le dio el Creador. Condenada a pasar toda la vi­ da en su casa, por desconfianza, comienza a ser considerada igual al hombre en el plano moral y en el espiritual. Los Padres empiezan a enseñar que tiene derecho al estudio y la medita­ ción de la Sagrada Escritura. La exhortan al estudio, lectura y oración (Constitución Apostólica, 1,5,6; san Gregorio de Nisa,

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Orígenes). Ellos enseñan a las mujeres el canto de los Salmos y otras melodías religiosas. El estudio y la meditación de los Li­ bros Santos permiten a las mujeres aprender las grandes verda­ des dogmáticas (en Roma las mujeres generalmente eran más preparadas que los hombres). San Agustín evangeliza a Paula, escribiéndole un tratado sobre la oración y la visión de Dios. San Jerónimo, por deseo de las mujeres devotas y oyentes, ex­ plicaba la Sagrada Escritura en Jerusalén. Estas mujeres estu­ diaban griego, arameo y hebreo para comprender mejor la Bi­ blia {Carta 77). San Agustín se admiraba de la profundidad es­ piritual de las devotas, llamándolas “fuente de sabiduría”. Los Padres tuvieron una gran preocupación pastoral por evangelizar a la mujer, sabiendo la gran obra que ella podía realizar en la familia o en su entrega total a Dios. Si bien los Padres dejaban a un lado la posición jurídica y civil de la mujer de su tiempo, dieron gran importancia a su vi­ da interior, sabiendo que, convirtiéndose ella, era capaz de lo­ grar grandes cosas en la sociedad y en el bien. Enseñaban la búsqueda de belleza interior, sobriedad, modestia, discreción. Los ojos demasiado curiosos son siempre ocasión de pecado: “Evitad las miradas” (san Agustín, Carm. I, 11, 29, 312). La mujer tiene que ser grave, modesta, de poco hablar, discreta en la sonrisa (Metodio de Olimpo, El banquete de las vírgenes, 5 discurso, 4, 226). La prostituta, en cambio, se conoce enseguida por su modo de caminar desordenado, por su manera de vestir, su hablar ligero, superficial. La mujer cristiana transmite paz, serenidad, firmeza, humildad, sencillez en los vestidos. “Las mujeres tengan por gloria hablar lo menos posible de sí mismas o de otras, en bien o en mal” (san Gregorio Nacianccno, Carm. I, 2, 29,4). La mujer es el signo de la interioridad espiritual y la vivencia de la verdadera humanidad, y no del revestirse de la máscara de cosas mundanas. La mujer es toda seducción y tiene 226

armas poderosas para hacer caer al hombre, mediante la coque­ tería {Pseudo clementinas, homilía 3, 27). La seducción hizo caer a Adán. La belleza de la mujer es para hacer caer en el pe­ cado al imprudente. La mujer que luce la belleza física, vistién­ dose lujosamente, maquillándose, es la que ofende la obra crea­ dora de Dios, creyéndose imperfecta (san Cipriano).

La mujer que busca la belleza física hace una ostentación de orgullo y vanidad para dominar al hombre. No se debe lucir la belleza física, sino la interior: bondad, amor, sacrificio, mode­ ración, dulzura, misericordia, etc. (san Crisóstomo, Tratado so­ bre la virginidad, 63). La mujer se arma de la trampa de la arrogancia para seducir. El orgullo es común en todos los hombres, pero muy fuerte en la mujer, a causa de la debilidad y fragilidad de su sexo. Busca elevarse con todos los medios pérfidos, aun contra la armonía natural, buscando dominar al marido, ejercer el poder tiránico y de terror en la familia y en la sociedad. La vez que la mujer quiso mandar sobre el hombre, cometió un grave pecado, trans­ grediendo la ley de Dios (san Juan Crisóstomo, 17 homilía so­ bre el Génesis, 4). Al contrario, la mujer humilde, libremente sumisa, encuentra la armonía, la igualdad matrimonial y huma­ na. Ella convierte la arrogancia en dulzura, alegría, armonía y fortaleza en la familia (san Juan Crisóstomo, 20 homilía sobre los Efesios, 2).

Los Padres han buscado evangelizar a la mujer, fundamen­ tándose en la Sagrada Escritura, haciendo comprender que su grandeza, dentro de su debilidad, está en su dignidad de creatu­ ra de Dios. La grandeza en la debilidad se encuentra en la dia­ léctica continua de vivir el espíritu evangélico y la dignidad hu­ mana, sin necesidad de la diabólica degradación humana, para reafirmar su ser, liberarse continuamente del pecado para cami­ nar hacia el misterio de la salvación. Comienza entonces el dc-

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sarrollo de la inteligencia, de la fe y del amor, de la vida inte­ rior. Del orgullo a la ternura; del pesimismo feminista y seduc­ tor a la fortaleza y el coraje interior. La mujer es un ser capaz de redención, de conseguir grandes victorias interiores (Oríge­ nes, 13 homilía sobre el Génesis, 3). La debilidad de la mujer no está en su esencia, sino en su existencia, indefensa y explo­ tada por el hombre. Ella está llamada a grandes cosas; “Donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia” (Rm 5, 20). Eva es la figura dcl pecado; María, la figura de la gracia (san Ireneo de Lyon, san Justino, etc.).

