La Rebelión De Los Negros - Javier Raya.pdf

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Título: La rebelión de los negros

De la novela de Javier Raya: Licencia Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional Se permite copiar y compartir este texto por cualquier medio, siempre y cuando no se haga con fines comerciales, no se modifique el contenido, se respete su autoría y esta nota se mantenga.

De la edición: Licencia Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional Se permite copiar y compartir esta edición por cualquier medio, siempre y cuando no se haga con fines comerciales, no se modifique el contenido, se respete su autoría y esta nota se mantenga. Primera edición, 2017 Diseño y formación: Karla Preciado Portada: Erika Rivera Cuidado de la edición y corrección: Alejandro González, Carlos Armenta, Erandi Barbosa, Francisco Estrada y Julio Rivas

isbn: 978-607-96834-3-6

isbn: 978-607-734-106-2

El Quinqué Amarillo Publicaciones, s. c. de r. l. de c. v. Prisciliano Sánchez 1075, col. Americana, C. P. 44160 Guadalajara, Jalisco

Secretaría de Cultura Gobierno del Estado de Jalisco Av. La Paz 875, Zona Centro C. P. 44100 Guadalajara, Jalisco

Impreso en México www.editorialambar.com Mtro. Jorge Aristóteles Sandoval Díaz - Gobernador Constitucional del Estado de Jalisco Lic. Roberto López Lara - Secretario General de Gobierno Dra. Myriam Vachez Plagnol - Secretaria de Cultura Dr. Tomás Eduardo Orendain Verduzco - Director General de Patrimonio Cultural Lic. Samuel Gómez Luna Cortés - Director de Investigaciones y Publicaciones

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BLACK PEN PRESS

Al amanecer los niños montaron en sus triciclos, y nunca regresaron.

Leopoldo María Panero

La noche es blanca y negra

Soy un vendedor de libros usados. Tengo un tenderete frente a la Alameda Central. Al principio creo que soy yo el que va a comprar un libro, porque voy ojeándolos y hojeándolos, pensando si vale la pena robar alguno. En eso llega un Valedor que tengo identificado como cliente, no sé cómo. Sé que él me compra libros, y entonces caigo en que yo soy el que vende los libros. Puede ojear y hojear sin compromiso, le digo. El caso es que el Valedor se me acerca y me pregunta si conozco el libro de La rebelión de los negros. Le digo que me suena. Le pregunto de qué va. Me dice que no sabe, o no se acuerda. Que lleva tiempo buscándolo y nada. Le digo que así, nada más por el título, me suena a novela. Pero que también podría ser una historia sobre los levantamientos de las comunidades negras. Le pregunto si conoce al Autor. El Valedor me dice que no se acuerda del Autor tampoco. Barajo títulos parecidos: Rebelión en la granja, La rebelión de los tártaros, La rebelión de Atlas, incluso The Negro Rebellion sobre el alzamiento en 1739 de los esclavos de Stono, Carolina del Sur, donde treinta blancos y todos los negros fueron asesinados. Le digo que podría ser sobre las revueltas

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de cimarrones de Gaspar Yanga en Veracruz o de Cecilio Chi en la península de Yucatán, de donde son mis padres. Le digo que también puede ser una cronología de los levantamientos de esclavos cubanos o la historia de Toussaint Louverture, el Napoleón de Santo Domingo, que fundó el primer país libre de América, una república de esclavos negros que se dieron a sí mismos la tarea de ser libres o morir en el intento. Le digo que podría ser sobre alguno de los próceres mexicanos blanqueados en las monografías, como el insurgente Vicente Guerrero o el primer presidente del país, Guadalupe Victoria, ambos afrodescendientes. Me dice que no. Le suena a que es literatura, no historia. La rebelión de los negros le suena a literatura, dice. Esa es la única pista. En eso vemos que frente al hemiciclo a Juárez pasa el coche de Obama, que es un descapotable igualito a donde iba Kennedy cuando le dispararon. Va saludando como en un desfile pero nadie le hace caso. Se me hace muy raro. Cuando pasa cerca de mi tenderete escucho que le grita a la gente “Why would we?, why would we?”, y entiendo que ese es el sentido secreto de www: el conjuro detrás de todas las páginas de Internet. Le digo a mi Valedor que me aguante en lo que voy a otro puesto a preguntar por su libro. Le digo así, “por tu libro”, no por La rebelión de los negros. El compa del otro puesto tampoco sabe, pero también le suena. Es un gringo de los que vinieron a México buscando a Kerouac y a Burroughs y a todos esos locos y terminaron vendiendo libros de viejo y cometiendo pequeños atracos para mantener sus múltiples vicios, la literatura y la heroína, la Revolución y los efebos. Me muestra un libro: The Negro Revolt de un tal Louis E. Lomax. Me jura que hay una versión

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en español, pero mientras (h)ojeo el libro se acerca un viejo marxista con un paliacate rojo en el cuello y me dice que el libro que busco es un manual prohibido de jugadas de ajedrez para cuando te toca abrir con negras, una suma de estrategias para vencer incluso a las computadoras más sofisticadas. Recuerdo que se quedaron discutiendo mucho rato sobre eso, pero no recuerdo mucho más. Otro puesto del mercadillo de libros lo atiende Sebas, pero al principio no lo reconozco. Según él, La rebelión de los negros se trata de una antología de confesiones donde los negros literarios de muchas novelas (como Cien años de soledad de Gabriel García Márquez o La rueca de Onfalia de Juan Vicente Melo) explican los procedimientos compositivos y las dificultades estilísticas de emular la escritura de otros, lo que vuelve el volumen, a la vez, un trabajo de historia crítica de la literatura y un acta de hechos donde los autores clásicos pierden su calidad de Autores frente a sus delatores, los negros literarios que les fabricaron un falso prestigio desde las sombras del anonimato. Sergio Ventura está atendiendo otro de los puestos donde pregunto por La rebelión de los negros, pero la historia que él me cuenta es la de una sociedad de negros literarios a destajo (que me recuerda el cuento de “Los Ventriccioli” de Fabio Morábito, que me suena a “los ventrílocuos”), quienes han operado desde el siglo xix dentro de las más grandes editoriales del mundo. Según la versión de Ventura, La rebelión de los negros es la historia de una cofradía de negros que aprendieron técnicas anarquistas de organización nada menos que con G. K. Chesterton; de hecho me cuenta que Chesterton se basó un poco en ellos para escribir El hombre que fue jueves y El ajedrez de los ciegos. Uno de sus integrantes más eminentes

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según esto era Jack London, en cuyo honor los negros del Black Pen terminamos de escribir The Assassination Bureau, Ltd., una de las novelas incompletas que dejó al morir. Pero esa es otra historia. Y así me voy con otro y otro de los vendedores de libros y en cada tenderete escucho una nueva versión de La rebelión de los negros, siempre diferente de la anterior. Todos los libreros resultan ser amigos míos, y de pronto estamos en una gran fiesta que conmemora el aniversario de La rebelión de los negros, pero yo trato de explicarles que la rebelión ya tuvo lugar, y fracasó. Trato de subir al estrado para decirles que el libro que cuenta lo que ya pasó todavía no existe porque todavía no lo escribo, pero no me escuchan. Están bien pendejos, les digo, no podrían reconocer la Revolución aunque la tuvieran enfrente y se les sentara en las piernas y la injuriaran en vez de postrarse a sus pies, porque no hay nada más bello que la Revolución, pero ya nadie me escucha porque me convertí en un viejo sauce que los ve irse a bordo de un barco navegando por la fuente de Neptuno, por la fuente negra del dios del mar que puso su agencia de turismo marítimo en la Alameda Central del Distrito Federal, mi amor.

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Prefacio de El Autor

La rebelión de los negros se parece a muchos escritores de mi generación: jóvenes promesas que se revelaron maduras decepciones. Y no es para menos: la literatura es tan aburrida que parece un largo comentario sobre un ego poco diferenciable, sobre la drogadicción de los jóvenes y sus pseudoaventuras sexuales, sobre su fascinación por el crimen, especialmente el organizado, y sus —nuestros— pequeños problemas nanoburgueses. Por disciplina, por desafío, y, sobre todo, por chingar, me propuse escribir un libro donde contara la historia secreta detrás de la redacción de la literatura en la actualidad —ya no desde la perspectiva de una actividad artística, sino como un medio de producción de (sin)sentido. Lo que ahora tienes frente a tus ojos, entre las manos, esta página que es mi rostro, improbable lector, se parece menos a un libro y más a la basura que queda en las playas luego de un huracán; el horizonte, desdibujados sus confines, diluye el gris del cielo en el gris de las aguas, mientras la espuma puerca moja los restos de palapas y cadáveres de perros, y el océano parece un caldo de palmera y huesos de pelícano

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desperdigados en la arena como muchachas violadas, ya sin nombre para siempre, como si nunca lo hubiesen tenido. A los entrevistadores y redactores de nota roja en general: no sé de qué va este libro, y cuando decida dónde poner el punto final —el ojo de la cerradura— tiraré la llave a las aguas. el autor

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Dedicatoria

Siempre se escribe por alguien más, en un cuarto prestado, desde un lugar impropio. Lo que se tiene pensado escribir no se escribe, o se escribe tratando de recuperar una claridad perdida, irrecuperable. Toda escritura es huella de ese Algo irrecuperable. La primera frase es el naufragio. Es el momento en que ya todo está perdido: el momento preservado por azar de una teoría entera del tiempo. El momento: metonimia de la eternidad. El madero sobre el que Ulises se afirma luego de que el divino Posidón dejara caer sobre su barca avalanchas de agua salada, arropado todavía con el manto inmortal de la ninfa Ino, así es la primera frase de la aventura; un transporte precario, es cierto, pero suficiente, capaz de llevar al héroe lejos de Circe, su captora-amante, y del recuerdo terrible del dios que rompe las junturas de las hondas naves dispersando sus fragmentos por el mar, como hebras de paja. A partir de ese momento ya no hay retorno: la escritura se ha puesto de pie. Llena de dudas, extranjera en tierra de extranjeros, la frase se pone de pie sobre la página y sobre las aguas. ¿Camina, baila, se queda inmóvil? ¿Qué hacemos con esa primera frase extraña, casi alienígena, sino seguirla ciegamente a donde nos lleve, sin importar el destino final?

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Se dice que la inspiración no es sino la primera frase que dan los dioses, y que todas las siguientes son escritas por el deseo de perpetuar el impulso mágico, el milagro de no haber desaparecido bajo las olas: es una cuestión sagrada, pues sería ingrato dejarse morir cuando un dios le ha dado alas a nuestra boca. No sé si la primera frase la den los dioses, pero siempre es un regalo. Es el primer acorde del concierto. Establece un tono, un ritmo, una melodía. Es la palabra que abre pista para el baile de máscaras. Pero profesemos una ética sin garantías; es decir, una ética sin dioses: la frase ha aparecido así, en la página, como una moneda en medio de la calle, como un buen augurio. ¿Y entonces? El regalo viene con su oquedad a cuestas, con su posibilidad hecha cuerpo. Una frase es una frase es una frase, etc., y sólo dice lo que dice. El vértigo del vacío es su dominio. ¿Qué sigue, qué sigue a la frase, al milagro? Nadar. Flotar con gracia, al menos mientras una nueva ola del dios nos sumerja de vuelta al olvido del que surgimos. Y nos sumirá de nuevo. Tarde o temprano. La alternativa es quedarse suspendido en el madero de la primera frase, darlo todo por terminado en ese momento: incluso cuando la frase aparece en la mente, negarse por todos los medios a escribirla. Pero hay un punto en que no se puede dejar de escribir. Cuando no conocemos el nombre del dios lo llamamos azar, que es el nombre cualsea del dios del instante. De éste. Y de este que pasa, que va pasando, que ha pasado.

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Será mejor nadar. Hacerse el que nada. Interrumpir la nada nadando. El que escribe se interrumpe. Interrumpe la aparición de la frase, interrumpe incluso el sueño para escribir, para cambiar el sueño en escritura, para trocarlo o canjearlo por algo que aún desconoce. Puede quedarse, aguardar, esperar, a condición de escribir esa primera frase —la única necesaria, la absoluta, la que promete la derrota de la escritura, la que es hija del error. La frase vista en sueños nos saca de la cama, nos interrumpe el sueño y nos arrastra al escritorio, nos aleja de la mujer que nos amó, nos lleva a otra ciudad, nos da otro nombre. Ya no hay vuelta atrás: es preciso escribir esa frase, la primera, el punto de no retorno. Una vez escrita pareciera que su cumplimiento está dado: la escritura ha tenido lugar. Ya está todo demostrado: ya hemos ganado un instante al tiempo, y aunque nada haya cambiado en apariencia ya somos otros. Pero esa victoria dura apenas el instante de escribirla: más allá de esa frase, en la vastedad de lo no escrito, hay dragones. Hay dragones en el margen de los mapas antiguos, en el espacio de lo desconocido, en el punto de no retorno del mar. En la cartografía de los geógrafos europeos del siglo xv están indicados con la frase Hic svnt dracones, como signo de desviación para los navegantes, como el “Disculpe las molestias que esta obra le ocasiona”, como el lugar intransitable y mortal donde viven monstruos, donde los barcos caen y no vuelven. No sabemos cómo son los dragones, pero sabemos —y nos basta— que son terribles como serían los dioses, que los ingleses y portugueses y españoles que destruyeron por primera vez América imaginaban con forma de dinosaurios.

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Agotados, exhaustos llegamos ya a la primera frase. Entonces te pones a nadar hacia el pliegue del horizonte, allí donde los dragones tienen sus aposentos. Escribes. Cada palabra acota su propia frontera: hay un salto al vacío entre cada una: un dragón más terrible que el anterior. Silueta de un cuerpo, la palabra, bordes de tiza en la banqueta de la página convertida en escena del crimen. Un campo de muerte su silencio atronador: he querido ver incluso en el cúmulo de un bloque de texto la mirada misma del enemigo, de todo lo que se opone al deseo de escribir. No el canto de las sire­nas sino, como decía Kafka, su silencio. El silencio de las sirenas. Te preguntas si las sirenas cambiarán de piel; si la playa de la isla de las sirenas será un jardín de huesos y escamas podridas. Te preguntas si las sirenas están muertas, de viaje o simplemente callan. Si cambiaron de piel para convertirse en cantantes de karaoke. Si cambiaron de piel para convertirse en ambulancias. Escritura: piel que mudan los dragones. “Mírate, hombre”, te dices a ti mismo, “armado hasta los dientes con tu microscopio conceptual. Sabes que Deniz y Rimbaud y Alain y Rojas, el Gonzalo, un puntapié te dieran en el hocico por hacer la apología de la página en blanco, de las escrituras del escribir, del elizondiano escribo que escribo, de las escrituras sin texto que según tú se guardan en sus profundidades epidérmicas. Las páginas en blanco son para escribir: uno toma cualquiera, pues cualquiera es todas pero sobre todo es una, ésa, ésta, y la coloca en alguna superficie que le sirva de soporte con el fin de utilizarla, para valerse de ella como de cualquier otra herramienta, o cualquier tecnología de conocimiento, una rueda, una cuchara, un revólver. No hay para que dar más vueltas: se escribe o no se escribe”.

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Con razonamientos de este tipo negamos que escribimos incluso cuando no escribimos; que leemos la posibilidad de la escritura en todas partes, y la partitura del silencio que ya está dada de antemano en todas las páginas en blanco, desde las cuales un dragón invisible nos está mirando. Entonces plantamos cara y culo en el escritorio y nos ponemos a nadar sobre la página. No llegaremos a ninguna parte, pero no podemos dejar de ir. No somos libres para renunciar. Nuestro cautiverio habrá de liberarnos. Tal vez. Porque escribir es la única manera de vencer el miedo a escribir. Dedico, pues, este libro, a los funambulistas de la primera frase. A los que no reculan frente al miedo a los dragones. A los que traman en silencio, sin miedo y sin esperanza alguna, los libros que vendrán.

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Th i s m ac h in e k il ls fascists Segundo Manifiesto Neotropical /preludio a La rebelión de los negros Javier Raya

i Bob Dylan andaba ya desde hace tiempo tras la pista de Woody Guthrie. Luego de una carrera breve y meteórica, el mítico cantante de folk había desaparecido de la noche a la mañana de la escena pública sin dejar rastro. Guthrie era lo que llaman “un patriota”. Había cantado las grandezas del Destino Manifiesto en “This Land is Your Land”, y peleaba desde la canción las batallas que los soldados estadunidenses peleaban en Normandía, en Verdún, en las islas del Pacífico, cercando Berlín un metro a la vez, a costa de miles de muertos. La muerte había sido una experiencia muy real para la generación de Guthrie, para quienes los fantasmas de la guerra todavía arrastraban sus cadenas en la memoria años después. Su fama había caído en el letargo, pero Dylan y unos pocos entusiastas le seguían las huellas. De Bob Dylan (né Robert Zimmerman) hay poco que decir en 1961: sólo ha escrito dos canciones, pero las canta en cualquier lugar donde lo dejen, además de un amplio repertorio de canciones tradicionales, algunos roots y gospels, algunos blues y muchos covers de Guthrie. La foto que Dylan llevaba en su cartera muestra a Guthrie bajo la luz de plata con los ojos entrecerrados, la mirada baja, el mentón fuerte, camisa de leñador sobre el cuerpo hirsuto,

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con la guitarra sostenida a la mitad del pecho, como un hacha manejada con soltura. Tal vez estaría cantando una canción sobre los mineros que quedaron atrapados en un derrumbe, o sobre los niños Floyd que murieron en el incendio de su granja, o sobre esta tierra que es gringa desde California hasta las islas de Nueva York. Quién sabe. En el cuerpo de la guitarra se lee “this machine kills fascists”, un lema probablemente más adecuado para el alerón de uno de los aviones caza desplegados en el Pacífico Sur o para una ametralladora Springfield que para un instrumento musical. Dylan la vio o la supuso ahí, metida en su estuche negro —con aires de ataúd—, la guitarra, al fondo de la habitación de Woody en el hospital Greystone Psychiatric de Nueva Jersey, como el arma de un mafioso de Chicago en la duermevela vigilante de las armas. El joven Zimmerman se presentó como Dylan, sacó su guitarra, se demoró unos segundos en afinarla y tocó un par de temas, entre ellos “Song to Woody”, eso está bien documentado. Hay una vieja versión de “Song to Woody” donde se puede escuchar el cuaderno de Dylan crujir suavemente cuando cambia de página, la letra no bien memorizada aún, de tan fresca. El micrófono recuerda todo. Dylan contó a través de los años que a Woody le gustó su interpretación. Lo único que consta es que Woody escribió “Aún no estoy muerto” en el autógrafo de la foto. Dylan aún no lo sabía, pero esa frase le estaba salvando la vida. En una de las fastidiosas entrevistas que lo agobiaron durante su carrera (con aquella cantaleta de encumbrarlo como la voz de su generación), Dylan diría de sus canciones que “fueron las únicas palabras que pude encontrar para

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separar la vida de la muerte”. Quería, como Guthrie, delimitar una zona temporalmente autónoma donde la muerte no tuviera poder: una canción: una cosa que se ponía de pie por sí misma, como decía su héroe, Arthur Rimbaud. Woody quería matar al fascista que cada estadunidense llevaba dentro mediante una operación espiritual: construir un monumento a la americanidad en el corazón de cada gringo, y como se propuso redimir personalmente a cada uno de ellos, escribió miles de canciones, muchas de las cuales no se grabaron nunca. Desde la trinchera de sus canciones, Woody Guthrie decidió que iba a ganar la guerra él solo. Y Bob Dylan lo seguía de cerca, tomando notas. ii Pues si una máquina, el Exterminador, pudo aprender el valor de la vida humana, tal vez también nosotros podamos. Sarah Connor, Terminator 2

Las máquinas ganaron el día que los humanos comenzamos a comportarnos como máquinas. Al principio nadie pareció darse cuenta, pero con el paso del tiempo fue notorio que en el lapso de unas pocas generaciones la especie había perdido todo orgullo por la hazaña civilizatoria y había optado por la racionalización a ultranza y la eficiencia de todas las actividades: había logrado instalar en sí misma todas las virtudes de la máquina y borrar todos los defectos del homínido. Al observarnos desde el futuro nos daremos cuenta de que esta fue la bisagra que torció el rumbo; sólo entonces sabremos

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que aún antes que eso —como Perséfone comiendo la semilla de la granada— ya todo estaba perdido. Por humano entendemos: una prótesis del gadget, un añadido artificial, accesorio al cuerpo-receptor, que extiende el rango de acción de la máquina. Administradores de notificaciones, nos llaman, en algunos instructivos, esas nuevas biblias de los objetos. Durante años hemos recibido el nombre genérico de “usuario”, cuya identidad se define como indiferente. A fuerza de mapear el territorio, terminamos recorriendo mapas sin aventurarnos nunca al territorio. Como en todo acto de conquista, los límites y las fronteras son delimitadas por el vencedor: aquí va la vida, acá va la muerte. En este caso el vencedor es la realidad expandida de los objetos que denuncian lo real oculto en todas las cosas, presentándose a los humanos como apariciones misteriosas del pasado o del futuro. Esta máquina vino del futuro. La vi en la trastería del mercado de pulgas de la calle 2 de Abril. La tenían adentro de su caja y todo. El chico que atendía el puesto ni siquiera estaba seguro de qué tipo de cinta usaba. La probé y funcionaba perfectamente. El precio era irrisorio, apenas un 10% de lo que se suele pedir por una Remington en buen estado —de ese año, de peor calidad— en las páginas web de segunda mano. Probablemente quise ver en la máquina algo que deseaba para mí mismo: durante los siguientes dos o tres años me di la misión de utilizar la máquina como si fuera un costal de box, o como un medio de transporte de ida y vuelta al pasado y al futuro. Una máquina del tiempo para poner un grito de guerra en el lugar donde iba mi nombre. En suma, para ponerme a matar fascistas. El nombre de la misión me lo había facilitado mi amigo Edgar Khonde unos días atrás: La rebelión de los negros.

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iii Se trata de una vocación generosa: insuflarle vida a las máquinas, pulir la superficie que las cubre hasta que en cada cosa florezca un espejo. Google dice que soy una Quiet-Riter, probablemente del 58, a juzgar por la tela raída de mi maleta transportadora. Estoy en buen estado, tengo todos mis tornillos, no me falta ninguna pieza. Seguramente en mi tiempo conté muchas historias, tejí con mis manos de araña muchas cartas. Tal vez pertenecí a un periodista o a una secretaria. No lo recuerdo. Puesto que la máquina es una extensión del cuerpo, la máquina se vuelve también una extensión del deseo del cuerpo deseante. Porque no existe deseo al margen de un cuerpo: el cuerpo es precisamente el margen y el tener lugar de ese deseo. Y aunque el “sistema de los objetos” pueda convertir a cada cosa en un mapa o un pequeño fractal ideológico que denuncia los rasgos de su época (del astrolabio al iPod, del ábaco a la máquina de escribir), el hombre nunca podrá darle alma a los objetos. Se parece a su creador en todo menos en eso: en la capacidad para crear instrumentos capaces de replicarse a sí mismos. El usuario sigue siendo el alma postiza del objeto. La máquina de escribir es la prótesis del deseo de reproducir la propia falta (falta que denuncia la consistencia misma del Autor) de esa presencia insoslayable que hay detrás de todo lo creado, y donde la impronta se vuelve aire, aura, familiaridad con lo que da origen: esa podría ser la diferencia entre una máquina de escribir y una piedra, donde cada una denuncia y encarna a su modo la particular angustia de sus creadores.

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Tal vez pertenecí a una estudiante de secundaria que me llevaba arrastrando por los pasillos de la escuela, como una bala de cañón. Me golpearon y me golpearon y nunca lograron extenuarme. Aún tengo un par de libros dentro de mí antes de despedirme, lo sé. Porque al igual que el humano se refleja en la máquina, la máquina le devuelve una nostalgia por algo de sí mismo que le parece inadmisible: la inminencia de la vejez, el hálito podrido de la muerte. La máquina le recuerda al hombre su propia obsolescencia. Y de ese juego de temores extraen un valor escaso, pero valor al fin, del que no se puede escatimar en épocas de cobardes y delatores.

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Prolegómenos a un cuento de ladrones (borrador, entrego el final esta semana) Alejandro Albarrán Polanco

La rebelión de los negros es una de esas raras obras que no se dejan encasillar fácilmente en los géneros por excelencia de las gloriosas letras nacionales: la novela negra, la novela del Norte, la narconovela, el western urbano, incluso la novela histórica y de la Revolución, por el momento y el tema en el que ocurre la extraña aventura de los ladrones de libros, Edgar Khonde y Sebastián Matus, en las laberínticas librerías del Centro Histórico. Su lenguaje abigarrado, afectado no pocas veces —francamente ininteligible otras— puede disuadir las mejores intenciones del lector. Sin embargo, pese a sus dificultades técnicas y a los problemas de continuidad en la trama (propios, hay que decirlo, incluso de las mejores primeras novelas), me gustaría referirme aquí más bien a un detalle periférico, a riesgo de lindar en los terrenos del especialista: la correlación entre criminalidad y literatura. La rebelión… se concibe, desde sus primeras páginas, como una suerte de “crimen literario”. Como recordarán, Khonde es llevado a la acción a través de un doble interés: 1) demostrar que tiene la capacidad de viajar en el tiempo, y 2) relatar el sueño prefético (así lo escribe él) de La rebelión de los negros. Pero Khonde no es el Narrador. El Narrador ha tenido que realizar en el plano simbólico aquello que los hábiles ladrones

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de libros, Khonde y Sebas, realizan en el plano de los objetos: robar sin ser atrapado, salirse con la suya. Pero Khonde (a pesar de cierta simpleza y candor en la construcción que del personaje realiza Raya), no es ningún tonto: el trasunto de la historia podría formularse en la pregunta ¿por qué el ladrón desea verse él también, a su vez, robado? Menos un deseo que una táctica, relatar el sueño (in)augural de La rebelión… predispone toda suerte de augurios (“respondencias”, en la terminología técnica del Autor) y peripecias del espíritu en las escenas de los dealers, o en la escena alucinatoria entre el Narrador, Sebas y Kosterlinszky, cuando escuchan uno por uno el Book of Angels del músico neoyorquino John Zorn en un largo, largo viaje de lsd, que va a desembocar en la escena del Barrio Chino que todos conocemos tan bien. Los “paraísos artificiales”, en este caso, funcionan como un pliegue o umbral de la realidad cotidiana y un asomo a “la vida interna” de lo literario, como si la vía de acceso a aquellos tesoros para los que todo escritor se siente predispuesto incluyeran, en el caso de nuestros personajes, una trama de tratos y acuerdos fáusticos con lo periférico, con el crimen, es decir, con el mal. Con el Mal a secas. Sin llegar a la eficacia verbal de bribones clásicos como los de Roberto Arlt (una influencia patente será El juguete rabioso, que en cuanto “objeto mágico” —imposible— ofrece más de una semejanza con La rebelión de los negros), los ladrones de esta novela podrían ganarse la vida de cualquier otra forma que eligieran, pero prefieren no hacerlo. Saben que participar de los intercambios económicos en la etapa postindustrial del capitalismo sólo ahonda la brecha entre ricos y pobres, y el colapso de la diferencia entre “alta” y “baja” cultura será nada menos que la munición verbal con la que cada uno de estos

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Bartlebys enfrente su mundo y el de los demás. La amistad, en ese sentido, sólo pueden entenderla como complicidad en el crimen. Crimen que consiste en oponer una rebelión simbólica, inútil pero irreversible: escribir como si escribir pudiera cambiar el mundo. No es este el lugar para decidir si el trabajo de Raya ha sido eficaz en cuanto a sus supuestos técnicos desplegados en la narración; pero afortunadamente tampoco tenemos la última palabra, reservada no a los críticos y estudiosos de la literatura nacional, como pudiera pensarse, sino a sus lectores. El investigador se siente desubicado y acalorado en esta selva verbal. Cualquier luz al final del túnel no es sino un tren en dirección contraria. El Lector (doy fe) sólo puede sentirse como Zilch en el momento de escribir su última carta a Khonde, donde acusa que al Narrador de La rebelión de los negros “se le ocurrió quemar las naves conmigo adentro”.

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Introducción a un libro escrito en una isla desierta El Narrador

En El libro por venir, Maurice Blanchot afirma que la diferencia entre el diario íntimo y el relato —en tanto vehículos de la escritura— reside en que el diario está sujeto a la “tiranía del calendario”, a la acumulación de páginas como días, lo que lo vuelve algo así como un calendario privado en el que marcamos nuestras efemérides domésticas, los pequeños eventos del pensamiento, alguna conmoción que acusa la sensibilidad, alguna tragedia irreparable y efímera. De los escritores de diarios suele decirse que escriben para historizar su vida o que escriben para “vivir dos veces”, una en la experiencia y otra en la escritura. Pero basta pensar que toda forma de escritura es una forma de ficción para acotar cierto halo de objetividad propio de la diarística, pues en el momento en que comenzamos a escribir comenzamos a mentir. Esto es inevitable. El que escribe elige, descarta sentidos, persiguiendo una sugerencia y desechando otra, tomando una palabra y dejando de lado todas las demás, guiado solamente por la inquietud casi física de la que nace su escritura. No se trata de ninguna metafísica: al escribir una lista del supermercado estamos frente a la misma serie de decisiones para representarnos el mundo y la necesidad del mundo a través de la

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escritura. No podemos escribir una lista del supermercado sin mentirnos, sin poner expectativas en los mismos signos modestos con que se escribe un poema “magistral” en una estética que siempre cambia y siempre obedece a caprichosos criterios de validación. La escritura diarística, pues, parte de asumir (erróneamente, o al menos con un considerable margen de error) que no somos jueces adecuados de nuestra propia experiencia ni de nuestro propio comportamiento; esas escrituras mediante las que nos contamos a nosotros mismos nuestra propia historia, para usar la frase de María Zambrano, son también las escrituras mediante las que nos mentimos para crearnos en tanto personajes, para editarnos y mostrarnos como quisiéramos ser más que como somos en realidad. ¿Y cómo sé lo que “soy-en-realidad”? ¿Por qué al contar un episodio que me ocurrió de niño —un recuerdo viejo, mellado por el tiempo y la repetición de la memoria— siempre tengo la sensación de estar hablando de alguien más? Tal vez la verdadera diferencia entre el relato y el diario íntimo sea que el diario es un dispositivo para mentirnos a nosotros mismos, mientras que el relato nos permite mentirles a los demás. Después de todo, el único lector de un diario es el propio redactor; es una escritura que, salvo excepciones, no se piensa para la distribución pública, para la publicación. Pero afirmo que hay una operación de ingeniería de identidad también en ciertas escrituras “privadas” que se comparten en medios públicos: ¿cuál es el régimen de verdad de una publicación en Facebook, o del más anodino de los tweets? ¿No nos construimos también —con cuánta torpeza en ocasiones— a través de nuestras actualizaciones de estado, de las fotos de perfil, de

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las cosas que compartimos con los demás? Las redes sociales son un performance de la identidad, en el sentido de una práctica de la identidad ficcionada. Y aquí habría que decir un par de cosas respecto a la mentira, que no es ni por mucho una oposición lógica a la verdad, un enunciado de valor contrario a lo verdadero: mentir es solamente no dejarse engañar por la seducción de la inasible verdad; es negarnos a darle más crédito a la verdad que la que se le prestaría a un monstruo mitológico, a un minotauro o un dragón. Porque la verdad se manifiesta de manera aparente, inmediata e inapelable, siempre bajo la triunfal apariencia de lo cierto, sin considerar que toda verdad es también el punto de partida de otra mentira. La verdad es un horizonte deseable, un territorio que no se deja encerrar por completo en ningún mapa, pero que estrictamente no corresponde a ningún territorio que se pueda pisar con la planta de los pies. He pensado que los narradores en realidad no se preocupan por estas cosas. Los buenos narradores simplemente hacen como que la verdad es verdadera y siguen perdidos en su mecanografía; los excelentes narradores nos convencen de que su verdad es La Verdad al convencernos de ella, al volverla nuestra. • Pero más que poeta menor o escritor fantasma, pienso que me gustaría ser filósofo, alguien que está tratando de llegar al fondo de la cuestión —pero llegar por sí mismo, a través de todos los traspiés que conforman el aprendizaje del camino—. Tal vez esta ciudad me hizo desarrollar el síndrome de Estocolmo o el amor a mis captores, mis prejuicios y mi ignorancia, pero creo que me hizo más daño comenzar a mostrar algún

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talento para la semántica y la maquila de textos, pues muy temprano me vi escribiendo para otros; escribiendo textos que aparecerían con otros nombres, en ignotas publicaciones o en la mesa de novedades. Naturalmente, se me ocurrió que el sueño de Khonde sobre La rebelión de los negros podría ser el título de un manifiesto pseudovanguardista donde los negros literarios, como yo, desmintieran el engaño supremo del edificio literario, minándolo e incendiándolo definitivamente, pues las convenciones son duras de romper; pero cuando se encuentra la grieta apropiada, una idea colocada ahí puede tener el efecto de un paquete de dinamita, haciendo que la convención se desvanezca en medio de una pila de escombros. El problema con la literatura es que ella sabe que es un fantasma. La literatura depende por entero de su existencia fantasmal, de sus convenciones y su supuesto prestigio, incluso del temor que despierta en los “no iniciados”, admitiendo incluso una industria editorial que, con el pretexto de promoverla, la destruye. Creo que la literatura es una forma de interpretar textos; es decir, de leer así, con itálicas, de leer concienzudamente o con ligereza, pero donde la conciencia de lo que se lee sustituye nuestras percepciones comunes, reprogramándolas. También surge lo literario cuando se interpretan textos legales (como el Pentateuco, los cinco viejos libros de la Biblia) como si fueran la Ley misma, es decir, cuando se interpreta un texto confiriéndole valor de verdad. El primer libro, la primera estela de piedra, es la de la ley. Y es la adoración ciega del libro —es decir, de la ley— la que produce este delirio colectivo llamado literatura. Si otros pudieran verla tras bambalinas así, vana y maltrecha como una actriz que se niega a retirarse, verían que

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la literatura no es sino una máquina de producir prestigios y consumir privilegios que gente como yo ayuda a construir. La literatura es la respuesta industrializada a la búsqueda de sentido del mundo moderno, a su necesidad de contarse a sí mismo su propia historia. Sentido: un régimen moral de la vida; brújula, termómetro existencial que el sujeto moderno ya no logrará encontrar ni en la religión ni en la política, como apuntó en alguna página memorable Ricardo Piglia. Las ideologías traicionan, pero la literatura siempre aporta el sentido tranquilizador, la dirección, la sensación sedante, reconfortante y adictiva de que hay vidas humanas que pueden seguirse a través de diferentes escenas y perspectivas vitales, lo que eventualmente va conformando en el Lector la sospecha de que conoce a los personajes, de que incluso tiene cierta ventaja con respecto a ellos, pues el Lector está vivo y es de carne y hueso, mientras en el fondo —esto es, en la superficie epidérmica del libro, en su piel— todos los personajes literarios están hechos de pulpa de celulosa y tinta. Pero, como muestra Piglia en El último lector, es el Lector mismo quien de un modo u otro integra la psique de los personajes literarios. Los mayores personajes literarios (al menos canónicos) suelen ser ávidos lectores que buscan en la literatura una brújula moral que no obtienen de la sociedad, de la familia, de la guerra, de las drogas o de la religión. Hamlet, Ana Karenina, Emma Bovary, Alonso Quijano, Leopold Bloom: personajes que son lectores y que buscan en lo leído una manera de vivir, no una segunda vida. Cito en extenso a Piglia: “¿Qué libro se llevaría usted a una isla desierta?” es una de las preguntas claves de la sociedad de masas. Sin duda, se funda en Robinson Crusoe y supone que para salir de la multiplicidad

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o de la proliferación del mercado hay que estar en una isla desierta. La pregunta es precavida e incluye varias a la vez: “¿Qué libro leería si no puede hacer otra cosa?” Y también: “¿Qué libro cree usted que le sería de utilidad personal para sobrevivir en condiciones extremas?”.

A veces despierto en medio de un párrafo como si estuviera en una isla desierta y lamento no haber tenido tiempo de escoger un libro, es decir, no haber anticipado esa pregunta fatal con que se prueba la adhesión y el fanatismo literario de los verdaderos Lectores: ¿qué libro se llevaría usted a una isla desierta? Observo las palmeras, el alto sol de la mañana, la conversación del mar, perdida y retomada en la playa. Veo mis ropas de náufrago, mi barba crecida, mi cabello enmarañado y lleno de arena, la boca seca, los labios curtidos y quebradizos. Miro a mi alrededor: claro, ésta debe ser la famosa isla desierta, y me he olvidado de traer el libro proverbial que me ayudaría a sobrevivir. ¿Cuál podría ser? Seguramente un libro que no se acabe nunca, o que uno pueda leer y releer sin agotarlo. Si hubiera tenido tiempo para prepararme sin duda habría traído conmigo la poesía completa de Tomás Segovia, aunque a qué mentir, con un par de poemas largos tendríamos de sobra para estar solos durante largo tiempo, con “Cuaderno del nómada” y “Cantata a solas”, por ejemplo. Tal vez otro libro adecuado sería Odisea: podría imaginarme que soy Homero y debo inventar a Odiseo para hacerme compañía, para que Odiseo vuelva a casa ahora, en mi nombre, porque yo seguramente seré olvidado en esta triste isla. Supongo que no soy más que un simple Robinson haciéndose un Viernes a la medida, poniendo

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todas sus expectativas en un negro, en un esclavo, en un ser que merece cualquier nombre que se nos ocurra darle. Como un perro. • Salvo muy contados casos, ningún escritor puede dedicarse únicamente a escribir —a escribir lo suyo, se entiende, porque uno de los secretos mejor guardados de este asqueroso mundillo es que el libro es una necedad a la que algunos acceden para decir sus cosas, su verdad—, porque en general, el escritor (sobre)vive de una serie de ocupaciones paralelas y contingentes que probablemente no tengan ninguna relación con el acto mismo de escribir. Las búsquedas personales se van relegando a cotos privados, a islas desiertas como el diario íntimo, a la escritura que es necesidad de sí, solamente. Necesidad que es un muelle al que no está anclada la supervivencia económica sino la supervivencia vital. Mis ocupaciones laborales siempre han tenido estrecha relación con problemas de escritura: desde mi primer trabajo como corrector de estilo en un diario de provincia hasta la maquila de frases para una agencia de publicidad, manipular el lenguaje escrito siempre me ha dado de comer. Esta manipulación consiste en fabricar un tipo de certeza a través de un mensaje. Se dirá que la categoría de las noticias o los anuncios publicitarios no pueden ser medidos por el parámetro de verdad, sino a través del parámetro de eficacia, de veracidad. Pero aún con las mejores intenciones el lenguaje existe como sustituto o límite de una realidad, y al no poder probar de antemano su inocencia, el lenguaje escrito siempre es culpable de algo que precisamente no puede decir: es culpable de su propia

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existencia, de ocultar partes de la realidad para evidenciar otras. Sobre todo: el uso privado del lenguaje en cualquier tipo de escritura no es gratuito, y busca y codicia algún tipo de retribución: los escritores jóvenes son convencidos de publicar en revistas o periódicos sin pago “para foguearse”, como si hubiera una forma provisional de ser publicado, de ser publicado sólo “para ver qué pasa”, aunque pocas veces pasa algo. El prestigio o el hambre de prestigio dentro del edificio invisible y convencional de lo literario es lo que los lleva a regalar sus textos o a recibir ínfimas compensaciones. Por eso es tentador inventar al escritor como personaje y poner a un pequeño grupo de simios mecanógrafos a su alrededor para crear colectivamente una obra que el mercado asociará a ese escritor. No otra cosa hicieron los del colectivo Wu Ming en novelas como Manituana, o los italianos de Luther Blissett. Grupos de negros se rebelan al mercado cediendo sus nombres y los derechos de sus obras, convirtiéndose en escritura únicamente. De ese modo, la escritura es la responsable de probar que ella misma es verdad a los ojos del lector, sin que se inmiscuya el casposo nombre del Autor. Pero incluso ese anonimato elegido, por ser comunal, me parece otra forma de soberbia: se gana otro tipo de prestigio, si se quiere, el prestigio inútil de un cantero que mira cómo se eleva la anónima catedral que ayuda a construir con sus manos, y tiembla al saberse parte de ese edificio construido para gloria de Dios durante los siglos por venir. O mejor: el prestigio inútil de un Homero varado en una isla desierta que escribe una y otra vez la Odisea en las playas del mercado, para que el mar, al leer sus palabras, las destruya.

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Borradores para una (re)presentación de La rebelión de los negros Rafael Zamudio

La escritura es un sexto sentido; un sentido suplementario y artificial, es cierto, pero que se convierte en una prótesis de los sentidos humanos, en una antena que amplifica una onda de radio, o con mayor precisión, un instrumento para modular las amplitudes de onda de la percepción. Cuando estoy escribiendo, estoy en mi cuerpo. Pienso con el cuerpo, mis manos escriben. Tipean. Pulsan, golpean, se estiran como animales. Consideran la energía de lo dicho, su gasto, su recobrarse. Son monstruosos pulpos bailarines o pianistas, mis manos en la computadora, utilizando los diez al mismo tiempo, gracias al taller de mecanografía de la secundaria; si escribo a mano, me siento como un francotirador, la mano izquierda es el spotter, el que evalúa las condiciones del terreno, extendiendo los cinco dedos en la hoja para plancharla y prepararla, para abrirle paso a la mano derecha en su extraño recorrido, es decir, al sniper, que apunta y dispara. Si escribo en un teclado no soy más que la prótesis de ese teclado. Soy porque escribo de Oeste a Este; si fuera árabe escribiría de Este a Oeste; si fuera japonés escribiría de Norte a Sur. No, supongo que si fuera japonés escribiría pensando en imágenes. A veces pienso que me gustaría mucho ser un escritor japonés. Ellos piensan con el cuerpo, por eso su escatología nos parece

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un exceso. Pero ahí está el zen. Soy este cuerpo y esta mierda, y a la vez tienen esta sutileza, este como pasear por las cosas a través del pensamiento... Pienso en Mishima, pienso en Ōe. Pienso que no me gustaría ser Mishima, pero lo admiro mucho. “El último escritor soldado” sería un buen subtítulo. No es cierto, sería un subtítulo horrible. En fin, Mishima se mata en un performance político durante un fallido golpe de Estado. Su sangre mancha el equivalente a los Pinos, a la Moneda o a la Casa Blanca del gobierno de Japón. La sangre de un escritor mancha el interior de una sede de gobierno. Una sangre que él ha derramado por sí mismo. Quisiera escribir en un alfabeto cuyos caracteres fueran como el ideograma formado esa tarde en el suelo de aquella oficina donde Yukio Mishima está para siempre desangrándose. El que habla hoy en mí se reconstruye como quien quisiera, a partir de los restos de una vasija rota, de una tumba milenaria, reconstruir el habla de una civilización perdida. No soy milenario, pero como si lo fuera. Escribo, soy un idioma que lleva en el mundo ya sus buenos mil años. Soy un adulto en plenitud, soy una página escrita en castellano. Soy una voz que habla en la cabeza de los que leen español. Soy una fotografía del idioma. Mi cara está cruzada de letras: pecas, cicatrices, líneas y líneas y líneas de expresión. En ocasiones me encuentro con mis pedazos: en una ventana, en un piso pulido, como si viera la esquina donde mi fantasma me señala brevemente, donde me acusa de estar vivo. Como si viera a mi propio fantasma venderme refrescos, medicinas, decirme hacia dónde van los camiones, a qué hora empiezan los conciertos, cuánto debo pagar de luz este mes. Me mira desde la frase procaz en mi taza de café, “Puto el que

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lo lea”, y en la página que leo de las Soledades de Góngora. Estoy en todo lo escrito, reconozco mi propio rostro cuyos verdaderos rasgos solamente he visto en sueños. Para olvidarme de mí es que escribo. Escapando de mí me encuentro conmigo. Fractal de sí mismo, el libro se reconoce en cada una de sus palabras. ¿Éste será el libro, ese Libro mallarmeano formado por la coherencia íntima que guardan las obras entre sí, el sistema de sí misma que le ayuda a reproducirse, es decir, a entenderse y a ampliarse? ¿Su Autor quiere que lo sea? ¿Y yo, al presentarlo, no lo estoy reescribiendo de algún modo? ¿No puedo escribir después de esta página, a renglón seguido, mi lista del supermercado en alejandrinos? El libro es semilla de sí mismo. Me gusta esa idea. • Estaba paseando en la tarde y me puse a contar vagabundos. Me di cuenta de que es difícil precisar el momento en que un vagabundo se convierte efectivamente en un vagabundo; que no basta salir de la casa, dejando colgadas la mochila, el sombrero, el paraguas, y comenzar a caminar sin detenerse —que ese impulso probablemente se agotaría después de unas pocas calles—. Que tal vez los vagabundos solamente caminan sin saber a dónde van, sin que importe demasiado. Paseaba por la calle y me di cuenta de que bien podía haberme convertido en un vagabundo sin notarlo. Pensaba si habrá un censo de vagabundos. Pensaba que los vagabundos tal vez son personas que se perdieron y no supieron volver a casa. Son niños perdidos, enfermos mentales, delirantes o santos: están dentro de la ciudad

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según nosotros, pero según ellos, no están en ninguna parte. Así me siento yo dentro del idioma, como dentro, pero sin saber a dónde ir. A lo mejor no pensar en estas cosas es mejor. Es vivir en la ignorancia del paraíso del idioma, de escupírselo y endilgárselo, nuestro idioma puerco, a los demás. Eso sería para mí una novela, como un vagar sin pausa y sin sosiego. Como ser vagabundo en el idioma y al final darte cuenta de que estabas en la ciudad después de todo. A lo mejor eso se siente escribir una novela, como ser un vagabundo que regresa a su casa. Traigo mucho eso en la cabeza: que La rebelión de los negros debería ser algo así como un juguete interminable y rabioso, pero juguete al fin. Me acuerdo de El juguete rabioso y me da risa. Me recuerda a Sebas y a lo bien que se siente hablar de libros con gente que no es imbécil. Y tiendo tal vez hacia ese libro como hacia un rostro que es mío, pero que no se parece a mí. A lo mejor me perdí buscando ese libro y por eso ya no escribo como antes. No hago cuentos ya, ni novelas que no sean por encargo y a destajo. Miento, a veces escribo, pero no quiero la responsabilidad de tener que transcribir los textos y editarlos, hacerme cargo de ellos. Me da pereza últimamente, no sé por qué. No es cierto, sí sé: tendría que hacer libros y libros, libros buenos y libros malos. Quisiera hacer un solo libro, pero interminable y rabioso, o no hacer ninguno. Tendría que ponerme a trabajar ya. Pero qué pereza. Mejor ponerse a leer. Ponerse a leer para saber de una vez por todas de qué va La rebelión de los negros.

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Retrato hablado de Edgar Khonde

La fama (si bien modesta) de Edgar Khonde no es inmerecida, ni en el mundillo de los escritores ni en el subgremio infame de los negros literarios. Aprendió el oficio en las redacciones de periódicos de derecha, de izquierda y de centroderecha y de tres cuartos de izquierda que coquetean con la derecha, aunque según él las mujeres guapas siempre trabajan en los periódicos más cercanos al régimen. Los periodistas de la vieja guardia que mandaban sus notas mecanografiadas todavía, a pesar de la invención del procesador digital de textos, le enseñaron a Khonde todo lo que un redactor a sueldo debe saber; nada sobre el uso de diccionarios o sobre la importancia de proteger a tus fuentes, sino la temperatura ética, el odio a la corrupción, el fanatismo casi filosófico por la verdad que sólo conocen los periodistas de los que ya no hay. Los viejos lo veían como un mueble en un principio, pero admiraban su talento para el insomnio y las largas noches en la sala de redacción. Hay quien dice que estuvo a punto de volverse punk luego de tomar parte en el Comité General de Huelga de la unam, en el heroico año de 1999, pero terminó por tomarle el gusto o el vicio a la literatura y, luego de defender la autonomía universitaria se quedó viviendo como okupa en

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las instalaciones del campus, hasta que lo matricularon por error en la facultad de Filosofía y Letras. Comenzó a hacer fanzines y manifiestos que más bien eran comentarios en verso acerca del estado de cosas a principios del siglo xxi, como si un Marinetti uniera fuerzas con un Kapuściński. Un híbrido raro y como de otra época, ese Khonde: anacrónico por el sombrero y la ocasional corbata —elementos más bien irónicos de su personaje—, resabio de antiguas formalidades de cuando el periodismo era una labor respetable y no francamente suicida, y anacrónico doblemente por las botas punk y por leer en libros de papel mientras crecía el entusiasmo por el libro electrónico y sus promesas de destronar la industria editorial; anacrónico una vez más por gestos como el de preferir las cartas por correo postal en vez de los correos electrónicos para informarse de los amigos que tuvo siempre en todas las ciudades. Era un personaje, eso queda claro, pero es difícil saber si es un personaje del pasado remoto, o bien, un historiador del futuro que se hubiera afanado en encarnar el paso traumático entre un estadio de la humanidad y otro. Responde más o menos a esta descripción:

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nombre completo No sabe / no contesta.

edad Entre 28 y 40 años, según quién pregunte.

ropa que vestía al desaparecer Chamarra deportiva Adidas, rosa con verde, playera negra con el logotipo del fc Saint Pauli (una calavera cruzada por un par de fémures, como las banderas piratas), pantalones cargo, tenis deportivos de futbol rápido, negros. Sombrero panamá.

ojos Rasgados. Nunca se le vio sin lentes de micas fotocromáticas.

carácter De poeta.

debilidad Por lo digno.

militancias conocidas Colectivo Los Palabracaidistas, donde lo conocí hace cosa de diez años. Lo expulsaron del Partido Comunista como a José Revueltas: por comunista.

