Heliodoro, Las Etiópicas

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H ELIO D O RO

LAS

ETIÓPICAS o

TEÁGENES Y CARICLEA

IN T R O D U C C IÓ N , TR A D U C C IÓ N Y N O TA S DE

EMILIO CRESPO GÜEMES

f e EDITORIAL CREDOS

BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 25

Asesor p a ra la sección griega:

Carlos G arcía G ual .

Según las normas de la S. C. G., la traducción de esta obra ha sido revisada p or C onsuelo R u i z M ontero.

© E D IT O R IA L GREDOS, S. A. Sánchez Pacheco, 81, Madrid. España, 1979.

Depósito Legal: M. 40342*1979.

ISBN 84-249-3535-7. Impreso en España. Printed in Spain. Gráficas Cóndor, S. A., Sánchez Pacheco, 81, Madrid, 1979.—5103.

1. E l autor. Siguiendo el hábito usual de la literatura arcaica y clásica en Grecia, Heliodoro firma así su novela: «Así termina la historia etiópica de Teágenes y Cariclea; el autor que la compuso es un fenicio de Émesa, de la raza del Sol, Heliodoro, hijo de Teodosio.» Esta infor­ mación, que sólo da noticia del nombre y la proceden­ cia, necesita ser complementada con las que ofrecen otras fuentes. Sócrates, un historiador de la Iglesia que escribe en la primera mitad del siglo v d. C. sobre los sucesos que abarca el período comprendido entre 306 y 439, escribe en su Historia eclesiástica (V 22; Migne, Patrología Graeca 67, col. 63): «En Tesalia, esta cos­ tumbre ( scil., el celibato eclesiástico) fue introducida por Heliodoro, cuando fue nombrado obispo de Trica; de él se dice que en su juventud compuso una historia de amor, a la que puso por título el de Etiópicas.» Sócrates es el primer autor que menciona nuestra novela, y es posible que todas las referencias poste­ riores a Heliodoro tengan únicamente como base lo que aquél (o la fuente de la que Sócrates se haya servido) indica. Así, Focio (Bibliotheca, cod. 73 sub fine; Bekker, págs. 51 b, 40 sig.), en el siglo jx , anota acerca de Heliodoro, entre otras cosas, que «éste, según dicen, alcanzó también después la dignidad episcopal».

Resulta llamativa la prudencia de las afirmaciones, tan­ to de Sócrates, como de Focio; ambos parecen no estar seguros de sus noticias y, por eso, añaden un «dicen», como atribuyendo a las fuentes su posible error. Sien­ do, pues, tan parcas las noticias más próximas a Heliodoro, no es extraño que los autores posteriores hayan tratado de embellecer esta inaudita identificación de un obispo con el autor de una novela amorosaa. Digna de consideración es también la noticia que se encuentra al final del manuscrito más antiguo de las Etiópicas ( Vaticanus Graecus 157); allí, una mano del siglo XIV anotó, en lo que aquí ahora importa, que He­ liodoro, el autor de las Etiópicas y obispo de Trica, vivió en época de Teodosio el Grande (emperador de Oriente entre 379 y 395), y que escribió, además, un poema en versos yámbicos acerca de la fabricación del oro dedicado al propio Teodosio, según afirma Georgio Cedreno. Ninguna indicación de este tipo aparece en Georgio Cedreno (siglo xi), pero sí en la Cronografía de Teodosio Meliteno, un oscuro autor del siglo XI tam­ bién, con la única salvedad de que éste sólo afirma «en época de Teodosio», sin especificar de cuál de los em­ peradores del mismo nombre se trata2. Estas noticias, 1 En este sentido hay que comprender las afirmaciones de Nicéforo Calixto, un autor del siglo xiv, en su Historia eclesiás­ tica (X I I 34; Migne, Patrología Graeca 146, col. 860), que añade a la escueta noticia de Sócrates: «P o r esta causa fue despojado del episcopado; pues, como esta narración provocó el escándalo en muchos jóvenes, el sínodo local ordenó, o bien hacer desapa­ recer y entregar al fuego el mencionado libro, que, subrepticia­ mente, enardecía el amor, o bien privarle del sacerdocio por haber escrito semejante historia. É l prefirió abandonar el sacerdocio, antes que retirar el libro de la circulación; y, en efecto, así sucedió.» 2 E l poema en versos yámbicos sobre alquimia que es atri­ buido a Heliodoro por el cronógrafo medieval es posterior a 610-641, y el Teodosio a quien afirma que está dedicado ha de ser el emperador Teodosio I I I (716-7). E l error del cronógrafo

inconexas aparentemente entre sí, componen un cua­ dro razonable, si se tiene presente que Sócrates, el eclesiástico, se refiere en su historia al período com­ prendido entre 306 y 439, y que únicamente el reinado de Teodosio I el Grande cae dentro de esos límites temporales. Por tanto, si se acepta como cierta la tra­ dición acerca de Heliodoro, habríamos de situarle en la segunda mitad del siglo iv d. C, Ahora bien, las fuentes antiguas y medievales pre­ sentan ciertas dificultades, circunstancia que ha llevado a muchos críticos a negar su validez. En primer lugar, una elemental precaución debe dejar abierta la posi­ bilidad de que Heliodoro no haya vivido entre 306 y 439, porque Sócrates escribe con cierta frecuencia acer­ ca de hechos que rebasan ese período, y, sobre todo, porque, al hablar del obispo de Trica como de la per­ sona que inauguró la costumbre del celibato, es posi­ ble, al menos, que esté mencionando de pasada acon­ tecimientos anteriores a aquellos de los que es objeto su historia. En contrapartida, hay que pensar que el historiador, por razones de claridad, no podía referirse, sin advertirlo a los lectores, a hechos sensiblemente distantes del período de su historia. La conclusión, pues, tanto en un sentido como en otro, parte de un argumento ex silentio y, por tanto, nada probatorio. Una segunda dificultad estriba en el hecho de que tanto Sócrates como Focio manifiesten tal cautela en procede de haber confundido a dos autores diferentes y de distinta época, que tuvieron el mismo nombre. La circunstancia de que el autor de las Etiópicas se declare a sí mismo hijo de Teodosio ha contribuido seguramente al equívoco del cronó­ grafo. E l valor, pues, que pueda tener la noticia de Teodosio Meliteno es dudoso: en efecto, si ha atribuido al autor de las Etiópicas unos yambos que, en realidad, son de otro poeta, llamado también Heliodoro, nada de particular hay en que haya determinado la datación de Heliodoro de Émesa, de acuerdo con la de aquel otro.

sus afirmaciones. Esta circunstancia es aún más llama­ tiva en lo que se refiere a Sócrates, porque él mismo afirma, unas líneas más adelante, haber estado perso­ nalmente en Tesalia y haber verificado directamente allí sus informaciones. Aunque, para resolver esta apa­ rente contradicción, ninguna solución se impone con firmeza, la única vía de interpretación es pensar, o bien que Sócrates ignoraba si el autor de las Etiópicas era en realidad el obispo de Trica (y en este punto tiene importancia fundamental la adición «en su juventud», o el «después» en el testimonio de Focio), o bien que Sócrates, simpatizante con la actitud que preconizaba actuar con transigencia en el asunto del celibato ecle­ siástico (cf. Hist. Ecles. I 11; Migne, Patrología Grae­ ca 67, col. 101), manifestaba con su «se dice» cierta actitud maliciosa hacia el obispo, que, mientras en su juventud había escrito una obra profana, a la que mu­ chos rigoristas tacharían de poco piadosa, luego, una vez entrado en años, imponía con rigor el celibato a sus súbditos. N o es extraño, pues, que, a causa de estos problemas en la in­ terpretación de las fuentes, la crítica moderna haya negado toda validez a estas noticias. Desde el libro fundamental de E. Rohde acerca

de la novela griega,

que,

con razones

semejantes

a

las expuestas, rechaza, no sólo las noticias más tardías acerca de Heliodoro, sino también el escueto relato de Sócrates, el eclesiástico, la polémica sobre la identificación del autor de las Etiópicas con el obispo de Trica no ha cesado; hasta los años

cuarenta, se aceptaron las razones

de E. Rohde para

refutar el rum or recogido por Sócrates, y se adujeron nuevos argumentos para apoyar esa tesis;

pero, desde entonces, una

corriente de la crítica, cada vez más amplia, ha manifestado su tendencia a aceptar la noticia de Sócrates, aunque no ha­ yan seguido faltando sus detractores. Los que, siguiendo a Rohde, han negado el valor de las fuentes, han aducido, a falta de pruebas externas, argumentos derivados de la naturaleza de la propia novela. Un breve resu-

men de éstos sigue a continuación. E. Rohde, op. cit., págs. 433 y sigs., puso de relieve que las pruebas presentadas por Coray (el editor de Heliodoro en el s. xix, que en su comentario había reunido lo que para él constituía un indicio del cristianismo profesado por Heliodoro) eran muy poco convincentes;

más

aún, que Heliodoro no era cristiano viene demostrado, según E. Rohde, por su concepción de la divinidad: además de nom­ brar a los dioses «los poderosos», denominación habitual entre neopitagóricos y platónicos, en los pasajes en los que habla del dios en singular, se reconoce con facilidad que está refi­ riéndose a Apolo en concreto, a quien identifica con el dios solar. Mientras que las alusiones a otros dioses del panteón tradicional son sólo esporádicas, Apolo-Sol desempeña un papel continuo y esencial a lo largo de toda la trama, y todo ocurre de acuerdo con su plan. L a concepción de la divinidad es, en definitiva,

neopitagórica,

como

demuestra la

marcada

seme­

janza existente entre lo que los personajes de Heliodoro mani­ fiestan y lo que Filóstrato cuenta acerca de Apolonio de Tiana, un santón neopitagórico del siglo I d. C. (cf. algunos ejemplos en las notas 19, 79, 84, 101, 144, 274, 344, 347 y 356 de la tra­ ducción), Si se tiene, además, presente que Heliodoro afirma ser del linaje del Sol, la conclusión no distará mucho de pen­ sar que las Etiópicas tienen una clara finalidad religiosa y están destinadas a la propaganda del culto al dios solar. Por otra parte, la formación retórica de Heliodoro cuadra mejor —siempre según Rohde— con una datación anterior al siglo iv; en concreto, Rohde propone el reinado de Aureliano (270-5) como datación de la novela. El siglo n i fue, en efecto, la época de mayor esplendor de la religión solar, propagada fundamentalmente desde Émesa, bajo los auspicios de los Se­ veros. Si se admite, pues, esta tesis, es preciso negar todo valor a las fuentes.

Ahora bien, el hecho de que Heliodoro se manifieste en su novela como un pagano devoto, antes que como un indiferente en materia de religión, lejos de hacer imposible una ulterior conversión al cristianismo, la hace más probable. La nueva fe cristiana calaría con

mayor rapidez y hondura en las personas que tuvieran desarrollado un fuerte sentimiento religioso, como es el caso de Heliodoro. Por otro lado, su firme convicción teológica a propósito del Sol no es esencialmente in­ compatible con una nueva fe que preconiza igualmente la existencia de un Dios por encima de todo, que abo­ mina de los sacrificios humanos y cruentos, y que trae consigo un género de conducta moral. Si a esto se aña­ de la circunstancia de que Sócrates, el eclesiástico, no se encuentra muy distante en el tiempo, y que quizá gozaba de otras fuentes accesibles para él, pero desco­ nocidas en la actualidad, la verosimilitud de su noticia aumenta. El simple hecho de que mencione al obispo como autor de las Etiópicas en un contexto que, en absoluto, se lo exigía indica que no había nada de im­ probable en ello. Así, pues, quede de cuenta de quie­ nes niegan la tradición el onus probandL

2.

Datación.

Sea o no cierta la alusión de Sócrates a las E tiópi­ cas, un hecho es seguro: que proporciona un terminus ante quem a la novela, que ha de ser datada, como muy tarde, a fines del siglo iv d. C. Por otro lado, a juzgar por las notorias coincidencias existentes entre la Vida de Apolonio de Tiana y las Etiópicas, que permi­ ten asegurar que Heliodoro ha conocido el libro de Filóstrato, podemos establecer un terminus post quem: el año 217 d. C. o unos años más tarde3. 3 Filóstrato escribió la Vida de Apolonio de Tiana p or en­ cargo de Julia Domna, pero, como la obra no está dedicada a ella, hay que pensar que cuando se publicó la biografía ésta ya había muerto (217). Que Heliodoro conocía la biografía de Apolonio de Tiana es algo casi seguro, aunque algunos hechos requieren ser precisados: Filóstrato se ha servido de diversos escritos de Apolonio para la composición de su obra, según

Otras consideraciones de tipo histórico pueden servir para precisar más la datación. E l culto del dios solar, que tanta importancia tiene en la novela, se propagó desde Émesa, la patria de Heliodoro, y él mismo afirma ser «de la raza del Sol», es decir, probablemente perteneciente a una de las fami­ lias de sacerdotes encargadas de su culto. Esta religión comien­ za a irradiarse a comienzos del siglo m , desde que Julia Dom­ na, hija de un sacerdote del Sol, y nativa de Émesa, contrajo matrimonio con Septimio

Severo (193-211), y desde que dos

nietos de Julia Mesa, hermana de la anterior, accedieron a la más alta magistratura romana: dro Severo (222-235), ambos

Heliogábalo (218-222) y Alejan­

también naturales de Émesa. Y

más concretamente, la difusión de esta religión por todo el orbe conocido ha de datarse en los años de H eliogábalo4. La

él mismo declara; incluso algunos episodios, si no todo el con­ junto, están modelados sobre lo que Apolonio de Tiana había escrito en su Vida de Pitágoras (v. F. S olmsen , R. E. A., XX, cois. 147 sigs.). Siendo esto así, es difícil probar que un pasaje deter­ minado de Heliodoro imita directamente a Filóstrato, en lugar de a alguna de las fuentes utilizadas por Filóstrato. Un ejem­ plo de detalle puede ilustrar esta observación: tanto Filóstra­ to como Heliodoro distinguen con sumo cuidado conocimiento teúrgico y mágico ( Vida de Apolonio V I I 39; V 12; V I I I 7, 3, y Etiópicas I I I 16, 3). Esta comunidad de ideas se ha inter­ pretado como resultado de la imitación directa por parte de Heliodoro. Mo obstante, el propio Filóstrato añade (V II 39) la noticia de que ha existido una abundante literatura contraria a la magia, anterior a él. Nada autoriza, pues, a creer que He­ liodoro haya usado la biografía de Apolonio, en lugar de otra obra diferente. 4 El Sol ya aparece en monedas de Septimio Severo y Caracalla, y en el arco de Septimio Severo en Lepcis Magna; pero este culto sólo alcanzó proporciones universales con Heliogá­ balo, que lo introdujo oficialmente en Roma (cf. F. A ltheim , Der unbesiegte Gott — E l dios invicto [trad, J. J. T homas], Buenos Aires, 1966, págs. 90 y sigs.). Con la muerte de Heliogá­ balo, no obstante, su difusión sufrió un duro revés (F. A ltheim , Literatur und Gesellschaft im ausgehenden Altertum, I, Halle, 1948, pág. 102). El hecho de que Heliodoro nunca afirme que el Sol es el dios local de Émesa se explicaría, según esta inter­ pretación, porque el autor, al igual que Heliogábalo, habría

primera mitad del siglo m

es la época de mayor florecimiento

de esta ciudad siria, que, a mediados de siglo, sufrió diversas agitaciones, como el resto de las ciudades de Oriente, hasta ser conquistada por Zenobia, la soberana del efímero imperio de Palmira. Aureliano (270-5) recuperó el dominio de la ciu­ dad, y ésta volvió a disfrutar de parte de su antigua prospe­ ridad. Es natural, pues, datar la novela que nos ocupa en algún momento indeterminado de esta época5. Una segunda consideración de tipo histórico formulada por Rohde conduciría a idéntica conclusión. La piedad de Heliodoro se caracteriza por su actitud ingenua hacia la religión, diferente por completo de la que hallamos en un Jámblico o en un Juliano a mediados del siglo iv. En estos años, los que sostenían la religión tradicional luchaban con inusitado brío en favor de Jas creencias antiguas; cuando

el neoplatonismo

opone

es también en el siglo rv

ante la

nueva

fe

cristiana

un rígido esquema jerarquizado de démones, espíritus y con­ ceptos hipostasiados en divinidades. En fin, un hombre piadoso sólo podía ser o bien cristiano, o bien neoplatónico cargado de éxtasis místico y entusiasmo filosófico-teológico. Sin embargo, todo este mundo conceptual y toda la capacidad de abstrac­ ción, propios de los neoplatónicos y de las creencias populares de la fe pagana, están ausentes por completo de la obra de Heliodoro. Lo que sí, en cambio, se descubre en él es la in­ fluencia «de aquel modo de pensar, mucho más simple y no ajeno por entero a las creencias populares, ecléctico entre pita­ gorismo,

platonismo

y

estoicismo,

que

movió

a

todos

los

filósofos del siglo I de la era cristiana» (E . Rohde, op. cit., págs. 495 y sig.). Por esta razón, según Rohde, Heliodoro no

pretendido dar a su dios un carácter universal, eliminando todo vestigio de dios local. 5 En concreto, según Rohde, op. cit., pág. 496, la aparición de la novela de Heliodoro tiene lugar durante el reinado de Aure­ liano (270-5), un devoto también de la religión solar. Münscher, R. E. A., V III, col. 21, propone una fecha entre 220 y 250, cuando aún el estado etíope no había comenzado a sufrir su decadencia. Rattenbury-Lumb proponen en su edición 235, y F. Altheim, op. cit., pág. 113, el período comprendido entre 233 y 250.

pudo h a b er escrito su novela después de la segunda m itad del siglo III.

é

Ahora bien,

esta

argumentación no

conduce

a

conclusio­

nes seguras, porque la religión solar, junto a algunos cortos períodos oscuros, ha conocido cierto auge todavía en época de Constancio Cloro, Licinio y Constantino

(cf.

F. Altheim,

op. cit., págs. 105 y sigs.). ¿Por qué, pues, considerar el con­ tenido religioso

de las Etiópicas como un manifiesto triun­

fante de la nueva religión solar, y no una enfervorizada de­ fensa procedente de la época en que iba decayendo paulatina­ mente? Además, la relación de la actitud religiosa de Heliodoro con el entorno de su época no permite llegar a conclusiones unívocas, y, en este sentido, hay que señalar que una autori­ dad tan notoria en materia de religión como M. P. N ilsso n 6 propone, en función de la atmósfera religiosa de la novela, una datación alrededor de 360 d. C. Queda aún por añadir que, como ha señalado R. Keydell7, la religión solar no tiene la importancia

decisiva

que

le

atribuyó

Rohde

para

la

com­

prensión de la novela. Nada, en fin, excluye la posibilidad de considerar a Heliodoro

como un adepto tardío del neopita-

gorismo 8. Otras

alusiones

en la

novela

de

Heliodoro

cuadran,

sin

duda, m ejor con los datos históricos que conocemos del si­ glo n i : la aparición de los blemies como vasallos del rey de Etiopía (I X 16, 3; cf. notas 327 y 287), la pormenorizada descrip­ ción de los jinetes acorazados (IX 15; cf. nota 324), la descrip­ ción del estado etíope como un poderoso reino, libre aún de la progresiva decadencia sucedida desde mediados del siglo m , y la irrelevancia del uso del dromedario con fines militares.

6 Geschichte der griechische Religion, vol. II, Munich, 1950, págs. 542 y sigs. 7 Polychronion: Festschrift far Franz Dolger, ed. P. Wirth, Heidelberg, 1966, págs. 345-350. 8 A fines del siglo iv, Sinesio de Cirene se nos presenta como un lector asiduo de la Vida de Apolonio de Tiana (cf. Dión, 1; ed. N. Terzaghi, pág. 233) y como un admirador entusiasta del encantador (cf. Elogio de la calvicie, 6); había sido, además, discípulo de la neoplatónica Hipatia, y llegó a ser obispo al final de su vida.

Sin embargo, ¿cómo estar seguros de que Heliodoro escribía su novela haciendo aparecer en ella hechos contemporáneos, en lugar de pensar que mencionaba una situación conocida, pero ya antigua e inexistente en el momento de componer su novela? Las consideraciones de carácter histórico conducen a conclu­ siones contradictorias. En efecto, una observación de Van der Valk, corregida en parte y ampliada por A. Colonna9, ha llevado a defender una datación en torno a 360. E l asedio de Siene, tal como aparece en el relato del libro IX de las Etiópicas, pre­ senta notorios paralelos con algunos discursos de Juliano el Apóstata. En concreto, con los discursos I y III, dirigidos al emperador Constancio, en los que Juliano narra con detalle los sucesos del año 350, durante el cual Constancio consiguió ' dos importantes victorias, en Oriente contra los persas, y en Occi­ dente contra Magencio. En lo que se refiere a la primera, se nos dice que el rey persa Sapor ha usado la siguiente táctica, para asediar y conquistar Nísibis: ha levantado un muro airededor de todo el contorno de la ciudad y ha desviado la co­ rriente del río Magdonio, a fin de que las aguas cubran el espacio entre las dos murallas y formen un lago (cf, Juliano, Discursos I 22-3, y I I I 11-3, Bidez, tomo I). E l procedimiento empleado por Hidaspes para capturar Siene es idéntico, e inclu­ so se repiten algunos detalles en la narración de ambos. Para todos estos hechos, Juliano expresamente indica que

«nunca

el sol ha sido testigo de semejante táctica, desconocida por los hombres en toda la historia». Estas coincidencias no pueden ser, naturalmente, fortuitas, y es preciso creer que uno ha servido de modelo para el otro. Pues bien, como no cabe dudar de la historicidad del relato que hace Juliano, porque otras fuentes presencíales de los hechos dan una versión, que, en lo esencial, coincide con la de Juliano (cf. A. Colonna, loe. cit., págs. 82 y sigs.), hay que llegar a la conclusión de que Heliodoro, impresionado p or la actuación de Sapor en Nísibis, ha resuelto

servirse de

este acontecimiento

como modelo para

el proceder de Hidaspes. Con ello, las Etiópicas serían poste­

9 Publicadas respectivamente en Mnemosyne, (1941), 98-100, y Athenaeum 28 (1950), 80-7.

3.a serie,

9

riores a 350-1, año de la toma de Nísibis por Sapor, y a 359, año probable del discurso II I de Juliano. Una segunda concordancia entre Heliodoro y Juliano apa­ rece a propósito de la batalla contra Magencio, en la que la caballería de Constancio, equipada con una armadura que les protegía el cuerpo por entero («ib a n sobre sus caballos como estatuas movientes», I I I 7;

cf. I 30), jugó un papel decisivo.

Igualmente, en las Etiópicas, la caballería persa va equipada con un armamento semejante, e incluso aparece también la comparación con estatuas (I X 15, 5). Por supuesto, esta segun­ da semejanza entre ambos autores no prueba que Heliodoro haya imitado a Juliano, porque, como ha señalado F. Altheim, op. cit., págs. 108 y sigs., el uso de este tipo de caballería es muy anterior a la época de Constancio10; novedad que a tales jinetes

sin embargo,

la

atribuye Juliano es sumamente

instructiva. En efecto, estas conclusiones son también susceptibles de algu­ nas críticas. Juliano asegura que en Nísibis se empleó por pri­ mera vez en la historia esta táctica, digna de Jerjes. Que se usó es verdad, pero no sabemos si por primera vez; hay que tener presente que Juliano está escribiendo un panegírico, que su héroe es ensalzado a la altura de los de la épica, que atri­ buir a Sapor una táctica digna de Jerjes no es más que un medio de engrandecer la posterior victoria de Constancio;

y,

sobre todo, que también Juliano afirma que el equipamiento de la caballería en la batalla contra Magencio constituyó una novedad,

cuando sabemos

que una coraza semejante estaba

siendo usada desde más de un siglo antes. N o hace falta llegar tan lejos como O, Weinreich o como T. SzepessyH, que sos­

Jinetes armados de este modo aparecen en las pinturas descubiertas en Dura-Europos, anteriores en más de un siglo a Juliano. O. W einreich , loe. cit., 237, señala que este tipo de descripción de una fuerza militar de caballería acorazada es, desde el siglo n i, un topos retórico para la narración de una batalla. Menciones semejantes a las de Heliodoro se hallan, no obstante, sobre todo en los escritores del siglo iv; cf. nota 324 de la traducción. ii O. Weinreich, loe. cit., 238; T. S zepessy, Actes X I I e Conf. Eirene, Amsterdam, 1975, págs. 279-287.

tienen que Juliano ha usado el relato de Heliodoro como mo­ delo; pero sí conviene resaltar que cuando Juliano dice «p or primera vez» no es seguro si está hablando como un historiador o como un panegirista i2. ¿De la larga discusión precedente acerca de las relaciones de Heliodoro con él entorno histórico se desprende alguna conclu­ sión segura acerca de su datación? Creemos que no, porque, en el fondo, las reservas que pueden hacerse a todas las conclu­ siones afectan a la base del método. En primer lugar, sólo puede ser demostrada la existencia de menciones

de época

tardía, es decir, del siglo iv; toda omisión de situaciones his­ tóricas precedentes puede ser consecuencia tanto de una data­ ción anterior a la aparición de tales sucesos históricos, como de un silencio deliberado (o incluso casual) por parte del autor. En segundo lugar, sería preciso conocer previamente la actitud de Heliodoro ante la historia de su época, sea cual fuere; es decir,

¿tenía Heliodoro

algún

interés por mencionar hechos

contemporáneos, o su única preocupación residía en dar cierta verosimilitud a las aventuras de Teágenes y Cariclea, gracias a la vinculación laxa de tales aventuras con la época del dominio persa en Egipto, en la cual transcurre la novela? Mientras estas interrogantes no estén solucionadas, los argumentos en favor de una datación tardía serán, sin duda, más dignos de consideración. En conclusión, las referencias históricas conducen a un ca­ llejón sin salida; se impone, pues, la necesidad de un método más depurado. Cobra ahora todo su valor la observación de R. Keydell {loe. cit.) en el sentido de que las correspondencias

12 Otros argumentos de tipo histórico — susceptibles de idén­ ticas críticas— para proponer una datación entre 360 y 375 son: la importancia atribuida al dominio de Siene, convertida en el punto neurálgico de Egipto {cf. nota 287 de la traducción); la mención de los auxomitas (X 27, 1; cf. nota 374 ad. loe.). Otras características de orden más general: la exclusión de la pede­ rastía, el ensalzamiento de la virginidad y, en general, de la con­ tinencia, el carácter sagrado y definitivo del matrimonio, y la importancia de la m ujer en el matrimonio, que, según Ch. Lacombrade , Rev. Ét. Gr. 83 (1970), 70-89, estarían en consonancia con una fecha tardía, son inseguras.

entre la narración del asedio de Siene y el relato de Juliano sobre la toma de Nísibis son tan estrechas, que el novelista ha llegado a repetir algunos puntos que para él eran super­ fluos, sólo porque se encontraban también presentes en Juliano. Igualmente, las observaciones lingüísticas de A. Wifstrand *3 —de sintaxis, vocabulario y estilo— cuadran mejor con una datación más avanzada, aunque ejemplos esporádicos de los hechos recogidos se hallan ya en el siglo m w . Ahora bien, no hace falta señalar que en este dominio, que, a nuestro juicio, puede conducir a resultados relevantes, son necesarios otros estudios más amplios. La relación de Heliodoro con las restantes novelas griegas puede servir también para precisar la cronología. N o obstante, este método está sometido a numerosas críticas y rectificacio­ nes. Un

ejemplo será suficiente para probarlo.

Desde época

bizantina (Focio, Bibliotheca, cod. 87; cf. A. Colonna, Heliodori Aethiopica, pág. 362; y Miguel Psello en su juicio comparativo de Etiópicas y Aquiles Tacio; cf. A. Colonna, op. cit., pág. 364), se pensó que la novela de Aquiles Tacio, sin duda la más cercana a las Etiópicas,

imitaba — e incluso

parodiaba—

consciente­

mente la obra de Heliodoro. N o obstante, el hallazgo de dos papiros,

en

1914 y

1938 respectivamente,

retrotrajo

la

data­

is Bull. Soc. Lettres Lund (1944-5), 2, 3641. 14 Para O. W einreich, toc, cit., 238, Heliodoro representaría el estadio intermedio entre los usos del siglo n i y los del iv; en el mismo sentido, es decir, poniendo el énfasis en el hecho de que los usos lingüísticos presentes en Heliodoro aparecen ya en el siglo II, véase E. F e u illa tre , op, cit., pág. 148 (que defiende una datación muy temprana para las Etiópicas·, «la época en que Adriano reinaba»). Sí, en cambio, sigue a Wifstrand Ch. Lacombrade, loe. cit., 74 sigs., que menciona como hechos de vocabulario propios del siglo iv, además del comparativo sustantivado ta kreíttona, hoi kreíttones para referirse a la divinidad, antítheos con ese sentido de «antidios», los términos que expresan la idea de pureza, y la ausencia de un vocablo específico para «providencia», hecho que concuerda con las escuelas filosóficas de la época. Véanse otras observaciones lin­ güísticas en el mismo sentido en A. Colonna, M. C. 18 (1951), 153-9. Sobre la lengua y el estilo de Heliodoro en general, cf. infra, 3.7.

ción de Las aventuras de Leucipa y Clitofonte hasta fines del siglo il d. C.; con esto, quedó en claro que la relación entre las dos novelas era justamente la contraria de la que hasta entonces se había tenido por segura (c f. Münscher, loe. cit., cois. 21 y sigs.).

Los datos que poseemos acerca de la datación de Heliodoro son, pues, controvertidos y admiten inter­ pretaciones opuestas15. Por eso, esta introducción ha preferido, en cuestión tan polémica como la que nos ocupa, presentar las evidencias en uno y otro sentido. Conviene poner, una vez más, de relieve que una data­ ción entre 360 y 375, además de no estar en contradic­ ción con la tradición y las fuentes antiguas, parece gozar de cierto apoyo, en virtud de algunas considera­ ciones internas y de los realia que aparecen en la novela. Su composición, mucho más acabada y ambi­ ciosa que las restantes novelas griegas, permite supo­ ner una larga tradición de experiencias diferentes. Quede esto dicho, no obstante, con todas las reservas necesarias, y teniendo bien presente que el principal problema que resta aún por resolver es de orden me­ todológico: en todos los datos que pueden contribuir a precisar la datación — realia, hechos lingüísticos y de estilo, composición, relación con otras obras litera­ rias, actitud religiosa o de otra índole por parte del autor—, únicamente puede ser demostrado lo que indi35 En efecto, las dos monografías más recientes sobre la novela griega defienden, respectivamente, el siglo m y el si­ glo iv: cf. C. García G ual, Los orígenes de la novela, Madrid, 1972, págs. 290 y sigs. y B. P. Reardon, Courants littéraires grecs des I I e et I I I e siècles après 7. C., Paris, 1971, pág. 335; por lo demás, puede verse un resumen de la cuestión en B. E. Perry, The Ancient Romances. A Literary-historical Account of their Origins, Berkeley-Los Angeles, 1967, pág. 349; cf. además, E. H . Haight, Essays on the Greek Romances, Nueva York, 1943, págs. 63 y sigs.

INTRODUCCIÓN

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que creación en época avanzada, nunca lo contrario; todo lo que en la novela cuadre mejor con el siglo m puede ser estimado como resultado de arcaísmos deli­ berados o casuales por parte del autor. El simple he­ cho de que el tiempo en que transcurre ía acción de las Etiópicas sea el siglo v a. C. nos advierte de la falta de interés que manifiesta Heliodoro acerca de los he­ chos contemporáneos a su obra.

3. La obra. 3.1. R e s p e t o de l a s c o n v e n c i o n e s d e l g é n e r o . — Cuando Heliodoro compuso las Etiópicas, la tradición del género novelesco, sólidamente instalado ya en su época, y los gustos del público a quien la novela iba destinada exigían una serie de convenciones literarias a las que el autor no podía sustraerse, si quería evitar el fracaso y el consiguiente olvido de su obra. En efecto, la novela griega está caracterizada desde sus orígenes por determinados rasgos comunes. El lector esperaba encontrar un tema, más o menos estereotipado, de via­ jes, amores sin tacha y final feliz; los protagonistas, dos jóvenes de belleza incomparable, alta nobleza y amor sin igual, debían sufrir abundantes calamidades y recorrer infinitas tierras — sobre todo las que circun­ dan la cuenca oriental del Mediterráneo— , hasta llegar a un desenlace gozoso. Las peripecias, en las que, por lo general, los dos amantes quedaban separados hasta la feliz reunión final, debían consistir en naufragios, cautiverios, enfrentamientos con piratas o bandoleros, desvíos de la ruta, etc. Esto es lo que esperaba encon­ trar el lector, y si un autor le defraudaba, su novela corría el inminente riesgo de desaparecer en el olvido. Naturalmente, los precedentes literarios más claros en cuanto al tema son la Comedia Nueva y, en cierto

modo, la Odisea16. Pero no sólo se le exigían al autor tales convenciones en el tema, la acción y los persona­ jes; la novela, además, debía entroncar lo ficticio en la realidad y producir cierto aire de verosimilitud. Para ello, nada mejor que situar la acción y los personajes en un entorno espacial y temporal que fuera histórico, o al menos lo pretenda; si, además, coincidía con eí de los hechos narrados por Tucídides o Heródoto, se había logrado no sólo aunar mito y realidad, sino tam­ bién dar una lejanía prestigiosa a los avatares relata­ dos en la novela y vincular la ficción a la literatura clásica griega. En este juego literario, la evasión de la realidad, típico fenómeno de la novela, se logra me­ diante la invocación a la gloriosa literatura del pasado y a la historia clásica. Bien es verdad que la evolución general de la novela griega conduce a una progresiva disminución de esta atmósfera histórica, pero esto aquí no es importante porque Heliodoro se comporta, en este punto, como un autor más arcaizante. Otra de las exigencias que reclama este público burgués y culto, al que la filosofía y la lírica le resultan demasiado com­ plejas, pero a quien, con la decadencia de la comedia, no agradan los espectáculos teatrales restantes, más vulgares, es una finalidad de la novela. Ésta ha de tener un contenido formativo y moral, lo que excluye hasta la más leve alusión que pueda parecer procaz, ha de dar alguna interpretación optimista del universo y, sobre todo, ha de tener un cierto tono religioso. Heliodoro, en efecto, no oculta el contenido didáctico de su obra, y en el curso de la novela hay frecuentes diálo­ gos o discursos acerca de asuntos diversos; arm así, lo 16 Para una caracterización del más de las monografías citadas en roman grec dans la perspective des Bangor, págs. 99-105; y E. Cizek, antique», ibid., págs. 106-128, con

género literario, véase, ade­ nota 15, C. García G u a l, «Le genres littéraires», en IC A N , «Les structures du roman la bibliografía allí citada.

más característico son, sin duda, las máximas que salpican la obra, las cuales tienden a extraer la ense­ ñanza derivada de la situación narrada previamente. De este modo, también los dioses tradicionales, la for­ tuna y, en general, las divinidades que inducían a una piedad personal reaparecen aquí, como en la épica, lle­ vando de modo unilateral los hilos de la acción, en de­ trimento de los protagonistas. Como vehículo literario es de rigor en la novela la prosa, a la que, al menos Heliodoro, pretende elevar mediante abundantes citas, alusiones literarias y con la ayuda de todos los medios propios de la retórica; se ha insistido también en que las novelas griegas están destinadas al consumo, diri­ gidas a un público predominantemente femenino; igual­ mente, se ha hecho notar que la crítica antigua no ha puesto nunca sus ojos sobre este género, que debía de ser considerado indigno y poco apto para ser inclui­ do en las especulaciones literarias de los antiguos. Aun­ que todo ello sea verdad, no quiere, sin embargo, decir que la novela griega carezca de altas finalidades lite­ rarias. Por una parte, hay que tener presente que, desde tiempo atrás, toda literatura estaba destinada al consumo individual; por otra parte, cualquier lector de Heliodoro puede observar la firme preocupación de estilo que guía al autor, su cuidado en la elaboración de la estructura y, en fin, las pretensiones literarias de su obra. 3.2. La c o m p o s i c i ó n . — Todas estas convenciones li­ terarias del género novelesco son escrupulosamente observadas por Heliodoro; es inútil indagar su origina­ lidad en el tema, en la acción o en el desenlace, en la presencia o ausencia de los dioses y en la finalidad de la novela. Donde se nos revela, en cambio, su indivi­ dualidad es en la decidida voluntad de dar un signifi­ cado a estas convenciones, y en la estructura de la

novela; en ello se manifiesta la novela de Heliodoro diferente —y superior— al resto de las novelas grie­ gas conservadas. El primer hecho llamativo se refiere a la estructura temporal de las Etiópicas. Las indicaciones, temporales objetivas son raras, al igual que en Cantón, Jenofonte de Éfeso y Aquiles Tacio, pero, a diferencia de los autores anteriores, presenta ciertos rasgos en común con los poemas épicos. Lo más sobresaliente es la con­ centración temporal de la acción; sólo transcurre algo más de un mes entre la escena inicial y la final de las Etiópicas. La diferencia es acusada, si se tiene presente que, en los autores antes mencionados y en Longo, el intervalo temporal que separa el principio y el fin del relato hay que medirlo en años. Pero la concentración del tiempo es aún mayor, porque algunos períodos de tiempo, como en la Ilíada, son despachados en unas pocas frases; de este modo, entre I I 20, 5, y V 4, 2 transcurren menos de veinticuatro horas, y el mismo espacio ocupa casi todo el libro X de la novela. Una segunda novedad en la estructura temporal presenta Heliodoro con respecto a los novelistas antes mencio­ nados: como Homero, selecciona una parte muy res­ tringida de la acción, comienza in medias res y sólo luego relata, mediante la larga narración de Calasiris, los sucesos que anteceden al principio de la novela. El lector de Heliodoro, a diferencia de lo que ocurre con los otros novelistas, va siendo informado paulatina y progresivamente acerca de los sucesos que preceden al comienzo de la narración; sólo en V 33, 4, es decir, hacia la mitad de la novela, queda explicado el sobrecogedor espectáculo del principio. El comienzo in me­ dias res, probablemente lo más destacado y novedoso, capta de inmediato el interés y la curiosidad del lector; nuevamente aquí es notoria la semejanza de Heliodoro con la Odisea.

Estructura lineal de la acción. Los viajes y vaga­ bundeos a través de gran parte del mundo conocido son un constituyente esencial de la novela griega; sin embargo, Heliodoro ofrece ciertas diferencias esencia­ les en relación con los autores que le han precedido. La estructura es lineal, no circular; es decir, el punto final del viaje de los protagonistas no es un mero retor­ no al hogar y a la patria. La acción de las Etiópicas comienza en Egipto; se nos cuenta luego una fase ante­ rior en Grecia, y el término está en Etiopía. Natural­ mente, Cariclea está retornando a su patria, pero esto no lo sabe el lector hasta casi la mitad de la novela, y, por otra parte, la información que ha ido recibiendo hasta ese momento es confusa y lacunosa. Heliodoro mantiene una clara estrategia, dando informaciones parciales e, incluso, contradictorias, para conseguir que los viajes sean un movimiento positivo hacia el descu­ brimiento final. Con esto, el viaje adquiere un sentido: es una meta por la que se suspira. Aquí se ve clara la diferencia existente entre Heliodoro y un Jenofonte de Éfeso; mientras en éste los viajes podrían ser incre­ mentados ad libitum, porque no tienen otra finalidad que mostrar las penalidades y la fidelidad de los hé­ roes, en Heliodoro se sabe que hay una meta, y los viajes constituyen progresivos acercamientos a ella. De este fin positivo depende también otra circunstancia importante: los momentos de peligro que sufren Teáge­ nes y Cariclea son en realidad pocos, si se toma como modelo cualquier otro novelista, a excepción de Longo. Las peripecias de Teágenes y Cariclea son tales, no sólo por el riesgo real a que se ven sometidos, sino por ser una privación de lo que están buscando, según sabe el lector. Subsidiariamente, se consigue así no complicar en exceso la narración, compleja ya de por sí. Idéntica finalidad parece tener la no separación de los dos héroes en el transcurso de toda la novela.

Anticipaciones y retardaciones. La acción que se desarrolla en cualquier novela es más o menos cono­ cida por el lector, y el autor corre el peligro de multi­ plicar aventuras de índole semejante sin ningún sen­ tido. Heliodoro, al igual que los demás novelistas, intenta crear suspense en el lector mediante diversos procedimientos; con ello, las aventuras adquieren un significado, y los diferentes episodios constituyen una unidad. El suspense no radica, por supuesto, en la ignorancia sobre lo que va a ocurrir, puesto que el final feliz es una característica esencial del género, sino en el cómo va a ser el desenlace. Con esta in­ tención, diversos acontecimientos son anticipados de modo más o menos claro en el curso de la acción. Estas advertencias son directas (p. ej., I I 2, 2), o bien se trata de esperanzas frustradas después de una sú­ plica a los dioses (p. ej. V II 12, 1), o del contenido de sueños (p. ej., I 18, 5), profecías (p. ej., V 23, 3; V I 15, 4), oráculos (p. ej., I I 26, 5). La influencia de Home­ ro, en todos estos aspectos, no necesita ser destacada. Hechos semejantes, aunque ausentes en Homero, son las menciones que pretenden inducir al lector a algo erróneo. En este sentido, hay que referirse, en porme­ nor, al relato de Calasiris a Cnemón. Al principio, Calasiris afirma haber ido a Delfos únicamente para escapar del destino que le había predicho el mortal duelo de sus hijos; de modo explícito ( I I 26, 1), dice que los sucesos entre su partida de Menfis y su llegada a Delfos no hacen al caso para la historia que a Cnemón interesa. Sólo más adelante y en abierta con­ tradicción con lo anterior, el lector es informado de que Calasiris había estado en Etiopía, había trabado amistad con Persina, y ésta le había encargado buscar a su hija. Aquí radica la verdadera razón de su viaje a Delfos. Es decir, Heliodoro ha ocultado a Cnemón —y a los lectores— el motivo real del viaje de Calasiris

a Delfos. Aún más, el propio Calasiris no parece haber comprendido, sino progresivamente, que el oráculo escuchado en Delfos a su llegada y la misión de Per­ sina son pistas complementarias que conducen en la misma dirección: a Cariclea. Idéntica función tienen las recapitulaciones de he­ chos ya narrados, pero resumidas luego desde un nue­ vo punto de vista (cf. V 33; X 36); en estos casos un suceso es aclarado de modo más efectivo. Las retar­ daciones tratan de conseguir el mismo efecto en el lector: el suspense sobre el cómo del desenlace. Así, ya desde el libro I se nos anuncia la expedición de Tíamis contra Menfis, expedición que sólo se desarro­ lla en el libro V II; desde el libro I I el lector sabe, si bien vagamente, que los jóvenes llegarán a Etiopía, pero esto sólo ocurre al final de la novela. En defini­ tiva, gracias al suspense logrado mediante este com­ plejo sistema de anticipaciones, retardaciones y expli­ caciones de hechos ya narrados desde un punto de vista diferente, que iluminan un episodio determinado desde nueva luz, las aventuras de los héroes quedan convertidas en partes de un todo único. Paralelismo. En este intento de integrar las conven­ ciones narrativas en una unidad dirigida al descubri­ miento final, tienen también importancia otros facto­ res. Ni siquiera un lector poco atento puede dejar de percibir ese cierto paralelismo existente entre las di­ versas aventuras y los sucesivos personajes con los que entran en contacto Teágenes y Cariclea. Existen en la novela tres acciones diferentes principales, junto a algunas aventuras de carácter episódico: el destino de Teágenes y Cariclea; el de Calasiris y sus hijos, y el de Hidaspes y Persina, junto a sus antagonistas Oroón­ dates y Ársace. La acción de cada uno de estos temas ofrece numerosos paralelismos y coincidencias con los

otros, y lo mismo ocurre con los episodios tangencia­ les a la acción principal. Así, los tres sacerdotes que intervienen en la novela: Caricles en Grecia, Calasiris en Egipto, Sisimitres en Etiopía, determinan de modo diverso el curso de los protagonistas, y cada uno pa­ rece constituir un peldaño en la ascensión que condu­ cirá a los jóvenes al sacerdocio; pero aún hay más porque son sacerdotes, respectivamente, de Apolo en Delfos, de ïsis en Menfis, y del Sol en Méroe, los tres lugares donde acontecen los episodios más relevantes de los jóvenes enamorados. También la identificación de Apolo y el Sol hace que la narración constituya una unidad; la progresiva aproximación a la divinidad so­ berana, el Sol, induce a considerar los viajes y el curso de la acción como un descubrimiento de la realidad divina en tres fases distintas. Los propios sacerdotes dan pruebas de esta gradación en la ascensión a una religión más pura: Caricles es ingenuo y pocas veces acierta a comprender la razón verdadera de los he­ chos; Calasiris es más perspicaz, pero no está exento de ciertos rasgos (fundamentalmente, su afición a la mentira piadosa o al menos a no revelar toda la verdad desnuda, y su interés en la literatura, mundo también de ficción), que le hacen ser inferior a Sisimitres, que representa, sin duda, la culminación de la esencia religiosa y del interés por la verdad en estado puro. Un certamen atlético en Delfos, una carrera con armas en el duelo ante las murallas de Menfis y una lucha personal ante Méroe marcan los puntos culmi­ nantes de la acción en cada uno de estos escenarios. Es, naturalmente, improbable que estos paralelismos carezcan de un sentido. Sin poder asegurar que ésta sea su única función, sí es cierto que tales paralelismos tienden a hacer una unidad de los distintos episodios y lugares en que intervienen los protagonistas. Un valor simbólico es también probable, aunque, en el

estado de nuestros conocimientos, no exista base sufi­ ciente para afirmar qué alegoría, en el caso de haber­ la, encierran tales temas característicos. Entrelazamiento de temas y personajes. Estos dis­ tintos lugares y personajes que se relacionan con los héroes principales no forman compartimentos estancos entre sí. Los diversos lugares en los que se desarrolla la acción están en estrecha relación gracias a las aven­ turas de los personajes secundarios. Delfos y Egipto son el escenario de las aventuras de Calasiris y Ca­ ricles; cada uno de ellos hace el viaje entre estos lugares, aunque en sentido contrario. Cnemón y Tisbe aparecen en Atenas y en el país de los vaqueros; nin­ guno de éstos llega a Menfis, pues es Tíamis quien cumple el cometido de superponer las aventuras del delta del Nilo y las de la capital de la satrapía de Egipto. Además, cada uno de los personajes de la no­ vela obtiene un final acorde con su género de vida: todos los que son amorales mueren; Nausicles condu­ ce a Cnemón a Grecia, el lugar que les corresponde a ambos, según su concepción mítica de la religión; Tíamis y Calasiris, en Menfis; Teágenes y Cariclea son los únicos que llegan a Etiopía, el país donde reina una monarquía teocrática. Por supuesto, la castidad de los protagonistas, observada a todo trance, los convier­ te en seres superiores a los que los rodean, y, por tan­ to, dignos de acceder al estadio más puro de la reli­ gión. También, en cada escenario, Cariclea ha de sufrir la presión de un intento de boda: Alcámenes, el mer­ cader tirio, Traquino y Peloro, Tíamis, Aquémenes y Oroóndates, y Meroebo, con su pretensión de unirse a Cariclea en matrimonio, intentarán desviar a los pro­ tagonistas de su meta. Gracias a ello, amores y viajes quedan unificados y convertidos en facetas distintas de un mismo desarrollo temático. En conclusión, los

diferentes lugares que atraviesan Teágenes y Cariclea en su ruta no sólo presentan aventuras paralelas, sino que, además, unas están superpuestas a otras; los per­ sonajes secundarios reaparecen en dos lugares al me­ nos y aseguran la trabazón total de episodios y escena­ rios. Gracias a esta especie de red los sucesos narra­ dos previamente prefiguran los posteriores, y éstos, a su vez, iluminan desde una nueva luz los precedentes. Es posible que todas estas concomitancias tengan una finalidad simbólica y no estén al servicio únicamente de la composición, aunque se nos escape la correcta interpretación; en cualquier caso así parece haber in­ terpretado Cervantes la novela de Heliodoro, porque él mismo en su Persiles y Sigismundo, ha dado al rela­ to un claro contenido alegórico11. Influencia de la « Odisea». Desde hace tiempo se ha observado que la composición de las Etiópicas es am­ pliamente deudora de la Odisea. El episodio de Cne­ món es comparable funcionalmente a la Telemaquia de la Odisea; la larga narración de Calasiris en pri­ mera persona ( I I 24-V 34) se corresponde, aparte de ciertas discrepancias menores, con el relato de Ulises en el país de los feacios. De esta suerte, la primera mitad de la novela forma una unidad mayor y se corresponde con el fin del canto X II de la Odisea. A partir de aquí, la narración se prosigue, en ambas, si­ guiendo el estricto orden temporal. Teágenes y Cari­ clea muestran su astucia, al igual que Ulises, en las falsas aventuras que narran a otros personajes, y el final de la novela consiste en una anagnorisis. La imi­ tación en los detalles es igualmente frecuente. Es útil recordar, en este punto, que durante los siglos m y i? Véase, por ejemplo, la «Introducción biográfica y crítica» de J. B. A v alle -A rce a su edición de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, Madrid, 1969, págs. 7-30.

d. C. fueron abundantes las interpretaciones simbó­ licas de Homero y, en particular, de la Odisea; basta mencionar a Porfirio, autor de una interpretación de esta índole en su Sobre la gruta de tas ninfas, y de una Vida de Pitágoras, ambas conservadas. Hay que reconocer, al menos, la coincidencia en la esfera de intereses de ambos autores. IV

3.3, La r e l i g i ó n . — Por tanto, la composición de las Etiópicas manifiesta una extremada elaboración, en la que hay que subrayar dos características esen­ ciales: la unidad de los diferentes episodios y la estruc­ tura lineal de la acción, es decir, la firme voluntad de ofrecer una meta a los viajes y amores de los héroes. Gracias a estos rasgos, Heliodoro ha dado un contenido nuevo a lo que no eran más que convenciones del género que cultivaba. Pero lo que subyace bajo este modo de composición y le dota de un sentido más profundo es la intención religiosa del autor. Son los dioses quienes guían la acción hasta llevar las aventu­ ras a una meta fijada; oráculos, sueños, apariciones y, en definitiva, la providencia divina marcan el destino de los protagonistas y personajes secundarios. Más aún que los dioses es el dios, porque Apolo en Delfos y el Sol en Etiopía no son más que aspectos étnicos dife­ renciados de una idéntica idea divina. El propio He­ liodoro afirma con toda claridad la identidad de Apolo y el Sol. En correspondencia con él, se halla la tríada femenina de diosas, Artemis, Isis y Luna, también aspectos étnicos de una misma divinidad. El hábito de identificar a dioses griegos con otros extranjeros es frecuente ya desde Heródoto, y particularmente evi­ dente en Heliodoro. De manera significativa, el final de los protagonistas es el sacerdocio del Sol y la Luna, y a él son conducidos por Caricles, Calasiris y Sisimitres, sacerdotes de Apolo, Isis y Helios, respeo

tivamente. La propia Cariclea, sirvienta del templo de Ártemis, enemiga feroz del matrimonio como la diosa, es comparada con Isis en algunos pasajes; Apolo pro­ nuncia por boca de la Pitia el oráculo que desencade­ na la acción y anuncia el desenlace feliz, consistente en el matrimonio y el sacerdocio en Etiopía; a Cala­ siris se le aparecen Apolo y Ártemis conduciendo de la mano a Teágenes y Cariclea respectivamente; incluso la historia ficticia que narra Cariclea ante Tíamis pre­ senta a los héroes como sacerdotes de Apolo y Ártemis. Todo esto evidencia que la finalidad religiosa — apolo­ gía de la religión, más bien en abstracto— determina el curso de la acción. Además, gracias a esta inten­ ción, consustancial con toda novela griega, Heliodoro da un sentido nuevo a lo que era tradición en el gé­ nero: la fidelidad inquebrantable de los protagonistas y su castidad sin límites. En el caso del protagonista masculino, la castidad es consecuencia de su juramen­ to a los dioses, hacia los que Teágenes siente una devoción sin mácula; además, el oráculo de Apolo en Delfos vaticina su unión sólo cuando hayan llegado a Etiopía. De este modo, la castidad de los protagonis­ tas puede adquirir más importancia aún que en otras novelas griegas, por estar integrada en la acción prin­ cipal y ser consecuencia de la piedad de los héroes. Todas las aventuras de los enamorados terminan feliz­ mente cuando reciben de manos de Hidaspes la mitra que los consagra como sacerdotes del Sol y la Luna, los dioses puros por antonomasia. Con esto, pues, la pureza, elemento convencional del género novelesco, adquiere una profundidad esencial en la novela de He­ liodoro: la castidad inmarcesible de los protagonistas es consecuencia de la piedad hacia los dioses y de su dedicación a los dioses puros por antonomasia. Así, Teágenes y Cariclea son, gracias a su búsqueda de una piedad radicalmente pura, el trasunto humano de las

parejas divinas que forman Apolo y Ártemis, y Sol y Luna. Numerosos pasajes y la propia procesión final inducen a obtener esta conclusión. La novela de Heliodoro es, pues, por su intención, una apología de la religión en general. La descripción de Etiopía como país modelo descansa, de modo ex­ clusivo, en la piedad que allí se observa; Sisimitres, el jefe del colegio de gimnosofistas, preconiza una mo­ ral superior, a la vez que una piedad más pura, gracias a la supresión de las víctimas humanas; los héroes aceptan con resignación su marcha errante, aun sin comprender la finalidad, fiados tan sólo en la bene­ volencia divina; y si la Delfos histórica es idealizada, ello se logra cargando de religiosidad todo lo que a esa ciudad se refiere. La piedad de Heliodoro, empero, es particularmente visible en la presencia continua y en la actuación real y, a menudo, decisiva de los dioses que intervienen en la trama. Ahora bien, la religiosidad de Heliodoro no es la griega tradicional, sino la de época tardía, caracterizada por el sincretismo con otras creencias. Zeus sólo aparece una vez en uno de sus atri­ butos específicos, el de garante de la hospitalidad, y la mayoría de los dioses del panteón griego tienen escasa relevancia o son ignorados. En realidad, sólo Apolo, identificado con el Sol, el dios de la patria de Heliodoro, desempeña un papel importante, de modo que cuando se habla de «economía divina» es seguro que a él alude la referencia. La segunda diosa que forma la trinidad adorada por los etíopes es la Luna, y en ella también se revela la tendencia al sincretismo con Ár­ temis y con Isis. Dioniso es también objeto de vene­ ración en Grecia y Etiopía, y halla un correlato en la presencia de Osiris en Egipto. Se ha hecho notar que entre los dioses egipcios falta el más importante de época romana, Sérapis; esta ausencia debe ser atri­ buida, bien a la intención deliberada de eliminar su

culto en favor del Sol, bien a su sincretismo con éste mismo, circunstancia que excluiría su mención. Además de los elementos griegos y egipcios, otros hechos parecen responder al fondo iranio de la reli­ gión de Heliodoro, aparte del predominio del Sol, dios local de Émesa. Mitras no aparece pero tanto Mitranes coma Sisimitres lo llevan en su nombre. El concepto de antítheos (IV 7) parece ser de idéntica procedencia, y el que los dioses y démones sean, respectivamente, dispensadores de lo bueno y lo malo apunta en la mis­ ma dirección. Al mismo fondo iranio, más concreta­ mente sirio, han sido también atribuidas la adivina­ ción mediante la astrologia, las referencias a las tychai, junto a la presencia habitual desde época helenística de la Fortuna e, incluso, de las Moiras, y la mención de Hércules como dios patrono de Tiro. Aun así, Heliodoro se separa de la religión siria en dos aspectos importantes: en el repudio de las víctimas humanas en los sacrificios, y en el hecho de que la novela no está al servicio de la política religiosa de Heliogábalo. 3.4. Los p e r s o n a j e s . — Fácil es pensar que en una obra en la que la importancia de la intervención divina es tan grande, la psicología de los personajes ha de ser necesariamente débil. Éste es con seguridad el punto más criticado en cualquier novela griega, en particular en Heliodoro. La pureza a toda prueba, la fidelidad sin desmayo de los amantes y la confianza ciega en la di­ vinidad hacen que los protagonistas se nos antojen irreales y acartonados. Los personajes son casi siempre pasivos, y los impulsos de la acción, al menos en sus giros más importantes, nunca parten de ellos. Estas deficiencias en la caracterización individual son, sobre todo, evidentes en Heliodoro, porque las acciones pa­ ralelas y los episodios semejantes de las diferentes acciones habrían enriquecido la caracterización de

cada individuo. A cambio de esto, son sólo tipos abs­ tractos los que aparecen; y ello afecta, sobre todo, a la acción principal, porque los raros toques de humo­ rismo, ironía o realismo corren siempre a cargo de los personajes secundarios. La circunstancia de que la fina­ lidad educativa de la novela sea transmitida por los protagonistas es el principal motivo de que en ellos se roce lo falso. Aun así, conviene preguntarse si la caracterización psicológica atraía el interés de Heliodoro, y si la crítica de un lector moderno no hace otra cosa, en el fondo, que aplicar a la novela antigua pará­ metros que sólo pertenecen a la novela moderna y que, por tanto, son anacrónicos18. 3.5. La b ú s q u e d a d e l a v e r o s i m i l i t u d . — La búsque­ da de realismo en la novela reside en el ambiente geo­ gráfico e histórico en el que se desarrolla la acción. Cronológicamente, la trama se sitúa en la época de la dominación persa sobre Egipto. Nombres persas, etío­ pes y egipcios contribuyen a dar un colorido local, aunque en ningún caso los nombres de los personajes sean identificables históricamente. Hay también en las noticias geográficas dadas en la obra un aparente cui­ dado por reflejar los hechos de manera fidedigna. Además, cualquier información, tanto la justificación de las acciones de un personaje, como las que se re­ fieren a accidentes geográficos, acontecimientos histó­ ricos o creencias religiosas, es presentada con sus mó­ 18 En el Persiles (cf. A valle-A rce, loe. cit., pág. 27) — y esto también es perfectamente aplicable a las Etiópicas— , «la inten­ ción universalizadora del autor tiene, como consecuencia y con­ trapartida, la abstracción. Y por ello, los principales personajes del Persiles son todos unidimensionales y acartonados... Son símbolos de validez universal... La plenitud del Persiles como novela fue sacrificada en aras de la más alta intención ideo­ lógica».

viles y razones. Incluso el gusto por las explicaciones alternadas cuando Heliodoro no halla una justificación segura para un hecho determinado revela el mismo decidido propósito de realismo. El autor, mediante estas explicaciones alternadas, se sitúa en la actitud propia de un historiador y hace así verosímil su narra­ ción. La misma intención de producir realismo se con­ sigue mediante otras técnicas: las alusiones a circuns­ tancias bien conocidas del mundo real, bien sean he­ chos históricos (p. ej., los vaqueros o Bukoloi egip­ cios), religiosos (p. ej., la importancia de Delfos) o literarios (p. ej., la teoría acerca de la procedencia de Homero) y científicos (p. ej., el nilómetro de Siene); no se trata, pues, simplemente de excursos en los que el autor muestra su erudición, sino de elementos que cumplen una función en la economía de la novela. Por otro lado, la proliferación de detalles inorgánicos mani­ fiesta la misma intención (p. ej., la conversación con el amante de Isíade de Quemis) de dar verosimilitud a la narración. De estos modos, Heliodoro incorpora a la composición de su obra características que, aleja­ das del tema, cumplen, no obstante, una función. Sin embargo, el detallismo y esta preocupación por la exactitud de sus afirmaciones es puro espejismo casi en su totalidad, y un examen más próximo descu­ bre numerosos anacronismos y malentendidos. En lo que toca a los hechos históricos, las inexactitudes son manifiestas: la descripción de un gran estado etíope con diversos pueblos tributarios en época del dominio persa en Egipto adolece de un error de siglos; la pre­ sencia de los auxomitas y de los jinetes acorazados es también anacrónica, e igualmente, el desarrollo avanzado de la poliorcética que supone el asedio de Siene. Llamativo es también que Cnemón hable del lugar en que se halla el monumento de los epicúreos ( I 16, 5). Otras referencias históricas probablemente

INTRODUCCION

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eran ya tradicionales en la novela, y Heliodoro tenía una información derivada de ella. Es el caso de los vaqueros, que aparecen en Jenofonte de Éfeso ( I I I 12) y en Aquiles Tacio (IV 12, etc.). De cualquier modo, Heliodoro no da, acerca de ellos, ningún detalle sig­ nificativo, sino sólo informaciones banales. Las informaciones de carácter geográfico dejan ver también notorias inexactitudes, y en el caso de ser veraces, pueden ser producto de la utilización de otras fuentes. La contradicción más flagrante aparece en V III 15, 7, donde se afirma que «se desvió del camino de Tebas y se dirigió a Siene». Ambas están sobre el cauce del Nilo, ruta que siguen Bagoas y su destaca­ mento. Por otra parte, llama la atención que en un autor tan minucioso como Heliodoro nunca se advierta al lector de que Elefantine estaba edificada sobre una isla en el Nilo; quizá esta omisión no es más que pro­ ducto de la ignorancia. En cuanto a las informaciones acerca de Delfos, nada se puede dejar sentado con se­ guridad. En conclusión, Heliodoro manifiesta una in­ tensa preocupación por describir un ambiente geográ­ fico y una situación histórica fidedignos; sus informa­ ciones, empero, son a menudo erróneas, o vagos e imprecisos reflejos de la fuente en la que se haya inspirado. Sin embargo, todo ello ha sido incorporado a la novela para cumplir una función precisa: no son meros apuntes de erudición, como se ha sostenido con frecuencia, sino medios eficaces para dar a la obra cier­ to tono realista que acerque al lector el contenido de un tema convencional. 3.6. F u e n t e s . — La novela como género literario pretende ser una suma de los géneros literarios de la literatura clásica griega. La épica, la tragedia y la co­ media, la historia y la oratoria, forman en la novela una amalgama. Es natural, pues, que Heliodoro imite

con frecuencia a H om ero19, a los trágicos, a los orado­ res y a los cómicos de la Comedia Nueva20. Ya hemos visto que la estructura de las Etiópicas es ampliamen­ te deudora de la Odisea; las reminiscencias literarias procedentes de Homero son muy abundantes, aunque desaparezcan prácticamente en los últimos tres libros. Por supuesto, la finalidad es dar solemnidad y altura épicas a la acción, y esto'mismo explica que tales imi­ taciones falten en los libros finales: la narración bélica en torno a Siene y el desenlace final ofrecen suficiente grandeza, como para prescindir de las citas. Además, Heliodoro sostiene una hipótesis acerca de la proce­ dencia egipcia de Homero, cita versos con frecuencia, los interpreta de manera simbólica y modela ciertos episodios de acuerdo con otros de los poemas épicos; en fin, todos los personajes, griegos o no, conocen a la perfección la Iliada y la Odisea. La tragedia es, junto a la épica, el género más recor­ dado e imitado. Desde hace tiempo se ha observado que las metáforas procedentes de la lengua del tea­ tro son muy usuales en la lengua de Heliodoro; igual­ mente, la puesta en escena es semejante a la tragedia21. 19 Sobre la influencia de Homero, cf. sobre todo C. W . Kbyes, «The Structure of Heliodorus’ Aethiopica», Studies in Philology, Univ. o f North Carolina 19 (1922), 42-51 (en ocasiones excesivo); E. Rohde, op. cit., págs. 490-3; E. F e u illa tre , op. cit., págs. 105114; R. W. Garson, Acta Classica, 18, 1976, 137-140. 20 Cf. E. W . W hittle , Classical Philology, 56, 1961, 178-9 con referencias. 21 Para las metáforas procedentes de la lengua teatral, ver J. W . Walden, Harvard Stud, in Class. Phil., 5, 1894, 143; E. F e u illatre, op. cit., págs. 88 y sigs. Acerca de la influencia del teatro sobre la puesta en escena, ver E. H. H aight, op. cit., pág. 91; Rattenbury-Lumb, «Introduction» a la ed. Budé, X X II; W . B ühler, «Das Element des Visuellen in der Eingangsszene von Heliodor Aithiopika» , Wiener Studien, nueva serie, 10 (89), 1976, 177-185; en todos los casos, se subraya la relación con la técnica cinematográfica.

Por otra parte, abundan los episodios imitados de obras conocidas, o las citas teatrales22. Como era de esperar, los paralelos con Esquilo son muy dudosos, si es que realmente hay alguno; imita a Sófocles en pocos pasajes, aunque no ofrecen duda alguna en cuanto a su procedencia; y es, por supuesto, Eurípides el autor más recordado por Heliodoro. Aparte de algunas citas literales, episodios enteros, como el de Cnemón y Deméneta, están inspirados en Eurípides, y el propio Heliodoro, al mencionar a Hipólito y Teseo dentro de su narración, confirma la fuente de su inspiración. Aunque en cada ejemplo concreto de los señalados por Feuillatre, sea imposible obtener seguridad plena de que Heliodoro imita a Eurípides, la evocación de te­ mas euripideos en las Etiópicas es persistente. Platón es, en algunos casos, seguro modelo de Heliodoro (cf. V 16; I I I 1,1). Naturalmente, buena parte de las infor­ maciones dadas por Heliodoro acerca de realia proce­ den de Estrabón o los historiadores, y tanto Plutarco como Luciano han sido señalados como modelos para ciertos pasajes de las Etiópicas. En cuanto a las no­ velas, la relación con la Vida de Apolonio de Tiana, aunque recientemente ha sido puesta en tela de juicio, está lejos de cualquier duda razonable, así como la relación con Aquiles Tacio23. En definitiva, en las

22 Multitud de referencias — a veces dudosas— en E. F e u illa ­ tre, op. cit., págs. 115-121; fragmentos de versos de la tragedia en Heliodoro son probables en V 19, 1; V 31, 4; X 16, 1; seguro, en I 8, 7 (según las notas correspondientes de Rattenbury en su edición). 23 Sobre la posible influencia de los Apis ta de Antonio Diogenes, véase A. Borgogno, Prometheus 1 (1975), 135-157; sobre otros modelos, coincidentes con una novella de Apuleyo, T. Szepessy, Acta Antiqua Hung. 20 (1972), 341-357 (cf. nota a II 29). Las reminiscencias de la Vida de Apolonio de Tiana en He­ liodoro pueden hallarse recogidas en E. F e u illa tre , op. cit.,

Etiópicas son manejadas fuentes de diversa proceden­ cia, de suerte que el conjunto constituye una amalgama de materiales. 3.7. L e n g u a y e s t i l o . — No es, por tanto, extraño que la lengua y el estilo de las Etiópicas sean un pro­ ducto complejo en el que se mezclan materiales de di­ versa procedencia y época. Aparecen formas que, des­ de un punto de vista morfológico, pertenecen a fases diferentes de la historia de la lengua griega, y la causa no es otra que la formación libresca de Heliodoro y su interés por dignificar la obra. Esta justificación es la única posible para la alternancia de aoristos sigmáti­ cos y radicales, para la presencia de -σσ- o -ττ- en los mismos contextos, -$/-ει en la segunda persona de las formas verbales en voz media, ξυν-/συν-, usos sintácti­ cos aticistas, junto a otros de época tardía, presencia o ausencia de partícula modal, etc. Es posible que algu­ nos de estos hechos deban ser atribuidos a faltas enlos manuscritos, pero es importante observar que el testimonio de ellos conduce a la misma conclusión que el estudio de las fuentes o los rasgos de estilo: la prosa de Heliodoro está formada por estratos de épo­ ca y procedencia distintas, que obedecen a la preocu­ pación por conseguir elevación literaria. Es a este respecto significativo que, como en la prosa más cui­ dada, los hiatos entre palabras sean sólo los que ad­ mite la prosa artística o procedan de enmiendas y variantes textuales24. Igualmente, el vocabulario se ha­ lla plagado de palabras que pertenecen a la poesía, como, por lo demás, es frecuente en la prosa tardía. El mismo propósito de elevación pretende la tendenpágs. 128-132 (aunque su discusión es, a veces, hipercrítica); cf. infra, 12 y n. 3. 24 Véase M. D. Reeve, «Hiatus in the Greek Novelists», Classical Quarterly 21 (1971), 514-539 (esp. 518-521).

cia de Heliodoro a evitar la expresión más directa y con el vocabulario más usual en griego, sustituyendo formas frecuentes por palabras más raras, o precisan­ do las formas verbales simples por compuestos espe­ ciales. La misma sensación de artificiosidad y de exquisita elaboración producen las audaces metáforas inapropiadas en la prosa, que, como los demás hechos de su lengua, producen en el lector cierto desconcierto por lo inesperado, además de impresión de artificio rebuscado y, por tanto, pesado. Todos estos elementos se combinan en largos períodos, en los que la subordi­ nación no es excesiva, pero sí muy numerosos los par­ ticipios que precisan todas las circunstancias de la acción ^ Desde el punto de vista estilístico, lo más llamati­ vo es el afán de variedad, junto a la tendencia a un estilo solemne. Heliodoro, siguiendo la tradición de Menandro, intenta caracterizar a cada personaje por un estilo diferente. Así, Cnemón narra su historia con sencillez, sin aparentes pretensiones; la subordinación es menos habitual que en Calasiris, que emplea con más frecuencia la antítesis, las metáforas y las citas literarias, aunque el vocabulario no sea muy dispar entre ambos. El relato de Calasiris está salpicado de alusiones literarias, pero el de Heliodoro, en tercera persona, se caracteriza más bien por las frases senten­ ciosas que resumen un episodio. El autor de las Etiópi­ cas es, además, un experto artífice en los recursos de la retórica. La búsqueda de antítesis, reforzadas, en general, por homeotéleuton o simetría y, más raramen­ te, por aliteración, domina la narración. Aunque mu­ chas son tradicionales, revelan de modo general el inte­ rés de Heliodoro por el oxímoron y por la búsqueda 25 Cf. O. Mazal, «Die Satzstruktur in den Aithiopika des Heliodor von Emesa», Wiener Studien 71 (1958), 116 sigs.

de efectos paradójicos. El afán de variedad y el manejo de la retórica resultan también evidentes en la forma de la narración: además del relato del autor, narracio­ nes de los personajes, diálogos — que constituyen alre­ dedor de un tercio de la totalidad— , máximas, discur­ sos, cartas, lamentaciones o trenos, versos, descripcio­ nes o digresiones de carácter paradoxográfico — aunque son más raras que en otros novelistas, o incluso, se evitan cuando cabría la posibilidad de un excurso— . Pero aún hay más. Tomemos como ejemplo los cuatro discursos que aparecen en la obra: de Aristipo, Cari­ cles, Tíamis e Hidaspes respectivamente. Cada uno de ellos, además de estar diferenciado del contexto que le rodea, presenta características especiales que le indi­ vidualizan de los demás. En Caricles predomina el pa­ thos, la agitación, las frases entrecortadas y laxas desde el punto de vista gramatical; en Tíamis, la con­ cisión, la urgencia ante el peligro, la resolución, ade­ más de cierto aire tucidideo; el de Aristipo trata de ser lisíaco; y el de Hidaspes, por fin, es un ejercicio de retórica en el que abundan sobremanera los concetti. La maestría de Heliodoro en el uso de los mecanis­ mos convencionales de la novela griega se revela, con claridad, en todos los aspectos desde los que se exami­ ne su obra. Lástima que tan exquisita elaboración, tanto celo por dar un sentido nuevo a lo que era pura convención, tan escrupuloso uso de fuentes, tal cuidado en la lengua y el estilo, y, en fin, tanto detalle en la composición estén al servicio de un contenido nada renovador; Heliodoro marca, sin duda, el punto culmi­ nante en el desarrollo de la novela griega antigua, y de lo único que un lector moderno puede acusarle es de no haber sabido superar las limitaciones que el pro­ pio género y el tema conllevaban. Grave acusación, por lo demás.

4.

Valoración e influencia en la literatura posterior.

A juzgar por los papiros hallados de la Antigüedad, las novelas griegas alcanzaron una gran difusión; las propias noticias de que Aquiles Tacio y Heliodoro llegaron a ser obispos son una prueba de que eran tam­ bién ampliamente conocidas entre los círculos cristia­ nos. Y no sólo esta literatura estaba destinada a las clases burguesas o populares, profesos de una u otra religión. Curiosamente, el primer y único testimonio acerca de la novela griega en la Antigüedad procede del emperador Juliano, que, pocos años después de los panegíricos mencionados más arriba, escribe una mi­ siva en relación con la reforma del clero pagano, en la que recomienda a los sacerdotes abstenerse de leer novelas de amor ( erótikaí hypothéseis), porque su lec­ tura despierta las pasiones. Precisamente por esta ra­ zón, un médico, alrededor del 400, recomendaba la lectura de Jámblico, entre otros autores de amatoriae fabulae, como procedimiento para remediar la impo­ tencia. Estos detalles hablan en favor de la amplia di­ fusión de las novelas griegas entre todas las capas sociales. La influencia de Heliodoro durante la Edad Media ha de ser considerada desde dos puntos de vista dis­ tintos. Por un lado, la crítica bizantina le ha dedicado su atención, y poseemos dos introducciones a la obra, que resumen el contenido y dan ciertas valoraciones generales: Miguel Psello (s. xi), que en su compara­ ción con Aquiles Tacio se muestra siempre elogioso ha­ cia Heliodoro, y Focio (s. ix), que si bien es, en lo esen­ cial, superficial e injustamente negativo, no deja de valorar, en ocasiones, su estilo y su altura. Sin embar­ go, el testimonio más importante sobre el prestigio de que gozó Heliodoro desde fecha temprana procede

del filósofo neoplatónico Filipo (s. v), que compuso una exegesis de las Etiópicas. A la manera de los diálo­ gos de Platón, Filipo comienza diciendo que en los propileos del templo de Afrodita en Constantinopla escuchó una recitación de Heliodoro, que le dejó per­ plejo. Tras un diálogo acerca de las Etiópicas, en el que se habla del contenido moral de la obra, pasa, en una segunda parte, a dar una interpretación alegórica que revela su sentido profundo implícito. El propio Heliodoro, que interpreta de este modo algún pasaje de Homero y su propio nombre, el nombre del Nilo y el mito de Isis y Osiris, apoya la empresa de dar este tipo de explicación al conjunto de su novela. De este modo, según Filipo, Cariclea representa el alma, y los viajes de la heroína desde Grecia hasta Etiopía son semejantes al proceso que sufre el alma desde la oscu­ ridad a la luz. Teágenes, su amado, ha de ser el cono­ cimiento filosófico; Calasiris, el maestro que conduce el alma hacia el conocimiento; y Caricles, el padre putativo que enseña a Cariclea a dominar sus pasio­ nes, ha de representar el bios praktikós. Las explica­ ciones etimológicas de los nombres de otros personajes y el valor numérico de las letras que componen sus nombres son también puestos en juego para apoyar esta interpretación. Cualquiera que sea su valor, esta exégesis prueba el interés que manifestaban por Heliodoro los círculos cultos y los ambientes filosóficos de la Baja Antigüedad y de la época bizantina. Conviene recordar que interpretaciones de este cariz son habi­ tuales para Homero, Virgilio y los autores más renom­ brados. Que un trabajo de este tipo haya sido dedica­ do a las Etiópicas es prueba inequívoca de la estima de que disfrutaba. Además, diversas citas en antolo­ gías y otros escritos entre los siglos ix y xn documen­ tan el estudio continuado de la obra.

INTRODUCCIÓN*

Por otro lado, desde el siglo x n comienza la flora­ ción de la novela bizantina, que, en general, toma como modelos a Heliodoro y Aquiles Tacio: Teodoro Pró­ dromo, Constantino Manases, Nicetas Eugeniano y otros autores se han inspirado, con mayor o menor pro­ ximidad, en las Etiópicas. Finalmente, del siglo XV data la «Protheoria» a Heliodoro de Juan Eugénico, un escritor introductorio que despliega también una inter­ pretación alegórica de la novela. A partir del Humanismo y el Renacimiento, la in­ fluencia de Heliodoro en las literaturas europeas ha sido, sin exagerar un ápice, decisiva. De 1534 es la edi­ tio princeps del texto griego, obra de Opsopopeus, publi­ cada en Basilea, pero ya antes era conocida por traduc­ ciones e imitaciones. Entre los humanistas, es preciso mencionar a Angelo Poliziano, que cita nuestra novela e, incluso, traduce al latín una parte del libro X, y a Juan Láscaris, que recogió en Bizancio más de dos cen­ tenares de manuscritos, entre los que se hallaba al menos uno de Heliodoro. No obstante, las referencias de los humanistas podrían ser entendidas como resul­ tado del conocimiento de las Etiópicas en un restrin­ gido círculo de la crítica especializada; es evidente que la amplia difusión de Heliodoro en el Renacimien­ to y en los siglos posteriores procede, sobre todo, de las diversas traducciones. En primer lugar, la latina de Warschewiczlci, aparecida en Basilea el año 1552, y reimpresa luego varias veces; un epítome latino de Heliodoro fue publicado en 1584, obra del filólogo Mar­ tin Crusius. De las versiones en lenguas nacionales hay que destacar la que, sin duda, es más famosa, la fran­ cesa de Amyot, el que sería también traductor de Longo y de Plutarco, impresa en el año 1547; en 1554, apa­ reció la primera traducción alemana, de J. Zschom, en el mismo año que la española, y en los años siguientes,

la italiana (de Leonardo de Ghini, 1559; una más aún, en Génova, 1569) y la inglesa (Unterdowne, 1569). Los humanistas españoles se han ocupado de las Etiópicas en repetidas ocasiones. Uno de ellos, Fran­ cisco de Vergara, relacionado con los círculos filológi­ cos de Alcalá de Henares, autor de una gramática latina y traductor latino de algunas obras griegas, com­ puso en su vejez, a juzgar por diversas noticias, una traducción de Heliodoro, e incluso, se nos dice que para su elaboración se sirvió de un manuscrito vati­ cano, lo que permite suponer que su traducción era di­ rectamente del texto griego. Se añaden, además, en nuestras noticias ciertos juicios elogiosos sobre la cali­ dad de la versión. No obstante, es probable que la muerte del autor le impidiera coronar su tarea, lleván­ dola a la imprenta. La primera traducción española conservada fue publicada en Amberes, el año 1554, por «un secreto amigo de la patria», que, si no firmó su obra y prefirió ocultar su identidad, probablemente se debió a que estaba vinculado con los erasmistas espa­ ñoles de Alcalá26. Una segunda impresión fue prepa­ rada en Salamanca, el año 1581 (aún otra en Alcalá, 1585), que cayó en el olvido, superada por la versión de Fernando de Mena. Como el propio autor anónimo declara, se trata de una versión de la traducción fran­ cesa de Amyot, de la que sigue su lento desarrollo, afectada de cierta monotonía. La acogida que le dis­

26 Véase B ataillo n , Erasmo y España, II, pág. 317 y F. López Estrada, página X I V de su Introducción a la edición de la traducción española de Femando de Mena, donde se apunta la posibilidad de que el autor haya imitado de modo consciente la versión francesa, bien por su larga ausencia de España, si es que era realmente un erasmista, bien por una intención deli­ berada de ensayar nuevas maneras de expresión, imitadas del francés. Acerca de Francisco de Vergara, véase también J. S. Lasso de la Vega, Cuad. Filol. Clás. 14 (1978), 20 sig.

pensó la crítica fue en general negativa27, y el propio Fernando de Mena la desdeña por su excesivo apego al original francés; aun así, es perceptible, en todo momento, que Mena la ha tenido bien presente a la hora de elaborar su propia versión. La última versión española en el siglo xvi es la de Fernando de Mena (Alcalá de Henares, 1587), hecha sobre la traducción latina de Warschewiczki, como se declara en la portada. Además, de ésta y de la anónima anterior española, F. de Mena ha utilizado la de Amyot, la italiana de L. de Ghini, y, en último término, ha cotejado su texto con el original griego, ayudado por Andrés Schott. Esta traducción, tanto en el léxico como en la sintaxis, es ampliamente deudora de la latina. El léxico se esfuerza por buscar un tono culto, y la frase suele ser compleja y larga, con sucesión de oraciones de relativo y ge­ rundios. Aim así, el juicio valorativo ha de ser en lo esencial elogioso, porque conserva con fidelidad el ritmo de la frase griega. Los defectos que puedan ha­ llarse en la versión castellana obedecen, en general, a la presencia de hechos semejantes en el original de Heliodoro. Es natural que un libro tan conocido y gustado — como corroboran las abundantes traducciones— haya ejercido una profunda influencia en la literatura euro­ pea durante los siglos xvi y xvn. Es sintomático, en este sentido, que Shakespeare ( Como queráis, V 1, 110-3) se contente con aludir a un episodio de Heliodoro ( I 30) de una manera tangencial y, a nuestros ojos, casi críptica. Diversidad de juicios elogiosos vie­ nen también a corroborar la estima literaria de que gozaba Heliodoro. Montaigne y Bernard de la Mon27 Cf. F. López Estrada, op. cit., págs. X IX y sig., a quien necesariamente hay que remitir para todo lo que se refiere a la influencia de la obra de Heliodoro en la Literatura española.

noye, siguiendo la antigua tradicción acerca del epis­ copado de Heliodoro, le ensalzan por haber acertado en su elección y haber preferido abandonar la dignidad episcopal antes que quemar la novela, la cual le daría infinita gloria. Mademoiselle de Scudéry advierte, en el prefacio de sus diez libros sobre Artámenes o el Gran Ciro (1649-1653), que ha tomado y que siempre tomará como únicos modelos al inmortal Heliodoro y a Hono­ rato Urfé. «Estos son — continúa— los únicos maestros que imito y a los únicos que hay que imitar; pues· quienquiera que se aparte de su camino con seguridad se extraviará.» Pantagruel (IV , 63) parte con un texto griego de Heliodoro a su gran viaje por mar, y por la tarde entretiene el ocio con su lectura. Lope de Vega le llama «poeta en prosa» y «griego poeta divino» (La dama boba, acto I, escena IV ), y le dedica otras varias referencias a lo largo de su obra28. Proverbial es, sobre todo, la estima de Racine hacia nuestra novela. Por el testimonio de su hijo sabemos que admiraba «su estilo y el maravilloso arte con que es conducida la narración»; cita con frecuencia a Heliodoro y, al pa­ recer, tuvo el proyecto de escribir una tragedia titu­ lada las Etiópicas; por lo demás, en su obra se han apreciado frecuentes imitaciones e influencias proce­ dentes de Heliodoro. Resta únicamente, para componer este cuadro que habla del prestigio de Heliodoro du­ rante los siglos X V I y xvn, el juicio y la valoración que hacen de las Etiópicas Alonso López Pinciano, en su Filosofía antigua poética (Madrid, 1596), y Cervan­ tes. En cuanto al último, baste por el momento recor­ dar que en el prólogo a las Novelas ejemplares anun­ cia la aparición del Persiles, «que se atreve a competir 23 Las referencias, tomadas de F. López Estrada, son: Laurel de Apolo, silva V III; Dorotea, acto IIÏ, escena I; preámbulo de Las Fortunas de Diana; De cosario a cosario, acto III, escena I.

con Heliodoro». López Pinciano, un erudito formado en Alcalá, trata de las Etiópicas, con cierta extensión, al referirse a la poesía épica, y sostiene que los liaros de ficción como el de Heliodoro pueden tener catego­ ría semejante a la litada y la Eneida. En su estudio observó, entre otras cosas, la deuda de Heliodoro hacia Homero en la composición y elogió su puesta en escena teatral, imitada de la tragedia. Ya en el siglo xvn con­ tinuó tanto la tradición del interés por las Etiópicas, como las valoraciones positivas de la obra. José de Pellicer (E l Fénix y su Historia natural, Madrid, 1630), aún conoció otra versión castellana de Heliodoro, de Agustín Collado del Hierro, en quintillas, traducción o, más bien, imitación de la que sólo se conserva un breve fragmento29. Por último, en el prólogo al Cri­ ticón, de Baltasar Gracián, se mencionan, como modelo imitado, «los empeños de Heliodoro», es decir, la com­ plejidad de los diversos hilos de la trama argumentai. La abundancia de las traducciones, pues, y el juicio encomiástico generalizado muestran, de modo inequí­ voco, que Heliodoro era conocido y gustado por los eruditos. Pero aún hay más. Heliodoro ha contribuido a transformar la novela de la época, al imponerse como modelo digno de imitación. La novela de caballerías, la italiana y la pastoral eran los géneros cultivados en la época, además de la picaresca. La influencia de las Etiópicas ha contribuido a ciertos cambios en la pri­ mera de ellas: la dama amada deja de ser premio inac­ tivo de la victoria y comienza a intervenir de modo real y directo en la trama; por otro lado, el ideal de castidad que representa por ejemplo las Etiópicas sustituye al, más simple, apetito sexual. En cuanto a los episodios, en lugar de agentes exteriores fantásti­ cos, la acción es conducida, bien por seres humanos 29 Recogido por F. López Estrada, loe. cit., pág. L X X X V .

que entran en relación con los protagonistas, bien por la Fortuna, que persigue o premia a los héroes. La in­ fluencia es, sobre todo, visible en la estructura; el gusto por seguir hasta el final y entrelazar argumentos secundarios, unidos a su vez de modo laxo al tema principal, y la tendencia a ofrecer una trama compleja de personajes y escenarios, son en parte consecuencia de la influencia de las Etiópicas. También el escenario deja de ser imaginario y fantástico; aparecen, en cam­ bio, tierras, a menudo remotas, pero siempre identificables. De este modo, los ideales que informan el Persiles son ampliamente coincidentes con los de la nove­ la de Heliodoro. Aparte de las traducciones, las alusiones esporádi­ cas, los juicios de valor y la influencia sobre el género literario en sí, existe una infinidad de ejemplos que prueban con qué frecuencia Heliodoro ha servido de modelo para la literatura de los siglos xvi y xvn. Una circunstancia especial ha favorecido la influencia so­ bre la literatura española, además de los ideales litera­ rios: las consideraciones religiosas y morales. Más que componer una larga lista30, mencionaremos sólo las obras más conocidas en la literatura española. Influen­ cias seguras aparecen ya en Jerónimo de Contreras (1565?) en su Selva de aventuras; Gerardo y desenga­ ño del amor lascivo (1617), de Gonzalo de Céspedes y Meneses, desarrolla motivos acerca de la insuficiencia del amor mundano, como en Heliodoro; todavía en el 30 Referencias exhaustivas pueden hallarse en M . O efterin g, Heliodor und seine Bedeutung für die Literatur, Berlín, 1901; además, cf. S. L. W o lf, The Greek Romances in Elizabethan Prose Fiction, Nueva York, 1912, págs. 237-464; un amplio y cómodo resumen aporta O. W einreich, op. cit., págs. 252 y sigs.; para la literatura española, F. López Estrada, op. cit., págs. X IX X X X V III; algunas indicaciones para la literatura francesa en el prólogo de J. M a illo n (Budé), págs. XCV-CI.

siglo XVI, hay que mencionar la Diana enamorada, de Gaspar Gil Polo, traducida luego al latín. Influencias de Heliodoro han sido también halladas en la Galatea (1585) de Cervantes (v. López Estrada, pág. X X II con bibl.), en la complejidad de la trama argumentai y en la elevación del ideal de castidad. Es evidente, sin embargo, que las relaciones más estrechas con Heliodoro proceden del Persiles (1617), que, como esperaba el propio Cervantes, alcanzó entre sus coetáneos ma­ yor difusión y elogios que el Quijote, Las semejanzas en el tema y los motivos son, entre otros: los protagonistas fingen ser hermanos; las historias falsas que cuentan para ocultar su verdadera identidad; las seña­ les que permiten el reconocimiento de la hija; las quejas contra la Fortuna; la frecuencia de relatos se­ cundarios que retardan el desenlace; la aparición de la hechicería, la importancia de la fortuna en el aconte­ cer humano, etc. Es verdad que muchas pueden ser puras convenciones del género. Con todo, lo más impor­ tante es que Cervantes, al igual que Heliodoro, ha dado un contenido más profundo a las aventuras, hasta superar lo anecdótico. Hay, en ambos, intención de ejemplaridad; la geografía tiene un sentido ascen­ dente, y si comienza la novela en las umbrosas tierras del norte europeo, el final es en Roma, «el cielo de la tierra»; el amor de los héroes es una peregrinación que conduce a la depuración. Las intenciones son, por supuesto, diferentes, pero ambos autores coinciden en dar un contenido superior a los episodios tradiciona­ les 31. Era también tentador para cualquier escritor de comedias hacer de las Etiópicas una obra teatral. Pero 31 Sobre el Persiles, véase la Introducción citada más arriba de J. B. A valle-A rce con bibliog.; cf. también C. G arcía G ual , «Cervantes y el lector de novelas del siglo xvi», donde se halla­ rán igualmente abundantes referencias.

la adaptación de la novela al teatro requería una rup­ tura total de la estructura: era preciso desarrollar en orden cronológico lo que en Heliodoro no tiene esa su­ cesión. La primera obra con este tema en la literatura española es de Juan Pérez de Montalbán ( Teágenes y Clariqtiea, 1638)32. Del mismo asunto es la comedia de Calderón de la Barca titulada Los hijos de la Fortuna Teágenes y Cariclea. Determinadas innovaciones en la trama argumentai tienden a condensar de una manera más eficaz para el teatro una narración, que, a pesar de todo, sigue pecando de excesiva complejidad. Con­ viene señalar, además, que es más que probable que Calderón haya sentido el impulso de dramatizar este tema, guiado por una interpretación religiosa de la novela. El romanticismo, con su nueva estética, pronto sumió en el olvido nuestra novela, que todavía en el siglo x v iii conoció cierto auge. Desde entonces, las Etiópicas sólo han sido conocidas y citadas en un círcu­ lo restringido de eruditos. Aun así, conviene advertir que una de las óperas más famosas está, seguramente, inspirada en Heliodoro, si bien de forma muy libre y metamorfoseada. Nos referimos a Aida, cuyas concor­ dancias temáticas con nuestra novela son notorias; el libreto es de du Lóele y Ghislanzoni, sobre una idea del egiptólogo Mariette. En definitiva, pues, si el con­ tenido de las Etiópicas no suscita un vivo interés en el público actual, conviene pensar que a su autor, Heliodoro, lo han conocido, elogiado e imitado Cervantes, Racine, Tasso y, quizá, Verdi. Esto sólo ya es de por sí importante.

