Los Verbos De Dios. Con Reflexiones Sobre Los Milagros De Jesús Y El Sueño De Una Existencia Alternativa - Carlo María Martini

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Sal Terrae Colección «EL POZO DE SIQUÉN»

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C ARLO M ARIA M ARTINI

Los verbos de Dios Con reflexiones sobre los milagros de Jesús y el sueño de una existencia alternativa

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) (www.conlicencia.com / 91 702 19 70 / 93 272 04 47) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

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Título original: I verbi di Dio © 2017 Fondazione Terra Santa - Milano Edizioni Terra Santa – Milano Para los textos del cardenal Martini: © 2017 Fondazione Carlo Maria Martini - Milano

Traducción: Jesús García-Abril, SJ © Editorial Sal Terrae, 2018 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 944 470 358 [email protected] gcloyola.com Imprimatur: ✠ Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 15-03-2019 Diseño de cubierta: Magui Casanova ISBN: 978-84-293-2852-3

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ÍNDICE

1. DIOS CREA El sueño de Dios Introducción El sueño de Dios El primer verbo: Dios crea Las características de la acción de Dios (Is 45,1-9) Las consecuencias antropológicas y sociológicas

En Jesús, la acción creadora de Dios La acción creadora de Dios en el Nuevo Testamento La tempestad calmada Poner orden en la vida

2. DIOS PROMETE Una promesa siempre «abierta» La promesa a Abrahán Confianza absoluta en Dios Arriesgar la vida en la esperanza

Jesús es la promesa Jesús promete Jesús es la promesa

3. DIOS LIBERA Un Dios liberador y victorioso (Ex 15,1-12) Los milagros de Jesús

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Para preguntarse en la oración

4. DIOS ORDENA La alianza y el decálogo La ley del sábado Los preceptos sobre la pureza La relación entre mando y libertad

5. DIOS PROVEE «El Señor es mi pastor» La Eucaristía, continua cercanía de Dios

6. DIOS AMA ¿Cómo amamos nosotros? Dios transfigurará el amor de todos nosotros Amor, ley moral, ley civil Educar en el dominio de sí

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NOTA PARA EL LECTOR Este volumen recoge las meditaciones impartidas por el cardenal Carlo Maria Martini durante unos ejercicios espirituales predicados a los sacerdotes de la Diócesis de Milán, en abril de 2007, en Kiryat Yearim (Israel). Los textos –transcritos de las grabaciones efectuadas a tal fin y no revisados por el Autor– fueron publicados por primera vez, en italiano, en 2017. Se ha decidido conservar en lo posible el lenguaje hablado. En el texto aparecen diversas citas cuya autoría no siempre ha podido ser identificada. En general, el cardenal hace frecuentes referencias al libro de Walter Brueggemann, Teología del Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca 2007.

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Dios crea

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El sueño de Dios

Introducción

D

SEÑOR por estar aquí en este momento y porque nos ha permitido vivir hasta hoy. Y le damos gracias también por los cuarenta y cinco años de vuestra Ordenación sacerdotal (yo llevo ya cincuenta y cinco…). Como le escribí al Papa, en respuesta a su telegrama por mis ochenta años de vida, la perseverancia es un don bastante improbable en una sociedad en la que todo se hace ad tempus, a prueba, mientras funciona. Por tanto, el haber perseverado cuarenta y cinco años es ya un grandísimo don y un grandísimo mérito. Ello os convierte en personalidades de gran relevancia en nuestra sociedad actual, tan proclive a rescindir y anular las promesas hechas. Casi durante la mitad exacta de todo ese tiempo, veintidós años y medio, de algún modo os he guiado yo. Es ese el tiempo en que fui arzobispo de Milán: veintidós años y cinco meses ¡Al menos en esto imité a mi gran predecesor, san Ambrosio! Antes de mí, contasteis con la guía de dos grandes personalidades: la del cardenal Giovanni Colombo y, durante un solo año, la del que os confirió la ordenación sacerdotal: el cardenal Giovanni Battista Montini. Damos gracias a Dios por estos grandes obispos que nos ha dado, con todas sus virtudes… y también sus pequeños defectos, porque todos somos hombres. Y le agradecemos también el hecho de encontrarnos en Tierra Santa. Probablemente, es la primera vez que hacéis aquí los ejercicios espirituales, con todo lo que suponen estos santos lugares, donde el cielo ha tocado la tierra, y la eternidad ha abrazado el tiempo. Aquí tuvieron lugar los hechos más extraordinarios que han cambiado la historia de la humanidad. Y vosotros, aun en medio del recogimiento, participáis ahora del misterio de esa Tierra y de esta extraordinaria experiencia. Un consejo que querría daros al comienzo de estos ejercicios es que os respondáis a vosotros mismos dos sencillas preguntas: a. ¿Cómo entro en estos ejercicios? Porque cada año entramos en ellos de distinta manera: un año, cansados; otro, molestos; otro, amargados, o serenos, o alegres, o tristes, o agotados, o enfermos… b. ¿Cómo querría salir de ellos? ¿Qué cosas pienso que desearía me concediera el AMOS A GRACIAS AL

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Señor en estos días? Ahora quisiera explicar el título de estos ejercicios, un tanto largo… por culpa del subtítulo. El tema central es: «Los verbos de Dios». Después he añadido: «Con reflexiones sobre los milagros de Jesús…», porque la acción transformadora de Dios se explica de un modo particular en los extraordinarios hechos de la vida de Jesús, que muchas veces olvidamos o pasamos por alto. Y luego: «… y el sueño de una existencia alternativa», porque, en el fondo, los verbos de Dios y los milagros de Jesús representan el sueño de Dios: el sueño de un mundo distinto, del reino de Dios, de un modo distinto de ser por el que vivamos la dimensión del «ya, pero todavía no». Hay, pues, un sueño de Dios que habremos de tener presente a través de los verbos que vamos a considerar y de los milagros de Jesús. Comencemos, por tanto, nuestra reflexión con la gracia de Dios y la ayuda de Nuestra Señora. El primer verbo: Dios crea Como sabemos, es el verbo típico de la acción divina. Incluso quienes no conozcan el hebreo sabrán que el verbo es barah, que en la Biblia, prácticamente, se emplea solo para Dios, uno de los pocos reservados a Él. Hay una serie de otros sinónimos muy simples, como yatzar, formar; ḏiber, hablar o decir (dijo Dios); ‘aśah, hacer (Dios hizo); qanah, Dios adquirió…, que son verbos bastantes frecuentes en la Escritura A este respecto, he pensado leer con vosotros un texto con el método de la lectio divina. Textos como, por ejemplo, Gn 1,2 parecerían más obvios; pero son textos demasiado elaborados. Prefiero considerar un texto que tiene muchas características interesantes y que no están presentes en la estructura un tanto áulica de Gn 1,2. Se trata del cap. 45 del profeta Isaías, del que leeremos 19 versículos, en función de los tres momentos de lectio, meditatio y contemplatio. La lectio consiste, como he explicado muchas veces, en la lectura y relectura del texto, con el fin de poner de relieve la estructura, los elementos básicos, las palabras clave. Siempre he recomendado encarecidamente no prescindir de la lectio dando por supuesto que ya se conoce el texto. ¡No es así! La meditatio, a continuación, pone de relieve los valores del texto, para introducirse en el momento central: qué es lo que pido al Señor a partir de este texto. Tengo ante mí el texto de Isaías 45 también en hebreo, en una edición un tanto particular que me han regalado unos judíos mesiánicos y que ha sido editada por ellos mismos. En ella se encuentran en hebreo el Antiguo y el Nuevo Testamento, porque ellos reconocen a Jesús-Mesías y, aunque no son cristianos, aceptan totalmente el Nuevo Testamento. Son varios miles, sobre todo en los Estados Unidos, pero también aquí, en Israel. Naturalmente, no son bien vistos por los judíos ortodoxos. Este es el texto que yo 11

uso y es el texto de la Biblia tradicional. Las características de la acción de Dios (Is 45,1-19) La página de Isaías es muy densa, y podemos dividirla en siete partes. La primera nos sorprende, porque es una «entronización». Todos conocemos de sobra algunas fórmulas presentes en los Salmos: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado» (Sal 2,7) y «Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra» (Sal 110,1a). Pero aquí no se trata de un rey davídico, sino de Ciro: «Dice el Señor de su elegido Ciro: “Yo lo he tomado de la diestra para someter ante él a todas las naciones, para desceñir las cinturas de los reyes, para abrir ante él los batientes de las puertas, y ningún portal quedará cerrado”» (Is 45,1).

Es la entronización de un instrumento pagano de Dios, lo cual significa que Dios es libérrimo en su obrar y no se limita a la descendencia davídica. Sigue a continuación una segunda parte, que describe la intervención de Dios en favor de su elegido. Se trata de cinco acciones: «Yo marcharé delante de ti; allanaré las asperezas del terreno, quebraré los batientes de bronce, romperé los cerrojos de hierro. Te entregaré tesoros ocultos y las riquezas más escondidas» (vv. 2-3a).

Todo ello es en favor de Israel, por el retorno de Israel. Pero el instrumento es Ciro. La tercera parte se aproxima ya a lo que nos interesa: ¿cuál es el motivo de todo esto? Ni más ni menos que el señorío de Dios: «Para que sepas que yo soy el Señor, Dios de Israel [de nuevo es Israel el centro], que te llamo por tu nombre. Por amor de Jacob, mi siervo, y de Israel, mi elegido, yo te he llamado por tu nombre y te he dado un título, aunque tú no me conozcas» (vv. 3b-4).

Sigue después la cuarta parte, la realmente central del texto, que refleja el carácter incomparable de Dios y el hecho de que todo tiene en Él su origen: 12

«Yo formo la luz y creo las tinieblas, yo hago el bien y provoco la desgracia; yo, el Señor, realizo todo esto» (v. 7).

Tenemos aquí el verbo barah, el verbo yatzar, el verbo ‘aśah… y todos los verbos sobre la acción de Dios: formo la luz, creo las tinieblas, hago el bien y provoco la desgracia. Dios se encuentra, misteriosamente, en el origen de todo. Es la parte central de todo el oráculo, que muestra a Dios como creador, incomparable con cualquier otro. La quinta parte es una súplica que conocemos perfectamente y que repetimos a menudo durante el Adviento. Expresa el deseo de que se produzca de veras esta acción de Dios: «Destilad, cielos, de lo alto y hagan las nubes que llueva la justicia; ábrase la tierra y produzca la salvación, y germine a la vez la justicia [retorna de nuevo al tema central]: yo, el Señor, he creado todo esto» (v. 8).

El tema central es la acción de Dios; por eso, la cuarta y la quinta son las partes fundamentales del texto. La sexta parte expresa las consecuencias antropológicas de la acción de Dios: «¿Podrá acaso un vaso de barro litigar con quien lo ha modelado? ¿Dirá acaso la arcilla al alfarero: “¿Qué haces?” o: “Tu obra no tiene asas”? (v. 9).

Son las consecuencias del verbo yatzar, formar: la dependencia, la adoración, el estar totalmente «bajo» este gran misterio. Y prosigue, con ejemplos tomados de la vida familiar: «¿Quién osará decir a un padre: “¿Qué has engendrado?”, o a una mujer: “¿Qué has dado a luz?”. Dice el Señor, el Santo de Israel, que lo ha plasmado: “¿Vais a interrogarme sobre el futuro de mis hijos o a darme órdenes sobre el trabajo de mis manos?”» (vv. 10-11).

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La sexta parte, por tanto, indica consecuencias antropológicas de obediencia, adoración, aceptación del primado de Dios. La conclusión retoma los temas fundamentales y los reformula con los verbos que ya conocemos: «Yo hice la tierra y creé al hombre en ella; yo extendí los cielos con mis manos y doy órdenes a todos sus ejércitos» (v. 12).

Lo que sigue es interesante, porque representa la finalidad de la acción de Dios: «Yo le he suscitado para la justicia; yo allanaré todos sus caminos. Él reconstruirá mis ciudades y reenviará a mis deportados» (v. 13a-b).

Tenemos, pues, elementos suficientes para reconocer las características de la acción de Dios, que hemos descrito con el verbo crear. Que Dios crea no significa solo que hace existir algo de la nada, sino que Dios vence al caos, que Dios quiere el orden, la justicia, la armonía, la paz. En esto consiste la fuerza de Dios creador: en que desea crear un mundo «habitable», donde sea bello vivir; un mundo en el que, como Pedro, pueda exclamarse: «¡Qué bueno es estar aquí!» (Mt 17,4). Este es el sueño de Dios. Y es también el reino de Dios: el lugar donde se hacen plenamente reales en su totalidad la habitabilidad, la justicia, la paz y la armonía El texto, como hemos visto, es muy rico, y os invito a leerlo y releerlo para percibir sus valores, algunos de los cuales sugiero a continuación. Las consecuencias antropológicas y sociológicas He aquí algunos de dichos valores, entre los que distinguiremos los valores personales de los valores sociales. Los valores personales, que mejor podríamos llamar consecuencias antropológicas, ya los hemos visto. Son los que Dios espera de nosotros a causa de su incomparable carácter creador, y se describen en términos hebreos como hišṯaḥawah, adorar/alabar, que aparece con frecuencia; o bien, el verbo que se usa tan frecuentemente en el hebreo moderno: todah, el agradecimiento; o también beraḵah, la bendición. Te alabamos, te bendecimos te damos gracias. Creo que tal vez deberíamos preguntarnos: ¿damos gracias verdaderamente a Dios por el don de la vida? Normalmente, le damos gracias por menudencias; pero solemos dar por descontadas, como algo obvio, las cosas grandes. Solo en determinados momentos comprendemos lo importante que es el que Dios nos haya concedido el don 14

de existir. Y a la adoración, a la bendición y al agradecimiento podemos añadir la esperanza. Si Dios nos ha creado para alcanzar un bien de ensueño, Él nos ayudará, porque desea que lo alcancemos, aun al precio de la pasión y muerte de su Hijo. Dios tiene para nosotros un designio de bondad y de amor. ¿Cuales son, en cambio, los valores sociales, las consecuencias sociológicas? Retomamos palabras que ya hemos empleado: Dios no quiere un mundo que simplemente exista, un mundo caótico, sino que lo quiere habitable, ordenado, vivible. Como es fácil ver, las consecuencias son innumerables. Pensemos tan solo, por ejemplo, en las consecuencias ecológicas. Nosotros destruimos la naturaleza sin pensar que Dios quiere que este mundo pueda ser habitado, y por mucho tiempo, con la posibilidad de vivir y de respirar, de disfrutar de las bellezas de la naturaleza, y no hundidos en montones de residuos y carentes de los medios de producción de la fuerza y la energía (la Iglesia de Oriente está mucho más atenta que nosotros a estas consecuencias, y el Patriarca de Constantinopla, de hecho, organiza todos los años un gran encuentro sobre temas de ecología). Hay, además, consecuencias económicas: Dios quiere un mundo en el que haya una cierta igualdad (aquí se encuentra el origen de la ley del sábado y de la remisión de las deudas, como veremos), y en el que no haya pobres de solemnidad y gente descaradamente rica. Y hay también consecuencias políticas: Dios quiere un mundo en el que no haya unos cuantos prepotentes que aplasten a otros. Basta con mirar a nuestro alrededor para ver la cantidad de sufrimientos, de dolores y de lágrimas que no responden al designio de Dios. Añadamos que Dios desea un mundo vivible también eclesialmente. Que la Iglesia sea un lugar donde se viva con suficiente paz, donde no haya sospechas, temores, denuncias falsas… Dios desea, por último, un mundo habitable también existencialmente: Dios quiere que nos sintamos suficientemente bien en nuestra propia piel y que –con los inevitables sufrimientos y el lógico cansancio– no estemos, en el fondo, amargados o faltos de ilusión. Sabemos que el sueño de Dios únicamente se hará realidad en el reino perfecto, con el retorno de Cristo; pero sabemos también que ya desde ahora se nos exige no perderlo de vista y, si es posible, anticiparlo de algún modo, en alguna pequeña cosa. De hecho, una comunidad debidamente ordenada, una parroquia debidamente regulada, una sociedad debidamente unida por auténticos valores… son pequeñas anticipaciones del sueño de Dios. Cada uno de nosotros debe preguntarse: ¿qué puedo hacer, al menos para sentirme a gusto dentro de mi propia piel (que es ya, en sí, un sueño de Dios)? Y preguntémonos qué hemos hecho y qué hacemos para que este mundo sea más habitable tanto para nosotros como para los demás. En este punto, enseguida vienen a la mente las palabras 15

de Isaías: «Yo he creado esta tierra, no para que fuese una región caótica, sino para que fuese habitable» (Is 45,18). Verdaderamente, se trata de perspectivas revolucionarias que vuelven del revés el modo en que la gente suele aplaudir al más fuerte, al más poderoso, al más adinerado. Vuelven también del revés el modo habitual de sentir, y se consideran «cosas del otro mundo», no de este. En cambio, la gracia de Dios nos invita a anticiparlas. Y vosotros, con vuestros 45 años de servicio, lo habéis hecho: habéis creado comunidades en las que, sustancialmente, hay honradez, fidelidad a la palabra dada, capacidad de reconocerse unos a otros, a pesar de todas las dialécticas y miserias de este mundo. El Señor nos preguntará si hemos permitido que el mundo se convirtiera en un inmenso montón de basura, moral y física, o si hemos tratado de crear, conservar y aumentar el número de lugares habitables, en función del sueño de Dios, que habrá de realizarse plenamente cuando regrese Jesús. Estas breves ideas os dejo para la meditación y la oración sobre Isaías 45 y todos los textos afines que hablan de Dios creador. Así, por ejemplo, la antigua teología reconocía en el primer capítulo del Génesis no solo el opus creationis, sino también el opus disinctionis y el opus ornatus, es decir, la creación de un mundo habitable, en el que reinaran el orden, la limpieza, la honradez y la autenticidad. Pidamos poder contemplar este sueño de Dios en nuestra oración personal.