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Al graduarse de la Facultad se vio, como cualquier egresado de humanidades, ante la disyuntiva de una vida de clases, academias, congresos y cubículos, o el desempleo. Ahora bien: nadie se propone ser un negro literario. No es algo a lo que nadie —en su sano juicio— aspire, sino una ocupación emergente que salva de dificultades económicas, especialmente a los de vocación literaria, mientras logran “hacerse un nombre” por sí mismos. Algo paradójico, si consideramos que para ser negro es necesario, antes que tener talento, estar dispuesto a perder el nombre propio en favor de alguien más. Aun así, Khonde logró establecer y contagiar una suerte de ética en el oscuro campo de la negritud literaria: sospecho que esa fue su carta de entrada en el prestigioso y anónimo despacho internacional de negros literarios Black Pen Press, donde le compraron su idea de que un negro es “un consejero técnico de la palabra”, un operador del lenguaje, supervisor de la línea de producción de textos, y claro, poeta en sus ratos libres. Esto aplicaría para cualquiera del Black Pen, menos para Khonde, cuya única vocación verdadera ha sido siempre la poesía. La inútil, odiosa, empobrecedora e insobornable vocación por la poesía. Su ímpetu anárquico y su natural ingenio lo llevaron de inicios modestos en los que nadie del equipo de redacción quería involucrarse (maquila de horóscopos, obituarios y esas bagatelas), hacia bagatelas mejor pagadas, como artículos sobre cómo combatir la calvicie, recetas de cocina, comentarios deportivos y cuentos para niños. Y aunque así comenzaron sus faenas en el azaroso mundo de la negritud literaria (“afrodescendientes literarios”, como decía él), Khonde no perdió su característico sentido del humor, no siempre apreciado por sus empleadores. El hecho de que su currículum afirmara que tenía cierta fluidez en el idioma chino picó la curiosidad de

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un jefe de imprentas, que lo contrató para escribir algunas de las más geniales frases de galletas de la fortuna que se hayan leído jamás, tales como “La suerte, como la tierra, son de quien la trabaja”, o “Pregúntate por qué crees en los oráculos culinarios y llegarás muy lejos”, o aún mejor: “Todo está perdido. Disfruta la caída”. Las ferias de libros y las temporadas de novedades son las estaciones en las que se mide el calendario de un negro: unos libros reverdecen y otros se marchitan. Pero la mayoría de esos libros tienen algo en común: que sus páginas fueron escritas, reescritas, corregidas o formadas por un ejército anónimo de negros como Khonde y como nosotros, los soldados desconocidos de las guerras literarias: peones. Las piezas nobles se encargan de dar entrevistas y firmar libros, hacer giras promocionales y residencias artísticas, cenas con editores y festividades de toda índole. Las más de las veces hay que hacer una verdadera alquimia del verbo con materiales poco prometedores, como vidas de futbolistas o vomitivas biografías de celebridades. El trabajo de página lo hacen tipos inteligentes pero sin talento alguno para los medios, como Khonde, un negro cualquiera en la antípoda del prestigio literario. Este oficio no tenía para mí ningún atractivo ni interés estético alguno hasta que lo conocí: el libro: un monumento al solitario esfuerzo de un negro que no figura en ninguna parte del manojo de páginas que trajo al mundo. Lo cierto es que habría mucho más que decir sobre Edgar Khonde, pero al menos dos cosas son ciertas: que fue él quien me inició a mí y a muchos en el extraño oficio de la negritud literaria, y que en medio de la etapa más atroz del capitalismo global, no trabajó —lo que se dice trabajar— un solo día de su vida.

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A quien corresponda, me dirijo a ustedes buscando, primeramente, un cauce civil y cordial para cesar inmediatamente las hostilidades contra mi persona y mis compañeros de trabajo antes de tomar las medidas y acciones pertinentes para protegerme tanto a mí como a ellos. Si se trata de una “activación de marca” o alguna otra pifia con que los publicistas inundan diariamente (si lo sabré yo) el mundo de la literatura, sirva la presente para advertirles que se están metiendo con el negro equivocado. Mi oficina no es una agencia literaria para novelistas sin talento ni vanguardistas de ocasión. Mi buzón se llena periódicamente del texto titulado “Panfleto es el nombre de un pájaro”, que me envían de todas partes del mundo lectores de una tomadura de pelo llamada La rebelión de los negros. Me imagino que, dado que lo publican ustedes, de algo les sonará el título. Aprovechando esta primera (y por cierto, única) misiva que me sirvo dirigirles, también diré algo más: creo que son gente como ustedes la que impide el verdadero aprendizaje del goce artístico y específicamente literario en este país. No son más que una piara de vendedores de papel, y debería darles vergüenza andar por ahí llamándose a sí mismos Editores. Ni

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siquiera han advertido —yo mismo tardé un poco— que el epígrafe de la primera edición (“Ésta es una obra de ficción. La Ciudad de México no existe”) de La rebelión es un descarado plagio de Thomas Mann, sino que lo borraron de manera cobarde en todas las ediciones subsecuentes por esa loa autoindulgente de la dedicatoria (“a los ladrones de libros/ y mentirosos, en general”). He sido paciente y he tratado de ignorarlos lo mejor que he podido. Si quieren hacerse oír, aprendan a escribir. Sepulten de una buena vez a su Mario Santiago García Madero interno y pónganse a hacer literatura en serio. Demandaré formalmente a la editorial, de lo cual recibirán aviso oportunamente, por el uso y difusión no autorizada de mis datos personales y laborales, así como por la publicación de calumnias en contra de mí y otros distinguidos miembros de la comunidad artística y editorial de este país. Gracias por el rush matutino de adrenalina, a mi edad uno aprende incluso a disfrutarlos. Imbéciles. christohpher domínguez michael

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El oscuro, oscurísimo, negro objeto del deseo (de la escritura) Javier Norambuena

Una discusión frecuente en los círculos de estudio psicoanalítico consiste en determinar en su verdadera dimensión las contribuciones de Lacan a la comprensión de la teoría freudiana; además de profesor, hermeneuta y lector privilegiado de la obra de Freud, Lacan sistematizó en conceptos y propuestas teóricas algunos de los procesos más oscuros de la noche oscura del alma. El Seminario 11 (acerca de los cuatro conceptos/ discursos fundamentales) marca el viraje en lo Real del exégeta al creador, integrando las condiciones siempre elusivas de lo Real mismo en el proceso articulador de una pregunta por el ser del analista. En este campo, el objeto pequeño a (objet petit a) será el engrane, dentro de los matemas lacanianos, en torno al cual han de discurrir las figuras del analista, del analizado y del sujeto siempre escindido entre algo y nada: el objeto a, el objeto causa del deseo, más que un objeto y una causa, es reconocido como esa nada significante —o ese algo insignificante, ese je ne sais quoi— que no tiene contenido pero que no está propiamente vacío, y que representa y que significa desde una elocuencia sin discurso. Es lo informe deformado y afirmado por el deseo, y realizando un —otro— viraje ya no metonímico sino metafórico, diremos que su función se parece a la función del libro con respecto a la escritura:

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la evidencia de que se ha escrito —aun antes de cualquier juicio, de cualquier “crítica” literaria, que siempre es, dicho sea de paso, una crítica por las condiciones de recepción del crítico mismo— se revela y se rebela en el libro mismo, en su presencia inmanente y en su encarnación del orden simbólico frente al cual el escritor siempre fracasa apenas por un pelo; no entroniza el libro a su creador ni le presta mediante la espesura de sus páginas el borde que lo elevará unos centímetros sobre el suelo en una plataforma simbólica, abultándole el copete, y alejándolo del contingente de los mortales: es lo contingente mismo que ha sido apresado entre pasta y pasta por un supremo esfuerzo de simbolización que, sin embargo, nunca —en los “verdaderos” escritores, y esperemos regresar a esta supuesta verdad en otro momento— agota el deseo de la escritura, al cual se someten a su vez todos los esfuerzos del escritor. La dimensión rotunda y envolvente del deseo de la escritura se revela y se rebela con nitidez en un libro que es su propia exégesis, su propia crítica, su propio objeto y su propio fracaso: La rebelión de los negros, cuyo autor indeterminable —la novela misma en tanto autor(idad), como esperamos demostrar a continuación— se sitúa justamente ahí donde el segundo Lacan describe el hiato del inconsciente y el sujeto del inconsciente en tanto instancia pre-ontológica no sobredeterminada por lo que es no/no-es, sino por aquello que siempre de antemano permanece como lo no-realizado, como aquello de lo cual lo real no da cuenta, o da cuenta apenas como cuento: como relato, como la sucesión del sujeto siempre por ser. Lo indeterminable de la autoridad/autoría en La rebelión de los negros es lo que en la novela “tradicional” decimonónica era fácilmente identificable con sólo echar un vistazo a

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la portada o la página legal: el escritor, identificado también con el autor —con la autoridad que garantiza la decibilidad o legibilidad del texto— es enmascarado en la novela moderna (punto de des-encuentro de la retórica y el arte moderno) por una serie de sucedáneos que participan de la diégesis narrativa a la vez que la producen en el “exterior”. Es la historia de la metanarrativa o la metanovela, que es también la historia del lenguaje que busca dar cuenta de sí mismo a través de sus modos de producción, ocultándose a la vez que revelándose según el funcionamiento clásico del símbolo —aquello siempre desplazado mediante el cual la Ley opera. El nombre del autor (en sus distintas ediciones, a saber, Edgar Khonde, Javier Raya, Sebastián Matus, Andrés Kosterlinszky, Sergio Ventura, Zilch Anainómede, Diana Garza Islas y Rafael Zamudio) en La rebelión de los negros no es más que una función del texto mismo, una referencia o construcción tética a la cual el flujo de la novela no se subyuga, sino que se alimenta de ella por interdicto del flujo mismo. Entraríamos en terrenos teológicos si sostuviéramos la afirmación de que la novela aspira a su autogeneración, y su palabra mantiene una tensa e infranqueable relación con la Palabra de la cual, sin precederla, es origen y sentido. Ajena a la verosimilitud de la construcción, al relato como argamasa del sentido, y en ocasiones al sentido mismo por la propia investigación sobre el lenguaje que la origina y que es originado por ella, La rebelión de los negros persigue, a través de la anécdota de una insurrección siempre postergada y siempre fallida, los movimientos del desear mismo, y en tanto escisión de sus referencias autorales, (re)aparece y se (re)vela como la nada significante frente a la cual el sujeto del deseo (función re-legada en este caso al papel del lector en cuanto

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árbitro y juez de la forma final del libro) no deja de medirse y reflejarse, como en los espejos humeantes de las leyendas prehispánicas mexicanas. Fuera de este ingenioso dispositivo —sostenido por numerosas leyendas urbanas que la crítica y el reseñismo del medio literario mexicano han tomado por verdades a medias y facinerosas alianzas entre jóvenes escritores— poco hay de “novelístico” en la novela misma. Los relatos desperdigados en ella son fragmentarios y contingentes. Pero es precisamente el uso dado a la contingencia lo que la vuelve interesante como proceso artístico en sí misma, más que como un ejemplar errabundo y torpe de la especie taxonómica “novela”, cuando lo dado (como uno de los capítulos de la 4ª edición, en claro guiño al poemario de Fogwill y a los lances que no abolirán la esclavitud del azar, en Mallarmé). Los autores —o las figuras colocadas en el intercambiable lugar del autor— parecen seguir aquel dictum de Nicanor Parra, según el cual la novela no-ve-la realidad.

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Adelanto de una aventura de Edgar Khonde Playboy

Uso la misma pijama desde el 2001. Eso es todo lo que tienen que saber de mí. En un extraño viaje de negocios conocí a Edgar Khonde. Mi amigo Raya me había hablado de él. Lo había descrito de manera muy diferente a como lo vi en realidad: enigmático, de aire interesante, pero en realidad decía puras burradas sin sentido. Según cómo se dijeran, en cambio, parecían tener todo el sentido del mundo. Tuvimos nuestra dotación de Edgar Khonde durante ese viaje a cubrir el Primer Campeonato Internacional de Surf de Acapulco. Mi nombre en código era Playboy. El de Khonde era Yaconic. El de Raya era Pijama. A los demás sólo los conocí por el nombre del medio que los patrocinaba: Vice, Soho, Fanzine, Rolling Stone, RedBull, Marvin, MarieClaire, sk8, etc. Todos y cada uno eran perdedores y lo sabían, pero también eran profesionales. Habían escrito de todo menos de surf. Ni siquiera sabían que el surf era un deporte “serio”, con reglas y todo, hasta antes de que los contactaran para enviarles sus boletos de avión y las instrucciones de traslado, además de un generoso perdiem de $100 dólares diarios por cuenta del evento.

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Se trataba de arreglos comerciales entre marcas de zapatos deportivos y directores de revistas en donde los simples redactores y reportambres no teníamos nada que ver. Todas nuestras revistas atravesaban crisis de identidad y sentido, algunas después de mucho tiempo en el mercado. No era una oportunidad que pudiera despreciarse. Hasta Hefner sabe que no puedes mantener una revista poniendo adolescentes desnudas en la portada exclusivamente; cuando el lector termine de masturbarse y de limpiar el semen de los intersticios de sus dedos, querrá leer artículos editoriales de calidad, que refuercen su estatus y su lugar en el mundo; o por qué no: que le den algo en qué creer. Si la cosa sigue como va, pronto Playboy tendrá que dejar de publicar desnudos, y será el fin de una era. El hombre y la mujer modernos son así: impredecibles, más o menos como las líneas editoriales. Esta semana era cubrir un festival de cine de terror en un olvidado pueblo del Medio Oeste; otra semana era asistir a un ritual de ayahuasca para contar la experiencia a lo bonzo. Esa clase de cosas. Incluso Fanzine había tenido por un tiempo una columna de literatura experimental en su revista, que fue cancelada para poner anuncios de pastelerías de autor. Incluso Rolling Stone había decidido dejar de cubrir fuentes políticas y relacionadas con el narco después de haber trabajado en un semanario de Tamaulipas el cual sufrió un atentado por parte de un escuadrón de la muerte a quienes no les hacía gracia lo que publicaban sobre ellos. Los directores de la revista tampoco estaban interesados en seguir hablando de lo que nadie quería hablar. Nadie en este puto país quería leer más sobre balaceras, descabezados, desaparecidos y fosas comunes. Y el lector, como el cliente que es, siempre tiene la razón.

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sk8 en realidad tomaba fotos, ni siquiera le gustaba escribir. Era agradable, con cierto humor de marihuano. Tenía 42 años. Siempre contaba cómo de joven había sido campeón de algún ignoto campeonato de patinetas, pero luego se rompió la pierna y tuvo que dejarlo. ¿Dónde estaban los verdaderos profesionales de la prensa deportiva, del surf, nada menos? Cubriendo verdaderos eventos de surf, como Billabongs y esas cosas, persiguiendo olas en helicópteros, colgados de cabeza frente a las enormes Mavericks que eran como vértebras del mar. O plantados firmemente sobre las tablas de surf, grabando el atardecer desde un tubo, mientras la ola zumba como un zipper gigantesco que se va cerrando sobre sí mismo, y sintiéndose afortunados y dichosos cuando el atardecer bañaba con su dorada luz las arenas blanquísimas de Hawái. Vice ni siquiera sabía nadar. Todos tenemos nuestro pequeño libro guardado, esperando su oportunidad. Todos tenemos una historia genuina que contar, como un boxeador entrenando día y noche, mugiendo, sudando, tirando golpes contra su propia sombra; pero un día el boxeador se cansa de esperar al famoso promotor que lo descubra y cuelga los guantes. Cuando eso le pasa a ciertos escritores —especialmente a los que tenemos la mala costumbre de comer tres veces al día, aunque sea frugalmente— ingresamos a las filas más ingratas del batallón literario, y escribimos lo que nos digan. Ahí es donde entro yo. Yo no sé mucho de poesías (sic). A mí nunca me han gustado esas cosas. Son cosas de putos, si me preguntan. Pero también las puterías tienen algo de religioso, más cuando cada poeta se asume como profeta de una religión desconocida. Cuando identifico a alguien como practicante o simplemente lector

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de poesías, mejor me cruzo de acera. Khonde encarnaba justamente lo que siempre me ha fastidiado de los poetas: su intransigencia supuestamente revolucionaria, sus comentarios fuera de lugar, su seguridad en sus propios y supuestos poderes literarios, una como fiereza tonta e irresponsable. Pero igual, mira, yo no sé mucho de poesías (sic) ni de poetas. Esa noche nos quedamos en el bar del hotel haciendo como que éramos inteligentes y como que éramos invencibles. Eso hacemos los hombres cuando estamos solos y nos sentimos vulnerables. Khonde no fumaba y apenas bebía, pero seguía los virajes de la conversación como si fuera un partido de tenis. Yo me sentía profundamente miserable, así que traté de entablar algo parecido a un small talk con Khonde. Por única respuesta recibí una frase. Con una voz infinitamente dulce me dijo “por favor, considéreme usted un sueño”.

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La novela en sí

Después de una noche de sueños agitados, Edgar Khonde supo exactamente lo que tenía que hacer, pero no sabía cómo empezar. El viejo problema de los umbrales: te han estado esperando desde siempre, pero dudas que seas tú el indicado. Anotó rápidamente el sueño para tratar de encontrar las estructuras secretas, los motivos recurrentes, claro, sin afectar una vanidosa interpretación: era un tipo con suerte sobre quien la magia, sin embargo, no parecía tener ningún efecto. Khonde recordó el famoso cuento de Borges sobre el tipo que sueña con un tesoro enterrado en una ciudad lejana, se desplaza hasta ella, es encerrado por las autoridades locales y deportado, sólo para darse cuenta de que el tesoro estuvo enterrado todo el tiempo en su propio patio. El periplo, el cansancio de lo desconocido, el viaje, la llegada siempre postergada, siempre un poco más allá. Recordaba con nitidez los detalles de su propio sueño y le pareció que tenía un tesoro entre manos, como si una voz candorosa le hubiese dictado uno a uno los números del Premio Mayor de la lotería. Un libro de historia sobre las insurrecciones de esclavos en América y su búsqueda por la libertad: algo que podría novelarse e incluso, con el fervor patriotero del bicentenario de la Independencia Mexicana,

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hacer una película. Un manual de cocina anarquista, una guía práctica de supervivencia durante la Revolución Permanente que veía cernirse sobre la literatura como una espesa nube de tormenta: el fin del arte, el fin de la novela, de la historia, incluso el fin del mundo tuvieron lugar ya muchas veces, y La rebelión de los negros sería solamente el acuse de recibo. Un libro que ni siquiera necesitara de Autor, pues su único personaje y su único relato serían las historias que ocurrieran a medida que se escribiera. O algo más modesto: una obtusa tesis de doctorado que podía vender a buen precio en El Colegio de México, en el Centro de Estudios de Latinoamérica y el Caribe de la unam, en fin, ya se le ocurriría algo. Mientras verificaba que la leche de su cereal no estuviese rancia todavía, se enteró a través de Facebook que unos ladrones habían entrado a casa de su amigo Javier Raya durante la noche, llevándose el trabajo de años —probablemente información de los clientes del Black Pen Press—. Su cabeza comenzaba a asentarse después del sueño visionario, como las cenizas dispersas del fuego sobre las calles durante la mañana siguiente al golpe de Estado. Quería dejarse consumir por ese fuego que a fuerza de brillar termina apagando la vela sobre la que baila. Una gota invisible de hierro se le desperdigó por el cráneo: el regusto inconfundible de la adrenalina. Mascó ruidosamente su cereal, abrió un nuevo documento de OpenOffice y escribió lo siguiente:

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Una insurrección solitaria

La historia de los negros podría contarse como un chiste: entran un mexicano, un chileno y un español a un bar, o tres mexicanos y un chileno a un bar, o un par de mexicanos, un chileno y sus amigas francesas a un bar, pero el caso es que siempre hay un bar y siempre hay conspiración. ¿En qué consistía dicha conspiración? En el conspirar mismo, en el ejercicio utópico de tomar la realidad por sorpresa y cambiarla inesperadamente. El chiste era la fundación del Neotropicalismo, la primera “vanguardia virtual”, no en el sentido de publicar nuestros incendiarios manifiestos en Internet o alguna ingenuidad por el estilo, sino virtual porque las obras que constituyeran el acervo del museo neotropical estaban pensadas para no existir, para no ser realizables, para mantenerse libres para siempre de toda realización, allá, en el plano de lo potencial y lo gozoso, como proyectos rechazados para siempre en el limbo de las becas y los estímulos estatales a la cultura. A finales del 2012 todos veníamos llegando a la ciudad después de temporadas diversas en otra parte: Khonde de Zacatecas, Ventura de Tijuana, Raya del desierto de San Luis Potosí, Pauli de Barcelona, Sebas de un largo periplo de Panama City por cada rascuache pueblo y villorrio entre Centroamérica

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y el df, orbitados por Zilch del planeta Monterrey. La ciudad se caía a pedazos con la elección del nuevo prisidente de la república, enrique peña nieto, cuyo nombre acordamos siempre escribir en bajas, para enfatizar su pequeñez. Eran este tipo de gestos vacíos los que nos hermanaban en nuestras mínimas insurrecciones. Hablábamos de política como quien habla de poesía y semántica en una mesa de cantina, obsesionados con la revolución pero más con “el día después” de la revolución, que era justamente la interpretación que más me convencía del sueño de Khonde: el día en que el gobierno cae, en que los reyes pierden la cabeza (“se despeinan definitivamente”, decía Sebas), en que la ciudad sagrada se funda de acuerdo a las visiones de los magos y la batalla final contra los opresores por fin es ganada. Se trata de un día de fiesta, de orgía, de caos en cierto modo, pues el tiempo mismo está en entredicho. No es infrecuente que los revolucionarios establezcan a partir de ese día sus nuevos calendarios, como si empezara el tiempo otra vez. Algo había que poner, después de todo, en los pedestales vacíos: alguna cabeza debía peinar las cabezas de las estatuas decapitadas. Pero al día siguiente de la gran masacre y de la gran bacanal revolucionaria, cuando los cuerpos de los muertos deben enterrarse, las barricadas se repliegan y los nuevos tiranos asumen el control de los escritorios de los antiguos, los verdaderos revolucionarios deben enfrentarse al terrible deber de dar cuerda nuevamente al reloj de la Historia. Una revolución destruye y crea el mundo en el mismo gesto. Y la Historia misma abunda en ejemplos de que esta delicada operación está destinada a convertir al cazador de monstruos en un nuevo monstruo; la ejecución de la operación revolucionaria, en esta paradoja, puede leerse como la última forma

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de tragedia en una Historia sin dioses. Aunque tal vez en nuestras borracheras simplemente malentendimos todo y nuestro trabajo no consistía en ser agentes de la Revolución, sino en ser los cronistas del sueño perpetuamente postergado, fracasado, al que toda revolución está destinada. En otras palabras, a ver la Revolución como la obra neotropical por excelencia. Los sueños han sido vistos en diferentes periodos como retazos de la memoria de la especie, como una forma de conocimiento menor o una fuente de sentido proveniente del inconsciente colectivo. Desde Artemidoro hasta Freud, el sueño sigue sin dejarnos dormir. Por ello se nos ocurría que tal vez el sueño de Khonde no era un sueño profético sino prefético, retrospectivo, que en lugar de iluminar el presente nos descubre el pasado. Tenía sentido dentro de la lógica del eterno retorno y el mito: lo que ha sido será de nuevo. Como los chistes. Esta noción se nos presentó claramente un día que Khonde descubrió —por casualidad, como se realizan los verdaderos descubrimientos— un cuento de Vicente Riva Palacio, el panfletario novelista del xix, titulado “Los treinta y tres negros”. Nadie recordaba haberlo leído, por lo que Khonde nos resumió rápidamente la historia: una sublevación de negros africanos que escaparon de sus captores a principios del siglo xvii hacia las selvas de Veracruz para formar una extraordinaria resistencia armada contra sus opresores. A partir de esta pequeña trama nos interesamos por los casos de cimarronaje durante el virreinato, y sin duda la lucha de los negros se nos presentó como una inspiración moral en tiempos oscuros. Eso es lo que finalmente uno busca en la literatura, en el rock, en el arte: una moral para tiempos desmoralizados. Aunque nos hacía temblar, como un presagio

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ominoso, el final de la historia de Riva Palacio, cuando las treinta y tres cabezas de los negros “se fijaron en escarpias en la plaza mayor de la ciudad, ornato digno de la grandeza de la Audiencia gobernadora”, castigo ejemplar y horripilante a través del cual “se sofocó aquella soñada conspiración en el año de 1612”, hace justamente 400 años. No había ningún negro entre nosotros, es cierto, pero nos sentíamos inspirados por la dignidad de los negros en América (en el continente, no sólo en los Estados Unidos) frente al horror. El horror de nuestros días era la negación oficial de que una masacre a gran escala estuviera ocurriendo: el horror era el rostro de peña nieto en cada canal de televisión, en cada periódico y cada nota de prensa donde celebraban sus invisibles logros. A lo mejor teníamos que dedicarle una sonora carcajada a apreciar cuánto nos parecíamos los neotropicalistas a peña nieto: todos tendíamos a celebrar el predominio de la ficción sobre la realidad. Y desde hacía muchos años, el horror mexicano era la impotencia frente al horror, la boca muda en el gesto del grito inaudible. ¿Qué oponer a semejante estado de cosas? ¿Formar un ejército y cargar contra Palacio Nacional? ¿Quemar las puertas? ¿Fundar nuevos calendarios? Nuestra insurrección solitaria fue la conspiración como forma de arte, algunos de cuyos retazos llegaron a transformarse en notas colectivas, sin título, sin autores, sin principio, sin trama y sin final: abrir el cuaderno o el archivo del procesador de textos y ponernos a disparar sobre la página como quien se juega el pellejo en el último lance de la guerra. Como si la mecánica de la escritura fuera parte de las faenas de guerra: o mejor: un instrumento más de la orquesta del fin del mundo, donde la escritura fuera improvisación de invisibles órdenes de batalla para los lectores

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y no-lectores, como si fuera posible hacer que la conciencia colectiva se modificara por el mero hecho de que un poco de belleza fuera posible a través de ejercicios de mecanografía en una página. O cambien belleza por esperanza o por dignidad o por una barricada hecha de todos los libros neotropicalistas que nadie leerá nunca tras de los cuales podemos seguir resistiendo las carretadas de mierda con que arremete el gobierno. • Esa mañana, la insurrección de Khonde comienza abriendo la libreta y la pluma. Parece dispuesto a tomar el dictado de alguien que no está presente en la habitación, pero cuya voz sin duda se filtra por entre los montones de ropa sucia, las cajas de pizza vacías y las vertiginosas torres de libros apilados por todas partes. Una banda de funk ensaya unos pisos más abajo de su departamento. Khonde los escucha afinar. Escribe “Toda escritura es improvisación” y se lo cree por un momento. Luego la banda comienza a tocar y la música suave se cuela por la ventana. No está nada mal. Se pone a pensar que tal vez el organista trabaja en el bar de Sanborns, y el guitarrista en una tienda de música, y el vocalista hace chambitas de locución, pero que cada domingo se juntan desde temprano a tocar por el simple hecho de tocar. La melodía es arrogante pero ligera, el wah de la guitarra es un baile de espirales de colores. Khonde se entrega a la sugerencia (“Toda escritura es improvisación”) y continúa: “Escribir es ser Miles Davis, poner los puntos sobre las íes como bailando en medio del campo de batalla; si pudiera describir lo que siento cuando escribo, escribiría que soy Miles Davis llegando en helicóptero al festival de la isla de Wight para presentarme con mi banda

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en el escenario, soplando mi cuerno, mi trompeta, mi cuerpo afuera de mi cuerpo, mi alma de cobre; escribiría que escribir es [tacha un nombre y escribe otro en su lugar] ser Miles Davis ejecutando a la perfección un épico solo que no he escuchado nunca y que nadie ha escuchado antes porque todavía no existe, porque soplo mi trompeta como si moviera mi pluma sobre un papel para que esa música exista, y cuando los periodistas se acerquen a mí después del concierto con su enjambre de grabadoras y micrófonos para preguntarme cómo se llama esa pieza que acabo de ejecutar, les respondería La rebelión de los negros, como quien dice Call it anything”. • Esa misma mañana Sebas escribió un poema, tal vez haciendo su parte en la solitaria insurrección colectiva: ¿A qué género literario pertenecen los libros que aparecen en los sueños? ¿Es recetario cuento, poema, novela, microrrelato el libro que vio Basilio Valentin donde el Nombre le reveló gran número de cosas admirables que no diré? ¿Era ensayo creativo el Kubla Khan de Coleridge, como una materia cuyo estado natural desde el principio del tiempo fuera el verso medido? ¿Los recuerdos del sueño, emblemas devastados por el tránsito ruinoso del despertar, son fuentes puras, primeras, o son el reciclaje de un olvido común a cuantas bestias que duermen de noche?

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¿No será, pues, más verdadero lo que se olvida que lo que permanece? Cada sueño tiene su forma de ser olvidado. No existe una receta única para olvidar. Cada olvido tiene su lógica, su filosofía, su mecánica cuántica, su gramática de sombras, su morbo y su asco, sus cimas y sus valles, sus geografías de polvo acumulado y acumulándose, sus laberintos y sus tribunales de espejos, sus hilos de Ariadna para regresar al lecho de la bestia con cabeza de mujer y cuerpo de mujer, o para ceñir el nudo de la horca en torno a nuestro propio cuello como una corbata. En tanto género de escritura, el sueño tiene su propia técnica y su propio oficio, su propia crítica y sus cotilleos desmayados, pero también sus propios perros del alba para despedazar los sentidos en abierta comunidad con nuestra propia estirpe de fantasmas, ajenos como somos al soñar los soñadores a toda consideración ajena al sueño; pues nadie ha salido del sueño con un libro bajo el brazo, pero sí con una urgencia impostergable de ser en la vigilia aquel que fuimos durante la noche, pues la memoria no es sino la repetición

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o invocación de lo que ha tenido lugar, mientras que para el olvido se requiere un talento y una vocación inquebrantables. Cada noche muere el escritor que fui durante el día, y si el sueño es la vía regia del escritor que seré cuando despierte, que el despertar no me traiga sino las ruinas de ese reflejo empañado que olvido meticulosamente —retrato hablado de una ruina— al abandonarlo en estas palabras arruinadas.

• Esa misma mañana, en otra parte de la ciudad, Pauli tiene un sueño: “Un Buda me sale como demonio o gata en celo, sus maullidos desesperados y afónicos me ilustran la diferencia entre pleno y lleno. Lo lleno es tener todo, todo, todo cuanto se puede tener: acumular objetos como páginas de un catálogo interminable; lo pleno es, por otra parte, tener lo que se necesita y lo único que se necesita, según el demonio o gata en celo, es ser sabio, pues la sabiduría enseña que en cualquier momento tenemos todo lo que necesitamos, del nacer al morir. La gata es blanca en sus patitas y negra en cabeza y lomo, que clama como loca por ser preñada por el Espíritu. Me recuerda a una mística loca, a una Santa Teresa de las Drogas, a una Janis Joplin del Felinato. De pronto me doy cuenta, ¡yo también soy un gatito! Así que nos ponemos

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a follar como locos sobre una barda hasta que nos damos cuenta que nos observan dos perros enormes, uno negro y otro rojo, que se burlan de mí por creer que puedo preñar al Buda. Les respondo que no existe diferencia entre la naturaleza del Buda y la de mi verga —que procedo a sacudir frente a ellos”. • Esa tarde, frente al pelotón de botellas vacías, los negros recordarían uno de los puntos vitales que los hermanaban secretamente desde antes de conocerse: todos habían trabajado en un punto u otro de sus vidas como libreros o en una librería. Esto —que visto fríamente desde la óptica del desempleo es mera estadística— tendría importantes consecuencias para el desarrollo de La rebelión…: en las librerías se aprende algo más que las taxonomías literarias y los flujos del mercado editorial; se aprende, por ejemplo, a diferenciar entre varios tipos de lectores: los amables pero callados, con pinta de tímidos, los extrovertidos, los discretos, los pedantes, los que tienen cara de conocedores y se llevan un Coelho, la estudiante de secundaria que busca poesía dadaísta, el que se queda frente a un estante leyendo sólo el capítulo que le interesa de tal o cual libro porque es demasiado pobre para comprarlo, o aquellos que deambulan entre los estantes como en un limbo o un aeropuerto porque sencillamente no tienen nada que hacer en ninguna otra parte. Aprendimos también que los diablos están efectivamente en los detalles: al otear lectores aprendimos los trucos que utilizan los ladrones disfrazados de lectores, o los lectores que para serlo precisan echar mano del arsenal de los ladrones.

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Se puede esconder un libro entre un par de libretas bajo la axila, o se los puede ocultar en la hebilla del cinturón; se puede hacer uso del viejo forro falso del abrigo, etcétera: está por hacerse el inventario de los métodos de “recuperación de libros”. El nombre de la técnica y su estilizado desarrollo es obra de Sebastián Matus, sobre todo: se recuperan los libros para sacarlos del mercado, de la fetichización económica, transformando una transgresión de tipo mercantil en una operación estética. Se trata básicamente de dejar de ver a los libros como propiedades, porque parece que la gente se convence de que comprar algo es equivalente al goce de crearlo. Conocemos gente que compra cosas como si fueran artistas del consumo. “Consuman” su acto de consumo a cada paso, firmando vouchers, extendiendo las tarjetas de crédito como tarjetas de presentación, esparciendo monedas sobre palmas anónimas. Con los libros es más sencillo porque, bien visto, están por todas partes. Basta abrir bien los ojos: no es difícil encontrar los edificios y locales donde se concentran, como refugiados de guerra, apilados unos sobre otros en formaciones incómodas, en catálogos desarreglados; a diferencia del dinero, los libros sí que parecen darse en los árboles. La manera en que los libros llegan a nosotros determina muchas veces si van a gustarnos o no, e incluso si terminaremos de leerlos. Los libros regalados entre desconocidos son un pretexto que puede comenzar una amistad. Construimos relaciones a través de lecturas compartidas, de las fértiles sugerencias que intercambiamos como señas de una nacionalidad compartida de lectores, o prescribimos libros como si fueran tratamientos mágicos para enfermedades del alma.

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Después la vida nos enemista con las personas y esos libros se nos vuelven, por añadidura, amargos y despreciables. Están los libros a los que les perdonamos todo, de los que somos cómplices y en los que buscamos respuesta en medio de la confusión; amamos intensamente a mujeres y hombres y extraemos de nuestras relaciones con ellos nuestros juicios y prejuicios generales sobre lo humano, pero existen libros que determinan lo rabiosamente nuestro, lo que parece que no nos hubiera dado nadie sino que hubiera sido nuestro desde un principio —o que estando en trance de perderlo, lo hubiéramos recuperado mediante su lectura. Abriendo un libro al azar (pero Allah es más grande y tal cosa no existe) cuántas veces nos topamos con una frase que era a veces un animal o a veces un dios y otras más una meditación silenciosa de un desconocido que nos hablaba justo a nosotros desde el fondo de los tiempos, como una casualidad largamente programada. Absorbemos las frases como ambrosía, como si el agua se estuviera inventando por primera vez frente a nuestros ojos luego de una vida de sed. Sólo mediante tales experiencias se entiende que algunos consideráramos la lectura de obras literarias como una profesión en sí misma. Una jodida, pero profesión al fin. Pauli recordó que le pasó eso mismo la primera vez que leyó a Huidobro, cuando una página le espetó a quemarropa “Un poema es una cosa que será”, o “un poema es una cosa que nunca es, pero que debiera ser”. Khonde recordó a Gorostiza y Sebas a Vallejo. Y esa sed hace que algunos lectores busquen la cercanía de los libros con más afán que otros: desertan entonces de una modalidad de lo humano para entrar en otra. Nadie les da ninguna credencial de afiliación,

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pero su pertenencia al gremio es indudable, y parece que se reconocieran a la distancia, entre el gentío, como fantasmas que medran el mismo cementerio por toda la eternidad. • Raya se despertó esa mañana —la del día en que los ladrones robarían su departamento, dejando libros desperdigados por todas partes, como si una pantera hubiera masacrado una parvada de palomas— y anotó en su libreta el siguiente sueño: “Desde el techo de un edificio en ruinas busco inútilmente mi departamento. Hablo con alguien telepáticamente con la facilidad con que se llama por celular. Bien puede ser que durante toda la escena esté hablando a solas. Tomo fotos del edificio con la mente: el Palomar de Santa Veracruz se ha venido abajo. Esto es 1985 otra vez, pero peor. El terremoto ha bailado con la enfermedad y el hambre y las ganas de arrasarlo todo. Los sobrevivientes de ese mundo después del mundo han dibujado sobre las paredes derruidas enormes grafitis con pintura fosforescente, que me hace pensar en una nueva Altamira, una nueva Lascaux, una cueva para invocar a los espíritus de la caza, escondidos a plena vista en un mundo sin ojos. Los grafitis cambian de forma como las manchas de gasolina sobre los charcos. Las fotos que voy tomando muestran un rostro de mujer asediado de motivos psicodélicos. A través de la lente de mis ojos miro a Andrea: su sonrisa solar, como una canasta de mangos. Trato de enfocarla pero no lo consigo —se mueve mucho—. La toma se acerca y logro enfocar su rostro, sus dientes altos, carnívoros, las pausas de su risa. Disparo un par de veces y aunque nada

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sé de fotografía, en el sueño manejo la cámara de mis ojos con soltura. Cuando parpadeo, tanto la imagen de Andrea como la del grafiti psicodélico se difuminan y se hunden en la noche sin dejar rastro. Una vieja bruja entre los escombros está cocinando algo en un anafre, de donde viene la única luz de la escena. Me dispongo a bajar por las escaleras hacia el interior del edificio y me encuentro precisamente con Andrea recargada en el rellano destruido, mirando el cielo mientras se fuma tranquilamente un cigarro; lleva una de esas faldas largas que le gustaban tanto, de color rojo, y una blusa entallada de algodón que le dibuja nítidamente el contorno de las tetas. No lleva sujetador, nunca ha llevado. Le hablo pero no me responde. Esto, en lugar de angustiarme, me tranquiliza: por fin me he convertido en un fantasma para ella. Se ve guapísima, más morena, como tostada por la lluvia radioactiva. El cabello negrísimo, espeso, asimétrico. Ella suelta una suave hebra de humo hacia unas estrellas que ya no existen. Paso a su lado y bajo las escaleras. Para este punto del sueño ya sé que estoy soñando. Un vagabundo se topa de frente conmigo en las escaleras: no tiene barba ni cabello, su piel es amarillenta y fétida. Me recuerda a una naranja podrida, a un foco sucio, empañado de grasa. Sólo con verlo sé que está loco. Me mira emocionado: me buscaba. Trae bajo el brazo, entre los harapos que cubren su piel cítrica, un grueso legajo. Aún sin verlo, sé que se trata de la versión final de La rebelión de los negros. El vagabundo no dice nada, pero sé que se trata de su libro, y que quiere que le dé mi opinión. Está feliz, rabiosamente feliz, como si me mostrara un juguete nuevo o una cosa pura, un gorrión asesinado por el gatito primerizo.

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Me pongo a leer rápidamente en las escaleras. Ya no busco mi departamento: lo he perdido todo, pienso, menos este libro. Avanzo unas páginas y le digo al vagabundo: es un trabajo notable. Pero en realidad siento una terrible envidia. Le hablo de trabajar juntos, de hacer algún tipo de colaboración, pero lo único que quiero es que no se vaya, quiero que me deje ver el libro un poco más, al menos hasta que logre decodificar su secreto, su vena oculta, su hilo conductor, su columna vertebral, etcétera, etcétera, y me atraviesa como un relámpago por un cielo sin nubes la idea de matarlo: nadie extrañaría al vagabundo ni a ese libro que no existe; una comezón en la ceja, una sombra en la mirada. Él, por su parte, con su sonrisa anhelante de reconocimiento, me dice que quiere que vayamos a ver qué más hay en las azoteas del fin del mundo, pues al parecer la ciudad ahora está formada por puentes en medio de los edificios destruidos. Trato de insistir en que nos quedemos aquí donde hay un poco de luz para hablar del libro, el cual no le he devuelto. Juego con las páginas, las recorro como si fueran un abanico, una contemplación impaciente, casi tierna, como si estuviera a punto de perderlas para siempre. Es una carpeta engargolada cuya primera página trae escrito La rebelión de los negros en tinta roja. Ahí me doy cuenta de que se trata de mi libro, de que no se lo robo al vagabundo, sino que él es solamente un mensajero que me lo ha traído. Me pongo feliz: mi libro, éste es mi libro, finalmente. Lo abro buscando algo específico que quiero mostrarle al vagabundo, que ahora se me presenta como un ángel disfrazado de podredumbre: leo que no podemos ir a explorar las azoteas porque “aunque forman un camino, es un camino que se va estrechando como un cuchillo”. Recibo un

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asentimiento cómplice de su parte, una sonrisa desdentada, como si dijera “claro, ya veo por dónde vas”, pero no dice nada y se me queda mirando con sus ojos inocentes y estúpidos de parapléjico o de cachorro. “Además”, le digo, “no está bien entrar así como así a las casas de la gente”‚ y le señalo a la vieja bruja que cocina del otro lado de la azotea. Esta vez el vagabundo sideral se convence de que no podemos irnos; su sonrisa es menos intensa, menos animal. Es una escena muy larga en el sueño en la que se va manifestando algo así como la razón en medio de la locura; durante la escena nos deslizamos, no estamos sentados ni de pie ni tampoco inmóviles: es el paso mismo del tiempo que hace bailar imperceptiblemente todas las cosas. Nos vemos de frente, el vagabundo y yo, como miembros antagónicos de una especie al borde de la extinción, como dos duelistas, dos vaqueros que quisieran perdonarse la vida pero no pueden; pienso que nuestra mirada es tan intensa que una niña pequeña podría hacer funambulismo sobre ella como sobre un cable de alta tensión. Empieza una canción buenísima de Marc Ribbot con Faith No More. No sé de dónde viene, pero se oye como si bajara del cielo mismo. Con madre, pienso. El vagabundo amarillo sabe que le he mentido y adopta su vieja mirada de perdonavidas: sabe que me da miedo ir por las azoteas, que parecen un pueblo francés destruido por las bombas de la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial, o un vecindario palestino en Gaza, con fogatas y anafres aquí y allá iluminando los hospitales de campaña donde las enfermeras y las brujas atienden a los heridos, y los heridos son obreros que cantan un blues muy lento, muy grave al morir. Todos somos el general Mike Patton.

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Y cuando me doy vuelta estamos volando sobre las azoteas en ruinas; de pronto estoy seguro de que el mundo ha quedado poblado por rufianes y traidores. Me siento en casa”. • Sebas llegó al df haciendo pequeñas escalas semilaborales en todas las librerías de Latinoamérica, desde Temuco hasta San Cristóbal de las Casas, hasta aterrizar en la calle Santa Veracruz, detrás del Palacio de Bellas Artes. Era amigo de Andrea, la ex chilena de Raya, y venía por un par de semanas a conocer la tarea de reunir antes de continuar su peregrinación hacia ninguna parte. Raya vio la lista alguna vez: parecía una lista negra, una hoja escrita por un asesino a sueldo que va buscando sus presas por las librerías —varios nombres tachados, como cosa cumplida. El término “ladrón de libros” aplicado a Sebas sería como decir que Beethoven fue un músico o Napoleón un militar. Pocas veces se ha visto a alguien con su destreza en la recuperación de libros. El oficial de aduanas que selló el pasaporte de Sebastián Gómez Matus, oriundo de Lautaro, como Jorge Teillier, en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, no se imaginaba que estaba dándole entrada franca a uno de los más grandes ladrones de libros del continente cuando comparó la foto del documento con el par de ojos infantiles y arrogantes tras las gafas redondas a la John Lennon, el rostro afilado enmarcado por la cabellera mesiánica y la barba rala. Raya reconoció en el equipaje una vieja maleta de campismo que había pertenecido a Andrea (la roja con estampas de países, la que usaba cuando lo dejó); otra mochila más pequeña, con el cierre roto,

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guardaba un puñado de camisas y un par de pantalones. Una cartera de cuero llena de libros completaba el equipaje. El pretexto de la visita a México era la lista negra, pero en realidad buscaba publicar su libro Noemas. Una carpeta de poemas rijosos y ripiosos empañados de neologismos, del cual había impreso varios juegos para venderlos durante sus viajes, antes de salir de Chile con la intención de no volver. La venta de los Noemas en San Cristóbal de las Casas le había servido para completar para el pasaje a México, df. Los poemas no eran malos, más bien estaban demasiado empeñados en no ser poemas (de ahí el no-emas), y Sebas los consideraba “un trabajo de juventud”. Sólo los poetas de siete años podrían darse el lujo de permanecer impasibles ante declaración semejante. Por entonces Sebas tenía 25 años, había desertado (no cursado, desertado) de Sociología en la Universidad Andrés Bello, al igual que había desertado de todo menos de la poesía. Su ocupación principal era la lectura, y si necesitaba plata buscaba a alguien que necesitara un libro y se lo conseguía. Esa cartera de cuero transamericana sería otro ingrediente en el ulterior surgimiento del Neotropicalismo, la retaguardia de todas las vanguardias, la tardía, la odiosa, la vanguardia que preferiría no serlo, como rezaba en algún manifiesto. En ella, Sebas traía libros que serían decisivos para los negros en los años siguientes, como Agua de arroz de Enrique Lihn, el Umbral de Juan Emar o Esta rosa negra de Óscar Hahn. Apenas llegar al Palomar casi vacío después del robo, Sebas se puso a ordenar sus libros en pequeñas torres como un mercenario que cuenta las balas que le quedan. Le regaló a Raya una edición de 1948 de La miseria del hombre de Gonzalo Rojas, con el grabado del rostro desencajado, en azul,

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y también una primera edición de las Canciones rusas de Nicanor Parra. Gesto desproporcionado entre dos extraños, pero esa era la forma en que Sebas se movía: con actos inexplicables de generosidad. Podríamos racionalizarlos diciendo que, en estricto sentido, a él no le habían costado nada; pero no eran los objetos lo importante, sino el acuerdo sellado por el intercambio de libros. Monetariamente, los libros de Rojas y Parra podrían venderse en buena plata en los callejones de libreros, así que el regalo consistía en renunciar a ver esas joyas como objetos de comercio y verlos sencillamente como libros hermosos, que es lo que finalmente eran. Eso cifra un misterio de los negros: conocen tan bien el valor del dinero que están dispuestos a perderlo apenas toque sus manos, porque la sed de libros no se cura con dinero, sino embriagándose en el tránsito de los libros mismos. • La luz al final del túnel es la que ciega, el afuera de la caverna de la que inevitablemente salimos. Te acostumbras rápidamente al laberinto del afuera, a su aire por un momento liviano, al tránsito y el anonimato civil, que aconseja —para bien de todos— hacer como si el otro no existiera. Podrían ser el decorado de una película, te dices, podrían ser robots u hologramas: si vinieras de otro planeta y los vieras así, corriendo tras el tiempo, con un garabato de angustia dibujado en el rostro, observando un imposible paisaje interior, no creerías que son la especie dominante de este planeta de agua y acero. Caminas entre ellos y juegas a los rostros: meditas en movimiento: imaginas que un rostro es lo que ha quedado de las metamorfosis sucesivas de un niño originario: si reconstruyes

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el rostro de ese niño a partir de estas ruinas en movimiento, te dices, de estos rostros cansados y sudados, sabrás todo de ellos. A veces funciona y te sientes cercano a la especie. Pero otro juego, más terrible, es el de imaginarlos como un fenómeno (¿un desastre?) natural: atraviesas Eje Central y Madero, el fractal del mundo, como si fueras un explorador encubierto del espacio exterior y los ríos de gente fueran ríos de animales o ríos de agua o ríos de piedras, organizados como pájaros, como hojas secas, impersonales bajo la lluvia: los esquivas: dejas de darles el ser con la mirada: son obstáculos en tu propia correría. Y te das cuenta de que es justo así como se ven unos a otros: como obstáculos a vencer. ¿A vencer? A destruir. Y de pronto el mundo se vuelve un lugar solitario, o en el mejor de los casos, un lugar donde estás encerrado con tus enemigos. Se miran —nos miramos— con desconfianza. No hay motivo para dudar de antemano de la gentileza de los extraños; tampoco para garantizar sus buenas intenciones. Una sana sospecha, te dices, una mínima distancia a través de cada uno de los actos cotidianos es necesaria para parecer inofensivo ante el ojo del otro que a su vez, cómo culparlo, sospecha de ti. Teatralizar una tos naturalísima, un poco de cojera, una herida mal curada en los flancos. Finge que has olvidado las capitales de África, déjalos que te cuenten de los libros que han leído como si te interesara, como si fueras menos engreído y menos orgulloso; como si fueras uno de ellos. Déjalos acercarse un poco, te dices, para no tener que mentirles, para que se mientan a sí mismos asumiendo que eres inofensivo. Finge: sobrevive. No puedes hacer más que esconder el puerco dolor: ser civilizado es no sufrir en público. Pero no puedes envolverlo tan bien que no se note su resplandor podrido.