Los Padres han meditado abundantemente sobre el tema del paralelismo entre Eva y María, y las consecuencias que trajo sobre la humanidad. La mujer es presentada como el sexo dé­ bil, pecador, en su contextura cxistcncial, pero capaz de trans­ formarse en el sexo fuerte, con la vivencia de la virtud. Las mujeres fueron las primeras en participar dcl misterio de la salvación: “El Señor primero apareció a las mujeres y ellas fueron a anunciar a los Apóstoles” (san Jerónimo, Comentario sobre el profeta Sofonías, 1). Ellas fueron evangelizadas prime­ ro por el Señor, para luego cumplir la misión dcl misterio de la salvación. La mujer, por su dignidad maternal, es comparada con la paternidad de Dios. El amor de Dios hacia los hombres es el de la madre hacia su hijo, débil, pequeño: con amor lo abraza, lo acaricia, lo alimenta, lo viste, lo socorre, para que el hijo se sienta tranquilo y feliz al lado de su madre. Eva es la madre de los hombres y María es la Madre de Dios. El Señor no puede amar sin donarse; así, la madre no puede ver sufrir sin donarse. La maternidad se mide por el amor hacia los demás (san Clemente de Alejandría, Quis dives salvetur!, 27). El amor verdadero de la mujer no está fundamentado en el apetito se­ xual, sino en la necesidad de donarse a los demás, en olvidarse de sí misma; así vive y siente su maternidad. La Madre de Dios 228

es entonces el ejemplo para la mujer evangelizada en los Pa­ dres. Buscar la plenitud de “madre-virgen” (san Agustín, Sobre la santa virginidad, 2 y 6). En el plano espiritual, la mujer es igual al hombre; “la virtud de la mujer y la del hombre son la misma virtud, una misma na­ turaleza de conducta” (san Clemente de Alejandría, 8, 260). Muchas mujeres han luchado tanto como los hombres y han de­ mostrado la misma decisión de los hombres (PG, 82, 1489). Los textos nos dicen: “La mujer está ligada ontológicamcnte al misterio del Espíritu Santo”, “el diácono toma el lugar de Cris­ to, y la diaconisa, el lugar del Espíritu Santo” (Didascalia). Ella es la fuente de la caridad divina. El paralelismo entre Eva y María se refleja en la debilidad del amor (san Justino, Diálogo con Trifón', san Irenco, Contra los herejes, 3, 224). La mujer que anuncia la salvación al hombre cumple una misión especial en la historia de la salvación de la humanidad (san Gregorio de Nisa, san Agustín, san Juan Crisóstomo). Ella no se cambia de sexo ni se viste de machismo, sino de virtudes, y pasa de la condición del débil a ser igual que el hombre y preludiar el es­ tado de los ángeles, condición futura de la humanidad entera (san Clemente, Stromata, 4,4). El sexo pertenece a un orden provisorio, temporal, tiene que ser superado en el camino peregrinante hacia la eternidad, vi­ viendo la plenitud de la inteligencia de la fe. La armonía entre el hombre y la mujer se rompe a causa del pecado; tiene que volver a realizarse la unidad de una sola carne: “Ella, se quede en la casa o salga a trabajar, lucha espiritualmente, trabaja en favor de la Iglesia; ella vigila, cuida al marido y lo ayuda cuan­ do tiene que librar luchas y fatigas” (san Juan Crisóstomo, Car­ ta 170).

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10.5.2 Eva-María

En el mundo grecorromano hubo mujeres que realmente su­ peraron sus propias condiciones de fragilidad y revistieron la vivencia de la “virtud”; pero no tenían una mujer ideal, un mo­ delo para imitar y tomar como ejemplo. La imagen de Eva, co­ mo tentadora, pecaminosa, etc., era común en la literatura oriental; sólo el mensaje cristiano revolucionó la concepción de la mujer pagana. Cristo habló con las mujeres y les permitió se­ guir junto con su Madre, la Virgen María. Los Padres de la Iglesia han hecho un paralelismo entre las dos mujeres, como dos personajes históricos, una del camino del mal y otra del bien. Eva, la mujer desobediente, atrajo la muerte, la rebeldía, etc. María, en cambio, la salvación, mediante su obediencia de fe a la voluntad divina. Es verdad que no hay que olvidar el contexto histórico y cultural de la época, que ha influido sobre el pensamiento de los Padres. Es un dato histórico que la mujer en el mundo griego, romano, judío y cristiano fue considerada inferior ante el hombre, por lo cual era reducida a los quehace­ res domésticos, sin negar su dignidad como persona humana e igual ante Dios. La novedad evangélica implicó un cambio muy fuerte e importante con respecto a la mujer en los conceptos teológicos de la salvación.

La figura Eva-María presentaba dos polos entre los cuales se movía el discurso sobre la mujer. Eva, la imagen de la mujer colocada en un plano de inferioridad, de sometimiento, de fra­ gilidad, despreciada, causa de todo mal del hombre. María, en cambio, imagen del Evangelio con la que cada mujer era llama­ da a identificarse, acercándose a la vida oculta y religiosa. La Sagrada Escritura presenta a la mujer no tanto en el plano sociocultural, sino en su aspecto interior y espiritual (1 Tm 2, 915, etc.). 230

La mujer cristiana no puede seguir viviendo como la paga­ na, su vida es distinta ala de la otra (san Clemente Alejandrino, Stromata 2, 146 y ss.; Pedagogo 5, 56, 1-2; san Jerónimo, Car­ ta 148, 25-27; san Juan Crisóstomo, Catcquesis 1, 34-37, 38). La Madre de Dios es el modelo perfecto de santidad, como “virgen-madre”. Ella es la corona de fe en el camino hacia Dios, es la entrega completa a la voluntad divina, con y por amor al Señor; pronuncia el “fíat” del misterio de la salvación del hombre. La Virgen María se convierte, de esta forma, en modelo de la entrega amc/osa a Dios y al prójimo, inmaculada de todo pecado personal. La mujer que practica la virtud de la pureza, el camino de la ascética, el sacrificio, obtiene la mater­ nidad espiritual; es madre, es la atleta de Jesús. La mujer, débil por naturaleza, en Mana y mediante la práctica de la virtudes, consigue las fuerzas espirituales, comunes al hombre. Ella, con la inspiración del Espíritu Santo, con la colaboración de la gra­ cia, es capaz de enfrentar sufrimientos, dolores, muerte, tortu­ ras, enfermedades, sin perder fuerza interior. Las mujeres már­ tires son ejemplos: revestidas de la fuerza sobrenatural, trans­ forman su debilidad en fortaleza y con coraje enfrentan la muerte violenta (ver los martirios de Perpetua, Felicidad y otras).