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En Jesús, la acción creadora de Dios

A

NTES DE COMENZAR,

leamos dos de los primeros versículos del capítulo 9 de Nehemías, que son como una resonancia de nuestra primera reflexión. En este pasaje se describen las actitudes humanas que corresponden a la acción creadora de Dios: «¡Alzaos y bendecid al Señor ahora y siempre! ¡Bendito sea tu nombre glorioso, que supera toda bendición y alabanza! Tú, Señor, tú el único, has hecho los cielos, el cielo de los cielos y todas sus mesnadas, la tierra y todo cuanto abarca, los mares y todo cuanto encierran; tú haces vivir todo esto, y el ejército de los cielos te adora» (Ne 9,5-6).

Los verbos que hablan de Dios creador (barah, ‘aśah, qanah, ḏiber, yatzar) indican el poder que tiene Dios de transformar cualquier circunstancia de caos o de nada en circunstancia de ser y de orden, en una realidad donde, en lugar de la aridez, la desolación y la confusión, haya fecundidad, bendición, prosperidad, bienestar, orden, armonía, habitabilidad. Con los verbos de creación se indica, por tanto, la negativa de Dios a aceptar cualquier situación en que dominen la muerte, la desesperación y el desorden. Y son también, ciertamente, una forma de indicar el modo en que Dios actúa y se mueve. La acción creadora de Dios en el Nuevo Testamento Podemos preguntarnos si en el Nuevo Testamento aparece esta acción creadora de Dios, que ciertamente se da «en el principio» y está reservada a los grandes momentos. La respuesta es positiva: el Nuevo Testamento representa la fuerza de la intervención divina, aunque de una manera más discreta, más misteriosa, más modesta. Trataré de ofrecer algunas indicaciones que nos den luz. En particular, y teniendo en consideración todos los misterios y todas las cautelas propias del lenguaje, me parece que la Eucaristía es esa gran creación de Dios: como ya decía san Ambrosio, si antes de las palabras de la consagración no había más que pan, después hay otra cosa. Hay una presencia, una fuerza, un dinamismo que no podemos concebir con claridad, pero que, en mi opinión, constituyen el punto culminante de la acción de Dios, el punto que, como ya hemos insinuado, precede a la eternidad.

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También podemos citar 2 Corintios 5,17: «Por tanto, si alguien está en Cristo, es una nueva creación: lo viejo ha pasado, y ha llegado lo nuevo». Hay pues, algo creador, algo nuevo, obviamente de un modo metafórico. Pero es, sin lugar a dudas, una parábola que tiene su peso, que indica la novedad de la condición del cristiano. Algo semejante se dice en Gálatas 6,15, indicando la novedad de Cristo: «… porque lo que cuenta no es la circuncisión ni la incircuncisión [palabras durísimas, sobre todo de cara al mundo judío], sino el ser nueva creación». Por tanto, el Nuevo Testamento tiene el sentido de esta novedad que Dios establece y que puede considerarse desde muchos puntos de vista. En el orden físico, el poder creador de Dios se manifiesta en el pasaje de Isaías que cita Jesús en Mateo 11,3, en respuesta a la pregunta que le hace llegar el Bautista. Leamos el texto de Isaías 35,5ss: «Entonces se despegarán los ojos de los ciegos y se abrirán los oídos de los sordos. Entonces saltará el cojo como un ciervo, y la lengua del mudo gritará de júbilo…»

Es la novedad que entra en el mundo con el poder de Cristo resucitado. Además, hay también una novedad de carácter moral sumamente orientadora, aunque a la vez muy delicada. Me refiero a la expresión de Lucas 8,35, donde se habla de aquel endemoniado que andaba desnudo entre los sepulcros, se daba golpes, conseguía librarse de todas las cadenas con que trataban de sujetarlo, y al que curó Jesús. Muy poco después, aparece nuevamente en escena ese mismo hombre «sentado, vestido y en su sano juicio, a los pies de Jesús». Esto es típico del poder creador de Dios. Recordemos también lo que se dice del espíritu inmundo, que, «cuando sale del hombre, anda vagando por lugares áridos en busca de reposo, pero no lo encuentra. […] Y cuando regresa a la casa de donde salió, la encuentra barrida y en orden» (cf. Mt 12,43). En este sentido se dirige la acción de Dios: en el de crear armonía, orden, limpieza, capacidad de vivir armónicamente la existencia. Por último, me place recordar a este respecto unos bellísimos versos del Dante que, en mi opinión, expresan perfectamente la forma de actuar de Dios (por cierto que, durante muchos años, había olvidado La Divina Comedia, que ahora estoy redescubriendo e incluso escuchando): «Existe un orden entre todas las cosas, y esta es la causa de que el universo sea semejante a Dios. Aquí las nobles almas ven la huella del eterno saber, y esta es la meta

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a la que ese orden se dirige. A dicho orden, de diversos modos, tiende toda naturaleza; de su principio más o menos cerca, a puertos diferentes se dirigen por el gran mar del ser, y a cada una le fue dado un instinto que la guía» (Paraíso, Canto I, vv. 103-114).

Esta visión del orden del universo nace, ciertamente, de la contemplación de la obra de Dios en sentido bíblico. La tempestad calmada Me han pedido que indique algún pasaje del Nuevo Testamento para profundizar en estos temas. Entre los muchos posibles, he optado por el de la tempestad calmada, porque me parece que indica adecuadamente la victoria sobre las fuerzas del caos, sobre las fuerzas desatadas. Está, además la victoria moral; pero aquí hay ya una primera victoria, que es la típica de la creación. Os propongo, pues, una lectio de Mateo 14,22-33 que, como hemos venido haciendo, busque ante todo la estructura del pasaje, es decir, cuáles son las partes que lo componen, para buscar después las palabras clave y la idea central. «Inmediatamente ordenó a los discípulos subir a la barca e ir por delante de él a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar; al atardecer estaba solo allí. La barca se hallaba ya en medio del mar, zarandeada por las olas, pues el viento era contrario. Hacia el final de la noche, vino él hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, viéndolo caminar sobre el mar, se turbaron y decían: “Es un fantasma”; y se pusieron a gritar de miedo. Pero al instante les habló Jesús diciendo: “¡Ánimo, soy yo!; no temáis”. Pedro le respondió: “Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas”. Él le dijo: “¡Ven!”. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: “¡Señor, sálvame!” Al punto, Jesús, tendiéndole la mano, asió de él y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” Subieron a la barca, y amainó el viento. Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: “Verdaderamente eres Hijo de Dios”».

A mi modo de ver, las partes de que se compone el pasaje son siete: 1. Después de la multiplicación de los panes, Jesús «ordenó a los discípulos subir a la barca e ir por delante de él a la otra orilla, mientras él despedía a la gente». Quiere ser él quien asuma la tarea un tanto ingrata de de despedir a la gente. Si no se hubieran ido, habrían querido hacerlo rey. 2. «Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar; al atardecer estaba solo allí» (v. 23). Todos los años voy a hacer ejercicios espirituales en el monte Tabor, en Galilea, y me encanta contemplar las montañas donde Jesús predicó; y me dan 19

ganas de preguntarle: pero ¿como te las arreglabas para no dormirte, para no aburrirte, para pasar las horas en oración? Sin embargo, también leemos que pasaba las horas en oración en el monte. 3. Entretanto, la mirada del narrador se vuelve hacia el mar: «La barca se hallaba ya en medio del mar, zarandeada por las olas, pues el viento era contrario» (v. 24). Es una situación caótica: en la Escritura, el mar es visto como una fuerza adversa, maligna, diabólica, demoníaca, que trata de engullir al hombre. 4. «Hacia el final de la noche, vino él hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, viéndolo caminar sobre el mar, se turbaron y decían: “Es un fantasma”; y se pusieron a gritar de miedo» (vv. 25-26). El miedo se encuentra ya en la naturaleza, en la realidad física; y nosotros, con nuestra fantasía, con nuestros temores, añadimos miedo al miedo, en una especie de histerismo. 5. «Pero al instante les habló Jesús diciendo: “¡Ánimo, soy yo!; no temáis”» (v. 27). Son palabras típicas del Dios que se hace cercano y trata de dar ánimo: ¡ánimo!, soy yo, estoy aquí junto a ti, no tengas miedo. 6. Aparece entonces la presunción de Pedro: «“Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas”. Él le dijo: “¡Ven!”» (vv. 28b-29a). ¿Nos hallamos ante un hecho verdaderamente histórico o se trata de un añadido posterior? Lo importante es considerar la figura de Pedro, que obedece a un impulso que excede sus posibilidades. De hecho, se pone a caminar sobre el agua y se dirige hacia Jesús, pero la fuerza del viento le atemoriza, y comienza a hundirse. También él es presa del pánico: esas fuerzas misteriosas, oscuras, imprevisibles, indomables… dan miedo. Y grita: «¡Señor, sálvame!» (v. 30). 7. Jesús le tiende la mano, lo agarra y le dice: «“Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” Subieron a la barca, y amainó el viento» (vv. 31-32). Bellísimo gesto, el de Jesús tendiendo la mano y librando a Pedro de hundirse. ¿Por qué somos nosotros propensos a dejarnos asustar, a dejarnos llevar por el desánimo y la depresión, estando Jesús para darnos valor y librarnos? «Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: “Verdaderamente eres Hijo de Dios”» (v. 33). En este pasaje de «la tempestad calmada» tiene lugar una epifanía, una manifestación del poder de Dios frente a las fuerzas oscuras de la naturaleza. Y lo he escogido, entre otros muchos, porque me parece que puede representar perfectamente cómo el poder creador se ejerce en contextos sencillos, modestos, humildes. Esa pequeña barca de los apóstoles no es una flota, no es un acorazado…, pero Jesús se presenta portando la fuerza de Dios en la modestia de los recovecos de la vida cotidiana. Pasemos ahora a hacer algunas reflexiones. Es el momento de la meditatio, que podría iniciarse con la pregunta: ¿cuál es el sueño de Dios que aparece en este episodio? El sueño de Dios está allí donde no hay miedo, ni ansiedad, ni la sensación de terror producida por fuerzas desconocidas que amenazan al hombre, sino que hay paz, 20

confianza, abandono. Este sueño se hará realidad en la Jerusalén celeste: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe» (Ap 21,1). Ya no engullirá a los hombres ese mar que tanto miedo sigue inspirando hoy (pensemos en los tsunamis y en tantos otros desastres que arrasan miles de vidas). El sueño de Dios lo representa la ciudad santa, en la cual… «Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (v. 4).

Naturalmente, este sueño debe aún hacerse realidad: todavía hay para nosotros lágrimas, fatigas y llanto; todavía existe el mar embravecido que viene a devastarnos, y el viento tempestuoso que hace tambalearse a los aviones, y quienes tienen miedo sienten como si se quedaran sin aliento… Y, sin embargo, estamos llamados a tener de algún modo, ya en esta vida, la confianza y el abandono que Dios desea para nosotros. Poner orden en la vida También estamos llamados a expresar en esta vida algo de ese orden que Dios ha querido desde el principio y desea restaurar por toda la eternidad. Deseo insistir en esto, para lo cual propongo que hagamos un pequeño examen de conciencia sobre nuestro orden y nuestro desorden, porque puede que parezca una nimiedad, pero es muy importante. San Ignacio de Loyola, en la Primera Semana de sus Ejercicios, después de habernos hecho meditar sobre nuestros pecados y pedir perdón por ellos, nos hace pedir también tres gracias: conocimiento interno de nuestros pecados, para aborrecerlos y evitarlos; sentir el desorden de nuestra vida, para enmendarnos y ordenarnos; y conocimiento del mundo, para apartar de nosotros las cosas mundanas y vanas. La segunda de estas tres peticiones indica, pues, que existe un desorden que no es ningún pecado, al menos formal, pero del que conviene enmendarse. En la sala de audiencias del arzobispado solía poner, junto a otros muchos, un libro con los textos de unos ejercicios que prediqué a los obispos de Lombardía, publicado con el título Poner orden en la propia vida. Después de la audiencia, invitaba a mi interlocutor a escoger un libro; y recuerdo que muchos escogían precisamente este, diciendo: «¡Poner orden! ¡Justo lo que necesito yo en mi vida!”. Me he preguntado cuáles pueden ser nuestros desórdenes, mis desórdenes. Os diré algunos de ellos; luego, por vuestra cuenta, podréis descubrir otros a partir de vuestra experiencia. Considero un desorden el no creer que uno tiene una misión en el mundo. Pensamos: «Sí, el Señor encomienda a algunos una misión; pero ¿qué soy yo?, ¿qué hago? No soy 21

útil, vivo esa rutina que me supera…». Es un verdadero desorden no creer que Dios tiene para mí una misión concreta que únicamente yo puedo llevar a cabo y que Él espera de mí. No se trata de un pecado real del que deba uno acusarse en confesión, pero sí es un desorden real, porque significa no tener en cuenta la presencia del orden de Dios difundido en el universo. Y es un desorden también no creer en la misión de las personas de mi comunidad. A veces, a causa de la costumbre o del desgaste producido por el tiempo, concluimos: «A fin de cuentas, lo importante es que no haya más problemas de los imprescindibles». Sin embargo, hemos de ayudar a cada persona de la comunidad a dar con su vocación. Muchos no estarán dispuestos a aceptarla y rechazarán dicha ayuda, pero es obligado remitir a cada uno a la llamada de Dios, con sentido de responsabilidad personal y social. También una parroquia tiene una misión, tiene un valor ante Dios, en la Iglesia local y en la Iglesia universal. No reflexionar debidamente sobre este valor constituye un desorden. Pero fijémonos ahora en los desórdenes de carácter más personal. Muchas personas tienen un cierto desorden en cuanto a su horario. Es verdad que el horario viene determinado a menudo por los demás (incluso los trapenses, a quienes tuve ocasión de visitar una vez, me decían que su horario lo determina el ordeño de las vacas, que se realiza… ¡por la noche!). Pero hay personas, incluso sacerdotes, muy desordenadas, que se mueven en función de la última urgencia, la última llamada telefónica, el último correo electrónico, la última petición… No hacen el más mínimo intento de ordenar su jornada. Examinémonos de veras al respecto. Para mí, es señal de desorden el hecho de que un sacerdote no tenga tiempos de descanso. Más de un sacerdote me ha dicho: «¡Yo no he tenido en mi vida ni un solo día de vacación!». Esto se da, sobre todo, en el caso de sacerdotes de pequeñas parroquias que no han querido abandonar ni un solo día, ni siquiera para hacer sus ejercicios espirituales, porque la parroquia «requiere su presencia». Serán todo lo admirables que se quiera, pero creo que no viven un verdadero orden. El verdadero orden requiere que la persona sepa reservar tiempos para la oración, tiempos para la paz y el consuelo que la oración proporciona. Sé perfectamente que se hace lo que se puede. También a mí me ocurría eso. Cuando llegué a Milán, acudí a pedir consejo al cardenal Colombo, el cual me dijo: «Tómese desde ahora un día libre a la semana; porque, si no lo hace ahora, no lo hará nunca». Pero no conseguía seguir tan acertado consejo: tenía demasiados compromisos. Sin embargo, al cabo de dos o tres años lo comprendí y, un día, le dije a mi secretario: «El jueves por la mañana no estoy para nadie». Salía en el coche, con mi secretario, a las cinco o cinco y media de la mañana, llegaba a un lugar en la montaña y hacía dos o tres horas de marcha yo solo, no por las rocas, sino por un sendero. Me resultaba muy relajante, y conservé esta costumbre desde el cuarto o quinto año de espiscopado hasta el vigesimosegundo. Naturalmente, a veces surgían imprevistos, pero aproximadamente tres de cada cuatro o cinco jueves podía salir. Y era un asunto de orden. Lo mismo sucede con el hecho de irse a la cama a una hora determinada. Recuerdo 22

esta ocurrencia de un ejercitador: «Dichosos aquellos ejercitantes que salgan de los ejercicios con este solo propósito: irse a la cama siempre a la misma hora». Es una señal mínima, si se quiere, pero significa mucho en la economía de la jornada. Especialmente hoy día, hay que añadir otra cosa: un poco de orden en el uso de la televisión, en el «zapping»; y un poco de orden en el uso de Internet. No debemos pensar que a partir de las once o las doce de la noche somos tan dueños de nosotros mismos que podemos «zapear» por todos los canales de TV, visitar los sitios de Internet que se nos antoje… y que sabemos cuándo debemos parar. Naturalmente, la intención es recta, porque nos decimos: «Quiero saber qué es lo que ve mi gente, lo que ven mis jóvenes». Pero, a pesar de esa buena intención, luego se pasa a la pura curiosidad, al mero entretenimiento… Es esta una falta de orden que tiene graves inconvenientes. Tal vez no en vuestro caso, que tenéis ya una edad «super-canónica» (dice santo Tomás que, después de una cierta edad, ya no es tan necesario como de joven el rigor en la «custodia de los ojos»). Pero en los jóvenes veo que se producen graves desórdenes; y, en cualquier caso, prestar atención a este orden vale, de hecho, para toda la vida. Sé de un rector de un colegio romano que fue advertido, por quien estaba en condiciones de hacerlo, de que alguien consumía energía eléctrica durante toda la noche… ¡usando el ordenador y navegando por Internet! Puede haber, igualmente, desorden en el vestir. Algunos sacerdotes visten con cierto decoro y pobremente, pero sin ostentación, Otros no tienen ese decoro: van tan sucios, tan mal vestidos, tan desaliñados… Eso no es orden. Eso no es respetar las leyes del Creador. Algunos, además, son absolutamente abandonados, y es algo que resulta muy doloroso. En algunas diócesis se cuenta de sacerdotes en absoluto estado de abandono, que viven en medio de la mugre, sin deseo alguno de preservar su dignidad. Me parece relevante subrayar también la importancia de contar con ambientes limpios y ordenados, mientras que algunos lugares anexos a nuestras iglesias están demasiado descuidados. Creo que sobre esto también deberíamos hacer un examen de conciencia. Son ejemplos de desorden, todos ellos, que no parecen tener mucho que ver con la Creación; no obstante, y aunque se refieran a menudencias, son sumamente importantes. Y si, desde aquí, alzamos nuestra mirada, todo ello nos remite, sin embargo, al Apocalipsis, donde Dios hace nuevas todas las cosas y nos presenta la ciudad perfecta, que desciende del cielo como una esposa preparada para su Esposo. Así se ejercita en nosotros la acción creadora de Dios.

