Lucía Guerra - Los Espacios Subalternos De La Mujer.pdf

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MUJLR Y ESCRITURA: Fundamentos teóricos de la crítica feminista / LUCÍA GUERRA

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derrota de lo masculino. Derrota en la esfera de lo genérico que se reitera en el proyecto de nación, en un espacio híbrido y heterogéneo donde se ha tachado toda noción de frontera. Desde esta perspectiva de género, también se ha dado relevancia a textos marginados por el canon. Así, en los relatos de viaje, se han analizado las confrontaciones genéricas vistas desde la mirada imperial y la noción de hombría conectada con la supremacía racial, la razón y el progreso. En estos textos, también se ha estudiado el guión tk- la virilidad como ideal físico capaz de vencer lo primitivo, y las conexiones entre la aventura masculina y el Estado. Abandonar el enfoque binario de la diferencia sexual para utilizar una perspectiva de género ha producido en la crítica feminista una apertura teórica que no sólo socava las bases mismas del falogocentrismo sino que también da origen a una nueva cohesión política e ideológica. En las primeras etapas de la crítica feminista los estudios eran producidos eminentemente por mujeres que investigaban, casi en forma exclusiva, la producción literaria de mujeres, mientras la crítica de la literatura lésbica y gay se mantenían en un nivel tangencial. El enfoque genérico, al tener como objetivo los aspectos interrelacionales, ha permitido una nueva consolidación en la cual los investigadores han traspasado las fronteras de género. Asimismo, el concepto teórico de género como procesos de entrecruces e intersecciones múltiples que atraviesan todas las estructuras discursivas y simbólicas, ha dado un nuevo impulso a los estudios inrerdisciplinarios.

PERSPECTIVAS POSCOLONIALES: . LOS ESPACIOS SUBALTERNOS DE LA MUJER

El patriarcado y el imperialismo como estructuras de poder basadas en la desposesión de un grupo y la consecuente formación de núcleos sociales fundados en la desigualdad, ejercen formas de dominación que se materializan, tanto política y económicamente como en los procesos de representación y en el lenguaje mismo. La reiteración del poder patriarcal en diversas comunidades hacen de él un principio transhistórico, una constante que parece permear todas las comunidades y que, por lo tanto, evade toda posibilidad de trazar un origen o momento fundador. El imperialismo, por otra parte, surge dentro de sociedades que ya poseen una elaborada plataforma política y administrativa, como sería el caso del Imperio Romano. L^s^studios^Dpscoloniales se centran, sin embargo, en los pro-; yectos de expansión y colonización que se inscriben en la modernidad como etapa política y económica que sustituye a la organización feudal. El descubrimiento de América, dentro de un contexto cultural que favorece el desarrollo de un conocimiento humanístico, científico y tecnológico, es el punto que suscita la nueva organización de países tales como España, Portugal, Inglaterra y Francia. Los territorios descubiertos y poseídos por estos países en ultramar son utilizados", en primera instancia, como productores de materias primas, dentro de una economía mercantilista que va asumiendo diferentes modalidades hasta el presente. Así, en la actualidad, se está produciendo un neoliberalismo globalizador, caracterizado por la transnacionalización del capital y la diseminación de la tecnología de la comunicación. En sus inicios, la expansión europea en América, África y Asia produjo la implementación hegemónica tanto del sistema capitalista en sociedades premodernas como de discursos colonialistas que dislocaron el poder del lenguaje del colonizado, ahora despojado de su propia concepción de tiempo y espacio. Simultáneamente, esta

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MLIIÍK Y LUCKIIUHA: l-uitdamenlos teóricos de ¡a aílica leininislu / LUCIA ÜUCRRA

expansión europea impuso cartografías geográficas y del saber en el espacio designado como lo Otro. Así, en el caso de Latinoamérica, se erigió el binarismo espacial y temporal con sus nociones de raza, canibalismo y primitivismo, estableciendo la distinción binaria entre espiritualidad, racionalidad y trascendencia de lo europeo, en contraposición a la materialidad primitiva de la periferia colonizada. Modos de control que generaron la asimilación como, asimismo, diversas estrategias de resistencia (Ashcroft 1999, 22). Las múltiples dislocaciones producidas por la invasión y posesión de otro territorio/cultura implican, sin embargo, un punto de contacto en la coincidencia con respecto a una distribución de roles primarios basada en la desigualdad genérica. Tanto los colonizadores como los colonizados seregían^orparámetros pamarcales que suponían urla inherente y natural inferioridad de la mu]'cjvJPorJo_tantp, laslñujéregjufrieron una doble colonización y estuvieron expuestas a la confrontación con uña modalidáddual _ _ ¿iTgfTrpo colonizado y~Ia~3el colonizador. Fenómeno que implicó enfrentarse, también, con nuevos discursos e imaginarios acerca de lo femenino, mismos que reafirmaban, desde otra ladera cultural, la subordinación de la mujer asignada por su cultura propia. Dentro :de variados y muy diversos contextos del colonialismo, la subordinación de la mujer debe considerarse, por lo tanto, como un sustrato de doble faz (la del sujeto colonizador y el otro colonizado), que a 1^ vez se extiende y diversifica bajo la influencia de otros factores sociales, económicos y culturales. De allí que el sustrato genérico latente en todo proceso de colonización adquiera diferentes rbrmacionesjdiscursivas e institucionales que deben analizarse dentro de su especificidad histórica particular. Los estudios poscoloniales se centran, en primera instancia, en los diversos procesos de la colonización: las conquistas territoriales, la instauración de instituciones colonialistas y las operaciones discursivas que produjeron estudios teóricos acerca de Occidente, además del archivo de saberes producido por el colonizador a propósito del colonizado y de las construcciones de la identidad adscrita a ese otro. Desde esta misma perspectiva centrada en la base del colonialismo, se

PtkSI'CCIlVAS l'OSCULONIALHi: LGÍj LÚI'ACIÜj MJUALILkNCjó U- IA MUli I:

analizan las estrategias de descolonización y los discursos de resistencia anticolonialista. Dominación y subordinación son, no obstante, procesos que desbordan los límites de una sencilla oposición. Ambas engendran una compleja y densa red de relaciones en la cual la resistencia del colonizado, por ejemplo, puede ser sustituida por la negociación, la pasividad sumisa o la actitud cómplice. Traspasando los límites de lo interpersonal, esta red generalmente asume la forma de un rizoma en el cual el poder imperial, lejos tic operar <Jc una manera monolítica y vertical, se extiende en tlilercntcs punios: a veces de manera difusa o en una materialidad visible, en movimientos laterales o en un flujo dispar e intermitente. Así, los procesos tic transformaciones culturales se desplazan por un terreno preñado de irregularidades y fracturas, mientras las nociones de la diferencia y las diversas construcciones de la identidad cultural se inserían en las complejas intersecciones de lo étnico, lo social y lo genérico. Uno de los debates de los estudios poscoloniales se ha concentrado en la posición problemática del intelectual poscolonial que investiga y teoriza acerca de los espacios periféricos desde un lugar aún localizado dentro de los centros metropolitanos. La división misma entre colonizador y colonizado, entre centro y periferia, responde a la lógica binaria del imperialismo, cuando ocurre que los espacios poscoloniales están cargados de ambivalencias y heterogeneidades capaces de crear fisuras en cualquier categoría binaria. Situarse en la metrópolis implica, por consiguiente, el peligro de continuar utilizando una epistemología fundada todavía en los paradigmas de un saber producido por el colonialismo y que oculta e ignora hibridaciones culturales, espacios heterogéneos e identidades transversas. En su ensayóla clásico en los estudios poscoloniales, Ciayatri Chakravorty (^pivalcMndica que esta contradicción produce una violencia epistémica, en el sentido de que, al pretender nombrar la diferencia, el uso de una epistemología metropolitana la destruye en el acto mismo de su representación. Y es dentro de este contexto que Spivak señala la inadecuación de las aproximaciones rcóricas hacia los grupos subalternos. "Can the Subaltern Speak?" apunta hacia el desfase creado por posiciones diferentes localizadas en contextos