32 Un resumen del argumento, que informa sobre el trata­ miento dado al tema, y un juicio crítico (negativo en general) en F. López Estrada, op. cit., págs. X X X II-X X X IV .

5.

Transmisión del texto. Manuscritos y ediciones. La lista de los manuscritos que contienen las Etiópicas ha

sido llevada a cabo por los autores de las dos ediciones comple­ tas que han visto la luz en este siglo. Tanto Rattenbury-Lumb como Colonna enumeran veintidós copias que abarcan, tem­ poralmente, desde el siglo x i hasta el xvi (algunas, por tanto, posteriores a la editio princeps). Como, sin embargo, en cada edición se han pasado por alto dos copias diferentes, el núme­ ro total de los manuscritos ha de ser de 24. Para la elabora­ ción del stemma, la eliminación de los manuscritos que, de manera manifiesta, copian de otro conservado o que están tan estrechamente vinculados a otros subsistentes, que no merecen ser considerados separadamente, permite establecer un grupo de nueve, que han de ser objeto de estudio. Los seis más anti­ guos (dejando, por el momento, de lado los tres restantes, que proceden del siglo x v i) se remontan a un único modelo;

es

decir, se trata de un stemma cerrado, con un solo arquetipo, según se desprende de la concordancia general de los seis y de la existencia de un número

de faltas comunes. De este

arquetipo se han diferenciado pronto dos familias diferentes, pues son frecuentes las discrepancias entre un grupo de cuatro y los restantes. E n este punto, la edición de Rattenbury-Lumb, que prefiere siempre las lecturas de la familia que siglan con (5, frente al grupo γ (constituido por el codex Vaticanus, 157, del siglo xi, el más antiguo de Heliodoro, y el Monacensis, 157, de comienzos del siglo xv), sigue un proceder más justificado que ía edición de A. Colonna, que, en general, prefiere también las lecturas de β, aunque a veces sigue las de y, sin, al pare­ cer, un sólido criterio que lo justifique. De entre los miembros de la familia β merece un tratamiento especial el Marcianus, 409, de los siglos xi-xn (siglado Z ), porque está en muchos casos de acuerdo con γ y en contra de β. Para explicar esta situa­ ción, se impone la idea de que Z proviene de una contamina­ ción de ambas familias en una época en la que estaban ya sufi­ cientemente alejadas. En cuanto a los tres restantes miembros de la familia β, dos de ellos (B y P, en la sigla de RattenburyLumb; S y δ, en A. Colonna) parecen haber sufrido también

contaminación de la familia γ en época indeterminada de la tradición. Sólo C ( Vaticanus, 1390; de los siglos xm -xiv), por tanto, es fiel representante de la familia (3, según RattenburyLumb. La valoración de este manuscrito es, pues, a menudo, decisiva en su edición, y esta apreciación ha sido criticada des­ de diversos puntos de vista. En cuanto a los componentes de la familia y , el Vaticanus del siglo xi (V ) es el que representa de modo más fiel la tradición. Los tres grupos de manuscritos más recientes se caracteri­ zan, en general, por la abundancia de lecciones particulares. Algunas de sus lecturas son, desde luego, superiores a las de los manuscritos más antiguos, pero no estamos en condiciones de saber si, en estos casos, se basan en una fuente antigua o

si son productos

de enmiendas conjeturales. Las lecturas

erróneas son también numerosas e indican la negligencia de estos escribas tardíos, además de los defectos de sus propios modelos. De un modo general, cabe afirmar que su filiación es dudosa, pues siguen, bien a β, bien a y;

su valor, pues, de­

pende de las variantes concretas. Hasta aquí quedan expuestos los hechos más notorios acer­ ca de la transmisión del texto. En cuanto a las ediciones, ya han sido mencionadas las de Rattenbury-Lumb (Budé, vol. I, 1935; vol. II, 1938; vol. I l l , 1943; 2 * éd., 1960) y A. Colonna (Roma, 1938). La editio princeps, de Opsopopeus, fue impresa en Basilea, el año 1534; siguiendo las modas de la época, se trata de una reproducción del codex Monacensis, 157. L a segunda edición de Heliodoro apareció en Heidelberg, 1596, acompañada de la traducción latina de Warschewiczki, y fue preparada por H. Commelinus, que, cosa rara en la época, trató de estable­ cer el texto apoyándose en la comparación de los diferentes manuscritos que conocía. Gracias a sus sustanciales mejoras, se convirtió en la edición usual hasta la aparición del texto de Mitscherlich en Scriptores Erotici Graeci, a fines del siglo xvm . La edición de Coray, publicada en 1804, tenía en cuenta, ade­ más de las fuentes conocidas hasta entonces, las lecturas exis­ tentes en los márgenes de ciertos códices y en el ejemplar de Amyot, ambos procedentes, en último término, de Z. Esta edi­ ción está acompañada de un voluminoso comentario en grie­ go moderno. La edición teubneriana es de 1855, debida al cui­

dado de Bekker, que en la mayoría de los casos se limita a reproducir el texto de la de Coray. La última edición completa, en el siglo xix, es de Hirschig en Erotici Scriptores (Didot), publicada en 1856, que, en lo esencial, sigue el texto de Mitscherlich. Para las mejoras propuestas al texto después de la edición de Rattenbury-Lumb, existe una recopilación bibliográfica, apar­ te de algunas correcciones nuevas, y juiciosas, del propio autor, en las «Notes on Heliodorus' Aethiopica», CQ, 18 (1968), 282-7, de M. D. Reeve. Las discrepancias señaladas en el lugar corres­ pondiente

de esta

traducción con respecto

a la edición de

Rattenbury-Lumb proceden, en todos los casos, de las propias propuestas de Reeve o de las señaladas en la bibliografía que allí se recoge. En los demás casos y siempre que no se indique de modo explícito, la presente traducción sigue el texto de Rattenbury-Lumb.

NOTA BIBLIOGRAFICA *

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DISCREPANCIAS TEXTUALES RESPECTO DE LA EDICION DE RATTENBURY-LUMB

Texto adoptado

Rattenbury-Lumb I 2, 6, 3 I 3, 5, 2

θεόν

θεών

δεύτερον ήδη ήλίσκοντο

ήδη δεύτερον ήλίσκσντο

I 5, 2, 3

ύηερεκχύοεις

■παρεκχύσεις

I 8, 1, 4

αύτης

αύτοις

I 10, 2, 4

tô θησεύς ό εμός|

ου θησεύς ό έμός

I 11, 5, 8

σκέψαι

I 12, 4, 7

έτιιβουλεύσει’ Sv

κατάλαβε έταβουλεύσειε

I 15, 6, 7

ταότη έκέχρητο

ταύττ] κέχρητο

I 17, 3, 4

εν γειτόνων

εκ γειτόνων

I 22, 4, 7

άήτου

I 22, 6, 4

παιδίφ

α:εΙ παιδί οΰτω καί

122, 1, 2

οΰτως δν

II 6, 3, 8

μικρού

μικρόν

II 23, 5, 5

οϊνου

I I 29, 1, 4 II I 4, 2, 4

την γνώμην καί

οίνον Tfl γνώμη

ΣΙΙ 7, 5, 3

οίον

καί οϊον

I I I 7, 5, 4

εΐστοξεύοντα

είοτοξεύονται

I I I 7, 5, 8 II I 8, 1, 4

ερώτων τό δέ tras laguna

I I I 14, 1, 5 IV 7, 8, 2

εψην (ηκω )

των ερώτων τόδε sin laguna om. pl.

IV 13, 2, 7

όθνείου τινά

IV 13, 5, 2 IV 17, 5, 5

ήο οε ιληφότες

ην

νοθείου +TLvàt ■προσειληφότες

Rattenbury-Lumb

Texto adoptado

IV 19, 2, 5

ήδη επιδιώξετε

ήδη καί επιδιώξετε

V 1, 1, 7

λοιπόν καί ορθραι ύ-

καί

■ποψαίνοντος V 12, 1, 9 V 12, 3, 3

φυγαδεΒσαι έπεύχου παρών

άρθρου

λοιπόν

6ποψα(νοντος θεραπεΰσαι τοις

ίεροίς θειος

έπεόχου,

παρών

τοΐς

[εροΐς, θεοις

V 14, 1, 4

έκεκο ίλαντο

εκοιλαίνετο

V 17, 4, 2

άληθή

άλήθειαν

V 22, 2, 7

έν γειτόνων

έκ γειτόνων

V 24, 5, 5

σώζε θ ’

V 27, 9, 2

γάρ

σώζεΐν δη

V I 1, 2, 11

όλίγου

V I 13, 3, 3 V II 1, 4, 7

τόπων συλλαμβάνοιμεν

συλλαμβάνοι

V II 4, 2, 3

τί} δια.νοία

τήν διάνοιαν

V II 7, 7, 8

σύμπαν κα θ’ δ

σύμπαν μέρος κ α θ ’ δ

V II 9, 4, 4

διακονουμένων μόνον της è κ ε ί ν ο υ

διακονουμένη τής έ κ ε ί ν ο υ

εοικεν ôpçc ά λλά £τι

εοικεν δ μ μ α τα

V II 5, 2, 3

V I I 11, 10, 2 V II 12, 6, 5 V II 14, 6, 2 V I I 19, 6, 5 V II 21, 1, 8 V II 21, 3, 6 V II 25, 7, 2 V I I 28, 3, 5 V I I I 3, 8, 6 V I I I 5, 10, 4

ολίγον τόπον

<οδ>

οίδεν μη δέ τι λάθη γνώμην ώστε με λαμπρως πώς εύηνίου έπιθυμεΐ ή ψυχή

V I I I 7, 6, 4 V I I I 9, 15, 9-10 τη ένδίαιτωμένη τήν

μόνον

έπΐ ούδέν μή δή τι λάθοί γνώμης ώστ’ έμέ λαμπρός δπως νέου επιθυμεί ψυχή τήν ένδιαπωμένην τη

φ λ ό γ α . . . βουλομένη

ψλογΐ. ..

V I I I 11, 2, 5

χά τ ’ άδόκητα

καί τ ’ άδόκητα

βουλομένην

V I I I 11, 10, 3

παντάρ'βη άλλη

παντάρβη καί &λλη

V I I I 13, 1, 6 V I I I 13, 2, 4

ένδεικνυμένη οΰτοι έκόντος

ενδεικνυμένης οΰτι έκόντος

IX 7, 1, 4

μελλήσειν

μελλήσων

Rattenbury-Lumb

Texto adoptado

IX 15, 5, 1

έ σ κ ε υ ·α σ μ έ ν ο ν

IX 21, 1, 2

σϊον έμβεβλημένον πολλφ α ΐμ α τι

-πολλφ τφ α ΐμ α τι

IX 24, 8, 8

âv ιχιστά

πιστά &ν

X 9, 4, 4

όττεράνθρωπον

ύιτέρ άνθρωπον

X 9, 5, 1

άλλους των όχλων

άλλως τόν όχλον

X 9, 6, 11 X 12, 4, 4

νόον ύμετέρα είναι

X 19, 1, 3

τό συμφέρον τιθεμένη

νόμον είναι όμετέρα τω συμφέροντι

καί

-μένος

νη X 27, 2, 7

όλ(γου

ολίγον

X 30, 8, 3

τι

τε

θ εμ ί-

El día había comenzado a sonreír hacía poco, y el 1 sol aún iluminaba sólo las cumbres l. Unos hombres armados como piratas se asomaron por encima del monte que se levanta a lo largo de la desembocadura del N i lo 2, en la boca que se llama Heracleotica, se detuvieron un momento y comenzaron a recorrer con la vista el m ar que se extendía a sus p ie s3. Echaron primero una ojeada hacia alta mar, pero como no se divisaba ningún barco que pudiera prometer botín para los piratas, volvieron su mirada a la ribera cer­ cana. Lo que allí había era lo siguiente: una nave 2 1 E l título habitual de la novela en la Antigüedad era pro­ bablemente Etiópicas; en épocabizantina, no obstante, como sugieren, por ejemplo, Focio y la mayoría de los códices, el título más frecuente venía dado por el nombre de la protago­ nista femenina: Cariclea para la novela de Heliodoro; Leucipa para la de Aquiles Tacio, etc. 2 Para el comienzo in medias res, uno de los elementos en los que Heliodoro se muestra superior al resto de las novelas griegas antiguas, véase Introducción, 24 y 30. 3 Diodoro do S ic ilia , I 33, 7, distingue siete desembocaduras principales en el delta del Nilo; la más occidental es llamada Canópica, aunque algunos la llaman Heracleotica. En cada boca había una ciudad amurallada, dividida en dos partes por la corriente del Nilo (cf. también Estrabón, X V II 1, 18 sigs., para una descripción más detallada). Las alturas colindantes forman parte de las estribaciones de la cadena libia, y se trata, en efecto, de una región desértica.

mercante, anclada y sujeta por las amarras, vacía de marinos, pero repleta de cargamento. Esto último, aun desde lejos como estaban, no les era difícil colegirlo así, porque el peso hacía que el agua alcanzara hasta por encima de la tercera línea de flotación4. La costa estaba completamente llena de cuerpos, recientemente asesinados: unos, ya muertos, otros, moribundos y con los miembros todavía palpitantes, denunciando que acababa de cesar el com bate5. Las apariencias no eran las de una batalla en toda regla, pues había también, revueltos en desorden, restos lastimeros de un ban­ quete que en lugar de llegar a un final feliz había tenido este desenlace: algunas mesas todavía estaban llenas de comida; otras en tierra, en manos de algunos de los que yacían, habían servido de escudos para una batalla trabada de improviso; otras, en fin, ocultaban a quienes al parecer se habían refugiado allí. H abía también copas volcadas y caídas de las manos que las sostenían para beber, o para usarlas como piedras: lo súbito de la desgracia había obligado a darles una inaudita función y había enseñado a emplear los vasos como proyectiles. De los que yacían, uno tenía herida de hacha, a otro le habían disparado con guijarros de los que la propia ribera procuraba, a otro le habían abierto la cabeza con un palo, a otro le habían pegado fuego con antorchas: cada uno, en fin, había perecido de distinta manera, pero la mayoría, por obra de fle­

4 Se refiere a la tercera (comenzando desde arriba) de las líneas de planchas que recubrían el armazón de un barco. Normalmente, la línea de flotación estaba a un nivel inferior; se trata, pues, de un navio con una pesada carga. 5 Un posible, aunque lejano, modelo para esta escena pue­ de ser el relato de Ulises a Eumeo ( Odisea X IV 261 sigs.); dos detalles al menos se repiten aquí: vigías en las alturas de la desembocadura y combate en la boca Canópica entre egipcios y piratas.

chas y arco. Diversidad innumerable de cosas había dispuesto el destino en este pequeño espacio: vino manchado de sangre, guerra encendida entre comensa­ les, asesinatos y bebidas, libaciones y matanzas mez­ cladas; tal era el espectáculo que el destino puso ante las miradas de los piratas egipcios. Se detuvieron éstos en lo alto de la colina a contemplar la escena6, pero no eran capaces de comprenderla: tenían allí a los derrotados, no veían en ningún sitio a los vence­ dores; la victoria era evidente, el botín no estaba saqueado; la nave se balanceaba sola, vacía, sin que nadie se hubiera apoderado de la mercancía, como si hubiera gran vigilancia o plena paz. Sin embargo, aun en la incertidumbre de lo que había sucedido, veían to­ do dispuesto para su lucro y pillaje. Así, pues, consi­ derándose ellos mismos los vencedores, se lanzaron hacia allí. Pero cuando su carrera ya los había conducido cerca de la nave y de las víctimas, he aquí que se tropiezan con un espectáculo todavía más inexplicable que los anteriores. Una muchacha estaba sentada sobre una roca; su belleza era extraordinaria y producía toda la impresión de una diosa; su aspecto revelaba un gran dolor por la presente desgracia, pero en su pecho aún alentaban el temple y la nobleza. Tenía la cabeza coronada de laurel, una aljaba colgada de su hom bro y un arco sobre el que apoyaba su brazo izquierdo, mien­ tras la mano pendía con negligencia. Tenía el codo derecho recostado sobre el muslo, y la mejilla descan­ saba indolentemente sobre los d e d o s7. Mantenía la 6 La primera de las muy abundantes metáforas del teatro en la lengua de Heliodoro: cf. J. W , H. W alden , Harvard Stud, on Class. Phil. 5 (1894), 143. 7 Es de regla en la novela griega que la aparición de Ia heroína venga subrayada por la comparación de su aspecto con el de una diosa. Esta convención literaria tiene en Helio-

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cabeza inmóvil, con la vista fija en el suelo, observando a un joven que yacía delante de ella. Estaba éste des­ figurado por las numerosas heridas y parecía a punto de volver de un estado semejante a un sueño profundo, casi la muerte; mas, aun en estas circunstancias, bien se veía la flor de su varonil belleza, y las mejillas, a pesar de los hilos de sangre que las enrojecían, re­ lum braban con mayor blancura. Le cerraban los ojos las fatigas, pero volvían a abrirse impulsados por ver a la muchacha, y esta visión era lo único capaz de for­ zarlos a mirar. Cuando hubo recobrado el aliento, le dijo entre profundos jadeos, con sólo un hilo de voz: — M i dulce amada, ¿estás realmente a salvo o eres tú también víctima de esta batalla, y, como no sopor­ tas ni siquiera tras la muerte quedar separada de mí, son tu fantasma y tu alma quines vienen a cuidarse de mis desgracias? — De ti — dijo la joven— únicamente dependen mi salvación o mi pérdida. ¿Ves esto? — y le mostró una espada que tenía sobre las rodillas— ; si hasta ahora ha estado inactiva, es sólo porque tu respiración la ha contenido. Y al tiempo que así hablaba, saltó de la piedra. Los salteadores, sorprendidos y aterrados como si un rayo les hubiera herido la vista, corrieron a esconderse dispersos entre las matas, pues, al verla de pie, les pareció todavía más alta y más semejante a una diosa. E l movimiento repentino hizo que los dardos resona­ ran 8; su vestido, bordado de oro, lanzaba destellos doro además una función más concreta (véase Introducción, 32); sobre la función del mito en general dentro de la novela griega, ver G. S teiner , loe. cit. E l propio atuendo de la he­ roína en este caso, con el arco y la aljaba, atributos de ÁrtemiSj hace más próxima la comparación. 8 El resonar de los dardos es una expresión claramente imi­ tada de Homero, donde es aplicada a Apolo ( Iliada I 31).

al reflejar el sol; e igualmente la cabellera, que se agi­ taba bajo la corona, como la de una bacante, cubrién­ dole casi toda la espalda. Todo esto Ies atemorizaba; pero más aún que lo que estaban viendo ahora, el misterio de lo antes sucedido. Unos afirmaban que era una diosa: bien Ártemis, bien Isis, la diosa tutelar del país 9; otros, que una sacerdotisa presa de la locura sagrada y responsable de la gran matanza que veían. Esto es lo que creían, pero aún no conocían la reali­ dad. E lla ba jó enseguida donde estaba el joven, cayó abrazada a él, y mientras lloraba, le besaba, le limpia­ ba, gemía e incluso desconfiaba todavía de tenerlo en sus brazos. Los egipcios, al ver esto, cambiaron radi­ calmente de idea. — ¿Cómo va a ser esto obra de una diosa? — se de­ cían— . ¿Cómo una divinidad iba a besar a un cadáver con tanta pasión? Además, se animaban unos a otros a tener la osadía de acercarse y obtener información fidedigna. Una vez recobrados, pues, bajaron corriendo y sorprendieron a la muchacha mientras aún atendía las heridas del joven. Se detuvieron detrás, sin coraje para decir o hacer nada. E l ruido de alrededor y la sombra de los bandidos, que se proyectaba ante los ojos de la mucha­ cha, le hicieron levantar la cabeza; y, después de ver­ los, volvió a inclinarse y, sin asustarse lo más mí­ nimo de lo extraño de su piel ni de la presencia de unos bandidos, como manifestaban sus armas, prosi­ guió dedicada con todo afán al cuidado del hombre que yacía en tierra. Realmente, tal es el desprecio que una pasión profunda y un am or puro sienten por todos los acontecimiento externos, tanto dolorosos como 9 Para la identificación de Ártemis e Isis, que, si bien es una creencia habitual en los autores griegos más antiguos (así, Heródoto, O 51), Heliodoro ha buscado, sin duda, deliberadamente, V . Introducción, 31.

agradables, y tal es la fuerza que impele a m irar única­ mente al ser amado y a atender a todos sus pensa­ mientos 10. Los piratas fueron dando un rodeo y se detuvieron frente a ella; y cuando parecían decididos a pasar a la acción, de nuevo la muchacha levantó la cabeza y, al ver el color oscuro de su p ie l11 y la suciedad de su aspecto, dijo: — Si sois las sombras de los que aquí yacen, no tenéis razón para molestarnos, porque la mayoría os habéis dado muerte entre vosotros mismos; y cuan­ tos habéis sucumbido a manos nuestras, en legítima defensa y por vengar la insolencia que se ha intentado cometer contra mi pureza habéis recibido castigo. Mas si sois de los vivos y lleváis, como parece, vida de piratas, habéis llegado en el momento más oportuno: liberadnos de los males que nos rodean y acabad con nuestra muerte el dram a de nuestra existencia. 2 Tales fueron sus trágicos lamentos; pero ellos no entendieron nada de lo que les d ecíaS2. Los dejaron entonces solos de nuevo, custodiados con la fuerte vi­ gilancia de su propia debilidad, y marcharon a la nave a desembarcar la carga. Despreciando las demás cosas, que eran abundantes y variadas, fueron descargando, 3

10 La primera máxima en la novela, elemento que indica la intención moralizante de la obra, además de rasgo estilís­ tico procedente de otros géneros literarios. Es, en este caso, una sentencia de inspiración estoica: en éstos, la Virtud (aquí el Amor) es lo que defiende contra todo lo exterior aí hombre. 11 E l color de la piel de los egipcios es, no obstante, dife­ renciado del de los etíopes (c f. II 30, 1); véase algo sem ejante en Aquiles Tacio, I I I 9, 2; Diodoro de S c iilia , II I 8, 2; Estrabón, X V 1, 24.

12 Heliodoro es sumamente cuidadoso con las cuestiones idiomáticas y explicita con frecuencia si un interlocutor com­ prende a otro o no (cf. V I I I 17, 2-3; IV 8, 1; IV 11, 4; I 19, 3; etc.).

cada uno al límite de sus fuerzas, el oro, la plata, las piedras preciosas y la seda. Cuando creyeron tener suficiente — y había desde luego tanto como para saciar la avidez de cualquier pirata— , talaron el botín en la playa y comenzaron a repartirlo en partes igua­ les, haciendo fardos no según el valor de lo capturado, sino distribuyéndolo según un mismo peso. En cuanto a la muchacha y al joven, pensaban decidir sobre ellos inmediatamente después. En esas circunstancias he aquí que se presenta otra partida de bandidos, al frente de los cuales iban dos jinetes. En cuanto vieron esto los primeros, sin hacer intención de oponer resistencia y sin cargar con la rapiña para evitar que los persiguieran, huyeron a ple­ na carrera. Además, ellos, que eran sólo unos diez, se habían dado cuenta de que los que venían íes tripli­ caban en número. Así, la joven y su compañero fue­ ron capturados por segunda vez, aun antes de que los cogieran la p rim e ra 13. Los bandidos, que se dirigían presurosamente al pillaje, se quedaron un momento frenados, extrañados y confusos ante lo que veían. Se imaginaban ciertamente que los piratas anteriores eran los causantes de tanta mortandad, pero como veían que la muchacha, con una indumentaria extraña y rica, no prestaba la menor atención a los peligros que la amenazaban, como si no existieran, y estaba dedicada con toda su alma a cuidar las heridas del joven, como si el sufrimiento de éste fuera su propio dolor, estaban admirados tanto de su belleza como de su presencia de ánimo. También el herido los había dejado estupefactos: tal era su hermosura y tal era su talla, apreciable aun tendido como estaba, pues

13 Uno Heliodoro.

más

de los frecuentes ejemplos

de oxímoron en

acababa de volver de su desvanecimiento y estaba reco­ brando su apariencia habitual. Finalmente, pues, se acercó el jefe de los bandidos y poniendo la mano sobre la muchacha le dijo que se levantara y le acompañara. Ella, que aunque no enten­ dió sus palabras supuso cuál era el contenido de la orden, apretaba entre sus brazos al joven, que tampoco la soltaba, y levantaba la espada contra su pecho, amenazando con darse la muerte, a menos que llevaran 2 a los dos. Comprendió el jefe de los bandidos, más por sus gestos que por sus palabras, y, con la esperan­ za de poder contar con la colaboración del joven para las mayores empresas si lo salvaba, m andó a su escu­ dero apearse, hizo él lo mismo y montó a los prisione­ ros en sus caballos. Ordenó a los demás recoger el botín y seguirle, y emprendió el camino a pie, corrien­ do al lado de los caballos y ayudando a los cautivos a mantenerse en la montura, siempre que vacilaban y 3 estaban a punto de caer. La escena era digna de glo­ ria: el jefe parecía ser el esclavo, y el vencedor resul­ taba ser el siervo de los presos. Hasta tal punto una apariencia noble y un aspecto bello saben someter incluso el corazón de un bandido y son capaces de vencer a lo más sórdido. 5 Tras avanzar alrededor de dos estadios 14 a lo largo de la costa, se desviaron enseguida y comenzaron a subir en línea recta la colina, dejando el m ar a su de­ recha. Franquearon la cima con dificultad, y se apre­ suraron por llegar a una laguna que se extendía al pie de la otra ladera. 2 Este paraje, que se encuentra en una región que los egipcios denominan «Vaqu ería», presenta el siguiente aspecto: es una depresión del terreno, que recibe aguas de las crecidas del Nilo, y form a un lago, cuya

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14 Es decir, alrededor de 370 m.

profundidad es inmensa por el centro, pero en la orilla queda reducido a una zona pantanosa15. Estas maris­ mas equivalen en los lagos a lo que son las costas en los mares. Aquí habitan todos los bandidos egipcios; 3 unos, en las pocas zonas secas que se hallan a un nivel superior al del agua, se fabrican cabañas; otros viven en balsas que usan como vehículo y habitación al tiem­ po. Allí mismo hilan sus mujeres y allí mismo dan a luz. Cuando nace una criatura, la alimentan al princi- 4 pió con leche materna, después con los peces del pro­ pio lago, tostados al sol. Cuando se dan cuenta de que el niño trata de andar a gatas, le atan a los tobillos una correa de una longitud tal, que sólo le permita avanzar hasta el extremo de la balsa o de la choza; de este modo, el lazo en los pies se convierte en un ori­ ginal guía que le ayuda a andar como si lo llevaran de la m a n o 16. Ύ más de un vaquero que ha nacido en el lago y ha 6 tenido este tipo de crianza considera sus aguas como su patria; y más aún, si se piensa que sirve a los ban­

15 Descripción geográfica en Estrabón, X V II 1, 19 sigs., que m enciona tam bién a los fo rajid o s llam ados vaqueros; acerca de los vaqueros, otras noticias en Diodoro, I 43, 4 (casas fa b ri­ cadas de cañas, ciertos hábitos en la alim entación). Estos ban ­ didos, personajes tradicionales, al parecer, en la novela grie­ ga, son tam bién llam ados vaqueros p o r A quiles Tacio ( I I I 1, 10; I I I 9; IV 12) y «p a sto re s» p o r Jenofonte de Éfeso ( I I I 12). F. Altheim, op. cit., págs. 121 y sigs., sostiene que A quiles Tacio se h a servido de un incidente histórico ocurrido en la gu erra contra estos fo ra jid o s durante 172 d. C. (cf. Dión Casio, L X X I 4, 1); de ser así, ca b ría pensar que a p a rtir de este episodio su presencia se ha hecho habitual en las novelas griegas. S o bre su género de vida poco se sabe, aunque el título de rey pa ra su je fe se m enciona tanto en A quiles Tacio ( I I I 9), com o aquí. 16 Nuevo juego de palabras típico del gusto de Heliodoro; 16, adscribe a los tracios que habitan junto a la laguna Prasíade este mismo hábito de sujetar a los niños con una cuerda atada al pie, para evitar que caigan al agua. H erodoto, V

doleros de guarida inexpugnable. Por esto también, afluyen aquí los que llevan ese género de vida: el agua la utilizan de muralla, y el cañaveral de la ma2 risma los protege igual que una empalizada. Pues abren, cortando las cañas, senderos sinuosos e intrinca­ dos, con abundantes recodos y desvíos, que para ellos no ofrecen dificultad, porque los conocen, pero que para los demás constituyen veredas infranqueables. Así han inventado la m ejor fortaleza posible para pre­ servarles de sufrir alguna incursión. Tal es la situa­ ción del lago, y así son los vaqueros que en él habitan. 7 A él llegaron a la puesta del sol el jefe de los ban­ didos y los suyos. Apearon de los caballos a los jóvenes y metieron el botín en balsas, mientras una gran muchedumbre de bandidos que se había queda­ do en la zona salía de todos los rincones de la m aris­ ma, se arremolinaba corriendo en tom o del jefe de la partida y le daba la bienvenida, acogiéndolo como a 2 su rey. Al ver el inmenso botín, y al reparar en la belleza de la muchacha, que era realmente sobrenatu­ ral, dedujeron que era algún santuario o templos ricos en oro lo que sus camaradas habían saqueado, y que habían traído también a la propia sacerdotisa. Incluso imaginaron, en su rusticidad, que la muchacha que habían cogido era la estatua viviente de la diosa. Tras recibir al jefe de la cuadrilla entre grandes aclama­ ciones y vítores dedicados a su valor, lo acompañaron en comitiva hasta su vivienda. Era un islote aparte de los demás, que estaba reser­ vado como m orada sólo para él y para unos pocos de 3 sus escogidos. Cuando llegó allí, ordenó a la m ayoría regresar a sus casas, con el encargo de que se presen­ taran al día siguiente, y él se quedó con los pocos que siempre le acompañaban, compartiendo una cena frugal. En cuanto a los jóvenes, los dejó al cargo de un muchacho griego que estaba allí prisionero desde

hacía poco, para que tuvieran a alguien con quien con­ versar. Les asignó una choza cercana a la suya, ordenó que se prestara cuidados al joven y sobre todo que se mantuviera una severa vigilancia para evitar que la muchacha sufriera algún ultraje. Finalmente, él se fue a dormir, cansado de la caminata y fatigado por las preocupaciones. El silencio se fue apoderando de la marisma, y Llegó la hora del prim er turno de la guardia 17. La soledad y la ausencia de los que les habían recibido entre tumul­ tos daban a la muchacha una excelente ocasión para sus lamentos; la misma noche reavivaba, yo creo, aún más sus sufrimientos, porque no había ningún m ur­ mullo ni ninguna silueta que la pudieran distraer, y la oportunidad le permitía entregarse exclusivamente a su dolor. Acostada, pues, en un jergón, a cierta distancia según la orden dada, decía hablando consigo misma, entre muchos gemidos y muy abundantes lá­ grimas: — ¡Apolo, qué venganza tan terriblemente cruel estás tomando de nuestras faltas! ¿No te basta para nuestro castigo las penalidades pasadas? ¡Privados de los familiares, capturados por los corsarios, expuestos a mil peligros en el mar, apresados una segunda vez por bandidos en tierra, y amenazas más crueles que las ya pasadas debemos aguardar en el futuro! ¿En qué punto vas a detener esto? Si todo va a parar en una muerte sin ultraje, dulce será el final; pero si alguien por la fuerza pretende mancillarme, a mí, a quien ni

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te

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17 E l primer turno de la guardia debía durar hasta poco antes de medianoche, porque la noche era dividida, en general, en tres turnos de guardia, aunque en algunos testimonios se mencionan cinco turnos (cf. LSI, s. v. phylakê). Para el motivo (aprovechamiento del silencio de la noche por parte de un ena­ morado para emitir sus quejas), cf. A q uiles T acio, I I I 10; I 6, 2 sigs. en un desarrollo mucho más amplio del tema.

siquiera Teágenes ha poseído todavía, me adelantaré a tal injuria con la horca. Casta me he de guardar has­ ta la muerte, como me he guardado hasta ahora; con­ migo me llevaré la pureza como una bella mortaja. Ningún juez podrá haber más cruel que t ú !8. Cuando aún hablaba, la interrumpió Teágenes didíendo: — Calla, alma mía, queridísima Cariclea. Bien está que te lamentes, pero estás irritando a la divinidad más de lo que piensas. N o es reprocharles, sino invo­ carles lo que debemos hacer; ¡con súplicas, no con acusaciones, es como se propicia a los poderosos! 19. — Tienes razón; pero tú — preguntó ella— , ¿cómo te encuentras? — M ejor — contestó— y más aliviado desde el atar­ decer, gracias a los cuidados de este joven, que me han mitigado la inflamación de las heridas. — Pues m ejor todavía te encontrarás p o r la mañana — dijo el encargado de su custodia— ; te voy a procu­ rar una hierba que en dos días te curará todas las he­ ridas. Conozco por experiencia su resultado, porque desde que me trajeron aquí preso, cuando alguno de los súbditos del jefe de todos estos bandidos llega he­ rido de una escaramuza, utilizo esta hierba que digo, y en pocos días está curado. Por otra parte, tampoco debéis extrañaros de que me preocupe por vosotros: 18 Ésta es la primera mención de Apolo, el dios que jugará un papel esencial en el transcurso de la novela. Como en todas las novelas griegas antiguas aparece una divinidad que deter­ mina de modo especial el curso de la acción, el lector antiguo podía comprender, al ver esta invocación, que la presente obra estaría patrocinada por Apolo. Sin embargo, Heliodoro supera esta convención, porque en la continuación se verá que Apolo no es otro que el Sol. Esta expresión para referirse a los dioses es frecuente en el curso de la novela; se trata probablemente de un título usual en los neopitagóricos, cf. Introducción, 11.

me parece que tenemos en común una misma fortuna, y además siento lástima de quienes son griegos como

yo· — ¿Griego? ¡Por los dioses! — gritaron a la vez los extranjeros, llenos de alegría. — Sí, griego realmente de raza y de lengua. Quizá pronto haya un respiro para nuestros males. — ¿Cómo debemos llamarte? — dijo Teágenes. — Cnemón — respondió. — ¿De qué parte? — Ateniense '20. — ¿Cuáles han sido tus vicisitudes? — Deténte — dijo— ; ¿para qué menear eso y deseo- 7 rrer esos cerrojos, como dicen en la tragedia?21. N o sería oportuno que mis desgracias añadieran un nuevo episodio a las vuestras; tampoco bastaría lo que queda de esta noche para relataros mis desventuras, y eso sin contar que vosotros necesitáis sueño y descanso después de tantas fatigas. Lejos de renunciar, los dos jóvenes le pidieron de 9 mil maneras que hablara, pues pensaban que sería un gran consuelo oír penas semejantes a las de ellos. Cne­ món entonces comenzó así: — M i padre, Aristipo, era ateniense, miembro del Areópago y tenía una m oderada fortuna. Al ocurrir la muerte de mi madre, se sintió inclinado a contraer un segundo matrimonio, porque estaba reacio a anclar sus esperanzas sólo en mí, su hijo único. Según esto, introdujo en casa a una m ujer elegante llam ada De­ méneta, principio y causa de mis m a le s22. Pues nada 2 20 Las preguntas habituales para conocer el nombre com­ pleto de una persona: nombre propio y patria de origen. 21 Cita casi literal de E urípides , Medea 1317 (cf. P age , ad. loe., para otros paralelos). 22 E l relato de Cnemón presenta el mismo tema que el Hipólito de Eurípides, si bien en un entorno burgués. Las ana-

más entrar, se atrajo totalmente a mi padre, le con­ vencía a hacer lo que quería y logró ganarse al anciano gracias a su belleza y a las zalemas que con él prodi­ gaba. E ra una m ujer habilísima, como la que más lo sea, para hacer enloquecer a cualquier hombre, y extraordinariamente puntillosa y cabal en su oficio de seductora: cuando salía mi padre, se quedaba lloran­ do, corría a recibirlo al llegar, si se retrasaba le repren­ día, diciendo que si hubiera tardado un poco más ha­ bría muerto; y a cada palabra que iba diciendo, le abrazaba entre besos y lágrimas. Con todo esto, mi padre había caído en sus redes y no respiraba ni veía 3 más que por ella. A mí también al principio me trataba de modo parecido y fingía considerarme como a un hijo, atrayéndose a Aristipo también en esto. De vez en cuando se acercaba y me besaba, y rogaba sin cesar conservar el gozo de mi presencia. Y o consentía sin sospechar la realidad, aunque extrañado de la actitud tan maternal que mostraba conmigo. Pero cuando empezó a acercarse con más descaro, y los besos fue­ ron haciéndose más apasionados de lo decente, y sus miradas apartadas de todo pudor me indujeron a sos­ pechar, comencé a rehuirla la mayoría de las veces y 4 a rechazarla cuando se aproximaba. Y el resto, ¿para qué molestaros extendiéndome demasiado? Los inten­ tos a los que se rebajó, la promesas que aseguró cum­ plir, llamándome ora hijito, ora dulcísimo a m a d o 23,

logias de detalle dentro del episodio son también numerosas: Fedra se enamora de Hipólito ( Hipólito 24-8) después de una ceremonia religiosa; la pasión de Deméneta por Cnemón se inflama cuando éste regresa de celebrar las Panateneas. La metáfora del amor como aguijón también está presente en ambos (Hipólito 39-41, y I 14, 6). Los dos jóvenes son desterrados ( Hipólito 1038 sigs.). 23 Expresión propia del lenguaje de los enamorados (cf. I 2, 4, etc.).

bien heredero, bien alma suya: en una palabra, mez­ clando todos los nombres bellos con seducciones y rebuscando cualquier medio que fuese el m ejor para cautivarme, tanto cuando en las cosas importantes fin­ gía comportarse como una madre, como cuando en las cosas más absurdas se conducía claramente como una enamorada. En fin, esto es lo que acabó ocurriendo. Durante 10 la celebración de las Grandes Panateneas, cuando los atenienses llevan en procesión por tierra el barco como ofrenda a Atenea, yo, que era uno de los efebos, después de cantar el peán ritual en honor de la diosa y de ir al frente de la procesión según la costumbre tradicional, regresé a mi casa, sin cambiarme de ropa, con la misma clámide y las coronas. Ella, en cuanto 2 me vio, se puso fuera de sí y dejó de fingir sus mañas para ocultar su amor; corrió a mi encuentro con su pasión al descubierto y dijo, mientras me abrazaba: « — ¡Mi nuevo Hipólito, no mi Teseo! » Bien podéis imaginar cómo me puse entonces, yo que ahora me ruborizo con sólo contarlo. Pero eso no es todo: al anochecer mi padre fue a la cena común del pritaneo24; pues bien, aprovechando la circunstancia de que él iba a pasar toda la noche fuera, a causa de la celebración y el banquete públicos, ella se me presentó por la noche y trató de obtener un favor ilícito. Pero en vista de que me resistía con 3 toda suerte de medios y rechazaba igualmente de pla­ no halagos, promesas y amenazas, salió entre graves y profundos gemidos y se marchó. La malvada entonces, apenas transcurrida la noche, sin ninguna demora comenzó sus maquinaciones contra mí. En prim er

24 consejo; fiesta.

El edificio público donde se reunían los miembros delr allí se celebraban los banquetes públicos los áías de

lugar, dejó de levantarse de la cama al día siguiente, y a mi padre, que al llegar le preguntó la razón, le puso el pretexto de que no se encontraba bien; y eso, sin 4 responder a la primera. Y como él insistía y requería con preguntas continuas que le explicara la razón de su estado, terminó ella contestando: « — Este sorprendente joven, el hijo de nosotros dos, a quien yo a menudo he amado incluso más que a ti — los dioses son testigos de ello— , se ha enterado por no sé qué medios de que estoy embarazada, cosa que yo te había ocultado hasta ahora porque no estaba segura, ha estado espiando tu ausencia y, mientras le aconsejaba, según tengo po r costumbre, que se com­ porte con sensatez y le exhortaba a dejar de pensar en esas compañías y borracheras (pues a mí no se me había escapado su conducta, aunque no te lo había dicho porque quizás hubieras pensado que eran cosas de m adrastra); pues bien, mientras le estaba diciendo esto, a solas totalmente para evitar ponerle en vergüen­ za, él, además de llenarnos tanto a ti como a mí de tre­ mendas injurias que mi pudor me impide repetir, el hecho más importante es que me ha lanzado una patada al vientre y me ha dejado en la situación que ves.» Al oír esta patraña, mi padre ni habló, ni pregun­ tó ningún detalle, ni se propuso defenderme, confiando en que no mentiría contra m í quien me profesaba tal afecto. Y en cuanto me encontró por la casa, sin nin­ guna dilación, comenzó a darme de puñetazos, sin yo comprender el motivo; llamó luego a los criados, a quienes mandó que me azotaran; todo esto también sin saber yo, como le habría ocurrido a cualquier otro en esas circunstancias, la razón de los latigazos. 2 Cuando hubo satisfecho su ira, le dije: «— Bien, padre, ahora al menos sería justo que se me inform ara de por qué los golpes.

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»— jQué desvergüenza! ¡Encima quiere que yo sea quien le diga los impíos delitos que ha cometido con­ tra mí! » — dijo aún más enojado. Se dio entonces media vuelta y fue a ver a Deméneta inmediatamente. Ésta, que no se había hartado todavía de sus intri­ gas, emprendió una segunda maquinación contra mí. Tenía ella una criada joven llamada Tisbe, que sabía cantar acompañándose de la cítara y no era fea. Echa a ésta contra mí y le da la orden de hacerse la enamo­ rada, cosa que Tisbe cumplió al instante. Ella, que hasta el momento había rechazado mis tentativas, a partir de entonces trataba de seducirme de mil maneras: con miradas, con gestos, con insinuaciones. Yo, ingenuo de mí, llegué a convencerme de que súbitamente me había hecho atractivo a sus ojos y, al fin, la recibí una noche que vino a mi cama. Ella volvió otra vez, y en adelante sus visitas se hicieron frecuentes. En cierta ocasión en que estaba recomendándole con singular tesón que tuviera cuidado, no fuera a ser que su dueña lo descubriera, me dijo: « — ¡Cnemón, me parece que eres bastante simple! Pues si crees que es arriesgado para mí, una simple criada comprada con su dinero, si me pilla en relaciones contigo, ¿qué castigo dirías que se merece ella, una persona que hace alardes de nobleza, que tiene un ma­ rido legítimo, que sabe que la muerte es la pena para su delito, y a pesar de todo es adúltera? »— ¡Deténte! —le contesté— ; ¡no puedo darte cré­ dito! »—Pues es verdad; si te parece, estoy dispuesta a entregarte al adúltero in flagranti. »— ¡Ojalá! — dije— ; si tú quisieras... »— Pues claro que quiero — respondió— ; primero, por ti, afrentado de tal manera por ella; y no menos por mí misma, porque todos los días me hace sufrir los peores tratos y me agota con sus estúpidos celos

contra mí. De modo que trata de comportarte como un hom bre.» 12 Prometí hacerlo así, y ella salió y se fue. Dos noches después me despierta y me obliga a levantarme, con la denuncia de que el adúltero está en casa. M e dijo que mi padre había tenido que salir al campo de improviso por una obligación urgente que le reclamaba, y que el otro había acudido a la cita secreta con Deméneta y acababa de meterse furtivamente; me advirtió de la con­ veniencia de ir preparado para defenderme e irrum pir 2 con un arma, para evitar que escapara el burlón. Así lo hice, y con un puñal en la mano, guiado por Tisbe, que llevaba una antorcha encendida, llegué hasta la alcoba. M e detuve a la entrada; la luz de un candil dentro pasaba a través de los resquicios de la puerta c e rra d a25; en mi furia, echo abajo la puerta y entro gritando: « — ¿Dónde está el criminal, el amante declarado de la que es todo virtud? — y al tiempo que hablaba, me lancé a degollar a los dos.» 3 Se tira entonces de la cama... mi padre, ¡oh dioses!, y cae a mis ro d illa s26. « — ¡Deténte, hijo, un momento! — decía— ; ¡ten piedad de tu padre! ¡Ten miramientos de las canas que te han criado! Sí, te he maltratado, pero no como p ara que te vengues con la muerte. ¡No te ciegues por la furia, no manches tus manos con el asesinato de tu padre! »

25 La escena es familiar en la literatura griega: una sierva con una antorcha conduciendo a su señor durante la noche de una estancia a otra de la casa (cf. Odisea I 428). La luz del inte­ rior procede de la lamparilla de aceite que se conservaba en­ cendida durante toda la noche junto a la cama (cf. H bródoto, I Ï 130). 26 La escena tiene abundantes precedentes literarios: cf. E urípides , Electra 1317; Medea 378-380; Iliada IX 475.

Estas y otras semejantes eran sus súplicas, entera­ mente dignas de lástima. Y yo, como herido por un rayo, me quedé inmóvil de pie, pasmado y petrificado: buscaba con la m irada a Tisbe, que se había escurrido no sé cómo; m iraba de hito en hito la cama y la habi­ tación, perplejo e incapaz de decir o hacer algo. Se me 4 cayó la daga de las manos, que Deméneta se apresuró a recoger con precipitación. M i padre, al verse entonces fuera de peligro, me apresa y ordena maniatarme, mientras Deméneta en el colmo de su furor grita para excitar aún más su cólera: « — ¿No es esto lo que te advertí? ¿No te previne que había que precaverse del muchacho y que trama­ ría algo en cuanto tuviera ocasión? Verle la cara y comprender sus intenciones, todo fue uno. »— sí — contestó él— , me lo advertiste; pero no po­ día creerlo — y entonces me sujetó con grilletes y, aun­ que quise hacerlo, no me consintió hablar ni expli­ carle la verdad.» Al amanecer, atado, tal y como estaba, me llevó Î3 ante el pueblo y dijo tras verter ceniza27 sobre su cabeza: « — N o eran ésas, atenienses, las esperanzas con las que yo crié a este hijo. En cuanto me nació, confié en

27 Toda la descripción del proceso judicial es imaginaria y no existen correspondencias con datos conocidos de la juris­ prudencia ateniense: debería ser celebrado ante el Helieo, pero el vocativo del principio parece excluir esta idea; otros elemen­ tos novelescos son también el voto a mano alzada, la imposi­ bilidad de defensa por parte del acusado, la ausencia de requi­ sitos legales anteriores a la celebración del juicio, las penas propuestas y el número de jueces. Por lo demás, se ha apre­ ciado influencia romana en el derecho del padre a ser ejecu­ tor del castigo sin necesidad de juicio. Para el detalle de la ceniza, cf. Iliada X V I I I 23 sig.; con ello se pretende mostrar ante los jueces la grave injuria sufrida por el acusador, y es un medio destinado a captar su benevolencia.

que sería el báculo de mi vejez: le hice partícipe de una educación liberal, le enseñé las prim eras letras, le introduje entre los m iem bros de la fratría y del genos, le inscribí en la lista de los efebos y di el inform e legal que le convertía en conciudadano vuestro28; en defini­ tiva, él era el ancla en quien reposaba toda mi vida. 2 Pero, teniendo en cuenta que con olvido de todo esto, en prim er lugar me ha injuriado a mí con insultos y a mi cónyuge legítima, aquí presente, con golpes, y que finalmente nos ha atacado, armado y de noche, y sólo la fortuna ha impedido que se convirtiera en parricida, la fortuna, que hizo que se le cayera la daga de la mano y le contuvo gracias a un miedo inespera­ do, recurro ante vosotros y le entrego a la justicia. Aunque me es lícito, no he querido ser yo mismo el brazo ejecutor; dejo todo en vuestras manos, porque considero m ejor encomendar a la ley el castigo de mi hijo, antes que a una muerte por mí mismo ejecutada,» 3 Así habló entre lágrimas. Gemía también Deméneta y aparentaba un enorme dolor, llamándome desgracia­ do; que iba a m orir justa pero prematuramente; que había sido impulsado por malvadas divinidades contra los que le habían dado el ser. Pero sus conmiseracio­ nes no eran tanto pruebas de pena cuanto declaracio­ nes en contra mía, pues sus llantos no hacían otra cosa 4 que sancionar la veracidad de la acusación. Y como yo reclamaba que se me concediera también a mí la palabra, el secretario se acercó y me form uló una b re­ ve pregunta: si había agredido a mi padre con un arma. « — Sí lo ataqué — dije— ; pero escuchad cómo.» Pero todos pusieron el grito en el cielo y dictami­ naron que después de esa confesión ya no tenía dere­ cho a defenderme. Sin dilación alguna, estimaron la

28 Formalidades jurídicas necesarias para convertirse ciudadano ateniense de pleno derecho, cf. L isias , X X X 2.

en

pena: unos proponían que se me lapidase, otros que se me entregara al verdugo y que se me arrojase al bá­ ra tro 29. Yo, durante todo el alboroto, y mientras s votaban a mano alzada qué pena se me debía aplicar, gritaba: « — ¡Oh madrastra! ¡Por culpa de la madrastra me dan muerte! ¡La madrastra es la que me quita la vida sin juicio! » Mis palabras hicieron caer en la cuenta a la mayo­ ría, y muchos comenzaron a sospechar la verdad. Pero ni aun entonces pude hacerme oír, porque un tumulto incesante de gritos se había adueñado del público. A continuación se procedió al recuento de los vo- 14 tos. Los que me habían condenado a muerte eran alre­ dedor de mil setecientos en total: unos a que se me lapidara; otros a arrojarm e al báratro; y los restantes, unos mil, precisamente los que habían dado algún cré­ dito a las sospechas contra mi madrastra, me im pu­ sieron la pena de destierro perpetuo. Sin embargo, resultó vencedor el voto de éstos últimos, porque aun­ que eran menos que todos los demás juntos, no obstante el grupo de mil era superior a cada uno de los otros, que habían votado cosas diferentes entre sí.

29 La lapidación era en realidad un modo excepcional de ejecución, que parece tener carácter ritual, porque sólo era usa­ do en casos de asesinatos de consanguíneos (cf. E urípides , Orestes 50) o de sacrilegio (cf. E urípides , Bacantes 356; cf. K i n KEL, Ep. Frag., I 49, donde se trata de la ofensa contra la sacerdotisa Casandra; E urípides , Ión 1237, ofensa contra un siervo de Apolo; H erodoto, IX 120, contra la cueva sagrada de un héroe; P au sanias , V I I I 5, 12, contra una sacerdotisa). Ver R. H irzel , «Die Strafe der Steinigung», Abh. Sachs. Ges. der Wiss., Phil.-hist. Kl. 27 (1909), 225 sigs.; F raenkel, nota a Aga­ menón 1616; D odds, nota a Bacantes 356. — E l báratro era una fosa adonde se precipitaba a los condenados a muerte (cf. Heródoto, V I I 133; A ristófanes , Nubes 1450; P latón , Gorgias 516 c).

Y así fui desterrado del hogar paterno y de la patria. Pero no quedó impune el odio de los dioses contra Deméneta. Sin embargo, ya oiréis en otra ocasión cómo la castigaron; ahora debemos dormir, porque ya está la noche muy avanzada y vosotros tenéis gran necesi­ dad de descansar. —Bien, pero sábete — dijo Teágenes— que nos vas a afligir aún más si dejas impune en tu narración a la pérfida Deméneta. —Pues bien, escuchad — dijo Cnemón— , si es eso lo que os agrada. Inmediatamente después del juicio, sin ningún preparativo, bajé al Pireo, encontré una nave que iba a zarpar y me embarqué en ella rumbo a Egina, porque sabía que allí estaban unos primos míos por parte de mi madre. Tras arribar y encontrar a las personas que buscaba, me quedé al principio a vivir con ellos, y su compañía no me era nada desagra­ dable. Diecinueve días después, bajé al puerto, dando el paseo habitual. Una chalupa acababa de llegar. Me detuve un momento a observar de dónde era y a quién traía. Aún no estaba bien ajustada la escalerilla de embarque, cuando saltó uno a tierra, vino corriendo hacia mí y me abrazó. Era Carias, uno de los que ha­ bían sido efebos al mismo tiempo que yo. « —Cnemón —me dijo— , te traigo una buena noti­ cia: el peso de la justicia ha caído sobre tu enemiga, jDeméneta ha muerto! »— Seas bienvenido, Carias — contesté— , pero ¿por qué me dices con tanta prisa esta buena nueva, como si me comunicaras algo monstruoso? Dime también de qué manera, porque me espantaría la sola idea de que haya sido una muerte común, y haya escapado de la que en realidad se merecía. »— Nunca — contestó Carias— nos abandona la jus­ ticia, como dice Hesíodo30. Aunque a veces parezca ser 30 Se refiere a Hesíodo, Trabajos y días 197

sigs.

algo indiferente incluso a las faltas menores por su demora en castigarlas, sobre los que son tan impíos caen rápidos sus ojos: así es como ahora ha ido en busca de la m alvada Deméneta. De todo lo sucedido 5 y dicho mientras estabas tú allí estaba yo bien ente­ rado, porque Tisbe, con quien me une, como sabes, una gran intimidad, me lo había contado. Pues bien, cuando se te impuso tu injusto destierro, tu desdicha­ do padre, arrepentido de su acto, se mudó a una finca muy apartada, donde vivía 'devorando su corazón’, como en el verso ép ico31. En cuanto a ella, las Eri- 6 n is 32 comenzaron enseguida a atormentarla: estaba más locamente enamorada de ti que cuando te halla­ bas presente, y no cesaba de llorar, por ti en aparien­ cia, pero por sí misma en realidad, de gritar «Cnem ón» noche y día, y de llamarte hijo dulcísimo, y su alma. Hasta tal punto era esto así, que las conocidas que iban con frecuencia a visitarla estaban gratamente sor­ prendidas del hecho tan elogiable de que una m adras­ tra diera pruebas de los mismos sentimientos que una madre, y trataban de consolarla y reconfortarla. Pero ella respondía que su desgracia era inconsolable y que las demás no podían darse cuenta del aguijón que le oprimía el corazón. »S i alguna vez se encontraba a solas, hacía repro- 15 ches continuos a Tisbe por haberla servido con tanta falta de destreza: » — M uy diligente — decía — para las fechorías, pero ha sido incapaz de colaborar por conseguir mi amor; para privarme de mi amadísimo se muestra más veloz 31 Cita de Iliada V I 202. 32 Diosas vengadoras y guardianas de la ley que persiguen (físicamente en época antigua, mediante los remordimientos después) las faltas cometidas, sobre todo contra los familiares; además, propician nuevas faltas en los que son objeto de su persecución, con lo que el castigo es menos ineludible.

que la palabra, pero ni siquiera me da la posibilidad de cambiar de decisión. »Todas las señales delataban con claridad que tenía un proyecto siniestro contra Tisbe. Ésta, como veía la profundidad de su cólera y la intensidad de su dolor y notaba que su dueña estaba presta a tenderle una emboscada, no menos enloquecida por el enojo que por el amor, resolvió tomar la delantera y anticiparse con una intriga maquinada por ella misma, que le procuraría su propia salvación. »— ¿Qué es eso mi dueña? — le dijo, acercándose un día— ; ¿por qué echas la culpa en vano a tu pequeña criada? Siempre hasta este momento, y también ahora, he puesto mi interés por satisfacer tu voluntad. Pero si el resultado ha sido imprevisto, eso hay que acha­ carlo a la fortuna. Pero estoy lista, si tú lo mandas, a buscar algún medio que nos libere de estas desgracias presentes. »— ¿Y qué podríamos encontrar, mi querida Tis­ be — dijo— , cuando el único que podría sacarme de la actual situación está lejos, y los jueces a mí me han perdido con su sorprendente clemencia? Si le hubieran lapidado, si le hubieran ejecutado, también mi pasión habría muerto para siempre. El alma, en efecto, aleja de sí aquello en lo que deja de tener esperanza, y el saber que las ilusiones ya nunca se van a cumplir hace que remita el dolor en el corazón enfermo. Ahora, en cambio, sufro alucinaciones en las que creo verle, mi oído se engaña y siente su presencia, y las censuras que hace su voz contra mi injusta trampa me llenan de vergüenza. A veces supongo que va a entrar a ocultas para reunirse conmigo y acceder a mis inclinaciones, o que yo misma voy a ir a visitarle dondequiera que esté: esto es lo que aviva mi fuego, lo que me enloque­ ce hasta el extremo. ¡Justo es, oh dioses, mi castigo! ¿Por qué no se lo dije con rodeos, en lugar de ponerle

emboscadas? ¿Por qué no le supliqué, en lugar de acosarle? Me rehusó la primera vez; pero ¡con toda la razón! : yo era una extraña, y él respetaba natural­ mente el lecho de su padre; posiblemente el tiempo le habría disuadido, y gracias a la persuasión habría transformado sus sentimientos hacia mí. Sin embargo yo, salvaje y cruel, no como una amante sino como una dueña tiránica, exageré hasta el extremo más terri­ ble el hecho de que no atendiera a mi orden y que des­ deñara a Deméneta, ¡a pesar de exceder en mucho su belleza a la míaí Pero, dulce Tisbe, ¿a qué liberación 6 te estabas refiriendo? »—A una sencillísima, mi dueña — dijo ella— . Todos creen que Cnemón ha salido en secreto de la ciudad y ha partido de Ática, obedeciendo a la sentencia; pero yo, que me meto en cualquier aprieto por complacerte, he logrado saber que está en un sitio muy próximo a la ciudad. Seguro que has oído hablar de Arsínoe la flautista; con ella tenía él trato. Después del fatal acontecimiento, la joven le ha hospedado y, con la pro­ mesa de que va a emigrar con él, lo mantiene oculto en su casa, mientras termina de preparar el equipaje. »— jQué dichosa es Arsínoe! — dijo entonces Demé- 7 neta— ; ella ya tenía antes relaciones con Cnemón, y ahora le va a acompañar en su inminente destierro. Pero, ¿en qué nos concierne todo eso? »—En mucho, mi dueña — replicó— . Voy a fingir yo estar enamorada de Cnemón y a pedir a Arsínoe, que por su oficio es antigua conocida mía, que me deje entrar por la noche, reemplazándola, donde está él. Si esto sale bien, en tus manos estaría hacerte pasar por Arsínoe y visitarle en lugar de ella. De mi cuenta 8 corre procurar que él se acueste un poco bebido. Si consigues tu propósito, lo más natural es que quedes libre de tu amor. Pues a muchas mujeres íes ha suce­ dido que, después de la primera prueba, se les ha apa-

gado el apetito. Y es que la realización del acto pro­ duce hastío del amor. En el caso de que se mantenga firme — el cielo nos libre— , ya habrá, como se dice, un segundo barco y se nos ocurrirá otra idea33. Pero por ahora cuidémosnos del presente. «Recibió Deméneta con elogios este plan y suplicó que pusiera toda su prisa en la ejecución. Ella, tras obtener de su dueña la concesión de un día de plazo para llevarlo a cabo, fue a casa de Arsínoe y le dijo: » — ¿Conoces a Teledemo? —ante su respuesta afir­ mativa, continuó ella— : Hospédanos hoy; es que le he prometido acostarme con él. Él vendrá primero; yo, después de dejar en la cama a mi señora. »Corrió inmediatamente hacia la finca a ver a Aristipo y le dijo: »—Mi señor, he venido a acusarme a mí misma; haz conmigo lo que te plazca. Has perdido a tu hijo en parte por mi culpa, porque sin querer he sido cóm­ plice. La razón es que cuando me enteré de que mi dueña no llevaba una vida recta, sino que mancillaba tu lecho, como tenía miedo de que me sobreviniera una desgracia si el asunto se descubría por parte de otra persona, pero como a la vez sentía un gran dolor por ti, porque después de tratar con tales deferencias a tu cónyuge te daba ese pago, sólo me atreví a con­ társelo a mi joven señor. No tuve la osadía de decla­ rártelo yo misma y, por eso, fui a su habitación por la noche, para que nadie se enterara, y le dije que ha­ bía un burlón que se acostaba con la dueña. Él, que, como sabes, tenía ya de antes motivos para estar enfa­ dado con ella, creyó entender que era en ese momento cuando el adúltero estaba en casa. Lleno de una ira irrefrenable, empuñó una daga. Intenté contenerle de 33 Proverbio que se encuentra, p o r ejem plo, en Platón, F edón 99 c.

muchas maneras, traté de explicar que no me había referido a ese momento precisamente; pero él no aten­ día, o quizá sospechó que yo me estaba echando atrás, y se lanzó como un loco hacia la alcoba. Lo demás, ya lo conoces. Ahora hay una oportunidad, si quieres, de 4 disculparte ante tu hijo, aunque él está ya desterrado, y de dar castigo a la que os ha agraviado a vosotros dos. Pues hoy pienso mostrarte a Deméneta acostada con el adúltero, y además, en una casa ajena y fuera de la ciudad. »— Pues si pudieras demostrar eso — contestó Aris- 5 tipo— , te aseguro la libertad como recompensa. En cuanto a mí, sin duda recobraría la vida, si logro ven­ garme de mi enemiga. Hace tiempo que no dejo de consumirme y, aunque tenía sospechas de la verdad del asunto, no he hecho nada por falta de pruebas. Pero ahora, ¿qué hay que hacer? »— ¿Conoces el jardín — repuso ella— donde está el monumento de los epicúreos? V e allí al atardecer y espérame »N a d a más decir esto, salió corriendo y fue a ver a 17 Deméneta. »— Arréglate — le dijo— . Conviene que vayas un poco insinuante. Todo lo que te prometí lo tengo dis­ puesto.

3+ Este jardín, legado por Epicuro a sus herederos para que éstos lo entregaran a sus discípulos y fuera lugar de reu­ nión y centro de la escuela epicúrea (vid. D iógenes L aercio, X 10, 7 sig.), estaba fuera de Atenas, probablemente cerca de la Academia (vid. M. L. C larke, Phoenix 27 [1973], 386 sig.). C. Memmio, a quien, p or un decreto del Areópago, fueron atribui­ das estas posesiones en el SI a. C. tuvo el proyecto de cons­ truir una casa allí (C icerón , Cartas a los familiares X II I 1), pero aún en el tiempo de Séneca subsistían el jardín y la casa de Epicuro (S éneca, Cartas a Lucilio X X I 10); en este lugar se daba asilo a todo el que lo pidiera.

»Ella la estrechó entre sus brazos y actuó en todo tal y como le había dicho. Ya al atardecer, Tisbe fue a recogerla y la condujo al lugar concertado. Cuando ya estaban cerca, le dijo a su señora que se detuviera un instante. Se adelantó y pidió a Arsínoe que se mu­ dara a otra habitación y que le diera un tiempo, por­ que, según dijo, el muchacho se había iniciado recien­ temente en los misterios de Afrodita y todavía se ruborizaba. Después de haberla convencido, regresó y acompañó a Deméneta; la hizo entrar, le dijo que se acostara y se llevó el candil, en apariencia para evitar que tú la reconocieras, ¡tú, que estabas viviendo en Egina! Le recomendó primero que satisfaciera su apetito en silencio y luego le dijo: »— Voy a buscar al joven; enseguida vuelvo con él: está bebiendo ahí, en casa de unos vecinos. »Sale en secreto, encuentra a Aristipo en el lugar convenido y le apremia para que se presente y prenda al adúltero. Él la acompañó y al llegar a la habitación irrumpe en ella, logrando a duras penas y sólo gra­ cias a la débil claridad de la luna descubrir la situa­ ción del lecho. »— ¡Te tengo — exclamó— , odiosa enemiga de los dioses! »Tisbe, al instante, mientras él decía esto, se puso a meter el mayor ruido posible con las puertas y a ex­ clamar a grandes gritos: »— ¡Imposible! Se nos ha escapado el adúltero —y a advertir— : ¡Cuidado, mi señor, no vayas a dar el segundo resbalón! »— ¡Confianza! — dijo él— . Ya tengo a la criminal, a la que más ganas tenía de prender. »Y aprehendiéndola, la condujo camino de la ciu­ dad. Ella, que, como es natural, se imaginó todo lo que le sobrevenía a la vez: el fracaso de sus esperan­ zas, la deshonra para el futuro, el castigo de las leyes,

y que además iba afligida por haberse dejado capturar inocentemente y enfurecida por haberse dejado enga­ ñar, al llegar por el paraje donde está el pozo que hay en las inmediaciones de la Academia (tú lo recordarás bien: donde los polemarcos celebran el sacrificio ritual en honor de los h é ro e s)35; entonces, pues, se soltó vio­ lenta y súbitamente de las manos del anciano y se pre­ cipitó en él de cabeza. Quedó la miserable tendida 6 miserablemente. »— ¡Ya has pagado tu castigo — dijo Aristipo— , sin esperar al de las leyes! »A1 día siguiente, puso en conocimiento de la asam­ blea popular el suceso y, apenas obtenido el perdón, fue visitando a todos los amigos y conocidos, para ver si conseguía tu indulto y tu regreso. Si hay ya algún resultado práctico sobre esto, no puedo decírtelo; pues yo salí previamente de la ciudad, como ves, para un asunto particular que me reclamaba aquí. Lo único que sé es que hay que mantener la esperanza: yo creo

35 E l jardín del héroe Academo, situado al borde del Cefiso, en el noroeste de Atenas, había estado consagrado en principio a Atenea, luego a Academo, que, según la leyenda, había ayu­ dado a Cástor y Pólux a recobrar a Helena, raptada por Teseo (cf. P lutarco, Teseo 32, 34; vid. A. Ruiz de E lvira , Mitología clásica, Madrid, 1975, pág. 384). En este jardín, famoso gracias a Platón, se celebraban cultos públicos en honor de Academo y de los atenienses muertos por la patria; por eso, al igual que en los demás jardines dedicados a los cultos funerarios, debía haber un pozo con agua, necesaria para los ritos religiosos. Los héroes a los que aquí se hace referencia son Harmodio y Aristogiton, los asesinos de Hipa reo, el tirano, pues, según A ristóteles , Constitución de Atenas L V III 1, los polemarcos deben, entre otras funciones, organizar los sacrificios funerarios en honor de los muertos por la patria y, en particular, de Harmodio y Aristogitón, los tiranicidas. — Es preciso hacer notar que Heliodoro menciona sólo lugares de Atenas que son ampliamente conocidos.

que el pueblo accederá a tu vuelta y que tu padre, como ha prometido, vendrá a buscarte. »Éstas son las noticias que me dio Carias. Lo que ocurrió a continuación, cómo llegué aquí, qué avatares he tenido; todo eso requeriría un relato más largo y más tiempo a nuestra disposición.» Lloraba Cnemón mientras tanto. Lloraban también los extranjeros, por las penas de Cnemón aparentemen­ te, pero en realidad cada uno por el recuerdo de las propias36. Y no habrían cesado de gemir, si no hubiera sido porque el sueño que el placer de los llantos pro­ vocaba detuvo sus lágrimas. Así ellos se durmieron. Tíamis, que así se llamaba el jefe de los bandidos, tras descansar tranquilamente la mayor parte de la no­ che, fue perturbado por un sueño, varías veces repeti­ do, que terminó por despertarle sobresaltado. No pudiendo encontrar una explicación, se mantenía en vela con sus pensamientos. En efecto, a la hora en que cantan los gallos (bien sea, como se dice, por un ins­ tinto que les mueve a saludar a la divinidad, a conse­ cuencia de la sensación física que les produce el retor­ no del sol hacia nosotros; bien sea, porque el calor les despierta, y las ganas de rebullir y comer pronto les mueven a despertar a todos los de la casa y a lla­ marlos al trabajo con este pregón particular) la divi­ nidad le envió el siguiente sueño. Le pareció que llega­ ba a Menfis, su ciudad natal, y al templo de Is is 37; todo 36 Cita aproximada de H omero, Iliada X IX 301-2: las cau­ tivas troyanas de los griegos se ven obligadas a llorar la muerte de Patroclo, pero en realidad lloran más bien su propio infor­ tunio. La escena se hizo proverbial y aparece además en A quiles Tacio, I I 34, 7, y Caritôn, V I I I 5, 2. 37 El templo de Isis en Menfis es ya mencionado por H eródoto, II 176 (también aparece en Jenofonte de É feso, V 4, 6). En la fiesta dedicada a Sérapis que se describe en A quiles T acio , V 1, los ritos se desarrollan asimismo con antorchas y sacrifi­ cios ofrecidos en el exterior del templo.

estaba completamente iluminado por el fuego de las antorchas; los altares y los hogares estaban colmados de víctimas de todas las especies, empapadas de san­ gre; los pórticos de entrada y las galerías exteriores del templo estaban totalmente repletos de gente, que llenaba todo de un ruido y un alboroto confusos. Cuando hubo entrado en el templo propiamente dicho, la diosa le salió al encuentro de la mano de Cariclea y le dijo: — Tíamis, te entrego a esta doncella. La tendrás y no la tendrás. Pero cometerás una injusticia y asesina­ rás a tu huésped; mas ella no será asesinada. Esta visión le sumió en la más absoluta perplejidad 5 y no dejaba de dar vueltas acá y allá sobre su signifi­ cado. Por fin desistió y adoptó la interpretación que m ejor se acom odaba a su capricho. Supuso que con «la tendrás y no la tendrás» se refería a que la tendría como mujer, no como doncella; «la matarás», su ima­ ginación lo atribuyó a las heridas contra su virginidad, a resultas de las cuales Cariclea no moriría. Así es como interpretó el sueño, con sus deseos 19 como guía. Al alba, dijo a los principales de sus súbdi­ tos que vinieran, dio la orden de exponer el botín, que pomposamente él llam aba despojos tomados de los vencidos38, e hizo venir a Cnemón con el encargo de traer también a los que estaban bajo su custodia. — ¿Cuál es la fortuna que se nos va a deparar? 2 — gritaban éstos, mientras los iban conduciendo, y su­ plicaban a Cnemón con insistencia que los socorriera, si podía. É l se lo prometió y trató de exhortarles a tener buen ánimo, garantizándoles que el jefe de los bandidos 38 E l primer término griego expresa el botín en general, como el que puede ser el tomado por unos ladrones; el segun­ do es épico y poético, y se refiere sobre todo al capturado ante un enemigo derrotado.

no era en absoluto un salvaje de costumbres bárbaras, sino incluso algo civilizado, porque pertenecía a una familia ilustre, pero las circunstancias le habían for­ zado a escoger su actual género de vida. Así fueron conducidos hasta llegar adonde estaban reunidos to­ dos. Tíamis avanzó, se sentó en un elevado pedestal, estableció esa isla como lugar de la asamblea y, des­ pués de ordenar a Cnemón que tradujera sus palabras a los extranjeros (éste ya comprendía la lengua egipcia, pero Tíamis aún no dominaba a la perfección el grie­ go), tomó la palabra y dijo: — Camaradas de armas, conocéis de siempre mis sentimientos hacia vosotros. Pues yo, como sabéis, hi­ jo de un sacerdote39 de Menfis; que perdí mi dignidad sacerdotal al retirarse mi padre, a causa de los delitos y el robo de mi hermano menor; que me refugié aquí con vosotros con la intención de vengarme y recuperar mis privilegios; y a quien vosotros habéis juzgado digno de ser vuestro caudillo; yo, pues, hasta la fecha, desde que vivo con vosotros, nunca me he atribuido mayor cantidad en el botín que los demás: si se tra­ taba de la distribución de riquezas materiales, me complacía con un reparto a partes iguales; si se tra­ taba de la venta de unos presos, ponía el importe a disposición de la comunidad. Y esto lo he hecho por considerar que el jefe bueno y auténtico debe correr el mayor riesgo en la acción, pero en cambio conten­ tarse con una parte igual en los resultados. En cuanto a los capturados, a los varones que podían sernos útiles por su vigor corporal, los he reclutado para nos­ otros; a los que eran más débiles, los he vendido y me he desprendido de ellos; de las mujeres, sin haber intentado nunca un ultraje contra ninguna, a las naci39 Literalmente, «profeta», que es el título genérico de los sacerdotes egipcios.

das de familias nobles las he ido soltando mediante recompensa o por pura lástima de su desgracia, y a las de rango inferior o a las que les obligaba a ser esclavas no tanto su condición de cautivas, como el hecho de haberlo sido siempre, las he ido repartiendo para cada uno, como criadas. En lo que hace al momento pre- 6 sente, una sola cosa os pido del botín: a esta mucha­ cha extranjera que está aquí; pues, aunque tengo la posibilidad de asignármela directamente, creo que es m ejor hacerme cargo de ella, previo el consentimiento de la comunidad, ya que, además, sería una tontería por mi parte apoderarm e de la prisionera y lograrlo de modo bien visible contra la voluntad de mis ami­ gos. Pero os lo pido, no como un favor gratuito, sino 7 a trueque de no participar en nada del resto de nues­ tra presa. Y la razón de todo esto es que, como el linaje sacerdotal desdeña el am or vulgar de Afrodi­ t a 40, he decidido la conveniencia de que ésta sea para mí; no con la finalidad del placer, sino con la de que me nazcan herederos. Y quiero también daros cuentas de la causa de mi 20 elección. En prim er lugar, me parece que es de buen linaje: lo deduzco a juzgar por la gran riqueza hallada en torno de ella y por el hecho de que no ha sucum­ bido ante sus desgracias actuales, sino que desde un principio mantiene un alto espíritu ante los avatares. Por otra parte, calculo que su alma es buena y 2 honesta: pues si ella, cuya hermosura es inigualable, infunde con el pudor de su m irada moderación y res­ peto en quienes la ven, ¿cómo no va a inspirar proba­ blemente la idea más fantástica sobre sí misma? Y lo más importante de todo lo que os he dicho es que

40 Probable alusión a la teoría platónica de las dos Afrodi­ tas, tal como se expone en Banquete 180 d sigs., en boca de Pau­ sanias, con la diferencia entre la Afrodita «vulgar» y la «celeste».

me parece evidente que es la sacerdotisa de algún dios: ni en las peores calamidades, cree lícito quitarse la indumentaria sagrada ni la corona. 21 Por todo lo cual, ¿qué matrimonio, oh presentes, puede haber más concorde que el de un sacerdote con una sacerdotisa? Todos acogieron con vítores su discurso y le desea­ ron los mejores auspicios para su boda. Entonces vol­ vió a tomar la palabra y dijo: — Os agradezco vuestro favor; pero también sería conveniente preguntar a la muchacha su opinión en 2 este asunto. Si hiciera uso del derecho que me da mi autoridad, sería del todo suficiente el quererlo yo; por­ que a quien le es posible obligar, preguntar le resulta superfluo. Ahora bien, en una boda es necesario el consentimiento de ambos. — Y dirigiéndose a ella, le preguntó expresamente— : ¿Cuál es, pues, tu opinión acerca de nuestra boda? — al tiempo que le pedía expli­ caciones sobre su identidad y su familia. 3 Fijó ella la vista en el suelo durante largo rato, mientras sacudía repetidamente la cabeza, como bus­ cando las palabras y poniendo en orden sus ideas. Finalmente, levantó la m irada hacia Tíamis, hirién­ dole más que nunca con los rayos de su belleza: las reflexiones habían hecho enrojecer sus mejillas más de lo habitual, y su expresión se había vuelto vigorosa y vehemente41. Y comenzó a hablar, con Cnemón como intérprete:

41 La respuesta de Cariclea es, en gran medida, una repro­ ducción de los discursos falsos que Ulises pronuncia en Odisea X I I I 256 sigs. y X IV 192 sigs.; en ambos casos se trata de dis­ cursos mendaces, y es notorio además que al comenzar se ponga énfasis en la concentración del que va a hablar, expre­ sada mediante ciertos gestos. Por lo demás, el tema de la tempestad que desvía los barcos es idéntico, y el ataque de los marineros puede estar inspirado en Odisea X IV 339 sigs.

—Más cuadraba tomar la palabra a mi hermano Teágenes, aquí presente, pues lo decoroso es a mi jui­ cio que la mujer guarde silencio y que sea el hombre quien responda en una reunión de hombres42. Mas, como me dais permiso para hablar y me 22 ofrecéis como prim era prueba de generosidad el inten­ tar obtener una cosa que es justa mediante la persua­ sión, antes que con la violencia, y sobre todo teniendo en cuenta la circunstancia de que la totalidad de vues­ tras proposiciones se refieren a mí, me veo obligada a salirme de mis propios hábitos y de los de una donce­ lla, y a responder al vencedor a su pregunta acerca de mi matrimonio, en presencia, además, de una asam­ blea tan numerosa. Acerca de nosotros, esto es lo 2 que hay que decir: somos jonios de origen, hemos nacido en una fam ilia principal de Éfeso y tanto nues­ tro padre como nuestra madre son ricos. Como estas son las condiciones que la ley marca para ser sacer­ dote, yo fui elegida sacerdotisa de Ártemis, y mi her­ mano, aquí presente, de A p o lo 43. Esta dignidad es anual, y cuando se cumplió nuestro turno, íbamos a ir con una em bajada sagrada a Délos, donde pensábamos organizar certámenes musicales y deportivos, al depo42 Sobre el natural recato que deben observar las muje­ res, los testimonios antiguos son muy abundantes: cf. S ófocles, Áyax 293; E urípides , Los Heraclidas 476; A ristóteles , Política 1260 a 30, etc. 43 En el discurso L V II 46 del corpus demosténico también aparece la necesidad de pertenecer a un alto linaje como requi­ sito para ejercer una función de sacerdote. Por lo demás, la presencia de Éfeso y Artemis en las novelas griegas es habitual. El santuario de Apolo en Délos, centro de la liga marítima ática durante el siglo v a. C., época en la que se desarrolla la acción de la novela, gozaba de gran reputación, y en él se celebraban anualmente juegos deportivos y concursos. Notar que nueva­ mente, aunque sólo se trate de un relato ficticio de Cariclea, los héroes de la trama son presentados como sacerdotes de Apolo y Ártemis respectivamente.

ner nuestras funciones sacerdotales, según es tradicio­ nal. Se mandó cargar una nave mercante de oro, plata, telas y todo lo demás que estaba destinado a abastecer los concursos y el banquete público, y zarpamos. Nues­ tros padres se quedaron en casa, a causa de su avan­ zada edad y por miedo de una navegación por alta mar, pero nos acompañó un gran número de nuestros con­ ciudadanos: unos embarcaron en nuestro propio navio y otros emplearon esquifes particulares. Cuando ya faltaba poco para poner término a nuestra travesía, sobrevino de repente un gigantesco oleaje, un furioso viento contrario se levantó, y violentos huracanes re­ vueltos comenzaron a caer sobre el mar con tormen­ tosos truenos y rayos. La nave se desvió inmediata­ mente de su ruta, el piloto hubo de ceder ante tan extraordinaria tempestad, y la violencia del temporal le obligó a abandonar la dirección, encomendando el timón a la fortuna. Fuimos conducidos a la deriva por un incesante viento, que sopló siete días y otras tantas noches, hasta encallar en la costa donde nos capturas­ teis y visteis aquella gran mortandad. Pues los mari­ nos, durante el banquete que celebrábamos por nues­ tra salvación, nos atacaron y trataron de darnos muerte para hacerse con las riquezas. En medio del fragor de los que mataban y eran matadosM, conseguimos la victoria con grandes males y a costa de la perdición de todos nuestros amigos, así como la de los enemigos. De todos en total, sólo nosotros ( ]ojalá nunca hubiera sucedido así! ) nos salvamos, restos lamentables, que el único bien que hemos tenido entre tanto mal ha sido el que un dios nos ha concedido al ponernos en vues­ tras manos; gracias a ello, a quienes antes temían su muerte se les permite ahora decidir acerca de un matrimonio, al que yo no estoy dispuesta a negarme 44 Reminiscencia homérica: Iliada IV 451.

de ninguna de las maneras. Honrar a una cautiva con 6 el lecho del vencedor sobrepasa toda dicha, y conver­ tir a una muchacha consagrada a los dioses en legítima esposa del hijo de un sacerdote, que dentro de poco con el consentimiento de la divindad será a su vez sacerdote, es prueba definitiva de la tutela divina de que goza esa doncella. Una sola cosa te pido que me concedas, Tíamis: permíteme primero ir a la ciudad o dondequiera que haya un altar o un templo de Apolo a despojarme de la dignidad sacerdotal y de sus atri­ butos. Lo mejor sería ir a Menfis cuando tú recuperes 7 la prerrogativa del sacerdocio. Así, además, la boda estaría rodeada de mayor alegría, si va unida a la vic­ toria y se celebra como coronación de tus éxitos. Pero si quieres que sea antes, en tus manos dejo la elec­ ción, con tal de que previamente se hayan cumplido los ritos de mi patria. Y sé que vas a asentir, porque desde la infancia estás, como afirmas, dedicado a lo sagrado, y veneras con sumo interés y piedad a los dioses. Cesaron entonces sus palabras y comenzaron sus lá- 23 grimas. Todos los asistentes elogiaron su propuesta, aconsejaron a Tíamis hacerlo así y manifestaron con sus gritos estar dispuestos para contribuir a su ejecu­ ción. Tíamis también lo aprobaba, en parte con gusto y en parte a disgusto: p o r un lado, su pasión po r Ca- 2 riclea hacía que incluso el momento presente le pare­ ciera una demora infinita; p o r otro lado, sus palabras le habían fascinado, como las de una sirena, obligán­ dole perentoriamente a obedecer. Al mismo tiempo, relacionaba estos hechos con su visión en sueños y confiaba en que realmente su matrimonio se celebraría en Menfis. Disolvió la asamblea tras la distribución del botín, en la que obtuvo escogidos premios que los de­ más le habían cedido voluntariamente.

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Les encargó que nueve días después estuviesen pres­ tos para partir hacia Menfis. Designó para los griegos la misma cabaña de antes y dio nuevamente a Cnemón la orden de compartirla con ellos, nom brado ya no como guardián, sino a partir de entonces como com2 pañero. Tíamis les obsequiaba con un género de vida más muelle que el suyo y a veces llegaba a hacer a Teá­ genes comensal suyo por deferencia a su hermana. En cuanto a Cariclea, había decidido no verla casi nunca, para evitar que la contemplación fuera llam a que apremiase su deseo y para no verse obligado a trans3 gredir las disposiciones de todos conocidas. Por esto Tíamis ponía excusas para no ver a la muchacha, con­ siderando cosa imposible m irarla y saber comportarse. Cnemón, en cuanto todos hubieron marchado y cada uno estuvo oculto en un sitio diferente del lago, se puso en camino no lejos de la marisma, en busca de la hierba que había prometido a Teágenes el día anterior* 25 Teágenes, aprovechando este momento de libertad que su ausencia le concedía, comenzó a llorar y a ge­ mir; sus palabras no iban dirigidas a Cariclea, sino que eran invocaciones continuas a los dioses, a quienes

2 ponía por testigos. Al preguntarle ella si se lamentaba como siempre de sus comunes desgracias, o si le había ocurrido algo nuevo, respondió Teágenes: — ¿Qué novedad más inaudita podría haber y qué cosa más ilícita que el hecho de que Cariclea viole to­ dos los pactos y juramentos y dé su consentimiento, olvidándose de mí, a casarse con otro? 3

— Guarda silencio — dijo la muchacha— ; no sean para mí tus quejas motivo aún mayor de pesar que nuestro infortunio; no receles de unas palabras opor­ tunas, dichas por el interés del momento, cuando tie­ nes ya tantas y tan grandes pruebas pasadas de mi fidelidad. Si no, va a suceder lo contrario, y tú serás más bien quien parezca que ha cambiado de sentimien-

tos, antes de encontrar que yo he cambiado. Pues yo 4 no niego mi desdicha, pero de lo que sí estoy segura es de que no hay ninguna violencia, por grave que sea, que pueda disuadirme a abandonar mi virtud: en una sola cosa sé que no me he moderado, en la pasión que por ti siento desde el principio; pero aún así, es legí­ tima. Pues no me he entregado, como mujer que accede a su amante, sino que me he comprometido a un ma­ rido; por eso me he mantenido pura hasta el momento y me he guardado de relaciones contigo, rechazando a menudo tus tentativas y velando con suma y perenne atención para que el matrimonio convenido y concer­ tado con todos los juramentos se convirtiera en reali­ dad consagrada por las leyes45. ¿Cómo no va a ser 5 entonces un absurdo que tú creas que prefiero a un bárbaro en lugar de a un griego, a un bandido antes que a mi amado? —Mas, ¿qué pretendías — preguntó Teágenes— con aquel bello discurso? Porque fingir que yo soy herma- 6 no tuyo es una treta extraordinariamente hábil para alejar de Tíamis cualquier suspicacia en contra de nos­ otros y nos permite estar juntos sin temor. Comprendí también que lo de Jonia y lo del desvío del viaje a Délos eran velos de la verdadera realidad que inducían claramente a error a los oyentes. Pero aceptar el matrimonio con tal presteza, pro- 26 meterlo expresamente y señalar el momento indicado, de eso es de lo que no pude ni quise imaginar el sig­ nificado: jsólo supliqué que se me enterrara antes que ver ese final para las fatigas y esperanzas que por ti he tenido!

« La pureza de los protagonistas, elemento genérico de la novela griega, tiene aquí, como se apreciará en el transcurso, un contenido religioso; gracias a ella, los héroes alcanzarán el sacerdocio del Sol y la Luna, los dioses puros por antonomasia.