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Camina tu dolor, resguárdalo en el movimiento, te dices. Es la única forma de ser humano (sin serlo) en público. Pero camina rápido. Que nadie te mida las huellas. No estás paranoico, pero bien puede ser que alguien te esté siguiendo. Eso no lo sabes. Nadie que hiciera bien su trabajo trataría de secuestrarte, claro (no eres nadie, no vales un clavo), pero desconfías de los exnovios celosos de las chicas con las que te has acostado, de los maridos de las hermosas, de alguna foto en Facebook que echa abajo el teatro de la complicidad y el secreto; desconfías de las viejas rencillas de borrachos; de los pleitos jurados que llegan a término, que vencieron y que se amontonan en la cola del desaguadero, como agentes del destino que vienen a cobrarse en ti su libra de carne. Oíste decir alguna vez que no estás paranoico si en realidad te están siguiendo, y a veces te encuentran. Te voltean a ver en un bar. Se dirigen como una flecha contra ti. Hay que desarmarlos con retórica —que de algo sirvan tanto Cicerón y tanto Schopenhauer—, o con tragos. Si es preciso habrá que salir a la calle. “Vamos afuera”, dices tú o ellos, no importa. Luego la representación de los amigos de uno u otro tratando de detenerlos. “No vale la pena”, dirán. “Pasó hace mucho tiempo”, dirán, han dicho, siguen diciendo. Como la vez que Nico le dijo a un pintor que te injuriaba: “No quieres salir afuera con este cabrón, te va a sacar los ojos”. Y es cierto, estás entrenado para hacerlo, pero eso no hace que sientas menos miedo. El miedo es normal. Es sano, te dices. Es tu medicina. Pero también es adictiva la adrenalina. Tal vez por eso sigues viviendo en barrios peligrosos donde los pleitos son cosa frecuente, donde puedes dejarte asaltar para ser golpeado, para estirar un poco los músculos, para que los nudillos no pierdan fuerza ni las muñecas se te entuman. Claro, piensas, ellos pueden ser los

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que te siguen, de los que te desprendes en una carrera imaginaria: de los acreedores del amor mal pagado, los del ego vulnerable, los envidiosos y los machirulos y los parias y los escritores mediocres que compensan sus impotencias a puñetazos. De ellos es de quienes escapas haciendo erráticas figuras entre la multitud; comparados con la tuya, su velocidad es una forma de la inmovilidad. Te pierdes en la masa y eres indistinguible. Un zumbido más no suma al avispero. Al menos durante el día. De noche se trata de un ecosistema totalmente distinto. De otro planeta. El afuera del día se vuelve encierro. Los que caminan por las calles de madrugada están encerrados en el afuera, unos con otros, como sobre una rejilla del metro por donde se filtra un poco de calor, donde un grupo de niños de la calle se amontonan, se encierran en las paredes del vaho invisible a condición de no salir: fuera de los muros de vaho hace frío y la sobrevivencia es más dura. Hay lugares con imán, hoyos negros. Los puestos de tacos, los sitios de taxis, las tiendas abiertas 24 horas, las luces de los policías: puntos focales para la carrera de relevos de la mirada paranoica. Por eso es importante saber qué decir, sobre todo de noche, ser local en todas partes, reaccionar con naturalidad a los extraños. Tú eres de aquí, tú vas pasando, tú no viste nada. Malandros y policías sólo se disfrazan de diferente manera pero tienen la misma psique básica, son el mismo pobre enfrentado a otros pobres por obra del poder a quien le conviene que se maten unos a otros. Ambos —los malandros y los policías— sospechan de ti y ambos son el enemigo, te dices. Creen que escondes cosas que no escondes. Tratarán de imponerte una autoridad que fantasean tener. Creen que

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siempre tienen la razón: la calle les ha enseñado, como a ti, que el que tiene un arma tiene la razón. En el fondo tienen más miedo que tú: tú vas pasando, pero ese es el territorio que ellos le disputan al miedo cada noche. Su paranoia es más verdadera que la tuya: ellos juegan a policías y ladrones con armas de verdad. Ellos también son un obstáculo. Hay que desembarazarse pronto de los encuentros con malandros y policías: nunca salir con mucho dinero, pero tampoco sin nada (pueden darte una golpiza si traes mucho, y golpearte peor si no traes nada). Hay que verlo como una cuota de paso, te dices. Cualquiera queda en paz con un cigarro o un billete de cien pesos. Estos zapatos no valen nada, mírelos nada más. Pero podemos ahorrarnos el trámite de ser robados con una frase comodín como “Buenas, jefe”. Bajas de categoría en su radar si hablas primero, pasas desapercibido, te vuelves un poco invisible, invisible a medias. Tal vez te conocen y no lo recuerdan; tal vez te detuvieron ya, tal vez ya te pidieron para comprar otra caguama, ya te pasaron báscula antes, no se acuerdan o se quedan extrañados frente al saludo casual. Tú eres local, tú vas pasando, tú no viste nada. Y antes de que se den cuenta ya terminaste de pasar. Ya te fuiste. Tal vez no te pondrías en esas situaciones si estuvieras más ocupado. Si aceptaras más trabajo. Si te quedaras más tiempo en casa. Si vivieras con alguien, con una mujer que calentara el lecho y lo abriera cuando llegaras, como Andrea o Zilch. Alguien que se preocupara por ti. Si al menos tuvieras un gato o un perro a quien alimentar. Pero estas situaciones se siguen produciendo porque la noche funciona con reglas mucho más complejas y atractivas que las inercias del día. Y nunca faltan buenas charlas. Ya ni siquiera es necesario beber. Las drogas

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enturbian, restan atención. Es necesario otro entrenamiento, otras velocidades para entrar y salir de las agendas diurnas y nocturnas a voluntad, como entre la vigilia y el sueño: para mezclar campos de acción, para barajar un campo en el otro, la luz en lo oscuro, hasta lograr desvanecer sus diferencias. Insomnio no es. El insomnio es una coartada. El insomne es el que todavía no descubre por qué no quiere dormir. Pero tú tienes muy claro por qué duermes y por qué no duermes, te dices. Al menos eso lo tienes claro. Hay cosas que no tienes tan claras: el estado de realidad, por ejemplo, y lo que otros entienden por eso. Pero ambas categorías —sueño y vigilia— nunca dejan de evaluarse mutuamente y de mostrar una sospecha tan incuestionable que se vive en una paz armada con el estado de realidad. Le llamarás una hermosa mañana y le dirás que soñaste con ella: le contarás el sueño y ella te dirá que eso fue algo que le pasó de niña, o que leyó hace poco la historia de una princesa fenicia a la que le pasaba lo mismo que en tu sueño: unos piratas llegaban en un barco en forma de toro para comerciar. La hija del rey camina por el puerto junto con sus doncellas. Los piratas sienten que un dios les atenaza un carbón encendido en el centro del pecho. El pirata se llama Sosías, pero los tiempos lo recordarán como Zeus. • Te quedas esperando a Rafa y a Sebas. Llamaron hace una hora y venían a pie. Puede que vengan en camino, que los hayan detenido, que los hayan asaltado o que no vengan, porque se quedaron en la fiesta o dormidos. Las opciones son finitas y no se contraponen con tu posición de ser el que espera. Se te

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ocurrió citarlos sobre el Eje porque está más vigilado a esta hora, es cierto. Este punto en particular, donde está el sitio de taxis de los dueños de los puteros y de las ficheras que suben a otro y otro taxi para seguir la fiesta en otra parte, o para convencerse de que duermen, para no caer en la tentación de soñar que siguen bailando. Además sólo ahí se puede encontrar comida a esta hora. Tamales y atole. Eso o cacahuates y pastillas de menta. Esperas diez minutos y te vas. No tienes hambre. Parece que no va a llover otra vez. Compras cigarros en la tienda. Dos tipos se acercan con una caguama vacía. “A reponer los muertos”, dicen. Están en la misma fiesta, no importa que nunca se hayan visto antes. Esa es la complicidad básica. Bajar un poco las defensas a través de la cortesía sólo para mostrarle al otro que somos tan inofensivos como ellos, en apariencia. No tienes idea cómo harán las mujeres, pero seguro será más sofisticado. Te preguntas mientras te dan el cambio si una chica de la facultad saldría inerme a estas horas de estas calles, pero ningún vago se atrevería a chiflarle a la fichera que va saliendo con su abrigo largo, unas cuentas rojas rozándole los altos tobillos encasquetados en sendos tacones de aguijón, a la que le cierran la puerta del taxi y le prenden la luz para que se ajuste el maquillaje —siempre excesivo, siempre innecesario, casi teatral— y se pierde como un bólido en la calle vacía, fingiendo prisa por llegar a un sitio donde nadie la espera. Una fuga. Y ya pasaron veinte minutos y estos cabrones que no llegan. Será volver a casa, rebuscar en el bolsillo —ese escroto secundario, que dice Deniz— por las llaves y entrar sin que nadie nos mida las huellas, e incluso al entrar al vestíbulo

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del edificio dudar si no hay alguien que nos espere franqueándonos las esquinas; luego de dudar rápidamente de la posición de cada sombra, dudar una vez más en el rellano de cada piso, de cada pasillo. Podrían estar, aunque sabes que no estarán. Hoy tampoco. ¿Quiénes? Los ladrones sin rostro. No importa. Es necesario cuidarse de ellos. Incluso después de entrar a casa y echar el pestillo. Después de dejar las llaves en la repisa y la chamarra de cuero sobre la silla. La precaución al encender la luz de la habitación no te hace sentir más seguro; imaginas sombras que te saltan encima desde las esquinas. Incluso al cerrar los ojos dejas que el oído siga vigilando un poco más. Sólo por si se les ocurre esperar a que te duermas para venir. Que no te atrapen desprevenido, ésa ha sido la consigna desde siempre, pero francamente ya estás cansado. Tanta precaución te hace sospechar, a tu vez, que toda esta vigilancia y práctica de la atención es una forma de desear que te atrapen. Que te atrapen cómo o por qué, tampoco importa. Todo lo sabremos a su tiempo. Es de lo que se trata al final para los cristianos y ni siquiera la superstición del pecado original puede tomarse en serio. La culpa a priori. El efecto precediendo a todas las causas. La condena antes que el delito. Porque sabes que al menos has estado encerrado aquí afuera, con ellos. Con ellos, pues, como diciendo con ustedes. Pero después de que te pones los párpados en su lugar como las alas de una enorme cucaracha, ya estás verdaderamente a solas con ellos. Todas las precauciones acaban. Empiezas a soñar. Sabes que estás soñando incluso antes de estar dormido, balanceándote en la frontera del estado alfa. Y sueñas que caminas en una calle larga donde un camión

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de pollos está descargando floreros llenos de medusas. Te dices que es extraño, pero que a fin de cuentas la orina que neutraliza el veneno de las medusas es de un olor muy parecido al del pollo. Te das cuenta que estás soñando y caminas más rápido hasta que la velocidad se vuelve una ausencia de tiempo. Ya puedes estar en más de un lugar a la vez. Ya eres también los que te persiguen, y puedes anticiparte a tu propia vigilancia. Y al menos en el laberinto transparente, el monstruo y el héroe se saludan con indiferencia, pero sin rencor. Nos reconocemos el uno en el otro a ambos lados del espejo. • Si Andrea no se hubiera ido, probablemente habría interpretado el robo al departamento de Raya como un guiño del destino: una puerta abierta al optimismo de la nueva época, un reajuste en las prioridades materiales o algo así: trataría de convencerlo de que el robo de la casa, las computadoras, la guitarra, los ahorros, constituían una especie de bendición disfrazada. Durante el año que estuvieron juntos, ella aprendió a vivir con un autómata de la escritura en lugar de un novio o una pareja, y salió corriendo en cuanto pudo. Era el tipo de chica que no quería ser ningún tipo de chica. O bien: era el tipo de chica a la que le gustaba la idea de ser novia de un escritorzuelo rapaz, pero no tanto la de vivir con uno. Fantaseaba con hacer una película acerca de cómo se conocieron: fue en un viaje a La Habana, la comedia romántica en clave bufa de una cineasta chilena y un negro literario mexicano que se conocen

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en el último bastión del comunismo y a la semana siguiente ya están viviendo juntos en un departamento remodelado en la colonia Doctores, invitando amigos a comer, dando largas caminatas por las calles y bailando bajo la lluvia, besándose incesantemente, seguros de un brillante futuro juntos. Sin embargo, la jovial Andrea decidió que la vida de ciudad con un escritor que ni siquiera quería hacerse famoso era tanto como vivir encadenada a un electrodoméstico, a una ruidosa máquina de escribir, que fumaba y gruñía a todas horas, que hacía pausas para comer y hacerle el amor de vez en cuando y a prisa antes de volver al trabajo. Cuando ella se fue, Raya adoptó como su mantra esos tres poderosos verbos bajo los que Andrea lo dibujaba: teclear, fumar, gruñir. Esa mañana, en medio del departamento vacío, Raya pensó en Andrea y en su sonrisa de reina de belleza o modelo de comercial de pasta dental: su sonrisa como una segunda presencia, su contagiosa alegría, su infatigable optimismo frente a la total desesperación. Recordó cómo lo regañaba cuando decía groserías (“garabatos”, en dialecto chilensis), porque según ella el cuerpo reaccionaba a las palabras negativas. Y Raya tenía tantas palabras y emociones negativas en ese momento que si saltaba de un avión y caía sobre una ciudad probablemente dejaría un boquete equivalente a una explosión de 400 kilotones. “¿Cuál es la edad correcta para irse para siempre y no volver?”, le había preguntado ella mientras caminaban por el barrio del Vedado, en Cuba. ¿Irse de dónde? ¿No volver a qué? A lo mejor el robo podía interpretarse como una evasión de la novela misma, como si la novela… Fabulaba. Fabulaba siempre y no se enteraba que tenía frente a los ojos un evento definitivo e indudable: un robo,

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un despojo, un crimen, pero lo que Raya pensaba era en cómo ese evento podía servir para seguirle dando cuerda a la novela. Sintió que Andrea le sonreía violentamente desde alguna parte. Se sentó en el escritorio desordenado y sacó una hoja de papel.

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“Una historia intermitente, cuántica. Expansión de huellas fosforescentes. Vasta oscuridad protectora. Destellos eléctricos. Descubrimiento del escenario concreto, incluso del polvo posado sobre los muebles. Absoluta inseguridad de la secuencia. Vaniloquio de las formas, reposo del invernadero nocturno”. Lo que Roberto Calasso refiere en estas líneas me recuerda a la paciente labor arqueológica del novelista. Allí donde posa su mirada, el novelista encuentra la materia de su trabajo. Su mapa y su territorio, su contenido y su continente; como tal, el que escribe una novela no existe en la manera que decimos que existe una manzana o la calle de la Santa Veracruz, en el Centro Histórico de la Ciudad de México: la presencia del novelista es como la sombra del caminante, algo inmaterial capaz de opacar (¿de condensar?) la luz misma; en fragmentos como el que he citado más arriba encuentro misteriosas señales: sombras de mi libro en todas partes: ecos, rutas posibles, trazos de otros caminantes en un territorio que, lo sé muy bien, no soy el primero ni el último en recorrer. Desde hace tiempo ya no me queda tan clara la diferencia entre ficción y cualquier otra cosa. Sé que no me estoy volviendo loco; más bien sufro de un excesivo deseo por leer

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cualquier cosa como las instrucciones para escribir esa novela que me rehúye, que da lo mismo si llamo novela o fantasma o ciudad perdida o sueño: el mundo es la contingencia que informa mi actividad inútil. El mapa está comprendido entre dos tapas, a veces de plástico, otras de cartón, con dibujos o sin ellos, y consiste en una superficie lisa constelada de signos tipográficos; su territorio son todos los libros del mundo. No, yo no me dedico a robar libros: cuando encuentro un libro que es mío —que era mío desde siempre— no importa dónde esté, simplemente lo tomo y me lo llevo a casa. Llegué a convencerme de que el libro es mi casa. • No sé cómo decir esto así que lo diré con más urgencia: siempre he sentido que soy negro. Claro, el exterior dice otra cosa, soy un güero de rancho, barbón además, por pereza del rasurado y trasquilado, es decir, más parecido al conquistador que al conquistado, semejante al invasor blanco que al oprimido negro, oscuro, moreno, venga de donde venga. Nunca me identifiqué con los demás pollitos blancos a mi alrededor, nunca pude con ese cinismo. He pensado que se trata de culpa de clase y nada más; después de todo nunca me sacaron de mi casa, nunca me alejaron de mi familia ni me subieron a un barco negrero; nunca me hicieron cruzar el mar o el desierto en condiciones infrahumanas, nunca presupuestaron mi muerte como parte de los gastos de producción del progreso, como la muerte de las mujeres y los negros, que hasta la fecha siguen siendo exterminados sistemáticamente; nunca me encadenaron, nunca me violaron, nunca me hicieron trabajar sin paga.

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Incluso la desafortunada metáfora de “negros literarios” olvida que nosotros cobramos —nimia, simbólica y exiguamente si se quiere—, pero cobramos. El esclavo, en cambio, identificado incluso en tiempos recientes con el negro (“Hacemos el trabajo que ni los negros quieren hacer”, dijo el expresidente Fox), es el trabajo mismo, es la energía sin contraprestación, es el concepto que ha servido para justificar la explotación, desde la época de las pirámides hasta la construcción de los teléfonos inteligentes: hay trabajos que merecen apenas lo mínimo, si acaso, para sobrevivir. Hay trabajos racializados y sexualizados que… Ah, pero ya me puse a hacer otra vez crítica social y me desvié del asunto. ¿Y de cuándo acá viene lo de ser negro? Es algo que, de un modo u otro, siempre ha estado ahí. Sé muy bien, además, que no soy el único que lo ha sentido así. Me acuerdo de un tipo que conocí una vez en una peda, Alessandro algo, un español con cara de enano que se la pasaba diciendo que quería ser negro. “Ser negro es lo más guay”, decía. “Puedes ir con tu actitud de tío negro sin que nadie te toque las pelotas, con seguridad, con desenfado, puedes escuchar r&b, puedes tener una gata que se llame Nina Simone, Alicia Keys o Aaliyah, puedes ponerte cadenas de oro y andar con cara de pocos amigos por ahí. Es una cuestión de respeto, Raya. A los blancos los temen, pero a los negros nos respetan”. Ahora bien, no sé cómo iba a hacer Alessandro para cambiar su tono de piel de blanco a negro —cómo sin un presupuesto tipo Michael Jackson para producir la operación contraria: cambiar de negro a blanco—, pero sé que la cuestión de los ganstercillos blancos preparatorianos que han escuchado mucho Dr. Dre no pasa por

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el quirófano ni por la indumentaria. Como aquella canción de Danza Invisible: “para no ser del montón, negros de cualquier color”. Un caso menos pantagruélico es el de Néstor Perlongher. En las “69 preguntas” que le hizo la revista Babel (núm. 9, junio de 1989), habló con entusiasmo del aché, la energía vital del paganismo afro como motor de la escritura en esa vieja Hermes Baby, habló del delirio, de ser chamán, de cantar las cancio­nes y decir los ensalmos, en la pregunta 61 de su odio al racismo y el machismo; pero en la pregunta 68, ya rumbo al final, viene la verdadera joya en una corona de respuestas esplendentes: “¿Qué habría querido ser?”, le preguntan a Perlongher, como dando por hecho y concluido todo lo que no fue. La respuesta memorable fue “me gustaría ser negro”, pero se suele citar fuera de contexto. Literalmente, Perlongher responde: “Uno va siendo lo que le sale. Algunos rumbos truncos: político, periodista, tal vez prosista. En un plano más radical, me gustaría ser negro. Ser un traidor a la raza blanca. Ser es devenir: devenir negro, devenir mujer, devenir loca, devenir niño”. Ese devenir es el que no comparten ni compartirán las señoras que leen mis novelones negreados, mis best sellers de ocasión, ni sus adiposos y albos maridos, al leer mis consejos zen para administradores de empresas o los consejos de los esclavistas altamente eficientes. La mentalidad esclavista es sutil pero poderosa: mi culpa es la de contribuir a que los blancos se sigan sintiendo superiores en su blanquitud capitalista, en la comodidad de su consumo, en el disfrute opiáceo de su ocio. Lo que quiero decir es que las señoras adoran mi estilo. Las señoras blancas que salen de vacaciones y compran novelas en los duty free de los aeropuertos. Las señoras blancas que se untan la blancura de una crema de protección solar

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con espectro 100 para proteger en un caparazón de blancura su nacarada hipocresía. Las señoras blancas que somos en el fondo más de una vez. En un plano más radical, me recuerdan esa canción de Charly García: “Quizás te podría alcanzar un algodón/ Pero no hay por aquí nada blanco, mi amor./ Cómo me gustaría ser negro/ y con mucho olor/ hablando al pueblo por televisión”. • Para comenzar a hablar de la Black Pen Press se me ocurre hacer referencia al retrato que realizó André Gide sobre uno de sus miembros más notables, aunque de brevísima carrera en el mundo de la negritud literaria. Se trata de una elegía a su maestro y amigo Paul Valéry. Aunque elocuente, comentar la elogiosa introducción sólo nos distraería: observemos solamente las medallas marchitas que sobre el pecho se encogen, al igual que el cuerpo dentro del ataúd, haciéndose infinitamente pequeños a cada instante hasta alcanzar la dignidad del polvo. Después, Gide comienza el relato de un episodio oscurecido de la juventud del autor de Monsieur Teste. Desde muy joven, la fama de poeta y crítico originalísimo de Valéry trascendió los salones parisinos, y sobrevoló (o nadó, como Lord Byron) el canal de la Mancha hasta los oídos de los londinenses. La breve misiva que le dirigió la Royal Niger Company lo requería de inmediato. Un trabajo de redacción “sumamente sencillo pero demandante, para el que M. Valéry se encuentra a todas luces más que capacitado”, y una suma en libras que ningún escritor en ciernes podría rechazar. Se habrá imaginado asistiendo a los teatros de Shaftesbury, o visitando el 221 b de la calle Baker para rendir un discreto tributo

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al detective Holmes, pero lo cierto es que después de empacar una valija pequeña con apenas un par de trajes y afinándose el inglés en los transportes releyendo las traducciones de Poe hechas por Baudelaire, un joven Paul Valéry se vio a sí mismo ridículamente empapado frente al domicilio palaciego de la calle Strand, donde una pequeña placa rezaba:

rnc Chartered Company Est. 1886

Tuvo una extraña impresión al observar una de las hojas a medio abrir del segundo piso, donde en lugar de una esquina de la habitación se veía un muro de ladrillos tapiando la ventana. Sin apurar conclusiones, Paul llamó a la puerta. Ensayó una rápida presentación al mayordomo en un inglés empapado, y se dejó conducir a través de un largo y poco iluminado pasillo (la escalera velada tras unos pesados cortinajes rojo oscuro, rematados en barbas doradas de principios de siglo) hasta una puerta trasera que comunicaba la planta baja con un acogedor jardín. En el centro, una fuente coronada con el paso alado de un delicado Hermes de mármol negro empuñando el caduceo; el rumor de la lluvia parecía hacer sisear a las serpientes entrelazadas en el cetro. “Como dos signos de interrogación recomendándose silencio”, escribiría años después sobre la estatua. Al fondo del jardín estaba un sobrio edificio de ladrillo rojo de dos plantas, al que se conducían a través de los adoquines ajedrezados que rodeaban como en rotonda al dios. Un par

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de bancas vacías de hierro flanqueaban las puertas gemelas, y los setos de tulipanes (¿en esta época del año, en este lugar del mundo?) daban un aire fingidamente hogareño a las ventanas bajas. La puerta se cerró tras él y el mayordomo desapareció. Escuchó los pasos pesados del viejo Lord Lebey y al estrechar su mano sintió por primera vez el rasgo que caracteriza a los hombres de negocios que tienen algo de cazadores, en quienes la delicadeza de la palabra hablada siempre se subordina al pragmatismo. No se entretuvo en los típicos juegos de palabras de los gentlemen, y lo condujo a su estudio situado a un costado del pasillo. No se dejó descorazonar por los volúmenes legales empastados en piel que ocultaban el color verdadero de la habitación. Paul era un hombre listo, acaso uno de los más listos que han existido jamás. Lord Lebey, a pesar de las apariencias, no era más que un hombre de negocios, pero uno de los más ricos de su época. El encargo lo tendría en Londres por cosa de un año. La boca de Lebey parecía haber sido engullida detrás de la barba de conquistador bengalí; sus palabras surgían detrás de la pelambre como las de un dios humorístico que le hablaba a su profeta detrás de gruesas nubes blancas; los lamparones de la calva le parecieron a Paul como añejas manchas de humedad. Sus funciones se limitarían a escuchar, hacer preguntas y redactar. ¿Redactar qué? Sus memorias, naturalmente. Podía escribir una primera versión en francés si le acomodaba, pero era necesario que la versión final fuera “lo suficientemente inglesa” después de la traducción. No supo cuándo, pero Paul se encontró bosquejando rápidas anotaciones en su libreta de viaje. Pensó que si la voz de Lord Lebey pudiera tener un preciso correlato tipográfico serían versalitas negras. Hablaba con énfasis, como en negritas.

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Cada mañana el mayordomo le traía un desayuno de embutidos, huevo y pan tostado, aunque la mayor parte se quedaba en la charola y era devuelta a la cocina, que en realidad nunca vio con sus propios ojos. Luego de leer un rato frente a la estatua de Hermes se ponía a corregir las cuartillas del día anterior, comía nuevamente en su habitación y después bajaba al despacho de Lebey, que lo bombardeaba con descripciones exhaustivas de elefantes, del color de las especias en los mercados de Delhi y del olor a carne humana en las hogueras rituales a lo largo de la ribera del Ganges, en Varanasi. Se le permitía salir a pasear los domingos, pero tenía prohibido extraer de la habitación ninguno de los borradores de las memorias de Lebey. Frente a la piedra Rosetta del British Museum —que pudo examinar de cerca gracias a la intercesión de Lebey, quien era uno de los patrocinadores del lugar—, Valéry se sintió hermanado en la triste tradición de los escribas a sueldo, que con su imaginación le dan a los ricos la verdadera dimensión de su riqueza. La contabilidad, al igual que la escritura, tal vez no fuera sino un invento oportunista para contarle a los monarcas la historia (ficticia) de su grandeza. Gide recordaba en su elegía que su amado Valéry refirió su hermética aventura en muy contadas ocasiones, casi como si tuviera que convencerse a sí mismo —amo de la incredulidad, artista de la sospecha— de haberla vivido; como si se tratara de un sueño oculto tras una lluvia intermitente, pues “de la naturaleza misma del trabajo, por el secreto prometido, no nos dijo una sola palabra”. La Royal Niger Company expandió sus negocios en la industria del papel, y habiendo necesidad de poner alguna cosa en los papeles que constituían su comercio fundó una compañía

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llamada Black Pen Press, que abrió oficinas en Nueva York durante los años sesenta del siglo xx, ofreciendo a sus clientes americanos el mismo servicio y discreción que a los británicos. • Vamos a fingir por un momento que no tenemos nada que fingir: que yo puedo sentarme cómodamente en el (incómodo) sillón de El Autor y tú frente a mí en el de El Lector. Vamos a pensar que la página es el escenario de esta escena (no digamos farsa en vano), una página larga que es el nombre del lugar donde mis manos teclean estos signos que llegan a tus ojos y tus manos, a tus ojos que no ven solamente esta página escrita, tus ojos absortos en un espejo a tu medida, sino en lo que rebasa su campo visual, aquella pared o aquel campo o aquel vertedero de basura nuclear en el que la ciudad se ha convertido. Podemos darnos el lujo de la honestidad incluso en una obra de ficción gracias a que el fin del mundo ya ha tenido lugar; podemos tener un poco de esperanza ya que todos los cheques de la esperanza han rebotado. Mira: tú y yo nos parecemos mucho aunque nos odiemos en secreto. Aquellos que serán salvados ya lo fueron: la noche de la Parusía se llevó a los veinte mil desaparecidos que seguimos buscando por todas partes, nos dejó con las muertas sembradas en el desierto como pruebas de la eficacia de nuestros dioses y nuestras instituciones, con las ciudades inundadas de centros comerciales y ofertas en todos los aparadores a meses sin intereses. Nuestra encrucijada es la del ser humano dejado completamente a cargo de sí mismo: una locura irresponsable a todas luces. Probablemente moriremos sin saber de qué se trataba la obra, pero no podemos

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dejar de actuar nuestros papeles respectivos: tú leyendo, yo escribiendo para ti. Viviremos mientras tanto en una orilla del tiempo, al margen de las páginas escritas que exigen ser leídas aunque nadie se asome a leerlas, apilando nuestra porción de ruinas sobre la argamasa general de la destrucción, contribuyendo a ella, eventualmente, con el duro polvo de nuestros huesos: aprenderemos a colonizar lo salvaje en nosotros, seremos domésticos, seremos Gente de Bien, tendremos tarjetas de descuento de las farmacias y supermercados y carné de afiliación al Seguro Social, y formaremos parte de la colmena. Y cuando la colmena reviente volveremos a empezarlo todo otra vez, en otra parte o mejor, aquí mismo, peregrinación inmóvil de los que tratan de olvidar que una vez fueron valientes pero ya no lo son. Sólo por esta vez vamos a quedarnos quietos mientras dura la masacre, pero sin cerrar los ojos. Sólo por esta vez, Lector, vamos a preferir el vaso de agua al oasis. No importa si lees esto hoy o en mil años o en un millón de años: nuestra ciudad es un vaso de aguas negras que solían ser medicinales. • Enero de aquel año fue de pura saña. Parecía como si los guionistas de esta farsa vital se hubieran puesto de acuerdo para cargarse a todos los buenos de la película. Se sintieron un poco más solos, es cierto. Y un poco más libres, porque la muerte era algo real: no era el número creciente de muertos en los violentos sexenios mexicanos de principios de siglo, sino (además) poetas. La tentación era hablar de la Sociedad de los poetas muertos, hacer bromas, beber hasta caerse de espaldas, pero no había fuerza ni para llorar.

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Además del horóscopo, Khonde escribía las necrológicas de un par de diarios, así que aprovechó para pasearse por los funerales con el pretexto de recabar impresiones de primera mano. Anduvo tras la pista de Juan Gelman en 2007, en Morelia, cuando trabó conversación con él luego de una lectura y se prometieron una entrevista que nunca ocurrió. Un viejo con cara de joven, al que la vejez no había vuelto amargo ni la belleza repudiado, con el interminable Benson & Hedges entre los dedos, como una batuta. Tremendo poeta, qué duda cabe. Huérfano de país, deshijado de hijar, pero no de palabrar. Gelman fue el primer poeta muerto de enero. Unos días después José Emilio Pacheco entró al hospital, una parada de rutina de camino al homenaje en El Colegio Nacional y al homenaje de cuerpo ausente en Bellas Artes, antes de ser cremado y esparcido en Veracruz, como estaba previsto en un principio ahora y siempre por lo siglos de los siglos, etcétera. Khonde lo vio solamente una vez, en un maratón de lectura donde curiosamente se conocieron Raya y Rojo Córdova, heroico eslamero, a donde José Emilio Pacheco llegó ya arrastrando una sombra pesada. Cristina Pacheco agradecía los gestos de amabilidad de cada apestoso poeta joven que se acercaba a que le estamparan una firma en El viento distante, Morirás lejos o Las batallas en el desierto. José Emilio Pacheco fue el segundo. Pero si las muertes de Gelman y José Emilio Pacheco ocuparon algunas primeras planas en los periódicos, la muerte de Marco Fonz, acaso por la pátina sórdida que no lo abandonó nunca, sólo fue consignada en una escueta columna de El Mercurio de Chile, país que le gustó para tender una soga gruesa en una viga y atarla a su cuello en el pasillo de una pensión pulgosa, antes de imitar el bamboleo

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característico del péndulo. La última vez que Khonde lo vio fue en una lectura en la unam, enojado como siempre, rumiando rencor como goma de mascar, despotricando contra algo, nunca se supo del todo contra qué, contra el gobierno y los poetas sudacas, contra las instituciones y los editores, contra sí mismo y su puerca suerte. Aún recordaba el mail urgente de Tanya, después de que el rencor rumiante se hubiera materializado en puños de furia. La vez que Raya hizo tiritas un ejemplar de Bayoneta y lo devoró frente a la audiencia, escuchó a Fonz decirle “Mañana vas a cagar una obra maestra”. Según Fonz, la poesía mexicana aún no ha tenido lugar, y Khonde estaba de acuerdo. Lo de Sergio Loo se veía venir, pero fue como si los tomara a todos por sorpresa. Un chico, en verdad. La palabra cáncer no se asocia a los de treinta y tantos. Excepto cuando sí. Fulminante como un aforismo. A ese velorio también fue Khonde. Con Loo se había topado pocas veces, demasiado pocas como para considerarlo amigo, y despreciaba abiertamente a todos sus conocidos (en realidad no era algo personal: Khonde despreciaba a todo aquel que asumiera para sí el rótulo de “poeta”, pero esa es otra historia). La teatralidad del dolor público le confirmó lo que siempre se dijo: gremio de mierda. Farsantes todos. Farsante yo mismo por venir a esta ceremonia necrófila. Algunos lo reconocieron: abrazó y fue abrazado. Repartió pésames y logró salirse antes de que comenzaran los discursos; pero antes, bajo el aroma podrido de las flores, escribió en su cuadernito: Los ataúdes son un medio de transporte apto para desmoronarse en el movimiento recurrente de la insurrección: cápsula presurizada

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para que el cuerpo se olvide del cuerpo, el aire del aire, y los gestos sobre el rostro —la sintaxis de la personalidad— se conviertan en manchones de carne, borraduras de nada, oraciones deshilachadas en medio de la tempestad, tejidas de hueso y polvo, incubadas en la tierra como semillas o un huevo negro donde se sienta la muerte a empollar a todos los vivos. Un jardín oculto les crece, mientras tanto, desde las entrañas: la vida en otras formas sale a recorrer los mismos gastados caminos de siempre, las autopistas y las cunetas en el rumor de los gusanos, en los matices de medusa inmóvil por donde escapan los colores microscópicos de los muertos: los órganos marchitos se vuelven selvas, las ratas y los topos se arrebatan los cartílagos, del sexo marchito brotan palomas, y un buen día revienta el cascarón de polvo hirviendo de animales recobrados, delatando la dignidad de la semilla.

No quisieron publicarle el poema en ninguna parte. Mejor así, pensó. • He dicho que siempre se escribe para alguien más, en algún lugar lo he dicho, lo he escrito o soñado, estoy seguro, pero falta

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decir que también se escribe, siempre, a costa de alguien, se escribe para mantener viva una ausencia. Recibí carta de E. ayer. Está muy molesta porque me deja mensajes de texto y llamadas perdidas que nunca regreso, así que tuvo que utilizar un método infalible tal vez por anacrónico, el correo postal. Quiere hacerme saber que va a dejar de rogar (de mendigar, fue la palabra que usó) mi amistad: que no va a disputarse mi tiempo contra mi alcoholismo, contra las furcias, contra el trabajo. Que me deja en paz. Mi amiga, una de las más queridas de estos últimos años, tal vez la última. Como ella dice, al cerrar su dramática correspondencia, “todo se trata de ti”, cerrando nuestra amistad de un portazo. Sin embargo le doy la razón: esta interrupción del mundo se trata de mí, porque desde hace un buen tiempo todo se trata de mi novela. ¿Es un precio justo: una novela a costa de perder las pocas relaciones humanas que nos quedan? Nadie que escriba profesionalmente es ajeno a esta disyuntiva. Lo vi durante mis días en la facultad, cuando las tareas y trabajos finales cobran más importancia que los cumpleaños y días familiares; lo vi en mi corta, cortísima carrera como “joven promesa de la literatura mexicana”, y lo veo, sobre todo, en el hecho de que no es la primera vez que una persona que quiero me escribe para decirme que está resentida conmigo a causa de mi indisponibilidad, de mi “apretada agenda”, que no consiste más que en entregar las cuartillas diarias con que me gano la sal en el Black Pen, y en escribir un puñado de las propias, las secretas, las que lentamente se acumulan, hechas de polvo y jirones de voces que ya no reconozco, en uno de los rincones de mi cuarto. El hecho de haber elegido la Remington como dispositivo de escritura —a partir del robo de la computadora y todo

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ese episodio— sólo abona más a esa ausencia que mis pocos amigos comienzan a notar como misantropía, indiferencia o abandono; puesto que no escribo “mis cosas” en la computadora, no estoy disponible en Skype, Twitter ni Facebook. Como no tengo computadora parece que hubiera desaparecido de la faz de la tierra —de ese planeta azul lleno de polvo en un rincón de la galaxia, que nunca vemos por completo como no sea en una fotografía de la nasa o Google Maps. ¿Por qué el hecho de tener un teléfono celular o una computadora debería ser equivalente a estar disponible? El Black Pen abusa de este recurso si los negros lo permiten. Si no dejas claros tus horarios de trabajo, si no entregas a tiempo y en condiciones, los editores te joderán así sea Navidad, tu cumpleaños o feriado nacional. La industria editorial (o la literatura industrial, a saber) no respeta fechas personales, solamente calendarios de producción: el freelance se convierte, así, en el reino del trabajo total, de la disponibilidad total. Llamo a mi madre cada mes —o cada dos— por cortesía, pero tampoco lo veo como una obligación. Es que hay algo que me parece muy estúpido en el hecho de hablar, de discutir, de mandar saludos y besos y abrazos a gente que se encuentra físicamente muy lejos de mí a través de un aparato de cristal y plástico, como si los amigos y los seres queridos estuvieran miniaturizados, atrapados ahí dentro, eternamente presentes en el bolsillo; me parece estúpida la gente que veo hablando así por la calle, como sumidos en un monólogo perpetuo, con sus dispositivos Bluetooth, gesticulando al aire, para nadie. Prefiero a los vagabundos esquizofrénicos que hablan con alucinaciones reales que de hecho están ahí. Curiosamente, me parece menos invasivo cuando un amigo llega a visitarme al Palomar. Si me llamara por teléfono me

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sentiría acorralado. Cuando suena el timbre puedo decidir hacerme el loco, escapar por la ventana, o simplemente abrir y ofrecerle café, un trago, pero si me llama por teléfono siento que está controlándome a la distancia, como si el celular fuera un muñeco vudú que nos inmoviliza y por el que recibimos toneladas de notificaciones que forman cadenas y grilletes. ¿Exagero? Probablemente, pero si no ha ocurrido una desgracia no veo la urgencia de llamar por teléfono, de importunar al otro con la propia voz. Pero eso no resuelve el asunto de E. La verdad creo que es un gran drama. No puedo con estas relaciones de alto mantenimiento. Ya no. Por eso no tengo novia ni hijos, ni planeo tenerlos. Porque me he acostumbrado a esta vida donde la escritura dejó de ser un pasatiempo para convertirse en una misión de tiempo completo, en la más inútil de las guerras santas, y de cualquier modo toda la gente que conozco y con la que me relaciono tiene algo que ver con lo literario. ¿Será la famosa endogamia de la que hablan los críticos de poesía? He imaginado algunas veces que todo el mundo está escribiendo un libro, que todos los peatones que veo van pensando en cómo terminar este o aquel capítulo de su novela, si la heroína vive o muere al final, si conviene reescribirla toda o dejarla como está. La gente que no escribe me produce sospecha, que es un grado menor de la franca desconfianza. Sabes que no puedes confiar en los escritores, esos oportunistas, pero al menos mis amigos son negros y oportunistas como yo, y tienen vidas calendarizadas según fechas de entrega y cuartillas por corregir. Son los que si no escriben, no comen. No es prestigioso —somos el plancton en la cadena alimenticia de lo literario— pero al menos no nos hacemos ilusiones románticas con respecto a la trascendencia ni todas

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esas tonterías. La novela por entregas y el romanticismo francés en buena parte se nutrieron del trabajo de negros, o de escritores que se transformaron en negros literarios de sí mismos, que se explotaron en las minas de papel hasta volverse locos y terminar paseando langostas por las calles de París. Los escritores que más admiro son fanáticos religiosos de la escritura, kamikazes de la página: Maurice Blanchot, Edmond Jabès, Franz Kafka. No importa que escriban en géneros literarios distintos ni en épocas lejanas. Admiro, además de su disciplina, su disposición para someterse a sí mismos a los avatares del trabajo (léase: esclavitud) asalariado con tal de poder dedicarse a escribir sus cosas. ¿Habrán visto ellos cómo se alejaban uno por uno sus amigos, o por el contrario, encontraron que esa soledad de la que dependía su trabajo se poblaba aquí y allá de personalidades afines a las suyas? ¿La separación de la familia, de los amigos, de la mujer de la que alguna vez creyeron estar enamorados, no les dieron nuevas energías, no los alentaron para trabajar aún más duro en la tarea de conocerse a sí mismos? ¿Para terminar este —sólo este, después quién sabe—, este libro? Conozco demasiado bien la respuesta a estas preguntas retóricas. No, nunca vale la pena, pero no tenemos opción. Al menos yo no la tengo. Hasta pronto, querida E. No sé hacer otra cosa. • Ya no sabía cuál, de entre la multitud de escritores que lo conformaban, era el verdadero redactor de La rebelión de los negros. No sabía si se trataba de Sergio Ventura, el detective, o de Kosterlinszky, el judío ruso emigrado a la Argentina en el mismo barco que Gombrowicz, al inicio de la Segunda

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Gran Guerra. Incluso pensaba que era él mismo a ratos, Rafael Zamudio, en su pequeña ratonera sin ventanas, un colchón (de segunda mano) en el suelo, las sábanas hechas nudo, el escritorio en la esquina y un disco duro portátil donde cabía una inmensa biblioteca de libros electrónicos en diversos formatos (Zamudio prefería descargar libros que andar de mudanza en mudanza con toneladas de papel a cuestas: no le parecía mejor, sólo más práctico), además de la discografía en shuffle de John Zorn que sonaba siempre de fondo como el soundtrack de su vida: él, sólo él, jugando a comenzar otra novela —o la misma novela desde una nueva voz, desde la voz de un desconocido— que bien podía ser La rebelión de los negros, unas cuartillas de nada: un buen libro, un libro que a él y a sus amigos les hubiera gustado leer y comentar; un libro que contara las aventuras de un grupo de redactores medio muertos de hambre a principios del siglo, un libro duro, como un clavo de concreto incrustado hasta el tope en el cráneo de la civilización. Se sentía valiente en tardes como ésta, con el rumor de los autos lejanos y de la lluvia entrando por la minúscula ventana del baño, una abertura donde asomaba un pedazo de cielo manchado del color de las buganvilias secas y las tuberías. Era perfectamente posible comenzar la novela una vez más: imitar el gesto del gran Macedonio Fernández y negar toda la tradición precedente. ¿Pero quién de ellos lo negaba? Tiraba la colilla del cigarro al inodoro y sentía que la novela se iba también con esa brasa y esos papeles embarrados de su marca humana: papel y fuego y podredumbre. Esa era su vida desde que llegó a esta puerca ciudad. Luego caía la noche y se asomaba irremediablemente a las carpetas electrónicas con el trabajo pendiente: alquilaba su magro talento igual que todos

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los demás para “producir contenido”, firmar con nombre ajeno columnas propias, pegar frases gastadas, argumentos predecibles, fragmentos de un discurso antiguo en un orden diferente para simular la prestigiosa irrupción de lo nuevo. Bajaba por la escalera casi vertical del edificio ruinoso y escuchaba follar a la pareja que vivía en el piso de abajo mientras ponía la cafetera de hierro macizo sobre el fuego. Sentado en el comedor, escuchando caer sobre las láminas herrumbrosas del patio las percusiones sincopadas de la lluvia, fumaba un par de cigarrillos más e imaginaba cómo meter en la novela esas embestidas brutales que sus compañeros de casa practicaban apenas unos metros detrás de él, detrás de la pared, pero como en otro mundo. Planeaba la escena con todo detalle sin escribir una palabra. Entonces la cafetera emitía su única y gradual nota cada vez con más fuerza, y regresaba con su taza y su cenicero vacío y sus 120 kilos de novelas por terminar hasta la habitación. Cuando tenía plata extra compraba algo de marihuana, pero sentía cada vez con mayor convicción que estar pacheco se parecía a ser escritor sin serlo: tienes el gozo de la imaginación, pero nada de sus resultados. La novela moderna se trataba del proceso más que de los resultados, eso lo sabía bien, pero igual fantaseaba con poderla publicar algún día. Esa, la nueva novela moderna. La que marcaba una nueva forma de leer las tradiciones que la precedieron y la hicieron posible. Drogarse era divertido, claro, pero también una pérdida de tiempo. Aunque le gustaba recibir visitas de Raya o de Sebas, charlar a veces era tan predecible como revisar las redes sociales o leer el periódico: pero a veces no, y ésa era la maravilla de tener amigos y de escribir con ellos, sobre ellos. Sentía que eso, que “escribir con ellos” era algo literal, como

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si pudiera sintetizarlos y crear una nueva droga a partir de los componentes individuales de todos ellos. A lo mejor Raya era un precursor, Khonde era un alcaloide y Sebas un reactivo. ¿Y qué era él? Por lo pronto, un Negro a sueldo que tomaba café y había tenido la puntada de nombrar a un tumor maligno que crecía en su cabeza La rebelión de los negros. Ese libro imposible había comenzado a manchar cualquier papel que le caía entre manos: todo lo volvía mapa, blueprint, rastro de sí mismo, y Kosterlinszky o Ventura o él mismo le seguían la pista como un cazador al animal herido. Pero a su paso también dejaba hermosas promesas: la posibilidad de entender, así, a secas, algo sobre la naturaleza de lo literario, de vivir su proceso al sobreactuar el libro, al imaginarse viviendo en su interior, o en transformar en libro (no en literatura) la vida misma. Y de la emoción desaforada llegaba también la incertidumbre sobre si existía vida fuera de la escritura, incluso fuera de la escritura de ese libro que había conquistado y seducido a todos los que se cruzaban en su camino. Aunque no lo contaba, sabía que sus propias novelas eran borradores creciendo a la sombra de La rebelión…, y que la acumulación de archivos no hacía sino postergar “el verdadero comienzo” de la novela, como si el polvo sobre los objetos no fuera polvo sino un precursor del polvo, del verdadero polvo que iba a terminar sepultándolos a todos. Pero por ahora esa y todas sus novelas se dejaban leer como un catálogo de abortos. Cada noche se soñaba caminando por las calles del centro, paseando por el callejón de los libros que lo esperaban ahí, ordenados en planchas horizontales según sus tamaños, colores y precios, como pescados. Se veía tomar alguno y dejarlo en su lugar, devolviéndolo al mar del mercado.

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Ningún tendero se acercaba a ayudarle. Entonces se daba cuenta de que soñaba y le preguntaba a todos por La rebelión de los negros, y la respuesta siempre era distinta y esquiva. Se prometía intentarlo al despertar, pero se le olvidaba al visitar las librerías reales de la vigilia, que igual tienen algo de imaginarias como cualquier librería. ¿Qué hubiera podido preguntar? Fuera de la travesura, no le veía sentido. ¿Y qué si alguno dijera que sí, como los libreros de sus sueños: que no sólo había oído hablar de La rebelión de los negros, sino que incluso lo hubiera leído? ¿Que recordaba los colores de la portada, el nombre de la editorial? ¿Que trataba de tal y tal cosa, que es lectura prescindible pero entretenida, que había hablado alguna vez con alguien a quien ese libro le había salvado la vida? ¿Que incluso puede que tuviera un ejemplar arrumbado por ahí, que no sabe dónde, que vuelva mañana, que vuelva en dos semanas, que deje un anticipo, que le pregunte al tipo del sombrero raro de más allá, su nombre es Edgar Khonde, el que consigue siempre los libros más raros? Dormido o despierto, en el sueño perenne del Samsara, escuchaba en el fondo de sí la voz de Kosterlinszky o de Ventura diciéndole que era demasiado literario entregar sus poderes a un dogma de nada, a una religión de nada, a un trabajo de nada que consistía en oficiar un libro que no existía, leyéndolo en voz alta a un auditorio de ausentes. Sin embargo, más de una vez creyó en su propia existencia cuando, apresurado por cumplir un trabajo o simplemente vagando por la calle, se sentaba en un parque a garabatear una escena de La rebelión…: un episodio bien trazado, un nuevo personaje descrito con los brochazos toscos que tienen las notas de viaje, pero también con la precisión del verdadero artesano del carácter:

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sabe si una cerradura está abierta o cerrada con sólo mirarla cortó durante varias pacientes noches las espadas de las estatuas de Reforma una mujer que ya no existe pero que no lo sabe una mujer que ya no aturde a R. con su inteligencia demoniaca una mujer que cocina arroz frito como los chinos de Ensenada una mujer que se creyó la reencarnación de Fata Morgana y Patti Smith (aunque Patti Smith no haya muerto. ps: Patti Smith nunca muere) la novela no avanza porque no hay novela —hay percepción atropellada y fantasmas de imágenes —hay mundos atropellándose como trenes supersónicos que impactan contra la misma pared invisible e indestructible— la novela que leería Godot habría que escribirla en un submarino la novela que quiero escribir se lee en una vieja estación de trenes con rumbo a Kamchatka —todo lo que hay a la vista es Godot y dragones— hay lo irreparable de querer regresar a un sueño ajeno —de robar un sueño desde adentro, como el durmiente desarmando las tramoyas de la percepción lo que no tiene forma no puede morir una obsesión es una forma de vida mi arte es el arte de la obsesión —y no cambiaría mi arte ni por todas las novelas del mundo—

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dgi El coxis es el miembro fantasma de los dinosaurios la rebelión de los negros es también llamable la rebelión de los fantasmas porque quieren corporizarse a través de la escritura, la escritura escribiéndose sola 11:12 PM

raya jum sí, sí 11:15 PM

dgi que quiere salirse del libro 11:15 PM

raya la escritura emancipándose del sujeto 11:16 PM

dgi o el sujeto emancipado “desempollado” del libro 11:18 PM

raya imagínate, dos que se conocen “en” el libro, y se escriben, se transmutan ahí, 11:18 PM

dgi se escriben a la vez que escriben algo más, la historia donde puedan habitar, pero una historia que sea la vida 11:18 PM

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raya la escritura como rebelión del libro como un ir hacia la vida es como lo que te decía del hecho de leer yo lo de Dante como si Francesca y Paolo se estuvieran leyendo en el libro 11:19 PM

dgi con Raya/Diana en el libro que te decía, Francesca/Paolo /Lanzarote y la morra, no recuerdo quién era... todas esas paralelas usarlas como simulaciones de simulaciones 11:21 PM

raya Guiniver. Personajes que quieren salir del libro 11:21 PM

dgi y que haya como glitches, glitches-kisses. Los escritores como el error del libro 11:21 PM

• Esta tarde he pasado por el callejón de libros de la Condesa buscando a Sebas. No lo encontré, pero pregunté a un librero por La rebelión de los negros. Es uno joven, de los que se pone cerca de las escaleras que suben a Correos. Muy amable. Le pregunté por nuestro libro en cuestión. Y, mira tú, lo conocía. O le sonaba de algo. El caso es que mantuvo mi atención electrificada mientras trataba de acordarse.