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culturales y sociales diametralmente opuestos. Es más, Spivak enfatiza el hecho de que el subalterno carece de voz y de discurso dentro de una tradición teórica regida por paradigmas que no corresponden ni son capaces de representar a los grupos subalternos. Situación que se aj'iidi/a aún más en el caso de las mujeres: Dentro del itinerario borrado del sujeto subalterno, la marca de la diferencia sexual es doblemente obliterada. El problema no tiene que ver con la participación de la mujer en la insurgencia o las reglas básicas de la división sexual del trabajo porque para ambas existe "evidencia." Se trata más bien, de que tanto como objeto de la historiografía colonialista y como sujeto de la insurgencia, la construcción ideológica del género mantiene al hombre en posición dominante. Si, en el contexto de la producción colonial, el subalterno no tiene historia y no puede hablar, la mujer corno subalterno está aún más inmersa en la sombra (Spivak 1994, 82-83)." ——~-

Desde una ladera tangencial a los espacios de los discursos teóricos que se nutren de modelos epistemológicos de carácter metropolitano, Rosario Castellanos inserta la ficción y la memoria como otro modo de representar al subalterno, develando, así, la complejidad de las tramas que cruzan un fragmento de la situación poscolonial en Latinoamérica, marcada por diferencias sociales, genéricas y étnicas. La escritura misma de sus novelas pone de manifiesto una primera complicación cultural. Criada en Chiapas hasta los dieciséis años dentro de la clase ladina y luego participante activa cu la élite letrada mexicana, con un fuerte importe europeo, Castellanos escribe Balún-Canán (1957) desde una perspectiva en la cual incluye parte de sus experiencias de la niñez en Comitán. Hecho que la autora confirma en entrevista con Emmanuel Carballo: "A la novela llegué recordando sucesos de mi infancia. Así, casi sin darme cuenta, di principio a Balún-Canán, sin una idea general del conjunto, dejándome llevar por el fluir de los recuerdos." Superando las limitaciones de una literatura indigenista que intentaba retratar al indígena -intento que implica deformarlo-, Castellanos incluye lo indígena dentro del formato occidental de novela, poniendo en

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evidencia las insuficiencias del género. Así, en Balún-Candn, la cultura de los indios tzeltales pasa por un reciclamiento 'cultural y por ¡ fragmentaciones y fracturas significativas, al ser inscrita en un texto || que se configura dentro de la tradición literaria mayoritaria, con sus bases en la cultura europea. Balún-Canán (nombre tzeltal de Comitán, que significa "nueve estrellas" o "nueve guardianes",), se inicia con un epígrafe que corresponde a dos citas del Popal Vuh maya-quiché en español. Este epígrafe constituye un indicio poscolonial importante. A diferencia de los aztecas y los quechuas que usaron el alfabeto introducido por los misioneros para pedir cuentas a la administración española y negociar con ella, los mayas lo adoptaron para producir, jen una táctica del oprimido, textos clandestinos escritos por indígenas y destinados asimismo a los indígenas. Es entonces la adopción'de un elemento del colonizador (la letra impuesta como instrumento de dominio), la que paradójicamente facilita la circulación de uri acervo cultural como acto de resistencia hacia el poder imperial. Es más, la primera traducción al español del Popal Vuh, ya adaptado al!alfabeto en el siglo xvi sin el conocimiento de los españoles, se incluye en Historias del origen de los indios de esta provincia de Guatemala, redactado a comienzos del siglo xvm por el sacerdote Francisco Ximénez. Esta obra se considera el primer texto mestizo en la zona guatemalteco- , chiapaneca, puesto que la escritura de Ximénez posee una evidente influencia de los discursos indígenas (Lienhardt 1984, 113). El epígrafe de Balún-Canán está, entonces, dando cuenta del carácter complejo de una confrontación entre colonizador y colonizado que desborda los límites binarios y totalizadores de conquista y sumisión. "Musitaremos el origen. Musitaremos solamente la historia, el relato [...]. Pensad en nosotros, no nos borréis de vuestra memoria, no nos olvidéis"; la cita adquiere en el contexto de la novela un significado que se traslada al presente. O sea, al lugar de la emisión del discurso de Rosario Castellanos, quien asume la memoria para introducir al grupo subalterno de los tzeltales en esa textura micrológica del poder, que generalmente, como afirma Spivak, se sumerge en la sombra y el silencio al ser obliterada en la perspectiva

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teórica metropolitana por la macrológica de relaciones económicas y culturales dentro de estructuras mayores. Significativamente, lo recordado corresponde a la niñez, a esa etapa donde la cultura se desplaza por la simultaneidad de la cultura dominante y la cultura vencida, dando paso a una ambivalencia, a una hibridez que borra las fronteras territoriales impuestas por la conquista española y reiteradas posteriormente por la nación. Como contrafigura de lo indígena, categoría reapropiada por los discursos de la nación mexicana que, desde una posición arcaizante e idealizadora la colocan enj el .sitio, de lo ancestral, Castellanos deliberadamente opone al epígrafe, los discursos indígenas producidos en el espacio poscolonial de la década de 1940. Si en el epígrafe tomado del Popul Vuh, la jhistoria y el relato corresponden a los mitos sagrados del origen, el relato es ahora un testimonio histórico. Así, la nana '• indígena yuxtapone al epígrafe, otra memoria, la de la derrota y la opresión ("Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra que es el arca de la memoria [...]. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo [...].") Este discurso i del vencido es interrumpido por la niña protagonista y narradora, quien le ordena: "No me cuentes ese cuento, nana," descalificando la historia al trasladarla a la esfera de lo imaginado. Lo que, a primera vista, parece corresponder a la ingenuidad infantil es, en efecto, una alegoría del silencio, entendido no sólo en su sentido literal de amordazamiento sino también como la deslegitimación y la ignorancia/incomprensión que transforman al subalterno, según las palabras de Spivak, en "un sujeto mudo." La yuxtaposición de dos saberes distintos en el entorno del ladino latifundista y los indios subordinados crea también otros flujos y ambivalencias que añaden suplementos subversivos de significación a los signos oficiales. Así, el dato aprendido en la escuela de que Colón descubrió América adquiere la connotación del eufemismo que oculta la aniquilación violenta de las culturas indígenas. Por otra parte, se confronta, de manera implícita, un discurso de carácter nacional que postula el mestizaje como seña de identidad, refiriéndose a lo

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indígena como las raíces de la identidad del mestizo, mientras social y económicamente los indios en México eran horrados y excluidos para implementar el proyecto de modernización (véase Alcántara Mejía 1999). Es más, en la iconografía católica, la figura cié Cristo y la víctima indígena se intersectan. Reduplicación semántica que en Oficio de tinieblas (1962) es representada por Domingo, quien nace a causa de la violación de la india Marcela por un ladino. Y es desde el ámbito de la violación colonialista que los indígenas se rcapropian a Cristo para configurar otro Redentor -el que vengará las injusticias de los ladinos. Dentro de este contexto de interacciones, desplazamientos y apropiaciones, la niña que recibe ambas culturas como un caudal dual e indiferenciado está inmersa en un entre, posición que no se resuelve. Ella es la hipérbole de una ambivalencia que se reitera, en grado menor, tanto en los indígenas como en los ladinos en una asimilación parcial y asimétrica de la otra cultura, ésa con la cual se hallan en una constante confrontación. La inclusión del elemento genérico complcjiza aún más este entorno poscolonial, donde la Historia es construida por un Hacer del grupo ladino y masculino, relegando a la mujer a la posición de otro. De esta manera, la opresión y el silenciamlento impuesto a los indígenas asume otras modalidades en la consagración de los roles primarios de la mujer y en una femineidad que reafirma la subordinación. Y es en este ámbito de la subalteridad donde las confrontaciones e interrelaciones culturales adquieren visos diferentes que señalan el horizonte de una interculturalidad específicamente femenina. A diferencia de las relaciones que se verifican en la esfera del trabajo y la explotación de la tierra entre indio y ladino, en el espacio doméstico de la casa y la familia, estas relaciones inicrpcisoiKilcs se realizan en los planos de lo íntimo y lo cotidiano, los cuales, contradictoriamente y en forma simultánea, producen lazos de afecto y escisiones teñidas por la estructura de poder impuesta a los indígenas. Si bien la separación jerárquica entre siervo y amo se inanru-nc en el orden de lo étnico, la subordinación al poder paij][iMx.:ajjjr
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relaciones también se entrecruza un intercambio en la convivencia que hace posible una mayor penetración de la cultura indígena a través de la oralidad ligada a lo materno. La nana de Balún-Canán y Teresa en Oficio de tinieblas, como contrafiguras del subalterno silenciado, son las transmisoras de la palabra y el relato como vías de transmisión de una cosmovisión indígena que penetra en la cultura de la mujer ladina. Las complejidades culturales marcadas por estructuras de poder en los textos de Rosario Castellanos plantean preguntas pertinentes a los estudios poscoloniales. Cabe preguntarse, por ejemplo, hasta que punto el binarismo entre centro y periferia resulta suficiente y adecuado en el caso de Chiapas, provincia ubicada en la frontera con Guatemala y aislada al punto de que las confrontaciones bélicas de la Revolución Mexicana no pasaron por allí. Región fronteriza y periférica con respecto a otras provincias periféricas de México y triplemente periférica en su relación con los centros de la nación, la cual, a su vez, resulta ser una periferia con respecto a los centros metropolitanos. Además, dentro de este contexto de subalternidades múltiples, la estructura de sujeto masculino y otro femenino también se pluraliza, en tanto la mujer indígena es el otro del otro indígena masculino y el otro de la mujer ladina. Ésta es, a la vez, el otro de un sujeto patriarcal ladino que se desplaza a una posición de alteridad en su relación con los sujetos de una élite política e intelectual que habita en la Ciudad de México, capital que en una reiteración de la otredad se inserta en la periferia de los núcleos imperialistas. Por otra parte, el concepto de transculturación elaborado por remando ()n¡/ y luego retomado por Ángel Rama, pese a partir de una transiiividad que indica el constante movimiento relacional de una cultura a otra, pone el ¡énfasis en una pérdida o desarraigo de la cultura precedente, no dando cuenta así de lo intercultural. De esa asimilación fragmentaria o despliegue estratégico momentáneo de los clum-nios de una cultura otra que no deviene en una pérdida de la cultura propia sino, más bien, en el suplemento ambivalente. Surge, entonces, otra interrogante. Dentro de este contexto de íluidr/,, iiuercambios, fragmentaciones e intersecciones, en qué