— ¡Con cuánto placer — dijo Cariclea, mientras le estrechaba entre sus brazos, y entre miles de besos le empapaba con sus lágrimas— recibo esos temores que tienes por mi causa! Bien se ve por ellos que las múltiples desgracias no han hecho que te encojas en tu amor por mí. Sin embargo, Teágenes, sábete bien que ni siquiera podríamos estar ahora conversando, si no hubiera sido por esas promesas. Una oposición obstinada aumenta, como sabes, la tenacidad del que domina la situación, si su deseo es impetuoso; en cam­ bio, una palabra que cede y se acomoda con presteza a su voluntad amansa el ardor del primer impulso y lo adormece con la dulzura de la promesa. Pues, a mi parecer, los que tienen un amor un tanto rústico creen que la primera prueba de correspondencia es el com­ promiso y, cuando lo tienen, se consideran dueños y viven con más tranquilidad, dejándose mecer por la esperanza. Con esta previsión he concertado mi boda de palabra, encomendando el porvenir a los dioses y en particular al espíritu que ha recibido el encargo de tutelar nuestro amor: con frecuencia un único día, y dos más a menudo, dan medios para la salvación, y los avatares suelen procurar lo que los hombres son inca­ paces de descubrir con infinitas reflexiones. Con esta idea precisamente logré aplazar un peligro inminente, para esquivar lo cierto con lo incierto. Hay que guar­ dar, pues, mi dulce amado, esta ficción como un arma, y hay que mantenerla en secreto a todos absolutamen­ te, incluido el propio Cnemón; bien es verdad que es bondadoso con nosotros y que se trata de un griego, pero, como es normal en un cautivo, siempre preferirá complacer a su dueño, si se le presenta la ocasión. Ni una amistad duradera ni los vínculos de parentesco nos dan seguridad inequívoca de su lealtad hacia nos­ otros; por eso, aunque vislumbre alguna sospecha de lo que realmente somos, hay que negarlo inmediata-

mente: bella es también a veces la mentira, cuando aprovecha a quien la dice sin dañar en nada a quien la oye 46. Mientras Cariclea hacía estas y otras sugerencias semejantes, dirigidas todas en su mayor interés, entró corriendo Cnemón a toda plisa, con numerosas mues­ tras visibles de gran turbación, y dijo: — Teágenes, te he traído la hierba; aplícala en las llagas para curarlas; ahora hay que estar preparados para otras heridas más graves, quizá la muerte. — Le pidieron que explicara con más claridad lo que pre­ tendía decir, pero él dijo— : N o es éste el momento de escuchar, pues se corre el peligro de que los hechos se anticipen a las palabras. Sígueme inmediatamente y que nos acompañe también Cariclea. Los tomó consigo y los llevó a presencia de Tíamis, a quien encontró limpiando el yelmo y afilando la jabalina. — A buen tiempo — le dijo— estás con las armas. Póntelas y ordena a los demás hacer lo mismo. Num e­ rosas tropas enemigas, como nunca habían atacado hasta ahora, nos rodean y están tan cerca, que las he visto asomar p o r encima de esa loma vecina. He veni­ do a la carrera para advertirte antes de que ataquen; pero, mientras navegaba hacia aquí, sin aflojar la m ar­ cha, he ido pregonando la noticia a cuantos he podido, para que se aprestaran. Ante esto, se levantó Tíamis de un salto: — ¿Dónde está Cariclea? — preguntó, con más miedo por ella que por sí mismo.

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46 Conviene notar que tanto Teágenes como Cnemón, que en ciertos aspectos es un trasunto del héroe principal, hacen gala de una ingenuidad sin límites; Hidaspes, el rey de Etiopía, se revelará también (X 18, 3; 20, 1) bastante lento para com­ prender la situación. Frente a éstos, los personajes femeninos se caracterizan en general por su fina astucia.

Cnemón le señaló a aquélla, que, por respeto, se hallaba retirada junto al umbral cercano. —Cógela — dijo a Cnemón en voz baja— y llévala a la cueva donde tenemos firmemente guardados núestros tesoros; una vez la hayas depositado, buen amigo, coloca encima como siempre la piedra que tapa la boca y regresa cuanto antes. Yo me ocuparé de la batalla. Mandó a su escudero que le trajera una víctima para hacer un sacriñcio a los dioses del lugar antes de 2 emprender el combate. Cnemón entretanto cumplió la orden: llevó a Cariclea, que caminaba entre continuos lamentos y volvía continuamente la cabeza hacia Teá­ genes, y la depositó en la gruta. Ésta no era obra de la naturaleza ni una de las muchas cuevas que se abren espontáneamente en la superficie o b a jo tierra, sino artificio de los bandidos que imitaba lo natural, y ga­ lería excavada por manos egipcias, minuciosamente ahuecada para la custodia del botín. 29 Estaba hecha del siguiente modo: tenía una boca angosta y oscura, disimulada b a jo la puerta de una ha­ bitación secreta, de modo que la propia piedra del um bral era a su vez una entrada que permitía la b a ja ­ da a quien quisiese. Esta piedra encajaba bien, y se abría y cerraba con facilidad. A partir de allí, la gale­ ría estaba dividida en diversos canales tortuosos, ho2 radados sin ningún orden. En efecto, los caminos y los surcos que llevaban a las profundidades, bien se per­ dían cada uno por un lado con gran artificiosidad, bien venían a dar unos en otros y, trenzados como si fueran la raíz de un árbol, desembocaban reunidos en una amplia estancia al fondo, sobre la que caía una claridad confusa, procedente de un agujero prac-

3 ticado en la superficie de la marisma. Allí bajó Cnemón a Cariclea; y a continuación, atravesó las galerías hasta llegar al extremo, conduciéndola de la mano, porque

él la conocía bien. Después de darle buenos ánimos y reconfortarla, en particular con la promesa de que al anochecer la visitaría con Teágenes, a quien no consen­ tiría entablar combate con los enemigos, porque le haría escapar de la batalla, salió de la caverna y la abandonó allí, sola, sin pronunciar palabra, golpeada por una desgracia sólo comparable a la muerte, pri­ vada de Teágenes como de su alma, sin aliento y en silencio. Cnemón volvió sobre sus pasos hasta la pie- 4 dra del umbral, entre lágrimas por sí mismo, a causa de la orden que se había visto forzado a ejecutar, y también por eíla, a causa de su infortunio, porque de algún modo él la había enterrado viva y por haber entregado a la noche y a las penumbras al ser más luminoso que existía entre los humanos, a Cariclea. Salió y se encaminó corriendo hacia donde estaba Tíamis. Le encontró enardecido para la batalla, espléndi­ damente armado, al igual que Teágenes, justo cuando se disponía a arengar y estimular el furor de los que ya se habían reunido en torno suyo. En efecto, se 5 detuvo en el centro y comenzó a hablar: — Camaradas de armas, no hace falta, ya lo sé, ex­ hortaros con largas arengas; ninguna necesidad tenéis de que os lo recuerde, pues vosotros mismos juzgáis que la guerra es nuestra vida de cada instante, sobre todo ahora que un ataque enemigo inopinado corta de raíz y hace superfluas las palabras. Pues cuando el enemigo está ya en plena acción, no defenderse igual­ mente con rapidez es propio tan sólo de quienes faltan a su deber. Sabedores, pues, de que no se trata de 6 nuestras mujeres e hijos, consideración que por sí misma basta a la mayoría como el mayor acicate para la batalla (porque esto hoy tiene menor importancia para nosotros ya que las únicas ventajas que podemos tener serán las que la victoria nos pueda reportar), sino por nuestra propia existencia y nuestra vida (porque

nunca una guerra de bandidos ha acabado con conve­ nios ni tuvo su final en treguas, sino que es fuerza que sobrevivan si son vencedores o mueran si son derro­ tados) entablemos así combate con nuestros enemigos más odiados, teniendo el alma y el vigor bien afilados. 30 Tras decir esto, fue buscando a su escudero con la mirada y llamándole repetidas veces p o r su nombre, Termutis. Como no aparecía por ningún sitio, se diri­ gió en veloz carrera a la barca, profiriendo contra él numerosas amenazas. La batalla había estallado ya, y se podía divisar a lo lejos a los habitantes del extremo de la marisma, en la parte de la entrada, presos ya de 2 los enemigos. Pues los atacantes habían prendido fuego a las cabañas y las chalupas de los que iban cayendo o se entregaban a la fuga; las llamas fueron extendiéndose hasta la cercana zona pantanosa y al hacer presa en el cañaveral que por allí había, espeso y abundante, la llam arada produjo un resplandor in­ descriptible e insoportable para los ojos, y el crepitar, 3 un ruido intolerable para el oído. Todo género de batalla se podía ver y oír; los moradores oponían una resistencia tenaz y vigorosa, pero los otros, m uy supe­ riores en número y con la ventaja además que les daba el ataque por sorpresa, llevaban la m ejor parte, y a unos los eliminaban por tierra, mientras a otros los hundían en el lago con sus propias barcas y cabañas. A consecuencia de todo esto, un estrépito confuso se elevaba p o r el aire: combatían al mismo tiempo por tierra y por mar, mataban y eran matados, enrojecían el lago de sangre, y el agua y el fuego se entremezcla­ ban 47. 47 Merece ser destacada la elaboración artística en la des­ cripción de la batalla (2-3): katákrotos, que hemos traducido «crepitar», es un hapax y evoca el ruido producido por aplausos prolongados; aparte de esto, son muy abundantes las metá­ foras y las antítesis, realzadas por simetrías; y es percepti-

Al ver Tíamis este espectáculo y oír esta confusión, se le vino a las mientes el sueño en el que había visto a Isis y su templo entero envuelto en llamas de teas y lleno de víctimas sacrificadas: aquella visión, creyó que se refería a los acontecimientos actuales. La inter­ pretación que ahora le daba era completamente dis­ tinta de la anterior: «poseyendo a Cariclea, no la po­ seería», porque la guerra se la quitaría; «la asesinará y no la herirá», con la espada, no según la manera de Afrodita. Continuas censuras dirigía a la diosa por mendaz, y consideraba una terrible desgracia que cual­ quier otro fuera a ser el dueño de Cariclea. Dijo a los que estaban con él que se detuvieran un poco y les indicó la necesidad de aguardar en aquel lugar para dar allí la batalla, emboscados en torno del islote y atacando con escaramuzas, ocultos por las marismas circundantes; ese sería el mejor medio de contener a tal masa de enemigos. Él, entretanto, con la excusa de ir a buscar a Termutis y hacer súplicas a los dioses del hogar, volvió enloquecido sus pasos hacía la choza, sin permitir que nadie le acompañara. Difícil de tornar es el ímpetu de los bárbaros, cuando se lanzan a algo; además, si desesperan de su salvación, acostumbran previamente a sacrificar a todos sus amigos, bien sea por el error de creer que van a convivir todos juntos después de la muerte, bien por sustraerlos de las vio­ lencias y los ultrajes de los enemigos. Por ello, también Tíamis, echando en olvido sus deberes del momento, aunque rodeado por los enemigos como en una red, presa de amor, de celos y de cólera, marchó a la ca­ verna corriendo y saltó dentro entre feroces gritos en ble en el conjunto el colorido homérico, pues la escena recuerda el momento de la lucha junto al río Escamandro, envuelto en llamas ( Iliada X X I 349); algunas citas literales muestran también el interés de Heliodoro por aproximarse a la épica.

lengua egipcia. Al advertir cuando aún se hallaba en la propia entrada una voz que respondía en griego, se dejó guiar por las palabras de la m ujer que contestaba, llegó junto a ella, le puso la mano izquierda sobre la cabeza y le hundió la espada por las costillas junto al seno. 31 Quedó ella cruelmente tendida, exhalando un lasti­ mero y último gemido. Subió él corriendo, puso la pie­ dra sobre el um bral y tras cubrirlo con un poco de tierra, dijo llorando: — ¡Ésos son los regalos de boda que te he hecho! 4S. Regresó a continuación a las barcas y encontró a los demás planeando ya la huida, porque veían la pro­ ximidad de los enemigos. Termutis ya había llegado y 2 tenía en sus manos una víctima para el sacrificio. Le vituperó su proceder y le dijo que él se había adelan­ tado y había hecho ya el más bello de los sacrificios. Enseguida subió a un bote con Termutis y un remero como tercer tripulante. Las barcas de la laguna, en efecto, no tenían capacidad para transportar a más personas, porque estaban fabricadas de una única pie­ za: un tronco de árbol macizo, burdamente ahuecado. Montó también Teágenes con Cnemón en otro bote, y de igual manera se fueron todos distribuyendo en los 3 restantes barcos. Después de apartarse un poco de la isla, más bien bordeándola que alejándose, dejaron de remar y ordenaron todas las barcas con el mismo frente, con intención de sostener el combate contra los adversarios. Pero el hecho exclusivo de su proxi­ midad, junto con la incapacidad para aguantar el oleaje, hizo que la mayoría se diera a la fuga nada más verlos, y algunos ni siquiera pudieron aguantar 48 Aun siendo egipcio, Heliodoro atribuye a Tíamis costum­ bres griegas; se refiere aquí en form a irónica a los regalos que solía hacer el prometido a la futura esposa el día en que ella concertaba el matrimonio (cf. IV 15, 2).

a pie firme el fragor de los gritos de guerra49. Retrocedieron también Teágenes y Cnemón, no tanto porque cedieran al miedo como por otras causas; y Tíamis fue el único que, quizá porque su honor le impidiera la huida o por no soportar posiblemente la idea de sobrevivir a Cariclea, se arrojó entre los enemigos. Ya en pleno combate cuerpo a cuerpo, uno gritó: — ¡Ése es Tíamis!; ¡cuidado todos! Al punto, giraron sus botes en círculo hasta rodear­ le. Él se defendía, hiriendo a unos y matando a otros con la lanza, pero lo que ocurría estaba más allá de toda admiración: ninguno disparaba ni daba tajos con su espada; todos y cada uno ponían el más inusitado empeño en cogerle vivo. Él resistió durante muchísimo tiempo, hasta que, ante el ataque conjunto de un gru­ po más numeroso, fue despojado de su lanza y perdió además a su escudero. Éste había colaborado brillante­ mente en la lucha, pero aî recibir ima herida, en apa­ riencia mortal, presa de la desesperación, se había arrojado al lago y no había emergido a la superficie, gracias a sus cualidades de nadador, nada más que cuando estaba fuera del alcance de los disparos; así había conseguido escapar a duras penas nadando hasta îa marisma, gracias sobre todo a que nadie había pensado en perseguirle. Pues ya habían cogido preso a Tíamis, y la captura solamente de éste representaba para ellos una victoria total. A pesar de tantas pérdidas como habían sufrido, mayor era aún su alegría por tener vivo bajo su vigi­ lancia al autor de estas muertes, que la pena por eí desastre de sus compañeros. Tan preciado es realmen­ te para los bandidos el dinero, preferible a sus propias

49 Nuevamente Heliodoro usa diversos términos específi­ cos de la épica ( helados, enyálios) para dignificar el relato de la batalla.

vidas, y tan verdad es que entre ellos el nom bre de la amistad y de la familia sólo se define por una caracte­ rística: el lucro. Así les ocurría también a éstos. 33 Casualmente éstos eran algunos de los que habían huido ante Tíamis y sus compañeros en la desemboca­ dura Heracleotica. Lo ocurrido es que irritados p o r verse despojados de cosas, que, p o r otro lado, distaban de ser suyas, e indignados porque les hubieran robado el botín, que ya consideraban propiedad particular, ha­ bían reunido a los que antes se habían quedado en casa, habían invitado también a las aldeas de los alre­ dedores con la promesa de distribuir el producto de su rapiña de modo justo y equitativo, y se habían puesto al frente de la incursión. La causa por la que habían 2 capturado vivo a Tíamis era la siguiente: Petosiris, el hermano que tenía en Menfis, mediante una intriga contraria a los usos tradicionales, había quitado a Tíamis el cargo de sacerdote, a pesar de ser más joven; y al enterarse de que su hermano mayor era el jefe de una partida de bandoleros, mandó una proclam a p o r todas las aldeas de los salteadores prometiendo in­ mensas riquezas y ganado a quienes se lo trajeran vivo, porque tenía miedo de que éste aprovechara al­ guna oportunidad para atacarlo o de que el tiempo descubriera la maquinación cometida, y, también en parte, porque estaba enterado de que la mayoría rece­ laba de que él hubiera asesinado a Tíamis, que no 3 aparecía por ninguna p a rte 50. Cautivados los bandole­ ros por todas estas razones, ni aun en el hervor del combate habrían sido capaces de apartar de su memo­ ria lo que constituía lucro para ellos: en cuanto lo reconoció el primero, todos habían tratado de cogerlo

50 Según D iodoro de S ic il ia , I 73, 5, el sacerdocio egipcio, a diferencia del griego, era hereditario, y los sacerdotes gozaban de una reputación sólo inferior a la del rey.

vivo, aun a costa de muchas muertes. Lo escoltaron atado a tierra firme, luego de haber sacado a suertes a la mitad para encargarse de la custodia, mientras él los insultaba po r su aparente magnanimidad, enojado más por las ligaduras que por la muerte. Los restantes salteadores se dirigieron a la isla, en la que tenían la esperanza de descubrir los tesoros y el botín que bus­ caban. Y como después de recorrerla palmo a palmo, 4 sin dejar ningún lugar por indagar, no encontraron nada de lo que ambicionaban, sino sólo algunos objetos de poco valor que habían olvidado ocultar bajo tierra en la gruta, pusieron fuego a las cabañas. L a tarde ya avanzaba, y temían pernoctar en la isla, por si sufrían una emboscada p o r parte de los fugitivos; por eso, re­ gresaron a sus casas.

Ésta era la situación de la isla, envuelta totalmente por el fuego. Teágenes y Cnemón, mientras hubo sol, no pudieron observar el incendio, pues la claridad del fuego se debilita durante el día, gracias a la luminosi­ dad de los rayos del dios. Pero cuando el sol se puso y trajo la noche, el resplandor irresistible que cobraron las llamas pudo verse desde muy lejos. Entonces, ani­ mados por la noche, se asoman fuera de su escondite en la marisma y ven con manifiesta claridad la isla do­ minada por el fuego. — ¡Ojalá quede hoy perdida mi vida! — dijo Teáge­ nes, golpeándose la cabeza y mesándose los cabellos— . Que se termine, que se dé suelta a todo: temores, peli­ gros, cuidados, esperanzas, amores. Ya no existe Cari­ clea, Teágenes está perdido. En vano, infortunado de mí, fui miedoso y emprendí cobarde huida, por sal­ varme para ti, dulzura mía. De seguro que no voy a sobrevivir, ahora que tú, queridísima, yaces, no por la ley común de la naturaleza, ni, lo más terrible, tras haber abandonado la vida en brazos del ser que tú habrías querido, sino que has sido, ¡ay de m í!, pasto del fuego. ¡Éstas son las teas que por ti ha prendido la divinidad, en vez de las nupciales! ¡Se ha consumido la belleza nacida de los hombres, sin dejar, con la pér­ dida de su cadáver, ni una reliquia de su lozanía sin tacha! ¡Oh crueldad e indecible ojeriza divina! Hasta

los postreros abrazos me ha quitado; de los últimos besos de un cuerpo sin alma me ha p riv ad o51. Mientras así hablaba, palpaba su cuerpo buscando 2 la espada, pero Cnemón le apartó bruscamente la ma­ no, diciendo: — ¿Qué es eso, Teágenes? ¿Por qué lloras a quien está viva? Vive y está a salvo Cariclea; ten ánimo. — Eso es una mentira — protestó Teágenes— para in­ sensatos o niños, Cnemón. ¡Me has perdido al quitar­ me la más dulce muerte! Juraba Cnemón estar diciendo la verdad y le contó todo: la orden de Tíamis, la cueva, cómo había sido él mismo quien la había bajado, cuál era la naturaleza de la gruta, cómo no había ningún temor de que el fuego llegase hasta la profundidad, porque sus innume­ rables recodos lo cortarían. Este relato hizo recobrar 2 el aliento a Teágenes; se dirigió apresuradamente a la isla, viendo ya en su imaginación a quien aún no estaba presente y figurándose la cueva como su tálamo nup­ cial; pero ignoraba todavía lo que allí había de llorar. Montaron precipitadamente en el bote e hicieron la travesía remando ellos mismos, porque su barquero había huido como una flecha, igual que si el resorte de un cepo le hubiera impulsado, en cuanto oyó el gri­ terío del prim er choque en el combate. Por aquí y por 3 allá, pues, fueron avanzando, desviándose del camino recto, ya que, dada su inexperiencia, no acoplaban el impulso de sus remos, y además el viento soplaba en contra. Pero su ardor consiguió vencer su falta de maña y 3 después de abordar a duras penas y con grandes sudo­

51 Quejas semejantes a las de Teágenes pueden hallarse en cualquier novela griega (vid., por ejemplo, A quiles T acio, I 14, con metáforas idénticas a la presente); en todos los casos, por supuesto se sigue el modelo de las monodias existentes en la tragedia.

res la isla, subieron a las tiendas con toda la rapidez de que fueron capaces. Encontraron algunas ya total­ mente quemadas, identificables únicamente por el lugar que habían ocupado; la piedra del um bral que ocul­ taba la entrada de la caverna había quedado a la vista. 2 Como el viento soplaba en dirección a las chozas, y éstas estaban fabricadas con cañas finas trenzadas procedentes de la marisma, el fuego las había ido in­ cendiando en su impetuoso avance. Ahora, pues, se mostraba el suelo casi raso; la violencia del fuego se había calmado y consumido en cenizas; el silbido del viento se había llevado la mayoría de las ascuas, y las pocas que habían quedado se habían apagado casi total­ mente con el soplo o se habían enfriado hasta hacer 3 transitable el lugar. Encontraron algunas teas a medio arder, prendieron algunos restos de cañas y tras abrir el orificio bajaron corriendo a su interior, Cnemón el primero. Llevaban recorrido sólo un trecho corto, cuando Cnemón estalló de repente en gritos: — ¿Qué es esto, Zeus? {Estamos perdidos! ¡Han matado a Cariclea! Tiró al suelo la antorcha, que se apagó, se llevó las 4 dos manos a los ojos y cayó de rodillas llorando, Teá­ genes, como movido por una fuerza irresistible, se derrum bó sobre el cadáver de la m ujer tendida y se agarró a él con toda energía, hasta fundirse con su cuerpo en un abrazo. Viéndole Cnemón sumido en un infinito dolor y hundido en la desgracia, tuvo la pre­ caución de quitarle con sumo cuidado, para evitar que lo advirtiera, la espada del tahalí que pendía de su cos­ tado, y se marchó corriendo, para encender las teas, dejándole solo. 4 Mientras tanto, bram aba de dolor Teágenes, con trágicos y dolorosos lamentos: — ¡Oh sufrimiento insoportable! ¡Oh calamidad en­ viada por los dioses! ¿Qué Erinis tan insaciable es la

que se ha entregado a esta orgía con nuestras desgra­ cias? Nos ha impuesto el destierro de la patria, nos ha sometido a los peligros de los mares y de los piratas, nos ha entregado a bandidos, nos ha enajenado muchas veces nuestros bienes. Una sola cosa quedaba a cam­ bio de todo lo demás, y ya me la ha arrebatado: yace Cariclea, la amadísima ha caído ante una mano ene­ miga; evidentemente por conservar la virtud y guar­ darse incólume para su matrimonio conmigo; pero lo importante es que ha muerto, desdichada, sin haber gozado de su joven belleza y sin haberme servido a mí para nada. Dime al menos, dulcísima amada, las pos­ treras palabras de los moribundos, hazme las reco­ mendaciones que quieras, si aún te queda el más leve aliento. ¡Ay de m í!, callas. El silencio se ha adueñado de aquella boca adivina, celestial intérprete; la oscuri­ dad se ha apoderado del lucero; el abismo, del brillo de los altares. Ya no lucen los ojos que a todos fulmi­ naban con su belleza: no los vio el asesino, bien lo sé. Pero, ¿qué nombre darte? ¿Novia? No, ya no te vas a casar, ¿Esposa? No, no conoces el matrimonio. ¿Cómo, pues, he de llamarte? ¿Con qué nombre voy a dirigirte la palabra en adelante? Sí, con el más dulce de todos, con el de Cariclea. ¡Oh Cariclea, ánimo! Conservas fiel a tu amado; enseguida vas a recobrarme. Sábete que voy a llevarte la libación de mi muerte, vertiendo la sangre que tú amas. En esta cueva, improvisado sepulcro, descansaremos los dos. Al menos después de la muerte se nos permitirá estar siempre juntos, ya que durante nuestra vida no lo consintió nuestro des­ tino. Al tiempo que así hablaba, extendió la mano con intención de sacar la espada, pero, al no encontrarla, volvió a gritar:

— jOh Cnemón, cómo me has perdido! Has agravia­ do además a Cariclea, por privarla de su más grata compañía, ya p o r segunda vez. 2 Al decir esto, se oyó el eco lejano de una voz que salía de las profundidades de la caverna, llamando a Teágenes. Sin la más mínima turbación, él replicó: — Ahora voy, alm a queridísima. Bien se ve que toda­ vía te arrastras p o r la tierra, sea porque no soportas la idea de separarte del bello cuerpo del que fuiste expulsada con violencia, sea porque las sombras infer­ nales impiden el paso a un cadáver insepulto52. 3 Entre tanto regresó Cnemón con las teas encendi­ das, y otra vez se pudo oír el mismo eco que llamaba: — ¡Teágenes! — ¡Oh dioses! — gritó Cnemón— . ¿No es esa la voz de Cariclea? Creo, Teágenes, que está a salvo: me llega al oído la voz desde el extremo de la cueva, donde recuerdo haberla dejado. 4 — ¿No vas a dejar de engañarme? — replicó Teáge­ nes— . Y a son muchas las veces. — Si te estoy engañando — dijo Cnemón— , es claro que también me estoy engañando a mí mismo, si esta que aquí yace descubrimos que es Cariclea. Y mientras hablaba, levantó el cuerpo tendido para ponerlo a la vista. Al verlo, exclamó con un gran grito: — ¡Qué es esto! ¡Prodigios divinos! ¡Es Tisbe! Retrocedió y se quedó inmóvil, trémulo y boquia­ bierto. 6

Teágenes, en cambio, recobró el aliento y volvió a concebir esperanzas. Trató de reanim ar a Cnemón, que se había desvanecido, para suplicarle que le condujera 52 De ahí que en la Antigüedad existiera el temor de que el cuerpo quedara insepulto; mientras no se hubieran cele­ brado las exequias para que el cadáver volviera su elemento material, el alma, unida a él, se veía impedida de gozar del descanso de ultratumba (cf. Homero, Iliada X X I I I 71 sigs.).

cuanto antes en busca de Cariclea. Al cabo de un mo> mentó, recobró Cnemón el sentido y volvió a examinar, con más detenimiento ahora, el cadáver de la mujer. Era, en efecto, Tisbe. Reconoció además, por la empu­ ñadura, la daga que había en el suelo al lado: era la de Tíamis, que tras el asesinato, la había dejado den­ tro de la herida, por la ira y la precipitación. Una tablilla escrita asomaba junto a su pecho sobre la axila; la recogió y trató de leer su contenido. Pero no se lo permitió Teágenes, que no cesaba de insistirle: —Vayamos primero a buscar a mi amada, si es que no está jugando alguna divinidad con nosotros tam­ bién ahora; después podremos enterarnos de eso. Atendió Cnemón a sus requerimientos, guardaron la tablilla y tras recoger la daga del suelo se encaminaron rápidamente en busca de Cariclea. Fue ella al principio gateando en dirección al lugar de donde venía la luz de las teas y luego corrió hacia Teágenes, de cuyo cuello quedó colgada en su abrazo. — ¡Te tengo, Teágenes! — ¡Vives, Cariclea mía! Esto es lo único que repetían incesantemente, hasta que por fin cayeron juntos al suelo, estrechamente abrazados, sin pronunciar palabra ya, como si estuvie­ ran unidos en un solo ser, en un estado semejante al que precede inmediatamente a la muerte. En realidad, ocurre que también una alegría excesiva se transforma en dolor con frecuencia, y el placer desmesurado en­ gendra sufrimiento que él mismo produce53. Tal era el riesgo que corrían tras haberse salvado contra toda esperanza. Por fin, Cnemón rascó la peña, por donde manaba un hilo de agua, hasta recoger en las palmas de las manos el exiguo chorro que comenzó a caer, les

53 L a m ism a idea en Platón, Fedón 60 b.

roció con él la cara frotándolos en la nariz y de este modo les hizo volver en sí. 7 Al encontrarse ellos con la sorpresa de hallarse en postura diferente de como se habían encontrado, echa­ dos en el suelo, se levantaron rápidamente, ruborizados por la presencia de Cnemón, que había visto todo. Avergonzados, sobre todo Cariclea, le pidieron excusas. — Esto sí es digno de elogio a mi juicio — les dijo sonriendo, con la intención de alegrarlos— , e igual le parecerá a cualquier otro que haya mantenido luchas de amor, haya sufrido una deliciosa derrota y haya sabido virtuosamente reconocer sus inevitables caídas. 2 Pero aquello otro, Teágenes, es lo que no puedo apro­ bar, y, realmente, me dio vergüenza verlo: caer abra­ zado a una extranjera, a una m ujer a quien no conocías de nada, y derram ar por ella indignas lágrimas, a pe­ sar de mis esfuerzos por decirte que tu amadísima se hallaba viva y a salvo. — Cnemón — contestó Teágenes— , deja de calum­ niarme delante de Cariclea: a ella era a quien lloraba en el cuerpo de otra; ella era la que yo creí que yacía 3 muerta. Pero ya que alguna divinidad benevolente mostró que aquello era un error, hora es también de que tú recuerdes tu extraordinaria valentía, la que te hizo llorar por mis penas antes que yo mismo, y la que te hizo emprender esa huida, como si de las áni­ mas que aparecen en el teatro se tra tara 54, cuando inesperadamente reconociste el cadáver: armado, con una daga, se escapó de una m ujer, muerta además, el valeroso infante ático55. 54 De nuevo una comparación procedente de la esfera del teatro; se refiere en concreto a personajes del tipo de la som­ bra de Darío en Los Persas de E squilo , Clitemnestra en Eum énides o Polidoro en Hécuba de E urípides 55 La infantería ateniense gozaba de gran reputación en el siglo V a. C., a consecuencia de las guerras contra los persas;

Se echaron a reír al oír esto, pero con una risa § corta, forzada y ni siquiera exenta de lágrimas, como es natural en una situación en la que la parte de llanto en la mezcla era muy superior, al ser tan form idables sus penas. — Felicito — dijo Cariclea al cabo de un momento, rascándose la m ejilla por debajo de la oreja— a la que ha sido merecedora de las lágrimas de Teágenes, o in­ cluso de sus besos, según dice Cnemón, quienquiera que sea. Sin embargo, y sin que mi pregunta os vaya 2 a hacer recelar que son los celos los que me corroen, me gustaría saber, si tú lo conoces, quién ha sido esa bienaventurada digna de las lágrimas de Teágenes, y cómo es que te confundiste y besaste a una desconoci­ da, como si fuera yo. — Te vas a m aravillar — contestó— , pero el caso es que Cnemón asegura que era Tisbe, aquella ateniense tañedora del arpa, la culpable de todas las intrigas que él y Deméneta sufrieron. — Pero, ¿cómo es posible — exclamó Cariclea ató- 3 nita— , Cnemón, que la que estaba en plena Grecia haya venido a parar a los confines de Egipto, como si la hubiera transportado una máquina escénica?56. ¿Y cómo se nos pasó a nosotros, al b a ja r aquí? — N o puedo explicármelo — le contestó Cnemón— ; lo único que sé de ella es lo siguiente: cuando Demé- 4 neta, sorprendida con aquella treta que os conté, se despeñó en el pozo, mi padre dio a la asamblea noticia de lo sucedido y obtuvo inmediatamente el perdón. Se entregó luego al afán de conseguir de la asamblea el regreso para mí y a hacer los preparativos para partir la trama de la novela transcurre precisamente en esa época, y Cnemón, además, era ateniense. 56 Nueva alusión a la lengua del teatro; en concreto, a la mechané, el instrumento que permitía transportar sobre el aire a un personaje y conducirlo al escenario.

en mi busca. Tisbe entre tanto aprovechaba los ince­ santes desvelos de mi padre para su propio ocio, y ponía en venta sin temor en los festines, tanto su pro5 pia persona como sus artes57. E incluso llegó a supe­ rar la fam a de Arsínoe, pues ésta tocaba la flauta doble con cierta parsimonia, y en cambio ella tañía la cítara de corrido y, además, se acompaíiaba con una linda voz. N o reparó en que estaba provocando en Arsínoe, su compañera, unos celos tremendos, sobre todo cuan­ do un comerciante de N au cratis58, llamado Nausicles, un individuo cargado de dinero, la tenía en sus brazos; además, se daba la circunstancia de que éste había dado de lado a Arsínoe, a pesar de haber mantenido con ella relaciones anteriores. La razón de esto es que vio que sus mejillas se hinchaban al tocar la flauta y, al soplar con energía, se afeaban y sobresalían por encima de la nariz, y que los ojos se le encendían y se salían de sus naturales órb itas59. 9 Hinchada de rabia, y con los celos al rojo vivo por todo esto, fue a ver a los familiares de Deméneta y les explicó, con todo detalle, las maquinaciones cometidas po r Tisbe contra Deméneta, tanto lo que Tisbe le ha­ bía contado confidencialmente gracias a su camarade57 Las flautistas en la Atenas clásica eran alquiladas para amenizar los simposios; su género de vida era en la mayoría de los casos semejante al de las cortesanas. 55 Colonia fundada por los milesios (según E strabón, X V II Î, 18) hacia 620 a. C. en la desembocadura Canópica del Nilo (vid. nota 3); su prosperidad económica, siempre en alza, llegó a su auge hacia el siglo v a. C., gracias a ser el centro por donde pasaba casi todo el comercio entre el mundo griego y el egipcio. 59 Esta anécdota debe mucho, por supuesto, a la conocida leyenda, según la cual Atenea arrojó lejos de sí la flauta de doble tubo que ella misma había inventado (o Marsias, según otras fuentes), al observar que sus facciones se deformaban cuando tocaba el instrumento (cf. D iodoro, II I 58, 3; O v id io , Metamorfosis V I 383 sigs.; P lutarco , Alcibiades 2).

ría, como lo que sospechaba por cuenta propia. Se asociaron contra mi padre los parientes carnales de Deméneta, prometieron grandes sumas de dinero a los oradores más hábiles y lograron que comparecieran con ellos ante el tribunal como acusadores. Gritaron que a Deméneta se le había dado muerte sin juicio y sin que se demostrara su culpabilidad, argumentaron que el adulterio no era más que un simple ardid para en­ cubrir el asesinato, reclamaron la presencia del adúl­ tero, vivo o muerto, exigieron que al menos se les di­ jera el nombre y, finalmente, demandaron la prueba de la tortura para Tisbe. Accedió a este compromiso mi padre, pero no pudo entregarla, porque ésta, como preveía el curso que tomarían los acontecimientos cuando aún estaban comenzando las diligencias legales para el pleito, se había dado a la fuga con el mercader, según habían convenido. La asamblea popular se irritó contra mi padre y, aunque en su sentencia no le atri­ buía la responsabilidad total del asesinato, pues acep­ taba el informe presentado por él, le expulsó de la ciu­ dad como cómplice de los atropellos cometidos contra Deméneta y de mi injusto destierro, y le castigó con la confiscación de la hacienda. ¡Este es el fruto que sacó de su segundo matrimonio! Así es como partió de Atenas la perfidísima Tisbe, la que ahora mismo acaba de pagar su delito en pre­ sencia mía. Esto es lo único que yo sé, gracias a las noticias que un tal Anticles me trajo a Egina. Con él me embarqué más tarde para venir a Egipto, por si descubría a Tisbe en Naucratis, para hacerla regresar a Atenas, liberar a mi padre de las sospechas y acusa­ ciones que había en su contra y reclamar justicia de los culpables de estos delitos contra todos nosotros. Y ahora aquí estoy, sometido a las mismas pruebas que vosotros. En cuanto ai porqué, el cómo y el cuánto he afrontado desde entonces hasta el momento, lo

podréis oír en otra ocasión. Pero la razón de que Tisbe haya recibido la muerte en la cueva y a manos de quiénes, quizá haga falta que sea un dios quien nos lo explique. Mas examinemos, si os parece, la tab lilla60 que hemos hallado junto a su pecho: lo norm al es que nos informe de más cosas. Aprobaron esta propuesta; él la abrió y comenzó a leer lo escrito, que era lo siguiente: «A mi señor Cnemón, su enemiga y vengadora Tis­ be. En prim er lugar quiero darte la feliz noticia de la muerte de Deméneta, de la que yo he sido autora por ti: cómo, te lo explicaré de viva voz, en el caso de que 2 aceptes recibirme. A continuación, quiero indicarte

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que hace ahora diez días desde que estoy en esta isla, cautiva de uno de los bandidos de aquí, el que se ufana de ser el escudero del jefe de la partida, que me tiene encerrada y no me permite ni asomarme a la puerta. Según él mismo dice, me castiga con esta pro­ tección por el am or que me tiene; pero, según el ju i­ cio que me he podido form ar, porque tiene miedo de 3 que alguien me robe, y él se quede sin mí. Sin em bar­ go, pude verte al pasar, gracias sin duda a algún favor divino, oh mi dueño: te he reconocido y he enviado a ocultas esta tablilla mediante la vieja que vive aquí, indicándole expresamente que la entregue en mano al bello griego, amigo del jefe. Líbram e de los bandidos y acoge a esta humilde criada. Sálvame si quieres, pero sábete que si alguna fechoría he cometido contra ti ha sido porque se me ha obligado; en cambio, la ven­ ganza que me tomé contra tu enemiga, la realicé con 60 Se trata de una plancha de madera recubierta con una capa de cera, sobre la que se graban los signos con un estilete; gracias a ello, es siempre posible la reutilización. Habitualmente, se usaban dos planchas de madera imidas entre sí mediante una especie de bisagra.

todo agrado. Si una cólera implacable te domina, haz de mí lo que quieras; sólo a ti estaría dispuesta a so­ meterme, aunque sea para morir: m ejor es perder la vida a manos tuyas y disfrutar de las honras fúnebres como un griego, antes que soportar una vida más pesada que la muerte y el amor de un bárbaro, más peno­ so para una ateniense que el propio odio.» Éste era el contenido de la carta de Tisbe. — Oh Tisbe — exclamó Cnemón— , te felicito por tu muerte y p o r haber sido a la vez mensajera para nos­ otros de tus desgracias, pues tu mismo cadáver ha puesto en nuestras manos el relato de tu muerte. Gran verdad es, a juzgar por las apariencias, que una Erinis vengadora te ha perseguido por toda la tierra y no ha detenido su látigo justiciero hasta hacerme a mí, la víctima de tus delitos, espectador presencial, aun ha­ llándome en Egipto, de la pena que se te impuso. Pero, ¿qué era en realidad lo que de nuevo tramabas contra mí, lo que maquinabas con esta carta, cuando la ju s­ ticia se adelantó y puso fin a tus tentativas? Aim muer­ ta, sospecho de ti, y mucho me temo que la desapari­ ción de Deméneta haya sido otra estratagema tuya, con la que me engañaron los que me dieron esa noticia, y que tú hayas atravesado el m ar para venir a represen­ tar aquí contra mí una nueva tragedia ática en Egipto. — ¿No vas a dejar — replicó Teágenes— de comportarte tan heroicamente ante fantasmas y de tener rece­ los de una sombra? Pues no irás a pretender que tam­ bién me ha embaucado a mí y a mis ojos, porque yo no tengo ningún papel en ese drama. No, ella está muerta; su cuerpo es realmente un cadáver; de modo que recobra el ánimo, Cnemón. Lo importante es saber quién ha sido tu benefactor, el que la ha eliminado; pero lo que más atónito me tiene y sin saber qué pen­ sar es cómo y cuándo ella b a jó aquí.

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4— Lo demás no lo sé — contestó Cnemón— , pero lo que sí es seguro es que Tíamis ha sido el autor de su muerte, a menos que la espada que hemos encontrado en la herida no constituya una prueba: la he recono­ cido y sé que es la suya, porque el marfil tallado de la empuñadura tiene form a de águila. 5 — ¿Podrías decirme entonces — interrogó Teágenes— cómo y p o r qué ha cometido el asesinato? — ¿Cómo podría saberlo? — respondió— . N o me he convertido en adivino, al entrar en esta gruta, como si se tratara del impenetrable santuario de Delfos [o el de Trofonio, donde aseguran que quienes entran reciben la inspiración divina] 61. Lanzaron un súbito gemido Teágenes y Cariclea y gritaron al unísono entre llantos: — ¡Oh Pito, oh Delfos! Quedó Cnemón estupefacto, sin poder comprender qué les había ocurrido al oír el nom bre de Pito. 12 Mientras mantenían esta conversación, Termutis, el escudero de Tíamis, que había conseguido llegar a tierra firme a pesar de la herida recibida en la batalla, encontró ya de noche una barca que flotaba en la ma­ risma, salvada del naufragio. Montó en ella y marchó presurosamente en dirección de la isla, para recoger a 2 Tisbe. Unos días antes Termutis se la había robado al mercader Nausicles, en una emboscada que le tendió cuando éste la conducía por un desfiladero montaño­ so. Luego, en el alboroto de la batalla durante el ata­ que enemigo, cuando Tíamis le encargó traer una víctima para el sacrificio, él había tratado de ponerla 61

El texto señalado entre corchetes es atetizado por R a t t e n LX X . Ambos, el áditon de Delfos y la gruta de Trofonio en Lebadea (Beocia), eran célebres santuarios de adivinación. La exclamación de Teágenes y Cariclea, cuyo significado exacto aún no puede conocer el lector, anuncia los sucesos que se narrarán luego, con Delfos como escenario. bu ry,

al abrigo de las flechas, con la intención de salvarla para su propio provecho. Por eso la había bajado a la caverna en secreto; pero con la excitación y las pri­ sas la había dejado sin darse cuenta junto a la misma entrada. Ella, una vez depositada allí, permaneció sin 3 moverse, en parte por el miedo de los peligros presen­ tes, en parte po r ignorancia de las galerías que condu­ cían a las profundidades. Por esta causa se había en­ contrado Tíamis con ella y había dado muerte a Tisbe, creyendo que era Cariclea. Termutis, pues, se dirigió rápidamente a buscarla, seguro de que había escapado de los peligros de la batalla, y, nada más desembarcar en la isla, subió a toda velocidad hacia las cabañas. Con dificultades, porque éstas no eran ya más que ceni- 4 zas, encontró la entrada de la cueva gracias a la piedra, prendió unas cañas que no se habían consumido total­ mente y ba jó corriendo con toda la rapidez de que era capaz, llamando a Tisbe por su nombre, única palabra que sabía decir en griego. Al verla en el suelo, se de­ tuvo boquiabierto un buen rato. Finalmente oyó un s m urmullo y un ruido sordo que venía de las profundi­ dades de la caverna — el que producía la conversación que aún mantenían Teágenes y Cnemón— , y se imaginó que ésos eran los asesinos de Tisbe. Estaba perplejo, sin saber qué decidir: su arrojo de bandido y su tem­ peramento bárbaro, más enfurecido en ese momento que nunca por su infortunio amoroso, le impulsaban a acometer a los pretendidos culpables; pero la falta de armas y de espada, mal de su grado, le contenía y forzaba a dominarse.

Decidió por fin que lo más provechoso era acer- 13 carse, pero no como enemigo en principio y, sólo si conseguía algo con que vengarse, atacar a los enemigos. Con esta resolución se presentó ante Teágenes y sus compañeros, observándoles fijamente con miradas ás­ peras y salvajes que delataban los secretos proyectos

2 de su alma. N o se hizo esperar la reacción de ellos al ver aparecer de modo tan sorprendente a un hom bre desnudo, herido y con ojos sanguinarios: se ocultó Ca­ riclea en un lugar más profundo de la cueva, sin duda por precaución, pero sobre todo p o r pudor ante la des­ nudez y el aspecto en absoluto decoroso del que acaba­ ba de presentarse; también Cnemón retrocedió unos pasos al ver y reconocer tan inesperadamente a Termutis, porque suponía que intentaría alguna insensa3 tez; no se asustó Teágenes sin embargo: lo que veía delante le irritaba más bien hasta la provocación. Des­ envainó la espada con el propósito de darle un man­ doble a la menor intención traidora y dijo: — ¡Deténte ahí, tú, o te atravieso!; si aún no te he herido, sólo es porque acabo de reconocerte y todavía no sé con qué intenciones has venido. 4 Cayó a sus pies Termutis, rogando y suplicando; más que por sentimientos propios, porque la situación se lo imponía: invocaba el auxilio de Cnemón, apelaba a la justicia para que le salvaran e insistía en que no había hecho ningún mal, que hasta la víspera se había comportado como amigo suyo, y que había venido con la franqueza con la que uno se dirige a los amigos. Estas palabras movieron a compasión a Cnemón, que se acercó y le levantó, pues aún se mantenía aga­ rrado a las rodillas de Teágenes. Mientras hacía esto, 2 le preguntaba ininterrumpidamente por Tíamis. É l le contó todo: cómo había trabado batalla con los enemi­ gos, se había lanzado en medio de ellos, y combatido sin escatimar la vida propia y la de los adversarios; cómo había dado muerte a todo el que llegaba a sus manos, mientras él mismo gozaba de la protección que le daba la consigna recibida po r todos, en el sentido de que capturaran vivo a Tíamis; finalmente añadió que él desconocía el resto de lo sucedido, porque, herido, había escapado a nado hasta llegar a tierra firme y no

había vuelto hasta este momento en busca de Tisbe a la caverna62. Le preguntaron de nuevo la causa de su interés por Tisbe, dónde se había hecho con ella y por qué andaba buscándola. También a esto les contestó Termutis y les explicó que se la había quitado a unos mercaderes, que se había enamorado de ella locamente y que la había tenido oculta desde entonces, pero que ante el ataque enemigo había ido a esconderla en la cueva, donde ahora la había encontrado asesinada por no se sabe quién, aunque le gustaría saberlo para ente­ rarse de la causa. — Tíamis es quien la ha matado — se apresuró a responder Cnemón, tratando de librarse de sospechas; a la vez, le mostró la prueba de la daga que habían encontrado junto al cadáver. Termutis vio la daga, que tenía el hierro aún caliente del inmediato asesinato y goteaba sangre, como escu­ piéndola63, reconoció el arm a de Tíamis y dio un grave y profundo gemido. Perplejo ante un acontecimiento tan inexplicable, volvió en silencio, abrum ado de dolor, a la entrada de la cueva, llegó junto al cadá­ ver y se desplomó sobre él con la cabeza entre el pecho de la muerta, repitiendo incesantemente el nombre de Tisbe, incapaz de articular cualquier otra palabra. Así continuó hasta no poder completar el nombre de una sola vez; se fue relajando poco a poco y se quedó dor­ mido, sin darse cuenta. Teágenes y Cariclea, junto con Cnemón, comenzaron inmediatamente a reflexionar sobre su propia situación, pero, aunque parecían decididos a tomar 62 Este es el primer resumen que aparece en la obra de acontecimientos narrados previamente (cf. V 11; V 16, 5; IX 12, 2, etc.); vid. T . H agg , op. cit., pág. 3275; Introducción, 27 63 La imagen, más que audaz, es violenta, y es reminis­ cencia de algunas semejantes en H omero (cf. Iliada X V 314, X X I 70).

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ima resolución, les obnubilaba el razonamiento de su mente la multitud de los dolores pasados, la imposibi­ lidad de hallar una solución para las desgracias pre­ sentes y la incertidumbre de las amenazas futuras. Se dirigían mutuamente largas miradas, cada uno con la esperanza de que el otro fuera a decir algo, pero como no se cumplía esa esperanza bajaban la vista al suelo, volvían luego a levantarla y al tiempo de respirar miti2 gaban su pena con un suspiro. Por fin, Cnemón se acostó en el suelo, se reclinó Teágenes sobre una pie­ dra, y sobre él se tumbó Cariclea. Durante un buen rato estuvieron rechazando el sueño que Ies acometía, con el empeño puesto en tomar alguna determinación con respecto al presente; pero fueron cediendo al des­ ánimo y a las fatigas, obedeciendo a su pesar a la ley de la naturaleza, hasta que su extraordinaria pena terminó por sumirlos en un profundo sopor. Tan ver­ dad es que a veces lo intelectual del alma se ve obli­ gado a acomodarse al estado del cuerpo. 16 Apenas hablan descabezado el prim er sueño y ali­ sado el borde de los párpados, cuando a Cariclea se le presentó el siguiente sueño: un hom bre de cabello hir­ suto y hostil m irada le clavó con su mano ensangren2 tada la espada y le arrancó el ojo derecho. Profirió al punto un agudo grito y comenzó a llam ar a Teágenes, diciendo que le habían sacado un ojo. Atendió él inme­ diatamente a la llamada y comenzó a lamentarse por esta nueva calamidad, como si hubiera tenido también el mismo sueño. Cariclea entre tanto se llevó la mano a la cara, buscando a tientas el órgano que según el 3 sueño había perdido y cuando comprendió que había sido un sueño, dijo: — Era un sueño; conservo el ojo. Tranquilízate, Teágenes.

—Menos mal — contestó Teágenes, que al oír a Ca­ riclea recobró de nuevo el aliento— que están a salvo

esos rayos del sol. ¿Qué era lo que te ocurría? ¿Qué te ha producido ese sobresalto? — Un hombre cruel y locamente temerario — contes­ tó— , que sin sentir ningún temor de tu invencible vigor me asaltó, espada en mano, mientras yo estaba recostada en tus rodillas, y me pareció que me había sacado el ojo derecho, jO jalá la aparición hubiese sido una realidad, en vez de un sueño! — N o digas palabras de mal agüero — respondió, al tiempo que le preguntaba po r qué decía eso. — Porque m ejor era — dijo— quedar privada de los dos ojos que sufrir esta inquietud por ti; y es que me da muchísimo miedo que la visión se refiera a ti, a quien tengo por mi ojo, mi alma y mi to d o 64. — D eja de hablar — interrumpió Cnemón, que había escuchado toda la conversación, porque el grito de Ca­ riclea al principio le había despertado— ; estoy seguro de que el sueño debe interpretarse de otra manera: contéstame si viven aún tus padres. — Sí — respondió ella— ; pero, ¿qué tiene que ver que ellos vivan? — Pues bien, has de creer que tu padre ha muerto — respondió— . Así es como yo explico esto: sabemos que los progenitores son los causantes de que entremos en la vida de aquí y participemos de esta luz; de modo que lo normal es que los sueños que aluden a los dos ojos se deban interpretar en función del padre y de la madre, pues ambos se dan unidos en parejas, son los autores de nuestra percepción de la luz y constitu­ yen el órgano y causa de la vista. — Penosa es también esa explicación — dijo Cari­ clea— ; sin embargo, ojalá sea verdad lo que tú dices

64 Reminiscencia

de

Eurípides, Andróm aca 406 sigs.

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antes que lo otro; que tu trípode tenga la razón 65, y en cambio yo me revele como adivina mendaz. — Sí, así será eso; sin duda hay que confiar — dijo Cnemón— . Pero en realidad parece que somos nosotros quienes estamos soñando, por indagar aquí sobre visio­ nes y apariciones, en lugar de proponer algún remedio para nuestra situación; además tenemos una buena ocasión ahora que nos ha dejado el egipcio ese — dijo refiriéndose a Termutis— y está imaginando y llorando amores de un cadáver. Teágenes le interrumpió diciendo: — Pero, Cnemón, ya que una divinidad te ha imido a nosotros y te ha hecho compañero de viaje de nues­ tras desgracias, sé tú el prim ero en aconsejar algún plan: tú conoces estos parajes y la lengua del país; por otra parte, nosotros, como el oleaje de calamida­ d e s66 en el que nos hemos hundido es m ayor que el tuyo, tenemos ahora más lentitud para comprender lo que es preciso. — En desgracias, Teágenes — replicó Cnemón, tras unos instantes de silencio— , es incierto quién lleva la ventaja, porque la fortuna también a mí me ha colma­ do generosamente de miserias. Sin embargo, pues que me exhortáis a decir mi parecer, como el m ayor en edad que soy, helo aquí: esta isla, según podéis ver, está desierta y en ella no hay nadie más que nosotros. Hay gran abundancia de oro, de plata y de telas, pues mucho es lo que Tíamis y los suyos depositaron en esta cueva, tanto de lo que a vosotros os quitaron, como de lo que saquearon a otros; pero de trigo y de otros víveres, no queda ni el nombre. Si nos quedamos, corremos el peligro de m orir de ham bre o de sucum65 La metáfora hace alusión al rito délfico de la pitia pro­ fetizando sentada sobre el trípode de Apolo. 66 La metáfora es tradicional y aparece ya, por ejemplo, en E squilo , Persas 599.

bir al ataque de alguien, lo mismo si regresan los ene­ migos que si lo hacen los que han estado con nosotros, porque en el caso de que se reagrupen, como no igno­ ran que aquí hay un tesoro, volverán seguramente por las riquezas; entonces sí que no tardaríamos nada en morir, o en el m ejor de los casos, si tienen conmisera­ ción, estaríamos a merced de sus ultrajes. Por otra parte, la raza de los vaqueros es desleal, más aún aho­ ra que se ven privados de su jefe, que es el que refrena su arrojo y procura moderarlos. Así que lo m ejor es que abandonemos la isla y huyamos de ella como de unas redes o una cárcel; pero antes hay que despachar lejos a Termutis; para ello, podemos poner el pretex­ to de que vaya a informarse y a espiar para ver si consigue saber qué es de Tíamis. Así podríamos concentrar en nosotros mismos la atención con mayor faci­ lidad, para decidir y ejecutar un pían; sin contar lo más importante, deshacernos de un individuo, traidor por naturaleza, un bandido de carácter pendenciero, que además tiene recelos en contra nuestra por Tisbe y no va a parar hasta hacernos alguna jugada a la me­ nor oportunidad. Elogiaron la propuesta y decidieron actuar así. Se pusieron en marcha hacia la boca de la caverna (pues se habían dado cuenta de que ya era de día), desperta­ ron a Termutis, entregado a un pesado sueño, y le explicaron las resoluciones que él podía conocer, lo­ grando convencer con facilidad a este individuo un tanto ligero. Depositaron el cuerpo de Tisbe en una hoya del terreno y amontonaron encima para enterrar­ lo las cenizas de las cabañas, a modo de tierra. Cum­ plieron los ritos funerarios habituales, en la medida en que lo permitían las circunstancias, y honraron el cadáver con lágrimas y cantos fúnebres, en lugar de las ofrendas de rigor. A continuación, despacharon a Termutis, según el plan convenido. É l avanzó un trecho

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corto, pero dio la vuelta y alegó que no estaba dis­ puesto a ponerse en camino solo y a lanzarse a un riesgo tan grande, como era el ir de reconocimiento, a menos que Cnemón le acompañara en la empresa. Al darse cuenta Teágenes de que la sola idea de acom­ pañarle hacía temblar a Cnemón y que incluso al tra­ ducir las palabras del egipcio daba muestras de la angustia que ello le producía, dijo: — Para hacer planes eras realmente muy valiente, pero para llevarlos a cabo, bastante timorato; ya antes había yo reparado en ello, pero ahora sobre todo no tengo ninguna duda. Ea, afila tu temple y endereza tu espíritu, haciéndolo más valeroso. En las circunstan­ cias presentes no queda otro remedio más que acceder a eso: es el único medio de que no le entren sospechas de que pensamos huir; de modo que al menos al prin­ cipio debes acompañarle. Además, no corres ningún riesgo de que te ataque, porque él está desarmado, y en cambio tú vas con la daga y con coraza; pero, aun así, a la menor oportunidad, lo abandonas sin que se dé cuenta y te reúnes con nosotros donde convenga­ mos; así que, si te parece, tenemos que citarnos en alguna aldea cercana que tú conozcas y sea civilizada. Le pareció a Cnemón que tenía razón y le propuso Quemis, una aldea así llamada, próspera y populosa, que estaba asentada en la ribera del N ilo sobre un otero para protegerse de los v aqu eros67; una vez 67 Quemis no es una aldea imaginaria; según H eródoto, I I 156, está situada en una isla del Nilo, cerca de la ciudad de Buto (construida junto a la boca Sebenítica del Nilo), había en ella un templo dedicado a Apolo, y estaba poblada de pal­ mas y muchos otros géneros de árboles. Esta es la única indi­ cación que permite situar el itinerario seguido hasta el mo­ mento: Teágenes y Cariclea son conducidos hacia el Este des­ de la playa donde son capturados; desde la marisma que sirve de guarida a los vaqueros, llegarán más tarde a Quemis, atra­ vesando la marisma y avanzando algo menos de veinte kiló-

atravesada la marisma, distaba poco menos de cien estadios, y para llegar a ella, debían caminar rectos en dirección a mediodía. —Va a ser difícil — respondió Teágenes— , porque 19 Cariclea no está habituada a marchas largas. Pero, en fin, iremos, no obstante, y nos haremos pasar por vaga­ bundos y mendigos que piden comida. — ¡Por Zeus — replicó Cnemón— , que ya tenéis un aspecto muy desfigurado, sobre todo Cariclea, a quien le acaban de sacar un ojo! ¡Me parece que en vuestro estado, no es mendrugos sino espadas y buenas calde­ ras lo que vais a pedir! Al oír estas palabras, esbozaron una sonrisa, pero 2 forzada y sin que les llegara más allá de los labios. Ju­ raron guardar lealtad a sus decisiones, pusieron a los dioses por testigos de que nunca se abandonarían el uno y los otros, si no había fuerza mayor, y emprendie­ ron la acción, tal y como habían planeado. Cnemón 3 y Termutis atravesaron la marisma con la aurora y avanzaron a continuación por un bosque, profundo y espeso hasta el punto de hacer difícil el paso. Camina­ b a delante Termutis, pues así lo prefería Cnemón y se lo había dicho: con el pretexto de que él conocía m ejor las dificultades del terreno, le había encargado que fuera abriendo camino, aunque la verdadera razón era velar por su seguridad personal y aguardar una oportunidad para escaparse. En su marcha, encontra- 4 ron unos rebaños, cuyos pastores habían huido in­ ternándose en la zona más intrincada del bosque. Sametros hacia el Sur. Ahora bien, la localización es incierta, si se tiene presente que en Quemis está la residencia de Nausi­ cles, comerciante de Naucratis, y que ambas localidades esta­ rían bastante lejanas entre sí. 68 Expresión tomada de H omero, Odisea X V ÏI 222; se alude a los regalos suntuosos con que se obsequiaba a los huéspedes distinguidos, a diferencia de lo que se ofrecía a los mendigos.

criticaron un verraco de los que guiaban la grey y, después de socarrarlo en un fuego que tenían prepa­ rado los pastores, fueron comiendo pedazos de carne, sin poder siquiera esperar hasta que estuviera suficien­ temente asada: tal era el ham bre que hostigaba su 5 estómago. Como lobos o chacales69, pues, devoraban los trozos que iban cortando, con sólo chamuscarlos un poco al fuego, y los bocados, medio crudos, cho­ rreaban sangre por sus mejillas. Cuando se saciaron, bebieron leche con avidez y reemprendieron el camino 6 acordado. E ra ya aproximadamente la hora en que se da suelta a los bueyes ™, cuando se dispusieron a ascen­ der a una colina, a cuyos pies, según dijo Termutis, había una aldea en la que probablemente tenían preso y capturado a Tíamis, a menos que ya le hubieran dado muerte. Cnemón entonces comenzó a excusarse, dicien­ do que el exceso de comida le había alterado el vien­ tre y la leche le había producido una fuerte diarrea, y pidió a Termutis que se adelantara; él le daría 7 alcance enseguida. Repitió la misma operación una vez, otra y una tercera, hasta que el otro no tuvo ninguna duda de que era verdad; e incluso le dijo que tenía ciertas dificultades para reunirse con él. Una vez ha­ bituado el egipcio a estas paradas, se quedó al fin atrás, sin que se diera cuenta, se lanzó pendiente abajo con toda la rapidez de que era capaz y escapó, inter­ nándose en la zona más inaccesible de la espesura. 20 Termutis, cuando llegó a la cumbre del altozano, se sentó en una piedra a descansar, esperando la puesta del sol y el anochecer, momento convenido con Cne­ món para entrar en la aldea y hacer las pesquisas sobre Tíamis. Al tiempo, dirigía su m irada en todas direc-

69 E l símil procede de H omero, Iliada X V I 156 sigs. ?o Es decir, el atardecer, vid. H omero, Iliada X V I 779; Odi­ sea IX 58; A ristófanes , Aves 1500.

clones, para ver si venía Cnemón, contra quien ma­ quinaba planes siniestros: no se le habían apartado de su mente las sospechas contra él, porque seguía con­ siderándolo autor de la muerte de Tisbe, y meditaba cómo asesinarle, furioso por satisfacer su odio, des­ pués de éste, contra Teágenes y su compañera. En vista de que Cnemón no aparecía por ningún lado y ya se hacía noche cerrada, Termutis se dejó caer en un sueño plúmbeo, que, por la picadura de una cobra, se convirtió en su postrer sueño: sin duda la voluntad de las Moiras es lo que le hizo sucumbir, dándole un fin acorde con su v id a 71. En cuanto a Cnemón, no bien hubo abandonado a Termutis, echó a huir y no recobró el aliento, hasta que la llegada de la oscuridad de la noche puso trabas a su impulso. Se ocultó donde le sorprendió ésta y apiló sobre sí todo el follaje que pudo. Acostado allí, pasó la mayor parte de la noche desvelado por la in­ quietud, creyendo que cualquier cosa, un ruido, el sil­ bido del viento o el movimiento de las hojas, era Termutis; y cuando cedía un momento al sueño, soñaba que iba huyendo y no hacía más que volver la cabeza atrás, buscando a un inexistente perseguidor. Quería dormir y oraba para que no se cumpliera su deseo, porque los sueños que le venían eran peores que la realid ad 72; e incluso parecía enojarse con la noche, porque en su imaginación duraba más que las demás. Al fin, vio con alegría la llegada del alba. Lo prim ero que entonces hizo fue cortarse la cabellera, excesiva71 E l epíteto que se aplica al sueño de Termutis procede de Iliada X I 241 y de Him no a Hermes 289. Se ha hecho notar que, según E li ano, Historia de los animales X 31, «termutis» es el nombre para designar la serpiente sagrada, cuya morde­ dura es sólo mortal para los criminales. Las Moiras son, por supuesto, las personificaciones del Destino. 72 Una idea semejante en A q uiles T acio, I 6, 4 sigs.

mente larga, pues se la había dejado crecer cuando estaba entre los vaqueros, para ir como los demás bandidos; pero ahora quería evitar que las personas con quienes se encontrara huyeran o recelaran de él. Los vaqueros, efectivamente, entre otras cosas que ha­ cen para sem brar el miedo, se dejan crecer el pelo hasta las cejas y, por detrás, hasta ondear sobre los hombros, pues saben bien que la cabellera, que hace a los enamorados más encantadores, convierte a los bandoleros en seres más terribles. 21 Se cortó, pues, el pelo Cnemón lo suficiente para eliminar el aspecto de un bandido y adquirir el de una persona bastante cuidada, y acto seguido se encaminó con presteza hacia Quemis, la aldea en la que se había 2 citado con Teágenes. Y a a la orilla del Nilo, cuando se disponía a atravesarlo para llegar a Quemis, vio a un anciano paseando por la ribera; recorría arriba y abajo sin cesar un largo trecho al lado de la corriente y hablaba como haciendo al río partícipe de sus pensa­ mientos. Su pelo era largo, como el de los sacerdotes, y completamente cano; la barba, espesa y venerable; el vestido y el resto de su atavío, más bien a la moda 3 griega. Se detuvo unos instantes Cnemón y, como el anciano pasaba una y otra vez a su lado, sin reparar al parecer en su presencia, tan ensimismado iba en sus pensamientos, absorto exclusivamente en las cavilacio­ nes de su mente, le abordó cara a cara y se adelantó a 4 saludarle en griego. Le respondió, diciendo que no podía tener sa lu d 73, porque no se la otorgaba la for­ tuna. — ¿Eres griego, forastero? — preguntó Cnemón asombrado. — N o soy griego — replicó— , sino de aquí, egipcio.

73 Juego de palabras difícil de traducir, pues la fórmula habitual de saludo en griego equivale a «ten salud».

— Entonces, ¿cómo es que vistes a la griega? — Los infortunios — dijo— me han cambiado de vestido y me han procurado esta espléndida indumen­ taria. Perplejo Cnemón ante la circunstancia de que uno 5 en las desgracias vistiera traje de fiesta, le pidió que se las relatara. — ¡Toda una guerra de T ro y a 74 me pides que na­ rre! — respondió el anciano— ; ¡un enjam bre de cala­ midades y el ilimitado zumbido que de él sale estás removiendo contra ti mismo! Mas, ¿qué camino llevas y de dónde vienes, joven? ¿Cómo es que hablas griego tú aquí en Egipto? — Ridículo es — dijo Cnemón— que sin haberme contado nada de tus aventuras intentes conocer mi historia, cuando yo he sido el prim ero que ha pre­ guntado. — De acuerdo — replicó él— , ya que eres, a lo que se 6 ve, griego, a quien es la fortuna, creo, lo que ha obligado a cam biar de aspecto, y tantas ganas tienes de oír mi relato. Y o mismo, además, sufro como de dolores de parto po r contárselo a alguien, y es posible que, como en la leyenda, se lo hubiera narrado a estas cañas, si no me hubiera encontrado contigo75. Pero vayámonos

74 Expresión proverbial para referirse a una serie infinita de males (vid. D emóstenes , X IX 148). Igualmente, «enjam bre» es una metáfora habitual (vid. A quiles T acio , I 2, 2). La lengua de Calasiris, ya desde su presentación, abunda en metáforas y juegos de palabras literarios. 75 Alusión a la célebre leyenda del rey Midas, que, por ha­ ber protestado del veredicto acordado en favor de Apolo en su competición musical con Pan, es castigado con la metamorfo­ sis de sus orejas en orejas de asno. Midas mantiene a todos oculto este cambio, pero su peluquero, que aunque no se atreve a divulgarlo, tampoco es capaz de dejar de revelar el secreto en voz alta, acude a un lugar solitario junto al río y, en tin hoyo cavado en el suelo murmura cómo ha visto las

m ejor de aquí, de la ribera del Nilo, porque este lugar no es grato para oír una larga narración, tan quemado como está por el sol de mediodía; vayamos a la aldea que ves situada allí enfrente, a no ser que te lo im~ 7 pida algo más urgente. N o podré hospedarte en mi casa, pero sí en la de un buen hom bre que ha atendido mis súplicas y me ha acogido a mí. En su casa podrás conocer mis aventuras, si quieres, y, por tu parte, rela­ tar las que a ti se refieren. — Vayamos — dijo Cnemón— , porque también yo tengo gran interés en ir a esa aldea; en ella me he citado con unos amigos míos. 22 Montaron en un bote de los muchos que flotaban junto a la orilla, a disposición, mediante el pago de un alquiler, del que tuviera que atravesar el río, hicieron el pasaje a la aldea y llegaron a la casa donde se alo­ ja ba el anciano. Al dueño no lo encontraron en casa, pero los recibieron con grandes muestras de afecto la hija del anfitrión, joven ya casadera, y las criadas de la finca, que trataban al forastero como a un padre, por2 que, según creo, así se lo había encargado el amo. Una le lavaba los pies y le lim piaba de polvo las pantorri­ llas, otra se ocupaba de la cama y preparaba un lecho mullido, otra traía un cántaro de agua y encendía fue­ go, y otra ofrecía una mesa repleta de pan de trigo candeal y de todo género de frutas de la estación. Cnemón no salía de su asombro. — Pero a la morada de Zeus Hospitalario hemos venido, padre, a juzgar por el esmero tan grande que

orejas de asno de su amo. Las cañas que allí nacen revelan, al vibrar con la brisa, el secreto de Midas (vid. O vid io , Metamor­ fosis X I 174 sigs.; muchas otras alusiones anteriores a esta leyenda son recogidas en A. Ruiz DE E lvir a , Mitología clásica, Madrid, 1975, págs. 462 y sigs.).

se nos dispensa, sin ningún pretexto y lleno evidente­ mente de cordialidad76. — A la de Zeus, no — contestó— ; pero sí a la de un 3 hombre puntilloso con Zeus, protector de forasteros y suplicantes. Pues su vida, hijo, también es errante: es un comerciante y ha conocido muchas ciudades, así como el modo de vivir y pensar de muchos hombres; por eso precisamente, fácil es de imaginar, a otros y a mí en particular cuando no hace muchos días iba errante y vagabundo, nos ha acogido bajo su techo. — ¿Y por qué llevabas esa vida vagabunda a la que 4 te refieres, padre? — Unos salteadores — contestó— me han arrebatado a mis hijos. Aunque conozco a los responsables del delito, como no puedo vengarme, doy vueltas por estos lugares y acompaño con llantos el sufrimiento, como un pájaro, cuando una serpiente le saquea el nido y ante sus propios ojos se da un banquete con las crías, que no se atreve a acercarse, pero tampoco se resigna a huir, porque en él rivalizan el am or y el dolor; y no hace más que piar revoloteando alrededor, como si pusiera cerco a unos oídos salvajes, cuya naturaleza no conoce la compasión, y entonar un maternal llanto que suplica sin conseguir n a d a 77. — ¿Harías, pues, el favor — dijo Cnemón— de con- 5 tarme cómo y cuándo afrontaste ese penoso combate? — En otra ocasión — contestó— ; ahora es tiempo de dar al vientre sus cuidados; al que maravillosamente llamó Homero ‘m aldito’, cuando se fijó en que pos76 La escena evoca el pasaje de la Odisea (V I 207 sigs.) en que las sirvientas de Nausicaa prodigan a Ulises sus cuidados y, de modo más general, la acogida dispensada a Ulises en el pala­ cio de Alcínoo ( Odisea V I I 171 sigs.). Este es el único lugar de la novela en que Zeus aparece en una de sus funciones anti­ guas, como garante de la hospitalidad. 77 Símil inspirado en H omero, Iîiada II 311 sigs.

pone todo para después de é l 78. Pero antes que nada, hagamos, según el rito de los sabios egipcios, la liba­ ción dirigida a los dioses: nada habrá, con plena segu­ ridad, que me convenza a quebrantar ese hábito, ni mi sufrimiento tendrá nunca tanta fuerza, como para expulsar de mi memoria los deberes piadosos para con

la divinidad. Dicho esto, vertió de la vasija agua pura, pues esto es lo único que bebía, al tiempo que decía: — Hagamos la libación en honor de los dioses de esta tierra y de los griegos y del propio Apolo Pítico; en honor además de Teágenes y de Cariclea, personas íntegras y de bien, porque también los incluyo con los dioses. Y al tiempo, se echó a llorar, como ofrendando otra libación en su honor: la de los llantos. Quedó Cnemón helado al oír esos nombres y, mirando al anciano atentamente de arriba abajo, exclamó: — ¿Qué dices? ¿Son realmente hijos tuyos Teáge­ nes y Cariclea? — Sí, hijos míos, extranjero — contestó— , que han nacido sin madre. U n afortunado designio de los dio­ ses me los dio; los dolores de mi alma, como los de un parto, los engendraron; y mi cariño por ellos reem­ plazó al de la naturaleza. Gracias a ese cariño, me consideraban como un padre, y así me llamaban. Pero tú, dime, ¿cómo los conociste? — N o sólo los conozco — dijo Cnemón— , sino que te anuncio la feliz noticia de que los tuyos están a

salvo. — ¡Apolo! — exclamó en un grito— ; ¡dioses! ¿Dón­ de están? ¡Dímelo! Salvador y digno de todos los atri­ butos de los dioses te consideraré. — ¿Cuál será mi recompensa? — preguntó— . 78 Odisea V I I 215 sigs.; X V II 286 sig.

— Por el momento, el agradecimiento — replicó él— : ése creo que es el más bello de los regalos para un hombre sensato, y yo sé que muchos guardan ese obse­ quio en el alma como un tesoro. Y si lograra regresar a mi patria, cosa que no tardará mucho a juzgar por las señales que los dioses me han dado, obtendrás una fuente de riquezas, todas cuantas quieras. — M e estás prometiendo — contestó— cosas futu­ ras e inciertas, cuando te es posible recompensarme con lo que ahora mismo está a tu disposición. — Muéstrame lo que veas presente; dispuesto estoy a cederte una parte de mi propio cuerpo. — N o hace ninguna falta que te cortes una pierna o un brazo; me consideraré totalmente servido, si haces el favor de narrarme de dónde son ellos, quiénes son sus padres, cómo han llegado aquí y qué desgracias se han visto obligados a soportar. — Tendrás — respondió— esa recompensa, que no se puede comparar con nada, aunque me pidieras todo el oro del mundo. Pero ahora, gustemos un poco de los alimentos, porque a los dos nos hará falta mucho tiem­ po para el relato: tú para escucharlo, y yo para con­ tarlo. Comieron, pues, nueces, higos, dátiles recién cogi­ dos y otras frutas semejantes, de las que el anciano se alimentaba habitualmente, pues nunca había m a­ tado nada para com er79; bebieron también, uno agua, y Cnemón vino. Éste último dijo finalmente, al cabo de un rato: — Dioniso, ya sabes, padre, se alegra con las histo­ rias y se deleita con las comedias: pues bien, éste que acaba de establecerse dentro de mí me incita a oír esa 79 Apolonio de Tiana y los pitagóricos prescribían el mis­ mo género de dieta, imitado probablemente de los sacerdotes egipcios (v. H eródoto, I I 37, que sólo habla de la prohibición de comer pescado; A o uiles T acio, IV 18).

historia y me impulsa a reclamarte esa recompensa que me tienes prometida. E s ya hora de que tú, como si subieras al escenario, prepares la representación de tu relato. -—Vas a oírlo — contestó— , pero es una pena que no nos acompañe el bueno de Nausicles, a quien he puesto mil excusas diferentes, a pesar de su encarecida insistencia en escuchar el relato de mis aventuras. 24 — ¿Dónde puede estar ahora? — preguntó Cnemón, al oír el nombre de Nausicles— . — H a salido de caza — dijo; y al preguntar de nuevo Cnemón a qué tipo de caza, prosiguió— : A la de las fieras más salvajes, los llamados hombres y vaqueros. Son bandidos dificilísimos de capturar, que utilizan las marismas de guarida y madriguera. — ¿De qué los acusa? — Del rapto de una ateniense — replicó— de la que estaba enamorado y a quien llam aba Tisbe. — íAy! — exclamó Cnemón, que inmediatamente se contuvo y volvió a callarse. 2— ¿Qué te sucede? — preguntó el anciano. — M e extraña — contestó Cnemón, tratando de des­ viar la conversación— cómo se le ha ocurrido empren­ der esta incursión y me pregunto en qué tropas lo ha fiado. — En las del propio rey de Persia — respondió— , extranjero. E l sátrapa suyo en Egipto es O roóndates80, y éste ha designado a Mitranes comandante de una 6

80 Esta es la primera referencia que permite datar la acción de la novela: Egipto, conquistado por Cambises en 525 a. C., constituyó una satrapía del imperio persa hasta la toma de Alejandro (323 a. C.). Estos son, pues, los límites dentro de los que transcurre el argumento, si bien algunos detalles (v. nota 55) hacen probable la precisión a mediados del s. v a. C., en los años anteriores a las derrotas ante los espartanos del ejército ateniense.

guarnición y le ha encargado la custodia de esta aldea. A éste último, Nausicles le ha llevado, gracias a una gran suma de dinero, con caballería y abundante in­ fantería. Y es que Nausicles se ha irritado violenta­ mente por el rapto de la muchacha ateniense, no sólo porque estuviera enamorado de ella y fuera una exce­ lente cantante, sino porque, como decía, tenía la inten­ ción de enviársela al rey de los etíopes, para conver­ tirla en dama de compañía y partícipe de los juegos de su esposa, según ocurre en Grecia. Así es que, como se ha visto privado de las grandes y numerosas rique­ zas que esperaba recibir por ella, ha comenzado a re­ mover y revolver todos sus recursos. Y o mismo tam­ bién estuve animándole a esa empresa, con la espe­ ranza de que lograra salvarme a los hijos. — ¡Basta ya de vaqueros, de sátrapas y hasta de los mismos reyes! — le interrumpió Cnemón— . A punto has estado, casi sin darme yo cuenta, de pasearme de una historia a otra, hasta el fin de tu relato. Y este episodio, como se dice, no tiene nada que ver con Dxoniso81; de modo que reemprende tu narración, de acuerdo con tu promesa. Pues he descubierto que tú, como Proteo de F a r o 82, no es que te convirtieras igual que él en figuras engañosas y fluidas, pero sí que trata­ bas de desviarme. — Te lo voy a explicar todo — dijo el anciano— , pero prim ero te voy a contar en resumen lo que a mí se refiere, no por adornar con bellas palabras la narra­ 81 E l proverbio se usa en principio para indicar que un epi­ sodio de una tragedia o de una comedia no tiene relación con el dios en cuyo honor se celebra la fiesta (de la que forma parte la tragedia y la comedia); aquí, en un sentido más am­ plio, para expresar que este incidente no tiene relación con el tema del relato. 82 Según H omero, Odisea IV 349 sigs., Proteo, un dios ma­ rino, egipcio además, gozaba de maravillosos poderes para trans­ mutar su aspecto en monstruos y animales diversos.

ción, como tú piensas, igual que un sofista, sino por procurar que lo que vayas escuchando está bien orde­ nado, y lo inmediatamente anterior permita compren­ der lo siguiente. Soy natural de Menfis; me llamo Cala­ siris 83, como mi padre; mi vida ahora es un continuo vagar, pero no así en otro tiempo, porque antes he sido sacerdote. Tuve esposa, según los ritos de la ciudad, pero murió según es ley de vida. Tras su pérdida, cuando ella partió a otro destino84, pasé una época sin desgracias, feliz y orgulloso de los dos hijos que había tenido de ella. Pero no muchos años después, el curso celeste de los astros que el destino rige alteró nuestra vida, y el ojo de Saturno cayó sobre mi casa, trayendo un em peoram iento85. M i sabiduría lo había previsto, pero no me había dado escapatoria, porque, si bien es posible pronosticar los límites inmutables del des­ tino, no está a nuestro alcance eludirlos. Conocerlos de antemano reporta un beneficio en tales situaciones, porque amortigua el prim er hervor de la desgracia; una desdicha inesperada, hijo, es insoportable, pero cuando se la prevé es menos difícil de sobrellevar. E n el prim er caso, la inteligencia queda paralizada, presa de miedo; en el segundo, la reflexión cotidiana termina por acostum bram os a ella.

83 Según H erodoto, I I 81, los sacerdotes egipcios visten túni­ cas largas de lino, adornadas con franjas en la parte que cubre las piernas y llamadas «calasiris». Es evidente que Heliodoro ha cuidado los más mínimos detalles en la elaboración de su obra. 84 La referencia es a la metempsicosis, como defendían los neopitagóricos y el orfismo: la misma idea reaparece en V I I 11, 8, a propósito de la muerte de Calasiris; si éste, además, incluye a Teágenes y Cariclea entre los dioses ( I I 23, 1), es pro­ bablemente porque los cree muertos y, por tanto, partícipes de otro destino mejor. 85 Crono o Saturno era considerado por los astrólogos como el planeta maléfico por excelencia.

Lo que me ocurrió fue lo siguiente. Una m ujer tra- 25 cia, llamada R od o p is86, en la flor de la juventud y con una belleza que sólo cedía a la de Cariclea, no sé de dónde ni cómo, pero el caso es que vino a m erodear por Egipto, traída por la mala fortuna de los que la conocían. Llegó en concreto a Menfis, alardeando de mucho dinero, escoltada por una numerosa servidum­ bre, y bien ejercitada en todos los lazos amorosos de Afrodita. N o había quien se encontrara con ella y no quedara cautivado: tan ineludible e insuperable era la red que dejaba caer de sus ojos, cuando se estaba en su presencia. Venía también con frecuencia al 2 templo de Isis, de quien yo era sacerdote, y honraba a la diosa con permanentes sacrificios y ofrendas de gran valor. M e avergüenza decirlo, pero hay que con­ fesarlo: a fuerza de verla, he aquí que terminó por do­ minarme, hasta hacerse dueña de la continencia, ob­ servada por mí durante toda la vida. Tuve mucho tiempo enfrentados los ojos del alma con los del cuer­ po, pero resulté finalmente vencido y caí ba jo el peso de una fuerte pasión amorosa. Descubrí que esta m ujer 3 era el comienzo de las dificultades futuras que me habían sido pronosticadas por la divinidad, y compren­ dí que era ella quien representaba el papel de traerme el destino, y que la divindad que me había caído en suerte se había ocultado en ella, como si fuera una máscara de teatro. Por ello, tomé la decisión de no deshonrar la consagración sacerdotal en la que me ha­ bía criado desde mi infancia, resistiéndome a profanar el culto y los santuarios de los dioses. Por tanto, me 4 impuse el castigo apropiado a mi falta, que no era de 86 E l nombre está sugerido probablemente por la historia que narra H eródoto, I I 134-5, acerca de Rodopis, mujer tracia, compañera de esclavitud de Esopo, que, conducida a Egipto en época de Amasis, recobró su libertad y ganó gran fortuna ejerciendo el oficio de cortesana.

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obra ¡dios me libre!, sino sólo de pensamiento y, con mi propia conciencia como juez, me condené al destie­ rro p o r ese apetito desordenado. Salí, pues, desventu­ rado, de mi patria, en parte por someterme a la fuerza del destino y por dejar que él hiciera conmigo su voluntad, pero sobre todo, por escapar de la abominable Rodopis. Pues tenía miedo, buen amigo, de que el peso de la mala estrella que se había adueñado de mí me llevara a la derrota total de la acción más indecen­ te; pero, lo que p o r encima de todo y todos me indujo al exilio fueron mis hijos, de quienes la indecible sa­ biduría divina me había vaticinado con frecuencia que se atacarían entre sí con las armas. Tratando, pues, de bo rra r de mis ojos este espectáculo tan cruel, del que escaparía incluso el sol, yo creo, ocultando sus rayos detrás de una nube, y sin otro remedio que con­ tentarme con que el asesinato de los hijos no lo pre­ senciara el padre, emigré de la patria y de la m orada paterna, sin explicar a nadie el motivo real de mi par­ tida. Puse el pretexto de que iba a Tebas la Grande a visitar al m ayor de mis hijos, que por aquel entonces vivía allí con su abuelo materno. Su nombre, buen amigo, era Tíamis. De nuevo se estremeció Cnemón, como si el nom bre de Tíamis le hubiera herido los oídos, pero, aun así, se contuvo y no dijo nada, para enterarse del resto. E l anciano continuó su historia del siguiente modo: — Paso por alto, joven amigo, los viajes intermedios, porque en nada contribuyen al relato que a ti te inte­ resa. Enterado de que existía una ciudad griega llama­ da Delfos, consagrada a Apolo, con santuarios de los demás dioses, y lugar de trabajo para los sabios por estar situada lejos del alboroto populachero, me dirigí allá, pensando que una ciudad dedicada al culto y a los misterios sagrados sería un albergue adecuado para un sacerdote. Atravesé, por tanto, el golfo de Crisa y,

en cuanto desembarqué en Cirra, subí allí rápidamente. Al llegar, pude oír una voz, divina con seguridad, que 2 venía de este mismo lugar; todo contribuía a que la ciudad produjera la impresión de ser residencia ce­ lestial, pero sobre todo, la naturaleza del contorno: el Parnaso se erige, como fortaleza natural y alcázar im­ provisado, guardando la ciudad en el regazo que for­ man las faldas de sus cumbres 87. — ¡Magnífica descripción! — dijo Cnemón— ; en na- 3 da tiene que envidiar a la que hubiera hecho alguien bajo el soplo divino de la Pitia. Justamente así me dijo mi padre que era Delfos, cuando le envió allí la ciu­ dad de Atenas como diputado del consejo anfictiónico — Pero, hijo, ¿es que tú eres de Atenas? — Sí, claro — respondió.

87 La descripción parece ser la de un hombre que ha visi­ tado Delfos, porque los detalles coinciden con los que da E strabün (V I I I 3, 1; IX 2, 2); conoce perfectamente las vías de acceso (cf, también IV 18, 1; V 1, 2; V 17, 4) a este lugar escarpado, habla de los monumentos y recuerda la presencia de santuarios de otros dioses, además del dedicado a Apolo (en concreto, P a u sanias , X 32, 13, menciona un templo en honor de Isis, que era el más conocido de los de esta diosa en Gre­ cia); pero a pesar de este aparente verismo, la cuestión de si Heliodoro ha estado realmente en Delfos o no permanece deba­ tida: vid. en uno y otro sentido F euillatre , op. cit., págs. 45 y siguientes, y G aertringbn , RE, 4, 2582. 88 E l consejo anfictiónico, encargado de velar por el tem­ plo de Apolo y las riquezas que allí había procedentes de los exvotos, así como de organizar los Juegos Píticos, estaba com­ puesto por un delegado ( hieromnémon o pilágoras) enviado por cada una de las doce ciudades que en principio componían esta liga (con el transcurso del tiempo, al aumentar el número de ciudades que integraban la anfictionía, fue incrementándose el número de diputados). Se reunían dos veces anualmente, en Delfos y en las Termopilas respectivamente, y su poder e influencia fueron enormes hasta época avanzada (cf, E strabón, IX 3, 7). Cnemón era, por tanto, miembro de la más alta aristocracia ateniense.

— ¿Cómo te llamas? —Cnemón — volvió a contestar— . Pero el resto ya lo oirás a su debido momento; continúa ahora con tu relato. 4 — Bien, continúo — dijo, volviendo a la descripción de la ciudad— : fui admirando, pues, los paseos, las plazas, las fuentes y, en particular, la fuente Castalia, en la que hice mis abluciones89, y enseguida me enca­ miné al templo. Me dio alas el tumulto de la muche­ dumbre, advirtiendo que era la hora en que la profe5 tisa entra en trance. AI entrar, me arrodillé en acti­ tud de adoración, mientras oraba para mí mismo. En­ tonces la Pitia pronunció las siguientes palabras: Tú, que has levantado tu huella del N ilo de espigas {fértiles Y huyes de los decretos que hilan las Parcas potentes, ¡Aguanta! que a ti yo de Egipto el de oscuros surcos Pronto daré una tierra. Ahora, sé amigo m ío 90. 27

Tras pronunciar ella este oráculo, postré mi rostro en los altares, suplicando que el dios me fuera en todo propicio. El numeroso gentío que me rodeaba ensal­ zaba al dios por haberme hecho la profecía en mi pri­ mera súplica, me felicitaba y, a partir de entonces, me rodeó de todo tipo de cuidados. Decían que yo era la segunda persona a quien el dios recibía como amigo, después de un cierto Licurgo de Esparta91, y que, si era de mi agrado, accedían a que fijara mi residencia en el recinto sagrado del templo; además, decretaron 89 La acción purificadora de las aguas de la fuente Castalia aparece, por ejemplo, en E urípides , Ion 94 sig. 90 Dos dísticos elegiacos componen el oráculo. 91 El oráculo pronunciado por la Pitia a Licurgo se halla en H eródoto, I 65. Notar la afectación de Calasiris, que finge ignorar quién era el legislador espartano (como corresponde a un egipcio que llega por vez primera a Grecia).

que se me suministrara la comida a expensas de la ha­ cienda pública. En resumen, se me obsequió con todos los favores. Mis ocupaciones eran asistir a las ceremo­ nias, o estar al cargo de los sacrificios, que, en gran número y de todas las especies, celebran a lo largo del día los extranjeros y los del país para congraciarse con el dios, o bien conversar con los filósofos; y no son pocos los que dedicados a tal género de vida confluyen alrededor del templo de Apolo Pitio; hasta el punto de que la ciudad está convertida lisa y llanamente en un santuario de las musas inspirado por el dios patrono de ellas. Al principio, eran muy diversas las preguntas que se me hacían: bien los ritos con que veneramos a los dioses locales de Egipto, me preguntaba uno; bien la causa de que sean diferentes los animales que se adoran en cada sitio, y la explicación del ceremonial de cada uno, trataba de averiguar otro; bien la construc­ ción de las pirámides, o bien el laberinto de las Sirin­ ges 92: en resumen, no dejaban sin indagar absoluta­ mente nada de Egipto. Y es que no hay nada que atrai­ ga tanto a los griegos como oír cualquier relato con Egipto como tema 93. En fin, una vez llegó a preguntarme uno de los más cultivados por las fuentes del N ilo y por su natura­ leza específica, que le hace ser distinto de los demás ríos, es decir, po r qué es el único que tiene las crecidas en verano. Y o le dije lo que sabía, le conté todo lo que acerca de este río está escrito en los libros sagra­ dos, cuyo contenido no está permitido conocer y leer,

92 Se trata de las tumbas reales excavadas en la piedra, de las que E s t r a b ó n (X V I I 1, 46) menciona un número aproximado de cuarenta; en los corredores interiores eran depositados los tesoros, y de ahí el nombre metafórico a partir de la zampoña pastoril (para el nombre, P a u s a n i a s , I 42, 3). 93 En efecto, diversas noticias se hallan en H eródoto, P l u ­ tarco, P latón , etc.