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Imagínate: un día alguien te dice que ese libro que querías escribir no sólo existe, sino que es muy bueno. De hecho es un libro buenísimo, me dice el librero. Debí preguntarle si por casualidad se llamaba Edgar Khonde. Cree que el nombre es La revuelta negra, porque le recuerda a “Francis Fanon”, el de Los condenados de la Tierra. Frantz Fanon. ¿Qué? No es Francis Fanon, sino Frantz Fanon. Qué libro horrible, me dice, como sin darse por aludido de la corrección. Le digo que sí, aunque no lo he terminado de leer. Lo conozco, por supuesto. Incluso está listado en el índice de la primera maleta de libros que Sebas se trajo por toda América, a manera de amuleto, y con la que un día llegaría a fundar el Neotropicalismo, con el inolvidable Sergio Ventura. Pero no le cuento nada de esto al librero, que bien podría ser un Khonde cualquiera, porque me interesa mucho que me siga platicando de La revuelta negra o La rebelión de los condenados, o Los negros de la Tierra o como sea que se llame ese libro que de algo le suena. Me interesa muchísimo, le digo. Le escribo mi mail en un papelito y él me retribuye con alguna vaga promesa de mantenerme al tanto por si aparece. Trato de exprimirle más detalles. ¿Recuerda la editorial, si es un libro reciente o antiguo, dónde se publicó? Mueve la cabeza de un lado a otro y se rasca el mentón ralo. No se acuerda de nada, pero quisiera acordarse: la memoria bibliográfica es su trabajo, incluso el ofrecerme el sucedáneo de una ficción o de una esperanza. Vende libros: trafica con algo más que papel. Cree recordar (aunque sé que miente) que el libro que busco está en la colección donde está lo de Ryszard Kapuściński. ¿En Amagrana? No todos tenemos a mano las abreviaturas de los acentos polacos mientras salimos a dar un paseo por la página, pero me lo dice así, con

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todos sus acentos raros. Khonde, el librero, me dice que me lo puede conseguir. Lo que pasa es que a él también le interesa. Anda tras la pista de ese libro desde hace mucho. No le creo. Me explica. Es que La rebelión de los negros abre con un poema buenísimo. Es un poema de una negra a sus negritos. Pienso en Sóngoro cosongo, por ejemplo. Un poema para hacer reír niños. Un poema donde les diga que mamá tiene que ir a trabajar, pero que va a regresar muy pronto. La negra del poema seguramente trabaja en los campos de algodón a orillas del Mississippi. O la triste, triste historia de Hattie Carroll, que nunca le hizo daño a nadie en sus 51 años en la tierra y fue asesinada por el hijo del hacendado, que esa noche sintió ganas de matar y no trató de reprimirlas. Tal vez el poema habla de una negra como las que parieron a Ray Charles, pero no a mi amado Miles Davis, que es negrura de otro costal. Me imagino a todos mis bluesmen y mis amigos, todos tocando en una gran orquesta de ovejas negras. A lo mejor ese poema de la negra hablaba también de ovejas. De cómo se las llevaban al matadero y ellas iban, felices, dando uno, dos, tres brinquitos de felicidad. La clave está en decidir si quieres contar una historia, lector, o en contarla directamente. Yo no lo creía, pero resulta que es muy sencillo. Mira, aquí estoy contando sin manos. En fin, que el tal libro no era sólo ese poema de la negra a sus negritos (que de hecho, como dijimos, sólo inaugura, abre pista en el volumen). El libro de La revuelta negra se vuelve un tratadazo histórico metomentodológico crítico sobre cómo una parte de la humanidad siempre ha sido una gran hija de puta con la otra parte. Es un volumen gordo, me dice Khonde. Han sido muy hijos de puta. ¿Entonces lo escribió un sólo autor, le pregunto? No,

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me responde. No lo escribió un solo autor. Es un compilador. Hizo un corpus, como cualquier investigador. Recopiló todas las cosas que se parecían y las puso en una cajita, con un título. Así, como si tal cosa, uno podría tener un libro hecho de la noche a la mañana. El problema es saber cuándo dejar de meter en un mismo lugar todas las cosas que se parecen, cuándo frenar el impulso totalitario del coleccionista. Pero me desvío y aún no quiero cortar esta parte de la historia. Es que se pone mejor. Cuando me despido del librero siento un alivio pasajero, pero alivio al final: muy bien, tal vez después de todo el maldito título que soñó Edgar Khonde sí exista. Nada más le presté mucha atención. Durante tres años, dos mujeres, un aborto, interminables borradores y todos los ladrones de por medio, existe la posibilidad de que La rebelión de los negros fuera solamente una reminiscencia diurna de algún otro título que Khonde viera durante su sueño. Uno de los mil hijos de Hypnos se le presentó esa noche fatal para convencerlo de que había soñado que era el autor de un libro que, de hecho, ya existía. Un libro que fácilmente Edgar Khonde o alguien más ha podido confundir con La rebelión de los negros —ese mismo que algunos libreros del callejón de la Condesa, justo detrás del Palacio de Correos, siguen buscando en las pilas de libros usados, leídos y releídos, vendidos por kilo o por lote, rematadas por los albaceas ingratos de algún lector que se hizo uno con la Fuerza porque ya no hay espacio en la casa para tenerlos, y como si tal cosa llega el camión y unos hombres con cajas y ponen todo ahí dentro, sin ver las portadas siquiera, sin juzgarlos aunque sea por eso, buenos y malos libros con su carne de papel a la trituradora y al centro de reciclaje de

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papel, incluso ese que buscan insistentemente los libreros porque tal vez alguien venga y pregunte por él, porque tal vez ese libro existía, sí, pero yo sospechaba que sólo me timaban, que se burlaban de mí como una especie de chiste local, de broma vieja que poco a poco deja de ser graciosa. Y si hay algo peor que un chiste malo es un chiste viejo.

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La rebelión de los negros y el lector como héroe Boris Barthelme Küng

La rebelión de los negros de Javier Raya ha plantado desde su aparición el virus y el contagio de la duda acerca de las “verdaderas” intenciones de su autor, así como sobre los periplos por los que éste atravesó durante el proceso de elaboración de la obra. Los abordajes más superficiales han abundado en los chismes y los pleitos de alcoba entre los personajes, poniendo al crítico en un lugar que antes ocupara el paparazzi o el periodista de ocasión, y dejando al lector a solas con el enigma de la obra (si podemos llamarlo “enigma”, si podemos llamarla “obra”). Pero son las obras de este tipo, precisamente, las que colocan al lector en una posición donde no puede eludir el llamado misterioso que emana de ellas, y frente al cual el crítico poco puede hacer, más allá de marcar algunas direcciones en un mapa esquemático. Porque con La rebelión de los negros ocurre, al igual que con muchos y muy buenos libros, que son discutidos más que leídos, analizados más que disfrutados, comentados más que vividos. A menudo me pregunto si no seré yo más bien el viajero del tiempo que ha llegado desde las profundidades del siglo xx hasta esta obra extraña, por decir lo menos, y cuyas amplias costas prometen recibimientos amables, a pesar de que en el fondo de la isla se escuche el atronador rugido de los cantos

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de guerra tribales: huésped extraño en un universo donde el futuro juega a disfrazarse (travestirse) de pasado, y donde el presente es el instante de la lectura, relevado definitivamente ya de su contingencia para ser un sueño más ambicioso que la poesía pura: el presente puro, inasible. El presente: ese momento en que ocurre la Historia con mayúsculas. Considero, pese a los riesgos, que existen cosas que un crítico literario marxista, como es mi caso, aún puede decir acerca de las obras literarias sin intentar explicarlas o reducirlas a papilla digerible para lectores flojos, ni transformarla deconstructivamente en un escuálido paper de consumo exclusivamente académico. Pero nuestros métodos de aproximación a la obra deben cambiar. El mundo ha cambiado, después de todo y pese a todos los pronósticos de permanencia. El tipo de instrumentos —nuestras propias percepciones— deberán cambiar y evolucionar también para adaptarnos a nuevas realidades. O, como dice Edgar Khonde (p. 42, 1ª ed.), para adaptarnos “a la misma realidad renovada”. Ni críticos ni editores quedan bien parados al final de La rebelión de los negros. Un lector del gremio podrá sentirse como yo: excluido, identificado tramposamente con el enemigo (el gran Otro capitalista), un engrane de la industria literaria, casi ausente en su medular papel dentro de la maquinaria del arte. Toda la loa es para el lector: él es el único que puede descifrar el enigma de la obra, que no se deja traducir fácilmente “a lacaniano, a barthesiano, a kristeviano ni a ninguna de las otras jergas al uso”, como se menciona en alguna parte del libro. El lector es, pues, el héroe de la novela, y toda la trama se relaciona con sus experiencias más vitales de lectura (procedimiento tal vez aprendido del primer Pascal Quignard, que entregara en buena hora a las imprentas ese temprano triunfo

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llamado El lector), que desarman toda posible interpretación o traducción del “contenido” de la novela en experiencia y conocimiento teórico. Podríamos decir que se trata de un experimento para vivirlo, no para leerlo, y que las partes más interesantes de la obra ocurren no en las páginas, sino en el momento en que el lector les da lugar en su propia vida. Puedo escuchar al auditorio de colegas preparando un carraspeo de desaprobación al fondo de la sala. Ruego que me otorguen unos pocos momentos más de atención. No ha sido mi propósito asistir a este xxiv Congreso de Literatura Socialista para hablar frente a ustedes como otro “converso”, mucho menos como un evangelista de la buena nueva, ni tampoco (horror de horrores) como un fan. Sin importar nuestra apreciación subjetiva de la obra, debemos estar de acuerdo al menos en que La rebelión de los negros nos recuerda aquello que Marx decía al respecto del proletariado en general, a saber, que debe identificarse por completo con su propia autocrítica. La clase revolucionaria será una clase filosófica o no será, pues sus propias condiciones de posibilidad dependen de la reflexión que sea capaz de derivar sobre sí misma. Los economistas encontrarán modelos que pueden ser de utilidad para comprender el desbalance laboral entre los “negros” literarios y el mercado editorial, metaforizado a través del deseo frustrado del narrador de ser reconocido como escritor negro. La metáfora es, pues, racial, pero el contexto sigue siendo de exclusión: sólo cuando seamos capaces de pensar quiénes están fuera y quiénes dentro del mundo —entendido como capitalista, “democrático”, y blanco— lograremos plantearnos una redistribución de poderes que rebase las barreras cosméticas de las democracias liberales actuales, y que se atreva de una buena vez a aceptar

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la radical e inexpresable alteridad del otro: la distancia que nos separa de ellos transformada en admiración por el otro. Pero esto sólo será posible, no quiero dejar de repetirlo, luego de una crítica sin cuartel de nosotros mismos y de la realidad del Capital en el siglo xxi. Tal vez un pequeño ejemplo de la manera en que La rebelión de los negros ha cambiado, al menos transitoriamente, mi propia apreciación de dicha realidad, pueda ser ilustrativa de lo que he expresado hasta aquí. Hace poco llegó hasta mí la increíble historia de una colega de la Universidad de Washington, directora de un importante programa de estudios culturales afroamericanos y activista por los derechos de los negros, Rachel Dolezal. Ms. Dolezal enfrenta actualmente una extraña demanda por abuso de confianza y ha visto su credibilidad fuertemente cuestionada. La razón es que Ms. Dolezal es descendiente de irlandeses, como atestiguan sus fotos de juventud, donde se le ve el albo rostro enmarcado por mechones ondulados y rubios. No se parece en nada a la flamígera activista por los derechos raciales, caracterizada por su tono de piel acaramelado y su afro hipersensible al viento. A partir de entonces las redes sociales comenzaron a hablar de un fenómeno “transracial”, uno de cuyos antecedentes más espectaculares fuera el cantante y compositor Michael Jackson, quien, según lo describió un comediante, “nació como un hombre negro y murió como una mujer blanca”. Transformación racial, apropiación de raza, cosmética del esclavo para parecerse más a su amo. Cuando Ms. Dolezal ha sido cuestionada acerca de su motivación para “disfrazarse” de negra, se muestra esquiva, y arguye confusos porcentajes de ancestros jamaiquinos, dominicanos, nativos americanos e incluso suizos.

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“No importa el color de mi piel”, dijo en una ocasión, “sino de que todos aprendamos a reconocer que no existimos como razas puras, sino como la suma de lo que la raza ha dejado impreso en nuestra piel. No podemos dejar de ser lo que somos, no importa cómo nos percibamos subjetivamente. Es por eso que creo que todos somos al menos 50% transraciales, porque nos identificamos culturalmente con ciertas herencias raciales prestigiosas en detrimento de otras. La historia de la colonización y el comercio de esclavos se sigue llevando a cabo en el interior de nuestro caudal genético: el hilo de Ariadna se convierte en el laberinto, y no importa de qué color sea el héroe mientras consiga enfrentarse con el monstruo de su propio ser”. Volviendo a la novela que nos ocupa, el narrador cuenta más de una vez cómo toda la vida se había sentido en su fuero interno como un escritor negro, como un poeta negro. Además, el libro está plagado de referencias a la etnicidad de sus personajes, así como a la problemática cultural que se vive en la capital de México a principios del siglo xxi, al menos vista desde la industria literaria, gracias a la migración de escritores de diversas nacionalidades que confluyen en el Distrito Federal, producto de las posibilidades de apertura internacional que brinda el Internet y las herramientas tecnológicas. La descripción que ofrece Raya del problema en el capítulo de la fiesta (donde dos de cada tres paletas convidadas en la entrada contenían una dosis de lsd, lo que tendrá hilarantes y siniestras consecuencias en la parte final): una fiesta de negros literarios de todos colores y nacionalidades se parece a una reunión de la onu, con sus intérpretes y sus discursos perdidos en la traducción. A veces parece que estamos frente a un documento de lingüística comparativa

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donde el español regional de Latinoamérica se convierte en una especie de pidgin o neo-lengua emergente: los personajes se expresan de una manera similar (un defecto que otros críticos ya han apuntado en la escritura de Raya), pero presentan interesantes giros verbales que los evidencian frente al lector atento sin necesidad de que el texto mismo dirija o limite su atención a través de didascalias ni otros indicadores metatextuales. Las ochenta cuartillas de diálogo inconexo e ininterrumpido conforman una fanfarria técnica a veces exagerada, pero capaz de dotar a las páginas finales de La rebelión de los negros de una atmósfera alucinada y alucinante, donde la lengua del otro aparece en su radiante dificultad, en su seductora ajenidad. Estamos, como ha escrito Tim MacGabhann, “frente al colapso de las fantasías nacionalistas que identifican una lengua con su hablante, a éste con su ideología y a la ideología con el territorio”. La rebelión de los negros, por tanto, funciona en ocasiones como un territorio desterritorializado, una zona provisionalmente autónoma, libre solamente durante el tiempo de la lectura, o incluso como utopía que permanece abierta, accesible y transitable únicamente mientras el lector comparezca frente a la página. La reflexión crítica a la que nos orilla pacientemente La rebelión de los negros a los militantes, a los lectores, a los críticos y a los editores, es simplemente la de recordarnos el instante de la primera experiencia literaria: esa que sembró en nosotros el contagio definitivo de la literatura, y que nos hace tal vez habitantes y vecinos de un mismo país encantado, cuyas embajadas —habrán de disculpar el símil— se encuentran en todos los libros del mundo. Es desde la trinchera de

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la lectura y el asombro desde donde podemos plantearnos seriamente la posibilidad de la Utopía, no como aquello imposible y eternamente postergado, sino como una zona de tránsito donde el Capital pierde, al menos provisionalmente, su hambre voraz de acumulación y explotación para convertirse en pérdida, en gasto: en goce.

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Son como conejos

Un sueño largo, largo que más parece una vida breve y nocturna: estoy en una ciudad del desierto, que podría ser de Medio Oriente o de algún lugar olvidado entre las carreteras de Nuevo León. Me parece increíble que la gente aquí tenga albercas, pues uno supondría que habría que ser más cauto con el agua que con las balas —la primera falta y las segundas sobran. Volví a ser soldado. Antes era un motivo recurrente en mis sueños, soñar con guerras, la paz de la obediencia, del deber cumplido. Desde que leí Psicoanálisis del fuego de Bachelard, los sueños de violencia y sangre se espaciaron y casi desaparecieron del todo. Entendí algo sobre mi propia furia, sobre su potencial benéfico: mi furia podría mantener una bombilla encendida por un segundo entero. Pero ahí estaba yo: el más indisciplinado cerdo que jamás se hubiera parado en un cuartel. Era como si los comandantes notaran que había estado lejos de la acción, y me reprendían por actos y comportamientos que ocurrieron hace tanto tiempo que ya ni siquiera puedo reconocerlos como míos. No importa. Absorbo la responsabilidad sin culpa, me dejo ir en el dolor

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de los golpes que me propinan como castigo, e incluso me dejaría fusilar en ese momento, me cortaría un brazo así, torciéndolo como una rama verde en un árbol hasta desprenderlo, para dárselo en prenda a mi comandante por los agravios anteriores, para recuperar su confianza: no cabe duda, sueño que soy el mejor soldado del mundo. Somos un ejército grande, apostado en las márgenes externas de una ciudad sitiada; los campamentos se han levantado al alba y cada uno de nosotros (hormigas de batalla) se pone su armadura, su verdadera piel. La armadura consiste en placas envolventes que van cercando la carne como un caparazón; se parecen a una armadura samurái y tienen la ventaja práctica de ser un ataúd portátil. Si el soldado muere, un botón lo encierra, como en un capullo, y lo deja listo para ser sepultado. Vale la pena decir más sobre la armadura, pues es algo así como el punto de vista desde el que se cuenta el sueño; la información, cuando soy soldado, es sobre todo filtrada a través del cuerpo. Mi cuerpo piensa por mí en el campo de batalla, y mi cuerpo es mi armadura, mi arma y mi tumba. Me siento compacto y ajustado, sin nada que sobre ni que resalte, semejante a mí mismo y feroz como un sable afilado. Aunque voy recubierto de placas o escamas, pequeñas y flexibles, podría decirse que estoy desnudo. Me recuerdan a la armadura de Gray Fox en el primer Metal Gear Solid para PlayStation. Eso somos: un ejército de ninjas biónicos. Ni siquiera necesitamos armas, ni espadas ni rifles en absoluto. El arma somos nosotros. Pero si somos tan eficaces, ¿por qué no tomamos la ciudad de una vez? Un soldado no debe hacerse muchas preguntas, me dicen. Así que esperamos en la loma que domina la ciudad,

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mirándola como un enorme animal atropellado y apestoso sobre una carretera del desierto. Corte. Mi ser ha cambiado: ya no soy el soldado que avergonzaba a sus maestros y comandantes sino un bravo guerrero. Han pasado diez años del cerco de la ciudad, dentro de la cual me veo marchando por las calles, entre humareda, polvo e incendios aislados. Nuestra marcha es ligera, como si fuéramos avispas en formación, apenas tocando el suelo con nuestros pies. Curioso, no hacemos ruido al marchar: en lugar de asustar a los pobladores con el estruendo, con el retumbo de nuestros pasos, los aterramos con nuestro silencio. Vamos de regreso al campamento cuando nos encontramos una enorme patrulla enemiga disimulada por el humo de los incendios: parece como si cada grupo de soldados caminara directamente hacia un espejo. Ellos gritan y corren hacia nosotros, disparando sus rifles. El sonido de los balazos parece embravecerlos, y se animan a avanzar cada vez más aprisa hacia su propia perdición. Nosotros corremos también hacia ellos, pero nuestra velocidad es otra: vemos pasar las balas como si fueran un enjambre de moscas en cámara lenta a nuestro alrededor. Somos artistas de la percepción, me han dicho. Me entrego al combate sin furia, sin pasión alguna, sin que ningún pensamiento cruce mi mente, que es igual a un espejo de agua en medio de una montaña, un cráter lleno de agua de colores que ni el viento perturba, uno de esos arcoíris de gasolina, impertérrito en los charcos de la ciudad. El enemigo está vestido como los marines gringos, con ropa camuflada y rifles de asalto. Para nosotros son como niños, o conejos con dientes afilados, incapaces de hacernos daño. Es fácil romperles el cuello, tan lentos son:

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Palma en quijada, rodilla en testículos, desarme, agarre posterior, cuello roto. Puño en la nariz, muerto, cegar al segundo atacante, pisarle los ojos, tumbar al primero, romper la rótula del segundo, romper el ojo izquierdo del primero, no romper filas, esquivar balas, enroscar el cuello del segundo en pierna, tumbarse y rodar como una serpiente, como esa serpiente que diezmó a los hombres de Cadmo antes de transformarse ella misma en un bosque de guerreros desechables, rodar así como la serpiente entre ambos atacantes, romperlos. Sus ojos están más allá del horror. Les han contado desde niños que somos terribles, han crecido escuchando las historias de nuestra saña: no esperan ganar, esperan que el dolor dure poco. Dura poco. Es como bailar.

Alcanzo a ver una mujer soldado entre el humo, entre los soldados enemigos y mis hermanos. Me mira. Está vestida de marine, pero lleva el rifle sin balas, no sé por qué puedo notarlo a simple vista. Ella no representa amenaza alguna para mí, pero como un perro que huele las intenciones hostiles o benévolas, le permito acercarse. Me pide telepáticamente que la acompañe. No sé cómo se comunica conmigo, poco importa. Es el enemigo pero no desconfío de ella, podría romperla como a sus compañeros en un segundo. Si no tiene poder sobre mí, si es un agente del enemigo, ¿por qué obedezco?

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Me conduce a un pequeño remolque de madera donde despacha alguien importante. Dejé de imaginar que iban a rendirse hace mucho, así que no creo que me lleven con él para negociar la capitulación. Sin embargo, el que sean nuestros enemigos no nos hace despreciarlos. Los matamos rápido porque los admiramos de algún modo, ese coraje suicida, esa determinación de seguir en pie cuando más valdría maldecir a los dioses y morirse. Lo que encuentro en el remolque es más extraño que la cobardía y el coraje juntos: dentro del remolque hay un viejo que reconozco; es uno de los que me reprendió antes por mi indisciplina, y no me queda claro por qué tiene comunicación con el ejército enemigo. Mala espina. Tiene un parche y pipa. Se parece a Stan Lee. Cosa rara, al pensar esto me siento honrado de estar frente al viejo. Me siento como en una película de los X-Men, pero sin acción. Ya no estoy en una película de acción, ni en una épica en clave bufa de mis sueños, sino en un talk show. Hay un sillón largo de cuero a un lado de su escritorio. Estamos de pronto en un bote, en un yate, para ser más precisos, que es también un estudio de televisión. Me veo desde la perspectiva de la cámara: estoy a cuadro y mi estupefacción está conmigo. ¿Qué no estamos en una guerra? Se vuelve evidente que la guerra es parte del show solamente; que todo cuanto creí y aprendí, la belleza de ese arte de matar que desarrollamos en el sueño los samuráis mirmidones fue mentira, y me siento muy tonto, pues resulta que el público ruge y aplaude y ríe al verme expuesto. Y de pronto es como si hubiera olvidado cómo matar, como si estuviera verdaderamente desnudo sin mi piel acorazada. Estoy en un talk show. En un puto talk show.

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Ceguera parcial Verónica Gerber Bicecci

Platiqué con Javier Raya por primera vez en su departamento de Tlatelolco, frente a una inmejorable vista al jardín de Santiago, mediados por una pequeña grabadora digital. Era 2013. Yo trabajaba en una investigación sobre tecnologías de lectura en miembros de la comunidad artística, y a falta de congeniar agendas con miembros productivos y relevantes del gremio, mi jefe de investigación, el doctor García Canclini, me indicó buscar y entrevistar a cualquier subrogado o pasante de escritor que pudiera encontrar en Internet. Después de una búsqueda minuciosa no me pareció el peor de los candidatos, y nuestras agendas coincidieron. No fue para nada como me lo advirtieron algunos amigos comunes: un devorador de mujeres, un drogadicto, un vagabundo, sino más bien un sujeto tímido, moderadamente articulado, capaz de entablar un diálogo de 45 minutos con una investigadora. Además, ese día Raya tenía puesto sobre el ojo izquierdo un parche oftálmico que le daba cierto aire de pirata, para recuperarse de la extracción de una pestaña encarnada, según consta en el minuto ocho de la grabación; el detalle es relevante porque soy alguien que sabe muy bien lo que es ver el mundo como un pirata o un cíclope —un mundo al sesgo, incluso al borde de la ceguera.

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A los 9 años recibí diagnóstico de ambliopía, llamado popularmente “síndrome del ojo vagabundo”, y por algún tiempo tuve que usar parches oftálmicos. La idea es que al tapar el ojo sano durante ciertos periodos del día, el ojo errante haga un esfuerzo extra por enfocar y encarrilarse en sus funciones. Es como darle vacaciones a uno de los ojos para que el otro tenga que cubrir una doble jornada de procesamiento de luz y de impresiones ópticas, de modo que después de cierto tiempo se eviten tratamientos más invasivos. Hoy pienso que me habría gustado conservar al menos uno de esos parches como una forma de documentar las muchas prótesis que mi cuerpo, como cualquier otro, ha tenido que utilizar a lo largo de la vida; creo que sería interesante hacer el inventario de los anteojos, las muletas, las escayolas, amalgamas y todo tipo de aparatos dentales para corregir los defectos de la sonrisa, sin contar por supuesto las recetas médicas, radiografías, electrocardiogramas y otros estudios médicos. Como dije, me gusta llevar a cabo mis investigaciones con minuciosidad, aunque una dosis de azar a veces resulta benéfica, incluso divertida. Aunque la grabación de mi charla con Raya fue desordenada y caótica como el pequeño departamento donde me recibió, recuerdo que me habló con verdadera emoción del proyecto en el que llevaba tiempo trabajando: una novela rara, como todas las novelas de poetas, e incluso me mostró mecanoscritos y libretas llenas de garabatos, pero yo no podía dejar de pensar que se trataba de un pirata mostrándole mercancías maravillosas a un visitante de otro planeta, que no le puede prestar más atención que la de un adulto a un niño, impaciente por mostrarle un juguete descompuesto y de nulo interés. Luego de la entrevista me dediqué de lleno a recopilar el corpus de entrevistas y a terminar algunos proyectos personales.

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No volví a ver a Raya sino brevemente en el museo del Chopo, en el invierno de ese mismo año, durante la presentación de mi pieza Conferencia secreta, de la cual, naturalmente, no puedo decir nada. Poco tiempo después fue publicada La rebelión de los negros y recibí un ejemplar en mi cubículo de la universidad, envuelto en un paquete negro, sin remitente, con una sencilla dedicatoria de Edgar Khonde, o de Raya falsificando la caligrafía de Edgar Khonde. Supongo que cuando una recibe un paquete así sólo puede pensar que se trata de una bomba o de una broma. Pero no era ninguna de las dos. Leí la novela con verdadero interés, con el interés que no presté en su momento, durante nuestra breve charla anterior, y me gustaría decir un par de cosas al respecto. Podría comenzar agradeciendo la superación del “síndrome Bolaño”, una tara mucho más común y mucho más dañina que la ambliopía, pero un análisis serio mostraría que la enfermedad no ha cedido del todo. Este síndrome es bien reconocible en los escritores —especialmente hombres— de la generación de Raya; curiosamente, la sintomatología es parecida a una miopía o ceguera parcial con respecto a otras tradiciones literarias fuera del canon bolañesco y sus tópicos: odio feroz o fingido al establishment literario, encarnado en la figura de Octavio Paz; veneración por poetas apasionados, pero a la postre repetitivos; una afectación general del tono y de la estructura narrativa que en Roberto Bolaño es construcción y precisión, pero que en la caterva de sus émulos es jerigonza y artilugio. La diferencia básica son las lecturas: Bolaño era un tremendo lector, mientras que los “bolañitos” sólo han leído Los detectives salvajes hasta el hartazgo. En La rebelión de los negros al menos se sustituye la búsqueda de poetas en desiertos perdidos, otro McGuffin: La rebelión de

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los negros misma, la búsqueda del libro en el libro mismo, de sus alcances y sus motivaciones, donde la sola acumulación no basta para describir el desborde estructural de sus mil y pico de páginas, que bien podrían describirse más como un mural en marcha que como una carpeta de borradores, según las apreciaciones de críticos como el doctor Küng. Es este impulso que casi podría denominar “peatonal”, el que mantiene andando la tenue trama, y a los defectuosos personajes firmemente anclados a un deseo (¿a una obsesión?) común. Pero en el presente artículo me gustaría dejar de lado estos tópicos para seguir la metáfora médica y analizar la posibilidad de llevar el juego (“seguir el contagio”, en palabras del personaje Sebas) al terreno de las artes plásticas, donde la obsesión (¿o el deseo?) por una máquina-de-hacer-obras-dearte ha sido una constante en diferentes periodos. El sueño visionario de Edgar Khonde que dispara la acción en La rebelión de los negros admite una lectura de dispositivo generador de textos, un verdadero procesador de textos —en el sentido descrito en el texto homónimo donde Derrida aborda “La pizarra mágica” de Freud— de índole fractal, cuyo germen está en todas partes y su centro en ninguna: un inmenso hotel donde todas las habitaciones de cada piso están situadas a su vez en todas las habitaciones de cada piso, pero no al mismo tiempo. El pastiche, la borradura, el franco plagio son menos procedimientos que saldos o excedentes de sentido dentro de esa operación. Los lectores recordarán que las vertiginosas conversaciones de los personajes suelen rondar la posibilidad de escribir La rebelión de los negros de una vez por todas desde distintos géneros literarios, abordándola como antología colaborativa, o en el terreno de la instalación,

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sustituyendo las camisas de alguna novela de la mesa de novedades por otras de La rebelión de los negros hechas exprofeso para dejarlas en librerías, hasta los procedimientos claramente inmorales, como contratar un negro literario y dejarlo sin comer ni dormir durante varios días, a solas, con vagas instrucciones y una fecha de entrega, en fin, además de un listado considerable de encarnaciones del proyecto. A estas tentativas podrían sumarse los motivos y obsesiones que algunos críticos han destacado, cuyos ejes principales podrían resumirse en a) la Revolución; b) el fracaso de la paternidad; c) captar un momento sincrónico de la historia literaria; d) resaltar el fracaso de la descolonización de la escritura y el pensamiento mexicanos de la generación de fines del siglo xx, y e) exponer inesperadamente una teoría económica marxista vinculada al consumo de ideología. Tomando en cuenta estos elementos, no sorprende que La rebelión de los negros pueda leerse incluso como un instructivo abierto, generoso, podríamos decir, y listo para ser apropiado y reapropiado por artistas que sepan escuchar su llamado de sirena. Sería ocioso enumerar en el presente artículo todos y cada uno de los procedimientos de articulación artística expuestos en La rebelión de los negros, y querría más bien centrarme en la noción de “archivo futuro”, que colinda con otro eje temático del libro en cuestión: la de sentar los precedentes futuros de las vanguardias del pasado. ¿Es posible que, como leemos en voz de Sergio Ventura, “una obra pueda ser el germen y el producto de sí misma, como una hidra con cuadros de Picasso en lugar de cabezas”? Si todas las obras que pueden derivarse de una obra ya están implícitas en la obra (llamémosla por lo pronto) original, ¿la

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originalidad de las obras derivadas se reduce proporcionalmente, o por el contrario (como creo), depende proporcionalmente de la distancia que sea capaz de recorrer entre la obra de origen (original) y la derivada, manteniendo algo así como un núcleo intacto? Actualmente exploro la posibilidad de seguir una de esas múltiples vertientes para la creación de obras colectivas y colaborativas (algo así como el asumir el pseudónimo Luther Blissett o Wu-Ming en un contexto de generación de textos anónimos, donde importa más el libro que el autor), convirtiendo los rastros físicos de la obra en parte de una exposición; lo que me interesa del proceso de museificación, en este caso, se refiere a seguir la indicación literal de la página 857 de la octava edición, donde leemos en voz de Zilch que “la novela lleva muerta desde que el cadáver de Dostoievski se dio en la frente con la puerta de la negrura; la novela es una pieza de casa, un objeto de coleccionismo burgués y aburguesado, una pieza rústica de museo”, y convertir dichos rastros en testimonios de la novela que no será. Durante la elaboración del presente artículo me reuní nuevamente con Raya para visitar la bodega donde almacena memorabilia de los años durante los cuales él y sus amigos, los negros literarios de la novela, escribieron las distintas versiones de La rebelión de los negros, un cuchitril lleno de basura a dos o tres cuadras del metro Mixcoac. Pude ver efectivamente la chamarra verde con los rastros de la puñalada, e incluso la vieja Remington cerrada en su caja, sobre un librero del fondo, “como un ataúd con una bomba en su interior”. Sobre todo se trata de papeles con innumerables y muchas veces ilegibles correcciones, inútiles en términos de

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futuras ediciones de La rebelión de los negros, pero interesantes para apreciar los diferentes estadios de su gestación. Me gustan por ejemplo éstos, donde Nicolás (el hijastro de Raya, quien se refiere a él como “papástro”) dejó la impronta de su crayón garabateando las cajas de texto y los subrayados neuróticos del autor. En la página donde se describe pantagruélicamente a Laconia Topo —encarnación de la editora malvada y perversa, según el imaginario infantil o de mala película de superhéroes que permea la novela— podemos leer, si cerramos un poco el ojo de la miopía, la silueta de un perrito con un casco de astronauta, orbitando a gran velocidad una luna color naranja. Las fórmulas matemáticas que aparecieron solamente en la edición chilena están dispuestas en hojas de papel bond para rotafolio en algunas paredes; por sus formas caprichosas pueden confundirse fácilmente con un paisaje en blanco y negro o un retrato puntillista de Vicente Huidobro volando un avión o cohete. Más allá de lo que podamos decir en términos literarios de una pieza como La rebelión de los negros, creo que debemos voltear a ver más a menudo los restos que todo naufragio deja tras de sí flotando entre la espuma: en este caso hay material suficiente para componer y recomponer (o descomponer, incluso, en el sentido de sabotear) las intenciones originales de los autores materiales e intelectuales de esta matriz criminal que a falta de un mejor nombre (o de un nombre que pueda ser visible para los cíclopes de la realidad) llamamos La rebelión de los negros. Pero en tanto libro, con un ojo de lectora y otro ojo de artista multidisciplinaria, no puedo sino leer en su estruendoso fracaso un germen aún latente, aún posible para ese sueño aurático de un ignoto poeta llamado

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Edgar Khonde. Puedo ver su fracaso y su posibilidad. No cabe duda: me parece que llegados a este punto queda claro que mi tentativa de diagnóstico se ha convertido en enfermedad. Nada me impide imaginar que yo misma puedo ser la autora secreta de La rebelión de los negros. Pero de lo que nada puede decirse es mejor no hablar.

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Zilch y los 40 ladrones Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Jorge Luis Borges, “El etnógrafo”

Luego de leer La rebelión de los negros la coloqué sobre mis rodillas, y encontrándola amarga la injurié. Novela puerca, novela podrida, le dije, maldiciéndola a ella y a su creador, Edgar Khonde. No asombra que Khonde haya tenido un final tan anticlimático después de haber escrito algo como esto. ¿Cómo ver pasar frente a tu mesa este carnaval del horror, día tras día, sin salir dando de alaridos? ¿Cómo no se mordió la mano en un intento desesperado por impedir que este libro se concluyese? Prótesis maldita, el libro, síndrome de la mano ausente (pero que escribe). Me queda clara una cosa: Khonde era un tipo duro, un verdadero cabrón; algo más fuerte que el arte debió motivarlo a armar esta pequeña Alhambra de la tortura, algo como la fama o el dinero o el amor debieron guiar su mano huesuda sobre las páginas. El deseo nunca es impune, y no se puede redactar una cosa como La rebelión de los negros sin que toda su vida se tambaleara.

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Este libro, si llegara a editarse, sería nada menos que el misterioso pasaje que comunica el mundo de la vigilia con el de los sueños, el puente entre las realidades, o entre la percepción de la realidad y lo que la realidad realmente es. ¿Exagero? ¿Me quedo corto? La juzgué demasiado pronto y demasiado mal. Es una novela buenísima, sin duda lo mejor que ha escrito Khonde, lo último que escribirá jamás. Yo ya no tengo nada que hacer aquí. Es el libro del bien y el mal, el non plus ultra de la literatura, el libro más chingón que haya salido de la cabeza purulenta de nuestra generación. ¿Y ahora? Nada que hacer. Ninguna ambición. La rebelión de los negros está aquí y existe y yo ya no tengo que escribirla. Y noche a noche me cuento historias así para dormir, sin resultado: cada noche pregunto a un nuevo librero por La rebelión de los negros, o remuevo los libreros de las casas que visito en busca de su pista. Anoche, por ejemplo, soñé que cocinaba sofrito de verduras con Arthur Schopenhauer y mientras yo buscaba la pimienta encontraba el último ejemplar de Die Frankenstein Potlach, la reescritura soviética de El obsceno pájaro de la noche de Donoso. “¿Me lo presta, Herr Doktor?”, le preguntaba yo a Schopenhauer y él, consultando el reloj, me explicaba que el libro era el ingrediente final del sofrito, así que lo lanzaba a la cacerola mientras yo lloraba desconsoladamente. • Muchas partes de esta novela las he escrito de pie, como el primer borrador a máquina de escribir. Dispuse el armatoste encima de una cajonera alta que me servía a la vez de estrado y de podio. Un pequeño dictador sobre la ciudad, en

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mi Palomar dándole forma a lo informe, eso era yo. Pero otras partes las he escrito en autobuses o en metro. La mayor parte la escribí fumando, pero muchas correcciones las hice cuando ya no fumaba. Tabaco, me refiero. Muchas partes de la novela las escribí bajo la influencia de alguna sustancia como lsd, éxtasis, cocaína, vodka, marihuana, Rivotril, dextrometorfano (no lo recomiendo), ron con cola, cafeína, cereal con leche, papitas, chocolates, cacahuates, pistaches, chicles de diversos sabores y presentaciones, Panditas, todo lo que salga de fábricas Wonka y Ricolino, chamorros de puerco, manitas en escabeche y otras delicias creadas por el hombre. ¿Se nota? En este párrafo estoy en pijama, sosteniendo una taza de café mientras miro el amanecer por la ventana. En esta línea estoy desnudo. • Hacíamos la compra los sábados, en pijama, con Andrea. El tianguis se ponía a dos cuadras de nuestro departamento. Nos gustaba particularmente el guacamole, un queso canasto de la cremería y media tonelada de fruta de la que los dioses dispusieran abastecernos esa semana. —Yo cocino, pero si quieres carne tendrás que preparártela tú solo. Ya no puedo tolerar ese olor. Me volví vegetariano en la práctica. Excepto cuando regresaba tarde y borracho y pasaba a la embajada de los tacos, con el inconveniente de que tendría que lavarme los dientes si quería algún tipo de reconocimiento erótico como sujeto potencial del deseo de Andrea. Por eso mismo fumábamos afuera, en el rellano del pasillo o en la ventana de la sala, aunque nos entrara frío. Para

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que ningún olor permaneciera demasiado tiempo como un huésped indeseable, asfixiando la cuidadosa selección sensorial del ambiente de Andrea: palo santo, canela y limón, frescura de curandera en el lavaplatos, jabón sin químicos, desodorantes y dentríficos naturales, macetas de hojas aromáticas en las ventanas, detergente biodegradable en el palacio de la pureza. A los dos o tres meses de cohabitación ya no nos aguantábamos, por lo que tratamos de llevar lo aséptico de la limpieza general al terreno de las relaciones y no conversar más de lo necesario. La situación se hizo inaguantable de tensa y ella se fue un día, sin decir aguavá, tal como había llegado. Cuando volvió, meses después, jurando amarme, supe que todo ya estaba perdido. Vivimos juntos en una positiva autosugestión, como velando los restos mortales de una nostalgia amorosa durante ocho meses más. Pero no hay detergente que limpie de las narices la podredumbre de vivir ocho meses con un cadáver. • Una posibilidad más: que La rebelión de los negros no fuera solamente lo que ocurre a lo largo de cierto número de páginas, sino precisamente lo que sólo puede ocurrir mientras un lector cierra el libro y lo vuelve a abrir. Ah, si pudiera programar un síntoma en forma de libro para inocularlo en otros y liberarme de la obsesión del “demonio de las posibilidades”, como creo que lo llamaba Valéry. Si pudiera hacer que los lectores, al momento de cerrar el libro, de interrumpir la lectura, entraran a la vida como entraba Alicia por la madriguera del conejo, con más curiosidad que

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miedo; si pudiera armar caballeros y damas al por mayor para que los lectores nunca dejaran de serlo, como Don Quijote, incluso cuando no están leyendo... • Sueño: veo a Zilch en una estación de metro hablando con una vendedora de flores, que durante los siguientes minutos se convertirá en un vendedor de libros y en un tullido que te muestra el esplendor podrido de su único diente. Sus flores en el piso se convierten en la bibliografía de mi La rebelión de los negros. Corro por la estación buscando una taquilla abierta, pues están a punto de cerrar. Hay mucha gente en los andenes y los pasillos, a pesar de la hora. Debí notar que estaba soñando al ver en mi reloj de pulsera (en el hecho mismo de que no tengo reloj de pulsera) las 12:67 a. m. En fin. No lo sabemos y no lo sabré yo sino hasta que despierte, pero como no quiero que se hagan ilusiones sobre mi sueño, les cuento ya de entrada que el tren que partió era el último tren a Nuncajamás, a la que no podremos regresar. Subo y bajo de nuevo, y todas las vendedoras de boletos eran mujeres déspotas y crueles que ejercen casi con voluptuosidad el dominio sobre su tabique de burocracia. Las veo como la muralla china. Una de ellas incluso tenía un dragón en su oficina a manera de canario, y en la pared opuesta un librero bien organizado. Zilch y yo entramos a la oficina de esa vendedora de boletos transmutada en emperatriz de China, y entre los volúmenes que hojeamos bajo su estricta supervisión estaba uno de los poquísimos ejemplares del Codex Carlomagni, sobre

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la incursión del emperador en tierras americanas. En una parte del relato vemos una foto de Gaspar Yanga San, así, con el sufijo respetuoso, apócope tal vez de San Lorenzo de los Negros, el líder de la verdadera rebelión de los negros mexicanos, y estamos de acuerdo en que se parece mucho a Edgar Khonde. Zilch sonríe como cuando descubre algo y se emociona, como si hirviera desde su estómago hacia sus mejillas, pero yo lo veo como un presagio de algo terrible. Ella también: tal vez por eso sonríe. Efectivamente, en esos momentos llegaba el último tren para el que no teníamos boleto, pues nadie quiso vendernos uno de entre todas las secretarias o burócratas imperiales del metro. Entonces me dices, Zilch: nuestro tren iba a ser siempre el que no llega o el que llega después o el que llega tarde o el que aún no llega o el que está llegando en estos momentos a cualquier otra parte que no es aquí

No sé por qué, pero este sueño me recuerda a la última pesadilla que tuve, una pesadilla lúcida y terrible cuando aún vivía en casa de Zilch. Fue, además, una pesadilla compartida. Nos despertamos sudando, en medio de la noche. Ambos soñamos que no podíamos despertar al otro, el cual estaba en peligro inminente. Nos abrazamos como hermanitos asustados, más que como amantes, y nos pusimos a hablar del diablo. A ella le encantaba asustarse, pero a mí no. Supongo que era uno de sus talentos, fabricarse la realidad más brutal

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que fuera concebible. No es que le gustaran las tragedias ni el nihilismo ni el cinismo: era una niña divirtiéndose en la primera fila del apocalipsis, embelesada con el color de un charco de sangre. Esa noche de pesadilla desconocí a Zilch, la vi realmente asustada por primera vez. Lo cierto es que esa noche había un viento fuerte tratando de romper las ventanas y la sombra de un árbol atravesaba la habitación, proyectándose en un muro, como una película del mal, así, como una radiografía del diablo. Me acuerdo que no podíamos dejar de hablar del diablo. Corríamos como niños, cada uno en la pesadilla del otro, buscando una salida, ¿de dónde? Un baño público, un establo abandonado, una estación de metro a las 12:67 de la madrugada, cuando los diablillos se disfrazan de nuestros temores infantiles y nos corretean para vender nuestra carne en el mercado negro. Nos relatábamos la visión tenebrosa en un abrazo sudoroso, tembloroso y helado. Un abrazo de tabla de salvación, de Ulises aferrado a las astillas del barco hundido, escapando del dios de los mares y de Eolo que administra la tubería de los vientos. A Zilch le encantaba asustarse, pero esa noche la vi realmente asustada por primera vez. Creo que ya lo he dicho. • Caigo en cuenta de que ya no me respeto a mí mismo. Creo que si me viera desde afuera no me caería bien. No me encontraría a gusto en la misma habitación que yo: me vería a mí mismo como una araña en el techo (así no habría riesgo de caer al piso y amanecer convertido en larva o insecto), como una mancha de humedad, como un Rorschach o algo amenazador que no muestra los dientes. Me iría a dormir allá, a los

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montes salpicados de coyotes, nada más por no verle la cara a la araña que soy noche tras noche, toda la noche. No sé cómo haría Zilch para romper las condiciones de su propio enclaustramiento y dejarme compartir su espacio, recibiéndome como al extraño que llega después de una larga peregrinación. Otra razón para agradecer. Siempre existirán desacuerdos entre las parejas, pero es que creo que yo no podría ser pareja suya mucho tiempo: ella ya es pareja de sí misma. En eso —y sólo en eso— me recuerda a Andrea. Su persistencia en la soledad es admirable. Es una figura impecable, como un cisne tallado en vidrio que se rompe sin hacer ruido, tan delgada es su piel y tan quebradiza —tan resistentes sus esquirlas, tan agudas—. Así es su soledad, como una catedral en forma de cisne, porque a diferencia de las catedrales la soledad de Zilch puede ir a todas partes, puede emigrar al Sur en ocasiones, seguir los hábitos de cortejo que detesta, reconocer su existencia, burlarse de la especie y su obsesión por el simulacro de apareamiento, seguir predicando sobre sí misma en el desierto y dejar crecer el jardín del patio como una cabellera de Medusa. No, con esa parte Zilch está muy bien, pero mi pobre, pobre ego necesita una cama y no sólo una silla para reposar. Está sola, y conmigo. Admiro eso también, de Zilch, pero no lo envidio. Tengo que admitir que me interesa el otro. El Otro, el diferente, el extranjero. Ese otro en mayúsculas que tal vez puedo introyectar de vez en cuando a través de la escritura hasta ser capaz de convertir mi experiencia del mundo en una cadena de producción de Otros —personajes, los llaman los manuales de teoría literaria—, como variantes de mi propio yo. ¿Qué diría Bajtín al respecto? Sí, de seguir por este camino voy a pervertir la posibilidad de encontrar al otro en mí

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mismo, negando la empatía más elemental, convirtiéndome en su depredador. Estaré solo como nadie, como tal vez sólo Zilch puede estar. Antes escribía para liberarme, para perder la idea de mí mismo, para ir al desierto. Ahora he venido al desierto para construirme una cárcel de mí mismo, para tratar de dejarme a mí mismo fuera del juego. Pero incluso aquí he fallado. He venido, irremediablemente, conmigo. Me traje en una maleta, doblé mi sombra y la metí junto a los libros, el traje de baño, las playeras arrugadas y la madeja de calcetines enredados y sin par, irremediablemente únicos. Quisiera estar lejos de mí, lo más lejos posible, pero lo que en mí es una huída, en Jorge Arenas es liberación y descubrimiento espiritual. Lo que en mí es cinismo y desdén por la práctica espiritual, en ella es camino despejado. Ella camina en el aire, mientras yo, atorado en un metro cuadrado de planeta, le digo que no puede. Jorge Arenas, mi querida amiga. Acabo de matar un mosquito con Los subterráneos, de Kerouac. Me doy cuenta de que no es el primer mosquito que mato con este ejemplar, ya que en la parte donde cuenta que Mardou Fox está escapando, desnuda, a través de un callejón bajo la lluvia, hay una mancha con forma de mosco. Quién no ha utilizado un libro de matamoscas. Pierdo el hilo, no recuerdo la sobriedad de un discurso grácil y ligero. Machaco cada palabra, y escribo este libro como si lo escalara. Recuerdo que “crear” no era esto. No siento que esté “creando” ni “descubriendo” ni nada. Creo que ya no veo la diferencia entre escritura y mecanografía; que mi práctica es una práctica burocrática sobre hacer lo que se espera de uno y nada más: la definición misma de mediocridad. Pero a pesar de eso, sigo caminando. Voy por la página como por el

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mundo. Nombro mi temor La rebelión de los negros y lo abro, y me pongo a caminar por adentro, tratando de no perder el hilo. Los desiertos son laberintos sin paredes, te dices, mientras te miras mirarte desde afuera, y esta noche siento que dormir es como dormir en una cama llena de alacranes, justamente, como los que me encuentro por todos lados desde que conocí a Zilch, porque ella es escorpión, supongo, porque se necesitan un par de repeticiones para crear verdaderos laberintos, un par de espejos son suficientes para construir un laberinto de aire, y dos alacranes bastan para espantar el sueño. Sé que la metáfora está muy gastada, pero es que los espejos no lo saben. Curioso, acá en el hostal no hay espejos. A veces te acuerdas de cómo eres porque te tomas una foto con los turistas noruegos, como si fueras parte de la escenografía, del mexicancurious. Allá las montañas, allá las vías del tren, por esa calle, subiendo hasta el huizache muerto, está el sonido de la máquina de escribir del loco del pueblo. Soy como una señal de tránsito. Eso era lo que me daba miedo en la ciudad (y ahora, en realidad, me parece tan anodino), que de pronto alguien me citara en un café o una cantina y me dijera tengo que decirte algo, esta broma no da para más, te hicimos creer que podías escribir porque era divertido ver cómo tecleas, como un chango con tambor, pero creemos que has ido demasiado lejos: no vale la pena que sigas por ese camino. Tú no haces novela, ésta no es una novela, tú vas a quedarte recluido en los géneros menores del discurso, vas a ser un artista del e-mail, un virtuoso del chat, un Casanova de los mensajes de texto, pero la literatura es otra cosa. Así, “La Literatura”, como si ese extraño que me cita en un café me revelara que se habían estado burlando de mí todo este tiempo. Pero de existir, a la Literatura esto le daría cuerda: el chiste es no perder el hilo,

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no el hilo negro, sino el hilo invisible de Ariadna, con el que es muy fácil tropezar y enredarse, especialmente si uno va olvidando los lugares donde ya ha pasado. No sé por qué me acuerdo del monumento a los Niños Héroes, en Chapultepec. Nuestros santos niños del colegio militar. Por acá se ven muchos soldados, y no tienen cara de niños héroes. Juan Escutia es como nuestro Jesucristo del Estado Laico. Un Patroclo genérico intercambiable que se lanza desde la punta de un cerro envuelto en la bandera mexicana. Ésas son la clase de estupideces que nutren el imaginario colectivo: que una cosa así de estúpida pueda pasar como heroica. Pero a veces hay que hacer cosas estúpidas que parecen heroicas, como deshacerse de todas nuestras posesiones materiales y caminar, ligeros, por el mundo. O mudarse con Zilch y que sea lo que los dioses (o los diablos) quieran. • Tal vez el elemento que anudará definitivamente La rebelión de los negros haya llegado: Zilch tuvo un sueño donde yo le decía que debía leer urgentemente La locura que viene de las ninfas de Roberto Calasso; respondencia que concuerda con el hecho de que Sebas también esté leyendo por estos días esos magníficos ensayos sobre ninfetas y ventanas secretas y las cartas de Canetti y el repliegue de los dioses al universo de los sueños. Hace rato estaba trabajando en la cama con Zilch a mi lado, leyendo y comentándome lo que leía en Calasso. Al terminar el capítulo sobre Hitchcock, a Zilch le surge una sospecha: Calasso menciona a cierto erudito que estudia una leyenda oriental. La leyenda trata sobre un hombre que

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recibe en sueños el mapa de un magnífico tesoro; el hombre despierta, viaja, pasa mil peligros, lo apalean y cuando trata de explicar a las autoridades locales el motivo de su visita relata el sueño. Un capitán de policía se burla de él (este detalle es importante), y le dice que él tuvo una vez el mismo sueño, pero describe palmo a palmo la casa del viajero, los corredores, el aljibe, la porqueriza, los colores gastados del aguamanil, luego de lo cual el viajero vuelve a casa y encuentra enterrado, en su propio jardín, bajo el cocotero, el magnífico tesoro. Pero Zilch creía haber escuchado antes esa historia. En un cuento de Borges, precisamente. Gugleamos y llegamos a Martin Buber, un filósofo jasídico que consigna la historia. Leemos un poco, establecemos un par de variantes, nos remontamos a las Mil y una noches, y cuando despertamos nos vemos de frente con una conclusión en ouroboros: el misterio del sueño debe resolverlo siempre un extranjero, nunca aquel que lo sueña. En otras palabras: la realidad debe confirmar el sueño, pero eso no depende del que ha soñado, pues todos somos extranjeros en la realidad, sonámbulos. Sospecho que mi idea de las respondencias no es sino otro capítulo en la larga búsqueda por encontrar y descifrar los signos con los que la realidad se comunica a sí misma, el idioma en el que establece sus propias condiciones, sus propias posibilidades. De pronto me quedó claro que si alguien habla en La rebelión de los negros es esa máquina que no deja de contarse a sí misma, que asume que cualquier evento testimonia su propia emergencia, que todo es una palabra que irremediablemente terminará por ser consignada y devorada entre sus páginas. Un procedimiento menos elegante que el de aquella máquina de La ciudad ausente de Piglia, pero Deus

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Ex Machina al fin. No, mi libro es un libro desbordante, rabiosamente imbécil que nunca supo bien a bien lo que quería contar. Un libro que se ha escrito como traduciéndolo de memoria a partir de un idioma que hemos olvidado y en el que la realidad no deja de crearse a sí misma. Zilch se duerme y yo me quedo pensando que “El etnógrafo”, ese cuento de Borges, es una parodia que resume la vida de Carlos Castaneda y de los que confunden intoxicación con iluminación. Sin embargo, más que un etnógrafo encargado de recopilar mis sueños, me siento como un arqueólogo buceando entre ruinas de una cultura perdida (pasada o futura, lo mismo da) de la que pese a todo forma parte. Tal vez por eso le gusta el Apocalipsis a Zilch: dar por terminado el libro de lo humano, cerrar con fuegos artificiales y dragones el último capítulo, permitiría tomar alguna suerte de perspectiva respecto a ella. A lo mejor para eso sirve la ficción, para crear una estación provisional a donde el tren de la Historia pueda hacer un alto, al menos provisionalmente, y donde los viajeros puedan contar de una vez por todas lo que han visto. • Medito al despertar. Ni evado ni filtro ninguna percepción. Trato de llevar esa impecabilidad de mi cama a la página. Si todos mis sentidos fueran esta hoja, sería una hoja abierta, infinita en su ser de hoja: absorbe todo: es la luz y el órgano de la luz. Todo lo que prendo a la página es un árbol: hay bosques en la luna, hay verde por todos lados: encandilado de luz,

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tropieza mi sombra en un jardín que describe la trayectoria de mi sombra. Corro a apagar el café que apagué hace diez minutos. No he dormido en días, lo que se dice dormir. Apago la vigilia y sigo pensando: sigo escribiendo, sigo: sigo caminando entre las raíces de mi sueño hasta que llego al final, exhausto, para abrir una hendidura que echa luz, o una grieta que deja salir la luz que estaba dentro: despierto: pero despertar quiere decir solamente abrir los ojos, sin que el influjo del sueño deje de funcionar; seguimos soñando con los ojos abiertos, no podemos salir de la percepción, no hay afuera de lo real. No rest for the weary. These miles to go Before I sleep, Miles, Davis lanzó en 1961 su séptimo disco en estudio, Someday my Prince would come, reescritura, revisión, remix de un par de estándares famosos: además del Blues No. 2, la canción que da título al disco es el tema principal de “Blanca Nieves & los 7 enanos”. Sueño con Miles Davis y las millas que me faltan antes de poder dormir, lo que se dice dormir. Escribir es soñar despierto. Escribir por ejemplo que Columbia quería una princesa blanca para la portada del disco, una estupidez a todas luces: el príncipe del título, para los managers y productores, era un príncipe blanco, qué

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duda cabe. Pero Miles no estaba de acuerdo: pidió que su esposa Frances prestara su rostro para la espera del príncipe que vendrá: ella es su princesa negra y él su príncipe, la Penélope de su Odiseo, el suspenso de su historia: príncipe negro, con el cuerno del fin del mundo soplando en sus labios: el elefante de oro del niño Miles gana todos los premios de trompeta, todos saben que es el mejor, él es el único al que no se lo dicen: el mejor no puede ser negro: por eso le dan el segundo puesto en cualquier certamen musical: el segundo que, en la subordinación, mantiene la supremacía blanca: tres deseos, niño Miles, le dice el Genio de la lámpara: ser blanco, ser blanco, ser blanco, responde. ¿De qué color es la música, Miles Davis? Blancos manejando en Cadillacs y pidiendo a los músicos negros que vengan a su mesa a tomarse un trago como las putas que son, después de haber sonado sus cuernos dos, tres horas, ¿le pedirían eso mismo al primer violín blanco de la orquesta, al segundo violín blanco de la orquesta, al tercer violín blanco de la orquesta, Miles?

