La Inquisición. Viejos Temas, Nuevas Lecturas - Jaqueline Vasallo Y Manuel Peña (coords.).pdf

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La inquisición. Viejos temas, nuevas lecturas

La inquisición Viejos temas, nuevas lecturas

Manuel Peña Díaz Jaqueline Vassallo [Coordinadores]

Colección El mundo de ayer

Título: La Inquisición. Viejos temas, nuevas lecturas Coordinadores: Manuel Peña Díaz y Jaqueline Vassallo Autores: Ricardo García Cárcel, José Luis Betrán Moya, Bernat Hernández, Doris Moreno, Manuel Peña Díaz, Jaqueline Vassallo, Luis René Guerrero Galván, Natalia Urra Jaque, Rocío Alamillos Álvarez, Marco Antonio Nunes da Silva, Iván Jurado Revaliente, Juan Ignacio Pulido Serrano Revisión y corrección: Sebastián Pons – ([email protected]) Diseño de portada: Manuel Coll / Diseño de tapa e interior: Lorena Díaz

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© 2015 De los autores © 2015 Editorial Brujas 1° Edición. )3".    

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de tapa, puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o por fotocopia sin autorización previa.

www.editorialbrujas.com.ar [email protected] Tel/fax: (0351) 4606044 / 4691616- Pasaje España 1485 Córdoba–Argentina.

Índice Introducción

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La inquisición: imagen y poder

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La primera historiografía española sobre la Inquisición Ricardo García Cárcel

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El procedimiento inquisitorial del Santo Oficio español José Luis Betrán Moya

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Un centauro de Corona e Iglesia. La dimensión jurisdiccional del Santo Oficio Bernat Hernández

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¿Ángeles o demonios? Los inquisidores, entre historia y opinión Doris Moreno

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Ceremonias y fiestas inquisitoriales Manuel Peña Díaz

83

Mujeres ante el santo oficio

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Mujeres e Inquisición en los confines del Imperio. Córdoba, siglo XVIII Jaqueline Vassallo

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Un panorama de la persecución del delito por Solicitación en la Nueva España, siglo XVIII Luis René Guerrero Galván

129

Vieja bruja: mujeres seniles y supersticiosas frente al tribunal inquisitorial de Lima, siglo XVIII Natalia Urra Jaque

147

La práctica mágica en la Andalucía y su represión inquisitorial Rocío Alamillos Álvarez

167

Inquisición y vida cotidiana

185

Inquisição e cotidiano: os jejuns secretos dentro dos cárceres Marco Antônio Nunes da Silva

187

Inquisición, cultura oral y vida cotidiana Iván Jurado Revaliente

213

El tiempo de los portugueses. Cristianos nuevos, judaizantes e inquisición (siglos XVI-XVII) Juan Ignacio Pulido Serrano

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Los autores

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Introducción Manuel Peña Díaz Jaqueline Vassallo

El 1 de noviembre de 1478 el papa Sixto IV autorizó a los Reyes Católicos a crear el Tribunal de la Inquisición en Castilla y refundarlo en Aragón. Sevilla albergó el primer tribunal de distrito del nuevo modelo con el nombramiento, el 27 de septiembre de 1480, de los primeros inquisidores: los dominicos fray Miguel de Morillo y fray Juan de San Martín. En las décadas siguientes se fueron fundando, eliminando y reorganizando los distintos tribunales de distrito. A fines del siglo XVI funcionaban trece tribunales en Castilla y Aragón, a partir de 1570 otro en Lima, en 1571 uno en México, y en 1610 se creó el tribunal de Cartagena de Indias Después de más de trescientos años de un irregular funcionamiento, la Inquisición se desmoronó; se había convertido —en palabras de René Millar— en “un deudor insolvente”. La invasión francesa de España aceleró la agonía de una institución agrietada, insostenible, de la que huían los mismos Inquisidores Generales. En diciembre de 1808, Napoleón decretaba la supresión de la Inquisición “como atentatoria a la soberanía y a la autoridad civil”. Fue una abolición nominal por la propia fragilidad del gobierno bonapartista. El debate se abrió en las Cortes de Cádiz. Los diputados defensores del Santo Oficio expusieron que suprimir el Santo Tribunal suponía 7

usurpar la autoridad del Papa, en última instancia el único legitimado para eliminarlo. Los diputados abolicionistas plantearon que el poder del monarca estaba por encima de cualquier otra legitimación pontificia y eclesiástica. El decreto de abolición, que consideraba que “la Inquisición era incompatible con la Constitución”, se aprobó por 90 votos contra 60 el 22 de enero de 1813. Al día siguiente se publicaba su epitafio en El Redactor General: Yace aquí la Inquisición que cometió infamia tanta y fue tal su condición que habiendo sido una Santa murió en perversa opinión. Finalmente el decreto de abolición se promulgó el 22 de febrero de 1813. Con el retorno de Fernando VII en 1814 y la anulación de toda la legislación dictada en Cádiz, se repuso el Santo Tribunal. La abolición se hizo otra vez efectiva durante el Trienio Liberal (1820-23) y fue nuevamente derogada con la restauración de la monarquía absoluta. Sin embargo, no se volvió al modelo anterior sino que se instituyeron las denominadas Juntas de Fe, surgidas a instancias de los obispos. Muerto Fernando VII en 1833, el sucedáneo inquisitorial de las Juntas fue definitivamente abolido el 15 de julio de 1834 por la reina regente María Cristina. Abandonada por todos, la institución inquisitorial murió en silencio. Mientras, los últimos pasos de los tribunales americanos estuvieron ligados a la causa realista en contra del proceso de independencia; su jurisdicción fue absorbida por los arzobispados correspondientes. Muerta la institución, su gran triunfo fue el grado de interiorización e íntima convicción con el que numerosos católicos otorgaron plena credibilidad a una parte considerable de las representaciones, de los preceptos y de las prácticas del Santo Oficio. La Inquisición no fue una institución meramente impuesta desde arriba sobre una sociedad inmóvil y pasiva. Mediante el despliegue de diversas estrategias, obtuvieron un amplio apoyo entre individuos y grupos sociales heterogéneos. En la búsqueda de apoyos entre las diversas agrupaciones y comunidades urbanas y rurales, el Santo Oficio se rodeó de diversas construcciones simbólicas, alegóricas e interpretativas. Algunas de estas alegorías fueron reinventadas por la Inquisición con el propósito de forjar una imagen

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de sí misma que la hiciese creíble y respetada, y han sido precisamente esas imágenes inquisitoriales las que mejor han sobrevivido. Así, muchos de los factores que han propiciado la perpetuación del Santo Oficio en la memoria histórica están relacionados con ese gran esfuerzo de sus ministros por lograr la configuración de una identidad compartida y cohesionadora de la comunidad de fieles ortodoxos, forjada a través de la construcción de un imaginario tan sublimado como pragmático, donde interesadamente se confundía su propia y ambigua naturaleza, ¿política o religiosa? Incluso, en algunos casos y de manera paradójica, la práctica y el discurso inquisitoriales distorsionaron la imagen de sus ministros hasta presentarlos como demonios. Sin embargo, su imagen se convirtió en mito y traspasó tiempos y fronteras, y su lenguaje se incorporó al común del mundo hispánico, aunque de manera desigual según países y grupos sociales. Y de su verdadera razón —la dura y constante represión de herejes— trascendieron tópicos y símbolos que parte de la historiografía anglosajona y europea han difundido sin pudor. Cuando el rechazo a la herejía judaizante ya no era el signo principal de la identidad religiosa y cultural, en los conflictos cotidianos persistió, por ejemplo, el sambenito, aquella infame palabra como marca de general descrédito del condenado y sus descendientes. El tópico inquisitorial ha puesto en el centro de su imagen a los autos de fe, solemnes, multitudinarios y ceremoniosos, y ha distorsionado la verdadera complejidad del procedimiento inquisitorial. Además, existieron también otras realidades consistentes y cotidianas que generaron bastante expectación, como las hechiceras con sus supersticiones y sus prácticas, como los clérigos y sus transgresoras solicitaciones sexuales, los cristianos nuevos portugueses y sus constantes migraciones a distintos territorios de la monarquía española, sus resistencias dentro las cárceles inquisitoriales o los blasfemos pronunciando palabras deshonestas. Los trabajos que conforman este libro, responden a tres ejes centrales de análisis: imagen y poder de la Inquisición, las mujeres como sujetos perseguidos o como agentes colaboradores, y el impacto que tuvo el tribunal en la vida cotidiana de las personas de un lado y del otro del Atlántico. Los textos, reelaborados por sus autores para esta ocasión a partir de producciones ya publicadas, forman parte, en su conjunto, de un proyecto editorial de divulgación científica de calidad.

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El primer grupo está presidido por el estudio de Ricardo García Cárcel, quien ofrece al lector un análisis referido a la primera historiografía sobre la Inquisición española, producida entre el siglo XVI y principios del XIX. El catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Barcelona trabaja cuidadosamente autores y obras que protagonizaron polémicas, búsquedas y justificaciones —siempre cambiantes y fluctuantes— a lo largo de tres siglos; por ejemplo, cuando menciona que el debate sobre la legitimación histórica de la institución —que buscaba responder a la cuestión de su naturaleza— dio paso a las nuevas visiones históricas, producidas en la Europa protestante de fines del siglo XVII y principios del XVIII, que giraban en torno al binomio tolerancia/intolerancia. A renglón seguido, García Cárcel examina el gran debate historicista que tuvo lugar entre 1810 y 1812, para cerrar con la polémica de 1813 y 1814, protagonizada por la opinión tanto liberal como reaccionaria, y a la que considera bastante alejada de la realidad de entonces. Estas ideas son retomadas por Bernat Hernández, quien aborda la dimensión jurisdiccional de la Inquisición a partir de las discusiones que tuvieron lugar en torno a su “naturaleza” en el marco de las polémicas libradas a principios del siglo XIX. En este texto el autor desmonta y problematiza ciertas afirmaciones pronunciadas por la historiografía inquisitorial —como la naturaleza mixta de la institución o la instrumentalización política del Santo Oficio— que dejaron de ser discutidas por las investigaciones subsiguientes. A lo largo del estudio, pone en evidencia, una y otra vez, que la definición de la naturaleza de la Inquisición fue una construcción realizada por los historiadores al compás de sus opciones ideológicas; y que no siempre captaron las complejidades cotidianas de esta institución. Por su parte, Doris Moreno repasa magistralmente cómo fueron valorados o denostados los inquisidores generales y los locales por autores contemporáneos a la Inquisición, pero también por quienes se dedicaron a su estudio en el siglo XX. Da cuenta, asimismo, del proceso de cómo fue construido el “deber ser” del inquisidor ideal, y luego lo contrasta con las vidas reales de estos funcionarios. La autora manifiesta categóricamente que no considera sostenible el criterio de bipolarización ideológica que se ha tendido a establecer en la identidad ideológica de los inquisidores, puesto que en la práctica la implementación de los criterios fue mucho más compleja. Finalmente, ofrece una buena síntesis de las formas de acceso a los oficios que eran fundamentales para el

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funcionamiento de la institución: desde fiscales y notarios, pasando por proveedores y carceleros, hasta llegar a comisarios y familiares. El estudio de José Luis Betrán Moya nos revela que el procedimiento inquisitorial ha generado mayor cantidad de páginas que otras miradas o perspectivas relacionadas con la Inquisición, sobre todo en relación a su presunta crueldad. Y señala que, mientras la historiografía romántico-liberal se “despachó a gusto subrayando sus tintes más negros”, la conservadora ha intentado minimizar la violencia con la que se procedió. En este sentido, a largo del estudio el autor desmonta críticamente las afirmaciones de esta controversial historiografía y realiza una toma de posición en relación a los recientes debates surgidos en torno a la presunta normalidad o excepcionalidad del sistema inquisitorial. Manuel Peña Díaz demuestra que el “auto de fe” fue concebido por la Inquisición como un hecho festivo, un medio de propaganda y de catarsis social que generó una suerte de memoria institucional y colectiva. En su contribución, el profesor de la Universidad de Córdoba refuerza la idea de que esta ceremonia punitiva —en la que “se escenificaron los mecanismos de conservación del orden establecido”—, tal como ocurría con otras fiestas civiles y religiosas, hizo posible la defensa de ciertos principios políticos, religiosos, sociales e ideológicos de la España moderna. En un segundo grupo de trabajos, los escritos por Alamillos Álvarez, Urra Jaque y Vassallo comparten preocupaciones relacionadas con las mujeres perseguidas por brujería y hechicería, tanto en España como en América. Los tres se hallan unidos por el delicado hilo de la universalidad de las prácticas mágicas y de las representaciones de género vigentes en la época, a las que el discurso y la justicia inquisitorial no pudieron sustraerse. Rocío Alamillos Álvarez trabaja la persecución que se llevó adelante en Andalucía, un espacio al que califica como “territorio de hechicerías”, en donde se llevaron a cabo curaciones mágicas y sortilegios amorosos, se ejecutaron venganzas y practicaron adivinaciones. La autora ilustra sus afirmaciones con ejemplos obtenidos de casos tramitados por la Inquisición entre los siglos XVI y XVIII. La investigadora chilena Natalia Urra Jaque concentra sus indagaciones en cómo fue construida por el discurso social colonial —sobre todo el inquisitorial— la asociación vejez-brujería (o vieja-bruja) a través de causas judiciales sustanciadas por la Inquisición limeña del siglo XVIII.

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Por su parte, Jaqueline Vassallo estudia las mujeres en sus roles de denunciantes y denunciadas durante el siglo XVIII, en la comisaría de Córdoba, situada en los confines del imperio y que dependía del tribunal de Lima. En su estudio, se propone responder algunos interrogantes, tales como qué pudo ocurrir para que las mujeres estuvieran interesadas en concurrir a esta instancia jurisdiccional a interponer denuncias, la entidad de los delitos identificados y las causas que posiblemente las movilizó para aportar esta clase de información. Como contracara de las denunciantes, aparecen las mujeres denunciadas por vecinos y conocidos del lugar, sobre todo por hechicería, en tiempos en que las prácticas mágicas eran parte de la vida cotidiana de las personas que vivían en la jurisdicción del Tucumán. El trabajo de Vassallo dialoga con el del investigador mexicano Luis René Guerreo Galván, ya que comparten preocupaciones en torno a la solicitación, las mujeres y la sexualidad en el mundo colonial. El autor aborda la solicitación en la región de Zacatecas (Nueva España), durante el siglo XVIII, a través de la casuística desarrollada por la Inquisición y las normas vigentes. Ilustra su trabajo con ejemplos de casos judiciales tramitados por la Inquisición novohispana. Finalmente, y como parte del tercer eje de este libro (Inquisición y vida cotidiana), hallamos los artículos de Pulido Serrano, Nunes da Silva e Iván Jurado Revaliente. Juan Ignacio Pulido Serrano, profesor de la Universidad de Alcalá, se ocupa de la migración de cristianos nuevos portugueses a España y la América española, hecho que tuvo lugar entre los siglos XVI y XVII. En su trabajo, se adentra en las múltiples causas que pudieron movilizar a los migrantes y subraya que la presión inquisitorial ejercida por los tribunales portugueses no jugó un rol predominante, a diferencia de los planteos realizados por un sector historiográfico que la define como “diáspora”. Completa su estudio con algunas reflexiones en torno a los complejos procesos de integración y asimilación que debieron transitaron por ese entonces. Por su parte, el investigador brasileño Marco Antônio Nunes da Silva nos introduce en la vida cotidiana de las cárceles secretas de la Inquisición portuguesa. De esta forma, aborda, por un lado, las políticas de control que se implementaban sobre los detenidos —sobre todo para detectar posibles prácticas heréticas—, y, como contracara de la misma moneda, desnuda las resistencias que llevaron adelante algunos

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acusados de judaísmo, por ejemplo, al festejar ciertas fiestas judías o al respetar las prescripciones alimentarias y de higiene que les imponía su religión. En definitiva, nos muestra un mundo normativo y de prácticas poco conocido, acompañado de documentos de archivo. En tercer lugar, Iván Jurado Revaliente se dedica a identificar los espacios de contacto en los que fluía la cultura oral del pueblo en la España moderna, en los que se expresaban críticas hacia la religión católica, a los sacramentos e incluso se manifestaban opiniones sobre el comportamiento de los eclesiásticos; es decir, lugares y momentos de resistencia, que para la Inquisición constituían delitos dignos de persecución y que calificaron como proposiciones y blasfemias. Hubo, pues, una inquisición cotidiana con todas las imposiciones, aceptaciones o rechazos en uno y otro lado. El Santo Oficio fue un tribunal de la fe que dejó, a pesar de la desaparición de buena parte de sus documentos, un rastro diverso y sorprendente de fuentes, donde el historiador puede reconstruir desde el sufrimiento de las víctimas hasta las corruptelas de los inquisidores y sus ministros. Este libro es un buen ejemplo de la persistencia de estos viejos temas y de la necesidad de nuevas lecturas. •

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La inquisición: imagen y poder

La primera historiografía española sobre la inquisición1 Ricardo García Cárcel Universidad Autónoma de Barcelona • España

La historia de la Inquisición se hizo antes de que ésta fuera historia, antes de que ésta desapareciera. Las primeras historias de la Inquisición se hicieron, desde Italia, a caballo de la polémica generada por la Inquisición romana. Ésta se había establecido en 1542, con criterios institucionales distintos de los de la Inquisición española. Su dependencia eclesiástica fue absoluta. Su creación propició un debate histórico-político sobre la Inquisición en general, que suscitó las obras que pueden considerarse las primeras historias oficiales de la Inquisición. La primera fue la de Páramo (1598), inquisidor de Sicilia —tribunal que dependía de la Inquisición española—, que escribió De origine et progressu Officii Sanctae Inquisitionis, para buscar legitimaciones ideológicas al origen eclesiástico de la Inquisición. A la obra de Páramo le seguirá la del veneciano Sarpi (1628), Storia della sacra Inquisizione, que defenderá, por el contrario, el origen secular de la Inquisición. La confrontación entre la interpretación eclesiástica del tribunal y la regalista estaba ya formulada a principios del siglo XVII. La obra de Páramo, 1 Este texto se publicó en A. L. Cortés Peña y M. L. López-Guadalupe Muñoz (ed.). 2007. La Iglesia española en la Edad Moderna. Balance y perspectivas. Madrid: Abadía Editores, pp. 113-128. Se enmarca en el proyecto de investigación HAR2011-23553 del Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España.

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escrita a fines del reinado de Felipe II, pretende conjugar la Inquisición española y la romana en un mismo escenario jurisdiccional de hegemonía eclesiástica, buscando la revisión de los planteamientos regalistas duros de confrontación Madrid-Roma que se habían dado durante el reinado. La influencia jesuita —con Ribadeneyra a la cabeza— se dejó sentir, sin duda, y el canon interpretativo de la naturaleza de la Inquisición era entonces claramente papista. El veneciano Sarpi jugaba la carta regalista. La herejía había sido monopolio jurisdiccional del Estado al servicio de los intereses políticos. El debate sobre la legitimación histórica de la Inquisición que buscaba responder a la cuestión de su naturaleza (¿eclesiástica o política?) daría paso a nuevas visiones históricas en la Europa protestante de finales del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII. La historia de la Inquisición es, ahora, invocada no para precisar su identidad institucional sino para plantear su función en el marco del nuevo debate tolerancia-intolerancia. En ese contexto se sitúan las obras de Limborch (1692) y Marsollier (1698), que se prolongan en Francia en el siglo XVIII con las obras de Dupin (1716) y Goujet (1759) y en Inglaterra con Baker (1734). La historia de la Inquisición como representación de la historia de la intolerancia. La beligerancia protestante fustigando el legado de intolerancia del catolicismo. Curiosamente, estos debates historiográficos sobre la Inquisición no inciden en su españolidad sino en su significación a escala global (con más énfasis crítico en la Inquisición romana) en el marco de los grandes problemas ideológicos del siglo XVII. Primero, la confrontación Iglesia-Estado, la dialéctica jesuitismo-jansenismo. Después, la libertad y sus límites. La imagen de España transmitida por los viajeros del Barroco, los exilios sefardita y protestante y su elaboración del mito de la Inquisición, la debilidad de la monarquía española a la hora de la autolegitimación son factores que conducen hacia la progresiva identificación de la Inquisición con España. Será en el siglo XVIII cuando se desarrolle una intelectualidad ilustrada liberal en Europa que fustigará a la Inquisición española en sus más diversos frentes. El llamado “problema de España” en el siglo XVII habría tenido sólo carácter político: críticas a la monarquía. Las defensas de Quevedo, Adam de la Parra, Guillem de la Carrera, se desarrollaron en este escenario político buscando el reputacionismo perdido. En el siglo XVIII, las críticas, en cambio, tendrán perfil antropológico y cultural, y buscarán la minimización y el ningu18

neo de los valores de la cultura española del Siglo de Oro. De pasada, la Inquisición empieza a aparecer como responsable del subdesarrollo cultural. Ciertamente, las respuestas apologéticas de los Cadalso, Masdeu o Forner nunca cogen el toro directamente por los cuernos y soslayan el tema. La Inquisición estaba en pleno funcionamiento y había demasiado miedo como para abrir el debate inquisitorial y con él la historia del Santo Oficio. En 1768 había habido un expediente contra Campomanes por pretender restar de la jurisdicción inquisitorial el control de los libros, lo que había provocado una notable tormenta sobre los usos del Santo Oficio. Fue el proceso a Olavide en 1776 el que abrió la caja de los truenos, poniendo en contradicción frontalmente la Inquisición y el Despotismo Ilustrado. Olavide era un símbolo mediático, la cara más progresista del Despotismo Ilustrado. Su proceso ponía en evidencia la ausencia de credibilidad de la Ilustración. Un año más tarde eran procesados los hermanos Iriarte. El Despotismo Ilustrado demostraba que no era capaz de controlar la máquina inquisitorial, ni siquiera con Inquisidores generales más o menos liberales, tipo Felipe Beltrán. El regalismo carlotercerista había fracasado en sus intentos (en 1782 se rumoreó que Carlos III quería suspender la Inquisición) de desarmar el aparato de coacción inquisitorial. La revolución de 1789 lo alteró todo. El pánico de Floridablanca se desató y la monarquía de Carlos IV descubrió las utilidades del Santo Oficio a la hora de configurar el cordón sanitario ante la invasión de ideas francesas. El godoyismo se erigió en la gran esperanza de cambio posible. La estrategia, ahora, era la de plantear la reforma de la Inquisición, reivindicando la jurisdicción episcopalista. Era aplicar ideas jansenistas devolviendo la Inquisición a su primitiva jurisdicción episcopal. La primera propuesta proviene del propio Inquisidor general Abad la Sierra en 1794. Después, en 1797, fue Nicolás de Azara, embajador en Roma, el que se lo planteó a Godoy, particularmente sensibilizado por el hecho de que un año antes se le había iniciado un proceso por ateísmo, bigamia y libertinaje. En el año 1797, Godoy encargó secretamente a Juan Antonio Llorente un proyecto de reforma de la Inquisición que él redactó rápidamente con el título de Discursos sobre el orden de procesar en los tribunales de la Inquisición. Era un texto ambiguo. De hecho, reforzaba el procedimiento secreto o la censura inquisitorial, aunque introducía algún argumento histórico para cuestionar su naturaleza jurisdiccional. No se entraba a fondo en el problema de la naturaleza de la Inquisición ni se asumía en profundidad el reto de 19

hacer su historia. Se la consideraba “utilísima” para la monarquía y sólo planteaba algunas reformas con las que se “conservara el honor de las familias, destierre los peligros de la injusticia, dexe abiertas las puertas de la Ilustración literaria nacional y quite a los extranjeros la ocasión de ridiculizar el tribunal”. Lo que importaba sobre todo era conjugar la opinión europea con la funcionalidad para la monarquía. Como suele ocurrir en España, el gran precipitante que abrirá el debate sobre la Inquisición y desencadenará el nacimiento de la historiografía inquisitorial, tuvo que venir de fuera. Y fue el abate Gregoire, Obispo de Blois, en su carta al Inquisidor General, el godoyista Ramón de Arce, en la que lo incitaba discretamente “a provocar él mismo la destrucción de esta institución vergonzosa para España y aflictiva para su religión”. El argumento era intrínsecamente jansenista: “Perniciosa en sí, la existencia de la Inquisición es una calumnia habitual contra la Iglesia católica, tiende a presentarse como fautora de la persecución, del despotismo y la ignorancia, una religión esencialmente dulce, tolerante, igualmente amiga de la ciencia y la libertad”. Contradicción entre religión e Inquisición. Vittorio Sciutti sostiene que la carta, en realidad, iba dirigida a Godoy. Lo del Inquisidor General no era sino una pantomima. Y la propia carta era un órdago promovido por los sectores del poder político más sensibles al tema (Jovellanos y Urquijo) consciente de la influencia, en ese momento, de Francia sobre Godoy. La carta fue inmediatamente traducida por Lasteyrie y fue prohibida por la Inquisición tan sólo cinco meses después de su publicación. Su objeto era forzar un debate, sensibilizar a la opinión pública en torno a la necesidad del cambio. Era un momento singular. La invasión francesa de los Estados pontificios y la proclamación de la República Romana sugerían el fin del poder temporal de los papas. Talleyrand estaba empeñado en la batalla de reducir el poder pontificio a su condición meramente eclesiástica. La Inquisición era el símbolo por excelencia de la extralimitación de la Iglesia en sus funciones. Había que replantearse todo el sistema eclesiástico e inquisitorial. El sueño francés era abolir la Inquisición y convertir a los eclesiásticos en funcionarios del Estado. Jovellanos no pretendía llegar tan lejos. Postulaba una reforma, al calor de la carta de Gregoire, según la cual la Inquisición debía seguir las directrices de los obispos y pastores de fe. Episcopalista más que regalista. Retornar la Inquisición a su primitivo origen. Delimitar las respectivas áreas de influencia de la Iglesia y el Estado. Urquijo, más anti-romano que Jovellanos, más 20

regalista que jansenista, proyectó una reforma de la Inquisición en la que se impusiese el beneplácito del soberano a sus iniciativas judiciales. Pero ambos ministros fueron flor de un día. La presión reaccionaria se desbordó y la carta de Gregoire, lejos de estimular la abolición de la Inquisición, generó la reacción beligerante de sus defensores. Cuatro son los textos de respuesta reaccionaria que conviene analizar. El primero fue el del inquisidor Pedro Luis Blanco, bibliotecario real, miembro del Consejo de la Suprema, que escribió la llamada Respuesta pacífica. Blanco acusaba a Gregoire de usurpador y le negaba capacidad para intervenir en los asuntos de España. Su eje argumental era que la monarquía era de origen divino y la Inquisición servía a la alianza trono-altar. El segundo texto contra Gregoire fue el de Juan Ramón González, publicado también en 1798. Constituye un escrito de valor coyuntural que sólo pretende desacreditar a Gregoire. El tercer texto es el de Joaquín Lorenzo Villanueva (bajo el pseudónimo de Lorenzo Arteaga), Cartas de un presbítero, publicado también en 1798. Las doce cartas de Villanueva inciden en cuatro argumentos. El primero se refiere a la religión dominante en España y en otros países y a la cuestión de la tolerancia-intolerancia. Niega la vinculación prosperidad-tolerancia y defiende los postulados regalistas del sometimiento de la Iglesia al poder civil. El segundo destaca la obligación de la intolerancia religiosa de los poderes civiles con potestad para garantizar leyes penales con el fin de proteger la religión católica. El tercer argumento pone de relieve la legitimidad de los principios inquisitoriales para imponer castigos temporales. El cuarto núcleo de su discurso es un ataque al filosofismo. Villanueva habla muy poco del tribunal. Lo que busca es justificar el poder absoluto del monarca y el origen divino de su soberanía. Su actitud hacia Gregoire es ambigua. Lo que reclama de Gregoire es su voluntad de “despojar al soberano de la potestad de proteger la fe con las leyes civiles”. Él, en cambio, postula la potestad coactiva de los príncipes en materia de religión. En este momento, Villanueva parecía ante todo un regalista que se posicionó contra Gregoire, pero sin demasiada convicción. En las Cortes de Cádiz, su regalismo le llevará a defender la inconstitucionalidad de la Inquisición. El cuarto texto de respuesta a Gregoire es el Discurso histórico-legal sobre el origen, progresos y utilidad del Santo Oficio de la Inquisición de España, de Riesco, inquisidor de Llerena, publicado en 1802. Riesco considera que la Inquisición fue una creación papal, tiene preeminencia

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sobre otras jurisdicciones eclesiásticas y rechaza las tesis episcopalistas. Como puede verse por el título, Riesco asume la necesidad de hacer la historia de la Inquisición. Historia que remonta al castigo de Adán y Eva en el Paraíso y el símil entre los sambenitos y las hojas y pieles con que se cubrían ambos tras la salida del Paraíso. Riesco es el más ultramontano de los que responden a Gregoire. Y el que desde su condición de diputado en Cádiz puede defender sus planteamientos de manera más eficaz. El debate inquisitorial permanecerá en punto muerto hasta 1808. La Inquisición curiosamente fue favorable a Napoleón. Los inquisidores, como ha recordado Escudero, calificaron el alzamiento de los madrileños como “alboroto escandaloso del bajo pueblo”. Arce y Reinoso, el Inquisidor General, arzobispo de Zaragoza, presentó su renuncia a Fernando VII en marzo de 1808, a raíz del motín de Aranjuez. Se adhirió a la causa francesa como arzobispo y patriarca de Indias y abandonaría España en 1813. Busaall ha sostenido que la Inquisición fue abolida en Bayona en cuya constitución —artículo 98—, aunque no hubo ninguna referencia explícita al Santo Oficio, se especificaba que: “La justicia se administrará en nombre del Rey por juzgados y tribunales que él mismo establecerá. Por tanto, los tribunales que tienen atribuciones especiales y todas las justicias de abolengo, órdenes y señorío, quedan suprimidos”. La Inquisición, como tribunal especial, quedaría suprimida. Dufour ha apoyado con matices esta tesis, considerando que José I, durante su primera estancia en Madrid, ignoró totalmente al Consejo de la Suprema. La supresión propiamente dicha la hizo Napoleón en el artículo 1º de sus decretos de Chamartín (“El tribunal de la Inquisición queda suprimido como atentatorio a la Soberanía y la Autoridad Civil”). Pero la Inquisición siguió existiendo en la España patriota. La Junta central intentó nombrar Inquisidor al obispo de Orense, Pedro de Quevedo y Quintano, pero no consiguió autorización del Papa. En cualquier caso, los tribunales inquisitoriales siguieron funcionando en las zonas no ocupadas. Aprobada la libertad de imprenta por 68 votos contra 32, pocos días después de la inauguración de las Cortes, era inevitable la discusión sobre la Inquisición y sus facultades censoras. La comisión especial de cinco diputados (Puebla, Muñoz Torrero, Valiente, Gutiérrez de la Huerta y el obispo de Mallorca) se pronunció, de entrada, por el restablecimiento de la Inquisición (salvo Muñoz Torrero). El expediente pasó a la comisión de Constitución que —presi22

dida por Muñoz Torrero, con apoyo de los Argüelles, Espiga y lo más granado del pensamiento liberal— se replanteó los términos del debate. El periodo de las Cortes previo a la Constitución de 1812 (18101812) es el gran momento del debate historicista sobre la Inquisición. Juan Antonio Llorente, afrancesado de primera hora, fue el historiador al que encargó José I hacer la historia de la Inquisición para legitimar, a posteriori, su abolición. Cumplió profesionalmente el encargo y publicó su Memoria histórica sobre cuál ha sido la opinión nacional de España acerca de la Inquisición (1811), intentado demostrar que la Inquisición siempre había contado con resistencias; no había sido amada, sino temida. Paralelamente a Llorente, que escribía lógicamente para su mercado de afrancesados, Antoni Puigblanch, natural de Mataró, catedrático de hebreo de la Universidad de Alcalá, editaba en Cádiz —entre 1811 a 1813, en folletos especialmente dirigidos al consumo de los diputados gaditanos— su libro La Inquisición sin máscara. Y al mismo tiempo, para el mercado consumidor, Francisco Alvarado, el Filósofo Rancio, publicaba sus Cartas críticas en defensa de la Inquisición (Cádiz, 1811). Las tres publicaciones echaban mano de la memoria histórica de la Inquisición. Tres memorias: la afrancesada, la liberal patriota y la patriota reaccionaria. La memoria histórica de Llorente apelaba a la evolución de la opinión. Su cobertura de apoyo era la tradicional opinión crítica. La opinión como argumento. La memoria de Puigblanch se centraba en los argumentos jovellanistas, jansenistas: que siendo como es un tribunal eclesiástico no dice bien su rigor con el espíritu de mansedumbre que debe caracterizar a los ministros del Evangelio y que el rigor y la violencia que usa este tribunal se oponen a la doctrina de los Santos Padres y disciplina de la Iglesia en sus tiempos más felices, que fomenta la hipocresía y que sólo sirve para apoyar el despotismo de los reyes

A éstos incorporaba algún otro argumento, como la crítica procesal (“que el método del tribunal atropella los derechos de los ciudadanos”) y funcionalista (“que la Inquisición impide el progreso de las ciencias”). Alvarado exponía cáusticamente los argumentos que ya había señalado Riesco. La Inquisición era un tribunal eclesiástico, como decían los jansenistas, pero precisamente por eso, por la legitimidad de origen, tenía

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capacidad jurisdiccional para perseguir la herejía allí donde ésta se manifestara, sin límites. Nadie podía obstaculizar la acción inquisitorial. De las tres memorias históricas, conviene subrayar que sólo la de Llorente podía hablar de la Inquisición en pasado. Sólo para los afrancesados había acabado. Los patriotas, liberales o reaccionarios, hablaban de la Inquisición en presente debatiendo sobre su posible final, pero no, como decía Llorente, para justificar una abolición ya decretada. Llorente, por otra parte, escribía más para el público europeo, con referencias frecuentes a Limborch y a Lavallée (que había escrito una Historia de la Inquisición de Italia, España y Portugal, en francés, en 1809), mientras que Puigblanch y Alvarado tenían como fijación influir en las Cortes. La verdad es que los puntos de vista de Alvarado calaron mucho más en las Cortes que los de Puigblanch. La estrategia de los liberales fue dejar pasar el tiempo y desde luego no hacer entrar la Inquisición en el debate constitucional. Así, como decíamos, la comisión no concluyó su dictamen sobre el tema hasta el 13 de noviembre de 1812, varios meses después de promulgada la Constitución. Entonces, seis votos contra cinco proclamaron que no era constitucional. Los seis votos eran de Muñoz Torrero, Argüelles, Espiga, Mendiola, Jacinegui y Oliveros. Las razones invocadas fueron que la Inquisición era un cuerpo cerrado que vulneraba el régimen de separación de poderes y que se oponía a la libertad individual. Ninguna razón histórica. En enero de 1813 se inició el debate sobre el dictamen. Debate “erróneo, capcioso y falso” para un integrista como Alvarado. “Fruto del saber, doctrina, juicio y religiosidad de personas provectas, detenidas y de gran prudencia”, para Argüelles. El catolicismo de los liberales había sido bien expresado en el artículo 12 de la Constitución. En el debate se reflejó la pluralidad de posiciones. Unos diputados consideraron, de entrada, que no tenía sentido el debate. La mayor parte de los diputados catalanes propugnaban olvidarlo y celebrar consultas con sus representados. Los diputados Rodríguez de Bárcena y Carcedo, eclesiásticos de Sevilla y Toledo, se plantearon si se podía alterar unilateralmente un establecimiento religioso. Argüelles y Muñoz Torrero replicaron que los diputados tenían legitimidad para debatir sobre un tribunal que no era de naturaleza estrictamente eclesiástica. Entrados ya en el fragor de la discusión, hubo el despliegue de los defensores del Santo Oficio (el peruano Blas de Ostalaza; el futuro arzobispo de Toledo, el asturiano Pedro de Inguanzo; el inquisidor de Llerena, Francisco Riesco; el eclesiástico cordobés

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Jiménez de Hoyo; el valenciano Francisco Javier Borrull; el diputado por Granada, Antonio Alcaina) y el de sus críticos (Argüelles; Toreno; el americano Mejía Lequerica; el canónigo de Lérida, José Espiga; el diputado canario eclesiástico Ruiz de Padrón; el diputado por Soria, García Herreros; el diputado por Extremadura, Oliveros; el diputado por Valencia, Joaquín Lorenzo Villanueva; y el diputado por Cataluña, Capmany). Los argumentos liberales fueron de lo más variado: jurídicos (derecho de regalía de los reyes y potestad temporal de que está revestido el Santo Oficio), nacionales (“¿se piensa que los diputados contrarios a la Inquisición, por juzgarla incompatible a la felicidad de su patria, son menos adictos a la causa nacional y menos enemigos del tirano Napoleón?”), religiosos (incongruencia de la Inquisición con el espíritu evangélico) y funcionalistas (arbitrariedad procesal y significación negativa de la Inquisición en la cultura española). Al final, por noventa votos contra sesenta, la Inquisición fue declarada incompatible con la Constitución el 22 de enero de 1813. Pero el debate ideológico no se cerró ahí. Un mes después se creaban los tribunales protectores de la fe. Y es que para Dufour la supresión no existió, sólo implicó reforma de su modo de proceder, con cambio de nombre. La ambigüedad siempre estuvo presente. En cualquier caso, seguía vigente el crimen de herejía y la conciencia de la necesidad de que ésta fuera castigada. En el decreto de abolición de la Inquisición y establecimiento de los tribunales protectores de la fe, se estableció, en el artículo 1, que “la religión católica, apostólica, romana será protegida por leyes conformes a la Constitución”, se retrotraía a las Partidas para volver a facultar a los obispos en causas de fe, se tomaban medidas de control de libros prohibidos incluso con cesura previa eclesiástica. Paralelamente, se publicaba un manifiesto en el que se ratificaban las críticas a las prácticas inquisitoriales. Volvía a ponerse el dedo en la llaga: “La religión católica, que no teme ser conocida y sí mucho ser ignorada, ¿necesita para sostenerse en España de los medios que en todo los demás tribunales se reconocen por injustos?”. Era, como dice Dufour, la vuelta a 1792 o a 1798. Había algunas reformas procedimentales (eliminación del secreto, obligatoriedad de la denuncia…), pero poco más. Cal y arena. La posición liberal, aun con su moderantismo, desató una contraofensiva del sector integrista, a su vez replicado por una campaña de la prensa satírica que ironizaba sobre los defensores de la Inquisición. Duró poco la polémica porque, en mayo de 1814, Fernando VII anularía todo lo dispuesto por 25

las Cortes de Cádiz y en junio restablecería la Inquisición. Nombraba asimismo una comisión compuesta por personajes como Lardizábal y Torres que habían sido miembros de la Junta de Bayona. Es la hora de la Historia crítica de Llorente, escrita desde Francia en 1817. La obra pierde las inhibiciones de su autor y se muestra más beligerante que las anteriores en la crítica, una crítica esencialmente historicista basada en tres principios: la usurpación que la Inquisición había hecho de la jurisdicción real y eclesiástica (de las dos); males como el enorme daño causado a la cultura española, la despoblación del suelo español y otros; y la nómina de sufridores de la Inquisición, de damnificados por la misma, que por primera vez se exhibe con los datos numéricos de los presuntos procesados. La obra tuvo un éxito portentoso. De la polémica de 1813 y 1814 sobre la Inquisición es bien visible que las batallas de opinión liberal y reaccionaria tenían poco que ver con la realidad. El clero integrista puso el grito en el cielo, emitiendo textos furibundos como el del obispo de Santiago de Compostela, Rafael Muzquiz, en diciembre de 1813, mientras los liberales celebraban a bombo y platillo su supuesta gesta. Mientras tanto, los tribunales de la fe actuaban. Tras el establecimiento de la Inquisición por Fernando VII, sólo se oyeron dentro de España las voces reaccionarias de Rafael de Vélez, J. M. Carnicero, José de San Bartolomé, Cabeza y tantos otros. En 1820, Fernando VII tuvo que jurar la Constitución, aboliendo ipso facto la Inquisición. El nuncio Giustiniani reaccionó movilizando las capacidades de la Iglesia que le confería la propia Constitución: con las Juntas diocesanas. El Trienio es el momento histórico en el que los liberales descubren que la reforma jansenista había sido inútil. Se habían apoyado en una Iglesia liberal y la realidad demostraba que la misma estaba absolutamente dominada por la Iglesia reaccionaria. Habían apostado por la Iglesia para suprimir la Inquisición y descubrían su engaño. En nombre de la religión católica, de la auténtica religión católica, habían abolido la Inquisición y se encontraban con la represión en nombre de la misma religión. El fracaso del jansenismo. De ahí el radicalismo anticlerical de determinados liberales desengañados. La dimensión del problema se transformará radicalmente. Ya no se trataba de estar a favor o en contra de la Inquisición. Era ya la religión la que estaba en juego. Conflictos con la Iglesia hubo muchos en el Trienio. Uno de los más sonados fue el que supuso la no aceptación de Joaquín Lorenzo Villanueva como embajador de Roma. Cuando volvió 26

el absolutismo en 1823, Fernando VII ya no tuvo ni que restablecer formalmente la Inquisición. Se dio por supuesto que, faltando el Santo Oficio, la ley de Partidas estaba vigente y competía a los obispos hacerse cargo de la defensa de la ortodoxia. En este contexto, en 1826 fue ahorcado el maestro de Ruzafa, Cayetano Ripio, por haberse declarado deísta. La supresión definitiva de la Inquisición no se produciría hasta julio de 1834. La historiografía inquisitorial cambia al hilo de la situación. El viejo problema de la naturaleza de la Inquisición ya no tiene sentido. La cuestión ahora dominante es la inserción de la religión en la sociedad y, desde luego, el papel de España en el concierto general europeo. En su Historia crítica, Llorente se había hecho eco de “los terribles daños de las delaciones calumniosas, hijas del odio, de la mala voluntad, del resentimiento, de la venganza, de la envidia y de otras pasiones humanas”, y se lamentaba que de nuevo España se apartara de “las naciones civilizadas que han querido y quieren aniquilar todo gobierno despótico”. El pensamiento conservador evolucionará también. Buscará diferenciar la Inquisición de los inquisidores, reivindicará la realidad de los hechos por encima de los arquetipos conceptuales, fustigará las burlas contra la religión, buscará la comparación de la Inquisición con otras situaciones vividas en Europa, como las guerras de religión, se agarrará a la tesis de la conjura o conspiración. Clericalismo/anticlericalismo: tal era la nueva confrontación. Los liberales de la generación de 1808 no fueron anticlericales. Puigblanch era un jansenista. Llorente, un político sinuoso que sólo se dispara hacia el anticatolicismo en los últimos años de su vida. No habla mal de los inquisidores sino de las “leyes orgánicas del establecimiento”. Incluye la relación de autoridades sagradas que apoyan sus críticas al Santo Oficio. Pero también es cierto que el episcopado español, mayoritariamente, no era jansenista. Sólo dos obispos (Abad y la Sierra, y Félix Amat) proclaman su satisfacción por la supresión de la Inquisición. Veinticuatro obispos, en cambio, enviaron sus representaciones a favor de la Inquisición. Antes de 1820, sólo el Diccionario crítico-burlesco (1812), de Bartolomé José Gallardo —bibliotecario de las Cortes—, hace gala de un anticlericalismo radical. Sus dardos más agudos se dirigen contra el clero regular. Llama a los frailes: “villanos, alevosos, animales, viles y despreciables, que viven en la ociosidad y holganza a costa de los sudores del vecino y del pobre y han sido siempre la peste de la república; animales inmundos, encenagados en vicios que despiden un tufo frailuno, 27

hipócritas que asestan sus tiros contra la patria, no conociendo otra que el negro interés, el desordenado apetito y la holgazanería, zánganos, haraganes, idiotas, ignorantes, inútiles y perjudiciales”. La obra fue delatada al gobierno por el vicario capitular de Cádiz, y prohibida y condenada por varios obispos. Se mandó suspender su venta por la Junta Provincial de Comercio de Cádiz, pero las Cortes decidieron suspender la prohibición. Fue uno de los momentos más delicados de las Cortes. Los ultraconservadores fueron a por Gallardo. Los liberales lograron sacarlo del atolladero. El agustino maestro Salmón escribió un Resumen histórico de la Revolución de España (1812), que en su sexto volumen arremete directamente contra el libro de Gallardo. Toreno, ciertamente, veinticinco años después del conflicto, dice de Gallardo que “se propasó, rozándose con los dogmas religiosos e imitando a ciertos escritores del siglo XVIII. Conducta que reprobaba el filósofo por inoportuno, el hombre de estado por indiscreto y por muy escandaloso el hombre religioso”. La libertad de imprenta decretada en noviembre de 1810 y recogida en el artículo 371 de la Constitución, tan pomposamente esgrimida por los liberales, para ellos “el verdadero y proporcionado vehículo que lleva a todas las partes del cuerpo el alimento de la ilustración”, estaba en contradicción con la Junta de censura destinada a garantizar esa libertad. Los nuevos censores (entre los que estaba Quintana) no distaban de los viejos calificadores de la Inquisición. La libertad de prensa no sólo fue la plataforma en la que se apoyó la ofensiva reaccionaria sino que sirvió también para vehicular los enfrentamientos entre los propios liberales. Gallardo, el anticlerical Gallardo, fue el autor de la Apología de los palos dados al Excmo. Sr D. Lorenzo Calvo por el Teniente-Coronel D. Joaquín de Osma. Las contradicciones internas de los liberales pudieron ponerse en evidencia. No hay que olvidar el importante sector de religiosos presente entre los liberales gaditanos. Ahí está la presencia de clérigos entre ellos, como el obispo de Mallorca, Bernardo Nadal, el canario Ruiz Padrón, Joaquín Lorenzo Villanueva, Nicasio Gallego, los extremeños Luján y Oliveros, los mejicanos Guridi y Gudoa. La mayoría de los liberales oían misa antes de cada sesión de las Cortes, cantaban el himno Veni Creator antes de los comienzos a la elección de la Regencia y declararon, en junio de 1812, a Santa Teresa y Santiago patrones de España. Es perfectamente coherente con ello que los primeros historiadores liberales de esta generación, Llorente y Puigblanch, no fueran radical28

mente críticos contra la Inquisición; desde luego, mucho menos que Antonio Bernabeu que publicó en 1820 su España venturosa por la vida de la Constitución y la muerte de la Inquisición. Bernabeu respondía ya al espíritu del Trienio y a la amargura de su experiencia de desengaño. Otra cosa es la servidumbre de la representación que se ha hecho de Llorente y Puigblanch, no ya sólo por el menendezpelayismo sino por todo el pensamiento conservador: el malditismo de ambos. La manipulación de su pensamiento erigido en sinónimo de antipatriotismo, revolución y laicismo. Víctimas del simplismo ideológico. Desbrozar ese problema, nos llevaría demasiado lejos. •

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El procedimiento inquisitorial del santo oficio español1 José Luis Betrán Moya Universidad Autónoma de Barcelona • España El procedimiento inquisitorial ha sido quizás el tema que, de toda la problemática suscitada por la Inquisición, ha generado más páginas. El gran debate se ha centrado en la presunta crueldad o no del mismo. La historiografía romántico-liberal se despachó a gusto subrayando sus tintes más negros. El liberal Juan Antonio Llorente dedicó el Capítulo IX del primer volumen de su Historia de la Inquisición en España (1817-18) a poner de relieve cuestiones como la delación anónima, la frecuente inducción interesada por los comisarios y notarios de las testificaciones cuando los testigos no solían leer ni escribir, la escasa cualificación de los calificadores, la soledad y oscurantismo en el que se situaba al procesado, los engaños y manipulaciones en las audiencias, la crueldad de los tormentos, la fragilidad de las defensas, la rareza de las sentencias absolutorias, el dolor de la infamia, entre otras. Llorente cuenta la historia de un francés que en 1791 fue acusado de defender la religión natural y que, pese a sus constatadas muestras de arrepentimiento, fue sometido a múltiples oprobios y optó por suicidarse en la 1 Este texto es una revisión del publicado en Carrasco, rápale (dir), L’Inquisition espagnole et la construction de la monarquie confessionnelle (1478-1561), París, 2002, pp. 130-139, y forma parte del proyecto de investigación “Memoria y Cultura religiosa en el mundo hispánico. 1500-1835” (HAR 2011-28732-CO3-01) del Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España.

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cárcel y dejar un escrito recomendando a Dios que “quite de la tierra el horrible monstruo de un tribunal que deshonra a la humanidad y aun a ti mismo en cuanto lo permites”. Pese a sus críticas, Llorente reconocía que en sus tiempos había habido mayor moderación en la sentencia y, desde luego, no estaba de acuerdo con las acusaciones románticas que se hicieran en obras anónimas de finales del siglo XVIII, como Camelia Bororquia. Historia Verdadera de la Judith española, también conocida con el título de La víctima de la Inquisición2, u otras de tal estilo “aunque les falte luz desde las cuatro de la tarde a las siete de la mañana, tiempo capaz de producir una hipocondría mortal”. Mucho más contundente se mostrará Antonio Puigblanc en La Inquisición sin máscara (1811), en donde, de buenas a primeras, denuncia “una imposibilidad casi absoluta de parte de los reos en quanto a hacer velar su justicia y una facultad poco menos que ilimitada de parte del tribunal en la substanciación de los procesos y sus sentencias”; en fin, “un tribunal que a nadie teme sobre la tierra, porque con nadie es responsable de su arbitrariedad ni aun con la opinión pública…”. Puigblanc pondrá especial énfasis en la praxis del tormento, del que se describen sus tres modalidades más afamadas: la garrucha, el potro y el fuego. Naturalmente, el gran empeño de la historiografía conservadora ha sido minimizar la crueldad procedimental de la Inquisición. El jesuita Ricardo Cappa en su Inquisición española (1888), desarrollará toda su argumentación defensiva inspirándose en el principio de la legitimación por vía comparativa. La delación se da con mucha más agudeza en Inglaterra, el secreto es el eje de la masonería, el tormento “fue general en la Europa civilizada en los mejores tiempos”. Cappa resalta que la acusación anónima no tenía valor alguno, se detiene en el rigor de las pruebas exigidas, examina las penas impuestas a los falsos calumniadores y perjuros, insinúa respecto al sambenito que “hoy llevan el civil los presidiarios en el color rojo de que van enteramente vestidos” y se aferra a la idea de que “la Inquisición no encendió hogueras […] y que los quemados en las hogueras que la Inquisición no encendía eran, en general, los cadáveres de los reos y que los quemados vivos fueron muy pocos”. En la misma línea, destaca por su beligerancia Miguel de la Pinta Llorente (La Inquisición española, 1948; Las cárceles inquisitoriales españolas, 1949). 2 Según Menéndez Pidal, fue escrita por Luís Gutiérrez (1771-1808), un ex fraile trinitario que devino periodista en Bayona y que fue ajusticiado en 1809 por orden de la Junta Central tras haber sido acusado de afrancesado durante la Guerra de Independencia Española.

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Este historiador se solaza describiendo el edicto de gracia que permitía que los herejes “si espontáneamente se presentaban ante el tribunal, queriendo abjurar de sus errores, eran caritativamente recibidos y se les exceptuaba de la pena de muerte, cárcel perpetua y ocupación de bienes”; registra algún mandamiento a prisión como testimonio de la suavidad represiva inquisitorial (“que os hagan dar y dén los mantenimientos que uviéredes menester para vuestras personas, criados y cabalgaduras”); reivindica que el tormento “nunca se empleaba antes de la acusación puesta contra el reo, con el fin de arrancarle confesión alguna, sino que sólo se utilizaba en los casos dudosos cuando ni la prueba ni la defensa satisfacen a los jueces […] nunca se procedía sin haber escuchado el dictamen de los médicos”; y, en cualquier caso, subraya su eficacia (“quizás a alguno pudiere sobrecogerle la patética, pero la eficacia del tormento es indiscutible, el procesado ‘cantó’ y pudo evidenciarse la verdad”); defiende la práctica del secreto aunque reconoce que “es la parte vulnerable del procedimiento judicial, ya que queda indefenso el reo, víctima de pasiones inconfesables y abandonado a una verdadera desorientación”; y, por último, analiza la situación de las cárceles inquisitoriales, concluyendo que son todo lo contrario “del clisé clásico de las mazmorras trágicas, producto de fantasías enfermizas que volcaron su veneno en los novelones románticos del siglo XIX”. La verdad es que en los últimos años la incidencia historiográfica de los historiadores del derecho ha puesto en evidencia las enormes tonterías que se han llegado a decir sobre el procedimiento inquisitorial. Tomás y Valiente, Pérez Prendes, Martínez Díez, Aguilar Barchet y tantos otros nos han precisado en detalle las etapas del procedimiento (edictos de fe, delaciones, secuestro de bienes, interrogatorio procesales, uso del tormento, autos de fe) y las presuntas peculiaridades de la Inquisición. La primera evidencia que la historiografía más reciente aporta a este respecto es que la Inquisición moderna no aporta en el ámbito procesal prácticamente ninguna novedad respecto a la Inquisición medieval. La doctrina jurídica en que se alimenta es bien conocida. La matriz de todo el discurso procedimental es el Directorium inquisitorum de Nicolau Eimeric (1376), que se convertirá en el libro de cabecera de todos los inquisidores de los siglos XVI y XVII. La edición con comentarios añadidos de Francisco Peña (1578) no rompió sino que ratificó con algunas adaptaciones la casuística presente en el modelo de Eimeric. De esta obra se harían ediciones sucesivas en 1585, 1587, 1595 Y 1607. Las bases sobre las que se apoyó Eimeric fueron varias: por un lado, la

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asimilación que en el código Teodosiano se hacía de la herejía como delito de lesa majestad; por otro, las primeras bulas y disposiciones de los siglos XII y XIII, la normativa conciliar dada desde el concilio de Letrán de 1139 y las autoridades específicas sobre herejes (Raimundo de Peñafort, compilador de las Decretales de Gregorio IX, una de las fuentes de las Partidas; Bernardo Gui, obispo de Tuy aunque francés, y su Practice Inquisitionis de 1323; Hugolino Zanchino). A lo largo del siglo XVI la nómina de juristas que se ocuparon del Santo Oficio se incrementó. Los nombres de Diego de Simancas, Domingo de Soto, Francisco de Villadiego, Juan de Rojas, Alfonso de Espina, Luis de Páramo, Pablo García, Alfonso de Castro, Martín de Azpilcueta, son representativos del interés del derecho hispano por el Santo Oficio, pero como ha subrayado Pérez Prendes, todos ellos se apoyaron, en buena parte, en glosadores y canonistas italianos. En esencia, el procedimiento inquisitorial nació de la legislación canónica y de la ciencia italiana del derecho que supo en su momento sintetizar Eimeric. Los inquisidores españoles siguieron esencialmente las Instrucciones de los inquisidores generales. Aparte de la obra de Eimeric, Torquemada generó tres series de instrucciones: las de Sevilla de 1484 y 1485, las de Valladolid de 1488 y las de Ávila de 1498. Por su parte, Deza generó las Instrucciones de Sevilla de 1500 con las disposiciones añadidas de 1502 y 1504; y Cisneros las de 1516. Todas ellas se publicarían recopiladas en 1537 en Granada y se reeditarán numerosas veces a lo largo de los siglos XVI y XVII. Valdés redactaría otras Instrucciones en 1561. Las Instrucciones introdujeron una juridificación considerable que se tradujo en la adopción de mayores garantías para los reos que las observadas por los inquisidores medievales y que el propio proceso criminal ordinario. Los elementos básicos del procedimiento inquisitorial tenían antecedentes remotos. La tortura formaba parte del Derecho Canónico desde mediado del siglo XIII (Ad extirpanda, de Inocencio IV, 15 de mayo de 1252) y se mantuvo en España, cuando menos, hasta el siglo XIX. Su abolición fue paralela a la de la Inquisición. El decreto aparece en el Diario de Sesiones de las Cortes de Cádiz, el 22 de abril de 1811: “Las Cortes generales y extraordinarias con absoluta conformidad y unanimidad de votos, declaran por abolido para siempre el tormento en todos los dominios de la Monarquía española”. La práctica inquisitorial del tormento, tal como la entienden los juristas antes citados, se atiene al Derecho consuetudinario. El tormento nunca cambió respecto a su definición procesal medieval. 34

Lo mismo ocurre con las cárceles. La naturaleza y hasta la arquitectura de las cárceles inquisitoriales están determinadas desde los tiempos de Gregorio IX y codificadas en el concilio de Narbona. La pena de muerte en la hoguera, por delito de herejía, es anterior a la Inquisición, incluso a la Inquisición medieval, en unos doscientos años. La primera vez que dos herejes aparecen condenados a esta pena por la Iglesia es en el concilio de Orleans (Francia) en 1022. La práctica es común a los tribunales civiles y eclesiásticos. La sutil distinción de la “pena debida”, prescrita por el Derecho de la Iglesia para el hereje, era universal en los reinos cristianos de Europa y estaba respaldada nada menos que por la autoridad inequívoca de Santo Tomás tantas veces citada: “Así como los falsificadores de moneda y otros malhechores son justa y sumariamente condenados a muerte por los príncipes seculares, mucho más los herejes pueden de la misma manera no sólo ser excomulgados, sino justamente ejecutados”. La pena de muerte en la hoguera se mantiene inalterable no sólo en las tres Inquisiciones (la española, la portuguesa y la italiana) en los tiempos modernos (la última víctima de este bárbaro procedimiento de justicia en España, y por este delito, es de 1828), sino en las tres grandes confesiones protestantes. “En 1533 —escribe Charles Lea— Enrique VIII abolió el estatuto de 1400 (De haeretico comburendo), al mismo tiempo que confirmaba los de 1382 y 1414, junto con la pena de muerte en la hoguera por herejía contumaz y relapsa”. La misma ley se mantiene tanto durante el reinado de Felipe II como en el de Isabel I de Inglaterra. El desenterrar o exhumar los restos de los convictos de herejía, después de muertos, a fin de quemarlos públicamente, es práctica legal canónica desde el concilio de Albi (Francia, 1254). Así, cuando Torquemada escribe en las Instrucciones “que ni por los procesos de los vivos se deben dejar de facer los de los muertos”, no está más que traduciendo el siguiente canon: “De la misma forma, estatuimos y mandamos que si la Inquisición encuentra que algunos difuntos han sido herejes al tiempo de su muerte, se exhumen sus cadáveres o huesos, a fin de que sean quemados públicamente”. La versión de Torquemada es la siguiente: “Otrosí que ni por los procesos de los vivos se deben dejar de facer los de los muertos é los que se fallaren aver seydo e muerto como herejes ó judíos [sic] los deben desenterrar para que se quemen y dar lugar al fisco para que ocupe los bienes según que de derecho se debe facer”.

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La confiscación, que tanto ha dado que hablar, hasta el punto de que muchos historiadores consideran toda la actividad inquisitorial española —especialmente en lo que hace a los conversos— un simple caso de extorsión o pillaje, está igualmente documentada en los textos legales de la Edad Media. En el concilio de Tours, presidido por Alejandro III en 1163, se ordena a los príncipes que confisquen la propiedad de los herejes. La confiscación se basa en la ley de lesa majestad y se convierte en recurso ordinario del derecho medieval. Junto a la confiscación y por las mismas vías jurídicas, la inhabilidad de los descendientes es prescrita desde el concilio de Toulouse (1229), adoptada en las Constituciones del emperador Federico II, y forma parte del Derecho canónico desde Bonifacio VIII. Los distintivos de los reos, sambenitos, cruces, etc.; la demolición de los inmuebles pertenecientes a los mismos, los familiares, etc.; son prácticas medievales. Una de ellas, igualmente medieval, merece especial atención por tratarse de algo a la vez importante y de dominio común: la práctica del secreto judicial. Ante todo la práctica de la Inquisición española no acepta la denuncia anónima, ni de hecho ni de derecho. El ocultar los nombres de los testigos o denunciantes al reo no quiere decir que los inquisidores desconozcan su fuente. El secreto inquisitorial fue adoptado en los concilios de Narbona (1244) y Béziers (1246), a petición de la Sede Apostólica. Bonifacio VIII lo hace parte del Derecho canónico. La ocultación de los testigos al reo era práctica extraordinaria antes de esta codificación inquisitorial pontificia: se ocultaba el nombre sólo cuando peligraba la vida del denunciante. La Inquisición medieval convierte la excepción en regla. Constatada la antigüedad de los referentes legales y de la práctica cotidiana en la que se fundamentaba el procedimiento inquisitorial, el debate mayor actualmente se centra en la presunta normalidad o excepcionalidad del sistema inquisitorial. La normalidad ha sido invocada por la historiografía más conservadora que ha subrayado la homologación del procedimiento inquisitorial respecto a otros tribunales y la necesidad de comparación del mismo en su contexto histórico. La primera precisión que cabe hacer al respecto es que el contexto histórico fue muy largo. Del siglo XIII al siglo XIX cambió mucho la historia y muy poco la Inquisición. La justificación por el contexto de la época resulta poco creíble cuando la época histórica abarca dos mundos tan distintos como la Edad Media y la Moderna. La Inquisición no fue coherente

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con su época porque sobrevivió su procedimiento en épocas dispares. Nadie puede negar que la evolución histórica introdujo cambios en el sistema procesal, pero lo fundamental se mantuvo. Es patente que en el siglo XVII se alarga la fase indiciaria y que en el XVIII la fase preliminar se eterniza en muchos casos —10 años en el proceso a Olavide—; es innegable que el período de gracia de los primeros años de la Inquisición, que generó tan abundante número de reconciliados, pronto prácticamente desaparece; es incuestionable que la prueba testifical pierde importancia progresivamente en beneficio de la confesión del acusado. Cambios, pero, insistimos, no en lo fundamental, que sigue siendo fiel a los orígenes medievales. En cuanto a la homologación con otros tribunales, es evidente que la comparación con la justicia ordinaria relativiza la imagen de crueldad que nos suscitan realidades como el propio procedimiento inquisitivo, que implica: la pesquisa general o particular sin necesidad de instancia de parte; el secreto de las identidades de los testigos y de la naturaleza de las imputaciones; la incentivación de las delaciones; los interrogatorios que intentan neutralizar todas las estrategias defensivas de los acusados (equívocos, restricciones mentales, repreguntas al interrogador, respuestas educativas, tergiversaciones, apologías propias, fingimientos de debilidad o de modestia, simulaciones de enfermedades); el ejercicio discrecional de la tortura; la aplicación muchas veces dual de la compurgación canónica y la abjuración, en sí mismas contradictorias; la utilización de la asistencia letrada más como presión que como defensa del encausado; las confiscaciones de bienes; el estigma de la memoria (inhabilitación y suspensión)… No podemos detenernos en el examen de cada uno de estos aspectos, pero creemos que son constatables algunos rasgos procesales que si no son exclusivos de la Inquisición, al menos alcanzarán en el marco de la Inquisición sus connotaciones más violentas o duras. Nos referiremos aquí a las inhabilitaciones, al tormento y al secreto. Las inhabilitaciones, tal como quedan reguladas por Francisco Peña, adquieren una significación especialmente gravosa para los procesados. Recordemos las disposiciones al respecto: 1. Quedan inhabilitados los hijos de los herejes para todo oficio, beneficio, fuero o dignidad. Peña se manifiesta rotundamente partidario de suprimir todo tipo de límites a las inhabilitaciones. Únicamente duda ante el problema de si la incapacitación de poseer oficios y beneficios se extiende a los que gozaban los hijos de los herejes antes del cri-

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men de su padre. En su obra De poenis haereticorum definía la rigurosidad absoluta; en las Anotaciones, sin embargo, se muestra más benévolo. 2. La incapacidad de tener oficios y beneficios pasa a la segunda generación por parte de padre pero no trasciende de la primera por parte de la madre. Es decir que cuando es hereje el padre, sus hijos y los hijos de éstos quedan inhabilitados; si la hereje es la madre sólo quedan inhabilitados los hijos, sin más. La inhabilitación supone la disolución de las obligaciones contraídas con los herejes. Los padres pierden, por ejemplo, la potestad de sus hijos y la esposa católica queda eximida del débito conyugal. La propia aplicación del tormento dentro de la normalidad jurídica del procedimiento plantea rasgos que le dan a esa normalidad una particular versión dura. El tormento se considera como una sentencia que se aplica ya in caput propium por estar negativo y semi-convicto en su causa, ya in caput alienum para que declaren sus cómplices. La concesión del tormento es arbitraria, sin que para su ejecución se requirieran los indicios que el Directorio de Eimeric recomendaba. La única regla que se fijaba respecto a su aplicación era la prudencia y la justificación de los jueces. A la pronunciación de la sentencia de tormento deben asistir los inquisidores, el obispo o su ordinario y los consultores. Para la imposición del tormento hacían falta más indicios que un solo testimonio, aunque en la práctica con los moriscos y judíos portugueses bastaba con uno solo. El tribunal regulaba la dureza del tormento según el nivel de resistencia esperado del acusado basándose en su edad, sexo y aspecto físico y, por supuesto, en función de la gravedad del delito y de la importancia que su confesión podía tener en el resultado final del asunto que se investigaba. La sentencia de tormento tenía que aplicarse siempre cuando la causa estaba ya conclusa y formuladas las defensas del reo. Se le admitía a éste apelar al Consejo siempre y cuando no hubiera indicios seguros de culpa. Eran los inquisidores los que decidían si debían o no otorgar la apelación. Al sometido al tormento no se le habían de hacer preguntas especiales ni aun sobre los puntos que habían dado motivo a la tortura, por si declarase otros delitos o descubriese otros reos de los inicialmente sospechosos. Los moriscos fueron los que resistieron el tormento con mayor eficacia. Hay algunos delitos que en la práctica no merecían tormento y eran las proposiciones injuriosas o blasfemas, la bigamia, y la simple fornicación, porque

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ordinariamente los que cometen este delicto son rústicos ignorantes y movidos de su deshonestidad y lascivia como ven se permiten cassas públicas de mugeres y juzgan no es pecado pagándoselo y probablemente ignoran lo dispuesto por la Iglesia y sacros cánones y quando confiesan el delicto y que no le teman por peccado pagándoselo y digan no sabían lo que la Iglesia tiene dispuesto y guarda, no se le dara más pena que la abjuración de levy o a lo summo destierro y azotes.