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excepto para los sacerdotes, y le expliqué que nace en las montañas de Etiopía y en los confines de África, en la región donde termina la zona de oriente y da 3 comienzo la del m ediodía94. Tiene la crecida en verano, no como algunos pensaron porque los vientos etesios 9S, soplen en sentido contrario de su corriente y hagan retroceder sus aguas, sino porque estos mismos vien­ tos, en la época del solsticio de verano, impulsan y arrastran todas las nubes desde las zonas árticas hacia el sur, hasta hacerlas entrechocar, pero sólo cuando 4 se hallan en las regiones tórridas. Pues, una vez allí, el sofocante calor ambiental obliga a las nubes a inte­ rrum pir su curso, a causa de la evaporación de toda la humedad que se había ido acumulando y conden­ sando progresivamente; eso es lo que provoca las vio­ lentas lluvias. E l N ilo crece hasta no aguantar más ser un río simple, y se desborda de su cauce, con vir­ tiendo a Egipto en un mar, pero fertilizando las tierras 5 de labor a su paso. Esta es precisamente la razón por 94 El mundo habitado estaba dividido en zonas («clim as» es el término técnico griego) paralelas, de acuerdo con la dura­ ción de los días (vid. E strabón, I I 5, 34 sigs.). E l paralelo de base era el de Méroe, la capital de Etiopía, donde el día solar más largo duraba trece horas. 95 Los vientos etesios son los del Noroeste, y son carac­ terísticos de la zona su r del M editerráneo, pues se deben al calentamiento del S ah ara en verano, m ás rápido que el del m ar. Según Diodoro de S ic ilia ( I 38 sigs.), esta teoría fu e fo rm u lad a p o r Tales; tanto Diodoro com o Herodoto, I I 19 sigs., dem uestran su falsedad. Heródoto, loe. cit., m enciona dos opiniones m ás: unos suponen que las crecidas son causadas p o r el Océano, de donde proceden las aguas del N ilo ; otros afirm an que p ro ­ ceden del deshielo (según Plutarco, M oralia 897 sig., así lo de­ fendía A naxágoras y Dem ócrito, cf. infra; Diodoro, loe, cit., adscribe esta opinión tam bién a E urípides, com o discípulo que h abía sido de A naxágoras). Diodoro, I 41, 4, defiende la expli­ cación de Agatárquides de Cnido (siglo II a. C.): las crecidas se deben a las continuas lluvias que caen sob re E tiopía desde el solsticio de verano al equinoccio de invierno.

la que su agua es riquísim a para beber, porque son las lluvias del cíelo las que suministran su caudal; y agradabilísima además al contacto, sin que esté calien­ te como al principio de su curso, pero sí todavía tibia, por proceder de aquella región calu rosa96. Por esto también es el único río que no despide brum as de va­ por; ahora bien, éstas se producirían con toda verosi­ militud, si fuera cierto que las crecidas resultan del deshielo, como pretendieron, según mis informes, algu­ nas personas que han gozado de buena reputación en­ tre los griegos.

Estas y otras explicaciones semejantes le ofrecí. 29 Éste, que era un sacerdote de Apolo Pitio, llamado Caricles, y había trabado conmigo una amistad íntima, contestó: — Tienes toda la razón, y también yo suscribo ese parecer, porque coincide plenamente con las inform a­ ciones que me dieron los sacerdotes del Nilo que hay en Catadupos97. »— Pero, Caricles — respondí— , ¿es que tú has ido allí? »— Sí, fui — dijo— , sabio Calasiris. 96 Esta idea era probablemente del conocimiento general, pues Clitofonte en A quiles T acio , IV 18, prueba el agua con la intención explícita de verificar esta creencia. Las aguas sanas del Nilo ya son mencionadas por E squilo , Suplicantes 556 sig, (cf. infra, IX 22, 2-7). 97 Catadupos es en realidad el nombre de las «cataratas»; se refiere a la primera catarata, que formaba la frontera entre Egipto y Etiopía, situada cerca de la isla de Filas. Junto a esta catarata había dos ciudades (que tendrán suma impor­ tancia en el transcurso de la novela): Siene y Elefantine; la primera correspondencia a la moderna Assuán, y Elefantine esta­ ba edificada sobre una isla en el Nilo; ambas distaban, según E strabón, X V II 1, 48, medio estadio. Estos mismos parajes apa­ recen en Fii-tísTRATO, Vida de Apolonio de Tiana I I I 20, 1; V I 1; V I 17; A r m ano, India I V 5. En cada ciudad egipcia había sacerdotes del Nilo, según H eródoto, II 90.

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»— ¿Qué motivo te llevó? — volví a preguntar. »— Una desgracia fam iliar — respondió— , que ha resultado ser causa de felicidad. — Al ver mi extrañeza ante tal paradoja, prosiguió— : Y a verás cómo no te extrañas, en cuanto te enteres de lo ocurrido. Estoy dispuesto a contártelo cuando te apetezca. »— Bueno, pues es el momento de hablar — le dije— ; ahora mismo quiero oírlo. »— Atiende — dijo Caricles, tras alejarnos de la con­ currencia— ; además, ya hace tiempo que tenía ganas de que oyeras mis aventuras, para ver si podías prestarme algún servicio. Cuando me casé, estuve mucho tiempo sin tener hijos, hasta que, tarde y en edad avan­ zada, a fuerza de súplicas a los dioses, se anunció que yo era padre de una niñita, de la que el dios predijo que no me había de traer buenos auspicios. Llegó a la edad de casarse, y la entregué en matrimonio al que de los pretendientes, que eran numerosos, me pareció el mejor. En la misma noche de bodas m urió la pobre, a consecuencia de un incendio que se produjo, no se sabe si por la caída de un rayo o por la mano de un hombre: al canto del himeneo, aún no acabado, le su­ cedió el treno; se la escoltó desde la cámara nupcial a la tumba; las antorchas que iluminaron la boda fueron las mismas que prendieron la pira fu n eraria98. Para rematar la tragedia, el destino añadió a este dra­ ma otro sufrimiento: la pérdida de la m adre de mi hija, que no pudo resistir el dolor. Y o me veía incapaz de sobrellevar las desgracias que me habían mandado los dioses: no me quité la vida, porque creo que los teólogos tienen razón al decir que es un acto impío; pero sí me exilié, por escapar de la soledad de la casa. 98 Este m ism o tem a reaparece en Apuleto, Metamorfosis IV 33-34; los dos autores, según T. S z e p e s s y , Acta Antigua Acad. Scient. Hung. 20 (1972), 341-357, han usado de m odo indepen­ diente m odelos de E rin a, M e l e a g r o y A n t ip a t r o

de

S id ó n .

Pues gran fuerza tiene para olvidar los males el que no quede otra cosa sino el recuerdo, porque el ver sólo con los ojos del alma va oscureciendo la pena. Así, después de haber vagabundeado por muchos sitios, llegué a tu Egipto y al propio Catadupos, guiado por el interés de conocer las cataratas del Nilo. »E se es, pues, buen amigo, el motivo de mi viaje 30 allí. Pero quiero que conozcas un episodio tangencial de mi historia, o, m ejor dicho, el esencial. Ib a yo un día paseando p o r la ciudad, entreteniendo el ocio en com prar algunas cosas que escasean en Grecia, pues ya, con el tiempo, tenía casi digerido el profundo dolor y estaba deseando regresar a la patria " , cuando he aquí que se me acerca un hom bre de aspecto respetable, y cuya m irada traslucía inteligencia; hacía poco que había dejado de ser adolescente, y tenía la piel com­ pletamente negra. M e saludó y, con un griego poco se­ guro, me dijo que quería explicarme algo en privado. Atendí gustoso a su ruego, y él me condujo dentro de 2 un templo que había cerca y me dijo:

»—Te he visto comprando algunas plantas y raíces indias, etíopes y egipcias. Si quieres comprarlas autén­ ticas, no falsificadas, estoy dispuesto a procurártelas. »— Claro que quiero — contesté— ; enséñamelas. »— Las vas a ver — dijo— ; pero no vayas a ser roño­ so en el trato, »— Pues garantiza tú también — le respondí— que no vas a poner un precio exagerado en la venta.

»ÉI se sacó una bolsita que llevaba bajo la axila y 3 me mostró una maravilla de piedras preciosas: había perlas del tamaño de una nuez pequeña, perfecta­ mente redondeadas y extraordinariamente relucientes

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La

misma idea y con vocabulario

A quiles T acio , V 8, 1-2.

muy semejante en

de blancura; esmeraldas y jacintos 100, las unas con el verdor de la mies en prim avera y con una tersura como de aceite que las hacía brillar, las otras se asemejaban en el color al del m ar al pie de un escollo en aguas profundas, cuando se estremece levemente y hace to­ mar tintes de violeta a las partes más bajas; en resu­ men, había mezcla de todo tipo de variopintos destellos que encantaban la vista. »— Y a puedes ir, buen amigo — le dije, al verlo— , a buscar a otros compradores para eso, que yo no sé si aun toda mi hacienda bastaría para una sola de las piedras que estoy viendo. »— Bueno, si no las puedes com prar — replicó— , no hay nada que te impida aceptarlas como regalo. »— ¿Yo? Naturalmente, no tengo — dije— ningún obstáculo para coger un regalo; pero tú, no sé qué pre­ tendes, si no es burlarte de mí. »— N o me estoy burlando — contestó— ; hablo muy en serio; y ju ro por el dios que aquí habita que te daré todo, si además accedes a tomar otro regalo to­ davía mucho más valioso. »Ante esto, no pude contener la risa, y , al pregun­ tarme la razón, le dije; »— Porque es de risa que encima de prometerme unos regalos tan preciados, te comprometas a darme una recompensa mucho más grande que los propios regalos. »— Fíate de mí — dijo— y júram e también tú hacer uso del obsequio de la m ejor manera que puedas y siguiendo mis instrucciones. »Adm irado y sin saber ni qué hacer ni qué pensar, hice el juramento, con la esperanza de conseguir tan

too El color violeta de estas piedras permite suponer que se refiere a una variedad de amatistas, porque el nombre «ja ­ cinto» se aplica más bien a las piedras finas del circón.

valiosos dones. Después de haber jurado de acuerdo 6 con sus exigencias, me condujo a su casa y me mostró a una niña de belleza sin par y divina. Me dijo que tenía siete años, aunque parecía ya rondar la edad de casarse, porque, realmente, una hermosura extraordi­ naria produce por añadidura la ilusión de talla supe­ rior. Yo, entretanto, me había quedado inmóvil, bo­ quiabierto, sin entender nada de lo que ocurría, miran­ do insaciablemente el espectáculo que tenía ante mi vista. «Finalmente, me dirigió las siguientes palabras: 31 »— A esta muchacha que estás viendo, buen amigo, su madre, p o r una razón que enseguida vas a conocer, la expuso cuando todavía estaba entre pañales, confiando su suerte a los avatares del destino. Y o la encontré y la recogí, porque habría sido una impiedad abandonar a un alma humana en el peligro. Además, éste es uno de los preceptos nuestros, de los gim nosofistas101, de quienes yo había recibido el honor de ser discípulo poco antes de aquellos hechos. Pero la causa principal de no abandonarla fue que la criatura despedía una luz grande y divina de sus ojos: tan viva y atractiva me parecía su mirada, mientras estaba observándola. Junto a ella habían abandonado el collar de piedras 2 preciosas que acabo de mostrarte y una banda de teji­ do de seda bordada con caracteres gráficos locales, en la que se narraba la historia de la muchacha. La maÍM Los «filósofos desnudos» (gimnosofistas) eran los santo­ nes hindúes, cuya sabiduría y ascetismo eran célebres entre los griegos. También en Etiopía había gimnosofistas, a los que Apolonio de Tiana fue a visitar (F iló strato , Vida de Apolo­ nio de Tiana V I), y es posible que de esta fuente haya imitado Heliodoro la presencia de gimnosofistas en Etiopía. Éstos, de quienes se decía que Pitágoras se había inspirado, manifestaban un gran respeto por la vida de cualquier ser humano, hasta el punto de oponerse incluso a los sacrificios sangrientos (cf. X

9, 6).

dre creo que era quien se había ocupado de dejar estas marcas que permitirían reconocer a la niña. En cuanto lo leí y me enteré de quién era hija y dónde había nacido, fui a una finca que tengo en el campo, muy alejada de la ciudad, y se la entregué a unos pas­ tores míos para que la criaran, advirtiéndoles que tuvieran buen cuidado de decírselo a alguien. En cuan­ to a los objetos que habían expuesto con la niña, los guardé, para evitar que fueran motivo de alguna ma3 quinación contra e lla 102. Al principio fue viviendo así, sin que nadie reparara en ella, pero cuando con el transcurso del tiempo fue creciendo y se observó que la belleza de la joven era algo desacostumbrado, y que su hermosura, aunque se la enterrara bajo tierra, no podría quedar oculta, sino que incluso desde allí relum­ braría, me entró miedo por si se descubría la verdad, porque ella m oriría y a mí, de rechazo, podría sucederme algo desagradable. M e las ingenié, pues, para que me enviaran a una em bajada ante el sátrapa de Egipto; esa es la razón de haber venido aquí con ella, 4 para ver si arreglo este asunto. Ahora mismo voy a celebrar con el sátrapa la entrevista para la que he venido; pues es hoy cuando dijo que iba a recibirme en audiencia. En tus manos y en las de los dioses que así lo han dispuesto, dejo a la muchacha. Respeta los pactos jurados po r ambos: conservarla libre y darla en matrimonio a uno que sea libre, sin olvidar esa banda que lleva, que yo pongo a tu cargo, o, m ejor dicho, su 5 madre, que la expuso. Confío en tu lealtad para cum­ plir los acuerdos. El aval que tengo es tu juramento; y tu carácter, porque desde hace muchos días, desde que resides aquí, me he tomado la molestia de vigilarte 102 Las analogías de esta historia con lo que acerca de la in­ fancia de Ciro cuenta H eródoto, I 108 sigs., es evidente; no obstante, este tipo de cuentos son habituales en toda tradición cultural, como se desprende del tema de Edipo.

hasta cerciorarme de que tu manera de ser es real­ mente la de un griego. Esto es, a grandes rasgos, lo que tenía que decirte; ahora me reclama el deber de la embajada. Si quedamos mañana en los alrededores del templo de ísis, te daré explicaciones más claras y detalladas respecto a la muchacha. »Así lo hice: cogí a la chica y cubriéndola con un 32 velo la conduje a mi casa, donde, durante todo ese día, la cuidé con todo mimo, dando innumerables gracias a los dioses. Desde ese mismo instante la consideré hija mía, y así la llamaba. Al día siguiente, nada más amanecer, fui a toda prisa al templo de Isis, donde me había citado con el desconocido, estuve dando por allí muchísimas vueltas y, como no aparecía por ningún sitio, me presenté en el palacio del sátrapa, para infor­ marme de si alguien había visto al em bajador de los etíopes. Me dio uno la noticia de que se había ido, o 2 mejor, que lo habían expulsado, y de que el sátrapa le había amenazado de muerte, si no estaba fuera de las fronteras antes de la puesta del soy. Le pregunté la razón, y me dijo:

»— Porque pretendía que el sátrapa se apartara de los yacimientos de esmeraldas, que, según él, pertene­ cen a E tiopía103. »Me retiré totalmente contrariado, como si me hu- 3 bieran dado un doloroso golpe, por no haber podido enterarme de la historia de la muchacha: no sabía de ella ni quién era, ni de dónde, ni hija de quién.» —No te sorprendas —le interrumpió Cnemón— ; que a mí también me indigna no poder oírlo; pero, en fin, quizá luego lo escuche. —Lo escucharás —repuso Calasiris.

103 Sobre minas de oro y yacimientos de piedras preciosas en las fronteras entre Egipto, con Etiopía y Arabia hablan D iodoro, I I I 12 sigs., y Estrabón, X V I 4, 20.

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Ahora mismo voy a proseguir con el relato de Ca­ ricles, que me contó: « — Cuando volví a casa, me salió al encuentro la chica y, aunque no me dijo nada porque aún no com­ prendía el griego, me acogió cariñosamente con sus gestos. E l sólo verla de nuevo me devolvió la alegría. Estaba yo sorprendido, porque, igual que los buenos cachorros de raza reciben a cualquiera con festejos, por poco que le conozcan, así también ella se dio cuen­ ta al instante de la simpatía que despertaba en mí y 2 me trataba como a un padre. Decidí entonces no per­ manecer más tiempo en Catadupos, no fuera a ser que algún hechizo del destino tratara de privarm e de mi segunda hija. Remonté el N ilo hasta el mar, encontré 3 una nave que iba a la patria y me embarqué. Y ahora la muchacha está aquí conmigo: es mi hija y tiene mi mismo n o m b re 104; las esperanzas de mi vida están de manera exclusiva depositadas en ella; es en todo me­ jo r de lo que cabría desear. Enseguida aprendió la lengua griega y fue creciendo hasta desarrollarse ple­ namente como retoño bien flo rid o 105. Su juvenil belle­ za sobrepasa a la de las demás, hasta el punto de atraer hacia sí todas las miradas, tanto de griegos como de extranjeros; cuando aparece en los templos, avenidas o plazas, nadie puede reprim ir la intención de volver hacia ella la cabeza y el pensamiento, como 4 si fuera una estatua, modelo de belleza. Pero, a pesar de todas esas cualidades, me tiene profundamente ape­ nado y triste, porque no quiere ni oír hablar de matri­ monio: se empeña en ser toda la vida virgen; se ha consagrado al servicio del templo de Ártemis y pasa la mayor parte del tiempo dedicada a la caza o al ejer-

104 Es decir, Cariclea. 105 La comparación es ya homérica: Iliada X V III 437; Odi­ sea V I 162 sig.

cicio del arco 106. La vida es así para mí insoportable, porque me había hecho la ilusión de entregarla en ma­ trimonio al hijo de una hermana mía, un muchacho muy gentil, de conversación y carácter agradables; pero por culpa de esa cruel decisión suya, se me ha esfumado la esperanza. Ni los halagos ni las promesas 5 ni los razonamientos han podido persuadirla; pero lo peor de todo es que utiliza contra mí, como se dice, mis propias armas, porque esgrime toda la capacidad de crítica que yo le he enseñado, para tratar de de­ mostrarme que la vida que ha escogido es la mejor: reverencia a la virginidad y la ensalza hasta los mismos dioses, llamándola pura, incólume e incorruptible; en cambio, a Amor, a Afrodita y a cualquier cortejo de boda los manda al cuerno. Esta es la razón de recia- 6 mar tu auxilio; por eso es por lo que he aprovechado esta oportunidad, en cuanto ha surgido, en cierto modo espontáneamente, este tema en la conversación. Si he sido prolijo en exceso, te pido disculpas, mi buen Cala­ siris. Pero usa con mi hija esa habilidad y hechizo que tenéis los egipcios. Convéncela, de palabra o de acción, para que reconozca su propia naturaleza y se dé cuenta de que es una mujer. Si quieres, te será 7 fácil conseguirlo, porque ella no rehúye la conversa­ ción con los hombres doctos; es más, se ha criado casi siempre conviviendo con ellos. Además, vive en la misma casa que tú; dentro del recinto sagrado, quie­ ro decir, en las proximidades del templo. Así que no eches en saco roto mi petición ni te resignes a dejarme en la penosa vejez sin hijos, sin consuelo, sin posteri106 N o es sacerdotisa de Ártemis, sino zácoro; éstos, como los neócoros, que eran inferiores en rango, componían el per­ sonal subalterno del servicio del templo y participaban en cierta medida en los actos de culto. Cariclea es, por tanto, representada aquí aproximadamente como Hipólito en la pri­ mera escena del Hipólito de E u r ípid es .

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dad. N o lo hagas; te lo suplico por el propio Apolo y los dioses de tu país.» Se me saltaron las lágrimas, al oírle, pues tampoco él dirigía estos ruegos sin derram ar lágrimas, y me comprometí a colaborar en lo que pudiera. Aún estábamos cavilando sobre este asunto, cuan­ do se acercó uno corriendo a comunicarnos que el jefe de la em bajada sagrada de los enianes llevaba un buen rato a la puerta, alborotando y reclamando la presencia del sacerdote, para comenzar el sacrificio. Pregunté a Caricles quiénes son los enianes, qué era su em bajada sagrada y qué tipo de sacrificio es el que celebran. «— Los enianes son de Tesalia — me contestó— , el pueblo más noble de aquel territorio, y de la más pura raza helénica, porque proceden de Helén, el hijo de Deucalión m. Habitan en la zona que se extiende a lo largo del golfo Malíaco; Hípate, su capital, es para ellos motivo de orgullo, porque, según pretenden, se llama así por ser soberana y dueña de las demás ciuda­ des 108. Aunque a otros les parece más bien que su nom­ bre deriva del hecho de estar situada al pie del monte Eta. E l sacrificio y la em bajada sagrada se celebran cada cuatro años, coincidiendo con los juegos píticos, que, como sabes, están teniendo lugar ahora, y los enianes la festejan en honor de Neoptólemo, el hijo de Aquiles, que fue aquí mismo asesinado, junto a los propios altares de Apolo Pítico, por Orestes, el hijo de í07 Según una conocida leyenda, Deucalión y Pirra son los únicos mortales que sobreviven el diluvio que Zeus hace caer sobre la tierra; uno de sus hijos, Helén, es el antecesor y epónimo del pueblo griego; los hijos de éste, Doro, Juto y Eolo, serán los fundadores de las estirpes dórica, jónica y eólica, respectivamente (vid. los testimonios y las variantes en A. Ruiz de E l vir a , op. cit., págs. 261 y sigs.). 108 Hípate es el femenino del adjetivo que significa «supe­ rior».

Agamenón109. La solemnidad de la embajada sagrada de este año supera incluso a las precedentes, porque el que viene al frente de ella afirma con orgullo ser descendiente de Aquiles. Ayer me encontré con este joven, y realmente me pareció que no desmerece en na­ da de los herederos de Aquiles: su aspecto físico y su talla, magníficos, confirman su linaje a cualquiera que lo vea.» Le hice notar mi extrañeza ante la circunstancia de de que un individuo del pueblo eniane se proclamara descendiente de Aquiles, siendo así que el egipcio Ho­ mero n0, presenta en su poema a Aquiles, como natural de Ftía. « —Pues el joven — contestó— , al igual que todos sus compatriotas, reivindica al héroe como eniane e insis­ te en que Tetis procedía del golfo Malíaco, cuando fue a casarse con Peleo, y en que la región del golfo se llamaba antiguamente Ftía. Lo que ocurre es que los demás pueblos, a consecuencia de la gloria del hé­ roe, tratan de atribuírselo fraudulentamente. Además, se inscribe también a sí mismo entre los Eácidas, por­ que hace remontar su familia hasta Menestio, el hijo del Esperqueo y de Polidora, hija a su vez de Peleo; Menestio acudió también a la expedición contra Troya 109 La leyenda es relatada de modo algo diferente en los diversos autores: A polodoro, Epítome V I 14, afirma que Orestes asesinó a Neoptólemo, porque éste se había apoderado a viva fuerza de Hermione, que durante la guerra de Troya ha­ bía sido prometida como esposa a Neoptólemo, pero ya para entonces estaba casada con Orestes (cf. E urípides , Andrómaca 967 sigs.); el mismo A polodoro (en lo esencial coincidiendo con P ausanias , I 13, 9; I V 17, 4; X 24, 4) cuenta también que fue castigado a muerte por un sacerdote de Delfos, a instancias de la Pitia, por haber saqueado el templo; según E strabón, IX 3, 9, fue asesinado por un delfio, como consecuencia de una venganza personal. «o Cf. infra, I I I 14.

en compañía de Aquiles, y éste, por su parentesco, le nombró jefe de la primera división de los mirmido7 nes m. Se abraza, pues, a Aquiles por todas las ramas y le hace a toda costa conciudadano de los enianes. Y entre otros argumentos que detalla con minuciosidad, pone como prueba el propio sacrificio que celebran en honor de Neoptólemo: el hecho de que todos los tesalios, afirma, hayan declinado este privilegio en fa­ vor de los enianes es un nuevo testimonio de que ellos son los descendientes más directos.

B

»—Nada impide — contesté— , Caricles, darles ese gusto, o incluso podemos ratificárselo. Ordena, pues, que llamen al jefe de la embajada sagrada: tengo ya unas ganas locas de conocerle.»

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A una señal de Caricles entró el joven. Tenía éste realmente cierto aire parecido a Aquiles, y su m irada altiva recordaba a la de aquél. Tenía el cuello erguido; el pelo peinado hacia atrás se levantaba como una crin, dejando la frente despejada; aspiraban el aire las ventanas de la nariz, totalmente abiertas, denunciando su coraje; los ojos no eran del todo garzos, sino de un azul que negreaba; y la m irada era a la vez altanera y amable, como cuando el m ar después del oleaje acaba 2 de alisarse en bon an zam. Tras el intercambio de los saludos de rigor, dijo que era ya hora de ofrecer el sacrificio al dios, para poder celebrar a continuación a tiempo el sacrificio y la procesión en honor del héroe muerto.

311 litada X V I Í73 sigs. Peleo es un hijo de Éaco (v . D iodo­ IV 72, 6). 112 Algunos detalles de esta descripción son probablemente homéricos ( Odisea X X IV 318 sig.); otros son semejantes a los que se encuentran en las descripciones de Aquiles que ofrece F i l ó s t r a t o en el Heroico X IX 5 (pág. 733) y en Imágenes B, I I (pág. 812). ro,

« — De acuerdo — contestó Caricles; y al levantarse 3 me añadió— : Tam bién vas a poder ver hoy a Cariclea, si es que no la has visto antes, porque la norma tradi­ cional es que la servidora de Ártemis asista a la pro­ cesión y al sacrificio dedicados a Neoptolemo.» Yo, mi querido Cnemón, había visto a menudo a la muchacha, porque habíamos participado juntos en di­ versas ceremonias y porque a veces había venido a informarse de algunos ritos religiosos; sin embargo me quedé callado, aguardando a ver qué ocurría. Parti- 4 mos de inmediato hacia el templo, porque los tesalios ya tenían hechos todos los preparativos para el sacri­ ficio. Estábamos ya junto a los altares y el joven había comenzado la ceremonia después de las preces del sacerdote, cuando he aquí que se oyó desde las pro­ fundidades del templo la voz de la Pitia, que decía:

A la que Gracia es prim ero y Gloria al final tiene Celebrad, oh delfios, y al que de la Diosa es H ijo 113. Ellos, cuando m i templo abandonen y las olas surquen, Llegarán del sol a la tierra oscurecida, Donde por su excelente vida gran galardón obtendrán: Alba corona sobre sus sienes negras.

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Estas palabras del dios dejaron a los presentes 36 totalmente perplejos y sin saber cómo interpretar el oráculo. Cada uno extraía un sentido diferente de la revelación divina, y todos sugerían cosas distintas se­ gún sus deseos. Pero, aun así, nadie alcanzó a percibir 2 lo que quería expresar realmente, pues sólo se suele acertar en la interpretación de los oráculos y los sue­ ños cuando éstos llegan a su cumplimiento. Además,

113 E l nombre de Cariclea en griego está compuesto de dos elementos que significan respectivamente «gracia» y «gloría»; el de Teágenes consta de «diosa» e «hijo».

los delfios estaban profundamente excitados a causa de la procesión, tan suntosamente dispuesta, y a la que querían dirigirse sin dilación; por eso, no hicieron caso de rastrear el verdadero significado del vaticinio.

Cuando acabaron la procesión y todas las ceremo- 1 nias del sacrificio... — Pero, padre, ¿cómo es eso de que se acabaron? — le interrumpió Cnemón— . A mí al menos, tu relato no me ha permitido contemplar el espectáculo. Tengo unas ansias tremendas de oírlo, no hago más que co­ rrer para ser testigo ocular del acontecimiento, y, luego, como se dice, llego tarde a la fiesta114. Entonces vas tú y a toda velocidad, cuando no has abierto del todo el teatro, ya lo estás cerrando. — Yo, Cnemón — repuso Calasiris— , no quería en 2 absoluto importunarte con incisos que no hacen al caso, como éste; tan sólo pretendía limitarme a lo esencial del relato, sin desviarme de lo que has pre­ guntado al principio. Pero ya que has mostrado tu deseo de ser espectador, aunque sea de p a sa d a 115, cir­ cunstancia por la que te delatas bien claramente como ateniense, voy a contarte en resumen esta fiesta renom­ brada como pocas, tanto por ella misma como por los acontecimientos que luego siguieron, U4 E l proverbio, con diversas variantes, ejemplo, en Platón, Gorgias 447 a. us Literalmente «desde bastidores» (las pasillos laterales p or donde el coro entraba pero la expresión, usada como proverbio (cf. fórica.

se encuentra, por párodoi eran los en la orquestra)’, I I I 6, 2), es meta­

3

Iba en cabeza una hecatom be116 que habían de inmolar campesinos con trajes de labranza. Llevaban todos una túnica blanca, sujeta al talle con un cintu­ rón; la mano derecha, desnuda como el hom bro y la parte del pecho del mismo costado, blandía un hacha 4 de doble filo. Los bueyes eran todos negros, y su cue­ llo pleno de vigor estaba erguido, form ando una mo­ derada curva; tenían cuernos enormes y puntiagudos, adornados con color dorado o entretejidos con guirnal­ das de flores; las patas eran chatas, y una gruesa papada pendía sobre sus rodillas. En cuanto al núme­ ro, eran exactamente cien, con lo que constituían una hecatombe en el sentido más preciso de la palabra. 5 Los acompañaba además una multitud variada de víc­ timas de otras clases. Cada especie iba conducida, for­ mando grupos separados y en perfecto orden, mien­ tras la flauta y la zampoña entonaban un canto de cere­ monia que anunciaba el sacrificio. 2 A continuación de estas reses con sus boyeros ve­ nían unas muchachas tesalias, de bellos y profundos talles117 y melena suelta. Estaban distribuidas en dos grupos: las del prim ero llevaban pequeñas canastas llenas de flores y frutas de la estación: las otras, con las cestas votivas, repletas de pasteles y perfumes, 2 esparciendo su arom a por el contorno. Para estos me­ nesteres las manos estaban desocupadas, pues carga­ ban el peso sobre la cabeza. Iban cogidas de la mano formando una sola fila que avanzaba en oblicuo, para así tener la posibilidad de caminar y danzar al mismo 116 La hecatombe es propiamente la inmolación de cien bueyes, aunque se emplea con frecuencia en sentido general; Heliodoro, no obstante, amante de los juegos etimológicos, usa la palabra en sentido estricto. P in d a r o , Nemea V II, 63 sigs., habla de multitud de víctimas, al referirse al culto délfico de Neoptólemo. 117 Epíteto homérico: Odisea II I 154, etc.

tiempo. El segundo coro daba el tono para el preludio del canto, pues éste era el grupo encargado de ejecutar el himno entero. Su tema era la alabanza de Tetis y Peleo, del hijo de ellos y del hijo de este último. Detrás de ellos, Cnemón... — ¿Qué es eso de Cnemón? — replicó éste— ; ya estás otra vez tratando de privarme de lo más agrada­ ble de todo, padre, si es que no piensas referirme el himno al pie de la letra. N o vas a hacerme asistir a la procesión únicamente como espectador visual, en lugar de permitirme también oír todo. — Lo oirás — repuso Calasiris— , ya que es eso lo que quieres. E l canto era el siguiente118:

A Tetis canto, a Tetis la de dorados cabellos, A la inmortal hija del marino Nereo, A la que p or indicación de Zeus se esposó con Peleo, Al resplandor de la superficie marina, a nuestra Pafia U9: EUa es quien al de lanza furiosa, al Ares de guerras, Al rayo de Grecia parió y crió de sus ijares, Al divino Aquiles, cuya gloria es celestial; Con él, Pirra dio a luz a su hijo Neoptolemo m, Conquistador de la ciudad troyana, defensor de la de Senos propicio, Neptólemo, líos dáñaos. Tú que ahora eres dichoso oculto bajo tierra pitica,

Estos versos ( = Antología Palatina IX 485) son, desde el punto de vista de la métrica, algo insólito, pues se trata de una sucesión de pentámetros dactilicos. 119 Epíteto de Afrodita. 120 Mientras que aquí Pirra es el nombre de la madre de Neoptólemo, en toda la tradición restante se dice que Pirra era el nombre que Aquiles tenía durante su estancia en Esciros, cuando, por evitar asistir a la guerra de Troya, había sido ocultado en esa isla, haciéndose pasar por niña, en casa de Licomedes, y que el nombre de la madre de Neoptólemo era Deidamia, una de las hijas de Licomedes (v. H ig in o , Fábulas 96; A polodoro, Biblioteca I I I 13, 8; E stacio , Aquileida I 207-885).

Y acepta benévolo este sacrificio y rechaza todo temor de nuestro pueblo. A Tetis canto, a Tetis la de dorados cabellos m . Este era más o menos el himno, Cnemón, en la medida que recuerdo. La armonía que rodeaba a los coros era tanta, y hasta tal punto el paso del desfile marcaba con exactitud el ritmo del canto, que los ojos se olvidaban de mirar: tan seducidos estaban por lo que oían. Los asistentes iban acompañando progresi­ vamente el avance de las muchachas, como si el eco del canto los fuera arrastrando, hasta que inmediata­ mente después apareció un espléndido escuadrón de jóvenes, sobre todos sobresaliente su capitán. Este he­ cho vino a demostrar fehacientemente que la contem­ plación directa de la belleza excede a todo lo que de ella se oiga. El número total de los efebos era cin­ cuenta, pero estaban distribuidos en dos hileras de veinticinco que escoltaban por cada lado al jefe de la embajada sagrada, que marchaba en el centro. Su cal­ zado, entretejido con tiras de cuero purpúreo, iba abro­ chado por encima de los tobillos; su clámide blanca estaba sujeta al pecho con un broche dorado y tenía en todo el contorno una orla teñida de color azulado. Los caballos eran todos tesalios y tenían el noble aspecto de los que se crían en aquellas llanurasm : pues si bien se mostraban rebeldes a las órdenes de su amo y trataban de escupir el bocado, echando abun­ dante espuma, toleraban llevar a los jinetes a la grupa 121 Tetis, la diosa marina, madre de Aquiles, parece haber sido objeto de culto sólo en Tesalia. Según F ilüstrato, Heroico X IX , 14 sigs. (págs. 740 y sigs.), los tesalios enviaban una em­ bajada sagrada que se dirigía a Troya anualmente; en esta celebración se cantaba un himno en honor de Tetis. 122 Los caballos criados en las grandes llanuras de Tesalia pasaban por ser los mejores de Grecia.

y dejarse guiar p o r la razón de aquéllos. Iban adorna­ dos con bardas y testeras de plata o doradas, como si los efebos hubieran competido po r enjaezar cada cual m ejor su corcel. Pero a éstos, Cnemón, a pesar de ser 4 tal y como te he descrito, las miradas de la concu­ rrencia no les prestaban mucho caso, sino que pasaban de largo, y todo el mundo se quedaba extasiado con­ templando a su jefe, que era precisamente Teágenes, el motivo de mis desvelos actuales. Tal fue el deslum bra­ miento que nos produjo el verle, que se podría haber pensado que era la luz de un rayo lo que había oscure­ cido todo lo que antes era perfectamente visible. Ib a 5 éste también a caballo, pero armado además como un infante123, blandiendo una lanza de fresno 124 con punta de bronce. M archaba en el desfile procesional sin cas­ co, con la cabeza descubierta, vestido con una clámide teñida de púrpura en la que se representaba con b o r­ dados de oro el combate de los Lapitas contra los centauros m . L a hebilla tenía engastada una Atenea de ám bar que sostenía ante su coraza, a modo de escu­ do, una cabeza de G o rgo n a 126. Contribuía a añadir más 6 123 Sólo los hoplitas iban armados con coraza; los jinetes en esta época no llevaban defensa, sino la clámide (capa corta). Jinetes acorazados, no obstante, había en el ejército persa (cf. infra, IX 15). 124 Teágenes se jacta de ser descendiente de Aquiles, el héroe que va armado con una lanza de fresno ( Iliada X V I 143). 125 Tanto Lapitas como Centauros pertenecen a la leyenda tesalia y son, por tanto, sumamente adecuados para los borda­ dos de la clámide que lleva Teágenes. E l sangriento combate, objeto de numerosas representaciones en el arte griego, tiene lugar en el banquete para festejar la boda de Pirítoo e Hipodamía, cuando los Centauros, embriagados, tratan de violar a las mujeres e hijas de los Lapitas (Hesíodo, Escudo 178 sigs.; O vidio , Metamorfosis X I I 210-535). !2é Monstruo mitológico ( H e s ío d o , Teogonia 274) con cabello de serpientes, cuya cabeza, aún después de muerta, tiene la propiedad de petrificar a todo el que la mira. Es atributo de

encanto la suave brisa de un viento que le acariciaba levemente con su dulce soplo los cabellos, peinándolos hacia atrás, y levantaba los bucles de su frente. Al mismo tiempo, los bordes de su clámide se extendían 7 sobre las ancas y los muslos del caballo. Se hubiera dicho que incluso el propio caballo era consciente de la joven belleza de su amo y comprendía que era para sí mismo un gran honor llevar al jinete más apuesto: tan hinchado iba su cuello, tan gallarda su cabeza, con las orejas rectas, mientras movía altivas sus cejas so­ b re los ojos. Orgulloso de sí mismo y de su carga, avanzaba127 dócil a las riendas, contoneándose alterna­ tivamente sobre uno y otro costado y haciendo repi­ quetear suavemente la tierra con el extremo del casco 8 en sus movimientos rítmicos y serenos. Todos estaban atónitos ante lo que veían y todos acordaban para el joven el prim er premio de fortaleza y galanura. Todas las mujeres del pueblo, que son justamente las más incapaces de disimular y dominar los sentimientos de su alma, le iban tirando m anzanas128 y ñores, para ver si se atraían sus favores. Unánime era el veredicto que reinaba en todos: nunca aparecería entre los hombres nada que aventajase la belleza de Teágenes. 4 Cuando apareció la hija de la mañana, la aurora de rosados dedos, como habría dicho H o m e ro 129, y cuando salió del templo de Ártemis la bella y sagaz Cariclea, sólo entonces nos dimos cuenta de que no

Atenea, porque Perseo, que consigue decapitarla, goza de la permanente protección de la diosa. 127 Resulta difícil traducir el juego de palabras del texto griego: «transportaba y era transportado», que en la traducción «carga» y «avanzaba» queda desfigurado. 128 Las manzanas, fruto consagrado a Afrodita, cuando son ofrecidas por una mujer a un hombre, son símbolo de una declaración amorosa (T eócrito, V 88). 529 Odisea I I 1, etc.

era invencible Teágenes, sino que podía ser derrotado; aunque, eso sí, únicamente por el hecho de que una belleza femenina en toda su pureza es más seductora que la del que se juzgue primero entre los hombres. Iba ella montada en una carroza cubierta conducida por una yunta de bueyes blancos, llevaba puesta una túnica purpúrea que le cubría hasta los pies, entera­ mente bordada de rayos de oro y sujeta a la altura del pecho con un ceñidor. El artista que lo había fabricado había desplegado todas sus artes en este cinturón, y ni creo que antes haya hecho otro semejante, ni creo que después habrá podido igualarlo. Había represen­ tado dos serpientes con la cola enrollada en la espalda de la muchacha; había hecho pasar sus cuellos por de­ bajo de los senos, y los había entrelazado en un com­ plejo nudo, dejando que las cabezas sobresalieran de la lazada, de manera que formasen el resto del cintu­ rón, que quedaba colgando a cada lado 13°. Se hubiera podido decir que las culebras no es que pareciesen reptar, sino que reptaban realmente. No infundían temor por su aspecto salvaje y cruel, sino que estaban sumidas en un lánguido sopor, como adormecidas de placer en el pecho de la muchacha. La materia de que estaban fabricadas era el oro, pero eran de color oscu­ ro, pues el oro estaba artísticamente bruñido, con el fin de que lo negreante mezclado con lo rubio produ­ jera la impresión de la aspereza y de los reflejos cambiantes de las escamas. Así era el ceñidor de la muchacha. En cuanto al pelo, ni estaba totalmente trenzado ni totalmente suelto: la mayor parte, es de­ cir, la que caía bajo el cuello, se ondulaba sobre los hombros y la espalda; la parte alta de la cabeza y de la frente estaba sujeta con retoños tiernos de laurel que formaban una diadema para su pelo rosado y rubio 130 E l modelo es H esíodo, Escudo 233 sigs.

como el sol, y que impedían que el viento los afease o descompusiese. Llevaba en la mano izquierda un arco dorado, y una aljaba pendía de su hombro derecho. En la otra mano tenía una antorcha encendida; aun así, el resplandor que salía de sus ojos iluminaba más que el de la tea. — i Ésos sí que son Cariclea y Teágenes! — gritó Cnemón. —Muéstrame, por los dioses, dónde están — le supli­ có Calasiris, creyendo que Cnemón los acababa de ver. —Me ha parecido, padre — contestó Cnemón—, que los estaba viendo, aun ausentes: tan vividamente me ha representado tu narración a quienes también yo he visto y conozco. — No sé — repuso— si tú los has visto tal y como los contempló aquel día Grecia y el sol: tan notables, tan dignos de bendiciones, objeto que colmaría todos los deseos, una de los hombres, el otro de las mujeres. Consideraban la unión de ambos como cosa igual a la inmortalidad. La única diferencia es que los indígenas se quedaban todavía más admidados ante el joven, y los tesalios ante la muchacha, porque unos y otros se quedaban extasiados sobre todo al contemplar lo que veían por primera vez. Y es que la visión de algo nuevo produce más maravillas que lo que es habitual. Mas, ¡oh grato engaño!, ¡oh dulce ilusión!, ¡cómo has dado nuevas alas a mi alegría, al hacerme creer, Cnemón, que habías visto a los seres que yo más quie­ ro y que me los ibas a mostrar! Sin embargo, es claro que me has engañado total y absolutamente, pues, después de prometer al comienzo de mi relato que estaban a punto de llegar y enseguida aparecerían, y después de reclamar además como pago la narración de su historia, resulta que ha pasado el crepúsculo y se ha hecho de noche, pero no has podido mostrame todavía dónde están.

— Ten confianza y buen ánimo — replicó Cnemón— ; que ellos de verdad van a venir. Sin embargo, quizá haya surgido algún obstáculo que les haya hecho re­ trasarse y llegar después de lo convenido. Además, tampoco te los habría mostrado, aunque estuvieran aquí, para evitar que dejes de pagarme del todo tu deuda. De manera que, si tienes prisa por verlos, cum­ ple tu promesa y termina tu narración. — N o me atrevía — afirmó— a traer al recuerdo hechos que me causan dolor; pero la razón principal es que creía que ibas a acabar harto y te ibas a aburrir con tanta charla. Pero, ya que das muestras de ser un auditor ávido e insaciable de historias bellas, ea, reemprendamos el relato en el punto en que lo dejé. Ahora bien, vamos prim ero a encender el candil y a hacer la última libación — la de la hora de acostarse— en honor de los dioses de la noche. Así, una vez cum­ plidos los ritos pertinentes, podremos pasar tranquila­ mente toda la noche con la narración. Tras estas palabras, una criada trajo el candil que había mandado el anciano. Éste hizo la libación, invo­ cando a los dioses, y en particular a Hermes después de todos 13ί, al que pidió buenos sueños durante la no­ che, y suplicó sobre todo que se le aparecieran los seres más queridos, aunque sólo fuera en sueños. Tras cumplir estos deberes, prosiguió: — Pues bien, Cnemón, después de haber dado tres vueltas el cortejo procesional alrededor de la tum ba de Neoptólemo, y tras rodearla también tres veces los jóvenes que venían a caballo, comenzaron las m uje­ res los plañidos rituales, al tiempo que los hombres entonaban el grito de guerra. En ese momento, como a

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131 Esta costumbre era frecuente (v. Odisea III 332 sigs.); Hermes, además, solía ser invocado aparte, como dios patrono de la noche y de los sueños (v. H omero, Odisea VII 137 sig.).

una señal convenida, inmolaron a una bueyes, carne­ ros y cabras, igual que si hubiera sido una sola mano la que sacrificaba a todos los animales. Pusieron a continuación un gran cargamento de leña sobre un altar inmenso y, tras colocar encima todas las extre­ midades de las víctimas, según es costumbre, rogaron al sacerdote de Apolo Pítico que comenzara la liba­ ción y prendiera fuego al altar. Contestó Caricles que él era efectivamente el encargado de la libación, pero que, en lo que se refiere al altar, era el propio jefe de la embajada sagrada quien lo tenía que encender con la antorcha que le diera la servidora de Artemis; que la tradición así lo establecía. De acuerdo con esto, hizo él la libación, y Teágenes tomó el fuego. Y fue en el momento mismo de cogerlo, querido Cnemón, cuando nos dimos cuenta con total certeza de que el alma es algo divino y ha recibido de lo alto afinidades inna­ tas. En efecto, en cuanto se vieron los jóvenes, se ena­ moraron mutuamente, como si el alma, ya desde el pri­ mer encuentro, reconociera lo que se le asemejaba y se lanzara presurosa hacia aquello que le era fami­ liar y sólo a ella merecía pertenecer. Pues primero se quedaron parados de repente, llenos de azoramiento. Ella le entregó la tea harto despacio, y del mismo modo él la recibió: durante un buen rato mantuvieron los ojos fijos uno en el otro, como indagando en sus recuerdos para ver si se conocían previamente y si se habían visto antes. Después esbozaron una sonrisa, leve y furtiva, delatada únicamente por el rayo de alegría que iluminó sus ojos. Después, como avergon­ zados por esa misma sonrisa, enrojecieron y, de nuevo, al penetrar, creo, la pasión en el corazón, se tornaron pálidos. En resumen, en breves momentos mudaron los dos muchas veces de aspecto y experimentaron repetidos y variados cambios en su color y en su mi­ rada, denunciando con todo ello la turbación de sus

almas. Como es de presumir, todo esto pasó inadverti- 7 do al vulgo, estando cada uno como estaba ocupado en un asunto y un pensamiento distintos. Tampoco se dio cuenta Caricles, que en ese mismo momento pronun­ ciaba la oración y la invocación tradicionales. Yo, en cambio, no me había entretenido en otra cosa, sino en observar a los jóvenes, desde el preciso instante, Cne­ món, de oír el oráculo pronunciado en el templo, des­ pués del sacrificio de Teágenes. H abía comprendido el juego de los nombres y tenía curiosidad por ver qué ocurría; sin embargo, aún no era capaz de com­ prender atinadamente nada de lo que venía a conti­ nuación en la profecía. Finalmente, como si le hubieran arrancado por la 6 fuerza, se separó Teágenes de Cariclea, puso la tea bajo la leña y prendió el altar. Terminada así la cere­ monia, el cortejo se dispersó: los tesalios se dirigieron al banquete, y los espectadores marcharon cada uno a su casa. Cariclea se puso una capa b la n c a 132 y se re­ tiró en compañía de unas pocas amigas a su alojamien­ to, que estaba en el recinto del templo, pues ni siquiera vivía con su padre putativo, porque sus funciones reli­ giosas le obligaban a estar absolutamente aparte. Estaba yo, pues, muy intrigado con lo que había visto i y oído, y andaba buscando a Caricles, cuando he aquí que me encuentro con él. «— ¿Has visto — me preguntó— a Cariclea, el mo­ tivo de mi orgullo y del de los delfios? »— Claro que sí — contesté— ; pero no ha sido ahora la prim era vez. Y a la había visto antes a menudo: nos hemos encontrado con frecuencia en el templo, y no de paso, como dice el proverbio. Hemos hecho juntos 132 E l nombre indica que es el manto característico de los filósofos, y conviene perfectamente a una joven que desprecia la elegancia femenina y entretiene sus ocios en conversaciones filosóficas o teológicas.

sacrificios en bastantes ocasiones, y siempre que ha te­ nido alguna duda en asuntos, tanto divinos como hu­ manos, ha venido a preguntarme y pedirme opinión. 3 «— Entonces ¿qué te ha parecido ahora, buen Calasiris? ¿No te parece que ha dado algo de relieve a la ceremonia? »— N o digas eso, Caricles — le contesté— , que es como preguntar si la luna sobresale entre las demás estrellas 133. »— Sí — dijo— , pero también elogiaban al joven de Tesalia.

había

algunos

que

»— Por supuesto — respondí— ; le daban el segundo o incluso el tercer premio; pero la corona de la cere­ monia y el resplandor, se lo reconocían a tu hija, esta­ te seguro. 4 »Caricles estaba radiante de alegría. Así también yo iba consiguiendo, sólo con la verdad por delante, mi objetivo, que no era otro que inspirarle una con­ fianza total en mi persona. »— Precisamente ahora voy a verla — me dijo con una sonrisa— ; si te parece, muestra tu celo y ven conmigo a ver si está bien o si está extenuada con el alboroto de la turbam ulta.» Accedí gustoso y le hice ver que ningún otro que­ hacer me parecía más importante que éste. 7 Al llegar a sus aposentos, entramos y la encontra­ mos con sorpresa en la cama, trastornada y con los ojos empapados en lágrimas de amor. Dio un abrazo a su padre, como siempre hacía, y al preguntarle éste qué le ocurría dijo que le dolía la cabeza y que le 2 gustaría estar sola, si se lo permitían. Lleno de turba­ ción Caricles ante esta contrariedad, salió conmigo de la habitación, no sin antes decir a las criadas que la

133 P osible alusión al fragm en to 44 (P a g e ) de S afo.

dejaran tranquila. Cuando ya estábamos fuera de la casa, me dijo: »— ¿Qué es lo que pasa, mi buen Calasiris? ¿Qué enfermedad es esta que le ha sobrevenido a mi hijita? »—No te extrañes — le dije— si en una procesión entre tanto gentío se ha atraído algún mal de ojo. »— ¿Pero es que también tú — me dijo con una son­ risa irónica— , como la masa inculta, crees eso del mal de ojo? »— Claro que sí — repliqué— ; y no hay nada que sea más verdad. Me baso en lo siguiente: el aire ambien­ tal que nos rodea penetra a través de los ojos, los ori­ ficios de la nariz, el aliento y los demás conductos en nuestro interior hasta lo más profundo y nos impreg­ na también de todas las cualidades exteriores. Según sea su carácter hace nacer en la intimidad de los que lo reciben esos mismos sentimientos que el aire ha deslizado en su interior; de esta suerte, cuando alguien contempla lo bello con envidia, el aire circundante se carga de esa cualidad hostil, y el hálito que procede de esa persona se difunde, lleno de acidez, y entra en el vecino. Al ser una materia muy sutil, invade casi los huesos y las propias médulas; así es como la envidia constituye realmente para muchos una enfermedad, cuyo nombre específico es el de aojo. Y fíjate si no, Caricles, en otra cosa: cómo hay muchos que se ven aquejados de oftalmías o de otras enfermedades epidé­ micas, aunque no toquen nada de los que están previa­ mente enfermos, ni compartan la cama o la mesa, sino sólo con respirar el mismo aire. Y como prueba de lo que te digo, basta con referirme en concreto a la géne­ sis de los enamoramientos: éstos, en efecto, se produ­ cen en principio únicamente por la vista, cuya función es clavar en las almas mediante los ojos los sentimien­ tos que, por decirlo de algún modo, vuelan por el viento como saetas. Es muy sencilla la explicación para

esto, porque de todos nuestros órganos y sentidos el de la vista es el más móvil y caliente, y, por tanto, el más apto para recibir las emanaciones que afluyen. Gracias, pues, a su carácter, como de fuego, la vista es lo que m ejor atrae los enamoramientos, cuando pasan por delante de ella. 8 »Y si hace falta mostrarte, a modo de ejemplo, un argumento tomado más bien de las ciencias naturales, que se halla registrado en los libros sagrados que ver­ san sobre los animales, hay que mencionar al alcara­ ván, ave que cura de la ictericia. Cuando uno que pa­ dezca esta enfermedad lo mira, el pájaro huye y al punto se da la vuelta cerrando los ojos, no porque, como algunos creen, la envidia le induzca a denegar ese fa­ vor al enfermo, sino porque, po r su naturaleza, al reci­ b ir la m irada arrastra hacia sí mismo y se atrae la enfermedad, como a través de un canal. Ésta, y no otra, es la causa de que evite m irar a tales personas, 2 porque le hieren. De los ofidios, el llamado basilisco, quizá hayas oído que sólo con su aliento y su m irada deseca y corrompe todo lo que se pone a su alcance. De modo que no hay que m aravillarse de que algunos lleguen a aojar incluso a sus seres más queridos y a quienes m ejor quieren. Como son envidiosos por natu­ raleza, no es su voluntad la causa de que hagan eso, sino su constitución intrínseca134.» 134 Las semejanzas entre este pasaje de Heliodoro y el tra­ tado de P lutarco, Sobre aquellos de quienes se dice que aojan ( Moralia 680c-683b), son tan profundas, que la más mínima posibilidad de coincidencia ha de quedar excluida. Ahora bien, es poco probable que H eliodoro imite directamente a P lutarco, porque en éste faltan algunos detalles que se encuentran en H eliodoro . Como P lutarco cita a F ilarco en relación con este tema, y como, además, E l iano , Historia de los animales X V II 13, habla de los poderes del alcaraván (aunque no es segura la identificación) pocas páginas después de haber citado a F ilarco (X V I I 5), hay que concluir que es muy probable que

Ante estas argumentaciones, reflexionó un momen- 9 to y dijo: « — Has resuelto el problem a con extraordinaria ha­ bilidad y, sobre todo, con gran verosimilitud. ¡Ojalá también ella sienta algún día la pasión amorosa! En­ tonces sí creería yo, no que está enferma, sino que ha recobrado la salud. Sabes que para esto precisamente es para lo que he reclam ado tu ayuda. Pero por ahora me temo que no hay miedo de que le ocurra eso a esta que aborrece el matrimonio y el amor; más bien pare­ ce realmente sufrir de m al de ojo. Seguro que tú, que eres m i amigo y sabio en todo, estás dispuesto a librarla de esa enfermedad.» Le prometí que si acertaba a descubrir su mal le ayudaría con todas mis fuerzas. Proseguíamos aún con estas reflexiones, cuando 10 ' he aquí que se nos acerca uno a toda prisa y nos dice: « — ¡Buenos am igos!, a juzgar p o r lo que os retra­ sáis, parece que os han invitado a una batalla o a una g u e rra 135, en lugar de a un banquete, que además ha preparado el muy hermoso Teágenes y preside Neop­ tólemo, el más grande de los héroes. Venid acá y no hagáis que el festín se demore hasta la noche; que vosotros sois los únicos que faltáis. »— Éste — dijo Caricles, inclinándose junto a mi 2 oreja— ha venido a invitarnos, palo en mano. ¡Qué F ilarco haya servido de fuente común a P lutarco y a H eliodo­

En cuanto a la procedencia de esta teoría, es casi seguro que en último término proceda de D emócrito , con cuya concep­ ción materialista encajan estas ideas acerca del aojo (vid. W. C apelle , Rheinisches Museum 96 [1953], 176 sigs.). Aunque la tendencia a buscar una explicación científica es algo peculiar de Heliodoro, el concebir el amor como una enfermedad que penetra a través de los ojos es una idea general en la novela griega, vid., por ejemplo, A quiles T acio, í 4, 4; I 9, 5. 135 Expresión proverbial que se halla, por ejemplo, en P la­ tón, Gorgias 447 a. ro.

procedimiento más indigno de Dioniso! ¡Y eso que ya está un poco empapado de él! Pero, en fin, vaya­ mos, no sea que termine todavía por darnos de golpes. »— Estás de broma —repliqué— , pero, sea como sea, vayamos.» Cuando llegamos, Teágenes ofreció a Caricles un asiento a su lado y, en cuanto a mí, también me puso en un lugar de preferencia, sin duda en atención a 3 Caricles. Mas ¿para qué aburrirte con el relato de todos los detalles del banquete? Las danzas de donce­ llas, las flautistas, el baile pírrico de los jóvenes con sus armas 136 y todas las demás diversiones con las que Teágenes había aliñado el lujo de las viandas, para con­ seguir un convite agradable y apropiado para la bebida. Sin embargo, hay un detalle en particular que tú de­ bes oír y que a mí me resulta especialmente grato de 4 contar. Teágenes intentaba dar muestras de contento y se esforzaba por tratar a los presentes con suma gentileza; pero no pudo impedir que yo adivinara adonde le llevaban sus pensamientos: bien se le que­ daba perdida la mirada, bien daba un profundo sus­ piro, sin aparente causa que lo justificara; unas veces se quedaba cabizbajo y como ausente en sus reflexio­ nes; luego cambiaba repentinamente su rostro, adop­ tando una expresión más alegre, como si recobrara la conciencia y se llamara a sí mismo a la realidad; en definitiva, se dejaba transportar por estados de ánimo 5 muy diversos con facilidad. La razón es que el pen­ samiento de un enamorado, igual que el de un borra­ cho, es tornadizo e incapaz de mantener quietud, por­ que el alma de ambos navega a merced de los impul­ sos de su húmeda pasión; esto es también lo que hace

136 Es una danza de carácter militar, bailada siempre por jóvenes armados.

que el enamorado tenga tendencia a la bebida, y el que está bebido al amor. Como además no dejaba de dar bostezos que déla- H taban su angustia interna, a todos los demás asisten­ tes se les hizo manifiesto que no se hallaba en buen estado, e incluso Caricles, al observar su actitud rara por inconstante, me dijo en voz baja: « — Seguro que también a éste le ha echado alguien el mal de ojo; hasta me atrevería a decir que tiene el mismo mal de Cariclea. »— E l mismo — contesté— , por Isis, y realmente no deja de tener su razón de ser, porque en la procesión quien sobresalía después de ella era éste. «Estos eran los pensamientos que intercambiába- 2 mos. Cuando llegó el momento en que los comensales se pasan uno a otro las copas, hizo el brindis Teáge­ nes, aun a regañadientes, y bebió a la salud de todos. Cuando me llegó el turno, dije que aceptaba encantado su cortesía, pero que no iba a coger la copa. É l enton­ ces me lanzó una m irada llena de furia y de ira, imagi­ nándose que lo hacía por desprecio. « — Es que nunca toma ni vino ni carne de cualquier ser que haya tenido vida — explicó Caricles, al darse cuenta de su reacción.» Le preguntó la razón de eso, y Caricles contestó: «— Es de Menfis, egipcio y sacerdote de Isis.» Teágenes, al oír que era egipcio y sacerdote, se 3 llenó de una súbita alegría, y, feliz como quien ha en­ contrado un tesoro, se levantó, pidió agua y dijo des­ pués de beber: « — Sapientísimo varón, acepta entonces este brindis que hago con la bebida que más te gusta. ¡Que esta mesa que compartimos sea como una libación que selle nuestra amistad!

»— ¡Así sea! — dije— , bello Teágenes; quede con­ sagrada nuestra amistad, que por mi parte hace tiem­ po que te profeso.» 4 Cogí la copa y bebí. Así acabó el banquete. N os retiramos cada uno a nuestra casa, no sin haber reci­ bido yo por parte de Teágenes una cariñosísima despe­ dida, incluso más efusiva que lo que habría sido apro­ piado para unas relaciones tan breves. Cuando llegué donde me hospedaba, aunque estaba desvelado, me acosté en la cama, y no hacía más que dar vueltas arriba y abajo, pensando en los jóvenes y tratando de 5 indagar el significado que tenía el final del oráculo. Y a a medianoche, he aquí que veo ante mí a Apolo y a Ártemis; así al menos lo creí, si es que no eran figu­ raciones mías y en realidad no los vi. É l traía de la mano a Teágenes, y ella a Cariclea. M e llam aron por mi nombre y me dijeron: — H ora es ya de que regreses a tu patria, pues esa es la orden del destino. Parte tú, pues, lleva también a éstos como compañeros de viaje y trátalos como a hijos. Una vez allí, condúcelos fuera de Egipto adon­ de y como los dioses quieran.» 12 Y habiendo dicho esto, se retiraron, dándome pruebas evidentes de que no había sido un sueño, sino una aparición real. Gracias a esta visión yo había com­ prendido todo, excepto una cosa que aún me tenía per­ plejo: hacia qué hombres y a qué país querían los dioses que acompañase a los jóvenes. — Sin duda, padre — interrumpió Cnemón— , tam­ bién eso lo comprendiste más tarde, y luego me lo dirás. Mas, ¿cómo es que acabas de afirm ar que los dioses te mostraron que no era un sueño, sino que se presentaron realmente ante ti? 2 — De la misma manera, hijo — contesté— , que el sa­ bio Hom ero insinúa mediante un enigma, que la ma-

yoría pasa por alto, cuando dice en cierto p a s a je 137: ‘pues las huellas de sus pies y las piernas reconocí fácilmente, cuando se iba, y muy sencillos de recono­ cer son los dioses’. — M e temo, Calasiris, que también yo soy de esa mayoría que no lo entiende: y quizá tú me has mencio­ nado esos versos con la intención de demostrar eso de mí. Pues yo comprendo su sentido más superficial, porque sé el significado de las palabras, pero ignoro totalmente la teología que se oculta en ellos. Se detuvo unos momentos Calasiris y, con el pensamiento dirigido a las alturas de los arcanos religiosos, dijo: — Los dioses y en general los seres superiores, Cnemón, cuando vienen a visitam os o cuando se van, casi nunca toman la figura de cualquier animal, sino que suelen adquirir form a humana, porque la semejan­ za permite a nuestra imaginación reconocerlos con mayor facilidad. Los profanos quizá no lo perciban, pero el entendimiento de un sabio no puede equivo­ carse: los reconocería por sus ojos, que siempre tie­ nen la m irada fija y nunca parpadean, y más aún por su modo de andar, pues no avanzan separando los pies ni apoyando su peso alternativamente en uno y otro, sino gracias a una especie de impulso del aire y a un ímpetu irrefrenable: más bien como si hendieran el espacio, en lugar de caminar regularmente. Ésta es precisamente la causa de que las estatuas de dioses que hacen los egipcios tengan los pies unidos y, por decirlo así, no formen ambos más que uno. Y como esto lo sabía Homero, que era egipcio y había recibido la educación sagrada, lo reflejó simbólicamente en sus 137 pués de Calcante mero en

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Iliada X I I I 71 sig. Es el momento en que Poséidon, des­ desentenderse Zeus de la batalla, toma la figura de y exhorta a los dos Áyax; el hijo de Oileo es el pri­ reconocer al dios.

versos y dejó una señal para quienes pudieran com­ prenderle. Por eso dice de A teneaI3S: ‘terribles sus dos ojos relum braban’; y de Poseidón aquello de 'pues las huellas de sus pies y de sus piernas reconocí, al verlo por detrás cuando se alejaba resbalando', donde, con esta última palabra, hacía alusión al hecho de que resbalaba para cam in ar139. Pues así es como hay que interpretar eso de 'alejarse resbalando', y no como ese error que mantienen los que entienden 'le reconocí fácilmente'. S4 — Esto que me has dicho, hom bre muy divino, es la revelación de un misterio — dijo Cnemón— . Pero tú has calificado varias veces en tu relato a Hom ero de egipcio, cosa que yo creo que nadie en absoluto ha oído hasta el día de hoy, y aunque yo no puedo dudar de tu aserto, sí debo reconocer que me has dejado pro­ fundamente sorprendido; por ello, te pido que no pro­ sigas, hasta no haberm e aclarado ese punto con todo rigor. — Aunque ahora, Cnemón, no es el momento de detenerse en esto, no obstante voy a tratar de explicár2 telo en breves palabras. Diga cada uno, buen amigo, que Hom ero procedía de un sitio diferente, y que todas las ciudades se atribuyan haber sido la patria de este sabio, pero la verdad es que Hom ero era nuestro, de Egipto, y nació en Tebas ‘la de las cien puertas', como él mismo la lla m a 140. Su padre era aparentemente un

« s Iliada I 200. 139 E l equívoco parte de la homonimia de la palabra rét, que puede significar «fácilmente» o bien ser una form a verbal de «fluir», «resbalar». N o hace falta decir que sólo la primera interpretación es correcta, y que la interpretación «teológica» de Calasiris es absurda. Aun así, es un buen ejemplo para documentar la exégesis simbólica aplicada a Homero desde muy temprano, y en boga en época de Heliodoro. 140 IUada I X 381 sigs.

sacerdote, pero en realidad era Hermes, de quien era sacerdote su padre putativo. Pues sucedió que el dios se unió con su madre, cuando ésta celebraba una cere­ monia religiosa, en virtud de la cual tenía que dorm ir en el santuario141. Fruto de esta unión nació Homero, que llevaba una marca de su extraño origen: desde su 3 alumbramiento, uno de los muslos estaba totalmente cubierto de espeso vello, hecho que explica el nom bre que recibió a lo largo de su vida errabunda, cantando sus poemas entre diversos pueblos y en particular en­ tre los griegos142. É l nunca reveló su verdadero nom­ bre, ni dijo nunca su patria o su linaje, y quienes le pusieron ese apodo fueron los que conocieron esa afec­ ción corporal. — ¿Con qué finalidad, padre, mantuvo siempre en 4 secreto su patria? — Sin duda, porque estaba desterrado y sentía ver­ güenza. Su padre fue quien lo desterró cuando iba a ser inscrito entre los adolescentes consagrados a los dioses, al descubrir que era bastardo, por la mancha que tenía en el cuerpo; o incluso puede ser que tam­ bién él mismo imaginara eso, y que no fuera más que una treta para reclam ar todas las ciudades como pa­ tria, al ocultar la que verdaderamente lo era. — M e parece que tienes toda la razón, y como prue- 15 ba de eso puedo aducir el propio carácter enigmático 141 E l rito de la incubatio era frecuente en diversos cultos de la Antigüedad, en particular de Asclepio en el santuario de Epidauro; cf. L. G il , Therapeia, La medicina popular en el mundo clásico, Madrid, 1969, págs. 351-402. 142 Etimología fantástica del nombre de Homero a partir de ho méros, que significa «muslo». Todo este pasaje docu­ menta el interés que existía por la figura histórica de Homero en la Antigüedad, así como la completa ignorancia de cual­ quier detalle fidedigno acerca del poeta; en todo caso, abun­ daban tanto las etimologías del nombre, como las ciudades que se disputaban haber sido su lugar de nacimiento.

de su poesía unido a su extraordinario encanto, rasgos que son típicamente egipcios, así como la excelencia de su linaje. Y pienso en cuanto a esto último que no sobresaldría hasta tal punto por encima de todos los demás, si no hubiera sido porque en realidad participó de un origen divino y celestial. Mas, volviendo a nuestro tema, dime, Calasiris, qué ocurrió después de haber descubierto gracias al modelo homérico que se te habían aparecido los dioses. 2 — Cosas bien parecidas a las anteriores, Cnemón: de nuevo insomnios, proyectos, y preocupaciones, las 3 amigas de la noche. P or un lado estaba contento, por­ que tenía la esperanza de haber conseguido algo ini­ maginable y porque me figuraba que pronto iba a regresar a la patria; pero por otro lado estaba triste, porque comprendía que Caricles se iba a ver despo­ jado de su hija; en fin, no llegaba a una idea clara de lo que debía hacer, cuando reflexionaba en el medio necesario para reunir a los jóvenes y disponer la par­ tida. M e angustiaba también la huida: cómo conseguir que nadie lo advirtiera, adonde iríamos, y cómo, por tierra o por mar. En resumen, una tempestad de preo­ cupaciones se había adueñado de mí, y, entre tantas fatigas, no pude dorm ir el resto de la noche. 16 N o había clareado aún totalmente el día, cuando empezaron a aporrear la puerta del patio exterio r143 y oí a alguien llamar: « — ¡Eh m uchacho!» Preguntó mi criado quién era el que llam aba a la puerta y qué quería. E l que había llamado contestó: « — Anuncia a Teágenes el tesalio.» 2 Me causó gran alegría el anuncio de la presencia del joven, y dije que le hiciera entrar. Creí que sin 143 Se refiere a la puerta que, situada al fondo del corredor del patio de luz, dividía las habitaciones de los hombres y las de las mujeres.

buscarlo se había presentado la oportunidad para em­ prender la ejecución de mi proyecto. Pues estaba segu­ ro de que como él había oído en el banquete que yo era un sacerdote egipcio ahora había venido en busca de mi colaboración para conseguir su amor; en conclu­ sión, que era víctima del mismo error que sufren muchos, al creer que la sabiduría de los egipcios es única, y que todos tienen la misma. Sin embargo, hay que distinguir dos tipos diferen­ tes: una es vulgar y, por decirlo así, camina sobre la tierra; es servidora de ídolos y da vueltas entre cuer­ pos de cadáveres; es muy aficionada a los yerbajos y sólo se sostiene con encantamientos; ni tiende ella a ningún fin digno, ni se lo procura a los que la emplean; fracasa por su propia culpa la mayoría de las veces y, en los casos en que tiene éxito, sus resultados son dolorosos y mezquinos, como alucionaciones en que lo irreal se toma como existente, y frustraciones en las esperanzas; es hábil para encontrar todo lo que sea ilícito y magnífica cómplice en cualquier placer intem­ perante. L a otra, en cambio, hijo, la que verdadera­ mente hay que llam ar sabiduría, porque la prim era no ha hecho más que usurpar y adulterar su nombre, ésa en la que nos ejercitamos desde jóvenes los consa­ grados a la divinidad y todo el linaje sacerdotal, mira a lo celestial, convive con los dioses y participa de su poder connatural, investiga el movimiento de los as­ tros y logra pronosticar el futuro; se mantiene lejos de los males terrenales y se aplica al bien y a la uti­ lidad para los h o m bresm . Gracias a ella abandoné 144

La diferencia entre conocimiento mágico y teúrgico, tal es aquí formulada por H eliodoro (con frases seme­ jantes volverá a aparecer en V I 14, 7), es uno de los puntos más notorios de contacto entre nuestro novelista y la Vida de ApaIonio de Tiana de F ilóstrato (idéntico ataque a la magia, igual ansia de poseer el segundo tipo de conocimiento, cf. V II 39; y como

yo mi patria a tiempo, por si conseguía, como ya an­ tes te conté, evitar las predicciones que me había he­ cho y la fratricida lucha de mis hijos. A los dioses, pues, me remito y, en particular, al destino, que son quienes tienen poder de hacer o deshacer. Ellos me inspiraron el destierro de m i patria, no tanto, según parece, por escapar de esta desgracia, cuanto por en­ contrar a Cariclea; po r qué medio, lo sabrás p o r lo que te voy a decir a continuación. 17 Al entrar Teágenes, intercambiamos prim ero los saludos, le hice sentarse sobre la cama cerca de mí y le pregunté: « — ¿Qué te trae a mi casa tan de mañana? »— Estoy totalmente angustiado — dijo, por fin, después de haberse acariciado la cara durante un buen rato— , pero el ru bor me impide declarar la causa — y acto seguido quedó de nuevo callado.» Creí entonces que era un buen momento para dár­ melas de mago con él y fingir que adivinaba lo que 2 conocía a la perfección. Con esta intención, le dirigí una m irada un tanto socarrona y le dije: « — Aunque no te atrevas a hablar, has de saber que nada escapa ni a la sabiduría de los dioses ni a la m ía.» Guardé silencio unos instantes y me puse a colocar en los dedos unas piedrecillas, como si estuviera con­ tando, aunque todo era pura simulación. Agité luego la cabellera e imitando a los profetas poseídos de la di­ vinidad, exclamé: « — H ijo mío, estás enam orado.» Se sobresaltó al oír esta revelación, en apariencia divina, pero cuando añadí, «de Cariclea», entonces sí que creyó que era un dios quien hablaba po r boca mía, 3 y a punto estuvo de caer de rodillas y adorarme. Y o le V 12; V I I I 7, 3); aun así, F ilóstrato habla de otras obras lite­ rarias sobre el mismo tema.

contuve, y entonces se me acercó y comenzó a besarm e en la cabeza, al tiempo que daba gracias a los dioses, porque, como decía, sus esperanzas no se habían visto frustradas. M e suplicaba que fuera yo su salvador, por­ que, si no obtenía mi auxilio, y bien pronto además, no podría sobrevivir: tan grande juzgaba el mal que se había abatido sobre su persona, y hasta tal punto le quemaba la pasión, pues, por añadidura, era la pri­ mera vez que sufría la experiencia amorosa. Insistía 4 entre numerosos juramentos en que aún no había te­ nido trato con m ujer alguna; que siempre había desde­ ñado a todas; que había despreciado el matrimonio y los amores, siempre que le hacían alusiones a eso; pero que ahora, al fin, la belleza de Cariclea le había dado una prueba evidente de que la culpa no había sido de su naturaleza que se obstinase en ello, sino porque hasta el día de hoy no había contemplado a ninguna m ujer digna de ser amada. Lloraba mientras decía esto, como dando a entender que había sucum­ bido ante la muchacha, sin él quererlo. « — Ten confianza — decía yo, tratando de reanimar- s le— , una vez que has recurrido a mi ayuda; que no va a ser ella más poderosa que m i sabiduría. Ciertamente es bastante austera, y es difícil conseguir que el am or la cautive, ella que desprecia de Afrodita y del matri­ monio, hasta el nombre. N o obstante, por ti pondré todos los medios: el arte puede superar incluso a la naturaleza. L o único que te pido es que tengas buen ánimo y me hagas caso en lo que te diga que hay que hacer.» Prometió hacer absolutamente todo lo que yo or­ denara, aunque le dijera que tenía que caminar sobre espadas. Mientras continuaba con sus insistentes súplicas, 18 hasta el punto de llegar a prometerme la totalidad de

su hacienda como recompensa, vino uno de parte de Caricles y me dijo: « — Caricles dice que por favor vayas a verle; está aquí cerca, en el templo de Apolo, ofreciendo un him­ no al dios, porque ha tenido un sueño que le ha inquie­ tado mucho.» Me levanté al instante y después de despedir a Teágenes, he aquí que llego al templo y me encuentro a Caricles, sentado en un asiento y sumido en un pro­ fundo dolor que le hacía gem ir continuamente. M e acerqué y le pregunté: « — ¿Por qué estás tan preocupado y triste? »— ¿Cómo quieres, pues, que esté — me respondió— , después de los inquietantes sueños que he tenido? Además, me he enterado de que m i hija no se encuen­ tra nada bien y no ha podido dorm ir en toda la noche. Lo que me duele es, no sólo que esté enferma, sino sobre todo que, como mañana es el día fijado para las competiciones deportivas, y lo reglamentado es que la sirvienta de Ártemis prenda las antorchas a los par­ ticipantes en la carrera con armas y sea quien deter­ mine la victoria, pues es forzosa una de estas dos cosas: o que falte, cosa que constituiría una ofensa contra las leyes tradicionales, o que venga sin estar repuesta del todo, hecho que agravaría aún más su estado de salud. De modo que, si no lo has hecho ya antes, ayúdala al menos ahora y aplícale algún reme­ dio: sería, para con nosotros, una acción justa y en consonancia con nuestra amistad, y para con los dio­ ses, un rasgo de piedad. Sé que si quieres no te va a ser costoso curar ese m al que llamas mal de ojo: pues para los sacerdotes no es imposible una solución ni incluso en los problem as más arduos.» Reconocí que no me había ocupado del asunto, con el mismo disimulo que había usado con Teágenes,

y le pedí que me concediera ese día para poder pensar en algo que la curara. « — Pero, por ahora, vayamos enseguida donde la muchacha — dije— , para examinarla con más atención y consolarla en lo que podamos. AL mismo tiempo, Caricles, quiero que le digas a la chica unas palabras en mi favor y que me presentes a ella como un buen amigo tuyo; así ella tendrá más fam iliaridad conmigo y aceptará con más confianza el método de curación. »— De acuerdo — respondió— ; vayamos.»

a

Pues bien, cuando llegamos a su aposento, ¿para 19 qué extenderse mucho en esto?, era, en una palabra, esclava de su enfermedad. De sus mejillas ya había huido la flor de su color; el fuego de su mirada pa­ recía apagado con el agua de sus lágrimas. Sin embar­ go, trató de reponerse al vernos, haciéndose continua violencia por recobrar su mirada y su voz habituales. Caricles la abrazó y prodigándole todo tipo de besos 2 y zalemas, sin omitir ninguna, dijo: «— Hijita, mi niña, ¿a mí, a tu padre, le vas a ocul­ tar lo que te ocurre? ¿Después de haber sido tú la víctima, la que ha sufrido un aojo, te quedas en silen­ cio, como si fueras tú la que has obrado mal, en lugar de la perjudicada por unos ojos que te han malmira­ do? Pero, bueno, anímate: el sabio Calasiris ha acce- 3 dido a proporcionarte un remedio y ha venido aquí conmigo. Es un hom bre capaz, tan bueno como el m ejor en la ciencia divina, porque es un sacerdote que desde niño ha consagrado su vida a la religión y, más aún, es nuestro m ejor a m ig o 14S. De modo que harías muy bien en recibirle y cooperar en lo que él decida para curarte, bien sea un encantamiento, bien cualquier

145 Los médicos egipcios eran muy célebres, tanto por su sabiduría (H omero, Odisea IV 231 sig.), como por su especialización y número ( H erodoto, II 84).

otra cosa. Por otro lado, tampoco tú eres una persona 4

que nunca haya tratado con gente sabia.» Cariclea no dijo nada, pero asintió con la cabeza en señal de que estaba presta para someterse a los consejos que yo le pudiera dar. Después de eso, nos separamos, no sin que antes Caricles volviera a recordarm e que pusiera todo mi empeño en lo que antes me había pedido, y que refle­ xionara sobre el medio de conseguir infundir de alguna manera en Cariclea el deseo de casarse y tener marido. N os despedímos, pues, tras renovarle yo mi prom esa y darle nuevos ánimos, porque no pasaría mucho tiem­ po antes de que se cumpliera su voluntad.

Al día siguiente acababan los juegos Píticos; el 1 certamen, en cambio, de los jóvenes estaba en su pun­ to culminante. Amor, que era quien lo presidía, creo, y también el árbitro, porfiaba por dejar bien mani­ fiesto, gracias únicamente a estos dos atletas imidos con sus lazos, que su competición era la más impor­ tante de todas. Esto es lo que sucedió. Toda Grecia era espectadora, los anfictiones adjudicaban los premios. Pues bien, una vez concluidas con gran esplendor las restantes pruebas: los torneos de carreras, los abra­ zos de la lucha, los compases con los brazos, propios del pugilato, entonces el heraldo pregonó: « — Que comparezcan los participantes en la carrera con armas 146.» La sirvienta de Ártemis, Cariclea, apareció al pun- 2 to, deslumbrante, por uno de los ángulos del estadio. H abía venido, aunque era reacia a ello, por salvaguar­ dar la tradición; o más bien, porque, a mi parecer, tenía la esperanza de ver a Teágenes. Llevaba en la mano izquierda una tea encendida, en la derecha sos146 La carrera con armas era, en efecto, la última prueba de los juegos (cf. P a u sanias , I I I 14, 3; X 7, 7); la razón más probable de ello es que había sido introducida en época reciente (cf. Odisea V I I I 118-130). De un modo más general, hay que decir que muchos detalles del relato presente son confirmados por otras fuentes antiguas.

tenía una palma. N ada más aparecer, todo el teatro volvió a ella su mirada, aunque nadie se anticipó a la vista de Teágenes; pues un amante siempre está presto 3 para ver el objeto de su pasión. Además aquél, que se había enterado previamente de lo que ocurriría, tenía su atención puesta exclusivamente en aguardar el mo­ mento en que ella se presentara. De modo que entonces ni siquiera pudo contener sus palabras: me dijo en voz baja (pues se había sentado adrede a mi lado): « — Ahí está Cariclea.» Yo le recomendé que se estuviera tranquilo. 2 A la proclama del heraldo, compareció un hom bre con armamento ligero, muy ufano de su persona, famoso como nadie. Y a se había coronado, al pare­ cer, en muchas competiciones precedentes, y en aque­ lla oportunidad no tenía contrincante, porque nadie, creo, se atrevía a competir con él. Por eso los anfictíones le hicieron retirarse, pues la ley no permitía que se concediera la corona de la victoria sin certamen. Reclamaba él que se invitara mediante un pregón del heraldo a un voluntario para el combate. Los jueces accedieron a su petición, y el heraldo invitó con una nueva proclama a que se presentase quien quisiera. 2 Teágenes me dijo entonces: «— ¡Ése me está llamando! »— ¿Qué dices? — contesté. »— Lo que voy a hacer, padre — respondió— . Que no voy a consentir que ningún otro se lleve en presen­ cia mía y ante mis ojos el prem io de la victoria y lo recoja de manos de Cariclea. »— ¿Pero es que no reparas en una posible derrota 3

— dije— y su consiguiente deshonra? »— ¿Y quién hay que tenga unas ganas tan locas de ver y acercarse a Cariclea, como para que me adelante en la carrera? ¿ Y a quién el premio de poder contem­ plarla le va a dar tan raudas alas y le va a llevar a su

encuentro por los aires? ¿No sabes que los pintores ponen alas a A m o r 147 para simbolizar la ligereza de las personas de quienes él es dueño? Y si hay que añadir algo de vanidad a lo ya dicho, nadie hasta el día de hoy ha podido enorgullecerse de haberme superado en la carrera.» Dichas estas palabras, dio un salto y avanzó hasta 3 el centro. Declaró su nom bre y el país del que proce­ día y sacó a suertes el lugar que le correspondería en la carrera. Revestido de una arm adura completa, aguardó en la b a rrera de salida, jadeando de impa­ ciencia y forzándose para mantenerse quieto y esperar la señal de la trompeta. E ra una espectáculo notable y grandioso, parecido al que ofrece Hom ero cuando presenta a Aquiles en la batalla del río Escamandro 148. Toda Grecia estaba profundamente conmovida ante tal 2 maravilla, todos hacían votos por la victoria de Teá­ genes, como si fuera cada uno en particular quien iba a competir; pues la belleza es lo prim ero que se atrae las simpatías de los espectadores. La emoción de Cari­ clea excedía toda medida, y yo, que desde hacía rato la observaba, pude percibir cómo m udaba continua­ mente de aspecto. El heraldo, en voz alta y clara, pro- 3 clamó el nombre de ios corredores, anunciando: « ó r meno de Arcadia y Teágenes de Tesalia.» Se abrió el mecanismo que da la señal para partir, y comenzó la 147 Cf. P latón , Fedro 252 b. H eliodoro se complace en tomar en sentido propio lo que en Platón es una imagen de la ele­ vación espiritual. Como se habrá apreciado hasta ahora, H elio doro imita con gran frecuencia a P latón en todo lo que se refiere al relato del enamoramiento de los héroes de la novela; es, por supuesto, m ás que influencia platónica, vulgarización de las ideas m ás extendidas de P latón acerca del amor; en este sentido es significativo sobre todo I I I 5 (el primer encuentro de Teágenes y Cariclea). M8 Iliada X X I 203-384. La comparación estriba sólo en los personajes, no en las acciones de uno y otro, y en que Aquiles era un antepasado de Teágenes.

carrera, tan veloz que las miradas casi no podían se­ guir el avance. En ese momento, la muchacha, incapaz de contenerse po r más tiempo y estar quieta, empezó a patalear y a saltar; parecía como si el alma se le hubiera ido con Teágenes y tratara de colaborar para 4 conseguir m ayor velocidad en su carrera. Todos los espectadores estaban en suspenso y anhelantes po r ver cómo acababa; yo, más aún si cabe, porque había tomado la determinación de cuidarme de él en el futu­ ro, como si de un hijo se tratara. — N o es de extrañar — le interrumpió Cnemón— que los espectadores que asistían estuviesen en ese estado de ansiedad, porque también yo ahora estoy temeroso por Teágenes; de m odo que te ruego que me digas cuanto antes si se le declaró vencedor. 4 — Cuando ya, Cnemón, llevaban recorrida la mitad del estadio149, volvió un instante la cabeza, dirigiendo una m irada despectiva hacia órm eno, y a continua­ ción, con el escudo levantado a lo alto, el cuello bien erguido y los ojos fijos en Cariclea, se lanzó como una flecha hacia la meta y sacó al arcadio una delantera tan grande, que luego se midió con exactitud en número de 2 brazas. Siguió corriendo hasta llegar a Cariclea, en cuyos brazos se dejó caer a propósito, fingiendo que no había podido detenerse po r el impulso de la carre­ ra. Tampoco dejé de darme cuenta de que al recibir la palm a del premio daba a la muchacha un beso en la mano. — Me has devuelto la vida — dijo Cnemón— con la victoria y el beso. Mas, ¿qué sucedió después?

m La longitud de la carrera de hopíitas era, pues, de un estadio. En Olimpia el recorrido era doble, es decir, el punto de salida era también la meta (cf. P a u sanias , I I 11, 8), y en Ne­ mea, cuatro recorridos al estadio, por tanto, el doble que en Olimpia.

— ¡No sólo eres insaciable y no te cansas de escu­ char, sino que además, Cnemón, eres inabordable al sueño! A pesar de que ya ha pasado la mayor parte de la noche, te mantienes bien despierto y no te abu­ rres con el relato, por muy largo que sea. — También, padre, reprocho yo por mi parte a Ho- 3 mero el haber afirmado que incluso del amor puede haber h astío150; a mi juicio, eso no sacia nunca, ni al que lo goza ni al que lo oye contar. Y si además se relatan los amores de Teágenes y Cariclea, ¿quién tendría el corazón tan de acero o de h ie rro 151, como para no oír con fascinación su historia, aunque dure todo un año? De modo que continúa. — Así, Cnemón, es como Teágenes recibió la corona y 4 fue proclamado vencedor, escoltado de unánimes víto­ res. En cuanto a Cariclea, era ya manifiesto que tras haber visto de nuevo a Teágenes, estaba ya vencida y era esclava de su deseo, aún más que antes. Pues el encuentro de los amantes rememora la pasión, y la visión da renovadas llamas al espíritu, como leña pues­ ta al fuego. Por eso ella al volver a casa pasó una 5 noche semejante a las anteriores, e incluso peor. Tam ­ poco a mí me venía el sueño, y no hacía más que meditar adonde huiríamos sin que nadie se enterase y pensar a qué país quería el dios que acompañase a los jóvenes. Sólo comprendía que la huida debía ser por mar, gracias a la ayuda del propio oráculo que decía de ellos: cuando las olas surquen, llegarán del sol a la tierra oscurecida.

150 Iliada X I I I 636 sig. 151 L a comparación es proverbial desde H omero, Odisea IV 293. E l interés de Cnemón en el relato de Calasiris le lleva a usar el mismo lenguaje literario que aquél.