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¿Los importunarían con la rutina del negro Tío Tom? ¿Les darán la fórmula para ser blancos, como a Michael Jackson, para cobrar como blancos, para comprarse un Ferrari rojo, Miles, rojísimo como el carmín de Frances en la portada del Someday my Prince would come, oh Hamlet negro? ¿Esos blancos del kkk les darán la partitura para rezumar las bocinas del apocalipsis? ¿De qué color será el ángel que anunciará con su trompeta la hora del Juicio Final? Sueño que, en su libro Se7en, el poeta Edgar Khonde se pregunta a nombre de la sonda Curiosity sobre la responsabilidad de llevar vida a otros planetas: de colonizarlos polinizándolos. Sueño despierto con Miles Davis tocando un solo épico de trompeta sobre un ajedrezado: cuadros negros y cuadros negros y cuadros negros: y todos somos peones. En el sueño soy un peón negro que escucha tocar a Miles Davis en un ajedrezado infinito: ni rastro del jugador: sé que el sueño ocurre

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dentro de un relato de César Aira: sé que estoy dentro de una novelita soñada por él: de esas que empiezan lento y van avanzando a tropezones hasta que la estructura secreta se revela y aparece el libro: míranos, Miles, estamos agazapados en un libro como tras un fuerte impenetrable: somos libres como los poetas de ese sueño de Roberto Bolaño: nos tumbamos sencillamente sobre nuestra alfombra favorita, ni mágica ni voladora, tendiendo sencillamente a la felicidad, y de pronto la princesa malvada se apoderó del cuento: Blanca Nieves fue violada salvajemente por 7 enanos y luego por 7 más y así hasta que todos los enanos del mundo violaban un coágulo de carne repegada al piso y semen, Someday my Prince would come all over you, tu príncipe se vendrá en tu cara, Blanca Nieves, y en tu boca y en tus tetas: nuestra civilización es muy avanzada, esto no es nada: el Internet todo lo puede: estamos don Quijote vestido de Sancho y yo afuera de un club clandestino en los márgenes del Volga: dentro está la cueva de los ladrones: 40 cigarrillos humeando

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al unísono de la trompeta de Miles Davis sobre el escenario: él es un bebé con lentes oscuros y piel morada: Birth of the Cool, y los 40 ladrones nos miran franquear la puerta y llegar a la barra y pedir audiencia con la princesa malvada que mandó violar a Blanca Nieves y controla el tráfico de órganos en ambos márgenes del Volga: el cuerno de Miles es de bronce rojo, como la mitad de un toro micénico: don Quijote es también Hunter S. Thompson y se da unas líneas con el dorso de la mano: el bigote le queda manchado de cocaína; con dos balas en el revólver no podrá construir una salida matando: mientras más duro intenta parecer más grietas le salen al disfraz: el miedo a la muerte le está cambiando los rasgos faciales y las huellas de la mano: veo la acción: el príncipe viene a reclamar a su princesa malvada (quisiera enamorarme de una asesina antes que de otra vaca sagrada) y la princesa no es bella: es una gorda que se cortó los talones para calzarse unas Dr. Martens rojas, una larga chaqueta militar hace las veces de toga y un collar de orejas que recuerda el rostro

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de la diosa Kali, con su larga lengua cayéndole de la boca como una serpiente o una corbata —es rubia y sus facciones son hermosas y vulgares, como las de cualquier rubia, pero su gesto es de una crueldad sin límites, la maquinaria misma y los muelles del horror. El cuento termina con los matones comiéndose las vísceras del príncipe y una banda de mariachis tocando un corrido junto con Miles Davis: mieses de caza para el dios, para todos ellos, para sus heraldos las palabras quemadas, una Alejandría de bibliotecas ardiendo en cada sueño: ¿seremos capaces de bailar por nuestra cuenta, princesa suicida? Y 80 pares de ojos despiertan mirándome. Despierto, pero nunca estoy completamente dormido.

• La primera vez que vio a Zilch las fuentes de la Diana Cazadora estaban en reparación, y el tráfico de viernes en la noche parecía corresponder al frío que mojaba Reforma: un frío sin espesor, un vapor invisible de hielo, el cual, sin embargo,

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los alentó a caminar de la Suavicrema a Calzada de Guadalupe, ahí donde el Paseo pierde su nombre. Luego anduvieron de regreso el camino sobre Reforma haciendo breves paradas para comprar una cerveza en un oxxo o para elaborar teorías acerca de cómo las estatuas de los próceres menores de La Patria —abogados y soldados del siglo xix— habían perdido sus espadas. Hasta las estatuas van armadas en esta ciudad, comentó Raya, lo que a Zilch le pareció cierto: varios reyes aztecas (¿por qué hay dos estatuas de Cuitláhuac, por qué una estatua de Cristóbal Colón y no de algún otro esclavista?) y los libertadores sudacas iban armados con mangos sin espada, pero no por ello menos afiladas. Conspiraron para descubrir conspiraciones ocultas de desarme: en alguna parte estarían esas espadas de bronce o de ve tú a saber qué material estatuario, almacenadas como libros que nadie distribuye ni se interesa por leer. Fantasearon con encontrarlos mientras se tendían en las escalinatas de la Suavicrema, ya entrada la madrugada, y charlaron sobre las implicaciones falocéntricas del monumento del calderonismo: jugaban a contar las placas amarillentas de cuarzo cuando un policía adormilado, ojeroso, confundiéndolos con una pareja de vagabundos insomnes, les pidió que se retiraran. Ya era demasiado tarde y no pensaban pasarse por el hotel de Zilch. Eso lo supo Raya demasiado pronto. A Zilch el episodio le pareció divertido, y Raya no estaba lo suficientemente ebrio como para envalentonarse a nada. No, su fama de depredador sexual no estaba justificada en absoluto. Ella tenía el pelo negro, encrespado como una bruja y la piel blanquísima, como una campesina de pintura flamenca, los ojos del color de los ladrillos sin cocer. Le gustaba, sí, pero estaba tan a gusto platicando con ella

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así, en el frío, que el sexo le hubiera parecido una pérdida de tiempo. Zilch estaba de paso una noche en la ciudad antes de hacer conexión para asistir a un aburrido congreso de literatura, y después de sus intercambios electrónicos de un año decidieron conocerse. Aquello no tenía nada de romántico, pero de alguna forma la conversación tenía algo de lo que tiene la intimidad cuando se verbaliza. Pasaron la noche hablando de sueños, de pájaros vistos en sueños, de los nombres que les dieron en sueños y de los libros donde dibujaron sus plumajes de colores imposibles; hablaron de psicoanálisis lacaniano y de la opinión de varios filósofos al respecto del fantasma (Agamben, Rancière, Balivar, etc.); hablaron de lenguas muertas, que eran las únicas que según ellos valía la pena aprender durante el apocalipsis; hablaron de las drogas que habían usado y de sus efectos sobre la percepción, la escritura, el dormir y las relaciones sexuales. Pararon en algunas cervecerías por sugerencia de Raya, y Zilch le contó cómo desde hace años podía beber sin parar y nunca sentirse ebria; según ella era asunto de voluntad: la ebriedad puede administrarse, y cuando se está demasiado vivo el alcohol resulta reiterativo, como rociar flores vivas con perfume. Hablaron de Edmond Jabès y de Emily Dickinson. Se detuvieron en el tramo de Niza donde se encumbra el suntuoso Ángel de la Independencia (en realidad Niké, la diosa alada de la victoria) para discutir el desarrollo de las melanosomas en los maniraptora, y de cómo los dinosaurios habrían aprovechado la ventaja evolutiva de cambiar de color en las selvas prehistóricas como camaleones. Hablaron de que los pequeños velociraptor parecerían parvadas de gallinas con dientes afilados bailando la conga en torno a una presa agonizante.

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Se prometieron realizar una lectura alternada del Monsieur Teste de Valéry. Asistieron al cierre de dos barras y a una pelea de travestis, lo que dio ocasión para una charla sobre la literatura queer del continente americano, y de cómo Zilch no se consideraba hembra del género humano más que por un extraño malentendido. Luego trataron de hacer que los semáforos cambiaran a voluntad gracias a las ondas telepáticas que provenían de intensas miradas, y de revivir a un pájaro muerto que encontraron al pie de un árbol, a la altura del Excélsior. Gorrión doméstico, como el de la portada de Cosmos, de Witold Gombrowicz. Le tomaron una foto. Lo interpretaron como un buen augurio. Hablaron del Tarot (ella del egipcio, él del de Marsella), y lo conectaron con los pájaros infernales que anidan en los cuadros de El Bosco. Hablaron largamente de Josefina Vicens y de sus correspondencias con las teorías literarias de Maurice Blanchot. La mente rústica de Raya se entretuvo con la idea de imaginarlos en la cama, a Vicens y a Blanchot, lo que a Zilch le pareció vulgar, pero divertido: cada uno está mejor a solas, aunque inventarles una correspondencia apócrifa sería un interesante proyecto de estudio. Al atravesar Insurgentes por segunda vez, en dirección al norte, cuando ya empezaba a clarear y se veían a los repartidores de diarios haciendo malabares en motonetas entre el tráfico, Zilch contó que unos días antes había encontrado un As de Copas de la baraja española afuera de su cubículo en la Universidad de Nuevo León. Raya sacó su cartera y le mostró un Dos de Oros que había encontrado al salir de su casa, en la colonia Doctores, esa misma mañana. Discutieron las implicaciones de esos eventos paralelos, pero sin evidente conexión, bajo la estatua del general Bassols. Lo llamaron respondencia. Se acordaron de Borges: dos es coincidencia,

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tres es destino. El tres, siempre el tres. Asumieron la misión de encontrar la tercera carta —¿la carta robada?— antes de que amaneciera del todo, el elemento faltante, el miembro fantasma que completaría el mensaje cifrado. Desde antes que lo sospecharan, su relación estaba basada en esas misiones metafísicas y absurdas que constituyen el trabajo de un artista o de cualquier persona con imaginación, de un niño que no alcanzó a subirse al último tren rumbo a Nuncajamás. Finalmente hablaron de Edgar Khonde. Zilch lo conoció en Zacatecas hacía un par de años, cuando Khonde regenteaba la barra de un lugar de mala muerte conocido como El Ítaca. Lo describió como un marinero piel roja salido de Moby Dick. Una pluma de cuervo atada a la única rasta que le caía por la nuca, como si su cabeza fuese un animal autónomo de cola emplumada. Un animal con cuerpo de hombre y cabeza de pájaro. Compartieron habitaciones de un viejo departamento del centro mientras Zilch terminaba la tesis acerca del fantasma y el amor cortés en Alejandra Pizarnik. Les parecía que con la Pizarnik ocurría lo que con muchas bandas de rock: son geniales excepto por sus fans. Raya habló de los Palabracaidistas, de cómo conspiraron y conspiraron hasta que no hubo más que conspirar y decidieron disolver formalmente el colectivo. Su voz temblaba por el exceso de conversación más que por el frío. La voz de Raya, precedida por un interminable cigarro, como una locomotora; la voz de Zilch, como un gorjeo de dinosaurio. A cada minuto y a cada paso eligieron la intemperie: la soledad acompañada que imaginaban descrita en la improbable correspondencia entre Josefina Vicens y Maurice Blanchot. Raya la deseaba, o se convenció de que la deseaba, sin atinar más que a ponerle un brazo alrededor del hombro cuando ella se soplaba entre las

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manos para calentarlas. Ninguno había leído para entonces Just Kids, pero su primer encuentro les recordaría años después la noche en que Patti Smith y Robert Mapplethorpe deambularon por Central Park buscando que la noche no terminara. Cuando el sol ya se desperezaba entre la bruma de hidrocarburos, compartieron unas enchiladas suizas en el Vips de Reforma e Insurgentes, un par de jugos de naranja, y Raya escuchó la historia del nombre Aleph, que se prometió no repetir. En el tercer o cuarto café se prometieron pasar una temporada juntos en alguna parte, hablando de escritores franceses nacidos en la Argelia ocupada y de bibliotecas incendiadas, cuyos volúmenes quemados escribirían sólo para volverlos a quemar. Raya le ofreció un empleo en la Black Pen Press, que Zilch rechazó. Luego hablaron de Góngora y mientras les traían la cuenta, Zilch le regaló un ejemplar del Palacio de los Aplausos de Arturo Carrera y Osvaldo Lamborghini, firmado por ambos, con el nombre de Zilch tachado en la dedicatoria, y el de Raya escrito con una tinta y una caligrafía diferentes. Luego de pagar se separaron en direcciones opuestas, y se confundieron rápidamente entre los oficinistas que se preparaban para comenzar eso que llaman “un nuevo día”. • No escribo novelas porque no sé quién habla. No saber quién habla me parece perturbador. Esto no me impide leer novelas, precisamente porque me gusta estar en la antípoda de esa situación: la de descubrir o imaginar quién habla, a quién pertenecen las palabras o la responsabilidad por las palabras dichas. Y no sólo quién las dice, sino

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más importante: por qué. Cuáles son sus motivaciones, sus preguntas, sus coartadas. O su miseria. Aunque debo decir también que no escribo novelas, sobre todo, porque soy incapaz de escribir una novela en un mismo día. Una novela mía, quiero decir. Las novelas escritas por encargo funcionan, creo, de otra forma: más como una cadena productiva que como un gesto auténtico, es decir, mitad inteligencia y mitad instinto. No quisiera darme a entender utilizando el rudimento de los géneros literarios, pero creo que aquí es útil la distinción al menos con respecto al tiempo: un poema, para mí, es un gesto escrito. Puedo escribir los versos más tristes esta noche, o los más choteados, o los que me salgan del culo, pero puedo comenzar y terminar un poema relativamente en poco tiempo; con las novelas no pasa eso, sería una locura. Buscamos la hoja en el cuaderno, encontramos el espacio en blanco de lo que todavía no conocemos, de lo que todavía no somos pero en lo que nos convertiremos de manera inminente. El ser está a un paso, en el instante siguiente, después de éste (y de éste), siempre postergado, perdido y retomado diariamente: los poemas son como un acecho, un merodeo que encuentra a su presa y se le lanza encima. Eduardo Lizalde lo medita maravillosamente en los poemas sobre ese tigre gigantesco, cabeza de T-Rex que vive en su casa. A veces somos el cazador que acecha al poema, pero en general nos sentimos más bien acechados, observados por él, construidos y vigilados por su mirada. Hablo en nombre de esta multitud entre mis parietales, el plural mayestático de los escritores que me pueblan. Por ello el poema siempre tiene para mí una carga de viva crueldad. Es como una estocada precisa, un arpón. En cambio a la novela la imagino como el lento, lento día a día de las redes que salen a pescar a bordo de las barcas,

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en lugar de dar esa única, esa imprescindible estocada a cuya sombra todas las novelas palidecen: el golpe de asombro al que el poema apuesta todas sus fichas, y siempre pierde aunque gane. Detesto utilizar ejemplos que den vigor a la división de géneros literarios, ya lo he dicho. Explico mis imposibilidades con los materiales que tengo a mano, a falta de otros mejores. Busco, a veces encuentro, el poema como un gesto, y en cierto sentido terminado de antemano. Una mano que ya pasó. Una boca después de hablar. No es que sea más sencillo (sólo es más breve), sino que es una forma de pensamiento que me acostumbré a utilizar y por la que encuentro especial afinidad, es todo. Los versos. El verso es medida. Claro, también es fragmento, porción, indicación, énfasis, pero creo que sobre todo es respiración, es un asunto físico al leer y respirar dentro de la escafandra del poema. Aunque los malos poemas, como la mala prosa, dan una incómoda sensación de ahogo. No sé nadar en eso. Ya se trate de poemas o de novelas, lo importante es respirar. Por eso se habla de que las novelas son obras “de largo aliento”, maratones, carreras largas, que me ahogan a mí, avezado en carreras cortas y paseos imprecisos. Antes de comenzar La rebelión de los negros solía intentar pequeñas novelas para ver hasta dónde me daba una voz, un personaje. De pronto, un corte. Ya estaba en el renglón siguiente: estaba respirando, abriendo mis branquias de tiburón en el poema. Por gusto de esa respiración a veces tengo párrafos muy largos o secciones inconexas a todo lo largo y ancho de esta novela. Me disculpo. Lamentamos la falta ocasional de visibilidad y los claros errores de discontinuidad. “¿Me contradigo?”,

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pregunto junto con Walt Whitman. “Pues muy bien”, Editores, Lectores, Damitacaballero, “me contradigo”. Nuestro equipo de técnicos está haciéndole ya, en estos momentos, una ficción (otra) a su medida. • Sueño: Sebas está podando plantas en un jardín. Se le ve molesto y concentrado. De pronto desprende unas enredaderas de la pared y cae un ladrillo. Se escucha una “música selvática”, y entendemos que es la música que había estado dentro del ladrillo todo este tiempo. Dos escorpiones dormían entre los ladrillos. Los vemos en el piso mostrándose las armas (los aguijones negros resudan veneno, como una gota de yodo), dos compadres que están a punto de coserse a navajazos. • Mientras caminaba a casa esta noche creí toparme, al cruzar por avenida Revolución, con el mismísimo Kurt Cobain. Lo he visto últimamente escrito como “Corco Bein”, que siento que suena a “Edgar Khonde”, como un nombre de pirata escrito por un niño. Así, como escrito con crayola. Me impresionó mucho ver a Cobain vivo y tan campante, saliendo de un 7-Eleven. Y me dio por pensar entonces en la versión extendida del mtv Unplugged, ese que todos han visto como 400 millones de veces en YouTube y que mtv está emputadísimo al respecto y todo. Me acordé de Cobain cantando “Sweet Home Alabama”. No, no está en el track-list de la edición normal, yo lo he visto solamente en la edición de colección. Ahí se pregunta Cobain, “what are they tuning,

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a harp?”. Se supone que somos una banda de rock con mucho dinero, prosigue, deberíamos poder comprar todos los instrumentos que quisiéramos. Pero sí son una banda de rock con mucho dinero, porque de pronto recuerdan que los Meat Puppets están esperando el llamado a la pared de las ejecuciones y se forman en fila india, para ser ajusticiados por la cámara en mitad del escenario. Me dan risa en “Plateau” los coros que hace alguien. Risa no, pena. Pena de vergüenza, no de dolor. Me siento mal por el tipo que tiene que hacer de trampolín a la voz de Kurt, que es, como todos saben, la voz misma de la juventud y la rebelión, o algo así. Ser el tipo de la voz pequeña al fondo de una canción que todos se saltan en uno de los discos más choteados de Nirvana: he ahí una épica. Kurt Cobain abrió un paquete de Camel Light, tiró al bote de basura la envoltura y desapareció al dar la vuelta en la primera esquina del siglo. • La (muy provinciana) Gran Ciudad de Mexicalpan 1º de diciembre de 2012 Zilch, te escribo con el último resto de algo que fue fuerza, pero que imaginamos como ascuas. Imaginémoslas así, brasas exhaustas. Te escribo por escribir algo. Casi el mero gesto nada más de la presencia que se remite. Un yo sin soy, sin embargo aquí. Un mero remitente. Un participarte de tu eso en mí. Un guiño. Un pliegue pequeñito. Plantar una brasa a media hoja para

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que prenda. Brasa: el sueño del fuego, su latencia, su latido. Aquí. En mi soy. Que te apela sin contenido. Sin voz, de hecho. Sin nombre, para que no haya malentendidos. Vengo a convocar una presencia. A decirte soy. A decirme frente a ti. A testimoniar(te) en mí. Me estás. O algo así, al tanteo. Algo que se susurra. Un decir sin palabra. Me eres. Básicamente. Pero si te vuelvo a ver probablemente te mate. Tus cartas: los ladrones entraron por la noche y se llevaron todas tus cartas. Pero se llevaron también La rebelión... Si tan sólo se hubieran llevado mi dinero, mis drogas, La rebelión... y no tus cartas. O si tan sólo se hubieran llevado el dinero, las drogas, las cartas, pero no La rebelión... Es que siento que tú y yo somos en nuestras cartas, pero mucho más en La rebelión... Me has ayudado tanto. Y fui tan descuidado. Tan. Dijiste: imprímela. Dijiste: no confíes en esas máquinas. Estúpida, te amo tanto. Y te extraño. Sobre todo te extraño muchísimo. Te extraño como si no te conociera. Como si estuviera por ocurrirme todo lo que me ha pasado contigo. Como si mis historias contigo fueran de otro que me las cuenta. Pero las cuenta mal. Las tuerce, las edita, las decora. No ficciona, miente al contarlas. La novela, Zilch. La novela en la que me has ayudado tanto, incluso sin saberlo, había desaparecido, se había ahogado dentro de mi computadora como los niños que se ahogan dentro de sus madres: ellos tampoco cuentan con un respaldo o una copia de seguridad en ninguna nube. No dejan otra evidencia que alguna cicatriz, que recuerdos lejanos de pesadillas. En medio de la multitud que llena las naves de La Merced atravesé Carretones rumbo a Congreso de la Unión y me senté

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en una banca de piedra bajo unos árboles sin hojas, hundido por las escenas de la novela que de pronto volvía a mi mente, sin fin ni concierto: el capítulo sobre Nadie, ¿te acuerdas?, y el diccionario de Mutualismos que escribimos juntos. Necesitábamos guardar todas esas palabras que recargábamos de sentido hasta que les brotaban las alas del concepto. Era nuestro idioma, y nunca subí en línea las versiones revisadas. Tanto trabajo perdido, Zilch. Tanta negritud impagable. La última vez que hablamos estabas enojada porque no te hubiera respondido los mails ni las cartas durante mucho tiempo. Me llamaste y era cumpleaños de César Vallejo y querías que nos leyéramos poemas por larga distancia. Yo no leo rápido, tú lo sabes, y sería horrible leer a Vallejo por celular. Me gusta detenerme. Me gusta parar y volver sobre lo mismo. No quiero acabar, no todavía. Postergo. Me dilato en minucias. Entiendes el punto. Siento que tú quieres agotarme como esa gente que llega con un libro a casa y se lo lee de una sentada. No entiendo el mérito en eso. Obviamente es un ejemplo y el agotar en ti es una noción que tal vez no he entendido todavía, como cuando me escribiste, en tu último mail, “porque cuando yo hablo de estar se refiere a otra cosa, con un tanto más de ‘compromiso’, con involucrarse en el ‘ser’ del otro”, y que en su infinita sabiduría, el sueño de la noche siguiente rebatió con la siguiente propuesta: que lo que para ti en el amor es un ser conjunto, para mí es un ser paralelo. Muy posiblemente, aventuro, estarías buscando reproducir conmigo algún guión, no sé si previo, no sé si experimental o por filmar, que sientes o intelectualizas y que para ti tiene sentido. Que estás buscando que yo interprete sin saberlo un papel que no conozco, y como directora de escena llegaras y me dijeras “no, no, así no es como lo imagino”. Y tal vez

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se trate también de ineptitud mía, no voy a vadear la posibilidad. Pero en el mundo que yo veo, si me diera más a ti tendría que hacerte unos aretes con mis ojos. A lo mejor es lo mínimo que esperas. Ya no me sorprendería. Y caigo en cuenta de cuánto valoro yo lo que para ti es nada o aún la insuficiencia de la nada. Me sobrevaloro acaso en otras cosas tanto como en la pátina de amor, ese manchón de vida, que para ti no alcanza a formar un color entero, pero me siento así con respecto a esa urgencia tuya; la no-prisa que hemos manejado, al menos teóricamente y al menos para mí es precisamente esa dilación. No tendríamos por qué, es cierto. Pero el ahora o nunca al menos contigo yo no lo voy a asumir. No me siento llamado a esa urgencia y no la voy a escenificar. Dicho en dos palabras, eso. Son gestos como los de ese día los que me pusieron en alerta: que a ti se te baja la duda, el coraje o el berrinche haciendo chistes acerca de iniciar un taller literario en Alcohólicos Anónimos, o que nos encontráramos con prestidigitaciones como que yo supiera (juro que no sé cómo) dónde estaba el libro de Vallejo entre tus estantes que no he visto en más de un año, los que hacen que a ti se te olvide toda la indignación conjunta y ya quieres incluso que nos mudemos a una misma página. Yo no funciono así. Tal vez para ti la raridad es un lugar de transición para lidiar con la indefinición o la duda. Hablamos en un idioma de dos, otro que nos leyera necesitaría una guía, un diccionario para no perderse en lo serpenteante. Pero de repente sospecho que esa raridad es también la puesta en escena de un evento, perdón, de un evento así, en itálicas, que te ayude a sentir que pasan cosas. Cualquier cosa. Menos cuando se efectuó esa

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transfusión de tu muro de Berlín hacia mi recién redescubierta furia. Un trasvase. Se te bajó el enojo y querías que nos leyéramos, ¡qué bien! Pues a mí se me trepó el empute por verme presa de un berrinche más y tenía ganas de leer. Y pues sí, la cosa de hacer pública la lectura ha funcionado desde hace años como una válvula de drenado en mi trato con la furia. Sí tiene algo de terapéutica la posición de un otro al que la lectura apela. Prendí la computadora y me puse a leerle a los desconocidos de Twitter, a los compañeros de escuela que hace veinte años no veo y que espero no volver a ver nunca, a los buenos y malos del western literario de esta podrida Ciudad Letrada. Si no fuera porque me siguen invitando a pararme de vez en cuando enfrente de la gente para leer probablemente hubiera necesitado otro mecanismo de sublimación, pensemos alguno pintoresco, como la depresión, por ejemplo, a la que dicho al pasar no me siento ni tentado ni llamado tampoco, o qué sé yo, el crimen organizado o la docencia académica; leer ayer los poemas de Vallejo me dejó tranquilo, con la espalda sudando, de vuelta a mí. Ejemplo triste, el del viaje de peyote: sentiste que te desplazaba como interlocutora cuando en ese momento yo no buscaba ni siquiera interlocución, sino simplemente un ejercicio vocal; triste, digo, porque te enojaste, y porque en un momento de ese tránsito yo debía darte algo, pero no tenía caso recibirlo porque no había nadie a quién darlo, y ciertamente no estabas tú. No ahondaré en eso, pero quiero exponer esas dos iteraciones de un proceso mío para que entiendas por qué no me interesaba que leyéramos juntos ayer. No tenía caso. Estaba enojado contigo. Quería dejarte atrás, olvidarte, perderte definitivamente, salir de fiesta y dejar todo en el pasado. Cómo me iba a imaginar que al volver los ladrones habrían vaciado mi casa como una alcancía.

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He estado escribiendo cartas y cartas todo el día para tranquilizarme. Me gusta pensar que las máquinas de escribir también son máquinas para matar fascistas, y por eso hago con esta máquina tanto ruido como puedo, para evitar que vuelvan los ladrones, para que la realidad no me coma vivo. Te gustaría mucho mi máquina de escribir, estoy seguro. Me recuerda a las máquinas de escribir de Naked Lunch. Burroughs sigue teniendo razón en demasiadas cosas, como en la intuición de que cada máquina de escribir tenía un carácter propio, un peso específico, como si habláramos de un elemento químico, de uno de los ingredientes de una bomba. Hay máquinas de escribir ligeras y delicadas, como la que Sylvia Plath llevaba al campo mientras recogía flores venenosas, y hay máquinas pesadas como toros, como la que usaba Bukowski como saco de boxeo. Me reprenderás por poner a Sylvia cerca de Hank, a quien detestas, pero lo hago para demostrar mi punto: algunas máquinas de escribir son canastas de flores muertas, otras de flores del mal, y otras de un rifle de francotirador, como esta donde hablo, en ausencia, contigo. Sientes que esta máquina es un arma cuando levantas la tapa y pones una hoja nueva. Es la adrenalina de uno al que fueran a fusilar en un paredón y, de pronto, le pusieran un rifle en las manos. Salvado. Puedes usar ese rifle —esa herramienta— para darte un tiro en el paladar como Kurt Cobain o para disparar de vuelta contra esos cabrones, eso es cosa tuya. Pero tienes opción, y si no eliges algo pasará de todas formas. Te sientes en posesión de un cheque a tu nombre en el banco de la venganza. Para una venganza justa, Zilch. ¿Contra qué, contra quién? No importa: contra el Capitán Garfio si es preciso. Quiero que te plantees seriamente por qué quieres estar con un ser tan, tan inane, que no es capaz ni siquiera de asumir un

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ahora o nunca y de dejarlo todo para irse a miles de kilómetros o para botar el trabajo y su propia pretendida y pretenciosa escritura para dedicarse a escribirte a ti de tiempo completo. ¿Por qué quieres estar con alguien que no hace por lo menos todo lo que necesitas, que no te brinda su entera disponibilidad, que te deja los mails sin responder mientras los relee para que no se le olvide nada fundamental pero, ah, siempre se le olvidan cosas fundamentales, que te escribe toneladas de cartas, como ésta, que nunca te enviará? Auguro (pues que además de negro literario soy mago, recordemos) que no te faltarán argumentos para engrosar el caso contra mí y para aportar muchas sabrosas pruebas en mi contra. O para ser claros, quiero que pienses muy bien lo anterior y yo pensaré también por qué me sigo dando de golpes contra una mujer transparente como una ventana antibalas. A lo mejor soy una mosca y estoy encerrado en un vaso por donde pasa el cielo. Y ya conocemos estos procesos: tú responderás, yo leeré, pensaré, te desesperarás, escribirás más, escribiré más, escribirás más, firmaremos la tregua, enterraremos a los muertos que ya huelen a mierda de rata y un pequeño descuido mío en el momento menos oportuno nos pondrá de nuevo sobre aviso, como hoy, de que algo terrible, terrible está pasando. Y la orquesta se repliega entonces y volvemos al principio. Yo no entiendo nada y a ti te urge entender. Te dejo todo el entendimiento y yo me quedo con él. Voy a enterrar un cuchillo bajo el primer cocotero que me encuentre. R •

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El revólver está justo al lado de la cama. Cerca de la ventana, allá en la cornisa, tengo disimulado entre varios ídolos mágicos un cuchillo de resorte y un montón de piedras. No me atraparán con vida. Lo pensé de niño y es mi oración antes de ir a dormir: nunca, nunca jamás me atraparán con vida. Si algo entra por esa puerta, si alguien rompe la cerradura, disparo primero y pregunto después. En eso me parezco a Han Solo de Star Wars: disparo primero y pregunto después. • ¿Los piratas se harán esa clase de preguntas cuando están disparándole a los niños perdidos, como si fueran niños héroes en el Castillo de Chapultepec? • Tú me miras, al otro lado de la página, y yo te miro desde éste. Nuestras miradas ya se tocaron. (¿Cómo se llama el sonido que hacen unas miradas que chocan? ¿Un descarrile?) Yo vengo aquí a escribir, ¿ves? Ésta es mi banca, éstas son mis palomas, éste es mi alpiste. Aquí me siento yo. Puedes imaginarme como prefieras, la verdad no creo que importe por ahora. Ésta es mi mano, regando el alpiste por el que vienen las palomas a comer. Te veo del otro lado, pero no sé qué hacer. No sé si eres amigo o enemigo. Llevas todas las banderas encima. Podrías ser de cualquier parte. Podrías venir de cualquier tribu, hablar cualquier lengua. Me aterras un poco, te lo confieso, pero trataré de no hacerlo evidente. Por ejemplo, ahora, tú ni lo notaste (tal vez habrás sentido una leve brisa), pero traté de matarte. Justo ahora, traté de cerrar el libro contigo

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adentro, pero no pude. Te me escapaste. El libro tiene marcas de sangre de otros lectores-mosquito. Creo que los he matado como si fueran un enjambre. Creo que los autores a los que nadie lee deben ser esos que matan sistemáticamente a sus lectores, que les tienden trampas mortales de modo que los lectores nunca pueden encontrarlos, nunca saben dónde están. Me acuerdo de Salinger, obviamente, y su famosa reclusividad. Pero me acuerdo también de Mario Levrero, que me gusta más. Si yo pudiera tener un personaje principal de todos mis libros serías tú, Mario Levrero. ¿Sentirías esta mano, Lector? ¿Si te la pongo entre las piernas? Puedes imaginarte que soy hombre, mujer o quimera. En realidad no importa porque no te conozco. Me da por pensar que si ya es difícil encontrar temas de conversación interesantes, es más difícil todavía excitar genuinamente al otro. Me atrevería a pensar que las procaces descripciones que los machos hacen de cuando ayuntan y se cogen y se vienen en las caras de sus hembras, seguramente se preguntan implícitamente la misma cosa, ¿qué le pone al otro? ¿Qué lo hace venirse? ¿Quiero venirme o que se vengan en mí? A estas alturas siento que te conozco, Lector. Pero entiendo si crees que vamos demasiado rápido. Podemos hacer como que no nos hemos visto todavía. O a que somos viejos amantes que se ignoran en los congresos, en las oficinas, de un lado a otro de la calle. Leer es también aprender a pasar de largo. •

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Ciudad de México, 1º de diciembre de 2012 Inmaculada, nuestra casa deja de ser nuestra cuando los ladrones se van. Dejan mal cerrada la puerta, el pestillo sin echar, la luz del pasillo encendida; entramos en el espacio que fue nuestro como a un espejo que miente, a una familiaridad en ruinas: los cajones revueltos, la ropa sobre la cama, los armarios vacíos. Una puerta abierta es como una boca que quiere gritar pero no tiene voz, Inma. Es una cara que ha visto a la Medusa. No sé por qué te cuento estas cosas, pero no sé qué más hacer. ¿Qué hace uno en estos casos? ¿Llamar a la policía? ¿Montar un drama enorme en la comandancia, levantar un acta “contra quien resulte responsable” y alguna tontería así? No quiero ni salir de mi cuarto, aunque en realidad ya no siento que éste sea mi cuarto. Esos cabrones me hubieran robado hasta la pluma de no ser porque la traje conmigo toda la noche. Si no me hubiera quedado en casa de Zamudio seguro me encuentran aquí dormido y me rebanan el cuello antes de meter las cosas de valor en una funda de almohada y salir corriendo sin mirar atrás. Mira, Inma, aquí estaba mi computadora, una MacBook de esas blancas, con la estampa de una calavera verde que decía en la frente “Primavera”. Esta mesa de plástico a la que llamo escritorio está prácticamente vacía ahora, de no ser por los ceniceros desbordados de colillas y los Post-it con instrucciones para textos que nunca escribiré. Aquí en el escritorio estaba siempre este encendedor Zippo que ya no ves. Me gustaba porque parecía la cacha nacarada de un revólver de vaquero. Frente al escritorio, dentro del armario, estaba otra laptop: una hp vieja que conservaba sólo por la música del disco duro,

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y por algunos textos viejos. Carpetas y carpetas de poemas para armar una decena de libros que ni siquiera recuerdo de qué iban. Tal vez fue mejor así. En esta repisa del armario guardaba en efectivo mis ahorros. No confío en los bancos, tú lo sabes. Estaban en una caja redonda, de aluminio, de esas de galletas de mantequilla junto con todas tus cartas y con las cartas de Jorge Arenas y las de Karlatone y las de Lauri, y las de Kozer y las de Sebas y las de Khonde, y las de Zilch, que son las que me duelen más. No sé por qué guardaba las cartas junto con los billetes, pero se las llevaron igual. Habrán supuesto que dentro de los sobres uno guarda cosas de valor en lugar de papeles. Y la verdad es que mis ahorros no daban ni para cruzar la frontera más modesta. ¿Sabes?, eso me da algo de vergüenza. Que los ladrones se llevaran un botín tan miserable. En esta otra repisa del armario había una bolsa de una marihuana buenísima. Me da miedo pensar que los ladrones van a volver creyendo que soy un dealer o algo así. En realidad la tenía para cuando me visitaban Ventura y Sebas. Khonde nunca fumó mota, al menos no conmigo. Aquí junto a la ventana estaba mi navaja Joker, regalo de Zilch. Viendo el estado del mundo me dijo un día: “aprende a usarla”. Y lo hice, Inma. Aprendí a llevarla en la manga de la chamarra y a esconderla en una abertura dentro del forro por si me registraba la policía. A veces vas caminando en la madrugada y un cerdo cree que vas borracho y te pide que le muestres tu identificación y le digas para dónde vas. Esas cosas pasan. Estamos en guerra. No me hubiese atrevido a apuñalar a un cerdo, pero tal vez sí a un ladrón. Sólo me preocupa que esa navaja probablemente tiene mis huellas digitales. ¿Es demasiada paranoia, Inma? ¿Y si realmente me estuvieran persiguiendo?

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Mira, esto: en la sala estaba el atril de mi guitarra. Era una Stratocaster roja. Se llamaba Rosa Luxemburgo y tenía un rayón en forma de as en medio de las pastillas, y una calcomanía de los Pixies donde empezaba el cuello. Las cuerdas eran B. B. King Signature, nuevas. Se desafinaba mucho, por lo mismo. Ahora es una guitarra sin nombre. Acá en el estudio dejaron todos los libros en el piso, regados, buscando tal vez entre sus páginas más billetes. Muchos libros aún estaban en cajas, porque la mudanza no ha terminado. Este minucioso desorden es lo que mejor representa el despojo, Inma: el momento en que lo familiar se vuelve siniestro, y tus libros quedan regados como si la Gestapo hubiera entrado en tu ausencia y estuviera a punto de quemarlos. No quiero quedarme aquí adentro —me da miedo que vuelvan—, pero tampoco querría salir a la calle. No traigo un peso encima, ni para un café. Me consuela un poco que cuando esta carta te llegue probablemente ya se me habrá normalizado la respiración. Eso espero. Desde octubre no recibo carta tuya, ¿estás bien? ¿Cómo sigue tu madre? ¿Cómo te encontró Madrid? ¿Cantaste fados en Lisboa? ¿Cuál tren de nunca tomarás mañana hacia ninguna parte? Me encantó tu traducción de Pinsky, por cierto. Si no quieres hablar de tu madre, está bien. Si quieres que se muera para dejar de pensar en ella, yo también quiero que se muera. Escribe pronto, para volver a llenar la cajita de las cartas: los ladrones pueden robarnos lo escrito, Inma, pero no lo que todavía no escribimos. Tuyo, R

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• Hay lugares, oh presupuesto Lector, a donde preferimos no ir. A donde yo prefiero no ir, para ser más preciso. Y me ha dado en pensar últimamente que si no voy yo, tú no deberías andar husmeando por esos rincones. Es que en realidad es lo que me pongo a hacer siempre, en cualquier lugar donde me dejan a solas por un rato: me pongo a hurgar todos los cajones, a revisar todos los objetos, todos los pequeños secretos que devuelvo intactos, que dejo con sus vitrinas puestas y sus manteles echados sobre ellos. No son habitaciones hechas para ser habitadas, sino para ser olvidadas. En muchas de esas habitaciones, sin embargo, creímos ser felices. Lo fuimos incluso, alguna vez. Precisamente por eso se nos vuelven fantasmas esas telas que a contraluz del recuerdo olvidamos haber puesto ahí, cubriendo algo aún más oscuro, aún más triste: una ruina más profunda de la felicidad.

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Los dioses deben estar locos Marina Azahua Gordon

Hace poco leí en el periódico una nota sobre una masajista californiana aquejada por fuertes dolores de espalda. Luego de sufrir una cirugía lumbar los doctores anunciaron una segunda cirugía, lo que determinó a la mujer a tomar una decisión: dar la vuelta al mundo en busca de la cura para su mal. Pensó: ¿qué sociedades en el mundo no sienten dolor de espalda, y por qué? Llevó esa pregunta a Sudamérica, donde vio por primera vez ancianas yanomamï de ochenta años recogiendo castañas al borde del Amazonas, y a jóvenes huaorani recién paridas cargando a sus bebés en la J de su espalda. Y es que la espalda en realidad tiene forma de J, aunque se siente (y, en los occidentales, además se ve) como S. Esther Gokhale es conocida en Silicon Valley como “la gurú de la postura”. La llaman así porque ayuda a los programadores de las más importantes compañías de software en el mundo a relajar su espalda y su mente en jornadas de 18 horas escribiendo código —ruido blanco y matriz de nuestro mundo digital—. Desde que leí la historia de Gokhale me intrigó saber cómo una masajista de Palo Alto (sin implicar ningún tipo de juicio sobre su ocupación) había tenido esa genial intuición antropológica, la necesidad de saber más para ayudar a los demás. Cómo la sabiduría de una tribu de

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la Amazonia puede curar el dolor lumbar de un programador de 27 años que quiere ser el nuevo Steve Jobs. Entonces me decidí a buscarla. En el vuelo a Los Ángeles me llevé una novela que me había llegado a la oficina la semana anterior, La rebelión de los negros. La portada la hacía ver más como un panfleto político, pero el grosor de las páginas me había disuadido (como a muchos lectores) siquiera de comenzar a leerla. No la leí completa, debo confesar, sino hasta mi regreso al d. f., aunque fue una compañía constante durante los traslados, retrasos y esperas de mi visita al estudio de Esther Gokhale. Varias salas espaciosas e iluminadas, hermoso jardín trasero, y una amplia terraza donde el visitante puede comprar libros, dvds, posters motivacionales (aquello tenía algo de santuario y yo tenía algo de peregrina, sin duda) mientras pide un té de hierbas de Vietnam, o un shot de esencia de jengibre, inmejorable remedio chino para el dolor de garganta. Mientras esperaba que Esther saliera de su clase matutina, me quedé soñando despierta, ojeando La rebelión de los negros a ratos, sin decidirme todavía a leerla, y observando a la gente que pasaba en patinetas o ensimismados en sus smartphones (a veces al mismo tiempo). Y no sé por qué me acordé de la nana que tuve de niña, en Texas. Específicamente de la vez que me cantó una canción de cuna de su pueblo para ayudarme a no tenerle miedo a los truenos. No podría acordarme de las palabras, pero las veo perfectamente en mi memoria. Podría tararear la melodía: dulce, sinuosa. Como una S más bien, con idas y vueltas. Podría intentar cantarla. Pero entonces llegó la asistente de Miss Gokhale, armada con una sonrisa de quien ha dormido bien y asegurándome que en un momento estaría

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conmigo su jefa, que si podía ofrecerme otra taza de Oolong, que si el Creador no nos ha bendecido con un sol hermoso. Cuando soplaba mi segunda taza de té pude ver a mi nana (no diré su nombre, no me atrevería) al borde de mi cuna, con su boca cruzada de cicatrices, como los troncos viejos que se parecen a la piel de los ancianos, y su pelo blanco, brillante, amarrado en dos trenzas paralelas con las que me gustaba jugar. Y su canción. La sabiduría de los Navajo del sur de Texas ayudaba a dormir a una inquieta niña mexicana criada en Estados Unidos. Me pasó algo similar durante la temporada que viví en Sidney, en Australia: sentirme agradecida por la alteridad absoluta, radical del otro: hay cosas sobre el amor que sólo pueden comprenderse cuando se tienen amantes en varios idiomas. Esther Gokhale es como un árbol en primavera. Tal vez con algunas ramas preparándose para el invierno. Lleva el cabello corto, negro y en algún momento de la charla mencionó que no se lo pinta. Tiene un cuerpo sinuoso sin rigidez, muy grácil y muy fuerte, propio de un instructor de yoga o de alguien que ha tenido buen sexo la noche anterior. Le regalé algunos ejemplares de la revista para la que trabajaba entonces y prometí contactarla con el departamento de publicidad para discutir banners en nuestro sitio web. Luego saqué mi grabadora y poniendo mi mejor cara de entrevistadora comencé con mis preguntas. Mientras exprimía un limón amarillo en su agua mineral de cuatro dólares o miraba un avión que pasaba buscando tal vez una señal divina, Esther no perdía cierta compostura espectacular de quien está acostumbrada a ser escuchada, incluso entrevistada (ha aparecido en Oprah en más de una ocasión).

