Palabras Duras En La Bibliay Su Interpretación Espiritual

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ANSELM GRÜN

Palabras duras en la Biblia Y su interpretación espiritual

SAL T2ERRAE

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447 Título original: Schwierige Bibelstellen spirituell erschlossen © RCS Libri S.p.A., 2015 Milano www.rcslibri.it Traducción: Heinrich P. Brubach © Editorial Sal Terrae, 2016 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 04-01-2016 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2545-4

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Índice Portada Créditos Introducción 1. El relato de la tentación 2. El fratricidio: Caín y Abel 3. El Diluvio y el arca de Noé 4. La torre de Babel 5. La destrucción de Sodoma y Gomorra 6. El sacrificio de Abrahán 7. La lucha de Jacob con Dios 8. La salida de Egipto 9. La oblación de la hija de Jefté 10. Los sufrimientos de Job 11. El corazón insondable 12. Un Dios celoso y justiciero 13. Salmos de imprecación 14. Liberarse de la mano del malvado 15. Abandonado por Dios 16. No he venido a abolir 17. ¡Sácate tu ojo! 18. Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto 19. No nos dejes caer en la tentación 20. La polémica de Jesús con los judíos 21. Nadie va al Padre si no es por mí 22. Cargar con la cruz 23. El pecado contra el Espíritu Santo 24. La puerta estrecha 25. No hay paz, sino división 26. El rico y el ojo de una aguja 27. Aborrecer al padre y a la madre 28. La matanza de los inocentes de Belén 29. Señor, yo no soy digno... 30. Por más que miren, no vean... 31. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos 32. Las vírgenes necias y las vírgenes prudentes 4

33. El siervo inútil 34. Los primeros serán los últimos 35. La parábola del administrador infiel 36. ¿Una expectativa defraudada? 37. «Llorad por vosotras y por vuestros hijos» 38. ¿Separación o atadura? 39. Comer y beber la propia condena 40. El silencio de las mujeres 41. ¿Rechazar la homosexualidad? 42. Ya no vivo yo... 43. Por él lo doy todo por perdido 44. La muerte de Jesús como sacrificio expiatorio 45. Jesús sube a la cruz cargando con mis pecados 46. Rescatados por la sangre del Cordero 47. Me alegro de padecer 48. El significado de la cruz 49. El hombre, cabeza de la mujer 50. El Cordero y el rollo con los siete sellos Conclusión Bibliografía

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Introducción

La Biblia pertenece al núcleo mismo de la fe cristiana, a pesar de lo cual no siempre es fácil de entender. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento hay textos oscuros y difíciles. Ya en la primera generación del cristianismo se hallan ejemplos que subrayan el hecho de que a veces los textos del Nuevo Testamento no se entienden tan fácilmente. Así, la Segunda Carta de Pedro (2 Pe 3,16) se refiere a las cartas de Pablo diciendo que «en ellas hay cosas difíciles de entender». Una anécdota instructiva la encontramos en los Hechos de los Apóstoles: «¿Entiendes lo que estás leyendo?», le pregunta el apóstol Felipe a un eunuco etíope de nombre desconocido que, aparentemente desorientado, está leyendo en un libro profético, provocando de esta manera la respuesta: «¿Y cómo voy a entenderlo, si nadie me lo explica?» (Hch 8,30.31)[*] Entonces no es de extrañar que algunos textos resulten enigmáticos también para muchos de nuestros contemporáneos que se interesan por la Biblia, buscando en ella una orientación para su vida. Hay lectores que perciben ciertos textos bíblicos como una provocación; a otros les causan hasta angustia. Varios de mis lectores y lectoras me escribieron en los dos años anteriores que no saben qué hacer con algunos textos de la Biblia, que a veces hasta les molesta leerlos, y otros que simplemente no los entienden. En este libro he intentado interpretar algunos de estos textos difíciles. Al hacerlo no quiero caer en el error, que el filósofo alemán Kurt Flasch, duro crítico de la fe cristiana, nos echa en cara: que muchos cristianos tratan de resolver las contradicciones o antinomias de muchos textos bíblicos discutiendo o, simplemente, cerrando los ojos. No intento forzar los textos bíblicos para amoldarlos a mi teología. Al contrario, quiero debatirme con ellos hasta comprenderlos. En esto me asiste la inteligencia que considero imprescindible en este trabajo. Mi patrono, san Anselmo de Canterbury, concebía su teología de tal modo que deseaba entender lo que creía. Su lema era: Fides quaerens intellectum («La fe que trata de entender»). Con mi trabajo pretendo hacer lo mismo: deseo comprender los textos bíblicos que leo. El comprender, por su parte, es siempre un acontecimiento o un suceso subjetivo. En la actualidad muchos críticos tienen un concepto negativo de la Biblia. El británico Richard Dawson, biólogo evolucionista, opina que el Dios del Antiguo Testamento sería «la figura más desagradable de toda la literatura». El alemán Franz Buggle, otro crítico del cristianismo, tacha la amenaza del castigo del infierno, tal como la conoce el Nuevo Testamento, de «terror psíquico». A estas voces se refiere Gerd 6

Häfner, catedrático y exegeta del Nuevo Testamento en Múnich, con la publicación en la revista mensual Christ in der Gegenwart de algunos artículos a los que da el título de Die angeklagte Bibel («La Biblia a juicio»). Pero, en el fondo, todas las acusaciones no revelan más que una absoluta falta de comprensión en lo que se refiere a la peculiaridad y las características del lenguaje bíblico. Desde luego, algunos de los reproches, como los que hacen los críticos de la religión, irritan a muchos feligreses cuando se ponen a leer por su cuenta la Biblia. Se encuentran –por ejemplo– con algunas historias chocantes del Antiguo Testamento, o se ven confrontados con frases en labios de Jesús que no comprenden, o se sienten desairados por ellas. A menudo leen tales textos con ciertos prejuicios y ciertas experiencias previas, recordando interpretaciones que escuchaban cuando eran niños. Se trata de interpretaciones que siguen intimidándoles al leer las palabras de Jesús. De tal suerte que, con ello, la puerta hacia el verdadero sentido de dichas palabras queda cerrada. Al decir esto, no intento tacharlos de culpables, pues no pueden entenderlos de otra manera. Hay otros que leen la Biblia con prejuicios de tipo psicológico. Quien se siente atemorizado por un caos desconocido en su alma, leerá tales textos de tal forma que sus angustias irán en aumento. He asistido a un hombre que era incapaz de leer la Biblia, porque todo en ella le hablaba de condenación. Sufría una manía que le impedía ver la verdadera realidad. Las manías están siempre relacionadas con algún sentimiento de culpabilidad inconsciente. Si una persona psíquicamente enferma empieza a leer la Biblia, su enfermedad oscurecerá o falsificará necesariamente los textos que lee. Pues el hombre enfermo se sentirá siempre confrontado con su sentimiento de culpabilidad y la amenaza del castigo. Siempre que leo la Biblia, tengo presente una frase de san Agustín que me sirve de clave y me ayuda a tener un presentimiento del sentido de los textos que leo. Agustín, como orador romano, era un perfecto conocedor de la ciencia de la hermenéutica, es decir, la ciencia que permite comprender textos en general. Los griegos y los romanos habían desarrollado una hermenéutica propia. Textos que requieren una interpretación – es decir, una exégesis– tienen antes que ser entendidos. La hermenéutica, como ciencia del entender, tiende entonces a aclarar las condiciones y el fin de la interpretación de un texto. El entendimiento y la voluntad de entender son partes integrantes del ser humano. Por consiguiente, son indispensables cuando se empieza a leer la Biblia. Ya el verbo «entender» significa que lo que uno está leyendo va más allá del texto que tiene ante sus ojos; tiene que ver también con él como persona. Solo quien comprende su propia vida al entender los textos que lee, y solo quien finalmente llega a entender su propia existencia, puede aceptarse a sí mismo. En el sentido del arte del entendimiento, san Agustín puso en nuestras manos una clave que nos explica cómo debemos manejar los textos bíblicos. Escribe Agustín: «La palabra de Dios es el adversario de tu voluntad hasta que sea el origen de tu salvación. Mientras sigas siendo tu propio enemigo, la palabra de Dios será tu enemigo. Sé tu propio amigo, y entonces la palabra de Dios concordará contigo». La frase en latín suena aún más precisa: «Esto tibi amicus et concordas cum ipso». Es decir: 7

si tú te tratas a ti mismo amigablemente, si llegas a ser tu propio amigo, serás uno con la palabra de Dios. La palabra de Dios concuerda con tu corazón y te lleva a tocarlo en lo más profundo. Al anteponer la máxima de san Agustín a mis interpretaciones de textos bíblicos, lo que quiero decir es que, siempre que me molesta un texto, soy yo mi propio enemigo. La palabra me fastidia porque contradice mi actual concepto de la vida. No obstante, el concepto actual de la vida no me lleva a la verdadera vida, sino a la enemistad con mi propio ser. Pongo un ejemplo: la parábola de los jornaleros de la viña me choca, porque me lleva a encontrarme con mi propia envidia. O las palabras de Jesús me molestan, porque me hacen recordar mi propia culpa. La palabra de Dios descubre entonces lo que no quiero ver. La indignación causada por la palabra de Dios es, en el fondo, la indignación con uno mismo. Ahora debo debatirme con la palabra de Dios hasta llegar a ser mi propio amigo, o bien hasta que sea capaz de aceptarme con todas mis emociones y pensamientos. La palabra de Dios intenta llevarme hacia un concepto de vida que corresponda con mi propio ser. Entender o comprender la palabra de Dios implica entonces un doble camino. Por un lado, debo tratarme a mí mismo amigablemente, debo ser mi propio amigo. Así comprenderé la palabra de Dios. Pero vale también este otro camino: intento contemplar y meditar desde muchos puntos de vista la palabra de Dios, hasta lograr entenderla. Pues mediante el entendimiento correcto de la palabra divina llegaré a comprenderme a mí mismo. Luego seré capaz de estar de mi propia parte y de aceptarme tal como soy. Lo que san Agustín expresa con su lenguaje plástico lo confirma la hermenéutica moderna. El filósofo Hans-Georg Gadamer, alumno de Martin Heidegger, realizó una valiosa aportación a la hermenéutica moderna. Dice Gadamer que en la hermenéutica se trataría siempre de conectar lo ajeno de un texto con la realidad personal del lector. Entender un texto significa siempre entenderse a sí mismo. No le da tanta importancia a lo que el autor de un texto haya pensado en el momento de escribirlo. Más bien, habría que ponerse en contacto interior con el texto e iniciar un diálogo con él. La finalidad de este diálogo no debería ser otra que entenderse mejor a uno mismo. A esto le da Gadamer el nombre de Horizontverschmelzung («fusión de horizontes»), pues el texto bíblico tiene un concepto muy particular de Dios y del hombre. Siendo un hombre contemporáneo, tengo también unos conceptos muy específicos de mí como persona y de Dios. Al leer los textos bíblicos, dice Gadamer, deberían unirse estos conceptos distintos y fusionarse en un horizonte común. Dentro de ese nuevo horizonte contemplaré mi vida con otra mirada. La veo de nuevo. Me entiendo a mí mismo de nuevo. Entender, pues, tiene algo que ver con mi propia vida y, por consiguiente, es un proceso subjetivo. En este sentido, entender un texto no significa fijarlo objetivamente o interpretarlo únicamente dentro de su contexto histórico; más bien, todo gira alrededor de un diálogo en el que yo mismo estoy involucrado. 8

Con este libro pretendo contribuir de algún modo a que mis lectores se sientan invitados y capacitados para llevar a cabo este diálogo personal con los textos bíblicos. Lo cual significa para el lector: ¡Fíese de su propio corazón! Si al leer un texto no llega a entenderlo, tenga la paciencia de meditarlo a fondo. ¿Qué impresión percibe usted o qué sentimientos le produce? ¿Qué es lo que ocasiona en usted? Si le ocasiona angustia u oposición, no lo valore, sino pregúntese a sí mismo: ¿Qué es lo que la angustia o la oposición quieren decirme? ¿Acaso tengo miedo de mí mismo? ¿O es que la angustia que el texto me produce está revelándome un trauma anterior, fruto de sentimientos de culpabilidad oprimidos o de lados sombríos que no deseo percibir? ¿Siento en mi interior una resistencia hacia mi propia vida? ¿Tengo quizá que resistirme a la interpretación antigua del texto que estoy leyendo? O, si el texto me molesta, ¿acaso estoy descubriendo una antigua herida que me causaron otras personas con su interpretación personal? En todo caso, los sentimientos significarían para mí un especial desafío en orden a descubrir la fuerza curativa y transformadora que el texto contiene. Si no sabe qué hacer con un determinado texto bíblico, intente asociarlo preguntándose: ¿Qué clase de imágenes despierta el texto en mi alma? ¿Cuales son los acontecimientos que me vienen a la memoria al leer este texto? Al leerlo por primera vez, ¿qué es lo que despierta en mí? ¿Me resulta extraño o desconocido? En este caso, trate de contemplar lo extraño con serenidad y permita que le suma en la duda. Si la hermenéutica es el arte de transformar lo ajeno en lo propio y de conectar lo ajeno con lo que es mío, y si por esta razón mi horizonte se extiende y amplifica, será legítima esta pregunta: ¿Acaso mi punto de vista es exclusivo y único, o habrá también otras posibilidades? ¿Qué concepto de vida aparece en el texto bíblico que estoy leyendo? Si ese texto me molesta, ¿es que lo he interpretado mal hasta ahora? ¿No será que el fastidio que siento está indicándome que, en el fondo, estoy enfadado conmigo mismo porque no me encuentro en sintonía con mi propio ser? Le aconsejo que aplique las palabras de san Agustín a su concepto personal del Nuevo Testamento. Al leer las historias de sanación, imagínese que usted mismo fuese el enfermo o la enferma que se sana por la acción curativa de Jesús. Pregúntese al mismo tiempo: ¿Cuáles son los problemas psíquicos que la enfermedad corporal revela? A continuación puede imaginarse que Jesús en persona le dirige la palabra, le busca para encontrarlo y tocarlo. Le advierto que, entonces, lo que pasó en tiempos pasados puede pasar ahora con usted. ¡Aplique las palabras de san Agustín especialmente a las parábolas de Jesús! Las parábolas tienen siempre dos polos; es decir: Jesús fascina por un lado, pero también provoca. Jesús es un narrador maravilloso. Con su arte de narrar nos hace curiosos y nos cautiva. Pero luego hay un punto donde nos molesta. Con esto Jesús nos dice: Ahí, donde te incomodas, se ve que el concepto que tienes de ti mismo, merece una corrección. La imagen que tienes de Dios es falsa. Jesús quiere conducirnos por medio de la provocación hacia una imagen sana y adecuada de nosotros mismos y de 9

Dios. Acepte el texto agustiniano como una clave para el entendimiento correcto de lo que nos dice Jesús. Muchos textos jesuanos nos chocan a primera vista y nos parecen demasiado duros, severos y exigentes. No obstante, todo lo que Jesús dice pretende conducirme a la vida. Si interpreto las palabras de Jesús de tal modo que intimidan a mis lectores y a mí mismo, es que no he entendido a Jesús. Más bien, por medio de la intimidación se le manipula para que pueda ejercer cierto poder sobre otros. Solo si las palabras de Jesús me conducen a la vida y a la amistad conmigo mismo, las entiendo correctamente. Sin embargo, siguen siendo una provocación, porque no aceptan fácilmente mi concepto de «vida», sino que lo ponen en duda. Pero la finalidad de las enseñanzas jesuanas en general es siempre esta: Jesús quiere abrirme los ojos para que reconozca mis falsas ilusiones y llegue a tener un concepto de mi vida tal como Dios lo ha pensado desde un principio. La Iglesia de los primeros siglos se acercó a la interpretación de la Sagrada Escritura a través de tres preguntas clave. Usted, por su parte, puede hacer lo mismo y acercarse a los textos bíblicos preguntándose: 1. ¿Qué debo hacer? 2. ¿Quién soy yo? 3. ¿Qué espero? La primera es la pregunta fundamental de la filosofía griega. Con esta pregunta reaccionó la gente que escuchó la predicación de Pedro el día de Pentecostés: «¿Qué debemos hacer?» (Hch 2,37). Y Pedro replicó: «¡Convertíos!» En el texto original griego se lee: metanoeite, es decir, «¡Media vuelta, pensad diferente! Vuestra manera de pensar está errada». Habrá muchos que se contenten con esta primera pregunta, pues piensan que la Biblia exige demasiado de ellos. Por lo tanto la segunda pregunta es de igual importancia: «¿Quién soy yo?» A menudo, los textos bíblicos nos resultan extraños y chocantes. El evangelio de Juan, por ejemplo, nos transmite palabras de Jesús que suenan muy bien; pero, a la hora de interpretarlas, quedamos perplejos. Una muestra: en el discurso de despedida, dice Jesús: «Como el Padre me amó, así os he amado; permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Por supuesto que suena bonito. Pero ¿se puede vivir de esta palabra? En esto nos asesora y nos ayuda el método interpretativo del monacato antiguo, la llamada lectio divina. Los monjes, al leer las palabras de la Biblia, las dejaron entrar hasta el fondo del corazón y al mismo tiempo las gustaron y las saborearon en cierto sentido. Entonces haré lo mismo con la palabra de Dios: intentaré sentirla y saborearla en mi corazón. A continuación me preguntaré: «Si esta palabra dice la verdad, ¿cómo me siento ahora?» O, más bien: «¿Qué piensa Jesús al decir esto y por qué lo dice?» Las 10

palabras tienen ciertamente la capacidad de crear una realidad. El filósofo alemán Edmund Husserl –cuya alumna más famosa fue la santa Edith Stein– distingue entre «existir» (Vorhandensein) y «ser realidad» (Wirklichsein). Muchas veces existo simplemente, sin haberme conectado con mi realidad. No soy del todo aquel que en realidad debería ser con respecto a mi existencia personal. Vivo de un modo reducido. Las palabras de Jesús, en cambio, me hacen ver la riqueza innata de mi realidad personal. Experimento que soy del todo amado, que habito en el amor de Dios, que habito –por así decirlo– en una casa llena de amor, rodeado e impregnado de amor. Si esto es la verdad, me percibo de manera diferente. La Biblia quiere guiarnos hacia una nueva autoexperiencia. Algunos hombres y mujeres, por de pronto, se acercan a la Biblia con una postura escéptica. A lo mejor han leído libros críticos que ponen en duda el mensaje de Jesús. Suponen que los evangelistas habrían interpretado las palabras jesuanas a su capricho, influenciados por sus propios deseos e ideas. Es importante que no eludamos estas discusiones ni dejemos de lado los estudios científicos de la Biblia; es decir, que no descartemos las posibilidades del método histórico-crítico. Sin embargo, existe otra forma eficiente e importante de acceder a la Biblia: al leer las palabras de Jesús dejemos a un lado por un momento nuestros pensamientos críticos. Supongamos, simplemente, que lo dicho sea verídico. Al mismo tiempo, prestemos mucha atención a lo más íntimo de nuestro ser para sentir qué efecto nos produce. Desde luego, estamos dotados de un intelecto crítico, pero al leer la Biblia me diré sencillamente: «Hoy voy a creer. Me permito imaginar que estas palabras son fidedignas. Mañana me acercaré de nuevo a la Biblia con mi mente crítica». Le invito a hacer la prueba con este método. Estoy seguro de que hará nuevas experiencias con la Biblia. Muchos textos bíblicos son profecías, anuncios y promesas. Algunos parecen demasiado hermosos para ser ciertos. A estos textos nos acercamos preguntándonos: ¿Qué es lo que espero? ¿Qué esperanzas tengo? Los textos proféticos del Antiguo Testamento en general, pero también muchas palabras de Jesús y determinados pasajes de la literatura epistolar del Nuevo Testamento –las cartas de Pablo, las dos de Pedro, las tres de Juan, la de los Hebreos y la de Santiago–, hablan continuamente de lo que nos espera. Pero esta esperanza no se limita a lo que nos espera después de la muerte. Son promesas que nos dicen: «Ya ahora, en esta vida, habrá más posibilidades de las que pensamos. Los textos bíblicos tienen como objetivo el ensanche o la amplificación de nuestros horizontes, dándonos la esperanza de que nuestra vida podrá ser más sana y clara de como lo es por el momento». Muchos de mis lectores y lectoras me advirtieron de algunos textos del Antiguo Testamento donde aparece un Dios justiciero y violento. Se horrorizan ante el hecho de que Dios exterminara a los primogénitos de los egipcios, o que mandase a los israelitas pasar por las armas a todos los hombres, mujeres y niños de una ciudad conquistada. 11

Antes de interpretar algunos de aquellos textos, quiero señalar que la Biblia habla de Dios de un modo muy humano – los exegetas dicen: de un modo antropomórfico–. Dios aparece como un soberano sin piedad alguna, como un guerrero que vence a los ejércitos de sus enemigos y como un Dios vengativo que al instante castiga los errores de los hombres. Desde luego, todas esas citas bíblicas no deben ser mal interpretadas como si fuesen una descripción veraz y real de Dios. Estas imágenes –pues no son otra cosa– manifiestan que la realidad del mundo no es otra. Pero, por otra parte, nos dicen también esto: «Si vivo en oposición a mi propia existencia y en desacuerdo conmigo mismo, me castigo a mí mismo, y mi vida no tendrá éxito». Lo cual tendrá consecuencias nefastas, pues lo que la Biblia comprende como castigo de Dios no es otra cosa que el efecto y la consecuencia negativa de nuestras malas obras. Por lo tanto, es menester que miremos y valoremos nuestra vida con sinceridad y de manera muy realista. A ello nos exhortan, mediante su hablar antropomórfico, los textos que atribuyen a Dios unas actuaciones a veces brutales. No debemos interpretar los celos y la brutalidad que la Biblia atribuye a Dios de vez en cuando como si fuesen cualidades reales de Él. El psiquiatra Albert Görres opina que nuestra incapacidad para leer la Biblia de manera correcta tendría su origen en el hecho de que nuestra imagen de Dios es exageradamente infantil. Nosotros proyectamos sobre Dios, de manera indiscriminada, las cualidades demasiado humanas, los celos, el sadismo, la arbitrariedad, el castigo y el poder. Nos fabricamos un Dios a nuestra imagen y semejanza. Por lo tanto, nos aconseja Albert Görres: «Tenemos que hacer un uso radical de nuestra razón, sea grande, pequeña o débil, renunciando a la vez a todos los restos de aquella superstición que imputa a Dios un carácter no muy atrayente» (Die Gotteskrankheit. Religion als Ursache seelischer Fehlentwicklung [«La enfermedad de Dios. La religión como origen de enfermedades anímicas»], p. 16). El Antiguo y el Nuevo Testamento formaban para el monacato medieval una unidad inseparable. En cambio, muchos de nuestros cristianos contemporáneos creen que el Antiguo Testamento ha sido abolido o sustituido por el Nuevo. Sin embargo, el Nuevo Testamento no se entiende sin el Antiguo. Los monjes, a su vez, no tenían ningún problema con la interpretación de los textos de la primera parte de la Biblia, porque para ellos no se trataba meramente de la historia de los israelitas, sino de la historia de la Iglesia, ya prefigurada en el Antiguo Testamento. La interpretación y la lectura de la Sagrada Escritura significaban para ellos siempre salutaris scientia, una «ciencia saludable», es decir: el saber de la salvación que nos ha sido donada en Jesucristo, y una verdad que ya está prefigurada en muchas imágenes, acontecimientos y vaticinios del Antiguo Testamento. Los monjes de la Edad Media, por consiguiente, interpretaron siempre el Antiguo Testamento a la luz de la Nueva Alianza, a la luz de Jesucristo. Repito que los hechos históricos del Antiguo Testamento no representaban un valor primordial para ellos. Más bien, las historias que contiene son concebidas como imágenes o símbolos de la salvación que Dios nos ha ofrecido en Jesucristo. Con su 12

interpretación siguen a los autores bíblicos y a los exegetas judíos. Ya en los salmos se puede verificar que los hechos históricos del éxodo de Egipto y las guerras contra los enemigos del pueblo no son interpretados simplemente como la historia de un pueblo, sino que se comprenden en un sentido metafórico. Los enemigos representaban aquellas fuerzas íntimas del ser humano que nos impiden vivir de verdad. La salida de Egipto, a su vez, era un arquetipo de la liberación y transformación, una imagen de nuestro camino hacia la libertad personal. Por eso los monjes en la Edad Media no tenían ningún problema con esas historias del Antiguo Testamento. Su punto de partida era Jesucristo; en consecuencia, descifraron y comprendieron esas historias como imágenes que prefiguraban todos los hechos de salvación que él realizó por nosotros. Siendo fiel a este concepto, en el siglo XII un monje cisterciense, Balduino, escribió un tratado titulado Über das Altarssakrament («Sobre el sacramento del altar»), donde el autor interpreta bastantes más pasajes del Antiguo Testamento que del Nuevo, pues –según su opinión– las escenas del Antiguo Testamento son imágenes anticipadas del misterio que ahora se celebra en la eucaristía. Por lo tanto, no es lícito separar el Antiguo del Nuevo Testamento. Cometeríamos un error fatal si dijéramos que en el Antiguo Testamento se trata del Dios justiciero, mientras que en el Nuevo Testamento se trata del Dios misericordioso. De ese modo, simplificaríamos demasiado las cosas. Al contrario, debemos interpretar los textos del Antiguo Testamento a la luz del Nuevo Testamento y comprenderlos como imágenes del deseo ardiente del hombre de estar sano y salvo. Así se comprende que también los textos que hablan de un Dios vengativo no son, en realidad, sino expresiones del deseo de venganza del hombre, que casi ha perdido ya la esperanza de que su destino pueda cambiarse. Otro problema con la Biblia, que hoy en día inquieta a muchos lectores y lectoras, se fragua en la pregunta: ¿Es la Biblia palabra de hombre o palabra de Dios? Al poner esta alternativa, ya nos equivocamos. No hay duda de que la Biblia ha sido escrita por hombres. La ciencia bíblica nos demuestra claramente que la Biblia como tal es una colección o, mejor dicho, una biblioteca de libros escritos en el transcurso de varios siglos; unos libros que, a su vez, contienen diferentes bases teológicas. Algunos sacan de ahí la conclusión de que las palabras de la Biblia están condicionadas por el tiempo en que nacieron y, por consiguiente, se hallan plagadas de los errores humanos de su época. Otros tienen sus dificultades con los textos que se adjudican a Dios. Su argumento: «No es posible que Dios mande exterminar toda una ciudad; no solo a los hombres, sino también a niños y mujeres. Así no habla Dios. Todo esto contradice la imagen de Dios que Jesús anunció». Desde luego, eran hombres los que escribieron los textos bíblicos. Eran humanos con una capacidad poética muy avanzada, pero también con sus limitaciones, traumas y emociones. No obstante, podemos confiar en que por medio de sus palabras –a veces 13

demasiado antropomórficas– la Palabra de Dios nos toca; y que por medio de ellas el Espíritu de Dios nos desea transformar, levantar y sanar. Sin embargo, no se debe ver en absoluto en cada palabra de la Biblia una palabra literal y auténtica de Dios. Los autores de la Biblia se sirvieron de estilos diferentes y escribieron textos de géneros diversos. Hay narraciones históricas con un carácter mayormente arquetípico. Por otro lado, tenemos textos de tipo mitológico, como la historia de la creación, por ejemplo. Hay también textos que deben ser leídos como novelas cortas o sagas. En el Nuevo Testamento encontramos historias de curaciones, parábolas, historias de encuentros, dichos de Jesús, además de los relatos de sus hechos y de su pasión. Cada clase de texto no tiene solamente su propia forma, sino también su propia verdad. El mito de la creación es verídico, pero no en el sentido de las ciencias naturales. Su verdad se encuentra en su manera peculiar de comprender al hombre, la naturaleza y a Dios. Lo mismo pasa con las palabras, por las que Dios manda la aniquilación de los enemigos de Israel. Nos equivocaríamos tremendamente si las interpretáramos de forma literal. Ya la misma Biblia las entendió en un sentido diferente: estas palabras chocantes representan y hacen patente la lucha interior del hombre con sus pasiones y los enemigos de su alma. Hablando en términos psicológicos, existen siempre estas dos posibilidades: con algunos enemigos tengo que hacer las paces, pero también hay cosas que necesariamente debo erradicar, porque no las puedo integrar en absoluto. La Biblia misma interpretó algunos textos vetustos –por ejemplo, los de los inicios del pueblo de Israel– en un sentido alegórico. Los autores bíblicos eran conocedores del método de interpretación que los griegos desarrollaron para sus leyendas heroicas, como La Ilíada y La Odisea. Para ello utilizaron la alegoría, que, traducido, significa «decir otra cosa». Es decir, el texto dice aún algo más de lo que se encuentra escrito en concreto. Tiene un sentido recóndito. Además, los autores bíblicos conocen el método de la interpretación tipológica: el pasado es un tipo, un arquetipo de lo venidero. Así, por ejemplo, el éxodo de Egipto prefigura el bautismo. Interpretándolo de esta manera, significa que en las aguas del bautismo serán destruidos todos los enemigos interiores que nos persiguen, y nosotros, ya purificados, salimos liberados de las aguas bautismales. Los padres de la Iglesia antigua interpretaron de este modo muchas de las historias del Antiguo Testamento. Así también la historia de Sansón, que con su astucia mata a muchos de los filisteos. Sansón es una imagen de Jesús, que expulsó a muchos demonios, pero que finalmente muere en la cruz. Sin embargo, muriendo en la cruz vence a las fuerzas del mal. De la misma manera, Sansón, que después de haber caído en manos de los filisteos, que le vaciaron los ojos y lo encadenaron, murió con un montón de ellos cuando hizo que se derrumbaran los pilares del palacio donde se encontraban. Muriendo, venció a más enemigos que en todo el resto de su vida. Los antiguos Padres de la Iglesia no tenían ningún inconveniente con aquellas historias, que a nosotros nos chocan, ya que no somos capaces de armonizarlas con nuestro concepto moral. Ellos las interpretaron como arquetipos de lo que iba a venir y, por consiguiente, como imágenes 14

proféticas del misterio de Jesucristo. En nuestros días nos hace falta aquella capacidad que ellos tenían de pensar y captar el sentido de las cosas por medio de imágenes. Entonces no nos dejaríamos seducir por nuestra estrechez de miras ni nos alteraríamos con los textos bíblicos que, a primera vista, no parecen estar en armonía con las imágenes que nos hemos fabricado de Dios y del hombre. En este libro interpretaré solamente algunos textos bíblicos. La selección es, desde luego, subjetiva y a título de meros ejemplos: se trata de pasajes sobre los que algunos de mis lectores han llamado mi atención. Espero, queridos lectores, que el método por el que interpreto concretamente los textos elegidos os sirva de ayuda para acercaros de manera personal a la Biblia en general, con el fin de entenderla. Así las cosas, quede claro que, por más que intentemos entender dichos textos, nunca llegaremos en esta tarea a un final; según nuestra situación personal y actual, los entenderemos e interpretaremos cada vez de manera diferente. Lo importante no es la situación en que nos encontremos, sino estar abiertos a la palabra de Dios, que viene a encontrarnos por medio de los textos bíblicos. Personalmente, estoy convencido de que las palabras de la Biblia son siempre curativas. Por eso, los monjes de la antigüedad las emplearon como terapia en diversas situaciones. Las pronunciaban (o las rezaban) cuando se sentían amenazados y asediados por pensamientos o sentimientos oscuros y caóticos, para transformarlos, por medio de la palabra de Dios, en claridad y paz. Os deseo que de nuevo podáis descubrir aquella fuerza curativa de los textos bíblicos. No es necesario seguir en todo mis interpretaciones, pues no son las únicas posibles. Mis interpretaciones, por su parte, no quieren ser más que una sugerencia y una ayuda para que el lector, a su manera personal, se ponga en contacto con los textos bíblicos y los interprete de tal forma, a fin de obtener una mejor autocomprensión, aceptarse a sí mismo y, por medio de esas palabras curativas de la Biblia, experimentar muy personalmente la curación que necesita.

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1.