5

Para el segundo punto, adonde tenía que acompa­ ñarlos, sólo descubrí una solución posible: encontrar, si podía, la cinta con la que había sido expuesta Cari­ clea; en ella, Caricles decía que estaba consignada la historia de la muchacha, según le habían contado. E ra previsible, pues, que gracias a ella consiguiera ave­ riguar la patria y los padres de la chica, de cuya identidad ya tenía yo algunas sospechas, y quizá allí 2 era donde el destino quería que yo los condujera. Así pues, fui muy de mañana a ver a Cariclea. Al llegar, encontré a todos los de la casa bañados en lágrimas, sobre todo a Caricles. M e acerqué y le pregunté: « — ¿Qué alboroto es éste? »— Se ha agravado la enfermedad de mi hija — con­ testó— ; esta noche la ha pasado mucho peor que la anterior. » — Sal — dije— , y salid también los demás. Que alguien me traiga una trébede, laurel, fuego e incien­ so; es lo único que necesito; y que nadie me moleste hasta que yo avise.» 3

Dio esta orden Caricles, y así se hizo. Cuando me dejaron tranquilo, comencé la representación, como si estuviera en un escenario: quemé el incienso y, mientras fingía musitar en los labios una plegaria, agi­ taba constantemente el laurel sobre el cuerpo de Cari­ clea, de la cabeza a los pies una y otra vez; hacía todas estas operaciones con la boca abierta, como bostezando de sueño, o, mejor, como una vieja. Final­ mente, después de un buen rato de proseguir con estas necedades, ridiculas para mí como para la muchacha, 4 me detuve. Ella meneaba la cabeza sin cesar, mientras mostraba sus dientes con una sonrisa burlona que daba a entender que yo iba po r camino erróneo y desconocía su enfermedad. M e senté luego a su lado y dije: « — N o te preocupes, hija, que la enfermedad es be­ nigna y fácil de curar. Te ha atacado el mal de ojo,

probablemente durante la procesión, y sobre todo cuando diste el premio al vencedor de la carrera. Y me sospecho quién es el principal culpable: Teáge­ nes, el que participó en la carrera con las armas. Bien pude observar que no hacía más que espiarte y lan­ zarte miradas en exceso constantes. »— Tanto si me ha m irado así, como si no, no me 5 im porta — replicó— . Pero, ¿quiénes son sus padres, de dónde es? Que bien noté a muchos atónitos ante él. »— Es de Tesalia — dije— ; ya lo oíste ayer cuando el heraldo proclamó su nombre; reivindica a Aquiles como antecesor, y en verdad que me parece a mí que es así, si es que la estatura y la belleza del muchacho constituyen una prueba de eso, porque son entera­ mente dignos de la nobleza de Aquiles. En lo único en que no se parece es en que no es soberbio ni orgu­ lloso, pues la altivez de su espíritu está suavizada con su dulzura. Pero, a pesar de esas cualidades, ojalá 6 sufra cosas peores que las que a ti te ha causado, echándote el mal de ojo al verte con m irada maléfica. »— Padre, — dijo— , agradezco tu compasión por mí; pero, ¿por qué maldices en vano a quien quizá no ha tenido ninguna culpa? Claro que estoy enferma, pero no de mal de ojo, sino de otro diferente, creo. »— Pero ¿cómo, hija, tratas todavía de ocultarlo 7 — dije— , en lugar de hablar con confianza para que en­ contremos un remedio? ¿Es que no soy para ti un padre, y más que por la edad, por el afecto que te tengo? ¿Es que no soy amigo de tu padre o no estoy animado por sus mismos sentimientos? Di qué te ha­ ce sufrir. Tienes mi promesa o, si quieres, mi juramento de guardar el secreto. H abla con franqueza y no acre­ cientes tu dolor callando; que todo padecimiento, si se conoce pronto, es fácil de remediar, pero se hace incurable casi, si se deja pasar el tiempo. Pues las en-

fermedades se nutren de silencio; en cambio, para lo que se cuenta, siempre hay un consuelo.» 6 Ante estas palabras, guardó unos instantes de si­ lencio, en sus ojos se reflejaban la multitud de senti­ mientos diversos que la agitaban. « — Discúlpame — respondió al fin— hoy; en otro momento lo oirás; a menos que no lo sepas de ante­ mano, tú que afirmas tener el don de la adivinación.» M e levanté y salí de allí, dejando a la muchacha decidir entretanto cómo confesar aquello de lo que su 2 alma tenía tan gran pudor. M e abordó Caricles y me preguntó: « — ¿Qué me puedes decir? »— Todo va bien — contesté— ; mañana se librará del mal que tanto la perturba, y a ti te ocurrirá otra cosa que te va a alegrar. Pero p o r ahora, no hay ningún impedimento en llam ar y hacer venir a un médico.» Tras decir esto, me escapé inmediatamente, para 3 evitar que Caricles hiciera más averiguaciones. N o ha­ bía hecho casi más que salir de la casa, cuando veo a Teágenes, deambulando por allí, alrededor del tem­ plo y del recinto exterior; iba hablando consigo mis­ mo y tenía un aire satisfecho, como si se contentara sólo con observar la m orada de Cariclea. Y o pasé de largo mirando hacia otro lado, como si no lo hubiera visto. « — Buenos días, Calasiris — me dijo— ; atiende; pre­ cisamente te estaba esperando.» M e volví bruscamente y dije: 4 « — ¡Ah!, es el bello Teágenes. N o te había visto. »— ¿Cómo — replicó— va a ser bello quien no agra­ da a Cariclea? »— ¿Pero no vas a dejar — contesté con aire ofen­ dido— de insultarme a mí y a mi arte? Gracias a él, ya ha caído presa ella, se ve obligada a amarte y an­ hela verte como a un ser celestial.

»— ¿Qué dices, padre? — exclamó— ; ¿me ama Ca- s riclea? ¿Por qué entonces no me llevas adonde ella? — y al tiempo que decía eso, se disponía a echar a correr. »— Detente — dije, sujetándole po r la clámide— , tú, el de veloz carrera; que no se trata de un botín, ni es esto algo que se pueda com prar con dinero o esté expuesto a la venta para cualquiera. Reflexión más bien es lo que hace falta para que el asunto termine bien; y muchas precauciones para alcanzar sin riesgo el resultado apetecido. ¿O es que no conoces al padre 6 de la muchacha, una de las personas más importantes de Delfos? ¿No has pensado en las leyes, que imponen pena de muerte a tales empresas? »— Por lo que a mí respecta — declaró— , ni la muerte me importa, con tal de conseguir a Cariclea. Pero, en fin, si quieres, vamos a ver a su padre para solicitarla en matrimonio; que tampoco se puede decir que sea­ mos unos cualquieras, indignos de emparentar con Caricles. »— N o conseguiríamos nada — advertí— ; no porque se pueda achacar algo a tu familia, sino porque hace tiempo que Caricles ha prometido a la muchacha con el hijo de una hermana suya. »— Lo lamentará — respondió Teágenes— , quienquie- 7 ra que sea. Ningún otro mientras yo viva desposará a Cariclea: ni mi mano ni mi espada, con seguridad, se quedarán inactivas. »— Calla — le dije— , que nada de eso hará falta. Sólo basta que me atiendas y que realices lo que te indique. Pero ahora vete y guárdate de que te vean todo el tiempo en mi compañía. Acude a verme en secreto y solo.» É l entonces se marchó cabizbajo. Al día siguiente, Caricles se encontró conmigo y, 7 nada más verme, se acercó corriendo y comenzó a be­

sarme la cabeza, mientras exclamaba reiteradamente: « — ¡Eso es sabiduría, eso es amistad! ¡Gran haza­ ña has logrado: la que era imposible de capturar está capturada; la inaccesible a la derrota está vencida! ¡Cariclea está enamorada! » Estos cumplidos me halagaron; arqueé las cejas y empecé a andar con cortos y afectados pasos, mien­ tras declaraba: « — Era bien evidente que no podría resistir ni mi prim er asalto; y ni siquiera ha sido necesario moles­ tar a algún dios de los más importantes. Mas, ¿cómo, Caricles, llegasteis a saber que estaba enamorada? »— Siguiendo tus consejos — explicó— ; llamé a mé­ dicos famosos, según tú habías sugerido, y los llevé para que la examinaran, prometiéndoles en recompen­ sa toda mi hacienda si lograban sanarla. Ellos al entrar le preguntaron qué le ocurría. E lla se dio la vuelta, sin dignarse a darles respuesta, declamando repetida­ mente aquel verso de Hom ero 152:

O h Aquiles, hijo de Peleo, con mucho el más valeroso [de los aqueos'. Ante eso, el sabio Acesino 153, a quien sin duda tú cono­ ces, le cogió la muñeca, a pesar de su resistencia, para tomarle el pulso y dictaminar su enfermedad mediante la arteria que, según creo, delata los latidos del cora­ zón. Después de un pormenorizado examen del pulso y un reconocimiento detenido de pies a cabeza, declaró: »— Caricles, nos has llamado en vano: la medicina no puede darle ningún remedio en absoluto. » — ¡Dioses! — exclamé— , ¿qué dices? ¿Es que se me va a ir mi hijita? ¿está ya deshauciada? »— N o te alarmes — me dijo— , escúchame. 152 Iliada X V I 21. 153 El nombre de este médico es un derivado de «curar».

»M e llevó aparte, lejos de la muchacha y de los demás, y prosiguió: »— Nuestra ciencia hace profesión de curar las en­ fermedades del cuerpo, pero no las del alma en princi­ pio, sino sólo cuando las penalidades que ésta sufra estén causadas po r las del cuerpo, pues entonces, al sanar éste, aquélla se hace partícipe del mismo benefi­ cio. Lo que aqueja a la muchacha es realmente una 6 enfermedad, pero no corporal, porque ninguno de los humores es excesivamente abundante, no sufre dolor de cabeza, no le quema la fiebre y, en definitiva, no tiene ninguna afección en el cuerpo, ni local ni gene­ ral. Esto es lo que hay que pensar, y no otra cosa. »— Ante la insistencia con la que le reclamaba me 7 dijera cualquier otra cosa que hubiera averiguado, declaró: »— N i un niño dejaría de darse cuenta de que su sufrim iento es anímico y su enfermedad es a todas luces el amor. ¿No ves qué hinchados tiene los ojos, qué perdida tiene la m irada y qué palidez hay en su cara, todo ello sin quejarse de dolores internos? Su mente además está extraviada, dice en voz alta lo que le viene a la memoria, sufre de insomnio sin aparente justificación y de repente ha perdido su lozanía154. Tú, Caricles, tienes que buscar a quien sea capaz de curar­ la, que necesariamente ha de ser la persona a quien ella ame. »Después de decir esto, se marchó; y yo he venido 8 a verte, mi salvador y mi dios, porque tú eres el único que puede ayudamos, y eso también ella lo sabe. Pues ante mis ruegos y exhortaciones para que me explicara lo que le ocurre, lo único que me ha contestado es

154 Los síntomas que describe Acesino son los tradiciona­ les para la enfermedad amorosa (vid. L uciano , La diosa siria 17 sig.; P lutarco, Demetrio 38; A q uiles T acio , I 6, 2; I 9, 1; L ongo , II 7, 4).

que ella ignora su enfermedad, pero que sabe que sólo Calasiris puede curarla. Es más, me ha pedido que te llamara y que fueras a verla, circunstancia decisiva por la que he podido conjeturar que tu sabiduría le ha he­ cho ceder. 9 » — Igual que dices que está enamorada, ¿podrías decirme también — le pregunté— de quién? »— No, por Apolo, no lo sé — contesté— ; pues ¿cómo o de dónde podría saberlo? Desearía antes que todo el oro del mundo que estuviera enamorada de Alcámenes, el hijo de mi hermana, el que, en la medida que dependía de mi voluntad, destinaba yo para m arido suyo.» 10 Y o le dije que se podía hacer la prueba, si lleva­ b a al joven ante ella y se lo presentaba. É l aprobó esta idea y se marchó. Al día siguiente, alrededor de la hora en que se llena el m ercado155, me encontré otra vez con él y me dijo: « — Tengo una cosa muy triste que contarte: mi h ija parece como posesa, y su conducta es sumamente ex11 traña. Llevé, siguiendo tus consejos, a Alcámenes y se lo presenté bastante bien ataviado. Pero ella, como si hubiera visto la cabeza de la Gorgona o alguno de esos seres monstruosos y fantásticos, profirió un agudo gri­ to y volvió su m irada al otro rincón de la habitación, enlazándose las manos en el cuello como una cuerda para ahorcarse, y amenazando con juramentos que se 12 suicidaría si no salíamos inmediatamente. Nos aleja­ mos de ella antes de lo que se tarda en decirlo, porque qué otra cosa podíamos hacer ante un espectáculo tan inaudito. De modo que otra vez estoy aquí como supli­ cante para que no dejes que ella se dé muerte ni per­ mitas que fracasen mis anhelos. 155 La expresión es habitual para la hora del mediodía.

»— Caricles — respondí— , no te has equivocado, al decir que tu hija está posesa. Pues lo que la turba de ese modo son los poderes que yo he enviado sobre ella de lo alto; naturalmente, me he visto obligado a recu­ rrir a los más eficaces, pero era preciso para forzarla a hacer lo que repugnaba a su naturaleza y su volun­ tad. Sin embargo, alguna divinidad enemiga mía pa- 13 rece im pedir la empresa y oponerse a las que me ayudan. Por eso, ha llegado sin duda el momento de que me enseñes la cinta que estaba expuesta con la niña, de la que me dijiste que te habías hecho cargo, junto con los demás objetos que debían perm itir su reconocimiento. Porque mucho me temo que esté im­ pregnada de algún hechizo y escrita con encantos que le endurecen el alma, y que el responsable sea algún enemigo que ha maquinado desde su nacimiento esta artimaña para lograr que ella viva sin am or y sin des­ cendencia.» Aprobó este parecer y volvió poco después trayendo 8 la cinta. Le rogué que me permitiera examinarla con tranquilidad y, en cuanto accedió a esta petición, me dirigí al sitio donde me hospedaba. Sin la más mínima dilación, comencé a leer la inscripción de la cinta, gra­ bada con caracteres etíopes, pero no con los que usa el pueblo, sino con la escritura real, que es muy seme­ jante a la llam ada escritura sacerdotal de los egip­ c io s156. Leí su contenido, y esto es lo que me reveló la inscripción: «Y o , Persina, reina de los etíopes, para mi hija, que todavía no sé cómo se va a llam ar y que sólo lo ha 156

Sobre los dos tipos de escritura de los egipcios, cf. H eI I 36; en realidad eran tres: jeroglífica, hierática y demótica, pero H eródoto (como D iodoro, I 81, 1) no diferencia las dos primeras. E n Etiopía, D iodoro, I I I 3, 5, también distin­ gue dos tipos, aunque hace la salvedad de que todos entienden la hierática (sagrada), a diferencia de lo que sucede en Egipto. ródoto,

sido hasta el parto, ofrezco como regalo postrero este doloroso relato grabado aquí.» 2 Me quedé petrificado, Cnemón, al ver el nom bre de Persina; no obstante, seguí inmediatamente leyendo: «D e que no tengo ninguna culpa, hija, por abando­ narte todavía recién nacida y por no permitir que te vea tu padre Hidaspes, pongo po r testigo al Sol, el autor de nuestra raza. Pero, sin embargo, alguna vez podré defenderme tanto ante ti, hija, si logras sobre­ vivir, como ante quien te haya recogido, si la divinidad te procura un salvador, como ante todo el género hu3 mano. Voy a explicarte por qué te expuse. De los dio­ ses son antepasados nuestros el Sol y Dioniso; de los héroes, Perseo y Andrómeda, además de M em n ón í57. Los 157 Memnón es hijo de Titono y de la Aurora (Hesíodo, Teo­ gonia 984 sigs.), que le había raptado ( Himno homérico V 218238) para que fuera marido suyo (Homero, Iliada X I 1 sig.; Odisea, V 1 sig.). Memnón combatió en favor de los troyanos con un cuerpo expedicionario etíope, de quienes era rey (cf. Diodoro, I I 22, 4; Proclo, Crestomatía, pág. 106 ed. Alien; Q uinto de Esmirna, Continuación de Homero II 452 sigs,), hasta su muerte a manos de Aquiles. D e Ematión, hijo también de Titono y la Aurora, se nos dice (Diodoro de S ic ilia , IV 27, 3) que era rey de los etíopes, cuando Hércules le dio muerte en el curso de su último trabajo. —Andrómeda, hija de Cefeo y Casiopea, reyes de los etíopes (Herodoto, V II 61; Ovidio, Metamorfosis IV 669-789; V 1-249), fue encadenada a la orilla del mar (loca­ lizado en Estrabón, X V I 2, 28, entre otros) para aplacar al monstruo enviado por Poséidon contra su país; Perseo mata al monstruo marino, libera a Andrómeda, con quien se casa, y permanece en Etiopía hasta el nacimiento de Perses, el hijo de ambos (el nombre que Heliodoro da a la reina de los etíopes, Persina, es un derivado de Perseo; el nombre de Hidaspes, en cambio, es uno de los pocos que no ofrecen resonancias claras de significado, en la obra de H eliodoro). — En cuanto al Sol, es hermano de la Aurora (Homero, Odisea X II 374 sig.; Hesíodo, Teogonia 371 sig.); además, desde un punto de vista más ge­ neral, su morada se localiza en las proximidades del reino etíope. — La relación de Dioniso con Etiopía está probablemente basada en que el dios fue criado durante cierto tiempo p or las

que fueron construyendo con el transcurso del tiempo el palacio real lo adornaron con pinturas que represen­ taban sus historias. E n general, las estatuas y las representaciones de sus hazañas se encontraban en las habitaciones de los hombres y en los pórticos, mien­ tras que el tema de los amores de Perseo y Andrómeda había quedado reservado para embellecer la cámara nupcial. Una vez, cuando estábamos allí, y ya hacía nueve años que Hidaspes me había tomado por esposa, aunque aún no nos había nacido descendencia, ocurrió que estábamos descansando a mediodía, en la hora en que el sopor veraniego induce a dorm ir la siesta, y en­ tonces tu padre se unió conmigo, porque, según juraba, así se lo había ordenado una visión que había tenido durante el sueño. Al punto me di cuenta de que había quedado encinta. »E1 tiempo que transcurrió hasta el alumbramiento fue una continua fiesta popular: los sacrificios en acción de gracias a los dioses se celebraban sin inte­ rrupción, porque el rey esperaba un heredero. Pero naciste tú, blanca y con una tez resplandeciente, insó­ lita en la raza etíope. Y o me figuraba que la causa había sido que durante la unión con mi marido había dirigido la m irada hacia un cuadro que representaba a Andrómeda totalmente desn uda158, en el momento ninfas de Nisa, región situada a veces entre Fenicia y Egipto (Him no homérico I, 8 sig.; cf. D iodoro, IV 2, 4). 158 E l detalle de la desnudez de Andrómeda, que no se en­ cuentra en ningún otro texto antiguo y que parecería poco adecuado para un autor tan casto como H eliodoro, es natural­ mente indispensable; han de ser la desnudez y la blancura de Andrómeda lo que impresione a Persina, hasta el punto de dar a luz una hija blanca. Por lo demás, tanto las represen­ taciones artísticas como las descripciones literarias del tema debían ser numerosas: L u ciano , Diálogos marinos 14; Sobre la casa 22 y 25; A q uiles T acio , I I I 6-7; F ilóstrato, Imágenes I 29; los dos últimos describen cuadros. (Para las relaciones existen­

en que Perseo acababa de bajarla de la roca, y que el germen había cobrado una form a desgraciadamente semejante a la de a q u élla 159. Decidí por eso liberarm e de una muerte ignominiosa, convencida como estaba de que el color de tu piel llevaría aparejada la acusación de adulterio contra mí, porque nadie me daría crédito cuando explicara el extraordinario acontecimiento ocu­ rrido. En cuanto a ti, preferí entregarte a los avatares de la fortuna, antes que a una muerte segura, o, en el m ejor de los casos, a pasar por bastarda. Con esta intención, hice creer a mi m arido que habías muerto en el parto y te expuse a escondidas y con todo secreto, dejando además todas las riquezas que pude, con áni­ mo de recompensar a quien te salvara. Te adorné tam~ bién con muchas joyas y te envolví con esta cinta, las­ timosa narración de tu historia y de la mía, grabada a fuerza de mis lágrimas y mi sangre, lágrimas de una madre, que al dar a luz por prim era vez sufrió innume­ rables llantos. Pero, querida hija, aunque sólo lo hayas sido po r un instante, ten siempre presente, si logras sobrevivir, tu nobleza; honra la castidad, la única vir­ tud específicamente femenina, conserva los sentimien­ tos de una reina y sé digna de los que te han dado la vida. N o olvides en particular buscar y conservar con­ tigo, de entre los bienes expuestos, un anillo que tu pa­ dre me regaló cuando pidió mi mano; todo su contor­ no está grabado con la divisa real, y el engaste lleva una piedra sagrada llam ada pantarba, que tiene un tes entre estos autores y otros posteriores, así como sobre la iconografía del tema J. S chwartz , Antiquité Classique 36 11967}, 536 sigs.; A. Ruiz de E lvir a , op. cit., págs. 16) y sigs.). 159 N o sólo nació Cariclea blanca, sino, además, sumamente parecida a la representación de Andrómeda en el cuadro (cf. infra, X 14-15). La creencia en esta posibilidad debía estar muy extendida desde época antigua: E . R ohde, op. cit., pág. 4764, re­ coge ideas semejantes en E mpedocles según P lutarco, G aleno, P l in io , D io n is io de H alicarnaso e, incluso, algunos médicos.

secreto p o d e r 160. Estas son las recomendaciones que te 8 dirijo, gracias a la ayuda de la escritura, ya que la for­ tuna ha impedido tu presencia y el trato de viva voz. Quizá este mensaje quede mudo y sea inútil, pero qui­ zá también algún día te preste un servicio, pues los designios de la fortuna son inescrutables para los hombres. En todo caso, lo escrito será para ti, joven bella en vano, cuya hermosura es justamente lo que ha dado motivo de acusación contra mí, en el caso de que sobrevivas, señal para descubrir quién eres; de lo contrario ( ¡que nunca llegue a mis oídos esa noticia! ), servirá como inscripción sepulcral y como llanto fu­ neral de tu m adre.» Al terminar de leer esto, Cnemón, reconocí y ad- 9 miré la sabiduría con que los dioses gobiernan y adm i­ nistran todo. La alegría y la pena me embargaban, y en mi interior experimentaba un insólito sentimiento que me hacía reír y llorar a la vez. M i alma estaba con­ tenta por haber descubierto el misterio y haber resuelto ya el contenido del oráculo, pero también angustiada por no saber qué curso tomarían los acontecimientos; deploraba la condición humana, tan inestable e inse­ gura, permanentemente cambiante, hecho del que la suerte de Cariclea ofrecía en particular un sobresa­ liente ejemplo. M il pensamientos me abordaban: qué 2 ilustre nacimiento y quiénes pasaban por ser sus pa­ dres; a cuán gran distancia estaba de su patria; cómo la fortuna le había deparado la apariencia de hija bas-

160 La aparición de la piedra pantarba también en F ilóstrato, Vida de Apolonio de Tiana I I I 46, ha sido considerada como una prueba más de la influencia de éste sobre H eliodoro ; no obstante, en F ilóstrato, la propiedad de la pantarba es atraer hacia sí todos los objetos y todas las demás piedras, incluso en el agua; H eliodoro, por el contrario, le atribuye la capaci­ dad de preservar del fuego a aquellos que la llevan (cf. V I I I 11, 8 ).

tarda, privándola de lo que en realidad era: hija legí-

3 tima de etíopes, y, además, de la fam ilia real. Mucho

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tiempo estuve quieto e indeciso: me lamentaba de su pasado, pero no me atrevía a felicitarme de su porve­ nir. Hasta que al fin, recobré la serenidad para exami­ nar la situación de una manera razonada; entonces decidí no seguir descuidado, sino pasar a la acción. Fui a ver a Cariclea. Estaba sola, extenuada por la pa­ sión; aunque su juicio hacía todos los esfuerzos por recobrarse, su cuerpo estaba ya completamente agota­ do, y se iba abandonando a la enfermedad, sin fuerzas para oponerse a sus violentos accesos. Mandé entonces que se retiraran todos los que estaban allí y di la orden de que nadie nos molestara, pretextando que iba a hacer unas preces e invocacio­ nes por la muchacha. Cuando estuvimos solos, le dije: « — Ahora, Cariclea, es el momento de declarar, como ayer prometiste, lo que te ocurre. N o se lo ocultes a un hombre que además de quererte bien no es incapaz en absoluto de saberlo todo, a pesar de tu silencio. »— Oh sabio Calasiris — dijo ella, cogiéndome de la mano entre besos y lágrimas— , hazme entonces este favor ante todo: déjam e sufrir en silencio. Descubre tú como quieras mi enfermedad, pero permíteme al menos velar por mi pudor, ocultando lo que es vergonzoso padecer, pero más aún contarlo. Grande es el dolor que me produce la enfermedad, que ahora se halla en su momento culminante, pero mayor todavía es el de no haberla superado cuando estaba en sus comienzos y verme así derrotada po r una pasión que siempre había rechazado y que, con sólo oírla nom­ brar, empaña el excelso título de virginidad. »— H ija mía — dije, tratando de reconfortarla— , haces bien en encubrirlo, y eso por dos razones: por un lado, no hace ninguna falta que me informes de lo que gracias a mi arte sé hace tiempo; p o r otro, es

comprensible el rubor „ que te impide decir lo que es mucho más decoroso que las mujeres callen. Mas, ya que al fin has sentido el amor, y la aparición de Teá­ genes te ha cautivado, pues esto es lo que una voz divina me ha declarado, sábete que no eres la única ni la prim era que sucumbe a esa pasión: muchas m u­ jeres muy ilustres, y numerosas doncellas, llenas en todo de templanza, han sentido lo mismo. Pues Am or es el más grande de los dioses e incluso capaz, como se dice, de adueñarse a veces de los propios dioses. Mira, pues, qué sea lo m ejor que puedas hacer en el presente, y piensa que, si en principio es una dicha carecer de la experiencia del amor, una vez que uno cae en sus manos, lo más prudente es mantener firme la voluntad, sin dejarla caer en lo desordenado. Si quieres creerme, puedes evitar el nom bre vergonzoso de apetito sensual, contrayendo nupcias legítimas y curando tu enferme­ dad con el matrimonio.» Al terminar de hablar así, Cnemón, su cuerpo estaba inundado en abundante sudor. Los sentimientos diversos que la asaltaban eran evidentes: alegría por lo que oía, desazón por si no se cumplían sus esperan­ zas, rubor porque había sido cautivada. Al fin, cuando se calmó, después de un largo silencio, dijo: « — Padre, me hablas de matrimonio y me aconsejas elegirlo, como si fuera seguro que mi padre va a apro­ barlo o que mi enemigo tiene idénticos deseos. »— En cuanto al joven — dije— , no debemos tener ningún temor: está quizá incluso más prendado que tú, y los sentimientos que le mueven son semejantes a los tuyos. Pues, al parecer, vuestras almas se recono­ cieron desde el prim er encuentro como dignas la una de la otra y sucumbieron a la misma pasión. También yo, por complacerte, me he valido de mis artes para intensificar su anhelo. En cuanto a tu padre adoptivo,

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está preparándote otra boda, con Alcámenes, a quien sin duda conoces. »— (Con Alcámenes!, ¡que me prepare — exclamó— la tumba antes que el matrimonio! A mí sólo me des­ posará Teágenes; si no, el destino le suplirá. Mas eso de que Caricles no es mi verdadero padre, sino que es padre putativo, te lo suplico, dime, ¿cómo lo sabes? »— P or ésta — dije, al tiempo que m ostraba la cinta. » — ¿De dónde la has sacado? ¿Cómo es que la tie­ nes? Desde que se la dio en Egipto el que me había criado, y me trajo aquí, no sé cómo, pero me la cogió y la ha tenido siempre guardada en un cofre, para evitar que se estropease con el tiempo. »— Cómo me he hecho con ella — contesté— , ya te lo contaré en otra ocasión; lo que ahora m e importa es que me digas si puedes leer lo que hay escrito en ella.» Dijo que no, que cómo iba a saberlo. « — Pues da a conocer — proseguí— tu familia, tu país y tus avatares.» Me suplicó que le desvelara todo lo que yo pudiera entender; y yo fui explicando todo, leyendo el escrito trozo a trozo y traduciéndolo palabra por palabra. Cuando supo quién era ella, mostrando de nuevo un temple más acorde con su linaje, se apresuró a pre­ guntarme: « — ¿Qué hay que hacer, pues?» Yo entonces comencé a manifestarle mis propósi­ tos, revelándole la situación en su totalidad: « — También yo, hija, he estado entre los etíopes, con el ánimo de instruirme en su ciencia. Incluso trabé amistad con tu madre, Persina, porque la corte real da siempre hospitalidad a los sabios. Llegué a disfrutar de alguna consideración mayor, por haber añadido a la sabiduría egipcia la consagración de la de los etíopes. Cuando se enteró Persina de que me disponía a regre­

sar a mi país, me relató toda tu historia, no sin antes haber recibido garantías de mi silencio mediante ju ra ­ mento. D ijo que no se atrevería a contárselo a los sabios del país y me suplicó que preguntara a los dio­ ses, primero, si te habías salvado cuando se te expuso, y, en segundo lugar, en qué tierras te encontrabas, pues, por más pesquisas que había hecho ella, no había encontrado en la nación a nadie que se pareciera a ti. Y o le dije que vivías y dónde estabas, porque la divi- 3 nidad me lo había revelado. Ella entonces volvió a suplicarme que te buscara y exhortara a volver a la patria, porque seguía sin tener hijos desde que tu na­ ciste; y afirmó que estaba dispuesta, si regresabas, a confesar a tu padre lo ocurrido. Estaba segura de que él lo creería, porque tenía ya suficientes pruebas de su fidelidad a lo largo del tiempo que llevaban convivien­ do, y porque así vería satisfecho inopinadamente su deseo de tener un heredero. »Esto es lo que me dijo y pidió que hiciera, incre- 13 pándome y poniendo al Sol por testigo, juramento que ningún sabio puede transgredir. Y o he venido para cumplir la promesa jurada y dar satisfacción a sus ple­ garias. Y aunque no es este el motivo principal de mi estancia aquí, sí es evidente que gracias a la providen­ cia divina este es el m ayor provecho obtenido de mi vagar. Como sabes, mi interés por ti data ya de antiguo y nunca he descuidado ninguna atención que tú te merecieses; pero he mantenido en silencio la causa, aguardando a tener alguna oportunidad de procurarm e mediante algún medio la cinta que acreditara lo que iba a decirte. De modo que si me haces caso y prefie- 2 res emprender conmigo la huida de aquí, antes de que algún acontecimiento te oblige a actuar contra tus deseos (hay que tener en cuenta que Caricles tiene un gran afán po r concertar tu boda con Alcámenes), tienes la posibilidad de recobrar a tu familia, tu patria, tus

padres, y casarte con Teágenes, que está listo para acompañarnos a donde quiera que sea. En lugar de una vida de bastarda y entre extraños, puedes vivir como hija legítima y como princesa, reinando con tu ama­ dísimo — si hay que dar crédito a todos los dioses, y en particular, al oráculo p ític o 16í.» Y entonces le recordé el oráculo y le expliqué su significado. Cariclea no lo desconocía, pues se lo había oído a muchos cantar y tratar de interpretarlo. Ante todas estas razones ella quedó petrificada. « — Y a que como tú afirmas — dijo— esa es la volun­ tad divina, y yo lo creo, ¿qué hay que hacer, padre? »— Fingir — contesté— que accedes al matrimonio con Alcámenes. »— Penoso — replicó— , además de deshonesto, es el preferir a otro, aunque sea sólo de palabra, antes que a Teágenes. Sin embargo, ya que me he puesto en ma­ nos de los dioses y en las tuyas, padre, ¿qué objeto tiene esa simulación y cómo hacer para evitar que eso llegue a término? »— Los hechos — afirmé— te lo dirán. Algunas veces ocurre a las m ujeres que vacilan y no tienen arrojo suficiente para hacer lo que está previsto; en cambio, lo que tienen que realizar al instante, lo llevan a cabo a menudo con gran osadía. De m odo que lo único que has de hacer es seguir mis consejos; y ahora, ponte de acuerdo con Caricles en el asunto de la boda. Ten confianza, porque hasta el momento él no ha hecho nada que yo no le haya indicado previamente.» Accedió, y yo me fui y la dejé llorando.

fói E l oráculo recogido en I I 35, 5 era en verso y, por tanto, se entiende que cantado; a diferencia del chremós, cantado, el lógion era simplemente recitado y no estaba en verso (cf. Tucídides , II 8); esta distinción, no siempre observada, es aquí tenida en cuenta.

N o había hecho más que salir de la casa, cuando M he aquí que veo a Caricles, sumido en el más profundo dolor y lleno de inconsolable tristeza. « — Eres adm irable — le dije— . Ahora que debías es­ tar coronado 162, alegre, y haciendo sacrificios a los dio­ ses en acción de gracias por haber conseguido lo que ansiabas hace tiempo, que Cariclea, al fin, se haya ablandado y haya aceptado el matrimonio gracias a mis buenos oficios y a mi sabiduría; bien pues ahora estás triste, con cara sombría, y sólo te falta llorar por no sé qué cosa que te haya sucedido. »— ¿Cómo no voy a estar así? M i hija tan querida 2 está a punto de irse a la otra vida, antes que contraer matrimonio, como tú pretendes, si hay que prestar al­ guna atención a los sueños; y me refiero en concreto al que he tenido esta noche, que me ha llenado de espanto. En él me ha parecido ver un águila, que escapaba de las manos de Apolo, caía de repente volando sobre m í y me arrebataba a mi hijita ¡ay! de mis brazos, llevándosela al último confín de la tierra, a un lugar lleno de fantasmas sombríos y tenebrosos. Y ni siquiera podía saber qué había hecho de ella, porque había puesto por medio una distancia infinita para evitar que mi m irada acompañara el recorrido de su vuelo.» Al oír estas palabras, supuse cuál era el sentido del 15 sueño; sin embargo, por sacarle de ese abatimiento y conseguir que estuviese bien lejos de toda sospecha acerca de lo que había de suceder, le dije: « — M e parece que para ser un sacerdote como eres, y del dios profético po r antonomasia, no eres muy experto en la interpretación de los sueños. Te enojas

162 L a traducción procede de una conjetu ra de R attenbury y L u m b ; la corona, com o sím bolo de alegría, era habitual en las fiestas y en los sacrificios entre los sacerdotes.

con una visión que te pronostica buenas nuevas, pues aunque el sueño te produzca ese desánimo, es evi­ dente que te advierte del matrimonio próxim o de tu hija; el águila representa en enigma al novio que la va a tomar por esposa; y todo va a realizarse con la apro­ bación de Apolo, que guiará de la mano al que va a ser 2 su marido. De manera que, Caricles, mantengamos la boca lejos de toda impiedad y colaboremos en la volun­ tad de los todopoderosos, tratando de convencer a la muchacha con mayor firmeza.» É l preguntó qué tenía que hacer para afianzarla más en su decisión. « — Si tienes guardado algún objeto muy valioso — continué— , bien sea un vestido bordado de oro, o un collar de piedras preciosas, llévaselo como regalo de boda de parte del pretendiente, y atráete a Cariclea con el obsequio: inexorable es el hechizo que produce 3 en la m ujer el oro o las piedras preciosas. Tienes también que disponer todo para la ceremonia, pues habrá que celebrar la boda cuanto antes, mientras la muchacha conserve inalterada la pasión que ahora la domina gracias a mis artes. »— N o te preocupes, que por mí no va a faltar nada — afirmó Caricles.» Al punto se marchó, con la prisa que le daba la alegría por ver que sus palabras iban a convertirse 4 pronto en hechos. Y cierto que hizo, según luego me enteré, lo que le había sugerido, y sin ningún género de tardanza. Pues envió, en efecto, un vestido de mucho valor, junto con los collares que Persina había deposi­ tado al lado de la niña para perm itir su reconocimien­ to, como regalo de pedida de parte de Alcámenes. 16 Yo me encontré con Teágenes y le pregunté en qué lugar de la ciudad se hallaban los que habían venido con él para acompañarle en la procesión. M e dijo que las chicas ya estaban de camino y que habían salido

antes porque andaban más despacio, pero que los jóve­ nes aún estaban allí, aunque ya no podía retenerlos más, porque estaban impacientes por emprender ya el regreso a la patria. Una vez enterado de esto, le reco­ mendé lo que les tenía que decir y lo que él mismo ha­ bía de hacer. Después de encargarle que aguardara atento la señal que yo le daría cuando llegara el mo­ mento preciso, me separé de él y me dirigí hacia el tem­ plo de Apolo, con la intención de im plorar al dios que me guiara con un oráculo en la fuga junto con los jó ­ venes. Pero la divinidad, realmente más veloz que cualquier pensamiento, viene como aliada en las accio­ nes que son conformes con su voluntad, y su benevo­ lencia se anticipa a las súplicas. Eso es lo que ocurrió en esta oportunidad: Apolo se anticipó a responder a mis requerimientos, aun antes de haberlos formulado, y me señaló mediante el episodio que me sucedió en ese momento el camino por el que nos iba a guiar. En efecto, iba yo ensimismado en mis pensamientos y pre­ suroso por llegar adonde la profetisa, como te decía, cuando, al pasar, me detuvo una voz, diciéndome: « — ¡Buen hombre, acompáñanos en la liberación!» Quienes me llam aban eran unos extranjeros que iban a celebrar con acompañamiento de flautas un ban­ quete ritual en honor de Hércules. A l oírlo, detuve mis pasos, pues habría sido una impiedad declinar una invitación sagrada. Al verme coger y quemar incienso, y verter luego una libación de agua pura, parecieron un tanto sorprendidos del lu j o 163 de mis ofrendas; sin embargo, me rogaron que participara con ellos en su festín. Accedí también a esta invitación, y recostado en un lecho cubierto de mirto y laurel que habían pre­ parado para los convidados, gusté de los alimentos que habitualmente como. 163 Si el texto es correcto, el sentido es irónico.

« — Bien, amigos — les dije luego— , la comida es agradabilísima y nada se echa en falla; sin embargo, aún no me habéis dicho nada de vosotros; de modo que hora es que me digáis quiénes sois y de qué país. Pues es de gentes vulgares e incultas, a mi juicio, compartir las libaciones y la mesa, y luego marcharse sin haber trabado conocimiento mutuo, sobre todo cuando los granos de sal sagrados han dado comienzo a nuestra am istad164.» Dijeron entonces que eran fenicios de Tiro, m er­ caderes de oficio, y que iban a Cartago de África 165 con un barco de gran capacidad, cargado de mercancías del Indo, de Etiopía y de Fenicia; y que ahora celebra­ ban en honor de Hércules T irio 166 este sacrificio por la victoria conseguida por este joven aquí presente (y me señalaron al que estaba echado junto a m í), que ha logrado la corona del premio en el certamen de lucha de aquí, y que ha hecho que entre los griegos se procla­ m ara la victoria de Tiro.

164 La ofrenda de sal a los dioses, uno de los ritos religio­ sos que se desarrollaban en el curso de un banquete, creaba un lazo irrompible entre los comensales; por eso probablemen­ te la sal es llamada sagrada (en todo caso, el epíteto aparece también en H omero , Iliada IX 214). Por supuesto, los comen­ sales no están sentados, sino recostados en divanes. 165 En realidad, el texto griego dice «de Libia», pero es sabido que este nombre abarcaba en su totalidad el continente africano. Conviene recordar que Ulises, en uno de sus relatos falsos, cuenta a Atenas (Odisea X I I I 273 sigs.) que después de haber matado a Qrsüoco se vio obligado a huir, para lo cual recurrió a la ayuda de unos mercaderes fenicios. ié6 La circunstancia de que la única vez que se menciona a Hércules en la novela lo sea como dios patrono de Tiro ha hecho pensar que es éste uno de los elementos sirios de la religión de Heliodoro. Sobre el culto de Hércules en T iro transmiten noticias H erodoto, II 43-44; A q uiles T acio , II 14; V II 14; V II 18. E l Melkart fenicio es el dios al que se asimila Hércules.

«— Y lo que ocurrió — siguieron diciendo— es que, 7 cuando ya habíamos doblado el cabo de Malea y unos vientos contrarios nos obligaron a arribar a la costa de Cefalenia, éste tuvo un sueño que le vaticinaba su próxima victoria en los juegos píticos. Consiguió con juramentos por el dios de nuestra patria que hoy feste­ jamos, convencernos para que nos desviáramos de la ruta fijada y desembarcáramos aquí. Y los hechos han confirmado la profecía, pues el que hasta ahora ha sido sólo un comerciante se ha hecho proclam ar glorioso vencedor. Por eso celebra ahora este sacrificio al dios 8 que le hizo aquella revelación, para dar gracias por la victoria y para pedir también una buena travesía. Por­ que vamos a zarpar al alba, buen amigo, si el soplo de los vientos nos acompaña. »— ¿De verdad, vais a zarpar? — pregunté. »— Claro que sí — respondieron. »— ¿Haréis el favor entonces de llevarme de pasa- 9 jero? Hay un asunto en Sicilia que me reclama; y esa isla, como sabéis, tenéis que bordearla para dirigiros a Á fr ic a 167. »— Pues si quieres — me dijeron— , nos sentiremos colmados de todo bien, si vamos con la compañía de un hombre sabio, griego y, según se deja desprender po r el trato, amado de los dioses. »— Será un placer — les dije— , si me dais un solo día para los preparativos. »— Tendrás — respondieron— todo el día de maña- 10 na; lo único es que estés mañana al anochecer a la orilla del mar: las noches cunden mucho para la nave­ gación, porque, como la brisa viene de tierra, no hay tanto oleaje, y los barcos avanzan con más rapidez.» 167 La navegación en la Antigüedad era solamente de cabo­ taje, y para dirigirse desde Tiro hasta Cartago era preciso bor­ dear toda la costa occidental de Grecia y, una vez a la altura de Corfú, pasar a Brindisi y de allí a Sicilia.

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Me comprometí a hacerlo así, no sin haberles tomado juramento de que no se irían antes de lo acordado. Cuando yo les dejé allí, todavía seguían con la música de las flautas y los bailes. Era una danza de modo a sirio 168, ejecutada al son de flautas169 y con un ritmo muy vivo; los que la bailaban, tan pronto se ele­ vaban a lo alto con saltos ligeros, como se agachaban al suelo, dando vueltas sobre sí mismos como los posesos 17°. Fui yo primero a ver a Cariclea, a quien encon­ tré ya vestida y contemplando los objetos que Caricles le había enviado; a continuación, fui adonde Teá­ genes. Después de inform arles a los dos de lo que había que hacer y cuándo, me marché a casa, expectante ante lo que iba a suceder. Lo que ocurrió luego fue lo siguiente: a medianoche, cuando ya la ciudad estaba sumergida en el sueño, un tropel de gente arm ada irrum pió en la casa de Cariclea; al frente de esta amo­ rosa expedición de guerra iba Teágenes, que había organizado esta emboscada con los jóvenes de la procesión. Entre grandes y repentinos gritos, atronando con el estrépito de los escudos a las personas que los iban oyendo, se precipitaron en la habitación a la luz de unos candiles, luego de forzar con suma facilidad el cerrojo de la puerta — pues la cerradura había sido dejada a propósito para no dificultar la entrada— . Raptan a Cariclea, que, preparada p o r saber todo de antemano, no opuso resistencia, y se llevan al tiempo bastantes objetos que la muchacha les fue indicando

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Probablemente el modo era frigio, rápido y alegre (vid.

L uciano , Sobre el baile 34).

169 Aunque péktís es en griego clásico un instrumento de cuerda (semejante a la lira), aquí debe tratarse de un instru­ mento de viento, dada la presencia de aulés en la frase anterior. 170 Jenofonte , Anábasis V I 1, 10, describe una danza de ín­ dole semejante, que denomina persikón.

que eran de su agrado. Y una vez fuera de la casa, 5 comenzaron el canto de la victoria, mientras con el entrechocar de los escudos producían un insoportable alboroto. Atravesaron así toda la ciudad, llenando de miedo indescriptible a todos sus habitantes, porque de propósito habían escogido esa hora tan intempestiva de la noche, en la que parecerían más terribles, y por­ que, además, el Parnaso aumentaba con su eco el gri­ terío y el fragor del bronce. Así recorrieron Delfos, gri­ tando uno tras otro sin interrumpción y aclamando a Cariclea. Cuando estuvieron fuera de la ciudad, montaron a 18 caballo y se dirigieron a toda velocidad a los montes de Lócride y del E t a 171. Teágenes y Cariclea, tal y como estaba convenido, dejaron a los restantes tesalios y vinieron en secreto a mi casa a refugiarse. Apenas llegados, cayeron abrazados a mis rodillas y en esta postura se mantuvieron buen rato, temblando y repi­ tiendo sin cesar: « — ¡Sálvanos, p a d re !» Esto es lo único que decía Cariclea, con la cabeza 2 postrada en el suelo y avergonzada de lo que acababa de hacer, una acción tan inaudita para ella; Teágenes, en cambio, añadía otros encarecidos ruegos: « — Sálvanos, Calasiris — decía— , salva a estos supli­ cantes sin hogar ni ciudad, que han enajenado todo, para sólo ganarse el uno al otro. Salva nuestras vidas, zarandeadas por la fortuna de ahora en adelante y cau­ tivas de un amor puro, a los fugitivos que van como esclavos huidos a pesar de su inocencia, a los que te encomiendan todas sus esperanzas de salvación.»

171 Es decir, atraviesan desde Delfos la zona montañosa (la cordillera del Eta en la región llamada Lócride Epicnemidia, al sudoeste del golfo Malíaco) en dirección al Norte, a Fársalo y Tesalia.

Mi abatimiento ante estas palabras fue total: ma­ naban lágrimas de mis ojos por los jóvenes, pero más aún de mi corazón. Ellos no notaron el llanto, que me alivió y devolvió fuerzas para levantarlos y hacer que recobraran el ánimo. Les infundí buenas esperanzas para el futuro, pues el principio se había desarrollado bajo los auspicios del dios, y les dije: « — M e voy ahora a preparar los asuntos inmediatos; quedaos aquí y poned todo el esmero posible en que nadie os vea.» Tras decir esto, eché a andar. Pero Cariclea me cogió del manto y trataba de retenerme, mientras ex­ clamaba: «— iPadre, esto es el comienzo de una injusticia, más aún, de una traición, si piensas irte y dejarm e sola al cuidado de Teágenes! ¿No te das cuenta de qué poco de fiar es la custodia de un enamorado, si tiene la posibilidad de satisfacer sus deseos amorosos, y, sobre todo, si no está en presencia de quienes se lo puedan afear? E l fuego de su pasión le consume más, creo, cuando ve delante e indefensa a la persona an­ siada. En vista de eso, no te pienso soltar, hasta que Teágenes se haya comprometido bajo juramento, tan­ to por el momento presente, como sobre todo para los casos venideros, a no unirse conmigo con los lazos de Afrodita, antes de recobrar mi casa y mi familia; o, si esto lo impide el destino, a no hacerme su m ujer, a menos que sea con m i pleno consentimiento; ]si no, nunca! » Estas palabras me dejaron admirado, y contesté que era una obligación ineludible hacerlo así. Encendí el hogar de la casa, a m odo de altar, y eché incienso al fuego. Entonces juró Teágenes, no sin afirmar expre­ samente que se le agraviaba al anteponer la fuerza del juramento e impedirle de esta manera manifestar la lealtad de su carácter; no podría ya m ostrar su

espontánea virtud, pues siempre parecería que él se veía constreñido por el miedo a la divinidad. Juró, sin embargo, po r Apolo Pítico, Ártemis, la propia Afrodita y los Amores, obrar de acuerdo con la voluntad y las órdenes de Cariclea m. Estas y otras promesas semejantes además inter- 19 cambiaron ambos, poniendo a los dioses por testigos. Y o fui corriendo a ver a Caricles; al llegar, me encon­ tré la casa sumida en la desolación y llena de alboroto. Y a habían venido unos criados y habían dado a Caricíes la noticia del rapto de la muchacha. Alrededor de Caricles, que estaba llorando, se había congregado una muchedumbre de ciudadanos, apresadumbrados por la ignorancia de lo sucedido y por la im posibilidad de hacer algo. « — ¡Desdichados! — grité— , ¿qué hacéis así, como 2 pasmados? ¿Hasta cuándo vais a seguir sentados, m u­ dos e inactivos, como si la desgracia os hubiera hecho perder también el juicio? ¿Qué hacéis que no habéis cogido las armas y estáis ya persiguiendo a los enemi­ gos? ¿No váis a detener y castigar a los culpables de este ultraje? »— N o vale la pena quizás — dijo Caricles— oponer- 3 se a la adversidad. Comprendo que estoy expiando una pena enviada por la cólera divina. El dios me la pre­

172 U n juramento semejante se encuentra en A quiles T acio , V II I 17. En todos estos juramentos solemnes, es habitual aso­ ciar a varios dioses en el juramento, sobre todo a aquéllos más interesados en su cumplimiento (aquí Afrodita y los Amo­ res, cuyo plural es raro en la novela, por otro lado); Apolo y Ártemis son, como ya se ha visto en diversos pasajes, los dio­ ses tutelares de Teágenes y Cariclea. L a sumisión del enamora­ do a la mujer amada es un hecho nuevo en la cultura griega, y las primeras manifestaciones literarias de este espíritu, docu­ mentadas con claridad en T ibulo , P ropercio y, en general, en las elegiacos latinos, parecen remontar a los poetas helenís­ ticos.

dijo desde el mismo día en que entré en el santuario cuando no debía y vi con estos ojos lo que está prohi­ bido ver: que en castigo de lo que había m irado inde­ bidamente, quedaría privado de contemplar lo que más q u ie ro 173. Sin embargo, nada impide luchar hasta con la voluntad divina, como dicen, si al menos supiéramos a quién hay que perseguir y quién ha provocado esta funesta guerra. 4» — El tesalio — repliqué— , ese al que tú tanto admi­ rabas, de quien tú querías que me hiciera amigo; Teágenes y los jóvenes que le acompañaban han sido. Verás cómo, aunque los busques, no encuentras a nin­ guno de ésos, a pesar de que hasta ayer p o r la tarde estaban aquí. Levántate, pues, y convoca al pueblo a asamblea.» 5 Así se hizo: los estrategos mandaron al heraldo pregonar una asamblea extraordinaria, con un bando que dieron por la ciudad al son de trom p etam . A l punto se reunió el pueblo, y el teatro se convirtió esa noche en sala de sesiones. Caricles avanzó hacia el centro; su solo aspecto provocó inmediatamente en la 173 Como es sabido, en el ádyton, una especie de cripta situada en el interior de la celia del templo de Apolo, lugar donde oficiaba la pitia sus oráculos, no podían penetrar más que los sacerdotes en el momento de intervenir en los ritos religiosos. Una leyenda semejante explica el hecho de que el adivino Tiresias fuera ciego: haber visto a Atenea desnuda mien­ tras se bañaba (C alimaco, Himnos V 57 sigs.; existen, no obstan­ te, otras versiones diferentes: H esIodo, fragmento 275; cf. A. Ruiz de E lvir a , op. cit., págs. 147 y sigs.). En todo caso, Heliodoro adapta a su relato temas bien conocidos de la leyenda griega. 174 L a asam blea extraordinaria está descrita según el m o ­ delo de las asam bleas atenienses; una sÿnklëtos ekklesía era u n a reunión extraordinaria convocada p o r los estrategos (lo s funcionarios del po der ejecutivo); a veces, se celebraban en el teatro (vid. D emóstenes, Sobre la corona 37 y 73; T ucídides , V I I I 93; L isia s , X I I I 32).

muchedumbre un sentimiento de compasión. Llevaba puesto un vestido negro, y había derramado ceniza so­ bre su rostro y su cabeza. Tomó la palabra y dijo lo siguiente: « — Quizá, delfios, estáis pensando que he salido ai centro y he convocado esta asamblea para exponeros las razones que me llevan al suicidio; seguramente lo creéis al verme en la cumbre de las desdichas. Pero no es así, a pesar de las calamidades que sufro, mil veces dignas de la muerte, solo y abandonado de los dioses, y con mi casa vacía ya de todos los seres más queri­ dos que me acompañaban. Sin embargo, me persuaden para que siga resistiendo esta desdichada existencia, primero la ilusión, común patrimonio de los mortales, y una vana esperanza, que me sugieren que aún es posible hallar a mi hija, pero ante todo esta ciudad, de la que lo único que espero es que antes de mi muerte exija el castigo de quienes han cometido este atropello; a menos que los jóvenes tesalios os hayan quitado también vuestro sentimiento de libertad y la indignación que debe producir un atentado contra la patria y los dioses tutelares. Porque lo más grave de todo es que unos chicos, unos bailarines que se pue­ den contar con los dedos de la mano, simples sirvien­ tes en una fiesta religiosa, se marchen después de ha­ ber pisoteado la dignidad de la prim era ciudad griega y después de haber saqueado el santuario de Apolo, des­ pojándolo de su prenda más preciada: Cariclea, ¡ay !, mis ojos y mi vida. ¡Oh inexorable odio del destino contra mí! A mi prim era hija, la única que como sabéis era de mi sangre, la apagó a la vez que a las lámparas de su boda. A su m adre se la llevó el terrible sufrimiento poco después. A mí me desterró de la patria. Mas aun así, todo era tolerable, desde que en­ contré a Cariclea. Cariclea era mi vida, la esperanza y la sucesión de mi familia; Cariclea era el único con-

suelo y, en una palabra, mi ancla. Y a ella también la ha cortado de raíz y la ha arrancado esta especie de tempestad que me ha deparado el destino; y no ha de­ jado de hacerlo sin refinamiento o al azar, sino justo en el momento más inoportuno y del modo más cruel, para burlarse más: casi sacándola de la propia cámara nupcial, pues acababa de anunciaros a todos su boda.» 20 Estaba todavía hablando, entregado al dolor y al llanto por entero, cuando el estratego H egesias175 le detuvo y apartándole a un lado dijo: « — Ciudadanos aquí presentes, ya tendrá tiempo ahora y luego Caricles para llorar; pero nosotros no debemos hundirnos con su sufrimiento ni descuidarnos o dejarnos arrastrar por la corriente de sus lágrimas. N o dejemos que pase la oportunidad, ventaja decisiva 2 en todas las empresas, sobre todo en las bélicas. Si salimos ahora mismo de la asamblea, hay esperanza de capturar a los enemigos, porque, mientras crean que estamos haciendo los preparativos, huirán sin duda con mayor lentitud; pero si nuestras lamentaciones o, más aún, nuestra actitud m ujeril nos retarda y les da aún ventaja, no queda otra alternativa más que aguantar el escarnio de esos jóvenes. Afirmo que hay que cap­ turarlos cuanto antes, empalarlos 176 y extender la infa3 mia a sus descendientes, y a su patria el castigo. Esto sería más sencillo, si provocamos la indignación de los tesalios contra los que se nos puedan escapar, en el caso de que así ocurra, y contra sus descendientes. Para ello hemos de prohibir mediante decreto la em bajada sagrada y el sacrifico en honor del héroe, y tom ar la 175 El nombre Hegesias (un derivado de «gu iar») es adecua­ do para un estratego (compuesto, cuyo segundo elemento de­ riva de la misma raíz). 176 Si no es una simple exageración de Hegesias, es una invención de Heliodoro, pues esta forma de castigo era orien­ tal, no griega.

decisión de celebrar éste último a expensas de la ha­ cienda pública.» Mientras aún se elogiaba esta propuesta y se veía 21 aprobada con la ratificación popular, añadió todavía el estratego: « — Que se vote también si os parece lo siguiente: que nunca más la sirvienta de Ártemis se deje ver a los corredores de la carrera con armas. Pues, a lo que puedo imaginar, de allí partió el comienzo de la impie­ dad cometida por Teágenes, y allí es cuando, al pare­ cer, concibió la idea del rapto, cuando la vio por pri­ m era vez. Bueno será im pedir para el futuro cualquier atentado semejante po r parte de algún otro.» También esta propuesta se aprobó con el voto uná- 2 nime de sus manos alzadas. Hegesias dio entonces la señal de partida; la trompeta sonó a alarma; la reu­ nión en el teatro se disolvió, y todos se aprestaron para la guerra. Una carrera incontenible se produjo desde la asamblea a la batalla, no sólo de los jóvenes en edad militar y en pleno vigor físico, sino de muchos niños y adolescentes que rozaban su edad, que a falta de fuerzas aportaban su coraje, y que también par­ ticiparon en aquella expedición. Muchas mujeres, ha- 3 ciendo gala de sentimientos varoniles, impropios de su sexo, cogían lo que encontraban y que pudiera servir como arma, y emprendían tras de los demás la carre­ ra, pero baldía, porque, según iban quedando rezaga­ das, comprendían que el género femenino es por natu­ raleza débil. H abrías visto también los esfuerzos de algún anciano contra su propia vejez, tratando de arras­ trar el cuerpo con el im pulso de la inteligencia, y llenando de reproches a su ausencia de vigor po r no saber responder a su ardor guerrero. Tan grande era la indignación de toda la ciudad por el rapto de Cari­ clea: como movida p o r un sentimiento único, se lanzó entera y con todos sus habitantes a la persecución,

apenas oído el prim er grito de guerra, sin aguardar la luz del d í a 177.

177 Nótese que casi todos los libros de la novela, si no todos, acaban en un momento de tensión y suspense en la narración.

Éstos eran los acontecimientos ocurridos en la ciu- 1 dad de Delfos; mas el resultado de la expedición, cual­ quiera que fuera, yo no lo sé, pues la persecución de aquéllos es lo que precisamente me dio a mí la opor­ tunidad para huir. Después de recoger a los jóvenes, los conduje a la orilla del m ar aquella misma noche, sin ningún preparativo, y les hice em barcar en la nave fenicia, que en ese momento se disponía a soltar am a­ rras. Y a estaba además empezando a amenecer, y los fenicios creían que no era una transgresión del ju ra ­ mento que me habían hecho, pues sólo se habían com­ prometido a esperarme un día y una noche m. Acogie- 2

its La cronología de los sucesos no está clara, y es posible que Heliodoro haya sufrido algún error, aunque ello estaría en contradicción con la cuidadosa elaboración que se observa en los más mínimos detalles. E l banquete en compañía de los fenicios tiene lugar al atardecer; el rapto de Cariclea se produce durante esa noche, y (hay que suponer así) la asamblea, convocada a la mañana siguiente, se desarrolla al atardecer; esa misma noche, sin aguardar al día siguiente, parten los delfios en persecución de los tesalios. Calasiris llega al barco feni­ cio con Teágenes y Cariclea poco antes de la aurora. La con­ tradicción parece estar, pues, en el hecho de que los fenicios habían citado a Calasiris para el comienzo de la noche, no para el final (cf. IV 16, 10). E l error, de haberlo, está en el doble sentido que puede tener la palabra 'día' (incluida o excluida la noche correspondiente).

ron con gran alegría nuestra llegada, y enseguida sali­ mos del puerto, gracias al impulso de los remos en principio, y nos hicimos a la mar. Soplaba una brisa ligera procedente de tierra, las olas se deslizaban sua­ ves bajo el barco, como sonriendo 179 a su proa; enton­ ces dejaron que la nave avanzara con las velas desple­ gadas. E l golfo de Cirra, las estribaciones del Parnaso, y los promontorios de Etolia y Calidón fueron pasando delante del carguero, que casi parecía volar. Las islas Puntiagudas, así llamadas por su form a, y el m ar de Zacinto aparecieron justamente a la puesta del s o l180. Pero ¿por qué me extiendo en esto tan a destiem­ po? ¿Por qué sin darme cuenta me lanzo al océano, y nunca m ejor dicho, de la narración de los sucesos posteriores? Detengamos aquí la historia y vayamos a dorm ir un rato. Porque, por mucho interés que tengas en oírme, y aunque pongas toda tu fuerza en combatir el sueño, Cnemón, creo que vas a terminar cansándote, si continúo con el extenso relato de mis aventuras has­ ta avanzada la noche. Además, a mí, hijo, la vejez me pesa, y el recuerdo de mis calamidades debilita el espí­ ritu y me dispone al sueño. — Deténte, pues, padre — respondió Cnemón— . N o es que yo quiera despachar tu historia, porque creo que aunque prosiguieras durante muchas noches y muchos 179 La im agen se encuentra ya en E squilo , Prometeo 89 si­ guiente; T eofrasto, Historia de las plantas V III 2, 4; P lutarco, César 4. 180 E l navio parte de Cirra, el puerto de acceso a Delfos (Itea en la actualidad), y avanza a lo largo de la costa septen­ trional del golfo de Corinto (los lugares mencionados jalonan esa costa). Las islas Puntiagudas ( Oxeîai) forman parte del archipiélago de las Equínades, y están situadas al Este de Za­ cinto y Cefalenia, y frente a la desembocadura del Aqueloo. H ombro, Odisea X V 299, las llama Thóai, cuyo nombre según E strabón, V I I I 3, 26, significa también «Puntiagudas» (cf. E stra b ó n , X 2, 19).

más días nunca me sucedería eso: tan sumamente in­ teresante es, y tan parecido es su efecto al de las sire­ nas. Lo que sucede es que desde hace unos instantes estoy oyendo voces y ruido de gente p o r la casa. M e estaba inquietando un poco, pero me forzaba a guar­ dar silencio, llevado por la avidez de oír lo que en cada momento ibas a decir. — Pues yo no me había dado cuenta — repuso Cala- 5 siris— ; quizá porque por la edad soy más duro de oídos (ésta es una de las enfermedades que produce la vejez), quizá también porque estaba concentrado en lo que decía. M e parece que es Nausicles que ha vuelto, el dueño de la casa. Pero, dioses, ¿qué habrá conse­ guido? — Todo lo que quería — respondió Nausicles, apare- 6 ciendo de repente ante ellos— . N o había dejado de notar, mi buen Calasiris, que te preocupabas por mi empresa y que en mis andanzas tú estabas conmigo de corazón. Y a he visto en otras ocasiones tus rasgos de buen carácter hacia mí, y ahora en concreto, por lo que te he sorprendido diciendo, cuando yo entraba. Mas ¿quién es este forastero? — Un griego — respondió Calasiris— ; del resto, ya te enterarás en otro momento. Dinos tú antes si lo tuyo ha salido bien, para poder hacernos partícipes de tu alegría. — Bueno, también vosotros — replicó Nausicles— po- 7 dréis enteraros mañana por la mañana. Por el momen­ to, basta con que sepáis que me he hecho con otra Tisbe aún mejor. Ahora es momento de reponerme de las fatigas del camino y de las demás preocupaciones, aunque sólo sea con un rato de sueño. Dicho esto, salió para hacer lo que había dicho. 2 Cnemón se quedó petrificado181 al oír el nombre de Literalmente «seco».

Tisbe: perplejo e indeciso, daba vueltas en su mente a todo tipo de pensamientos, y exhalaba graves y con­ tinuos gemidos. Así fue pasando el resto de la noche de modo tan penoso que incluso Calasiris terminó p o r advertirlo, a pesar del profundo sueño en que había caído. Se incorporó el anciano y apoyado en el codo le preguntó qué le ocurría y por qué razón se hallaba tan agitado, casi como loco. — ¿Cómo quieres que no esté lo c o 182 — le respondió Cnemón— , después de oír que está viva Tisbe? — Y ¿quién es Tisbe? — preguntó Calasiris— ; ¿cómo la conoces y por qué te desasosiegas al oír que vive? — Y a te enterarás de todo — respondió él— después, cuando te cuente mi historia. Lo que sucede es que la vi muerta con estos ojos míos, y con estas manos la enterré en la región de los vaqueros. — Duerme ahora — replicó Calasiris— ; dentro de poco sabremos lo ocurrido. — Pero no puedo dorm ir — dijo— . Tú quédate tran­ quilo, pero yo no podría seguir viviendo, si antes no salgo y pongo todos los medios para averiguar, sea como sea, el desvarío que se ha apoderado de Nausi­ cles, o bien para indagar por qué sólo a los egipcios Ies ocurre que los muertos resuciten. A estas palabras esbozó una leve sonrisa Calasiris y de nuevo se entregó al sueño. Cnemón salió de la habitación y comenzó a padecer lo que es fácil de ima­ ginar que le ocurra a cualquiera que ande errante por la noche entre tinieblas por una casa desconocida; sin embargo, soportó todo en su afán de liberarse del miedo que le inspiraba Tisbe, y de aclarar sus sospe­ chas. Fue recorriendo una y otra vez los diferentes

182 E l texto griego no es incorrecto, sino que ía expresión es un coloquialismo, como ha hecho ver G . G i a n g r a n d e , Classi­ cal Review 21 (1971), 9 sig.

lugares de la casa, sin darse a veces cuenta de que eran los mismos por los que ya había pasado, hasta oír el llanto de una m ujer, que, invisible, lanzaba su lamento, como canto luctuoso de un prim averal ruiseñor duran­ te la n och e183. Se dirigió a la habitación, guiándose por los gemidos, y, aplicando el oído a las puertas, en el lugar po r donde se unen ambas hojas, se puso a escu­ char. Alcanzó todavía a entender el siguiente lamento de la muchacha:

— ¡Ay de mí, llena totalmente de desdichas! Creía 7 haber escapado de manos piratas y huido de la crimi­ nal muerte que me temía; pensaba que siempre viviría en el futuro con mi amado, aunque sólo fuera una vida errante y peregrina, pero agradabilísima por gozar de su compañía, pues nada podría haber tan arduo que no pudiera soportar con él; mas he aquí que mi destino, insaciable conmigo desde mi nacimiento, ha consen­ tido darme un momento de alegría, pero únicamente para luego engañarme. M e hice la ilusión de que había 8 escapado de la esclavitud, pero otra vez soy esclava; de la cárcel, pero de nuevo estoy bajo custodia. Estaba cautiva en una isla y en las tinieblas de una cueva, pero la situación actual es parecida; o, por decirlo m ejor, mucho más angustiosa, porque se me ha sepa­ rado del único que podía y quería consolarme. Hasta ayer, al menos tenía un refugio, aunque fuera una gru­ ta de bandidos; un abismo impenetrable y qué otra cosa sino una tumba era mi morada. Pero, aun así, me 9 aliviaba la presencia del ser a quien amo más que a todo. Allí lloró de alegría al verme viva, y se cubrió de lágrimas al creerme muerta, lamentando mi pérdida. Pero ahora, incluso de eso estoy privada; no está el

183 La metáfora está inspirada directamente con toda vero­ similitud en S ófocles, Áyax 628 sigs. (cf. S ófocles, Electra 147 sigs.; E squilo , Suplicantes 57).

compañero de mis fatigas, el que cargaba con el peso de mi dolor. Estoy sola y abandonada, presa y entrega­ da a las lágrimas, expuesta a los caprichos de mi am ar­ ga fortuna; sólo soporto la vida p o r la esperanza de 10 que mi dulce amado vive todavía. Pero, oh vida mía, ¿dónde estás ahora? ¿cuál es tu fortuna? ¿Acaso tam­ bién tú, ay de mí, eres también esclavo? ¡Tú, que tie­ nes un corazón libre desde siempre y no conoces otra servidumbre que la del amor! ¡Ojalá al m enos estés a salvo y puedas volver a ver a tu Tisbe! Sí, pues así tendrás que llamarme aunque no quieras. 3 Al escuchar esto, Cnemón no pudo dominarse más, incapaz de escuchar el resto. Al principio, se había figurado otra cosa distinta, pero como al final creyó que realmente era Tisbe, poco le faltó para desplomarse 2 casi junto a la propia puerta. A duras penas logró man­ tenerse en pie y, por el miedo de que alguien le sor­ prendiera, pues ya era la segunda vez que cantaban los gallos, se alejó. Caminaba a trompicones: unas veces tropezaba con algo en sus pies, otras veces se chocaba de repente contra las paredes; se iba golpeando en la cabeza, ora con los dinteles de las puertas, ora con los objetos que estaban colgados del techo. Tras muchas idas y venidas consiguió llegar a la habitación en la que se habían acostado y se dejó caer pesadamente en 3 la cama. Todo su cuerpo temblaba, le castañeteaban los dientes sin cesar, y quizá habría llegado a correr un riesgo irremediable, si no hubiera sido porque Ca­ lasiris se dio cuenta a tiempo y comenzó a darle friegas continuas y a reanimarle con todo tipo de razones. Cuando se hubo recobrado un poco, le preguntó qué le ocurría. É l contestó: — Estoy perdido: es verdad que vive la pérfida Tisbe. Y dicho esto, se desvaneció de nuevo.

Otra vez Calasiris tuvo que renovar sus esfuerzos 4 tratando de hacerle volver en sí. Cnemón era real­ mente entonces un juguete al arbitrio de una divini­ dad que se complace habitualmente en burlarse y reír­ se de los hombres, y no consiente que éstos tengan alegrías sin la correspondiente parte de dolor, sino que trenza sufrimiento con el próximo motivo de contento. Quizá esa es su costumbre, y en aquella oportunidad no hacía más que dar una prueba de ello; o quizá tam­ bién es que la naturaleza humana es incapaz de recibir placer puro y sin mezcla. Así también entonces iba 2 Cnemón huyendo de lo que más ansiaba en todo el mundo, y lo más agradable le parecía espantoso; pues no era Tisbe la m ujer que lloraba, sino Cariclea. Lo que había sucedido era lo siguiente: cuando 3 Tíamis fue capturado y hecho prisionero después del incendio de la isla y la evacuación de los vaqueros que la habitaban, Cnemón y Termutis, el escudero de Tíamis, atravesaron la laguna al amanecer, para investi­ gar qué habían hecho los enemigos con el jefe de los bandoleros. Lo que a éstos les ocurrió ya está rela­ tado m . Teágenes y Cariclea, en cambio, se habían 4 quedado solos en la gruta. A pesar de los extraordina­ rios peligros que los rodeaban, consideraban su estado digno de la mayor felicidad, pues era ahora la prim era vez que se encontraban solos y libres de cualquier molestia. Se cubrieron entonces de infinitos besos y abrazos, sin obstáculos. Cayendo en un olvido total de 5 todo, se mantuvieron muchísimo rato abrazados, como si no tuvieran más que un único cuerpo, se saciaron de un amor, aún puro y limpio, mezclaron mutuamente sus húmedas y tibias lágrimas y se intercambiaron tan sólo castos besos. Pues Cariclea, en cuanto notaba que Teágenes se desviaba del decoro debido en su varonil 184 i i

19, 3

sigs.

ardor, le rechazaba recordándole los juramentos; él se refrenaba sin pena y mantenía de buen grado y con facilidad el pudor, pues, aunque esclavo del amor, 6 sabía ser dueño de sus apetitos. Y cuando por fin vol­ vieron a tomar conciencia de lo que debían hacer, se forzaron por aparentar hartura en su amor. Teágenes fue entonces el prim ero en hablar: — Estar juntos uno con el otro, Cariclea, y tener lo que hemos juzgado preferible por encima de todo, aquello por lo que hemos afrontado tantas penurias, eso es lo que suplicamos, y ojalá los dioses griegos 7 nos lo otorguen. Pero como la condición hum ana es inestable y cada vez se ve arrastrada en una dirección distinta; nuestros padecimientos han sido ya numero­ sos y sin duda tendremos que sufrir otros tantos; como, además, es absolutamente preciso que vayamos a la aldea de Quemis para la cita concertada con Cne­ món; y finalmente, es incierta la fortuna que nos espe­ ra, y la distancia que nos separa de la tierra deseada es, al parecer, grande e inmensa; por estas razones, pues, ea, convengamos alguna señal que nos permita comprendernos sin hablar, o, si ocurre que nos ten­ gamos que separar, nos permita buscam os mutuamen­ te. Pues es una buena precaución, cuando existe riesgo de extraviarse, un convenio entre amigos para recono­ cerse en caso de necesidad. 5 Aprobó Cariclea esta proposición, y decidieron, si estaban apartados, escribir en los templos o en las estatuas más notorias, en los h erm es185 o en los m o­ jones de las encrucijadas: « E l Pitio» si era Teágenes, o «L a Pitia» en el caso de Cariclea, «h a partido hacia la derecha o hacia la izquierda, a tal ciudad, a tal aldea 2 o a tal país», señalando además el día y la hora. Cuan-

185 Mojones coronados en general por la cabeza de Hermes, en su calidad de dios terminalis y patrono de los caminantes.

do volvieran a encontrarse, a uno y al otro les bastaría sólo con verse, pues por mucho tiempo que pasara nunca se borrarían las marcas de am or que sus almas tenían impresas. Aun así, Cariclea señaló como rasgo distintivo suyo un anillo de su familia que había sido expuesto con ella; Teágenes, una cicatriz por encima de la rodilla, que le había hecho un jabalí durante una cacería186. Convinieron también una contraseña de palabra; ella, la antorcha; él, la palm era de dátiles. Tras esto, de nuevo se abrazaron y otra vez se echaron 3 a llorar, ofrendando, creo yo, las lágrimas como liba­ ciones, y haciendo que sus besos sustituyeran a los juramentos. Una vez sellados estos pactos, salieron de la gruta, sin siquiera tocar ninguno de los tesoros que allí estaban guardados, porque aquellas riquezas les parecían impuras por proceder de la rapiña. N o obs­ tante, sí se llevaron lo que ellos habían traído de Delfos, y de lo que los bandidos les habían despojado. Cariclea se mudó de ropa y guardó en una bolsa la 4 que acababa de quitarse, los collares, la diadema y el vestido sagrados, poniendo encima algunos otros obje­ tos de poco valor para disimularlos. E l arco y la aljaba se los dio a Teágenes, para que él los llevara, carga dulcísima y armas naturales del dios de quien era servidor187. Cuando ya estaban cerca de la laguna y se disponían a em barcar en un bote, vieron a un tropel de gente armada que venía en dirección a la isla. Asustados de este nuevo espectáculo, quedaron to- 6 talmente estupefactos, como insensibles al dolor ante 186 La idea está inspirada en la cicatriz de Ulises, a conse­ cuencia de una herida producida por un jabalí, gracias a la que es reconocido por Euriclea ( H omero, Odisea X IX 3924; cf. E urípides , Electra 572 sigs., donde Electra reconoce a Orestes también por una cicatriz). 187 E l A m or, representado siem pre con arco y flechas (cf. Eurípides, H ipólito 530 sigs.; M ed ea 531).

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los repetidos agravios con que la fortuna los maltra­ taba. Al fin, sólo cuando ya casi iban a desem barcar los que se acercaban, propuso Cariclea escapar y ocultarse en la gruta, por si no advertían su presencia. Y a estaba echando a correr, cuando Teágenes la detuvo diciendo: — ¿Hasta cuándo vamos a seguir huyendo de un destino que nos persigue p o r doquier? Sometámonos a la fortuna, y que nos lleve adonde tenga a bien. Nos evitaremos al menos este ir y venir inútil, esta vida errante, este incesante insulto del destino. ¿No ves cómo desde nuestra huida de Delfos no hacemos más que enlazar unas pruebas a otras? A los peligros del mar, les siguieron los de tierra, mucho peores aún; a las batallas, inmediatamente los bandidos. Hace muy poco todavía nos tenían presos, luego nos ha dejado en la soledad absoluta. Nos ha dejado entrever la li­ bertad y la huida, pero a continuación nos ha puesto a merced de nuestros futuros asesinos. Con estas bata­ llas no hace más que ju gar a costa nuestra, y tomar nuestras vidas como representación teatral y drama. ¿Por qué entonces no cortamos de raíz esa tragedia y nos ponemos en manos de quienes quieran matarnos? ¡Así al menos no tendríamos que temer que en sus ansias po r dar un desenlace aparatoso a la obra nos fuerce a darnos muerte con nuestras propias manos. N o compartía Cariclea por entero estas palabras, pues, si bien afirmaba que Teágenes tenía toda la razón de su parte al acusar a la fortuna, no tenía el mismo parecer en cuanto a entregarse voluntariamente a los enemigos: no era seguro que los matarían cuan­ do los cogieran, pues la divinidad contra la que com­ batían no sería tan benigna como para acceder a una pronta liberación de sus desgracias; más bien, lo pro­ bable es que quisiera conservarlos con vida, para hacer­ los esclavos. ¿Y en ese caso, qué muerte no sería

menos amarga que quedar expuestos a malvados b ár­ baros y sometidos a sus ultrajes indecibles e infames? — Eludamos eso de cualquier modo que sea posible. La experiencia del pasado puede sugerir una esperanza de éxito; muchas veces hemos salido airosos de tran­ ces más increíbles. — Hagamos como quieres — dijo Teágenes, ponién- 2 dose en marcha detrás de ella, como si lo arrastraran. Pero no consiguieron entrar en la cueva sin ser vistos, pues, mientras observaban a los que se aproxi­ m aban de frente, no repararon en otro contingente de enemigos que había desembarcado por la parte de de­ trás de la isla y les había rodeado. Se detuvieron ató­ nitos de espanto. Corrió Cariclea a refugiarse en Teá­ genes, presta a m orir en sus brazos, si hacía falta. Algunos de los agresores levantaron el brazo para des- 3 cargar el golpe. Pero cuando los jóvenes dirigieron el resplandor de sus miradas a los atacantes, sintieron éstos que les fallaba el ánimo y los brazos se les reíajaban. Pues la belleza parece obligar a deponer las ar­ mas, de los bárbaros incluso, y la contemplación de algún objeto amable aplaca hasta la m irada de un ex­ traño m. Los capturaron, pues, y los condujeron a presencia 8 de su jefe, muy presurosos todos por ser los primeros en presentarle el botín más bello. Además, esto era lo único que iban a ofrecerle, porque nadie había logrado encontrar otra cosa a pesar de haber recorrido la isla de un extremo a otro y de haber lanzado alrede­ dor de toda ella las redes de sus armas. Pues había quedado enteramente consumida por el fuego, como consecuencia del combate previo, y lo único que resta­ b a indemne, la cueva, había escapado a su atención. Así los condujeron ante su capitán, que era precisa- 2 188 La misma idea en I 4, 3.

mente Mitranes, el jefe de la guardia de Oroóndates, sátrapa del rey de Persia en Egipto, a quien Nausicles, como ya se ha relatad o189, había hecho ir a la isla, mediante el pago de una fuerte suma de dinero, en busca de Tisbe. Pues bien, cuando Teágenes y Cariclea, que no dejaban de invocar el auxilio divino, llegaron cerca, Nausicles, al verlos, tuvo una idea propia real­ mente de un com erciante190 y de un hom bre práctico: se precipitó corriendo y dijo entre gritos: — ¡Esta sí es Tisbe, la que me raptaron los malva­ dos vaqueros! ¡La he recuperado gracias a ti, Mitranes, y a los dioses! Cogió a Cariclea de la mano, entre muestras de una extraordinaria alegría, y en voz ba ja y en griego, para evitar que los presentes lo comprendieran, le advirtió que afirmara también que ella era Tisbe, si quería conservar la vida. Su treta tuvo éxito: pues Cariclea, al darse cuenta de que le hablaban en griego, figurán­ dose que este individuo trataba de hacerle un favor, se prestó al enredo, y, por eso, cuando Mitranes le preguntó cómo se llamaba, dijo que Tisbe. Corrió Nausides hacia Mitranes y le llenó de besos la cabeza, mientras le expresaba su más ferviente admiración po r la hazaña. Con esto, el bárbaro se iba hinchando de orgullo, al oír las menciones de sus resonantes logros anteriores en numerosísimos combates y en particular al elogiarle por su actuación feliz en la presente expedi­ ción. La vanidad que le producían las alabanzas y el engaño del nom bre le obnubilaron por completo la mente, pero sobre todo la juvenil belleza de la mucha­ cha, que brillaba aun a través de su humilde vestido, como rayo de luna entre las nubes. E l caso es que la

i** I I 24, 2. 190 La venta de Cariclea al sátrapa le reportaría mayores beneficios que Tisbe.

rapidez de la estratagema se impuso a su ligereza de juicio, y, sin tiempo para recapacitar y arrepentirse, afirmó: — Y a es tuya, llévatela — al tiempo que se la en­ tregaba. Pero no dejaba un momento de mirarla, dando cla­ ras muestras de que se la otorgaba a regañadientes, y sólo porque había cobrado de antemano su soldada. — Pero ése, quienquiera que sea — añadió refirién­ dose a Teágenes— , tiene que ser mi botín y acompa­ ñarme ba jo custodia. Lo mandaré a Babilonia, porque es digno de ser camarero del rey. Dichas estas palabras, atravesaron la laguna y se 9 separaron. Nausicles se dirigió a Quemis con Cariclea; Mitranes se desvió hacia otras de sus aldeas vasallas y sin ninguna dilación envió con una carta a Teágenes, como regalo para Oroóndates, que se hallaba en Men­ fis. E l contenido de la misiva era el siguiente: 2 «Mitranes, el jefe de la guardia, a Oroóndates, su sátrapa. Aquí te envío a un joven griego que he hecho cautivo; es hermoso en exceso para dejarlo a mi ser­ vicio, y digno únicamente de presentarse y servir a nuestro divino rey. Te doy la posibilidad de llevar a nuestro dueño común un regalo tan preciado y valioso; una gala que nunca antes vio la corte real, y nunca volverá a ver» m . Este era el mensaje enviado. 10 Con las primeras luces del día, Calasiris, inquieto por obtener la información de lo que aún no sabía, fue con Cnemón a ver a Nausicles. Le preguntó cuál había sido el resultado, y Nausicles le relató todo: cómo ha- 2 bía llegado a la isla y la había encontrado abandonada,

191 E l envío de este regalo quizá es parte del tributo anual exigido p o r el rey p e rsa a cada una de las satrapías (cf. Heródoto, I I I 89 sigs.).

cómo al principio no había hallado a nadie, cómo ha­ bía engañado a Mitranes mediante una treta y había logrado hacerse con una muchacha aparecida, fingiendo que era Tisbe; en fin, que su hazaña más importante había sido apoderarse de ésta, más que encontrar a la otra. Pues la diferencia existente entre ambas no era menuda, sino la misma que separa a un dios y a un ser humano. Su belleza era tan inmensa que se veía inca­ paz de describirla de palabra; además, eso no era en absoluto necesario, pues, como estaba ella presente, se la podía mostrar. 11 Apenas oír estas alabanzas, sospecharon de inmedia­ to la verdad y le pidieron que diera orden de traer a la muchacha cuanto antes a presencia suya; pues ha­ bían reconocido en sus palabras la indescriptible belle­ za de Cariclea. Cuando la trajeron, venía al principio con la cabeza ba ja y el rostro cubierto con un velo hasta las cejas. Nausicles le exhortó a deponer sus te­ mores; ella entonces levantó ligeramente la cabeza. Los vio y la vieron, contra toda esperanza. U n súbito gemi­ do se escapó de todas las bocas, y, como de mutuo acuerdo o igual que si todos hubieran recibido a la 2 vez un golpe, se echaron a llorar. N o dejaban de oírse los «¡O h p a d re !», «¡O h h ija !» y «¡Realm ente es Cari­ clea, no Tisbe! » — esto último, por parte de Cnemón— . Nausicles había enmudecido, contemplando a Calasiris cómo abrazaba a Cariclea entre lágrimas abundantes, y sin comprender este reconocimiento, digno de un escenario. Por fin, Calasiris le tendió los brazos y, cu­ briéndole de besos, exclamó: 3 — ¡Oh el m ejor de los hombres! O jalá los dioses en pago de este favor te concedan cuanto deseas hasta colmar tus anhelos í92. Has sido mi salvador, me has recobrado a la hija que ya nunca esperaba volver a 192 Cita aproximada de Odisea V I 180.

ver, me has dado la contemplación más agradable de ver para mí entre todo. Mas, Cariclea, hija mía, ¿dón­ de has dejado a Teágenes? La pregunta le hizo proferir un agudo lamento; y respondió tras un breve silencio: — Preso lo ha cogido y le lleva el mismo que me ha entregado a éste. Calasiris le rogó entonces a Nausicles que declarara 4 todo lo que supiera de Teágenes, quién se había apode­ rado de él y adonde lo conducía. Les explicó todo N au­ sicles, comprendiendo que éstas eran las personas de quienes el anciano le había hablado con frecuencia, y en cuya búsqueda sabía que había recorrido infinitos lugares entre lamentos. Pero añadió que el conocer a s estos hombres no les resolvía ninguna dificultad, y que sería sin duda sorprendente que Mitranes soltara al muchacho, incluso a cambio de una gran suma de dinero. — Tenemos muchas riquezas — dijo en voz baja Ca­ riclea a Calasiris— ; prométele cuanto quieras; el collar que sabes 193, lo he logrado salvar y lo llevo conmigo. Recobró el ánimo Calasiris al oír esto, pero por si 12 Nausicles sospechaba de la verdad y de los tesoros que Cariclea llevaba consigo dijo: — M i buen Nausicles, nunca le falta nada a un sa­ bio, pues su riqueza es su voluntad, y no pide a los todopoderosos más que lo que sabe que es bueno pedirles. De modo que indícanos únicamente dónde está el que se ha apoderado de Teágenes: la divinidad, ten p o r seguro, no desdeñará nuestros ruegos, sino que nos procurará cuanto queramos para satisfacer la avaricia de los persas. — Tendrás al menos que admitir — respondió Ñau- 2 sicles con una sonrisa— que yo me fiaré de que tú te 193 Cf. IV 8, 6.

vas a hacer rico de repente, como por un artilugio m a­ ravilloso, sólo cuando me pagues el rescate p o r ésta. Bien sabes que son igualmente codiciosos los persas y los comerciantes. — Lo sé — respondió Calasiris— , y lo tendrás. ¿Cómo negarme, después de que no has escatimado ningún género de bondad, e incluso te has adelantado a mis requerimientos, accediendo de buen grado a la devo­ lución de mi hija? Pero antes he de hacer unas ora­ ciones. 3— Como gustes — contestó Nausicles— , pero, m ejor, si te parece, como voy a ofrecer un sacrificio en acción de gracias a los dioses, ven tú a la ceremonia y diríge­ les allí tus preces. Pide riqueza para mí, y tú la recoges. — N o te burles ni seas incrédulo — dijo Calasiris— . V e tú primero y prepara todo para el sacrificio; nos­ otros acudiremos cuando esté dispuesto. 13 Así lo hicieron. N o mucho después vino uno de par­ te de Nausicles a llamarlos para que enseguida fueran al sacrificio. Ellos, que ya habían convenido lo que de­ bían hacer, marcharon contentos a reunirse con N a u ­ sicles y el resto de los invitados, pues la celebración dispuesta era pública. Cariclea iba con la h ija de N a u ­ sicles y las demás mujeres, quienes a fuerza de darle ánimo e insistirle habían logrado persuadirla para que las acompañara. Aunque quizá no habrían conseguido convencerla, si no hubiera sido porque con el pre­ texto del sacrificio se le ocurrió la idea de aprovechar 2 la oportunidad para pedir por Teágenes. Llegaron al templo de Hermes, dios en cuyo honor se celebraba el banquete del sacrificio, pues Nausicles le tenía una especial devoción entre los demás dioses po r ser pa­ trono del mercado y del com erciom . N ad a más in194 Los dos epítetos significan lo mismo aproximadamente (cf. A r i s t ó f a n e s , Caballeros 297; Pluto 1152 sigs.).

m olar las víctimas, Calasiris examinó brevemente las entrañas, reflejando por la expresión de su rostro que éstas vaticinaban sucesos futuros cambiantes, mezcla de alegrías y dolores. A continuación extendió sus ma­ nos sobre el altar, al tiempo que pronunciaba unas pala­ bras, y fingió que sacaba del fuego algo que sin em bar­ go llevaba ya antes consigo. — Éste — exclamó— es el rescate para ti, Nausicles. Los dioses te lo otorgan gracias a mi mediación. Y le entregó una sortija real, joya magnífica y divi­ na: el anillo era de á m b a r 195 y en el engaste resplan­ decía una amatista de Etiopía, de tamaño semejante al ojo de una muchacha, y de una belleza muy superior a las que hay en Iberia o Bretaña. Las de estos países, en efecto, son de color rojo pálido, parecidas a los capullos de rosa, cuyos pétalos acaban de entreabrirse y comienzan a enrojecer bajo el efecto de los rayos solares. En cambio, la amatista de E tio p ía 196, brillante como el fuego, tiene una especie de belleza pura y primaveral que brota de su interior. Cuando se la tiene en las manos y se la hace girar, lanza un destello do­ rado, que, sin cegar la vista con su vivacidad, acaricia los ojos con su luminosidad. Además, tiene una cuali­ dad específica que la hace diferente de las occiden­ tales: el nombre de amatista que se le ha aplicado no queda desmentido, porque es verdad que al que la lleva no le afecta la embriaguez, sino que le preserva sobrio en los banquetes m . 193 Probablemente, aleación de oro y plata en cantidades fijas, de la que resulta un color semejante a lo que propia­ mente se conoce como ámbar. P l in io , Historia natural X X X V II 40, elogia sobre todo las amatistas procedentes de la India y no menciona ni Bre­ taña ni España a este respecto; en cuanto a Etiopía, afirma que hay una variedad inferior que denomina jacinto. E l n o m bre significa, en efecto, «n o ebrio », pero este sentido ya es criticado p o r P lutarco , Moralia 647 b-c.

