Identificación Y Justificación Del Derecho: • • • Marcial Pons Marcial Pons

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FILOSOFIA Y DERECHO Este libro supone una notable contribución a la reflexión clara, ordenada y coherente acerca de algunos de los problemas más relevantes de la filosofía del derecho. La primera parte gira en torno a los problemas de identificación del derecho, concretados en las siguientes preguntas: ¿Cuándo existe el derecho en una determinada sociedad? ¿Está el derecho relacionado con la moral? ¿Está el derecho determinado? La segunda parte versa acerca de los problemas de justificación tanto de la obediencia al derecho como de la imposición de penas y la imposición jurfdica de la moral.

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El tratamiento de estas cuestiones se hace no con una vocación exhaustiva, sino selectiva. No importa tanto la reconstrucción completa de las doctrinas de los autores más importantes, sino la exposición crítica de los principales argumentos esgrimidos a la hora de abordar los citados problemas. A través de la comprensión de tales argumentos se pretende que el lector pueda formarse su propia opinión acerca de estas cuestiones. Estas razones hacen que este texto sea especialmente recomendable como manual de filosofía del derecho.

u: Doctor en derecho (1993). Actualmente es Profesor titular de Filosofía del Derecho en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, de la que ha sido vicerrector de comunidad universitaria. Es autor de numerosas publicaciones en revistas nacionales e internacionales. Entre sus libros, cabe destacar El significado político del derecho (1997) e Introducción a la teoría del derecho (2004, junto a J. J. Moreso y publicado en esta misma colección).

Identificación y justificación del derecho

.

• • • Marcial Pons

• • 8 Marcial Pons

IDENTIFICACIÓN Y JUSTIFICACIÓN DEL DERECHO

JOSEP M. VILAJOSANA

IDENTIFICACIÓN Y JUSTIFICACIÓN DEL DERECHO

Marcial Pons MADRID

1

BARCELONA

2007

1

BUENOS AIRES

La colección Filosofía y Derecho publica aquellos trabajos que han superado una evaluación anónima realizada por especialistas en la materia, con arreglo a los estándares usuales en la comunidad académica internacional. Los autores interesados en publicar en esta colección deberán enviar sus manuscritos en documento Word a la dirección de correo electrónico [email protected]. Los datos personales del autor deben ser aportados en documento aparte y el manuscrito no debe contener ninguna referencia, directa o indirecta, que permita identificar al autor.

A mi madre, por ayudarme a empequeñecer mis muchos defectos y a engrandecer mis pocas virtudes

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© Josep M. Vilajosana © MARCIAL PONS EDICIONES JURÍDICAS Y SOCIALES, S. A. San Sotero, 6 - 28037 MADRID 'a' 91 304 33 03 ISBN: 978-84-9768-502-3 Depósito legal: M-54874-2007 Diseño de la cubierta: Manuel Estrada. Diseño Gráfico Impresión: Elecé Industria Gráfica Polígono El Nogal. Río Tiétar, 24 - Algete (Madrid) MADRID, 2007

ÍNDICE Pág.

INTRODUCCIÓN ........................................................................................

15

l. 2. 3. 4. 5.

15 17 18 20 22

LA ACTIVIDAD FILOSÓFICA.............................................................. LOS PROBLEMAS DE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO .................. ELANÁLISIS CONCEPTUAL .............................................................. PROBLEMAS DE IDENTIFICACIÓN Y DE JUSTIFICACIÓN.......... MÁS PREGUNTAS QUE RESPUESTAS .............................................. PRIMERA PARTE IDENTIFICACIÓN DEL DERECHO

CAPÍTULO l. ¿CUÁNDO EXISTE EL DERECHO EN UNA DETERMINADA SOCIEDAD?..................................................................

27

l. 2.

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA ... ... .. .. ...... ... ...... ...... ........ .... ... .. LA TESIS SOCIAL..................................................................................

27 28

2.1.

Un modelo simple: unos mandan y otros obedecen ... ............ .... ...

31

2.1.1. 2.1.2.

Soberano y hábito de obediencia .. ....................... ..... ... ... .. Algunas objeciones ..........................................................

31 32

Hacia un modelo más sofisticado .. ..... ........ ... .... ........ ... ... .. .. .... ......

33

2.2.1. 2.2.2. 2.2.3.

Hechos naturales y hechos sociales ..... .... ... .......... .... .. ...... Hechos convencionales .. ...... .. ... ...... ... ....... ..... .................. La creación de realidad social ..........................................

34 35 36

CONDICIONES DE EXISTENCIA DE LOS SISTEMAS JURÍDICOS.

37

3.1.

La primera condición: la existencia de una regla de reconocimiento.

38

3.1.1.

38

2.2.

3.

La regla de reconocimiento como convención ................

ÍNDICE

10

íNDICE

11 Pág.

Pág. _---.__,

3.1.2. 3.1.3. 3.1.4.

\ 42// 46 47

3.2.1. 3.2.2.

¿Los principios existen al margen de las convenciones?.. ¿Es posible una convención con desacuerdos? ................

48 49

La segunda condición: la eficacia general de las normas jurídicas.

52

3. 3.l. 3.3.2. 3.3.3.

¿Cuándo un sistema jurídico es eficaz? .......................... .. Eficacia y autoridad ........................................................ .. Eficacia y validez ............................................................. .

52 55 56

CONCLUSIONES ................................................................................. .

59

3.3.

61

l.

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA ............................................... .

61

1.1. 1.2.

Un vocabulario compartido .......................................................... .. El contenido moral del derecho ..................................................... .

61 62

LA TESIS DE LA CONEXIÓN NECESARIA ..................................... .

65

2.1.

Una norma inmoral no puede ser jurídica .................................... ..

65

2.1.1. 2.1.2.

Planteamiento ................................................................... . Balance crítico ................................................................. .

65 66

El derecho positivo tiene valor moral .......................................... ..

68

2.2.1. 2.2.2.

Planteamiento ................................................................... . Balance crítico ................................................................ ..

68 69

El derecho como integridad ......................................................... .

72

2.3.1. 2.3.2.

Planteamiento ................................................................... . Balance crítico ................................................................. .

72 75

LA TESIS DE LA SEPARABILIDAD .................................................. ..

77

3.l. 3.2. 3.3. 3.4.

El derecho no puede depender de la moral ................................... . El derecho no necesita depender de la moral .............................. .. El derecho no debe depender de la moral .................................... .. Balance crítico .............................................................................. ..

2.2.

2.3.

3.

4.

91

2.1. 2.2.

La interpretación jurídica .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ... .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . Problemas derivados del lenguaje..................................................

91 93

2.2.1. 2.2.2. 2.2.3.

Ambigüedad...................................................................... Vaguedad ............... ......... .................... ..... ............. ............ La textura abierta del lenguaje..........................................

93 94 97

Lenguaje jurídico y lenguaje natural.............................................. Teorías de la interpretación jurídica ..............................................

98 100

2.4.1. 2.4.2. 2.4.3.

Concepción cognoscitivista .............................................. Concepción no cognoscitivista.......................................... Concepción intermedia ....................................................

100 104 106

Vaguedad y moral: los conceptos esencialmente controvertidos ..

108

PROBLEMAS DE SUBDETERMINACIÓN: LAS LAGUNAS............

110

3.l. 3.2.

La tesis de la plenitud del derecho .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ... .. .. .. .. .. .. .. . Integración de lagunas....................................................................

11 O 112

PROBLEMAS DE SOBREDETERMINACIÓN: LOS CONFLICTOS NORMATIVOS........................................................................................

114

EL FUNCIONAMIENTO DE LOS PRINCIPIOS ..................................

116

5.l. 5.2. 5.3.

Los principios jurídicos como pautas no concluyentes.................. Los principios como reglas ideales .. .. .. .. .... .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .... .. .. .. .. .. La colisión de principios................................................................

116 117 118

CONCLUSIONES ..................................................................................

121

2.3. 2.4.

3.

4. 5.

6.

SEGUNDA PARTE JUSTIFICACIÓN DEL DERECHO CAPÍTULO IV. ¿ESTÁ JUSTIFICADA LA OBEDIENCIA AL DERECHO?..................................................................................................

125

78 80 82 86

l.

PLANTEAMIENTODELPROBLEMA ................................................

125

Obligación y autoridad .................................................................. Legitimidad del Estado y obligación de obedecer el derecho........

125 126

CONCLUSIONES ................................................................................. .

87

2.

NUNCA SIN MI CONSENTIMIENTO ..................................................

128

¿ESTÁ EL DERECHO DETERMINADO? .............. ..

89

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA ............................................... .

89

Consentimiento expreso ................................ ....... .. ....................... Consentimiento tácito.................................................................... Consentimiento hipotético ............................................................

129 130 131

CAPÍTULO III. l.

PROBLEMAS DE INDETERMINACIÓN ............................................

2.5.

CAPÍTULO II. ¿ESTÁN RELACIONADOS EL DERECHO Y LA MORAL? ............................................................................................... .

2.

2.

'45

Algunas posibles objeciones .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ..

3.2.

4.

La dimensión constitutiva de la regla de reconocimiento. La regla técnica para identificar el derecho...................... Identificación y autonomia del derecho............................

l. l.

1.2.

2.1. 2.2. 2.3.

"ÍNDICE

4.

5.

HAY QUE JUGAR LIMPIO ................................................................... .

133

3.l. 3.2. 3.3.

Planteamiento ............................................................................... . Tal como somos ............................................................................. . ¿Se puede descartar el consentimiento? ...................................... ..

133 134 136

NADIE ME PUEDE OBLIGAR A OBEDECERLE ............................ ..

137

4.1. 4.2.

El anarquismo ingenuo ................................................................ .. El anarquismo filosófico ............................................................... .

138

EL CONSENTIMIENTO NO IMPORTA ............................................... .

142

Siempre que las consecuencias sean buenas ................................ .. Cuando la autoridad presta un servicio ........................................ ..

143 145

5.2.1. 5.2.2.

Alcance del argumento ..................................................... . Problemas de interacción ................................................ ..

147 148

Deber por definición ............................................................... :..... . Deber institucional ....................................................................... .

150 150

5.4.1. 5.4.2. 5.4.3.

Rasgos característicos ..................................................... . El compromiso común .................................................... .. La identidad social de las personas ................................ ..

151 153 155

Deber natural ................................................................................. . 5.5.1. 5.5.2.

5.l. 5.2.

5 .l. 5 .2.

El énfasis en el delincuente ........................................................... . Violador compulsivo y castración química ................................... .

192 195

EL DESAFÍO DEL DETERMINISMO ................................................ ..

197

6.1. 6.2. 6.3. 6.4.

Algunas preguntas inquietantes ..................................................... . Razones que avalan la verdad del determinismo ......................... . ¿La pena que menos se merece es la que más disuade? .............. .. ¿Cómo hacer frente al desafío? .................................................... ..

197 198 201 203

¿ES POSIBLE COMPATIBILIZAR EL RETRIBUCIONISMO CON EL UTILITARISMO? ............................................................................. .

206

7 .l. 7 .2. 7.3. 7 .4.

158

CAPÍTULO VI. ¿ESTÁ JUSTIFICADO IMPONER JURÍDICAMENTE LA MORAL? ......................................................................... .

215

Depende del derecho natural ........................................... . Sólo si el Estado es justo ................................................. .

158 163

l.

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA ............................................... .

215

LA DESOBEDIENCIA CIVIL .............................................................. ..

166

6.1. 6.2. 6.3.

Las características de la desobediencia civil.. .............................. .. Otros tipos de desobediencia ......................................................... . La justificación de la desobediencia civil ..................................... .

166 169 171

1.1. 1.2.

Moral positiva y ética normativa .................................................. .. Dos problemas distintos ............................................................... .

216 217

2.

LA IMPOSICIÓN DE LA MORAL POSITIVA Y EL PROBLEMA DE LA MORALIZACIÓN DEL DERECHO .............................................. ..

218

CONCLUSIONES ................................................................................. .

173

3.

LA IMPOSICIÓN DE LA MORAL CRÍTICA Y EL PROBLEMA DEL PERFECCIONISMO ............................................................................. .

221

3 .l. 3.2. 3.3. 3.4.

El ideal moral ............................................................................... . El plan de vida ideal ..................................................................... . ¿Desear ser autónomo es un plan de vida? .................................. .. ¿Puede ser neutral el Estado? ...................................................... ..

221 223 224 225

LA CONCEPCIÓN LIBERAL DE LA SOCIEDAD ............................ ..

226

4.1.

El principio de autonomía de la persona ...................................... ..

226

4.1.1. 4.1.2.

El aspecto interno de las preferencias ............................ .. El grado de autonomía .................................................... ..

226 227

El principio de inviolabilidad de la persona ................................ .. El principio de dignidad de la persona ........................................ ..

229 230

8.

¿ESTÁ JUSTIFICADA LA IMPOSICIÓN DE PENAS?.

175

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA ............................................... . RETRIBUIR ........................................................................................... .

175 177

Algunos principios implicados .................................................... .. ¿Está justificado? ......................................................................... .

178 180

DISUADIR ............................................................................................. .

182

Los factores de la disuasión ......................................................... . La aversión al riesgo .................................................................... .. Tratar instrumentalmente al delincuente ....................................... . La paradoja de la disuasión perfecta ............................................ ..

183 185 187 189

INCAPACITAR ....................................................................................... .

190

4.3.1.

¿Cómo impedir la comisión de delitos? ...................................... .. ¿Estájustificado? ........................................................................ ..

190 191

4.3.2.

3.l. 3.2. 3.3. 3.4. 4.

7.

192

213

2.1. 2.2. 3.

6.

REHABILITAR ..................................................................................... .

CONCLUSIONES ................................................................................. .

CAPÍTULO V. l. 2.

5.

208 208 209

5.5.

7.

13

Merecimiento limitado por la utilidad ........................................... . Utilidad limitada por el merecimiento ........................................ .. El principio de retribución en la distribución .............................. .. La justificación de la pena por el propio interés ........................... .

5.3. 5.4.

6.

(-

ÍNDICE

4.1. 4.2.

4.

4.2. 4.3.

El respeto por las decisiones, creencias y opiniones personales ............................................................................. . El elemento expresivo de las instituciones ..................... .

211

230 232

14

5.

ÍNDICE

LAS MEDIDAS PATERNALISTAS ......................................................

234

Diferencias con las medidas perfeccionistas..................................

234

La justificación de la educación obligatoria .... .... .... .. .... .. Educar al ciudadano.......................................................... Problemas de interacción.................................................. El valor de la comunidad..................................................

235 237 238 239

Razones en contra del paternalismo ..............................................

240

5.2.1. 5.2.2. 5.2.3.

El argumento utilitarista.................................................... El argumento del respeto a la autonomía de la persona.... El argumento de la violación del principio de igualdad....

241 242 244

Condiciones del patemalismo justificado......................................

245

5.3.1. 5.3.2. 5.3.3.

Sólo para incompetentes básicos...................................... Sólo con interés benevolente............................................ Supuestos de patemalismo injustificado ..........................

245 247 247

CONCLUSIONES .... ....................................................... .. .....................

248

BIBLIOGRAFÍA ..... .....................................................................................

251

5 .l.

5.l. l. 5.1.2. 5.1.3. 5.1.4. 5.2.

5.3.

6.

INTRODUCCIÓN En general, las dificultades que han entretenido a los filósofos son responsabilidad nuestra, que primero hemos levantado polvo y después nos quejamos de que no vemos. George BERKELEY

l.

LAACTIVIDAD FILOSÓFICA

La palabra «filosofía» se ha utilizado a menudo para designar una actividad llevada a cabo por determinados pensadores, tendente en última instancia a formular una concepción general del mundo. En otras ocasiones, se habla de la filosofía como una especie de mística, como un método que tuviera que llevamos a conocer el profundo sentido de la vida e, incluso, que nos enseñara a gozarla. Sin desconocer el valor, muchas veces terapéutico, que puedan tener estos diversos acercamientos a las cuestiones filosóficas, en todo caso no será éste el punto de vista aquí adoptado. Una forma más modesta de ver el cometido filosófico estriba en concebir la actividad filosófica como una reflexión ordenada de ciertos problemas que han preocupado y siguen preocupando a la humanidad. Esto no quiere decir que todas las personas necesariamente se planteen estos problemas y mucho menos que lo hagan de una forma ordenada. Por ejemplo, la mayor parte de los seres humanos puede vivir su vida, incluso de manera placentera, sin haberse cuestionado jamás si está fundamentada o no la imposición de penas por parte del Estado. Tampoco quitará el sueño a muchos la indagación acerca de si el derecho y la moral están o si está justificado imponer la moral a través del derecho. Estas son cuestiones filosóficas.

16

JOSEP M. VILAJOSANA

Respecto a estos y otros ejemplos, es probable que si sometiéramos nuestras creencias a examen, encontraríamos que algunas se asientan en cimientos muy firmes. Pero, sin lugar a dudas, hallaríamos otras muchas en que esto no es así. El estudio de la filosofía puede ayudarnos a reflexionar con claridad sobre nuestros prejuicios, pero también sirve para precisar lo que realmente creemos. Esto es así, porque a lo largo de esta reflexión desarrollamos la habilidad de argumentar con coherencia sobre un extenso conjunto de problemas, habilidad que es útil y transmisible. Puesto que a lo largo de la historia ha habido un número considerable de pensadores que han llevado a cabo la tarea descrita, resulta tentador reducir el estudio de la filosofía al estudio de la historia de la filosofía. Ésta ha parecido ser la posición tradicionalmente adoptada en los planes de estudio del bachillerato en España, en los que la asignatura de Filosofía contiene en realidad los rudimentos de una historia del pensamiento filosófico, una concatenación de concepciones globales del mundo, cada una con su propia y difícil terminología, sin que sea nada claro cuál es la relación entre ellas o, incluso, si ésta existe. Esta reducción de lo filosófico a lo histórico podría estar en la base de cierta aversión generalizada que se detecta en los estudiantes (al menos en los de las facultades de Derecho) a plantearse cuestiones filosóficas. Seguramente, los alumnos terminan asociando los problemas filosóficos con las preocupaciones de unos señores que a lo largo de la historia han escrito cosas muy raras sobre ellos. Una vez dicho esto, hay que apresurarse a subrayar el valor que tiene el estudio de la historia de la filosofía, puesto que la ignorancia de los argumentos y de los errores de los que nos han precedido impediría realizar cualquier aportación sustancial. Sin el conocimiento de la historia del pensamiento filosófico, los filósofos caerían una y otra vez en los mismos errores y no se podría progresar, aunque es dudoso que se pueda hablar de progreso en el ámbito filosófico, al menos en el mismo sentido en que es habitual hablar de progreso en el ámbito científico. Además, es cierto que muchos autores elaboran sus teorías precisamente enfrentándose a lo que ellos consideran puntos débiles de quienes les precedieron. Sin embargo, conviene aclarar que en este texto no predominará la explicación de lo que han pensado sobre determinados problemas filosóficos los grandes pensadores, con ser inevitable que algo de esto aparezca. Por el contrario, el énfasis se pondrá en ofrecer al lector herramientas conceptuales y argumentativas para que sea él mismo quien se plantee diversos problemas filosóficos de la forma más clara y consciente posible. Si se acepta el objetivo modesto descrito, ciertas expectativas sobre qué cabe esperar de la práctica de la actividad filosófica resultarán defraudadas. No espere el lector encontrar en este texto recetas sobre

INTRODUCCIÓN

17

cómo vivir una vida buena, ni siquiera sobre cómo vivir una vida con sentido. Tampoco confíe en hallar una explicación completa de todos los acontecimientos que dan sentido a nuestra vida como personas, ni siquiera a nuestra vida como juristas. Deberá conformarse con el análisis de ciertos problemas relevantes en el ámbito jurídico. No hay que perder de vista que una de las razones que justifican el estudio de la filosofía es que nos enseña a pensar con mayor claridad sobre un conjunto amplio de problemas. Pensar filosóficamente resulta útil en muchas situaciones, porque el intento de pensar con claridad y analizar críticamente los argumentos a favor y en contra de una determinada posición se puede aplicar a cualquier ámbito de la vida. Pero es especialmente significativo en el ámbito jurídico, ya que de por sí la actividad de los operadores jurídicos, sean abogados, dogmáticos o jueces, consiste en buena medida en dar razones a favor o en contra de una determinada posición. 2.

LOS PROBLEMAS DE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO

He dicho que el enfoque de la filosofía elegido parte del análisis de problemas filosóficos más que del examen de doctrinas. Ahora bien, ¿cuáles son los problemas de la filosofía del derecho? Siguiendo una tradición que se remonta a John AusTIN, los problemas de los que se ocupa la filosofía del derecho pueden ser divididos entre problemas «analíticos» y problemas «normativos» (AusTIN, 1832). Los primeros surgirían a la hora de analizar los conceptos básicos, entre ellos de manera destacada el propio concepto de derecho, mientras que los segundos tienen que ver con la crítica racional y la valoración de las prácticas jurídicas. Ahora bien, habrá que precisar algo más esta distinción para no caer en ciertas confusiones. Pero antes es bueno saber qué problemas no son filosóficos. Los distintos cultivadores de la dogmática jurídica (civilistas, penalistas, mercantilistas, etc.) desarrollan distintas tareas de identificación y sistematización de la parte correspondiente del ordenamiento jurídico que no pueden ser consideradas filosóficas. Los filósofos del derecho se ocupan del estudio de los conceptos compartidos por las distintas ramas del derecho; intentan mostrar las relaciones que puedan guardar entre sí esos conceptos y, en última instancia, realizan un análisis del concepto más general que es el de derecho. Respecto a los problemas normativos, hay que tener en cuenta que la crítica de un determinado sistema jurídico puede venir formulada, por ejemplo, por un economista o un politólogo. Estas críticas, sin embargo, no son sin más «filosóficas». El filósof? no pretende ofrecer una crítica del derecho desde estas perspectivas, s1no más bien intenta comprender la estructura racional de esa crítica.

18

JOSEP M. VILAJOSANA

Si esto es así, entonces puede afirmarse que la tarea primaria (no tiene por qué ser la única) del filósofo es. analítica o conceptual, aun en los casos en que se ocupe de problemas normativos. Por tanto, existe una prioridad de lo conceptual sobre lo normativo, con lo cual la distinción entre problemas «analíticos» y problemas «normativos» no alude a categorías excluyentes. Y es que el discurso normativo se puede prestar a una evaluación racional sólo si es conceptualmente claro y racionalmente estructurado. Hechas las anteriores precisiones, podría sostenerse que siempre que surge una cuestión jurídica general que tiene que ver con el análisis conceptual y/o la valoración del derecho (incluyendo de qué manera se pueden relacionar ambos) nos hallamos ante un problema de filosofía del derecho. Los abogados, los jueces y los cultivadores de la ciencia jurídica también requieren realizar análisis de carácter conceptual para hacer bien su trabajo, lo cual pone de relieve que la tarea filosófica puede ser productiva para la práctica jurídica. 3.

ELANÁLISIS CONCEPTUAL

Dado el lugar central que ocupa el análisis conceptual en la reflexión filosófica su alcance debe quedar claro. No puede consistir sólo en dar a conocer cómo es usada una determinada expresión en una concreta comunidad. Esto ya se encuentra en los diccionarios. La tarea del filósofo puede partir de la constatación del uso que se hace de una palabra en una comunidad, pero no puede ser la meta de su investigación. Su cometido no es el de entender las palabras de manera aislada, sino entender las prácticas en las cuales estas palabras surgen y qué es lo que ellas designan. Por tanto, el filósofo no es un mero reportero de los usos lingüísticos vigentes, ni un filólogo que indaga en la raíz etimológica de una expresión, sino más bien un corrector de usos. Su tarea tiene que ver con el análisis más claro posible de un concepto determinado, que explique por qué el concepto es usado de una determinada manera e intente encajarlo coherentemente en el entramado formado por otros conceptos relacionados. Un buen símil del análisis conceptual dentro de la actividad filosófica lo ofrece el filósofo Simon BLACKBURN cuando dice: «Yo prefiero presentarme como un ingeniero de conceptos. El filósofo estudia la estructura del pensamiento del mismo modo que el ingeniero estudia la estructura de los objetos materiales. Comprender una estructura significa identificar cómo funcionan las partes y cómo se relacionan entre sí [... ]. Nuestros conceptos o ideas constituyen el edificio mental en el que vivimos. Puede que nos sintamos orgullosos de las estructuras que hemos construido, o bien podemos convencemos de que debemos des-

INTRODUCCIÓN

19

mantelarlas y empezar otra vez desde los cimientos. Pero antes que nada debemos saber en qué consisten» (BLACKBURN, 1999: 11-12). Acabo de descartar que el análisis conceptual sea una tarea de descubrimiento de los usos vigentes en una determinada comunidad. Si lo fuere, se trataría de una actividad que daría como resultado definiciones informativas que podrían ser calificadas como verdaderas o falsas, es decir, existiría un criterio objetivo para juzgar esa actividad. Ahora bien, como el análisis conceptual es otra cosa, resulta pertinente preguntarse acerca de la posibilidad de tener algún método para examinar su corrección. ¿Existen criterios de corrección del análisis conceptual? Al respecto, hay que insistir en que los filósofos casi siempre trabajan en un campo o red conceptual, de forma que habitualmente están más interesados en las distinciones lógicas y las conexiones entre diferentes conceptos, que en la definición de una expresión particular. El análisis conceptual, entonces, descansa fundamentalmente en la capacidad de ofrecer una concepción de nuestra red conceptual en determinado campo que pueda explicar nuestras intuiciones conceptuales (VoN WRIGHT, 1963a: 4-6; STRAWSON, 1992: 17-28). Aquí por «intuición» no hay que entender un método especial de acceder al conocimiento, opuesto, por ejemplo, al uso de la razón. Me refiero con esta expresión a algo menos controvertido. Las intuiciones no serían más que las ideas que tenemos acerca de una determinada cuestión, antes de haber llevado a cabo una reflexión ordenada sobre la misma. En estas circunstancias, el problema pasa a ser: ¿cómo controlamos las explicaciones de nuestras intuiciones conceptuales? De hecho, a veces tenemos intuiciones inconsistentes o intuiciones que sólo reconstruyen parcialmente determinados aspectos de nuestra práctica (SMITH, 1994: 29-32). La idea del filósofo político John RAWLs del equilibrio reflexivo puede resultar útil en este punto (RAWLS, 1971: 20, 48-52). Según RAWLS, al construir una teoría de la justicia comenzamos con nuestras propias intuiciones acerca de la justicia para desplazamos hasta una concepción coherente basada en los principios de la justicia tal como surgen de la denominada «posición originaria». Si nuestras intuiciones divergen mucho de la teoría obtenida, es posible que estemos dispuestos a revisar algunos de los principios de la teoría, pero también podemos abandonar algunas de nuestras intuiciones a la luz de los juicios considerados que surgen de la teoría. La mejor teoría de la justicia es, entonces, la que surge de este equilibrio reflexivo de juicios considerados una vez la teoría ha sido revisada. El propio RAWLS ha expuesto este método no somo algo exclusivo de su teoría de la justicia. En este sentido, cita la Etica a Nicómaco de ARISTÓTELES como un ejemplo de puesta en práctica del equilibrio

20

JOSEP M. VILAJOSANA

reflexivo. Tampoco considera que sea una manera de controlar las tesis filosóficas apropiada únicamente para la filosofía moral, sino que da a entender que se puede encontrar en otros ámbitos filosóficos (como en GOODMAN, 1954: 65-68). Por tanto, éste sería un método aplicable a cualquier ámbito filosófico. A través del equilibrio reflexivo controlamos nuestras intuiciones conceptuales a partir de las reglas que rigen determinada reconstrucción conceptual. Comenzamos con algunas intuiciones que subyacen al uso de determinados conceptos, es decir, que sirven para dar cuenta de algún modo de una práctica determinada, para a renglón seguido proponer un análisis de dichos conceptos en una determinada reconstrucción teórica en nuestra red conceptual. Si el resultado, el entramado de la red, se aleja mucho de nuestras intuiciones, estaremos dispuestos a revisar algunos de los nodos de la red. Si alguna intuición no encaja en absoluto en nuestra red conceptual podemos estar dispuestos a sacrificarla. Este ajuste mutuo entre red conceptual e intuiciones constituye el fundamento del análisis conceptual. 4.

PROBLEMAS DE IDENTIFICACIÓN Y DE JUSTIFICACIÓN

El libro se estructura en dos partes. La· primera está dedicada al análisis de tres problemas relativos a la identificación del derecho, mientras que la segunda examina otros tantos problemas relacionados con la justificación del derecho. Digamos algo sobre ambas. Hay un acuerdo generalizado respecto a que toda sociedad humana tiene alguna forma de control social. Con ello se pretende hacer referencia al hecho de que los seres humanos que conviven en un determinado lugar con una cierta vocación de perdurabilidad desarrollan algún tipo de mecanismo, más o menos formal, para reforzar las conductas consideradas deseables, desincentivar aquellas que se consideran indeseables y resolver ciertos conflictos, cuya persistencia haría imposible la convivencia. Si esto es así, quien pretenda ofrecer criterios para identificar el derecho de una determinada sociedad debería plantearse para empezar dos cuestiones relativas al control social. En primer lugar, tendría que preguntar qué tiene en común el derecho con el resto de formas de control social, como son la moral o los usos sociales. Se podría contestar muy rápidamente a esta cuestión diciendo que estamos en presencia de una forma de control social cuando ciertas conductas son consideradas obligatorias o prohibidas. En segundo lugar, sería preciso establecer cuáles son los rasgos distintivos de las sociedades que poseen sistemas jurídicos. Esta pregunta sólo puede ser respondida identificando aquellas características propias del derecho, que lo distinguen de otras for-

INTRODUCCIÓN

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mas de control social. A esta segunda pregunta pretende responder principalmente la tesis social, cuyo análisis ocupará buena parte del capítulo 1, dedicado a examinar las condiciones de existencia de los sistemas jurídicos. Pero a la hora de encarar la identificación del derecho, hay que abordar dos problemas ulteriores. Por un lado, es preciso establecer si es posible caracterizar el derecho solamente mediante la alusión a hechos sociales o se requiere mencionar también propiedades morales. Este problema se aborda en el capítulo 11. Por otro lado, hay que tomar en consideración que la práctica jurídica incluye de manera destacada acciones y actitudes de los jueces, a través de cuyas decisiones parece manifestarse también el derecho. Ahora bien, cuando desarrollan esa actividad, ¿están los jueces aplicando el derecho previamente determinado o son ellos los que de alguna manera lo crean a través de sus decisiones? Esta cuestión es la que se examina en el capítulo 111. A menudo los juristas no sólo realizan una función de descripción y sistematización de los textos legales, sino que, como veremos, se ven obligados a suministrar soluciones cuando estos textos no las ofrecen, bien sea por vaguedad o ambigüedad del lenguaje legal, por presencia de lagunas normativas o antinomias irresueltas, etcétera. El objetivo en estos casos es el de adecuar sus soluciones a requisitos de racionalidad. En otras ocasiones, directamente proponen cambios de lege ferenda o de sententia ferenda para adecuar el derecho a determinados requisitos de justicia. Ocurre, sin embargo, que suelen realizar esta labor sin distinguirla de la anterior, mezclando así descripción y valoración y presentando sus conclusiones como si se tratara de una actividad descriptiva del ordenamiento. Por esa razón, es fundamental que la filosofía del derecho ofrezca a los juristas una reconstrucción de las diversas concepciones que pueden justificar o censurar el derecho existente. Estas concepciones, que podemos denominar doctrinas de justificación, deben elaborar una concepción articulada de los fines justificantes del derecho o de una de sus ramas. Dentro de los problemas de justificación que podrían examinarse, aquí se prestará atención a tres de ellos. trata de comprobar las posibilidades de justificación de la obedienal derecho (capítulo IV), del castigo penal (capítulo V) y de la unposición jurídica de la moral (capítulo VI). Sin embargo, cuando afrontemos los problemas de justificación hay que extremar la prudencia, ya que se entra en un terreno minado como es el de la filosofía moral. Y, en este sentido, siempre conviene recordar las sabias palabras de Bemard WILLIAMS cuando dice que «escribir s?bre filosofía moral es un asunto arriesgado [... ]por dos razones espeprimera es que es probable que uno ponga de manifiesto las y la inadecuación de la visión que uno tiene del asunto mas directamente que en otras partes de la filosofía. La segunda es que uno podría correr el riesgo, si se le toma en serio, de extraviar a la gen-

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te en asuntos que son de importancia. Mientras que son pocos los tratadistas de esta materia que hayan sido capaces de evitar el primer riesgo, son muchos los que han evitado el segundo o bien haciendo imposible que se les tome en serio, o bien rehuyendo escribir sobre algo de importancia, o bien por ambos medios» (WILLIAMS, 1972: 11). 5.

MÁS PREGUNTAS QUE RESPUESTAS

La estructura de los capítulos refleja la perspectiva que aquí se ha adoptado. En primer lugar, se tratará de establecer con claridad el planteamiento del problema de que se trate. En algunas ocasiones es bueno ser consciente, y así se pondrá de relieve cuando convenga, que esta cuestión no resulta pacífica. La razón es muy sencilla. Muchas veces, un determinado planteamiento del problema casi incorpora ·su propia solución. Esta circunstancia puede llevar a que el análisis de una determinada problemática deba basarse en supuestos más generales, que permitan englobar aquellos más concretos. Aunque esto no siempre es posible. No es infrecuente que distintos autores traten en teoría el mismo problema, cuando en realidad lo que hacen es abordarlo con un enfoque más o menos cercano que hace variar por completo el alcance de sus tesis. Es un fenómeno parecido a lo que sucede a la hora de realizar una fotografía. Utilizar un zoom potente tiene como consecuencia que la instantánea se concentre en un punto muy concreto, con lo que pueden revelarse detalles muy importantes del mismo, pero a costa de perder el encaje de ese punto con los que le rodean. Por el contrario, si se utiliza un enfoque más panorámico se pueda dar cuenta cabal del entramado general del conjunto, pero sus componentes pierden nitidez. Estas diferencias de enfoque de los problemas filosóficos es preciso subrayarlas cuando se dan. De lo contrario, se corre el riesgo de entrar en discusiones estériles a las que por desgracia son muy aficionados., los filósofos, en general, y los filósofos del derecho, en particular. Este puede ser parte del polvo que levantan los filósofos, al que se refiere la cita de BERKELEY que encabeza esta introducción.

INTRODUCCIÓN

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También aparecerá, como no podría ser de otro modo, mi propia .lo más e__cuánivisión de estos problemas. me posible en su tratamiento, es Inevitable que se manifieste algun. sesgo debido a mi propia orientación. Por eso, tal vez sea conveniente posición general ante los proexplicitar desde. blemas de identlflcacion y de JUStlflcacion que veremos. Por lo que hace a la identificación soy de la de que aún están por explorar todas las Imphcaciones de una derecho de corte convencionalista y ésa es la línea en la que me Inscnbiría. En relación con los problemas de justificación, ya he dicho que hay que extremar la cautela y así procederé. De todos modos, los prea .de la supuestos de los que parto quedan bastante segunda parte del libro. Se correspon?en con_, pohtlca de corte liberal en un sentido muy ampho del termino «hberal». Se trata no de un económico de corto alcance, sino básicamente de un punto de vista liberal de cómo ser la pretende tomarse en serio los principios de autonomia, de dad y de dignidad de las personas, tal como se exponen en el ultlmo capítulo. Una última advertencia. No espere el lector encontrar respuestas definitivas a los problemas planteados. Y es que, como nos recuerda Bertrand RussELL, «la filosofía debe ser estudiada, no por las respuestas concretas a los problemas que plantea [... ] sino más bien por el P?rque estos nuesvalor de los problemas tra concepción de lo posible, ennquecen nuestra Imaginacion Intelectual y disminuyen la seguridad dogmática que cierra el espíritu a la investigación» (RUSSELL, 1912: 134-135). Ésta es, en última instancia, la aspiración de este libro. Al lector corresponderá juzgar en qué medida se ha alcanzado.

Una vez planteado el problema de que se trate, así como los posibles desajustes de enfoque, será el momento de analizar las posiciones más destacadas respecto al mismo. Este libro no pretende recoger todas las tesis sostenidas por los autores respecto de cada problema. Más que una vocación exhaustiva, tiene una intención selectiva. Intentaré ofrecer los argumentos que considero relevantes para fundamentar las posiciones más significativas. El acento, como queda dicho, se pondrá más en la exposición ordenada de los argumentos que en la reconstrucción de las doctrinas completas de los autores que los hayan sostenido.

UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

PRIMERA PARTE

IDENTIFICACIÓN DEL DERECHO

CAPÍTULO! ¿CUÁNDO EXISTE EL DERECHO EN UNA DETERMINADA SOCIEDAD? Para que el concepto de dinero pueda aplicarse al material que está en mi bolsillo, tiene que ser la clase de cosa que la gente piensa que es dinero. Si todo el mundo deja de creer que es dinero, deja de funcionar como dinero y, finalmente, deja de ser dinero. John R. SEARLE

l.

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

El 7 de julio de 1981 se aprobó en España la llamada ley del divorcio. La aprobación de esta ley era el resultado de ciertas acciones llevadas a cabo por diputados y senadores que conformaban el Parlamento español de aquel entonces, por ejemplo, debates, aportaciones de enmiendas y votaciones con determinadas mayorías sobre el texto final. A pesar de este hecho ampliamente reconocido, algún cultivador de la dogmática civilista mantuvo que, aunque efectivamente se habían producido tales acciones, no se había introducido el divorcio en España, sencillamente porque el matrimonio es indisoluble por naturaleza. Los estudiantes, que querían estar informados de ese cambio legislativo, tuvieron que adquirir otros textos que lo recogieran y analizaran. Imaginemos que, por esas mismas fechas, un señor acude a un abogado pidiéndole asesoramiento. Le explica que ha leído en los periódicos y ha oído en la televisión que ha entrado en vigor la citada ley y

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que él desearía saber cuáles son los pasos jurídicos que debe seguir para divorciarse de su esposa. El abogado le responde: «No haga caso de lo que dicen los medios de comunicación. Aunque es cierto que se ha aprobado esa ley, en realidad usted no puede divorciarse ya que el matrimonio es indisoluble por naturaleza». Es probable que, frente a esta respuesta, el potencial cliente decida cambiar de abogado. ¿Qué es lo que suena extraño en las posiciones mantenidas por el dogmático y el abogado del ejemplo? Seguramente, lo que nos causa extrañeza es que no tomen en cuenta las acciones de los parlamentarios y no las consideren idóneas para producir modificaciones legislativas. En definitiva, esos planteamientos van en contra de la intuición de que el derecho de una sociedad es cambiante y que ese cambio se puede realizar voluntariamente mediante acciones de algunos miembros de esa sociedad. Aunque el dogmático y el abogado tengan razones para creer que el divorcio es inmoral, cometen un error al identificar el derecho de su sociedad, porque no han tenido en cuenta hechos relevantes. Por ese motivo, transmiten una información errónea y por eso mismo nos parece razonable que los estudiantes busquen otros libros y que el cliente cambie de abogado. La intuición anterior se puede generalizar diciendo que es una idea ampliamente compartida la de pensar que el derecho es un fenómeno social. Coinciden en este punto tanto personas sin formación jurídica especial como cultivadores de distintas disciplinas que tienen como objeto de estudio el derecho de una determinada sociedad, bien sea desde una perspectiva sociológica, bien sea desde la visión de la dogmática jurídica, aunque sea con alguna excepción. No escapan a este modo de entender el derecho los estudios de filosofía jurídica, ya que éstos, a pesar de ocuparse del análisis de las propiedades compartidas por los distintos ordenamientos jurídicos, reconocen, o simplemente dan por descontado, que una de esas características comunes es que tales ordenamientos son producto de las acciones de seres humanos que viven en sociedad. Otra forma de expresar la idea de que el derecho es un fenómeno social es la de afirmar que, de algún modo que después habrá que concretar, su existencia depende de hechos sociales. 2.

LA TESIS SOCIAL

Sin embargo, en la literatura sobre la relación entre hechos sociales y derecho se puede apreciar una gran variedad terminológica y de contenido. Aunque tal vez pueda hallarse un punto de uniformidad entre tanta variedad (véase, en un sentido algo distinto, BAYÓN, 2002). Este

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mínimo punto en común quedaría reflejado en la que podemos llamar Tesis Social, que se enunciaría de la forma siguiente: TS: La existencia del derecho depende de la existencia de determinados hechos sociales.

El problema que abordaré en este capítulo es el de intentar desarrollar un análisis convincente de los hechos que se consideran relevantes para la existencia del derecho. Pero antes de hacerlo es preciso decir muy brevemente algo respecto a la relación de dependencia que se predica en TS. Al respecto se pueden adoptar dos posiciones. Una, que podemos llamar reduccionista, sostendría que las normas jurídicas son hechos sociales y el derecho, por tan!o, consiste en un conjunto de hechos sociales (OLIVECRONA, 1939). Esta es una posición poco verosímil, ya que es más generalmente admitido que el derecho está formado por normas y no por hechos. Por sólo poner un ejemplo, piénsese lo raro que parecería decir que hemos derogado un hecho, mientras que es perfectamente comprensible hablar de la derogación de normas jurídicas. De ahí que la posición mayoritaria, que llamaríamos no reduccionista, consista en entender que de alguna forma las normas jurídicas, y, con ellas, el sistema jurídico de una determinada comunidad, supervienen a determinados hechos sociales sin identificarse con ellos (COLEMAN, 2001). En este sentido, el derecho de una determinada sociedad está constituido por normas que no son hechos, sino enunciados (o significados de enunciados), cuya existencia se predica a partir de la ocurrencia de determinados hechos, como sería la formulación de determinadas expresiones en determinados contextos (por ejemplo, las que emiten los parlamentarios en ejercicio de sus cargos en un determinado país). No voy a profundizar mucho más sobre cómo hay que entender la idea de superveniencia, ni sobre qué implicaciones se producen a la hora de entender qué tipo de entidades son las normas (véase, al respecto, ALCHOURRÓN y BULYGIN, 1979; y CARACCIOLO, 1997). Baste decir por ahora que esta segunda posición será la presupuesta aquí. Sin embargo, a los efectos de clarificar la relación de dependencia entre hechos sociales y derecho que se postula en la Tesis Social no basta con acordar que el derecho superviene a, o es el producto de, determinados hechos sociales. Se requiere, además, profundizar en el análisis de esta relación. Pueden sostenerse dos posiciones al respecto, según se entienda que la existencia de determinados hechos sociales es sólo una condinecesaria o bien que se trata de una condición necesaria y sufiCiente de la superviniencia del derecho.

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Si se mantiene que la existencia de hechos sociales es condición necesaria, pero no suficiente, de la superviniencia del derecho, lo que se afirma es que sin determinados comportamientos y actitudes de los seres humanos de una determinada sociedad no existiría el derecho de esa sociedad, pero que tales conductas y actitudes no son lo único que se requiere para dar lugar a los sistemas Se exigir, por ejemplo, que el contenido de las normas dictadas a partir de un d.eterminado procedimiento no contradiga lo dispuesto en un derecho Ideal o racional. Si TS se interpreta de esta forma, podría ser una tesis ampliamente aceptada por la mayor parte de los autores, positivistas y anti positivistas, ya que estos últimos no niegan que deban darse .algunos hechos sociales para identificar el derecho de una determinada sociedad (¿cómo si no podríamos distinguir el derecho de la sociedad A del derecho de la sociedad B?). Lo que no aceptan estos autores es que eso sea lo único que se requiera para desarrollar tal identificación. Piénsese, por poner sólo dos ejemplos significativos autores no positivistas, en la «ley humana» de la que habla Tomas DE. AQUINO (Suma de Teología: I-II, q. 95), o el derecho en su «et.apa tativa», en palabras de DWORKIN ( 1986: 65-6
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inclusivo, los hechos sociales sólo tienen que aparecer necesariamente como condiciones de existencia de los criterios, pero no como contenido de los mismos. Pero el análisis de estas cuestiones lo reservo para el próximo capítulo. 2.1.

2.1.1.

Un modelo simple: unos mandan y otros obedecen Soberano y hábito de obediencia

Si alguien se pone a reflexionar acerca de cuáles pueden ser los hechos que hay que tener en cuenta para considerar al derecho como fenómeno social es casi seguro que le parecerá fuera de toda duda lo siguiente: si en una sociedad decimos que hay derecho (si existe un determinado sistema jurídico) es porque alguien ha dictado normas que los demás obedecen. Esta nueva intuición que todos tenemos es la que constituye la base de la respuesta teórica que BENTHAM y AusnN desarrollaron en el siglo XIX. Para estos autores, el derecho es un fenómeno propio de sociedades de gran tamaño y que poseen un soberano. El soberano es una persona o grupo de personas que tiene el poder último en una sociedad. Alguien ostenta. el poder último la sociedad si y sólo si es mayoritariamente obedecido de manera habitual por el resto de los miembros de la sociedad y, a su vez, no presta una obediencia semejante a nadie. La existencia de un soberano es el primer hecho al que hay que prestar atención para saber si se ha constituido un sistema jurídico en una determinada sociedad. vez la, de este poder ,soberano, podemos . Identificar las normas Jundicas de una sociedad. Estas serían un subde mandatos del el formado por las órdenes generales dingidas a clases de acciones e individuos y cuyo cumplimiento es reforzado a través de la amenaza de sanciones. Nótese que de este modo se establecería la existencia del derecho de una sociedad a través de hechos tales como los actos de ordenar y obedecer. En efecto, tales actos pueden ser identificados sin recurrir a la bondad o maldad de lo ?rdenado. Al mismo tiempo, el soberano puede ser identificado con Independencia de si ocupa esa posición legítimamente o no. Esta teoría, que suele recibir el nombre de imperativa, puede ser caracterizada por dos rasgos: su monismo y su carácter reductivo.

. ,que se trate de una teoría monista significa que todas las normas

a un normas del soberano que Imponen a sus subditos, ?aJo la amenaza de sanción para Esto no quiere decir que para quien sostenel caso de ga esta posición, el soberano no tenga ningún tipo de límites. Puede

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tenerlos, pero éstos son externos al derecho. Por ejemplo, uno de estos límites externos puede ser la opinión pública. Es posible que el soberano a la hora de dictar normas no vaya más allá de lo que la opinión pública pueda tolerar, pero esto no sería más que un signo de prudencia, no un acto de obediencia. Además, que la teoría sea monista no supone desconocer que existan en los sistemas jurídicos disposiciones que no obedezcan a la forma de los imperativos, por ejemplo, permisos, definiciones, etcétera. Pero estas disposiciones no son vistas como verdaderas normas, sino, a lo sumo, como el material no jurídico que requiere todo sistema jurídico para funcionar. La teoría imperativa es también reduccionista. Esto es así, porque sostiene que el lenguaje normativo empleado a la hora de describir y usar el derecho (cuando hablamos de autoridades, derechos, obligaciones, etc.) puede ser analizado, sin perder comprensión del fenómeno jurídico, en términos no normativos, a través de enunciados acerca del poder y la obediencia. Por ejemplo, decir que un sujeto tiene autoridad, sería equivalente a sostener que recibe obediencia habitual. De esta manera, se habría reducido el lenguaje normativo a lenguaje no normativo. Una de las consecuencias de sostener esta aproximación al estudio del derecho es que el saber jurídico no se basaría en un método específico de conocimiento al margen del de las ciencias que se ocupan de «objetos» no normativos. 2.1.2.

Algunas objeciones

A pesar de su atractivo intuitivo, este modelo plantea problemas. Una visión monista del derecho presenta algún inconveniente. No parece que se gane demasiado con intentar acomodar todas las disposiciones relevantes en el ámbito jurídico a una única fórmula: órdenes con la amenaza de sanción. En concreto, existirían reglas muy importantes de todo sistema jurídico, cuyas funciones quedarían sin explicar o muy oscurecidas si tuvieran que ser reconstruidas como órdenes. Entre ellas se hallarían las que posibilitan los cambios normativos, las que facultan a ciertas autoridades a resolver los casos aplicando el derecho y las que recogerían los criterios de identificación de las normas que forman parte del sistema. Estas funciones de cambio, adjudicación y reconocimiento, que dan lugar a otras tantas clases de reglas, que HART ha denominado reglas secundarias, son una parte imprescindible de los sistemas jurídicos desarrollados, que no permiten ser explicadas con el esquema simple de la teoría imperativa (HART, 1961: cap. V). En concreto, la regla de reconocimiento veremos que juega un papel decisivo a la hora de determinar la existencia de un sistema jurídico.

¿CUÁNDO EXISTE EL DERECHO EN UNA DETERMINADA SOCIEDAD?

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El carácter reduccionista de la teoría que comentamos también distorsiona la comprensión del derecho como fenómeno social. La razón es que el derecho parece ser irreductiblemente normativo. Esta circunstancia ha sido destacada tanto por KELSEN como por HART. KELSEN viene a decirnos que la manera propia de existir del derecho es normativa (KELSEN, 1960). Por eso, sería un error equiparada exactamente a un tipo de existencia empírica, como parecen sugerir BENTHAM y AuSTIN. HART, a su vez, también suscribe esta crítica a AusTIN, si bien lo hace diciendo que explicar la existencia de las normas jurídicas en términos de hábitos de obediencia es confundir los hábitos con las reglas. Para entender lo que quiere decir HART podemos proponer un ejemplo muy sencillo. En nuestra sociedad solemos tomar café después del almuerzo y solemos comer con cubiertos. ¿En qué se parecen y en qué se diferencian ambas acciones? La semejanza es que en ambos casos se trata de comportamientos regulares, recurrentes. Cada vez que hay un almuerzo, la mayor parte de las personas en nuestra sociedad usa cubiertos para comer y toma café. Ahora bien, qué ocurre cuando alguien no realiza alguna de estas acciones. Aquí apreciamos la diferencia entre ellas. En el caso de que alguien no tome café, no consideramos su actitud reprochable; en cambio, si alguien no come con cubiertos estaremos dispuestos a criticarle. Esta distinta reacción pone de relieve que el tomar café después del almuerzo es un simple hábito, pero el comer con cubiertos es una regla. Ello es así, porque para que exista un hábito únicamente se requiere un comportamiento recurrente. En cambio, cuando se habla de reglas, además de la regularidad del comportamiento, se exige una actitud crítico-reflexiva, que se manifiesta en la conciencia de que esa conducta que se sigue es de obligado cumplimiento Y en las críticas a quienes no la realizan. Por eso, decimos que en nuestra sociedad existe la obligación de comer con cubiertos y no decimos que exista la obligación de tomar café después de las comidas. Se trata, claro está, de una obligación no jurídica (pertenece al ámbito de los 11sos sociales), por cuanto la sanción para el caso de incumplimiento no está institucionalizada (la sanción en este caso puede ser el rechazo por parte de los demás miembros del grupo a comer con quien incumpla la regla). Este ejemplo muestra que el aspecto normativo de ciertas prácticas no puede ser reducido a términos empíricos sin perder su sentido propio, ya que las reglas no son simples hábitos de conducta.

Hacia un modelo más sofisticado . modelo imperativo, pues, es excesivamente simple, aunque muy tntuittvo. No hay duda de que cuando el derecho existe en una sociehay quien manda y quien obedece. Pero la realidad social que pre-

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supone la existencia del derecho es más compleja que la bosquejada por ese modelo. Para comprender un modelo más sofisticado, sin embargo, es preciso decir algo acerca de los hechos sociales y la creación de la realidad social.

EXISTE EL DERECHO EN UNA DETERMINADA SOCIEDAD?

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Hechos convencionales

A pesar de lo que acabamos de decir, qué quepa entender por social» es una cuestión nada clara en la literatura filosófica (véase GILBERT, 1989; COLLIN, 1997) y en la iusfilosófica en ... .-..... Así, no resulta infrecuente encontrar en un mismo texto disusos, muchas veces sólo implícitos, de esta expresión. Por lo que nos concierne, pueden distinguirse dos sentidos que podemos Hageneral y particular.

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2.2.1.

Hechos naturales y hechos sociales

Un hecho es lo que hace verdadera a una proposición. Si decimos: «en estos momentos está lloviendo en Barcelona», el hecho que hará verdadera la proposición que expresamos a través de este enunciado será que efectivamente esté cayendo la lluvia en la ciudad Condal. Cuando se habla de la existencia de sistemas jurídicos o del. derecho, ¿qué hechos harán verdadera la afirmación de que en una determinada sociedad se ha constituido un sistema jurídico? TS descarta que la existencia del derecho sea equiparable a la de un fenómeno natural, como sería la caída de la lluvia. La lluvia existe con independencia de las creencias y las actitudes de las personas. Que llueve en Barcelona es una verdad independiente de lo que los seres humanos piensen acerca de ello. Sin embargo, la existencia de una cola para sacar la entrada para un concierto no es un fenómeno natural. Para ver una fila de personas como una cola, hace falta un conjunto de creencias y actitudes que soportan dicho fenómeno institucional: la aceptación de ciertas normas constitutivas, definitorias de la cola, y la aceptación de ciertas normas prescriptivas que atribuyen derechos y deberes a la posición que uno tiene en la cola. Por ejemplo, que uno tiene el deber de aguardar a que obtengan la entrada los que le preceden en la cola, y el derecho de obtenerla antes que los que le suceden en la cola. La existencia de las colas es, por así decirlo, dependiente de la práctica. Existe, en el sentido de John SEARLE, como un hecho institucional (SEARLE, 1995). Pues bien, aunque de una forma mucho más compleja, los ordenamientos jurídicos tienen una existencia también institucional, son semejantes a las colas y no a la lluvia. Es por esta razón que nos parece una obviedad la Tesis Social: la existencia del derecho en una sociedad depende de un conjunto de hechos sociales.

Así, pues, los hechos pueden dividirse en naturales y sociales. Los primeros son aquellos cuya existencia es independiente de cualquier estado intencional (creencias, deseos, actitudes), mientras que los segundos existen sólo si existen ciertos estados intencionales. Ahora bien, estos últimos pueden dividirse, a su vez, entre hechos convencionales y hechos no convencionales. Al análisis de esta división dedicaré el próximo apartado.

En sentido general, con la expresión «hechos sociales» se haría referencia a los comportamientos, actitudes y creencias de las personas que viven en sociedad. En sentido particular, se reservaría la expresión «hecho social» para una subclase de esos comportamientos, actitudes y creencias, caracterizada por la presencia, entre otros rasgos, de «creencias mutuas» (LAGERSPETZ, 1995), «intencionalidad colectiva» (SEARLE, 1995) o «conocimiento mutuo» (LEWIS, 1969). Los dos sentidos son relevantes para la teoría del derecho, pero conviene no confundirlos. En efecto, únicamente si se emplea el sentido general cabe luego la posibilidad de decir que autores tan emblemáticos del positivismo jurídico como son AusnN y HART mantienen la Tesis Social, puesto que entendido «hecho social» en su sentido particular, tal tesis sería sostenida por HART, pero tal vez no por AusTIN, como acabamos de ver. Es, en efecto, central a la teoría del derecho hartiana la presencia del punto de vista interno, el cual remite necesariamente al concepto de creencia mutua o de conocimiento mutuo, como veremos después. AusTIN, en cambio, se caracteriza, como vimos, por dar una explicación del fenómeno jurídico en términos de hábito de obediencia, que precisamente no requiere la presencia de tal elemento, y ésta es precisamente la deficiencia central que HART detecta en su teoría. Sobre ello volveremos más tarde. Si esto es así, hay una buena razón para trazar la distinción entre hechos sociales en general y hechos sociales en sentido particular, a los que podemos llamar hechos convencionales. Las condiciones de existencia de un hecho convencional, en relación con un determinado grupo social, serían las siguientes (véase LEWIS, 1969: 42, 56, 78; NARVÁEZ, 2004): 1) La mayoría de los miembros de un determinado grupo realiza una determinada conducta cuando se dan determinadas circunstancias. 2) La mayoría de los miembros del grupo cree que l. 3) La creencia de que se da 1 constituye una razón para realizar esa conducta en esas circunstancias.

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¿CUÁNDO EXISTE EL DERECHO EN UNA DETERMINADA SOCIEDAD?

que podría ser al revés y ello no afectaría al juego del ajedrez (para un análisis algo distinto de la en las convenciones, véase MARMOR, 1996: 349-371).

4) Hay un conocimiento mutuo entre la mayoría de los miembros del grupo de lo que se dice en las anteriores cláusulas. Es decir, las conocen, conocen que los demás las conocen, conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etcétera. El ejemplo dado anteriormente puede servir ahora. Que exista la convención de comer con cubiertos en nuestra sociedad puede reconstruirse así: 1) La mayoría de los miembros de S usa los cubiertos a la hora de comer. 2) La mayoría de los miembros de S cree que la mayoría de los miembros de S usa los cubiertos a la hora de comer. 3) La creencia de que la mayoría de los miembros de S usa los cubiertos a la hora de comer constituye una razón para usar los cubiertos a la hora de comer. 4) Hay un conocimiento mutuo entre la mayoría de los miembros del grupo de lo que se dice en las anteriores cláusulas. Es decir, las conocen, conocen que los demás las conocen, conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etcétera. 2.2.3.

Respecto a la segunda pregunta, conviene distinguir cuidadosamente dos sentidos de «objetivo» y «subjetivo». En sentido ontológico, la realidad natural sería objetiva (independiente de estados intencionales), mientras que la realidad social sería subjetiva (dependiente de estados intencionales). Pero esta distinta conformación de la realidad no impide que epistemológicamente ambas puedan ser conocidas de manera objetiva, es decir, sin valoración. Una vez que sabemos que una cola se forma a través de ciertos comportamientos y actitudes de las personas, podemos identificar objetivamente si en una determinada situación se ha formado o no una cola. Por tanto, la identificación de la existencia de la cola es tan objetiva como la identificación de la lluvia. Por supuesto que desde un punto de vista escéptico, alguien puede sostener que no hay tal cosa como hechos naturales, cuya existencia sea independiente de estados intencionales, ya que todos los hechos son ontológicamente subjetivos. Frente a esta objeción, cabe decir simplemente lo que afirma LAGERSPETZ: «Si todos los hechos son en última instancia subjetivos, los hechos convencionales lo son el doble» (LAGERSPETZ, 1995: 209).

La creación de realidad social

Los hechos sociales, sean convencionales o no, conforman la realidad social. Puesto que los hechos sociales se constituyen a través de estados intencionales (creencias y actitudes), se puede afirmar que la realidad social depende de estados intencionales. Ahora bien, esta afirmación puede resultar extraña a primera vista. ¿Cómo puede ser que la realidad esté constituida por estados intencionales? Si esto es así, ¿no se convierte tal realidad en subjetiva (ya que dependerá de las creencias que cada uno tenga) y, por tanto, radicalmente inaprensible? Contestando a la primera pregunta, hay que decir que una de las formas más comunes en la que los estados intencionales contribuyen a la creación de hechos sociales es a través de las llamadas reglas constitutivas, que obedecen a la fórmula acuñada por SEARLE: «X cuenta como Yen el contexto C» (también se encontraba ya en RAWLS, 1955). En qué medida esto es así respecto al derecho y qué relación se da entre los hechos convencionales y las reglas constitutivas, es algo sobre lo que volveré más adelante. Aunque sí que puede ayudar a aclarar esta cuestión una observación de SEARLE. Este autor dice al respecto que mientras las convenciones son arbitrarias, las reglas constitutivas no lo son (al menos no lo son en el mismo sentido). Pone ejemplos relativos al ajedrez. Las reglas que definen los movimientos permitidos de las piezas son reglas constitutivas, sin ellas no existiría el ajedrez; en cambio, que el rey sea de mayor tamaño que el peón es convencional, ya

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CONDICIONES DE EXISTENCIA DE LOS SISTEMAS JURÍDICOS Pertrechados con las distinciones precedentes, podemos formularnos directamente la siguiente pregunta: ¿cuáles son las condiciones de existencia de un sistema jurídico? Para responderla podemos tomar como punto de partida la visión de HART, según el cual se requieren dos condiciones para que pueda decirse que un sistema jurídico existe: 1)

Que exista una regla de reconocimiento que permita conocer son los criterios de pertenencia de las otras reglas del sistema. . 2) Que las reglas identificadas a partir de la regla de reconocitn1ento se cumplan generalmente por el grueso de la población (HART, .1961 : 116).

,

Ambas condiciones parecen hacer referencia a tipos de hechos distintos y pueden plantear problemáticas sólo parcialmente Mientras que en la primera condición los problemas giraen torno a las condiciones de existencia de la regla de reconociparece que exigen, como veremos, la presencia de hechos en la segunda condición, se alude a la llamada «efide las normas, y tal vez ésta pueda ser explicada a través de

•.,....

............ V.l.LUJLI..-L),

.••.

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hechos sociales no convencionales. A continuación analizaré por separado cada una de estas condiciones.

3.1.

La primera condición: la existencia de una regla de reconocimiento

En lo que sigue voy a entender la primera condición de existencia de los sistemas jurídicos como una tesis convencionalista, que he defendido en otro lugar (VILAJOSANA, 2003) y cuya formulación sería la siguiente: TC: En todo sistema jurídico existe una convención con una dimensión constitutiva, a partir de la cual se puede establecer una regla técnica, cuya función es la de identificar el derecho de una determinada comunidad.

Vayamos por pasos y analicemos el sentido y algunas implicaciones de los elementos que aparecen en esta formulación. 3.1.1.

La regla de reconocimiento como convención

Algunas de las afirmaciones que realiza HART respecto a la regla de reconocimiento son que ésta es una regla social y que existe como una cuestión de hecho. Creo que esto puede interpretarse diciendo que la existencia de la regla de reconocimiento como regla social es un hecho convencional (HART, 1994: 256). Si esto es así, la verdad de la proposición expresada por el enunciado: «en la sociedad S existe la regla de reconocimiento R» dependerá de la existencia de hechos convencionales. ¿Cuáles son esos hechos convencionales? HART entiende que la regla de reconocimiento existe como una práctica normalmente coincidente de los funcionarios y las personas privadas a la hora de identificar el derecho de una determinada sociedad, cuyo contenido se manifiesta por el uso que esas personas realizan de determinados criterios de identificación (HART, 1961: 107). Ahora bien, el uso de criterios compartidos de identificación debe ir acompañado por una determinada actitud, que HART denomina «punto de vista interno». Las autoridades de una determinada sociedad, y entre ellas especialmente los jueces, se comportan de una manera que es consistente con el hecho de seguir la regla que permite identificar el derecho válido de esa sociedad. Ello se refleja en un conjunto de compromisos normativos que aprueban la conducta convergente como· justificada y que condenan las desviaciones. Ésta es la actitud crítico-reflexiva que

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denomina punto de vista interno. El punto de vista interno puede traducido en términos de hechos convencionales, de tal modo que, < •.;....... ..t1Prlrtn de lo que dijimos al definir «hecho convencional», el enun«en la sociedad S existe la regla de reconocimiento R» podría así: •

1) La mayoría de los juristas de la sociedad S usa los criterios Cl, Cn (que forman la regla de reconocimiento de S) cada vez que tieque identificar el derecho de S. 2) La mayoría de los juristas de S cree que l. 3) La creencia de que se da 1 constituye una razón para usar esos criterios en esas circunstancias. 4) Hay un conocimiento mutuo entre la mayoría de los juristas de lo que se dice en las anteriores cláusulas. Respecto a la primera condición, puede haber discusión sobre si el grupo relevante es el de los juristas en general o el de los jueces. El texto de HART da pie a interpretaciones diversas. En algunas ocasiones HART se refiere a acciones de identificación de autoridades ( «courts and officials») y de sujetos privados, mientras que en otras enfatiza el papel desempeñado por los tribunales, casi en exclusiva. Parece, de todos modos, que puede afirmarse que los sujetos relevantes en estos casos serían todos aquellos que profesionalmente necesitan identificar el derecho de una determinada sociedad (por tanto, no sólo jueces y demás autoridades, sino también abogados). Es difícilmente concebible el funcionamiento de una sociedad en la que hubiera una discrepancia generalizada entre el sector oficial y el «privado» a la hora de usar criterios de identificación del derecho. En cuanto a la última condición, hay que decir que el no utilizar la noción de conocimiento mutuo o alguna equivalente puede llevar a planteamientos realmente absurdos, como es que se trate de proporcionar una serie limitada de creencias y preferencias cada vez de un nivel más alto. Es encomiable el intento de SARTORIUS, el cual llega a establecer 153 condiciones de existencia de una norma social (SARTORIUS, 1987: 49-51). Parece, sin embargo, totalmente arbitrario fijar un número determinado de posibles interacciones. Pero, dejando estas cuestiones de lado, es ahora más importante preguntarse por qué es ventajoso este enfoque. Es decir, al margen de lo que haya dicho HART, ¿por qué habría que adoptar una versión convencionalista de la primera condición de existencia de los sistemas jurídicos? La respuesta a esta cuestión tiene que ver más con el alcance combinado de las anteriores condiciones. Existen al menos dos razones para ello. En primer lugar, es un planteamiento necesario para evitar un regreso al infinito, y en segundo lugar, es la forma más adecuada de romper con un posible círculo

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vicioso. El primer problema ya fue abordado por HART de forma consciente, pero no así el segundo. Es común entender que en los sistemas jurídicos unas normas aut?rizan la creación de otras y así sucesivamente. Este proceso debe, s1n embargo, tener un final, so pena de caer en un regreso al infinito. Las propuestas de poner punto final a esta cadena normativa van desde el soberano de AusTIN, hasta la regla de reconocimiento de HART, pasando por la Grundnorm de KELSEN. La posición de AusTIN ya la comenté. La solución de KELSEN, según la cual la Grundnorm es una norma presupuesta, no es adecuada, por cuanto o bien genera un al de normas presupuestas, o bien introduce elementos de caracter soclologico, que hacen que la propuesta sea «impura» desde las propias coordenadas del autor. De todos modos, y aunque ahora no podamos detenemos en ello, resulta muy interesante la comparación entre la doctrina de este autor y la deSEARLE (véase CoMANDUCCI, 1999: 101-116). HART, sin embargo, es el que planteó más claramente la cuestión y dio en este sentido el paso decisivo para su resolución. Como cierre del sistema se requiere una regla que confiera validez al resto de normas, pero de la cual no tenga sentido predicarla (HART, 1961: 105-106). Esta regla es la regla de reconocimiento. Su existencia necesariamente es una cuestión de hecho, ya que no puede ser derivada de otras normas del sistema. Pero, además, se trata de un hecho convencional, debido a la necesaria coordinación que debe darse a la hora de identificar el derecho de una determinada sociedad: sin una práctica coordinada de identificación no existiría el derecho como fenómeno social. No es el derecho, lógicamente, el único fenómeno social y normativo que puede ser explicado a través del recurso convencionalista. Es de destacar que la moral positiva también puede recibir el mismo tratamiento. Lo que diferencia el derecho de la moral positiva no es el componente convencional (que ambos compartirían), sino el elemento institucional (esencial en aquél, ausente en ésta). Ahora bien, a diferencia de ambos, no existe elemento convencional en la moral crítica. La simple presencia de una creencia mutua de que P es un principio de la moral crítica no basta para que P sea un principio de este tipo. El segundo problema es el siguiente. La regla de reconocimiento es una práctica entre, al menos, jueces y otras autoridades. Por otro lado, todas las demás reglas son dependientes de ella, pero entre esas reglas existen las que HART denomina reglas de adjudicación, que determinan quién es juez o autoridad del sistema. Pero si esto es así, para saber quién es juez se requiere una regla de adjudicación, la cual ha necesitado previamente una regla de reconocimiento, cuya existencia está vinculada a ciertas actividades de los jueces (MAcCoRMICK, 1981: 109). De este modo, parecería reproducirse en HART (y en cualquiera que adoptara su posición) las críticas de circularidad que el propio autor

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esgrimía contra las propuestas realistas (HART, 1961: 136 y ss.). El realismo jurídico, como veremos en el capítulo III, entiende que el derecho es la profecía acerca de qué decidirán los jueces en una determinada sociedad. Pero parece claro que para identificar a los jueces, puesto que el concepto de juez es normativo, se requiere haber identificado antes el derecho de esa sociedad, con lo cual el argumento se toma circular. Al respecto, hay dos modos de romper el círculo. El primero, suponer que la autoridad jurídica no es dependiente de reglas. Esta sería tal vez la línea apuntada en alguna ocasión por NINo cuando sostiene: «Para evitar este círculo vicioso parece que habría que caracterizar a los órganos primarios no como aquellos que están autorizados a declarar prohibidos o permitidos los actos de coacción, sino como los que de hecho pueden (en el sentido fáctico y no normativo de la palabra "poder") determinar el ejercicio del monopolio coactivo estatal en casos particulares» (NINO, 1979: 60). Esta primera opción, sin embargo, presenta problemas de adaptación respecto a lo que se suele considerar «autoridad jurídica» y no permitiría distinguir una autoridad jurídica de cualquiera que tenga un simple poder de jacto (Rurz MANERO, J990: 130-132). El segundo es entender la autoridad jurídica en términos de hechos qonvencionales (LAGERSPETZ, 1995: 159 y ss.). Así, un grupo de individuos guía su conducta a través de una cierta regla, es decir, toma la regla como dándole buenas razones para la acción. Si se da esa regla (y las reglas identificadas a través de ella son seguidas por el grueso de la población) un determinado sistema jurídico existe. Si un sistema jurídico existe, entonces esa regla que guía la conducta de nuestro inicial de individuos es correctamente descrita como la regla de recono,elilliento de ese sistema jurídico. Por tanto, aquellos individuos que su conducta a través de esa regla son propiamente entendidos como «autoridades». Son, en un sentido, autoridades en virtud de esa regla (o de reglas identificadas a través de esa regla), pero no son auto...,......,.... antes que ella (ni en sentido factual, ni lógico). Su conducta posible la existencia de la regla; pero es la regla la que los hace .. (COLEMAN, 2001: 101). SHAPIRO lo ha expresado en estos ,,_,.,,. ..U.J..Lvs, tal vez no del todo claros por una razón que se verá más tar«Para ser precisos, los tribunales no son capaces de crear reglas de retcOtloca':ml·,en1to por sí mismos. Las reglas de reconocimiento existen cuando los sistemas jurídicos existen y los sistemas jurídicos exissólo cuando se dan ciertas condiciones [... ]. Lo que los tribunales capaces de hacer es generar una regla social que les impone la obli.. ,.,, .... de aplicar ciertas reglas que poseen ciertas características. Sin .......... ....,, esta regla social no es una regla de reconocimiento hasta que se dan todas las condiciones de existencia de los sistemas jurídicos»

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(SHAPIRO, 2001: 155, n. 13). De este modo, el círculo se rompe con la introducción de actitudes y creencias recíprocas. Si se quiere, éstas sí que son circulares, pero no la teoría (LAGERSPETZ, 1995: 160). 3.1.2.