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medida resulta adecuado el vasto corpus de discursos; que intentan definirjma identidad nacional/cultural, cuando el concepto mismo de identidad pertenece a la tradición del pensamiento europeo cíe" corte racionalista y logocéñtríco. En otras palabras, de qué manera es posible reflexionar sobre la identidad poscolonial sin occidehtalizar y, por lo tanto, recolonizar esa diferencia al subsumirla en una perspectiva etnocéntrica (véase Moreiras 1994). Es más, la nación en Balún-Canán es un signo lejano e ininteligible, del cual sólo llegan los ecos del Estado y sus regulaciones a la población masculina de indios y ladinos. Por el contrario, las mujeres, en una posición completamente extra-territorial con respecto a esa comunidad imaginada que pretende dar la ilusión de unidad y coherencia, giran en la constelación de limitadas alternativas dentro de la subordinación patriarcal: el suicidio, el martirio o una masculinización que se realiza a través de la apropiación de un elemento del imaginario indígena para >,. instrumentalizar el poder ladino. Esta escisión genérica postula aún;,!' otras preguntas: ¿es posible que, aparte de la comunidad imaginadáfi de la nación, exista otra comunidad transhistórica y trasnacional dé ;'Í, mujeres que viven una situación semejante bajo los mecanismos de; sumisión impuestos por el patriarcado? ¿Por qué esta otra comuni- ',' dad no ha sido nunca articulada? ¿Por qué no ha poseído los nítidos .{' soportes que Benedict Anderson y otros teóricos de la. nación han, sistematizado de manera tan eficaz? ' ' ':>'?;•

En las sombras de la no-cultura

i No obstante la proliferación de discursos actuales que dan énfasis a la compleja heterogeneidad e hibridación de una identidad inserta en los espacios posmodernos, en los cuales se yuxtaponen diversas temporalidades (véase García Canclini o Brunner), la diferencia genérica no ha sido suficientemente analizada y la especificidad de la praxis cultural de la mujer ha permanecido, citando las palabras de Spivak, en una doble oscuridad. Sombras que se engendran, en parte, por el hecho de que, a diferencia de otros grupos colonizados,

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la mujer mantiene una relación sexual y familiar con el hombre, /¿situación que la hace cómplice de esa cultura falogocéntrica que, al *• mismo tiempo, la incluye y la excluye. Por otra parte, la devaluación del cuerpo, lo privado y lo cotidiano en aras de la razón/espíritu, lo público y lo¡ trascendental ha relegado las elaboraciones culturales de la mujer al ámbito de la no-cultura. Inaccesibilidad que ha prevenido la posibilidad de insertar construcciones culturales alternativas en los centros hegemónicos de una cultura legitimada por un sistema epistemológico con su red de mecanismos de selección y control, redistribución y ritualización. La noción de cultura conlleva un elemento de autoridad que discierne y establece cuáles son los elementos que la configuran. Por lo tanto, lo concebido como cultura constituye en sí una territorialización en la cual se ha dado prioridad a ciertos aspectos excluyendo otros, como señalara Michel Foucault al referirse a los saberes subyugados como resultado de este proceso de selección. Es precisamente en este último ámbito donde se ubican diferentes actividades de la mujer y sus consecuentes discursos y saberes que no han logrado aún un estatuto legítimo de cultura. Dentro de este contexto, la hechicería y la magia sexual se destacan como prácticas culturales que se descalificaron y relegaron a la esfera de la superstición y la herejía. Sin embargo, ambas respondieron, como toda práctica cultural, a un entorno histórico específico. Aparte del intento de resistir e invertir las relaciones de poder entre hombre y mujer, a través de la hechicería y la magia se procuraba el amor de un hombre con el propósito de casarse y asegurarse, de esta manera, una manutención económica, para la cual no había otra alternativa que el matrimonio. Estas prácticas implican, además, una forma de resistencia contra la violencia y el donjuanismo, parámetros de la masculinidad predominantes, especialmente durante los siglos xv y xvi. Así, las pócimas de yerbas, sudor y sangre menstrual en las comidas servían para "asimplar" o "amansar" al marido que agredía a golpes a su esposa, y para "ligarlo" o quitarle su potencia sexual, si practicaba el adulterio. También como práctica de resistencia surgió el oficio de las "restauradoras de virgos," quienes burlaban

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la regulación de la virginidad impuesta sobre la sexualidad de la mujer antes del matrimonio. Asimismo, se destaca todo un acervo de conocimientos acerca del cuerpo de la mujer en un período en el cual recién empezaba a desarrollarse la medicina, y fueron las parteras y las curanderas quienes ofrecieron un cuidado ;\e cuerpo en el que, durante mucho tiempo, la medicina no incursionó en aras del pudor femenino. Posteriormente, hacia el siglo xix, a estas prácticas médicas efectuadas por mujeres, se opuso un discurso médico de complicados términos en latín y rigurosas leyes científicas que invalidaban todo lo ajeno a esas fórmulas, a u n q u e l;i pníciiai en sí era la misma. Los conocimientos de remedios y elementos químicos relacionados con el azogue y la piedra lumbre constituyeron un saber alternativo que fue demonizado por la voluntad patriarcal. No obstante las persecuciones de la Inquisición, la práctica cíe la llamada brujería, produjo entre las mujeres un importante intercambio de saberes que, en el caso latinoamericano, dio origen a una fusión cultural de la hechicería africana, indígena y española, promovida por el factor del poder patriarcal que unía a todas estas mujeres en los espacios de la subalternidad (véase Behar 1991). Por otra parte, el espacio de la casa, que forma parte de un tipo de temporalidad diferente del convencionalmente definido como el devenir histórico, es el entorno de un quehacer que fluye en los márgenes de las epistemologías dominantes, proveyendo otro tipo de conocimiento e incluso otra relación con lo divino, como lo concebía Santa Teresa de Ávila, al decir que Dios también andaba en los pucheros. Dentro de este contexto, la aparentemente candorosa aserción de Sor Juana Inés de la Cruz ("Si Aristóteles hubiera cocinado, mucho más hubiera escrito") va dirigida a una revaloración del saber doméstico, borrando la disyunción impuesta por el saber hegemónico entre el cocinar y el filosofar. En una táctica epistemológica que favorece a la filosofía como una importante expresión de la cultura, la voluntad falogoccntrica ha excluido las prácticas del cocinar como sinónimo de lo doméstico e intrascendente.