El relato de la tentación «La serpiente era más astuta que todos los animales del campo que Dios había creado, y le dijo a la mujer: “¿Así que Dios os ha dicho que no comáis de todos los árboles del jardín?” La mujer respondió a la serpiente: “Tenemos permiso para comer de los frutos de los árboles del jardín, menos del árbol que está en medio del jardín. Dios nos ha dicho: ‘No comáis de él ni lo toquéis, para que no muráis’”. A eso respondió la serpiente a la mujer: “Ciertamente, no es así. Más bien sabe Dios que el día en que vosotros comáis de él se os abrirán los ojos y seréis semejantes a dioses, sabiendo lo que es bueno y lo que es malo”. La mujer vio que comer del árbol podría ser bueno, pues el árbol era bonito, y podría ser codiciable llegar a tener entendimiento. Y así tomó del fruto y comió, dando también de él a su marido, que la acompañaba, y también el comió. En ese instante se les abrieron los ojos a los dos y se dieron cuenta de que estaban desnudos». – Gn 3,1-7

¿Cómo entró el pecado en el mundo? ¿De dónde viene el mal y cómo está relacionado con Dios? A las preguntas que tematizan el origen del mal intenta dar respuesta la Biblia con la narración del primer pecado. En esta narración aparece la serpiente como el poder del mal. La serpiente es criatura de Dios. Sin embargo, se acerca con suma malicia al hombre para convencerle de que infrinja la prohibición divina. Los teólogos reflexionaban y meditaban mucho sobre esta narración. Los filósofos se escandalizaban entre sí, porque pensaban que Dios, al crear la serpiente, había creado al mismo tiempo la tentación. ¿De dónde, entonces, viene el mal? Siguiendo la pista de este pensamiento, se llega a la conclusión de que Dios mismo es el creador del adversario y tentador. Pero tenemos que saber que esta narración no representa ninguna explicación filosófica. Al contrario, es un mito o una narración que sirve para expresar una determinada comprensión del hombre y del mundo. Eugen Drewermann interpretó esta narración en el sentido psicológico. Para él, la primera tentación del hombre consiste en el deseo de ser como Dios. En el paraíso, el hombre sentía que él no era Dios, sino su criatura. Drewermann considera que el miedo es el protagonista que da origen al mal. Este miedo nace cuando el hombre percibe que es un ser frágil y no del todo dueño de sí mismo como lo es Dios. El miedo es aquella fuerza «que nos induce a pecar, es decir, a apartarnos del plan original de nuestra vida, a distanciarnos de nosotros mismos y a existir de una manera realmente perversa y patológica» (Drewermann, 150). Es el miedo que nos impide ver el fundamento de 16

nuestra existencia. «De ahí surge necesariamente aquel desesperanzado esfuerzo – condenado desde un principio a fracasar– por ser como Dios y librarse de las propias limitaciones, nimiedades e imperfecciones» (Drewermann, 151). Otros psicólogos –especialmente C. G. Jung– entienden la caída del primer hombre como la toma de conciencia del ser humano. Para Jung, la historia del primer pecado representa psicológicamente el paso necesario a la individuación y a la concienciación. En la caída despertó el hombre de su estado paradisíaco. Drewermann no ve en la interpretación de Jung una explicación del todo adecuada del texto bíblico, sino simplemente un modo interesante de interpretar las imágenes bíblicas con objeto de hacerlas pertinentes al proceso humano del encuentro consigo mismo, pese a que Drewermann no descarta del todo las ideas de Jung, sino que encuentra entre ellas algunas dignas de consideración. En el sentido afirmativo cita una frase en la que Jung explica que de la negación de la existencia de Dios nace necesariamente el deseo de ser como Dios. «Si ... alguien llega a tener aquella rara idea de que Dios ha muerto o no existe, la imagen psíquica de Dios, que tiene cierta estructura dinámica y psíquica, regresa hacia el sujeto y produce en él un sentimiento de ”ser-como-Dios”, es decir, todas las cualidades que llevan a la catástrofe» (cit. en Drewermann, p. 151). Jung y sus discípulos se refieren con ello a lo que dijo la serpiente: «Más bien, Dios sabe que el día en que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis semejantes a dioses, sabiendo lo que es bueno y lo que es malo» (Gn 3,5). Antes de la caída, el hombre no era capaz de discernir lo bueno de lo malo. El poder discernir el bien del mal hace de él un ser semejante a Dios. Pero esto –así dice la narración bíblica– no agrada a Dios, que, por tanto, desea evitarlo. Por eso dice a Adán: «No comas de ese fruto, porque ciertamente morirás» (Gn 2,17). La serpiente contradice a Dios: «Ciertamente, no moriréis» (Gn 3,4). Hasta este momento, Adán y Eva no se habían percatado de la existencia del árbol del discernimiento del bien y del mal. Pero de pronto Eva reconoce que comer de ese árbol no estaría mal. Ella siente la tentación de cometer una infracción de la ley divina y consiente en la tentación de la serpiente por tres razones: Vio que «comer del árbol podría ser bueno, que el árbol era hermoso y que podría ser codiciable llegar a tener entendimiento» (Gn 3,6). Primera razón: lo malo atrae y seduce. Las manzanas prohibidas saben especialmente bien. Es la tentación de infringir una ley, de sentirse libre de las restricciones por las leyes. Segunda razón: el árbol es hermoso. Existe una estética del mal. La belleza significa para la Biblia en todo caso una huella que Dios mismo ha dejado en su creación. Dios vio que todo era hermoso (Gn 1,31). Pero hay también una belleza del mal que deslumbra al hombre y le ciega para percibir la verdadera belleza de Dios.

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Tercera razón: el hombre que infringe la ley se hará astuto, listo. Lo malo seduce al hombre prometiendo proporcionarle inteligencia y sagacidad al infringir la ley, una inteligencia que el hombre leal no consigue obtener. Abrirá los ojos y conocerá lo que es bueno y lo que es malo. Pero aquella supuesta inteligencia se distorsiona en su contrario. Adán y Eva no reconocen a Dios, como tampoco distinguen lo bueno de lo malo. Únicamente reconocen que se encuentran desnudos. Se avergüenzan el uno del otro y pierden su inocencia, siendo ya al mismo tiempo incapaces de aceptarse a sí mismos y al otro tal como son.

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2.

El fratricidio: Caín y Abel «Abel se hizo pastor de ovejas, y Caín labrador. Pasado un tiempo, Caín presentó de los frutos del campo una ofrenda al Señor. También Abel presentó ofrendas de los primogénitos de su rebaño y, a decir verdad, de los más cebados. El Señor se fijó con agrado en Abel y su ofrenda. Pero no miró a Caín y su ofrenda. Por eso Caín se enfureció mucho y bajó la vista. El Señor dijo a Caín: “¿Por qué te enojas y andas cabizbajo? Si procedieras bien, ¿no levantarías la cabeza? Pero si no obras el bien, ¿acaso no está el pecado esperando en la puerta, una fiera que tiene ganas de dominarte, pero a la que tú deberías dominar?” Después dijo Caín a su hermano: “¡Vamos al campo!” Pero cuando estaban en el campo, Caín se levantó contra su hermano y lo mató». – Gn 4,2-8

El primer conflicto entre dos hombres que nos relata la Biblia es el conflicto entre los dos hermanos Caín y Abel. Un conflicto que tiene un desenlace letal, pues acaba en el fratricidio. Caín es labrador, y Abel pastor de ovejas. Ambos ofrecen en sacrificio al Señor parte de los frutos de su trabajo: de la tierra y del rebaño de ovejas. La Biblia cuenta de manera antropomórfica que Dios mira a Abel y su ofrenda, pero no así a Caín y la suya. Pensamos en un primer instante que esto sería una arbitrariedad por parte de Dios. Aunque podría significar también que Caín comparaba su ofrenda con la de su hermano y menospreciaba esta última. En todo caso, el origen del conflicto es la envidia. Caín tiene envidia de su hermano, porque piensa que le ha tocado el mejor lote. Dios amonesta a Caín a levantar la vista y no andar cabizbajo, vencido por su ira, pues detrás de la ira se esconde el demonio del pecado. Pero Caín no alza la vista hacia Dios. Él se considera más bien como alguien que va perdiendo y se sume en sus sentimientos de inferioridad. Dominado por el odio, mata a su hermano. La solución del conflicto fracasa por completo, pues el conflicto se soluciona en forma violenta a costa del más débil. Abel tiene que morir. Pero Caín no saca ningún provecho de su victoria. Su triunfo se torna en derrota. Caín dice de sí mismo que la culpa es demasiado grande para él: «Andaré errante y vagaré por el mundo; y cualquiera que me encuentre me matará» (Gn 4,14). En el fracaso reside el castigo para Caín. Jamás podrá alegrarse de su vida, a lo largo de la cual le atormentarán los sentimientos de culpabilidad. Sin embargo, Dios mitiga las consecuencias naturales de esta solución fracasada de un conflicto, marcando a Caín en la frente para que nadie lo mate. Caín fue a habitar a un lugar apartado, lejos de la presencia de Dios, quedándose a solas con su culpa. Pero puede seguir viviendo.

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En esta narración reconocemos dos condiciones que hacen que fracasen las relaciones e imposibilitan una solución de conflicto: envidia y violencia. Caín y Abel representan el cuadro típico de la envidia fraternal, que sigue dándose también en nuestros días. Los hermanos se disgustan especialmente cuando se trata de la herencia. En el fondo, no se trata del dinero, sino del amor de los padres: ¿quién era el más querido o la más amada por el padre o la madre? Dichos conflictos pueden tener una intensidad alarmante. Los hermanos ya no se hablan. Los conflictos destrozan a familias enteras. A veces se busca la solución por medio de la violencia; quizá no una violencia bruta, pero sí una violencia psíquica. Por ejemplo, el hermano y la hermana ya no se hablan, si no es a través de sus abogados, con cuya ayuda se intenta doblegar al otro. Esto puede llegar a tal extremo que uno de ellos quede completamente arruinado, porque el otro le exige tanto dinero que le resulta insoportable. Pero entre estos hermanos no habrá vencedores, sino solamente vencidos. Pues al deshacerse una familia, todos sufrirán; y es por eso por lo que han cortado la raíz común de la que viven. Cada uno vive –por decirlo así– a medias. El dolor de este sufrimiento se reaviva cada vez de nuevo, cuando se ve a una familia unida en la que los hermanos, después de la muerte de sus padres, se mantienen unidos apoyándose mutuamente. Al hacerse mayores no desaparece la impresión: «No tengo a nadie que sienta conmigo y se preocupe por mí»... «No puedo fiarme ni apoyarme en nadie»... En este caso vuelve a presentarse dolorosamente el conflicto mal solucionado –por las relaciones rotas–, privando de la alegría de vivir. La dinámica que se hace patente en estos textos bíblicos repercute asimismo en nuestra vida diaria. La envidia es el origen de muchos conflictos en el mundo del trabajo. Si siento envidia contra un implicado en el conflicto, no estaré en condiciones de hablar de manera objetiva con él. Todos los problemas los observaré a través de la lente de mi envidia. La envidia me tapará los oídos. No seré capaz de escuchar al otro. Siento única y exclusivamente mi envidia, que me corroe y me vuelve a impedir ver soluciones dignas de tal nombre. Más de la mitad de los conflictos tienen su origen en la envidia. Por ejemplo, los trabajadores de una empresa que trabajan en la producción envidian a los colegas que trabajan en el departamento de investigación, porque sospechan que su trabajo es menos fatigoso, y envidian también a los del departamento de comercialización, porque no tienen necesidad de ensuciarse las manos. Si los comerciales les piden algún favor, serán rechazados con el argumento de que, por las razones que sea, no será posible. Pero en verdad se trata de la envidia, que hace imposible que los grupos se entiendan y trabajen solidariamente buscando soluciones que a todos favorezcan; y eso porque no están interesados en una solución; al contrario, desean dar rienda suelta a su envidia. El punto decisivo de la narración de Caín y Abel no se encuentra en la postura de Dios, que prefiere a un hombre y su ofrenda, sino que nos llama la atención y nos previene contra la fuerza destructora de nuestra envidia. 20

3.

El Diluvio y el arca de Noé «Al ver el Señor que en la tierra la maldad entre los hombres era grande y que los pensamientos de sus corazones estaban dirigidos a lo malo, se arrepintió el Señor de haber creado al hombre y se puso muy triste. Y dijo el Señor: “Voy a borrar de la tierra al hombre que he creado, con todos los animales domésticos, reptiles y aves del cielo. Pues me arrepiento de haberlos creado”». – Gn 6,5-7

Al ver Dios que los hombres se hicieron cada vez más perversos, se arrepintió de haberlos creado. Y así decidió borrar a los hombres y a los animales de la tierra. (Gn 6,57). «Solo Noé halló gracia a los ojos del Señor» (Gn 6,8). Por lo tanto, Dios mandó a Noé construir el arca y llevar a ella a toda su familia y una pareja de cada una de las especies de animales. Después mandó Dios que las aguas subieran más y más sobre la tierra. Todos los hombres y los animales perecieron, pues «todo lo que sobre la tierra respiraba por la nariz con aliento de vida, murió» (Gn 7,22). Únicamente el arca de Noé se salva. Pero cuando Noé sale del arca para ofrecer a Dios una ofrenda, Dios decide no volver a maldecir a la tierra por culpa del hombre, estableciendo una alianza con Noé, a quien promete que nunca jamás volverá a destruir al hombre. Señal de aquella alianza es el arco iris que pone en las nubes. El arco iris está allí para recordar a los hombres que Dios es misericordioso y jamás acabará con ellos. Si interpretamos esta narración textualmente, topamos con la imagen de un Dios cruel y vengativo. Dios es presentado aquí como un Dios enfadado e iracundo. Un Dios que se molesta con los hombres porque ya no son como él los había creado. «Porque el hombre, desde joven, solo piensa en hacer el mal» (Gn 8,21). Aquí aparecen de nuevo nuestras propias fantasías funestas que proyectamos en Dios, una proyección indudablemente infantil (C. G. Jung). Culpamos a Dios de fantasías que, en el fondo, son las nuestras; fantasías que dicen que todo es inútil y que la maldad del hombre conduce a una catástrofe global. Prueba de que estas fantasías son muy generalizadas entre los hombres es el hecho de que narraciones de diluvios se encuentran en numerosos pueblos y religiones. Aparentemente, una narración como esta corresponde a la psique del hombre. Pero, ¡ojo!, no hemos de caer por ello en el error de formarnos una idea negativa de Dios. Esta historia demuestra, simplemente, que el hombre alberga en su interior una tendencia a la autodestrucción. 21

Interpretando esta narración o saga para nuestro tiempo, nos vienen a la memoria todos aquellos escenarios apocalípticos que muchos científicos nos presentan a menudo. El hombre sabe, desde luego, que la tierra debe ser protegida y cuidada. No obstante, el hombre no respeta las leyes intrínsecas de la naturaleza. Y así sigue produciendo cada vez más gases de «efecto invernadero», provocando un cambio climático que puede conducir a una situación tan apocalíptica como un diluvio. Pues si las temperaturas no dejan de aumentar, y asciende el nivel de los mares, necesariamente se inundarán enormes extensiones de tierra firme. La narración, pues, no es otra cosa que una amonestación para que el hombre se haga responsable de la tierra y ponga freno al egoísmo y a la maldad. Al mismo tiempo, este texto representa una historia de esperanza. Dios establece un pacto con Noé y le promete no erradicar al hombre de la tierra. Aunque la historia no quiere arrastrarnos a un optimismo ciego y hacernos creer que la posible catástrofe que pronostican los científicos no se realizará nunca. Al contrario, intenta sensibilizarnos para que nos sintamos más responsables de nuestro planeta, reforzando a la vez la confianza en Dios, que no cesa de llamarnos la atención a fin de que nos mostremos solícitos para con las necesidades de nuestro planeta.

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4.

La torre de Babel «El mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras. Al emigrar de oriente, encontraron una llanura en el país de Senaar y se establecieron allí. Y se dijeron unos a otros: “¡Vamos a preparar ladrillos y a cocerlos!” Emplearon ladrillos en vez de piedras, y alquitrán en vez de cemento. Luego dijeron: “¡Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance el cielo, para hacernos famosos y no disiparnos por la superficie de la tierra”. Pero el Señor bajó a ver la ciudad y la torre que habían construido los hombres. Y el Señor dijo: “Son un solo pueblo con una sola lengua. Pero esto es solamente el comienzo de su actividad. En el futuro, nada de lo que decidan hacer les resultará imposible. ¡Vamos entonces a bajar y a confundir su lengua, de modo que nadie entienda la lengua de su prójimo”. El Señor los dispersó sobre la superficie de la tierra, y dejaron de construir la ciudad. Por eso se llama “Babel” (desorden), porque allí confundió el Señor las lenguas de toda la tierra y allí los dispersó por la superficie de la tierra». – Gn 11,1-9

La construcción de la torre de Babel ha sido un motivo frecuente para los artistas, porque en ella se manifiesta de un modo arquetípico la situación del hombre. La narración de la construcción de la torre de Babel presenta –a primera vista– a un Dios de miras estrechas que amenaza al hombre. Dios –parece ser– teme que el hombre, al hacerse un solo pueblo, tenga tanta energía e inteligencia que pueda hacerle competencia haciéndose semejante a él. Para ello pretende construir una torre que alcance el cielo. Esta es una imagen que representa el esfuerzo de hacerse semejante a Dios. El Dios que se esboza aquí es un Dios que teme al hombre y que, por consiguiente, le sume en la confusión de lenguas. Tenemos que tener mucho cuidado de no interpretar literalmente este mito, haciéndonos de Dios la imagen de un ser divino con una mente estrecha y mezquina. La narración es, más bien, una reflexión sobre el mismo hombre. El mensaje real es algo muy sencillo: si los hombres hablasen una sola lengua, desarrollarían una gran fuerza. Un mito parecido existía en la Grecia antigua: En un principio, Zeus creó al hombre esférico como una naranja. El hombre estaba contento y era uno en sí mismo. Era masculino y femenino a la vez. De repente, Zeus empezó a temer que esta criatura suya pudiese hacerse semejante a él, y por eso lo separó en dos: hombre y mujer. Los griegos pensaron que, si hombre y mujer viven en perfecta y amorosa unión, se asemejan a Dios. (De ahí viene –en el lenguaje popular– la expresión amorosa refiriéndose a su pareja: «mi media naranja» [N. del tr].) Esta opinión corresponde a la narración bíblica de la 23

creación, que dice: «Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1,27). Hombre y mujer se pertenecen el uno al otro y forman una pareja. Juntos representan la imagen de Dios y son semejantes a Él. Para la Biblia, en esto consiste la dignidad del hombre. La Biblia no siente temor alguno por la unificación o la unión entre hombre y mujer; todo lo contrario: según la segunda historia de la creación, Dios crea a la mujer formándola de la costilla del hombre. Al ver a Eva, Adán exclama: «¡Esta es, por fin, hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será “Hembra”, porque la han sacado del Hombre. Por eso un hombre abandona a su padre y a su madre, se junta a su mujer y se hacen una sola carne» (Gn 2,23.24). Según la Biblia, Dios no teme que el hombre y la mujer se junten, sino que el pueblo no hable una sola lengua. Esto significa, a la inversa, que la dignidad más auténtica del hombre consiste en unificarse en el amor y en el hablar. Al mismo tiempo, el mito de la construcción de la torre de Babel y de la confusión de lenguas representa la perspectiva positiva que tendría la humanidad si hablara una sola lengua. Es un mito ancestral que, a la vez, goza de gran actualidad. Hoy en día, en todo el mundo hay mucha gente que habla inglés. Pero, desgraciadamente, estamos muy lejos de haber conseguido una comunicación con un éxito global. Podemos incluso decir que la gente de un mismo país, por más que hable el mismo idioma –inglés o español, por ejemplo– dista mucho de entenderse de verdad. La gente se habla sin entenderse. Y ello se debe, ante todo, a que el hombre persigue sus propios intereses, sus ideas concretas y sus personalísimos puntos de vista. Este «hablar-sin-entenderse» es el origen de la confusión y, en consecuencia, del aumento de la misma. Pero una sociedad que llega a este punto carece de la fuerza necesaria para trabajar solidariamente o hacer algo provechoso para su ciudad. Después se disipan por el mundo. Cada cual vive por su propia cuenta. Se pierde la armonía, y nada funciona. Queda claro que el mito no debe ser interpretado como una descripción textual del carácter de Dios. Entendiéndolo de ese modo, se nos presentaría una imagen verdaderamente repugnante de Él. El mito habla, más bien, del misterio que representa el mismo hombre. A Dios se le emplea únicamente como una imagen o una pantalla sobre la cual se habla de las posibilidades y peligros de la humanidad. El hombre tendría la posibilidad de hacer cosas grandes. Tiene la lengua como regalo especial de Dios. Si los hombres hablaran la misma lengua y si, al mismo tiempo, al hablar se escucharan unos a otros, serían capaces de construir solidariamente una gran ciudad. La vida sería muy diferente de la realidad actual, donde cada uno es enemigo del otro. El mito describe en el fondo el gran misterio de la lengua. El verbo alemán sprechen (hablar) se deriva de «reventar» y de «crujir, crepitar» (véase la diferencia comparándola con la lengua española: Diccionario de la RAE: hablar = contar historias, conversar, charlar, profesar palabras para hacerse entender [N. del tr.]). Con esto queremos decir que el hablar proviene de un corazón abierto, y que al hablar debo expresar mis sentimientos 24

íntimos. Si conversamos unos con otros con sinceridad, encontraremos nuevas perspectivas para realizar la vida en común y formar una comunidad solidaria. La comunidad encierra en sí una gran fuerza. Es mucho más que la suma de sus individuos. Se puede decir –sin temor a exagerar– que una comunidad que habla una misma lengua puede construir una torre que llegue hasta el cielo. Porque la comunidad unida no es solamente capaz de crear nuevas posibilidades en la Tierra, sino que al mismo tiempo expresa y fragua en palabras lo inaudito y lo incomprensible. Una comunidad verdaderamente unida toca realmente el cielo, y el cielo se abre al escucharla.

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5.

La destrucción de Sodoma y Gomorra «Cuando Lot llegó a Zoar, salía el sol. El Señor desde el cielo hizo llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra. Arrasó aquellas ciudades y toda la vega, con los habitantes de las ciudades y los frutos del campo. La mujer de Lot miró atrás y se convirtió en una estatua de sal». – Gn 19,23-26

Aparte de la narración del Diluvio, la Biblia conoce otro relato de destrucción: el de las ciudades de Sodoma y Gomorra. Aparentemente, la Biblia había entendido que no basta con tratar de mejorar al hombre haciéndole escuchar un sermón moralizante. A veces se necesitan historias o narraciones que nos demuestren las serias consecuencias del mal obrar, para que nos convirtamos. Los nombres de esas dos ciudades bíblicas han llegado a ser proverbiales. Decimos: En tal o cual localidad, comunidad o nación reina un caos como «en Sodoma y Gomorra». La Biblia nos relata el clamor y la denuncia sobre la maldad de los hombres de ambas ciudades. Dios decide erradicar a ambas poblaciones. Y solo porque Abrahán se lo pide, Dios envía a dos de sus ángeles para que salven a su sobrino Lot y a su familia. Lot los recibe hospitalariamente en su casa. Pero en eso se reúnen los varones de Sodoma y exigen de Lot que les entregue a los dos hombres, porque desean tener contacto sexual con ellos. Esto significa para Lot una ofensa gravísima contra la ley de la hospitalidad. Por eso cierra las puertas de su casa. Pero los hombres amenazan con forzar la puerta para entrar. Entonces los dos ángeles cegaron a los hombres, de tal suerte que ya no daban con la puerta (Gn 19,10s.). A continuación, los ángeles le dicen a Lot que Dios los ha enviado para destruir la ciudad, porque la denuncia de la maldad de los hombres era muy grave. Luego intiman a Lot para que se lleve a sus hijas y yernos y salgan todos huyendo de la ciudad. Pero los yernos no se lo creen y, tomándoselo a broma, se quedan en la ciudad. Los dos ángeles agarran a Lot, a su mujer y a sus dos hijas y los alejan de la ciudad, aconsejándoles que se pongan a salvo en la montaña. Pero Lot temía perecer en ella, por lo que pide a los ángeles que le permitan refugiarse en la pequeña ciudad de Zoar. Los ángeles acceden, pero no sin advertirles que en modo alguno deberían mirar hacia atrás cuando el azufre y el fuego cayeran del cielo. La mujer de Lot, sin embargo, hace caso omiso de este consejo y se convierte en una estatua de sal. 26

Todo lo que la narración atribuye a Dios y a los ángeles son antropomorfismos. No obstante, la moraleja o el núcleo educativo de la misma conserva su actualidad hasta el día de hoy: si vivimos en oposición a la ley divina, si no respetamos la hospitalidad, si abusamos del hombre y nos aprovechamos de él como si fuese una cosa material, destruiremos nuestro futuro. Una ciudad o una comunidad que obra de esta manera se destruirá a sí misma. A veces se necesitan narraciones chocantes para abrirnos los ojos. El mito de la destrucción de Sodoma y Gomorra es una advertencia que dice: «Merece la pena pensárselo bien, para que la vida comunitaria sea acorde con las leyes divinas y con la naturaleza del hombre». En suma, narraciones, mitos y ejemplos valen mucho más que meros sermones moralizantes.

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6.

El sacrificio de Abrahán «Después “de estos acontecimientos, Dios puso a prueba a Abrahán diciéndole: “¡Abrahán!” Respondió este: “Aquí estoy”. Dios le dijo: “Toma a tu único hijo, tu querido Isaac, vete al país de Moria y ofrécemelo en holocausto en un monte que yo te indicaré”. Abrahán se levantó de madrugada, ensilló el asno y se llevó a dos criados y a su hijo Isaac; después de haber cortado leña para el holocausto, se puso en camino y se fue al lugar que Dios le había indicado. Al tercer día, Abrahán levantó sus ojos y vio el lugar desde lejos. Abrahán dijo a sus criados: “¡Quedaos aquí con el asno! El muchacho y yo iremos para adorar; después volveremos con vosotros”. Abrahán tomó la leña y se la cargó a su hijo, y él llevaba el fuego y el cuchillo. Los dos caminaban juntos. Isaac dijo a Abrahán, su padre: “¡Padre mío!” Respondió Abrahán: “Dime, hijo mío”. Isaac dijo: “Tenemos fuego y leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?” Abrahán respondió: “Dios escogerá el cordero para el holocausto, hijo mío”. Así proseguían los dos caminando. Cuando llegaron al lugar que había dicho Dios, Abrahán levantó allí un altar, apiló la leña, ató a su hijo y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Luego Abrahán extendió la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo y le dijo: “¡Abrahán, Abrahán!” Respondió este: “Aquí me tienes”. El ángel le dijo: “No levantes la mano contra el muchacho y no le hagas nada malo. Ahora he comprobado que temes a Dios y no te negaste a darle a tu hijo único”. Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado con sus cuernos en los matorrales. Abrahán se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo». –Gn 22,1-13

La narración del sacrificio de Abrahán, y especialmente el hecho de que Dios se lo exija, deja a muchos lectores altamente desconcertados. Los exegetas nos dicen que este mito enseña al pueblo que el Dios de Abrahán aborrece los sacrificios humanos, que en aquellos tiempos eran muy frecuentes en el entorno religioso-cultural de Israel. Otros lo interpretan como una «puesta-a-prueba» en la que Abrahán debería demostrar una obediencia absoluta a Dios. Pero si esto fuera así, se preguntaría con razón: ¿Cómo es posible que Dios exija al hombre una prueba tan peligrosa e inhumana? Yo, por mi parte, prefiero interpretar el texto de la siguiente manera –y creo que mi interpretación corresponde a la verdadera intención de la Biblia, que rechaza rotundamente los sacrificios de niños–: No es Dios, quien exige de Abrahán el sacrificio de su único hijo, sino la idea que Abrahán se ha hecho de Dios y que le lleva, en consecuencia, a sacrificar a su propio hijo en el ara de su perfeccionismo y de sus ideas religiosas. Dicho con otras palabras: Abrahán está a punto de sacrificar a su hijo a un ídolo o fetiche. Estos ídolos pueden tener nombres diferentes: puede ser la propia carrera, el dinero, el propio «ego»... En estos casos, el padre da preferencia al dinero o al 28

propio poder, dejando a un lado a su hijo. Está muy claro que el hijo no puede vivir en este ambiente. Sin embargo, la historia que aquí se refiere tiene un happy end: Dios envía a su ángel, que impide a Abrahán sacrificar en holocausto a su hijo. El ángel le abre los ojos para que vea el carnero. El carnero, como símbolo, representa la propia fuerza del hombre. El padre tiene que sacrificar parte de su propia fuerza para que el hijo pueda vivir. Interpretando el mito de esta manera, su mensaje vuelve a ser sumamente moderno. Hay muchos padres y madres que sacrifican a sus hijos e hijas en los altares de sus rigurosos conceptos de Dios. Dios no es tan cruel que exija el sacrificio de nuestros propios hijos. Son más bien las ideas que nosotros nos hemos hecho de Dios las que no dejan vivir al hijo o a la hija. Hablo aquí de aquellos conceptos de Dios que hacen de él un ídolo riguroso, vengativo y controlador. Si en la educación se abusa de la imagen de Dios para que apoye métodos de control, los niños no pueden vivir en libertad. Más bien, viven constantemente temiendo que Dios lleve un escrupuloso control de los pecados o faltas que son escondidos a los ojos de los padres. Una imagen de Dios como tirano y cómplice de los padres envenena la vida del niño con sentimientos de culpabilidad y temor. Otros padres sacrifican a sus hijos e hijas a otros ídolos. Se aprovechan de ellos para presumir en público; pero en realidad no se interesan mucho por ellos. Sin embargo, también a los padres con una idea acerca de él tan equivocada Dios les envía a su ángel para abrirles los ojos. Por otra parte, el ángel ofrece al niño un lugar protegido en el que pueda desarrollarse –a pesar de las tendencias paternas adversas a la vida–. Desde luego, es legítimo (y necesario) que interpretemos esta narración en diálogo con la historia de nuestra propia vida. Si la personalizamos de esta manera, vuelve a ser actual y de palpitante interés. Obviamente, no pretendo decir que mi interpretación sea la única y exclusiva. Cada historia está abierta a muchas interpretaciones. Pero es nuestro reto interpretarla de tal manera, a fin de que recobre un interés actual para nosotros.

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7.

La lucha de Jacob con Dios «Aquella misma noche se levantó, tomó a sus dos mujeres, sus criadas y sus once hijos y cruzó el vado de Yaboc. Los tomó y los hizo pasar el río, y también todo lo que tenía. Jacob se quedó solo atrás. Un hombre luchó con él hasta el amanecer. Pero, como vio que no podía vencerlo, le golpeó la cavidad del muslo; y se le quedó tiesa a Jacob la cavidad del muslo mientras luchaba con él. El hombre dijo: “¡Suéltame, que despunta la aurora!” Pero Jacob replicó: “No te suelto si no me bendices”. El hombre le dijo: “¿Cómo te llamas?” Respondió: “Jacob”. El otro repuso: “Ya no te llamarás ‘Jacob’, sino ‘Israel’ (luchador de Dios), porque luchaste con Dios y vencerás a los hombres”. Jacob preguntó diciendo: “¡Dime tu nombre!” Pero el otro respondió: “¿Por qué me preguntas por mi nombre?” Y le bendijo allí mismo. Jacob llamó al lugar Penuel (visión de Dios) y dijo: “He visto a Dios cara a cara y salvé mi vida”. Salía el sol cuando atravesaba Penuel. Desde entonces cojeaba por lo de su cadera». – Gn 32, 23-32

Esta historia, que nos habla de una lucha de Jacob con Dios, es ciertamente misteriosa. ¿Cómo es posible que Dios luche con un hombre? ¿Qué clase de Dios es ese que entra en una lucha a vida o muerte con Jacob? El texto no aclara si se trata de un varón desconocido, de un ángel o de Dios mismo que entra en la pelea con Jacob. No obstante –dentro de la historia del patriarca– se nos explica que, gracias a esta lucha, Jacob experimenta una transformación. Jacob era un embustero que había engañado a su hermano Esaú, arrebatándole el derecho de primogenitura y la bendición paterna. Hasta entonces, Jacob había vivido con mucha astucia y picardía. Pero ahora se le comunica que su hermano Esaú viene a su encuentro. Al escuchar la noticia, le invade el temor. Esaú, el hermano velludo y oscuro, representa el arquetipo de la sombra. Hasta ahora, Jacob había cultivado solamente su lado intelectual y consciente, reprimiendo su sombra o proyectándola sobre su hermano. Pero esta vez debe confrontarse con su propia verdad, con la realidad de su carácter. Este hecho se simboliza en la lucha con Dios. La lucha con Dios representa el enfrentamiento con su propia verdad. A la luz divina, el hombre ya no puede esconderse detrás de una fachada intelectual. Ahora tiene que confrontarse con su propia verdad tal como es. El encuentro con ella, es decir, el encuentro con la parte oscura y sombría de mi ser, puede resultar muy doloroso. La Biblia considera que toparse con la propia sombra es encontrarse con Dios mismo. Dios «lucha» conmigo para hacerme ver mi propia verdad, mi verdadero rostro. Esta cita con Dios es difícil, pero al mismo tiempo es una bendición para mí.