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Dios promete

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Una promesa siempre «abierta»

A

de los seis que nos hemos propuesto tratar: Dios promete. Y vamos a desarrollarlo en dos partes: en la primera, trataremos de recoger algunos textos típicos del Antiguo Testamento; en la segunda, nos preguntaremos cómo aparece en el Nuevo Testamento la promesa de Dios. Dios no se contenta con poner las cosas en marcha, sino que se con-promete. Es algo realmente extraordinario y de lo que no logramos persuadirnos. Después de haber creado, Dios habría podido decir: «¡Bueno, ahora seguid vosotros!» En cambio, se compromete personalmente, y ello tiene lugar en la forma concreta de la promesa, que afecta a todos los niveles de la revelación bíblica. Consideraremos a la vez algún texto para dar comienzo a la reflexión, pero después podrá cada cual añadir otros, verificando cuántas veces y de cuántas maneras, explícitas e implícitas, se menciona el tema de la promesa. He de añadir que, en los textos, prometer es la traducción de nišba’, un verbo fuerte que significa «prometer con juramento». Dios jura por sí mismo; por tanto, se compromete seriamente con la vida humana. BORDAMOS EL SEGUNDO TEMA

La promesa a Abrahán Comenzamos con Génesis 12,1-3. En los capítulos precedentes aparecen aperturas de futuro que, sin embargo, no son todavía promesas, porque la verdadera historia de la promesa empieza aquí: «El Señor dijo a Abrahán: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré”» (v. 1).

Se trata de una orden sumamente seca, muy dura; y también enigmática: no se le indica a Abrahán ni el destino ni siquiera la dirección en que debe empezar a caminar. Una orden a ciegas: vete adonde yo te mostraré. Y a continuación viene la promesa: «Haré de ti una nación grande y te bendeciré.

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Engrandeceré tu nombre, que servirá de bendición» (v. 2)

Dios promete cosas grandiosas a Abrahán, que, entre otras cosas, no tiene hijos y tiene una mujer estéril; la promesa, en cambio, hace referencia a una nación grande. También aquí hay algo misterioso, casi absurdo. Pero aún no ha acabado. La promesa continúa: «Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (v. 3).

La promesa afecta directamente a Abrahán, pero concierne a la humanidad entera. Toda la Biblia gira en torno a este eje de la promesa, es decir, del compromiso de Dios con la historia del hombre. Y todo ello se repite abundantemente, sobre todo en la Torá. Otra promesa. En esta ocasión he elegido una promesa no aislada, sino inserta dentro de un relato, lo cual –al decir de los exegetas– la hace históricamente más creíble. El relato (Génesis 18,1-15) es largo y me limito a esbozarlo. Una primera parte describe la situación: Abrahán se encuentra en el encinar de Mambré –lugar no muy distante de Hebrón que todavía hoy se puede visitar– en las horas más calurosas del día –¡verdaderamente hace calor allí en verano!–, a la puerta de la tienda. De pronto, ve a tres hombres e inmediatamente se dispone a acogerlos; se postra en tierra y (empleando el singular, paradójicamente, para los tres hombres) dice: «Mi Señor, si he alcanzado gracia a tus ojos, no pases de largo junto a tu siervo». Luego pasa a emplear el plural: «Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis bajo el árbol. Ya que pasáis junto a vuestro siervo, traeré un pedazo de pan [aunque el pedazo de pan se convertirá en una hogaza] para que cobréis fuerzas antes de seguir» (vv. 3-5). Posteriormente, la hogaza se convierte en un auténtico banquete, por lo que se trata de una acogida regia, grandiosa, como la que suelen practicar los beduinos, en la que el huésped es extraordinariamente honrado. Pues bien, en este relato se inserta la promesa. Después de que los tres hombres han comido y bebido a placer, le preguntan a Abrahán: «¿Dónde está Sara, tu mujer?». Él respondió: «Ahí, en la tienda». Y uno de ellos añadió: «Dentro de un año, cuando vuelva a verte, Sara habrá tenido un hijo» (vv. 9-10). He aquí la promesa, que se concreta en el marco del relato de acogida. Como sabemos, Sara se rio diciendo: «¿Cómo voy a tener un hijo a mis años?». Probablemente, el propio Abrahán es un tanto escéptico al respecto, pero la promesa se repite enérgicamente: ese hijo nacerá. Un tercer texto, donde también está inserta la promesa, es ese dificilísimo y misteriosísimo texto de Génesis 22,1-19. 26

El pasaje es muy conocido: se le ordena a Abrahán tomar a su hijo y sacrificarlo. Curiosamente, Abrahán, que en otras ocasiones había litigado con Dios (recordemos su intercesión por Sodoma y Gomorra en el capítulo 18 del propio Génesis), aquí no dice ni palabra. Los relatos hagádicos posteriores muestran cómo Sara tuvo conocimiento del asunto, a pesar de que Abrahán había partido a escondidas. Pero Sara finge no saber nada. Hay toda una compleja trama de relatos sobre este episodio que es realmente impresionante. Cuando, finalmente, Abrahán va a sacrificar a su hijo, es detenido en su acción por el ángel y, en lugar del hijo, sacrifica un carnero. Y a continuación viene la promesa: «Juro por mí mismo –oráculo del Señor–: por haber obrado así, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes» (hasta entonces, tenía un solo hijo, y bien frágil). «Tus descendientes conquistarán las ciudades de sus enemigos. Todos los pueblos del mundo se bendecirán nombrando a tu descendencia, porque me has obedecido» (vv. 16-18). La promesa, por tanto, sigue adelante incluso en situaciones paradójicas, casi absurdas. Es obvio que Dios se atiene a la promesa. Y no se trata tan solo de una tematización por nuestra parte, sino que es un tema que atraviesa toda la Escritura. Como conclusión, cito un texto sinóptico de Deuteronomio 6, donde se recuerda esta promesa: «Harás lo que el Señor, tu Dios, aprueba y da por bueno; así te irá bien, entrarás y tomarás posesión de esa tierra buena que prometió el Señor a tus padres, arrojando ante ti a todos tus enemigos, como te dijo el Señor» (vv. 18-19).

Y así sucesivamente prosigue la historia bíblica. Confianza absoluta en Dios Pasamos horas reflexionando, en la meditatio: ¿qué sentido tienen estos textos? ¿Cuáles son sus características? Una de ellas ya la hemos subrayado: Dios, al prometer, se compromete, se convierte en parte de la historia del hombre. Después de habernos creado, podría haberse contentado con dejarnos seguir adelante por nuestra cuenta. En cambio, se arriesga, apuesta por el hombre, vincula su destino al del hombre. Todo ello resultará cada vez más claro con la Encarnación y con la llamada a ser una sola cosa en Jesús. Pero desde el principio observamos esta vinculación de Dios a la historia humana como una de sus misteriosas y grandiosas características. La promesa es –como suele decirse hoy– open ended, es decir, no se realiza nunca: se repite y se vuelve a repetir; se cumple, pero no del todo; se repite… Va alargándose y ampliándose, pero nunca se llega a un punto en el que pueda decirse: «¡Ahora se ha cumplido la promesa! ¡Todo está en orden!». Siempre hay una apertura; el cumplimiento será siempre inferior a la promesa, y a esta seguirá otra. 27

Esta es la dinámica de la Escritura. El Libro de los Jueces, por ejemplo, nos refiere cómo, después de la llegada con Josué a la Tierra prometida, se produjo una gran confusión. Sucesivamente, se pierde el reino, y la promesa se configura como un retorno. Pero, una vez que han regresado, a duras penas consiguen efectuar la reconstrucción, y posteriormente se pierde la soberanía política. La promesa sigue siendo promesa y nunca se completa, nunca se posee tranquilamente. He aquí, pues, la tercera característica: Dios educa en la confianza absoluta. Es cierto que Dios se compromete, pero a Abrahán le dice: «Vete a la tierra que yo te mostraré». Y del mismo modo exige que confíen totalmente todos aquellos a quienes dirige una promesa: «¡Tened confianza en mí! Yo soy Aquel que puede suscitar situaciones nuevas y favorables, librándoos de situaciones difíciles y negativas». Dios exige tener en Él esa confianza que había flaqueado, como leemos en Génesis 3. El hombre, que no se había fiado de Dios, pensando que había sido engañado, debe aprender a fiarse de nuevo. La revelación bíblica es el camino de un adiestramiento en la confianza, en el abandono; el camino del hombre en su acercamiento a Dios. Cito, como conclusión, un pasaje muy significativo del capítulo 7 de los Hechos de los Apóstoles: el discurso de Esteban ante el sanedrín. Allí leemos que Abrahán no tuvo en Palestina «ninguna propiedad… ni siquiera la medida de la planta de un pie»; no poseyó más que una tumba. Pero Dios le prometió «darle la tierra en propiedad a él y a su descendencia, aun cuando aún no tenía hijos» (v. 5). Arriesgar la vida en la esperanza En la contemplatio quisiera daros alguna pista para la oración. Dios se asoma al exterior de sí, pierde –por así decirlo– el equilibrio, se compromete, se pone de nuestra parte…, pero también nosotros somos llamados a asomarnos hacia fuera. La vida humana es riesgo. Recuerdo a los muchachos que participaban en el itinerario vocacional en el «Grupo Samuel». Unos muchachos buenísimos, absolutamente abiertos a la voluntad de Dios, pero que rara vez se decidían por una elección definitiva, porque pretendían estar seguros de que fuera la elección adecuada. Yo les decía que quien nunca se arriesga a elegir comienza experiencias de voluntariado, una vez en América Latina, otra vez en África… y no acaba ninguna. Porque la vida conviene arriesgarla definitivamente: es el riesgo del matrimonio, el riesgo de la vida consagrada, el riesgo del sacerdocio. Dios se arriesga por nosotros, para enseñarnos a arriesgarnos por Él. Como dice Jesús: quien no pierde su propia vida no la encontrará; quien gana su propia vida la perderá para la vida eterna (cf. Mt 10,39 y par). Hay que saber desprenderse de la propia vida para encontrarla. Hay una profunda verdad evangélica en esta llamada a la esperanza. También nuestra vida es asomarse afuera, arriesgar, ir más allá de los límites. Quien pretenda permanecer 28

siempre seguro, dentro de los límites, nunca saldrá de sí mismo, nunca confiará en nadie y, por tanto, no se casará, no hará una elección: será como el trigo de grano que no muere y se queda solo (cf. Jn 12,24). Voy a proponer ahora una línea de oración sobre la que vuelvo a menudo, especialmente en estos últimos tiempos. A lo largo de mi vida, me he quejado muchas veces al Señor: «Tú, que has experimentado la dureza de la muerte, ¿por qué no nos has liberado de esa carga? Bastaba con tu muerte para, de ese modo, concedernos a nosotros vernos libres del deber de morir». Y luego, poco a poco, he comprendido que, de hecho, si no existiera la muerte, nunca nos veríamos forzados a realizar un acto de absoluto abandono en manos de Dios; tendríamos siempre una salida de emergencia, una garantía. En cambio, morir es confiar ciegamente en Dios e ir allí adonde Él quiera llevarnos, sin que nosotros sepamos muy bien adónde, porque ignoramos casi todo acerca de lo que nos espera. Es verdad que Pablo escribe que «los sufrimientos de este mundo no son comparables a la gloria que habrá de revelarse en nosotros» (cf. Rom 8,18), pero no sabemos nada acerca de esa gloria. A veces me digo: «Podré saludar a Mozart, y a Bach, y después… ¿qué haré? ¡Me aburriré!». Debemos confiar en Dios y creer que la vida venidera será verdaderamente la gloria. Y esto es absolutamente necesario. No podemos eludirlo…, gracias a Dios. De lo contrario, seguiremos sin saber a qué atenernos ni qué es lo que nos aguarda. El de la esperanza es, pues, un poderoso estímulo para nuestra existencia. No estamos llamados a esperar únicamente porque existe la muerte, sino que estamos llamados a vivir de esperanza. Pablo tiene, a este respecto, pasajes bellísimos. Podemos leer, por ejemplo Romanos 4,18-25: unas palabras sumamente claras que nos indican qué representaron la fe y la esperanza para Abrahán y qué representan para nosotros. Y la aplicación más exacta de esas palabras al cristiano aparece en el capítulo 8 de la misma Carta a los Romanos: «Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino que habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: “¡Abbá, Padre!” […] Porque nuestra salvación es objeto de esperanza; y una esperanza que se ve no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos es aguardar con paciencia» (vv. 15.24-25). La vida del cristiano es vida de esperanza de lo que no se ve y, por consiguiente, es vida de confianza en Dios, el cual cumple lo que promete. Y de esto no hay escapatoria posible; más aún, es algo que se vive con confianza filial y, por tanto, con alegría. «Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene, mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,26). Hasta hace unos años, yo interpretaba este pasaje de 29

manera estricta: no sabemos orar, pero el Espíritu nos enseña a orar. Ahora, situándolo en su contexto y leyendo lo que al respecto escribe un exegeta como Heinrich Schlier, percibo un significado mucho más amplio: orar significa pedir los bienes de Dios, los bienes absolutos, eternos. Nosotros no los conocemos, pero el Espíritu sí los conoce y hace que nuestra oración sea proporcionada a los bienes que pedimos. No es que el Espíritu preste una ayuda únicamente circunstancial a una oración un tanto distraída, sino que da a la oración esa «anchura, longitud, altura y profundidad» que merecen los dones que esperamos de la oración. Finalmente, podemos detenernos en una última reflexión, dado que nos hallamos en Palestina y podemos comprender mejor la gravedad y la dificultad de la situación que aquí se padece. Dice un exegeta contemporáneo: «No es posible considerar la tierra prometida a los antepasados sin hacer al menos una referencia al modo en que esa promesa sigue teniendo fuerza hoy en lo que se refiere al actual Estado de Israel». Es cierto: hay aquí un problema gravísimo. «Esa fuerza se ve continuamente problematizada con respecto al Israel actual por la conciencia de que apelar a la promesa en un sentido teológicoideológico está en profunda tensión con la realpolitik de este Estado de Israel» y es sentida por los palestinos como una ofensa, como un aplastamiento. Es un problema, por tanto, para el que resulta muy difícil encontrar una solución satisfactoria. «Además – prosigue el autor–, las exigencias ideológico-teológicas basadas en dicha promesa son contrarias a las exigencias de los palestinos, que se remiten a un contexto ideológico muy diferente». Todo ello pone de manifiesto el carácter prácticamente insoluble del problema, que es un auténtico drama. Los judíos ortodoxos sostienen: ¡Esta tierra es nuestra, y no podemos ceder ni un solo centímetro. Y los árabes afirman: ¡Esta tierra es nuestra, y ni siquiera un centímetro será cedido a los judíos! Está claro que habrá que llegar a un compromiso que por ahora, sin embargo, no se ve posible, precisamente por la existencia de una radicalización ideológico-teológica verdaderamente dramática. Por eso deseo recordar aquí la importancia, la belleza, la fuerza y la creatividad del Parents Circle Families Forum, del que probablemente ya he hablado en otras ocasiones. Se trata de un grupo de personas que han vivido un grave luto familiar a causa de la violencia (un hijo asesinado por terroristas; un marido muerto en la guerra…) y que, en lugar de pensar en la venganza, buscan en el otro lado –los judíos entre los palestinos; los palestinos entre los judíos– a quien ha padecido una pérdida semejante, a fin de hablar con él o con ella y comprender en su dolor el suyo propio. Hablan de reconciliación, hablan de reparación; son verdaderamente flores evangélicas en medio de un árido desierto. No son más que unos cuantos centenares y no quieren ser muchos más; pero ejemplos de diálogo como este son bastantes en la región. Por lo general, sin embargo, no pasan de ser diálogos de buena voluntad, de heroísmo y de tensión interior. 30

Pero, cuando se trata de entrar en el nivel político, entonces predomina la idea de fuerza, de conquista, de poder militar, de dinero… Ciertamente, lo que está en juego es considerable. Hay un bellísimo libro, escrito por un jesuita israelí, David Neuhaus, y un asuncionista, Alain Marchadour (La terra, la Bibbia e la storia, Jaca Book 2007), sobre la relación de la Tierra con la Escritura. El libro recorre todos los hechos acaecidos en la Tierra desde el Génesis hasta nuestros días, sin llegar a ninguna conclusión, pero mostrando –al menos, yo me inclino por esta solución– que la Tierra es el lugar donde se observa la Ley y se alaba a Dios, no necesariamente una entidad política. La realidad, en cambio, es muy otra. Los palestinos no fundamentan su pretensión de poseer la Tierra sobre una base religiosa, sino sobre un derecho innato, en el sentido de una ocupación antiquísima: «siempre hemos estado aquí y, por tanto, tenemos derecho a cada centímetro de esta tierra». Niegan incluso que haya existido el templo de Salomón, porque no queda ni un solo resto, y lo único que permanece son los restos del templo de Herodes. Es una situación dramática, y vivir aquí consiste precisamente en verse sacudido de continuo y prácticamente «cocido a fuego lento» por este problema. Aparentemente, la gente está tranquila, pero en realidad los judíos viven con el temor de ser arrojados al mar (porque lo que dijo el presidente de Irán[1] es compartido por muchos), y los árabes viven con la idea de que es cuestión de tiempo, aunque solo sea en razón de la realidad demográfica, como ya sucedió en el pasado. Dos visiones, por tanto, contrapuestas. Generalmente, no hablo en público de estos temas, porque deseo conservar la tranquilidad de la oración de intercesión. No obstante, cuando trato de pensar en una posible solución, debo confesar que por ahora no se ve ninguna. Se verá si se toman en serio las palabras de Juan Pablo II: «No hay paz sin justicia, pero no hay justicia sin perdón» (Mensaje con ocasión del Día Mundial de la Paz, 1 de enero de 2002).

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Jesús es la promesa

Te damos gracias, Señor, porque a través del misterio de la resurrección te pones en relación con nuestro fundamento y a través del misterio de la promesa te pones en relación con nuestro futuro. Haz que sepamos verlo con confianza y con verdad. Nosotros no siempre tenemos una buena relación con el futuro: o no pensamos en él o lo vivimos como si fuera un sueño o con miedo. Concédenos, Señor, una relación con el futuro verdadera, auténtica, objetiva, concreta. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

C

OMENZAMOS NUESTRA MEDITACIÓN

con una breve síntesis sobre el tema de la

promesa de Dios. Una síntesis, ante todo, orante, como la del capítulo 9 de Nehemías, del que ya hemos leído los versículos 5 y 6, referidos a la creación. Y el texto prosigue: «Tú, Yahveh, eres el Dios que elegiste a Abram, le hiciste salir de Ur de Caldea y le diste el nombre de Abrahán. Viste que su corazón te era fiel e hiciste alianza con él, para darle el país de los cananeos de los hititas y los amorreos, de los perizitas, los jebuseos y los guirgaseos, a él y a su posteridad. Y has mantenido tu palabra, porque eres justo» (vv. 7-8).