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No le sonaba de nada el nombre de Richard Schultes, el famoso etnobotánico que hizo el primer contacto con muchas tribus del Amazonas brasileño, y de quienes aprendió procedimientos invaluables para la medicina occidental. A veces leía cosas de fisioterapia, y prometió regalarme su ejemplar de Noëlle Perez-Christiaens, quien estudió las posturas de distintos grupos tribales donde no existen sillas, relojes, filas, salas de espera, divanes de psicoanalista, iPhones, ni penicilina, y donde todos los niños, hombres y mujeres tienen hermosas espaldas y vértebras en forma de J. Empezó a sonar en el café un cover de “Forever Young” de Bob Dylan por una cantante de bossa nova. En realidad yo sabía que Esther no era una antropóloga ni mucho menos. Precisamente por eso me interesaba constatar su absoluta ignorancia sobre cualquier metodología de contacto primario con grupos humanos no documentados. Existen protocolos para eso. Vacunas, prevenciones al respecto del uso de tecnología. La incursión de una joven emprendedora californiana a la selva amazónica y el inocente olvido de un encendedor podrían suponer cambios en la organización tribal que no debemos tomar a la ligera. Cuando yo era niña estaba muy de moda la película The Gods Must Be Crazy (Los dioses deben estar locos). Los personajes de Raya en La rebelión de los negros a veces me recuerdan a los miembros de esa tribu aparentemente salvaje (luego del filtro exotizador de Hollywood), de creencias básicas pero firmes, que ven caer un día desde el cielo una botella de Coca-Cola vacía. ¿Cómo interpretar, pues, el sueño de Khonde, el regalo que unos dioses extraños y desconocidos han depositado milagrosamente en el amigo, en el otro que es como nosotros, según la muy conocida

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sentencia de Aristóteles? ¿Y cuáles son las penalizaciones de no seguir el llamado, materializado en el objeto fetiche, botella de Coca-Cola o libro que todavía no existe? ¿Qué sabiduría inhóspita somos capaces de extraer de nosotros mismos a través de la escritura, pero también del ejercicio de la amistad, que hacen una diferencia positiva en la vida imaginativa de sus contrayentes? Los “negros” literarios terminan ofreciendo un sacrificio inútil, pero radical, a su manera, que consiste en quitarse la cáscara del nombre, y en un mundo obsesionado con la tiranía del yo, perderlo en la autoría colectiva de La rebelión de los negros es tanto como renunciar al authorship system. Los negros son los depositarios de un objeto extraño, de propiedades difíciles de describir, que produce un contagio inmediato, cuyos síntomas consisten en hacer creer al lector que él/ella también forma parte de sus excesos discursivos, como una pieza más; el libro des-autorizado como aquel objeto que no debería existir pero que a todas luces parece provenir de un futuro real y constatable como lo es el presente desde la perspectiva del pasado. Un objeto de poder como los que acompañan a los chamanes en sus ceremonias, y que tanta curiosidad producen en los exploradores blancos, antepasados metafóricos de este futuro desangelado en el que vivimos, que con todo y su maravillosa tecnología digital no sabe curarse el dolor de espalda, la ciática, ni el reumatismo. La rebelión de los negros parece conducirnos a la pregunta, ¿alguna vez un libro ha sido capaz de crear, por sí mismo, una Revolución? Pero esas cosas no ocurren pronto, en todo caso. No en los bosquimanos y no con la primera edición del Manifiesto Comunista. Las revoluciones a nivel de toda una civilización se cuecen lento, como la invención de los dioses

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o la domesticación del fuego. Le pregunto todas estas cosas a Miss Gokhale quien no pierde la sonrisa, a pesar de voltear a ver insistentemente el reloj que no lleva en su muñeca. La mención de Los dioses deben estar locos hace que se olvide del reloj invisible durante un momento. Sigo hablando, pero noto que Miss Gokhale se ha puesto pálida de pronto. Me interrumpe: se acuerda que en su viaje a Oceanía le regaló a una niñita maorí un espejo y una barra de lápiz labial con olor a mora silvestre. “Es que se veía tan linda con los labios morados de tan azules”. De pronto llega la asistente con su sonrisa invencible y su optimismo prêt-à-porter. Pero Miss Gokhale no sonríe más.

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El otro o la nada misma: una invitación a La rebelión de los negros para filósofos de ocasión James R. Bloom Universidad de Iowa

Después de mi primer divorcio comencé a experimentar sueños intranquilos, los cuales se transformaron poco a poco en inquietantes pesadillas; el contenido (manifiesto o de otro tipo, nunca me ha quedado muy clara la diferencia, ni tampoco viene al caso) era irrelevante, pero el sueño siempre terminaba conmigo corriendo en un callejón oscuro de una ciudad desconocida con un hombre de negro siguiéndome el rastro. Es cierto que los divorcios pueden llevarlo a uno a reproducir ciertos esquemas paranoicos aprendidos de la literatura o del cine, pero tristemente, al menos en mi caso, los procedimientos legales se llevaron a cabo con increíble fluidez, y mi ex continúa siendo una de mis más cercanas amigas. Sin embargo, aquel hombre de negro conocía algo de mí que ni yo mismo conozco. Despertaba dos o tres noches a la semana con el cuello torcido, sudando a mares, seguro de que la próxima vez me atraparía. Justo traía en la cabeza la idea nada peregrina de que los verdaderos enemigos nunca nos abandonan, sino que nos acechan desde lo más profundo de nosotros mismos: se convierten en parte de nuestra familia, una anti-familia, por decirlo así, donde las raíces venenosas se entrelazan con

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aquellas de nuestros recuerdos más preciados. Fue desde ahí que inicié mi lectura de La rebelión de los negros. Sé que no es muy popular en nuestros días leer los libros como se hacía antes (a saber, como libros y punto), sino que es necesario ubicar cualquier lectura dentro de una tradición, con una serie de referentes y todas esas cosas. A mí me gusta y lleva gustándome medio siglo leer libros como antes, de tapa a tapa, emocionándome con las aventuras y conmoviéndome con las tragedias. Se me disculpará, pues, que no ofrezca de la novela otro más de los aburridos y pedantes estudios críticos —que incluso desaconsejo leer a mis propios estudiantes—, y que me concentre más bien en un breve comentario acerca de uno de los personajes más desatendidos por los fans. Rábano Rhones se nos presenta desde el principio como el prototipo del escritor de moda: de libros conoce únicamente lo que ha llegado a la mesa de novedades, y basa su prestigio en su facilidad para las relaciones sociales. Conforme la novela avanza, Rhones aparece como una figura cada vez más deslavada y a la vez (ésta es la clave) más misteriosa. Dentro del cotilleo de los redactores a sueldo, Rhones adquiere la dimensión de una función despersonalizada, un horizonte dentro de lo cual se ubicarían los enemigos, si es que en este mundillo literario hubiese algo en verdad que ganar, al igual que la editora Laconia Topo, y encarnan algo así como el antimodelo ético para los “negros”. En persona lo vemos aparecer solamente una vez, y el efecto no puede ser más decepcionante: en la sala inundada de gente, ya entrados de lleno en el capítulo 27, Sebas y Ventura describen uno tras otro cada uno de los personajes fascinantes que puebla la escena en una enumeración vertiginosa, como

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si el circo hubiera llegado a la ciudad y hubieran decidido hacer la fiesta de inauguración en un departamento demasiado pequeño. Ante la tentación de Ventura de comparar el sombrero de Rhones con el de la estatua de Pessoa, Khonde le advierte que incluso la estatua tiene más talento poético que el insípido Rhones: más que una estatua, Khonde lo describe como un “maniquí antropomorfo con cara de ratón asustado, ojillos codiciosos, y un sentido de la comedia que haría palidecer a la mayonesa”. En ese brochazo de personaje ya contamos con suficiente información para contrastar a esta joven promesa de las letras mexicanas con lo que los negros saben de él, pero dado su carácter confidencial profesional no pueden decir que Rhones ni siquiera escribe sus propios poemas. Fue ésta una de las subtramas que más llamaron mi atención al leer la novela, gracias a la minuciosidad con que la Nada aparece trazada o repartida alrededor de Rhones: incluso el único poema suyo incluido en la novela (spoiler alert) fue escrito por Edgar Khonde, como nos enteraremos a poco de entrar en el capítulo 127. Pero en el universo mismo de la novela, Rhones, su hueco —un personaje construido desde la ausencia— siempre está, por así decirlo, presente. Asediados por las fechas de entrega, los redactores deben enfrascarse en una batalla contra el tiempo para escribir una antología de la poesía de su generación (una antología que se antojaba, de hecho, involuntariamente buena), pero el poema atribuido a Rhones es una pieza que además sirve como elocuente afirmación del carácter anodino del personaje: una Nada afirmándose a sí misma a través del acto de ventriloquia del mágico Edgar Khonde:

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nada rodeada de nadas nada plena, nada simple nada anónima e informe que formas al mar en tu carencia, que nada sufres aún ante la desazón del simio sabio rasgando tus vestiduras transparentes para mostrar tus pechos al auditorio inaudito: nada de carne, nada de piel nada de nada en la vida de una nada a otra como un paréntesis la vida, cercada de una nada a otra nada por dentelladas de inexistencia

Si hemos de creer a Khonde, palabras como “auditorio”, “pechos”, “paréntesis” o “inexistencia” están ahí para hacer el texto “feo” deliberadamente, o para signarlo dentro de una órbita de lectura privada (la de los negros) basada en crear cosas a partir de lo que tratan de denunciar. Los poemas que muestran de otros son parodias que conocen de memoria, porque antes que redactores a sueldo piensan en sí mismos como lectores que escriben, o lectores que parodian, imitan, y en general, viven la escritura como si se tratara de un hermoso traje ajeno. Pero es posible encontrar en el entramado de la novela algunos indicios de que los verdaderos villanos de la obra (la

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malograda Laconia Topo, quien termina haciéndose millonaria finalmente, como siempre quiso, mientras los negros se burlan de ella desde sus cuchitriles inmundos) en realidad son aspectos de una reflexión, en este caso, de Khonde sobre su propio trabajo, que lo coloca en esa deliciosa y paradójica posición de ser el antagonista de sí mismo: el personaje redondo no por la construcción ni el trazo, sino porque lleva en sí mismo su propia trizadura, su propio periplo, proyectado en las circunstancias en que el novelista nos lo hace visible. El atisbo interesante que Khonde ofrece en este poema es que la inexistencia puede expresarse: sería una fórmula similar a la de revertir un proceso entrópico, o como me gusta llamarlo, de querer meter la pasta dentífrica de vuelta al tubo, si no fuera porque se nos presenta en forma de admonición mágica, de ensalmo, de cantinela, es decir, de poema. ¿Pues cómo nos sería dado imaginar de otro modo lo que nunca ha sido, más allá de lo que simplemente “no es”? La lógica no nos llevaría muy lejos, la física nos diría más bien lo que es; incluso su prima escandinava, la física cuántica, no haría sino expresar matemáticamente la falta, una ecuación vacía. Para la nada, la falta no es suficiente. Debemos rozar con el pensamiento lo que el pensamiento no se permite fijar en una forma. En la poesía —que funciona como única guía moral, único recurso, única salida de los negros— se juega todo eso para lo que la realidad no alcanza, y las sensaciones y emociones más delirantes se nos vuelven claras y visibles, como un paisaje en un día sin nubes. Y todo esto ocurre inadvertidamente, en el hiato entre el poema y Rhones, que nunca termina de ser realmente el villano, sino la encarnación de esa inexistencia radical, eso que está a la izquierda

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del punto decimal y que edita una publicación cultural de renombre mientras se prueba un sombrero tras otro en una tienda de segunda mano. Cabe mencionar que Khonde se nos construye también gracias a su manera de construir a los otros, y de construirse como el reflejo de los otros; más que un mero antagonista, Khonde ve en Rhones algo así como una oportunidad para abrazar su propia inexistencia como autor, como poeta (i)legítimo, a la vez que afirma triunfalmente su indiferencia ante dicha condecoración: puedo ser poeta incluso cuando canto a la nada, parecería decirnos. No me bastan los objetos. Necesito desbordarme hacia lo que no tiene fronteras, lo que estuvo antes y estará después; necesito hablar de lo que pasa mientras reventamos con la irrupción de la vida, esa nada colmada y vacía que no se modifica un ápice con el vanidoso desfile de lo existente. La nada es una de las obsesiones recurrentes de Raya (y en ningún otro personaje queda tan claro como en su construcción de Zilch, literalmente “nada”1). Como si se tratara de una pesadilla patológica, la nada persigue, impregna, asedia el universo filosófico y narrativo de La rebelión de los negros, lo que produce una atmósfera de desfase con respecto al tono general. No me gusta agobiarme con demandas sobre el género de los libros, como si los profesores y académicos fuéramos peritos encargados de determinar el sexo de una criatura mitológica; pero ese desfase entre el humor rampante Apunta John D. Barrow en El libro de la nada: “‘Zilch’ llegó a ser un término común para cero durante la segunda guerra mundial y se infiltró en el inglés ‘inglés’ a través de los militares estadunidenses destinados en Gran Bretaña. En el slang original se aplicaba a alguien cuyo nombre era desconocido”, p. 15. 1 

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y la capacidad de la retórica de la negritud para producir pequeñas piezas poéticas solventes por sí mismas dota al libro de una espesura particular, como si supiéramos que la broma ha ido demasiado lejos y estuviéramos listos para desenmascarar al autor. Laconia Topo encarna ese afán persecutorio tratando por todos los medios de infundir chismes y engañifas acerca del nulo prestigio literario de los negros, especialmente sobre Raya, quienes paradójicamente se asumen como promesas frustradas o rotas, y que no persiguen la gloria de relumbrón de las mesas de novedades, sabiendo en su fuero interno que escribir best-sellers (que Laconia edita y promociona sin saberlo) es la cosa más sencilla del mundo. No, la construcción de los personajes no resulta de la adición de rasgos e historias que los doten de espesura y verosimilitud, sino de restarles atributos, de reducirlos hasta casi hacerlos desaparecer; cuando Laconia afirma que Raya se da “aires de nada” (en un juego de palabras involuntariamente poético para no decir “aires de grandeza”) no hace sino describir con precisión la ética de su minúsculo enemigo, ese que más que tratar de engrandecerse o apelar a la retórica del captatio benevolentiae busca desmarcarse de cualquier tufo a prestigio, desenmascararse a sí mismo, y a cada página su rostro queda un poco más expuesto, hasta volverse poco a poco… insoportable. La sensación que uno tiene al final de la lectura colinda con el sentirse decepcionado, o mejor: estafado. Como si en el fondo sospecháramos que se trata de un libro colectivo, con momentos muy altos y caídas abruptas. Un pastiche, un cadáver exquisito, un archivo de juegos literarios editado con un nombre bonito en la portada. Y cuando llegamos a este punto ya

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podemos estar seguros de que el contagio tan anunciado y tan referido en La rebelión... se ha alojado en nosotros. Todos quieren extraer la pepita de oro de la mina de carbón, pero la gran broma y el rasgo más atractivo de La rebelión de los negros es precisamente esa capacidad autorreferencial para colocar a cada paso la novela fuera de todo tránsito recorrido previamente: un tren o mejor, una ola que desborda las vías y se reproduce a sí misma como un contagio, como una fiebre o un padecimiento (neo)tropical para el que no existe cura definitiva sino solamente remedios temporales: “el veneno de la escritura”, nos recuerda Edgar Khonde, “es su propia medicina”.

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Agazapado en el punto final

Pero es que hasta hace poco, Lector, tú te llamabas Arthur Rimbaud. Acabo de verte cruzar de un lado a otro por Reforma, o por Insurgentes, o por Vértiz, o por Revolución, claro, acabo de verte cruzar por Revolución. Me miraste con esa cara. Con ésa. Como si me retaras, sabiendo que no puedo ganarte. Ya no tengo 19 años ni los tendré nunca. Ya no puedo caminar a estas horas desde Revolución hasta mi casa, en Tlatelolco. ¿Qué hago yo parado en Revolución contigo, lector, a la medianoche de un domingo después del fin del mundo? • Un correo de Franco Narro donde me envía algo así como el soundtrack de La rebelión de los negros, otra línea de fuga, otra forma de escapar: Estudiando la historia de la guitarra africana llegué a Niger y después a Agadez, y me enteré de los Tuareg y la rebelión Tuareg y a sido conmovedor (sic). Te pongo aquí dos videos. El primero es de Bombino, que tendrá alrededor de 30 años en este momento. El segundo es de Oumbadougou, que es algo así como el padre del blues nigeriano. Bueno, la guitarra fue

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tan importante en la rebelión que por decreto oficial cualquier Tuareg portador de una guitarra podía ser arrestado, y eso fue en el 2009. Dos guitarristas de la banda de Bombino fueron ejecutados. A muchos otros les cortaron las manos para que no tocaran más. Y así.

• @reiben ha escrito: Qué onda, man, ¿andas por ahí? Tengo que hacerte unas preguntas. Es algo técnico. ¿Cuánto cobrarías por un libro en español e inglés? ¿O crees estar en tu casa en la tarde para pasar a tripear ese pedo? 11:07 AM

@javier_raya ha escrito: Hey, pues habría que ver varias cosas, ¿un libro de qué? ¿Es urgente, cuántas cuartillas, dominas el tema, lo harás solo o vas a pedir ayuda a otros negros? Todo depende. Sí, si quieres pásate al rato por la casa. 11:20 AM

@reiben ha escrito: Ah, va. Está bien loco este pedo: es un proyecto para un escritor de novelas históricas a cuyo nombre no tengo acceso. Se trata de escribir / transcribir un diario de Francis Drake que no existe en español. En realidad no lo escribió Sir Francis (el corsario), sino su sobrino, también llamado Francis, y un sacerdote que lo acompañaba... que, adivina, también se llamaba Francis. 11:22 AM

@javier_raya ha escrito: Órale, toda una convención de Francis. Se oye chingón. ¿Sabes para qué editorial es? Eso ayuda a cotizar. 11:22 AM

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@reiben ha escrito: Nel, me contactó esta morra o este bato (con los Editores nunca se sabe) del Black Pen y me dijo que si tenía chance de entregar antes de Navidad. No entiendo qué tiene que ver Navidad con Francis Drake, la neta. 11:27 AM

@javier_raya ha escrito: Mmm... tiene que ver porque en Navidad se estrena la nueva de “Piratas del Caribe”. Eso le dará punch si publican una memoria de Francis Drake en esos días. Son cosas que decide mkt. 11:28 AM

@reiben ha escrito: Sir Francis. Me hicieron mucho énfasis en eso. Bueno, es que según el Editor voy a tener que lidiar directamente con este bato que tiene el manuscrito de Sir Francis, que es tataranieto o un pedo así del dude, entonces se superofende si le dices Francis. 11:35 AM

@javier_raya ha escrito: Qué cagado. Pues yo creo que puedes cotizar alto si justificas que vas a hacer un poco de paleografía. El bato tal vez no sepa de qué le hablas, pero el punto es que parezcas muy profesional, que se lo vendas por el lado de que vas a hacerte cargo de la historia de su familia y tal, que confíe en ti, y que te pague chingón también. 11:55 AM

@reiben ha escrito: Pues sí. Es bien raro porque el bato no sabe inglés. Es un colombiano. Según me contó, Sir Francis “secuestró” Cartagena de Indias en una ocasión, y pidió un rescate de

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miles de ducados. Fue en ese asedio que Sir Francis tuvo ahí ondas con una morra, la Alondra Sanmiguel, y le dejó un varo según esto y el diario. El bato quiere que le ayude también con la traducción, para editarla casi simultáneamente en inglés y en español. No le interesa tanto el estilo sino que “vaya al punto”. 11:57 AM

@javier_raya ha escrito: Chale. Bueno, harás tu primera novela pirata para Navidad, man. Te espero cuando quieras caerle. Acá voy a andar. Abrazo. 12:10 AM

• Escribir La rebelión de los negros: dejarse llevar por un título y querer hacer algo con él; un encargo que nadie le ha dado, una novela que alguien más ha soñado y él escribe. Éste es el único evento de esta novela, la única escena propiamente: a los 33 años de edad, el poeta Edgar Khonde soñó con un libro llamado La rebelión de los negros. Las condiciones ya las he referido, para este punto en alguna parte, o recuerdo haber contado ese sueño ajeno tantas veces y de tantas formas que tal vez ya no importe. Incluso puede que relate ese sueño de manera diferente cada vez que lo cuento, como obedece a mi naturaleza de mentiroso. La frustración de ser capaz de escribir novelitas estúpidas sobre cualquier cosa, colaborar en esas largas sagas vampíricas o en las trilogías de moda, y ser incapaz de escribir el sueño de alguien más como si fuera propio, tal vez La rebelión de los negros se trate de eso. Si al menos fuera un personaje en una novela, no lo dudo, sabría qué hacer. Pero soy el que les dice a los personajes qué hacer en esos interminables

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bodrios que tengo que corregir. Soy el que tiene que tratar como personas de carne y sangre a esos bocetos torpes de los novelistas, a esas ingenuidades, a esas ignorancias rabiosas que forman la élite cultural de estos días, a esos clientes. Tal vez debería cambiar de párrafo para no sacar una metralleta y rociar de balas la sede del Black Pen. Por cierto, el norte para cambiar de párrafo me lo ha dado la necesidad de levantarme del escritorio para traer algo. Primero se me terminaron los cigarros y tuve que bajar a la tienda (volví a fumar). La segunda interrupción se debió a que olvidé traer algo de beber. Es tarde, el café aún podría espantarme el sueño, así que fui por agua. Es la cosa más irrelevante del mundo, lo sé, y es parte de la dificultad: que explicaciones de este tipo, incluso tan irrelevantes a primera vista, me revelen algo necesario para escribir La rebelión de los negros. No quiero filtrar nada, no quiero dejar nada fuera, no quiero convertirme en Editor de mí mismo. Con un poco de optimismo, buscando a toda costa lecciones de escritura, esta interrupción me enseña que cuando se escribe es necesario tener cerca cigarros, algo de beber, unos dulces. Éste es mi lugar. Aquí puedo hacer lo que quiera. Dejar pasar entre este enunciado y el siguiente una semana o un mes, incluso varios años. De este punto a este punto, fui un autre diez veces. Exagero, pero el punto queda claro. Me disfrazo de texto, en realidad, porque he venido a infiltrar esta novela. Soy un ninja, lo confieso, lo he sido siempre. Ahora que nada importa, de más está decirlo. Vengo aquí, a un rincón de mí mismo, a traerme de vuelta. A llevarme. A buscarme. Y a veces me siento solo y traigo a mis amigos, como si fuera un gran concierto de rock, un homenaje a Bob Dylan, y todos ellos vinieran y cantaran conmigo. Esos amigos a veces están

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muertos o son, sencillamente, imaginarios. Conozco a un dios que se llama Posidón y también a un perro. Aquí me encuentro un vestigio doloroso, algo que me cuesta mucho esfuerzo ver. Es el gato de Zilch. Está muerta, como siempre que pienso en ella, sobre el asfalto. Se llama Ninja. Murió por mis pecados. La atropelló un coche cuando Zilch y yo salimos a comprar cerveza. La buscamos mucho rato y fui yo quien la encontró embarrada, untada en el pavimento. Despegué sus huesos del piso después de abrazar a Zilch, de asegurarle que el gato no era blanco, sino negro. Sí, lo vi muy bien. Era Ninja, Zilch. Es ella, Zilch. Lo siento. • México, d.f., una fecha Si Pauli fuera un personaje, podría dirigirme directamente a él y hacer que esta novela fuera en realidad una colección de cartas no enviadas a todos mis amigos y la gente que quiero. Podría hablarte directamente, Querido Pauli, y decir que eres un tipo alegre, de una alegría en esteroides, digamos, o en drogas, aunque nunca te vi usar ninguna mientras vivimos juntos. Gritabas y golpeabas cosas como un simio alegre en la selva, un chango amarillo, pequeño gorila español de metro y medio, cuerpo de bailarín, grandes ojos de loco. Borracho tenías aún menos filtros que sobrio: a medianoche o a mediodía, tirabas las rebanadas de los libros malos en pedazos por la ventana, o bien una traducción de

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Pessoa que, según tu presunto portugués, te pareciera detestable. A veces me asustaba presenciar tu libertad rabiosa —tu libertad o tu pantomima—. Ahora, Pauli, si me disculpas, voy a hablar de ti en tercera persona, porque quiero decirte algunas cosas como si no estuvieras presente; como si ésta fuera una carta tradicional y tú no fueras un personaje vivo, sino una persona de carne y hueso —como tantas. Me pareció que pudimos haber quedado en mejores términos cuando salimos del Palomar. Oye: siempre te cuento como el héroe en esa aventura del 12 de diciembre, donde te ofrecieron al joto de la cuadra en una fiesta callejera, ¿te acuerdas? Fue el día en que fuimos a leerles a los peregrinos de la Basílica de Guadalupe. ¿Qué leímos? ¿Por qué gritábamos en las escaleras como posesos, como fervientes guadalupanos esos párrafos de alta teología herética? Y al volver a casa nos encontramos con la calle cerrada y el barrio en una gran fiesta, con el sonidero a todo lo que daba y mucha gente bailando en la calle. La cerveza fría y barata, mucha comida, mucha alegría. Y te pusiste a bailar pegadito con una vestida, así de macho eres. Nunca estuve más orgulloso de ti que en ese momento, querido Pauli. Cuando él salía —vuelvo a la tercera persona—, la casa se quedaba en un silencio relativamente apacible, interrumpido solamente por la maldita bomba de agua o por el tránsito de Eje Central: bocinazos, sirenas de rutina en un viernes a la madrugada. Atesoraba esos momentos: sin música, sin gritos de loco desde su habitación, sin golpes inexplicables en las paredes, sin desplantes histéricos. En esas horas de soledad el departamento era mío y podía entregarme, después de todo el día trabajando, sencillamente a leer y ser perezoso, mi actividad favorita.

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Asumiremos el yo para hacer la escena un poco más viva: escuché, pues, tres golpes en la puerta del zaguán. Estoy leyendo a cuatro pisos de la calle, y el cubo de las escaleras me trae el eco de los golpes, entre los cuales alcanzo a escuchar el eco de un nombre borrado a medias por la distancia, como quien borra una palabra de un pizarrón sin mucho esmero, dejándola reconocible, forense. Puede ser que Pauli no traiga llaves y venga borracho, pensé. Que traiga amigos o una furcia. Que vengan todos borrachos, con ganas de fiesta. Es posible que haya furcias para todos. Ha pasado. La negociación de los cuartos, tomar turnos, pedirles taxis al amanecer. Qué pereza, me dije. Otros tres golpes en el zaguán, otro eco subiendo por las escaleras, el zaguán que se cierra, una risa de mujer que anticipa el metrónomo de los tacones. Leía una novelita de Stefan Zweig mientras escuchaba los pasos que subían en la oscuridad. Hoy no, hoy no quiero fiesta. Sólo quiero leer a Zweig, reconocer los pequeños homenajes, pensaba, que le hace por ejemplo a Flaubert, desde la anécdota rayana en el plagio, pero también a Stendhal: las casillas rojas y negras en la ruleta del casino. Qué detalle. Hoy no quiero furcias ni fiesta ni Pessoas volando por la ventana. Quiero leer a Zweig y pensar en la influencia de Dostoievski en su propia visión de la mujer, mucho más visible que la de Ibsen y mucho más sutil. Eso, claro, si Zweig hubiera muerto antes que Ibsen. La verdad no sé nada de Zweig, no lo había leído nunca, pero la verdad es que es bastante bueno. No quiero fiesta, repetía para mí mismo, quiero pensar en este casino que propone Zweig y que me recuerda a otro casino literario, el de Piglia en La ciudad ausente. Sebas tampoco se pasó por casa hoy. Habrá tenido un mal día robando libros. Cuando no roba nada no se aparece. Es

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como si no se sintiera con derecho a la celebración gratuita, sin derecho a trago y furcia por mal ladrón. Malo Sebas, que no te compraron libros hoy en el callejón. El fantasma de una risa de mujer forma un manchón de ruido en las escaleras. Tardan una eternidad en subir. Ojalá se caigan por el pasamanos. Mejor no, que tendría que ir al hospital con Pauli y no estoy de humor. Qué pereza. Habría que terminar de leer a Piglia, por cierto, para devolvérselo a Sebas. Ya leí esa parte: esa historia del casino que, según Sebas, está basada en un reto que dejó Chéjov. No sé si Sebas se lo inventó, pero va así: escribir el relato de un hombre que deja todo y toma un tren rumbo a la ciudad desconocida. En dicha ciudad deberá entrar al casino y jugar hasta perderlo todo. No importa que duplique lo apostado ni que desbanque a la casa: la consigna es jugar hasta perder. Esto, a favor de la trama, no ocurrirá. Sebas creía que este efecto era lo verdaderamente difícil de lograr: que el lector se creyera que, contra todo pronóstico, el jugador podía ganar varias veces el monto de la ruleta apostando siempre al mismo número. Dostoievski lo hace de modo magistral en El jugador, precisamente. Lo que sigue en el reto de Chéjov es que el jugador sale con los bolsillos inflados de dinero y se mete en cualquier hotel. Se desnuda, los billetes tapizan el suelo, inundan la cama, le salen por debajo del sombrero (aunque puede que el personaje no tenga sombrero: en la versión de Piglia, el jugador es una mujer). No enciende la luz. Deja la puerta abierta. Se sienta al borde de la cama. Se mete un tiro por la boca. Aunque es probable que, además de Pauli y la Furcia, venga Sebas con ellos. A veces se encuentran donde Mary, en los Jarritos, y llegan de madrugada con ganas de más fiesta. A veces soy yo quien los encuentro tratando de sacarle un beso

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a la Mary, que es como la madre de los niños perdidos. Como una Campanita negra. A veces somos Sebas y yo quienes llegamos con una botella de tequila a despertar a Pauli. A veces Pauli trae furcias o mezcal, Sebas trae furcias o libros, yo traigo vino y furcias. Adoro esa palabra: furcia, furcia, furcia. Según el diccionario de la Real Academia quiere decir “prostituta”, pero a mí me suena a algo mucho menos sórdido, a una chica cualsea, bonita pero no tanto, que nos olvidará a la mañana siguiente rumbo a su casa. Pero hoy no quiero convocarlas. Hoy estoy cansado. Hoy ha sido un día agotador. Hoy ha sido un día de mucho trabajo. Necesito una excusa convincente, pensaba, en la eventualidad de una invitación. Quiero leer a Piglia, a Zweig, pensaba, y tratar de dormir antes del amanecer. Puertas que abren, puertas que cierran. Pauli ya está con su Furcia en la habitación de al lado. Que no salga. Que se quede ahí con ella. Que no lo deje salir de la habitación, al Pauli. No quiero escuchar su misma historia y darle los mismos consejos —los mismos con otras fórmulas, porque hasta los magos nos cansamos de hacer el mismo truco de la misma forma. Hoy no quiero mentirle a Pauli y decirle que todo va a estar bien. Los escucho coger brevemente, gritar, dormirse. ¿Dormirse? Ojalá. Hoy he tenido suerte, eso es cierto. Tal vez me dure la suerte hasta ahora. Tal vez hoy pueda apostar al sueño antes del amanecer. Tal vez hoy gane la apuesta. Hoy fue un día de suerte, pensaba. Trabajé todo el día en una novela de César Aira. El Autor, como se les llama en el contrato de confidencialidad, aprobó los cambios que le propuse y la gente de la editorial también. Los del Black Pen soltaron por fin el adelanto y pude pagar la renta atrasada, la que corre y un mes más. Todo marcha bien. Ya pasó

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lo peor, me dije a mí mismo. Todo a partir de aquí era casi mecanografía. Los teóricos lo llaman estilo, pero nosotros lo llamamos mecanografía. Pusimos en orden la historia, qué se cuenta primero, qué después, qué final queda bien según el “estilo” de Aira, esos finales casi de trámite cuando ya ha contado lo que quería y busca cualquier puerta para salirse. Hay puertas maravillosas, en la obra aireana, como el monologazo que abre El bautismo, de una creaturilla dando vueltas en el reverso del tiempo, como lo que Toto pensaría mientras lo llevaba un viento fuerte en el rehilete de Oz. Hablamos de un final como el de El pequeño monje budista o Las noches de Flores, uno completamente inesperado y absurdo, incluso ligeramente “carrereado”, frenético, abrupto. Contar la delirante historia y luego acabar de golpe y porrazo, sin elegancia, casi burocráticamente. Hay algo en su estilo que lo permite y habría que aprovechar eso. Nos gustaba trabajar con Aira porque los finales nunca son un problema, y a veces incluso decide escribirlos él mismo, por lo que la paga es buena y el trabajo es poco. Ningún sonido del cuarto de Pauli. Ya se habría dormido sobre la Furcia desnuda, que ya no gritaba ni reía. No me sorprendería que algún día asfixiara a alguna de ellas, que la tirara por la ventana o se tirara él mismo. No quiero pensar en ellos, pensaba. Ya no puedo leer a Zweig, ya me aburrió. La maldita bomba de agua hace que el edificio retiemble como un animal epiléptico. Cualquier día un temblor nos tumba la casa con todo y furcias. No quiero pensar en la bomba ni en Pauli ni en las furcias. Estoy contento, pensaba. Ha sido un buen día. La historia en la que trabajamos con Aira es la siguiente: Un hombre trabaja como vigilante nocturno de un edificio en construcción en Miravalle: un tipo solitario que se dedica

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a leer en su pequeña caseta de vigilancia, el televisor portátil sin volumen, pero encendido, pues Aira cree que la luz de los pequeños televisores es justamente lo que le da su atmósfera solitaria al hombre que vigila: una bisagra que sirve para indicar a los extraños que se trata de un vigilante común y corriente y no, como es el caso, de un lector disfrazado de vigilante. Nuestro personaje tiene 40 años y aún no damos con el nombre. Digamos que se llama Fred. El Sucio Fred. El Sucio Fred trabajó por última vez a los 20 años. Lo metieron preso un día que no recuerda, cuando se hartó de azotar sus puños contra el rostro de su jefe en la fábrica de refrigeradores hasta que el rostro del bastardo era una pulpa caldosa con pedazos de hueso flotando entremedio, como una sopa de carne humana. Es curioso: las novelas de Aira suelen jugar con cierto tipo de horror cómico, así que el reto de ésta será que la escena quede como al calce, como una forma de ficción de la personalidad. Ya llegaremos a eso. En fin. Fred el Sucio o el Sucio Fred estuvo en prisión y en algunos hospitales psiquiátricos. Llevaba poco tiempo fuera cuando lo conocemos y entramos en su historia. “Es un tipo que no quiere meterse en problemas”, me dice Aira. “No creo en la redención, pero queremos presentar el castigo como excesivo, como una forma excesiva del poder, como una forma ridícula, impotente del poder”, me dice por Skype. Mientras estuvo preso, el Sucio Fred trabajó en la pequeña biblioteca de la cárcel para hacer puntos de buena conducta. “Quiero presentar esas escenas de cárcel sin el patetismo usual, Raya”, me dice Aira. “Que sean algo así como un jardín de niños para niños con tatuajes e historias aterradoras.

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El lugar de recreo para los niños perdidos. Fred el Sucio”, sentencia, “es Peter Pan cuando se da cuenta que ya creció”. Fred el Sucio, entonces, se porta muy bien. Es el chico modelo de la cárcel y trabaja en la biblioteca. “Esto es crucial”, me dice. “Es un poco el Conde de Montecristo, che”. El viejo bibliotecario le recomienda cosas, qué se yo. Y en una ocasión les llega una novela de César Aira justamente, una sobre un guitarrista de blues que se encuentra con el Diablo en medio de una carretera —pero no va a buscarlo para venderle su alma ni para aprender los secretos del blues, esa leyenda fáustica tropicalizada del sur de Estados Unidos—. El guitarrista va para subvertir el pacto fáustico, para tentar al Diablo. Es una gran historia, y aunque Fred el Sucio o el Sucio Fred no supiera nada de blues esa historia le cambia la vida: encuentra una forma laica de redención en ese libro. Será como la Biblia para Robinson: lo ayudará a sobrevivir en la isla desierta del mundo exterior. Aira —a quien sólo por una caduca convención legal nos seguimos refiriendo frente a la gente de la editorial como “el Autor”— había tenido personajes rarísimos en novelas anteriores, y me emocionaba poder proponerle un personaje que fuera muy distinto: ya no se trataba de magos, payasos, robots o monjas ninja. Le aseguré que habría un ninja en alguna parte. “Si no hay ninjas me pongo nervioso, che. Al menos ponte que Fred el Sucio esté viendo una peli de ninjas en la tele, qué sé shó…”, y así. Un personaje que lograra transformar la grisura de un vigilante nocturno en una gama completa de matices negros. No grises: negros. “Además”, les dije, “de Aira se puede esperar cualquier cosa”, y ni el Autor ni los pelmazos de la editorial supieron al momento si era un halago o un comentario condescendiente, pero sabían que tenía razón.

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Era una gran apuesta, pero lo cierto era que si me habían comisionado este proyecto era para vender. Aira escribe por placer y publica en pequeñas editoriales independientes, pero para vivir encarga estas parrafadas sobre borradores que no tiene muchas ganas de desarrollar; sin embargo, la editorial trasnacional que nos contrató esta vez no publica nada que no sea aprobado por el departamento de mercadotecnia —finalmente es un negocio—. Para mi sorpresa estuvieron de acuerdo con el asunto de los ninjas; lo difícil fue que se tragaran lo del vigilante. “Será un Batman salido de prisión”, les dijo Aira y quedaron convencidos. Los superhéroes vuelven a ponerse de moda. “¿No habrá problemas con los derechos? ¿Qué tan ‘Batman’ será Fred el Sucio?” Un horror de negociación, como siempre con esta gente. Tuvimos que pasar veinte minutos con Laconia Topo de la editorial explicándole que Batman no había sido creado por Christopher Nolan. “Pero Fred el Sucio”, concluyó Aira magistralmente, “será como si juntaras a Batman con el Guasón: es un personaje redondito… Lo difícil será construir su némesis, Raya. A su mujer…” Cuando el Autor se apropia de tal modo de tu idea, el trabajo ya está hecho. Y cuando ves que tu personaje comienza a ser desarrollado por mentes de mayor experiencia, bueno, también te mueres un poco por dentro. Luego ya me quedé discutiendo algunos detalles técnicos con Aira. Apenas nos quedamos solos (con la soledad compartida de la pantalla que en Skype es más ventana que nunca) me preguntó qué había querido decir con eso de que de Aira podía esperarse cualquier cosa. Recordé mis palabras y las vi más ajenas que nunca —vaya ironía—, trastornadas e irreconciliables con la verdad. Es decir, las vi como él las veía.

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Ése es mi trabajo: ver las palabras que los autores no ven: convertirme en ellos y escribir sus libros. Me pagan para eso, y para explicarles, como ahora a César Aira, qué idea tengo de ellos y por qué soy el tipo más apto, no para corregirles la plana, sino para escribirla por ellos. “No se enoje, maestro”, le dije. “Déjate de la payasada de maestro, Raya. Khonde me habló bien de ti, pero si no estás a la altura del trabajo, pues lo dejamos y sha está…” Aira desairado. Le expliqué no lo que quise decir (eso no lo sabe nadie, menos yo mismo), sino lo que mejor provecho podía sacarse de aquella frase, “de las novelas de Aira puede esperarse cualquier cosa”. Le dije que por el lado del absurdo, de la experimentación, incluso de la erudición, justamente, podía esperarse cualquier cosa: era un autor excepcional con decenas de novelas escritas al cabo de muy pocos años, y a diferencia de autores que vendían más, Aira todavía escribía la mayoría de sus novelas y se tomaba el tiempo para supervisar las que las editoriales le mandaban escribir con negros literarios. Eso era mucho más de lo que hacía Ruíz Zafón o algún otro escritor bestseleroso de esa calaña. Nosotros todavía éramos un poco piratas, le dije. Por eso podemos darnos el lujo de tener personajes inesperados, que no sean reflejo directo de algún nicho de mercado; todavía podemos aspirar a la literatura, aunque el mercado esté controlado por filisteos y tiburones. Se quedó mirando una esquina de la pantalla, el humo del cigarrisho como una sombra transparente que espesaba y condensaba el silencio. ¿Estaba yo esperando un veredicto de ese escritor argentino que admiraba, del cual había crecido leyendo cosas como Cumpleaños o El mago, libros que me eran muy queridos y personales? ¿O era sólo preocupación

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profesional? ¿El preocupado en mí era el negro literario o el lector? Aira se limpió la garganta como para decir algo. “Mirá, desde hace tiempo tengo ganas de tener un guitarrista de rock como protagonista de una novela. Luego que terminemos esta mierda para la editorial me ashudás a escribir la novela que lee Fred el Sucio, esa novela del guitarrista. Esa la publicamos acá en Caja Negra o qué sé shó, por la gracia del contar mismo”. “Le podemos poner de título Simpatía por el diablo”, le dije, y soltó una carcajada larga y entrecortada, como un tren que hace síncopas de humo. “Dale, dale”, dijo, y el ruido de la maldita bomba de agua del edificio hizo imposible seguir hablando, así que nos despedimos. No miento, esa bomba va a sacarme de quicio un día y voy a matar a todos los vecinos, a sus hijos y a sus abuelas. Me rompe las pelotas. Como ahora, en medio de la noche, cuando tengo un poco de soledad suplementaria que su rodar de agua interrumpe. Carajo. Entonces escucho la puerta de Pauli abriéndose. Habrá terminado con la furcia o la furcia tiene que volver a casa o la furcia sale a mear. Personalmente prefiero no traerlas nunca, o verlas temprano, pero Pauli es un nocturno más tradicional y las invita a quedarse. A veces preparan el desayuno para todos; otras se roban algún libro de la sala antes de irse, como para quedar a mano, ¿de qué?, no sé. De una secreta venganza por llamarlas “furcias”. El metrónomo de tacón salió caminando por la sala hasta la puerta del departamento seguido por la vocecilla de Pauli, amodorrado, changuito recién ordeñado. Seguramente no

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habría malas traducciones de Pessoa ni macetas volando por las ventanas esta noche. Al menos un poco de paz nos daban las visitas de estas furcias con la maldita bomba de agua al fondo. Y acordándome de esto ni siquiera pude leer a Zweig. No seguiré leyendo, pues. De hecho se me antoja un trago. Ya escucho muy lejano el metrónomo musical de la furcia, su risa de furcia subiendo por la escalera en dirección contraria a sus pasos, a contracorriente del retumbar de la bomba de agua. Ahora que vuelva Pauli le invitaré un trago. Acordarme de Aira me ha puesto de buen humor. Incluso podría escuchar otra vez la historia de Pauli y tratar de darle algún consuelo, o al menos ofrecerle la escena del que escucha y permite que el otro se cuente a sí mismo su propia historia. Si esto fuera una carta, Pauli, terminaría así: Siempre tuyo y siempre fiel, Ryuichi • La división entre persona y personaje siempre me ha parecido muy tajante, muy irreversible. Como si los sujetos y sus máscaras se construyeran como algo más que ficciones sobre sí mismos, o como si la ingeniería de la personalidad no fueran sino una serie de relatos que nos contamos al respecto del extraño que nos sale al paso en los pasaportes y en los espejos. Esta mano es mía, me digo, pero también puede no serlo. En realidad no importa, mientras esta mano escriba. No importa si soy yo quien la mueve o existe una voluntad tercera —ni mía ni de la mano— que nos mueve a los dos.

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Más que mi rostro, esta escritura es yo. Esta materialidad es mi cuerpo, este sube y baja de tinta, estas líneas de alta tensión con pájaros inverosímiles apostados muy juntos, estas patitas de mosca, como les dice Calasso, estas palabras recién pescadas puestas a secar, a pudrirse sobre el fondo blanco de la página, este electrocardiograma, este etcétera de las imágenes, este catálogo de sombras. Sé que no soy un personaje de novela porque sé cómo hablan los personajes: me dedico a ponerles palabras en la boca. ¿Y si mi personaje no hablara como yo? ¿Si no se pareciera a mí cuando alguien lo leyera? Escribo La rebelión de los negros tal vez para entender por qué hay cosas susceptibles de convertirse en escritura y otras que no. ¿Quién elige, el escritor o su personaje? ¿Qué partes de la experiencia deben convertirse en escritura y cuáles perderse en la memoria? A ratos he sentido como si estuviera condenado al testimonio. En mi vida no pasa nada, en realidad. O no pasa mucho. Leo, leo, leo. Estoy con una mujer, me emborracho como todo el mundo, y en los ocho segundos del orgasmo soy feliz. Escribo mis cosas antes de que amanezca, muy temprano. Mis papeles, mis pendientes, mis cosas. Así le llamo a lo que hago, estas páginas inútiles, y cuando todo está perdido (rumbo a mediodía) dedico entre cuatro y seis horas diarias a terminar encargos del Black Pen. Ésa es mi vida, soy escritor. Antes de eso trece mudanzas en seis años, por todos los rincones de la Ciudad de México, durante las cuales comprendí que La rebelión de los negros finalmente existiría, por pura necedad más que necesidad, de manera irremediable. Alguien —yo en este caso, pero pudo haber sido otro, otro cualquiera, incluso tú al leerla, incluso

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Edgar Khonde— escribía que escribía La rebelión de los negros hasta que apareció. La frontera entre persona y personaje es del grueso de una hoja de papel. • Ideas descartadas de La rebelión de los negros: realizar el sueño que los Editores de Pavić no le permitieron realizar, el de publicar una novela donde cada ejemplar tuviera un final diferente, particular para cada libro, es decir, para cada lector. Escribir finales a la medida. O también: publicar unos seis o siete libros, todos con el título La rebelión de los negros en distintas editoriales, en una editorial conocida y en una pléyade de editoriales marginales, cartoneras, virtuales, en más de un país, una en cada país. Una La rebelión de los negros sería un largo poema con tema de blues, sobre mi gran amor y mi gran respeto por la música negra, por el jazz, el gospel y todo eso; otra edición sería una crítica a la economía política del signo escrito en lenguaje científico; una más sería para un largo ensayo de corte deconstructivista —como las Mitologías de Barthes— sobre la frase “La rebelión de los negros” (con análisis sobre la eufonía y sus sugerencias, escuchar en la rêve et lion el sueño oculto en rebelión, etcétera); otra La rebelión de los negros sería un libro para niños, una novela de aventuras sin palabras, sólo con ilustraciones, donde unos niños juegan a policías y ladrones y el bando de los ladrones termina matando por accidente a uno de los niños policías, creando toda clase de complicaciones y cuadros interesantes (referentes: La cruzada de los

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niños de Schwob, El señor de las moscas de Golding, La isla del doctor Moreau de H. G. Wells, Peter Pan y Wendy de J. M. Barrie, y La invención de Morel de Bioy Casares). Crear una confusión, crear terrorismo literario. Idear algún dispositivo que volviera inasible algo así como La rebelión de los negros per se; embarcarme para siempre en un proyecto indefinible. Una idea más: venderle la idea a un museo y escribir en un gran rollo de papel a máquina (homenaje a Kerouac) La rebelión de los negros en una torre de marfil del alto del proverbial tabique desde donde los imbéciles se sienten superiores. Unos tabiques de marfil podrían funcionar. No se me permitiría salir bajo ninguna circunstancia del espacio de esos tabiques, ni aunque mis padres murieran o se quemara mi casa. Sería un performance duracional de un par de años, por lo menos, los suficientes para escribir un enorme rollo que podría ser leído sólo por Internet. Para evitar la tentación del fetiche, al terminar la pieza el rollo de papel deberá ser destruido sin ceremonia, botado a la basura, reciclado como rollos de papel de baño para las centrales camioneras y los hoteles de paso. • Éste es un lugar a donde no vengo a menudo, Lector. Aquí no me das miedo. No siento que deba ponerte trampas, sensores de movimiento, misiles antiaéreos. No, mira, aquí no hay líneas en los mapas. Aquí es un espacio mejor que el de cualquier foro mundial: aquí cabemos todos, no importa de dónde seamos. Es la utopía, claro, pero no le decimos así en público. Allá arriba, esa palabra nos ruborizaría. Aquí,

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mientras nadie nos ve, Lector, estamos planeando en secreto la Revolución. Por fin te voy a poder contar una historia después de todo este mareo en que me he metido tratando de disuadirte de llegar hasta aquí. Esa historia es muy simple, pero es mía. Observa: se trata de cómo tú y yo planeamos en secreto la Revolución. Tú y yo somos los conspiradores, ¿ves? Te quiero entregar este diploma honorario de conspirador oficial. Se llama La rebelión de los negros. Lo he estado escribiendo para esconderme de ti, para hacer más difícil que me encontraras, pero finalmente creo que a eso va uno a un libro que se llama La rebelión de los negros: a ver cómo, o quiénes fueron los tales negros y a darse por enterado de su tal rebelión. Bueno, no hay negros ni blancos ni rebelión, estamos tú y yo, sentados frente a frente en el libro como en una mesa puesta. Tú para mí te llamas Edgar Khonde —a mí tú me puedes llamar como quieras. • Justo antes de dormir uno vuelve, por un segundo, a tener seis años y miedo a la oscuridad. No me asusta la puerta emparejada del clóset: me asusta que unos tipos entren a robar y maten a toda mi familia y me despierten. Sobre todo que me despierten: nadie debe interrumpirme cuando duermo: es el único lugar donde puedo trabajar sobre el símbolo sin los acosos del yo. Tal vez por eso los insomnios y los sueños: para interrumpirme antes de que lleguen los ladrones y se lleven mis pocas pertenencias, mis billetes arrugados, mis instrumentos de trabajo. Todos otra vez. Quignard: “Todo sufrimiento es un sueño mal escrito”.