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Los dos hombres luchan durante toda la noche, sin que ninguno de ellos obtenga la victoria. Pero el hombre extraño golpea la cadera de Jacob. Le dice: «¡Suéltame, que despunta la aurora!» Pero Jacob contesta: «No te dejo si no me bendices» (Gn 32,37). Esta es, por cierto, una frase un tanto enigmática. ¿Cómo es posible que Jacob pida la bendición del hombre que intenta quitarle la vida? Yo pienso que aquí podemos descubrir una experiencia profunda. Allí donde nos encontramos con nosotros mismos y con nuestra propia verdad, allí donde –por un acontecimiento no sujeto a nuestra voluntad– nos vemos confrontados con nuestro lado sombrío, allí precisamente recibimos la bendición. Me acuerdo de un hombre al que tuve la ocasión de acompañar pastoralmente durante un cierto tiempo. Aquel hombre había cometido errores que fueron sacados a la luz y le comprometieron notablemente. La publicación de sus faltas destruyó por completo la vida que había llevado hasta entonces. Sin embargo, en esa noche oscura experimentó una gran bendición. Sintió que en el futuro podría vivir sin fingir bningún tipo de apariencia, porque ahora conocía su verdad. A partir de ese momento, su vida recobró una nueva calidad. La historia de la lucha de Jacob describe la nueva calidad en tres cuadros ciertamente metafóricos: «Salía el sol cuando atravesaba Penuel. Desde entonces, cojeaba por lo de su cadera» (Gn 32,32). La cita con nuestra propia verdad y con nuestros aspectos sombríos se transforma en un sol que brilla sobre nuestro camino y lo baña todo con luz suave y apacible. Nuestro interior se aclara, y podemos cruzar el vado para llegar a otras orillas. Un nuevo período de vida comienza. Sin embargo, quedamos marcados por el encuentro con la sombra. Andaremos más despacio y atentos por nuestro camino. Pero, al mismo tiempo, somos bendecidos y –como Jacob– seremos una bendición para otros.

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8.

La salida de Egipto «Cuando los carros de los egipcios se habían hundido en el Mar Rojo, entonó Moisés este canto: “Cantaré al Señor un canto, porque él es grandioso y sublime. Caballos y carros arrojó al mar... El Señor es mi guerrero, Yahvé es su nombre. Los carros del faraón y sus tropas lanzó al mar. Sus mejores guerreros se ahogaron en el Mar Rojo”». – Ex 15,1.3s.

En este relato aparece Dios como un dios-guerrero que apoya a Israel y le concede la victoria, pero al mismo tiempo permite que los egipcios se hundan en el mar. Ciertamente, Israel lo habrá visto así. Pero cuando, más tarde, los israelitas entonaban este cántico en cada Fiesta de Pascua, no pensaban ya en categorías militares. Israel concibió más bien la salida de Egipto y el paso por el Mar Rojo como un milagro que Dios obró en favor de su pueblo. Aquel pueblo pequeño e inerme se había salvado del gran ejército de los egipcios. En cada Shabat recuerda entonces el pueblo, en una liturgia familiar, aquel acontecimiento. La huida de Egipto y su memoria ya no era simplemente un hecho político, sino que se transformaba más y más en una metáfora para la vida del pueblo y la de cada uno de sus miembros. Para Orígenes, un teólogo y escritor eclesiástico que vivió en el siglo III, la salida de Egipto simbolizaba el momento en que el hombre sale del poder del pecado y avanza hacia la virtud. El alma se ha puesto en camino hacia Dios. Esto le exige necesariamente dejar atrás todas las antiguas dependencias del pecado. El pueblo de Israel tenía en Egipto lo suficiente para comer. Pero hubo también otra realidad: los capataces les imponían cada vez más trabajos forzados. Israel vivía en un país extraño y había perdido su dignidad. La salida de Egipto devuelve a los israelitas la dignidad y los conduce a la libertad, a un país donde ellos podrían sembrar y cosechar por su propia cuenta. El paso por el Mar Rojo es el milagro que les devuelve su dignidad. Al interpretar el paso por el Mar Rojo de esta manera, es decir, como una imagen existencial de nuestro propio camino hacia nuestra humanización, la salida de Egipto representará el milagro de pasar sin temor por situaciones casi invencibles y –confiando en Dios– avanzar hacia nuevos horizontes. Los egipcios simbolizan nuestros enemigos interiores, los esquemas o modelos de vida que nos impiden vivir de verdad, los capataces interiores que nos obligan a dar el máximo rendimiento y nunca quedan satisfechos. Caballos y carros de guerra simbolizan la supremacía de los egipcios, de los enemigos exteriores. Estas 32

imágenes representan además –en el sentido metafórico– a nuestros enemigos interiores, es decir, circunstancias adversas y modelos de vida. Pero también podemos entenderlo así: si los hombres confiamos en Dios, los modelos de vida que nos oprimen perderán su supremacía. Ya no pueden esclavizarnos. A pesar de las tribulaciones exteriores podemos imponernos y proseguir en nuestro camino hacia la libertad. Al leer y meditar la salida de Egipto en nuestros tiempos, no debemos cometer el error de formarnos de Dios el concepto de un ser cruel y sangriento que se enfrenta a los egipcios. En el centro de este mensaje bíblico está la obra liberadora de Dios para con nosotros. Esto vale también para la muerte de los primogénitos: «Así dice el Señor: A medianoche yo haré un recorrido entre los egipcios; morirán todos los primogénitos de Egipto, desde el primogénito del faraón que se sienta en el trono hasta el primogénito de la sierva que atiende el molino de mano y todos los primogénitos del ganado» (Ex 11,4s). Aquí no se debe preguntar: «¿Por qué no respeta Dios sus propios mandamientos? Él mismo ha prohibido matar a un hombre». Preguntando de esta manera, nos encerramos en una visión meramente histórica del tema. Así no vamos a ser libres para comprender su significado transhistórico y metafórico. Dios no es ningún ser vengativo que arrebata a los padres egipcios a sus primogénitos. La muerte de los primogénitos es, más bien, la última de las diez plagas que Dios envía sobre el faraón. Estas plagas explican –simbólicamente– lo que sucederá si nos alzamos contra la voluntad de Dios. Porque, en consecuencia, no solo la naturaleza se rebela contra nosotros, sino que además se arruina lo que nos es más propio, lo más valioso que poseemos: los primogénitos. Dios no es un asesino cruel de niños. La muerte de los primogénitos es una imagen, un símbolo de la esterilidad que se apodera de nosotros si nuestro corazón se endurece ante Dios.

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9.

La oblación de la hija de Jefté

La narración de la oblación de la hija de Jefté es para nosotros, lectores modernos, ciertamente «indigerible» y casi insoportable. Sin embargo, tenemos que leerla con sobriedad para entender el mensaje de esta trágica historia. Jefté es el hijo de Galaad y de una prostituta. Galaad tiene otros hijos con su mujer legítima, los cuales echan a Jefté de su casa paterna. Jefté huye lejos, a un país extraño, el país de Tob, y allí se une a hombres que nada tienen que perder y con los que hace incursiones y correrías de todo tipo, convirtiéndose en un bandolero. Cuando el pueblo corre peligro por los ataques de sus enemigos, se envían mensajeros a Jefté pidiéndole que sea el caudillo de los israelitas en la guerra contra los amonitas. Jefté acepta con la condición de que, una vez concluida la guerra contra los amonitas, seguirá siendo jefe del pueblo de Israel. Los israelitas le aseguran que así será. Pero antes de entrar en lucha contra los amonitas, Jefté hizo un voto a Dios diciendo: «Si entregas a los amonitas en mi poder, el primero que salga a recibirme a la puerta de mi casa, cuando vuelva victorioso de la campaña contra los amonitas, será para el Señor, y lo ofrezco en holocausto» (Jue 11,30s). Pero cuando regresa victorioso a su casa, sale a su encuentro su única hija, cantando y bailando para felicitarle por su victoria. Jefté, al verla, «rasgó su túnica gritando: “¡Ay, hija mía, qué desdichado soy, porque hice una promesa al Señor y no puedo volverme atrás”» (Jue 11,35) La hija acepta su suerte. Solamente pide al padre permiso para que la autorice a retirarse con sus amigas durante dos meses a la montaña, con el fin de deplorar allí su juventud. Después retorna a la casa. Y Jefté realiza lo que había prometido al Señor. Desde luego, vemos en este texto una historia cruel. ¿Cómo es posible que una promesa pueda valer más que la propia hija? ¿Acaso exige Dios de verdad que Jefté cumpla con el voto? Hoy en día nos resulta imposible imaginarnos tal cosa. Lo único que podemos hacer es decir: «Para Jefté, la palabra dada a Dios era obligatoria». Por un lado, la historia puede ser una advertencia en el sentido de no hacer votos imprudentes a Dios, al tiempo que nos exhorta a cumplir lo prometido. Durante las guerras, muchos soldados hacían el siguiente voto: «Si salgo de esta bin librado, entregaré toda mi vida a Dios». Muchos se hicieron sacerdotes, cumpliendo su promesa. Pero muchos de ellos fracasaron, porque el voto no sustituye a la vocación. Estos votos se hicieron a menudo en situaciones extremas y, por consiguiente, eran demasiado duros para ellos. Por lo 34

tanto, es aconsejable preguntar, aun cuando se haya hecho una promesa parecida: ¿Es esto realmente la voluntad de Dios, o es que yo mismo me impuse insensatamente una pesada obligación? La Biblia, por su parte, trata de explicar con esta narración una costumbre de Israel, según la cual las jóvenes israelitas debían ir «todos los años a cantar elegías durante cuatro días a la hija de Jefté, el galaadita» (Jue 11,40). Especialmente las mujeres tienen sus dificultades con este pasaje bíblico. Pero si lo interpretamos como la justificación o explicación de una costumbre, recobra otro significado. Si las mujeres jóvenes suben a la montaña para estar juntas y llorar durante cuatro días por la hija de Jefté, deploran al mismo tiempo su propia vida. La tristeza puede tener diferentes causas: por un lado, están tristes, porque se acaba definitivamente su propia juventud. La hija de Jefté simboliza la propia juventud, de la cual tienen que despedirse para poder madurar y ser mujeres. Pero también podemos entenderlo de esta manera: las mujeres se quejan con razón, porque a menudo son víctimas de la violencia y la megalomanía del varón. Al deplorar su propia suerte (que a lo mejor las aguarda), crece entre ellas la solidaridad y, al mismo tiempo, recibirán una fuerza interior. La queja solidaria podría ser además un camino valioso para reconocer y robustecer su propia identidad como mujeres. Al quejarse no se resignan ante su destino, sino que tratan de encontrar su propia dignidad, su verdadero ser como mujeres, con independencia del capricho del hombre. Si leemos la narración sobre este trasfondo, podemos entenderla como una historia de esperanza y de confortación.

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10.

Los sufrimientos de Job

La historia que el libro de Job nos refiere ha conmovido a los hombres de todos los tiempos. Job era un varón justo que temía a Dios y que siempre vivía sujeto a la voluntad divina. Un día se reúnen los Hijos de Dios ante la divina majestad. Entre ellos se cuenta también Satán. Dios le pone al justo Job como buen ejemplo ante los ojos. Pero Satán dice que ello no sería nada raro, ya que Dios lo había bendecido con muchas riquezas. Dios le responde: «Está bien. Haz lo que quieras con todos los bienes de él» (Job 1,9s). Dios concede entonces a Satán el poder de arrebatarle a Job todos sus bienes, pero sin tocar su persona. Si concebimos este texto literalmente, podríamos llegar a la conclusión de que los sufrimientos humanos serían el resultado de una apuesta entre Dios y Satán. Al hombre se le sacrifica cínicamente con el único fin de que Dios gane la apuesta. Pero esta interpretación no es lícita. El diálogo entre Dios y los Hijos de Dios –entre los cuales se cuenta también Satán– es simplemente una introducción poética al tema de cómo el hombre debería comportarse ante el sufrimiento. En el pueblo judío de aquel entonces reinaba la convicción de que cada persona era responsable de sus propios sufrimientos. Se pensaba que los sufrimientos del hombre eran consecuencia de los pecados cometidos. Job protesta enérgicamente contra esta opinión. Los sufrimientos son misteriosos e inexplicables, igual que Dios, que es el misterio más grande. Job no recibe ninguna respuesta divina sobre el porqué de los sufrimientos. Pero al contemplar los milagros y la grandeza de la naturaleza, reconoce la grandeza de Dios y se inclina profundamente ante él. Job entiende ahora que todas las argumentaciones teóricas e intelectuales no corresponden o satisfacen al misterio de Dios y al misterio del sufrimiento. El autor del texto recopiló también en su obra ejemplos de sabiduría de otros pueblos. El tema del sufrimiento va acompañado de una introducción poética en la que Dios y Satán se presentan como rivales. Satán está sometido a Dios, pero aparece también como uno de los «Hijos de Dios». La interpretación podría consistir en que, a pesar de que Dios bendice al hombre, la vida corre el peligro ser destruida, y la devoción a Dios no nos protege totalmente de los sufrimientos. Aquí se observa una discrepancia: una vida piadosamente llevada no es una garantía absoluta contra el sufrimiento, que puede aquejar también al hombre fiel y justo. En la narración se habla de una apuesta 36

entre Dios y su adversario. Por supuesto que no debemos tomarlo al pie de la letra. Es solo una manera de explicar el misterio del sufrimiento. Asimismo, nos dice el texto que el hombre que confía en Dios no puede ser aniquilado por el sufrimiento. Más bien, transmite el libro de Job que el hombre fiel será conducido a la madurez interior y a una fe aún más profunda. Finalmente, nos refiere el libro que a Job se le devuelve todo lo que había perdido: «El Señor bendijo a Job después más aún que al principio; sus posesiones fueron catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil borricas. Tuvo además siete hijos y tres hijas» (Job 42,12s). El mensaje de esta narración, por tanto, es que la vida te tratará debidamente si, aun en medio de los sufrimientos y las tribulaciones, sigues siendo fiel a Dios.

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11.

El corazón insondable «Nada más falso e incorregible que el corazón. ¿Quién es capaz de sondearlo?» – Jr 17,9

El profeta Jeremías sufrió mucho personalmente: la gente no dejó de atacarlo, y los gobernantes le trataron con mucha dureza. Partiendo de su experiencia personal, redactó estas palabras que parecen impregnadas de una visión pesimista del ser humano: «Nada más falso e incorregible que el corazón. ¿Quién es capaz de sondearlo?». No hay que darle vueltas: aquí hay alguien que habla de sus experiencias. Y hay que añadir, además, que Jeremías tan solo menciona en esta frase un aspecto del corazón humano que, desde luego, es muy real y no inventado. A veces parece realmente ser así: que el corazón humano es incorregible. No podemos negar que existen hombres y mujeres malos que tienen un corazón falso. El profeta sufrió por ellos porque lo persiguieron. Pese a lo cual, un poco antes, el propio Jeremías escribe también estas palabras: «Bendito el hombre que confía en el Señor y pone su esperanza en él. Es como un árbol plantado junto al agua, arraigado junto a la corriente» (Jr 17,7). Ambos coexisten: el hombre justo que vive según los mandatos de Dios, cuya vida es muy fructífera, y el malvado, el hombre de corazón falso. Estas palabras del profeta Jeremías movieron a algunos teólogos a elaborar una teoría antropológica, según la cual el hombre es esencialmente malo y, desde el fondo de su ser, un pecador. Sin embargo, esta teoría no se corresponde con lo que el profeta quería decir. Si leemos todo lo que el profeta dice –y no solo unas frases sueltas–, comprenderemos el mensaje profético: cada uno de nosotros lleva en sí mismo la tendencia a ser falso e incorregible. Pero al mismo tiempo hemos recibido el Espíritu de Dios, que desea obrar el bien en nosotros. Si está el Espíritu de Dios en nosotros, no estaremos corruptos, sino sanos e intachables. Por eso ora Jeremías: «Sáname, Señor, y quedaré sano; sálvame y quedaré a salvo; para ti es mi alabanza» (Jr 17,14). Urge la gracia divina para que la falsedad en nosotros no prevalezca, sino que el Espíritu de Dios sane nuestro corazón y lo llene de amor y de paz.

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12.

Un Dios celoso y justiciero «El Señor es un Dios celoso y justiciero, sabe enfurecerse y tomar venganza ... El Señor es paciente y poderoso, el Señor no deja impune al culpable». – Nah 1,1.3

El profeta Nahún (el nombre significa «consuelo» o «consolador») escribió sus amenazadoras profecías en una determinada situación histórica: cuando los pueblos del cercano Oriente sufrían indeciblemente bajo el yugo del poder de Asiria. A Dios lo describe como un Dios celoso y vengativo, cuyo juicio se realizará con certeza, aun cuando tarde mucho tiempo. Pero, ¡ojo!, no se deben tomar unas frases sueltas de este libro y formarse después un juicio definitivo sobre Dios. Al contrario: es importante leerlas sin perder de vista la situación histórica de aquellos tiempos. Así entenderemos estos versículos como palabras de consuelo y aliento para Israel: «El Señor es un Dios celoso y justiciero, sabe enfurecerse y tomar venganza [...] El Señor es paciente y poderoso, el Señor no deja impune al culpable» (Nah 1,1.3). Con estas palabras expresa el profeta su confianza en que el poder de Asiria será quebrantado. Para él, es Dios quien protege a su pueblo, oprimido por el poder de Asiria. Aquí también vale decir, que no debemos interpretar estas expresiones sobre el Dios protector de un modo generalizado, como descripción de un ser vengativo y un Dios celoso y justiciero. Con miras a la poderosa Asiria, el profeta espera que Dios haga justicia para con su pueblo y lo libere del poder tiránico. La injusticia que Asiria cometió con los pueblos tiene que ser vengada. En este sentido dice Nahún que Dios no deja impune al culpable. Esta forma de ver las cosas proviene de la confianza que el profeta pone en Dios, de quien espera que restablezca la justicia en el mundo. Al mismo tiempo, contrapone a esta frase la otra que dice que Dios es paciente y misericordioso: «Tiene paciencia con nosotros si cometemos errores». Pero algún día el error habrá de pagarse caro. Todo esto significa que Dios no está sentado arriba, en los cielos, mirando a ver si hay alguien en la tierra a quien deba castigar. La amenaza del castigo de Dios dice, más bien, que los hombres no pueden vivir a su entero capricho. No debemos vivir en oposición a nuestro propio ser. A este nuestro ser corresponde la justicia y la solidaridad con todos los hombres. Todo el que obra con injusticia –como es el caso de Asiria– será algún día castigado (porque vive en contraposición a su propia naturaleza). Esto no sucederá de inmediato, porque Dios es indulgente. Sin embargo, no 39

debemos interpretar su indulgencia en el sentido de que el oprimido y sufriente no tenga ninguna oportunidad de liberarse. Finalmente, la justicia se llevará la victoria. Podemos decir que lo que el profeta Nahún expone sobre Dios es una especie de ley natural puesta por Dios en este mundo: la injusticia no tiene mucha duración. Conocemos proverbios en distintas culturas que significan lo mismo y que tratan de consolarnos y animarnos en situaciones difíciles. En este sentido, el profeta consuela a su pueblo diciéndole: «¡Ánimo! Al final triunfará la justicia».

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13.

Salmos de imprecación «¡Dichoso el que pueda pagarte el mal que nos has hecho. ¡Dichoso el que agarre y estrelle a tus hijos contra la peña!» – Sal 137,8s

«Salmos

de imprecaciones» o «salmos contra los enemigos» se denominan tradicionalmente aquellas oraciones del libro de los salmos en las que un creyente, que sufre bajo una opresión extrema, pide a Dios la aniquilación violenta de sus enemigos. Hoy son muchas las personas que difícilmente aguantan los salmos de imprecación. Creen que con ellos se intenta instrumentalizar a Dios para justificar las propias agresiones. Ellos ven solamente la agresión contra otros cuando piden que Dios acabe con los malhechores. Sin embargo, en los salmos de imprecación se efectúa siempre una transformación en la persona que reza. El orante no obra violentamente, sino que expresa su ira contra quienes le ocasionan daño. Al mismo tiempo, se dirige a Dios pidiéndole que sea Él el juez. Ahora depende de Dios cómo y de qué manera responde al solicitante. Los orantes (de los salmos) se quejan a menudo de que a los malos les va bien, y a los buenos muy mal. Por medio de la oración tratan de comprender esta dolorosa experiencia. Si nosotros rezamos hoy los salmos de imprecación, no debemos pensar en enemigos reales o definidos, sino en nuestros enemigos interiores, modelos o esquemas de vida que nos impiden vivir de verdad; debemos pensar en nuestra susceptibilidad, impotencia, desvalimiento, temor y depresión. ¡Que nadie crea que se trata de una psicologización moderna e ilícita! Ya los antiguos padres de la Iglesia interpretaron alegóricamente los salmos de imprecación, porque estaban convencidos de que su contenido indicaba algo diferente de lo que literalmente se lee. Esto vale especialmente para el versículo «¡Dichoso el que agarre y estrelle a tus hijos contra la peña!» (Sal 137,8). San Benito cita este versículo en su Regla; pero para él los niños babilónicos son sinónimos de nuestros malos pensamientos. En el capítulo sobre los instrumentos de las buenas obras escribe: «Cuando sobrevengan al corazón los malos pensamientos, estrellarlos inmediatamente contra Cristo y descubrirlos al anciano espiritual» (RB 4,50) Naturalmente, este salmo se remonta al tiempo en que Israel pasaba por momentos sumamente difíciles, durante el destierro del pueblo en Babilonia. En esta situación, 41

habrán entendido este texto en forma literal. No obstante, nosotros no debemos pensar al rezarlo en su significado verbal. La misma Biblia ya transformó textos tan belicosos como este al espiritualizar su contenido. Los monjes y los padres de la Iglesia veían en este versículo una metáfora que nos amonesta en el sentido de no dar lugar a los malos pensamientos, sino «estrellarlos» contra la verdadera roca que es Cristo. En otras palabras: tenemos que presentar nuestros pensamientos a Cristo esperando que de esta manera se disipen y pierdan su poder. A veces experimentamos que este «presentar a Cristo» no es un procedimiento suave. Algunos de los malos pensamientos debemos arrojarlos con fuerza a la roca que es Cristo. Entonces ya no nos molestarán más. Otros afirman que esta interpretación sería demasiado ingenua. Yo, por el contrario, creo que debemos aprender de nuevo ese lenguaje plástico, con el cual los padres de la Iglesia interpretaron no solo los textos bíblicos, sino también los mitos y las sagas de los griegos. Desde luego, no entenderemos su sentido auténtico si los interpretamos literalmente. Al hacerlo así, no solo negaríamos los conocimientos de la hermenéutica, sino que pasaríamos por alto los resultados de la lingüística, que distingue claramente diferentes géneros y formas de hablar. Cuanto mejor comprendamos la expresividad del lenguaje de los salmos, tanto más pueden servirnos para expresar nuestra propia experiencia y nuestro propio sentir. Tenemos en ellos un instrumento muy apto con el que podemos manifestar nuestros sentimientos ante Dios. El salmo 137 nos invita también a nosotros a arrojar todos los pensamientos y conceptos de vida que hace difícil esta y estrellarlos contra Cristo.

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14.

Liberarse de la mano del malvado «¡Sálvame, Señor, de hombres malos, guárdame de gente violenta! De aquellos que planean maldades en su corazón, y provocan guerras todo el día» – Sal 140,2s.

En el salmo 140 pide un hombre a Dios que le libre de la mano del malvado. Hay varias causas por las que al lector moderno le ocasionan dificultades estos versículos. La primera es que el salmista se considera a sí mismo como una persona justa, mientras que muchos otros le parecen seres malos y violentos. Su postura se parece a la de los fariseos. El lector sospecha que por medio de la oración trata de instrumentalizar a Dios para conseguir su apoyo y su protección contra los adversarios. La segunda causa es que muchos tienen un concepto bastante extraño de la oración y no ven en ella más que una suma de pensamientos piadosos. Los salmos, en cambio, hablan constantemente de enemigos y de criminales. Esto, desde luego, no suena muy piadoso; más bien, suena a agresión. Contra estos errores hay que afirmar que los salmos no intentan movernos al fariseísmo ni invitarnos a la beatería. Tan solo quieren confrontarnos con nuestra realidad personal y persuadirnos de la necesidad de encomendarle a Dios esta realidad y la vida concreta, con todas sus discrepancias y problemas. Solo así se transformará nuestra vida real. Los monjes rezamos este salmo en el oficio del Viernes Santo. Y lo hacemos tal como san Agustín aconseja: oramos poniéndonos en el lugar de la persona de Jesucristo. Si me imagino que Jesús rezaba este salmo en sus noches solitarias, cuando llegó a comprender que su vida se encaminaba irremisiblemente hacia la muerte violenta, entonces ya no me suena extraño. Al contrario, me siento más unido a los pensamientos de Jesús, el cual sufrió en sus carnes la fuerza del maligno. Los saduceos, que se consideraban piadosos, lo entregaron a los romanos, conscientes de que estos no tendrían consideración alguna con un prisionero judío. En esta situación, Jesús se dirige a Dios, expresando su angustia y su terror: «Soberbios que me esconden trampas, criminales que me tienden redes, por la rodera me ponen lazos» (Sal 140,6). Pero luego hace audible su enorme confianza: «Yo sé que Dios defiende al oprimido y hace justicia al pobre» (Sal 140,13).

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Al meditar con este salmo la suerte de Jesús, y especialmente su pasión, descubro en él una teología y una espiritualidad filantrópicas y benévolas. De esta manera veo en la pasión de Jesús no tanto el sacrificio expiatorio que Cristo ofreció por nosotros, cuanto más bien nuestra propia suerte. En la pasión de Jesús descubro mi propia pasión. Todo el que emprende un camino espiritual experimentará –como Jesús– la tribulación causada por hombres malos y por los conceptos de vida interiores que le hacen la vida a veces insoportable. Jesús –como cualquier persona creyente y piadosa– tuvo la experiencia de que la misma vida nos pone obstáculos en el camino y nos conduce a situaciones sin salida. Pero en esta tribulación Jesús no se separa de Dios, sino que confía firmemente en que Él se encargará de las cosas del pobre, por más que a veces parezca callar ante nuestras penas y angustias. Si rezo los salmos con los ojos de los monjes y de los padres de la Iglesia antigua, y si medito con los salmos la pasión de Jesús, el Viernes Santo pierde para mí su carácter terrible y penoso. Esa mirada diferente me permite presentar a Dios mi propia vida y las vidas de las personas que me confiaron sus sufrimientos. En todo me siento acompañado por Jesús. Esta manera de ver las cosas me ayuda a vivir confiando en que Dios se encargue de mí y de todos los hombres que me preocupan. Por otra parte, la pasión y la resurrección de Jesús me enseñan que Dios no entra siempre en acción cuando yo lo deseo; por ejemplo, si deseo que un enfermo grave se cure, o que alguien que sufre un revés financiero obtenga una mejor base económica. La suerte de Jesús nos demuestra más bien que Dios no nos salva siempre de la catástrofe. Dios hace justicia a Jesús justamente después de su muerte, cuando lo resucita. Este es el momento en que se verifica el versículo «Los justos darán gracias a tu nombre. Los rectos habitarán en tu presencia» (Sal 140,14).

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15.

Abandonado por Dios «Llegada la hora sexta, se oscureció todo el territorio hasta la hora nona. A esa hora gritó Jesús con voz potente: “Eloí, Eloí, lema sabactani”, que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Algunos de los presentes, al oírlo, comentaban: “Está llamando a Elías”. Uno empapó una esponja en vinagre, la sujetó a una caña y le ofreció de beber diciendo: “A ver si viene Elías a librarlo”. Pero Jesús, lanzando un grito, expiró». – Mc 15,33-37; Sal 22,2

Un buen número de lectores no acaban de comprender el contenido de este texto. Dicen que no les entra en la cabeza el hecho de que Jesús, siendo Dios, se haya sentido completamente abandonado por Dios. ¿Cómo es posible que el Hijo de Dios se haya sentido tan desatendido por su Padre? ¿Significan estas frases que la cruz ha sido la derrota completa, es decir, que Jesús murió en la desesperación? Exegetas y teólogos han escrito abundantemente sobre este pasaje, y sus interpretaciones se contradicen bastante. Algunos definen esta frase como su punto de partida para hablar de Dios o como base de su teología. Según ellos, si Jesús murió desesperado, si en el momento de su muerte se sintió abandonado por Dios, debemos tomarlo en serio, y este ha de ser, por consiguiente, nuestro punto de partida si queremos decir algo sobre Dios. Esto opina, por ejemplo, Jürgen Moltmann en su libro Dergekreuzigte Gott («El Dios crucificado»). Aunque a mí me convence mucho más la interpretación del teólogo judío Pinchas Lapide. Ya los Padres de la Iglesia descubrieron en el grito de Jesús el inicio del salmo 22. Siempre se había creído que Jesús, clavado en la cruz, había rezado el salmo 22 en su integridad, no solo la primera frase. A esta discusión aporta Pinchas Lapide otro argumento valioso: él parte en su comentario de la religiosidad bíblica judía y de la interpretación de este salmo en la Mishná (la primera enseñanza escrita de la Torá) y da mucha importancia al hecho de que Mateo emplee en su texto el sustantivo griego legon, que sirve para describir en la Mishná la recitación de textos bíblicos en voz alta. Jesús, entonces –siguiendo la costumbre de la sinagoga–, recitó este salmo en voz alta, de manera que todos los circunstantes pudieran oírlo. Por lo tanto, el primer versículo debe ser entendido sobre el trasfondo del salmo entero. El hombre piadoso del Antiguo Testamento –y Jesús era uno de ellos– dirige todas su preguntas y sus sentimientos de abandono a Dios. Jesús no duda de Él ni por un momento, pero se queja y presenta sus penas y sentimientos de abandono al Padre. Y al 45

rezar el salmo se transforma su sentir, puesto que el salmo está impregnado de la confianza en Dios. La tradición de los rabinos dice, que el «Eloí – Dios mío» significa siempre que se habla del Dios misericordioso, dispensador de gracia, del Dios leal. El nombrarlo de hecho dos veces («Eloí, Eloí») significa además, según la tradición judía: «Mi Dios, aquí en el mundo visible, y mi Dios, allá en lo escondido» (Lapide, 95). Pero al escuchar la voz de Jesús, reaccionan los presentes diciendo: «Está llamando a Elías» (Mt 27,47). Y Lapide contesta: El grito «Eloí, Eloí» no puede ser entendido –según las normas del hebreo– como el nombre del profeta. Pero el versículo 11 del salmo dice, lleno de confianza: «Desde el seno de mi madre tú eres mi Dios» (Sal 22,11). En hebreo, «¡Eloí atta!». Los creyentes judíos oraban esta parte del versículo dos veces; es decir; la repetían de modo muy parecido al inicio del salmo 22. «Eloí atta = Tú eres mi Dios», que puede –acústicamente– ser fácilmente confundido con la expresión «Elía ta = ¡Elías, ven!» (Lapide, 99). La opinión de Lapide de que Jesús el crucificado rezó el salmo entero se ve apoyada también por el evangelio de Juan, según el cual Jesús, al morir, pronuncia esta frase: «Todo se ha cumplido» (tetélestai en griego). Juan comenta esta frase en el sentido de que Jesús nos amó con un amor tan total que llegó al extremo de entregar su vida, y que en la cruz se cumplió la obra de su amor. La interpretación judía del salmo dice que Dios concluyó su obra de salvación. En esto se refiere a Is 44,23: «Aclamad, cielos, porque el Señor ha actuado». Lapide se ve apoyado en su interpretación, además, por la Carta a los Hebreos, que dice de la muerte de Jesús, con vistas al salmo 22: «En efecto, convenía que Dios, por quien y para quien todo existe, queriendo conducir a la gloria a muchos hijos, llevara a la perfección por el sufrimiento al pionero de su salvación (teléiosai). El que consagra y los consagrados son del mismo linaje, por lo cual no se avergüenza de llamarlos “hermanos”, diciendo: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré”» (Heb 2,10-12). En este último versículo se citan en la Carta a los Hebreos las últimas palabras del salmo 22, versículo 23. Además, se emplea la misma palabra final, «acabar», «cumplir» (teléiosai). En consecuencia, podemos observar que la Iglesia primitiva no interpretó las últimas palabras de Jesús como un grito de desesperación, sino que, por el contrario, veía en ellas una expresión de que su obra de salvación se había cumplido. Desde luego, el autor de esta salvación tuvo que pasar por todas las angustias y sentimientos de abandono, pero siempre con la seguridad espiritual de que nada ni nadie puede arrebatarnos de la mano de Dios. La muerte de Jesús nos transmite la certeza de que incluso en la muerte estaremos amparados por las bondadosas manos de Dios.

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16.