Son los temas fundamentales que hemos considerado, a los que se añade el tema de la alianza, íntimamente unido al de la promesa. Promesa, alianza y poder de Dios para sostener y mantener abierto el futuro para el hombre. Si se prefiriera, en cambio, una síntesis más especulativa, yo la tomaría de un texto de teología bíblica: «Israel da testimonio de YHWH como el que hace promesas, o sea, 32

el que es a la vez poderoso y fiable. Fiable, en el sentido de que ha de cambiar la vida de los hombres en el futuro, tanto para Israel como para todos los pueblos más allá de las circunstancias presentes, dando nuevas posibilidades de vida. Las promesas de YHWH mantienen el mundo abierto hacia un futuro de bienestar incluso frente a la muerte». Esta es la síntesis del Antiguo Testamento, resumido en una promesa que es apertura de futuro. Otra síntesis nos la ofrece el mismo autor con estas palabras: «El Dios que promete es el que actúa decididamente contra toda situación de esterilidad y la transforma en situación de alegría, apertura y posibilidad. Los verbos de promesa se niegan a aceptar cualquier situación desesperada, la esterilidad de ancianas parejas e incluso la decadencia de sociedades tecnológicas que ya no saben creer que existe el don, sino que están persuadidas de que todo se compra. Son síntesis que nos muestran claramente cómo la promesa de Dios nos abre al futuro. Pero, mientras el Antiguo Testamento parece, si no empantanarse precisamente, sí ir a parar, sin embargo, a un gran río cuya desembocadura apenas si se percibe, el Nuevo Testamento dice mucho más. Y podría abordarse decididamente el tema a partir del compromiso de Jesús, que llega hasta la muerte en cruz. No obstante, haciendo caso a la advertencia de santo Tomás: «Volo ut per rivolos non statim in mare eligas introire» (mi deseo es que no te introduzcas en el mar de repente, sino a través de arroyos), prefiero ofreceros dos «arroyos» de meditación: el primero, sobre las promesas de Jesús; el segundo, sobre Jesús mismo como promesa. Jesús promete A propósito del Jesús que promete, los textos son muchos y muy hermosos. Me referiré a cuatro de ellos verdaderamente extraordinarios. El primero lo tenemos en el Evangelio de Lucas. Después de las burlas de que ha sido objeto por parte de los dirigentes y de los soldados (23,35-38), viene el insulto de uno de los crucificados junto a él, luego la súplica del buen ladrón y, finalmente, la promesa de Jesús: «Uno de los malhechores colgados le insultaba: “¿No eres tú el Cristo? ¡Pues sálvate a ti y a nosotros!” Pero el otro le increpó: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, este nada malo ha hecho”. Y le pedía: “Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino”. Jesús le contestó: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”» (vv. 39-43).

Jesús puede hacer la promesa definitiva, y esta bastaría por todas las demás. Pero quiero recordar otra de ellas. Me refiero a las palabras que dirige a la madre que acompaña a su hijo a ser enterrado: «A continuación fue Jesús a un pueblo llamado Naín. Lo acompañaban sus discípulos y una gran

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muchedumbre. Cuando se acercaba a las puertas del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda. La acompañaba mucha gente del pueblo. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: “No llores”» (Lc 7,11-13).

Jesús ni siquiera tiene necesidad de hacer promesa alguna. Con una sola palabra lo dice todo, toca una situación y la modifica, transformándola después de manera definitiva. Por último, una promesa hecha a los discípulos: «Entonces Pedro, tomando la palabra, le dijo: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué recibiremos, pues?” Jesús les dijo: “Os aseguro que vosotros, que me habéis seguido, cuando el Hijo del hombre, en la regeneración, se siente en su trono de gloria, os sentaréis también en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o campos por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna”» (Mt 19,27-29).

Dos promesas que se refieren a esta y a la otra vida. Jesús prosigue la tradición de Dios, que quiere un futuro para el hombre. Y este me parece el punto fundamental: el hombre puede mirar el futuro con confianza, porque Dios tiene este en sus manos y, de algún modo, se lo abre, se lo garantiza. Jesús es la promesa Naturalmente, los pasajes más bellos y fundamentales son aquellos en los que se dice que Jesús mismo es la promesa, que Jesús es la esperanza. Hay un montón de ellos, pero os citaré tan solo algunos. El primero es la solemne proclamación con que comienza la Carta a los Romanos: «Pablo, siervo de Cristo Jesús y apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, que Él había ya prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Sagradas con respecto a su Hijo, Jesucristo Señor nuestro, descendiente de David según la carne, pero constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (1,1-4).

Es todo el Antiguo Testamento lo que se sintetiza y se concentra en Jesús, el fruto de la promesa. Lo mismo se expresa de un modo más concreto, más histórico, en el discurso de Pablo en Antioquía: «De la descendencia de él [de David], Dios, según la promesa, ha suscitado para Israel un salvador, Jesús» (Hch 13,23).

El tercer y último texto, tal vez el más bello, se encuentra en el primer capítulo de la Carta a los Colosenses, donde se denomina al propio Jesús como la promesa: «Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de este Misterio entre los gentiles, que es Cristo entre vosotros,

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la esperanza de la gloria» (v. 27).

Cristo es la esperanza; la concentración de la esperanza se da en Jesús. Es una afirmación inaudita. Jesús es el que recoge algunas líneas y se las aplica a sí mismo. Las recoge de manera convincente para quienes lo han encontrado, pero no para quienes no lo han hecho. Esto queda también claramente expresado en el último documento de la Comisión Bíblica, donde se habla de las Escrituras judías en el contexto cristiano afirmando que la interpretación cristiana es verdadera y legítima, pero que los judíos también pueden legítimamente tener sus propias interpretaciones, en el sentido de que no existe una evidencia absoluta que les obligue a escoger una interpretación determinada, porque no han encontrado a Jesús. De hecho, vemos en el Nuevo Testamento que no es tan solo el estudio de la Escritura, sino el encuentro con Jesús, junto con el estudio de la Escritura, lo que hace «saltar la chispa». Los judíos hacen hermosas exégesis, y esa es la razón por la que los alumnos del Instituto Bíblico de Roma son enviados a estudiar a la Universidad judía. Persiste, sin embargo, la incapacidad de esta para la concentración cristológica. Una incapacidad no culpable, ciertamente, y que se ve propiciada por la inmensidad de ese mar que son las Escrituras, en las que es preciso que Jesús se apodere de algunas líneas de fuerza y las represente de un modo concreto y tangible. Dejo en vuestras manos la reflexión sobre los textos sin necesidad de que profundice yo en ellos, para proponeros, en cambio, una consideración más general. Jesús exige esperanza y fe, como se ve una y otra vez, no solo en los pasajes que os he recordado, sino también con ocasión de otros milagros. Sumamente significativo es el diálogo de Jesús con el padre del muchacho epiléptico: «“¿Que si puedo? Todo es posible para quien cree”. […] “Creo; ayuda a mi poca fe”» (Mc 9, 24-27). Jesús pide fe y esperanza, sin las cuales no es posible avanzar. Jesús define nuestra vida como una vida basada en la esperanza. Si la vida tiene un futuro, es porque está fundada en la palabra de Dios; de lo contrario, se viene abajo, se manifiesta una especie de «entropía». La esperanza que se opone a esta ley del decaer humano se pone en la palabra de Dios y en su poder. Solo en la esperanza en Jesús podemos verdaderamente mirar al futuro del mundo y del hombre. Y muchos podremos preguntarnos: ¿tiene suficiente confianza en el futuro la Iglesia, entendida como comunidad humana de personas?; ¿mira al futuro con realismo o se contenta con adaptarse a cada caso? Es obvio que, cuando era responsable de una diócesis, también yo debía ocuparme de cada caso en particular, pero ahora tengo más posibilidades de mirar a mi alrededor y comprender que, en muchos ámbitos, quizá haría falta un plus de confianza en el futuro. Jesús no solo nos invita a la esperanza y define nuestra vida como una vida abierta al futuro, sino que se erige en objeto último de la esperanza. Es él mismo nuestra esperanza. A este propósito, leamos un texto más: «Por lo tanto, ceñíos los lomos de vuestro espíritu, sed sobrios y poned toda vuestra esperanza en la gracia

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que se os procurará mediante la revelación de Jesucristo» (1 Pe 1,13).

Es Él la esperanza, el lugar donde el cristiano encuentra su propia posibilidad y su propio modo de existencia. Entonces la oración, la contemplatio, podría seguir esta línea: ¿me he acostumbrado en exceso al presente, me he apoltronado, me he acomodado al aquí y ahora, o bien mantengo la mirada abierta al futuro que Dios prepara para mí, para la Iglesia, para el mundo?

[1] Se refiere a Mahmud Ahmadinejad, en aquella época presidente de Irán.

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Dios libera

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la acción creadora de Dios y su promesa, su forma de comprometerse con el hombre, recogemos ahora un tercer indicio sobre el modo de actuar de Dios tal como nos es transmitido por el mensaje bíblico: Dios libera. Y entendemos este acto de liberación en un sentido muy amplio que implica también la dimensión del perdón: libera del pecado, libera del remordimiento, libera de la depresión. El tema de Dios que libera es crucial. Podemos hacer notar, ante todo, que de aquí nació toda la teología de la liberación, tanto en sus formas, por así decir, más sospechosas» como en sus formas más «aceptables». Recuerdo, por ejemplo, que el cardenal Eduardo Pironio[1] afirmaba apoyar una teología de la liberación plenamente aceptable; otras se encuentran sub indice, y no pienso pronunciarme al respecto. En realidad, se trata de una perspectiva teológica nacida ciertamente de la percepción de que el Dios de la Biblia tiene especialmente en cuenta la suerte de los pobres, de los oprimidos, de los desheredados y, ampliando el discurso, de todos cuando tienen necesidad de ser ayudados en la lucha. Porque me parece que aquí está el punto decisivo. La idea de un Dios que libera contrasta con una visión estática del mundo: estamos aquí y tratamos de mantenernos en equilibrio. O también con una visión liberal, y diría yo que de tipo ilustrado: el mundo está destinado a una progresiva evolución positiva; de lo contrario, se detendrá o incluso irá hacia atrás. En cualquier caso, la figura esquemática sería la de una línea recta descendente o ascendente. La Biblia tiene una concepción de desarrollo positivo distinta: la línea tiende a ascender o a descender, pero por vía de contrastes. El mundo y la historia son conflictivos. No se trata de emplear las propias energías para ser mejor, sino de luchar contra todas las fuerzas que tratan de hundir al hombre. Esto ha tenido, a lo largo de los siglos, muchas interpretaciones, tanto personificadas (Satanás, el demonio…) como psicologizadas (Freud nos ha enseñado mucho acerca de las cavernas y de las serpientes que hay dentro de nosotros); se puede también hablar del pecado (un término que hoy ya no es muy bien comprendido), el cual está siempre acechando, tratando de arruinarnos, de destruirnos. En cualquier caso, la vida del hombre es concebida por la Escritura como una vida de contraposición y no como una vida en la que una persona no avanza porque es perezosa o, viceversa, avanza porque tiene buena voluntad. Se trata de una visión conflictiva o, si se prefiere, dramática. Es decir, no existe un solo actor que está quieto, o bien avanza o retrocede, sino que existen actores que, de alguna manera, contienden entre sí. De este modo, se genera el concepto de un Dios que no solo promete (un hijo, una descendencia…), sino que libera de las situaciones de carencia, de sumisión, de esclavitud, de pobreza, de oscuridad… en que se encuentra el hombre. Incluso un teólogo como Karl Rahner, que en su Curso ESPUÉS DE HABER CONTEMPLADO

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fundamental sobre la fe (Herder, Barcelona 1979) trata de expresarse en términos diría yo que casi «laicos», habla del hombre como criatura constantemente amenazada por el mal, continuamente necesitada de ser sostenida en esa lucha contra la oscuridad, contra la degradación. He ahí el motivo por el que es tan importante este verbo de Dios. Comenzamos con una síntesis orante que reconoce la acción liberadora de Dios. Si, en el capítulo 9 de Nehemías, los vv. 5-6 recordaban que Dios crea, y los vv. 7-8 recordaban que Dios promete, veamos ahora los vv. 9-11: «Tú viste la aflicción de nuestros antepasados en Egipto y escuchaste su clamor junto al mar Rojo; tú obraste señales y prodigios contra el faraón y sus siervos y contra toda la gente de su país, pues sabías que habían tratado a nuestros padres con dureza. […] Tú hundiste en los abismos a todos sus perseguidores; se hundieron como una piedra en aguas tumultuosas».

La Haggadá hablará más tarde de compasión de Dios para con los egipcios muertos, pero aquí el tema es más general. Se trata del hecho de que el hombre vive en medio de la lucha y, si no presta atención, se deja conquistar, se deja atar, como Sansón cuando perdió la conciencia de su propia fuerza y se encontró encadenado. Esta es la idea fundamental, y es muy importante. Un Dios liberador y victorioso (Ex 15,1-12) ¿Cuáles son los textos que hablan de la acción liberadora de Dios? Lo cierto es que son numerosísimos, y me limitaré a citar algunos que contengan los verbos, los temas que nos interesan. Después me detendré sobre un oráculo muy conocido que expresa el sentido de esta acción divina. En cuanto a los verbos, gahal, patach, etcétera, los encontramos en Éxodo 6,6, en las palabras dichas a Moisés: «Por tanto, di a los israelitas: “¡Yo soy el Señor! Yo os liberaré de los duros trabajos de los egipcios, os salvaré de su esclavitud y os salvaré con brazo tenso y graves castigos”».

Es una acción; no ya tan solo una promesa, sino una acción de liberación. Y podéis encontrar expresiones semejantes en Ex 3,8; 13,3; etc. Pero quisiera leer con vosotros un texto que expresa la acción liberadora de Dios de una manera intensamente poética. Es el texto de Ex 15,1ss, que leemos a diario en la Liturgia Ambrosiana en el tiempo pascual. Recuerdo, entre otras cosas, que el P. Norbert Lohfink hizo su tesis sobre este himno y la defendió públicamente durante el Concilio, ante unos ciento cincuenta cardenales y obispos. Fue un momento muy importante para el Instituto Bíblico. Se trata de un himno muy antiguo, de un poema. Dice la Biblia de Jerusalén: «Es el primero y más célebre de los “cánticos” que la liturgia cristiana toma del Antiguo Testamento. Trata en toda su amplitud del tema de la salvación milagrosa que el poder y la solicitud de Yahveh garantizan a su pueblo; el canto de victoria del v. 21 es amplificado hasta englobar el conjunto de las maravillas del Éxodo y de la 39

conquista de Canaán, e incluso hasta la edificación del Templo de Jerusalén». Se trata, pues, de una visión sintética global, cada uno de cuyos momentos iré presentando sucesivamente. Los dos primeros versículos constituyen la introducción, con su exhortación y su invitación a cantar: «Entonces Moisés y los israelitas cantaron este cántico a Yahveh: “Cantad a Yahveh, pues esplendorosa es su gloria, arrojando en el mar caballo y jinete. Mi fortaleza y mi canción es Yahveh. Él es mi salvación. Él es mi Dios: yo lo alabaré; el Dios de mi padre: yo lo exaltaré”» (Ex 15,1-2).

Hasta aquí, la invitación a entrar en el cántico. Con el versículo 3 comienza la descripción del modo en que libera Dios, que es presentado y asume las características propias de un guerrero: «¡Un guerrero es Yahveh, Yahveh es su nombre! Los carros del Faraón y sus soldados precipitó en el mar, la flor de sus guerreros tragó el mar Rojo. Los cubrió el abismo, hasta el fondo cayeron como piedra» (vv. 3-5).

Naturalmente, este texto resulta muy duro de leer para los egipcios cristianos, pero nosotros lo tomamos en su sentido profundo, moral. Significa que Dios pude derrotar a todas las fuerzas del mal, aun las más terribles, frente a las que Israel no tenía escapatoria. A esta descripción del Señor guerrero le sigue la exaltación general del Dios victorioso, que ocupa los versículos 6 y 7: «Tu diestra, Yahveh, deslumbra con su fuerza; tu diestra, Yahveh, aplasta al enemigo. En tu gloria inmensa derribas a tus contrarios, desatas tu furor y los devora como paja».

Sigue después, en los versículos 8-10, la descripción más concreta de lo acaecido en el mar: «Al soplo de tu ira se apiñaron las aguas, se irguieron las aguas como un dique,

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los abismos cuajaron en el corazón del mar. Dijo el enemigo: “Marcharé a su alcance, repartiré despojos, se saciará mi alma, sacaré mi espada y los despojará mi mano”. Mandaste tu soplo, los cubrió el mar; se hundieron como plomo en las temibles aguas».

Es un poema épico que hace uso también de fórmulas hiperbólicas, pero que representa muy eficazmente el poder de Dios. Finalmente, los últimos versículos (11-12) concluyen haciendo ver la naturaleza incomparable de Dios: «¡Quién como tú, Yahveh, entre los dioses? ¿Quién como tú, glorioso en santidad terrible en prodigios, autor de maravillas? Tendiste tu diestra, y los tragó la tierra»

Es interesante observar cómo los rabinos, que «juegan» a menudo con la Escritura, emplean un curioso juego de palabras y no traducen: «¿Quién como tú, Yahveh?», sino «¿Quién como tú entre los mudos?». Es la traducción que yo escogí como título para una Cátedra de los no creyentes[2], en la que se abordaba el tema de Auschwitz: ¿por qué guardó silencio el Señor? En cualquier caso, vemos cómo en este poema se refleja todo cuanto Israel siente acerca de la fuerza de su Dios, victorioso, liberador, capaz de sostener al hombre en las dificultades y, por lo tanto, de hacer frente a todas las situaciones negativas, incluidas las del pecado; capaz de arrancar al hombre de todo cuanto lo degrada, lo desfigura o le hace indigno de ser lo que está llamado a ser. Dios es esta fuerza. Los milagros de Jesús Y pasamos directamente a dos textos del Nuevo Testamento donde se menciona esta misma fuerza de Dios, aplicada ahora a los milagros de Jesús. En mi opinión, el pasaje de la curación del endemoniado de Gerasa (Marcos 5,1-17) refleja a la perfección las fuerzas del mal que se apoderan del hombre y lo esclavizan, y a quien Dios libera. «Llegaron al otro lado del mar, a la región de los gerasenos. Apenas saltó de la barca, vino a su encuentro, de entre los sepulcros, un hombre con un espíritu inmundo que moraba entre los sepulcros. Nadie podía ya tenerle atado, ni siquiera con cadenas, pues muchas veces le habían maniatado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, de suerte que nadie podía dominarlo. Y siempre, noche y día, andaba entre los sepulcros y por los montes, dando gritos e hiriéndose con piedras» (vv. 1-5).