El Señor sufrió el martirio de la cruz; también la mujer es capaz de sufrir y ofrecer su vida en sacrificio para salvar, recu­ perar el hermano perdido. Los Padres presentan a la mujer en una nueva dimensión espiritual. El martirio de la muerte vio­ lenta y el martirio cotidiano, del morir todos los días al pecado, a las pasiones, para resucitar con Cristo en una “nueva creatu­ ra” (Rm 6); el martirio de todos los días, visto por el apóstol Pablo (1 Co 9, 24-27) y reclamado por los Padres, como madre, esposa, educadora de sus hijos y “madre-virgen” o en la viven­ cia comunitaria con otras mujeres por amor a Cristo. 231

San Gregorio de Nisa aplica estos conceptos a su hermana Macrina, que corrió hacia el premio eterno, serena aun en las desgracias humanas y capaz de animar a las demás en el dolor. Macrina, con su madre Emelia, están en una misma escuela de ascética; la primera es discipula de la madre en las cosas do­ mésticas y maestra en las cosas espirituales, enseñándole a re­ zar, a meditar la divina Escritura. La casa se transforma en una escuela de trabajo, oración y meditación de la Biblia: la madre cuida el alma de su hija, y ésta del cuerpo de su madre. Si la mujer fue la causa de la perdición del hombre, simboli­ zando la debilidad del hombre bíblico, es ahora la causa de su salvación (san Agustín, Comentario al Salmo 48, 1,6). Cada mujer lleva en sí, misteriosamente, la presencia de Eva y de la Virgen Mana y, según como ella viva su vida, reproduce con más evidencia el misterio de una de las dos mujeres. Reproduce la vida de Eva o de la Madre de Dios. La primera, ligera, mun­ dana, tentadora, destructora; la segunda, salvadora, guía, cami­ no y fortaleza para el hombre (san Clemente Alejandrino, Pe­ dagogo, 10-11; san Gregorio Magno, Comentario a Job 14, 99. 57). Las mujeres fueron las privilegiadas en la participación del misterio de la salvación, desde la anunciación hasta la resurrec­ ción, ascensión y venida del Espíritu Santo (Orígenes, Comen­ tario a san Juan, 13, 29. 179; san Cirilo de Jerusalén, Catcque­ sis 14, 12).

La mujer tiene la imagen ejemplar en la Virgen María para armarse de coraje, valentía, estoicismo cristiano que le permite superar el dolor... La Madre de Dios es “madre-virgen”, ejem­ plo para la mujer cristiana en la asidua oración, meditación de los textos sagrados, contemplación, castidad perfecta, pureza de corazón y mente. Es madre en cuanto pueda donarse, transmitir la riqueza espiritual, como maestra catequista; es virgen porque conserva en total pureza las verdades de Dios (san Jerónimo, 232

Carta 107). Ella llega a la capacidad de ser directora y madreguía de las demás hermanas que desean seguir su camino de perfección (Vida de los Padres del desierto, V, 19, 19). Muchas mujeres han llegado al alto grado de perfección (Macrina, Olimpiadc, Elena, Olga, Irene, Eufrasia, etc.). Ellas son madres evangelizadoras en la familia y en la Igle­ sia. Podían imponer las manos sobre las cabezas de los enfer­ mos (Didascalia 3, 8) c instruir a mujeres catecúmenas (Consti­ tución Apostólica 2, 36). El ejemplo lo dan Procla, Pcntadia, Anastasia, Lampadia, Teosobia y otras desconocidas que han dado su vida por la Iglesia.

La mujer en el cristianismo es revalorizada en las caracterís­ ticas femeninas. En el plano ético y moral, la mujer se eleva y supera aun la propia naturaleza y se compara al hombre. Ella, con su fuerza intelectual y con su voluntad, se vuelve imagen de la madre, dedicada a los hijos para la educación humana y cristiana. Tenía derecho a la participación, a la celebración de la eucaristía con el “velo”, símbolo de su sacralidad, de escuchar y meditar la palabra de Dios en el templo y luego ser la evangelizadora en la casa, con su esposo, hijos y personal de servicio. En el cristianismo, ella no está condenada exclusivamente a la vida matrimonial; puede liberarse y elegir una nueva vida, vivir la “virilidad” femenina, consagrarse a Dios. Ella se dife­ rencia en cuanto a la naturaleza, pero no en el campo espiritual y moral, cuando con firmeza comienza a dedicarse a la vida in­ terior. De la vida mundana pasa a buscar la vida de la “filosofía cristiana”. 105.3. La mujer, evangelizadora en la familia

Los Padres, defendiendo la validez del sacramento del ma­ trimonio cristiano en la Iglesia, como indisoluble hasta la muer­ 233

te, han dejado una inmensa temática sobre las responsabilida­ des de los esposos en la educación de los hijos, en total igual­ dad. Los esposos asumen la mutua responsabilidad de fidelidad recíproca, la igualdad de la mujer en el campo civil y espiritual. El hombre es consejero espiritual de la esposa. La esposa es la maestra y la madre de los hijos. No es suficiente ser madre, ge­ nerar hijos; es necesario, para ser madre, la educación de los mismos (san Juan Crisóstomo, Homilía sobre Tesalonicenses 5, 5). La esposa es, además, educadora de su esposo: “salvar el al­ ma de aquel con quien se convive, aceptando las dificultades y problemas dcl esposo”; “la mujer virtuosa atrae al esposo a la realidad” (san Juan Crisóstomo). La mujer tiene que ser virtuo­ sa, no fácil, licenciosa, amante de los vestidos y del maquillaje (ver Tertuliano, san Agustín, Clemente, Alejandrino, san Gre­ gorio de Nisa, san Juan Crisóstomo, san Ambrosio).