No he venido a abolir «No penséis que he venido a abolir la ley o los profetas. No vine para abolir, sino para cumplir. En verdad os digo que, mientras duren cielo y tierra, no perecerá ni un punto ni una coma de la ley, hasta que todo se haya realizado. Por eso, quien quebrante el más mínimo de los preceptos y así se lo enseñe a la gente será considerado el más pequeño en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y los enseñe así será grande en el reino de los cielos. Porque os digo que, si vuestra justicia no supera con mucho a la de los letrados y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás, y quien mate será castigado por el tribunal”. Pues yo os digo: cualquiera que se enoje con su hermano será entregado al tribunal. Quien llame a su hermano “inútil” responderá ante el Supremo Consejo. Quien llame a su hermano “loco” merecerá el fuego del infierno. Si llevas tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano. Después, regresa y ofrece tu ofrenda. Reconcíliate sin demora con tu adversario mientras vas de camino con él [al juzgado]. Si no, te entregará al juez, y este te entregará al alguacil, y te meterán en la cárcel. En verdad te digo que de allí no saldrás hasta haber pagado el último céntimo». – Mt 5,17-26

Antaño, la interpretación del sermón de la montaña se caracterizaba a menudo por un prejuicio antijudío. El sermón de la montaña servía para demostrar la superioridad moral del cristianismo sobre el judaísmo. En la actualidad, hasta los mismos judíos comprenden el sermón de la montaña como un texto judaico. En tiempos de Jesús, los fariseos intentaban acomodar los preceptos del Antiguo Testamento a la vida concreta y diaria de los hombres. Jesús se presenta en el sermón de la montaña como uno de los fariseos que interpretan los preceptos a su manera. Su interpretación corresponde más a la escuela liberal del maestro fariseo Hillel el sabio, famoso en aquellos años. La interpretación de los preceptos, tal como la encontramos en el sermón de la montaña, no era, pues, del todo ajena a la religiosidad judía. Sin embargo, es de lamentar que estas antítesis hayan sido motivo para un cierto antisemitismo o, cuando menos, para un sentimiento de superioridad de la teología judía. No obstante, lo que dice Jesús tiene su validez para todos los hombres. Jesús demuestra cómo la vida –en el sentido espiritual– puede ser exitosa. Hay personas que se sienten intimidadas al escuchar las instrucciones de Jesús. Dicen: «Si a causa de la ira me amenaza con el infierno, no tendré salvación. Porque 47

frecuentemente siento enfado e ira contra otros». Al hablar de esta manera, demuestran que aún no han entendido lo esencial del sermón de la montaña. Jesús no pretende establecer un nuevo orden de preceptos, ni tampoco trata de intimidarnos haciendo aún más estrictos los preceptos del Antiguo Testamento. A él le interesa una justicia más grande. «Justicia» no significa que se eviten a toda costa los errores, sino que yo mismo corresponda a mi propio ser. Las palabras de Jesús nos animan a vivir en armonía con nosotros mismos. Jesús nos da a entender el sentido de los preceptos: los preceptos no pretenden llevarnos a la ufanía o presuntuosidad que nos deja interiormente insensibles y rígidos. Jesús anhela más bien que nos pongamos en camino, que nuestra mente se purifique y se abra al amor. Esta es la nueva justicia que él quiere y que él mismo practicó en su vida. Por lo tanto, desea introducirnos en ella. Corresponde a nuestro ser que nuestra manera de pensar esté regida por el amor y no por el odio. La palabra jesuana «Cualquiera que se enoje con su hermano será entregado al tribunal» no significa que se castigue en el acto cada sentimiento. Es inevitable que de vez en cuando nos enojemos o experimentemos enfado e ira. Los monjes antiguos nos decían muy sabiamente: «No eres responsable de los sentimientos que inopinadamente te asaltan, pero sí de tu modo de tratarlos. Tienes que darte cuenta de tus sentimientos de cólera, enfado o envidia... y percibirlos. Pero no debes ceder a ellos». Depende de nosotros el transformar estos sentimientos o iniciar un diálogo con ellos. Por ejemplo, puedo hacerme la siguiente consideración: «¿Qué ideas o deseos infantiles o equivocados quieren advertirme? Dando demasiado lugar a la ira, me daño a mí mismo y no vivo en armonía conmigo mismo. Al contrario, la ira es siempre venenosa, y los sentimientos negativos me envenenarán a mí mismo». El hombre iracundo no puede nunca ser una bendición, sino que será siempre una desgracia para los demás. Pero ¿acaso es realista el que Jesús diga: «Si llevas tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano. Después, regresa y ofrece tu ofrenda»? No podemos evitar que alguien se incomode con nosotros, que nos tenga envidia y que se enfade. Conozco a personas que después de la muerte de sus padres se disgustaron con sus hermanos. Ellos estaban dispuestos a solucionar de forma pacífica los problemas surgidos. Después de una fase de disgustos, deseaban hacer las paces. Pero los otros no querían olvidar los sentimientos de contrariedad y se negaron a la reconciliación. ¿Acaso esos hombres no están autorizados a acercarse a recibir la comunión? Una negativa sería demasiado dura para ellos. ¿Cómo, entonces, debemos entender lo que Jesús dice? Evagrio Póntico, monje del siglo IV, interpreta la palabra de Jesús haciendo uso de la psicología. Dice: «Solo si vives reconciliado con tu hermano puedes vivir tranquilo. Un corazón rencoroso no es capaz de orar de verdad, pues el rencor oscurece la mente del hombre cuando reza». Si el rencor llena tu corazón, no podrás orar de verdad. La 48

oración, pues, nos desafía constantemente a limpiar el corazón del rencor y la amargura. Por lo menos en nuestro corazón deberíamos hacer las paces con las personas con quienes nos hemos disgustado. Por supuesto que supera nuestras fuerzas el mover a los otros a hacer lo mismo. Antes de celebrar la eucaristía tenemos que mover pensamientos de paz en nuestro corazón. Luego podemos acercarnos a la mesa del Señor con mucha humildad, nunca en la actitud de quien se siente completamente justificado, sino como quien lamenta en su interior que, por más que lo haya intentado, no ha conseguido vivir en paz con todos. En la misa podemos presentar a Jesús nuestra impotencia, y al recibirlo en la comunión esperamos que él transforme esta nuestra impotencia y debilidad. Además, llevamos a Jesús a todas aquellas personas a las que hasta el momento no hemos podido llegar con nuestra buena voluntad de hacer las paces, a fin de que el amor de Cristo las penetre, las transforme y las llene con su paz. Las palabras del Señor tienen muchas veces un sentido metafórico. No se entienden únicamente en un nivel visible. En este texto Jesús nos exhorta a hacer las paces con nuestros adversarios. Desde luego, hay adversarios que no están interesados en hacer la paz con nosotros. Pero lo que Jesús dice tiene su valor en todos los niveles, incluido el nivel interior del hombre. De tal suerte que este texto nos exhorta: Mientras esté en el camino, debo reconciliarme con mis adversarios interiores, con mis temores, mi cólera y mis celos. Porque si permito que estos adversarios de mi alma ocupen demasiado espacio, me encerrarán infaliblemente en la cárcel de mi amargura y mi disgusto. Es menester que sostenga una conversación con mis adversarios interiores –el temor, la envidia y la depresión– para comprender qué es lo que estas emociones pretenden decirme. Si acepto su existencia y entro en diálogo con ellos, me conducirán a la paz conmigo mismo y me capacitarán para vivir en paz con los demás.

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17.

¡Sácate tu ojo! «Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y arrójalo lejos de ti. Más te vale perder una parte de tu cuerpo que ser arrojado entero al infierno. Y si tu mano derecha te lleva a pecar, córtala y arrójala lejos de ti. Más te vale perder una parte de tu cuerpo que terminar entero en el horno». – Mt 5,29s.

También la interpretación de este texto ha ocasionado graves problemas, puesto que en algún momento se le dio un sentido literal: es preferible cortarse una parte del cuerpo antes que ir al infierno. Pero esta cita bíblica tiene que interpretarse como metáfora. No debemos olvidar que Jesús era judío, y para un judío estaba absolutamente prohibido mutilarse a sí mismo. Se sobreentiende, por ello, que Jesús no incitó a la autolesión o automutilación. Sin embargo, sus palabras no carecen de importancia para nosotros. El ojo derecho es el ojo que juzga sobre todo, que domina, que se fija en el prójimo y que tiende a poseerlo. Es como el ojo del halcón que se clava en su presa y luego la asalta. Si miramos tan solo con el ojo derecho, el ojo del halcón, terminaremos infaliblemente en el infierno de nuestra avidez. Esta nuestra avidez masculina tiene que ser dominada, a fin de que el ojo izquierdo tenga la ocasión de obrar. El ojo izquierdo no juzga; más bien, se limita a mirar al prójimo y aceptarlo tal como es. El ojo izquierdo admira y se asombra. El ojo izquierdo descubre la belleza del otro; le mira con respeto y le muestra aprecio. Si permitimos que esta calidad y facultad del ojo se realice, estaremos en sintonía con nuestro propio ser. Lo mismo vale para la mano derecha, que representa al hombre de acción, a quien cree que todo lo que desea le es posible. La mano derecha quiere poseerlo y aferrarlo todo. Pero quien vive según esta manera de ser, sin respetar y sin escuchar al corazón, quien prefiere el tener y se olvida del ser, se verá cara a cara con sus sentimientos y necesidades oprimidos. La mano derecha debe ceder el paso, a fin de que la mano izquierda pueda desenvolverse. La mano izquierda es la mano femenina, la que concibe. Es cariñosa, toca y acaricia, pone en relación, consuela. Con este texto Jesús no reta al rigorismo, que solamente nos llevaría a suprimir nuestros sentimientos y necesidades. Al contrario, intenta conducirnos al equilibrio interior que corresponde a nuestro ser. Con la metáfora de la mano derecha Jesús expresa algo parecido al mito griego de Prometeo, el prototipo del hombre de acción, que arrebató a los dioses el fuego para 50

dárselo a los hombres. Como castigo, fue encadenado a una roca del Cáucaso. A diario venía un águila y comía un trozo de su hígado, que siempre se renovaba. El hígado simboliza las fantasías de magnitud. El hombre de acción se deja vencer por la ilusión de su presunta magnitud y semejanza a Dios. Fácilmente le sobreviene el dolor causado por las emociones suprimidas que le recuerdan su condición de hombre débil, criatura hecha de barro, mortal y perecedera.

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18.

Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto «Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo os digo: “No resistáis al que os hace un mal. Antes bien, si uno te abofetea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Y al que quiera ponerte pleito en el juzgado para quitarte la túnica, dale también el manto. Si uno te obliga a caminar una milla con él, camina dos. Da al que te pide, y al que te pide prestado no lo rechaces”. Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pero yo os digo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, a fin de que seáis hijos de vuestro Padre en el cielo; pues él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos. Si amáis solo a los que os aman, ¿qué premio merecéis? ¿Acaso no hacen lo mismo los recaudadores? Y si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué de extraordinario hacéis? ¿Acaso no hacen lo mismo los paganos? Sed, pues, perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto”». – Mt 5,38-48

Hay quienes opinan que el amor al enemigo sería una exigencia excesiva para los hombres. Además, lo que dijo Jesús acerca de cómo debería tratarse al malo sería imposible de poner en práctica en los tiempos actuales, puesto que constituiría una brecha abierta para el mal. Pero las palabras de Jesús son siempre palabras curativas y liberadoras. Tenemos que luchar y debatirnos con ellas hasta entenderlas. Jesús no pretende darnos nuevas normas. Tan solo nos lleva a soluciones creativas acerca de cómo debemos tratar al malo y al enemigo. La experiencia vivida en el terreno de la política y en el ámbito personal nos enseña con mucha claridad que, si alguien contesta a la violencia con la contraviolencia, entra en un círculo vicioso de la violencia del que no podrá escapar. Jesús nos previene: «No resistáis al que os hace un mal» (Mt 5,39a). En el texto original griego leemos únicamente cuatro palabras: Mḕ antisthēnai tộ ponerộ (= no resistáis al mal.) Lo cual no significa que deba darse rienda suelta al mal y que no nos quede otra solución que soportarlo pasivamente. Las expresiones griegas permiten además ser traducidas de diversas maneras. Una dice: «No pleiteéis con el que os has causado un mal». Es decir: el discípulo del Señor debe abstenerse de pleitear con el hombre malo, pues el pleitear contra él no cura su maldad. La única consecuencia es una serie de pleitos que no sirven para obtener la solución del problema ni para que se

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transforme la maldad. Al hombre malo se le encierra prácticamente en su maldad. Jesús, en cambio, quiere que la maldad sea vencida. Otra traducción dice: «¡No te quedes mucho tiempo con lo malo y no des lugar a los pensamientos negativos que no dejan de dar vueltas en la cabeza de una mala persona!», porque eso te dañará a ti. No deberíamos conceder tanto poder al mal ocupándonos continuamente de él. Más bien, es menester que nos dirijamos hacia el centro positivo en nuestro interior y –a partir de ahí– reaccionemos de manera creativa al mal. Tenemos que buscar soluciones creativas que sorprendan y dejen aturdido al otro, de suerte que ya no pueda seguir con su manera de pensar y comportándose como de costumbre. Jesús nos enseña tres soluciones creativas que dejan perplejo al malo y que, a su vez, le ofrecen la posibilidad de acceder a un camino de transformación. La primera de las soluciones dice: «A quien te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la izquierda» (Mt 5,39). Lo cual no significa que esté obligado a soportarlo todo y ofrecerme al malo como una víctima a la que él pueda maltratar a su antojo. Mateo piensa aquí en una bofetada que se proporciona con el dorso de la mano, que no tiene nada que ver con la violencia, sino con la deshonra. (Solo cuando se da la bofetada con el dorso de la mano derecha, se golpea la mejilla derecha. Pegando con la palma, se golpea la izquierda. Antiguamente, lo primero significaba deshonra; lo segundo, violencia. [N. del tr.]). Pero si mi honra está basada en Dios, no tengo necesidad de exigir que los hombres me honren. Nadie me puede quitar esa honra, que hunde sus raíces en Dios. El intento de deshonrarme fracasa. En cambio, si yo no me siento deshonrado, le doy al otro –por medio de mi comportamiento– la oportunidad de elevarse a un nivel diferente de actuar. El atacante se sentirá inseguro y aturdido, porque no reacciono como él lo esperaba. Esta inseguridad o confusión que experimenta le puede ofrecer la oportunidad de reflexionar sobre su conducta. La segunda solución creativa es: «Y al que quiera ponerte pleito en el juzgado para quitarte la túnica, dale también el manto» (Mt 5,40). Aquí se trata de un acreedor intransigente que está dispuesto a embargar la túnica o la levita de un prójimo. Según la ley judía, no se debía embargar el manto, ya que era considerado necesario para taparse con él y protegerse del frío de la noche. Empero, el que se sabe bajo la protección de Dios puede prescindir de este derecho. Este comportamiento sorprende al acreedor y puede cambiar al hombre posesionado por su avidez. La tercera solución: «Si alguien te obliga a caminar una milla con él, camina dos» (Mt 5,41). Todo soldado romano tenía derecho a obligar a un judío a acompañarle una milla como guía o peón. Podemos figurarnos fácilmente que muchos judíos obedecían únicamente a regañadientes. Pero, si camino voluntariamente dos millas con el romano, puedo ganarlo como amigo; me pongo a conversar con él y me doy cuenta de que no es mi enemigo, sino un ser humano como yo. Con mi franqueza puedo ganármelo, y la

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dureza de la ley de ocupación ya no existe. Entre el miembro de las fuerzas de ocupación y el que pertenece al pueblo ocupado nace la amistad. Esto favorece a ambos. Después de haber ofrecido estas tres soluciones creativas de cómo afrontar el mal, Jesús hace un resumen del mensaje del sermón de la montaña en la ley del amor a los enemigos: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen» (Mt 5,44). Tampoco aquí piensa Jesús piensa en un comportamiento permisivo o pasivo, sino en el vencimiento de la enemistad. La enemistad tiene su origen en la proyección. El otro es incapaz de aceptar algo negativo en sí mismo, sino que lo proyecta en mi persona y, consecuentemente, me declara la guerra. Amar al enemigo significa, en primer lugar, reconocer ese mecanismo de proyección. El otro no es mi enemigo, sino un individuo dividido en sí mismo. Rezando por él, espero que pueda encontrar la paz consigo mismo. Al mismo tiempo, sentiré otro efecto positivo: rezando por el enemigo me desprendo del rol de víctima. Cada vez que alguien me ataca, me insulta o me ofende, me siento como víctima. En el transcurso de nuestra vida, cada uno de nosotros es víctima de calumnias hirientes. Sin embargo, no debo permanecer en el rol de víctima, pues el paso de la víctima al autor (de un delito) es muy corto. Además, resulta muy difícil vivir al lado de una víctima, porque de ella emana mucha agresividad. La psicóloga alemana Verena Kast (1943-?) dice: «Tengo que liberarme del rol de víctima. En la oración lo hago de una manera muy concreta y activa, esperando al mismo tiempo que el otro llegue a entrar en armonía consigo mismo. Habiéndolo conseguido, ya no siente la necesidad de litigar contra mí». El capítulo que habla del amor a los enemigos termina con estas palabras de Jesús: «Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre del cielo es perfecto» (Mt 5,48). La traducción al latín, «perfecti estote», condujo a muchos a una conclusión errónea: pensaban que deberían vivir de manera inmaculada y perfecta, sin falta alguna. Pero el original griego, teléios, no significa la perfección moral, sino más bien el ser entero y completo. San Lucas precisa este texto cuando dice: «Sed compasivos como vuestro Padre del cielo es compasivo» (Lc 6,36). Aparentemente, esta perfección significa que hemos de ser sinceros y enteros en el amor, como lo es Dios, y que seamos compasivos como Dios es compasivo. Además, en el original griego se lee la palabra ésesthe, que significa: «vosotros seréis». No se trata de un imperativo, sino de una promesa. Si nos esforzamos en emplear las soluciones creativas de Jesús, tomaremos parte en la vida de Dios y seremos sus hijos e hijas. Más aún, obrando de este modo, no somos solamente partícipes del modo de pensar divino, sino que nos encontramos en Dios y experimentamos su cercanía. Jesús confía en que nosotros seamos capaces de ser perfectos y enteros como lo es Dios. Al mismo tiempo, nos enseña que esta perfección se hace ver cuando Dios deja salir su sol sobre malos y buenos y cuando envía la lluvia sobre justos e injustos. Si centramos la luz de nuestra conciencia en lo bueno y lo malo que hay en nosotros, ambas cosas pueden transformarse en luz. Si –a la manera de la 54

lluvia, que no excluye nada– prestamos atención a lo bueno y a lo malo en nosotros, ambas cosas serán fertilizadas o corregidas, y la semilla de la palabra de Dios podrá germinar en todos los contornos de nuestra vida. Llegamos a la conclusión de que el texto del sermón de la montaña de Jesús es exigente y liberador a la vez; pero, por cierto, son palabras que nos creen capaces de ser hombres y mujeres completos y maduros, hijos e hijas de Dios que corresponden a la imagen exclusiva que Dios se ha hecho de cada uno de nosotros. El sermón de la montaña contiene consejos que, al proteger nuestra dignidad, nos enseñan cómo podemos proteger y respetar la dignidad de los demás.

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19.

No nos dejes caer en la tentación

A muchos cristianos les resulta difícil entender la última de las siete peticiones del Padrenuestro. (El original griego dice literalmente: kai mḕ eisenénkệs ḗmas eis peirasmón... [«Y no nos induzcas a la tentación»: Mt 6,13]. No obstante, la versión española de esta séptima petición es una interpretación pastoralmente muy lícita y prudente, aunque no literal. [N. del tr.]). Tales cristians se rebelan contra el hecho de que Dios pueda inducirnos a la tentación: este pasaje bíblico no responde a la imagen que ellos se han formado de Dios. No obstante, hay que admitir que en la petición de que Dios «no nos induzca a la tentación» no está automáticamente incluida la convicción de que Dios haga semejante cosa. Santiago advierte a sus lectores que no culpen a Dios de las tentaciones que se les presentan: «Nadie en la tentación diga que Dios lo tienta, pues Dios no es tentado por el mal, y Él no tienta a nadie. Cada uno es tentado por el propio deseo, que lo arrastra y seduce» (St 1,13-14). Santiago cuenta con las tentaciones como pruebas, para que en ellas resistamos y salgamos airosos. Pero no debemos echar la culpa a Dios por ellas. Interpretando la petición de Jesús sobre el trasfondo de la carta de Santiago, nos dice: Tenemos que pedir a Dios que nos asista, con el fin de que no seamos inducidos a la tentación por nuestros propios deseos y nuestra indigencia. Desde siempre, muchos teólogos tuvieron problemas con el texto de esta petición, por lo que propusieron otras traducciones. En la Iglesia antigua, Orígenes traducía así la última de las peticiones del Padrenuestro: «No permitas que caigamos en la tentación». En la actualidad le sigue la Iglesia brasileña. Leonardo Boff hace sus interpretaciones del Padrenuestro a base de esta traducción oficial portuguesa. (Lo mismo puede decirse de la traducción española: «Y no nos dejes caer en la tentación...» [N. del tr.]). El padre de la Iglesia latina Tertuliano da a esta petición el siguiente sentido: «“No nos induzcas a la tentación” significa: “No permitas que seamos conducidos por aquel que nos tienta. Lejos de nosotros la apariencia siquiera de que sea Dios el que tienta”» (Bader, 46). Agustín interpreta la última de las preces de esta manera: «Es menester que pidamos la protección divina para no consentir en la tentación o doblegarnos ante ella». Al mismo tiempo, pide al Señor con estas palabras: «Tú eres leal y no permitirás que seamos tentados más de lo que podemos aguantar con nuestras fuerzas» (Bader, 77). Está seguro de que con esta petición Jesús no quiere decir que Dios nos induce activamente a una tentación. Más bien, pide que Dios nos proteja del lugar de la tentación y que no permita que seamos tentados. Esta interpretación se ve apoyada por la retraducción al hebreo o al 56

arameo. Pinchas Lapide traduce: «No permitas que tropiece o caiga presa de la tentación. Dame el ánimo de decir “no”» (Lapide, 77). Al mismo tiempo, recuerda a la oración judía que se reza por la tarde: «No permitas que llegue a estar sometido a la tentación». Por otra parte, interesa la pregunta «¿Qué es lo que se entiende por “tentación”?» Los monjes de la antigüedad veían en la tentación una prueba para el hombre. Como la fuerza del viento obliga al árbol a hundir sus raíces cada vez más en la tierra, así refuerza la tentación al monje en su lucha por el bien. Orígenes dice de la tentación: «También la tentación contiene algo bueno. Nadie fuera de Dios –incluidos nosotros mismos– sabe qué es lo que Dios regala a nuestra alma. Pero la tentación lo saca a la luz del día para enseñarnos a reconocernos a nosotros mismos con toda nuestra miseria y para obligarnos a darle las gracias por todo el bien que por la tentación ha sido descubierto» (Bader, 47). La tentación nos enseña tanto la fuerza que Dios nos ha regalado como el peligro en que vivimos. Podríamos también decir que nos enseña los lados sombríos que tienden a hundirnos. Tenemos que mirar cara a cara a esta tentación. Orígenes opina que toda la vida del hombre en esta tierra sería una tentación. «Por lo tanto, debemos pedir que se nos salve de la tentación; no en el sentido de que no seamos tentados, sino en el sentido de que no caigamos en la tentación» (Bader, 47) Actualmente discernimos entre tentación e incitación. Con la incitación debemos luchar. Entonces estaremos más probados y fuertes. La tentación debemos rehuirla, porque es como un remolino que nos arrastra hacia abajo y tiende a engullirnos. El sustantivo griego peirasmós no significa únicamente «tentación», sino también «perturbación». La tentación más grande tiene lugar cuando un hombre se encuentra turbado interiormente, cuando ya no ve con claridad lo que él quiere y lo que es la voluntad de Dios. ¡Dios nos libre de esta tentación! Dicho de otro modo: no permita Dios que seamos inducidos a esta tentación. Algunos opinan que esta petición requeriría una traducción nueva y diferente. Sin embargo, ninguna de las propuestas resulta satisfactoria. La traducción oficial de la versión alemana corresponde al original griego. Nuestro reto consiste en entender correctamente esta petición. Los textos bíblicos contienen siempre cierta ambivalencia que los deja abiertos a interpretaciones diferentes. Dicha apertura nos favorece. Además, nos exige meditar y pensar sobre sus palabras y saborearlas en el corazón.

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20.

La polémica de Jesús con los judíos «En otra ocasión les dijo: “Yo me voy, y vosotros me buscaréis y moriréis en vuestro pecado. Adonde yo voy, vosotros no podéis venir”. A esto dijeron los judíos: “¿Será que piensa matarse, y por eso dice: ‘Adonde yo voy, vosotros no podéis venir?’” Les dijo: “Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso os dije que moriréis en vuestros pecados. Pues si no creéis que soy yo, moriréis en vuestros pecados”. Entonces le preguntaron: “¿Tú quién eres?” Jesús les contestó: “¿Para qué sigo hablando con vosotros?”» – Jn 8,21-25

A lo largo del tiempo litúrgico de la Cuaresma se leen en la liturgia católica las polémicas de Jesús con los judíos. Al principio, yo no sabía qué hacer con estas polémicas. Además, algunos de nuestros huéspedes (en la casa de ejercicios) me advirtieron de las tendencias antisemíticas de tales controversias, en las que se adjudica a los judíos un papel negativo. Sin embargo, enfrentándome más detenidamente con dichas controversias, se me desveló su sentido. Aquí no se trata de un rechazo a los judíos, porque los judíos que conversaban con Jesús, ya en el evangelio de san Juan son subdivididos entre los que creen y los que no creen. De lo que se trata, más propiamente, es de conversaciones entre Jesús y nosotros, los lectores y lectoras. Los argumentos de los judíos son en realidad nuestras dudas. Dudamos que en la persona de Jesús esté Dios mismo con nosotros. Principalmente, giran estas conversaciones en torno a las preguntas «¿Quién soy yo?» y «¿Quién es este Jesús?» Creer o no creer, pecar o vivir en la verdad, se decide por la relación que mantengo con Jesús. La cuestión fundamental del evangelio de Juan es: ¿estoy dispuesto a creer que en la persona del hombre Jesús, cuyo origen conozco y que vivió en un lugar y un tiempo históricamente determinados, Dios mismo viene a mi encuentro? ¿Seré capaz de creer que este Jesús desea introducirme en la verdad y que puede regalarme la vida divina, por más contaminado que pueda estar yo por el pecado? Las conversaciones en el evangelio de Juan se caracterizan a menudo por un mal entendimiento. Parece como si los interlocutores mantuvieran un diálogo de sordos. En realidad, serán –por medio de la conversación– elevados a un nivel superior. Este texto bíblico nos pone en contacto con una frase decisiva: «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba». Jesús viene de Dios. Él baja del cielo a nosotros para animarnos a bajar también 58

a nuestra propia humanidad y creer al mismo tiempo que, a través de él, Dios pretende regalarnos su amor divino. Ese amor se experimenta en las palabras de Jesús y en las curaciones de enfermos. Ese mismo amor llega a su cúspide en la muerte en la cruz. Allí se abre su corazón, y su amor fluye hacia nosotros. Esta promesa es tan grande que cada vez nos sentimos tentados a dudar de ella. Por eso tenemos que conversar continuamente con Jesús para presentarle nuestras dudas y dejarnos conducir a la verdad. En esta conversación quedará patente a nuestros ojos el misterio de Jesús, el misterio de nuestro propio ser humano y el misterio de la salvación por medio de Jesucristo.

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Nadie va al Padre si no es por mí «Jesús dijo a Tomás: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre si no es por mí”». – Jn 14,6

Los fundamentalistas interpretan este texto de tal forma que solo quien declara su adhesión a Jesús y cree en él llegará al cielo, pues únicamente Jesús es la verdad y el camino. Todos los demás caminos llevan a la perdición. Estas verdades no son nada más que verdades ficticias. Muchos emplean estas o parecidas palabras porque se consideran superiores a los demás y pretenden diferenciarse de ellos. ¿Acaso es este su verdadero sentido? ¿Cómo podemos entender estas palabras? Ante todo, no debemos darles una interpretación negativa que excluya a nadie o establezca diferencias con él. Es decir, el texto contiene una promesa positiva, no una amenaza. Jesús dice de sí mismo: «Quien me entiende de verdad y me reconoce tal como soy, gana perspectiva y se encuentra con la verdad». «Verdad» –alḗtheia en griego– significa que el velo que lo cubre todo será retirado, y nosotros veremos y encontraremos la verdad. Pues quien se encuentra con Jesús tiene una cita con la vida y la vitalidad. Esta persona captará el verdadero significado de la vida. En un mundo desorientado, hallará el camino que lo lleva directamente a la vida. Podríamos también interpretar las palabras de Jesús de otra manera: «Todo el que conoce la verdad y mira en el fondo de todo ser conocerá por ende a Jesús en todo cuanto existe, como su verdadero origen. Todo aquel en quien florece la vida tiene –aun inconscientemente– una idea de la realidad de Jesús, pues quien se ha puesto en camino y, a lo largo del mismo, se ha visto transformado, acabará encontrándose con Jesús en persona. Sin darse cuenta, ya ha captado algo de Jesús y de su verdad». Por otro lado, hay quienes dicen creer en Jesús, pero interiormente están atascados y desconectados de su propia vitalidad. Tienen siempre en los labios el nombre de Jesús, pero en realidad no han entendido nada de él, y su vida no refleja nada de su verdad. También la última parte del texto –«Nadie va al Padre si no es por mí»– la interpretan muchos en un sentido de exclusión. Sin embargo, Jesús lo dijo más bien como una afirmación. Jesús es el camino hacia el Padre. Por medio de él conoceremos al 60

Padre, tal como le dijo a Felipe: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Una auxiliar de enfermería, cuidadora de ancianos que trabajaba en una residencia de mayores, me contaba que procuraba siempre hablar de Jesús a los ancianos. Pero, lamentablemente, ellos no querían escuchar nada de él, por lo que ella estaba convencida de que todos acabarían yendo al infierno, pues Jesús había dicho: «Nadie va al Padre si no es por mí». Yo respondía a aquella pobre mujer que confiara en la misericordia de Dios. A un anciano de 90 años difícilmente puedo llevarlo a la conversión; pero sí puedo poner mi confianza en Dios para que, al morir, ese hombre se encuentre con Jesús y reconozca en él a aquel a quien estuvo buscando inconscientemente durante toda su vida. Será Jesús quien lo lleve hasta el Padre. Esta es la interpretación que nos dejó el teólogo Karl Rahner. Al morir no reconoceremos solamente a Dios tal como es en verdad; también nos encontraremos con Jesucristo, el Dios encarnado. En él identificaremos el cumplimiento de todos nuestros anhelos. Entenderemos al fin que, bien mirado, buscando la verdad y la vida lo hemos buscado a él, por más que a lo mejor parezca que lo hemos rechazado. Entonces, en la hora de nuestra muerte, Jesús será nuestro camino al Padre. Él nos guiará al Padre, donde estaremos en casa para siempre. Al interpretar estas palabras de Jesús a la manera de Karl Rahner, soy consciente de que esta es tan solo una de las muchas formas de explicarlas. Pero el concepto de la interpretación de textos bíblicos significa para mí que debo meditar constantemente sobre las palabras de Jesús; o –como dijo Martín Lutero– debo introducirme personalmente en ellas hasta que se me desvele su sentido. En consecuencia, a cada cual se le dará a entender otra cosa. Lo importante para mí es percatarme de que las palabras de Jesús son siempre palabras que desean llevarme a la vida; son palabras que jamás intimidan ni, por otra parte, pueden justificar que me considere superior a los demás. Son palabras que nos desafían, que se acercan a nosotros desde fuera, hasta que las alberguemos en nuestro corazón y nos dejemos transformar por ellas.

