San Ignacio De Loyola: Del íñigo En Busca De Dios Al Ignacio Compañero De Jesús - Ignacio Iglesias

  • Uploaded by: Santiago Ortega
  • 0
  • 0
  • January 2021
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View San Ignacio De Loyola: Del íñigo En Busca De Dios Al Ignacio Compañero De Jesús - Ignacio Iglesias as PDF for free.

More details

  • Words: 37,651
  • Pages: 98
Loading documents preview...
Ignacio Iglesias, S.J.

2

SAN IGNACIO DE LOYOLA Del Íñigo en busca de Dios al Ignacio compañero de Jesús

EDIBESA Madre de Dios, 35 bis. - 28016 MADRID Tel.: 91 345 19 92 - Fax: 91 350 50 99 E-mail: [email protected] www.edibesa.com

3

Colección «SANTOS. AMIGOS DE DIOS», n.° 7 (21007)

© EDIBESA Madre de Dios, 35 bis. 28016 Madrid Tel.: 91 345 19 92 Fax: 91 350 50 99 E-mail: [email protected] www.edibesa.com ISBN: 978-84-8407-925-5 Ref: 21007 Depósito legal: M. 26.904-2010 Impreso por: Impresos y Revistas, S. A. (Grupo IMPRESA)

4

ÍNDICE

Presentación Siglas más usadas 1. El mundo que recibió a Íñigo López de Loyola (1491 - 1556) 1. Un Occidente en expansión y conflicto Islam América Castilla - Aragón Occidente La tierra de Íñigo El Renacimiento 2. Una Iglesia necesitada de reforma profunda 3. Loyola 2. Íñigo López de Loyola Íñigo, un cristiano 3. Conversión I. Loyola o el encuentro 1. Íñigo se confiesa 2. «Grande y vano deseo de ganar honra» (A. 2) 3. Pero había más que curar 4. «Mas nuestro Señor le fue dando salud» (A.5) 5. «…se le abrieron un poco los ojos» (A. 8) 6. «Ya comenzaba a levantarse un poco en casa» (A.11) 5

7. «Pensaba muchas veces en su propósito» (A. 12) 8. Aránzazu - Montserrat - Manresa II. Manresa o la escuela 1. «Desviose a un pueblo que se llama Manresa» (A.18) 2. «…de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole» (A. 27) 3. «…con un ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas» (A.30) 4. Y nacieron los Ejercicios Espirituales 5. «Continúo mi carrera por si consigo alcanzarle» (Flp 3, 12) 6. ¡Jerusalén! 7. ¿Qué hacer? (A. 50) 8. Alcalá - Salamanca (1526-1527) III. París y los amigos 1. De Íñigo López de Loyola a Ignacio de Loyola 2. «Conservar aquellos que se habían propuesto servir al Señor» (A. 82) 3. Íñigo, ya Ignacio de Loyola, de nuevo en «su tierra» (A.87) 4. Los «presbíteros reformados» IV. Roma, su Jerusalén 1. A cuatro leguas de Roma 2. «La unión y congregación que Dios había hecho» 3. «Excluyendo a sí mismo…» 4. «Servir a los siervos de mi Señor…» V. Una ventana a su intimidad 1. Los mediadores 2. «…la abundancia… (D. 49) 3. «Me parecía tan grande haber soltado este nudo» (D. 63) 4. «…y la devoción dicha…» (D. 101) 5 «…y para acabar del todo» VI. «Y que esto era fundar verdaderamente la Compañía» 1. «… para que su santísima voluntad sintamos y aquella enteramente la cumplamos»

6

Cierre Notas Bibliografía elemental

7

INTRODUCCIÓN

San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, una de las instituciones más gigantescas de la Iglesia, y autor de los Ejercicios Espirituales, sigue vivo y actuando en el siglo XXI, haciendo el bien en todo el mundo por medio de sus discípulos y de sus escritos. Íñigo era un «cristiano del montón», en quien cabían una débil fe, más recibida que personalizada, y una práctica religiosa esporádica, junto con lo que su sociedad ofrecía: «odios y enseñamientos tribales y enormemente permisiva en cuestiones de honor y de sexo». Una vida sin más horizontes que «las vanidades del mundo», «grande y vano deseo de ganar honra» y la búsqueda del placer. Hasta que, en el fracaso humano de la convalecencia por la herida de bombarda en la batalla, conoce de cerca a Cristo, leyendo la «Vita Christi» del cartujo Landulfo de Sajonia, y decide ser todo de Él y para Él, su Señor. Como complemento, lee la Legenda aurea, del dominico Jacobo de Varazze. Y encuentra ejemplos de grandes seguidores de Jesús: ¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto que hizo Santo Domingo? La respuesta fue el San Ignacio que conocemos: un hombre en busca continua de Dios, un fiel compañero de Jesús, que vio en vida cómo su Compañía se extendía por el mundo y cómo sus Ejercicios llevaban almas a Dios. Fue la obra de Dios en su Iglesia, cuando necesitaba una verdadera «reforma». Uno de los más prestigiosos conocedores de Ignacio y su obra, el jesuita Ignacio Iglesias, con precisa documentación y abundantes textos de su santo fundador, nos ofrece una obra maestra. JOSÉ A. MARTÍNEZ PUCHE, O.P. Madrid, 31 de julio de 2010, fiesta de San Ignacio de Loyola

8

PRESENTACIÓN

LA CONVERSIÓN COMO CAMINO «Hace ya cuatro años desde que os vengo pidiendo, Padre, no sólo en mi nombre, sino en el de los demás, que nos expongáis el modo como el Señor os fue llevando desde el principio de vuestra conversión; porque confiamos que saber esto será sumamente útil para nosotros y para la Compañía; pero como veo que no lo hacéis, os quiero asegurar una cosa: si nos concedéis lo que tanto deseamos, nosotros nos aprovecharemos mucho de esta gracia; si no lo hacéis, no por eso decaeremos de ánimo, sino que tendremos tanta confianza en el Señor como si lo hubieseis escrito todo». Así argumentó por enésima vez a Ignacio de Loyola Jerónimo de Nadal, su colaborador íntimo en la redacción de las Constituciones y su brazo derecho en la promulgación de las mismas en las comunidades de España, Portugal, Francia, Italia y Alemania. «El Padre no contestó nada, —continúa—, pero creo que el mismo día llamó al P. Luis González y empezó a contarle las cosas que, después éste, con la excelente memoria que tiene, ponía por escrito». (Autobiografía. Prólogo del P. Nadal, 3-4) A retazos de dictado, con largas interrupciones, fue naciendo el relato de su vida (la llamada Autobiografía -A-) base documental imprescindible para conocer lo que ya sus compañeros llamaron su «conversión». Pero no base única. Todos sus escritos, pero muy particularmente los Ejercicios (E) y el Diario espiritual (D) completarán ese relato. Son parte de él. Nos proponemos, hacer aflorar, sobre todo de estos tres textos, su itinerario interior de conversión tal como él lo va viviendo y expresando. En el resto, las Constituciones (C) y en su largo Epistolario no es difícil detectar, indirectamente, en el espejo de los pasos y medios de conversión, que propone a otros, los suyos propios. Pero sería desmedido pretender hacerlo. Sólo breves alusiones puntuales. 9

Estas páginas quieren ser una invitación a caminar junto a él su camino, y de su mano. Dejamos hablar a sus hechos y a sus propias palabras. Todas las palabras en cursiva son de Ignacio de Loyola. En ellas su minuciosa autoobservación registró con detalle qué le sucedió, cómo, en qué circunstancias, con qué proceso interior, con qué signos y con qué consecuencias. Ayudará primero situar el itinerario de esta conversión, siquiera a grandes brochazos y muy sucintamente, en el escenario histórico, cultural, religioso, político y social, que acogió la venida de Ignacio al mundo y en el que se desarrollaron los 65 años de su vida (1491-1556). También su conversión. Ninguna historia humana es inmune a los innumerables influjos de su escenario vital (capítulo 1°). Un 2° capítulo, breve, resume los treinta primeros años de vida de Íñigo López de Loyola, hasta el instante de su fracaso militar en Pamplona (1521). A partir de ese momento se inicia el nuevo nacimiento de Íñigo, su conversión. El recorrido interno de ésta, narrada por él, ocupará el capítulo 3° y central. Su Autobiografía (A), los Ejercicios espirituales (E) y el Diario espiritual (D) son sus tres relatos. El último, —registro de movimientos e inteligencias espirituales observadas en sí mismo—, obviamente no estaba destinado a la divulgación. Para los dos primeros vale la clave hermenéutica que él mismo siguió en la redacción de los Ejercicios espirituales: Él me dijo que los Ejercicios no los había hecho todos de una sola vez, sino que algunas cosas que observaba en su alma y las encontraba útiles, le parecía que podrían ser útiles a otros… (A. 99). El protagonista de los tres relatos, que son su Libro de la Vida, no es Ignacio, sino Dios. El amanuensetranscriptor de la Autobiografía, P. Luis Gonçalves da Cámara, en connivencia con el P. Nadal, apuró el argumento que más podía mover a Ignacio a superar la repugnancia a hablar de sí o a que se hablara de él: seguir fundando la Compañía de Jesús: Mas, venido el P. Nadal, holgándose mucho de lo que estaba comenzado, me mandó que importunase al Padre, diciéndome muchas veces que en ninguna cosa podía el Padre hacer más bien a la Compañía, que en hacer esto, y que esto era fundar verdaderamente la Compañía; y ansí él mismo habló al Padre muchas veces y el Padre me dijo que yo se lo acordase (A. Prólogo de Luis Gonçalves da Cámara, 3*). Fue necesario insistir más veces, hasta fines de agosto de 1553. De ahí a una hora o dos nos fuimos a comer y estando comiendo con el Maestro Polanco1 y yo, nuestro Padre dijo que muchas veces le habían pedido una cosa 10

Maestro Nadal y otros de la Compañía y que nunca había determinado en ello; y que, después de haber hablado conmigo, habiéndose recogido en su cámara, había tenido tanta devoción e inclinación; y —hablando de manera que mostraba haberle dado Dios grande claridad en deber hacello—, que se había del todo determinado; y la cosa era declarar cuanto por su ánima hasta ahora había pasado; y que tenía también determinado que fuese yo a quien descubriese estas cosas (A. Prólogo 1*) Con largas interrupciones de parte de Ignacio y ausencias de Roma del transcriptoramanuense, en octubre de 1555 terminó el relato Al final del «camino» recorrido un breve capítulo 4°, Cierre, concentra el eje central de la conversión vivida por Ignacio, y algunos pasos concretos de su desarrollo. Ayudarán, espero, a comprender la vida cristiana como una dinámica de conversión permanente, a la que Ignacio aportó, desde la suya, instrumentos válidos de confirmada actualidad. IGNACIO IGLESIAS, S. J.* Valladolid, febrero 2009

* Ignacio Iglesias, uno de los mejores conocedores de la vida de San Ignacio y de los inicios de la Compañía de Jesús, moría en Valladolid, el 11 de septiembre de 2009, a los pocos meses de escribir su último libro, el quetienes en las manos: una obra de plenitud, en la que puso toda su sabiduría y esmero. Descanse en paz el jesuita ejemplar, incansable trabajador en la viña del Señor. (N. del E.)

11

SIGLAS MÁS USADAS

A.= Autobiografía E.= Ejercicios espirituales D.= Diario espiritual Otras siglas MHSI, Monumenta Historica Societatis Iesu MI, Monumenta Ignatiana Fontes narrativi Constitutiones Epp. Cartas de S. Ignacio

12

1 EL MUNDO QUE RECIBIÓ A ÍÑIGO LÓPEZ DE LOYOLA (1491-1556)

1. UN OCCIDENTE EN EXPANSIÓN Y EN CONFLICTO Pocos momentos de la Historia de Occidente, contemplados en conjunto, más intensos, radiantes, creativos y, a la vez, más convulsos y hasta sórdidos y dolorosos, que los que abarcan el arco de un siglo XV que declina y un s. XVI, que alborea. En el centro de ese arco (1491) viene al mundo Íñigo López de Loyola. Islam:La presencia del Islam en la Península Ibérica, —larga de casi ocho siglos— y su ocupación de una parte significativa de la Europa occidental, tocaba a su fin. Un año después, en 1492, los Reyes Católicos desalojaron con caballerosidad al último rey árabe de Granada. Bien es verdad que, en el otro polo de la elipse del Mediterráneo, los sultanes del Asia Menor mantenían encendida una nueva réplica a Occidente. La primera les había llevado a recorrer triunfales el África romana y a sorprender por la espalda a Europa invadiendo España y buena parte de Francia (s. VII y VIII). En aquel momento el emperador León III (717-741) frenó en el Oriente mediterráneo su intento de conquistar Constantinopla, mientras el franco Carlos Martel hacía lo propio en la batalla de Poitiers (732). Pero, desalojados de Occidente casi ocho siglos después, tenaces en sus propósitos, con epicentro en la actual Turquía, reanudaron la invasión en tenaza del próximo Oriente con Tierra Santa como gran objetivo, y norte de África por un lado, y de la Europa Oriental, en la que se adentrarán hasta Hungría, y hasta las puertas de Viena y las costas del Adriático, por otro. El proceso no perderá iniciativa, violencia y fuerza hasta Lepanto (1571). Los rescoldos de aquel incendio y algún que otro fuego violento continúan apareciendo intermitentemente hasta nuestros mismos días. América: Simultáneamente, en el otoño de ese mismo 1492, después de superar muchas resistencias con el enorme tesón, del que le hacían capaz sus sueños, Cristóbal 13

Colón recibió de la corte de Castilla el «fiat!» para la aventura de abrir nuevas rutas, por occidente, hacia la India, que ahorraran el penoso viaje por escalas, —costosísimo en vidas y medios—, bordeando el continente africano, aventura exploradora portuguesa por excelencia, ya desde la primera mitad de siglo XV. Colón no llegó a las Indias, que él soñaba, pero puso pie en la tierra de un continente nuevo. La noticia de este hallazgo inesperado, y de su éxito no imaginado, que confirmará en otros tres nuevos viajes durante los diez años siguientes (1492-1502), encendió miles de ambiciones y contagió la fiebre de descubrimientos, que, caracterizaron todo el s. XVI. Aventureros, soldados y, muy pronto misioneros formaron la tripulación habitual de los miles de navíos que se lanzaron a la travesía del Atlántico con muy diversa fortuna. Ellos también, y de manera muy decisiva, contribuyeron a que la historia de la humanidad pasase página a una época dramática en el continente europeo y a que iniciase un nuevo, ilusionante y, a la vez, conflictivo capítulo. Castilla-Aragón: Pero ni la conquista de Granada, ni los descubrimientos de ultramar aquietaron el mapa de la península ibérica. La emergencia de nuevas unidades políticas (Estados) ya en marcha en la Europa occidental, que había tenido en la península su punto de inflexión definitivo el 16 de octubre 1469 con el matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, no calmó de inmediato, ni calmaría del todo, durante todo el siglo XV y buena parte del XVI, la fiebre de ambiciones, intrigas y pretensiones de nobles, concejos, ciudades y hermandades alrededor de privilegios forales, exenciones de impuestos o derechos a comercios regionales, al estilo de los que habían ido consiguiendo con anterioridad valencianos, aragoneses, catalanes… En no pocas ocasiones decidió la violencia, aunque más común fue el recurso de reyes, aspirantes al trono y regentes, al mercadeo de privilegios con los litigantes, — compromisos matrimoniales incluidos—, para asegurarse el apoyo y la adhesión de los señores feudales en los varios frentes de guerra y en los pleitos diplomáticos y dinásticos, que, con la rapidez de un incendio, aparecieron por doquier. En medio y de fondo, la habilidad de los prestamistas judíos, que aprovecharon hábilmente las continuas inestabilidades políticas para su floreciente negocio. Y medio diluidos en los territorios cristianos, muchos de ellos varias veces ganados y perdidos en la reconquista, musulmanes acomodaticios, dejando pasar la guerra por encima de sus cabezas, ayudaban al señor de turno que más ofrecía o a sus contrarios. La Iglesia misma, que, tentada de poder, no pasaba, en conjunto, por el momento más brillante de su misión espiritual, se implicó no pocas veces en estos enredos como árbitro o como parte. Occidente: La todavía frágil consolidación por los Reyes Católicos de la unión peninsular de España, ocupante por parte del reino de Aragón de los territorios del sur de Italia, —Nápoles y Sicilia, sobre todo—, encendió la larga hostilidad (siglo y medio) con Francia, que los pretendía, más aún, que llegó a conquistar Nápoles. El Papa Alejandro VI pidió ayuda a España y Fernando de Aragón desplazó a la zona al mejor de sus militares, Gonzalo Fernández de Córdoba, —el Gran Capitán, apodo que le impusieron 14

sus soldados—, quien, requerido de urgencia en España, regresaría pronto a Calabria, hasta su pacificación. En alguna de las batallas de aquella campaña, participó con su propia nao, como capitán de navío, el hermano mayor de Íñigo, Juan Pérez, quien poco después murió en Nápoles. La primogenitura, heredera del mayorazgo de Loyola pasó entonces al hermano segundo de Íñigo, Martín García de Oñaz. Luis XII, ya Rey de Francia, presionó entonces el norte de Italia apropiándose de Milán y Génova. Alejandro VI, en medio, desplegó todo su poder de persuasión, de diplomacia e incluso de guerra, apoyándose alternativamente en uno u otro rey. La tierra de Íñigo: La inestabilidad arrastraba ya, desde mucho antes, su propia versión en las provincias vascas y particularmente, por lo que interesa a nuestro Íñigo, en Guipúzcoa, con largas y duras contiendas entre las banderías de los Parientes Mayores, señores y patronos de las Casas-torre y el territorio circundante y, posteriormente, entre éstos y la emergente hermandad de las ocho villas (Azpeitia y Azcoitia incluidas), que requirió la intervención autoritaria del rey Enrique IV (1457). El abuelo de Íñigo, fue uno de los represaliados con destierro al sur de la península, a Jimena de la Frontera (Cádiz). Amnistiado dos años después, fue autorizado a reconstruir la Casa de los Loyola, previamente desmantelada por orden del rey en sus elementos defensivos, pero no como casa-torre, sino como casa-palacio o casa familiar. Quienes hoy se acercan a Loyola encontrarán, como una joya, engastada en la monumental construcción del colegio jesuítico y protegida por la basílica del s. XVIII, la Casa de los Loyola. Sólo quedan de la antigua Casa-torre, o casa-fortaleza, los anchos muros de piedra de la planta baja y primera planta. El resto, construcción de ladrillo, de inspiración mudéjar fue construcción del abuelo de Íñigo. Así la conoció y en ella habitó, no más de los primeros quince años, Íñigo López de Loyola. Y ella será el escenario en el que germine la conversión que pretendemos seguir en estas páginas. Las antiguas contiendas se habían apaciguado, pero no era infrecuente la movilización de mesnadas de combatientes reclutadas por los Señores (don Beltrán, Señor de Loyola, uno de ellos), a requerimiento de los Reyes de Castilla, como refuerzo ocasional de sus ejércitos. El Renacimiento: Íñigo, finalmente, nace en el corazón de la revolución cultural denominada Renacimiento (s. XV-XVI), surgida en un Occidente convulso, desangrado en mil litigios feudales y dinásticos, que van dando a luz dolorosamente a los nuevos Estados y a sus maquinarias organizativas. Evolución, más que ruptura con la Edad Media, caracteriza el Renacimiento una ilusionante exaltación del hombre y lo humano en todos sus aspectos. En la decadente 15

impronta religiosa y escolástica de la Edad Media, se ha ido abriendo paso una visión optimista del hombre y de sus posibilidades en el campo del pensamiento, de la ciencia y de la expresión artística en todas sus formas. Optimismo en ocasiones rayano en culto al hombre, una nueva fe en las posibilidades de la ciencia para explicar fenómenos hasta entonces referidos al mundo de la fe religiosa y un nuevo disfrute de la naturaleza que retoma su inspiración del viejo paganismo greco-romano. Lo ambiguo del fenómeno en sí, irrumpiendo en tromba en una Iglesia oficial, en el momento más bajo de su historia como tal Iglesia, muy urgida por problemas de índole temporal, políticos, económicos y hasta bélicos, explica que los Papas aceptaran el fenómeno, apenas sin resistencias, en ocasiones lo apoyaran incondicionalmente y hasta intentaran servirse de él. Ningún freno más fuerte para la reforma interior, que urgía como nunca a la Iglesia y que varios Papas habían intentado sin éxito, que el espíritu de este nuevo paganismo que llegó a anidar en el entorno de la corte pontificia, e incluso en la corte misma. En la subjetividad extremada del humanismo, que precedió al Renacimiento y desembocó en él, encontró su caldo de cultivo el descontento crítico de Lutero, que explotó en 1517 en sus tesis con ocasión de las indulgencias promulgadas por León X a fin de conseguir fondos para una de las obras emblemáticas del bajo Renacimiento, la basílica de San Pedro. Su propuesta de falsa reforma frente a la que verdaderamente necesitaba la Iglesia y que demandaban abiertamente muchos cristianos, abrió una herida aún no cicatrizada en el cristianismo. 2. UNA IGLESIA NECESITADA DE REFORMA PROFUNDA En su cabeza y en su cuerpo. Justamente también, cuando Ignacio cumplía su primer año de vida, el 1492, fue elegido Papa el cardenal Rodrigo Borgia, tío segundo de San Francisco de Borja, que escogió el nombre de Alejandro VI (1492-1503). Los escándalos antes y durante su cardenalato, recibido a los veintiocho años, se vieron agravados por sus actuaciones más políticas que eclesiales y sus procedimientos de poder político en el campo de su gobierno estrictamente eclesial. Su pontificado fue, sin duda, una de las páginas más sombrías de la historia de la Iglesia. Haría falta todo un siglo, el XVI colmado, para que la reforma de la Iglesia, que reclamaban con urgencia el pueblo sencillo, numerosos grupos de cristianos comprometidos, —órdenes y comunidades religiosas antiguas y nuevas llamadas a jugarse la vida en esa reforma—, y no pocos de sus jerarcas, madurase y empezase a hacerse visible a partir del Concilio de Trento. A Íñigo, —entonces ya Ignacio—, le tocará vivir, en la segunda mitad de su vida, ese clamor de reforma, e incluso participar en ella. Su conversión no fue ajena a la reforma, incluso puede decirse que fue parte de 16

la misma. La historia de la Iglesia, —tanto en Oriente como en Occidente—, desde del primer capítulo, extraordinario (s I-IV), el de la verdad desnuda de sus innumerables mártires: apóstoles, Papas, obispos, pueblo sencillo, que «no amaron tanto su vida, que temieran la muerte» a la hora de presentar al Mesías crucificadoresucitado, puede leerse, en su conjunto, como un atormentado camino de purificación, soportada unas veces, buscada heroicamente otras, por ser fiel al Evangelio, toda su razón de ser. Historia pacífica sólo en breves períodos y en alternantes escenarios regionales muy localizados. Dura y agresiva en otros muchos. Pudo parecer que con la libertad de culto, garantizada por el edicto de Milán (313) firmado por Constantino, se abría un nuevo camino llano y fácil a la Iglesia. No se le habían prometido a la Iglesia caminos llanos. Ya en ese mismo siglo IV, y bajo emperadores progresivamente cercanos y afines al cristianismo, tanto que llegaron a considerarlo como ley del Estado, y precisamente por eso, surgieron nuevos y profundos problemas que no abandonarían a la Iglesia casi hasta nuestros mismos días: los de sus relaciones de poder espiritual con el poder terrenal y más concretamente con el Estado de profesión católico. La protección por éste no había de salir gratis a la Iglesia. Incluso en ocasiones tuvo que pagar precios demasiado grandes por ella. La ambigüedad, de facto, en la frontera entre el poder espiritual de los pastores de la Iglesia y el temporal de los poderes públicos actuando sobre las mismas personas, no tardó en manifestarse, en forma conflictiva, ya desde este primer momento de aparente normalización de las relaciones entre ambos. Y, con brotes diferentes, —alguno de ellos gravísimos—, de una enfermedad no del todo curada, siguió acompañando a la Iglesia hasta nuestros días, frenando no poco el desarrollo de su misión y el consiguiente crecimiento del Evangelio. La enfermedad había de agravarse particularmente, siempre que la Iglesia, buscando y utilizando erróneamente medios habituales en la política de Estado para defender su libertad misionera, obró como un poder temporal más: Fuerza, dinero, poder territorial, simonías, compromisos humanos de todo tipo, compraventa de favores, nepotismos, apelaciones negociadas al emperador… impregnaron la historia de la Iglesia tanto en Oriente como en Occidente. A reforzar esta ambigüedad contribuyeron las numerosas controversias doctrinales internas de la Iglesia de los primeros siglos, sobre todo en Oriente, incluso en forma de herejías violentas, que brindaron al poder temporal una fácil justificación para intervenir, por propia iniciativa, en asuntos internos vitales para la Iglesia: convocar concilios, tomar partido a favor de determinadas corrientes teológicas no pocas veces en contra de la Iglesia oficial, nombrar y deponer obispos, la curia papal e incluso los mismos Papas, sin mirar a su calidad religiosa. 17