El tormento sólo era presenciado por los inquisidores y los verdugos. Una vez terminado, se procuraba que el reo fuera curado pronto. Se vigilaba que el alcaide no estableciera contacto con los reos para evitar la sugerencia de alguna idea relativa a su causa. Veinticuatro horas después del tormento, se requería del atormentado que ratificara la declaración que diera durante el tormento. El notario designaba la hora de esta declaración como la del tormento. Si ratificaba su confesión de los cargos atribuidos, se le admitía a reconciliación. Si persistía en negar todos los cargos tanto en el tormento como después y no había contra el acusado otros indicios, se le ponía en libertad como absuelto; y cuando quedaba alguna hipotética sospecha, se le hacía abjurar ad cautelam. Si, por el contrario, revocaba su confesión, se le dictaba la sentencia. Pero si la revocación se producía antes de las veinticuatro horas después de la ratificación, se repetía de nuevo el tormento. La sombra de la dimensión teológica o religiosa del delito herético marcó decisivamente la estrategia procesal. Lo ha puesto en evidencia Enrique Gacto al analizar el secreto. Desde el momento en que los inquisidores hacían de la herejía una valoración en la que el pecado prevalecía sobre el delito, no podían dudar y no dudaron en sacrificar la seguridad jurídica del acusado en aras de la eficacia que el secreto les proporcionaba para escudriñar la conciencia del reo. Nadie puede negar que el derecho penal inquisitorial trasluce criterios perfectamente homologables a los de los tribunales seculares. En la Inquisición se dan los mismos principios que ha destacado Gacto respecto a los demás tribunales: el de la ejemplaridad —rentabilización del efecto propagandístico de las penas—, el utilitarismo que se denota en ejemplos como la frecuente sustitución de la cárcel perpetua por las galeras, el oportunismo —los casos de los protestantes en 1559 que se hacen en función de una determinada coyuntura política— y la arbitrariedad o discrecionalidad en el comportamiento de los jueces. Es evidente, a este respecto, que la Suprema puede intervenir más o 39

menos, en función de la naturaleza de la causa o del delincuente. Intervino mucho, por ejemplo, en la fase indiciaria de los procesos a las brujas de Logroño o en determinados procesos como los de Francisco Ortiz o el Brocense. Las capacidades de defensa fueron muy distintas de unos procesados a otros. Grajal o fray Luis de León tuvieron trato de privilegio por parte del inquisidor general Quiroga. Pero esta discrecionalidad de los jueces, como los otros principios señalados por Gacto, fue absolutamente normal, perfectamente homologable a los de la justicia ordinaria. ¿Dónde radica, entonces, la presunta excepcionalidad del Santo Oficio? La clave de la excepcionalidad del Santo Oficio radica en el principio del favor fide o, como dice Gacto, in dubio pro fide. La obsesión por el triunfo de la ortodoxia sobrepasa la propia peripecia personal del procesado. Toda coacción está legitimada por este empeño. De los 13 modos de terminar el proceso que tipifica Eimeric, sólo uno de ellos contempla la absolución del acusado. Toda confesión puede castigarse sin remordimiento. Si es cierta y sincera, se castiga al hereje; si es falsa, provocada por el miedo, el cansancio o el dolor, se castiga no menos merecidamente a un pecador que no ha sido capaz de obedecer el mandato de los moralistas. La primacía de la defensa de la fe se manifiesta en la configuración del delito de herejía, sobre la plantilla del más atroz de los delitos seculares: el de lesa majestad. La vaguedad de la definición de la herejía (error voluntario y pertinaz contra la doctrina o verdad católica, mantenido por aquellos que han recibido la fe) unida al propio concepto de hereje que delimitaron las Partidas (“herejes son una manera de gente loca que se trabajan de escatimar las palabras de Ntro. Señor Jesucristo e las dan otro entendimiento contra aquel que los Santos Padres le dieron e que la Iglesia de Roma cree e manda guardar “) constituyen la coartada en la que se fundamenta el Santo Oficio. La preocupación básica de la Inquisición se orientó no a la identificación del objeto o materia de los actos delictivos (la herejía) sino a la del sujeto que incurría en ellos (el hereje). El concepto de herejía remite a creencias; el de hereje, a actitudes. Teológicamente, como decía Francisco Suárez, hereje es el que incurre o comete herejía. Jurídicamente, ser hereje significaba estar bautizado, incurrir en error y obstinarse en él. La obstinación o pertinacia se convertía en pieza fundamental del delito. Y ello se deduce de la actitud del reo por vía sintomatológica. Los manuales de inquisidores no codifican las herejías, definen toda la amplia tipología de herejes (sospechosos, convencidos

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o probados —penitentes o impenitentes—, y, dentro de éstos últimos, inconfesos o perseverantes relapsos y fautores). En definitiva, la excepcionalidad de la Inquisición no le viene tanto de las irregularidades procesales cuanto de la elasticidad de la herejía como fuente de irregularidades y de discrecionalidades de los jueces. “La ambigüedad jurídica del delito que amparaba aquella inseguridad no era inocente. No se trataba tanto de una imposibilidad material de precisar los conceptos como de una manera de preservar mejor los intereses del poder”, como ha señalado Virgilio Pinto.

Balance final La crítica más dura que se ha escrito en los últimos años del procedimiento inquisitorial la reflejó José Manuel Pérez-Prendes: Hablando en términos jurídicos, el proceso del Santo Oficio socavó las garantías del acusado para aumentar la discrecionalidad judicial. Eliminó la dignidad de la persona, mediante el engaño en los interrogatorios y la aplicación de la tortura. Primó un clima social donde se recompensaba la delación y se sembraba la desconfianza hasta en los reductos más íntimos de la convivencia humana. Recompensó al juez desleal y tramposo en su trato con los acusados y testigos. Degradó a los abogados reduciéndolos a negociaciones de multas y confidentes de los inquisidores. Practicó en fin una especie de terrorismo jurisdiccional del que no se derivó, porque no existía en él, ningún valor socio-jurídico que pudiese incorporarse al progreso del Derecho procesal en sus fundamentos rectores. […] En la historia general de las formas procesales, el procedimiento diseñado por el Santo Oficio significa una involución y un retroceso. Se ha alegado que fue un mal menor dados los estragos religiosos que podía causar la poda de las herejías en el seno del catolicismo en general y de la unidad religiosa nacional en particular. Pero la ceñida violación de la libertad humana que el Santo Oficio realizó por sistema, ni es fundamento verdadero de ninguna fe religiosa, ni deja de usar el derecho como un instrumento de dominación de unas creencias confesionales sobre otras […] Se ha escrito que el Santo Oficio se desenvolvió en coordenadas históricas concretas, que fue obra

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de su tiempo […] pero constituye una falacia hermenéutica ignorar que en los mismos días se estaban dando pasos decisivos en la formulación de los derechos humanos, la crítica a los excesos del poder político sobre los súbditos, la defensa de las identidades culturales de diferentes grupos humanos. Si los críticos del Santo Oficio (Pulgar o Talavera) no lograron éxito como tampoco lo tuvo algún Pontífice escéptico, fue culpa del terror de la Inquisición. […] Se ha argumentado que el número de víctimas causado no es superior al engendrado por las guerras de religión […] Pero argumentos cuantitativos como esos no afectan en absoluto a la realidad de la cosa juzgada. La intrínseca perversidad de la Inquisición residía en su naturaleza de instrumento que legitimaba el uso de la maldad. Se ha señalado que amparados en la discrecionalidad pudieron los inquisidores hacer un uso benigno del arma procesal […] Pero ni la bondad personal de un juez o de muchos genera un sistema procesal más justo, ni el fervor por sincero que sea, puede justificar arrollar la dignidad, la fortuna y la familia de quien no la comparte […] tampoco el error de la Inquisición reside en no haber desaparecido antes. El error fue que haya existido alguna vez.

Pero frente a estas críticas, en los últimos años también se han desarrollado argumentos que intentan matizar, al menos, la tan negativa imagen del procedimiento inquisitorial. El balance que trazó Dedieu del procedimiento inquisitorial a la luz de su conocimiento del tribunal de Toledo es matizadamente apologético: Un procesamiento que no hubiera respondido a una fuerte demanda social, a una aspiración profunda, a una convicción de las poblaciones concernidas, no hubiera podido mantenerse intacto y vivo […]; La Inquisición daba una imagen de tribunal de excepción, fuera del derecho común, su sitio está previsto en el sistema, en el interior de una categoría coherente con su lógica profunda. No es un tribunal como los otros. Está situado sobre el límite, en la extremidad de los ejes, en el lugar en el que se conjugan gravedad máxima del delito, gravedad de las penas atribuidas, facilidades a la acusación e independencia máxima de las presiones personales, sociales y locales. Es un tribunal terrorífico, pero nunca un cuerpo extraño, absurdo e incomprensible, un instrumento de opresión. El sistema que se ha sabido 42

dotar de garantías civiles ha previsto su sitio […] Yo no he visto condenar acusado sin plena prueba y las discusiones entre jueces y consultores, cuando se sopesaban, eran extremadamente ajustadas. Una proporción increíblemente elevada de denuncias era clasificada sin continuidad, sea porque el hecho denunciado no competía a la jurisdicción del Santo Oficio o porque los testimonios reunidos no bastaban para formar las pruebas […] El trabajo de los jueces era minuciosamente verificado […] Superados los excesos de los primeros años el Santo Oficio buscaba hacerse inatacable desde el punto de vista procesal.

Desde luego, la cuantificación de las sanciones penales otorgadas por la Inquisición ha contribuido a configurar una imagen de la Inquisición ciertamente más dulce o menos dura. La pena de muerte era aplicada por la Inquisición a pertinaces y relapsos. Dejaba al hereje la posibilidad de evitar la pena de muerte “siempre que confiese y manifieste su arrepentimiento de forma suficiente”. Las sanciones penales en el marco de la jurisdicción ordinaria no dejaban este margen. Las Partidas y la Novísima recopilación sancionaban con pena de muerte la herejía genéricamente y expresamente a los judeoconversos, sortílegos y hechiceros. A los blasfemos, a través de la legislación secular, se les confiscaban los bienes y se les aplicaban duras penas corporales, incluso las galeras. Los bígamos eran desterrados por cincos años, perdían sus bienes y se les marcaba la frente con una Q y, desde 1548, eran enviados a las galeras por cinco o diez años. Es evidente que fue en los primeros años cuando el número de condenados a muerte por la Inquisición fue mayor. Los datos fragmentarios con los que se cuenta en Valencia o en Toledo hasta 1520 son terroríficos. Familias enteras y pueblos casi al completo fueron barridos. Los judeoconversos fueron la gran fijación de aquellos años. Según W. Monter, que exploró el Abecedario de Relajados de Valencia y el libro Verde de Aragón, antes de 1530 hubo 225 relajados en persona en Valencia y 430 en efigie: un total de 655 relajados. En Toledo, antes de 1530 habría 283 relajados en persona y 428 en estatua. Después de 1560, con la cuantificación que nos han permitido las relaciones de causas se constata que la situación ha cambiado notablemente. J. Contreras y G. Henningsen, de 1560 a 1700 anotan 826 relajados en persona y 778 en estatua: 1,8 % del total significan los primeros y un 1,7 % los segundos. Mayor número en la primera etapa hasta 1615 (637 y 545, respectivamente) y menos de 1615 a 1700 43

(sólo 142 y 205). Dedieu ha definido este tiempo como de prudencia y acomodamiento. Relativamente, claro. Los tribunales de la Corona de Aragón parecen seguir teniendo más condenados a muerte que los de la Corona de Castilla. En total, del 22 % de condenados a muerte hasta 1530 se pasa en el periodo 1531-60 al 0,8 %; en 1560-1620, al 1,4 %; en 1621-1700, al 2 %. El mayor número de condenados a muerte se dio en Valencia, seguida de Zaragoza y Sicilia. Moriscos y delitos sexuales contra natura son los más penalizados con la pena de muerte. El 60,3 % de los condenados a muerte en persona en Valencia, de 1566 a 1620, fueron moriscos; y en Zaragoza, el 48,2 % de las sentencias de muerte se aplicó a moriscos. No fueron, curiosamente, los tribunales con más moriscos los que tuvieron entre sus moriscos procesados mayor proporción de condenados a muerte. La pragmática de los Reyes Católicos de 1497 preveía el fuego para los crímenes contra natura. Sólo el 16,3 % de los casos de sodomía en la Corona de Aragón suscitaran la pena de muerte; el bestialismo fue castigado con esta pena en un 21 %. La pena de galeras sancionaba, también, más el bestialismo que la sodomía. Los jueces, a la hora de imponer la pena capital, distinguen calidades de perfección (coito homosexual) o de imperfección (coito heterosexual). El gran período de condena a muerte por cuestiones sexuales fue 1570-90, pero la represión se prolonga en Valencia hasta 1625, con nada menos que quince sodomitas quemados en un auto de fe en ese año. El tribunal más suave fue el de Barcelona que no condenó a muerte más que a cuatro sodomitas incondicionales y un zoófilo, y ello en el período 1607-1608. Después sólo será quemado, en 1665, el zoófilo Joan Poch. De los seis condenados, sólo dos son catalanes. El aspecto xenófobo de la represión se constata, una vez más, en el hecho de que en toda la Corona de Aragón el 30,2 % de los zoófilos enviados a la hoguera eran franceses. Los condenados a muerte son jóvenes. La mitad en torno a los 30 años y muchos tenían menos de 25 años, edad mínima legal establecida para la condena a muerte en caso de herejía. El condenado a muerte más viejo fue fray Antonio de León, un eremita sodomita de Ulldemolins que tenía 80 años. En el siglo XVIII, el número de condenados a muerte que nos consta experimenta cambios significativos. En la Granada de Garda Ivars, el porcentaje de condenados a muerte en persona pasa del 0,9 % en el siglo XVII, al 4,2 % (41 relajados en este siglo); y de 0,6 % en efigie en el siglo XVII se pasa al 3,9 % (38 en total). Ni Dedieu para Toledo, ni De Prado para Valladolid, ni Fajardo para Canarias, nos dan cifras globales de condenados a muerte en este período. 44

Pero no sólo las cifras de condenados a muerte determinan la agresividad penal. Muchas veces los tribunales con mayor número de relajaciones al brazo secular tenían al mismo tiempo el mayor número de absueltos y suspensos; es decir, el otro extremo de la sanción penal. La cuantificación de la sanción penal debe analizarse en la totalidad de todos sus indicadores: desde las penas físicas (prisión, galeras, látigos, exilio) a las espirituales y sociales, pasando por la tortura. La tortura se aplicó, en el tribunal de Valencia, al 23,9 % de los procesados del período de 1566 a 1620, la mayor parte de ellos, por cierto, moriscos, con predominio neto de hombres sobre mujeres. La discriminación sexual a la hora de aplicar las sanciones penales más gravosas fue incuestionable en la Inquisición. Siempre nos ha llamado la atención la curiosa insistencia de Puigblanc en resaltar la dureza que la Inquisición tuvo hacia las mujeres: Si no es disimulable en un tribunal la dureza con los reos generalmente hablando, es absolutamente imperdonable quando la extiende a personas del bello sexo. Horroriza la multitud de víctimas de esta clase que sus autos presentan inmoladas no tanto por sus opiniones, quanto por el antojo y crueldad de los inquisidores […] Pasaron de treinta millas supuestas Circes y Medeas que la Inquisición envió al brasero en el espacio de 150 años. Aun quando la tierna edad y la hermosura se unieran a la amabilidad del sexo no pudieron ablandar las duras entrañas del orgulloso inquisidor.

La verdad es que el protagonismo de las mujeres en el conjunto de los procesos inquisitoriales fue muy alto entre los conversos (en Toledo, según Dedieu, osciló entre el 40 y el 47 %), entre los moriscos (16-41 %), en el iluminismo (23-50 %) y, naturalmente, en la brujería (52-64 %); pero, en cambio, fue muy bajo entre los protestantes (3-5 %), las ofensas contra el Santo Oficio (10-19 %), las proposiciones heréticas (3-8 %) y la bigamia (15-25 %). Pero la sanción penal tuvo criterios discriminatorios contra el sexo, contrariamente a lo que dice Puigblanc. En Barcelona, de 1561 a 1600 ninguna mujer fue condenada a muerte. Incluso el tormento se les aplicó menos: se han llegado a cuantificar las vueltas de cordel del tormento con un máximo de 10 en el caso de las mujeres y 22 en el caso de los hombres. La discriminación positiva a favor de la mujer parece un hecho incontrovertible. •

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Bibliografía AGUILERA BARCHET, Bruno. 1993. “El procedimiento de la Inquisición española” en: Joaquín Pérez Villanueva y Bartolomé Escandell Bonet (directores), Historia de la Inquisición en España y América. Madrid: vol. II. DEDIEU, Jean-Pierre. 1997. “L’Inquísition et le droit. Analyse formelle de la procedure inquisitoriale en cause de foi” en: Mélanges de la Casa de Velázquez. España: T. XXIII. EIMERIC, N., PEÑA, F. 1983. El Manual de los Inquisidores. Madrid: Louis Sala Molins (ed.). ESCUDERO LOPEZ, José Antonio (ed.). 1989. Perfiles jurídicos de la Inquisición española. Madrid: Instituto de Historia de la Inquisición, Universidad Complutense. GARCIA CARCEL, Ricardo y MORENO MARTINEZ, Doris. 2000. Inquisición. Historia Crítica. Madrid: Temas de Hoy. GACTO FERNÁNDEZ, Enrique. 1989. “Aproximación al Derecho penal de la Inquisición” en: José Antonio Escudero López (coord.), Perfiles jurídicos de la Inquisición española. Madrid: Instituto de Historia de la Inquisición, pp. 75-194. LLORENTE, Juan Antonio. 1995. Los procesos de la Inquisición. Discurso sobre el orden de procesar en los tribunales de la Inquisición Pamplona: Eunate SA, edición crítica de Enrique de la Lama. PÉREZ-PRENDES MUÑOZ DE ARRACO, José Manuel. 1994. “El procedimiento inquisitorial (Esquema y significado)”, en AA. VV., Inquisición y conversos. Conferencias dictadas en el III Curso de Cultura Hispano-Judía y Sefardí. Toledo: Asosiación de Amigos del Museo Sefardí. PUIGBLANCH, Antonio. 1968. La Inquisición sin máscara. Madrid: s. d. TOMÁS Y VALIENTE, Francisco. 1969. El derecho penal en la monarquía absoluta. Madrid: s. d.

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Un centauro de corona e iglesia. La dimensión jurisdiccional del Santo Oficio Bernat Hernández* Universitat Autònoma de Barcelona • España La naturaleza de la Inquisición ha sido un tema polémico que ha generado multitud de páginas de debate. En las Cortes de Cádiz, diputados conservadores y abolicionistas del Santo Oficio discutieron profusamente sobre la cuestión en enero de 1813. Los diputados conservadores, partidarios de la continuidad de la Inquisición, defendieron la naturaleza eclesiástica del Santo Oficio con la intención de negar competencias a las Cortes de Cádiz para decidir sobre su destino. Los diputados liberales respaldaron argumentos de signo contrario. El 16 de enero de 1813 el Congreso resolvió, por mayoría de 90 contra 60 votos, que la Inquisición era incompatible con la Constitución. A partir de la desaparición de la Inquisición, la polémica sobre la naturaleza del Santo Oficio cambió de escenario. Si antes el problema se había situado en la voluntad de patrimonializar la identidad de la Inquisición para tener legitimidad en la decisión sobre su futuro, ahora los juicios estaban contaminados por la voluntad de adjudicar la *GREHC (Grup de Recerca d’Estudis d’Història Cultural), Universitat Autònoma de Barcelona. Este trabajo se inscribe en los proyectos de investigación HAR201128732-C03-01 y FFI2011-25540, del Ministerio de Economía y Competitividad de España.

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responsabilidad-culpabilidad al contrario. Las primeras opiniones las protagonizaron pensadores no españoles. El católico conservador conde Joseph de Maistre, en sus Lettres à un gentilhomme russe sur l’Inquisition espagnole (1815), precisaba que todo lo malo de la Inquisición correspondía al gobierno: Separemos, pues, y distingamos con mucha exactitud, cuando tratamos sobre la Inquisición, la parte del gobierno de la de la Iglesia. Todo lo que el tribunal muestra de severo y espantoso, en especial la pena de muerte, corresponde al gobierno; es su cometido, le corresponde, y es a él a quien hay que pedirle cuentas. Por el contrario, toda la clemencia, que desempeña un papel tan importante en el tribunal de la Inquisición, corresponde a la acción de la Iglesia, que sólo se implica en los suplicios para suprimirlos o hacerlos más liviano.

Y termina concluyendo que la Inquisición era un tribunal esencialmente regio (MAISTRE, Lettres à un gentilhomme russe sur l’Inquisition espagnole, 1836, pp. 26-27). Leopold von Ranke ratificará esta consideración del tribunal como poder real que se servía de un pretexto religioso. El rey nombraba a los Inquisidores Generales, las ventajas de las incautaciones de bienes eran para el fisco y el poder de la Inquisición fue capitalizado por la monarquía. Los historiadores alemanes se sumaron a esta creencia (Karl Josef von Hefele, Joseph Hergenrother) igual que los franceses. Así lo expresaba también François Guizot en su Histoire Générale de la Civilisation en Europe (1838), comparando las monarquías gala e hispánica: “Como en Francia, [en España] la realeza se extiende y se consolida; algunas instituciones más duras, y de nombre aún más lúgubre, le sirven de apoyo: en vez de los parlamentos, es la Inquisición la que nace. Contenía en germen lo que ha acabado por ser; aunque no lo era al comienzo: fue en principio más política que religiosa, destinada a mantener el orden más que a defender la fe” (GUIZOT, Histoire générale de la civilisation en Europe depuis la chute de l’Empire romain jusqu’à la Révolution Française, 1839, p. 95). La historiografía española se dividió al respecto. A comienzos del siglo XIX, Juan Antonio Llorente había postulado el carácter político del tribunal, como heredero que era de las corrientes regalistas del siglo XVI. Pero en su beligerancia crítica contra el Santo Oficio, expuso asimismo la tesis de la “desobediencia mixta” del tribunal hacia la ju48

risdicción real y la eclesiástica. Juan Manuel Ortí y Lara, en su libro La Inquisición (1877), defendió su carácter eclesiástico, y Francisco Javier García Rodrigo, en su Historia verdadera de la Inquisición (1876-1877), subrayaba el carácter mixto del tribunal insistiendo en que se trata de un “tribunal eclesiástico investido de armas seculares”. Pronto, los alemanes se dividieron también en la conceptualización del Santo Oficio. Pius Bonifacius Gams o Ludwig Pfandl, defendieron la consideración de tribunal político; Ludwig von Pastor y Ernst Schäfer, la opinión contraria. Ya en el siglo XX, la historiografía protestante optó por cargar la responsabilidad a la Iglesia. Así, el norteamericano Henry Charles Lea subrayaba el carácter eclesiástico en el momento de la fundación inquisitorial y la trascendencia de las bulas papales que regularon la institución a lo largo de la historia, aunque reconociera la colaboración importante del poder secular de la Corona en el funcionamiento del tribunal. La historiografía eclesiástica española, por el contrario, de Bernardino Llorca a Miguel de la Pinta Llorente, tendió a subrayar las connotaciones políticas del Santo Oficio por más que se reconociera la legitimidad eclesiástica original. Toda la historiografía de los años sesenta y setenta del siglo XX ha supuesto la tesis de la naturaleza mixta del tribunal. La posición especialmente representativa de esta postura fue la ponencia de Francisco Tomás y Valiente expuesta en el Congreso sobre la Inquisición celebrado en Cuenca (España) en el año 1978 (TOMÁS Y VALIENTE, 1980, pp. 41-60). Sus conclusiones han sido asumidas por toda la historiografía posterior: a. Que tanto las clases poderosas como la monarquía y la Iglesia católica son responsables ante la historia de la creación y la persistencia de la Inquisición, sin que los apologetas de la Iglesia puedan defender a ésta atribuyendo sólo al brazo secular los excesos y los procedimientos habituales del Santo Oficio, como si la Iglesia nada hubiera tenido que ver en todo ello. b. Que al estudiar la organización y el funcionamiento de la Inquisición hemos de hacerlo partiendo de la idea de que tal instituto no fue un organismo más del Estado absolutista, sino una entidad muy peculiar dentro del mismo, mixta en su esencia y con tendencia a autogobernarse y a proceder con autonomía.

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c. Que para comprender el entramado institucional de la Inquisición y su funcionamiento punitivo y procesal es inexcusable ponerla en continuo contacto con las instituciones políticas, procesales y penales de cada reino hispánico y con las de la monarquía común a todos ellos, pero también con el Derecho canónico y muy en particular con el Derecho procesal canónico.

La Iglesia actual ha evolucionado en los últimos años en su consideración de la naturaleza de la Inquisición. Si a lo largo del siglo XX la Iglesia rehuyó la vinculación a la Inquisición (San Pío X en 1908 sustituyó el nombre de Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición, creada en 1542, por el de Sagrada Congregación del Santo Oficio; Pablo VI, en 1965, lo cambió, a su vez, por el de Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe), ahora ha cambiado su posición al respecto. Desde 1988 la Congregación perdió el adjetivo de Sagrada. El Simposio sobre Inquisición tenido en el Vaticano en 1998 proporciona asimismo un buen panorama de sus planteamientos actuales. Ante todo, se asumió plenamente la naturaleza eclesiástica de la Inquisición. Por primera vez, la Iglesia no trasladaba la responsabilidad de la Inquisición a otros poderes seculares y, de este modo, admitía también su propia responsabilidad histórica.

La ambigüedad jurisdiccional Para entender la Inquisición hay que situarla en el conflicto discontinuo de poderes del Antiguo Régimen, que unas veces fueron complementarios y otras fueron incompatibles. En la selva de potestades y jurisdicciones del Antiguo Régimen, la Inquisición fue un poder más. Activo, por una parte, en tanto que beligerante ante un magma borroso llamado herejía; pasivo, por otro lado, en tanto que beneficiario de un gran conjunto de exenciones de privilegios judiciales, penales, fiscales y de representación. Todo ello le permitía situarse en los márgenes del sistema establecido, regulado por los dos grandes poderes: Iglesia y Monarquía. La Inquisición fue un poder que basó su legitimidad fundamental en sus desdibujadas señas de identidad, a su vez motivadas por la oscuridad del objeto de la herejía que le servía de coartada. Fue justamente su medido carácter ecléctico, la indeterminación de su naturaleza, la fuente básica de su poder. Más que de la jurisdicción 50

mixta de que escribió Francisco Tomás y Valiente, habría que hablar de jurisdicción mixtificada o mixturada, como decía el obispo de Girona, García Gil Manrique Maldonado, en el siglo XVII: “en la persona del Inquisidor General, Consejo y tribunales correspectivos están las jurisdicciones mixturadas y incorporadas unas en otras”. Esta mixtificación, esta indefinición, esta confusión, fue la clave del poder inquisitorial. El campo de su actuación y su autoridad se expresó siempre en términos de jurisdicción imprecisa. El mismo Tomás y Valiente lo sintetizó, incluyendo también los condicionantes sociales: “Si puede decirse que cumplió los fines que la monarquía y las oligarquías dominantes consideraron políticamente convenientes, también es cierto que llegó a configurarse casi como un poder autónomo dentro del Estado y asimismo que nunca rompió sus ligaduras con la sede pontificia” (TOMÁS Y VALIENTE, 1995, p. 45). Una indefinición que permitía una pluralidad funcional de usos. La capacidad camaleónica de la Inquisición para revestirse de tal o cual legitimidad en su ejercicio de poder implacable fue extraordinaria. Los inquisidores ejercieron como eclesiásticos cuando les interesó; como sui géneris, de específica y privilegiada jurisdicción, cuando les convino. Dependió del medio en el que se movieron o, mejor expresado, del enemigo con el que se enfrentaron. La jurisdicción eclesiástica se ocupaba, en teoría, de los asuntos propiamente espirituales, a diferencia de la jurisdicción seglar, cuyo ámbito de acción se hallaba ligado a lo temporal o transitorio. En la práctica, la Iglesia juzgaba todo tipo de delitos cometidos por sus representantes: los superiores de las órdenes monásticas tenían competencia sobre el clero regular, y los tribunales episcopales, sobre el clero seglar. En cuanto a los delitos cometidos por el resto de la población, los límites de la jurisdicción eclesiástica no se hallaban completamente definidos. Según Jerónimo Castillo de Bobadilla, que escribe a fines del siglo XVI, la jurisdicción eclesiástica se ocupa de temas laicos como la violación de la paz pública o de la inmunidad eclesiástica, el escándalo, la tiranía de los señores sobre sus vasallos, el robo, el juego, la mentira —falsos clérigos, falsos limosneros, falsas reliquias, falsos milagros, falsos pesos y medidas, falsos documentos, toda esta insistencia en la vigilancia del engaño revelaba una obsesión muy característica de la Iglesia por reservarse el poder de decidir sobre qué era lo auténtico—, la simonía, el quebranto de juramento, el sacrilegio, el vender armas a los “enemigos de la fe” o tratar con ellos en tiempo de guerra, la usura, la inobservancia de las

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fiesta religiosas, etcétera. Pero junto a esos y otros delitos, reservados únicamente a la justicia de los eclesiásticos, existían los que los juristas de la época denominaban res mixtae, esto es, asuntos en los que se mezclaban las facetas temporal y espiritual, o que atañían tanto a la Iglesia como al Estado. Los delitos que se consideraban englobados dentro de dicha categoría pertenecían al llamado mixti fori (fuero mixto) y podían ser juzgados por todo tipo de tribunales, ya fueran seglares o eclesiásticos. Para evitar posibles conflictos, se reconocía que el derecho a juzgar tales crímenes de difícil definición pertenecía al primero que iniciara el procedimiento. En palabras de Jerónimo Castillo de Bobadilla: “En los casos mixti fori en que el juez eclesiástico y el seglar tienen jurisdicción, pertenecerá el conocimiento al que dellos previniere la causa, lo qual se confirma por una Constitución de Pío V del año 1566”. El propio Castillo de Bobadilla constata los problemas de conflicto jurisdiccional: “siempre ay quexas y controversias entre los súbditos de que se detrahe y defrauda a la jurisdicción propia y se amplia y prorroga la agena”; y termina haciendo genuflexiones: “mi ingenio es corto, aunque la intención es sana y por ninguna vía o manera es de mi ánimo detraher o derogar en algo a la jurisdicción, costumbre, privilegio o libertades eclesiásticas, me sujeto siempre […] a la corrección de la Santa Madre Iglesia, la qual si determina y siente otra cosa, eso mismo siento y determino yo” (CASTILLO DE BOBADILLA, Política para corregidores, y señores de vasallos en tiempo de paz y de guerra, 1775, pp. 635 y 657 respectivamente). Pero, aparte de los tribunales eclesiásticos, la Inquisición tuvo que luchar contra la jurisdicción del confesor-juez. La competencia, que fue muy fuerte en Italia, como han destacado Adriano Prosperi (1995, pp. 61-85) y Stefania Pastore (2001, pp. 231-258), fue menor en España. El tema de la posibilidad de absolución en fuero interno de la culpa por parte de los confesores se planteó formalmente por parte de los obispos tridentinos Pedro Guerrero y Martín de Ayala a mediados del siglo XVI, en sus iniciativas pastorales respecto a los moriscos, al mismo tiempo que se desarrollaba una red de misiones populares y se intentaba potenciar una Inquisición alternativa de signo episcopaliano. El modelo de confesión sacramental privada frente a la confesión-abjuración de la herejía como delito público fue también promocionado por los jesuitas que tuvieron el privilegio de poder absolver in foro conscientiae a los que hubieran cometido delito de herejía; privilegio al que finalmente se vieron obligados a renunciar en 1593. El Concilio de Trento, en no-

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viembre de 1563, en su 24ª sesión, legitimaba a los obispos para poder absolver in foro interiori de la culpa de la herejía. Como decía el jesuita Pedro González de Mendoza, era el obispo “el Inquisidor ordinario y el más legítimo pastor de las almas”. Ello supuso paralelamente la promoción de alternativas pastorales como la corrección fraterna, alejadas del procedimiento inquisitorial. Pero esta proyección de la Inquisición no tuvo continuidad. A fines del siglo XVI, el sueño de “otra Inquisición” no era más que un delirio mental en cabezas lúcidas como la del padre José de Sigüenza. Pero una cosa era la jurisdicción; otra, el poder efectivo.

El tercer poder inquisitorial En el terreno de las legitimidades, el Papa tuvo la última legitimidad sobre la Inquisición; el Rey tuvo la capacidad de nombrar al Inquisidor General, el control de los recursos y el poder de decidir en los pleitos jurisdiccionales. Pero esa capacidad del rey tampoco era la misma en la Corona de Castilla que en la Corona de Aragón. En Castilla el rey tuvo iniciativa legislativa, facultad de imponer el procedimiento penal inquisitivo, con independencia de las partes; en la Corona de Aragón, no. En Castilla, la Inquisición, como ha dicho Jaime Contreras, era un complemento del derecho penal; en Aragón era algo contra natura, contra los fundamentos del pactismo, y por ello necesitó más que en ninguna parte de la coartada eclesial. Se ha hablado mucho de la instrumentalización política del Santo Oficio. Se ha citado hasta la saciedad el caso Antonio Pérez como testimonio de la manipulación interesada de los resortes del poder inquisitorial por parte del rey. Dejando aparte que el ahondamiento en el estudio del caso Antonio Pérez demuestra los propios límites de ese absolutismo monárquico, creemos que se debe reiterar que el problema de la Inquisición no radica en la utilización política de lo religioso, sino en la intraeclesialidad de lo político. Lo señaló Antonio Domínguez Ortiz con su habitual sagacidad: La imagen bifronte de un soberano que estaba revestido de poderes espirituales y temporales era reflejo de una sociedad en la que lo sagrado y lo profano se mezclaban; nunca se llegó a la identificación entre ambos dominios que se aprecia (con nefastas consecuencias) en el Islam; el poder civil siempre 53

mantuvo su autonomía en la cristiandad, pero la línea divisoria no se percibía con claridad; no sólo había intromisiones eclesiásticas en la vida civil; el caso opuesto era frecuentísimo, tanto en las más altas instancias como en las más bajas; si, por ejemplo, los ‘capítulos de corregidores’ les encargaban el castigo de los pecados públicos, había ordenanzas municipales en las que pueden leerse disposiciones realmente pintorescas; en plena Ilustración (1785) las ordenanzas de Fiñana, un pueblecito de Almería, disponían que sus vecinos no sólo guardasen los mandamientos de la ley de Dios sino que defendiesen el misterio de la Inmaculada Concepción (que aún tardaría muchos años en ser objeto de definición dogmática), ‘y si alguno creyere lo contrario y fuese pertinaz y endurecido incurra en las penas establecidas por las leyes que tratan de los herejes’ (DOMÍNGUEZ ORTIZ, 1997, p. 1590).

Lo dejó también muy claro Francisco Tomás y Valiente: Lo que explica la existencia misma de la Inquisición es la no separación radical durante los siglos XV al XVIII entre Estado e Iglesia, sino por el contrario la existencia de lo que Maravall ha llamado con pleno acierto ‘el proceso de estatalización de la Iglesia’. En ese clima hay que situar al Santo Oficio. Estado e Iglesia católica-española no constituían una misma entidad, por supuesto que no; pero eran esferas de poder que se disputaban la primacía del mismo, que rivalizaban por tal motivo entre sí y que por otra parte tendían a ejercer su respectivo poder en una misma línea: la conservación del orden estamental, del sistema social establecido, de la unidad política y religiosa, de la vigencia de unos valores con exclusión intransigente de otros (1999, p. 17).

La configuración de la unidad corporativa y gregaria de fieles; la doctrina convertida en dogma; el compromiso de la definición pública de la identidad religiosa; el principio de que ofender a Dios dañaba en su raíz los fundamentos del orden social en tanto que pecado moral, delito social y ofensa personal; tienen orígenes remotos que se remontan a los principios de la constantinización eclesiástica. La Inquisición moderna se nutrió de la identificación de intereses entre Iglesia y Estado lo mismo que ya había hecho la Inquisición medieval. La gran novedad radicó en que la Reforma abrió el sentido de la 54

competencia confesional, convirtió a los fieles-súbditos en potenciales clientes, con la angustia de la amenaza de la pérdida del monopolio por parte de los viejos propietarios y convirtió Europa en un gigantesco mercado religioso. La Inquisición lo que hizo fue simplemente sujetarse a lo que se le pidió en cada momento, buscando siempre blindar el mercado clientelar, eso sí, con progresiva voluntad de autonomía; y volvemos a citar a Francisco Tomás y Valiente: “Si puede decirse que cumplió los fines que la monarquía y las oligarquías dominantes consideraron políticamente convenientes, también es cierto que llegó a configurarse casi como un poder autónomo dentro del Estado y asimismo que nunca rompió sus ligaduras con la sede pontificia”. El poder inquisitorial se movió, pues, permanentemente en la órbita de los otros dos poderes, que representaron la Iglesia y el Estado, pero nunca fue satélite de ninguno. Los máximos poderes de la Inquisición fueron compartidos. La Inquisición tuvo una dirección dual: el Inquisidor General y el Consejo de la Suprema. El nombramiento del Inquisidor General correspondía al Papa que lo hacía tras la presentación efectuada por los reyes, como en el caso de los obispos. Esta facultad monárquica se trataba de una jurisdicción delegada del Papa. Al Inquisidor General competía el nombramiento de delegados para un determinado territorio, la elección del personal subalterno, designando todos los cargos y miembros de la burocracia, y la dirección de las actividades inquisitoriales. Aprobaba o anulaba las sentencias de los tribunales territoriales (todas las cuestiones de gracia dependían de él, por lo que controlaba la conmutación de penas) y presidía las congregaciones del Santo Oficio y las sesiones del Consejo. Era, asimismo, juez de apelaciones, incluso de aquellas causas en cuya tramitación había intervenido el ordinario del lugar. Todo un poder absoluto dentro de la propia Inquisición. La del Inquisidor General fue siempre una jurisdicción delegada del Papa. Ello le dio un poder superior a la jurisdicción ordinaria de los obispos. La Inquisición sólo estuvo sujeta al derecho inquisitorial. Podía proceder contra cualquier autoridad eclesiástica, incluyendo obispos y arzobispos. En este ámbito surgió algún problema con Torquemada por las tirantes relaciones de éste con determinados obispos. Según una bula de Bonifacio VIII, le estaba vedado a la Inquisición procesar a un obispo o clérigo investido de dignidad eclesiástica superior. Pero estas limitaciones jurídicas las obvió sistemáticamente la Inquisición con la coartada de la excepcionalidad para tratar a cualquier sospechoso

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de herejía. El caso del arzobispo Carranza en el siglo XVI o el de Antonio Trejo, obispo de Cartagena, en conflicto con la Inquisición de Murcia en el siglo XVII, con resultados distintos, son algunos de los que podrían citarse. Tampoco faltaron los conflictos con la administración real, sobre todo por los problemas de excomunión que generaba cualquier medida que tocara al fuero de la burocracia inquisitorial protegida bajo el manto protector del Inquisidor General. El rey podía destituir al Inquisidor General, pero el proceso generado era muy largo y no exento de fricciones con Roma. Al cardenal Zapata se le obligó a renunciar y la designación del sucesor llevó más de dos años. De los 45 Inquisidores Generales entre 1480 y 1818, 16 dimitieron o fueron cesados. Diego de Deza fue el primero de ellos, lo que revela que la sintonía entre el rey y el Inquisidor General distó de ser siempre armónica. La adscripción de los Inquisidores Generales a tal o cual grupo de presión en medio de la batalla entre los patronazgos y las clientelas propias de las élites del poder del momento fue evidente y ello condicionó los diseños curriculares. El Consejo de la Suprema, en cambio, tuvo una fisiología muy distinta. En contraste con los demás Consejos, el rey desde luego no elegía directamente sus miembros. La elección real estaba limitada a las propuestas del Inquisidor General, quien concedía el título y tenía siempre la decisión en última instancia. Las pretensiones del rey por controlar absolutamente los nombramientos fueron frenadas por algún Inquisidor General, como Diego de Arce y Reynoso en el siglo XVII. La inserción del Consejo de la Inquisición en el sistema polisinodal español en cualquier caso es bien patente. Incluso dos miembros del Consejo de Castilla asistían regularmente a las sesiones vespertinas del Consejo de la Inquisición. En el orden de prelación jerárquica entre los diversos Consejos, el de la Inquisición ocupaba el tercer lugar. La dialéctica del Inquisidor General y del Consejo no fue fácil. La dualidad inquisitorial se apoyaba en la singular dicotomía del objeto herético y, como tal, en su función religiosa —que representaba el Inquisidor General— y en el aparato de funcionamiento interno propio de la administración real —que representaba el Consejo. El pensamiento regalista, como ha destacado Roberto López Vela, tendió a convertir el Consejo —un cuerpo burocrático más del régimen polisinodal— en el órgano controlador de la jurisdicción del inquisidor general. Desde la óptica eclesiástica, las resistencias a este imperialismo del Consejo fueron fuertes, intentando reducir el papel del rey al de mero patrono

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protector de la Iglesia. En el siglo XVI, la dialéctica se mantuvo dentro de un cierto equilibrio, aunque la correlación de fuerzas nunca fue la misma en los siglos posteriores. Por último, hay que tener presente que la naturaleza de la Inquisición estuvo en función de las fluctuaciones que experimentaron las relaciones entre monarquía y papado. La dialéctica entre Madrid y Roma no fue precisamente idílica. Sus muchas tensiones condicionaron la función de la Inquisición erigida su jurisdicción muchas veces en trofeo de la victoria de unos sobre otros en sus correspondientes contenciosos. El regalismo español es antiguo. Ahí están el patronato regio (derecho de presentación de obispos, abadías y dignidades), el exequator (todas las disposiciones eclesiásticas debían pasar por el Consejo Real antes de su publicación), los beneficios y subsidios eclesiásticos (tercias-diezmos, bula de la Santa Cruzada), que databan del reinado de los Reyes Católicos. La Inquisición va a ir perdiendo, a lo largo de los siglos XVI y XVII, las señas de identidad que habían caracterizado su desarrollo desde los tiempos de Torquemada, una identidad fundamentada en la sincronización de intereses de la Iglesia y el Estado, con personalidades fuertes, con Inquisidores Generales garantes del equilibrio entre las múltiples presiones recibidas y un proyecto en el que la función pública del hecho religioso constituiría el eje legitimador del Santo Oficio con la confusión súbditos-fieles, pecado moral-delito político, salvación-servicio público. Todo ello va a ir rompiéndose poco a poco a lo largo del siglo XVII con una Inquisición que oscila de bandazo en bandazo entre los dos poderes en juego.

Coda En este espacio jurídico impreciso, indefinición que no le fue exclusiva sino común a la de otras corporaciones y estamentos, se inscribieron la institución inquisitorial y sus integrantes. Asimismo, el entramado legal del Antiguo Régimen, cuyos fundamentos eran la desigualdad y el privilegio estamental, incrementó los conflictos entre los diferentes poderes. Las controversias jurisdiccionales entre la Inquisición, híbrido de la Iglesia y la Monarquía, fueron constantes. Esto se reflejó especialmente a lo largo de las sucesivas fundaciones inquisitoriales; entendiendo

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en este plural los orígenes del Santo Oficio a fines del siglo XVI y, en la armazón territorial de la Monarquía Hispánica, las instauraciones inquisitoriales en reinos incorporados, como pudieron ser, a modo de ejemplo, Portugal y las Indias. En su momento fundacional, cabe recordar cómo las aspiraciones de los Reyes Católicos a la uniformidad religiosa de sus súbditos fueron cumplidas en el Breve de Sixto IV, de 1478, que concedía a los monarcas el poder de nombrar inquisidores especiales en la diócesis de Sevilla. Un intento posterior del papado de recuperar el control de las prerrogativas inquisitoriales, sin embargo, colisionó con la oposición real. Aunque se alcanzó un acuerdo transaccional, según el cual los inquisidores serían nombrados por la Monarquía pero deberían dar cuenta a los obispos de sus actuaciones, así como permitir a los procesados una apelación última ante Roma, las presiones de los Reyes Católicos para controlar al máximo la nueva institución fueron enormes. En la confirmación de la bula de 1478, el cinco de febrero de 1483, Sixto IV incorporó una reserva determinante al disponer que el arzobispo de Sevilla pudiera juzgar en revisión las condenas pronunciadas por los inquisidores. Pero en la práctica, el Inquisidor General acabó siendo el único juez de apelación. En lo sucesivo, el derecho de persecución de la herejía religiosa del papado quedó enajenado en manos de la Corona en los dominios de la Monarquía Hispánica. La inquisición quedó configurada como una institución de doble naturaleza, un híbrido a manera de centauro entre un papado que la legitimaba periódicamente mediante el nombramiento de los inquisidores, y una Corona que la controlaba en la práctica. La Inquisición, no obstante, también acabó generando un espacio propio que la acabó enfrentando a la propia Monarquía. No podemos olvidar que el Santo Oficio no dejaba de ser un espacio de promoción social para sus miembros. Aunque los intereses personales y los vínculos clientelares de los oficiales e individuos vinculados a la Inquisición fueron los que realmente explicaron la actuación inquisitorial en el ámbito cotidiano, por encima de la propia institución que representaban, estos mismos agentes se acogieron al ámbito jurisdiccional para imponerse en otras potestades políticas. Las controversias del momento fundacional entre Corona y Papado, a fines del siglo XV, se reprodujeron en otro sentido cuando la Inquisición se extendió a otros territorios. En el caso de la incorporación de Portugal, los conflictos jurídicos surgieron por el encaje de la Inquisición portuguesa en el sistema de Consejos de la Monarquía.

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La preferencia de los monarcas de trasladar las órdenes al Santo Oficio de Portugal a través de las figuras de virrey y gobernador pusieron a prueba la independencia jurídica y las conflictivas relaciones de poder con la Corona. La solución pasó por el plano simbólico, al aceptarse la comunicación de órdenes regias a través del virrey de Portugal, pero manteniéndose inflexible la Inquisición portuguesa en cuanto a obedecerle directamente. La misma fricción generaron las cuestiones fiscales relativas al empleo de los bienes confiscados en Portugal. La Corona las usó para el pago de servicios mediante mercedes, mientras que el Santo Oficio reclamó constantemente su independencia en la administración de esos bienes. Finalmente, más allá de una consideración del asunto desde una perspectiva exclusivamente jurídica, el funcionamiento de los tribunales inquisitoriales americanos nos ofrece interesantes conclusiones de la realidad social y política del tema. Como es sabido, los tribunales inquisitoriales de México y Lima se fundaron con casi un siglo de diferencia respecto de los peninsulares. En este sentido, el lapso cronológico transcurrido permitió que la Corona introdujera variaciones en su diseño legal, para evitar los conflictos jurisdiccionales que habían lastrado el transcurrir de la Inquisición a lo largo del siglo XVI. Por ello, las directrices emanadas de la Junta Magna desde la época de Felipe II, a la vez que otorgaban un margen amplio de autonomía a los tribunales de Indias respecto de la Suprema, pretendieron brindarles una situación privilegiada en la estructura gubernativa del Nuevo Mundo. Sin embargo, haciendo una lectura literal, interesada y amplia de las cédulas fundaciones, los inquisidores americanos consideraron a los obispos, virreyes y demás autoridades regias como subordinados a sus prerrogativas de defensa de la fe. Lógicamente, los temidos trances jurisdiccionales no dejaron de menudear, incrementados por los intereses contrapuestos de los diversos grupos de poder criollos y peninsulares. La pertenencia al estamento eclesiástico de los oficiales inquisitoriales derivó también en frecuentes problemas de fuero e inmunidades con los tribunales episcopales que, además, se vieron obligados a renunciar a las prerrogativas de persecución de la heterodoxia que habían disfrutado desde su primera implantación en América. Algo similar ocurrió en los choques jurisdiccionales con los miembros de las órdenes religiosas. A nivel de las autoridades seculares, la Inquisición intentó ampliar sus facultades también sobre materias civiles y criminales que condujeron a serias crisis con algunas audiencias virreinales.

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En general, como ha puesto de manifiesto Alejandro Cañeque, la naturaleza híbrida del aparato normativo de la Inquisición y de su campo de actuación social, nos pone de manifiesto la complejidad del sistema de poder de los virreinatos. Aunque, a la postre, el virrey fuera un soberano máximo, sus capacidades de actuación fueron coartadas por los poderes fácticos de Indias, desde las reales audiencias a los cabildos seculares o eclesiásticos, que se arrogaron los derechos de ayuda y consejo en el gobierno. En ese equilibrio difícil de poderes y potestades, la independencia del Santo Oficio adquirió una relevancia particular. La libertad de los tribunales inquisitoriales indianos respecto del virrey fue revindicada en términos de una autonomía jurisdiccional del Santo Oficio respecto a la misma persona del rey. Como nombrados por un Inquisidor General, el cual era elegido por el Papa, los oficiales del Santo Oficio se refirieron al álter ego del monarca como su patrón y protector, pero en ningún caso como fuente única o directa de su poder jurídico y ejercicio de autoridad en Indias. De esta manera, resolvieron las controversias con los virreyes a través de acuerdos o concordias particulares que delimitaron los ámbitos de actuación partiendo de un plano de casi absoluta igualdad hasta dar lugar a una suerte, como ha señalado Consuelo Maqueda, de “Estado dentro del Estado”. Una expresión rotunda que a la vez que pone en cuestionamiento nuestra concepción tradicional sobre el absolutismo monárquico del siglo XVII, también nos permite concluir el carácter cambiante a nivel jurídico (ora regio, ora eclesiástico) al que se acogía el Santo Oficio en unas sociedades históricas sometidas a constantes negociaciones de autoridad y poder. Como hemos pretendido exponer en este capítulo, el establecimiento de una naturaleza jurídica de la Inquisición ha acabado por ser, ante todo, el reflejo de las cambiantes opciones ideológicas de los historiadores; pero cualquier respuesta nítida en uno u otro sentido (Iglesia y Monarquía) está muy lejos de revelar las complejidades del devenir cotidiano de la institución a lo largo y ancho del imperio hispánico. •

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¿Ángeles o demonios? Los inquisidores, entre historia y opinión1 Doris Moreno Universidad Autónoma de Barcelona • España Buena parte de la pólvora dialéctica de las polémicas sobre Inquisición española se ha gastado en la valoración de los inquisidores, de los representantes de la institución. Juan Antonio Llorente, que había sido oficial del Santo Oficio a finales del siglo XVIII, dejó ver claramente su extracción profesional y en los juicios emitidos sobre los inquisidores puso de manifiesto un cierto corporativismo: la imparcialidad con que escribo se podrá conocer en varias ocasiones en que confesando a los inquisidores un carácter humano y bondadoso, atribuyo los malos efectos a vicios de las leyes orgánicas del establecimiento y no a las personas, con especialidad en los cuatro últimos capítulos, en que siguiendo mi sistema de candor hago ver que los inquisidores del reinado de Fernando VI, Carlos III y Carlos IV han sido tan distintos 1 Una versión de este texto se publicó en CARRASCO, Raphaël (ed.). 2002. L’Inquisition espagnole et la construction de la monarchie confessionnelle (1478-1561). París: Ellipses, pp. 153-164. Proyectos en los que se inscribe este trabajo: del Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España: HAR2011-26002; de la Generalitat de Catalunya: 2009SGR0329.

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de los antiguos que se deben graduar de héroes de ilustración, benignidad, moderación y blandura.

Llorente, en su Historia crítica de la Inquisición española (1817), delimitaba claramente aquellos inquisidores del XVIII, liberales y flexibles con respecto a los duros del XVI. Aunque tampoco éstos, a su juicio, merecían grandes descalificaciones. Sólo Torquemada le suscitó una profunda acritud a Llorente que se regodeaba subrayando que “para defenderse de los enemigos públicos le concedieron los reyes Fernando e Isabel que llevaran consigo en los viajes cincuenta familiares de la Inquisición a caballo y doscientos de a pie”. Incluso de Cisneros hablaba maravillas Llorente, que le atribuía “talento, ciencia y justificación” y la voluntad de reforma de la Inquisición, aunque “con el gusto de mandar y la posesión y ejercicio del destino de inquisidor general mudó de opinión y se opuso a la reforma… tanto pueden las pasiones en lo que llamamos grandes hombres”. La visión de Antoni Puigblanc en su La Inquisición sin mascara (1811) implicaba una crítica más dura de los inquisidores pero desde la voluntad de descrédito del clero. “Individuos eran del clero los que la fundaron, individuos del clero dictaron sus leyes, individuos del clero han desempeñado sus judicaturas, individuos fueron del clero lo que con mayor tesón la sostuvieron, debe pues recaer sobre el clero toda la responsabilidad”. Se lanzaba después a un discurso radicalmente anticlerical en el que ponía en evidencia la relajación y la ambición que caracterizaban al clero y que trasladaría este estamento a la Inquisición, hechura suya. Respecto a los inquisidores Puigblanc era particularmente crítico con su formación cultural. Reconocía cualidades en Torquemada, Cisneros y Valdés, pero su juicio es descalificativo para la mayoría de inquisidores a los que consideraba como la salida profesional inevitable de aquellos individuos formados en colegios mayores castellanos, cantera de tantos burócratas, pero carentes de dos exigibles cualidades: Por lo que respecta a la Inquisición de España los colegios mayores nos ofrecen otra prueba de esta verdad. Es público y notorio que el que pisaba sus umbrales contaba al fin de su carrera literaria con una rica prebenda o una buena toga, aun cuando tal vez no hubiese hecho en ella los mayores adelantamientos. Pero si había alguno de talento tan limitado que, como se suele decir, careciese de sentido común, siendo por lo 64

mismo incapaz de sostener con mediano decoro ningún otro destino, era sabido que se le procuraba una plaza de inquisidor de la fe […]. Es visto pues que la Inquisición era respecto de los colegios mayores, lo que el desván en una casa, desahogo de muebles inútiles; con la diferencia no obstante que en los desvanes se arriman aquellos que han servido ya, mientras a la Inquisición se destinaban los que eran incapaces de servir.

Por último, Puigblanc subrayaba la supuesta indolencia de los inquisidores ante la falta de estímulo del trabajo. H. Ch. Lea, en su Historia de la Inquisición española (1906-07), hizo gala una vez más de su sensatez al valorar a los inquisidores, con especial énfasis en los locales: “Eran los agentes visibles del Santo Oficio, la encarnación de su misteriosa e ilimitada autoridad, facultados para reclamar en su ayuda todos los recursos del Estado, responsables sólo ante su jefe”. Lea se centró fundamentalmente en los aspectos normativos del oficio y sólo en su capítulo final hizo una prudente valoración de los inquisidores locales rehuyendo etiquetarlos como monstruos: “Los inquisidores eran hombres, no demonios ni ángeles. Cuando la injusticia y la opresión se daban tan frecuentemente en los tribunales seculares, sería desatino no esperar que la hubiese en los inaccesibles recovecos del Santo Oficio”. Lea exculpaba a los inquisidores locales homologándolos con los jueces seculares en cuanto a conducta y actuaciones; hacía recaer todo el peso de su juicio, en el más puro estilo protestante, sobre la Santa Sede. Al final de las conclusiones de su obra, en un subapartado que denominó “Lecciones de la historia”, afirmaba: Era imposible una mejora en tanto la Santa Sede se arrogara el monopolio de la salvación. Por deplorables que fuesen los odios y luchas originados por la rivalidad que siguió a la Reforma, sin embargo, fueron de inestimable beneficio por elevar el nivel moral de ambas partes, quebrantar la obstinación del conservadurismo y hacer posible el desarrollo del progreso. Terribles como fueron las guerras de religión que siguieron a la rebelión luterana, eran, con todo, mejores que el inmovilismo de España logrado por la Inquisición.

Y concluía con una frase de neto sabor liberal aplicado al ámbito de la moral: “hemos de reconocer que la rivalidad es condición previa del

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progreso y que la competición en las buenas obras es lo más beneficioso para la empresa de ser persona humana”. La historiografía conservadora ha sido mucho más beligerante que la liberal centrando uno de sus ejes argumentales en la defensa de los inquisidores. El padre García Rodrigo, en su Historia verdadera de la Inquisición (1877), defendía la figura del inquisidor local a partir de su contextualización histórica: Léanse las causas sin pasión, júzguense los hechos desde el punto de vista de su época y sin prevenciones; y el crítico imparcial comprenderá que los inquisidores, hombres de iguales circunstancias que todos sus semejantes, obraron sin embargo con especial acierto dentro de las condiciones propias, creencias jurídicas, y según el carácter social y los códigos civiles de su época.

A juicio del padre García Rodrigo, no había más que ver la normativa inquisitorial respecto a la figura y tareas del inquisidor para percatarse de las virtudes de sus oficiales: no podían los inquisidores estar emparentados entre sí; el oficio era incompatible con cualquier otro; conservaban su antigüedad; rigurosamente trabajaban seis horas diarias en días no festivos; antes de iniciar la audiencia, asistían a misa y, constituidos como tribunal, el inquisidor más antiguo recitaba una oración demandando con humildad la dirección del Espíritu Santo en la tarea del día, etcétera. El cumplimiento de esta normativa, no cuestionado por el padre García Rodrigo, hacía de los inquisidores impecables jueces. El jesuita Ricardo Cappa, en su obra La Inquisición española (1888), abundaba en esta dirección: [La Inquisición] moralizó en lo perteneciente a los tribunales de justicia, por la calidad de sus magistrados, por la asiduidad en el trabajo, por la rectitud de las sentencias y por la prontitud en los juicios. Los Inquisidores propiamente dichos, vimos eran muy pocos, y muy reducido también el número de empleados y cortas sus asignaciones; acaso tres docenas de Inquisidores para toda España, eclesiásticos modestos, con escaso sueldo, y parte de él tomado de los cabildos catedrales, sin más aspiraciones que al respecto de la nación por lo elevado de su cargo y por lo irreprensible de su conducta pública y privada.

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Sin compromisos de familia a que dejar fortuna, prestaban los Inquisidores cuantas garantías pueden desearse para la recta administración de la justicia. El trabajo diario de seis horas a que por lo menos se les obligaba, era un aliciente para que los tribunales civiles siguieran el ejemplo; y si los inquisidores llenaban o no este tiempo cuando había procesos, basta hojear las causas con sus sumarios, audiencias, etc., que ellas bien alto dicen la asistencia de los Inquisidores y demás dependientes del Santo Oficio al puntual desempeño de sus obligaciones […] ¡Cuán sin distinción de personas fallaron siempre! ¡Cuán recta y justamente! ¡Nada de costosas y enojosas apelaciones; la piedad del Santo Oficio lo previó y suplió todo!

En época más reciente, en los años treinta y cuarenta del siglo XX, Bernardino Llorca (1936) y Miguel De la Pinta Llorente (1943, 1947) libraron la batalla apologética de los inquisidores con auténtica pasión. De la Pinta se extiende a la hora de subrayar su currículum intelectual. Un integrista como Walsh fue mucho más lejos y en Personajes de la Inquisición (1963) hizo un panegírico de Torquemada acabando con este texto: “Cuando se abrió la tumba para el traslado de los restos, los que se hallaban presentes contaron que sintieron un especial olor dulce y grato. El pueblo comenzó a rezar ante su tumba. No obstante, aún no ha sido canonizado”, cosa que el autor lamentaba profundamente. Más adelante, Henry Kamen (1967) rechazó de plano la imagen tradicional de los inquisidores locales y retomó en cierta medida la tesis de Lea: Al contrario de la imagen, todavía ampliamente difundida, de que los inquisidores no eran más que clérigos de mente estrecha y teólogos dedicados con fanatismo a la extirpación de la herejía, hay que subrayar que, al menos en los siglos XVI y XVII, eran una élite burocrática, no de la Iglesia sino del estado.

Julio Caro Baroja, en El señor inquisidor y otras vidas por oficio, lanzó su célebre requisitoria a favor del estudio de los inquisidores locales, de los inquisidores con minúsculas. En el primer ensayo del libro, Caro Baroja se planteaba: Pero he aquí que el personaje más destacado en el mismo tribunal no aparece casi en las obras de apologistas, detractores, historiadores, críticos, etc., etc. Sólo los novelistas con instinto

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certero han hablado de él, pero sin profundizar o sin llegar a las últimas consecuencias. Este personaje al que aludo es el inquisidor, así, con minúscula. Del Inquisidor con mayúscula se ha hablado más. El Inquisidor por antonomasia puede ser Torquemada o el cardenal Cisneros. El Gran Inquisidor, un prelado menos conocido, un cardenal burocrático, como el cardenal Espinosa, don Fernando Niño de Guevara o el cardenal Zapata. ¿Pero quién es, cómo es el inquisidor? Desde fines del siglo XV a comienzos del XIX fue un personaje común en la vida española. ¿Era una simple rueda en un engranaje de mecanismo complicado, sujeto sólo a principios generales, o se trataba de un ser con personalidad propia e irreductible? ¿Por dónde comenzaremos a estudiarlo: por lo que tiene de ‘funcionario’, es decir, por su lado general, o por lo que tiene de hombre, con su yo propio? Claro es que parece que hemos de empezar estudiando la especie o el genus inquisitorum, aunque escojamos para ello unos ejemplos.