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Cargar con la cruz «A todos les decía: “Quien quiera seguirme, niéguese a si mismo, cargue con su cruz cada día y sígame. Pues quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa la salvará”». – Lc 9,23s

Entre los textos bíblicos que mis lectores me señalan como especialmente difíciles se encuentra con mucha frecuencia esta palabra de Jesús: Jesús habla de «la aceptación diaria de la cruz». Está claro que aquí no se menciona la imitación especial o verbal de Jesús que desemboca en la cruz o en el martirio. Se trata, más bien, de cargar a diario con su cruz personal. Esta cita bíblica habla, pues, de un camino de ejercicio espiritual al que Jesús nos invita; habla de un ejercicio diario o de la práctica en el discipulado. Una práctica que se caracteriza, a mi modo de ver, por tres aspectos: El primero habla de la necesidad de cargar-con-la-cruz, es decir, de aceptar como desafío las tribulaciones que se presentan en la vida; de soportarlas, en lugar de eludirlas. Las tribulaciones son caminos que nos llevan a nuestro verdadero ser; son caminos hacia Dios. Por otro lado, cargar-con-la-cruz significa admitir todo cuanto me ocurre, todo cuanto interfiere a diario en mis planes. Ya puedo planificar mi jornada todo lo detalladamente que quiera, que al final siempre habrá algo imprevisto que malogre mis planes: una persona que se acerca a mí porque desea algo; un hecho inesperado que no tenía previsto en absoluto... Aceptar la cruz significa, pues, no molestarse o incomodarse por el hecho de que el día transcurra de tal manera que mis planes se vean permanentemente frustrados. Al contrario, permito que todo lo que dificulte mis propios planes me abra y me condicione para que Dios pueda obrar en mí. El tercer aspecto del cargar-con-la-cruz significa: Digo «sí» a todas mis contrariedades y antítesis personales, simbolizadas en la cruz: mis fuerzas y mis debilidades; mi salud y mi enfermedad; lo vivido y lo no-vivido; lo logrado y lo malogrado... El psicoanalítico suizo C. G. Jung dio este sentido a la cruz diaria: quien desee recorrer el camino hacia la individualización, quien pretenda «ser-él-mismo» [Selbstwerdung], inevitablemente se encontrará con la cruz. Aceptar la cruz no significa otra cosa que decir «sí» a las propias antinomias. Por ejemplo, querríamos ser 62

simplemente piadosos, pero al mismo tiempo somos también mundanos e incluso, en ocasiones, ateos; querríamos ser simplemente amables, pero sentimos que al mismo tiempo hay mucha agresividad en nosotros. El aceptar nuestras contrariedades tiene también un efecto muy positivo: obrando así, llegaremos a obtener la paz interior, la paz con nosotros mismos. Solo así podremos irradiar la paz a nuestro alrededor. Las antítesis que rechazo serán proyectadas a otras personas, motivo de disgustos y rencores. La palabra de Jesús es entonces una voz que abre paso a la vida, a la paz y a la comunión con los demás. Desde luego, no siempre es fácil aceptarse a uno mismo con sus antítesis, es decir, con sus aspectos contrapuestos. Tengo que renunciar a la ilusión de ser simplemente bueno. Y esta renuncia es dolorosa, porque vivimos con nuestras ilusiones de manera casi simbiótica. Jesús dice que tenemos que negarnos a nosotros mismos. Este texto ha sido frecuentemente mal interpretado en la espiritualidad cristiana. A veces lo entendíamos como si ya fuese pecado pensar en uno mismo; creíamos que debíamos negar nuestras necesidades e incluso a nuestro propio «Yo». Se nos prohibía desarrollarnos y se nos exigía quebrantar nuestro «Yo». Debíamos retorcernos a nosotros mismos. A estas alturas, nos damos perfecta cuenta de que no puede ser este el sentido de las palabras de Jesús, el cual nos invita tan solo a mantener una cierta distancia respecto de nuestro «ego», al que no debemos permitir que nos domine. En efecto, enseguida percibimos cuándo alguien infla su «ego» y presume y alardea, y cuándo, por el contrario, está abierto a algo más grande, más noble. Quien gira siempre en torno a sí mismo no tarda en desagradar a los demás. Cree equivocadamente que está ganando la vida, pero en realidad la está perdiendo. El que gira únicamente en torno a su propio «ego» se queda aislado y repugna a los demás. En cambio, quien deja de lado su «ego» y se hace transparente para algo más grande, para el Espíritu de Jesús, irradia positividad. Con él conversamos gustosamente. Jesús nos invita a estar, como él, abiertos a los planes de Dios. A veces, puede tratarse de apuros o conflictos que tienen el objetivo de abrirnos al misterio del amor divino; otras veces, Dios quiere por medio de ellos hacernos más obedientes a Él. No nos predicamos a nosotros mismos, sino que nos ponemos al servicio del Señor. Quien vive encerrado en sí mismo queda espiritualmente petrificado. Quien quiere ganar siempre, lo pierde todo. Solo quien se pone en contacto con la vida real –también con el riesgo de ser herido y de salir perdiendo– saldrá beneficiado, pues ganará la vida. El mensaje de Jesús nos enseña un camino realista para tener una vida feliz. A menudo nos hacemos una idea equivocada de la vida. Nos presentamos a los demás lo mejor que podemos para llamar su atención y quedar bien ante ellos. Pero no nos damos cuenta de que, al hacerlo, estamos suscitando sentimientos contrarios en los demás. Tan solo si nos entregamos a las personas, a un trabajo o a un proyecto, posponiendo nuestros propios intereses, ganaremos a los hombres y a la vida. Solo así haremos fluir nuestra vida, la activaremos 63

y la dejaremos florecer. Ambos términos –hacer fluir (flow) y florecer– representan en la psicología contemporánea imágenes de una vida exitosa y feliz.

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El pecado contra el Espíritu Santo «“En verdad os digo que a los hombres se les perdonarán todos los pecados y blasfemias que puedan proferís. Pero quien blasfeme contra el Espíritu Santo no encontrará perdón jamás, antes será reo de un pecado eterno”. Jesús dijo esto porque ellos decían que tenía un espíritu inmundo». – Mc 3,28-30

Jesús pronunció estas palabras en una discusión con los fariseos. Frecuentemente, en mi actividad espiritual y pastoral constato que a muchas personas les ofende esta expresión bíblica del «pecado contra el Espíritu Santo». Son especialmente personas con un trastorno psicótico las que citan a menudo este texto. Están convencidas de haber cometido ellas mismas dicho pecado y que, por consiguiente, jamás serán perdonadas. Personas con un carácter psicótico se identifican fácilmente con esta frase, porque se hallan inspiradas e intimidadas por su autocondenación y su autorrechazo. Especialmente los psicópatas corren el peligro de hacer mal uso de las palabras de Jesús para justificar sus manías. Pero ¿qué pretende decir Jesús con estas palabras? Él mismo justifica su interpretación del pecado contra el Espíritu Santo con el hecho de que los fariseos le culpan –estando él lleno del Espíritu Santo y habiendo obrado milagros con la fuerza del Espíritu de Dios– de tener un espíritu inmundo. Si repudio al Espíritu Santo y lo descalifico como si se tratara de un demonio, el Espíritu no puede entrar en mi corazón. No es que Jesús vea en ello un pecado que alguna vez haya podido yo cometer y del que, debido a su gravedad, no podré esperar jamás ser perdonado. Esta es precisamente la interpretación de las personas psicóticas. Jesús, en cambio, piensa de diferente manera: si califico como algo demoníaco lo que viene del Espíritu Santo para beneficiarme, estaré encerrándome y haré que al Espíritu le resulte imposible visitarme. La demonización de lo santo imposibilita al Santo penetrar en mí. La demonización del Espíritu Santo le impide venir a sanarme y a concederme el perdón. Si Jesús dice que el pecado contra el Espíritu Santo no será perdonado, ello no significa que Dios limite su perdón. El perdón y la misericordia de Dios son infinitos. Su única limitación es la reticencia por parte del corazón humano. Mientras el hombre, por culpa de la demonización del Espíritu Santo, se encierre en sí mismo, el amor divino que perdona no podrá penetrarlo. Pero cuando se aparta de esta demonización, hace posible

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que el amor de Dios fluya de nuevo a su corazón y borre su pecado. Entonces experimentará la sensación salvadora de que también ese pecado podrá ser perdonado.

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La puerta estrecha «Entrad por la puerta estrecha; porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella. Pero estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que dan con ella». – Mt 7,13s

Personalmente, cuando yo era joven, entendía esta frase del sermón de la montaña en el sentido de que debía cumplir con todos los preceptos de Dios al pie de la letra. Me sentía obligado a esforzarme en ello para ser un buen cristiano. Solo así podría entrar por la puerta estrecha. Hoy pienso de diferente manera. El camino ancho no es un camino malo, sino el camino de la mayoría de la gente. Pero «encarnación» o «individuación» significa encontrar el camino personal y apropiado para mí. Es mi reto hallar la puerta que abre hacia el que es propiamente mi camino, en el que puedo desarrollar los dones que Dios me ha dado. Fueron dos autores los que me ayudaron a descubrir el sentido de este texto bíblico. Uno es el místico alemán Juan Taulero (Johannes Tauler), que afirma que tenemos que pasar por un angosto desfiladero. De esta manera, la vida se renueva y se ensancha. Ese angosto desfiladero es como el estrecho canal del parto, por el que necesariamente debemos pasar si queremos renacer y reconocer esa auténtica imagen de Dios en nosotros y tener la vida. Tenemos que pasar –metafóricamente expresado– por un túnel para poder avanzar en nuestro camino. Mucha gente cambia de carril al acercarse al túnel. Y si dicho carril les conduce a un nuevo túnel, vuelven a cambiar de carril. Así pues, saltan de un método a otro para modificar el rumbo de su vida. Pero nunca llegan a atravesar el túnel. Por eso es por lo que su vida no se desarrolla a lo ancho; por eso nunca llegan a la nueva patria, donde podrían llegar a ser del todo ellos mismos. El otro autor es el escritor judío Franz Kafka, que en su novela «El castillo» (Das Schloss) refiere la parábola de un hombre que se acerca a un palacio y desea entrar por la puerta al lugar que había visto en sus sueños. Pero el portero no le permite entrar, a pesar de lo cual él espera pacientemente en la puerta, obediente a su sueño. Cuando, al fin, muere, el portero le dice: «Ahora puedo cerrar esta puerta, porque estaba destinada solo para ti». Sí, existe una puerta por la cual tan solo yo debo entrar. Ella me llevará a la vida. Pero primero debo atravesarla. 67

En las metáforas de la puerta estrecha y del camino angosto, Jesús no tiene en mente el estricto cumplimiento de las leyes, sino que con estas parábolas pretende más bien animarnos a recorrer nuestro camino personal. Debemos esforzarnos en buscar la puerta apropiada, la que nos corresponde, y pasar por ella, no por una cualquiera. Y es que cada ser humano es único y tendría que vivir una vida auténtica, sin pretender imitar a otros.

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No hay paz, sino división «¿Pensáis que vine para traer paz a la tierra? No paz, os digo, sino división. En adelante, en una casa de cinco habrá división: tres contra dos, y dos contra tres; el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera, y la nuera contra la suegra». – Lc 12, 51-53

No solamente en el tiempo de Navidad hablamos de la paz que Cristo trajo al mundo – sin perder de vista que el tiempo navideño se presta particularmente para hacer mención de ella: el mensaje del ángel en el día de Navidad anuncia la paz en toda la tierra–. San Lucas presentó a Jesús como el verdadero príncipe de la paz, puesto que trae dicha paz por medio del amor y no por medio de la guerra , como hiciera el César Augusto, el autor de la llamada «Pax Romana». Pero en el texto que ahora nos ocupa tuvo Lucas aparentemente otra visión de Jesús. Jesús no trae la paz, sino la división. ¿Qué quiere decir esto? ¿Acaso es una contradicción? ¿O es que debemos interpretar este texto jesuano de manera diferente? Claro está que Jesús no pretende justificar las peleas o divisiones familiares. El sentido correcto de este texto tan solo podemos percibirlo si contemplamos la situación contemporánea de la familia de aquel entonces. La familia constituía una unión estrechísima, de la que nadie podía retirarse o escapar. Pero si las personas viven demasiado apegadas unas a otras, no se dará la paz verdadera: la que nace de la libertad y del derecho que cada uno tiene, como individuo, a ser diferente. Si la vida comunitaria está dominada por la simbiosis, existe el peligro de que la vida del individuo sufra serios trastornos, pues le falta espacio para respirar libremente, para pensar y sentirse en libertad. Todo lo que piensa, todo lo que siente, estará influenciado por los demás. Donde desaparecen los límites entre las personas, la psicología habla de personajes confluyentes. Es decir, el individuo depende completamente de lo que piensen o sientan los otros. No tiene una posición social propia, sino que se «diluye» por completo en los demás. Con la intención de curar, Jesús introduce en esta situación la división. Pues urge la división para que las personas puedan encontrar una paz digna de tal nombre. Porque lo que existe no es más que una ficción de la paz. No es una paz entre personas libres, sino la paz de una masa uniforme que no emana ninguna energía. Es menester que cada cual sea responsable de sí mismo. Así podrá darse un verdadero encuentro entre personas y una vida en paz. Mientras uno no vuele con sus propias alas,

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no podrá relacionarse con otros. En síntesis: este texto contiene también para nuestros tiempos un mensaje realmente liberador.

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El rico y el ojo de una aguja «Jesús dijo a sus discípulos: “En verdad os digo que un rico entrará con dificultades en el reino de los cielos. Os lo repito: Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que no que un rico entre en el reino de Dios”. Al oírlo, los discípulos quedaron muy espantados y dijeron: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?” Jesús los miró y les dijo: “Para los hombres eso es imposible; para Dios todo es posible”». – Mt 19,23-26

Algunos exegetas tratan de quitarle hierro a estas palabras de Jesús sobre el camello y el ojo de una aguja, diciendo que con el «ojo de una aguja» podría referirse a un boquete en la muralla de Jerusalén. No obstante, la intención de Jesús no es otra que provocar al oyente por medio de la contradicción: por un lado, el animal más corpulento de aquellas tierras; por otro, la abertura más pequeña. Ciertamente, el texto representa una llamada de atención. Desde luego, no pretende decir que quien tenga más dinero que la mayoría de la gente vaya a verse, por ese mismo hecho, automáticamente excluido del reino de los cielos. Tan solo quien se siente rico y tiene mucha afición a sus riquezas se excluye a sí mismo del reino de Dios, es decir, de la parte más íntima de su alma, donde se encuentra el reino de Dios en él. La riqueza –dice C. G. Jung– tiende a ponernos una careta para disimular el mísero estado de nuestra personalidad. Quien emplea la riqueza como una careta jamás llegará a encontrarse con su propio «Yo». Tampoco avanzará hacia el lugar interior del silencio, donde Dios reina en él y donde el reino de Dios está presente en lo más íntimo de su ser. La riqueza como tal no tiene nada de malo. Pero la persona que carece de un centro y no está basada en Dios trata de llenar este vacío con un número cada vez mayor de bienes. Se asemeja a un pozo sin fondo: nunca llegará a colmarse. El dinero se inmiscuirá siempre entre su «Yo» y su conciencia, y él se definirá únicamente por su riqueza. Una mujer cuyo marido trabajaba con gran éxito económico me contaba que el tema único en las conversaciones con su esposo giraba en torno al dinero y al éxito. En consecuencia, a ella le resultaba imposible mantener una conversación normal con él. Ya no llegaba a tocar su corazón. El hombre mismo vivió como desconectado o desenchufado de su corazón y de su propio ser. Finalmente, pierde todo contacto con el reino de Dios. La intención de Jesús es llamarnos la atención, por medio de sus provocadoras palabras, para que no caigamos en la trampa de definirnos por la riqueza. 71

Pero también la frase final de este texto es importante, porque lo relativiza todo, poniendo en juego a Dios. No debemos dar por perdido a ninguno de los ricos. Para Dios es posible tocar su corazón para que se distancie interiormente de sus riquezas, se encuentre con su verdadero ser y llegue a alcanzar ese lugar donde se esconde el reino de Dios en el interior de sí mismo.

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Aborrecer al padre y a la madre «Si alguien acude a mí y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo». – Lc 14,36

A primera vista, estas palabras de Jesús contradicen el cuarto mandamiento, que dice: «Honrarás a tu padre y a tu madre». Sin embargo, Jesús no habla en esta ocasión del aborrecimiento emocional contra el padre y la madre. Más bien, está empleando un lenguaje que conocemos de nuestros sueños, en los que aparece el motivo del odio o del aborrecimiento cada vez que nos identificamos demasiado con nuestra familia y los lazos familiares son tan estrechos que no nos animamos a ser nosotros mismos. La metáfora o la imagen del odio aparece en el sueño siempre que necesitamos mantener una mayor distancia interior respecto de los padres o de la familia, para poder seguir a nuestro propio «Yo». Ser discípulo de Jesús supone –hablando en términos psicológicos– oír la voz interior de nuestro propio ser, no las expectativas de la familia, y seguirla. Al hablar así, Jesús no quiere impulsarnos al odio emocional ni justificar los conflictos familiares, a veces cotidianos. Conozco a hombres que, cada vez que visitan a su madre, provocan intencionadamente algún disgusto con ella, creyendo que ello es necesario para mantener su libertad interior. Pero si me siento obligado a debatir con alguien, sigo atado a esta persona y no me he liberado de ella. Solo quien está libre puede dejar a su padre y a su madre tal como son. Siendo libre, avanza por su camino personal. El disgusto indica a menudo que la persona siente la necesidad de justificarse. Pero la libertad implica también sentirse libre y no verse obligado a justificarse. Dejo la libertad a ellos, pero también yo mismo me permito ser tal como corresponde a mi ser. Si interpretamos el texto como la expresión de una postura interior, como una posibilidad de distanciarnos interiormente de nuestra familia, entonces no nos llevará al enfrentamiento exterior, sino que, por el contrario, nos permitirá mantener una relación renovada y positiva con los padres y los hermanos. Frecuentemente, las personas no consiguen alcanzar la madurez y desarrollar sus energías creativas, porque no han logrado desprenderse de sus padres. Aún no se han distanciado lo suficiente para poder vivir de verdad. Los consejos de Jesús intentan animarnos a andar por nuestros propios caminos. C. G. Jung dijo en una ocasión que Jesús –como ningún otro de los fundadores de una religión– supo encaminar al hombre hacia su camino personal y animarle a 73

desarrollar su personalidad única e individual. Pienso que las palabras de Jesús que figuran al comienzo de este breve capítulo nos pueden servir de guía en el cumplimiento de esta tarea.

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La matanza de los inocentes de Belén «Entonces Herodes, al verse burlado por los magos, se enfureció mucho y mandó matar a todos los niños menores de dos años en Belén y sus alrededores, según el tiempo que había averiguado de los magos. Así se cumplió lo que anunció el profeta Jeremías: “Una voz se escucha en Ramá: llantos y sollozos copiosos; es Raquel, que llora a sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven”». – Mt 2,16-18

Al leer el relato de la matanza de los inocentes de Belén nos preguntamos: ¿Por qué tenían que morir esos niños y por qué se libró Jesús de la mano de Herodes? ¿Por qué tolera Dios la muerte de tantos niños? Pero estas preguntas son nuestras, no del evangelista Mateo. Mateo pretende por medio de esta historia demostrar algo diferente. Nos viene a decir que Herodes no puede ser un rey verdadero y legítimo de los judíos. Al matar a los niños de Israel por causa de Jesús, está haciendo un daño tremendo a todo el pueblo. No solo las madres de los niños lloran desesperadamente, sino también la matriarca Raquel, o sea, la historia entera de Israel. Aquí se trata de un acontecimiento que afecta al pueblo entero de Israel. En la matanza de los inocentes se cumple para Mateo la profecía de Jeremías que dice: «Una voz se escucha en Ramá, llantos y sollozos copiosos; es Raquel, que llora a sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven» (Mt 2,18; Jr 31,15). En otros textos bíblicos se lee a menudo: «Esto sucedió para que se cumpliera la palabra que el Señor había predicho por los profetas». Aquí se dice lacónicamente: en la matanza de los inocentes por Herodes se cumplió la profecía de Jeremías. Mateo está lejos de hacer responsable a Dios por este asesinato, porque la culpa es exclusivamente de Herodes. Nuestra sensibilidad moderna por la justicia es muy ajena a lo que interesaba a Mateo en su relato. A él le interesa únicamente cómo y por qué daña Herodes a su propio pueblo. No deberíamos, pues, fijarnos en la proporcionalidad de los acontecimientos. Mateo quiere poner de relieve, ante todo, la crueldad del rey Herodes, no la tragedia de los niños, y mostrar a la vez el pánico que experimenta el gran rey ante la existencia del pequeño Emmanuel. Posiblemente, a Mateo le interesaba también trazar un paralelo entre la suerte de Jesús y la historia de Moisés. Moisés, el elegido del Dios del Antiguo Testamento, se salvó cuando el Faraón mandó matar a todos los niños varones de los 75

hebreos. Con esta historia nos dice: Dios protege a su elegido. En este relato, la desgracia que los otros están sufriendo sirve tan solo de pantalla para hacer brillar tanto más la salvación del niño elegido.

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Señor, yo no soy digno... «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi siervo quedará sano». – Mt 8,8

He aquí la escena que refiere el evangelista Mateo: un centurión romano, es decir, un gentil, se acerca a Jesús para pedirle que cure a su siervo paralítico, que vive en su casa y sufre grandes dolores. Jesús está dispuesto a acompañarlo a su domicilio y curar al enfermo. Pero el capitán le dice: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa; di una sola palabra, y mi siervo quedará sano» (Mt 8,8). Esta frase ha entrado en forma de oración en la liturgia católica, pues antes de recibir la comunión, reza el pueblo: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». En el texto en latín se observa una pequeña diferencia, porque en él se cambió una sola palabra. En vez de puer (= mi siervo), se dice: anima mea (= mi alma). En mis cursos soy a menudo testigo de cómo muchas personas tienen algún tipo de dificultad con esta cita bíblica, que les recuerda frecuentemente antiguos traumas. En consecuencia, interpretan la frase como si siempre tuvieran que sentirse culpables ante Dios y nunca fueran dignos de recibirlo. Yo, por mi parte, puedo entender el rechazo que algunos experimentan en relación con estas palabras del evangelio, que tienen la propiedad de reabrir heridas del pasado. No obstante, mantengo que todos los intentos de modificarlas (por ejemplo: «Señor, no soy digno de recibirte») son un intento inadecuado de interpretar un texto bíblico. Más bien habría que aplicar aquí la máxima de san Agustín: Si la palabra nos fastidia, tenemos que luchar con ella hasta poder tratarnos benévolamente a nosotros mismos. Pues al contemplar el texto presente con exactitud, nos daremos cuenta de que en él no se denigra al hombre en absoluto. Al contrario, el centurión pronuncia las palabras con enorme confianza. El sentido recóndito de lo que dice es este: «Jesús, siendo tú judío, no tienes necesidad de tomarte la molestia de entrar en mi casa, porque yo sé que tu religión no te permite entrar en la casa de un pagano». A continuación, el buen hombre hace alusión a su propio poder de mando: «Yo también tengo soldados a mis órdenes. Si le digo a este que vaya, va; al otro que venga, y viene; a mi sirviente que haga esto, y lo hace» (Mt 8,9). El centurión no se hace 77

innecesariamente pequeño ante Jesús. Por un lado, habla así porque respeta las normas religiosas del judío Jesús, pues no es normal ni lícito para el judío entrar en una casa de paganos. Por otro lado, lo dice por cortesía: no hace falta que te molestes en recorrer un largo camino conmigo. El centurión confía en que Jesús dispone de la fuerza suficiente para curar a su sirviente a distancia, con solo su palabra. Al invitarnos a recitar esta frase antes de recibir la comunión, la liturgia pretende decirnos varias cosas: Ante todo, que al pronunciar estas palabras no me degrado a mí mismo, sino que simplemente reconozco que en Jesús viene Dios en persona a visitarme. Reconozco también la distancia que existe entre Dios y mi persona. Reconocerlo a Él es un acto de respeto. Una mujer china me dijo que estas palabras del centurión romano no representarían ninguna dificultad en su cultura, ya que responden perfectamente al concepto de la cortesía china. También en nuestras costumbres cotidianas conocemos un comportamiento parecido. Si alguien me dice que quiere visitarme, fácilmente le respondo: «No hace falta que te molestes. Una llamada telefónica es suficiente». Pero al mismo tiempo puedo expresar mi alegría con esta fórmula de cortesía, porque ese hombre desea visitarme. Y otra cosa importante: el hecho de que el capitán sea un pagano puede ser una metáfora para mí. Yo también me acerco a la comunión con todos los elementos paganos de mi alma, con todos aquellos aspectos de mi ser que no son precisamente piadosos. Sin embargo, debo reconocer agradecido el hecho de que Jesús, por más que yo no tenga nada que ofrecerle, se acerque a mí. Finalmente, en estas palabras, pronunciadas antes de recibir la comunión, se manifiesta el poder curativo de este sacramento. Si recibo de verdad a Jesús, él me curará. Jesús no cura ya a mi sirviente, sino a mí personalmente. Jesús cura mi alma, con todas las neurosis, temores y complejos de inferioridad que puedan afectarla. Hablando sobre estas palabras del evangelio en uno de mis cursos, un abogado protestante que participaba en él, un hombre dotado de una notable autoestima dijo: «Esta frase es la que más me agrada de toda la liturgia católica». Aquello significó para mí una prueba suficiente de que este texto litúrgico debe entenderse y aceptarse sin prejuicios ni experiencias neuróticas. Sin embargo, si este pasaje nos molesta, es porque hay en nosotros antiguas heridas que necesariamente tienen que ser percibidas y luego curadas. No conduce a nada asumir el papel de víctima y encerrarnos en él. El fastidio de esta palabra es como una invitación a despedirse de los viejos traumas y abrirse al verdadero sentido de la frase. Este texto bíblico habla de la experiencia de que Dios pertenece a un nivel muy superior al nuestro, y que el respeto y temor de Dios no contradicen, sino que corresponden a la dignidad del hombre. Además, se expresa de

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esta manera el agradecimiento por el hecho de que Dios en persona me visite en mi casa para sanar mi alma.

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30.

Por más que miren, no vean... «A vosotros se os confía el misterio del reino de Dios; pero a los de fuera todo se les dice en parábolas, de modo que, por más que miren, no vean; por más que escuchen, no comprendan: no sea que se conviertan y sean perdonados». – Mc 4,11s

Hablándome sobre este texto, un lector me dijo: «No me parece lógico que Jesús pronuncie sus parábolas para que la gente no consiga convertirse». Opinaba, además, que semejante cosa sería poco cristiana. Por lo tanto, quería tratar de comprender estas palabras de Jesús con la interpretación que le da el evangelista Marcos. En el contexto bíblico se refiere el dicho de Jesús a la pregunta de sus discípulos acerca del porqué de las parábolas. En primer, lugar debemos centrarnos en la traducción: Cuando se dice que «todo se les dice en parábolas», no se afirma en absoluto que «todo les resultara enigmático». Lo que se dice es que los discípulos captan el sentido de las parábolas, pero hay personas que no se dejan impresionar por ellas y para las cuales todo resulta enigmático. Jesús habla de «los de fuera». Él no desea que queden excluidos; más bien, con esta palabra apunta a los hombres cuyo pensar se limita tan solo a lo exterior de las cosas o a la superficie. Para el hombre que no está en contacto con su corazón, que se deja absorber por lo superficial, las palabras de Jesús resultan incomprensibles. No puede entenderlas. Lo que acontece aquí es también una llamada de atención para nosotros. A menudo, nos cuesta entender las palabras de Jesús, porque vivimos demasiado en la superficie. Carecemos de una verdadera relación con nuestro propio corazón. Solo se entiende a Jesús cuando uno es capaz de oír con el corazón. De un hombre que vive superficialmente se dice con razón: «Por más que mire, no ve. Por más que escuche, no entiende». Parece que la traducción a nuestro idioma interpreta la última frase citada como una intención de Jesús: «...a fin de que, mirando, miren sin reconocer; y escuchando, escuchen sin comprender, para que no se conviertan y sean perdonados» (Mc 4,12). Esto, desde luego, nos cuesta entenderlo, porque parece ser absolutamente contradictorio. No es posible que Jesús anuncie su mensaje con el fin de que no nos convirtamos, pues su mensaje tiene como objetivo la conversión y encierra la promesa 80

de que Dios perdona los pecados. En este dilema nos ayuda una mirada al original griego, donde leemos en la parte del texto que nos ocupa las palabras mḗ pote, que significan «a no ser que...» Si entendemos el dicho de Jesús de esta manera, cambian las cosas y se deja abierta la posibilidad de la conversión. Su sentido es entonces: «Muchos de los que viven ahora en la superficie no entienden las parábolas de Jesús, a no ser que se conviertan». Entendiéndolo de este modo, el texto es una invitación a convertirnos y a pensar de diferente manera. Si miramos y meditamos las palabras de Jesús de ese otro modo, nos guiarán –como a los discípulos– a los misterios del reino de Dios. Solo así se nos abrirá el misterio de nuestra propia vida y el misterio de Dios. Pues por medio de las parábolas vamos a tener una idea de lo que es Dios y de lo que somos nosotros mismos.

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31.

Muchos son los llamados, y pocos los elegidos «El reino de los cielos se parece a un rey que preparaba la celebración de la boda de su hijo. Envió a sus criados para llamar a los invitados a la boda, pero estos no quisieron ir. Entonces envió otra vez a otros criados con el encargo: “Tengo el banquete preparado, los bueyes y cebones degollados, y todo está preparado: venid a la boda”. Pero ellos no le hicieron caso, y cada uno se marchó por su propio camino: uno se fue a su finca, el otro a sus negocios. Los demás agarraron a sus criados, los maltrataron y los mataron. El rey se enfureció y, enviando sus tropas, acabó con aquellos asesinos y quemó su ciudad. Después dijo a sus criados: “La boda está preparada, pero los invitados no la merecían. Por tanto, id a los cruces de caminos, y a cuantos encontréis invitadlos a la boda”. Salieron los criados a los caminos y reunieron a cuantos encontraron, malos y buenos. El salón se llenó de convidados. Cuando el rey entró para ver a los invitados, observó a uno que no llevaba traje de fiesta. Le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado sin traje de fiesta?” Él enmudeció. Entonces el rey dijo a los criados: “Atadlo de pies y manos y echadlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. Pues muchos son los llamados, y pocos los elegidos”». – Mt 22,1-14

Esta perícopa evangélica fue calificada por Martín Lutero como «ein schrecklich Evangelium» (un evangelio terrible), pues opinaba que un Dios que arroja a sus invitados a las tinieblas exteriores no puede ser el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Quizás haya muchos que sientan lo mismo al escuchar esta parábola. Sin embargo, no debemos olvidar que las parábolas de Jesús son una especie de terapia. Jesús desea liberarnos de las ideas o imágenes falsas que tenemos de nosotros mismos y de Dios. Abriéndonos los ojos para que reconozcamos nuestra realidad, libera nuestro verdadero ser. En las parábolas hay siempre dos polos: la fascinación y la provocación. Jesús fascina a sus oyentes. Aparentemente, es un maestro contando historias. A los oyentes se les hace la boca agua al oír hablar de los bueyes y cebones degollados y preparados para la boda del hijo. Pero en cada parábola hay un punto que nos fastidia. Ahí mismo, donde nos enfadamos, Jesús intenta decirnos: en esto tienes una idea equivocada de ti mismo y una imagen equivocada de Dios. La interpretación de esta parábola puede hacerse de diferente manera. Jesús se dirigía con ella a los sumos sacerdotes y fariseos, a los círculos responsables de los judíos de entonces, que no estaban atentos al mensaje de los profetas ni al mensaje de Jesús. Por lo tanto, Jesús se dirigía a los pecadores y los invitaba al reino de Dios. Mateo escribió su evangelio en la segunda parte del siglo I y lo aplicó a la situación de la Iglesia 82

de finales de dicho siglo. Dicho sea de paso que en la Iglesia hay siempre responsables que conceden un mayor valor a sus bienes y a su carrera que al mensaje de Jesús. Por lo tanto, el mensaje se dirige de manera especial a los hombres sencillos, sean buenos o malos. Aquí se confirma la imagen de la Iglesia, tal como se presenta en el evangelio de Mateo. La Iglesia no es perfecta, sino una Iglesia de buenos y malos, de santos y pecadores. En mi interpretación quisiera seguir la del gran padre de la Iglesia antigua, el teólogo Orígenes, que interpreta la parábola como el camino para llegar a ser completo y a ser uno mismo; como la boda espiritual entre Cristo, el novio, y el alma, la novia. Según esta interpretación, la parábola describe las circunstancias que hacen que nuestra vida sea una vida perfectamente realizada, a la vez que nos advierte dónde radica el peligro. Dios nos invita al banquete de la boda de su hijo. La metáfora de la boda significa siempre que todas las contradicciones coinciden en uno. Jesús en persona celebra su boda con nosotros. Mediante su encarnación, desea unir en nosotros todo aquello que nosotros no podemos integrar. Pero en nosotros mismos se da un rechazo de esta invitación. Preferimos ir a nuestras tierras o a nuestros negocios. Es decir, damos más importancia a nuestros bienes y a nuestros éxitos que al camino de la individuación, el camino para llegar a convertirnos en seres completos y cabales. Preferimos vernos absorbidos por lo superficial antes que emprender el camino hacia dentro. De vez en cuando, obramos del mismo modo que los invitados de la parábola. Acallamos las voces con las que Dios nos invita a entrar en nuestro interior y acceder al silencio. Las obligamos a callarse. Preferimos la vida superficial. Los suaves impulsos que tratan de conducirnos hacia dentro nos dejan aturdidos. Pero Dios tiene paciencia. De nuevo envía a sus criados. De nuevo llama a la puerta de nuestro corazón. Y ahora invita a todos, buenos y malos. No se desanima por nada. Él conoce perfectamente nuestro interior y sabe que no somos tan solo buenos, sino también malos; no solo amables, sino también agresivos y destructivos; no solo piadosos, sino también ateos. Dios no tiene reparos en tocar lo malo que hay en nosotros. Estamos invitados a la boda con todo cuanto llevamos dentro. Pero de repente cambia el ambiente de la parábola. Todos los invitados, buenos y malos, se encuentran en el salón de fiesta. Al entrar, el rey descubre a un individuo sin traje de fiesta y reacciona con enorme severidad. Manda a sus criados atarlo de pies y manos y arrojarlo a las tinieblas exteriores, donde no habrá más que llanto y rechinar de dientes. ¿Qué significa esto? Para mejor entenderlo hemos de saber que en el antiguo Israel era costumbre que los criados del rey (o de una persona pudiente) entregasen a los invitados un vestido de fiesta, con el cual tenían que vestirse para ir al festejo. Pero aquel hombre, por lo visto, rechaza el vestido. Tal como está, con su ropa de cada día, acude a la boda. No respeta la dignidad del anfitrión ni demuestra aprecio alguno por la fiesta, que exige una vestidura especial. Estamos invitados al banquete tal como somos. La 83

única condición que Dios pone es que estemos atentos a su invitación. Dios no me exige erradicar todo el mal que llevo dentro. Tan solo espera que me ponga el vestido de fiesta. Para los padres de la Iglesia, aquel vestido que nos pusieron en el bautismo es Cristo («Los que os habéis bautizado consagrándoos al Mesías os habéis revestido de Cristo»: Gal 3,27). Todo cuanto llevamos dentro, incluido lo malo, debemos ponerlo en contacto con Cristo. De este modo, el mal puede ser transformado. Por una parte, ese mal lo constituyen los traumas que padecemos y que luego transmitimos o proyectamos sobre los demás; por otra, el mal son también las fuerzas destructivas que yacen en nuestro subconsciente. Si cubrimos este mal con la vestidura de Cristo, la vestidura de la gracia y del amor, nuestras heridas se transforman en perlas. En vez de herir a otros, los comprenderemos y trataremos de ayudarlos. La oscuridad en nuestra alma se desvanece y se convierte en fuente de vida para nosotros. En cambio, si doy rienda suelta al mal que hay en mí, me atarán de pies y manos y me arrojarán a las tinieblas exteriores. Es decir, el mal me destrozará interiormente y creará también para mí una situación de llanto y rechinar de dientes. Si no estoy dispuesto a mirarme y a presentarme ante Dios tal como soy, esta misma realidad mía se convierte en fuente de sufrimientos. Consiguientemente, mi vida será puro llanto y rechinar de dientes. El mal en mí da origen a la tristeza, al llanto, a la desesperación y a la falta de sentido. Tan solo si he recibido la vestidura de Cristo, si he permitido que el amor de Cristo penetre en todos los rincones de mi alma, seré capaz de festejar el banquete de la individuación o de llegar a ser enteramente yo mismo. Por eso ahora Dios me llenará en todo mi ser.