)

La dimensión constitutiva de la regla de reconocimiento

Una de las críticas que HART dedicaba al trabajo de AusTIN era que éste ofrecía una imagen distorsionada del derecho, puesto que la explicación del fenómeno jurídico basada exclusivamente en hábitos de comportamiento dejaba fuera el elemento normativo propio de aquél. Con la introducción de la regla de reconocimiento como convención se pretende superar estos inconvenientes de la posición austiniana. Ahora bien, el desafío consiste entonces en mostrar de qué modo una práctica social puede «generar» normas sin caer por otro lado en el iusnaturalismo. Puede arrojar luz sobre esta cuestión un debate sobre el carácter convencionalista del lenguaje. Alguien que profundizó en la idea de que el lenguaje es convencional es el filósofo del lenguaje y lógico David LEWIS (1969). Este autor reaccionó a una objeción planteada por QuiNE. QUINE argumenta que el lenguaje no puede estar basado en convenciones, puesto que éstas son acuerdos y está claro que no ha habido acuerdos a la hora de establecer el lenguaje en una determinada sociedad. Según LEWIS, este planteamiento está viciado de raíz, por cuanto las convenciones no son acuerdos, sino que se trata de reglas que surgen como soluciones prácticas a problemas de coordinación recurrentes. Según este autor, un típico problema de coordinación se da cuando varios agentes tienen una estructura particular de preferencias respecto a sus modelos de conducta respectivos. Esto significa que entre las diversas alternativas que se les presentan en un conjunto dado de circunstancias, cada uno tiene una preferencia más fuerte para actuar como lo harán los demás agentes que su propia preferencia para actuar de una determinada manera. La mayoría de los problemas de coordinación se solventa fácilmente a través de simples acuerdos entre los agentes de actuar según una alternativa elegida arbitrariamente, de tal manera que se asegure la uniformidad de acción entre ellos. Sin embargo, cuando un problema de coordinación es recurrente y el acuerdo es difícil de obtener (por ejemplo, porque el número de agentes es considerablemente alto) es muy probable que surja una convención. Es por ello que puede afirmarse, contrariamente a lo sostenido por QuiNE, que las convenciones aparecen como soluciones a problemas recurrentes de coordinación. Surgen, pues, no como consecuencia de un acuerdo, sino

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como una alternativa al mismo: justo en aquellos casos en que los acuerdos son difíciles o imposibles de obtener. Entre las ventajas que presenta este planteamiento podemos destados (MARMOR, 2001: 200). En primer lugar, rescata y precisa la intuición de que las convenciones, en algún sentido, son arbitrarias: si una regla es una convención, debe haber al menos alguna alternativa los agentes hubieran podido escoger. Es convencional circular por la derecha de la calzada porque existe la alternativa de circular por la izquierda. Cualquiera de las opciones resuelve el problema de coordinación que supone la circulación viaria, siempre y cuando todos elijan la misma. En segundo lugar, ofrece una respuesta plausible a la pregunta sobre la normatividad propia de las convenciones: las razones para seguir una regla que es una convención están fuertemente unidas al hecho de que otros también la siguen. No tendría sentido seguir una regla convencional si no es realmente practicada por la comunidad pertinente, ya que no serviría para resolver el problema de coordinación que está en su base. No tendría sentido que yo siguiera la convención de circular por la derecha en España si el resto de los conductores no lo hiciera. Ahora bien, cuando el resto de los conductores lo hace yo tengo una poderosa razón para hacer lo mismo, aunque yo tuviera una preferencia más fuerte para conducir por la izquierda (por ejemplo, porque viví mucho tiempo en Inglaterra y me había acostumbrado a conducir por ese lado). A pesar de las ventajas a las que acabo de aludir, ¿puede afirmarse que es transportable sin más el concepto de convención de LEWIS pensado para otras situaciones a la regla de reconocimiento, cuya existencia es condición necesaria de la existencia de un sistema jurídico? (uno de los primeros textos en los que se hace esta traslación es en POSTEMA, 1982). Al respecto, quizás quepa poner en duda que la estructura típica de la regla de reconocimiento responda a la que está pensando LEWIS. Por un lad?, es demasiado exigente requerir que exista un conjunto de preferenclas estructuradas ex ante de una determinada manera. Es decir, irreal pensar que a la hora de considerar criterios de validez jurídlca cada juez tendría su propia preferencia, pero todos tendrían una preferencia dominante de actuar como es previsible que lo hagan los (COLEMAN, 2001: 95). Esta idea, pues, puede ser abandonada, s1n que ello suponga rechazar el papel reservado a los hechos convencionales, tal como aquí se han tratado. Por otro lado, el concepto de convención de LEWIS quizás resulte poco exigente como modelo de una práctica normativa autónoma como es el derecho. En este punto, resul-

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ta útil concentrar nuestra atención en la dimensión constitutiva de las convenciones. Es útil distinguir dos tipos de reglas: regulativas y constitutivas. Las regulativas son las normas que prohíben u obligan una determinada conducta. Las reglas constitutivas, en cambio, tienen la virtud de contribuir a la «creación» de la realidad social y obedecen a la fórmula canónica «X cuenta como Y en el contexto C», tal como vimos anteriormente. El problema de la normatividad de la regla de reconocimiento suele ser abordado desde la perspectiva de considerar tal regla como una regla regulativa, y ésta parece ser la opinión que se sigue de la cita de SHAPIRO que transcribí hace poco. A esta visión dio pie, desde luego, el propio HART, al considerar que la regla de reconocimiento, a pesar de ser una regla secundaria, impone obligaciones (véase en torno a esta cuestión la polémica generada entre BULYGIN y Rurz MANERO: BULYGIN, 1991a; RUIZ MANERO, 1991; BULYGIN, 1991b). Sin embargo, no es descabellado pensar que la regla de reconocimiento es una convención constitutiva en este sentido (véase, en un sentido algo diverso del que aquí se explica, MARMOR, 1996). Así, del mismo modo que lo que cuenta como dinero en una sociedad es lo que sus miembros creen que es dinero, lo que cuenta como derecho en una determinada sociedad proviene del uso de determinados criterios de identificación del derecho de esa sociedad por parte de los juristas y de las diversas creencias y expectativas generadas. Si se procede de este modo, queda más claro dónde reside el factor de autonomía del derecho como fenómeno social y su normatividad. Ambas circunstancias tienen que ver con el carácter convencional de las prácticas jurídicas. Cada juez puede utilizar los criterios de identificación de que se trate por razones muy distintas (morales, estratégicas, etcétera), pero todos deben coincidir en utilizar éstos y no otros, porque los demás también utilizan éstos y no otros. Este punto es importante, por lo que debe quedar claro. Por supuesto que cada regla de reconocimiento refleja las concretas circunstancias y convicciones políticas de la sociedad de la que se trate y del momento en que se trate. En determinadas sociedades, los juristas pueden tomar los precedentes judiciales como generadores de derecho, mientras que en otros lugares puede que ello no ocurra. Habrá sociedades en que no se tendrán en cuenta las normas consuetudinarias, mientras que en otras incluso la Constitución se considerará que es una norma de este tipo, etcétera. Ahora bien, esto no es lo relevante en esta sede. Lo relevante es preguntarse si esas mismas convicciones por sí solas proporcionan las razones suficientes para actuar de acuerdo con la regla, aun si la regla en cuestión no es segui-

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da por los demás. La respuesta, si se comprende lo que se ha dicho hasta ahora, debe ser negativa.

Cuando el problema de la normatividad se plantea indagando acerca de si los jueces deben seguir o no una determinada regla de reconocimiento se yerra el tiro. Está claro que esta cuestión sólo puede ser acudiendo a un punto de vista moral o político, y, por tanto, se puede resolver discutiendo a ese nivel. La existencia de una práctica social, en sí misma, por tanto, no supone una obligación ni ni política de comprometerse en dicha práctica. Una regla de reconocimiento sólo define cuál es la práctica, sin que dé respuesta a aquél interrogante. Pero hay que añadir a continuación: una vez uno se compromete en esa práctica, jugando el papel de juez, existe la obligación jurídica definida por las reglas del juego (MARMOR, 1996: 215). La regla técnica para identificar el derecho

Si aceptamos que la existencia de una determinada regla de reconoes un hecho convencional y como tal tiene una dimensión podemos concluir que con ella se crea una realidad social. esa convención no existirían criterios de identificación del derecho una determinada sociedad (y, por extensión, no existiría el derecho práctica normativa autónoma). Pero si esto es así, entonces puede que un enunciado del tipo «en la sociedad S, utilizar los criteCl, C2 ... Cn es condición necesaria para identificar el sistema juríde S» expresaría una proposición (del tipo que VoN WRIGHT deno«proposiciones anankásticas» ), cuyas condiciones de verdad ,.,,....... . ,. . . las mismas condiciones de existencia de la regla de reconoci·. de S y que mencioné anteriormente (NARVÁEZ, 2004 ). Hay que puntualizar que VoN WRIGHT utiliza la idea de proposición ;({mmkásti'ca para referirse a la realidad natural (VoN WRIGHT, 1963b: 118), pero no hay mayor inconveniente en sostener que, si se admique puede hablarse de una realidad social tal como ha sido aquí tratambién sobre ella se puede establecer dicho tipo de proposiciosu verdad vendría dada en estos casos por la presencia de hechos Si se acepta este planteamiento, entonces es posible construir según proposiciones, las correspondientes reglas técnicas, cuya formulacanónica podría ser: «Si se quiere identificar el sistema jurídico de ----.. . ..... criterios Cl, C2 ... Cn». Sólo si la proposición anankáses verdadera, la regla técnica es útil (es decir, se consigue identifiel derecho de una determinada sociedad).

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De este modo se puede dar cuenta de algunas perplejidades que apunta, por ejemplo, CoLEMAN (2001). Este autor sostiene que decir que la regla de reconocimiento establece los criterios de legalidad es ambiguo, ya que puede significar simplemente que la regla marca algunas normas como derecho válido y de este modo torna al derecho determinado, o bien que, además de eso, la regla juega el papel de posibilitar a los individuos que puedan identificar qué normas forman el derecho de una comunidad, de tal modo que el derecho se hace determinable. Lo primero sería una función ontológica de la regla de reconocimiento, mientras que lo segundo sería una función epistémica (sobre ésta, véase LEITER, 2001: 360). La distinción es pertinente, pero no es necesario atribuir dos funciones distintas a la regla de reconocimiento. Si tratamos el tema como hemos hecho antes, vemos claramente separadas las cuestiones: una cosa es la realidad social constituida a partir de la regla de reconocimiento (ésta sería la cuestión «ontológica»), que permite conocer las condiciones de verdad de una proposición anankástica (que hace al derecho «determinado»), y otra la regla técnica que a partir de ésta puede establecerse (lo que supone una cuestión «epistémica» y hace al derecho «determinable»). Quien desee identificar el derecho de una determinada sociedad no tiene más remedio que observar cuáles son los criterios de identificación que los propios miembros de la sociedad utilizan y proceder en consecuencia. 3.1.4.

Identificación y autonomía del derecho

Hemos visto hasta aquí varias cuestiones relativas a las condiciones de existencia de una regla de reconocimiento, tales como el papel que en ellas desempeña el recurso al conocimiento mutuo o el modo en que las prácticas de identificación del derecho de una determinada sociedad contribuyen a la constitución autónoma del fenómeno jurídico. Para finalizar quisiera decir algo sobre una pretendida polémica acerca de la mejor explicación de las reglas de reconocimiento. Algunos autores enfatizan el aspecto funcional (por ejemplo, SHAPIRO, 2001: 158 y ss.), ya que suelen insistir en que las reglas de reconocimiento se caracterizan precisamente por tener la función de determinar los criterios de pertenencia de las normas a un determinado sistema jurídico. Estos autores subrayan el elemento de coordinación al que ya aludimos. Por otro lado, están los que opinan que lo determinante a la hora de explicar tal tipo de reglas es la historia, ya que es ésta, y no la función de coordinación, la que determina cuál es la regla de reconocimiento de la sociedad en cuestión (por ejemplo, MARMOR, 1996: 213).

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Como sucede a menudo, la disputa es estéril, ya que en realidad no discuten sobre lo mismo. Quienes consideran que no hay problema de coordinación que explique las distintas reglas de reconocimiento que existen en diferentes sociedades olvidan que efectivamente sí que existe un problema de coordinación y siempre el mismo en todos los casos. El problema de coordinación que resuelve una regla de reconocimiento es el de constituir un conjunto de criterios a partir de los cuales podamos saber cuál es el derecho de una determinada sociedad. Sin esos criterios no existiría el derecho como fenómeno social en una determinada sociedad, ni podríamos identificarlo. Ahora bien, el determinar cuáles sean en cada caso concreto esos criterios se trata, por descontado, de una cuestión que atañe a la historia institucional de esa sociedad. Todos los sistemas jurídicos requieren criterios compartidos de identificación, pero no todos tieneJ! por qué admitir como criterio, por ejemplo, la doctrina del precedente. Admitir este concreto criterio o no dependerá de la historia. Se pone de relieve de este modo una ambigüedad de mayor calado que afecta al concepto de autonomía y que suele pasar desapercibida en los diversos tratamientos sobre esta cuestión. Está claro que la propiedad de ser autónomo es relacional. Un sujeto u objeto es autónomo respecto a algo o a alguien. En el asunto que nos ocupa, andan en juego dos posibles candidatos a ser la otra parte de la relación de autonomía del derecho. Por un lado, la autonomía del derecho se predica respecto a otros órdenes normativos (moral crítica, moral positiva), para lo cual resulta relevante la función de coordinación y la dimensión constitutiva que toda regla de reconocimiento tiene: sin ella no existe el derecho como fenómeno social. Por otro lado, en cambio, la autonomía de un determinado sistema jurídico se predica en relación con otro sistema jurídico (ambos con sus respectivas reglas de reconocimiento), para lo que es relevante la historia institucional y los valores políticos imperantes en cada uno de ellos (VILAJOSANA, 1996a).

3.2.

Algunas posibles objeciones

A pesar de lo extendida que se halla la visión convencionalista del derecho, no deja de tener sus críticos. Entre ellos destaca Ronald DwoRKIN. Para empezar, su enfoque sobre qué debe ser una teoría del derecho diverge de lo que hemos visto hasta ahora, ya que su empeño estará en mostrar la centralidad de los procesos de adjudicación del derecho, es decir, el momento en que los jueces (sobre todo los miembros del Tribunal Constitucional) elaboran sus decisiones. Una teoría del derecho es para este autor una teoría de cómo los casos deben ser decididos. Por ello, no empieza dando cuenta de la organización política de una socie-

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dad (las instituciones «creadoras» de derecho), sino que su punto de partida es un ideal que regula las condiciones bajo las cuales gobiernan pueden usar su coerción sobre los gobernados. En este sentido sostendrá que la fuerza debe emplearse únicamente de acuerdo con prlncipios previamente justificados. Una sociedad tiene un sistema jurídico sólo si cumple con este ideal. Su derecho estará formado por el conjunto de todas las consideraciones que los jueces de esa sociedad deberían aplicar por estar moralmente justificadas, estén tales consideraciones determinadas por fuentes o no. Para identificar el derecho de una sociedad dada, debemos comprometernos en un argumento político y moral, que sea consistente con la mejor interpretación de sus prácticas jurídicas a la luz de aquel ideal (véase DwoRKIN, 1977 y 1986). La práctica jurídica, en general, y la judicial, en particular, tendrían dos rasgos. En primer lugar, existiría una profunda controversia entre juristas y entre jueces acerca de cómo habría que decidir jurídicamente determinados casos. Por otro lado, en dicha práctica hallaríamos una diversidad de consideraciones que a los jueces les parecen relevantes para decidir los casos que se les presentan. le lleva .a DwoRKIN a opinar que el derecho no puede residir en un consenso oficial. La diversidad, por su parte, sugeriría que no existe ninguna regla social parecida a la regla de reconocimiento que valide todas las razones, morales y no morales, que son relevantes a la hora de tomar decisiones judiciales. Concretemos algo más estas objeciones de DwoRKIN e intentemos delimitar su alcance y plausibilidad. 3.2.1.

¿Los principios existen al margen de las convenciones?

Como acabo de decir, DwoRKIN opina que en la práctica judicial podemos hallar diversas consideraciones que a los jueces les parecen relevantes para decidir los casos que se les presentan. Esto sugeriría que no existe ninguna regla de reconocimiento que valide todas las razones, morales y no morales, que son relevantes a la hora de tomar decisiones judiciales. En concreto, este autor insiste en la presencia en nuestros ordenamientos jurídicos de principios jurídicos junto a las normas jurídicas (que él denomina «legal rules»). Sin perjuicio de un análisis más detallado de la estructura y alcance de estos principios que realizaré en el capítulo 111, baste decir ahora que DwoRKIN cree que éstos, a diferencia de las normas jurídicas, no pueden ser identificados por su origen, sino por su contenido. Puesto que según su opinión la regla de reconocimiento únicamente permite identificar estándares normativos por su origen, entonces esa regla social no permitiría identificar principios. En cambio, los principios jurídicos forman parte indubitable de las argu-

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mentaciones que los jueces utilizan cotidianamente para justificar sus decisiones. Si esto es así, hay al menos una parte muy relevante del derecho (entendido a la manera dworkiniana) que no puede ser identificada por referencia a una regla de reconocimiento. Sobre esta crítica de DwoRKIN a la capacidad de la regla de reconocimiento para dar cuenta de la presencia en las argumentaciones judiciales de principios, hay que admitir que tiene un aspecto incontrovertible. En efecto, en las constituciones de nuestro entorno hallamos formulaciones de principios que tienen que jugar forzosamente un papel determinante en la resolución de muchos casos judiciales. A raíz de esta constatación, puesta de relieve por DwoRKIN, algunos autores positivistas como el propio HART han reaccionado manteniendo que la regla de reconocimiento sí que puede dar cuenta de los principios. Éstos, y a través de ellos la moral, puede ser de obligado cumplimiento por parte de los jueces pero sólo si la regla de reconocimiento los toma como criterios de validez. En este sentido, si un principio de claras connotaciones morales, como es el de la prohibición de discriminar por razón de sexo o de raza, forma parte de nuestro ordenamiento jurídico es porque forma parte de la Constitución de 1978 y a ésta se la identifica a partir de hechos sociales. La prueba es que han existido otros ordenamientos que no han contado con principios como éste. Si esto es verdad, que tales principios formen parte o no de un determinado sistema jurídico sería una cuestión contingente, es decir, dependería justamente de lo que disponga la regla de reconocimiento. Sobre esta cuestión volveré en el próximo capítulo al hacer referencia al llamado positivismo inclusivo.

¿Es posible una convención con desacuerdos? Según DWORKIN, existiría una profunda controversia entre juristas Y entre jueces acerca de cómo habría que decidir jurídicamente determinados casos. La presencia de esta controversia llevaría a la conclusión de que el derecho no puede residir en un consenso oficial como el parece seguirse de la existencia de una regla de reconocimiento. Al respecto podríamos hacernos dos preguntas: ¿existe de hecho controversia generalizada? En caso de que existiera, ¿es del tipo para poner en cuestión la existencia de una regla de reconociJJ11ento como regla social? No es descabellado responder negativamentt( a ambos interrogantes. Por lo que hace a la primera pregunta, resulta indudable que existen · entre juristas, en general, y entre jueces, en particular, a de cómo decidir los casos judiciales. El hecho mismo de que

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existan procedimientos judiciales en los que al menos dos partes pueden aportar argumentos en favor de sus respectivas posiciones, y ambas pueden con sentido invocar razones jurídicas para que el fallo les sea propicio, es un indicador de que esa controversia es indisociable de la práctica jurídica. Ahora bien, ¿hasta dónde llega esta controversia? ¿Puede decirse sin más que la presencia de estas disputas respecto a los casos judiciales suponen que todo el derecho es controvertido? ¿Qué sucede con la multitud de decisiones jurídicas que se toman al margen del procedimiento judicial, como son los contratos que no se impugnan, las leyes que se cumplen, etcétera? Seguramente, los casos que se podrían plantear en los tribunales y que en cambio no se plantean son muchísimos más que los que llegan a ellos. Además, del hecho de que existan dos partes dispuestas a defender dos posiciones contrarias en todo proceso no cabe inferir que el caso judicial sea necesariamente controvertido para los jueces. Las razones por las que las partes litigan no siempre son las mismas. A veces se presentan demandas y recursos sabiendo positivamente que se van a perder (porque, por ejemplo, existe una jurisprudencia consolidada y el argumento que esgrime el abogado ya ha sido rechazado en otras ocasiones similares), simplemente porque se pretende alargar la decisión del conflicto, bien sea para negociar una decisión extrajudicial, o simplemente para ganar tiempo. Por tanto, la controversia es una cuestión de grado y existe una parte importantísima de derecho legislado y derecho contractual, que da lugar a pocas dudas y que guía razonablemente la vida social fuera de las cortes de justicia. Por lo que hace a la segunda cuestión, hay que recordar que no toda controversia que se produce en sede judicial es relevante para poner en cuestión la existencia de una regla de reconocimiento. Muchas de estas controversias son acerca de la atribución de significado a determinadas formulaciones normativas y pueden resolverse apelando a consensos más o menos establecidos dentro de la comunidad jurídica (con alegación de argumentos que no necesariamente aludan a principios ni tengan forzosamente un componente moral). Pero las únicas controversias que serían relevantes para la crítica que aquí estoy analizando serían las que afecten a los criterios de validez jurídica (que forman una concreta regla de reconocimiento). ¿Existen estas controversias profundas en nuestros ordenamientos? Tomemos a modo de ejemplo una posible formulación simplificada de la regla de reconocimiento del sistema jurídico español. Ésta podría rezar más o menos como sigue: «Se considerarán derecho español válido la Constitución de 1978 y todas las normas aceptadas por ella ocreadas de acuerdo con los procedimientos que establece, sin que hayan sido derogadas». Esta idea, en el ámbito de la aplicación del derecho, se concretaría en una serie de criterios ordenados jerárquicamente, en

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lo que se conocen como fuentes del derecho. Un ejemplo de fuentes del derecho sería éste: se aplicará a los casos a enjuiciar, en primer lugar, la constitución; en su defecto, las leyes en sentido amplio (con sus propias jerarquías: ley en sentido técnico, reglamentos, etc.); a falta de éstas, serán de aplicación las normas consuetudinarias; cuando la aplicación de éstas no sea posible, se aplicarán los principio generales del derecho. Áhora preguntémonos: ¿hay jueces que aplican las normas consuetudinarias por encima de las leyes? ¿Hay discrepancia acerca de que las leyes están subordinadas a la Constitución? Planteemos la cuestión de una manera más general: ¿es concebible el funcionamiento normal (es decir, continuado y estable) de un sistema jurídico con una discusión permanente y profunda de tales criterios? Si se produjera de verdad esa discusión permanente y profunda respecto a los criterios de validez jurídica, estaríamos frente a supuestos patológicos de sistemas jurídicos (como alguna vez los llamó HART), y no serían precisamente casos paradigmáticos, que es lo que se exigiría para que la crítica de DwoRKIN fuera plausible. Sencillamente, no podría funcionar durante demasiado tiempo un sistema en el que los criterios de validez jurídica estuvieran puestos en cuestión de manera profunda y permanente. Imaginemos que durante un cierto tiempo, en una determinada sociedad S, los jueces aplican de manera general las normas que emanan del parlamento elegido democráticamente. En un determinado momento, un grupo de personas se hace con el control del poder y empiezan a emitir normas destinadas a toda la población de S y con la pretensión de que los jueces las apliquen. Puede ser que durante un cierto periodo de tiempo los jueces se hallen divididos acerca de si deben aplicar o no las normas emanadas de ese comité revolucionario (éste sería el caso patológico, que en muchas ocasiones va acompañado de una guerra civil). Pero pasada esa etapa convulsa, pueden suceder dos cosas: que los jueces apliquen generalmente las normas que emanan del parlamento o bien las del comité revolucionario. En este último supuesto se habrá producido un cambio de la regla de reconocimiento de la sociedad S. Resulta contraintuitivo pensar que la situación que he descrito como patológica es la normal, pero es la que parece describir DWORKIN.

Ello no quiere decir que no puedan existir discrepancias sobre el alcance de algunos criterios de validez que forman la regla de reconocimiento. Sólo que no pueden ser profundas y generalizadas, que sería lo que requeriría el argumento de DWORKIN. Tampoco significa que no pueda haber casos dudosos relativos a si una determinada norma forma parte de un determinado sistema jurídico o si es aplicable. Estos casos existen y algo diré sobre ellos al hablar de la determinación del derecho en el capítulo III.

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3.3.

La segunda condición: la eficacia general de las normas jurídicas

Una vez realizado el análisis pertinente de la primera condición de existencia de los sistemas jurídicos le toca el tumo a la segunda condición. Recordemos que ésta consiste en que las reglas identificadas a partir de la regla de reconocimiento se cumplan generalmente por el grueso de la población. Este requisito alude, en definitiva, a la eficacia de las normas jurídicas. Es una intuición compartida por los juristas que el estudio del derecho se basa en el análisis de los sistemas jurídicos que reciben (es el caso de los sistemas jurídicos actualmente vigentes) o han recibido en algún momento (como el caso del derecho romano) cierto grado de obediencia general por parte de la población, que es tanto como decir que son o han sido en general eficaces. Esta intuición se fundamenta en otra idea muy extendida entre los juristas. Éstos dirán que se ocupan de estudiar las normas válidas de un sistema. Ahora bien, cuando se entiende que hay normas válidas es que de algún modo se presupone que han sido creadas o aceptadas por la autoridad. La autoridad de una persona o grupo de personas se manifiesta en su capacidad de incidir en la conducta de los destinatarios de las normas. Por ese motivo, es razonable pensar que las normas válidas han sido creadas o aceptadas por órganos que reciben de algún modo obediencia habitual por parte de los destinatarios de las normas. Pero si esto es así, la validez de las normas depende en alguna medida de la eficacia del sistema jurídico. Esto supone de nuevo aludir a la existencia de ciertos hechos sociales como son los actos de obediencia. A continuación realizaremos un análisis de cuáles son estos hechos sociales, para terminar con el estudio de la relación que puede darse entre la eficacia y la validez normativa (para un estudio más completo, véase HIERRO, 2003). 3.3.1.

¿Cuándo un sistema jurídico es eficaz?

Por lo que acabo de decir, la eficacia de una norma o de un sistema de normas depende de la obediencia que reciba por parte de los destinatarios. Ahora bien, ¿se requiere que todos los destinatarios y en toda circunstancia cumplan una norma para considerar que ésta es eficaz? Y en el caso de la eficacia de un sistema jurídico, ¿exigiremos que se cumplan todas las normas en todo momento por parte de todos los destinatarios? Esta exigencia parece excesiva, por cuanto llevaría a tener que aceptar que jamás ha existido una norma o un sistema jurídico eficaz y esto se contradice con la historia. Además, nos pone sobre la pis-

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ta de que el concepto de eficacia es gradual. Una norma puede ser más o menos eficaz, en función del grado de cumplimiento que obtenga, es decir, de la amplitud del conjunto de personas que la obedezcan en relación con el conjunto de los destinatarios y de la cantidad de actos de obediencia que genere. Aunque normalmente la forma de determinar el grado de obediencia es fijar la atención en los actos de desobediencia. A mayor número de actos de desobediencia, en principio, le correspondería un menor grado de eficacia. Así, a partir de ahora por simplicidad me referiré sólo al término «eficacia» donde debería decir «Un cierto grado de eficacia». Queda claro, pues, que la eficacia de las normas requiere una cierta relación entre las normas y las conductas de sus destinatarios. Ahora bien, se puede estar hablando de eficacia con sentidos muy distintos en función de qué tipo de conducta sea la que se exige de los destinatarios y también en función de qué clase de destinatarios se tome como parte de esa relación. Respecto a la primera cuestión, se puede decir que una norma tiene eficacia cuando los destinatarios cumplen lo que en ella se dispone. Si es una norma que obliga a realizar p, será eficaz si los destinatarios realizan p. Si es una norma que prohíbe hacer p, será eficaz si los destinatarios se abstienen de realizar p. Y si es una norma que permite hacer p, será eficaz cuando alguien en alguna ocasión hace p. Pero, dicho esto, surge una duda. Para hablar de eficacia de una norma ¿se requiere el simple cumplimiento de lo dispuesto en ella o se requiere, además, que se cumpla precisamente porque así lo dispone la norma? Esta posible dicotomía permite distinguir dos sentidos de eficacia. Cuando los des tinatarios de la norma se comportan de acuerdo con lo que ella dispone, siendo irrelevante los motivos de su comportamiento, diremos que la norma goza de eficacia normativa. En cambio, si los individuos se comportan como dispone la norma porque así lo exige la norma, entonces estamos frente a un caso de eficacia causal. En este último caso, la norma ha conseguido motivar la conducta de los individuos de tal modo que ha originado el acto de cumplimiento (NAVARRO, 1990). En relación con la segunda cuestión, los destinatarios de las normas pueden ser los ciudadanos (o un subconjunto de ellos) o algunos órganos aplicadores (simplificando: los jueces). Hay quien ha construido una teoría general del derecho en la que todas las normas se entienden dirigidas a las autoridades indicándoles las condiciones en las que deben imponer una sanción (KELSEN, 1960). Pero parece poco iluminadora la idea de que las normas que penalizan el asesinato van destinadas a los jueces y no digamos las que autorizan a realizar contratos. Por eso, .si seguimos manteniendo que las normas se dirigen en primera instan?Ia a los ciudadanos, y en caso de incumplimiento, los jueces deben aplicar la sanción, se presenta el problema de determinar a qué actos de

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cumplimiento nos estamos refiriendo con el concepto de eficacia, al de los ciudadanos o al de los jueces. Si nos decantamos por considerar que el ámbito privilegiado debe ser el de los actos de aplicación de los jueces, se puede producir la paradoja de que aquellas normas que más eficacia podrían tener desde la perspectiva de la conducta de los ciudadanos (porque, imaginemos, no se incumplen nunca), no habría ni siquiera la posibilidad de que pudieran ser eficaces desde la perspectiva de los jueces, por cuanto éstos no tendrían posibilidad de aplicar una sola sanción. Esto parece extraño. Por eso, al hablar de eficacia, tal vez resulte más plausible exigir una cierta combinación de la conducta de ambos colectivos, como el propio KELSEN sugiere. Así, podría decirse que una norma N es eficaz si y sólo si es cumplida generalmente por los ciudadanos y, en aquellos casos de incumplimiento, generalmente los jueces aplican la sanción correspondiente (KELSEN, 1960: 219-224). Analizadas muy brevemente estas dos cuestiones (qué relevancia tienen los motivos del cumplimiento para determinar la eficacia y cuál es el conjunto de destinatarios que debemos tener en cuenta), es el momento de plantearse dos preguntas pertinentes. Cuando se dice que una condición de la existencia de un sistema jurídico es que las reglas identificadas a partir de la regla de reconocimiento se cumplan generalmente por el grueso de la población, ¿este cumplimiento se refiere a la eficacia normativa o a la causal? Y, cualquiera que sea el tipo de eficacia, ¿ésta se exige respecto de los ciudadanos, de los jueces o de ambos? En realidad, se puede responder a estos interrogantes de manera distinta según el grado de exigencia que se pretenda tener. No existe un acuerdo al respecto. Los supuestos que se podrían dar serían, ordenados de menor a mayor exigencia: Eficacia normativa respecto de ciudadanos y jueces. b) Eficacia normativa en relación con los jueces y eficacia causal respecto a los ciudadanos. e) Eficacia normativa respecto a los ciudadanos y eficacia causal respecto a los jueces. d) Eficacia causal tanto para los ciudadanos como para los jueces. a)

En principio, no se puede descartar ninguna de estas posibilidades. Lo único de lo que hay que ser conscientes es que el tipo de sociedad que se obtiene en cada uno de estos supuestos es bien distinto. Pero ello no significa que no se pueda predicar la existencia de un sistema jurídico basándose en cualquiera de ellos. De todos modos, algunos son más plausibles que otros, como veremos en el siguiente apartado.

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Eficacia y autoridad

En el supuesto a) se dibuja un cuadro en el que los ciudadanos y los jueces obedecen en general lo dispuesto en las normas del sistema por motivos que no necesariamente tienen que ver con el hecho de que la autoridad lo haya ordenado. En el caso de los ciudadanos, esta circunstancia es concebible tal vez en casos de una sociedad muy cohesionada en la que los valores morales que comparten los gobernados coinciden plenamente con lo dispuesto por las normas jurídicas. En estos casos, por hipótesis, los gobernados cumplen mayoritariamente con lo dispuesto en las normas jurídicas, pero lo hacen por razones morales. Esto implica que, aunque no existieran las normas jurídicas en cuestión, los gobernados se seguirían comportando igual. Pensemos en normas tales como la prohibición del homicidio. Seguramente muchas personas cumplen con esa prohibición por razones morales, ya que en estos supuestos el contenido de ambos tipos de normas (aquello que se prohíbe) coincide. Si este esquema se pudiera generalizar, entonces existiría una base para considerar que es posible una sociedad de este tipo, aunque habría que admitir que las normas jurídicas serían redundantes respecto a las normas morales, y, por tanto, superfluas. ¿Qué sucedería en este caso con los jueces? ¿Tiene sentido que la aplicación del derecho la hagan sin estar motivados por lo que· ha dispuesto la autoridad normativa? Lo primero que habría que decir es que si se acepta que pueda existir la cohesión de los gobernados de la que acabo de hablar, entonces los casos de incumplimiento serían puramente testimoniales con lo que parecería no tener excesiva relevancia que los jueces actuaran motivados por las normas jurídicas, aunque esta posibilidad no deja de tener un aire extraño. Esta extrañeza se pone más claramente de relieve en el supuesto b). Esta combinación, en la que se exige que los gobernados no sólo acaten lo dispuesto en las normas jurídicas, sino que actúen motivados por ellas, mientras a los jueces se les exige únicamente acatamiento, sería el prototipo de una sociedad cínica. Pero ello no tiene por qué llevarnos a la conclusión de que no pueda existir. Los supuestos e) y d) parecen ser más realistas. Pero que nos parezca que coinciden con lo que de hecho en muchos sistemas jurídicos se da no es un argumento irrefutable para negar la posibilidad de a) y b ). Ahora bien, después de todo, tal vez sí que pueda desarrollarse un argumento que lleve a pensar que conceptualmente no es posible una sociedad con un sistema jurídico cuyas normas no tengan una eficacia causal. El argumento tiene que ver con el concepto de autoridad normativa y entronca con ideas defendidas por RAZ (1986).

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La segunda condición de existencia de los sistemas jurídicos nos viene a decir que sólo es posible hablar de la existencia de un sistema jurídico si existe una autoridad normativa efectiva. La autoridad efe.ctiva puede que no sea legítima en el sentido de no estar moralmente JUStificada. Sin embargo, mantiene una relación especial con la autoridad justificada: es lo que toda autoridad efectiva pretende ser. Entonces, ¿en qué consiste una autoridad normativa? Se puede decir que una autoridad normativa es una clase de autoridad práctica, es decir, una autoridad acerca de las acciones que los individuos deben realizar. Para nuestros fines, cuando alguien pretende autoridad es que pretende tener derecho a ser obedecido. La autoridad jurídica se ve a sí misma teniendo derecho a regular conductas a través de normas en una determinada comunidad, con un correlativo deber de obediencia por parte de sus destinatarios. Aunque sobre esta cuestión volveremos en el capítulo IV al discutir sobre si existe o no ese deber de obediencia, aquí es pertinente anticipar que cuando en este contexto se habla del deber de obedecer las normas que emanan de la autoridad no se trata únicamente de hacer lo que ellas dicen, sino de hacerlo porque la autoridad lo ha ordenado. Las razones que nos ofrecen las normas jurídicas deben ser tratadas como vinculantes con independencia de su contenido. Si esto es así, entonces parecería que la existencia de un sistema jurídico exige una autoridad efectiva y ésta a su vez exige un cumplimiento generalizado de sus normas porque las ha emitido la autoridad, que es tanto como decir que se exige la eficacia causal de las mismas. Si se acepta esta concepción de la autoridad de RAz (la cual no es compartida por todos los filósofos del derecho), entonces habría una fuerte razón (una razón conceptual) para quedarse con el supuesto d) y rechazar los restantes, ya que la autoridad normativa se supone que lo es tanto para los gobernados como para los jueces, que deben aplicar sus normas. 3.3.3.

Eficacia y validez

Entre iusfilósofos es usual discutir acerca de la relación que guardaría la eficacia de una norma respecto a su validez y qué implicación tendría dicha relación respecto a la existencia de normas. Hay que decir que esta discusión puede resultar muy confusa, en parte debido a que se entrecruzan en ella distintos conceptos de validez, de eficacia y de existencia. Se impone, pues, una clarificación conceptual. En lo que sigue entenderé que una norma es válida en relación con un determinado sistema jurídico si y sólo si cumple con alguno de los criterios que forman la regla de reconocimiento del mismo. En este sentido, utilizo el término validez como sinónimo de pertenencia a un determinado sistema jurídico, sin incluir la llamada fuerza obligatoria.

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Por su lado, una norma es eficaz si y sólo si es obedecida de manera general por sus destinatarios y, en caso de incumplimiento, es aplicada la correspondiente sanción por parte de los jueces. Prescindo aquí de la distinción anterior entre eficacia normativa y eficacia causal. No he de referirme tampoco a la existencia de una determinada norma jurídica, por cuanto este concepto puede ser reconducido a cualquiera de los dos anteriores. En cambio, seguiré conservando el concepto de existencia de un sistema jurídico definido por las dos condiciones ya conocidas (existencia de la regla de reconocimiento y eficacia general de sus normas). Ahora ya podemos preguntarnos qué relación guarda la eficacia de una norma con su validez. ¿Es la eficacia una condición necesaria de la pertenencia de una norma al sistema? Esta pregunta sólo puede contestarse aludiendo a los criterios de pertenencia que incorpore la regla de reconocimiento del sistema jurídico de que se trate. Si uno de los criterios que forman parte de esa concreta regla de reconocimiento es que las normas para ser válidas deban ser eficaces (en rigor, alcanzar algún grado de eficacia), entonces la eficacia sería una condición de pertenencia. Pero entiéndase que ello es puramente contingente. KELSEN ha establecido que la desuetudo (la falta de eficacia continuada de una norma) hace que ésta pierda su validez. Ello puede tener algún sentido si se trata la validez como fuerza obligatoria, como hace KELSEN, pero po si se trata como sinónimo de pertenencia. Si es esto último, cuál sea el mecanismo por el que deje de ser válida una norma deberá buscarse de nuevo en la concreta regla de reconocimiento. Por tanto, la eficacia de una determinada norma en relación con un determinado sistema no es una condición necesaria de su validez, salvo que así se en la regla de reconocimiento.

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. Pero si esto es así, ¿significa que la eficacia de las normas no juega papel, o en todo caso sólo lo juega contingentemente, en relaClon con la validez normativa? Por de pronto juega un papel indirecto. Que una norma sea jurídica significa que pertenece a un determinado sistema jurídico. Quien afirma que una norma es válida (en el sentido . validez como pertenencia) usa una determinada regla de reconocim:ten1to que constituye el fundamento último de validez de las normas pertenecen a ese sistema. Por eso, una de las condiciones necesapara que exista un sistema jurídico es que su regla de reconocito exista como regla social (con las implicaciones que ya vimos en momento). Pero se usa una regla de reconocimiento habitualmente establecer la validez de normas que tienen una incidencia en la en la que se trate (no las que puedan establecer, por ejemplo, grupo de estudiantes en un ejercicio práctico en clase). Ésta es una razón para considerar que la eficacia de las normas en general

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sea, como sabemos, una condición necesaria para la existencia de un sistema jurídico. Por último, otra razón para la relevancia de la eficacia general de las normas de un sistema en relación con las normas válidas es de carácter epistemológico. La eficacia general de las normas de un sistema sirve para delimitar el objeto de estudio de los juristas, en general, o de la llamada ciencia jurídica, en particular. Si un jurista sostiene, por ejemplo, que está prohibido circular por autopista a una velocidad superior a 120 km/h y otro lo niega, ¿quién tiene razón? La verdad de afirmaciones de este tipo depende de la pertenencia de una norma a un sistema. Pero si el que sostiene esta afirmación lo hiciera en relación con un sistema normativo determinado, mientras que quien la niega lo hiciera respecto de otro, no podría darse una discusión genuina entre ellos. De hecho, en estas circunstancias ambas afirmaciones podrían ser verdaderas, ya que no habría contraposición entre ellas. Para que sea posible una genuina discusión en torno a este tipo de enunciados jurídicos (que aluden a normas válidas), ambos deben referirse al mismo sistema normativo. La manera más satisfactoria de resolver este problema es asumir que hay un sistema normativo, que debido a la presencia de ciertas propiedades se le considera privilegiado conceptualmente frente a otros sistemas posibles. Entonces, la eficacia de las normas aparece como un criterio idóneo para seleccionar un sistema jurídico y asegurar de este modo la objetividad del conocimiento jurídico y con ella el sentido de este tipo de discusiones. Vista la cuestión desde esta perspectiva, la eficacia no sería exactamente una condición necesaria de la validez de las normas, sino un presupuesto que comparten los juristas en su tarea de descripción y sistematización de normas válidas. Podría decirse que el objeto de conocimiento de los juristas, sobre todo de los cultivadores de la ciencia jurídica o dogmática, es un sistema normativo que en general es obedecido y aplicado en una determinada comunidad. En esta idea se fundamenta la noción de norma básica o Grundnorm de KELSEN (1960: 208-213). La norma básica de un determinado sistema jurídico es la condición de posibilidad del conocimiento jurídico. Con ella se presupone que hay autoridades capaces de ordenar válidamente desde el punto de vista jurídico determinados comportamientos. Y sólo con la asunción de que existen autoridades podemos distinguir el comportamiento propio de un Estado del que tendría una banda de ladrones. Por eso los juristas privilegian el sistema normativo que es en general eficaz. Esto implica, entre otras cosas, que si un determinado sistema SI deja de ser eficaz en un momento determinado, por ejemplo tras un proceso revolucionario, y son las normas de S2 las que son generalmente obedecidas y aplicadas, entonces los juristas cambiarán sus presupuestos, es decir, se producirá un cambio de norma

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con lo que los juristas considerarán que su objeto de estudio variará de igual manera, centrándose a partir de entonces en el de las normas de S2. CONCLUSIONES En este capítulo se ha abordado el problema de la existencia del que es tanto como decir el problema del derecho como fenósocial. Es difícil discutir que el derecho es, al menos, un producacciones humanas. Sin embargo, hemos visto que en la dilucidade qué tipo de acciones humanas se está hablando, no hay Un modelo muy simple, que explique la existencia del derecho en '"' """'". _. _. _. . . . . de há?it?s de obediencia, se fija en un tipo de conductas que, sumo, son 1doneas para dar cuenta de la eficacia general de las norde un sistema jurídico, que es la segunda de las condiciones de su asten<;l·a. Pero, aun en este caso, pudimos comprobar que surge la de si una concepción de la eficacia en términos de obediencia ser explicada sin tener en cuenta la pretensión de autoridad de gobiernan. Lo que queda claro, no obstante, es que el acercamiento del modelo no es idóneo para entender la primera condición de existencia los sistemas jurídicos: la existencia de la regla de reconocimiento. existencia no puede ser explicada apelando simplemente a una mera ..... ........ ..... de Requiere, por eso es una regla social, se añada el elemento normativo del que carecía el a la s1mple. Este elemento es, en terminología de HART, la presendel punto de vista interno: la creencia entre los miembros que actúregularmente que esa actuación es, en algún sentido, obligatoria.

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Cómo haya que interpretar este punto de vista interno es todo s claro. El propio HART puede dar pie en alguna ocasión a que te ele.mento se contemple como una adhesión a la regla que exige un componente moral. De ser eso así, esta posición se ............,. . JLU. a tesis por cuanto parecería que no se puede 1dent1flcar el derecho s1n tener un compromiso moral. Pero la anterior no tiene por qué ser una conclusión inevitable .los textos de HART ofrecen la posibilidad de interpretar que JLU.t...LV1dad que origina el punto de vista interno no es de naturaleza sino convencional. La normatividad de la regla que sirve para el derecho de una determinada comunidad sería, pues, del nus!llo tlpo que la que sirve para identificar el dinero de esa misma soc1edad. Esto no es nada extraño. En la cita deSEARLE que encabeza .u ............

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este capítulo se pone de relieve que si la gente deja de creer que algo es dinero, deja de ser dinero. Es decir, lo que hace que determinados papeles o pedazos de metal sean depositarios de valor y sirvan como instrumentos de intercambio en relación con una determinada sociedad es que, en general, los miembros de esa sociedad creen que lo son y tienen las actitudes y llevan a cabo los comportamientos acordes con esas creencias. Y todo ello sin que tengan por qué asociar necesariamente esas creencias con razones morales. ¿No podemos pensar que a la hora de identificar el derecho de una determinada sociedad ocurre algo parecido? Con la concepción de la regla de reconocimiento como convención constitutiva se ofrece esta visión. Son las acciones de identificación del derecho por parte de los juristas y las creencias y actitudes recíprocas asociadas a ellas las que generan la regla de reconocimiento y, a través de ella, contribuyen a la existencia del derecho de una sociedad.

CAPÍTULOII ¿ESTÁN RELACIONADOS EL DERECHO Y LA MORAL?

Dicho lo anterior, debe quedar claro que no han quedado descartadas todas las posibles conexiones que puedan tener el derecho y la moral. El análisis de estas posibles conexiones será el objeto de estudio del siguiente capítulo.

La espada sin la balanza es la fuerza bruta el derecho sin la espada es el derecho de la impotencia. ' Rudolf VON lHERING

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA La

?e dos conocidas puede servir de punto para explicar el sentido de las discusiones sin fin acerca de entre el derecho y la moral, al tiempo que puede contribuir a su un lado, está el innegable de que el . moral y el Jundico comparten un cierto vocabulario. Por otro Sistema jurídico parece incorporar ciertos valores morales. algo sobre estos dos aspectos. Un vocabulario compartido

Las leyes están repletas de terminología que nos recuerda el ámbito .En se habla de derechos y deberes, de normas y principios, obligaciones y responsabilidades. Los abogados al defender a sus , utilizan un arsenal lingüístico sem'ejante y los jueces recogen estos conceptos cumplidamente. Esta cirsus •.""._ ... seguramente obedece, en primer lugar, a razones históricas. puede, en efecto, rastrear en la historia el nacimiento de sistemas

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jurídicos incipientes en los que todavía no se ha alcanzado desarrollo institucional como el presente. En ellos se l?one de q_ue el derecho tiene un origen indisociablemente unido a morales. Pero esta indagación no resulta ahora relevante. Interesa unicamente en cuanto este hecho sirva como indicador de un posible arraigo necesario de la moral en el derecho; decir, en la en pueda afirmarse que el hecho de compartir ese normativo hace que el derecho y la moral estén indisolublemente unidos. Tal vez sea esto lo que algunas concepciones del derecho presuponen, aunque no siempre lo expliciten. Sin embargo, no todo el mundo extrae estas del hecho de que ambos órdenes normativos compartan mismo lario. Puede pensarse, en efecto, que el uso de provenientes del ámbito moral por parte de los gobernantes es un Intento subrepNo es ticio de legitimar moralmente las normas jurídicas lo mismo referirse a los jueces como operadores Jundicos que como personas que imparten justicia. Un autor como HOLMES, que fue magistrado de la Corte Suprema de Estados Unidos, nos previene del engaño que puede creer en esa vinculación necesaria. Para este autor, representante maximo del normas realismo jurídico norteamericano, si uno quiere .conocer j}lrídicas debe considerarlas desde el punt? de :r:sta del dehncuente. Este no se preocupa precisamente de la moral que tener el derecho, sino de las consecuencias matenales que este conocimiento le permite predecir. Al estudiar decía HoLMES,_, debería disolver ciertas ideas, como el sentido del deber, con «acido cínico» (HOLMES, 1897). Más allá de la po.sible exager.ación de_, las posiciones de este autor, tras ellas late una Idea sentido comun y muy práctica. Si un abogado debe .a s_,u. cliente respecto de lo que dispone un determinado ordenannento JUndico, es posible que no la idea de q.';e cumpla de manera correcta con su cometido si parte una conducta moralmente intachable no puede ser objeto de sancion jurídica o de que otra que es claramente inmoral está penalizada por el derecho. Pero ¿quiere esto decir que el derecho no Incorpora valores morales cuando todos podemos comprobar que muchas conductas que consideramos inmorales están penalizadas?

1.2. El contenido moral del derecho Nadie pone en duda que las normas morales influyen en el do de un determinado sistema jurídico. Los valores morales que Imperan en una determinada sociedad tienden a ser impuestos a través del mecanismo coactivo institucional que es el derecho. Aunque no toda

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imposición de la moral a través de las normas jurídicas esté siempre justificada, como veremos en el último capítulo, lo cierto es que como cuestión de hecho todo sistema jurídico lo hace en mayor o menor medida. Además, del mismo modo que los valores morales de una sociedad, al menos los valores de su clase dirigente, influyen en el contenido de 0 su sistema jurídico, el derecho, a su vez, repercute en las actitudes morales de los ciudadanos. En efecto, el cumplimiento de lo dispuesto en las normas jurídicas, en la medida en que es el reflejo de los valores morales de una sociedad, tiende a reforzarlos. Las anteriores observaciones ponen de relieve algunas relaciones entre el derecho y la moral. Ahora bien, en ambos casos se trata de la relación del contenido de un determinado sistema jurídico (aquello que las normas jurídicas consideran prohibido u obligatorio) con la moral positiva o social. La moral positiva de una comunidad consiste en el conjunto de principios y valores compartidos por sus miembros. Y, como tal, puede ser cambiante en dos sentidos. En un sentido, porque distintas sociedades pueden tener morales positivas con distinto contenido; en otro, porque, dentro de la misma sociedad, el contenido de su moral positiva puede variar con el paso del tiempo. Sobre la existencia de estas relaciones no hay desacuerdo. Entonces, ¿dónde está el problema de la relación entre el derecho y la moral? Para empezar, la relación sobre la que se indaga no es la del derecho con la moral positiva, sino con la moral crítica. Ésta consiste en el conjunto de criterios o estándares objetivos aptos para evaluar la corrección de las acciones o instituciones humanas. Respecto a si todo sistema jurídico cumple con esos criterios, sí que existe discusión. Téngase en cuenta que el hecho de que la mayoría de los miembros de una sociedad crean que hacer pes correcto, no convierte en correcto hacer p. Por tanto, si podemos criticar los valores morales imperantes en una determinada sociedad es porque presuponemos que hay algo así como la moral crítica. Si esto es cierto, no parece descabellado sostener que al menos algunos sistemas jurídicos vulneran de manera flagrante los principios de la moral crítica, y por ello son considerados injustos. Ahora bien, ¿podemos seguir calificando de derecho al sistema jurídico que se aparte tanto del ideal de justicia que pretendemos recoger a través del concepto de moral crítica? La respuesta a esta pregunta ha sido una forma de presentar el debate entre iusnaturalistas y positivistas, al cual me referiré posteriormente. A fin de determinar con mayor precisión cuál es el foco de atención de la polémica iusfilosófica al respecto, además de la distinción entre moral positiva y moral crítica, es importante referirse al tipo de reZa-

UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA RIRI

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ción que se predica. La relación entre el contenido de un determinado sistema jurídico y el contenido de la moral positiva puede presentarse de alguna manera como algo necesario. Es difícil concebir un sistema jurídico con cierto grad? de estabilidad que no la influencia y que no la eJerza respecto a la moral posttlva. Ahora bten, ¿puede decirse lo mismo respecto a la moral crítica? Para unos autores, el hecho de que coincida el contenido de un determinado sistema jurídico con la moral crítica, o al menos que no sea contrario a ella, es puramente contingente, en el sentido de que puede o no darse. Sin embargo, para otros, esta relación se da de manera necesaria, hasta el punto de que conceptualmente no conciben que pueda definirse el término «derecho» sin hacer referencia a los valores morales que forman parte de la moral crítica.

Por tanto, podemos concluir que el problema que se plantea en esta sede es si todo sistema jurídico guarda una relación necesaria con la moral crítica. Expresado en términos conceptuales, si el concepto de derecho incorpora necesariamente propiedades valorativas (relativas a la moral crítica). Al respecto, las posiciones iusnaturalistas responden que esa conexión es necesaria, mientras que los positivistas responden que es contingente. Durante mucho tiempo (más de dos mil años) la reflexión acerca del derecho estuvo dominada por las concepciones iusnaturalistas, pero en los dos últimos siglos estas concepciones han cedido terreno de manera bastante clara a las concepciones iuspositivistas. La disputa entre el iusnaturalismo y el positivismo jurídico parece no tener fin, pero tal vez una presentación de dicho debate puede agudizar nuestra comprensión del derecho en dos sentidos. Por una parte, podemos caer en la cuenta de que dicho debate esconde, en realidad, cuestiones diversas que no siempre son suficientemente distinguidas. Por otra parte, podemos comprender que las discusiones filosóficas no deben nunca ser convertidas en estériles disputas acerca de etiquetas, sino en análisis crítico de los argumentos que son usados en la defensa de las diversas tesis. Para la presentación de las diversas concepciones usaré como guía las tesis que pueden sostenerse, y han sido históricamente sostenidas, acerca de la relación conceptual entre el derecho y la moral crítica. Las tesis que se pueden sostener son dos: la tesis de la conexión necesaria y la tesis de la separabilidad. En lo que sigue analizaré tres posibles versiones de cada una de estas tesis.

ÁN RELACIONADOS EL DERECHO Y LA MORAL?

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LA TESIS DE LA CONEXIÓN NECESARIA ..

La tesis de la conexión necesaria entre el derecho y la moral puede así:

.........

TCN: La determinación de aquello que el derecho es depende de su adecuación a la moral crítica.

Se pueden hallar al menos tres versiones distintas de esta tesis, que a analizar a continuación. La primera se correspondería a grandes s con lo sostenido por el iusnaturalismo clásico; la segunda la encoJlltraríarrtos reflejada en algún autor perteneciente al iusnaturalismo la tercera refleja principalmente la posición de Ronald

Una norma inmoral no puede ser jurídica Planteamiento

Para el iusnatularismo clásico, la validez jurídica de una norma necesariamente de SU validez moral y, por lo tanto, las normas no se ajustan a la moralidad no son jurídicamente válidas. Agustín HlPONA dijo que las leyes injustas no son leyes y Tomás DE AQUINO que la ley humana que no se deriva del derecho natural no es sino corrupción de ley. Es conveniente realizar algunas observadosobre esta tesis iusnaturalista.

'·>i+VIJVJ.J.UV

En primer lugar, esta tesis no constituye por sí sola una definición «derecho positivo», ya que establece únicamente una condición ne,cesari·a. pero no suficiente, de la existencia del derecho positivo: su con la moralidad. Como ya dije en el capítulo anterior, los otas siempre han añadido a esta tesis otra según la cual la u. del derecho positivo depende también de la existencia de hechos sociales (por ejemplo, de la promulgación de las por parte de las autoridades jurídicas). Dice, al respecto, Tomás AQUINo: «la promulgación es necesaria para que la ley tenga fuerza tal» (Suma de Teología: I-11, q. 90, a. 4). .... ., ..................

. A ............,........, ...

• .,...,........ J.J..U«I..J.uS

En segundo lugar, el derecho natural es aquel conjunto de princiy estándares independientes de la actividad humana que guían el ,1.1to de los seres humanos en sociedad. El derecho natural todo el contenido del orden moral, sino sólo aquella parte a la virtud de la justicia. En este sentido, la adecuación a la , ... ,...n,r• ..-. que sostiene la tesis iusnaturalista debe ser entendida como adecuación a aquella parte del orden moral conocida como derecho

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natural. El derecho natural sería la expresión del orden especial de las criaturas racionales en el orden general del universo regido por la ley eterna (AQUINO, Suma de Teología: I-II, q. 94). Como es obvio, esta caracterización corresponde a las concepciones teológicas del derecho natural, es decir, a aquellas concepciones que suponen que el origen del mismo se encuentra en el entendimiento o en la voluntad de Dios. Aparte de estas concepciones, representadas por la escolástica medieval (entre las que destaca la de Tomás DE AQUINo y sus seguidores), el origen del derecho natural puede atribuirse a la naturaleza, como en el iusnaturalismo de la época clásica (así en ARisTÓTELES o CICERÓN), o a la razón humana, como en el iusnaturalismo racionalista de la época moderna (Rugo GRoCIO, Samuel PlJFENDORF, John LocKE, por ejemplo). En tercer lugar, podemos preguntarnos cómo se muestra la adecuación del derecho positivo con la moral crítica, que para estos autores sería el derecho natural. Según Tomás DE AQUINO, las normas positivas pueden proceder del derecho natural de dos modos:

a) Por derivación lógica de los principios del derecho natural, per modum conclusiones. b) Por medio de una especificación de dichos principios, per modum determinationis. Los ejemplos que da Tomás DE AQUINO son los siguientes: «el precepto "no matarás" puede derivarse a manera de conclusión de aquel otro que manda "no hacer mal a nadie". Y hay otras normas que se derivan por vía de determinación; y, así, la ley natural establece que el que peca sea castigado, pero que se le castigue con tal o cual pena es ya una determinación añadida a la ley natural». Por supuesto, esta doble vía de procedencia determina que ambos tipos de normas de derecho positivo tengan una distinta fuerza vinculante, lo cual será relevante a la hora de determinar el alcance del deber de obediencia, tal como veremos en el capítulo IV. Así, a renglón seguido de la cita anterior se nos dice: «Por ambos caminos se originan las leyes humanas positivas. Mas las del primer procedimiento no pertenecen a la ley humana únicamente como leyes positivas, sino que en parte mantienen fuerza de ley natural. Las del segundo, en cambio, no tienen más fuerza que la de la ley humana» (AQUINo, Suma de Teología: I-II, q. 95, a. 2). 2.1.2.

Balance crítico

La importancia e influencia de estas posiciones no debe desdeñarse. A sus postulados debemos grandes avances a la hora de posibilitar la crítica de sistemas jurídicos injustos. Constituyen el fundamento de la

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gran tradición de los derechos humanos como conquistas frente a las posibles arbitrariedades del poder y que han dado lugar a las grandes declaraciones de derechos, que posteriormente han sido incorporadas a muchas de las constituciones contemporáneas. Pese a ello, no hay que desconocer que a veces la alusión al derecho natural ha servido para justificar regímenes totalitarios y autoritarios que casan mal con esa tradición. ¿Cómo es posible esa disparidad de funciones entre personas que sostienen la misma tesis? Seguramente la razón estriba en la incapacidad de encontrar un criterio aceptado por todos para determinar el contenido del derecho natural. El problema estriba, pues, no sólo en que se empleen métodos distintos, que unos apelen a la voluntad de un ser superior y otros a la naturaleza o a la razón; es que, además, la historia de las ideas muestra que autores diversos, que podrían coincidir en la parte metodológica, no convergen a la hora de determinar qué es lo que está permitido o prohibido por naturaleza. A ARISTÓTELES, por ejemplo, le parecía de lo más natural la existencia de esclavos en la sociedad. Éstos lo eran por naturaleza. Siglos más tarde, a un autor como LocKE le parecía una aberración esta conclusión, puesto que los seres humanos somos libres por naturaleza. Esta falta de acuerdo en los criterios y en los contenidos hace inviable teóricamente la apelación al derecho natural como guía para enjuiciar la validez de cada norma pretendidamente jurídica. Pero, aunque este acuerdo existiera, no se habrían acabado los problemas para esta manera de entender TCN. Simplemente, va contra nuestra experiencia corriente el sostener que una norma concreta no es jurídica porque es inmoral. La idea de que cada norma deba pasar una especie de filtro de moralidad, comparándola con el derecho natural, resulta incompatible con el funcionamiento del mundo jurídico tal como lo conocemos. Recordemos en este sentido lo rara que parecía la actitud adoptada por el civilista y el abogado en relación con la aprobación de la ley del divorcio, en el ejemplo que daba inicio al capítulo anterior. Por supuesto, alguien puede insistir diciendo que simplemente lo que hacen los autores iusnaturalistas es realizar una definición estipulatlva de lo que hay que entender por derecho. Pero esta estrategia, que es perfectamente lícita, efectivamente pone fin a la discusión (al fin y al cabo los autores positivistas también tendrían su propia definición estipulativa, con lo cual la discusión entre ambas posiciones carecería de sentido), pero al precio de blindar la tesis, al no permitir aportar ningún argumento en contra y tornándola de este modo perfectamente irrelevante. Ya dije en la introducción que, aunque en las disputas filosóficas difícilmente podemos contar con pruebas empíricas o lógicas que fin a una discusión, al menos contamos con la idea de equihbno reflexivo que exige prestar atención a nuestras intuiciones y no

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despacharlas sencillamente atrincherando nuestra posición con una definición estipulativa. Por estas razones, tal vez el momento. analizar otras posibles maneras de entender la tesis de la conexion necesaria.

2.2.

El derecho positivo tiene valor moral

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vrernllséts, según FULLER, se pueden extraer ciertas propiedades que forzosarneJate todo sistema jurídico que merezca ese nombre debe poseer. En primer lugar, el derecho requiere estar compuesto por normas , dirigidas a clases de individuos y clases de situaciones, y no impredecibles disposiciones ad hoc. Sólo así, uno puede adecuar su VVJ.J.J.I-"'-'.L ..........L.LJ.LV.L.lto a la norma correspondiente. En segundo lugar, las nordeben ser cambiadas muy a menudo y los jueces y demás autodeben interpretarlas de manera no demasiado distinta a como lo sus destinatarios. De lo contrario, estas normas no brindarían tipo guía para el comportamiento. En tercer lugar, las nordeben nnrar al futuro, no ser retroactivas, ya que nadie puede camsu conducta pasada. En cuarto lugar, no deben entrañar exigencias ,.. u obligar a la gente a comportarse de una manera que más allá de sus posibilidades.

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2.2.1.

Planteamiento

Algunos autores contemporáneos (FINNIS, 1980: 351-370) han se halle .en esta puesto en duda que el núcleo de la tesis definición estipulativa de derecho. Según dichos autores, la tesis de conexión necesaria entre el derecho y la moral no debe ser comprendida en el sentido de .que las normas no son :rálidas sino en el sentldo de que la existencia del derecho posltivo tlene algún valor moral. Puede suceder, añaden, que un valor moral muy deficiente porque contenga muchas normas InJUStas, pero no es posible regular los comportamientos humanos sin incorporar algunos valores morales. que es el. siguien!e: dado Hay un modo de comprender dicha que la existencia del derecho, de cualquier derecho, tlene algun moral entonces la existencia del derecho merece por parte de sus destlalgún respeto, un jacie ?e de este modo, la tesis es muy discutlble. Por eJemplo, un sistema JUfldico que proteja la vida, la integridad física y la seguridad únicamente del pequeño sector de seres humanos el poder. en una sociedad y mantenga a los demás en la mas Inicua de las opresiones (y desgraciadamente ha habido y hay .sistemas estos) no merece ningún deber de obediencia ni respeto, sino que JUStamente por razones morales debe procurarse su supresión. Por otra parte, es al menos discutible que un sistema jurídico de este tipo incorpore valor moral alguno. Sin embargo, sobre esta cuestión volveré en el capítulo IV, al discutir acerca de la posibilidad de justificar moralmente la obediencia al derecho. Hay, sin embargo, un modo diverso de entender dicha tesis. Para comprobarlo puede resultar de interés prestar atención a su desarrollo por parte de LoN FULLER (1964: cap. II). FULLER parte de una idea incontestable: sea lo que sea el éste se utiliza para guiar la conducta de las personas. Por tanto, no existirá ningún sistema jurídico que no esté compuesto por normas que sean susceptibles de ser seguidas por sus destinatarios. Además, quienes emiten estas normas pretenden regular el comportamiento de grandes masas de ciudadanos, no de unos pocos. A partir de estas simples

La conclusión a la que llega FULLER es que si un sistema jurídico ?umple con estas condiciones, aquí brevemente resumidas, se muesIncapaz de desempeñar su función esencial, que consiste en proporuna orientación general de comportamiento que la gente pueda para regular su propia conducta. Si esto no se cumple, no hay ••rn""njra derecho en una sociedad. Las anteriores condiciones conformarían según la terminología de .autor «la moral interna del derecho». Es «moral» por cuanto proona una serie de criterios para enjuiciar valorativamente la tarea · la autoridad normativa y es «interna» porque tales condicioimplícitas en el concepto y la naturaleza del derecho.

Balance crítico La tesis de la necesidad de que en todo derecho se dé ese contenido al menos a primera vista, casar bien con algunas de nuesEsta tesis parte de la idea de que el derecho pueda ser puesto que de lo contrario no cumpliría con su función de guía . .""'t-"'-'.LU:t.UL.tc;uto. Esto, en principio, parece razonable. Pero, hasta no se ha mostrado ninguna conexión con la moral. En cam.... entramos en el análisis del contenido de esa moral interna que se producen estas conexiones. Así, se tiene por injusto castique no cumple una ley imposible de cumplir. La jusuna por ejemplo, exige que la persona esté advertida, que pueda saber se espera de ella y decidir en consecuencia. Lo mismo cabe al veto de las leyes retroactivas. ¿Cómo me van a exigir por una acción que en su momento no prohibida? ¿Cómo podía haber cumplido en el pasado con una que es dictada en el presente?

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Por consiguiente, cabe interpretar que FULLER sugiere que ciertos principios de justicia se hallan implícitos en el concepto de derecho. Esto es lo que explicaría que cuando describamos el derecho, nuestra descripción no pueda reducirse a la mera enunciación de ciertos hechos sociales. Esta circunstancia, además, implicaría que tener un sistema jurídico no puede ser nunca un dato independiente de la moral, sino un logro siempre digno de respeto, por muy deficiente que sea en otros aspectos. Si se respeta la moral interna del derecho, se evitarán ciertas injusticias, lo cual entre otras cosas justifica la obligación de ser fieles al derecho, cuestión ésta que, como ya dije, abordaré en el capítulo IV. ¿Es plausible esta forma de otorgar necesariamente un valor moral al derecho? En lo que sigue me centraré en dos posibles críticas, que tienen que ver, por un lado, con la supuesta relación entre el cumplimiento de los principios que forman la moral interna del derecho y el cumplimiento de la función de guía por parte del derecho, y, por otro, con el supuesto de que estos principios constituyan una moral. Veámoslas por partes. FULLER presenta su tesis como una variante moderna del iusnaturalismo clásico. Ahora bien, según el propio autor, mientras este último sostenía una tesis sustantiva, la suya es una tesis procedimental. Así, no tendrá problemas en reconocer que una norma puede tener un contenido inmoral y no por eso necesariamente dejará de ser jurídica, puesto que los seres humanos somos falibles en materia moral, es decir, no tenemos por qué acertar siempre en relación con la moral crítica. Pero sí que carecerá de la propiedad de ser jurídica una norma, aunque haya sido dictada por los procedimientos establecidos en la regla de reconocimiento, que no sea susceptible de ser cumplida, es decir, que no respete los citados principios «formales».

Ahora bien, tomemos el caso de una norma penal retroactiva. Si la norma es favorable al reo, no se ve la razón por la que su existencia vulnere algún principio procedimental de justicia. De hecho, los códigos penales de nuestro entorno reconocen legalmente esta posibilidad. Si, por el contrario, la norma retroactiva es desfavorable al reo, puede ser tildada de claramente injusta, pero no se ve qué se gana con decir que no es jurídica. En nuestros códigos penales está vetada esta posibilidad, pero no ha sido así siempre ni en todas partes. Si esto aun no resulta convincente, ya que se puede seguir pensando que la retroactividad no permite que la norma sirva de guía de comportamiento (aunque habría que admitir que ni la favorable ni la desfavorable lo son), entonces tómese el ejemplo del establecimiento de la responsabilidad indirecta. Los supuestos en que se establece dicha responsabilidad, es decir los casos en que se le imputa a uno responsabilidad por actos cometidos por otra persona, por definición, no pueden motivar la conducta de la persona a la que el derecho hace responsable. Lejos de ocupar un lugar anec-

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dótico en nuestros ordenamientos, hallamos muchos casos de este tipo de responsabilidad, como es la de los padres respecto a las acciones de sus hijos o la de las compañías de seguros respecto al comportamiento de sus asegurados. ¿Diremos que todos estos casos frecuentes de responsabilidad contractual y extracontractual quedan fuera del dominio jurídico? Parece irrazonable contestar afirmativamente. Lo que sucede en todos estos supuestos es que, aunque se pueda opinar por distintas razones (entre ellas razones morales) que las normas retroactivas o las que establecen responsabilidad indirecta son criticables, lo cierto es que no se gana nada quitándoles la etiqueta de jurídicas; los abogados las seguirán invocando en los tribunales y éstos las seguirán aplicando. Pero si esto es así, ¿significa que debemos renunciar a la intuición que antes tildábamos de básica, a saber, que el derecho tiene como función principal motivar conductas? No es necesario renunciar a esta intuición para hacerla compatible con lo que acabo de decir. Basta con distinguir entre una norma considerada de manera aislada y un sistema normativo. Promulgar normas no consiste únicamente en procurar guías de conducta. Una norma jurídica no es algo aislado, sino que es jurídica precisamente porque pertenece a un sistema jurídico. Como vimos en el capítulo anterior, sólo consideramos que existe un sistema jurídico si sus normas en general son eficaces. Como la eficacia de las normas depende de su obediencia por parte de la población y, en caso de incumplimiento, de la aplicación de la correspondiente sanción, es sensato pensar que en su mayoría deben ser susceptibles de ser obedecidas y aplicadas. Pero de ello no debemos inferir que todas y cada una de las normas que forman parte de un sistema jurídico tienen que cumplir con estas características. La propiedad de la eficacia, que es la que implica la posibilidad de que haya cumplimiento (obediencia o aplicación), se predica del sistema y no de cada uno de sus componentes. Es lo mismo que sucede con el postulado carácter coactivo del derecho. La coactividad (posibilidad de aplicar sanciones) se predica del sistema en su conjunto, con lo cual no es necesario postular que todas las normas establezcan sanción. La segunda objeción que se podría hacer a la posición delineada por FULLER es que, aunque da por descontado que la presencia necesaria de estos principios que formarían parte de todo derecho son de índole moral, esto está lejos de ser obvio. El planteamiento de FULLER es que si deseamos regular el comportamiento de un grupo de personas a través de normas generales, deberemos ajustarnos a los principios mencionados. ¿Pero en qué se basa para afirmar que tales principios, a pesar de admitir que son procedimentales, tienen un valor moral que transmitirían a todo sistema jurídico? Más bien parece que en realidad tales principios, en vez de relacionarse con la justicia o la equidad como parece propugnar FULLER, se relacionan con la eficacia, de la

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manera que dije hace un momento. Son requisitos para que el sistema sea eficaz, no para que sea justo (LYONS, 1984: 84-85). Pondré un ejemplo que ayude a clarificar este importante punto. Imaginemos dos grupos racistas, GRI y GR2. Ambos grupos comparten el mismo objetivo: aniquilar a los miembros de la raza x. En ambos casos hay un subgrupo dirigente, pero cada uno de ellos regula las acciones de sus subordinados de manera muy distinta. Las autoridades de GRI dejan margen de maniobra a sus subordinados, los cuales cada vez que se encuentran por la calle con alguien que parece pertenecer a la raza x piden autorización para eliminarlo y esa autoridad a veces la concede y a veces no, sin que se sepa muy bien cuáles son las razones de su decisión. Además, de vez en cuando esa autoridad antojadiza castiga o premia algún comportamiento de sus miembros de forma retroactiva. Por su lado, las autoridades de GR2 son muy sistemáticas a la hora de cumplir con su objetivo. Marcan, a través de normas generales, las prioridades en la eliminación de los miembros de la raza x (por ejemplo, se procede a establecer un censo de éstos y después se asigna la eliminación por categorías como la edad, la profesión, etcétera, encargando a distintos grupos cada uno de estos cometidos). Jamás se les ocurre ni conceder premios ni aplicar sanciones de manera retroactiva. De hecho, son tan eficientes que ni siquiera se les pasa por la cabeza modificar nada de lo que ya han planificado con antelación. Este simple ejemplo pone de relieve que el grupo GR2 sin duda será más eficaz a la hora de alcanzar el objetivo compartido con GRI, ¿pero eso hace que su comportamiento incorpore algún valor moral? Resulta difícil ver cuál sería ese valor. Más bien, la eliminación sistemática y bien organizada de una raza nos puede parecer que tiene un plus de maldad respecto a la conducta poco sistemática del grupo GRI. Si esto es así, entonces la eficacia normativa no tiene un valor moral por sí misma. El mostrar que los sistemas jurídicos requieren poseer ciertas propiedades .para que sean susceptibles de generar cierto grado de eficacia no es aportar un buen argumento para demostrar la conexión necesaria entre el derecho y la moral crítica.

2.3. 2.3.1.

El derecho como integridad Planteamiento

La idea de que las condiciones de la validez legal son al menos parcialmente una cuestión del contenido moral de las normas es articulada por la teoría jurídica de Ronald DwoRKIN, sobre la que ya dije algo en el primer capítulo. Sin embargo, este autor no puede ser encuadrado estrictamente hablando en las corrientes del iusnaturalismo, al menos

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del clásico. DwoRKIN, a diferencia de estas posiciones, no mantiene que el contenido moralmente aceptable sea una condición ?e jurídica de cada norma. Lo que sostiene, más bien, es que tdentlftcar lo que el derecho es en los casos particulares inevitablemente depende de consideraciones político-morales acerca de lo que el derecho debe ser. La tesis, pues, es que existen juicios valorativos que parcialmente determinan qué es el derecho, con lo cual se pone en entredicho la separación entre el derecho que es y el que debe ser. Para apoyar sus tesis, DWORKIN parte, como ya sabemos, de la idea de que en la determinación de lo que sea el derecho de un determinado país juega un papel muy importante la presencia de principios. Los principios jurídicos tienen tres características importantes, que los diferencian de las normas jurídicas (o reglas, en la terminología de este autor). En primer lugar, mientras las reglas funcionan en el momento de la aplicación por parte de los jueces con el esquema de todo-o-nada (o se aplican o no se aplican), los principios tienen una dimensión de peso. Sobre este rasgo de los principios volveré en el próximo capítulo. En segundo lugar, a la hora de identificar las reglas jurídicas se puede proceder a través de criterios relativos a su origen (si han sido dictadas por determinados órganos, por ejemplo), en cambio en el caso de los esta posibilidad no ya que éstos sólo se pueden identificar a través de su contenido. Esta sería una razón para criticar la regla de reconocimiento. El alcance de esta crítica ya quedó establecido en el anterior capítulo. Por último, mientras las normas pueden tener o no que ver con la moral, los principios tienen esencialmente un contenido moral. A partir de ahora centraré la exposición en las implicaciones de este último rasgo de los principios jurídicos. La tesis de DWORKIN en este punto podría resumirse de este modo. E_l derecho de un determinado país contiene, además de reglas, principios. Los principios no se identifican sólo por su origen, sino también su contenido. Pero el contenido de los principios tiene forzosamenun componente moral. Por tanto, si queremos identificar el derecho un determinado país necesariamente deberemos hacer referencia a ·ones morales, al menos a aquellas necesarias para identificar a los principios. Pero ¿cuál sería el criterio de existencia de un principio jurídico si podemos relacionarlo simplemente con su origen con actos de crea? DWORKIN, un principio jurídico si se sigue de la Interpretación política y moral de las decisiones legislativas y '-'L) pasadas en el ámbito de que se trate. Los principios jurídicos, '. o.cuparían un espacio intermedio entre las reglas jurídicas y los ptos morales.

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Las reglas jurídicas son creadas por las instituciones pertinentes y su validez deriva del origen, es decir, de la fuente del derecho de que se tra-te (la legislación, la costumbre, etcétera). Los principios morales son lo que son puramente por su contenido, y su validez está también relacionada únicamente con su contenido. Los principios jurídicos, por su parte, obtendrían su validez de una combinación de consideraciones basadas en fuentes y otras basadas en el contenido. Esta visión la generaliza DWORKIN llamándola «derecho como integridad» y la describe así: De acuerdo con el derecho como integridad, los enunciados jurídicos son verdaderos y aparecen en, o se siguen de, principios de justicia, equidad y principios procesales como el proceso debido, que ofrecen la mejor interpretación constructiva de la práctica jurídica de .la comunidad (DWORKIN, 1986: 225).