Frecuentemente el poder civil se sirvió a conveniencia del poder religioso, en las contiendas civiles, como si se tratase de una corte paralela a disposición del emperador o de los señores feudales de turno, para defenderse, incluso por las armas, de enemigos comunes muchas veces. Y a la inversa. La reforma y la paz de los cristianos estuvo a merced de que el emperador fuese una buena persona y estuviera interesado en ello. La mayor parte de los Papas, celosos de su responsabilidad, lucharon con diverso éxito por garantizar cotas de libertad para la Iglesia y por fijar jurídicamente sus competencias ad intra y ad extra de la misma. Destacaron en esta ardua tarea, organizadora, pero sobre todo reformadora, Papas provenientes del monacato, San Gregorio Magno (s. VI) y, cuatro siglos más tarde, el gran Papa Hildebrando (S. Gregorio VII), reformador y reeducador de la Iglesia, a la vez que fuerte y en su sitio frente al emperador de turno, Enrique IV, que acabó llevándoselo prisionero e imponiendo otro Papa. Ya en pleno s. XII y XIII figuras como Alejandro III, Inocencio III, Gregorio IX e Inocencio IV, atendieron a contener a los emperadores, en sus pretensiones de dominarlos como a señores de la tierra, por un lado, y a favorecer las corrientes reformadoras dentro de la Iglesia, por otro. Porque, en medio de tanta turbulencia, siempre hubo, en el seno de la Iglesia impulsos reformadores que la devolvieron continuamente al Evangelio. Los movimientos de más hondo calado nacieron vinculados de una u otra forma al monacato. Cluny en la alta Edad Media y su red de monasterios, de la que surgieron grandes figuras del episcopado y del papado mismo, fue en parte reemplazado, en parte resucitado, dos siglos después por cistercienses y premostratenses, que extendieron su acción misionera hacia el norte y el este de Europa. Ya en la baja Edad Media, las Órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos principalmente, surgieron como reacción a las herejías nacientes y al derroche mundano de poder y riqueza de la Iglesia. La palabra y la caridad fueron sus armas. Sin ignorar el peso de todos ellos como soporte de la revolución cultural que promovió y lideró la Iglesia, incluso durante sus períodos más oscuros, mediante la creación y apoyo de Universidades, escuelas y centros de formación de presbíteros. Expansión y conflictividad de distinto género habían acompañado también la historia de la Iglesia española. Fuerte y en su conjunto consolidada en el momento de la invasión del Islam, vivió durante siete siglos experiencias de martirio, de catacumba, de resistencia, de tolerancia y hasta de convivencia. Resurgió renovada a paso de reconquista y contribuyendo a ella, en el seno de los reinos que iban abriéndose espacio y de la mano de sus representantes, no siempre y no todos igualmente generosos con ella. Tal vez una característica propia fue el haber sido y seguir siendo, en su conjunto y en medio de numerosos expolios, una Iglesia culta, no tanto en su base, sino en sus elites, 18

dotada de hombres e instituciones eminentes. Algunas vivían, en el momento de nacer Ignacio, un esplendoroso resurgimiento interno, que rápidamente se pusieron a traspasar misioneramente a los nuevos mundos descubiertos. 3. LOYOLA Así recibió el s. XV, ya en sus estertores, a Íñigo López de Loyola en el plácido otoño de 1491. El otoño sigue siendo la estación ideal en el tranquilo valle de Iraurgui, que riega, habitualmente tímido, el río Urola. En el centro mismo, a mitad de camino entre Azcoitia y Azpeitia (entonces aún Salvatierra de Soreasu, por carta de fundación — 1310 —, del rey Fernando IV), casi oculta entre frondosos hayedos, castaños y nogales, se alzaba la casa-torre de Loyola, como un nido o una cuna entre dos altos macizos montañosos, el Erlo al norte (el Izarraitz es su estribación más inmediata sobre Loyola) y el Pagotxeta al sur, que se acerca con el Oñazmendi, donde estaba enclavada la casa solar del linaje de Oñaz, uno de los dos linajes de la familia de Íñigo. Íñigo es el último de once hermanos, hijos de Beltrán Ibáñez de Loyola y de María Sáenz de Licona, a los que hay que añadir otros dos ilegítimos reconocidos. Apenas nacido, es confiado de urgencia, como nodriza, a María Garín, esposa del herrero Errazte, del caserío de Eguíbar, a 400 metros en línea recta de la casa-torre. Allí, con esta mujer fidelísima, da los primeros pasos y de ella aprende las primeras palabras y las primeras oraciones. Cuando, a los cinco años se incorporó de manera permanente a la vida de la casa-torre, y hasta los quince, en el decorado de su casa, que a diario contemplan sus ojos, por todas partes dominaban arreos y armaduras de guerra de su padre y sus hermanos mayores, al tiempo que su curiosidad infantil se iba llenando de nombres de personas y con relatos de otras tierras del otro lado de los montes que sirven de concha al apacible valle de Iraurgui. Se fue enterando de que su padre había servido a los Reyes católicos. Les había ayudado a recuperar las plazas de Toro y el castillo de Burgos, en el frente castellano, y la ciudad de Fuenterrabía en el frente francés, episodios de guerra entre Isabel de Castilla y Juana la Beltraneja (1474-1479), iniciada por Alfonso V de Portugal, que invadió Castilla. Le apoyó Luis XI, rey de Francia, que hacía lo propio por el norte. Tal vez pudo conocer más tarde, entre el documentario de la Casa de Loyola, la carta de privilegio por la que, siete años antes de nacer Ignacio, los Reyes Católicos renovaban al señor de Loyola el patronazgo sobre la iglesia de Azpeitia, «acatando los muchos e leales servicios que vos nos fecistes en el cerco que tovimos de la ciudad de Toro, al tiempo que el de Portugal la tenía ocupada, e asimismo en el cerco del castillo de Burgos e en la defensa de Fuenterrabía, al tiempo que los franceses la tenían cercada, donde estuvistes mucho tiempo con vuestra persona e vuestros parientes, cerrados a vuestra costa e minsión, poniendo muchas veces vuestra persona a peligro e aventura, e por otros servicios que nos 19

avéys fecho e esperamos que nos faredes…, vos confirmamos e aprobamos los dichos previllejos, … por juro de heredad para siempre jamás»2. Su padre alternaba los servicios a los Reyes Católicos con la administración meticulosa del Mayorazgo de Loyola y con puntuales intervenciones en las viejas contiendas, todavía no acalladas del todo, con otros bandos de los parientes mayores de la provincia de Guipúzcoa. Problema éste por el que su abuelo, Juan Pérez, fue desterrado por el Rey Enrique IV (1457) a Jimena de la Frontera (Cádiz), viendo desmontadas, a su regreso, las estructuras defensivas de la casa-torre de Loyola, que sólo fue autorizado a reconstruir para vivienda. También los hermanos de Ignacio, menos Pero López, el inmediato anterior a Íñigo en la serie de hermanos, que escogió la carrera clerical y llegaría a ser rector de la parroquia de Azpeitia, emularon las aspiraciones y ambiciones de su padre. Cuando Íñigo cumplía dos años, ya Juan Pérez de Loyola, su hermano mayor, había participado, como capitán de nao de la armada de Vizcaya, en escoltar el trasbordo del derrotado Boabdil, último rey moro de Granada, al norte de África y a continuación, —aunque sin éxito—, por encargo también de los Reyes Católicos, en la conquista de Tenerife. Tres años después (1496), con nao propia, formó parte de la armada con la que el Gran Capitán conquistó en Nápoles la ciudad de Atella. Allí murió, poco después, dando paso, como heredero de la Casa de Loyola a su hermano Martín García, que se significó más como administrador, que como militar. Si participó con éxito en la batalla de Velate por la anexión de Navarra al reino de Castilla(1512), en desacuerdo con sus jefes se retiró de Pamplona (1521), precisamente en ocasión de la invasión en la que había de resultar herido su hermano Íñigo y no pudo impedir, también en desacuerdo con sus jefes, la rendición de Fuenterrabía a los franceses ese mismo año, mientras su hermano convaleciente en Loyola, empezaba a soñar nuevos caminos. Como responsable de la casa y familia de Loyola, intentará disuadir a su hermano Íñigo de una segunda operación en la pierna destrozada en Pamplona, avisándole sobre dolores que él no se atrevería a sufrir. Y poco después será el primero que advierta, con temor, y comparta con el resto de la familia el cambio interior que se ha ido produciendo en el Íñigo convaleciente. Finalmente, cuando éste manifieste su decisión de ponerse en camino con rumbo desconocido, en su calidad de Señor de la familia tratará de disuadirle con argumentos que hubieran sido válidos en otros tiempos, pero que ya no lo eran, para Íñigo. La misma guerra por la conquista de Nápoles, en que murió Juan Pérez de Loyola, segó la vida de Beltrán, el tercero por antigüedad de los hermanos. Mientras que el cuarto, Ochoa Pérez, sirvió en los ejércitos de Flandes, y luego en España bajo la reina Juana; y el quinto, Hernando , se embarcó rumbo a América, muriendo en Dariem, Panamá. Sólo con Pero López, que culminaría la carrera eclesiástica como rector de la parroquia de Azpeitia, vivió Íñigo una relación personal relativamente estable. 20

Las cuatro hermanas, Juaneiza, Magdalena, Petronila y María Beltran, ilegítima, — algunas no sabían leer ni escribir—, contrajeron matrimonio con notables dentro de Guipúzcoa. En todo este cuadro familiar, resulta una figura misteriosa la madre de Íñigo. Poco más se sabe documentalmente de María Sáenz de Licona, hija de Martín García de Licona, conocido como «Doctor Ondarroa» por su procedencia, auditor de la Chancillería de Valladolid, consejero de Enrique IV de Castilla y Patrono de la iglesia parroquial de Azcoitia. Tampoco consta la fecha de su muerte y hasta hay dudas de si Íñigo llegó a conocerla. Al menos hasta los cuatro o cinco años vivió casi enteramente dependiente de su nodriza, María de Garin. Y más misterio aún, que no aparezca alusión ninguna a ella en los escritos de Ignacio. Únicamente en la apertura del proceso de beatificación de S. Ignacio (1595), quienes testificaron sobre ella lo hicieron como sobre mujer «firme en la fe y obediente a la santa Iglesia». Fue en un ámbito familiar, tan movido, donde Íñigo empezó a asombrarse (y empezó a soñar) de que hubiera reyes, que pedían ayudas puntuales a su padre y sus hermanos para reconquistar tierras y fortalezas, de que hubiera enemigos que vencer, de que existieran otros mundos a los que se acababa de llegar atravesando mares inmensos. Una extraordinaria fiebre aventurera de descubrimientos, que habían de cambiar profundamente la historia, prendió también en la casa y familia de Loyola.

21

2 ÍÑIGO LÓPEZ DE LOYOLA

ÍÑIGO, UN CRISTIANO «…de los del montón», resume Nadal, el ayudante más eficaz de Ignacio de Loyola, y el de más confianza en la promulgación e interpretación de las Constituciones de la Compañía de Jesús a los jesuitas de Europa. «Era ciertamente católico, pero populariter christianus. Nada le importaba menos que la piedad, sobre todo la piedad religiosa»3. Como a la gran mayoría, de aquella sociedad y de su misma familia, si se exceptúa a su cuñada, la culta y piadosa Magdalena de Araoz, esposa de su hermano Martín, Señor de Loyola. Aquella sociedad llevaba consubstanciada una religiosidad de cruzadas y conquistas a escala peninsular y, en lo individual, una fe de dogmas no discutidos, y una piedad formal exigente de prácticas, títulos, diezmos, ayunos, penitencias y limosnas, simultaneada con odios y ensañamientos tribales y enormemente permisiva en cuestiones de honor y de sexo. Todo ello en el marco de una Iglesia, cuya amoralización y escasa formación generalizada en buena parte de su clero, venía siendo la preocupación primera del Cardenal Jiménez de Cisneros, y de los propios Reyes Católicos había de serlo de hombres como Juan de Ávila, Tomás de Villanueva, contemporáneos rigurosos de Íñigo, con quienes éste la habría de compartir personalmente. Cristianado, apenas venido al mundo, en la iglesia de Azpeitia, de la que era rector D. Juan de Zabala, vivió su primera iniciación en la fe, por enfermedad de su madre, de la religiosidad de su nodriza, María de Marín. Desde el principio el caserío se convirtió en una verdadera extensión familiar, en la que Íñigo aprendió lengua, costumbres, devociones…, La ermita de la Virgen de Olatz, frente por frente del caserío, en la falda baja del Itzarraitz, fue testigo y escenario de muchas de ellas.

22

La tonsura, que recibió Íñigo, todavía adolescente, con su hermano Pero, tenía más motivación de prestigio, medro y beneficio familiar, que de vocación a una renovación eclesiástica. Su bisabuelo, D. Beltrán, había sido favorecido con el patronazgo laico de la parroquia de Azpeitia, un verdadero poder laical en la Iglesia, que la familia Loyola había de retener y defender con uñas y dientes, incluso frente a instancias eclesiásticas, y con el tesón que la caracterizó también en otras muchas hazañas bélicas y contiendas políticas. Con todo, y a pesar de buenos ejemplos de observancias y hasta de heroicidades religiosas en su familia, no era lo cristiano un primer valor, que dominara la vida de los habitantes de la casa-torre de Loyola. Sí lo era el destacar por encima de otros en la escala de cortesanos al servicio del rey de Castilla o en las contiendas de banderías entre los Parientes y señores de las sagas familiares de Guipúzcoa y en los alardes individuales entre hombres de armas. También Íñigo fue fiel a esta ambición y hambre de gloria familiar, que será, llegado el momento, el subsuelo humano de su conversión. Don Beltrán había soñado también algo más noble para el menor de los hijos. Por de pronto había puesto en manos de uno de los maestros particulares (generalmente clérigos) de Azpeitia su primera formación básica en gramática. Luego, fallecida su madre y apenas entrado en la adolescencia, pensó confiarlo a D. Juan Velázquez de Cuéllar, Contador Mayor del Reino de Castilla, miembro del Consejo real y amigo suyo personal, para una educación cortesana, que abriera a Íñigo caminos de ascenso social en torno a la Corte real. No necesitó pedírselo. El mismo D. Juan Veláquez se le adelantó a ofrecérselo. Durante once años, de los 15 a los 26 de su vida, vivió Íñigo en Arévalo (Ávila), como uno más de la familia y acompañó a D. Juan en sus frecuentes viajes por Castilla y ocasionalmente hasta Andalucía, para participar en las Cortes generales e incluso en sus periódicas visitas a la corte real. Hombre de reconocida honradez, gran cultura y hondo sentido cristiano, D. Juan recibió y trató a Íñigo como a uno de sus doce hijos (seis hijos y seis hijas), durante los once años, que le acompañó en Arévalo y en los muchos viajes que por su cargo en la corte o por encargos particulares del Rey había de hacer. Buena parte de su cultura, de su afición a la música y a la literatura, poesía incluida, y, sobre todo aquella cortesía en el trato con todos, que caracterizaría a Ignacio, la aprendió en estos años cruciales de su vida. Arévalo, la rica biblioteca de D. Juan, las fiestas y liturgias cortesanas fueron para Íñigo su primera ventana al mundo del Renacimiento. Allí gustó Íñigo y se aficionó a la literatura heroica, a la «prensa del corazón», las novelas caballerescas y a la poesía, afición que no le abandonará del todo y de la que se servirá el Señor para dársele a conocer durante la larga convalecencia en Loyola. Periódicamente hacía breves escapadas a la casa-torre paterna. A una de ellas, la del carnaval de 1515, a sus 23 años, corresponde una de sus bravuconadas juveniles, —de 23

«cierto exceso» etiquetan los historiadores un episodio nocturno de armas—4, junto con su hermano Pero. ¿Cuestión de honor, de mujeres, de dinero, de venganza? El hecho es que ambos fueron procesados por el corregidor de Guipúzcoa, Doctor Juan Hernández de la Gama. En la jurisdicción eclesiástica de Pamplona, a la que se acogieron los dos hermanos en su condición de «tonsurados», constan «delitos calificados de muy enormes, por los haber cometido él e Pero López, su hermano, de noche e de propósito e sobre habla e consejo habido sobre asechanza e alevosamente»5. En el pleito entre ambas jurisdicciones, eclesiástica (Pamplona) y civil (Guipúzcoa), se alude a «delitos varios e diversos y enormes» y a su atuendo chulesco impropio de un tonsurado. Al final, los dos hermanos fueron absueltos sin cargos. De hecho, expuesto voluntariamente a este tipo de conflictos violentos, solicitó permiso de tenencia de armas, que le fue concedido y renovado fácilmente. Sus años de Arévalo terminarían abruptamente acompañando a D. Juan Velázquez en el fracaso social y económico, que acabó con su vida. Quien había sido hombre de la máxima confianza de los reyes Isabel y Fernando, hasta el punto de que ambos, muertos con una diferencia de doce años (1504 - 1516), le nombraran uno de los testamentarios y ejecutores de sus testamentos, sintió atropelladas las leyes del reino y sus propios derechos por decisiones arbitrarias del jovencísimo emperador Carlos V, legando a la reina viuda, Germana de Foix, villas y posesiones que habían sido confiadas por los Reyes Católicos a Juan Velázquez. Ni los consejos del Cardenal Cisneros, en función de regente, al emperador impidieron este atropello. Juan Velázquez resistió incluso militarmente la ocupación de Arévalo. Pero finalmente tuvo que ceder. Arruinado en su fama y en sus bienes, murió al año siguiente (1517) en Madrid. Íñigo vivió de cerca todo este drama humano del hombre a quien debía tanto y que había soñado como modelo de sus ambiciones juveniles. Esta experiencia le marcó y, si no alteró sus planes, la herida abierta no se cerraría, formando parte del camino de conversión, en el que él todavía no estaba, ni pensaba, pero que empezaba a roturar Dios. La admiración de Íñigo por D. Juan, como hombre «muy cristiano», honesto, culto, gestor fiel y eficaz, prototipo de sus ambiciones cortesanas, le duraría toda la vida. Ya General de la Compañía (1548), contestando al licenciado Mercado, de Valladolid, que le adjuntaba saludos de uno de los nietos de D. Juan, «regidor que es desta villa», desahogará su agradecido recuerdo: «De la memoria del señor Juan Velázquez me he consolado en el Señor nuestro; y así vuestra merced me la hará de darle mis humildes encomiendas, como de inferior que ha sido y es tan suyo y de los señores su padre y su abuelo y toda su casa; de lo cual todavía me gozo y gozaré siempre en el Señor nuestro»6. La intuición y el interés de María de Velasco, viuda de D. Juan Velázquez, por Íñigo 24

salió pronto al paso de esta orfandad del joven Loyola, enviándolo recomendado al duque de Nájera y reciente virrey de Navarra, Don Antonio Manrique de Lara, quien lo recibió como gentilhombre en su servicio. Pronto tendría ocasión de ejercitar sus dotes y preparación como militar sometiendo a los najeranos rebelados contra el duque, y como diplomático pacificando las villas de su Guipúzcoa natal, revueltas por no haber sido tenidos en cuenta sus fueros en el nombramiento del nuevo corregidor de la provincia. Refiriéndose a este asunto, Polanco, secretario de Ignacio de Loyola, General de la Compañía, epitafiará que manifestó «ser ingenioso y prudente en las cosas del mundo y de saber tratar los ánimos de los hombres, especialmente en acordar diferencias o discordias».

25

3 CONVERSIÓN

I. LOYOLA O EL ENCUENTRO 1. Íñigo se confiesa Pero le faltaba a Íñigo la providencialmente más difícil empresa y el más sonado fracaso de su vida. Aprovechando la ausencia de Carlos V en Flandes y la revolución comunera en muchas ciudades del reino de Castilla contra los administradores y funcionarios flamencos dejados por el Emperador, que concentró en la meseta lo más y lo mejor del ejército, también el del Virrey de Navarra, Francisco I, rey de Francia, puso a disposición de Enrique d’Albret, pretendiente al trono de Navarra, un ejército numeroso y bien equipado, que pasó el Pirineo y se plantó sin resistencia a las puertas de Pamplona. El Virrey, Duque de Nájera buscó desesperadamente ayudas militares, que no llegaron. Íñigo y su hermano Martín de Loyola reclutaron de urgencia huestes guipuzcoanas. Pero la división entre los pamploneses y la tensión entre el Concejo ciudadano y el mermado ejército del Virrey hicieron inútil el ofrecimiento de Martín de Loyola y de Íñigo de asumir la defensa de la ciudad. Martín se volvió con sus soldados; pero Íñigo «teniendo por ignominioso el marcharse también él, e impulsado en cuestión tan difícil por la grandeza de su ánimo y por la ambición de la gloria, dejando a su hermano, picó espuelas a su caballo y se metió a galope en la ciudad con unos pocos soldados»7 encerrándose finalmente en la fortaleza, consciente del desigual enfrentamiento que le esperaba. «Tratándose entre los de la misma fortaleza de darla a los contrarios, por no poder defenderla, y hubiendo dicho los que antes de él dijeron su parecer, que sería bien entregar el castillo…, Íñigo dio por parecer que de ninguna manera, sino 26

que le defendiesen o muriesen»8. Y sobriamente comienza él mismo a relatar su propia historia: Y venido el día que se esperaba la batería, él se confesó con uno de aquellos sus compañeros en las armas; y después de durar un buen rato la batería, le acertó a él una bombarda en una pierna, quebrándosela toda, y porque la pelota pasó por entrambas piernas, también la otra fue malherida (A. 1). Confesarse pertenecía a la religiosidad aprendida en Azpeitia y Arévalo. Incluso, «no podiendo aver sacerdote», como signo de contricción, en situaciones de emergencia, era costumbre reconocida hacerlo con un compañero. Esa confesión y esa herida, como signos, la primera de una voluntad de arriesgar «el grande y vano deseo de ganar honra» hasta el extremo, la segunda de haber sido allí, en Pamplona tocado en su línea de flotación dicho deseo, inician la verdadera confesión personal de Ignacio, que es su Autobiografía. La caminamos con él.

2. «…grande y vano deseo de ganar honra» (A.2) El siguiente episodio sucede ya en el escenario de su casa de Loyola, su tierra, después de quince días tratado cortés y amigablemente por los franceses, pero malcurado en Pamplona, y de otros quince en una litera a hombros de portadores amigos. En Loyola fue recibido, en funciones de madre, por su cuñada, Magdalena de Araoz, señora de la casa, esposa de su hermano Martín que detentaba entonces el mayorazgo de Loyola. Magdalena, mujer de gran virtud y cultura, le hizo instalar en la tercera planta de la casa, en el lugar exacto de la actual capilla de la conversión. Allí, —sigue contando Ignacio—, hallándose muy mal y llamando todos los médicos y cirujanos de muchas partes, juzgaron que la pierna se debía otra vez desconcertar y ponerse otra vez los huesos en sus lugares, diciendo que por haber sido mal puestos la otra vez o por haberse desconcertado en el camino, estaban fuera de sus lugares y así no podía sanar. Y hízose de nuevo esta carnecería; en la cual, así como en todas las otras que antes había pasado y después pasó, nunca habló palabra, ni mostró otra señal de dolor, que apretar mucho los puños (A. 2). Era la única señal de dolor que el código de caballería permitía a sus profesos. Pero seguía empeorando,

27

sin poder comer y con los demás accidentes que suelen ser lugar de muerte. Y llegando el día de San Juan, patrono de Oñaz, por los médicos tener poca confianza en su salud, fue aconsejado que se confesase; y así, recibiendo los Sacramentos, la víspera de San Pedro y San Pablo, dijeron los médicos que si hasta la media noche no sentía mejoría, se podía contar por muerto. Solía ser el dicho enfermo devoto de San Pedro. Desde niño. San Pedro era patrono de la ermita de Loyola. Y de la parroquia de Arévalo. Hasta de su pluma de buen escribano había salido en aquellos años una poesía a San Pedro, cuyo texto sería de sumo interés hallar como índice no tanto de su categoría de poeta, cuanto de la reciedumbre de su fe. Y así quiso el Señor que aquella misma media noche se comenzase a hallar mejor; y fue tanto creciendo la mejoría, que de ahí a algunos días se juzgó que estaba fuera de peligro de muerte (A. 3). A confirmar el optimismo de su mejoría contribuyó la noticia de que al día siguiente, el 30 de junio el ejército vasco-castellano del duque de Nájera, del que formaba parte su hermano mayor Martín, señor de la casa de Loyola, había derrotado al ejercito francés en Noain (Navarra). Cinco días después, se rindió también la fortaleza de Pamplona. Su mejoría y tan excelentes noticias avivaron el ego de Íñigo, su grande y vano deseo de ganar honra. La primera prueba apareció enseguida. ¿Cómo iba a «ganar honra» el gentilhombre Íñigo, si le quedó abajo de la rodilla un hueso encabalgado sobre otro, por lo cual la pierna quedaba más corta y quedaba allí el hueso tan levantado, que era cosa fea? Su autorretrato, o su confesión, en ese momento es perfecto: lo cual él no pudiendo sufrir, porque determinaba seguir el mundo, y juzgaba que aquello le afearía, se informó de los cirujanos si se podía aquello cortar; y ellos dijeron que bien se podía cortar, mas que los dolores serían mayores que todos los que había pasado, por estar aquello ya sano y ser menester espacio para cortarlo. Cada palabra es un análisis exacto de quien, cuando dictaba esta historia, se había conocido profundamente: Y todavía él se determinó martirizarse por su propio gusto, aunque su hermano más viejo se espantaba y decía que tal dolor él no se atrevería a sufrir; lo cual el herido sufrió con la sólita paciencia (A. 4). Pero, ¡esa cojera…! Su vanidad no le permitía soportarla. Sería el final de sus sueños acumulados año tras año. 28

Y cortada la carne y el hueso que allí sobraba, se atendió a usar de remedios para que la pierna no quedase tan corta, dándole muchas unturas, y extendiéndola con instrumentos continuamente, que muchos días le martirizaban. Cuando relata estos momentos de su vida, ha descubierto el sentido providencial de una tan larga y tan cruel fisioterapia, que le forzaba a estar en el lecho: Mas nuestro Señor le fue dando salud. La del cuerpo y… la que, entonces, no entraba, ni de lejos, en sus sueños.

3. Pero había más que curar Íñigo lo sabía, pero creía que la vanidad y la honra cubrían todo. Y que los 30 años, humanamente fecundos y en ocasiones ilusionantes por los que venía marcado no se podían perder. Es cierto que en su «caballero ideal», Don Juan Velázquez de Cuéllar había visto qué fácilmente podían desmoronarse los mundos que él soñaba y ahora se experimentaba a sí mismo desmoronado para realizarlos. Pero no del todo. A su amanuense contó más cosas. Empezó así: Hasta los veintiséis años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas con un grande y vano deseo de ganar honra» (A. 1). Pero el fiel amanuense de este relato, Luis Gonçalves da Cámara, jesuita portugués, en su prólogo personal, descriptivo, del mismo y de las dilaciones por parte de Ignacio para comenzarlo, constata: «Y así, en el setiembre (no me acuerdo cuantos días), el Padre me llamó y me empezó a decir toda su vida y las travesuras de mancebo clara y distintamente con todas sus circunstancias»9. ¿Dónde está este relato, si es que alguna vez llegó a existir como tal relato escrito? «No cabe otra explicación, sino que el respeto y piedad filial le detuvieron de dar publicidad a lo que el Santo, con tanta sencillez, no había tenido inconveniente en manifestarle», es la conclusión del jesuita Cándido de Dalmases, el más cualificado historiador e investigador de la Autobiografía en el siglo pasado10. Que existió esta zona oscura de su juventud, es tan evidente, como imposible, hasta ahora, documentarla y cualificarla. Sus más íntimos compañeros aluden a ella en términos generales: «Vivió muy libre en amor de mujeres, en el juego, en desafíos de 29

honor»; «combatido y vencido del vicio de la carne»11. La historia, que Ignacio recuerda y narra, y la que se puede deducir de otros escritos y actuaciones muy diversas suyas está jalonada de alusiones y referencias a estos años y a esta vida. A ella remitió Ignacio sus primeros deseos de penitente, en los comienzos de su conversión: Y cobrada no poca lumbre de aquesta lección, comenzó a pensar de veras en su vida pasada y en cuanta necesidad tenía de hacer penitencia della» … Mas todo lo que deseaba de hacer, luego como sanase, era la ida a Jerusalén, como arriba es dicho, con tantas disciplinas y tantas abstinencias, cuantas un ánimo generoso, encendido de Dios, suele desear hacer (A. 9). Y, ya pensando en el post-Jerusalén, informándose y calibrando su posible ingreso en la Cartuja de Sevilla, cuando otra vez tornaba a pensar en las penitencias que andando por el mundo deseaba hacer, resfriábasele el deseo de la Cartuja, temiendo que no pudiese ejercitar el odio que contra sí tenía concebido (A. 12) Todavía veinte años después, en el momento de su elección como General, se resistirá al resultado unánime de la votación, —menos su voto—, argumentando con que «atento a sus muchos pecados faltas y miserias, él se declaraba y se declaró de no aceptar tal asunto, ni tomaría jamás, si él no conociese más claridad en la cosa, de lo que entonces conoscía»12 , remitiéndose a su confesor y a una confesión, —la segunda— larga de tres días. Cuánto reflejen estos primeros recuerdos la objetividad de sus desvaríos o la subjetividad de un espíritu que, pronto, será fuertemente aquejado de escrúpulos, es imposible calibrarlo, ni deducirlo de sus expresiones. En todo caso, ya a los primeros síntomas de la curación espiritual, que simultaneó con la curación física de sus heridas de Pamplona, pertenece esta estampa de su autobiografía: Estando una noche despierto, vio claramente una imagen de nuestra Señora con el santo Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy excesiva y quedó con tanto asco de toda la vida pasada y especialmente de cosas de carne, que le parecían habérsele quitado del ánima todas las especies que antes tenía en ella pintadas. Así desde aquella hora hasta el agosto del 53, que esto se escribe, nunca más tuvo un mínimo consenso en cosas de carne; y por este efecto se puede juzgar haber sido la cosa de Dios, aunque él no osaba determinarlo, ni decía más que afirmar lo susodicho (A. 10 ). 30

Y un poco más adelante, ya en el ocaso de su vida, serenado y equilibrado su espíritu en una larga experiencia de misericordia, el peligro de naufragio entre Valencia y Roma (1535), en que la cosa vino a términos que, a su juicio y de muchos que venían en la nave, naturalmente no se podía huir de la muerte, para constatar sobriamente a continuación: En este tiempo, examinándose bien y preparándose para morir, no podía tener temor de sus pecados ni de ser condenado; mas tenía grande confusión y dolor por no haber aprovechado más tantas gracias y donde como Dios le había dado (Aut 33). De nuevo, escribiendo confidencialmente a Francisco de Borja, treinta años más tarde, ya General de la Compañía de Jesús, exhortándole a que le ayudara a poner en marcha la Universidad de Gandía, le argumentará con el peso de su misión como General, habiéndome impuesto [Dios] la superintendencia de esta Compañía, agora sea por ordenación divina, agora por permisión de la su eterna bondad por mis grandes y abominables pecados13. Veinticinco años después, terminados sus estudios en París, y dados ya los primeros pasos de lo que acabaría siendo la Compañía de Jesús, aconsejado e instado por sus compañeros a cuidar su salud como dictaminaban los médicos, que no quedaba otro remedio que el aire natal, el entonces ya Ignacio de Loyola volvió a Azpeitia, no a su casa familiar sino, viviendo de limosna, al hospital de pobres. Su secretario Polanco relacionará este viaje con su pasado: para «dar alguna edificación allí mismo donde había sido para muchos causa de escándalo»14. Durante tres meses se dedicó a enseñar el catecismo a los niños. Y se esforzó también para suprimir algunos abusos y con la ayuda de Dios se puso orden en alguno, verbi gratia: en el juego hizo que con ejecución se prohibiese, persuadiéndolo al que tenía cargo de la justicia (A. 88). María de Aizpuru testificó haber visto en el río de esta villa echadas muchas barajas de naipes, que se decía las habían echado gentes por la reprensión de dicho P. Ignacio»15.