El libro de Caro Baroja constituye un referente inexcusable que nos recuerda la necesidad de salir de los arquetipos en beneficio de los tipos humanos. Cuando hablamos de los inquisidores, debe saltarse de la abstracción a los personajes con nombres y apellidos, con sus curricula, sus glorias y sus miserias. Pensamos que de las investigaciones más recientes sobre esta problemática, pueden derivarse ya algunas conclusiones.

El derecho Los arquetipos teóricos son muy vagos. En la bula inicial de Sixto IV se autorizaba el nombramiento de inquisidores en las personas de dos o tres varones, obispos o presbíteros seculares y regulares, de honestidad reconocida, mayores de 40 años, maestros o bachilleres en teología y doctores o licenciados en cánones. Hasta que tratadistas como Carena o Portocarrero en el siglo XVII fijaron la doctrina del modelo de inquisidor deseable, la realidad es que la escasa definición de partida en este terreno fue la constante. Torquemada, incluso, en las instrucciones de 1485 simplificaba los requisitos: bastaba con ser letrado y de buena fama y conciencia; ni siquiera hacía falta para la condición de eclesiástico. Inocencio VIII, en 1485 y 1486, volvió a exigir la condi-

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ción de eclesiástico y redujo el límite de edad a 30 años. Alejandro VI, en 1498 y 1499, volvió a omitir la condición de eclesiástico. Habrá que esperar a 1596 para ver reflejada de nuevo la exigencia de órdenes sagradas. En 1626 se volverá a recomendar. La exclusión del requisito eclesiástico implicó el contrapeso de la exigencia de la soltería porque se consideraba imposible que un hombre casado mantuviera secreto absoluto, considerado esencial en el Santo Oficio. La realidad es que en la práctica esta limitación del celibato tampoco se cumplió siempre. Las condiciones no pudieron, en definitiva, ser más laxas: “hombres prudentes y capaces, de buena reputación y sana conciencia y celosos de la fe católica”. El derecho, en definitiva, ató menos que la práctica consuetudinaria. El progresivo peso dominante de los juristas sobre los teólogos entre los inquisidores fue fruto de esa práctica, no de regulación teórica alguna. Diego de Simancas en 1545 afirmaba que por experiencia en España se había llegado a la conclusión de que “es más útil elegir inquisidores juristas que teólogos”. El argumento utilitarista primó sobre cualquier otro criterio. Las cualidades teóricas de sobriedad, modestia, diligencia, clemencia, scientia et prudentia, buena vida, buenas costumbres, experiencia, eran más retóricas que fruto de principios jurídicos a obedecer y seguir. La limpieza de sangre fue obligada, aunque debió haber mucha falsificación de la memoria al respecto. En el siglo XVIII ya no se insiste en este requisito. El ingreso en la Inquisición, como señaló Maximiliano Barrio, fue el resultado de la iniciativa particular. No existían mecanismos de convocatorias públicas y el reclutamiento de sus miembros obedecía, esencialmente, a criterios de fidelidad personal. El interesado en el oficio de inquisidor enviaba a la Secretaría de Cámara del Santo Oficio un memorial exponiendo sus méritos, ascendientes y servicios, y solicitando la gracia del oficio. El Inquisidor General pedía informes cuando la petición no estaba avalada por ningún cuerpo burocrático o apadrinada por una fuerte clientela.

La práctica consuetudinaria Lo que separa el currículum de inquisidores generales y locales o de distrito es el punto de llegada más que el punto de partida que en ambos

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era común: hombres nacidos en el seno de familias de cristianos viejos, apoyados o prestigiados por algún pariente en la clerecía o magistratura, de cierto nivel económico y por lo tanto con autoridad social para ser obedecidos, y generalmente adscritos a un poderoso linaje, bien por nacimiento, bien por patronazgo. La diferencia entre inquisidores generales e inquisidores locales era que los primeros respondían al perfil de auténticos triunfadores en el cursus honorum y los segundos eran, en muchos casos, corredores de fondo desfondados a medio camino. Desde el establecimiento de la Inquisición, a fines del siglo XVI, hubo un total de catorce inquisidores generales; a lo largo del XVII, hubo doce inquisidores generales; y en el siglo XVIII y hasta 1833, hubo un total de diecinueve inquisidores generales. La media de inquisidores por siglo se fue reduciendo: 8’5 en el siglo XVI; 8’3 en el XVII; 7 en el XVIII. A lo largo de la historia de la Inquisición destacaron como mandatos más largos los de Tomás de Torquemada (15 años), Alfonso Manrique (15), Fernando Valdés (19) y Gaspar de Quiroga (21 años) a lo largo del siglo XVI; Diego de Arce y Reynoso (22) y Diego Sarmiento de Valladares (26) en el siglo XVII; Juan de Camargo (13) y Manuel Quintana (19) en el siglo XVIII. Los mandatos más breves fueron los de Francisco García de Loaysa, Jerónimo Manrique de Lara, Juan de Zúñiga, Pascual de Aragón, José de Molinos y Felipe de Arcemendi, que estuvieron todos ellos menos de un año. Todos los inquisidores generales murieron en el ejercicio de sus cargos excepto: Diego de Deza que dimitió, a los nueve años del comienzo de su mandato; Adriano de Utrecht, que fue elegido Papa cuatro años después de ser nombrado Inquisidor General; Fernando Valdés, que dimitió un año antes de su relevo por Espinosa; Pedro Portocarrero, que dimitió tras tres años en el gobierno; Fernando Niño de Guevara, que dimitido tras un solo año de mandato; Luis de Aliaga, que renunció tras tres años de ejercicio del cargo; Antonio de Zapata, que lo hizo tras cinco años; Pascual de Aragón, que dimitió tan sólo unos meses después de su nombramiento; Nithard, que estuvo en el cargo sólo tres años; Baltasar de Mendoza, que renunció a los seis años; Francisco Giudice, que lo hizo a los cinco años; Diego de Astorga y Céspedes, que renunció con sólo unos meses de mandato; Manuel Quintano, que lo hizo a los diecinueve años de mandato; Francisco Antonio Lorenzana, que renunció a los tres años; y Ramón José de Arce, que lo hizo a los diez años. Las renuncias se distribuyen bastante equitativamente a lo largo de los siglos:

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cuatro en el XVI, cuatro en el XVII y seis en el XVIII. Los períodos de mayor inestabilidad, con un coeficiente mayor de dimisiones, son los de 1596-1600, 1619-32, 1665-1705, 1711-20 y 1794-1808. La carrera política y la eclesiástica fueron muy unidas, sobre todo en el siglo XVI. Torquemada fue un eclesiástico sin cargos políticos adheridos. Las obras de Sabatini y Lucka, a comienzos del siglo XX, han hecho de él el arquetipo de inquisidor, pero su currículum es poco representativo respecto al global de los inquisidores. Conservamos de su figura alguna litografía anónima y dibujos del siglo pasado; su presencia en el cuadro anónimo La Virgen de los Reyes Católicos, al lado de los Reyes, es bien conocida. Deza, abre la nómina de inquisidores con currículum estándar. Fue obispo de Palencia, juez de apelaciones, arzobispo de Sevilla, gran canciller de Castilla, testamentario de Isabel la Católica y miembro del Consejo del Rey. Conocemos bien su imagen a través del retrato de Zurbarán. Cisneros conjuga como nadie la doble vertiente de alto cargo eclesiástico (arzobispo de Toledo) y máximo poder político (regente). Adriano de Utrecht saltó de consejero de Carlos V a Inquisidor General y de aquí a Papa. Los Manrique, Pardo de Tavera, García de Loaysa, Valdés, Espinosa, Manrique de Lara, Zúñiga, Sandoval son perfectos ejemplares de esta total involucración de la Iglesia en los negocios políticos, con la imbricación en la bolsa de valores de los diversos grupos de presión política de cada momento (albismo, ebolismo). Desde 1742, con Manuel Isidro Manrique de Lara esta compatibilización de cargos políticos y eclesiásticos toca a su fin y la Inquisición será gobernada por eclesiásticos sin protagonismo político. El perfil moral de la mayoría de los inquisidores responde a las señas de identidad de la prosapia de sus cargos: ambición, autoritarismo, corrupción, vida privada propia de la época —Manrique o Loaysa tuvieron varios hijos—. En cuanto a su sensibilidad cultural, conviene recordar los sepulcros encargados a Berruguete por Pardo de Tavera o a Leoni por Valdés, que constituyen admirables obras de arte; o el palacio de Martín Muñoz de las Posadas (Segovia), que erigió Espinosa; o el palacio de Fefiñanes (Cambados, Pontevedra), de Sarmiento de Valladares. Nada tampoco sorprendente en personajes de la extracción social de aquellos inquisidores generales. En el siglo XVI los inquisidores generales suelen ser arzobispos de Toledo o Sevilla, presidentes del Consejo de Castilla, personas que han pasado por el Consejo de Inquisición o personajes con experiencia en

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la alta política del momento. En el XVII se devalúa su perfil: obispos o arzobispos de sedes más mediocres, confesores del rey. El peso de la gran nobleza fue visible entre los inquisidores generales. A lo largo de los siglos XVI y XVII vemos entre los inquisidores generales a nobles de casa más o menos ilustre (Manrique de Lara, Pardo de Tavera, Ponce de León, Quiroga, Portocarrero, Niño de Guevara, Zúñiga, Sandoval, Pacheco, Sotomayor, Zapata, Aragón y Fernández de Córdoba, Rocaberti), con muy pocos de extracción humilde (García de Loaysa, Valdés, Espinosa, Aliaga). En Salamanca se graduaron la mayoría de estos inquisidores generales en el siglo XVI. La carrera a Inquisidor General, más o menos estándar en el siglo XVI, parte normalmente por ser colegial de San Bartolomé de Salamanca o de Santa Cruz de Valladolid, luego por un cargo eclesiástico en una diócesis de mayor o menor relieve, después por inquisidor en uno o varios tribunales de la Inquisición, por uno o varios obispados, y finalmente puede darse el salto a Inquisidor General. Los inquisidores generales que dimiten o son cesados pueden o no continuar su brillante carrera. Para algunos, como Manrique de Lara, Pardo de Tavera o Valdés, el cese fue una tumba política muy cercana en el tiempo a su tumba personal. Pero para otros fue un eslabón más de su carrera; tal es el caso de Antonio Zapata, que después de ser Inquisidor General sería patriarca de Indias y virrey de Nápoles. Es indiscutible que fue el clero secular el gran monopolizador de los cargos inquisitoriales. Sólo cinco dominicos (el primero y principal, Torquemada; después, García de Loaysa, Aliaga, Sotomayor y Rocaberti) y un franciscano podemos registrar en la nómina de inquisidores generales. La promoción del clero secular que llevó a cabo Trento se dejó sentir. En el siglo XVII parece que se fue incrementando la presencia de regulares entre los inquisidores locales. También nos parece evidente que no es sostenible el criterio de bipolarización ideológica (halcones/ palomas) que se ha tendido a establecer (Torquemada versus Manrique) en la identidad ideológica de los inquisidores. Los criterios deben ser más complejos (juristas/teólogos, técnicos/políticos, honestos/corruptos, romanistas/indigenistas). En cuanto a los inquisidores locales, el predominio de individuos de origen castellano es evidente. La procedencia rural fue mayoritaria. Entre las ciudades fue Madrid la principal cantera de inquisidores. De su cualificación intelectual podemos decir que de los 57 inquisidores de Toledo de 1482 a 1598, había 41 licenciados y 14 doctores.

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Es decir, casi todos letrados con experiencia colegial (en el siglo XVI, la mayor parte era del Colegio de San Bartolomé de Salamanca). De dieciocho inquisidores generales, de 1523 a 1700, sólo hubo cuatro que no fueron licenciados (Loaysa, Acevedo, Aliaga y Sotomayor), aunque realizaron estudios universitarios de alto grado. De los 149 inquisidores que llegan a obispos, el 50.3 % fueron doctores (con predominio absoluto de los doctores en derecho; sólo un 4 % de doctores en teología); un 41.6 % de licenciados (sólo 0.67 % en teología) y un 2 % de bachilleres. La hegemonía de los juristas es incuestionable. Los teólogos fueron generalmente religiosos y ocuparon plazas de consejeros de la Suprema.

Los oficiales En la pirámide burocrática de cada tribunal de distrito, los oficiales constituyen los recursos humanos fundamentales para que funcionen las estructuras inquisitoriales creadas. La inflación burocrática de los tribunales fue un mal que nació ya a finales del siglo XV. Las condiciones exigidas para desempeñar un cargo en el tribunal eran muy simples. De algunos de los casos de transmisión hereditaria parece resultar que la edad mínima era diecinueve o veinte años. La limpieza de sangre fue requisito indispensable a partir de los años 70 del siglo XVI. Se exigía la filiación legítima tanto para el candidato como para su esposa, aunque se podía pedir dispensa. Una acordada de 1608 estipuló que los solteros no podían casarse sin permiso de la Suprema; estaban obligados a presentar pruebas de que la novia era “limpia”, y si era extranjera o hija o nieta de extranjeros, necesitaba dispensa, todo lo cual se le notificaba al nombrado en forma solemne en el acto de jurar el cargo. También se hacía una información de vita e móribus a los solicitantes, aunque como los testigos examinados eran presentados por el demandante, todo esto no era más que una mera formalidad. El acceso a los oficios tenía tres vías fundamentales en esta época: la herencia, la dote y la merced real, aunque también existía la posibilidad de la promoción interna o la sustitución temporal como paso previo al acceso definitivo al oficio. No fue sino a partir de 1630 cuando se arbitró una cuarta vía, la venta de oficios y familiaturas. También se dio la posibilidad de la promoción interna. Otra forma de acceso a los oficios era la sustitución temporal, que siempre podía ser un paso previo

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a una relación más permanente con el Tribunal. El resultado natural de esta situación fue encontrarse con familias inquisitoriales que a través de generaciones continuaban viviendo del Santo Oficio, prestando los servicios que cabía esperar de quienes accedían al oficio no por sus cualificaciones sino por sus relaciones de parentesco. Felipe II no fue ciego a los males causados por estos abusos. En sus Instrucciones, de 1595, a Manrique de Lara, ordena que los cargos no sean traspasados a hermanos ni a hijos sino cuando haya causa especial y los adjudicatarios sean capaces de desempeñarlos ellos mismos sin recurrir a sustitutos; pero Felipe III revocó esto y dispuso que cuando un oficial muriese se tuviese en cuenta a sus hijos. Los privilegios de los oficiales de la Inquisición consistían en: la exención de impuestos, de obligaciones comunitarias, de prestaciones militares o del alojamiento de tropas; la autorización para llevar armas defensivas y ofensivas; y el privilegio de acogerse al fuero inquisitorial en la mayor parte de los crímenes y disputas judiciales en los que pudiesen verse envueltos. En el caso de los oficiales, las fricciones más importantes se produjeron en la exención de cargas impositivas y la autorización para llevar armas. Los graves incumplimientos de los oficios eran estimulados por la excesiva benignidad que evitaba contrapesar delitos con castigos. Se pronunciaban frecuentes advertencias y amenazas, pero rara vez se llevaban a cabo. El Santo Oficio tenía que lavar los trapos sucios en casa porque la publicidad de sus corruptelas venía en detrimento de su imagen de autoridad, de su propia mitología. Los inquisidores podían imponer penas a sus subordinados, menos al fiscal, pero por faltas graves sólo podían informar a la Suprema y, como no tenían facultades de nombramiento ni destitución, les resultaba imposible ejercer la adecuada autoridad. Veamos los diversos oficios uno por uno: El fiscal. Debía actuar siempre en función de las órdenes emanadas de los inquisidores. En las Instrucciones de 1484 se les exige a los inquisidores que ordenen al fiscal acusar la rebeldía de los fugitivos y denunciar a los muertos contra los que encuentren pruebas. En las Instrucciones de Ávila, de 1498, se establecía que el fiscal debía tener llave de la cámara o arca de los libros y entrar y actuar siempre con los notarios del secreto o los inquisidores como testigos. En las Instrucciones de 1500 se prescribía que el orden de los libros por sus abecedarios era tarea de los

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inquisidores ayudados por el fiscal y los notarios. En 1561, entre sus deberes se prescribe el de mantener limpio y en buen orden el secreto ya que el fiscal abría y cerraba su puerta con sus propias manos; en 1570 se le exige que tenga la documentación bien ordenada, cosida, guardada y marcada de modo que sea fácilmente localizable. Las cartas e instrucciones de la Suprema se ponían en sus manos y era su deber transmitir por escrito a cada oficial la parte que le correspondiese. Los notarios o secretarios. Bajo este epígrafe genérico se incluyen tres tipos de notarios: del secreto, de secuestros y de causas civiles. Esta clasificación responde a las tres “salas” en las que se dividía el tribunal en función de su jurisdicción y áreas de trabajo: las causas de fe; las actuaciones y causas económicas derivadas de las confiscaciones y la gestión de los patrimonios; y las causas civiles y criminales generadas por la cobertura jurisdiccional de oficiales, comisarios y familiares. Los notarios del secreto ponían por escrito todas las actuaciones de los procesos, todas las audiencias concedidas a los acusados con sus interrogatorios, todas las pruebas de los testigos y sus ratificaciones. El notario de secuestros debía hallarse presente cuando se practicaban detenciones a fin de redactar el pertinente inventario de bienes. El oficio, según las Instrucciones, debía servirse personalmente. Al disminuir las confiscaciones el cargo resultó innecesario y fue suprimido por una carta acordada del 1 de diciembre de 1634. Posteriormente, sus cometidos ocasionales serían desempeñados por algún otro oficial a cambio de una moderada compensación. La actividad de los notarios o secretarios de causas civiles no estaba regulada en las Instrucciones Antiguas. Se hicieron necesarios a medida que crecía el número de familiares y los conflictos jurisdiccionales derivados de su acogida bajo el fuero inquisitorial. El salario no era importante, aunque, eso sí, había otras compensaciones como los derechos sobre las causas civiles y las familiaturas realizadas. Alguacil. Era el oficial ejecutivo del tribunal. Su dignidad superior fue reconocida en una carta acordada de 1610 en la que se proveía que en los actos públicos tuviera precedencia sobre los secretarios. La vara de su cargo era también una distinción, un símbolo honorífico de la jurisdicción del Santo Oficio. En cuanto a sus funciones, ejecutaba todas las exacciones e incautaciones y estaba facultado para percibir derechos por tales servicios.

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Nuncio. Las funciones del nuncio no están muy claras. Tradicionalmente ha sido considerado el mensajero o correo del tribunal, pero a veces la documentación sugiere un puesto con matices honoríficos. En un principio se permitió a los tribunales tener dos nuncios pero progresivamente fue perdiendo importancia. Portero. Este era uno de los oficios indispensables en el organigrama de un tribunal. El portero debía entregar citaciones, notificaciones de autos de fe, decretos y otros cometidos semejantes, y se le prohibía tener actividades mercantiles de cualquier género. Carcelero. Llegó a ser un oficial con sueldo fijo, favorecido con todos los privilegios e inmunidades de esta posición; gradualmente, hacia mediados del siglo XVI, el humilde título de carcelero fue cambiado por el más sonoro y honorífico de alcaide de las cárceles secretas. En la primera época el carcelero a veces actuaba como torturador, pero posteriormente se hizo costumbre emplear en esto al verdugo público. Médico. Sus servicios eran imprescindibles en los reconocimientos de antes y después de la tortura y en los no raros casos de locura, fuera real o fingida. Como tenía que prestar sus servicios dentro de los límites del secreto, debía ser persona de confianza y jurar guardarlo como todos los demás oficiales. Se contaba con que también prestase asistencia gratuita a los oficiales. Sacerdotes. Eran necesarios no para los reclusos, a los que se les negaban los sacramentos, sino para la misa que a diario se celebraba antes de comenzar las actividades de la cámara de la audiencia. También se necesitaban confesores para los penitentes y eran llamados a la secreta para los moribundos. Había además dos personas honestas, generalmente frailes, cuya obligación era hallarse presentes cuando los testigos ratificaban sus testimonios. Dispensero o proveedor de las cárceles. Se le exigía que cobrara por los alimentos más de lo que a él le costaban; abría una cuenta a cada preso y se le pagaba con cargo a los secuestros. Cerrajeros, albañiles y otros trabajadores mecánicos empleados en los edificios a veces también eran considerados funcionarios, pues sus tareas de reparación en las prisiones eran de confianza.

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Abogados de presos. Todos los tribunales tenían de uno a tres abogados de presos; se les clasificaba como oficiales con sueldo fijo, aunque a veces sólo recibían un pequeño estipendio, y otras, ninguno, dejándoseles en libertad para ejercer su profesión en otros ámbitos. Juez de bienes confiscados. No tenía sueldo fijo, su ganancia estaba vinculada a las cantidades percibidas por secuestro o confiscación. Receptor. Las Instrucciones de Sevilla de 1485 establecían que los receptores eran de nombramiento real y debían limitarse a recibir los bienes de su tribunal; los bienes confiscados debían venderse —o alquilarse, en el caso de los raíces— en almoneda pública; debía realizar los secuestros siempre colegiadamente, con el alguacil y el notario de secuestros y, por supuesto, con orden expresa de los inquisidores. Las Instrucciones de Ávila de 1498 contemplaban ya la probable casuística de corruptelas. Entre los funcionarios hay que tener también presente los que no tenían sueldo. Entre ellos sobresalen el calificador o censor y los consultores. Calificador o censor. Cuando la sumaria o conjunto de pruebas preliminares contra el acusado estaba lista, los puntos teológicos implicados se sometían a tres o cuatro calificadores, quienes se pronunciaban sobre si los actos o palabras testimoniados indicaban herejía o sospecha de ella. También eran funciones adscritas a los calificadores la censura de libros. Los calificadores debían ser necesariamente eclesiásticos y, a partir de 1627, mayores de 45 años. No hay referencias a ellos en las Instrucciones antiguas, aunque sí en la nuevas de 1561; probablemente, la consolidación de esta figura está en relación directamente proporcional a la priorización del inquisidor jurista frente a los inquisidores de formación teológica, de forma que la consulta teológica sería cada vez más necesaria. Consultores. Parece que hasta 1571 los consultores eran nombrados por los inquisidores; a partir de esa fecha, la Suprema, ante la falta de capacidad de los nombrados y las escasas consultas previas de los inquisidores, decidió asumir el nombramiento. En 1572 los consultores no son escogidos por los inquisidores, sino designados por la Suprema. Parece que finalmente, en 1700, el nombramiento volvió a revertir sobre los inquisidores locales.

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Comisarios y familiares. La figura del comisario inquisitorial ha pasado con frecuencia inadvertida para los estudiosos del Santo Oficio. Adriano Prosperi ha puesto de relieve el importante papel de intermediación social y cultural del comisario inquisitorial para la Italia del Seiscientos, papel que todavía debe ser estudiado en España. Para Prosperi, una red de comisarios podía asegurar la presencia constante del representante de la autoridad inquisitorial y hacer posible “un control capilar del comportamiento”. El comisario tenía un enorme papel mediático. En relación directa con la sede del tribunal, distribuía las órdenes inquisitoriales por su territorio y, asimismo, recogía abundantes datos de campo que trasladaba a los inquisidores. Una información poliédrica: religiosa, social, política, que otorgaba a la Inquisición el poder y la posibilidad de intervenir bajo apariencias equívocas, por ambiguas, en conflictos locales. En 1584, se ordenó a todos los comisarios que mantuviesen comunicación constante con los tribunales y les informasen de todo lo que ocurriese en sus distritos. Entre las funciones de los comisarios destacan el papel de álter ego de los inquisidores en lugares alejados, la inspección de barcos en los pueblos costeros, las visitas a librerías y la resolución de pleitos de poca cuantía. Su número nunca fue elevado. En la segunda mitad del siglo XVI, la caída del número de comisarios parece evidente, pero en el siglo XVII se evidencia una cierta resurrección. Sin duda, el puesto de mayor trascendencia en las relaciones entre poderes centrales y poderes locales lo ejerció el familiar del Santo Oficio. Su origen arranca de la Inquisición medieval. A principios del XVI se distinguían dos tipos de familiares: los familiares o criados de inquisidores, oficiales y ministros, “cantinas comensales y no otros allegados ni alianzados”; y los familiares armados de la Inquisición, diseminados por las principales ciudades. El número de familiares experimenta un crecimiento notable a lo largo del siglo XVI y primera mitad del XVII; un descenso importante en la segunda mitad del XVII y la primera mitad del siglo XVIII. El número excesivo de familiares intentó ser frenado por las concordias (la de Monzón para la Corona de Aragón en 1512; la de Castilla en 1553; la de Valencia en 1554; la de Cataluña y Aragón en 1568). A mediados del siglo XVI, la adscripción mayoritariamente urbana de los familiares es evidente, con un 10-15 % de los familiares localizados en las capitales de distrito. Ello estaría en relación con la reciente sedentarización de los tribunales, el desconocimiento de las zonas rura-

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les y la escasez de visitas regulares de distrito. A lo largo de la segunda mitad del siglo, la Inquisición se ruraliza y los tribunales cubren mayor número de pueblos. En el tribunal de Aragón existe presencia inquisitorial en 96 pueblos en 1559, en 274 pueblos en 1611 y en 288 en 1635; en el tribunal de Cataluña, los familiares de 1567 se reparten en 404 lugares (20 % de la totalidad), y los de 1600 en 542 pueblos (35 % del total); en el tribunal de Valencia se cubrían 406 lugares en 1567. A partir de la segunda mitad del XVII, se inicia un proceso en el que se vuelven a recuperar los niveles urbanos del XVI, superándolos incluso en algún caso. La sociología de los familiares es un tanto fluctuante y, desde luego, desigual en la Corona de Aragón y en la de Castilla. En la Corona de Aragón hubo menor peso de la nobleza y del campesinado con mayor participación de las clases medias y del clero. La evidente tendencia que se observa en Castilla a la señorialización u oligarquización de los familiares, no se constata en la Corona de Aragón, al menos de manera tan acusada. En Cataluña, entre los familiares de 1567 encontramos a algunos de los mercaderes más dinámicos de la Cataluña de la segunda mitad del siglo XVI: los Ardevol, Arlés, Creus, Garriga, Goday, Llupia, Llobet, Ros, Rovirola o Serra. Para Henry Karnen, los familiares se convirtieron en uno de los instrumentos básicos del Santo Oficio en su lucha por la ortodoxia religiosa. En una expresión que ha hecho fortuna, se convirtieron en “los ojos” y “los oídos” del Tribunal. Jaime Contreras une a la funcionalidad religiosa del familiar, la funcionalidad política: el familiar se convertiría así en la punta de lanza del poder real, especialmente en los territorios de la Corona de Aragón, donde se configuraría como un elemento disgregador del poder foral. Los familiares para Contreras serían encubiertos luchadores contra el régimen constitucional. Por nuestra parte, pensamos que los familiares en la Corona de Aragón son, ante todo, agentes publicitarios del propio sistema a través de la ostentación de su poder. La familiatura ofrece la posibilidad de disfrutar de unos privilegios vinculados a la identidad jurídica excepcional que tuvo la Inquisición. Ser familiar implicó unas ventajas en el territorio de la excepción francamente rentables para quien las disfrutaba y que suponían además una competencia intolerable para los beneficiarios de otro tipo de excepciones en la sociedad del Antiguo Régimen. Lo que estaba en juego era la patente de protección, el monopolio de la excepción, el derecho a situarse al margen de la jurisdicción establecida

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que brindaba la Inquisición. El Santo Oficio ofrecía frentes de impunidad fiscal y foral (privilegios fiscales, militares y sociales) a numerosos aspirantes a disfrutar de los intersticios del sistema, un sistema ingobernable por la cantidad de exentos, de outsiders que arrastraba. En Castilla la familiatura era buscada fundamentalmente porque se convertía en el testimonio público a posteriori de la limpieza de sangre de su poseedor y su descendencia. Los familiares gozaban de un destacado honor y algunas exenciones, junto a unos privilegios judiciales bastante limitados. En cambio, en la Corona de Aragón el objetivo era el privilegio de la excepción, el derecho a situarse al margen de las otras jurisdicciones. Esto plantea una funcionalidad muy diferente en cada ámbito y a la vez refleja la diversa implantación social de la Inquisición. En el ámbito rural, en Castilla, el familiar sería el labrador rico que sólo busca prestigio; en la Corona de Aragón sería el labrador medio que busca fórmulas de protección frente a la nobleza señorial. El fuero de los familiares de Aragón y Castilla fue diferente. La jurisdicción en la Corona de Aragón era más amplia. En Castilla, los familiares no tenían la menor reserva de inmunidad en causas civiles; en Aragón, sí, sólo como reos, no como actores. En cuanto a las causas criminales, en Aragón tenían plena inmunidad salvo si se trataban de crimen de lesa majestad, y, en cambio, en Castilla sólo como reos, nunca como actores. Era, en definitiva, jurisdiccionalmente más rentable ser familiar en la Corona de Aragón que en la de Castilla. Por eso, desde las instituciones catalanas se intentó varias veces taponar la carrera pública de los familiares con resistencias a que éstos asumieran cargos públicos. En las Cortes de 1553 se estableció la prohibición de que ningún familiar pudiese ser juez o notario. En las Cortes catalanas de 1585 los familiares fueron inhabilitados para cargos públicos. Así, pues, se intentaba que los privilegios del familiar fueran contrarrestados por su inoperatividad en la vida pública. •

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Ceremonias y fiestas inquisitoriales1 Manuel Peña Díaz Universidad de Córdoba • España El auto de fe se ha considerado como una de las ceremonias públicas de mayor impacto en el Antiguo Régimen, y con una singular presencia —por recurrente— en la memoria colectiva de españoles y europeos. Si su extraordinario éxito en la España moderna supuso uno de los pilares básicos de la pervivencia de la Inquisición, coetáneamente y con posterioridad a la abolición del Santo Oficio esta ceremonia se convirtió en el principal espejo en el que se reflejaron no sólo las formas e imágenes de la institución, sino también las críticas y repudios de la represión inquisitorial. Para los europeos que visitaban España, física o mentalmente, los autos de fe se confundían con la institución que los promovía. En 1692, a madame d’Aulnoy le sorprendía que los actos generales de la Inquisición en España, que son tenidos en consideración en la mayor parte de Europa como una simple ejecución de criminales, pasaran en1 Una versión reducida fue publicada como “El auto de fe y las ceremonias inquisitoriales” en: GONZÁLEZ CRUZ, David. 2002, Ritos y Ceremonias en el Mundo Hispánico durante la Edad Moderna. Huelva: Universidad de Huelva, pp. 245-259. Las últimas páginas forman parte del estudio “Los primeros pasos de la Inquisición española: notas sobre la construcción de su memoria histórica” en: LÓPEZ OJEDA, Esther. 2012. Los caminos de la exclusión en la sociedad medieval: pecado, delito y represión. Logroño: IER, pp. 83-110. Este trabajo se enmarca dentro del Proyecto HAR201127021, financiado por el MINECO (Gobierno de España).

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tre los españoles por una ceremonia religiosa en la que el rey católico daba pruebas de su celo por la religión. Por eso los llamaron autos de fe. Las relaciones de viajes y las memorias personales influyeron notablemente en el proceso intelectual de invención de la Inquisición entre los ilustrados franceses. Voltaire hizo su peculiar apropiación del auto de fe asociándolo a las supersticiones y al sacrificio humano. No se trata de invertir unilateralmente los términos y sostener que la crítica y la leyenda es la que ha construido el auto de fe, también intervinieron activamente las autoridades inquisitoriales en esta identificación del Tribunal con la ceremonia punitiva en la que se hacían públicas las sentencias de los condenados. No hay duda de que la ceremonia se fue convirtiendo en una representación de la institución, sobre todo cuando los autos generales escaseaban o ya habían desaparecido. En su singularidad ceremonial, tan ajena de las prácticas religiosas cotidianas del común, residía su poderoso atractivo. Góngora lo percibió así en su soneto LXXXVI: Bien dispuesta madera en nueva traza que un cadahalso forma levantado, admiración del pueblo desgranado por el humilde suelo de la plaza; cincuenta mujercillas de la raza del que halló en el mar enjuto vado y la jurisprudencia de un letrado, cuyo ejemplo confunde y amenaza; dos torpes, seis blasfemos, la corona de un fraile mal abierta y peor casada, y otras dos veces que él no menos ciego, cinco en estatua, solo uno en persona encomendados justamente al fuego fueron al auto de la fe en Granada.

A pesar de la íntima asociación que desde fuera se hizo entre el auto de fe y la Inquisición española, los orígenes de esta ceremonia eran, como los del Santo Oficio, ajenos al ámbito hispano. El ritual ya había sido fijado por los dominicos franceses a lo largo del siglo XIV, un solemne acto que culminaba los procesos y se denominaba “Sermón General de la Fe”. El primer auto de fe de la Inquisición española se celebró en Sevilla el 6 de febrero de 1481. A partir de esa fecha la ceremonia y

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los ritos medievales que indirectamente —vía Eimeric y su Directorium Inquisitorum— estuvieron en los inicios del ceremonial del auto de fe español, se fueron remodelando continuamente al introducirse diversos y nuevos elementos externos que le otorgaron una dimensión múltiple y poliédrica. De ese modo, un primigenio acto religioso de penitencia y justicia acabó siendo una gran y pública fiesta. Se suele considerar el gran auto de mayo de 1559, celebrado en Valladolid para escarmiento de herejes protestantes, el primero de los autos generales de fe en el que el inquisidor general Valdés —ante la voluntad de la Corona de asistir— introdujo una serie de regulaciones que dieron lugar a la gran ceremonia que se consolidó durante la segunda mitad del XVI, se acrecentó durante el Seiscientos en los cada vez más espaciados autos, hasta extinguirse con los últimos autos generales de las primeras décadas del siglo XVIII. La simplicidad y la rapidez con la que se realizaron los primeros autos se transformaron en los grandiosos autos barrocos de larga duración, como el celebrado en Córdoba el 29 de junio de 1665.

La ceremonia judicial Según Doris Moreno, los autos de fe podían ser vistos desde tres posibles ópticas: la jurídica, la contemplación directa y la versión impresa. El auto de fe fue el último acto del proceso judicial; perceptible, según Consuelo Maqueda, a través de las preeminencias de los tablados para reos y tribunal, la presencia de la justicia secular y el púlpito o estrado para lectura de las sentencias. La conocida definición de Juan Antonio Llorente se centraba en esta perspectiva jurídica: la lectura pública y solemne de los sumarios de procesos del Santo Oficio y de las sentencias que los inquisidores pronuncian estando presentes los reos o efigies que los representen, concurriendo todas las autoridades y corporaciones respetables del pueblo, y particularmente el juez real ordinario, a quien entregan allí mismo las personas y estatuas condenadas a relajación, para que luego pronuncie sentencias de muerte y fuego conforme a las leyes del reino contra los herejes, y en seguida las haga ejecutar, teniendo a este fin preparados el quemadero, la leña, los suplicios de garrote y verdugos necesarios, a cuyo fin se le anticipan los avisos oportunos por parte de los inquisidores. 85

Llorente distinguía, además, entre auto general de fe (“el que se celebra con gran número de reos”), auto particular de fe (“el que se celebra con algunos reos sin aparato ni solemnidad de auto general, por lo que no concurren todas las autoridades y corporaciones respetables”), auto singular de fe (“el que se celebra con un solo reo, sea en el templo, sea en la plaza pública”) y el autillo (“que se celebra dentro de las salas del tribunal de la Inquisición”). Las definiciones de Llorente han sido extensamente citadas por los historiadores; sin embargo, encierran algunos problemas de relación que la realidad del ceremonial cuestiona: en primer lugar, Llorente planteaba como ceremonia única el auto de fe, en la que se incluiría el quemadero; en segundo término, reducía la diferencia entre el auto general y el particular al número de reos y a la asistencia de autoridades. El origen de estas confusiones radica en la no existencia de unas instrucciones inquisitoriales claras al respecto. Hacia 1515 se ordenó centralizar los autos y las ejecuciones de sentencia en las ciudades donde residían los tribunales, y se eliminaba la práctica —considerada antes como más ejemplarizante— de enviar, en algunos casos, a los reos hacia las capitales de sus obispados de origen. Las ceremonias serían, a partir de ese momento, más impactantes por la cantidad de condenados que salían en público a escuchar sus sentencias. Posteriormente, las Instrucciones de Valdés, de 1561, dejaban al criterio de los inquisidores de cada tribunal la elección de la fecha y la hora, aunque debía ser un día festivo y a hora temprana. A partir de aquí se entendía que prevalecía el criterio coyuntural de los inquisidores de cada distrito, no existió una planificación normativa. De ahí que Bethencourt se haya referido a la organización de los autos de fe como un ejercicio de “bricolaje” pragmático, en el que los problemas se resolvieron caso por caso, introduciéndose variaciones en el orden de los actos y en la estructuración del ritual. La naturaleza mixta del auto de fe —fiel representación de la del Santo Oficio— se proyectaba en su expresión jurídica secular y religiosa. El auto de fe podía ser contemplado como una representación del Juicio Final. Para Flynn, era esta conciencia de la inevitabilidad del Juicio Final, y no los inquisidores, la que generaba temor entre los espectadores, por ello considera que el concepto central del ritual del auto era que la aplicación del dolor corporal podía salvar al alma de la condenación. Según Doris Moreno, el auto no provocaba solamente temor, sino también la sensación de estar viviendo un día de Gloria que les permitía tocar

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con la punta de los dedos un mundo nuevo, por supuesto desigualmente justo, con una fuerte connotación identitaria: ellos, los herejes, desviados, encarnación corporal del demonio; nosotros, los miembros de una comunidad espiritual que ha ejercido la justicia, para desechar de raíz el mal, y la misericordia, para perdonar y acoger a aquellos individuos que muestran arrepentimiento.

En síntesis, ese era el significado del escudo de la Inquisición, por un lado la espada, por otro la rama de olivo y en medio la cruz. La mixtificación de las actitudes y los comportamientos, de las prácticas y de las normas en el Antiguo Régimen tienen un excelente ejemplo en el auto de fe. Era en esencia una ceremonia religiosa, ritual y espectacular, que en la práctica se convertía en una extraordinaria fiesta que deambulaba entre el vértice de lo sacro y lo profano, una fiesta multidimensional que era utilizada como un modelo ejemplificador para mentalizar fieles-súbditos. Era una fiesta jurídica, religiosa y sociopolítica.

El día señalado: el auto de fe como fiesta El auto general de fe como ritual fue homogéneo y diverso en sus elementos ceremoniales, en su variados actos programados; se convirtió, a lo largo del siglo XVII, en una auténtica fiesta barroca, y como tal también fue elaborado y contemplado. La fiesta en el Antiguo Régimen fue —como ha escrito Eliseo Serrano— uno de los elementos importantes que definió el complicado mundo de interdependencias, de relaciones y de sociabilidad, ofrecida y controlada por los poderes públicos que permitirán y crearán momentos para la evasión y para huir de la cotidianidad con ese espectáculo maravilloso del Barroco, del artificio y de la simulación. Como fiesta barroca, en el auto general de fe se desplegaron medios ostentosos y fastuosos, dotando al hecho festivo de un carácter plurisensorial, múltiple, en el que convivieron lo sacro y lo profano, lo popular y lo culto, los privilegiados y los plebeyos, la crueldad y la alegría, el drama y el consuelo, etcétera. Como fiesta barroca, en el auto general de fe se entrecruzaron y complementaron (casi) todas las instituciones, liturgias religiosas y ceremonias seculares, para crear un espectáculo lleno de sensaciones y de simbólicas imágenes. Así, en ese proceso de construcción y expresión de la fiesta barroca, León Carlos Álvarez Santaló afirma que “toda fiesta 87

urbana deviene religiosa (en realidad, sagrada) de una u otra forma y toda fiesta religiosa es, simultáneamente, una construcción civil; al fin, ello sólo significa que el poder se propone como sagrado y la instancia religiosa como poderosa sin apelaciones”. El contenido ceremonial y festivo del auto fue, sin duda, el que tuvo mayor trascendencia en tanto que podía ser visto, contemplado e interpretado. Al concebirse el auto general de fe como una fiesta por contemplación, diferente a la fiesta por participación, adquirió una extraordinaria importancia la elección del espacio para exaltar el sentido teatral. Un espacio que la Inquisición ostentosa y efectista necesitaba amplio, abierto como las grandes plazas, mientras que la Inquisición mediocre, la de los autos particulares, lo redujo a recintos cerrados, sagrados, como las iglesias o los claustros. El ritual del auto, es decir, la secuencia de actos simbólicos, se iniciaba con los preparativos que comenzaban entre ocho y quince días antes y excepcionalmente un mes, con un pregón público en el que se anunciaba la celebración y la concesión de indulgencias por cuarenta días a todos los asistentes. Se invitaba a las autoridades civiles y eclesiásticas y a personas distinguidas de la ciudad a participar; la asistencia más deseada era, lógicamente, la del rey, una presencia que durante la larga existencia del Tribunal fue escasa: los reyes tan sólo asistieron a diez autos de fe. Durante estos días previos se encargaban la preparación y puesta a punto de numerosos objetos imprescindibles para la celebración: sambenitos, insignias, impresión de listas de penitentes, leña, velas, cirios, máscaras, estatuas, rótulos y, por supuesto, el cadalso. Era imprescindible en un auto general de fe la erección de una arquitectura ficticia, una aparatosa y costosa construcción, un auténtico escenario teatral donde se realizaba la ceremonia punitiva y donde se situaban los diversos participantes: reos, jerarquía y funcionarios inquisitoriales, autoridades y, fuera del tablado, el pueblo contemplando. Ya en la víspera llegaba numeroso público de otros lugares. El día antes se hacía público un nuevo pregón en el que se convocaba, en esa misma tarde, a la población a la primera procesión, la de la cruz verde que, cubierta por un velo negro (símbolo de esperanza y luto por los pecadores no reconciliados) y junto a los símbolos del Santo Oficio (espada y rama de olivo), ocupaba el altar del auto, custodiado durante toda la noche por familiares y soldados. El cortejo era en la práctica una procesión general de los religiosos de la ciudad, de miembros del Santo Oficio y de autoridades civiles y nobles. Si el tribunal disponía

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de la cruz blanca (esplendor de la fe), está se llevaba extramuros para presidir el quemadero, fuese en el Prado de San Sebastián en Sevilla, en el Marrubial en Córdoba o en el Campo del Príncipe en Granada. No existía una normativa común para el orden y composición de estos cortejos, lo que dio lugar a numerosos conflictos de protocolo para la ubicación tanto en el palenque como en la gran procesión que comenzaba en la madrugada del día señalado. Acompañados por familiares y religiosos, desfilaban los reos perfectamente identificados con sambenitos, capirotes, sogas o bozales en función de sus penas: absueltos ad cautelam, penitenciados, reconciliados de levi, de vehementi, relajados (en persona, en estatua y cajones de huesos). La procesión se cerraba con los miembros del Santo Oficio y el/los inquisidor/es que lo presidía/n. La exaltación del acto mediante la solemnidad procesional, las luminarias, la música, los olores, la misa, el sermón, el juramento de los presentes y la lectura de las sentencias eran una continua apelación a los sentidos. Una vez en el tablado se leían las sentencias y se entregaba a los relajados a la justicia civil. Se producía un receso en el auto para el almuerzo de inquisidores y autoridades invitadas. Acabada la comida, los reos que quedaban en el tablado abjuraban, y el auto finalizaba con el regreso de la comitiva a las casas inquisitoriales. Las lecturas de las sentencias estaban perfectamente ordenadas; se abreviaban o extendían con el fin de aliviar la excesiva tensión que podía crear la tragedia de las ejecuciones, que en esos momentos ocurría en el quemadero. En el auto cordobés de 1655 “a las cuatro de la tarde remitidos los Relajados y Estatuas, quedaban muchas causas, y porque día de tanto lucimiento no mendigase horrores en la noche, se fue abreviando con los Procesos, al sonoro precepto de una Campanilla”. Más claro aún fue la organización del auto del 29 de junio de1665 en la misma ciudad: Más desahogado el teatro con la delación de los relajados, se prosiguieron las causas restantes hasta las nueve de la noche, dando un postre preciso con una Margarita Ramírez, alias del Espíritu Santo, célebre beata, cuya hipocresía perniciosa, fue para los circunstantes, a un mismo tiempo escándalo y sainete, irrisión y risa, pues ya se sabe que los embustes de las personas de este género, son la chanza del pueblo, con que respira la gravedad de un Auto.

Durante el desarrollo del auto de fe se podían intercalar otros rituales pertenecientes a otras jurisdicciones, pero que enriquecían aún más 89

la ceremonia inquisitorial. Un buen ejemplo es la lectura y ejecución de la primera parte de la sentencia, en el auto de fe sevillano de 1720, que condenó a muerte al mercedario fray José Díaz por judaizar, habiendo sido ya reconciliado por el tribunal de Cartagena de Indias. Antes de ser relajado, fue ceremonialmente degradado de su dignidad eclesiástica por el obispo que le quitó de las manos un cáliz, y el ritual continuó del siguiente modo: Roció la lengua, las palmas y yemas de los dedos, y lo mismo en la cabeza, aplicando el Maestro de ceremonias unas estopas a dichas partes donde se ejecutaba lo dicho; después fuésele quitando las demás Ordenes por su antigüedad, pues la última que se le quitó fue la primera que él recibió, cuando como católico cristiano abrazó dicho estado; las cuales dichas ceremonias habiéndose finalizado, y quitándole el cerquillo a navaja un maestro de cirujano, y desponjándole las vestiduras sacerdotales fue entregado a su religión, y en su nombre el Reverendo Padre fray Jacinto de Mendoza, comendador de la Casa Grande de esta ciudad, quién le quitó el santo hábito y le relajó de la Religión.

En los márgenes del auto Las referencias al momento final del relajado, en ocasiones, eran omitidas en las relaciones impresas de los autos. Fray Pedro de Herrera, autor de la relación del Auto celebrado en Córdoba en 1655, refiere con detalle la lectura de la sentencia y posterior entrega al brazo secular: Serían las diez del día cuando se comenzaron a leer las causas de las estatuas relajadas y después de ellas las de los siete relajados en persona y se acabaron a las cinco de la tarde. Arbitrio fue como la prudencia que influyó en el acierto de todas las acciones de este día, para que así no se ejecutasen las sentencias de noche, excusando los inconvenientes del concurso, que suelen ser más feos con las sombras. A esta salieron del tablado para el suplicio… Y procedidas estas diligencias judiciales, fueron llevados por el Alcalde Mayor y Ministros de la Justicia Real, al campo del Marrubial, fuera de la Puerta de Plasencia, donde les esperaba

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el fuego, para los verdaderamente arrepentidos crisol, para los pertinaces impenitentes ensayo temporal de un fuego eterno. No paso a referir las circunstancias de este horrible espectáculo, por excusar a la relación de algunos borrones de pesadumbre, inexcusables a la consideración cristiana, acordándose la condenación de algunas almas redimidas con la sangre de Jesucristo Más desahogado el teatro con la delación de los relajados, se prosiguieron las causas restantes hasta las nueve de la noche.

Ya en el quemadero, lejos del espacio del auto de fe que continuaba con sus ceremonias, subían a los relajados al brasero, muertos —porque si en el último momento se arrepentían, se les aplicaba el garrote vil antes de ser quemados— o vivos, para ser devorados lentamente por las llamas. Unos de los relatos más precisos y estremecedores sobre la muerte de dos reos condenados por judaizantes lo escribió Juan José del Castillo, escribano del Ayuntamiento de Sevilla, el dos de diciembre de 1692: El portugués Baltasar de Castro resistió a todas los intentos de conversión por parte de religiosos de diversas órdenes durante el trayecto al quemadero, y habiéndole pegado fuego a mucha leña que había al pie de dicho palo, luego que se quemaron los cordeles con que tenía atados y afianzados los pies, con un pie se descalzó el otro, y con el otro el otro, y escupió por dos o tres veces, y por tantas alzó los ojos al sol, buscándolo con algún trabajo porque iba ya al ocaso por ser las cuatro de la tarde poco más, y habiéndose quemado los cordeles con que estaba afianzado a dicho palo y abierto los eslabones de la cadena, cayó sobre las llamas, donde se acabó de quemar vivo.

Otro portugués relajado por judaizante, Juan Antonio de Medina, ofreció una extraordinaria resistencia no sólo a las amonestaciones de los clérigos, también al fuego. Al quemársele los cordeles y aflojarse un eslabón de la cadena cayó al brasero, de donde fue recogido y de nuevo exhortado a la conversión, intentó huir, pero: lo arrojó el ejecutor encima de la hoguera que estaba ardiendo. Se levantó de ella y se arrojó del quemadero abajo, y habiéndole vuelto a subir y a exhortar repetía llorando como de miedo

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las mismas palabras, y habiéndole vuelto a arrojar a la hoguera con un cordel atado a los pies y estado en ella más tiempo de un credo, luego que se quemó el cordel volvió a salir de ella y a arrojarse del quemadero abajo, donde uno de los soldados que había en dicho sitio le dio con un cañón de un mosquete en la cabeza y lo atolondró y se volvió a subir y a echar en las llamas vivo, siendo las cuatro de la tarde poco más donde se quemó y convirtió en cenizas, las cuales con una pala se esparcieron por el aire, durando todo ello hasta las dos de la tarde del día siguiente.

Ante escenas de esta intensidad sobran discusiones sobre ceremonias y ritos y cobran su verdadera dimensión los discursos sobre tolerancia y respeto. Sin embargo, el reconocimiento de la crueldad no nos exime de precisar cuál fue el espacio del auto de fe, si no corremos el riesgo de que la representación que de la ceremonia ha elaborado la publicística posterior se superponga a la misma realidad del auto. Porque, ¿dónde finalizaba la ceremonia y el ritual del auto?, ¿en el cadalso o en el quemadero? Para Pérez de Colosía, el ritual de un auto de fe también contemplaba lo que acaecía con los relajados o condenados a muerte desde el palenque hasta la quema de sus cuerpos, e incluso el espectáculo represivo del auto de fe se alargaba hasta la ejecución pública de sentencias, como la condena de sufrir azotes por las calles, o el traslado de sentenciados a pena de galeras a la cárcel real. Para Bethencourt, sin embargo, el espectáculo de la ejecución era una prolongación de la ceremonia del auto, razón que le lleva a otorgar a dicha ceremonia una dimensión secular que le impidió al auto alcanzar un estatus de rito litúrgico de la Iglesia. Por el contrario, para Antonio Domínguez Ortiz los condenados a muerte eran entregados al brazo secular al finalizar el auto. Tampoco Doris Moreno considera que lo acaecido en el quemadero formase parte del auto de fe. Para Jaime Contreras no se debe confundir el auto de fe “con el espacio de ejecución de las sentencias que impartía el Tribunal, y específicamente con el espectáculo de las más singulares de todas ellas: las que se realizaban en la hoguera. Porque el auto no fue esto, ni mucho menos”. A modo de síntesis de estas diversas percepciones podríamos considerar que el ceremonial del auto se expresaba en los espacios de las procesiones de ida y vuelta y en liturgias, juramentos, protocolos, sentencias y entregas que se realizaban en el tablado; mientras que los

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pautados y concordantes actos simbólicos que asociaban el auto a una representación del rito de la penitencia y de la victoria eterna de la verdad sobre el error —como en el Juicio Final—, se proyectaban física y temporalmente más allá del espacio concreto del auto, es decir, se recreaban de manera violenta en el quemadero y en los espacios donde días u horas más tarde se concluía el ritual de penitencia y humillación con la aplicación de las penas menores. Para los inquisidores no era suficiente que los herejes fuesen declarados como tales, también debían ser vistos y reconocidos como herejes mediante un discurso proyectivo, es decir, el auto de fe debía preludiar ejecuciones o al menos la ejemplaridad de los castigos como reparación del orden social transgredido. De ahí que se pueda confundir la ceremonia de reinstauración de lo vulnerado, que era el auto, con la “lógica inevitable” del castigo o de la ejecución que se hacía en el quemadero. Los riesgos de una determinada representación de los autos generales fueron también una consecuencia directa del propio interés del Santo Oficio por controlar mediáticamente las descripciones de lo que acaecía en dichos actos. Con ocasión del auto de fe de 1559, que se celebró en Sevilla contra los acusados por luteranos, “muchos de los presentes iban preparados con papel y tinta para escribir lo que viesen y oyesen pero luego al principio mandaron los Señores Inquisidores recoger todo lo escrito, y que nadie escribiese más, y desde entonces se ha guardado esta costumbre”. A partir de estos autos, el Consejo de la Suprema va a promover la elaboración e impresión de discursos a posteriori en forma de relaciones que permitiesen, en principio, al que había asistido revivir el auto, así como dar a conocer todos los detalles de la celebración al ausente. Pero, es obvio, detrás de esta reconstrucción mental de la parafernalia festiva se plasmase la construcción de la representación. Por esta razón, para Álvarez Santaló, las relaciones no son, pues, estos textos-descripciones para la memoria evocadora sino, sobre todo, una sustitución eficaz de lo real, y única realidad festiva que quedará para los lectores. Ciertamente, esa fue la interpretación que hizo el reformado sevillano Reinaldo González Montano en sus Artes de la Inquisición española (1567), cuando refiere cómo ante la citada prohibición inquisitorial de circulación de manuscritos sobre los autos, el Santo Oficio tuvo el cuidado de redactar y publicar para el vulgo algunos ejemplares de aquellas relaciones, breves y en su opinión no susceptibles de ser nocivos, para que quien

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quisiera escribir a los ausentes sobre lo que hubiera ocurrido, siguiera el formulario prescrito para aquéllas, conminándose con penas gravísimas a quienes diesen rienda suelta a la pluma para una narración más amplia.

Estos impresos propagandísticos y oficiosos contenían una minuciosa y singular descripción de lo ocurrido (preparativos, procesiones, asistencias, delitos/pecados cometidos contra la fe, nombres y apellidos de los reos, castigos, comentarios apologéticos o edificantes, etcétera), relaciones que a pesar de sus exageraciones y manipulaciones constituyen —parafraseando a Bonet Correa— un monumento más, una arquitectura literaria levantada para la sempiterna memoria de tan señalado acontecimiento. La evolución en la producción de estos impresos fue inversa al proceso que experimentaron los autos. Las relaciones se multiplicaron a lo largo del siglo XVIII, copiando los modelos del siglo anterior, precisamente en el tiempo en que los autos decrecen en número, desaparecen de las plazas y se sitúan en espacios cerrados como las iglesias o las salas del tribunal. Esta paradójica evolución se explicaría, según Bethencourt, no sólo para ensalzar la ceremonia, también por la voluntad de recuperar y reconstruir la memoria de una ceremonia y un ritual ante la discontinuidad de una práctica que incidía directamente en la pérdida de autoridad carismática de la Inquisición.

Otras fiestas inquisitoriales La aparatosidad que fueron adquiriendo los autos generales de fe condujo inevitablemente a su decadencia y extinción. A lo largo del siglo XVII el ritmo de convocatoria fue ralentizándose. Si en el siglo XVI en Sevilla hubo un auto general de fe cada dos años e incluso dos el mismo año (1573 y 1578), en la centuria siguiente sólo se celebraron cuatro (1604, 1624, 1648 y 1660). Los cuantiosos gastos que conllevaban su celebración comenzaron a ser insostenibles, y no sólo para los tribunales pequeños con menores ingresos. Desde 1631, el tribunal sevillano despachaba las causas de relajados en estatua en autos particulares. La acumulación en los tribunales de causas votadas a relajación era tan grande que, a partir de una Carta Acordada de 1689, en la que se reco-

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mendaba evitar la celebración de costosos autos generales, el Consejo de la Suprema autorizó todas las relajaciones en los autos particulares. De manera irreversible, los autos generales comenzaron a ceder terreno a los autos particulares, el ceremonial se mantuvo en sus aspectos básicos (procesiones, liturgia, lecturas de sentencias…) conservando la solemnidad barroca pero a un costo mucho menor. Ello no supuso, como refería Llorente, la no asistencia de autoridades; al contrario, la reducción del espacio ocasionó verdaderos quebraderos a los inquisidores para poder ubicar a la gran cantidad de público que —eso sí, a título particular— asistía a estos autos: nobleza, autoridades eclesiásticas, municipales y reales, religiosos, etcétera. De todos modos, el Tribunal de Sevilla, que había celebrado el último auto general en 1660, reconocía en 1729 que sus ceremonias habían perdido el respeto del pueblo. No podía competir con las exhibiciones públicas de la Audiencia y de las autoridades civiles, e incluso con los brillantes desfiles procesionales del Corpus Christi o de Semana Santa. La Inquisición ceremonial se diluyó ante la imperiosa necesidad de mantener la inquisición cotidiana que castigaba los delitos más comunes o de divulgación improcedente. Así, en los autillos que se convocaban en las salas del tribunal se leían las sentencias de delitos como las proposiciones, las solicitaciones de clérigos o las condenas a personajes relevantes, como fue el caso de Olavide. Pero el auto no fue el único vehículo festivo a través del cual la Inquisición hizo evidente su estrategia por mostrarse, por reiterar su imprescindible existencia para la defensa de la verdad religiosa frente al error. Ante la dificultad de mantener el costosísimo ceremonial, y ante los problemas de protocolo y juramento que reiteradamente manifestaban las autoridades civiles y eclesiásticas antes y durante la celebración de los autos, el Santo Oficio optó por diversificar esfuerzos propagandísticos y adaptarse a las nuevas tendencias disciplinantes y cristianizadoras que se imponían en siglo XVII y tenían su reflejo en el hecho festivo. En este continuo proceso de readecuación y reubicación de la Inquisición podemos encontrar autos de fe que acompañaron o coincidieron con fiestas de canonización, como el celebrado en Granada el 7 de octubre de 1691, con ocasión de la canonización de San Juan de Dios. Antonio de Gadea, autor de su relación, lo explicó por “misteriosa concurrencia que acumuló el cielo a las fiestas de su Canonización, para más engrandecerlas”.

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La monarquía apoyó abiertamente, a lo largo del siglo XVII, la promoción de santos “nacionales”, presionando a Roma para lograr beatificar y canonizar personajes cuyos cultos se difundieron rápidamente. Y en las celebraciones de las beatificaciones y/o canonizaciones, la Inquisición participó, por diversas razones, activamente. Las fiestas que celebraron la canonización de Fernando III en 1681 fueron organizadas en Granada y en Córdoba por la Inquisición y no por la Catedral, como en Málaga o en Sevilla. El 17 de septiembre de 1664 se conmemoró la beatificación del inquisidor aragonés Pedro de Arbués. Dichas fiestas fueron aprovechadas para relanzar la debilitada imagen de la Inquisición, convirtiéndose en manifiestas declaraciones de que toda la Iglesia dependía para su existencia del Tribunal. La celebración de los festejos en honor del beato fue rigurosamente pautada. Las órdenes eran claras. Los festejos debían ser de carácter religioso. Quedaban excluidos todo tipo de actos profanos como concursos de cañas, corridas de toros, comedias o máscaras. Y para que se supiera quién era en verdad la figura que se exaltaba como nuevo patrón de la Inquisición, se les envió veinte ejemplares de la biografía del beato para ser repartidos entre los distintos cargos inquisitoriales de cada distrito. Era, naturalmente, una reedición ampliada del Epítome de la santa vida de Pedro de Arbués, de García de Trasmiera (Sicilia, 1647), que incluía ahora la bula de beatificación y la primera relación de las fiestas celebradas el 14 de septiembre de 1664 en el Real Convento de Religiosos Dominicos de Madrid. Indudablemente, la beatificación de Arbués fue una inyección de estímulo para la Inquisición. La santidad era una realidad viva, tanto en su práctica milagrera y ejemplificadora como en su veneración. Formaba parte del programa católico tridentino, como canalización de la sensibilidad religiosa de la contrarreforma hacia santos “frescos” —como Felipe Neri en Roma, o Carlo Borromeo en Milán—, capaces de atraer sobre ellos las intensas corrientes devocionales populares y evitar de esta forma tensiones y conflictos. No podemos olvidar que en 1588 Sixto V había creado la nueva Congregación de Ritos, compuesta por dieciocho purpurados, de los cuales siete eran miembros del Santo Oficio. Y que en 1602 Clemente VIII creaba la Congregación de Beatos. Se trataba, en definitiva, de canalizar la devoción hacia los santos “adecuados”, pasados por el tamiz y control romano. En Pedro de Arbués se dan cita buena parte de las características más sobresalientes y comunes de la hagiografía barroca: el martirio y la

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muerte como paideia, como educadora y canalizadora de los comportamientos. A las que se suman los inexcusables portentos post mórtem. No es despreciable tampoco la importancia de la muerte de Arbués a manos de criptojudíos en una España donde todavía resonaban los ecos de los múltiples actos de desagravio a la cruz que se realizaron tras el auto de fe de Madrid de 1632, actos en los que también tuvo un papel estelar el Santo Oficio. El ceremonial de estas celebraciones fue muy parecido en todas las ciudades y órdenes religiosas: misa en acción de gracias y repique de campanas, notificación e invitación al cabildo catedralicio y otras órdenes e instituciones, celebración del acto principal en el templo —lectura de la bula de beatificación, exposición de la imagen del festejado— con sonidos de diversos instrumentos musicales, campanas y salvas, tedeum y misa; a continuación, se daba la procesión general —en la que se especificaba el orden adjudicado a las distintas autoridades y órdenes— que recorría los lugares más importantes de la ciudad —itinerario del Corpus—, y, por último, el traslado de la imagen al templo y la celebración de un octavario. En algunas ciudades, también se sumaban profusas y espectaculares luminarias. Como expresamos, estas fiestas se aprovecharon para fortalecer la debilitada imagen de la Inquisición y de alguna forma manifestaron que toda la Iglesia dependía para su existencia del Tribunal. En la relación de las fiestas en Sevilla se adjuntó un resumen hagiográfico de la vida y muerte del inquisidor aragonés y del proceso de beatificación. Los conocidos prodigios atribuidos a Arbués el día de sus exequias, y resumidos en la relación sevillana, insistían en el irrenunciable y precoz reconocimiento de la santidad del inquisidor aragonés: Celebráronse las exequias, y en ellas quiso la voluntad divina, que se canonizase con milagrosas señales la santidad de su Siervo. Tocose por sí sola la prodigiosa Campaña de Velilla, tan al compás, de sus funerales Oficios, que se conoció con evidencia ser esta la causa de su prodigioso movimiento y lo que es más admirable (y seguro de variedad de juicios) hirvió la sangre al depositarse en el Sepulcro.

Quizá lo más llamativo de las fiestas sevillanas fue la participación de Bartolomé Murillo, a quien el tribunal sevillano encargó un lienzo marcando expresamente el modelo a seguir: el grabado de Villafranca que había aparecido en el texto de García de Trasmiera, en 1647: 97

un lienzo de pintura de cuatro varas de alto, y ancho de proporción, en quien de orden del Tribunal había copiado con singular estudio el insigne Pincel de Bartolomé Murillo, el dicho martirio de este Varón divino, con tan raro acierto del Arte, que a no calificarle pintura un rico marco de tercia de ancho, cubierto de costosa y relevada talla dorada de bruñido, se creyeran sus figuras bultos que animaba la Naturaleza, o traslados que de sus originales talló algún Divino Fidias. Fueron seiscientos ducados premio del trabajo del Artífice, no precio del valor de tan excelente obra.