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Sin embargo, el cocinar, tradicionalmente asignado a la mujer, gira en la órbita de esa cultura devaluada y sus intercambios no están legitimados. Las recetas de cocina en manuscritos coloniales anónimos que se escribían y mantenían en los conventos, o aquellas hojas sueltas que recopilaban la tradición culinaria de una familia a través de varias generaciones, ponen de manifiesto la importancia de una relación entre Mujer y Materia. Relación que se contrapone, subrepticiamente, a la figura del Homo Púber, en una praxis que modifica y violenta la naturaleza para producir cultura. La relación Mujer y Materia desdice, a la vez, el sentido de la producción de objetos de cambio en un hacer en el cual la materia combinada y cocinada se consume rápidamente sin dejar trazo alguno. Trabajo invisible que escapa a toda remuneración salarial y que se reitera en otras rutinas cotidianas y de resultado fugaz como el aseo de la casa. Obviamente que estas relaciones con la materia podrían servir como parámetros alternativos para las esferas de la producción económica y para construcciones culturales que aspiran a la monumentalidad, la inmortalidad y lo eterno. Por otra parte, recién ahora se empiezan a recuperar los manuscritos de los conventos coloniales: cartas, relaciones autobiográficas, memorias familiares y visiones místicas. En estas últimas, las místicas que seguían la ortodoxia, las ilusas heterodoxas y las posesas o iluminadas metamorfoseaban el contenido empírico femenino modelando las tensiones en el decir/callar, el saber/ignorar y el negar/afirmar, adoptando tácticamente las convenciones de la hagiografía o directamente sexualizando su discurso a riesgo de ser condenadas por la Inquisición (véase Russoto 1997). Indudablemente, éstos son trazos de un acervo cultural que permaneció en el olvido, no obstante constituyen un importante testimonio, no sólo de la experiencia de la mujer en su relación con lo divino sino también de una estrategia de escritura que burla el poder de los canónigos, de la autoridad del Padre en su modalidad religiosa e institucional. En la sombra definitiva, queda toda una producción oral de saberes, discursos e imaginarios que circularon entre las mujeres

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y que fueron transmitidos a los niños antes de incorporarse a. lo» cuarteles oficiales de la cultura. Y en una penumbra que empieza a disiparse, la percepción cultural del cuerpo, especialmente en la experiencia de la maternidad, comienza a gestar un discurso filosófico que pone en entredicho las nociones de sujeto, objeto y otro, de individualidad, autonomía y propiedad. Lucía Piossek Prebisch ha definido, de manera acertada, el carácter contestatario del cuerpo maternal que se desvía de lo cultural para contradecir los soportes mismos de la noción hegemónica de cultura. El cuerpo de mujer, al albergar otro cuerpo dentro de sí, no sólo difumina la distinción entre sujeto y objeto, entre sujeto y otro, en una contigüidad que pone en jaque tanto las cateterizaciones desde una posición de poder como uno de los paradigmas más caros a la filosofía. En una situación que revierte un proceso de gestación presente en todo el entorno natural, la mujer establece con este entorno una interrelación que anula la supuesta superioridad adscrita al Homo Sapiens y el Homo Faber, como figuras que analizan, modifican y controlan la naturaleza para crear lo que se ha calificado como cultura. ; A diferencia de otros grupos subalternos, también marcados por la diferencia genérica, el carácter de no-cultura asignado a la praxis de la mujer la despojó, antes que nada, de una conciencia con respecto al silenciamiento de elaboraciones culturales promovidas por el ámbito doméstico, lo cotidiano femenino ¡y su propio cuerpo. Carencia de una conciencia que impidió una actitud de beligerancia o resistencia que, para la mirada teórica dominada por paradigmas colonialistas y falogocéntricos, se habría hecho "visible." ;• En este sentido, las postulaciones de la teoría feminista van dirigidas a una revaloración y una reflexión contestataria que está proponiendo nuevos epistemas a partir de ese doblaje cultural de la mujer. Doblaje, tanto en el sentido de imitación y asimilación de la cultura dominante como en relación con ese doblez que oculta una praxis cultural otra, que se desliza hacia lo fragmentario, lo sumergido y, muchas veces, lo carente de discurso.

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Mujer, Patria y Nación El entramado de mecanismos ideológicos de inclusión/exclusión de la mujer en los círculos oficiales de la cultura se hace aún más complejo en las construcciones culturales de la nación. Mientras a . la mujer se la ha construido como el soporte simbólico de la nación, al mismo tiempo, se le ha negado la posibilidad de participar activamente en ella. Negación de agencia no sólo constatada por el derecho al voto -que en algunos países se obtuvo apenas durante la década de 1950- sino también en la representación abismalmente ; minoritaria eri los cuerpos ejecutivos y legislativos de la actualidad. Como menciona Elleke Boehmer, en el escenario nacional, el rol del hombre perteneciente a clases dirigentes y otros grupos no excluidos es de carácter metonímico, en el sentido de que mantienen una relación de contigüidad tanto entre ellos como con la nación en su sentido total; en contraste, las mujeres cumplen un rol solamente simbólico y metafórico (Boehmer 1992, 6). La exclusión asume, entonces, una firme plataforma simbólica que hace de la mujer la reproductora biológica y la engendradora de la colectividad nacional, puesto que posee la función de transmisora de los valores que rigen la nación. Ella es, además, el significante simbólico de la diferencia nacional e incluso la reproductora de las fronteras de la nación por las restricciones impuestas en sus relaciones sexuales o alianzas matrimoniales (véase Yuval-Davis y Anthias 1989). Un breve esbozo histórico de los vínculos pertinentes a la nación permiten una comprensión más completa de esta relación antitética, marcada desde sus inicios por la jerarquización genérica. En el caso de los vándalos, la cohesión se lograba por "la fidelidad a la horda," y entre los romanos se establecía a través de "la fidelidad al imperio"; en la Edad Media, "la fidelidad feudal" se basaba en un juramento religioso de vasallaje, y la patria, en el siglo x, correspondía a la diócesis regida por los obispos feudales bajo la figura del Pater Patriae. Por lo tanto, la patria tuvo hasta ese período un significado eminentemente religioso y morir por ella significaba morir por algo sagrado. Es sólo durante el Renacimiento, cuando la política empieza

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a separarse de la rejigjón¿_£ue la fidelidad a la patria deviene en_gl sentimiento laico de fidelidad al territorio. ' ~ Dentro de este contexto, la nación es una organización relativamente nueva que se origina durante la Ilustración con el surgimiento del Estado; durante la Revolución Francesa es que se grita por primera vez, en Valmy (1792), "Vive la Nation." Ese mismo año, la estatua de Luis XIV en la Plaza Luis XV fue derruida, y no lejos de allí, se instaló la guillotina en la cual sería ejecutado Luis XVI. Unos meses después, en el espacio vacío que dejara la estatua del rey, se erigió la alegoría femenina de la Libertad y la República, mientras la plaza fue redesignada como La Plaza de la Revolución. Se inicia, así, otra función de la representación de la mujer, como símbolo de los valores abstractos de la nación, de aquello que sólo se materiali/a a través de la producción de discursos, instituciones y representaciones que crean una experiencia supuestamente compartida de identificación con una colectividad extendida e imponen un régimen de conducta, acciones y nociones específicas. Nace así esa configuración colectiva que, según l'i-nedici An derson en su libro señero, Comunidades imaginadas, es construida a través de redes discursivas y artefactos culturales cuya difusión es facilitada por la circulación de textos impresos en lengua vernácula y no latín, entre ellos, los textos periodísticos, cuya distribución es muy amplia gracias a los avances de la imprenta. De esta manera, lo que había funcionado como centro (Dios, el Rey) pierde 1 .su estructura^ jerárquica y centrípeta, ciando paso a la proliferación de mini-cmiros institucionales de carácter^anónimo y despcrsonali/ado. Si, en las esferas económicas y políticas, se crea una escisión entre lo divino y lo histórico, llama la atención el hecho de que perdure la noción Repatria aún enrai/aila en lo afectivo y lo sagrado, romo parle de un repertorio simbólico marcado por la categoría genérica. En su dimensión alegórica, la patria concebida en la nación como una gran familia, tiene cuerpo de mujer, lo que constituye una hipérbole de lo maternal y simultáneamente de la muji-i-dc.scxuali/ada. Ella es la madre que alimenta y protege (de allí sus senos i urgen les en las representaciones visuales, mientras sus otras zonas crógenas están