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32.

Las vírgenes necias y las vírgenes prudentes «Entonces el reino de los cielos será como diez vírgenes que salieron con sus candiles a recibir al novio. Cinco eran necias, y cinco prudentes. Las necias tomaron sus candiles, pero no llevaron aceite. Las prudentes llevaban recipientes de aceite junto con sus candiles. Como el novio tardaba, les entró el sueño y se durmieron. A media noche se oyó el grito: “¡Ya viene el novio, salid a recibirlo!” Todas las vírgenes se levantaron y prepararon sus candiles. Las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite, porque se nos apagan los candiles”. Las prudentes replicaron: “A ver si no basta para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis a comprar el aceite a la tienda”. Mientras iban a comprarlo, llegó el novio. Las que estaban preparadas entraron con él a la boda, y la puerta se cerró. Más tarde llegaron las otras vírgenes y llamaron: “¡Señor, Señor, ábrenos!”. Pero él respondió: “En verdad os digo que no os conozco”. Por tanto, vigilad, porque no conocéis ni el día ni la hora». – Mt 25,1-13

No hay otra parábola que haya tenido tal repercusión en la historia del arte como la de las diez vírgenes. Ya en el siglo IV se pintó en Roma un fresco con el motivo de las vírgenes prudentes. El románico y el gótico emplearon el motivo de las diez vírgenes especialmente en el tallado de los pórticos dedicados a María. Aparentemente, tanto las vírgenes prudentes como las necias ofrecieron a los cristianos la oportunidad de identificarse con ellas. La parábola hace alusión a las costumbres nupciales en Israel. Sin embargo, también hay en ella cosas completamente adversas a los rituales nupciales de aquel entonces, como es el caso, por ejemplo, de la puerta cerrada. La parábola está abierta a varias interpretaciones. Puedo, por un lado, entenderla como un relato del último juicio y del encuentro con Cristo, el novio, en la hora de mi muerte. Entonces la parábola me exhorta a llevar una vida consciente esperando la llegada del Señor. Pero también es posible interpretarla como un anuncio de la visita del Señor en cualquier momento de mi vida. Si Cristo llega, desea festejar la boda conmigo. En ella estaré del todo unido conmigo mismo: las contradicciones que llevo dentro de mí –hombre y mujer, luz y tinieblas, día y noche, Dios y hombre– coinciden y se unen. En este momento celebraré la fiesta de mi individuación y de la unificación con Dios. Esta es la meta de mi vida; una vida llena de alegría y de fiesta. La parábola describe el camino hacia la fiesta de mi individuación. Diez vírgenes se ponen en camino para recibir al novio y conducirlo hasta la novia. Llevan una especie de antorchas que consistían en «un recipiente incombustible, y en él 85

un palo envuelto en un trapo mojado en aceite» (Luz 3,471). Estas antorchas se consumían rápidamente, por lo que a menudo había que añadir aceite para que no se apagaran. A lo mejor, las vírgenes esperaban con sus antorchas en la casa de la novia. Al oír la voz de que llegaba el novio, aderezaron sus antorchas. Las vírgenes necias caen de pronto en la cuenta de que no llevan aceite suficiente. Por eso sus antorchas no pueden ser encendidas o se consumen en muy poco tiempo. Los exegetas que presuponen aquí el uso de un candil interpretan esta escena en el sentido de que los candiles estaban encendidos durante todo el tiempo. Pero las vírgenes necias no pensaron que el novio podía retrasarse tanto. Otros exegetas opinan que las vírgenes encendieron sus antorchas al oír que llegaba el novio. Pero en este momento las necias se dan cuenta de que no llevan aceite suficiente, por lo que no están en condiciones de efectuar hasta el final el baile del recibimiento del novio, que era obligado. En el primer caso, la necedad se refiere al hecho de que el hombre no cuenta con la demora de la venida de Cristo. En el segundo caso, la necedad consistiría en vivir al día sin reflexionar, sin prestar atención a las propias obligaciones, con las antorchas mal dispuestas. Yo, por mi parte, opto por la segunda de ambas interpretaciones. Las vírgenes prudentes se preparan muy solícitas para el baile del recibimiento del novio; las necias, en cambio, lo hacen con desidia y a medias. La contraposición y comparación entre prudente y necio es algo muy típico en las parábolas de Jesús. Recordemos, por ejemplo el caso del hombre prudente y del hombre necio que construyen sendas casas: el uno construye sobre roca; el otro, sobre arena (Mt 7,24-27). O el caso del hombre rico y necio que no cuenta con la posibilidad de su muerte inminente (Lc 12,16-21). El adjetivo griego para «necio» es móros (en español, estúpido, ignorante), con el que se describe una acción inadecuada, una falta de reflexión o premeditación. La necedad puede ser una fuerza negativa que desorienta la mente de una persona y le hace cometer acciones absurdas e irresponsables (Bertram, 837s). El adjetivo griego para «prudente» es frónimos, que proviene de frénes (= diafragma), que representa el interior del hombre, su conciencia o inteligencia. Las vírgenes prudentes son, pues, aquellas que se dejan guiar por su inteligencia y por el sentido común. Platón dice que el hombre prudente y sensato es siempre bueno, mientras que el necio es malo. El sensato dirige su mente hacia la contemplación de Dios. En la parábola, las vírgenes necias son aquellas que cierran los ojos ante la realidad, mientras las prudentes valoran debidamente la situación. La realidad exterior representa para ellas una metáfora que describe su realidad interior o –en otras palabras– su relación con Dios. Cuando Jesús contaba esta parábola haciendo alusión a las costumbres nupciales judías, no hay duda de que sus oyentes aguzaban el oído, porque el relato de una boda toca siempre el corazón. Jesús cautivaba a sus oyentes con su arte de narrar. Pero esta vez la cosa es diferente: de pronto, se desfigura la escena de la boda. Jesús provoca a sus oyentes y hace que unos presten atención, mientras otros se incomodan cuando Jesús, 86

inopinadamente, refiere cómo las prudentes se negaban a compartir el aceite con las necias. Incluso hoy podemos advertir que muchos oyentes reaccionan negativamente ante esta conducta de las prudentes. «¿Por qué no comparten las prudentes su aceite con las necias? Es puro egoísmo». Sería de esperar que hubiesen compartido con las otras su alegría. Sin embargo, Jesús no juzga el comportamiento de las vírgenes prudentes. Lo toma como un hecho dado. Más bien, apela con esta parábola a sus oyentes haciéndoles entender: «En el momento decisivo no debes contar con los demás. Si has vivido de forma inconsciente e irresponsable, no puedes disculparte diciendo que otros no te han abierto los ojos». Esta parábola es una exhortación semejante a un sueño que nos advierte que algo en nuestra vida requiere necesariamente un cambio. Pues aquí no se justifica ni se deja de justificar el comportamiento de alguna persona, sino que este pasaje bíblico apunta a las consecuencias que resultan de nuestras obras. Si vivo inconsciente e irresponsablemente al día, en el momento decisivo me encontraré con las manos vacías. Los exegetas se preocupaban por encontrar el significado del aceite en esta parábola. Muchos lo interpretaban como nuestras buenas obras que se añaden a nuestra fe (representada por las antorchas). Agustín lo interpreta como nuestra convicción, de la cual nacen las obras del cristiano. El aceite representa para él una imagen del amor. La convicción es algo tan personal que no puedo compartirla con otros. Las vírgenes prudentes no pueden transferir a las necias su capacidad de amar. Puedo compartir con otros el pan y el vino, incluso bienes materiales y bienes espirituales, pero no mi convicción personal. La convicción o el «credo» es el reto personal de cada uno. Por eso, esta parábola representa para san Agustín una invitación a que despierte el amor preexistente en nosotros, del que nos hemos alejado muchas veces. En uno de mis cursos meditábamos una vez sobre el significado del aceite para cada uno de nosotros. Y una mujer dijo: «Con aceite refinamos nuestras comidas. Con aceite ungimos el cuerpo». Para ella, el aceite significaba la invitación de Jesús a hacerse un bien y tratarse bien a sí misma y a no vivir permanentemente con mala conciencia. Cada cual puede, pues, dar al aceite el significado que prefiera, de acuerdo con su propia experiencia. Personalmente, me parece bien que cada cual medite e interprete la parábola partiendo desde el horizonte de sus propias experiencias. Las vírgenes prudentes remiten a las necias al comerciante que vende el aceite. Siguiendo la interpretación de san Agustín, se entiende este consejo como algo irónico, ya que en plena noche no es posible comprar aceite en las tiendas, que están cerradas. Aplicándolo a la parábola, Jesús diría entonces: «En el momento decisivo no puedes comprar lo que antes no desarrollaste en ti mismo. Pues el amor no se compra, sino que debe crecer en nosotros. Tenemos que esforzarnos hasta que todas nuestras obras estén influenciadas por él». Otros exegetas difieren en la interpretación de este detalle, porque suponen que en el día de una boda toda la aldea está despierta, y no sería ningún 87

problema encontrar un comercio abierto para adquirir el aceite. En este caso, la interpretación se centraría únicamente en el motivo del retraso. Es decir: si no vivo despierto y prudente en el momento, o si no estoy atento a las obligaciones actuales, llegaré también tarde en el momento decisivo de mi vida. Las vírgenes necias encuentran las puertas cerradas. Generalmente, la sala de boda, según la costumbre judía, está abierta para todos los huéspedes, que pueden llegar a la hora que deseen. La metáfora de la «puerta cerrada» y del «llegar tarde» desfigura un tanto el relato de la boda. Sin embargo, aquí encontramos imágenes importantes que aparecen con frecuencia en nuestros sueños, en los que el «llegar tarde» significa que sigo paralizado por problemas de mi pasado, que estoy demasiado ocupado con los traumas padecidos con anterioridad, por lo que me encuentro incapacitado para vivir en el presente. La imagen de la «puerta cerrada» indica que no estoy relacionado con mi interior y que me falta el acceso a mi propio ser. En el mundo judío la «puerta cerrada» es una expresión proverbial para las ocasiones perdidas (Gnilka, 352). Si sueño que llego tarde o que me encuentro con las puertas cerradas, no significa que sea realmente así. Se trata, más bien, de sueños de advertencia que me incitan a despertar, a estar atento al momento actual y a entrar en contacto con mi alma y mi corazón. Si existo viviendo en el afuera, en lo superficial, sin relación con mi propio ser, es inminente el peligro de llegar tarde algún día. Porque me encuentro tan separado de mí mismo que ya no puedo establecer relaciones personales con nadie. La parábola de Jesús quiere evitar que esta situación se haga realidad. Él desea que estemos atentos en el momento, que abramos los ojos para reconocer la realidad de la vida tal como es. Él quiere que seamos prudentes. Los padres de la Iglesia interpretan la prudencia en este sentido: que no solamente oigamos las palabras de Jesús, sino que las pongamos en práctica. Por eso san Mateo puso la parábola del hombre prudente, que construyó su casa sobre roca, al final del sermón de la montaña. Para Mateo, el ser cristiano no se limita a seguir determinadas ideas, sino que más bien consiste en cumplir las palabras de Jesús en la vida cotidiana, acompañándolas con obras de caridad. El mensaje de esta parábola es, pues, que la fe y las buenas obras se corresponden. Para la fe es imprescindible que se manifieste por los hechos; de lo contrario, desaparecerá.

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33.

El siervo inútil «Es como un hombre que quería viajar; antes llamó a sus siervos y les encomendó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos, y al tercero uno: a cada uno según su capacidad. Luego partió inmediatamente. El que había recibido cinco talentos negoció con ellos y ganó otros cinco. Lo mismo el que había recibido dos talentos: ganó otros dos más. Pero el que había recibido uno fue, hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su amo. Después de largo tiempo, regresó el amo de aquellos siervos para pedirles cuenta. Se acercó el que había recibido cinco talentos y presentó otros cinco más diciendo: “Señor, me diste cinco talentos; mira, he ganado otros cinco más”. Su amo le dijo: “Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te pondré frente a mucho más. ¡Entra y disfruta de la alegría de tu amo!” Se acercó también el que había recibido dos talentos y dijo: “Señor, me diste dos talentos; mira, otros dos más he ganado”. Su amo le dijo: “Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te pondré frente a mucho más. ¡Entra y disfruta de la alegría de tu amo!” Se acercó también el que había recibido un solo talento y dijo: “Señor, sabía que eres un dueño exigente, que cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido. Como tenía miedo, escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo tuyo”. Su amo le replicó: “¡Siervo malo y holgazán!, ¿sabías que cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí? Pues al menos debías haber depositado mi dinero en el banco para que, a mi regreso, lo recibiese con los intereses. Quitadle su talento y dádselo al que tiene los diez talentos. Pues al que tiene se le dará, y tendrá en abundancia. Pero al que no tiene se le quitará aun lo que tiene. Y al siervo inútil echadlo a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes”» – Mt 25,14-30

La parábola de los talentos produce en muchos lectores de la Biblia indignación y desconcierto. Instintivamente sienten compasión por el tercer siervo, que sale perdiendo en el asunto al recibir un solo talento y, encima, es castigado por ello. Jesús invita con toda intención a sus oyentes a solidarizarse con el tercer siervo, para que vean y comprendan cómo puede tener éxito la vida del hombre. Si enterramos nuestro talento, como el tercer siervo, nos negamos a la vida. Sin embargo, tenemos que reconocer que esta parábola ha sido frecuentemente maltratada. Muchos profesores la instrumentalizaron para estimular a los alumnos a estudiar más. Se les decía que estaban obligados a desarrollar aún más sus talentos. Pero con esta parábola Jesús no pretende aumentar nuestro rendimiento; más bien tematiza en ella la confianza y el miedo. Los dos primeros siervos negocian de inmediato con los talentos conferidos por su amo; y el amo los premia no por su rendimiento, sino por su confianza. Quien trabaja con el dinero corre siempre el riesgo de perderlo. No hay negocio sin riesgo. Sin embargo, quien teme el riesgo se asemeja al tercer siervo, que entierra su talento. La parábola nos habla, además, de los motivos por los que el tercer siervo enterró su talento. 89

El primer motivo es que el siervo piensa que sale perdiendo comparándose con los otros dos porque recibió menos que ellos. Se compara con ellos y, al hacerlo, se niega a su propia vida; se niega porque cree que ha sido perjudicado en comparación con sus compañeros. El segundo motivo de por qué entierra su talento se halla en la imagen que tiene de Dios: «Sabía que eres un dueño exigente; que cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido. Como tenía miedo, enterré tu talento en la tierra» (Mt 25,24s). El tercer siervo tiene la imagen de un Dios justiciero y punitivo, que no deja pasar una sola falta sin castigarla. El siervo tiene miedo de este Dios. Jesús intenta decir a sus oyentes: «Si tienes una imagen tan negativa de Dios, si te imaginas que Dios actúa como un administrador severo y caprichoso, que cosecha donde no ha sembrado, tu vida se llenará ya ahora de llanto y rechinar de dientes. Si tienes miedo de Dios, este miedo te paralizará y te quitará las ganas de vivir. Una imagen neurótica de Dios te hará enfermar. El tercer motivo por el que el último de los tres siervos entierra su talento es su tendencia a asegurarse en todo caso. Ya que piensa haber salido perdiendo en el asunto, no quiere perder nada de lo que le ha quedado. No quiere correr el riesgo de cometer una falta, para que nadie tenga un motivo para criticarlo. Pero, precisamente por miedo a cometer un error, todo le sale mal. Y precisamente porque trata de controlarlo todo, su vida se descontrola. El hombre que está tan preocupado por sí mismo y por su talento acaba perdiéndolo todo: el talento y a sí mismo. El señor de la parábola llama a este siervo «malo y holgazán», porque, vencido por el miedo, no hizo nada. Es un hombre vacilante y temeroso que no puede decidirse en un sentido ni en otro. El señor le reprocha porque habría podido reaccionar de forma diferente, dada su imagen de dueño severo, depositando al menos el dinero en el banco. Así habría generado algún interés. En aquellos tiempos los intereses eran bastante altos: se pagaba hasta al 12%; de todos modos, en comparación con los otros siervos, habría obtenido una ganancia moderada. Pero como el siervo se mostraba incapaz de manejar el dinero, se le quita el talento que tiene y se le da al que ya tiene diez. Esto a menudo provoca indignación en los oyentes. Muchas veces me veo confrontado con esta reacción: «Esto no es justo. El siervo ya está perjudicado. Él no tiene la culpa. Ahora se le quita todo...» No olvidemos que Jesús provoca y quiere dirigir la mirada de sus oyentes a las consecuencias que sufren quienes tratan de asegurarse a toda costa. Quien vive tan temeroso como el tercer siervo se arruina y se daña a sí mismo, negándose a su propia vida. Con razón, su vida termina en llanto y rechinar de dientes. Para Mateo, la figura del señor de la parábola representaba a Jesús, que subió a los cielos y se retiró de entre los hombres, para volver al fin de los tiempos con gloria. Los siervos son los cristianos a quienes Dios confió sus bienes. En la metáfora de los bienes aparece la dignidad propia de cada ser humano: a cada cual Dios le ha confiado algo.

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La tradición espiritual interpretó los talentos de manera diferente. Orígenes entendía la metáfora de los talentos como la palabra de Dios. Los cinco talentos significan, según su opinión, el entendimiento espiritual de la Sagrada Escritura; los dos talentos son una alusión a los hombres que, por lo menos, no se contentan con la letra, sino que esperan que detrás de ella se halle un sentido espiritual. Un talento significa que el hombre queda como ciego y no ve más que la pura letra, sin progresar hacia un entendimiento espiritual. Otros interpretan los cinco talentos como los cinco sentidos que el hombre recibió del Creador. En la Edad Media se dio el nombre de «talentos» a todos los dones y carismas que Dios regaló al hombre. El aumento de talentos se comprendía como un entendimiento profundizado de la Sagrada Escritura o, en su caso, como el amor que fertiliza nuestra vida. El enterramiento del talento se interpretaba en la Edad Media como un signo de temor o de angustia. El atemorizado o angustiado gira solamente en torno a sí mismo. No tiene la suficiente libertad para entregarse al amor. Yo veo en esta parábola una invitación a una vida que brota de la confianza y no del temor. Quien trata con todo cuidado de no cometer ni un solo error, al final acaba equivocándose en todo. Él mismo se hace la vida imposible: un verdadero infierno lleno de temores. A quien, movido por el miedo, pretende controlarlo todo, a menudo le rechinan los dientes mientras duerme, porque todo lo que el miedo trata de eliminar reaparece por la noche. Entonces hay que suprimirlo a la fuerza. Por lo tanto, su vida se agota realmente entre llanto y rechinar de dientes. Pero ¿por qué emplea Jesús imágenes tan drásticas? Aparentemente, siente la necesidad de reducir aquella timidez al absurdo, porque generalmente nos inspira compasión esta postura. Además, nos compadecemos muchas veces de nosotros mismos: nos lamentamos y sentimos esa autocompasión porque creemos que hemos salido perdiendo en algo. Todo vuelve a ser difícil. Con lo poco que tenemos no podemos vivir, etc., etc. Jesús quiere que nos liberemos de este concepto negativo de la vida, y por eso nos hace ver de una forma tan drástica las consecuencias de la autocompasión. Pretende espantar el miedo con otro miedo, a fin de que nos dejemos llevar por el camino de la confianza y del amor. En mis charlas me preguntan a menudo: «¿Por qué la parábola provoca tanto?» Y yo siempre respondo que, si Jesús hubiese hablado dulce y amablemente, nos reclinaríamos con tranquilidad en nuestros sillones dándole la razón en todo, pero sus palabras no tendrían ningún efecto en nosotros. Provocándonos, inicia una animada discusión sobre cómo puede la vida tener éxito. Esta parábola es para mí una prueba más de la gran sabiduría que tenía Jesús en relación a los hombres que se desvaloran a sí mismos y tienen muy escasa autoestima. Un psicólogo, amigo mío, me hablaba de una mujer que no dejaba de denigrarse a sí misma. En las sesiones de terapia, él trataba de animarla y hacerle ver sus aspectos positivos. Pero, cuanto más intentaba él realzar lo bueno que había en ella, tanto más lo rehusaba. Hasta que le vino la idea de hacerlo al 91

revés, dándole la razón cuando se calificaba de inútil y mala. De pronto se rebelaba contra él: «¿Quién se cree usted para juzgarme de ese modo?» A veces hay hacer ver a las personas la visión catastrófica que tienen de sí mismas, para que despierten de una vez y caigan en la cuenta de lo equivocadas que están al respecto. Al igual que el psicólogo, Jesús pretende despertar en el oyente la confianza, haciéndole ver la consecuencia extrema del miedo. Quiere llevarle a reconocer su lado positivo y sus dones, asustándole a la vez con sus debilidades. A quien se complace en la autocompasión desea abrirle los ojos, a fin de que no gire solamente en torno a sí mismo, sino que viva con ánimo su propia vida.

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34.

Los primeros serán los últimos «El reino de los cielos se parece a un dueño de una finca que salió muy de mañana para contratar obreros para su viña. Se puso de acuerdo con los obreros en un denario por un día y los envió a su viña. Volvió a salir a la tercera hora, vio a otros en la plaza que no tenían trabajo y les dijo: “Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que es justo”. Ellos se fueron. A la hora sexta y a la hora nona volvió a ir e hizo lo mismo. Al salir a la undécima hora, encontró a otros que estaban allí y les dijo: “¿Por qué estáis aquí parados sin trabajar?” Ellos contestaron: “Es que nadie nos ha contratado”. Y les dijo: “Id también vosotros a mi viña”. Al anochecer, el dueño de la viña dijo a su capataz: “Llama a los obreros y dales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros”. Llegaron los de la hora undécima y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, esperaban recibir más. Pero también ellos recibieron un denario. Al recibirlo, protestaron contra el dueño de la finca diciendo: “¡Estos últimos han trabajado una hora, y les has pagado igual que a nosotros, que hemos soportado la fatiga y el calor del día”. Pero él contestó a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No convenimos en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Yo, por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿O no puedo disponer de lo mío como me parezca? ¿O es que tu ojo ve mal el que yo sea generoso?” Así, los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos». – Mt 20,1-16

Jesús tiene la virtud de cautivar a sus oyentes y, al mismo tiempo, provocarlos. La parábola de los obreros de la viña es una historia que no deja frío a nadie. La mayoría de los oyentes reaccionan desconcertados. Los empresarios dicen: «No debería nunca tratar así a mis trabajadores. Quien actúa de ese modo no tiene ni idea de lo que es hoy el mundo laboral». Los trabajadores se solidarizan con los viñadores de la primera hora y se molestan con los que acuden a última hora al trabajo. Pero los empresarios y los trabajadores no son los únicos que protestan contra esta parábola. También hay cristianos que se esfuerzan en el cumplimiento de los preceptos divinos, que se comprometen con la Iglesia, que cumplen fielmente sus obligaciones como feligreses... y no consideran justo el que haya quienes, sin respetar las leyes divinas, vayan al cielo. Pero, justamente allí donde la parábola nos resulta molesta, se ofrece un cambio de mentalidad y de rumbo en nuestra manera de pensar. Con esta parábola, Jesús nos busca y viene a encontrarnos en la situación espiritual por la que atravesamos. Nos hace curiosos. Pero al mismo tiempo cambia nuestra manera de ver las cosas. Él abre nuestros ojos para que veamos el misterio de la vida y el misterio de Dios. Dios se distingue mucho de nosotros y es muy distinto de lo que nos figuramos. Él actúa de manera

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diferente de como nosotros esperamos. Su justicia no tiene sentido dentro del sistema de remuneración de una empresa. En la parábola describe Jesús una situación que era común y corriente en la vida laboral en Palestina. El dueño de una finca busca jornaleros para su viña. Muchos terratenientes organizaban de esta manera el trabajo en sus fincas, contratando a jornaleros. El jornalero era, como trabajador, más barato que un esclavo. Su trabajo empezaba muy de mañana. El agricultor, que sabía dónde encontrarlos, envía a su viña a los que están esperando en la plaza y conviene con ellos en pagarles un denario por jornada. Este era el salario que solía pagarse por un día de trabajo. El hecho de que el terrateniente regrese de nuevo a la plaza a la tercera hora (las nueve de la mañana) para contratar a más obreros era normal. Lo que ya no era tan normal era que fuera a buscarlos otras dos veces a lo largo del día. En realidad, el que el terrateniente vaya a la hora undécima (las cinco de la tarde) a contratar más jornaleros no era precisamente lo normal: era justamente una hora antes del final de la jornada, por lo que no tiene ningún sentido desde el punto de vista económico. El relato de la contratación de los jornaleros de la hora undécima ocupa mucho espacio en el evangelio de Mateo. Lo cual significa que ahí se encuentra el punto decisivo o el verdadero objetivo de la parábola. El dueño mantiene solo con aquellos jornaleros una conversación: «¿Por qué estáis aquí parados todo el día sin trabajar?» Ellos contestan: «Es que nadie nos ha contratado» (20,7). Jesús, como hemos dicho, sabía cautivar a la gente con sus historias. La atención crecía porque, cuando se trata de pagar el jornal, el dueño de la viña comienza por los últimos, a quienes paga un denario como jornal, por más que no hubiera acordado con ellos salario alguno. Pero precisamente esta generosa remuneración despierta en los trabajadores de la primera hora la codicia. A pesar de haber aceptado como jornal un denario, esperaban recibir más. Ahora murmuran contra el dueño, porque no les da más. No están contentos, sino que, por el contrario, se comparan con los demás obreros, que han trabajado menos horas que ellos. Su respuesta contiene rasgos muy simbólicos. Podemos sentir que Mateo atribuye esta frase a aquellos cristianos que se sienten molestos por el hecho de que Jesús llame también a los pecadores, y que en la comunidad cristiana haya lugar para los que no tienen nada positivo que presentar. «¡Estos últimos han trabajado una hora, y tú les has pagado igual que a nosotros, que hemos soportado la fatiga y el calor del día!» (20,12). Estas palabras desvelan la manera de pensar y el concepto de la vida que tienen algunos cristianos. No se sienten agradecidos por tener trabajo y una vida suficientemente digna, sino que se comparan con otros. No pueden mirar con agradecimiento lo que han recibido, sino que codician los dones que Dios ha concedido a otros. Compararse con otros nos conduce a la envidia y no nos permite ver todo lo que es adecuado y bueno para nosotros. Aquellos cristianos consideran que su vida es tan solo trabajo y fatiga bajo el calor del día. No perciben que el trabajo proporciona alegría, 94

éxito y una cosecha para disfrutar de ambas cosas. Se fijan únicamente en la carga, en el peso y en la fatiga de la vida. El dueño de la viña responde con toda la calma del mundo, a la vez que con absoluta claridad, al que lleva la voz cantante. Le llama «amigo mío», pero también le recuerda el convenio que habían establecido. A él y al lector que pueda sentirse incómodo con esta parábola les pregunta: «¿Es que no puedo disponer de lo mío como me parezca? ¿O es que tu ojo no ve bien el que yo sea generoso?» (20,15). Esta pregunta se clava como un aguijón en el corazón del que interpela al dueño de la viña, pero también en el corazón del oyente o lector descontento. Con esta pregunta, Jesús describe su propio ser y sentir y el ser de Dios. Dios es bondadoso. Pero la bondad divina es siempre inmerecida. Dios no se la debe a nadie. Algunos de los antiguos Padres interpretaron esta parábola como una imagen de la vida del ser humano. Algunos son cristianos de nacimiento; otros se convierten en su adolescencia; otros, siendo ya adultos; y algunos en plena ancianidad. Los padres de la Iglesia, por un lado, exhortan a los cristianos de primera hora a no flaquear en el fervor religioso, a la vez que animan a los cristianos que recibieron el bautismo siendo adultos y les invitan a la esperanza y a la perseverancia. Cada cual debe recorrer su propio camino y servir en él a Dios, sin compararse con los demás. La recompensa es para todos la misma: un denario. El denario es mucho más que un salario común: es una metáfora que habla de la completa y perfecta unión con Dios, mayor que la cual no existe ninguna otra, pues la unión con Dios es la meta definitiva de la vida humana. Los caminos para llegar a esta meta son diferentes: para unos, más breve; para otros, más largo. La interpretación de los Padres de la Iglesia intentaba actualizar la parábola acomodándola a la situación de su tiempo. Pero ¿cuál es el sentido actualizado de la parábola para nuestro tiempo? La parábola me pregunta cómo entiendo yo mi vida de cristiano. ¿Consiste únicamente en el trabajo fatigoso, mientras que la verdadera vida consistiría en estar inactivo? ¿O tengo la impresión de que por medio de la unión con Cristo mi vida estaría llena de sentido y esperanza? Además, por el desafío propio de cada trabajo, el hombre puede obtener una gran paz interior y un sentido en su vida. Quien está parado en la plaza, inactivo y sin poder hacer nada, seguramente no siente la misma felicidad. Al contrario, muchas veces se siente superfluo. Su vida no tiene sentido. El ser llamado a desempeñar una función, el ser contratado, significa al mismo tiempo tener un valor personal. Al cumplir con el trabajo para el que me contrataron, sin compararme con otros, llegaré a la unión conmigo mismo, con Dios y con mis prójimos. No se necesita más para vivir. En cambio, si no me identifico con el trabajo que realizo, si me fijo en los otros, comparándome constantemente con ellos, quedaré interiormente dividido e insatisfecho.

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A menudo escucho a cristianos que dicen que para ellos la vida es sacrificio y abnegación. En consecuencia, creen que a los no cristianos les ha caído en suerte una vida mejor, porque no están obligados a observar las normas y pueden vivir a su antojo. Jesús critica esta manera de ver las cosas. ¿Acaso representan realmente las normas lo más importante en la vida del cristiano? ¿Acaso no es el objetivo máximo de nuestra vida el tener un sentido en ella, vivir en unión con Cristo y recorrer con él el camino que nos hace más humanos, sabiendo que los esfuerzos por conocer la voluntad de Dios y todo nuestro trabajo ya llevan la recompensa en sí mismos? El salario es algo más que una recompensa meramente exterior que se paga al final de la jornada; el salario ya está siendo pagado al vivir una vida llena de sentido. Por medio de esta parábola, Jesús rechaza la idea de que es posible comprar la recompensa de Dios. Todo depende de su llamada. Pero el día o la hora de tal llamada no depende de nosotros. No sabemos cuánto debemos trabajar y cuánto debemos esforzarnos, porque no nos corresponde saberlo. Eso es cosa exclusiva de Dios. Lo importante es que dejemos de compararnos con otros. Quien se compara continuamente no reconoce la riqueza de su propia vida y estará siempre descontento consigo mismo. Al principio, los trabajadores de la primera hora estaban felices por haber encontrado un trabajo. Con ello tenían la certeza de poder alimentar a su familia. Pero por la manera provocativa con que Jesús caracteriza a los agricultores y obreros de su historia, inquieta a propósito al oyente y al lector. No le deja tranquilo, sino que le obliga a darse cuenta de qué fuentes se nutre su propia vida, a qué meta se dirige y. finalmente, cómo piensa realizar su vida en la viña del Señor. Con esta parábola, Jesús intenta sacar a la luz todos los sentimientos de envidia y todas las agresiones, a fin de que en la conversación con él sean solucionados.