La validez de un principio jurídico deriva, entonces, de una combinación de hechos y consideraciones morales. Los hechos relevantes son los relativos a las decisiones jurídicas (tanto de legisladores como de jueces) llevadas a cabo en el pasado dentro del ámbito correspondiente. Las consideraciones morales y políticas tienen que ver con las formas en que aquellas decisiones pasadas pueden ser mejor justificadas por los principios moralmente correctos (es decir, los correspondientes a la moral crítica). Esta idea acaba insiriéndola este autor en una teoría general de la interpretación, que pretende ser el contrapunto crítico de las teorías generales del derecho de corte positivista, sobre las que me referiré más tarde. La teoría interpretativa del derecho de DwoKIN es ciertamente compleja y no siempre del todo clara, aunque tal vez puede ser resumida de una manera simple, a través de la reconstrucción de su argumento central. El punto neurálgico de su tesis es que el derecho tiene una profunda naturaleza interpretativa. El principal argumento constaría de dos premisas: 1) La determinación de lo que el derecho requiere en cada caso particular necesariamente incorpora un razonamiento interpretativo. Es decir, los enunciados de la forma «De acuerdo con el sistema jurídico S, x tiene el derecho/deber de hacer p», son la conclusión de algún tipo de interpretación. 2) La interpretación siempre contiene consideraciones morales. Para ser más precisos, tal vez habría que decir que la interpretación no es ni una cuestión puramente fáctica, ni una cuestión puramente valorativa, sino una mezcla inseparable de ambas. Si se admiten estas dos premisas, entonces la conclusión es la tesis de la conexión necesaria: la determinación de aquello que el derecho es depende de su adecuación a la moralidad. Por tanto, con DwoKIN se

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a esta tesis a través de una teoría interpretativa. Esta teoría, sin , no es pacífica, como veremos en el próximo capítulo. 2.

Balance crítico

El anterior razonamiento nos lleva a una cuestión importante y no suficientemente destacada. Recordemos que la regla de reco.....,1,.1nrn está formada por los criterios de pertenencia de normas o al sistema jurídico. Su misión no es la de establecer en cada judicial cuál es la solución determinada, sino la de reconocer las del derecho, debidamente estructuradas si procede, a las que el puede o debe acudir para argumentar dicha solución. Si esto es , podría admitirse que del conjunto total de razones válidas para las decisiones judiciales, la regla de reconocimiento sólo identiue el subconjunto formado por las que están basadas en fuentes (es · , las que se identifican por su origen). Se puede admitir que exisrazones morales, políticas o económicas que son operativas para algunas decisiones jurídicas, y aun así no tener por qué abandonar la idea de la regla de reconocimiento como regla social imprescindible para identificar las normas que pertenecen a un determinado sistema jurídico. Pensemos en lo siguiente. Todo juez que dicta una sentencia utiliza el modus ponens. Es decir, usa una norma general («quien cometa un homicidio debe ser condenado a veinte años de prisión») que, junto a la descripción de un hecho («Juan ha cometido un homicidio»), da como conclusión una norma individual («Juan debe ser condenado a veinte años de prisión»). El modus ponens es un argumento válido según marcan los cánones de la lógica. ¿Quiere decirse entonces que por usar los jueces en sus sentencias un razonamiento lógico, hay que admitir que la lógica forma parte del derecho? Esto parece bastante irrazonable. ¿Por qué, entonces, lo que no vale para la lógica vale para la moral, a través de los principios? Los argumentos lógicos son aceptados en las decisiones de los tribunales y fuera de ellos, no porque hayan sido dictados por ningún Parlamento o porque así lo hayan decidido los jueces. Además, que no existe una regla social que valide al mismo tiempo el reglamento de un ayuntamiento y la lógica es verdad, pero es una verdad irrelevante. La autoridad de los principios de la lógica o de la moralidad no es algo que deba ser explicado por la filosofía jurídica; en cambio, la autoridad de los actos de un Parlamento sí. El dar cuenta de esta diferencia constituye una tarea central de la filosofía del derecho (OREEN, 2003). Pero el anterior razonamiento todavía podría no ser definitivo. Después de todo, puede parecer que en la disputa entre quien defiende

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el valor explicativo del concepto de regla de reconocimiento y quien lo niega, se estarían simplemente postulando distintos conceptos de derecho. Por un lado, un concepto más centrado en dar cuenta de las instituciones, por tanto, un concepto que podríamos denominar institucional del derecho. Por otro, un concepto cuyo núcleo central está constituido por los procesos de toma de decisiones judiciales, la resolución de los casos mediatizados por la interpretación, con lo que puede hablarse de un concepto interpretativo de derecho. Es decir, tendríamos un caso claro de diferencias en el enfoque del análisis, al que aludí en la introducción. En sus últimos escritos DwoRKIN también entiende que pueden darse distintos conceptos de derecho (doctrinal, sociológico, taxonómico, aspiracional) (DwoRKIN, 2006: introd. y cap. 8). Parecería razonable entonces pensar que depende de los intereses cognoscitivos que uno tenga el que elija uno u otro concepto. Sin embargo, sorprendentemente, este autor sigue considerando que el concepto que él emplea (un concepto interpretativo y que entiende al derecho como integridad) es superior al resto. ¿Será después de todo una disputa casi meramente verbal? Algo de eso hay y a ello he de referirme al hablar de la interpretación en el capítulo III. Pero hay una cuestión en la que el planteamiento de DWORKIN tiene un déficit respecto a quienes sostienen la necesidad de que todo sistema jurídico tenga su regla de reconocimiento. El argumento que lo muestra es el siguiente. Recuérdese que la regla de reconocimiento como regla social juega un papel decisivo no sólo para identificar el derecho, sino para establecer su autonomía frente a otros órdenes normativos, que también se dan en una misma sociedad, como podrían ser la moral social o los usos sociales. La dificultad de establecer esta distinción estriba en que todos ellos son fenómenos normativos que se originan en prácticas sociales. El concepto de regla de reconocimiento ofrece un intento de establecer esta distinción, otorgando a la conducta e intenciones de un determinado conjunto de personas un papel decisivo en la constitución de la práctica jurídica. Por su lado, el esquema de DwoRKIN reside en última instancia en la práctica jurídica de una determinada sociedad. Pero el carácter jurídico de esa práctica es dado por descontado en el planteamiento de este autor. Recordemos que, para el derecho como integridad, los enunciados jurídicos son verdaderos y aparecen en, o se siguen de, principios de justicia, equidad y principios procesales como el proceso debido, que ofrecen la mejor interpretación constructiva de la práctica jurídica de la comunidad. ¿Pero cómo identifica DWORKIN esas prácticas jurídicas de entre todas las prácticas sociales que se dan en una determinada comunidad? Pueden pensarse dos posibilidades. En ambas, tenemos que partir de una premisa indudable: si una práctica es jurídica, entonces alguna relación tendrá con el derecho de esa comuni-

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dad. Una posibilidad sería aplicar la definición de derecho que el propio DWORKIN da. Pero si hacemos esto, el argumento se vuelve circular. Para saber cuándo una práctica es jurídica debemos acudir a los elementos que nos permiten identificar el derecho de una determinada sociedad. Pero resulta que entre estos elementos se halla la referencia a la práctica jurídica que teníamos que identificar. La otra posibilidad es hallar criterios independientes para saber cuándo una práctica es jurídica. Pero esto es justamente lo que proporciona la regla de reconocimiento a la que DwoRKIN no quiere acudir. 3.

LA TESIS DE LA SEPARABILIDAD

Las doctrinas iuspositivistas pueden ser comprendidas como aquellas que niegan la tesis de la conexión necesaria, sosteniendo así la tesis de la separabilidad entre el derecho y la moral crítica, es decir: TDS: La determinación de aquello que el derecho es no depende de su adecuación a la moral crítica.

Hay, al menos, tres modos de comprender dicha tesis (KRAMER, 2001; DYZENHAUS, 2001: 679-680). Según la primera versión, la expresión «no depende» en TDS debe interpretarse como «no puede depender», es decir, es necesariamente el caso que la determinación del derecho no depende de su adecuación a la moralidad. Según la segunda versión, en TDS «no depende» ha de leerse como «no necesita depender», esto es, no es necesariamente el caso que la determinación del derecho dependa de su adecuación a la moralidad. La tercera versión de la tesis exige leer en TDS «no depende» como «no debe de este modo TDS tiene una lectura prescriptiva: recomienda una forma de identificar el derecho, una forma que presupone el derecho puede ser de tal manera que sea posible identificarlo s1n recurrir a la moralidad. A continuación analizaré las tres versiones de TDS, puesto que representan tres formas de positivismo jurídico especialmente relevantes en la actualidad. Pero antes de ello es necesario recordar que, de modo similar a como la tesis de la conexión necesaria no constituía más que una condición necesaria del concepto iusnaturalista de derecho, la tesis de la separabilidad constituye únicamente la negación de llna condición necesaria del concepto iusnaturalista de derecho y, por Jo tanto, precisamos una caracterización positiva de tal concepto, que la que ofrecí en el capítulo anterior con la tesis social.

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3.1.

El derecho no puede depender de la moral

La primera forma de comprender TDS es la siguiente: TDSJ: La determinación de aquello que el derecho es no puede depender de su adecuación a la inoral crítica.

Esta tesis, propia del llamado positivismo exclusivo y que podemos hallar en autores como KELSEN, Ross y RAZ, comprende de un modo especialmente fuerte la tesis social, en el sentido de que la determinación del contenido del derecho depende siempre de su origen en determinados hechos sociales, sin remisión a la argumentación moral (KELSEN, 1960; Ross, 1958; RAZ, 1994). El problema con esta tesis es que las normas jurídicas a, menudo incorporan conceptos morales. Por ello, para identificar lo que dichas normas demandan, parece que es preciso acudir al razonamiento moral. Por ejemplo, la Constitución española en el artículo 15 prohíbe las penas o tratos inhumanos o degradantes. El Tribunal Constitucional en STC 89/1987, de 8 de junio, tuvo que pronunciarse acerca de si determinadas resoluciones de la Administración penitenciaria que denegaban las comunicaciones íntimas a determinados reclusos eran un supuesto de trato degradante. ¿Puede aplicar dicho precepto el Tribunal Constitucional sin acudir al razonamiento moral? Los defensores del positivismo exclusivo sostienen que cuando nos hallamos en casos como éstos, los tribunales tienen discreción puesto que el derecho no regula sus decisiones. Ahora bien, si esto es cierto, los tribunales tienen discreción en muchos casos, porque los ordenamientos jurídicos actuales contienen muchas disposiciones que remiten a la moralidad. Supongamos (como sucede en la mayoría de sistemas jurídicos) que existe una norma de derecho privado que califica como nulos los contratos contrarios a la moral. Entonces, si A firma con B un contrato por el cual se obliga a asesinar a e antes de un mes, y transcurrido el mes A no ha asesinado a e y B presenta una demanda contra A por incumplimiento contractual, ningún jurista diría que debemos esperar a la decisión del juez para saber si el contrato entre A y B es válido: el contrato entre A y B es nulo porque es inmoral, y los jueces no tienen discreción alguna en este caso. Del mismo modo, si una disposición constitucional prohíbe los castigos crueles y el legislador dicta una norma que establece, como en el derecho romano, la siguiente pena (poena cullei) para el parricidio: el condenado será introducido en un saco de piel con un gallo, un perro, una serpiente y un mono, y arrojado a las aguas del mar. Podemos preguntarnos, ¿es esta pena cruel? Seguramente todos reconoceríamos que se trata de un castigo cruel -también los romanos que, pre-

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dsamente por ello, consideraban que era la pena merecida para los parricidas- y que, por lo tanto, es inconstitucional. Aunque «cruel» es, sin duda, un término moral, «cruel» se aplica sin controversia ninguna a la poena cullei, no hay aquí espacio para la discreción. Esto no significa, como es obvio, que no quede lugar para la discrepancia en otros casos de aplicación del concepto de crueldad. Es decir, la remisión a la moralidad no parece implicar necesariamente la discreción judicial. Una exageración de esta posición es la que ha llevado a algunos autores a una posición escéptica acerca de la posibilidad de identificar el contenido del derecho. A menudo, con razón, dicha posición se asocia con el realismo jurídico americano. Y también, con menos razón, se suele calificar al realismo jurídico (escandinavo o americano) como una concepción del derecho diferente de las concepciones iusnaturalistas y iuspositivistas. Sin embargo, desde la perspectiva del concepto de derecho empleado, el realismo jurídico no es más que una de las posibles concepciones iuspositivistas, ya que en última instancia sostiene la tesis social y la tesis de la separación conceptual entre derecho y moral. Su especificidad, dentro de las visiones positivistas, viene por el lado de su visión de la interpretación y aplicación del derecho, como veremos en el próximo capítulo. Para entender las razones de tal caracterización puede resultar útil distinguir, siguiendo a Norberto BOBBIO (1965), tres sentidos de la acepción «positivismo jurídico»: a) El positivismo jurídico como método, como modo de enfocar el estudio del derecho, según el cual cabe distinguir el derecho como es del derecho como debe ser y estudiar el derecho tal y como es desde una perspectiva valorativamente neutral (para una defensa del positivismo metodológico, véase PRIETO, 1997). b) El positivismo jurídico como teoría, asociado a una forma de concebir el derecho vigente en el siglo XIX que se denomina formalismo jurídico y definido por los siguientes rasgos: coactividad, imperativismo, supremacía de la ley entre las fuentes del derecho, consistencia y plenitud del derecho, concepción de la aplicación del derecho como una actividad deductiva. A ella me referiré en el próximo capítulo. e) El positivismo jurídico como ideología, según el cual el derecho positivo es justo y, por lo tanto, debe ser obedecido. No se conoce ningún autor relevante que encaje en esta categoría. Sin embargo, el achacarles que pertenecían a ella ha sido una de las críticas más empleadas por los detractores de los autores positivistas.

Obviamente, los realistas jurídicos no pueden ser calificados como iuspositivistas en el segundo y en el tercer sentido del término (pero tampoco otros importantes positivistas no realistas como KELSEN o HART), pero pueden serlo claramente en el primer sentido. Es impar-

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tante darse cuenta de que el positivismo jurídico asume sólo, tal y como aquí es presentado, una noción muy general del derecho en el interior de la cual caben teorías del derecho muy diversas, una de las cuales es la teoría realista. No distinguir entre el positivismo jurídico como método y el positivismo jurídico como teoría está, a menudo, en el origen de muchas confusiones.

3.2.

El derecho no necesita depender de la moral La segunda forma de comprender TDS es la siguiente:

TDS2: La determinación de aquello que el derecho es no necesita depender de su adecuación a la moral crítica.

Según TDS2, la validez jurídica de las normas puede depender de su validez moral de un modo contingente: si existen preceptos jurídicos que incorporan conceptos morales o que requieren de la argumentación moral para ser aplicados, entonces la validez jurídica de algunas normas depende de su adecuación a la moralidad; si no existen dichos preceptos jurídicos entonces la validez jurídica no depende de la moralidad. Se trata de la concepción denominada «positivismo jurídico inclusivo» o «incorporacionismo» (representantes de esta posición serían: CARRió, 1990; HART, 1994; WALUCHOW, 1994; CoLEMAN, 2001; MüRESO, 2002). En realidad, el positivismo jurídico inclusivo puede ser contemplado como la respuesta iuspositivista a las críticas que Ronald DwoRKIN formuló al positivismo hartiano, y que ya hemos visto. Contra la tesis social, DwoRKIN aduce que hay estándares aplicables jurídicamente, los principios, cuya existencia no tiene su origen en un hecho social. Lo cual conlleva, contra la tesis de la separación conceptual entre el derecho y la moral, que hay estándares jurídicamente válidos porque son moralmente válidos. Esta concepción del Derecho conduce a DwoRKIN a la tesis de que los jueces nunca tienen discreción (en sentido fuerte, esto es, ausencia de criterios que guíen su decisión) cuando deciden los casos, tal como expondré en el próximo capítulo. El positivismo inclusivo acusa recibo de la presencia de principios con componente moral y, haciéndolo, parece reconstruir mejor que el positivismo exclusivo la práctica de nuestros derechos actuales, sobre todo la práctica de aplicación del derecho por parte de los jueces y tribunales que, a menudo, deben recurrir a la argumentación moral para tomar decisiones (véase EscUDERO, 2004). Sin embargo, dicha posición, al igual que la dworkiniana, debe resolver una cuestión que, hasta ahora, hemos dejado en suspenso: ¿hay criterios objetivos en la argumentación moral? Esta pregunta es

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importante, ya que, por un lado, si somos escépticos al respecto, es decir, si consideramos que no hay criterios de corrección en el razonamiento moral, entonces rechazamos el núcleo de las concepciones iusnaturalistas. En efecto, si no hay algo como el derecho natural, el conjunto de principios y estándares universalmente válidos que guían el comportamiento de los seres humanos en sociedad, entonces el iusnaturalismo carece de sentido. Esto es lo que sostuvieron, por ejemplo, KELSEN y Ross (KELSEN, 1957; Ross, 1961). Pero, por otro lado, deberíamos también rechazar el positivismo jurídico inclusivo, dado que, si no hay criterios de corrección en el razonamiento moral, entonces cuando las normas jurídicas exigen el uso de dicho razonamiento en la aplicación del derecho solamente remiten a la discreción de los aplicadores, a la discreción de acuerdo con las propias convicciones morales de los jueces. Es decir, si el objetivismo moral es una doctrina errónea, entonces el positivismo jurídico exclusivo es una concepción del derecho más adecuada que sus rivales. Sin embargo, y aunque aquí no podemos detenemos en tan compleja cuestión de filosofía moral (véase, por ejemplo, MILLER, 2003), se pueden realizar algunas consideraciones. En primer lugar, aceptar el escepticismo moral supone aceptar que nuestra práctica de evaluación de muchas conductas (si están moralmente justificadas las torturas de los detenidos en Guantánamo si las . ' practicas corruptas en el gobierno son inmorales o no, etcétera) es una práctica carente de sentido. Antes de aceptar tan pesimista conclusión, tal vez valga la pena hacer el esfuerzo de averiguar si esta práctica puede tener algún tipo de fundamento. /

En segundo lugar, frecuentemente a las posiciones escépticas subyace la errónea idea de que aceptar el objetivismo moral conlleva dos consecuencias implausibles: a) aceptar algún tipo de absolutismo moral, como si existieran verdades morales inscritas en la naturaleza, y b) no dejar espacio para la tolerancia y el respeto por los diversos y plurales modos de vida humanos. Dicha inferencia es errónea, porque hay, muchos modos de vindicar un espacio para la objetividad de la moral, para la posibilidad del acuerdo racional en materia moral, que n? se comprometen con doctrina absolutista alguna y porque la objetiVIdad de la moral es perfectamente compatible con el hecho de que sobre muchas cuestiones de relevancia para los seres humanos (la las prácticas religiosas, etcétera) la respuesta acerca de la cahf1cac1on moral de dichas conductas es muy plausible que sea que conductas son moralmente facultativas y, por lo tanto, podemos elegu las que se adecuen mejor a nuestro plan de vida y debemos respetar las elecciones de los demás, como mostraré en el último capítulo.

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3.3.

El derecho no debe depender de la moral

La tercera versión de la tesis propone leer TDS del siguiente modo: TDS3: La determinación de aquello que el derecho es no debe depender de su adecuación a la moral crítica. TDS3 presupone la aceptación de TDS2, es decir, presupone que es posible que la determinación del contenido del derecho dependa de argumentos morales; sin embargo, considera que el núcleo del positivismo jurídico se halla en esta tesis normativa: el derecho ha de ser de tal manera que pueda identificarse aquello que prescribe sin re'currir a la moralidad. De tal modo, los jueces podrán aplicar el derecho de un modo cercano al formalismo, puesto que podrán identificar los comportamientos prescritos por el derecho sin recurrir al razonamiento moral. Se conoce dicha tesis como positivismo ético o normativo (SCARPELLI, 1965; CAMPBELL, 1996; WALDRON, 1999).

La defensa del positivismo ético o normativo puede ser resumida en un argumento como el siguiente (para lo que sigue véase MoREso, 2004): 1) Hay una inmensa discrepancia acerca de qué comportamientos son moralmente correctos. 2) Para respetar la autonomía moral de las personas, debemos gobernar el comportamiento humano mediante reglas claras y precisas que nos permitan determinar con certeza cuándo determinados comportamientos están jurídicamente prohibidos. Las dos premisas anteriores implican: 3) Si para identificar los comportamientos que están jurídicamente prohibidos se debe acudir al razonamiento moral, entonces habrá mucha discrepancia y, por lo tanto, la certeza será sacrificada y la autonomía personal vulnerada. Por lo tanto, 4)

El Derecho debe ser identificado sin recurrir a la moralidad.

Es decir, hay razones normativas para condenar la incorporación de conceptos y consideraciones morales en el derecho. Puede concederse a los defensores del positivismo ético que un argumento como el anterior está en el núcleo de algunas de las concepciones clásicas del positivismo jurídico, como la de BENTHAM (1789; véase, al respecto, POSTEMA, 1986), y también que, si bien las versiones contemporáneas del positivismo jurídico se presentan como un

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conjunto de tesis conceptuales, un argumento como este subyace implícitamente a la mayoría de estas versiones. La premisa 1) ha sido sostenida claramente por muchos de los representantes del positivismo ético. Tom CAMPBELL, por ejemplo, ha escrito: «Es correcto decir que muchos de los positivistas son conscientes de la diversidad de opiniones morales y de la naturaleza intratable de los desacuerdos morales» (CAMPBELL, 2002: 313). Algunas veces dicha tesis va acompañada de la asunción del escepticismo (como en los casos de H. KELSEN y A. Ross) o, al menos, del relativismo en materia ética. Sin embargo, no es preciso ser escéptico o relativista en materia moral para reconocer el hecho indiscutible del desacuerdo en moral. Aun si aceptamos un espacio para la objetividad moral, podemos reconocer que son tan amplias las dificultades epistémicas en el ámbito moral que algunos desacuerdos son seguramente muy difíciles de erradicar. La premisa 2), que insiste en la importancia de contar con leyes claras y precisas, está claramente asociada a dos preciados ideales del liberalismo político: en primer lugar, el ideal del Estado de derecho, de ser gobernados por leyes y no por hombres, y, en segundo lugar, la separación de poderes, con la insistencia en la distinción entre la creación del derecho y su aplicación. No se puede negar que las premisas 1) y 2) contienen una gran dosis de plausibilidad. Sin embargo, es posible argüir que 1) y 2), rectamente entendidas, aunque implican una versión debilitada de 3), no permiten concluir que el derecho debe ser identificado sin recurrir a la moralidad. Acerca de 1) recordemos que, si bien la discrepancia en materia moral es muy amplia, no es absoluta. Cuando el derecho prohíbe los castigos crueles, prohíbe claramente la poena cullei. Cuando el derecho autoriza el uso justificado de la fuerza física en legítima defensa, permite repeler el ataque de un extraño que nos ataca por la espalda con la intención de clavarnos un cuchillo. Cuando el derecho considera nulo un contrato aceptado mediante coacción injusta, califica como inválido el contrato que alguien firmó bajo la amenaza de matar a su hija pequeña si no lo firmaba. Nadie puede argüir que, cuando el derecho incorpora estos conceptos morales en las normas jurídicas, estos casos quedan abandonados a la discreción judicial. Esto conlleva reformular 1) del siguiente modo: 1') Hay un grado relevante de discrepancia acerca de qué comportamientos son moralmente correctos.

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La premisa 2) es, sin embargo, que merece ser. más detenidamente. Que la certeza es un Ideal de la regulacion JUndica es indiscutible. La certeza del derecho, pues, es valiosa, pero debemos determinar las razones que cuentan en favor de la certeza, con fin. de establecer si es de importancia suficiente para derrotar cualquier tlpo de razón en su contra. Gran parte de las razones para conferir valor a la certeza del cho se hallan vinculadas con el valor que otorgamos a la autonomia personal. U na de las dimensiones de la autonoJ?Ía personal: com? verey eJecutar mos en el último capítulo, reside en la capacidad de los planes de vida de uno mismo y sólo leyes claras, precisas y cibles permiten a las personas elegir y trazar sus ylane.s de vida con garantías. Ahora bien, ¿hay razones para llevar el Ideal Ilustrado de la certeza hasta el extremo? Puede argüirse que no, puesto que la autono. . los desmía personal exige también dejar abierta la tinatarios de las normas argumenten a favor de la JUstlficacion de su conducta, cuando prima facie las vulneran. Para ello: normas jurídicas deben, en muchas ocasiones, dejar abierta la posibilidad de que sus destinatarios acudan a las razones subyacentes (que en ocasiones son de naturaleza moral) para justificar su comportamiento. Así operan, por ejemplo, las causas de justificación en derech? penal y, muy a menudo, los vicios del consentimiento en derecho pnvado. Un derecho penal sin causas de justificación sería más cierto, pero también mucho más injusto, vulneraría en n;ayor medida la autonomía personal. Es más conforme con la autononna personal permitir la legítima defensa frente a las aunque ello entrar en un terreno menos cierto que el mas claro de avenguar SI alguien ha causado lesiones a otro. Ahora .debemos el ejercicio de defensa era legítimo, esto es, si era _no medió provocación suficiente, etcétera. Un derecho pnvado sin VICios del consentimiento sería mucho más cierto, pero también mucho más injusto. Si los contratos no fueran nulos por error o por sería más claro (como en la stipulatio del derecho romano arcmco) cuándo hemos contraído una obligación contractual. Ahora hay que determinar, por ejemplo, la naturaleza del error, su relación con nuestra declaración de voluntad, etcétera. En resumen, para hacer honor a la autonomía personal, que es lo que otorga valor a la certeza del derecho, es preciso reservar un lugar para la argumentación moral, aunque ello sacrifique la certeza en alguna medida. En nuestro horizonte moral siempre existen valores en conflicto, y cómo encajarlos sopesándolos es nuestra tarea como agentes morales. Por lo tanto, el hecho de que la incorporación de conceptos morales en el derecho disminuya, algunas veces, la certeza no ha de verse como algo necesariamente inadecuado; por el contrario, a menu-

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do es el único modo de hacer de nuestro derecho un derecho más respetuoso con nuestra autonomía personal. Es lo mismo que ocurre con las reglas que usamos en nuestra vida cotidiana. Imaginemos que un empresario se va de viaje y deja a una persona encargada de su empresa diciéndole lo siguiente: «No me pases, por favor, ninguna llamada de teléfono mientras esté fuera». Ésta es una regla clara y precisa. Ahora bien, si el receptor de la misma la sigue sin excepciones, entonces pueden producirse consecuencias indeseadas: no pasa la llamada que advierte que la hija del empresario ha sido ingresada en el hospital, no pasa la llamada del mejor cliente de la empresa que ha tenido un serio percance y quiere ponerse en contacto urgentemente, etcétera. Por esta razón, un empresario no desearía tener un encargado que aplique sus órdenes mecánicamente. Algunas veces, incluso, formulamos explícitamente la cláusula de revocación que hace la regla inaplicable. Así, el empresario de nuestro ejemplo podría haber dicho a su encargado: «No me pases, por favor, ninguna llamada de teléfono mientras esté de viaje, excepto si es muy importante». Esta segunda regla es menos cierta y precisa que la primera. Aunque algunos casos están claramente cubiertos por la excepción (la llamada del hospital y la del cliente), otros casos plantearán dudas al encargado y deberá ejercer su juicio para aplicar la norma. Ahora bien, esta segunda regla respeta en mayor medida nuestra autonomía (dado que en este caso, la aplicación de la norma nos afecta fundamentalmente) que la primera mecánicamente aplicada. Alguien podría argüir, todavía, que sería mejor una regla que incluyera claramente las excepciones. Sin embargo, esto no es posible: son tantas y tan diversas las circunstancias que aconsejan la inaplicación de la norma, que no podemos encerrarlas en una formulación canónica que no contenga conceptos valorativos. Pues bien, puede decirse que el derecho introduce conceptos morales de un modo análogo al del ejemplo anterior y, con los mismos argumentos, de manera justificada. Los conceptos morales que el derecho incorpora funcionan, a menudo, como cláusulas de revocación, permitiendo a los ciudadanos ciertos comportamientos (la legítima defensa) o prohibiendo determinadas regulaciones a las autoridades (el establecimiento de penas crueles). Aunque en estos casos la certeza es en alguna medida sacrificada, nuestra autonomía moral es más respetada. Si se aceptan estos argumentos, entonces, la premisa 2) debe ser cambiada por: 2') Para respetar la autonomía moral de las personas debemos gobernar el comportamiento humano mediante reglas claras y precisas, que incorporan cláusulas de revocación con contenido moral que nos

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permitan determinar con un grado de certeza razonable cuándo determinados comportamientos están jurídicamente prohibidos. 1') y 2') no implican 3) («si para identificar los comportamientos que están jurídicamente prohibidos se debe acudir al razonamiento moral, entonces habrá mucha discrepancia y, por lo tanto, la certeza será sacrificada y la autonomía moral vulnerada»), sino una versión debilitada de 3) como la siguiente: 3 ') Si para identificar los comportamientos que están jurídicamente prohibidos se debe acudir al razonamiento moral, entonces habrá algún grado de discrepancia y, por lo tanto, algún grado de certeza será sacrificado en aras del respeto a la autonomía moral. Y lo que es más importante: 1 '), 2') y 3') no permiten concluir de ningún modo que el derecho debe ser identificado sin recurrir a la moralidad (la conclusión 4), puesto que, y éste ha sido el ndcleo del argumento, 2') supone ya el rechazo de 4).

3.4.

Balance crítico

A la hora de examinar las distintas versiones de la tesis de la separación entre el derecho y la moral, ya he realizado alguna observación crítica de las versiones primera y tercera, correspondientes al positivismo exclusivo y al positivismo ético. ¿Quiere esto decir que la segunda versión, la defendida por el positivismo inclusivo, está exenta de problemas? Ciertamente, no es así. Por de pronto, se le podría objetar el mismo argumento que servía para realizar una crítica a la versión dworkiniana de la conexión necesaria. Del mismo modo que de la utilización de la lógica por parte de los jueces a la hora de dictar sentencia no cabe inferir sin más que la lógica forma parte del derecho, del uso de argumentos morales en esas mismas sentencias no cabría inferir que la moral forma parte del derecho. Si el positivista inclusivo se defendiera que la referencia no tiene que estar en las sentencias, sino en las normas legisladas, por ejemplo, ello no evitaría esta crítica. Resultaría muy extraño decir que por el único hecho de que en una determinada norma se obliga a realizar mediciones de terrenos o de viviendas, se ha incorporado al derecho de una determinada comunidad todo el sistema métrico decimal. Este razonamiento, sin embargo, no parece concluyente ni contra DwoRKIN ni contra el positivismo inclusivo. La razón básica de ello es que la analogía que se emplea en el mismo no parece convincente, a poco que se realice un análisis más detallado de la cuestión. La analogía entre la lógica o el sistema métrico decimal y la moral funcionaría si la relación que tuvieran los primeros con el derecho fuera del mismo

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tipo que la que se predica respecto de la moral. Pero no parece que esto sea así, como podrá apreciarse al analizar los conceptos esencialmente controvertidos y la colisión de principios en el próximo capítulo. Otra fuente de problemas para el positivismo inclusivo vendrá de la mano de la necesidad de dotar de objetividad al discurso moral, que, como ya advertí en su momento, es el complemento ineludible de la versión de la tesis de la separación que mantiene esta corriente. Por último, y relacionado con los dos problemas que acabo de mencionar, se puede aludir a una última cuestión, que puede ser corrosiva para esta posición. Pudiera parecer que no es plausible sostener que los méritos de las normas son relevantes para las decisiones judiciales únicamente cuando las fuentes del derecho las contemplan. Es decir, no deja de sonar algo raro el afirmar que la moral es una razón para tomar una decisión judicial sólo debido a que una fuente así se lo indica al juez, diciéndole algo así como «en los casos a), b) y e) decida justamente>>. ¿Sólo en estos casos deberá decidir el juez con justicia? Parece que es propio del discurso moral manifestarse cuando aparecen ciertas controversias y el ámbito jurídico es un lugar ideal para que éstas surjan. Estas circunstancias, que requiera el objetivismo moral y que tenga que llevar a sus últimas consecuencias los rasgos propios del discurso moral, hacen del positivismo inclusivo una posición algo inestable. Abren una brecha en su barco, que puede hacer que sucumba al confortable rescate del positivismo exclusivo o que naufrague y tenga que buscar refugio en la isla desapacible del iusnaturalismo. 4.

CONCLUSIONES

El capítulo empezaba precisando el problema de la relación entre el derecho y la moral. El fondo de las discusiones al respecto está en determinar si todo sistema jurídico guarda una relación necesaria con la moral crítica, lo cual expresado en términos conceptuales es equivalente a preguntarse si el concepto de derecho incorpora necesariamente propiedades morales. Al respecto, hemos visto que se pueden sostener dos tesis, la tesis de la conexión necesaria entre el derecho y la moral, y la tesis de su separabilidad. En cuanto a la tesis de la conexión necesaria, se han analizado tres posiciones. Respecto a la visión del iusnaturalismo clásico, según la cual una norma inmoral no puede ser jurídica, se ha destacado que va contra nuestras intuiciones y nuestra experiencia de la práctica jurídica. En cambio, la suposición de que el derecho positivo tenga valor moral,

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a través de la presencia de la llamada por FULLER «moral interna del derecho», parece una tesis más acorde con nuestras intuiciones, ya que si el derecho carece de ciertas características formales, no puede cumplir su función de guía de conductas. Ahora bien, como hemos visto, en realidad la presencia de esos rasgos formales (generalidad de la ley, veto de las disposiciones retroactivas, etcétera) como condición necesaria del cumplimiento de las normas jurídicas, primero, no tiene por qué darse en cada una de las normas y, segundo, tiene que ver más con la eficacia del sistema jurídico que con su justicia. En relación con el planteamiento de DwoRKIN se ha dicho que, en primer lugar, supone un enfoque más concreto que el de HART, al centrarse casi exclusivamente en el proceso de aplicación del derecho, como veremos en el próximo capítulo, con lo cual en último término algunas de sus supuestas confrontaciones son, en realidad, fruto de ese distinto enfoque. En segundo lugar, se ha puesto de relieve que, aunque este autor rechaza la idea de regla de reconocimiento como regla que permita identificar el derecho de una sociedad, lo cierto es que su propio esquema requiere, para no estar basado en un argumento circular, que se pueda identificar como jurídica una determinada práctica, y esto es lo que justamente hace esta regla. En relación con la tesis de la separabilidad, también hemos visto tres versiones. La que sostiene que el derecho no puede depender nunca de la moral tiene que enfrentarse con el hecho innegable de que en las Constituciones de nuestro entorno se recogen disposiciones con un indiscutible contenido moral. Por otro lado, la versión que defiende que el derecho no debe depender de la moral lo hace partiendo de la base de que la introducción de conceptos morales, dada la enorme discrepancia que sobre ellos existe, afectaría a la certeza del derecho y con ello al valor de la autonomía del individuo. Sin embargo, se pueden dar razones de que ello no es así, ya que no es cierto que los conceptos morales generen tanta discrepancia ni tampoco lo es que el sacrificio en algunos casos de la certeza vaya en detrimento de la autonomía del individuo: más bien ayuda a aumentarla. Por último, hemos visto que la versión de que el derecho no necesita depender de la moral es la que tal vez da cuenta mejor de nuestras intuiciones y de la presencia en nuestros ordenamientos de normas y principios con componente moral. A pesar de ello, no deja de tener problemas. Por un lado, se enfrenta al mismo desafío que tienen las doctrinas iusnaturalistas, que es el de encontrar un fundamento razonable a la objetividad de la moral. Por otro, tiene que reconocer que no es muy razonable considerar que, dado como es el discurso moral, los méritos de las normas importan a los jueces sólo cuando así se dispone en las fuentes del derecho.

CAPÍTULO III ¿ESTÁ EL DERECHO DETERMINADO? El juez experto conformará la ley dentro del ámbito de tolerancia de ella, para adecuarla a los perfiles del caso particular. El juez preciso y minucioso no verá esos perfiles, cegado por la rígida severidad de su plomada. Juez Bernard BoTEIN

l.

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

Una de las tendencias más importantes de la filosofía del derecho contemporánea es su insistencia en los problemas que presenta la indeterminación del derecho. Desde un punto de vista práctico, puede decirse que a un jurista le interesa determinar hasta qué punto los materiales jurídicos que son identificados según la regla de reconocimiento sirven para dar respuesta a los conflictos jurídicos que acaban desembocando en los tribunales. Si todos los elementos que sirven para tomar decisiones en el ámbito jurisdiccional, en el que se resuelven casos concretos por parte de los jueces y tribunales, están previamente determinados por las normas generales promulgadas por el legislador, la actividad de los jueces es puramente mecánica y sus decino suponen una innovación del derecho previamente existente, Sino una simple aplicación. Pero esto, actualmente, es sostenido por autores. Si acaso, fue defendido por el formalismo estricto en epocas pretéritas. En la actualidad, los filósofos del derecho suelen rechazar o que la actividad de los jueces sea simplemente mecánica, o

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que esa actividad consista en la aplicación de normas precedentes, o ambas cosas a la vez. Esta orientación conlleva también un cambio en el enfoque del análisis del derecho. Si durante mucho tiempo los estudios de los teóricos del derecho tenían la actividad del legislador como el centro básico de su análisis, ahora el centro se ha desplazado del momento de la legislación al momento de la adjudicación o aplicación del derecho. Las decisiones del intérprete y del juez ocupan el lugar privilegiado que antes ocupaban las decisiones del legislador como objeto de estudio. Este desplazamiento, sin embargo, podría decirse que ha llegado demasiado lejos. En efecto, si admitimos que una de las funciones esenciales de todo sistema jurídico es la de guiar las conductas futuras tanto de los jueces como del resto de los ciudadanos, lo cual parece difícilmente discutible, entonces no se justificaría el énfasis excesivo en la fase de adjudicación del derecho en detrimento de la fase de creación legislativa. Este cambio de interés cognoscitivo respecto al análisis del derecho, pues, no debe hacernos perder de vista que ambas fases constituyen partes importantes de la práctica jurídica y merecen consideración. De ahí que, aunque en este capítulo prestaré especial atención a la segunda de las fases citada, ello no se hace con la intención de oscurecer la importancia de la primera. El objeto principal de atención en lo que sigue será examinar en qué medida las normas identificadas por la regla de reconocimiento de un concreto sistema jurídico determinan el resultado de un caso que se plantea ante un juez. Aunque normalmente todas las cuestiones que voy a plantear se engloban bajo el concepto genérico de indeterminación, aquí en cambio utilizaré un concepto más concreto de indeterminación, distinguiéndolo de los conceptos de subdeterminación y sobredeterminación. Así, los problemas que afectan a la determinación de la norma concreta que el juez debe aplicar pueden ser divididos en tres clases. En primer lugar, podemos encontrar supuestos de indeterminación, que tienen que ver con las dudas que se plantean acerca de si un caso cae bajo el ámbito de aplicación de una norma o no. Las normas jurídicas son expresables a través del lenguaje, en concreto del lenguaje natural. Pero entre la emisión de ciertos enunciados por parte de las autoridades legislativas y la aplicación de normas a casos concretos, se hace indispensable proceder a atribuirles significado. Sólo así se hace posible la adecuación del comportamiento tanto de jueces como de ciudadanos en general a lo dispuesto por esos enunciados. Puesto que atribuir significado a textos es una actividad interpretativa, en el apartado 2 se analizan algunos problemas de interpretación.

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Además, las normas jurídicas no aparecen de forma aislada, sino formando parte de un sistema jurídico. Esto tiene consecuencias a la hora de determinar la solución al caso concreto. Puede ocurrir que no exista en el sistema jurídico de que se trate una norma que regule el caso, con lo que puede hablarse de la existencia de una laguna. Ello supone un problema de subdeterminación. Los problemas que lleva aparejada esta cuestión se abordan en el apartado 3. Por último, puede suceder que formen parte del sistema jurídico dos o más normas que regulen un caso y que lo hagan de manera incompatible, lo cual plantea un problema que puede ser calificado de sobre determinación. Esta circunstancia requiere que se examinen los conflictos normativos, algo que se lleva a cabo en el apartado 4. Debido a su peculiar conformación e importancia, se reserva el apartado 5 para el examen del papel de los principios, en general, y la colisión entre los mismos, en particular. 2.

2.1.

PROBLEMAS DE INDETERMINACIÓN

La interpretación jurídica

La actividad interpretativa es de enorme importancia en el ámbito jurídico por cuanto resulta imprescindible realizarla en un momento tan decisivo como es el de la aplicación del derecho por parte de los jueces y tribunales. Sin embargo, esta circunstancia no debe llevar a la conclusión errónea de que únicamente los jueces son capaces de interpretar. Toda persona, aunque no sea jurista, puede hacerlo aunque su interpretación no tenga la misma relevancia jurídica. Ahora bien, ¿a qué llamamos «interpretación»? Con el término «interpretación» se puede aludir o bien a una actividad, o bien al resultado de esa actividad. Si alguien afirma: «éstas son las reglas que debes seguir en tu interpretación» está usando «interpretación» como sinónimo de «actividad interpretativa», mientras que cuando se dice: «ésta es la interpretación correcta» se hace referencia probablemente al producto de aquella actividad. Los objetos susceptibles de ser interpretados pueden ser de distintos tipos. Así, a veces se habla de interpretar un acto o comportamiento humano, interpretar un hecho histórico, interpretar una canción, interpretar un papel en una obra de teatro, interpretar un texto, etcétera. En cada uno de estos casos se está utilizando el verbo «interpretar» en sentidos diversos, aunque todos ellos tengan cierto aire de familia. La interpretación jurídica consiste en interpretación de textos, bien sea la actividad de descubrir o decidir el significado de algún documen-

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to o texto jurídico, o bien el resultado o producto de esa actividad, es decir, el significado al que se llega a través de aquella actividad. Después comprobaremos que el hecho de entender la actividad interpretativa como una actividad de descubrimiento, de decisión o una combinación de ambas, permite diferenciar distintas teorías de la interpretación. Antes de avanzar, empero, hay que hacer una advertencia importante. En ocasiones los juristas hablan de interpretación de normas. Esta forma de expresarse es correcta si por «norma» se entiende un texto normativo, pero si por «norma» se entiende el significado del texto normativo, como suele ser más habitual, entonces resulta confuso hablar de interpretación de normas, ya que éstas no serían el objeto de la actividad interpretativa, sino su resultado. Por tanto, diremos que se interpretan textos (enunciados) normativos, cuyo significado son normas, pero no que se interpretan normas (¿cómo podría atribuirse significado al significado?). Muchos juristas utilizan el vocablo «interpretación» para hacer referencia a la atribución de significado a un texto o formulación normativa sólo cuando existen dudas o controversias en torno al mismo. Éste sería un concepto restringido de interpretación jurídica que proviene de la máxima latina: in claris non fit interpretatio. Si se asume este concepto, entonces no se puede hablar de interpreta9ión cuando un texto sea claro y no dé lugar a dudas o controversias. Unicamente serían objeto de interpretación los textos oscuros. Otras veces, en cambio, se habla de «interpretación» para referirse a cualquier atribución de significado a una formulación normativa, con independencia de que existan dudas o controversias. En este sentido., cualquier texto requiere siempre interpretación. Quien adopta este segundo concepto pone en entredicho la distinción entre textos claros y textos oscuros, en la que se basa quien sostiene el concepto restringido de interpretación jurídica (GUASTINI, 2000: 5 y ss.). Podría decirse, en efecto, que la claridad y la oscuridad no son cualidades intrínsecas de un texto que precedan a la interpretación. Por el contrario, son ellas mismas fruto de la adscripción de un significado a un texto, ya que, por un lado, únicamente después de interpretado un texto podrá decidirse si es claro u oscuro, y, por otro, porque puede existir controversia acerca de esas mismas características: lo que puede resultar claro para unos puede resultar oscuro para otros. Además, puede añadirse que un texto es claro sólo si los intérpretes concuerdan sobre su significado, o, al menos, que lo es en la medida en que exista ese acuerdo. Pero si esto es así, entonces la claridad ya no es una propiedad del sino fruto de varias decisiones interpretativas que concuerdan. Esta es una buena razón para mantener el concepto amplio de interpretación jurídica.

¿ESTÁ EL DERECHO DETERMINADO?

2.2.

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Problemas derivados del lenguaje

intentar facilitar la comunicación de aquello que el derecho requiere de sus destinatarios, las normas jurídicas se expresan a través de lenguajes naturales. Son ejemplos de lenguaje natural los idiomas que solemos utilizar para comunicamos en la vida ordinaria, por ejemplo, el castellano, el inglés, el francés, etcétera. particularidad de los lenguajes naturales es que suelen cumplir la función de con:unicación de manera bastante aceptable, pero a costa de un grado considerable de imprecisión. En ciertos ámbitos se utilizan entonces lenguajes formales (por ejemplo, la lógica o las matemáticas) que caracterizan justamente por eliminar esa imprecisión. Pero, a cambio, son poco adaptables a las necesidades de la comunicación en nuestra vida cotidiana. Los no:mativos están formulados, pues, en lenguaje natural para facilitar precisamente la comprensión del mensaje. Es por ello que todos los pro.blemas que presenta este tipo de lenguaje a la hora de poder deternnnar con precisión el significado de las expresiones utilise a la actividad de interpretación jurídica, la cual precisamente en la atribución de significado a los textos norEstos problemas son la ambigüedad, la vaguedad y la textura abierta del lenguaje. 2.2.1.

Ambigüedad

Una palabra o una expresión lingüística es ambigua si, según el uso que de ella una determinada comunidad lingüística, tiene más de un Significado o, lo que es lo mismo, expresa más de un concepto. No hay que confundir, pues, «palabra» y «concepto». Dos o más palabras pueden expresar el mismo concepto (el mismo significado) y u?a palabra puede expresar varios conceptos (varios significados). Por .eJemplo, en castellano y «table» en inglés expresan el mismo c.oncepto, nnentras que «gato» significa en castellano tanto un cierto tipo de animal doméstico, como un utensilio que sirve para elevar un vehículo. Podemos distinguir varias clases de ambigüedad: a) La mera homonimia se da cuando la ambigüedad puede ser ./ por el contexto lingüístico en el que aparece la palabra en cuestlon la empírica en la que fue usada. Y ello es así porque distintos significados de la palabra no guardan ningún tipo de rela-

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ción. Si alguien dice, por ejemplo: «ayer estuve sentado en un banco del parque» es muy probable que en esta frase la palabra «banco» signifique «asiento largo y estrecho para varias personas». En cambio, si esa misma persona afirmara: «ayer fui a sacar dinero del banco» parece que aquí «banco» significa «establecimiento público de crédito». b) Otros casos de ambigüedad generan mayores problemas, precisamente debido a que los distintos significados asociados a una palabra están relacionados entre sí. Podemos llamarlos supuestos de ambigüedad relacional. Esta relación puede ser de distintos tipos.

En ocasiones se utiliza ambiguamente la palabra en el mismo tipo de discursos. En un texto jurídico, por ejemplo, la palabra «derecho» puede significar en algunas ocasiones «conjunto de normas jurídicas vigentes en una determinada sociedad» y en otras «estudio que se lleva a cabo sobre aquel conjunto de normas». Si alguien afirma: «Voy a estudiar derecho civil», puede estar refiriéndose a que su objeto de estudio lo constituyen las normas civiles o bien que será la asignatura correspondiente, es decir, un conocimiento sobre las primeras. Otras veces, una expresión se refiere al mismo tiempo a un proceso y al producto del mismo (como la palabra «interpretación») y no es fácil distinguir ambos usos dada su evidente relación. e) La ambigüedad puede venir dada, finalmente, por el orden en que aparecen las palabras en una determinada estructura sintáctica. Por ello, estos supuestos pueden denominarse casos de ambigüedad sintáctica. Esto sucede muchas veces con las frases adjetivales o de relativo. La estructura sintáctica de estas oraciones permite que sean interpretadas en dos sentidos diversos, ambos correctos desde el punto de vista lingüístico. Puede ocurrir que en algunos supuestos el contexto sirva para dirimir la cuestión; pero también puede ocurrir que no sea así (véase Ross, 1958: 119 y ss.). Por ejemplo, el art. 1.346.7. 0 del Código Civil establece: «Son bienes privativos de cada uno de los cónyuges: las ropas y objetos de uso personal que no sean de extraordinario valor». En este caso, la frase de relativo «que no sean de extraordinario valor», ¿debe entenderse que se refiere sólo a los objetos de uso personal o también a las ropas? Cuando ni el contexto ni la situación son suficientes para eliminar ·la ambigüedad de una expresión, sólo queda estipular cuál de los significados posibles se va a tomar, siendo tal es tipulación fruto de una decisión, pero no de conocimiento lingüístico.

2.2.2.

Vaguedad

La vaguedad se da en relación con las palabras de clase o expresiones generales (es decir, sustantivos que no son nombres propios). Las

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palabras de clase tienen dos funciones: denotar y connotar. La denotación o extensión de una palabra está compuesta por los objetos por ella nombrados, es decir, los objetos que constituyen la clase que nombra. La denotación de la expresión «ser humano» está formada por todos y cada uno de los seres humanos. La connotación o intensión de una palabra consiste en el conjunto de propiedades que un objeto debe tener (según el criterio que se emplee) para ser nombrado por la palabra. En este ejemplo, la connotación de la expresión «ser humano» podría ser «animal Puede decirse, pues, que la connotación o intensión constituye el criterio de aplicación de la palabra. Si en un determinado lenguaje una palabra sirve para designar el conjunto de propiedades A, B y C, entonces todos los objetos del universo del discurso quedan automáticamente clasificados en dos grupos distintos: el de los objetos que tienen tales propiedades y el de los que no las poseen. Sólo a los primeros les será de aplicación la palabra. Ahora bien, cuando se trata de establecer cuáles son los objetos nombrados por una palabra de clase o expresión lingüística general, puede suceder que la misma se refiera, sin duda alguna, a ciertos objetos; que, sin duda, no se aplique a otros; pero que haya otros objetos a los que es dudoso si la palabra se aplica o no. Cuando esto sucede decimos que el significado (o concepto) expresado por la palabra o expresión es vago. Éste es un problema de imprecisión del lenguaje distinto al de la ambigüedad, ya que ahora no estamos frente al desconocimiento del significado de una palabra (puede ser que lo tengamos muy claro después de haber analizado el contexto y la situación, o simplemente lo hayamos estipulado), sino de la indeterminación de la extensión o denotación de la palabra en relación con su connotación o intensión. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que la ambigüedad es una propiedad de las palabras, mientras que la vaguedad es una propiedad de los conceptos o significados. Como explicación del fenómeno de la vaguedad se suele utilizar la metáfora del foco de luz. El significado de una palabra sería como un foco de luz con el que iluminamos el mundo. Habría, así, una zona de total luminosidad, en la que existiría un criterio automático de aplicación de la palabra a determinados objetos (que caerían dentro del haz luminoso), otra de total oscuridad, en la que tendríamos un criterio de exclusión automático de aplicación de la palabra a determinados objetos, y, por último, una zona de penumbra que se caracterizaría porque en ella se carece de criterio automático de aplicación o de exclusión del término. Es la existencia de esta zona de penumbra la que permite afirmar que el significado de una expresión es vago (HART, 1961: cap. VII).

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Pueden distinguirse diversos tipos de vaguedad: Una primera forma de vaguedad es la que se da cada vez que una palabra tiene como criterio relevante de aplicación la presencia de una propiedad que en los hechos se da de una forma continua, como la edad, la altura o el número de cabellos que una persona puede tener, y pretendemos hacer cortes en esa línea continua a través de expresiones tales como «joven», «adulto», «anciano», «alto», «bajo», «calvo», etcétera. Ya sabemos lo que quiere decir «joven» o «calvo». No se trata de un problema de ambigüedad. Simplemente, carece de sentido preguntarse a qué edad se deja de ser joven, cuántos cabellos hay que perder para pasar a ser calvo, o cuánto hay que medir para ser alto. Téngase en cuenta, además, que las respuestas a estas preguntas pueden variar teniendo en cuenta el momento en que se formulen y el contexto al que se refieran. Hace años, en España un hombre que midiera 1,70 era considerado alto, mientras que hoy sería considerado bajo. Un hombre de 1,85 puede ser considerado alto en ciertos ámbitos (en fútbol, por ejemplo), pero bajo en otros (por ejemplo, en baloncesto). b) Una segunda forma de vaguedad se da cuando las dudas que suscita la aplicación de una palabra general a un fenómeno concreto se originan en que los casos típicos de aplicación están constituidos por propiedades que en el supuesto en cuestión aparecen estructuradas de una forma especial, y no resulta claro si el criterio implícito en el uso del término considera a todas ellas, o sólo a algunas, condición necesaria y suficiente para su aplicación. Parece claro que actualmente nadie dudaría en afirmar que un automóvil es un «vehículo», pero ¿lo es un ascensor o una escalera mecánica? ¿Hemos de tomar en este caso como propiedad definitoria de «vehículo» la de ser un instrumento que sirve para desplazarse en cualquier dirección (con lo cual un ascensor y una escalera mecánica caen dentro del campo de aplicación del término) o sólo horizontalmente, etcétera? Nótese que en estos casos no tiene sentido preguntar qué es en realidad un vehículo. Si dudamos en ciertos supuestos si corresponde llamarle «vehículo» a un determinado objeto, no es una muestra ni de nuestra ignorancia acerca de una supuesta naturaleza del mismo que estuviera oculta y hubiera que descubrir, ni tampoco de ninguna carencia de conocimientos del idioma. Nuestra duda nace, simplemente, del hecho de no estar seguros si estará de acuerdo con el uso habitual aplicar la palabra «vehículo» para designar el objeto en cuestión. a)

En definitiva, en los casos de vaguedad, el decidir si un objeto está o no incluido en el campo de aplicación de la palabra pasa a ser, de nuevo, el resultado de un acto de voluntad y no supone un acto de conocimiento basado en un saber lingüístico. Una persona con gran competencia lingüística sigue teniendo el mismo problema: debe tomar una decisión basada en razones extra lingüísticas en los casos que caen en la zona de penumbra.

2.2.3.

La textura abierta del lenguaje

El hecho de no tener dudas sobre la aplicación de una palabra o haber eliminado la vaguedad a través de la decisión a la que antes se aludió no debe llevarnos a pensar que hay conceptos generales que no son vagos, porque todos lo son, aunque sea potencialmente. El desconocimiento que tenemos de las propiedades que pueden llegar a tener en el futuro los objetos hace posible esa vaguedad potencial, llamada por CARNAP «vaguedad intensional» (1960) y por WAISMANN <
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tractas, el uso de las palabras generales, y con ellas la vaguedad, resulta inevitable.

lenguaje técnico, pero eso no puede llevar a creer que tal lenguaje ha pasado a ser un lenguaje formal.

Sí es interesante destacar, en cambio, que ni la vaguedad actual ni la potencial deben ser consideradas siempre como defectos. A veces, su presencia permite mantener las mismas formulaciones normativas vigentes durante mucho tiempo. Es decir, posibilita que, sin proceder a su derogación, aquéllas se vayan adaptando, a través de las sucesivas interpretaciones, a los cambios sociales que modifican la denotación usual de ciertos términos. Ello ocurre porque, en ocasiones, puede variar la denotación de un concepto sin que se modifique su connotación.

Los lenguajes formales, como las matemáticas y la lógica, se caracterizan, frente al lenguaje natural, por carecer de ambigüedad y de vaguedad. Un ligero vistazo a cualquier ley (o a cualquier libro de dogmática jurídica) bastará para percatarse de que la tecnificación producida no elimina los casos de ambigüedad, vaguedad y textura abierta, característicos de todo lenguaje natural, puesto que las definiciones que se ofrecen siguen utilizando este tipo de lenguaje.

Un ejemplo característico de este proceso de adaptación de las formulaciones normativas que la vaguedad facilita lo encontramos en expresiones tales como «bienes de lujo» o «bienes necesarios». La denotación de estas expresiones puede variar ostensiblemente con el paso del tiempo, sin que cambie su connotación. Cuando apareció el frigorífico, éste era considerado un bien de lujo; ahora difícilmente se incluiría este objeto dentro de la denotación de aquella expresión y tal vez pasaría a formar parte de la extensión de la segunda. Si un determinado orden jurídico establece que en caso de que el deudor no pague su deuda se le puedan embargar sus bienes, salvo aquellos que sean necesarios, entonces en un momento determinado un frigorífico podría considerarse un bien embargable (por entrar en la categoría de los bienes de lujo) y en un momento posterior ser considerado inembargable (por tratarse de un bien necesario). Este cambio normativo es producto de una variación en la interpretación, sin que se haya modificado la formulación normativa correspondiente, por ejemplo la que dice: «Los bienes necesarios serán inembargables».

2.3.

Lenguaje jurídico y lenguaje natural

Queda dicho, pues, que las normas jurídicas se expresan a través de los llamados lenguajes naturales. Tiene perfecto sentido que sea así, ya que, si la autoridad normativa tiene la pretensión de ser obedecida por los sujetos normativos, éstos deben ser capaces de conocer el significado de las formulaciones normativas a través de las cuales se expresan las normas jurídicas. Lo mismo puede afirmarse respecto a los órganos aplicadores del derecho (especialmente, los jueces), puesto que difícilmente podrían cumplir con la misión encomendada si no accedieran de alguna forma al significado de tales formulaciones. Es cierto que el lenguaje del derecho y el de los juristas incluye definiciones de ciertos términos, con lo cual se puede afirmar que es un

Cuando en el artículo 20.4. 0 del Código Penal de 1995 se define la legítima defensa a través de tres propiedades (agresión ilegítima, necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla y falta de provocación suficiente por parte del defensor), ¿alguien puede sostener seriamente que se ha acabado con la vaguedad? En cada caso, los jueces deben tomar la decisión correspondiente sobre si una agresión determinada es «ilegítima», o sobre si la necesidad para impedirla o repelerla es «racional», o cuándo la provocación puede ser tildada de «suficiente». Tales decisiones, en muchos casos, caen fuera del ámbito puramente lingüístico. Las posteriores precisiones que se realizan jurisprudencialmente, puesto que también se llevan a cabo a través del lenguaje natural, siguen padeciendo la vaguedad y textura abierta propias de ese lenguaje. Sirva como mera ilustración alguna cita jurisprudencia! relativa al segundo de los requisitos mencionados, «la necesidad racional del medio empleado». La presencia de este requisito exigiría, según el Tribunal Supremo: que no pueda recurrirse a otro medio no lesivo, proporcionalidad, en sentido racional y no matemático, «que habrá de examinarse desde el punto de vista objetivo y subjetivo» (STS de 16 de diciembre de 1991), «en función no tanto de la semejanza material de las armas o instrumentos utilizados, sino de la situación personal y afectiva, en la que los contendientes se encuentran» (STS de 7 de octubre de 1988), teniendo en cuenta «las posibilidades reales de una defensa adecuada a la entidad del ataque, la gravedad del bien jurídico en peligro y la propia naturaleza humana» (STS de 6 de junio de 1989), de modo que «esa ponderación de la necesidad instrumental de la defensa ha de hacerse comprendiendo las circunstancias en que actuaba el sujeto enjuiciado» (STS de 24 de septiembre de 1994). A pesar de las anteriores indicaciones, en cada caso individual, los jueces deberán seguir tomando decisiones «desde un punto de vista objetivo y subjetivo» sobre cuál es la situación «personal y afectiva» de los contendientes, sobre «la naturaleza humana», etcétera.

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2.4.

Teorías de la interpretación jurídica

Dado que interpretar consiste en determinar el significado de una formulación normativa dada, puede llamarse «enunciado interpretativo» a una expresión de la forma «F significa S», donde «F» representa una formulación normativa determinada y «S» un significado definido. La discusión teórica acerca de la fuerza, descriptiva o no, que poseen los enunciados interpretativos es una discusión todavía abierta. Tres concepciones diferentes de la interpretación (cognoscitivista, no cognoscitivista e intermedia) debaten al respecto (acerca de este apartado, véase MENDONCA, 2000: 153-154; GUASTINI, 2000: 10-19). 2.4.1.

Concepción eognoscitivista

Para esta posición, interpretar una formulación normativa F es, en cualquier caso, detectar el significado de F, informando que F tiene el significado S. De acuerdo con esta concepción, la interpretación del derecho tiene como resultado enunciados interpretativos proposicionales, susceptibles de verdad o falsedad. La interpretación del derecho es una actividad cognoscitiva sobre cuya base es siempre posible determinar unívocamente el significado de los textos considerados. Cada cuestión jurídica admite, así, una única respuesta correcta: la que hace que el enunciado interpretativo sea verdadero. Se podría hacer referencia a dos teorías que, con muchas diferencias entre ellas, encajan dentro de las concepciones cognoscitivistas. Se trataría del formalismo jurídico y de la doctrina de la respuesta correcta de Ronald DwoRKIN. El formalismo jurídico se basa en el mito de la certeza del derecho. Para entender sus postulados es preciso recordar que esta corriente de pensamiento nace de forma paralela al movimiento de la Ilustración, al desarrollarse una concepción jurídica consistente en sostener la existencia de un derecho universal y eterno, no fundado en la voluntad de Dios, sino en la razón humana. Los juristas racionalistas pretendieron construir grandes sistemas jurídicos, análogos a los que constituían los sistemas axiomáticos de la geometría. De los axiomas se deducirían normas para todos los casos jurídicamente relevantes, formándose de este modo sistemas precisos (sin problemas de indeterminación), completos (sin problemas de subdeterminación) y coherentes (sin problemas de sobre determinación). Pero estos autores no podían por menos que reconocer que en el siglo XVIII los derechos positivos a los que se enfrentaban carecían de estas características racionales. No obstante, su crítica surtió efecto y dio lugar, junto a otros factores, al movimiento de codificación que se difundió en Europa desde mediados del siglo XVIII

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y durante todo el siglo XIX. Un momento importante de este proceso fue, por ejemplo, la promulgación del Código de Napoleón de 1804. Los códigos ejercieron una verdadera fascinación entre los juristas, de tal modo que poco a poco se fue instalando en el pensamiento de la llamada ciencia jurídica dos ideas clave que caracterizarían al formalismo jurídico. Por un lado, la reverencia ante los textos legales y, por otro, la adopción del modelo del legislador racional. Estos rasgos se podían hallar, por ejemplo, en la escuela de la exégesis francesa, para la cual la legislación es la única fuente legítima del derecho y la única forma admitida de interpretación es la que alude a la intención del legislador. En esta misma línea, encontramos a la jurisprudencia de conceptos alemana, cuyos rasgos principales eran los siguientes: a) adhesión al derecho legislado como fuente casi exclusiva del derecho; b) suposición de que el derecho legislado es preciso, completo y coherente; e) la ciencia jurídica debía proceder a una utilización combinada de diversos conceptos con el objetivo de obtener las reglas implícitas en el derecho legislado; d) limitación de la tarea del juez a una actividad puramente cognoscitiva, sin que deba hacer evaluaciones de las consecuencias prácticas de sus decisiones, las cuales se deben extraer mecánicamente del derecho legislado y las reglas que le ofrece la ciencia jurídica. Estas ideas se extendieron con matices y variaciones hasta impregnar buena parte de la ciencia jurídica, al menos hasta tiempos recientes. En definitiva, el formalismo jurídico en sus distintas versiones acaba viendo la tarea del juez como la de alguien que aplica de manera mecánica un silogismo práctico en el que la premisa mayor consiste en una norma de derecho legislado, la premisa menor es la descripción de un hecho concreto, y la conclusión es una norma individual, y que consiste en la aplicación de la consecuencia jurídica prevista por el legislador en una norma general a un supuesto particular. El formalismo puede ser criticado por varias razones. En primer lugar, porque el recurso al legislador racional encubre una actitud ideológica y no científica, como se pretende. Los legisladores de carne y hueso no poseen más virtudes que el resto de sus congéneres, ni tienen poderes mágicos para expresarse con absoluta precisión, y evitar así los problemas de indeterminación. Por otro lado, seguramente muchos formalistas sostienen, auque sea implícitamente, una concepción esencialista del lenguaje, según la cual se supone que detrás de las palabras se esconden las esencias de las cosas, con lo que la tarea interpretativa consistiría en descubrir tales esencias o verdaderas naturalezas, lo cual es discutible si se mantiene, como aquí hemos hecho, una visión convencionalista del lenguaje.

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Junto al formalismo, la posición de DWORKIN puede encuadrarse dentro de la concepción cognoscitivista: Mi argumento será -ha dicho DwoRKIN- que, aun cuando ninguna norma establecida resuelva el caso, es posible que una de las partes tenga derecho a ganarlo. No deja de ser deber del juez, incluso en los casos difíciles, descubrir cuáles son los derechos de las partes, en vez de inventar retroactivamente derechos nuevos. Sin embargo, debo decir sin demora que esta teoría no afirma en parte alguna la existencia de ningún procedimiento mecánico para demostrar cuáles son los derechos de las partes en los casos difíciles (DwoRKIN, 1977: 146).

Por tanto, la visión de DwoRKIN en este punto coincide con la formalista en cuanto sostiene que existe una solución predeterminada para el caso concreto y que es misión del juez descubrir cuál es. Pero difiere del formalismo, al entender que esa actividad de descubrimiento no es puramente mecánica. Su posición al respecto se puede resumir en los siguientes puntos, algunos de los cuales ya nos resultarán familiares (véase la reconstrucción que se hace en GUASTINI, 1996: 232-233): a) El derecho se compone no sólo de normas (o reglas), sino también de principios. b) Como ya sabemos, los principios tienen para DwoRKIN siempre un componente de peso y una dimensión moral. e) Los principios no son creados por la legislación, de ahí que DwoRKIN entienda que no pueden ser identificados por la regla de reconocimiento. Su fundamento descansa, entonces, no en un origen positivo, sino en los sentimientos de justicia compartidos en una determinada comunidad política. d) Los principios, además, tienen una función muy importante: constituyen la justificación moral y política del derecho vigente. De ahí que para identificarlos se requiera reconstruir la teoría política que mejor justifique el sistema jurídico de que se trate y le confiera cohesión moral, al tiempo que explique también su historia institucional. e) Toda controversia que se plantee ante los tribunales, sea calificada de caso fácil o difícil, puede resolverse únicamente apelando al derecho existente, entendido de la forma que se dice en a). Esto significa que toda controversia admitirá una y sólo una solución correcta. A falta de norma o regla aplicable, o cuando ésta sea poco precisa, la solución vendrá dada por los principios, estableciendo la oportuna ponderación entre ellos, tal como veremos al final del capítulo al hablar de la colisión entre principios. f) Dado todo lo anterior, el juez no tiene ninguna necesidad de crear un nuevo derecho, ya que siempre encontrará la solución en el derecho preexistente, aunque sea a través de una reconstrucción nada sencilla. Si por discrecionalidad en sentido fuerte se entiende la que tie-

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ne quien puede decidir sin estar vinculado por ningún criterio normativo preexistente, entonces los jueces, según DwoRKIN, no gozan nunca de discrecionalidad. Para enjuiciar esta influyente posición de DwoRKIN habría que empezar por preguntarnos si lo que mantiene este autor es que la práctica judicial es del modo que él la describe o que debería ser así. Es decir, parece bastante sensato que nos cuestionemos si lo que se mantiene en este caso es una tesis descriptiva o la manifestación de un ideal regulativo, un estado de cosas que, por las razones que sea, es deseable alcanzar. DwoRKIN nos viene a decir que, en realidad, su tesis hay que entenderla de las dos maneras que acabo de tnencionar. Pero esto es confuso. Veamos por qué. Si la tesis que comentamos es una descripción, lo mínimo que puede decirse es que se trata de una descripción poco adecuada a la realidad. Cualquier persona que haya ejercido funciones jurisdiccionales sentirá como algo ajeno a su actividad la reconstrucción que de ella hace DwoRKIN. Seguramente, por los ejemplos que pone, este autor tiene en mente la actividad de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Pero incluso en este caso es dudoso que este Tribunal actúe del modo que dice DWORKIN (LEITER, 2004-2005). No es de extrañar que la actividad complejísima que debería llevar a cabo un juez si se adecuara a lo dicho por este autor sea propia más bien de seres sobrehumanos. Por eso, DWORKIN se la asigna a su juez imaginario Hércules. Efectivamente, la tarea es hercúlea. Y, justamente, el reconocimiento de que únicamente la podría llevar a cabo un ser con los rasgos sobrehumanos de Hércules es un argumento que se vuelve en contra de la consideración de que los jueces de carne y hueso puedan desarrollarla. Es decir, es una prueba que el propio autor suministra contra la verdad de su tesis, interpretada en sentido descriptivo. Ahora bien, podría decirse entonces que esta tesis es un ideal regulativo. Ningún juez podrá emular a Hércules, pues carece por definición de sus capacidades, sin embargo, debe tomarlo como modelo a la hora de decidir. Pero, en este caso, la discusión se traslada al ámbito de la teoría normativa, y en última instancia se trataría de discutir entre diversas concepciones de filosofía política. Y aquí los «ideales» pueden ser muy distintos según quien sea el que argumente (liberal, progresista, conservador, socialista, etcétera). Además, si la tesis de DwoRKIN se toma como la expresión de un ideal regulativo, no se ve por qué habría que tener como ideal el hecho de seguir argumentando según la historia institucional del país, aunque ésta haya sido deplorable desde el punto de vista moral. Resulta francamente complicado combinar en estos casos la filosofía política justificante, desde la moral crítica (sea la que

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fuere), con la vida institucional. La justicia casa mal con ciertos desarrollos institucionales, incluso en Estados Unidos. 2.4.2.

Concepción no cognoscitivista

Según esta posición, interpretar una formulación normativa F_ es, en cualquier caso, adjudicar un significado a F, estipulando que F tiene el significado S. De acuerdo con esta concepción, la interpretación del derecho tiene como resultado enunciados interpretativos no proposicionales, carentes de valores de verdad. La interpretación del derecho no es una actividad cognoscitiva, sino una actividad decisoria o estipulativa. Ninguna cuestión jurídica tiene, consiguientemente, una respuesta correcta previa a la decisión judicial, por la sencilla razón de que los textos legales son radicalmente indeterminados. Esta posición está presente actualmente en el realismo jurídico genovés. Su tesis está muy claramente expresada por Riccardo GUASTINI: Los enunciados interpretativos [... ] no son ni verdaderos ni falsos. Tales enunciados tienen la misma estructura profunda que las definiciones llamadas estipulativas, esto es, aquellas definiciones que no describen el uso efectivo de un cierto término o de una cierta expresión, sino que proponen atribuir a un término o a una expresión un significado preferentemente a otros (GUASTINI, 1993: 109).

Esta visión también ha sido la propia del realismo jurídico norteamericano. El realismo jurídico norteamericano procede, más que de un movimiento organizado, de una serie de coincidencias en un momento histórico determinado (las primeras décadas del siglo xx) por parte de una serie de autores, la mayoría de los cuales eran jueces. Esta última circunstancia les daba una visión especial de la práctica jurídica: desechaban el «derecho en los libros», para centrarse en el «derecho en acción». Lo que unifica las distintas posiciones que se pueden englobar bajo esa etiqueta es la insatisfacción frente a la manera tradicional de argumentar, que podemos asociar al formalismo jurídico. El punto central de la crítica de los realistas será justamente que se reconozca que la visión tradicional está partiendo de supuestos que encubren cómo se decide realmente en los tribunales. De ahí que su foco de atención sea el proceso de argumentación que se lleva a cabo en el momento en que un juez debe dictar una sentencia. El modelo de argumentación tradicional o formalista se reflejaba en la placidez del silogismo judicial. Los realistas, en cambio, mostrarán su escepticismo acerca de la premisa normativa (y algunos también acerca de la premisa fáctica): no hay proceso cognoscitivo alguno que lleve al juez a encontrar esta premisa en el derecho legislado.

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Sus tesis, a los efectos que ahora interesan, pueden resumirse así (véase LLEWELLYN, 1931): a) El derecho es algo que cambia continuamente y ese cambio procede de las decisiones judiciales. b) El derecho es un medio para conseguir objetivos sociales. Por eso, cada parte del derecho debe examinarse teniendo en cuenta tales objetivos. e) La sociedad avanza más rápidamente que el derecho legislado. d) Lo que interesa a fines prácticos es predecir lo que los jueces decidirán en un caso concreto. e) De las notas anteriores se sigue que las normas legisladas no son el elemento más importante a la hora de poder predecir la conducta de los jueces. El juez las incluye en su decisión, pero esto es puramente una racionalización posterior: primero decide en función de objetivos o valores, que le permitan dar una solución adecuada a la sociedad cambiante, y después lo racionaliza a través de la premisa correspondiente.

Lo anterior tiene consecuencias importantes respecto a la concepción del razonamiento del juez. En primer lugar, la elección de la norma legislada o del precedente que servirá de premisa mayor es discrecional en sentido fuerte. Ello se muestra en el hecho de que para obtener dicha premisa se pueden formular una serie de reglas generales distintas con las cuales aquélla es compatible. A esta posibilidad contribuye de manera decisiva la existencia de lo que aquí hemos denominado indeterminación, y los casos de sub y sobredeterminación. En segundo lugar, dada una norma general, bien se trate de una norma legislada, un precedente o una construcción doctrinal, siempre es posible encontrar soluciones de un mismo caso, que, aún siendo distintas entre sí, todas sean lógicamente compatibles con la norma general (TARELLO, 1962: 221). Por todas estas razones, el juez acaba decidiendo siempre de manera discrecional. La crítica que podría hacerse a esta concepción es que, al fijarse de manera exclusiva en el proceso judicial, puede ofrecer una imagen distorsionada del derecho y del fenómeno de la interpretación jurídica. Puesto que los casos que llegan a los tribunales suelen ser controvertidos, se puede llegar a creer que todos los problemas jurídicos lo son. Esta conclusión, sin embargo, es exagerada. Existen infinidad de contratos que se cumplen y no se cuestiona su interpretación y otros tantos textos legales que son aplicados por los tribunales sin que generen mayores discusiones al respecto. Por poner sólo un ejemplo, cuando la Constitución española establece, en su artículo 12, que la mayoría de edad se alcanza a los dieciocho años, no parece que éste sea un texto que ofrezca excesivos problemas de interpretación.