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Así son todas las amatistas de la India y de Etiopía. M as la que en esta ocasión ofreció Calasiris a Nausi­ cles superaba en mucho a éstas, porque tenía grabado un relieve en el que se representaban diversas figuras 2 talladas. La escena labrada era la siguiente: un mucha­ cho que apacentaba un rebaño de ovejas, de pie sobre ' una piedra poco elevada, a modo de atalaya, pastoreaba su ganado al son de una flauta transversal. Ellas, dóci­ les a sus indicaciones, parecían seguir sus pasos por el pasto, según los acordes de la zampoña; el vellón, se hubiera podido decir que era de oro, no porque el arte hubiera tratado de conseguir este efecto, sino porque la amatista mostraba su brillo natural y coloreaba los 3 lomos. Estaban también grabados unos tiernos corde­ ros que brincaban con ligereza: unos saltaban en tro­ pel sobre la piedra; otros, más osados, describían vuel­ tas en torno del pastor y hacían que la peña pareciera un teatro p a sto ril198; otros, radiantes ba jo la brillante llama de la amatista, como al sol, triscaban, y en sus saltos tan sólo rozaban la piedra con el extremo de sus 4 pezuñas. Los de más edad y los más atrevidos pare­ cían querer saltar fuera del círculo del anillo, pero se lo impedía el engaste, que artísticamente form aba una barrera, rodeándolos como en aprisco de oro a ellos y a la piedra. Y ésta era roca verdadera, no imitación, pues el orfebre se había limitado a m arcar el contorno de un saliente de la gema, y había representado así de un modo natural lo que pretendía, juzgando cosa super­ flua imitar una piedra en una piedra. Así era el anillo m . 198 La causa de la comparación procede probablemente del hecho de que el pastor está representado en un relieve más alto, y los corderos en bajorrelieve; de este modo, el pastor ocupa un lugar más elevado, como los actores teatrales, que ocupan la escena, a diferencia del coro, que en un nivel más bajo ocupa la orchestra. 199 Esta es una de las pocas ekphráseis o descripciones de obras de arte que se hallan en la obra de Heliodoro; la Segunda

Nausicles, maravillado ante aquel prodigio, pero aún más alegre por el valor de la piedra, que estimaba equiparable al de toda su hacienda entera, dijo: — Estaba bromeando, mi buen Calasiris; sólo por hablar reclamaba el rescate, pues, en realidad, mi in­ tención era devolverte a tu hija, sin exigir nada a cam­ bio. Pero, como no hay que despreciar, según tú dices, los inestimables regalos de los dioses 200, acepto esta gema enviada po r la divinidad, con la convicción de que me la ha enviado Hermes, el más noble y benigno de los dioses. É l ha venido a menudo en mi ayuda, y en esta ocasión en concreto él es quien me ha ofrecido el obsequio que tú has encontrado en medio del fuego, como bien puede verse por la llama con la que brilla. Por otra parte, creo que no hay ganancia m ejor que la que, sin perjudicar al que la da, enriquece a quien la recibe. Eso dijo y así lo hizo. A continuación, se dirigió al banquete e invitó a los demás a que le acompañaran. Asignó a las mujeres un lugar aparte en la zona inte­ rior del recinto del templo, y los asientos de los hom­ bres los dispuso en el atrio. Cuando se saciaron del placer de los manjares, y las mesas dejaron su turno a las cop asm, los hombres hicieron libaciones y can­ taron canciones de marcha en honor de Dioniso, y las mujeres comenzaron a bailar a los sones de un himno de acción de gracias dedicado a Deméter. Cariclea se Sofística en general y A q uiles T acio en la novela ofrecen num e­ rosos ejem plos.

200 El fin de la frase anterior es una imitación de Iliada I 98; el principio de ésta, una cita prácticamente literal de Ilíada I I I 65. 201 Durante la comida, eran puestas frente a cada diván de los comensales pequeñas mesas con las viandas; una vez aca­ bada la comida, se retiraban las mesas y se traían crateras, es decir, recipientes grandes en los que se mezclaban el vino y el agua. En estos banquetes, las mujeres no participaban.

separó del resto, absorta en sus preocupaciones, y fue a rogar a los dioses que salvasen a Teágenes y se lo conservasen. 16 La bebida ya había corrido en abundancia, y cada uno se dedicaba a las distracciones que más le agrada­ ban. Nausicles entonces tendió a Calasiris una copa de agua pura, diciendo: — M i buen Calasiris, a tu salud bebo este líquido de las puras ninfas, el único que a ti te gusta: no ha teni­ do ningún contacto con Dioniso, y por eso se mantiene verdaderamente limpio como e lla sm . Si a cambio de eso nos obsequias con la bebida del relato que tanto ansiamos, nos habrás deleitado con las copas más 2 sabrosas. Las mujeres, ya lo estás oyendo, han organi­ zado una danza para divertirse, mientras nosotros bebemos. Para nosotros, si quieres, el relato de tu peregrinar sería el m ejor acompañamiento para el banquete, mucho más agradable que cualquier danza o música. Varias veces, como sabes, me has aplazado la narración de tu historia, porque estabas sumido en plena desgracia. Pero la oportunidad que ahora se pre­ senta es inmejorable y ninguna m ejor podría hallarse aunque se estuviera al acecho: de tus hijos, una está ya a salvo y la tienes ante los ojos; a tu hijo, estás a punto de volver a verlo, con la ayuda de los dioses, sobre todo si no me das el disgusto de dar largas de nuevo al relato de tus aventuras. 3 — iOjalá, Nausicles, recibas todo género de bie­ nes! — exclamó Cnemón, interrumpiéndole— ; pues has hecho traer para este banquete todo tipo de instru­ mentos de música, y ahora los desdeñas y te separas de esos placeres vulgares, ávido de oír revelaciones realmente mistéricas y mezcladas de un placer inequí202 En el texto griego hay un juego de palabras difícil de traducir: nÿmphe significa tanto «agua» como «ninfa».

vocamente divino. M e parece que eres plenamente 4 consciente de lo que es divino, porque reúnes a Hermes con Dioniso, y añades el placer de la bebida al de la conversación203. Yo, que ya estaba muy maravillado de la suntuosidad con que has dispuesto la celebración, ahora me doy cuenta de que no hay m ejor tributo para propiciar a Hermes que contribuir en un festín con lo que es propio de este dios: la palabra. Hizo caso Calasiris, tanto por complacer a Cnemón, 5 como por granjearse las simpatías de Nausicles para lo que de él pudiera necesitar más adelante, y les contó todo. Lo del principio y lo que ya había relatado a Cne­ món lo resumió, explicando sólo lo imprescindible, e incluso omitiendo a propósito lo que consideraba que no era interesante que Nausicles supiera. Lo que se­ guía inmediatamente y aún no había relatado, lo rea­ nudó en los siguientes términos. Les narró que cuando embarcaron en el barco feni- 17 cio para huir de Delfos tuvieron al principio una nave­ gación tan buena como cabía desear, gracias a un viento moderado que soplaba a popa, haciéndoles avan­ zar. Pero al llegar al estrecho de Calidón se vieron no poco perturbados p o r un mar, que casi siempre en ese paraje se encuentra agitado 204. Cnemón le interrumpió para pedirle que no omi- 2 tiera tampoco este punto, y que explicara, si podía, la causa de la violencia habitual en esta región. — E l m ar Jónico — respondió— se ve obligado allí a estrecharse después de los anteriores espacios abiertos y fluye al interior del golfo de Crisa, pasando como a 203 Como Dioniso es el dios del vino, Hermes es, entre otras atribuciones, el patrono de la elocuencia e incluso el inventor de las lenguas. 204 Es habitual en Heliodoro que un relato comience en estilo indirecto y, después de unas frases introductorias que sirven de transición, prosiga en estilo directo (cf. IV 16, 6-7).

través de una embocadura. En su carrera por mezclar sus aguas con las del m ar Egeo, se ve impedido en su avance, gracias a la providencia divina según parece, por el istmo del Peloponeso, que form a un dique natu­ ral y protege de las inundaciones con su brazo de m ar al continente que está enfrente 205. A consecuencia de este reflujo natural así producido, y como en esta zona del estrecho las aguas se hallan más constreñidas que en el resto del golfo, el choque continuo de la corriente que avanza con la que retrocede provoca esa ebullición del agua. Las olas se encrespan y se hinchan al golpear­ se entre sí, hasta form ar peligrosos temporales coro­ nados de espuma. Esta explicación provocó aplausos y elogios entre los presentes, que afirmaban con su testimonio que esa era la verdadera causa del fenómeno. Calasiris prosi­ guió hablando: — Después de franquear el estrecho, cuando ya ha­ bíamos perdido de vista las islas Puntiagudas, nos pareció divisar a lo lejos el prom ontorio de Zacinto, que se presentaba a nuestra m irada como una nube os­ cura. E l piloto entonces mandó arriar velas. Nosotros le preguntamos por qué frenaba el im pulso de la nave, ahora que el viento nos era favorable, y él respondió: « — Porque si aprovechamos este viento con las velas desplegadas, arribaríam os a la isla alrededor de la hora de la prim era vigilia, y podría ocurrir que p o r ir de noche encalláramos en los arrecifes o los acantila­ dos, muy numerosos en esta costa. L o más conveniente, pues, es hacer noche en alta mar, y no tom ar más que 205 Para la correcta interpretación de este pasaje hay que entender que el golfo de Crisa es el nombre dado a todo el golfo de Corinto, no a la pequeña bahía ante Delfos (Calasiris había sido interrumpido en su relato en el momento de llegar a las islas Puntiagudas); el país que se encuentra enfrente es, pues, la península de Ática.

una brisa débil, calculando justo lo suficiente para llegar a tierra al amanecer.» Éstas eran las previsiones del piloto, Nausicles, y de acuerdo con ellas ocurrió todo. Pues mientras el sol se levantaba, nosotros estábamos echando el an­ cla. Los habitantes de la isla que vivían en el puerto, no muy lejano de la ciudad, se arremolinaron para vernos, como ante un espectáculo insólito. Se les nota­ ba entusiasmados ante la capacidad de maniobra y el tamaño, a la vez, de nuestro barco, virtudes que, por otro lado, no le eximían de cierta belleza; decían que bien se reconocía la capacidad técnica de los fenicios; pero más aún se m aravillaban de nuestra imprevista fortuna, porque habíamos realizado la travesía con buen tiempo y sin ninguna contrariedad, a pesar de ser invierno, y haberse puesto ya las Pléyades m . Casi todos los tripulantes, mientras todavía se estaba atan­ do amarras, abandonaron la nave y marcharon presu­ rosos a la ciudad de Zacinto, para ir a la plaza con sus mercancías. Yo, como casualmente había oído al piloto que pasaríamos el invierno en la isla, comencé a bus­ car un sitio para hospedam os allí mismo, en la playa. H abía rehusado el ofrecimiento que me habían hecho del barco, por considerarlo un lugar poco apropiado, a causa del tumulto de los marineros; y también ha­ bía descartado la ciudad, por ser un lugar inseguro, a causa de la huida de los jóvenes. Al cabo de unos pasos, pues, he aquí que veo a un anciano pescador, sentado

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206 La puesta de las Pléyades marca el fin de la estación apta para la navegación; corresponde a los últimos días de octubre. Incídentalmente, hay que observar que Heliodoro data los juegos Píticos poco antes del fin de la estación apta para la navegación; los juegos coincidían con la sesión de otoño que celebraba el consejo anfictiónico, en el cuarto mes del año deifico, hacia octubre. La concordancia de ambas fechas ha sido, pues, cuidadosamente tenida en cuenta por Heliodoro.

ante la puerta de su casa, y ocupado en reparar las cuerdas rotas de una red. M e acerqué y le dije: « — Salud, buen hombre, ¿podrías decirme dónde se puede conseguir alojamiento? »— En el promontorio de ahí cerca — contestó— , en un escollo se enganchó ayer y se ha roto. »— N o es eso — contesté— lo que te rogaba que me dijeras. En fin, sería muy amable y bondadoso de tu parte, si nos hospedaras tú mismo o nos indicaras a otro que pueda hacerlo. »— Yo no — dijo— ; yo no iba en la barca. N o ha­ bría tenido un error tan grave, ni la vejez tiene tan em­ botado a Tirreno. La culpa ha sido de mis hijos, que no conocen los escollos y han echado la red donde no debían.» Comprendí po r fin entonces que era bastante duro de oído; alcé el tono de voz y le dije ya a gritos: « — Te digo que te saludo, y que me indiques un alo­ jamiento; somos forasteros. »— ¡Ah! También yo te saludo — respondió— ; si quieres, quédate en nuestra casa, a no ser que seas uno de ésos que buscan posadas, o que llevan una numerosa servidumbre 207.» Le dije que éramos tres: mis dos hijos y yo. « — ¡Un buen número! — contestó— ; ya veréis que nosotros somos uno más. Tengo todavía a dos hijos viviendo conmigo; los mayores ya se han casado y vi­ ven en su casa; la cuarta persona es la nodriza de mis hijos, pues su madre no hace mucho que ha muerto. De manera que, buen amigo, no hay tiempo que perder. N o dudes de m i ofrecimiento, porque estamos muy contentos de acoger a un hom bre que ya desde el pri­ m er encuentro da muestras de su nobleza.» 207 Uno de los pocos pasajes en las Etiópicas llenos de un fino humor.

Así lo hice, y no mucho después me presenté con 8 Teágenes y Cariclea. E l anciano nos dio una cordial bienvenida y nos instaló en la parte más soleada de la casa. Así fue transcurriendo al principio la mala esta­ ción de un modo bastante agradable para nosotros. Todo el día estábamos juntos, y no nos separábamos más que cuando había que ir a dormir. Cariclea se acostaba con la nodriza; Teágenes y yo, aparte; y Tirreno con sus hijos, en otra habitación. Hacíamos 9 mesa común: nosotros proporcionábamos todo menos el pescado, que Tirreno cogía en abundancia del m ar para obsequiar a los jóvenes. Habitualmente salía de pesca él sólo, pero algunas veces también le acompa­ ñábamos nosotros por distraemos. Estaba él ejerci­ tado en todas las especialidades de su oficio y sabía amoldarse a todas las temporadas. Era también suma­ mente ducho para tirar las redes, y hacía numerosas capturas siempre; hasta el punto de que la mayoría atribuía a benevolencia de la fortuna lo que no era resultado más que de su pericia y habilidad. Pero no era posible, como suele decirse, que los 19 desafortunados dejasen de padecer desventuras siem­ p r e 208 y en cualquier sitio en el que se encontraran; ni que Cariclea mantuviera su belleza sin tribulaciones, aim a costa de la soledad. En efecto, el comerciante aquel de Tiro, el vencedor pítico, con el que nos ha­ bíamos hecho a la mar, no dejaba de acercarse a mí en privado, importunarme y molestarme, insistiendo y suplicando el matrimonio de Cariclea, pues creía que yo era su padre. Se ensalzaba continuamente: unas 2 veces enumeraba su linaje, que calificaba de ilustre; otras veces hacía un recuento de la riqueza que po­ seía en la actualidad: que el barco era propiedad suya;

208 Quizá es una cita de tragedia esta máxima, a juzgar por su aspecto métrico.

que era el dueño de la mayor parte de las mercancías que llevaba cargadas, y que éstas eran oro, piedras preciosas y vestidos de seda; no poco nom braba ade­ más, como añadidura de la alta opinión que daba de sí mismo, su victoria pítica y otras diversas razones. 3 Y o me excusaba con mi pobreza actual y me discul­ paba porque nunca aceptaría entregar en matrimonio a mi hijita a una persona que habitara en otro lugar, más aún en un país que está tan distante de Egipto. « — N o digas más eso, padre — me decía— ; pues considero que la muchacha misma, aun sin dote, es mucho más valiosa que un buen número de talentos y que todo el oro del mundo. En cuanto al país y la patria, me mudaré a la vuestra; y desde ahora mismo renuncio al viaje a Cartago: os acompañaré en el b ar­ co adonde vosotros tengáis a bien.» 20 Viendo que el fenicio no cejaba en su empeño y que cada vez se iba inflamando más, hasta llegar a límites insospechados por lograr su propósito, como no dejaba ni un solo día de molestarme con la misma cantinela, decidí ganar tiempo por el momento con buenas promesas, no fuera a ocurrir que tuviéramos que hacer frente en la isla a algún acto de violencia. M e comprometí, pues, a cumplir lo que pedía, en cuan­ to regresáramos a Egipto. Aún hacía poco que me había desembarazado de éste, cuando el destino nos descargó, como se dice, desgracia sobre desgracia209. 2 En efecto, no muchos días después, Tirreno me llevó aparte a un lugar de la costa que form a un recodo y me dijo: — Calasiris, por Poseidon, el dios marino, y por los demás dioses de su imperio 210, te ju ro que te aprecio a

209 Literalmente «ola sobre ola»; es un proverbio. 210 En boca de un pescador, es adecuado el juramento por el dios marino; enálios es un epíteto estrechamente vinculado

ti como a un hermano, y a tus hijos igual que a los míos. Te he traído aquí para hablarte de un asunto enojoso que se cierne sobre vosotros; es desagradable, pero no puedo mantenerlo en silencio, después de haber convivido con vosotros en el mismo hogar; además, es de todo punto imprescindible que lo conoz­ cas. Una banda de corsarios, apostada en uno de los pliegues que form a el flanco de este promontorio, está al acecho del barco fenicio y espía con centinelas que se turnan permanentemente el momento en que zarpe la nave. Estate atento, pues, vigila y piensa qué pue­ des hacer. Es por ti precisamente, o, mejor, por tu hija, po r quien maquinan una de esas acciones crimi­ nales que acostumbran. »— Que los dioses te recompensen merecidamente — le contesté— por el servicio que nos has prestado. Mas, ¿cómo, Tirreno, te has enterado de la emboscada? »— M i oficio — respondió— me ha hecho conocer a esos hombres, porque les suministro el pescado, y me pagan un precio más alto que los demás. Ayer, cuando estaba recogiendo las nasas por la parte de los acanti­ lados, me tropecé con el jefe de los corsarios, que me preguntó: »— ¿Sabes cuándo tienen intención de zarpar los fenicios? »— Con exactitud, Traquino — respondí yo, com­ prendiendo lo artero de la pregunta— , no sé decírtelo; pero supongo que se harán a la m ar al principio de la primavera. »— ¿Y la muchacha — volvió a preguntarme— que se hospeda en tu casa va a partir con ellos? »— N o lo sé — respondí— ; pero ¿por qué tienes ese interés?

con Poséidon, y en ese sentido se justifica la traducción «de su imperio».

»— Porque estoy locamente enamorado de ella — me respondió— ; aunque la he visto sólo una vez, sé que nunca me he topado con una belleza semejante; ¡y eso que llevo capturadas muchas cautivas que no eran nada feas! «Entonces, sin aparentarlo, fui sonsacándole, para que revelara todos sus planes. »— ¿Qué falta te hace entonces — le pregunté con esa intención— trabar combate con los fenicios, en lugar de raptarla de mi casa y hacerte con ella antes de que esté en la mar, sin derramamientos de sangre? »— Todavía quedan entre los piratas — aseguró— algo de conciencia y sentimientos humanitarios para los 8 conocidos. Por esa razón quiero ahorrarte dificultades, que surgirían inevitablemente cuando te preguntaran por los extranjeros. Además, con una sola acción pre­ tendo conseguir dos importantes logros: la riqueza de la nave y la boda con la muchacha. Pero si intento la empresa por tierra, necesariamente tendría que renun­ ciar a una de las dos cosas. P or otra parte, tampoco carece de riesgo una acción em prendida en las cerca­ nías de la ciudad, porque lo notarían y saldrían de inmediato a perseguimos. 9 »Le felicité efusivamente por su buen tino y me separé de él. »A ti, pues, te prevengo de la asechanza que ma­ quinan esos malvados y te ruego que pongas el máxi­ mo empeño en salvarte a ti mismo y a los tuyos.» 21 Me alejé apesadum brado al oír esto, revolviendo en mi mente todo género de proyectos; pero el azar hizo que me topara de nuevo con el comerciante, que volvió a contarme su cantinela acostumbrada. Esto me su girió211 una nueva idea. Ocultándole, en efecto, lo 7

211 M e tá fo ra difícilm ente traducible en el texto griego: endósim on es literalm ente «p relu d io a un aire m u sical»; H elio-

que me pareció oportuno de las revelaciones que me había hecho Tirreno, le descubrí sólo la parte que me interesaba: que uno de los habitantes del lugar maqui­ naba el rapto de la muchacha, y que no existía ninguna posibilidad de enfrentarnos y luchar contra él. « — Pero yo preferiría — seguí hablando— que fue- 2 ras tú quien se prometiera con ella, tanto porque te he conocido antes y tienes una fortuna, como porque te has comprometido a instalarte en nuestra patria, si te casas con ella. De manera que si no tienes incon­ veniente, debemos apresuram os y partir de aquí, antes de que ocurra alguna desgracia irrem ediable.» Estas palabras le colmaron de alegría. 3 « — Muy bien, padre — dijo— , y al tiempo se acercó y comenzó a darme besos en la cabeza.» M e preguntó cuándo quería que zarpásemos, pues, aunque aún no era la estación abierta a la navegación, podríamos cam biar de puerto; una vez allí, al abrigo de la agresión que nos sospechábamos, aguardaría­ mos la llegada de la primavera. « — Entonces, si mi orden va a ser atendida — dije— , 4 me gustaría partir la próxim a noche.» « — Así se hará — contestó, y acto seguido se marchó.» Al regresar a casa, no dije nada a Tirreno; y a los jóvenes, sólo que aquel mismo día, cuando fuera noche cerrada, había que em barcar otra vez en la nave. Sor­ prendidos de la premura, me preguntaron la causa; yo les prometí explicárselo en otra ocasión, y por el mo­ mento les dije únicamente: « — Eso es lo que nos conviene hacer ahora.» Cuando tras una cena ligera nos retiramos a dor- 22 mir, se me apareció en sueños un anciano. Su cuerpo estaba totalmente descarnado; sin embargo, su ves­ doro usa este término varias veces en la obra, bien con sentido propio, bien con sentido metafórico.

tido levantado dejaba ver las piernas por encima de las rodillas y mostraba los restos de un gran vigor físico en su juventud. Llevaba en la cabeza un casco; su m irada era inteligente y astuta; arrastraba una pierna, como cojeando a consecuencia de una herida en el m u slo212. Se acercó, pues, a mí, y con una sonrisa socarrona me dijo: « — Buen amigo, tú eres el único que ha dejado de tener alguna consideración hacia mí. Todos cuantos pasan al lado de Cefalenia vienen a visitar mi m orada y muestran un gran interés en conocer mi gloria; pero tú me has tenido en tan poco, que ni siquiera te has dignado dirigirme un saludo, cosa que a nadie se niega, con el agravante de que has estado viviendo en una casa vecina. En castigo de eso, sábete que pronto sufri­ rás tu merecido: conocerás padecimientos parecidos a los míos y encontrarás enemigos en m ar y tierra. A la muchacha que conduces, salúdala de parte de mi espo­ sa; ella le desea felicidad, porque pone la castidad po r encima de todo, y le trae la buena nueva de un final feliz.» Me incorporé con sobresalto, temblando de esta visión. Me preguntó Teágenes qué me ocurría. «— Quizá — le contesté— nos hemos retrasado en la salida. Esa es la idea que me ha perturbado el sueño. Bueno, levántate y prepara el equipaje. Y o voy a bus­ car a Cariclea.» La muchacha se presentó enseguida, acudiendo a mi aviso. Tirreno nos oyó, se levantó y preguntó qué sucedía. « — Estamos haciendo — le expliqué— lo que nos has aconsejado; tratamos de escapar de los que nos han tendido la emboscada. En cuanto a ti, te deseo que los 212 Es la descripción tradicional de Ulises, derivada Iliada XXX 47 sigs.; Odisea X V III 74; Odisea X I I I 332.

de

dioses te guarden; te has portado inmejorablemente con nosotros. Pero aún te pido que me concedas un último favor: ve a ítaca y haz un sacrificio a Ulises por nosotros. Suplícale que deponga su cólera, porque se ha enojado con nosotros por habernos descudidado de él. É l mismo se me ha aparecido esta noche y me lo ha declarado.» Prometió hacerlo así y nos acompañó hasta la nave, llorando de manera inconsolable, y rogando a los dioses que tuviéramos una navegación próspera y con­ forme en todo a nuestros deseos. Mas, ¿por qué fatigaros extendiéndome en esto? Levamos anclas apenas comenzó a brillar el lucero de la mañana. Los marineros al principio no habían deja­ do de oponerse, pero finalmente logró convencerlos el comerciante tirio, al explicarles que estaban intentan­ do eludir un ataque pirata del que le habían advertido. N o se daba cuenta de que lo que decía como excusa era la verdad. Sorprendidos por unos violentos temporales y sacudidos por una irresistible tempestad, poco nos faltó para la muerte; pero finalmente pudimos atracar junto a un promontorio de la costa de C reta213. Ha­ bíamos perdido uno de los dos gobernalles214, y la ma­ yoría de las antenas habían quedado destrozadas. Deci­ dimos, pues, detenernos algunos días en la isla, para reparar la nave y recuperam os nosotros mismos. Después, se dio la orden de reemprender la navegación el prim er día que brillara la luna después de su con­ junción con el sol. Una vez embarcados de nuevo, los céfiros primaverales, que ya empezaban a soplar, nos 213 Motivo procedente de H omero, Odisea I I I 288 sigs.; la flota de Menelao es también arrojada a una playa de la isla de Creta (cf. Odisea X IV 300). 2M Dos largas tablas unidas, a babor y a estribor, consti­ tuían el timón en los barcos antiguos; de ahí que aun tratán­ dose de un barco se hable de timones.

hicieron avanzar noche y día sin interrupción hacia África, rum bo que había tomado el timonel. Pues afir­ maba que era posible atravesar el m ar directamente y sin escalas, si el viento lo permitía, y que se daba prisa por alcanzar el continente y un puerto, porque se temía que el bergantín215 que se divisaba a popa era pirata. 9 « — Pues desde que hemos dejado el promontorio de Creta — decía— , viene siguiendo nuestros pasos, sin desviarse de nuestro curso, como si dependiera de nuestro mismo impulso. También he advertido que con frecuencia viraba al tiempo que nosotros, porque yo me he apartado adrede algunas veces del camino recto.» 23 Estas palabras supusieron un acicate para algunos, que comenzaron a arengar para que se dispusiera la defensa; otros, no obstante, se mantenían indiferentes, diciendo que era habitual en los mares que las naves más livianas siguieran a las de m ayor carga, porque éstas, por su m ayor experiencia, les señalaban m ejor 2 el camino. Aún estaban porfiando en uno u otro sen­ tido, cuando se hizo la hora en que el labrador da la suelta del arado a los bueyes. E l viento entonces amainó en su fuerza y fue remitiendo progresivamente, hasta hacerse brisa suave e inútil para las velas, que acariciaba el lienzo, más que hincharlo; finalmente se llegó a la calma chicha, como si el viento se hubiera puesto con el sol, o p o r decirlo con más claridad, como 3 si tratara de socorrer a nuestros perseguidores. Pues los del bergantín, mientras el viento impulsaba nuestro curso, se iban quedando cada vez más rezagados del galeón, porque, como era natural, éste tenía mayor velamen y recogía m ejor el viento. Pero cuando la 215 E l akátion es un tipo de velero ligero, usado por los piratas (vid. T ucídides , I 29, ÏV 67; P o libio , I 73, 2, etc.).

bonanza apaciguó el mar, y hubo que recurrir a los re­ mos, nos alcanzaron antes de lo que se tarda en decirlo, porque yo creo que toda la tripulación se echó a los remos; la embarcación, por otra parte, como era lige­ ra, obedecía con más docilidad al remo. Cuando estaban ya muy cerca, gritó uno de los que 24 habían embarcado con nosotros en Zacinto: « — Es lo que temíamos, compañeros; estamos per­ didos: es un barco pirata. H e reconocido el bergantín de Traquino.» La noticia produjo una honda conmoción en el 2 barco, que en plena calma se vio como sacudido por un huracán. Todo se llenó de gritos y desorden, de llan­ tos y carreras en todas las direcciones. Unos bajaban a ocultarse en las sentinas; otros se exhortaban mutua­ mente a combatir sobre cubierta; y había quienes pre­ tendían saltar al bote y escapar de los piratas; hasta que en estas dilaciones les sorprendió muy a su pesar el combate. Se vieron, pues, obligados a armarse para la defensa con lo que cada uno hallaba a mano. Cari- 3 clea y yo, abrazando a Teágenes, que totalmente fuera de sí ardía en deseos de lanzarse al combate, intentá­ bamos a duras penas retenerle. Ella, según decía, para no separarse de él ni en la muerte, y para com partir idéntica suerte con una única espada y una sola heri­ da; yo, porque al darm e cuenta de que quien nos atacaba era Traquino, había ideado un proyecto que nos podía ser útil para cualquier eventualidad. Y eso 4 fue lo que precisamente sucedió. Los piratas se acerca­ ron y se colocaron a nuestro flanco, intentando adue­ ñarse de la nave sin derramamiento de sangre. Descri­ biendo círculos alrededor de nosotros, sin comenzar aún el ataque, nos impedían avanzar en cualquier dirección y actuaban igual que si hubieran puesto sitio a una ciudad, o como si se esforzaran por tom ar la nave mediante capitulación.

5« — Desgraciados — decían— , ¿qué locura es la vues­ tra? ¿Por qué alzáis vuestras manos contra una fuerza que es muy superior y ante la que no tenéis posi­ bilidad de victoria? ¿Por qué os precipitáis a una muerte segura? Aún tenemos sentimientos humanita­ rios: os permitimos em barcar en la chalupa y poneros a salvo yendo adonde queráis.» Estas eran sus proposiciones. Los de nuestro barco, sin embargo, mientras vieron que la lucha no ofrecía riesgo y que la batalla no causaba ningún derram a­ miento de sangre, mantuvieron su osadía y declararon que no abandonarían la nave. 25 Pero cuando uno de los piratas, el más audaz, sal­ tó a nuestra nave y les hizo ver, hiriendo con su espada a los que hallaba a su paso, que el combate se dilucidaría con asesinatos y mortandad, y como tam­ bién se lanzaron todos los restantes al abordaje, los fenicios entonces se arrepintieron y se arrojaron a sus pies, suplicando perdón y prometiendo hacer todo lo 2 que se les ordenara. Ellos, a pesar de que ya estaban enzarzados en la matanza (bien sabido es que la visión de la sangre es una m ordaza para la sensatez), a una señal de Traquino y contra toda esperanza, perdonaron la vida a los que suplicaban caídos a sus pies. Se hizo una tregua sin ningún género de garantías216; pero en realidad continuaba la guerra, y más im placable aún, con el engañoso nombre de paz. En efecto, el acuerdo que se les impuso tenía condiciones más terribles que el combate mismo. Se les ordenó salir del barco sólo con una túnica corta, y se amenazó de muerte a quien 3 no cumpliera esa orden. Aun así, es la vida lo más va­ lioso de todo para los hombres, al parecer: por eso, los fenicios, aunque ya veían perdidas las esperanzas depo-

216 Literalmente, una tregua no sancionada por las garan­ tías que ofrecen las libaciones a los dioses (cf. T ücídides , V 32).

sitadas en la carga de su barco, se apresuraron a salir, pero no como personas a quienes les han robado, sino como si fuera a haber un premio para el que se adelan­ tara al vecino y montara antes en la chalupa: todos y cada uno porfiando por poner su vida a salvo cuanto antes. También nosotros obedecimos a la orden, y cuando 26 pasábamos al lado de Traquino, éste cogió a Cariclea

y dijo: « — N ada tiene que ver contigo esta batalla, queridísi­ ma muchacha, aunque sí se ha producido por tu causa. A ti es a quien persigo hace tiempo, desde que salis­ teis de Zacinto. Por ti me he hecho a la m ar y he afrontado tantos peligros. Por todas esas razones, ten buen ánimo: tú y yo, sábelo bien, vamos a ser dueños de todos estos tesoros.» Así habló. Ella, auténtico ejemplo de habilidad, 2 pronta para acomodarse a cualquier situación y eficaz en seguir mis instrucciones, desechó la tristeza que las calamidades presentes imponían en su m irada y dijo, forzándose por adoptar un aspecto risueño y seductor: « — Gracias sean dadas a los dioses que te han inspi­ rado esos sentimientos hacia nosotros. Pero, si real- 3 mente quieres que mantenga y conserve esa confianza, dame antes que nada la siguiente prueba de tu buena disposición: salva a estos que ves aquí, mi hermano y mi padre; no les obligues a abandonar la nave, porque te aseguro que no podré vivir si se me separa de ellos.» Al tiempo de decir esto, se postró, cogiéndose de sus rodillas, y en esta actitud estuvo suplicante un buen rato. Traquino se sentía halagado con este abra­ zo y tardaba deliberadamente en acceder a sus ruegos. Por fin, sólo cuando las lágrimas le movieron a com- 4 padecerse, y las miradas de la muchacha le cautivaron hasta hacerle sentir piedad, levantó y dijo a Cariclea:

« — A tu hermano, te lo otorgo, y con gran placer, porque veo que es un joven lleno de valentía y capaz de acompañarnos en nuestro género de vida. En cuanto a este viejo, carga inútil, que sobreviva; pero sólo lo hago por hacerte un favor.» ¡27 Mientras se sucedían estos acontecimientos y diá­

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logos, el sol había llegado al fin de su curso; se había hecho esa hora de luz vaga, indecisa entre el día y la noche. E l m ar se picó de repente, y un brusco cambio se produjo, no sé si por causas naturales o por la voluntad del destino. Comenzó a oírse un ruido sordo de viento que se aproximaba, y casi al momento se precipitó sobre nosotros un huracán violento e impe­ tuoso, que llenó a los piratas de inesperada turbación. Habían abandonado su barco, por lo que el azote del viento les sorprendió cuando estaban en el buque mercante dedicados al pillaje del cargamento, y no sabían cómo gobernar una nave tan grande. Todos al azar se distribuían una parte de la maniobra, y cada uno improvisaba una función, con arrojo, pero con in­ competencia. Unos tiraban de las velas atropellada­ mente; otros m anejaban los cables con total falta de destreza; a uno le había correspondido la proa, sin saber nada de ella; otro se ocupaba de la popa y los timones. Y lo que sobre todo nos arrojó al peligro más inminente, no fue la violencia del oleaje, que po r otro lado no había alcanzado todavía su punto culminante, sino la impericia del piloto; éste aguantó mientras hubo algo de luz diurna, pero claudicó en cuanto las tinieblas se enseñorearon del lugar. Estábam os ya a punto de hundim os y perdernos b a jo las aguas. Algu­ nos piratas intentaron volver a su barco, pero ensegui­ da se vieron obligados a desistir: la violencia del tem­ poral lo impedía de todo punto, y, además, Traquino Ies persuadió diciendo que si salvaban el mercante y las riquezas que atesoraba podrían hacerse con mil

barcos mucho más marineros que el suyo. Finalmente, 6 cortó la am arra de la que estaba sujeta su nave a la nuestra, insistiendo en que el remolcarlo no hacía más que agravar la situación- Les hizo notar también que estaba velando po r su propia seguridad personal para el futuro, porque, en cualquier lugar que arribaran con dos barcos, sembrarían sospechas, y era evidente que se intentaría buscar a los pasajeros de uno de los dos. Estas razones lograron convencerles, y este consejo se 7 elogió porque con él se obtuvieron dos ventajas: una para el futuro, y otra para el momento presente, pues, al separar el bergantín, nos sentimos algo más alivia­ dos. Con todo, no nos libram os en absoluto del peli­ gro: olas enormes que entrechocaban nos arrastraban a su antojo; hubieron de arrojar numeroso lastre de la nave, pero estuvimos expuestos a toda suerte de riesgos, hasta que, pasados aquella noche y el día si­ guiente con innumerables fatigas, arribam os al atarde­ cer a una costa situada en la desembocadura del Nilo llamada Heracleotica. Henos aquí, pues, desembarca- 8 dos en tierra egipcia sin haberlo premeditado. Todos estaban contentos; nosotros, angustiados, no cesába­ mos de maldecir al m ar por habernos salvado, pues, al depositamos en tierra, no nos había otorgado al me­ nos el favor de una muerte sin ultraje, y nos había dejado a merced de los impíos caprichos de unos pira­ tas, cosa aún más amenazadora y terrible. En efecto, 9 nada más desembarcar tuvimos ocasión de com probar la maldad de estos criminales. Con el pretexto de hacer un sacrificio en acción de gracias a Poseidón, se apro­ piaron del vino de Tiro y de algunas otras mercancías de la nave. Enviaron además a unos cuantos a com­ prar ganado en las aldeas vecinas y pusieron a su dis­ posición todo el dinero que quisieron llevar, ordenán­ doles pagar el precio que se les pidiera de principio.

28

N o tardaron en regresar, trayendo un rebaño ente­ ro de ovejas y una piara de cerdos. Los que se habían quedado, les recibieron con alborozo, prendieron fuego y, después de desollar las víctimas, prepararon el ban­ quete. Traquino me cogió aparte y me dijo en secreto, sin que los demás pudieran oírle: « — Padre, he decidido casarme con tu hija. E l fes­ tín que, como ves, vamos a celebrar hoy es el banquete de boda, pues quiero unir la festividad más jubilosa con los deberes del sacrificio que se debe a los dioses. 2 Por esa razón me ha parecido oportuno declararte de antemano mi determinación, para evitar que estuvieras malhumorado durante el banquete, por no haberte in­ form ado previamente, y para que se lo comuniques a tu hija, y ella acepte con alegría el próximo aconteci­ miento. N o hago esto porque quiera conseguir tu asen­ timiento — mi poder se basta para asegurar mi volun­ tad— , sino porque creo que, además de contar con mejores auspicios, es sin duda conveniente que el padre o la madre hablen a la novia de su próximo matrimonio y la pongan en buena disposición.»

Aprobé su decisión, y aparenté que me alegraba y expresaba mi más ferviente agradecimiento a los dio­ ses por haberme permitido ver como marido de mi hija al hombre que era su dueño. 29 Me retiré un momento a reflexionar sobre la con­ ducta que debía seguir. Enseguida regresé y le pedí que para que se celebrara la ceremonia con cierta so­ lemnidad señalara el barco mercante como tálamo nup­ cial de la joven, y que diera la orden de no dejar entrar a nadie, y no molestarla; así, ella tendría la posibilidad de ocuparse de su vestido de novia y de los demás preparativos exigidos, en la medida que las circuns­ tancias lo permitían. « — Porque sería totalmente absurdo que una perso­ na que se ufana de su nobleza y dinero, y sobre todo

que va a ser la esposa de Traquino, no pueda arreglar­ se siquiera con lo que tiene a su disposición, por mucho que la coyuntura y el lugar sean fuertes impedimentos para la suntuosidad de un cortejo nupcial.» Estas palabras causaron una extraordinaria ale­ gría a Traquino, que dijo que era un gran placer para él dar esa orden. Al punto mandó sacar del barco todo lo que se necesitase, pero que luego nadie se acercara allí. Cumplieron la orden, y sacaron mesas, copas, man­ teles, cortinajes, manufacturas de Tiro y S id ó n 217, y cuanto pudiera servir para un banquete, sin reparar en el valor de nada. Cargaron a hombros desordenada­ mente tesoros que sólo abundantes sudores y ahorros habían reunido, y que ahora la fortuna permitía que se profanaran en un disoluto banquete. Fui a buscar a Teágenes, y me dirigí en compañía de él a ver a Cari­ clea, que, cuando llegamos, estaba llorando. « — H ija — le dije— , lo que ocurre es algo que ya resulta habitual; no hay nada extraño. Mas ¿por qué estás llorando, po r lo pasado o por lo que se avecina? »— Por todo — respondió-^, pero en especial por las amenazas que sobre m í cierne esa simpatía odiosa de T raquin o218. Además, lo previsible es que la oportuni­ dad intensifique sus favores, porque una dicha inespe­ rada suele provocar acciones licenciosas. Sin embargo, Traquino y el abominable am or de Traquino tendrán de qué lamentarse: mi muerte se adelantará y acaba­ rá con su pasión. Por eso, la sola idea de separarme de ti y de Teágenes antes de m orir es lo que me ha movido al llanto.

217 L a expresión, que se u sa con finalidad encomiástica des­ de H omero, Iliada V I 289 sigs., y Odisea X X I I I 740 sigs., es aquí m ás ap ro piad a p o r tratarse de u n b arc o fenicio.

218 El «rudo».

nombre

de

Traquino

sugiere

en

griego

«áspero»,

»— Lo que temes — anuncié— es la verdad. Traquino piensa celebrar después del sacrificio el banquete de vuestra boda. A mí, como padre tuyo, me ha declarado su propósito; no obstante, ya conocía hace tiempo esa desenfrenada pasión por ti, desde que me lo dijo Tirre­ no cuando aún estábamos en Zacinto. N o me atreví a revelaros eso, para evitar que os angustiaseis con la idea de los sufrimientos que nos esperaban, porque había una posibilidad de escapar de esa asechanza. Pero, hijos, ya que el destino ha actuado en contra de nosotros y nos ha embarcado en esta terrible aventura, ea, emprendamos una hazaña noble y esforzada: vaya­ mos y demos la cara al peligro; si tenemos éxito, salvaremos nuestro honor y nuestra libertad; y en todo caso, ganaremos al menos una muerte valiente y sin vilipendio219.» Una vez prometieron obrar según mis instruccio­ nes, yo les indiqué lo que tenían que hacer y los dejé haciendo los preparativos. Fui a ver entonces al lugar­ teniente de Traquino — P eloro220 creo que se llam aba— y le dije que tenía que explicarle una cosa del máximo interés para él. Accedió gustoso a mis requerimientos y me llevó aparte donde nadie pudiera escuchamos. « — Ten la bondad, hijo — le dije— , de escucharme un momento. E l tiempo aprem ia y no hay posibilidad de largos discursos. M i hija está enamorada de ti; este hecho no tiene nada de raro, pues tu valor la ha cautivado. Pero tiene la sospecha de que el banquete que está preparando tu jefe es para festejar su boda con ella. Y ha dejado ver algo en ese sentido, porque le ha ordenado que se vista con todas sus galas. M ira a ver, pues, si puedes evitarlo y hacerte tú con la pose-

219 E l paralelismo (y la antítesis) de cada uno de los miem­ bros de esta frase es digno de ser destacado. 220 Peloro significa «gigante», «descomunal».

sión de la muchacha, porque ella afirma que está dis­ puesta a suicidarse antes que contraer matrimonio con Traquino. »— N o te preocupes — me dijo— ; que hace tiempo 3 que yo siento lo mismo por la joven, y no hacía otra cosa más que esperar a que se presentase la oportuni­ dad. Traquino tendrá que dármela por esposa de buen grado, porque tengo yo derecho a reclam arla como pre­ mio por haber sido el prim ero en lanzarme al abor­ daje del mercante. Si no, tendrá una boda am arga y sufrirá su merecido a manos mías.» N ad a más oír estas amenazas, me marché para no suscitar sospechas, y fui a dar ánimos a los mucha­ chos, junto con la buena noticia de que el ardid iba por buen camino. Poco después comenzó el festín. Cuando observé 31 que estaban bien empapados de vino y prestos a cual­ quier desenfreno, me dirigí en voz baja a Peloro (cerca de quien me había colocado a propósito) y le dije: « — ¿Has visto cómo se ha ataviado la doncella? »— N o — replicó. »— Pues puedes ir a verla — dije— , si vas al barco a escondidas. Pero, cuidado, que ya sabes que lo tiene prohibido Traquino. Ante ti verás sentada a Ártemis en person a221. Pero por ahora confórmate con m irarla y reprime tus inclinaciones, que si no, no vas a hacer más que propiciar tu muerte y la suya.» Sin ninguna dilación y con la excusa de una nece- 2 sidad urgente, se levanta y va corriendo en secreto al mercante. Al ver a Cariclea, que llevaba sobre la cabeza una corona de laurel y resplandecía con los destellos de su vestido bordado en oro — se había puesto el vestido sagrado de Delfos, para que fuera el

221 Cf. I 2. Este es el pasaje que explica la escena inicial de la novela, la extraña ropa con que es presentada Cariclea, etc.

de la victoria o la m ortaja— , y al fijarse en los demás lujos con los que estaba revestida, semejantes a los de un lecho nupcial, su pasión, como era de esperar, se inflama, y el amor y los celos le asaltan. En definitiva, bien se podía ver por su mirada, cuando regresó, que maquinaba alguna locura. N o se había acomodado aún del todo en su asiento, cuando exclamó: « — ¿Y a mí, p o r qué no se me ha dado ya la recom­ pensa, por haber sido el prim ero en abordar el barco? »— Porque — contestó Traquino— no la has pedido. Tampoco, por otro lado, se ha hecho todavía la dis­ tribución del botín. »—-Bien — replicó—-; entonces reclamo a la cautiva. »— Excepto a ella — advirtió Traquino— , coge lo que quieras. »— Estás violando entonces — le interrumpió Peloro— la ley pirata, que asigna el privilegio de una elec­ ción libre a quien haya abordado el prim ero una nave enemiga, y a quien haya entrado en combate antes que nadie. »— N o es que esté quebrantando esa ley — respondió Traquino— , mi buen amigo; por el contrario, me estoy valiendo de esa otra que ordena a los subordinados ceder ante sus jefes. La pasión por esa muchacha me domina, y quiero casarme con ella; lo justo es que yo tenga la preferencia. Y tú, si no haces lo que se te manda, no tardarás mucho en lamentarlo, y esta copa que tengo te dará tu merecido. »— ¿Estáis viendo — exclamó Peloro, volviendo la vista hacia los presentes— la recompensa de mis esfuerzos? 222. ¡Así también a cada uno de vosotros se os privará algún día de vuestra recompensa y sufriréis en vuestra carne esa tiránica ley! » 222 La forma métrica de esta frase permite suponer que hay una cita, verosímilmente de la tragedia, aunque la reminiscen­ cia no sea de ninguna de las tragedias conservadas.

¡Qué se pudo ver a continuación, Nausicles! Un 32 m ar te habrías imaginado que eran esos individuos, un m ar agitado hasta las profundidades por un repentino ciclón: tal era la irracional excitación que se adueñó de ellos y los arrojó en una confusión indescriptible, como posesos de vino y cólera que estaban. Unos toma­ ron partido por éste, otros por aquél; el confuso griterío de algunos era para que se respetase a su jefe, el de los otros, para que no se quebrantase la ley. Finalmen- 2 te, he aquí que Traquino levanta el brazo para golpear a Peloro con la copa; pero éste, que estaba preparado de antemano, se adelanta y le hunde el puñal en el pecho. Quedó Traquino tendido, herido de muerte 223. Se desató entonces entre los demás una guerra sin cuartel: se tiraban al suelo y se golpeaban mutuamente con saña, unos p o r vengar a su jefe, otros por defen­ der a Peloro y lo que era justo. Todo era un puro 3 grito ininterrumpido de los que herían y eran heri­ d o s 224 con palos, piedras, copas, teas, mesas. Me alejé yo lo más que pude, y desde una colina me puse a con­ templar el espectáculo, fuera de todo riesgo. N i siquie­ ra Teágenes dejó de tomar parte en la batalla; ni Cariclea, pues ambos hacían lo que habíamos acordado. Él, armado con una espada, se había aliado en prin­ cipio a uno de los dos bandos, y combatía lleno de un furor como divino. Ella, en cuanto vio que se rompían las hostilidades, comenzó a disparar desde la nave dardos que no erraban el blanco y que sólo dejaban de apuntar a Teágenes. Disparaba, en efecto, no con- 4 tra uno de los dos partidos en lucha, sino contra el prim ero que veía; y a ése siempre le daba muerte. A ella no la podían ver, pero ella distinguía fácilmente a

223 1343.

La

expresión

griega

coincide

con

E squilo ,

Agamenón

224 Esta expresión homérica ya ha sido usada por Heliodoro en I 22, 5 y 30, 3.

los contrarios por el resplandor de las hogueras. Igno­ raban de dónde venía tal mortandad, y algunos llega­ ron a sospechar que las heridas las producía un dios. De esta suerte prosiguió el combate, hasta que fueron cayendo todos; sólo quedó Teágenes en lid singular con Peloro, un hom bre sumamente valeroso y curtido en innumerables muertes. N ad a podía ayudar el arco de Cariclea; el deshonor, si le defendía, sería im bo­ rrable, y esto le angustiaba; temía además errar el blanco, porque estaban enzarzados en lucha cuerpo 5 a cuerpo. Pero finalmente no pudo resistir Peloro. N o obstante, aunque Cariclea no podía socorrer a Teáge­ nes de un modo activo, le asistía disparando palabras de aliento como dardos y gritando: « — (Valor, mi am ado’. » A partir de entonces, Teágenes fue superando cla­ ramente a Peloro, como si aquella voz le insuflara vi­ gor y coraje, y fuera a la vez la declaración de que el 6 premio del combate aún sobrevivía 225. Gracias a este renovado ardor de sus palabras de ánimo, se lanzó sobre Peloro, a pesar de las innumerables heridas que le abrumaban, y trató de asestarle una puñalada en la cabeza. Falló por culpa de la esquiva de su enemigo, pero le rozó el hom bro y le cortó el brazo a la altura del codo. Entonces Peloro se dio a la fuga, perseguido p o r Teágenes 226. 33 De lo que sucedió a continuación, no sé nada, ex­ cepto que Teágenes regresó. Sin embargo, no le pude

225 Conviene hacer notar que en E u r í p i d e s , Helena 1590 sigs., mientras egipcios y griegos luchan con toda suerte de armas, Helena contempla la batalla desde la popa de la nave y exhorta a los suyos a la victoria. 226 Como era de esperar en el contexto de una batalla na­ rrada por Heliodoro, la herida infligida a Peloro es semejante a la sufrida por Hipsénor ante Eurípilo en H omero, llíada V 79 sigs.

ver porque yo permanecía aún en el altozano y no me atrevía a b a ja r de noche al lugar de la batalla. Cariclea, en cambio, seguro que aguardó a su vuelta. Cuando se hizo de día, vi a Teágenes tendido, igual que un cadá­ ver, y a Cariclea sentada a su lado, llorando. Daba muestras de tener la intención de degollarse, pero quizá la retenía un halo de esperanza de que el joven sobreviviera. Sin embargo, ni siquiera tuve tiempo, desgraciado de mí, de ir a hablarles, de enterarme de lo ocurrido, de aliviar su desgracia con mi consuelo, de ayudarles en lo que estuviera en mi mano: tan sin solución se sucedían las calamidades por m ar y tierra. Pues, no bien había empezado a b a ja r de la colina al hacerse de día, cuando me pareció ver a un tropel de bandidos egipcios que bajaban del monte que domi­ naba toda la ribera, se apoderaban de los jóvenes y se marchaban poco después, cargado con todo lo que pudieron coger de la nave. En vano los seguí a distan­ cia, llorando su fortuna y la mía, sin poder defender­ les y sin unirme a ellos, porque no me parecía conve­ niente, y pensaba que podría socorrerlos m ejor, si ahora me reservaba. ¿Mas cómo iba a seguirlos duran­ te largo trecho? La vejez me rezagaba y me impedía seguir a los egipcios p o r el camino que habían tomado, recto hacia la montaña. Si ahora, pues, he encontrado a m i hija, ha sido gracias al favor de los dioses y a tu bondad, Nausicles. M i contribución a la empresa ha sido nula: no he po­ dido ayudarla más que con mis llantos y lamentos interminables. Se echó entonces a llorar, y lloraban también los asistentes. Se convirtió el banquete en llanto general, aunque no exento de placer. Y es que el vino, como se sabe, llama a las lágrimas. Finalmente, Nausicles tomó la palabra y dijo, con el ánimo de reconfortar a Cala­ siris:

— Padre, ten confianza de ahora en adelante; a tu hija, ya la has recobrado; a tu hijo, sólo te ves impe­ dido de verlo esta noche. Al amanecer, iremos a ver a M i tranes y trataremos por todos los medios de res­ catar a tu extraordinario Teágenes. 5 — ¡Ojalá sea así! — dijo Calasiris— ; ahora ya es tiempo de acabar el banquete. Volvamos nuestro pen­ samiento a los dioses y hagamos las libaciones libe­ radoras 221. 34 Se pasaron las copas para las libaciones, y se ter­ minó el festín. Calasiris fue buscando con la m irada a Cariclea: estuvo observando prim ero mientras salía la muchedumbre, pero no la encontró; finalmente, si­ guiendo las indicaciones de una m ujer, entró en el templo y la halló abrazada a los pies de una estatua. La gran duración de sus súplicas y los ataques de dolor la habían rendido hasta hacerla caer en un profundo 2 sueño. Derram ó también él unas lágrimas y, después de pedir al dios que su situación tomara buen giro, la despertó dulcemente y la condujo a su aposento, com­ pletamente ruborizada por haberse dejado vencer por el sueño. Se marchó, pues, a la habitación de las mu­ jeres y se acostó con la hija de Nausicles; pero las preocupaciones que la acosaban no le dejaron conci­ liar el sueño. 227 La expresión es quizá braquilógica; el adjetivo aplicado a «libaciones» significa tanto las libaciones que preceden al fin de la reunión, como, posiblemente, las libaciones en acción de gracias por haber liberado los dioses a Cariclea.

Calasiris y Cnemón se retiraron a descansar a los 1 aposentos de los hombres. E l resto de la noche trans­ currió con más lentitud de lo que querían, pero con más rapidez de lo que pensaban, porque la mayor parte se había pasado en la fiesta y en el extenso, aun­ que insaciable, relato de sus aventuras. Sin esperar a que se hiciera día claro, se presentaron ante Nausicles y le pidieron que les explicara dónde creía él que se encontraba Teágenes, y que les llevara allí cuanto an­ tes. É l se prestó gustoso, y emprendieron la marcha. Cariclea entretanto no había dejado de rogar el per­ miso para acompañarles, pero se le obligó a quedarse. Nausicles le aseguró que no irían muy lejos y que ense­ guida estarían de regreso con Teágenes. La dejaron allí, 2 pues, en un estado fluctuante en el que se unían el do­ lor por la separación y la alegría de la esperanza, y salieron ellos de la aldea. Mientras aún iban bordeando la ribera del Nilo, vieron un cocodrilo que reptaba de derecha a izquierda y a continuación se sumergía en la corriente del río a gran velocidad. Nadie vio en este espectáculo habitual algo que pudiera inducir a turba­ ción; sólo Calasiris pronosticó que se les anunciaba un impedimento que encontrarían en el camino. En cuanto a Cnemón, al verlo, sufrió un fuerte sobresalto, aun antes de que el animal hubiera aparecido claramente ante ellos, cuando parecía más bien una som bra que

huía en la tierra, y a punto estuvo de huir despavori3 do 228. Nausicles prorrum pió en carcajadas. — Creía, Cnemón — dijo Calasiris— , que era sólo por la noche cuando el miedo te invadía, y que lo que te asustaba sólo era el ruido en la oscuridad; ¡pero ahora veo que también al parecer eres de día tremen­ damente osado! Y ya no son únicamente los nombres que oyes los que te infunden temor, sino también las cosas que ves, por m uy normales y poco terroríficas que sean. — ¿De qué dios — preguntó Nausicles— o de qué ser superior no resiste oír el nom bre este nuestro intré­ 4

pido joven? — Si también se asusta de los dioses — respondió Calasiris— o de los seres superiores, yo no sabría de­ círtelo. Es una vulgar persona, y lo que es más, ni siquiera un hombre o un héroe renom brado por su va­ lentía, sino una m ujer, y por más señas muerta según afirma, lo que le eriza el cabello, en cuanto oye pro­ nunciar su nombre. Al menos la otra noche, cuando tú, buen amigo, regresaste de la expedición contra los vaqueros, trayendo sana y salva a Cariclea, no sé cómo ni dónde pudo oír ese nom bre que te digo, pero el caso es que no me dejó disfrutar del sueño ni un mo­ mento. Estuvo todo el tiempo muerto de miedo, y yo me vi en grandes apuros para reanimarle. Ahora, si no fuera porque me da miedo causarle dolor o espantarle, te diría el nombre, Nausicles, para que pudieras reírte aún más.

2

Y al tiempo, pronunció el nom bre de Tisbe. Nausicles, no sólo ya dejó de reír, sino que, al oírlo, se quedó un buen trecho triste y taciturno, preguntán-

228 Heliodoro, a diferencia de A qu iles Tacio, que describe minuciosamente la forma del animal (I V 19), no gusta de in­ troducir excursos ajenos a la acción principal.

dose por qué le afectaba tanto el nombre de Tisbe a Cnemón, y cómo la conocía. Esto provocó en Cnemón un súbito estallido de risa: — M i buen Calasiris, ¿ves — dijo— cuán grande es el poder de ese nombre? N o en mí solamente actúa como un duende de esos que espantan a los niños 229, como tú pretendes; también le ocurre lo mismo a Nausicles. Más aún, la situación ha cambiado del todo: ahora el que ríe soy yo, que sé que ya no existe; en cambio, nuestro valeroso 230 Nausicles, el que antes se burlaba con grandes risas de los demás, es el que se ha que­ dado con cara sombría. — Basta — exclamó Nausicles— , harto te has venga­ do de mí, Cnemón. Pero, dime, por los dioses de la hospitalidad y la amistad, por la sal, la mesa y la aco­ gida que os he dispensado, creo, en mi casa, ¿de qué conoces a Tisbe? ¿Por qué su nombre te causa espanto? ¿Por qué te burlas de mí? — E l relato de tus aventuras, Cnemón — dijo Calasi­ ris— , que me has prometido más de una vez hacer y narrar, pero que hasta ahora has venido aplazando con hábiles excusas, éste es el momento de contarlo. Será un placer, tanto para Nausicles como para mí, y nos aliviarás de las fatigas del camino con la compañía de tu narración. Accedió complacido Cnemón y les relató en resu­ m e n 231 todo lo que antes había contado a Teágenes y Cariclea: que su patria era Atenas, su padre se llam aba Aristipo y su madrastra, Deméneta. Les relató tam­ bién el licencioso amor de Deméneta por él, y cómo, al La palabra griega designa un monstruo imaginario que asusta a los niños: cf. P l a t ó n , Fedón 77 e. 230 E l epíteto, irónico, es frecuente en la comedia: cf. A r i s ­ t ó f a n e s , Aves 1245. 231 Un ejemplo más de los resúmenes que hace el autor de algo ya narrado; en este caso, se refiere a I 9-17 y I I 8-9.

verse desdeñada, le había tendido una emboscada, sir­ viéndose de las artimañas de Tisbe. Añadió también el modo del que había sido desterrado de su patria, pena que el pueblo le había impuesto bajo la acusación de parricidio, y cómo, cuando él se encontraba refu­ giado en Egina, prim ero Carias, uno de los que habían sido efebos al mismo tiempo que él, le había dado la noticia de la muerte de Deméneta, así como de las circunstancias en que ésta se había producido, víctima también ella de las intrigas de Tisbe; y luego Anticles, de cómo su padre había sufrido la confiscación de bienes, a causa de una calumnia que habían tram ado de común acuerdo contra él los familiares de Demé­ neta, mediante la cual hicieron creer al pueblo que él era culpable del asesinato de Deméneta. Tam bién An­ ticles le había comunicado que Tisbe había huido de Atenas con su amante, un mercader de Naucratis. 4 Finalmente, Cnemón les relató que Anticles y él ha­ bían partido rum bo a Egipto, en busca de Tisbe, por si conseguía encontrarla y llevarla a Atenas, y, de ese modo, levantaba la falsa acusación que recaía sobre su padre y tomaba la venganza que Tisbe se merecía. Desde entonces se había visto envuelto en diversos peligros y vicisitudes: había caído preso de unos cor­ sarios en el mar, luego había escapado y arribado a Egipto, hasta que de nuevo fue capturado por los ban­ didos llamados vaqueros. Allí era donde se había en­ contrado con Teágenes y Cariclea. Les narró también la muerte de Tisbe y los acontecimientos subsiguientes, hasta llegar a los sucesos que eran ya conocidos de 3

Nausicles y Calasiris. Una vez terminado el relato, Nausicles, sumido en la más absoluta perplejidad, estaba indeciso entre con­ tar ahora sus aventuras con Tisbe o dejarlo para otra ocasión. Se abstuvo finalmente de hablar, aunque no sin gran esfuerzo, en parte porque así lo había deci-

dido y en parte porque el siguiente incidente se lo impidió. E n efecto, habían ya recorrido unos sesenta estadios 232 y estaban en las inmediaciones de la aldea donde vivía Mitranes, cuando se encontraron con un amigo de Nausicles. Le preguntaron adonde se dirigía con tanta prisa. — Nausicles — respondió él— , me preguntas p o r mis 2 premuras, como si no supieras que estoy enteramente dedicado a un objetivo único: el servicio de todo lo que me mande Isíade de Quemis. Para ella labro la tierra, le procuro toda la manutención; por su causa no descanso noche y día, y no digo que no a nada — he ahí mi pena y mi fatiga— de lo que me imponga esa Isíade, sea grande o pequeño. Ahora voy corriendo a llevar a mi amada este pájaro que aquí ves, un flamen­ co del Nilo, porque así me lo ha ordenado. — ¡Qué comprensiva — dijo Nausicles— es tu ama- 3 da! jQué fáciles de cumplir sus órdenes, si te ha man­ dado llevarle un flamenco, en lugar de la propia ave fé n ix 233 que nos llega de Etiopía o del Indo! — Siempre ocurre lo mismo — contesté— . H a cogido la costumbre de mofarse de mí y de lo que hago, y no se entretiene con otra cosa. Mas, ¿adonde vais vosotros? ¿Qué necesidad os urge? — Tenemos prisa por ver a Mitranes — contestaron. 4 — Pues os estáis tomando un trabajo inútil y bal­ dío: Mitranes no está ahora por aquí; ha salido esta noche a una expedición contra los vaqueros que habi-

232

Alrededor de once Km. y cien metros. 233 El flamenco era un ave muy extendida en Egipto. El ave fénix, por el contrario, es sagrada y fabulosa, y sólo viene a Egipto cada quinientos años para enterrar a su padre en Heliopolis ( H éród oto , I I 73); procede de Etiopía según H er ôd oto y A q u i l e s T a c io , que narra por extenso la leyenda ( I I I 24-25); F i l ó s t r a t o , Vida de Apolonio de Tiana II I 49, la hace originaria de la India.

tan en la aldea de Besa. A un joven griego cautivo, que él había enviado a Menfis para entregárselo a Oroónda­ tes, creo que para llevarlo desde allí como regalo para el rey de los persas, los de Besa y en particular su recién nom brado jefe, Tíamis, lo han capturado en una 4

incursión y lo tienen preso. Y prosiguió hablando, mientras ya reemprendía su camino: — Y o tengo que ir inmediatamente a ver a Isíade — se disculpó— , que debe estar ahora en algún sitio vigilándome con sus numerosos ojos. ¡No sea que si me retraso me tropiece con una escenita de celos! Es tremenda, y no para de inventar contra mí acusaciones y reproches injustificados, para hacerse de rogar. Esta noticia los dejó estupefactos durante un largo rato, incapaces de reaccionar ante tan inesperado

2 fracaso en sus previsiones. Nausicles, por fin, trató de hacerlos volver en sí, animándolos porque no había que renunciar de un modo radical a su empresa, por culpa de un contratiempo pasajero y circunstancial; debían regresar ahora a Quemis y reflexionar sobre lo que podían hacer; una vez preparados para una estancia más prolongada fuera de casa, debían salir en busca de Teágenes, e ir adonde los vaqueros o a cual­ quier otro sitio donde se enteraran que se hallaba, manteniendo la esperanza firme a toda costa. A su juicio, decía, la misma providencia divina era quien había puesto en su camino a un amigo que les había guiado, como de la mano, con sus noticias hacia donde tenían que buscar a Teágenes, y les había indicado la aldea de los vaqueros como meta de su viaje. 5 N o le costó gran esfuerzo convencerlos con estas palabras. Las noticias recibidas alum braban nuevas es­ peranzas, y Cnemón insistía a Calasiris en privado para que cobrara ánimos, porque, con plena seguridad, Teá­ genes no corría ningún peligro en manos de Tíamis.

Decidieron, pues, regresar. Cuando estaban llegando, encontraron a la puerta a Cariclea, que les estaba observando desde que aún se hallaban lejos, y no cesa­ b a de m irar en todas las direcciones. AI ver que Teá- 2 genes no regresaba con ellos, prorrum pió en agudos lamentos: — ¿Pero es que volvéis solos, padre — decía— , igual que salisteis de aquí? Sin duda ha muerto Teágenes, por lo que veo. Si tenéis algo que decir, hablad rápido, po r los dioses. N o hagáis más intenso mi dolor, retar­ dando la noticia. De personas bondadosas es revelar enseguida las desgracias: el alma se entrega inmediata­ mente al dolor más abrum ador y deja antes de sufrir. — ¡Qué fastidiosa costumbre tienes, Cariclea! — dijo 3 Cnemón tratando de salir al paso de su insondable desolación— ; ¡siempre estás dispuesta a vaticinar calamidades, que además, felizmente, son mentira! Teágenes vive y está a salvo, gracias a la voluntad de los dioses. Y le refirió en breves palabras cómo y con quién estaba. — Aún no te has enamorado — dijo Calasiris— a juz- 4 gar p o r lo que dices, Cnemón; si no, sabrías que a los amantes lo inofensivo les parece terrible, y que, cuan­ do se trata de la persona amada, sólo dan crédito al testimonio de sus ojos; ahora bien, su ausencia es para las almas enamoradas motivo de miedo y angus­ tia. La causa no es sino que ellos están íntimamente convencidos de que no existe más medio de quedar separados de los seres queridos, que un obstáculo ex­ terno que a disgusto suyo lo impida. Excusemos, pues, mi buen amigo, a Cariclea, víctima evidente y cabal de los males del amor, y vayamos todos adentro a pensar lo que debemos hacer. Al mismo tiempo, cogió a Cariclea de la mano con 6 paternal ternura y la condujo dentro de la casa. Nausi-

cíes, con la idea de que ellos se relajasen un tanto de las preocupaciones, y también con otra intención en la que andaba ocupado, preparó una comida más lu jo­ sa de lo habitual, en la que sólo participaron ellos y su hija. Procuró el embellecimiento de ésta última con singular esmero, y le encargó que se adornase con 2 sus vestidos más ricos. Cuando hubieron comido en abundancia, comenzó a hablarles de la siguiente ma­ nera: — M e resulta muy agradable, huéspedes míos, y los dioses son testigos de lo que voy la decir, vuestra pre­ sencia, aunque decidáis permanecer aquí en mi casa toda la vida, compartiendo mis cosas y todo lo que yo más quiero; pues no os considero huéspedes ocasionanes, sino amigos que siempre seréis sinceros y autén­ ticos conmigo. Por eso nunca me parecerá una carga cualquier favor que pueda hacer por vosotros; y ahora en concreto, estoy dispuesto, si queréis emprender la búsqueda de vuestros familiares, a colaborar en la me­ dida de mis posibilidades, mientras esté junto a vos3 otros. Pero sin duda sabéis también que soy un comer­ ciante, que ése es el oficio que cultivo, y que hace tiempo ya que los radiantes céfiros han comenzado a soplar, abriendo el m ar a la navegación y trayendo a los mercaderes la buena nueva de la estación en que es posible hacerse a la mar. Para m í son como un pre­ gón que me reclama para atender mis asuntos y partir hacia Grecia. Os pido, pues, el favor de que me comu­ niquéis vuestras intenciones, para yo poder también, mirando por vuestro interés, tomar mis disposiciones. 7 Tras un breve silencio, respondió Calasiris: — Nausicles, que tu partida se haga con favorables auspicios; que Herm es Lucrativo y Poseidón Protec­ t o r 234 te acompañen en tus negocios, y te guíen con 234 Hermes es el dios del comercio y del mercado (cf. V 13, 2), y de esa advocación procede el epíteto que aquí se le

escolta permanente por un m ar de buenas corrientes y vientos felices, mostrándote todo puerto abierto, y toda ciudad fácil de acceso, así como hospitalaria para los comerciantes. Eso ruego en pago de las atenciones con que nos has tratado mientras hemos estado aquí, por la amistosa despedida cuando hemos decidido mar­ charnos y, en definitiva, po r tu puntualidad en el cum­ plimiento de las leyes de la amistad y la hospitalidad23S. Mas, si doloroso es separarnos de ti y alejarnos de tu casa, que, gracias a tus atenciones, nos has hecho con­ siderar como nuestra, obligatorio es, no obstante, e inexcusable poner todo nuestro afán en la búsqueda de los seres queridos. Esto es así, por lo que a Cari­ clea y a mí se refiere; en cuanto a Cnemón, como está presente, que él mismo diga su opinión: si está dis­ puesto a complacernos y acompañarnos en nuestro vagabundear, o, en fin, lo que haya decidido. Se disponía Cnemón a responder y ya iba a empe­ zar a hablar, cuando un súbito sollozo le entrecortó la respiración, y las tibias lágrimas vertidas le am orda­ zaron la lengua. Recobró finalmente el aliento, y dijo, después de un profundo suspiro: — iOh vicisitudes del destino humano, siempre ines­ tables y sujetas a toda mudanza! ¡Cuán gran vaivén de desgracias tienes a bien precipitar sobre otros mu­ chos y sobre mí! De la fam ilia y la casa paterna me privaste; de la ciudad de mis seres queridos me has desterrado; en tierra egipcia, por callar todos los

aplica (también en L u c i a n o , Timón o el misántropo 41). El epí­ teto atribuido a Poseidón tiene carácter apotropaico; la invo­ cación tiende a evitar las tempestades marinas que pueda en­ viar el dios (un epíteto semejante en A r i s t ó f a n e s , Acámeos 682). 235 Es posible que este pasaje imite la despedida de Mene­ lao a Telémaco en Odisea X V 69 sigs. Los deberes de hospita­ lidad se resumen allí en tratar al huésped con cariño mientras está presente y despedirle cuando así lo desee.

infortunios intermedios, me hiciste recalar; a los ban­ didos vaqueros me entregaste; un tenue rayo de espe­ ranza me dejaste entrever, cuando me diste la com­ pañía de unas personas, desdichadas también, pero al menos griegas. Con ellos esperaba pasar el resto de la vida, pero incluso este consuelo parece que me lo has arrancado. ¿Adonde ir? ¿Qué hacer? ¿Abandonar a Cariclea, sin que ella haya encontrado aún a Teágenes? i Qué horror, oh Tierra, qué impiedad! ¿Acompañarla y ayudarla en su búsqueda? Si es seguro que se le va a hallar, bellas serían las fatigas con la esperanza del éxito final. Mas si el futuro es incierto y las calamida­ des prosiguen, ¿quién sabe dónde y cuándo acabará mi peregrinar? ¿Por qué no pedir vuestra excusa y la de los dioses de la amistad, y pensar ya en el regreso a la patria y a la familia? Ahora se me brinda una buena ocasión, sin duda enviada por algún dios; N au ­ sicles ha dicho aquí delante que se dispone a partir rum bo a Grecia. Porque podría suceder que si a mi padre le ha ocurrido algo la casa quedara sin sucesión o sin heredero. Incluso si voy a vivir en la pobreza, sería bello, y ello me bastaría, que en mí se salvara al menos un único resto de mi familia. Cariclea, que ante ti sobre todo me defiendo, te pido perdón y te suplico que me lo concedas. Hasta los vaqueros te acompañaré, si Nausicles, a pesar de sus prisas, atiende a mis ruegos y aguarda un poco. Si te devuelvo a Teágenes, me habré mostrado como fiel guardián del depósito recibido; yo mismo también me iría con la conciencia tranquila de un porvenir próspero. Si fra­ casamos ( ipluga al cielo que eso no ocurra! ), aun así se me podría disculpar, porque no te dejaría sola en­ tonces, sino en manos de un excelente protector, tu padre Calasiris. Cariclea, que por diversos indicios se im aginaba ya que Cnemón estaba enamorado de la hija de Nausicles

— pues las personas que aman son las que antes descu­ bren a quien experimenta los mismos sentimientos— , había comprendido por las palabras de Nausicles que éste no sólo aceptaría la boda con alegría, sino que hacía tiempo que se esforzaba por lograrlo, y procura­ ba atraer con todos los medios a Cnemón, como co­ merciante a la puerta de su tienda. P or eso consideraba que en el futuro Cnemón no sería un camarada de viaje apropiado ni exento de sospechas. De modo que dijo: — Como tú prefieras. M e siento en deuda contigo y te doy las gracias por los favores que de ti hemos recibido hasta el momento; pero de aquí en adelante, nada te obliga a compartir nuestros desvelos ni a correr ries­ gos involuntarios por acom pañam os en nuestra suerte, que en el fondo es ajena a ti. Te deseo un feliz regreso a Atenas y a tu casa, e idéntico reencuentro con tu familia. N o rechaces a Nausicles, ni la oportunidad que dices que te ofrece. Calasiris y yo combatiremos contra lo que pueda ocurrir, hasta encontrar fin a nues­ tro errante curso, con la confianza puesta en que, aunque ningún hom bre venga con nosotros, gozamos de la compañía de los dioses. A continuación, tomó Nausicles la palabra y dijo: — ¡Ojalá Cariclea obtenga sus súplicas, y los dioses la acompañen en su busca para recobrar a sus fami­ liares! Tan noble es su voluntad, y tan sensato su ju i­ cio. Tú, Cnemón, aunque no puedas llevar a Tisbe a Atenas, no te inquietes; me tienes a mí, el responsa­ ble de su rapto y fuga de Atenas; porque el comer­ ciante de Naucratis, el amante de Tisbe, ése soy yo. N o lamentes tampoco tu pobreza, ni te figures que vas a verte obligado a mendigar, pues, si te parece bien, igual que a mí me lo parece, te llevaré, y podrás dis­ frutar de amplias riquezas y recuperar tu casa y tu patria. Si quieres también contraer matrimonio, te ofrezco a mi hija Nausiclea, aquí presente, con la me­

jo r dote posible; estoy seguro de recibir de tu parte un regalo sem ejante236, desde que me he enterado de cuáles son tu familia, tu casa y tu país. Ante este compromiso, Cnemón no dudó un instan­ te, pues se veía inesperadamente en poder de lo que estaba por encima de sus deseos, y por lo que ya desde antes suplicaba y suspiraba, aun cuando lo juzgaba irrealizable. — Acepto — dijo, tendiendo la mano a Nausicles— con sumo placer todos tus ofrecimientos. Éste le entregó la mano de su hija, y la declaró esposa suya. Invitó a continuación a los de la casa a cantar el himeneo. É l mismo abrió el baile, convirtien­ do así en improvisada boda el banquete actual. Todos se pusieron a bailar y a cantar, en alborozada comitiva que se dirigía a la cámara nupcial, un espontáneo himeneo, y las antorchas nupciales iluminaron la casa durante toda la noche 237. Tínicamente Cariclea, sola y apartada del bullicio, marchó a su habitación y, des­ pués de cerrar las puertas con gran precaución, se entregó, confiada en que nadie podría molestarla, a un frenesí como el de las bacantes. Se soltó el pelo con rabia y se rasgó el vestido. — ¡Ea! — decía— , bailemos también nosotros en honor del dios que nos ha tocado en suerte la danza que a él le gusta. Entonemos para él cantos de luto y hagamos el mimo 238 de nuestros lamentos. Que las

236 La dote que el padre regalaba a una hija con ocasión de su matrimonio estaba acompañada en general de regalos que el novio hacía a la futura esposa. 257Como se desprende del contexto, el himeneo era el canto nupcial que en general cantaban las amigasde la novia en procesión desde la casa de los padres propios hasta la del marido. 238 Alusión a las danzas mímicas ejecutadas por los perso­ najes de la tragedia cuando ejecutaban un solo.

tinieblas se extiendan alrededor; que una noche lóbre­ ga presida la representación: rompamos este candil contra el suelo. Porque ¡qué lecho nupcial nos ha fabri- 4 cado! ¡qué habitación de boda nos ha preparado! Sola y sin esposo me tiene; de Teágenes, que ha sido hasta ahora mi esposo sólo de nombre, jay! me ha dejado viuda. Cnemón se casa; Teágenes vaga errante, y vive cautivo o encadenado. ¡Pero hasta eso sería sería una fortuna, con tal de que únicamente esté vivo! Nausiclea se casa, la que hasta ayer dorm ía conmigo ya está separada de mí; Cariclea, en cambio, está sola y abandonada. N o es que me queje de su felicidad, ¡oh s fortuna! joh cielo! — que sean tan dichosos como an­ sian— , pero sí del trato que recibimos, porque no es el mismo para nosotros. Habéis alargado hasta el infi­ nito nuestra tragedia, y supera ya todo grito de dolor que pueda representarse en escena. Mas, ¿por qué culpar sin razón a los dioses? Que se cumpla todo en adelante como quieran, iOh Teágenes!, jmi único y 6 querido torm ento!, si has muerto y me entero de lo que ojalá nunca me entere, no tardaré entonces en reunirme contigo. Por el momento te ofrezco estas liba­ ciones funerarias— y al tiempo que hablaba, se arran­ caba los cabellos y los arrojaba al lecho— y vierto estas libaciones de los ojos que te son queridos — y al punto la cama quedó empapada en lágrimas— . Pero, si vives aún, joh dich a!, ven aquí, amado, a descansar conmigo, aunque sea en sueños; pero respétame aún, querido mío, y respeta a esta doncella, hasta que se convierta en tu legítima esposa. ¡Ay! ¡Ya estás aquí en mis brazos; ya creo tenerte, y verte! Y diciendo esto, se echó bruscamente boca abajo 9 en el lecho, abrazándose estrechamente a él, mientras sollozaba con profundos gemidos; quedó así tendida durante largo rato, hasta que su infinito dolor fue dejándola aturdida, y una neblina que fue cubriendo

de sombras su mente la condujo insensiblemente al sueño. H abía aclarado ya el día, y ella seguía dormida. Por eso, Calasiris, extrañado de no verla a la hora ha­ bitual aunque la había buscado, fue a su habitación y la despertó, tras mucho golpear con insistencia en la puerta y llam ar a Cariclea repetidamente por su nom­ bre. Ella, turbada por lo repentino de la llamada, se precipitó a la puerta, tal y como se encontraba, corrió el pasador y abrió al anciano, Al ver éste su cabello desordenado, el vestido rasgado por el pecho, y sus ojos todavía hinchados, con muestras evidentes del delirio anterior al sueño, comprendió la causa de todo; la llevó otra vez a la cama, le cubrió con un manto a fin de que recobrara su decoroso aspecto y le preguntó: — ¿Qué sucede, Cariclea? ¿Por qué te atormentas tanto y llegas a esos extremos? ¿Por qué no conser­ vas el juicio y dejas de estar a merced de las circuns­ tancias? N o soy capaz de reconocerte ahora; siempre te he visto soportar con temple y nobleza las calami­ dades ¿No vas a abandonar esa locura tan grave? ¿No te das cuenta de que eres un ser humano, algo que es por naturaleza inestable y sujeto a bruscos cambios? ¿Por qué te das muerte y echas a perder las esperanzas de un futuro, m ejor con seguridad? Piensa también en mí, hija; piensa, si no en ti misma, al menos en Teágenes, que no querrá vivir si no es contigo y que en tu vida tiene puesta la única ganancia de la suya. Se ruborizó Cariclea al oír esto, y más todavía al reflexionar en la situación en la que había sido sor­ prendida. Guardó silencio durante buen rato, pero como Calasiris le urgía una respuesta, dijo al fin: — Tienes razón en todo lo que me reprendes, padre; pero quizá se me puede excusar. N o es un apetito plebeyo ni caprichoso lo que me ha llevado a esos extremos; es el amor puro y casto por un hombre, al que, aunque no conozco, ya considero mi esposo; ¡no

es un hombre cualquiera además, es Teágenes! Su ausencia me llena de dolor y me pregunto con pánico si todavía vive o no. — En eso, estate tranquila — repuso Calasiris— . Vive, s y los dioses accederán a que se reúna contigo, si hay que dar algún crédito a los oráculos recibidos (y sin duda hay que dárselo), y al individuo que ayer nos dio la noticia de que Tíamis lo ha capturado cuando lo llevaban de camino a Menfis. Si está preso, es igual­ mente claro que está a salvo, porque ya conocía con anterioridad a Tíamis y tenía con él relaciones de amistad. De manera que no es momento de dilaciones, sino de ir con toda la rapidez que podamos a la aldea de Besa; una vez allí, tú has de buscar a Teágenes, y yo, además, a mi hijo. Porque estoy seguro de que ya habrás oído que Tíamis es hijo mío 239. — Si Tíamis es hijo tuyo — dijo Cariclea pensativa— , 6 si es realmente tu hijo, y no otro o el hijo de otro, el riesgo que vamos a correr ahora es el mayor. Calasiris extrañado le preguntó la causa. — Sabes — contestó ella— que los vaqueros me apre­ saron y me hicieron cautiva. Pues bien, allí también se atrajo el am or de Tíamis hacia mí esta belleza loza­ na de la que parece que he sido dotada para mi des­ gracia. Por eso tengo miedo de que si nos topamos con él en el curso de nuestras pesquisas, recuerde al verme que yo soy aquélla, y me obligue a llevar a cabo la boda que entonces me propuso y yo logré rehuir con diversas estratagemas. 239 Calasiris ha contado a Cnemón que Tíamis es hijo suyo (cf. I í 25, 6); es posible que al narrar sus aventuras a Nausicîes (V 16, 5 sigs.) haya mencionado también ese punto. Como Cariclea no estaba presente en ninguna de estas dos ocasiones, hay que entender que Cnemón o algún otro se lo han dicho; en todo caso, Cariclea parece saberlo, porque no manifiesta sor­ presa.

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— N o creo — dijo Calasiris— que le domine una vehemencia tan grande en su deseo, como para olvi­ dar el respeto que imponen la presencia y la visión de un padre. L a m irada del que le ha dado el ser inspirará en el hijo un sentimiento de pudor, y le hará renunciar, si esa pasión existe realmente, a una aspi­ ración ilícita. Pero, aun así, como nada hay que lo impida, ¿por qué no ingenias alguna treta que eluda esos temores? M e parece que eres m uy hábil para in­ ventar subterfugios y aplazamientos contra los que te acosan. Estas palabras suavizaron un poco el ánimo de Ca­

riclea. — Tanto si hablas en serio — replicó— , como si es una brom a que me haces, dejemos eso ahora. Recu­ rriré también ahora (y ojalá sea para bien ) a un ardid que antes había concertado con Teágenes, pero que las desgracias no permitieron llevar a cabo. Cuando nos disponíamos a escapar de la isla de los vaqueros, determinamos cam biar de vestido y disfrazarnos de pobres mendigos, para entrar de ese modo en aldeas y 2 ciudades240. Si a ti también te parece, finjamos esa apa­ riencia y pasémonos por mendigos, pues así sufriremos menos las asechanzas de quienes se encuentren con nosotros. La miseria es en estos casos seguridad, y la pobreza más mueve a compasión que a odio. Tendre­ mos también más posibilidades de conseguir el obli­ gado alimento cotidiano241, porque en tierra extranje­ ra rara vez se venden cosas a desconocidos; en cambio, la limosna se da fácilmente, por misericordia. 11 Aprobó Calasiris este plan y decidió hacer inmedia­ tamente los preparativos para el viaje. Fueron a ver a Nausicles y a Cnemón, y pusieron en su conocimien-

240 I I 19, 1. 341 Cita casi literal de

T u c íd id e s ,

I 2, 2.

to la resolución de partir. Dos días después empren­ dieron el camino, sin aceptar la compañía de ningún otro, ni los ofrecimientos de acémilas que habían reci­ bido. Nausicles, Cnemón y buen número de los de la casa caminaron con ellos un trecho. Se unió a la comitiva también Nausiclea, que a fuerza de súplicas y ruegos había conseguido el permiso de su padre; pues el cariño que sentía por Cariclea había sido muy supe­ rior al natural decoro de una recién casada. Tras recorrer alrededor de cinco estadios, se despidieron con mutuos abrazos, hom bres entre sí y mujeres entre sí, y se estrecharon las manos entre abundantes lágri­ mas y votos a los dioses, para que su separación se hiciera con los mejores auspicios. Cnemón además seguía pidiendo disculpas por no acompañarlos, estan­ do tan reciente su matrimonio, y afirmaba, sin creer en ello, que en cuanto tuviera ocasión se reuniría con ellos. Así se separaron y volvieron a Quemis. Cariclea y Calasiris se cambiaron prim ero las ropas, adoptando un aire de mendigos, y se pusieron humildes harapos que llevaban preparados de antemano. Luego Cariclea afeó su rostro y lo ensució, aplicando hollín y untán­ dose de Iodo. Se puso un velo lleno de manchas, cuyo borde pendía de su frente y ocultaba con torpe desali­ ño uno de sus ojos, y se colgó un m orral bajo la axila, destinado en apariencia a guardar trozos de comida y mendrugos de pan, pero en realidad útil para ocultar el vestido sagrado que traía de Delfos, la corona y los objetos expuestos po r su madre, así como las señales que permitirían reconocerla 242. Calasiris envolvió la aljaba de Cariclea en unas pieles de oveja gastadas, y se la puso en bandolera como si fuera un bulto cual-

2*2 E l tema es homérico (cf. Odisea IV 244 sigs.), y la des­ cripción del disfraz sigue en líneas generales el modelo de Odi­ sea X I I I 429 sigs., donde Atenea transforma a Ulises en mendigo.

quiera. Quitó también la cuerda del arco, que de inme­ diato recuperó su derechura, y comenzó a llevarlo a modo de bastón, sobre el que se apoyaba pesadamente. En cuanto veía que se iban a cruzar con alguien, se encorvaba más aún de lo que su vejez exigía, arrastra­ ba una pierna e incluso a veces se dejaba llevar de la mano de Cariclea. Una vez estudiado con sumo detalle su papel, y tras algunas brom as mutuas y felicitaciones de uno a otro por lo apropiado del disfraz, prosiguieron enseguida su camino en dirección a la aldea de Besa, lugar donde esperaban encontrar tanto a Teágenes como a Tíamis. Antes, no obstante, invocaron a la divinidad que el destino Ies había deparado, para que pusiera término a sus desgracias y se contentara con los sufrimientos precedentes y éste último 243. Pero una vez más se vie2 ron frustradas sus esperanzas. En efecto, a la puesta del sol, estando ya en las inmediaciones de B e s a 244, he aquí que ven una gran masa de cadáveres de indivi­ duos recién asesinados. La mayoría eran persas, según pudieron reconocer p o r las ropas y el armamento; algunos pocos, del país. Se figuraron que había sido una trágica batalla, pero no sabían a ciencia cierta de quiénes ni contra quiénes. Fueron avanzando por entre los cadáveres, mirando a la vez, por si alguno de los que yacían era de los suyos (el corazón abriga te­ mores y es dado a vaticinar lo peor, cuando se trata de seres queridos), hasta que encontraron a una vieja mujer, abrazada al cuerpo exangüe de uno de los del país, y entonando todo género de lamentos fúnebres.