Los Padres han tendido dos líneas hacia la mujer: un discur­ so para la casada, y otro para la virgen que se consagraba a Dios. La primera, fiel amiga y compañera dcl marido, educado­ ra de los hijos y en plena vivencia de los consejos evangélicos para no caer en las tentaciones del mundo. Ella también tenía que cuidar a los enfermos, visitarlos, dar de comer a los pobres, peregrinos, visitar a las viudas, a los niños huérfanos; en una palabra, dedicarse a las obras de misericordia hacia el prójimo. Los Padres no dejaron de exhortar a los esposos a responsabili­ zarse por los hijos: “Los padres responderán ante Dios por los pecados de los hijos, porque son asesinos espirituales de sus propios hijos” (san Agustín, Cartas ¡, 98, 3). De los escritos patrísticos, surge el mensaje para la mujer en la familia. Ella, vis­ tiéndose de las virtudes cristianas, despojándose primeramente de los vicios mundanos, recibía la misión de Dios en la educa­ ción de los hijos y aun del marido. La madre es el corazón de la familia, el sacerdote de la iglesia familiar. 234

105.4. Los ministerios de la mujer evangelizado™ en la Iglesia

Las mujeres acompañaron al Señor (Le 8, 1-3), permanecie­ ron en la oración con la comunidad apostólica (Hch 1, 14); y bajo la cruz con la Virgen María (Me 15, 40-41). San Juan Evangelista, con gran respeto, narra la presencia de las mujeres y de la Madre de Dios (Jn 2,4; 19, 26). San Pablo, en sus cartas apostólicas, se refiere varias veces a las mujeres que lo acom­ pañaban, las mujeres virtuosas, las fieles esposas, las mujeres pecadoras y las malas (Rm 16, 1, 3, 6, 6,12; Ga 3, 28; 1 Co 14, 34-35; etc.). Además de las mujeres bíblicas, comienzan a aparecer en la Iglesia las mujeres llamadas “viudas”, que tienen una función especial en la comunidad cristiana, dada por los Apóstoles. Las “viudas”, en la Iglesia de los primeros siglos, iban teniendo una legislación más clara en cuanto a sus funciones y responsabili­ dades. En el siglo III aparecen como una institución, tienen que practicar la continencia, la o ación, las obras de misericordia (Tertuliano, De exhort. castitate, 13, 4). Ocupaban un lugar es­ pecial en la Iglesia, eran merecedoras de respeto, de asistencia social, si eran pobres (Hipólito Romano, Tradición Apostólica, 108). Hacían votos de castidad como las vírgenes, tenían que tener más de 50 años (Didascalia Apostolorum). El obispo las recibe en las Iglesias (san Ambrosio). Además del “orden” de las viudas, se conocían profetisas, vírgenes canónicas, diaconisas (san Clemente Alejandrino, Stromata 3. 6, 53).

Un ministerio muy conocido en la Iglesia primitiva era el de las mujeres diaconisas. Colaboradoras del obispo en los servi­ cios sociales, prontas a la obediencia, se dedicaban a visitar a los enfermos, a los inválidos, viudas, huérfanos, etc. Estaban al servicio de la Iglesia y tenían una función especial en el bautis­

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mo de las mujeres, en la unción con aceite, etc.; también, en la catcquesis. Las diaconisas no podían bautizar ni enseñar públi­ camente. Ellas eran “honradas por todos como “igno de la pre­ sencia del Espíritu Santo” (Didascalia Apostolorum, III, 25, 113). Tenían que ser reservadas, discretas en el hablar y obser­ var, amables, equilibradas, no podían tomar decisiones sin la autorización del obispo (II, 25, 1-2). No era una institución de orden divino, sino de asistencia a los pobres, enfermos, abando­ nados, y al servicio del obispo (san Clemente Alejandrino, Pe­ dagogo, 1, 4,1-2; Orígenes, PG 11, 878). Desde los tiempos apostólicos, en la Iglesia se comenzó la práctica de la castidad, de la virginidad entre los hombres y las mujeres, renunciando al mundo, consagrándose a Dios, imitan­ do el ejemplo del Señor y de la Madre de Dios. La práctica de la continencia sexual era una forma de vida, un medio ascético para liberarse de las preocupaciones de la familia y del mundo, para dedicarse solamente a las cosas del Señor. Era un ca isma cristiano, no temporal, sino para siempre (san Justino, I Apolo­ gía, 15; ver las Epístolas clementinas I y II, BAC, Padres Apostólicos).

La virginidad, como forma de vida, se entiende perpetua y no temporal, como la de las vestales. La virginidad interior y espiritual es abrazada por amor a Dios y la vida eterna, donde no habrá más matrimonios (san Ambrosio, Sobre la virginidad, 13). Las vírgenes que emitían su consagración en manos del obispo, renunciaban a los bienes temporales, a la riqueza, al lu­ jo, a los vestidos superfluos, a las vanidades, a la participación en banquetes, a frecuentar los baños públicos. La que profesa la virginidad se pone en estrecha relación con el Señor (2 Co 11, 2), con el Reino de Dios que comienza ya en la mujer que se consagra a esta forma de vida ascética. La virginidad es un carisma excelente, pero es necesario 236

cuidarla para no caer en el orgullo, con la vigilancia, la oración y la contemplación divina (san Ignacio, Carta a Policarpo, 5, 2). La mujer que renuncia al matrimonio está más cerca dcl Es­ píritu Santo, de Dios, es esposa de Cristo (Tertuliano, Sobre las vírgenes veladas, 16,4; ver san Ambrosio, Sobre la virginidad). Velarse significa hacer la profesión de virginidad (san Ambro­ sio, Sobre la virginidad, 39). Los Padres de la Iglesia, inspirán­ dose en la persona de la Madre de Dios, enseñaban que toda mujer que profesa la virginidad, es también madre. Aunque re­ nuncia a la familia, al matrimonio, conserva en su mente y su corazón el misterio divino. Es madre, aunque no tenga hijos camales; vive, practica y comunica al prójimo la Revelación di­ vina, generando hijos espirituales para Dios.