4. Mas nuestro Señor le fue dando salud…(A. 5) Y empezó a ser curado. Tenía mucho tiempo a su disposición. Íñigo no era un hombre para estar de brazos cruzados y, entonces, todavía no había aprendido el lenguaje de 31

Dios en las flores del jardín. Lo más lo empleaba en recordar y fantasear. Y porque también le encantaba leer, sobre todo desde los años de Arévalo, libros mundanos y falsos, que suelen llamar de caballerías, sintiéndose bueno, pidió que le diesen algunos dellos para pasar el tiempo; mas en aquella casa no se halló ninguno de los que él solía leer. Su cuñada, Magdalena de Araoz, sólo pudo ofrecerle un Vita Christi y un libro de la vida de los Santos en romance, que probablemente entraron en el lote de regalos de boda de la reina Doña Isabel la Católica, de la que Magdalena había sido dama muy estimada. Se trataba de los cuatro volúmenes en folio de la Vida de Cristo escrita en latín por el cartujo Ludolfo de Sajonia (+ 1377) y traducida al castellano por el franciscano Ambrosio Montesino, poeta de la corte, impresa en Alcalá el 1503 y muy difundida. Y de la Legenda aurea del dominico italiano beato Jacobo de Varazze o Vorágine (+1298). A una de las traducciones en castellano (Toledo 1511) puso prólogo el cisterciense aragonés Fray Gauberto F. de Vagad, anteriormente alférez del rey. Y comenzó a alborear. Treinta y dos años más tarde, Íñigo, ya Ignacio de Loyola, revivió con detalle, como si lo tuviera presente, lo que empezó a pasar en él, mientras leía. Por los cuales leyendo muchas veces, algún tanto se aficionaba a lo que allí hallaba escrito. Mas, dejándolos de leer, algunas veces se paraba a pensar en las cosas que había leído; otras veces en las cosas del mundo que antes solía pensar. Y de muchas cosas vanas que se le ofrecían, un tenía tanto poseído su corazón, que estaba luego embebido en pensar en ella dos y tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que había de hacer en servicio de su señora, los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba, los motes, las palabras que le diría, los hechos de armas que haría en su servicio. Íñigo no era sólo un hambriento de poder y de fama, sino un enamorado. Lo primero al servicio de lo segundo. Lo segundo más idealizado y soñado evasivamente (embebido), que objetivamente pretendido; pero suficiente para su apretar de puños en las pasadas carnecerías. Y estaba con esto tan envanecido, que no miraba cuán imposible era el poderlo alcanzar; porque la señora no era de vulgar nobleza: no condesa, ni duquesa, más era su estado más alto que ninguno déstas (A.6). 32

Le faltó poner el nombre. Los estudiosos lo ponen con cada vez mayor coincidencia: la infanta Catalina, la hermana pequeña de Carlos V, de 14-15 años, que su madre Juana la Loca retenía junto a sí, descuidada, en su reclusión de Tordesillas y que Íñigo pudo ver con ocasión de acompañar desde Arévalo a Don Juan Velázquez de Cuéllar y a su esposa en las visitas, que el rey Fernando hizo a su hija Juana. Cuatro años más tarde Catalina contraería matrimonio con el rey Juan III de Portugal. «Mujer de gran corazón, modelo incomparable de reina», que reza su epitafio, interesó y apoyó a su marido en su insistencia ante Ignacio de Loyola para el envío de Javier y otros jesuitas a la India16.

5. …se le abrieron un poco los ojos (A. 8) En el horizonte de Íñigo empieza a amanecer otro «Señor» y otra «honra». Todavía nuestro Señor le socorría haciendo que sucediesen a estos pensamientos otros, que nacían de las cosas que leía. Porque leyendo la vida de nuestro Señor y de los santos, se paraba a pensar razonando consigo: ¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto que hizo Santo Domingo? Empezaba a sustituir héroes, los de los libros de caballerías por los de la Legenda aurea. Pero lo de Íñigo seguía siendo ser héroe. Y así discurría por muchas cosas que hallaba buenas, proponiéndose siempre a sí mismo cosas dificultosas y graves, las cuales, cuando proponía, le parecía hallar en sí facilidad para ponerlas en obra. La veleta iba y venía al viento de nuevos objetivos de otra índole. Duraban estos pensamientos buen vado, y después de interpuestas otras cosas, sucedían los del mundo arriba dichos, y en ellos también se paraba grande espacio; y esta sucesión de pensamientos tan diversos le duró harto tiempo, deteniéndose siempre en el pensamiento que tornaba: o fuese de aquellas hazañas mundanas que deseaba hacer, o déstas otras de Dios que se le ofrecían en la fantasía, hasta tanto que, de cansado, lo dejaba, y atendía otras cosas (A.7). Se cansaba de pensar y dar vueltas a su fantasía y a sus deseos, pero observó, —y fue lo nuevo—, el sedimento de los sueños que encendían sus lecturas. Dios se le iba adentrando de puntillas: Había todavía esta diferencia: que cuando pensaba en aquello del mundo se deleitaba mucho; mas, cuando después de cansado lo dejaba, hallábase seco y descontento; y cuando en ir a Jerusalén descalzo, y en no comer sino hierbas, y en hacer todos los demás rigores, que veía haber hecho los santos (el imán de las 33

cosas «dificultosas y graves»), se consolaba cuando estaba en los tales pensamientos, mas, aun después de dejado, quedaba contento y alegre. En el corazón del Íñigo convaleciente en su lecho de Loyola se empezaba a librar una nueva batalla, muy distinta de las que había vivido como plataformas de una honra largamente soñada y deseada, pero que sólo le había rozado furtivamente y que, aunque se mantenía viva en su extraordinariamente explosivo y acelerado ego, la pierna rota le hacía experimentar cada vez más «dificultosa». Dificultad que encendía aún más los sueños de los que alimentaba sus deseos. Porque Íñigo era un alpinista atraído por cumbres siempre mayores. Esta adicción no le abandonará nunca. Pero empezaba a tomar nueva conciencia de ella. Hasta en tanto que una vez se le abrieron un poco los ojos, y empezó a maravillarse desta diversidad, y a hacer reflexión sobre ella, cogiendo por experiencia que de unos pensamientos quedaba triste y de otros alegre, y poco a poco viniendo a conocer la diversidad de los espíritus, que se agitaban, el uno del demonio y el otro de Dios (A. 8) Así revive Ignacio, hacia el final de su vida, la conciencia de lo que llamará más tarde, las dos banderas (E. 136-138), que anidan en el corazón de cada ser humano, y la necesidad de posicionarse lucidamente optando por una de ellas no racionalmente, sino en su terminología, ofreciendo su persona, —saliendo de su propio amor querer e interés, — para ser recibido debajo de su bandera, para no vivir por sí, y para su voluntad, sino para la del Señor (E. 87-98. 147.157.167-168.189). No se renuncia a la honra (gloria); sí a la propia (vana), porque se ha descubierto la de Dios. Aquí está el germen primero, que crecerá y madurará en Manresa, de sus Ejercicios espirituales y de su espiritualidad17. Y cobrada no poca lumbre de aquesta lección, comenzó a pensar más de veras en su vida pasada y en cuánta necesidad tenía de hacer penitencia della. Y aquí se le ofrecían los deseos de imitar a los santos, no mirando más circunstancias que prometerse así con la gracia de Dios de hacerlo como ellos lo habían hecho. Mas todo lo que deseaba de hacer, luego como sanase era la ida a Jerusalem, como arriba es dicho, con tantas disciplinas y abstinencias, cuantas un ánimo generoso, encendido de Dios, suele desear hacer (A. 9) ¿En qué momento exacto se encendió esa lumbre, se le abrieron un poco los ojos, empezó a maravillarse…? Fue el kilómetro cero de su conversión a Dios. Había empezado a conocer y a encontrar a Dios «convertido» a él. La conversión, como la vida misma, comienza en un momento preciso de ésta, pero el convertido la percibe como un 34

alborear contInuo de su conciencia y un arder nuevo de su corazón. En temperamentos generosos como el de Íñigo este arder tuvo un carácter explosivo, extremoso, por un lado frente a su vida anterior: hay que borrarla; eso significa la penitencia. Porque hay que nacer de nuevo. Lo nuevo le ha tomado por entero. Lo nuevo es Jerusalén, que es JESÚS. Lo nuevo es que Íñigo ya no va de autónomo por la vida, pilotándola como suya y según su voluntad. Dios se le ha encendido y será con la gracia de Dios como romperá con lo inauténtico de su pasado y se arriesgará en el ya para siempre amor primero de Dios, que es JESÚS. Es su nuevo camino. La conversión de parte de Ignacio es arriesgarse a peregrinarlo toda la vida. Como lo habían hecho tantos y tantas, que estaba conociendo estos días. La conversión es una peregrinación mutua e ininterrumpida, de Dios al hombre y del hombre a Dios. En el lugar donde sucedió este encuentro, hoy capilla de la conversión, la joya de la Santa Casa de Loyola, cuelga una inscripción: «AQUÍ SE ENTREGÓ A DIOS ÍÑIGO DE LOYOLA». Es evidente que para que la historia de lo sucedido allí fuera enteramente recordada y reconocida, habría que poner por delante esta otra: «AQUÍ SE ENTREGÓ DIOS A ÍÑIGO DE LOYOLA». La vida de Íñigo giró en este punto 180 grados: de vivir para, y por, sí mismo, a vivir para, y por, Dios. Y ya toda su vida fue conversión; prolongación día tras día de ésta mutua ENTREGA: descubrir y recibir cada día la de Dios, para mantener encendida y alimentada la suya propia. La petición del último de sus Ejercicios, la contemplación para alcanzar amor (E. 230-237), sintetizará esta mutua entrega, clave de la conversión: El segundo, pedir lo que quiero: será aquí pedir conocimiento interno de tanto bien recibido, para que yo, enteramente reconociendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad». Allí donde su divina majestad quiere ser amado y servido: en todos los seres humanos que Él quiere salvar. Conversión a un Dios «convertido» acaba siendo para Íñigo «conversión» a todos aquellos a los que Dios está «convertido». Ya germina en el cuarto del convaleciente Íñigo el germen de lo que un día será la ayuda de las ánimas, o «los otros», todos, como objetivo esencial de su colaboración con Aquel, cuya salvación experimentaba ya con un gozo inimaginado.

6. Ya comenzaba a levantarse un poco en casa… (A. 11) Tal mutación o mudanza, —son los términos que Íñigo empieza a dar a su conversión —, no podía permanecer oculta:

35

…así su hermano como todos los demás de la casa fueron conociendo por lo exterior la mudanza que se había hecho en su ánimo interiormente (A. 10). Tampoco Íñigo tenía interés en ocultarlo; al contrario, Él, no se curando de nada, perseveraba en su lección y sus buenos propósitos; y el tiempo que con los de casa conversaba, todo lo gastaba en cosas de Dios, con lo cual hacía provecho a sus ánimas (A. 11). Pero su modo de leer es nuevo. No sólo aprende cosas interesantes desconocidas; las saborea y asimila internamente: Gustando mucho de aquellos libros, le vino al pensamiento de sacar algunas cosas en breve más esenciales de la vida de Cristo y de los santos y así se pone a escribir un libro con mucha diligencia. El libro llegó a tener casi 300 hojas, en papel rayado y bruñido, y el buen escribano, que Íñigo aprendió a ser en Arévalo, gozaba bordando las palabras de Cristo de tinta colorada; las de Nuestra Señora, de tinta azul. Todo se le fue llenando de luz, los montes, el valle, el río, los nogales que defendían la casa. Todo le hablaba de Dios o Dios le hablaba en todo. Vivía como una inundación silenciosa. Hasta de noche el valle del Iraurgi se le convirtió en un maravilloso telescopio: Y la mayor consolación que recibía era mirar el cielo y las estrellas, lo cual hacía muchas veces y por mucho espacio, porque con aquello sentía en sí un muy grande esfuerzo para servir a nuestro Señor (A. 11).

7. «Pensaba muchas veces en su propósito…» (A.12) …deseando ya ser sano del todo para se poner en camino. Ha galopado tanto en sus años de corte y de guerra, que, como tantas veces sus caballos, la impaciencia le lanzaba a soñar y pensar no el Jerusalén, que era ya su propósito inmediato, sino el post-Jerusalén: Qué es lo que haría después de Jerusalem para que siempre viviese en penitencia… ¿La Cartuja de Sevilla? ¿La de Burgos? Aunque la información de la segunda le 36

pareció bien, todavía le bailaban descolocados los dos frentes: penitencia — Jerusalén, sobre todo el primero, temiendo que no pudiese ejercitar el odio que contra sí tenía concebido. De momento aparcó este tema y se centró en poner en práctica el segundo, porque todo estaba embebido en la ida: Jerusalem; hallándose ya con algunas fuerzas, le pareció que era tiempo de partirse. Nueve meses había durado esta escuela de sufrimiento y de fracaso, de sorpresa y de iniciación en horizontes jamás soñados, de nuevos gozos, de grandes interrogantes. La opción estaba tomada: nueva vida. La realización pasaba por Jerusalén. Soñaba con que el paisaje, los olivos, las piedras… le hablasen, como le hablaban ya las rocas y los verdes de Loyola, de Aquel que le había tomado tan profundamente. La dificultad práctica inmediata era la salida de Loyola. Y dijo a su hermano:— El Duque de Nájera, como sabéis, ya sabe que estoy bueno. Será bueno que vaya a Navarrete (entonces estaba allí el duque). Íñigo fue siempre un hombre agradecido y fiel a sus señores. El último, Don Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera y Virrey de Navarra a cuyo servicio se puso, ya gentilhombre, al terminar sus once años en Arévalo y en cuyo servicio defendió, hasta caer herido, la fortaleza de Pamplona. Pero su hermano mayor tenía motivos para sospechar que el viaje iba a ser más largo que a Navarrete. El hermano le llevó a una cámera y después a otra y con muchas admiraciones le empieza a rogar que no se eche a perder; y que mire cuánta esperanza tiene dél la gente, y cuánto puede valer y otras palabras semejantes, todas a intento de apartarle del buen deseo que tenía. Su bienintencionado hermano enarbola de nuevo la bandera del grande y vano deseo de ganar honra, que en los meses de convalecencia Íñigo había arriado definitivamente. No era el momento de entrar en más explicaciones, mas la respuesta fue de manera que, sin apartarse de la verdad, porque dello tenía grande escrúpulo, se descabulló del hermano (A.12).

8. Aránzazu, Monserrat, Manresa Le acompañó hasta Oñate-Aránzazu otro hermano suyo Pero López de Loyola, rector de la iglesia de San Sebastián de Soreasu, en Azpeitia. Íñigo 37

le persuadió en el camino que quisiesen tener una vigilia en nuestra Señora de Aránzazu. La pasó en oración, para cobrar nuevas fuerzas para su camino. A Francisco de Borja recordará, ya General de la Compañía de Jesús, las inmensas gracias de aquella noche. Muy probablemente allí hizo su voto de castidad. Al día siguiente dejó a su hermano en casa de su hermana Magdalena, en la casa Echeandía en Anzuola18 y continuó, con dos criados, hasta Navarrete. Junto al reconocimiento a su antiguo señor, llevaba la intención de cobrar unos pocos ducados que le debía. El tesorero le dijo que no tenía dineros; sabiéndolo el duque, dijo que para todo podía faltar, mas que para Loyola no faltase, al cual deseaba dar una buena tenencia, si la quisiese aceptar, por el crédito que había ganado en el pasado. Pero Íñigo se movía en otra onda. Ni la tenencia, ni los dineros le interesaban. Quería cerrar su pasado agradeciendo a quienes le habían hecho favores. Y cobró los dineros, mandándolos repartir en ciertas personas a quienes se sentía obligado, y parte a una imagen de Nuestra Señora, que estaba mal concertada, para que se concertase y ornase muy bien. Y así, despidiendo los dos criados que iban con él, se partió solo en su mula para Monserrate (A.13). No va solo, sino constatando cómo nuestro Señor se había con esta ánima que aún estaba ciega, aunque con grandes deseos de servirle en todo lo que conociese; y así determinaba de hacer grandes penitencias, no teniendo ya tanto ojo a satisfacer por sus pecados, sino agradar y aplacer a Dios. Importante este desglose, aunque inacabado. Todavía protagoniza él. Y así, cuando se acordaba de hacer alguna penitencia que hicieron los Santos, proponía de hacer la misma y aún más. Su viaje empieza a ser una escuela inacabable de observación interior. Recuerda y piensa… —el camino ofrece mucho tiempo para eso—, en clave de grandes obras… suyas. Camina consolado, no mirando a cosa ninguna interior, ni sabiendo qué cosa era humildad, ni caridad, ni paciencia, ni discreción para reglar y medir estas virtudes, pues toda su intención era hacer estas grandes obras exteriores, porque así las habían 38

hecho los santos para gloria de Dios, sin mirar ninguna más particular circunstancia (A. 14). Todavía funcionan en él las claves anteriores: grandes obras, sólo que ahora no son las hazañas de Amadís; y la clave héroe (santos) no los de las historias humanas. Las grandes obras exteriores (incluso penitencias)…para gloria de Dios, sí, pero haciéndolas él. La opción estaba claramente tomada: Dios. Pero al recorrido de su conversión, a la transformación de su yo, le quedaba aún largo trecho, desconocido, que se le irá abriendo paso a paso. Lo nuevo es que ahora camina ya no sólo observándose, sino relacionándose. Y no sólo tomando decisiones por sí, sino dejándose llevar. Incluso de los instintos de su mula. Porque movido por sí, no hubiera dudado en picar a su mula y alcanzar al moro, con el que había charlado durante el camino y al que no había logrado convencer con sus argumentos sobre la virginidad de María, y darle de puñaladas. Y así, después de cansado de examinar lo que sería bueno hacer, no hallando cosa cierta a que se determinase, se determinó en esto, de dejar ir a la mula con la rienda suelta hasta el lugar donde se dividían los caminos… Y haciéndolo como pensó, quiso nuestro Señor que, aunque la villa estaba poco más de treinta o cuarenta pasos y el camino que iba hacia ella era muy ancho y muy bueno, la mula tomó por el camino real y dejó el de la villa (A.16). Ante sus ojos ya el macizo de Monserrat, su próxima meta, buscada como lugar de cambio de uniformes, el de gentilhombre, símbolo del hombre viejo, que había iniciado su ocaso, por el saco de peregrino, símbolo del hombre nuevo que amanecía: el vestido que determinaba de traer, con que había de ir a Jerusalem; y así compró tela, de la que suelen hacer sacos, de una que no es muy tejida y tiene muchas púas, y mandó luego de aquella hacer una veste larga hasta los pies, comprando un bordón y una calabacita, y púsolo todo en el arzón de la mula (A. 16). Y fuese camino de Monserrate, pensando, como siempre solía, en las hazañas que había de hacer por amor de Dios. La hazañas suyas por Dios ocupaban el primer plano en la pantalla de su conciencia. Todavía no lo ocupaba, por entero, Dios… para lo que fuera. Éste será el punto crucial de su conversión, durante los meses de Manresa, que no figuraban en su plan de viaje. Y como tenía todo el entendimiento lleno de aquellas cosas, de Amadís de Gaula y de semejantes libros,

39

organizó minuciosamente (lo traía determinado) toda la liturgia de su escala en Monserrat: velar sus armas toda una noche,… delante el altar de Nuestra Señora de Monserrate, adonde tenía determinado dejar sus vestidos y vestirse las armas de Cristo. Todo lo arregló con el confesor, con quien se confesó por escrito generalmente, y duró la confesión tres días y a quien encargó mandase recoger su mula y que la espada y el puñal colgase en la iglesia en el altar de Nuestra Señora (A. 17). Siempre nuestra Señora: roturando el camino del herido de Loyola, visitándole durante su convalecencia, en una experiencia de consolación muy excesiva, que le pareció haberle borrado sus desórdenes sexuales; nuestra Señora, cuyas palabras llevaba escritas con tinta azul, en su libro que llevaba muy guardado y con el que iba muy consolado; Aranzazu, Navarrete, la imagen de Nuestra Señora que estaba mal concertada, la discusión con el moro, Monserrat: La víspera de Nuestra Señora de marzo, en la noche, el año 22, se fue lo más secretamente que pudo a un pobre y despojándose de todos sus vestidos, los dio a un pobre, y se vistió de su deseado vestido y se fue a hincar de rodillas delante el altar de Nuestra Señora; y unas veces desta manera y otras de pié, con su bordón en la mano pasó toda la noche y en amaneciendo se partió por no ser conocido (A. 18). Pero no por el camino directo a Barcelona, para no ser descubierto, sino bordeando Montserrat. No sin llorar, cuando un hombre, que venía con mucha prisa detrás de él, le preguntó si había dado sus vestidos a un pobre, como el pobre decía; y respondiendo que sí, le saltaron las lágrimas de los ojos, de compasión del pobre a quien había dado los vestidos; de compasión, porque entendió que lo vejaban, pensando que los había hurtado (A. 18). Otra semilla, que le deja caer el Señor: la compasión, que crecerá con su conversión y madurará como parte de ella, en lo que un día traducirá, para sí y para la Compañía como servicio divino, la ayuda de las ánimas.

II. MANRESA O LA ESCUELA

40

1. …desvióse a un pueblo que se llama Manresa (A.18) Manresa no fue un desvío intencionado, pero sí providencial. Íñigo no contaba con que el camino de Dios pasaba por Manresa. Más aún, con que, de alguna manera iba a nacer allí. Manresa iba a ser su bautismo. Repetidas veces, durante su vida, se remitirá públicamente a una cosa que me pasó en Manresa. Hasta ahora, en el camino iniciado en Loyola había perseverado cuasi en un mismo estado interior, con una igualdad grande de alegría, sin tener conocimiento de cosas interiores espirituales (A.20). Y ya empezó a vivir penitencias que había soñado, demandaba limosna cada día, no comía carne ni bebía vino, aunque se lo diesen, menos los domingos, si se lo daban. Y porque había sido muy curioso de curar el cabello, se determinó dejarlo andar así, según su naturaleza, sin peinarlo ni cortarlo, ni cubrirlo con alguna cosa, de noche ni de día. Lo mismo las uñas, porque también en esto había sido curioso (A.19). Se alojaba en el albergue de mendigos y transeúntes (hospital), donde le acaeció muchas veces en día claro ver una cosa en el aire junto de sí, la cual le daba mucha consolación, porque era muy hermosa en gran manera. No divisababien la especie de qué cosa era, más en alguna manera le parecía que tenía forma de serpiente, y tenía muchas cosas que resplandecían como ojos, aunque no lo eran. Él se deleitaba mucho y consolaba en ver esta cosa; y cuanto más veces la veía, tanto más crecía la consolación; y cuando aquella cosa le desaparecía, le desplacía dello (A.19). Íñigo constata cómo esta representación (visión la llama él), duró muchos días turbando la paz y la alegría interior con que había llegado a Manresa. Fuera efecto de su debilitación por el carácter represivo de su vida penitencial en estos comienzos, o resurgir de contenidos inconscientes referidos a su vida anterior (A. 10), narcisismos de un ego que todavía estaba en los comienzos de su peregrinación a Dios, esta cosa le acompañará un tiempo largo. Sólo, cuando experimentó, en Manresa mismo, la gran ilustración, a la que se remitió ya de continuo como al nivel más profundo de su conversión, —su ser conducido por Dios—, aquella cosa que arriba se dijo, que le parecía muy hermosa, con muchos ojos,… tuvo un muy claro conocimiento, con grande asenso de la voluntad, que aquel era el demonio; y así después muchas veces por mucho tiempo le solía aparecer, y él a 41

modo de menosprecio lo desechaba con un bordón que solía traer en la mano (A. 31) Manresa fue la gran escuela de Íñigo. Durante casi un año, que vivió en ella (podría parecer que se había borrado de su horizonte Jerusalén) aprendió por experiencia viva muchas cosas. Pronto se encontró en el desierto mismo de la prueba: … le vino un pensamiento recio, que le molestó, representándole la dificultad de su vida, como si le dijeran dentro del ánima: ¿Y cómo podrás tu sufrir esta vida que has de vivir? Mas a esto le respondió también interiormente con grande fuerza (sintiendo que era el enemigo): ¡Oh miserable. ¿Puédesme tu prometer una hora de vida? Y ésta fue la primera tentación que le vino (A. 20). Y comenzó el baile de los espíritus, a ratos desabrido y desolado, a ratos, al contrario. Y aquí se empezó a espantar destas variedades que nunca antes había probado, y a decir consigo: ¿Qué nueva vida es ésta que agora comenzamos? (A.21). Contra lo que pueda parecer, la vida de Íñigo en Manresa fue todo menos la de un eremita. El gran conversador, que siempre fue, y que seguirá siendo, empezó a tratar y a conocer gente; particularmente gente piadosa, personas que le tenían crédito y deseaban conversarle; porque, aunque no tenía conocimiento de cosas espirituales, todavía en su hablar mostraba mucho hervor y mucha voluntad de ir adelante en el servicio de Dios… Una mujer de muchos días y muy antigua también en ser sierva de Dios y conocida por tal, hasta en las más altas esferas del Estado y de la Iglesia, le abordó: Oh! Plega a mi señor Jesucristo que os quiera aparecer un día. Mas él espantose desto tomando la cosa ansí a la grosa. —¿Cómo me ha a mí de aparecer Jesucristo? (A.21). Otra prueba, larga prueba torturadora hizo su aparición en el centro de su alma: los escrúpulos. Ninguna confesión le pacificaba. Hacía lo que le mandaban los confesores, pero no se aquietaba; y aunque conocía que aquellos escrúpulos le hacían mucho daño, que sería bueno quitarse dellos, mas no lo podía acabar consigo. … Una vez de muy atribulado dellos, se puso en oración, con el fervor de la cual comenzó a dar gritos a Dios vocalmente diciendo: —Socórreme, Señor, que no hallo ningún remedio en los hombres, ni en ninguna criatura; que si yo pensase de poderlo hallar, ningún trabajo me sería grande. Muéstrame tú, Señor, donde lo halle; que aunque sea menester ir en pos de un perrillo para que me dé el remedio, yo lo haré (A.22.23). Todavía el «yo lo haré». Pero su experiencia de derrotado por sus escrúpulos, —él que 42

no toleraba derrotas—, era demasiado fuerte, hasta hacerle experimentar la fuerte tentación de echarse de un agujero grande que aquella su cámara tenía. Mas conociendo que era pecado matarse, tornaba a gritar:—Señor, no haré cosa que te ofenda. Y se acordó de un santo, uno de aquellos «héroes» de la «Legenda aurea», descubierta en su convalecencia, que para alcanzar de Dios una cosa que mucho deseaba, estuvo sin comer muchos días, hasta que lo alcanzó. Y… al fin se determinó de hacello, diciendo consigo mismo que ni comería ni bebería hasta que Dios le proveyese o que se viese ya del todo cercana la muerte. Una semana después, se lo dijo al confesor, quien le mandó que rompiese aquella abstinencia; y aunque él se hallaba con fuerzas todavía, obedeció al confesor. Pero siguieron los escrúpulos ahora transformados en disgustos de la vida que hacía, con algunos ímpetus de dejarla; y con esto quiso el Señor que despertó como de un sueño. Y como ya tenía alguna experiencia de la diversidad de espíritus, con las lecciones que Dios le había dado, empezó a mirar por los medios que aquel espíritu era venido, y así se determinó con grande claridad de no confesar más ninguna de las cosas pasadas; y así, de aquel día en adelante quedó libre de los tales escrúpulos, teniendo por cierto que nuestro Señor le había querido librar por su misericordia (A. 24.25). Ahora sí, ahora despertó a comprender que su protagonismo en pretender eliminar escrúpulos había sido el gran estorbo para superarlos. Sólo el abandono en la misericordia le curó del todo.). Ahora sí, ahora le había nacido este dolor nuevo, que no destruye por ser amor en forma de pena por no haber amado más, como respuesta a la misericordia por la que se conocía y experimentaba desbordado. La reflexión sobre esta dramática experiencia de escrúpulos pasará a formar parte, no mucho tiempo después, de algunas cosas, que observaba en su alma y las encontraba útiles también a otros, que constituirán la trama de sus Ejercicios Espirituales propiamente tales o de sus complementos19. 43