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2^3 Es decir, el verse obligados a disfrazarse de mendigos. 244 La identificación de Besa es imposible, pues no existe ningún nombre antiguo que corresponda. Coray en su comen­ tario proponía Antinoópolis, pero esta ciudad está bastante lejos del delta, con lo que es imposible que recorrieran esa dis­ tancia en plazo tan breve de tiempo.

Determinaron entonces intentar enterarse de algo, si 3 era posible, por la anciana: se sentaron primero a su lado y trataron de consolarla y calm ar sus violentos y desconsolados llantos. Luego, cuando se fue apaciguan­ do, Calasiris preguntó a la m ujer en lengua egipcia a quién lloraba y qué era esta batalla. En pocas frases ella les explicó todo: que lloraba la muerte de su hijo y había decidido venir entre los cadáveres, para ver si algún enemigo la atravesaba con la espada y la libra­ ba de la vida; que entretanto ofrecía a su hijo las únicas honras fúnebres que podía: lágrimas y llantos. E n cuanto al combate, esto es lo que contó: 13 — Un joven extranjero, sobresaliente por su belleza y estatura, era conducido hacia Menfis, a presencia de Oroóndates, el sátrapa del Gran Rey. Se lo había en­ viado, creo, Mi tranes, el jefe de la guarnición, de quien era aquél prisionero, como uno de los regalos más preciados, según dicen. Los de nuestra aldea, ésta de aquí — y señaló la localidad próxima— , los atacaron y capturaron a ese joven; decían que lo conocían, aunque yo no sé si eso es verdad o una excusa. Mitranes en- 2 tonces se irritó al enterarse, como es fácil suponer, y emprendió una expedición de castigo contra la aldea, hace ahora dos días. Esta aldea tiene sin embargo una gente extraordinariamente belicosa, dedicada siempre toda la vida al bandidaje, y desdeña cualquier género de muerte, razón por la que muchas otras mujeres, y ahora yo en particular, hemos quedado viudas o sin hijos. Así, pues, en cuanto tuvieron pruebas del ata­ que que se cernía, prepararon emboscadas, y cuando los enemigos llegaron, presentaron batalla y los ven­ cieron. Unos les salieron al encuentro de frente, otros irrum pieron por detrás, desde la posición en la que se habían apostado, y atacaron a los persas, inermes y aterrorizados por el griterío. Cayó Mitranes, que com- 3 batía en la vanguardia, cayeron con él casi todos, por-

que estaban rodeados y carecían de escapatoria posible, y cayeron también unos pocos de los nuestros. Entre esos pocos, el destino cruel ha querido que se encon­ trara mi hijo, que fue herido, como veis, por un dardo persa en el pecho. Ahora, desolada, lloro ante su cadá­ ver; y mucho me temo que todavía voy a tener que llorar por el único hijo que me queda, porque también él partió ayer con el resto contra la ciudad de Menfis. La interrumpió Calasiris para preguntarle p o r la causa de esta expedición militar. L a anciana, que dijo que se lo había oído al hijo que aún le quedaba, aña­ dió que los habitantes de la aldea se daban perfecta cuenta, después de haber matado a unos soldados del Gran Rey y al jefe de una de sus guarniciones, de que esta fatal hazaña no quedaría impune y les pondría en los peligros más graves. Oroóndates, el sátrapa de Menfis, disponía de numerosísimas tropas y, en cuanto se enterara, tomaría al prim er ataque la aldea, cogién­ dola como en una red 245, y exigiría como castigo la matanza de todos sus habitantes. — Así, pues, como el riesgo existente ya no podía ser mayor, decidieron remediar, si podían, la conse­ cuencia de su audacia anterior con una m aniobra más temeraria todavía246: adelantarse a los preparativos de Oroóndates, caer sobre Menfis por sorpresa y matarle también a él si le encontraban; si coincidía que estaba ausente de la ciudad, porque ahora está dedicado por entero, según dicen, a la guerra contra Etiopía, sería más fácil apoderarse de una ciudad vacía de defenso­ 245 La metáfora, muy frecuente en las Etiópicas (V I I 4, 3; I 9, 2; I I 25, 1; I X Î, 1; V 8, 1; V I I I 2, 3; V II 4, 1), aunque no siempre en sentido militar, evoca la táctica empleada p or los persas (cf. H e r ó b o t o , I I I 149; V I 31; P l a t ó n , Leyes 698 d). 246 L a expresión deriva de u n p ro v erb io (« c u r a r u n mal con o tr o ») que se encuentra, entre otros, en Heródoto, I I I 53, y P lu ­ tarco , Alcibiades 25.

res; en ese caso, lograrían quedar fuera de peligro por el momento y, al mismo tiempo, hacer justicia con Tíamis, su jefe, restableciéndole en su sagrada digni­ dad sacerdotal, de la que había sido ilegalmente des­ pojado por su hermano menor 247. Incluso si sucedía que fracasaran, al menos m orirían combatiendo, pues no pensaban dejarse coger presos y ponerse a merced de las torturas y los escarnios de los persas. Mas, extranjeros, ¿adonde vais ahora? — A la aldea — respondo Calasiris. — Es peligroso — dijo ella— ir y mezclarse entre los que han quedado, a estas horas y sin que nadie os conozca. — Sin embargo, si tú haces el favor — dijo Calasi­ ris— de conducirnos y presentarnos como huéspedes tuyos, no nos faltarían esperanzas de no tener nada que temer. — N o tengo tiempo — respondió la anciana— ; tengo que celebrar esta noche unos sacrificios expiatorios por mi hijo. Pero si no os importa, y tampoco os queda otro remedio aunque no queráis, apartaos un poco por ahí, a un lugar despejado de cadáveres 348, y tened la paciencia de aguantar esta noche como podáis. Al amanecer os llevaré y velaré por vuestra protección. Cuando terminó de hablar, Calasiris tradujo a Ca­ riclea todo lo que la anciana había dicho, y los dos se fueron de allí. U n poco más allá del que había sido campo de batalla, encontraron un pequeño montículo. Allí se acostó él, apoyando la cabeza en la aljaba; Cariclea se sentó, utilizando de asiento el morral. Aca­ baba de salir la luna, que iluminaba todo el contorno con su blanca luz, pues era el tercer día de luna llena. Calasiris, viejo y cansado del camino, se durmió; Ca247 Cf. I 33, 2; infra, V I I 2, 2 sigs. 245 La expresión imita a H omero, litada V I I I 491.

riclea, a quien las prolongadas preocupaciones quita­ ban el sueño, fue testigo de una escena impura, pero 3 habitual entre las mujeres egipcias. En efecto, la vieja, creyendo que nadie la molestaría y que podría actuar con tranquilidad porque nadie la observaba, cavó pri­ mero una hoya y luego prendió dos piras, en medio de las cuales colocó el cadáver de su hijo. Sacó a conti­ nuación de una trébede que había a su lado una copa de arcilla llena de miel y la vertió sobre la hoya; hizo luego otra libación con otra de leche y finalmente una tercera de vino. Después cogió un pastel de manteca que tenía form a de hom bre y tras coronarlo con laurel 4 e hinojo lo echó también en la hoya 249. Acto seguido, tomó una espada y entre convulsiones frenéticas, pro­ pias de un poseso, dirigió a la luna ciertos hechizos en lengua bárbara y extranjera, se hizo una incisión en el brazo, se enjugó la sangre con una ram a de lau­ rel y roció con ella la pira. Después de algunas otras prácticas, igualmente portentosas, se inclinó sobre el cadáver de su hijo, lo conjuró con ciertas fórm ulas mágicas pronunciadas al oído, le despertó y le obligó 5 con sus brujerías a ponerse de pie. Cariclea, que ni al principio había estado espiando sin temor, sintió entonces un estremecimiento de terror y, espantada

249 Los ritos que lleva a cabo la hechicera se corresponden en general con los que realiza Ulises para también evocar a los muertos ( H omero, Odisea X I 24 sigs.), en particular, el acto de cavar una fosa y ofrecer tres libaciones (miel, vino y agua en la Odisea; en E squilo , Persas 607 sigs., Atosa evoca la som­ bra de Darío con leche, miel, agua, vino, y, además, aceitunas y flores). E n cuanto al pastel con forma humana, H eródoto, I I 47, en quien se ha inspirado probablemente H eliodoro, afirma que los egipcios ofrecen a la Luna en los días de plenilunio un cerdo, pero los pobres sacrifican con idénticas ceremonias un pastel cocido con forma de cerdo. Hay que pensar, pues, que la ofrenda del pastel también aquí es un símbolo de una víctima humana; la sangre será la de la propia hechicera.

ante tales prodigios extraordinarios, despertó a Cala­ siris, para que también él pudiera presenciar estos hechos. Como estaban en la oscuridad, no podían ser vistos, pero observaban con claridad lo que ocurría a la luz de la luna y de la pira; tampoco estaban lejos, de manera que podían oír lo que la vieja decía, pues ahora preguntaba en voz más alta al cadáver. Y lo que le preguntaba era si su hermano, el hijo que todavía le quedaba a ella, regresaría sano y salvo. É l no res­ pondió nada, pero hizo una señal de asentimiento con la cabeza, que su m adre podría interpretar de acuer­ do con sus esperanzas; seguidamente, se desplomó tendido de bruces. E lla hizo girar su cuerpo, ponién­ dolo boca arriba, e insistió en su pregunta, pero en términos ahora, al parecer, más violentos y conmina­ torios; pronunciaba de nuevo en sus oídos numerosos hechizos y se lanzaba espada en mano alternativamente hacia la pira y hacia la hoya, hasta que logró que de nuevo se incorporara. Una vez él de pie, volvió a in­ terrogarle acerca de lo mismo, constriñéndole a que declarara con toda claridad su vaticinio, no sólo con movimientos de cabeza, sino de palabra también. Mientras la vieja se entregaba a tales brujerías, Cariclea no dejaba de im plorar a Calasiris que se acer­ caran ellos también para preguntarle por Teágenes. Él rehusaba y afirmaba que ya de por sí el espectáculo era una acción impía que únicamente presenciaban porque no tenían otra alternativa. Los sacerdotes no debían tomar parte ni asistir a tales sacrilegios, pues ellos practicaban la adivinación mediante sacrificos rituales y plegarias puras, a diferencia de los profanos, que lo único que hacían era reptar, en el sentido estricto de la palabra, por tierra entre cadáveres, como la egipcia les había deparado ocasión de v e r 250. 250 Calasiris ya alude a estas prácticas en I I I 16, 3, donde separa tajantemente dos modos de conocimiento.

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Mientras todavía hablaba, el cadáver con un m ur­ mullo grave y siniestro que parecía salir de las profun­ didades de la tierra o del abismo de una caverna declaró: — Al principio, madre, he tenido piedad de ti, aun­ que quebrantabas la ley de la humana naturaleza y violentabas los sagrados ordenamientos de las Parcas. He soportado también verte m over lo inmutable con tus brujerías, sólo porque pervive aún entre los muer2 tos un cierto respeto por los padres. Mas, ya que in­ cluso ese principio quieres, en lo que a ti concierne, destruir, y no sólo has realizado al comienzo actos im­ píos, sino que has llegado ya a una m aldad nefanda y sin límites, al forzar a un cadáver prim ero a ponerse en pie y responderte con un movimiento de cabeza, y lue­ go también a hablar, descuidando mis honras fúnebres e impidiendo a mi alm a que se reúna con las demás, sin pensar más que en servirte de mí como un instru­ mento, escucha lo que antes procuraba no revelarte. 3 N i tu hijo regresará sano y salvo, ni escaparás tú de una muerte violenta mediante un arma. Has pasado tu vida dedicada a tales ofensas sacrilegas, y por eso tendrás que arrastrar bien pronto el violento final reservado para todos los que hacen como tú. Además, ni siquiera tuviste la precaución de celebrar estos abominables misterios en la soledad, el silencio y la sombra, sino que has osado practicar tu exorcismo con los destinos de los muertos, en presencia de unos 4 testigos como los que hay ahora. Uno es un sacerdote — esto no es lo peor, porque es sabio, como para poner un sello de silencio en su boca y no revelar nunca nada, y además amigo de los dioses. Su aparición, si se da prisa, evitará y pondrá fin al sanguinario combate de sus hijos, justo en el momento en que ellos, ya arma­ dos, estén a punto de darse muerte en singular com­ bate. Pero lo que es más grave es que también una

muchacha oiga y sea testigo presencial de todo esto: una pobre m ujercita arrastrada por los torbellinos del amor, que vaga por toda la tierra, por decirlo así, en busca de su amado, con quien después de mil fatigas y mil peligros compartirá en los confines extremos de la tie rra 251 el relumbrante destino de una reina. Dicho esto, se desplomó y quedó tendido en tierra. 5 La vieja comprendió que eran los extranjeros quienes habían estado observando, y, tal y como estaba, ar­ mada con la espada y loca de furia, se lanzó contra ellos y se precipitó a buscarlos por entre los cadáveres. Sospechaba que se habían ocultado entre los muertos y llevaba intención de matarlos si los encontraba, como si ellos hubieran espiado sus actos de brujería con un insidioso propósito de conseguir el efecto con­ trario. La cólera, mientras indagaba entre los cadá­ veres, la cegaba, y así, sin darse cuenta, el trozo de una lanza rota que estaba en punta se le clavó en la ingle, y le atravesó de parte a parte. Cayó muerta, cumpliendo con tanta prontitud el justo castigo vati­ cinado por su hijo.

251 L a form a métrica de esta expresión permite una imitación de la tragedia.

suponer

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Calasiris y Cariclea, que habían corrido un peligro tan grave e inminente, prosiguieron enseguida con renovado afán su camino hacia Menfis, en parte por alejarse cuanto antes de los horrores que tenían ante sus ojos, en parte también por las profecías oídas. Aún no habían llegado a la ciudad, cuando ya en ella se estaban realizando los vaticinios pronosticados por el cadáver. 2 En efecto, cuando se presentó Tíamis a la cabeza de los bandidos de Besa, los de Menfis apenas tuvieron el tiempo necesario para cerrar las puertas, gracias a las advertencias que había hecho a los de la ciudad uno de los soldados de Mitranes, que había huido en la batalla de Besa y había dado la alarm a del ataque próximo. Tíamis dio orden de dejar las armas y acam­ p ar ante una parte de la muralla. Así, procuraba para su ejército un descanso del viaje realizado a marchas forzadas, y mostraba su intención de poner sitio 252. 252 El asedio de Tíamis con los bandidos de Besa contra la ciudad de Menfis constituye, a primera vista uno de los ele­ mentos más inverosímiles de la novela. N o obstante, T u c í d i dbs, I 104 ( c f . 109 sig.), afirma que Inaro, hijo de Psamético, rey de los libios, sublevó la mayor parte de Egipto contra Artajerjes (460 a. C.) y, con la ayuda de los atenienses que con su flota remontaron el Nilo, se adueñó de las dos terceras partes de Menfis. Algunos otros detalles de la narración de

Los de la ciudad, asustados al principio porque creían 3 que les atacaba un ejército numeroso, cuando se die­ ron cuenta gracias a la vigilancia desde las murallas de que los enemigos constituían un número reducido, co­ braron nuevos ímpetus, reunieron enseguida a los pocos jinetes y arqueros que habían quedado para custodiar la ciudad y arm aron al pueblo ciudadano con lo que hallaron a mano, prestos a salir y trabar combate con los oponentes. Sin embargo, un anciano, uno de los que 4 gozaban de mayor prestigio, les disuadió diciéndoles que aunque se daba la circunstancia real de que el sá­ trapa Oroóndates estaba ausente por haber salido en campaña contra los etíopes, no obstante lo justo era al menos comunicar antes sus propósitos a su esposa Arsace. En cuanto ella diera su consentimiento a la empresa, las tropas que se encontraban diseminadas por la ciudad prestarían su colaboración con más ra­ pidez y combatirían con más ardor. Decidieron hacer lo que él les había propuesto, y todos se dirigieron al palacio real, que los sátrapas usaban como lugar de residencia en ausencia del Rey. Ársace 253 era una m ujer alta y bella, de espíritu in- 2 teligente y emprendedor, y sumamente jactanciosa de su nobleza, cosa natural en quien era hermana del Gran Rey; pero llevaba un género de vida censurable, en­ tregada a placeres licenciosos y desenfrenados; entre otros hechos, había sido también responsable del des­ tierro de Menfis impuesto a Tíamis. Tucídides muestran cierta semejanza con los que Heliodoro describe a propósito del asedio de Siene (I X 1 sigs.). Los per­ sas consiguieron sofocar la sublevación, pero no pudieron so­ meter a Amirteo, el rey de los pantanos, debido a la gran extensión de la zona pantanosa y a que los habitantes de los pantanos son los más belicosos de los egipcios ( T u c í d i d e s , I 110, 2; cf. H e r o d o t o , I I 140). 253 E l nombre parece ser de origen persa (cf. H er od oto , I 209).

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Lo que había sucedido era lo siguiente: poco des­ pués de haberse ido Calasiris de Menfis sin que nadie lo supiera, a causa de la profecía advertida por los dio­ ses acerca de sus hijos, como ya había desaparecido, e incluso se le daba por muerto, Tíamis fue requerido, en su calidad de hijo mayor, para la dignidad del sa­ cerdocio254. En la ocasión en que celebraba en presen­ cia de todo el pueblo los sacrificios de la toma de posesión, Ársace se encontró por las proximidades del templo de Isis con éste, un joven lleno de encanto y juventud, más bello aún por el traje que llevaba puesto para la celebración de ese día; y entonces, puso en él sus ojos licenciosos y le hizo señales declaratorias de 3 sus deshonestos apetitos. Tíamis no dio a esta circuns­ tancia la menor importancia; era un joven casto por naturaleza, y su educación desde niño le había desarro­ llado esta disposición natural. Todo esto hacía que estuviera muy lejos de sospechar el significado verda­ dero de los gestos; como estaba además atento por entero a la ceremonia, supuso que su intención era 4 bien diferente. Sin embargo, su hermano Petosiris, que llevaba cierto tiempo enfermo de celos contra él por el sacerdocio que también ambicionaba, no dejó de observar las provocaciones de Ársace, y aprovechó esta ilícita tentativa para tender una tram pa a su hermano. Se acercó a Oroóndates en secreto y le declaró no sólo la pretensión de aquélla, sino que añadió la calumnia 5 de que Tíamis había consentido. Las sospechas previas que tenía Oroóndates acerca de Ársace causaron un pronto convencimiento de la veracidad de estas acusa­ ciones. Sin embargo, a ella la dejó tranquila, en parte 254 H eródoto, I I 37, habla de muchos sacerdotes en el tem­ plo de Isis en Menfis; el hecho de que aquí se hable de uno sólo puede obedecer a una estilización de la realidad por parte del autor (sin embargo, algunos detalles acerca de la dieta y el peinado difieren también de H eliodoro).

porque no tenía una prueba irrefutable, y sobre todo porque el miedo y el respeto que sentía por la familia real le obligaban a su pesar a tolerarlo y a hacer caso omiso de sus sospechas. Ahora bien, en cuanto a Tíamis, no dejaba de amenazarle abiertamente con la muerte; y no cesó hasta forzarle a refugiarse en el exilio. Entonces nom bró a Petosiris para el sacerdocio. Esto es lo que en otro tiempo había ocurrido. Vol- 3 viendo, pues, al relato, diremos que una muchedumbre se congregó en el palacio de Ársace y le anunció el ataque enemigo, del que ella ya estaba informada. Pedían que m andara salir al combate a cuantos solda­ dos hubiera en la ciudad. Pero ella Ies dijo que no era conveniente dar esa orden de una manera tan precipi­ tada, sin saber el número de los atacantes, ni quiénes eran o de dónde venían, y sin conocer el motivo de la agresión. Prim ero había que ir a las murallas y obser­ var desde allí absolutamente todo, y luego, una vez reunidos los soldados, pasar a la acción, después de tomar las medidas pertinentes o posibles. Se aprobó 2 este criterio. Al punto se lanzaron hacia la muralla, donde a órdenes de Ársace había sido erigido un bal­ daquino para ella con tapices purpúreos y bordados de oro. Llegó lujosamente ataviada y se sentó en un elevado trono rodeada de sus guardias de corps, reves­ tidos de arm aduras doradas. M andó mostrar un cadu­ c e o 255, como signo de que quería entablar conversacio­ nes de paz, y propuso a los principales y más notables de los enemigos que se acercaran a la muralla. Tíamis 3 255 Es el atributo de Hermes, como mensajero de los dio­ ses, y emblema de los heraldos; gracias a él, éstos eran per­ sonas inviolables, y cualquier transgresión en su contra, un sacrilegio ante los dioses. En cuanto a la forma, era una rama de olivo coronado p or un elemento en forma de 8, que repre­ sentaba las serpientes que Hermes había separado con su bastón mientras peleaban.

y Teágenes, elegidos por las tropas, avanzaron y se de­ tuvieron al pie del m uro; iban armados, pero con la cabeza descubierta. E l heraldo pregonó entonces 256: — En nom bre de Ársace, esposa de Oroóndates, el primero de los sátrapas, y hermana del Gran Rey, os interrogo: ¿qué queréis? ¿quiénes sois? ¿qué razón invocáis para emprender tan temerario ataque? 4 Respondieron que eran un ejército de besaeos; Tíamis declaró también quién era él, y añadió que, des­ pojado de su sacerdocio por las ilegales intrigas de su hermano Petosiris y de Oroóndates 257, venía a ser res­ tablecido en él por los de Besa. Si recobraba su digni­ dad sacerdotal, se haría la paz, y los de Besa regresa­ rían a sus casas sin hacer ningún daño a nadie; pero si 5 no, las armas y la guerra decidirían. También Ársace, si se preocupaba por sus propios intereses, debía apro­ vechar esta oportunidad para vengar las asechanzas de que había sido objeto por parte de Petosiris, así como las impías calumnias, con las que éste la había acusado ante Oroóndates y que habían sem brado con­ tra ella en su m arido la sospecha de una pasión adúl­ tera y mezquina, y habían impuesto contra sí mismo el destierro de la patria, 4 Estas razones llenaron de desconcierto a los m ora­ dores de Menfis: habían reconocido a Tíamis, de cuyo sorprendente destierro habían ignorado hasta entonces el motivo; y ahora por sus palabras comenzaban a sos­ pechar, y finalmente a creer, que ésa era la verdad. Pero más confundida que todos estaban aún Ársace: por su mente iba desfilando un tumulto de pensamien2 tos desordenados. Llena de cólera contra Petosiris, traía a su imaginación los sucesos pasados y meditaba 256 El heraldo emplea una forma solemne, reservada para los más altos mandatarios. 257 En los pasajes anteriores no se ha dicho que Oroóndates haya intervenido en las maquinaciones sufridas por Tíamis.

venganza; al contemplar a Tíamis y a Teágenes, su corazón se desgarraba en dos, y cada parte la arrastra­ b a a una pasión distinta, sintiendo am or por ambos a la vez: uno ahora renovado; otro nuevo en su alm a y, por tanto, más punzante. Sus angustias eran tan noto­ rias, que no pasaron inadvertidas a los que la rodea­ ban. N o obstante, guardó unos instantes de silencio, fue recobrándose, como después de un ataque de epi­ lep sia258, y finalmente dijo: — Esa guerra, inmejorables amigos, es una locura colectiva de todos los de Besa; pero más aún de vos­ otros, jóvenes tan amables y vigorosos, además de bien nacidos según sé, y es, en todo caso, fácil de conjetu­ rar, Os lanzáis a un peligro manifiesto en beneficio de unos bandoleros, que, si llegara el combate, no resis­ tirían ni el prim er instante de lucha. Pues no creáis que las tropas del Gran Rey son tan débiles que, aun­ que el sátrapa esté ausente, no vayan a cogeros a todos en una red con lo que ha quedado aquí de su ejército. Tampoco es preciso, estimo, que la mayoría tenga que morir, siendo el ataque por una causa privada de algu­ nos, no por una pública; lo que hay que hacer más bien es resolver la querella también en privado, y aceptar el fin que los dioses y la propia justicia dicta­ minen. Es mi criterio — prosiguió— , y así lo ordeno, que todos los menfitas y besaeos estén tranquilos y quietos, sin hacerse entre sí una guerra injustificada, que quienes se disputan el sacerdocio se enfrenten en combate singular, y que el premio para el vencedor lo constituya la jerarquía sacerdotal 259. 258 E l término griego pertenece a la lengua médica; en la lengua corriente se denomina «enfermedad sagrada». 259 Esta exhortación de Arsace está probablemente inspira­ da en la escena que narra H omero (Iliada II I 84 sigs.), en el momento en que griegos y troyanos depositan sus armas y comienza el duelo entre Menelao y Alejandro. Desde un punto

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Las palabras de Ársace fueron acogidas por todos los de la ciudad con gritos de alegría y gestos de apro­ bación, en parte porque tenían sospechas de las pérfi­ das intrigas de Petosiris, y sobre todo porque cada uno estaba contento de alejar de sí un peligro, tan inmi­ nente como imprevisto, y dejar que la situación se 2 resolviera mediante el combate de otros. En cambio, a la mayoría de los de Besa parecía no agradarles la propuesta, pues no estaban dispuestos a perm itir que su caudillo corriera riesgos en lugar de ellos mismos. Al fin, Tíamis les persuadió para que aceptaran el trato, haciéndoles ver la debilidad y la inexperiencia de Peto­ siris con las armas, y animándoles porque todas las ventajas estaban de su parte. Esto justamente es lo que parece que Ársace había tomado en consideración cuando propuso el duelo singular: pensaba lograr así su objetivo sin provocar sospechas y, al mismo tiempo, vengarse cumplidamente de Petosiris, si le hacía en­ trar en combate con Tíamis, mucho más valeroso que 3 él. La ejecución de estas órdenes, pues, se hizo antes de lo que se tarda en decirlo. Se aprestaba Tíamis para el desafío con toda rapidez y ardor: iba cogiendo con alegría las armas que le faltaban. Tam bién Teágenes le infundía coraje renovado, mientras le ajustaba en la cabeza el casco, coronado de un hermoso penacho, y centelleante de dorados reflejos, y le ataba con fir­ meza el resto de las armas m . A Petosiris, sin embargo, se le obligó a empujones, siguiendo órdenes de Ársace, a salir fuera de las puertas de la muralla, y a pesar

de vista más general, el duelo entre los dos hermanos está inspirado, incluso en ciertos detalles, por el de Aquiles y Héctor ( Iliada X X I I ) y por el duelo de los también hermanos Eteocles y Polinices en las Fenicias de E ur ípid es . 260 El colorido homérico es evidente: cf. Iliada X X II 131 sig.; I I I 330 sigs.; X IX 360 sigs.

de sus gritos y súplicas se le armó a la fuerza m . Tíamis, 4 al verle, dijo a Teágenes: — M i buen amigo, ¿no ves cómo tiembla de miedo Petosiris? — Sí lo veo — contestó— , mas ¿cómo vas a compor­ tarte en esta situación? N o es simplemente un enemi­ go; el adversario es tu hermano. — Tienes razón — replicó— y has acertado mi pen­ samiento. Lo que tengo decidido, si la divinidad accede, es derrotarle, pero no matarle. Porque no quie­ ran los dioses que me dominen tanto la ira y la cólera por lo que he padecido, hasta el extremo de cobrar venganza del pasado con la sangre de un hermano; ni quiero tomar la honra para el futuro a cambio de la impureza que supone el asesinato de uno que ha nacido del mismo vientre que yo. — Tus palabras — dijo Teágenes— son las de un 5 hombre noble que conoce las leyes de la naturaleza. Pero a mí ¿tienes alguna recomendación que hacerme? — E l combate inmediato — replicó— no encierra nin­ gún problem a; pero, ya que la suerte humana gusta de introducir con frecuencia hechos insólitos y anó­ malos, si logro la victoria, vendrás tú conmigo a la ciudad y disfrutarás de lo mismo que yo; si nuestras esperanzas salen fallidas, tú serás el jefe de los besaeos, que sienten por ti gran simpatía, y llevarás una vida de bandido, hasta que la divinidad te permita vislum brar alguna salida favorable para tu situación. A continuación se abrazaron y despidieron entre be- 6 sos y lágrimas. Teágenes se sentó allí, tal y como estaba con las armas, para observar el desenlace. Su presen­ cia, sin él saberlo, se ofrecía como motivo de com­

261 La escena es semejante a la de Odisea X V III 75 sigs., donde los pretendientes obligan a Iro a tomar las armas para enfrentarse con Ulises.

placencia a las miradas de Ársace, que no dejaba de observarle y satisfacer, al menos con la vista, su pasión. 2 Tíamis se lanzó sobre Petosiris; pero éste no resistió ni el prim er embate, pues al prim er movimiento de su enemigo se puso en fuga y se dirigió hacia las puertas, ansioso por refugiarse en el interior de la ciudad. Sin embargo, su empeño resultó inútil: los centinelas allí apostados le cerraron el paso, y los que estaban en la muralla daban voces cada vez que se encaminaba hacia un lugar diferente, para que le impidiesen entrar. Ë1 entonces tiró las armas y emprendió la huida a toda la velocidad de que era capaz alrededor de la ciudad. 3 Corría también detrás Teágenes, inquieto por Tíamis y ávido de ver absolutamente todo; pero no con las armas, porque para evitar cualquier sospecha de que trataba de socorrer a Tíamis había tenido la precau­ ción de dejar el escudo y la lanza en el lugar de la muralla donde había estado sentado y sometido a las miradas de Ársace — a falta de su persona, dejó la oportunidad de que al menos ella contemplara las armas— , y había echado a correr tras de ellos. Peto­ siris estaba a punto de ser alcanzado; no era ya gran­ de la delantera que llevaba en su huida, de modo que en cada momento parecía que se le iba a dar alcance; pero siempre lograba escapar por la ventaja que le daba naturalmente el ir sin armas, a diferencia 4 de Tíamis. Una vez y una segunda rodearon así la mu­ ralla. Pero cuando estaban acabando ya la tercera vuelta ™2, y ya Tíamis blandía la lanza sobre la espalda de su hermano, amenazándole con arrojarla si no se detenía — toda la ciudad en torno de la muralla, como en un teatro, seguía con sus miradas el espectáculo— , 262 La persecución recuerda a la de Aquiles tras Héctor (cf. Iliada X X II 199 sigs.), pero Heliodoro ha tenido buen cui­ dado de hacer diferentes algunos detalles (en Homero el desen­ lace ocurre al comenzar la cuarta vuelta).

entonces, bien una divinidad, bien el azar que preside los destinos humanos añadió un insólito episodio a la tragedia que se estaba representando, como introdu­ ciendo el comienzo de un nuevo drama que dejara pequeño al anterior: he aquí que hizo aparecer a s Calasiris, justo en el momento y en el día apropiados, como traído con la ayuda de una máquina de las que se emplean en los escenarios, para que también él tomara parte y fuera desdichado espectador de la lu­ cha mortal de sus dos hijos. H abía soportado con valor innumerables desgracias m , había intentado todo, se había impuesto destierros y errantes caminos ex­ tranjeros, todo por evitar tan cruel espectáculo; pero el destino le había vencido y obligado por fin a ver lo que los dioses le pronosticaron mucho tiempo antes. H abía divisado aún desde lejos la persecución de dos hombres, de inmediato se había dado cuenta de que eran sus hijos, gracias a los vaticinios recibidos; en­ tonces, olvidó su vejez y echó a correr con más vi­ gor de lo que su edad permitía, para llegar antes del encuentro fatal. Pues bien, cuando estuvo cerca, prosiguió su ca- 7 rrera casi a la par de ellos, gritando sin cesar: — ¡Qué hacéis! ¡Tíamis! ¡Petosiris! — y les incre­ paba continuamente— ¡Qué hacéis, hijos! Mas ellos no reconocieron a su padre, sin duda por los harapos de mendigo que todavía llevaba y por el empeño que tenían puesto en el duelo, y dejaron in­ cluso de prestarle atención, tomándole por un vaga­ bundo o un individuo de mente transtomada. Entre 263

L a expresión se encuentra de modo parecido en E u r í ­ Fenicias 60, aplicada a Edipo; como, además, poco des­ pués (V I I 10, 4) aparece katabóstrychos, término poético que se documenta casi sólo en Eurípides, Fenicias 145, la conclusión probable es que Heliodoro ha conocido bien esta obra de Eurípides.

p id e s,

los de la muralla, unos estaban admirados de ver con qué desprecio por la propia vida se arrojaba entre los contendientes, otros se reían de quien pensaban era un 2 desvariado que corría sin motivo. Comprendió el an­ ciano que no le reconocían a causa de su miserable aspecto; entonces se quitó los harapos, se soltó la cabellera, que no estaba atada, como siempre la llevan los sacerdotes, tiró el bulto que tenía sobre los hom­ bros y el bastón de sus manos, y se detuvo frente a ellos. Al punto notaron su prestancia venerable y sagra­ da. Calasiris se arrodilló lentamente y exclamó, exten­ diendo sus manos en actitud de suplicante, entre lágri­ mas y gemidos: — Hijos, soy yo, Calasiris; soy yo, vuestro padre. Deteneos; detened esa siniestra locura. Estáis ante el que os dio la vida; ¡respetadle! 3 Cayeron ambos a los pies de su padre, anonadados y a punto de desfallecer. Se abrazaron a sus rodillas, le observaron prim ero con atención, hasta estar segu­ ros de que era él, y, cuando se cercioraron de que no era una visión, sino una verdadera realidad, una gran variedad de sentimientos contrarios les acometió: alegría, por ver sano y salvo a su padre contra toda esperanza; disgusto y vergüenza, po r la situación en que los había encontrado; incertidumbre y angustia 4 por lo que iba a suceder. Los habitantes de la ciudad seguían asombrados, estaban mudos e inmóviles, estu­ pefactos y sin comprender nada, y no hacían más que m irar atónitos como personajes de un cuadro; pero entonces apareció sobre el escenario un nuevo perso5 naje: Cariclea. Ésta había ido siguiendo los pasos de Calasiris y había reconocido a Teágenes, cuando aún estaba lejos. Los ojos de los enamorados son, en efec­ to, muy ágiles para reconocer a sus seres amados, y con frecuencia la manera de andar y la silueta, aun de le­ jos y de espaldas, de un desconocido les produce por

su semejanza la ilusión de estar viéndolos. Aguijonea­ da, pues, por lo que veía, marchó enloquecida hacia él, se abrazó con fuerza y, colgada de su cuello, le saludó con llantos y lágrimas, incapaz de pronunciar palabra. Teágenes, como es natural, al ver una cara 6 sucia, afeada a propósito, y ■unas ropas raídas y an­ drajosas, la tomó por una verdadera vagabunda de esas que van mendigando. Trataba por eso de apartar­ la y rechazarla con ayuda de los codos. Finalmente, como ella no le soltaba y le estaba impidiendo con sus molestias ver a Calasiris y a sus hijos, llegó incluso a darle una fobetada. — ¡Pitio! — le susurró ella en voz baja— , ¿tampoco 7 te acuerdas de la antorcha? Teágenes entonces, como herido por el dardo de esa palabra, recordó que la antorcha era una de las señales convenidas para reconocerse con Cariclea. Observó con atención los ojos de Cariclea que le m iraban con un brillo parecido al de un rayo de sol al atravesar las nubes, y la abrazó y estrechó entre sus brazos. Arsace entretanto, henchida de ira, m iraba a Cari­ clea con ojos llenos de celos. Todos, en fin, los que estaban en la parte de la m uralla donde estaba situado el trono estaban impresionados ante esta maravillosa escena. Así terminó esta impía guerra entre hermanos. La § querella, que amenazaba decidirse con la sangre, tomó un desenlace feliz, en vez de trágico. U n padre había visto a sus hijos armados y enfrentados en desafío personal, había estado a punto de contemplar con sus paternales ojos la desdichada muerte de los que le debían el ser; pero gracias a su arbitraje mediador había renacido la paz; en vano había intentado eludir lo determinado por el destino; sin embargo, había tenido la fortuna de presentarse en el momento en que iban a cumplirse sus designios. Los hijos recobraron 2

al que Ies dio el ser, después de un continuo vagar de aquél durante diez años. Al que con su ausencia había sido causa de la disensión que Ies había enfrentado hasta casi la muerte, ellos mismos le coronaron poco después, adornaron su cabeza con los símbolos de la dignidad sacerdotal y le 'acompañaron en cortejo. Pero las delicias del espectáculo por encima de todo lo demás era la escena amorosa del drama: Teágenes y Cariclea, dos jóvenes tan bellos y tan agradables, que habían vuelto a encontrarse contra toda esperanza. Ellos eran sobre todo los que atraían la atención de los de Ja ciudad. Salieron todos sus habitantes en tropel por las puertas. L a llanura situada ante los muros se fue lle­ nando de gentes de toda edad: los jóvenes y los apenas llegados a la edad varonil corrían junto a Teágenes; a Tíamis se unían los adultos en el vigor de la vida, los que se hallaban en plena madurez y cuantos podían todavía recordar a Tíamis; las doncellas de la ciudad y las muchachas que ya soñaban con casarse se agru­ paban en torno a Cariclea; y todos los ancianos y sacerdotes escoltaban a Calasiris. Así se form ó de manera espontánea una especie de procesión sagrada. A los de Besa, Tíamis les despidió, dándoles las gra­ cias por su buena disposición de ánimo y prometiendo enviarles cien vacas, m il reses de ganado menor y diez dracmas para cada uno, en cuanto llegara la luna llena. Luego, pasó el cuello p o r debajo del brazo de Calasiris para aliviarle el paso y ayudar al anciano, a quien le flaqueban las fuerzas un poco a causa de la inesperada alegría. Lo mismo hacía Petosiris po r el otro lado. E l anciano fue así conducido a la luz de unas teas hasta el templo de Isis 264, escoltado por los aplausos y las 264 Las procesiones con teas parecen haber sido uno de los ritos característicos en el culto de Isis y Sérapis; cf. A q u il e s Tacio, V 1-2.

felicitaciones. Los sones de numerosas zamponas y flautas sagradas incitaban a los jóvenes a bailar, en el delirio de la alegría. Tampoco faltó Ársace a estos 6 acontecimientos jubilosos. Ib a aparte con su escolta personal, rodeada de un suntuoso cortejo y cubierta de alhajas y oro. También penetró en el templo de Isis, con la misma intención en apariencia que el resto de la ciudad, pero en realidad con los ojos pendientes de modo exclusivo en Teágenes, a quien no se harta­ b a de contemplar, más aún que todos los demás. Pero este placer no estaba exento de amargura, porque Teágenes llevaba a Cariclea cogida del brazo para abrirle paso entre la multitud arremolinada: y esto era un punzante aguijón de celos que se clavaba en el corazón de Ársace. Cuando entraron, pues, en el san- 7 tuario, Calasiris se arrojó de bruces, abrazado a los pies de la estatua de la diosa, y en esta postura se mantuvo durante muchísimo espacio de tiempo, a punto incluso de expirar. Cuando le reanimaron al fin los que se encontraban a su alrededor, se levantó con ciertas dificultades, hizo a la diosa una libación y una plegaria, y tras quitarse de su cabeza la corona sacer­ dotal se la puso a su hijo Tíamis. Al mismo tiempo, declaró ante la multitud congregada que él era muy viejo y sentía próximo su fin; que este honor de los atributos sacerdotales correspondía ahora legalmente a su hijo mayor, un hom bre adornado de las suficientes cualidades físicas y morales para ejercer el ministerio sagrado. Estas palabras promovieron en el pueblo un esta- 9 llido de gritos y elogios de aprobación. Calasiris a continuación se retiró en compañía de sus hijos y de Teágenes y Cariclea a la parte del santuario que estaba reservada para alojar a los sacerdotes. E l resto se fue cada uno a casa. También Ársace acabó por irse, aunque a duras penas y después de regresar muchísi-

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mas veces y vagar de acá para allá, con el pretexto de ofrecer nuevos actos de culto en honor de la diosa; sin embargo, se marchó al fin, no sin volver continua­ mente la m irada hacia Teágenes, mientras pudo verle. Al llegar al palacio real, se dirigió enseguida a sus apo­ sentos, se dejó caer sobre el lecho, tal y como estaba vestida, y se quedó tendida sin pronunciar palabra. Su corazón de m ujer, y de m ujer además entregada a placeres deshonestos, se abrasaba con la irresistible contemplación de Teágenes, aún más que en ocasio­ nes anteriores, y esta pasión le golpeaba con mayor violencia que todas las que había sentido antes. Pasó así acostada toda la noche, cambiando de postura y volviéndose a uno y otro lado continuamente, sin de­ ja r de gemir con profundos suspiros. Ahora se ponía de pie, ahora volvía a echarse sobre la ropa de la cama; comenzaba a desnudarse, y de nuevo se dejaba caer de repente sobre el lecho 265; otras veces llam aba a su criada sin motivo, y la despedía sin ningún encargo. En definitiva, el am or que había sobrevenido iba a convertirse en auténtica locura de un modo in­ sensible, si no hubiera sido porque una vieja llam ada Cíbele, una antigua doncella que habitualmente era cómplice en las intrigas amorosa de Ársace 266, entró corriendo en la alcoba y vio absolutamente todo lo que allí dentro sucedía, gracias a la luz de un candil en­ cendido, que unido al amoroso fuego de Ársace pare­ cía iluminar la estancia entera. — ¿Qué ocurre, mi señora? — dijo— , ¿qué nuevo y extraño sufrimiento te atormenta? ¿A quién has vuel265 El dolor por la muerte de Patroclo impide también a Aquiles conciliar el sueño, cf. Iliada X X IV 3 sigs. 266 E l papel que desempeña Cíbele en la novela es, a gran­ des rasgos, el mismo que el de la nodriza de Fedra en el Hipó­ lito de E ur ípid es . Aun así, aquí aparecen los celos como nuevo elemento.

to a ver, que ha llenado de congoja a la hijita que yo he criado? ¿Quién es tan vanidoso e insensato que no se deje cautivar por tu superior belleza o no considere una dicha su amorosa unión contigo, en lugar de desdeñar tus favores o tu voluntad? Dímelo solamente, hija mía, lo que más quiero en este mundo. N o hay corazón de acero tan duro que resista mis seducciones. Dímelo, que no tardarás en cum plir tus deseos. Abun­ dantes pruebas, creo que tienes por mi actuación en otras ocasiones. Continuó diciendo estos y otros hechizos semejan- 10 tes; se echaba con lisonjas a los pies de Ársace y le prodigaba todo género de zalemas para que confesara el motivo de su pena. — Estoy herida — replicó ella, tras un breve silen­ cio— , madre, como nunca hasta ahora, y, aunque tus favores han sido muchos y frecuentes en semejantes circunstancias, no sé si esta vez tendrás éxito. Pues 2 has de saber que la guerra que hoy ha estado a punto de estallar ante las murallas, tan súbitamente luego calmada, si bien para los demás se resolvió sin sangre y se tornó en paz, ha sido para mí causa y principio de una guerra más real, y herida, no en una parte o en un miembro sólo, sino en mi propia alma; y ha sido así, porque ha puesto ante mi vista a ese joven extran­ jero, el que corría al lado de Tíamis durante el duelo personal. Sabes seguramente, madre, a quién me refie- 3 ro. N o era su belleza un pequeño rayo que refulgía destacándose de los demás, ni era tan débil como para que dejara de notarlo una persona rústica o uno que no aprecie la belleza; cuanto menos tú, que tienes dilatada experiencia. Y a sabes, querida amiga, el dardo que me ha herido. H ora es, pues, de que pongas en movimiento todo ingenio, todos los hechizos que las viejas conocéis, y toda tu astucia, si quieres que sobre­ viva la persona de quien eres nodriza. Ten plena

seguridad de que no viviré, si no gozo de él a toda costa. — Conozco al joven — contestó la vieja— . Tiene for­ nido pecho y anchos hombros; su cuello, erguido y no­ ble, sobresale por encima de los demás y sobrepasa a todos en la cabeza; sus ojos son azules, y su m irada amable y altiva a la vez; largos bucles coronan su cabeza y caen por sus mejillas, adornadas de reciente y rubio bozo 267. Hacia él me pareció que corría una extranjera, no fea, pero sí desvergonzada, que se abrazó a él y se colgó estrechamente de su cuello. ¿O no te refieres a ése, mi dueña? — Sí, es él, madrecita — contestó— ; y has hecho bien también en recordarm e la actitud escandalosa de esa criminal, una prófuga de m al lugar, una gran pretenciosa de su belleza, que, sin embargo, es insigni­ ficante, ramplona y aun así conseguida a fuerza de afeites. ¡Pero es mucho más feliz que yo por haber conseguido tal amante! Una breve y contenida sonrisa hizo que la vieja mostrara sus dientes. — Animo — dijo— , mi dueña. Hoy todavía el extran­ jero la cree bella, pero si logro que repare en ti y tu hermosura, cam biará enseguida, como se dice, bronce po r oro 268. Y a verás cómo se desembaraza de esa pre­ tenciosa de quiero y no puedo, que se da aires de grandeza como una cortesanilla cualquiera. — Ojalá hagas eso, queridísima Cibelita, Curarás de un golpe las dos enfermedades: el am or y los celos. A l primero darás satisfacción, y me librarás del se­ gundo.

267 Cf. la descripción de Teágenes en I I 35, 1. 268 El proverbio recuerda el intercambio de las entre Glauco y Diomedes ( H omero, Jlíada V I 235 sig.).

armas

— Eso queda de mi cuenta — dijo ella— . Ahora tú hazme el favor de tranquilizarte; no te desanimes ni desfallezcas de antemano. Mantén la esperanza. Una vez dicho esto, cogió el candil y salió cerran- 11 do las puertas de la alcoba. Cuando aún no había aclarado el día, con un eunuco de palacio y una criada a la que había mandado que la acompañara con pasteles y otras ofrendas para un sa­ crificio, se dirigió presurosa al templo de Isis. Se detu- 2 vo en el um bral y dijo que iba a hacer un sacrificio a la diosa para pedir por su dueña Ársace, a quien unos sueños habían tu rb a d o 269 Por eso dijo que quería propiciarse a la diosa, para que alejara de ella esas visiones. Uno de los servidores del templo le prohi­ bió la entrada y le ordenó marcharse, porque el san­ tuario estaba lleno de dolor. Pues el sacerdote Cala- 3 siris, que había regresado a su casa después de una prolongada ausencia, había obsequiado a sus más ín­ timos ïa noche anterior con un espléndido festín, en el que se habían entregado al descanso y la alegría merecidos. Después del banquete, siguió diciendo, tras numerosas libaciones y plegarias a la diosa, había 4 dicho a sus hijos que ya no volverían a ver a su padre; Ies había recomendado encarecidamente que cuidaran al máximo de los jóvenes que habían llegado con él y que colaboraran en la medida de lo posible en todo lo que quisieran. Luego se acostó. Y bien fuera porque la intensa alegría, que había dilatado y relajado de ma­ nera excesiva las vías respiratorias, hubiera producido una violenta evacuación en la transpiración de su cuer­ po, ya anciano, o bien porque los dioses hubieran atendido a sus ruegos previos, el caso es que le nota-

269 Los sacrificios propiciatorios para evitar el cumpli­ miento de un mal sueño son frecuentes en la literatura griega: S ófocles, Electra 406 sigs.

ron cadáver a la hora del canto de los gallos. Sus hi­ jos, preocupados por las predicciones que el anciano les había declarado, habían estado toda la noche ve­ lándole. — Ahora — continuó— hemos mandado llam ar a todos los sacerdotes y profetas de la ciudad 270, para celebrar las honras fúnebres según las leyes tradicio­ nales. Por esa razón tenéis que alejaros, pues no está permitido durante los próximos siete días, no ya ha­ cer sacrificios, sino entrar en el templo, excepto a los consagrados a su servicio271. — ¿Cómo entonces — indagó Cíbele— se van a hos­ pedar los extranjeros de los que tú antes hablabas? — Tíamis, el nuevo sacerdote — respondió él— , ha mandado que se les prepare un alojamiento aquí cer­ ca, pero fuera del recinto del templo. Precisamente ahora, como puedes ver, están saliendo de los lugares sagrados, obedeciendo a la ley. Cíbele aprovechó la circunstancia, como si de coger la presa en la caza se tratara, y dijo: — Entonces, oh servidor del templo, el más amado de los dioses, es el momento de prestar un servicio a los extranjeros también nosotros, y en particular Á r­ sace, la hermana del Gran Rey. Sabes, sin duda, cómo aprecia ella a los griegos y con qué generosidad hospe­ da a los forasteros. Di, pues, a los jóvenes que, de acuerdo con las órdenes de Tíamis, se les ha preparado alojamiento en nuestra casa.

270 Con los dos términos parece referirse a las mismas per­ sonas, porque los sacerdotes egipcios eran al mismo tiempo profetas, y con ese título eran nombrados (cf. nota 39). 271 L u c i a n o , La diosa siria 52, atribuye a los sacerdotes d e Cíbele la costumbre contraría: después de enterrar al sacer­ dote muerto fuera de la ciudad, se retiran a sus casas y no vuelven al templo en el espacio de siete días.

Así lo hizo el servidor del templo, lejos de toda sospecha acerca de las recónditas maquinaciones de Cíbele, creyendo ingenuamente que haría un favor a los extranjeros si gracias a él se hospedaban en el pala­ cio del sátrapa; al mismo tiempo, creía complacer a quienes demandaban una cosa inocua e inofensiva. Al ver a Teágenes y a su compañera, cuando se acerca­ ban abatidos y llenos de lágrimas, les dijo: — Lo que estáis haciendo no es justo ni lo permiten nuestras tradiciones, y eso que ya se os había adver­ tido: no se debe lamentar y llorar a un sacerdote. Debemos decirle el último adiós con alegría y felici­ tándole porque se ha hecho partícipe de una suerte m ejor y porque vive en la otra vida con los poderosos: así lo prescribe nuestra santa y divina ley. Sin embar­ go es disculpable vuestro estado, después de haber perdido a un padre, como afirmáis, un protector y vues­ tra única esperanza. Pero no hay que desesperar por completo: Tíamis no sólo parece ser el heredero de su sacerdocio, sino también el sucesor en la misma disposición hacia vosotros que su padre tenía. Sus pri­ meras órdenes al menos se refieren a vuestros cuida­ dos: se os ha preparado un espléndico alojamiento, tan bueno como para colm ar los deseos de cualquiera de los más felices del lugar, cuanto más de forasteros que parecen estar ahora en humilde situación. Acom­ pañad a esta m ujer — dijo, señalando a Cíbele— y tratadla como a vuestra madre. Haced lo que os indi­ que; ella es quien os da hospitalidad. Teágenes y su compañera siguieron sus consejos: su ánimo estaba anonadado ante la imprevista desgra­ cia sufrida y, además, estaban ansiosos por encontrar en ese momento asilo y refugio. Aunque desde luego, se habrían guardado muy bien de aceptar aquel ofreci­ miento, como es fácil de imaginar, si hubieran tenido algún atisbo de la tragedia que les aguardaba en aque-

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lia m orada y de los inauditos males que allí sufrirían. Sin embargo, por ahora, el destino que regía sus des­ gracias les procuraba la breve pausa de unas horas y les permitía un efímero reposo; pero enseguida vol­ vió a enlazar una adversidad tras otra y Ies entregó como esclavos voluntarios a manos de su enemiga, pues ésta, bajo el nom bre de hospitalidad benevolente, apresó a estos jóvenes, extranjeros e inexpertos para el futuro. ¡Qué gran verdad es que a los que viajan por tierra extranjera y llevan vida errante la ignoran­ cia les hace ir como ciegos! Nada más llegar al palacio del sátrapa y encontrar­ se ante su suntuosa entrada, mucho más elevada que la de las casas particulares, y llena de la magnificencia que causaban los guardias, así como de la fastuosidad del resto del servicio, se quedaron asombrados y sobre­ cogidos de ver una residencia tan por encima de su presente fortuna. Siguieron sin embargo a Cíbele, que no cesaba de animarles a que la acompañaran. Les exhortaba continuamente a que tuvieran buen ánimo, les llam aba hijitos y queridos amigos, y les aseguraba que aguardaran con tranquilidad, porque enseguida se les tributaría un caluroso recibimiento. Finalmente, cuando se hallaron en la habitación particular donde la anciana dormía, algo separada de las restantes, hizo salir a todos los presentes y se sentó a su lado. Una vez a solas, les dijo: — Hijos, conozco la causa del abatimiento que te­ néis; sé que la muerte del sacerdote Calasiris os ha afectado profundamente, porque para vosotros era como un padre. Mas ahora haréis bien en decirme quié­ nes sois y de dónde. Y a me he dado cuenta de que sois griegos; que sois también de linaje noble, fácil­ mente se puede apreciar sólo con veros: una mirada franca y un aspecto tan distinguido y amable son señal

inequívoca de origen ilustre. ¿Pero de qué parte de Grecia o de qué ciudad?, y ¿quiénes sois o qué países habéis recorrido hasta llegar aquí? Eso es lo que que­ rría que me dijerais, no sólo por vuestro propio interés, sino para que yo pueda relatar vuestras aventuras a mi dueña Ársace, hermana del Gran Rey y esposa de Oroóndates, el más grande de los sátrapas. A ella los griegos le inspiran simpatías, y es además una persona llena de delicadeza y benefactora de los extranjeros. Así os tratará con m ayor consideración y con la honra que os merecéis. L a destinataria de vuestras confiden­ cias voy a ser yo además, una m ujer no enteramente ajena a vosotros: también yo soy griega, de la ciudad de Lesbos 272. M e trajeron aquí cautiva, aunque ahora me encuentro m ejor que cuando estaba en casa. Pues lo soy todo para mi dueña, y casi se puede decir que respira por mí; soy para ella ojos, pensamiento, oídos, todo. Le doy siempre razón de quiénes son personas honestas y nobles, y soy fiel confidente de todos sus secretos. N o dejó Teágenes de establecer un parangón entre las palabras de Cíbele y la conducta que Ársace había mantenido la víspera. Reflexionaba en lo tenaces e im­ púdicas que habían sido las miradas que le había dirigido, y recordaba las continuas señales de sus inde­ centes apetitos: todo esto no le presagiaba nada bueno para el futuro. Se disponía a responder a la anciana, cuando Cariclea, inclinándose a su oído, le dijo en voz baja: — ¡No te olvides de tu hermana 273 en todo lo que respondas 1 272 Lesbos es en la épica la patria habitual para los sier­ vos: cf. Iliada IX 664; IX 128; de Lesbos son también Eurimedusa, la servidora de Nausicaa, Eumeo, el porquero de M i­ ses, y Euriclea, la anciana servidora de Laertes. 273 Cf. I 22, 2.

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Comprendió él su advertencia. — M adre — comenzó a decir— , somos en efecto grie­ gos, como tú ya sabes. Somos hermanos y hemos sali­ do en busca de nuestros padres que fueron capturados por unos piratas, pero el destino que hemos sufrido es más horrible todavía que el suyo. Hemos caído en manos de hombres más crueles, hemos sido despoja­ dos de todos nuestros bienes, que eran numerosos, y hemos logrado a duras penas sobrevivir. Pero por un capricho favorable del destino conocimos al héroe Cala­ siris274 y vinimos aquí con la intención de pasar con él el resto de nuestra vida. Ahora, como ves, hemos que­ dado solos y abandonados de todos, y hemos perdido incluso a quien considerábamos padre nuestro, y que 2 lo era realmente. Esa es la historia de nuestras vicisi­ tudes. En cuanto a ti, te damos las gracias más fer­ vientes por la acogida que ahora nos dispensas y por la hospitalidad que nos has proporcionado; a un agra­ decimiento aún mayor te harás acreedora, si nos pro­ curas una habitación donde vivir solos y apartados de los demás, dejando para más adelante el generoso ofre­ cimiento al que hace un momento te referías: el pre­ sentarnos a Ársace. Te rogamos que no pongas en relación una fortuna tan espléndida y dichosa con una vida de extranjeros, siempre errante y odiosa. Como sabes, no es conveniente que personas de desigual condición se conozcan y traten. 14 N o se contuvo Cíbele al oír estas palabras; la expresión de su rostro retrató con toda claridad su in­ mensa alegría por saber que eran hermanos, y a partir de ese momento empezó a considerar que Cariclea no sería obstáculo ni impedimento para los amores de Ársace. 274 Calasiris es llamado héroe como partícipe de un destino mejor y porque tras su muerte habita con los poderosos; cf. supra, V II 11, 9.

— ¡Oh tú el más bello de los jóvenes! — exclamó— , no podrás decir eso de Ársace cuando la conozcas. Ella es afable sin distinción y socorre sobre todo a quienes se encuentran en peores condiciones de las que se me­ recen. Aunque es de familia persa, aprecia muchísimo lo griego y se complace y corre al encuentro de los que vienen de allí, y le agradan infinitamente las costum­ bres y el trato de los griegos. De modo que no os preo­ cupéis: a ti se te tratará bien y se te darán todos los honores que convienen a un hombre; tu hermana será compañera suya y participará en todas sus distraccio­ nes. Mas ¿con qué nom bre debo anunciaros? Le dijeron que se llam aban Teágenes y Cariclea. — Esperadm e aquí — Ies contestó ella. Y al punto fue a ver a Ársace, dejando prim ero el encargo a la portera, una vieja como ella, de no con­ sentir a nadie la entrada de ninguna de las maneras, ni permitir salir a los jóvenes. — ¿Ni aunque — le interrogó ella— venga tu hijo Aquémenes ? 715. É l ha salido poco después de ir tú al templo para aplicarse la medicina en los ojos. Y a sabes que todavía le molestan algo. — Tampoco le dejes — respondió— . Cierra las puer­ tas, te guardas la llave y dices que yo me la he llevado. Así se hizo. Apenas marcharse Cíbele, la soledad dio nueva ocasión a Teágenes y Cariclea de renovar sus llantos y rem em orar sus desgracias. Expresaban ambos su dolor casi con idénticas palabras y pensamientos y se llamaban continuamente entre gemidos: — ¡Oh Teágenes! — ¡Oh Cariclea! — respondía él— ; ¿qué nuevo in­ fortunio se ha abatido sobre nosotros? — ¿Con qué pruebas aún nos encontraremos? — ex­ clamaba ella por respuesta. 275 E l nombre es de origen persa; así se llamaba el funda­ dor de la dinastía de los Aqueménidas.

A cada exclamación se abrazaban y volvían a besarse entre lágrimas. Finalmente detuvieron sus recuer­ dos en Calasiris y a él dirigieron sus llantos fúnebres; más dolorosos po r parte de Cariclea, que había convi­ vido más tiempo con él y se había beneficiado más intensamente de sus desvelos y cuidados. — ÎOh Calasiris! — exclamaba entre sollozos— ; ya que no puedo llamarte el nom bre más apropiado para tus favores, el de padre. Y es que el destino siempre se ha gozado en privarm e del derecho de pronunciar el 6 nombre de padre. Al que realmente me engendró no lo he conocido; al adoptivo, Caricles, ¡ay!, lo he trai­ cionado ; al que después me acogió, me cuidó y me salvó, lo he perdido, y ni siquiera se me ha permitido por parte de los sacerdotes el llanto ritual sobre su cadáver. Mas ahí tienes, protector y salvador mío — y añadiré el título de padre, aun contra la voluntad del destino— , te ofrezco donde y como puedo esta libación de mis lágrimas y te entrego estos rizos— y al tiempo que así hablaba, se m esaba el cabello. 7 Teágenes trataba de impedírselo, cogiéndole las manos entre súplicas. Mas ella proseguía sus trágicos lamentos:

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— ¿Por qué vivir aún? ¿Qué esperanza se vislumbra? E l que me llevaba de la mano en tierra extranjera, el báculo de nuestro peregrinar, el que nos iba a condu­ cir a la patria, el que iba a hacernos reconocer a mis padres, el consuelo de las desgracias, el recurso y libe­ ración en las dificultades, el ancla de nuestra existen­ cia, Calasiris, ha muerto. Y nos ha dejado en tierra extranjera, como infeliz pareja de una biga sin cochero, 8 sin saber qué hacer. Nuestra ignorancia corta de raíz todo camino por tierra y mar. Y a no está con nosotros su espíritu venerable y dulce 276, hábil y respetable: se 276 El adjetivo metlichos es homérico y se usa, por ejemplo,

ha ido sin poder dar coronación a los beneficios que nos ha dispensado. Tales y otras semejantes además eran sus lamenta- 15 bles quejas. Teágenes se unía a veces y levantaba sus propios lamentos, otras veces trataba de calmar los de Cariclea. Mientras estaban en tal estado, he aquí que se presenta Aquémenes: — ¿Qué ocurre? — preguntó a la portera, al encon­ trar echada la cerradura de la puerta. Al enterarse de que había sido su madre quien la 2 había cerrado, se acercó intrigado a la puerta. Enton­ ces oyó las quejas de Cariclea. Se asomó por los agu­ jeros horadados en las hojas, destinados a pasar la cadena del cerrojo, vio lo que sucedía dentro y volvió a preguntar a la portera quiénes eran los que estaban allí. Respondió ésta diciendo que no sabía nada, que, como bien se podía apreciar, eran una muchacha y un joven extranjeros, a los que su m adre acababa de traer a casa. É l se asomó de nuevo e intentó examinar 3 con más detalle a las personas que veía. Aunque no conocía en absoluto a Cariclea, no pudo menos de asombrarse profundamente de su belleza, que procu­ raba imaginar cuál sería cuando no estuviera llorando como ahora, y la admiración, sin darse cuenta, le fue arrastrando al amor. En cuanto a Teágenes, tenía la impresión, aunque de modo oscuro y confuso, de que lo conocía. Absorto todavía Aquémenes en su espec- 4 táculo, se presentó Cíbele, que regresaba de relatar a Ársace todo lo que le había ocurrido con los jóvenes, y de felicitarla po r su buena fortuna, gracias a la cual había obtenido espontáneamente un éxito que nadie hubiera esperado ni con mil maquinaciones y estrata­ gemas: tener al amado en casa, verlo y hacerse ver en la evocación X V II 671).

de

Patroclo

después

de

su muerte ( Ilíada

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por él sin temor. Con muchos otros razonamientos de esta índole había redoblado los anhelos de Ársace hasta tal punto, que sólo después de ingentes esfuerzos ha­ bía conseguido contenerla en sus ansias por ver a Teá­ genes de inmediato. Se había visto en la obligación de decirle que no quería que el joven la viera demacrada, con los ojos hinchados por el insomnio, sino al día si­ guiente, cuando hubiera descansado y recobrado su habitual belleza. Así la había alentado y dado esperan­ zas de que todo saldría según sus deseos. Luego le había hecho las oportunas recomendaciones sobre la conducta que debía seguir y el modo como tenía que recibir a los extranjeros. 16. En fin, al regresar, dijo: — ¿Qué estás curioseando, hijo? — A los extranjeros de dentro — replico— ; ¿quiénes son? ¿de dónde? — Está prohibido, hijo — contestó— . Mantén la boca cerrada. y guárdalo para ti mismo. N o digas nada a nadie y procura relacionarte lo indispensable con ellos. Que así lo ha mandado la dueña. Él entonces se fue, siguiendo dócilmente las instruc­ ciones de su madre, porque sospechaba que Teágenes sería uno de los acostumbrados criados destinados a 2 satisfacer los apetitos de Ársace. Se marchó, pues, ha­ blando consigo mismo: — ¿No es ése el que me confió anteayer Mitranes, el jefe de la guarnición, para que lo condujera a presen­ cia de Oroóndates, que a su vez se lo habría de enviar al Gran Rey? ¿No es el mismo que Tíamis y los de Besa me quitaron, cuando tuve que afrontar el riesgo mortal, del que me salvé por poco yo solo, el único de 3 la escolta que logró escapar? ¿No me engañan en rea­ lidad los ojos? No, ya estoy mucho m ejor y veo casi con normalidad. Además, he oído que Tíamis volvió ayer a la ciudad y ha recuperado su sacerdocio después

de un duelo mortal contra su hermano. Seguro, es él. Pero por ahora es conveniente mantener silencio y no dejar de vigilar cuáles son los propósitos de mi dueña en relación con los extranjeros. Éstas eran las reflexiones que se iba haciendo a sí mismo. Cíbele entró precipitadamente en donde estaban los 17 jóvenes, pero sólo alcanzó a observar las huellas de sus llantos. Éstos, en efecto, en cuanto oyeron el ruido de la puerta al abrirse, se esforzaron en calmarse y se apresuraron a fingir el aspecto y semblante habituales; sin embargo, no pudieron evitar que la vieja lo notase, porque las lágrimas vagaban aún sobre sus ojos. — (Queridísimos hijos! — estalló, diciendo en un 2 grito— , ¿por qué lloráis tan sin motivo? Lo que hay que hacer ahora es alegrarse, felicitarse por vuestra buena fortuna. Ársace tiene inmejorables intenciones hacia vosotros, tan buenas como cabría desear. H a accedido a recibiros mañana; mientras, os da la bien­ venida y quiere que se os obsequie con todos los cui­ dados. Deponed esos lamentos, una bagatela y una chi­ quillería en realidad; es el momento de moderaros y mostraros dóciles y sumisos a la voluntad de Ársace. — E l recuerdo, madre — dijo Teágenes— , de la muer- 3 te de Calasiris ha resucitado nuestro dolor; es la pér­ dida de su paternal benevolencia para con nosotros lo que nos ha hecho llorar. — ¡Tonterías! — replicó— . Calasiris no era más que un padre adoptivo y, como viejo que era, ha sucumbi­ do a la ley de la naturaleza y a su larga edad. Ahora todo se te ofrece gracias a una sola persona: poder, riquezas, lujo y disfrute de todos los placeres que com­ portan tu juventud y tu belleza; en una palabra, tu fortuna es exclusivamente ella; adora, pues, a Ársace, Atended a todo lo que os indique yo: cómo hay que 4 presentarse ante ella y verla cuando lo tenga a bien,

cómo hay que tratarla y servirla cuando mande algo. Tiene, como puedes suponer, un carácter altivo y or­ gulloso como cuadra a una reina, aún más exaltado a causa de su juventud y hermosura; p o r eso, no tolera el desprecio de cualquiera de sus órdenes. 18 Teágenes no respondió a estas palabras, que en su mente parecían augurar nuevos disgustos y miserias. Poco después, se presentaron unos eunucos, trayendo en vajilla de oro lo que decían ser restos de la mesa del sátrapa, pero que en realidad eran manjares de extraordinario lujo y exquisita finura 277. — Esto es — dijeron— lo que la dueña os ofrece como bienvenida: la prim era señal de su estima por los que son huéspedes suyos. Depositaron los platos ante ellos y a continuación 2 se retiraron. Teágenes y Cariclea, ante las invitaciones de Cíbele, y por la precaución de que no pareciera que rehusaban por insolencia tan hospitalaria acogida, de­ gustaron un poco de lo que se les servía. L a misma operación se repitió al atardecer y durante los demás días siguientes. Ahora bien, a la mañana siguiente, cuando era aún temprano, entraron los acostumbrados eunucos y dijeron además a Teágenes: — H a mandado llamarte la dueña, feliz joven. Hemos recibido el encargo de llevarte a presencia suya. Ven a gozar de tu buena fortuna, que a pocos y rara vez

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se les concede. Tras unos breves instantes de silencio, se levantó como si le arrastraran a la fuerza. — ¿La orden es — preguntó— que vaya yo solo, o también mi hermana? Le respondieron que solo, que a ella la recibiría por separado, pues ahora se hallaban en presencia de

277 Esta costum bre es p ro p ia de los persas según Jenofonte , Ciropedia V I O 2, 3; Anábasis I 9, 25.

Ársace algunos de los persas que ostentaban cargos públicos; además, era costumbre conceder audiencia a hombres y mujeres por separado, en ocasiones dis­ tintas. — N o está bien esto: da que sospechar — dijo Teá­ genes en voz baja, inclinándose hacia Cariclea. Pero al oír la respuesta de Cariclea, en el sentido de que no había que resistirse, sino acceder de prim e­ ras y aparentar cum plir todas sus órdenes, siguió a los que le conducían. Éstos le fueron dando diversas instrucciones, sin 19 obtener ninguna respuesta por parte de Teágenes, acer­ ca de cómo tenía que presentarse y dirigir la palabra a Ársace, así como sobre la costumbre de postrarse al en trar278. Llegó, pues, y la encontró sentada en un tro­ no, ricamente ataviada con un vestido de púrpura b o r­ dado en oro, engalanada con suntuosos brazaletes y tina lujosa tiara, y cubierta de todo género de adornos que pudieran resaltar su belleza. Unos lanceros hacían guardia de pie a su lado, y a ambos costados del trono estaban sentados los altos dignatarios. Pero Teágenes no se amedrentó. Como si hubiera olvidado lo con ve- 2 nido con Cariclea en el sentido de fingir sumisión, su altivez se irguió todavía más al ver este alarde de osten­ tación persa y dijo, sin doblar la rodilla ni postrarse, con la cabeza enhiesta: — ¡Te saludo, Ársace, m ujer de sangre real! Los presentes, escandalizados, dejaron escapar un m urmullo de indignación ante su temeridad e insolen­ cia, atribuyendo el hecho de que no se hubiera postra­ do a un acto de rebeldía. Pero Ársace dijo sonriendo:

278 E ste hábito, u su al entre los pu eblos de Oriente, era espe­ cialmente repugnante a o jo s d e los griegos (c f. H erúdoto, I 134; I I I 86; V I I 136).

— Disculpadle su ignorancia; es un extranjero; más aún, un griego que padece del habitual desprecio que allí se siente por nosotros. 3 Al tiempo, entre las protestas de los asistentes, se quitó la tiara de la cabeza, pues ése es el gesto que los persas hacen como contestación al saludo. — N o temas, extranjero — dijo con la ayuda de un intérprete, pues comprendía la lengua griega, pero no la hablaba— ; di qué solicitas, que no se te negará. Luego, le despachó con una señal de cabeza a los 4 eunucos, para que le acompañaran. Salió Teágenes escoltado por la guardia. Le vio Aquémenes de nuevo, y entonces estuvo ya seguro de haberlo reconocido. Esta­ ba asombrado, aunque sospechaba la causa del honor tan grande que se le rendía; sin embargo, se mantuvo callado, que es lo que había decidido hacer. 5 Ársace ofreció un banquete a los dignatarios persas, con el pretexto de honrarlos como de costumbre, pero para festejar en realidad su encuentro con Teágenes, y no sólo mandó que llevaran a Teágenes y a su com­ pañera la habitual porción de los manjares, sino ade­ más alfombras y colchas ricamente bordadas, obra de 6 manos sidonias y lidias. También les envió esclavos para que los sirvieran: una muchacha a Cariclea, y un joven a Teágenes, ambos de fam ilia jonia y tierna edad. Con múltiples recomendaciones apremió a Cíbe­ le y le instó a que cumpliera cuanto antes su cometi­ do, porque ya no era en absoluto capaz de dom inar sus sentimientos, y le urgió para que no se concediera el más mínimo reposo, sino que pusiera un cerco total y 7 completo a Teágenes. Ésta distaba mucho de declarar abiertamente los propósitos de Ársace, pero lo dejaba comprender con circunloquios e insinuaciones vagas: ensalzaba la simpatía de su dueña por él, trataba de hacerle reparar en sus encantos, que, mediante hones­ tas excusas, invitaba a contemplar, no sólo los que se

veían sino los que sus vestidos ocultaban; hablaba de su carácter amable, de su agradable trato, de su com­ placencia en los jóvenes delicados y vigorosos a la vez; en una palabra, trataba de probar con todas sus razo­ nes si era sensible a los placeres de Afrodita. Teágenes 8 también la elogiaba, y le transmitía las más sinceras gracias por la simpatía que le profesaba, por sus bue­ nos sentimientos hacia los griegos y por otras muchas cosas de este tipo; en cuanto a las tentativas de una seduccción incontinente, las omitía a propósito, como si no las hubiera comprendido en absoluto. La vieja, con esto, tenía un sofoco de despecho, y el corazón como oprimido. Su sagacidad acertaba al pensar que él comprendía las insinuaciones, pero también veía su obstinación y el rechazo de todas sus astucias. Ársace 9 entretanto era ya incapaz de soportar su penosa situa­ ción, decía que ya no podía resistir y le instaba con­ tinuamente a cumplir sus promesas. Cíbele le daba largas, inventando cada vez una excusa diferente; un día alegaba que el joven estaba decidido, pero el te­ m or le refrenaba y otro día urdía una súbita indispo­ sición. Así fue transcurriendo hasta el quinto y el sexto día. 20 Ársace había dado audiencia mientras tanto a Cariclea dos veces, y para hacerse grata a los ojos de Teágenes la había recibido con honor y simpatía. Cíbele se vio entonces obligada a hablar con claridad a Teágenes y a declarar sin ambages su amor, prometiéndole muchos e innumerables bienes si accedía. — ¿Qué timidez es esa? — añadía— ; ¿por qué esa 2 resistencia a Afrodita? Un hom bre tan joven, bello y vigoroso, rechazando a una m ujer semejante a él en todo y consumida de am or por él, en lugar de coger la oportunidad como una presa y aprovechar una oca­ sión tan favorable, que por otro lado no ofrece ningún riesgo. Su marido no está; yo, su nodriza, la que guar-

da siempre todos sus secretos, soy quien concierta el encuentro; no tienes ningún obstáculo que lo impida, 3 ni prometida ni esposa. Y aunque lo hubiera, son mu­ chas las personas, y veces innumerables, las que han pasado eso por alto, pues se han dado cuenta de que eso no causaría ningún daño a sus familiares y a ellos además les reportaría un doble beneficio: aumentar su fortuna y gozar de los placeres. 4 A estos halagos finalmente vino a mezclar palabras amenazadoras: — Las mujeres nobles que aman a los jóvenes se vuelven duras y muy rencorosas, y se vengan con toda razón de quienes las desdeñan, po r considerarlo un escarnio. Piensa además que ésta es de raza persa y sangre real — así es como tú la saludaste— ; que dispo­ ne de gran poder y una autoridad total, tanto para re­ compensar al que manifiesta buenos deseos hacia ella, como para castigar al que la contraría; y que tú eres un extranjero, estás sólo y no tienes a nadie que te 5 defienda. M ira po r ti mismo y m ira también por ella; porque sin duda se merece tu consideración y si ha caído en el error de esa locura desmesurada ha sido por el am or que te tiene. Precávete de una ira am orosa y ten cuidado de la indignación que produce el desdén. Muchos sé que se han arrepentido. Tengo mucha más experiencia que tú en los asuntos de Afrodita; el pelo canoso que ves ha sido testigo de innumerables luchas como ésta, pero nunca he conocido a nadie tan duro y obstinado como tú. 6 Dirigiéndose luego a Cariclea, ante quien había osa­ do pronunciar tales palabras forzada por la necesidad, prosiguió: — Ayúdame, hija, a convencer a tu hermano, aunque no sé qué nombre se merecería. También tú te bene­ ficiarás de esto: se te estimará igual y se te honrará más; serás rica hasta la saciedad y se te procurará un

matrimonio espléndido. Y a quisieran algo parecido has­ ta los que viven en una situación de dicha cuanto más unos extranjeros que se encuentran ahora en la mi­ seria. Respondió Cariclea con una mueca irónica en su boca y una m irada enojada y sostenida: — Lo más deseable y lo más honesto habría sido que esa Ársace, excelente en todo, no se hubiera dejado dominar por semejante pasión; si no, al menos, lo segundo sería que resistiera ese sentimiento con mo­ deración. Pero, ya que es víctima de una desgracia co­ mún a todo el linaje humano, como tú dices, y la pa­ sión la ha rendido, yo también aconsejaría a Teágenes que no se niegue, a no ser que no haya una seguridad plena para él. N o sea que sin darse cuenta se perjudi­ que a sí mismo y a ella, en el caso de que el asunto se descubra y se entere el sátrapa del desafuero come­ tido. Al oír estos consejos, Cíbele se precipitó hacia Cari­ clea y exclamó, mientras le prodigaba todo género de besos y abrazos: — ¡Muy bien, hija, p o r compadecerte de una m ujer que comparte tu misma condición, y por preocuparte de la seguridad de tu hermano! Pero en eso estate tranquila, que ni el sol, como dice el proverbio, se en­ terará. — Basta por ahora — replicó Teágenes— ; déjanos solos para reflexionar. Cíbele salió al punto. — ¡Oh, Teágenes! — dijo entonces Cariclea— , hasta en las alegrías que el destino nos depara, la desgracia es m ayor que la felicidad, que resulta ser sólo aparente. N o obstante, es propio de personas sagaces sacar el m ejor partido posible también de las calamidades. N o puedo decir si tienes intención de llevar a cabo este asunto, y, por otra parte, tampoco me opondría en

absoluto, si no queda otra alternativa para salvarnos. 4 Pero si con razón consideras insensato lo que se te propone, no por eso dejes de fingir asentimiento: ali­ menta con promesas las inclinaciones de esa bárbara, sal al paso, con aplazamientos, de una posible determi­ nación violenta de ella contra nosotros, halaga sus espe­ ranzas y ablanda el ardor de su ánimo con falsos com­ promisos. Lo normal es que entretanto, con el bene­ plácito de los dioses, el tiempo alum bre una solución. Mas, Teágenes, ten precaución en ese intento, no vayas a caer en una acción vergonzosa. 5 — Y a veo — contestó Teágenes con una sonrisa— que ni en las adversidades más horribles consigues libe­ rarte de esa enfermedad connatural a las mujeres: los celos. Has de saber que ni siquiera voy a ser capaz de simular semejante bajeza, porque creo que es igual­ mente indigno decir o hacer acciones deshonestas. Aho­ ra bien, por otra parte, el conseguir que Ársace renun­ cie a su esperanza trae consigo un buen resultado: que no nos moleste más. Pero, si tengo que sufrir, mi suerte y mi alma ya me han preparado para soportar, después de las numerosas calamidades pasadas. — Ten cuidado, no nos metas sin darte cuenta en una desgracia terrible — dijo Cariclea, y a continua­ ción se calló. Mientras ellos se entregaban a estas consideraciones, Cíbele voló de nuevo hacia Ársace y le alentó con la idea de que había que mantener buenas esperanzas, porque Teágenes se había mostrado un poco menos esquivo. Luego regresó a su habitación. Dejó pasar aquella tarde, pero p o r la noche no dejó de insistir a Cariclea, que desde el principio dormía en su misma habitación, para que colaborase con ella. A la mañana siguiente, volvió a preguntar a Teágenes po r su deci2 sión final. Ante su rotunda y clara negativa, con la declaración expresa de que no esperaran nada en abso-

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luto de él, marchó compungida a ver a Ársace y le comunicó la implacable resolución adoptada por Teá­ genes. Ésta mandó que echaran a la vieja sin contem­ placiones fuera de su vista, corrió a su alcoba y se tendió en el lecho, lacerando su propio cuerpo. Cíbele, 3 nada más salir de las habitaciones de las mujeres, en­ contró a su hijo Aquémenes, que al verla abatida y llorosa, le preguntó: — ¿Es que ha ocurrido, m adre mía, algún imprevis­ to o alguna desgracia? ¿Es alguna mala noticia lo que ha afligido a la señora? ¿Es algún desastre del ejército la m ala nueva transmitida? ¿Es que en la actual gue­ rra los etíopes están derrotando a nuestro señor Oroóndates? Seguía indagando otras muchas cuestiones de este 4 tipo, pero Cíbele se alejó diciendo: — N o charles tantas tonterías. Pero no por eso él la abandonó, sino que fue siguién­ dola, la cogía de las manos y la acariciaba, suplicando que revelara a su hijo la causa verdadera de este dolor. E lla entonces le tomó de la mano y llevándole a un 23 apartado rincón del jardín 279 declaró: — A ningún otro hubiera declarado los males míos y los de mi señora. Pero, como ella está presa de una violenta agitación, y yo me temo que corro un riesgo de muerte porque estoy segura de que la cólera y la locura de Ársace recaerán sobre mí, me veo forzada a hablarte, para ver si imaginas algún socorro para quien te ha engendrado, te ha dado a luz y te ha criado con estos pechos. La señora ama al joven que se hospeda 2 con nosotros; y le ama, no con un am or tolerable y ordinario, sino incurable. Hasta ahora ella y yo espe-

279 Un nuevo rasgo de colorido local, pues las casas griegas, a diferencia de los palacios egipcios, sirios o persas, no te­ nían nada que pudiera ser semejante a lo que aquí se llama «paraíso».

rábamos ilusamente tener éxito, pero nos hemos equi­ vocado. Esa es la causa de las numerosas muestras de simpatía y de las bienvenidas acogedoras que se tributó a los extranjeros. Mas, ahora que ese insensato joven, tan temerario como obstinado, ha rehusado nues­ tras proposiciones, ni ella va a vivir, lo sé, y a mí me matará por haberme burlado de ella con promesas mentirosas. H e ahí lo que sucede, hijo. Si puedes auxiliarme, asísteme; si no, cuida de las honras fúne­ bres de tu madre. — ¿Cuál será, m adre — preguntó él— , mi recompen­ sa en ese caso? Pues no es éste el momento de darme importancia ante ti ni de hablar con circunloquios y rodeos para prometerte mi auxilio, ahora que te hallas en tan grave angustia, a punto quizá de perder la vida. — Todo lo que desees — aseguró Cíbele— , puedes tener confianza. Copero mayor 280 ya te ha hecho en atención a mí, pero si tienes puestas las miras en alguna distinción más elevada, dímelo. Incalculable será la fortuna a que te harás acreedor, si salvas a esta infeliz. — Hace tiempo, madre, que me sospechaba esa pa­ sión — declaró— ; ya había comprendido, pero he guar­ dado silencio hasta el momento esperando a ver qué ocurría. N i dignidad ni riquezas pretendo, pero sí a la muchacha que se dice ser hermana de Teágenes. Si me la da en matrimonio, serán realidad todas sus aspira­ ciones. Amo, madre, con un am or desmedido a esa joven; de modo que, como la señora conoce por expe­ riencia propia la fuerza y la violencia de una pasión como ésta, bien hará en ayudar a uno que está aque­ jado de la misma enfermedad, y que le promete además tan resonante éxito. 280 A juzgar por V II 27, 7, los coperos mayores constituían una clase, de la que Aquémenes no es más que uno de sus componentes.