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• Una de las últimas veces que Khonde posteó en Facebook fue sobre el caso de Sofia Tólstoi, redactora de las cuatro copias originales de Guerra y paz de su famoso marido. Khonde escribió que le encantaría leer un libro con las conversaciones imaginarias entre la señora Tólstoi y la señora Dostoievski; sobre cómo se las arreglaban para poner a trabajar día tras día a ese par de perezosos, de disipados chupatintas travestidos uno de asceta y otro de vagabundo. Eran ellas las encargadas, dice Khonde, de administrar regalías y tratar con tozudos Editores, además de realizar los trabajos más duros, más bajos, más ingratos del oficio literario, como transcribir manuscritos y matarse los ojos corrigiendo pruebas y cazando erratas. El secretariado, en literatura, es el capítulo negro, como la página negra de Sterne en Tristram Shandy, aquello que está pero que debe permanecer velado, porque nos haría ver que la literatura es una forma de la división del trabajo donde nadie puede establecer fronteras claras ni reglas absolutas. De lo contrario, tendríamos que vernos en la necesidad de ampliar ciertos conceptos como “autor” para dejar entrar en él a una multitud plural de redactores, editores, correctores, traductores, etc., quienes han autorizado el estado de un texto, modificándolo materialmente, aprobando o impidiendo su publicación, creándolo. ¿Por qué todos estos trabajos se encuentran subordinados a la costumbre de un sólo nombre asociado a todo un libro? ¿Cuándo se ha visto un libro así, tan solo, donde no intervenga sino un idioma inventado que un hombre verdaderamente solo hubiera escrito para llorar su propia pena? ¿Cuándo se ha visto un libro donde la posibilidad de un otro no esté

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siempre por realizarse? ¿Cuándo se ha visto un libro que no sea una pequeña conspiración? ¿No es tan autor de un libro aquel que escribe en su cuaderno las situaciones y los personajes y todo eso, tanto como el que se encarga de transformar esos apuntes en un libro, es decir, de encontrar (e incluso contar) el libro que un autor ha imaginado? Esa debería ser la labor de los Editores, que hoy se han vuelto una vedette más del aparato editorial. Qué días: hoy todos queremos el proscenio y nadie quiere mover el telón, ni para cerrarlo ni para abrirlo. Todos queremos ser el protagonista, el personaje principal, El Autor de nuestro propio drama, el cantor de nuestras propias gestas. En un mundo sin aventuras, la gente se toma fotos a sí misma en un escenario con el telón cerrado. • Tal vez, después de todo, mi versión de La rebelión de los negros no es, a su vez, sino una versión de La clave de los sueños de Ludvík Vaculík, fenomenal escritor checo, donde sueño, rebelión e imposibilidad están entremezclados como en Utopía de Tomás Moro o Aurelia de Nerval. ¿Por qué un libro debería escribirse una sola vez? ¿Por qué no aprender del blues y el jazz que todas las obras son variaciones contingentes que van creando sucesivamente un sentido que compete a todos los involucrados, sin que ninguno de ellos, por otra parte, pueda producirlo entero por sí mismo? ¿O qué escritor es capaz de crear La Literatura, en sí misma? La vanidad oculta los rastros de la variación; he ahí el papel (el arte) del Autor, ese gran mentiroso. •

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Pienso como ladrón de mar, pero en tierra. Pienso varado en tierra, con una mente de mar. Soy una isla y estoy armado de un revólver y de mucho miedo. Conocí el miedo de niño y hoy es como mi segunda cara: el miedo es mi oficio, es mi trabajo. Los ladrones (no importa que seamos modestos ladrones de libros) siempre somos piratas y siempre lo seremos, y nuestro oficio, en gran medida, es hacernos temer. Aprendemos a dar miedo teniendo miedo. Al menos, lo que es ahora, me muero de miedo nada más de imaginar las ganzúas que ya estarán forzando los barriles de esa cerradura, por esas herramientas con las que los ladrones abren ventanas y se deslizan al interior de las casas sin ser vistos, como gatos. ¿Los piratas se preguntarán algo antes de tomar el control de un barco, antes de echar abajo esa puerta, la de mi habitación, donde los espero armado hasta los dientes, muerto de miedo? Yo mismo soy un ladrón, un pirata en tierra: nunca compro libros, robo siempre. Y si me tomo por integrante de la especie y si asumo que me hago preguntas, diríamos que sí, que los ladrones se hacen preguntas, con una salvedad: nada se preguntan mientras están robando. Es preciso que nada los distraiga, y que los sentidos estén disponibles siempre para la lucha, para el rapto, para el escape. Vigilancia férrea de los sentidos, la del ladrón, que se pregunta solamente cómo deshacerse de aquello que le estorba. Entonces no se pregunta: conspira, maquina, resuelve. Pero ya los escucho queriendo forzar la puerta y sé que debo interrumpir la escritura para tomar el revólver en una mano, el cuchillo en la otra. Ya los escucho con su respiración leve, breve, suave, marea contenida como oleaje a punto de romper, como una gran ola o un gran grito, en tierra. Sé que debo dejar pendiente la escritura para salvar la vida,

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porque los ladrones son terribles y no se detendrán ante nada. Porque este tiempo en que escribo es una ventaja que me da un buen azar para prepararme, como me ha preparado desde niño, para cuando llegaran los ladrones, para que no mataran a mis padres ni me despertaran, ventaja que ha servido para estar siempre despierto y esperándolos. Todo estaba listo para mantenerme vigilante, para darme espacio de maniobra, para que no pudieran tomarme por sorpresa y eso es justo lo que han hecho. No podrían sorprenderme ni dormido, pues casi nunca duermo, o cuando duermo, duermo y sueño lúcidamente y escribo libros donde aparecen ladrones que entran por ventanas, pero lo que es hoy, ahora que llegan, justo me encontrarán escribiendo, encerrado en la página, incapaz de interrumpirme incluso para salvar mi vida. Mis sentidos están alerta —tan alerta como conviene a un ladrón—. Creo que ya lo he dicho. Sé que ellos escuchan, tras la puerta, con tanta claridad como yo los espaciados ruidos que vienen subiendo de la calle e intuyen el silencio de las sirenas, las patrullas de policía. Pero no temen a los policías como los piratas no temen a las sirenas: saben que son sus aliados en el crimen, pues la función del policía es permitir y perpetuar el crimen que a su vez le da sentido a su propio trabajo. Se necesitan ladrones para que existan policías. No, sobre todo nunca confiar en la policía. Odiar a cada policía, ver en cada uno de ellos al enemigo, desear su destrucción total, trabajar para destruirlos. Los cuarenta ladrones de la cueva de Ali Babá se reirían de las más modernas fuerzas policiacas, de las fuerzas de ese Estado que le pone precio a la libertad, que fija la cuota del crimen y de la fianza, que juzga con una balanza siempre mal calibrada.

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Pero los ladrones (como los bárbaros, que eran esperados por los altos ciudadanos en Roma durante interminables horas que se hicieron años, hasta preguntarse si los bárbaros iban a animarse a entrar en Roma de una vez por todas), son cosa aparte. Creo que ya lo he dicho. Se tejen con una tela a la que no se le ven las costuras. Desaparecen en las habitaciones con la habilidad de los novelistas que desaparecen en la página. Se dice que la justicia es ciega, pero se olvida decir que también es sorda. Este no es asunto de la justicia, sino de manos arriba o te dejo como coladera, cabrón. Asunto de suelta el arma, que la sueltes, ah, entonces vas a valer verga. Asunto de ladrones, de rateros con oficio. Tal vez no escribo estas palabras: tal vez estoy soñando que escribo mientras esos ladrones están tratando de forzar la puerta. Ya abrieron la primera chapa y van con el segundo cerrojo, el Phillips, pero si continúan trabajando a ese ritmo terminarán antes que yo y abrirán la puerta, terminarán con el cerrojo a medida que yo termino esta página que estoy soñando que escribo. La luz está encendida: eso debería ser suficiente para persuadirlos de no entrar. De niño no había monstruo que resistiera la luz; fue así, a oscuras, que aprendí a disfrazarme de monstruo y vigilar en la oscuridad para que los ladrones no nos tomaran por sorpresa y nos dejaran en la calle, muertos, o aun peor, en la miseria. Pero la luz encendida sólo alertaba a mamá, quien me reprendía sin considerar la importancia capital de mi misión, y más de una vez escuché los gritos aterrados de Luis, mi hermano, que caminando por el pasillo rumbo al baño me veía sentado así, en la oscuridad absoluta, con un bate de béisbol listo para descalabrar espectros.

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• Encontré, ¿por casualidad?, la primera página que escribí con la Remington. Eso, como tantas otras cosas a lo largo y ancho de esta historia, es verdadero, pero si me has seguido hasta aquí (Lector, quien quiera que seas), confío en que habrás aprendido a obviar la diferencia entre una instancia y otra. El caso es que la estuve leyendo. Hay muchas anotaciones, vestigios de lecturas previas, borraduras, descartes, pienso luego existo y porque existo, escribo. Lo titulé “this machine kills fascists”, y lo subtitulé en alguna ocasión, con pluma, “Obertura / Prólogo a La rebelión de los negros”. Me compré esa máquina por 200 pesos, creo que ya lo he contado, en el mercado de pulgas del callejón 2 de Abril. Ahí vi una Smith-Corona igualita a la que tiene Zilch en Monterrey y pensé en llevarle los repuestos que necesitaba para repararla, pero me pareció que descuartizar una máquina en buen estado para sacarle un par de tornillos sería una tarea que Zilch reprobaría, y que podría afectar a alguien más. A alguien a quien esa máquina sí le pertenezca y que nosotros no podemos conocer. A un Lector que de pronto amaneciera con ganas de convertirse en escritor. • Nada me indica que la alerta de mis sentidos sea la de la vigilia y no la del sueño. Nada. No sé más si estoy despierto o soñando. Ésa fue la lección de Zilch: no importa si estás dormido o despierto, siempre estás soñando. Nada me dice que las sirenas que se alejan, por su misma naturaleza, sean reales o ilusorias. Me acuerdo de Kafka y

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pienso que, en efecto, uno puede protegerse contra el canto de las sirenas, pero no hay nada que podamos hacer para escapar de su silencio. Nada me garantiza que ese revólver que creo tener al lado de la almohada lo tenga verdaderamente ahí, ni que esa navaja de resorte marca Joker, regalo de Zilch, no sea sino una navaja soñada, sin ninguna materialidad. Aunque, por cierto, ya no escucho la cerradura, el trabajo de desbastarla. De todas formas he cogido el revólver y escribo con una sola mano y un solo ojo, pues el otro lo tengo puesto, como el oído, en el rastro que viene de la ventana del comedor, que justo hoy he olvidado cerrar. Cómo pudo pasarse por alto esta mínima precaución es cosa que ya tendré tiempo de lamentar si sobrevivo. • Hoy abandono La rebelión de los negros. La olvido. Me deshago de ella para siempre —de su caspa terrible, de su demanda extrema, que ha ido tomando una a una las provincias o las habitaciones de mi atención (lo que otros más viejos y sabios llamaron espíritu, esa gasa sensible que se impregna, que se embarra de mundo, que se sobresatura y se empaña) y me ha dejado en la intemperie absoluta—. Ya no veo más que dobles: uno a uno mis amigos se fueron convirtiendo en el doble de sí mismos, en una parodia de mejores tiempos tal vez, escenas de acción muy ensayadas y prestigios adquiridos artificialmente por todas partes; construcciones siempre del otro, por el otro y para el otro —el yo que escribiéndose niega todo sobre sí mismo—. ¿Para quién escribía, después de todo, La rebelión de los negros si no para estos fantasmas, para estos ladrones?

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Se trata en realidad de una confusión muy simple, llevada por el juego y el hambre de ficción a un límite ya insostenible: escribir el libro que otro ha soñado. Escribirlo desapropiadamente, es decir, sin un nombre propio que pudiera ponerse en el frontspicio de la obra, la novela, lápida anónima. Fuera necesario, preciso, imprescindible perder el nombre propio para crear tal obra. No a la manera de los Wu Ming, de los Luther Blissett, de los microscópicos Palabracaidistas que recuperaron el trabajo colaborativo, gremial de la Edad Media aplicado desde su anonimato a la escritura de obras concretas, con una división del trabajo, con una empuñadura política urgente y colectiva: no, doble no: una obra como La rebelión de los negros sólo podría ser escrita por Nadie. Y es que la deliciosa pesadilla de La rebelión de los negros me ha conducido a una parálisis total, a una disponibilidad extrema de los sentidos en la búsqueda de los fragmentos de esa obra —hoy lo reconozco— imposible, pues no puedo pensar ya fuera de esa obra, y el mundo se me aparece como la ilustración o el material en bruto, no ordenado, no editado, de dicha obra. Solía creer que los libros eran, sin más, una forma de libertad, pero ya no estoy tan seguro. El que escribe se rebela y se revela. Pero mi opresión actual es un libro. Es este libro fragmentario, disperso, irreconciliable donde no pasa nada. Un libro que es una nota de lectura sobre el libro que no puedo escribir, que está fuera de mis fuerzas y mis condiciones, y al que sin embargo he entregado estos últimos años de mi vida y, a qué mentir, al que probablemente dedicaré todo el tiempo que necesite para nutrirse, hasta que desentrañe (o invente) su secreto.

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He querido escribir un libro perdido, un libro que Edgar Khonde perdió al contarme su sueño y uno que perdí (tautología de pérdidas) también yo cuando los ladrones entraron a mi casa. Incluso llegué a fantasear que Khonde mismo, ayudado por Zilch, hubieran robado ese libro al ver el grado de fanatismo y ostracismo al que La rebelión de los negros me había llevado (¿y si fueran ellos los que tratan de entrar, ahora, por el espacio de las puertas cerradas, por el resquicio debajo de las puertas, por el ojo de la cerradura, como un humo o un olor?); pero si alguien podría entender el impulso obsesivo y sádico de esta obra, ésa sería Zilch; y si alguien pudiera concebir la inutilidad heroica del libro, ése sería Khonde. Son mis lectores ideales a la vez que los héroes secretos de esa obra, y ahora que ninguno de los dos existe no tengo más que hacer aquí. Ya no hay lugar para heroísmos. Mientras escucho el rastrillar de los pies de los ladrones, inasibles como sombras, me acuerdo de pronto de Giovanni Papini: “¿Hacerse caudillo de una revolución? ¿Y dónde? ¿Y por qué? Para semejantes aventuras se requiere un místico, un optimista, un poeta”, a lo que agrega después: “Yo no amo a los hombres y no sabría con qué palabras levantarlos”. Nuestra revolución será inútil. No tendremos héroes, ni caudillos ni nombres. No tendremos, sobre todo, manifiestos, porque no habrá nadie que los firme. Nuestra obra es una conversación interminable. Es lo que Sebas llama “ensayismo de a pie”, lecturas de la mirada; son las novelas neotropicalistas de Ventura y los poemurales místicos de Zilch. Es buscar nuevas formas de lo inútil, de lo que nadie codicia, mercado de pulgas de la literatura. Ésa será la única obra a la que tengamos derecho.

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Obra inútil, chamuscada, en pocas palabras una biblioteca de Alejandría. Soñar Alejandría, calentarnos las manos y los ojos bajo la bóveda iluminada por las llamas: eso fue el sueño de La rebelión de los negros: la escritura de todos los libros perdidos. • El problema, ya se adivina, es que en realidad no tengo un revólver y la navaja Joker me la robaron también en el episodio del Gran Atraco, la única vez que pudieron tomarme por sorpresa. Disuelta el arma entre mi fantasía no podré hacer realidad el apotegma de aquel ruso viejo que decía que si aparece un arma en escena, deberá hacer fuego. Valiente pistola, que desaparece antes de obedecer a Chéjov. Pero la imposibilidad para interrumpirse es real: de hecho es lo único real de esta historia: la imposibilidad de interrumpir la escritura para volver a eso que llaman la vida. Y tan real como esa imposibilidad, el miedo, tal vez formado de la misma materia de la escritura. A lo mejor hoy sí descalabro algún espectro. (Descalabrar: cómo me gusta esa palabra). • Trata de parecer infinitamente pequeño o de serlo, comenta Franz Kafka desde la repisa, mientras los ladrones se deslizan por la ventana abierta del comedor y registran las habitaciones una por una. Me voy perdiendo a mí mismo, me voy olvidando de mi miedo a medida que sus pasos se acercan, que abren con facilidad el pasador de mi habitación, de mi

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cuarto propio, de mi atalaya, de mi torre de marfil o de lo que se quiera, tan cerca que puedo olerlos pero no dejar de escribir, y ya entrados en umbrales seguramente escuchan el rumor del teclado, la velocidad mecanográfica con la que escribo, con la que me vuelvo leve, desarmado como una palabra vacía, mientras abren este libro y me buscan en él y encuentran, en cambio, algunas siluetas embarradas de mosquitos, algunos cadáveres y algunas palabras procaces para adultos, nada de qué avergonzarse, señora, por leer la palabra “masturbación” en voz alta, esta obra está vagamente basada en hechos y personas reales. Mientras, ahí ven qué les sirve, cabrones, mientras yo los miro desde aquí, agazapado en un signo, pareciendo infinitamente pequeño o siéndolo detrás del punto final.

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Interludio sobre un nombre Es curioso lo de decir algo en nombre propio, porque no se habla en nombre propio cuando uno se considera como un yo, una persona o un sujeto. Al contrario, un individuo adquiere un auténtico nombre propio al término del más grave proceso de despersonalización, cuando se abre a las multiplicidades que le atraviesan enteramente, a las intensidades que le recorren. Gilles Deleuze

¿Qué hay en un nombre? En el caso del nombre Edgar Khonde, hay un secreto. No es necesario ser muy listo para darse cuenta de que nadie puede llamarse “Khonde”, de que es un pseudónimo, un nom de plume, una máscara. Sabemos que Pablo Neruda tuvo que llamarse Pablo Neruda para escribir los poemas que Neftalí Reyes sólo podía soñar, y que el revolucionario Pancho Villa era el sueño lúcido del salteador de caminos Doroteo Arango. Pero la variación de Conde en Khonde (solía pensar que se llamaba Conde, antes de saber la verdad) sería mucho más sutil. No, Khonde no era una variación de Conde. Se trata de una kafkiana K y de una H aspirada para burlarse de las connotaciones aristocráticas contra las que Edgar luchó en su condición de anarquista literario en todos los frentes: ¿rey de dónde, conde de quiénes? Cuando fui Lorem Ipsum (cuando fui un novelista a cuatro manos, una segunda persona), conté de cómo Khonde me prestó recibos de honorarios muchas veces, boletas para cobrar el botín en el Black Pen. Ahí pude leer su verdadero nombre. Un nombre que no revelaré por dos razones: porque necesito

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que mi personaje se llame Edgar Khonde para que pueda soñar La rebelión de los negros, y porque es un nombre que no tiene la menor relación en realidad con Edgar Khonde, cuyo epitafio podría ser (como afirmaba Sainte-Beuve de sí mismo): “He sido un joven ladronzuelo, seré un viejo pirata. ¡Ah! ¡Cuánto más me habría gustado ser un buen gentilhombre literario, que vive en sus tierras en un estado de poesía!”. • Uno, sobre todo, no puede escapar de su nombre. Ése es el problema de todas las convenciones de personajes en las novelas: los malditos nombres. Me repugna incluso pensar en ellos, en ese chiste local, en ese nombre y apellido que vamos espetando por ahí, como si contáramos un secreto. Y es que en cierto modo el valor del nombre reside en permanecer secreto, no importa si se trata de un personaje o de un ser escrito en carne y hueso. Claro, se dirá que la fama precisamente consiste en lo contrario, en que el nombre sea reproducido por cualquier medio, y cuanto más, mejor. ¿Pero seguimos siendo nosotros si nuestro nombre se repite tantas y tantas veces hasta la saturación, hasta el asco semántico, hasta que deja de significar algo? Siento que eso es lo que pasa con los novelistas para los que trabajamos a veces: más que un autor son una marca registrada. El pecado original es el nombre. Es un destino anterior. Precediéndonos, nos determina. Lidiamos con él desde el primer momento de escritura, aprendemos a identificarnos a través de él, se lo damos a los demás a modo de contraseña o camino hacia nosotros: hoy, por ejemplo, me llamo Edgar Khonde y escribo una novela llamada La rebelión de los negros,

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y si alguien quisiera hablar conmigo todo lo que tendría que hacer es decir mi nombre tres veces frente al espejo. De niños, el nombre es un garabato que es también, en cierto modo, nuestro reflejo. El nombre es lo primero que aprendemos a escribir. La sociedad enseña al niño a escribir el garabato de su nombre de manera que pueda firmar su propia sentencia de muerte: para que pueda poseer, para que pueda colocar su nombre sobre las cosas que (cree) son suyas. Mi cuaderno, mi lápiz, mi mochila, mi vaso de jugo, mi oso de peluche, mi cobija. Mío, mío, mío. En mi egocentrismo, más de una vez he dedicado noches enteras a ver mi nombre en distintas tipografías y tamaños. Un poco de consideración, canallas: es el consuelo mínimo de un cobarde, un divertimento. Ese nombre que imagino que es mío es el mismo que doy a perder en cada libro que escribo, en cada encargo del Black Pen, frente a esa mecanografía de bestseller con la que tengo que lidiar todos los días. Ver mi nombre escrito, al menos, me hace recordar que tengo un nombre, como si el actor tuviera que sacar su identificación oficial con fotografía para asegurarse de que es él mismo y no Enrique viii cuando baja del escenario. Veo mi nombre escrito en distintas tipografías, con diferentes pesos, de lejos y de cerca, buscando una perspectiva o un resquicio o un reflejo. Un rasgo propio: nada. Después de un rato, como con las palabras que se repiten muchas veces, las letras pierden su sentido en el rastro de las tipografías, pero la imagen permanece. Una silueta del nombre escrito, como la de los continentes repetida en escala textual por las letras, con los curiosos cabos, las penínsulas obscenas, los puntos de las íes como islas o nubes. Ese fantasma tipográfico permanece un momento en la memoria, apelándonos desde esa

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mínima devastación que fantaseamos con poder producir: la de leer ese nombre tantas veces que por un momento logremos olvidarlo. Yo no tengo buena memoria, nunca me acuerdo de los nombres de las personas, pero estoy convencido de que así está mejor. Así debe guardarse un secreto, ignorándolo desde el principio, luchando por no conocerlo. Es la lealtad suprema, la fidelidad ciega e inconsciente entre dos extraños: ser incapaz de traicionar al otro ignorando todo de él. O de ella. Ignorar al otro para no poder traicionarlo. Porque con el nombre comienza la traición. Hacia uno mismo, hacia el pasado y hacia el futuro. Al dar el nombre las posibilidades se inauguran, y decir el nombre propio es como decirle al otro, en un idioma secreto, que todo está a punto de empezar. • ¿Qué verbo es el adecuado para el momento en que se da el nombre a otro que nos lo ha preguntado? ¿Le confesamos nuestro nombre? ¿Se lo decimos, sin más? ¿Y es que en serio no quedará ninguna culpa, ningún remanente de que parte de nosotros ha quedado definitivamente al descubierto? ¿Cómo se llama esta operación del pudor, que, al atentar contra sí misma, se fortalece? ¿Cómo se llama este voto, esta contraseña, este otorgar una copia de nuestro nombre a los demás, como si entregáramos, así como así, una línea directa hacia nosotros mismos donde siempre podremos ser encontrados, incluso cuando decidamos ignorar el ruido de nuestro nombre? ¿Cómo llamar a esa derrota voluntaria? ¿A dar el nombre? ¿Contarlo? En un nombre, en su ruido, en su música, también hay una historia secreta. No hablo de la historia de la elección

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que siempre hace el otro en el gesto de nombrarnos, nuestros padres por lo general, en la ceremonia civil y religiosa, remanentes que nos implican apenas como anécdota y personaje secundario de la novela familiar, o del delirio aristocrático de trazar las genealogías a partir de los nombres. No es eso. Hablo de las historias secretas que cuenta el ruido de un nombre, en el sentido en que decimos que un nombre puede ser musical o eufónico, y otro no. Hay nombres cuya composición merecería un premio. Hay nombres que suenan como un insulto. Hay nombres que parecen estar hechos para mandar, y otros para hacerse obedecer. Hay nombres poderosos, y hay nombres que prometen un destino funesto. Hay nombres que presagian calamidades, otros que son calamidades en sí mismos. Todo rostro es Nadie hasta que aparece un nombre y lo fija. Pero hay rostros tan poderosos que no necesitan un nombre. Rostros a los que incluso un nombre ensuciaría, disminuiría. Muchos libros de Nabokov tienen nombres propios como títulos: Lolita, Ada o el ardor, Pnin, El original de Laura. Uno pensaría que clasificaba nombres de mujer como a sus mariposas. Su novela más famosa empieza precisamente con la melodía de un nombre, con el deleite pornográfico de las sílabas: Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee. Ta. Tres brochazos de la lengua como tres truenos detrás de los frontales superiores, probablemente con frenillos, como si la ninfeta bailara sobre la delicia de su nombre pronunciado. ¿Y no se preguntaba Shakespeare, ese nombre que es el de una raza individual, si una rosa con otro nombre tendría el mismo aroma? ¡Por supuesto que no tendría el mismo aroma!, las rosas no huelen a lo mismo para los poetas místicos árabes

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que para los románticos españoles o alemanes, las rosas de Rilke no huelen a lo mismo que las de Gertrude Stein ni las de Xavier Villaurrutia. Para mí, por ejemplo, todas las rosas huelen a las del jardín de mi madre. Mi madre se llama Alejandrina, que, como se sabe, es la nacionalidad de una famosa biblioteca incendiada, a la vez que una joya: una piedra preciosa que se identifica con los sonoros nombres de alejandrita o alejandrina, y que corresponde a un mineral óxido de sistema cristalino ortorrómbico, lustre vitrioso y fractura entre concoidal y desigual, de visible pleocroísmo; una rara variedad fotosensible del crisoberilo, que, como es fácil notar, traduce el espectro lumínico a tonalidades de la gama fría del rosa pálido al verde oscuro, según la atraviese la luz natural o artificial: una medusa mineral que fue nombrada en honor del zar que la escudriñaba entre sus dedos, traslúcido y pesado como un escarabajo de otro planeta, como una escama de dragón en manos de un niño, y que los conquistadores portugueses aprendieron a extraer en las minas del Brasil. Quién sabe si parte de la belleza de esa joya no estaría en la promesa de su nombre. Quién sabe si los libros más bellos se opacan cuando llevan el nombre de un autor a manera de falso epígrafe. Quién sabe si el oro con otro nombre no sería más que una simple piedra. • ¿Me digo todo esto para justificar que quiero robarme ese título, La rebelión de los negros? ¿Cómo haría para no sentirme demasiado tonto escribiendo un libro con un título que es cualquier cosa, que es como obsesionarse con un ticket del

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supermercado, con el más anodino de los objetos? Mis metáforas crípticas no me salvarán de mi tonto miedo de plagiar involuntariamente. Uno siempre está citando, eso es cierto. Escribimos glosando, pensamos así. Extendemos las palabras y sus sentidos, las palabras que son como masas de pizza. ¿Pero quién es el autor de las pizzas? ¿Quién es el autor de la mente? ¿Quién inventó el idioma? A quien corresponda: mis congratulaciones, mi mano extendida al chef o a la niña que dibujó el diagrama del mundo, quien quiera que seas o hayas sido. Te quedó bonito el idioma. Me dedico a hablar de ti, contigo. Converso en ti, contigo, cuando creo estar con los demás. Hablo contigo a través de las palabras de los otros. Monstruosa realidad del hablante: estar solo, dentro del idioma. No olvidar apagar el café. ¿Apagué el café? ¿Huele a quemado? ¿Me olvidé que en realidad lo que aquí estaba escribiendo era una carta suicida? Bien visto, ¿no es más cursi una carta suicida que una carta de amor? ¿Y si todas las cartas de amor no fueran sino cartas del idioma hacia sí mismo? ¿Y si nosotros sólo fuéramos los amanuenses del idioma? ¿Sus onanistas? ¿Sus merodeadores, sus satélites, sus antenas, sus hojas, su reflejo? Impúdico: el idioma se está reproduciendo a sí mismo, frente a nosotros, mientras charlamos con alguien. ¿Mientras charlamos en Alguien? • Demasiado bien sabemos que cada palabra miente, que la posibilidad misma de la palabra no es del todo la mentira sino, por así decirlo, una verdad ensombrecida.

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Una palabra es una caverna —para usar la clásica imagen de Platón— de la que creemos salir mediante la razón, pero la razón va contagiada siempre de su propio deseo: toda voluntad es el deseo de ver lo que se desea: no las dos caras, voluntad y deseo, de una misma moneda, sino la imposible moneda de una sola cara. El que sale de la caverna está deslumbrado por una verdad que lo antecede, pues la ha deseado, y en virtud de ese deseo la ha encontrado. Pero la palabra es la caverna, el deseo, el otro y el sí mismo. La palabra, el lenguaje, el idioma: a veces mi pensamiento vaga y tropieza en los moldes rotos de la diferencia. La verdad se revela solamente como ruina, como resto, como algo que ya no cambiará o que ha terminado la rueda de las sucesiones y los cambios. La ruina es estar seguro de que algo es para siempre, aunque no sea para nosotros. Las ruinas permiten morir. Ruinas: palabras, manchas en el hueco de la oscuridad enfebrecida cuando cerramos el ojo. Nombres, nombres, nombres. El que quiera ver la verdad podrá verla en cualquier parte: es decir, en todas partes: someterá lo real a su deseo, a su manía de verdad, y cada percepción de los sentidos y de la razón, de la vigilia y del sueño, será acotación y fragmento de la verdad de la que se ha persuadido. De la que se habrá ya vuelto de antemano cómplice y denunciante, el otro y sí mismo. En ese sentido, la verdad sólo puede existir como mentira. Me gusta perderme así, me gusta mucho deambular hasta callejones sin salida. El atisbo de la verdad, así me lo explico, como el hallarse perdido en el idioma, pero en casa. •

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No queremos la verdad. A lo más, tal vez la libertad para construir un engaño a la medida. Ese engaño se llama yo y para liberarnos de él es preciso desconfiar de todo lo que ese yo crea sobre sí mismo. De pronto, mi barba crece, se vuelve una montaña y estoy encima de ella: soy un mago, un profeta del desierto: “El vértigo”, le grito, desde la rompiente, al mar, “la angustia por lo propio, por pertenecer a sí mismo, por meditar los esquivos objetos de la percepción en acumulación inacabable, la sola función de constituirse en yo es de antemano la peor de las condenas”. ¿Es que habla aquí Cioran, el desconfiado por excelencia? Éste era el móvil del crimen de esa novela irrecuperable, de esa rebelión que nació muerta. Hablo de cualquier cosa y siempre termino hablando de la novela, de la maldita La rebelión de los negros. Convertir la existencia en mecanografía: qué pesadilla debe ser volverse novelista. Pero también qué grato: perderse escribiendo lo de uno, lo propio, todo el tiempo. No tener que escribir para nadie más, salir del idioma perdiéndose en él. No tener que hacer sentido, que manufacturar conexiones entre las páginas: imagino una novela así, donde leerla sea en realidad visitar el museo donde la novela se piensa a sí misma. Macedonio, me acuerdo de Macedonio Fernández. Cómo me gusta ese nombre y ese libro, Museo de la novela de la eterna. Decía, una novela que se piense a sí misma: una novela sin testigos, que sea como estar destruyendo continuamente la evidencia; eso tiene que ser La rebelión de los negros. ¿Pero la novela tiene que ser algo? ¿Alguien? ¿Y si no? ¿Qué? •

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¿Por qué dejar los experimentos de ficción a los prosistas? Armand Schwerner

No hay actividad humana que no sea, de un modo u otro, una forma de ficción. Imaginar, por ejemplo, que puedo pasar una semana sin escribir —imaginar lo que haría con ese tiempo desbordando sus márgenes es un cuento, una forma de ficción que me produce escalofríos—. Sé que al cabo de una semana fallaría, sin duda, pero me gusta imaginarme que puedo pasar una semana completa viviendo en la verdad de la contingencia y lo inmediato, esta silla, esta taza, esta escena para nadie que deshabito en el escenario de lo real. Afuera, el cielo está gris, como si se hubiera puesto un chal para el frío. Dejo el cuaderno sobre la mesa, bajo a caminar. La gente en la calle está disfrazada de lo que son por dentro: monstruosos transeúntes esperando el momento de salir a la calle a representar su papel en la coreografía caótica de las multitudes. Los veo amenazantes, grotescos, de otra especie. Nada sé de ellos ni ellos de mí. Inundan las calles, las cercan de margen a margen, y de pronto me siento como un ser de otro planeta que viera por primera vez un fenómeno natural endógeno de la Tierra: las multitudes, su espectáculo imponente como el de las tormentas de arena, las tormentas eléctricas, las grandes migraciones en las praderas del Serengueti. Me da calor, me abochorno en el absurdo, vuelvo a casa y hago nada en Internet. No puedo escapar del performance, de la puesta en escena de la identidad: Facebook editorializa con brutal eficacia la percepción de nuestra vida privada, de la práctica del yo no como un ingenuo ejercicio de vanidad,

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sino como una red de referencias que estabiliza lo que somos en términos sociales, que es otra forma de decir: en términos de mercado. Consumimos estos afectos y estos productos. Y por lo que consumen los conoceréis. Saber quién se es: misión última de nuestros tiempos. Darle cara a ese yo, prestarle la propia de ser necesario. Me acuerdo que Satam Alive dice que no hay mayor muestra de desprecio por el otro que pensar que lo hemos imaginado. Pero yo no veo así a los otros: los otros son lo más concreto, lo más real; soy yo mismo el que pierde los contornos y se desdibuja, el que no puede estabilizar el sentido de ser-uno-mismo con él, el que quiere escribir un libro que le diga qué hacer con su vida y le dé, por lo menos, la medida de sí mismo mucho más que su lista de amigos de Facebook o de seguidores en Twitter. Quiero hacer una cosa que no pueda convertirse en información. Que no participe de la alucinación consuetudinaria del yo. Que sea un más lejos con respecto al idioma y al mundo que ese idioma hace posible. Quiero escribir una piedra para guardarme debajo de ella, como los alacranes. Algo que no participe de ese sueño demencial de la dictadura de la imagen, del share y del like, de la reacción en cadena del retweet, de la muerte del testimonio en Instagram. Y me acuerdo de mi cuaderno que dejé sobre la mesa y me pongo a escribir, para estar realmente solo. • Sueño: Kurt Cobain graba unas canciones usando una tornamesa y una batería digital que es solamente una tarola muy grande. Musicaliza en vivo varios capítulos de una serie de televisión que al principio es cómica y después fársica y

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después trágica, y que abusa del ritmo de las sitcoms y de la risa fácil en medio del terror. Una chica corta un trozo de un Monet para limpiarse la boca mientras come. Buzos en una piscina teniendo una conversación de pedos. Un aeropuerto subterráneo donde uno de cada cuatro aviones se estrella mientras son observados por zarigüeyas. En una escena aparezco yo vestido de dandy pidiéndole dinero a un niño (y recibiéndolo). Mi única línea es una que escribe Ricardo Piglia, “la imagen del poeta como conspirador que vive en territorio enemigo es el punto de partida de la vanguardia desde Baudelaire”, y el niño que me da dinero guiña el ojo hacia la cámara. Despierto. • ¿La civilización no avanza precisamente gracias a la apropiación de sueños ajenos que un sencillo gesto —pase mágico, plagio místico— transforma en colectivos? ¿El sueño del progreso, el sueño americano, el sueño de la democracia, el adormecimiento onírico del consumo? ¿Y las nuevas ideas no son en un principio consideradas sueños absurdos que alguien relata en la vigilia a los sonámbulos del mundo? El problema de fondo para mí al escribir La rebelión de los negros es determinar quién es el autor de un sueño, en tanto que un sueño es, en cierto sentido, un género literario: ¿el que sueña o el que cuenta el sueño? Los sueños son obras involuntarias de la imaginación, existen en la medida en que se los relata a otros en la vigilia, o al ser transcritos para que el que sueña vuelva sobre las huellas invisibles del que ha sido mientras soñaba. Lo que trato de decir es que el sueño es una forma de conocimiento, pero apenas uno pone sobre la página una declaración de

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ese tipo, acto seguido debe aportar toda clase de evidencias y de argumentos, de ejemplos, contraejemplos y premisas... Para nosotros (para Khonde, para mí y para nuestro pequeño grupo de filibusteros literarios, para nosotros que robamos libros y que nos dejamos robar los libros que escribimos) es así de evidente, y tal vez quise disfrazar de novela —de testimonio que vale por su sola existencia, por su sola, pretendida belleza— una premisa epistemológica, dando lugar a un montón de pláticas recurrentes sobre la naturaleza del sueño, la realidad y la literatura que tal vez no lleven a mucho en términos de conocimiento, pero que han tenido la virtud de mantenernos entretenidos: la (re)escritura de un sueño colectivo como una práctica de la amistad. Lo que es cierto es que La rebelión de los negros obtuvo gran empuje a causa de perderla una y otra vez, de perder mi computadora y mis archivos, así como de retomarla en la máquina de escribir, para evitar que me la robaran nuevamente. Esto me persuadió de que este libro debía existir, por su existir mismo. Y me di cuenta de que si mi voz y mi escritura eran —en aquel entonces— incapaces de contraer el pacto de escritura que requiere la novela, poco a poco fui convirtiéndome en el narrador de ese libro imposible, que se resistía a escribirse porque era incapaz de decir yo, en la medida en que el relato de un sueño siempre necesita de un yo, de un punto de vista. El sueño ajeno de La rebelión de los negros transformó mi realidad en la medida en que no podía salir de ese sueño en ningún momento, pues ya mi vida no era sino la acumulación de notas mentales o físicas que justificaran la existencia de ese sueño que se convirtió en libro. En libro maldito. “Maldito” en una acepción más mística que romántica, etimológicamente

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precisa, pues se trata de un libro “dicho con mal” (male dīcō), dicho de forma maliciosa, y maldito incluso en un sentido de legislación divina, pues el libro se convierte tanto en una forma de prisión como en la forma en que se vive dicha condena: una condena contraída libremente, a la que nada, salvo las ganas de escribir, obligan. El libro como un objeto marcado por un sino híbrido, desbordante de ὕβρις (hybris), de esa arrogancia excesiva que arruina a los héroes, y a nosotros los escritores, sus parientes pobres, nos hace creer que podemos escribir, que nos persuade de que podemos crear un aparato anfibio, capaz de existir tanto en el sueño como en la vigilia, que se alimenta de ambos mundos sin pertenecer enteramente a ninguno de ellos, y que nos convierte en esclavos, en herramientas suyas, en sus primeros lectores. El instrumento de nuestra liberación resultó ser el instrumento de tortura y opresión, pues nada nos exigía hacernos cargo del libro, pero desde que Edgar Khonde puso en el mundo el título La rebelión de los negros ya no pudimos librarnos de su hechizo, de su maldición. Nada nos forzaba a escribirlo y nada nos permitía dejar de hacerlo. El que escribe esto —sea quien sea— es el resultado de una metamorfosis acaecida después de una noche de sueños intranquilos: esa larga noche durante la que escribimos un libro que nos transformó en otros, y que perdimos justo antes de despertar. No se trata de despertar para darnos cuenta de que durante la noche nos convertimos en un monstruoso insecto; se trata de aceptar —y he aquí la parte maldita— que por la razón que fuere nos hemos convertido en algo que no éramos, en algo que no podemos dejar de ser, y aunque no comprendamos cómo fue que cambiamos no podemos revertir ese cambio.

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Y fue así como dejé de ser Javier Raya o Sebastián Matus o Sergio Ventura o Zilch para convertirme en la voz narrativa de La rebelión de los negros, como si nunca hubiera sido nada más que esto —como si Gregorio Samsa escribiera un libro donde tratara de recordar su vida anterior, su fallida encarnación humana. • Las personas son seres que tienen la cortesía de interrumpirse a sí mismas cuando hablan para dejarte acotar alguna cosa, para saludar y despedirte. Necesitan hablar mucho para sentir que son escuchadas. No soy ningún misántropo, es sólo que la gente es débil y quita tiempo: si quieren arreglar algo con palabras, que escriban. Hablar sólo asienta condiciones de la experiencia, las regula en el mejor de los casos; la conversación, por otra parte, es una suerte de género literario en sí mismo, en grave decadencia. La cháchara, el parloteo y el chisme han tomado el lugar del pensamiento compartido, y aquí siento que estoy a punto de levantar alguna bandera en pro de la conversación, y también de la belleza de la conversación, que es de naturaleza diferente que la de la escritura, aunque estén hechas de lo mismo, de palabras. Me gusta conversar porque, así, el trabajo de organizar una idea del mundo encuentra ecos o colaboraciones, y uno es capaz de manejar más información junto al otro, mucha más de la que sería capaz de organizar por mí mismo. Conversamos para compartir una ignorancia, para despejarla o ahondarla, pero en un procedimiento gozoso que se parece en mucho a la lectura. Una lectura literaria, claro. Sin lomo que

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mantenga unidas las piezas, eso es la conversación. Un artificio literario que le da existencia al otro. Aquí me interrumpí sólo para darle dramatismo a la frase. El asunto es que disfruto escribir y me angustia tener que convertirme en personaje o inventar un personaje para hacer una novela. Quiero que la novela sea una cosa hecha de palabras, como le dijo Mallarmé a Degas cuando el pintor le comentó que tenía “muchas ideas” para poemas, pero que era incapaz de escribir ninguno. Y cuando escribo, además, tengo el suplementario placer de la mentira. Me gusta contar cosas verdaderas como falsas y viceversa. Pero no se espere que recuerde cuáles son ciertas y cuáles no. No hay diversión ahí. Y cuando tu ocupación es la ficción misma, la manufactura de novelas, aspiras a construir una trampa de palabras, un laberinto donde verdad y mentira se reflejen mutuamente y te enreden en el mismo hilo negro que finges encontrar en cada novela por encargo, en cada guión de televisión, en cada discurso político que escribes para ser encarnado por alguien más. El demiurgo platónico no era sino un artesano, el constructor, el que arma los objetos con instrucciones que una tradición precedente le ha instruido: uno que crea mundos a medida. Δημιουργός es más semejante semánticamente a “proletario” u “obrero” que a “Dios”. Tú, novelista/demiurgo, no haces sino tejer en el texto un episodio cualquiera en la relación del mundo y su sentido. Y luego te interrumpes. Y callas y vuelves al mundo dejando unos sentidos armados (los falsos), y la posibilidad de los verdaderos, destruida o sencillamente ignorada: la verdad no te ocupa, no eres filósofo y mucho pensamiento ahuyenta a los lectores. Mejor cuéntanos una historia y deja de multiplicar inútilmente el número de páginas que hay que leer, a la vez que reproduces un sistema

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institucionalizado para la reafirmación de la ideología dominante y los prestigios vanos de los Escribidores. ¿Quién dijo eso? —Arriba las manos. • Mi única experiencia docente transcurrió en un pequeño taller de escritura que impartí en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, un alma-mater-astra, lo más parecido a un lugar de formación para mí. Una convocatoria abierta en pos de la diversidad y la pluralidad dentro del espacio de las humanidades (o alguna cosa por el estilo) permitió que un comité aprobara, por razones para mí incomprensibles, el absurdo temario que propuse para un seminario a todas luces absurdo: el Seminario de Investigación Poética. Los pocos alumnos que asistieron a escuchar mis peroratas sobre lenguaje y poema, a los que daba la espalda para trazar sobre el pizarrón un complicado mapa de mis perplejidades, dejaron de asistir paulatinamente hasta que un buen día me vi de espaldas a un salón lleno de bancas vacías. No los culpo: cuando me permiten hablar, soy un hombre enamorado de su propia voz. Conversar me parece la improvisación de una pieza de jazz hecha de ideas, una respuesta musical del pensamiento, y para mí la boca es sobre todo un instrumento musical. Creo que no tengo la disposición heroica de los talleristas y profesores universitarios que enseñan escuchando a sus alumnos, atendiendo a la búsqueda de un conocimiento compartido y todo eso. Me convertí así en uno de los peores profesores (y de más corta estancia) que jamás hayan pisado la honorable

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Facultad, y atravesado con más idealismo que talento pedagógico las legendarias aulas donde aún se aparece, de vez en cuando, el legendario pornógrafo Huberto Batis. Fiona, mi última alumna, llegaba siempre tarde (el seminario duraba dos horas), y se iba siempre un poco antes de terminar, con una ensayada sonrisa, parecida a la de un transeúnte que ve a otro pisar caca de perro. Fiona fue el testigo de mis soliloquios sobre Derrida y el texto fantasma, sobre la antropología de los símbolos en El pez de oro de Gamaliel Churata, y me sentía como ese hombre muerto del poema de Vallejo al cual la humanidad entera le pide que se levante pero él no puede levantarse puesto que efectivamente está muerto. Llegaba, dejaba mis cosas sobre el escritorio, prendía un cigarro. El horario, si no mal recuerdo, era de 12 a 2 en sábado; era la hora en que estaba más o menos presentable, cuando los últimos estragos de la borrachera y la noche se hubieran aliviado detrás del combo de Alka-Seltzer con Gatorade, un caldo de birria y un par de cervezas. El arte de la cruda permitía que asistiera a mis clases como a la antesala de la siguiente borrachera (el alcoholismo está hecho de pequeños lapsos de interrupción a los que llamamos sobriedad), y algunos de mis primeros alumnos se fumaban un cigarro de hachís al fondo del salón mientras la fila más próxima al pizarrón se pasaba amistosamente un café con ron. El pináculo de mi carrera docente ocurrió un día cuando la hora de llegada de Fiona se retrasó más de lo habitual, y comprendí que todos mis estudiantes me habían abandonado. Leía sobre el escritorio un libro de Chuya Nakahara, llamado por sus editores “el Rimbaud japonés”, donde leía: “Hay una viga en lo alto de la carpa del circo. / Hay un columpio. / Un columpio casi invisible”. Ese día sin alumnos

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se me ocurrió dar una conferencia para un auditorio vacío, una conferencia que de ninguna manera podría salir mal, ni tampoco bien; puesto que me encontraba solo, podía detenerme tanto como quisiera en los pequeños detalles del pensamiento, en los materiales siempre pospuestos, siempre residuales, alejándome para volver y volviendo a alejarme, siguiendo el movimiento pendular de mi columpio casi invisible, como en un trapecio a miles de kilómetros del suelo. Por principio, me disculpé por el retraso. Me pareció conveniente esperar sólo para estar seguro de que efectivamente nadie iba a llegar. Luego comencé: me puse a exponer en voz alta, de modo que hasta los fantasmas de la última fila pudieran escucharme, mis más personales dudas acerca de la poesía al igual que las explicaciones que ensayaba para aproximarme al fondo de mi ignorancia, con total impunidad. En un arrebato pretencioso me acordé de Foucault, y entré en el tema de mi conferencia para fantasmas recordando cómo en uno de sus seminarios se refirió a la soledad del conferenciante: cada semana, durante su curso, Foucault está solo en su escritorio; su aula, a diferencia de la mía, siempre está llena, por lo que en ocasiones deben mover a los estudiantes al auditorio. La mesa del filósofo está tapizada de grabadoras con su girar monótono, registrando los breves intervalos de silencio del conferenciante, al igual que cada una de sus palabras. Durante dos horas, Foucault se dirige a su auditorio, llama a escena a Spinoza, a Kant, a Erasmo de Rotterdam, se enfrenta a un problema de traducción en el Simposio platónico, una pequeña monografía sobre los hábitos a la hora del baño en la historia de las Galias, los vericuetos de la democracia ateniense o la poesía del tiempo de Pericles. Transcurridos 120 minutos, el auditorio cobra vida, comienza

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a desentumecerse y los ojos se forman detrás de las nucas en fila ordenada buscando la salida. Algunos se acercan a recoger las grabadoras, musitando tal vez un rápido merci. En el auditorio, como en este salón vacío, hace calor y el humo del tabaco enturbia el ambiente. Hoy en día ya no se permite fumar durante las conferencias, pero si a alguien le molesta que fume no tiene más que indicármelo. Una pausa para retomar el discurso y tener la cortesía de esperar una interrupción que no llega. Eso pensé. Luego entro en materia. Hago un remix de Hegel, Heidegger, Bersani, Meschonnic, toda la artillería para acercarse al lenguaje en trapecio con los menores estorbos de la subjetividad, apelando a la lengua directamente para que ahí, en el vacío del salto, la lengua nos tome las manos mientras damos piruetas en el aire. Luego hablo de un concepto que empecé a trabajar en mi libro Ordalía, la noción del “desde dónde” como espacio en perpetua disputa, utilizando la metáfora del aeropuerto y el campamento en el desierto, los no-lugares de Marc Augé, las ruinas de María Zambrano: al igual que en estos sitios, uno no puede quedarse a vivir en el poema. Probablemente nunca hubiera hecho mención a un libro mío durante una clase o una conferencia por el más elemental pudor, pero al tratarse de una conferencia de nada —es decir, sobre la esencia de la poesía— frente a un auditorio de ausentes, podía permitirme incluso explorar reticencias como esta, improvisando una breve diatriba sobre el pudor como motor de la filosofía, el no sé qué que queda balbuciendo de San Juan y cfr. Elogio del pudor de Alessandro Dal Lago y todo eso. Un breve excurso y de vuelta a la elucubración: de lo que se trataba, finalmente, era de rastrear una genealogía de lecturas

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que hacían las veces de lengua materna. La lengua materna, para un poeta, está hecha de un puñado de metáforas fundamentales que se van desarrollando en diferentes direcciones a lo largo de la vida. Un puñado de momentos de lectura donde fuimos felices y a los que nuestra escritura trata inútilmente de devolvernos, como un país que visitamos de niños. Sobre todo: nuestra lengua materna siempre está por inventarse y se pierde a medida que se conquista, y en eso se parece a la sabiduría. O al tiempo, siempre un paso más allá de nosotros. El poema es lo que suple ese plazo donde aún no somos culpables, pero no somos del todo inocentes. Merodear el lugar del poema, el “desde dónde”, es una tarea gozosa que nos llevará toda la vida. La función de la inteligencia es explorarse a sí misma, parafraseando a Valéry. Los fantasmas desfilaban frente a mí para adoptar nuevos puntos de vista, interrumpiendo mi exposición con preguntas siempre adecuadas y pertinentes, o francamente demostrando los puntos en que mi argumentación caminaba sobre hielo delgado. Enrique Lihn hacía una broma y todos se reían, o nos acordábamos de un pasaje especialmente descarnado de Artaud y todos quedábamos en silencio durante un par de minutos. Comencé a sentirme incómodo dentro del propio salón, ejerciendo de conferenciante y auditorio. Resolví dar por terminada la sesión. Para concluir, recapitulé sobre las intenciones de la conferencia y la medida particular en que había decidido fracasar en esta ocasión: la aventura es el fracaso, porque nos es imposible equivocarnos dos veces de la misma manera. La sarta de tonterías que salían de mi boca, además, me hizo comprender por qué una conferencia para fantasmas verdadera tendría que haber sido dictada por un fantasma y no por un tipo solo y patético como yo.

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Mientras caía en cuenta de que debí haber dado por terminada mi perorata hace 15 minutos, escuché un celular sonando en el pasillo, la conocida melodía de Francisco Tárraga que suena por defecto en los celulares de Nokia. Escuché la voz de Fiona diciéndole a su madre que la clase se había extendido un poco, pero que iría en cuanto terminara. “Sí, mamá, tengo que colgar”. Luego de esto, Fiona entró y dejó sobre el escritorio un poema suyo que discutimos la clase pasada, con las correcciones que le sugerí. Le agradecí y me sonrió, como siempre, con una mueca impersonal. Tenía el cabello la mitad rosa, la mitad azul. Era delgada, morena, chaparrita, y no escribía mal. Si tuviera 19 años la invitaría a salir, pensé. “Gracias”, me dijo antes de irse. Esa fue la última vez que pisé la Facultad.