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La parábola del administrador infiel «Un hombre rico tenía un administrador. Le llegaron quejas de que estaba derrochando sus bienes. Lo hizo llamar y le dijo: “¿Qué es eso que me cuentan de ti? Dame cuentas de tu administración, pues ya no puedes seguir siendo mi administrador”. El administrador habló entre sí diciendo: “¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita la administración? Cavar no puedo, pedir limosna me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me retiren de la administración, me reciban en sus casas”. Fue llamando uno por uno a los deudores de su amo y preguntó al primero: “¿Cuánto debes a mi amo?” Contestó: “Cien barriles de aceite”. Le dijo: “Toma tu recibo, siéntate y escribe cincuenta”. Luego dijo a otro: “¿Tú cuánto debes?” Contestó: “Cien fanegas de trigo”. Le dice: “Toma tu recibo y escribe ochenta”. Y el Señor alabó al administrador infiel por la astucia con que había actuado». – Lc 16,1-8a

Esta parábola pude seguir siendo provocadora hasta en nuestros días. Cuando intento interpretarla durante un curso sobre la Escritura, siempre surge la protesta: «¿Cómo es posible que Jesús justifique el fraude?» Al escuchar esta parábola, constatamos cómo Jesús se acerca con enorme habilidad psicológica a sus oyentes. Por medio de la provocación, los atrae y los saca de su religiosidad petrificada. Aquí también podemos decir que, siempre que un texto nos resulta incómodo, estamos llamados a corregir las imágenes o ideas que nos hemos forjado de Dios y de los hombres. Con la parábola del administrador astuto que engaña a su amo, Jesús seguramente provocó entre sus oyentes, mayoritariamente pobres, cierta alegría por el mal ajeno. Pero no era este su objetivo principal. Se trata, más bien, de la pregunta acerca de cómo manejamos nuestra propia culpa. Queriendo o no, siempre nos hacemos culpables de algo o nos culpan de alguna cosa. No tenemos la menor posibilidad de escapar de esta situación. Siempre malgastaremos parte de los bienes que Dios nos ha confiado: parte de nuestros talentos, de nuestra salud, de nuestra habilidad para llevar una vida grata a sus ojos. La cuestión es: ¿cómo reaccionamos frente a esta realidad? ¿Acaso nos avergonzamos y llevamos durante toda la vida un sayal, tal como el administrador infiel daba a entender en su monólogo? ¿O hablamos mal de nosotros mismos y luego pedimos a otros la limosna del cariño y la consideración? Otra posibilidad de reaccionar frente a la culpa consistiría en trabajar duramente y apretar los dientes para, en adelante, hacerlo todo correctamente y cumplir los preceptos al pie de la letra. No obstante, ambos caminos conducen a un callejón sin salida. El administrador de la parábola encuentra en su monólogo un tercer camino que es del gusto de Jesús. En vez de intentar satisfacer 97

plenamente a Dios por nuestras culpas y dejar que se nos caiga la cara de vergüenza, deberíamos aprovechar la culpa como una posibilidad de entrar en contacto con los demás. La culpa nos invita a relacionarnos de un modo más humano con los demás. El administrador, por ejemplo, llama a los deudores de su amo y reduce lo que deben. De esta manera espera que la gente lo reciba en sus casas. El hombre maneja su culpa con mucha creatividad. Con sorprendente fantasía, idea la forma de librarse de su culpa del mejor modo posible. Y Jesús alaba la astucia del administrador infiel: «Los hijos de este mundo son más astutos en el trato con sus semejantes que los hijos de la luz» (Lc 16,8b). La expresión «hijos de la luz» nos recuerda a los esenios (movimiento espiritual judío desde el siglo II a.C.; N. del tr.), unas personas muy piadosas, pero que echaban de sus filas, sin consideración alguna, a cuantos infringían las normas. En la comunidad cristiana no debería ser así. Los cristianos no deben rechazarse unos a otros, sino más bien recibir en sus casas a quienes han cometido algún error. Jesús habla aquí de la culpa con mucha sobriedad. En nuestra Iglesia, aún no hemos llegado a imitar concretamente su abierto y franco lenguaje. Tiene mucho que ver con este tema el hecho de que constantemente tenemos el peligro de degradar al hombre y humillarlo. Le inoculamos sentimientos de culpabilidad, a fin de que demuestre compungido su arrepentimiento. De Jesús podríamos aprender otra forma de hablar de la culpa y los sentimientos de culpa. Él nos enseña la manera de abordar la culpa sin perder el respeto por uno mismo. La culpa es siempre una invitación a bajarnos del trono de nuestra vanidad y nuestro fariseísmo y ser hombres entre los hombres. Deberíamos ser capaces de visitar tranquilamente a los demás en sus casas y recibirlos en la nuestra del mismo modo. Jesús nos propone compartir la culpa unos con otros, sin acusarnos ni reprocharnos nada mutuamente, sin menospreciarnos unos a otros. Haciendo caso a Jesús e imitando lo que nos propone con esta parábola, nuestra sociedad será más humana. No convertimos a nadie en chivo expiatorio, y nosotros mismos podemos seguir viviendo con dignidad.

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¿Una expectativa defraudada? «Jesús dijo a sus discípulos: “En verdad os digo que algunos de los que están aquí no morirán antes de ver venir al hijo del hombre como rey”». – Mt 16,28

Al leer esta cita bíblica podríamos preguntarnos: ¿acaso se equivocaba Cristo al esperar la llegada inminente del reino de Dios? Porque lo cierto es que ninguno de sus discípulos fue testigo de su regreso glorioso al final de los tiempos. Para mejor entenderlo, tenemos que caer en la cuenta de que Mateo escribió su evangelio cuando posiblemente ya no vivía ninguno de los discípulos. Lo cual quiere decir que la Iglesia primitiva ya interpretaba espiritualmente estas palabras de Jesús. Orígenes, por ejemplo, dice: «Quien comprende la palabra de Dios no saboreará la muerte». En el evangelio apócrifo de Tomás leemos: «Todo el que acepte la palabra de Dios no participará de la muerte». Otros en la Iglesia antigua interpretan esta palabra de Jesús en el sentido de que se refería a su transfiguración, que en el texto del evangelio sigue de inmediato, efectivamente, a esas palabras. De acuerdo con ello, Pedro, Santiago y Juan experimentaron y vieron en el monte Tabor su gloria o –como se dice aquí– su condición de rey. En cualquier caso, no tiene excesiva importancia el modo de interpretar este texto, porque lo que es innegable es que Jesús está hablando de la inminencia del reino de Dios. Los primeros discípulos, entre ellos Pablo y los primeros cristianos, creían en la cercanía temporal del reino de Dios. Ellos esperaban que Jesús no tardaría en regresar glorioso y que, acto seguido, comenzaría el fin del mundo para todos. Esta esperanza de la venida inminente mantiene su sentido hasta el día de hoy, pues todos vivimos acercándonos cada día más a la hora de nuestra muerte, en la que Cristo vendrá a nosotros en su gloria. Este es el fin del mundo para nosotros personalmente. Por lo tanto, tiene sentido vivir en la misma esperanza de la pronta venida de Cristo, tal como era el caso entre los primeros cristianos. Obviamente, no conocemos ni el día ni la hora. Por eso es muy prudente contar siempre con el final de la vida y la consiguiente venida de Cristo en la hora de nuestra muerte. Si vivimos conscientes de esta realidad, viviremos amplia e intensamente. En cambio, quien se niega a ver y aceptar la finitud de su vida vivirá de manera muy superficial. La esperanza de la pronta venida nos invita a vivir muy conscientes y solícitos en cada momento. 99

Sin embargo, esta esperanza de la venida inminente tiene aún otro sentido. Muchas veces estamos convencidos de poder planificar el mundo a nuestro antojo. Como si todo dependiese de nosotros. La esperanza de la pronta venida de Cristo nos enseña que también este mundo, con sus múltiples posibilidades, no es perenne y habrá de consumirse. Únicamente el reino de Dios es perenne y definitivo. Y este reino ya se acercó con la llegada de Jesús a este mundo y aparecerá definitivamente cuando regrese en su gloria. La esperanza de la pronta venida relativiza el mundo. No vamos hacia un futuro hecho únicamente por nosotros mismos, sino además forjado por el mismo Dios, el cual edificará su reino en este mundo. En Jesús, el reino de Dios ya llegó muy cerca. Sin embargo, lo veremos definitivamente cuando Jesús –como dice la Escritura– venga en su gloria. Entonces estaremos, en medio del mundo creado, en el refugio hecho por Jesús, salvados ya del poder de este mundo. Esta venida de Cristo al final de los tiempos se puede entender en un triple sentido: El primero significa el advenimiento de Jesús en su gloria en medio de mi vida personal, cuando en la oración o en la celebración de la liturgia siento una experiencia profunda y viva de la cercanía de Dios o de Jesús. El segundo sentido se refiere al encuentro con Jesús en la hora de mi muerte. En este momento terminará el mundo para mí y comenzará un nuevo futuro en Jesús. Finalmente, se puede pensar, cuando se habla de la venida o del advenimiento, en la llegada de Jesús al final de este mundo. Entonces la gloria de Jesús se hará patente para toda la humanidad. No sabemos cuándo ocurrirá esto. Jesús nos advierte de que no demos dar crédito a ninguna especulación al respecto. Más bien nos invita a vivir consciente y solícitamente.

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«Llorad por vosotras y por vuestros hijos» «Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque vendrán días en que se dirá: “Dichosas las estériles que nunca parieron y los pechos que nunca criaron”». – Lc 23,28s

¿Qué significan estas palabras de Jesús? Para comprenderlas tenemos que percibir la situación histórica en que fueron dichas. Los soldados llevan a Jesús a la crucifixión. Mucha gente, en especial mujeres, le acompañan en su camino al Calvario. En aquellos tiempos existía la costumbre en Israel de que las mujeres lamentaran y lloraran públicamente a un reo de muerte. Pero Jesús se vuelve a ellas y les dice: «Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque vendrán días en que se dirá: “Dichosas las estériles que nunca parieron y los pechos que nunca criaron”» (Lc 23,28s). Jesús rechaza la compasión. Recorrerá su camino confiando en el Padre Dios. Aun siendo condenado a muerte, se sabe amparado por las manos de Dios. Pero las mujeres deben interpretar su suerte como una imagen del destino inminente de la ciudad de Jerusalén, que será destruida por los romanos. Una destrucción que constituirá una verdadera catástrofe para todo el pueblo de Israel. Jesús une entonces su propia muerte en la cruz a la caída de Jerusalén. Esto también se trasluce en la frase «Porque, si de este modo tratan al árbol lozano, ¿qué no harán con el seco?» (Lc 23,31). Jesús, un hombre joven, se compara con un árbol lozano. El árbol seco es la vieja ciudad de Jerusalén. La madera seca arde mejor que la madera verde y húmeda. Mirando a Jesús, las mujeres deben echar una mirada a su propio futuro y llorar por lo que les aguarda. Este es el significado histórico de la frase que nos ocupa. Pero Lucas es un escritor de talento. Sus textos quedan siempre abiertos a diversas interpretaciones. No debemos, por tanto, darles un sentido meramente histórico. Tenemos que preguntarnos qué significado tienen para nosotros. Yo, por mi parte, pienso que al meditar la pasión de Jesús celebrándola en la liturgia –como en la Semana Santa, por ejemplo– no se trata de sentir compasión por el Señor torturado, porque sé que Jesús –así nos lo dice Lucas–, muriendo, se entregó lleno de confianza a las manos de su Padre, que habría de 101

resucitarlo de entre los muertos. Pero su muerte sí me llama a convertirme. Debería estar triste por mí mismo y llorar por mis pecados. La muerte de Jesús es una imagen que me explica lo que puede ser de mí si no me convierto: mi vida no tendrá sentido ni futuro. Entonces diré a los montes: «caed sobre mí» (cf. Lc 23,30), pues ya no tendré ganas de mirar a mi vida. Simplemente, desearé vegetar con los ojos cerrados. Pero la muerte de Jesús es para mí una llamada de atención para que abra los ojos y me pregunte: «¿Tengo mi vida en orden o acabará derrumbándose?» Jesús no pretende asustarme, sino advertirme acerca de la necesidad de mantenerme despierto y solícito. Lo que los soldados hicieron a Jesús me lo hago yo a mí mismo muchas veces. Me trato de un modo violento y me flagelo con autoacusaciones. Y al hacer lo mismo que todos hacen, me burlo de mi alma, me burlo de mi ser interior. La leyenda dice que Lucas fue pintor. De hecho, Lucas pinta o describe un cuadro de la pasión del Señor que me permite meditarlo y reconocerme a mí mismo en él: ahí está la imagen perfecta de Jesús, del hombre verdaderamente justo, que debe quedar grabada en mí. Pero también en el cuadro del via crucis debo reconocer mi propio camino de vida. El camino de la cruz de Jesús me invita a decidirme por el buen camino. Del mismo modo que Hércules, el gran héroe griego, que en el cruce de caminos se decidió por el camino de la virtud, así también yo debería decidirme por el camino de la misericordia. Y, una vez decidido, seguiré a Jesús en su camino hasta la cruz, el suyo es camino de amor y de misericordia, de confianza y de esperanza. Por tanto, aquellas enigmáticas palabras dirigidas a las mujeres de Jerusalén tienen la capacidad de orientarme hacia el camino de Jesús.

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¿Separación o atadura? «A los demás les digo yo, no el Señor: si un hermano tiene una mujer no cristiana, y ella consiente en vivir con él, no debe divorciarse de ella; si una mujer tiene un marido no cristiano, y este consiente en vivir con ella, no debe divorciarse de él. Pues el marido no cristiano queda consagrado por la mujer, y la mujer no cristiana queda consagrada por el hermano; de lo contrario, vuestros hijos serían impuros, mientras que ahora están consagrados. Ahora bien, si el no cristiano quiere separarse, que se separe: en tal caso, ni el hermano ni la hermana están vinculados. El Señor nos ha llamado para vivir en paz. ¿Qué sabes tú, mujer, si puedes salvar a tu marido? ¿O qué sabes tú, hombre, si puedes salvar a tu mujer?» – 1 Cor 7,12-16

San Pablo interpreta en este capítulo, aplicándolas a la situación concreta de su comunidad cristiana, las palabras de Jesús sobre el matrimonio y el divorcio. Jesús hablaba solamente de forma general al decir que el hombre debe unirse de manera definitiva a su mujer. Pablo comenta en el texto citado la situación concreta de Corinto, donde se producían casos de matrimonios entre un cristiano y una mujer pagana, o entre una mujer cristiana y un hombre pagano. La mujer no debe separarse de su marido pagano si este consiente en seguir viviendo con ella. Pero si el marido no cristiano desea divorciarse de la mujer cristiana, la mujer queda libre y puede volver a contraer un nuevo matrimonio. La interpretación por Pablo de la palabra de Jesús sobre el divorcio demuestra que la protoiglesia no entendía lo dicho por Jesús como una ley inquebrantable, sino que lo entendía de tal forma que podía ser realizado o vivido por los cristianos. Pablo justifica su interpretación de las palabras de Jesús diciendo que el hombre no cristiano sería consagrado por su mujer, y la mujer no cristiana por su marido cristiano. Lo mismo vale decir de sus hijos, que son consagrados por medio del cónyuge cristiano. Los exegetas pensaron mucho acerca del significado de esta interpretación. «Consagrado» quiere decir: algo que está exento de la influencia mundana. Aparentemente, Pablo piensa que la influencia del cónyuge cristiano es más fuerte que la influencia mundana que emana del cónyuge pagano. Lo mismo vale para los hijos. Yo interpreto el texto en el sentido de que el cristiano siente lo consagrado en sí mismo y percibe el lugar interior, que está preservado del poder del mundo; un espacio al que el hombre no puede acceder. Al cuidar y defender este espacio consagrado en sí 103

mismo, transmite al cónyuge no creyente la esperanza de que él también tiene en sí un lugar consagrado. Pablo supone que los cristianos representan un signo de esperanza para los paganos, un signo que les dice que también ellos están bajo la bendición de Dios y que son consagrados. Al estar convencidos de su propia consagración, la transmiten también a los no creyentes. Estos lo interpretarán tal vez de modo diferente; pero lo importante es que el cristiano transmita al pagano que todo ser humano tiene en su interior un lugar consagrado que no puede ser dominado por el mundo.

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Comer y beber la propia condena «En efecto, siempre que coméis este pan y bebéis de esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva. Por tanto, quien coma el pan y beba de la copa indignamente es reo del cuerpo y la sangre del Señor. Pero que cada uno se examine a si mismo antes de comer el pan y beber de la copa. Pues quien come y bebe sin reconocer el cuerpo del Señor se come y se bebe su propia condena». – 1 Cor 11,26-29

Pablo

había descubierto algunas costumbres incorrectas e inconvenientes en su comunidad cristiana, pues los ricos entre ellos se adelantaban a la celebración del banquete eucarístico, comían hasta saciarse y bebían vino en abundancia, mientras que los pobres –esclavos en su mayoría– tenían que trabajar muchas horas, y por eso llegaban más tarde a las reuniones. Pablo considera que el comportamiento insensible de los ricos representa una grave humillación para los pobres. A fin de aclarar esta delicada situación social, habla de la Última Cena de Jesús. El banquete eucarístico debe llevarse a cabo como memoria de Jesús. Nunca debemos olvidar que en él se celebra la muerte del Señor y se proclama su resurrección hasta que vuelva. El comportamiento de los ricos es indigno de la cena que Cristo estableció. Aquí no debe haber favoritismos ni preferencias. Es de suma importancia que no comamos simplemente los alimentos, sino que seamos conscientes de que en el pan comemos el cuerpo del Señor, y en el vino bebemos su sangre. El relato de la Última Cena, que los cristianos celebran cuando se reúnen en el banquete eucarístico, lo concluye Pablo con la frase «... pues quien come y bebe sin reconocer el cuerpo [del Señor] se come y se bebe su propia condena» (1 Cor 11,29). Son muchos los católicos que han entendido siempre la frase en este sentido: «Si tengo un pecado, soy indigno de recibir la comunión». Esta idea intimidaba a muchos, que se preguntaban: «¿Soy realmente digno de recibir la comunión?» Pero en el texto (de 1 Cor 11,26ss) no se trata de eso. En principio, se trata más bien de tener un concepto correcto de la eucaristía. Si acepto el pan como si fuese cualquier alimento y tomo el vino como si fuese cualquier vino, no correspondo ni respeto el misterio de la eucaristía. En este caso es cierto: me como y me bebo mi propia condena. Porque esta conducta es una contradicción con la palabra de Dios; en consecuencia, seré juzgado por él. Pablo se refiere entonces al carácter sagrado de la Cena del Señor: los cristianos no deben confundirla con una comida normal. Deberían sentir que, al comulgar la forma eucarística, están comiendo y bebiendo algo santo y sagrado: el cuerpo y la sangre de Cristo. Entonces Pablo hace una llamada de atención a tomar muy en serio el misterio de 105

la eucaristía y no reducirlo al nivel de una comida cualquiera. No se trata, pues, de la dignidad o indignidad de quien recibe la comunión. La invitación a tomar parte en ella se dirige a todos en la comunidad. Pero cada uno debe ser consciente de lo que está haciendo: está recibiendo a Cristo en persona, al que le perdona los pecados, al que murió por él a fin de que él muera al pecado y se deje elevar por Cristo a una vida de resurrección.

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El silencio de las mujeres «Como en todas las comunidades de los consagrados, las mujeres deben callar en la asamblea, pues no se les permite hablar, sino que han de someterse, como también dice la ley». – 1 Cor 14,34

Entre las mujeres está muy extendida la creencia de que san Pablo es un misógino, un enemigo de las mujeres. No le perdonan este texto, que impide hablar a las mujeres en la asamblea cristiana. Sin embargo, una exploración más profunda del texto enseñará que se trata de un prejuicio. Esta frase de 1 Cor 14,34 es realmente enojosa, pero además contradice a 1 Cor 11,4 y debe ser leída (e interpretada) en correlación con esta. Allí se dice: «Si reza el varón o profetiza con la cabeza cubierta, deshonra su cabeza; en cambio, la mujer que reza o profetiza con la cabeza descubierta deshonra su cabeza...» (1 Cor 14,4.5) Pablo supone entonces –según este versículo– que ambos, hombres y mujeres juntos, y uno tras el otro, recen o profeticen en el servicio divino. Se distinguen únicamente por el hecho de llevar cubierta o no la cabeza. Pero esto se refiere exclusivamente a una costumbre de la cultura romana de entonces. Los exegetas modernos están de acuerdo en que la prohibición de que las mujeres hablen en la asamblea no es originariamente un texto paulino, sino una posterior añadidura por parte de un redactor. Se supone, que este recopiló la correspondencia de Pablo con los Corintios alrededor del año 100 en las dos cartas a dicha comunidad. En esta ocasión se recortó o se cambió, posiblemente, la actitud abierta hacia las mujeres, como la tuvo Pablo, por la que se les conferían iguales derechos. Las razones pueden ser diferentes: en los primeros años de la Iglesia reinaba una situación ciertamente carismática o eufórica. En esta situación no hubo distinciones entre hombres y mujeres. Las mujeres tomaron parte en los servicios religiosos igual que los varones; posiblemente, hubo también diaconisas y mujeres que lideraban asambleas. Pero después se impuso en ciertos grupos eclesiásticos el temor de que el cristianismo no tuviera aceptación en la sociedad romana si se continuaba en esa actitud abierta hacia el rol de las mujeres en la Iglesia. El exegeta alemán Hans-Joachim Klauck describe la situación de aquellos tiempos del siguiente modo: «Que la mujer debía estar en la casa y no se le permitía actuar en público es un tema estándar de las publicaciones de autores antiguos acerca del matrimonio (v.gr., Plutarco). Estas ideas de orden social fueron cada vez más 107

aceptadas en las familias cristianas. El orden ciertamente emancipatorio que se practicaba en la liturgia cristiana tenía que chocar necesariamente con la opinión pública y debía ser cambiado». De ahí la conclusión: «A pesar del estilo apodíctico, una regla como la expuesta en 14,34s no puede ser decisiva en la discusión actual acerca del ministerio de la mujer en la Iglesia» (H.-J. Klauck, 1. Korintherbrief, 106). El ejemplo demuestra que el trabajo científico con los textos bíblicos puede aportar claridad a muchas incertidumbres. La Biblia ha ido desarrollándose. Especialmente la literatura epistolar del Nuevo Testamento deja ver que dentro de la Iglesia del siglo I hubo diferentes corrientes, a semejanza de las diversas tendencias en la Iglesia actual. La corriente conservadora, que prohibía a la mujer hablar en la Iglesia, se impuso finalmente. Pero ello no significa que esta regla sea de derecho divino y válida para todos los tiempos. La Iglesia es un grupo dentro de la historia humana, sometido al desarrollo y con la tarea de orientarse siempre con miras a sus inicios. A la interpretación de la Biblia incumbe también la obligación de discernir entre los textos esenciales y los textos de una relevancia temporal, para llegar a un resultado adecuado.

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41.

¿Rechazar la homosexualidad? «Sus mujeres sustituyeron las relaciones naturales por otras antinaturales. Lo mismo los hombres, que dejaron la relación natural con la mujer y se encendieron en concupiscencia mutua. Hombres cometieron impudicia con hombres y recibieron la paga merecida por su extravío». – Rom 1,26.27

Esta cita bíblica representa para muchos cristianos la prueba de que la Biblia detesta la homosexualidad y la califica de «pecado». Desde luego, no podemos pasar por alto este texto, y tenemos ante nosotros el desafío de entenderlo. Pablo escribe a los romanos una carta que se orienta en el sentido de la literatura sapiencial del Antiguo Testamento y del típico sermón de evangelización de los primeros cristianos. El libro de la Sabiduría, uno de los libros de la Biblia del Antiguo Testamento, critica la idolatría de los gentiles, que va asociada a costumbres depravadas. En la Carta a los Romanos, Pablo critica a los paganos el hecho de que, estando en condiciones de reconocer al Creador por medio de su creación, no lo reconocieron. Por negarse a reconocer y respetar al Creador, fueron incapaces de reconocer y aceptar la ley y el orden natural de la Creación. Su ceguera los llevó a un comportamiento indigno de los hombres. Pablo repite aquí «el lenguaje incriminador de los críticos helenístico-judaicos contra los gentiles inmorales» (P. Stuhlmacher, Der Brief an die Römer, 35). Él considera que la conducta de los gentiles es opuesta al orden natural de la creación. Sin embargo, constatamos, que en esta cita no habla Pablo de la homosexualidad en un sentido teológico. Más bien, se refiere a la conducta inmoral, que era muy habitual en Roma y en otras ciudades del imperio romano de la época. El exegeta protestante Peter Stuhlmacher aconseja «que no se repita el texto paulino en forma irreflexiva» (ibid., 37). Pablo censura duramente la conducta homosexual de los romanos. Pero no dice nada sobre la propensión o inclinación natural a la homosexualidad, sino que tan solo tiene presente la inmoralidad concreta en Roma. Se abstiene de una opinión diferenciada sobre el problema de la homosexualidad. Sus palabras merecen ser tomadas en serio. Desde luego, podemos discutir y debatirnos con ellas, con el fin de comprenderlas, preguntando: ¿Cuál es el mensaje de Jesús acerca de este tema? El propio Jesús no dijo nada al respecto: al parecer, el asunto no llamaba su atención. Fue el encontrarse con la conducta de los gentiles lo que movió a Pablo a exponer su opinión sobre el tema. 109

Naturalmente, el estilo de su escrito es más bien una acusación contra los paganos: es el rechazo del Creador el que ocasiona –así dice Pablo– el comportamiento desordenado, es decir, un comportamiento en desacuerdo con las normas naturales de la Creación. Al hablar del tema en la actualidad, tenemos que tomar en cuenta los argumentos y descubrimientos psicológicos modernos. ¿Cómo afronta una persona el hecho de su orientación homosexual? ¿Qué valor tiene una persona homosexual ante Dios? ¿O cómo puede uno vivir en concreto su homosexualidad? Pablo no responde a estas preguntas ni a otras parecidas. En constante diálogo con él y con toda la Sagrada Escritura, confiando en la ayuda del Espíritu Santo, se trata de encontrar respuestas adecuadas que correspondan a la realidad del ser humano.

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42.

Ya no vivo yo... «Por medio de la ley he muerto a la ley para vivir para Dios. Con Cristo he sido crucificado; ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí». – Gal 2,19.20a

En este pasaje de la carta a los Gálatas, Pablo exterioriza su experiencia con Cristo y con su cruz. Anteriormente discípulo de los fariseos, Pablo se esforzó con ahínco durante mucho tiempo en cumplir todas las leyes y prescripciones. En esto había abusado de sus fuerzas y se fatigó enormemente. Los cristianos del grupo de Esteban, que no eran tan severos en el cumplimiento de los preceptos judíos, le ocasionaron tan enorme desconcierto que se sintió obligado a perseguirlos. Pero, al parecer, los cristianos le hicieron ver un aspecto suyo que había suprimido: el deseo ardiente de libertad. En el acontecimiento de su conversión, camino de Damasco, se había percatado de que Jesucristo le amaba incondicionalmente. Ante Dios no hacen falta pruebas de haber cumplido todas las leyes al pie de la letra. Por eso, el haber sido «crucificado con Cristo» no significa para él algo doloroso, sino liberador: «en Cristo he sido liberado de la obligación de forzarme a cumplir minuciosamente todos los preceptos. Esta obligación ya no existe; ya no tiene poder alguno sobre mí». La experiencia liberadora de Pablo se fragua en esta frase: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí». Estas palabras pueden tener múltiples significados. Primero: ya no me veo coaccionado por las estructuras de mi Superyo, sino por el amor y la libertad de Jesucristo. Pero también podemos darle a esta frase una interpretación mística: he crecido adherido a Cristo de tal manera que él transforma mi ser más íntimo. C. G. Jung citó esta frase con mucha frecuencia, y la interpretaba así: el Ego ya no tiene poder sobre mí. Pues el Ego tiende a ponerse siempre de manifiesto. Cristo, en cambio, es la imagen del verdadero «Yo mismo». Del Ego he avanzado hacia el ser yo mismo. Vivo desde el centro de mi intimidad, es decir, desde el centro más íntimo de mi esencia. Pero, en resumidas cuentas, ese centro de mi esencia más íntima es Cristo. El hombre que vive a partir de este centro ya no tendrá necesidad de dar permanentes pruebas de ser el mejor, el más digno, el más justo, etc. Es un hombre muy sencillo y sereno, porque su vida brota de ese centro que es Cristo.

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43.

Por él lo doy todo por perdido «Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el insuperable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor; por él doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo y estar en él. No contando con una justicia mía que sale de la ley, sino de aquella que viene de la fe en Cristo, la justicia que Dios da a base de la fe». – Flp 3,8s

Desde luego, hay diversas posibilidades de interpretar este pasaje. A mí me interesa la experiencia que subyace al texto. Porque, a mi modo de ver, Pablo no habla solamente de un conocimiento teológico; quiere decir que, en adelante, ya no está coaccionado por la ley, sino que, más bien, por medio de Cristo experimenta ya la libertad. Esto parece estar incluido; pero el conocimiento de Cristo lo supera todo. Pablo está tan fascinado por esta verdad que todo lo demás le parece inmundicia, desperdicio y basura. La palabra en el original griego es skabala (= desperdicio, basura) y es propia del lenguaje vulgar heleno. Todo lo que antes tenía un significado tan alto para Pablo, ahora lo menosprecia, especialmente la necesidad de dar pruebas de su categoría. La novedad que a Pablo cautiva es la gnosis (= conocimiento) eminente, el cumplimiento de todo el anhelo, que a los gnósticos de entonces tanto movía, el conocer a Dios personalmente, el acceder a la divinidad por medio del conocimiento. Al expresar Pablo su experiencia, va tocando el deseo ardiente de muchas personas que aspiraron a tener un verdadero conocimiento, una verdadera iluminación y un esclarecimiento. El anhelo de la «gnosis» o conocimiento se cumple para Pablo cuando accede al conocimiento del verdadero ser de Jesús y de su propio corazón. En este momento se le descubre el misterio de su propia persona y el misterio de Dios, que viene a nuestro encuentro de una manera completamente nueva. El misterio divino se comunica en el Dios del amor misericordioso y en el Dios que da la vida a los muertos. En Jesucristo pudo ver Pablo el misterio de la gracia: la gracia no es solamente un don de Dios; la gracia es Dios. En la persona de Jesucristo, Dios se dirige a nosotros con ternura y amor. Pablo reconoció en Jesús el semblante divino lleno de ternura. En consecuencia, desea estar del todo unido a Jesucristo o, como dice el texto griego, haber sido alcanzado por Cristo (Flp 3,12) La palabra griega katalambanein significa «ser alcanzado del todo, de arriba abajo, conocerlo todo». Se entiende además, en un sentido espiritual, como éxtasis, es decir, entender del todo a Dios y haberse sentido profundamente arrobado por Él. Además, significa haber sido «vencido» por Dios. En este sentido, Pablo se ha sentido 112

emocionado o arrobado interiormente por Jesús, que lo penetró por entero. Esta vivencia transformó a Pablo definitivamente. Esta grandiosa experiencia de Jesucristo impulsó a Pablo a viajar incansablemente, a soportar peligros y trabajos con el único fin de anunciar a Jesucristo. No anunció solamente un mensaje o una doctrina, sino, más bien, a Jesucristo en persona. Pero siempre lo predicó como el Crucificado. Especialmente por medio de Jesús, el Crucificado y Resucitado, comprendía su misterio, que consiste en el milagro del amor divino, que avanza y se atreve a entrar hasta en la alienación y la ignominia de la cruz, del pecado, para transformarlo todo en nosotros por medio de su amor. Contemplando la cruz de Jesucristo, comprendió que la fuerza de Dios se realiza en nuestra debilidad. De modo que la experiencia con el Crucificado fue siempre para Pablo una manera de realizar una autoexperiencia. En su Segunda Carta a los Corintios dice: «Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que esta fuerza superior procede de Dios y no de nosotros» (2 Cor 4,7). En su trabajo apostólico experimenta Pablo la cercanía del Crucificado. Pero, al mismo tiempo, siente que el Espíritu Santo no siempre le concede la gracia de aparecer fuerte, ecuánime y espiritual ante los hombres, sino a menudo como un ser débil y caduco. Incluso puede decirse que experimenta en carne propia la pasión de Jesucristo y se siente transformado por el Crucificado. «... siempre transportando en el cuerpo la muerte de Jesús, para que se manifieste en nuestro cuerpo la vida de Jesús» (2 Cor 4,10).