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2.4.3.

Concepción intermedia

Para los representantes de esta posición, interpretar una formulación normativa Fes, según el caso, detectar el significado de F, informando que F tiene el significado S, o adjudicar un significado a F, estipulando que F tiene el significado S. De acuerdo con esta concepción, en determinadas circunstancias la actividad interpretativa es una actividad cognoscitiva y en otras una actividad decisoria. Consecuentemente, algunos enunciados interpretativos son susceptibles de verdad o falsedad y otros no. Los textos legales, pues, estarían parcialmente indeterminados, y, por consiguiente, existen respuestas correctas para ciertos casos: en los casos típicos, el derecho se halla determinado y existe respuesta correcta pará ellos; en los casos atípicos, en cambio, el derecho no se halla previamente determinado y no existe respuesta correcta para ellos (MoREso, 1997). Ésta es, por ejemplo, la posición de HART: He retratado la teoría del derecho norteamericano -ha dicho HART- como acosada por dos extremos, la Pesadilla y el Noble Sueño: el punto de vista de que los jueces siempre crean y nunca encuentran el derecho que imponen a las partes en el proceso, y el punto de vista opuesto según el cual nunca los jueces crean derecho. Como otras pesadillas y otros sueños, los dos son, en mi opinión, ilusiones, aunque tienen muchas cosas que enseñar a los juristas en sus horas de vigilia. La verdad, tal vez trivial, es que a veces los jueces hacen una cosa y otras veces otra (HART, 1983: 348).

De acuerdo con esta posición intermedia hay, así, dos tipos de casos: casos típicos y casos atípicos. Los primeros son aquellos cuyas características constitutivas están claramente incluidas en (o claramente excluidas de) el marco de significado central de los términos o expresiones que la formulación normativa contiene. Los segundos, en cambio, son aquellos cuyas características constitutivas no están claramente incluidas en (ni excluidas de) el marco de significado central donde se congregan los casos típicos. Podemos decir que cualquier descripción adecuada de la actividad interpretativa debe admitir que no todos los casos son del mismo tipo ni que suscitan las mismas dificultades. Como ya sabemos, en el campo de referencia de toda expresión lingüística general hay una zona de penumbra donde resulta dudoso si la expresión puede ser aplicada o no a un objeto determinado, pero no es menos cierto que también hay una zona central donde su aplicación es predominante y cierta.

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Parece razonable sostener, dada la textura abierta del lenguaje, que siempre existe la posibilidad de enfrentar situaciones atípicas frente a las cuales es dudoso si la expresión se aplica o no, pero ello no excluye que en otras situaciones, de carácter típico, no exista lugar a dudas. En definitiva, aceptar que toda expresión general posee siempre una zona de penumbra no implica conceder que nunca posee una zona de certeza. Aunque se puede dudar de si actualmente está de acuerdo con el uso de la palabra «alto» designar como tal a un varón que mida 1,80 metros, no hay duda de que forma parte de su denotación alguien que mida 2,10 metros; tampoco hay dudas de que está fuera de su campo de aplicación quien mida 1,50 metros. Hay que insistir en la importancia de distinguir entre la detección (total o parcial) de un significado preexistente y la adjudicación (total o parcial) de un nuevo significado. La primera actividad es cognoscitiva, puesto que el significado de una expresión está dado por el uso común del lenguaje en cuestión (natural o técnico) o por la intención del emisor de la expresión. Detectar el significado o los significados de una expresión no puede ser sino una de estas cosas: detectar el significado que en contextos similares le acuerda un grupo hablante (o un sector privilegiado de ese grupo hablante) o detectar el significado que efectivamente pretendió asignar a la expresión su emisor. En cualquier caso, ambas cosas pueden ser investigadas con métodos intersubjetivamente válidos y el problema puede ser resuelto mediante el contacto con alguna realidad. Sin embargo, no siempre resulta posible determinar el significado de una expresión lingüística, y en tal caso es necesario asignar de manera estipulativa un significado determinado a la expresión en cuestión. Cuando el intérprete ha agotado la investigación mediante métodos cognoscitivos y su duda subsiste, debe decidir si el caso se encuentra bajo la órbita de la expresión: para considerar el caso como incluido o excluido, el intérprete se ve forzado a adjudicar a la expresión un significado que, en relación con el caso, no tenía hasta entonces. Ese significado no estaba correlacionado con la expresión, pero se resuelve que lo esté sobre la base de una decisión no determinada por reglas lingüísticas preestablecidas. Esa decisión discrecional, sin embargo, no tiene por qué ser necesariamente arbitraria, puesto que puede hallarse fundada en determinados estándares valorativos adicionales (morales, sociales, políticos, económicos) a partir de los cuales se ponderan las consecuencias de la inclusión o exclusión. El saber cómo se lleva a cabo esta adjudicación de significado mediante la actividad interpretativa y cómo se ofrecen buenas razones en apoyo de las decisiones tomadas en casos de penumbra, requiere pasar revista a las técnicas interpretativas que habitual-

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mente usan los juristas, pero esto ya queda fuera del objetivo aquí perseguido (véase MoRESO y VILAJOSANA, 2004: 163-172). 2.5.

Vaguedad y moral: los conceptos esencialmente controvertidos

U na subclase de conceptos vagos es la formada por los llamados conceptos esencialmente controvertidos (el concepto procede de GALLIE, 1955-1956; véase también WALDRON, 1994). El análisis de este tipo de conceptos es especialmente interesante por cuanto la constatación de su existencia debe reflejarse de algún modo en las distintas teorías interpretativas que acabo de mencionar. Los conceptos esencialmente controvertidos se definen por las siguientes características: a) Son valorativos, en el sentido de que atribuyen a los casos de aplicación del concepto la posesión de un valor positivo o negativo. b) Su estructura interna es compleja, de manera que permite criterios distintos que compiten entre sí para reconstruir su significado. e) Existen algunos casos, reales o hipotéticos, que son paradigmas de la aplicación de tales conceptos.

La comprensión de estos rasgos definitorios exige alguna aclaración. Cuando calificamos a alguien de buen jugador de fútbol, por ejemplo, le atribuimos un valor positivo, mientras que si lo tildamos de mediocre, lo valoramos de manera negativa [esto es lo que se recoge en el rasgo a)]. Encontramos en nuestro lenguaje muchos conceptos de este tipo. Pero si queremos determinar cuáles son los criterios de aplicación del concepto de buen jugador de fútbol, seguramente nos daremos cuenta de que es una cuestión controvertida. Y lo es porque existen distintas concepciones acerca de qué significa jugar bien al fútbol. Para una concepción «resultadista» puede ser que la razón principal para valorar positivamente a un jugador sea los títulos que ha obtenido, o los goles que ha marcado. En cambio, otra concepción del fútbol puede primar la calidad técnica del jugador y su capacidad para realizar jugadas novedosas. A esta confrontación permanente entre distintas concepciones alude la segunda característica citada. Ahora bien, esta permanente discusión acerca del concepto de buen jugador de fútbol, ¿significa que en realidad no existe un concepto de buen jugador de fútbol? Llegados a este punto, hay que distinguir entre lo que sería un concepto radicalmente confuso y lo que es un concepto esencialmente controvertido. Y ahí es donde entra en juego el tercer rasgo definitorio. Debe ser posible identificar casos paradigmáticos de aplicación del concepto. Se puede discutir acerca de si tal o cual jugador de fútbol es

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o no un buen jugador, pero deben existir casos paradigmáticos que no sean discutidos por las diversas concepciones futbolísticas (por ejemplo, Pelé o Maradona). Si alguien quisiera intervenir en una discusión al respecto, y de la concepción que mantuviera se dedujera, por ejemplo, que Pelé no ha sido un buen jugador de fútbol, entonces difícilmente se podría pensar que está hablando en algún sentido relevante de lo mismo que los demás. Muchos de los conceptos morales que solemos utilizar de manera corriente son esencialmente controvertidos, especialmente los denominados densos, que son aquellos que tienen un sólido componente descriptivo en una determinada sociedad, como por ejemplo, los conceptos de honesto o valiente (WILLIAMS, 1985: cap. 8). Este tipo de conceptos son jurídicamente relevantes en la medida en que aparecen en nuestros ordenamientos jurídicos, en especial en las Constituciones. Por ejemplo, el artículo 15 de nuestra Constitución prohíbe los tratos inhumanos y degradantes. En estos casos se plantea el problema de si hay que Incorporar pautas de moralidad a la hora de identificar el contenido de estos conceptos, y, por tanto, a la hora de identificar el derecho. Esta posible incorporación de la moral por vía interpretativa no plantea mayores inconvenientes a autores como DwoRKIN, puesto que, como sabemos, precisamente es lo que postulan. Para este autor, la aplicación del derecho significa justamente ofrecer la mejor reconstrucción posible de estos conceptos. Sin embargo, esta posición puede tener al menos dos problemas. En primer lugar, conduce al colapso del en la moral, con la consecuencia de que el derecho se torna Irrelevante (y recordemos que incluso el propio DwoRKIN admite que hay lo que él denomina derecho preinterpretativo cuya existencia depende de hechos sociales). Por otro lado, no hay que descartar que dos concepciones distintas sean igualmente plausibles para dar cuenta de un determinado concepto controvertido, en cuyo caso no hay forma racional de decidir entre una y otra. Para un defensor del positivismo exclusivo, no queda más remedio que reconocer que en estos casos existe discrecionalidad judicial. El derecho no estaría determinado, ni sería determinable de otro modo. Un defensor del positivismo inclusivo podría dar una respuesta algo sofisticada. Podría decir que dado que estos conceptos tienen un md1scutible componente descriptivo y permiten identificar paradigmas, en casos paradigmáticos y en los más próximos a ellos, los jueces aphcan pautas preexistentes y no cambian el derecho; en los casos en que las diversas concepciones compiten y resuelven un supuesto de manera incompatible, entonces los jueces tienen discreción. Quien sostenga el realismo jurídico, probablemente dirá que todos conceptos pueden ser controvertidos por razones morales o políti-

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cas. Si esto fuera así, tal vez no tendría sentido, ya que sería un esfuerzo inútil, aislar una clase especial de conceptos esencialmente controvertidos. 3.

PROBLEMAS DE SUBDETERMINACIÓN: LAS LAGUNAS

En relación con un determinado sistema jurídico, existe una laguna si un supuesto de hecho no está correlacionado con ninguna consecuencia jurídica (prescindo aquí de la definición más técnica que se da en ALCHOURRÓN y BULYGIN, 1971). Un sistema normativo S es completo si y sólo si carece de lagunas normativas. La completud es una propiedad importante de los sistemas normativos. En un supuesto de laguna normativa los destinatarios de las normas no saben cuál es el comportamiento exigido por las normas del sistema. Igualmente, al no establecerse ninguna solución normativa para un caso determinado, los jueces no pueden identificar, con la ayuda del sistema, cuál es la norma que deben aplicar a este caso. Veremos, a continuación, dos cuestiones que están conectadas con las lagunas. En primer lugar, analizaré la tesis -extendida en el pensamiento jurídico- de acuerdo con la cual, por razones conceptuales, todos los sistemas normativos son completos. En segundo lugar, trataré brevemente los mecanismos para colmar las lagunas, también llamados mecanismos de integración del derecho.

3.1.

La tesis de la plenitud del derecho

Existe una tesis ampliamente difundida en la teoría jurídica y que parece incluso de sentido común, con arreglo a la cual los sistemas normativos son necesariamente completos, por razones lógicas o conceptuales. Se trata de una tesis. defendida, por ejemplo, por KELSEN (1960) y que podemos denominar la tesis de la plenitud del derecho. Si fuese correcta, entonces no habría supuestos de subdeterminación por lagunas. De acuerdo con esta tesis, el derecho es completo porque es una verdad lógica que todos los comportamientos que no están prohibidos están permitidos. Sin embargo, hay que proceder con algo más de prudencia al analizar la tesis según la cual todo lo que no está prohibido está permitido, que denominaré Principio de Prohibición. El Principio de Prohibición puede ser comprendido de dos formas, puesto que la expresión «permitido» es ambigua. Esta expresión puede ser interpretada de dos maneras: en sentido fuerte y en sentido débil

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(sigo en este punto a ALCHOURRÓN y BULYGIN, 1971: cap. VII; y a RUIZ MANERO, 1990: caps. I y II). Un comportamiento está permitido en sentido débil en el sistema normativo S cuando no existe ninguna norma que lo prohíbe. Un comportamiento está permitido en sentido fuerte en el sistema normativo S cuando existe una norma de S que lo permite. Según estas definiciones, podemos distinguir dos sentidos del Principio de Prohibición, un sentido débil y otro fuerte. En el sentido débil, el Principio de Prohibición sostiene que si un comportamiento no está prohibido por un sistema normativo S, entonces no hay en S ninguna norma que lo prohíba. Indiscutiblemente en este sentido débil, el Principio es analíticamente verdadero, es decir, lo es por razones conceptuales. Ahora bien, no sirve para excluir las lagunas del sistema normativo S. La verdad de este Principio es perfectamente compatible con la presencia en S de casos no regulados. En el sentido fuerte, el Principio de Prohibición sostiene que si un comportamiento no está prohibido por un sistema normativo S, entonces hay una norma que lo permite. Si esta versión del Principio de Prohibición fuese una verdad conceptual, entonces los sistemas normativos serían completos. Pero la verdad de esta versión del principio es contingente, depende de la existencia en el sistema normativo de una norma que permita todo aquello que no está prohibido por el sistema. A veces, dicha norma se denomina regla de clausura. Y algunas partes del ordenamiento la contienen. Por ejemplo, así es entendido en el derecho penal el principio de legalidad: todo lo que no está prohibido penalmente (es decir, no existe una norma que lo prohíba como delito) está permitido penalmente. Ahora bien, otras partes del ordenamiento jurídico no tienen una regla de clausura como ésta (por ejemplo, el derecho privado). Por lo tanto, esta versión del Principio de Prohibición no es necesariamente verdadera. Podemos concluir el análisis de la tesis de la plenitud del derecho de la siguiente manera: el Principio de Prohibición no es una justificación adecuada de tal tesis, porque en su versión débil es necesariamente verdadero, pero es compatible con la presencia de lagunas en un sistema normativo, y en su versión fuerte es sólo contingentemente verdadero y, por lo tanto, sólo cuando existe en un sistema normativo de clausura puede decirse que es completo, es decir, no una garantiza tampoco que, de manera necesaria, los sistemas normativos sean completos.

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3.2.

Integración de lagunas

Dado que en los sistemas jurídicos puede haber lagunas, surge la pregunta siguiente: ¿cuál es la calificación normativa de estos comportamientos? Y, todavía algo más relevante, ¿cómo deben decidir los juerces en los casos de laguna? Es importante darse cuenta de que todas las , estrategias elaboradas por los juristas para colmar las lagunas (mecanismos de integración del derecho) comportan un cambio del sistema 1 1 normativo para adecuarlo a un requisito de racionalidad: la completud. 1 Idealmente un sistema normativo debe ofrecer soluciones para todos los casos posibles, de lo contrario es un sistema que regula el comportamiento de manera defectuosa. En la teoría jurídica se ha considerado que determinados argumentos pueden servir para colmar las lagunas, por ejemplo, el argumento a contrario y el argumento por analogía. Aunque hay varias versiones del argumento a contrario, tal vez la más empleada sea la que considera que del hecho de que una norma atribuya una determinada consecuencia normativa a una determinada clase de sujetos debe entenderse que sólo a esta clase de sujetos y no a otros debe aquella consecuencia normativa (GUASTINI, 2000). El argumento se fuerza para considerar incluso que a la clase complementaria le será de aplicación la consecuencia normativa contraria. Una aplicación de esta versión del argumento a contrario la ofrece el Tribunal Constitucional en su sentencia 21/1981, de 15 de junio. En ella se interpreta a sensu contrario el artículo 25.3 de la Constitución, que reza: «La Administración Civil no podrá imponer sanciones que, directa o subsidiariamente, impliquen privación de libertad». Del tenor literal de este precepto, que habla sólo de la Administración Civil, el Alto Tribunal concluye a contrario que la Administración Militar (sobre la cual, fijémonos bien, nada se dice) tiene la potestad de imponer sanciones que impliquen privación de libertad. Aquí este argumento se está usando de una forma creativa, por cuanto de una norma que establezca que para una determinada clase de sujetos (A) es de aplicación una determinada consecuencia normativa, no se infiere lógicamente otra norma que disponga que para otra clase de sujetos (B) sea de aplicación la consecuencia contraria. De «Si A, entonces C», no se sigue «si B, entonces no-C». Quienes, a pesar de ello, realizan tal inferencia, incurren en una variante de lo que en lógica se conoce como falacia de la negación del antecedente. «Si B, entonces no-C» es, pues, una norma nueva que surge del argumento a contrario que, entendido de esta forma, no es un argumento lógica-

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mente válido. Pese a ello es muy utilizado por los juristas a la hora de resolver casos de laguna normativa. La estructura de un argumento analógico es la siguiente. En primer lugar, se parte de que un determinado supuesto de hecho o caso (C) no está regulado por las normas de un determinado sistema jurídico, es decir, que no viene establecida una solución normativa, lo que significa que existe una laguna normativa. En segundo lugar, se asume que otro supuesto de hecho o caso ( C2 ), que guarda con el anterior una semejanza relevante, sí que está regulado en ese mismo sistema (éste establece una determinada solución normativa): «Si C2, entonces S». En tercer lugar, se concluye que por analogía hay que atribuir a aquel primer supuesto (C 1) la solución normativa que el sistema jurídico contempla para el segundo (C 2 ): «Si C 1, entonces S». El artículo 4.1. del Código Civil dispone: «Procederá la aplicación analógica de las normas cuando éstas no contemplen un supuesto específico, pero regulen otro semejante entre los que se aprecie identidad de razón». La discusión, entonces, pasará a ser cómo determinar que existe una semejanza entre los dos supuestos y, sobre todo, cuál es la razón, muchas veces solamente implícita, que justifica que para el supuesto regulado se haya dado una determinada consecuencia jurídica que ahora se pretende hacer extensiva al caso no regulado. Supongamos que una ordenanza municipal establece la obligación de vacunar a todos los perros de una ciudad. Cuando alguien se plantea si tiene la obligación de vacunar a su gato se pueden dar dos soluciones. Primera, interpretar, a sensu contrario, que no existe tal obligación. Segunda, entender que la obligación de vacunar se extiende a los gatos, dado que entre éstos y los perros existe una semejanza (ambos son animales domésticos) y una identidad de razón para extender la obligación: evitar, por ejemplo, que transmitan enfermedades a las personas. Un somero vistazo a su estructura basta para darse cuenta de que el argumento analógico, al igual que sucedía con el argumento a contrario, es un argumento creador de normas, siempre que lo utilice un juez dentro de sus competencias. Precisamente, es a través de la creación judicial de una norma que se puede colmar la laguna que previamente se ha detectado. Como pone de relieve el último ejemplo citado, hay aquí en juego cuestión importante. Los mencionados argumentos van siempre en ,..,,....... inverso. Si se utiliza el argumento a contrario se justifica (aunno sea de una manera lógicamente válida) la aplicación a un deter'"'""'"f""<'"" supuesto de una solución normativa (por ejemplo, que la conp está permitida). En cambio, si se utiliza el argumento por

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analogía en el mismo caso de laguna se justifica (tampoco en sentido lógico) la solución normativa contraria (en este caso que la conducta p está prohibida). El decidirse por una u otra vía no está previamente determinado por las normas jurídicas de un determinado sistema jurídico. Por eso, en estos casos puede decirse que la decisión del juez es discrecional. 4.

PROBLEMAS DE SOBREDETERMINACIÓN: LOS CONFLICTOS NORMATIVOS

Hay una antinomia o contradicción normativa en relación con un determinado sistema jurídico si un determinado supuesto de hecho está correlacionado con al menos dos soluciones incompatibles entre sí. Un sistema que carece de antinomias es un sistema consistente. Los sistemas normativos inconsistentes son altamente defectuosos por dos razones. En primer lugar, porque en los casos regulados de manera incompatible los destinatarios no pueden, por razones lógicas, adecuarse a todas las exigencias del sistema normativo; en segundo lugar, porque los jueces no pueden fundar sus decisiones en el sistema normativo de manera adecuada: si lo fundan en una de las dos normas ignoran la otra y no pueden fundarla en ambas a la vez. Por estas dos razones, en el derecho positivo y en la teoría del derecho se han ido desarrollando determinados criterios para, como habitualmente se dice, resolver estas antinomias (véase BoBBIO, 1964; MENDONCA, 2000: cap. 10.2). Los más importantes y conocidos de estos criterios son los tres siguientes:

a) Lex posterior derogat legi priori. Este criterio, también conocido como criterio cronológico, establece que entre dos normas antinómicas prevalece la posterior en el tiempo. b) Lex superior derogat legi inferiori. Este criterio, también conocido como criterio jerárquico, establece que entre dos normas antinómicas prevalece la superior jerárquicamente. e) Lex specialis derogat legi generali. Este criterio, que también se denomina criterio de especialidad, establece que entre dos normas antinómicas prevalece la norma especial. La relación de especialidad ha de entenderse como aquella que se da entre dos normas N' y N" tales que la clase denotada por el supuesto de hecho de N' está incluida propiamente en la clase denotada por el supuesto de hecho de N". Al aplicar este criterio, la norma especial funciona como excepción de la norma general.

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Es preciso realizar algunos comentarios sobre el alcance y la eficacia de estos criterios. En primer lugar, es posible que haya normas antinómicas para las cuales estos criterios no sean de utilidad: así, normas dictadas en el mismo momento, del mismo rango jerárquico y que no están en la relación general-especial. Por otra parte, estos criterios pueden entrar en conflicto entre sí. Básicamente pueden darse tres supuestos de conflicto: a) Conflicto entre el criterio cronológico y el jerárquico. Este conflicto tiene lugar cuando una norma anterior y superior es incompatible con una norma posterior e inferior. Si se aplica el criterio cronológico debe preferirse la segunda norma; si se aplica el jerárquico, la primera. En este conflicto, el criterio. jerárquico prevalece sobre el cronológico. De esta manera, se acota el alcance del criterio cronológico: sólo vale entre normas del mismo rango jerárquico. Si no fuera así, la jerarquía normativa resultaría una quimera, ya que un bando de cualquier alcalde podría derogar disposiciones de rango constitucional. b) Conflicto entre el criterio de especialidad y el cronológico. Tiene lugar cuando una norma anterior y especial es antinómica con una norma posterior y general. El criterio de especialidad prefiere la primera norma, mientras el cronológico selecciona la segunda. Este es un caso de conflicto latente entre los dos criterios. No hay una solución general. Debe apreciarse si la norma posterior general contempló la posibilidad de casos más especiales y decidió no regularlos de diversa manera o, por el contrario, las razones de la regulación más específica todavía subsisten (cuando esto sucede suele decirse que «lex posterior generalis non derogat priori speciali» ). e) Conflicto entre el criterio jerárquico y el de especialidad. Se produce cuando una norma superior y general es incompatible con otra inferior y especial. En este supuesto, en principio, se concede mayor fuerza al criterio jerárquico, pero no faltan algunos supuestos en los cuales la jurisprudencia ha considerado que las razones que justifican la especialidad de cierta regulación la hacen inmune a la prevalencia de la lex superior.

Por último, es importante insistir en que la consistencia, al igual que la completud, es un ideal de los sistemas normativos. Un ideal que resulta de un requisito de racionalidad: sólo se puede guiar adecuadamente el comportamiento humano mediante conjuntos de normas consistentes entre sí. Ahora bien, en sistemas jurídicos tan complejos como los actuales no es extraño que se produzcan casos de antinomia y, en este sentido, el ideal de consistencia está en tensión con la realidad. Los criterios de resolución de antinomias son un medio para acercar nuestros sistemas jurídicos de la realidad al ideal. Pero, por las razones apuntadas, se trata de un medio imperfecto. Cuando con estos criterios

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no se puede solventar la antinomia, entonces de nuevo se abre paso la discrecionalidad del juez para determinar la norma aplicable al supuesto de que se trate. 5.

EL FUNCIONAMIENTO DE LOS PRINCIPIOS

Ya desde hace algún tiempo el uso de la expresión «principios jurídicos» es habitual, sobre todo en el ámbito constitucional. La Constitución española encabeza el capítulo III de su título I con el siguiente título: «De los principios rectores de la política social y económica», a la que siguen catorce artículos que, hay que pensar, expresan dichos principios. Además, es habitual encontrarse con expresiones como «los derechos fundamentales (contenidos en las Constituciones) están establecidos por principios». En este sentido, dichos principios se encuentran positivizados (son sin duda alguna parte del derecho positivo) y son aplicables -de la manera que se establezca- no sólo en defecto de ley y costumbre aplicable al caso. Pero, ¿en qué reside entonces la característica distintiva de los principios jurídicos? De hecho, la expresión «principios jurídicos» es utilizada con muchos sentidos diversos (PRIETO, 19992; ATIENZA y RUIZ MANERO, 1996: cap. I; GUASTINI, 1996: cap. V). En este apartado me ocuparé sólo de dos de estos sentidos: a) los principios jurídicos como pautas no concluyentes, y b) los principios jurídicos como reglas ideales.

5.1.

Los principios jurídicos como pautas no concluyentes

Para algunos autores, que siguen una distinción propuesta por DWORKIN y que ya conocemos (DWORKIN, 1977: cap. II), cabe distinguir entre las normas jurídicas prescriptivas dos subclases: la clase de las reglas, que tienen establecidas sus condiciones de aplicación de manera cerrada en su supuesto de hecho, y la clase de los principios, que tienen establecidas sus condiciones de aplicación de manera abierta, o bien porque algunas de sus condiciones de aplicación son implícitas o bien porque todas son implícitas. Por esta razón, DwoRKIN afirma que mientras las reglas se aplican todo-o-nada, los principios se aplican según su dimensión de peso en la argumentación. Una idea procedente de la filosofía moral puede resultar aquí esclarecedora. La filosofía moral kantiana consideraba los deberes morales como categóricos. Esta idea puede ser comprendida en el sentido de que las normas morales que establecen deberes son categóricas. De manera que, por ejemplo, la norma moral que obliga a decir la verdad obliga de manera categórica -no hay excepciones a dicha norma-.

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Esta idea producía determinadas consecuencias contraintuitivas, como por ejemplo que el deber de decir la verdad se mantenía incluso si como resultado de decir la verdad determinados inocentes serían asesinados. Por esta razón, algunos filósofos morales, entre los que destaca W. D. Ross, consideraron los deberes morales como deberes prima facie, esto es, deberes no concluyentes (Ross, 1930). De esta manera, es posible decir que aunque tenemos, prima facie, el deber moral de decir la verdad, este deber puede entrar en conflicto con otra norma moral (el deber de salvar la vida de los inocentes) y puede ser derrotado en el balance entre deberes. Entonces, una teoría moral tiene que proporcionamos el mecanismo por el cual es posible pasar de las normas morales que establecen deberes prima facie a las normas morales que establecen deberes concluyentes, deberes una vez considerados todos los factores relevantes. Pues bien, los principios jurídicos son, algunas veces, interpretados de esta manera, como pautas no concluyentes, que pueden entrar en conflicto con otras pautas. En la teoría jurídica, tal como veremos después, el mecanismo por el cual es posible transitar desde los principios jurídicos, que establecen consecuencias no concluyentes, hasta las consecuencias jurídicas concluyentes se conoce como ponderación. El derecho a comunicar libremente información veraz -establecido por el art. 20 .l.d) de la Constitución- puede entrar en conflicto con el derecho a la intimidad personal -establecido en el art. 18.1 de la Constitución-. Las disposiciones mencionadas expresan, entonces, principios jurídicos en el sentido que aquí nos interesa. Principios que pueden entrar en conflicto entre sí y que, por lo tanto, establecen derechos -y deberes de no interferencia- sólo prima facie: son pautas no concluyentes. Los tribunales, cuando aplican tales preceptos, deben los principios que expresan, es decir, deben establecer cuáles son las condiciones de aplicación implícitas, para extraer las consecuencias aplicables al caso concreto.

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Los principios como reglas ideales Un enfoque algo distinto, aunque no necesariamente incompatible el anterior, concibe los principios jurídicos como algo más semea las reglas ideales en la terminología de VoN WRIGHT (1963b). este sentido, los principios establecerían, mediante normas constitu' determinadas dimensiones de los estados de cosas ideales que el debe tener para ser conforme al derecho. De forma semejante a decimos que un automóvil ideal debe ser estable, veloz y seguro, estado de cosas ideal regulado por la Constitución española debe ser que produzca unas condiciones favorables para el progreso social y

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económico (art. 40 de la Constitución), que permita disfrutar a todos de un medio ambiente adecuado (art. 45.1 de la Constitución) y en el que se respete la libertad de información y el derecho a la intimidad, por ejemplo. Es obvio que estos aspectos del ideal pueden entrar en conflicto entre sí. En el caso del automóvil, la velocidad puede ir en detrimento de la seguridad; en el caso del estado de cosas promovido por la Constitución, un medio ambiente adecuado puede ir en detrimento del progreso económico, y la amplitud de la libertad de información puede ir en detrimento de la intimidad personal. En este sentido, las reglas ideales han de ser complementadas por mecanismos que establezcan el grado aceptable en el que esas condiciones han de darse y eliminen los conflictos, de manera que también en este caso es necesaria la ponderación. De este modo, los principios jurídicos son pautas que establecen no lo que se debe hacer, sino aquello que debe ser.

5.3.

La colisión de principios

Sea cual fuere la manera de concebir los principios, lo cierto es que existe un problema práctico cuando se pretende identificar el principio que se debe aplicar a una determinada situación. En muchas ocasiones, al igual que sucede con el conflicto entre reglas, los jueces se encuentran con una sobredeterminación, por cuanto más de un principio puede ser invocado para resolver un caso jurídico. Además, puede suceder que alguno de estos principios incline la decisión en un determinado sentido, mientras que otro apunte en un sentido contrario. En esta clase de supuestos se habla de colisión de principios. Es interesante destacar que mientras el conflicto entre reglas se resuelve, cuando es posible, a través de la aplicación de los criterios de resolución de antinomias, la colisión de principios se resuelve con el método de la ponderación. Veamos cómo. Hay dos diferencias entre las reglas y los principios a las que ya aludí y que resultan en este punto relevantes. En primer lugar, las reglas tienen condiciones de aplicación, mientras que los principios no. Esta diferencia en la estructura de ambas clases de disposiciones tiene su reflejo a la hora de su aplicación a casos concretos. Sin establecer en qué condiciones se aplicará una determinada consecuencia jurídica, no es posible la resolución de un determinado caso. Por tanto, en el caso de los principios, que carecen por definición de tales condiciones, se debe establecer un mecanismo cuyo resultado final sea una regla que sí las tenga. En segundo lugar, las reglas funcionan de la forma todo-onada, mientras que los principios se comportan en función de su peso en la argumentación. Esto tiene como consecuencia que en el caso de las antinomias (conflicto de reglas), por ejemplo entre Rl y R2, una vez

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establecido por el criterio que sea que la regla Rl es la que debe ser aplicada, entonces R2 se considera total o parcialmente inválida, es decir, no perteneciente al sistema jurídico de que se trate. Por ello, R2 no será aplicable ni en el caso presente ni en casos futuros. En cambio, cuando dos principios entran en colisión, supongamos P 1 y P2, el hecho de que un determinado caso se resuelva dando preferencia a uno de ellos (PI), no significa que el otro (P2) sea inválido. Lo que ocurre es que, en determinadas circunstancias, se dirá que P1 precede a P2. Si las circunstancias son distintas, entonces P2 precederá a P l. El método de la ponderación se emplea justamente para establecer esta relación de precedencia entre principios. Lo cual significa que habrá que determinar en qué condiciones P 1 precede a P2 y en qué condiciones se da la situación inversa. Una vez se hayan establecido cuáles son estas condiciones relevantes, se podrá formular la regla que resuelva el caso concreto. Hay numerosos ejemplos en la doctrina del Tribunal Constitucional que muestran este mecanismo. Como ejemplo podemos tomar el de la colisión entre el principio que reconoce la libertad de información (art. 20.1 CE y que podemos denominar PI) y el que reconoce los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen (art. 20, al que llamaremos P2). En diversas sentencias, el Tribunal Constitucional ha ido precisando cuáles serían las condiciones relevantes para establecer la relación de precedencia entre ambos principios. Simplificando algo la cuestión, ha establecido que cuando se da una información de relevancia pública y la información es veraz, aunque no necesariamente verdadera (llamémoslas condiciones e1), entonces P 1 precede a P2. En cambio, aunque la información sea de relevancia pública y sea verdadera, si se transmite a través de insultos innecesarios ( e2 ), entonces P2 precede a P l. Si esto es así, las circunstancias (e1 o e2) funcionanan como las condiciones de aplicación de una regla. Para completar la regla aplicable ya sólo nos queda establecer cuál sería la consecuencia jurídica. Esta consecuencia jurídica será la que se sigue de establecer la relación de precedencia. ¿Cuál es la consecuencia jurídica de que P 1 preceda a P2? Puede decirse que, en este caso, la consecuencia es que la información está permitida (para indicar simplificadamente que quien haya transmitido la información no estará obligado a pagar ninguna indemnización, por ejemplo). ¿Cuál es, en cambio, la consecuencia jurídica de que P2 preceda a P 1? Bien puede decirse que la consecuencia en este supuesto es que está prohibida la transmisión de la información (o que hay una obligación de pagar una indemnización por haberla transmitido). Dicho esto, ya estamos en condiciones de formular la regla correspondiente. Ésta estará constituida por un supuesto de hecho, formado por las condiciones relevantes para establecer la relación de precedencia, y una consecuencia jurídica, que será la del prin-

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cipio precedente. En nuestro ejemplo, se podrán formular dos reglas que ya serán aplicables. Por un lado, «si se da CJ, la información está permitida». Por otro, «si se da C2, la información está prohibida» (este método se halla en ALEXY, 1986: 81-98; para una discusión adicional, véase MARTÍNEZ, 2007: cap. 111). El hecho de que nuestros ordenamientos jurídicos contengan disposiciones que se comportan como principios pone sobre el tapete de nuevo la posibilidad de que la moral se acabe incorporando al derecho. Y esto por dos razones. En primer lugar, por el hecho de que estos principios suelen contener en su enunciación conceptos esencialmente controvertidos (honor o intimidad, por ejemplo), cuya dilucidación comporta necesariamente un debate moral. Si esto es así, determinar el contenido de estos principios ya supone entrar de lleno en una argumentación moral. A esta cuestión ya me referí con anterioridad. En segundo lugar, aunque ya hubiéramos identificado el contenido de los principios, queda por dirimir cuáles son los criterios que permitirán establecer la relación de precedencia necesaria para proceder a su ponderación. Y parece que, al menos en la mayoría de los casos, estos criterios han de ser morales. En efecto, los criterios de relevancia respecto a las circunstancias en las cuales una información podrá ser emitida legalmente o el establecimiento de los límites al derecho de información (límites marcados por el derecho a la intimidad y al honor, por ejemplo) parece que consistirán en alguna medida en razones morales. Esto no lo niega nadie. Ahora bien, la pregunta que nos queda por responder es la siguiente: una vez reconocido este hecho innegable, ¿cómo una teoría del derecho debe dar cuenta de él? Una posición radical al respecto es la de DWORKIN. Para este autor, como sabemos, la presencia de principios en los ordenamientos jurídicos supone la verdadera clave de bóveda para construir toda una teoría general del derecho alternativa al positivismo. La existencia de los principios y su funcionamiento en las argumentaciones jurídicas, sobre todo en el momento de la llamada aplicación del derecho, mostraría según este autor que, por su peculiar naturaleza, no pueden ser identificados a través de una simple remisión a hechos sociales, ya que forman parte del derecho también y principalmente por su contenido. Además, puesto que el establecimiento de su contenido siempre remite a una argumentación moral, entonces habría que abandonar la tesis de la separabilidad entre el derecho y la moral. Por otro lado, lejos de que estas circunstancias muestren que los jueces tienen en estos casos discreción, un método como el de la ponderación sería una prueba de que existe respuesta correcta, aunque sea difícil hallarla.

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Para quienes sostienen una teoría de la interpretación no cognoscitivista, el hecho de que se requieran conceptos esencialmente controvertidos para identificar el contenido de los principios y la forma de llevarse a cabo la ponderación en el caso de colisión entre ellos, seguramente lo tomarán como una prueba más a favor de sus tesis. Este fenómeno vendría en apoyo de la idea de una radical indeterminación del derecho. Cada juez se vería libre así de apelar a sus propias convicciones morales, aunque las disfrazara bajo el ropaje de cierta objetividad. Las concepciones intermedias, por su lado, podrán decir que en los supuestos analizados existe discrecionalidad para que los jueces decidan. Ahora bien, dentro de esta posición tal vez se podrían establecer diferencias en función de la mayor o menor amplitud que quepa otorgar a la objetividad en materia moral. Aunque éste es un tetna muy complejo y cuyo análisis en profundidad escapa de los objetivos de este texto, pueden ofrecerse unas breves indicaciones al respecto. Puede entenderse que, en línea de principio, quien defienda la posibilidad de un ámbito objetivo de la moral será más propenso a reducir el alcance de la discreción judicial, mientras que quien entienda que la discusión moral carece de un referente objetivo, tenderá a considerar que el ámbito de discreción del juez es mayor. 6.

CONCLUSIONES

En este capítulo, que cierra la parte dedicada a los problemas de identificación del derecho, he prestado atención a diversas cuestiones que tenemos que enfrentar cuando nos planteamos si el derecho está determinado. Estos problemas pueden deberse a una imprecisión del lenguaje en el que se expresan las normas. En este caso, estamos frente a un problema de indeterminación. En otras ocasiones, la cuestión surge porque no existe una norma previa que atribuya consecuencias jurídicas a un determinado supuesto. Estos supuestos, que se conocen con el nombre de lagunas, constituyen un problema de subdeterminación, es decir, el juez no puede hallar en el derecho la solución al caso que se le plantea por carecer de norma aplicable. Por último, hallamos los casos de sobredeterminación. Mientras que en la subdeterminación tenemos una carencia de normas, en los supuestos de sobredeterminación tenemos un exceso de ellas. Cuando éstas resuelven el mismo caso aplicando soluciones incompatibles, nos hallamos frente a una contra.cción normativa. Al analizar cada uno de estos problemas hemos visto distintas de afrontarlos, que van desde quienes consideran que siempre . una respuesta correcta en el material jurídico que debe manejar JUez, hasta quien opina que nunca existe una respuesta previamente

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determinada y que es, por tanto, el juez el que, en última instancia, crea el derecho. Tal vez, la posición más razonable sea la intermedia, que sostiene que existen casos típicos en los que la solución le puede venir predeterminada al juez, y casos atípicos en los que el juez inevitablemente tendrá que ejercer su discrecionalidad si quiere resolver el caso. Si se acepta esto último, entonces parece claro que los jueces tienen un amplio margen de discrecionalidad, originado al menos por estas razones: a) Por los límites que presenta todo lenguaje natural, con su ambigüedad, vaguedad y textura abierta y por la presencia en las disposiciones jurídicas de conceptos esencialmente controvertidos. b) Por fenómenos tales como las contradicciones normativas, cuya resolución no siempre se produce por criterios automáticos. e) Por el conflicto entre principios que exige una ponderación. d) Por la presencia de lagunas normativas, las cuales pueden colmarse a través de la utilización de dos argumentos como son el argumento a contrario y el analógico que conducen a soluciones totalmente contrapuestas.

Para acabar, es oportuno recordar que la discrecionalidad tiene el peligro de caer en la arbitrariedad si las decisiones que toman los jueces no están fundadas en la medida de lo posible en las premisas normativas y fácticas correspondientes y si éstas no se apoyan en razonamientos más o menos compartidos. Resulta indispensable, en un Estado de derecho, que toda decisión judicial explicite las razones en favor de la misma. Sólo así se hace posible el control jurisdiccional por medio de tribunales de rango superior que resuelvan los recursos que las partes puedan plantear; y sólo así se facilita también el control público de todas las resoluciones judiciales, incluidas las de los tribunales de última instancia, a través de la ciudadanía.

SEGUNDA PARTE JUSTIFICACION DEL DERECHO

CAPÍTULO IV ¿ESTÁ JUSTIFICADA LA OBEDIENCIA AL DERECHO? Si se me pregunta por la razón de la obediencia que hemos de prestar al gobierno, me apresuraré a contestar: «Porque de otro modo no podría subsistir la sociedad»; y esta respuesta es clara e inteligible para todos. La vuestra sería: «Porque debemos mantener nuestra palabra». Pero os veréis en un apuro si os pregunto a mi vez: «¿Por qué hemos de mantener nuestra palabra?»; y no podréis dar otra respuesta que la que habría bastado para explicar de inodo inmediato, sin circunloquios, nuestra obligación de obedecer. David HUME

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

Obligación y autoridad

Es una idea muy extendida entre filósofos y juristas la de que sólo es posible hablar de la existencia de un orden jurídico si existe una ·dad efectiva. Como ya dije en el primer capítulo, al hablar de la .... entre eficacia y autoridad, la autoridad efectiva puede ser ileen el sentido de no estar moralmente justificada. Sin embargo, .. una relación especial con la autoridad moralmente justificaya que es lo que toda autoridad efectiva pretende ser. Por eso, cabe · que una autoridad jurídica pertenece a la clase de las autoridades que son autoridades acerca de las acciones que los indivi\

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duos deben realizar. Para nuestros fines, cuando alguien pretende autoridad es que pretende tener derecho a ser obedecido. Está claro que no toda autoridad tiene esta pretensión. Por ejemplo, las llamadas autoridades teóricas no se caracterizan por esta pretensión de recibir obediencia. Un experto en matemáticas no pretende tener derecho a ser obedecido. Sin embargo, la autoridad jurídica se ve a sí misma teniendo derecho a regular conductas a través de normas en una determinada comunidad, con un correlativo deber de obediencia por parte de los gobernados. Cuando aquí se habla del deber de obedecer las normas que emanan de la autoridad no se trata únicamente de hacer lo que ellas dicen, sino de hacerlo porque la autoridad lo ha ordenado. Esto tiene una consecuencia principal: las razones que nos ofrecen las normas jurídicas deben ser tratadas como vinculantes con independencia· de su contenido. Si esto es así, entonces la cuestión de si existe la obligación o el deber de obedecer el derecho (aunque existen diferencias entre «obligación» y «deber», aquí utilizaré ambas expresiones de manera indistinta) pasa a ser si debemos actuar desde un punto de vista jurídico y obedecerlo como éste pretende ser obedecido (RAZ, 1979: 233-249). Ésta es una idea que nos permite enlazar con otra cuestión muy relevante desde el punto de vista de la filosofía política, la que se pregunta acerca de en qué condiciones un Estado está legitimado para imponer sus normas por la fuerza. 1.2.

Legitimidad del Estado y obligación de obedecer el derecho

En muchas ocasiones se trata de manera indistinta dos cuestiones que merecen ser distinguidas. El problema de la obligación política tiene que ver con las razones que podemos dar para obedecer el derecho y hasta dónde se extenderá tal obediencia. Por su lado, el problema de la legitimidad se refiere a las razones que justifican el poder coercitivo del Estado y hasta dónde se extenderá dicho poder (GREENAWALT, 1987: 47-61). Esta distinción permite mantener posiciones en las que se pueda afirmar, por un lado, que el Estado está legitimado para imponer su poder coercitivo y, al mismo tiempo, negar que exista una obligación por parte de todos los individuos de obedecer sus normas (SIMMONS, 1979; GREEN, 1989; EDMUNDSON, 1998). Pero dicho esto, del hecho que se puedan distinguir conceptualmente no se tiene que inferir necesariamente que sean problemas independientes. De hecho, parece razonable sostener que existe alguna relación entre ambos problemas. Ahora bien, ¿en qué consiste esa relación? Caben tres posibilidades.

¿ESTA JUSTIFICADA LA OBEDIENCIA AL DERECHO?

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La primera opción es considerar que ambos problemas (el de la obligación y el de la legitimidad) son equivalentes. Si y sólo si un Estado es justo, entonces surge la obligación de obedecerlo. Esto significaría que una vez mostrado que un Estado es justo, hemos también que existe una obligación por parte de todos sus miembros de obedecer sus normas. Y al mismo tiempo, si decimos que existe una obligación de obedecer a un determinado Estado esto implica que .el Estado es justo. Seguramente, la mayor parte de los textos que no distinguen entre ambos problemas están manteniendo consciente o inconscientemente este planteamiento. Por ejemplo, en el siguiente texto de Jonathan WoLFF no se distingue entre ambos problemas: «El defensor del Estado debería aspirar a [... ] mostrar cómo puede justificarse el Estado en términos de un razonamiento moral reconocido. Es decir, precisamos de un argumento que muestre que tenemos el deber moral de obedecer al Estado» (WOLFF, 1996: 53). Lo que suele justificar este tratamiento indistinto es el hecho de considerar que las mismas razones que justifican a un Estado (que lo hacen justo) justifican la ?bediencia a sus leyes. Así, por ejemplo, alguien puede sostener una tesis rista para ambos problemas, y considerar de modo que el miento dado por los ciudadanos de un determinado Estado lo legitima moralmente y al mismo tiempo sirve de justificación para el deber de obediencia. Sin embargo, esta equiparación tal vez no tenga por qué darse siempre. Por ejemplo, es imaginable que alguien sostenga. una concepción no voluntarista respecto a uno de los problemas (por eJemplo, el de la legitimidad) y eri cambio defienda una tesis voluntarista en relación con el otro. Por eso, existen otras posibles formas de entender la relación entre ambos problemas. La segunda posibilidad es afirmar que sin la justificación de la obligación de obedecer al derecho no tendríamos un Estado justo, puede ser que ello no baste para En este se que la solución del problema de la obhgacion es condicio!l. aunque no suficiente, para resolver el problema de la del Estado. Esta parece ser la posición de DwoRKIN cuando mantiene que, aunque un Estado puede tener buenas razones en circunstancias especiales para ejercer la coerción sobre quienes no tienen el deber de obedecer sus leyes, no hay manera de justificar la coerción estatal si el derecho no es en general una fuente de genuinas obligaciones (DwoRKIN, 1986: 191). La idea que subyace a esta posición es que por el mero hecho de que se considere que el Estado está legitimado moralmente respecto de unas personas (por ejemplo, P.orque han consentimiento) no se puede inferir que ese nnsmo Estado este legitimado para imponer sus medidas coercitivas a otras las no han prestado tal consentimiento). Con lo cual, solo resolviendo pnmero el problema de la justificación de la obediencia del derecho de todos

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los sujetos relevantes podremos encarar el problema de la legitimidad del Estado para imponer por la fuerza sus normas. Una tercera posibilidad pasa por entender que la existencia de un Estado justo es un requisito para que nazca la obligación de obedecer sus normas, aunque tal vez no sea suficiente. Como ha dicho RAWLS, ni siquiera el consentimiento expreso dado ante instituciones claramente injustas originaría obligaciones (RAWLS, 1971: 343). En este caso, el establecimiento de las condiciones de legitimidad de un Estado precede al nacimiento de la obligación de obedecer sus normas. Sea cual sea la posición que de entre las tres citadas se adopte, es preciso saber qué razones se pueden aportar para justificar la legitimidad del Estado o la obediencia al derecho. Normalmente, los filósofos políticos se han concentrado en el problema de la legitimidad, mientras que los filósofos del derecho han abordado el problema de la obligación. Pero en numerosas ocasiones seguramente no se ha realizado la distinción porque, como he dicho anteriormente, el mismo tipo de razones puede ofrecerse para encarar uno y otro problema. A lo largo del capítulo, sin embargo, cuando sea menester, aludiré específicamente a esta distinción. La división clásica entre el repertorio de este tipo de razones pasa por distinguir las que son razones voluntaristas de las que son no voluntaristas. Veámosla con un poco más de atención. 2.

NUNCA SIN MI CONSENTIMIENTO

Más allá de sus diferencias, los defensores de una justificación voluntarista de la obediencia al derecho comparten una característica: las instituciones políticas tienen que estar justificadas en términos de decisiones de las personas sobre las que se reclama autoridad. Una concepción así es muy atractiva, ya que muestra un gran respeto hacia cada individuo al darle la responsabilidad y la oportunidad de controlar su destino mediante sus propias decisiones. Alguien tendrá un poder político sobre nosotros si nosotros lo hemos autorizado. Por tanto, para estas doctrinas sólo como consecuencia de nuestros actos voluntarios puede crearse un poder político que esté legitimado para imponer por la fuerza sus normas (como respuesta al problema de la legitimidad) y frente al cual tengamos un deber de obediencia (como respuesta al problema de la obligación). Entonces, la cuestión pasa a ser cómo se justifica el Estado en términos voluntaristas. Es preciso mostrar que de algún modo todos los individuos, al menos los adultos mentalmente sanos, han otorgado al Estado la autoridad que éste reclama sobre ellos. Según esta concep-

¿ESTA JUSTIFICADA LA

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ción, y a diferencia de otras corrientes como el utilitarismo, que veremos más tarde, no es suficiente para justificar el Estado señalar simplemente las mayores ventajas de hallarse bajo su tutela en comparación con los inconvenientes de vivir en un estado de naturaleza. Hay que mostrar, en cambio, que cada persona ha dado voluntariamente su consentimiento al Estado. Esta tesis tiene consecuencias importantes que no hay que pasar por alto. Supone, por ejemplo, el rechazo de una idea sostenida por KANT, cuyo pensamiento, sin embargo, está en las antípodas del utilitarismo. Decía este autor que la mera capacidad de un sujeto para afectar violentamente los intereses de otro es razón suficiente para que un tercero esté autorizado moralmente para constreñir a ambos bajo un poder coercitivo común (KANT, 1797: párr. 44). En cambio, para los teóricos voluntaristas la posible interacción entre estos individuos, aunque sea potencialmente asimétrica, no es susceptible de generar el nacimiento de una autoridad legítima hasta que ambos sujetos no acuerden unirse bajo una misma jurisdicción. La diferencia de enfoque en este caso no sólo tiene relevancia teórica, sino que tiene también implicaciones prácticas. Por ejemplo, un planteamiento como el de KANT tal vez podría justificar la existencia de algún tipo de autoridad en Iraq que tenga bajo su control a kurdos y chiíes, aunque ninguno de ellos diera su consentimiento. Desde postulados voluntaristas, en cambio, no cabría ni siquiera preguntar qué tipo de autoridad está justificada sobre ambos pueblos hasta que no se responda primero por qué debería haber una autoridad que los englobe (GREEN, 2002).

2.1.

Consentimiento expreso

El recurso que ha sido más utilizado por las corrientes voluntaristas ha sido el del contrato social. Si pudiera mostrarse que cada individuo ha realizado un contrato con el Estado, o con los demás individuos para crear un Estado, el problema quedaría aparentemente resuelto. Se habría mostrado cómo el Estado obtiene autoridad universal, es decir, sobre cada uno de nosotros, y se haría de la única forma posible: porque nosotros lo hemos autorizado. Ahora bien, ¿cuándo ha habido un de este tipo? ¿Hay constancia de que en algún momento histónco unos individuos pasaran de un estado de naturaleza a una sociedad civil sellando un contrato? Pocos pretenderán sostener que esto ha alguna vez. Pero, por un momento, imaginemos que fuera Cierto. ¿Qué probaríamos con ello? ¿Estarían los ciudadanos actuales por este acuerdo anterior y lejano? Parecería muy raro JUstificar el deber de obediencia actual en estos términos.

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El problema estriba requerir un consentimiento que sea expreso y que afecte. a todos los ciudadanos de un Estado. Quienes, al margen las autondades, dan en la actualidad explícitamente su consentimiento son los que obtienen la condición de ciudadano mediante un proceso de naturalizaci?n,. y aun en estos casos habría que ver cuán es el consentimiento que prestan. Pero a los ciudadanos que han nacido en un Estado no se les suele pedir este consentimiento. Alguien podría decir que en regímenes democráticos el consentimiento lo expresamos cada vez que votamos. Los que votan a favor del partido que gobernará, su consentimiento para que les gobierne; quienes votan por los partidos que acabarán en la oposición, dan su consential sistema su conjunto. Pero defender esta idea tiene algunas dificultades. Bastana con abstenerse para no quedar vinculado· por las leyes del Estado. Y, además, si para paliar esta dificultad se establece el voto obligat?rio; el resultado entonces es que el consentimiento deja de ser voluntano. Estos son algunos de los inconvenientes que hacen que deban contemplarse otras alternativas al consentimiento expreso.

2.2.

Consentimiento tácito

<:;unado se toma en consideración la idea de que a través del voto se consiente,. se est__á .entrando de lleno en la problemática que plantea el consentimiento tacita. Todos los grandes teóricos del contrato social desde HOBBES, pasando por LocKE y RoussEAU, han apelado de distintas maneras a argumentos basados en el consentimiento tácito. La tesis básica es que mediante el disfrute silencioso de la protección del Estado uno consiente tácitamente en aceptar su autoridad. Esto bastaría para obligar al individuo a obedecer el derecho. John LocKE, gran defensor de la necesidad de que el consentimiento sea elaboró, no obstante, un argumento que parece plausipara que, a pesar de todo, también se crean obligaciones políticas mediante el consentimiento tácito. Así, LOCKE afirma que todo hombre que tiene posesiones en los dominios de un gobierno está dando su tácito consentimiento para someterse a él. Y ello es así aunque las tierras sólo las tenga arrendadas o, incluso, «si simplemente hace viajand? por ella» (LOCKE, 1689: 130). uso de una '_Tal 1? ylausi?le de Idea este en lo que parece compartir con la JUStificacion del Juego hmpio que veremos más adelante. Pero no hay que perder de vista que aquí el argumento trata de mostrar que lo que obliga es el consentimiento. Estamos obligados a obedecer no por el hecho de recibir beneficios por pertenecer a un Estad?'. como en el caso de! j.uego limpio, sino porque al recibir estos beneficios estamos dando tacltamente nuestro consentimientob-que

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se halla detrás del argumento es la idea de que si una persona no está conforme con su Estado puede irse; si se queda, consiente. Pero que la única forma de disentir de un Estado tenga que ser abandonarlo una exigencia muy fuerte. Como ya dijera HUME, no todo el mund? tiene la posibilidad de cambiar Estado a «¿Podemos afirmar en serio que un pobre campesino o artesano es hbre de su país, cuando no conoce la lengua o las costumbres de otros y vive__ al día con el pequeño salario que gana?» (HUME, 1739-1740: 105). en algunas comunidades muy concretas poco tamano Y libres sería factible pensar senamente el! esta posibilidad de universal. Quizás las dimensiones de la Ginebra de RoussEAU lo pe?IDtieran, y por esa razón a este filósofo le parecía muy razonable la Idea de LocKE (RoussEAU, 1762: 295). Pero, en el contexto de los Estados actuales, es difícil aceptar esta justificación. Además los defensores del consentimiento tácito que interpretan como tal la 'residencia voluntaria se enfrentan a un dilema. Si tal consentimiento surge de la residencia voluntaria en algún lugar, entonces parece que la interpretación de la residencia personal no toma en cuenc:eído que ta lo que la mayor parte de teóricos del consentimiento era esencial para sus teorías: las razones personales del Individuo para decidir si consiente o no. Por otro lado, si estas razones personales son tales que el individuo puede en cll:enta decidir si consiente o no, entonces el movimiento Interpretativo exigido por los sujetos la residencia voluntaria para generar obligaciones en de la comunidad no puede funcionar. Y no puede funcionar porq':le algunos individuos pueden razones l?ersonales no y este hecho no quedaría refleJado por la Interpretacion dada a la residencia voluntaria.

2.3.

Consentimiento hipotético

Descartada como irrazonable la exigencia tanto del consentimiento expreso como del tácito, quedan por explorar las posibilidades de un consentimiento hipotético. El argumento sería el siguiente. S.i suponemos que no nos hallamos bajo la autoridad de un Estado, sino en un estado de naturaleza (donde rige la lucha de todos contra todos en la versión de HoBBES) y somos racionales, haríamos todo lo posible por crear un Estado a través del contrato social. Si es cierto que todos los individuos racionales en el estado de naturaleza harían libremente esta elección, entonces parece que éste es un buen argumento para justificar el Estado. No obstante, si queremos que esto sea compatible con los postulados voluntaristas, hay algo en esta forma de ver las cosas que parece

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chocante. Se supone que únicamente a través de actos voluntarios de consentimiento podemos adquirir obligaciones políticas. Puede decirse que un acto supone una modificación del estado de cosas del mundo, pero un consentimiento hipotético, por definición, no supone ningún cambio en el estado de cosas del mundo, que es tanto como decir que no es un acto. Entonces, ¿cómo hay que interpretar el argumento del consentimiento hipotético? Pueden darse, al menos, dos interpretaciones, cada una de las cuales es fuente de problemas. Una posibilidad es afirmar que el contrato hipotético es una manera de decir que determinados tipos de Estado merecen nuestro consentimiento. El Estado poseería una serie de propiedades deseables, como por ejemplo que es la forma de obtener paz y seguridad. El hecho de que en el estado de naturaleza diéramos nuestro consentimiento a fin de crearlo confirma precisamente que posee estas características. Pero si esto es así, entonces lo que justifica principalmente el Estado es que posea estas características, no que le prestemos el consentimiento. El argumento, interpretado de esta forma, dejaría de constituir una defensa voluntarista del Estado. Se acercaría, en cambio, sospechosamente a un argumento de corte utilitarista, según el cual lo que justifica el Estado es su contribución al bienestar humano, como veremos en su momento. La otra posibilidad tal vez podría salvar el carácter voluntarista de la teoría del contrato hipotético. Consistiría en tratar la cuestión en términos disposicionales. Aunque de hecho muy pocos han prestado su consentimiento, podría sostenerse que si alguien nos pidiera nuestra opinión al respecto y nos pidiera que pensáramos seria y detenidamente sobre el asunto, todos acabaríamos prestándolo. Esto puede interpretarse en el sentido de que tenemos una disposición a prestar este consentimiento. El recurso del contrato hipotético puede ser visto ahora como un modo de conseguir que nos demos cuenta de lo que realmente creemos. Reflexionando sobre cómo me comportaría en el estado de naturaleza, llego a percatarme de que en realidad doy mi consentimiento al Estado. La idea importante no es que, después de realizar este experimento mental, dé mi consentimiento por primera vez. Lo que exige el argumento es que, una vez llevado a cabo este proceso de reflexión, me dé cuenta que siempre he estado dando mi consentimiento. Así, la finalidad del argumento del contrato hipotético sería revelar un consentimiento disposicional: una actitud todavía no manifestada de consentimiento. Esta interpretación es interesante, aunque con ella se debilita el concepto de consentimiento empleado en el argumento y, por tanto, también la fuerza de éste. Una posible crítica es que no es cierto que todos tengamos la disposición de la que aquí se habla. El caso más claro es el de los anarquistas, que veremos más adelante. Alguien podría pensar que esto es irrelevante por cuanto los anarquistas son irraciona-

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les. Pero aunque creamos que efectivamente los anarquistas son irracionales, esto no mostraría que han dado su consentimiento; por el contrario, tienen la disposición a no darlo. ues, incluso esta forma débil de concebir la teoría del consentimiento resenta problemas a la hora de servir de fundamento universal de un obligación política. Cuando se hace hincapié en que este tipo de obligaciones deben ser voluntariamente asumidas por todos siempre se corre el mismo riesgo: que haya alguien que no quiera prestar su consentimiento, sea éste expreso, tácito o disposicional. 3.

HAY QUE JUGAR LIMPIO

3.1. Planteamiento Se podría sostener que, con independencia de que las personas presten su consentimiento al Estado, es injusto que unas gocen de los beneficios que la existencia de este Estado conlleva sin aceptar lascargas necesarias para producirlos. Siguiendo este razonamiento, podría decirse que cualquiera que salga beneficiado de la existencia de un Estado tiene el deber de obedecer sus leyes. El principio que subyace a esta idea es el del juego limpio (fairplay ), que ha sido formulado por HART de este modo: «cuando varias personas realizan una empresa conjunta de acuerdo con reglas, y restringen así su libertad, quienes se hayan sometido a estas restricciones cuando se les ha requerido hacerlo tienen derecho a una sumisión similar de quienes se hayan beneficiado de su sumisión» (HART, 1955: 97-98). También ha desarrollado esta idea, aunque con algunas diferencias, John RAWLS (1964), el cual para decantarse por una justificación basada ep el deber natura}), tal como · · . veremos más tarde. ···Esta posición puede parecer una versión del consentimiento tácito. Sin embargo, ya dije antes que no es así. El recibir beneficios obliga ante el Estado, pero no porque sea un modo de consentir tácitamente. La fuerza del argumento consiste en señalar que no es justo obtener los beneficios del Estado si no se está también dispuesto a compartir una parte de las cargas para su mantenimiento. De lo contrario se abriría la P?sibilidad de que en la sociedad surjan free-riders, cuya generalizaCIÓn imposibilitaría el nacimiento de bienes públicos, tal como veremos al hablar de la autoridad como servicio. Los beneficios que conlleva el Estado son la seguridad y la estabilidad de vivir en una sociedad que funciona de acuerdo con un sistema que hace cumplir las leyes. Las cargas correspondientes se refieren a las obligaciones políticas.

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Si aceptamos el principio del juego limpio y al mismo tiempo reconocemos que todo el mundo se beneficia de la existencia del Estado entonces parece sensato deducir que, como muestra de justicia para los demás miembros de la sociedad, cada uno de nosotros debería obelas leyes del país. Es una idea razonable pensar que si nos benefi _ Ciamos del de que existan leyes, entonces es mezquino (sería el de gorrón) nos convenga. Cualquiera que haya realizado un trabaJo en equipo sabe lo mal que sienta ver que no realizan la parte que les corresponde. de Indignacion que se experimenta cuando se descubre Es la que un deportista. ha tomado ciertas sustancias con el propósito de o?tener una ventaJa desleal en la competición frente a los demás participantes.

3.2.

Tal como somos

. Ahora bien, para que el argumento anterior funcione, hay que justificar par.a la premisa según la cual todo el mundo se beneficia del Las razones que justificarían esta premisa de lC: podnan partrr de dos Ideas muy sencillas. La primera es que existe en seres humanos un propósito común por la supervivencia. Como dice HART,. normas de un Estado no se promulgan pensando en un de suicidas. La segunda idea es que, a pesar de las diferencias entre los seres humanos, es posible establecer una serie de muy relativas a la condición humana y al mundo en 9ue VIVImos. Mientras estas afirmaciones sigan siendo ciertas, es sostener que una razón poderosa para que cualquier sociedad contenga una sene de normas para ser viable. Podemos llamar a estas n?rmas el. común normativo» de toda sociedad organiAsi, la alusion a esas verdades obvias sobre la condición humana mostrar que, .m!entras . los seres humanos sigan siendo como srrve s?n, y entre sus propositos un lugar central la superVIvencia, toda sociedad compartrra un minimo común normativo del cual todos se benefician. La de verdades obvias da HART difiere poco de la que en su dia ofrecio HUME (1739-1740: Libro III, parte II, sección JI), y de la que otros autores han pos.tulado después (véase, por todos, RAWLS, 1971: 152-154). Son las siguientes:

a) seres humanos son vulnerables a los ataques físicos. Esta caractenstlca de los seres humanos hace que sea racional dotarse de normas que restrinjan el uso de la violencia en una determinada sociedad, prohibiendo matar y causar daños.

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b) Los seres humanos son aproximadamente iguales. Ello implica que ningún individuo es tan poderoso que pueda, sin algún tipo de cooperación, dominar al resto. Si esto es así, todos estamos interesados en tener normas que limiten las acciones de los individuos. e) Los seres humanos tienen un altruismo limitado. De manera muy ilustrativa HART sostiene que las personas no son demonios dominados por el deseo de exterminarse entre sí, pero tampoco son ángeles, dispuestos a ayudar siempre y en todas circunstancias al prójimo. En una comunidad de ángeles, jamás tentados por el deseo de dañar a otros, las normas que prescriben no dañar a otros serían superfluas. En una comunidad de demonios, dispuestos siempre a destruir a los demás al precio que sea, tales normas serían imposibles (debemos entender «ineficaces»). En las sociedades humanas, al ocupar un lugar intermedio entre las demoníacas y las angelicales, las normas que prescriben abstenciones son no sólo posibles, sino también necesarias.

d) Los seres humanos tienen recursos limitados. Existen ciertas necesidades básicas que, tal como han sido los seres humanos hasta ahora, parece que se deben cubrir si se pretende seguir subsistiendo. Cosas tales como alimentos, ropa y resguardo vienen a cubrir estas necesidades, pero no se encuentran espontáneamente y de forma ilimitada. Su obtención requiere una intervención de las personas en la naturaleza o una creación propia. Estas circunstancias, según HART, hacen indispensable alguna forma mínima de la institución de la propiedad, aunque no necesariamente de la propiedad privada.

Otras normas creadoras de obligaciones justifican su existencia a partir de la división del trabajo y de la permanente necesidad de cooperación entre los humanos. Se trataría de las normas que aseguran el reconocimiento de las promesas como fuentes de obligaciones. En definitiva, se justificaría así tener normas que doten de validez a los contratos. El altruismo propio de los seres humanos también apoyaría esta conclusión, ya que al no ser ilimitado, se requiere un procedimiento que asegure el cumplimiento de las promesas y así garantice a los demás la posibilidad de predecir las conductas, lo cual resulta imprescindible para mantener la necesaria cooperación. e) Los seres humanos tienen comprensión y fuerza de voluntad limitadas. En cuanto a la comprensión, puede decirse que los seres humanos tienen, primero, una capacidad limitada para obtener información y, segundo, una capacidad limitada para procesarla. Ello hace que no todos los seres humanos entiendan de igual manera sus intereses a largo plazo ni, aún menos, que tengan la fuerza de voluntad suficiente como para sacrificar ciertos bienes presentes para obtener mejores ventajas en el futuro. Por tanto, no basta con establecer normas que limiten ciertas acciones, puesto que la sumisión a ellas sería insensata sin una

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organización que se encargue de castigar a los que no cumplen voluntariamente. En definitiva, el derecho se erige aquí como garante de la cooperación contra los gorrones o free riders, tal como hemos visto.

3.3.

¿Se puede descartar el consentimiento?

Las ideas que se acaban de exponer sirven para justificar mente la premisa de que, tal como somos, todos nos beneficiamos en alguna medida de las leyes estatales. No obstante, todavía quedaría por resolver otra cuestión. Aunque aceptemos lo anterior, lo que se ha mostrado a lo sumo es que es racional dotarse de determinadas normas. Cabe preguntarse ahora si de esta circunstancia puede surgir el deber moral de obedecer al Estado. NoziCK pone un ejemplo para criticar posibilidad 1974: 99). Su tesis es que no existe tal deber solo porque nos beneficiemos de una actividad, si no hemos elegido participar en ella. Los beneficios recibidos, si no han sido solicitados, no generarían ese deber. Imaginemos que mis vecinos deciden programar un sistema de entretenimiento público. A cada miembro del barrio se le asigna un día del año para que se encargue de amenizar la jornada, poniendo discos, contando chistes, etcétera. Transcurren 137 días de espectáculo de los cuales yo he disfrutado y el día 138 llega mi turno. ¿Tengo el deber de dedicar todo el día a intentar divertir a mis vecinos a pesar de que no solicité participar en esa actividad? Según el esquema diseñado por HART, la respuesta debe ser afirmativa. Al fin y al cabo he .estado disfrutando de los beneficios que conlleva esta tarea cooperativa y ahora me toca cargar con la parte correspondiente. De acuerdo con el principio del juego limpio, mi deber es colaborar. Pues bien, NoziCK sostiene que esto no es así. La razón es la siguiente. Yo no pedí en ninguna programación. Pero aun así, lo quisiera o no, me la ofrecieron. Quizás prefiera no tener beneficios ni cargas. Si decimos que en un caso como ése nace un deber por mi parte de colaborar, ¿no estaremos abriendo la puerta a que en el futuro otros puedan obligarme a aceptar unos bienes que no deseo y luego exigirme que pague por ellos? Esto suena a una imposición injusta. El defensor del principio del juego limpio podría intentar modificar algo su posición para hacer frente a esta crítica. Podría decir que en realidad sólo surge el deber de obediencia si se aceptan (y no sólo se reciben) los beneficios, siendo consciente de los costes que ello supone. Quien aceptando los beneficios no cumpliera con las cargas, sería un gorrón y su conducta sería moralmente reprochable. No obstante, el inconveniente de esta nueva versión es que si los únicos beneficios que generan obligaciones son los que han sido acep-

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el beneficiario, entonces hay que ser capaces de distinguir entre beneficios aceptados y beneficios simplemente recibidos. Pero a la hora de trazar esta distinción, al menos en su aplicación a los beneficios que comporta la actividad estatal, surgen dificultades que ya vimos al hablar del consentimiento tácito. En muchos casos, gozamos de los beneficios que nos proporciona el Estado querámoslo o no. Un ejemplo muy claro de ello es la generación de los bienes públicos. La existencia de un aire no contaminado es un bien público que beneficia a todos, pero puede haber quien prefiera un aire menos sano (aunque le perjudique) a cambio de obtener algo que desea en mayor medida. Sin embargo, puesto que estos bienes se caracterizan por ser indivisibles, esa persona no puede hacer nada ante los beneficios no solicitados. Si cada vez que sucede esto decimos que el individuo ha aceptado tácitamente, hemos transformado la aceptación en una figura de aplicación automática, no en algo que uno pueda decidir. Además, a pesar de que este último inconveniente se pudiera resolver, el exigir la aceptación origina otra complicación similar a la que se producía con las teorías voluntaristas: la dificultad de fundamentar el deber universal de obediencia. Por eso, esta posición se enfrenta a un dilema. Sólo si mantiene la justificación originaria del juego limpio basada en la simple recepción (sin necesidad de aceptación) de beneficios habrá aportado una buena razón para el nacimiento de un deber de carácter universal. Pero, si es así, debe afrontar las críticas de NoziCK. Por otro lado, cuando, intentando huir de estas críticas, añade a la recepción la necesidad de aceptación, hace que surjan dudas sobre la posibilidad de justificar un deber universal. Después de todo, de nuevo, siempre puede haber quien no desee los beneficios si éstos comportan determinadas cargas. Entre las teorías que sostienen esto último destacan las doctrinas anarquistas, cuyos argumentos analizaremos en el próximo apartado. 4.

NADIE ME PUEDE OBLIGAR A OBEDECERLE

Las teorías voluntaristas y las del juego limpio partían de la idea según la cual es posible encontrar una razón adecuada para que el Estado pueda legítimamente imponer sus normas o para hallar una justificación del deber de obediencia al derecho, o ambas cuestiones a la vez. Pero hemos visto que todas ellas presentan dificultades para lograr este empeño. No es de extrañar, pues, que esta insatisfacción genere doctrinas alternativas que tomen esas incapacidades como un fracaso. Estas doctrinas, entre las que destaca el anarquismo, sostendrán que no es posible ofrecer una justificación plausible de estas cuestiones.

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. "A pesar

sus diferencias, las distintas teorías anarquistas compartlnan tesis" de f?n.do, de alcance político. Para sus defensores, el anarquisn:o la unica forma que__ tendría tanto un grupo de personas como un Individuo de regularse autonomamente. Esta regulación autónoma pretende oponerse a la regulación heterónoma y coercitiva llevada a cabo por instituciones del Estado (ejército, policía, leyes, tribunales, etcétera). En definitiva, la aspiración anarquista es la de tener una sociedad sin gobierno. distinción entre el problema de legitimidad y el de obligación que en su momento. se muestra útil de nuevo aquí, ya que puede permltu de dos tipos de según dónde pongan su acento cntlco. Por un lado, el anarquismo que podemos llamar ingenuo medida incapacidad de las demás teorías para subrayará en hallar razones vahdas que legitimen el poder coercitivo del Estado. Por otro lado, el filosófi.co apuntará sus críticas principalmente contra la posibihdad de que exista un deber general de obediencia al derecho.

4.1.