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cubiertas por espesos velos); pero, aparte de ser la madre venerada, ella es también la amada pura que debe ser protegida de peligros y de violaciones, mujer/territorio nacional que no debe mancillarse de ninguna forma. De este modo, la retórica de la patria se afinca en el sentimiento del amor, de aquello que emana naturalmente y encubre lo político. A diferencia de los Padres de la Patria, conmemorados por su agencia histórica e individual en las lides guerreras, políticas o'intelectuales^Ja Madre Patria es un icono ^estático fuera deja. Historia, como S£j^c£ey|den^^ grecorromanos, que la vuelven^ atemporal j_casi podríamos afirmar que su túnica es también una mortajajparaJaJHistoria. La patria es, entonces, un cuerpo de mujer, sagradoeinmóvil. sin agencia en la praxis histónc£,^u£io¿ie^enjtijpapel simbólico, funciona como eje Je! cleveiíTrlii.stórico. Al Corpus Mysticum del desfi!e~riacionaí que~ conmemora ritualmente un pasado nacional afincado en lo heroico, se añade como suplemento y anclaje estáticos, este otro cuerpo que, en muchos sentidos, resulta ser el significante por excelencia de los roles asignados por la nación a la mujer. La patria es también el eufemismo que instiga la agresión na- ' cionalista y que refuerza la ficción de la unidad del Pluribus Unum, implementada por monumentos y esculturas que pretenden crear la ilusión de lo eterno mediante diversos emblemas que van desde el himno nacional hasta la flor o animal nacional o el guiso distintivo; pero, más que nada, por esa red de discursos cuyo tropo se inserta en la genealogía doméstica. Así, lo visible en una economía escópica que lo favorece, hace de lo emblemático un espectáculo y un fetiche que, COIIIT;K|Í<Monamente, se oponen a la ra/ón fomentada por la Ilustración. Por otra parte, los discursos de la nación, de manera también contradictoria, parten del fundamento de la familia concebida como el origen y lo eterno, como esa estructura permanente por poseer una base biológica. Es importante observar, sin embargo, que más allá de lo exclusivamente biológico, la familia, como fundamento de la nación, alegoriza una unidad orgánica y naturaliza la jerarquía genérica patriarcal. En la dualidad de tiempos de la comunidad imaginada (el

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origen y el pasado memorable junto con el futuro), la mujer atada'á ¡! lo biológico y carente de agencia histórica con respecto al progreso de la nación, se concibe como lo atávico, lo permanente y lo natural, Es más, dentro de las aspiraciones teleológicas del progreso, ella, en su naturaleza, denota una regresión que la ubica, en la esfera de lo animal y en una temporalidad regida por ciclos naturales en los cuales el cuerpo anula la racionalización del tiempo. \'. A primera vista, la patria con cuerpo de mujer podría considerarse un rezago de lo sagrado dentro de los soportes eminentemente laicos de la nación. Sin embargo, ella, lejos de ser el rezago insólito, forma parte de un denso tejido que, sustituyendo lo religioso, lo reelabora para producir efectos semejantes. Como! señalara Erncst Renán, la nación posee como fundamento un sustrato espiritual cuyo culto principal va dirigido a los logros, los sacrificios y los actos de devoción realizados por nuestros antecesores; Así, al presente horizontal homogéneamente compartido en un somos, se agrega esta otra dimensión temporal de lo que ellos fueron e hicieron. Sustrato arcaico que, por ser esencial en la creación de la organización nacional que postula a todos como uno, requiere un acto de invención que se materializa en leyendas, monumentos y eventos que marcan un origen constantemente traído al presente en ceremonias rituales. Dentro de este contexto, no es de extrañar que en la ciudad, signo por excelencia de la nación, proliferen no sólo los edificios cívicos y museos/bibliotecas, que son depositarios de los acervos oficiales de la cultura y la memoria, sino también las estatuas de aquellos ciudadanos que murieron por la patria o que contribuyeron al desarrollo de la nación. Figuras en piedra o bronce que, en su inmovilidad, hacen circular ese pasado y son promotores del espectáculo nacional cuando los dirigentes de la nación depositan suntuosas coronas y emiten discursos patrióticos de una retórica también suntuosa en adjetivos. Tras estos actos cívicos perdura, sin embargo, un elemento altamente religioso que otorga al héroe nacional una calidad cristológica. Si en la primera etapa de la Edad Media se hacía una distinción entre el cuerpo de Cristo (propium et verum corpus) y la hostia (corpus mysticuní), hacia el siglo XH, la hostia devino en el cuerpo de Jesucristo y

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el corpus mysticum representó tanto a Cristo como a la Iglesia y a toda la comunidad cristiana. En un proceso de significación semejante (el uno que representa a toda una colectividad), el ciudadano inmortalizado por la nación representa a esa comunidad imaginada en un repertorio simbólico que inscribe "lo eterno" para fijar un presente y constituir de esta manera, parte de lo que Renán denominara el alma de la nación (véase también Lerner 1993.) Ubicados en el no-tiempo del mito, los ciudadanos conmemorados trascienden los límites de lo humano en una vida después de la muerte que reafirma ese pasado incuestionable que ha hecho posible la nación del presente. Es más, esos cuerpos representados en materiales de larga durabilidad (mármol, bronce) abandonan tanto la materialidad mortal como la imperfección humanalpara convertirse, a través de un mecanismo también religioso, en la transustanciación del ciudadano ideal, quien debe ser imitado y convertido en un sujeto de la gloria y la memoria. Cuerpos místicos que adquieren aún mayor circulación en billetes y monedas cuya iconografía se inserta insistentemente en la vida diaria. 'f Monumentos, imágenes impresas, ceremonias y hasta eventos deportivos refuerzan el carácter ritual de la nación, la cual es reafirmada mediante un mecanismo de repetición que, como en el caso de los guiones performativos del género sexual, engendran una naturalización del oñgen,j la esencia nacional. Si para Benedict Anderson, 1 un aspecto relevante de la nación subyace en el carácter imaginado de la noción de comunidad, transmitida a través de la cultura impresa y que ubica a sus iniembros en un tiempo simultáneo y homogéneo, otros teóricos destacan sus fundamentos míticos y simbólicos, que remiten el proyecto moderno de nación a colectividades premodernas (véase:Smith 1986). Desde esta otra perspectiva, en su calidad de construcción cultural, la nación se establece a partir del mito de un origen común (¥olknatíon), el mito de unacultura común (Kultur\ y el mito de la igualdad (Staatnatiori). Sustrato mítico que i apela a un fervor nacionalista no tan fácilmente producido tan sólo por la escueta idea o concepto sin la participación de lo afectivo. Así, la homogeneidad y el sentido de "un destino común" para un ' grupo! delimitado por exactas fronteras geográficas configuran una