La débil mujer, viviendo en perfecta castidad, purificada, fortifica el alma hasta llegar al estado de los ángeles: una vida que prefigura la eternidad en la Santísima Trinidad. La muerte de la virgen no es otra cosa que el pasaje de lo temporal a la eternidad, hacia el Señor, al cual no ha dejado de buscar duran­ te toda su vida. La muerte es una fiesta. Los Padres ven el ma­ trimonio y la virginidad como dos estados en la Iglesia que cumplen la función de la Providencia, porque tanto la mujer ca­ sada como la virgen están llamadas por el Señor a ser santas (san Clemente Alejandrino, Stromata, 3, 86,1-88, 2. 3). La mu­ jer madre está obligada a la familia, a los hijos y no es libre de dedicarse completamente al Señor, aunque es una obligación temporal, provisoria, y por lo tanto se aconseja la práctica de las virtudes evangélicas, la castidad y la pureza de la mente (Fulgencio de Ruspe, Regla de la verdadera fe, 3, 43-44; El Pastor de Hermas, 1, 4, 3; san Agustín, etc.). Las vírgenes esta­ ban generalmente bajo la tutela dcl obispo o de un sacerdote delegado y vivían comunitariamente, b0jo la dirección de una “matrona” (maestra experimentada en la vida religiosa). 237

Otro tipo de vivencia de mujeres atletas de Cristo, eran las anacoretas o solitarias. San Juan Crisóstomo comenta la forma de vida de mujeres en los desiertos: “No sólo ent e los hombres triunfó esta vida, sino también entre las mujeres. Y, en efecto, no menos que aquéllos filosofan éstas."

Común les es con los hombres la guerra contra el Demonio. “Muchas veces las mujeres han luchado mejor que los hombres y han obtenido más brillantes victorias” (san Juan Crisóstomo, Comentario al Evangelio de san Mateo, 8, 4). Eran mujeres so­ litarias que Juchaban contra Jas tentaciones {Apotegmas de los Padres, Besarion, 4, Amma Sanna, Amma Sinclética, etc.). Aunque san Pablo prohibía a las mujeres hablar en la asamblea litúrgica (1 Tm 2, 12), los padres del monacato consideraban a ciertas mujeres como Amma (madre) para transmitir el mensaje espiritual a las discipulas, algo propio de los santos padres espi­ rituales (Historia Lausiaca, 33). 10.5.5. La mujer en búsqueda de la verdadera “filosofía” “Filósofo”, para los griegos, particularmente para los estoi­ cos, era considerado el hombre perfecto. Su género de vida se llamaba “filosofía”. Los monjes y los ascetas orientales cristia­ nos se habían apropiado de esta terminología y del uso de los términos técnicos con que se designó su vida en la antigüedad: la “verdadera filosofía”. Los monjes se convertían en “filóso­ fos”, o en “verdaderos filósofos”, para distinguirse de los “pscudofilósofos” paganos. Los cultivadores de la “filosofía” externa, la filosofía del mundo, la filosofía vana, eran conside­ rados peligrosos para los monjes. Sozomeno decía de san Anto­ nio que era “filósofo celoso”, y que “inauguró la filosofía ex­ celsa y solitaria entre los egipcios” (Sozomeno, Historia ecle­ siástica, 1, 13, 6, 33). Los monjes eran llamados “filósofos” y

238

los monasterios, “escuelas de filosofía”, donde se enseñaban las doctrinas de la “filosofía suprema”. Este vocabulario fue muy empleado entre los monjes y pensadores orientales, menos co­ nocidos en el mundo latino. San Basilio, san Gregorio de Nisa y otros, emplearon muy corrientemente este concepto para indi­ car una ciencia y arte de vivir.

La filosofía cristiana enseña el conocimiento de sí mismo, la ponderación, la serenidad, el desprendimiento de las cosas ma­ teriales y de sí mismo; cómo combatir los vicios, y, en su lugar, practicar las virtudes (Filocalia). Conduce a la vida del Señor, de los Apóstoles, de los profetas y santos; los monjes tienen que someterse completamente a la dirección del maestro espiri­ tual, “el verdadero filósofo”, el hombre que “se ciñe a filosofar reciamente, aprendiendo a rechazar todas las delicadezas de la vida, a sobrellevar las fatigas y dominar eficazmente las pasio­ nes” (san Nilo de Ancira, De monástica exercitatione, 8). En otro lugar escribe: “El deseo espiritual de la filosofía hace que unos renuncien a las cosas sensibles y aun a los mismos senti­ dos, elevando la mente a las alturas y encaminándola a la medi­ tación de las cosas inteligibles, que los unen a Dios de modo que ya no pueden separarse de Él” (ibíden, 3). La perfección del monje es llegar a alcanzar la “verdadera filosofía”, que es la verdadera riqueza, la verdadera gloria, el verdadero poder y la verdadera felicidad, porque es libre de la codicia insaciable de los bienes terrenos y se contenta con muy poco; lo que les resta sirve para ejercitar la caridad y la verda­ dera fortuna imperecedera, que son las virtudes; es señor de las pasiones; habla con franqueza a los poderosos y lo escuchan; socorre a los pobres y marginados; evangeliza con su ejemplo, palabra y oración; se siente dichoso de la felicidad espiritual que es infinitamente superior a los placeres mundanos (san Juan Crisóstomo, Contra aquellos que impugnan la vida mo­ 239

nástica, 2). La verdadera filosofía que los hombres y las muje­ res buscaban era la que se lograba mediante el esfuerzo heroico de practicar los consejos evangélicos a la perfección, la renun­ cia total y completa a todas las cosas y a sí mismo, para sólo amar y servir a Dios, tratando de superar la mediocridad de los cristianos de su época.

10.6. Bibliografía AA.VV., Dizionario patrístico. Bardy, G„ La conversione al cristianismo nei primi secoli, Mi­ lán, 1976.