La Inquisición tuvo una voluntad efectiva de controlar su propia iconografía. La singularidad de la fiesta en Granada, celebrada en la misma fecha, es la que mejor se encuadra en la evolución del proyecto urbano durante ese siglo, en concreto, en el ámbito celebrativo en el que la jerarquía y la religión se debían mostrar en recíproca connivencia (rituales, juegos, justicia), articulándose tres niveles festivos: la fiesta en honor del Santo Oficio que fijaba el esquema del poder y la jerarquía, la fiesta de los emblemas que fijaba el modelo ideológico a través de la máquina sensorial-simbólica, y la fiesta oral y auditiva que difundió los tópicos más crueles hacia los hebreos. Como en Palermo, México, Lima, Sevilla o Granada, el uso de arpas y dulzainas, el repique de campanas, la salva de artillería, el desarrollo de la misa a cuatro coros, con letras y villancicos de alabanza al beato, el sermón, centrado en la vida y virtudes de San Pedro de Arbués, el reparto de imágenes entre la concurrencia, todo estaba encaminado, a través de la celebración festiva, a inculcar y fomentar la devoción por el nuevo beato, tan útil al Tribunal. En definitiva, la Inquisición entendió como un hecho festivo el auto de fe, y como tal lo utilizó como instrumento de propaganda, de ostentación y de catarsis social, como una manifestación evidente del poder inquisitorial, una forma de memoria institucional al tiempo que de fijación de la memoria colectiva. Esta extraordinaria expresión institucional y ritual, fue esencialmente una ceremonia punitiva en la que se escenificaron los mecanismos de conservación del orden establecido, y que como ocurría con otras ceremonias festivas y públicas, fue un vehículo para la defensa de una serie de principios de carácter político, social, religioso e ideológico. Fiestas que no tuvieron únicamente como objetivo último y principal el mantenimiento del orden dentro de la sociedad estamental, sino que a partir de ellas también fueron disputa98

dos espacios donde se expresaban las tensiones entre poderes y donde se obsesionaban por representar continuamente las legitimaciones del poder inquisitorial autónomo. •

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Mujeres ante el santo oficio

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Mujeres e Inquisición en los confines del Imperio (Córdoba, siglo XVIII)1 Vassallo, Jaqueline Universidad Nacional de Córdoba • Argentina La Inquisición en Córdoba de la Nueva Andalucía La primera Inquisición que funcionó en América, entre 1535 y 1571, fue una Inquisición ordinaria en la que los obispos tenían a su cargo la defensa de la fe; incluso, llegaron a nombrarse inquisidores apostólicos que actuaron junto a los obispos en sus distritos. Sin embargo, a partir de 1560, desde América se comenzó a plantear a la Corona la necesidad de centralizar la autoridad inquisitorial. Uno de los motivos que se esgrimían era el de los contantes abusos en los que incurría el clero americano, aunque también influyó en su implantación la escisión cristiana en Europa y la coyuntura histórica de claro signo contrarreformista. De esta manera, el Santo Oficio terminó siendo establecido por Felipe II, por real cédula fechada el 16 de agosto de 1560. La implantación de la institución tuvo lugar cuando en España la persecución sobre conversos y mahometanos ya había descendido, es decir, cuando su 1 Este trabajo se realizó en el marco del Proyecto I+D+i HAR 2011-27021: “Inquisición y vida cotidiana”, dirigido por el Dr. Manuel Peña Díaz (Universidad de Córdoba, España), 2012-2015.

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accionar se concentraba en la persecución de protestantes, blasfemos, sacrílegos, bígamos, solicitantes, hechiceros y brujos, entre otros. La versión americana de la institución fue organizada tomando como base la jurisdicción eclesial y administrativa de los virreinatos existentes. En este sentido, y habida cuenta de la considerable extensión territorial que comprendía cada uno de los tribunales —Lima, México y Cartagena de Indias—, echaron mano a las figuras de los comisarios y familiares, con el propósito de conformar una amplia red, que operara en determinadas ciudades —sobre todo sedes episcopales y capitales de audiencia— gozando de considerables poderes jurisdiccionales. Basta como ejemplo la extensión del Virreinato de Lima que comprendía las audiencias de Panamá, Santa Fe de Bogotá, Quito, Lima, Charcas y Chile; y catorce obispados: Lima, Panamá, Santa Marta, Cartagena, Popayán, Bogotá, Quito, Trujillo, Cuzco, Asunción, La Plata, Santiago, Concepción y Tucumán. Es decir, el espacio que hoy conforman los estados de Panamá, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Paraguay y Uruguay. Y si a esto le añadimos la lejanía de la metrópoli, con la que se podía establecer una relación deficiente —debido a que los medios de comunicación eran lentos y costosos—, y las distancias al interior de los distritos —que dificultaban visitas y traslados de documentación, reos y funcionarios—, concluimos que las cuestiones geopolíticas fueron auténticas trabas en el control que la Inquisición pudo hacer en el territorio, y que la estructura del poder inquisitorial —tan bien organizada en la península— fue diferente en el contexto americano. Estas circunstancias incidieron no sólo en la característica netamente urbana que tiñó a tribunales y comisarías, sino también en la mayor autonomía de la que gozaron éstos con respecto a las autoridades inquisitoriales peninsulares y los comisarios, en relación a sus tribunales. Sin embargo, esta autonomía aparecía diluida en el entramado del funcionamiento de autoridades y jurisdicciones que ya existían en América al momento de ser instalada; es decir, cabildos catedralicios, obispados, audiencias y virreyes. Razón por la cual, la Suprema procuró que se establecieran fluidas relaciones inter-institucionales, y que ésta última no las invadiera, en una clara estrategia de protección de las “conveniencias colonizadoras”. El carácter urbano del dispositivo inquisitorial americano puede explicarse, asimismo, en que sus destinatarios fueron, en principio, cristianos viejos y extranjeros tales como portugueses e ingleses; en con-

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secuencia, comisarios y familiares trabajaron en “pueblos de españoles”, sedes episcopales, ciudades o puertos mercantiles. En este sentido, el control del ingreso de extranjeros portadores de ideas y creencias diferentes a la ortodoxia católica también fue una característica singular de la Inquisición americana. Pero, finalmente, la Inquisición terminó incluyendo dentro de su jurisdicción a negros y gente de “castas”; y si bien los indígenas quedaron fuera de su persecución, durante los primeros días de la conquista tanto obispos como visitadores actuaron provistos de títulos de inquisidores apostólicos con los que enjuiciaron y condenaron a muerte a unos cuantos. Años más tarde, implementarían las campañas de “extirpación de idolatrías” y los procesos de la justicia ordinaria que los enjuició por hechicería y brujería. Ahora bien, en este entramado, la ciudad de Córdoba fue designada como sede de una comisaría que comenzó a funcionar a principios del siglo XVII. Estaba situada en la gobernación del Tucumán, y ésta, a su vez, dentro de la jurisdicción del Virreinato del Perú, por lo que quedó supeditada al tribunal limeño. Córdoba era una de las ciudades más australes y periféricas del imperio, y había sido fundada en 1573 por el andaluz Jerónimo Luis de Cabrera. La llegada de los jesuitas, en 1585, marcó un viraje en la concepción de las provincias del Tucumán como blanco de “evangelización” tanto del sector indígena como de la población esclava, y, sobre todo, como espacio para la incitación a la religiosidad y a la educación de la sociedad hispano-criolla, cristalizada en las devociones en las cofradías y materializada en obras pías, donaciones y legados. Finalmente, la ciudad comenzó a tomar vuelo cuando fue elegida, en 1604, como cabecera de la Provincia jesuítica del Paraguay. Desde el punto de vista político, social y económico, la gobernación nació vinculada y en dependencia directa del Virreinato del Perú. Sin embargo, la gran distancia hasta los centros administrativos principales y un desenvolvimiento económico no basado en la explotación de metales preciosos le confirieron a la región una fisonomía particular y un cierto nivel de autonomía. En este sentido, desde sus inicios cobró un particular dinamismo que determinó la instalación de la mayor cantidad de sacerdotes y religiosos y la construcción de numerosos conventos, monasterios e iglesias, a pesar de que la sede del obispado continuó siendo, hasta fines del siglo XVII, la ciudad de Santiago del Estero.

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En definitiva, se trataba de una ciudad fronteriza, agraria y mercantil, que resultó punto de encuentro y paso obligado de aventureros, contrabandistas, tratantes y numerosos sacerdotes, que transitaban a Chile, el Alto Perú o Buenos Aires y que convivieron en un espacio marcado por la cosmovisión católica post tridentina. La llegada del brazo inquisitorial, a principios del siglo XVII a este dinámico centro, activó una serie de temores en la población y nuevas formas de control. Con su instalación, se abrió un nuevo espacio para ejercitar venganzas, dirimir conflictos y también negociaciones. Asimismo, desencadenó una suerte de redes clientelares que involucró a los comisarios con sectores de la elite, especialmente quienes estaban dispuestos a convertirse en familiares; sin olvidar las disputas que tuvieron lugar entre los seculares y los regulares que estaban establecidos en la ciudad, por ganar o mantener el control de la comisaría. Por su parte, los comisarios que actuaron en la jurisdicción de Córdoba durante tres siglos, formaron parte de una red diseñada por la Inquisición con el objetivo de asegurar su presencia constante. Gozaron, como todos los que trabajaron en América, de amplias atribuciones, y resultaron dueños de un significativo espacio de poder, viviendo y actuando muy lejos de la sede del tribunal, lo que originó no pocos conflictos y choques institucionales. Las primeras actuaciones de la comisaría coinciden con la instalación de Colegio Máximo como parte del proyecto jesuita, y que en 1621 obtuvo autorización mediante breve papal, para funcionar como Universidad menor. Eran tiempos en los que la Compañía de Jesús acompañaba la consolidación del gobierno político-eclesiástico del Tucumán y, por lo tanto, ocupaba espacios vacíos en la Inquisición local y aportaba algún comisario, revisores de bibliotecas y librerías, y hasta ejercía un rol de denuncia contra sacerdotes que recaían en proposiciones y solicitación. Fue entonces cuando surgieron fuertes disputas públicas con los franciscanos, quienes a su vez los acusaban de solicitantes desde los púlpitos, lo que causaba gran escándalo en la ciudad. Durante esos años, la comisaría también ocupó sus días tramitando causas contra judeoconversos. Entre ellos podemos mencionar a Diego Núñez de Silva, uno de los primeros médicos que ejerció su profesión en la ciudad y que terminó siendo procesado y sentenciado por el tribunal de Lima, en 1605. Por ese entonces, Córdoba y Buenos Aires se habían convertido en los centros de mayor residencia de judíos portu-

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gueses; en estas ciudades muchos de ellos tuvieron una inserción social y política destacada. Unos años más tarde, Córdoba aportó dos procesados que protagonizaron afamados casos sustanciados en Lima: Francisco Núñez da Silva y Ángela Carranza. Ambos habían nacido en la ciudad y vivieron en ella hasta llegar a ser adultos. Francisco era hijo de don Diego, el médico, y en Córdoba aprendió a judaizar guiado por su padre y su hermano mayor. Años más tarde, cuando vivía en Chile y ejercía como médico en la ciudad de Concepción, su hermana Felipa lo denunció. Por entonces estaba casado con una “cristiana vieja”, Isabel Otáñez, y tenía una hijita, Alba; ambas ignoraban las prácticas en secreto. Francisco murió quemado vivo en Lima en el auto de fe del 23 de enero de 1639, que resultó ser el que más judaizantes sacó a la plaza. Por su parte, la beata Ángela Carranza era una mujer pobre y soltera que migró a Lima en busca de una vida mejor, durante el último cuarto del XVII. Fue sometida a un largo juicio inquisitorial entre 1689 y 1694, en el que se le incoaron numerosas acusaciones: embustera, blasfema, hereje, ilusa y hasta “aliada del demonio”. Carranza llegó a escribir un diario místico de más de 7000 fojas —que aparentemente fue quemado—, en letra abigarrada, y en el que reflexionó, entre otros temas, sobre la “inmaculada concepción”; en esta experiencia mística literaria fue acompañada por frailes agustinos limeños. Delaciones sobre proposiciones, inspecciones de librerías y también algunas supersticiones ocuparon el tiempo de delatores y comisarios durante el siglo XVII, al compás de lo que marcaba el Tribunal de Lima. Tal fue la actividad de la comisaría, que durante el último cuarto del siglo XVII los inquisidores limeños propusieron a la Suprema que se erigiera un tribunal debido a la lejanía que Córdoba tenía con Lima, aunque el proyecto no se concretó.

La comisaría como espacio conquistado por las mujeres del Tucumán Ahora bien, más allá del caso referido, pocas mujeres resultaron involucradas en las actuaciones de la Inquisición local durante el siglo XVII. La herejía, su individualización y la puesta en marcha de una denuncia, fue en apariencia, durante esos años, “cosa” de hombres.

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Durante el siglo XVIII las mujeres comparecieron mayoritariamente a interponer denuncias y también aparecieron denunciadas. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió con algunos varones médicos —sospechados de judaizar—, no llegaban desde Lima solicitudes de captura destinadas a ellas. ¿Qué pudo ocurrir para que las mujeres estuvieran mayormente interesadas en concurrir a esta instancia jurisdiccional a interponer denuncias? ¿Qué delitos identificaron? ¿Qué las movilizó a aportar esta clase de información? Recordemos que, al momento de la instalación del Santo Oficio en España, y luego en América, teólogos, canonistas y moralistas llevaban varios siglos entendiendo a las mujeres como perversas, lascivas, inferiores y demoníacas. Estas ideas habían sido elaboradas y repetidas de manera frecuente por la patrística, y se fundamentaban en textos bíblicos, sobre todo en Pablo de Tarso. Eran discursos que se retomaron y sostuvieron en los escritos de inquisidores, teólogos y juristas a lo largo de varios siglos. Estas representaciones de género llevaron a cercenarles derechos ante la jurisdicción ordinaria y a invalidar su palabra a nivel jurídico —ser testigos de testamentos o poder denunciar ante la justicia ordinaria la comisión de un delito común—, y a posicionarlas como perpetuas sospechosas de cometer delitos vinculados a la sexualidad, como el adulterio, el aborto, el infanticidio, la hechicería, la brujería, entre otros. A pesar de esto, la Inquisición, con el objetivo de perseguir la herejía —devenida en delito “de lesa majestad”—, les abrió las puertas de la delación para poder obtener la información que necesitaban. Cabe agregar, asimismo, que si bien esta persecución suponía que cualquier persona que cometiera herejía debía ser perseguida, la redacción, recepción e internalización de las normas inquisitoriales, como sus prácticas judiciales, no escaparon a las connotaciones de género. En este sentido, la documentación inquisitorial ha permitido encontrar las voces de las mujeres situadas en un contexto social y político-religioso determinado, que no siempre resulta fácil de hallar ya que las declaraciones femeninas suelen presentarse impregnadas de una visión masculina del mundo en la medida que son transcritas, escogidas e incluso reinterpretadas por varones. De esta forma, sus voces aparecen intercaladas con las opiniones de los inquisidores y también por las transcripciones de los notarios, por lo que resulta todo un desafío

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percibir la forma en que emergen los productos culturales femeninos y entender la forma en que interactuaron con la cultura masculina. Las mujeres de Córdoba denunciaron a confesores, vecinos, parientes —incluso a algún marido—, amigas y conocidos, entre los cuales podemos contar a esclavos y esclavas, sacerdotes, varones y mujeres libres de menor condición. Y por los más variados delitos: solicitaciones, brujería, hechicería, proposiciones heréticas, blasfemias y bigamia. Pero de todos ellos, prevalecieron las delaciones incoadas por prácticas mágicas y solicitación. Las denunciantes provenían mayoritariamente de los sectores más acomodados de la sociedad colonial; es decir, eran españolas o criollas, entre las que contamos doñas y vecinas. El hecho de que la mayoría perteneciera al estamento privilegiado del orden colonial puede explicarse en que se trataba del grupo destinatario de la vigilancia inquisitorial en América. No es casual, entonces, que surgieran defensoras y guardianas de la ortodoxia católica, al mismo tiempo que tendieran a conservar el propio espacio al que pertenecían, teniendo en cuenta la posición social de los delatados y delatadas, que en su mayoría provino de grupos inferiores. Por su parte, si pensamos que entre las solicitadas encontramos a mujeres que se identifican como españolas, diremos que ellas respondían al “modelo ideal” de mujer basado en el enclaustramiento, la obediencia y el gobierno de la casa. Por lo tanto, el hecho de que asumieran los principios religiosos desde una actitud de resignación y acatamiento de la autoridad masculina, la frecuente asistencia a misa y la confesión periódica —que pudo ser considerada como una oportunidad de autoexpresión que no tenían con sus familiares—, las pudo exponer a los requerimientos sexuales de sus confesores. A lo que debemos agregar que se trata de mujeres solas: huérfanas, viudas y solteras mayores de 35 años. Es decir, mujeres libres de lazo matrimonial o no sujetas a patria potestad, sobre quienes no recaía la concreta guarda masculina de padres o esposos que controlaran su honra y que, por ende, demandaran una explicación por afectar el honor familiar. Cabe agregar que prácticamente todas ellas eran residentes de la ciudad. La ausencia de comparecientes que vivieran en el interior de la jurisdicción posiblemente responda al carácter urbano que adquirió la administración inquisitorial en América, en contraste con la realidad de la península. Era en la ciudad donde se vivía con mayor intensidad la presión inquisitorial, cuando, obviamente, existía. Allí se leían los

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edictos, a través de una ceremonia formal, donde tenían lugar las detenciones, donde el comisario vivía y se relacionaba, donde circulaban los familiares. Y finalmente, donde la existencia de cofradías, la celebración de las fiestas religiosas y la presencia de gran cantidad de sacerdotes eran visibles e ineludibles. Sin lugar a dudas, pensamos que estas mujeres pudieron identificar estos delitos, con ayuda de algún confesor —en los casos de solicitación es explícito—. La mayoría de las mujeres solicitadas llegaron hasta allí porque otro sacerdote se negó a darles la absolución hasta tanto no denunciaran. Las demás, seguramente pudieron llegar por indicación o consejo de un tercero, o también compelidas por los edictos. En efecto, las denuncias surgían debido a la incitación que con regularidad se realizaban mediante los edictos de fe y las órdenes dadas por el sacerdote en la confesión. Por lo tanto, se trataba de una actitud inducida por una serie de amenazas de recibir penas espirituales para quienes optaran por callar; y, al mismo tiempo, un indicio seguro de cristianización y normalización de quienes vivían en una jurisdicción determinada. Cabe agregar, que la lectura pública de los edictos, también supuso una oportunidad para la gente de utilizar estos textos y familiarizarse directa o indirectamente con los modelos narrativos fijados por la tradición escrita de la élite dominante. Es sabido que la denuncia ante la Inquisición, respaldada por el secreto y el anonimato, y que constituía un premio —desde el discurso de la Inquisición— porque se realizaba por “descargo de conciencia”, también constituyó un medio de encauzar la envidia, la frustración y la venganza. Y aun cuando se proporcionaran unos pocos datos confusos —como efectivamente ocurrió con muchos delatores que acudieron a los estrados de los comisarios locales—, el o la denunciante podía salir satisfecho después de interponer la denuncia, ya que, por un lado, pudieron pensarse “buenos católicos” por colaborar con las autoridades encargadas de velar por la ortodoxia, pero también pudieron abrigar la esperanza de perjudicar a algún vecino aborrecido, un rival en negocio o en amores, un enemigo íntimo, un amante que se había vuelto un trastorno, o una persona visualizada como indeseable, por un sector de la comunidad donde vivía. Un fenómeno digno de destacar es que generalmente procedieron dentro del período de la cuaresma, que coincidía no sólo con la fecha de publicación de los edictos generales, sino con la preparación de toda

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la feligresía para la obligatoria comunión pascual —mediando necesaria confesión—, en la que los sacerdotes podían instar a la denuncia. Sin lugar a dudas, esta habitual modalidad de coerción —que tenía lugar en un peculiar momento del calendario litúrgico y que perseguía la obtención de información— dio sus frutos. Y esto lo decimos ya que se trató de denuncias especialmente maduradas. Estas mujeres tendieron a guardar silencio durante cierto tiempo, antes de aportar la información al comisario. Algunas, incluso, porque ellas mismas o sus familiares habían requerido de los servicios de los denunciados, como cuando delataron a curanderos y hechiceras luego de que la cura de la enfermedad no fuera exitosa. Tampoco interpelaron a los denunciados, en el momento en que tuvieron lugar los hechos. Tal vez como excepción podríamos citar a doña Juana Rodríguez, una viuda española que instó a la esclava Elena a que no sucumbiera a los encantos sexuales que le proponía el “diablo”, quien —según la negra— la requería cada vez que iba a lavar ropa a orillas del río. Finalmente, y debido a que Elena terminó confesándole que no había podido sustraerse a su seducción, la denunció. En tanto, María del Rosario Gómez recriminó a María Cornejo sus repetidas prácticas de la “prueba del cedazo” —con miras a encontrar algunos objetos perdidos— mientras las realizaba en su presencia. Una reflexión especial merece el silencio guardado por las mujeres solicitadas por sacerdotes, y que en algún caso llegó a diez años. Independientemente de quienes pudieron trabar una relación de mutua atracción, pensemos que quienes no lo hicieron tenían pocas opciones frente al solicitante puesto que, ya sea por temor o ignorancia, terminaron teniendo relaciones sexuales con él. Y unas pocas, por cierto, optaron por abandonarlos como confesores. Acusar a un miembro de la iglesia no era tarea fácil para una mujer. En primer lugar, porque para el discurso de la iglesia el colectivo femenino era inferior, y encarnaba el pecado, ya que se le atribuía flaqueza física, intelectual, lascivia y hasta maldad. En este sentido, no es difícil pensar que para los comisarios sus dichos fueran sospechosos ya que ponían en entredicho la ejemplaridad de los hombres de la iglesia, y porque en los casos relacionados con la moral sexual, las mujeres siempre eran sospechosas. Esto se evidencia, por ejemplo, en la obligación que tenían de averiguar si las denunciantes eran personas “deshonestas o apasionadas”, entre personas “graves” del lugar, “sin dejar testimonio escrito” según lo mandaba la Instrucción de 1577; asimismo, en la obli-

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gada pregunta formulada “con cargo” a cada mujer, si había procedido “con malicia” en la interposición de la delación. En segundo lugar, porque si trascendía el contenido de la denuncia, se podía poner en cuestión la honra de la mujer y, por ende, el honor de toda la familia en el marco del orden patriarcal y tradicional vigente. Y si bien el secreto sobre su identidad estaba garantizado jurídicamente, era difícil de guardar en una comunidad pequeña como la Córdoba de entonces, en la que poco se ignoraba de los antepasados, el presente y las costumbres de las personas. Nada pasaba desapercibido y el cotilleo se producía rápidamente cuando se observaba a sacerdotes que entraban y salían de casa de las mujeres, a penitentes que se demoraban más de la cuenta en el confesionario o a mujeres que salían solas de noche y en dirección a la catedral para interponer la denuncia. A lo que debemos agregar que, a posteriori, las ratificaciones de sus dichos debían hacerse frente a varios testigos. En tercer lugar, las numerosas enemistades que podía provocar la denuncia: con los maridos —por no creerlas víctimas, sino cómplices—, con algunos miembros de las sociedad que no creyeran la versión de los hechos, con sus amos en el caso de las esclavas, y con los mismos confesores. Según hemos manifestado, la supresión de su nombre en la sumaria no era suficiente protección contra la identificación, cuando fuera llamado a declarar el denunciado. Por consiguiente, estamos convencidos de que muchas denuncias no fueron realizadas y de que quienes las interpusieron lo hicieron básicamente porque fueron obligadas por un nuevo confesor que se negaba a absolverlas o porque se sintieron condicionadas por la amenaza latente de la excomunión. El típico temor reverencial y el grado de autoridad que las palabras del franciscano del Sar ejercían sobre la viuda Urtubey, se reflejan en la respuesta dada al comisario al ser interrogada “si no tenía remordimiento de conciencia”: que si tenía pero que lo deponía unas veces diciendo que mediante que su confesor le mandaba sabría lo que hacía, otras veces que se afligía su conciencia, no se atrevía a ir a otro confesor, porque el dicho su confesor Fray Miguel del Sar, le mandó no se confesase con otro, aun cuando estuviera ausente y así se estaba uno o dos meses sin confesarse hasta que el dicho Padre volvía del campo. (Archivo del Arzobispado de Córdoba —en adelante, AAC, Fondo Inquisición, Legajo III). 114

Ahora bien, el hecho de que muchas los abandonaran como confesores puede llevarnos a deducir que pudieron no sólo estar preocupadas por la validez de sus confesiones y de la absolución recibida, sino que también eran conscientes de la entidad de los sucesos, porque todas denunciaron por su propia voluntad, independientemente de que algunas lo hicieran instadas por un nuevo confesor que les negaba la absolución. Entre las mujeres que consultaron sobre la situación a otro sacerdote, encontramos a Ignés Cabrera, quien se dirigió a otro miembro de la orden franciscana, Mariano Pereira, para consultarle a cerca de los requerimientos que le había formulado Olivares. Pero aparentemente no se expresó con claridad y no obtuvo una respuesta concreta. No satisfecha con ello: volvio a decir con más claridad lo que le había pasado con el dicho Luis Olivares y entonces le dijo el Padre Fray Mariano Pereira (que es su confesor) que si hubiese dicho la primera vez con claridad como en esta ocasión, prontamente le hubiera mandado que denunciare al Padre Olivares como lo hace ahora y de no hacerse así no la podría absolver. (AAC, Tomo III).

En igual sentido, Melchora Urtubey expresó “que hasta el tiempo en que ‘agitada su conciencia’, se vio precisada a consultarlo, con otros, los que la precisaron a que denunciase al susodicho Fray Miguel del Sar” (AAC, Tomo III). Otra mujer que calló por largo tiempo, fue María de las Mercedes Ramallo, quien llegó a la comisaría la noche del 31 de mayo de 1760, cuando estaba a cargo del comisario Joseph Arguello. Esta mujer, que declaró ser española —aunque natural de Córdoba—, denunció a su marido, el andaluz Manuel Sánchez. Manifestó que su comparecencia respondía a la búsqueda de un “descargo de su conciencia”, y, amparada por el prometido secreto, dio cuenta de una serie opiniones vertidas por Manuel, hacía ya varios meses: “…que en varias ocasiones ha oído al dicho su marido decir que se orinaba en Jesucristo y en su Madre Santísima que no quería que lo favoreciere y que no necesitaba de su favor”. A lo que agregó: “…que algunas veces lo ha conocido como caliente de la cabeza”. Las españolas y criollas buscaron el amparo de la oscuridad de la noche para concurrir a la comisaría que funcionaba en la catedral de la ciudad. Estas numerosas presentaciones nocturnas podrían ser explicadas en el marco del hermético sigilo con que debían realizarse todas las 115

diligencias procesales del tribunal: un necesario secreto debía rodear no sólo el acto de la denuncia, sino también su contenido y la identidad del supuesto hereje. Informadas de ello a través de los edictos generales, posiblemente buscaron no ser vistas o reconocidas por sus vecinos, y menos aún por la persona delatada. Por su parte, las pocas mujeres que se atrevieron a hacerlo a la luz del día fueron esclavas y mulatas libres que llegaron hasta la comisaría para denunciar a los sacerdotes que las habían requerido sexualmente. Valeriana, esclava de los jesuitas, prestaba servicio en la estancia de Alta Gracia y Manuela pertenecía a la orden franciscana y trabajaba en el Convento de San Francisco de la ciudad. Los sacerdotes avanzaron sobre ellas —seguramente porque sus maridos pertenecían a la más baja esfera social y carecían de honor—, por cuanto poco podían reprocharles a ellos, que estaban situados en el superior, en aquella sociedad jerarquizada de Antiguo Régimen. A los estereotipos y reparos que pudieron oponer los comisarios ante este tipo de denuncias que acercaban las mujeres, debemos sumar los que recaían sobre negras y mulatas: la supuesta “naturaleza obscena” de sus cuerpos. Recordemos que por entonces existía una hipersexualidad atribuida a la mujer negra, que muchas veces era institucionalizada en el ámbito de la justicia, aunque la mitificación de la “negra lujuriosa” contrastaba, muchas veces, con las tareas que desempeñaba generalmente en el ámbito doméstico, como el cuidado de los niños. A diferencia de los varones, las mujeres denunciantes no pudieron firmar sus declaraciones. Incluso muchas de las mujeres de la elite no supieron dar cuenta con certeza de la edad que tenían al momento de ser interrogadas, con lo cual evidenciamos diferencias culturales de género que no nos resultan llamativas puesto que, por regla general, las mujeres de entonces tenías pocas posibilidades de recibir educación formal. En cuanto a los motivos que las llevaron a comparecer, la documentación nos informa muy poco. Sus dichos quedaron atrapados dentro de las fórmulas procesales de los escribanos, quienes les hicieron decir a los y las comparecientes que informaban para su “descargo de conciencia” y “por no incurrir en la zenzura de los edictos generales de nuestra Santa Fe”, “ni por odio ni mala voluntad”, “y no incurrir en la pena de excomunión” (AAC, Sección Inquisición, Legajo III). En este punto, tampoco debemos olvidar las limitaciones de la fuente, ya que sabemos que todo expediente judicial que se iniciaba debía ser necesariamente

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labrado por el escribano de turno, que devenía en intermediario entre lo efectivamente dicho y lo plasmado en el papel. Es así que las “voces” de los involucrados aparecen mediatizadas por el único saber que se expresa: el de los letrados. Sin embargo, no es difícil pensar que actuaron motivadas por miedo, para conservar el status, el orden o la posición social en el que vivían, para “hacer justicia”, por venganza, por celos o porque tenían internalizado el discurso inquisitorial y realmente estaban convenidas de que procedían correctamente. Ahora bien, durante la primera mitad del siglo XVIII la comisaría convocó a escasos denunciantes, pero los pocos que asistieron fueron mujeres. Se trata de una época en que apenas si se publicó algún edicto, y en la que la comisaría practicó alguna que otra diligencia, lo cual resulta un fiel reflejo de la crisis en la que estaba sumido el Tribunal de Lima, que prácticamente no tramitó ninguna causa, ni dio curso a las denuncias que hasta allí llegaban. Asimismo, sus ministros no guardaban el debido secreto; tampoco visitaban las cárceles —que estaban en total abandono— y, además, malversaban los fondos disponibles. Una vez que el Consejo tomó conocimiento de las anomalías que aquejaban al tribunal, resolvió enviar a un visitador general, don Pedro Antonio de Arenaza. La visita tuvo lugar entre 1744 y 1749, y no sólo arregló poco sino que fue el período de mayor turbulencia interior por el que pasó el tribunal. A lo que debemos sumar el terremoto que tuvo lugar en Lima, hacia 1747, que dejó inservibles la casa donde funcionaba el mismo y hubo que evacuar a los malheridos detenidos. Las primeras décadas del siglo XVIII, tampoco fueron fáciles para la población de Córdoba. La jurisdicción se hallaba acuciada por plagas y enfermedades, sequías y escasez de alimentos. La sociedad estaba preocupada por sobrevivir y la Iglesia estaba ocupada en la cura de enfermos, la aplicación de óleos, y la realización de responsos. Incluso podemos intuir que a la lectura del edicto de 1732, que tuvo lugar en la catedral de la ciudad, deben haber asistido pocos vecinos y moradores ya que muchos se habían retirado a sus haciendas de campo, escapando del contagio y de los gastos excesivos de la vida en la ciudad. Sin embargo, con el tiempo comenzó a considerarse la Inquisición como una instancia válida para poner remedio a ciertos problemas, que la falta de gobernador y la justicia ordinaria no podían resolver. Así lo hizo el cabildo de Córdoba, a mediados de siglo, cuando solicitó al tribunal de Lima que pusiera fin al ejercicio del maleficio y la hechicería,

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cuya comisión identificaba con las castas y los negros, y cuyos destinatarios eran, obviamente, los españoles. En las argumentaciones vertidas contra este grupo, al que llamaban “gente infeliz”, el cabildo entendía que eran “inclinadísimos a la venganza” y que se valían de “venenos ocultos” para lograr “sus designios”: es mucho más numeroso el gentío de negros, indios, mulatos y mestizos que hay tanto en la dicha jurisdicción como en la expresada ciudad, que los españoles, estantes y habitantes y de tan pésimas y malas inclinaciones y costumbres que no les sujeta la arzón por evidente que sea. (TORIBIO MEDINA, 1945, p. 187).

Se trataba, sobre todo, de curanderos y curanderas a quienes se les atribuía ciertos poderes contra los cuales muy poco podía hacer la justicia ordinaria, en tiempos de pestes y reiteradas crisis económicas. Estas solicitudes del cabildo local también reflejan la exigencia de definir más claramente aquellas fronteras sociales y étnicas progresivamente desdibujadas en ese complejo contexto. No es casual, entonces, que —a pesar de lo que ocurría en Lima— las denuncias comiencen a aumentar y sostenerse entre los años 1740 y 1770. Resultan reveladoras y catalizadoras de tensiones que, si bien permanecen generalmente subterráneas e inconscientes, no dejan de ser poderosas, sobre todo en los momentos de crisis —o de ciertos miedos—, que padecen ciertos grupos sociales. En su mayoría, las mujeres que fueron involucradas por los y las denunciantes en ese entonces, pertenecían a los grupos sociales inferiores del orden colonial y se las asoció a la hechicería.

Las hechiceras como destinatarias excluyentes de denuncias Las prácticas mágicas eran parte de la vida cotidiana de las personas que vivían en la jurisdicción del Tucumán, más allá de la intensidad de las persecuciones judiciales. En ellas confiaba un importante segmento de la población para reponer su salud quebrantada, asegurarse el éxito en el amor o vengar ofensas. Los servicios de las curanderas y curanderos eran imprescindibles donde los médicos estaban ausentes, así como la existencia de celestinas que se dedicaban a unir a varones y mujeres. 118

Sin embargo, sólo tomamos conocimiento de estas experiencias cotidianas cuando por algún motivo llegaban a judicializarse, es decir, ante la muerte o enfermedad repentina de alguna persona, cuando se producía algún accidente o un hecho extraordinario, y hasta por temor a lo presenciado. Para los españoles que llegaron a América, una variada gama de actividades mágicas podía inscribirse en las categorías, a menudo confundidas, de hechicería —que remitía a una actividad empírica, mecánica e individual— o brujería —que suponía un complot colectivo y generalmente imaginado—. Los especialistas en magia amatoria, los sanadores, aquellos que se especializaban en encontrar objetos perdidos y, obviamente, quienes decían conocer los secretos para provocar maleficios, bien podían ser considerados hechiceros y terminar juzgados como tales. Sin embargo, la brujería diabólica que oscurecía los cielos de España alrededor de las hogueras prendidas, a principios del siglo XVII, no se presentó de este lado del Atlántico. Y si bien el diablo se dejó ver de vez en cuando, sólo lo hizo ante el llamado de algunos esclavos desesperados. Las mujeres que fueron denunciadas por hechicería fueron, en su mayoría, esclavas y mulatas libres. Ellas, a diferencia de las indias de Santiago y Tucumán que fueron juzgadas por la justicia ordinaria, compartían sus saberes con algunos varones que también se desempeñaban en estas artes. Muchas pertenecían a alguna orden religiosa —sobre todo, a la de los jesuitas— o eran propiedad de algunas personas que gozaban de cierto renombre social. En definitiva, formaban parte del mundo doméstico de sus amos y en muchas oportunidades fueron denunciadas por vecinos y allegados. Las fuentes nos revelan que se trata generalmente de mujeres solas; que no tienen esposo; que algunas se mantienen por sus propios medios, lavando ropa, cocinando y hasta tejiendo para terceros; y que cuentan entre 40 y 50 años. Estas mujeres aparecen generalmente acusadas de realizar actividades terapéuticas, hacer diagnósticos, recomendar curas, proporcionar medicinas y deshacer hechizos. Aunque el curanderismo estaba bastante difundido como medio de vida, las fronteras entre la terapéutica y la hechicería eran demasiado lábiles y la habilidad para deshacer un maleficio podía volver como un búmeran contra la curandera. En Córdoba, mujeres y varones, sobre todo españoles, acudían a ellas para que curaran a familiares y esclavos.

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Dentro de la característica de la hechicería empírica —encaminada a enderezar la realidad— se valían, según los denunciantes, de procedimientos concretos (hierbas, ungüentos, sustancias, recetas), en tanto que otras, apelaron a la hechicería destructiva. La “mala fama”, la acumulación de acontecimientos anómalos, curaciones exitosas o fallidas, todo podía contribuir a la construcción de la figura de la hechicera. Entre los episodios mágicos que dieron origen a las denuncias en Córdoba, podemos reconocer tanto la magia amorosa (el maleficio del marido, del amante o de quien se pretendía amores) como el intento de curar dolencias y el procurar encontrar objetos perdidos. También hallamos la mención del uso de ciertos dispositivos mágicos, como brebajes, muñecos de cera, agujas o gusanos. A lo que debemos sumar dientes de ajo, vino, poleo y romero. Ordenaban hacer friegas en el cuerpo con vino, o también con ajos en los zapatos de la enferma, para dolencias que no constan en las denuncias. En este sentido, sobre los medios empleados, diremos que algunos de ellos eran más bien concretos e incluían a menudo sustancias con propiedades reales, como el ajo y el romero —con propiedades desinfectantes el primero y como antiespasmódico el segundo—; mientras que otros tenían poderes ilusorios, como los gusanos puestos en el mate para enamorar. Asimismo, recomendaban baños de agua caliente con gajos de sauce y poleo, que eran buenos para los problemas estomacales y respiratorios; y fricciones con cebollas blancas de la cintura para abajo, para curar dolencias de estómago. Para encontrar objetos perdidos apelaban a los cedazos y las puntas de las tijeras. Por la fuerza del conjuro el cedazo se desplazaba y los movimientos indicaban las cosas que iban a suceder. En Córdoba, en cambio, todo parece indicar que muchas de las mujeres involucradas aprendían a través de sus madres y de los sacerdotes a cuyas órdenes pertenecían (jesuitas, mercedarios). En este punto, cabe remarcar que los jesuitas —que a nivel local contaba con médicos y botica de renombre hasta la expulsión— alentaban a sus esclavas a que se desempeñaran en el arte de curar, pero, por sobre todo, como comadronas. Ahora bien, a manera de ejemplo citaremos algunos casos que aparecen en las denuncias interpuestas ante la comisaría de Córdoba, como el de la negra Jacinta —propiedad de doña Catalina Gutiérrez— quien

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fue denunciada en 1728 por don Josef Moyano, por entender que había “hechizado” a su hermana. Las sospechas de Moyano se fundaban en el hecho de que luego de quemar poleo en la habitación, doña Gregoria Moyano se afligía aún más del dolor que tenía en el estómago y “el bulto” le quitaba la respiración. Fue entonces cuando el denunciante amenazó a Jacinta, cuando estaba en la casa cuidando de la enferma, para que curara a su hermana. Y así fue que, de manera inmediata, doña Gregoria sanó. Jacinta tenía “pública fama” en su contra y, según manifestó un testigo que fue llamado a declarar después de la denuncia —el maestre de campo don Ignacio de las Casas—, sus saberes se los había enseñado su madre: “hace años que tiene noticia que es hechicera y que lo mismo se decía de su madre difunta” (AAC, Sección Inquisición, Tomo I). Sin lugar a dudas, pensamos que el forzar a la sospechosa a revertir el daño que se le adjudicaba era bastante común por parte de quienes estaban cerca de la “hechicera”; luego de obtener la cura, la denunciaban. Por su parte, María López fue delatada en 1745 por Andrés Pereyra, un hombre casado que había sido su amante por largo tiempo. Pereyra le contó al comisario que ya no podía mantener relaciones sexuales con su esposa para tener un hijo, y responsabilizó por este hecho a su amante: “la incomodidad de no poder llegar a otra ninguna persona y que solo para la dicha sobraban esfuerzos”. Sus sospechas se desataron cuando “después de haber tenido acto con ella en el acostumbrado lugar, que con un pañuelo blanco le estaba cogiendo el semen” (AAC, Tomo III). Extrañado por todos estos sucesos, realizó un registro de la casa de la mujer y encontró “una petaca donde hallo el mismo miembro mío formado de rayos blancos traspasados con una aguja larga y envuelto con una seda colorada toda desflecada”. Acto seguido, le solicitó una explicación y María respondió “que era donde envolvía la lana para labrar” (AAC, Tomo III). Como podrá observarse, el contenido de esta denuncia refleja los temores de un hombre infiel que vio cómo su posición de dominio corría peligro no sólo en relación a su amante —a quien ya no podía controlar—, sino también en relación a su matrimonio, a su descendencia y a la herencia. En 1755, María Cornejo, residente en la frontera del Río Abajo, fue denunciada por una vecina, María del Rosario Gómez, por practicar la prueba del cedazo:

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y estando en la casa de María Cornejo vio esta declarante que la susodicha puso un cedazo en las puntas de unas tijeras para descubrir una sabana que avían hurtado diciendo por San Pedro y San Pablo y el apóstol Santiago que la negra Elena hurtó dicha sábana que no se movía el cedazo. (AAC, Tomo III).

La oración citada también fue utilizada para practicar la prueba del cedazo en el norte de la América portuguesa. Sin lugar a dudas, estas prácticas tenían una finalidad concreta: atender las exigencias y las necesidades de la vida cotidiana, y se utilizaban tanto para encontrar simples objetos como para localizar tesoros y hasta exploradores perdidos. Lamentablemente, la documentación no contiene la confesión de estas mujeres porque ninguna de las denuncias prosperó, lo cual hace imposible acceder a sus voces ni a otra posible versión de los hechos. Sólo contamos con la versión dada por la denunciante de Ana María Alderete, quien contó que cuando la reprendió en el mismo momento que practicaba la prueba del cedazo, Alderete confesó “que la había echo sin saber lo que hacia” (AAC, Tomo III). Como podrá observarse, las denuncias guardan relación con los intereses que tenía Lima a la hora de procesar puesto que, hasta mediados del siglo XVIII, los delitos por los que de manera predominante juzgó el tribunal fueron el de hechicería y la bigamia (computaban el 50 % de las causas), a los que les siguen las proposiciones y la solicitación. Estas cifras nos muestran que existió una reorientación de la actividad del tribunal, décadas después de haber juzgado prioritariamente a los judeoconversos, y se volcó a quienes realizaban acciones o emitían opiniones sospechosas de herejía. Ahora bien, en cuanto a la ausencia de denunciantes durante las últimas décadas del siglo XVIII podemos identificar varias hipótesis. Por un lado, la desidia del comisario Ascasubi al omitir la publicación de edictos, hecho que se registró a su muerte en 1768, cuando se labró el acta correspondiente del inventario de bienes y papeles de la comisaría. A lo que debemos sumar el tiempo que le llevó a su reemplazante, Pedro Joseph Gutiérrez, en hacerse cargo de la comisaría, como resultado de los problemas internos que nunca terminaron de resolverse en el Tribunal de Lima. Por su parte, durante el último cuarto del siglo XVIII y como consecuencia de las reformas borbónicas implementadas, Córdoba pasó a ser la capital de la Intendencia de Córdoba del Tucumán, del nuevo

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Virreinato del Río de la Plata. Junto a los cambios estructurales generados por las reformas, se implementaron en la jurisdicción nuevos mecanismos de control social que pretendían sujetar a los individuos con miras a asignarles un lugar dentro de un anillo de instituciones civiles de carácter persuasivo y coercitivo. Y si bien estas políticas atravesaron toda la sociedad, estaban fundamentalmente dirigidas a la “población-plebe”, que era evidenciada por las autoridades coloniales como peligrosa para el orden. En este sentido, y habida cuenta de que se llevaron adelante numerosas detenciones y causas judiciales, como también se implementaron cuantiosos castigos públicos, para mucha gente quedó claro que Lima estaba muy lejos y, por lo tanto, las denuncias que otrora llegaban a la comisaría, ahora eran recibidas en la justicia ordinaria, sobre todo las relacionadas con curanderismo, prácticas mágicas y bigamia. Fueron tiempos en que los comisarios actuaron fundamentalmente de oficio y en total complemento con la justicia ordinaria. Es así que varones y mujeres aparecían detenidos por la Inquisición en la real cárcel del cabildo y convivían junto a detenidos, procesados y condenados por la justicia ordinaria (ver: Archivo de la Municipalidad de Córdoba, Oficialía Mayor, Libro de Visita de Cárcel, 1789-1795). A fines del siglo XVIII, el comisario Guadalberto Carranza dispuso que un sacerdote “reprendido” por el tribunal limeño cumpliera su penitencia celebrando oficios religiosos y administrando los sacramentos en la capilla de la cárcel (AAC, Tomo III). Asimismo, y habida cuenta de que hemos encontrado mujeres encerradas una temporada en la cárcel por disposición de los comisarios, pensamos que pudieron operar de manera similar a la justicia ordinaria de la época en casos que identificaban como menores: aplicando correctivos, penas espirituales y hasta disimulaciones, sin iniciar las sumarias. En este sentido, la visita de cárcel formalizada por el marqués de Sobremonte en su calidad de Gobernador Intendente —junto a otros funcionarios judiciales—, el 9 de noviembre de 1793, arrojó la presencia de tres mujeres detenidas por el ya citado comisario: María Manuela Correa, María Catalina Galván y Juana Garay. Y si bien lamentablemente no conocemos las imputaciones por las que resultaron recluidas en esa oportunidad, María Manuela ya había sido detenida en 1764, junto a sus hermanas Celedonia y Fulgencia, por “mal comportamiento”, a pedido del mismo comisario y en razón de una denuncia anónima que éste había recibido (ACC, Tomo III). Asimismo, podemos confirmar

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que la estadía de las tres mujeres fue efímera: en la visita practicada el día 5 de diciembre, ya no se encontraban en la celda. Unos años más tarde, cuando el orden colonial estaba derrumbándose en el marco de la revolución desatada en 1810, algunas mujeres jugaron un rol central, acercando denuncias contra revolucionarios que se manifestaban públicamente como lectores de la enciclopedia francesa y que exponían en las tertulias sus disidencias con los sacramentos de la iglesia. Tiempos convulsos, de delaciones, muertes y espionaje, en los que, para algunos, la Inquisición siguió constituyéndose en un espacio que se evidenciaba como conservador de un viejo orden al que ya no sería posible retornar. •

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Un panorama de la persecución del delito por solicitación en la nueva españa, siglo XVIII Luis René Guerrero Galván Universidad Nacional Autónoma de México • México Uno de los aspectos que más procuró mantener la Iglesia, una vez instaurada en el Nuevo Mundo, fue la imagen y presencia de los religiosos; sin embargo, existieron diversos personajes que —ya de manera voluntaria o, incluso, hasta involuntariamente— se vieron tentados por la incontinencia carnal. El presente trabajo trata de vislumbrar un breve repaso en la persecución que los inquisidores tuvieron en el siglo XVIII, particularmente en Zacateca: un punto neurálgico del sistema colonial cuya importancia no sólo radicó en ser un singular centro minero, sino también en ser el punto de partida del proceso de evangelización franciscana, a través del Colegio de Propaganda Fide y hacia el tan indómito norte de la Nueva España.

Sobre la solicitación. Configuración del delito La preocupación que competía directamente a la Inquisición no sólo estribó en la imagen pública de los religiosos, sino, virtud de su esencia de combate a la herejía, en la preservación de la integridad del carácter

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dogmático de los sacramentos, situación ya consagrada dentro del Concilio de Trento1, donde se configuró la exclusividad de la competencia del Santo Oficio en esta tan peculiar transgresión. Esta actitud propicia un análisis que intente explicar, de manera breve, el meticuloso proceder del tribunal en estas causas debido, principalmente, al momento cultural e ideológico por el que atravesaba el discurso integral ortodoxo de la iglesia, sobre todo en lo relativo a las transgresiones sexuales de sus ministros2. Huelga decir que los procesos de colonización y evangelización en las Indias provocaron, entre otras cosas, la afluencia masiva de religiosos a la Nueva España, ya fueran seculares o regulares. En este marco de condiciones específicas de la vida colonial, y aunado a su abigarrado claustro de los religiosos, se produjeron numerosas transgresiones en la práctica de la confesión. El pecado o delito de solicitación —pues la distinción entre ambos términos no representaba para la época ningún dilema semántico3— es aquella situación específica que se daba entre un confesor y su penitente, lo que implica una serie amplia de conductas ejecutadas por el solicitante que pretendía obtener determinado favor sexual, satisfacción voyerista, tactos torpes, ósculos, sodomía, entre otros, mediante el requerimiento a una persona, indistintamente su sexo, aunque en la mayoría de los casos se trata de mujeres. Ello se conseguía a través de 1 Es entonces cuando se establecieron los siete sacramentos —bautismo, penitencia, confirmación, eucaristía, matrimonio, extremaunción y orden sacerdotal— que la Iglesia Católica consideraría imprescindibles para la salvación, pues la sola fe del creyente no se justificaría ante Dios. 2 El origen de esta argumentación se basa en el discurso cristiano y el fortalecimiento de su organización jurídica, impuesta desde el lejano siglo XII. La Iglesia se preocupó entonces por una cultura jurídica de la sexualidad a partir de la reflexión teológica, y —para el siglo XII— los canonistas incorporaron las ideas, conceptos, normas patrísticas y otras de los siglos posteriores, en un cuerpo organizado que transformó e inició la consolidación del modelo del matrimonio cristiano. Cabe señalar que el discurso cristiano no va a concebir jamás el amor vinculado a las prácticas sexuales, sino que ambos conceptos serán siempre distantes debido, principalmente, a que el amor se acerca al bien y la sexualidad a la concupiscencia, al mal. El ejercicio de la sexualidad apareció unido a la desgracia y a ésta se la veía como purificación de la mancha; nació el miedo al placer sexual como a un gran enemigo del hombre y del mundo. La Inquisición, como custodia de la moral establecida, intervino decisivamente en el ámbito sexual en cuatro direcciones: reprimiendo la fornicación y sobre todo la cobertura moral de la misma, persiguiendo la bigamia, vigilando la libido clerical y marginando en el espacio de lo contranatural la sodomía y la bestialidad. 3 Se toma por delito toda aquella trasgresión tenida por tal en cualquier sociedad, todo aquel acto merecedor de castigo para cualquier época, incluyendo aquellas conductas que sólo en unos momentos, y no en otros, se han considerado ilícitas, tales como la brujería, la herejía, la homosexualidad o, en general, los pecados.

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artilugios —libidinosos, moralistas, religiosos, retóricos y más— para obtener la culminación de sus intenciones e incurrir en la consiguiente transgresión del sacramento de la confesión, pues ésta se daba antes, durante y después de celebrado dicho ejercicio espiritual. Una de las dificultades jurisprudenciales de la persecución del delito sería el debate que se originaría en cuanto a la clasificación del hecho punible; es decir, se tendría que delimitar la trasgresión que persiguieran los inquisidores del Santo Oficio de la Nueva España ante las conductas solicitadoras a un estricto sentido sexual, o bien a la profanación del sacramento de la penitencia. Durante el siglo, la solicitación se volvía frecuente, ya fuere por la afluencia de religiosos —como ya se señalaba— en lugares apartados donde, en virtud de los arrebatos de la libido, se utilizaba el confesionario como el lugar idóneo para realizar un acto de seducción; o, inclusive, por el cambio de mentalidad respecto a las relaciones de sociabilidad de los novohispanos, específicamente en materia de sexualidad. Es sabido que algunas voces comenzaban a cuestionar los viejos principios morales y religiosos que normaban el comportamiento de los colectivos.

Clasificación del delito La manera de actualización fáctica del delito no se limitaba al simple hecho de solicitar al penitente en el confesionario durante el acto de la confesión; su manifestación iba más allá, dependiendo de los tiempos y lugares en que se presentaba, pues bien podía comenzar desde el mismo momento en que el penitente se acercara al confesionario, antes de empezar la declaración, e incluso durante su transcurso, en la casa del confesor o del solicitado, o bien en la capilla del camposanto, entre otras variantes de no menor escándalo. Surgió entonces la necesidad de ampliar el número de conductas previstas por el tipo, de evitar así la posible evasión del delincuente y de establecer los parámetros del origen del delito; éste no se perfeccionaba cuando la relación era consumada, sino cuando se proponía o intentaba. Para una mayor comprensión de los diferentes tipos jurídicos de solicitación en los que podía incurrir el inculpado, a continuación se han tomado ejemplos de caso en cada una de las variantes que nos plantea el delito.

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Solicitación en confesión —Solicitatio ad turpia in confessione—. En primer lugar, analicemos la fórmula prototípica, en consecuencia la más característica forma de requerir a la mujer: la solicitación en confesión. Este tipo es el término general o más común en que se presentaba. Se trata de la acción por la cual un confesor utiliza su ministerio para atraer, provocar o incitar a su penitente a cometer un pecado grave contra la castidad. Lo que la distingue de otras invitaciones sexuales del sacerdote a sus fieles, es su conexión con el sacramento de la penitencia. La formalidad con que se denunciaba el hecho al santo tribunal era singular; tal es el caso de Francisco Antonio de Alba, franciscano, misionero del Colegio Apostólico de Zacatecas, natural del pueblo de Jalapa de la Feria, de 38 años de edad, quien en el transcurso de la confesión solicitó a una mujer española, llamada María Guadalupe, a confabulaciones deshonestas mediante palabras de amor. De Alba se denunció por sí mismo al tribunal —calidad de denuncia que se denominaba espontánea y de la cual hablaremos más adelante— mediante dos cartas dirigidas al Santo Oficio, el 27 de junio de 1782 y el 26 de julio del mismo año; en ellas manifestaba su inquietud por saber sobre alguna pena pública merecida por este delito, sin admitir que fue él mismo culpable, sino aludiendo a un tercero al que no identificaba. Otro ejemplo muy similar al anterior podría ser el caso de Juan Antonio Rodríguez, también franciscano y misionero, natural de Zacatecas, quien efectuó, hacia 1718, varias solicitaciones en el acto de la confesión: Nicolasa Cabazos, María Nicolasa (mulata esclava) y Manuela Constantino, las tres vecinas de Saltillo, fueron sus víctimas. Rodríguez fue más allá de las simples palabras y realizó tocamientos torpes, manoseó rostro y manos de sus hijas de confesión, llegó incluso a dar algunos ósculos a una de ellas y tuvo acceso carnal con otra. Solicitación inmediatamente antes o después de la confesión —Solicitatio inmediate ante vel post confessionem—. El principal problema con el tipo general de solicitación radicaba en que no se establecía un concepto claro en cuanto al tiempo de la comisión del delito, pues adolecía de cierta indefinición al no señalar momento y lugar precisos entre los cuales se verificaba la libidinosa petición. Mediante una bula, Gregorio XV determinó los límites temporales del delito al insertar la palabra “inmediatamente”, con el fin de lograr que la puni-

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bilidad inquisitorial alcanzara a los actos solicitantes realizados durante los periodos conexos a priori o a posteriori al acto de confesión. María Guadalupe Bustamante, española, quien contaba con 22 años de edad, denunció a fray Manuel Cadaval, europeo, natural de la villa de Santa Columba de Riango, en el arzobispado de Santiago de Galicia. Cadaval era religioso profeso de la observancia de San Francisco en Zacatecas, y, además de sacerdote, confesor y predicador, fue capellán del presidio de las Nutrias. Contaba con 58 años de edad cuando fue denunciado. María Guadalupe lo delató en 1785, alegando que, una vez que se había persignado y hecho el acto de contrición, Cadaval no quiso proseguir con la confesión, argumentando que la dicha Lupita le gustaba mucho, y que “iba a pecar con ella aunque no quisiera”. Otra acción resultó con Mariano Calzada, bachiller, natural de la ciudad de Zacatecas, sacerdote y confesor. Su delatora fue María Hugalda de Castañeda, quien afirmaba que, un día de 1789, la solicitó con palabras deshonestas no bien llegó al confesionario, antes de la confesión. El padre Calzada se hallaba preso en 1793, en el Colegio Apostólico de Guadalupe, cuando contaba con unos cuarenta años de edad. Solicitación en ocasión y a/con el pretexto de confesión —Solicitatio in ocasione et praetextu confessionis—. Para evitar las ingeniosas argumentaciones escapatorias de algunos religiosos, con la finalidad de exonerarse del castigo mediante la excusa de no haber realizado en confesión la conducta punible, Gregorio XV volvió a limitar las coartadas al respecto4. En otra bula se sugiere: Que la conducta provocativa, lujuriosa o deshonesta del confesor con su confesada se produce […] no circunscrita a un determinado momento, pero que tienen su origen, su motivación, en el propio acto sacramental o con él tiene una relación determinante de tal forma que la confesión, realizada o intentada, o la excusa de que habría de celebrarse, proporcionan la justificación, el argumento o la razón de ser de la solicitación.

4 La propia concreción de la idea de lo inmediato podría ofrecer la coartada al confesor advertido para realizar sus acciones concupiscentes fuera de los límites en que la doctrina y la práctica del tribunal enmarcaban el delito inmediate ante vel post confessionem. Para cubrir esa vía de escape, Gregorio XV incluyó en su Bula otras nuevas fórmulas, entre ellas la que contempla el delito cometido in ocasione et praetextu confessionis.

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A este supuesto se adecua la conducta del bachiller Pedro Casillas, quien simulaba la confesión con Bárbara Orta, con quien mantenía una amistad ilícita. Cuando Bárbara asistía al confesionario, “estando un rato y luego echándole el religioso la bendición”, simulaba entonces el sacramento y a su vez aprovechaban el tiempo para ponerse de acuerdo en sus amorosos fines. Por su parte, hacia 1795, Juan Francisco de Dios Grano, domínico, después de disuadir en su intención de casarse a María Rita Hernández, tuvo con ella una amistad ilícita por tres años, so pretexto de irla a confesar a domicilio, a ella o a una hermana enferma que tenía, buscando realmente algún solitario momento retozón. Solicitación fuera de confesión, en el confesionario, y en confesión simulada —Solicitatio extra confessionem in loco confessionali et in confessione simulata—. Al buscarse una eficiente persecución de la actitud transgresora, también llegó a establecerse una territorialidad nítidamente definida, una perspectiva indicativa sobre la posible confesión fuera o dentro de confesionario, así como de la insinuación o intento de confesión, desprendiéndose así tres conductas previstas más: la solicitación ejecutada en el propio confesionario, cuando el solicitante no está oyendo confesión a la persona a quien provoca o con quien peca; la que se practica, también fuera de confesión, en cualquier otro lugar que, aun no siendo propiamente el confesionario, es utilizado en ocasiones con esa finalidad que, por consiguiente, no es exclusiva; y, finalmente, la que se realiza en un lugar no habitual para la práctica del sacramento y a la que sólo cabe atribuir esta utilidad si por parte del confesor y de su cómplice se adoptan en esa circunstancia gestos o posturas que sugieren a quien les observe que allí está celebrándose un acto penitencial, aunque en este caso no se trate más que de una confesión fingida, bajo cuya apariencia se facilita el acceso carnal o la incitación a pecar entre los dos sujetos de la solicitación. Quedan así previstas las conductas de: a) solicitar en lugar destinado a confesar; b) solicitar en lugar promiscuo o indiferente; y c) solicitar en lugar inusual elegido para oír confesiones. Veamos cada caso: a) Solicitación en lugar destinado a confesar. No se puede dejar de señalar que el único lugar destinado para el efecto del sacramento es, sin duda alguna, el confesionario —se podría tomar la alusión que se establece en el edicto del 15 de marzo de 1688—. Dentro de él, el religioso ejerce el poder pleno e incontestable sobre su penitente, se siente

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protegido, a salvo de miradas extrañas y con la suficiente privacidad como para permitirse ciertas potestades con la o el confesante. Si añadimos alguna actitud lasciva mostrada por el sacerdote cuando realiza una confesión o la simulación, podemos deducir que en la primera (la confesión efectiva) el sujeto activo actúa con mayor recato —por llamarlo de alguna manera—, y en la confesión simulada, llevada a cabo fuera del establecimiento expreso, es más fácil que podamos encontrar una franca relajación moral. Fray Ignacio de Loya, franciscano, fue acusado en 1722 por los naturales de la nación Tarahumara de usar el santo lugar del confesionario para realizar solicitaciones de actos torpes y acciones deshonestas a diferentes hijas de confesión, en ocasiones en forma violenta, pues el sacerdote gustaba de aporrearlas, llegando incluso a morderlas en algunas ocasiones, para obligarlas así a copular con él. Por su parte, Manuela Rodríguez, vecina de la muy noble y leal, acusó, en 1796, a fray José Oviedo, mercedario, de usar el confesionario para tener con ella juegos de manos y diversas chanzas. b) Solicitación en lugar promiscuo o indiferente. Una excusa que podría argumentar el presunto culpable sería la de no haber profanado el confesionario, procurando realizar sus solicitaciones en lugares diferentes a los de la confesión. Una de las bulas previó la posible evasiva y determinó la existencia del delito, hubiera o no hubiera simulación del sacramento en el confesionario. Asimismo, la confesión podía realizarse válidamente en sitios no usuales. Los evangelizadores no tuvieron precisamente un lugar específico para la confesión, sobre todo en las misiones alejadas de las zonas urbanas. Pero esto no detuvo ni con mucho la práctica de la solicitación. Muchas veces el religioso, quien ya traía metido en la cabeza relacionarse sexualmente con alguna hija de confesión, usaba su propia casa, parajes alejados o el mismo camposanto. Así sucedió con ese paradigma de beatífica liviandad en Zacatecas, llamado fray Manuel Pedrajo, quien llegó a utilizar el escenario del cementerio para “endilgarle disciplina” a una de sus feligresas, María Martínez, durante la confesión. c) Solicitación en lugar inusual, elegido para oír confesiones. Aunque esta clasificación puede asimilarse a la anterior, la diferencia estriba en que el lugar, debido a su naturaleza, no es propicio para recibir confesiones; no obstante, es seleccionado por cuestión de conveniencia u oportunidad, pues facilitaría la práctica de acciones deshonestas. Tales recintos podían ser la iglesia o la casa del sacerdote, entre otros.

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Para fray Manuel Ramos, la actitud de llevarse a vivir a su casa a una hija de confesión, eso sí, con la pertinente y muy devota anuencia de su respectiva madre, fue la oportunidad única para dar rienda suelta a su lúbrica intención y solicitar en su propia casa, apartado de cualquier intervención impertinente.

Procedimiento inquisitorial en materia de solicitación Una vez clasificado el delito, conviene describir brevemente el procedimiento seguido en los casos de solicitación5. Vale la pena advertir que la tramitación de causas sobre solicitación, si bien sobresalía con algunas peculiaridades, se ajustaba básicamente a los principios procesales seguidos de manera general por el Santo Oficio con otras conductas delictivas. Además, debe asentarse que la descripción procedimental que aquí realizaremos se inspira igualmente en las fuentes directas, es decir, tal y como la mayoría de los documentos lo dejan ver. Cabe señalar que no todos los procesos de solicitación en el siglo XVIII llegaron a la audiencia de sentencia definitiva, pues en muchos de ellos los denunciados mueren, o bien simplemente el proceso se interrumpe y no vuelve a ser retomado. Por otra parte, debemos asentar que el número de casos contenidos en expedientes encontrados no debe ser definitivo, pues entre el número real de solicitaciones que se dieron durante el periodo de estudio y aquél que llegaba a denunciarse ante los tribunales competentes, debió existir considerable diferencia, a la manera en que los criminólogos contemporáneos se refieren a la cifra negra, es decir: el número de incidencias que no se conocen. Según las estadísticas contemporáneas, las cifras negras suelen rebasar en mucho al número de casos denunciados, pues existen multitud de condicionantes de orden moral, jurídico, religioso

5 La mecánica procesal del Santo Oficio fue elaborada a lo largo del siglo XVI en diversas etapas. El punto de partida lo constituyen las instrucciones de Torquemada (28 artículos), de octubre de 1484, que, con las adiciones del propio Torquemada en 1485 y 1488, y las precisiones de Deza en 1498 y 1500, sirvieron de arranque jurídico a una Inquisición con evidentes muestras de provisionalidad e improvisación. Sería en septiembre de 1561, con las ordenanzas de Valdés, cuando se delimitarían en detalle las pautas de la normativa procesal. Sus 81 artículos constituyeron el eje constitucional de la praxis inquisitorial. La aportación valdesiana incide en especial sobre la descripción analítica del juicio oral en sus diversas audiencias y variantes y el examen de diversas sentencias.