2. «…de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole» (A. 27) Manresa fue la gran escuela de conversión de Ignacio, porque fue su gran escuela de iluminación interior. El «se le abrieron un poco los ojos» (A. 8), que le descubrió en Loyola su mundo interior y encendió el grande asenso de la voluntad, con que llegó hasta Manresa, se le hizo ahora inundación. Y no sólo en las siete horas de oración diarias, en la experiencia de consolaciones que le invadían el tiempo de sueño, o en una nueva capacidad de ir colocando y ordenando sus penitencias y ayunos, sino que le rebosó en una creciente necesidad interior, la de ayudar algunas almas que allí le venían a buscar, en cosas espirituales… y vio el fruto que hacía en las almas tratándolas. Pero ya no como un héroe que aspira a medallas, sino como un servidor que necesita pasar desapercibido. La verdadera novedad no es la ocupación de «ayudar», que ya había aparecido en la convalecencia de Loyola (A. 11), sino el cómo de esa «ayuda», su conversión interior, de «héroe» a «servidor», que empieza a descubrir. Dios le enseñaba en la oración y todo lo demás del día, que le vacaba, daba a pensar en cosas de Dios, de lo que había meditado o leído.… En este tiempo le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole; y ora esto fuese por su rudeza y grueso ingenio, o porque no tenía quien le enseñase, o por la firme voluntad, que el mismo Dios le había dado para servirle, claramente él juzgaba y siempre ha juzgado que Dios le trataba desta manera; antes si dudase en esto pensaría ofender a su Divina Majestad (A. 27). Puede hablarse de una formación intensiva e inundadora, acumulativa e integradora, a la vez, cuyos contenidos (Trinidad, creación del mundo, Eucaristía, humanidad de Cristo) describe sobriamente de manera imaginativa: …se le empezó a elevar el entendimiento como que veía la figura de la Santísima Trinidad en figura de tres teclas, y esto con tantas lágrimas y tantos sollozos, que no se podía valer… Una vez se le presentó en el entendimiento con grande alegría espiritual el modo con que Dios había creado el mundo, que le parecía ver una cosa blanca de la que salían algunos rayos y que della hacía Dios lumbre. Oyendo misa un día y alzándose el Corpus Domini vio con los ojos interiores unos como rayos blancos, que venían de arriba; y aunque esto, después de tanto tiempo, no lo puede bien explicar, todavía lo que el vio con el entendimiento claramente fue ver cómo estaba en aquel Santísimo Sacramento Jesucristo nuestro 44

Señor … Muchas veces y por mucho tiempo, estando en oración, veía con los ojos interiores la humanidad de Cristo, y la figura, que le parecía era como un cuerpo blanco, no muy grande, ni muy pequeño, más no veía ninguna distinción de miembros… (A.28.29) Junto a esas formas de iluminación interior, la grande alegría espiritual, los sollozos y lágrimas, la moderación de extremismos penitenciales, el ver el fruto que hacía en las almas tratándolas, formaron parte de la pedagogía con que el Dios Maestro, le iba llevando. Los efectos de esta lenta y rica pedagogía los resumió Íñigo así: Estas cosas que ha visto le confirmaron entonces y le dieron tanta confirmación siempre de la fe, que muchas veces ha pensado consigo: Si no hubiese Escritura, que nos enseñase estas cosas de la fe, él se determinaría a morir por ellas solamente por lo que ha visto (A 29).

3. «…con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas» (A.30) La terminología que usa Íñigo en esta escuela de Manresa le autorretrata concentrándose progresivamente en la peregrinación interior, —conversión— ,que va viviendo. Impregnándola toda el verbo VER, los ojos interiores, los ojos del entendimiento, gran claridad, ilustración, noticia, pensar, muy claro conocimiento con grande asenso de la voluntad… Es una inmersión progresiva en la realidad de Dios, que paso a paso le va tomando. Simultáneamente el yo de Íñigo se va abriendo a un vaciamiento, un éxodo interior de su voluntad a la del Dios que va conociendo. Llegará a no vivir para otra cosa. No pudo ni soñar, al salir de Loyola, la escuela de Dios de estos once meses en Manresa, ni, mucho menos, la peregrinación interior que iba realizando, a la par que la peregrinación exterior (su propósito), que él había planeado. Ambas tuvieron su momento cumbre en la ciudad del Cardoner: Una vez iba por su devoción a una iglesia que estaba poco más de una milla de Manresa, que creo yo se llama San Pablo, y el camino va junto al río; y yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo. Y estando allí sentado, se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento, y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales como de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas. Y no se puede declarar los particulares que entendió entonces, aunque fueron muchos, sino que recibió una grande claridad en el 45

entendimiento, de manera que en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo todas cuantas ayudas ha tenido de Dios y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto como de aquella vez sola. Y después que esto duró un buen rato, se fue hincar de rodillas ante una cruz, que estaba allí cerca, a dar gracias a Dios (A.30.31). Estas experiencias no las contó Íñigo a nadie en Manresa, ni a su confesor. Pero su vida y sus palabras eran «noticia» diaria entre los manresanos. No faltó tampoco la prueba de la enfermedad, nada extraño en un organismo que acumulaba una larga trayectoria de debilitaciones: herida, operaciones, camino a lomo de mula hasta Monserrat, penitencias, ayunos, escrúpulos… Incluso llegó de una fiebre muy recia a punto de muerte, y con ello un nuevo episodio puntual de escrúpulo. Con el pensamiento de sus pecados tenía más trabajo, que con la misma fiebre. Tanto, que, una vez aliviado y pasado el mayor peligro, empezó a dar grandes gritos a unas señoras que eran allá venidas por visitalle, que por amor de Dios, cuando otra vez le viesen en punto de muerte, que le gritasen a grandes voces diciéndole pecador y que se acordase de las ofensas que había hecho a Dios (A.32). A lo largo de estos once meses, el fenómeno Íñigo fue vivido por los manresanos como un acontecimiento ciudadano propio. De la extrañeza primera ante aquel mendigo, «el hombre del saco», pronto pasaron a la admiración, a la familiaridad y a la devoción y, finalmente, al gusto por buscarle y escucharle y a cuidarle como a un bien de la ciudad. En otra enfermedad recia, cuyos restos habrán de durarle toda la vida, por la devoción que ya tenían con él muchas personas principales, le venían a velar de noche… Y así por estas causas, como por ser el invierno muy frío, le hicieron que se vistiese y calzase y cubriese la cabeza; y así le hicieron tomar dos ropillas pardillas de paño muy grueso y un bonete de lo mismo, como media gorra. Por su parte, el Íñigo agradecido y conversador, había muchos días que él era muy ávido de platicar de cosas espirituales, y de hallar personas que fuesen capaces de ellas (A. 34). Aquellos once meses, —marzo 1522 a febrero 1523— , marcaron a Íñigo y a Manresa de Dios. Pero, en la opción primera de Íñigo, Manresa, a la que un día se referirá como a su «primitiva Iglesia», no podía ser más que lugar de paso. La meta era Jerusalén. Íbase allegando el tiempo que él tenía pensado para partirse para Jerusalem. Y 46

así al principio del año 23 se partió para Barcelona para embarcarse. Y, aunque se le ofrecían algunas compañías, no quiso ir sino solo; que toda su cosa era tener a solo Dios por refugio (A.35).

4. Y nacieron los Ejercicios Espirituales En su zurrón aquel libro, con el que había llegado a Manresa, que llevaba él muy guardado y con el que iba muy consolado (A.18) Sólo que ahora con más páginas escritas. Para conocer a Íñigo y su conversión, es indispensable asomarse a esas páginas, todavía no completas, sin título, pero que pronto llamará Ejercicios Espirituales. Antes que un método ideado para otros, fueron experiencia suya, principalmente aquí, en Manresa. Él me dijo que los Ejercicios no los había hecho todos de una sola vez, sino que algunas cosas que observaba en su alma y las encontraba útiles, le parecía que podrían ser útiles también a otros y así las ponía por escrito, verbi gratia, del examinar la conciencia, con aquel modo de las líneas, etc. (E.31). Las elecciones especialmente me dijo que las había sacado de aquella variedad de espíritu y pensamientos, que tenía cuando estaba en Loyola, estando todavía enfermo de una pierna (A.99). De Manresa se lleva Íñigo, prácticamente terminado, lo que es el cuerpo del texto: El Principio y fundamento en esbozo; las meditaciones y contemplaciones de las cuatro semanas; las meditaciones del Reino y de las dos Banderas; el Examen particular y general; los tres modos de orar; algunas de las reglas de discreción de espíritus para la primera semana; el proceso de elección en avanzado esbozo… La peregrinación interior de Íñigo. En sus lecturas en Loyola saltó ya lo que fue el punto de arranque de su conversión y será el de los Ejercicios: La sorpresa de encontrarse con el amor desbordante, la misericordia, de Dios: Cristo nuestro Señor delante y puesto en cruz (E. 53), Dios vuelto, vaciado, por el hombre: cómo de Criador es venido a hacerse hombre y así a morir por mis pecados. Y mirándose a sí mismo, a Íñigo se le encendieron las preguntas primeras del convertido: lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo (ib.). Su primera respuesta, mirando a ese Cristo fue Jerusalem, Cristo Jesús, «mi Señor», conocerle. Su segunda respuesta, mirándose a sí mismo, fue borrar a golpe de penitencias sus pecados. Con estos dos objetivos y con la observación de que llevaba dentro de sí dos fuerzas (diversidad de espíritus), una que le encerraba en sí mismo, otra que le hacía «salir de su propio amor, querer e interesse (E. 189), caminó la primera etapa: Loyola-Manresa. 47

Aquí aprendió, por iluminación interior y por experiencia de vivir lo que iba conociendo, que Jesucristo es la llamada, el amor con que Dios llama a todo ser humano; y es a la vez la respuesta del hombre, su puesta a disposición de Dios. El camino de la desobediencia de Adán a la obediencia de Jesús. El camino de toda conversión. De obediencia a los señores de la tierra, por grande y vano deseo de ganar honra (A. 1), sabía no poco. De obediencia a «Cristo Jesús, mi Señor» empezaba a saber y a vivir. Se trató de un cambio de Señor. Por de pronto, la puesta a disposición del nuevo Señor, la opción incondicional por Él: el quiero y deseo y es mi determinación deliberada… de imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza, así actual como espiritual, queriéndome vuestra santísima majestad recibir en tal vida y estado (E. 98). La meditación del Reino (E. 91-99) nació en Manresa. Exigía el recorrido contemplativo del Evangelio, como forma de alimentar un conocimiento interno capaz de mover, por amor, la voluntad de vivir como vivió Jesucristo (2ª semana), de padecer con Él (3ª semana), de me alegrar y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor (4ª semana). Íñigo inició este recorrido en Manresa, y se lo llevó delineado de Manresa, como un tesoro. Ya lo venía experimentando, pero ahora más, que no se trataba de un camino de rosas, sino de una lucha interior nunca terminada y en la que no caben armisticios (Dos Banderas, E. 136-148), entre las afecciones desordenadas humanas y la atracción de Dios. Sólo la experiencia de victoria habitual en esta lucha, connatural al ser humano, garantiza el objetivo central de los Ejercicios: elegir, según la voluntad de Dios buscada y hallada, y realizarla. El diseño y desarrollo primero de este núcleo, que completa la elección, sus tiempos y sus modos, salió experimentado y redactado, casi en su totalidad, de Manresa. Igualmente los exámenes, los tres modos de orar, las reglas de discreción de espíritus de la primera semana. De este caudal de experiencia personal inacabada y reflexionada, sigue viviendo Íñigo ya siempre, al tiempo que «ayudaba» con él a vivir a otros. «Ayudar» fue para él, cada vez más, —empezó a serlo ya en Loyola (A. 11)—, necesidad vital. Como Pablo, ayudando a otros con el Evangelio que iba descubriendo, resultaba él mismo ganado por el Evangelio (1Co 9,23). Era el signo palpable y la medida de la transformación interior que Dios continuó obrando en él. 48

Barcelona, Jerusalén, de nuevo Barcelona, Alcalá, Salamanca estrenarán este nuevo modo suyo de evangelizar, en el que más que las «ayudas» particulares del método, ayudará la persona del peregrino, su convicción y su coherencia de vida. En Salamanca, en manos de los jueces eclesiásticos dejará la primera copia manuscrita que se llevó de Manresa. El bachiller Frias les vino a examinar a cada uno por sí, y el peregrino le dio todos sus papeles, que eran los Ejercicios, para que los examinasen (A.67) . París después (1528-1535), sobre todo, y, a continuación, Venecia y Roma ocuparon a Íñigo en enriquecer el texto de experiencia personal original, nunca interrumpida, y de experiencia de darlos, así como en corregirlo y reformularlo. En París ultimará el Principio y fundamento, buena parte de las anotaciones, la meditación de tres binarios y las tres maneras de humildad, el cuerpo de las adiciones y la contemplación para alcanzar amor. Algunos textos ya en borrador desde Manresa. En Venecia y Roma incorporó los misterios de la vida de Cristo, las reglas de discreción de espíritus de la 2ª semana, reglas para ordenarse en el comer, para distribuir limosnas, para sentir y entender escrúpulos y para sentir la Iglesia. La novedad en estos dos escenarios de París y Venecia-Roma será que Ignacio ya no está solo. Con el comparten experiencia de dar Ejercicios seis jóvenes universitarios, que pronto serán nueve, a quienes Ignacio ha iniciado mediante los Ejercicios y que ya ayudan con ellos a otros. Lo verdaderamente importante del caudal de vida que, en forma de Ejercicios no ultimados, brota en Manresa, es el proceso mismo que entrañan, que es una réplica, — respetada la naturaleza, carácter, historia cristiana, cultura, formación de cada persona—, del proceso cristiano de conversión, que venía, y continuará recorriendo Íñigo. Los Ejercicios no son propiamente un Manual de conversión, de prácticas que produzcan conversión, sino una serie de ejercicios para disponerse el hombre a dejarse convertir por Dios. Íñigo salió de Manresa en actitud bíblica de alianza, introducido por el Señor en un compromiso de fidelidades mutuas, ardiendo en deseo de conocer cada vez más la que Dios le tenía: Jesucristo, para una respuesta suya, cada día mayor: Jesucristo. Su vida, muerte y resurrección son «el camino». Caminarlo se le hizo seguimiento, y el seguimiento configuración, transformación del yo, hasta lo más íntimo, sus motivaciones, sus porqués. Como Jesucristo, empezó a vivir exclusivamente para, y por, el Padre! Seguirá tomando opciones suyas, pero no autónomas, como años atrás. En Manresa recibió la ilustración tan grande, el criterio y el motivo para tomarlas: Jesucristo, que le hace ver como nuevo todo. Es lo que, cada vez más convencido, empezó a ofrecer a los 49

demás: el modo de disponerse, para quitar de sí todas las afecciones desordenadas y, después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad de Dios en la disposición de su vida (E, 1).

5. «Continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo» (Flp 3,12) Y con el hatillo de sus libros y con Jerusalén en el horizonte de su deseo, bordón en mano, se partió para Barcelona, para embarcarse, estrenando un nuevo modo de caminar. A quienes se ofrecieron a acompañarle, les argumentó, declinando su ofrecimiento, porque él deseaba tener tres virtudes: caridad, fe y esperanza; y llevando un compañero, cuando tuviese hambre esperaría ayuda de él; y cuando cayese, le ayudaría a levantar; y así también se confiara dél y le tendría afición por estos respectos; y que esta confianza y afición y esperanza la quería tener en solo Dios. Y esto que decía desta manera, lo sentía así en su corazón. Y con estos pensamientos él tenía deseos de embarcarse, no solamente sólo, mas sin ninguna provisión (A. 35). Ya en Barcelona, primera prueba a estos deseos. Consiguió del maestro de la nave que le llevara gratis, pero a condición de que llevase víveres consigo. Y empezó a negociarlos con grandes escrúpulos: ¿Ésta es la confianza que tú tenías en Dios, que no te faltaría? Nuevo discernimiento para el que pide ayuda a su confesor, que le resolvió que pidiese lo necesario y que lo llevase consigo. Dios sigue ejerciendo de maestro de un niño. Pidiendo por las puertas, una señora le preguntó para dónde se quería embarcar. Él no se atrevió a decirle más que para Italia y Roma. Y la causa por que él no osó decir que iba a Jerusalem fue por temor de la vanagloria; el cual temor tanto le afligía, que nunca osaba decir de qué tierra ni de qué casa era. Ya para embarcarse, hallándose en la playa con cinco o seis blancas que le habían dado pidiendo por las puertas (porque desta manera solía vivir), las dejó en un banco que halló allí junto a la playa. Íñigo relata con pormenor las mil peripecias del viaje Barcelona-Gaeta-RomaVenecia. De sí mismo registra su enfermedad por pura hambre, el temor por cuantos le 50

aseguraron que, sin dinero, no soñase en poderse embarcar; mas él tenía una grande certidumbre en su alma, que no podía dudar, sino que había de hallar modo para ir a Jerusalem. Camino de Venecia, le quemaban los seis u ocho ducados, que le habían dado para el pasaje. Mas dos o tres días después de ser salido de Roma, empezó a conocer que aquello había sido la desconfianza que había tenido, y le pesó mucho de haber tomado los ducados, y pensaba si sería bueno dejarlos. Mas al fin se determinó de gastarlos largamente en los que se ofrecían, que ordinariamente eran pobres (A. 40). Dos veces, en el relato de este viaje a Venecia y Jerusalén, se refiere Íñigo a una experiencia espiritual: Le apareció Cristo en la forma que le solía aparescer muchas veces (si dijese veinte o cuarenta, no se atrevería a juzgar que era mentira, A. 29) que le confortó mucho… y le daba mucha consolación y esfuerzo (A,41.44). La pobreza personal, como confianza en Dios y su signo, domina el horizonte de conversión en este primer trecho del viaje; pero le acompañará toda la vida. Incluso, motivada casi en los mismos términos, aparecerá en primera página del proyecto de Compañía de Jesús, que dieciséis años más tarde aprobará el Papa: Y porque hemos experimentado que aquella vida es más feliz, más pura y más apta para edificación del prójimo, que más se aparta de todo contagio de avaricia y se asemeja más a la pobreza evangélica; y porque sabemos que nuestro señor Jesucristo proveerá de las cosas necesarias para el sustento y vestido de sus siervos, que no buscan más que el reino de Dios, hagan todos y cada uno el voto de pobreza…20 Desembarcado primero en Chipre, hizo trasbordo obligatorio a la nave peregrina, en la cual tampoco no metió más para su mantenimiento que la esperanza que llevaba en Dios, como había hecho en la otra…

6. ¡Jerusalén! Y caminando para Jerusalem en sus asnillos, como se acostumbra, antes de llegar a Jerusalem dos millas, dijo un español, noble, según parescía, llamado 51

Diego Manes, con mucha devoción a todos los peregrinos que, pues de allí a poco habían de llegar al lugar de donde se podría ver la santa ciudad, que sería bueno todos se aparejasen en sus conciencias y que fuesen en silencio… Y un poco antes de llegar al lugar donde se veía, se apearon, porque vieron los frailes con la cruz que los estaban esperando. Y viendo la ciudad tuvo el peregrino grande consolación; y según los otros decían, fue universal en todos, con una alegría, que no parecía natural; y la misma devoción sintió siempre en las visitaciones de los lugares santos (A. 44.45). Pero Dios le esperaba y le recibía en lo inesperado. Año y medio largo soñando y preparando esta peregrinación, tanto esfuerzo, sufrimiento, enfermedades, hambre, penitencias, tanto deseo encendido hasta el extremo durante la experiencia de Manresa… Su firme propósito era quedarse en Jerusalem visitando siempre aquellos lugares santos; y también tenía propósito, ultra esta devoción, de ayudar las ánimas. Incluso llevaba cartas de recomendación para el Guardián, a quien le dijo lo primero, mas no la segunda parte, de querer aprovechar las ánimas, porque esto a ninguno lo decía. El Guardián le remitió al Provincial, quien con buenas palabras le argumentó que por la experiencia que tenía de otros, juzgaba que no convenía… Él respondió a esto que él tenía este propósito muy firme y que juzgaba por ninguna cosa dejarlo de poner por obra; dando honestamente a entender que, aunque al Provincial no le pareciese, si no fuese cosa que le obligase en pecado, que él no dejaría su propósito por ningún temor (A. 46). A esto le dijo el Provincial que ellos tenían autoridad de la Sede Apostólica para hacer ir de allí o quedar allí quien les paresciese y para poder excomulgar a quien no les quisiese obedecer… Y queriéndole demostrar las bulas, por las cuales le podían excomulgar, él dijo que no era menester verlas; que él creía a sus reverencias; y pues que así juzgaban con la autoridad que tenían, que él les obedecería. Aún tuvo tiempo, ya que no era voluntad de nuestro Señor que él quedase en aquellos santos lugares, para arriesgarse solo y correr al monte Olivete, donde está una piedra, de la cual subió nuestro Señor a los cielos, y se ven aun agora las pisadas impresas; y esto era lo que él quería tornar a ver, el último rastro humano de Cristo Jesús su Señor. Por dos veces, con un cuchillo de escribanías y unas tijeras sobornó a los guardas para 52

que le dejasen entrar y luego volver porque no había bien mirado en el monte Olivote a qué parte estaba el pie derecho y a qué parte el izquierdo. Quería llevar grabado exactamente en sus pupilas estas últimas huellas. Cuando el criado enviado por el monasterio, al saberse que había salido sin guía, le encontró y le agarró, él se dejó fácilmente llevar… Y por el camino, tuvo de nuestro Señor grande consolación, que le parecía que veía a Cristo sobre él siempre (A.47-48).

7. ¿Qué hacer?» (A. 50) Después que el dicho peregrino entendió que era voluntad de Dios que no estuviese en Jerusalem (primera parte de su firme propósito), siempre vino consigo mismo pensando qué haría, y al final se inclinaba más a estudiar algún tiempo para poder ayudar a las ánimas (segunda parte del mismo) y se determinaba de ir a Barcelona (A. 50). El viaje de regreso fue aun más accidentado que el de ida y siempre de limosna, en el navío pequeño, que no naufragó. Era invierno cuando llegó a Venecia, y hacía grandes fríos y nevaba; y el peregrino no llevaba más ropa que unos zaragüelles de tela gruesa hasta la rodilla, y las piernas desnudas, con zapatos, y un jubón de tela negra, abierto con muchas cuchilladas por las espaldas, y una ropilla corta de poco pelo (A. 49). Desde Venecia, por tierra, pasando por Ferrara, llegó a Génova, sorteando con muchas aventuras controles militares de los ejércitos del emperador Carlos V y del rey Francisco I de Francia, en guerra por el ducado de Milán. En Génova fue reconocido por un «vizcaíno», general de las galeras de España, con quien Íñigo había hablado, en algunas de sus visitas a la corte del Rey Católico acompañando, desde Arévalo al Contador don Juan Velázquez de Cuéllar. Éste le hizo embarcar en una nave que iba a Barcelona. Allí consultó con sus amistades su inclinación de estudiar. En principio optó por realizar en Manresa su triple deseo: estar para aprender y para poderse dar más cómodamente al espíritu y aun aprovechar las ánimas.

53

Con el añadido del estudio, en la práctica su plan era prolongar Manresa. De los dos últimos objetivos tenía ya una gozosa experiencia. Pero el fraile, hombre muy espiritual, con quien pensaba estudiar, había muerto. Y así, vuelto a Barcelona, comenzó a estudiar con mucha diligencia (A. 54). A la vez seguía buscando. Las preguntas se le encabalgaban, si estudiaría y cuánto. Porque toda su cosa era si, después que hubiese estudiado entraría en religión o andaría ansí por el mundo. Y cuando le venían pensamientos de entrar en religión, luego le venía deseo de entrar en una estragada y poco reformada, habiendo de entrar en religión para poder más padecer en ella; y también pensando que quizá Dios les ayudaría a ellos; y dábale Dios una grande confianza que sufriría bien todas las afrentas y injurias que le hiciesen (A.71) Nunca tomó Íñigo su propósito frustrado de Jerusalén como un fracaso. Más aún, continuó manteniéndolo vivo para un segundo intento, entonces ya no solo, sino con otros, contagiados de su misma pasión por el Señor. De Jerusalén no regresó fracasado, sino aleccionado. Claramente más convencido de que su voluntad, por muy noble y honrada, y confrontada con Dios, no es un absoluto, sino que únicamente lo es la de Dios. Íñigo vuelve de Jerusalén más movido por Dios, más pendiente de su querer. La fórmula permanente de esta su conversión profunda es la pregunta. Íñigo preguntará mucho, preguntará siempre, a Dios: Quid agendum?, y ahora ¿qué?», ¿Dónde me queréis, Señor, llevar?…Me parecía que era guiado; Señor ¿dónde voy o dónde? etc; siguiéndoos, mi Señor, yo no me podré perder21. En Barcelona no fueron ni sus años, ni los niños, a los que casi triplicaba en edad, con los que había de estudiar, ni sus juegos y sus ligerezas, lo que le estorbó memorizar a coro con ellos los principios de la gramática; fueron nuevas inteligencias de cosas espirituales y nuevos gustos; y esto con tanta manera, que no podía decorar, ni por mucho que repugnase las podía echar. Y así, pensando muchas veces sobre esto, decía consigo: Ni cuando yo me pongo en oración y estoy en la misa no me vienen estas inteligencias tan vivas; y así, poco a poco, vino a conocer que aquello era tentación. Se lo confirmó el maestro, con quien lo consultó y a quién prometió nunca faltar de oíros estos dos años (A. 55).