Figucircdo, A. E, La vida de la Iglesia primitiva, Bogotá, 1991. Grand, R. M., Cristianismo primitivo e societá, Brcscia, 1978. Jcdin, H., Manual de historia de la Iglesia (vol I-II), Barcelona, 1966.

Padovesc, L., op. cit.

Wcndland, P., La cultura elienistico-romana nei suoi rapporti con giudaismo e cristianismo, Brcscia, 1986.

240

CUADRO SINOPTICO DE LA IGLESIA PRIMITIVA (de los orígenes al siglo V)

ACONTECIMIENTOS RELIGIOSOS Y POLÍTICOS

AÑO

Italia

Gala

Ática Grecia Egipto

Siria

Asia

Pales­ menor

30

Martirio de Esteban

36

Conversión de Pablo

37

Primera misión de Pablo

45

■Ccndlto'de Jerusalén

49

Expulsión de los judíos de Roma / Segunda misión de Pablo

50

Tiberio (14-37)

1

&

51

53

Arresto de Pablo en Jerusalén y prisión en Cesárea

58

Traslado de Pablo prisionero a Roma

60

Persecución de Nerón: martirio de Pedro (?)

64

Marirto de Pablo en Roma (?)

67



Desáucdón de Jerusalén y del Templo por Tito

70

o

Erupdón del Vesubio; destucdón de Pcmpeya

79

Desterro de Juan en Pateos; Clemente, obispo de Roma

95

Persecución en E3¡tinia: carta de Plinto a Trajano

111

Nueva revuelta de los judíos

132

Marirto de Pdicarpo en Esmirna

161

Marirto de Justino en Roma

163

Comienzos del montañismo

170

Los mártires de Lyon; Ireneo, obispo de Lyon

177

Conversión de Abgar, rey de Edesa (?)

179

Cuestión de la Pascua con Víctor, obispo de Roma Guerra dvl: Lyon saqueada por Sepímio Severo Persecución: se prohíbe ei proseütismo judío y cristiano Todos los hombres libres del imperio son ciudadanos romanos

Claudio (41-54)

en S' o £

Pablo en Corinto

100

Caligula (37-41)

g

Tercera misión de Pablo

Muerte de Juan (?)

EMPERADORES

pota­

mia

tina

Muerte y resurrección de Jesús. Pentecostés

Meso­

Nerón (54-68)

32

o 8 a

§ 3=

1 &

r-s 33 §

í?

I

8

&

I

I

*§ o rt3> 3 S"

3 8

190 197

Vespasiano (69-79)

33 Q. ■R

tT

Tito (79-81) Domiciano (81-96)

Q. 1°

Q. §

C3 &

Trajano (98-117) Adriano (117-138)

S 3L 8‘

Antonino (138-162)

Marco Aurelio (162-180)

(..

o

Cómodo (180-192)

Septimio Severo (193-211)

202

212

Caracala {211-217)

I

Calixto, obispo de Roma, y cisma de Hipólito

217

Comienza la dinastía sasánida en Persia

226

Severo Alejandro (222-235)

Persecución: Ponciano, obispo de Roma, e Hipólito deportados

235

Maximino (235-238)

Sapor, rey de reyes en Persia

241

Comienza la predicación de Manes

242

Cipriano, obispo de Cartago

249

Persecución general: martirio de Fabián, obispo de Roma

250

Cornelio, obispo de Roma; cisma de Novadano

251

Sínodo de Cartago sobre el bauísmo de los herejes

256

Persecución general: arresto de los jeles de la Iglesia

257

Mar lirio de Cipriano, del obispo de Roma, Sixto y de Lorenzo

258

El emperador Valeriano, prisionero de Sapor

259

Edicto de tolerancia para tos cristianos

260

Condenación de Pablo de Samosata en el sínodo de An6oquía

268

Antonio en el desierto (?)

270

Invasiones bárbaras; martirio de Manes

277

Conversión de Tiridates, rey de Armenia

280

Diodedano, emperador; comienza el bajo Imperio

284

Maximiano asociado al Imperio como Augusto

285

Maximiano

Los Césares Constando Cloro y Galerio asodados a los Augustos

293

Tetrarquia

Edicto de persecudón de los maniqueos

297

Edictos de persecudón contra los cristianos

303

Nuevos edictos

304

Abdicación de Diodedano; nueva tetrarquia

305

Constantino, emperador en Gala; anarquía y guerra dvil

306

Edicto de toleranda de Galerio

311

Victoria de Constaníno en Puente Milvio; el lábaro

312

Paz general de la Iglesia

313

Dedo (249-251)

Valeriano (253-260)

33 o

xr 8 a

Galieno (260-268)

Aureliano (270-275)

Diocleciano (284-305)

Constaníno-Licinio

ACONTECIMIENTOS RELIGIOSOS Y POLÍTICOS

AÑO

Italia

África Greda

Siria

Asia

OBIS­

Const.

Pales

menor

POS DE

tina Concilio de Arles (donáoslas)

314

Condena de Arrio en Alejandría

318

Condio de Nicea

325

Atanasio, obispo de Alejandría

328

Fundación de Constantinopla

330

ROMA

3» § o>

EMPERADORES

Ocddenle

Silvestre

Constantino

(314-335)

(306-

(313-324) Constan lino

Vi.

o

-337)

Atanasio depuesto; muerte de Arrio

335

Julio

Constante

Constancio

Wulíla, obispo (arriano) de los godos

340

(337-352)

(337-350)

(337-

Condio de Sádica (Solía)

343

Muerte de san Pacomio

346

Hilario, obispo de Poitiers

350

Liberio

Destierro de obispos nicenos: Liberio, Hilario

355

(352-366)