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y hasta de trato social, que impiden que los delitos sean conocidos, ya no decir juzgados, por los tribunales competentes. La denuncia. Como inicio del proceso se encuentra esta figura jurídica en donde se manifiesta el consentimiento tácito o implícito por parte del afectado, para llevar a cabo la imputación del delito al inculpado. Esta acción compete necesariamente al afectado y presupone delatar al presunto responsable, y no a terceros. Para el caso de solicitación, no siempre se observó este principio. La práctica procesal inquisitorial nos muestra que el denunciante por excelencia era otro confesor de la penitente, con frecuencia quien sustituía al solicitador. Sucede que la afectada acudía a confesarse con otro religioso —que podía ser cualquiera, independientemente de su orden o calidad—; una vez confesado el pecado, el sacerdote sugería la acusación ante el Santo Oficio con el fin de castigar al culpable de tal atrocidad contra la iglesia, por lo que le pedía permiso para ser él quien lo manifestare, lo que sucedía muy a menudo. Acto seguido, mediante una carta dirigida al Tribunal del Santo Oficio de México, el confesor superveniente informaba a los inquisidores los hechos acontecidos, siempre expresando el acuerdo existente entre él y la confesante, bajo la manifestación de no hacer la denuncia motivado por interés personal, venganza o perjurio, sino tan sólo por descargo de su conciencia y en cumplimiento de su obligación. Otra forma de iniciación del proceso era la llamada “denuncia espontánea”; el solicitante decidía motu proprio presentarse personalmente, o mediante carta, al tribunal del Santo Oficio a descargarse de su pena. Esta categoría daba al confeso ciertos privilegios a la hora de la sentencia, pues era más palpable el arrepentimiento que le había ocasionado el haber cometido solicitación, a la vez que mostraba una preocupación por salvar su ánima. De cualquier forma, nada impedía que el mismo solicitado se presentara ante el comisario del Santo Oficio —si contaba con alguno la población donde se cometiera la solicitación— para querellarse en contra del solicitante. El querellante acudía aleccionado por algún confesor, y el comisario a su vez enviaba la denuncia al tribunal. Contestación por parte de los inquisidores del Santo Oficio. Una vez recibida la denuncia, los inquisidores, en la audiencia más próxima, celebrada regularmente por las mañanas, dictaban auto para

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el examen y ratificación de la denuncia, en otra audiencia ex profeso que realizaría el comisario en el lugar de procedencia. En caso de no haber comisario en el sitio indicado, para la instrucción del sumario se asignaba tal función al religioso de más alto rango eclesiástico que allí existiera. El tribunal remitía las preguntas con las cuales habría de interrogar a los contestes; además, le confería al instructor la capacidad para nombrar a un notario de buena letra y que no tuviera relación alguna con el denunciado o la denunciante; ambos juraban el secreto. Se ordenaba al inquisidor con puesto de secretario en el tribunal, que hurgara en los libros de solicitantes por si había antecedentes de otros delitos contra el clérigo denunciado; de ser positiva la búsqueda, se emprendía proceso en su contra en calidad de reincidente. En caso contrario, se seguía el procedimiento normal, poniendo la declaración del inculpado en el auto cabeza de proceso. Cabe señalar que otra orden de los inquisidores al comisario era la de investigar todos los antecedentes posibles del presunto solicitante, es decir, su conducta, forma de vestir, relaciones sociales, o actitudes que pudieran ser sospechosas. Debía hacerse lo propio respecto de los denunciantes y contestes. El primer interrogatorio al presunto solicitante, toda vez que el sumario llegaba al Santo Oficio, empezaba con un sondeo de la conciencia del preso. Las primeras preguntas buscaban elaborar una ficha minuciosa del individuo: nombre, apellidos, edad, lugar de nacimiento, domicilio, profesión, tiempo de estancia en prisión, genealogía (padres, abuelos y demás ascendientes conocidos), estado civil, hijos (con la especificación de su respectiva edad, estado, domicilio y destino). Audiencias de examen y ratificación de los denunciantes y declaración del acusado. Recibidas las indicaciones del tribunal, el comisario se disponía a verificarlas. Llamaba a declarar al denunciante y recibía su ratificación, por lo general al tercer día de la denunciación, ante honestas y religiosas personas, las cuales eran seleccionadas por el comisario, quien igualmente nombraba al notario de la causa. Hecho lo anterior, las diligencias se enviaban nuevamente a la Ciudad de México para que, con base otra vez a lo que determinaran los inquisidores, se procediera al examen del solicitante; si estaba al alcance del comisario, lo citaría; de lo contrario, el tribunal mandaría órdenes al superior del colegio, convento o misión donde se encontrara el inculpado, a fin de sujetarlo y que se le hiciera formal notificación de la denuncia.

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Dados los exámenes y ratificaciones de los contestes, los inquisidores ejecutaban los votos de prisión, es decir, decidían si el religioso merecía ser puesto a disposición de los alcaides de las cárceles secretas, evitando así su posible fuga, o bien si se dictaba su arraigo en algún convento, de preferencia en el que fuera adscrito. Audiencias de oficio. Una vez a disposición del Santo Oficio —ya estuviera en custodia de los alcaides del Santo Oficio, o de su superior en algún colegio, o presentado voluntariamente— el religioso rendía su declaración y quedaba sujeto a lo dispuesto por el tribunal en cuanto a su libertad. Se le practicaba con todo rigor la cala y cata, que era la primera indagación preparatoria que se hacía del presunto inculpado, haciendo referencia a sus generales y rasgos físicos, así como a su indumentaria y objetos personales; todo era debidamente registrado en el libro de cala y cata manejado por los alcaides. Por si fuera poco, se consignaban también los honorarios de los custodios ocasionados cada día por su estancia en las cárceles secretas. Iniciaba entonces la primera audiencia de oficio, donde se preguntaban al presunto solicitante sus generales: calidad de sangre, estado antes de ser sacerdote, casta y generación, doctrina y preceptos religiosos sobre su ministerio, estudios, viajes, entre otros. Por el poco tiempo que generalmente limitaba a los inquisidores, con frecuencia esta primera audiencia era interrumpida y continuada al día siguiente, a menos que algo extraordinario lo impidiera. En el acto se encontraban presentes un inquisidor que fungía como juez, y otro como notario, además del presunto solicitante. Esta situación no impedía que en las sucesivas audiencias los papeles procesales que en ella desempeñaban los inquisidores se rotaran, con excepción del de la fiscalía, que era permanente. En una segunda audiencia se podían realizar indagaciones sobre el discurso de la vida del solicitante y si sabía la causa o motivo de estar ahí. Estas audiencias iban acompañadas de moniciones, que eran consejos o advertencias hechas al solicitante por parte del inquisidor, conforme el solicitante iba aportando nuevos datos y circunstancias a la causa. Se hacían estas moniciones con la intención de hacer ver al inculpado que si se declaraba culpable de todas y cada una de sus deshonestas acciones obtendría mayor benignidad del tribunal. Al momento de interrogársele respecto a las razones por las que se le incoaba proceso, el solicitante declaraba de todo cuanto recordaba sobre los hechos imputados: nombres de las solicitadas, acciones des-

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honestas y los lugares donde se cometieron, entre otras cosas. Además, tanto al comienzo como al término de cada audiencia de oficio, se le hacía la advertencia de que recordara lo más posible de los hechos indagados, que encontrara datos en su memoria para formular así un alegato confiable. No obstante estar en curso el proceso, el tribunal podía seguir con las pesquisas, recibiendo deposiciones de los solicitados y contestes, además de indagaciones relevantes al caso con el fin de perfeccionar los autos y llegar a un fallo certero y bien informado. Audiencia de acusación. Una vez terminadas las audiencias de oficio, se procedía a la celebración de la audiencia de acusación, en donde el inquisidor que hacía el papel de fiscal formulaba acusación formal ante los inquisidores, en presencia del solicitante, detallando todas las culpas que, según su criterio, se imputaban al religioso; de igual manera pedía las penas pertinentes a los delitos en cuestión. La acusación era presentada por escrito y era leída en esta audiencia. Acto seguido, procedía el religioso a defenderse, contestando en su descargo, una por una, todas las acusaciones que le habían sido formuladas por el fiscal; cabe señalar que esta audiencia también podía ser suspendida y continuada el día siguiente, o cuando hubiere lugar. Toda vez que había respondido verbalmente a los capítulos de la acusación, se le otorgaba la prerrogativa de contestar por escrito la acusación en compañía de su abogado defensor, dentro de los tres días siguientes a la audiencia de acusación, y así alegar en su descargo. Audiencia de comunicación de la acusación con el abogado. Vencido el plazo de tres días a que hemos hecho alusión, comenzaba la audiencia de comunicación, en la cual, estando presentes tanto el abogado letrado defensor como el religioso solicitante, se leían todas las confesiones del procesado, así como la acusación y sus respuestas. El solicitante podía ratificar su dicho, a la vez que el abogado juraba defender en todo y para todo a su cliente, alegando entonces en su defensa. Terminada esta audiencia, el inquisidor que fungía como juez daba por conclusa la causa y giraba las órdenes respectivas para dar publicación de los testigos y ratificación de los contestes. Audiencia de publicación de testigos. Nuevamente, el solicitante era llamado a audiencia y se le volvía a amonestar e informar sobre lo

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acordado en su causa; una vez recibida su declaración, se procedía a la publicación de los testigos, eso sí, omitiendo nombres, sobrenombres y apellidos, así como circunstancias específicas que pudieran brindar alguna pista al solicitante a cerca de sus identidades. En cada fin de lectura de cada testimonio, el religioso afirmaba o negaba los hechos; en caso de negarlos, daba su particular versión. Al igual que las otras audiencias, ésta podía ser postergada y continuada más tarde. Concluida, el acusado ratificaba su dicho en las audiencias de acusación y en ésta de publicación. Finalmente se le daba copia y traslado de lo actuado y se le devolvía a su celda. Audiencia de comunicación de la publicación con el abogado. En esta fase del proceso, eran llamados nuevamente el solicitante y a su abogado, y les era leído lo dicho en la publicación por el acusado, éste comunicaba con aquél lo referente a sus contestaciones y el defensor alegaba en su descargo, o bien, en caso de ser necesario, se pedía un plazo para contestar por escrito y reflexionar sobre su defensa; en estos casos, se citaba a otra audiencia. Audiencia de presentación del escrito de defensa del abogado. Cumplido el término, se citaba a otra audiencia de presentación, en la que se trataba lo que conviniera entre el abogado y el solicitante, se daba por aceptado el escrito de descargo y se daba por terminada la audiencia. Audiencia de sentencia. Una vez realizadas todas las fases hasta ahora mencionadas, se reunían, en una audiencia deliberativa que culminaba con la emisión de la sentencia definitiva, los inquisidores — tanto los que fungieron como jueces como el fiscal—, el tesorero y dos consultores canónigos de la iglesia. Se debatía acerca de la sentencia del solicitante, interviniendo todos en la discusión. Acabado el debate se asentaba el resultado en el libro de votos en definitiva y terminaba la audiencia. Los gastos de justicia ocasionados por el proceso eran analizados y, en su caso, se aprobaban; se determinaba igualmente quién los pagaría. La sentencia se dictaba tras la relación de la causa, que se hacía en presencia del ordinario, los consultores y el fiscal; después de la relación emitían sus votos los consultores, después el ordinario y luego los inquisidores. Si en la votación discrepaban los inquisidores y el ordinario, el

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proceso se remitía al Consejo. Desde Madrid generalmente se concluía la sentencia con penas más suaves que las que los inquisidores propugnaban. Audiencia de notificación de sentencia definitiva. Con posterioridad, era citada nueva audiencia para la lectura de sentencia definitiva en la sala del Santo Oficio, estando presentes los inquisidores, el obispo de Guadalajara o de México, en su caso; además de doce religiosos de estilo, el solicitante, el defensor y el fiscal. El fallo se leía con o sin privilegios y a puerta cerrada.6 La pena de abjuración. Si era dictaminado en la sentencia que el religioso tuviere que abjurar, se llevaba a cabo una audiencia especial en este momento procesal. No se trataba de otra cosa sino de hacer una aclamación en contra de todo lo que estuviere en desacuerdo con la religión católica, aclamación que le serviría para reiterar sus votos católicos. El reo abjura, pronuncia de rodillas la profesión de la fe y firma su abjuración: el inquisidor le absuelve ad cautelam de las censuras en que haya incurrido, con lo que acaba el autillo. Audiencia de secreto y aviso de cárceles. Se le volvía a leer la abjuración al sentenciado, se le hacían ver las consecuencias que sobrevendrían si acaso faltara a la dicha abjuración, así como de las penas que merecería. Nuevamente se le pedía que buscara en su memoria por si, a esas alturas, hubiera olvidado algún otro detalle; contestando negativamente por lo regular, se le decía que por el juramento hecho y so pena de excomunión mayor, tuviera y guardara el secreto de lo acontecido en su causa. Se le asignaba en el mismo acto el lugar donde purgaría su pena. El reo volvía a su cárcel y al día siguiente se le conducía al convento en que había de habitar recluso por el tiempo de su penitencia. Los confesores que han asistido al autillo llevan encargo de propagar la 6 El delito no debía pertenecer a los autos públicos de fe, porque había peligro de retraer a los fieles de la frecuencia del santo sacramento de la confesión. Las sentencias se pronuncian e intiman en autillo, esto es, en la sala de audiencias del tribunal, al cual suele mandarse concurrir dos confesores seculares, dos de cada instituto de que hay comunidad en el pueblo, y cuatro del reo si los hay, sin asistencia de hombres laicos, a no ser que lo sean los secretarios, pues ni aun a los otros ministros se permite asistir por honor del sacerdocio. Acabada la lectura de la sentencia con méritos, el inquisidor decano reprende, amonesta y prepara al reo para que con humildad abjure todas las herejías en general, y especialmente aquella de que ha sido declarado sospechoso.

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noticia, para que otros escarmienten y teman, pero sin decir el nombre del reo delante de quien lo ignore. Ya desde el siglo XVI se había distinguido la diferencia del concepto de prisión, usado en el ambiente forense secular de la época, respecto dela acepción que le asignaba el derecho canónico7. Ahora bien, para el caso de la solicitación, la pena de cárcel se da bajo el siguiente supuesto: los confesores solicitantes debían ser condenados a la pena de reclusión por un tiempo, que naturalmente era menor cuando el delito no estaba plenamente probado, y que se ampliaba en el caso de que los hechos hubieran sido objeto de prueba plena, llegando hasta los diez años de prisión para el clérigo solicitante de muchas hijas de confesión. Esta pena de reclusión era cumplida en las cárceles de los conventos de sus respectivas órdenes, si eran regulares, y en la que se designara por el tribunal, caso de ser seculares.

A manera de conclusión La forma de actuar por parte de los inquisidores fue más técnica que ética, basada totalmente en la doctrina; no supieron adecuar un castigo mayor a tal atentado en contra de la “virtud” de la mujer, y ni siquiera lo consideraron como tal; motivo suficiente para observar que los procesos arrojan penas leves en comparación con otras conductas ilícitas. El Santo Oficio se preocupó por establecer una serie de medidas preventivas emanadas de los edictos inquisitoriales, reestructurando los modelos de confesionarios así como de su correcta ubicación. Si bien desde 16888 se habían promulgado edictos donde se detallaba la conformación del confesionario, hacia 1783 se reafirmarían las restricciones en cuanto a la cercanía del confesor y la penitente, diseñando el confesionario de manera tal que hubiera mínimo contacto posible, además de establecer modalidades específicas cuando no hubiere suficientes confesionarios o limitando los casos de visitas a domicilio. Pese a su promulgación y reafirmación, estas medidas preventivas se cum7 Peña estableció la distinción de la concepción de la cárcel en el derecho civil, que fijaba su función en la mera cautela, y en el derecho canónico, que le asignaba además el carácter de pena. Y efectivamente, penosa debió ser la estancia. 8 Desde 1559 Pablo IV, mediante un breve dirigido a los inquisidores de Granada, advirtió la posibilidad de actuar contra los religiosos que realizaran solicitaciones. Asimismo, en 1561, mediante una bula dirigida al inquisidor general Valdés, se le autorizó de una manera general a proceder contra cualesquier confesor de todos los reinos y dominios del rey Felipe II.

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plieron a medias: muchas veces los lugares señalados no observaban los estándares y se utilizaba cualquier espacio con visos de ser propicio para la recepción de confesiones. Por otra parte, se debe señalar que los casos reflejan diversas actitudes tomadas por parte de los comisarios del Santo Oficio respecto del transgresor: si bien hubo algunos que persiguieron férreamente la solicitación, también hubo otros que, al parecer, buscaron hasta el último recurso para exonerar o bien dilatar lo más posible el transcurso del proceso. Lo anterior se puede atribuir o bien a los lazos de amistad que existían entre el comisario y el solicitante, o bien por el sentimiento de deuda o incluso la dependencia o necesidad de protección que los comisarios hubieren sentido hacia los miembros de su propia corporación o grupo social. •

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Vieja bruja: mujeres seniles y supersticiosas frente al Tribunal Inquisitorial de Lima, siglo XVIII Natalia Urra Jaque Universidad Andrés Bello • Chile Introducción A través del siguiente texto analizaremos una de las características más populares atribuidas a las brujas, pues tanto las leyendas como los relatos de las persecuciones que sufrieron durante los siglos modernos e hispano-coloniales (XVI al XVIII) las personifican como viejas. Las brujas siempre eran mujeres cuyas edades avanzadas eran, según las sociedades populares e inclusive letradas, afines a los crímenes de brujería; incluso el arte religioso de las centurias previas (siglos XIV y XV), en palabras de Georges Minois, así las retrató: en las representaciones de la Pasión aparece el personaje de una vieja, encarnación del mal, que guía a los soldados al Monte de los Olivos y que forja los clavos de la crucifixión: la vemos en miniaturas inglesas poco después de 1300, más tarde en una miniatura de la Peregrinación de Jesucristo, en 1393, en las Horas de Esteban Caballero, de Jean Fouquet, en un misterio del siglo XV, en los Misterios de la Pasión, de Jean Michel.

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Las razones de la vinculación entre vieja y bruja se debe principalmente a que las mujeres pobres, solas y, sobre todo, mayores, ocupaban la posición social más baja1; la mayoría de ellas estaban indefensas o eran despreciadas, insultadas e incluso explotadas. Algunos investigadores creen que esta situación fue consecuencia del ensañamiento que determinados sectores e incluso períodos históricos sintieron hacia la vejez y especialmente la de la mujer. Las brujas, según la mirada renacentista, representaban, por un lado, a la belleza, al amor y al placer eterno, y, por otro, reflejaban la fealdad, el odio y el sufrimiento. El pintor Niklaus Manuel Deutsch, por ejemplo, a la vez que las retrataba de cuerpo desnudo en su pintura La vieja Bruja, a través de sus senos caídos y de su canoso y largo vello púbico manifestaba su total desprecio hacia ellas, sobre todo, hacia su vejez. Otro como Du Bellay expresaba —por medio de sus escritos— que todas las mujeres viejas tenían poderes maléficos; en los Juegos Rústicos narraba que las cortesanas mayores y arrepentidas a la fuerza, podían “ensangrentar la luna, sacar de la noche oscura las sombras de una sepultura y forzar a la naturaleza”. Las mujeres , sobre todo las mayores, fueron objeto de cuestionamientos y, según el autor antes mencionado, estaban siempre predestinadas a los extremos, pues al ser emblemas de belleza cuando jóvenes, serían también símbolo de fealdad cuando viejas, por ende, inspirarían horror y seducción al mismo tiempo, transformándose así en las representantes del diablo. Por consiguiente, no podían esperar misericordia alguna; eran despreciadas por sus antiguos amantes asqueados y castigadas por sus calumniadores de siempre; es decir, rechazadas por todos. En esta oportunidad, analizaremos los datos entregados por las fuentes inquisitoriales limeñas del siglo XVIII, pues queremos describir aquella característica común que utilizó la imaginación popular para personificar a las brujas y, de este modo, comprobar si tal cualidad eran real o, más bien, respondía a expresiones imaginarias grupales. La vieja y la bruja iban de la mano en el período moderno, pues tal unión repre1 Aunque en esta oportunidad no detallaremos la situación social de las mujeres acusadas de practicar la brujería, creemos necesario explicar que en los treinta y ocho procesos inquisitoriales desarrollados en la ciudad de Lima durante el siglo XVIII, todas ellas relataron pertenecer a los estratos socioeconómicos más precarios, es decir, no sólo eran pobres y ejercían varios oficios a la vez para subsanar tales carencias, sino que además, pertenecían a los grupos étnicos sometidos y esclavizados bajo los patrones socio-conductuales de la vieja Europa, específicamente, de la monarquía católica ibérica. De este modo, las persecuciones, pese a tener muchos matices y variantes, cumplían un patrón común, en este caso, las mujeres acusadas de ejercer dichas actividades eran, igual que en Europa, pobres, solas o sin pareja y, mayoritariamente, viejas.

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sentaba el rechazo, lo negativo y, por supuesto, lo indeseable; por lo tanto, lo que debía ser eliminado. Para lograr nuestro objetivo, deberemos, primero que todo, situarnos en el contexto geo-político y comprender la realidad social, especialmente el traspaso de ideas de un continente a otro; y, posteriormente, preguntarnos cómo esto se retroalimentó para lograr una visión propia sobre tales acontecimientos, en este caso, cómo la sociedad hispano-colonial recibió y asimiló una idea popular para, luego, identificarla como suya.

Consideraciones previas: el imaginario europeo sobre las brujas durante los siglos modernos (XVI-XVIII) Cuando escuchamos la expresión bruja inmediatamente la asociamos a una mujer fea, vieja y malvada, pues tanto los relatos mitológicos como los cuentos infantiles nos la representan con características perversas y monstruosas. Al mismo tiempo, la confundimos con la hechicera, pues creemos que tanto una como la otra son lo mismo y, por tanto, poseen cualidades y conocimientos similares, pues, de acuerdo al legado de los siglos modernos (XVI al XVIII), ambas reflejan los mismos miedos y recelos sociales. La hechicera, sin embargo, era reconocida en la tradición grecolatina y medieval como una mujer experta en filtros y ungüentos, capacitada para sanar las enfermedades físicas y emocionales, pues conocía y practicaba las artes antiguas; es decir, atraía a los amores deseados, construía amuletos y talismanes y, además, predecía el futuro leyendo las cartas y las líneas de las manos; por lo tanto, no era buena ni mala, sólo una profesional que ponía sus conocimientos y prácticas a disposición de la comunidad o del medio en el que se encontrara. Sin embargo, a finales del siglo XV la imaginación popular la convirtió en un ser peligroso y, por si fuera poco, en la representante del diablo en la tierra, pues creían que aquellos conocimientos provenían de una fuerza superior y maligna. En este sentido, si analizamos la propuesta de Beatriz Moncó, la idea sobre mujer y demonio unidos “en una representación múltiple del pecado, la tentación, la enfermedad, la falta de control, la locura y la transgresión, entre otras manifestaciones”, no es propia de las centurias modernas, pues desde la caída de Eva el binomio mujer/demonio se construyó paralelo y contrariamente al de Dios/hombre. Por consiguiente, la vinculación de las mujeres con el mal no sólo se reflejó en las ideas religiosas, sino también en las acciones cotidianas realizadas por

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hombres y por mujeres o, en otras palabras, muchos de los símbolos y modelos de comportamientos generaron espacios, caracteres y valores diferenciados para uno y otro sexo. La hechicera, no obstante, vulneraba estos espacios, pues su quehacer evidenciaba claramente un indudable poder y una innegable sabiduría superior a la del sexo masculino; por ende, comenzó a ser cuestionada y atacada como antinatural y maligna; sus prácticas y conocimientos la convirtieron en lo contrario al prototipo ejemplar de mujer judeocristiana, ya que ella sabía y actuaba como ninguna mujer podía saber y actuar, pues desobedecía las normas socioculturales y doctrinales adjudicadas e impuestas a las mujeres. Paralelamente, aplicaba sus conocimientos a experiencias cotidianas y cercanas al universo femenino, pues retenía el amor de un hombre, quitaba el novio a otra mujer, atraía el cariño del sexo masculino, evitaba los embarazos, etcétera; por lo tanto, reproducía sus actividades en ambientes femeninos y transgresores al mismo tiempo, los cuales, a su vez, estaban sustentados en categorías amorosas, sexuales y corporales. El rechazo a la hechicera durante estos siglos también fue consecuencia del temor al demonio; tanto teólogos como juristas, predicadores e incluso inquisidores creían que, pese a su poder ilimitado y omnipresente, éste requería de secuaces que le auxiliaran en su labor destructora; éstos debían permanecer ocultos y, sobre todo, poseer aspecto carnal para así evitar sospechas y resquemores. Por consiguiente, las hechiceras comenzaron a ser observadas desde una óptica mucho más rígida y conservadora; en este sentido, como nos sugiere la historiadora María Tausiet, responsabilizarlas “de cuanto no funcionaba bien no sólo suponía preservar la idea de un Dios todo bondad y justicia, sino también otros muchos conceptos y creencias admitidos socialmente como válidos”. Además, las élites dominantes, al perseguirlas, no sólo eliminaban pervertidas o rebeldes en el amplio sentido de la palabra, sino también apoyaban las pautas convencionales de conducta femenina, haciendo a sus comunidades más homogéneas y tradicionales. Por lo tanto, el imaginario popular; e incluso el letrado, transformó a la hechicera en un personaje siniestro, cruel y demoníaco; o, en otras palabras, en una bruja con características híbridas de triple naturaleza, pues, en palabras de la investigadora nombrada anteriormente, su sola existencia desafiaba las fronteras de la civilización, representando un constante impedimento para todo intento racio-

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nal de definir dónde empezaba y dónde acababa lo estrictamente humano […] las brujas […] parecían poder deslizarse sin obstáculos, haciendo gala de una libertad que amenazaba los fundamentos de la cultura cristiana.

Ahora bien, las llamadas brujas eran más bien mujeres reales y disconformes con su situación socioeconómica e incluso afectiva; por consiguiente, las transformaron en personajes rebelados contra Dios y contra el orden sociopolítico imperante, aunque esta supuesta rebeldía —según Brian Levack— consistía en sobrevivir dentro de un ambiente hostil muy masculino y, sobre todo, muy desigual económicamente, razón por la cual las únicas herramientas que poseía para enfrentarse a sus enemigos eran los hechizos y las maldiciones. Al mismo tiempo, esta rebeldía fue convertida en una protesta social y, como consecuencia, el temor a una posible revuelta aumentó considerablemente el mito y odio hacia las brujas. Aunque no se trataba de mujeres extrañas ni forasteras para su medio social, tampoco eran vecinas típicas, ya que: sus edades eran mucho más avanzadas que la media; su situación económica era mucho más precaria que la de sus vecinos, es decir, eran mucho más pobres; no estaban casadas, como la mayoría de las mujeres. En definitiva, su comportamiento escapaba a los cánones tradicionales de su entorno y de su sexo, pues desafiaba las leyes de humildad y mansedumbre como consecuencia de su actuar y decir. Estas características también iban acompañadas de otras, como excentricismo y mal humor e incluso aspecto desagradable; en palabras de Reginald Scot, “eran viejas, impedidas, de vista nublada, pálidas, malolientes y llenas de arrugas, encorvadas y deformes y cuyas caras muestran una melancolía que horroriza a cuantos las ven”. De acuerdo a los planteamientos del historiador Levack, uno de los factores determinantes para acusar a ciertas personas de brujas fueron las condiciones socioeconómicas. Éste asegura que los juicios y condenas desarrollados en la Europa moderna fueron consecuencia de las transformaciones sociales y económicas sufridas en el viejo continente; tanto el aumento de la población y la pobreza, como la inflación y el crecimiento de mujeres independientes y, especialmente, mayores, ayudaron a promover las denuncias por brujería. Levack aclara que si bien entre vecinos de una misma aldea las disputas personales como las circunstancias que habían suscitado dichos conflictos eran comunes y

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aparentemente independientes a las mutaciones sociales y económicas, estas transformaciones indirectamente condicionaban a los habitantes de la vieja Europa. Los miedos e inquietudes hacia el fin del mundo, materializados en los constantes cambios sociales y económicos, provocaron un ambiente de pánico cuyo resultado fue temerle a los crímenes de brujería más que a ningún otro; además, el cambio como proceso social indudablemente genera estados de ansiedad y miedos entre los que lo viven o experimentan, y en estos siglos Europa no sólo sufrió el quiebre religioso de la cristiandad, sino también profundas transformaciones políticas, como la creación del Estado moderno y la explosión de numerosas guerras civiles y rebeliones. Estos cambios provocaron enormes repercusiones psicológicas, ya que: para una población que creía en el orden fijo del cosmos, la transformación de casi todos los aspectos de sus vidas fue una experiencia desconcertante y la posible causa de la sensación de abatimiento, pesimismo y tristeza […] provocó, sin duda, un miedo profundo entre quienes no fueron capaces de encarar la inestabilidad e inseguridad del nuevo mundo.

Ahora bien, muchos de estos cambios fueron atribuidos al demonio, pues tanto las clases altas como las bajas creían que tanta convulsión y desequilibrio se debía a las intervenciones demoníacas y, por tanto, a las intervenciones de las brujas; por consiguiente, había que combatirlas para finalmente limitar el accionar de satanás. Estas persecuciones también tenían como objetivo distraer a la población de las tensiones existentes; de forma temporal, las distintas comunidades se unificaban centrando su atención en la representante del demonio. De este modo, las persecuciones obtenían un doble valor para la población, sobre todo para los estamentos bajos de la sociedad moderna, puesto que a través de ellas no sólo se eliminaban a las intermediarias del demonio en la tierra, sino que además se aliviaban los sentimientos de incertidumbre. Las primeras denuncias, por ejemplo, expresaban las desdichas provocadas por brujas y las posteriores venganzas hacia las mismas; por tanto, el medio social respondía a necesidades emocionales, ya que acusar y condenar a una mujer de bruja generaba estados de calma y tranquilidad frente a la enorme confusión experimentada por las transformaciones sociales y económicas; incluso, para los medios rurales, estos sentimientos de alivio eran mucho más fuertes, producto de la agitación

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moral y espiritual provocada por la reforma. De la misma manera, los sentimientos de culpa también eran muy comunes, pues era tal el temor a la muerte y al no descanso eterno, que culpar y condenar a otros como seres malignos provocaba confianza y tranquilidad; los aspectos morales, sociales, económicos y religiosos influyeron profundamente en los temores de la población europea y, como consecuencia, en “la caza de brujas”, ya que —como nos sugiere Levack—, una vez comenzado el proceso histórico, “…entraron en juego las preocupaciones sociales y económicas, mucho más específicas, y llevaron a identificar a ciertas personas —por lo general mujeres ancianas y pobres— como brujas”. En este sentido, el historiador nombrado anteriormente considera fundamental conocer el entorno social en el que se desarrollaron las diferentes persecuciones o cazas de brujas, pues cree que mediante este conocimiento podemos comprender las relaciones personales entre acusados y acusadores, y, además, “explicar no sólo por qué la bruja actuaba de determinada manera, sino también por qué sus vecinos sospechaban de ella y la acusaban”. Sin embargo, nos aclara las dificultades de analizar estos contextos, puesto que no siempre la información dada por los juristas es la suficiente para entender la realidad de los procesos, sobre todo en las zonas donde predominó la reforma protestante; aunque, como resultado de las nuevas técnicas historiográficas, los archivos inquisitoriales nos proporcionan una visión muy amplia de lo ocurrido en las zonas católicas. Muchos historiadores, entre ellos Richard Greenlauf y René Millar, coinciden en que gracias a sus datos se ha podido reconstruir un pasado que refleja “la vida del pueblo y la mentalidad colonial en cualquier momento dado”; para ellos “es como una atalaya, desde la cual se pueden observar muchos fenómenos [pues] de estos documentos surgen destellos de la vida cotidiana, la devoción y las distracciones”. El pretender generalizar el contexto social de la caza de brujas en un período de tiempo demasiado extenso y en un medio geográfico demasiado amplio es otra dificultad, pues, aunque muchas circunstancias socioeconómicas hayan sido similares, el escenario variaba de un lugar a otro y, sobre todo, de un año a otro. La solución que el mismo Levack nos da es “describir los entornos más típicos en que surgieron las acusaciones de brujería, fijar las características sociales más comunes de los individuos elegidos como víctimas de procesamiento e investigar algunas de las razones por las que estaban especialmente expuestos a esas acusaciones”; así se pueden obtener conclusiones generales que

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permitan conocer la personalidad de las brujas y las circunstancias que llevaron a condenarlas como tales. Por último, estos cambios influyeron fuertemente en el desarrollo de la caza de brujas, sobre todo cuando los procesos eran iniciados por los magistrados o por los inquisidores; en este caso, la doctrina religiosa se transformó en el motor fundamental de las persecuciones, pues la única dinámica social que existía era la de la autoridad y la acusada. En cambio, cuando comenzaban por iniciativa de los propios vecinos, las circunstancias sociales y económicas cobraban una importancia desmedida, puesto que las autoridades le daban una indudable característica demoníaca. Además, en los siglos que se produjeron las persecuciones, el viejo continente vivió un aumento de población descontrolado tras años de paralización y retroceso, provocando, al mismo tiempo, un descontrol absoluto sobre el valor de los bienes y el crecimiento de las ciudades; por si fuera poco, los valores familiares también mutaron para dar sentido a los cambios experimentados por la población, transformando completamente el significado de la religiosidad y la moral.

La expresión y utilización del vocablo “bruja” en España y sus colonias americanas El término “bruja” evoca de manera simbólica la flexibilidad, la ambigüedad, la universalidad y particularidad específica y local, anulando simultáneamente al tiempo y al espacio; de igual modo que el vocablo alemán sinnzusammenbang, es fértil y confuso, puede oscurecer y desconcertar. Definir lo que era una bruja o cómo la concebían sus pares resulta, hoy en día, una tarea compleja, pues, como dijimos anteriormente, muchas de sus características y cualidades estaban predeterminadas por una imaginación popular que también estaba condicionada por la transformación socioeconómica de su entorno. Para muchos era una mujer fea, vieja, gorda y miserable; generalmente vivía sola, alejada de la comunidad y rodeada de animales domésticos como gatos, gallos o perros; estaba constantemente en disputas con sus vecinos y por su carácter huraño era identificada como peligrosa y, además, esclava del demonio. La bruja hispano-colonial fue el reflejo de su par hispánica; las similitudes entre unas y otras fueron muchas, aunque con algunos matices, principalmente porque no se ajustaban a los márgenes sociales impuestos por las autoridades civiles y religiosas.

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La historiadora María E. Mannarelli cree al respecto que la imagen de las brujas en la américa virreinal fue “en cierta medida producto de los grupos dominantes que, en determinado momento histórico, se vieron amenazados por la existencia y las prácticas de estas mujeres, a tal punto que decidieron exterminarlas”; se mezclaban en ellas el sexo, el daño y el poder. Muchas de estas prácticas, como nos sugiere Steve Stern, fueron sólo “mecanismos de desviación para defenderse, dentro del marco de dominación masculina, que iban desde la búsqueda de protección con las autoridades judiciales hasta las redes informales de la familia, los vecinos y la comunidad”. Ahora bien, la bruja hispánica, en palabras de Fabián A. Campagne, “es un modelo sui-generis en el seno de la rica mitología pan-europea”, pues su vinculación con las figuras demonológicas del viejo continente la convierten en un ser cuyas particularidades son propias del entorno geográfico peninsular. Su especialidad, según la imaginación popular, era el asesinato de niños recién nacidos, y aunque esta actividad no era exclusiva de ellas, dado que la gran mayoría de las brujas europeas cometían los mismos crímenes, en tierras ibéricas fue una actividad prácticamente excluyente, es decir, la bruja ibérica representa una “figura mítica altamente idiosincrásica” cuyas características también pueden hallarse, aunque en menor medida, en el vampirismo infanticida de la bruja italiana. A pesar de las particularidades propias del territorio peninsular, el historiador Campagne cree que la bruja ibérica responde al estereotipo de la demonología básica tardo escolástica, pues en los numerosos tratados y escritos de las centurias modernas se hace referencia al prototipo ideado en el Malleus Mallificarum. Pedro Fernández de Villegas, por ejemplo, intentó en 1515 solucionar el misterio de las brujas de Amboto citando a los autores alemanes (Kramer e Institores); en uno de los artículos de Covarrubias llamado “Tesoro de la lengua castellana o española”, de 1611, se citó al manual alemán para explicar la expresión bruja; y Martín de Castañeda en su Tratado de las supersticiones y hechicerías, de 1529, se refirió a las asambleas orgiásticas de igual modo y con los mismos parámetros que los frailes dominicos del siglo XV. Sin embargo, el mismo investigador insiste con la idea de que, pese a estas similitudes, los relatos brujeriles peninsulares demuestran una cantidad de originalidades que hacen de la ibérica una bruja única en su estilo. Una de las principales características son sus actividades relacionadas con los niños, pues, como dijimos anteriormente, fue casi exclusiva

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su vinculación con las muertes de los recién nacidos. Lope de Barrientos en su decimonovena Dubda del Tractado de la divinanca, de 1440, vinculó la expresión “bruja” con la muerte de criaturas pequeñas. En la ciudad de Cuenca, de 1519, se provocó una psicosis brujeril como consecuencia de varias muertes infantiles. En las Palmas de Gran Canaria se produjo una situación parecida en 1529 y, además, fue la primera vez que los inquisidores utilizaron el término bruja para referirse a mujeres que asesinan niños. Ya antes, en 1528, el inquisidor General Alonso Manrique había escrito una carta al licenciado Sancho de Miranda expresando que en el obispado de Burgos los asesinatos de niños eran muy habituales como consecuencia de una plaga brujeril. No obstante, es en los manuales médicos donde la vinculación de las muertes infantiles con las brujas españolas se hace más notoria. En 1580, por ejemplo, el doctor Francisco Núñez dedicó el trigésimo capítulo de su Libro del parto humano a explicar las muertes de los niños fruto del accionar de las brujas, y en 1794 Diego de Torres Villarroel en su Tratados médicos, físicos y morales, publicado en Madrid, decía que “las brujas sólo chupaban a los críos no queriendo nada con los hombres”. Al mismo tiempo, se las relacionó con el vampirismo, pues en los célebres procesos de Zugarramurdi esta actividad ocupó un papel fundamental; al respecto, documentos impresos en el Logroño de 1610 describen cómo… a los niños que son pequeños los chupan por el sieso y por la natura; apretando recio con las manos y chupando fuertemente les chupan y sacan la sangre, y con alfileres y agujas les pican las sienes y en lo alto de la cabeza, y por el espinazo y otras partes y miembros del cuerpos; y por allí les van chupando la sangre, diciéndoles el demonio; chupa y traga eso, que es bueno para vosotras.

A pesar del racionalismo de algunos líderes religiosos y su afán por desterrar ciertas creencias como, por ejemplo, la capacidad que poseían para entrar en lugares cuyas cerraduras era imposible de penetrar, la sociedad seguía invadida por una psicosis brujeril y, por lo tanto, seguía creyendo semejantes fantasías. Como consecuencia de lo mismo, se les atribuyó la facultad para transformarse o convertirse en animales como gatos o aves nocturnas; el mismo inquisidor Salazar y Frías relató en uno de sus memoriales cómo las brujas de Zugarramurdi iban “volando

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en figura de mosca, y otra, que en figura de cuervo” y que incluso el demonio las metamorfoseaba “en distintas figuras de perros, gatos, puercos y cabras, y a Graciana de Barrenechea (que era reina del aquelarre) en figura de yegua, se fueron a la casa de María de Yruteguía”. Las características descritas por el historiador Campagne hacen de la bruja peninsular una rareza en comparación con la figura creada por la literatura teológica temprano-moderna, pues cree que tales particularidades son un llamado de atención y, sobre todo, un camino en el cual la historia y la morfología unen sus esfuerzos de forma irreparables. Entre estas características, destaca también la destreza que poseían para adormecer a las personas que habitaban las casas a las que ingresaban por las noches, pues sólo así podían consumar sus crímenes; además, describe la inevitable inclinación que sentían por el vino, que muchas de ellas decían estar completamente borrachas cuando realizaban sus actividades infanticidas y que, incluso, preferían ir a las bodegas o cavas que seguir cometiendo crímenes de brujería. Por otro lado, el mismo investigador sostiene que estas particularidades son encontradas en lugares como Brasil, Portugal, las Islas Canarias e Hispanoamérica, todos ellos ligados al espacio cultural peninsular; Francisco Fajardo Spinola, por ejemplo, encontró en los archivos inquisitoriales canarios numerosos procesos en los que se acusó a mujeres de chuparle la sangre a los niños, mientras que Diana Luz Ceballos cree que la adopción de términos y mitología brujeril por parte de los esclavos africanos en la Nueva Granada se debe a la colonización de aquellas tierras por vizcaínos, navarros y guipuzcoanos. Uno de los ejemplos que da es la utilización del vocablo “bruja” en el conocido proceso contra Guiomar, una esclava africana acusada de —entre otras cosas— maniobrar con hierbas para adormecer de tal forma a sus víctimas que éstas perdían el conocimiento. Ahora bien, el término “bruja”, utilizado en la España Moderna para referirse a las mujeres que asesinan niños bebiéndoles la sangre, y que poseen la facultad de volar por los aires e introducirse de forma misteriosa en las casas completamente cerradas de sus vecinos, tiene su origen en un diccionario latino-arábigo y arábigo-latino del siglo XIII, cuya redacción se le atribuyó a Ramón Martín (1287); para éste la expresión era sinónimo de súcubo, aunque, “hasta el siglo XVI el vocablo no adquiere claramente el sentido de demonio nocturno femenino”. Por otra parte, este mismo término era confundido con la expresión incubo que, a su vez, estaba relacionado con los demonios de tipo mahr

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propios del área germánica y, por si fuera poco, con la sexualidad y reproducción de los mismos. Los que también emplearon la expresión bruja mucho antes del período fatídico de la gran caza, fueron el salmantino Martín Pérez y Lope de Barrientos; ambos renegaron de las creencias fantasiosas sobre aquellas mujeres que decían volar por los aires y asesinar niños para beberles la sangre; sin embargo, cada uno de ellos creía que el vocablo más adecuado para referirse a este tipo de mujeres era el de bruxas. No obstante, el primero no se refirió a ellas como tales, pues fueron las traducciones posteriores de su Libro de las confesiones (1312) las que utilizaron la palabra explícitamente. El segundo la usó desde un comienzo en su Tractado de la divinanca e sus especies, que son las especies de la arte mágica (1434 o 1437) y, además, le generó una enorme sorpresa, pues era tal la novedad y desconocimiento del término que él mismo se cuestionó: “que es, e que cosa es esto que se dize que ay unas mujeres que se llaman bruxas, las quales creen e dizen que de noche andan con Diana, desea de los paganos, con muchas e innumerables mujeres caualgando en bestias […], e que pueden aprouechar e dañar a las criaturas”. Otro que, de igual modo, desmintiendo las creencias fantasiosas sobre ciertas mujeres cuyas actividades eran cometer infanticidio y volar por los aires a altas horas de la noche, utilizó el vocablo bruxa, fue Alonso de Espina en su Fortalitium Fidei (1458-1460); en este texto, sin embargo, no sólo se refirió a ellas como brujas, sino también como xorguinas, vocablo, según Covarrubias, de origen vasco y empleado para definir a “la que hace adormecer o quitar el sentido, cosa que puede acontecer y que con intervención del demonio echen sueño profundo en los que ellas quieren hazer mejor sus maldades”. Por lo tanto, la expresión bruja se configuró en la zona norte de la península, pues el vocablo como tal fue registrado por primera vez en las áreas pirenaicas catalanas; es decir, el término comenzó a emplearse en el norte peninsular para luego propagarse por el resto del territorio, y llegó, incluso, a utilizarse en las Islas Canarias y las colonias hispano-americanas. Por consiguiente, la bruja hispano-colonial2 fue una figura mítica cuyas características respondían a un prototipo hispano-peninsular; poseía una serie de particularidades transversales al tiempo y al espacio, y, de la misma forma que la bruja ibérica, podía realizar pacto con el 2 Cuando utilizamos la expresión “bruja hispano-colonial” nos estamos refiriendo a todas las mujeres procesadas por delitos de superstición en el Tribunal inquisitorial de Lima; por lo tanto, debe entenderse como una expresión para calificar a todas las mujeres condenadas por este delito en territorio virreinal peruano.

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demonio, maleficios, reuniones nocturnas y lascivas, volar por los aires y transmutarse en animales. Sin embargo, la bruja hispano-colonial representaba un estereotipo de mujer transgresora no sólo por practicar actividades mágicas (hechizos y maleficios), sino también por mantener relaciones ilícitas con algún hombre y, sobre todo, por mantener amistades con otras mujeres, puesto que este tipo de redes sociales, según Lourdes Somohano, significaban “recursos utilizados, ajenos al orden jurídico, para evadir el orden patriarcal”. Agustina Picón, por ejemplo, confesó en una de sus audiencias celebradas en la ciudad de Lima que todos sus conocimientos habían sido aprendidos de otras “maestras sortílegas”, mientras que Juana Saravia enseñaba sus artes a otras mujeres. Rafaela Rodríguez se reunía con otras penitenciarias del Santo Oficio para realizar prácticas mágicas, y Francisca Mondragón fue acusada de tener un grupo de mujeres cómplices en sus artes. Por otra parte, su economía precaria las limitaba en su accionar social, pues les era imposible participar de obras de caridad o beneficencia auspiciadas por la iglesia, y eso conllevaba a los prejuicios de sus pares femeninas. Tampoco eran muy cumplidoras de las leyes religiosas, pues no rezaban en público ni asistían a misa. Además, fluctuaban en una ambigüedad constante, ya que siempre renegaban de sus actividades y conocimientos, calificándolos como meros fraudes para obtener dinero. Juana Prudencia Echeverría, por ejemplo, dijo en una de sus confesiones que con los hechizos realizados en favor de una de sus clientas “solo intentaba en la operacion engañarla y sacarla algunos reales como de hecho consiguio […] una cadena de oro que la dio y empeño aun mulato que vendia el azucar delos Padres de Santo Domingo”. De forma parecida lo expresó Paula Molina, quien también confesó “haver engañado a varias mujeres fingiendose sabedora de formar hechizos quando los ignoraba enteramente”. Dentro de estas características, los inquisidores limeños consideraron fundamentales los maleficios para poder acusar a una mujer de bruja, pues la mayoría de ellos eran provocados por los famosos ungüentos a base de coca y aguardiente, instrumentos indispensables para identificar a las supuestas brujas o hechiceras, dado que en tierras virreinales ambos elementos eran considerados nocivos o peligrosos para el bien común, sobre todo, la coca; incluso mezclados con otras hierbas andinas eran poderosos remedios curativos y, al mismo tiempo, provocadores de irresistibles deseos sexuales, pues ellas mismas relataban cómo se los untaban en las partes íntimas con la intención de atraer al hombre

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deseado. Manuela Vásquez, por ejemplo, testigo número uno contra Juana Prudencia Echeverría, declaró el 14 de abril de 1774 que ésta hizo con una niña nombrada Gabriela Herrera lo siguiente: Con aguas de varias yerbas le sobo todo el cuerpo. En otra ocacion vio que hizo una fogata y que sacaba dela boca (no supo que) y lo hechaba en el fuego […] y luego cogió con la mano lo que asia y se lo llevaba alas partes de la otra Gabriela

Mientras que Victoria Breña, testigo número dos en el juicio contra Paula Molina, declaró el 21 de febrero de 1778 que la reo, para darle fortuna, debía aceptar un remedio con el qual toda suerte de hombres irían tras della y la llenarian de plata: y llebada mas de curiosidad que de codicia acepto la propuesta no sin recelo porque la dicha Paula tenia fama de bruja en aquel distrito y auna muger de su confianza […] encargo le cogiese tales y tales yerbas y que al cogerlas mentase alos demonios por sus nombres diciéndole una retaila dellos, […] que juntas las yerbas las cocio en aguardiente con otros ingredientes; y llevando la olla al quarto dela declarante se encerro con ella, apago la luz y la hizo desnudar hasta de la camisa: en este estado […] fregando con el cocimiento todas las partes de su cuerpo, en especial las pudentas probocandola despues aciertas torpezas, aquela denunciante no pudo avenirse; y noto que durante la fricacion recitaba ciertas palabras, delas que solo pudo percivir una i otra vez que imbocaba alos demonios desde el mayor al menor.

María de Valenzuela también recomendaba a sus clientas lavarse la cara con pomos de agua y untarse los pechos y los brazos con hojas de tabaco; Rosa Gallardo hervía hojas de coca y con el vapor de la cocción se untaba la cara; mientras que María del Rosario Perales mezclaba hojas de tabaco y aguardiente en una ollita para luego hacer sahumerios con sus clientas. El gran repertorio de las brujas y hechiceras virreinales estaba sujeto a estos elementos botánicos que eran indispensables para el logro de sus objetivos y, al mismo tiempo, característicos de sus conocimientos.

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Mujeres pobres y viejas frente a los inquisidores limeños, siglo XVIII Cuando hablamos de brujas y hechiceras frente a la Inquisición de Lima, nos referimos a ciertas mujeres procesadas por “delitos de superstición” en el Santo Oficio limeño, cuyas prácticas fueron catalogadas como transgresoras e incluso peligrosas para la estabilidad social colonial3. Sin embargo, no sabemos con exactitud el perfil de cada una de ellas, pues, como hemos señalado, los patrones socioculturales para definirlas son transversales al tiempo y al espacio, es decir, se ajustan a las características universales de la gran mayoría de mujeres ejecutadas por crímenes de brujería. En estos términos, las brujas eran mujeres acostumbradas a lanzar maldiciones, de carácter antipático y conflictivo; constantemente estaban en disputa con sus vecinos, por ello se les consideraba personas no gratas para la comunidad. También eran rechazadas por sus edades avanzadas, ya que las mujeres seniles eran observadas como desequilibradas e histéricas; Johann Weyer, por ejemplo, las describía como “necias y miserables”, pues para él los acontecimientos fantasiosos del aquelarre sólo eran producto de la melancolía femenina. Al mismo tiempo, sus comportamientos sociales diferían completamente del resto de la comunidad; poseían mala fama como consecuencia de una conducta religiosa y moral desviada; era común que las mujeres condenadas por brujería no asistieran a misa, trabajaran los domingos, dijeran palabras mal sonantes e incluso ejercieran la prostitución y fueran adúlteras; por lo tanto, eran mujeres que no protegían su reputación o, quizá, no lo deseaban y apreciaban más su libertad y un cierto poder. Luisa Contreras, por ejemplo, decía que por ignorancia, falta de educación y debili3 Aunque en este texto profundicemos en la edad común que caracteriza a las brujas, creemos fundamental recordar, grosso modo, que la persecución hacia ellas y sus actividades se enmarca dentro de “La Caza de Brujas”, proceso histórico-social desarrollado en la Europa moderna (siglos XV-XVIII) y las colonias conquistadas por europeos. En él, cientos de personas, mayoritariamente mujeres, fueron condenadas como cómplices y secuaces del demonio en la tierra, pues tanto teólogos, juristas e incluso inquisidores aseguraban que éstas pactaban con el diablo a cambio de riquezas materiales y espirituales. La justicia inquisitorial, sin embargo, no prestó real importancia a tales actividades, pues se limitó a asegurar que éstas eran consecuencia de la ignorancia y, sobre todo, de la melancolía femenina. Los procesos, por tanto, fueron reducidos, muchas veces lejos del estereotipo proyectado por las esferas hegemónicas; es decir, éstos eran contra mujeres cuyas actividades se vinculaban a la yerbatería y, en algunos casos, a “la medicina del alma”, por tanto, al universo femenino incomprendido por el sistema patriarcal imperante.

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dad de su propio sexo cometía las torpezas del amor mundano. Y don Fernando Ramón de Aulestía, abogado defensor de Lorenza Vilchez, excusaba las faltas de la rea con la idea de “que en las mugeres la propia debilidad de su sexo hacia vehemente la passion concupisible, que por esso eran mas propensas ala encantación y brugeria; que fuera dela sensualidad tubo esta reo tan siega ya apasionada que por esso apetecia la continua incubación con el demonio”. Las investigaciones de la historiadora peruana María Emma Mannarelli nos explican que las mujeres condenadas por el Santo Oficio limeño representaron “una manera de ser y actuar en dicha sociedad”, pues mediante las declaraciones y confesiones de los testigos pudo vislumbrar los valores y comportamientos del universo colonial y, sobre todo, reconocer la importancia que estos personajes anónimos aportaron a la construcción del legado sociocultural hispanoamericano. Una de las primeras conclusiones que obtuvo a través de sus estudios fueron las diferencias numéricas entre los procesos desarrollados en Europa y los desarrollados por el tribunal inquisitorial limeño; la caza de brujas en territorio virreinal peruano no fue un suceso masivo ya que se limitó a la ciudad de Lima por ser la sede del tribunal y se convirtió en un fenómeno estrictamente urbano. La misma investigadora cree que la reacción del tribunal en relación a los crímenes de superstición fue consecuencia de las normas decretadas por las autoridades peninsulares frente al aumento de estos casos en España, aunque siempre enfatiza que los hechos ocurridos en la península se diferencian claramente del resto de Europa. La respuesta a este cambio de actitud se debe a que durante gran parte de los siglos coloniales, los procesos ejecutados contra las prácticas idolátricas coincidieron con las condenas hacia las prácticas brujeriles o, en palabras de la misma historiadora, durante todo el siglo XVII, se llevaron adelante las campañas más intensas destinadas a erradicar los todavía fuertes remanentes de los cultos locales precoloniales. Las autoridades eclesiásticas, tanto del clero como los inquisidores, se pusieron de acuerdo en lo que resultó ser la última arremetida contra los cultos locales que, para su sorpresa, luego de cien años de profusa tarea evangelizadora, permanecían arraigados.

Ahora bien, la mayoría de los estudios e investigaciones sobre la caza de brujas coinciden en la edad avanzada de las condenadas por 162

brujería, aunque la siguiente tabla nos aclara que en el Perú colonial del siglo XVIII no existieron hechiceras ancianas, pues la mayoría fluctuaba entre los treinta y uno y cuarenta años de edad, seguidas del grupo de cuarenta y uno a cincuenta años. Las razones según Mannarelli es que en la mayoría de las acusaciones hubo menciones a la vida sexual de ellas y, sobre todo, “al poder que […] ejercían sobre la actividad sexual y la vida afectiva de sus víctimas”. Rango de edad de las prisioneras

Número de prisioneras

Porcentaje

Sin dato

8

21.1

20-30

6

12.8

31-40

10

26.3

41-50

7

18.4

51-60

6

15.8

61-70

1

2.6

Total

38

100

Rango de edad de las mujeres procesadas o condenadas por el delito de superstición por el Tribunal de Lima, siglo XVIII. Elaboración propia a partir de Archivo Histórico Nacional

María Rosalía, de cuarenta años de edad, no sólo ejecutaba hechizos para atraer a los hombres, sino también para matarlos; además, invocaba al demonio para eliminar los embarazos de sus clientas. En su expediente figura como casada con un inglés, pero las testigos que declararon en su contra dijeron que ésta siempre hacía sahumerios para que volviera su supuesto marido. María de Valenzuela, a pesar de estar casada, también ejecutaba hechizos para atraer el cariño de los hombres; para que el hechizo surtiera efecto sobre el varón pedía a sus clientas una prenda de ropa del susodicho y enseguida mezclaba unas hierbas que dejaba secar para luego enterrarlas en el brasero y así llamarlo por su nombre con la intención de que éste viniera y jamás dejara a la clienta que lo solicitaba. En términos de Brian Levack, “el estereotipo de la bruja vieja y carente de atractivos no era, en absoluto, incompatible con la idea imperante de la bruja como mujer impulsada por el deseo sexual”, pues aunque muchos retratos pintaban a las jóvenes como insaciables sexualmente, los contemporáneos creían lo contrario; autores como los del

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Malleus Mallificarum o el inglés Robert Burton, en su obra Anatomy of melancholy (1612), afirmaban que las mujeres mayores eran mucho más lujuriosas que las jóvenes; éste último incluso creía que necesitaban “tener un semental, un campeón”. Esta idea, sin embargo, iba acompañada de un profundo miedo masculino hacia la mujer sexualmente experta, sobre todo hacia la viuda o abandonada por su respectiva pareja, pues muchos hombres creían que éstas, a pesar de las circunstancias, seguían sintiendo deseos carnales. Además, la bruja vieja encajaba cómodamente con la idea de que el demonio se les aparecía con la intención de satisfacerlas sexualmente, pues era común que éstas, al no tener pareja, se dejaran arrastrar por la lascivia. Nicolasa Casero, una de nuestras protagonistas, afirmaban a los inquisidores ser “solo una pobre vieja y enferma”; no obstante, invocaba al demonio y ejecutaba hechizos los días viernes para ayudar a sus clientas. Por su parte, la testigo número seis en el juicio contra Paula Molina (1778), de estado soltera y de cincuenta y ocho años de edad, confesó que hacía… cinco o seis años que estando en el callao la sahumo Paula Molina […] para que los hombres la buscasen, no sabia con que yerbas: que hacia juicio no vivia con honestidad, porque le enseño el muñeco deun hombre que tenia enterrado bajo una botija para que no sele fuese el con quien trataba ilícitamente.

Las conductas antisociales y, a veces, excéntricas también eran muy comunes entre las mujeres seniles; por ende, los conflictos con sus pares u otros miembros de su comunidad terminaban en acusaciones por brujería; además, algunas eran procesadas después de años de sospechas, por lo que sus edades eran mucho más avanzadas y, por si fuera poco, como nos sugiere el mismo Levack, las personas mayores son físicamente menos poderosas que las jóvenes, por lo cual resultaba más probable que recurrieran a la hechicería como medio de protección o venganza […] las ancianas estaban obligadas a confiar en la frágil autoridad adquirida en virtud de su longevidad o en el supuesto control que ejercían sobre las fuerzas ocultas de la naturaleza.

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Conclusiones Las mujeres condenadas por practicar las artes mágicas o hechiceriles en los espacios hispano-coloniales, arrastraron consigo una serie de ideas y prejuicios preconcebidos en la vieja Europa que las convirtieron —al igual que a sus homólogas europeas— en seres malignos o demoníacos; por tanto, debían ser reprimidas, acalladas y, en algunos casos, eliminadas. Uno de los principales prejuicios que se les atribuyó a las brujas fue su edad avanzada, pues la mayoría de las víctimas acusadas de tales crímenes eran mayores o seniles; por ende, la vieja y la bruja iban de la mano y, a veces, simbolizaban lo mismo. La razón era el notorio desprecio a la vejez, ya que en dicho período se ensalzó a la juventud como sinónimo de belleza y a la senilidad como fealdad, odio y resentimiento, etcétera. Al mismo tiempo, los prejuicios sociales sumaron otras características que hacían temerle a las mujeres mayores mucho más que a las jóvenes, pues comenzaron a representarlas como peligrosas, conflictivas y, por lo tanto, representantes del demonio, pues creían que éstas al estar desamparadas debían recurrir a fuerzas superiores y malignas para así sobrevivir en los ambientes hostiles y desiguales. En el contexto geo-político virreinal, las mujeres condenadas por estos crímenes no fueron ancianas, sino más bien fluctuaban entre los 30 y 40 años de edad principalmente; sin embargo, llevaron tras de sí la idea de mujeres mayores, pues tanto la población como lo mismos inquisidores les atribuyeron las características comunes y típicas que se les daba a las brujas y hechiceras europeas. En este sentido, la sociedad hispano-colonial también observó con recelo a las mujeres seniles y, sobre todo, cuando éstas estaban vulnerables social y económicamente. Por lo tanto, la vejez no sólo fue despreciada sino también temida. La unión vejez-brujería o la vieja bruja representó —a escala social— una de las principales creaciones imaginarias, pues las poblaciones de uno y otro continente la asimilaron ambos términos de tal forma que fue imposible separarlos; las mujeres mayores y los crímenes de brujería simbolizaron, por lo tanto, la encarnación del mal y el desprecio hacia ellas se hizo aún mayor. •

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La práctica mágica en la Andalucía y su represión inquisitorial1 Rocío Alamillos Álvarez Universidad de Córdoba • España Andalucía, territorio de hechicerías, estuvo plagado de curanderismos, sortilegios de amor, venganza, adivinaciones y búsquedas de tesoros. Con el establecimiento del Santo Oficio de la Inquisición en España, se pretendió con gran fuerza acabar con los delitos de judaísmo, mahometismo y proposiciones, lo que permitió a las hechiceras avivar discretamente sus más preciadas artes. No obstante, se trató paralelamente, de erradicar toda práctica relacionada con lo demoníaco. El siglo XVII se constituyó como el cénit de la persecución de estas supersticiosas, siendo el tribunal de Granada el que más acusados mantuvo en sus cárceles. Andalucía nunca fue tierra de brujas. En sus dominios predominó la hechicería. A pesar de tratarse de categorías diferentes, tanto bruja como hechicera compartieron ciertos aspectos destacables. En primer lugar, ambas solían ubicarse en un contexto inculto. En este sentido, existen no pocos estudios que afirman que la figura del mago sí que pertenecía a un ámbito de vida culto, donde la literatura y la tratadística poseían un gran protagonismo. En cambio, estas expertas que utilizaban sus recursos cotidianamente no solían tener acceso a este tipo de libros, 1 Este estudio se enmarca dentro del proyecto I+D+i Inquisición, cultura y vida cotidiana en el Mundo Hispánico (XVI-XVIII) (HAR2011-27021), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad de España.

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y en caso de que lo tuviesen y no fuesen analfabetas, no tenían una formación suficiente como para comprender conocimientos de naturaleza superior. Por otra parte, tanto las brujas como las hechiceras conocían bien las propiedades naturales de hierbas y animales, y utilizaban tales elementos como ingredientes en sus ceremonias y ritos supersticiosos. La posesión de estos conocimientos tan específicos siempre fueron habilidades adquiridas. Generalmente se transmitían de forma oral, bien entre miembros de la misma familia, o bien a personas conocidas y de confianza. Para el caso específico de la hechicería, en muchas ocasiones se las iniciaba en el arte como medio para ganarse la vida, algo relativamente habitual teniendo en cuenta el grado de pobreza o de escasos medios con que subsistían algunas de ellas. El perfil de la hechicera viuda fue muy común, en tanto que a estas mujeres les resultaba mucho más complicado poder mantenerse. Por otra parte, el limitado desarrollo de la medicina y la ausencia de buenas comunicaciones entre las distintas localidades, hacían inevitable que la sociedad no pudiese prescindir de estas hechiceras que actuaban las más veces como curanderas. Y finalmente, una última característica común entre ambas tipologías es el principal lugar de actuación: el ámbito doméstico. El hogar, la casa, fue uno de los principales escenarios de los pensamientos y prácticas mágicas. Otros espacios acogieron este tipo de prácticas, como iglesias o cementerios, pero, sin duda, la casa recogía una simbología muy específica y facilitaba el entorno ideal donde desarrollar cualquier práctica. Por su parte, podríamos matizar el uso del medio natural: el campo. Mientras que para la hechicera se utilizaba principalmente para recoger hierbas y plantas medicinales, minerales o para cazar ciertos animales, para la bruja era considerado también un lugar de reunión con su comunidad, por lo que el medio natural se convirtió así en un espacio con un sentido simbólico añadido. Las diferencias son más numerosas que las similitudes compartidas en tanto que albergan importantes matizaciones. En primer lugar, tanto la hechicera como la bruja debían sellar un pacto con el diablo2. La diferencia radicaba en que la bruja lo realizaba mediante todo un ritual iniciático, el carácter del pacto era expreso y, en el momento en que se sellaba, el demonio le dejaba una marca corporal reconocible. 2 Tengamos en cuenta que para la Iglesia un hecho sobrenatural sólo podía tener dos posibles explicaciones, que fuese obra de un milagro o que fuese obra del demonio. De manera que si no había rastro de milagro alguno, se debía haber sellado pacto con el demonio de manera explícita o implícita.