8. Alcalá - Salamanca… (1526-1527) 54

Los dos años del plan de estudios de gramática en el Estudio General de Barcelona los aprovechó muy bien Íñigo. Su Maestro le orientó hacia Alcalá, Universidad joven, — dieciocho años sólo—, fundada por el Cardenal Cisneros y ya muy acreditada. Lo que en Barcelona habían significado las ilustraciones espirituales como verdadero estorbo para su estudio, en Alcalá lo iba a significar su deseo de ayudar a otros y de evangelizar. Los Ejercicios ya estaban rodando y los iba aplicando y completando desde sus estudios y desde la experiencia de darlos. Se ejercitaba en dar ejercicios espirituales y en declarar la doctrina cristiana; y con esto se hacía fruto, a gloria de Dios (A.57). Hasta la Inquisición se ocupó de él y de los tres compañeros que habían empezado a acompañarle en atender a los pobres y en sus actividades apostólicas. Por tres veces los inquisidores indagaron su vida, concluyendo la primera que no se hallaba ningún error en su doctrina ni en su vida y que por tanto podían hacer lo mismo que hacían sin ningún impedimento. La segunda y la tercera, a cuenta de personas concretas, a quienes ayudaban. En la tercera, estrenó Íñigo la cárcel durante diecisiete días sin que le examinasen ni él supiese la causa dello… Esto era en tiempo de verano y él no estaba estrecho y así venían muchos a visitarle; y hacía lo mismo que libre, de hacer doctrina y dar ejercicios. No quiso nunca tomar abogado ni procurador, aunque muchos se ofrecían. Acuérdase especialmente de Doña Teresa de Cárdenas, la cual le envió a visitar y le hizo muchas ofertas de sacarle de allí; mas no aceptó nada, diciendo siempre:— Aquel, por cuyo amor aquí entré, me sacará, si fuere servido dello (A. 60). Cuarenta días duró el encarcelamiento; al fin de los cuales… fue el notario a la cárcel a leerle la sentencia: que fuese libre, y que se vistiesen como los otros estudiantes, y que no hablasen de cosas de la fe dentro de cuatro años que hubiesen más estudiado, pues que no sabían letras. Porque, a la verdad el peregrino era el que sabía más y ellas con poco fundamento; y ésta era la primera cosa que él solía decir cuando le examinaban (A. 62). Íñigo vivió estas pruebas como un ejercicio espiritual cumbre, deseado y experimentado. Camino para quienes más se querrán afectar y señalar en todo servicio de su rey eterno y señor 55

universal, apenas empiecen a conocer internamente a Jesucristo y a ponerse a su disposición: Eterno Señor de todas las cosas, yo hago mi oblación con vuestro favor y ayuda, delante vuestra infinita bondad y delante vuestra Madre gloriosa y de todos los santos y santas de la corte celestial, que yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada, sólo que sea vuestro mayor servicio y alabanza, de imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza, así actual como espiritual, queriéndome vuestra santísima majestad elegir y recibir en tal vida y estado (E. 97.98). Las pruebas le hacían crecer. Pero una tal sentencia le levantó un nuevo problema y le dejó un poco dudoso lo que haría, porque parece que le tapaban la puerta para aprovechar a las ánimas, no le dando causa alguna, sino porque no había estudiado (A.63). Para este momento el Íñigo, peregrino del Camino, que es Cristo, ha llegado a interiorizar como voluntad de Dios que lo más importante de su vida son «los otros», su salvación. Por eso pone este nuevo discernimiento en manos del arzobispo Fonseca, quien le recibió muy bien y entendiendo que deseaba pasar a Salamanca, le animó, le informó sobre sus amistades en aquella ciudad y sobre su Colegio Mayor de Santiago para estudiantes pobres, y dejó en su mano como despedida cuatro escudos. Poco más de un año había durado su estancia en Alcalá y cinco meses durará la de Salamanca, que resultará casi un calco de aquella. Pronto la amabilidad de los dominicos interesados por sus personas, sus vidas y su «predicar a la apostólica», derivó en un examen sobre su preparación. Íñigo, al que acompañaba Calixto, se adelantó: Entre todos nosotros, el que más ha estudiado soy yo; y le dio claramente cuenta de lo que había estudiado y con cuán poco fundamento. Pues luego ¿qué es lo que predicáis? —Nosotros, dice el peregrino, no predicamos, sino con algunos familiarmente hablamos cosas de Dios, como después de comer, con algunas personas que nos llaman. El diálogo se prolongó hasta la encrucijada: —Vosotros, añadió el Subprior, no sois letrados y habláis de virtudes y de vicios; y desto ninguno puede hablar sino en una de dos maneras: o por letras, o por Espíritu Santo. No por letras, luego por Espíritu Santo. Aquí estuvo el peregrino un poco sobre sí, —consciente de que había sido invitado a un diálogo de hermanos—, no le pareciendo bien aquella manera de 56

argumentar; y después de haber callado un poco, dijo que no era menester hablar más destas materias. Insistió el Subprior con los errores de Erasmo y de tantos otros. El peregrino dijo: —Padre, yo no diré más de lo que he dicho si no fuese delante de mis superiores, que me pueden obligar a ello… —Pues quedaos aquí, que bien haremos con que lo digáis todo. Durante tres días, cerradas las puertas, convivieron comiendo en el refectorio con los frailes. Y cuasi siempre estaba llena su cámara de frailes que venían a verles y el peregrino siempre hablaba de lo que solía; de modo que entre ellos ya había como división, habiendo muchos que se mostraban afectados (A. 64-66). Y es que la llamada profunda de Íñigo no era la de transmitir erudición, sino la de encender experiencia, ayudar a otros, desde la suya y desde su convencimiento de Quién a él le había cambiado, compartiendo con ellos «ejercicios», que a él le habían ayudado. A los tres días se presentó un notario que los llevó a la cárcel. La noticia se corrió por la ciudad, y la gente se multiplicó en llevarles todo lo necesario abundantemente; y siempre venían muchos a visitarles, y el peregrino continuaba sus ejercicios de hablar de Dios, etc… Tres días después aparecieron los jueces para un examen más amplio y minucioso que los de Alcalá. Íñigo comenzó por darles todos sus papeles, que eran los Ejercicios, para que los examinasen. Siguió un largo interrogatorio, al que Íñigo contestó con un prólogo impecable. Después le mandaron que declarase el primero mandamiento de la manera que solía declarar. Él se puso a hacerlo y detúvose tanto y dijo tantas cosas sobre el primero mandamiento, que no tuvieron gana de demandarle más. El primer mandamiento era, por decirlo así, su especialidad. Entre muchos que venían a hablarle a la cárcel, vino una vez D. Francisco de Mendoza… Preguntándole familiarmente cómo se hallaba en la prisión y si le pesaba de estar preso, le respondió: Yo responderé lo que respondí hoy a una señora que decía palabras de compasión por verme preso. Yo le dije: En esto demostráis que no deseáis estar presa por amor de Dios. ¿Pues tanto mal os parece que es la prisión? Pues yo os digo que no hay tantos grillos ni cadenas en Salamanca, que yo no deseo más por amor de Dios (A.67-69). Dio mucha edificación a todos y hizo mucho rumor por la ciudad, 57

el que una noche, en que huyeron todos los presos de la cárcel, ellos no huyeron. La escena evoca casi inevitablemente la de Pablo y Silas en la cárcel de Filipos (He 16, 2240). A los veintidós días se dictó sentencia: ningún error ni en vida ni en doctrina; podrían continuar enseñando la doctrina y hablando de las cosas de Dios. Les prohibían definir: Eso es pecado mortal o esto venial, si no fuese pasados cuatro años, que hubiesen más estudiado. Los jueces con mucha bondad facilitaban la aceptación de la sentencia y la esperaban. El peregrino dijo que él haría todo lo que la sentencia mandaba, más que no la aceptaría; pues, sin condenarle en ninguna cosa, le cerraban la boca para que no ayudase los prójimos en lo que pudiese. De esta firme convicción misionera, como voluntad absoluta de Dios, —segundo mandamiento, inseparable del primero—, no le desviaron las bondades de sus jueces. Cumpliría lo que se le mandaba mientras estuviera en la jurisdicción de Salamanca. Pero, cada vez más pendiente de Dios, ya había empezado a preguntarle: a encomendar a Dios y a pensar lo que debía de hacer. Y hallaba dificultad grande de estar en Salamanca; porque para aprovechar las ánimas le parecía tener cerrada la puerta con esa prohibición de no definir de pecado mortal y de venial. Y ansí se determinó de ir a París a estudiar (A. 70). De la universidad de Salamanca no aprendió mucho Ignacio. En realidad su universidad fue la cárcel y la calle, y las oportunidades, que una y otra le brindaron, de seguir hablando de cosas de Dios y de sufrir por ello. Salamanca significó también la primera aprobación de sus Ejercicios, del texto tal y como lo llevaba desarrollado en ese momento, y la oportunidad de dar a conocer, más aún que en Alcalá, con su negativa a aceptar la sentencia, que a lo que le movía Dios no era a sentar cátedra, sino a enseñar a caminar el Camino de todos, desde su experiencia de llevar seis años caminándolo. Estaba convencido de que esto no se lo podía prohibir nadie, y, menos quien había reconocido no encontrar ningún error ni en su vida ni en su doctrina, porque Dios se lo había dado para todos. El tiempo de la prisión en Salamanca, la mitad de su estancia allí, no le mermó sus deseos de aprovechar a las ánimas, antes le reafirmó en dos necesidades: la de estudiar primero y la de reunir compañeros para el mismo proyecto, además de los que habían compartido con él cárcel y Buena noticia. Así leyó, como de Dios, el percance de Salamanca. Las instancias de muchas personas principales para que no se fuese, nunca lo pudieron acabar con él. Y quince o veinte días después de haber 58

salido de prisión, se partió sólo, llevando algunos libros en un asnillo (A,71.72)22.

III. PARÍS Y LOS AMIGOS 1. De Íñigo López de Loyola a Ignacio de Loyola Y así se partió para París solo y a pie. Ahora el estudio fue su primer objetivo, comenzar con realismo por rehacer sus estudios anteriores. Y la causa fue porque, como le habían hecho pasar adelante en los estudios con tanta priesa, hallábase muy falto de fundamentos; y estudiaba con los niños, pasando por la orden y manera de París (A.73). Recogido en el hospital de Saint Jaques, pronto la distancia del Colegio de Montaigu, donde tenía las clases, el pedir limosna para se mantener y las penitencias renovadas, le hicieron experimentar que aprovechaba poco en las letras. De nuevo el discernimiento: empezó a pensar qué haría. Buscó inútilmente ponerse de criado en algún colegio, como otros lo hacían, y tenían tiempo de estudiar. Y soñaba: Hacía esta consideración consigo y propósito, en el cual hallaba consolación, imaginando que el maestro sería Cristo y a uno de los escolares pondría nombre San Pedro, y a otro San Juan, y así a cada uno de los apóstoles. Y cuando me mandare el maestro, pensaré que me manda Cristo y cuando me mandare otro, pensaré que me manda San Pedro…(A.75). Bien aconsejado, optó por pasar un par de meses cada año en Flandes (un año pasó a Inglaterra) y traer limosna para todo el año. Entre los muchos episodios de este viaje, Luis Vives le invitó a comer y a dialogar de sobremesa sobre temas eclesiales de actualidad. Íñigo no se calló y hasta le hizo frente con su cortesía habitual. Venido de Flandes la primera vez, empezó más intensamente que solía a darse a conversaciones espirituales y daba cuasi al mismo tiempo ejercicios a tres… Estos hicieron grandes mutaciones, optando por una radicalidad evangélica de sus vidas, que, por ser muy conocidos en el mundo universitario, suscitaron reacciones en el mundo estudiantil. Tales y tantas, que salpicaron a Íñigo. En esto una carta del primer compañero español, a quien, al llegar a París, había confiado le guardara los veinticinco escudos, que llevaba de limosna para sus estudios y que jamás volvió a ver, le hace saber que se encuentra enfermo en Ruán, de regreso a 59

España. Y viniéronle deseos de irle a visitar y ayudar, pensando también que en aquella conjunción, le podría ganar para que, dejando el mundo, se entregase del todo al servicio de Dios. Y para poder conseguirlo, le venía deseo de andar aquellas 28 leguas, que hay de París a Ruán a pie, descalzo, sin comer ni beber… El discernimiento, al que sometió estos deseos, aventó el temor que sentía de tentar a Dios, anticipándose a su voluntad. Pero a la hora de ponerse en camino, y al comenzar a vestirse le vino un temor tan grande que casi no podía vestirse. A pesar de aquella repugnancia, salió de casa, y aun de la ciudad, antes de que entrase el día. A mitad de camino, con este apuro espiritual, subiendo a un altozano, le comenzó a dejar aquella cosa y le vino una gran consolación y esfuerzo espiritual, con tanta alegría, que empezó a gritar por aquellos campos y hablar con Dios, etc. Así consoló al enfermo y ayudó a ponerlo en una nave para España (A.79), dándole cartas para sus compañeros de la aventura de Salamanca. A su regreso a París, se enteró de que el Inquisidor le había hecho llamar. Mas él no quiso esperar, y se fue al Inquisidor diciéndole que había oído que le buscaba; que estaba dispuesto a todo lo que quisiese…, pero que le rogaba que lo despachase pronto, porque tenía intención de entrar por San Remigio de aquel año (1 de octubre 1529) en el curso de Artes; que deseaba que esto pasase antes, para poder mejor atender a sus estudios. Pero el Inquisidor no le volvió a llamar (A. 81). Se matriculó en el curso de Artes (filosofía) en el régimen tutorial propio de la Universidad bajo el Dr. Juan de la Peña, tutor también de Pedro Fabro y Francisco Javier. Los cuatro coincidieron en una misma habitación alquilada en el Colegio de Santa Bárbara. Pero el primer rito académico que se le requería fue el de latinizar su nombre. Él escogió el de Ignatius, por devoción a aquel gran testigo de Jesús, cuyas cartas traducidas y publicadas en París, pudo conocer. En todo caso puede valer su propio testimonio de amor al santo de Antioquía, escribiendo años después a Francisco de Borja: a quien yo tengo o, por lo menos, deseo tener, muy especial reverencia y devoción23. Empezó Ignacio el curso con propósito de conservar aquellos que habían propuesto servir al Señor, pero no seguir buscando otros, a fin de poder estudiar más cómodamente. 60

Pero, de nuevo, las mismas tentaciones que en Barcelona: cada vez que oía la lección, no podía estar atento, con las muchas cosas espirituales que le ocurrían. Prometió a su maestro que no faltaría nunca de seguir todo el curso, mientras pudiese encontrar pan y agua para poder sustentarse… Y prosiguió sus estudios tranquilamente (A.82). Los ocho años largos de París significaron en el camino de conversión de Ignacio una experiencia de laborioso reajuste discernidor de las dimensiones personales que cada vez con más fuerza iban configurando su vida: el hablar de Dios para ayudar a las ánimas, que requería la coherencia de la pobreza, inamovible desde el principio, vivida como signo de que sólo en Aquel de quien hablaba tenía puesta toda su esperanza; la atención a su salud nunca plena, pero en este momento seriamente dañada del esfuerzo, al que durante años sometió a su organismo en penitencias y viajes; y la nueva pieza, unos estudios serios en función de «medio» para lo primero. Ignacio no fue un talento especulativo, ni hombre de gran erudición, pero a sus 44 años logró su título de maestro en artes y el certificado de suficiencia teológica, y todo el resto de su vida no ocultó su reconocimiento a los métodos parisienses, llegando a inspirar en ellos la formación de los jesuitas. Lo suyo era la «gran cognición de las cosas de Dios, gran afición a ellas y más a las más abstractas, separadas; gran consejo y prudencia in agendis y don de discreción de espíritus», sintetizó certero quien le conoció tan íntimamente, desde esos mismos años de París, el soriano Diego Laínez, a quien Ignacio envió como teólogo al concilio de Trento y que llegó a ser segundo General de la Compañía de Jesús24. Su gran colaborador en la promulgación de las Constituciones a toda la Compañía e intérprete de las mismas, el mallorquín Jerónimo Nadal, resumió el esfuerzo de Ignacio en equilibrar el «medio» del estudio ante el «fin», aprovechar a todos hablando de Dios: «Sus ocho años de filosofía y teología tuvieron feliz resultado, gracias a la agudeza de su ingenio y a su diligente aplicación… Diose, pues, a la filosofía y teología con suma afición, con extraordinario fruto y con tanto progreso cuanto creyó que era bastante para realizar dignamente sus planes de ayudar las almas»25.

2. «…conservar aquellos que habían propuesto servir al Señor» (A. 82) Eran la media docena que se reunían todos los domingos en el convento de los cartujos, para confesar, comulgar y tener conversaciones espirituales. Sobre todo, cuatro: Laínez soriano, Salmerón toledano, Nicolás palentino y Simón portugués, a los que había ido dando Ejercicios espirituales, uno a uno y que se habían propuesto servir al Señor. Y aunque se propuso no seguir buscando a otros para que no padecieran sus 61

estudios, le vinieron a la mano otros dos, Fabro saboyano y Javier navarro, compañeros de habitación, con el tutor de los tres, en el Colegio de Santa Bárbara, a los cuales, más tarde, ganó para el servicio de Dios por medio de los Ejercicios. A quien se admiraba de que anduviese tan tranquilo y nadie le molestase, le respondió: La causa es porque yo no hablo con nadie de las cosas de Dios; pero terminado el curso, volveremos a lo de siempre (A. 82). En los encuentros de Ignacio con estos seis fue madurando un proyecto común (propósito lo llamaban ellos), que parecía calcado del primero de Ignacio. La pobreza por delante, como presupuesto personal previo. Pero pronto emergió Jerusalén como objetivo. También para ellos Jerusalén significaba Jesús, la máxima noticia medioambiental y contemplativa de Él. Allí se plantearían si quedarse o volver, o unos quedarse y otros volver. En todo caso, allí o aquí, por unanimidad, el objetivo esencial de sus vidas: Ayudar a las ánimas hablando de Dios. Ya por este tiempo habían decidido todos lo que tenían que hacer, esto es: ir a Venecia y a Jerusalem y gastar su vida en provecho de las almas, y si no consiguiesen permiso para quedarse en Jerusalem, volver a Roma y presentarse al Vicario de Cristo, para que los emplease en lo que juzgase ser de más gloria de Dios y utilidad de las almas. Habían propuesto también esperar un año la embarcación en Venecia, y si no hubiese aquel año embarcación para Levante, quedarían libres del voto de Jerusalem, y acudirían al Papa, etc. (A. 84). Éste fue el compromiso de todos, mediante voto, en una capilla de la colina de Montmartre en la mañana del 15 de agosto de 1534, fiesta de la Asunción, en el marco de la Eucaristía celebrada por Fabro, entonces único sacerdote del grupo. El fuego había prendido. El elemento nuevo, original, que da realismo histórico a este momento, es el de concretar su disponibilidad a Cristo en su disponibilidad al Vicario de Cristo. Fabro, uno de los testigos y actores de este voto, —germen del cuarto voto de obediencia especial al Papa de los profesos de la Compañía, para ser enviados a evangelizar—, afirmará de él que es «el fundamento de toda la Compañía» y «su manifestísima vocación».

3. Íñigo, —ya Ignacio de Loyola—, de nuevo en «su tierra» Ahora, redondeados sus estudios entre fuertes dolores efecto de una vieja dolencia, que le acompañará toda su vida y, sobre todo, fraguado el grupo de «amigos en el Señor»26, surgió en Ignacio una nueva relación con ellos. Eran ya una nueva mediación para conocer la voluntad de Dios. Y él les obedecía. Los médicos decían que no quedaba otro remedio que el aire natal. Además los 62

compañeros le aconsejaban lo mismo y le hicieron grandes instancias27 …Al fin el peregrino se dejó persuadir de sus compañeros y también porque lo españoles de entre ellos tenían algunos asuntos que él podía despachar (A. 85). Todo listo ya para partir, se enteró de que le habían acusado nuevamente al Inquisidor y que se había abierto proceso contra él. Oyendo esto y viendo que no le llamaban, se fue al Inquisidor y le dijo lo que había oído y que estaba para marcharse a España y que tenía compañeros; que le rogaba que diese sentencia. El Inquisidor dijo que era verdad lo de la acusación, pero que no veía que hubiese cosa de importancia. Solamente quería ver sus escritos de los Ejercicios; y habiéndolos visto, los alabó mucho y pidió al peregrino que le dejase la copia de ellos; y así lo hizo. Con todo esto volvió a instar para que quisiese seguir en adelante en el proceso hasta dictar la sentencia. Y, excusándose el Inquisidor, fue él con un notario público y con testigos a su casa y tomó fe de todo ello (A, 85.86). No podía quedar mancha, ni sospecha sobre la Buena noticia de Dios que hablaba a todos. Pero, además, ahora tenía compañeros. La limpieza social del grupo había de quedar garantizada. Y, habiendo dejado al Inquisidor la segunda copia de los Ejercicios, completada con respecto a la que entregó en Salamanca al bachiller Frías (A.67), se decidió a partir. Y hecho esto, montó en un caballo pequeño que los compañeros le habían comprado y se fue solo a su tierra. Sólo, como había salido de Salamanca. A su paso por Bayona, ya casi en su tierra, fue reconocido. Alguien hizo llegar la noticia a su hermano Martín, señor de Loyola, quien despachó dos criados en su búsqueda. Lo encontraron, a pesar de que había escogido el camino del monte por más solitario, y le hicieron muchas instancias para conducirlo a casa del hermano, pero no le pudieron forzar. Así se fue al hospital (albergue de mendigos y transeúntes) de la Magdalena y después, a hora conveniente, fue a buscar limosna en el pueblo (A. 87). Ahora le interesaba el pueblo, estar cerca de la gente. En este hospital, comenzó a hablar con muchos, que fueron a visitarle, de las cosas de Dios, por cuya gracia se hizo mucho fruto. Tan pronto como llegó, determinó enseñar la doctrina cristiana cada día a los niños; pero su hermano se opuso mucho a ello, asegurando que nadie acudiría. Él respondió que le bastaría uno. Pero, después que comenzó a hacerlo, iban continuamente muchos a oírle, y 63

aun su mismo hermano. Además de la doctrina cristiana, predicaba también los domingos y fiestas, con utilidad y provecho de las almas, que de muchas millas venía a oírle. Se esforzó también para suprimir algunos abusos, y con la ayuda de Dios se puso orden en alguno, verbi gratia: en el juego, hizo que con ejecución se prohibiese, persuadiéndolo al que tenía el cargo de la justicia (A.88) Habían pasado catorce años, desde que dejó el valle de Iraurgui camino de Aránzazu. El valle seguía igual. Las costumbres también. Le golpeó fuertemente la ignorancia religiosa del pueblo, que en un tiempo fue también la suya, los abusos en el juego y en costumbres, la falta de formación del clero, el descuido de las prácticas eucarísticas, la desatención a los pobres, y no cesó de urgir a autoridades religiosas y civiles presentándoles un detallado proyecto de reformas. Hasta hoy siguen tañendo tres veces cada día las campanas de Loyola, invitando al «Ave María», como él propuso. Cinco años más tarde, ya General en Roma, escribió una larga carta a los habitantes de Azpeitia recordándoles su última visita y el proyecto de reforma de vida cristiana que les dejó y animándoles a seguir viviéndolo. Y concluyó: Y porque espero que Dios nuestro Señor, por la bondad infinita y por su misericordia acostumbrada influirá en abundancia su santísima gracia en los ánimos de todos y de todas para un servicio suyo tan debido y provecho de las almas tan claro y manifiesto, ceso pidiendo, rogando y suplicando, por amor y reverencia de Dios N. S., siempre que me hagáis participante en vuestras devociones, y máxime en las del santísimo Sacramento, como en las mías, aunque pobres e indignas, siempre habréis entera parte28. Ni un solo día pisó la casa familiar de Loyola, a pesar de las insistencias de su hermano y su cuñada. Sólo una noche, y a instancias urgentísimas de su cuñada Magdalena de Araoz, que tanto se había cuidado de él durante su convalecencia, y de otros muchos deudos y parientes, accedió a ir para cortar una relación adúltera de uno de sus sobrinos: «¿Eso me decís? Pues por eso iré a Loyola y aun a Vergara y todo. Y así fue la dicha noche a la dicha casa de Loyola y al día siguiente por la mañana muy temprano volvió al dicho hospital y fue público que, aunque en la dicha casa de Loyola le hicieron cama regalada, no se acostó en ella»29. Poco más de dos meses, ocupadísimos, estuvo en Azpeitia. Mas, aunque al principio se encontraba bien, después se enfermó gravemente. Y después que se curó, decidió partirse para despachar los asuntos que le habían confiado sus compañeros, y partirse sin dinero; de lo cual se enojó mucho su 64

hermano, avergonzándose de quisiese ir a pie. Ignacio tiene ya una nueva familia, los compañeros de París. Se debe a ellos. Con todo hizo una leve concesión a su hermano: quiso condescender en esto de ir hasta el fin de la Provincia a caballo con su hermano y con sus parientes (A.89). Al hospital de la Magdalena regaló el pequeño caballo, que le habían comprado sus compañeros de París. Pero, cuando hubo salido de la Provincia, dejó el caballo, sin tomar nada y se fue en dirección de Pamplona, y de allí a Almazán, pueblo del P. Laínez, y después a Sigüenza y Toledo y de Toledo a Valencia. Y en todas estas tierras de los compañeros no quiso tomar nada, aun cuando le hiciesen grandes ofrecimientos con toda insistencia. En esta peregrinación por las familias de sus compañeros no podía faltar la visita a Juan de Azpilcueta, hermano de Javier, irritado por las noticias que le habían llegado sobre su hermano y el influjo en él de Ignacio. Éste le entregó en mano una carta de Javier: «Porque V. Md. a la clara conozca cuánta merced nuestro Señor me ha hecho en haber conocido al señor maestre Íñigo, por ésta le prometo mi fe, que en mi vida podría satisfacer lo mucho que le debo, así por haberme favorecido muchas veces con dineros y amigos en mis necesidades, como en haber sido él causa de que yo me apartase de malas compañías, las cuales yo, por mi poca experiencia no conoscía… Y esto sólo no sé yo cuándo podré yo pagar al señor maestre Íñigo. Por tanto suplico a V. Md. le haga el mismo recogimiento que haría a mi persona… Y suplícole muy encarecidamente no deje de comunicar y conversar al señor Íñigo, y creerle en lo que le dijere, porque con sus consejos y conversaciones crea que se hallará muy bien por ser él tanto una persona de Dios y de tan buena vida30.