Muerte de san Antonio

356

Condios de compromiso con arrianos

359

Amnistía general del emperador Juliano

361

Muerte de Juiano en la guerra persa

363

Primer condio nacional de Armenia

365

Martín, ob. deTours; Basilio, ob. de Cesárea

370

Ambrosio, obispo de Milán

374

Desastre de Andrinópolis; muere Valen le

378

El catoidsmo, religión de Estado

380

Condios de Constantinopla y de Aquleya

381

Jerónimo en Roma ante Dámaso

382

Prisdliano ejecutado cono hereje

385

Conversión de Agustín

386

Jerónimo en Belén

389

Matanza de Tesalórica. El latín litúrgico oficial

390

Prohibidón completa del culto pagano

391

División definitiva del Imperio

395

Constando

o

■361)



03 CU =r O-

r cr 8. O

Juliano (361-363)

Dámaso

(366-384)

Valenle

Valentiniano 1

(364-378)

(364-375)

ss S' 3

Graciano

O

Q O» a

Sirido

(384-399)

(375-383)

Teodosio

Valentiniano II

(378-

(383-392)

Q o o. ro fe

Teodosio -395)

£'

Agustín, obispo de Hipona

396

Honorio

Muerte de Ambrosio y de Martín de Toas

397

(398423)

Juan Crisóstomo, ob. de Constantinopla

398

¿as confesiones de san Agustín

400

Inocencio

Teodosio II

Muere J. Crisóstomo; invasiones germánicas

407

(401-417)

(408450)

Roma tomada y saqueada por Al arico

410

Condena de Pelagio

411

Persecución de cristianos en Persia

420

Celestino

Valentiniano 11

Acaba ¿a ciudad de Dios de Agustín

427

(422-432)

(428455)

Sitio de Hipona; muere Agustín

430

Condio de Éfeso

431

Comienza el apostolado de san Patricio

432

LeónM.

Latrodnio de Éleso

449

(440-461)

Corre, de Calcedonia. Atila en Galia

451

Toma de Roma por Genserico

455

RómuloAu gústelo

León 1

Fin del Imperio romano en Occidente

476

(478476)

Zenón

Persecución de católicos por los vándalos

478 482

La Iglesia persa abraza el nestorianismo

486

La Iglesia armenia abraza el monofisismo

491

Simaco

Bautismo de Clodoveo (?)

500

(498526)

Cesáreo, obispo de Arles

503

Benito en Monte Casino

529

Código de Justiniano / Reconquistas de Justiniano

534

Dedicación de santa Sofia de Constantinopla

537

Regla de san Benito

540

Condena de Orígenes

544

Condlio II de Constantinopla

553

Invasión eslava en Oriente

587 589

Evangefzadón de los anglos, por Agustín de C.

596

Mardano (450-457)

Clodoveo, rey de los francos

Conversión de Recaredo en Toledo

Arcadio

(398408)

(474-491)

Clodoveo (482-511)

Anastasio (491-518)

Teod orico (493-526) Justino

Cbtario Vigilio

e? <2

(537-555)

(518527)

(511-561) Jusiniano

(527-565)

INDICE

- Prólogo......................................................................................... 3 - Introducción................................................................................. 5 a) Importancia del estudio de los Padres................................... 5

b) Algunos elementos de esta definición................................... 6 c) Literatura cristiana.................................................................... 6

d) Volver a las fuentes................................................................... 7

PARTE I: DISCIPLINA L- ALGUNAS CARACTERÍSTICAS DESUS DOCTRINAS................................................... 9

1.1. La no homogeneidad........................................................9 1.2. División de la patrística................................................ 10 1.3. Desde los orígenes hasta el concilio

de Nicca (325)................................................................. 12 1.4. La Iglesia después del concilio

de Nicca (325-750)........................................................ 13 1.5. Indicaciones metodológicas.......................................... 14

2. LOS PADRES DE LA IGLESIA........................................ 16

2.1. Padres................................................................................ 16 2.2. Próximos a la fuente....................................................... 17 2.3. Ediciones de textos de los Padres................................. 17 2.4. Unidad y diversidad........................................................ 18

3. LOS ESCRITORES ECLESIÁSTICOS............................. 21 3.1. Los Padres apostólicos................................................... 21

3.2. Los escritores de Asia Menor....................................... 23 3.3. La escuela de Alejandría................................................ 24 3.4. La escuela de Cesárea.................................................... 26 3.5. La escuela de Antioquía................................................. 27 3.6. La escuela latina (Roma)............................................... 28 3.7. La escuela latina africana............................................... 30 3.8. Los escritores de las Galias........................................... 31

3.9. Las primeras versiones latinas de la Biblia................. 32

4. CULTURA CLÁSICA Y CULTURA CRISTIANA........ 34 5. LOS ORÍGENES DE LA POESÍA CRISTIANA............ 43

5.1. Bibliografía.................................................................... 45

PARTE II: DOCTRINA 1. COSMOLOGÍA.................................................................... 47 1.1. La Creación.................................................................... 47 1.2. Los ángeles.....................................................................51

1.2.1 La caída.................................................................. 52 1.2.2. El culto a los ángeles........................................... 53

1.3. Bibliografía.................................................................... 53

2. ANTROPOLOGÍA............................................................... 54

2.1. El hombre........................................................................ 54 2.2. El hombre, imagen divina.............................................60

2.3. El alma humana............................................................. 65 2.4. La caída del hombre....................................................... 67

2.5. Existencia del pecado original..................................... 68 2.6. Bibliografía..................................................................... 70 3. DOCTRINA TRINITARIA................................................. 70

3.1. Dios existe...................................................................... 70 3.2. Conocerá Dios.............................................................. 72

3.3. Método del conocimiento natural de Dios................. 73 3.4. El Señor es Espíritu.......................................................76 3.5. Dios inmutable............................................................... 78 3.6. Dios eterno...................................................................... 78 3.7. La Liturgia trinitaria....................................................... 80

3.8. Tres Personas y un solo Dios....................................... 81 3.9. Jesús, Hijo de Dios........................................................ 82

3.10. Cristo: dos operaciones............................................... 91 3.11. La redención................................................................ 93