El anarquismo ingenuo

Hay muchas corrientes distintas dentro de la teoría anarquista, con lo cual no es posible aquí justicia a la variedad de matices que darse en. todas ellas .. Sin embargo, es interesante fijar nuestra atencion en. una Idea por muchos anarquistas,. que vendría a ser contrana a la posicion de HoBBES. Este autor, como es sabido entendió que el establecimiento de un Estado era necesario si se de no caer en el estado de naturaleza en el que rige la guerra de todos contra todos. De hecho, HOBBES identificó ese estado de naturaleza con la «anarquía», dando a esta palabra una connotación claramente peyorativa, tomándola como sinónimo de caos (HOBBES, 1651: 106-112). Los anarquistas critican que se proponga la creación de un Estado como remedio a la conducta antisocial de lucha de todos contra todos aduciendo que, generalmente, la existencia del poder político es la sa de esa conducta. Esta crítica suele ir acompañada de una visión un i?íli.ca de las de los seres humanos para ser capaces de VIVlf sin un organismo que monopolice el uso de la fuerza física en menudo y de maneras muy distintas, esta tesis que he cahflcado de Ingenua se fundamenta en la pretensión de que los seres humanos son buenos por naturaleza y que es el Estado el que los corrompe. Por ejemplo, el anarquista ruso Piotr KRoPOTKIN sostuvo que todas las especies animales, incluida la especie humana progresan el apoyo mutuo (KROPOTKIN, 1886). Mantuvo Idea con la Intencion de contraponerla a una interpretación de la teoría

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de la evolución de DARWIN, según la cual la evolución sería fruto de la lucha y la competencia. En opinión de KROPOTKIN, las especies más aptas son aquellas que están preparadas para la cooperación. De ahí que su respuesta a las posibles conductas antisociales que tanto preocupaban a HoBBES sea la de dejar que la disposición a la cooperación que tenemos los humanos fluya de manera natural y se consolide sin las trabas y las injerencias externas del poder político. Es indudable que este planteamiento puede tener su atractivo. Es posible que a largo plazo la cooperación sea mejor para cada uno de nosotros. Se podría pensar, entonces, que en un estado de guerra de todos contra todos, incluso unos seres egoístas y autointeresados aprenderían finalmente a cooperar. Sin embargo, como dijo HoBBES, por muchas pruebas que existan de que entre los seres humanos hay cooperación, existen muchas más que evidencian la presencia de explotación de unas personas sobre otras y de competición entre ellas. Frente a esta constatación difícil de discutir, el anarquista todavía puede insistir diciendo que estas conductas proceden del Estado. Pero, llegados a este punto, este tipo de argumento se vuelve inconsistente. Una pregunta a la que debería responder quien defienda posición es que si los seres humanos son buenos por naturaleza, o tienden por naturaleza a la cooperación social sin opresión, ¿cómo es que han aparecido por doquier Estados «opresores» y que han «corrompido» a las personas? La respuesta más obvia es decir que una minoría de sujetos astutos y codiciosos ha logrado ocupar el poder a través de engaños o medios poco ortodoxos. Pero entonces, si estos individuos existían antes de que el Estado apareciera, y tenían que existir por razones obvias, no puede ser cierto que todos los seres humanos seamos buenos por naturaleza. Es por eso que confiar hasta este extremo en la bondad natural del ser humano se puede calificar de ingenuo y poco realista.

4.2. El anarquismo filosófico El anarquismo filosófico lleva hasta sus últimos extremos la idea de co? las posiciones voluntaristas que vimos ellas acerca de que la única forma de poder JUStificar la obhgacion pohtica es a través del consentimiento que podamos prestar. Se aparta de ellas al pensar que ninguna de estas posiciones ha logrado ni logrará nunca su objetivo. Veamos por qué. La discusión sobre el anarquismo filosófico de de "Ro}?ert Este cree que el unico gobierno legitimo sena el-que-pudiera ser consistente con el concepto de autonomía individual y que surgiera del ejercicio de ésta. Por eso, opina que únicamente una democracia directa en la que rigiera la toma

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de decisiones por unanimidad cumpliría con esta exigencia (WOLFF, 1970: 20-23). Pero, puesto que esta forma de gobierno no parece que pueda ser muy estable, sostiene que la autoridad política es incompatible con la autonomía individual. Aunque pueda parecer que la crítica de WOLFF se dirige al problema de la legitimidad del Estado, hay razones para pensar que el centro de su ataque lo constituye la obligación de obedecer el derecho y cuando se refiere al problema de la legitimidad en realidad es una desviación de su punto principal, que es la obligación política (MARTIN, 1974: 143). La parte principal del argumento de W OLFF está resumido en estas palabras: «Si todos los hombres tienen una obligación continua de alcanzar el más alto grado de autonomía posible, entonces no parece que exista ningún Estado cuyos súbditos tengan la obligación moral de obedecer sus órdenes» (WOLFF, 1970: 19). La idea básica de su argumento es que es incompatible para un individuo, que debe actuar moralmente de manera autónoma, cumplir con las órdenes de una autoridad únicamente porque son las órdenes de esa autoridad, con independencia del contenido. Cada persona tiene el deber de actuar basándose en sus propias ideas morales acerca de lo correcto e incorrecto y tiene el deber de reflejar esas ideas en cada uno de sus actos. Una persona así concebida estaría violando el deber de actuar autónomamente si cumpliera con órdenes de la autoridad sobre bases que son independientes del contenido de las órdenes. Por tanto, el deber de autonomía es incompatible con el deber de obediencia al derecho. Esta posición ha sido objeto de varias críticas, muchas de las cuales no es posible aquí desarrollar a pesar de su interés (véase, al respecto, EDMUNSON, 1998). No obstante, sí que podemos aludir a una objeción que es fácil comprender sin necesidad de desarrollarla en este momento. No se ve por qué deberíamos aceptar que existe un deber de ser autónomos. Tal vez, sea más plausible entender que tenemos el derecho a serlo, lo cual impone deberes al resto de personas frente a nosotros, pero no necesariamente un deber para con nosotros mismos. Sobre esta cuestión, sin embargo, volveré en el último capítulo, al hablar del principio de autonomía de la persona. Para hacer frente a algunas de estas críticas, tal vez se pueda moderar la posición de WoLFF. Así, algunos autores defienden una posición algo distinta, según la cual cada persona tiene un derecho a no ser obligada por las órdenes del Estado (GREEN, 1989; SIMMONS, 2001). Esta es una posición menos radical que la de WoLFF. Para este autor cada persona tiene el deber moral de ser autónomo. En cambio, para la versión más moderada el individuo meramente tiene el derecho a no verse constreñido por la imposición de deberes por parte de otro. Esta doctrina dirá entonces que sólo si una persona consiente en estar obligada por la autoridad política, tendrá esa obligación. La premisa adicional

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del argumento será que es prácticamente imposible o al menos realmente muy difícil que los Estados puedan actuar de tal manera que estén en condiciones de pedir la obediencia de todos y únicamente aquellos que han prestado su consentimiento a la autoridad. Así, concluye el argumento, ningún Estado está legitimado y tal vez ningún Estado podrá estarlo nunca. Debe quedar claro que esta posición no implica que uno nunca deba obedecer las normas estatales. Un anarquista puede admitir que la ley de un Estado requiera lo que ya requiere también la moral del individuo. Por lo tanto, uno debe realizar algunas conductas que el Estado ordena, por ejemplo abstenerse de asesinar, violar, robar, etcétera, pero no porque el Estado lo ordene, sino porque uno las considera inmorales. Del mismo modo, la policía muchas veces hace lo que cualquier otra persona podría hacer, cosas tales como proteger al inocente, detener a quien hace daño a otro, etcétera. Se le puede agradecer a la policía que haga el trabajo sucio por nosotros. Ahora bien, según el anarquismo filosófico, uno debe aprobar la existencia del Estado y la policía tan sólo en aquellos casos en que uno está independientemente de acuerdo con las razones por las cuales actúan. El hecho de que la ley sea ley, o los policías sean policías no constituye ninguna razón para obedecer. Por tanto, se sigue de ello que debemos adoptar una actitud muy atenta y crítica frente a la policía y al Estado. A veces, éstos actúan con autoridad moral, entonces hacemos bien en obedecer las normas que dictan, pero no porque sean sus normas, sino porque el contenido de las mismas coincide con el contenido de las normas morales a las que nosotros adherimos. autónomamente. Pero cuando esto no es así, haremos bien en desobedecer las normas jurídicas y en dificultar el trabajo de la policía. Es indudable que esta posición es atractiva y parece estar bien fundamentada. Pero seguramente lo que nos atrae tiene que ver con una concepción de lo que debería ser un ciudadano responsable, siempre atento y dispuesto a observar críticamente la actuación estatal. Esta actitud crítica tiene un vínculo claro con las posibilidades de justificación de la desobediencia civil, que analizaré más tarde. Pero en su momento veremos que quienes se adhieren a posiciones de defensa de actos de desobediencia civil ofrecen razones para justificarla que están en las antípodas del pensamiento anarquista. Por otro lado, la insistencia en que un individuo pueda desvincularse unilateralmente del cumplimiento de aquellas obligaciones jurídicas que no coincidan con las obligaciones morales que él autónomamente se haya dado puede tener consecuencias difíciles de admitir. ¿Por qué, por ejemplo, una persona multimillonaria debería asumir que tiene una obligación de pagar impuestos si considera que va en contra de sus principios morales arrebatarle a alguien el dinero que se ha ganado con

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su «esfuerzo»? ¿Habría un argumento para convencerle de que debe prestar su consentimiento? Por otro lado, la persona que tiene menos recursos y considera que es injusta la desigualdad existente entre ella y la anterior persona multimillonaria, ¿no puede considerar que exista el deber moral de desposeer a esta última de parte de sus propiedades para equilibrar la sociedad? En definitiva, parece que por este camino se llega fácilmente a una situación caótica, con la que precisamente Hobbes equiparaba al anarquismo. Desde esta perspectiva, el anarquismo filosófico empieza a adquirir un sesgo peligroso. Parece que antes de dejar que la gente actúe de acuerdo con sus propios códigos de conducta morales, los cuales entran en conflicto los unos con los otros, es preferible que aceptemos un conjunto de normas compartidas. El anarquista aún podría responder a esto diciendo que no tiene por qué darse esta proliferación de visiones morales en conflicto y que, al fin y al cabo, existe una perspectiva moral particular que es la más correcta de todas y gracias a ello podemos lograr que todos los sujetos compartan el mismo conjunto de principios morales básicos. Pero, ¿es esto plausible? Aunque se pudiera admitir que existe un único conjunto de principios morales válidos, una moral crítica, todavía queda en pie el hecho de mostrar cómo todo el mundo se dará cuenta de ello y ajustará su conducta al mismo. De todas formas, desde el momento en que se adopta una visión instrumental del Estado, en el sentido de que éste puede hacer cosas buenas o malas, se abre la puerta a poder mostrar, o a intentarlo al menos, que, en algunas circunstancias y para determinados objetivos, la existencia de un poder político centralizado es necesaria. Esta vía la analizaré a continuación cuando veamos la posibilidad de sostener justificaciones instrumentales de la obligación política, con el examen de las teorías utilitaristas y, sobre todo, de la idea de la autoridad como servicio. 5.

EL CONSENTIMIENTO NO IMPORTA

Vistas las dificultades con las que se encuentran las teorías que ponen el énfasis en la necesidad del consentimiento para justificar la obligación política, y si no parece convincente la defensa del anarquismo, entonces no queda más remedio que explorar las posibilidades de las teorías no voluntaristas. Una teoría es no voluntarista si sostiene que los principios que justifican la autoridad jurídica o el deber de obediencia son independientes de la elección o voluntad de los destinatarios de las normas. Hay diversas concepciones no voluntaristas. En lo que sigue analizaré en primer lugar dos teorías que pueden ser denominadas instru-

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mentales en el sentido de que para ambas lo importante a estos efectos es si con el deber de obediencia se obtiene algún tipo de ventaja. Estas teorías se pueden identificar con el utilitarismo y con quienes defienden que la autoridad se justifica porque presta un servicio. Más tarde tomaré en cuenta algunas doctrinas que tienen que ver con la defensa de la obligación política por razones conceptuales y por la posición que ocupan los ciudadanos en una sociedad. Terminaré este breve recorrido tomando en consideración algunas teorías que rechazan tanto el consentimiento, como el rol de la persona en la sociedad como fuentes de la obligación política. Son las defensoras de la obligación política en términos de deber natural, bien sea porque éste derive del derecho natural o bien sea porque se infiera del deber de apoyar instituciones justas. 5.1.

Siempre que las consecuencias sean buenas

El utilitarismo es una de las doctrinas que sostienen que las acciones no son buenas o malas por sí mismas (como sostendrían las llamadas doctrinas morales deontológicas), sino que lo son en relación con sus consecuencias, por lo que son llamadas doctrinas consecuencialistas. Los autores utilitaristas tratan de justificar el deber de obediencia en términos de los medios que sirven para alcanzar algún objetivo. Este objetivo se considerará valioso debido al principio de utilidad, según el cual se debe maximizar la felicidad o la utilidad general. Las palabras de BENTHAM al respecto son muy elocuentes de esta posición: «Los súbditos deben obedecer a los reyes [... ]en la medida en que los males probables de obedecer sean menores que los males probables de resistirse a obedecer» (BENTHAM, 1776: 56). El argumento utilitarista, frente a posiciones anarquistas, podría reconstruirse a partir de tres premisas: 1) La mejor sociedad desde una perspectiva moral es la que maximiza la utilidad general. 2) Tener un Estado genera mayor utilidad general que no tenerlo, pues esta última posibilidad llevaría al caos propio de un estado de naturalezV 3) No hay más opciones que el Estado o el caos. La conclusión que se derivaría de estas tres premisas sería que tenemos un deber moral de crear y mantener un Estado. Aunque hay una gran variedad de utilitarismos, para lo que ahora interesa podemos centrarnos en dos: el utilitarismo del acto y el utilitarismo de la regla.

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Según el utilitarismo del acto, una persona tiene el deber moral de realizar un acto que lleve al máximo la felicidad o el bienestar de quienes se verán influidos por el mismo. Se tiene que valorar cada acción en particular, tomando en consideración las consecuencias de los actos individuales en cada una de las ocasiones concretas en que se producen. Por su lado, el utilitarismo de la regla defiende que se ha de juzgar la bondad o maldad de una acción de acuerdo con la bondad o maldad de las consecuencias que surgen de la adopción o aplicación de una regla. Los individuos deben guiar su comportamiento decidiendo qué · reglas implican buenas razones para actuar, asignándole poca importancia a las consecuencias que esa acción concreta tuviera en una ocasión particular. No está claro que cualquiera de estos dos tipos de utilitarismo sirva para fundamentar un deber general de obediencia al derecho. Por lo que hace al utilitarismo del acto, la duda surge el cálculo de consecuencias que requiere su aplicación neéesitaría un análisis caso por caso. Pero es probable que si esto se llevara a la práctica comprobaríamos que algunos actos de obediencia maximizan la felicidad o el bienestar general, mientras que otros tal vez los disminuyan. Si esto es así, entonces difícilmente se podría apelar a este tipo de utilitarismo para justificar el deber general de obediencia. El utilitarismo de reglas parece un mejor candidato para conseguir esta justificación. Sin embargo, también es discutible que la alcance. Según esta versión, habría un deber general de obedecer el derecho si la aceptación de la regla «debes obedecer el derecho» tuviera mejores consecuencias que la ausencia de tal regla o que la aceptación de otras reglas como, por ejemplo, «debes obedecer el derecho cuando sea justo». La razón se podría hallar en que si no se aceptara la regla propuesta se llegaría al caos y a la anarquía, que serían estados de cosas peores que el que se produciría con esta aceptación. Ahora bien, es dudoso que esto sea así, al menos por dos razones. Por un lado, porque muchos individuos cumplen con lo dispuesto por el derecho por simples razones prudenciales y no porque crean que existe esa regla. Es decir, cumplen con lo dispuesto en muchas normas sencillamente por temor a ser sancionados. Precisamente, en esta idea se basa la justificación de la pena que alude a sus aspectos disuasorios (como veremos en el próximo capítulo). Por otro lado, cuando el contenido de las normas coincide con el de los principios morales que tienen las personas, entonces éstas ya se comportarían como lo ordena el derecho, aunque éste no lo prescribiera (piénsese en las prohibiciones del homicidio o del robo). En este último supuesto, la regla «debes obedecer al derecho» nada influye en el comportamiento de los destinatarios (MALEM, 1996a: 529).

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Además, existen varias críticas que se pueden hacer a cualquier versión del utilitarismo. Una de las críticas filosóficas más potentes consiste en tomar consciencia de la imposibilidad de saber cuáles son todas las consecuencias de un determinado acto o de una determinada regla. La realización de un acto implica la modificación del estado de cosas del mundo, modificación que a su vez es causa de modificaciones ulteriores y así hasta el infinito. Es imposible tener en cuenta a todas ellas. Ahora bien, si dijéramos que sólo algunas de esas consecuencias se deben tener en cuenta, entonces necesitaríamos un criterio de relevancia para distinguir las consecuencias relevantes de las que no lo son. Si un acto realizado en un momento t1 tiene las consecuencias Cl y C2 en el momento t2 y éstas a su vez originan en un momento t3 las consecuencias C3, C4, C5, ¿cuáles van a ser las consecuencias relevantes, las relativas al momento t2, o al momento t3 , o la suma de ambos conjuntos? Esta indeterminación de las consecuencias de un acto (o de una regla) es un problema para el utilitarismo, puesto que hasta que no hemos determinado el conjunto de consecuencias que vamos a tener en cuenta, no nos podemos pronunciar acerca de si un determinado acto (o regla) ha incrementado la utilidad general o no. Otras posibles críticas tienen que ver con consecuencias contraintuitivas de esta teoría. Así, si resulta que el balance de las consecuencias (determinadas de algún modo) fuera positivo, se podría estar justificando moralmente, por ejemplo, la tortura de un individuo o incluso el castigo de un inocente, como veremos en el próximo capítulo. Esto no significa que la visión utilitarista no resulte atractiva en algún punto. Parece algo razonable pensar que si se tiene que justificar la obediencia al derecho, ésta debe ir vinculada de algún modo a que las normas jurídicas generen algún bienestar entre la población afectada. Además, el hecho de que desde una posición utilitarista no se entre a juzgar la bondad o maldad de los distintos planes de vida que tengan los indiViduos ofrece una imagen de neutralidad y de adecuación a sociedades pluralistas como las que vivimos, que puede hacer que encaje en visiones liberales como las que veremos en el último capítulo. De todos modos, no podemos desconocer los graves inconvenientes mencionados, por lo que tal vez quepa buscar otras alternativas que tomando al Estado como instrumento al servicio de las personas intenten no caer en ellos.

5.2.

Cuando la autoridad presta un servicio

El utilitarismo es una forma instrumental de justificar la obediencia al derecho. Pero hay, al menos, otra forma de intentar justificar instrumentalmente la autoridad, como medio para ayudar a que las personas

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terminen haciendo lo que deben. Según RAz, la autoridad realiza un servicio en la medida que los destinatarios de las normas cumplen mejor con las razones subyacentes de las mismas guiándose por las directrices de la autoridad que por la propia deliberación sobre las razones aplicables a un caso determinado (RAZ, 1979). De esta idea RAZ infiere lo que ha denominado la tesis de la justificación normal; las autoridades son legítimas sólo si sus normas nos permiten actuar de acuerdo con las razones que han de guiar nuestras acciones de mejor forma o de una manera más acertada que lo que podríamos conseguir ellas. Si nosotros reconocemos autoridad a alguien es que estamos dispuestos a tomar las normas que dicte como razones que desplazan nuestro juicio o balance de razones. Por ejemplo, los individuos ya tienen razones para dar una parte equitativa de sus recursos para contribuir al bien común. Las autoridades simplemente les ayudan a cumplir con esas razones al establecer un sistema eficiente y justo de impuestos. Lo mismo ocurriría en otros ámbitos. Los ciudadanos de un país tendrían buenas razones para defender a sus compatriotas de ataques externos. De nuevo, las autoridades les ayudan a realizar esta defensa de una manera más eficaz con el establecimiento de un ejército. Esta posición merece algunas aclaraciones. Aunque pueda guardar cierto parecido con el utilitarismo de reglas, la tesis defendida por RAz no es utilitarista. A diferencia del utilitarismo, que se caracteriza por perseguir una finalidad definida (la Inaximización de la utilidad general), la idea de la autoridad como servicio no se compromete acerca del tipo de razones que son relevantes, ni sobre el objetivo que se deba alcanzar. Por otro lado, no hay que ver la tesis de la justificación normal como algo que se refiere excepcionalmente al derecho o al Estado. Por el contrario, es frecuente que la podamos aplicar a situaciones cotidianas en las que exista la presencia de autoridades teóricas o prácticas. Puedo dudar acerca de si debo someterme a una determinada intervención quirúrgica. Sopeso las distintas razones a favor y en contra. En este balance de razones tal vez entrarán consideraciones prudenciales sobre el beneficio que para mi salud comportará el éxito de la intervención frente al riesgo que correré con ella; puede ser que tome en consideración, también, la opinión de familiares y amigos o de personas que se hayan sometido anteriormente al mismo tipo de operación. Pero todo este proceso de analizar las ventajas e inconvenientes de la intervención puede quedar desplazado frente a la opinión del mejor cirujano en la materia. Si éste me aconseja la operación, es posible que lo tome como una autoridad y su dictamen lo considere como una razón que excluye el balance. La idea central de la posición que comento es la misma. Las autoridades legítimas ayudan a los destinatarios de las normas a hacer lo que

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ellos ya tenían buenas razones para hacer.' como en el caso de la intervención quirúrgica, tal vez ellos ni lo sabmn. No para entender esta tesis es preciso insistir en que }o. que en ella se dice no .es de aplicación a supuestos en los sea mas Importante para }os suJetos decidir por sí mismos que decid1r correctamente. Se pensar que un ciudadano en el ejemplo de las elecciones políticas. yerre con su voto, al dárselo a una formaci?n claramente peor que otras, pero eso no sería una razón para Invalidarlo, que solemos considerar que la virtud de las elecciones en democracia no es tanto elegir correctamente como elegir. 5.2.1.

Alcance del argumento

Aunque la tesis de R.Az parece razo?able respecto a cotidianas como el ejemplo que hemos plausible trasladar sin más esta idea al ámbito de la autondad JUndica? En favor de la respuesta afirmativa hay que considerar que, en los acerca de supuestos en los que quepa. tomar determinados asuntos, los y el gobierno, eJemplo, puede los. ciudadanos Y den tener una mayor información que el de ser razonable que éstos suspendan el JUICIO confiando en que aquellos les prestarán un servicio mejor del que podrían obtener por su propios medios. Pero esto no tiene por qué ser siempre así. Puede darse el que para ciertas decisiones del que las es decir, en las que estén en juego cuestiones tecnicas, un conJunto d.e en la materia esté en mejores condiciones de. tomar la deciSIOn co:recta que quienes ostentan el en .un determinado Estado. Algo asi ocurre con los problemas se han mostrado reacios a tomar en consideracion la opinion meJor Informada de los expertos. Por otro lado, cabe pensar en supuestos en los que el_, ?el asunto sobre el que haya que decidir no sea de naturaleza tecnica moral. El entrar en guerra contra otro país no parece ser una cuestion puramente técnica. En estos casos, no se puede aJ?elar a expertos en de materia moral y de todos modos, en el supuesto existan, hay pocas posibilidades de hallarlos entre auton.dades pohticas. ¿Consideraremos justificado en estas cuestiones deJarse llevar por la decisión que tomen los gobernantes? ?Tendremos el deber de obedecerlos porque nos prestan un buen servicio? Estos supuestos pueden hacernos reflexionar críticamente de la posición de RAZ, pero no necesariamente para abandonarla, sino tan

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sólo para redirnensionar su alcance. En los casos en que o bien hay personas que son más expertas en la materia que los gobernantes o bien las cuestiones que hay que tratar son directamente morales, hay problemas para aplicar su tesis. En otros supuestos, en cambio, la tesis puede encajar de manera razonable. Por ejemplo, en casos que tienen que ver con ciertos problemas de interacción. 5.2.2.

Problemas de interacción

Entre los cometidos de todo sistema jurídico se encuentran el de resolver problemas de interacción. Aquí el término «interacción» debe ser entendido en el sentido de que ninguna elección de un curso de acción puede realizarse racionalmente sin tornar en cuenta la dependencia del resultado sobre las expectativas recíprocas de los participantes (ULLMANN-MARGALIT, 1977: 7). Algunas normas pueden ser vistas corno soluciones a problemas que surgen a partir de ciertas situaciones de interacción. En concreto, las normas jurídicas pueden ayudar a solventar el llamado dilema del prisionero, la dificultad en la generación de bienes públicos y los problemas de coordinación. El problema que se da con estructuras de la forma del dilema del prisionero es que al actuar racionalmente de acuerdo con el propio interés, varias personas llegan a un resultado ineficiente, por cuanto existe un resultado alternativo que haría que todas estuvieran mejor. Existen muchas situaciones que obedecen esta estfii;tura. Por ejemplo, el mantenimiento de las promesas que constituye la base de todo el derecho contractual. Frente a la disyuntiva entre mantener o romper las promesas es posible que el camino que indique el autointerés sea el de incumplidas esperando que los demás las cumplan. El problema es que cada uno de los demás pensará lo mismo, con lo cual se acabará imponiendo la estrategia de incumplir las promesas, siendo esta solución claramente ineficiente, ya que todos terminarán perjudicados. Las normas jurídicas pueden romper este resultado ineficiente, al establecer sanciones para quienes no cumplan con sus promesas. La autoridad en estos casos cumple un servicio. Existen supuestos también muy frecuentes que dan lugar a estructuras de interacción parecidas al dilema del prisionero, pero que se diferencian de éste en el sentido de que la falta de de algunos no necesariamente lleva a que todos se perjudiquen. Estos son los casos en que aparece la figura del free rider. El free rider o gorrón es aquel que se beneficia de la cooperación de los demás sin aportar su parte. Este es el caso de quien contamina el medio ambiente pero se beneficia de que muchos otros no lo hagan, o de quien no paga impuestos rnien-

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tras utiliza los servicios públicos de educación o sanidad pagados con los impuestos de los demás. En general, es un problema que tiende a surgir en la generación y mantenimiento de los denominados bienes públicos. La característica definitoria de este tipo de bienes es que, a diferencia de los bienes privados (corno libros o vestidos), son indivisibles, en el sentido de que una vez generados no es posible excluir a nadie de su disfrute (con independencia de que haya o no contribuido a su generación). Son ejemplos de bienes públicos el alumbrado de las calles o el sistema de defensa de un país. En estos casos, las normas jurídicas pueden contribuir a que se generen y mantengan los bienes públicos (que todos utilizan) obligando a la cooperación de todos. Es decir, en estos supuestos es de interés de todos los participantes aceptar algún tipo de coerción, a través de sanciones jurídicas, siempre que todos los demás estén bajo el mismo sistema de coerción, corno ya avancé al hablar del juego limpio. Por último, los problemas de coordinación surgen a partir de una interdependencia de decisiones y, por tanto, de expectativas, cuyo rasgo distintivo es que los intereses de las partes coinciden. Además, la falta de cooperación en estos supuestos no se da porque cada agente terna que el otro no cooperará (corno ocurre en el caso del dilema del prisionero), sino porque hay varias alternativas diferentes de cooperación, frente a las cuales todos son básicamente indiferentes, sin saber cuál es la que van a adoptar los demás. Muchas situaciones de la vida cotidiana obedecen a este esquema. Por ejemplo, la alternativa que se da entre circular por la izquierda o por la derecha de la calzada. En estos casos, a falta de convenciones firmemente establecidas, las normas jurídicas también pueden solventar el problema, al obligar a circular por uno de los sentidos. Resulta indiferente cuál de los dos sea; lo importante es que todos tornen el mismo. Los ejemplos citados bastarán para poner de relieve que las normas jurídicas prestan claramente un servicio, en el sentido que se definió anteriormente, cuando ayudan a solventar problemas de interacción. En los de dilema del prisionero y en la creación de bienes públicos, contribuyendo a modificar las preferencias de los individuos. En los supuestos de problemas de coordinación, ayudando a asegurar expectativas. En ambas situaciones, los individuos tienen una razón poderosa para obedecer a la autoridad, es decir, para tornar sus normas corno razones que excluyen el propio balance. Por tanto, podernos concluir que si la autoridad es capaz de crear o mantener esquemas valiosos de ?ooperación social corno los que se acaban de describir, puede estar JUstificada la obediencia al derecho, aun cuando de no existir éste, los destinatarios de las normas hubieran hecho elecciones distintas. En definitiva, esta posición parece justificar de manera razonable la obediencia a ciertas normas en ciertas situaciones, pero tampoco parece

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ser suficiente como para fundar un deber general de obediencia. Se hace preciso, por tanto, seguir buscando otras opciones.

5.3.

Deber por definición

Hay quien sostiene que la pregunta acerca de la justificación del deber de obedecer al derecho está mal planteada, porque sencillamente cae en un error conceptual. Se dirá que si entendemos lo que significa ser un miembro de una sociedad política, como es el Estado, veremos que no es posible separar tal condición de miembro del hecho de tener obligaciones, entre las cuales estaría la de obediencia al El rol de ciudadano incorpora por definición la obligación de obedecer el derecho (véase en este línea McPHERSON, 1967: 64; PITKIN, 1965: 75). En este sentido, puede decirse que dicha obligación es constitutiva del hecho de ser un miembro del Estado. Es por esa razón que para estos autores preguntarse acerca de si los miembros de un determinado Estado tienen una obligación de obedecer sus normas es absurdo. Si no tuvieran esa obligación no serían miembros del Estado, ya que el tener esa obligación es una característica definitoria de los mismos. Esta posición no es aceptable. Supone resolver un problema normativo, y que por tanto exige respuestas que apelen a deberes, como si fuera un problema puramente conceptual, que pudiera ser «disuelto» simplemente prestando atención a una definición. Sostener esta visión implicaría, por ejemplo, que no podríamos ni siquiera entender las posiciones anarquistas. El anarquismo, entonces, no sólo sería implausible, sino incomprensible por ser contradictorio. Sin embargo, esta conclusión no parece de recibo, ya que la tesis anarquista puede ser criticable, como vimos en su momento, pero es significativa; no merece el mismo tratamiento del que sostuviera, por ejemplo, que un triángulo tiene cuatro lados. No obstante, después de todo, la apelación al deber por definición tal vez pueda ser interpretada de una manera que no resulte tan extraña. Podría entenderse como una justificación del deber de obediencia en términos de un deber institucional.

5.4.

Deber institucional

Los deberes institucionales son aquellos que una persona tiene en virtud del rol o papel que juega dentro de una determinada institución. Por ejemplo, en la institución familiar una madre puede tener una serie de deberes respecto de su hijo, que se justifican por el simple hecho de ocupar ese papel y de entender cómo funciona la institución. Toda ins-

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titución se define a través de una serie de normas. Así, la madre de la que hablamos podría tener deberes como persona? deberes co:tpo y deberes como ciudadana de un Estado. Los pnmeros podnan derarse en algún sentido «naturales», per? los do.s senan deberes institucionales: las normas que deflnen las Instituciones de la familia o del Estado generan al mismo tiempo .. El deber de obediencia al derecho sería, entonces, un deber Institucional que recae en los miembros de un Estado en cuanto tales. 5.4.1.

Rasgos característicos

Quienes defienden que la en un de?er institucional tienen en común su antlvoluntansmo. La tesis voluntansta únicamente a sostiene que nuestras obligaciones partir de nuestras Tambien los taristas que la mayona de nosotros tlene de obhgacione.s J?Ohtlcas, nacidas precisamente de esos act
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Otra rasgo característico de esta tesis es sostener, de diferentes maneras pero con un núcleo común, la idea de que para que nuestras posiciones sobre la cuestión de la obligación política sean realistas tienen que encajar con el supuesto indiscutible de gue existe en nuestras sociedades una experiencia moral compartida. Esta es una crítica de nuevo a las posiciones voluntaristas, ya que éstas no reflejarían esta citada experiencia. La gente corriente no experimenta su vida política como voluntaria y, en cambio, experimenta muchos otros deberes de una manera no voluntaria (como el caso aludido de las obligaciones familiares). Es éste también un argumento que es posible utilizar contra el anarquismo filosófico. Esta última posición, a la que ya aludí anteriormente, fue utilizada sobre todo en la década de los setenta para oponerse a las teorías voluntaristas, justamente aludiendo al escaso realismo que mostraban como descripción de lo que era en la política. Así, concluía el anarquismo afirmando que no ex1ste un.a gación política general puesto que todos los argumentos para justificarla tenían que enfrentar el problema de hacer compatible la autoridad estatal con la autonomía individual exigida por tal obligación. Pero si vemos las cosas desde la perspectiva del deber institucional, entonces parece que el realismo respecto a las creencias de la gente está de su lado y no del anarquismo. Una consecuencia de afirmar que existe una experiencia moral compartida es que toda tesis que quiera justificar la obligación política tiene que dar cuenta del llamado de particularidad». Las obligaciones de los como son de .carácter,. contienen lealtad o compronnso respecto a la comuntdad pohtlca en la que han nacido o en la que residen. Los deberes morales más que tienen contenido político como el deber de promover la JUsticia o la igualdad no podrían justificar nuestras obligaciones pol!ticas puesto que éstas últimas exigen una vinculación nuestra particular nidad. El promover tales valores puede exigrr el apoyo a otras comunidades que no sean la nuestra. Esta es una crítica que se puede hacer a los defensores de la idea de la obligación política entendida como deber natural y que veremos más adelante. Por último, la obligación política entendida como deber institucional implica la visión de que tal tipo de obligación se justifica internamente, que es tanto como decir que la práctica local (la constituida por determinados comportamientos desarrollados en una determinada comunidad) puede generar de manera independiente obligaciones morales. Esto se puede sostener como una tesis fuerte o como una tesis débil. En el sentido fuerte, esta tesis diría que para imponer genuinas obligaciones no es necesario ni que éstas sean voluntariamente aceptadas, ni consentidas, ni reconocidas, ni útiles, ni conformes con cualquier principio externo a las propias prácticas. En sentido débil, uno

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podría sostener que simplemente las prácticas locales determinan al menos el contenido específico de mucha obligaciones, es decir la conducta exigida, incluyendo el contenido de nuestras obligaciones políticas, aun cuando se exija algún principio moral general y externo a la práctica si es que debemos estar obligados a aceptar o cumplir con las exigencias de la práctica local. Por ejemplo, el principio de utilidad podría indicamos que debemos conformar nuestra conducta a los requisitos específicos de la práctica local. Las características que acabamos de ver definen el espacio dentro del cual se pueden ofrecer argumentos a favor de entender la obligación política como deber institucional. Esta definición se construye, por supuesto, en parte al excluir las opciones del voluntarismo, el anarquismo y las teorías del deber natural. Pero estas características compartidas por distintos autores requieren además algún argumento adicional para justificar esa visión. Algunos de estos argumentos los veremos en la próxima sección, aunque debe quedar claro por todo lo dicho antes que a tales argumentos subyace la misma concepción de la obligación política como una exigencia moral especial, vinculada a una posición social, cuyo contenido está determinado por lo que las prácticas locales establezcan para quienes ocupen esa posición. Hay distintas maneras de intentar fundamentar la tesis de que la obligación política es un deber institucional. Aquí me referiré sólo a dos de ellas. Una, basada en el concepto de compromiso común; la otra, que podemos identificar grosso modo con algunas de las teorías llamadas comunitaristas. 5.4.2.

El compromiso común

Margaret GILBERT ha acuñado la expresión «compromiso común» (joint commitment) para dar cuenta de algunas actividades compartidas por los seres humanos en una comunidad determinada. Para que exista ese compromiso común los participantes tienen que expresar mutuamente de algún modo que tienen ese compromiso. La función principal de este tipo de compromisos es la de establecer un conjunto de derechos y obligaciones entre los participantes en esas actividades compartidas que establezcan un vínculo especial entre ellos. Es importante ?estacar que los compromisos de los que habla GILBERT pueden ser Implícitos y no necesitan ser totalmente voluntarios (GILBERT, 1993). Esta idea se aplicaría a la obligación política del siguiente modo. En la mayoría de países, los gobernados se describen a sí mismos como una especie de sujeto plural; así, por ejemplo, hablan de «los españoles» o «los franceses», y se refieren a su país como «nuestro país». Este lenguaje expresaría, según GILBERT, el compromiso común de todos

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ellos en relación con «SU» comunidad política y ayudaría a explicar su experiencia moral compartida de sentir obligaciones de obediencia y apoyo especiales respecto de su comunidad o gobierno.

obligaciones recíprocas, no es porque en él se generen simples expectativas, sino por el hecho de ser actividades con ciertas características, es decir, porque son actividades personales y directas.

Esta posición resulta atractiva, ya que apunta a una idea intuitiva, como es el hecho de que efectivamente de algún modo los ciudadanos de un mismo Estado pueden tener algún tipo de conciencia de que están embarcados en un proyecto común, como lo están, por ejemplo, los integrantes de una orquesta para que las piezas que interpretan suenen lo mejor posible. Sin embargo, también es una idea que se presta a ciertas críticas.

Tomemos, en cambio, un ejemplo en el que, aunque se generen expectativas, las relaciones entre los implicados no sean personales y directas (el ejemplo lo tomo de SIMMONS, 1996: 258). Se cuenta que KANT era tan metódico y puntual en los paseos por su ciudad que las amas de casa ponían en hora sus relojes al paso del ilustre filósofo. Al caminar cada día a la misma hora por los mismos lugares, podría decirse que efectivamente los paseos de KANT generaron una razonable expectativa entre las amas de casa de Konigsberg de que ellas podrían seguir poniendo cada día sus relojes en hora. ¿Quiere decir esto que KANT, transcurrido un cierto- tiempo de sus ininterrumpidos paseos, había adquirido la obligación de seguir paseando a la misma hora? ¿Se puede sostener que si un día KANT decidía no salir a pasear, además de la frustración de expectativas generada, habría incumplido una obligación respecto a sus conciudadanas? No parece razonable. Y no lo es debido a que la relación de KANT con las amas de casa de Konigsberg no era la especie de relación directa y personal que, en cambio, aparecía en el anterior ejemplo. Si esto es así, entonces puede afirmarse que los esfuerzos por extender un análisis que es apropiado sólo para ciertas clases de actividades compartidas, las que son directas y personales, a un análisis que cubra las actividades compartidas que son muy impersonales e indirectas, como la de los residentes en la misma comunidad política, tienen serias dificultades para lograr su objetivo.

Para empezar, podría decirse que no hay que confundir que alguien sienta que tiene una obligación con el hecho de que realmente la tenga. El mero hecho de que los ciudadanos de un Estado hagan referencias continuas a «nuestro» país y tengan un vago sentimiento de deuda respecto a él, no debe llevar a la conclusión de que esos ciudadanos tienen de hecho obligaciones políticas, aunque realmente crean que las tienen. Esas creencias y sentimientos pueden estar tan mediatizados por confusiones, por ideas poco meditadas o por inducciones por parte de otros, que difícilmente podemos reconocerlos como fuentes de obligaciones. Pero, a pesar de lo anterior, un defensor de la posición que estamos analizando podría responder diciendo que es indudable que cuando alguien muestra una cierta disposición a continuar en esa empresa común, es que de hecho está consintiendo tácitamente. Sobre esto ya dije algo al hablar del consentimiento tácito. Ahora bastará con añadir que el estar dispuesto a seguir en una actividad de este tipo, aun bajo condiciones de conocimiento de todas las circunstancias relevantes para que no pueda hablarse de engaño (algo que difícilmente se puede dar en nuestras sociedades), no es lo mismo que consentir y no puede tener las mismas implicaciones normativas. Alguien podría decir todavía que la obligación proviene no sólo del hecho de que uno continúa dentro de la actividad, sino por la razón de que genera expectativas en los demás, que éstos tienen derecho a ver cumplidas. Si con un grupo de amigos quedamos todos los sábados por la mañana para jugar al fútbol y es una actividad continuada, puede parecer razonable que si en un determinado momento decido no ir, los demás compañeros se sientan defraudados y entiendan que yo tenía una cierta obligación, basada en lo que la propia GILBERT denomina «comprensión tácita» entre los amigos. En estos casos, efectivamente parece razonable suponer que hay obligaciones de los participantes, pero porque se trata de actividades basadas en un contacto personal, directo y continuado entre amigos, en las cuales es de suponer que se han dado genuinas expresiones de compromiso común de seguir con el partido de fútbol semanal. Si en este ejemplo nos parece razonable que surjan

En definitiva, esta primera estrategia, basada en el compromiso común, necesita una noción más fuerte de compromiso ciudadano para dar cuenta de la obligación política. Pero los hechos de la vida política real permiten, como mucho, una noción más suave del compromiso de los ciudadanos, que en cambio no explica en absoluto tal obligación. Por contra, si se insistiera en una noción más fuerte de compromiso se caería en una visión voluntarista de la sociedad política, cuyo rechazo es como sabemos una de las características básicas de estas concepciones. 5.4.3.

La identidad social de las personas

Una segunda estrategia proviene de algunos autores comunitaristas, entendido el término «comunitarista» en un sentido amplio. Se podría concretar en dos tesis, la tesis de la identidad social del individuo y la tesis de la independencia normativa. Diré algo brevemente de cada una de ellas, para después calibrar si sus implicaciones son razonables. La tesis de la identidad social del individuo podría resumirse así: alguna de nuestras obligaciones se justifica por el hecho de que negarla

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implicaría negar nuestra identidad como seres constituidos socialmente. Lo que hace que alguien sea quien es, con sus valores y objetivos, tiene que ver, al menos en parte, con ciertos roles sociales que ocupa. Pero el hecho de ocupar tales roles implica conceptualmente tener ciertos deberes institucionales ligados a ellos. A los efectos que ahora interesan, se diría que el hecho de que mi identidad esté parcialmente constituida por mi rol como miembro de alguna comunidad política significa que mi identidad incluye estar sujeto a las obligaciones políticas de esa comunidad. De lo cual se infiere que si dejo de lado estas obligaciones en realidad estoy renunciando a parte de mi identidad. En palabras de MAclNTYRE: «la justificación racional de mis deberes, obligaciones y lealtades políticas estriba en que si me desprendiera de ellas ignorándolas o menospreciándolas, debería desprenderme de una parte de mí mismo, perdería una parte crucial de mi identidad» (MACINTYRE, 1981: 56). La tesis de la independencia normativa, por su parte, consiste en sostener que las prácticas sociales locales determinan de forma independiente exigencias morales. Mientras la tesis de la identidad intenta mostrar la incoherencia de negar las obligaciones políticas que están conectadas conceptualmente con lo que uno es, esta segunda tesis se refiere a la fuerza normativa de las reglas y prácticas sociales e institucionales locales bajo cuya influencia la identidad de uno se desarrolla. Existiría así una fuente de obligaciones políticas (y morales) que no requeriría una justificación ulterior en términos de la utilidad de la institución o de su equidad o en términos del consentimiento prestado por los implicados. ¿Qué se puede decir frente a estas dos tesis? De nuevo, se impone empezar reconociendo algún contacto con ciertas intuiciones que tenemos. Efectivamente, parece sensato mantener que, de algún modo, la sociedad en la que vivimos y las prácticas en las que nos implicamos conforman nuestra identidad como personas. Ahora bien, ¿de este hecho podemos extraer las consecuencias ant€ri9rmente mencionadas respecto a la obligación política? Pongamos un ejemplo. Pensemos en alguien que era un miembro del Ku Klux Klan. Ese individuo no puede negar de manera inteligible las obligaciones vinculadas por la práctica local a su rol. Pero seguramente coincidiremos en que el hecho de que fuera ininteligible que negara esas obligaciones y siguiera siendo miembro de esa organización, no genera ninguna obligación moral de quemar casas o linchar a personas por el color de su piel. Y ello es así aunque tales obligaciones estuvieran conectadas conceptualmente con el hecho de ser miembro del Ku Klux Klan. Alguien podría objetar, entonces, que simplemente ello ocurre porque la práctica local de la que estamos hablando es claramente inmoral y por tanto no puede generar obligaciones morales.

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Pero si esto es así, ¿qué añade la tesis de la identidad social al argumento? Si únicamente las prácticas locales que se adecuan a principios morales externos pueden dar lugar a obligaciones morales, entonces el hecho de que alguien se «desprenda» de obligaciones políticas perdiendo así una parte crucial de su identidad, resulta irrelevante desde el punto de vista moral. Es más, si la práctica en la que uno participa es inmoral, lo que dicta la moral justamente es no participar en ella, aunque ello conlleve la pérdida de parte de su identidad. Si la tesis de la identidad social plantea problemas, queda por dilucidar la fuerza de la tesis de la independencia normativa. Sobre este punto cabe decir que esta tesis se sustenta en dos fundamentos, uno de filosofía general y otro relativo a una constatación empírica. El fundamento de filosofía general es la creencia de que el universalismo en teoría moral no es adecuado y que la moralidad, para que pueda ser c?mprensible, debe ser entendida de una manera más restringida, por eJemplo culturalmente relativizada. Esta discusión está en el centro de las disputas contemporáneas en filosofía moral entre universalistas y particularistas o entre universalistas y relativistas, y es de una complejidad y alcance que su análisis está fuera de las posibilidades de este texto. Respecto a la constatación empírica, la posición que estoy comentando se basa en el hecho de que a menudo adscribimos a las personas deberes vinculados al rol que ocupan en la sociedad, sin hacer ulteriores referencias a principios morales universales. Como ha dicho algún autor, «a menudo basta indicar que un hombre es el padre de un chico para atribuirle ciertas obligaciones respecto a su hijo. Es innecesario y buscar alguna justificación moral adicional para esas obligaCiones» (HORTON, 1992: 156). Sobre este punto sí que es posible decir algo aquí. Si es cierto que a veces atribuimos obligaciones de la manera que recoge la cita anterior, no lo es menos que, como hemos indicado anteriormente, las prácticas locales pueden ser injustas, con lo que entonces parece que tenemos que ir en busca de principios morales externos a la práctica ;concreta. ¿Existe algún argumento para decidir a cuál de estas «constataciones empíricas» hay que dar mayor peso? Aunque la respuesta merecería un mayor desarrollo, podemos concentrarnos en la idea de las obligaciones familiares, que nos resultan a todos muy próximas. Se puede estar de acuerdo en que el parentesco con alguien sea suficiente para adscribir ciertos derechos y obligaciones a los parientes sin necesidad de recurrir a principios morales externos. Ahora bien, también parece razonable pensar que no nos sentiremos cómodos adscribiendo todas las obligaciones asignadas por las prácticas locales a los parientes. No aceptaremos sin más todos los asl?ectos de las variadas prácticas de la vida familiar. Del hecho de que exista una práctica consolidada en algún lugar consistente en que los

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miembros femeninos de la familia se dedican enteramente a satisfacer los deseos del marido o padre, que es considerado el patriarca familiar, ¿inferiremos que esas esposas e hijas tienen la obligación de comportarse de esa manera, ya que ello satisface el rol que juegan en esa práctica? ¿Aceptaremos que la práctica de mutilación genital femenina que se lleva a cabo en ciertas sociedades da lugar al nacimiento de una obligación moral de que las niñas de esa sociedad se sometan a ella? No parece que este tipo de inferencias sean razonables. Pero si no lo son, ¿dónde queda la constatación de que muchas veces atribuimos obligaciones vinculadas al rol, con independencia de otras consideraciones? Pensemos en los casos no dudosos en los que adscribimos a alguien este tipo de obligaciones. Su contenido sería, por ejemplo, el de la obligación de los padres respecto de los hijos de prestarles atención, cuidados y apoyo. Pero seguramente atribuimos a estas obligaciones estos contenidos por cuanto creemos que todos o casi todos los padres, en todas o casi todas las épocas han hecho esto con sus hijos. Pero esto es transformar estos deberes institucionales en algo parecido a los deberes naturales. Lo que nos confunde es que estos deberes naturales tienen el mismo contenido que el de algunos deberes familiares, asignados por algunas prácticas locales. A continuación exploraré la posibilidad de concebir la obligación política en términos de deberes naturales. 5.5.

Deber natural

Entenderemos por deber natural el que surge por el mero hecho de ser persona, con independencia del consentimiento prestado, de la posición concreta que uno ocupe en la sociedad y de las consecuencias de nuestras acciones. Un ejemplo paradigmático de deber natural sería el de no dañar a otros, puesto que no se basa ni en el consentimiento que el obligado haya dado, ni en ninguna relación especial del obligado con respecto a la persona que no hay que dañar y porque existe con independencia de las consecuencias que la acción dañina pueda ocasionar (sobre este concreto deber volveré en el último capítulo). En lo que sigue haré referencia a dos posiciones que toman el deber de obediencia al derecho como un deber natural. Por un lado, las doctrinas iusnaturalistas y, por otro, la que sostiene que existe un deber natural de apoyar las instituciones justas. 5.5.1.

Depende del derecho natural

Puesto que ya hice referencia a las doctrinas iusnaturalistas en el capítulo II al hablar de los problemas de identificación del derecho, ahora sólo aludiré a lo necesario para entender cuál es la posición de

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éstas respecto al problema que ahora nos ocupa, de tal forma que lo que aquí se exponga no resulte redundante, sino más bien complementario, de lo que ya dije. Me referiré principalmente a lo que podemos denominar iusnaturalismo clásico. De manera muy esquemática puede decirse que la tesis que comparten los autores iusnaturalistas es que el derecho positivo deriva de alguna manera de principios morales que serían universalmente válidos y cuyo contenido podría ser descubierto mediante razonamiento sobre la naturaleza humana. Estos principios, que conformarían el derecho natural, por sí solos no podrían garantizar el mantenimiento organizada. Pero la existencia de una sociedad de una sociedad como algo moralmente valioso. Por eso, se de este tipo es hace imprescindible una autoridad política que, primero, cree una serie de normas positivas que recojan y desarrollen aquellos principios, regulando cuestiones técnicas que no pueden deducirse de los principios y, segundo, haga cumplir mediante el uso de la coerción las normas creadas. De este modo, las normas de la autoridad política sólo serán obligatorias, aunque con distintos grados de exigencia dependiendo del autor y el caso, si representan el desarrollo de los principio que conforman el derecho natural o, al menos, no los contradicen (DELGADO PINTO, 1982). Las corrientes iusnaturalistas han recibido numerosas críticas, como ya vimos, centradas básicamente en la dificultad de establecer un contenido homogéneo de ese supuesto derecho natural. Sin embargo, para el tema que nos ocupa, puede resultar de un cierto interés indagar en la relación que establecen estas teorías entre la obediencia a la autoridad y el mantenimiento de una sociedad bien organizada, por cuanto parece introducir un elemento consecuencialista que se aleja de los postulados deontológicos que subyacen a estas doctrinas. Según el iusnaturalismo clásico, las normas jurídicas son reglas para el bien común. Así lo dice claramente Tomás DE AQUINO al dar su definición de ley: «ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad» (AQUINO, Suma de Teología: I-II, q. 90, a. 4). Los seres humanos necesitan la autoridad tanto para coordinar actividades de cierta complejidad como para servir de guía a quienes sean ignorantes o tengan tendencias antisociales. La autoridad política es, entonces, una institución (natural) para promover el bien común. Puesto que los individuos tienen el deber de promover el bien común, entonces tienen el deber de apoyar a quienes ejercen la autoridad política y de obedecer sus normas. Este deber implica obedecer el derecho, aun cuando no exista una razón independiente para hacer lo que el derecho requiere (FINNis, 1980).

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En esta idea de bien común está implícita una noción de reciprocidad. La promoción del bien común de una sociedad parece que implica la promoción del bien de cada uno de sus miembros. En este sentido, MAClNTYRE, un destacado filósofo católico al que ya aludí, ha subrayado que toda comunidad política es un proyecto común (MAclNTYRE, 1981: 146). Nótese que el iusnaturalismo, entonces, no pretende que la obediencia al derecho sea un bien evidente o un aspecto obvio de la naturaleza humana. Más bien, la obediencia es necesaria para que los seres humanos puedan cumplir con sus verdaderos propósitos o alcanzar el bien, éste sí, considerado evidente (GREENAWALT, 1987: 174). Pero, si esto es así, parece que el cumplimiento de lo dispuesto en las leyes se justifica en la medida que contribuya a sostener una autoridad política, cuya existencia es necesaria porque da lugar al bien común. Llegados a este punto, surge una cuestión interesante: ¿tendremos el deber de obedecer una concreta norma jurídica que no contribuya a ese bien común? La respuesta más evidente es que no tendremos ese deber. Suele citarse como apoyo a esta respuesta la frase de Agustín DE HIPONA, según el cual la ley injusta no es ley. Como el hecho de no contribuir a ese bien común (o, para ser más precisos, el hecho de actuar contra el bien común) sería una de las razones, junto a otras, para considerar que una norma es injusta, entonces no existiría la obligación de obedecerla. Ahora bien, las cosas no son tan sencillas. Tomás DE AQUINO, que hace suyas las palabras de Agustín DE HIPONA, no supone que este tipo de normas sean ineficaces para conseguir otros propósitos laudables. En contraposición a las normas que vulneran lo que este autor denomina «ley divina», que en ninguna circunstancia generarían una deber de obediencia, en cambio una norma que sea contraria al bien humano -dice Tomás DE AQUINO- «no vincula en conciencia, excepto quizás para prevenir escándalo o disturbios» (AQUINO, Suma de Teología: I-II, q. 96, a. 4). Por tanto, para este autor las normas pueden ser injustas por dos razones, por ser contrarias a la ley divina y por ser contraria al bien común. En el primer caso, nunca existe un deber de obediencia, en el segundo depende de si con nuestra desobediencia generamos «escándalo o disturbios». Este último inciso tal vez pueda proporcionarnos una respuesta más elaborada a la cuestión que antes he planteado. Por eso, llegados a este punt¿\ puede ser útil abordar una cuesti.ón de concretas normas Inmás general. Si con nuestro justas (entendidas sólo en el sentido de contrarias al bien común) podemos poner en riesgo una autoridad política que en general calificaríamos como justa (por ejemplo, porque la mayor parte de sus sí contribuye a ese bien común), ¿estaría justificado ese incumphmiento? Y, lo que constituye la otra cara de la moneda, si nos hallamos ante una norma concreta que promueve el bien común pero ha sido

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dictada por una autoridad política ilegítima, ¿tendremos el deber moral de obedecerla? Aunque no está claro qué diría al respecto Tomás DE AQUINO, ni que todos los iusnaturalistas clásicos dieran las mismas respuestas a estas preguntas, un planteamiento coherente en relación con la descripción que aquí he hecho de sus tesis, podría desarrollarse como sigue. Para empezar, habría que distinguir entre dos tipos distintos de normas en función de su vinculación respecto al mantenimiento de un determinado régimen político. En todo sistema jurídico encontraremos normas que predominantemente contribuyen al sostenimiento de un régimen determinado (sea éste totalitario o democrático) y otras que no tienen, al menos de manera directa, esta vinculación (GREENAWALT, 1987: 192). En el primer grupo se podrían incluir, por ejemplo, las relativas al reconocimiento de los derechos humanos (característico de los regímenes democráticos) o a su vulneración (característico de los regímenes totalitarios). En el segundo grupo se incluirían las que resuelven problemas de interacción como los que vimos en su momento, o las que sancionan ciertos delitos, sanción que es necesaria para la convivencia. Piénsese que el gobierno realmente existente es el único que está en condiciones de resolver en un momento determinado problemas de coordinación a gran escala, como por ejemplo la ordenación del tráfico en un país. La particularidad que quiero destacar de las normas pertenecientes a este segundo grupo es que cualquier autoridad política, sea del signo que sea, si quiere comportarse como tal autoridad, no tiene más remedio que regular estas cuestiones de una manera eficaz (recuérdese, al respecto, la idea de autoridad como servicio). Los iusnaturalistas podrían aceptar que estas últimas normas, por su contribución al bien común, generan un deber de obediencia, aunque sean promulgadas por un Estado injusto. En cambio, respecto a las normas del primer grupo, dada la vinculación mencionada entre su cumy el mantenimiento de un determinado régimen, las que contnbuyan a perpetuar un régimen injusto no originarían el nacimiento de ese deber de obediencia, salvo que se produzca «escándalo o disturbios». Por supuesto, la plausibilidad de esta respuesta radica en una premisa presupuesta: siempre es preferible moralmente que exista un Estado, aunque sea injusto (sólo como opuesto al bien común), a que no exista ningún Estado. Esta premisa es puesta en duda singularmente por las teorías anarquistas, como ya vimos. Podemos analizar más claramente las distintas situaciones posibles atendiendo a las características que he considerado relevantes (que las normas sean justas o injustas, estén vinculadas o no al mantenimiento de un determinado régimen y, cuando existe tal vinculación, que el régimen sea justo o injusto):

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.. b)

Normas al mantenimiento de un régimen justo Normas InJustas VInculadas al mantenimiento de un régime ·

e)

Normas justas vinculadas al mantenimiento de un régimen

d)

Normas injustas vinculadas al mantenimiento de un régimen

a)

n

injusto justo.

/ .e) Normas justas sin vinculación al mantenimiento de ningún re gimen. / j) Normas injustas sin vinculación al mantenimiento de ningún re gimen.

Los casos a) y b) no l?resentan mayores problemas, ya que resulta claro que en pnmero existe deber de obediencia y no así en el segundo. La solucion propuesta en los casos e) y f) tampoco sería discutible po: el fac.tor en ellos, una vez descartada;la ter_Ist.Ic/a de la VInculaciot;t, el que las normas sean justas 0 no: existlra un deb.er. de en el primer caso y no en el segundo. punto conflictivo estana en los casos e) y d). Según lo dicho anteque los iusnaturalistas deberían decidir que en el normente, caso n? /existe un deber de obediencia, mientras que en el caso d) sí Por tanto, .en supuestos, el factor determinante no es la JUsticia de norma la VInculación con el régimen. Sin embargo, la citada de Tomás DE AQUINO da a entender que con del tipo de régimen que se trate, las normas das al manteninnento .del Estado son siempre de obligado cumplimiento desde el/ punto de VIsta «para prevenir escándalo o disturbios». El caso, mas claro de que ha sostenido esta posición tal vez sea el ?e. SüCRATES, el cual prefiere acatar la pena de muerte sabiendo que es InJusta antes que desobedecer la ley. Sobre esta cuestión volveremos al hablar de la desobediencia civil. Pero veremos entonces que los de la de.sobediencia civil tratan de hacer compatible la vuldeterminadas .normas, que se consideran injustas, no con el de cualquier Estado, sino con el que en general consideran legitimo. . La que

_?a reconstruido aquí es una posible solución a estas cuesque tal vez sea coherente con los postulados del iusnaclasico. Pero no es la única manera posible de enfocarlas, ni siquiera dentro de las teorías que sostienen que el deber de obediencia al es. un _?eber tipo natural. Un buen ejemplo de ello es la tesis que analizare a continuación.

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5.5.2.

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Sólo si el Estado es justo

Algunos autores (RAWLS, 1971; WALDRON, 1993) han defendido que sólo puede justificarse un deber de obediencia al derecho dentro de un régimen justo. Por ello califican al deber de obedecer el derecho como un deber natural de apoyar aquellas instituciones justas que se nos aplican. En palabras de RA_)YLS, «desde el punto de vista de la justicia como imparcialidad un natural básico es el deber de justicia. Este deber nos exige apoyar y obedecer a las instituciones justas existentes que nos son aplicables» (RAWLS, 1971: 138). Queda claro que una posición como ésta niega la relevancia que antes se ha otorgado a la posible vinculación de las normas incumplidas con el mantenimiento del régimen. Si el régimen es injusto, entonces no existe deber alguno de obedecer sus normas, estén éstas vinculadas o no con su mantenimiento. Queda todavía por determinar si todas las normas (sean justas o no) de un Estado justo generan dicho deber. Está cuestión la abordaré con mayor detalle al hablar de la desobediencia civil. Pero antes de llegar a ello será preciso detenerse a exponer al menos los rasgos más significativos de esta tesis, dado el impacto que tiene en la filosofía política contemporánea. RAWLS, como ya sabemos, en un primer momento consideró que el deber de obediencia al derecho se podría justificar apelando al principio del juego limpio. Sin embargo, después cambió de idea, al menos en cuanto al alcance general que antes le había dado. En su Teoría de la justicia mantiene que ese deber sólo se da respecto de aquellos ciudadanos de gobiernos justos que tienen un cargo o que han satisfecho sus intereses por obra del gobierno. Excluye, pues, al grueso de la ciudadanía de tener una obligación de obedecer el derecho, sobre la base de que, para la mayoría de las personas, recibir beneficios del gobierno no es algo que hagan voluntariamente, sino que es algo que simplemente les sucede (RAWLS, 1971: 336-344). Sin embargo, no considera que lo anterior implique que la mayoría de los ciudadanos de un Estado razonablemente justo sea libre desde el punto de vista moral para desobedecer las normas jurídicas. Lo que sostiene es que todo aquel que es tratado por el Estado con razonable justicia tiene el deber natural de obedecer todas las leyes que no sean claramente injustas, sobre la base de que todos tienen un deber natural de apoyar y dar conformidad a las instituciones justas. Para RAWLS, pues, el deber natural de promover y apoyar instituciones justas es el fundamento moral general de la obediencia al derecho en las sociedades democráticas contemporáneas, a las que califica de casi justas. Según este autor, una sociedad es justa si se cumplen dos principios de justicia. Éstos, enunciados muy brevemente, nos vienen a

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decir que todos los bienes primarios sociales (libertad, oportunidades, ingresos, riqueza y los fundamentos de la autoestima) tienen que ser distribuidos de manera igualitaria, a menos que una distribución desigual de alguno de ellos o de todos resulte ventajosa para los menos favorecidos. Dado que la justicia es un valor tan importante, parece razonable suponer que cada uno de nosotros tiene un deber natural de promoverla. Pero seguramente el problema más importante al que se enfrenta esta posición es que, aún admitiendo lo anterior, resulta difícil mostrar cómo ese ideal general de promover la justicia requiere un deber más concreto de obedecer las normas jurídicas de nuestro propio Estado. Éste es el problema de la llamada «exigencia de particularidad» y que abordaré a continuación. El requisito de particularidad consiste en la estipulación de que una adecuada justificación de la obligación política debe explicar el deber que una persona tiene de obedecer las leyes de su propio Estado en particular. Las justificaciones de la obligación política en términos de deber institucional tenían una respuesta obvia a esta demanda, ya que justamente dicha obligación nacía del hecho de ser ciudadanos de un determinado Estado. Pero si se defiende la obligación política como un deber natural, dado que éste no surge de ninguna vinculación especial, · entonces la exigencia de particularidad requiere explicación. Aún así, se podría pensar que en realidad no existe tal problema. Bastaría con interpretar que el deber de promover la justicia requiere que apoyemos las instituciones justas, dado el indudable papel que juegan las instituciones, y entre ellas especialmente los Estados, en asegurar la justicia. Si a esta premisa se añadiera otra según la cual los Estados contemporáneos son instituciones justas (lo cual como mínimo es discutible), entonces la conclusión sería que debemos obedecer las leyes de nuestro Estado. Sin embargo, las cosas no son tan fáciles. Quedarían todavía por responder algunas preguntas. En primer lugar, de todas las instituciones que aspiran a hacer del mundo un lugar más justo, ¿por qué tendríamos la obligación específica de apoyar instituciones políticas como son los Estados? En segundo lugar, asumiendo que debamos apoyar Estados, ¿por qué deberíamos cada uno de nosotros apoyar a nuestro propio Estado en particular? En tercer lugar, incluso si admitiéramos que tenemos el deber de apoyar a nuestro propio Estado, ¿por qué este apoyo tiene que tomar la forma de la obediencia a sus normas jurídicas? Para comprender la dificultad de responder a estas preguntas por parte de quien defienda que el deber de obedecer el derecho es un deber natural de justicia puede ponerse un ejemp\o (lo tomo de WELLMAN, 2004: 100). Pensemos que una persona,)llamémosle Claudia, decide dedicar su vida a ayudar a los demás. Estudia la carrera de

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Medicina y cuando la termina se va por su cuenta a un país subdesarrollado para ayudar con sus conocimientos a los más necesitados. Cura a niños enfermos, apoya a las familias con sus expertos consejos, etcétera. ¿Podría dudarse que Claudia está cumpliendo con el deber natural de contribuir en la medida de sus posibilidades a que este mundo sea más justo, incluso en mayor medida de lo que podemos hacer el resto cumpliendo con las normas de nuestro Estado? Ahora imaginemos que un buen día Claudia se da cuenta de que su acción será más efectiva si presta su apoyo a una institución y elige enrolarse en una ONG como Médicos Sin Fronteras. ¿Ha hecho mal por elegir apoyar a esa institución y no, por ejemplo, las normas del Estado en el que desarrolla su misión? Al respecto si se supone que el deber del que aquí se habla es el de apoyar instituciones políticas justas, ¿no cumpliría mejor obedeciendo las normas de otro Estado que fuera más justo que en el que se encuentra? Acabemos imaginando que salvamos estos obstáculos y creemos que existe el deber de apoyar al Estado en el que se encuentra Claudia, ¿por qué no podría elegir ella de qué forma hacerlo y tiene que ceñirse a cumplir las normas del mismo? Éstas son algunas de las dificultades con las que se encuentran los defensores de esta posición. Pero hay otras relacionadas con el requisito de la particularidad. Se trata de dilucidar qué significa que debemos apoyar las instituciones justas «que nos son aplicables». SIMMONS, por ejemplo, ha constatado que existe una ambigüedad a la hora de considerar en este contexto la palabra «aplicable», lo cual conduciría según este autor a un dilema (SIMMÜNS, 1979: 148). Una institución es de aplicación a alguien en un sentido fuerte si uno libremente accede a ella. En cambio, una institución puede ser de aplicación a una persona en un sentido débil: simplemente en virtud de haber sido incluido por la institución que se trate en su campo de aplicación. Para este autor las teorías que defienden el deber natural de justicia tendrían que optar por uno de estos sentidos, pero cada uno de ellos lleva a consecuencias no deseadas. Si eligen el sentido fuerte, reintroducen la necesidad de que se dé un consentimiento por parte de aquél a quien se le «aplica» la institución, con lo cual el fundamento de la obligación política sería voluntarista y no basado en un deber natural. Si por el contrario, eligen el sentido débil de «aplicable», tendrían que admitir que la institución de la que se trate imponga de manera unilateral obligaciones a las personas, lo cual parece implausible. Para mostrar esto último imaginemos que en el ejemplo anterior, en vez de que Claudia eligiera voluntariamente entrar a formar parte de Médicos Sin Fronteras, esta organización la considerara de oficio miembro de ella y le reclamara el abono de las correspondientes cuotas. Admitiendo que dicha organización es justa y que pretende promover la justicia, ¿Claudia tendría un deber natural de pagar las cuotas?

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Llegados a este punto, cabe que las intuiciones de unos y otros diverjan. De todas maneras al menos no pude decirse que resulta claro que en estos casos existiría el mencionado deber natural. Estas dudas, obvio es decirlo, se extenderían al deber natural de apoyar a nuestro Estado suponiendo que sea justo. ' 6.

LA DESOBEDIENCIA CIVIL

Puede parecer que la desobediencia es sencillamente la otra cara de la obediencia. Pero el hecho de no obedecer una ley puede deberse a razones distintas y seguramente no todas ellas justificadas. Sólo una posición radical, como tal vez era la de SóCRATES, sostendría que en todos los casos tenemos un deber moral de obediencia de una norma jurídica de nuestro Estado. Igualmente, sólo un anarquista radical, con los inconvenientes que ya hemos visto, defendería que todo tipo de desobediencia y de cualquier norma está justificada. Es importante, entonces, a?alizar aunque sea brevemente cuáles serían los rasgos que suelen asociarse a la llamada desobediencia civil y que la hacen distinta a las demás clases de desobediencia, para preguntarnos después si está justificada, y en caso afirmativo, bajo qué circunstancias lo está (acerca de estas cuestiones véase MALEM, 1988).

6.1.

Las características de la desobediencia civil

Hay un amplio consenso en considerar que cuando hablamos de desobediencia civil nos referimos a actos voluntarios, no violentos, abiertos y públicos, de incumplimiento de normas, cuya intención es algún tip.o de mejora moral o en la sociedad y cuya reahzacion se considera un deber moral, aceptandose el castigo que el sistema jurídico imponga (en este apartado emplearé básicamente el esquema expuesto en GARZóN VALDÉS, 1981 ). Veamos con algo más de detenimiento cada uno de estos rasgos característicos: a) Son actos voluntarios de incumplimiento de una norma, cuya intención es conseguir algún tipo de mejora moral o política de la sociedad.

Así, pues, este tipo de desobediencia tiene un carácter instrumental, ya que se realiza con esta finalidad de mejora. Quien desobedece desea persuadir a las autoridades de la necesidad de una reforma normativa o de un cambio de política. Presupone, por tanto, una relación causal entre el acto de incumplimiento y la mejora. Esta circunstancia es interesante ya que puede dar lugar a errores puramente de carácter empírico o técnico. Uno puede proponer un acto de desobediencia civil para

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conseguir un estado de cosas determinado y, en cambio, por no haber calculado las variables implicadas en el supuesto concreto, no conseguir el efecto deseado, con lo que podríamos decir que la medida no ha sido funcional, o, incluso, llegar a producir el efecto contrario al deseado, con lo que tal medida habría sido disjuncional. Desde este mismo punto de vista, también podría decirse que el acto que consigue su objetivo es eficaz, pero podría ser ineficiente, en el caso de que se pudiera obtener lo mismo pero con medios menos costosos. Esta idea, según la línea argumentativa que se utilice, puede afectar a la posible justificación de este tipo de actos. b)

Su realización se considera un deber moral.

Martir Luther KING lo expresa con notoria claridad y sencillez: «existen dos clases de leyes: las leyes justas y las injustas. Yo sería el primero en defender la necesidad de obedecer los mandamientos justos. Se tiene una responsabilidad moral además de legal en lo que hace al acatamiento de las normas justas. Y, a la vez, se tiene la responsabilidad moral de desobedecer las normas injustas» (KING, 1963). La idea que subyace a esta característica es que una vez que uno llega a la conclusión, por razones iusnaturalistas, utilitaristas o de cualquier otro tipo, que una determinada ley es injusta, el hecho de cumplirla sólo significará contribuir a perpetuar una situación injusta. El incumplimiento, entonces, es la única forma de liberarse de la complicidad en el mantenimiento de esa situación. Existen dos formas de cumplir con ese deber moral, que dan lugar a dos tipos distintos de desobediencia civil. La desobediencia puede ser directa, si se incumple la normativa que se considera injusta y que se pretende cambiar. Pero, a veces, esto se hace muy difícil o es poco operativo. Entonces, surge la posibilidad de desobedecer una ley justa para protestar contra la ley injusta. Éste es un supuesto de desobediencia indirecta. Si existe una ley que consideramos que realiza alguna discriminación injusta, podemos protestar contra ella directamente desobedeciéndola, o bien podemos por ejemplo realizar actos como sentadas en la calzada o cortes de tráfico que pueden suponer vulneraciones de normas (por ejemplo, del Código de la Circulación o incluso del Código Penal), que no tenemos por qué considerar injustas. e)

Son abiertos y públicos.

Que sean actos abiertos significa que no se excluya a nadie que desee participar en ellos. Además, son actos públicos, como opuestos a actos secretos o realizados clandestinamente. Por ejemplo, el protagonista de La lista de Schindler realiza una serie de actos de incumplimiento de las normas del régimen nazi para salvar a algunas personas de una muerte segura. Esas normas son claramente injustas, por lo que podría decirse que su acto de incumplimiento es meritorio desde un

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punto de vista moral, pero no es un acto de desobediencia civil, ya que Oskar Schindler procura mantenerlo en secreto. El carácter abierto y público de los actos se justifica por cuanto el desobediente civil quiere influir en la opinión pública. se hace una campaña de desobediencia civil no se trata de. a una participacion. . en estos mayoría por parte de una minoría (por eso actos tiene que ser abierta). Se trata de persuadrr a esa alegando que los canales normales de información sobre detemnados h. echos . graves están bloqueados por ciert?s grupos, c. o!llo . que se una de las condiciones básicas de la vida democratica: el conocinnento por parte de la opinión pública de hechos la desobediencia civil en la mayoría de las ocasiones tendna tambien una función pedagógica. d)

Suele aceptarse voluntariamente el castigo.

En este sentido es emblemática la frase de THOREAU en 1846: «Bajo un gobierno que injustamente a la a la cárce!, el dero lugar de un hombre justo es la carcel» (citado en .GARZON VALDES, 1981: 618). Con esta aceptación voluntaria del castig? a menudo se pretende mostrar que la disconformidad con una norma r:o tiene por qué hacerse extensiva a todo ordenamiento JUndic.o. Podna afirmarse que se trata de una forma hacer compatibles, por un lado, el reconocimiento de la legitinndad general del para imponer coactivamente un orden y, por otro, la negacion del deber de obediencia de una concreta ley InJusta. De todos modos, hay quien cree que la aceptación castigo es siempre necesaria. Así, se nes, algunos actos de desobediencia civil no tiene!l por que ser castigados, con lo cual no tendría sentido un castigo que se Imaginemos que un Estado la lib.ertad. de Imaginemos también que una minoría esta excluida sistematicamente de canales «normales» para hacer oír su V?Z a }?s medios de comunicación, no hay ninguna orgamzacion, ni partido pohtic.o que se haga eco de sus reivindicaciones, etcétera). En estos casos, y en cuenta la función pedagógica e informativa de la que antenormente, ciertos actos típicos de desobediencia civil, como eJemplo sentadas, podrían llegar a considerarse amparados P.C:r Interpretacion amplia del reconocimiento de la libertad de expresion. Sin embargo, en estos casos surgiría la duda de si, interpretados forma, estos actos pueden seguir considerándose actos de desobediencia.

?e

e)

Son actos no violentos.

La justificación de esta característica puede ser de dos tipos distintos, instrumental o moral.

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A su vez, la justificación instrumental puede ser de dos clases. Una, en la que se argumente que los medios no violentos permiten conseguir la finalidad perseguida, mientras que los violentos no. En este caso se estaría diciendo que la no violencia es eficaz, mientras que los métodos violentos no lo son. Otra, en la que se diga que los actos no violentos consiguen el objetivo perseguido con menos costos que los que irían asociados a medidas violentas. Se suele decir que los actos de violencia engendran reacciones violentas, con lo que ciertos conflictos tienden a enquistarse. En este caso, aunque por ambos caminos se pueda lograr la misma finalidad, se sostiene que el primero es más eficiente que el segundo. Lo que se puede decir respecto a esta forma de justificación es que el éxito de las medidas no violentas frente a las violentas seguramente depende del contexto. Vista la historia de la humanídad, resultaría extraño afirmar que siempre y en toda circunstancia las primeras son más eficaces y/o eficientes que las segundas. La justificación moral, en cambio, no se fija en si los actos no violentos son un medio más eficaz o eficiente que su opuesto, sino si hay razones morales para adoptarlos. Como dice Martir Luther KlNG, «está mal valerse de medios inmorales para lograr fines morales» (KING, 1963). En este caso, pues, la bondad o maldad de la medida no depende del contexto. El intentar conseguir un fin justo a través de la violencia siempre está injustificado, por cuanto los actos violentos se consideran inmorales. Hay que tener en cuenta que la justificación moral no excluye necesariamente la justificación instrumental. En un determinado caso, y dadas determinadas circunstancias, el acto no violento se puede justificar moralmente (simplemente por no ser violento) e instrumentalmente (por ser el único eficaz o el más eficiente). El ejemplo de KING de nuevo es pertinente. Preocupado por el auge que empezaban a tener grupos violentos que protestaban contra la segregación racial, este autor utilizó también una justificación instrumental al decir que el pacifismo no sólo era la forma moral de comportarse, sino la más efectiva para conseguir cambiar las leyes y prácticas segregacionistas en Estados Unidos. Seguramente la historia le dio la razón, al menos para este caso.