4. Los «presbíteros reformados» Ignacio viajó de Valencia a Génova y, por tierra, siempre de la misma manera, —a pie y de limosna—, a Bolonia y Venecia, en un itinerario lleno de peripecias. Y entrando en Bolonia, empezó a pedir limosna, y no encontró ni siquiera un cuatrín, aunque la recorrió toda (A.91). Ya en Venecia, dedicó todo 1536 a dar Ejercicios, a leer teología por su cuenta, a 65

contestar cartas a bienhechores, consultas espirituales de religiosas y personas amigas y, sobre todo, a conocer los grupos de reforma dentro de la Iglesia que pululaban en torno a Venecia, particularmente los teatinos. Ésta de la reforma de la Iglesia, es otra dimensión de su conversión, que desde ahora, en Venecia, inyectada de la reforma luterana, afloró con particular fuerza. A este año pertenece el más precioso testimonio personal de Ignacio, tan sobrio en sus cosas, acerca de los Ejercicios Espirituales y de su modo de motivar a ellos. A Manuel Miona, portugués, confesor de Ignacio durante sus años en Alcalá, le escribe agradecido: Y porque es razón responder a tanto amor y voluntad, como siempre me habéis tenido y en obras mostrado, y como yo hoy en esta vida no sepa en qué alguna centella os pueda satisfacer, que poneros en ejercicios espirituales…, os pido si lo habéis probado y gustado, me lo escribáis; si no, por su amor y acerbísima muerte que pasó por nosotros, os pido que os pongáis en ellos; y si os arrepintiéredes dello, demás de la pena que me quisieres dar, a la cual yo me pongo, tenedme por burlador de las personas espirituales, a quien debo todo… Dos y tres, y otras cuantas veces puedo, os pido por servicio de Dios N.S. lo que hasta aquí os tengo dicho, porque a la postre no nos diga su divina Majestad por qué no os lo pido con todas mis fuerzas, siendo todo lo mejor que yo en esta vida puedo pensar, sentir y entender, así para el hombre poderse aprovechar a sí mismo, como para poder fructificar, ayudar y aprovechar a otros muchos; que, cuando para lo primero no sintiésedes necesidad, veréis sin proporción y estima cuánto os aprovechará para lo segundo31. El 8 de enero de 1537 llegaron los compañeros de París, según lo convenido de encontrarse en Venecia tan pronto terminaran sus estudios y obtuvieran sus títulos académicos. El grupo había crecido. Llegaron nueve, tres más de los comprometidos en Montmartre, dos franceses y un saboyano. Lo que significaba que el grupo había continuado vivo y activo y que los Ejercicios Espirituales confirmaban cuanto acababa de escribir Ignacio. Él, por su parte, les presentó al bachiller Diego Hoces, ya sacerdote y les anunció la intención de los hermanos Eguía, Diego y Esteban, de incorporarse. Lo hicieron más tarde. Desde el compromiso de Montmartre, el camino de conversión de Ignacio experimentó una nueva inflexión: él no dirigió al grupo; en realidad nunca lo dirigió. Ayudó uno a uno a buscar la voluntad de Dios y entregarse a Él y animó la dinámica de conversar y compartir entre sí los que se iban entregando. La dinámica de conjuntarse vino «de lo alto». Y en el momento en que todos tomaron conciencia de ella y dijeron el sí de Montmartre, Ignacio fue escrupulosamente uno más del grupo, sirvió al grupo, y siguió las decisiones, que el grupo iba descubriendo como voluntad de Dios. Por de pronto los nueve de París fueron a Roma a pedir la bendición del Papa para el viaje a 66

Jerusalén y a recoger limosnas para el mismo. Volvieron, además, con la facultad para ser ordenados sacerdotes lo que aún no lo eran. Ignacio había quedado en Venecia dedicado a lo de siempre. Ningún misterio. Pareció a todos que su presencia podía dificultar la misión del grupo por la presencia en la curia pontificia de dos personas: el cardenal Juan Pedro Caraffa, co-fundador de los teatinos; y el Dr. Pedro Ortiz, embajador extraordinario de Carlos V ante la Santa Sede. Al primero había dirigido Ignacio una carta, de una caridad tan grande como su libertad de espíritu, puntualizando aspectos de la reforma que el cardenal promovía, incluso algunos que afectaban a su propia persona. El segundo había sido autor de algunas denuncias contra Ignacio ante el Inquisidor de París, aunque pronto haría los Ejercicios de la mano de Ignacio. En realidad los nueve fueron excelentemente tratados. Desde toda la dinámica interior de Ignacio es verosímil que el motivo profundo fuera el de no restar protagonismo al grupo. La espera de embarcar podía prolongarse; los preparativos de guerra naval entre venecianos y turcos estaban a la vista. Decidieron aprovechar la espera para realizar uno de sus más deseados objetivos: recibir las Sagradas Órdenes. El 24 de junio 1537, recibieron el presbiterado. Y empezaron la espera de la nave para Chipre dispersándose en pequeños grupos de dos o de tres. No había tiempo que perder para su propósito final, «aprovechar a las ánimas» hablando del Dios que habían descubierto mediante los Ejercicios, atendiendo a pobres y enfermos, viviendo en suma pobreza. A Ignacio le tocó Vicenza con Fabro y Laínez. En el tiempo que estuvo en Vicenza tuvo muchas visiones espirituales y muchas, casi ordinarias consolaciones; y lo contrario le sucedió en París. Principalmente, cuando comenzó a prepararse para ser sacerdote en Venecia y cuando se preparaba para decir la misa, durante todos aquellos viajes tuvo grandes visitaciones espirituales, de aquellas que solía tener cuando estaba en Manresa. Con fiebre y todo no dudó en correr a Bassano a visitar a Simón Rodríguez, enfermo de muerte. Y en este viaje tuvo certidumbre de Dios, y lo dijo a Fabro, que el compañero no moriría de aquella enfermedad. Y llegando a Bassano, el enfermo se consoló mucho y sanó pronto (A.95). El año de espera para embarcar se cumplía el 8 de enero de 1538. Era el límite que se habían propuesto para su objetivo de Jerusalén. El puerto de Venecia continuaba cerrado para los barcos de peregrinos. Lo interpretaron como signo de Dios. Por lo que 67

decidieron ir todos a Roma. Ignacio, con Fabro y Laínez. Y en este viaje fue muy especialmente visitado del Señor.

IV. ROMA, SU JERUSALÉN 1. A cuatro leguas de Roma Había determinado, después que fuese sacerdote, estar un año sin decir misa32, preparándose y rogando a la Virgen que le quisiese poner con su Hijo. Le rebrotó con fuerza lo tantas veces vivido en la peripecia de su conversión, que pensó podía ser útil también a otros y pasó a ser una de las cumbres de sus Ejercicios: el coloquio de la meditación de dos banderas: Un coloquio a Nuestra Señora porque me alcance la gracia de su Hijo y Señor, para que yo sea recibido debajo de su bandera, y primero en suma pobreza espiritual y, si su divina majestad fuese servido y me quisiere elegir y recibir, no menos en la pobreza actual; 2° en pasar oprobios y injurias por más en ellas le imitar, sólo que las pueda pasar sin pecado de ninguna persona, ni displacer de su divina majestad (E. 147). Así entendía Ignacio el ponerle con su Hijo. Su oración tuvo pronta respuesta. Y estando un día algunas millas antes de llegar a Roma en una iglesia, y haciendo oración, sintió tal mutación en su alma y vio tan claramente que Dios Padre le ponía con Cristo, su Hijo, que no tendría ánimo para dudar de esto, sino que Dios Padre le ponía con su Hijo. Después, viniendo a Roma, dijo a sus compañeros que veía las ventanas cerradas, queriendo decir que habían de tener allí muchas contradicciones (A.96-97). Laínez, que con Fabro acompañaba a Ignacio en estos momentos que Ignacio les compartía, completa esta versión de la Autobiografía testificando: «Me dijo que le parecía que Dios Padre le imprimía en el corazón estas palabras: Yo os seré propicio en Roma. No sabiendo nuestro Padre qué querían significar, decía: —No sé qué será de nosotros, tal vez seremos crucificados en Roma. Después, otra vez dijo que le parecía ver a Cristo con la cruz a la espalda y el Padre eterno que le decía: —Yo quiero que recibas a éste por servidor tuyo. Y así Jesús lo recibió y dijo: — Quiero que tú me sirvas. Y por esto adquiriendo gran devoción a este santísimo nombre, quiso nombrar la congregación, la Compañía de Jesús»33. Junto a las experiencias de Manresa, éstas de la Storta, a un día de andadura de Roma, consagran el «ponerle con el Hijo» como confirmación mística de que el itinerario de 68

conversión de Ignacio ha sido hasta este momento, y seguirá siendo, un continuo adentrarse en la identificación personal con la persona de Cristo y Cristo crucificado. En Loyola, dieciséis años antes, se determinó martirizarse por su propio gusto (A. 4); pero la Vita Christi del Cartujano, en Loyola también, le abrió un poco los ojos a lo que ha hecho Cristo por mí. Manresa maduró un amor incondicional e incondicionado a Cristo, que le encendió el quiero y deseo y es mi determinación deliberada… de imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza… (E. 98). Y con ese deseo vive todo el camino. La Storta es experiencia de confirmación, visto bueno de Dios a lo caminado e impulso para el futuro: «Yo os seré en Roma propicio y favorable». Porque no tardaron en hacerse presentes las contradicciones. Apenas situado en Roma, el grupo se desplegó apostólicamente a su estilo. A Laínez y Fabro les saltaron a la vista inmediatamente los errores que escucharon en los sermones de Cuaresma en la iglesia de los Agustinos. El predicador, con antecedentes como sospechoso de luteranismo y acusado de herejía, había logrado querellarse con éxito contra sus acusadores. Cuando Laínez y Fabro empezaron, en sus catequesis por calles y plazas a desenmascarar sus errores, el grupo de simpatizantes del predicador agustino, varios de ellos viejos conocidos de Ignacio, se defendieron aireando los procesos de Ignacio en Alcalá, Salamanca y París. Le faltó tiempo a Ignacio para solicitar un encuentro con el Papa, que le fue concedido a finales de agosto en Frascati. Hablé a Su Santidad, en su cámara a solas, bien al pie de una hora; donde hablándole largo de nuestros propósitos e intenciones, le narré claramente todas las veces que contra mí habían hecho proceso en España y en París; asimismo las veces que había sido preso en Alcalá y en Salamanca y esto a fin de que ninguno le pudiese informar más de lo que yo le he informado, y para que fuese más movido a hacer inquisición sobre nosotros, para que en todas maneras se diese sentencia o declaración de nuestra doctrina. Finalmente, como a nosotros fuese muy necesario, para predicar y exhortar, tener buen odor, no solamente delante de Dios N.S., mas aun delante de las gentes, y no ser sospechosos de nuestra doctrina y costumbres, supliqué a Su Santidad, en nombre de todos, mandase remediar, para que nuestra doctrina y costumbres fuesen inquiridos y examinados por cualquier juez ordinario que Su Santidad mandase: porque si mal hallasen, queríamos ser corregidos y castigados; y si bien, Su Santidad nos favoreciese34. La larga sentencia del gobernador general de Roma, en noviembre de ese mismo año, 69

concluía: «Y por esto hemos querido dar nuestra sentencia…, que a los dichos venerables señores Ignacio y sus compañeros les tengan y estimen por tales cuales nosotros los habemos hallado y probado y por católicos, sin ningún género de sospecha»35. Eran tiempos de gran desorientación, provocada en gran medida por la infiltración de la falsa reforma de Lutero en el occidente europeo, como habían podido experimentarlo los compañeros de Ignacio en su peregrinación de París a Venecia. En lo de Dios, transmitido por hombres, no puede haber mancha. Fue siempre el principio de Ignacio para requerir llegar hasta el fin de la sentencia en los conflictos que se le fueron presentando: Sólo hemos querido volver por el honor de la sana doctrina y de la vida sin mancilla. Mientras nos traten de indoctos, rudos, que no sabemos hablar; item mientras digan de nosotros que somos aviesos, burladores, livianos, no haremos, ayudándonos Dios, gran caso; pero dolíanos que la doctrina que predicamos la apellidasen no sana y que la senda por la cual caminamos se reputase mala, no siendo la una ni la otra nuestra, sino de Cristo y de su Iglesia36.

2. «La unión y congregación que Dios había hecho»37 1538 se cerró con la gran noticia, ardientemente deseada y preparada: la primera misa de Ignacio. La comunica a los Señores de Loyola, ignorante de que su hermano Martín había fallecido un mes antes: El día de Navidad pasada, en la iglesia de Nuestra Señora la Mayor, en la capilla donde está el pesebre donde el niño Jesús fue puesto, con la su ayuda y gracia dije la primera misa38. En adelante la Eucaristía será su lugar preferido de encuentro con el Señor, su fuente de inspiración, su escuela de discernimiento. Por los fenómenos místicos experimentados en su preparación y mientras la celebra, se orientará en sus decisiones según Dios. Ignacio seguirá diluyéndose voluntariamente, cada vez más, en el «nosotros» del grupo, en el que ha soñado, pero que no se apropia como suyo. Los caminos que vea como de Dios el grupo serán también los suyos. A su sobrino Beltrán, nuevo Señor de Loyola, apenas aprobada la Compañía de Jesús, le deslizará esta confidencia, recordándole su encuentro con él a su paso por Azpeitia, de regreso de París: Y porque recuerdo que allá en la tierra me encomendastes con mucho cuidado os hiciese saber de la Compañía que esperaba, yo también creo que Dios nuestro Señor os esperaba para señalaros en ella, porque otra mayor memoria dejéis que 70

los nuestros han dejado. Y viniendo al punto de la cosa, yo, aunque indignísimo, he procurado mediante la gracia divina de poner fundamentos firmes a esta Compañía de Jesús, la cual hemos ansí intitulado y por el Papa aprobado39. El grupo comenzaba a experimentar ya exceso de demanda en su cuidado de los necesitados y en la predicación. Y el Papa les había asignado una primera misión: Siena, la reforma de un monasterio de benedictinas. Y tanto Carlos V, como Juan III de Portugal, hacían llegar su interés por la presencia de algunos del grupo en América y en la India. Urgía formular cuanto antes la propia identidad del grupo, una vez descartado el objetivo Jerusalén y ya puestos a disposición del Papa. A discernirla dedicaron la primavera de 1539. Una primera cuestión: Si cada uno debía vivir el «propósito», que les había traído hasta el Vicario de Cristo, como disponibilidad personal a él; o si debían hacerlo permaneciendo conjuntados y comprometidos mutuamente entre sí. El discernimiento les era familiar: orar largamente la pregunta haciéndosela a Dios, oírse confiriendo fraternalmente lo escuchado, pronunciarse sobre el tema en base a la luz recibida de ese compartir. El resultado lo formularon así: «Definimos, finalmente, la parte afirmativa, es a saber, que habiéndose dignado el Clementísimo y Piadosísimo Dios de unirnos y congregarnos recíprocamente, aunque somos tan flacos y nacidos en tan diversas regiones y costumbres, no debíamos deshacer la unión y congregación que Dios había hecho, sino antes confirmarla y establecerla más, reduciéndonos a un cuerpo, teniendo cuidado unos de otros y manteniendo inteligencia para el mayor provecho de las almas»40. Y, resuelta esta primera cuestión, la segunda: «Es a saber, si después que todos habíamos hecho voto de castidad perpetua y voto de pobreza en manos del Reverendísimo Legado de Su Santidad, cuando estábamos en Venecia, si sería expediente, digo, hacer otro tercer voto de obediencia a alguno de nosotros, para que con mayor sinceridad, alabanza y mérito, pudiésemos en todo y por todo hacer la voluntad de Dios N. S. y juntamente la libre voluntad y precepto de Su Santidad, a quien gustosísimamente habíamos ofrecido todas nuestras cosas, la voluntad, el entendimiento, el poder y la hacienda»41. Muchos días de aquella primavera de 1539, sin dejar sus ocupaciones apostólicas habituales, pobres, enfermos, predicación, catequesis, dar Ejercicios…, las emplearon en hacer luz en este discernimiento, más complejo que el anterior.

71

«Pasados, pues, muchos días en que por una y por otra parte ventilamos largamente acerca de la solución de la duda, pesando y examinando las razones de mayor momento y eficacia; vacando a los ejercicios acostumbrados de la oración, meditación y consideración; favorecidos, finalmente, del auxilio divino, concluimos (no por pluralidad de votos, sino por total concordia de dictámenes) sernos más expediente y necesario dar la obediencia a alguno de nosotros para mejor y más exactamente poder ejecutar nuestros primeros deseos de cumplir en todo la voluntad divina, para más seguramente conservar la Compañía y, en fin para poder dar decente providencia a los negocios particulares ocurrentes, ansí espirituales, como temporales»42. El discernimiento, como pregunta permanente a Dios sobre la historia que se iba produciendo, atento a la respuesta de sus signos y al contraste con sus mediaciones, había sido para Ignacio, durante todo el camino el nervio vivo de su conversión. Ahora lo era ya también de la conversión del grupo. Tres meses duró este proceso de discernimiento sobre el proyecto de fundación de la Compañía de Jesús. Y había de continuar, a la hora de las concreciones del mismo. Firmaron todos un documento con lo acordado y se comprometieron a entrar en esa Compañía que había aún que definir más en detalle para presentar el proyecto a la aprobación del Papa. Éste, por su parte, no había esperado a la finalización de este proceso espiritual para enviar en todas las direcciones a casi todos. Quedaba en Roma Ignacio, voluntariamente uno más durante las Deliberaciones, comisionado ahora por los compañeros para redactar un boceto de definición espiritual y apostólica de la nueva Compañía de Jesús. No le fue difícil a Ignacio hacerlo. Lo había soñado largo tiempo. Desde la experiencia de Manresa y su regreso de Jerusalén, había intentado contagiar a otros, por medio de los Ejercicios, un modo de seguir a Jesucristo hombres comprometidos, como Él, a aprovechar a las ánimas anunciando a Dios con la propia vida, «pobres e instruidos», con doctrina evangélica y con la caridad de las obras. Julio y agosto empleó Ignacio en la redacción de este texto que, por haber salido de sus manos, le retrata a él y es como la cumbre del camino de conversión vivido. Destacamos lo que, por haber sido su norma inalterable de vida, iba a ser norma fundamental de vida para el grupo. Cualquiera que en nuestra Compañía, que deseamos se distinga con el nombre de Jesús quiera ser soldado para Dios bajo la bandera de la cruz, y servir a sólo el Señor y a su Vicario en la tierra, tenga entendido que, una vez hecho el voto solemne de perpetua castidad, forma parte de una comunidad fundada, ante todo, para atender principalmente al provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana y para la propagación de la fe, por medio del ministerio de la palabra, de ejercicios espirituales, y de obras de caridad y concretamente por medio de la 72

educación en el Cristianismo de los niños e ignorantes. Jesús crucificado, amor misericordioso de Dios, en portada. Lo fue de su vida, desde su convalecencia en Loyola, de sus Ejercicios, de la Compañía de Jesús. Ser soldado para Dios, es, en su argot primero, poner la vida entera a disposición de Dios. En las versiones siguientes, las que fueron aprobadas por los Papas Paulo III y Julio III, el término «Comunidad» de ésta es sustituido por Compañía. El objetivo es el que lo fue siempre de su vida de convertido y libremente de la de sus compañeros: la fe que se hace vida y palabra por la práctica de la caridad (Gal 5,6). Y procure tener ante los ojos siempre primero a Dios y luego el modo de ser de su Instituto, que es camino hacia Él, y alcanzar con todas sus fuerzas este fin que Dios le propone […] Todos los compañeros no sólo sepan en el momento de profesar, sino se acuerden cada día, durante toda su vida, de que la Compañía entera y cada uno militan para Dios, bajo la fiel obediencia de nuestro santísimo Señor Paulo III y de sus sucesores. Y que están sometidos a la autoridad del vicario de Cristo y a su divina potestad, de tal forma que estemos obligados a obedecerle, no sólo según la obligación común de todos los clérigos, sino a vincularnos con vínculo de un voto, que nos obligue a ejecutar, sin subterfugio, ni excusa alguna, inmediatamente, en cuanto de nosotros dependa, todo lo que nos mande Su Santidad, en cuanto se refiere al provecho de las almas y a la propagación de la fe, aunque nos envíen a los turcos, o al nuevo mundo, o a los luteranos o a cualesquiera otros infieles o fieles43. Que en la redacción de este párrafo puso Ignacio particular interés, lo ratificará cuando afirme que este voto es nuestro principio y principal fundamento44. No es un trámite jurídico esta puesta incondicional a disposición del Papa, mediante voto singular, como alternativa al primer objetivo, Jerusalén, trasladando al Vicario de Cristo, el «envío», que esperaban recibir de Cristo desde la Jerusalem real como los primeros apóstoles, mediante una experiencia de discernimiento semejante a la que acaban de vivir. Lo refleja la novedad, firmeza y concreción de este voto, que contiene el núcleo de la espiritualidad y de la misión específica de la Compañía, núcleo también del propósito de Ignacio en su peregrinación a Jerusalén. …Como hemos experimentado que es más feliz, más pura y más apta para la edificación del prójimo la vida que se aparta lo más posible de todo contagio de avaricia, y se asemeja lo más posible a la pobreza evangélica; y como sabemos que nuestro Señor Jesucristo proveerá lo necesario para el sustento y vestido de sus siervos, que no buscan más que el reino de Dios, hagan todos y cada uno voto de perpetua pobreza, declarando que ni en particular ni en común, puedan adquirir derecho civil alguno a cualesquiera bienes estables o a proventos o ingresos algunos, para el sustento y uso de la Compañía, contentándose con gozar 73

exclusivamente del uso de las cosas necesarias, estando de acuerdo con los dueños y con recibir dinero y el valor de las cosas donadas a ellos, para procurarse lo necesario45. La pobreza de Ignacio, vivida inicialmente como abandono en Dios, expresión de su entrega total al Dios entregado en su Hijo, realizó también su itinerario de conversión hacia una vida de pobreza «evangélica» que «edifica» al prójimo. Volverá frecuente y abundantemente sobre ella, a la que todo jesuita debe «amar como madre», incluso corrigiendo, por no suficientemente radical, un punto de pobreza en las Constituciones ya acordadas por todos los compañeros. Terminado el boceto de estos «Cinco capítulos», el primero que tenía que conocerlo era el Papa. Se lo hizo llegar pronto por intermediarios y recibió una primera aprobación verbal, con el comentario personal de Paulo II: «El Espíritu de Dios está aquí», al tiempo que lo pasaba a sus colaboradores para el trámite de la redacción de la Bula o Breve correspondiente. La burocracia competente interpretó como sospechas de afinidad a ideas erasmianas y protestantes la ausencia del coro y oficio conventual en el texto y el que tampoco se legislasen penitencias por regla. Ni siquiera contribuyó a aquietarla la novedad del voto de disponibilidad al Papa, que alguno consideró superfluo. A lo que se añadió el rigor del anciano Cardenal Guidiccioni, autor de un proyecto de reforma, consistente en suprimir casi todas las Órdenes religiosas, y reducirlas a cuatro: cistercienses, benedictinos, dominicos y franciscanos. Ocasión ésta para que apareciera una nueva faceta de la personalidad de Ignacio movilizando amistades, haciendo recoger testimonios de obispos y ciudades por donde habían pasado y en donde habían trabajado sus compañeros y él mismo, ya entonces reconocidos como «presbiteri reformati», promoviendo una campaña de misas, oración, ayunos, y yendo a visitar directamente al Cardenal. La luz sin sombras de los discernimientos del grupo en la primavera y la aprobación verbal del Papa habían marcado ya una voluntad de Dios a la que servía utilizando con transparencia los medios humanos a su alcance. El Cardenal cedió pero limitando provisionalmente a 60 el número de admisiones. Pronto acabaría siendo un entusiasta amigo de los jesuitas. Por fin, el 27 de septiembre de 1540, firmó Paulo III la Bula fundacional de la Compañía de Jesús.

3. «Excluyendo a mí mismo…» Ese día sólo estaban en Roma Ignacio, Codure y Salmerón. Javier esperaba en Lisboa partir para la India; Fabro, desde Parma se disponía a ir por primera vez a Alemania. Los otros cuatro esparcidos por Italia. Ignacio llamó a estos últimos a Roma para decidir los nuevos pasos: redactar Constituciones y elegir el Superior del grupo. Hasta ahora habían 74

ido haciendo el oficio por turno, semanalmente. De lo primero fueron encargados Ignacio y Codure, que colmaron el mes de marzo en la tarea. El 2 de abril se reunieron los seis presentes en Roma para la elección de Prepósito General. Los tres ausentes habían dejado su voto escrito y sellado, antes de partir. Faltó el de Bobadilla, retenido como Vicario General, en misión del Papa, en Bisignano (Calabria). Tres días dedicaron a orar. El 5 depositaron sus votos en una urna, cerrada con llave. Tres días de recogimiento y el 8 abrieron la urna. Uno a uno todos los votos, recayeron en Ignacio, menos el suyo: JHS. Excluyendo a mí mismo, doy mi voz en el Señor nuestro para ser Perlado a aquel que terná mas voces para serlo. He dado indeterminate boni consulendo. Si tamen a la Compañía le parecerá otra cosa, o juzgare que es mejor y a mayor gloria de Dios, yo estoy aparejado para señalarlo. Echa en Roma 5 de abril de 1541. Íñigo46. Javier, el primero en partir de Roma había dejado su voto: «Yo, Francisco, digo y afirmo que nullo modo suasus ab homine (sin persuasión humana de ningún tipo), juzgo que el que ha de ser elegido por Perlado en nuestra Compañía, al que todos habemos de obedecer, me paresce… que sea el Perlado nuestro antiguo y verdadero Padre Don Ignacio, el cual, pues nos juntó a todos no con pocos trabajos, no sin ellos nos sabrá mejor conservar, gobernar y aumentar de bien en mejor, por estar más al cabo de cada uno de nosotros; et post mortem illius (y después de su muerte…) digo que sea el P. Micer Pedro Fabro»47. Y cada uno en su estilo, todos los demás. Ignacio, profundamente turbado, sintió que debía exponer a sus hermanos su no aceptación del resultado de la elección: Íñigo hizo una plática, según que su ánima sentía, afirmando hallar en sí más querer y más voluntad para ser gobernado que para gobernar; que él no se hallaba con suficiencia para regir a sí mismo, cuánto menos para regir a otros; a lo cual atento, y a sus muchos y malos hábitos pasados y presentes, con muchos pecados, faltas y miserias, él se declaraba y se declaró de no aceptar tal asunto, ni tomaría jamás, si él no conociese más claridad en la cosa de lo que entonces conoscía. Mas que él los rogaba y pedía mucho in Domino que con mayor diligencia mirasen por otros tres o cuatro días, encomendándose más a Dios Nuestro Señor, etc., para hallar quien mejor y a mayor utilidad pudiese tomar el tal asunto48. Los compañeros resistieron y trataron de persuadirle, pero, ante la sinceridad y persistencia de su negación a aceptar el cargo, cedieron y volvieron a orar y a votar. Por unanimidad, menos su voto, vuelven a elegirle.