3.12. Espíritu Santo............................................................... 93 3.13. La pneumatología oriental......................................... 97 3.14. La pneumatología de los latinos............................... 97 3.15. El Filioque.................................................................. 101

3.16. Bibliografía................................................................. 103

4. IGLESIA................................................................................ 104

4.1. Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo............................. 104

4.2. La Iglesia católica........................................................ 107 4.3. La fe apostólica............................................................ 108 4.4. La salvación en la Iglesia............................................ 109 4.5. Autoridad de la Iglesia................................................ 110 4.6. La autoridad en san Clemente de Roma....................111

4.7. La autoridad en san Ignacio de Antioquía............... 112 4.8. Autoridad y crecimiento de la comunidad............... 114 4.9. Autoridad de Pedro...................................................... 115 4.10. Pedro en Roma........................................................... 116

4.11. Primado dcl obispo de Roma................................... 116 4.12. Primado doctrinal de Roma..................................... 119 4.13. La Iglesia y el Imperio romano................................ 120 4.14. Estado e Iglesia.......................................................... 125

4.15. Los obispos.................................................................128 4.16. Los concilios ecuménicos........................................ 130

4.17. Bibliografía................................................................ 134 5. LA MADRE DE DIOS........................................................ 134

5.1. María, Madre de Dios................................................. 134 5.2. La Madre de Dios, sin pecado original.....................139 5.3. María fue virgen antes y durante el parto................ 139

5.4. Virginidad después del parto...................................... 141 5.5. Bibliografía...................................................................142

6. ESCATOLOGÍA................................................................... 142

6.1. La muerte...................................................................... 142 6.2. La vida eterna............................................................... 143 6.3. Los difuntos.................................................................. 143 6.4. El infierno..................................................................... 144

6.5. El purgatorio................................................................. 145

6.6. Bibliografía................................................................... 145 7. HEREJÍAS Y CISMAS....................................................... 146

7.1. La herejía...................................................................... 146

7.2. Gnosticismo.................................................................. 147 7.3. Monarquianismo.......................................................... 149 7.4. Subordinacionismo...................................................... 150

7.5. Pclagianismo................................................................. 151 7.6. Scmipclagianismo........................................................ 152

7.7. El cisma.........................................................................153

7.8. Bibliografía................................................................... 155 PARTE III: LA VIDA DE LA IGLESIA

8. LOS SACRAMENTOS ....................................................... 157 8.1. La vida nueva en Cristo.............................................. 157

8.2. La iniciación cristiana................................................. 159 8.3. La confirmación........................................................... 167

8.4. Eucaristía, sacramento central de la Iglesia............. 169 8.5. Sacramento del matrimonio...................................... .174 8.6. Bibliografía................................................................... 176 9. ESPIRITUALIDAD ............................................................. 177

9.1. Caminos hacia Dios.................................................... 177 9.2. Caridad.......................................................................... 178 9.3. La espiritualidad de los iconos.................................. 182 9.4. La tradición dcl misterio............................................. 189 9.5. La formación de liturgias............................................ 190 9.6. La Liturgia bizantina................................................... 193 9.7. La espiritualidad del monacato.................................. 195 9.8. La “verdadera filosofía”............................................ 201 9.9. Bibliografía.................................................................. 206

PARTE IV: EL ANUNCIO 10. LA COMUNIDAD CRISTIANA.................................... 207 10.1. La vida de la comunidad cristiana.......................... 207 10.2. Predicación................................................................ 210 10.3. Fiestas religiosas....................................................... 211

10.4. La doctrina social...................................................... 216 10.4.1. La situación social en el Imperio................... 217

10.5. La mujer evangelizadora.......................................... 225

10.5.1. La mujer evangelizada..................................... 225

10.5.2. Eva-María......................................................... 230 10.5.3. La mujer, evangelizadora en la familia........ 233 10.5.4. Los ministerios de la mujer evangelizadora

en la Iglesia........................................................235

10.5.5. La mujer en búsqueda de la verdadera “filosofía”.......................................................... 238

10.6. Bibliografía................................................................ 240

Se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2008 en el Establecimiento Gráfico LIBRIS S. R. L. MENDOZA 1523 • (B1824FJI) LANÚS OESTE BUENOS AIRES • REPÚBLICA ARGENTINA

Colección: Ichthys Dirección: Padre Luis Glinka, ofm Diseño de cubierta: Gustavo Macri

Glinka, Luis, O.F.M. Volver a las fuentes - 1.- ed. 1.- reimp. - Buenos Aires : Lumen, 2008. 256 p. ; 20x14 cm. (Ichthys dirigida por P. Luis Glinka)

ISBN 978-950-724-312-7 1. Religiones Comparadas. I. Título CDD 291

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su trata­ miento informático, ni su transmisión de ninguna forma, ya sea electróni­ ca, mecánica, por fotocopia, por registro u otros métodos, ni cualquier comunicación pública por sistemas alámbricos o inalámbricos, comprendi­ da la puesta a disposición del público de la obra de tal forma que los miem­ bros del público puedan acceder a esta obra desde el lugar y en el momento que cada uno elija, o por otros medios, sin el permiso previo y por escrito del editor.

© Editorial y Distribuidora Lumen SRL, 2008. Grupo Editorial Lumen Viamonte 1674, (C1055ABF) Buenos Aires, República Argentina Tel.: 4373-1414 (líneas rotativas) • Fax: (54-11) 4375-0453 E-mail: [email protected] http.V/www.lumen.com.ar

Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Todos los derechos reservados LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINA

i

olvcr u lu» lucntra" significa regresar al pasudo liitioi h o d< la riqueza doctrinal y espiritual de los Pudres de la Iglesia, pero con la |)rispcitivu y Lis necesidades del presente, para garantizar nuestra propia identidad cristiana. Olvidarse del pasado o pcriminccei indiferentes a él es perder la memoria de una heirin ia espiritual infinitamente rica La presente obra, Vo/i'
ISBN 978'950-724312-7

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