Es la imagen del hombre sometido al poder del mal. En este caso se trata, evidentemente, de un mal físico y psicológico, pero ciertamente representa cualquier tipo 41

de sometimiento del hombre al poder de las tinieblas, cualquier tipo de esclavitud. Jesús actúa con él enérgicamente: «Jesús le ordenó: “¡Espíritu inmundo, sal de este hombre!”. Y le preguntó: “¿Cómo te llamas?” Le contestó: “Me llamo Legión, porque somos muchos”. Y le suplicaba con insistencia que no los echara fuera de la región» (vv. 8-10).

Dejo a vuestro arbitrio leer el pasaje entero. Yo aquí me limitaré a citar el versículo que ya recordábamos al hablar del orden que Dios vino a traer al mundo: «Cuando [los porqueros] llegaron donde Jesús y vieron al endemoniado, al que había estado poseído por la Legión, sentado, vestido y en su sano juicio, se llenaron de temor» (v. 15).

La propia gente tiene miedo de este poder de Dios. Quisiera leer un segundo pasaje que puede muy bien interpretarse como una acción que Jesús realiza para liberar al hombre de su esclavitud, y que figura en el Evangelio de Lucas: «Estaba [Jesús] un sábado enseñando en una sinagoga. Había allí casualmente una mujer a la que un espíritu tenía enferma hacía dieciocho años; estaba encorvada y no podía en modo alguno enderezarse. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”. Y le impuso las manos. Al instante, se enderezó y empezó a alabar a Dios» (Lc 13,10-13).

Es un acto de liberación que se explica un poco más adelante: «Replicó el Señor: “¡Hipócritas! ¿No desatáis del pesebre todos vosotros en sábado a vuestro buey o vuestro asno para llevarlos a abrevar? Y a esta, que es hija de Abrahán, a la que ató Satanás hace ya dieciocho años, ¿no estaba bien liberarla de esta ligadura en día de sábado?”» (vv. 15-16).

También aquí aparece el vocabulario de los verbos desatar, desligar, liberar…, que indica eficazmente el poder de Dios frente a las dificultades y sufrimientos del hombre. Podríamos citar otros muchos pasajes del Nuevo Testamento que hacen ver cómo el propio perdón de los pecados es visto como liberación de ese peso que aplasta al hombre y le impide mirar a lo alto, mirar hacia Dios. Prefiero, sin embargo, pasar directamente a una conclusión, a modo de meditatio. Para preguntarse en la oración Os propongo, de entrada, una reflexión de carácter general. El Dios que libera es el Dios que puede acabar con cualesquiera circunstancias de atadura, esclavitud y explotación del hombre. Es también Aquel que puede desbaratar los planes y ordenamientos de la vida pública nocivos para el hombre y que pueden conducir a algún tipo de esclavitud. Es Aquel que puede autorizar nuevas circunstancias de autoridad y de justicia. Por eso la teología de la liberación ha hecho suya gran parte de este manantial, de este auténtico vivero de ideas. Los verbos de liberación se niegan a aceptar toda clase de opresión y de esclavitud e invitan a liberarse de ellas. 42

Creo que ahora podemos comprender cómo esta acción de Dios constituye también una señal para la acción del hombre, indicándole hacia dónde es llamado a caminar y cómo es llamado a liberarse. Lo cual, naturalmente, plantea el consiguiente problema, del que nos ocuparemos en la próxima meditación: ¿cómo es que el Dios que libera es también el Dios que ordena y manda? ¿Son compatibles los mandatos de Dios con esa acción liberadora? Pasemos ahora a hacer tres preguntas: 1. ¿Qué concepción tengo yo del mundo y de la historia? ¿Se trata de una concepción realmente dramática y conflictiva o de una concepción lineal y evolutiva? La pregunta parece muy abstracta, pero me he encontrado con bastantes comunidades parroquiales que tenían una concepción lineal, evolutiva, de su desarrollo. Para ellas se trataba tan solo de seguir haciendo lo que se venía haciendo o, si acaso, un poco mejor. De hecho, a veces pensamos en nuestras propias comunidades desde el punto de vista de un cierto desarrollo que a lo mejor no existe o que consideramos negativo. En realidad, debemos ser conscientes de que la vida es hoy un combate continuo contra las tentaciones de la increencia, el escepticismo, el relativismo y todo tipo de facilidad, comodidad, sensualidad… Y ya de ese modo la vida cristiana se refuerza y adquiere valor y audacia, aunque no logre perfeccionarse demasiado visiblemente; mejor dicho: su perfeccionamiento le vendrá dado también por ese combate, por esa lucha. Más aún: el simple hecho de vivir la fe y proclamarla en un mundo tan contrario, tan adverso, tan rico en tentaciones y negaciones, es ya una victoria. Tal vez debamos pensar más en esto, porque, de lo contrario, estaremos olvidando un importante aspecto de la vida diaria de la gente, que está ciertamente muy sometida a tentaciones contra la fe y contra la esperanza. Y no basta con que esa gente siga haciendo el bien. Necesita que la enseñen a combatir, necesita saber que esta vida siempre es combate, sin desfallecer jamás. Naturalmente, es preciso que seamos conscientes de ello sin nerviosismo y sin temor, sino con paz y con sencillez; y ahí radica la dificultad. Porque, o bien olvidamos el aspecto de lucha y nos dejamos llevar por todos los atractivos del mundo, o bien nos lo tomamos demasiado en serio, de manera equivocada, y entonces nos volvemos rígidos y carentes de soltura. Se trata de un aspecto importante. Y repito la pregunta, reformulándola del siguiente modo: ¿tengo una concepción evolutivo-lineal o conflictivo-dramática de mi vida y de mis comunidades? 2. ¿Me siento liberado de mis culpas, de mis flaquezas, de mis indignidades? Porque la experiencia nos enseña que decimos «sí» de palabra, cuando en realidad es fácil que se trate de algo que no nos perdonamos, que no creemos que el Señor nos haya perdonado. Mirando bien a fondo, en no pocas existencias descubrimos que se haya escondido este misterioso sentimiento de culpa, propio de quien no cree en el perdón de Dios, de quien 43

no se perdona a sí mismo. Probablemente, hay además una forma de soberbia; en cualquier caso, no aceptamos que el Señor pueda liberarnos y perdonarnos en lo más íntimo. Debo decir que a menudo me ha causado verdadero asombro descubrir, incluso en personas de un cierto nivel espiritual, estos puntos ciegos que les impiden perdonarse a sí mismas, aun llevando, al menos en apariencia, una vida serena y tranquila. 3. ¿Creo, finalmente, que Dios puede liberar también a otro, o a una comunidad, de sus malos hábitos? A menudo, nos hemos vuelto un tanto escépticos. Decimos: tal persona o tal comunidad es así o asá; no tiene remedio. Mientras que, por el contrario, debemos creer más en la acción liberadora de Dios. Es cierto que esta acción tal vez requiera tiempo y oración; pero yo pienso que, si la madre de san Agustín no hubiera insistido incansablemente ante el Dios de liberación, su hijo no habría sido el santo que llegó a ser. Con frecuencia, es la fe en el poder de Dios lo que nos falta. Muchas veces, incluso los pastores de almas y hasta los propios obispos se vuelven un tanto escépticos con respecto a su grey. Dicen: es así, y no hay nada que hacer; no puedo hacer más que lo que es factible… No tienen la certeza, la fuerza y la confianza que Dios libera en el hombre para realizar cosas prodigiosas y enormes. Naturalmente, este no las realiza por las buenas, sin que se den determinadas circunstancias que lo hagan posible. Hemos de estar atentos a tales circunstancias: una desgracia, una enfermedad, una noticia que sobrecoge…: en suma, algo que hace cambiar a la persona y muestra que esta es mucho más sensible y está más atenta y deseosa de cuanto habríamos podido imaginar. A menudo, carecemos de confianza en las personas o las clasificamos con excesiva facilidad. Esto he podido observarlo especialmente en ambientes educativos, donde la costumbre de razonar en función de esquemas psicológicos determinaba dónde se encontraba cada cual: este es así, aquel otro es de tal otra manera; por tanto, no hay nada que hacer… Pidamos al Señor que nos haga comprender profundamente su actividad liberadora.

[1] Obispo argentino (1920-1998) que fue prefecto de la Congregación para los Religiosos y los Institutos de Vida Apostólica y presidente del Pontificio Consejo para los Laicos. Está introducido el proceso de su beatificación. [2] Iniciativa promovida por el cardenal Martini cuando era arzobispo de Milán. Desarrollada entre los años 1987 y 2002, la Cátedra contrastaba los distintos pareceres de diversas personalidades acerca de las razones para creer y para no creer.

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Dios ordena

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Señor, tú nos has colmado de dones. Haz que reconozcamos con amor tu bondad y podamos devolverte algo de tus bienes. Danos la sinceridad de corazón para que veamos el auténtico significado de las cosas y no nos dejemos desviar de las tradiciones imprecisas o confusas, sino que en todo busquemos tu verdad. Te lo pedimos, oh Padre, por Cristo, Señor nuestro, y por intercesión de san Ambrosio, nuestro patrón. Amén

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IOS CREA, PROMETE Y LIBERA;

pero la Biblia nos enseña también que Dios ordena. Nos hallamos ante un tema sumamente complejo y que ocupa una buena parte de la Escritura, sobre todo de la Torah; y enseguida nos viene a la memoria el Salmo 119, centrado todo él en el tema del mando, del gobierno, del dar órdenes. Parece un tema antitético respecto del de la libertad: ¿cómo es que Dios libera y, a la vez, ordena y manda? En la tradición judía se identifican 614 preceptos; sin embargo, para un cristiano surge inevitablemente la pregunta: ¿acaso no nos ha liberado Jesús de ellos?; ¿hasta qué punto?; ¿qué sentido tenían? Y, por si fuera poco, las leyes de la pureza. Todavía resulta un tanto latoso invitar a un judío a tu mesa: hay que saber a qué «observancia» pertenece, qué día es para él, qué fiesta… A veces uno evita invitarlos, porque no es nada fácil, dado que las leyes sobre la pureza siguen vigentes hoy día y son un tanto engorrosas, sobre todo para las mujeres. Cada vez soy más consciente de que el judaísmo es una religión ascética que ha condicionado enormemente el día a día del judío, debido a las prácticas que prescribe, a las acciones entretejidas de rigor y de oración. Sin embargo, quienes la viven bien la viven con alegría. Existe incluso la fiesta de la Śimḥat Torah, la «alegría de la Torah», en la que los hombres danzan y brincan con la Torah en la mano para mostrar la alegría con que observan sus preceptos. Como sabéis, Torah no significa únicamente «ley», sino también «doctrina» y, concretamente, «religión». Consideremos, ante todo, un texto fundamental, para después plantear algunas cuestiones que siguen estando abiertas. Advierto de antemano que tampoco yo tengo respuestas precisas a todas ellas, y soy consciente de que todavía hoy, cuando hablamos 46

de ética, de moral, fácilmente nos dividimos, o nos contraponemos, precisamente porque es un tema delicado y difícil. La alianza y el decálogo Comenzamos por el texto de Éxodo 19–20. Ante todo, se indica el cuándo y el dónde: «Al tercer mes después de la salida de Egipto, ese mismo día, llegaron los hijos de Israel al desierto de Sinaí» (19,1).

En lo referente al día, la descripción es muy precisa. «Partieron de Refidim y, al llegar al desierto de Sinaí, acamparon en el desierto. Allí acampó Israel frente al monte» (v. 2).

También ha quedado establecido el «dónde». A continuación se presenta una especie de promesa de la alianza, haciendo memoria de lo que Dios ha realizado. Dios recuerda lo que ha hecho hasta entonces –enumera sus propios méritos, prácticamente– para preparar la ley y la alianza: «Os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí» (v. 4b-c). «Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (vv. 5-6a).

El deseo de Dios es tener una nación verdaderamente excelente, ejemplar (metzuyan, como dicen los judíos, que significa algo extremadamente positivo). Moisés repite todo esto a los ancianos del pueblo, y estos responden: «Haremos todo cuanto ha dicho Yahveh» (v. 8b)

La tercera parte del relato es la preparación inmediata de la teofanía. Se dice allí que Moisés pide la purificación, que incluye además la limpieza: lavar los vestidos, bañarse, estar preparados para el tercer día, no pisar siquiera la falda del monte, e incluso lapidar a cualquier animal que toque el monte; solo cuando suene el cuerno, podrán subir al monte. Una preparación, pues, muy solemne y compleja. «Bajó, pues, Moisés del monte, adonde estaba el pueblo, purificó al pueblo, y ellos lavaron sus vestidos, y dijo al pueblo: “Estad preparados para el tercer día y absteneos de mujer”» (vv. 14-15).

Limpieza y sexualidad, por tanto, aparecen asociadas. «Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta; y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar» (v. 16).

Es esa sensación de temblor que se experimenta por algo trágico, por algo sumamente significativo. «Todo el monte Sinaí humeaba, porque Yahveh había descendido sobre él en forma de fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia. El sonar de la trompeta se hacía cada vez más fuerte; Moisés hablaba, y Dios le respondía con voz de trueno» (vv. 18-19).

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Cada vez está más próximo el solemnísimo momento, indicado por grandes fenómenos físicos. El Señor desciende sobre el Monte, llama a Moisés, y este sube. «Dijo después Yahveh a Moisés: “Baja y conjura al pueblo que no traspase las lindes para ver a Yahveh, porque morirán muchos de ellos”» (v. 21)

Seguía tratándose de un pueblo muy curioso, que quería ver las cosas de cerca. Moisés le respondió que ya había avisado al pueblo. Y, después de esta preparación… «… pronunció Dios todas estas palabras: “Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí”» (Ex 20,1-2).

Y viene a continuación una serie de mandamientos: «No te harás escultura ni imagen alguna, […] porque yo, Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso».

Es un mandamiento bastante largo que ocupa los versículos 4 al 6. Y a continuación: «No tomarás en vano el nombre de Yahveh, tu Dios […]. Recuerda el día del sábado para santificarlo» (vv. 7-8).

También el siguiente es un mandamiento bastante extenso: «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahveh, tu Dios, te va a dar» (v. 12).

Por último, siguen los brevísimos mandamientos restantes: «No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás falso testimonio contra tu prójimo. No codiciarás la casa de tu prójimo, ni su mujer, ni su siervo, ni su sierva…» (vv. 13-17). «Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonido de la trompeta y el monte humeante, y temblando de miedo se mantenía a distancia. Dijeron entonces a Moisés: “Habla tú con nosotros, que podemos entenderte, pero que no hable Dios con nosotros, no sea que muramos”» (vv.18-19).