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Unidad (categoría favorecida tanto por el monoteísmo como por el falogocentrismo) . Junto a estas^ficcionalizacionesjjue apuntan hacia una peculiar vivencia de lo sagrado, la nación impone una gramática, es decir, elordenamiento y uso correcto de sus elementg££o^nmtiyos y Ja definición de la conducta y las situaciones aceptables para sus ciudadanos, las cüaTesestáh rnárcadaT^K^^^oría genérka; se señala lo indeseableT lo que no corresponde a la nación^ para así reafirmar su cohesión. Esta gramática se articula a través de leyes impuestas por el Estado y una trama de narrativas que producen una impresión cíe coherencia, legitimidad y verdad irrefutable. Sin embargo, por el hecho mismo de ser una construcción cultural, la nación es susceptible de ser deconsmiida. de- someterse a un desdecir con caníder irans¡;rcsivo, a una ira/a
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MU¡I:K Y ESCRITURA: Fundamentos teóricos de la crítica feminista / LUClA GUERRA

de sistemas significantes que, a su vez, se transforman y se injertan en nuevos significantes, dentro de un juego que podría calificarse como abismal. Para Bhabha, la diseminación del signo nación se hace palpable a través de la perspectiva del inmigrante ubicado simultáneamente entre el ser y el no ser, entre eljpertenecer y el no pertenecer a una nación. Entre vivenciado por cualquier otra minoría excluida en ese fermento de intersticios y culturas híbridas que exceden a la totalidad homogénea y hegemónica de la nación. Desde esta posición, la nación es una forma oscura y ubicua de vivir el lugar y localización de la cultura. Por lo tanto, Bhabha, inmigrante hindú residente en Inglaterra, se aproxima desde los márgenes de la nación para hacer de ese lugar el punto ambiguo que socava el centro de sus narrativas: "Esta localización está más alrededor del tiempo que en la historicidad: una forma de vivir que es más compleja que la 'comunidad'; más simbólica que la 'sociedad'; más connotativa que país; menos patriótica que la patria; más retórica que la razón de Estado; más mitológica que la ideología; menos homogénea que la hegemonía; menos centrada que el ciudadano; más colectiva que 'el sujeto'; más síquica que la civilidad; más híbrida en la articulación de diferencias culturales e identificaciones que puedan ser representadas en cualquier estructuración jerárquica o binaria de los antagonismos sociales" (Bliablia 1994, 1.40). Desde esta posición, Bhabha se acerca a las narrativas de la nación en una ambivalencia en la cual se dan desplazamientos, sustituciones y diseminaciones que producen intersecciones y escisiones en el tiempo y en el espacio de la nación. Así, al tiempo homogéneo que une en un Plurihiis Unum, opone un tiempo disyuntivo que desune y separa mientras en este espacio de márgenes, intersticios y dobleces, las metáforas unificantes del paisaje, la casa y la familia se desmoronan en lo incierto. Para Bhabha, la escritura de la nación es un movimiento . a m b i v a l n i u ' , un doblez que implica dos tipos de tiempo y de espacio que se h i l u K . i i i en lojedagógico y lo performativo. En la versión pedagógica, el pueblo/gente es un objeto histórico y el discurso asume una autoridad basada en lo ya dado, en el origen históricamente

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constituido sobre la base del pasado. Por el contrario, en o performance, ese pueblo/gente se transforma en sujeto de un procffO de significación que debe borrar la presencia del origen afincado lf| \l pas de la diseminación, constantes reenvíos significadorcs. ( i , ,i|^., Esta tensión entre lo pedagógico y lo performativo coiMtltuyi,'! en sí un problema del conocimiento que pone en jaque totln noción ' de autoridad. El pueblo/gente representa un filo y una brecha enfff ' el poder totalizador de lo social como homogéneo consenso de U CO* munidad y las fuerzas que se dirigen a la desigualdad y a oposieloníl ¡ discriminatorias dentro de esa supuesta comunidad. Escisión, ambl* ; valencia y vacilación producida, paradójicamente, por un di.icilrHr) ' de la nación cuyos procesos de significación se asemejan a los tic U ideología del poder que, en su sola enunciación, socavan el poder ' que están proponiendo. ;•,; ll-iílfi' Por lo tanto, la articulación de la nación se realiza comoaihfl tensión entre pueblo como objeto pedagógico con una presencia histórica ya dada y un pueblo performativo en un presente marcado por la pulsación y reiteración diseminada del signo "nación." De esta manera, se socava el núcleo arcaico que supone un origen y una eternidad en una autogeneración que implica a una nación siempre dentro de sí misma y extrínseca a otras naciones! Dentro de este plano de lo pedagógico, lo performativo introduce, entonces, la temporalidad de un entre que confronta y divide la totalidad de la nación, articulando la heterogeneidad. Surge, así, un espacio liminar de significaciones marcado por los discursos dé las minorías que transforman la cultura nacional en zonas de control, poder y exclusivismo que, a la vez y en movimiento opuesto, constituyen también zonas de abandono, de recuerdos y olvidos, de dependencia y de lo igualmente compartido. ••;., I .; En el incesante movimiento entre lo pedagógico y lo performativo se engendran contranarrativas que minan las fronteras totalizadoras y las identidades esencialistas de la nación. Es más, la autoridad del icono que pretende ser fijo, se desplaza de lo monológico a la ambivalencia, entre lo que la nación ha dicho que somos y lo que nosotros

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estamos diciendo que somos. De esta manera, el estar diciendo lo que uno es se constituye en un suplemento que, aparte de agregar, interrumpe los discursos oficiales de la nación y transforma sus modos de articulación.! Y, en esta dimensión perfbrmativa, la metáfora del todos somos uno adquiere otro significado: el uno es tanto la tendencia a totalizar lo social en un tiempo homogéneo y vacío como la repetición del signo en el origen; en ese todos somos uno, menos uno en el cual el menos uno excluido interviene, desde una temporalidad diferente, para interrogar los lemas, paradigmas y narrativas de la nación, abriendo espacios de significación para los grupos subalternos. ;:¡ Según Bhabha, el signo emergente de la diferencia cultural en los sitios híbridos de la subalteridad repite el signo nación de un modo diferente y diferencial que lo aproxima a la mímica y a la traducción, en las cuales la ¡transferencia/traslación de los significados no puede nunca ser idéntica al original. Lo intraducibie es así el residuo, el vacío!oral, entre "lo dicho" por las narrativas pedagógicas de la nación que resultan ajenas y extranjeras y un estar diciendo de carácter performativo que se confronta con un doblez intraducibie. El acercamiento teórico de Homi K. Bhabha pone énfasis en ' ¡ las minorías inmigrantes y no en la subalteridad marcada por las categorías genéricas. Sin embargo, su incursión en las ambivalencias y diseminaciones de las narrativas pedagógicas de la nación, al ser interferidas y rearticuladas desde una performatividad localizada en los espacios subalternos, ha tenido importantes resonancias en la crítica poscolonial de carácter feminista. Partiendo de la hipótesis de que las categorías binarias de la nación, fundadas en las nociones heterosexuales de lo masculino y lo femenino, se entrelazan en una interrelación en la cual el término devaluado es el imperativo de lo ausente, resultó importante examinar las categorías relaciónales en las cuales selintersectan los discursos de la nación y los discursos acerca del género. También surgió el imperativo de analizar las diferentes negociaciones y renegociaciones que se establecen entre lo masculino y lo femenino en diferentes contextos históricos y culturales. Este sustrato genérico que forma parte de las narrativas de la nación va experimentado

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modificaciones que responden a situaciones específicas del devenir nacional. La figura del ángel del hogar, por ejemplo, u - M i l u anarróiw .\o de una en las esferas de trabajo y el consumo de toda una tecnología de artefactos eléctricos para el hogar. Del mismo modo, Ja exaltación cíe lo masculino en las narrativas de la nación ha ido adquiriendo diversas modalidades, mientras la homosexualidad (término sólo acuñado en el siglo xix) se va transformando en los márgenes de la exclusión y la discriminación. El acto sexual innombrable (pecado nelando) del sodomita pierde sus connotaciones bíblicas para transformarse, bajo la óptica de los discursos médicos del siglo xix, en una anormalidad científicamente demostrable. Por otra parte, resulta importante investigar también aquellas apropiaciones estratégicas de las nociones normativas degenero presentes en tácticas de resistencia que u i i l i / a n precisamente esas construcciones para socavar el poder. Tal es el caso, por ejemplo, de las Madres de la Plaza de Mayo, en Argentina; ellas, utilizando la noción tradicional, desplegaron una acción de resistencia protegidas, precisamente, por los atributos asignados por la nación a la figura de la madre. Además, no se trata solamente de examinar ciertos contextos histérico-culturales y determinar de qué manera cada grupo genérico se relaciona con ellos, sino que también es importante investigar los significados subjetivos y colectivos de lo masculino y lo femenino, como categorías que han construido una identidad específica (véase Scott 1988). Por consiguiente, en la literatura y otras producciones culturales, se pueden detectar estas intersecciones entre género y naciónjegidas por un sistema heterosexual que impone poderes y saberes, tanto si se trata de colonizaciones realizadas por un poder extranjero, como de subordinaciones dentro de los espacios/naciones periféricas con respecto a los centros metropolitanos. La posición desde la cual se produce dicha modelación cultural resulta clave para comprender las rearticulaciones y ambivalencias del signo nación, en ese espacio performativo de heterogeneidades sociales y sexuales insertas en una cultura híbrida donde el subalterno se está diciendo a sí mismo en