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Aunque para poder dotarse de las capacidades necesarias en sus rituales requería del pacto, para la hechicera éste generalmente solía ser implícito; incluso, en muchas ocasiones, ella era inconsciente de que lo había sellado. Normalmente las hechiceras no presentaban ningún tipo de marca corporal, puesto que la firma de su pacto no contaba con ese fuerte carácter ritual. Continuando con el ritual iniciático, fue propio de la brujería acudir al “aquelarre” o “Sabbat”. Este particular fenómeno era uno de los principales rasgos identificativos de las prácticas brujeriles. Los aquelarres eran reuniones que se realizaban de noche, presididas por el demonio, donde se celebraba una misa conocida como misa negra. Generalmente se finalizaba copulando con el demonio y/o con otros brujos. El término hebraico “Sabbat” fue utilizado por primera vez en el año 1330 en Carcassone y Toulouse. Se eligió para designar las actividades propias del aquelarre porque las creencias rituales de los judíos eran consideradas como una depravación. Al aplicar este término a una acción ritualista concreta como dichas reuniones, se las estaba condenando al rechazo. Si acudimos a la etimología de la palabra “aquelarre”, nos indica Caro Baroja que está formada por “aquel”, que significa “cabrón”, y “larre”, que significa “prado”: el prado del cabrón o, lo que es lo mismo, el lugar donde las brujas celebraban sus reuniones con el diablo. La hechicera, en cambio, nunca participó en el aquelarre. Esta ausencia nos pone de manifiesto otro conjunto de diferencias que se encuentran íntimamente ligadas al mismo. Al Sabbat se acudía a partir de medianoche, volando, y tras aplicarse ciertas unturas y ungüentos. Una vez allí, se rendía culto y adoración al demonio y se celebraba la misa negra. Ninguna de estas acciones estuvo vinculada con las prácticas hechiceriles, ya que en éstas, aunque apoyadas en un respaldo diabólico, no se exigían ni la adoración al demonio ni reuniones nocturnas. Tampoco era habitual que las hechiceras se untaran ungüentos para desplazarse, aunque sí que los podían elaborar con intenciones diferentes: mientras que ciertos ungüentos brujeriles permitían volar, desinhibirse y entrar en contacto con el demonio, las unturas hechiceriles solían ser paliativas y generalmente dispuestas para realizar friegas sobre el cuerpo. Por tanto, ni copulaciones desenfrenadas, ni vuelos nocturnos, ni misas negras, ni adoración demoníaca eterna se dejaban entrever en las hechiceras. Al hilo de todas las ideas antecedentes, es preciso mencionar que las brujas en su ritual iniciático apostataban de la fe en Jesucristo, recibida

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en el momento del bautizo. La hechicera, en cambio, nunca se declaraba apóstata del cristianismo, en buena medida porque su interés no era rendir culto al demonio, sino más bien aprovecharse de éste para obtener ciertas capacidades sobrenaturales. Digamos, entonces, que la hechicera utilizaba a su servicio al demonio, mientras que la bruja le subordinaba su alma para toda la eternidad. Otra de las diferencias llamativas fue la manera de llevar a cabo la práctica. Mientras que la bruja solía actuar bajo el amparo de un grupo colectivo, el proceder de toda hechicera era generalmente individual. No obstante, sí que es cierto que existieron algunos casos concretos donde ciertas hechiceras solicitaban la ayuda de otras para unificar y potenciar sus fuerzas, o bien actuaban en calidad de testigo o de ayudante. Más allá de las intenciones aquí reseñadas, no existieron colectivos hechiceriles entendidos a la manera de los brujeriles. Finalmente, también existieron diferencias en la naturaleza de sus prácticas. Mientras que la bruja actuaba sólo y exclusivamente afanada en el daño, el deterioro y el perjuicio, tanto material como personal, la hechicera poseía una doble capacidad: era apta para efectuar una maldición, un aojamiento, para provocar una muerte o una fuerte angustia, pero también podía realizar acciones curativas, ligaduras de amor, desvelar intrigas o cualquier otro buen fin.

Las prácticas Muy variadas fueron las maneras que una hechicera tenía para poder llegar a obtener cualquier fin. No todas las sortílegas conocían la totalidad de suertes que pudieron darse en Andalucía, ni tampoco una oración o conjuro era siempre llevado a cabo de un modo estricto. Es ahí donde residía la riqueza de la práctica mágica andaluza: en su variedad y flexibilidad. Entre las finalidades más solicitadas estaban: devolver el virgo, adivinar si una persona desaparecida había muerto, quitarle la vida a alguien, curar enfermedades o dolores, permitirte ser capaz de tener un hijo, romper una relación ilícita, propiciarla, evitar que un marido diese mala vida a su esposa, sacar a alguien de la cárcel, ser invisible para poder acceder a sitios prohibidos como los conventos, extraer tesoros escondidos e incluso conjurar una moneda para con ella atraer más dinero. Diversas formas se utilizaron para intentar obtener todos estos y otros fines.

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Entre las hechiceras fue muy común usar la práctica del cerco para realizar adivinaciones o peticiones concretas, fuesen del tipo que fuesen (amorosas, de venganza, para romper relaciones, etcétera). Éste podía elaborarse en casi cualquier superficie. Hubo quien los elaboraba con sal, pintado en el suelo o incluso con una cuerda. Generalmente era necesario introducirse dentro, aunque existían multitud de formas aceptables y aceptadas. Hubo hechiceras que se introducían desnudas, otras semi-vestidas, otras sólo introducían una pierna. Una vez allí solía invocarse a los demonios en general, o a algunos en particular, para realizar la diligencia correspondiente. Catalina Rodríguez, vecina de Montilla y encausada por la Inquisición cordobesa (España) en 1572, ejecutó un cerco para pedirle al demonio casamiento con cierto galán. Para ello usó una guita de la medida de su cuerpo a la que había que hacerle treinta nudos y en cada nudo repetir en voz alta “Ven diablo”. Seguidamente, se metió desnuda en el cerco previamente elaborado y dejó la cuerda sujetada por cuatro clavos diciendo: “Lucifer, Satanás, Belcebú y Barrabás, ven a hacer lo que te mando, que yo te daré mi alma y te daré este mi miembro”. Mari Sánchez, “la Roma” o “la Coja”, en cambio, se introducía en el cerco desnuda, con una escoba cubierta por algo (que no se refiere) y repetía el siguiente conjuro: “Marta, Marta, la mala, que no la Santa, la que los fuegos enciende y los polvos levanta, mi figura tomedes y delante de mi amigo os paredes, de mí le contad, de mí le contedes, Marta, hermana, traédmelo Marta”. En 1585 se abrió sumaria en el tribunal sevillano contra Leonor Rodríguez, de la villa gaditana de Olvera, apodada “la Doncella”. Afirmaba ser infalible para ligar a dos amantes. El acto de ligar o desligar fue otra de las supersticiones más extendidas en toda la región andaluza. Mediante esta suerte se obtenían fines muy interesantes como “atar” o “ligar” (o desligar, si se prefería) un casamiento, un parto, la fertilidad o hacer impotentes o estériles a hombres y mujeres. Para llevar a cabo esta práctica era indispensable contar con una cuerda a la que se le realizarían una serie de nudos al mismo tiempo que se recitaba una oración. Para que el remedio fuese más eficaz, las hechiceras solían pedir a sus clientes algún objeto que perteneciese a la persona sobre la que había de recaer el hechizo. Para el caso masculino era muy efectivo aportar un pedazo de alguna prenda suya o algunos cabellos. Para las mujeres, si eran doncellas surtía un gran efecto una parte de la camisa. Para el caso de amancebados que al mismo tiempo estuviesen casados, lo más

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eficaz era administrarle o bien unos ungüentos que parecían chocolate o bien otro tipo de bebidas pre-elaboradas. Leonor Rodríguez, afirmaba poder incluso conseguir casar a dos amantes con la siguiente oración: “Hic sacris, no lo hago para consagrarte, sino para ligarte y atarte, y así vengas humilde y manso como Jesucristo al madero, he de hacer de ti lo que yo quiero”. La suerte del lebrillo también se utilizó frecuentemente entre las hechiceras. Solía usarse para adivinar todo tipo de cuestiones, desde si el hijo que se estaba engendrando era niño o niña, hasta si tu marido que había viajado a la mar o a las Indias seguía vivo. Cualquier cuestión sobre el pasado, presente o el futuro podía resolverse con esta suerte, al igual que ocurría con la suerte de los naipes. Generalmente el lebrillo se llenaba de agua, donde quedaría reflejada la información solicitada. En algunas ocasiones ésta se usaba para humedecer un papel o pliego que mostraría la respuesta, en otras se echaba un huevo y se dejaba cuajar esperando ver la forma que adoptaba la clara, y en otras simplemente se adivinaba a través del agua. Cada supersticiosa adaptó la práctica a su modus operandi. En 1717 fue procesada por la Inquisición de Sevilla Micaela Meléndez, por distintas prácticas mágicas que solía llevar a cabo. Una de ellas fue bajo la petición de una muchacha, cuyo padre estaba ausente desde hacía tres meses y trató con la rea para que ésta lo hiciese regresar. Micaela pidió un lebrillo lleno de agua y sumergió un papel en blanco. Al poco tiempo, salió con la imagen de un hombre con un niño en brazos dibujada en él. La madre de la muchacha rápidamente reconoció en ese hombre a su marido. Éstos no fueron los únicos recursos mágicos con los que contaban las supersticiosas andaluzas. El problema de la desesperación vivida ante la desinformación acerca de distintos aspectos de la vida cotidiana también pudo resolverse, en este caso mediante la suerte de los naipes. Las cartas tenían la capacidad de expresar signos suficientemente interpretables como para conocer si el bebé que una mujer iba a engendrar era niño o niña, si cierto matrimonio llegaría a buen fin, si aquellas personas que habían viajado a las Indias regresarían pronto, si un amor era correspondido o no, y hasta quién había podido echar mal de ojo a algún miembro de tu familia. Las suertes fueron, quizá, el recurso mágico más flexible del que gustaron las hechiceras. Hubo quien prefería realizarlas con naipes, con habas e incluso con la sal. La de los naipes fue probablemente la más común. Se posicionaban las cartas boca abajo y se iban descubriendo progresivamente, al tiempo

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que se iba interpretando su significado. Cada hechicera preestablecía una simbología específica y determinaba el modo de colocarlas y de levantarlas. La suerte de las habas presentaba un procedimiento similar: la supersticiosa mostraba ante el interesado unas habas con un tamaño y forma específicos y le asignaba un valor a cada una, bien fuese hombre o mujer, o incluso simbolizase a personas concretas, u otros valores apropiados; les recitaba una oración y, una vez realizado dicho proceso, se colocaba en una superficie plana un pañuelo, generalmente el que se utilizaba para envolverlas, y se lanzaban al aire; dependiendo del modo en que cayesen, así se interpretaban los hechos. Una segunda modalidad en la suerte de las habas era extender en la superficie objetos como pan, piedrecitas, algún elemento que pertenecía a una persona, monedas, carbón, etcétera, y se le asignaba un valor; la interpretación variaba en función de la cercanía o lejanía en que las habas hubiesen caído respecto a estos elementos. El último tipo de suerte destacado es el que quedó recogido en la sumaria abierta en 1756 contra Cristobalina Herrero, natural de Sevilla. Los naipes y el lebrillo le resultaban bien conocidos, pero no por ello le desmerecía el uso de la suerte de la lumbre y la sal. Para que Juana Piñero obtuviera de nuevo el amor de su hijo, esta hechicera conjuró la sal; en la palma de la mano la movió al tiempo que decía: “sal, sal, que todos te llaman sal y yo te llamo bendita sal, así como el sacerdote no puede bautizar, sin ti el corazón de mi hijo Juan no pueda pasar sin mí”. Al tiempo, Juana Piñero repetía sus palabras. Y la hechicera proseguía: “que venga, que venga, que venga, que corra, que corra, que corra, que no haya quien lo socorra y que así como esta sal salta en este fuego, salte el corazón de mi hijo por venirme a acudir”, y al echar la sal ambas daban tres palmadas en el suelo diciendo: “entro, entro, entro en el pacto comienzo en el pacto”, y observaban la llama. La hechicera previamente le había dicho que en ellas podrían ver lo que sucedería próximamente. Además de todas estas prácticas, otras muchas se dieron en la vida cotidiana. Las curaciones se realizaron de innumerables maneras. Fue muy frecuente que se llevasen a cabo friegas en el cuerpo con determinadas unturas elaboradas por las sortílegas. En otras ocasiones, se le facilitaba al enfermo unos polvos conjurados, alguna crema o un bebedizo que debía ingerir. Los ungüentos podían elaborarlos introduciendo ingredientes como polvo de ara consagrada, hueso de difunto, hierbas naturales, tierra de cementerio, diferentes especias, sal, etcétera. En otras ocasiones la curación consistía en la quema de alguna pren-

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da del enfermo, que simbolizaba el mal que le habían echado. Incluso hubo una hechicera, Francisca Romero, encausada por el tribunal de Sevilla, en 1816, que curaba dando bocados para extraer la sangre contaminada de la víctima. Por su parte, la obtención de tesoros fue otro de los grandes intereses de muchos hombres, y no menos mujeres, de la sociedad moderna. Para hallarlos solía recurrirse a los conocidos como “saca-tesoros”, que decían tener métodos infalibles para localizarlos. Generalmente, se utilizaban unas varillas que según su movimiento dictaminaban la ubicación exacta. Francisco de Nájera, acusado en 1745 ante la Inquisición de Córdoba por dicho delito in fide, utilizaba unos hierros a modo de muletillas, tan largas como una cuarta y que encajaban la una en la otra. Tras sacarlas y decir ciertas palabras, solían balancearse. Si se inclinaban de un lado a otro, era indicativo de que había algún tesoro. De lo contrario, debían desplazarse hacia otro lugar, puesto que allí la búsqueda no sería fértil. Hubo muchas hechiceras que tenían conocimiento de varias de estas habilidades e incluso de otras diferentes, mientras que hubo otras cuyo repertorio fue más limitado. La búsqueda de tesoros se presentó como una actividad muy propia del género masculino; aun así, algunas supersticiosas también poseían capacidad para obtenerlos, y así lo hacían saber. Entre las oraciones que estas hechiceras utilizaron con mayor frecuencia, se encontraron las de “Santa Marta”, de la “Estrella”, del “Ánima Sola”, del “Corpus Cristi” e invocaciones varias a los demonios. Eran las más recurrentes porque se podían aplicar a casi cualquier petición que se quisiera realizar. Una de las sortílegas más conocidas y reconocidas a lo largo de la historia fue Leonor Rodríguez, “la Camacha”. Esta supersticiosa utilizó sobradamente estas oraciones y poseía amplios conocimientos mágicos.

El caso de la Camacha de Montilla3 La necesidad de identificar a pecadoras por hechicería y reorientarlas hacia una vida religiosa comprometida, impulsó la realización de continuas visitas inquisitoriales en las distintas localidades de Andalucía. 3 Un avance del estudio sobre Leonor Rodríguez “La Camacha”, lo encontramos en ALAMILLOS ÁLVAREZ, Rocío. 2010. “Entre bruja y hechicera: La Camacha” en: Andalucía en la Historia. España: año VI, nº 28, pp. 46-49.

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En Montilla fue procesado un importante grupo de hechiceras de unos cuarenta años, entre las que se encontraba Leonor Rodríguez. Ésta última alcanzó tal fama que fue conocida en toda España y su historia quedó sellada por la gloria que le concedió Cervantes. Leonor Rodríguez, conocida como “la Camacha”, fue procesada en el siglo XVI. Hechicera ambiciosa como ninguna, vivió en Montilla y allí llevó a cabo sus más prodigiosos conjuros. Su reconocida fama en el oficio se debió a la soberbia que prestaba al mundo cuando hablaba de sus poderes. Tal era su arrogancia que llegó a decir: “si pensáis que me han de llevar a la Inquisición, también me libraré de ella como libré a mi hijo de la cárcel de Granada”. Nació en 1532; sus abuelos maternos fueron Antón García Camacho y Leonor Rodríguez; en el seno de este matrimonio se dio a luz a Elvira García, que se casó con Alonso Ruíz Agudo, y de dicha unión nació una joven muchacha a la que le pusieron el nombre de su abuela, “Leonor”, y de la que adoptó también el apellido, “Rodríguez”. Tanto a la abuela como a la madre y a la hija se las conocieron como “las Camachas”, denominación que venía derivada del apellido del abuelo (Antón García Camacho). Sin embargo, la verdadera Camacha, reconocida en toda España como la más poderosa hechicera, fue Leonor Rodríguez, la nieta. Miguel de Cervantes describió a esta montillana, en su libro El coloquio de los perros, como hechicera y bruja al mismo tiempo. En dicha obra, dos perros sabios y con capacidad de lenguaje, dialogan entre sí. Uno de ellos le narra al otro las peripecias de su vida como perro. En una ocasión, una hechicera montillana le había confesado que una compañera suya, también sortílega, se había puesto de parto y había sido asistida por la Camacha. Cañizares, que es el nombre literario que recibe en la obra, al dar a luz comprobó que nacieron dos perros en lugar de dos niños. Esta particular comadrona los había convertido en animales y sólo cuando una profecía se cumpliese, ellos volverían a su naturaleza humana: “Volverán a su forma verdadera, cuando vieren con presta diligencia derribar los soberbios levantados y alzar a los humildes abatidos, con poderosa mano para hacello” (DE CERVANTES SAAVEDRA, Miguel. 1997. El casamiento engañoso y el coloquio de los perros. Madrid: Alianza Editorial, p.92). Hacía seis años que Leonor Rodríguez había muerto cuando Cervantes acudió en 1591 a Montilla en calidad de encargado para el suministro de las galeras españolas, por comisión de Pedro de Isunza. Probablemente se alojó en algún mesón de la localidad, o incluso en el propio

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mesón del que la Camacha fue propietaria en vida. Con la curiosidad que le caracterizaba, se interesaría por la villa y recibiría noticias, posiblemente exageradas, de esta emblemática hechicera. Es, por tanto, obvio pensar que su estancia en Montilla le sirvió como inspiración para escribir posteriormente su reconocida obra literaria, como bien lo muestra la descripción, un tanto imaginativa, de Leonor Rodríguez la primera vez que se refiere a ella entre sus páginas: Has de saber, hijo, que en esta villa vivió la más famosa hechicera que hubo en el mundo a quien llamaron la Camacha de Montilla; fue tan única en su oficio, que las Eritos, las Circes, las Medeas, de quien he oído decir que están las historias llenas, no la igualaron. Ella congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba volvía sereno el más turbado cielo; traía los hombres en un instante de lejas tierras, remediaba maravillosamente las doncellas que habían tenido algún descuido en guardar su entereza, cubría a las viudas de modo que con honestidad fuesen deshonestas, descasaba las casadas y casaba las que ella quería. Por diciembre tenía rosas frescas en su jardín y por enero segaba trigo. Esto de hacer nacer berros en una artesa era lo menos que ella hacía, ni el hacer ver en un espejo, o en la uña de una criatura, los vivos o los muertos que le pedían que mostrase. Tuvo fama que convertía los hombres en animales y que se había servido de un sacristán seis años, en forma de asno, real y verdaderamente lo que yo nunca he podido alcanzar cómo se haga… (DE CERVANTES SAAVEDRA, 1997, p. 90).

A pesar de la fama que recibió en vida y tras su muerte, realmente fue una hechicera más. Poseía un “familiar” o demonio doméstico que le ayudaba en sus acciones mágicas. Entre otras actuaciones, hacía cercos en el suelo y se colocaba desnuda en su interior invocando a demonios. En la documentación de 1556, Antón Bonilla, “el furioso”, su esposo, aparece mencionado por su grave estado de salud mental. El epíteto “furioso” se le aplicaba con frecuencia a aquellos desequilibrados psíquicos que sufrían de ataques de agresividad o irritabilidad. Leonor confesó haber sido ella misma la que, sin ningún tipo de piedad, había enloquecido a su marido y uno de sus hijos varones. Solía ofrecer en sus conjuros una parte de su cuerpo a los diablos a cambio de complacerla en sus deseos o peticiones. Tenía el poder de volver en un instante esté-

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ril, frígida o impotente a una persona sólo con rezar una oración. Selló un pacto implícito con el demonio, por el que éste le concedía su ayuda y le otorgaba poderes a cambio de su servidumbre y fidelidad. Nunca acudió a aquelarres nocturnos o reuniones desenfrenadas de brujos para adorar al demonio, como fue práctica frecuente en el norte peninsular. No obstante, Cervantes, que conocía bien estas prácticas, dejó volar su imaginación describiendo ampliamente este tipo de costumbres entre las hechiceras montillanas. La Camacha siempre mostró interés por aprender nuevas técnicas mágicas y pagó a poderosas hechiceras, cristianas o moriscas, para volverse más aventajada. En una ocasión incluso mantuvo relaciones sexuales con un moro a cambio de sus conocimientos. Fue durante un viaje a Granada cuando una mora la inició en el arte y le dio unas hierbas para fabricar ungüentos. También recibió de las mismas manos una figura de hombre en lienzo “para que teniéndola colgada en una ventana al aire, viniese el hombre que quisiese”. En sus confesiones, dijo haber visto realizar a esa misma mora un conjuro para hacer venir al hombre que desease, “hincando sobre un brasero de lumbre, un cuchillo colgado de una redomilla con vino y granos de pimienta y una olla con huevos y orinas de una negra y un jarro, dentro del un escarabajo y puesto en el suelo y una silla de cera sobre el lomo del escarabajo, cernía sobre él con un cedazo, sal y cáscaras de cebolla”. (AHN, Sec, Inq., leg. 18561, doc. 10 y 10 bis, f. 9r). Maestra de otras compañeras en Montilla, siempre guardó celosamente algunos conjuros para ser la más poderosa. Daba sus clases a media noche y clasificaba su magia por conceptos. Sabía hasta treinta y cinco conjuros diferentes, algunos de ellos con palabras, otros con cercos. Entre otras oraciones usadas en sus rituales, la famosa hechicera recitaba la siguiente: Equis, ocos, Corpus Cristi, sangre consagrada de mi Señor Jesucristo, [nombraba a la persona por quien lo decía], no te lo digo para te consagrar, sino para te legar y atar, que vengas a mi querer y mandar, dándome todo lo que tuvieres. (GRACIA BOIX, 2001, p. 188).

Se conoce por propia confesión que en su casa poseía una sala donde guardaba todo lo necesario para sus conjuros. Contaba con ollas, redomillas, jarras, cedazos, un cuchillo de cachas prietas que usaba para dibujar en el suelo los cercos, etcétera. Algunos de los materiales e in-

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gredientes más usados fueron sapos, salamancas muertas y disecadas, escarabajos, cera, velas, orines, figuras de hombres recortadas en lienzo, hierbas… otros materiales, siempre domésticos, fueron alfileres que previamente habían estado en el infierno, habas, huevos, vino, sal, pimienta, etcétera. Fueron los padres jesuitas de Montilla los que denunciaron al Tribunal Inquisitorial de Córdoba (España) la existencia en aquella localidad de más de cincuenta hechiceras. La Camacha, que siempre fue objeto de envidias y venganzas, tuvo veintidós testigos que confirmaron los cargos de los que se la acusaban. Encerrada en prisión hasta que su causa fuese resuelta, se vio sometida a tortura. La tendieron en el potro de madera atada de manos y pies para estirarla. Le liaron unos cordeles entre los dedos de las manos y comenzaron a retorcerlos produciéndole un enorme padecimiento. Sufrido en sus carnes el dolor del tormento, confesó minuciosamente todo lo relativo a sus prácticas mágicas. El lunes 8 de diciembre de 1572, Leonor Rodríguez salió en Córdoba en el Auto Público de Fe en forma de penitente, llevando una coroza con insignias de hechicera en la cabeza. Fue condenada por hechicera e invocadora de demonios, por tanto, en ningún momento fue procesada por brujería, siendo el propio Cervantes el que creó su fama de bruja a través de su obra literaria. A pesar de lo que pudiera pensarse, no acabó muriendo en la hoguera ya que en la España Moderna las penas atribuidas a superstición o hechicería no eran excesivamente rígidas. Fue sentenciada a recibir cien azotes en Córdoba y otros cien en Montilla, y a destierro de diez años de dicha localidad a una distancia mínima de cinco leguas a la redonda. Finalmente se le ordenó también el servicio en un hospital de Córdoba durante dos años, así como el pago de ciento cincuenta ducados. Pero Leonor Rodríguez no fue la única hechicera montillana que salió a Auto Público de Fe de aquel año. Estuvo acompañada por un procesado y por otros seis condenados que fueron más diestros que ella en el arte: Ana Ortiz, Isabel Martín, Mayor Díaz, Mari Sánchez (“la Roma” o “la Coja”), Catalina Rodríguez y Rodrigo de Narváez. Todas las mujeres fueron acusadas por el mismo delito: hechicera e invocadora de demonios. Rodrigo de Narváez, en cambio, fue acusado de “saludador”. La diferencia de género queda así manifiesta. No obstante, Leonor fue la única hechicera que se vio obligada a pagar una cuantía económica, debido al considerable patrimonio del que era propietaria.

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Como era consciente de sus diez años de destierro, se estableció en Córdoba capital e inició allí un nuevo negocio. Mientras ella servía en el hospital, y encomendó a su hijo vender paños por las ferias y mercados. Dicha mercancía la compró el 3 de enero de 1573 a dos comerciantes de Córdoba, ascendiendo la deuda a dos mil trescientos noventa y dos reales y tres cuartos, y poniendo en “hipoteca e obligación, un mesón de la dicha villa de Montilla, en la calle de los Mesones, y tres pares de tiendas, lindes las unas con las otras y costados de Beatriz de Castro, para no las vender ni enajenar hasta que esta deuda esté cumplida y pagada”. (APC, Esc. Alonso Rodríguez de la Cruz, Ofi. 22, Lib. 6, ff. 36r.-37r.). Se tiene constancia de que, en torno a diciembre de 1574, vivía en la Collación de San Nicolás de la Villa en Córdoba. Un tiempo después, en junio, no satisfecha con su vivienda, arrendó unas casas junto al Convento de Jesús Crucificado, por diez mil maravedís y trece pares de gallinas vivas anuales, con la condición de poder realizar el pago en dos plazos, “la mitad de ellos el día de Pascua de Navidad y de este año, y la otra mitad el día de San Juan de junio del año que vendrá de mil quinientos setenta y siete años y las gallinas el día de San Miguel de setiembre primero que vendrá de este presente año” (APC, Esc. Alonso Rodríguez de la Cruz, Ofi. 5, Nota 12, ff. 310v. y 311r.). En 1576 declaró, en un poder otorgado en Montilla, residir en la Collación de Santa María, en el barrio de la Catedral. A partir de estos datos podemos confirmar que su vida no cambió en exceso tras la condena de la Inquisición. Tuvo capital suficiente para cambiar en tres ocasiones de lugar de residencia, así como comenzar un nuevo negocio para ganarse la vida. Algunos autores como González de Amezúa, Porras Barrenechea o Astrana Marín, aseguran la existencia de dos Camachas. Aunque realmente fue común en España que un sobrenombre se extendiese a los descendientes, según Rafael Gracia Boix, sólo Leonor Rodríguez, la nieta, fue la verdadera hechicera. Por otra parte, El coloquio de los perros sólo hace referencia a una Camacha. Además, únicamente se tiene constancia documental del proceso por hechicería de esta misma. Garramiola Prieto realizó un detallado estudio acerca de la vida de cada uno de los miembros de la familia Camacho, en el que confirmó que el apodo de “Camacha” lo tenían tanto la abuela y la hija como la nieta; sin embargo, sólo fueron conocidos los saberes mágicos de la Camacha nieta. Por esta razón, quedando su madre y su abuela en un segundo plano, fue Leonor Rodríguez, la Camacha, la que pasó a la historia.

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La represión4 A pesar de la extensa práctica cotidiana de hechicería, este tipo de delito no fue de los que más interesó al Santo Oficio. Los judaizantes y moriscos fueron la gran preocupación inquisitorial, seguida de las proposiciones heréticas. En cuarto lugar podríamos situar el pecado de superstición (aunque el de blasfemia también fue muy común), pero desde luego, el número de casos enjuiciados nunca fue abrumador. El luteranismo, la bigamia, la solicitación, la falsificación de genealogía o decir que “la simple fornicación no es pecado”, fueron otros de los delitos que castigó la Inquisición. El Santo Oficio de Granada fue el que mayor grado de represión imprimió sobre los sospechosos en este delito/pecado. Mientras que en la segunda mitad del siglo XVI se siguieron sólo 17 causas, durante el siglo XVII el número se elevó a 368, y remitió a 92 en el siglo XVIII. Atendiendo a los datos facilitados por Flora García, Francisco Núñez Roldán justificó la existencia de una posible “hechiceromanía” meridional, atendiendo a dos indicios que nos presentan las fuentes. En primer lugar, un cierto paralelismo entre el aumento del número de procesados por hechicería y los sucesos de Zugarramurdi; y en segundo lugar, la presencia en la monarquía hispánica de un rey hechizado, Carlos II. En 1610 tuvo lugar en Logroño un auto de fe donde cuarenta vecinos de Zugarramurdi (norte de Navarra) fueron procesados. Tanto en 1610 como en los años previos se había producido una verdadera caza de brujas en aquel territorio. El miedo y la obsesión por lo demoníaco dejaron su huella en los territorios vasco-navarros. Del mismo modo, se advierte cómo de un sólo caso de acusación de hechicería en Granada en 1607 se pasó a cuatro en 1614 y a siete en 1620. De un total de dieciséis casos en los primeros veinte años, trece sucedieron inmediatamente después del auto de Logroño de 1610. Si avanzamos en el tiempo, en los últimos veinticinco años del siglo XVII se siguió la causa de ciento noventa y cinco personas. Tan solo en el año 1678 se encausaron veintidós personas, y en los años finales (entre 1692 y 1698) tuvieron lugar ciento treinta y un casos. Esta evolución tan notable, casi en exclusiva de la práctica mágica, pudiera deberse al segundo factor añadido: un rey hechizado. Según Cirac Es4 Un avance de los datos ofrecidos sobre la represión se encuentran en: ALAMILLOS ÁLVAREZ, Rocío. 2013. “Hechiceras, toleradas por la corte, acusadas por la Inquisición” en: Andalucía en la Historia. España: año XI, Nº 39, Enero-marzo, pp. 26-29.

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topañán, a este rey, Carlos II (1661-1700), le correspondía un reino hechizado. Ante la incapacidad de dejar descendencia, el confesor del rey, fray Froilán Díaz, afirmó que su esterilidad era producto de embrujamientos. Exorcismos y todo tipo de sortilegios se llevaron a cabo para recomponer las capacidades naturales del monarca. Por su parte, el barón de Lancier dejó constancia escrita, en 1696, de que la reina madre, Mariana de Austria, padecía un cáncer de mama que también intentó sanarse mediante la actividad de un santiguador manchego y, ante su ineficacia, de un curandero valenciano. La presencia en la corte de hechiceras y curanderos pudo reflejar un prototipo de prácticas toleradas, aun estando prohibidas por el Santo Oficio. Si el comportamiento de la realeza las legitimaba y aceptaba, su multiplicación en numerosas localidades era de esperar. Este hecho pudo suponer, si no un aumento de esta práctica en Andalucía, al menos un aligeramiento de la conciencia a la hora de realizarlas. A raíz de estos sucesos, el Santo Oficio intensificó la actividad inquisitorial con el objetivo de erradicar toda sospecha de actividades mágicas. A partir de 1700 se observó un cambio importante. Con la muerte de Carlos II, el hechizado, la maquinaria inquisitorial se relajó y los procesos disminuyeron notablemente. El tribunal de Granada presentó noventa y dos casos en todo el siglo XVIII, de los cuales la mitad (cuarenta y seis) se concentraron en la primera década.

Conclusión En definitiva, para Andalucía el XVI fue un siglo de importante actividad inquisitorial, y el XVII llegó a convertirse en el periodo de mayor represión de la hechicería. Para Núñez Roldán, se ha de hablar de un posible brote de “hechiceromanía” en Andalucía, fundamentado en el aumento a inicios del siglo XVII de los procesos por delito de superstición, tras el auto de Logroño de 1610; en segundo lugar, por el brote de peste en los decenios centrales; y, finalmente, por la legitimación de la práctica mágica llevada a cabo por la monarquía en los últimos años del siglo. Durante el siglo XVIII, en cambio, un proceso de racionalización de la creencia en lo mágico supuso un progresivo y lento descenso del número de condenas de este tipo de prácticas. Sea como fuere, la praxis mágica nunca supuso una prioridad en los planes inquisitoriales y la reincidencia en el mismo delito fue abundan-

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te. La hechicera se había convertido en una necesidad social y es por ello por lo que, a pesar de los intentos de represión, la figura de la mágica nunca desapareció. La sociedad acudió a estas habilidosas para resolver sus angustias vitales, solucionar sus problemas cotidianos y dar rienda suelta a sus pensamientos y deseos más profundos. La variedad de medios con que los lances podían ser llevados a cabo fue casi tan equiparable como a la tipología de peticiones que las sortílegas recibieron, de manera que esta práctica, aunque nunca dejó de estar prohibida, siempre fue tolerada. •

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Inquisición y vida cotidiana

Inquisição e cotidiano: Os jejuns secretos dentro dos cárceres Marco Antônio Nunes da Silva Universidade Federal do Recôncavo da Bahia • Brasil O método de se colocar oficiais da Inquisição para vigiar determinados presos era “utilizado desde os primórdios do Santo Ofício”. Um primeiro objetivo era obter informações sobre o que acontecia nos cárceres, nomeadamente se o preso vigiado observava ou não alguma prática judaica. Mas não só: servia também para “aferir certos comportamentos susceptíveis de dúvida (jejuns e cerimônias judaicas no cárcere), impedir qualquer tipo de comunicação entre os presos e mesmo contribuir para se chegar a conclusões quanto à própria psicologia dos arguidos”. Desde o princípio, a vigia era feita em celas especiais, “dotadas com dois orifícios camuflados”, onde se colocavam dois funcionários, incumbidos de a tudo assistir, “pois só assim se constituíam prova de justiça”. Considerados oficiais menores, os vigias dos cárceres eram recrutados entre solicitadores, alcaides, guardas e homens do meirinho, e montavam sentinela entre quatro a doze horas ininterruptas, havendo troca quando julgada necessária. Por decisão dos inquisidores, um réu poderia estar sujeito a vigia durante meses. O caso de Félix Nunes de Miranda, analisado pela historiadora Suzana Severs, é exemplo de um cristão-novo vigiado enquanto preso

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nos cárceres inquisitoriais. Porém esse importante homem de negócios residente na Bahia jamais percebeu que fora espreitado “durante algumas semanas por quatorze Familiares do Santo Ofício que se revezavam duas vezes por dia”. No que tange a este nosso trabalho, interessa-nos de perto a história do também cristão-novo Diogo Ramos, justamente por ter sido espionado por cerca de dez guardas e familiares enquanto esteve preso nos cárceres lisboetas, sem, no entanto, ter percebido as vigias de que foi vítima (MEA, 1997, pp. 424-425; COELHO, 1987, vol. I, p. 35; LIPINER, 1998, pp. 49, 56, 116 e 265-266; SEVERS, 2002 p. 277; AN/TT, TSO, IL, procs. 2293 e 2293-1; SOYER, 2006, pp. 328-329). Para mais, o historiador François Soyer busca examinar o nível de interação e cooperação entre as Inquisições espanhola —nomeadamente os tribunais de Sevilha, Valladolid e Toledo— e portuguesa. Para tanto, analisa não somente o processo de Diogo Ramos, movido pela Inquisição de Lisboa, mas também o de sua esposa, Joana da Paz, e os de suas duas filhas, Beatriz e Maria da Paz, presos na última semana de abril de 1682 (AN/TT, TSO, IL, procs. 1237, 7674, 11264 e 6304, respectivamente; SOYER, op. cit., p. 322). Por meio das tais frestas familiares, solicitadores, homens do meirinho e guardas punham-se a espreitar e observar os presos, com o intuito de detectar possíveis práticas judaizantes, logo comunicadas aos inquisidores. A Inquisição atribuía “gravidade extraordinária às culpas cometidas no próprio cárcere, pelas quais os réus eram acusados de novo, ainda que já o fossem por culpa da mesma espécie”, o que é posto em destaque no Regimento de 1640, Livro I, título 6, itens 21 e 22 (respectivamente onde se discute a maneira pela qual se “acusará os réus pelas culpas do cárcere que não confessarem e como requererá que se faça publicação aos réus e em que forma dará as declarações”), bem como no título 14, item 16 (onde consta a seguinte instrução: “vigiará o cárcere com cuidado”). Da mesma forma o Regimento de 1613 legisla sobre os que judaizavam nos cárceres, esclarecendo em seu título IV, cap. 54, acerca “dos processos avocados ao Conselho Geral”. Muitos cristãos-novos testemunharam em seus processos a observância de alguns jejuns judaicos no interior dos cárceres, como o de Quipur e de semanas, embora outros fossem observados tendo por motivação a recusa de carne e demais alimentos proibidos pela lei de Moisés. Como mostra com propriedade Elias Lipiner, em seu Dicionário, “tais jejuns particulares, acumulados aos outros ordinários, todos praticados

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ao lado de uma dieta inquisitorial obviamente já empobrecida, devem ter produzido danos no quadro de saúde dos presos”. Não podemos perder de vista que, dentre as práticas judaicas, o ato de jejuar era das mais fáceis “de ser dissimulada na vida religiosa clandestina” (LIPINER, op. cit., pp. 138-139 e 265; FRANCO & ASSUNÇÃO, 2004, pp. 172, 261 e 280). É impressionante descobrir que mesmo em Lisboa, com toda a vigilância existente, os cristãos-novos conseguiam observar ao menos parte dos costumes judaicos. Um simples encontro na rua poderia ser o suficiente para dois observantes se reconhecerem, como aconteceu com Gaspar da Costa e André Lopes Isidro: o qual lhe perguntou para que fim andava ele confitente por ali aquelas horas, ao que ele confitente respondeu que era também o que ele André Lopes vinha ali fazer aquelas horas, e nisto sorrindo-se ambos se vieram a declarar um com outro, não lhe lembra qual foi o primeiro, dizendo que por guarda da lei de Moisés faziam no dito dia jejum judaico, sem comerem nem beberem, senão à noite, e que por não darem suspeita em casa aos seus moços, andavam por aquele lugar aquelas horas.

Portanto, mesmo em Lisboa era perfeitamente possível observar algumas práticas judaicas, como os jejuns. A própria conjuntura de medo e constante vigilância fazia com que os cristãos-novos desenvolvessem mecanismos de fugir a tudo isso, como uma boa caminhada na hora do almoço. Dentre os jejuns que com mais frequência aparecem referenciados nos processos inquisitoriais está o jejum da rainha Ester, que precede a festa do Purim, celebrada no dia 14 de Adar, mês que no calendário ocidental corresponde a fevereiro ou março, razão pela qual Elias Lipiner afirma que “nos papéis inquisitoriais o jejum da rainha Ester é dado como solenidade que vem ora no mês de Fevereiro, ora no de Março”. A Festa do Purim celebra a data em que os judeus da Pérsia escaparam da morte planejada por Amão, e que é contada no Livro de Ester. Ao menos entre os cristãos-novos, mais importante que a Festa do Purim era o jejum da rainha Ester, realizado no dia anterior a Purim, observado “para lembrar que Ester havia jejuado antes de se aproximar do rei Ahasueros para suplicar pelos judeus”. O jejum de Quipur, também conhecido como o jejum do perdão ou da expiação, é guardado pelos judeus (e pelos cristãos-novos nos

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interiores dos cárceres) a 10 de Tishré, que corresponde ao mês de setembro. Nele é necessária a observação de jejum absoluto, por isso por muitos considerado “o mais terrível da vida religiosa judaica”. O Yom Quipur é celebrado com um jejum de 24 horas, tempo em que os judeus voltam a Deus pedidos de perdão pelos erros que cometeram durante o ano: nesse dia “Deus julga os homens e decide quem vai continuar inscrito no Livro da Vida e aqueles que morrerão” (AN/TT, CGSO, liv. 214, fls. 413-413v; LIPINER, op. cit., pp. 139-141; GORENSTEIN, 2005, pp. 348-351). Também referidos em muitos processos inquisitoriais são os jejuns das segundas e quintas-feiras que, embora não estivessem prescritos na Bíblia, eram guardados de forma voluntária, “com pouca frequência e exclusivamente por pessoas muito piedosas”. Observados mais por devoção que por preceito, “eram muito frequentes entre os cristãos-novos”, e tal frequência talvez se explique pela vontade de muitos, “através dessa abstinência bissemanal penitenciar-se dos ritos da religião católica cujo exercício lhes fora imposto” (LIPINER, op. cit., pp. 148-149; AN/ TT, CGSO, liv. 253, fls. 62-62v). Na abstinência de qualquer tipo de alimento, o réu pretendia dar mostras de arrependimento pelos pecados cometidos, ou então mostrar sinal de sua devoção religiosa, buscando com o jejum purificar-se interiormente e assim ser digno da proteção divina. *** Através do Diretório para se processarem os jejuns e mais culpas que os presos cometerem nos cárceres, os inquisidores discutem os procedimentos a serem adotados em relação ao ato de vigiar —ou, usando o termo mais apropriado, espionar— presos suspeitos de observarem jejuns judaicos dentro dos cárceres inquisitoriais. Para mais, abordam sobre os cuidados que deveriam ser tomados para que essa prática não fosse percebida pelos detidos, o que parece ter acontecido na Inquisição de Évora com a cristã-nova D. Maria da Silveira da Gama. O primeiro passo que o alcaide dos cárceres deveria observar era colocar o preso em cárcere “sem companhia [...] tirando-o para esse efeito de tal cárcere onde está, e pondo-o só”. Sua função era também designar os guardas e os solicitadores (e sempre aos pares) que fariam as vigias, encarregando-os “que de madrugada pelas tantas horas se ponham 2 em as vigias, para o que lhe abrirá as portas, e que estes perseverem nelas até o meio-dia”. Não poderia o preso ficar tempo algum sem ser

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acompanhado, e a vigia teria fim apenas “se o réu comer às suas horas”, ou seja, no tempo normal das refeições (AN/TT, TSO, IE, procs. 3994, 3994A e 3994B; AN/TT, TSO, mç. 17, doc. 25, fls. 1-15v. Há uma cópia desse Diretório em: AN/TT, CGSO, liv. 244, fls. 378-389v; AN/ TT, CGSO, liv. 253, fl. 62.). A observação ao que guardas e solicitadores estavam instruídos a delatar não dizia respeito apenas à alimentação do preso, se comia ou não nas horas habituais. Era-lhes igualmente esperado que atentassem para se o réu fazia no cárcere ações “em que mostre ser cristão, se se benze, se reza pelas suas contas, se quando faz sinal a levantar a Deus faz alguma demonstração de reverência, e na mesma forma quando se faz sinal às Ave-Marias se as reza”. Ao alcaide era requerido ainda que andasse muito cuidadoso durante o tempo que durassem as vigias, e principalmente “em que não se fala a elas”. Se por algum motivo um dos guardas não pudesse continuar em seu posto, cabia ao alcaide providenciar que fosse “logo prontamente socorrido sem dilação”. Nas instruções passadas pelos inquisidores —e constantes no Diretório— vinha ainda referendado o caso das vigias não detectarem culpa alguma. Detalhavam inclusive o que as testemunhas —nomeadamente guardas e solicitadores— deveriam dizer em suas falas: “e que não viram fazer ao dito preso coisa alguma, que lhe parecesse digna de reparo, antes o viram benzer quando se levantava da cama, rezar pelas suas contas, fazer reverência quando tangiam a levantar a Deus, e lhe dava graças depois do jantar, comendo sempre às suas horas”. Constatada então a inocência daquele que havia sido vigiado, os Senhores Inquisidores mandavam “ao Alcaide não continuasse com as vigias, e pusesse o dito preso em tal cárcere em companhia de N e N”. Havia que se considerar, ainda, os casos em que alcaide e guardas decidissem fazer vigias “sem ser mandados pela mesa”, e procedendo dessa forma colhessem o preso “em algum jejum”. Se tal acontecesse, era obrigação do alcaide denunciar na mesa “tudo o que houver sucedido”, para a partir daí sair a decisão para que se procedesse às vigias “em os dias e pelo tempo que lhe parecer conveniente”. O procedimento para quando de uma vigia resultasse a constatação da observância de jejum é-nos pormenorizada, bem como a necessidade de se relatar na mesa “que o dito preso não tinha comido nem bebido coisa alguma antes quando os guardas lhe levaram o jantar o escondera e botara em tal parte”. Era imperativo estar atento para se o réu havia se

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portado como cristão, e em caso negativo responder que os responsáveis pela vigia “lhe não viram fazer coisa alguma em que mostrasse ser cristão”. O mesmo procedimento se dava com os guardas que estavam na vigia pelas horas do jantar, com quem o alcaide também falava e colhia aquilo que tinha sido visto: E logo ele denunciante [alcaide] ordenou a N e N se pusessem nas mesmas vigias e se tirassem os que até então tinham estado, e com efeito se puseram logo imediatamente neles aonde perseveraram até as tantas horas da noite, e indo ele denunciante falar com eles e saber o que tinham passado e visto, lhe disseram que o dito preso estivera sem comer nem beber senão à noite pelas tantas horas, e que então ceara tais e tais coisas, e que em todo o tempo que o vigiaram não fizera ação alguma de cristão.

Mas os guardas responsáveis pela observação direta também estavam obrigados a irem à Mesa, e seus testemunhos eram peças importantes nos processos, e muitos réus não conseguiam desabonar em suas contraditas por não se darem conta de que os jejuns dos cárceres eram de conhecimento dos inquisidores. Como assevera António Borges Coelho —lembrando muito de perto António José Saraiva—, usando os testemunhos desses guardas, responsáveis por espionar homens e mulheres, a Inquisição preparava “judicialmente as pessoas para a morte” (AN/TT, TSO, mç. 17, doc. 25, fl. 1v-3v [grifado no original]; LIPINER, op. cit., p. 25; COELHO, op. cit., p. 36). Porém, não em todos os casos, como veremos, o ser vigiado era sinônimo de relaxação à justiça secular. Tais testemunhos eram mesmo minuciosos, começando por informar a hora precisa em que se iniciou a vigia, e quem era o preso que estava no cárcere, “confrontação melhor que pode ser pela disposição do corpo, feitio da cara”, como vem minuciosamente anotado ao lado direito do fólio: passa então a relatar ter encontrado o preso ainda deitado na cama, dormindo, “na qual forma esteve até as tantas horas”. Aqui outra anotação instrutiva à margem: “Declare se se benzeu ao levantar da cama, se rezou ou fez alguma ação de cristão, se fez algumas cerimônias das que os judeus costumam, se fez reverência quando fizeram sinal a levantar a Deus”. A minúcia é tal que passa então o guarda a pormenorizar todas as ações do réu dentro do seu cárcere: levanta, veste-se, faz tais e tais 192

coisas, em que gasta determinado tempo, até que chega o jantar, este também descrito. De posse de sua comida, o referido preso a coloca “em tal parte fingindo que [a] comia”, e volta a fazer uma série de coisas até a chegada dos guardas que vão recolher a louça, que o preso entrega despejada, ou seja, vazia. O relato continua, mostrando um vivo quadro do que se passava no interior dos cárceres, e que muda de preso para preso, obviamente. O que temos aqui é um roteiro que lança mão de exemplos concretos, bem como aquilo a que deveriam estar atentos os responsáveis pelas vigias. Não apenas os fatos realmente observados tinham os oficiais da Inquisição que relatar na mesa, mas igualmente suas impressões pessoais, estas baseadas na experiência de cada oficial. A depender do caso, diziam em seus testemunhos que o preso vigiado não havia comido “coisa alguma podendo-o fazer se quisesse por ter no cárcere a dita ração do jantar e tal e tal coisa”. Era de sua incumbência relatar, inclusive, “o que tinha no cárcere de comer”. Podiam concluir, com a observação, que o fato de o preso não ter se alimentado não era por nenhum impedimento físico, pois “ao parecer dele testemunha estava o dito preso no tal tempo são e bem disposto, porque o não viu queixar nem sabe que tenha achaque algum”: o não comer só podia ser explicado porque no dia referido havia observância de algum jejum judaico, por respeito à lei mosaica. Aqui o guarda era instruído a lançar mão da “experiência que tem de semelhantes vigias” para tecer tais conjecturas, além, claro, de “não ver fazer ao dito preso ação alguma em que mostrasse ser cristão e também por não ser o tal dia de jejum da Igreja”. E por se tratar de uma análise subjetiva, por certo que muitas avaliações equivocavam-se, e uma indisposição física – que não deveria ser assim tão rara, dadas as condições insalubres dos cárceres – poderia ser mal interpretada. Assim, não é difícil concluir que muitas dessas instruções nem sempre eram seguidas à risca. O guarda responsável pela vigia tem o cuidado de esclarecer ao inquisidor que era impossível ao réu fazer qualquer tipo de ação dentro do cárcere e que lhe escapasse: E que outrossim o dito preso não saiu do cárcere em todo o dito tempo, nem podia comer, beber ou fazer outra alguma coisa sem que ele testemunha o visse porquanto do lugar em que estava se via muito bem todo o cárcere, o qual estava claro com a luz da fresta que tinha aberta, e também porque ele tes-

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temunha esteve sempre com os olhos e sentidos muito atento para todas as ações que o dito preso fazia.

De fato era difícil —embora não de todo—, que um jejum judaico —ou outra qualquer prática— observado nos cárceres não fosse identificado e denunciado aos inquisidores, pois os espias estavam atentos a qualquer movimento e ato que fugisse dos parâmetros do catolicismo. À primeira testemunha de tarde, por exemplo, não era difícil perceber que o réu que ele observava não fazia sinal algum às Ave-Marias, tampouco “ação alguma de as rezar”. Nem era difícil perceber que o preso só comia quando percebia “haver estrelas no céu”, pois “olhava o preso com atenção para a fresta”, o que seria, no entender dos espias, com o intuito de se certificar que já poderia comer, terminado o período do jejum. O mínimo gesto dentro do cárcere era importante, por isso era requerido aos vigias o máximo de atenção, e o ato corriqueiro de lavar as mãos antes das refeições neste contexto ganhava outro significado: apontavam os inquisidores à margem do Diretório a observação para que o espia estivesse muito atento à hora exata em que o réu comeu; quais os alimentos ingeridos; e as cerimônias observadas antes e depois das refeições. O próprio agradecimento a Deus pelos alimentos era importante, por isso o espia testemunhava que o réu “acabando de cear deu graças a Deus em tal forma”. Era função dos inquisidores pensar em várias possibilidades que pudessem acontecer com a prática de se vigiar algum preso, inclusive os vigias não conhecerem quem era objeto de sua atenção. Sendo assim, “quando algumas das testemunhas não conhecessem o preso que vigiaram se manda este vir à mesa e as testemunhas para o secreto para que da porta o reconheçam e se faz a diligência seguinte”. Presentes então os oficiais responsáveis por vigiar o preso em questão, os inquisidores mandavam que se recolhessem “na casa do secreto desta Inquisição recomendando-se-lhe que por entre a cortina da porta do mesmo vissem e reconhecessem bem se o preso que se lhe pretendia mostrar era o mesmo que tinham vigiado nos cárceres desta Inquisição e sobre que tem testemunhado nesta mesa”. Postos em uma posição estratégica, que lhe garantiam ver mas não serem vistos, os ditos Inquisidores mandaram vir perante si a N. réu preso conteúdo nestes autos e sendo presente e sentado em o banco se lhe fizeram várias perguntas em que se gastou tempo bastante para o dito preso ser bem visto e reconhecido das ditas

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pessoas; depois do que foi mandado ir para seu cárcere e sair para fora as ditas pessoas. Antes de se fazer ao réu a sessão in specie, a instrução era perguntar-lhe acerca de sua saúde, com o intuito de se constatar que o jejum não pudesse ser justificado por algum mal físico. Nesse sentido, questionavam os inquisidores “como se acha [ele réu] em a saúde depois que está preso nos cárceres desta Inquisição, se tem achaque habitual, ou outro algum de presente”. Da mesma forma, se alcaide e guardas desempenhavam suas funções a contento, acudindo o réu “com os mantimentos às suas horas”, ou ao contrário, se por acaso teria de tais oficiais “alguma queixa que fazer nesta Mesa sobre este particular”. Em tese era-lhe dada a oportunidade de reclamar sobre a comida que era fornecida a si, requerendo ao alcaide melhoria na quantidade e na qualidade do que lhe era servido. Indagações também acerca “de que consta a ordinária ração com que é provido para o seu sustento”; e por fim, “se as ditas rações de carne, peixe e legumes que se lhe costumam dar vão bem guisadas em forma que se possam comer, e se ele réu as costuma comer sempre às suas horas ordinárias”. Assim procedendo, os inquisidores punham de lado que o fato de o réu não ter se alimentado em determinada ocasião pudesse ter em sua causa uma indisposição qualquer, ou ainda por serem os alimentos impróprios ao consumo, o que ajudaria a reforçar a certeza de se tratar, na realidade, da observância de jejum judaico. No entanto, no seguimento das perguntas era necessário averiguar se o réu guardava “algum regimento por respeito de conservar a saúde”, por meio de quem aprendeu tal prática, no que exatamente consistia, e se “ao presente usa dele ou em que dias o tem usado”. Por fim, o réu era ainda questionado se, para além dos mantimentos que lhe eram levados da cozinha, tinha “algumas outras coisas” em seu cárcere com o que poderia alimentar-se “fora das horas do jantar e ceia” ou então “quando a necessidade o obrigar a isso”. A sessão in specie deveria ser realizada observando o estilo do Santo Ofício, e ao réu feitas perguntas necessárias para o bom andamento de sua causa. Porém, se houvesse testemunhas que o acusassem, as perguntas sobre os jejuns eram feitas com algumas restrições. Asseveram então os inquisidores que, em se tratando de réu negativo, “se lhe há de perguntar em que lugar se achou ele réu depois do último perdão geral a esta parte”; caso seja “relapso negativo se lhe pergunta em que lugar se achou depois de sua reconciliação a esta parte”; para aqueles

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acusados de serem relapsos confitentes diminutos, “se lhe dá o tempo como abaixo se declara no confitente diminuto” (AN/TT, TSO, mç. 17, doc. 25, fls. 4-9v [grifado no original]; AN/TT, CGSO, liv. 266, fl. 93v; AN/TT, CGSO, liv. 253, fl. 62; SOYER, op. cit., pp. 328-329). No caso de o réu ser considerado confitente diminuto, a instrução era para que lhe informasse “o tempo não certo”, aliás como dispõe o Regimento de 1640, em seu Livro II, título VII (De como se hão-de tomar as confissões aos presos e das admoestações que se hão-de fazer antes de serem acusados por diminutos), item 15 (Sessão in specie de diminuições), com a ressalva de se tomar “cinco ou seus meses antes da prisão do réu”, como prevê o próprio Regimento, no mesmo Livro II, título IX (Da publicação da prova da justiça), item 3 (Publicação da culpa cometida no cárcere). Advertiam ainda os inquisidores que de cada jejum provado com quatro testemunhas, deveria ser feita apenas uma pergunta na sessão in specie, como disposto no citado Regimento. O referido Regimento, em seu Livro II, título VI, item 7 (Advertência para os que tiverem pouco prova), legisla que se constar contra o réu pouca prova, e se “nos testemunhos houver variedade de cerimônias ou atos repetidos de cada uma testemunha, se poderá fazer mais de uma pergunta, dividindo-se o testemunho segundo no teor dele permitir” (FRANCO & ASSUNÇÃO, op. cit., pp. 303-310; AN/TT, TSO, mç. 17, doc. 25, fls. 9v-10 [grifado no original]; LIPINER, op. cit., p. 219). Como mostram de forma muita clara, os inquisidores tencionavam não deixar transparecer que havia espias nos cárceres, nem que para isso fosse imperativo mentir aos presos nas perguntas que lhes eram dirigidas: que o preso sendo vigiado no dia em que jejuou, lhe virem cometer outras algumas culpas tais que se lhe deva fazer publicação delas em tal caso será conveniente que se lhe divida o testemunho para maior dissimulação, pondo em uma pergunta a culpa do jejum, e em outra as que tiver cometido na forma que se faz em os mais testemunhos que se dividem, tendo advertência particular em não descobrir ao réu circunstância por onde venha em conhecimento de que o vigiaram e que sabem o lugar em que cometeu a culpa.

Para além do problema envolvendo o tempo em que os ritos judaicos haviam sido observados – e seu conhecimento por parte do réu poderia pôr a descoberto a prática das vigias –, havia a questão do lugar.

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Dispunha o Regimento de 1640, Livro I, título VI, item 22 (Declaração das culpas cometidas nos cárceres) “que não tendo o réu vindo à cidade em que assiste o Tribunal no tempo aonde lança a publicação e se lhe dê o Arcebispado ou Bispado aonde a mesma Inquisição assiste”. Contudo, se esse não fosse o caso, e “se tiver vindo se lhe dê a mesma cidade tudo a fim do réu não alcançar que foi vigiado”. Aliás, recomendação que consta do próprio Regimento, Livro II, título IX, item 3 (Publicação da culpa cometida no cárcere), ao pedir que se tivesse “mui particular advertência que na publicação se não declare circunstância alguma por que o réu possa vir ao conhecimento do lugar em que a culpa de que a testemunha depõe foi cometida”. Há para mais o cuidado em se discutir a eventualidade de o réu vir a observar um segundo jejum, e a forma como se havia de proceder. Após a denúncia que o alcaide faz do primeiro jejum, recebe instrução para “que continue em mandar vigiar o preso na forma que se lhe tem ordenado nesta mesa”. Acerca do segundo jejum era aconselhável mudança de espias, mesmo que os responsáveis por vigiar no início pudessem retornar à carga: “é conveniente que havendo outras que comodamente o possam fazer, sejam diversas em razão de se lhe poder dizer na publicação”. Mesmo porque o Regimento de 1640, Livro II, título IX, item 1 (Que os inquisidores tirem a publicação e em que forma) decide que “se não pode dizer tal sendo as mesmas que já se publicaram, que fora enganar o réu dizendo-lhe que é outra testemunha, sendo na realidade a mesma” (AN/TT, TSO, mç. 17, doc. 25, fls. 10-15v [grifado no original]; FRANCO & ASSUNÇÃO, op. cit., pp. 261 e 310). Para além das discussões acerca dos Regimentos inquisitoriais, encontramos também nessa documentação, que vimos trabalhando, a exemplificação (por parte dos inquisidores) de casos ocorridos que são usados como forma de ilustrar as instruções. Assim abordam o processo do cristão-novo Antônio Ramires, natural e morador da cidade de Miranda do Douro. Através do sistema de vigias, sabiam os inquisidores que ele tinha “feito alguns jejuns judaicos nos cárceres de que se lhe tem feito publicação”; em encontro com seu procurador, Antônio Ramires havia decidido pedir “o lugar destas culpas”, solicitação que lhe é negada. O indeferimento vinha amparado no Regimento de 1640, Livro II, título IX, item 3, em que tratava da “publicação da culpa cometida no cárcere”. Alertam os inquisidores “que se não declare aos réus o lugar de maneira que venham a conhecer o do cárcere, e se dissermos a este réu que cometeu as culpas nesta cidade ou arcebispado necessariamente

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se lhe fica dizendo que foi nos cárceres, porquanto de sua genealogia consta que nunca veio a esta cidade, e somente à do Porto, e Coimbra” (AN/TT, TSO, IL, proc. 8231; AN/TT, CGSO, liv. 243, fl. 248 [Uma cópia desse documento consta em outra fonte inquisitorial: AN/TT, CGSO, liv. 248, fls. 31-33v]; FRANCO & ASSUNÇÃO, op. cit., p. 310; AN/TT, TSO, IL, proc. 17615; AN/TT, TSO, IL, proc. 2960). Previam os inquisidores que determinados réus pudessem pedir maiores detalhes acerca das acusações que pesavam sobre si, e com isso virem a descobrir que eram vigiados também dentro dos cárceres (AN/TT, TSO, mç. 17, doc. 25, fl. 13 [grifado no original]; AZEVEDO, 1989, p. 271; SARAIVA, 1985, p. 270). Cientes de que o Regimento determinava que se atrasasse “o tempo cinco ou seis meses somente antes da prisão”, os inquisidores temiam que se dissesse a Antônio Ramires que os jejuns foram guardados “neste arcebispado, e tão pouco tempo antes da prisão”. Ele facilmente concluiria que estava sendo acusado pelos jejuns observados já preso que suas ações dentro do cárcere eram de conhecimento dos inquisidores. A dedução, neste caso específico, era muito simples, como fica registrado: “pela grande distância de Miranda a Lisboa, não constando que algum dia viesse a ele [arcebispado de Lisboa], e menos de tão pouco tempo a esta parte”. Analisando o desenrolar do processo de Antônio Ramires, Luís Álvares da Rocha, Pedro de Castilho e Belchior Dias Preto foram de opinião que “negando-se ao réu esta declaração do lugar em nada se lhe prejudica visto como não pode coarctar o lugar da culpa, que é certifico foi nos cárceres, e seria de grande prejuízo vir o réu a conhecer que o vigiaram e acharam jejuando nos cárceres”. Embasavam suas decisões principalmente recorrendo ao Livro I, título VI, item 22, do referido Regimento de 1640, especificamente quando trata da declaração das culpa cometidas nos cárceres: e se as culpas forem cometidas no cárcere, sendo o réu morador na cidade em que assiste o Santo Ofício ou havendo notícia certa que veio a ela no tempo que a publicação da prova da justiça lhe dá a culpa, declarará o Promotor que o réu a cometeu na tal cidade. Mas não sendo nela morador, nem havendo notícia certa que veio a ela no tal tempo, dirá que a culpa se cometeu no arcebispado ou bispado em que reside o Santo Ofício.