75

Finalmente Íñigo, mirando a una parte y mirando a otra, según que mayor servicio de Dios Nuestro Señor podía sentir, responde que, por no tomar ningún extremo y por asegurar más su conciencia, que él dejaba en manos de su confesor, que era el P. Teodosio, fraile de San Pedro in Montorio, de la manera que se sigue es a saber, que él se confesaría con él generalmente de todos sus pecados, desde el día que supo pecar hasta la hora presente; así mismo le daría parte y le descubriría todas sus enfermedades y miserias corporales; y que después que el confesor le mandase en lugar de Cristo nuestro Señor, o en su nombre le diese su parecer, atenta toda su vida pasada y presente, si aceptaría o refutaría el tal cargo;49 Tres días duró la confesión, como la de Montserrat, al final de los cuales, el P. Teodosio le manifestó sin vacilaciones su opinión: que debía aceptar la elección; lo contrario sería resistir al Espíritu Santo. Ignacio le pidió que le diese por escrito su opinión, cosa que el fraile hizo en sobre cerrado para sus compañeros. Ignacio aceptó. No se puede interpretar como tozudez (que la tenía en otras cosas) esta resistencia, sino conciencia de que hasta ahora él había considerado voluntad de Dios formar el grupo. Ahora, formado el nuevo sujeto, el grupo, y aprobado por el Papa, empezaba una nueva andadura, en la que él, haciendo memoria de todo su pasado, que sus compañeros sólo en términos generales conocían, necesitaba clarificarse sobre la voluntad de Dios. Mirándose a sí mismo y a su historia, no le bastaba la decisión del grupo, que nunca despreció, y buscó, como en otras ocasiones primeras de su vida, la mediación del confesor, de alguien, a quien pudiera dar a conocer su historia de la manera más plena. Faltaba el último paso para poder decir establecida la Compañía de Jesús: el de emitir sus votos, la profesión. Por decisión de todos, el viernes de Pascua, 22 de abril, recorrieron las siete estaciones de las siete iglesias de Roma. En la de San Pablo se reconciliaron mutuamente los seis, que, por estar en Roma habían participado en la elección de General. Fue decidido entre todos que Ignacio presidiese la Eucaristía. En el momento de la comunión, teniendo en una mano la patena con la sagrada Forma y en la otra un papel, hizo su profesión: Yo, Ignacio de Loyola, prometo a Dios todopoderoso y al Sumo Pontífice, su Vicario en la tierra, delante de la Santísima Virgen y de toda la corte celestial, y en presencia de la Compañía, perpetua pobreza, castidad y obediencia, según la forma de vivir que se contiene en la bula de la Compañía de Jesús, Señor nuestro, y en las Constituciones, así en las ya declaradas, como en las que en adelante se declararen. Prometo, además, especial obediencia al Sumo Pontífice cuanto a las misiones contenidas en la misma bula. Además prometo procurar que los niños sean instruidos en la doctrina cristiana, conforme a la misma bula y Constituciones50. 76

Uno tras otro hicieron su profesión y recibieron la comunión de manos de Ignacio. Acabada la ceremonia, delante del altar de la confesión, donde se conservan los restos del apóstol Pablo, se dieron mutuamente el abrazo de paz, no sin mucha devoción, sentidos y lágrimas. El novicio, Pedro de Ribadeneira, que les acompañó todo el día, les preparó y sirvió una frugal cena. Los otros cuatro compañeros, ausentes en diversas misiones harían su profesión, Fabro en Ratisbona, Javier en Goa (India), Rodrigues en Portugal, Bobadilla, más tarde ese mismo año, en manos de Ignacio en la misma basílica de San Pablo. La Compañía de Jesús estaba ya en marcha.

4. «Servir a los siervos de mi Señor…» Y continuó sirviendo. Era lo suyo. En su «conversión» a los demás, desembocó necesariamente su conversión a un Dios primero «convertido» a todos. Sólo que ahora el mundo de su servicio se había alargado y abierto en todas las direcciones. Y tenía que mirarlo y servirlo identificado con el «nosotros» nuevo de la Compañía. Su pregunta a Dios ya no es ¿qué he de hacer?, sino ¿qué hemos de hacer? Por de pronto, desde el que va a ser su principio personal de gobierno religioso: Porque en servir a los siervos de mi Señor pienso que sirvo al mismo Señor de todos51, comenzó, como se lo habían encargado, por ultimar las Constituciones de la nueva Compañía. Pero simultáneamente siguió pisando las calles de Roma ocupándose de los huérfanos, de los judíos convertidos, de las mujeres arrepentidas, de prevención de la juventud femenina, de visitar y consolar enfermos, de los pobres, en fin, abriéndoles su propia casa. Con su principio personal aprendido en la escuela de su peregrinación: «La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno»52 , argumentaría a sus hermanos de Padua en situación de pobreza extrema. Uno de sus principales nuevos servicios era el de enviar, en la medida en que se empezaban a incorporar compañeros con rapidez y alguna abundancia, a Alemania, España, Portugal, Italia, América, India, Etiopía, con Instrucciones bien precisas, más inspiradoras que normativas, que los enviados habían de aplicar con discernimiento a situaciones imaginadas, no conocidas personalmente por Ignacio la mayoría de las veces: Todo esto propuesto servirá de aviso, pero el Patriarca53 no se tenga por obligado de hacer conforme a esto, sino conforme a lo que la discreta caridad, vista la disposición de las cosas presentes y la unción del Santo Espíritu, que principalmente ha de enderezarle en todas cosas, le dictare54. Y todavía le quedaba tiempo para confesar y orientar espiritualmente, para dar Ejercicios, para una intensísima relación epistolar con sus hermanos, a la que siempre dio una gran importancia como medio de cohesión de un cuerpo disperso en pluralidad 77

de misiones55. Sin olvidar las relaciones con bienhechores, responsables de la Iglesia y de la política, proponiendo iniciativas de reforma o respondiendo a sus peticiones de ayuda. Y, en medio de todo, como alma de todo, su diaria relación discernidora con el Señor, la que ha unificado toda su peregrinación desde Manresa, relación permanente de conversión de voluntades, a fin de «estar en lo de Dios» en todo momento, su mística de todos los días.

V. UNA VENTANA A SU INTIMIDAD 1. Los mediadores Milagrosamente han llegado hasta nosotros unas cuantas páginas, que nos permiten sospechar y admirar la riqueza y hondura de esa creciente unión de voluntades, que fue su conversión. Son las páginas providencialmente salvadas de su Diario espiritual. Hubo muchas más. Páginas escritas para sí mismo, notas privadas en las que registró su mundo interior, no sólo, pero, sobre todo, cuando su relación con Dios se concentró más, en la Eucaristía diaria. En ella confluía todo Ignacio y todo lo de Ignacio. De su entrevistador, el P. Luis Gonçalves da Cámara, es el testimonio siguiente: «El modo que el Padre guardaba, cuando las Constituciones era decir misa cada día y representar el punto que trataba a Dios y hacer oración sobre aquello; y siempre hacía la oración y decía la misa con lágrimas (A. 101). Pero esta relación, por inmersión, con Dios continuaba en la calle. El 4 de marzo de 1544 registra en su Diario: Acabada la misa y quitados los ornamentos, durante la oración de acción de gracias ante el altar, he sollozado tanto y he derramado tantas lágrimas, todo en relación con el amor de la santísima Trinidad, que parecía que no quería levantarme, de tanto amor y de tanta suavidad espiritual, que sentía. Más tarde, junto al fuego (brasero), he sentido diversas veces un amor íntimo a la santísima Trinidad y ganas de llorar. Después en casa del cardenal de Burgos56 y por las calles, hasta las veintiuna horas (las tres y media de la tarde), si me acordaba de la santísima Trinidad, sentía un amor intenso y a veces tenía ganas de llorar. Todas estas visitaciones tenían relación con el nombre y esencia de la santísima Trinidad, aunque no sentía claramente ni veía las Personas distintas, como las veces anteriores (D.109. 110). La ocasión de estas páginas del Diario fue muy concreta: En la deliberación sobre las Constituciones (1541), los compañeros habían distinguido entre la pobreza de las casas profesas, que no podían tener rentas, sino que debían vivir de limosna, y la de sus iglesias que sí podían tenerlas, como era común en los religiosos de aquel tiempo. La pregunta que torturaba a Ignacio era: ¿Por qué sí las iglesias? ¿No significaba esto rebajar el nivel de la primitiva pobreza, que el grupo había prometido? Rentas sí - rentas 78

no, éste era el campo concreto sobre el que decidió buscar la voluntad de Dios. Hizo pasar el tema por los tiempos de elección de los Ejercicios [175-188], observó y registró las mociones espirituales, la claridad que se producía, la devoción y los signos, efecto de esta devoción, uno de ellos muy personal y frecuente, las lágrimas. Imposible recorrer este itinerario paso por paso y analizar las innumerables vivencias personales. Y más imposible aún, resumirlo. Las vivencias no se resumen. Intentamos encadenar descriptivamente, como por diapositivas, ese profundo proceso. Es como profanarlo, pero, al menos podremos aproximarnos a la finísima voluntad de Ignacio de dejarse guiar en todo por la del Dios-Trinidad y la hondura de la relación con Él que había ido madurando como gracia de conversión57. Ya el sexto día pudo ofrecer a Dios lo que había concluido por razones y también por mayor inclinación de la voluntad, a saber, no tener renta alguna. Como quería presentarlo al Padre por medio de los ruegos de la Madre y del Hijo, primero se dirigió a Ella mi oración para que me ayudase ante su Hijo y ante el Padre; después rogué al Hijo que me ayudase ante el Padre en compañía de su Madre. En esto sentí en mí que iba o que me conducían ante el Padre. Se me erizaron los cabellos mientras avanzaba y una emoción, como un ardor notabilísimo recorrió todo mi cuerpo. A consecuencia de todo esto brotaron las lágrimas con una devoción intensísima (D. 8). Continuó el recorrido por el tercer tiempo de elección que tan bien conocía, y aunque pensé casi a los comienzos que me demoraría más tiempo, «antes me parecía estar mucho en esta elección», se me iban las ganas, porque me parecía que el asunto estaba claro, es decir, que no debía tener rentas. No obstante continuó, saqué las razones que traía escritas para pensarlas…, aunque yo hablaba ya como de cosa hecha, sintiendo bastante devoción y ciertas inteligencias, con visión bastante clara… Entonces me vinieron otras inteligencias, a saber, cómo primero el Hijo envió a los apóstoles a predicar en pobreza, y luego el Espíritu Santo los confirmó en su misión dándoles su espíritu y el don de lenguas. Y dado que el Padre y el Hijo, envían el Espíritu Santo, las tres personas confirmaron dicha misión en pobreza (D. 15). Una confirmación equivalente pide y espera Ignacio. Todo el día, aunque ocupado en otros asuntos, vivía inmerso en esta búsqueda, analizando sentimientos y mociones. No le descentraban de ella los asuntos, pero sí le alteraban los ruidos ajenos no justificados. Dio gracias, pero a la mañana siguiente advirtió: He caído en la cuenta de que ayer falté mucho dejando a las Personas divinas. Con todo, he percibido que la Madre y el Hijo intercedían por mí; con lo cual he 79

sentido una seguridad completa de que el Padre eterno me restituiría al estado anterior. Pero se aproximaban días de eclipse, al menos parcial, de mediadores y de personas divinas: Después, cuando iba a decir misa, al empezar la oración, se me hizo presente nuestra Señora y sentí cuánto había faltado el día pasado no sin moción interior y de lágrimas. Y es que parecía que reprochaba a nuestra Señora la vergüenza que le hacía pasar, al obligarle a rogar por mí tantas veces por culpa de mis repetidas faltas. Hasta tal punto se lo reprochaba, que nuestra Señora llegó a ocultárseme y no hallaba devoción ni en ella ni más arriba «en las otras Personas» (D. 29). …como no hallaba a nuestra Señora, busqué arriba y prorrumpí en lágrimas y sollozos al ver y sentir de alguna manera que El Padre celestial se me mostraba propicio y dulce hasta el punto de darme a entender que le placería que rogase por mí nuestra Señora, ¡a la cual yo no podía ver! Pero, pasando a la Eucaristía, he sentido y he visto a nuestra Señora muy propicia delante del Padre, tanto que no podía decir las oraciones al Padre y al Hijo, ni hacer la consagración, sin que la sintiese o viese, como partícipe o puerta de tanta gracia, que en espíritu sentía. (Al consagrar me mostraba que estaba su carne en la de su Hijo) con tantas inteligencias, que sería imposible escribirlas. Sin dudar de la primera oblación hecha (D.30.31). Sin desaparecer del todo el eclipse de mediadores y personas, tomando conciencia de las mociones en su espíritu (2° tiempo de elección) y de la lucha de los espíritus, a seguir revisando la elección o a darla por zanjada, me pongo, pues, de rodillas y ofrezco no mirar más las elecciones de ese tema, sino tomarme dos días…, para decir misa de acción de gracias y reiterar las oblaciones (D. 37). Pero lo que Ignacio esperaba, —¿necesitaba?—, era una confirmación de lo alto, por el estilo de la del primer tiempo de elección de los Ejercicios Espirituales: cuando Dios nuestro Señor así mueve y atrae la voluntad, que, sin dubitar ni poder dubitar, la tal ánima devota sigue a lo que es mostrado; así como San Pablo o San Mateo lo hicieron en seguir a Jesús (E. 175). Su conversión había sido una cadena de confirmaciones y de confirmaciones trinitarias, que es lo que ahora pide. De Manresa salió confirmadísimo y a esa confirmación se remite frecuentemente en su vida. En La Storta la experiencia de que «Dios Padre le ponía con su Hijo» (A. 96) le lanzó al nuevo capítulo de ponerse con el 80

grupo de París a entera disposición del Papa, para ser enviados donde quisiera. En este estado seguí adelante a fin de confirmar las oblaciones anteriores, hablando de muchas cosas con unos y con otros, rogando y poniendo por intercesores a los ángeles, santos Padres, apóstoles y discípulos y a todos los santos, etc., para que rogasen a nuestra Señora y a su Hijo. Y a ambos rogué de nuevo y supliqué con largos razonamientos «me pusiesen»,58 para que se ultimase mi confirmación y para que mi acción de gracias subiese delante del trono de la santísima Trinidad … Di mi confirmación definitiva a la santísima Trinidad delante de toda su corte celestial dando gracias muy afectuosamente, primero a las Personas divinas, después a nuestra Señora y a su Hijo… (D. 46.47). Después, al preparar el altar y al revestirme, me salía decir: «Padre eterno, confírmame; Hijo eterno, confírmame; Espíritu Santo eterno, confírmame; santa Trinidad, confírmame; un solo Dios, confírmame». Lo dije tantas veces y con tanto ímpetu, devoción y lágrimas, y lo sentía por dentro tan vivamente, añadiendo además: «y Padre eterno, ¿no me confirmaréis?, que consideré que con ello me daba ya el sí por respuesta. Y lo mismo decía al Hijo y al Espíritu Santo (D. 48).

2. «La abundancia» (D. 49) Pero ni siquiera la intensa devoción le aquieta, …si en algún momento no sentía estas cosas con abundancia, me inquietaba y perdía la devoción, lo cual me movía a no resignarme a que no se confirmase, según mi deseo en la última misa de la Trinidad. Después de la misa me sosegué, comparando mi limitada capacidad con la sabiduría y grandeza divinas. Seguí adelante por algunas horas hasta que me vino el pensamiento de no preocuparme ya de decir más misas y me indigné con la santísima Trinidad. Yo ya no quería determinar nada más porque daba por hecho lo pasado, pero me acosaba un poco la duda. No se me quitó la devoción durante todo el día, aunque la notaba combatida y tenía miedo de errar en algo (D. 49.50). Dios seguía formando a Ignacio, no con el tipo de confirmación que él quería y pedía, semejante al vivido en otros momentos de su vida: Manresa, La Storta…, sino conduciéndole a través de experiencias que le hiciesen salir de sí mismo, para una revelación superior. Ya había ido experimentando desde el principio estos «despojos», que forman parte de todo proceso de conversión: De ponerse como meta satisfacer por sus pecados a moverse sólo por agradar y aplacer a Dios (A. 14); o de aspirar a penitencias, incluso mayores que las de los santos, a salir de su propio amor querer e 81

interesse (E. 189), por vaciar toda su generosidad en los intereses de Dios. En la mañana del 19 de febrero (1544), amaneció con devoción intensa, acompañada de muchas inteligencias o recuerdos espirituales de la santísima Trinidad, que le sosegaron y alegraron, hasta el punto de tener que apretarme el pecho por el intenso amor de la santísima Trinidad que sentía… Durante la misa tuve muchas y muy reposadas y muchísimas inteligencias de la santísima Trinidad que ilustraban tanto mi entendimiento, que parecía que ni con buen estudio podría saber tanto. Después incluso, mirándolo más detenidamente, me parecía que sentía o veía con mayor comprensión que la que conseguiría, si estudiase toda mi vida. En general, las inteligencias de la misa y de antes versaban sobre la propiedad de las oraciones de la misa, cuando se habla con Dios, con el Padre o con el Hijo, etc., por referirse al modo de operar y a la producción de cada una de las Personas divinas; todo esto más lo sentía o veía, que lo entendía. Este día, aun andando por la ciudad iba con mucha alegría interior, porque me figuraba la santísima Trinidad al ver tres criaturas racionales o tres animales, u otras tres cosas, y así continuamente (D. 51.52.54.55).

3. «Me parecía tan grande haber soltado este nudo…» (D. 63) Fue el viernes 21 de febrero cuando se abrió el cielo: …antes, cuando quería hallar devoción en la Trinidad, ni pretendía, ni era capaz de buscarla ni de hallarla en las oraciones al Padre «asentándome», porque me parecía que no sería consolación o visitación de la santísima Trinidad. Sin embargo en esta misa conocía, sentía o veía, Dominus scit (El Señor lo sabe, 2Co, 12,2) que al hablar al Padre, sólo con ver que era una persona de la santísima Trinidad, mi amor se extendía a toda la Trinidad, ya que las demás personas estaban en la persona del Padre esencialmente; otro tanto sentía en la oración al Hijo, otro tanto en la del Espíritu Santo. Gozábame de sentir consolaciones de cualquiera, atribuyéndolas a las tres Personas y alegrándome de que fuesen de las tres. Me parecía tan grande haber soltado este nudo o cosa semejante, que no cesaba de decirme a mí mismo, refiriéndome a mí: — Pero ¿quién eres tú?, ¿de dónde vienes?, etc., ¿cómo ibas a merecerlo? ¿de dónde te viene esto?, etc. (D. 63). Mientras Ignacio era conducido por Dios en este discipulado, con el que no contaba, que alargaba y maduraba su conversión, en cuanto se lo permitía su debilitada salud, no interrumpió su trabajo habitual: siguió completando las Constituciones, atendió 82

personalmente a los nuevos candidatos a la Compañía, que en número creciente se iban presentando, se ocupó de levantar la primera casa profesa y cuidó las instituciones benéficas, que iba creando por sí mismo o involucrando a otros en crearlas, acogió en su propia casa a los judíos conversos y catecúmenos, consiguiendo a favor de ellos un nuevo breve pontificio etc. De su simpatía por los judíos deja testimonio Ribadeneira: «Un día que estábamos comiendo delante de muchos, a cierto propósito, hablando de sí dijo que tuviera por gracia especial de Nuestro Señor venir de linaje de judíos; y añadió la causa: ¡Cómo! Poder ser el hombre pariente de Cristo Nuestro Señor secundum carnem y de Nuestra Señora, la gloriosa Virgen María! Las cuales palabras dijo con tal semblante y con tanto sentimiento, que se le saltaron las lágrimas y fue cosa que se notó mucho»59. Su experiencia de discípulo, como verdadera experiencia de conversión no había terminado. La nueva comprensión espiritual de la Trinidad, le iluminó un nuevo conocimiento interno de Cristo. No sólo es intercesor, acceso al Padre, sino punto de encuentro, alianza, relación viva de la Trinidad con Ignacio, confirmación de la Trinidad misma. Hasta en su diario cambia su manera de nombrarle. Si hasta aquí ha sido el Hijo (de María), en adelante es el enviado por el Padre, Jesús. Espigamos. Al preparar el altar, ha venido Jesús a mi pensamiento y el deseo de seguirle. Interiormente me ha parecido que siendo él la cabeza «o caudillo» de la Compañía éste argumento era más fuerte que todas las razones humanas para vivir en pobreza total… He pasado a revestirme con estos pensamientos, que se han intensificado hasta parecerme que eran una verdadera confirmación aunque no recibiese consolaciones por ello, Además me ha parecido de alguna manera que el hecho de que Jesús se mostrase o se dejase sentir era obra de la santísima Trinidad, viniéndome a la memoria aquella vez que el Padre me puso con su Hijo… Después durante el día, siempre que me acordaba de Jesús, experimentaba la sensación de verle con el entendimiento, hallándome en continua devoción y confirmación (D. 66.67.70). Lo mismo junto al brasero, que andando por la calle o después de hablar con el cardenal Carpi o cuando cruzó la puerta del Vicario, en casa de Trana… En todos esos ratos me habitaba tanto el amor de Jesús y se me concedía sentirle o verle de tal manera, que me parecía que en adelante no podía haber cosa alguna que me pudiese apartar ni hacerme dudar de las gracias o de la confirmación recibida (D.75). 83

Para concluir finalmente el largo día 27 de febrero: Y al escribir esto se eleva mi entendimiento hasta ver a la santísima Trinidad, como si viese, aunque no distintamente, como antes, las tres Personas. Durante la misa, al decir «Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo…», me parecía que veía en espíritu a Jesús, no como le vi antes, como dije, blanco, es decir en su humanidad, sino que entonces lo sentía en mi alma de otro modo, es decir, que veía no su humanidad sola, sino que era todo mi Dios, etc. (D. 87).

4. …y la devoción dicha… (D. 101) Quedaba camino. En la conversión siempre queda camino. Un camino que nunca se camina solo, sino acompañado, en relación. Ignacio cerró su Autobiografía con esta confesión: Y que había cometido muchas ofensas contra Nuestro Señor después que había empezado a servirle, pero que nunca había tenido consentimiento de pecado mortal, más aún, siempre creciendo en devoción, esto es en facilidad de encontrar a Dios, y ahora más que en toda su vida. Y siempre y a cualquiera hora que quería encontrar a Dios, lo encontraba (A. 99). Hasta 170 veces escribió en su Diario el término devoción. Cada día, varias veces en el día, en su examen, esta devoción adjetivada (mucha, abundante, crecida, calorosa, tranquila, intensa, lúcida, espesa, dulce, nueva…) le iba dando la temperatura de su facilidad o dificultad para el encuentro y la familiaridad. Ella había marcado y seguiría marcando el camino nunca acabado de su conversión. Entrando así en la capilla, me ha invadido una grande devoción a la santísima Trinidad, con un amor muy subido y lágrimas intensas. No veía como los días pasados las Personas distintas, sino que sentí la unidad de esencia en una claridad lúcida, que me atraía totalmente a su amor… Al iniciar la misa no podía empezarla de tanta devoción que tenía y encontraba una dificultad enorme para decir «En el nombre del Padre etc., En toda la misa tuve mucho amor y mucha devoción, con mucha abundancia de lágrimas, y todo el amor y la devoción dicha se relacionaban con la santísima Trinidad: no tenía noticia o visión particular de cada una de las tres personas, sino una simple advertencia de la presencia o representación de la santísima Trinidad (D. 99.101). Este clima de familiaridad en el encuentro, que le acompañaba habitualmente todo el día en su trabajo y relación con las personas, deseó impregnara la vida de todo jesuita como intención permanente: 84

«y sean exhortados a menudo a buscar en todas cosas a Dios nuestro Señor, apartando, cuanto es posible de sí el amor de todas las criaturas, a Él en todas amando y a todas en Él, conforme a la su santísima y divina voluntad»60. Con todo, el hábitat de su devoción más intensa, no sólo durante el discernimiento que ocupan las páginas del Diario espiritual, sino habitual, fue la Eucaristía.En ella hacía confluir todos los asuntos sobre los que había de decidir, previamente tratados con el Señor en la larga oración que la precedía. Él mismo preparaba el altar en todos sus aspectos. Cada gesto de esa preparación estaba cargado de encuentro. Ninguna improvisación por su parte. Todas las sorpresas de parte de Dios. Más tarde en la capilla hice una oración mucho suave y quieta. Al comienzo me parecía que la devoción se relacionaba con la santísima Trinidad, pero luego me llevó a relacionarme también con distintas personas, como por ejemplo con el Padre. De modo que sentía en mí que la divina majestad se me quería comunicar en diversas partes. De tal manera que, mientras preparaba el altar, decía sentidamente y a viva voz: —«¿Dónde me queréis llevar, Señor?» Lo repetí muchas veces «me parecía que era guiado» y me aumentaba mucho la devoción, que me inducía a llorar… He pasado hasta la tercera parte de la misa bastante asistido por la gracia y por una cálida devoción y con bastante satisfacción en el alma, sin lágrimas ni, así lo creo, deseo de tenerlas, sino contentándome con la voluntad del Señor. Sin embargo decía, volviendo a Jesús: —«¿Señor, dónde voy o dónde me lleváis? etc. ¡siguiéndoos, mi Señor, yo no me podré perder! (D.113.114). Las experiencias más profundas de su iluminación interior estuvieron vinculadas a la Eucaristía. Experiencias que no le cerraban, al contrario, le proyectaban lleno de sentido al quehacer diario. Al Te igitur61 he sentido y visto, no obscuramente, sino muy que muy luminosamente, el mismo ser o esencia divina en figura esférica, un poco mayor de lo que aparenta el sol. De esta esencia parecía salir o derivar el Padre, de modo que al decir: Te, id est, Pater (A ti, es decir, Padre), antes que el Padre se me representaba la esencia divina. Esta representación y visión del ser de la santísima Trinidad sin distinción o sin visión de las otras Personas, me ha causado una intensa devoción a la cosa representada, con muchas mociones y efusión de lágrimas (D. 121).