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44.

La muerte de Jesús como sacrificio expiatorio «Dios lo destinó a ser con su sangre instrumento de expiación activo por la fe». – Rom 3,25

A este texto se refiere la «doctrina de la expiación», que considera que la muerte de Jesús era necesaria para la expiación de nuestros pecados. Pero ¿cómo debemos entender este versículo? El exegeta alemán Klaus Berger ofrece la siguiente traducción: «Dios hizo de Jesús el lugar de la expiación por su sangre, y nosotros tenemos acceso a él mediante la fe». El lugar de la expiación –según la religiosidad judía– es la pieza que, cual tapadera, cubre el arca de la alianza. Dicha pieza está depositada en el templo. «El sumo sacerdote entró al santuario en el día de Yom Kipur, el día de la fiesta judía de la reconciliación, y roció la tapadera del arca de la alianza con la sangre de carneros y becerros para hacerla de nuevo apta para el culto» (Berger, 49). Jesús, pues, es comparado con la tapadera del arca de la alianza. Obviamente, Pablo está empleando una metáfora, cosa que nuestras traducciones, en cambio, no suelen reflejar. Pero ¿qué significa esta imagen? La tapadera que cubría el arca de la alianza es el lugar más santo de Israel y atrae sobre sí toda la culpa y todos los pecados del pueblo. Klaus Berger la compara con un imán que «atrae todo el material metálico del polo contrario» (ibidem). Del mismo modo Jesús, el hombre puro y sin pecado, atrae sobre sí toda la culpa humana . «Por ser Jesús absolutamente santo, justo y sin pecado propio, era capaz –como una esponja– de absorber de manera ilimitada la culpa de los demás. Y del mismo modo que se exprime una esponja para eliminar el agua, así también fue eliminada la culpa de los hombres por la muerte de Jesús» (Berger, 50). Pablo habla, pues, de la expiación valiéndose de metáforas. Pero no debemos construir a partir de estas un sistema dogmático, como ha ocurrido en más de un caso a lo largo de la historia de la Iglesia y de la teología, haciendo que la gente se hiciera una idea equivocada acerca de Dios y de la muerte de Jesús en la cruz. Mirando a la historia de la religión, constatamos que, por lo general, «expiación» significa la purificación de las consecuencias del pecado. El pecado mancha al hombre, y 114

la expiación, en definitiva, es un ritual terapéutico de limpieza o purificación. En la antigüedad se consideraba que las enfermedades y las catástrofes eran consecuencia de alguna culpa humana. Aun cuando la culpa haya sido perdonada, queda la enfermedad, que es curada por medio de la expiación. En la teología católica se distingue entre el pecado que se perdona y el castigo por dicho pecado, es decir, las consecuencias del pecado que solo se anulan por medio de la expiación. Esta idea proviene de un concepto y un lenguaje jurídicos. Pero la interpretación existencial de esta imagen, relacionándola con la muerte de Jesús, significa que Jesús, al morir en la cruz, sufrió las consecuencias de nuestros pecados en su propia carne: todas aquellas consecuencias que eran fruto de las intrigas y la cobardía de los potentados de todos los tiempos. «Expiación» significa que Jesús soportó en la cruz las consecuencias del mal comportamiento de un grupo egómano (consecuencias fruto del odio, de los celos, de la envidia y de la enemistad) y no cedió ante ellas. Más bien, soportándolas a base de amor, les privó al mismo tiempo de su aguijón y de su poder. No debemos, pues, caer en el error de pensar que la expiación fuera un proceder meramente exterior o jurídico, o que Jesús hubiera cargado con el castigo que merecían nuestros pecados y, de este modo, los hubiera expiado. Esta idea conduce al concepto de un Dios justiciero y vengativo que desea castigar. Al hablar del castigo del pecado, no deberíamos entenderlo en un sentido jurídico, sino desde la esencia misma del pecado. El pecado se castiga a sí mismo, porque crea una situación contradictoria y nociva para el hombre. La muerte de Jesús en la cruz nos demuestra palmariamente no solo el amor divino que perdona, sino también las duras consecuencias del pecado: injusticia, cobardía, brutalidad, perfidia y traición. A todas estas consecuencias les arrebató Jesús su poder al entregarse por amor en la cruz. Gracias a él, podemos confiar en que no se nos obliga a pagar las consecuencias de todo lo que hicimos mal. Sustituyéndonos, Jesús cargó con las consecuencias de nuestra mala conducta y nos salvó de ellas. Por lo tanto, únicamente debemos hablar de expiación si poneos nuestros ojos en el amor de Jesús, que eliminó las consecuencias de los muchos pecados, que los hombres cometemos.

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45.

Jesús sube a la cruz cargando con mis pecados «Nuestros pecados él los llevó en su cuerpo al madero, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus cicatrices nos sanaron». – 1 Pe 2,24

La Primera Carta de Pedro dice que Jesús cargó con nuestros pecados. El autor de esta carta se refiere al capítulo 53 del profeta Isaías, y más concretamente al cuarto cántico del Siervo de Yahvé. En el lenguaje poético del profeta se nos dice que Jesús subió a la cruz cargando con nuestros pecados. Y lo hizo por amor, no por sentirse obligado a expiar la culpa de un pecado que él no había cometido. Al contemplar la cruz, que nos hace ver los pecados de toda la humanidad y sus mortales consecuencias, tendríamos que morir al pecado y vivir para la justicia. La muerte de Jesús en la cruz significa, pues, según la Primera Carta de Pedro, una invitación a distanciarse del pecado. Por el pecado –así lo comprende el autor– nos habíamos extraviado como ovejas. Nos habíamos extraviado y perdido a nosotros mismos. Estábamos completamente desorientados... «Pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas» (1 Pe 2,25). La cruz es una incitación a convertirse y entregarse a Cristo, que tiene cuidado de nuestra alma y la guarda. Jesús es el buen pastor. La cruz es –simbólicamente– su cayado, con el que nos muestra el camino, nos libra de las aberraciones de nuestra vida y nos conduce a la verdadera patria. Esta patria está al lado de Jesús, que nos guía y nos protege de todas las amenazas. Si interpretamos debidamente el texto de la Primera Carta de Pedro, vemos que Jesús, colgado en la cruz, realiza un ritual curativo y purificador a la vez. Cargando con nuestra culpa y soportándola con amor, sin aumentarla en virtud de un duro y amargo resentimiento, purifica al mundo del odio y la enemistad. Solo quien soporta las consecuencias del pecado con amor crea a su alrededor un espacio de claridad, pureza y sinceridad. Gracias a la cruz, Jesús curó, a quienes habíamos sido heridos por el pecado, de las consecuencias nocivas del mismo. Gracias a la cruz, restableció nuestra dignidad. La contemplación de la cruz me mueve a confesar: «Sí, es verdad; él cargó con mi culpa. Ahora, gracias a él, estoy libre de las consecuencias negativas de aquella culpa. Ya puedo respirar tranquilamente. Estoy curado». Pero no debo asociar esta imagen con 116

la de un Dios que castiga y sacrifica a su propio hijo con el fin de yo me libre del castigo.

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46.

Rescatados por la sangre del Cordero «Sabed que no os han rescatado de vuestra vana conducta heredada, no con cosas perecederas, con plata y oro corruptibles, sino con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin mancha ni tacha». – 1 Pe 1,18.19

La Primera Carta de Pedro concibe siempre la redención de una manera muy personal. Hemos sido rescatados de la absurda conducta heredada de nuestros antepasados. La palabra griega que se emplea en el original es mataia, fonéticamente similar a la palabra maia, con la que el budismo se refiere a la ficción y la ilusión. Nuestra vida busca muchas veces la ilusión, las cosas ficticias. Pero estas son nimiedades. Esta conducta la hemos heredado de nuestros padres. Vivimos a menudo de un modo que nos enseñaron nuestros padres y que, por lo demás, puede ser muy bueno. Vivimos de las raíces, de la fuerza vital y de la fuerza de la fe de nuestros padres. Pero en este texto critica el autor el hecho de que todo resulta hueco y absurdo si nos limitamos a repetir lo que aprendimos de nuestros padres. Ante todo, deberíamos pensar y reflexionar sobre si nuestra vida responde realmente a lo que Dios espera de nosotros. La muerte de Jesús en la cruz significó el rescate de semejante forma de vivir, en verdad carente de sentido. Pero ¿cómo hemos de entender esto? La Primera Carta de Pedro habla aquí en metáforas e imágenes. La sangre preciosa de Cristo es una imagen del amor infinito con que Cristo nos amó en la cruz. Si contemplamos este amor, reconoceremos que mucho de lo que consideramos imprescindible para nuestra vida no es más que pura ficción e ilusión. Tenemos un montón de deseos, compramos esto y lo de más allá, porque lo consideramos indispensable para nuestra vida. Pero, al contemplar a Cristo en la cruz, todo nos parece vano y absurdo . El fijar nuestra mirada en la cruz nos enseña lo realmente fundamental o indispensable para nuestra vida: estar dispuestos a amarnos mutuamente y –poniendo en práctica ese amor– hacernos responsables unos de otros mediante la entrega recíproca. El liberarnos de nuestra absurda conducta no es ningún acto mágico producido por la muerte de Jesús. Más bien, esta liberación se realizará fijando nuestra mirada en el Crucificado para, en cierto modo, nacer a él de nuevo y ser capaces de amarnos 118

mutuamente: «Purificad vuestras conciencias sometiéndoos a la verdad y amad a los hermanos sin fingimiento, de corazón; amaos intensamente unos a otros, pues habéis sido regenerados para un amor fraterno sin fingimiento, de corazón; amaos intensamente unos a otros, pues habéis sido regenerados, no de semilla corruptible, sino por la palabra incorruptible y permanente del Dios vivo» (1 Pe 1,22.23) Mirar a Cristo nos renueva, nos libera de la conducta absurda que hemos recibido de nuestros antepasados. Mirar a Cristo nos hace capaces de amarnos unos a otros y dar a nuestra vida un nuevo sabor.

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47.

Me alegro de padecer «Ahora me alegro de padecer por vosotros, de completar, a favor de su cuerpo que es la Iglesia, lo que falta a los sufrimientos de Cristo». – Col 1,24

Un lector me escribe para decirme que no acaba de entender este pasaje de la Biblia. ¿Acaso los sufrimientos de Cristo no eran suficientes para salvarnos? ¿Acaso deberíamos nosotros completarlos porque Cristo no haya sufrido lo suficiente? ¿O es que la redención de Cristo quedó incompleta? Bueno, no es esto, seguramente, lo que el autor de la Carta a los Colosenses –o Pablo mismo o uno de sus discípulos– habrá querido decir. Pablo estaba ciertamente convencido de que la redención de Cristo era completa. Pero la redención que Cristo nos trajo no significa que ya no pueda haber sufrimientos. Nuestra realidad demuestra que los hombres sufren, bien sea por una enfermedad o por cualquier otra clase de infortunio. Sufren el rechazo y la persecución; sufren toda clase de heridas y de opresiones. Al decir Pablo que se alegra de los sufrimientos, hace pública su convicción de que con ello está prestando un servicio a sus hermanos cristianos. Él acepta voluntariamente el sufrimiento que le afecta, a fin de que a los otros les vaya mejor. Personalmente, al leer este versículo pienso en mi madre, que, siendo ya de edad avanzada, padeció una serie de enfermedades y achaques propios de la vejez y alegre y libremente lo ofreció todo por sus hijos y nietos. No se lamentaba de sus sufrimientos, sino que los aceptaba de buena gana. Era una expresión de su amor y cariño hacia nosotros. Los hijos y los nietos nos sentimos siempre muy queridos por ella. También lo que Pablo transmite es enormemente positivo. No se queja de que, a causa de su trabajo apostólico, tenga que sufrir el rechazo, la persecución, la flagelación y el apedreamiento, sino que se alegra por todo ello, pues lo interpreta como una señal de que está íntimamente unido a Jesucristo. Por así decirlo, el sufrimiento del apóstol está en continuidad con el de Jesús, que sufrió por amor a nosotros, aceptando los sufrimientos y ofreciéndolos por la Iglesia, por sus hermanos. Pablo no buscó este sufrimiento, sino que fue alcanzado por él. Pero su espiritualidad preclara se manifiesta especialmente en su capacidad para transformar el mal que le afecta en un acto de amor. Este es un arte que algunos cristianos practican también en nuestros días.

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Allí donde los cristianos aceptan hoy alegremente el sufrimiento que les afecta y lo transforman en actos de amor a cuantos les rodean, allí están prestando un gran servicio a la sociedad o –empleando el lenguaje de Pablo– están construyendo la iglesia de Cristo y haciendo de la Iglesia un lugar donde los hombres experimentan un ambiente de amor y de aceptación.

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48.

El significado de la cruz «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme, si no es de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo». – Gal 6,14

Al final de la carta a los Gálatas, y con una especie de sano orgullo, escribe Pablo esta frase. Siendo joven, yo siempre interpreté esta cita como una exhortación ascética que me invitaba a dominar mis pasiones y suprimir mis deseos mundanos: solo así podría vivir fiel a la cruz de Jesús. Sin embargo, Pablo piensa aquí en algo muy distinto: el mundo, con sus normas, ha sido abolido por la cruz de Jesús. Las normas del mundo son: la ambición de poder, el deseo de ser elogiados, el ansia de riquezas y de reputación. Todas estas normas mundanas perdieron su valor e importancia por la cruz de Jesús. Ahora estoy libre del poder mundano, libre de la presión permanente de dar pruebas de mi categoría, y libre también de la obligación de justificarme. La cruz de Cristo me libera de la presión de tener que cumplir las expectativas de los demás. Soy libre, y nadie me obliga a responder a todas las expectativas. La cruz no es, ante todo, un signo de carga ni de renuncia, sino de libertad. En cierta ocasión, el teólogo protestante Paul Tillich denominó a la cruz como el «principio protestante», porque, según él, la cruz es una protesta contra el intento de convertir las realidades perecederas en algo absoluto; es una protesta contra la voluntad de absolutizar el poder político o determinadas formas y contenidos de la religión y determinados valores de una sociedad o de una cultura. Así entendida, la cruz nos libera del temor de ser dominados por lo perecedero y provisional. Y esta es para Pablo la experiencia más importante que le ofrece la cruz: ya no me siento obligado a dar pruebas de mi justicia a base de obras o méritos. Soy aceptado incondicionalmente. Y esta vivencia me libera de la presión de tener que contentar a todos. Soy libre; lo cual significa también que pertenezco a Dios. Ningún rey o emperador tiene derecho a ejercer su dominio sobre mí. Por supuesto que hoy no hay muchos reyes o emperadores. No obstante, mostramos el mismo respeto por quienes ejercen el poder o por aquellos a quienes queremos impresionar de algún modo. Pero el cristiano es una persona libre.

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Lo que la cruz significa es que hemos sido liberados de la presión de tener que responder a todas las expectativas que nos vienen de fuera. Tenemos la gran libertad de dejarnos incitar e influenciar únicamente por Dios y no por el mundo.

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49.

El hombre, cabeza de la mujer «Someteos unos a otros en atención a Cristo: las mujeres a los maridos como al Señor, pues el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, él que es el salvador del cuerpo. Pues, como la Iglesia se somete a Cristo, así las mujeres a los maridos en todo». – Ef 5,21-24

Antaño, en la celebración del sacramento del matrimonio, solía leerse preferentemente este pasaje de la Carta a los Efesios, por lo que muchos hombres se sentían apoyados y confirmados en la creencia de que su mujer debía someterse a ellos. Incluso en nuestros días, puede observarse con más frecuencia de la deseada que algunos hombres un tanto conservadores alegan estas palabras de la Carta a los Efesios para someter y dominar a sus esposas. Pero al hacerlo están interpretando el texto bíblico a su gusto, imponiendo su estrecha y misógina visión. Contra esa interpretación, dictada por los prejuicios machistas, es aconsejable un análisis exacto de lo que el texto dice en realidad: Lo primero que hay que saber es que la literatura epistolar del Nuevo Testamento asume las llamadas «tablas [normas] domésticas», exhortaciones típicas de la filosofía popular griega y no originariamente cristianas. Estas exhortaciones a las familias grandes y multigeneracionales –llamadas «casas»– corresponden a la imagen del hombre de aquella situación histórica y, por lo tanto, están condicionadas por el tiempo y la sociedad grecorromana. Sin embargo, la Biblia no reproduce simplemente las exhortaciones de la filosofía griega. Al copiarlas les da un sentido cristiano. Tomando en serio la interpretación cristiana, cambian los antiguos conceptos de varón y de mujer, dando lugar a una nueva visión del rol de ambos sexos. Pues el autor de la Carta a los Efesios –posiblemente un discípulo de Pablo– ve en la relación entre marido y mujer la imagen de la relación entre Cristo y la Iglesia. La norma de la vida cristiana es: que se sometan el uno al otro con respeto cristiano o «en el temor de Cristo» (Ef 5,21). No se trata, por tanto, de una subordinación unilateral de la mujer a su marido, sino de una atención y un respeto mutuos. A continuación, el autor compara al marido con Cristo. La mujer debe someterse a él; pero al mismo tiempo se exige del marido un comportamiento como el que Cristo mostró con su Iglesia, caracterizado por los siguientes rasgos: salvó a la Iglesia, la amó, se entregó en rescate por ella y la hizo preciosa y bella. El marido tiene, pues, la obligación de conducir a la mujer a la libertad y proteger su verdadero yo. Su amor debe manifestarse en la entrega. Una «entrega» que 124

significa olvidarse de sí mismo y comprometerse totalmente con el otro. El efecto de esta entrega es que la mujer sea preciosa y bella y descubra su dignidad. El autor añade además: «Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son» (Ef 5,28). Estos versículos no permiten a nadie justificar su comportamiento despótico para con la familia ni su posible pretensión de que todos deban someterse a sus caprichos y arbitrariedades. Al contrario, el texto pone de relieve, por medio de sus imágenes, que marido y mujer deben escucharse y respetarse mutuamente en su dignidad. Siguiendo el ejemplo de Cristo, el uno llegará ser una bendición para el otro si lo mira con los ojos de la fe, si no ve en él o en ella únicamente al otro miembro de la pareja, sino al ser amado por medio del cual viene Cristo a su encuentro. El amor de Cristo nos sirve de ejemplo: Él se entregó. El matrimonio recibe su vida de la entrega recíproca de ambos, y no del egoísmo, ni del sentimiento de ser infalible, ni del hecho de dar preferencia absoluta a las necesidades propias. Aquí se evidencia con toda claridad que estos textos bíblicos deben interpretarse de manera bíblica y no sociológica. Si nos quedamos en el nivel sociológico, la Biblia se limita a confirmar el concepto que la filosofía popular griega tiene del hombre y el punto de vista de la familia romana de la época. Pero la Biblia se sirve únicamente de las formulas filosóficas para darle un sentido religioso y espiritual. Así, las palabras dichas reciben un nuevo sentido. Hoy en día tenemos derecho a interpretar de nuevo este texto e iniciar un diálogo con él a partir de nuestro punto de vista sobre la relación entre marido y mujer, sobre el matrimonio y sobre la participación de los cónyuges. El diálogo tendrá también el efecto de que nuestra manera de ver las cosas –a veces parcial y subjetiva– se verá cuestionada y sustituida por una forma más amplia de verlas, tal lo recomienda el texto. Por todo ello podemos ver que la Biblia prefiere una visión de las cosas no perfectamente establecida, sino más bien abierta. La Biblia nos hace preguntarnos una y otra vez cómo desea Cristo transformar las relaciones y la participación en el matrimonio y en la familia cristiana.

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50.

El Cordero y el rollo con los siete sellos «Entre el trono y los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos vi que estaba un cordero como sacrificado; tenía siete cuernos y siete ojos (los siete espíritus de Dios enviados por todo el mundo). Se acercó a recibir el rollo de la diestra del que estaba sentado en el trono. Cuando lo recibió, los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero. Cada uno tenía una cítara y una copa de oro llena de perfumes (las oraciones de los santos). Y cantaban un cántico nuevo: “Eres digno de recibir el libro y soltar sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; hiciste de ellos el reino de nuestro Dios y sus sacerdotes, y reinarán en la tierra”. Me fijé y escuché la voz de muchos ángeles que estaban alrededor del trono, de los vivientes y los ancianos: eran miles de miles, miriadas de miriadas, y decían con voz potente: “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, el saber, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”». – Ap 5,6-12

En el último libro de la Biblia, el Apocalipsis de Juan, se nos presenta continuamente la figura del cordero degollado. Solo el cordero es capaz de abrir el libro con los siete sellos. Pero el abrir los siete sellos no trae al mundo la salvación, sino la desgracia, al menos de entrada. Al abrirse el séptimo sello aparecen de repente siete ángeles ante Dios, y se les entregan siete trompetas. Al sonido de las trompetas habrá cada vez otra desgracia. Las desgracias se describen con tonos oscuros. Las estrellas caen del cielo, y el sol se oscurece. La tercera parte de las aguas marinas vuelve a ser sangre; la tercera parte del agua de los ríos se vuelve amarga. Las desgracias prosiguen con las siete copas de la ira que llevan los siete ángeles. Inmediatamente después de este escenario de castigos, se oyen cantos de júbilo en el cielo sobre el juicio de la gran prostituta. Entonces se esboza el cuadro de la nueva Jerusalén, el cuadro del mundo nuevo de Dios. Muchas sectas han hecho uso del Apocalipsis con cierta frecuencia para anunciar el inminente juicio final sobre el mundo. Pero de ese modo ponen de manifiesto que no han captado el sentido de este libro. Para mí, significa la narración detallada de los cuadros de terror y desgracia que antecede a la narración de las preciosas imágenes de la salvación: la Buena Nueva de la salvación desea llegar especialmente a aquellos que se caracterizan por su actitud interior catastrófica, que son pesimistas, depresivos y 126

desesperados, o para quienes el mundo está completamente roto y sin futuro. El mensaje de la salvación se anuncia como consuelo para aquellos cuya alma está oscurecida, donde el sol interior ha dejado de brillar, donde las estrellas interiores han caído del cielo; es decir, para aquellos que carecen de anhelos y esperanzas. Quienes constantemente anuncian el fin del mundo han dejado de confiar en sí mismos y se sienten absolutamente limitados. Están proyectando su catástrofe personal y su visión funesta sobre la vida y el mundo exterior. En lugar de ello, deberían escuchar la Buena Nueva del Apocalipsis. Para mí, el mensaje de salvación del Apocalipsis se resume en que no hay nada en ti que no pueda ser transformado. El mundo, tal como tú lo ves, no tiene poder alguno sobre ti. Dios toma la iniciativa y lucha en favor tuyo, aun cuando te sientas perdido. ¿Tienes quizá la sensación de que tus oraciones no sirven para nada? ¿O acaso has orado en situaciones angustiosas y has constatado que nada ha cambiado y que incluso todo iba de mal en peor? ¿Creíste entonces que todo iba a desembocar en la catástrofe y que tu vida iba a romperse en pedazos? Si piensas así, te aconsejo que leas el Apocalipsis. Confía en la palabra de Cristo resucitado y subido a los cielos, la palabra final del Apocalipsis: «El que atestigua todo esto dice: “Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20). Si repites estas palabras en situaciones extremas de temor y desesperación, en situaciones de oscuridad y falta de consuelo, en medio de la sensación de inutilidad de tu propia vida, verás cómo la oscuridad y el desconsuelo de tu alma se desvanecen. Estas palabras constituyen una promesa de que puedes empezar de nuevo, porque Dios lo renueva todo en Jesucristo. El mundo que te oprime no dura eternamente. Tu situación psíquica, ahora sin esperanza, cambiará. Aun cuando todo a tu alrededor se hunda, tú no te hundirás, pues hay en tu interior un lugar sagrado, un templo, adonde tanto el mundo como tu psique enferma no pueden llegar. Allí, en ese espacio interior, nacerá el niño Dios, que te promete un nuevo comienzo. En ese templo sagrado en ti se llevará a cabo el matrimonio del Cordero. Ese tu templo interior se amplificará a la ciudad celestial, en la que brillará la gloria de Dios. La luz de Dios disipará toda oscuridad en ti. El autor desea anunciar la Buena Nueva de la salvación especialmente a aquellas personas que tienen la psique deshecha, que sufren de depresión y que han perdido la esperanza de una vida feliz. El autor del Apocalipsis pretende decirnos que la salvación de Dios no está reservada a los fuertes y sanos, sino especialmente a quienes se sienten insatisfechos y doloridos, a quienes padecen un catastrófico estado de ánimo y se sienten como en un callejón sin salida. Especialmente aquellos a quienes el monstruo les ha destrozado la vida y el amor están llamados a alzar su vista hacia el Cordero que ha sido degollado para reinar. Hombres y mujeres que se sienten entregados a los carniceros de este mundo cruel deben recobrar la esperanza en el Cordero; porque las heridas mortales no son capaces de aniquilarlos, sino que les conducirán a la nueva vida, a las bodas con 127

el Cordero, a la Jerusalén celestial, donde todo en ellos brillará de nuevo y donde la oscuridad y el mal ya no tendrán poder alguno sobre ellos.

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Conclusión

A lo largo de estas páginas hemos examinado algunos textos difíciles de la Biblia. La selección de los mismos, desde luego, es subjetiva. Yo he escogido aquellos textos bíblicos sobre los que me advertido mis lectores y lectoras. Además, ha escogido también algunos textos que me daban la impresión –de acuerdo con mi experiencias en charlas y cursillos– de que la gente los interpreta mal o los considera «chocantes». Al fin y al cabo, cualquier texto bíblico es difícil, porque cada versículo tiene puede poner en duda mi propio punto de vista acerca de la vida y abrir mis ojos, a fin de que pueda mirarme a mí mismo y a Dios con una mirada diferente. Nunca acabaremos de interpretar la Biblia y nunca solucionaremos todos los problemas. Innumerables textos bíblicos son difíciles. Pero nuestro desafío consiste en debatirnos con ellos hasta lograr entenderlos, es decir, hacerlos compatibles con nuestro intelecto. Los textos de la Biblia no siempre se muestran de acuerdo con nuestro intelecto. A menudo, lo provocan y le incitan a pensar de nuevo o a repensar algo. Sin embargo, no quieren pasar por encima de nuestro intelecto. Dios nos regaló los dones de la inteligencia, del espíritu, del entendimiento, a fin de que penetremos cada vez más en las palabras que Él nos ofrece por medio de la Biblia. Las interpretaciones que ofrezco en este libro no pretenden ser inatacables. Nadie está obligado a aceptarlas, porque el lector. también está dotado de inteligencia para buscar una interpretación de los pasajes bíblicos que sea compatible con su manera de pensar. Lo importante es que los textos bíblicos nos hagan precisamente eso: pensar. Y es que nuestro pensamiento se encuentra a menudo esclerotizado y restringido. ¡Pero que nadie se sienta forzado a aceptar mis interpretaciones! No obstante, me gustaría que la manera en que yo trato de acercarme a los textos difíciles de la Biblia le ayuden a encontrar su propia manera de superar las dificultades que se le presenten. Quizá pueda descubrir que por debajo de la dura corteza se esconde el fruto lleno de dulzor. Esta es una experiencia que la naturaleza nos ofrece, pues muchas veces el fruto se protege debajo de una corteza o de una cáscara dura. Y siempre requiere algún esfuerzo el abrir la corteza para llegar al fruto. Lo mismo vale para el esfuerzo espiritual: hay que esforzarse por encontrar, detrás de las palabras bíblicas que a primera vista parecen molestas y duras, el mensaje capaz de fertilizar nuestra vida. En este sentido desearía que el lector, siempre que un pasaje bíblico le incomode, le intranquilice o le provoque, no se eche atrás, sino que soporte el esfuerzo de interpretarlo. Que no se limite a rechazarlo o a descartarlo porque le resulte duro o 129

anticuado, sino que entre en diálogo con la incomodidad que le ocasiona dicho pasaje, porque mediante este diálogo llegará a reconocer sus deseos y necesidades suprimidos o, tal vez, ciertos traumas inveterados. El fastidio le impulsará a avanzar hacia el sentido de los pasajes bíblicos. Siguiendo a san Agustín, le deseo que se debata con el texto bíblico hasta hacer las paces con él, para, de este modo, entrar en sintonía con la Palabra que Dios nos dirige por medio de las palabras humanas. Que medite los textos durante todo el tiempo que haga falta, hasta que ocurra lo mismo que el Papa san Gregorio Magno consideró como la meta de toda interpretación de los pasajes bíblicos: descubrir el corazón de Dios en cada una de sus palabras: un corazón, el de Dios, que se oculta muchas veces debajo de una dura y áspera corteza; pero un corazón también misericordioso, lleno de amor, de ternura y de una enorme libertad.

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Bibliografía Wolfgang BADER (ed.), Vater Unser. Stimmen und Variationen zum Gebet des Herrn, herausgegeben, München 1999 (en el texto se cita como: Bader). Klaus BERGER, Wozu ist Jesus am Kreuz gestorben?, Stuttgart 1998. Georg BERTRAM, «moros», en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament IV, 837s. Eugen DREWERMANN, Strukturen des Bösen, II: Die jahwistische Urgeschichte in psychoanalytischer Sicht, Paderborn 1988. Joachim GNILKA, Das Matthäusevangelium I y II, Freiburg 1986 y 1988 Albert GÖRRES, «Die Gotteskrankheit. Religion als Ursache seelischer Fehlentwicklung», en Wolfgang BÖHME (ed.) Ist Gott grausam? Eine Stellungnahme zu Tilmann Mosers «Gottesvergiftung», Stuttgart 1977, 10-21. Hans-Joachim KLAUCK, Der 1. Korintherbrief (Die neue Echter Bibel), Würzburg 1989. Pinchas LAPIDE, Er wandelte nicht auf dem Meer. Ein jüdischer Theologe liest die Evangelien, Gütersloh 1984. Ulrich LUZ, Das Evangelium nach Matthäus, Neukirchen-Vluyn u.a. 1985-1995 Peter STUHLMACHER, Der Brief an die Römer (Das Neue Testament deutsch), Göttingen 199815.

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[*] NOTA DEL TRADUCTOR: La traducción de los textos bíblicos citados en esta obra sigue generalmente la traducción alemana en la Einheitsübersetzung der Heiligen Schrift (Herder, Freiburg / Stuttgart 1980). La traducción española del P. Luis Alonso Schökel, Biblia del peregrino – La Biblia de Nuestro Pueblo (Ediciones Mensajero / Editorial Sal Terrae, Bilbao 2011) ha sido consultada en cada caso.

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Índice Portada Créditos Índice Introducción 1. El relato de la tentación 2. El fratricidio: Caín y Abel 3. El Diluvio y el arca de Noé 4. La torre de Babel 5. La destrucción de Sodoma y Gomorra 6. El sacrificio de Abrahán 7. La lucha de Jacob con Dios 8. La salida de Egipto 9. La oblación de la hija de Jefté 10. Los sufrimientos de Job 11. El corazón insondable 12. Un Dios celoso y justiciero 13. Salmos de imprecación 14. Liberarse de la mano del malvado 15. Abandonado por Dios 16. No he venido a abolir 17. ¡Sácate tu ojo! 18. Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto 19. No nos dejes caer en la tentación 20. La polémica de Jesús con los judíos 21. Nadie va al Padre si no es por mí 22. Cargar con la cruz 23. El pecado contra el Espíritu Santo 24. La puerta estrecha 25. No hay paz, sino división 133

2 3 4 6 16 19 21 23 26 28 30 32 34 36 38 39 41 43 45 47 50 52 56 58 60 62 65 67 69

26. El rico y el ojo de una aguja 27. Aborrecer al padre y a la madre 28. La matanza de los inocentes de Belén 29. Señor, yo no soy digno... 30. Por más que miren, no vean... 31. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos 32. Las vírgenes necias y las vírgenes prudentes 33. El siervo inútil 34. Los primeros serán los últimos 35. La parábola del administrador infiel 36. ¿Una expectativa defraudada? 37. «Llorad por vosotras y por vuestros hijos» 38. ¿Separación o atadura? 39. Comer y beber la propia condena 40. El silencio de las mujeres 41. ¿Rechazar la homosexualidad? 42. Ya no vivo yo... 43. Por él lo doy todo por perdido 44. La muerte de Jesús como sacrificio expiatorio 45. Jesús sube a la cruz cargando con mis pecados 46. Rescatados por la sangre del Cordero 47. Me alegro de padecer 48. El significado de la cruz 49. El hombre, cabeza de la mujer 50. El Cordero y el rollo con los siete sellos Conclusión Bibliografía

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71 73 75 77 80 82 85 89 93 97 99 101 103 105 107 109 111 112 114 116 118 120 122 124 126 129 131

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