Con estos versículos hemos llegado casi al final del relato; un relato que plantea muchos problemas, muchos interrogantes. La pregunta fundamental es: ¿qué sentido tiene el que Dios se dedique a dar preceptos al pueblo después de haberlo liberado? En sí misma, la cosa es bien sencilla, y ni siquiera los antiguos tuvieron dificultad alguna en responder a esta pregunta: era obvio que, Dios, soberano, autor de todas las cosas, dueño de todo, liberador del pueblo, ha formado para sí esa comunidad, a la que ahora dirige para su bien, con preceptos justos, capaces de crear las condiciones de una buena convivencia comunitaria. Esta, y no otra, es la finalidad por la que Dios imparte preceptos. Estos preceptos, que aprendimos en el catecismo y que guardan relación con la Confesión, los hemos considerado como preceptos individuales (un error en el que yo he incurrido también durante mucho tiempo). Sin embargo, son preceptos colectivos, leyes 48

para una comunidad; no le son dados a un solo hombre, sino a un grupo de hombres, para que con ellos puedan regular su vida. Son una regla de vida, diríamos hoy, para que nadie prevarique contra otro. Tienen como finalidad el bienestar de aquella comunidad que Dios, tras haberla constituido, quiere que sea una comunidad ordenada, justa, con una justicia social y distributiva bien firme. Es realmente obvio que lo que Dios pretende al dar preceptos es poner de manifiesto las normas por las que debe regirse el bienestar común. No es esta, ciertamente, la concepción «liberal» de ley. La concepción liberal, tal como la gente lo entiende (prescindiendo, obviamente, del significado de «ley» en su acepción científica), es que cada cual puede hacer lo que se le antoje, con tal de no ofender o causar daño al otro. Ciertamente, es una concepción bien distinta del significado de la ley de Moisés. Aun cuando, de hecho, considerando cuán amplio es el sentido de «no causar daño al otro», de «no prevaricar contra el otro» o de «no aplastarlo», vemos que en muchos versículos ambas concepciones coinciden. La Torah, por consiguiente, expone contenidos que son comunes a todas las leyes de carácter general de los Estados, que tratan de regular unas relaciones buenas y equitativas entre las personas. La diferencia radica en las motivaciones. La Torah tiene una motivación muy seria y muy concreta, que se expresa al principio: «Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto» (Ex 20,2). Hay una relación personal y de servicio, de amor, que justifica también una preocupación por el bienestar de la comunidad. La concepción liberal, en cambio, se basa en el hecho de que en una comunidad no se debe asesinar y, por lo tanto, tiene que existir una regla por la que nos respetemos unos a otros. Este es, en mi opinión, el sentir común de la gente. Ambas cosas son, pues, muy distintas, pero no demasiado; tal vez no deberíamos agudizar su diversidad, porque en el fondo, y en lo que respecta a la justicia –dar a cada uno lo suyo; no multiplicar las desigualdades–, la preocupación de una y otra concepción es análoga. Más aún, tal vez nuestra preocupación –con la importancia que hemos dado al derecho de los más pobres, de los más débiles– a veces es mayor aún que la que muestra la ley de Moisés, donde, por ejemplo, los esclavos eran personas de segunda categoría, mientras que nuestras leyes son hoy paritarias. Desde el punto de vista del contenido, existe ciertamente una superioridad. Se comprende, pues, la diferencia de motivaciones, pero no se exageran las diferencias de contenido. Es evidente que la ley de Moisés se basa en un principio de lealtad y de amistad, de alianza y, por tanto, va al fondo. También el concepto de pecado, que tanto le cuesta a la gente entender hoy día, se comprende cuando se percibe que Dios se ha comprometido de veras con este pueblo y se disgusta cuando alguien hace un mal a otro, porque ello es contrario a su sueño de un pueblo justo y bueno. La transgresión, por lo tanto, le afecta a Dios de algún modo. En cambio, en la concepción liberal, un tanto genérica, esto es más difícil de comprender, y entonces se recurre a preceptos de Dios entendidos de modo individualista, desligados de leyes con valor comunitario; hasta cierto punto, se crea una especie de «fantasma» del sentido del precepto de Dios que, a mi modo de ver, no es de gran ayuda. 49

En cualquier caso, Israel comprendía muy bien el sentido de las leyes de Dios en comparación con las del faraón. Este les decía: ¿no tenéis paja para hacer adobes?; pues buscadla o haced ladrillos… Solo tenía en mente su propio bien y aplastaba al pueblo. Dios, en cambio, tiene en mente el bien del pueblo y, por lo tanto, quiere justicia, equidad, igualdad… Los israelitas, sin duda, percibían claramente que habían dejado atrás una ley de esclavitud para acceder a una ley de equidad e igualdad, y que los preceptos de Dios buscaban el bienestar de la comunidad, en la que había de respetarse la dignidad de todos y vivir a gusto, libre y honradamente. Estos preceptos son muy numerosos y de diverso rango. Están los preceptos dictados por Dios en Éxodo 20, y luego los revelados a Moisés y no directamente al pueblo, que son casi todos los demás (Ex 21–23). Los primeros se refieren a las cosas más esenciales para la existencia en común; los otros son una serie de normas variadas, de muy distinto valor, que tienden a regular la vida cotidiana y que a veces se refieren a realidades también importantes, como, por ejemplo, el comportamiento respecto de los esclavos, para con los cuales se prescribe una cierta atención, aun cuando son considerados gente de segunda categoría; o normas acerca de la propiedad de los campos, así como acerca de los robos o de la vida de familia. Hay normas dirigidas a evitar el contacto con los paganos y que parecen un tanto rígidas; pero en un pueblo todavía poco compacto y que tenía que crearse una cierta identidad, tal preocupación resulta comprensible. Hay también infinidad de distinciones prácticas referentes a la vida cotidiana, primero nómada y después sedentaria; y constatamos igualmente que las leyes son mudables, que se adaptan cada vez más a la vida sedentaria y agrícola, como se observa especialmente en la versión del Deuteronomio. Lo cual muestra cómo las leyes pueden cambiarse. Aun cuando hayan sido dadas directamente por Dios, no pasan en vano para ellas el tiempo y las circunstancias para las que fueron dictadas. La ley del sábado Merece la pena prestar particular atención a la ley del sábado, una norma que no existe en la tradición liberal de nuestros días. Su exposición ocupa mucho espacio ya en el capítulo 20, el que contiene las palabras pronunciadas directamente por Dios. Leamos todo el conjunto a partir de la premisa: «Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20,2).

Y prosigue: «No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas, debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo, Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso, que castiga la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian, y tengo misericordia por mil generaciones con los que me aman y guardan mis preceptos» (vv. 4-6).

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Observemos que esta norma, muy amplificada, se interpreta hoy no tanto como un precepto de monoteísmo –prácticamente como si se tratara ya de un monoteísmo primitivo–, sino como un precepto de fidelidad, como un «henoteísmo». Dios dice: soy yo; ocupaos de mí y dejad en paz a los demás. Es un signo de fidelidad que Dios desea. Sigue a continuación el precepto referente al sábado, que es bastante extenso: «Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para Yahveh, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. Pues en seis días hizo Yahveh el cielo y la tierra, el mar y cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo Yahveh el día del sábado y lo hizo sagrado» (vv. 9-11).

Esto sigue hoy siendo válido. Sobre todo en Jerusalén, el sábado es un día absolutamente distinto de los demás, Los judíos observantes no conducen el coche, no tocan el timbre –yo conozco a personas que están atentas para oír si alguien les llama desde la calle a gritos, porque el que llega no puede pulsar el timbre–, no toman el ascensor… En los grandes hoteles hay un ascensor reservado a los judíos que se cierra los sábados en todos los pisos: porque está permitido subir andando…, ¡pero no se puede apretar un botón! Son normas todavía hoy sumamente rígidas, pero que se viven con gran alegría y serenidad. Ni siquiera los niños tocan el timbre, sino que llaman y esperan que alguien baje a abrirles. ¿Qué sentido tiene este sábado? Podemos percibir al menos dos significados fundamentales. En primer lugar, significa un descanso para los esclavos y es una forma de contraste con una cultura pagana como la del faraón, toda ella marcada por la producción: cada vez más ladrillos, cada vez más, y más, y más… Es, por tanto, una forma de impedir que cunda en exceso el gusto por el beneficio, el gusto por obedecer en todo a la economía. Ciertamente, en este sentido ha tenido una enorme importancia en la historia. El segundo gran significado consiste en que el sábado se basa en el principio del descanso de Dios. Es un principio de ruptura de ese mecanismo de ansiedad por el que se trabaja día y noche y por el que, como ya he dicho, algunos sacerdotes quebrantan el descanso sabático, porque no descansan nunca, no se toman jamás un día libre o unas vacaciones: tal vez sea excesivo calificarlo de pecado formal, pero ciertamente es contrario al principio del sábado. Se trata de un precepto –que acabó contribuyendo de manera muy concreta a la muerte de Jesús, el cual se opuso a un modo excesivamente material de entender el sábado– que sigue hoy en vigor en la sociedad judía observante. Un precepto profundamente justo, válido para cualquier hombre o mujer que viva en este mundo, y que debe mantenerse, ya sea en el sentido de no poner la economía por encima de todo, ya sea en el sentido de proteger los momentos de descanso, las interrupciones del trabajo. Por lo demás, incluso allí donde el cristianismo brilla por su ausencia, el día semanal de descanso se ha impuesto en casi todas partes. Lo cual es bueno, porque es señal de que el hombre no es del todo esclavo del trabajo y del beneficio económico. 51

De alguna manera –dice un autor contemporáneo– este principio del sábado constituye una defensa contra el nihilismo; un nihilismo que no hace valer retóricamente muchas de las razones que aduce, pero que está presente siempre que el faraón obliga a fabricar ladrillos día y noche, hasta el punto de que el humo de los hornos recuerda el de los hornos crematorios de Auschwitz. Es esta una imagen muy eficaz, porque expresa que de este modo se degrada al hombre, dado que se exige de él algo que no es acorde con su dignidad y su naturaleza. El precepto del sábado, por tanto, sigue diciéndonos algo, aunque distemos mucho de observarlo rigurosamente e incluso lo critiquemos. Constituye una amonestación para nuestra sociedad y para nuestro mundo. Los preceptos sobre la pureza El precepto del sábado ocupa varios capítulos, pero un número de estos aún mayor está dedicado a los preceptos sobre la pureza. En este punto nos resulta más difícil coincidir, porque, al decir que no es lo que entra de fuera lo que contamina al hombre, sino lo que sale de dentro (Mt 15,11), Jesús volvió del revés este principio, haciendo de la pureza un principio interior. Con todo, no deja de ser verdad que hay una gran dosis de sensatez en las leyes sobre la pureza, y los autores contemporáneos se esfuerzan por percibir su significado. Ciertamente, nos resultan más familiares los preceptos sobre la justicia social; sin embargo, podemos comprender cómo la tradición sacerdotal, levítica, haya prestado una especial atención a los preceptos sobre la pureza, presentes en el libro del Levítico y en parte del libro del Éxodo. De hecho, responden a un deseo de limpieza y de orden, van en contra de la suciedad. Y sabemos que la suciedad es algo característico de los nómadas, que no pueden dejar de acumular basura y, cuando esta es excesiva, cambian de lugar. Esto sigue constatándose hoy en algunos países. Recuerdo la capital del Níger, una ciudad paupérrima; mi secretario se asombraba de que, yendo en el coche, debíamos sortear enormes montones de basura que había sido arrojada en las calles, o bien rodear grandes charcos cuya agua se había convertido en fango. El principio de la pureza tiene su origen en un parecido y muy primitivo contexto, donde prevalecen la inmundicia y el desorden, por lo que es preciso intervenir de manera muy rigurosa. Y no sin algún motivo, aunque nos resulte un tanto extraño, la inmundicia, el caos y la confusión guardan relación también con los desórdenes sexuales. Hay, por ejemplo, más de medio capítulo que dice, entre otras cosas, que el hombre que tiene un flujo seminal, aunque sea por circunstancias casuales, debe lavarse, lavar sus ropas y no tocar a nadie. Se trata, pues, de una serie de normas para defendernos de lo que, en general, llamamos inmundicia y que es para nosotros una palabra que empleamos tanto en sentido material como en sentido moral. Palabra utilizada también por el cardenal Ratzinger, autor de los textos del último Via Crucis presidido por Juan Pablo II, donde 52

decía que había que acabar con tanta inmundicia en la Iglesia. Tal percepción tiene su razón de ser, porque ese caos del que queremos defendernos se expresa en la inmundicia, pero también en la promiscuidad, en la sexualidad salvaje, en la opresión sexual de los más débiles, de los niños, de las mujeres. En los preceptos que estamos examinando, todo esto es visto como una unidad de desorden. Sobre estos temas hemos hecho todo tipo de distinciones, tratamos de distinguir, pero no siempre hemos logrado expresarnos de manera plenamente comprensible. Por lo cual vemos hoy cómo los jóvenes no consiguen comprender las leyes sobre el dominio de sí mismos y de su sexualidad; para ellos, estas cosas no tienen trascendencia alguna, y por eso ni siquiera se acusan ya de ello. Es como el oscilar de un péndulo: hemos pasado de un rigor absoluto a una especie de dejarlo pasar todo, y creo que probablemente deberíamos recuperar el justo medio. Personalmente, yo fui educado en un gran rigor en relación a este tema, pero pienso que lo que a mí me enseñaron ya no es comprensible por los jóvenes de hoy, que no quieren ni oír hablar de ello. A pesar de todo, sí creo, en cambio, que todavía es posible hablarles, siempre sobre la base de unas motivaciones serias, reclamando de ellos una serie de cosas que puedan aceptar como necesarias. No pretendo tratar más por extenso este tema, pero sí quiero decir que ciertamente viene exigido por el tema de la pureza legal, que en la Biblia se expresa también con el término «santidad». Ambos son equivalentes: la santidad es también liberación de la inmundicia, el caos y el desorden. Todas estas cosas van juntas: no olvidemos que el contexto en que se proclamaron las normas sobre la pureza era un contexto «primitivo», donde la gente expresaba sus pulsiones sexuales, sus pulsiones animales, de un modo bastante salvaje; había que ser muy rigurosos, por tanto, para imponer una ley, una norma, al objeto de conseguir imponer un orden. Hoy es muy distinto: hoy la gente, sobre todo en algunos países, ha aprendido mayormente a contenerse. Pero en estas materias existe una enorme diversidad entre mundos europeos y mundos no europeos, y también debemos tener esto en cuenta. El discurso es complejo. En cualquier caso, no podemos aplicar las normas tal cual, sino que debemos buscar lo que hoy sea mejor para una convivencia honesta y justa y pueda ser comprendido y motivado. Por eso, en mi discurso de Belén[1] dije –con una frase que después ha sido reproducida incluso con excesivo énfasis– que las cosas que exigimos deben ser debidamente motivadas. Porque Dios motiva todos los preceptos que hemos mencionado: o bien porque se refieren a Él, a su adoración –que sin duda merece–, o bien porque se refieren al bienestar de la comunidad. Si nosotros no motivamos, sino que nos limitamos a decir que «es así», los jóvenes ya no lo aceptan como lo habrían aceptado en otros tiempos. Esta reflexión nos ayudará de algún modo a hablarle cada vez más a la gente del modo en que la gente quiere que se le hable. Porque la gente hoy cree ser más adulta – aunque no sabemos si después lo es–, más dueña de sí misma, más madura… y quiere, por tanto, que se le motiven las cosas que debe hacer. Hay que ponerse en esta línea, que es ya, por cierto, la línea de la Torah. 53

La relación entre mando y libertad Una última reflexión podríamos hacerla sobre la relación entre mando y libertad. Dios libera, pero también ordena y manda: parecen dos realidades antitéticas, pero es fácil superar la dificultad con una simple cita: Servire Deo regnare est («servir a Dios es reinar»); y, ciertamente, servir a Dios es libertad; pero hay que llegar hasta el fondo de esta supuesta antinomia. La ley no va separada de la alianza y del amor; no es coercitiva, sino emancipativa, es decir, desea liberar al hombre para que aprenda a vivir debidamente con los demás. La ley vale por los motivos que encierra y no es, por tanto, una imposición, sino un razonamiento que debe introducirse en nosotros; el camino de la ley es, pues, hacia la interioridad. Lo decía ya Jeremías: «He aquí que vienen días –oráculo de Yahveh– en que yo pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto [quiere decir que precisamente tenían necesidad de ser arrastrados fuera, porque ni siquiera querían la libertad]; una alianza que ellos rompieron, y yo hice escarmiento en ellos –oráculo de Yahveh–. Esta será la alianza que yo pactaré con la casa de Israel después de aquellos días: pondré mi Ley en sus corazones, y sobre sus corazones la escribiré. Y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo, y el otro a su hermano, diciendo: “Conoced a Yahveh”, porque todos ellos me conocerán, del más chico al más grande –oráculo de Yahveh–, cuando perdone su culpa y no vuelva a acordarme de su pecado» (Jr 31,31-34).

Y algo parecido aparece también en Ezequiel, allí donde dice: «Y las naciones sabrán que yo soy Yahveh –oráculo del Señor Yahveh– cuando yo, por medio de vosotros, manifieste mi santidad a la vista de ellos. Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras manchas y de todos vuestros ídolos os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas». (Ez 36,23c-27)

Es aquí donde Pablo fundamenta su gran discurso sobre la libertad, justamente cuando dice: «Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2 Cor 3,17), así como cuando, en la Carta a los Gálatas, declara: «Hemos sido liberados» (cf. Gal 5,13-23). Este es el ideal hacia el que debemos guiar a la gente, que entonces también lo comprenderá, porque es un ideal fácil de comprender. Recuerdo que en cierta ocasión recibí en el arzobispado la visita de Fausto Bertinotti, el cual, entre otras cosas, me dijo que le gustaba mucho san Pablo. Le pregunté por qué, y me respondió: «Porque habla de libertad». No es solo que entendiera perfectamente el mensaje de la Carta a los Gálatas, sino que además tenía toda la razón: tanto aquí como en otros lugares, san Pablo habla de libertad; pero de una libertad verdadera, porque es una libertad que hace que se practique el bien con espontaneidad. Y este es, ciertamente, 54

un objetivo que hay que alcanzar y que es la última palabra de la Ley: la ley en el corazón. Pidamos al Señor que nos ayude a vivirla de ese modo, para que sepamos manifestar la libertad con que el Señor nos ha liberado y podamos vivirla en una sociedad justa. Como dice el autor que acabo de citar: «El Dios que ordena y manda es el que puede sostener cualquier situación insistiendo en su santidad y justicia y creando, por tanto, un orden de vida vivible, en el que la justicia esté garantizada y se haga posible la comunidad. Los verbos de Dios referidos al gobierno se niegan a aceptar toda situación de autonomía, donde el más fuerte siempre tiene razón, donde uno se opone al otro y donde está de moda y prevalece la brutalidad. Israel da testimonio de que el gobierno de YHWH no tiende a la coerción, sino que es garantía de una vida vivible, de una vida que puede crecer y florecer verdaderamente». Esto mismo es lo que nosotros estamos llamados a testimoniar.

[1] Pronunciado en abril de 2007, durante la peregrinación a Tierra Santa de la Diócesis de Milán

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Dios provee

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E

a partir de las acciones que Dios realiza en la historia, y tras haber considerado su obra como Creador, su promesa y la dialéctica entre liberación y ordenamiento (o mandato), entramos ahora más a fondo en la solicitud de Dios para con el hombre. Dios se da cuenta de todo aquello de lo que tenemos necesidad y nos lo proporciona. Consideremos al respecto algunos textos, empezando por el de Deuteronomio 8. N NUESTRO ITINERARIO DE MEDITACIÓN

«El Señor es mi pastor» Los dos términos –a quo y ad quem– que definen aquí la acción de Dios son la salida de Egipto y la entrada en la Tierra prometida. Después de la liberación y el ordenamiento, es el momento de la «solicitud», o «cuidado», que se extiende hasta la entrada en el País, hasta la llegada al monte Sion, y continúa después indefinidamente. Y en este periodo, como posteriormente en cualquier otro periodo de la historia de Israel, Dios pone a prueba (v. 9) –el verbo hebreo es nassah– a Israel para ver si verdaderamente se fía, si tiene confianza, si se abandona en sus manos. Dios llega incluso a humillarlo (v. 3) para hacerle comprender hasta qué punto es pobre y cuán poco puede hacer por sí solo. Pero la humillación es compensada con una gran solicitud y asistencia que llega no solo a saciar el hambre, sino incluso a proporcionar la saciedad completa. Es lo que vemos en Éxodo 16,18, donde se describe el milagro del maná: «Cuando lo midieron con el omer, ni los que recogieron mucho tenían de más, ni los que recogieron poco tenían de menos. Cada uno había recogido lo que necesitaba para su sustento».