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el contexto pedagógico de lo dicho, poniendo simultáneamente en evidencia el margen y el doblez de lo intraducibie. Desde esta perspectiva, empiezan también a analizarse las narrativas de algunos de los espacios sobre los que se sustentan los proyectos colonialistas y la nación que, como andamiaje del Orden, permanecieron en una inmovilidad semántica. Casa y ciudad, dentro de las narrativas pedagógicas de la nación, han sido espacios emblemáticos e inmóviles. También han sido espacios atravesados por narrativas falogocéntricas que los postularon, no sólo desde una perspectiva a nd rocen trica que reiteraba su valor civilizador sino que también los convirtió en depositarios de proyecciones imaginarias de carácter masculino. Por consiguiente, la casa y la ciudad no fueron investigadas como espacios intersectados por la jerarquía genérica patriarcal. Tampoco se consideraron los intersticios y márgenes transgresivos que hacían del signo unívoco del Orden, un sitio de resistencia de los grupos subalternos, ya sea como etnias o clases sociales, o bien como minorías genéricas o grupos dominados por el imperialismo colonialista. 17,1 primer aspecto relevante para este acercamiento teórico es el hecho ile que, según los parámetros dominantes, el tiempo ha sido asociado con los hombres, mientras el espacio, generalmente, se relaciona con la mujer, en una homología con los roles primarios que ubican al hombre en el quehacer de la historia y a la mujer como ese espacio progenitor de la especie. Pero este binomio genérico es sólo el preámbulo de otras elaboraciones culturales. Tras la afirmación de Cristóbal Colón de que la tierra no era redonda sino que tenía la forma de un seno de mujer con un pe/ón muy bien delineado, subyace un mecanismo falogocéntrico que permea las exploraciones masculinas, especialmente aquéllas con un propósito colonialista. La feminización del espacio desconocido responde a la ansiedad frente a la pérdida de límites y a un método de contención a través de una imagen familiar en la zona semántica de la docilidad, de aquello posible de ser penetrado y domesticado (véase Best 1995). Esas tierras vírgenes implican la anulación de todo derecho de propiedad para los que allí habitan, la suposición de un

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espacio en los orígenes, abierto a la labor del cartógrafo y en espera de la inseminación de la historia, el lenguaje y la razón (véase McClintock 1995). Dentro de este mecanismo de poder, la feminización de los nativos, en una posición de otro, implicó su homologación con la domesticidad de la mujer. Y, en el caso de la colonización española, la proliferación de nombres de la Virgen asignados a ciudades, montes y ríos constituyó otra manifestación de una feminización mariana que fuertemente contrastó con la violación de la mujer indígena.

La casa y su proliferación de significados

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Dentro de las narrativas de la nación, la casa y la ciudad son los espacios ya penetrados por una praxis masculina que los ubica en los territorios de lo fronterizado. La casa, como núcleo espacial de la familia y metáfora de la nación, es ese espacio cerrado que anula las contingencias y los trámites de un Afuera en el ámbito de lo privado y lo permanente. Espacio eminentemente femenirio que fija los roles genéricos de la civitas griega en las figuras de Hestia y Hermes: la diosa que residía en el centro de la casa donde cuidaba del fuego y resguardaba la inmutabilidad y la permanencia, en contraposición al dios mensajero y eterno viajero que simbolizaba la apertura y la movilidad. i . La casa, en un imaginario de carácter falogocéntrico, equivale a la chora del pensamiento platónico que la define corno un receptáculo o locus de nutrición, como una zona intermedia eri la transición que lleva del Mundo de las Ideas y las Formas a lo material. A diferencia del logos-spermatikus, concebido como una fuerza que inviste los objetos materiales con la forma, la figura y la vida, la chora, en una homología con lo femenino, corresponde al principio pasivo de alimentar, incubar y proteger. Espacio inmóvil e inmutable que sólo posee una función intermediaria en contraste con aquella emanación espiritual del logos al mundo material. ; Significativamente, aún la casa continúa poseyendo las connotaciones de alimento/protección que, por extensión, se asocia a los —

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Kjo orígenes y al vientrematerno (véase Bachelard 1975). Lugar de la rio-histbria, ruerade toda agencia y que, como tal, provee el espacio de la continuidad para el hombre, como homo viator, cuyo trabajo se asocia, de acuerdo con sus antecedentes etimológicos, tanto con la labor productiva como con la ardua hazaña. Y en términos de la reflexión cotidiana (véase Giannini 1987) volver a la casa después de las faenas en el Afuera representa un regressus ad uterum que es, también, un regresóla Sí mismo en una continuidad espacial y temporal de ese yo domiciliado para quien la casa es el lugar que mediatiza y dirige la disponibilidad para los otros y lo otro proveyendo, también, la disponibilidad para el Sí mismo. La continuidad de la casa, como espacio que no cambia, resulta ser, entonces, esa plataforma estática de la praxis histórica y la convivencia de los géneros asignados. •V --La casa es también el ámbito de la familia, como núcleo que cumple un rol fundamental en el mantenimiento y reproducción del orden social garantizado por el Estado y la Nación. Núcleo familiar fundado bajo el principio de cohesión y adhesión vital al grupo consanguíneo que resulta ser el paradigma y la metáfora de la comunidad imaginada. J § Durante la época medieval, la casa feudal poseía un amplio espacio que servía de salón y comedor donde se recibía a los visitantes, quienes con frecuencia se quedaban a dormir allí mismo. Es sólo con el ascenso de la burguesía en una sociedad de carácter capitalista que se empiezan a utilizar llaves y cerraduras para la puerta de entrada y de cada habitación, mientras arquitectónicamente se agrega el boudoir, aquel cuarto de lo íntimo para la mujer burguesa. En esta exacerbación de la diferencia entre lo público y lo privado, la casa deviene en el espacio que nos separa y distingue de los demás, en ese ámbito propio y oculto a lo público que, como tal, corresponde a "la sagrada morada familiar." Omitiendo las constantes interrelaciones entre lo público y lo privado, la casa se define como el espacio de los afectos donde quedan suspendidas las leyes del mundo del Afuera y sus diversas transacciones. El espacio hogareño es, por excelencia, el lugar del amor y la confianza, de una generosidad que resulta lo contrario de las leyes del mercado y los intercambios económicos.

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Como en toda oposición binaria, lo privado, asociado con lo doméstico, corresponde, en nuestra cultura, al término tlevaluado, en una delimitación de espacios que refuerza las categorías genéricas. De allí que lo doméstico se asocie también con la domesticidad de la mujer. Sin embargo, tras las mistificaciones de la armonía del hogar y la unidad familiar bajo el resguardo de la mujer, se sumergen no sólo saberes que se contraponen a la cultura oficial y pública sino también trazos de resistencia. Al respecto, Lelia Área afirma: Señalamiento y socavamiento [sic] con lengua materna que es la lengua de las nanas, de los relatos infantiles, de los tonos infinitesimales del afecto pero también la del silencio marcado por el rencor, los celos, los olvidos, así como la de las modulaciones que adopta el silenciamiento de las voces exigidas de estar ///servicio, de servicio, en servidumbre. Bordes -y bordados- en lengua materna, gustando y degustando el sabor de un yo ampliado en la protección dd círculo di' piTicncnda sin olvidar, no ol>M.mir, quila lengua materna, en América Latina, también icík'iv .1 la "oirá lengua," lengua que fuera domeñada y desgarrada hasta llevarla a una tercerización que la conmina al balbuceo, al tartamudeo, al murmullo des-legitimizador [sic] (Área 2004, 18).