5. «…para acabar del todo…» Se aproximaba el fin de los cuarenta días, que Ignacio se había propuesto para 85

conseguir luz de Dios en un delicado punto de pobreza, que los que le ayudaban en la elaboración de las Constituciones, y él mismo, habían dado ya por resuelto. Ha hecho una clara elección por el método que él mismo empezó a descubrir en Loyola, perfeccionó en Manresa y del que se había servido constantemente durante su peregrinación hasta este momento. Había recorrido sus tres tiempos de elección y acudido al Señor en búsqueda de la confirmación que él mismo prescribía al que en los Ejercicios había buscado la voluntad de Dios y la había hallado (E, 183): las iglesias de las casas profesas deben vivir de pura limosna, no de rentas. Pero es precisamente sobre esta abundante confirmación, sobre la que no se aquieta. ¿Ha puesto, de su parte lo que tenía que poner? Es la pregunta de un hombre que no duda de Dios, duda de sí mismo. Se tiene por estorbo. Año y medio después, así se autorretrata escribiendo a Francisco de Borja, todavía Duque de Gandía: «Aunque V. Sría. hable de los tales impedimentos por más bajarse en el Señor de todos y por más subir a los que deseamos más bajarnos, diciendo que la Compañía no impide a lo que el Señor quiere obrar en ella…, yo para mí me persuado que antes y después soy todo impedimento y de esto siento mayor contentamiento y gozo espiritual en el Señor nuestro, por no poder atribuir a mí cosa alguna que buena parezca; sintiendo una cosa (si los que más entienden, otra cosa mejor no sienten) que hay pocos en esta vida, y más echo, que ninguno, que en todo pueda determinar, o juzgar, cuanto impide de su parte y cuanto desayuda a lo que el Señor nuestro quiere en su ánima obrar»62. Acabar en la fecha que él se había prefijado, 12 de marzo, le parecía decidir él, no Dios. Pedir más señales extraordinarias, ¿no ha recibido ya muchas? Y ¿cuál sería la última? ¿pedir una explícitamente final? La duda no era sobre el tema de discernimiento, sino sobre el final del proceso. Había recibido tanto, más allá de la luz y confirmación que venía buscando! ¿Qué hacer, prolongar por su parte su deseo de seguir siendo enseñado así por Dios, o pasar a realizar el deseo de Dios abundantemente confirmado? Una sutil forma de desolación hace acto de presencia. Acabada la misa y después en la habitación me he hallado totalmente desierto de socorro alguno sin poder gustar de los mediadores ni de las Personas divinas, sino que me he sentido tan distante y tan separado de ellos, como si nunca hubiese sentido cosa suya o nunca en adelante tuviese que sentirla. Por el contrario, me venían pensamientos ya contra Jesús, ya contra otra Persona. Así de confuso estaba yo con diversos pensamientos, como el marcharme de casa y alquilar una habitación para evitar los ruidos, o intentar ayunar, o comenzar de nuevo las misas, o hacer el altar en el piso de arriba. En nada hallaba descanso, dado que deseaba dar fin en un momento de consolación y de ánimo plenamente satisfecho 86

(D.145). Por fin miré si debería seguir adelante, porque, por una parte, me parecía que quería buscar demasiadas señales y otorgadas en el tiempo o en las misas determinadas a satisfacción mía, —a pesar de que la cosa era clara en sí misma y yo no buscaba certeza, sino sólo que el dejar todo fuese a mi gusto—, por otra parte me parecía que si acababa del todo estando tan desterrado, después no quedaría contento, etc. En medio de la duda y de lo que él llama destierro, Ignacio sigue siendo enseñado. El progresivo «salir de sí», que ha sido hasta ahora su «conversión», se abre a un nuevo vaciamiento: no espera la consolación para decidir, —eso significaría moverse por su gusto, aun espiritual—, sino moverse por «agradar» a Dios. Puesto que no había dificultad en la cosa, consideré, por último, qué daría más placer a Dios nuestro Señor, que concluyera sin esperar más ni buscar más pruebas o que dijera más misas para obtenerlas. Lo puse en elección y «juzgaba y» sentía que daría mayor placer a Dios si concluía… Con lo cual se me empezaron a disipar las tinieblas y a venirme las lágrimas (D. 146-148). Los 40 días, que Ignacio se había propuesto para discernir sobre la pobreza de las iglesias de las casas profesas terminaron el 12 de marzo. El Diario continuó, más sobriamente en cuanto a los signos, registrados como de Dios en su detallado examinarse. Desde ellos siguió abordando otros puntos de las Constituciones. Su facilidad para encontrar a Dios no le hubiera permitido hacerlo sin tratarlos con Él. Pero desde una nueva perspectiva: no busca ni espera consolaciones (las tiene), sino «dar placer» (agradar) a Dios. Es su traducción personal del «No se haga mi voluntad, sino la tuya». La conversión en su plenitud. Dos notas últimas, al azar, dos ráfagas reflejaron en su Diario la crecida humildad, con que continuó su conversión: 30 de marzo: Todo el rato me parecía que la humildad, la reverencia y el acatamiento no debían ser temerosos, sino amorosos. De tal manera mi alma estaba segura de que era así, que decía confiadamente: «Dadme humildad amorosa» y lo mismo pedía sobre la reverencia y el acatamiento…. 3 de abril: Aunque no he tenido lágrimas antes, ni durante, ni después de la misa, acabada la misa, me hallaba más contento sin haber tenido, y afectuoso porque juzgaba que Dios nuestro Señor lo hacía por mi bien. 6 de abril (Domingo de Ramos) : Antes de la misa he tenido lágrimas y en la misa, después de la pasión, he tenido muchas y continuadas, acabando de conformarse mi voluntad con la voluntad divina (D. 178. 186, 189).

87

VI. «Y QUE ESTO ERA FUNDAR VERDADERAMENTE LA COMPAÑÍA » 1. «Quien por su infinita y suma bondad nos quiera dar su gracia cumplida, para que su santísima voluntad sintamos y aquella enteramente la cumplamos»63 En esta despedida personal de la mayor parte de sus cartas sintetizó Ignacio, la experiencia, a la que nos hemos asomado sumariamente por las páginas de su Diario espiritual. En ellas registró para sí mismo lo que observaba en su examen personal varias veces al día. Estos dos legajos, destinados en su intención a desaparecer, como otros (¿cuántos?), nos permiten imaginar la cantidad y calidad de luz de lo alto y de intervenciones de Dios, por las que fue guiado y de las que tomó especial conciencia durante los últimos doce años de su vida. «Sentir» y «Cumplir» son los dos verbos, que complementan el «Buscar» para «Hallar», que inician el camino de los Ejercicios espirituales [1]. Ellos penetraron toda su actividad apostólica y de gobierno, convirtiéndola en campo de experiencia de Dios. Por de pronto la elaboración de las Constituciones64, fue colaborar con Dios para dejar fundada la Compañía. Este fue su criterio al elaborarlas y quiso fuera el criterio en observarlas: Aunque la suma Sapiencia y Bondad de Dios nuestro Criador y Señor, es la que ha de conservar y regir y llevar adelante esta mínima Compañía de Jesús, como se dignó comenzarla, y de nuestra parte, más que ninguna exterior constitución, la interior ley de la caridad y amor, que el Espíritu Santo escribe e imprime en los corazones ha de ayudar para ello; todavía, porque la divina Providencia pide cooperación de sus criaturas y porque así lo ordenó el Vicario de Cristo nuestro Señor y los ejemplos de los Santos y la razón así nos lo enseñan en el Señor nuestro, tenemos por necesario se escriban Constituciones, que ayuden para mejor proceder, conforme a nuestro Instituto, en la vía comenzada del divino servicio65. Constituciones que ayudan, porque no se cierran en la mera ejecución, sino que movilizan a una observancia discernida y discernidora. La interior ley de la caridad y amor ha de ayudarse de ellas para discernir su concreta aplicación a realidades en permanente cambio, situando al jesuita en una actitud de familiaridad con Dios equivalente a la que llevó a Ignacio a formularlas. Familiaridad que compromete a la persona a una actitud permanentemente activa y comprometida con la voluntad de Dios. Ignacio murió sin «cerrar» las Constituciones. Más aún, las quiso abiertas, como 88

instrumento vivo para cooperar buscando y realizando la voluntad de Dios. Las concibió para ser utilizadas, por hombres familiarizados con Él, en una búsqueda («sentir») y una realización («cumplir») permanentes. En su más hondo sentido son «Constituciones para hacer Constituciones», es decir, manual de conversión permanente para convertidos. Su actividad apostólica y de gobierno rezumaron la devoción registrada por él en estos 40 días, signo de la que fue su familiaridad en encontrar a Dios. Por de pronto el despliegue misionero de la Compañía, en un primer momento muy a directa disposición del Vicario de Cristo, luego según su criterio. El primer despliegue lo formaron obviamente los primeros amigos míos en el Señor, todos, en Italia, Alemania, India, España, Portugal, mientras él cuidaba personalmente la selección y formación de los de la segunda ola: Francisco de Borja, Nadal, Polanco, Canisio, Doménech, Araoz… La formación fue la niña de sus ojos. A la formación del jesuita dedicó cinco partes de las diez de las Constituciones, casi dos terceras partes del conjunto de las mismas. Como su contribución más directa a la reforma de la Iglesia (primerísima preocupación que compartió en relación directa con otros grandes apóstoles de la época: Juan de Ávila, Felipe Neri, Tomás de Villanueva…66), movilizó personas, medios y bienhechores para poner en marcha el Colegio Romano (hoy Universidad Gregoriana) y el Colegio Germánico, dedicados a la formación de un clero, que pudiera evangelizar una Iglesia necesitada de credibilidad en la que es su misión primera, y cortar el paso, con una verdadera reforma, a la falsa reforma de Lutero. A su muerte dejó en activo 64 instituciones educativas de todo tipo, desde colegios de gramática hasta universidades, convencido de la importancia de preparar la tierra que ha de acoger el Evangelio y de una siembra temprana del mismo. Su experiencia de hombre en conversión a un Dios siempre vuelto a él, impregnó el mundo de sus relaciones personales de «conversión» a toda clase de personas, su arte de conversar, su correspondencia, su acierto en pacificar, su agradecimiento constante, su iniciativa ante toda necesidad humana, toda pobreza e injusticia, la creatividad de su misericordia. Nada sintetiza mejor esta inseparable familiaridad para encontrar a Dios y al hombre en uno, que la petición de la contemplación final de los Ejercicios: Conocimiento interno de tanto bien recibido, para que, enteramente reconociendo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad (E.233). La conversión al Amor con que todo ser humano es desbordado es condición de posibilidad para que el ser humano se realice desbordándose siempre y a todos. Éste es el modelo de cristiano en conversión, que Ignacio contagió a sus primeros compañeros y que fue su intención contagiar a los quieran agregarse: Antes de echar sobre sus espaldas esta carga, ponderen 89

bien y despacio, según el consejo del Señor, si tienen tanto caudal de bienes espirituales, que puedan dar cima a la construcción de esta torre, es decir, si el Espíritu Santo, que los mueve, les promete tanta gracia, que puedan esperar que, con su auxilio, podrán soportar el peso de esta vocación, Y después que, con la divina inspiración, se hubieren alistado en esta milicia de Cristo, deben estar preparados de día y de noche, ceñida la cintura, para pagar esta deuda tan grande67. Nunca pretendió Ignacio ponerse como modelo de nadie, pero sí se desvivió por proponer a todos el modelo único de todos: CRISTO. Lo hizo de tal forma, que, a escala humana, resultó ser retrato del Ignacio convertido o, si se prefiere, el camino de conversión que él recorrió: Asimismo es mucho de advertir… en cuánto grado ayuda y aprovecha en la vida espiritual, aborrecer en todo y no en parte cuanto el mundo ama y abraza; y admitir y desear con todas las fuerzas posibles cuanto Cristo nuestro Señor ha amado y abrazado. Como los mundanos que siguen al mundo, aman y buscan con tanta diligencia honores, fama y estimación de mucho nombre en la tierra, como el mundo les enseña, así los que van en espíritu y siguen de veras a Cristo nuestro Señor, aman y desean intensamente todo lo contrario; es a saber, vestirse de la misma vestidura y librea de Cristo nuestro Señor por su debido amor y reverencia; tanto que donde a la su divina majestad no le fuese ofensa alguna, ni al prójimo imputado a pecado, desean pasar injurias, falsos testimonios, afrentas y ser tenidos y estimados por locos (no dando ellos ocasión alguna de ello), por desear parecer e imitar en alguna manera a nuestro Criador y Señor Jesucristo, vistiéndose de su vestidura y librea; pues la vistió Él por nuestro mayor provecho espiritual, dándonos ejemplo que en todas cosas a nosotros posible, mediante su divina gracia, le queramos imitar y seguir, como sea la vía, que lleva a los hombres a la vida68.

90

CIERRE

La conversión no es un episodio aislado que se puede analizar en sí mismo. Es un nacimiento (Jn 3,3). Es vida nueva, que crece sin parar . Es un río que se va abriendo su cauce original, ayudado por las mismas rocas que parecían estorbarle. Del «grande y vano deseo de ganar honra» inicial de Ignacio al que «su santa voluntad siempre sintamos y en todo enteramente la cumplamos», hay una larga vida, una larga y profunda conversión, en la que Ignacio va «llevado», de sorpresa en sorpresa, de descubrimiento en descubrimiento, por el activo e infinitamente respetuoso Amor, que es Dios. Y lo sigue, no lo precede. El paso a paso y el día a día de ese camino están hechos de retazos de conversión: — del hacer más y mayores penitencias que nadie, al moverse por agradar a Dios (Jn 8,29); — del yo lo tengo de hacer, al vivir preguntando a Otro ¿qué he de hacer?; — de la seguridad en sí mismo, en el dinero, en los amigos…, al en Él sólo la esperanza; — de la impulsividad al discernimiento; — del yo, por mí, para mí, al «los otros», al ayudar las ánimas, al que no se puede ya renunciar; — del héroe al servidor; — del yo al «nosotros», a la unión y congregación que Dios había hecho (los «amigos en el Señor»); — de las devociones a la devoción entendida como familiaridad de encontrar a Dios en todas las cosas; — de su «propósito» personal: Jerusalem, a la búsqueda de la voluntad de Dios ya que no era voluntad del Señor que quedase en aquellos lugares; y del «propósito» colectivo del grupo de París: también Jerusalem, a la misma entera disponibilidad a 91

Cristo en su Vicario en Roma; — de las seguridades de la casa de Loyola, a la intemperie de la pobreza del hospital de Azpeitia y al solo y a pie de su camino al salir de los límites de la provincia, etc… Ignacio enciende conversión por donde pasa; pero no por repetición de la suya, sino por encendido de una nueva. Así concibió los Ejercicios; como en los fuegos artificiales, un mismo fogonazo enciende multitud de luces diversas. En cada ejercitante arde Dios con su propio fuego. La conversión no se puede institucionalizar, ni regular. Es lo más original de Dios y del hombre. Una Institución no convierte, ni se convierte; se reforma por hombres y mujeres convertidos. Sólo si se deja reformar, ayuda. Ignacio lo concluyó de su propia conversión para los que se incorporaran a la Compañía de Jesús: «Procure, mientras viviere, poner delante de sus ojos, ante todo a Dios y luego el modo de ser de este Instituto, que es camino para ir a Él y alcanzar con todas sus fuerzas el fin que Dios le propone, aunque cada uno según la gracia con que le ayudará el Espíritu Santo y según el propio grado de su vocación» (Formula Instituti, [3])

92

NOTAS

1 Juan Alfonso de Polanco, burgalés, secretario de la Compañía, durante los últimos nueva años del generalato de Ignacio y el de sus dos sucesores (1541-1573). 2 Fontes docum. 125-128. 3 Fontes narrativi, II 231. 404. 4 GARCÍA VILLOSLADA, Ricardo, San Ignacio de Loyola, Nueva biografía, B.A.C., Madrid , 1986, p. 97. 5 Scripta de S. Ignacio, I, 187. 6 Carta al Licenciado Mercado, MHSI, MI, series 1ª, Epistolae, primeros meses 1548, 704-706. 7 NADAL, Fontes narrativi II, 63. 8 Fontes narrativi I, 155. 9 Autobiografía, Prólogo del P. Luis Gonçalvez da Cámara, 2*. 10 DALMASES, S.J., Cándido de: Introducción a la Autobiografía en Obras de San Ignacio de Loyola, B.A.C. Madrid, 6ª ed. (reimpresión), 1997, 11 JUAN de POLANCO, Fontes narrativi, II, 513. 12 Scripta de S. Ignacio II, 4-5. 13 Carta a Francisco de Borja, fines de 1545, Epp. I, 339-342. 14 POLANCO, Chronicon, I, 51. 15 Scripta S. Ign. II, 330. 16 El P. Araoz, enviado por Ignacio organizar y consolidar la Compañía de Jesús en España y Portugal escribió a Ignacio desde Lisboa el 26 de abril de 1544: «Las preguntas que me hicieron (los Reyes) fueron muchas, así de V. R. en particular, como de los de la Compañía. La Reina es una bendita cosa. Está muy informada de los particulares». 17 Explicando a su amanuense, P. Luis G. da Cámara, cómo compuso los Ejercicios, no de una vez, sino desde la experiencia de su camino de conversión, puso como ejemplo: Las elecciones especialmente me dijo que las había sacado de aquella variedad de espíritu y pensamientos que tenía, cuando estaba en Loyola, estando todavía enfermo de una pierna (A. 99). 18 Diecinueve años más tarde (24 mayo 1541) escribirá, desde Roma a esta hermana, a la que mostraba especial afecto, enviándole, pormenorizadas, una serie de «cuentas indulgenciadas»: «Los días pasados, recibiendo una vuestra y sintiendo en ella buenos deseos y santos afectos a mayor gloria divina, me gocé mucho con ella en el Señor nuestro, a quien plega por la su infinita bondad os aumente siempre en amarle en todas cosas, poniendo, no en parte, mas en todo, todo vuestro amor y querer en el mismo Señor, y por Él en todas las criaturas» (Epp, 1, 170171) . 19 Ejercicios Espirituales, [345-351] «Para sentir y entender escrúpulos y suasiones de nuestro enemigo,

93

ayudan las notas siguientes» Íñigo, ya Ignacio de Loyola, cuando entregue el texto de sus Ejercicios, se autorretrata en la cuarta Nota [349] bajo la que él llama ánima delgada: «el enemigo mucho mira si un ánima es gruesa o , delgada; y si es delgada, procura de más la adelgazar en extremo, para más la turbar y desbaratar; verbi gracia, si ve que un ánima no consiente en sí pecado mortal o venial ni apariencia alguna de pecado deliberado, entonces el enemigo, cuando no pueda hacerla caer en cosa que parezca pecado, procura de hacerle formar pecado adonde no es pecado, así en una palabra o pensamiento mínimo». 20 Formula Instituti. [5]. 21 Diario espiritual, [113]. 22 ¿Qué libros? Con toda seguridad la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, que llevó consigo siempre, y muy probablemente el Ejercitatorio de la vida espiritual del benedictino García Jiménez de Cisneros, Prior y Abad e impulsor de la reforma del monasterio de Montserrat (1493-1510). 23 MHSI Ignat. Epist. I, 529. 24 Fontes narrativi, I, 100. 25 Scripta de S. Ignacio I, 523. 26 Título que Ignacio da a los miembros del grupo y a los que se van incorporando. Carta a mosen Juan de Verdolay, Venecia, 24 julio 1537, MI Epp I, 118-123. 27 Ya dos años antes escribió Ignacio a su bienhechora de Barcelona, Isabel Roser, consolándola en su enfermedad: En considerar que estas enfermedades y otras pérdidas temporales son muchas veces de mano de Dios nuestro Señor, porque más nos conozcamos y más perdamos el amor de las cosas criadas y más enteramente pensemos cuán breve es nuestra vida… y en pensar que con estas cosas visita a las personas que mucho ama, no puedo sentir tristeza ni dolor, porque pienso que un servidor de Dios en una enfermedad sale hecho medio-doctor para enderezar y ordenar su vida en gloria y servicio de Dios nuestro Señor. MI, Epp. I, 83-85. 28 Carta a los habitantes de Azpeitia, agosto-septiembre 1540, Epp. I, 161-165. 29 MHSI, Scripta de Sto. P. Ignacio, II, 188. 30 Scripta S. Francisci Xaverii, ed. SHURHAMMER-WICKI, I 9-11. 31 Carta al P. Manuel Miona, Venecia 16 noviembre 1536; MI, Epp. I, 111-113. 32 Su intención secreta era decirla en Belén, en la hipótesis de que hubiera sido posible el viaje a Jerusalén. El sacerdocio lo pensaba como un nacer de nuevo a la plenitud del proyecto de Dios que venía siguiendo. Ante la imposibilidad del viaje, su primera misa la dijo en la noche de Navidad de ese año 1538, en Roma, en la Basílica de Santa María la Mayor, en una de las capillas, la del altar del Pesebre del Nacimiento. 33 LAÍNEZ D. Adhortationes 1559, MHSI 73 MI, Fontes narrativae II, 133. 34 Carta de Ignacio de Loyola a Isabel Roser, 19 diciembre 1538 MI, Epp. Ignat. I, 140-141. 35 MHSI Scripta de S. Ignacio, I 627-629. 36 Carta de S. Ignacio Pedro Contarini, 2 diciembre 1538, MI, I., 135-136 37 MHSI Constitutiones S.I. vol. I, 1-7. 38 Carta de S. Ignacio a los Señores de Loyola, 2 febrero 1539, Epp. Ign. I, 145-147. 39 Carta a Beltrán de Loyola, finales de septiembre 1539, Epp. Ign. I, 148-151. 40 Deliberatio primorum Patrum, 1539, n° 3; MI s. III, vol I, p. 3. 41 ibídem., p. 4 . 42 ib. p. 7. 43 MHSI, Constitutiones S.I., vol I, 14-21. 44 ib. 162. 45 Constitutiones I. 46 Scripta de S. Ignacio II, 5. Fontes narrat. I, 714, nota. Redacción actualizada: Excluyéndome a mí mismo, doy mi voto en el Señor nuestro para ser prelado a aquel que tenga más votos para serlo. Lo he dado en forma indeterminada mirando al mayor bien. Sin embargo, si a la Compañía le parece otra cosa, o juzgase que es mejor a mayor gloria de Dios, estoy pronto para apoyarlo.

94

47 Monum. Xaver. I, 804. 48 Scripta de San Ignacio II, 4-5. 49 Forma de la Compañía y oblación, MHSI, FN, I, 16-22. 50 ib. 20-21. 51 Carta a San Juan de Ávila, 24 enero 1549, Epp. Ign. II, 316-317. 52 Carta a los Padres y Hermanos de Padua, 7 de agosto 1547, Epp.Ign. I, 572-577. 53 El P. Juan Nuñes, enviado como Patriarca de Etiopía, a petición insistente de Juan III rey de Portugal. 54 Instrucción al P. Juan Nuñes, Patriarca de Etiopía, Epp. I, 680-690 55 Ayudará también (a la unión) muy especialmente la comunicación de letras misivas entre los inferiores y Superiores, con el saber a menudo unos de otros y entender las nuevas y informaciones, que de unas y otras partes vienen; de lo cual tendrán cargo los Superiores, en especial el General y los Provinciales, dando orden cómo en cada parte se pueda saber de las otras lo que es para consolación y edificación mutua en el Señor nuestro. Constituciones [673]. 56 El cardenal Juan Álvarez de Toledo, Inquisidor general, que examinó por orden del Papa los Ejercicios, con opinión muy favorable. 57 Nos servimos de la versión actualizada en castellano por SANTIAGO THIO de POL, S.J., en La Intimidad del Peregrino, Diario Espiritual de San Ignacio de Loyola, MENSAJERO-SAL TERRAE, Bilbao - Santander, Colección Manresa, vol. 3, 1990, pp 255. 58 Término familiar a Ignacio, sobre todo a partir de las experiencias extraordinarias de La Storta, a su llegada a Roma, expresión de una relación de anegamiento interior, fruto de su conciencia de presencia y de seguridad sobrehumanas. 59 Dicta et facta, FN II, 476-477. 60 Const. [288]. 61 Comienzo del Canon Romano o actual plegaria eucarística I. Actualmente es el número 1 de las anáforas eucarísticas. 62 Carta a Francisco de Borja, fines de 1545, Epp. Ignat. 339-342. 63 Carta a los Padres y Hermanos de Padua, 29 julio 1547, Epp XII, 331-338. 64 «Y así me mostró un fajo muy grande de escritos, de los cuales me leyó una parte. Lo más eran visiones, que él veía en confirmación de algunas de las Constituciones, y viendo unas veces a Dios Padre, otras las tres personas de la santísima Trinidad, otras a la Virgen que intercedía, otras que confirmaba…. Yo deseaba ver todos aquellos papeles de las Constituciones y le rogué me los dejase un poco; pero él no quiso» (A. 101). Así concluye la autobiografía su amanuense, Luis Gz. da Cámara. 65 Constitutiones [134]. 66 «Tan sólo me acuerdo de que, cuando fue elegido Marcelo II, gran amigo de la Compañía, de quien toda Roma concibió esperanzas de que reformaría la Iglesia, como los Padres tratáramos ante él (Ignacio) este tema, nos respondió que para que cualquier Papa reformara el mundo, le parecían necesarias y suficientes tres cosas: la reforma de sí mismo, la reforma de su casa y la reforma de la corte y de la ciudad de Roma» : LUIS G. da CAMARA, Memorial, FN I, 508-752. En versión actualizada del Memorial, cfr. Recuerdos Ignacianos, Mensajero- Sal Terrae, Bilbao-Santander, 1992, Colección Manresa, vol. 7, Versión y comentarios de Benigno Hernández Montes, S.J. pp. 279. 67 Formula Instituti, [4] MHSI, Const. I, 375-382. 68 Constitutiones [101] MHSI, I, (cfr. Ejercicios, [167]).

95

BIBLIOGRAFÍA ELEMENTAL

BIOGRAFÍA Pedro de Ribadeneira: Vida de Ignacio de Loyola, original en latín y en castellano, en MHSI, vol 93, Monumenta Ignaciana, series 4ª IV XXIV - 1022. Ricardo García Villoslada: San Ignacio de Loyola. Nueva biografía. B.A.C. Mayor, Madrid, 1986, p. 1066. Jose Ignacio Tellechea: Ignacio de Loyola solo y a pie, SIGUEME, Salamanca, 10ª ed. 2006, p. 430. Cándido de Dalmases: El Padre Maestro Ignacio, (Breve biografía ignaciana) B.A.C. popular, 3ª ed. Madrid, 1986, p. 258. Jose Mª Rodríguez Olaizola: Ignacio de Loyola nunca solo, San Pablo, Madrid, 2006, p. 284. ESCRITOS El Peregrino. Autobiografía de San Ignacio de Loyola, Introducción, notas y comentarios por Josep Mª Rambla, MENSAJERO-SAL TERRAE, Bilbao-Santander, Colección Manresa, vol 2, 1983, p. 151. La intimidad del peregrino. Diario espiritual de San Ignacio de Loyola, versión y comentarios de Santiago Thió de Pol, MENSAJERO-SAL TERRAE, BilbaoSantander, Colección Manresa, 1990 vol 3, p.254. Ejercicios espirituales de San Ignacio. Historia y Análisis, Santiago Arzubialde, MENSAJERO-SALTERRAE, Bilbao-Santander, 2ª ed. Colección Manresa, 2009, p. 1080.

96

Índice Título Página Copyright Página Índice Presentación Siglas mÁs usadas 1. El mundo que recibió a Íñigo López de Loyola (1491 - 1556) 1. Un Occidente en expansión y conflicto Islam América Castilla - Aragón Occidente La tierra de Íñigo El Renacimiento 2. Una Iglesia necesitada de reforma profunda 3. Loyola

2. Íñigo López de Loyola

2 4 5 9 12 13 13 13 13 14 14 15 15 16 19

22

Íñigo, un cristiano

22

3. Conversión

26

I. Loyola o el encuentro 1. Íñigo se confiesa 2. «Grande y vano deseo de ganar honra» (A. 2) 3. Pero había más que curar 4. «Mas nuestro Señor le fue dando salud» (A.5) 5. «…se le abrieron un poco los ojos» (A. 8) 6. «Ya comenzaba a levantarse un poco en casa» xs(A.11) 7. «Pensaba muchas veces en su propósito» (A. 12) 8. Aránzazu - Montserrat - Manresa II. Manresa o la escuela 1. «Desviose a un pueblo que se llama Manresa»(A.18) 2. «…de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole» (A. 27) 3. «…con un ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas» 97

26 26 27 29 31 33 35 36 37 39 40 44

(A.30) 4. Y nacieron los Ejercicios Espirituales 5. «Continúo mi carrera por si consigo alcanzarle» (Flp 3, 12) 6. ¡Jerusalén! … 7. ¿Qué hacer? (A. 50) 8. Alcalá - Salamanca (1526-1527) III. París y los amigos 1. De Íñigo López de Loyola a Ignacio de Loyola 2. «Conservar aquellos que se habían propuesto servir al Señor» (A. 82) 3. Íñigo, ya Ignacio de Loyola, de nuevo en «su tierra» (A.87) 4. Los «presbíteros reformados» IV. Roma, su Jerusalén 1. A cuatro leguas de Roma 2. «La unión y congregación que Dios había hecho» 3. «Excluyendo a sí mismo…» 4. «Servir a los siervos de mi Señor…» V. Una ventana a su intimidad 1. Los mediadores 2. «…la abundancia… (D. 49) 3. «Me parecía tan grande haber soltado este nudo» (D. 63) 4. «…y la devoción dicha…» (D. 101) 5 «…y para acabar del todo» VI. «Y que esto era fundar verdaderamente la Compañía» 1. «… para que su santísima voluntad sintamos y aquella enteramente la cumplamos»

Cierre Notas Bibliografía elemental

47 50 51 53 54 58 58 61 62 65 67 67 70 74 77 77 77 81 82 84 85 87 88

91 93 96

98

Related Documents


More Documents from "kathreenmonje"

January 2021 2
January 2021 3
January 2021 4
January 2021 4
January 2021 3
January 2021 4