Y poco antes, en el versículo 8, se lee: «Moisés dijo: “Yahveh os dará esta tarde carne para comer, y por la mañana pan en abundancia…”».

Tanto en el texto de Deuteronomio 8 como aquí, el verbo es śaḇa’, saciarse, con las formas verbales y los vocablos que de él se derivan. Podría discutirse sobre cuál es el fundamento histórico de estas imágenes; pero a nosotros tan solo nos interesa considerar esa generosidad de Dios y el testimonio que de ella da Israel: Dios cuida de nosotros. Vienen a la mente las palabras del anciano Pedro, el cual, casi concluyendo su Primera Carta con su propia experiencia personal, escribe: «Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios para que, llegada la ocasión, os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues Él se preocupa (mélei) de vosotros» (1 Pe 5,6-7).

Significativamente, es el mismo verbo griego mélein («preocuparse» o «tomarse a 57

pecho») que encontramos en Mc 4,38, en el episodio de la tempestad calmada, cuando la barca está a punto de irse a pique, y los apóstoles increpan a Jesús: Señor, ¿no te importa, no te preocupa que vayamos a morir, que estemos perdidos? Dios, pues, se preocupa por nuestra suerte, y esto es lo que quiere decir Israel, lo que Israel proclama, de lo que da testimonio. En el pasaje de Deuteronomio 8 aparecen los principales verbos que indican la certeza de que Israel cuenta con la guía y la solicitud de Dios. Como ya hemos dicho, Dios podía haber abandonado a su pueblo después de la Creación, podía no haberse comprometido con su historia, podía haberlo liberado y dejarlo marchar por su cuenta. En cambio, lo sigue paso a paso, incluso en el desierto, hasta la tierra prometida. Lo recuerda también la oración que podemos leer en Nehemías 9: «Incluso cuando se fabricaron un becerro de metal fundido y exclamaron: “¡Este es tu dios que te sacó de Egipto!” y te insultaron gravemente, tú, en tu inmensa ternura, no los abandonaste en el desierto: la columna de nube no se apartó de ellos, para guiarles de día por la ruta, ni la columna de fuego por la noche, para alumbrar ante ellos el camino por el que habían de marchar» (vv. 18-19).

Se trata de un hecho un tanto legendario, pero que expresa muy concretamente una profunda intención: Dios no abandona nunca, ni de día ni de noche, sino que encuentra siempre el modo de seguir a aquel a quien ama. «Tu Espíritu bueno les diste para instruirles, el maná no retiraste de su boca, y para su sed les diste agua. Cuarenta años los sustentaste en el desierto, y nada les faltó: ni sus vestidos se gastaron ni se hincharon sus pies» (vv. 20-21).

Nehemías 9 se remite al libro del Deuteronomio y nos ofrece esta síntesis concreta del camino por el desierto. Una síntesis que podemos encontrar en otras muchas páginas de la Escritura: por ejemplo, cuando en el libro del Éxodo se describe el milagro del mar Rojo. Cuando el pueblo y el propio Moisés se encuentran agobiados porque están a punto de ser alcanzados por los egipcios, Yahveh dice a Moisés: «“¿Por qué sigues clamando a mí? Di a los hijos de Israel que se pongan en marcha. Y tú, alza tu cayado, extiende tu mano sobre el mar y divídelo, para que los hijos de Israel entren en medio del mar a pie enjuto. Que yo voy a endurecer el corazón de los egipcios para que los persigan, y me cubriré de gloria a costa de Faraón y de todo su ejército, de sus carros y de los guerreros de los carros. Sabrán los egipcios que yo soy Yahveh, cuando me haya cubierto de gloria a costa de Faraón, de sus carros y de los guerreros de sus carros”. Se puso en marcha el Ángel de Yahveh, que iba al frente del ejército de Israel, y pasó a retaguardia. También la columna de nube de delante se desplazó de allí y se colocó detrás, poniéndose entre el campamento de los egipcios y el campamento de los israelitas. La nube era tenebrosa, y transcurrió toda la noche sin que los ejércitos pudieran trabar contacto» (14,1-20).

Aquí se amplía épicamente el relato, precisamente para hacer resaltar la solicitud y el cuidado de Dios. 58

Es interesante comparar esta acción de Dios, que calma y tranquiliza, con la situación en que se encontraban los judíos y Moisés poco antes: «Al acercarse Faraón, los hijos de Israel alzaron sus ojos y, viendo que los egipcios marchaban tras ellos, temieron mucho los hijos de Israel y clamaron a Yahveh. Y dijeron a Moisés: “¿Acaso no había sepulturas en Egipto para que nos hayas traído a morir en el desierto? ¿Qué has hecho con nosotros sacándonos de Egipto? ¿No te dijimos claramente en Egipto: ‘Déjanos en paz, queremos servir a los egipcios’? Porque mejor nos es servir a los egipcios que morir en el desierto”. Contestó Moisés al pueblo: “¡No temáis! Estad firmes, y veréis la salvación que Yahveh os otorgará en este día, pues los egipcios que ahora veis no los volveréis a ver nunca más. Yahveh peleará por vosotros, que vosotros no tendréis que preocuparos”» (vv. 10-14).

De esta exaltación épica, y en particular de los vv. 11-12, podemos también tomar pie para reflexionar sobre una profunda y dramática verdad (la misma que un gran autor como Dostoievsky reflejará admirablemente en Los hermanos Karamazov, concretamente en el relato que tiene como protagonista al gran Inquisidor): el hombre tiene miedo a la libertad. Los judíos habrían preferido permanecer en Egipto antes que arriesgar la vida en el desierto; un desierto en el que prácticamente tienen que ser forzados a adentrarse. Y es que siempre querríamos hacer lo más fácil, lo más cómodo, lo que «se ha hecho siempre». Pero el Señor arriesga con quien se arriesga. Todo ello es sumamente significativo para mostrar quién es el Dios de Israel. Podemos citar también otros pasajes: por ejemplo, Éxodo 13,17-18: «Cuando Faraón dejó salir al pueblo, Dios no los llevó por el camino de la tierra de los filisteos, aunque era más corto; pues se dijo Dios: “No sea que, al verse atacado, se arrepienta el pueblo y se vuelva a Egipto”. Hizo Dios dar un rodeo al pueblo por el camino del desierto del mar Rojo. Los israelitas salieron bien equipados del país de Egipto».

Como vemos, a Dios le preocupa el miedo de la gente, y por eso desea forzarla a arriesgar, a atreverse, a fiarse totalmente de Él. Esta observación es ciertamente de gran importancia: porque nos ama, Dios nos lleva a ese punto del que ya no podemos volvernos atrás ni seguir adelante con solas nuestras fuerzas, sino que debemos fiarnos de Él. Es esto lo que sucede en la existencia humana y en lo que nos educa el Señor a través de diversas vicisitudes, no siempre tan dramáticas. Pero de vez en cuando emerge a la superficie la verdad de nosotros mismos: que solo podemos seguir adelante fiándonos plenamente de Él. Todo ello queda poéticamente expresado en el Salmo 23, que resume en diversas figuras todo cuanto hemos dicho hasta ahora y donde aparecen los verbos clave que ya hemos indicado: nahal, naḥa, niḥem, «guiar, hacer descansar, confortar». Leámoslo, para confrontarlo con las realidades que hemos visto: «Yahveh es mi pastor, nada me falta. En prados de fresca hierba me apacienta.

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Hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma; me guía por senderos de justicia, por amor de su nombre. Aunque pase por valles tenebrosos, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan. Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa. Sí, dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa de Yahveh a lo largo de los días».

Como se ve, el salmo utiliza dos series de imágenes: las imágenes pastoriles (la grey es guiada, acompañada y conducida a los pastos) y las imágenes de hospitalidad (se acoge a la persona a una mesa en la que pueda saciarse y sentirse a gusto, y se unge su cabeza con óleo). Es enorme la riqueza de imágenes con que se presenta el amor de Dios a su pueblo y la solicitud que muestra por todos cuantos se dirigen a Él confiadamente. En otras palabras, es como si el Señor dijera: Yo estoy aquí contigo, cerca de ti; estoy de tu parte, te apoyo incondicionalmente: ¡ten confianza en mí! Y en Números 11,11-12 encontramos también otra metáfora: «Le dijo Moisés a Yahveh: “¿Por qué tratas mal a tu siervo? ¿Por qué no he hallado gracia a tus ojos, para que hayas echado sobre mí la carga de todo este pueblo? ¿Acaso he sido yo el que ha concebido a todo este pueblo y lo ha dado a luz, para que me digas: ‘Llévalo en tu regazo, como lleva la nodriza al niño de pecho, hasta la tierra que prometí con juramento a sus padres?’”»

En un momento de desánimo, Moisés recrimina a Dios, recordándole que fue Él quien concibió al pueblo, quien lo ha generado. Junto a las metáforas del pastor y del huésped, he aquí la de la madre. Con diversas metáforas trata la Escritura, pues, de hacernos comprender la confianza que debemos tener en Dios y cómo hemos de abandonarnos en Él. Dios hace con Israel en el desierto lo que había hecho en general con la creación y lo que quiere hacer con cada uno de nosotros. La Eucaristía, continua cercanía de Dios Hago ahora una breve alusión al Nuevo Testamento, para que podáis meditar prosiguiendo en esta línea de la solicitud de Dios, que Jesús retoma y continúa. 60

Es fundamental el episodio de la multiplicación de los panes, que recuerda el milagro del maná. Leo los versículos más significativos. La gente ha seguido al Maestro, se ha hecho tarde, y los discípulos le dicen a Jesús que despida a la multitud para que encuentren algo que comer. «Mas Jesús les dijo: “No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer”. Dícenle ellos: “No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces”. Él dijo: “Traédmelos acá”. Y ordenó a la gente reclinarse sobre la hierba; tomó luego los cinco panes y los dos peces y, levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos y se saciaron, y recogieron de los trozos sobrantes doce canastos llenos» (Mt 14,16-20)..

Todos se saciaron, como en el desierto. Jesús entra en la dinámica de la guía y del sustento; toma esta herencia de la tradición de Israel, y en este pasaje resulta muy visible cómo la compendia y la concreta en la Eucaristía. El hecho de tomar los panes, bendecirlos y repartirlos es, ciertamente, un hecho eucarístico. Podemos decir, pues, que la Eucaristía es el modo en que Dios nos muestra de manera visible y tangible su continua solicitud, cercanía, presencia y preocupación por que no nos falte de nada. Y es también el modo en que Dios, de algún modo, hace ya presente, como anticipo, el banquete celeste, es decir, la plenitud de la vida eterna, la que Él nos promete. Concluyendo, podemos decir que el Dios que guía, sustenta y pone a prueba cuando es necesario es el mismo que puede transformar cualquier circunstancia de abandono, depresión o amenaza en un lugar de disciplina, orden, sustentación y vida. Los verbos que expresan cómo sigue y alimenta Dios a su pueblo indican su negativa a aceptar cualesquiera circunstancias de maldición y de humillación que conllevan muerte; e indican también su deseo de hacer efectiva, en cambio, la posibilidad de una vida buena incluso en situaciones difíciles. Y todo ello como «sueño de Dios». Y aquí tendremos, pues, que detenernos a reflexionar acerca de cómo puede este sueño de Dios manifestarse en nosotros. Ciertamente, como decíamos al hablar de los verbos de mandato, de ordenamiento, hay algo que concierne, ante todo, a la sociedad y que debe hacer realidad la igualdad y la justicia o, al menos, la equidad. Concierne, además, a la ayuda que podamos prestar a quienes están cerca de nosotros y a quienes conocemos. Y concierne a nuestra solicitud por una comunidad concreta, para que en ella exista esa igualdad, esa armonía y esa serenidad que son precisamente signo de la solicitud de Dios. Y concierne también a cada uno de nosotros, porque cada uno de nosotros es objeto de dicha solicitud de Dios. Concierne, por tanto, a nuestra capacidad de fiarnos de Dios y de actuar con tranquilidad y serenidad, sin dejarnos llevar por el pánico, el miedo, el temor y temblor o incluso el terror ante lo que nos aguarda, porque estamos en manos de un Padre bueno. Como decía san Ambrosio: «No me da miedo vivir, porque no creo haberme comportado mal; ni tengo miedo a morir, porque tenemos a un Padre y un Juez 61

bueno». Creo que esta podría ser la síntesis de cuanto hemos dicho acerca de algunos verbos de la acción divina. Verbos que, naturalmente, no son sino la introducción a otros muchos verbos análogos, porque los verbos que se refieren al obrar de Dios son innumerables. Pero todos ellos conducen a reconocer el rostro de un Dios que no está fuera ni, mucho menos, lejos del mundo, sino que se implica directamente con nosotros. Toda la espiritualidad judía, que dará lugar después a la espiritualidad cristiana, es espiritualidad de la implicación, de la alianza y, por consiguiente, de la respuesta afectuosa y sincera a esa atención de Dios para con nosotros. Sobre esto podemos examinarnos, porque es muy importante para dar a nuestra vida ese toque de verdad, de gracia y de familiaridad; y es importante también para que podamos vivir verdaderamente la vida de Dios y proclamar su gloria en esta realidad nuestra, tan cargada, sin embargo, de sufrimientos y oscuridades.

62

Dios ama

63

¿Cómo amamos nosotros?

N

O SÉ MUY BIEN CON QUÉ PALABRAS CONCLUIR.

Podría optar por una conclusión bastante previsible: no sería excesivamente difícil mostrar que el Dios que crea, que creando llama y promete; ese Dios que, después de haber llamado y prometido, libera de las situaciones de sufrimiento y de esclavitud; ese Dios que, finalmente, después de haber liberado, constituye una comunidad, a la que proporciona un orden y una disposición para que viva en paz y en armonía, y no deja de seguirla…, ese Dios ama. Esto está expresado ya en el Antiguo Testamento, por ejemplo, en el bellísimo pasaje de Deuteronomio 8,17-18: «No digas en tu corazón: “Mi propia fuerza y el poder de mi mano me han creado esta prosperidad”, sino acuérdate de Yahveh, tu Dios, que es quien te da la fuerza para crear la prosperidad, cumpliendo así la alianza que bajo juramento prometió a tus padres, como lo hace hoy».

Este es un Dios que ha tomado la iniciativa, es un Dios que ama. A Él corresponde la parte predominante en todo cuanto sucede. Y el Dios que ama está claramente presente en muchos pasajes de la Escritura. Podemos recordar, sin salirnos del Deuteronomio, el capítulo 7, vv. 7-8: «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado Yahveh con mano fuerte y os ha librado de la casa de servidumbre, del poder de Faraón, rey de Egipto».

Aquí la expresión clave es «Yahveh os ama». Tales declaraciones afloran ocasionalmente, poco a poco; pero, a medida que se avanza en la Escritura, aparecen más abiertamente. Otro ejemplo lo tenemos en el Salmo 103 (que en mi edición se titula Dios es amor): si bien no se dice siempre expresamente «Yo te amo», las expresiones empleadas lo dicen con absoluta evidencia. «Él perdona todas tus culpas, cura todas tus dolencias» (v. 3). «Clemente y compasivo es Yahveh, lento a la ira y lleno de amor» (v. 8).

Y podríamos citar otros muchos textos de la Escritura, como el de Isaías 54,8: 64

«En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante; pero con amor eterno te he compadecido, dice Yahveh, tu Redentor».

Y así sucesivamente… Naturalmente, habría sido fácil demostrar cómo este amor se convierte después en amor tierno, en amor conyugal, tanto en el libro de Oseas como, sobre todo, en el Cantar de los Cantares. Es un amor que asume todos los detalles y matices del amor humano: un amor tierno, dulce, delicado, previdente… Pienso que en este punto no estaría de más tratar también de la cólera de Dios. Dios es también alguien que se enoja… ¡y se enoja fácilmente! Pero se enoja, sobre todo, porque ama mucho. Tiene este aspecto como de debilidad en su forma de actuar. Podemos ahora pasar al Nuevo Testamento, en el que, como todos sabéis, uno de los textos fundamentales es el de Juan 3,16: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito»; es un texto clásico, junto al de 1 Juan 4,7-10: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados».