6.2.

Otros tipos de desobediencia

Descritas y analizadas muy brevemente estas cinco notas características de la desobediencia civil, es el momento de distinguir esta figura de otros tipos de desobediencia, como son la desobediencia criminal, la desobediencia revolucionaria y la objeción de conciencia. La desobediencia criminal es la que lleva a cabo el delincuente común. En este caso los actos de desobediencia claramente no tienen

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las características a), e) y d). El delincuente común no pretende con sus actos cambiar ninguna ley ni práctica que considere injusta. Tampoco realiza sus actos de manera pública, sino más bien pretende ocultarlos. Igualmente, tampoco acepta de buen grado el castigo impuesto. Respecto a la nota b) salvo casos excepcionales, sería difícil considerar que existe el deber moral de realizar delitos. Supuestos como el de un padre que comete un robo para dar de comer a sus hijos, podrían estar amparados de todos modos por el estado de necesidad como circunstancia excluyente de la responsabilidad penal. Respecto a la propiedad e), que se dé o no, dependerá del tipo de infracción que se cometa. La desobediencia revolucionaria se caracteriza por pretender derribar el orden jurídico establecido y sustituirlo por otro. Los actos de desobediencia civil persiguen sólo la modificación de alguna de sus leyes o prácticas, pero no quieren cambiar el orden. KlNG vuelve a ser un ejemplo de esto, ya que apela continuamente a la Constitución norteamericana como garante de los actos que realiza. El hecho de que considere que el sistema en general es justo, hace que esté dispuesto a sufrir el castigo correspondiente y ello lo encuentre justificado. Nada de esto ocurrirá con el revolucionario: no puede aceptar voluntariamente el castigo que se le imponga porque no considera que el sistema sea justo, ya que por eso quiere cambiarlo. Por otro lado, aunque a veces se habla de revoluciones no violentas, lo cierto es que los revolucionarios la mayor parte de las veces realizan, o están dispuestos a realizar llegado el caso, actos violentos para conseguir sus objetivos. Por todo ello, la desobediencia revolucionaria no comparte con la desobediencia civil las notas a), d) y e). Pero seguramente quienes participan en una revolución consideran que tienen el deber de derribar un sistema injusto y al mismo tiempo muchos. de sus actos los realizan de manera pública como una forma de incitar a los indecisos a unirse a la revuelta. Por eso, puede decirse que estos actos tienen en común con los de desobediencia civil los rasgos b) y e). En el caso de la objeción de conciencia se trata de la violación pacífica de una norma por parte de alguien que considera que le está moralmente prohibido obedecerla en virtud de su carácter general (caso de los pacifistas absolutos y la obligación de hacer el servicio militar) o porque se extiende a casos que no debería cubrir (por ejemplo, servicio militar y objetores selectivos o asesinato y eutanasia). La principal nota distintiva de este supuesto respecto a la desobediencia civil es que el objetor, por lo general, no aspira a modificar la ley en cuestión sino que circunscribe el efecto de su desobediencia al caso particular. Los Testigos de Jehová, que fueron de los primeros en España en declararse objetores de conciencia al servicio militar, desobedecían las normas para cumplir con su conciencia y su deber moral,' no con la intención de que se eliminara el servicio militar obligatorio. Por tanto, la objeción de conciencia y la

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desobediencia civil no comparten el rasgo a). En cambio, ambas coincidirían sin duda en las características b) y e), aunque seguramente no compartirían en todos los casos las notas e) y d).

6.3.

La justificación de la desobediencia civil

Desde el punto de vista jurídico parece extraño que pueda justificarse la desobediencia civil, precisamente porque se trata de un caso de desobediencia de las normas de un sistema jurídico. Queda claro, además, que si se consiguiera establecer este tipo de justificación, por ejemplo a través del expediente de entender que estos actos de desobediencia son en realidad manifestaciones de la libertad de expresión de minorías excluidas, posibilidad a la que ya aludimos, el resultado sería que dejaría de considerarse un supuesto de incumplimiento de una norma para pasar a considerarse el ejercicio de un derecho. Este reconocimiento jurídico es el que se ha dado en algunos ordenamientos con la objeción de conciencia. Pero, ¿qué se puede decir desde la perspectiva de la justificación moral? Si uno ve los supuestos de desobediencia civil desde la perspectiva del deber de obediencia, entonces deberá ser consecuente y sostener que sólo en los casos en los que no exista un deber de obediencia podrá justificarse moralmente este tipo de desobediencia. Cuáles sean los concretos actos justificados de desobediencia dependerá, pues, de la concepción que se tenga. Un iusnaturalista, por ejemplo, puede justificar este tipo de desobediencia respecto de las leyes que sean injustas. Al menos, las que sean contrarias a la ley divina, en la versión de Tomás DE AQUINO, si bien con las precisiones que este mismo autor establecía respecto a las normas contraria al «bien humano». Si se parte de postulados utilitaristas, en cambio, habría que hacer un cálculo de los costes y beneficios aportados por cada acto de desobediencia (en el caso del utilitarismo del acto) o de la regla de desobediencia (en el caso del utilitarismo de la regla). En el primer supuesto, se caería en una casuística empírica propia de este tipo de análisis; en el segundo, seguramente cabría decir que difícilmente se podría justificar una regla que ordenara la desobediencia. Esto último nos lleva a considerar una de las críticas más recurrentes que se han formulado contra la posibilidad de que la desobediencia civil pueda ser justificada en términos morales. Se trata del argumento de la generalización. Este argumento es utilizado normalmente para sostener que la desobediencia civil no es nunca moralmente justificable porque no puede ser universalizada y la es una característica imprescindible de las acciones morales. Este, efectivamente, sería un argumento demoledor si fuera el caso que quienes realizan actos de

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desobediencia civil propugnaran la desobediencia. civil generali.zada. Pero esto no es lo que defiende este tipo de desobedientes, como VImos, ya que estas propuestas serían más propias de revolucionarios. Una forma que parece bastante razonable la diencia civil parte de ciertos presupuestos de y Juego limpio como los que vimos en su momento. Ha sido formulada por RAWLs', según el cual, para que un acto de civil esté moralmente justificado, deben darse cuatro condiciones (RAWLS, 1969): a) Deben haberse intentado previamente las vías normales de modificación de las leyes. b) Los asuntos sobre los que se protesta deben ser violaciones sustanciales y claras de la justicia. .. . e) Hay que estar dispuesto a adnntu que o!ra persona sujeta a una injusticia similar pueda protestar de manera similar... d) El acto de desobediencia debe ser tal que ponga de manifiesto razonablemente los objetivos de quienes protestan.

Esta tesis presenta algunos inconvenientes. Seguramente, el más complicado de solventar es el de cuándo frente a una violación sustancial y clara de la JUsticia. RAWLS aqui esta pensando en una violación de sus principios de justicia, pero la .determinación de cuáles de estas violaciones tengan los rasgos requendos puede ser difícil. También se ha reprochado que este esquema esté sólo para casos de democracia, cuando justamente en los casos podría hacerse muy necesario legitimar los actos de desobediencia. Con ser estas críticas pertinentes, de todos modos no hay que despreciar el valor de estas condiciones. Si alcance de esta tesis a regímenes democráticos, parece plausible que los actos de desobediencia no sean el método «normal» de expresion del descontento, puesto que existen canales previstos para tal expresión, Y. que. no se conviertan en el método general de protestar contra cualquier tipo de injusticia. Las condiciones a) y b) .en esa Aunque su alcance no esté totalmente determinado (stempre habra casos dudosos acerca de si se han dado violaciones claras y sustanciales de la justicia), es indudable que lo que es ?e. ninguna sociedad que pretenda estar organizada resistuia lo Las diciones e) y d) también parecen ya que I.mphca!l cierta idea de reciprocidad (acorde con JUStificaciones de JUego limpio) y de razonabilidad (fruto de una sana prudencia).

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7.

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CONCLUSIONES

En este capítulo hemos realizado un recorrido por los argumentos más relevantes que se han ofrecido para considerar justificado o no el deber de obediencia al derecho. Unos autores, los que defienden las teorías voluntaristas, vinculan la obligación de obedecer al derecho con la existencia de un consentimiento por parte de sus destinatarios, bien sea éste expreso, tácito o hipotético. Hemos visto las dificultades de este planteamiento. A continuación examinamos la visión anarquista, que extrae consecuencias muy radicales de la centralidad del consentimiento a la hora de intentar justificar la mencionada obligación. Tampoco esta posición resultó satisfactoria. Vistas estas dificultades, analizamos diversas teorías no voluntaristas, que van desde el utilitarismo y la concepción de la autoridad como servicio hasta las defensoras de un deber institucional de obediencia y las que lo conciben como un deber natural. Por razones distintas, ninguna de esas teorías alcanza su objetivo, que es (salvo en el caso del anarquismo) el de justificar un deber u obligación universal de obediencia al derecho. Pero todas ellas (incluido el anarquismo) tienen aspectos sugerentes y plausibles que se han puesto de manifiesto a lo largo de la exposición. Por esa razón, aunque estos argumentos tomados por separado no logren demostrar convincentemente que existe una obligación universal de obedecer al derecho, cada uno de ellos tiene su porción de éxito en el intento, bien sea respecto a los sujetos de las normas, bien sea en relación con su contenido. En cuanto a los sujetos, por un lado, algunas personas dan su consentimiento expreso al Estado, como es el caso de quienes ocupan una posición especial dentro de su entramado (por ejemplo, miembros del Parlamento, del gobierno o de la judicatura). Por otro lado, un mayor número de personas queda sujeto al deber de juego limpio, ya que son muchas las que aceptan de buena gana los beneficios del Estado. Es plausible sostener que, en estos casos, la obligación de obediencia al derecho es un precio justo a cambio de tales beneficios. En relación con el objeto que regulan las normas y en la medida que podamos considerar aceptable el argumento utilitarista o el de la autoridad como servicio, la obligación de obediencia se haría extensiva a aquellos casos en los que indudablemente se incrementa la utilidad general, sin instrumentalizar a nadie, y en los que, como sucede con la creación de bienes públicos, la autoridad está en mejores condiciones

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para resolver problemas de racionalidad colectiva que los individuos por sí solos . .Por.

vez en casos relativos a los sujetos de la pohtica o al obJeto de la materia regulada, en los que los argumentos no. fueran suficientes, queda aún un espacio, con los limites que hemos VIsto en su momento, para justificaciones que tengan que ver con un deber institucional o un deber natural. Un. anarquista, obviamente, no quedará satisfecho con lo que acabo de decir. Y hay que tomarse en serio su insistencia en las dificultades que tenemos para el deber de obediencia al derecho, si es que queremos dar el mas ampho alcance posible a la autonomía individual. Por eso, aunque consideremos justificado en gran medida el deber de o?ediencia, siempre hay que dejar una puerta abierta para poder reaccionar frente a los abusos del poder político. Esto aconseja admitir como cláusula cautelar la posibilidad de acudir a actos concretos de desobediencia civil, siempre que se den las condiciones y circunstancias que hemos visto.

CAPÍTULO V ¿ESTÁ JUSTIFICADA LA IMPOSICIÓN DE PENAS? Y entonces Yahvéh habló a Moisés y dijo: Si alguno causa una lesión a su prójimo, como él hizo así se le hará: fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente. Levítico, 24, 19-20.

l.

PLANTEAMIENTODELPROBLEMA

El 20 de agosto de 2007 el presidente francés, Nicolas Sarkozy, anunció medidas más duras contra los pederastas, como la creación de un hospital especial para ellos al que deberán ir obligatoriamente y aseguró que ninguno lo abandonará hasta que un comité de médicos dictamine que han sido curados. Sarkozy también se mostró favorable a la castración química de los pederastas. El Gobierno francés reaccionaba así después de que un hombre condenado en tres ocasiones por abusos sexuales a menores reincidiera con un niño de cinco años al que mantuvo secuestrado durante varios días. El jefe del Estado francés afirmó que los delincuentes sexuales sólo saldrán de prisión cuando hayan cumplido su pena, sin posibilidad de reducción, y tras un examen de su peligrosidad por un comité médico. El tratamiento será de tipo hormonal o «Castración química», dijo Sarkozy, quien empleó un lenguaje firme: «No se puede dejar en libertad a depredadores, a gentes que pueden matar y destrozar la vida de niños» (La Vanguardia, 20 de agosto de 2007).

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Por su lado, en España, un editorial de El País titulado « de riesgo», escrito después de la puesta en libertad. ?el llamado dor de la Valle Hebrón, nos recordaba «que la cuestion de fondo es que hacer con éste y con otros violadores patológicos una vez han cumplido condena, salvo que se reclame para ellos no ya la cadena que tiene un término, sino la prisión de por vida. Pero entre esta medida aberrante e inconstitucional, que supondría una especie de condena a muerte en vida, y la puesta en libertad sin más, existen posibilidades de actuación tanto en el terreno policial como en el médico-sanitario, sin olvidar el judicial. Unas medidas que deben adoptarse con discreción, prudencia y determinación, evitando presentar alguna de ellas como la panacea; tal es el caso de la castración química. Esta medida adquirió notoriedad hace una docena de años a raíz del caso de un condenado en Estados Unidos que solicitó la conmutación de condena a cambio de su castración. Así se hizo, pero meses después violó con un palo a una mujer, asesinándola. A veces, el remedio suele ser peor que la enfermedad» (El País, 24 de septiembre de 2007). Estos ejemplos notorios, referidos a casos de delitos cometidos por delincuentes reincidentes, ponen en mecanismos de reformas de las leyes penales para Intentar ataJar de algún modo la alarma social que generan. Así ocurrió en Francia} está ocurriendo en España. Pero en el momento de poner en practica tales reformas nos deberían asaltar algunas dudas: ¿Está justificado moralmente que a alguien que ha cumplido condena se le imponga alguna medida posterior? ¿Es posible mantener que la de la pena es la rehabilitación frente a delincuentes que no han «quendo» o no han podido ser rehabilitados? ¿Es compatible la imposición de penas como retribución de actos delictivos cuando su realización escapa al control del delincuente? Afrontar estos y otros problemas semejantes de forma rigurosa exige antes tomar conciencia de cuáles son razones pueden justificar moralmente la imposición de penas a quten ha cometido un delito. Al análisis de estas razones va destinado este capítulo. Tal como vimos en el capítulo anterior, el problema de la legitimidad del Estado se refiere a las razones que justifican el poder coercitivo del mismo y hasta dónde se extenderá. Puesto que la imposición de penas es el caso emblemático del uso de ese poder coercitivo estatal, puede decirse que el problema que vamos a abordar en este capítulo es una concreción del problema de la legitimidad estatal. Siguiendo a HART, podemos entender por «pena» un acto que ocasiona un daño, impuesto como consecuencia del incumplimiento de una norma jurídica, que se inflige al responsable del incumplimiento, es administrado intencionadamente por seres humanos distintos a la víctima, y cuya imposición y regulación vienen determinadas por el sistema jurídico, cuyas normas han sido incumplidas (HART, 1968: 5).

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Toda sociedad que imponga este tipo de castigos debe justificarlos, por cuanto suponen la acción del Estado a la hora de ocasionar de manera intencionada un daño. Dañar a una persona es, prima facie, moralmente incorrecto. Es decir, lo es a menos que exista alguna justifisatisfactoria. Un cirujano cuando realiza una intervención quirúrgica produce algún daño al paciente, pero solemos creer que si se dan ciertas circunstancias (por ejemplo, que sea el método menos dañoso para recuperar la salud), el acto de operar está justificado. La pregunta que nos podemos formular ahora es la siguiente: ¿se pueden ofrecer razones de carácter general para castigar legalmente a las personas? Antes de responder a este interrogante, hay que decir que cuando se de justificación de la pena, hay en realidad al menos dos preguntas Importantes que muchas veces aparecen mezcladas, o alguna ellas simpleJ?ente ignorada. La primera, hace referencia a los objetivos y aspuaciones que se pretende alcanzar con el castigo y tiene que ver directamente con la pregunta de por qué castigar. La segunda, en .cambio, está más relacionada con el cuánto y el cómo, es decir, se refiere a la medida del castigo que puede considerarse justificado y en el modo de su implementación. Normalmente los filósofos se han ocupado sólo de la primera de estas preguntas, pero veremos a lo largo de este capítulo que también la segunda es relevante para el fundamento de la pena. Los objetivos que se suelen perseguir a través del establecimiento de sanciones pueden resumirse en cuatro: retribuir, disuadir, incapacitar Y rehabilitar. Es difícil encontrar un sistema jurídico, cuyas sanciones estén diseñadas para cumplir únicamente una de estas aspiraciones, ya que normalmente se hallan mezcladas. Esta circunstancia, por un lado, resulta inevitable, dadas algunas conexiones entre ellas. Por ejemplo, cuando se castiga a un ladrón con una determinada pena, se le «retribuye» por su acto, al tiempo que el castigo sirve de disuasión para que otr?s. no cometan actos parecidos. Por otro lado, esta superposición de ?bJetivos suele ser fuente de problemas importantes cuando alguien Intenta justificar las penas en nuestros sistemas jurídicos contemporáneos, como después se verá. Ahora es momento de analizar con un poco más de atención cada uno de estos objetivos. RETRIBUIR Ésta seguramente es la forma más antigua de justificar el castigo. Ya en. el C:ódigo de Hammurabi aparecía la fórmula conocida de «ojo por OJO, diente por diente». Se encuentra también en la Biblia, como hemos visto en la cita que daba inicio a este capítulo, y se puede hallar en el derecho romano bajo la figura de la ley del talión.

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Lo primero que hay que decir es que la retribución se orienta al en retribuir a .alguien por un acto (acción u omisión) pasado. que ya ha tenido lugar. En un pnmer momento la idea de la retribución provenir instintos de venganza. Pero esto deja de tener sentldo cuando quien Impone la pena, como dije antes, es una institución, distinta de la víctima. de venganza, una forma común de justi. Si se deja a _un lado la ficar que a alguien se le asigne un castigo por un daño que ha cometido es el de considerar que con su acción esta persona ha roto el delicado que se da en la sociedad. Si queremos reinstaurar el equilibno debemos sancionarlo. En el fondo de esta argu__n, la Idea de quien contraviene una norma jurídica esta obteniendo una ventaJa desleal con respecto a quienes el der__echo injusto, como una aplicación de la JUstlficacion a traves del Juego hmpio, a la que ya hice referencia en el capítulo anterior. KANT fue un defensor a ultranza del retribucionismo. Para él retribuir el castigo es el único objetivo moralmente valioso de la peda. Por eso, la .retribució_n excluiría las otras posibles formas de justificación. dice KANT, nunca puede ser administrado simplemente El castlgo, com? un para promover otr?s bienes que tengan que ver con el propio cnminal (como propugnanan los defensores de la rehabilitación) o con los otros miembros de la sociedad (en lo cual se basarían que abogan por la disuasión o la incapacitación), sino que debe ser Impuesto en todos los casos por el simple hecho de que el delincuente cometió el delito y merece ser castigado por ello. La contundencia de las palabras de KANT habla por sí sola: «Aun cuando se disolviera la sociedad civil con el consentimiento de todos sus miembros, antes tendría que ser ejecutado hasta el último asesino que se encuentre en la cárcel, para que cada cual reciba lo que merecen sus actos» (KANT 1797: 168-169). '

Así, pues, el castigo de los criminales sería desde esta óptica un en sí y no un instrumento para conseguir deber moral (un otra cosa). El dehncuente «pagana» de este modo por el crimen cometido, reestableciendo así el equilibrio quebrado por el acto delictivo. 2.1. .

Algunos principios implicados

justifica?ión de la pena basada en la retribución por el acto aunque a primera vista, como dije, puede parecer asociada a la Idea de venganza (y hay quien así lo ha defendido), puede una perspectiva racionalista. El argumento sería el siguiente. SI descartamos el determinismo (es decir, la doctrina según

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la cual todo lo que nos sucede en la vida se halla ya predeterminado, y que analizaremos más adelante), los seres humanos gozan de libre albedrío para tomar sus propias decisiones. Por eso, pueden decidir cometer o no un acto delictivo. Si deciden cometerlo, dado que esa decisión ha sido tomada de manera voluntaria, entonces se hacen responsables de las consecuencias de dicho acto. Es por esa razón que deben recibir la pena que en justicia merecen, basada en la importancia del daño causado. Este es el principio de justo merecimiento (sobre el concepto de merecimiento, véase BETEGÓN, 1992: cap. IV). De este principio se sigue otro de no menor relevancia. Se trata del principio de proporcionalidad de la pena, que subraya la equivalencia que debe producirse entre el daño causado y la pena que se le asocia. Este principio pone de relieve que la justificación general de la pena (por qué castigar) no está separada conceptualmente de la justificación de la medida en qué está justificado castigar, tal como dije antes. En definitiva, según esta corriente, la pena se justifica si es merecida, dada la voluntariedad del acto delictivo, y si es proporcional. Siguiendo este razonamiento se puede llegar a conclusiones que pueden parecer insólitas. Se ha dicho a veces que la pena sería un derecho del criminal. En efecto, puesto que los seres humanos son los únicos animales que pueden comportarse racionalmente (éste es el atributo principal de su humanidad), el criminal, al actuar racional y voluntariamente cometiendo un delito, tiene el «derecho» a recibir un castigo como reconocimiento de su humanidad. De tal suerte, que si a un delincuente no lo castigáramos por su delito le estaríamos de alguna manera privando de su dignidad humana, no lo estaríamos tratando como merece un ser humano. Esto es lo que tal vez quiere sostener HEGEL cuando afirma que «al considerar que la pena contiene su propio derecho, se honra al delincuente como un ser racional», como agregado de lo que el propio autor dice en el párrafo 100 de sus Principios de la filosofía del derecho: «La lesión que afecta al delincuente no es sólo justa en sí, [sino que] es un derecho en el delincuente mismo» (HEGEL, 1821: 161-162). Esta conclusión, por supuesto, tiene un cierto aire contraintuitivo, ya que parece difícil que un delincuente pueda contemplar la pena que se le impone como una confirmación de su derecho a recibirla. De todos modos, casa bien con una justificación voluntarista del deber de obediencia del derecho, como la que vimos en el capítulo anterior: también los delincuentes habrían firmado hipotéticamente el contrato social. Es de destacar, por último, que la justificación retribucionista de la pena, además de los principios de justo merecimiento y de :eroporcionalidad, conlleva también sostener el principio de igualdad. Este supone tratar de manera igual a los iguales. Quien cometa delitos similares debe ser tratado de manera similar. Esto implica, entre otras cosas, que

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las penas correspondientes deben ser aplicadas con independencia del estatus social o personal tanto de los delincuentes como de las víctimas. Esta consecuencia no se seguirá, en cambio, de los postulados mantenidos por quienes consideran que lo que justifica la pena es la rehabilitación del delincuente, como veremos en su momento.

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toque con la ley del talión tenemos un mecanismo de medida que exigiría una correspondencia exacta entre delito y pena, pero absurdo, podemos preguntarnos si se puede encontrar algún otro mecanismo que no tenga este resultado negativo y que haga que la doctrina no resulte vacía.

Pero aun partiendo de un Estado legítimo, surgen problemas derivados de la necesidad de plasmar los principios propios del retribucionismo. Los principios de proporcionalidad y de justo merecimiento exigen que la pena que se aplique esté relacionada con la gravedad del delito. Ahora bien, ¿cómo se puede establecer esta correspondencia entre delito y pena?

Una primera estrategia insistiría en que lo que se persigue no es la equivalencia exacta, sino la proporcionalidad entre la pena y el delito. Así, se diría, lo que requiere una doctrina retribucionista es únicamente que los peores crímenes se asocien con las peores penas y construir a partir de ahí una escala según la correspondiente gravedad de delitos y de penas. Sin duda, una idea parecida es la que subyace a las divisiones que suelen hacerse entre penas en nuestros códigos penales y su relación con los delitos. Así, por ejemplo, el artículo 33 del Código Penal establece que, según su naturaleza y duración, las penas se clasificarán en graves, menos graves y leves, ofreciendo un listado de cada una de estas clases. Por su parte, el artículo 13 clasifica también los delitos como graves, menos graves y leves, en función de las penas correspondientes. Ahora bien, esta clasificación presenta al menos dos problemas. El primero, tiene que ver con la dificultad que supone, en algunos comparar el nivel de gravedad de distintas penas. ¿Por qué, por eJemplo, la multa proporcional, cualquiera que fuese su cuantía, está clasificada como una pena menos grave, mientras que la localización permanente se considera leve? No resulta muy difícil pensar que causaría menor incomodidad pagar multas de cierta cuantía, que estar localizables permanentemente. El segundo problema es que, aún admitiendo que siempre se pueda establecer esa comparación, no se proporciona un argumento para justificar que debamos incluir una pena concreta en la lista de penas moralmente aceptables.

Una versión literal de la ley del talión parece extravagante. Según esta ley, el delincuente debería experimentar el mismo sufrimiento que la víctima. Según ella, tal vez pueda afirmarse que quien mata debe morir o a quien roba una cantidad debe quitársele esa misma cantidad. Estos son casos plausibles de equivalencia de «sufrimiento». Pero no parece que se puedan encontrar fáciles correspondencias para otro tipo de delitos. ¿Cuál sería la pena equivalente al delito de falsificación de documentos, por ejemplo? El solo planteamiento de esta cuestión ya parece absurdo. Puede haber quien piense que para escapar de este resultado absurdo bastaría con decir que el retribucionismo es tan sólo una doctrina que pretende justificar la pena en general y no casos concretos de pena (MooRE, 1997). Pero esta doctrina va unida a la idea de proporcionalidad, tal como hemos visto. Por tanto, s1 no ofrece alguna forma de medir las equivalencias entre delitos y penas no es posible dotar de sentido el principio de proporcionalidad y, con ello, el planteamiento retribucionista podría acabar siendo vacío. Pues-

Una segunda estrategia consistiría en plantear una equivalencia moral entre delitos y penas permisibles, por ejemplo de la siguiente forma: mientras el delincuente merece sufrir una cantidad equivalente a la cantidad de daño o mal moral infligido a la víctima, las clases de daño o mal que aquí intervienen no necesitan concordar. Esto es, en vez de asignar al delincuente el mismo daño o mal a través de la pena que él infligió a su víctima (muerte por muerte), o en vez de fijar penas proporcionales que al menos coincidan en intervalos (la clase de los deht?s graves con la de las penas graves), cabría establecer correspondencias entre delitos y penas mediante una escala absoluta, pero que se trate tan sólo de una equivalencia moral entre ambos. Por ejemplo, se podría hacer una lista de todas las penas que consideramos moralmente aceptables y una lista de los crímenes que también moralmente creamos CJ_Ue se deban castigar, y asignar la peor pena al peor crimen y así sucesivamente. Pero el establecimiento de esta equivalencia moral entre distintos tipos de delitos y sus penas correspondientes no está

2.2.

¿Está justificado?

Los tres principios (de justo merecimiento, de proporcionalidad de la pena y de justicia) parecen encajar bien con sociedades liberales y democráticas y han supuesto un avance significativo respecto a otras épocas y otros tipos de sociedad. Sin embargo, la justificación retribucionista de la pena también plantea problemas. De entrada, del mero hecho que alguien merezca una sanción, no se sigue que sea moralmente permisible para el Estado administrar el castigo. Esta crítica se puede entender a partir de una analogía. Puede ser que un día el niño del vecino nos cause algún tipo de daño, pero esto no es razón suficiente para que nosotros estemos legitimados para aplicarle un castigo. Este punto enlazaría con el problema de la legitimidad del Estado, sobre el que ya he insistido suficientemente en el capítulo anterior.

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exento problemas. Por de pronto, necesitaría complementarse co una teona moral que nos diga qué tipos de pena no son moralment correctos. e este inconveniente, quedaría al Sin embargo, aunque menos .otro por resolver. Existen penas que creemos que son moralInaceptables pero que en cambio son menos duras que otras que consideramos aceptables. Pero, si estamos dispuestos a rechazar las penas menos severas, parecería que con mayor motivo debemos rechala.s. que lo Por ejemplo, nos puede parecer moralmente InJustificada la de _penas avergonzantes, como la de obligar cometid? tipo de delitos, como violaciones, a llevar a los. un que los como tales, incluso después de haber cumplido con la pena de pnsion. Pero está claro que estas penas son menos «duras» que las penas de prisión, aunque hay un mayor consenso sobre. 9-ue éstas últimas están justificadas. (Recordemos, además, que a efectos argumentativos que podemos realizar este tipo entre distintos tipos de penas, lo cual ya es de por SI ). Pero si esto es así, para ser consecuentes, que las menos severas (penas avergonzanuna vez se_, no es tan JUStificadas moralmente, mucho menos lo estarán las que Imponen una mayor dureza (penas privativas de libertad).

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El fundamento que subyace a esta forma de justificar la pena es muy distinto del que está presente en los postulados retribucionistas. La pena, entendida como retribución, se impone porque el delincuente se lo merece, ya que ha incumplido un deber moral. Ello es así con independencia de las consecuencias que pueda tener este castigo en él o en la sociedad. En cambio, la imposición de la pena como disuasión sólo se puede justificar en tanto en cuanto origine consecuencias más beneficiosas que la alternativa de no imponerla. En este sentido, se trata de una justificación consecuencialista, y, más en concreto, utilitarista.

los. pr?blemas que plantea la justificación de Éstos son algunos la pena sob::e ::etnbucionistas. Un problema adicional y de gran trascenden.cia fil.osofica surge al cuestionamos si los delincuentes reallibremente cometer delitos. Pero esta cuestión la analizare mas adelante cuando enfrentemos el desafío del determinismo.

En una de las primeras versiones del utilitarismo, se entendía que la función principal del Estado es la de perseguir la mayor felicidad para el mayor numero de personas. Es importante subrayar que el utilitarismo, y con él la idea de disuasión, también tiene en cuenta la racionalidad humana. Pero, a diferencia del retribucionismo que como vimos la contemplaba básicamente para adscribir responsabilidad a un individuo por sus actos, ahora la racionalidad se toma principalmente como aptitud para tomar decisiones inteligentes valorando los potenciales riesgos y beneficios de las acciones. En la versión de BENTHAM, por ejemplo, esto significaría que los delincuentes tomarían sus decisiones a través de un cálculo hedonista, sopesando las posibles ganancias y los potenciales riesgos de su acción. Entre esos riesgos deberían tener en cuenta la posibilidad de que sean condenados a una determinada pena (BENTHAM, 1789). En la actualidad, la teoría de la elección racional también enfatizaría esta idea, sofisticándola a través de cálculos de preferencias de los individuos.

3.

3.1.

DISUADIR

. Mientras que la retribución se orienta al pasado, la disuasión se onenta al Con la disuasión se pretende que no se produzcan de nuevo el tipo de hechos para los cuales se establece una pena. El concepto clave J?ara este enfoque es el de prevención. La prevención pueser esp.ecial o La prevención especial es la que se dirige al mismo que realizo el acto delictivo, al cual se le impone la pena correspondiente para que no vuelva a delinquir. La prevención general es la que se al resto de personas para que, al percatarse de la recibido el delincuente por su acto, se persuadan de la pena conveniencia no llevar a cabo actos semejantes. Nos dice fin de las penas no es atormentar y afligir a un ser senni rectificar un delito ya cometido, sino impedir que el reo ocasione .nuevos males a sus ciudadanos y retraer a los demás de cometer otros Iguales» (BECCARIA, 1764: 73).

Los factores de la disuasión

Asumido lo anterior, si la pena pretende cumplir con su función disuasoria, su imposición debe suponer un coste más elevado para el posible delincuente que los beneficios que espera obtener del delito. Por ello, las medidas penales no se tomarían, al menos de manera principal, para cumplir con el principio de proporcionalidad (aunque hay que reconocer que BENTHAM admitió en su esquema un cierto nivel de proporcionalidad). De hecho, podría argumentarse que en determinadas condiciones, si la pena ha de tener efectos disuasorios, se requieren penas más duras de las que corresponderían según el principio de proporcionalidad. Del mismo modo, en determinadas situaciones, el planteamiento de penas excesivamente duras puede no conseguir este propósito, porque, por ejemplo, los jueces encargados de aplicarlas se muestren muy renuentes a hacerlo justamente porque perciben su desmesurada desproporción.

DE ANTIOQUIA RIRI I()TFCA CENTRAL

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Pero la dureza o severidad del castigo es sólo uno de los factores que intervienen en la posible disuasión del delito. dos factores serían la certeza del castigo y la celeridad en la aphcacion de la pena. Sobre todos ellos puede resultar interesante decir algo. La certeza del castigo puede medirse en términos de la probabilidad que existe en una determinada comunidad de aprehender al delincuente. Aunque para los efectos disuasorios tal vez más que hablar de la probabilidad objetiva sería más idóneo hablar de la probabilidad perque cibida, ya que a fin de cuentas lo que importa en estos cas?s. quien se plantea cometer un crimen crea que hay muchas posibilidades de que va a ser capturado, aunque esta creencia sea errónea. Es te que a la percepción de una probabilidad menor de ser capturado rra ligado un menor efecto disuasorio de la pena, mientras que ción de una mayor eficacia redundaría en un mayor efecto disuasono. Se puede considerar que este factor podría jugar incluso un papel más relevante para la disuasión que el de la severidad de las penas, ya que si el castigo de un delito parece altamente seguro, aunque se trate de un castigo moderado, tendrá un efecto disuasorio mayor que el que tienen penas muy severas pero que se aplican de y s_obre las cuales exista la creencia de que pueden evadrrse con Impunidad. Ésta es una idea que ya tuvo BECCARIA en el siglo XVIII, cuando sostuvo que «la certidumbre de un castigo, aunque sea moderado, causará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible pero unido a la esperanza de la impunidad» (BECCARIA, 1764: Como mos más adelante, algunos desarrollos de la actual teona econormca podrían ser empleados para confirmar esta hipótesis. Por su parte, la celeridad toma en cuenta el tiempo transcurrido entre la comisión del delito y la virtual condena del delincuente. El propio BECCARIA dejó dicho que este intervalo de el menor posible para que en la mente humana se seguir do la comisión del delito con la pena correspondiente: «Cuanto mas pronta y más próxima al delito cometido_ sea la más justa y más útil será» (BECCARIA, 1764: 89). Existen vanas c1rcunstancias que juegan en contra de la celeridad, como pueden. ser P?sibles inoperancias policiales o una eventual escasez de med1os. S1n duda, hay que intentar poner remedio a estas inoperancias y carencias. Pero junto a éstas se dan otras circunstancias, como la presencia de garantías procesales'para todo imputado, que contribuyen a que los procesos judiciales se dilaten en el tiempo. Las reformas en este último caso deben tomarse con el cuidado que merece un tema de esta importancia. Los tres factores que muy brevemente he analizado (severidad, certeza y celeridad) juegan un papel muy importante a la hora de legitimar las políticas legislativas de los distintos gobiernos. En España, por ejemplo, hemos asistido en estos últimos tiempos a modificaciones del

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Código Penal que han tendido a endurecer las penas para algunos delitos, muchas veces amparadas en la pretendida alarma social que había originado su comisión. También se ha intentado reforzar algunos departamentos policiales con la mirada puesta en elevar la eficacia en la persecución del delincuente y con ello aumentar la probabilidad de la certeza del castigo. Del mismo modo, se han instaurado mecanismos procesales, como los llamados juicios rápidos, que pretenden que en algunas circunstancias se pueda transitar por un procedimiento acelerado. Todos estos cambios podría decirse que se toman con el objetivo explícito o implícito de la disuasión. Ahora bien, existen no pocos problemas a la hora de evaluar en qué medida una determinada política legislativa ayuda a prevenir el crimen. Un problema obvio es que las estadísticas oficiales sólo dan cuenta de los delitos conocidos por las autoridades y, en algunos casos, sólo de aquellos en los que se conoce al autor y éste ha sido condenado. Los delincuentes que han escapado al control de la justicia no aparecen en las estadísticas. Ello tiene consecuencias respecto a la posible medición del impacto de una determinada política respecto a la prevención especial. ¿Cómo sabremos cuántas personas condenadas reinciden en la comisión del delito? Pero también existen problemas respecto a la prevención general. ¿Cómo podemos saber cuántas personas no cometen un determinado tipo de delito debido, por ejemplo, al endurecimiento de las penas? Es plausible pensar que muchas personas, movidas por sus convicciones morales, no realizarían determinados actos (robar, matar, etcétera), aunque no estuvieran catalogados como delitos. Además, ni todo delito es comparable a estos efectos, ni toda persona reacciona de la misma manera ante el eventual aumento de penas. El efecto disuasorio de la pena funciona seguramente de una manera en relación con delitos que exigen planificación y estrategia, por cuanto esta misma forma de operar implica un cierto cálculo (piénsese en el delito de estafa), mientras que es razonable pensar que opera de manera distinta, por ejemplo, en delitos pasionales (por ejemplo, algunos tipos de asesinatos o violaciones). Por otro lado, las diferencias personales pueden ser muy grandes. Baste tomar como punto de referencia la aversión al riesgo. Cada persona tiene un grado distinto de aversión al riesgo e incluso una percepción diferente del mismo (MASSOGLIA y MACMILLAN, 2002).

3.2.

La aversión al riesgo

Puede resultar de interés traer a colación en este punto el análisis que realizan algunos economistas, según los cuales en muchas situaciones los seres humanos tenemos más aversión al riesgo en las ganancias

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que en las pérdidas. Según esta teoría, si a alguien se le ofrece una semana segura de vacaciones pagadas en Hawai y la oportunidad de jugar para ganar dos semanas de vacaciones (o quedarse sin vacaciones), la mayoría elegirá la opción segura. Por tanto, respecto a la posibilidad de ganar, la gente es cautelosa y tiene gran aversión al riesgo. Ahora imaginemos que la alternativa se da entre ir una semana a prisión o jugar para eludir la prisión a cambio de dos semanas si se pierde. En este caso, es probable que la mayoría eligiera jugar, con el intento de evitar ir a la cárcel. Ante la pérdida segura, optarán por arriesgarse (SCHICHOR, 2006: 36). KAHANMAN y TwERSKY llevaron a cabo el siguiente experimento, que parece corroborar lo anterior. Los sujetos participantes fueron divididos en dos grupos. A uno de los grupos se le ofrecieron las opciones A y B, mientras que al otro grupo se le dio a elegir entre las opciones C y D: Opción A: una ganancia segura de 500 dólares. Opción B: una probabilidad del 50 por 100 de ganar 1.000 dólares. Opción C: una pérdida segura de 500 dólares. Opción D: una probabilidad del 50 por 100 de perder 1.000 dólares. Las concesiones de los dos grupos no son iguales, pero son muy similares. Y las teorías económicas tradicionales predicen que las diferencias en las elecciones de sujetos racionales serán mínimas. La economía tradicional está basada en la llamada «teoría de la utilidad», que predice que la gente hará elecciones basándose en cálculos seguros o pérdidas y ganancias relativas. Las alternativas A y B tienen la misma utilidad: +500 dólares y las alternativas C y D tienen la misma utilidad: -500 dólares. La teoría de la utilidad predice que la gente elige las alternativas A y C con la misma probabilidad que las alternativas B y D. Básicamente, algunas personas preferirán las cosas seguras y otras arriesgarán. El hecho de que una se refiera a ganancias y la otra a pérdidas, no afecta a las matemáticas y por tanto no debería afectar a los resultados. Pero los experimentos fueron contrarios a esta conclusión. Cuando se presentó una oportunidad de ganancia, la mayoría (84 por 100) eligió la alternativa A (ganancia segura de 500 dólares) frente a la alternativa arriesgada B. Pero cuando se enfrentó a una pérdida, la mayoría de la gente (70 por 100) eligió la alternativa arriesgada D sobre la C (pérdida segura). Los autores de este estudio explicaron este hecho desarrollando algo que llamaron «la teoría de la prospección», que se puede resumir en dos reglas: a) una ganancia segura es mejor que la probabilidad de una ganancia mayor (idea que ya se había incorporado al acerbo popular, con la máxima «más vale pájaro en mano que ciento volando»); b) una pérdida segura es peor que la probabilidad de una pérdida mayor (la sabiduría popular también recoge esta idea: «de perdidos, al río»). Está claro que estas reglas no son rígidas. Dada la opción entre

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tener 100 dólares y la probabilidad del 50 por 100 de tener 100.000 dólares sólo un insensato se quedaría con la primera, pero en casos en que las diferencias entre las opciones no son tan grandes, sí que afectan a cómo elegimos (véase KAHANMAN y TWERSKY, 1979). Esta idea podría tener consecuencias respecto a las posibilidades de disuasión que tiene la pena y la relación entre los factores de certeza y dureza. Tal vez, esto sería una confirmación de algo que ya dije y que había intuido BECCARIA. A los potenciales delincuentes, si se compm;tan como queda dicho, se les disuadirá menos con grandes penas aphcadas ocasionalmente (ya que preferirán arriesgarse), que con pequeñas penas de aplicación segura. Para concluir y por lo que hace al factor de la celeridad, sólo cabe mencionar algo sabido: es racional valorar las futuras .ganancias o pérdidas menos que las actuales. Con lo cual, puede. decirse que factor de la dureza, que parece jugar un papel predonnnante en el discurso habitual de los políticos y los medios de comunicación, debería ceder para conseguir un mayor grapaso a la relevancia de los otros do de disuasión a la hora de cometer dehtos.

3.3.

Tratar instrumentalmente al delincuente

Aunque descartáramos los problemas anteriores, que tienen ver en última instancia con cuestiones empíricas, podrían formularse diversas objeciones de carácter moral al intento de justificar la pena por sus efectos disuasorios. La crítica más veces repetida tiene que ver con las dudas que plantea el hecho de que se pueda justificar la imposición de los efectos que .ell<;> un castigo a una persona sobre tará en otras. La idea de que esta permitido moralmente Infhgu cionadamente un daño a alguien debido a que esto tiene efectos beneficiosos sobre la conducta de otros parece, de entrada, inconsistente con una intuición moral muy arraigada en el ser humano y que en una de las formulaciones más conocidas del imperativo categórico kantiano nos dice que es moralmente incorrecto usar a las personas sólo como idea general a un medio para conseguir un fin. Si de supuestos más concretos, se puede apreciar el alcance de Imaginemos que torturando a alguien un efecto disuasono mayor, tanto en él como en otros, que si no lo torturam<;>s. ¿Este solo hecho justifica la tortura como pena que un Estado pueda Imponer? Otra implicación del hecho de tratar a las personas como fines y no como medios tiene que ver con la responsabilidad de los actos. Según la doctrina retribucionista, como vimos, estaba justificado el castigo de ,sólo quien cometió un delito porque lo merece. Esto supone justificado el castigo de quien es responsable de un acto (accion u onn-

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sión). Ahora bien, si aquello que justifica una pena ya no es la responsabilidad sino las consecuencias, puede suceder perfectamente que, en algunos casos, éstas últimas sean mejores castigando a un inocente que dejando un delito impune. Para hacer frente a esta crítica, un defensor de la teoría de la disuasión podría utilizar dos tipos distintos de argumentos, uno que tendría que ver con la posible incorporación de la responsabilidad dentro de los elementos que contribuyen a la persuasión, y otro que apuntaría a un posible error conceptual. Veamos muy brevemente ambos argumentos y su posible alcance. Respecto al primer argumento, se podría argüir que no sería eficiente desde el punto de vista de los efectos disuasorios de la pena castigar a inocentes o a niños o a dementes. Por esta razón no los hacemos responsables de sus actos (no porque lo merezcan o no). Si un sistema jurídico les atribuyera responsabilidad, los individuos sujetos a ese sistema no tendrían ninguna razón para cumplir con las normas, puesto que a efectos de recibir un castigo no habría distinción entre ser responsable del acto delictivo o no. De igual modo, si el sistema no distingue entre quienes tienen el control de sus actos y los que carecen de tal control, entonces la pena no podría tener eficacia disuasoria respecto de quienes pueden controlar su conducta. Este parece ser un buen argumento y algo diremos sobre él al abordar el desafío del determinismo. Ahora bien, hay que recordar que como dije anteriormente, lo que cuenta de verdad para que la pena tenga efectos disuasorios no es que realmente sea caz (en el sentido de castigar al culpable), sino que las personas la perciban como eficaz. Si esto es así, los teóricos de la disuasión no tienen ninguna razón para restringir el uso de las penas a los responsables. Lo que requiere el objetivo de la disuasión es la percepción de que la pena se reserva a quien es responsable del delito, lo cual es perfectamente compatible con el castigo de inocentes o irresponsables. El segundo argumento es de carácter conceptual. Quien defienda la doctrina de la disuasión podría sostener simplemente que por razones conceptuales, la actividad de infligir un daño a un inocente no es una pena. Es decir, si «pena» tiene entre sus rasgos definitorios «infligir un daño al responsable de la vulneración de una norma jurídica», entonces cuando se castiga a un inocente se hace una cosa distinta a la imposición de una pena. Dicho en otros términos, la penalización de un inocente sería una imposibilidad lógica, como lo sería sostener la existencia de un soltero casado. Se desactivaría, así, la crítica según la cual los defensores de la doctrina que estamos comentando se verían abocados a aceptar en algunas situaciones el posible castigo de inocentes. Esta línea de defensa, sin embargo, parece sólo un ardid para alejar nuestra atención del aspecto central que aquí se debate. Cualquier justificación adecuada de la pena debería ser capaz de responder a la pregunta acer-

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ca de cuál es la razón por la que actos que en cualquier otro ámbito se totalmente prohibidos (el castigo de inocentes) están permitldos en este contexto. El hecho de que el castigo se dirigirá al culpable un crimen debe en sí mismo formar parte de la justificación ofrecida para llevarlo a cabo y ello con independencia de que se le llame «pena» o no.

3.4.

La paradoja de la disuasión perfecta

Por último, puede resultar de algún interés respecto a los problemas que plantea la disuasión traer a colación una posible paradoja con la que nos enfrentaríamos si quisiéramos llevar hasta sus últimas consecuencias el ideal de la disuasión. La paradoja la podríamos formular en estos términos (véase SMILANSKY, 2007: 53). Para cada determinado tipo de delito existe un nivel de amenaza de castigo cuya formulación implica que nadie lo comete. Pero si no se cometen delitos, entonces tampoco se imponen las penas. Se habría alcanzado así el ideal de la disuasión perfecta. Sin embargo, seguramente no deseamos alcanzar un punto de disuasión perfecto como éste, puesto que ello implicaría tener que amenazar de manera creíble a los ciudadanos con penas muy duras y desproporcionadas. No obstante, llegados a este punto, alguien podría preguntar: ¿qué h.ay de malo en la simple amenaza de penas duras y desproporcionadas, SI después de todo, por hipótesis, no van a ser aplicadas? Nadie podría ser víctima de una pena injusta si no se aplica ninguna pena. Las críticas que se hacían a la visión utilitarista que implica la justificación de la pena por la disuasión, como el hecho de justificar el castigo de inocentes, dejarían de tener fuerza. Tampoco se están utilizando a las person_as sólo como medios para conseguir otra finalidad, ya que no se les aphca el castigo. Entonces, ¿por qué deberíamos renunciar al ideal de la disuasión perfecta? La respuesta es simplemente que se trata de algo paradójico. Parecería que, por un lado, alcanzar un sistema en el que las penas son superfluas y en el que no se cometen crímenes es alcanzar un ideal compartido por todos, pero al mismo tiempo va contra nuestras intuiciones morales que para alcanzar ese ideal tengamos que amenazar con la imposición de penas injustas, aun cuando éstas no se imponiendo nunca. Seguramente eso es así, porque en última unas medidas como las expuestas vulnerarían el principio de dignidad de la persona, que analizaremos en el próximo capítulo.

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4.

4.1.

INCAPACITAR

¿Cómo impedir la comisión de delitos?

Otra las posibles justificaciones de la pena es la llamada incapacitación. Esta consiste en identificar y aislar al delincuente de la sociedad a la que pertenece para que no vuelva a cometer delitos. Seguramente es el objetivo más fácil de conseguir. Supone una justificación orientada al futuro, como la disuasión. Al igual que ésta, se centra en la prevención de futuros delitos. Su principal función es proteger la sociedad de aquellos sujetos que le han causado daños, privándoles .de la oportunidad de que los vuelvan a ocasionar o al menos restringiendo sus posibilidades al máximo. A lo largo de la historia podemos encontrar distintos modos de incapacitación. De entre los tipos de incapacitación física, la forma extrema es la ejecución. Está claro que al privar de la vida a una persona se le priva también de la posibilidad de que pueda realizar algún acto dañino a la sociedad. Otros casos conocidos de incapacitación física son los de mutilación de miembros. A quien se le corta una mano por haber robado, se le impide robar (al menos con la misma mano). También entrarían dentro de esta categoría las penas que suponen la castración en el caso de violadores. Un modo especial de incapacitar que, a diferencia de los anteriores, tiene efectos reversibles consiste en la utilización de sustancias químicas que pretenden reducir los impulsos sexuales. Sobre las posibilidades de utilizar este método que suele recibir el poco apropiado nombre de «castración química» diré algo más tarde. En otras ocasiones, se procede a través de la generación de estigmas, es decir marcas visibles que muestran a los demás miembros de la sociedad que están en presencia de alguien que había cometido un delito, por lo que pueden tomar precauciones. Aunque la estigmatización física ha dejado de aplicarse, al menos en los países occidentales, en cambio sí que podemos encontrar supuestos de las llamadas penas avergonzantes, que cumplirían el mismo objetivo: la estigmatización social del delincuente, muchas veces como una especie de pena accesoria a la pena principal. La utilización de este tipo de penas también tiene dificultades de justificación si nos tomamos en serio el principio de dignidad de las personas, al cual me referiré en el próximo capítulo (sobre las penas avergonzantes, véase PÉREZ TRIVIÑO, 2001). Actualmente, sin embargo, el método más utilizado de incapacitación es la encarcelación. La idea que subyace es muy simple: mientras alguien está en prisión no puede dañar al resto de la sociedad. La incapacitación, a diferencia de la prevención especial, no aspira a cambiar

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la conducta del individuo al que se le aplica la correspondiente medida. Se limita a impedirle físicamente que pueda tener la oportunidad de repetir el tipo de delito que cometió. Está claro que este planteamiento tan simple, por de pronto olvida al menos dos cosas. La primera, que una persona en prisión puede dañar a sus compañeros encarcelados. La segunda, que aun cumpliendo condena se puede dirigir la realización de actos delictivos, como ponen de relieve algunos supuestos de crimen organizado.

4.2.

¿Está justificado?

La justificación de la pena a través de la idea de incapacitación puede coincidir con postulados utilitaristas como en el caso de la disuasión. Los beneficios que la sociedad en su conjunto obtiene por el hecho de que los delincuentes estén encarcelados son que, mientras dura el encierro, éstos no pueden cometer actos delictivos. Pero en esta argumentación no entran en juego consideraciones de disuasión, de retribución por un acto inmoral o de rehabilitación. Tampoco, en principio, tiene por qué respetarse ninguna proporcionalidad entre el delito cometido y la pena aplicada. Si se es consecuente con este planteamiento, más bien lo que habría que decir es que cuanto más tiempo esté encarcelado un delincuente más tiempo estará segura la sociedad respecto de sus potenciales acciones dañinas. Si a esto sumamos el hecho de que estadísticamente se ha comprobado que las personas con la edad tienden a cometer menos delitos, entonces para quien sostenga esta posición hay una razón muy poderosa en favor de penas de larga duración. Metodológicamente, existen menos problemas para determinar los efectos de la incapacitación que los que existen, como dije, para averiguar si se produce disuasión. También es más fácil limitarse a ejercer el control de las personas que a reeducarlas, como requiere la rehabilitación que veremos más adelante. Siempre que sea correcta la presunción de que una: persona que ha cometido un crimen, muy probablemente reincidirá, entonces se da con seguridad el efecto esperado con la incapacitación. La simplicidad de este planteamiento seguramente está en la base del renacimiento de estas ideas. La incapacitación, por ejemplo, es muy popular en Estados Unidos y no sólo entre la opinión pública, sino también entre los gobernantes. De hecho, el énfasis en la incapacitación ha servido para justificar una serie de medidas de política penal en las últimas dos décadas que han contribuido al tremendo aumento de la población reclusa, con el consiguiente deterioro en las condiciones de las prisiones. Un par de datos bastarán para hacemos una idea. De una población reclusa en Estados Unidos que en 1980 era de apenas trescientas mil personas se pasó a cerca de un millón y medio en 2004, es decir, se quintuplicó en algo más de dos décadas. Por su parte, la

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ratio entre personas encarceladas por cada cien mil habitantes pasó en el mismo periodo de 138 a 715 (HARRISON y BECK, 2005). Quienes defienden estas políticas basadas en la incapacitación citan estas cifras elogiosamente, por cuanto atribuyen a ésta el efecto de la disminución significativa del crimen violento en ese país en la década de los noventa. Ahora bien, no resulta del todo claro que exista esta relación directa. Hay quien la ha puesto decididamente en duda, aportando una hipótesis alternativa, según la cual este descenso en los niveles de delincuencia podría ser debido a factores demográficos, como la disminución del número de varones en la franja de edad más proclive a cometer actos violentos que tuvo lugar justamente en el mismo periodo. Una crítica que se puede hacer a esta forma de justificación del castigo es también muy simple: la incapacitación se podría conseguir por otros medios que no resultaran tan lesivos para quien los sufre. Por limitarnos al caso de la imposición de penas privativas de libertad, aunque este tipo de penas se consideren justificadas, el entorno en el cual se cumplen no tendría por qué ser desagradable. Se alcanzaría del mismo modo el objetivo de la incapacitación recluyendo a los delincuentes en un entorno paradisíaco. Esta es una muestra de la relevancia de la pregunta acerca de cómo se cumplen las penas en relación con su justificación. 5.

5.1.

REHABILITAR

El énfasis en el delincuente

Con la rehabilitación se pretende cambiar la intención, la motivación o incluso el carácter del delincuente respecto a su conducta frente al derecho. Se asume que estos cambios ayudarán a modificar en sentido positivo la percepción de las leyes por parte del que alguna vez las incumplió. Aunque esta posición hunde sus raíces en la Ilustración, no es hasta finales del siglo XIX que alcanza un cierto nivel de aceptación. Se basa en postulados humanistas y propugna el abandono de las formas de castigo más duras. Tiene que ver, en su origen, con el rechaz? de la tortura y de los castigos físicos. Con la rehabilitación, la dad que habían ocupado durante siglos los castigos físicos, ejemplanzantes, llevados a cabo en muchas ocasiones en público, pasará a ocuparla la persuasión de tipo psicológico. Sin embargo, lo anterior no debería hacernos perder de vista el hecho de que algunos filósofos de la antigua Grecia propugnaron un cambio decisivo, que puede verse como un antecedente de las modernas doctrinas de la rehabilitación. Se trata de la propuesta de centrarse más en el delincuente que en el delito. Se partía de la base de que

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alguien comete un delito lo hace porque tiene algún tipo de desajuste mental o moral. Si esto es así, lo que debe hacerse es o bien curarle o bien enseñarle. Son emblemáticas en este sentido las palabras que PLATÓN pone en boca de SóCRATES, según el cual nadie comete un acto inmoral a sabiendas. Dice SóCRATES: «Hacia los males nadie se dirige por su voluntad, ni hacia lo que cree que son males, ni cabe en la naturaleza humana, según parece, disponerse a ir hacia lo que cree ser males, en lugar de ir hacia los bienes» (PLATÓN, Protágoras: 358d). Este mayor énfasis en el delincuente más que en el delito tiene consecuencias importantes desde el punto de vista de las preocupaciones teóricas de quienes abogan por la rehabilitación como objetivo de la pena. Antes hemos visto que quienes subrayan la importancia de otros objetivos, sobre todo en el caso de la disuasión, fundan sus diagnósticos teóricos en el análisis de la decisión racional. En cambio, cuando pasa a primer plano la preocupación por la rehabilitación del delincuente, la principal finalidad será averiguar y entender las causas subyacentes a la conducta criminal. De ahí que los estudios que intentan alcanzar esta finalidad se dediquen a investigar los distintos factores que influyen en dicha conducta, desde los biológicos a los psicológicos, pasando por los sociales. Esta posición llevará a negar o al menos a relativizar la premisa que servía de fundamento a las demás doctrinas: la presencia del libre albedrío. La conducta del delincuente es vista como el resultado de una suma de los factores citados que muchas veces quedan al margen del control del individuo. Ello conduce a una visión casi determinista de la acción humana, en el que las acciones escapan en buena medida al control de individuos supuestamente racionales, que como tales toman sus propias decisiones. Sobre esta cuestión volveremos más adelante. Sin embargo, en contraste con lo anterior, se insiste en la posibilidad de reeducar al delincuente, con lo cual se pone un gran énfasis en la labor que en esa dirección pueden llevar a cabo psicólogos, sociólogos o trabajadores sociales. . La rehabilitación, por tanto, está orientada al futuro y su justificaCIÓn es de carácter utilitarista por cuanto también pretende evitar la comisión de nuevos crímenes. Estas son características que comparte con la disuasión, a diferencia de lo que ocurre con la retribución. Ahora bien, se distingue de ambos (disuasión y retribución) por el hecho de no asumir una completa racionalidad en los delincuentes. Según la perspectiva rehabilitadora, cada individuo debe ser tratado de manera distinta, de acuerdo con su situación particular. Se trata de ?na perspectiva en cierto modo terapéutica. De ahí que incluso se Importe la terminología médica. La conducta criminal será vista como un síntoma de problemas personales, los delincuentes serán considerapacientes o internos que han de ser curados, aplicándoles los tratamzentos oportunos para que recobren la salud y puedan retornar a la

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sociedad, después del periodo de rehabilitación, sin causar daños Puesto que la misma enfermedad puede afectar de manera distinta cada paciente y personas distintas con la misma enfermedad pueden tener reacciones diversas frente al mismo tratamiento, éste debe ajustarse a las características concretas de cada individuo.

También ha sido criticada la visión rehabilitadora desde la perspectiva de los derechos de la víctima, por cuanto se ha dicho a veces que el hecho de centrar los esfuerzos en el delincuente olvida precisamente que existe alguien que ha sido dañado y que debería ser el foco principalde atención (KENNEDY y SACCO, 1998).

Una consecuencia importante de fijarse más en el delincuente que en el delito, es que la pena no tiene por qué ser uniforme. Cuando el centro de atención es el acto delictivo, una vez determinado el tipo de delito que ha cometido una persona, se le asigna la pena correspondiente que será la misma que se le asignaría a otra persona que ha realizado el mismo tipo de delito. Esto, como vimos, cumple con el principio de igualdad propio de las ideas retribucionistas. Ahora bien, si el punto de mira se desplaza hacia el delincuente y sus posibilidades de rehabilitación, entonces la pena se debe asignar en función justamente de esas posibilidades, con independencia del delito que se haya cometido. Así podría ocurrir perfectamente que dos personas que han realizado ei mismo tipo de delito, con la presencia de las mismas circunstancias atenuantes o agravantes, recibieran una pena distinta, según el distinto periodo de tiempo que requieran sus respectivas rehabilitaciones.

Otros problemas surgen de las disputas acerca de la eficacia de los programas de rehabilitación. No parece haber un acuerdo generalizado al respecto, ya que mientras algunos valoran estos resultados de manera muy positiva, otros se muestran muy críticos. No es posible entrar aquí en un análisis detallado de los distintos estudios empíricos que existen sobre la cuestión. En cambio, puede resultar de interés examinar algunos de los problemas que pueden surgir si se admite que al menos algunos tipos de delincuentes no son susceptibles de ser rehabilitados.

Desde el punto de vista jurídico, esta consecuencia llevaría al establecimiento de sentencias indeterminadas, basándose en la idea de que individuos distintos requieren periodos distintos de rehabilitación, cuya duración no conocemos de antemano. Además, como corolario de todo lo anterior, el peso de la decisión se desplaza de los jueces a los expera las que antes he aludido (psicólogos, tos . las soc1ologos, trabaJadores soc1ales), los cuales son los encargados de dictaminar cuándo la persona que cometió el delito está rehabilitada y preparada para volver a vivir en sociedad. El impacto de las ideas sobre la rehabilitación ha sido enorme. Difícilmente encontraremos un país occidental que no mantenga programas de rehabilitación generales o específicos. Es indudable que esta perspectiva tiene componentes humanitarios atractivos que seguramente hay que mantener. Ahora bien, la justificación de la pena basada en la rehabilitación también puede ser objeto de críticas.

5.2.

Violador compulsivo y castración química

Para centrar el problema pensemos en lo que podríamos denominar «el caso del violador compulsivo». Los expertos parecen concordar, más allá de las estimaciones sobre el porcentaje de delincuentes que reinciden (que se suele situar entorno al 20 por 100), que existen casos especiales en los que las posibilidades de rehabilitación son prácticamente nulas. Son conocidos los supuestos, como los que se describen al comienzo de este capítulo, en los que un delincuente sexual que ha cumplido su condena o que se halla en una situación de libertad condicional, comete de nuevo agresiones sexuales. Supongamos que esa persona efectivamente no puede evitar cometer esos actos (debido a factores genéticos, por ejemplo), ¿cómo habría que actuar frente a estos casos? Más en general: ¿en qué medida afectaría el razonamiento de los defensores de la justificación de la pena a través de la rehabilitación la existencia de sujetos que no son susceptibles de ser rehabilitados?

Desde una perspectiva estrictamente jurídica, repugna a la idea de seguridad jurídica la posibilidad de que existan sentencias indeterminadas, al tiempo que parece que éstas van en contra del principio de igualdad, al menos tal como se ha entendido hasta ahora.

Parece que la respuesta es clara. Si la pena se justifica por la rehabilitación del delincuente, en aquellos casos en los que se admite que no hay posibilidades de rehabilitación, no se puede justificar la imposición de una pena. Ahora bien, si de la perspectiva de la rehabilitación pasamos a la de la retribución, tampoco se resuelve el problema, ya que para determinar que el delincuente merece una determinada pena, tal como exige el retribucionismo, es menester que se muestre que la persona actuó voluntariamente, justamente lo que pone en duda la asunción de que el sujeto no puede hacer otra cosa.

Además, no parecería muy lógico sostener, basándose en razones humanitarias, que penas como la cadena perpetua no están justificadas y en cambio defender, por las mismas razones, que las personas que no consiguen rehabilitarse deben permanecer toda su vida encerradas.

Quedarían por examinar las posibilidades de la disuasión y la incapacitación. Respecto a la disuasión, parece que son de aplicación argumentos análogos a los que ya hemos utilizado anteriormente. Si no es posible rehabilitar al sujeto, mucho menos será posible disuadirlo de

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cometer este tipo de actos. La incapacitación parece ser el último reducto para privar de libertad justificadamente a estos sujetos. Ahora bien, como ya dijimos en su momento, no se sigue que esta incapacitación deba llevarse a cabo en entornos punitivos, como son las prisiones. ¿Y qué decir de la alternativa que en estos casos supone la llamada «castración química»? Esta alternativa consiste en la administración de medicamentos para suprimir la líbido del individuo. Fue diseñada para el tratamiento del cáncer de próstata avanzado. Lo que hace la castración química es utilizar unas sustancias que bloquean la producción de testosterona en los testículos. El fármaco actúa en el cerebro del individuo, en la glándula hipófisis, inhibiendo la producción de la hormona. La testosterona es una hormona esencial para un correcto funcionamiento de la sexualidad masculina. Por eso, cuando la testosterona desaparece del organismo se produce una disminución del impulso sexual, o Hbido, en el hombre. Ello debería llevar al violador compulsivo a no cometer más agresiones sexuales. En muchos países, también en el nuestro, desde hace tiempo existen programas a los que los delincuentes sexuales pueden someterse voluntariamente. La primera pregunta que debemos hacernos es si son efectivos estos programas. En primer lugar, los expertos creen que la lista de efectos secundarios, a veces graves, podría disuadir a los delincuentes de continuar el tratamiento. En segundo lugar, diversos especialistas creen que estos medicamentos no son efectivos por sí solos y subrayan, por tanto, que tales tratamientos no pueden ir aislados. Por esta razón, se suelen acompañar con otras terapias, como asesoramiento psicológico y tratamientos antidepresivos. Sin embargo, hasta ahora no se ha logrado obtener pruebas científicas que confirmen que estos tratamientos sean realmente exitosos. Más bien se ha puesto de relieve en diversas ocasiones que el delincuente, aun sujeto a ese tipo de tratamientos, ha reincidido, por ejemplo cometiendo agresiones sexuales con objetos. Pero, si de hecho estos tratamientos son poco eficaces, entonces decae la razón básica para adoptarlos desde el punto de vista de la incapacitación como modelo justificativo de la pena. Pero desde el punto de vista filosófico se puede ir más allá. Imaginemos que estos tratamientos son exitosos, en el sentido de que en ningún caso de los que se aplican se produce un nuevo delito, ¿deberemos entonces considerarlos justificados moralmente? Llegamos así a un punto central de la justificación de la pena, en el cual es difícil un compromiso entre dos visiones opuestas de la misma. Por un lado, está el hecho de considerar responsables de sus actos a los sujetos que cometen de manera reiterada este tipo de delitos. Si lo son, entonces deben cumplir la pena correspondiente y ello queda avalado por una visión retributiva del castigo. Pero si, por el contrario, se les considera enfermos, que deben someterse a un tratamiento, entonces no se les puede

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considerar responsables de sus actos, aunque el daño que pueden ocasionar a la sociedad justifica que reciban el tratamiento correspondiente y se las medidas para limitar en lo que proceda el contacto con quienes pueden resultar dañados (según la idea de incapacitación y de especial). El problema en que nos hallamos ahora, y que subsistlra o incluso se agravará en algunos de los proyectos de reforma que están en marcha, es que se intentan combinar ambos puntos de vista, que en este punto son incompatibles. Puesto en sus crudos términos: o a estos sujetos se les trata como responsables de sus actos y entonces se les condena como a todo delincuente (con sus deberes, pero también con sus derechos), o se les considera inimputables, puesto que se trata de enfermos mentales, en cuyo caso no cabe la aplicación de ninguna pena en sentido estricto y hay que intentar la vía del tratamiento médico. El mantener ambas posiciones, simultáneamente (aplicando la pena y el tratamiento al mismo tiempo) o sucesivamente (aplicando primero la pena y después, una vez cumplida ésta, el tratamiento), no parece tener justificación. El análisis anterior nos lleva, sin embargo, a una reflexión más general que entronca con algunas de las cuestiones que hemos visto ahora y que tiene como hilo conductor el desafío que el determinismo puede plantear para la justificación de la pena. 6.

EL DESAFÍO DEL DETERMINISMO

6.1.

Algunas preguntas inquietantes

hacemos dos preguntas filosóficamente muy relevantes que guan entorno al problema del determinismo y la justificación de la pena: se llega:a a demostrar que todos los factores que influyen en de dehtos escapan del control de los delincuentes, ¿estaría JUstificado moralmente seguir imponiéndoles penas? b) En. es.as mismas circunstancias, ¿se podría seguir pensando que el e.stablecimiento de penas puede tener un efecto disuasorio o que es posible la rehabilitación? a) .

.

Como vemos, la primera de las preguntas afecta especialmente a la de la pena como retribución, mientras que la segunda tiene que ver directamente con el carácter disuasorio de la pena y las posibilidades de rehabilitación de los delincuentes. Intentemos responder a cada una de ellas. La idea intuitiva que subyace al determinismo es que si admitimos que todo evento tiene una causa y que el mundo empezó en algún

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momento, se podría trazar al menos teóricamente una línea que uniera nuestras acciones con todas las causas precedentes. Dicho de otro modo, dado un conjunto de condiciones originarias del universo y dadas las leyes de la física que gobernarían todos los acontecimientos que suceden, existiría una única forma en la que las cosas pueden realmente suceder. Así, podría decirse que el determinismo es la doctrina que sostiene que el mundo es tal que cualquier estado de cosas que en él sucede está completamente determinado por a) las leyes de la física y b) por los estados de cosas anteriores (VAN INWAGEN, 1982). Por su lado, el libre albedrío exigiría, en principio (lo ha puesto en duda, por ejemplo, FRANKFURT, 1966), que una persona que hizo algo concreto hubiera podido hacer otra cosa. Ejercí mi libre albedrío en un caso determinado si cuando «decido» ir al parque, en realidad hubiera podido decidir ir al cine. Pero parece que si el determinismo es verdadero, entonces la de ir al parque es sólo una aparente decisión libre, puesto que estaba de hecho determinada, aunque yo no lo supiera, por causas sociales, psicológicas, etcétera. En la discusión de filosofía general hay tres maneras posibles de afrontar el problema del determinismo. Una, que mantiene que el determinismo es verdadero, lo cual supone el rechazo del libre albedrío. Otra, que sostiene que el determinismo es falso y que puede darse el libre albedrío. Estas dos posiciones tienen en común el hecho de entender que el determinismo y el libre albedrío son incompatibles. En cambio, hay quien mantiene una tercera posición según la cual el determinismo y el libre albedrío pueden coexistir. Para nuestros propósitos no será necesario analizar detenidamente cada una de estas posibilidades. Bastará con aludir a algunas de ellas pero sólo en la medida en que tengan que ver con la justificación de la pena. Trasladada la cuestión al ámbito que nos ocupa, el determinismo desafía al menos la justificación retribucionista de la pena. ¿Cómo podremos decir que un determinado individuo merece ir a la cárcel por una acción, si en realidad no pudo hacer otra cosa?

6.2.