No obstante los prolíferos eufemismos con respecto a las labores de madre y esposa, en la casa subyace, como indica Arca, la violencia que hace de la mujer un subalterno, una voz silenciada que se resiste a la sumisión. Violencia que sólo en estos últimos años ha entrado al ámbito público en el caso de los abusos domésticos y los fcminicidios, si bien durante largas décadas los melodramas familiares que circulaban en folletines, radiodramas, películas y tclcnovclas se han nutrido de los conflictos, rencores y abusos, en una privatización de la tragedia que pone de manifiesto, a pesar de los finales felices de la moral ingenua, las tensiones en la mítica armonía hogareña (véase Amado 2001). Esta situación que contradice el carácter idílico clel espacio familiar tiñe, de manera evidente, el ideologema de la casa en la narrativa producida por mujeres. En contraposición a las definiciones

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el agora o foro, donde entre los hombres se debatíanI a viva V07. lo» androcéntricas que la mitifican e instrumentalizan, dándole a la vez problemas cívicos; y alrededor de este edificio se erigían los templo*, las connotaciones sagradas del lar ancestral, la casa, en los imaginalas instituciones públicas, los gimnasios y la palestra —todos lügarcft rios producidos por la mujer, es el espacio restrictivo^de la clausura. exclusivos para la sociabilidad y ciudadanía masculinas. ¿i Dentro de sus fronteras, material y simbólicamente delimitadas, se En su función de nodulo e instrumento del poder, la ciudad da también una contigüidad y cercanía que resulta ser el contratexto ha sido fundamental en los procesos de colonización! Así, en el caso del espacio como aventura. Pero, ésta es sólo una de las connotaciones de Latinoamérica, el diseño del damero, con una plaza en el centro del signo "casa," como matriz contestataria de las narrativas de la y calles que arrancan de allí en líneas geométricas, concentró, de nación. Allí se da el intercambio vivido y cotidiano con otros grupos manera material y simbólica, el poder de Dios y¡el¡ poder del Rey. étnicos y sociales; ocurre el placer narcisista femenino que evade los En los costados de la plaza, se construyeron la Iglesia y la Casa del parámetros de la penetración masculina y transcurre una historia otra Arzobispado, la Casa de Gobierno, el Cabildo y la cárcel. Como praxis que hace del menaje, el álbum fotográfico y otros objetos de la casa de la violencia en el imperio de los signos, la ciudad se erigió sobre un archivo familiar dispar de los monumentos y la monumentalidad la ruina de ciudades indígenas o en ese territorio considerado vacío, de la nación. Es más, la historia oficial, reciclada como una sucesión a pesar de que pertenecía y era habitado por los grupos invadidos. ordenada y jerárquica de los hechos, se fragmenta y opaca en los La plaza resume, con un fuerte carácter de interpelación, los signos decires de la casa mientras la genealogía de mujeres, en un cuerpo a visibles de ese proyecto colonialista. En ella se ubicaba la fuente de cuerpo, se postula como otra.modalidad, distinta de las ficciones de l:i c o i m m i c h u l imaginada. \ )cntm cid espacio restringido, se filtran, entonces, intersticios- agua junto a la horca y la picota, columna de madera o de piedra con relevantes rasgos fálleos donde se castigaba la desobediencia con golpes y amputaciones, en un espectáculo público! que pretendía prácticas de la mujer que transgreden tanto la caracterología atribuida causar miedo y escarmiento. por el patriarcado como el significado asignado a una praxis casera que Como símbolo del poder colonizador, la ciudad, desde sus se supone fija e invariable en su repetición y rutina, en su destierro orígenes, estuvo marcada, también, por una estructura genérica que ;i tin.-i posición e-siálica. se manifestó en el acto mismo de la fundación. Antes de fundar una ciudad, el conquistador español arrancaba de la tierra un puñado de malezas para simbolizar su control sobre la naturaleza, luego daba Los intersticios genéricos de la ciudad tres golpes contra el suelo con su espada y procedía a retar a duelo a quien se opusiera a dicha fundación. Rito eminentemente masculino Por otra parte, la ciudad ha sido, desde sus inicios, una metáfora en esa práctica de la conquista y de la fama que tenía como meta del Orden, la implementación material de una organización política convertirse en hombre para mucho (véase Casanova 1981). donde arquitectura e ideología se funden. Como diseño racional y La ciudad aspira a imponer y materializar un orden colonialista de una lógica geométrica que intenta producir un signo unívoco, la o un orden nacional en el cual la mujer es el término devaluado; en ciudad es el locus por excelencia de la producción y circulación de su función de espacio de circulación e intercambio, la geometría un orden social, político y genérico anclado en parámetros falogourbana se preña de diferencias, de un cauce heterogéneo producido cémricos. El modelo clásico de la ciudad griega, con su división de por la presencia de diferentes clases sociales y grupos étnicos, de lo público y lo privado, ilustra, en su diseño urbano, la centralidad minorías genéricas que transitan por la ciudad, creando, dentro de atribuida a las actividades masculinas. Allí en el centro, se levantaba

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MUJH? Y ESCRITURA: Fundamentos teóricos de la crítica feminista / LUCÍA GUERRA

ese orden, yuxtaposiciones e intersticios, márgenes subversivos y cartografías secretas. Así, en el caso de los homosexuales, como señala Néstor Perlongher, el Yo deseante en el espacio urbano produce, con su nomadismo tallejero, la circulación de la errancia sexual en una fuga libidinal que transgrede las funciones asignadas a la ciudad y a sus ciudadanos por un orden nacional que se fundamenta en un sistema heterosexual. ; Género sexual y topografía urbana se interrelacionan en un constante movimiento de intersecciones (véase Massey 1994); las experiencias de un Yo/Cuerpo sexuado interpelan ese orden ideológico/arquitectónico que regula la conducta de sus ciudadanos y, a la vez, impone privilegios y discriminaciones. En la multitud heterogénea de la ciudad, se engendra una serie de sistemas desunificados, de flujos dispares, de energías, sucesos e individuos en alianzas momentáneas que ponen en entredicho la noción misma de comunidad (véase Groszl995). ; j :C: -'Pero, en este flujo denso y dispar, la ciudad también posee un poder de interpelación que produce un proceso dialógico entre el Yo y, el espacio urbano. De este modo, la ciudad se fragmenta, adquiere otros lugares relevantes que contradicen las cartografías nacionales y apela a una subjetividad que la reconstruye. Se producen, así, diversos imaginarios urbanos teñidos por el cuerpo y su experiencia genérica, por la memoriaiy todo un bagaje de vivencias que reconfiguran otra ciudad, infundiéndole un carácter altamente polisémico. * Así, la ciudad es también el fermento de una cartografía otra en la cual la estatua del héroe conmemorado puede devenir en el escenario de una transacción ilegal, o bien el solemne edificio del Congreso sólo sirvió de lugar de descanso. Cartografía que es, también, una proliferación de tiempos en la arqueología de la memoria subjetiva, en la yuxtaposición de diferentes sujetos que remiten a diversos sectores culturales en distintas coordenadas espacio-temporales. El tiempo cursivo de la nación con su pasado arcaico, en un presente dirigido teleológicamente hacia el futuro, es así inseminado por un denso' flujo de tiempos teñidos por una subjetividad inserta en un régimen genérico.

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El énfasis en las intersecciones creadas por el género, la diversidad étnica y el orden de la nación han permitido también mair.sionar en los espacios de la memoria y en las identidades ¡mcrcuhurales, entendidas como agentes de oposición y resistencia. Si bien, ya en la primera etapa de la crítica feminista, se rescató y ana I i/ó la memoria de mujer en carias, autobiografías y diarios íntimos que habían .sido excluidos del canon, ahora se rastrea la potencialidad nómada y en constante transformación de esa memoria, que cuestiona los órdenes y regímenes de carácter hegemónico en una simultaneidad de discursos. Discursos que se entretejen en los andamios de lo patriarcal y lo curocéntrico, la discriminación racial, el hctero.sexualismo y la marginalidad social. Por otra parte, el concepto culturas minoritarias ha permitido analizar los conflictos y tensiones de una subjetividad en la cual se yuxtaponen dos culturas, en una relación disímil cíe poder. I .os lexio.s escritos por mujeres que pertenecen a una cultura minoritaria en Latinoamérica han puesto de manifiesto la situación conflictiva de un Yo que desdice los trazos identitarios de la nación y sustituye sus fronteras por la hibridación liminar (véase Cortina 2000). De esta manera, la crítica feminista actual analiza la producción literaria de la mujer explorando las articulaciones de poder, tanto en el denso tejido de las intersecciones genéricas como aquéllas relativas al ámbito plural de culturas donde la subordinación de la mujer es sólo una de las instancias de lo subalterno. Es más, los órdenes dominantes, sus imaginarios y sus emblemas se revelan con una estabilidad vulnerable que permite a la escritura de mujer, aún en los márgenes de lo subalterno, transgredir la univocidad de los signos.

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