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, pues, compendian clarísimamente en el amor la principal característica de Dios, y nosotros no acabaremos jamás de asombrarnos de ello, conscientes de que nuestra respuesta será siempre imperfecta y deberá ser continuamente renovada y reconfirmada. Podría haberos propuesto una conclusión de este tipo, leyendo un poco más ampliamente los textos que he citado. Sin embargo, me han sorprendido enormemente otros pensamientos que me han acompañado en mis meditaciones tanto sobre el Dios que ordena como sobre el Dios que ama, y querría exponéroslos. Trataré de hacerlo dejando como una especie de preguntas abiertas a todos vosotros, que tenéis experiencia, prudencia y sabiduría, para que, llegado el caso, podáis elaborar respuestas. Dios transfigurará el amor de todos nosotros Un primer tema que me interesa se refiere precisamente al amor. No querría, sin embargo, reflexionar sobre el amor entendido en sentido general, sino preguntándome: ¿de qué modo el amor amistoso –el que nace sin que nosotros hagamos nada por que nazca: el amor, por ejemplo, a los padres, a los hermanos, a los parientes, a los amigos, a los colaboradores…– forma parte del amor más general con que debemos amar a todos porque somos amados por Dios? Me parece que en este asunto fácilmente puede haber 65

en nosotros algunas oscuridades. Por lo que yo he podido observar, tengo la impresión de que las experiencias (y me refiero aquí a los sacerdotes, pero también al resto de la gente) son, desde este punto de vista, sumamente diversas: van del amor al odio, de la desconfianza a la entrega, del servicio más sacrificado al ignorar prácticamente al otro. Al ver que en la vida de los sacerdotes las cosas son a menudo muy distintas, me he preguntado no solo cuál es el modo correcto de actuar en estos casos –¡y no es fácil dar una respuesta!–, sino, más aún, de qué modo pertenece este amor al amor de Dios y cómo permanece siendo eterno. En otras palabras: mis padres murieron hace ya mucho tiempo, pero de vez en cuando pienso en ellos y me pregunto: ¿cómo los amaré en la eternidad?; ¿cómo hablaré con ellos?; ¿cómo podré considerarlos iguales y, a la vez, distintos de los demás seres amados por Dios? Pienso que aún no he conseguido aclararme al respecto. Tal vez vosotros lo hayáis logrado y podríais ayudarme, al menos con vuestra oración. En cualquier caso, creo que en este asunto hay algo por aclarar en todos nosotros. La cosa resulta aún más difícil cuando del amor a los padres se pasa a la relación con los hermanos y las hermanas, donde las condiciones de la relación son aún más diversas. Hay relaciones estrechísimas de confianza, así como relaciones de distanciamiento e incluso de desconfianza, de litigio (cuando, por ejemplo, se litiga por la herencia, a veces nacen odios inveterados –«amor di fratello, amor di coltello»[1]–). Me parece que también aquí debemos tratar de comprender cómo estas cosas aparentemente naturales son de alguna manera subsumidas por el amor de Dios y qué luz reciben del mismo. Como podéis ver, tengo preguntas que quedan abiertas y que resultan aún más delicadas cuando el amor es una amistad, una amistad, por ejemplo, con una mujer. La cosa no es infrecuente, sobre todo entre los sacerdotes jóvenes. Entonces hay que tratar de ver qué se puede hacer, cómo ayudar, cómo hacer para que ello forme parte del amor de Dios… o bien se renuncie a ello claramente. Son problemas que conocéis vosotros mejor que yo, problemas graves y que, por tanto, son motivo de preocupación, aunque solo sea porque no siempre sabemos si lo que aconsejamos es lo correcto, y tampoco se sabe siempre qué aconsejar. Y no siempre la persona está dispuesta a recibir un buen consejo, sino que a veces hace lo que le da la gana, aun equivocándose, y equivocándose gravemente. Todo esto es amor y forma parte del amor de Dios. Pero hay, además, un amor adecuado y un amor equivocado, un amor más o menos correcto, un amor más o menos elevado, más o menos noble, más o menos egoísta…: hay un amor en el que nos vemos llevados a salir de nosotros mismos y un amor en el que instintivamente absorbemos al otro y nos apropiamos de él. Y esto sucede también en las relaciones espirituales, que a veces son relaciones de dominio, de concupiscencia oculta, de alguna forma de posesión. Y sucede más a menudo de lo que pensamos: se trata de personas que dan la apariencia de ser santas, pero que, en realidad, no lo son en absoluto y no ayudan a crecer a aquellos a quienes dirigen o que dependen de ellas. Y son, además, personas inmaduras, incapaces de afrontar la realidad de la vida. 66

Son pensamientos que, naturalmente, tendrían necesidad de ser aclarados desde el punto de vista práctico, pero también teórico, por el don del Espíritu Santo. Personalmente, estoy convencido de que el amor perfecto, típico, es aquel del que habla Deuteronomio 6,5: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». Creo que este es el punto de referencia de toda la serie de posibles juicios; que todos los demás amores se sitúan en torno a este. De este texto se derivará después Mateo 7,12: «Todo cuanto queráis que los demás os hagan a vosotros, hacédselo vos-otros a ellos: esta es la Ley y los Profetas»; o bien Romanos 5,5: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu que se nos ha dado». El amor, pues, proviene de Dios y, por tanto, de Dios debe pasar a través de los otros. Esta es también una de las Reglas de las que habla san Ignacio en sus Ejercicios, cuando dice que «el amor que me mueve y me hace elegir la tal cosa descienda de arriba, del amor de Dios». Esto me parece que es lucidez. Pero no siempre esta lucidez se vive y se ejercita de ese modo. Y volvemos al tema del amor que he denominado «amistoso» (es decir, el amor a los padres y a la familia, el amor a los amigos, el amor a las personas ante las que surge espontáneamente en nosotros un chispazo de simpatía sin que estén incluidas en el amor apostólico): hay que verlo como algo que, de alguna manera, debe depender del amor de Dios. Tal vez tengamos la impresión de que existe un cierto conflicto, incluso en los amores debidamente educados (algún conflicto, por ejemplo, entre el amor a Dios y el amor a los padres), es decir, que ambas cosas estén como contrapuestas, no íntimamente unidas: existe la una y existe la otra. Es buena la una y es mejor la otra, pero no fundidas en unidad. Creo que esta fusión en unidad es muy difícil, porque, mientras que un amor proviene más directamente del Espíritu, el amor a la familia (padres, hermanos, hermanas…) proviene de la sangre y siempre se presentará como un valor que de algún modo hay que elaborar y purificar, aun cuando lo sintamos presente en nosotros con mucha fuerza. Consideremos, además, que ello nos remite en cierta manera al ambiente de nuestra mundanidad; como dice el antiguo proverbio, las cosas invencibles son «mos, mas, mors», es decir, la costumbre, el macho y la muerte, entendiendo por «macho» las tradiciones familiares, que a menudo intervienen sin que nosotros mismos nos demos cuenta. Recuerdo a un sacerdote con quien discutí en cierta ocasión con respecto a un posible destino. El hombre se descolgó con estas palabras que yo jamás habría podido prever: «Padre mío –me dijo–: ¡Jamás hay que retroceder!». Este principio, que le habían inculcado sin que él fuera consciente de ello, dominaba su modo de actuar. Debemos reflexionar sobre estas cosas, pidiendo a Dios que nos ilumine. Porque en algunos casos de amor «amistoso», familiar, natural, el amor fácilmente resulta ser necesidad de apoyo, de confirmación, de consuelo, de familiaridad, de mimos, de soporte; mientras que el amor dedicado a los demás es búsqueda de su propio bien, aun cuando este amor pueda, a su vez, servir de apoyo y consuelo para nosotros. Y no hay nada de malo en el hecho de sentir profunda y afectivamente este amor. No debemos andar detrás de lo primero que se presente, pero tampoco hemos de tener miedo a 67

cualquier expresión un tanto intensa de ese amor, porque el propio Dios nos ha mostrado un amor intenso, tierno, delicado, atento… y, por tanto, este amor tiene su propio valor. Pero es cierto que el amor es algo inmenso, poderoso, poliédrico y, por consiguiente, requiere vigilancia por nuestra parte. Naturalmente, lo más difícil tal vez sea valorar el amor de amistad cuando verdaderamente resulta ser un apoyo recíproco. Entonces no está uno seguro de si ese apoyo recíproco le está hurtando algo a Dios o no. No es fácil juzgarlo, como vosotros sabéis de sobra por vuestra experiencia con otras muchas personas, sobre todo con sacerdotes. Creo, sin embargo, que siempre seguirá en vigor el principio de Deuteronomio 6,5 de que hay que amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas. Y a partir de aquí conviene valorar el resto con ayuda de un prudente discernimiento, porque ciertamente no es un error, de por sí, obtener el bien del otro a la vez que se obtiene un bien para uno mismo (un apoyo, un afecto, un consuelo, un estímulo…); aunque existe el peligro de quedarse en este bien de intimidad, en el bien de verse apoyado y consolado, olvidando el verdadero bien de los demás. Tengamos en cuenta, por último, que en estas cosas entra también en juego el subconsciente, que es difícil de discernir y de juzgar. Esto pueden hacerlo los otros mejor que nosotros mismos, y por eso es muy útil –y yo suelo recomendárselo a los sacerdotes jóvenes– hablar con otra persona sobre los afectos que surgen en nuestro interior. Porque uno no es capaz de juzgar debidamente por sí solo, sino que debe ser ayudado por otra persona que desde fuera, por así decirlo, juzgue y aconseje. En cualquier caso, pienso que en la eternidad –¡y esto me da una enorme confianza!– el amor de Dios se abrirá de par en par en la perfecta transparencia del amor también de los padres, de los hermanos y hermanas, de todos los que nos han amado, de todos aquellos a quienes nos hemos entregado: creo, en suma, que Dios realizará una perfecta transfiguración. En la eternidad veremos todo esto con absoluta claridad, y veremos también cómo, en nuestro modo de amar, ha habido muchas imperfecciones, muchas lagunas, muchas zafiedades, muchas rugosidades, muchos obstáculos que de algún modo han dificultado nuestro camino, pero que el Señor sabrá purificar y perdonar, con tal de que hayamos sido lo vigilantes que nuestra autoconciencia nos permitía ser. Como veis, es este un punto muy delicado, muy amplio, muy arduo, y en el que yo, personalmente, me hallo todavía en búsqueda. Os confío, pues, a vosotros la prosecución de esta búsqueda, que dura toda la vida, porque solo la eternidad revelará de veras lo que tiene valor. Como dice Pablo, entonces se verá lo que es paja, lo que es madera, lo que es hierro sólido, lo que resiste, lo que no dura (cf. 1 Cor 3,11-13). Y puede que nos llevemos más de una sorpresa, porque veremos que algo que creíamos muy sólido arde enseguida, mientras que otras cosas resisten. Amor, ley moral, ley civil Otro tema que me interesa es el de la relación entre amor y ley, y entre ley moral y ley 68

civil. Y además, en este marco surge el tema de la pureza, de la castidad, de lo que puede lograrse y lo que puede exigirse a este respecto. Se trata de dos temas separados, pero también, en parte, conectados. Por lo que se refiere a la primera temática (la relación entre amor y ley), debemos reconocer que las cosas eran más fáciles en el Antiguo Testamento, cuando la ley era teocrática, porque entonces ley moral y ley civil eran idénticas. Las cosas ya no son hoy tan fáciles. Sabéis muy bien cuánto preocupa la concepción islámica de la ley teocrática, aunque solo sea porque para el mundo islámico la ley es ley, aun cuando no sea razonable (lo decía ya el papa Benedicto XVI en su célebre discurso de Regensburg). Nosotros no logramos comprender este aspecto, precisamente porque hemos explicado el precepto de Dios como precepto para el bien de una comunidad y, por lo tanto, con una motivación racional. Probablemente, semejante pretensión de una voluntad de Dios absoluta es más proclamada que vivida, y creo que al respecto podrá haber una capacidad de acuerdo práctico. A nosotros, en cambio, se nos plantea el problema de la relación entre ley moral –es decir, interior, regida por la conciencia– y ley civil. Y en este punto no faltan los debates, ni mucho menos. Creo que es oportuno debatir aún más sobre estos temas, pero abordándolos sin brusquedad, tras haberlos pasado previamente por la criba de una reflexión atenta, al menos en el plano episcopal. No pretendo, sin embargo, entrar en ello, porque mi modo de pensar ya ha sido demasiadas veces malinterpretado. Pero creo que, cuando santo Tomás dice que la ley es ordinatio rationis ad bonum commune, está sugiriendo que la ley debe ser motivada de tal manera que se vea claramente que responde al bien común. Sin embargo, sabemos que el concepto de «bien común» no se ve siempre del mismo modo. A este respecto, existen ciertamente dificultades a las que debéis enfrentaros. Yo ya no estoy directamente implicado, al haber concluido mi ministerio episcopal, pero las siento y las vivo, porque forman parte de la vida de todos, en sus ciudades, en sus países. Es obvio que las leyes deben ser justas, es decir, deben conducir al bien común. Pero hemos de preguntarnos si es siempre tan obvio que las leyes deban ser absolutamente justas o si, por el contrario, no debería a veces preferirse la ley menos injusta posible, es decir, la que en mayor medida responda al bien común en una situación de deterioro o de gran diferencia de mentalidades. Valorar estas cosas es algo que compete a quienes tienen algún tipo de responsabilidad. Ciertamente, no existe tan solo la perspectiva que únicamente contempla una alternativa radical: o ley perfecta o nada. En democracia se busca la ley menos mala, menos injusta, que pueda razonablemente alcanzarse a través del consenso común, el cual, por otra parte, no es siempre demostrativo de razón o de sensatez: el número no basta. Pero en democracia el número importa; y, por lo tanto, hay que perseguir, obviamente, la mayoría numérica motivando de manera profunda y propositiva, siendo lo más convincente posible.

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Educar en el dominio de sí Y volvemos al punto, relacionado con el anterior, al cual he aludido más arriba y que me deja perplejo y, de alguna manera, me inquieta. Se trata de la pregunta: ¿adónde han ido a parar todas aquellas leyes del Antiguo Testamento sobre la pureza y sobre la santidad? No es fácil que hayan quedado canceladas de un plumazo, porque ya hemos dicho que respondían a profundas exigencias de limpieza con el fin de eliminar la inmundicia, evitar la confusión y poner orden. Significa, entonces, que han tomado otros distintos caminos, y hoy es importante ver qué caminos son esos. Ciertamente, tales leyes se han transformado, en parte, en normas de buena educación. Existe una buena educación, un determinado nivel de lo que llamamos «cultura civil», que ha asumido parte de dichas leyes, como podemos constatar cuando entramos en una casa que está limpia y ordenada. No hay necesidad de ley alguna al respecto: nuestra sensibilidad para estas cosas es fuerte, y reconocemos su valor. Pero otra parte de esas leyes han confluido en preceptos. Y un precepto muy importante es el sexto mandamiento, que, sin embargo, suele traducirse de modo incorrecto. No dice: «No cometerás actos impuros», sino: «No fornicarás». No existe ningún mandamiento que prohíba los actos impuros como tales, al menos no en el Decálogo. ¿Qué debemos pensar, entonces sobre el tema de la pureza?; ¿cómo valorar este fenómeno, sobre el que la juventud muestra hoy tan escaso interés? Actualmente, entre jóvenes de uno y otro sexo se permiten libertades que en nuestro tiempo habrían parecido pecaminosas y escandalosas. A este respecto, los jóvenes no parecen, precisamente, prestar oídos. ¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo ayudar? ¿Cómo poner orden sin, al mismo tiempo, aterrorizar o hacer proclamas inútiles, como las «recriminaciones» de Alessandro Manzoni? Es un problema muy serio, sobre el que deberíamos interrogarnos más y saber tratar más de cerca con la mentalidad de los jóvenes. Recuerdo, ante todo, algunos puntos irrenunciables. El sexto y el noveno son mandamientos santísimos y rigurosísimos. Consiguientemente, hay que enseñar a los jóvenes que el respeto a la familia y a la mujer del prójimo es sacrosanto. En este punto no podemos ceder en absoluto, porque es defensa de la familia, defensa del vínculo familiar y defensa de los hijos. Todo ello debe defenderse a toda costa. Han intervenido, sin embargo, algunos hechos nuevos que han modificado un tanto la situación. El primero es el hecho de que la gente se casa demasiado tarde. Hay un interesante libro sobre los defectos de san Carlos que el autor, un ex sacerdote de nuestra diócesis, me hizo llegar (Paolo Pagliughi, Carlo Borromeo. I destini di una famiglia nelle lettere del grande santo lombardo, Mondadori, 2006), y en el que leí que el santo hacía casarse a sus hermanas pequeñas, entre los siete y los diez años, con muchachos de unos doce años, previendo que, en el momento en que fueran capaces de realizar el acto sexual, lo realizarían. Por tanto, si se casaban a una edad temprana, no existía el problema de la castidad juvenil: casándose entre los 12 y los 14 años, sucedía que, con la aparición de la pulsión sexual, existía también la posibilidad de satisfacerla. En cambio, casándose a los 70

treinta años o más, como sucede hoy, la situación es muy distinta. Esto ha hecho, obviamente, que el problema se haya agravado enormemente en nuestra sociedad. Un segundo hecho es la enorme difusión de la pornografía, facilitada por los massmedia y por Internet, lo cual ha suscitado, aunque de manera artificial, el deseo sexual y sensual. Este es, ciertamente, un elemento muy grave. Un tercer hecho que también merece ser recordado –como me sugería un gran médico alemán– es que hoy mucha gente tiene una especie de «ignorancia invencible». Es inútil explicar determinadas cosas, porque no se comprenden, no hacen mella. Creo, pues, que habría que esforzarse en promover la maduración en aquello que Pablo denomina la capacidad del dominio de sí, una virtud que estoy convencido de que debe necesariamente crecer. Por supuesto que sin necesidad de proclamas «terroristas». En nuestra juventud nos decían que en el terreno de la castidad no existe el pecado venial, sino que todo es pecado mortal; con lo cual nos aterrorizaban y nos metían el miedo en el cuerpo. Puede que fuera incluso apropiado que nos educaran de ese modo, pero ciertamente no corresponde a la sana doctrina. Es importantísimo, en cambio, educar en el dominio de sí, en la capacidad de dominar los propios sentimientos, de dominar no solo la propia sexualidad, sino también la sensualidad, puede que incluso con medios muy sencillos. Recuerdo que un párroco muy inteligente me contaba: «Yo digo a los chavales que vienen a ayudar a misa, y para quienes los actos impuros son algo tan normal como beber un vaso de agua: “En esta novena que os prepara para la Pascua, tratad de estar alerta y de no ceder en ninguna de estas cosas”». No les exigía todo, porque seguramente no habrían comprendido, pero los educaba poco a poco en el dominio de sí. No sé si es suficiente, pero permite percibir que entre el todo y la nada hay algo que es posible obtener, y tal vez así las personas se eduquen progresivamente en ver lo hermoso que es dominarse a sí mismas y gozar de una cierta paz interior.

[1] «Amor de hermano, amor de cuchillo». Proverbio italiano para el que no he hallado equivalente en español (N. del Tr.).

71

Índice Portada Créditos Índice 1. Dios Crea

3 5 6 9

El sueño de Dios Introducción El primer verbo: Dios crea Las características de la acción de Dios (Is 45,1-9) Las consecuencias antropológicas y sociológicas En Jesús, la acción creadora de Dios La acción creadora de Dios en el Nuevo Testamento La tempestad calmada Poner orden en la vida

2. Dios Promete

10 10 11 12 14 17 17 19 21

24

Una promesa siempre «abierta» La promesa a Abrahán Confianza absoluta en Dios Arriesgar la vida en la esperanza Jesús es la promesa Jesús promete Jesús es la promesa

25 25 27 28 32 33 34

3. Dios Libera

37

Un Dios liberador y victorioso (Ex 15,1-12) Los milagros de Jesús Para preguntarse en la oración

4. Dios Ordena

39 41 42

45

La alianza y el decálogo La ley del sábado Los preceptos sobre la pureza La relación entre mando y libertad

47 50 52 54

5. Dios Provee

56

«El Señor es mi pastor»

57 72

La Eucaristía, continua cercanía de Dios

60

6. Dios Ama

63

¿Cómo amamos nosotros? Dios transfigurará el amor de todos nosotros Amor, ley moral, ley civil Educar en el dominio de sí

73

64 65 68 70

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