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A discussão girou em torno igualmente sobre aqueles réus que, ao jejuarem nos cárceres, mesmo confessando tais observações, não conseguem confessar todos os jejuns, ou então se esquecem de citar em sua denúncia algum cúmplice. A esses casos, concluem haver “bastante fundamento para ser acusado por esta diminuição da qual se lhe pode seguir pena grave e dano irreparável”. Para tanto, apontam especificamente o Regimento de 1640, Livro I, título VI, itens 19 (Réus que há-de acusar por libelo), 20 (A que réus há-de acusar segunda vez) e 21 (Acusará os réus pelas culpas do cárcere que não confessarem) (FRANCO & ASSUNÇÃO, op. cit., pp. 260-261; AN/TT, CGSO, liv. 243, fls. 248249; AN/TT, CGSO, liv. 265, fl. 367; AN/TT, CGSO, liv. 255, fl. 51). Tal se passou com duas cristãs-novas: Maria Rodrigues, da Chamusca, em junho de 1647; e Isabel Mendes, natural da aldeia de Cabaços, porém moradora em Trancoso, em janeiro de 1652 (AN/TT, TSO, IL, proc. 11565; AN/TT, TSO, IC, proc. 4737; AN/TT, TSO, IC, proc. 2229.). Recorrendo então ao processo de Isabel Mendes, os inquisidores anotam, como forma de ilustrar o que discutiam, que ela “foi acusada e se lhe deu publicação por diminuta em deixar de satisfazer a cumplicidade de um parente de primeiro grau dado por um seu irmão do qual ela já tinha dito”. Frisam que se devia “observar na diminuição do cúmplice com que faz o jejum do cárcere, cuja circunstância se deve atender; maiormente não dizendo toda a verdade e achando-se ainda diminuta em algum dos ditos jejuns”. Existiram por certo outros casos em que, mesmo não fazendo uma inteira confissão de suas culpas (ou no caso de todos os jejuns observados no interior dos cárceres), o réu conseguiu sair com vida. Foi o que aconteceu, em princípios do século XVIII, com a cristã-nova Juliana Maria, natural de Castelo Branco e moradora em Lisboa. Os autos de seu processo foram analisados e discutidos na mesa do Santo Ofício em 7 de abril de 1713, parecendo a todos os votos que visto a ré dizer de si bastantemente, e de grande número de pessoas suas conjuntas e não conjuntas, com muitas das quais não estava indiciada, satisfazendo a quase toda a prova da justiça que tinha contra si, assentando na crença de seus erros, e judaísmo, ela seja recebida ao grêmio, e união da Santa Madre Igreja com cárcere e hábito penitencial perpétuo sem remissão.

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Esta cristã-nova tinha contra si “quatro jejuns nos cárceres, os quais se acham legalmente provados”. Das testemunhas que denunciaram que Juliana Maria jejuou por quatro vezes após ser presa, havia problema apenas em relação a uma delas, “por falecer antes de assinar o seu depoimento”; tinha também contra si a acusação de sua companheira de cárcere, Catarina Gomes, com quem teria guardado “dois jejuns nos cárceres”, embora houvesse confessado apenas um deles. Sobre essa diminuição, que poderia lhe acarretar “pena grave e dano irreparável”, concluíram os inquisidores que a ré, ao satisfazer ao lugar em que jejuou e diga da cúmplice, somente lhe fica a diminuição do número de cerimônia da mesma espécie, a qual não é atendível, porque conforme a praxe antiga do Santo Ofício, assim como contra os réus se provou sempre o crime de heresia in genere, sem que seja necessário que as testemunhas contestem nos fatos, e declarações hereticais, assim também a seu favor bastou sempre para serem recebidos, que satisfaçam in genere às testemunhas cúmplices, e cerimônias de que estão indiciados, ainda que discordem totalmente in specie dos ditos das testemunhas, o que se confirma, porquanto o réu que tinha contra si jejuns dos cárceres provados em tempo em que não tinha dito totalmente de jejuns, confessando-os depois, ainda que oculte o lugar dos cárceres em que os fez, é recebido conforme o Regimento logo na mesma forma o deve ser o que confessa que jejuou, e declara o lugar dos cárceres, e somente cala o número dos jejuns, por ser esta diminuição de menos consideração. A cristã-nova Brites da Silva havia sido reconciliada por culpas de judaísmo, tendo saído em auto público celebrado em 8 de agosto de 1706, na cidade de Évora. Em 14 de junho de 1711 os autos e culpas de um segundo processo eram analisados na mesa do Santo Ofício da Inquisição de Lisboa (AN/TT, CGSO, liv. 255, fls. 51-54v; AN/TT, TSO, IL, proc. 9941; AN/TT, TSO, IL, proc. 693; AN/TT, TSO, IE, procs. 8120 e 8120A). Natural de Estremoz e moradora na Vila de Avis, era casada com o médico Antônio Pereira, e a história dessa mulher nos interessa por também ela ter observado alguns jejuns enquanto esteve presa, e principalmente por ter provocado uma acalorada discussão entre inquisidores e deputados da Inquisição de Lisboa, centrada em averiguar se de fato os jejuns estavam suficientemente provados, e se seriam mesmo judaicos. Os inquisidores João de Souza de Castelo Branco e Francisco Carneiro de Figueiroa, e os deputados D. Álvaro Pires de Castro, D. Francisco de Souza, frei Miguel Barbosa Carneiro e Nuno da Silva Teles

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eram de opinião “que a ré pela prova da justiça não estava legitimamente convicta no 2º lapso no crime de judaísmo, heresia e apostasia, por que foi presa e acusada, não obstante se acharem provados contra ela oito jejuns que fez nos cárceres do Santo Ofício depois de sua reconciliação”. Para eles, após análise das provas, “os ditos jejuns se não acham feitos com aquelas circunstâncias precisas para se julgar que a ré os fez por observância da lei de Moisés”. Tiveram cuidado inclusive na análise das culpas que recaíram sobre ela em seu primeiro processo, na Inquisição de Évora. No que pese aos jejuns feitos nos cárceres eborenses, concluíram que apenas um poderia ser considerado, já que os demais sofriam o grave defeito “de se não achar reperguntado Inácio de Matos, por ser falecido, como consta da certidão fol. [sem informação no original] o qual é testemunha em todos os outros jejuns”. Com relação aos demais jejuns, num total de cinco, os seus juízes mostraram-se cientes para um fato curioso: embora em todos eles Brites da Silva tenha estado “sem comer nem beber senão à noite”, o que por si era evidente demonstração de ser em observância da lei mosaica, “as circunstâncias com que a ré os fez fazem dúvidas”. Constataram que nos cárceres de Évora, em que são atribuídos à ré jejuns, “nos mesmos dias em que jejuava, se benzia na forma que o fazem os católicos, quando faziam sinal a levantar a Deus na missa da terça batia nos peitos, cessando daquilo que estava fazendo, e quando davam as Ave-Marias levantava as mãos, e se benzia”. Para mais, nos mesmos dias dos jejuns, além de se benzer, Brites “nomeava o nome de Jesus, dizendo em uma ocasião que lhe valesse”. Tais palavras, proferidas “em voz mais alta”, seriam apenas para que suas companheiras dos cárceres vizinhos a ouvissem, e ficassem com a ideia de que a ré era de fato uma católica sincera? Teria ainda o objetivo último de encobrir seus jejuns feitos em observância da lei de Moisés? Para algumas testemunhas eram fingimentos, embora para outras não. Estas afirmaram que em determinada ocasião, a ré chamou por Santo Antônio da Mouraria, que lhe valesse, e que nos mesmos dias se benzeu algumas vezes e levantou as mãos, quando deram as Ave-Marias, as quais ações são também demonstrativas da religião católica, principalmente o fazer o sinal da cruz, por onde nos diferençamos dos que o não são.

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Ao menos para inquisidores e deputados as ações de Brites da Silva não eram de uma pessoa que se portasse de determinada maneira “para que a ouvissem, porque se entendesse que a vigiavam, é certo que se portaria em outra forma”. Uma atitude que demonstrava tratar-se realmente de jejum judaico era o réu, à noite, aproximar-se da grade de seu cárcere, buscando no céu o aparecimento da primeira estrela, indicativo do fim do período de jejum. Apenas depois dessa constatação punha-se o cristão-novo a jantar, o que parece ter sucedido a Brites da Silva nos cárceres de Évora: “e posto que a ré em alguns dos ditos jejuns à noite chegasse à grade buscando a estrela, e logo viesse comer, com tudo também consta que em outro dia fez a mesma diligência, e não se seguiu a ela o comer”. Daí terem concluído “que o chegar à grade e espreitar por ela não seria para buscar a estrela na forma em que o fazem os observantes da lei de Moisés, pois só depois de ela aparecer é que podem comer”. Consideradas então todas essas circunstâncias, uma primeira decisão acerca das culpas que pesavam sobre Brites da Silva era que os jejuns que ela havia guardado nos cárceres não foram motivados por “ânimo judaico”, tampouco com “tenção herética”. No entanto não podemos perder de vista que essas não eram as únicas culpas que pesavam contra essa cristã-nova, tampouco esquecermos que ela já havia sido penitenciada uma primeira vez pelas mesmas acusações. Mas dessa decisão mais favorável à Brites da Silva não compartilharam o inquisidor Manuel da Cunha Pinheiro e os deputados D. Afonso Manuel de Menezes e Martim Monteiro de Azevedo. Após a análise do processo, concluíram que a ré estava “convicta no crime de relapsia por jejuar nos cárceres”. A decisão desses homens foi completamente desfavorável à referida cristã-nova, defendendo serem os jejuns obra de uma judaizante, que os fazia por seguir o judaísmo. Sentenciam que os jejuns feitos nos cárceres eram afinal “a melhor prova que o Santo Ofício tem para convencer aos réus, porque são provados por testemunhas maiores de toda a exceção, e por testemunhas contestes no fato, lugar e tempo, que é o que regularmente se requer em qualquer delito, sem ser necessária a especialidade que no crime de heresia concede o direito canônico”. Diferentemente do teor do primeiro parecer, este segundo entendia que, além de serem os jejuns obra de uma judaizante, estavam todos provados legalmente. Nem o fato de ela ter dito nos cárceres, enquanto jejuava, “palavras demonstrativas de ser católica, como era nomear Jesus valei-me”, serviu-lhe de atenuante.

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Como forte argumento para sustentar a falsidade de Brites da Silva, mostraram, através dos seus próprios depoimentos, que nunca houve falta de alimento em seu cárcere, e que ela própria testemunhara sempre se alimentar “às horas ordinárias”. Assim, se por algum motivo “ocultava o comer ao alcaide”, era clara demonstração de que os seus jejuns eram observados usando ela de malícia, já que os ocultava. Se assim não fosse, concluem, “escusava ocultá-lo[s], e devia dizer a causa que tinha para não comer”. Este segundo parecer determinava estar Brites da Silva “convicta no crime de relapsia de judaísmo”, portanto “devia ser relaxada à justiça secular” (AN/TT, CGSO, liv. 245, fls. 318-320; AN/ TT, TSO, IL, proc. 11267). Decisão referendada pela mesa do Santo Ofício em 17 de julho de 1711, tendo Brites saído no auto de 26 de julho de 1711. *** O historiador francês Isaac Révah é feliz quando, em sua contundente crítica ao livro Inquisição e cristãos-novos —considerado por ele, com certo exagero, nada mais do que “um monumento de improbidade historiográfica”—, chama a nossa atenção para o fato de que “na prática, os inquisidores foram obrigados a procurar critérios mais objetivos, que nem sempre são claramente explicitados no Regimento (razão pela qual os ideólogos apressados os desconhecem muitas vezes), mas que se podem deduzir do estudo dos processos e de outras peças da documentação inquisitória”1. Pensamos que o Diretório faça parte dessas outras peças a que faz referência Isaac Révah. As instruções de como deveria ser o procedimento dos oficiais da Inquisição ao tratarem dos jejuns observados no interior dos cárceres aparecem diluídas em vários documentos do Conselho Geral do Santo Ofício, sempre bem detalhadas e, nas mais das vezes, com exemplos retirados de vários processos movidos contra cristãos-novos. Invariavelmente trazem subtítulos —para os jejuns secretos, e logo abaixo a especificação: denunciação do alcaide na mesa do Santo Ofício. Na verdade o que temos aqui é uma discussão acerca do Regimento, dividido em tópicos para facilitar a própria compreensão da legislação inquisitorial, que às vezes poderia dar margens a dúvidas. 1 No início da entrevista dada ao jornal português Diário de Notícias, Isaac Révah é bastante claro sobre o livro de António José Saraiva, e “o êxito de livraria por ele obtido”: “A minha reação perante o livro foi e continua a ser uma reação de indignação. Trata-se de um libelo demagógico contra a Inquisição”. SARAIVA, António José, op. cit., pp. 213 e 221.

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Presente nesses documentos está a preocupação em mostrar como se fazia para perguntar a testemunha da vigia de pela manhã —“Perguntado se vigiou ele testemunha de ordem desta Mesa um homem etc. que está preso em tal casa de tal corredor dos cárceres desta Inquisição em que dias o vigiou, em companhia de quem, que coisas lhe viu fazer, e se sabe como se chama o dito homem”—, ou a informação de quando a testemunha conhece ou de quando não conhece ao preso, em que era solicitado aos responsáveis pela vigia que respondessem aos inquisidores seguindo as instruções —“Disse que ele vigiava um homem que não conhece nem sabe como se chama, e representa tal idade, e está preso na dita casa”— ou o contrário: Disse que o Alcaide lhe mandara de ordem desta Mesa vigiasse a um homem (ou homens) que está preso, o qual ele testemunha muito bem conheceu por haver tanto tempo que está preso nos cárceres desta Inquisição e foi mandado de tal casa de tal corredor aonde estava em tantos de tal mês, e ano para a dita casa donde está de presente, e chamam NNº: e veio de tal parte segundo ouviu dizer quando o trouxeram, e representa idade de tantos anos de tal altura, e tal cor de rosto e barba.

Necessário da mesma forma é o detalhamento dos períodos das vigias, se pela manhã, se pela tarde, e como se davam as trocas dos guardas responsáveis por espionarem os presos, em que os mínimos detalhes eram importantes: disse que em companhia de NN tanto que o relógio de tal parte deu meio dia (ou o que for) e nela achou a NNº: e NNº: e ele testemunha se pôs na vigia em que estava o dito NNº em tal forma e com tanta pressa, que na dita casa se não podia fazer coisa alguma sem ser visto dele testemunha e do dito NNº.

Havia um procedimento específico para quando o preso vigiado afinal não jejuava nos cárceres, esmiuçado no “formulário do modo com que se expende o termo que se faz com o Alcaide dos cárceres quando de mandado da mesa pôs algum preso no cárcere da vigia por haver suspeitas que fizesse o réu alguns jejuns judaicos, e ele os não fez”. A instrução era para que o alcaide se inteirasse de tudo junto aos guardas, e na mesa, perante os inquisidores, relatasse o que havia se passado en-

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quanto o delito encontrava-se só, apartado dos demais companheiros de infortúnio: e pelo mesmo alcaide foi dito que ele por ordem desta Mesa pusera a dita presa NNª: em tal cárcere de tal corredor e a fez vigiar em tal dia de tal mês pelos guardas NNº: e NNº: em tantos de tal mês e em todos os ditos cinco dias ou tantos dias que a vigiaram se lhe não viram ações algumas de notar porque se levantava de manhã, fazia tais e tais ações rezava etc. e sempre jantava e comia às suas horas, ou comeu tantas vezes entre dia, e acabando de jantar dava graças a Deus com as mãos levantadas como fazem ou costumam fazer os mais católicos cristãos, e isto é o que os ditos guardas disseram a ele testemunha e mais não disse e assinou com o dito Senhor Inquisidor.

Com o propósito muitas vezes de induzir o preso ao erro, uma tática adotada pelos inquisidores era desmembrar as acusações, dando assim a impressão de se tratar de muito mais; os encarcerados eram levados a crer que a situação em que se encontravam era bem mais grave do que a realidade (AN/TT, CGSO, liv. 266, fls. 91v-93 e 104v; MEA, 1998, p. 266). Dessa forma, fazem notar os inquisidores que cada dia de jejum dos réus consta de 4 pessoas; duas delas que vigiam de manhã até o jantar; e outras duas do jantar até à noite; destas quatro pessoas se constituem duas testemunhas contra os ditos réus de cada jejum; e assim se lhe fazem dois artigos de publicação distintos por cada jejum.

Buscando mesmo dificultar por completo qualquer suspeita de que havia sido espionado nos cárceres, ao réu as informações deveriam chegar de forma não muito clara, embaralhando inclusive os crimes por que era acusado. Embora um tanto longa, a citação do documento é importante para aclarar toda essa questão: Note-se mais que ainda que na margem da publicação dos depoimentos dos testemunhos dos jejuns se ponham duas pessoas distintas (scilicet [isto é]: NNº: guarda, tantos de tal mês e ano de manhã, e NNº: familiar, dito dia de tarde como supra próximo fica notado) contudo na realidade ambas as

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pessoas juntas não constituem mais que uma testemunha e assim quantos capítulos se fizerem de publicações tantas testemunhas se devem contar, ainda que cada jejum contenha em si duas pessoas; e para melhor disfarce é conveniente que as testemunhas dos jejuns vão alternadas com outras de culpas de declaração de judaísmo em forma se as houver; Reg: se houver três testemunhos de declaração em forma, e três de jejuns; pondo-se alternativamente ora uma de declaração, ora outra de jejum, todos se contam por números sucessivos sem distinção scilicet = 1ª testemunha = 2ª testemunha = 3ª testemunha etc. sucessivamente até o número que chegar e só a diferença que tem umas das outras é que nos testemunhos de declaração de judaísmo em forma se põem somente na margem da dita publicação o nome da testemunha que depõem por si só; e nos testemunhos dos ditos jejuns se põem na margem do dito artigo de publicação os nomes das duas pessoas que constituem um jejum que é a testemunha que vigiou de manhã junto com a outra que lhe sucedeu no lugar da vigia, e vigiou de tarde, que ambas juntas constituem uma testemunha na publicação como acima fica mostrado (AN/TT, CGSO, liv. 265, fls. 367v-368).

O erudito português António José Saraiva é categórico ao afirmar “que o dispositivo dos jejuns no cárcere era posto em andamento quando o Santo Ofício queria assassinar legalmente um réu, tirando-lhe toda a possibilidade de defesa, de modo que os réus com quem isso se passava eram quase sempre relaxados. O segredo morria com eles”. Em uma crítica acurada —e que faz parte de uma longa discussão travada entre os dois estudiosos nas páginas do jornal português Diário de Notícias, entre maio e setembro de 1971, inserida na obra de Saraiva a partir de sua quinta edição—, o historiador francês Isaac Révah discorda da posição de Saraiva, quando este defende que a prática das vigias era uma forma que os inquisidores criaram de “assassinar legalmente através do dispositivo dos jejuns pretensamente realizados no cárcere”. A análise atenta dos processos mostra que a afirmação de Saraiva é um engano, pois a observação de jejuns judaicos no interior dos cárceres inquisitoriais não condenava o preso à justiça secular, como defendido em Inquisição e cristãos-novos. O historiador francês é bastante contundente em sua crítica às posições defendidas por Saraiva, taxando de demagógica a tese do “assassí-

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nio legal”. Como pontua Isaac Révah, “em certos casos, o alcaide veio dizer aos inquisidores que o comportamento dos presos nos ‘cárceres de vigia’, depois de secretamente observado, tinha sido perfeitamente ortodoxo; numerosos presos, que tinham sido surpreendidos a judaizar nos ‘cárceres de vigia’, foram contudo ‘reconciliados’ e libertados, porque, no momento das confissões, eles tinham convenientemente declarado as ‘cerimônias judaicas’ celebradas no próprio cárcere; as ‘cerimônias judaicas’ assim celebradas eram descritas nas sentenças lidas publicamente durante os autos-de-fé não só em relação aos relaxados como também em relação aos reconciliados. O ‘segredo’ não morria, pois, com os relaxados”. Todo o cuidado em ocultar do réu o ser espionado nos cárceres é perfeitamente compreensível, pois, como defende Elias Lipiner, tratava-se de “um dos segredos mais bem guardados pelo Santo Ofício” (SARAIVA, op. cit., pp. 97-98 e 223-224; LIPINER, op. cit., p. 266). Mesmo com todo o cuidado na instrução para se fazerem as vigias com eficiência e segredo, por certo os testemunhos dos espias nem sempre eram dignos de confiança, muitos inclusive “susceptíveis de abusos e podiam ser falseados”. Outra questão digna de nota, levantada pela historiadora portuguesa Elvira Mea, é se “seria lícito que os vigias presenciassem todos os movimentos de presos de ambos os sexos, desde o levantar da cama ao deitar?”. Mas um ponto que não deixa dúvidas é que, por mais sigiloso que pretendesse ser, os presos estavam cientes do sistema de vigias, e passam então a desenvolver estratégias para burlar os olhos daqueles que os espionavam. Não podemos perder de vista que cárceres superlotados, em muitos períodos, faziam com que o sigilo, elemento fulcral do Santo Ofício, desaparecesse por completo. Em tal cenário, era compreensível que o sistema de vigia diminuísse, sendo adotado “apenas celas próprias, onde se colocava só uma pessoa e tinha geralmente como objetivo detectar se realizava cerimônias judaicas ou estava mentalmente são”. *** Como afirmamos no início, os cárceres eram territórios a cargo de alcaides e guardas, mas também o cirurgião, os médicos, o barbeiro, o despenseiro e o capelão deles se encarregavam. E cárceres sempre no plural, já que havia três tipos: “o secreto, o da penitência e o da fé, conforme encerrassem os suspeitos à espera do processo, os autuados que deviam pagar pelos seus erros e os que necessitassem ser instruídos nas

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cousas da fé, segundo parecer escrito do Tribunal”. Para muitos, como para o fidalgo Francisco Manoel de Melo, escrevendo em meados do século XVII, o cárcere inquisitorial era uma “casinha desprezível, mal forrada; furna lá dentro mais que inferno escura; fresta pequena, grade bem segura; porta só para entrar, logo fechada; casa que é potro, mesa destroncada”. Por certo há um pouco de exagero aqui, pois vimos no caso de Brites da Silva, na Inquisição de Évora, que era possível do cárcere ver a saída da primeira estrela, impressão referendada pela historiadora Sonia Siqueira, ao citar o caso de Hipólito José Pereira Furtado de Mendonça: “nada parece indicar fossem os cárceres inquisitoriais enxovias ou tumbas sem ar e sem luz”. Para mais, devemos ter em mente que não apenas o desconforto afligia os prisioneiros dos cárceres, já que muito pior era “a angústia da solidão e do silêncio”, acompanhada, para muitos, de uma longa permanência em seu interior, além de uma angustiante espera da conclusão dos processos, que poderia se arrastar por anos (MEA, op. cit., p. 425; Idem, op. cit., p. 265; SIQUEIRA, 2013, pp. 300-304). Mas não apenas dentro dos cárceres inquisitoriais as atitudes de um preso eram objeto de vigilância, como podemos constatar através de uma denúncia registrada num exemplar das centenas de cadernos do Promotor da Inquisição de Lisboa. Em 25 de outubro de 1652, é chamado aos Estaus Manuel Homem da Câmara, natural da Ilha da Madeira, porém à altura “preso na cadeia da corte desta cidade”, homem de cerca de 50 anos de idade; conta aos inquisidores estar preso “há perto de quatro anos”. Um de seus companheiros de infortúnio era o cristão-novo Duarte Rodrigues, contratador, e segundo ouvira dizer, natural de Penamacor, embora morador em Lisboa, “onde teve já o contrato das cartas, e o dos atuns no Algarve”. Duarte estava preso há pelo menos um ano, tempo suficiente para que suas observâncias criptojudaicas começassem a ser notadas pelos outros presos. Na mesa inquisitorial, Manuel Homem denuncia então suas suspeitas: “tem ele denunciante notado de um ano a esta parte que o dito Duarte Rodrigues naquela prisão guarda os sábados, porquanto fazendo ele denunciante e as mais pessoas que ali estão presas a barba ao sábado, o dito Duarte Rodrigues a não faz”. O resguardo dava-se mesmo apenas aos sábados, dia da semana em que esse cristão-novo “não faz coisa alguma”, diferentemente dos demais dias, em particular aos domingos, em que pela manhã “está sempre escrevendo, lendo e papeleando, e lidando com papéis, nunca nos

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ditos dias de sábado faz coisa alguma mais que jantar e cear”. Para mais, pesava sobre Duarte Rodrigues a comum acusação de também aos sábados vestir camisa lavada, pois seu acusador há tempos já reparara que às vésperas e “em dias de antes se lhe vê claramente enxovalhada”. Por meio dessa denúncia, sabemos que na cadeia da corte haveria “um oratório muito formoso, e bem ornado”, diante do qual se rezava “missa todos os domingos e dias santos”, ocasiões em que os presos se reuniam. No entanto, durante a celebração pôde observar Manuel Homem “que quando o sacerdote levanta a Deus”, era hábito Duarte Rodrigues “olhar pela janela fora para a rua”. Suspeição também oriunda do fato de este cristão-novo nunca pôr “mais que um joelho no chão, e ainda em parte onde esteja encostado, sendo como é são e muito bem disposto”. Costume entre os presos era, pela manhã, acabados de levantar, irem “abrir as portas do dito oratório e fazerem sua oração”. Duarte Rodrigues partilhava outros hábitos: enquanto todos rezavam as orações matinais, ele preferia passear, furtando-se de orar perante o oratório; não lhe fazia cortesia nem sequer tirava o chapéu quando passava em sua frente, “estando o oratório com as portas abertas, e as imagens à vista, que são um crucifixo de vulto pequeno, e no retábulo mui bem pintadas as pessoas da santíssima trindade, e a Virgem Nossa Senhora da Assunção”. Não passou despercebido igualmente o fato de Duarte Rodrigues, em determinado dia da semana, ter no seu camarote todo o dia aceso um candeeiro de lata de três lumes, e não sabe ele denunciante o para quê, nem tem advertido em que dias isto acontece, e quer o dito Duarte Rodrigues esteja fora, ou dentro no camarote, sempre naqueles dias está aceso o candeeiro.

Por fim, Manuel Homem da Câmara tem o cuidado de esclarecer aos inquisidores que a demora em fazer tais denúncias à Inquisição devia-se ao fato de ele “denunciante ter ouvido se não dava crédito aos cristãos velhos contra os cristãos novos”. Porém, emenda, por acaso dias antes tinha referido essas suas suspeitas a Francisco de Miranda, Prior de São Martinho e também deputado do Santo Ofício, que à cadeia ia “ver a um sobrinho que está preso”. Assim estava ele nos Estaus denunciando Duarte Rodrigues e, em seu entender, práticas judaicas que esse cristão-novo observava na cadeia da corte.

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Passada uma semana da denúncia de Manuel Homem da Câmara contra Duarte Rodrigues, aos 31 de outubro de 1652, os inquisidores requerem a presença de Manuel Fiúza, um cristão-velho de 60 anos, também preso na cadeia da corte. Sua função ali era referendar as palavras acusatórias que pesavam contra Duarte, pois duas acusações já seriam suficientes para a prisão nos cárceres inquisitoriais. Propósito, aliás, que pode ser percebido na primeira pergunta que lhe é dirigida, se sabia ele “que alguma pessoa na dita cadeia faça a barba à sexta-feira, ou outra alguma coisa fora do uso dos cristãos”. Os inquisidores bem podem ter ficado desapontados com o que ouviram, já que Manuel Fiúza confirmou que Duarte Rodrigues de fato fora visto fazendo a barba em duas ou três sextas-feiras, mas outros homens também, estes porém conhecidamente cristãos-velhos. Para mais, deixa bastante clara a tentativa de manipulação levada a cabo por Manuel Homem, chamando sua atenção que tivesse tento no que fazia o dito Duarte Rodrigues, porque lhe parecia mal, e ele testemunha não fez caso disso, por entender que o dito Manoel Homem encaminhava aquilo por mau zelo, por haver tido dúvidas e diferenças e palavras afrontosas com o dito Duarte Rodrigues, pelas quais arremeteram um ao outro para se darem, e os apartaram, porém ainda hoje não se falam.

A crer em Manuel Fiúza, o cristão-novo Duarte Rodrigues estava preso há pelo menos três anos, e eram vizinhos de camarotes. No mais, havia já tempo suficiente para que ao menos este Manuel pudesse perceber que o dito Duarte Rodrigues procedia como os mais cristãos, sem distinção de dia, fazendo os negócios como se lhe ofereciam, em quaisquer dias da semana, ou fossem sábados, ou domingos, escrevendo, despachando e fazendo o mais necessário, e quando se dizia missa no oratório da mesma cadeia, assistia o dito Duarte Rodrigues a ela com muita devoção, com as contas na mão, e quando havia ocasião alguma vez de jubileu, se confessava e comungava como os mais, e que algumas vezes, em duas de jejuns da igreja, entrou ele testemunha na casa do dito Duarte Rodrigues em umas de consoada, e viu ele testemunha que o dito consoava moderadamente comeres

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ordinários, e na dita cadeia não viu mais coisa alguma de que haja de dar conta, e que se alguma fama houve contra o dito Duarte Rodrigues, devia nascer do dito Manoel Homem da Câmara, porquanto antes destas diferenças, nunca se falou no dito Duarte Rodrigues em matéria de sua cristandade, nem depois disso, e que ele viu sempre em o dito Duarte Rodrigues sinais de cristão, fazendo grandes caridades a todos os presos cristãos velhos, tendo a sua mesa exposta a todos os que queriam ir a ela (AN/TT, TSO, IL, liv. 233, fls. 51-57v).

A razão por que optamos por essa denúncia para fechar este nosso texto é mostrar que os espias não eram um privilégio das Inquisições. Guardadas as devidas proporções – na cadeia da corte tudo indica que não havia um sistema de vigia como o dos cárceres inquisitoriais –, os cristãos-novos eram vigiados no seu dia-a-dia, independentemente do local. •

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Bibliografia AZEVEDO, João Lúcio de. 1989. História dos cristãos-novos portugueses. Lisboa: Clássica, 3ª ed. COELHO, António Borges. 1987. Inquisição de Évora: dos primórdios a 1668. Lisboa: Caminho, 2 vols. FRANCO, José Eduardo & ASSUNÇÃO, Paulo de. 2004. As metamorfoses de um polvo. Religião e política nos Regimentos da Inquisição portuguesa (Séc. XVI-XIX). Lisboa: Prefácio. GORENSTEIN, Lina. 2005. A Inquisição contra as mulheres: Rio de Janeiro, séculos XVII e XVIII. São Paulo: Associação Editorial Humanitas, Fapesp. LIPINER, Elias. 1998. Terror e linguagem: um dicionário da Santa Inquisição. Lisboa: Contexto. MEA, Elvira Cunha de Azevedo. 1997. A Inquisição de Coimbra no século XVI: a instituição, os homens e a sociedade. Porto: Fundação Engenheiro António de Almeida. MEA, Elvira Cunha de Azevedo. 1998. “Um século de Inquisição em Portugal (1531-1640)” in: Nova Renascença. Porto: vol. XVIII, pp. 259-277. SARAIVA, António José. 1985. Inquisição e cristãos-novos. Lisboa: Estampa, 5ª ed. SEVERS, Suzana Maria de Sousa Santos. 2002. Além da exclusão: convivência entre cristãos-novos e cristãos-velhos na Bahia setecentista. São Paulo: Tese de Doutorado, Universidade de São Paulo. SIQUEIRA, Sonia. 2013. O momento da Inquisição. João Pessoa: Editora Universitária. SOYER, François. 2006. “An example of collaboration between the Spanish and Portuguese Inquisitions: the trials of the converso Diogo Ramos and his family (1680-1683)” in: Cadernos de Estudos Sefarditas. Lisboa: Faculdade de Letras da Universidade de Lisboa, nº 6, pp. 317-340.

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Inquisición, cultura oral y vida cotidiana Iván Jurado Revaliente Universidad de Córdoba • España Introducción En la sociedad de época moderna, en la que la mayor parte de la población era iletrada, la oralidad era el medio de comunicación principal. Ello condicionó que las personas contarán con una cultura de carácter oral que se diferenciaba de la cultura oficial, escrita y pública, que reprimía a ésta. Aunque esta cultura generada en el ámbito de la oralidad se atribuía a los estratos populares de la población, era compartida, en mayor o menor medida, por todos los grupos sociales. De hecho, había importantes intercambios culturales entre la cultura escrita y la cultura oral, tal como puede reconocerse en las obras literarias de la época. Pese a estos intercambios y a que compartían la cultura oral de los estratos populares de la población, las elites repudiaron la palabra del pueblo. Debido a su dominio de la escritura, consideraron la cultura oral como menor. Además, definieron unos usos orales propios que debían ajustarse a ciertas normas de comportamiento. Con todo ello, los miembros privilegiados de la población pretendían diferenciarse del resto de grupos sociales y crear una autorepresentación positiva de sí mismos. En cambio, la cultura oral del pueblo (que ellos mismos

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compartían) fue dibujaba como un murmullo ensordecedor que nunca podía llegar a convertirse en opiniones ni pensamientos. Los historiadores han tendido a reproducir en sus trabajos el mismo discurso de las élites de época moderna. Han señalado que la palabra del pueblo era banal y no digna de estudio. Ha sido considerada una colección de sonidos estridentes, gritos, rumores que no eran de utilidad para mejorar el conocimiento del pasado. Dado que no han reflexionado sobre el significado de la palabra, han olvidado que ésta es interlocución, que cuando las personas entran en conversación, hacen entrar al otro en su espacio sensorial, comparten sus sentimientos, sus emociones, sus pensamientos y su concepción del mundo. El análisis de la palabra da acceso a un amplio conocimiento del mundo social y cultural de las personas en el Antiguo Régimen; nos permite un acercamiento profundo a su vida cotidiana. Aunque la cultura oral empapaba la vida diaria de las personas en la Edad Moderna, ésta se ha perdido en el contexto de la fugacidad de las interacciones cotidianas que se mantenían en el pasado. Contamos con algunos trazos de la oralidad de los habitantes de época moderna, gracias a que el Santo Oficio de la Inquisición se interesó por reprimir todas aquellas conversaciones, en las que no se respetasen los dogmas de la religión católica, a las figuras divinas o cualquier otro elemento del discurso impuesto por el clero. Por tal motivo, expresiones de la cultura oral como blasfemias2 o proposiciones3 se convirtieron en una de las principales ocupaciones de los inquisidores. En un primer momento, la Inquisición no se interesó por la persecución de estos pequeños delitos verbales, por no considerarlos constitutivos de herejía. Pero unos sesenta años después de la creación del Santo Oficio, la situación cambió radicalmente. El éxito de las “Reformas” por toda Europa y la incapacidad de Carlos V para imponer su poder sobre los príncipes luteranos en el Imperio Germánico, llevaron al catolicismo hacia una postura más radical. En el Concilio de Trento (1545-1563) se llegó al consenso de que era necesario dibujar una línea 2 La blasfemia eran aquellas expresiones injuriosas o de ingratitud contra Dios, la Virgen o los santos. El Santo Oficio de la Inquisición distinguió entre dos tipos: la simple, expresiones con rasgos mecánicos e irreflexivos, pronunciadas en situaciones de cólera; y la heretical, palabras con las que se pretendía injuriar realmente los artículos de fe cristianos. 3 La doctrina moralista consideraba que las “proposiciones” eran aquellas expresiones en las que se reflejaban puntos de vista contrarios a los artículos de la fe que constituían la esencia de la religión católica, a los mandamientos generales de la Iglesia o a las enseñanzas contenidas en las Sagradas Escrituras.

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clara entre lo sagrado y lo profano para socavar la excesiva familiaridad de la gente con los asuntos sagrados. Por tal motivo, la Inquisición, una vez que relajó la persecución sobre los judeoconversos y los protestantes, centro su actividad en la persecución de la moralidad de los cristianos viejos. Durante la segunda mitad del siglo XVI y la primera mitad del XVII aproximadamente, puso su celo en penalizar los comportamientos y conversaciones que no cumplían con los dogmas de la Iglesia Católica4. Posteriormente, los delitos de palabra estarán menos representados en los archivos inquisitoriales5. La historiografía atribuyó inicialmente que podía deberse a la eficacia del disciplinamiento de la sociedad llevado a cabo por la Inquisición. En la actualidad, se piensa que puede deberse a un apagamiento de la actividad del Santo Oficio y a la cautela de la población a la hora de hablar. De hecho, en el siglo XVIII, con la progresiva infiltración de las ideas liberales, el número de denuncias por proposiciones heréticas aumentó considerablemente. En muchos casos, los inquisidores atribuían las ideas de la gente a la lectura de los ilustrados franceses, pero las opiniones penalizadas también se pueden documentar en los siglos XVI y XVII. Gracias a esta actividad inquisitorial contamos con unas fuentes extraordinarias para el estudio de la oralidad.

4 En Galicia, entre 1560 y 1700, alrededor de un tercio de los procesados fueron acusados por el delito de proposiciones (entre 1560 y 1600, las cifras ascendieron al 56 %). En Toledo, entre 1540 y 1700, los delitos de blasfemias y proposiciones, sumaban un tercio de todos los procesos. En las islas Canarias, una de cada tres personas fue acusada por estas expresiones verbales. En Cataluña, ha señalado el historiador Henry Kamen, que entre 1578 y 1635, alrededor de un tercio de los procesados no fueron perseguidos por lo que hicieron, sino por lo que dijeron. En el Tribunal de Sevilla, blasfemias y proposiciones ascendían a un 25 % en el período 1560-1599; un 22.9 % entre 1600-1638 y un 2.1 % entre 1648 y 1700. En el Tribunal de Granada, las acusaciones por estos delitos verbales representaron un 14.2 % en el siglo XVI, un 7.2 % en el XVII y un 4.8 % en el XVIII. 5 Aunque disminuyó el interés de los inquisidores por estos delitos desde la segunda mitad del siglo XVII, éstos siguieron representando una parte significativa de la actividad de los inquisidores. En el tribunal de Valladolid, por ejemplo, alrededor del 10% de los casos juzgados fueron por proposiciones. En los tribunales de Aragón, los procesos por estos delitos verbales ascendían hasta el 23 % del total.

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La palabra y sus espacios de escenificación Las gentes del Antiguo Régimen eran notablemente espontáneas. Sus palabras no estaban coartadas por las normas de cortesía que imponían los manuales de conversación que estaba desarrollando la nobleza6. Su forma de expresar las emociones era diferente a la actual. Eran mucho más expresivos, naturales, espontáneos. Aunque teólogos y moralistas de los siglos XVI, XVII y XVIII señalaban en sus producciones literarias la necesidad de evitar las emociones o, en todo caso, de dominarlas con tesón, la gente común expresó abiertamente sus pensamientos, sus quejas, sus opiniones sobre temas públicos, etcétera. En función de los espacios transitados por las personas, la palabra se expresó con diferentes tonalidades, con heterogéneos objetivos y con distintos grados de libertad. Unas palabras que se generaron en la Península Ibérica, pero que viajaron por el Atlántico, para expresarse aún con mayor libertad y espontaneidad por tierras americanas.

Tabernas Las tabernas, casas de juego, posadas y otros ámbitos que reunían a gentes de condición muy variopinta en sus momentos de ocio, eran uno de los espacios donde podían escucharse las conversaciones o las quejas con mayor libertad. Prácticamente se convirtieron en un microcosmos con cierta independencia de la comunidad cristiana. En la cultura europea, las autoridades vieron a estos espacios sociales como ámbitos de subversión. Los moralistas de la época dirigieron duras críticas contra el tipo de lenguaje utilizado en estos lugares. El párroco francés Joseph Chevassu, cuya obra fue traducida al español, en 1797, describe a las tabernas “como casas públicas de destemplanza”. Refiere de esta forma qué ocurría en estos lugares: “¿Qué es lo que pasa en ellas? Cosas que dan horror ¿Qué es lo que se oye? Blasfemias, injurias, maldiciones, palabras impías, canciones deshonestas ¿Qué es lo que se ve? Riñas de una parte, furores de la otra, y aún acciones más criminales, que no se pueden decir”. Alain Cabantous, in6 Los manuales de conversación definieron unas prácticas orales para el estrato nobiliario caracterizadas por la cortesía, la mesura o el bien hablar. En esta literatura se señala cómo se debe hablar y callar en función de la situación, qué tono debe utilizarse, qué tipo de palabras pueden emplearse o incluso qué gestos deben acompañar a las interacciones orales.

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vestigador francés que ha dedicado parte de sus estudios a la blasfemia, ha señalado que las tabernas eran lugares donde el lenguaje sacrílego fluía libremente. El contexto festivo que envolvía estos lugares llevaba a que fueran comunes las chanzas que tenían a las figuras divinas por protagonistas. Bromas con las que se ponían en duda las imposiciones del clero. El capitán del regimiento de León, don Antonio de Burgos, fue denunciado ante la Inquisición en 1744 por su comportamiento irreverente en la posada de las Tablas de Granada. Según los testigos, profería blasfemias tales como “Cristo en cuanto hombre también fornicaría”. Éste también bromeó con sus amigos sobre el cumplimiento con el Sacramento de la Eucaristía. Dijo que si mascaba la hostia era necesario enjuagarse la boca para sacarse aquella mierda de los dientes. Juan de Lastra también manifestó su rechazo hacia la hostia en una conversación con un clérigo en la taberna de Pontones, en el Obispado de Astorga. El clérigo y otro hombre pidieron de beber. Cuando la tabernera les sirvió, se inició una cómica situación de cortesía, rogándose el uno al otro quién había de beber primero. Juan de Lastra observa la situación y en voz alta “y con menosprecio dijo que es mucha razón que los clérigos beban primero pues es dignidad grande”, y uno de los testigos, el acompañante del clérigo, intervino diciendo: “¿Pues no lo sabe vuesa merced bien que un sacerdote ordenado, revestido con sus vestiduras sagradas y diciendo las palabras de Jesucristo en la cena puede convertir el pan en cuerpo y carne verdadera de Jesucristo?”. Entonces el reo dijo incrédulamente: “No lo puede hacer vuesa merced”. Y como éste respondió afirmativamente, Juan contestó con menosprecio: “¡Vate de ahí! Dios está en el cielo y no en esa hostia de pan que vos coméis en la misa”. La cultura oral de la gente común albergaba patrones de resistencia hacia lo impuesto. Entre bromas se expresaban críticas hacia la religión católica, opiniones sobre el comportamiento de los eclesiásticos, dudas sobre la virginidad de María o sobre la existencia del purgatorio o el infierno, etcétera. Lo impuesto generaba un discurso de resistencia que era compartido por aquellos que transitaban espacios sociales como tabernas, posadas, casas de conversación, etcétera, y que se constituía en práctica de resistencia ante las imposiciones de las élites para controlar los pensamientos de las personas. El lenguaje irreverente también podía surgir en estos lugares fruto de la excitación del juego. Escribía, en 1603, el clérigo sevillano Fran-

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cisco de Luque Fajardo, en su obra Fiel desengaño contra la ociosidad y los juegos, que “en casas de tablaje, que no es más conocida la raja de Florencia o el paño fino de Segovia que por sus juramentos los tahúres”. Decía que “ha llegado a tal extremo la malicia de esta gente, que apenas hay necesidad que el tahúr diga su patria natural […] pues con sólo oírle jurar lo manifiesta ya jurando por crucifijo santo de Burgos, Verónica de Jaén o alguna imagen devota de la Virgen, desde el Pilar de Zaragoza hasta la de Aguas Santas y de la Cabeza”. A juzgar por las opiniones de algunos acusados por la Inquisición, el lenguaje blasfemo era común en estos ámbitos. Afirmaba el cordobés Andrés de Jerez, denunciado a la Inquisición en 1586, que “por Dios que me parece que en esto del juego no es pecado perjurarse”. Los jugadores creían en una activa intervención de Dios en sus vidas. Asociaban sus destinos a los caprichos de Dios. Y sólo veían la forma de cambiar su suerte rebelándose contra él por medio de un acto verbal dramático con el que expresaban, al mismo tiempo, su ira y frustración por su mala suerte. Bien se observa en las palabras del sastre de Bujalance (Córdoba, España), Juan de Castro, que ante su escasa fortuna en el juego, se quejaba amargamente de la siguiente manera, en 1569: “ayudaos a vos el diablo y a mí no me puede ayudar Dios”, y repetía esta frase varias veces. O en las del joven albañil barcelonés de 20 años, Joseph Gubert, que una noche de 1586, jugando a los dados con sus compañeros de profesión, expresó su ira por ver como se esfumaba su dinero: “Descreo de Dios y de los dados, y que diablos de dados son estos”. El soldado Juan Díaz Pasillas expresó su ira con un extenso rosario de blasfemias por haber perdido su dinero en el juego de las bolillas, en uno de los tablajes de Zacatecas (México): Por vida de Dios que esto ordena el demonio para que yo pierda mis dineros. Malhaya quien me crió y me echó al mundo, es posible que tenga Dios poder de quitarme mi dinero a ojos vistos. Lleve el diablo esta vida que Dios me dio y otras veinte que me hubiere dado. ¡Acaba demonio con esta alma que aguardáis! Los demonios lleven el alma de quién me crió, aunque me haya criado un santo. Primero dejaría la fe de Dios que la suerte de un dos. Por vida de los cabellos de la Virgen y de la corona de Cristo.

El clérigo Diego Pérez Mosquera, hombre de vida escandalosa que fue expulsado de la Orden Agustina por su forma de comportarse, arre218

metió contra San Ignacio de Loyola, así como contra los que le habían canonizado, por haber perdido jugando a las cartas con un grupo de franceses en 1647, en el barrio de Cailloma (Lima).

Calles, caminos y plazas Calles, caminos y plazas, lugares de continuo tránsito en los que los individuos estaban en continuo contacto, eran otro de los ámbitos donde fluía la cultura oral del pueblo. Así lo expresa Fray Luis de Alarcón en su obra Camino del cielo (1547): Salid por las calles, plazas y caminos, y mirad que comúnmente de todo se habla y se obra. Ya las pláticas no son cristianas y santas, sino profanas y deshonestas, y cuasi siempre, por lo menos, vanas. Y aun, muchas veces por los caminos y aun por las calles, no han empacho ni temor de inficionar las orejas cristianas con sus cantares sucios y palabras muy deshonestas. Ya por maravilla oiréis mentar a Dios, es para oír vanamente jurarle, o perjurarle, o blasfemarle.

En un bando publicado por Carlos IV, el 21 de julio de 1803, se señalaba que “el proferir por las calles blasfemias, juramentos y maldiciones se ha hecho demasiado general, y lo mismo, el uso de acciones y palabras escandalosas y obscenas hasta en las conversaciones familiares contra lo que exige la Religión”. Las leyes que perseguían a la blasfemia se repitieron a lo largo de la Edad Moderna, lo que indica la amplia difusión de este lenguaje durante este período histórico. Jean Delumeau, historiador francés que ha dedicado parte de sus esfuerzos al estudio de la blasfemia, ha llegado a referirse a la cultura europea como “una civilización de la blasfemia”. La blasfemia formaba parte, según el lingüista ruso Mijaíl Batjín, del “lenguaje de la plaza pública”, espacio en el que era frecuente oír groserías, es decir, expresiones y palabras injuriosas dirigidas generalmente a la divinidad. Este tipo de expresiones orales relacionaban a lo sagrado con lo bajo, lo sórdido, lo sucio, con los excrementos o con los órganos sexuales. Se relacionaba a lo sagrado con aquello que estaba oculto o marginado por las normas sociales. Se llevaba a cabo una inversión de valores en la que se hacía pasar a lo sagrado por lo bajo. Se hacía descender hasta lo sórdido y lo sucio aquello que estaba prohi219

bido profanar. Se dibujaba un mundo utópico, se inventaban modelos carnavalescos con los que se desafiaban las prohibiciones y se desacralizaban los dogmas impuestos por el clero. Esta inversión de valores se hacía en muchas ocasiones con cuentecillos y coplillas jocosas en las que se solía ridiculizar a las figuras divinas o se tendía a humanizarlas y sexualizarlas. Así lo hizo Marcos Mateo Abad, vecino de Villarrobledo (Albacete), que cantó a viva voz esta coplilla blasfema: Dios es hijo de puta, una mora en el burdel la cual un hijo tenía quien dios es quiso saber en los brazos lo tomó y a la iglesia lo llevó y como hay gente tan bruta aquel que está en el altar es que has de adorar dios es un hijo de una puta Antonia, mujer del labrador Jaime Barcelona, se burló del Padre Nuestro con una peculiar forma sexualizada. Una tarde de 1583 se encontraban reunidas varias personas en la villa de Santany (Mallorca), aparentemente hablando de religión, y una de ellas señaló que conocía el Padre Nuestro de los cristianos que es: “Padre Noster qui es in celis”. Antonia continuó la oración de esta peculiar manera: “para coño y entra brid, he aquí el Paster noster dit, que son las partes vergonzosas de la mujer y del hombre que el uno parase que es lo de la mujer y el otro entrase que es lo del hombre y he aquí el Paster Noster dicho”. La cultura oral de la plaza pública comprendía pensamientos sobre el mundo diferentes a los de las élites. Así, podemos advertirlo a través de las palabras por las que fue procesado por el tribunal sevillano el labrador Sebastián Romerallo, en 1631, que hizo una crítica a toda la organización social y espiritual: en cierta ocasión tratándose qué culo había que no fuese jodido respondió el reo que el de Dios y reprendiéndoselo respondió que no fiaba del de San Pedro ni del Papa ni del Rey ni el de todos los santos y que quitando el culo de Dios todos los demás estaban jodidos. 220

Las palabras de la gente común revelaban profundas dudas sobre los dogmas de la Iglesia Católica. Una parte de la población tenía un pensamiento profundamente materialista y pragmático. No aceptaban fácilmente aquello que no podían ver con sus propios ojos o que escapaba a lo establecido por naturaleza. Humanizaban las figuras divinas, dudaban de la virginidad de María o de la transubstanciación que se llevaba a cabo en la misa por el sacerdote. Incluso los individuos manifestaron expresiones de incredulidad por medio de frases como que “no había más que nacer y morir” o “en este mundo no me veas mal pasar que en el otro no me verás penar”. Algunos individuos no aceptaron pasivamente las enseñanzas del clero y rechazaron muchas de las imposiciones de éste, hasta el punto de mostrarse algunas personas incrédulas o tener una visión particular de la religión católica. A ello influía la visión que tenían las personas en la Edad Moderna del clero. De boca en boca corrían cuentecillos, poemas, cancioncillas de difusión oral que denigraban el comportamiento de los religiosos. Los abusos cometidos por el clero en su condición de grupo privilegiado y el comportamiento fuera de la norma7 de un sector del mismo favorecieron la creación de un imaginario popular en el que se demonizaba a este grupo social. El administrador de las haciendas del virrey Don Luis de Velasco, Miguel Bazán de Larralde, fue denunciado por decir cuando llegaron unos frailes a una casa de Fresnillo (Zacatecas, México) a pedir limosna: “en qué andan estos embusteros que andan pidiendo limosna y la gastan en chocolate con la primera dama que topan”. Un asistente le advirtió que con tales limosnas ganarían el cielo, a lo que contestó Larralde: “mire quien me quería llevar al cielo, esto me parece como querer que estén mujeres en la tercera orden, para tener más mano que las religiosas para hacer sus gustos con ellas”. Algunos incluso opinaban que el mismo Papa era un hombre como otro cualquiera. El mozo Francisco Gómez estaba una mañana de 1616 en la tienda de Juan de Luna, establecida en Zacatecas, con Gómez Pereira charlando sobre la elección del Papa; uno de los presentes dijo que su designación se hacía por inspiración y con asistencia del Espíritu Santo, a lo que 7 En una sociedad en la que muchas personas decidían desarrollar su carrera profesional en el ámbito de la Iglesia Católica como forma de promoción social, la falta de verdaderas vocaciones fue importante. Esto influyó en que algunos miembros del clero tuvieran un comportamiento que estaba fuera de la norma. Diversos estudios han revelado que algunos clérigos tenían una vida escandalosa por inmiscuirse en peleas y riñas, tener tratos ilícitos con mujeres o por sus opiniones contrarias a los dogmas de la Iglesia Católica.

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Francisco replicó que “la dicha elección no se hacía con asistencia del Espíritu Santo sino por favores mundanos y negociación de hombres”. La desconfianza de una parte de la población hacia el clero favoreció que no se aceptara pasivamente el discurso predicado desde los púlpitos y que la población tuviera una visión propia de la religión católica. El labrador Alonso de Toxera, natural de San Cosme de Frolleda (Lugo), estaba hablando un día de 1633 con varias personas sobre la Pasión de Jesucristo. Éste dijo que creía verdaderamente que Nuestro Señor había padecido la muerte, pasión y resurrección para salvar a la humanidad de sus pecados, pero dudaba de la virginidad de María. La muchacha sevillana Isabel del Águila, de unos diecisiete años de edad, fue denunciada en 1583, por “haber dicho y afirmado que Nuestro Señor tuvo miembro humano y había hecho tal cosa a Nuestra Señora”. Ana Cañas, vecina de Buendía (Cuenca), expresó una tarde de 1633, mientras tomaba el sol con unas amigas, que la Virgen María fue mujer mundana; una de sus amigas le dijo que “la madre de Dios fue escogida y sin pecado”, pero Ana se reafirmó en su idea y dijo tres o cuatro veces que “la virgen y madre de Dios había sido mujer pecadora”. Los clérigos recurrieron a la pedagogía del miedo para intentar que la sociedad tuviera un comportamiento acorde con las normas impuestas por la religión católica. A menudo amenazaron con el infierno a todos aquellos que tuvieran la tentación de pecar, pero éste discurso no fue siempre aceptado. El intendente del Real Sitio de Riofrío (Segovia), Francisco Antonio Romai, se encontraba una tarde de 1788 en la puerta de la casa del capellán Domingo Rodríguez en conversación con varias personas sobre temas religiosos y señaló reiteradamente ante los presentes “que no había infierno y que si nos enseñaban que no lo había era nada más que para aterrarnos”. La gallega Susana de Insúa decía, en 1636, que “no va nadie al infierno, porque no permite Dios que un alma que ha criado a su semejanza se condenase a tan graves penas”. Francisco Ortiz de Sevilla fue penitenciado por la Inquisición de Lima en 1571 por haber dicho que “cuando uno es bautizado jamás nadie va al infierno; una vez decía que cuando uno moría en la santa fe católica, vivía en ella y nunca iba al infierno”. El discurso impuesto por el clero no fue aceptado pasivamente. La población tuvo profundas dudas sobre él mismo, siendo frecuentes las conversaciones donde se debatía sobre asuntos religiosos. Pedro Pérez acudió hasta la plaza del mercado de Pontevedra para abastecerse de provisiones y dar de comer a las más de veinte personas que había con-

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tratado para “mallar el pan”. En el mercado se encontró con un vecino y le comentó que había ido a comprar carne. Su vecino le recriminó que no podía comerse carne en la víspera de San Bartolomé y que comprase pescado. Pedro dijo que prefería darles de comer algo más consistente y que todo eran “cosas de burlerías de clérigos y frailes”. La misma discusión se reprodujo en la comida. Unos comieron sin reparos, otros no comieron (cinco testigos del proceso) y otros mostraron recelo y escrupulosidad. Uno de ellos arguye que “no hay pecado en ello, pues si lo hay quien tiene pecado es el amo”. El joven don Vicente Zaldívar, hijo de don Juan Guerra de Resa, rico minero y ganadero, y de doña Ana de Zaldívar, de la noble y antigua familia Zaldívar, tampoco aceptaba el discurso impuesto por la Iglesia Católica. Había sido enviado por su padre al colegio jesuita de San Ildefonso, pero no mostró mucho interés en los estudios; desarrolló ideas propias acerca de diversas cuestiones teológicas. Una noche se encontraba charlando con carpinteros y otros trabajadores en la hacienda de Peñol Blanco (Zacatecas, México) y reveló su opinión acerca de la salvación. Declaró que el diablo podía salvarse, como cualquiera, inclusive los moros, los judíos y los gentiles; que la sola esperanza bastaba y que la fe no era necesaria para lograrlo.

El medio rural Los habitantes del medio rural fueron considerados especialmente blasfemos. A menudo fueron vistos como ignorantes que desconocían los dogmas de la religión católica o que tenían unos conocimientos deficientes en temas religiosos. La realidad es que hicieron uso de las injurias a Dios, los Santos o la Virgen para lograr la intercesión de éstos en sus actividades cotidianas. Cualquier contratiempo en sus actividades agrícolas ocasionaba que dirigieran su ira y frustración contra un Dios al que culpaban de sus destinos. Los campesinos van a recurrir a Dios para denunciar la sequía, una inundación o cualquier inclemencia climática. En 1577, el granadino Damián de Vera atribuyó la variabilidad de las condiciones climatológicas a Dios: “viendo llover en el tiempo de la sementera había dicho que Dios era engaña pastor, porque llovía un poco para sacar trigo de las cámaras y después se retiraba para que no cogiesen nada”. Los campesinos de época moderna creían que la evolución del clima estaba determinada por Dios, y recurrieron a él, injuriándole, quizás esperando que hiciera caso de sus llamadas. Un pastor 223

de Priego (Córdoba), Francisco Fernández, dudó de su omnipotencia: “Dios no ha tenido poder para llover” y no contentó con ello, reveló su frustración con esta otra blasfemia: “pese, reniego y descreo de Dios”. En el contexto de su trabajo diario también pueden escucharse los gritos de ira y frustración por ver interrumpida su jornada laboral. Va a ser frecuente el recurso a la blasfemia en el trato con los animales, posiblemente con la esperanza de que Dios facilitase el manejo de éstos. El mayoral de ganado vacuno Antonio Cantillo expresó, en 1756, mientras trataba con las reses: “maldito sea Dios este perro Dios, que no quiere hacer lo que yo mando, que no me dé su poder este perro Dios, Dios quiere que lo maldiga y lo vote, lo he de votar y lo he jurar hasta que a Dios se lo lleven los demonios”. Por su parte, el pastor de Úbeda (Jaén) Alonso Hernández de Vilches desplegó un largo repertorio de injurias a Dios, en 1586, porque sus ovejas no querían cruzar un arroyo: Por vida de Dios no haga cosa buena. No creo en Dios, ni lo quiero creer, si Dios no está delante, pues no quieren pasar las ovejas. Reniego de Dios. Por vida de Dios, que no hay Dios si no lo veo. Pésete a Dios, tantas veces como días hay de aquí al de la Resurrección.

En otras ocasiones, los campesinos hicieron uso de la blasfemia para hacer una crítica a las imposiciones de las élites. Ésta puede interpretarse como un pequeño acto de insubordinación, con el cual se expresaba el rechazo a ciertas obligaciones, a cumplir por mandato de los grupos privilegiados. Cebrián de Priego, señor de ganado, residente en Huéscar (Granada), dado que creyó que el arrendador le pedía una cantidad superior a la que debía aportar, dijo, en 1563, “quierense llevar lo que es suyo y lo que no es suyo y el diablo se ha de llevar al cabo lo que es suyo”. Dado que estas exigencias se hacían en nombre de Dios, se recurría al principal enemigo de éste, el diablo. Un labrador de Bailén (Jaén), Luis Godines, atribuyó la invención del diezmo al diablo; dijo, en 1563, que “daba el diezmo al diablo” y “que el diablo lo había inventado”. Bartolomé Sanguino (1569), natural de Córdoba, se negó a cumplir con su obligación tributaria por haber sido excomulgado, y para expresar su desacuerdo, se atrevió a decir “que con esas excomuniones se limpiaría el ojo del culo”. El gallego Gregorio González Chuzal no rechazo este tributo, sino que defendía un mejor reparto del mismo; dijo que “se habían de dar a los curas más que sólo aquello que

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bastase para su sustentación y que lo que sobrase se les había de quitar o darlo a los pobres pues los diezmos no eran de origen divino, sino que eran una costumbre que los hombres habían puesto en la tierra y cada uno lo cumplía”. La cultura oral de la gente común revelaba patrones de resistencia hacia lo impuesto. En ésta se reconocía una visión del mundo diferente a la impuesta por las élites. De forma, más o menos ambigua, en función de los espacios donde los individuos expresasen sus palabras y de las personas que estaban presentes, las opiniones se expresaban con mayor o menor libertad. Entre bromas se discutían los dogmas impuestos por la Iglesia Católica. En momentos de ira o frustración, se injuriaba a Dios, se culpaba a éste de los infortunios o incluso se negaba su existencia. En las conversaciones sobre temas religiosos, surgían las opiniones disidentes con el discurso impuesto por el clero.

Las cárceles En momentos de fuerte opresión es cuando la cultura oral de la gente común se expresaba con más fuerza. En estas situaciones, las personas alzaban sus voces para expresar su desacuerdo con el control que pretendían realizar las élites de sus pensamientos y de sus cuerpos a través de la religión católica. Estas actitudes rebeldes pueden documentarse en las cárceles, espacios que llevaban a los individuos hasta la desesperación. El trabajador del campo Pedro de Coca, preso en la cárcel de Martos (Jaén), fruto de su reclusión expresó, en 1803, que “no cree en Dios, que no hay infierno, porque si lo hubiera ya hubieran venido los demonios y se lo hubieran llevado”; cuando intentaron obligarlo a oír misa, dijo “que no la quería oír, y que se cagaba en ella y en el sacerdote que la decía, y en la hostia consagrada y en el escapulario de Virgen, y que Dios y la Virgen le hicieron setenta puñetas”. Este tipo de actitudes rebeldes eran bastante comunes entre los presos. En una sociedad instituida sobre la religión católica, no encontraron mejor forma de rebelarse que expresando su rechazo hacia dogmas y formas católicas. Los reos Fernando Barba y Alonso Moreno (1735), desesperados por su encierro en la cárcel de Linares (Jaén), expresaban en las conversaciones que mantenían que no existía Dios, ni infierno, ni purgatorio, que todo era mentira; Fernando Barba llegó a decir que el cristianismo era “apariencia, fachada”, es decir, una invención del clero.

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Los presos no encontraron mejor forma de expresar su insubordinación ante el orden divino y humano que los oprimía que expresando su rechazo hacia la religión católica. Así lo hicieron un grupo de doce mujeres recluidas en la Casa de la Piedad de Mallorca. Habían sido denunciadas a la Inquisición en 1598 por dudar de la existencia de Dios, por ofrecerse al diablo, por romper objetos litúrgicos, por negarse a oír misa o ridiculizarla. Una de las reclusas, Francina Mora, había dicho que: no había Dios sino un nacer y morir porque no era posible que si hubiese Dios las dejase padecer tanto como padecían y que no tenía esperanza que Dios la ayudase sino el diablo y que los demonios no eran tan malos como los pintaban y que deseaba saber alguna oración para que el diablo la sacase de allí y que si venían moros se daría a ellos y que habiendo oído un sermón dijo que tanto caso hacía de él como de una bestia.

Este grupo de mujeres mostraba una clara actitud irreverente. Incluso intentaban que otras reclusas siguiesen el mismo comportamiento que ellas e intentaron robar el Santísimo Sacramento, con el objeto de burlarse del resto de reclusas que seguían los principios de la religión católica. No sólo expresaban opiniones críticas hacia la religión católica, sino que se negaban a cumplir con todas las manifestaciones exteriores de la liturgia católica. En el momento que el sacerdote alzaba la hostia en la misa, todas se salían argumentando “que aquello que alzaba el sacerdote no era más que un pedazo de pasta y masa que la sacristana lo hacía de harina”.