Razones que avalan la verdad del determinismo

La investigación criminológica a finales del siglo XIX estuvo muy influida por la teoría darwiniana de la evolución. Los estudios de este tipo más conocidos se deben a Cesare LOMBROSO, un médico italiano que después de examinar a numerosos delincuentes llegó a la conclusión de que en su gran mayoría tenían unos rasgos biológicos muy distintos a los que no eran criminales, de lo cual dedujo que no habían alcanzado los niveles de evolución de sus congéneres (LOMBROSOFERRARO, 1972). Esta doctrina cayó en desuso en años posteriores por-

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que pareció absurda. Con ella también se arrinconaron supuestos estudios biológicos que pretendían demostrar que existía lo que ahora podríamos llamar un gen hereditario propio de delincuentes. Sin embargo, la línea de razonamiento que subyace a estos estudios no se abandonó nunca del todo. En la década de los años sesenta del siglo pasado resurgió al comprobarse que muchos criminales violentos poseían un cromosoma masculino extra, con lo cual se podría decir que tenían una predisposición genética a cometer actos violentos (HooK, 1973). Otras investigaciones biológicas contemporáneas han matizado algo la cuestión, pero la línea de razonamiento sigue presente. Así, se dice que algunos individuos han nacido con factores genéticos hereditarios que los hacen más susceptibles a la influencia de entornos criminales. Algún autor ha sugerido que esos individuos tienen un sistema nervioso autónomo que es más lento a la hora de aprender a controlar su conducta agresiva. Por ello, es más probable que tengan un reiterado comportamiento antisocial (MEDNICK, 1980). El resultado de este tipo de investigaciones supone un desafío a la justificación de la pena. Por un lado, como queda dicho, desafía directamente la visión retribucionista, ya que ésta presupone el libre albedrío. Por otro lado, puede hacer replantear tanto la doctrina .retribucionista como la disuasoria, por cuanto ambas presuponen un comportamiento racional del delincuente. ¿Pero conseguiremos a través del establecimiento de penas disuadir a alguien de que cometa un delito para cuya realización está predispuesto genéticamente? Tampoco las posibilidades de rehabilitación escapan a este desafío, salvo que se pudiera intervenir en el componente genético de un individuo y se considerara que esta intervención está justificada moralmente. Si del factor biológico o genético pasamos al psicológico, encontraremos de nuevo explicaciones de la conducta que tendencialmente presuponen el determinismo. Aunque FREUD no tuvo en mente la aplicación de sus doctrinas al ámbito de la justificación penal, la conexión de éstas con la visión determinista es inmediata. Pero las explicaciones freudianas del funcionamiento del cerebro son del tipo de caja negra. Podían explicar lo que entraba y lo que salía del cerebro, pero no los procesos que se desarrollaban en su interior. Este déficit explicativo es el que pretenden subsanar los estudios contemporáneos de neuropsicología. Entre ellos, destaca para nuestros propósitos el dedicado al análisis de las funciones del córtex prefrontal. De hecho, la literatura sobre esta cuestión es ingente y se remonta a hace más de 150 años. En 1848, Phinneas GAGE sufrió un accidente laboral que le destruyó limpiamente esa parte del cerebro. De resultas del accidente, GAGE, que había sido hasta entonces una persona digna de confianza y trabajador, pasó por lo visto a tener comportamientos antisociales, de tal manera que no era reconocible por familiares y ami-

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gos (sin embargo, el carácter radical de este cambio tantas veces contado ha sido puesto en duda últimamente en MAcMILLAN, 2000). Estudios posteriores y diversos experimentos han mostrado, aunque de una manera más sofisticada, que esta parte del cerebro cuando resulta dañada o está poco desarrollada incide en la capacidad de tener empáticas, por lo que esas personas pueden parecer carentes de sentlmientos. Pero nótese una cosa: estos individuos no han elegido ser así; lo son por accidente o por herencia genética. ¿Les seguiremos atribuyendo responsabilidad por sus actos? Y lo que es más Ílnportante, a medida que se avance en los estudios de neurociencia, ¿no es esperar que se hallen otras tantas «causas» de nuestro comportannento y con ello se acabe desvaneciendo la idea de que somos tan libres en nuestra toma de decisiones como para merecer un castigo por las equivocadas? En los países de nuestro entorno ya se tienen en cuenta algunas circunstancias de un funcionamiento «anormal» del cerebro por enfermedad, como la epilepsia, o por ingesta de sustancias estupefacientes. Si una persona comete un acto delictivo en estas circunstancias puede atenuarse o incluso excluirse su responsabilidad. En cambio, se marca una diferencia entre ese funcionamiento anormal y el normal, admitiendo que en este último caso la persona eligió voluntariamente realizar el acto por el cual merece un castigo, amparándose muchas veces en la idea de que era capaz de distinguir el bien del mal. Ahora bien, ya hay algunos científicos que ven ahí una falsa dicotomía (SAPOLSKY, 2006: 239), entre un campo en el que dominarían las causas biológicas y otro en el que todavía existiría libre albedrío. Según estos científicos, lo que mostraría la literatura sobre el córtex prefrontal es que a pesar de conocer la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto una persona, por razones de constitución orgánica, puede ser incapaz de hacer lo correcto. Un argumento en contra de lo anterior podría ser que hasta donde ahora se sabe, el daño sufrido en esta parte del cerebro predispone pero no determina totalmente a la persona a cometer actos delictivos. La prueba es que sujetos que tienen el córtex prefrontal dañado no han cometido ningún delito. ¿Deja resquicio esta duda para argumentar a favor del libre albedrío? Según algunos autores, este tipo de preguntas no están bien formuladas, por cuanto presuponen que hay una distinción clara entre una persona con córtex prefrontal dañado (en el que supuestamente no habría libre albedrío) y otra en que esta parte del cerebro no ha sufrido daños (a la que le podríamos adjudicar una voluntad libre). Parece, más bien, que la ciencia en estos casos se mueve por continuos y no puede trazar una frontera clara entre un caso el otro, mientras que en el caso del derecho exigimos dicotomías: o extste justificación o excusa para la conducta tipificada como delito o no es

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así, sin que quepa hablar de una persona más o menos culpable (SAPOLSKY, 2006: 240). Además de los factores biológicos y psicológicos (o neuropsicológicos), se argumenta en ocasiones que existen también factores socioeconómicos que ayudan a explicar las causas por las que los sujetos actúan de manera antisocial y a menudo delictiva. En esta línea de pensamiento hallaríamos diversos estudios llevados a cabo en el departamento de sociología de la Universidad de Chicago, en la primera mitad del siglo XX, pasando por las llamadas teorías de las subculturas, que se desarrollaron algo más tarde (véase SmcHoR, 2006: 43-50). El elemento común de este tipo de estudios es justamente el intento de explicar la conducta criminal desde postulados casi deterministas. Para estas doctrinas, las condiciones sociales y la atmósfera cultural de ciertos barrios marginales de núcleos urbanos son tales que para los jóvenes que en ellos nacen resulta si no imposible sí al menos muy difícil no caer en las redes de la delincuencia. Por eso, a pesar de que no se suele defender un extremo determinismo social del mismo modo que se defiende un determinismo psicobiológico, al menos de manera tendencia! estas posiciones cuestionan también el papel del libre albedrío de los seres humanos en sociedad. En estos supuestos en los que la conducta de un individuo está enormemente condicionada por las características socioeconómicas del entorno en el que desarrolla su vida, puede ser que no admitamos un determinismo completo (como sí parecen admitir algunos científicos respecto de los condicionamientos genéticos), pero al menos habrá que admitir algún tipo de impacto en nuestra concepción de la justificación de la pena. Veamos una posible influencia y hasta dónde nos lleva.

6.3.

¿La pena que menos se merece es la que más disuade?

Si dejamos de lado el determinismo absoluto en estos casos, al menos podemos partir de dos asunciones de carácter empírico que parecen bastante razonables. En primer lugar, se puede suponer que las penas en alguna medida disuaden de cometer nuevos delitos, es decir, cumplen en alguna medida con una función de prevención general. Ahora bien, la medida en que cumplan con esta función tiene que ver con esos condicionamientos socioeconómicos de los que venimos hablando. Así, para la mayor parte de los delitos el efecto disuasorio de la pena variará entre distintas personas de tal manera que refleje sus posiciones socioeconómicas. En segundo lugar, de una manera muy simplificada, puede afirmarse que las personas con un entorno socioeconómico bajo (entiéndase como caso paradigmático las condiciones sociales y la atmósfera cultural de ciertos barrios marginales de núcleos

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urbanos), estarán más tentadas a cometer delitos que otras personas, a las que podemos denominar «privilegiadas». Factores tales como la pobreza, la marginalidad o el conocimiento de personas que actúan habitualmente al margen de la ley, pueden hacer que los no privilegiados caigan con más facilidad en el delito que los privilegiados. Si damos por ciertas estas dos asunciones, es fácil deducir que cuanto es el nivel de privilegio, tanto mayor deberá ser el castigo que Imponga la pena para poder cumplir con la disuasión. Sin embargo, al lado de estas asunciones empíricas estamos tentados á admitir, por los razonamientos anteriores, una asunción normativa, como ésta: quien se encuentra en esa situación desfavorecida, en algún sentido no está actuando con total libertad y, en todo caso, sus decisiones son menos «libres» que las de quien goza de un entorno más favorable. Puesto que cuando. contemplamos la pena desde la perspectiva del retribucionismo, apelamos a la idea de libertad en la decisión para establecer el nivel punitivo que merece la conducta realizada por una determinada persona (en esa línea se encuentra el reconocimiento de circunstancias atenuantes o eximentes de la responsabilidad criminal), entonces habría que concluir que los desfavorecidos merecen menos pena que los privilegiados por la comisión de los mismos delitos. Si esto es así, surge una paradoja. Nuestra idea retributiva de justicia requiere que castiguemos con penas menores a quienes sólo podemos disuadir con penas mayores (SMILANSKY, 2007: 35). Los mismos factores que dificultan la disuasión de estas personas (y que por tanto justificarían desde esta perspectiva la imposición de penas más duras) son los que las hacen merecedores de menor castigo. Que quien más necesita ser castigado lo merezca menos sólo puede ser catalogado de paradójico. ¿Qué hacer, entonces? Podemos elegir tomarnos en serio las ideas de justo merecimiento e insistir que, dadas ciertas circunstancias, determinadas personas merecen un castigo menor, en cuyo caso deberemos admitir que tendremos un sistema penal en un punto importante menos efectivo. O, por el contrario, podemos insistir en la necesidad de que las penas contribuyan a la disuasión del delito y entonces penalizar a los desfavorecidos según el alto nivel requerido para que se produzca la disuasión. Si se toma esta segunda opción, puede haber quien piense que se resolvería la paradoja, ya que bastaría para cumplir con el principio del justo merecimiento con castigar a los privilegiados por encima del punto de disuasión de los desfavorecidos. Pero esta es una «solución» formal que tiene muchos inconvenientes para una justificación moral de la pena, en este caso de los privilegiados. Simplificando mucho, imagínese que para un determinado delito el punto de disuasión para los desfa-

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vorecidos está en diez años de prisión, mientras que para los privilegiados se encuentra en cinco años. Imagínese, también, que en un determinado sistema jurídico este tipo de delitos se castiga con siete años de prisión. Quien tomara la segunda opción propondría un cambio legislativo que castigara a los desfavorecidos que cometen este delito con la pena de diez años (con lo que conseguiría el objetivo de la disuasión), pero como también se pretende cumplir con la idea de que los desfavorecidos merecen menos pena que los privilegiados, entonces a estos últimos habría que castigarlos con una pena superior a diez años (pongamos once años). Pero ¿cómo se podría justificar este incremento de la pena sólo por razones formales, únicamente para cumplir con el requisito de que los desfavorecidos tengan asignada una pena menor a la de los privilegiados? (SMILANSKY, 2007: 38).

6.4.

¿Cómo hacer frente al desafío?

El determinismo en los factores genéticos, psicológicos y, en menor medida, socioeconómicos, plantea como hemos visto serios problemas para la justificación de la pena. ¿Cuál puede ser la forma de escapar de éstos? Una primera salida puede ser la de renunciar a los postulados retribucionistas y quedarse con los utilitaristas. Es lo que hacen algunos científicos (por ejemplo, GREEN y CoHEN, 2004). Ahora bien, pensemos que no toda idea utilitarista puede ser defendida por estos medios. Dije en su momento que, por ejemplo, la disuasión requiere creer en la racionalidad estratégica de las personas. La racionalidad estratégica exige, por su parte, que el sujeto pueda tomar su decisión voluntariamente. Pero si aceptamos como premisas de nuestro razonamiento la verdad del determinismo y la falsedad del libre albedrío, entonces no hay acciones voluntarias y decaen los postulados en los que se basa la racionalidad estratégica, de la que depende el éxito de las políticas de disuasión: las personas hacen lo que hacen porque no pueden hacer otra cosa. La rehabilitación también sería difícilmente defendible a través de esta argumentación, por cuanto exige igualmente la posibilidad de que nuestras acciones tengan impacto en las de los demás. Sin esta premisa, no es posible la reeducación. Además, también las conductas de los reeducadores (psicólogos, trabajadores socia-· les) estarían determinadas por causas ajenas a su decisión y por las leyes de la física. No se podría «elegir» tener una política rehabilitadora o no. Estos problemas no parece que tengan solución para quien trate al determinismo y al libre albedrío de manera incompatible. En este caso, la verdad de uno implica la falsedad del otro, con las consecuencias que acabo de mencionar. Frente a estos inconvenientes, hay otra forma de encarar la cuestión: reconocer que, de alguna manera, la verdad del determinismo

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puede coexistir con la presencia del libre albedrío. Esto se puede hacer, por ejemplo, mostrando que el determinismo y el libre albedrío se mueven en planos distintos. Se trata de reconocer que, con independencia de que el determinismo pueda ser verdadero (algo que, por lo demás tampoco podemos establecer con total rotundidad), no podemos imaginamos a nosotros mismos en un mundo que no reconozca la existencia del libre albedrío y, con él, de las ideas retribucionistas. La pregunta, entonces, pasa a ser si es humanamente posible negar nuestros impulsos retribucionistas. En este sentido, STRAWSON desarrolló un argumento que ha sido posteriormente empleado en otros ámbitos y por otros autores (STRAWSON, 1962; recientemente, por ejemplo, PETTIT, 2002) y que merece una cierta atención. STRAWSON empieza destacando un lugar común central: la gran importancia que damos los seres humanos a las actitudes e intenciones que adoptan hacia nosotros otros seres humanos. Nuestros sentimientos y reacciones personales dependen en gran medida de nuestras creencias acerca de estas actitudes e intenciones o, en todo caso, las involucran. Dice este autor que si alguien nos pisa la mano accidentalmente mientras está tratando de ayudamos, el dolor podrá no ser menos agudo que si lo hace con despectiva desconsideración hacia nuestra existencia o con el malévolo deseo de herimos. Pero, en general, en el segundo caso sentiremos un tipo y grado de resentimiento que no sentiremos en el primero. Si las acciones de alguien nos sirven para lograr una ventaja que deseamos, entonces nos benefician en cualquier caso; pero si su intención es que nos beneficien a causa de una buena voluntad general hacia nosotros, sentiremos con razón una gratitud que no sentiríamos en absoluto si el beneficio fuese consecuencia incidental, no querida o incluso lamentada por nuestro benefactor. Estas reacciones se pueden identificar claramente como actitudes que tenemos al entrar en relación con otras personas, como son por ejemplo las actitudes de resentimiento o gratitud. Estas actitudes pueden llamarse actitudes participativas. Ahora pensemos en qué tipo de reacciones tenemos frente a un agente psicológicamente anormal o moralmente inmaduro, como un neurótico o simplemente un niño. Cuando vemos a alguien desde esta perspectiva, todas nuestras actitudes reactivas tienden a modificarse profundamente. Entonces, STRAWSON compara la actitud de involucrarse en una relación humana, de una parte, con lo que denomina la actitud objetiva hacia un ser humano diferente, de otra. La adopción de la actitud objetiva hacia otro ser humano consiste en verle, quizás, como un objeto de estrategia social, como objeto de tratamiento; como algo que ciertamente hay que tener en cuenta, quizá tomando medidas preventivas. La actitud objetiva puede hallarse emocionalmente matizada de múltiples formas, pero no de todas: puede incluir repulsión o miedo, piedad o incluso amor, aunque no todas las clases de amor. Sin embar-

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go, no puede incluir la gama de actitudes y sentimientos reactivos que son propias del compromiso y la participación en relaciones humanas interpersonales; no puede incluir el resentimiento, la gratitud, el perdón. Como dice STRAWSON, si la actitud de una persona hacia alguien es totalmente objetiva, entonces, aunque pueda pugnar con él, no se tratará de una riña; y aunque le hable e incluso sean partes opuestas en una negociación, no razonará con él. A lo sumo, fingirá que está riñendo o razonando. La actitud objetiva no es sólo algo en lo que naturalmente tendamos a caer en casos así, en los que las actitudes participativas se encuentran parcial o totalmente inhibidas por anormalidades o por falta de madurez. A veces podemos ver la conducta del sujeto normal y maduro desde esta misma perspectiva. Tenemos este recurso y a veces lo empleamos: como refugio ante las tensiones del compromiso, como ayuda táctica o simplemente por curiosidad intelectual. En definitiva, lo que pretende destacar este autor por encima de todo es la tensión que existe en nosotros entre la actitud participativa y la actitud objetiva. Una vez vistos estos dos tipos de actitudes humanas, la pregunta pasa a ser: ¿Podría, o debería, la aceptación de la tesis determinista conducimos siempre a ver a todo el mundo exclusivamente de la manera objetiva? Pues ésta es la única condición bajo la cual la aceptación del determinismo podría conducir al debilitamiento o al repudio de las actitudes reactivas de participación. Al respecto, STRAWSON cree que no es contradictorio suponer que tal cosa pueda pasar, pero que, conforme somos, nos resulta prácticamente inconcebible. El compromiso humano de participación en las relaciones interpersonales ordinarias resulta demasiado abarcador y sus raíces son demasiado profundas como para que nos tomemos en serio el pensamiento de que una convicción teórica general como la verdad del determinismo pueda cambiar tanto nuestro mundo que ya no haya en él más relaciones interpersonales conforme las entendemos corrientemente. Y encontrarse implicado en relaciones interpersonales, según las entendemos corrientemente, es precisamente hallarse expuesto a la gama de actitudes y sentimientos reactivos que parece poner en cuestión el determinismo. . Una objetividad sostenida en la actitud interpersonal, y el aislamiento humano que llevaría consigo, no parece ser algo de lo que seamos capaces los seres humanos, incluso aunque hubiese alguna verdad general que le sirviera de fundamento teórico. Pero, además, cuando de hecho adoptamos semejante actitud en un caso particular, el que hagamos tal cosa no es consecuencia de una convicción teórica que podríamos denominar «determinismo del caso concreto», sino una consecuencia de que, por razones diferentes en diferentes casos, abandonamos nuestras actitudes interpersonales ordinarias.

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.a la pregunta ulterior de si no sería racional, bajo la conviccion teonca de la verdad del determinismo, cambiar nuestro mundo de tal manera que se suspendan en él todas estas actitudes STRAWSON responde que es inútil preguntar si no sería racional nosotr?s hacer lo que no está en nuestra naturaleza poder hacer. Y frente a la Idea de que los avances en el conocimiento de los seres humanos (como por los producidos en el campo de la neuropsicología, a los que ya hice referencia) llevarían a la desaparición de esas actitudes, este autor responde 9-ue podemos razonablemente considerar improbamayor comprensión de ciertos aspectos ble que una de nosotros mismos conduzca a la desaparición total de esos aspectos. Esta posición, por cierto, ha recibido un nuevo impulso a través de de.scubrimientos. recientes en el ámbito de las ciencias del comportamiento, que sugieren que existe un sentido intuitivo de equidad incorporado profundamente en nuestros ancestros primates (BROSNAN y DE que una tendencia adaptativa hacia la pena en sentido retnbucionista puede haber tenido un papel decisivo en la evolución biológica y cultural de la sociabilidad humana (BOWLES y GINTIS, 2004 ). Parece, pues, que las ideas retribucionistas no sólo pertenecen a nuestras ideas intuitivas del modo en que pertenecen otras y que llegado el caso las podemos abandonar si nos lo proponemos, sino que pertenecen al ser humano de una manera tan profunda que, de no tenerlas, las personas dejarían de ser tal como las conocemos. Además las ideas retribucionistas han sido evolutivamente útiles en el llo de las sociedades humanas. cierto, queda en pie la supuesta incompatibi. Pero, aunque entre el retnbucionismo y otras formas de entender la justificacion de la pena. Puede ser adecuado, entonces, para terminar este capítulo, analizar las posibilidades de compatibilizar la justificación retribucionista con el resto de justificaciones basadas en última instancia en alguna forma de utilitarismo. 7.

¿ES POSIBLE COMPATIBILIZAR EL RETRIBUCIONISMO CON EL UTILITARISMO?

Existe un continuo debate entre partidarios de la justificación retribucionista, por un lado, y los que se adhieren a justificaciones de carácter utilitarista, por otro. Entre estos últimos puede ser que se ponga el énfasis en la disuasión, en la incapacitación o en la rehabilitación, pero en todos estos casos la justificación de la pena tiene en cuenta de preferente, cuando no los efectos beneficiosos que la m:sn:a puede tener en relacion con la sociedad en su conjunto, con las victlmas y/o con los delincuentes.

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Quienes justifican la pena sobre la base de la retribución subrayan los principios morales y rechazan argumentos instrumentales por no estar suficientemente vinculados a los derechos individuales y a los valores de la comunidad. Enfatizan de este modo la importancia de la objetividad e imparcialidad y argumentan que el propósito de la pena no es ayudar al delincuente o a la sociedad, sino simplemente hacer justicia. Como KANT dice, en frase lapidaria: «si perece la justicia, carece ya de valor que vivan hombres sobre la tierra» (KANT, 1797: 169). Para los seguidores de esta posición, el delincuente merece la pena y la sociedad tiene el deber de aplicársela. Quienes parten de la perspectiva utilitarista ponen el énfasis más en los argumentos de base empírica y científica que en los directamente morales, si bien hay que matizar a renglón seguido que el utilitarismo es visto por sus partidarios también como una filosofía moral. Sus argumentaciones se fundamentan en la idea de que las consecuencias de la disuasión, la incapacitación y la rehabilitación a la hora de prevenir futuros crímenes pesan más que el ideal retributivo. Otra cuestión que divide a ambas percepciones es acerca de si la justicia o la equidad exigen que casos similares sean castigados de manera similar. Ya vimos que las doctrinas retribucionistas llevan aparejadas las ideas de proporcionalidad y de igualdad. En cambio, las corrientes utilitaristas pueden plantearse si las diferentes características de los distintos individuos que cometen delitos deben determinar penas también distintas. Por tanto, hay un conflicto a la hora de determinar el alcance de la pena entre la aspiración a la uniformidad, por un lado, y el tratar de reconocer la relevancia de las diferencias personales, por otro. En algún sentido, se enfrentan dos distintas maneras de entender la igualdad y la justicia, dos formas de comprender en qué consiste dar a cada uno lo suyo. Por todo lo dicho, pues, puede parecer que ambas posiciones, retribucionista y utilitarista, están condenadas a no entenderse nunca. Y así es como se ha entendido en numerosas ocasiones. Pero ello no ha sido obstáculo para que hayan surgido intentos de conciliación. A continuación veremos sólo algunos de estos intentos, sin que, dadas las características de este texto, tengamos oportunidad de profundizar en ellos. En principio, se pueden tomar dos caminos para intentar compatibilizar el retribucionismo y el utilitarismo. Uno consistiría en partir de la justificación general retribucionista poniendo algunos límites de carácter utilitarista. Otro empezaría con una justificación general utilitarista, a la que después añadiría limitaciones retribucionistas. Algo diré de ambos a continuación.

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7.1.

Merecimiento limitado por la utilidad

Algún autor ha sugerido que la manera adecuada de hacer compatibles el retribucionisrno y el utilitarismo pasaría por aceptar una regla determinada en el momento de dictar sentencia. Esta regla establecería que el principio determinante a la hora de establecer una sanción debe ser el merecimiento, mientras que la utilidad funcionará sólo corno un principio !imitador. De este modo, deberíamos esperar de los jueces que tornen decisiones retributivarnente apropiadas, es decir, que respeten los principios de justo merecimiento, proporcionalidad e igualdad, salvo que su resultado sea un incremento «intolerable» del nivel de criminalidad. Si esto último sucede, entonces los jueces pueden ser más duros e imponer sanciones más severas. Esta propuesta, defendida por Paul ROBINSON (1988), tiene sentido obviamente en relación con una política judicial en general y no puede servir de guía de una concreta decisión individual de un juez, ya que ninguna sentencia individualmente considerada podría tornarse en serio corno causante de un incremento intolerable del nivel de criminalidad de un país. Sobre esta propuesta tal vez quepa decir que resulta extremadamente difícil establecer una estimación adecuada de los efectos que el hecho de dictar sentencias basadas en el merecimiento tendrían sobre la utilidad general. Por otro lado, no es una dificultad menor contar con un criterio aplicable a la hora de determinar cuándo se ha traspasado la frontera de lo tolerable.

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blerna que se da cuando penalizar a alguien no comporta ningún tipo de consecuencias positivas para nadie. Supongamos que un sujeto A cornete un robo en un determinado país, consigue escapar, aunque sin el botín, y se refugia en una isla desierta, de la que no piensa volver. Imaginemos, además, que el hecho delictivo ha pasado desapercibido para el grueso de la población. ¿Existiría en este caso algún efecto beneficioso para la sociedad si se le consiguiera capturar, juzgar y condenar? ¿Sufriría algún perjuicio la sociedad si A no es condenado? 9ue en estos casos la única justificación posible del castigo es la retnbuttva. En segundo lugar, si de la cara utilitarista pasarnos a los límites marcados por el merecimiento, las cosas tampoco están tan claras .. que, a diferencia de lo que sucede con un planteamiento retnbutlv? puro corno el kantiano, para el que la imposición de una pena a quten se la merece es un deber (es obligatorio imponer la pena), cuando el merecimiento es relegado al estatus de establecer un límite (que es al que apelan los autores citados), entonces la irnposicton de la pena pasa a ser algo que es meramente permitido infligir (es facultativo imponer la pena). Estos son sólo algunos de los problemas que plantean estos intentos de de las retributivas con las utilitaristas. Queda por ver, stn embargo, una ultima propuesta que bajo un fundamento también utilitarista pretende dar cabida de otra forma al merecimiento. Se trata de la propuesta que HART llama el principio de retribución en la distribución.

7.3. 7.2.

Utilidad limitada por el merecimiento

Otros autores han visto, corno el reverso de una medalla en relación con la anterior posición, que lo que podría primar sería la utilidad de la sanción, a menos que el resultado de la sentencia sea intolerablemente injusto, desde un punto de vista retributivo. A esta posición se le llama retribucionisrno limitado [véase PAKENHAM (Lord Longford), 1961; MoRRis, 1982]. Suele tornar la idea retributiva no corno un deber sino meramente corno una regla que permite establecer un límite máximo a la severidad del castigo. Aunque estos autores no lo hagan, no se ve la razón por la cual bajo postulados retributivos no podría establecerse también un límite mínimo. Una vez establecidos estos límites, la elección de cuál sea la concreta pena que deba imponerse vendría dada por razones puramente utilitaristas. Acerca de esta posición, aquí ligeramente esbozada, se pueden hacer algunos comentarios. En primer lugar, cuando se pone el acento principal en la justificación utilitarista siempre puede aparecer un pro-

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El principio de retribución en la distribución

Este principio, en realidad, es la conjunción de dos principios: . 1) Nadie debe ser castigado por un delito que no haya cometido, Intentado o planeado. Este principio puede ser llamado el principio de la persona correcta. 2) Nadie debe ser castigado por un delito que haya cometido sin mens rea, es decir, sin intención o con la presencia de excusas. Este principio puede llamarse el principio de culpabilidad. HART entiende que se puede hacer referencia a la retribución en dos niveles distintos. Por un lado, el que hemos visto hasta ahora, en el que la retribución designaría el fin general justificativo del sistema penal. Por otro lado, el empleado a la hora de contestar la pregunta «¿a quién se puede infligir la pena?». Esta última es la cuestión a la que HART llade distribución. Cuando a esta pregunta contestarnos diciendo que untcarnente podernos infligir el castigo a un transgresor de una norma por su transgresión voluntaria, estarnos dando la respuesta que daría un defensor de la retribución en la distribución.

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Según este autor, existe una gran confusión entre los utilitaristas y sus adversarios precisamente por no haber distinguido convenientemente entre los dos niveles mencionados: la retribución como fin general y la retribución en la distribución. Por supuesto, existen relaciones entre ambos niveles. Pero, así como el sostener la retribución como fin general justificativo de la pena implica mantener la redistribución en la distribución, la inversa no se da. Por ello, es perfectamente compatible sostener una justificación general de la pena de corte utilitarista y en cambio defender la retribución en la distribución. Así, se puede decir, tal como hace HART, que el fin general que justifica la práctica del castigo es que esta práctica genera consecuencias beneficiosas para la sociedad y añadir a renglón seguido que la consecución de este fin general debe estar condicionado o limitado por el respeto a los principios anteriormente citados (HART, 1968: 11-12). Para HART, por tanto, la justificación general de la pena es utilitarista (para una versión desarrollada a partir de las ideas hartianas, véase TEN, 1987). Pero sabemos que el utilitarismo presenta algunos problemas para su justificación. Entre ellos ocupa un lugar destacado el hecho de que en determinadas circunstancias a través de sus postulados se puede llegar a justificar moralmente que se penalice a un inocente. A esta insatisfacción pretende dar respuesta el principio de la persona correcta. Esto parece, pues, dar cabida a una intuición moral que todos tenemos, aunque pueda parecer que con ello se entra de lleno en una justificación, la retributiva, que es contradictoria con la utilitarista. Pero esto, para HART, no es así. HART, en efecto, entiende que el principio de la persona correcta que parece propio del retribucionismo, puede ser justificado a través de razones utilitaristas. Por esa razón, este autor considera que el principio de la retribución en la distribución tiene un valor casi independiente de una justificación retributiva. Un sistema penal que facultara a las autoridades para castigar a los inocentes, sería visto con tal aprensión y generaría tal inseguridad que cualquier ganancia que pudiera producir el ejercicio de esas facultades se vería contrarrestada por la miseria causada por su existencia. Y este argumento es de corte utilitarista y bastante razonable siempre que se utilice en relación con una sociedad abierta como la que está pensando HART. Sin embargo, el argumento resultaría más débil si se quisiera extender su radio de acción a las sociedades que actuaran con mayor secietismo y sin la presencia de medios de información libres. Pese a este inconveniente, el planteamiento encaja bien con los modernos sistemas penales, en los que podemos hallar muchas disposiciones que están basadas en tales principios. De todos modos, parece que el principio de culpabilidad puede generar mayores problemas dadas sus múltiples variantes de aplicación. Profundicemos algo en esta cuestión.

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Los distintos sistemas jurídicos reconocen razones de varios tipos por las que un individuo, aun habiendo realizado el acto delictivo (por acción u omisión), puede ser considerado no sujeto a responsabilidad. Así, hallamos causas de justificación, como es el caso de la legitima defensa o excusas como el hecho de haber realizado el acto bajo coacción. El sujeto puede haber realizado el acto también sometido a algún tipo de situaciones que hacen que «no sea él mismo», como por ejemplo en estados de epilepsia, o por influencia de un importante desorden mental. Puede suceder, por último, que el acto en cuestión sea realizado por accidente o por alguien que es menor de edad. Todas estas situaciones pueden presentar problemas. Pero, aunque los resolvamos, un utilitarista puede sostener que a pesar de que se den estas circunstancias, algo se debe hacer para evitar tales actos en la medida de lo posible, por cuanto ocasionan daños. De hecho, muchas veces el incremento en alguno de estos supuestos origina la aparición de nuevos delitos. Un caso paradigmático lo tenemos con el incremento de los accidentes automovilísticos. Ello da lugar a un deseo legítimo por reducir la tasa de siniestralidad. Y para ello, en muchas ocasiones se califica de delito el hecho de poner en riesgo la vida de las personas a través de la tipificación de delitos contra la seguridad en el tráfico. Por tanto, una justificación utilitarista parece exigir algo más que la retribución en la distribución.

7.4.

La justificación de la pena por el propio interés

Por todo lo dicho hasta ahora pudiera parecer que lo único que se puede hacer en el ámbito de la justificación de la pena es optar por una visión retribucionista pura, o una visión utilitarista pura, o bien por una combinación de ambas, algunas de cuyas posibilidades acabamos de ver muy someramente. Para acabar, sin embargo, puede resultar de interés adoptar una visión que nos permita una justificación de ideas tan intuitivas y tan extendidas en nuestros ordenamientos como las planteadas por el principio de retribución en la distribución, pero a partir de postulados que no son ni retributivos ni utilitaristas. Tal vez con ello se puedan encarar de otra forma algunos de los callejones sin salida que nos hemos encontrado por el camino. La idea la podríamos tomar de RAWLS y su forma de hallar los principios de justicia que deberían regir las instituciones en una sociedad justa y aplicarla a los supuestos de justificación de la pena (WALKER, 1991: 92-93). Como es sabido, la propuesta de RAWLs consiste en la realización de un experimento mental. Deberíamos colocarnos en la posición de una persona que decidirá por el propio interés, es decir, sin tener en cuenta consideraciones de carácter altruista y colocada tras un velo de ignorancia. Este velo no le dejará saber si una vez retirado se

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hallará en una posición privilegiada, si será inteligente o no, si tendrá mayores o menores capacidades o si será incompetente. Tampoco le permite saber en qué estadio económico se encontrará la sociedad en que le tocará vivir. RAWLS argumenta que si esa persona es racional y autointeresada optará por una sociedad organizada de una determinada manera: en un sentido vago, pero que es suficiente para lo que aquí importa, se tratará de una sociedad en la que existirán igualdad de oportunidades de alcanzar un cierto bienestar por parte de todos sus ciudadanos (RAWLS, 1971). Ahora imaginemos que esta persona que tiene que decidir bajo estos condicionantes desconoce si se encamará, una vez quitado el velo, en una persona cumplidora de la ley o bien en un delincuente. Supongamos, además, que se le ofrecen dos opciones para poder elegir. Una primera opción consiste en vivir en la sociedad A, en la que se respetarán los principios de la persona correcta y el de culpabilidad. Escoger la segunda opción supone vivir en una sociedad B, en la que no se respetan estos principios. En la sociedad A esta persona podría ser castigada únicamente por los delitos que haya cometido de manera culpable. En la sociedad B, en cambio, podría ser castigada por delitos de los que no es responsable (a tenor de los principios citados). Puesto que por hipótesis la persona en cuestión puede encarnarse en dos roles distintos, cumplidor de normas o delincuente, ¿qué ocurrirá en cada uno de estos casos? Si le toca ser delincuente, en las sociedades A y B se le podrá castigar por los delitos que ha cometido, pero en la sociedad B se le podrá castigar, además, por delitos de los que no sea culpable. Desde esta posición, parece que la elección racional debe ser vivir en la sociedad A. Por el contrario, si se encama en una persona cumplidora de las leyes, se encontrará que en la sociedad A nunca podrá ser castigado, pero sí que lo podrá ser en la sociedad B. Parece claro que en este caso su elección racional será también vivir en la sociedad A. Por tanto, en cualquier circunstancia, un sujeto racional y auto interesado preferirá vivir en la sociedad A y no en la sociedad B. Fijémonos bien: esta justificáción no es utilitarista. La sociedad que elegiríamos en estas circunstancias no tiene por qué ser la que tenga, por ejemplo, un índice de criminalidad menor. Si la sociedad B presenta un menor índice de criminalidad que la sociedad A, podría estar más justificada que ésta desde un punto de vista utilitarista. En cambio, este dato es irrelevante en el argumento que acabo de dar. Por otro lado, el razonamiento que hemos llevado a cabo no se basa tampoco en razones de merecimiento. Se trata simplemente de una cuestión de elección racional, de individuos que velan por su propio interés.

¿ESTÁ JUSTIFICADA LA IMPOSICIÓN DE PENAS?

8.

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CONCLUSIONES

El problema que plantea la imposición de penas a través del derecho supone una concreción del problema de la legitimidad del Estado. Puesto que las penas que imponen los Estados a través del derecho consisten en la privación de algunos bienes, tales como la vida, la libertad o el patrimonio, es lógico que surjan dudas acerca de su justificación moral. En este capítulo hemos tenido ocasión de estudiar distintas formas de justificar moralmente la imposición de penas. Hemos empezado por el análisis de la visión retribucionista. Comprobamos que quien sostenga esta posición tiene que estar dispuesto a mantener los principios de justo merecimiento, proporcionalidad e igualdad. Vimos algunas de las críticas a las que debe hacer frente esta posición, por ejemplo, a la hora de establecer una forma razonable de comparar delitos. Si esto no se consigue, se toma muy difícil cumplir con el principio de proporcionalidad. La segunda posibilidad que hemos examinado es la de quienes sostienen que la pena se justifica en la medida en que disuade al delincuente y a otros de la conveniencia de no cometer delitos. Esta posición tiene que encarar las críticas propias de los planteamientos utilitaristas, como es el de poder justificar el castigo de inocentes, pero también tiene que afrontar objeciones vinculadas a la dificultad de dar la relevancia que merece a cada uno de los factores que inciden en la disuasión (no sólo la dureza del castigo, sino también la certeza de su cumplimiento y la celeridad en su aplicación). Además, el ideal de la disuasión lleva a la paradoja de la disuasión perfecta. En tercer lugar, hemos analizado la tesis de que lo importante para justificar la pena es impedir que se cometan delitos. En este caso no se espera, como en el anterior, cambiar la actitud del delincuente, sino que se trata simplemente de impedirle físicamente que realice el delito. A pesar del auge de esta visión, como hemos visto, no está exenta de problemas. En cuarto lugar, hemos estudiado la posición de quien ve en la pena un medio para rehabilitar al delincuente. A pesar de algunas mejoras que ha introducido en la forma de contemplar la cuestión que examinamos, también a esta visión se le pueden hacer objeciones. Hemos visto algunas, como la que surge del caso de quien se admite que no puede ser rehabilitado. Al hilo de esta problemática hemos analizado el desafío que puede presentar el determinismo para hallar una justificación adecuada de la pena. La salida a este desafío pasa, como vimos, por que la posibilidad de que el determinismo sea verdadero, no tiene por qué llevamos a eliminar totalmente la posibilidad de hacer a

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las personas, en general, responsables de sus actos. Si esa hipotética verdad del determinismo la incorporáramos a nuestras vidas tendríamos que tener frente al resto de los seres humanos actitudes objetivas lo cual no es factible mientras seamos como somos. ' Como sucedía con el problema de la justificación de la obediencia al derecho, nos encontramos ahora con diversas maneras de justificar la pena, cada una de los cuales aporta alguna razón atendible y que está acorde con nuestras intuiciones, pero ninguna de ellas por separado es capaz de conseguir su finalidad completamente. Por eso, es lícito indagar acerca de las posibilidades de combinación de las dos líneas de justificación que se hallan en la base de las posiciones que hemos estudiado, que son la justificación de carácter retributivo (fundamento de la posición retribucionista) y la justificación de carácter utilitarista (fundamento de las posiciones que consideran que el objetivo de la pena es disuadir, incapacitar o rehabilitar). Hemos visto que esta posible combinación es problemática, pero una forma de intentarla podría ser la de propugnar la retribución en la distribución, aunque no fundada en el utilitarismo como hace HART, sino a través del recurso a un mecanismo menos exigente, como es el de decidir tras el velo de la ignorancia.

CAPÍTULO VI

¿EST;Á JUSTIFICADO IMPONER JURIDICAMENTE LA MORAL? -El fin de la república no consiste en transformar a los hombres, seres racionales, en bestias o autómatas. Consiste, por el contrario, en lograr que su alma y su cuerpo desempeñen sus funciones con seguridad, y que ellos mismos utilicen la razón libre, sin rivalizar por odios, cólera o engaños, y sin enfrentarse con injustas intenciones. El verdadero fin de la república es, pues, la libertad. Baruch SPINOZA

l.

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

En julio de 2005 entró en vigor en España la ley que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo. El hecho causó un gran revuelo en sectores conservadores del país. Casi dos años más tarde, el 11 de junio de 2007 el senador republicano Larry Craig, a su paso por el aeropuerto San Pablo de Minneapolis, aprovechó una visita al urinario para insinuarse sexualmente a otro ciudadano, el cual resultó ser el sargento Dave Krasnia, destacado allí, precisamente, para reprimir «las conductas contrarias a las buenas costumbres». Craig fue detenido inmediatamente y acusado de conducta lasciva, cargo del que en un primer momento se reconoció culpable. ¿Está justificado moralmente el Parlamento español para aprobar una ley como la mencionada? ¿Está legitimado un estado norteamericano para considerar punibles las conductas contrarias a las buenas cos-

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tumbres? El dar una respuesta a éstas y otras preguntas en las que se hallen en juego cuestiones valorativas, supone hacerse antes una demanda más general, que puede ser formulada así: ¿la mera inmoralidad de un acto constituye una razón para que el derecho interfiera en él? Hay que pensar que la cuestión así descrita va más allá de la justificación de la pena, que expuse en el capítulo anterior. En efecto, de los dos ejemplos que acabo de enumerar sólo el segundo se refiere a un supuesto de derecho penal. El primero, relativo a la posibilidad de contraer matrimonio por parte de personas del mismo sexo, no afecta a una cuestión de relevancia penal, sino civil. Se trata de conferir derechos y obligaciones a personas que hasta ese momento no gozaban de ellos. Ahora bien, detrás de esa decisión encontraremos sin duda una concreta visión de la moral. Del mismo modo, quienes estén disconformes con esa atribución de derechos apelarán también a argumentos de naturaleza moral. ¿Tendrían estos últimos una buena razón para derogar esa ley en el caso de cambios de mayorías políticas y todo ello por razones morales?

1.1. Moral positiva y ética normativa Para desbrozar el camino es preciso recordar una distinción básica a la que ya aludí en el capítulo Il, sin la cual resulta muy difícil, cuando no confuso, seguir avanzando. Se trata de la distinción entre moral social o positiva y moral crítica. Se entiende por moral positiva el conjunto de valores imperantes en una determinada comunidad. Aunque se suele hablar de la moral positiva relativa a un determinado país, nada impide hablar de moral positiva en relación con ámbitos personales más restringidos, como podría ser una determinada clase social o las personas que ocupan un determinado territorio dentro de un mismo país. La existencia de contenidos distintos de moralidad positiva no presenta mayores problemas para alguien que pretenda describir los valores morales que distintos colectivos sostienen. Un estudio de carácter empírico ayudará a poner en claro en qué medida ciertos valores se hallan compartidos. No obstante, si únicamente pudiéramos referimos a la moral positiva, tendríamos ciertas limitaciones a la hora de intentar abordar una discusión racional en ética. Si discutimos con alguien acerca de si una determinada práctica es correcta o no desde el punto de vista moral (pongamos por caso, la homosexualidad o la prostitución), el limitarnos a describir los distintos valores que diversos colectivos sostienen nos servirá de poco. Cuando discutimos acerca de si la prostitución está justificada moralmente, no estamos interesados en la descripción de los valores, sino en aportar razones a favor de los nuestros y en criticar las razones aportadas por nuestro adversario. Es decir, hemos pasado de

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una cuestión de ética descriptiva (cuál es la moral positiva de la sociedad S en relación con la institución l) a una cuestión de ética normativa (cuáles son las razones que justifican moralmente la institución l). Este último tipo de cuestiones no se resuelven mediante descripciones. Además, tampoco podemos poner fin a una discusión de ética normativa aludiendo al hecho de que nuestra posición es acorde con la moral positiva de la sociedad de la que se trate. Si hiciéramos esto estaríamos pasando ilegítimamente de una descripción a una justificación. Al mismo tiempo, estaríamos impidiendo con esta forma de argumentar que las minorías pudieran tener nunca razón moral. A alguien que estuviera en minoría bastaría con decirle que lo está para haberle «demostrado» que estaba moralmente equivocado. Eso no parece razonable. Ahora bien, si no lo es, entonces debemos establecer un concepto distinto de moral que no sea equivalente a la moral social o positiva. Este concepto es el de moral crítica, llamada así precisamente porque es la que permite criticar los valores morales defendidos por otras personas y, en definitiva, posibilita entablar discusiones racionales acerca de la moralidad. Quien sea escéptico en materia moral, no creerá que exista algo así como una moral crítica. Pero un escéptico, si quiere ser consecuente, no podrá discutir racionalmente con otra persona acerca de sus valores morales, puesto que carecerá de este nivel crítico al que aludir. Le quedará sólo el recurso a descripciones de la moral positiva que, como he dicho antes, nada justifican, o bien la apelación a sentimientos de aprobación o desaprobación (no a razones), que no permiten un debate racional. Por tanto, la existencia de esta moral crítica, a veces denominada también ideal o esclarecida, es la que permite debatir racionalmente acerca de si unos determinados principios sustentados por una persona o la moralidad positiva de un grupo están justificados moralmente. Pues bien, armados con estas distinciones podemos volver a nuestra demanda general y comprobar que, en muchas ocasiones, los debates que se han generado en tomo a ella esconden, al menos, dos problemas. Puede explicar la confusión entre ellos el hecho de que, como veremos más adelante, el contrincante dialéctico en ambos siempre sea el liberalismo.

1.2. Dos problemas distintos Si tenemos en mente la distinción entre moral positiva y moral crítica, entonces cuando se habla de imposición de la moral a través del derecho, en realidad se puede estar haciendo referencia a dos problemas distintos. Por un lado, lo que puede estar en juego es si está justificado, y en caso afirmativo en qué casos lo está, imponer a través de las

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normas jurídicas la moral social o positiva de una determinada socie;; dad. Por otro lado, la demanda de justificación puede referirse a la imposición jurídica de la moral crítica. En ocasiones, al no hacer esta distinción se han tratado como un único problema ambas cuestiones, que es una fuente permanente de confusión. Al mismo tiempo, tampoco se distingue claramente entre lo que se llama a veces «moralización del derecho» y «perfeccionismo». A los efectos que aquí interesan, la distinción entre moralización del derecho y perfeccionismo pasará justa-:mente por esas cuestiones. Así, el problema de moralizar el derecho sería el de la justificación de la imposición de la moral positiva de una sociedad, mientras que el término «perfeccionismo» se reservaría para las doctrinas que pretenden imponer una moral ideal o crítica. Veamos por partes y con más detalle ambos problemas.

que el fundamento más importante del derecho penal inglés fuera el de no causar daños a terceros (DEVLIN, 1965). Como ejemplo, citaba los delitos de eutanasia, duelo, aborto, bigamia, incesto, etcétera. Y aunque el debate se ha centrado en cuestiones de relevancia penal, el propio DEVLIN aludía a una extensión normativa de este tema, al referirse al hecho de que la ley tampoco perdona, aunque no necesariamente las penalice, inmoralidades que afectan al ámbito civil. El caso más conocido es el de estipular que un contrato cuyo objeto es inmoral se considera inválido, por lo que el derecho no le reconocerá ningún efecto jurídico. Así lo dispone, por ejemplo, el artículo 1.255 de nuestro Código Civil al considerar inválidos los pactos y cláusulas contrarios a la moral. Pero DEVLIN reconocía que esto era sólo un argumento negativo y que alguien podría tomarlo como una buena razón para suprimir los delitos citados (justamente porque se entendiese que no había en ellos un daño a terceros que fuese el bien protegido). Necesitaba, pues, un argumento positivo, que puede ser reconstruido así:

2.

LA IMPOSICIÓN DE LA MORAL POSITIVA Y EL PROBLEMA DE LA MORALIZACIÓN DEL DERECHO

Interpretada la cuestión como acabo de hacerlo, el problema de la moralización del derecho se podría enunciar de este modo: que un acto sea contrario a la moral positiva de la sociedad, ¿constituye una razón suficiente para que las normas jurídicas interfieran en su realización? La respuesta clásica del liberalismo a través de John Stuart MILL sería que el derecho sólo puede interferir en las conductas cuando éstas perjudican a terceros. Aunque ya en época del propio MILL hubo quien discutió esta posición, no será hasta mediados del siglo xx cuando el debate se ajustará a los términos en los que ha llegado a nuestros días. Es interesante, no obstante, y antes de entrar a analizar los argumentos esgrimidos, mencionar el contexto en el que se produjo dicho debate (para la reconstrucción del debate puede verse GEORGE, 1990). En el año 1957, en Gran Bretaña, se emitió un informe de la llamada Comisión Wolfenden que propuso al Parlamento ciertas reformas del derecho penal inglés tendentes a hacer efectivo un ámbito de libertad personal en la línea concebida por MILL. Básicamente se propuso la despenalización de los comportamientos homosexuales y la prostitución por considerar que se trataba de actividades privadas que no dañan a terceros y que se realizan entre adultos que consienten en participar en ellas. En palabras del citado informe, «se ha de mantener un ámbito de la moralidad y la inmoralidad privadas que, dicho breve y crudamente, no es asunto del derecho» (WOLFENDON REPORT, 1957: 61). El juez lord Patrick DEVLIN, en una conferencia ante la Academia Británica y posteriormente en un libro, criticó aquel informe, sosteniendo que no compartía con la Comisión Wolfenden la creencia de

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Primera premisa: La moralidad de una sociedad constituye un aspecto esencial de su estructura y determina su identidad como tal. En este sentido, DEVLIN define a la sociedad como «una comunidad de ideas, y no sólo de ideas políticas, sino también de ideas sobre cómo sus miembros deben comportarse y gobernar sus vidas; pues bien: estas últimas ideas constituyen su moral. Toda sociedad tiene una estructura moral, además de la política; o más bien [... ] yo diría que la estructura de toda sociedad se compone de una política y de una moral» (DEVLIN, 1965: 6-7). Segunda premisa: A toda sociedad se le debe reconocer un derecho moral a la legítima defensa, en el sentido de proteger su identidad. La sociedad, entonces, tiene el derecho de usar sus normas jurídicas como un acto de defensa de su integridad. Si se reconoce que el Estado no tiene límites para luchar contra la subversión en el ámbito de la política, se debe también reconocer que no es posible restringir la actividad del Estado para luchar contra la inmoralidad, ya que ambas ponen en peligro la identidad de la sociedad. Conclusión: El Estado está legitimado moralmente para interferir en aquellos actos que socaven las pautas morales básicas de su sociedad, evitando de este modo su destrucción. Esta tesis, lejos de resultar circunsciita al contexto que acabo de describir brevemente, tiene relevancia práctica. Su impacto, no necesariamente debido a DEVLIN pero sí al mismo tipo de ideas, está presente en algunas argumentaciones de los tribunales. Es paradigmático de ello el debate sobre la conveniencia de legalizar la pornografía. Algunas sentencias del Tribunal Supremo español de la década de los ochenta se

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pronunciaron en una línea muy parecida a la que acabo de exponer. Se pueden citar al respecto dos sentencias en las que se consideran culpables del delito de escándalo público, hoy derogado, a quienes produjeron y distribuyeron sendos materiales pornográficos. El fundamento en estas condenas es la relación entre el relajamiento de las costumbres morales y la pérdida de identidad social a través de la erosión de la moral positiva (que aquí es llamada «colectiva»), ya que «las publicaciones pornográficas referidas al sexo lo describen de formas lasciva, . impúdica, torpe y obscena y, por tanto, de manera ofensiva para el pudor de la generalidad de las personas y la moral colectiva» (STS de 9 de octubre de 1981), o porque «la literatura pornográfica en cuanto invade los ámbitos sociales del país, desbordando los límites de lo erótico y provocando una sexualidad desviada y pervertida, [... ] conduce al hombre a la degradación personal, lastimando y erosionando gravemente la moral colectiva» (STS de 29 de septiembre de 1984) (sentencias citadas en MALEM, 1996b: 13). Pero volvamos al debate propiciado por la intervención de lord DEVLIN. El principal oponente de sus tesis fue HART, el cual formuló sus críticas primero en una serie de conferencias en la BBC de Londres y después en un libro (HART, 1963). Pueden resumirse las aportaciones de HART en cuatro argumentos. En primer lugar, HART esgrime un argumento de carácter conceptual, que pone en duda la concepción de la identidad social que emplea DEVLIN. Así, afirmará HART que si bien puede definirse el término «sociedad» de modo tal que deba tener una moral, no hay por qué identificar a la sociedad con una determinada moral. Si esto es así, entonces la moral positiva de una sociedad puede cambiar sin que ésta se destruya. En segundo lugar, HART le reprocha a DEVLIN que no haya sido capaz de aportar prueba empírica alguna de que las modificaciones en los hábitos morales de la gente hayan conducido a la desintegración de alguna sociedad. Y a falta de estos datos empíricos, la idea que subyace a la primera premisa y en general a todo el argumento de DEVLIN es incorrecta. En tercer lugar, según HART, DEVLIN confundiría la legitimidad de la represión de la indecencia con la supuesta justificación de la represión de acciones inmorales ejecutadas en privado. De hecho, DEVLIN niega explícitamente la posibilidad de distinguir entre una moral privada y una moral pública, ya que únicamente cabría hablar según él de un tipo de actos inmorales, si bien éstos pueden cometerse en público o en privado. Frente a esto, HART sostiene que la represión de acciones indecentes tiene por objeto evitar la ofensa de los sentimientos de terceros, y estaría claramente justificada aun cuando las mismas acciones reali-

¿ESTÁ JUSTIFICADO IMPONER JURÍDICAMENTE LA MORAL?

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zadas en privado sean incluso legítimas. Por ejemplo, el mantener relaciones sexuales dentro del matrimonio y en privado, es considerado legítimo también por los partidarios de la moralización del derecho. En cambio, se considera indecente si esas mismas relaciones se llevan a cabo en la vía pública. Además, algunos de los ejemplos de prohibiciones que pone DEVLIN para aportar razones en favor de la moralización del derecho, en realidad pueden ser justificados apelando al daño a terceros, como es el caso de la penalización de la bigamia. Por último, HART sostiene que las ideas de DEVLIN encubren una confusión entre democracia y lo que podría denominarse populismo moral. La democracia es un sistema pensado para determinar quiénes deben gobernar. En este ámbito funciona el principio de la mayoría y está bien que esto sea así. En cambio, el populismo moral es la doctrina que establece que la determinación de cómo deben vivir las personas se toma por mayoría. El imponer los valores de la moral positiva, si esta imposición se quiere sustentar únicamente en la simple razón de que son los valores morales de la mayoría de una determinada sociedad, como ya sabemos, no está justificado moralmente. Pero esto, según HART, es precisamente lo que pretende equivocadamente DEVLIN. Puestas las cosas de este modo, parece indiscutible que HART tiene razón. ¿Estaríamos dispuestos a sostener que los nazis estaban legitimados moralmente para imponer sus leyes discriminatorias simplemente porque se correspondieran con la moral positiva de la sociedad alemana de la época (en el supuesto de que esto último fuera cierto)? ¿Aceptaríamos sin más que la práctica de ablación de clítoris que se practica en ciertas sociedades africanas está justificada moralmente porque en esas sociedades es mayoritariamente aceptada? No parece que podamos admitir fácilmente que estas prácticas estén legitimadas, por más que su erradicación pueda conducir a un cambio en la sociedad en la que se trate. Es más, podría decirse que lo que exige la moral crítica es precisamente que se den esos cambios de moral positiva. Dicho de otro modo, nada hay de valioso desde el punto de vista moral en que una sociedad inmoral se mantenga muy cohesionada y estable (sobre esta cuestión véase LAPORTA, 1993: 45-47). 3.

3.1.

LA IMPOSICIÓN DE LA MORAL CRÍTICA Y EL PROBLEMA DEL PERFECCIONISMO

El ideal moral

Al preguntamos acerca de si el derecho, desde el punto de vista moral, debe hacer efectiva la moral positiva de una sociedad, hemos visto que difícilmente esto se puede justificar apelando únicamente a la

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propia moral positiva. Ahora bien, si lo que ahora preguntamos es si un sistema jurídico debe reconocer las pautas de una moral crítica o ideal que se supone válida y tratar de imponerlas, tal vez la respuesta obvia sea la afirmativa. Parece una afirmación meramente tautológica decir que para que el derecho esté justificado moralmente, es decir, sea acorde con la moral crítica, debe hacer efectivos los principios de esa moral. Si esto fuera así, entonces la cuestión pasaría a ser qué actos se consideran inmorales. Si uno es liberal, por ejemplo, considerará que los actos inmorales son los que perjudican a terceros, con lo cual impondrá las prohibiciones correspondientes sobre estos actos, por ejemplo, sobre el acto de robar. Si otro es perfeccionista, opinará que la prostitución, por ejemplo, es inmoral (opuesta a la moral crítica) y entenderá que se debe prohibir, aunque no perjudique a terceros. Habría que reconocer, entonces, que las mismas razones que asisten al primero para prohibir el robo, asistirán al segundo para prohibir la prostitución. Pero este planteamiento de la cuestión es equivocado. Incluso un autor preliberal como Tomás DE AQUINO, ya percibió que es posible distinguir perfectamente diversos tipos de actos inmorales y mantuvo que sólo alguno de ellos debe ser jurídicamente reprimido. Lo que es tautológico es que para que el derecho esté justificado desde la moral crítica no debe violar los principios de ésta (sean cuáles fueren). Pero esto no es lo mismo que sostener la afirmación de que para que el derecho esté justificado según cierta visión de la moral crítica, debe reprimir las violaciones que las personas realicen de los principios de esa moral. Si esto es cierto, la posición según la cual el derecho sólo puede interferir con algunos actos inmorales es lógicamente coherente. Para ser además plausible, debe ir acompañada de cierta distinción entre diversos tipos de actos inmorales, para poder decir después cuáles de ellos pueden resultar afectados jurídicamente. Una posible distinción es la que toma en cuenta dos esferas o dimensiones de la moralidad. Por un lado, el conjunto de reglas que prescriben el comportamiento hacia terceros, que se puede denominar «moral pública» y los ideales de excelencia humana o modelos de virtud personal, que constituirían la «moral privada». La idea de que el derecho únicamente puede interferir con acciones que perjudican a terceros, se fundamenta en el punto de vista de que el derecho sólo puede hacer efectiva la moral pública y no la privada. Pero la justificación de esta idea depende, naturalmente, de la aceptación de ciertos principios, como el de autonomía de la persona, que analizaremos más adelante. La cuestión interesante y compleja que subyace a esta controversia es la que se refiere a qué aspectos de una concepción moral considerada válida, por lo tanto de la moral crítica, deben reflejarse en regulado-

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nes jurídicas. Puede haber acuerdo sobre la posibilidad de que justificadamente el Estado haga valer principios que afectan a la moral pública, como los que prohíben afectar ciertos intereses de individuos distintos del agente. Esta cuestión ya la abordé ampliamente en los dos capítulos anteriores. Ahora la problemática se centra en si el Estado puede hacer valer también a través de sanciones o cualesquiera otras técnicas de motivación, pautas relativas a la moral personal, es decir, aquellas que valoran las acciones por sus efectos en el carácter moral del propio individuo que las ejecuta. Es aquí donde encontramos el punto central de la discrepancia entre perfeccionistas y liberales, una vez dilucidadas las demás cuestiones. Mientras que la posición liberal en esta materia es que el derecho no puede dirigirse a imponer modelos de virtud personal o planes de vida, la posición opuesta es que es misión del Estado hacer que las personas se orienten correctamente hacia formas de vida virtuosa e ideales de excelencia humana (NINO, 1989: 203-204). Esto es entrar de lleno en los posibles inconvenientes que supone el planteamiento perfeccionista.

3.2.

El plan de vida ideal

El perfeccionismo se opone al principio de autonomía de la persona. Este principio establece que el Estado no debe interferir en la elección individual de planes de vida de una persona. Por el contrario, debe limitarse a diseñar instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente y debe impedir la interferencia mutua en el curso de tal persecución. Corolario de este principio será el de que el Estado sólo está legitimado para interferir en los planes de una persona cuando ésta cause un daño a otra, es decir, cuando impida que esta última pueda desarrollar libremente su propio plan de vida. El perfeccionismo, en cambio, sostiene que lo que es bueno para un individuo, o lo que satisface sus intereses, es independiente de sus propios deseos o de su elección de formas de vida y que el Estado debe, a través de distintos medios, dar preferencia a aquellos intereses y planes de vida que son objetivamente mejores, que en definitiva se entiende que corresponden con los de la moral crítica. El perfeccionismo es propio de Estados denominados fundamentalistas. Si por alguna razón, religiosa o de otro tipo, se considera que se ha alcanzado la verdad moral, entonces se entiende que el Estado tiene un deber de imponer las conductas que prescribe esa verdad moral, haciendo así a sus súbditos mejores, según el ideal. Ahora bien, esto no debería hacernos olvidar que también en los Estados de corte liberal se pueden hallar medidas cuya justificación dudosamente puede hallarse

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en la facilitación de los planes de vida que los individuos libremente elijan y que en cambio encajan mucho mejor en los postulados perfeccionistas. Por esta razón, tal vez tenga más sentido hablar de «medidas» o «prácticas» perfeccionistas (así como «medidas o prácticas liberales»), en vez de tomar todo el derecho de un país como perfeccionista o liberal. En un Estado en el que la mayor parte de sus normas se justifican por razones perfeccionistas, podemos hallar algunas cuya única justificación sea liberal, mientras que en Estados en los que la mayor parte de sus normas jurídicas se apoyarían en razones liberales, encontraríamos medidas cuya justificación es perfeccionista. Si entendiéramos que en las sociedades liberales en las que vivimos no deben justificarse las normas por razones perfeccionistas, tenemos un instrumento crítico poderoso con el que contemplarlas. Aunque en ocasiones esta tarea puede no ser tan fácil, como veremos al hablar del patemalismo. Antes de pasar a examinar con más detalle los principios en los que se debe basar un Estado liberal y las posibilidades de justificar el paternalismo, hay que afrontar primero una cuestión: ¿es posible que el perfeccionismo sea compatible con el liberalismo? Aunque pueda parecer que la pregunta así formulada es ociosa, ya que parece que existe una clara contraposición entre ambas concepciones, algunos autores han buscado formas de reconciliadas. A continuación examinaré únicamente dos argumentos que se han esgrimido en este intento. El primero, se refiere a la posibilidad de entender que el perfeccionismo implica el liberalismo. El segundo, defiende que el Estado no puede ser neutral, al menos de la manera que exige el liberalismo clásico.

3.3.

¿Desear ser autónomo es un plan de vida?

Hay quien sostiene que una concepción liberal bien entendida requiere aceptar postulados perfeccionistas. El argumento funciona del siguiente modo (HAKSAR, 1979). Sólo si asumimos que hay formas de vida superiores a otras podemos afirmar que hay algo que tienen en común todos los seres humanos, por ejemplo frente a los animales, que los hace acreedores de igual preocupación y respeto. La concepción perfeccionista llevaría entonces a valorar como mejores los planes de vida que expanden la autonomía de los individuos. Esto significaría que en una sociedad liberal, otros planes de vida son inferiores, aunque de ello no se siga que quienes los tienen merezcan menos respeto. Tampoco implica que haya que prohibir estos planes peores, ya que entonces no estaríamos respetando igualmente a cada persona. Pero el Estado puede abstenerse de facilitar planes de vida degradantes. Al mismo tiempo, debe facilitar y estimular los mejores planes de vida entre la juventud y entre los adultos que lo quieran. Hay que encontrar, entonces, un compromiso entre, por un lado, desalentar las formas de vida

¿ESTÁ JUSTIFICADO IMPONER JURÍDICAMENTE LA MORAL?

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inferiores, y, por otro lado, tolerar a quienes las siguen, permitiéndoles incluso la libre discusión de los méritos de esas formas de vida. Esta manera de intentar conjugar el liberalismo con el perfeccionismo puede ser criticada. En primer lugar, no está claro cuáles son los límites de la intervención estatal en favor de los planes de vida e intereses que se consideran privilegiados. Cuando los pensadores liberales se oponen al perfeccionismo, lo conciben como un tipo de filosofía política que amplía las funciones del Estado de modo que éste se convierte en árbitro de formas de vida, ideales de excelencia humana e intereses personales. No lo interpretan solamente como la posición moral de que hay formas de vida mejores que otras. Su discrepancia con el perfeccionismo es acerca de si la evaluación de planes de vida debe tener relevancia jurídica. Por eso es difícil que una vez redimensionado el tema, pueda existir una concepción ecléctica en este punto. ¿Por qué, si se acepta que existen planes de vida mejores que otros, la intervención estatal no debería ir destinada a potenciar por todos los medios, incluso penales, a los mejores? No se entiende que si se ha decidido, por las razones que sean, que hay un plan de vida mejor que otro, después el Estado no tome las medidas oportunas para imponerlo, aun a costa de los deseos subjetivos de los individuos. Pero la confusión de fondo del argumento que estoy criticando es suponer que la autonomía es una propiedad de algunos planes de vida, en lugar de una capacidad para elegir entre la más amplia variedad posible de planes de vida. Esta confusión hace que se pase imperceptiblemente del presupuesto del valor de la autonomía (que ningún liberal niega) a la conclusión de que el valor de los planes de vida es relevante para la actuación estatal (algo que sí niegan los liberales).

3.4.

¿Puede ser neutral el Estado?

Hay quien sostiene que es imposible ser neutral acerca de los ideales de lo bueno o excluirlos completamente como razones para la acción política. Por ejemplo, la posibilidad de neutralidad es puesta en duda por DwoRKIN, el cual ha sostenido que la concepción liberal de la sociedad debe enfrentar un serio problema, ya que al mismo tiempo que es escéptica respecto a las concepciones de lo bueno, ella misma es una concepción de lo bueno (DwoRKIN, 1971). Frente a esta posición, tal vez sea importante realizar una distinción que a veces se pasa por alto. Se trata de diferenciar entre concepciones de lo bueno y planes personales de vida (NINO, 1989: 209). El liberalismo indudablemente descansa en una concepción de lo bueno, o de lo que es socialmente bueno, según la cual la autonomía de los individuos para elegir y materializar proyectos y estilos de vida es intrínsecamente

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valiosa. Sobre esta cuestión los liberales no son escépticos. Pero de esto no se sigue que el Estado deba preferir ciertos planes de vida sobre otros. Al contrario, si «preferencia» incluye alguna idea de interferencia en la elección de planes de vida, la preferencia por algún plan de vida es incompatible con la concepción de la autonomía como intrínsecamente valiosa. 4.

LA CONCEPCIÓN LIBERAL DE LA SOCIEDAD

Siguiendo a NINo podemos afirmar que la concepción liberal de la sociedad se sustenta en tres principios: el principio de autonomía, el principio de la inviolabilidad y el principio de dignidad (NINo, 1989). El primero, al que ya hice referencia, se opone al perfeccionismo. De todas formas, merece aún algunas consideraciones para poder· calibrar todo su alcance y esto es lo que haré a continuación. Después diré alguna cosa respecto a los dos restantes principios, que se oponen, respectivamente, al utilitarismo y al determinismo. 4.1.

4.1.1.

El principio de autonomía de la persona El aspecto interno de las preferencias

Como ya dije antes, el principio de autonomía establece que el Estado no debe interferir en la elección individual de planes de vida de una persona. En este sentido, puede parecer de entrada que el liberalismo está intrínsecamente unido a una concepción subjetivista del bien. Parece que sólo si lo que es bueno en la vida depende de la subjetividad de cada uno se garantizaría la autonomía individual. Cada uno de nosotros sabe lo que más le conviene. Así, ni el Estado ni los demás individuos deberían interferir en la búsqueda de lo que da valor y sentido a mi vida. Si lo que es bueno para los individuos fuera algo objetivamente determinable (al margen de sus deseos) esto parecería proveer razones para imponérselo con independencia de sus deseos y preferencias. Pero las cosas no son tan sencillas. Por de pronto, hay que distinguir entre un enfoque interno de las preferencias y un enfoque externo. Si le preguntamos a una persona si es valioso para ella satisfacer sus deseos, seguramente dirá que sí, pero no simplemente porque son suyos. Probablemente aducirá que tiene esos deseos porque considera valiosos ciertos estados de cosas. Pero, si esto es así, en cuanto la gente dejara de considerar algo como valioso, dejaría de desearlo. Es más: nadie querría que su deseo de algo sea

¿ESTÁ IDSTIFICADO IMPONER mRÍDICAMENTE LA MORAL?

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satisfecho si su creencia de que es valioso es infundada. Uno puede desear someterse a un tratamiento médico porque cree que es valioso para ayudarle a superar una determinada enfermedad. Pero si un experto le muestra que esa creencia es equivocada, porque el tratamiento no es el adecuado, automáticamente desaparecerá el deseo. Esto obliga aparentemente a que para satisfacer deseos de otros tomemos en cuenta no el hecho de que los tengan, sino la validez de las razones que los determinan (RAz, 1986: 141). Esto supone reconocer el aspecto interno de las preferencias. Pero si se tiene en cuenta el aspecto interno de las preferencias y se las satisface únicamente en la medida de la validez de las razones en que ellas se apoyan, ¿no está desapareciendo la autonomía individual? ¿No será la consecuencia lógica de este razonamiento la de que hay que imponer valores con independencia de las preferencias de los individuos? Esta, efectivamente, es la conclusión que muchos han extraído. Pero no es necesario que sea así. Una forma de escapar a esta conclusión es considerar que la autonomía es un valor objetivo y que como tal forma parte de cualquier concepción válida del bien. Si la autonomía es una parte esencial del bien, este bien no se materializa si lo que da valor a la vida se intenta alcanzar, no por la acción del titular de cada vida, sino por la imposición de terceros. Esto, lejos de excluir, presupone que las razones sobre aquel valor que subyacen a las preferencias no pueden someterse a examen en el marco del discurso moral (ésta es la posición de NINo, 1989: 214). Por eso puede afirmarse que aunque resulte paradójico, el valor de la autonomía no sólo no deriva sino que ni siquiera es compatible con una visión externa de las preferencias como hechos subjetivos que se toman como datos, independientemente de la validez de las razones que determinan esas preferencias desde el punto de vista interno. El valor de la autonomía depende de que haya esas razones acerca de estados de cosas valiosos que subyacen a las preferencias y de que aquel valor de la. autonomía sea parte esencial del valor de la vida establecido por razones válidas. 4.1.2.

El grado de autonomía

Una última cuestión que podemos plantear respecto a este principio es si el mismo exige promover al máximo la satisfacción de los planes de vida o preferencias que la gente ha desarrollado, o más bien requiere maximizar la capacidad de elección de planes de vida o de formación de preferencias. Por supuesto, hay casos obvios en que una opción implica la otra. Si alguien no tiene medios, está claro que tampoco puede satisfacer ciertas preferencias. Sin embargo, se puede ver a través de

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un ejemplo que hay diferencias relevantes entre ambas opciones. Supongamos que los sujetos A y B ganan el mismo sueldo. Dejando de lado otras circunstancias, supongamos que eso hace que tengan las mismas opciones a su alcance, por ejemplo, respecto a qué hacer en su tiempo libre. Se les abre una gama de oportunidades como practicar deportes, ir al teatro una vez por semana o ahorrar para de vez en cuando ir de viaje. Supongamos que A ama el teatro y B desea con igual intensidad recorrer lugares remotos, ¿no podría alegar B que su autonomía está menoscabada, ya que no puede satisfacer su preferencia con igual frecuencia que A? Dejando de lado el problema de desigualdad que pueda implicar el ejemplo anterior, es interesante observar que aquí está en juego una cuestión de grado de autonomía. ¿Cómo hay que determinar el grado de autonomía, por la extensión de la clase de preferencias o planes de vida que los individuos puedan adoptar y satisfacer con mayor o menor intensidad, o por la medida en que el individuo pueda satisfacer la preferencia adoptada? En el primer caso, hay que tomar en cuenta los recursos (físicos, intelectuales, económicos) con que cuentan los individuos y habría que concluir que dos individuos con recursos equivalentes gozan del mismo grado de autonomía. En estas circunstancias, cumplir con el principio podría requerir que, en casos de desigualdad, se produzcan compensaciones entre diversas clases de recursos. En el segundo caso, hay que tomar como dato fijo las preferencias del individuo y sólo son relevantes los recursos para satisfacer esas preferencias. En este supuesto, dos individuos tendrán el mismo grado de autonomía en la medida en que sus respectivos recursos alcancen para satisfacer en la misma medida sus respectivas preferencias. Esta discusión plantea la cuestión de si el valor de la autonomía implica de forma preeminente el valor de la capacidad de optar por diversos planes de vida o preferencias, o el valor de la capacidad de satisfacerlos. Se puede decir que ambas capacidades son valiosas y que, en el caso de un mismo individuo no son incompatibles, ya que los recursos que expanden una capacidad expanden, en general, también la otra. Pero en el caso de distintos individuos esas capacidades sí pueden ser incompatibles, ya que los recursos que necesita un individuo para satisfacer una preferencia cara pueden reducir el listado de preferencias posibles de otros individuos, aun cuando sus preferencias presentes no requieran esos recursos. Frente a la anterior disyuntiva, la mayoría de los autores liberales se inclina por dar más valor a la capacidad de optar por diversos planes de vida que a la capacidad de satisfacer preferencias adoptadas. En una concepción liberal de la sociedad, los individuos deben ser responsables por la elección de planes de vida y la adopción de preferencias, Y no ver esa elección o adopción como un hecho del que son víctimas Y

¿ESTÁ JUSTIFICADO IMPONER JURÍDICAMENTE LA MORAL?

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que el Estado y los demás individuos deben compensar con recursos adicionales, como si se tratara de una disminución física. Aunque quedan muchas cosas por discutir y aclarar respecto al alcance del principio de autonomía y aunque algo más diré al hablar del patemalismo, sí que puede sostenerse, para acabar, que se trata de un principio que permite justificar, dentro de ciertos márgenes de indeterminación, los bienes acerca de los que versan ciertos derechos fundamentales en nuestras sociedades contemporáneas. Esos bienes son los indispensables para la elección y mantenimiento de los planes de vida que los individuos pudieran proponerse. Entre ellos estarían la libertad de realizar cualquier conducta que no perjudique a terceros, el derecho a la integridad corporal y psíquica, el derecho a la educación, la libertad de expresión, la libertad en el desarrollo de la vida privada y la libertad de asociación.

4.2.

El principio de inviolabilidad de la persona

Este principio establece que no es correcto moralmente imponer a las personas contra su propia voluntad sacrificios y privaciones que no redunden en su propio beneficio. A pesar de la vaguedad con que está formulado, servirá para nuestros propósitos, porque da una idea cabal del conjunto de acciones que están por él vetadas. Este principio parte de la base de que cuando se compele a alguien a privarse de un bien sin que obtenga por ello un beneficio mayor, tal sacrificio es un medio para obtener alguna finalidad ajena al bienestar del afectado. Aunque sea una idea más general que la que se acaba de dar, recuérdese en este sentido la emblemática segunda formulación del imperativo kantiano: «Actúa de tal modo que nunca trates a la humanidad, sea en tu propia persona o en la persona de cualquier otro, como un merp medio sino siempre al mismo tiempo como un fin en sí misma» (KANT, 1785). Esta idea de no instrumentalizar a las personas para obtener otras finalidades es una de las que empleamos para criticar en su momento las posiciones utilitaristas. Recordemos que el utilitarismo puede llegar a justificar el tratamiento de las personas como meros medios en beneficio de otros, al permitir que ciertos individuos sean sacrificados si el beneficio que otros obtienen, gracias a ello, es tal que se produce un incremento neto de utilidad social o felicidad general. El utilitarismo se ha defendido de esta acusación diciendo, por ejemplo, que una buena distribución es también un estado de cosas que es bueno maximizar (SCANLON, 1971: 99). Pero esto no excluye que se justifiquen algunos casos de sacrificio de algunos individuos en aras del superior beneficio de otros. Esta, como ya se dijo, es una razón para oponerse a la visión utilitarista de la

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pena, puesto que permite que se condene a un inocente si ello conlleva un aumento de la prevención general. Sin embargo, el punto central del ataque contra el utilitarismo que de inviolabilidad de la persona es que las se d?ctnnas utlhtanstas permiten el sacrificio de una persona para beneficiar a porque no dan relevancia moral a la separabilidad e independencia de las personas. En esto coinciden autores tan dispares como y NozrcK 1971: 26-27; NozrcK, 1974: 28-33). Éstos que el utlhtansmo pretende compensar el perjuicio que sufre un Individuo con el beneficio de que gozan otros, no tomando en cuencompensación cuando se gratifica a la misma persona ta .9ue sólo danada. Se dice que este enfoque surge cuando se extiende a una socieel modelo de que es apropiado cuando están en juego los solo En este último caso, sí que parece razoIntereses nable sacnflcar unos Intereses por otros más importantes de la misma persona.

4.3.

El principio de dignidad de la persona

Este principio puede entenderse en un sentido débil al ligarlo con respeto por decisiones, creencias y opiniones de las personas, o bien en un sentido fuerte, que vaya más allá de la manifestación de esas decisiones, creencias u opiniones e incluso en contra de las mismas. Veamos sucesivamente ambas formas de concebir el principio de dignidad. 4.3.1.