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(Ser)vicios profesionales

Esa es la cuota fijada para ti, me dice: eso es lo que quiero de ti. Por hoy, claro. Sólo por hoy, y mientras más pronto te decidas más pronto terminaremos esto. Ya sabes cómo es, me dice. Te pasas un rato dándole vueltas al asunto, caminas un poco por la habitación, miras por la ventana —miras los autos, los camiones de la basura que recogen los desechos del mercado a medianoche, la vibración del edificio cada vez que un camión pasa, como una gelatina sobre el motor de un avión, miras la ceniza del cigarro caer, la colilla apagarse contra los charcos. Pero sigue: lo escucho, estoy encerrado aquí con él, con una versión portátil del Editor, una que no se apaga cuando cierras la computadora y apagas el teléfono. Le digo: eres una función de mi mente. Le digo: ahora, si me permites, voy a tratar de relajarme. Nunca funciona. Póntelo fácil y termina lo más rápido que puedas, cabrón. Dame lo que te pido y te prometo que te dejaré en paz. Lo prometo. Sabes que yo cumplo, Raya. Llevamos trabajando mucho tiempo juntos. Me decepcionas cada vez que tratas de escapar, me dice. Me enoja. No, me pone triste. En realidad el enojo viene después, cuando me doy cuenta de todo lo que falta por hacer, de los pendientes que se acumulan, de las posibilidades que permanecen inexploradas por tu falta de carácter.

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¿Dice él (¿ella?) o digo yo? Es por eso que me pongo triste cuando te veo así, me dice, quien quiera que sea, con una voz sin voz, sin sonido, un murmullo, un merodeo de la mirada que se transforma en la urgencia de una orden, en su urgencia inaplazable. Tan triste, me dice. Tan taimado, tan asustado, haciendo té de abuelita para dormir, té de azahares para calmar los nervios, para contrarrestar el café y la emoción del pensamiento, del trayecto cotidiano por tu laberinto invisible, por lo que llamas rutina: tu comida siempre en la esquina de la casa, una comida corrida de tres tiempos, agua de horchata y tamarindo, dos vasos, presentarte en la oficina del Black Pen angustiosamente tarde, siempre tarde, cuando te llaman. El último en llegar y el primero en irse. Nadie te culpa. No eres malo, después de todo. No eres un empleado modélico pero seguro entre los negros los hay peores. Cumples tus cuotas, el personal no abunda y no pueden darse el lujo de perderte. No ahora, sería engorroso, me dice. ¿Quién me dice? Tendrían que enseñar a alguien cómo funciona el blog, darle las contraseñas, crear para el negro sustituto una nueva cuenta, presentar la documentación de la nueva negra en contabilidad, charlar con él, con ella, darle una línea de contenidos que pueda desarrollar, que pueda traducir, que pueda remezclar. Vamos a darle un par de meses a esta rutina, te dijeron, me dijeron. Dame diez mil caracteres, dice, corbata negra, saco azul, camisa blanca, pantalón de mezclilla, botas militares, bigote recortado, actitud de que ha sido tu amigo toda la vida. Te escupió con delicadeza una cifra en el rostro. Para empezar, agregó. Luego ya veremos. No era una cifra de las que se desprecian fácilmente. Pensaste que te dolería perder esa cifra. Que incluso perder una cifra así, en este momento, te

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dejaría en la bancarrota, con una deuda bancaria a cuestas, con la mudanza de casa de Pauli en calidad de urgente, pues Pauli se casa, se ha graduado de la escuela de Furcias y necesita el resto de las habitaciones para la familia, adiós Palomar, hasta pronto y chau, si bien visto ni siquiera es demasiado trabajo, un par de horas de intensa concentración bastarán, no los veas como diez mil caracteres. Si me los das, eres libre, te dicen los ladrones y los Editores. Pero ambos te ayudan de algún modo: los Editores te resuelven los gastos y te dan mucho tiempo libre, todo el tiempo que quieras para leer, y los ladrones te hacen dejar de preocuparte por los textos que ya nunca vas a escribir, como La rebelión de los negros, por ejemplo, textos que iban dentro de esas máquinas viejas, de esos discos duros que arrastraba de mudanza en mudanza con la intención de ordenarlos algún día, de contar en una novela todas nuestras aventuras, todas las estúpidas anécdotas que siempre contamos cuando nos vemos Edgar Khonde y yo, para guardar algo de esos días en vez de perderlo, y ya no, gracias a los ladrones ya no tengo qué preocuparme por corregir ese material, lo he perdido todo, menos a ti, Lector, que volviste después de todo, pensé que no volvería a verte y saliste de la nada, además es sencillo, cansado pero sencillo, y me gusta, y nunca he tenido esa famosa coquetería burguesa del bloqueo de escritor: los novelistas están autorizados a tener bloqueo de escritor porque existe el Black Pen y decenas de empresas como nosotros, pero en piratería literaria somos tu mejor opción. Un verdadero escritor escribe, piensa en la página, rebosa, escribe desde el exceso, sabe que no hay afuera de la página. Ya ni siquiera vas a sentirte estafado cuando veas sus rostros en las solapas de los libros. Son

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como los ladrones y como los Editores: cambian de rostro, pero siempre están ahí para estafarte: los novelistas. Me pregunto si aún existirán locos que escribirán de un tirón, ellos solos, unas cuatrocientas páginas a renglón seguido, por el simple gusto de hacerlo; y a ratos he pensado que todo el mundo lo hace, pero en secreto. Que aún hay escritores en el mundo, porque miro y miro y encuentro un par de cumbres nevadas, tradicionales, y luego un Parnaso de ídolos falsos. Es cierto que nunca han estado disponibles para ser leídos tantos buenos escritores al mismo tiempo en la historia de la humanidad: basta googlear “Bohumil Hrabal” para tener acceso a un escritor checo que puede beber de la misma copa que Kafka, en caso de que Kafka tuviese algún orgullo de ser Kafka: Hrabal no: Hrabal es el verdadero rey lagarto de los miserables. Basta googlearlo. Leerlo, vaya. También escribe en su buhardilla viendo el mundo desde una ventana tapiada, pero luego te lleva a las tabernas de Praga, te muestra el Castillo en su agitación mecánica, pero no sombría, la pesadilla que era esa Praga que Kafka no vio nunca porque se murió a tiempo, porque supo hacerse infinitamente pequeño y no morirse como la gitana de Hrabal, hay que leer mucho a Hrabal, vagabundo de Praga, pero todos los jóvenes quieren ser Kafka. Kafka, Kafka, Kafka, Kafka, siendo que los jóvenes ya son más viejos que el propio Kafka, y los poetas son más viejos que el niño Rimbaud, ah, pero si hubiera becas fonca para poetas de 7 años, cabrones, dejarían raspado y rojo y despellejado ese pezón de tanto mamarlo, lobeznos, parias, escritores, cuánto los odio, quieren la consagración antes que la obra, la gloria póstuma antes que picar piedra y poner una palabra detrás de otra, negro sobre blanco todo el día como esclavo, no, ya sé que voy a sonar como un

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viejo yo también, pero ustedes lo que quieren es coger, coger y drogarse y coger drogados, y luego drogarse y volver a coger, y levantarse con resaca para drogarse y poder seguir cogiendo y tener resaca de coger, resaca moral, son adictos, a Zilch le encantaba, por eso dijo que iba a dejarlo, dejar de escribir, se entiende, no de coger ni de drogarse, y yo le dije estás pendeja, no sabes hacer otra cosa, pero escribir no es ser escritor, me dijo, escribir es algo que haré de todas formas, pero para mí, como Emily Dickinson, en privado, aunque preferiría ser Josefina Vicens, yo creo que Josefina Vicens sí cogía, por lo menos, la pobre Emily no, qué cosas, al menos el padre de Zilch ganaba un montón de plata, así que tener una hija escritora en estos días es como tener una monja en el siglo xix, me decía, ya vamos viendo, un lujo de clase, los negros son en general los desclasados, a veces un negro se vuelve escritor, pero rara vez un escritor se vuelve negro, yo quería escribir y terminé negreando, por ejemplo, pero nunca fui tan bueno, al menos no tan bueno como Zilch, como ella que nunca publicará esos poemas tan hermosos que hacía sobre palabras que no existen, sobre la metafísica de los espejos rotos y los barcos pirata. Adiós, niños perdidos, todos los niños crecieron menos dos y están abrazados y llorando de miedo porque tuvieron la misma pesadilla al mismo tiempo, no hay adultos que los consuelen, adiós, que les digan que todo va a estar bien, porque ya llegaron todos los miedos infantiles en tropel, míralos formarse, el fin del mundo, los jinetes del Apocalipsis, Hiroshima y Nagasaki cuatro veces, tsunamis, terremotos como el del 85 en el d. f., catástrofes, verdaderas catástrofes en nuestra imaginación mientras afuera no amaina la borrasca, no deja de soplar el viento del sur que ya existía antes de que ningún otro viento existiera, un viento viejo con aliento de

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muerte que hace castañear las ventanas en sus marcos, no se puede despertar fuera de aquí: ésta es la realidad después de todo, estamos solos y atrapados en ella y para salir habría que matarse, al menos llegaríamos a otro lado, no importa a donde, ¿me matarías, Zilch?, ¿preferirías que te matara yo y luego me volara la cabeza? ¿Tienes ya la escena pautada en tu cabeza? ¿Cuál será la escenografía? ¿Dónde quieres que encuentren tus manuscritos, señorita Plath? ¿Vas a designar peritos de una vez o los que asigne la Universidad de Princeton? Hay pocos que entienden tu caligrafía después de todo, miedos como esos, embarrados de gloria y de muerte, de la conciencia despierta que teme lo que pasará cuando ya no tenga un cuerpo de dónde salir, que teme y ansía sobrevivir como cualquier ser vivo, incluso más allá de la muerte, como Gustavo Cerati, el limítrofe, el comatoso a bordo de dos mundos, una conciencia que buscará seguir pensando, seguir reproduciendo pensamientos, imágenes, información, vida, pero que está aterrorizada por la idea de que la vida después de la vida sea efectivamente eterna para ser conciencia sin cuerpo, para derivar ecuaciones matemáticas y aprender todos los idiomas, y luego imaginar todas las formas de sadismo sexual, zoofilia, coprofilia, necrofilia, pedofilia y hartarnos de producir imágenes espantosas por aburrimiento, como si la conciencia después del cuerpo fuera estar solo en medio del Internet, como en el sótano de Michael Jackson, conciencia náufraga en las ruinas de todas las culturas, sin nadie que devuelva la mirada para darnos el ser, Zilch, una nada que piensa, una forma de energía que no nace y no muere y habita cuerpos y los abandona pero que no hace sino reproducirse, y nos da miedo no tener cuerpo, Zilch, nos da muchísimo miedo permanecer eternamente en esa nada

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infinita, “Siempre es hoy”, ya lo dijo Cerati, la eternidad es un día sin cuerpo y sentimos acurrucados y medrosos, una enorme nostalgia de nuestro cuerpo, Zilch, la noche oscura de las pesadillas lúcidas a cuatro manos se cierne sobre nosotros como una boca de loba vieja, una enorme nostalgia de no poder ser un cuerpo para siempre, de terminar tarde o temprano como Ninja, la gatita negra, embarrada, untada en el asfalto, su cuerpo aplastado por completo, su cola recogida como el aguijón de un alacrán, parecía un alacrán, Zilch, un escorpión gigantesco, negro y rojo, pardo no, un gato negro que murió en mi cumpleaños, dijiste, para que yo no muriera, una enorme nostalgia azuzada por ese viento imparable, por ese viento que es todos los trenes del mundo desbocados, a bordo del cual viajan todas las brujas, todas las magas negras, y nos odian, Zilch, nos odian a muerte y vienen a torturarnos, a hacernos besar los muslos peludos de Satán, y envidiamos entonces a Satán que por lo menos puede caer y seguir cayendo para siempre, quisiéramos ser diablos y vender nuestras almas en un bar que se llame Los Jarritos, cuyo nombre secreto es La Encrucijada, desear morir y ser conciencia con cuerpo para siempre, desear ser humano, demasiado humano, humano hasta el exceso, hasta la náusea, para siempre, porque nos da una tristeza terrible pensar en esta noche de viento del desierto que en la muerte ya no vamos a tener cuerpo y por lo tanto ya no vamos a soñar, y ya no podrás levantarte todos los días para contarme el sueño de la noche anterior, ya no podremos ver cómo cada día que pasa tus sueños se parecen más a los míos, sueños paralelos, sueños en espejo, todo está conectado, todo es referencia de otra cosa, esos sueños demenciales que recordamos a la perfección y que nos contamos en el desayuno con café y pan

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tostado, sin bañarnos durante semanas, y sentimos la muerte, y dimos alaridos de terror que apagaban los quemadores de la estufa y el viento, el viento como una cadena inconmensurable que se desenrolla desde el Sur, un viento de muerte que son los gritos del desierto, las muertas del desierto, los migrantes, los náufragos de la tierra, todos ellos, bocas sin cuerpo, los que se hunden en el pozo sin nombre, el viento que se come las cosas, las cosas que se dicen los huesos encerrados en sus fosas junto a los otros, después de todo es el viento que nos hizo acostumbrarnos a la muerte, el mismo viento que escucha Juan Preciado apenas llegar a Comala: la ve tan gris, tan triste como el infierno y la ciudad desierta le devuelve la mirada, le cuenta su propia historia, a ese niño sin padre, a ese Peter Pan del Altiplano, a ese nazi que como cualquier nazi no hacía sino buscar el origen, sin coordenadas morales, únicamente el viento, el viento que apagaba nuestros alaridos de terror bajo las colchas porque éramos niños otra vez, Zilch, y estábamos solos en un mundo poblado de fantasmas. Tendrás dinero, me decía el nuevo Editor, podrás ir a donde quieras, trabajar desde donde quieras. Hiciste la maleta y te fuiste sin mirar atrás, como se dice. Adiós, Zilch, adiós. Luego comenzaste a ir a la oficina. Te ofrecieron más dinero, y el equipo de negros era lo que siempre esperaste de una oficina de monos tipeadores: un cuadro quijotesco de simios claveteando con los dedos índices todas las novelas del mundo, una a la vez. Sus cubículos (blancos) parecen casillas de ajedrez, pero de un ajedrez conformado únicamente por peones negros. Pones una palabra y luego otra. Sigues tecleando hasta que encuentres un rumor benigno, un ritmo al cual atarte como un arnés, de manera que las sirenas no te

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hundan en su abrazo. No un viento de pesadilla ni una brisa de vermut, sino un ritmo, una inestabilidad que te compete. Sigues acumulando caracteres a la sombra de ese ritmo y, si es un buen día, no pararás hasta el amanecer. Podrás aprovechar para terminar trabajos pendientes, para entregar antes de la deadline, para cobrar pronto y olvidarte de las marcas de mayonesa sobre las que has hecho un estudio de mercado, o sobre las relaciones entre Heisenberg, el físico, y Heisenberg, el químico de Breaking Bad, me dice el Editor en mi cabeza, el avatar del deber-ser, tratando de tranquilizarme, míralo aquí, me dice, brillante el hilo de una imposible Ariadna; un hilo negro que, cuando se enmaraña, toma la forma de un monstruo terrible cuya mirada es capaz de secar los árboles y las flores que ya no se atreven a crecer por miedo a su soberbia presencia. Es el texto sin forma, el tropiezo de la inteligencia y todas sus facultades revueltas, indiscernibles: inútiles. El hilo ya no es mapa ni puerta de salida ni arnés de seguridad, Raya, así que teje: teje para mí diez mil caracteres con espacios incluidos y te devolveré tu vida por unas horas. No necesitarás pensar en tu deuda conmigo hasta mañana nuevamente, pero mientras tanto puedes fingir que eres libre, ponerte tu máscara de héroe y salir a caminar las calles con sangre de minotauro aun goteando de las manos, con los ojos rojos del desvelo y el pulso acelerado por la mierda que te hayas metido durante la noche, te dice, casi con pena, porque me da tristeza más que rabia, y me da mucha rabia, te confieso, ver que te malgastes así, rellenando cuartillas, con un poco de dignidad podrías dejarlo, aceptar una pequeña beca, ser jurado de algún premio de provincias, dar un tallercito en una casa de cultura, enseñar a escribir. Es lo único que sabes hacer, me dice el Editor, después de todo.

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DeFectuoso a 1º de diciembre de 2012 Sebas, hermano, tengo algo urgente que contarle. Pero será para después. Por ahora le envío este papelito junto con una carta que me encontré pegada hace unos días en un poste cerca de Los Jarritos, a la altura de Allende y República de Chile, calles que de algún modo lo interpelan a usted. Nos servirá —sospecho— cuando tratemos nuevamente de reconstruir La rebelión... No hay acentos en las mayúsculas. Las cartas de hoy y hasta nuevo aviso las escribo en la Remington. Un abrazo, R

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sr. juventino betancourt flores Compositor y cantante argumentista de películas.

vs jose betancourt camarena Asesino secuestrador mundial.

c. lic. don rodolfo fernando rios garza Procurador de justicia del d.f.

sr. c. don juventino betancourt flores, por mi propio derecho y con domicilio en la Calle Mayas No. 9, México, d. f., ante Usted y con el debido respeto que se merece comparezco y expongo lo siguiente: Por medio del presente escrito vengo a demandar a jose betancourt camarena, como un delictivo depravado asesino con honda de inradio desde 1968, 2012, tiene su domicilio en la calle del Nogal No. 10, Col. Santa Cruz San Miguel Topilejo, Tlalpan 23, d. f. con sra. micaela betancourt salinas y su niño, sra. cruz flores betancourt, chucho guillen, sr. rafael flores martinez, y un señor abogado regordete que no me sé su nombre, sr. david zaizar, sra. dolores del rio, sr. santo enmascarado de plata, sr. cloutier, sr. hirohito, sr. chico che, sr. tomas mendez, sra. lola beltran, sr. carlos monsivais, sr. enrique alvarez felix, mi familia me llevó al hospital hipnotizado, los Doctores llamaron al Sr. Presidente de México, Lic. José López Portillo, para notificarle del presunto delictivo.

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Iso el terremoto el 19 de Septiembre del 85, México, d.f., ya son Millones de personas himnotizadas en el lugar donde trabajo con hodas de inradio, hace ciclones temblores, lluvias en México y en Los Angeles, California y Japón, incendió la fábrica de Milano en Guadalajara, incendió los tanques de gas de San Juanico, incendió el Palacio de Hierro de México, explotó el satélite de los Estados Unidos de Norteamérica, explota aviones en el espacio, a los coches les quita los frenos para que se estrellen, incendió el pozo petrolero de Tampico, el pozo petrolero de Minatitlán, unos Judiciales de la Séptima delegación con los ojos vendados me robaron tres mil en oro y plata en el 83. Una redada me atracó y me robó diez mil pesos, el dueño del hotel Loreto, de la calle Loreto, no me quiso entregar los documentos de las demandas que hice antes, ya son 186 demandas Señor procurador de México y no hace caso y no capturan al secuestrador, ofrezca compensación para la captura si no, no lo captura. Iso el atentado del 11 de Septiembre de Norteamérica, el asesino lo estoy denunciando en la prensa, en la t.v. canal 2, en la vía pública, en las calles del Centro, imprimiendo copias de mi demanda, pegándolas en las ventanas y colgándolas de los postes, con los patrulleros desde 1970, en la Radio. Por el brillante trabajo que hago le pido Señor procurador cincuenta mil millones de compensación, págueme ya. Que me pague 700,000.00 millones de pesos el corrupto que me está secuestrando por muchos años, peña de muerte si no me paga. [Luego se detallan las copias de la demanda y todas las delegaciones y ministerios públicos donde fueron entregadas, y luego sigue con el relato de las torturas.]

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...me tortura con honda de inradio 250,000 horas de día y de noche por doquier que estoy, y me tortura al cantar y a muchas personas del 68-2012, y trata de desaparecer el país de ciclones, temblores.

protesto lo necesario. México, D.F., a 30 de septiembre de 2012 sr. c. don juventino betancourt flores [Y una rúbrica ilegible tachando el nombre.]

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Habla Zilch

Era cosa de que se pusiera encima la chamarra esa y ya le entraba el miedo a los ladrones. Un miedo gordo, inexplicable. Es decir, claro que tiene sus raíces, pero también era una de sus tretas —una de sus muchas— para entrar en personaje. Se ponía a revisar los armarios y los quicios de las puertas. Llegué a verlo entrar en el cuarto de baño, en la noche, sosteniendo una bola oracular de las que usan los magos, descalabrando sombras. Le gustaba pensar que nunca se repuso de aquel incidente de cuando su casa. Se la vaciaron una noche de fiesta. Llegó en la madrugada y encontró la nada revuelta. Dice que era un desastre, con sus “papeles” (como si tuviera muchos) tirados por el piso y la cerradura forzada. No durmió bien ya después de ahí. Le encanta contar esa historia, construirse como víctima. A mí es a la única que no le hacían sus alardes. Todas sus furcias se lo celebraban (tampoco eran tantas). Su vanidad infantil nunca me impresionó. Como la vez que llegamos a aquella fiesta en un hotel. Un congreso literario en Fundidora, háganme el favor. Mejor hubiera sido cambiar la sección de salchichonería de un Wal-Mart y poner las novedades editoriales. En fin. Raya tocó en el cuarto 1433, que nos pareció curioso (a mí en especial) por varias razones. Estábamos en el piso 13, en realidad, pero no

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lo ponen en hospitales ni hoteles para no jugar con las supersticiones. Los miedos de la gente —por más idiotas que sean— son lo único sagrado que tienen. La otra razón es que 1333 (aquí ficcionado, disfrazado de 1433) es la mitad de 2666 de Bolaño, y en ese entonces estaba yo investigando sobre numerología y Cábala. La tina del baño estaba llena de hielos y cervezas, al igual que el lavabo y una cubeta de limpieza que un narrador de Acapulco se había robado del cuarto de servicio. Uno de los bellboys del propio hotel estaba oficiando de cantinero, sentado en la taza del inodoro, despachando cubas. ¿Cuando alguien quería hacer? Se quitaba. Nunca entendí bien el sistema, pero no nos quedamos mucho. La mitad de los invitados al congreso fueron a la fiesta y para cuando llegamos no quedaba casi nadie. Con todo, era difícil abrirse paso hasta el balcón de fumadores. Ahí, una poeta de Pachuca (muy su amiga al parecer) le tomó esa foto a Raya con la que lo “balconearon” cuando llegó la policía. Sale a contraluz con el pelo largo y escandaloso como lo lleva siempre. Y sucio. Llevábamos días sin bañarnos. Dormíamos así, en ese aceite. Y sostiene la botella como si tocara la trompeta. La noche al fondo (siempre le dije, aunque le molestara, que por qué le hacía photobombing a la noche, más por joderlo que por otra cosa). Esa historia también le encanta contarla, pero mal y exagerada. Se empinó lo que quedaba del bourbon (tampoco era tanto) y lanzó la botella al estacionamiento. A pesar de lo que ocurrió después, la fiesta ya no hubiera podido continuar. En cosa de 20 minutos tocaron al cuarto la policía y el personal del hotel. Yordi Rosado estaba trabajando en su opus nigrum en la habitación de junto, y el teléfono de recepción no dejaba de sonar pidiendo hablar con el gerente.

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La botella cuadrada de Jack Daniel’s, como un lingote, se había incrustado en el parabrisas del chofer de Juan Villoro, que llegaba recién del aeropuerto después de varias conexiones de un congreso literario celebrado en Mauritania. Y pues se hizo un desmadre. Pero lo dicho, a ellos les encantaban esas cosas, eh. Yo creo que compensaban sus carencias literarias con aventuras absurdas. Siempre lo he pensado. Pero drogas non dat lo que natura non prestat, chavos. Ay, ya se me está pegando lo pedante. En fin, tuve que pagar de mi bolsa la fianza y el muy idiota de Raya no me dio ni las gracias. Pero no podía permitir que uno de mis amigos se quedara a dormir en los separos. No en mi turno. No podría hacerle eso a nadie, menos con la clase de basura que uno se encuentra en cualquier parte, en Monterrey o Monterreina, en especial. En uno de esos lugares fumé piedra por primera vez. En realidad Raya no sabe sufrir, ése es su problema, pero no me sentí con ganas de darle una lección. Ni que fuera su mamá. Y porque fuera de guasa, los separos aquí son muy feos. Yo nunca lo perdonaría si me hubiese dejado ahí. Supongo que tus amigos no te hacen eso. En fin, la dichosa chamarra era verdegris con cierres por todos lados como cicatrices, según él, y bolsas para guardar bolsitas de dulces (drogas) o tesoros que nos encontrábamos. Siempre encontrábamos por ejemplo naipes. Naipes tirados por todas partes. Como este Dos de Oros medio mojado que recogimos afuera de la comandancia de policía. Mírenlo, aquí está.

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Último comunicado de prensa escrito por Edgar Khonde2

A la Opinión Pública: El 1 de diciembre de 2012, es la fecha en la cual la historia registra el regreso de un Presidente de la República emanado del Partido Revolucionario Institucional (pri), a partir del primer minuto de este día, se realizaron diversas ceremonias en las cuales al licenciado Enrique Peña Nieto le fue trasferido el Poder Ejecutivo Federal, dirigió un mensaje a la Nación y saludó a las Fuerzas Armadas, a todas luces fue perceptible que la cadena nacional era sintonizada en el transporte público, en comercios, en talleres, en vulcanizadoras, en reparadoras de calzado, en milpas, en la radio, en los parques soleados y las plazas arrobadas de algarabía, así como en nuestros hogares donde millones de mexicanos con una cultura cívica ejemplar permanecimos atentos al desarrollo de estos acontecimientos, escuchando la voz serenísima de la razón de un Primer Mandatario que protestó mirar ante   El autor de La rebelión de los negros no cuenta con los derechos de reproducción del presente texto. La versión que apareció en los medios de comunicación el 1 de diciembre de 2012, puede consultarse en el siguiente enlace: http://www.sdpnoticias.com/columnas/2012/12/01/1-de-diciembre-de-2012. 2

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todo por el bien y prosperidad de la Unión, exhibiéndose que somos un pueblo que entiende, goza, y sabe cuál es el uso de la democracia como forma de gobierno. Los mexicanos dimos una lección de civilidad, pues al momento de escribir estas líneas no leo ni escucho ninguna información que refiera a grandes protestas en territorio nacional a consecuencia de quienes estúpidamente denominaron como la “imposición presidencial”. El país esta noche dormirá tranquilo, no obstante la furia de todos los falsos ideólogos de la destrucción que invocaron desde el inicio de las campañas presidenciales la resurrección del México bronco, incendiando con su discurso nacido de las pasiones bastardas a una minoría (que no representa ni el uno por ciento de población) que se autodenomina #YoSoy132, que se autodenomina #FueraPeña, que se autodenomina #MueraElpri. Quiero encontrar una explicación a las diversas conductas patológicas de los actores políticos de oposición que alientan la protesta violenta en México. ¿No entienden que lejos de sumar simpatías las alejan? ¿No saben que los silbatos se usan en las cantinas y no en la máxima Tribuna de la Nación? ¿Carecen de capacidad para comprender que los berrinches de no asistencia son propios de adolescentes, no de un gobernante en funciones? ¿No asimilan que la voluntad de la mayoría es la regla elemental de la democracia? Quiero pensar noblemente y asumir que la naturaleza los privó de capacidad intelectual, pues de lo contrario quedaría exhibida su enorme perversidad en la cual se valen de la discordia como medio para mantenerse políticamente vivos. Esos “críticos” sufren un grave caso patológico de mal humor social.

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Hoy queremos dejar atrás una pesadilla en la cual más de ochenta mil personas perdieron la vida a causa de las malas decisiones de gobierno; hoy no queremos más chamarileros políticos que pretenden fundar la construcción de “su” partido político a través de la inmolación de jóvenes por medio de la violencia política; hoy no queremos más dobles retóricas que dicen profesar el amor pero en esencia ansían la división del país a través del odio. Hoy queremos “un méxico donde cada quien pueda escribir su historia de éxito y sea feliz”. francisco ramos Twitter: @fcojrz

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Posfacio a la segunda edición

Me gustaría decir que me llamo Erik Satie, como todo el mundo, pero no es así. Me llamo Sebastián Gómez Matus y nací en el Sur más Sur, ahí donde se decide la parábola del viento magnetizado, pero sólo me di cuenta cabalmente de esto cuando me convertí en personaje. Me explico. Hasta antes de la primera edición de La rebelión de los negros yo era un sátrapa latinoamericano como cualquiera, corriendo aventuras anónimas que sobrevivían en la leyenda de la conversación. Fue entre esas conversaciones de madrugada entre buenos amigos que escuché por primera vez el nombre de Edgar Khonde. Creo que ya lo he contado en alguna parte, pero nunca hasta ahora me había atrevido a firmar esta historia como mía. En fin, nos hicimos amigos desde el primer momento. Es el efecto Khonde: hay gente que, cuando la conoces, ya no hay vuelta atrás. Tenía una forma muy contenida de ser sabio, como una piedra, o más bien como un ladrillo/molotov, porque como dicen en México, “no se puede negar la cruz de su parroquia”, o algo así. Incluso su silencio era una forma de anarquismo. Tomaba parte en la conversación solamente para desnucar, para repartir los tiros de gracia. Como pasa en esta ciudad monstruosa, la manera más sencilla de toparte con alguien es salir a caminar. Khonde

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y yo teníamos más o menos los mismos rumbos y circuitos, el de las librerías del Centro y las de viejo en Coyoacán, con ocasionales visitas a los botaderos de la Roma y de la bellísima Ciudad Universitaria. Aunada a esta ruta, como una hebra verde en una conversación roja, estaba el circuito de las cantinas y los bares. Yo nunca traía un peso y Khonde generalmente tampoco, así que cómo nos emborrachábamos sigue siendo para mí un misterio. Creo que simplemente dejamos de pedir la cuenta y nos íbamos despidiéndonos de todos, como si fuéramos los dueños del lugar pero sin darle mucha importancia. “Cínico” siempre me pareció un adjetivo muy duro aplicado a nuestro caso. Más bien éramos unos dandis chafas que habían llegado muy tarde al siglo xix, pero que habían perfeccionado el arte de la vagancia y de los negocios raros, lo que permite más o menos ir tirando por una esquina u otra de cualquier capitalismo. Teníamos una profesión infame y a su modo fantástica, generosa por donde se le vea, que era la de ladrones de libros. Khonde contó la historia en el manuscrito póstumo de Los ladrones, una suerte de semblante secundario, cara o cruz, con esta La rebelión de los negros. No fue planeado así, pero venía implícito en el programa del sueño, que fue siempre el motor principal de la andadura narrativa. Y en ese tiempo no podíamos salir del sueño ni cagando. Hay verdaderas joyas literarias en esta ciudad (aunque se debate entre Buenos Aires y varias librerías de Colombia y Nicaragua, donde tuve una novia que quise mucho y de la que hablo siempre). Me acuerdo por ejemplo que en la misma semana pescamos, cada quien por su lado, una primera edición de El libro vacío de la Josefina Vicens. Nos lo platicamos lo más tranquilo, como decir la hora. Esas cosas pasan.

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Esas cosas sólo tienen sentido aquí, porque contadas en otro lado sonarían a disparate. Menuda broma llamarse Josefina Vicens, que en muchos sentidos encuentro incluso superior a Rulfo, y echar dos novelas invisibles y casi desconocidas al mundo, esta de El libro vacío y Los años falsos. Y luego se murió, no hizo más, o hizo como que no hizo, igual que Rulfo. Avientan el libro y esconden la mano. Se lucra un poco con eso, pero el chiste te tiene que salir muy bien o mejor ni intentarlo. Creo que yo preferí siempre no intentarlo, pero Khonde estaba determinado a volverse tan anónimo como Josefina Vicens o como Erik Satie sólo a fuerza de escritura. Se la pasaba escribiendo todo el día, publicaba en todos lados, a veces le pagaban y las más de las veces no. Hacía de todo, horóscopos y artículos de opinión, recetas de jugos para reducir la celulitis y antologías de la poesía modernista paraguaya. A Raya y a mí mismo nos maravillaba esa desfachatez tan de Khonde para botar trabajos bien pagados en favor de trabajos “interesantes”. Como la vez que rechazó redactar unos contratos para la Lotería Nacional (que hubiera representado, en esos días, una pequeña fortuna para vivir un par de años) para dedicarse a aprender rudimentos de chino y traducir él mismo las sesenta y cuatro frases que aparecen en las tiritas de las galletas de la fortuna en los restaurantes. En el inter aprendió que cada frase guarda una correspondencia directa con las sesenta y cuatro combinaciones de los hexagramas del iChing. Pueden llamarlo místico de barrio chino si quieren, pero sólo Khonde se daba cuenta de esas cosas. Las traducciones son bastante libres, hay que decirlo, como si las hubiera traducido el Ezra Pound de Iztapalapa. A veces me dejo llevar por las imágenes y se me olvida lo que estoy diciendo. Me pasaba desde niño. Al igual que todos

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los involucrados, supe que me había adherido sin saberlo al programa de La rebelión de los negros, fuese cual fuese, pero lo mío no era tanto escribir. Hacía mis cosas, tenía mis poemas en carpetas y viajaba con ellos, pero no eran ni por mucho buenos. Creo que lo mío era señalar pistas. Como la vez que vino la Vicenta y después de hacer el amor nos pusimos a ver una película de Godard, una especie de documental experimental sobre los Rolling Stones, Sympathy for the Devil. En ella se intercalan largas secuencias ininterrumpidas, primero una de los Stones en el estudio componiendo el tema, y luego otro con una especie de Black Panthers ingleses que anticipan por muchos años los videos de Al-Qaeda ejecutando soldados gringos en el desierto. Había textos buenísimos en el documental, en la supuesta escena de tortura; me acuerdo de uno de LeRoi Jones que hizo llorar a la Vicenta, aunque a ella la poesía le daba más o menos igual, pero le encantaban los poetas: en la pantalla veíamos a un negro elegantísimo, sentado en una pila de neumáticos mientras otros dos negros se pasaban rifles de asalto haciéndolos volar sobre el capó descubierto de una carcacha de los 50; hablaba sobre su deseo por la mujer blanca, y mientras lo leía otro negro se abrazaba a una chica blanca tirada en el piso de tierra del deshuesadero, con el ruido del Támesis de pronto y ocasionales ráfagas de metralla para ofrecer algunos sacrificios; a veces Vicenta y yo nos perdíamos conversando algo sobre la jerga marxista, pero fuera de eso casi no cruzamos palabra durante la película, y cuando me di cuenta la Vice ya estaba dormida. Al terminar de pasar manifiesto tras manifiesto sobre la igualdad racial (e incluso sobre cierta superioridad no muy bien discutida de la negritud como problema fundamental de la convivencia humana), escuchabas el tema

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de Sympathy for the Devil ya terminado y era algo, por supuesto, precioso, porque nunca antes lo habías escuchado así, tan desde adentro que crees que lo conoces en persona. Entonces me paraba de la cama sin despertar a Vicenta (¿tendrá algo que ver con Vicens?) y corría al ordenador: abría un nuevo correo y les contaba a Raya y Khonde lo que había visto, y cómo se conectaba, por ejemplo, con el mito de Faetón y los etíopes, cuando el carro del sol fue robado y el astro se salió de curso; bajó demasiado sobre un pueblo nómade del Sur que con el tiempo fue conocido como Etiopía, donde viven los etíopes; su negrura es el ardor solar, y su lucha es la justa venganza. Yo mismo he tenido la impresión a ratos de que soy un poeta negro y que mi verdadero nombre es Saul Williams. No me pasa muy a menudo, pero pasa igual. Y ya si los encontraba despiertos nos quedábamos conversando un rato, haciendo borradores invisibles de ese libro escurridizo que uno alimentaba borrando, La rebelión de los negros. Por eso decía que yo estuve a punto de nacer como una borradura, así que mejor no nací. A quien corresponda, sebastián gómez matus, de lautaro.

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Aquí y ahora, una mañana cualquiera Mi estimado Raya, pienso con frecuencia que escribir me impide escribir. Que mi empleo interfiere con mi trabajo. Mi productividad es mayor que la de cualquiera de los negros del Black Pen: en un sólo día puedo escribir el discurso de un candidato a la diputación de alguna ciudad que no conozco, hacer la descripción técnica de un parque para un guión filmado en exteriores, leer y corregir las pruebas finales de una novela policiaca, escribir la escena erótica de una novelita pornográfica de las que venden en los puestos de revistas, un comunicado de prensa, una monografía de Ricardo Flores Magón o de Napoleón para un libro de historia a nivel bachillerato... Pero cuando termino (esto puede ser muy temprano o muy tarde, dependiendo si escribo de día o de noche) estoy agotado, querido amigo. No puedo pensar ya sino en que invertí demasiado tiempo en bagatelas, en textos pasajeros y olvidables, y que esa energía la he perdido para siempre. Que esa energía textual no será aprovechada ya para mi literatura, para mi jodida La rebelión de los negros, y me voy a la cama pensando precisamente en insurrecciones solitarias, en decirles a esos hijos de puta del Black Pen, como si me pusiera la máscara de Carlos Martínez

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Rivas, ustedes quieren de mí una maldita obra maestra de la literatura de consumo, pero no la tendréis: de mí, no la tendréis. Prestigio del esclavo que nunca ha dejado sin hacer un encargo, que nunca llegó tarde a una deadline, que nunca entregó un archivo que necesitara correcciones posteriores. Yo solito les he ahorrado un montón de dinero a esos canallas del Black Pen y ellos han sabido recompensarme, pero cada vez con menos esplendor. La verdad es que nuestros amos también son los esclavos de alguien más: porque todos somos el negro de otro amo invisible que no tiene necesidad de castigarnos con el látigo, porque somos nosotros mismos los que con una mano nos atamos al poste y con otra mano nos hacemos sangre sobre la propia piel. A eso, hermano, hemos dado el nombre de trabajo alienado. El peso de la frustración se va acumulando como palabras granuladas, las cuales, como una tormenta de arena, suman levedades sobre la blancura de la página hasta volverla pesada, insoportable, hasta que la página doblada de palabras cruje y se rompe como una rama que cede bajo el peso de los colgados. Nuestro trabajo es cernir las letras, dar forma a los signos a los que apelan los hombres para fingir una permanencia inalcanzable, la fantasía de perdurar. Y me siento en general como un actor que, vencido por la timidez, olvida su parlamento. Sobre la página improviso. El apparatus es el siguiente: todos los días abro este cuaderno de negras tapas, tomo la pluma de plástico vulgar y trato de escribir un capítulo, una nota, una palabra acerca de La rebelión de los negros. No pienso más que en eso. Escucho, claramente, la voz en mi cabeza narrando, incorporando la realidad y la percepción a lo que un grosero tecnicismo ha dado en llamar ficción. Incorporo los elementos como en

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una mezcla para hacer masa: los recuerdos, las asociaciones, las epifanías. Pero la masa de pan de pronto se vuelve cemento entre mis manos: amaso y amaso los ingredientes de este libro impuro sin conseguir darles la libertad que individualmente poseen; no forman una historia, ni un pastel, ni el espinazo de un Golem. Una paloma me cagó en el cuaderno hace unos días mientras escribía en un parque público. La realidad irrumpe así sobre nuestros más planeados designios, mi estimado. Piensa en la ola de lo real que sube y barre con todo en una explosión que deja todo en su mismo lugar, y que sin mover un ápice el mundo termina por modificarlo. Es el sacudimiento de una voluntad (¿de qué otro modo podríamos llamarla?) que mueve no sólo la música de las esferas, sino que las hace explotar con un rugido sordo que llamamos tiempo. Y ésa es la cosa: que a lo mejor éste no era nuestro tiempo. Me despido como si ésta no fuera una simple carta, sino un mensaje del futuro, con la única palabra que vale la pena para mantener la esperanza: vencimos. edgar khonde

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Donde el Libro le habla al Autor

Nunca escribirás tan bien como a los 17 años, cuando lo ignorabas todo y por lo tanto podías saberlo todo con sólo adivinarlo o inventarlo. Te fuiste acordando de todas las ignorancias que componen la sabiduría del mundo a medida que fuiste haciéndote viejo. “Aprender” es otro nombre del olvido de uno mismo. O tal vez no aprendiste nada nunca, solamente acumulaste: como esto que llamas “tu libro” y es sólo eso, acumulación de mecanografías. Pasaste cada vez menos tiempo hurgando en el fondo de ti mismo buscando el pálido brillo de una miserable verdad, sumida eventualmente por las pilas de “conocimiento” inútil: datos. Nunca supiste nada en realidad. La eternidad está hecha de no ser y el no ser está hecho de olvido: eso lo sé muy bien yo, que nada soy pero que nada olvido. Muy bien: te convences de que la novela está terminada: ¿y ahora? ¿Será tiempo ya, ahora que todo ha terminado, de tocar un par de temas realmente incómodos y dolorosos? El hecho de que odias profundamente tu trabajo y aborreces el empleo que te alimenta; el miedo al hambre y la pobreza; el miedo a la muerte no, sino al dolor físico que conlleva, y tu debilidad para toda clase de sufrimiento.

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Tus defectos son legión: eres ingrato, soberbio, mientes con fines no estéticos: te dices que engañas al sistema mientras el sistema —o eso que crees que es el sistema— te tiene cogido de las pelotas. Lo único que esperas de esta novelita de mierda es que “los emires de Arabia te busquen para llenarte la boca de oro” para poder ir a tirarte al sol con alguna mujer en una playita del Pacífico a esperar la muerte. Si te dijeras a ti mismo la verdad —y como no puedes me has inventado a mí—, sabrías que odias la literatura con todas tus fuerzas, pero no tanto como los coordinadores nacionales de literatura, ni como los directores de las revistas prestigiosas, ni como los traductores españoles, ni como los publirrelacionistas editoriales, ni como las legiones de escritores amateurs que buscan sus nombres en el índice de becas, ni mucho menos tanto como los que enseñan literatura en las universidades. Odias la literatura, sí, con cada gramo de tuétano de tus huesos. ¡Si al menos hubieras contado alguna historia! Pero no: ya se ve que tampoco la narrativa es lo tuyo. Has dicho “novela” como quien dice “cuaderno de apuntes”, “cuadro sinóptico de la catástrofe”, “lista de compras del supermercado del fin del mundo”. Si por lo menos te hubieras tomado por un instante en serio la escritura de este libro… Tal vez habría sido un buen libro, quien sabe. O un libro malo, pero un libro a fin de cuentas. Ya sé lo que estás pensando: enumera todo lo que tu libro no es y, por descarte, encontrarás tu libro entre las ruinas —te engañas otra vez. Quieres que te digan lo bien que escribe el niñito, lo bien que sabes diferenciar la coma del punto y coma, estudiante aplicado; quisieras que las editoriales se pelearan tu novelastro; que las universidades norteamericanas pagaran en dólares

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por tu miserable montón de cuadernos que con pomposidad llamas “Archivo”; que las poetas sudacas se acercaran a ti después de las lecturas públicas como cuando tenías 17 ó 18 años para llenarte de besos el rostro a manera de guirnaldas. Quisieras llegar a la sabiduría pero sin esfuerzo; a la riqueza y a la justicia social sin tener que salir de tu habitación. Quisieras sobre todo dejar de trabajar, renunciar al mundo del dinero y ser un monje errante en algún villorrio perdido de la India. Quisieras dejar a tu mujer y a tus hijos como dejaban los revolucionarios a sus familias cuando mi general don Pancho Villa para irse a hacer la Revolución del saqueo y el rapto y la violación tumultuaria de las hijas de los pobres y de los ricos. Quisieras al menos tener otra vez 17 años y volver a sentirte peligroso escribiendo un poema en un pedazo de servilleta. Nunca sabrán tan bien como entonces los cigarros ni los besos bajo la lluvia. Nunca volverás a ser tan ignorante: el mundo nunca será para ti tan nuevo, tan grande y tan misterioso como entonces, cuando nada sabías de él y nada codiciabas, cuando ningún compromiso se erguía entre tú y tu escritura. Lo dejaste todo. Lo hiciste a tiempo, pero no bastó. Tener 17 años una vez en la vida no es suficiente. Falta valor para tener 17 años toda la vida y cruzar el país con tu libreta llena de poemas, con tu mochila que era una casa portátil, como veterano de todas las revoluciones que ni tú ni los cobardes de tus amigos tendrán nunca el valor de hacer. ¡Si tan sólo hubieras fracasado estrepitosamente! Pero te faltó valor incluso para fracasar. Para ejercer un fracaso redondo, sin mácula, del tamaño de la vida. Tus pequeños logros —parciales, efímeros— ya te vedaron para siempre el honor del anonimato.

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Estos cuadernos donde acumulas tu miseria fueron el proverbial ladrillo sobre el que te pusiste de pie —como un podio— sobre el mundo para sentirte más alto. Pero altura no es grandeza. Y como los verdaderos imbéciles, te mareaste sobre tu ladrillo. Te has tragado una por una todas tus palabras. Las encontraste amargas. Tu altanería, tu supuesto arrojo en las horas oscuras, tu ser curtido en la humillación no te serán suficientes para salir vivo de la vida. La muerte y el olvido no son como esos engorrosos trámites de Hacienda, o como los interminables protocolos de las fiestas familiares: la muerte y el olvido son la condición de la existencia, y esta ancha herida que has tratado de abrir en el centro del lenguaje también llegará a cicatrizar. La belleza nunca será suficiente. Y si lo fuera, la belleza de la que un hombre es capaz terminará de cualquier forma sepultándolo. A cada palabra te vuelves más viejo. No podrás desandar el tiempo con que apisonaste cada una de tus palabras. Puedes dejarte el pelo largo si te hace sentir mejor. Puedes dejar de bañarte durante semanas para sentir la embriaguez de tu propio cuerpo. Puedes fumarte toda la marihuana del mundo como esos muchachos “salvajes” para ser por un minuto más listo, y al siguiente, más idiota. Puedes beber hasta que el hígado se te cocine, y puedes vomitar los intestinos sobre todas las adolescentas del mundo que nunca te vas a coger por estar tan viejo.

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Pero nunca vas a poder borrar una sola de las palabras que has escrito, porque al escribirlas has creído en ellas con todo tu ser, les has puesto la sustancia de la que tú mismo estás hecho, confiando en que el tiempo se detuviera y la vida permaneciera un poco más —siempre un insuficiente un poco más— con ellas. Si tuviste razón o no, ya no importa. Nadie puede burlar a la muerte ni al olvido. Por eso buscas en la escritura lo que otros más aptos que tú han encontrado en ella: una pausa, una interrupción de la muerte no para cancelarla, sino para retrasarla lo más posible, como si el infinito pudiera oscilar de un extremo a otro de una palabra, y sólo cuando te hubieras columpiado a bordo de todas ellas la muerte pudiera llegar definitivamente, ya sin pena ni miedo, porque todos los caminos estarían recorridos de antemano, porque no habría ninguna nueva opción, ningún pendiente, ninguna bala sin disparar, ninguna región de ningún mapa sin explorar. Eso sí que sería totalizador, y a los 17 años crees que ya vienes de regreso de todos esos rumbos que ni siquiera en mil vidas serías capaz de agotar. Un demonio de 17 años con todas las respuestas encañonadas en la lengua, contando las mismas aventuras que cuenta cada adolescente que se ve de pronto solo en el mundo. Pero uno no puede quedarse a vivir en Nuncajamás sin estar dispuesto a desaparecer completamente. Y has soñado muchas veces con desaparecer, pero eso tampoco tienes el valor de hacerlo. “Valor” en ti es una palabra demasiado grande. Ni siquiera quieres desaparecer: quieres el vano reconocimiento, la aprobación chata, el aplauso entero y no la mitad

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de silencio de una palma abierta: no quieres la iluminación sino los reflectores. Quieres ser sabio para presumir de sabio. Quieres hacer arte hermoso para viajar por el mundo, porque en estos días los autores viajan más que los libros, y hay idiotas que se sienten cultos solamente por pasearlos y traerlos de un lado a otro como reinas de belleza. Quieres que los poetas adolescentes te lean con fervor y que los académicos te dediquen sesudos ensayos. ¿No se trata de eso este libraco puerco? Y quieres sobre todo el amor de todos tus lectores anónimos —tus semejantes, tus patéticos hermanos— entregándote unos honores que debes rechazar como signo de magnanimidad. Es por eso que nunca vas a poder crear nada hermoso. Porque la gente va a hacerte responsable por ello. Porque tendrás que dar la cara por esa belleza que se te atribuye y de la que nunca sabrás dar cuenta; belleza que más de uno tendrá el derecho de odiar, y confundirán el odio que sienten contra sí mismos con el odio que tu libro les despierta. Y desearás nunca haber escrito, y mejor “haber nacido muerto”. Vas olvidando uno por uno todos los libros que has leído. Los que leíste y los que leerás. Olvidarás tu Rimbaud y tu Lezama Lima y tu Hölderlin y tu Rilke y tu Kerouac y tus Huerta y tu Joyce. Hace mucho que ya no tienes tiempo para el asombro, Capitán Garfio, porque te has convertido en adulto. Ya no te entregas como antes a la divagación fructífera, a la conversación con los Niños Perdidos. Eres carnada de cocodrilo, abuelo. Escribes, eso sí: no puedes dejar de escribir con impaciencia, deseando haberme terminado antes incluso de comenzar

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a escribir. Pero no estás listo para pelear en esta guerra. Correrás junto a los otros a través de las riadas de información, de las trincheras mediáticas a las que te condena tu oficio de redactor a sueldo, y habrás de sucumbir de aburrimiento como todos: te será imposible sostener la liviandad de la información, y confundirás con datos las formas evanescentes de tu memoria. Te convertiste finalmente en el enemigo: en El Autor. Por méritos, por cobardía o por hartazgo te has convertido en El Autor de un libro. Has caído en ese suicidio meticuloso de la congruencia, por el que habrás de dar la cara cuando te pregunten por tu libro —a ti, que según tú buscabas afanosamente la Revolución y encontraste una novela burguesa decimonónica más. Y como acabaste con la esperanza de la Rebelión acabarás también con tus hijos, devorándolos con tu propio miedo, cortándoles las alas para enseñarles a arrastrarse igual que tú. Y cuando sea el momento yo estaré ahí también para atestiguar cómo dejan de ser niños y se vuelven adultos grises, sin ánimos de cambiar al mundo mientras pasan su programa favorito por la televisión. Tú has sido cobarde, pero habrá otros que no lo sean. Mantén abiertos los ojos, viejo. Tal vez para ti ya sea demasiado tarde, pero como se dice, otras páginas ameritan el concurso de mis modestos servicios. En alguna parte, alguien de 17 años está escribiendo desde el principio La rebelión.

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• De La rebelión de los negros de Javier Raya se imprimieron 1,500 ejemplares en octubre de 2017, en los Talleres de Ricardo Fonseca Nuño ubicados en Audiencia 1242, col. Lomas de San Eugenio, c. p. 44720, en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Para su composición se utilizó la familia tipográfica Utopia Std de 11 a 9 puntos y Avenir lt Std de 9 puntos. Los forros se imprimieron en cartulina Sundance Felt Ultra White de 216 gramos y los interiores en papel cultural de 90 gramos. •

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