Iglesias Las iglesias eran uno de los principales lugares de reunión del pueblo. La entrada de los templos era un espacio social donde las personas solían reunirse a conversar sobre los más variados temas. Este espacio también podía acoger actividades que no tenían por qué ser de carácter religioso. Era el lugar de reunión del pueblo por antonomasia. Junto a su función sagrada, tenía otras funciones de carácter profano. La configuración de estos espacios en la Edad Moderna favorecía que la espontaneidad oral de la gente se expresase en los mismos. Por otra parte, el carácter sagrado de este espacio también favorecía que algunos cayeran en la tentación de profanarlo. Así lo hizo Juan Portocarrero, hijo bastardo del II Conde 226

de Palma, que iba acompañado del Marqués de Alcalá en la representación de la Pasión de Jesucristo, en el monasterio de San Francisco de la villa de Palma del Río (Córdoba), el jueves santo de 1583; cuando los sayones tomaron a la persona que representaba a Cristo, Juan dijo a voces: “llevadlo, llevadlo, vaya ese bellaco, lo cual dijo riéndose y causó escándalo”; uno de los testigos dijo, al tiempo que le echaron la soga al cuello: “tiradle, tiradle y ahogadle”. Este tipo de comportamientos debían de ser habituales, según se señala en las constituciones sinodales de Córdoba de 1520; se recoge en esta ordenación que en las representaciones de los misterios de la natividad y de la pasión y resurrección de Jesucristo “se hacen de tal manera que comúnmente provocan más a pueblo a derisión y distracción o contemplación que no lo atraen a devoción de la tal fiesta”; y se incide que lo peor es que allí “se dicen palabras deshonestas y de gran disolución”. La cultura oral de la gente común, profundamente espontánea, expresaba su rechazo hacia lo impuesto por la liturgia católica por medio de bromas. Como las realizadas por el cordobés Fernando de Salas, que fue denunciado a la Inquisición en 1559 por su continuo comportamiento irreverente en lugar sagrado; en una ocasión, vio cómo un compañero bebía de una pila de agua bendita y dijo: “¿quién se cagará en aquella pila?”. En otra ocasión, dirigió sus bromas hacia una procesión que pasaba por una iglesia; un estudiante señaló a una mujer de especial belleza: “mira qué reverenda mujer aquella”, y Fernando hizo gala de su carácter chistoso: “por Dios que le cabe aquel Santo por la natura”, señalando una imagen de bulto que estaba en un altar; y al ser reprendido, se defendió argumentando: “¿pues que no es de palo?”. Este carácter chistoso, a la par que sexualizado, también es presentado por Nicolás Cervera, vecino del pueblo de Manacor (Mallorca), quien fue denunciado en 1578 por haber ido hasta la iglesia, ponerse en cueros, untarse el cuerpo con aceite de las lámparas y, como dicen las fuentes inquisitoriales, “tomaba sus vergüenzas en las manos y mirando al Santísimo Sacramente decía: Vos, Señor, que me las distes, dadme lugar donde las pongas”.

Conflictos sociales El lenguaje irreverente no se usó tan sólo para expresar resistencia. El potente carácter transgresor de las injurias a la divinidad condicionó

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que fueran utilizadas asiduamente en los conflictos sociales. Estas expresiones de la cultura oral se configuraron como un excelente recurso lingüístico para mostrarse desafiante o dominante sobre otras personas. La capacidad de las blasfemias para resaltar la comunicación convertía a éstas en un excelente lenguaje de la violencia. Baltasar de Utrera, mozo soltero que guardaba ganado en Almuñécar (Granada), advirtió, en 1586, a otro pastor qué pretendía hacer con su espada con esta blasfemia: “no creo en Dios ni en cuantos santos tiene Dios ni en los que están muy a par de Dios, cuando yo no os horadaré la chamarreta de lienzo”. Pedro Mallol, familiar del Santo Oficio en el obispado de Urgel desde hacía más de 15 años, era una persona de naturaleza colérica que blasfemaba a la más leve discrepancia; una mañana de invierno de 1596 inició una discusión con un caballero de noble cuna de la región por la venta de un caballo, hasta tal punto que terminaron a empujones y gritos: “Reniego de Dios”, “A pesar de Dios haré tal cosa”. Francisco de Pareja, alcalde mayor de Fresnillo (Zacatecas, México), era un hombre colérico que recurría al lenguaje irreverente a la más leve provocación; una mañana de 1617, uno de sus alguaciles de residencia riño con Alonso Tabuyo y Alonso Hernández Talavera; con éste último llegó a cuchilladas, por tanto, Francisco de Pareja decidió perseguirlo para encarcelarlo; éste huyó hasta la Iglesia, donde el padre Verdugo oficiaba misa; ante la escena, decidió alargar la celebración litúrgica para evitar el escándalo; en cambio, Francisco de Pareja se irritó más y gritó: “voto a Dios que aunque llueven misas del cielo que lo tengo de sacar, y aunque se meta en la caja del Santísimo Sacramento que lo tengo que sacar y lo tengo que ahorcar”; finalmente, tomó a Hernández Talavera y llevó a empujones a éste por toda la Iglesia. Los hombres encontraron en las expresiones sacrílegas un recurso lingüístico inmejorable para mostrarse dominantes sobre sus esposas. Las injurias a la divinidad eran usadas frecuentemente en el maltrato de género. El granadino Lucas Barroso amenazó a su mujer, en 1614, con esta agresiva blasfemia, mientras discutía con ella: “bujarrona, encomiendo al diablo el bautismo que recibiste, si cojo un garrote te tengo de matar a palos”. El regidor de Almería, Diego de Solís, profirió el siguiente juramento cuando reñía con su esposa por asuntos domésticos: “reniego de Dios sino tengo que hacer un desatino”. Las mujeres también fueron conscientes del potencial del lenguaje blasfemo y recurrieron a éste para reclamar venganza o defender su honor ultrajado. Catalina Ibáñez, residente en Molina (Guadalajara), se enfadó profun-

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damente con su marido una noche del año 1565, tras regresar éste a casa; había llegado hasta sus oídos que el hombre había estado en casa de otra mujer y que se había comido una gallina con ésta; Catalina lo increpó acalorada a que comiera gallinas con otras, cuando no tenía ni para darle de comer a sus hijos; Juan de Toro, su marido, negó la acusación, y fruto de su enfado, tomó un palo y golpeó de forma brutal a su mujer; ésta cayó derribada en el suelo, desde donde exclamó: “reniego de Dios sino fuere a la justicia o aun renegase sino voy a las justicias y doy cuenta de esto”.

A modo de conclusión En una sociedad en apariencia tan confesional, en la que el orden social estaba sustentando en torno a la religión católica; en la que los espacios, especialmente los oficiales, estaban sacralizados; en la cual lo sagrado fue utilizado para invadir hasta la propia intimidad del individuo e influir sobre sus comportamientos, emociones y sentimientos; los individuos desarrollaron un discurso irreverente con el que hicieron frente a la dominación cultural del poder católico, civil o eclesiástico. En la cultura oral de la gente común se puede adivinar la existencia de prácticas de resistencia hacia el discurso oficial que intentan imponer las élites. De una forma ambigua, en la mayoría de las ocasiones se ponían en duda los dogmas impuestos por la Iglesia Católica. Se dudaba de la virginidad de María, se ponía en duda el poder de Dios, se atribuían características humanas a Jesucristo, se hacían burlas de la conducta sexual de los santos, etcétera. Lo sagrado fue profanado con bastante frecuencia en la Edad Moderna, en las conversaciones cotidianas de las personas. Ante las imposiciones, los individuos expresaron su disconformidad con pequeños actos de insubordinación. Con sus gritos de ira y frustración, con sus bromas, con sus palabras más íntimas, las gentes de la Edad Moderna se negaban a aceptar pasivamente aquello que les pretendían imponer. Expresaban sus deseos de un mundo utópico, en el que se invirtiera la organización social y espiritual. •

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El tiempo de los portugueses. Cristianos nuevos, judaizantes e inquisición (siglos XVI-XVII) Juan Ignacio Pulido Serrano Universidad de Alcalá • España La emigración de los portugueses Cuando parecía que el problema converso se desactivaba en la Monarquía Hispánica, mitigándose algunos de sus efectos más conflictivos y traumáticos, irrumpieron sobre el escenario de la Historia los llamados cristaôs-novos procedentes de Portugal. Llegaron en continuas oleadas migratorias para poblar distintos lugares y ciudades del ámbito español e hispanoamericano. No era fácil en aquellos tiempos, ni tampoco lo es hoy, distinguir la condición específica de los inmigrados portugueses en tierras hispanas: cuántos eran conversos y cuántos cristianos viejos. Incluso para ellos mismos, los protagonistas de este extraordinario fenómeno en la historia de los países ibéricos, no siempre resultó posible saber con certeza a cuál de estos dos grupos pertenecían. Y en el caso de saberlo, la connotación negativa que tenía en aquella época formar parte del grupo inferior, el formado por los cristianos nuevos de judío, podía eludirse acomodando la memoria a los deseos del propio individuo o a las preferencias de la mayoría social. Entramos, pues, en un tema

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confuso, contaminado de múltiples ficciones, altamente distorsionado y sometido a una constante manipulación. Además, la cuestión referida a la identidad de estos individuos tuvo desde el comienzo del siglo XVI una incidencia práctica en los propios movimientos migratorios que protagonizaron. A lo largo de los siglos XVI y XVII las leyes relativas a la emigración distinguieron entre los portugueses cristianos viejos y los cristianos nuevos. Tras la conversión forzosa de los judíos de Portugal en 1497, el rey prohibió a los recién bautizados que abandonaran el país. Don Manuel no había permitido a los judíos que eligieran entre el bautismo o la expulsión, como ocurriera en el caso español cuando se publicó el edicto de 1492, sino que haciendo imposible su salida de Portugal, el rey les obligó a pasar por las aguas bautismales. Aquella fue una conversión forzosa y en algunos casos incluso violenta. Pocos años después, en 1507, en un intento de relajar la política restrictiva sobre los recién convertidos y facilitar de esta manera su asimilación, don Manuel dictó leyes benignas y les dio permiso incluso para salir del reino con sus familias, llevándose consigo si así lo decidían el fruto de sus bienes patrimoniales. La masacre cometida por las masas populares contra los cristianos nuevos en 1506, en la ciudad de Lisboa, explica este cambio en la legislación. Tiempo después, en 1524, el rey de Portugal volvió a ratificar esta ley permisiva. Sin embargo, una vez que se fundó la inquisición portuguesa, en 1536, y tras sus primeras actuaciones a partir de 1540, el monarca prohibió a los conversos y a sus descendientes que abandonaran el país durante los siguientes tres años. Corría el año de 1547 y con esta medida se buscaba paliar los primeros efectos de la persecución inquisitorial que se había emprendido: la huida de las víctimas de los tribunales del Santo Oficio en un intento desesperado de evitar posibles castigos. A partir de esa fecha, dejar Portugal sólo fue posible de forma clandestina. Tras un paréntesis que seguramente muchos aprovecharon para emigrar, la prohibición se restauró de nuevo en 1567, y fue ratificada por el rey español Felipe II en 1581, una vez convertido en monarca de los portugueses. En resumidas cuentas, ya antes de que se produjera la incorporación de los reinos de la Corona de Portugal a la Monarquía Hispánica, en 1580, hubo una continuada emigración de cristianos nuevos portugueses a los distintos territorios de la monarquía española, tanto en Europa como en América. Durante los periodos en los que estuvo vigente la prohibición, la emigración se produjo de forma clandestina y en un incesante goteo humano. No resultaba difícil atravesar la frontera terrestre

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que unía Portugal y Castilla a lo largo de más de mil kilómetros, como tampoco lo era embarcarse en alguno de los muchos puertos del litoral atlántico portugués. Al contrario, durante los periodos de libertad de movimientos este proceso tuvo lugar de manera abierta. Además, no deben olvidarse los viajes de los comerciantes portugueses, muchos de ellos cristianos nuevos, a distintos lugares de España por motivos relacionados con sus actividades profesionales, aunque fueran incursiones de ida y vuelta, acometidas de manera individual o en pequeños grupos de mercaderes. Se trataba de una emigración, por su naturaleza temporal, de tipo “golondrina” —así llamada en los estudios del fenómeno migratorio contemporáneo—, aunque no hay que perder de vista que estos viajes intermitentes en muchos casos fueron desbrozando los caminos y oteando posibles destinos que facilitaron futuras migraciones, esta vez de todo el grupo familiar y con un objetivo definitivo. Si esto vale para los cristianos nuevos portugueses, por otra parte podríamos preguntarnos: ¿qué hay de la emigración de los portugueses cristianos viejos? Reconozcamos que estamos ante un problema complejo y poco conocido en la historia de las sociedades ibéricas, en el que todavía nos resulta muy difícil establecer las necesarias matizaciones, y al que hemos llegado sólo recientemente de la mano de los estudios inquisitoriales que se han preocupado por la cuestión de la herejía judaizante. En gran medida, esta circunstancia explica las interpretaciones tan sesgadas y segmentadas que aparecen en la bibliografía que existe sobre esta cuestión. En definitiva, ya fuera sorteando las medidas restrictivas o, al contrario, aprovechando la libertad de movimientos, el flujo migratorio protagonizado por los cristianos nuevos portugueses es un fenómeno que nunca se interrumpió durante los siglos de la Edad Moderna, sino que se adaptó a las circunstancias legales de cada momento y a las circunstancias de cada periodo. Además, lo referido a los cristianos nuevos fue una parte más integrada en un fenómeno mayor del que también participaron muchos otros portugueses de condición cristiano vieja. Por otro lado, este proceso migratorio se puso en marcha, conviene insistir, antes de la unión de las coronas de 1580, y, por lo tanto, hay que entenderlo no sólo como una de las principales consecuencias de este trascendente hecho político, sino, además, como una de las causas que favorecieron la incorporación de los reinos lusos al proyecto representado por la Monarquía Hispánica. ¿En qué medida estos movimientos continuos de población que cruzaban las fronteras entre los distintos reinos peninsulares ayudaron a la integración de todos ellos en una mis-

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ma monarquía? Como el hilo en la urdimbre, la movilidad del hombre sobre el territorio fue generando un tejido comunitario que necesita seguir siendo estudiado. Sin duda, conocemos mejor la intensificación de los flujos migratorios que se produjo a raíz de la unión de 1580. A partir de esta fecha aumentó notablemente la llegada de portugueses de distinta condición social, ya fueran nobles, clérigos, hombres de negocios, pequeños mercaderes o gentes humildes. Entre ellos, y a pesar de la prohibición aprobada en las Cortes de Tomar (Portugal), donde se selló con el rey el pacto de la unión ibérica, multitud de cristianos nuevos llegaron a diferentes lugares de España. La presión de algunos de estos grupos fue tan intensa en este punto que nada más morir Felipe II, en 1598, se abrieron negociaciones en la corte del nuevo rey, Felipe III, con el fin de cambiar la legislación. Así, un pequeño grupo de poderosos hombres de negocios de Lisboa, de conocida condición conversa, envió a sus representantes a la corte del rey con órdenes precisas. Decían hablar en nombre de todos los cristianos nuevos portugueses, y pedían algunas gracias en favor de los de esta condición que debían emanar del rey y del papa. En nuestra opinión, estos representantes encabezaban una comunidad imaginaria, la de los “Hombres de la Nación Hebrea”, a la que algunos cristianos nuevos negaban su existencia real pese a ser incluidos en ella. En verdad, los llamados procuradores de los cristianos nuevos representaban a una plutocracia de hombres de negocios de Lisboa que luchaban por proteger sus familias, sus intereses económicos y sus proyectos de futuro. A cambio de un servicio económico hecho al rey, cifrado en 170 000 cruzados y prorrateado entre todos los cristianos nuevos, se eliminó en 1601 la prohibición que les impedía abandonar Portugal con sus familias y con todos sus bienes. Un nuevo servicio, recaudado también entre todos, éste por valor de 1,7 millón de ducados, consiguió del papa y del rey, en 1605, un perdón general para aquellos que tuvieran algún delito de herejía judaizante a sus espaldas, lo que significó suspender todos los procesos inquisitoriales en marcha en cualquier tribunal de la monarquía, la excarcelación de los presos, la suspensión de las sentencias y de las penas que hubiera en firme y, por último, el olvido de los delitos cometidos con anterioridad a esta fecha. Las negociaciones en la corte del rey iban a más, y, tras esta última conquista, se buscaba ahora reformar algunos procedimientos de la inquisición que resultaban muy dañinos para estas gentes. Dos cuestiones se señalaron como principales: una, la confiscación de los bienes que los

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tribunales de la inquisición ejecutaban contra los culpables de herejía, y, la otra, el anonimato que protegía a los testigos de la acusación durante los procesos inquisitoriales. Sin embargo, la grave crisis política que se vivió en la corte en 1607 frustró estas pretensiones. Hay una vertiente económica en todo este asunto que no se ha tenido suficientemente en cuenta debido a la excesiva insistencia que se ha puesto en los aspectos religiosos del problema. Esta cuestión, sin embargo, puede enfocarse desde esta otra perspectiva. Los hombres de negocios de Lisboa, cristianos nuevos pero sinceros católicos en su mayoría, comprometidos en negocios que se extendían por los confines de una monarquía planetaria como lo era la suya, sufrían de una grave inseguridad jurídica y de unas restricciones legales que afectaban negativamente a la marcha de sus empresas. Un proceso inquisitorial, tan fácil de activar políticamente y de consecuencias desastrosas contra los patrimonios familiares de un individuo, podía poner en riesgo de destrucción el esfuerzo acumulado por varias generaciones. Es sabido que los tribunales de la fe y la arbitrariedad con la que se manejaban las acusaciones por herejía causaban un clima de inseguridad jurídica que pendió como una espada de Damocles sobre las cabezas de estas gentes durante varios siglos. Una condena conllevaba la confiscación de los bienes del culpable y era, por lo tanto, una amenaza muy seria para los patrimonios de todas estas casas comerciales y financieras. La misma suerte corrían los grandes hombres de negocios como los pequeños y medianos comerciantes. Por su parte, la prohibición de movimientos impuesta a los cristianos nuevos implicaba dificultades añadidas a los esfuerzos que estaban realizando estos individuos por extender sus negocios a ámbitos territoriales que iban más allá de Portugal. Las dinámicas propias del capitalismo mercantil y financiero que se estaban desarrollando con fuerza durante los siglos XVI y XVII obligaban a generar redes de contactos y relaciones entre individuos y grupos que debían extenderse por amplios territorios, los cuales traspasaban con creces las fronteras que delimitaban y separaban unos reinos de otros. La familia, como han demostrado tantos estudios, fue la institución básica a partir de la cual se multiplicaron estas redes, lo que obligaba a la formación de familias extensas y, lo que es más importante, a la subdivisión de las mismas, para permitir así que algunas partes de ellas se desplazaran a los distintos lugares por los que discurrían los negocios. En definitiva, la capacidad de movilidad sobre el territorio y de despliegue por los lugares neurálgicos de una

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economía-mundo en formación, cada vez más interrelacionados, fue una exigencia clave para estas familias portuguesas. Sin libertad de movimientos, era difícil adaptarse a las exigencias de los nuevos tiempos de la expansión económica. Sin embargo, en el reino de Portugal, distintos sectores de la sociedad, y muy en especial los poderes políticos, contemplaron la salida de estas gentes con inquietud y la interpretaron de una manera muy distinta. Por un lado, existía una sospecha generalizada hacia estos grupos de cristianos nuevos, por razones de fe y también por el estatus económico que disfrutaban algunos de ellos, lo que se manifestaba en una hostilidad crónica y en una profunda animadversión. Resulta paradójico, pero su marcha se entendía como perjudicial, como una sangría o hemorragia de riqueza que empobrecía el reino. Aunque la deslocalización de estas familias, de sus patrimonios y negocios respondía sobre todo a unas estrategias económicas determinadas, el fuerte rechazo que suscitó en Portugal se argumentó con ideas religiosas que hacían hincapié en la inclinación al judaísmo de estas gentes. Huían, se repetía, para practicar el judaísmo libremente en lugares donde se les permitía vivir como tales o, al menos, no se les perseguía por este motivo. Esas fueron las razones por las cuales Felipe III, sometiéndose a las presiones llegadas desde Portugal, volvió a prohibir en 1610 la salida del reino de los cristianos nuevos portugueses. Resurgirían, otra vez, las salidas clandestinas. Habría que esperar al reinado de Felipe IV para que en 1629 se levantara tal restricción y se abriera un nuevo periodo de libertad de movimientos que fue aprovechado por muchas familias portuguesas. Pero todo cambió drásticamente con el levantamiento de Portugal en 1640 y con la larga guerra que provocó, contienda bélica que no se cerró hasta la paz de Lisboa de 1668. El clima de violencia y tensión de aquellos años de guerra hispano-portuguesa influyó, sin lugar a dudas, en los distintos contingentes de portugueses esparcidos por los territorios de la monarquía, obligando a cada uno a decidir dónde fijaba su lugar de asentamiento y dificultando el paso y comunicación de un reino a otro. Se produjeron numerosos desgarros familiares e individuales, ya que había familias que tenían a sus miembros divididos entre un país y otro. Desde el punto de vista económico, la separación violenta provocó que se frustraran muchas empresas y actividades que sólo eran posibles gracias a la complementariedad de los mercados españoles y portugueses.

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Procesos de integración, asimilación y exclusión de los cristianos nuevos portugueses Queda dicho en lo leído hasta aquí: de manera legal o ilegal, con unión de las coronas o sin ella, a lo largo de los siglos XVI y XVII hubo multitud de portugueses que pasaron de Portugal a España o a la América española. Las causas fueron múltiples. La presión demográfica en diversos territorios del Portugal peninsular, las oportunidades abiertas por la economía mundo que las sociedades ibéricas estaban ayudando a construir y, también, la presión inquisitorial ejercida por los tribunales portugueses, fueron algunos de los principales factores que, por este orden, favorecieron el fenómeno migratorio. Especial impacto tuvieron los dos primeros, los referidos a la demografía y al desarrollo económico. Puede resultar obvio, pero conviene recordarlo. En nuestra opinión, la persecución inquisitorial tuvo un peso menor de lo que se suele repetir; es por este motivo que preferimos hablar mejor de emigración que de diáspora para definir y describir este fenómeno, pues de esta manera abarcamos un problema de mayor amplitud. Junto a esta cuestión, aparece otro problema de enorme interés; nos referimos a los procesos, no siempre sencillos, de integración y asimilación que experimentaron los cristianos nuevos en la sociedad portuguesa, los cuales se habían puesto en marcha desde principios del siglo XVI. No fue un camino lineal ni sencillo, sino que estuvo salpicado por episodios traumáticos. Por otra parte, allá donde llegaron los portugueses que emigraron, vivieron un proceso similar, tendente a la integración y asimilación, aunque descrito con rasgos singulares dependiendo del lugar y momento. Pese a las resistencias y hostilidades que pudieran surgir en las sociedades receptoras en distintos periodos, la integración fue una tendencia generalizada e imparable que hizo surgir matices sociales y culturales de enorme interés, los cuales se fundieron con las peculiaridades propias de cada lugar, ya fuera en ciudades —como Madrid, Sevilla, Lima o México, por poner sólo algunos ejemplos— o en pequeñas y medianas localidades. Una de las claves que facilitó la integración y asimilación de los cristianos nuevos portugueses, tanto en Portugal como en los distintos territorios de la Monarquía Hispánica, fue la práctica frecuente de matrimonios mixtos: la exogamia. Algunos historiadores que se han ocupado de los cristianos nuevos portugueses han insistido mucho en la idea de una minoría conversa endogámica, que protegía su criptojudaísmo por medio de los matrimonios entre miembros del mismo grupo familiar.

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Sin duda, este fenómeno se dio en algunos casos, muchas veces provocado por razones profesionales y económicas a las que hemos aludido antes, pero en nuestra opinión fue más frecuente el comportamiento contrario, los matrimonios entre cristianos nuevos y cristianos viejos. Si ponemos nuestra atención en los portugueses que estaban fuera de Portugal, vemos que fue muy habitual que matrimoniasen con gentes de otras naciones. Esta mezcla intensa y continua durante varios siglos por vía de los matrimonios exogámicos generó unos tipos de sociedades que se caracterizaban por el pronunciado mestizaje, extendiendo con ello la sangre de los llamados conversos en el conjunto social y, en consecuencia, haciendo cada vez más difícil la distinción entre unos y otros. Lo reconocían, incluso, quienes en el siglo XVII defendían las medidas más drásticas, como era el destierro de todos los cristianos nuevos, proyectos que se propusieron al rey en diversas ocasiones. En caso de que se aceptase esta medida cauterizadora, decían quienes abordaron el asunto, ¿cómo se podría separar a unos de otros si la mezcla estaba tan avanzada y extendida? Por otro lado, pese a las restricciones legales que impedían la promoción social de los cristianos nuevos, la realidad había demostrado que no eran pocos los que habían accedido a las instituciones de mayor prestigio en el país: la Iglesia, las órdenes militares, la hidalguía, los gobiernos municipales y los órganos de la administración del rey. Con mayor o menor dificultad, dependiendo de cada momento, así estaba ocurriendo tanto en Portugal como en todos los territorios de la Monarquía Hispánica donde se fueron asentando estos portugueses. Ello explica la voz de alarma que eventualmente surgía en distintos lugares y en boca o pluma de algunos individuos, quienes denunciaban esta penetración y ascenso social como una contaminación peligrosa e insoportable de efectos perniciosos. La gran mayoría de las familias portuguesas que abandonaron Portugal y se asentaron en otros lugares, ya fueran cristianos nuevos o no, consiguieron quedar asimilados con el paso del tiempo. En ciudades españolas como Madrid o Sevilla, las más pobladas por estas gentes, eran multitud y no resultaba sencillo establecer la distinción entre unos y otros. Algunos consiguieron de las autoridades cartas de vecindad, lo que les convertía en vecinos con idénticos derechos y obligaciones que el resto del vecindario. Otros incluso se naturalizaron, obteniendo del rey esta concesión que les igualaba al resto de los naturales del reino, lo que para el caso de Castilla les abría las puertas de América. Sin

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embargo, para muchos no fue éste un requisito imprescindible, ya que sabemos que la mayoría de los portugueses que viajaron a la América española lo hicieron de forma ilegal o clandestina. Un número elevado de los portugueses que componían la abultada colonia lusa asentada en Sevilla, puerto principal de un mercado mundializado estrechamente vinculado a Lisboa, recibieron estas cartas de vecindad y de naturaleza sin que se estableciera una distinción por su condición de cristianos viejos o nuevos. Los cristianos nuevos asentados en Madrid, patria común de una monarquía plurinacional, también consiguieron mezclarse y casarse con gentes procedentes de otras naciones y territorios. No debemos dejarnos deslumbrar, sin embargo, por la notoriedad de estas grandes ciudades; a una escala mucho inferior, en localidades medianas o pequeñas de todo el territorio español, ya sea peninsular, insular o americano, se repite este fenómeno. En las Islas Canarias, por ejemplo, la presencia lusa fue tan alta que a veces se convirtieron en mayoría, como ocurrió en alguna localidad de la isla de la Palma. Los portugueses fueron especialmente visibles en ciertas actividades, como aquellas relacionadas con el comercio, lo que no debería llevarnos a pensar que sólo se localizaron en este sector. Es bien sabido que en el siglo XVII tuvieron una presencia muy destacada en el comercio a pequeña, media y gran escala; culminaba así un proceso lento que venía desarrollándose desde, al menos, el siglo anterior. Podía vérseles asentados y tratando con las principales mercaderías en todos los lugares de España. En el norte del país, por ejemplo, ya habían penetrado con fuerza en las provincias vascongadas a finales del siglo XVI, tanto en Vizcaya como en Guipúzcoa, desde cuyos puertos de Bilbao y San Sebastián ejercieron un importante liderazgo en el comercio internacional, controlando parte del tráfico naviero y conectando con eficacia los mercados ibero-atlánticos con los europeos; y más al sur, desde las tierras de Álava, sus actividades mercantiles conectaban los caminos interiores que comunicaban los mercados castellanos con los del sur de Francia, donde también habían tomado asiento. A partir del protagonismo que tuvieron en estos grandes circuitos euro-atlánticos y del control que ejercieron sobre algunos productos fundamentales en la economía de la época, los portugueses consiguieron alcanzar, paulatinamente, posiciones de dominio tanto en el comercio a media escala como en el menudo, abriendo pequeñas tiendas o vendiendo de manera ambulante. Desde la gran ruta se internaban en los pequeños espacios territoriales. Lo mismo estaba ocurriendo en distintas zonas

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del litoral levantino español, desde donde los portugueses participaron en las relaciones comerciales que enlazaban los mercados italianos y los del norte de África a través del Mediterráneo. En el sur de España, en la rica y dinámica Andalucía, también podía vérseles por doquier y otro tanto puede decirse de los territorios del interior peninsular. Por esta razón, en muchos lugares se les llegó a percibir como una invasión que amenazaba los intereses de los grupos locales, como ocurrió, por ejemplo, en las provincias de Guipúzcoa o Vizcaya citadas arriba. Aquí, la reacción despertada sacó a relucir argumentos referidos a la supuesta condición conversa de estos portugueses y alentó sospechas sobre su fe religiosa. Es muy interesante comprobar cómo las sociedades locales de estas tierras vascongadas del norte de España reaccionaron frente a esta creciente presencia portuguesa y el protagonismo que estaban alcanzando en las actividades económicas. En los primeros años del siglo XVII hubo peticiones para que se les expulsara de aquellos lugares arguyendo que su condición conversa contaminaba la pureza ancestral de aquellas tierras. Se recurrió entonces a las tradicionales leyes excluyentes que existían en estos lugares frente a los foráneos y se airearon los estatutos de limpieza de sangre para intentar por todos los medios que los portugueses no se arraigaran allí. Pero como aquello no fue suficiente para alcanzar el objetivo deseado, se lanzaron también acusaciones contra los portugueses tachándoles de herejes judaizantes. Con ello se intentaba crear un clima de animadversión hacia estos grupos y, lo que podía ser aún más efectivo, poner en marcha la persecución inquisitorial para intentar su erradicación. Pese a las resistencias ofrecidas por las sociedades locales, las cuales varían de un lugar a otro y en los distintos periodos, el proceso de penetración de los portugueses en los territorios de la monarquía continuó en marcha. Tras la conquista de los ámbitos del comercio, se fueron introduciendo en los negocios principales con la corona. Ya en los años del reinado de Felipe II firmaron diversos contratos con él para administrar algunas de sus rentas. Manuel Caldeira, por ejemplo, obtuvo el asiento para el tráfico de esclavos, un negocio que la corona ponía en arriendo por ser su propietaria y del que se obtenían enormes beneficios. Tras él, el asiento pasó a manos de un compatriota suyo, Pedro Gómez Reynel, quien además administró algunas otras rentas pertenecientes al monarca. Otras rentas, como los derechos del rey sobre las aduanas, las cuales recorrían miles de kilómetros y se localizaban en cientos de puertos secos y de mar a lo largo y ancho de la monarquía, también fueron

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controladas paulatinamente por los hombres de negocios portugueses desde finales del siglo XVI y a lo largo del siglo XVII. La lista de rentas reales que fueron cayendo bajo la administración de los portugueses es larga y está todavía por estudiarse en su conjunto, lo cual resulta imprescindible para conocer con exactitud la dimensión que alcanzó la participación de estos grupos en los negocios con la corona. Otro tanto podría decirse de las rentas señoriales y de las eclesiásticas, terreno en el que estos hombres también fueron entrando, según indican informaciones de la época, aunque el tema está todavía por investigarse. Así se explica que en 1627, iniciado el reinado de Felipe IV, se intentara eliminar el monopolio que venían ejerciendo los genoveses desde el siglo anterior en la financiación de las principales necesidades de la monarquía y se presentara a los hombres de negocios portugueses como una alternativa. La operación consiguió realizarse con cierto éxito y, a mediados del siglo XVII, los banqueros portugueses habían conseguido convertirse en los principales financieros del rey, posición que conservaron durante el resto de la centuria. El cambio dinástico en 1700 y su principal consecuencia, la larga Guerra de Sucesión española, verdadera guerra mundial que tuvo un tremendo impacto en España, introdujo profundos cambios también en los ámbitos financieros de la corona, obligando a los portugueses a realizar enormes esfuerzos para acomodarse a los nuevos tiempos. No desaparecieron, pero su protagonismo quedó mermado por la entrada de nuevos grupos económicos y de poder. Es difícil comprender el triunfo que experimentaron los hombres de negocios portugueses en las altas finanzas del estado durante el siglo XVII si no lo vemos como resultado de un largo proceso de penetración en los distintos espacios económicos de la Monarquía Hispánica, tanto en los ámbitos comerciales como en el terreno de las rentas reales, señoriales y eclesiásticas, directamente conectadas todas ellas con los sectores de la producción y de la circulación de la riqueza así como de su fiscalización. Pero conviene no olvidar que estos portugueses, ya fueran cristianos nuevos o cristianos viejos, no representaban la totalidad del contingente luso que se había lanzado a los caminos de la emigración. Tal vez fueron una de las partes más dinámicas y visibles de aquel fenómeno, pero junto a estos hombres poderosos también hubo otros de condición social y profesional más humilde. Estos últimos fueron, sin duda, mucho más numerosos, lo que debe advertirnos del peligro que corremos si simplificamos la explicación de este complejo fenómeno y olvidamos los ricos matices que ofrecen grupos humanos tan heterogéneos.

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Cristianos nuevos portugueses, judaizantes e Inquisición En las últimas décadas del siglo XVI comenzaron a aparecer, en los tribunales de la Inquisición española, acusaciones de judaísmo contra portugueses que vivían en distintos lugares de España, en diversas localidades, algunas de ellas de pequeña dimensión, ubicadas en el interior del país. El investigador francés Rafael Carrasco estudió los casos detectados en los territorios del distrito inquisitorial de Toledo y Cuenca, en el corazón de Castilla, y los explica como el preludio del llamado “siglo de los portugueses”. Con ello, hacía alusión al protagonismo que adquirieron estos individuos como reos de las persecuciones acometidas por la Inquisición española durante todo el siglo XVII y principios del siglo XVIII. Este fue, sin duda, uno de los efectos que provocó la enorme emigración de portugueses a tierras españolas. Curiosamente, ellos fueron los primeros que aparecieron ante los ojos del investigador. Aquellos primeros encuentros en el silencio del archivo entre los historiadores y los portugueses del pasado han dejado una fuerte impresión de la que todavía no nos hemos conseguido liberar, y por la cual, la sospecha de judaísmo pende sobre todos los de aquella nación. Los ricos fondos de los archivos de la inquisición española, pese a que hoy sólo existe una parte mínima de lo que fueron, nos dan un testimonio claro de cómo fue la evolución y los ritmos de la persecución inquisitorial emprendida contra los llamados judaizantes portugueses desde finales del siglo XVI hasta las décadas iniciales del siglo XVIII. ¿De cuántas personas estamos hablando? Está pendiente la tarea de contabilizar el número de los que fueron procesados en los tribunales de la inquisición de toda la monarquía hispana por delito de judaísmo. Para el conjunto de los tribunales españoles e hispanoamericanos estaríamos ante una cifra que podría rondar los 7000 u 8000 individuos. Pero estos son cálculos sólo muy aproximativos que están a la espera de corroborarse y que proceden de tentativas realizadas por distintos trabajos de investigación a partir de las llamadas Relaciones de causa, listas de procesados que los tribunales de distrito enviaban al Consejo de la Suprema Inquisición, órgano central de gobierno de la institución. En estas Relaciones de causa, que anualmente llegaban al consejo, se enumeraban todos los procesos de fe que estaban en marcha en cada tribunal y se señalaban los detalles principales de cada reo y de su delito. Pese a las lagunas que se han producido por las pérdidas y destrucciones documentales sufridas desde el siglo XIX hasta la pasada centuria, resulta

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posible realizar una estimación al menos aproximada del número total de castigados, además de sacar algunos rasgos del perfil humano de los encausados. Por otra parte, para los tribunales de Portugal contamos con los ricos fondos documentales que existen en los archivos nacionales de Lisboa, donde hay alrededor de cuarenta mil procesos inquisitoriales que comprenden todas las causas perseguidas por la Inquisición. Una alta proporción de estos procesos se refiere a casos de judaizantes. Los historiadores Herman P. Salomon y I. S. D. Sasson reeditaron, al comienzo del presente siglo, el célebre ensayo de António José Saraiva titulado Inquisiçâo e cristiaôs novos (1536-1765), tras someterlo a una exhaustiva revisión y a un aumento considerable con nuevas informaciones y documentos. Estos trabajos defienden una tesis que no debe dejarse de lado sin más: la Inquisición, nos advierten, provocó una ficción que en verdad no se correspondía con la realidad, como era la existencia de un judaísmo clandestino muy extendido y bien arraigado entre la población cristiano nueva. Así deben entenderse las citas con la que comienza la obra de estos historiadores. Una de ellas procede de un tratado de Luís da Cunha (Instruçôes inéditas, 1737) y dice así: “El procedimiento de la Inquisición en lugar de extirpar el judaísmo lo multiplica. Y fray Domingos de Santo Tomás, diputado del Santo Oficio, acostumbraba decir que del mismo modo que en la Calcetaría de Lisboa había una casa donde se hacían monedas, en el Rocío había otra en la que se hacían judíos”. Los edificios de la Plaza del Rocío a los que se refiere este autor eran las casas de la Inquisición, desde donde se gobernaba toda la institución inquisitorial portuguesa desplegada por Portugal, Brasil y los territorios asiáticos de la Casa da India. Es por esta razón que Herman P. Salomon dio a su obra este sugestivo título: The marrano factory. La inquisición “fabricó” judíos. Esta idea no está lejos de lo que decían otros miembros de la Inquisición cuando reflexionaban sobre este problema o sobre algunas otras formas de herejía. Reconocían que intensificando la persecución contra el supuesto criptojudaísmo lo que estaban consiguiendo era propagar la idea de su existencia y, finalmente, su reverdecimiento y consolidación en lugares donde estaba desapareciendo. La segunda cita que aportan estos autores al comienzo de su libro apunta en ese sentido; procede de un texto del fraile franciscano Pantaleâo de Aveiro, Itinerário da Terra Sancta (1593), y cuenta cómo un cristiano nuevo de Lagos, en el Algarbe portugués, que siempre había sido buen cristiano, viendo cómo su padre era quemado por judaizante, decidió huir a Turquía, donde se convirtió al ju-

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daísmo. ¿Cuántos no seguirían los mismos pasos de este portugués? El historiador António Borges Coelho nos da un dato muy revelador que debe tenerse presente cuando nos acercamos a estos problemas. En su exhaustivo trabajo sobre el tribunal de Évora explica que la mayor parte de los reos condenados a la hoguera no admitieron la acusación, manteniéndose firmemente como cristianos incluso cuando caminaban hacia el cadalso. No se dejaron arrastrar por la tentación de aceptar la culpa que se les imputaba, aunque fuera en el último momento, para aliviar con ello el sufrimiento que iban a padecer en su inminente ejecución. Quien reconocía el delito era agarrotado antes de prender fuego a la pira donde se le quemaba. Si en verdad hubieran sido judaizantes, ¿por qué no confesarlo cuando ya estaba todo perdido y obtener así una muerte menos terrible? El derecho inquisitorial había resuelto esta dura contradicción, de la que eran conscientes no pocos ministros, declarando que aquellos que eran ejecutados siendo inocentes morían como lo hacían los mártires. Otro dato importante que nos aporta António Borges Coelho en su inteligente mirada del pasado es que la mayoría de los reos que salían en los autos de fe en Portugal eran descendientes de matrimonios mixtos formados por la unión de cristianos nuevos y cristianos viejos. No es posible, por lo tanto, deducir que el criptujudaísmo fuera algo propio de los cristianos nuevos, ya que esta categoría social se estaba diluyendo en la mayoría cristiano vieja por la continua mezcla de unos con otros. Por otro lado, el profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Yosef Kaplan, ha estudiado a fondo la vida de muchos de estos portugueses que decidieron abandonar los territorios de la monarquía hispánica para vivir en algunas de las ciudades de Europa donde el judaísmo dejó de perseguirse. En Ámsterdam, donde se levantó una comunidad judía sefardí de enorme prestigio y de célebre historia, las cifras totales de sus integrantes deben devolvernos a la realidad y sacarnos del espejismo que a veces produce la que fue llamada “Jerusalén del norte”. En realidad eran pequeñas comunidades y ésta de Holanda tuvo alrededor de 2500 individuos a mediados del siglo XVII, cuando vivía sus mejores momentos. Menos numerosas fueron otras como las de Venecia, Liorna, Hamburgo, Londres o Ruan. Sin embargo, entre todas ellas formaron un conjunto de comunidades localizadas a ambos lados del Atlántico que, pese a su reducida dimensión, tuvieron un protagonismo notable en la historia del judaísmo durante la Edad Moderna. También tuvieron un papel importante en otros aspectos característicos de la

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modernidad que se estaba gestando en Occidente: por ejemplo, el filósofo Espinosa, estrechamente relacionado con el mundo sefardí de Ámsterdam, sólo puede entenderse dentro de este contexto histórico; desde el punto de vista económico, fue destacable la participación de estos grupos sefardíes en la formación del capitalismo financiero y mercantil que estaba emergiendo a ambas orillas del océano Atlántico. Por otro lado, los cristianos nuevos que se integraron en estas comunidades sefardíes, una vez que llegaron a ellas descubrieron que apenas si conocían algo del judaísmo, razón por la cual tuvieron que ser instruidos y formados en esta religión. Por este motivo, el historiador Yosef Kaplan ha llamado a estas gentes “judíos nuevos”. Cecil Roth ya había advertido de esta circunstancia en su libro Historia de los marranos (1932), cuando se preguntó qué es lo que sabían del judaísmo aquellos hombres y mujeres que abandonaron la Península Ibérica para continuar sus vidas en distintas ciudades de Europa. Poco o nada, sabían. Lo que les definía, por lo tanto, era su voluntad de ser judíos, su rechazo al cristianismo y unos conocimientos muy pobres de la llamada “ley mosaica”, la cual trataban de seguir realizando unas prácticas muy vagas que se trasmitían unos a otros con enorme dificultad. No podía ser de otra manera viviendo como vivían inmersos en un mundo cristiano altamente confesional y bajo la amenaza del castigo. Todo esto debe llevarnos a reflexionar sobre la imagen que tenemos de un problema como el que planteamos en estas breves páginas, el cual ha despertado tanto interés y sigue despertándolo, no sólo entre los especialistas. No debemos olvidar que la gran mayoría de los portugueses de condición cristiano nueva que salió de Portugal se asentó en distintos lugares del mundo español y también del ámbito hispanoamericano, desde el actual Méjico hasta la Argentina. Sólo fue una pequeña minoría la que acabó en las comunidades sefardíes de Europa. Por lo tanto, debemos volver nuestra atención a este ingente colectivo de emigrantes portugueses que se esparció por tierras hispanas. El historiador español Julio Caro Baroja, en su libro Los judíos en la España Moderna y Contemporánea, se sorprendió por la capacidad de resistencia de algunas de estas gentes a la hora de mantener en la clandestinidad y durante más de tres siglos, generación tras generación, su fe judía. Para este autor, la clave del fenómeno estaba en la fuerte endogamia que mantuvieron estos individuos, lo que les permitió mantener una doble vida con relativa seguridad: por un lado, se mostraban como cristianos cuando aparecían en el espacio público y, por otro lado, vivían como judíos en el secreto

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familiar. Los cientos de procesos de fe incoados por los tribunales de la inquisición que leyó Julio Caro Baroja arrojaban esta imagen, ya fuera en la segunda mitad del siglo XVI o en la primera del XVIII.

La distorsión del problema al calor de la contienda política Sin negar las ricas y profundas observaciones realizadas por Julio Caro Baroja en su extensa obra, debemos no obstante advertir de los efectos engañosos que tuvieron las continuas veleidades políticas que emergieron en torno a este asunto. Los conflictos políticos referidos a la cuestión conversa distorsionaron su realidad y exageraron enormemente su dimensión real. En las mentalidades de las gentes de aquellos tiempos los emigrantes portugueses, ya fueran cristianos nuevos o no, aparecían como judíos. Así se les llamaba en numerosas ocasiones para zaherirles o simplemente para describirlos. Lo mismo ocurría en la América española que en tierras de la España peninsular. Pero hubo momentos concretos en los que esta mentalidad general, un tanto difusa, alumbró formas ideológicas antijudías que cobraron una influencia determinante en la sociedad. En nuestra opinión, esto fue lo que ocurrió durante el tiempo en el que Portugal se mantuvo unido a la Monarquía Hispánica, entre 1580 y1640. Durante el periodo de la llamada monarquía dual, el antijudaísmo adquirió una gran intensidad y dejó un largo y vivo rastro en el tiempo. Algunos autores empiezan a denominar a los siglos XVI y XVII como la primera “era global”. Se entiende que ya por entonces surgieron fenómenos que tuvieron un alcance planetario y que estaban estrechamente interrelacionados a pesar de las grandes distancias geográficas entre unas partes y otras del imperio. Si se acepta esta denominación, no debemos tener ninguna duda en poner a la Monarquía Hispánica —cuyos territorios se desplegaban por cuatro continentes— a la cabeza y vanguardia de este proceso. Ya de forma muy temprana, desde el siglo XVI, las decisiones políticas que se tomaban en la corte del rey de este gigantesco imperio tenían que contemplar los problemas con una visión global. El aprendizaje de estos hombres se había realizado primero en el escenario formado por el Mediterráneo y por Europa, para pasar después a los territorios que se asomaban al Atlántico y desde allí a los de los océanos Índico y Pacífico. Sólo hay que meterse entre los papeles del Consejo de

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Estado de la monarquía existentes en los fondos del Archivo General de Simancas para contemplar los múltiples detalles de este fenómeno. A causa de los fuertes y permanentes flujos migratorios que protagonizó la población portuguesa durante esos siglos, su presencia se extendió por diferentes lugares esparcidos por todo el planeta. “Portugal para nacer y el mundo para morir”: así rezaba un proverbio de la época que expresaba bien esta realidad. Pero del mismo modo que los portugueses se dejaron ver por territorios tan dispares y lejanos, la sospecha acerca de su fe podía despertarse allí donde se encontraran. Así ocurrió en determinados momentos. Por otra parte, la Inquisición también fue una institución que se extendió por todos los territorios del imperio; la vemos presente, actuando con mayor o menor eficacia, en todo el conjunto del imperio hispano-portugués: en Filipinas, en las tierras e islas de la Casa da India, en América y en Europa. Por otro lado, recordemos que el imperio hispano-portugués no tuvo un momento de descanso y que mantuvo una guerra permanente con las distintas coaliciones que formaron los Estados que disputaban su hegemonía o se resistían a ella. Aquellas fueron guerras devastadoras por su larga duración, con un alto componente económico por el papel que tuvieron el comercio y las finanzas entretejidas a lo largo del planeta, lo que obligaba a una racionalización de los recursos materiales y humanos disponibles. Una parte importante de estos recursos eran lusitanos. Perseguir a los portugueses allá donde se encontraran por sospechas de fe podía infligir un grave daño en las bases de la propia monarquía y favorecer, por lo tanto, a los países rivales. Por estas razones, los gobiernos de los distintos reinados tuvieron que elaborar políticas inquisitoriales que no se convirtieran en una amenaza para sus propios intereses. Defender la fe, cometido que justificaba la existencia de la Inquisición, no debía suponer un atentado contra los intereses políticos de la monarquía católica. Este fue, sin lugar a dudas, uno de los principales dilemas a los que se enfrentó la razón de Estado durante los reinados de la casa de los Austrias. Felipe II (una vez que se produjo la unión con Portugal en 1580), Felipe III (1598-1621) y Felipe IV (1621-1665) prestaron a este problema una atención muy especial. Felipe II, como cabía esperar, una vez que subió al trono de Portugal, juró respetar y respetó la política inquisitorial que se había mantenido en estos reinos. El rey mantuvo, además, la autonomía que la Inquisición portuguesa había tenido hasta entonces y, a partir de ese momento, tanto ésta como la Inquisición española actuarían de manera independiente sobre un

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mismo problema. Aquí radica una de las contradicciones más difíciles de resolver durante la llamada “monarquía dual”. La compleja cuestión que se les planteaba a los ministros de estos reyes era la siguiente: ¿cómo coordinar la actividad represiva de los tribunales de un país y de otro para facilitar así una acción común sobre una población que resultaba muy necesaria y que estaba en constante movimiento por los territorios de la monarquía? Y por otro lado, ¿cómo conciliar la persecución de la herejía con los intereses políticos de una monarquía global? Si este dilema resultaba de difícil solución para los gobiernos, por otro lado ofrecía una baza de enorme valor a las corrientes de oposición política que se fueron organizando en los distintos espacios de la monarquía. Todos los intentos de desbrozar el camino para encontrar soluciones se encontraron con unas fuertes resistencias políticas que se arroparon con argumentos antijudíos. Felipe III fue el primero en comprobarlo. Nada más iniciar su reinado en 1598, el gobierno abrió negociaciones con algunos grupos de cristianos nuevos portugueses para tratar de diseñar una legislación favorable a estas gentes. Ya se dijo al comienzo de estas páginas: en 1601 el rey concedió la libertad de movimientos a los cristianos nuevos de Portugal para que pudieran salir de aquel reino e instalarse con sus familias y patrimonios en cualquier otro lugar de la monarquía. Cuatro años después llegaría un perdón general para todos los que hubieran cometido el delito de herejía: esta medida de gracia, emanada del papa y administrada por el rey, significó un borrón y cuenta nueva entre la Inquisición y los potenciales herejes, además de la amnistía para quienes tuvieran un proceso en marcha o una sentencia condenatoria. Los autos de fe fueron suspendidos. El paso siguiente estudiado por el gobierno se encaminaba a la reforma de algunos aspectos del procedimiento inquisitorial que debían garantizar una mejor defensa de los reos acusados de judaizantes y una protección de sus patrimonios económicos. No pudo ser. La reacción en la sociedad portuguesa, encabezada por la Inquisición y los prelados del reino, se movilizó contra la política del rey en este punto, propagando argumentos antijudíos contra los cristianos nuevos y movilizando con ellos a la sociedad. Se vivieron, incluso, episodios violentos contra los cristianos nuevos en distintos lugares de Portugal. La fuerte resistencia política se justificaba en la defensa de la fe y en el miedo a la propagación del judaísmo. Finalmente, el rey tuvo que ceder antes las presiones y dar marcha atrás a toda esa legislación que buscaba allanar el camino para facilitar la integración de los cristianos nuevos portugueses en un proyecto monárquico global. Una vez que pa-

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saron los momentos más críticos del conflicto, en el aire quedó el eco de la propaganda política: el judaísmo estaba fuertemente arraigado entre los cristianos nuevos y se extendía a un ritmo alarmante. Durante el reinado de Felipe IV (1621-1665) el problema creció hasta cotas muy altas. Los intentos del gobierno del conde duque de Olivares por reformar la legislación relativa a los cristianos nuevos no alcanzaron hasta el extremo de lo que se habían atrevido a realizar los ministros del rey anterior, aunque se dieron algunos pasos en la misma dirección. Sin embargo, la reacción en Portugal, y ahora también en España, fue mucho más contundente y sonora que en los tiempos pasados. El Edicto de Gracia de 1627, a favor de los cristianos nuevos portugueses que tuvieran cuentas pendientes con la Inquisición, así como la libertad de movimientos que se les concedió en 1629, despertaron una extraordinaria reacción en el conjunto de las sociedades ibéricas. Al rey y a su gobierno se les acusaba de favorecer el judaísmo. Una acusación disparatada, que identificaba a los cristianos nuevos portugueses como judíos; pero, igual que ocurre en tantas ocasiones, la demagogia y la simpleza de los argumentos vencieron a la razón compleja. Además, esta reacción, con todas las movilizaciones y el ideario que la alimentaron, se avivó en los años de la década de 1630, manifestándose incluso con fuerza en las tierras hispanoamericanas. Sus efectos estuvieron, sin lugar a dudas, detrás del levantamiento de Portugal de 1640 y también de la caída del Conde Duque de Olivares en 1643. Así, la actividad inquisitorial durante la primera mitad del siglo XVII hay que entenderla en este intrincado contexto de lucha política. Hasta la fecha, el historiador se ha venido preguntando qué había de judaísmo en el cristiano nuevo portugués para que cayera ante los pies de los inquisidores. Sin olvidar esta cuestión, creo que puede ayudar a que entendamos mejor todo este fenómeno el invertir el sentido de la pregunta e interrogarnos por las causas que provocaron que los tribunales y los inquisidores se lanzaran a la persecución de los judaizantes. ¿Qué llevó al inquisidor a ponerse delante del reo? La información que encontramos en los procesos inquisitoriales, fuente tan rica y útil para el investigador, así como en el resto de la documentación procedente de esta institución, no debe aislarse del contexto político, social y cultural en el que se produjo. Sólo devolviéndola a este contexto general podemos explicar su sentido. Y si esto ha quedado demostrado para el periodo comprendido entre el reinado de Felipe III y Felipe IV, lo mismo podría decirse para los tiempos anteriores y posteriores. Las futuras investigaciones deberán dar cuenta de ello. •

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Los autores

RICARDO GARCÍA CÁRCEL es catedrático de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Barcelona desde 1981. Es Correspondiente de la Real Academia de la Historia y Miembro de la Orden de las Palmas Académicas del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia. Ha sido profesor invitado en varias universidades europeas y americanas (París, Dijon, Cagliari, San José de Costa Rica, entre otras). Ha dedicado su investigación a varios frentes: la historia social (su tesis doctoral: Las Germanías de Valencia, 1975); la Inquisición de Valencia (Orígenes de la Inquisición española, 1978; Herejía y sociedad en el siglo XVI, 1980); la historia de Cataluña (Pau Claris. La Revolta catalana, 1980; Historia de Cataluña, siglos XVIXVII, 1985; Felipe II y Cataluña, 1987) y la historia de España (Historia de España, siglos XVI-XVII, Historia de España, siglo XVIII, 2002-2003). Le interesan, especialmente en los últimos años, la confrontación “realidad histórica-representaciones” y la construcción de los nacionalismos. A esta problemática ha dedicado libros como Las culturas del Siglo de Oro (1989); La leyenda Negra. Historia y opinión (1992); Inquisición. Historia crítica (2000, en col. con D. Moreno); Felipe V y los españoles. Una visión periférica de España (Premio “Así Fue” de Plaza y Janés, 2002); El sueño de la nación indomable. Los mitos de la Guerra de la Independencia (2007). En el año 2008 ha sido galardonado con el Premio Internacional de Ensayo de la Fundación Caballero Bonald. Su último libro es La herencia del pasado. Las memorias históricas de España (2011, Editorial Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores), que ha sido galardonado con el Premio Nacional de Historia del año 2012. JOSÉ LUIS BETRÁN MOYA es profesor de Historia Moderna la Universidad Autónoma de Barcelona. Su campo de investigación principal en los últimos años se ha centrado en la historia cultural y religiosa española, con especial interés en la proyección mediática de las órdenes religiosas y en particular de la Compañía de Jesús en el terreno de la obra impresa y manuscrita. Entre sus trabajos más recientes destacan la edición de la obra co257

lectiva La Compañía de Jesús y su proyección mediática en el mundo hispánico durante la Edad Moderna (2010; Madrid: Ed. Silex), “Unus non sufficit orbis: la literatura misional jesuita del Nuevo Mundo”, en Historia Social 65 (2009; Valencia) y “Vidas memorables jesuitas: Juan Sebastián de la Parra, provincial del Perú (1546-1622)” (en Ángela Atienza López, Iglesia memorable. Crónicas, historias, escritos… A mayor Gloria. Siglos XVI-XVIII, 2012; Madrid: Silex). BERNAT HERNÁNDEZ es Profesor Titular de Historia Moderna en la Universidad Autónoma de Barcelona. Sus trabajos han abordado aspectos de la historia económica y social de la época moderna, con una proyección última sobre la historia cultural de América Latina colonial. Recientemente, ha publicado Las monarquías absolutas (siglo XVII) (Historia Universal National Geographic, Barcelona, 2013) y ha sido coeditor de los libros Tierras prometidas. De la colonia a la independencia (Bellaterra, 2011) y Hombres de a pie y de a caballo. Conquistadores, cronistas, misioneros en la América colonial de los siglos XVI y XVII (Nueva York, 2013). DORIS MORENO es Profesora de Historia Moderna en el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha trabajado en temas relacionados con: Inquisición, censura, élites de poder, cultura y mentalidades, e historia de la Compañía de Jesús. Sobre estos temas ha escrito artículos para revistas especializadas y de divulgación. Ha publicado con José Luis Betrán los volúmenes 22 y 23 de la Historia de la Humanidad (Arlanza Ediciones, 2000), y en colaboración con Ricardo García Cárcel, Inquisición. Historia Crítica (Temas de Hoy, 2000). Es autora de La invención de la Inquisición, (Marcial Pons, 2004), y en colaboración con A. Fernández Luzón ha publicado Protestantes, visionarios, profetas y místicos (DeBolsillo, 2004). MANUEL PEÑA DÍAZ es Profesor de Historia Moderna en el Departamento de Historia Moderna, Contemporánea y de América de la Universidad de Córdoba, España. Sus investigaciones se han centrado en la historia de la vida cotidiana de los siglos XVI al XVIII, y en la historia del libro, la lectura y la censura inquisitorial. Sobre estos temas ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas y de divulgación. Entre sus libros destacan Cataluña en el Renacimiento: libros y lenguas (1996), El laberinto de los libros: Historia cultural de la Barcelona del Quinientos (1997), Pícaros en la España Moderna (2005), José Isidoro Morales y la libertad de imprenta (1808-1810) (2008) y Andalucía: Inquisición y Varia Historia (2013). Ha sido coordinador de La cultura del libro en la edad moderna. Andalucía y

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América (2001), Poder y cultura festiva en la Andalucía moderna (2006), Las Españas que (no) pudieron ser. Herejías, exilios y otras conciencias (siglos XVI-XX) (2009), Breve historia de Andalucía (2012) y La vida cotidiana en el Mundo Hispánico (siglos XVI-XVIII) (2012). Es director de la revista de divulgación Andalucía en la Historia (publicación trimestral del Centro de Estudios Andaluces) y del blog lavidacotidianaenelmundohispanico.blogspot.com.es. JAQUELINE VASSALLO es Doctora en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina), investigadora adjunta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, y Profesora Titular de Instituciones Hispanoamericanas en la Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC). Actualmente se desempeña como Directora del Archivo General e Histórico de la UNC. Ha publicado, en América Latina, Europa y Asia, numerosos trabajos sobre historia social y del derecho colonial en los que se articulan la problemática de género con el accionar de la justicia colonial secular e inquisitorial. Entre sus obras podemos citar: Mujeres delincuentes, una mirada de género en la Córdoba del siglo XVIII (2006, Córdoba: Centro de Estudios Avanzados, UNC); “Delaciones y delatores en la Córdoba Inquisitorial. Siglos XVIII-XIX” (en: Rostros de Latinoamérica: perspectivas multidisciplinaria. 2011. Corea: Institute of Iberoamerican Studies, Pusan University of Foreign Studies); y, más recientemente, “Historia de la vida cotidiana en la Argentina” (en PEÑA Manuel (ed.). 2012. La vida cotidiana en el mundo hispánico (siglos XVI-XVIII). Madrid: Abada Editores). LUIS RENÉ GUERRERO GALVÁN es abogado por la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Zacatecas “Francisco García Salinas”; Maestro en Estudios Novohispanos por la Maestría en Estudios Novohispanos de la misma universidad; Doctor en Historia por el Programa de Maestría y Doctorado de la Universidad Nacional Autónoma de México. Es miembro fundador de la Sociedad Nacional de Investigadores del siglo XVIII; miembro de número del Ilustre y Nacional Colegio de Abogados de México; presidente de la Academia de Historia del Derecho Mexicano en la Unidad Académica de Derecho de la Universidad Autónoma de Zacatecas; presidente del Centro de Estudios Jurídicos y Sociales y Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Actualmente se desempeña como investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre sus principales contribuciones, podemos mencionar Procesos inquisitoriales por el pecado de solicitación en Zacatecas (siglo XVIII) y La práctica inquisitorial americana. Esbozo comparativo del

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delito de hechicería en los tres tribunales indianos: México, Lima y Cartagena, siglo XVII, ambos publicados por el Tribunal Superior de Justicia del Estado de Zacatecas, en 2003 y 2007 respectivamente; y De acciones y transgresiones. Los comisarios del Santo Oficio y la aplicación de la justicia inquisitorial en Zacatecas siglo XVIII (Universidad Autónoma de Zacatecas, 2010). NATALIA URRA JAQUE es Doctora en Historia Moderna por la Universidad Autónoma de Madrid (2012), Profesora de Historia y Geografía por la Universidad de los Lagos de Osorno (2005) y Máster en Estudios Avanzados de Historia Moderna por la Universidad Autónoma de Madrid (2008). Actualmente, se desempeña como académica de la Universidad Andrés Bello de Chile y como co-investigadora Fondecyt en el proyecto 11110250 “La Presencia de las Brujas en la Narrativa Latinoamericana Contemporánea”, de la Universidad de la Frontera. ROCÍO ALAMILLOS ÁLVAREZ es Doctora y Licenciada en Humanidades en la Universidad de Córdoba (España). Adscrita al Programa de Doctorado de Patrimonio de la Universidad de Córdoba, becaria del Programa Nacional de Formación del Profesorado Universitario (FPU) del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Además, es miembro del proyecto de investigación “Inquisición, Cultura y vida cotidiana en el mundo hispánico (siglos XVI-XVIII)” (HAR2011-27021). Sus publicaciones recientes son “Hechicería en el siglo XVIII: el espacio y la práctica supersticiosa” (en SERRANO, Eliseo. 2013. De la tierra la cielos. Líneas recientes de investigación en historia moderna. Zaragoza: Institución Fernando El Católico, Excelentísima Diputación de Zaragoza); “Hechicería y superstición en la Córdoba del siglo XVIII. Una aproximación a la superstición en el mundo rural cordobés” (en Ab Initio. 2013. España: N° 7, pp.87-124; ab-initio.es). MARCO ANTÔNIO NUNES DA SILVA é Professor de História Moderna da Universidade Federal do Recôncavo da Bahia, cujas pesquisas versam sobre a Inquisição portuguesa, e sua ação no Império Luso-Brasileiro. É co-autor dos livros A Inquisição em xeque: temas, controvérsias, estudos de caso (Eduerj, 2006), com o capítulo “As rotas de fuga: para onde vão os filhos da nação?”, e Estudos de história do cotidiano (Editora da UFPel, 2011), com o capítulo “‘Nos cárceres não há segredo nenhum e que se falam mui livremente como se estivessem em suas casas’: o cotidiano dos cárceres inquisitoriais”. IVÁN JURADO REVALIENTE es Licenciado en Historia y Máster en Textos, Documentos e Intervención Cultural por la Universidad de Córdoba, España.

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En la actualidad desarrolla su tesis doctoral en la misma universidad bajo la dirección del profesor Manuel Peña Díaz. Sus líneas de investigación se centran en la historia de la cultura oral y las transgresiones culturales de los siglos XVI, XVII y XVIII. Forma parte del grupo de investigación “Historia de la Provincia de Córdoba” (HUM-781) y colabora con el proyecto de investigación “Inquisición, cultura y vida cotidiana en el Mundo Hispánico (ss. XVI-XVIII)” (HAR2011-27021). Cuenta con diversas publicaciones en revistas especializadas y de divulgación histórica (“Los fondos documentales de la Inquisición: unas valiosas fuentes para la investigación histórica andaluza” en: Andalucía en la Historia, nº 39, 2013, pp. 14-18; “Cultura oral y vida cotidiana: la blasfemia en Andalucía (siglos XVI-XVII)” en Historia Social, n º 77, 2013; “Cultura oral en la Edad Moderna”, en: Eliseo Serrano (coord.). 2013. De la tierra al cielo. Líneas recientes de investigación en Historia Moderna. Zaragoza: Institución Fernando el Católico). JUAN IGNACIO PULIDO SERRANO es Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Alcalá de Henares y Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad Autónoma de Madrid. Actualmente ejerce como profesor de Historia Moderna en la Universidad de Alcalá de Henares. Sus líneas de investigación tratan distintos aspectos políticos, sociales y culturales del mundo ibero-americano en la Edad Moderna, especialmente los referidos a la inquisición, al fenómeno converso y a las relaciones hispano portuguesas entre los siglos XVI y XVIII. Es autor de diversos libros: Injurias a Cristo: política, religión y antijudaísmo en el siglo XVII (Alcalá de Henares, 2002), Los conversos en España y Portugal (Madrid, 2003), Os Judeus e a Inquisiçao no tempo dos Filipes (Lisboa, 2007).

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