El respeto por las decisiones, creencias y opiniones personales

El principio de dignidad, en su versión débil, establece que las personas deben ser tratadas según sus decisiones, intenciones o manifestaciones de La importancia de este principio radica en en la medida en que lo adoptemos y no tengamos una justificación váhda para adoptar otros principios que prescriban tomar también en cons.ideración propiedades diferentes de las personas (como el color de su piel o su grado de inteligencia), es un ingrediente fundamental de la liberal de la sociedad. Surgiría, así, la ilegitimidad moral de ciertas medidas o instituciones que discriminen a las personas sobre de factores que no están sujetos a la voluntad de los individuos. la Esta Idea conecta de pleno con lo que vimos al hablar del desafío del deteJ?llinismo a la hora de justificar las penas. Vimos entonces que era preciso tomar en consideración la forma en que nos comportamos como seres humanos. Ahora podemos decir algo más al respecto.

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Nuestra dignidad como personas no se ve menoscabada únicamente cuando nuestras decisiones son asimiladas, por ejemplo, a enfermedades, sino cuando lo mismo ocurre con nuestras creencias y las opiniones que las expresan. Por eso, puede decirse que este principio debería ampliarse para tomar como relevantes no sólo las decisiones sino también las creencias y opiniones de los individuos. Cuando alguien toma nuestras creencias y opiniones como objeto de tratamiento y no las pone en el mismo nivel que sus propias creencias y decisiones, tales como las que lo llevan a adoptar esa actitud hacia nosotros, sentimos que no nos trata como un igual al negarnos el estatus moral que nos distingue tanto a él como a nosotros de los restantes objetos que pueblan el mundo. En definitiva, se trata de tomase en serio las creencias y opiniones de la gente tanto como sus decisiones. Ahora bien, ¿cuál es el alcance de esta idea? En relación con las creencias y opiniones de una persona, tomárselas en serio significa que si queremos proponer un cambio en ellas éste tiene que pasar a través del planteamiento de argumentos y pruebas, es decir, operando sobre los factores que el individuo tomó en cuenta en la formación de la creencia, y no, por ejemplo, a través de manipulaciones de su cerebro. Respecto a tomarse en serio las decisiones de un individuo, hay que advertir una cosa muy importante. Respetar la voluntad del individuo no es lo mismo que satisfacer sus deseos. Consiste, entre otras cosas, en permitir que el individuo asuma aquellas consecuencias de sus decisiones que él haya tenido en cuenta al adoptar la decisión, que es tanto como decir que hay que permitir que incorpore esas consecuencias al curso de su vida. A diferencia del caso de las creencias, ahora no es correcto ofrecer argumentos o pruebas, salvo para las creencias que fundamentan la decisión. Pero, obviamente, tanto para el caso de las creencias como para el de las decisiones sería incorrecto moralmente tratarlas de condicionar con métodos tales como la manipulación del cerebro. Este principio, en definitiva, sirve para justificar la admisión de causas de nulidad en los contratos y las excusas penales, que están en la base del redimensionamiento que dimos al determinismo en su momento. Ahora bien, plantea la duda acerca de si ciertas intervenciones que van en contra de la voluntad de un individuo, incluso expresada explícitamente, pueden estar justificadas porque están tomadas en su propio beneficio. Esta es la cuestión que plantearemos al hablar de la posibilidad de justificar medidas paternalistas. Pero antes, hay que decir algo acerca de otra forma de entender el principio de dignidad y que tiene que ver con el carácter simbólico de las instituciones.

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4.3.2.

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El elemento expresivo de las instituciones

Un ejemplo recurrente en la literatura sobre la extensión del principio de autonomía individual que un liberal tiene que estar dispuesto a aceptar es el que hace referencia al caso del esclavo feliz. Podemos imaginar a una persona adulta que decide autónomamente convertirse en esclavo de otra. Supongamos que esa persona ha tomado esa decisión sin que se diera ningún vicio del consentimiento. Además, aceptemos que a pesar de su condición de esclavo (o quizás gracias a tal condición) disfruta de un alto bienestar relativo. Es decir, con el paso que ha dado ha ganado en bienestar, en el sentido que tiene cubiertas en alto grado sus necesidades básicas y sus preferencias. ¿Podría estar injustificada esta decisión desde una perspectiva liberal? Si se toma como punto de partida el principio de autonomía de la persona, se podría argumentar que, al tomar la decisión de convertirse en esclavo de otro, un individuo lo que hace es privarse de la posibilidad de tomar decisiones autónomas en el futuro. Por tanto, aunque pueda aceptarse que la primera decisión es autónoma, se trata de una decisión que impide el ejercicio de futuras decisiones y, en ese sentido, :eodría estar injustificada si se apela sólo al principio de autonomía. Este es el argumento que emplea MILL en este caso, como veremos más adelante. Sin embargo, este argumento parece estar basado en el hecho de que el estado de esclavitud es cerrado, es decir, que una vez adoptado ya no cabe dar marcha atrás. Pero imaginemos que se trata de un régimen abierto, en el sentido de que el esclavo puede dejar de serlo cuando quiera. Alguien podría decir que eso ya no es esclavitud, pero admitamos que lo es simplemente a efectos argumentativos. En este caso, parece que el principio de autonomía no podría vetar una conducta como ésta. Pero, ¿esto supondría que no se podría criticar tal conducta desde una perspectiva liberal? Puede intentarse otra vía, que es la que pasa por tomar en cuenta el principio de dignidad, con un alcance mayor que el que le hemos dado hasta ahora. Para empezar, el principio de dignidad requiere que nuestras acciones, prácticas e instituciones comporten una actitud de respeto a las personas. Esto tal vez debe llevarnos a un sentido fuerte del citado principio que lo haga independiente tanto de la autonomía como del bienestar de un individuo. Así, pues, si dos personas pueden de hecho disfrutar del mismo nivel de bienestar y ejercer el mismo grado de elección, pero una de ellas es un esclavo y la otra no, entonces el mal de la esclavitud no residiría ni en la falta de autonomía ni en la carencia de bienestar. Puede decirse entonces que la esclavitud sigue siendo algo reprochable porque consiste en una violación de la dignidad. ¿Pero es esto así en el ejemplo que hemos puesto?

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El camino para llegar a una respuesta afirmativa a la anterior pregunta pasa por entender la idea de que las instituciones tienen un elemento expresivo que las acompaña. En el caso que nos ocupa, el hecho de explotar a una persona para el beneficio exclusivo de otra, originándole daños y sufrimientos supone el paradigma de la violación del imperativo categórico que ya hemos visto. Los casos estándar de esclavitud consisten precisamente en esto. Por ello, no es extraño que la esclavitud se asocie en nuestras mentes con un caso claro de indignidad. Pero, aunque esta asociación tiene un fundamento empírico (todos conocemos supuestos reales de esclavitud en los que históricamente se dieron actos de explotación como los descritos), no es preciso que tales datos empíricos se den en cada uno de los casos de esclavitud que nos encontremos. El significado que asociamos a la esclavitud como un insulto a la dignidad humana se mantiene incluso en una situación como la que hemos puesto en el ejemplo imaginario, en el que los efectos perniciosos respecto a la autonomía y el bienestar del esclavo por hipótesis no se dan. Esto que sucede con el ejemplo de la esclavitud se puede generalizar. En palabras de DAN-COHEN: «Una vez que una clase de acciones (action-type) ha adquirido una significación simbólica en virtud del desprecio que típicamente genera, las acciones pertenecientes a esa clase (tokens) poseerán esa significación y comunicarán el mismo contenido aun cuando la razón (que generó el desprecio) no se les aplique» (DAN-COHEN, 2002: 162). En el caso de la esclavitud, puesto que la institución está cargada y con razón de una connotación negativa, esa connotación se traslada al caso concreto del esclavo feliz, aunque en este supuesto no se den las circunstancias que hacen que para nosotros la institución de la esclavitud sea inmoral. Por cierto, aunque este autor limita su argumento a los supuestos de elementos expresivos negativos, no veo por qué no podría servir también para los casos de instituciones que incorporan en la visión de la gente elementos expresivos positivos. Por ejemplo, en la disputa que se originó en España acerca de la citada ley de matrimonios entre personas del mismo sexo, hubo quien argumentó que había un problema puramente verbal, que se resolvería llamando de otra forma la unión entre personas del mismo sexo. Pero esta maniobra oculta el verdadero problema. Es razonable pensar que quienes reclamaban el derecho a contraer matrimonio entre personas del mismo sexo, querían llamarle «matrimonio» y no otra cosa, por cuanto entendían, con base empírica o no, que a la institución matrimonial va asociado un elemento expresivo, en este caso positivo, que confiere un cierto estatus bien visto en nuestra sociedad. Esta visión fuerte del principio de dignidad humana puede ocasionar algún problema para una visión liberal, ya que habrá que ser más

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a la de dar por bueno en casos concretos el simple consentimiento del Interesado como fundamento para legitimar una determinada práctica. Esta complejidad, sin embargo, se puede ver compensada por el realismo que encierra esta propuesta. 5.

LAS MEDIDAS PATERNALISTAS

La combinación de los tres principios analizados referidos a la autonomía, la inviolabilidad y la dignidad de las personas, tiene una serie de consecuencias que pueden observarse muy claramente cuando se presta atención al problema de la justificación del patemalismo, en general, y de las concretas medidas o prácticas patemalistas, en particular. El principio de autonomía de la persona veta la interferencia en la libre elección y materialización de ideales de excelencia humana y planes de vida por parte de los individuos, salvo que, como surge del principio de inviolabilidad, el ejercicio de esa libertad implique poner a otros individuos en situación de menor autonomía relativa, o que tal como se sigue del principio de dignidad, al menos en su versión débil, el propio individuo cuya autonomía se restringe consienta esa restricción en determinadas circunstancias. También vimos que el principio de autonomía se oponía frontalmente al perfeccionismo, a pesar de algunos intentos por hacerlos compatibles. Quien defiende medidas perfeccionistas entiende que el Estado no puede permanecer neutral frente a las concepciones de lo bueno que tengan sus ciudadanos y debe adoptar la medidas educativas, punitivas o cualesquiera otras que sean necesarias para que los individuos ajusten su vida a los verdaderos ideales de la virtud y el bien. Pero sabemos que el perfeccionismo no puede ser defendido consistentemente en el ámbito del discurso moral, lo cual no significa que uno tenga que ser escéptico respecto a las concepciones de lo bueno y no pueda admitir que existen criterios intersubjetivos para apoyar su validez. Sin embargo, el perfeccionismo debe ser cuidadosamente distinguido del paternalismo. 5.1.

Diferencias con las medidas perfeccionistas

El patemalismo estatal no consiste en imponer ideales personales o planes de vida que los individuos no han elegido, sino en imponer a los individuos conductas o cursos de acción que son aptos para que satisfagan sus preferencias subjetivas y los planes de vida que han adoptado libremente.

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Cuando pensamos en la obligatoriedad de la enseñanza básica o en la obligatoriedad del cinturón de seguridad, no creemos que sean medidas perfeccionistas. Si el patemalismo fuera equivalente al perfeccionismo, el aceptar estas obligaciones socavaría la plausibilidad de una concepción libre de presupuestos perfeccionistas. Un paternalismo no perfeccionista está dirigido a proteger a los y omisiones de ellos mismos que afectan a sus propios Intereses subjetivos o a las condiciones que los hacen posibles. Hay que admitir, sin embargo, que la línea fronteriza que separa una medida paternalista de una medida perfeccionista a veces puede resultar muy tenue y es fácil traspasarla. 5 .1.1.

La justificación de la educación obligatoria

Tomemos como ejemplo la obligatoriedad de la enseñanza básica. Con la simple constatación de que un determinado Estado ha implantado la obligatoriedad de cursar estudios, pongamos hasta los catorce años, no podemos afirmar con rotundidad si se trata de una medida paternalista o perfeccionista. En un Estado fundamentalista se puede establecer esta obligación y en cambio no constituir una medida paternalista, sino perfeccionista. La clave para distinguir entre una y otra está en la razón por la cual se establece esa obligación, y en el consiguiente contenido de la educación que debe ser coherente con dicha razón. Un Estado perfeccionista seguramente establecerá esta medida por cuanto con ella se pretende inculcar en los menores un determinado ideal que no ha sido escogido por ellos, limitándoles así la potencial elección de planes de vida y ideales de excelencia para el futuro. La educación en una sociedad liberal, en cambio, debería estar exclusivamente destinada a desarrollar la autonomía individual, contribuyendo a que los menores cuando sean adultos estén en condiciones de elegir por sus propios medios cuáles van a ser sus planes de vida. Si una persona a los dieciocho años decide estudiar medicina, tiene que haber recibido con anterioridad la formación suficiente para que esto sea factible. En definitiva, uno de los bienes más relevantes para la elección de planes de vida es el acceso libre al conocimiento. Se podrían plantear al menos dos objeciones al esquema que de presentar. La primera objeción sería considerar que tomarse en se.r;o el principio de autonomía de la persona con respecto a la educacion básica, debería llevar a incitar a los jóvenes a que experimentaran diversas formas de vida, aun las más extravagantes, lo cual no parecería razonable (HAKSAR, 1979). Frente a esta objeción cabe decir que, en condiciones de inmadurez, la experimentación de ciertas formas de comportamiento humano genera el peligro de alcanzar un punto de no

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retomo (piénsese, por ejemplo, en el mundo de la droga), por lo que, a la larga, en vez de aumentar posibilidades de elección, lo que puede hacer es restringirlas dramáticamente. Una segunda objeción sería la que considerase que la educación del menor no puede tener como única finalidad el desarrollo de la autonomía individual. En este punto se plantea un problema interesante y de actualidad en el sentido de preguntarnos si, en países en los que hay alternativas distintas de educación (por ejemplo, escuela pública y escuela privada), el Estado debe permitir que en las escuelas privadas se impartan aquellos contenidos que los padres consideren pertinentes. ¿Hasta qué punto la imposición de valores por parte de los padres, a través de las escuelas libremente elegidas por ellos, es compatible con una sociedad liberal? Y, lo que es la otra cara de la moneda, ¿está legitimado el Estado para imponer algún tipo de valores a través, por ejemplo, del establecimiento de asignaturas como la de «Educación para la ciudadanía»? La respuesta a estos interrogantes no es fácil. Para alguien que abogue por el establecimiento de una sociedad liberal, debería asegurarse simplemente que los contenidos que se imparten, bien sea en la escuela privada por voluntad de los padres o bien en la pública por decisión del Estado, no vulneran los principios de autonomía, inviolabilidad y dignidad. Pero esta formulación abstracta, cuando haya que aplicarla a situaciones concretas, puede resultar problemática por cuanto no siempre va a ser fácil establecer los límites requeridos. No obstante, algo puede decirse al respecto. Por ejemplo, parece bastante razonable suponer que, aunque se admita que los padres pueden ejercer una influencia en los valores de sus hijos, ésta debe ir disminuyendo a medida que éstos se hacen mayores y, por tanto, cada vez son más capaces de tomar sus propias decisiones. Respecto al contenido, puede decirse que estará legitimado aquel que consiga expandir el abanico de posibilidades futuras para que los jóvenes puedan materializar sus planes de vida (AcKERMAN, 1980: 139). En cuanto a la posibilidad de concebir asignaturas tales como la anteriormente citada como medidas de «adoctrinamiento» o perfeccionistas, hay que ser cautelosos en la respuesta. Esta respuesta pasará por indagar si desde la perspectiva liberal, en las sociedades democráticas existe algún tipo de deber que incumba a los ciudadanos por el hecho de serlo. Si es así, tal vez se pueda hallar un camino para justificar la transmisión de cierto tipo de información y de valores.

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5.1.2.

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Educar al ciudadano

Los teóricos liberales hasta hace bien poco se preocupaban casi exclusivamente de la justificación de los derechos, pero nada decían acerca de las responsabilidades de los ciudadanos. Hasta el punto de que se pensó que la insistencia en la libertad, la neutralidad o el individualismo hacía del concepto de las virtudes cívicas algo ininteligible (MOUFFLE, 1992). Sin embargo, desarrollos recientes de la teoría liberal indican que es posible aunar las aspiraciones liberales con la justificación de cierto contenido mínimo de la responsabilidad política del ciudadano. Si esto es así, entonces la educación en ciertos valores democráticos podría considerarse compatible con la concepción liberal de la sociedad (véase, sobre esta sección, VILAJOSANA, 1996b). GALSTON establece una clasificación de las virtudes necesarias para una ciudadanía responsable (GALSTON, 1991: 221-224). Tales virtudes pueden ser generales, sociales, económicas y políticas. Aquí concentraré mi atención sólo en estas últimas, aunque no hay que despreciar al resto dado su potencial como elementos justificadores del contenido de la educación de la ciudadanía. Entre las virtudes políticas se encuentran dos especialmente relevantes, ya que son susceptibles de generar un amplio consenso en torno a ellas:

1) 2)

Aptitud para evaluar las realizaciones de los gobernantes. Disposición para comprometerse en el discurso público.

La necesidad de evaluar y, en su caso, cuestionar a la autoridad surge en parte del hecho de que los ciudadanos en una democracia representativa eligen a quienes gobernarán en su nombre. Por consiguiente, una responsabilidad importante de los ciudadanos consiste en controlar a las autoridades y juzgar su conducta. La necesidad de comprometerse en el discurso público surge del hecho de que las decisiones de un gobierno democrático deben tomarse públicamente, a través de la discusión libre y abierta. Pero, como dice ÜALSTON, esta virtud no consiste sólo en participar en política para hacer que se conozcan las propias opiniones, sino más bien incluye la disposición a tomarse en serio una serie de opiniones que, dada la diversidad de las sociedades liberales, incluirán ideas que uno puede considerar extrañas. En definitiva, se trata de estar dispuestos a convencer y a convencerse mediante buenas razones y no a través de la manipulación o de la coerción (GALSTON, 1991: 227). Esto está perfectamente de acuerdo con los principios de autonomía y de dignidad de la persona. MACEDO también ha insistido en la importancia de esta segunda virtud a la que llama «razonabilidad». Los ciudadanos, para esta concep-

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ción, deben justificar sus demandas políticas en términos que los demás ciudadanos puedan entender y aceptar como consistentes con su estatus de ciudadanos libres e iguales. Por tanto, no es suficiente invocar la escritura o la como ocurre con la práctica religiosa (MACEDO, 1990: cap. 7). Esta es la razón por la que los teóricos comunitaristas se equivocan al pensar que la cualidad de ser buen ciudadano puede basarse esencialmente en virtudes privadas. La razonabilidad pública que se exige en el debate político es innecesaria y aun indeseable en la esfera privada (KYMLICKA y NoRMAN, 1994: 366, nota 18). Estas dos virtudes políticas son las candidatas idóneas a constituir el contenido mínimo de la responsabilidad política del ciudadano. Ninguna sociedad será democrática si no posee ciertos canales de discusión y participación pública de los ciudadanos y si éstos no pueden criticar y, en su caso, remover a los gobernantes que ellos han elegido. Se puede discutir, claro está, la extensión de la participación y las condiciones para que las discusiones públicas se desarrollen en pie de igualdad. Eso podría llevar a la conclusión de que sostener esas virtudes no es aportar ningún contenido plausible a la responsabilidad política del ciudadano. Es cierto que, dadas las propias características de tales virtudes, ellas son compatibles con muy distintos contenidos posibles, lo cual hace que éstos no puedan determinarse ex ante. También es cierto que las diversas circunstancias del mundo real harán necesario un análisis casuístico para aplicarlas. Pero, aun así, y siempre actuando con cautela en el establecimiento de los contenidos que puedan darse en ciertas materias en la enseñanza obligatoria, si éstos sirven para estimular esas virtudes, basándose en informaciones verdaderas, no parece que se opongan a la concepción liberal aquí esbozada. Ocurre, más bien, que si la existencia de una sociedad liberal exige la existencia de un sistema político democrático, puesto que sólo en éste se pueden desarrollar convenientemente los planes de vida de las personas, y este sistema político requiere la existencia de ciudadanos comprometidos con esas virtudes, entonces que se adquieran estas virtudes es exigible desde los postulados democráticos y los liberales, ya que se trataría de una condición necesaria de la existencia tanto de la democracia como de la sociedad liberal. 5.1.3.

Problemas de interacción

otro conjunto de medidas que tienen un fuerte componente patemalista, aunque en ocasiones entremezclado con la protección de terceros. Se trata de las medidas destinadas a facilitar la cooperación, resolviendo problemas de coordinación, y las empleadas para resolver

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situaciones de dilema del prisionero, a las que ya aludimos en su momento. Ésos son los casos de los sistemas obligatorios de salud y seguridad social, en los que, si no fuera por la imposición externa, los individuos sujetos a esas medidas podrían decidir aisladamente que lo más conveniente para ellos es no participar del esquema y funcionar como free-riders, disfrutando así de los beneficios que les proporcionaría el aporte realizado por los demás. O bien podrían escoger un sistema privado de protección, dejando el público para los menos pudientes. Si esta forma de funcionamiento se generalizara, entonces todos se acabarían perjudicando, pues dejaría de existir el sistema de protección a la salud (razón por la cual la medida patemalista estaría justificada), o bien, en el segundo caso citado, se perjudicaría a los menos favorecidos (lo cual debería evitarse para proteger legítimamente la autonomía de los menos autónomos).

5.1.4.

El valor de la comunidad

Existe una última cuestión a la que me quería referir en este momento. ¿Qué ocurre con las personas que tienen una fuerte preferencia por delegar en otras la regulación de aspectos importantes de su vida, incluso aspectos tales como su actividad sexual, sus relaciones familiares, sus momentos de ocio, etcétera? Las personas que deciden vivir en comunidades más o menos cerradas porque ése es su plan de vida, ¿tienen cabida en el esquema liberal? El paternalismo que se puede ejercer dentro de esas comunidades, piénsese por ejemplo en comunidades que comparten la misma religión, ¿puede estar legitimado desde una perspectiva liberal? La respuesta a esta pregunta no es fácil y seguramente exige una serie de matices que ahora no estoy en condiciones de ofrecer. Sin embargo, se puede avanzar en la respuesta diciendo que, en principio, una sociedad liberal es compatible con la existencia de ese patemalismo comunitario siempre que se ejerza a través de comunidades voluntarias, en las que los individuos que las formen tengan la plena libertad de ingresar en ellas y de salirse cuando lo deseen (por lo cual se excluye el funcionamiento de las llamadas «sectas destructivas»). Una sociedad liberal puede ofrecer una estructura básica dentro de la cual grupos de individuos puedan ensayar formas de materializar sus distintas visiones de una sociedad ideal. Muchos han pensado que lo que ocurre en estas comunidades podría trasladarse al Estado y así se podría justificar el intento de imponer una determinada visión de la sociedad perfecta a toda la población, es decir, se podría justificar el perfeccionismo. Pero los Estados no constituyen el ámbito más adecuado para ensayar modelos de vida uniforme. En primer lugar, porque no consisten en asociaciones voluntarias, como vimos al hablar de las difi-

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cultades de legitimar su existencia a través del consentimiento y en concreto de la dificultad que existiría para «salirse» del Estado. En segundo lugar, por cuanto la riqueza cultural de un Estado suele consistir justamente en tener modelos distintos de vida, con lo que cualquier intento por unificarlos en un esquema unitario ideal, sacrificaría injustificadamente a quienes no se acomodaran al mismo. En definitiva, así como hay personas que están perfectamente contentas y satisfechas viviendo una vida en un entorno de diversidad propio de una sociedad abierta sin tener excesivos compromisos con ninguna de las comunidades que en ella se encuentran, también hay quien necesita estar rodeado de gente que tenga sus mismos ideales y sus mismas actitudes, compartiendo la responsabilidad de hallar los medios para satisfacer los objetivos comunes y aunando sus esfuerzos y recursos en esa dirección. Lo único que hay que decir al respecto es que este tipo de comunidades es compatible con el principio de autonomía en la medida en que sus miembros no sean indebidamente adoctrinados y tengan siempre plena conciencia de la existencia de otras alternativas. Esto es de especial importancia para los menores que en ellas se encuentran y sigue siendo cierto que una sociedad liberal únicamente podría admitir que éstos sean educados con las herramientas necesarias para que cuando sean adultos puedan tomar sus propias decisiones. Esto, seguramente, no es factible sin ejercer un cierto control externo de estas comunidades.

5.2.

Razones en contra del paternalismo

Dicho lo anterior, por paternalismo entenderé la intervención coactfva en el comportamiento de una persona con el fin de evitar que se dañe a sí misma (en este apartado seguiré el esquema planteado en GARZóN, 1987). Si se asume que la única razón para que el derecho pueda intervenir coactivamente en la actividad de los ciudadanos es la de evitar que dañen a terceros, entonces toda medida paternalista sería ilegítima. En este sentido se expresó John Stuart MILL, al decir que «el único propósito para el cual el poder puede ser correctamente ejercido sobre cualquier miembro de una sociedad civilizada, en contra de su propia voluntad, es el evitar un daño a los demás. No puede correctamente ser obligado a hacer u omitir algo porque sea mejor para él hacerlo así, porque ello vaya a hacerlo más feliz, porque, según la opinión de los demás, hacerlo sería sabio o hasta correcto» (MILL, 1859: 135). Si MILL tuviera razón, parece que no sólo el perfeccionismo y el moralismo jurídico estarían vetados, sino también el paternalismo. ¿Es esto así? ¿No puede hallarse ninguna justificación moral del paternalismo sin salirse del ámbito del liberalismo ampliamente entendido? Ana-

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licemos las posibles objeciones al paternalismo y después tal vez lleguemos a la conclusión de que determinados tipos de medidas paternalistas se pueden justificar desde esta misma perspectiva liberal. Las críticas más frecuentes que se han hecho al paternalismo se pueden resumir en tres argumentos: el argumento utilitarista, el argumento del respeto a la autonomía de la persona y el argumento de la violación del principio de igualdad. Veamos el sentido y el alcance de estos argumentos. 5.2.1. .

El argumento utilitarista

Este argumento, que también fue esgrimido por J. S. MILL, parte de la idea bastante intuitiva de que nadie es mejor juez que uno mismo con respecto a lo que daña a sus propios intereses. Por otro lado, las interferencias del Estado en los asuntos que competen únicamente al individuo se basan forzosamente en presunciones generales que pueden ser totalmente equivocadas y, en el caso de que sean correctas, es probable que sean mal aplicadas a los casos individuales. Si esto es así, concluye MILL, la humanidad sale ganando si permite que cada cual viva como le parezca bien y no lo obliga a vivir como le parece bien al resto. ¿Es plausible este argumento? Por de pronto, puede afirmarse que si lo que quiere decir MILL es que siempre y en toda circunstancia cada uno de nosotros sabe mejor que nadie lo que le conviene, esto es sencillamente falso. El propio MILL se dio cuenta que al menos había que establecer dos excepciones: los contratos de esclavitud y el gobierno de «bárbaros». En efecto, aunque alguien crea, por las circunstancias que sean, que le conviene firmar un contrato por el que se compromete a ser el esclavo· de otra persona, renunciando a su libertad para siempre, este tipo de contratos no pueden justificarse. Nadie está legitimado para realizar un acto de aparente libertad por el que renuncia a poder realizar nunca más otros actos libres. MILL considera que esto es así sea cual fuere la contrapartida que se recibiera a cambio. Sin embargo, con la admisión de esta excepción MILL se sale del argumento de carácter utilitarista. Un utilitarista coherente (al menos, un utilitarista del acto) no tendría que prejuzgar todos los casos de contratos de esclavitud, ya que la justificación en cada caso vendría dada precisamente por la contrapartida. Si esta contrapartida incrementa la utilidad general de los afectados, un utilitarista consecuente debería admitir que se justifica el citado contrato. Si esto parece extraño, piénsese en un caso bien conocido como es el de una monja de clausura. En algún sentido relevante, una monja de clausura decide voluntariamente limi-

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tar de una manera importante su capacidad futura de tomar decisiones, porque obtiene como contrapartida el cumplimiento de un cierto ideal, lo cual la hace más feliz y compensa con creces su pérdida de autonomía. Parece, pues, que el argumento utilitarista podría justificar casos de esclavitud, en contra de lo que pensaba MILL. No ocurre lo mismo si tomamos el sentido amplio del principio de dignidad de la persona, tal como vimos en su momento. MILL acepta una segunda excepción a su principio general, que sería el caso en el que una sociedad todavía no ha llegado a un grado de civilización adecuado. Así, este autor considera que «el despotismo es un modo legítimo de gobierno para manejar a los bárbaros, dado el fin de su promoción y los medios realmente destinados a tal fin» (MILL, 1859: 136).

En las dos excepciones anteriores se pone de relieve que los sujetos expuestos a la acción paternalista parecen presentar algún tipo de déficit, debilidad o incompetencia que justificaría una excepción al principio del daño a terceros como fundamento exclusivo de la coacción estatal. El argumento que estamos comentando se basa también en la idea de que toda intervención ajena en el comportamiento de un individuo se tiene que basar en presunciones generales, que no tienen por qué acertar en el supuesto de aplicación al caso concreto. Pero esta premisa también es difícil que encaje en el entramado de MILL. Una primera razón de ello estriba en que se basa en la suposición de que sabemos lo suficiente acerca de cómo la gente ha sido afectada por acciones pasadas para concluir que sus intereses han sido afectados por los intentos pasados de intervención paternalista. Pero, si eso es así, se está sugiriendo que tenemos conocimiento suficiente de los intereses de los otros. Esto último, sin embargo, entra en conflicto con la idea de que no conocemos los intereses de los demás lo suficientemente bien como para determinar cuándo la intervención paternalista puede estar justificada (LYONS, 1984: 174). Hay que subrayar además que si no conocemos bien los intereses de los demás resulta muy difícil seguir sosteniendo que tenemos que maximizar la felicidad o la utilidad general, puesto que para cumplir con esto último tenemos que hacer un cálculo de utilidades o de felicidad, el cual resulta imposible sin saber cuáles son los intereses de los demás. 5.2.2.

El argumento del respeto a la autonomía de la persona

Este argumento vendría a sostener que el admitir medidas paternalistas destruye la autonomía del individuo. Si entendemos que el respe-

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to por la autonomía de la persona es el fundamento último de todo estado justo, entonces el paternalismo estará injustificado. . Ya vimos en su momento algunas cuestiones relativas al contenido y al alcance de este principio. Ahora podemos preguntarnos ¿en qué sentido se está utilizando el término «autonomía»? A continuación sólo apuntaré dos de los sentidos posibles, los más frecuentemente esgrimidos por los críticos, para ver a renglón seg_uido si hay ?uenas para considerar que en alguno de estos sentldos las medidas paternahstas eliminan la autonomía individual (HusAK, 1981: 34-39). U na primera forma de entender la autonomía es como oportunidad del agente para ejercer su capacidad de elección. En este sentido, una persona es autónoma en la en que se han los obstáculos para que en la oportunidad del caso pueda eJercer su hbertad de acción. Un caso claro de obstáculo sería aquel en que a una persona le colocan una camisa de fuerza. ¿Se parecen las medidas paternalistas a estos supuestos? Parece que, en general, poco tienen que ver con esto. La obligación de usar el cinturón de seguridad en los vehículos no puede ser equiparado a la utilización de una camisa de fuerza. Quienes han padecido un accidente y por el de no llevar puest? el cinturón han resultado gravemente dañados, tlenen menos oportunidades de llevar a cabo sus decisiones en el futuro. Por tanto, parece que lo que disminuye la autonomía en estos casos es precisamente incumplir la medida paternalista. Otro sentido posible de «autonomía» es el de capacidad de elección. La persona con una camisa de fuerza tiene capacidad de elección, aunque no puede ejercerla. Casos paradigmáticos de interferencia en la capacidad de elección serían, por ejemplo, algún de médicas destinadas a corregir ciertas conductas consideradas desviadas desde cierto punto de vista. Por ejemplo, la castración física o, incluso la llamada «castración química» en el caso de los violadores, podrían entenderse como intervenciones de este tipo. Sin embargo, no está claro que las medidas paternalistas priven de la capacidad de elección del mismo modo que este otro tipo de intervenciones. De hecho, puede estarse bajo coacción y no perder, en cambio, este tipo de Es más, si una intervención paternalista es eficaz para proteger el bienestar físico de una persona, su capacidad de elección está en realidad preservada por la interferencia. Pensemos, por ejemplo, qué sucede cuando una persona tiene algún tipo de adicción. Una coerción razonable sobre ella puede estar justificada precisamente si le permite recobrar la capacidad de elección que ha perdido a causa de la adicción. Aunque se pueda pensar que uno entra libremente en el consumo de droga cuando ya se ha generado la adicción, suele decirse de uno que ha a ser «esclavo de la droga» destacando con que deja tener la capacidad de elección que tenía antes de consunnrla. Las medi-

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das patemalistas en estos casos van en la dirección de aumentar la capacidad de elección y no de disminuirla. 5.2.3.

El argumento de la violación del principio de igualdad

Podría argumentarse que siempre que se toma una medida paternalista se reproduje un esquema de desigualdad. Quien adopta la medida está siempre en un plano superior que el del receptor de la misma y esto vulneraría el principio de igualdad. ¿Es razonable este argumento? Aunque pueda parecer de entrada que esa situación asimétrica entre el emisor de la medida patemalista y el receptor se da siempre en este tipo de situaciones, lo cierto es que no es así. Para empezar, existen medidas de lo que se puede denominar patemalismo recíproco, que no reproducen el esquema asimétrico. Por ejemplo, el caso de una pareja en la que sus miembros tengan tentación por el juego. Sabiéndolo, pueden establecer una especie de control mutuo en que cada uno de ellos impida al otro ceder a la tentación. Estos son casos bien conocidos de debilidad de la voluntad y se dan también a nivel jurídico. Lo cierto es que tales medidas pueden ser previstas por el propio sujeto, débil de voluntad, respecto a sus comportamientos futuros. Los casos más claros son los que tienen que ver con la «estrategia Ulises». Como es sabido, en la Odisea, Ulises, sabiéndose débil de voluntad respecto al canto de sirenas, se hizo atar al mástil de su embarcación dando la orden expresa de que no fuera desatado por mucho que él mismo lo pidiera hasta que no estuvieran lejos de la isla de las sirenas. Se puede interpretar que el ciudadano, precisamente porque discurre como lo hizo Ulises, puede recurrir al Estado, por ejemplo, y solicitarle su intervención paternalista para que retire de su sueldo todos los meses la cantidad necesaria que asegure su jubilación, para evitar el daño futuro que le ocasionaría su debilidad de voluntad en el presente. No parece que esta situación sea descrita demasiado bien diciendo que en estos casos se viola el principio de igualdad. Después de analizar críticamente los principales argumentos esgrimidos contra la posible justificación del paternalismo, queda todavía pendiente un razonamiento en positivo. ¿Cuáles serán, en definitiva, las razones que pueden justificar moralmente la imposición de medidas paternalista? A responder este interrogante va destinado el último apartado de este capítulo y del libro.

¿ESTÁ WSTIFICADO IMPONER mRÍDICAMENTE LA MORAL?

5.3.

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Condiciones del paternalismo justificado

Una respuesta especialmente clara y razonable es la que ofrece VALDÉS (1987). Para este autor una medida paternalista estará justificada si y sólo si va dirigida a incompetentes básicos y se toma en interés de ellos. Veamos algo más estas dos condiciones. GARZÓN

5.3.1.

Sólo para incompetentes básicos

Si observamos con atención los ejemplos de paternalismo que nos suelen parecer justificados, veremos que todos ellos tienen en común el hecho de que su destinatario es una persona o un conjunto de personas que, por alguna razón, no es competente para tomar una determinada decisión. Ahora bien, de entre los distintos sentidos de competencia que se pueden utilizar, aquí interesa referirse a la llamada «competencia básica» (WIKLER, 1983: 85 y ss. ). Por competencia básica se entiende la capacidad de una persona para hacer frente racionalmente o con una alta probabilidad de éxito a los desafíos o problemas con los que se enfrenta en su vida cotidiana. Hay que entender este concepto de competencia básica de una forma contextua!. Así, una persona puede ser competente respecto a su propio ámbito de actuación (por ejemplo, un ingeniero sabe qué condiciones se requieren para que un puente resista) y no serlo en otro distinto (el mismo ingeniero, que no es médico, no tiene por qué saber cuáles son los síntomas de una determinada enfermedad). Pues bien, que el destinatario de la medida patemalista sea un incompetente básico, que carezca de competencia básica, es una condición necesaria, aunque no suficiente, para considerar justificada una medida paternalista. Algunos casos de incompetencia básica serían los siguientes: a) Cuando alguien _.ignora elementos relevantes de la situación en la que tiene que actuar. Este sería el caso, por ejemplo, de quien ignora los efectos de cierta medicina o de cierta droga. Medidas como las de prohibir la automedicación o la prohibición de venta de sustancias estupefacientes se basarían en estos supuestos. b) Cuando alguien tiene su fuerza de voluntad tan reducida o está tan afectada que no puede llevar a cabo sus propias decisiones. Dentro de este supuesto de justificación entrarían las medidas que siguen la estrategia Ulises o las que van destinadas a paliar la debilidad de la voluntad. e) Cuando alguien tiene las facultades mentales permanentemente o transitoriamente disminuidas. A estos casos se refieren las normas jurídicas que establecen la tutela para los débiles mentales.

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d) Cuando alguien actúa bajo compulsión. Por ejemplo, si una persona se encuentra amenazada, se puede considerar justificada una actuación coercitiva por cuanto ella no puede tomar libremente sus decisiones. e) Un caso especialmente interesante de incompetencia básica tiene que ver con los casos en los que una persona no es capaz de actuar en función de la relación medios-fines. Esto se da cuando alguien que acepta la importancia de un determinado bien o no desea ponerlo en peligro, se niega, en cambio, a utilizar los medios necesarios para salvaguardarlo, pudiendo disponer fácilmente de ellos. Esto es un caso de incoherencia, y por tanto de irracionalidad manifiesta. Si alguien quiere X, sabe que Y es condición necesaria para obtener X, dispone de Y, no tiene nada que objetar contra Y y, a pesar de todo, no lo utiliza, es un claro síntoma de irracionalidad (DWORKIN, 1983: 30). Una norma que obligue en estos casos a realizar Y sería una medida paternalista justificada. Caerían dentro de esta clase las medidas que obligan a utilizar cinturones de seguridad en los coches y cascos en las motocicletas. f) Un último supuesto de posible incompetencia básica y de gran interés para el derecho es el que se daría en determinadas situaciones de interacción que vimos en su momento. Por ejemplo, la creación de bienes públicos y la resolución de problemas de coordinación exigen en determinadas situaciones la intervención coercitiva del Estado, por cuanto los sujetos dejados a su racionalidad a corto plazo no serían capaces ni de crear los primeros ni de resolver los segundos. En cambio, vistos estos problemas a largo plazo todo el mundo (salvo quizás un anarquista radical) coincidiría que la coerción es en beneficio de todos.

En todos los casos mencionados nos hallamos ante personas que están de algún modo en una situación de inferioridad. Con las medidas paternalistas se produce, pues, una recomposición en la igualdad de oportunidades de un colectivo. Ahora bien, siempre hay que tener en cuenta que las situaciones que justifican la intervención patemalista deben ser lo más objetivas posible. De lo contrario, siempre habría la tentación de instrumentalizar a una persona o a un colectivo tratándolo de incompetente básico, sin que hubiera una suficiente justificación. Por ejemplo, el despotismo del que hablaba MILL podría extenderse de forma ilimitada en una determinada sociedad simplemente a través del expediente de calificar al pueblo de que se trate como incapaz para la democracia. Por tanto, el criterio para determinar cuándo nos hallamos ante un caso de incompetencia básica tiene que fundarse en relaciones lógicas y causales seguras. Por último, hay que separar el paternalismo justificado de las posiciones que podríamos denominar «elitistas». Con el patemalismo justificado no se trata de amparar una sociedad de sabios, al estilo de la que

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diseñó, por ejemplo, PLATÓN en La República. Podría caerse en este error al pensar que visiones como la platónica a fin de cuentas lo .que defienden es que gobiernen los más error de una ambigüedad de la palabra .decir que cuando tildamos a alguien de competente basico le atnbuimos una capacidad acerca de alguna que sul?era un determinado umbral, aquel que constituye el nnnimo necesano para desenvolverse suficientemente en dicho ámbito. En cambio, el concepto de competencia que está implícito en el diseño elitista de una sociedad no es el de haber alcanzado ese mínimo, sino un concepto relativo, según el cual a pesar de que dos personas puedan ser calificadas de competentes cos, una de ellas tiene la capacidad de que se trate en mayor medida que la otra. Esto se suele expresar tambié,n diciendo qll:e primera es «más competente» que la segunda y de ahi surge la ambiguedad. 5.3.2.

Sólo con interés benevolente

La justificación de una medida patemalista exige, además de la presencia de un incompetente básico, que tal se a c,.abo con el objetivo de beneficiar a éste. En efecto, se requiere un lente en el incompetente básico en aras a superar los Inconvenientes que trae aparejada la incompetencia básica para incompetente, que es tanto como decir procurar que no se dane a si mismo. En este sentido hay que insistir de nuevo que, en casos,. la aplicación de medidas paternalistas una relacio.n de ridad o asimétrica entre quien las dicta y quien es el destlnatano. Pero no es menos cierto que, para estar justificadas, tales medidas no tienen que proponerse mantener esa situación desigual, sin.o superarla. No es justificable intervenir en el de un petente básico cuando ello no se hace con Intencion de el deflcit de su incompetencia básica, sino para reforzar una. desigualdad. Hacer esto último sería reprochable desde el punto de vista moral ya que supondría instrumentalizar al incompetente básico para obtener una finalidad distinta que la de contribuir a que éste pueda desarrollar sus propios planes de vida. 5.3.3.

Supuestos de paternalismo injustificado

Vistas las anteriores condiciones puede haber quien piense que el patemalismo se puede extender a demasiadas situaciones y tal vez ello no sea deseable desde el punto de vista del respeto a la autonon:ía .del individuo. Al respecto, hay que recordar que aunque haya hmltes

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imprecisos, por cuanto la formulación se hace a través del lenguaje natural, y ya conocemos los problemas que esto ocasiona, hay casos claros que quedan fueran del ámbito del paternalismo justificado. En este sentido, hay tres tipos de situaciones acerca de los cuales puede haber dificultades de encaje en otros planteamientos, pero no si se admite el esquema aquí dibujado. Se trata de los casos del suicida, del amante del riesgo y del héroe. Si se puede establecer de manera clara que una persona es competente básica, entonces puede decidir perfectamente acabar con su vida, con lo cual no estaría justificado moralmente la prohibición del suicidio. Profesiones como la de torero, corredor de fórmula 1 o montañista, son de alto riesgo para la vida de quien las practica. Pero si éste es un competente básico en cada una de ellas, y ha elegido libremente seguirlas sabiendo a los riesgos que se enfrenta, entonces no se justifica una intervención paternalista para prohibir el ejercicio de estas profesiones. Por último, si alguien decide dedicar su vida a los demás, tampoco una medida patemalista que se lo prohibiera estaría justificada moralmente. En definitiva, las anteriores condiciones, que la medida paternalista se dirija a incompetentes básicos y por su propio interés, son necesarias y conjuntamente suficientes para su justificación moral. Permiten tildar al paternalismo no sólo como moralmente permitido, sino también como moralmente obligatorio. Esto, aplicado a la actuación estatal, significa que un Estado no sólo puede sino que debe aplicar en los casos mencionados medidas paternalistas como un medio eficaz para la reducción de las desigualdades. Se trata con ellas de ampliar y no reducir el ámbito de autonomía de las personas, haciendo factible que éstas puedan desarrollar sus propios planes de vida. Si esto es así, entonces el paternalismo, en vez de ser algo contrario a una visión liberal de la sociedad, como parecía mantener MILL, puede ser, si se cumplen las citadas condiciones, el complemento ineludible del principio de daño a terceros. 6.

CONCLUSIONES

En este capítulo hemos analizado los problemas que generan la imposición a través de normas jurídicas de la moral positiva y de la moral crítica. El primer tipo de imposición tiene que ver con lo que se conoce moralización del derecho. Se ha considerado que no se puede JUstlflcar, por cuanto no cabe imponer la moral positiva aparándose en última instancia en que se trata de la moral de nuestra sociedad. Y no cabe esta justificación, ya que supondría aceptar que lo que la mayoría

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crea que es moral cuenta como criterio de corrección moral, cuando sólo la moral crítica puede brindar ese criterio. En relación con la imposición de la moral crítica a través del derese examinado las diferencias entre las concepciones perfeccionistas y liberales de la sociedad. La concepción perfeccionista se basa en la idea de que una vez hallado un modo de vida ideal, entonces el está legitimado para imponerlo, ya que esto contribuye a hacer a las personas. Por su lado, la concepción liberal, basada en los pnt?-cipios de autonomía, inviolabilidad y dignidad de la persona, que el Estado no puede imponer un determinado plan de vida, s1no que debe crear las condiciones necesarias para que cada persona pueda desarrollar el que haya elegido libremente. Hemos llegado a la conclusión de que, desde un punto de vista liberal, las medidas perfeccionistas no están justificadas, pero sí que pueden estarlo ciertas medi?as patemalistas siempre que cumplan dos condiciones: que se dirijan a Incompetentes básicos y que se lleven a cabo en interés de éstos.

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FILOSOFÍA Y DERECHO TÍTULOS PUBLICADOS

Wittgenstein y la teoría del derecho Una senda para el convencionalismo jurídico María Isabel Narváez

En la teoría del derecho, como en tantos otros ámbitos, es frecuente la utilización de la filosofía de L. Wittgenstein para dar apoyo a las tesis que se defienden. No obstante, los apoyos así pretendidos no pueden ser brindados por una concepción de la actividad filosófica basada en los conceptos de terapia y gramática filosófica. En el caso del positivismo jurídico, y en concreto en el caso de la tesis de las fuentes sociales que éste defiende, el uso de la filosofía del segundo Wittgenstein sólo puede presentar al iuspositivismo como una concepción sobre el derecho y no como una teoría. Las expresiones con las que se presenta la tesis de las fuentes sociales funcionan como enunciados filosóficos y, por tanto, no son expresiones generales verdaderas en el seno de una teoría. Sin embargo, suponen un compromiso con la defensa de cierto tipo de conocimiento de los hechos sociales que el positivismo jurídico no puede desatender. Las reglas en juego Un examen filosófico de la toma de decisiones basada en reglas, en el derecho y en la vida cotidiana Frederick Schauer

El uso de reglas para orientar nuestras acciones parece, al menos a primera vista, sujeto a un problema fundamental: el de la justificación racional del seguimiento de reglas. Cualquier regla destaca como relevantes ciertas circunstancias para calificar normativamente una acción como obligatoria, prohibida o permitida («deténgase frente a un semáforo en rojo»). Pero, al hacerlo, necesariamente soslaya la relevancia de otras muchas circunstancias (¿debo detenerme frente a un semáforo en rojo si estoy llevando a mi esposa al hospital para dar a luz?). Y en cierto sentido, parecería que la evaluación de lo que debemos hacer en determinada situación requiere tomar en cuenta todo posible factor que pudiese tener incidencia en la determinación de nuestras obligaciones, esto es, debe atenderse al espectro completo de razones en juego. Pero si las reglas se interpretan y aplican como si fuesen completamente «transparentes» respecto de nuestra evaluación del resultado que ofrece el balance de todas las razones en juego en cada caso, esto es, si en cada situación de posible discordancia entre lo que expresa la regla y el balance completo de razones normativas en juego ha de estarse al resultado de este último, las reglas como tales resultarían herramientas inútiles. Así, el uso de reglas para la resolución de problemas prácticos parece conducir al siguiente dilema: o aceptamos la orientación que nos ofrecen las reglas, lo cual resultaría en última instancia una forma de descalificación por anticipado de la posible relevancia de ciertos factores en la dilucidación de lo que se debe hacer y, consiguientemente, una forma de irracionalidad, o dejamos de lado la guía que ofrecen las reglas y nos concentramos en lo particular de cada situación para decidir cómo actuar de conformidad con el plexo completo de razones en juego, con lo que las reglas se tornan irrelevantes. El intentar ofrecer una respuesta a esta tensión entre irracionalidad e irrelevancia en lo que respecta al seguimiento de reglas constituye el tema central de Las

reglas en juego, la obra de Frederick Schauer cuya versión en español presentamos aquí. Frederick Schauer es actualmente profesor de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard y uno de los principales referentes de la teoría jurídica contemporánea del mundo anglosajón. El presente libro es, sin lugar a dudas, una de sus contribuciones más importante sen el área de la filosofía del derecho, pues no sólo ofrece un examen de la toma de decisiones basada en reglas, sino que, en su derrotero teórico, explora con claridad, originalidad y profundidad cuestiones tales como la idea de razones para la acción, la noción de autoridad, así como las discusiones relativas al concepto de derecho y su normatividad. Los hechos en el derecho Bases argumentales de la prueba (2.a ed.) Marina Gascón Abellán El juicio sobre los hechos ha pertenecido durante mucho tiempo, sea al ámbito de cuestiones jurídicas no problemáticas, sea a una «zona de penumbra» donde reina el arbitrio judicial. Prueba de ello es la inclinación forense a atribuir a la decisión probatoria una naturaleza demostrativa o a considerar pura y simplemente que está basada en una íntima e intransferible convicción, en una especie de quid inefable, de corazonada no exteriorizable ni controlable. Incluso la teoría de la argumentación jurídica -que tan importante desarrollo ha experimentado en los últimos años- se ha centrado en los problemas de interpretación de las normas, pero ha dedicado una escasa atención a la prueba. Este libro pretende ser una contribución al análisis de esa parte tantas veces olvidada del razonamiento judicial, teniendo en cuenta los esquemas propios de la epistemología general. El estudio resalta dos rasgos esenciales del conocimiento judicial de hechos que influyen en la calidad del resultado alcanzado: su naturaleza inductiva y su carácter institucionalizado. El primero pone de manifiesto que los resultados probatorios no son infalibles sino (sólo) probables. El segundo, que la prueba se desarrolla en un marco institucional de reglas (procesales) que sustituyen los criterios propios de la libre adquisición de conocimiento por otros autorizados jurídicamente; lo que, con frecuencia, contribuye también a rebajar la calidad del conocimiento alcanzado. De todo ello derivan importantes consecuencias para un modelo judicial de prueba; si la prueba no produce resultados infalibles, han de introducirse todas las garantías posibles para lograr una mayor fiabilidad en la declaración de los mismos, y en su caso, facilitar su eventual revisión. Todo lo cual desemboca, frente a lo que había sido la tradición, en una nueva exigencia de motivación. Neutralidad y justicia En torno al liberalismo político de John Rawls Hugo Ornar Seleme El presente libro aborda uno de los temas más controvertidos de la filosofía política contemporánea: la neutralidad del Estado liberal. John Rawls ha sido quien con más lucidez, a partir de la aparición de su A Theory of Justice, ha procurado elaborar una concepción de justicia que satisfaga el ideal liberal de neutralidad. A través del análisis de su obra y de las modificaciones que éste le introdujo para subsanar algunas falencias -lo que culminó en la publicación de Political Liberalism- se muestra qué exigencias trae aparejadas el compromiso con el ideal liberal de neutralidad y se defiende la posición de que la concepción de justicia rawlsiana las satisface.

Introducción a la teoría del derecho José Juan Moreso, Josep Maria Vilajosana Este libro pretende ofrecer las herramientas conceptuales para adentrarse en el conocimiento del complejo mundo jurídico. Su gene: ral ya que se ocupa de lo que tienen en común los distintos s1stemas Jundlcos, as1 co:no de los problemas y conceptos compartidos por todas las ramas del derecho. Se trata de un texto que puede usarse como de la asigna!ura del Derecho» de la licenciatura en Derecho. Pero, ademas, al rio, no requiere conocimientos previos, por lo que de utilidad a quien, al margen de la carrera jurídica, desee afrontar por pnmera vez y con ngor el estudio del derecho. La odisea constitucional Constitución, teoría y método Daniel Mendonca, Ricardo A. Guibourg La filosofía del derecho -en especial la de base analítica- ha intentado abrir el camino para una reconstrucción más racional del jurí?ic?, que restablezca el vínculo entre filosofía y método, así como entre teona y practica. Por esto, el método jurídico es un problema central de la filosofía del al que una a explicitar y clanflcar los preparte importante de la filosofía jurídica está supuestos de la ciencia del derecho. Esa tarea requ1ere preguntas Y tas coherentes entre sí acerca de cuestiones verdaderamente complejas: Van?s de esas cuestiones corresponden, desde luego, a un f1losof1a del derecho. Aunque el tema de esta obra se circunscnbe espec1f1camente a los aspectos constitucionales, intenta dar cuenta de las entre esos aspectos y las bases teóricas que puedan servirles de marco, expllcac1on y -acaso- fuente de justificación. . . . . Las lagunas en el derecho Una controversia sobre el derecho y la func1on JUdiCial Atria, Bulyguin, Moreso, Navarro, Rodríguez, Ruiz Manero Este libro está dedicado al análisis conceptual de la cuestión de las lagun.as en el Derecho. A partir de este análisis se erige un paisaje de gran Y variedad, donde se analizan con detalle algunas de las mas cuest1one; de la teoría jurídica actual. No podía ser menos dado que el libro se ongma en la .cntica que Fernando Atria realizó, en su excelente obra On Law and Legal a las tesis sobre las lagunas desarrolladas por Carlos Alchourrón Y Eugen1o en Normative Systems. Este último libro ha significado un.a de piración para muchos iusfilósofos desde su ya lejana pubhcac1on hace mas de treinta años. Por ésta razón no es de extrañar que en la presente obra, aparte de tres trabajos de Fernando Atria y otros dos de Eugenio Bulygin, se cuente con los de Pablo Navarro Jorge Rodríguez, Juan Ruiz Manero y un ensayo a modo de epilogo de José Moreso, autores g.ue se hallan -:-sin ninguna duda- entre los que . . mejor conocen las tesis y los entresiJOS de Normat1ve Systems. Aunque el libro versa sobre las lagunas, lo que está el de la d1scus1on es la plausibilidad del positivismo explicativa del La tesis de Atria podría formularse as1: la tes1s tecmca de las lagunfl:s, defendida P?r algunos iuspositivistas como Eugenio Bulygin, es únicamente un disfraz de. su tes1s filosófica, la tesis de la discreción judicial. Y Atria trata de la de lagunas con el objeto de dejar desnuda, y por ello de JUSt1f1cac1on, la tes1s de la discreción judicial. Bulygin junto con Navarro y Rodnguez tratan de defender

dicha tesis, clarificando su alcance con rigor y destreza. Ruiz Manero ofrece algunos argumentos originales para apuntalar algunas de las conclusiones de Atria. El estudio de Moreso, en cambio, pretende hacer compatible una determinada manera de comprender el análisis de las lagunas de Bulygin, de Navarro y de Rodríguez con algunas de las tesis centrales de Atria y Ruiz Manero. La obra interesará principalmente a los teóricos y filósofos del Derecho, pero también será de interés a los juristas de las diversas disciplinas, puesto que el tema está tratado desde el punto de vista de las consecuencias que tiene para la aplicación del derecho por parte de los jueces y Tribunales. Prueba y verdad en el derecho (2. a ed.) Jordi Ferrer Beltrán

Prueba y verdad en el derecho aborda uno de los problemas centrales para la aplicación del derecho. En efecto, el problema de la prueba a medio camino entre la dogmática procesal y la teoría del derecho, es uno de los grandes ámbitos de estudio que merecen una mayor atención a los efectos de comprender el funcionamiento del proceso judicial y desarrollar una adecuada doctrina de la justificación de las resoluciones judiciales. Para ello, resulta de especial relevancia el análisis de la relación entre las nociones de prueba y verdad. Esa relación ha sido motivo de grandes discusiones en la doctrina procesal y también en la jurisprudencia. En este libro se encuentra una revisión crítica de buena parte de esas elaboraciones doctrinales y se sostiene una concepción garantista de la justificación de las resoluciones judiciales que no exige la verdad de un enunciado para que éste pueda ser considerado como probado. En cambio, se defiende la tesis de que el objetivo de la prueba en el derecho es, y no puede ser de otro modo, la averiguación de la verdad. Por todo ello, este libro tiene especial interés para todo aquel que esté involucrado práctica o teóricamente en el proceso de aplicación del derecho. Normas y sistemas normativos Eugenio Bulygin, Daniel Mendonca

De acuerdo con una concepción muy difundida entre los juristas y los filósofos, el derecho es concebido como un conjunto de normas. El concepto de norma jurídica ocupa, por tal motivo, un lugar central en la ciencia y en la filosofía del derecho. Aunque los autores no siempre están de acuerdo acerca de cómo caracterizar esas normas ni acerca de como explicar el rasgo de juridicidad que se les atribuye, coinciden en que el concepto de norma constituye una base adecuada para la caracterización y descripción del derecho. Este estudio está dedicado, precisamente, a analizar la relación de pertenencia de normas a sistemas jurídicos y a mostrar algunas de las consecuencias que se siguen de ella. A partir de una caracterización general de las normas y de una exposición resumida de los rasgos fundamentales de la lógica de las normas, se consideran en detalle los criterios de pertenencia de normas a sistemas jurídicos, así como las principales derivaciones de la noción de pertenencia sugerida, sobre todo en función de las nociones conexas de existencia, aplicabilidad y obligatoriedad. Las obligaciones básicas de los jueces Rafael Hernández Marín

La actividad judicial puede ser descompuesta en tres tareas fundamentales, que corresponden a otras tantas obligaciones que el derecho impone a los jueces: deci-

dir los casos litigiosos, decidirlos conforme al derecho y motivar sus decisiones. Sobre dichas obligaciones versa el presente libro. Durante las últimas décadas, los filósofos del derecho han centrado su interés exclusivamente en la motivación de las decisiones judiciales. Sin embargo, motivar una decisión judicial consiste en justificar que la decisión es conforme a derecho. Por ello, el análisis de la obligación de motivar una decisión, el análisis de. la obligación de justificar que una decisión es conforme a derecho, presupone que previamente ha quedado determinado qué es una decisión judicial conforme al derecho, un tema hasta ahora ignorado en gran medida. La obligación de dictar decisiones que sean conformes al derecho presenta dos aspectos: la obligación de dictar decisiones que sean materialmente conformes al derecho y la obligación de dictar decisiones que sean procesalmente conformes al derecho. La primera de ellas es, desde el punto de vista teórico, la más interesante. Una decisión materialmente conforme al derecho es una decisión que tiene el contenido que según el derecho debe tener. Y, desde el punto de vista de su contenido, lo que el derecho exige a las decisiones judiciales es que éstas digan el derecho. En esto consiste la obligación jurisdiccional. Y la noción clave para el análisis de la obligación jurisdiccional es la de aplicar el derecho. Esta noción, a su vez, se basa en la noción de aplicar un enunciado jurídico. De ahí que el núcleo de la presente obra sea su capítulo segundo, dedicado precisamente a la aplicación de los enunciados jurídicos. Derecho y desacuerdos Jeremy Waldron

Es uno de los libros más importantes en la discusión contemporánea sobre el constitucionalismo y la democracia y el papel del poder judicial en la protección de los derechos fundamentales. Ha contribuido de manera decisiva a poner en cuestión algunas de las ideas más asentadas del constitucionalismo y ha hecho de Waldron uno de los autores fundamentales en estas cuestiones. Poniendo el acento en la existencia inevitable de amplios y generalizados desacuerdos sociales sobre la justicia, sobre los derechos, y sobre los propios procedimientos e instituciones políticas, Waldron presenta una teoría profundamente democrática de la autoridad y de la legitimidad políticas, y lo hace a partir del estudio de la significación de los Parlamentos actuales y de la teoría de la legislación. Todo ello supone una contribución, en opinión de su autor, no sólo a la filosofía política, sino también a la jurídica, que no puede ser sino considerada decisiva. Coherencia y sistema jurídico Juan Manuel Pérez Bermejo

Los juristas gustan hoy de invocar el término «coherencia»: es común exigir que los razonamientos jurídicos sean «coherentes», y justificar un argumento si se halla «en coherencia» con el resto de argumentos jurídicos válidos. La coherencia es una forma de justificar nuestros juicios sobre el derecho en función de sus relaciones de apoyo con el resto de elementos del orden jurídico. Ahora bien, si la coherencia pone su mirada en las relaciones de ordenación y estructura del conjunto de normas jurídicas, ésta implica un punto de vista particular o una concepción específica del sistema jurídico. Este libro examina qué novedades aporta el valor de la coherencia a nuestra percepción del sistema jurídico. En él se sostiene que los cambos que ha experimentado la práctica jurídica durante el siglo xx -fundamentalmente la irradiación de los principios constitucionales en el resto del orde-

namiento y la importancia que la ponderación de principios ha cobrado en la práctica jurisprudencia!- han puesto de relieve que la concepción o el modelo de sistema jurídico tradicionalmente defendido en la teoría jurídica es inadecuado. Sin embargo, una teoría del sistema que examine éste desde el valor de la coherencia es capaz de describir adecuadamente sus principales rasgos, tales como su estructura compleja, su movilidad y su solidaridad interna. Finalmente, el libro explora las respuestas que el modelo coherentista propone para solucionar problemas clásicos de la teoría del sistema jurídico, fundamentalmente los de lagunas, antinomias, identidad o cambio de sistema. Teoría del derecho: ambición y límites Brian Bix

La teoría jurídica contemporánea enfrenta importantes retos acerca de la naturaleza del Derecho y del enfoque más apropiado para explicar este fenómeno social. Brian Bix es uno de los autores que mejor ha comprendido la íntima relación entre esos problemas y su conexión con la naturaleza del análisis conceptual. En este libro, Bix aborda no sólo desafíos metodológicos sino que también enfrenta problemas tradicionales de la filosofía jurídica tales como la verdad en el Derecho, la existencia de respuestas correctas, la interpretación del Derecho, la polémica entre positivismo y antipositivismo, etc. Sus investigaciones muestran con claridad y originalidad el modo en que la filosofía analítica del Derecho se conecta con una amplia de cuestiones filosóficas tradicionales como el objetivismo moral, el seguimiento de reglas, o el naturalismo en epistemología. Por esta razón, este libro nos permite comprender mejor la vitalidad de las discusiones filosóficas contemporáneas en el ámbito de la teoría del Derecho y nos enfrenta con nuevas soluciones a problemas centrales de la filosofía contemporánea. La república deliberativa Una teoría de la democracia José Luis Martí

Este libro aborda el análisis detallado y riguroso de la que se ha convertido en la teoría de la democracia más importante de los últimos veinte años en el escenario internacional. Lo que algunos han dado en llamar «el giro deliberativo», y que cuanto menos puede ser descrito como una renovación profunda del pensamiento democrático, se ha materializado en centenares de aportaciones teóricas a los diferentes foros académicos en el mundo, con predominio de los ámbitos anglosajones. En esta obra se sintetizan las claves del modelo de la democracia deliberativa, en especial de su versión republicana, y se sientan las primeras bases del diseño institucional de dicho modelo. Por ello, éste es un libro dirigido tanto a los filósofos (políticos o del derecho), como a los científicos (los juristas, los politólogos); tanto a los gobernantes con sensibilidad hacia las nuevas ideas democráticas, como a los ciudadanos comprometidos y con interés por la res publica. Una discusión sobre la teoría del derecho Joseph Raz, Robert Alexy, Eugenio Bulygin

Una de las cuestiones más discutidas recientemente en el ámbito de la filosofía del derecho es la relativa al status mismo de la teoría del derecho: ¿cuál es el objeto de dicha teoría? ¿Cuándo es la teoría exitosa? Se admite, en líneas generales, que la tarea de la teoría está estrechamente ligada a realizar un análisis del concepto de derecho, y que el éxito de la teoría depende, al menos en parte, de que dicho análisis sea fructífero. No hay acuerdo, sin embargo, acerca de cómo debe enten-

derse el análisis conceptual, o de cuándo es fructífero. En «¿Puede haber una teoría del derecho» -el trabajo principal de este libro- Joseph Raz se ocupa de estas cuestiones, y su postura es rebatida en dos ensayos de Robert Alexy y Eugenio Bulygin, que tienen visiones diferentes sobre el particular. Joseph Raz ofrece, finalmente, una contrarréplica. El libro resultará de interés, no sólo para filósofos del derecho, sino también para aquellos que estén preocupados, en el ámbito de la filosofía en general, por la relación entre el análisis filosófico y el análisis conceptual. El libro contiene además un estudio preliminar que, a través de un repaso de las distintas perspectivas sobre la relación entre análisis filosófico y análisis conceptual, busca poner al alcance del lector las herramientas teóricas necesarias para abordar la discusión. Juez y democracia Una teoría de la práctica constitucional norteamericana Lawrence G. Sager

En la mayoría de las democracias constitucionales, los jueces han asumido un importante papel como garantes de los derechos individuales reconocidos en la Constitución. En nombre de la Constitución como norma suprema, los jueces pueden llegar a inaplicar o invalidar las leyes aprobadas por las asambleas elegidas por el pueblo. ¿Qué razones pueden darse para justificar esta intervención judicial? Esta pregunta ha sido objeto de apasionados debates en los Estados Unidos a lo largo de su historia, y sigue siendo motivo de controversia en la actualidad, tanto en el plano político como en el académico. En esta obra, el profesor Lawrence Sager ofrece una interesante teoría para dar una respuesta adecuada a la cuestión. Frente a quienes sostienen que los jueces deberían limitarse a seguir las instrucciones que el poder constituyente haya expresado de manera clara y específica, Sager da buenas razones para justificar que los jueces tengan atribuido un espacio de actuación más amplio. El proceso judicial está diseñado de tal manera que los tribunales se encuentran en buena posición para interpretar y salvaguardar los principios abstractos de moralidad política incorporados en el texto constitucional. Frente a quienes, por su parte, consideran que los jueces, al controlar las leyes, deberían proteger únicamente las condiciones que hacen posible el gobierno democrático, Sager entiende que también los valores sustantivos externos al proceso democrático deben ser objeto de protección. Y frente a quienes estiman que el control de constitucionalidad de las leyes supone una quiebra del principio democrático, Sager da interesantes razones para sostener que, por el contrario, la existencia de tal control supone un enriquecimiento de la democracia: el proceso judicial satisface la pretensión de igualdad deliberativa. La aspiración más inmediata del autor es ofrecer una interpretación atractiva de la práctica constitucional de un determinado país: los Estados Unidos. Pero las tesis y argumentos que desarrolla tienen un alcance más universal. Este denso y profundo libro es una de las aportaciones más importantes de los últimos tiempos al debate siempre abierto acerca de las posibilidades y límites de la justicia constitucional. Positivismo jurídico incluyente Wilfrid J. Waluchow

En Positivismo jurídico incluyente, Waluchow elabora un sofisticado argumento para mostrar cómo la validez de las normas jurídicas puede depender de consideraciones morales. El argumento tiene en cuenta las concepciones iuspositivistas clásicas en la teoría anglosajona, como las de J. Bentham y J. Austin en el siglo x1x y las de H. L. A. Hart y J. Raz en el siglo xx. El libro puede contemplarse como una con-

capción de la naturaleza del derecho de los actuales ordenamientos jurídicos constitucionales que trata de delimitar un espacio conceptual entre aquellos que, como los iuspositivistas, consideran que la identificación del derecho necesariamente excluye las consideraciones morales y aquellos que, como los iusnaturalistas o Ronald Dworkin, sostienen que la identificación del derecho necesariamente incluye las consideraciones morales. Un diálogo con la teoría del derecho de Eugenio Bulygin José Juan Moreso, M. a Cristina Redondo et al.

Eugenio Bulygin ha contribuido de manera fundamental a la teoría del derecho contemporánea. Con seguridad, ha sido uno de los autores que más ha insistido en la necesidad de una renovación metodológica que permitiese a los juristas emplear herramientas formales idóneas y sofisticadas en la identificación y solución de los problemas de la ciencia jurídica. Este libro es un ejemplo particularmente brillante de la agenda de discusión de la teoría del derecho contemporánea y de la influencia que ha tenido en ella Eugenio Bulygin. La estructura del volumen ofrece un formato de discusión ágil, que combina el gran interés académico que atesora con un estilo de fácil lectura, a la vez que se ofrece un panorama muy amplio de los problemas que enfrenta la teoría del derecho actual. Conflictos constitucionales, ponderación e indeterminación normativa David Martínez Zorrilla

En la práctica jurídica contemporánea es usual que muchas discusiones giren en torno a elementos tales como «derechos fundamentales», «bienes constitucionalmente protegidos», «Valores superiores» y otros aspectos sustantivos, normalmente de rango constitucional. Asimismo, la distinción entre «principios» y «reglas», o conceptos como el de «ponderación», han pasado en las últimas décadas a formar parte del bagaje teórico básico de los juristas. Sin embargo, parece que faltaba todavía un tratamiento teórico suficientemente satisfactorio de los conflictos entre principios y de la ponderación como mecanismo para su resolución, al menos desde la perspectiva del positivismo jurídico metodológico. Incluso algunos autores habían puesto en duda la capacidad del positivismo jurídico para dar cuenta de estos fenómenos de forma adecuada, lo que constituiría una razón de peso para abandonar esta perspectiva. Lejos de suscribir este punto de vista, el autor ofrece en el libro un análisis riguroso de los conflictos entre principios constitucionales, de la ponderación y de la posibilidad de obtener una única respuesta correcta en todo caso, y muestra cómo desde el positivismo jurídico y la filosofía analítica puede darse perfecta cuenta de estas cuestiones, señalando además cómo algunas afirmaciones ampliamente compartidas sobre los principios y la ponderación deben ser abandonadas o cuanto menos matizadas, y que en esencia las situaciones de conflicto entre principios son muy similares, tanto en su estructura como en su modo de resolución, a las antinomias entre reglas. El derecho como razón pública Owen Fiss

Este libro reúne algunos de los principales ensayos publicados en las últimas décadas por el profesor Owen Fiss. Este catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad de Vale ha sido una de las voces más influyentes en los debates que se han desarrollado en los Estados Unidos acerca del papel del poder judicial

en un Estado constitucional. A lo largo de estas páginas, se examinan, entre otras cuestiones, los fundamentos políticos y sociales de la función jurisdiccional, el concepto y garantía de la independencia judicial, los peligros que supone la burocratización de la justicia, las técnicas de protección de los derechos a través de las «acciones de clase», las posibilidades y límites de la objetividad en la interpretación jurídica, y la defensa del liberalismo igualitario frente al embate del análisis económico del derecho. Para ilustrar sus propuestas, el autor se refiere a algunos de los casos más importantes y controvertidos que ha tenido que resolver el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, desde Brown v. Board of Education hasta Bush v. Gore. Estos brillantes ensayos mantienen un cuidadoso equilibrio entre ambición teórica y sensibilidad por los problemas prácticos, lo que hace muy atractiva su lectura. La justicia con toga Ronald Dworkin

¿Qué relación poseen las convicciones morales de un juez con sus juicios acerca de qué es el derecho? Juristas, sociólogos, filósofos, políticos y jueces ofrecen distintas respuestas a esta pregunta. Algunos creen que están plenamente vinculados mientras que otros insisten en que no tienen ninguna relación. En su nuevo libro, Ronald Dworkin muestra que esta cuestión es mucho más compleja de lo que solemos suponer. Argumenta que debemos explorar esta problemática desde diferentes dimensiones, la semántica, la iusfilosófica y la doctrinal, en las que el derecho y la moral están sin duda interconectados. Este autor reformula y completa su ya ampliamente conocida perspectiva sobre estas conexiones, ofreciendo nuevos argumentos y desarrollando algunas de sus ideas anteriores en torno a la importancia básica de los principios morales en la interpretación jurídica y constitucional. Dworkin ofrece también una profunda revisión y evaluación crítica de las posiciones más influyentes que presentan una alternativa a su concepción, examinando detalladamente las aportaciones de juristas y filósofos eminentes de nuestra época como lsaiah Berlín, John Rawls, Herbert Hart, Joseph Raz, Richard Posner, Cass Sunstein, Antonin Scalia o Jules Coleman. El libro va desgranando los argumentos que permiten concluir que el pragmatismo ofrece una teoría vacía del derecho, que el pluralismo valorativo refleja de modo inadecuado la naturaleza de los conceptos morales, que el originalismo constitucional presenta una visión empobrecedora del rol de una constitución en una sociedad democrática y que el positivismo jurídico contemporáneo está basado en una teoría errónea del significado y en una visión desacertada de la naturaleza de la autoridad. Esta nueva colección de ensayos de Ronald Dworkin constituye un modelo de razonamiento jurídico lúcido, racional y apasionado que contribuirá, sin lugar a dudas, a que podamos progresar en el tema crucial de qué papel desempeña la justicia en el derecho. La valoración racional de la prueba Jordi Ferrer Beltrán

El lector encontrará en este libro la continuación del discurso iniciado en Prueba y verdad en el derecho (Marcial Pons, 2002 y 2005). Allí se abordó el problema de la prueba desde un punto de vista conceptual: ¿qué significa decir que una hipótesis sobre los hechos está probada? ¿Cuál es la relación entre la prueba y la verdad de una hipótesis? Ahora, en cambio, se presenta el esbozo de una teoría sobre la valoración de la prueba. La pregunta relevante en este libro es, más bien, ¿bajo qué condiciones podemos considerar racionalmente que una hipóte-

sis sobre los hechos está probada? Para ello, el autor aborda, entre otros, los problemas vinculados con los distintos momentos de la actividad probatoria en el proceso judicial, analizando las reglas de relevancia y admisibilidad de la prueba, las diversas teorías de la probabilidad aplicadas al razonamiento probatorio judicial, la metodología de la corroboración de hipótesis y el problema de la formulación de estándares de prueba que permitan un posterior control sobre su correcta aplicación.

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