— N o lo dudes — respondió Cíbele— , la señora te con- 6 cederá ese favor sin ninguna vacilación, si te eriges en benefactor y salvador suyo. Por otra parte, quizá nos­ otros mismos podríamos persuadir a la muchacha. Mas dime ¿de qué modo vas a socorrerla? — N o estoy dispuesto — contestó— a decirlo, hasta que no se me confirme con juramentos esa promesa que tú me haces en nom bre de la dueña. Pero tú no intentes desde ahora mismo nada con la joven; porque veo que también ella es altiva y orgullosa, y puedes echarlo todo a rodar sin darte cuenta. — Así se hará todo — dijo— ; y al punto marchó 7 corriendo a la habitación de Ársace. Entró y cayendo de rodillas dijo: — Ten ánimo; todo está arreglado gracias a los dioses. Lo único que has de hacer es llam ar a mi hijo Aquémenes. — Que lo llamen y que venga — dijo Ársace— , a me­ nos que pretendas engañarme de nuevo. Entró Aquémenes. Ársace, a quien la vieja había 24 entretanto puesto al corriente de todo, ju ró entregarle a la hermana de Teágenes en matrimonio. — M i señora — dijo Aquémenes— , que deje en lo sucesivo Teágenes, un simple esclavo, esos aires de grandeza para contigo, su dueña, — ¿Qué quieres decir? — le interrogó ella. 2 Aquémenes le narró entonces toda su historia: que Teágenes había sido capturado por ley de guerra y no era sino un cautivo; Mi tranes lo había enviado a Oroóndates, para que éste a su vez lo despachara al Gran Rey; que él mismo se había hecho cargo de la conducción del prisionero, pero lo había perdido en un audaz ataque que Tíamis y los de Besa habían hecho contra ellos; y que él había logrado a duras penas escapar. Mostró luego a Ársace la carta de Mitranes dirigida a Oroóndates, que había tenido buen cuidado

de conservar hasta ahora, y añadió que si se reque­ rían más pruebas tenía a su disposición el testimonio de Tíamis. Ante esto, Ársace recobró el aliento. Sale sin ningu­ na demora de la alcoba, va a la sala donde acostum­ braba a recibir las audiencias sentada en el trono y manda que traigan a Teágenes. Una vez conducido éste a presencia suya, le preguntó, señalando a Aquémenes, de pie allí cerca, si le conocía. Ante su respuesta afirmativa, volvió a preguntar: — ¿No es éste el que se hizo cargo de tu persona para traerte como cautivo? Teágenes volvió a asentir a esto. — Pues bien, entonces sabe que eres esclavo nues­ tro. Harás, por tanto, los oficios que corresponden a los criados de la casa, obedeciendo, mal que te pese, a nuestras indicaciones. En cuanto a tu hermana, se la doy por esposa a Aquémenes, aquí presente; él goza de nuestra máxima consideración281 entre los criados, tanto p o r su propia buena disposición hacia mi per­ sona, como por la de su madre. E l matrimonio, no lo aplazo nada más que hasta que se fije el día de la boda y se hagan los preparativos para un espléndido festín. Estas palabras hirieron a Teágenes con una pro­ funda herida; sin embargo, decidió no enfrentarse a ella, sino esquivarla, como se hace con el ataque de una fiera salvaje. — ¡Oh dueña!, doy gracias — dijo— a los dioses, porque, siendo de noble familia, hemos tenido entre nuestras desgracias al menos esta especie de buena fortuna: no haber sido esclavos de nadie, excepto de ti, justamente la persona que cuando no éramos más que 251 La expresión griega es una metáfora procedente de las competiciones atléticas y del lugar ocupado en una clasifi­ cación deportiva (cf. H omero, Iliada X X I I I 537 sigs.; H eródoto, V I I I 104).

extraños y extranjeros nos trataba cultivada y amisto­ samente. En lo que se refiere a mi hermana, ella no 6 es cautiva y por consiguiente tampoco esclava; pero está dispuesta a ponerse a tu servicio y a recibir el nombre que a ti te agrade. Teniendo eso presente, de­ cide y ejecuta lo que creas oportuno. — Que se le coloque — ordenó Ársace— entre los camareros, y que Aquémenes le enseñe a escanciar, para que así vaya acostumbrándose de antemano al servicio del palacio real. Los dos se retiraron entonces: Teágenes, triste y 25 y reflexionando en la conducta que debía seguir; Aqué­ menes, riéndose y llenando de burlas a Teágenes: — Ahí está el que hace un instante se mostraba tan altivo282 — decía— y soberbio con nosotros, el que era incapaz de doblar el cuello, el único que era libre, el que no soportaba agachar la cabeza para rendir home­ naje. Ahora quizá la inclines; si no, te la voy a educar yo a fuerza de puñetazos. Ársace despidió a los demás, y a solas ya con Cíbe- 2 le declaró: — Ahora sí que están eliminadas todas las excusas, Cíbele. Ve y di a ese soberbio que si me obedece y obra conforme a mis intenciones gozará de libertad y vivirá,

282 El comienzo de los reproches y amenazas de Aquéme­ nes coincide exactamente con M enandro , La trasquilada 52, hasta la interrupción del verbo de decir (una secuencia métrica es también interrumpida por un verbo de decir en V 19, 1; V 31, 4). Si es una cita literal de Menandro, éste sería el único ejem­ plo seguro de una reminiscencia de la comedia nueva, género que, según se sabe, ha influido profundamente en la novela y está probablemente en sus orígenes. Por supuesto, una coin­ cidencia no está excluida, pero, dada la singularidad de la construcción griega y la semejanza general en lo que sigue a esta hipotética alusión, parece más probable una imitación consciente (cf. E. W . W hittle, Classical Philology 56 (1961), 178 sig.).

sin carecer absolutamente de nada, en la abundancia plena; pero que si persiste en su oposición, entonces va a probar lo que es una amante desdeñada y a la vez una dueña irritada: se le tratará como al último y al más vil de los esclavos y se le someterá a todo género de castigos. Fue Cíbele, pues, y le transmitió la voluntad de Ársace, añadiendo además por su cuenta todo lo que juzgó útil para persuadirle. Teágenes le pidió que aguar­ dara un poco y cuando estuvo a solas con Cariclea comenzó a decir: — Todo está acabado para nosotros, Cariclea. Todas las amarras están rotas, como reza el proverbio; toda ancla de esperanza está irremisiblemente arrancada; nuestras desgracias ya no conservan ni siquiera el título de libertad, pues volvemos a ser esclavos — y aña­ dió en qué situación se hallaban ahora— . Estamos en lo sucesivo a merced de injurias de bárbaros, y nos vemos obligados o bien a cumplir lo que decidan nues­ tros dueños, o bien a contarnos entre los condenados. Pero aun eso se puede soportar, pues lo más grave de todo es que Ársace ha prometido entregarte en matri­ monio a Aquémenes, el hijo de Cíbele. Pero ten la certeza de que eso no va a suceder, o, si ocurre, de seguro que no lo veré mientras viva y no falte una espada o cualquier otra arm a que lo impida. ¿Qué hacer o qué medio imaginar para evitar esa abomina­ ble unión de Ársace conmigo y de Aquémenes contigo? — Uno sólo — respondió Cariclea— : si accedes a la primera, eludirás la mía. — ¡No menciones esa infamia! — exclamó Teáge­ nes— ; ¡ojalá el destino que nos acosa con todo su peso no tenga la fuerza suficiente para que yo, que he res­ petado a Cariclea, me manche con la relación ilícita con otra mujer! Aunque, creo que he descubierto un

medio eficaz; pues la necesidad es madre de la inven­ ción 283. Salió al punto donde estaba Cíbele y le dijo: — Ve a decir a tu dueña que quiero verla sola y sin testigos. Creyendo la vieja que se había logrado al fin el 26 objetivo, y que Teágenes ya estaba rendido, fue a co­ municárselo a Ársace; ésta respondió que llevara al joven después de la cena a sus aposentos. Así lo hizo. Pidió a los comensales que dejaran tranquila a la dueña y que nadie molestara merodeando por los alrededores de su alcoba, e introdujo a Teágenes furtivamente. Como era de noche, la oscuridad lo invadía todo y les daba buena ocasión para pasar inadvertidos. Tan sólo un candil iluminaba la alcoba. Le hizo entrar, pues, y cuando ya iba a retirarse, Teágenes la retuvo diciendo: 2 — Que esté presente también Cíbele por ahora, seño­ ra. Sé que ella es fiel confidente de todos tus secretos — y al decir esto, cogió a Ársace de la mano, mientras proseguía hablando— . Señora, no era antes una obsti­ nación arrogante contra tus intenciones lo que me ha­ cía aplazar el cumplimiento de tu orden, sino la pre­ caución de que no hubiera ningún riesgo. Pero ahora, una vez que la fortuna me ha convertido con buena razón en esclavo tuyo, estoy mucho más presto a ceder en todo. Una sola cosa te ruego que me procures, aun- 3 que ya sean muchas e importantes las promesas que me has hecho: renuncia al matrimonio de Cariclea con Aquémenes. Pues, po r no mencionar otros moti­ vos, no es lícito que una m ujer, ufana de su altísima nobleza, se una con uno que es criado de nacimiento. Además, te juro por el Sol, el más bello de los dioses, y por los demás dioses también, que no me someteré 283 E ste proverbio se halla p o r ejem plo en E urípides , frag. 715 Nauck.

a tus propósitos de no ser así, y que si se cometiera alguna violencia contra Cariclea, antes me verás darme propia muerte ante tus mismos ojos. — N o desconfíes — replicó Ársace— ; quiero compla­ certe en todo, porque también estoy dispuesta a entre­ garme. Pero ya es tarde, he jurado a Aquémenes conce­ derle a tu hermana. — Bien — contestó— , señora. Dale, pues, a mi her­ mana, quienquiera que ella sea; pero a mi prometida, mi novia y qué otra cosa sino mi esposa, no querrás sin duda otorgársela; aunque quieras, lo sé, no lo harás. — ¿Qué quieres decir? — preguntó. — La verdad — respondió— : Cariclea no es mi her­ mana, sino mi novia, como te he dicho; de modo que quedas libre de tu juramento. Si quieres, puedes pro­ b a r la veracidad de mis afirmaciones de otra manera: manda que se celebre el matrimonio de ella y mío cuando tú determines. Picaron los celos a Ársace, al oír que Cariclea era novia de Teágenes, no la hermana; sin embargo, dijo: — Así se ha de hacer. Nosotros buscaremos para Aquémenes el consuelo de otra boda. — Yo también — afirmó Teágenes— realizaré tus pro­ pósitos, una vez resuelto ese asunto — y al tiempo se aproximó como para besarle la mano. Mas ella se inclinó y le besó, ofreciendo la boca en lugar de la mano. Teágenes recibió el beso, porque él no lo devolvió, y acto seguido se retiró. En cuanto tuvo oportunidad, relató toda la entrevista a Cariclea, que le escuchó, no sin sentir ciertos celos por algunos detalles. Le explicó también la finalidad de aquel des­ honesto compromiso, así como las múltiples ventajas obtenidas de un solo golpe: — El matrimonio con Aquémenes se ha roto; se ha encontrado una excusa para aplazar p o r el momento la satisfacción de la pasión de Ársace; pero lo más im­

portante de todo es que Aquémenes se habrá llenado de confusión e inquietud: estará, por un lado, afligido por fracasar en sus esperanzas, y po r otro lado irri­ tado por el menoscabo que Arsace le ha hecho al pre­ ferir complacerme a m i Pues, con toda certeza, le explicará y le pondrá al corriente de todo su madre, a quien con toda intención propuse que asistiera a nues­ tro encuentro; así conseguía que declarara todos los acuerdos concertados a Aquémenes y que a la vez fuera testigo de que mi entrevista con Ársace no había pasa­ do de las puras palabras. Desde luego, la propia con­ ciencia de no haber cometido vileza es suficiente para esperar la benevolencia divina; pero es también con­ veniente convencer a las personas con las que se con­ vive y pasar así esta efímera vida con la franqueza que proporciona el bien obrar. Añadió también que era sumamente probable que Aquémenes tram ara alguna venganza contra Ársace, siendo como era un esclavo— y bien sabido es que el dominado es siempre enemigo natural de su dueño— , pues se sentiría ofendido y herido al haber sido des­ atendidos los juramentos que se le habían hecho; estaba además enamorado, y se enteraría de que otros eran preferidos antes que él; conocía todas las mayores vergüenzas y las peores deshonestidades de Ársace, y, por tanto, no tendría ninguna necesidad de fingir una calumnia, que es a lo que suele recurrir la mayoría por despecho; él, sin embargo, tenía a mano la venganza, con el apoyo suplementario que da la propia verdad. Con tales razones y otras semejantes logró que Cari­ clea cobrara algún ánimo. Al día siguiente, Aquémenes vino a buscarle siguiendo instrucciones de Ársace para que fuera a servir su mesa. Se puso Teágenes un lujoso vestido persa que ésta le había enviado y se adornó, entre el gusto y la repugnancia a la vez, con brazaletes

2 y gargantillas de oro incrustados de ped rería284. Aqué­ menes intentó m ostrarle y enseñarle cómo había que escanciar, pero Teágenes se dirigió a una trébede donde estaban puestas las copas y cogiendo una de las más va­ liosas dijo: — N o me hacen ninguna falta maestros; sin que nadie me enseñe voy a servir la copa a la señora, y no me daré ninguna importancia por hacer una opera­ ción tan fácil. A ti, buen amigo, es la fortuna lo que te ha obligado a aprender esto, pero a mí, son mi natu­ raleza y mi instinto los que me indican lo oportuno en lo que tengo que hacer. 3 Diciendo esto, preparó una deliciosa mezcla, que ofreció a Ársace, luego de recorrer la habitación con elegante destreza, sosteniendo la copa en la punta de los dedos. Esta bebida encendió en ella una pasión más agitada todavía y mientras bebía, mantuvo los ojos fijos en Teágenes, más cautivada por el am or que por la mezcla del vino. Con toda intención no apuró el conte­ nido de la copa, sino que dejó a propósito un poco, 4 como para brindar con Teágenes 285. Aquémenes se sen­ tía profundamente herido y estaba tan rebosante de ira y celos, que ni siquiera Ársace dejó de observar sus torvas miradas y sus refunfuños en voz ba ja dirigidos a los presentes. Una vez acabada la comida, Teágenes tomó la palabra y dijo: — El prim er favor que te pido, señora, es que no me mandes en lo sucesivo ponerme este vestido más que a la hora de servirte a la mesa. 284 Regalos semejantes son llevados a Etiopía de parte de Cambises en H eróDOTO, I I I 20. 285 L a actitud de A rsace es la p ro p ia de un enam orado que espera que el ser am ado b e b a el resto apoyando los labios en el m ism o lu ga r de la copa en el que ella lo ha hecho, convir­ tiéndose así la b e b id a en beso; el gesto se encuentra en A quiles T acio , I I I 9.

Accedió Ársace con un gesto, y él tras ponerse su ropa habitual se retiró. Salió también Aquémenes con 5 él, censurándole continuamente por su atrevimiento y desenvoltura, y por sus maneras de joven precipitado. Le advertía que como era la primera vez la dueña lo había tolerado porque era extranjero e inexperto, pero que si persistía en su torpeza insolente tendría que arrepentirse. Le daba este consejo porque era amigo suyo, y sobre todo porque pronto se uniría a su fami­ lia y sería el m arido de su hermana, conforme a las promesas de la dueña. Muchas otras cosas de este tipo 6 iba amonestándole; pero él parecía no escuchar y caminaba a su lado con la cabeza baja. Se topó con ellos Cíbele, que iba a preparar la cama de su señora para la siesta, y al ver el aire som brío y malhumorado de su hijo preguntó la causa. — Es por culpa del joven extranjero — contestó 7 Aquémenes— , a quien prefieren antes que a mí. H a en­ trado ayer en el servicio, y ya hoy se le confía la misión de escanciar; a nosotros, en cambio, que llevamos mu­ cho tiempo sirviendo su mesa y que somos sus coperos mayores, se nos manda a paseo. Él es quien le tiende la copa, quien está al lado de la reina, y a nosotros nos ha postergado, dejándonos de nuestro cargo sólo el nombre. Pase que se le honre, que se le haga partícipe 8 de mayores ventajas, que se le asocie en sus secretos, gracias, mal que nos pese, a nuestro silencio y compli­ cidad, aunque eso de por sí ya sea un agravio con el que se nos atropella; pero, al menos, eso se podía hacer sin ofendernos a los servidores que somos criados fieles y prestos a servir cuando se trata de cosas ho­ nestas. Pero ya hablaremos de este tema en otra ocasión 28 Ahora, madre, lo que me gustaría es visitar a mi pro­ metida, a Cariclea, mi total y única dulzura, para ver si puedo curar las penas de mi alma con su vista.

— ¿Qué prometida, hijo? — inquirió Cíbele— ; me pa­ rece que te indignas por las insignificancias que te suceden, y lo más importante lo ignoras. N o te vas a casar con Cariclea. — ¿Qué estás diciendo? — gritó— ; ¿es que no soy digno de casarme con una que es esclava como yo? ¿Por qué, madre? — Por mi culpa — contestó— , por mi injusta benevo­ lencia y fidelidad para con Ársace. Por ella he sacrifi­ cado mi propia seguridad personal; por satisfacer su pasión he expuesto mi salvación; p o r su capricho he hecho todo. Mas, a pesar de eso, a la prim era vez que entra en su alcoba ese presumido y glorioso enamora­ do, sólo con dejarse ver por ella, le ha convencido de que viole los juramentos que te ha hecho, y sea a él a quien entregue a Cariclea como esposa, con la preten­ sión de que no es hermana suya, sino prometida. — ¿Y ha hecho Ársace esa promesa, madre? — Sí, hijo — respondió Cíbele— ; yo mism a estaba presente y lo escuché personalmente: su boda se cele­ brará con toda brillantez dentro de pocos días. Pero también ha prometido buscarte otra esposa para ti. Profirió Aquémenes al oír estas noticias un profundo gemido, y frotándose las manos dijo: — Bien amargo les haré a todos ese matrimonio 286. L o único que tienes que hacer es ayudarme para que la boda se retrase hasta el momento propicio. Si te preguntan por mí, di que me he hecho daño en una caída y estoy en el campo recuperándome. ¡Llam ar prometida a su hermana el bellaco! jComo si no supié­ ramos que es sólo una treta para descartarme! Pues abrazarla y besarla, qué de raro hay en eso! ; ¡sólo si además se acuesta con ella, eso sí que sería una prue­ ba concluyente de que es su prometida, no su herma286 Quizá una reminiscencia de E u r ípid es , Medea 399.

na! Mas yo me ocuparé de eso, y también los dioses de los juramentos, cuya fidelidad han quebrantado. Así habló, y picado por el aguijón de la ira y los 29 celos, del amor y el fracaso — sentimientos bien sufi­ cientes para perturbar la razón de cualquier hombre, cuanto más la de un bárbaro— , decidió poner en prác­ tica la prim era idea que le vino a la cabeza, sin refle­ xionar en nada sino dejándose llevar por el prim er impulso. Al llegar la noche, consiguió robar un caballo 2 armenio de los que el sátrapa criaba en sus establos para las paradas y las fiestas más solemnes, y a rienda tendida cabalgó en busca de Oroóndates, que se halla­ b a en estos momentos en Tebas la Grande, preparando la expedición contra los etíopes y reuniendo todo tipo de material bélico, así como toda clase de tropas, para emprender de inmediato el ataque a su territorio.

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E l rey de Etiopía había burlado mediante un ardid a Oroóndates y había logrado hacerse dueño de uno de los dos objetivos de la guerra: someter por sorpresa la ciudad de Filas, cuya posesión, por estar indefensa ante cualquier ataque, se disputaban continuamente ambos países. Gracias a esta maniobra, puso en tal dificultad al sátrapa, que le obligó a emprender a toda prisa una expedición para la que todo se preparó a la ligera. 2 En efecto, la ciudad de Filas está situada a orillas del Nilo, un poco más arriba de las cataratas menores, y dista unos cien estadios de Siene y Elefantine. Ocu­ pada en otro tiempo por unos desterrados de Egipto que se habían establecido en ella, había sido motivo de disputa desde entonces entre egipcios y etíopes: éstos, porque aducían que el límite de Etiopía son las cata­ ratas; aquéllos, porque consideraban de justicia ane­ xionarse una población, en la que los primeros que se asentaron fueron unos exiliados de su país, y sobre la que, a todos los efectos, tenían el derecho de conquis3 ta 287. De continuo, pues, la ciudad caía y cam biaba de 287 La localización de Filas y la distancia desde Siene y Elefantine (algo más de dieciocho km.) es descrita de igual manera por E strabón, X V II 1, 49-50, que, además, informa de que era una colonia de etíopes y egipcios. También E strabón,

manos, según los golpes de mano y los ataques de unos y otros en cada momento. Pero en esta época estaba ocupada por un destacamento de egipcios y persas. E l rey de Etiopía había enviado una em bajada ante Oroóndates, para reclamar en prim er lugar Filas, y en segundo lugar los yacimientos de esmeraldas (com o ya se ha dicho más arriba, hacía tiempo que llevaba enviando emisarios, sin obtener resultado) 288 y dio la orden a los que integraban la em bajada de anticiparse unos pocos días po r delante de él. É l los iba siguiendo con tropas que tenía preparadas de antemano, como si

X V IÏ 1, 2 habla de unos fugitivos egipcios que se instalaron al norte de Méroe, en una isla sobre el Nilo; de estos fugitivos, H eródoto, I I 30, afirma que llevaron la civilización a Etiopía. E n época de Augusto, según E strabón, X V II 2, 54, los etíopes hicieron una incursión sobre Filas, Siene y Elefantine; quizá este incidente ha servido a Heliodoro para el relato de la gue­ rra entre Hidaspes y Oroóndates. E l asedio de Siene, rico en peripecias, interrumpe la intriga amorosa, hasta casi hacer olvidar a los protagonistas. Si se ha introducido una tal digre­ sión, a pesar de los riesgos que entrañaba para la unidad del tema en la novela, es, según L acombrade, loe. cit., porque el autor estaba seguro de atraer con este relato la atención in­ mediata de los lectores. Esto sólo podía ocurrir porque Siene se había convertido durante el siglo IV d. C. en el punto neu­ rálgico para el dominio de Egipto; diversas fuentes antiguas hablan de numerosos ataques contra Siene por parte de los blemies, a fines del s. iv, y el mismo Heliodoro da a entender aquí algo semejante. N o obstante, esta observación, que, de ser cierta, permitiría fijar con exactitud la datación de la novela, es susceptible de ciertas reservas, pues sabemos que desde mediados del siglo n i aquella zona ha sufrido frecuen­ tes revueltas, y que Diocleciano, en 297, se vio obligado a refor­ zar las defensas de Siene y Filas, y a instalar en la región a las tribus nobatas, a fin de proteger la frontera (cf. K ees , RE, IV, A 1, 1022). Todo ello indica que la situación de Siene era ya frágil desde mucho antes de fines del siglo iv, 288 u na de estas embajadas, de capital transcendencia para el desenlace de la novela (cf. X 11, 1), es mencionada en II 32, 2.

se dirigiera a otra guerra, sin comunicar a nadie el motivo real de la expedición. Y cuando el rey se figu­ ró que los embajadores habían sobrepasado la altura de Filas sin sem brar ninguna razón de sospecha entre sus habitantes y el destacamento allí emplazado, por­ que éstos iban proclamando que se les enviaba para concertar un tratado de paz y amistad, de súbito atacó y expulsó a la guarnición. Ésta en principio hizo frente al ejército enemigo durante dos o tres días, a pesar de su exiguo número, pero finalmente tuvo que ceder ante los instrumentos de ingeniería. De este m odo se apo­ deró de la ciudad respetando la vida de todos sus mo­ radores. Oroóndates estaba enterado de esta pérdida p o r los fugitivos, y asustado por sus relatos; pero cuando vio a Aquémenes presentarse de improviso y sin que nadie hubiera requerido su venida, su terror aumentó aún más. Le preguntó si había sucedido algún daño irrepa­ rable a Ársace o a algún otro miembro de su casa; Aquémenes le respondió que en efecto había ocurrido algo, pero que prefería hablar en privado. Cuando se separaron de los demás, le declaró todo: cómo Mitranes había capturado a Teágenes y le había enviado como cautivo de guerra ante Oroóndates po r si a éste le parecía bien llevárselo como regalo al Gran Rey, pues había que tener en cuenta que la belleza del joven era digna de servir en la corte y la mesa reales; cómo los de Besa se lo habían arrebatado en una escaramuza en la que Mitranes resultó muerto; cómo, después de eso, había llegado Teágenes a Menfis, y entonces inter­ caló el episodio de Tíamis; finalmente, cómo Ársace se había enamorado de Teágenes, cómo se había éste ins­ talado en palacio, y también el trato cortés que se le dispensaba y los servicios de escanciador que prestaba. Le relató también que estaba seguro de que todavía no se había cometido ningún acto ilegal, porque el joven

hasta el momento se había resistido y opuesto; sin 8 embargo, era de temer que algo sucediera, bien porque se le forzara, bien porque éste con el tiempo se rindie­ ra, a menos que alguien se diera prisa y se lo llevase de Menfis, para cortar de raíz el motivo del am or de Ársace. Por esta causa era por la que había venido con tal diligencia. Se había fugado en secreto y había venido a denunciar las insidias que se tramaban contra su dueño; en virtud de la simpatía que le profesaba, no podía soportar la idea de ocultarle lo que se tra­ m aba contra él. Una vez que con estos relatos Oroóndates estuvo 2 henchido de cólera — y era un hom bre que por natura­ leza se entregaba po r entero al odio y al deseo de ven­ ganza— , trató además de despertar en él la pasión amo­ rosa: añadió lo referente a Cariclea, la ensalzó lo más que pudo, pero sin mentir, fue comparando la belleza y la edad de la muchacha con las de una diosa y le prodigó alabanzas de todo género; en definitiva, nada semejante se había visto antes ni podría verse en el futuro. — Considera — decía— que frente a ella todas las 2 concubinas que tienes, tanto las que están en Menfis, como las que te acompañan, son una bagatela. Se extendió Aquémenes con pormenores en estos elogios, con la esperanza de que si Oroóndates enta­ blaba relaciones amorosas con Cariclea no tardaría mu­ cho en otorgársela en matrimonio como recompensa por sus declaraciones. L a irritación y la llama del deseo 3 envolvían por entero y atravesaban al sátrapa de parte a parte; había caído al tiempo, como en una red, en los brazos de la ira y la pasión. M andó llam ar sin la más leve demora a un tal B a g o a s289, uno de sus eunu289 Este nombre, que parece ser de origen persa y tener el significado de «eunuco», es usado con frecuencia para los

cos de confianza, puso a su disposición a cincuenta jinetes y le despachó a Menfis con la orden de encon­ trar cuanto antes y donde quiera que fuera a Teágenes y Cariclea, y conducirlos de inmediato a su presencia. 3 Le entregó también varias cartas: una para Ársace que decía así: «Oroóndates a Ársace: Envíame a Teágenes y a Ca­ riclea, dos hermanos cautivos de guerra y esclavos del Gran Rey. Yo se los transmitiré. Envíamelos de buen grado, porque, aun contra tu voluntad, me los traerán, y entonces me \?eré obligado a dar crédito a Aqué­ menes.» 2 A Eufrates 290, el jefe de los eunucos de Menfis, iba dirigida la siguiente misiva: «P o r el poco celo con el que vigilas mi casa recibi­ rás una sanción. Mas por el momento, entrega a Bagoas los cautivos de guerra griegos, porque tiene el encargo de traérmelos, tanto si Ársace accede, como si no quie­ re. N o dejes de ejecutar esta orden; si no, sábete que he mandado que te traigan encadenado, para desollarte vivo.» 3 Bagoas, acompañado de su escolta, puso el sello del sátrapa en las órdenes que llevaba, para que los de Menfis no tuvieran duda acerca de su autenticidad y entregasen a los jóvenes con mayor rapidez, y se puso en marcha con los suyos para cumplir su cometido. Partió también Oroóndates a la guerra contra los etío­ pes, ordenó a Aquémenes acompañarle, e hizo que lo

eunucos que servían en la corte real persa (cf. E strabón, X V 3, 24; Diodoro de S ic ilia , X V I 47 sig.); también es atribuido a los eunucos entre los escritores latinos (Ovidio, Amores II 2, 1; P u n ió , Historia natural X I I I 4, 9). 290 El acento en la transcripción española del río del mismo nombre es incorrecto; de ahí que aparentemente no coincidan la forma castellana de este personaje y la del río, que en reali­ dad son en griego idénticas.

vigilaran en secreto y sin que él lo notara, hasta que se demostrase la veracidad de sus delaciones. Entretanto, esto es lo que sucedía en Menfis. Des­ pués de la huida clandestina de Aquémenes, Tíamis recibió el rango sacerdotal con todas las prerrogativas que ello suponía y, a causa de eso, comenzó a disfru­ tar de la m ayor consideración entre los habitantes de la ciudad. Después de terminar los funerales de Calasiris y tributar a su padre todas las ofrendas rituales en los días establecidos, en cuanto las disposiciones sacerdotales le permitieron salir de casa y reempren­ der la vida en común con el resto de los ciudadanos, se dispuso a buscar a Teágenes y su compañera. Luego de muchas idas y venidas, logró enterarse de que éstos estaban residiendo en el palacio del sátrapa. Se encaminó entonces a toda prisa a ver a Ársace para reclamar a los jóvenes extranjeros. Alegó la conve­ niencia de que fuera él quien se hiciera cargo de éstos, entre otras muchas razones, porque su padre Calasiris, al morir, le había encomendado el cuidado de velar y combatir por los forasteros de todos los modos posi­ bles; reconoció su agradecimiento a Ársace por haber hospedado estos días anteriores a los muchachos, aun siendo griegos y extranjeros, y por haber hecho gala de tales sentimientos de generosidad hacia ellos du­ rante el tiempo en el que estaba prohibido a las per­ sonas profanas penetrar en el recinto del templo. Sin embargo, ahora era justo que se le devolviera el de­ pósito, para encargarse él personalmente de su pro­ tección. — M e extraña — replicó Ársace— que tú por un lado confirmes el testimonio de nuestra bondad y generosi­ dad, pero, por otro, nos acuses de inhumanos, como si en lo sucesivo no fuera yo a querer o a poder velar por ellos y darles el trato más apropiado.

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— N o es eso — argüyó Tíamis— ; también yo sé que ellos estarían aquí en mejores condiciones que en mi casa, si fuera de su agrado permanecer aquí. Lo que ocurre es que para ellos, nacidos de ilustre linaje pero obligados a padecer los más diversos escarnios de la fortuna, como en la actualidad todavía andan errantes, lo más importante por encima de todo es reunirse con su familia y regresar a su patria. Conseguir este obje­ tivo es lo que mi padre me ha dejado como herencia; además, yo mismo tengo otras razones, bien legítimas por cierto, para dar testimonio de mi amistad a los

extranjeros. 8— Haces bien — contestó Ársace— en invocar la ju s­ ticia, en lugar de humillarte y pedírmelo con súplicas; pues ésta se encuentra inequívocamente de mi parte, p o r cuanto que para poseer algún esclavo el ser dueño de él da más derechos que el ser protector sin esperar nada a cambio. — ¿Y tú eres su dueña? ¿Por qué? — preguntó Tíamis lleno de asombro. — Por la ley de guerra — contestó— , que hace escla­ vos a los presos en batalla. 4— Pero, Ársace — dijo Tíamis, comprendiendo que se refería al asunto de Mitranes— , esto de ahora no es la guerra, ahora hay paz. L a naturaleza de aquélla es hacer esclavos, la de ésta liberarlos; aquélla es ca­ pricho tiránico, ésta, en cambio, es juicio m esurado y 2 propio de un rey. N o es la significación estricta de la palabra, sino la disposición de quienes la usan lo que en realidad define la guerra y la paz. Pues es evidente que si añades la noción de justicia podrás delimitar m ejor estos conceptos. En cuanto a lo adecuado y lo conveniente, nada de eso está ahora sometido a de­ b a te 291. ¿Cómo además va a estar bien o ser ventajoso

no

291 El egipcio Tíamis habla aquí como un aventajado alum­ de los filósofos griegos, aunque sus ideas sean también

que se vea y que tú misma reconozcas que estás con­ sagrada con tanto ahínco a unos jóvenes extranjeros? Ante esto, Ársace no pudo contenerse más; le ocurrió lo mismo que siempre sucede a todos los enamo­ rados, que mientras creen que sus sentimientos son desconocidos, incluso se ruborizan; pero cuando se dan cuenta de que se les ha descubierto, lo afirman rechazando cualquier pudor. El am or oculto es, en efecto, bastante tímido, pero el conocido se hace mu­ cho más audaz. Así también a Ársace fue la propia conciencia de su alma lo que la delató; imaginando que Tíamis tenía alguna sospecha de ella, se desemba­ razó, sin ninguna consideración por el sacerdote ni po r la dignidad sacerdotal, de toda vergüenza femenina y declaró: — Bueno, ten por cierto que también tendrás que arrepentirte de los atropellos cometidos contra Mitranes. Llegará el momento en que Oroóndates exigirá cuentas a los que le han asesinado a él y a su escolta. En cuanto a éstos, no los pienso soltar. Por ahora son esclavos míos, y dentro de poco se les va a enviar a mi hermano, el Gran Rey, de acuerdo con la ley persa. Sabido esto, haz todos los bellos discursos que quieras y define lo justo, lo adecuado y lo conveniente; todo en vano, porque el que tiene la autoridad no ruega a nadie nada de eso, y lo único que tiene en cuenta es su capricho particular. Ahora, vete de este palacio cuanto antes y por tu propio pie; no sea que corras el riesgo de salir contra tu voluntad. Salió, pues, Tíamis, poniendo a los dioses por testigos y afirmando únicamente lo siguiente: que esto no acabaría bien. Tenía la intención de manifestar todo anacrónicas: las nociones de lo «justo», «conveniente», «útil» se han desarrollado sobre todo a partir de Sócrates, y las especulaciones acerca de las diferencias entre «rey» y «tirano» son habituales en particular entre los estoicos.

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el asunto al pueblo y apelar a su apoyo. Pero Ársace aún le dijo: — N ada me importa tu sacerdocio; una sola religión conoce el amor: el éxito. A continuación se retiró a sus aposentos, mandó que llamaran a Cíbele y comenzó a reflexionar acerca de la situación. Ella, en efecto, tenía ciertas sospechas de la huida de Aquémenes, que no aparecía p o r ninguna parte, y Cíbele, cuando ella le preguntaba por Aqué­ menes o trataba de buscarle, urdía complicados pre­ textos, cada vez diferentes, y procuraba salir del paso con cualquier excusa, antes que revelar su partida para ir a entrevistarse con Oroóndates; sin embargo, no lograba persuadirla, y, por ello, conforme fue transcu­ rriendo el tiempo, fue aumentando abiertamente su desconfianza. El caso es que en esta oportunidad dijo: — ¿Qué haremos, Cíbele? ¿Cuál será el final de los agobios que nos acosan? E l am or no remite, e incluso va haciéndose cada vez más intenso, pues ha prendido en ese joven con la misma fuerza que el fuego en un bosque. Es cruel, no se a b la n d a 292; al principio parecía más comprensivo que lo que es ahora y me consolaba con dolosas promesas, pero ahora me rechaza de pla­ no y sin velos. Pero lo que me conturba todavía más es que también él se haya enterado de las sospechas que tengo contra Aquémenes, y por eso se haya ame­ drentado en el asunto. A pesar de todo, lo que más me duele es la actitud de Aquémenes: ¿no ha ido a dela­ tarme ante Oroóndates? ¿o quizá para tratar de con­ vencerlo con razones bien verosímiles por otra parte? ¡Ojalá pudiera tan sólo ver a Oroóndates! N o podría soportar ni una sola caricia, una sola lágrim a de Ársa­ ce. Grande es el hechizo que encierran las miradas de una mujer, más aún, de una esposa, para persuadir a 292 El vocabulario es típicamente homérico.

los hombres. ¡Pero lo más terrible es que se me acu­ sara antes de haber gozado de Teágenes, o incluso que se me castigara sin motivo, si Oroóndates da crédito a sus delaciones antes de hablar conmigo! De modo que Cíbele remueve todo, encuentra cualquier medio. Las amenazas que, como ves, nos acucian están en el extre­ mo. Estamos en la cresta de la ola. Date cuenta al mis­ mo tiempo de que no hay posibilidad — ¿cómo va a haberla?— de que tenga miramientos con quienes me rodean, si desespero de mi propia vida. No, no los tendré, y tú serás la prim era en disfrutar de tu parte po r las asechanzas de tu hijo, porque no puedo creer que las desconozcas. — De mi hijo y de mi lealtad hacia ti — dijo Cíbele— , mi dueña, los hechos mismos te harán com pro­ b a r que no es verdad lo que te figuras. El error es tuyo, que te ocupas de tu am or con tanta negligencia y que en realidad actúas con blandura extraordinaria; no cargues la culpa a los que no son culpables. Pues con el jovenzuelo, no te conduces como su dueña que eres, le mimas más bien como si tú fueras la esclava. Esto al principio quizá estuviera bien, porque su alm a parecía ser delicada y joven; pero, ahora, una vez que se ha rebelado como contra una enamorada, que reci­ b a pruebas de su dueña. Cuando se le azote y se le someta a tormento, ya verás cómo se rinde a tus pies y a tus deseos. Los jóvenes suelen despreciar a los que los miman, y sólo son sumisos con quienes los m al­ tratan. De manera que también éste hará, con castigo, justo lo que ahora rehúsa con adulaciones293. — M e parece que tienes razón — dijo Ársace— ; mas ¿cómo, oh dioses, soportar ver con mis propios ojos su bello cuerpo cubierto de latigazos o castigado sim­ plemente de otro modo?

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293 Este mismo tópico se encuentra en A quiles T acio, V I 20, a propósito de Tersandro y Leucipe.

— ¡Otra vez estás compadeciéndote! — dijo— ; com si no dependiera de él escoger lo más provechoso al precio de una ligera tortura, y de ti conseguir tu pro12 pósito con unas pocas molestias. N i siquiera hace falta que sufras viéndole; se lo entregas a Eufrates y le encargas que le imponga un pequeño castigo por una falta que ha cometido. Así no te afliges viéndole — porque lo que se oye es mucho más fácil de sobrelle­ var que lo que se ve— , y si nos enteramos de que ha cambiado de idea, le concedemos la gracia de nuevo y le decimos que ya tiene suficiente corrección. 6 Ársace se dejó persuadir, pues un am or sin espe­ ranzas no conoce miramientos por el amado y suele convertir el fracaso en deseo de venganza. Hizo venir al jefe de los eunucos y le mandó cumplir su determi2 nación. Éste, que, además de padecer la enfermedad de los celos propia de la naturaleza de los eunucos, se consumía en odio contra Teágenes, tanto a causa de lo que veía con sus propios ojos, como por lo que sospechaba, le colocó enseguida grilletes de hierro y empezó a acorralarle con el ham bre y los azotes. Le encerró en una tenebrosa celda y no respondía a las preguntas de Teágenes, que, si bien conocía la razón de todo esto, simulaba y le interrogaba. Ib a intensi­ ficando el castigo cada día más y le torturaba más de lo que Ársace quería y había ordenado. N o permitía ninguna visita, excepto a Cíbele, porque así se lo tenían 3 dicho de modo expreso. Ésta le visitaba con frecuen­ cia, con el pretexto de llevarle alimentos a escondidas. Argüía que es que le daba compasión y estaba suma­ mente afligida porque había tenido cierta intimidad con él, pero en realidad lo que hacia era com probar su estado de ánimo en las circunstancias en que se en­ contraba, y ver si terminaba por ceder y ablandarse 4 con las torturas. Pero él se comportaba con mayor valentía y rechazaba con decisión más firme todos sus

intentos; su cuerpo estaba totalmente extenuado, pero su alma se veía cada vez más robustecida con la virtud. El infortunio le enorgullecía, y se pavoneaba porque en el extremo del dolor se le concedía el favor más vital: proporcionar un medio de demostrar su am or y fidelidad a Cariclea. Con tal de que Cariclea se enterara, consideraba las tribulaciones presentes como el bien más alto, e invocaba sin cesar su nombre, que él llamaba su vida, su luz y su alma. Viendo esto Cíbele, aunque sabía que la voluntad de Ársace era aplicar a Teágenes un sufrimiento ligero, pues no le había entregado para darle muerte sino para forzarle a ceder, no obstante por su cuenta trans­ mitía a Eufrates el encargo opuesto, que redoblara los tormentos. Pero cuando se dio cuenta de que todos sus esfuerzos eran vanos, y que la experiencia por ella sugerida era constantemente rechazada y estaba con­ denada al fracaso, comprendió la dificultad de su situa­ ción: por un lado, temía el castigo de Oroóndates, que sería fulminante, en el caso de que se enterara de todo por Aquémenes; por otro, podía ser que Ársace se adelantara y le diera ella misma muerte, por haberse burlado de ella al prom eter que colaboraría en dar satisfacción a su pasión amorosa. Resolvió por esto salir con decisión al paso de los acontecimientos y, tras de realizar alguna gran maldad, asegurar el éxito de los proyectos de Ársace y eludir el peligro que la amena­ zaba en la actualidad por parte de ella, o bien ocultar las pruebas de todo el asunto, maquinando la muerte para todos los testigos. Con esta resolución se presentó

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ante Ársace y le dijo: — Baldías son nuestras fatigas, mi dueña; el cruel no remite en su obstinación y se va haciendo cada vez más osado. Tiene de continuo el nom bre de Cariclea en sus labios y se alivia en su dolor llamándola, como si eso fuera una cura. Si te parece bien, pues, tiremos, 9

como dice el proverbio, nuestra última an cla294 y haga­ mos expedito lo que ahora es una traba ineludible. Si se entera de que ya no existe, es natural que cambie de idea y venga a satisfacer nuestra voluntad, desis­ tiendo de su actual amor. 7 Captó Ársace de inmediato la intención de esta pro­ puesta, y los celos que la devoraban se vieron acrecen­ tados por la cólera de estas noticias. — Tienes razón — exclamó— ; yo me ocuparé de ha­ cer que eliminen a esa miserable. — Pero — replicó Cíbele— , ¿a quién podremos con­ vencer para que lo ejecute? Aunque tú tienes autori­ dad total, te está legalmente prohibido ajusticiar a alguien, si no es con la sentencia de los magistrados 2 persas. Tendrás que meterte en molestias y dificulta­ des, si has de inventar acusaciones y cargos contra la muchacha. Y aún así, no es seguro que se nos vaya a dar crédito. Pero, si te parece, pues yo estoy dispuesta a hacer y sufrir cualqueir cosa por ti, le serviré a la mesa la traición mediante un veneno, y con un b rebaje hechizado te dejaré libre de tu adversaria. Aprobó Ársace esta insidia y le dijo que la llevara a 3 cabo. Ella partió al punto y encontró a Cariclea envuel­ ta en lágrimas y lamentos (y qué otra cosa podía hacer, sino llorar y meditar el medio de quitarse la vida, una vez que se había enterado a escondidas de las tribula­ ciones que Teágenes padecía, a pesar de que Cíbele al principio había alimentado sus esperanzas con men­ tiras complicadas, y había fingido unos y otros pretex­ tos, diferentes cada vez, para darle razón de po r qué no podía ella verle y de que él tampoco hiciera las acostumbradas visitas a su habitación).

294 Las naves tenían m ás d e un ancla, p o r lo general; la frase parece ser p ro v erb ial y a desde Eurípides, frag. 774 N auck ; cf. Píndaro, Olímpicas V I 101 sig.

— Infeliz — le dijo Cíbele— , ¿no vas a dejar de con- 4 sumirte y atormentarte en vano? Sábete bien que han soltado a Teágenes y que vendrá a verte a la puesta del sol hoy. La señora se había molestado un poco con él por una falta en el servicio y mandó que lo encerra­ ran, pero ha prometido soltarle hoy, porque va a celebrar una solemne fiesta y a dar un banquete. Ade­ más, yo se lo he rogado encarecidamente. De modo que levanta el ánimo, recobra la confianza y comparte ahora con nosotras un poco de comida. — ¿Cómo — dijo Cariclea— voy a creerte? Tus engaños constantes cortan po r su base cualquier verosi­ militud que haya en tus palabras. — P or todos los dioses — replicó Cíbele— , te juro que hoy lo liberarán, y tú estarás lejos de todas las preocupaciones. Lo único que has de hacer es no per­ sistir en destruirte; ya son muchos los días que llevas sin probar bocado. Hazme caso y apura estos manjares preparados para la ocasión. Por fin, aunque a duras penas, accedió Cariclea. Si bien sospechaba de su naturaleza, tan pronta a las mentiras, el peso de los juramentos la persuadió, y sobre todo la dulzura de las noticias, que aceptaba con gran placer. Pues en lo que se suele confiar es en lo que se desea. Se recostaron, pues, y comieron. Cíbele indicó con señas a la joven criada que ofrecía las copas con la mezcla de vino preparada que se lo acercara primero a Cariclea; luego, cogió ella misma su copa y bebió. Pero no había terminado aún de agotar todo el contenido, cuando la vieja se sintió ma­ reada. Derram ó entonces lo poco que sobraba y lanzó una furiosa m irada a la sirvienta, mientras se veía sacudida de espasmos y convulsiones agudísimos. La turbación y la alarm a cundieron entre todos los presentes; también Cariclea, que trataba de reanimar­ la, estaba llena de espanto. E l mal era, a juzgar por

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las apariencias, más grave que cualquier dardo empa­ pado de veneno mortífero, y suficiente para provocar la muerte a un joven o a uno que estuviera en el vigor de la edad, cuanto más a un cuerpo anciano y ya ajado por la edad. Por esto, se extendió con más rapi­ dez que lo que se tarda en decirlo, y enseguida llegó a las partes más vitales. Los ojos de la anciana esta­ ban inflamados, los miembros, cuando se le pasaron los espasmos, quedaron inertes, y su tez visiblemente se fue ennegreciendo. Pero yo creo que su alma llena de engaños era más fuerte todavía que lo nocivo de la ponzoña, pues ni siquiera en la extrema agonía fue capaz de abandonar sus maldades, pues entre señas y palabras entrecortadas, señaló a Cariclea como culpa­ ble de esta maquinación. La vieja todavía expiraba, cuando ya Cariclea era cargada de cadenas y conduci­ da enseguida a presencia de Ársace. Preguntó ésta si había sido ella la que había preparado el veneno, y la amenazaba con castigos y tormentos si no quería con­ fesar la verdad. Aun en este estado, Cariclea constituía para todos los que la veían un inusitado espectáculo: lejos de manifestar abatimiento o algún signo de fla­ queza de sentimientos, llevaba a risa y brom a su situa­ ción presente. Su conciencia tranquila le hacía despre­ ciar la calumnia, y por otra parte, el que ïe dieran muerte, si no existía Teágenes, era para ella un motivo de alegría, e incluso una ventaja, porque serían otros los que cumplirían el sacrilegio que por su cuenta ha­ bía decidido cometer contra sí misma. — Ilustre princesa — comenzó a decir— , si está vivo Teágenes, afirmo que estoy limpia del asesinato; pero si tu santa voluntad le ha obligado a padecer algo irre­ parable, no hace ninguna falta utilizar contra mí el tor­ mento como medio para confesar. Aquí me tienes, degüéllame sin demora; yo soy la que ha envenenado a tu nodriza y a la que te educó para las m ejores

obras. Pues ése era el deseo más ansiado de Teágenes, el que con justicia desdeñó tus abominables caprichos. Ársace, en el colmo del furor por estas palabras, 9 mandó que la abofetearan. — Llevad — ordenó— a esta malvada, así como está, cargada de cadenas, y mostradle a su extraordinario amado, que se encuentra igual que ella con todo el merecimiento. Encadenadle brazos y piernas y entre­ gadla a Eufrates para que la custodie hasta mañana. Mañana, el juicio de los magistrados persas la some­ terá a la pena de muerte. Mientras se la llevaban, la joven que había escan- 2 ciado el vino a Cíbele, que era una de los dos esclavos jonios que Ársace al principio había otorgado a los muchachos para su servicio personal, bien porque sentía pena por Cariclea a causa de la simpatía que el trato y la convivencia con ella habían despertado, bien porque hubiera recibido una comunicación de la volun­ tad divina, comenzó a sollozar y gem ir diciendo: — ¡Pobre infeliz! ¡Sin ninguna culpa! Los que la rodeaban se quedaron extrañados y le 3 obligaron a explicar con claridad qué pretendía decir. Ella confesó que en efecto le había dado el veneno a Cíbele, pero que ésta a su vez se lo había entregado para que lo pusiera en la copa de Cariclea. Aturdida ante la idea de realizar tan inaudita villanía, o des­ concertada porque la propia Cíbele le indicaba por se­ ñas que se lo diera prim ero a Cariclea, había confun­ dido las copas y le había ofrecido a la anciana la que contenía el veneno. Ante estas revelaciones, la con- 4 dujeron al punto a presencia de Ársace. Todos atri­ buían a un milagro divino el descubrimiento de ver a Cariclea libre de todos los cargos que se le imputaban. Efectivamente, un temperamento noble y un aspecto digno producen compasión incluso en un corazón bár-

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baro 295. La joven sierva relató de nuevo esto, pero no m ejoró en nada la situación, antes bien Ársace declaró: — También ella parece ser cómplice. Y ordenó que la encadenaran y tuvieran ba jo custo­ dia hasta el juicio.

Mediante unos emisarios, citó para el juicio que tendría lugar al día siguiente a los dignatarios persas que tenían potestad para deliberar en los asuntos del estado, prom ulgar sentencias judiciales y fijar las pe6 ñas. Comparecieron ellos al alba, ocuparon el estrado, y Ársace pronunció la acusación. Denunció el envene­ namiento, explicando con todo lujo de detalles y entre lágrimas continuas por su nodriza, cómo había sido y cómo había perdido a la persona más digna de estima y con mejores sentimientos hacia ella. Apelaba a los jueces como testigos, increpando la ingratitud de la extranjera, que, hospedada y honrada con todo géne­ ro de amabilidad, le devolvía ahora este pago de dolor. 7 En resumen, fue la acusadora más cruel que se puede imaginar. Cariclea sin em bargo no se defendió: reco­ nocía también ahora los cargos, asentía en que le había dado el veneno y añadía que también le hubiera gus­ tado dar muerte a Ársace, si los otros sucesos no se hubieran anticipado. Más aún, insultaba abiertamente a Ársace y provocaba a los jueces con todo tipo de 8 procedimientos para que la condenaran. Actuaba así, porque, durante la noche pasada, en la cárcel, había confiado a Teágenes todas sus intenciones, le había preguntado a continuación lo que él pensaba y habían llegado al acuerdo de aceptar ambos voluntariamente cualquier muerte que se Ies impusiera para liberarse de una existencia abocada a sufrir sin remedio, de un vagar interminable y de un infortunio sin tregua. A continuación, le había dado los que creía eran últimos 295 La misma idea ha sido ya expuesta en I 4, 3; V 7, 3.

abrazos, se había puesto los collares con los que en otro tiempo había sido expuesta, y que siempre había tenido la precaución de llevar escondidos, por dentro del vestido, debajo del vientre, y los había traído como mortaja. Por esto confesaba todos los cargos que se le imputaban y hasta inventaba nuevos crímenes. Los jueces, pues, pronunciaron la sentencia sin demora, y a punto estuvieron de sometería a la pena más cruel que se ejecuta en Persia 296; pero probablemente por la pena que inspiraban la apariencia, la juventud y la irresistible belleza de la muchacha, se contentaron con condenarla a ser quemada viva. De inmediato, se apoderaron de ella los verdugos, que la condujeron a un lugar cercano fuera de la muralla, mientras un he­ raldo lanzaba continuas proclamas, diciendo que era llevada a la pira, convicta de envenenamiento. U n nu­ meroso gentío acompañaba la comitiva fuera de la ciudad: unos eran espectadores presenciales del tras­ lado; otros, en cuanto oyeron la noticia que corría de boca en boca p o r la ciudad, fueron a toda prisa para contemplar el espectáculo. Llegó también Ársace, que se instaló en la m uralla para presenciarlo, pues le hu­ biera parecido un dolor terrible no saciar sus miradas con el castigo de Cariclea. Una vez que los verdugos apilaron la mayor cantidad posible de leña para la pira, y ésta prendió entre resplandores al poner la llama por debajo, Cariclea pidió a los que la arrastra­ ban que la soltaran un poco y prometió subir a la pira por su propio pie. Luego, extendió sus brazos al cielo

296 La crueldad de los castigos de los persas era prover­ bial (vid. H erodoto, I I I 125); el propio H eliodoro, un poco más arriba (V I I I 3, 2), ha presentado a Oroóndates amenazando a Eufrates con el desollamiento, y a esta pena debe referirse aquí. N o obstante, P lutarco , Artajerjes 19, habla de una pena especial y refinada para los convictos de envenenamiento.

por la parte por donde el sol alum braba con sus rayos y exclamó en alta voz: 12 — ¡Sol, tierra y divinidades que en tierra o bajo tierra veis y castigáis a los hombres im píos!, vosotros sois testigos de mi inocencia en lo que se me imputa, pero voluntariamente me someto a la muerte, para evi­ tar las intolerables vejaciones de la fortuna. A mí, pues, aceptadme con benevolencia; pero a la criminal, la impía, la adúltera, la que es culpable de esta ini­ quidad para privarme de mi joven esposo, a Ársace, castigadla cuanto antes y vengadme. Tras decir esto, todo el pueblo estalló en gritos: unos se disponían a im pedir la ejecución de la pena hasta la celebración de un segundo juicio, y otros ya se habían lanzado con el mismo propósito hacia Cariclea. Pero ella se adelantó y subió a la pira. Avanzó justo hasta el centro y permaneció allí de pie e inmóvil largo rato, sin sufrir ningún daño. Las llamas la rodeaban por todas las partes, pero no se acercaban ni le ha­ cían ningún mal, pues retrocedían cada vez que Cari­ clea se aproximaba a ellas por cualquier parte. E l fuego se contentaba con iluminar y hacer resplandecer con sus fulgores la belleza de Cariclea, como si se tratara de una recién casada en un lecho nupcial hecho 14 de fuego. Se precipitaba a uno y otro lado de la pira, asombrada del prodigio y presurosa por alcanzar la muerte; pero sus esfuerzos eran vanos, porque el fue­ go no hacía más que retroceder, como huyendo de su proximidad. Los verdugos no cejaban y redoblaban sus empeños ante las amenazadoras órdenes que Ársa­ ce indicaba con sus señas: amontonaban leña, apila­ ban cañas de río, y trataban por todos los medios de 15 avivar la hoguera. Pero como el resultado era siempre nulo, la ciudad iba quedando cada vez más sobrecogí13

da, y todos se figuraban que era la propia divinidad quien la socorría 297. — ¡La m ujer es pura! ¡La m ujer es inocente! — gri­ taban, y se acercaban tratando de apartarla de la pira. Tíamis en persona m archaba a la cabeza y renovaba los ímpetus del pueblo para que socorrieran a la mu­ chacha — también él se había presentado, pues el infi­ nito clamor le advirtió de lo que ocurría— . Estaban anhelantes po r sacar a Cariclea, pero no osaban acer­ carse y se conformaban con exhortarla a saltar de la hoguera: no había nada que temer, si quería salir, por­ que aun dentro del fuego continuaba indemne. Cari­ clea, al ver y oír esto, segura de que eran los propios dioses quienes la defendían, decidió evitar cualquier ingratitud en su comportamiento, si rechazaba el fa­ vor divino de lo alto, y saltó de la pira. Todos los habitantes de la ciudad, llenos de alegría y admira­ ción, profirieron un inmenso y unánime clamor, y co­ menzaron a invocar la grandeza de los dioses. Sólo Arsace, fuera de sí, saltó del muro, se preci­ pitó corriendo a través de una pequeña puerta con su numerosa guardia y los jefes persas y, poniendo sus propias manos sobre Cariclea, dijo mientras lanzaba furibundas miradas hacia el pueblo: — ¿No os da vergüenza, a una criminal, a una enve­ nenadora, a una asesina capturada in flagranti y que reconoce su propia culpa, intentar librarla de su casti­ go? ¿Ayudar a una m ujer impía? ¿Oponeros al tiempo a las leyes de los persas, al Gran Rey, a los sátrapas, a los dignatarios, a los jueces? ¿Compadeceros quizá porque no la haya quemado el fuego y atribuir errónea­ mente esa acción a los dioses? ¿Pero es que vais a perder el juicio y no daros cuenta de que eso precisa297 Idéntico milagro narra Eliano, Historias varias V 6, a propósito de un indio.

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mente es la prueba más palpable de que es una enve­ nenadora y de que sus brujerías son tan grandes que incluso puede resistir a la violencia del fuego? Acu­ did, si os parece bien, mañana por la mañana a la asamblea, que haremos pública para vosotros, y cons­ tataréis que ella lo confiesa y que sus cómplices que tengo en prisión también la acusan. Y al mismo tiempo, la asió fuertemente p o r el cuello y se la llevó, ordenando a los guardias que le abrieran paso entre la multitud. Estaban unos indig­ nados y prestos a no consentirlo, pero otros cedieron, en parte por la sospecha de que realmente fuera una maga, y algunos también se apartaron por miedo a Arsace y a las fuerzas que la rodeaban. Cariclea fue de nuevo entregada a Eufrates. Otra vez se la cargó de cadenas, pero más numerosas aún que antes, y se la encerró en una mazmorra, en espera del segundo ju i­ cio y condena. E l único provecho, precioso por lo demás, obtenido en esta aventura fue el dejarla en compañía de Teágenes y tener así la ocasión de relatarle el episodio ocurrido. Ársace, en efecto, había imaginado este refinado suplicio para satisfacer sus deseos de vengan­ za; con él, creía que Ies torturaría de modo más cruel y llenaría de más escarnio a los jóvenes: encerrarlos en la misma mazmorra y dejarles que se vieran mu­ tuamente abrumados de cadenas y víctimas de idénti­ cos padecimientos. Pues sabía que el sufrimiento del ser amado produce al amante aún más dolor que el propio. Sin embargo, esta circunstancia era para ellos más bien motivo de consuelo: a ambos les parecía una ventaja estar sometidos a iguales castigos, porque cada uno pensaba en su fuero interno que, si sufría tormen­ tos menores que el otro, era vencido y daba menores pruebas de amor. Se añadía también la oportunidad de estar juntos, consolarse y animarse para soportar con nobleza y valor las calamidades que les asediaban y

las lides que recíproca.

mantenían

por

su

virtud

y fidelidad

Estuvieron conversando hasta muy avanzada la no- 10 che, como es natural en dos amantes que ya desespera­ ban de volver a verse después de esa noche, y como si trataran de agotar lo más posible el goce de su mutua compañía. Finalmente, sus reflexiones recabaron en el prodigio sucedido en la pira. Teágenes atribuía la causa a la benevolencia de los dioses, que odiaban la impía calumnia de Ársace y se compadecían de quien era ino­ cente y culpable de nada. Cariclea, en cambio, parecía dudar: — E l prodigio de mi salvación — decía— parece des- 2 de luego deberse al favor sobrenatural y divino; pero todas estas imponentes pruebas que nos agobian sin dam os el más mínimo respiro, las injurias de todo tipo que padecemos y los sobresalientes tormentos sólo son propios de quienes sufren la cólera divina y son víctimas del odio de los poderosos. A menos que sea un milagro de una divinidad que se complace en arro­ jam os a los peligros más extremos, para luego salvar­ nos cuando estamos totalmente desamparados. Mientras ella razonaba así, Teágenes la exhortaba a Π cuidar sus palabras para no ofender a los dioses y le instaba a perseverar más en su piedad y en su pru­ dencia. — ¡Dioses! — exclamó ella entonces— , ¡sednos pro­ picios! ¡Qué clase de sueño, si es que no era una vi­ sión real, me ha venido ahora a mi espíritu! Lo tuve la noche pasada, y no sé cómo se me había olvidado desde entonces. Pero ahora de nuevo acaba de volver a mi memoria. E ra el sueño un oráculo en verso, que 2 pronunciaba el muy divino Calasiris. N o sé si era úni­ camente su imagen lo que se me apareció en sueños, cuando me quedé dormida sin querer, o si le vi en realidad a él. Esto es, creo, lo que decía:

Si Uevas una pantarba, no sientas espanto por la vio[lencia del fuego; m uy fácil es para las Parcas incluso lo más imprevi[sible m . Se estremeció Teágenes como los poseídos de la divinidad y experimentó una súbita agitación, en la medida que las cadenas se lo permitían, mientras ex­ clamaba en un puro grito: — jSednos, dioses, favorables! [También, yo tengo reminiscencias poéticas! Un oráculo he recibido del mismo vate, bien fuera Calasiris, bien un dios que hu­ biera tomado su form a, que me ha visitado y parecía declararme lo siguiente: A la tierra de los etíopes llegarás en unión de la mu[ chacha, de las cadenas de Ársace mañana tras escapar. E l sentido de este vaticinio lo puedo conjeturar así: «la tierra de los etíopes» parece referirse a la m orada subterránea; «en unión de la muchacha», que convivi­ ré con Perséfone; y la liberación de las cadenas, alude a la inmediata separación de alm a y cuerpo. En cuanto a ti, ¿qué indica tu profecía, compuesta como está de afirmaciones contradictorias? Pues el propio nom­ bre de pantarba significa «que tiene espanto de todo»; sin embargo, la profecía prescribe que no hay nada que temer del fu e g o 299. 298 Sobre la peculiar propiedad de la pantarba, cf. IV 8, 7 y nota 160. Los dos versos constituyen un dístico elegiaco, que se encuentra en la Antología Palatina IX 490. E l contenido del pentámetro es semejante al de los versos que cierran varias tragedias de E urípides (Alcestis, Bacantes, Medea, Andrómaca y Helena). También los versos de Teágenes más abajo forman un dístico elegiaco. 299 Teágenes comete el error de interpretar el sueño de un modo alegórico: kóre («m uchacha») es, en efecto, el nombre

— Teágenes, mi dulcísimo amado — replicó Cari­ clea— , el hábito de las desdichas te hace pensar e interpretar todo de la peor manera, pues la mente del ser humano suele tornarse según las circunstancias. Pero el vaticinio me parece que revela cosas mejores que las que a ti se te ocurren: quizá yo soy esa mu­ chacha a la que se alude, con quien tú has de llegar, de acuerdo con la profecía, a Etiopía, mi patria, tras escapar de Ársace y de las cadenas de Ársace. Ahora bien, ¿de qué modo?, ni es evidente para nosotros ni fácil de imaginar; pero los dioses tienen poder, y ellos que han hecho ese vaticinio se cuidarán de cumplirlo. Al menos, la predicción que se refería a mi persona ya se ha verificado, como sabes, según su voluntad: gra­ cias a ellos estoy viva ahora, cuando todo era deses­ peración, y yo misma era quien llevaba mi salvación, aunque entonces lo ignoraba. Pero creo que ahora lo comprendo. Pues no eran sino los signos expuestos conmigo que permitieran reconocerme; siempre hasta entonces había tenido la precaución de llevarlos, y par­ ticularmente en esa ocasión, cuando se me iba a juzgar y mi final se hacía inminente, no me separé de ellos, pues los tenía ocultos en la cintura, a fin de que si me salvaba me procuraran el bienestar de por vida y en todas las necesidades, y en el caso de que me ocu­ rriera alguna desgracia irreparable fueran mis postre­ ros adornos y mi mortaja. Entre estos objetos, Teáge­ nes, que son valiosos collares y piedras preciosas del Indo y de Etiopía, se encuentra un anillo, que fue el obsequio que mi padre regaló a mi madre cuando pidió su mano. Tiene engastada una piedra llamada pantarba y está grabado con ciertos signos sagrados que le do­ tan al parecer de una virtud divina, que confiere a la

ritual de Perséfone, y la forma griega de la palabra «pantarba» sugiere etimológicamente el sentido que le atribuye Teágenes.

piedra la capacidad de repeler el fuego y hacer a los que la llevan insensibles a las llamas. E lla es sin duda 9 la que con el favor de los dioses me ha salvado 300. En esto radica la base de mis suposiciones; y, más aún, estoy segura de eso por lo que el muy divino Calasiris me dejó entrever: según me explicó con frecuencia301, esta propiedad está mencionada y descrita en la ins­ cripción que lleva bordada la cinta con la que fui ex­ puesta, la misma que todavía tengo enrollada en mi cintura. ío — Esa explicación — contestó Teágenes— es proba­ ble, o más bien exacta y conforme con lo sucedido. Pero de los peligros de mañana ¿qué otra pantarba te liberará? Pues no asegura la inmortalidad, ¡ojalá fuera a sí!, igual que la eficacia contra las llamas de la pira, y la pérfida Ársace estará ahora tramando — bien fácil es de suponer— , un nuevo medio para satisfacer 11 su venganza. ¡Quieran los dioses que decida conde­ narnos a una sola muerte a los dos juntos! Eso al menos no sería para mí morir, sino reposar de todas nuestras tribulaciones. — ¡Valor! Otra pantarba tenemos — respondió Cari­ clea— : los vaticinios recibidos. Encomendémonos a los dioses: si nos salvamos, nuestra alegría será mayor; si hemos de sufrir más, lo soportaremos con renovada santidad. 12 Tales eran sus reflexiones; unas veces las acompa­ ñaban de llantos, y aseguraba cada uno que su mayor pena y angustia era por el otro, no por sí mismo; otras veces se confiaban los últimos encargos y ju raban por los dioses y la adversidad presente que se mantendrían fieles en su am or hasta la muerte. De este m odo fueron pasando la noche. 300 El poder secreto de la pantarba ya es mencionado en la carta de Persina a su hija (I V 8, 7). 301 Cf. IV 11, 4.

Entretanto, Bagoas y los cincuenta jinetes que le 2 acompañaban llegaron a Menfis. E ra aún noche cerra­ da, y toda la ciudad estaba dormida. Despertaron sin ruido a los centinelas de las puertas, dijeron quiénes eran y, una vez reconocidos por ellos, se dirigieron al palacio del sátrapa rápidamente y en silencio. Dejó 3 Bagoas allí a sus jinetes, ordenándoles rodear el pala­ cio para que, si había alguna resistencia, estuvieran prestos para rechazar la agresión, y él entró por una puerta secreta, después de forzar el débil cerrojo que la custodiaba. Se dio a conocer al vigilante que la guar­ daba, le mandó mantenerse en silencio, y se encaminó hacia la habitación de Eufrates, guiado por su perfecto conocimiento de los aposentos y a favor de la tenue claridad de la luna en esos momentos. Le encontró 4 en la cama y le despertó bruscamente. — ¿Quién anda ahí? — gritó éste sobresaltado. — Soy yo, Bagoas — le tranquilizó— . Di que traigan una luz. Eufrates mandó venir a un muchacho que dormía junto a su alcoba y le dijo que trajera un candil, con precaución para no despertar a los demás. Regresó el chico y después de sujetar la lám para en un soporte se marchó. — ¿Qué ocurre? — preguntó Eufrates— ; ¿qué nueva desgracia anuncia tu repentina e inesperada llegada? — N o hay tiempo para largas explicaciones — repli- 5 có— . Coge esta carta y léela. Pero antes que nada, fíjate en el sello que tiene marcado y asegúrate de que es Oroóndates quien da esta orden. Cumple lo mandado de noche y con rapidez, tú personalmente, para evitar que alguien se entere. Si conviene entregar primero a Ársace el mensaje a ella destinado, decídelo tú mismo. Cogió Eufrates las dos cartas y luego de leerlas ex- 13 clamó:

— Esto será un golpe mortal para Ársace, y eso que ya está ahora en una situación extrema: ayer la invadió una fiebre, como enviada por los dioses, y se apoderó de ella una aguda calentura que todavía la domina, y que, a juzgar por todos los síntomas que pre­ senta, hace concebir pocas esperanzas de salvación para ella. Pero ni aunque estuviera ella en perfecto estado de salud le daría yo esta carta. Preferiría m orir y arras­ trarnos a nosotros en su muerte, antes que entregar a los jóvenes por voluntad propia. Has llegado bien a propósito, puedes estar seguro: coge a los extranjeros, llévatelos y haz lo que puedas para socorrerlos. Se me­ recen todo género de compasión: son unos desdichados y desafortunados, que se han visto obligados a arros­ trar innumerables injurias y tormentos, no porque yo lo haya mandado, que ha sido Ársace y en contra mía; además, son, al parecer, de noble cuna, y m uy sensa­ tos a juzgar por el trato que he tenido con ellos y por el modo como les he visto comportarse. Una vez dicho esto, le condujo a las mazmorras. Al ver Bagoas a los jóvenes, encarcelados todavía y exhaustos ya por las torturas, quedó, no obstante, pro­ fundamente impresionado de su planta y belleza. Ellos, por su parte, creyendo que había llegado el momento fatal, y que Bagoas y su compañero habían venido tan a deshora para conducirlos a la muerte y al final, no pudieron evitar un pasajero momento de turbación; pero inmediatamente se recobraron, y su semblante tranquilo y sereno ponía bien de manifiesto a los presentes que no sólo no estaban angustiados, sino incluso alegres. Eufrates y su acompañante se acerca­ ron y se dispusieron a librarlos de los cepos a los que las ligaduras estaban sujetas. Entonces exclamó Teá­ genes: — ¡H u rra por la malvada Ársace! Se cree que va a esconder sus impíos crímenes, por hacerlos de noche y

a oscuras. Pero sagaz es el ojo de la justicia para sacar a la luz y poner en evidencia las fechorías más ocultas y secretas. En cuanto a vosotros, cumplid vuestro cometido: tanto si es el fuego, como si es el agua o la espada, a lo que se nos ha condenado, haced el favor de darnos a los dos una misma muerte y en el mismo instante. Ruegos del mismo tipo les dirigía también Cariclea. Los eunucos entonces, llorando porque habían com­ prendido algo de lo que les decían, los sacaron con las propias cadenas. Una vez fuera del palacio del sátrapa, Eufrates se quedó allí. Bagoas y sus jinetes descargaron a los jóve­ nes de la mayoría de las cadenas, dejándoles las sufi­ cientes para custodiarlos, pero sin hacerlos sufrir, les mandaron montar a cada uno en un caballo, rodeados completamente por el resto de la comitiva, y, a rienda suelta, se dirigieron hacia Tebas. Cabalgaron el resto de la noche sin interrupción, y no se detuvieron a descansar hasta el día siguiente a la hora tercera302, cuando ya era irresistible el ardor de los rayos solares, siendo como era verano y en Egipto. Estaban además agotados de sueño y veían a Cariclea aún más extenua­ da a causa de la continuada marcha a caballo. Así, pues, decidieron hacer un alto allí para darse ellos mis­ mos un respiro, dejar que las caballerías recobrasen el resuello y perm itir a la muchacha refrescarse. La ribera del N ilo form aba en aquel lugar un promontorio que corta el camino recto a la corriente y la desvía hasta trazar un semicírculo. Una vez rebasado el obstáculo, las aguas reemprendían su curso en línea

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302 E l día estaba dividido en doce horas de luz solar y doce de noche, cualquiera que fuera la estación dentro del año; como estos acontecimientos son próximos al solsticio de verano (cf. con más precisión IX 9, 2), la hora tercera del día ha de corresponder a poco después de las siete de la mañana.

recta. E l contorno adquiría así la form a de una especie de golfo terrestre, que, p o r estar perfectamente regado en su totalidad, se hallaba cubierto de extensas pra­ deras. Allí se criaba de manera espontánea hierba abun­ dante y forraje inagotable, que proporcionaban pasto generoso para el ganado. Árboles persas, sicómoros y otras especies propias del N ilo cubrían el lugar dán4 dole som bra 303. En aquel paraje acam paron Bagoas y sus compañeros, con las copas de los árboles por tien­ das. Comió él y ofreció también alimento a Teágenes y su compañera, obligándoles, pues al principio rehu­ saron la invitación. Decían que no tenían por qué comer quienes iban a m orir enseguida; pero, al fin, les convenció asegurándoles que no se trataba de eso, que no les conducía a la muerte, y Ies reveló que les guia­ ba a presencia de Oroóndates. 15 Y a había remitido el extraordinario calor de medio­ día, y el sol, al b a ja r de su cénit, no despedía más que rayos oblicuos desde poniente. En ese momento Bagoas y sus compañeros se disponían a reanudar la marcha, cuando he aquí que se presentó un jinete con aspecto de haber cabalgado a marchas forzadas. Sin aliento, detuvo a duras penas su caballo bañado en sudor y se dirigió a Bagoas a comunicarle algo en privado. Acto 2 seguido se echó a descansar. Éste se quedó unos mo­ mentos tristes y pensativo, aparentemente reflexionan­ do sobre la noticia recibida, y luego Ies dijo: — Estad tranquilos, extranjeros. Vuestra enemiga ha sufrido su castigo: Ársace ha muerto; se ha ahorcado 303 T eofrasto, Historia de tas plantas IV 2, I, menciona estas dos especies como específicas de Egipto; E strabón, X V II 2, 2, habla del primero como propio de Etiopía (la descripción se halla en P l in io , Historia natural X I I I 17). En general, el «árbol de Persia» es el melocotonero, pero esta identificación es aquí poco probable; el sicómoro es una variedad de higuera, de tron­ co corpulento y denso follaje.

al enterarse de que habíais partido en compañía nues­ tra. Con esta muerte espontánea ha evitado la que ya era ineludible, porque nunca habría conseguido escapar a la venganza de Oroóndates y del Rey: o bien se la habría condenado a la pena capital, o bien se habría visto en el oprobio más ignominioso durante el resto de su vida. Esta es la noticia que acaba de traerme Eufrates po r medio del mensajero recién llegado. De modo que no os preocupéis más; tened buen ánimo, porque vosotros no habéis cometido ningún delito, lo sé perfectamente, y de la culpable ya os habéis des­ embarazado. Con estas palabras, torpemente pronunciadas en griego e incorrectas en la mayoría de las expresiones, trataba Bagoas de congraciarse con los jóvenes. Pero se lo dijo, en parte porque también él se alegraba, pues en vida de Ársace había padecido muchas veces el peso de sus intemperancias y sus modales despóti­ cos, y en parte también por dar nuevos ánimos y con­ solar a los jóvenes, porque tenía la esperanza, bien justificada por cierto, de incrementar su ascendiente ante Oroóndates y hacerse acreedor a una recompensa espléndida si lograba llevarle a salvo a un joven que eclipsaría a todos los demás servidores del sátrapa y a una muchacha de incomparable belleza, que podría convertirse en su esposa ahora que Ársace ya no vivía. N o fue menor la alegría de Teágenes y su compañera al oír esta noticia; celebraban la grandeza de los dioses y el poder de la justicia, y estimaban que ninguna desgracia les ocurriría en adelante, por muy penosas pruebas que se sucedieran, una vez desaparecida su enemiga más encarnizada. Tan dulce es realmente la muerte para algunos, con tal de ver la propia muerte de los enemigos. Así fue transcurriendo el tiempo hasta llegar el atar­ decer, que trajo consigo una refrescante brisa que invi-

taba a proseguir la marcha. Levantaron entonces el campo y cabalgaron sin interrupción durante el resto del día, toda la noche y la mañana siguiente, presuro­ sos por ver si podían hallar a Oroóndates todavía en 7 Tebas. Pero todo su empeño resultó baldío. Aún de camino, se encontraron con un hom bre que venía del lugar donde estaba el ejército, que les comunicó que el sátrapa había partido ya de Tebas, y que a él le ha­ bían enviado a recoger con toda urgencia a cuantos sol­ dados y gentes de armas encontrase, incluso a los que habían quedado de guarnición en las ciudades y aldeas, para conducirlos a toda velocidad a Siene. Pues todo el país estaba en estado de alerta, y era de temer la captura de la ciudad, a poco que se retrasara el sá­ trapa, porque el ejército etíope se había precipitado sobre ella, aun antes de que se tuvieran noticias de su expedición. Bagoas entonces se desvió del camino de Tebas y se dirigió a Siene 304. 16 Ya en las cercanías de la ciudad, cayó en una em­ boscada tendida por tropas de jóvenes etíopes bien armados 305. Habían sido éstos enviados en destaca­ mento como exploradores, para garantizar al grueso del ejército con su vigilancia la seguridad de la ruta. Pero la noche y el desconocimiento del paraje los ha­ bía extraviado, hasta alejarlos excesivamente de sus compañeros. Habían decidido entonces esconderse a orillas del río entre la espesura, tanto por protegerse, como por apostarse contra los enemigos, y se habían 2 mantenido allí al acecho sin dormir. Con las primeras 304 He aquí probablemente una incorrección de carácter geográfico, porque Tebas y Siene se encuentran sobre el Nilo; como Bagoas y su destacamento cabalgan hacia el Sur siguien­ do el curso del Nilo, han de pasar necesariamente por Tebas. 3°5 Neolaía, el término griego aquí usado, es de origen do­ rio y sólo aparece en las partes líricas de la tragedia, además de los prosistas tardíos.

luces del día, vieron pasar a Bagoas y sus jinetes, y al observar que eran un número reducido esperaron a que se adelantaran un poco para asegurarse de que nadie los seguía; entonces salieron repentinamente del cañaveral entre gritos y corrieron a su encuentro. Bagoas y el resto de la comitiva se llenaron de pavor ante tan inesperado griterío, y en cuanto se dieron cuenta, por el color de la piel, de que eran etíopes los que acababan de aparecer, viendo que no había ningu­ na posibilidad de victoria si se enfrentaban a un nú­ mero tan superior — pues eran mil los enviados con armamento ligero para inspeccionar— se dieron a la fuga, sin esperar siquiera a verlos detenidamente, aun­ que al principio trataron de alejarse con menos rapided de la que eran capaces, para evitar dar la im pre­ sión de huida declarada. Los etíopes los perseguían, dejando avanzar p o r delante del resto a todos los tro­ gloditas, que eran aproximadamente doscientos Los trogloditas son una tribu nómada de Etiopía, fronte­ riza con los árabes; están por naturaleza muy bien dotados para la carrera, y en ella se ejercitan desde la infancia; no están nada habituados al uso del arma­ mento pesado y únicamente combaten desde lejos, dis­ parando sus hondas. Suelen hostigar por sorpresa a los enemigos, pero en cuanto observan que los adversa­ rios son superiores huyen en desbandada. Siempre se renuncia a perseguirlos, porque se sabe que su agilidad en las piernas les da alas, y que huyen a ocultarse en una grutas ocultas y de boca estrecha, horadadas en la roca, que les sirven de guarida. En fin, en esta oca­ sión, aun a pie, dieron alcance a los jinetes, e incluso 306 Diversas noticias sobre los trogloditas o habitantes de cavernas se encuentran en H eródoto, I V 183 (entre ellas, su agilidad en la carrera), y E strabón, X V I 4, 17 (vida nómada y ciertas costumbres). La situación geográfica que Heliodoro les atribuye coincide con E strabón, X V II 1, 53.

consiguieron herir a algunos con sus hondas. Pero cuando los persas iniciaron el contraataque, en vez de aguardarlos, se dispersaron en total desorden y huye­ ron a refugiarse donde sus amigos, que ya se habían quedado muy rezagados. Al ver esto los persas, alenta­ dos al ver el exiguo número de sus oponentes, se en­ valentonaron en su contraofensiva, y después de desha­ cerse en unos momentos de los que aún los acosaban emprendieron la huida con renovados bríos, espolean­ do sus caballos con la fusta y dejándoles correr con el bocado suelto, a toda la velocidad de que fueran 6 capaces. Todos diseminados se precipitaron hacia un recodo del N ilo form ado por una especie de promonto­ rio; allí la ribera se adentraba en el río e impedía que los enemigos pudieran verlos. Pero Bagoas fue captu­ rado; su caballo tropezó y, al arrastrarle en su caída, se le quedó aprisionada una pierna quedando herido. 7 También fueron prendidos Teágenes y Cariclea, que no consintieron abandonar a Bagoas, un hom bre de quien tenían buenas pruebas de su bondad hacia ellos y de quien aún esperaban nuevos favores — se habían de­ tenido a su lado y habían desmontado de sus caballos, aunque quizá podrían haber escapado— ; pero tenían además otra razón más poderosa para rendirse volun­ tariamente: Teágenes había dicho a Cariclea que esta­ ba a punto de cumplirse el sueño que había tenido, y que éstos eran los etíopes a cuyo país estaba fijado por el destino que ellos habrían de llegar como prisione­ ros de g u e rra w . E ra conveniente, pues, entregarse y

307 E l sueño, relatado en V I I I 11, 3, no vaticinaba en rea­ lidad que llegarían a Etiopía como prisioneros de guerra; qui­ zá en este pasaje la expresión de Teágenes va más allá que su pensamiento, y lo que está diciendo no es que haya soñado que llegará a Etiopía como prisionero de guerra, sino que el sueño se está cumpliendo porque va a ir a Etiopía (como pri­ sionero de guerra).

confiarse a una fortuna, que al menos era más incierta que el riesgo evidente que correrían con Oroóndates. Cariclea adivinaba el futuro, se dejaba guiar como 17 de la mano por el destino, en quien tenía puestas sus mejores esperanzas, y consideraba a los atacantes más como amigos que como enemigos. Sin embargo, no dijo nada a Teágenes de lo que pensaba, y lo único que hizo fue dar muestras a Teágenes de que le hacía caso por­ que ése era su consejo. Se acercaron, pues, los etíopes 2 y reconocieron en Bagoas, por su aspecto, a un eunuco que no servía para la guerra; pero no a ellos, que, sin armas y encadenados, tenían una apariencia sobresa­ liente de hermosura y nobleza. Les preguntaron quié­ nes eran, mediante un egipcio que les acompañaba y hablaba también persa, esperando que entenderían, si no las dos lenguas, al menos una de ellas. Pues los exploradores y los que son enviados como espías para indagar lo que se dice y hace saben por experiencia que han de enviar a quien hable y entienda la lengua de los indígenas y de los enemigos. Teágenes, familiariza- 3 do ya con la lengua egipcia por su ya prolongada es­ tancia en el país, y como la pregunta había sido for­ mulada en breves palabras, respondió que Bagoas era uno de los principales funcionarios del sátrapa persa, y que Cariclea y él eran griegos, a quienes hasta hace un momento los persas llevaban cautivos, pero que ahora se habían entregado a los etíopes, en la espe­ ranza de una fortuna mejor. Éstos decidieron conser­ varles la vida y conducirlos presos. Esta era, en efecto, 4 su primera captura, un botín magnífico para ofrecer a su rey: uno era uno de los bienes más valiosos del sátrapa (pues en las cortes reales de los persas los eunucos son los ojos y los oídos de los reyes, porque, como no tienen hijos ni familia cuyo afecto pueda apartarles de su fidelidad, dependen por entero del

único que les ha depositado su confianza) 308; los jóve­ nes, por otro lado, serían el más bello regalo para el 5 servicio y el palacio del rey. Les recogieron, pues, in­ mediatamente, luego de m ontar a cada uno en un caba­ llo, a uno a causa de la herida, a los otros, porque, cargados de cadenas, no pdrían acompañarlos a la velocidad que requerían en su marcha. Y estos sucesos eran como el preludio y el prólogo de un drama: unos extranjeros y encadenados, a quienes la muerte había rondado poco antes delante de sus propios ojos, no iban ahora conducidos a un destino de cautiverio; más bien iban escoltados, y les servían de cortejo quienes enseguida serían sus siervos. Tal era su situación. 308 «O jos y oídos del Rey» parece ser en cierta medida un título de las personas de confianza del rey de Persia, a juzgar por H eródoto, I 114, y F ilóstrato, Vida de Apolonio de Tiana I 28; no obstante, estos funcionarios no eran necesariamente eunucos.

Siene, rodeada ya, era objeto de un asedio en regla í y se encontraba como envuelta en una red por los etío­ pes. Oroóndates, en efecto, en cuanto se enteró de la proximidad de los etíopes, de que ya habían remonta­ do las cataratas y de que se dirigían contra Siene, m ar­ chó inmediatamente a la ciudad y apenas le dio tiempo para entrar en ella antes que los enemigos. Una vez allí, mandó cerrar las puertas, fortalecer las murallas con armas, defensas y máquinas de guerra contra el cerco, y se quedó aguardando con ansiedad los aconte­ cimientos. Por su parte, el rey de Etiopía, Hidaspes, 2 informado por sus exploradores, cuando todavía se hallaba lejos, de que los persas iban a entrar en Siene, emprendió al punto la persecución para atacar antes de que los enemigos llegaran, pero se presentó tarde. Lanzó entonces su ejército contra la ciudad y dispuso a sus soldados alrededor del muro, donde acampó. Sus fuerzas, con sólo verlas, daban la impresión de ser in­ vencibles; infinitos miles de soldados e innumerables armas y acémilas mantenían el cerco, hasta el punto de que los campos de los habitantes de Siene resulta­ ban angostos para tal multitud. Allí es donde encontró a su rey el destacamento de 3 vanguardia y le llevó a los presos. Este, nada más ver a los jóvenes, sintió buena disposición hacia ellos; aún no sabía nada, pero su corazón presentía algo, y era

eso lo que le indujo a tratarlos desde ese mismo mo­ mento con simpatía, como seres que le pertenecieran de manera especial. Sin embargo, su contento era aún mayor por el buen presagio que suponía el que se le trajeran unos prisioneros encadenados: 4 — ¡Magnífico! — exclamó— , los dioses nos entregan a los enemigos cargados de cadenas, como anticipo y prim er botín. Que a ésos, los prim eros capturados, -—añadió— se les conserve vivos para inmolarlos como primicias de la guerra en el sacrificio de la victoria. Según prescribe el rito tradicional de los etíopes, los reservaremos como víctimas para los dioses tutelares del país. Recompensó a los exploradores y acto seguido des­ pachó a éstos y a los cautivos, para que fueran adonde estaban los encargados de la impedimenta. Después, designó un grupo suficiente de hombres que hablaba su misma lengua con la función exclusiva de custodiar­ los, y les encomendó expresamente que los trataran con todo género de miramientos, que les dieran comida abundante y que los conservaran puros de toda man­ cha, cuidándolos como víctimas que eran para un sacri­ ficio. Ordenó además que se les cambiaran las cadenas po r otras de oro. Pues hay que saber que entre los etíopes el oro se emplea para todos los usos que el hierro cumple entre los demás pueblos 309. 2 Se ejecutó esta orden, y, al ver ellos que se íes qui­ taban las anteriores cadenas, concibieron nuevas espe­ ranzas de libertad, que enseguida se desvanecieron, cuando se les volvió a atar con grilletes de oro. Teá­ genes entonces se echó a reír diciendo: — ¡Oh, qué cambio más espléndido! Estos son los grandes actos de benevolencia que la fortuna nos de-

5

309 Según H eródoto, I I I 23, los presos en Etiopía eran cus­ todiados con grilletes de oro, porque entre ellos el hierro era el metal más raro y más preciado.

para: cambiamos oro por h ie rro 310, y la riqueza de nuestra prisión nos convierte en cautivos mucho más valiosos. Esbozó también Cariclea una sonrisa, pero intentó 2 m udar las ideas de Teágenes, levantando su ánimo con las profecías de los dioses y mitigándolo con el hechizo de mejores esperanzas. Hidaspes, al comenzar el ataque contra Siene, espe- 3 raba tomar la ciudad con sus muros al prim er asalto, pero en unos momentos fue rechazado por los defen­ sores, que no sólo se defendieron espléndidamente en la acción, sino que además le llenaron de insultos in­ juriosos y palabras provocativas. Furioso ante estos he­ chos, al ver que en lugar de rendirse y entregarse volun­ tariamente al prim er ataque habían resuelto mantener una resistencia absoluta y tenaz, decidió no aguardar a que una guerra de desgaste consumiera el ejército enemigo mediante el asedio y el uso de m áquinas311, con las que, si bien podría capturar a algunos, otros lograrían escapar, sino destruir de arriba abajo y cuan­ to antes la ciudad con otro tipo de asedio que exigiría obras inmensas, pero no permitiría la escapatoria de nadie. Lo que hizo, pues, fue lo siguiente: dividió en see- 3 tores el contorno de la muralla, distribuyendo el te­ rreno a razón de diez b ra z a s 312 para cada grupo de diez 310 Este proverbio, derivado de Homero, Iliada V I 235 sig., ya ha sido recordado por H eliodoro, supra, V I I 10, 5. 311 El anacronism o es en este caso evidente, po rq u e aunque las m áquinas de asedio no eran desconocidas a los persas del siglo V a. C. el desarrollo de la poliorcética es en gran m edida de época posterior.

312 Casi dieciocho metros y medio. Según las medidas de longitud más habituales (cf. H eródoto, II 149), el estadio (184,9374 m .) comprende 6 pletros (30,8229 m.) o 100 brazas (1,849 m.); la braza equivale a 6 pies (0,308 m.) o 4 codos (0,46 m.). — Entre los trabajos emprendidos por Hidaspes para

hombres, y dio orden de perforar una fosa lo más ancha y profunda que fuera posible. Unos cavaban, otros sacaban la tierra, los demás la amontonaban y levantaban un talud, erigiendo así otro m uro frente al que estaban asediando. Nadie les obstaculizaba ni les impedía sus trabajos de circunvalar la ciudad con una muralla, pues no osaban salir de la ciudad a enfren­ tarse con ejército tan numeroso, y veían que los dis­ paros con sus arcos hechos desde la m uralla resultaban inútiles. Hidaspes, en efecto, había tomado la precau­ ción de calcular la distancia entre los dos muros, para evitar que los que trabajaban estuvieran al alcance de los proyectiles enemigos. Estas obras se terminaron antes de lo que se tarda en decirlo, porque eran innu­ merables los brazos que se afanaban en ello. Enton­ ces comenzó otra: había reservado una parte del cintu­ rón que rodeaba la ciudad, de una anchura aproxima­ da de medio pletro, a ras de tierra, sin fosa; a partir de cada uno de los bordes del terraplén excavado, levantó dos muros largos, paralelos entre sí, que llega­ ban hasta el Nilo. Cada dique avanzaba en pendiente continua hacia el río desde las zonas más bajas hasta las progresivamente más elevadas. H ubiera uno podido compararlos con los M uros L a rg o s313, entre los cuales

tomar Siene y la narración que hace Jenofonte, Ciropedia V II 5, del asedio de Ciro contra Babilonia existen ciertas semejan­ zas, aunque pueden ser fortuitas: ambos derivan el curso det río (Éufrates y Nilo respectivamente) mediante un canal; y en ambos casos se celebra una fiesta religiosa dentro de la ciudad sitiada (Babilonia o Siene). 313 Se alude probablemente a los muros largos de Atenas, aunque casi todas las ciudades griegas que se encontraban en las proximidades de la costa contaban con defensas semejantes. Los trabajos de asedio que ordena Hidaspes suponen que las riberas del Nilo están a un nivel superior al que tienen los campos circundantes, pues es la altura de las riberas lo que permite regular el nivel de las aguas que fertilizan las zonas

se había conservado la anchura de medio pletro a lo largo de toda su extensión, y cuya longitud ocupaba todo el espacio que une el Nilo a Siene. Cuando el m uro excavado en torno a la ciudad estuvo unido a las ribe­ ras, entonces abrió una boca en el río y desvió la co­ rriente hacia el canal que form aban los dos muros. E l agua, que como es natural seguía la pendiente desde las partes dominantes hacia las más bajas, se precipi­ taba de la inmensa anchura del cauce del Nilo hacia este angosto paso, y, al quedar encajonada entre las ori­ llas artificiales del canal, producía un estruendo sordo, enorme e indescriptible en la entrada, y un ruido per­ fectamente perceptible a lo largo del canal hasta muy lejos. Al oírlo y poco después verlo los de Siene, com­ prendieron la gravedad de la situación en que se en­ contraban y el objetivo de los trabajos de fortificación, que no era otro que inundarlos; sin embargo no po­ dían evacuar la ciudad, porque les cerraban la salida el talud y la avalancha de agua, que ya se aproximaba, y veían también que si se quedaban el riesgo sería inminente. En tal situación, se dispusieron a tomar todas las medidas posibles para paliar el peligro. Pri­ mero tabicaron los resquicios existentes entre las plan­ chas de las puertas con estopa y asfalto. Después apun­ talaron los muros para consolidar los cimientos, ver­ tiendo tierra, llevando piedras, leños, y, en fin, lo que cada uno encontraba. N o había nadie inactivo; niños, mujeres y ancianos, todos por igual, ponían manos a la obra; pues el peligro de muerte no hace ninguna dife­ rencia de sexo ni de edad. Los más fuertes y los que eran capaces de empuñar las armas habían recibido la misión de cavar un túnel estrecho bajo tierra, que

vecinas. Conviene recordar que Siene corresponde a la moder­ na Asuán.

llegara desde la ciudad hasta el talud levantado por los enemigos. 4 Este trabajo se llevaba a cabo del siguiente modo: abrieron cerca de la m uralla un pozo vertical de unas cinco brazas de profundidad y, una vez pasados los cimientos, fueron excavando a partir de entonces una galería horizontal, a la luz de las antorchas, que iba en línea recta, según un plano inclinado, hacia el m uro levantado por el enemigo. Los que estaban delante iban pasando la tierra a los que estaban inmediata­ mente detrás, y éstos a su vez a otros, hasta sacarla y amontonarla en una zona de la ciudad, donde había 2 desde antiguo unos jardines. E l objeto de estas obras era prever una vía de salida para el agua a través de este conducto en el caso de que llegara hasta a llí 314. Sin embargo el peligro fue más rápido, a pesar de toda su diligencia. El N ilo ya había franqueado el canal largo y se precipitaba en la fosa circular y pronto las aguas rodearon el circuito entre ambos muros y transformaron en lago el espacio que los separaba. Sie­ ne entonces se convirtió en isla; lo que antes era tie­ rra firme estaba ahora bañado por el Nilo en todo su 3 contorno y sometido a su oleaje. Al principio, durante parte de ese día el muro se mantuvo firme; pero según fue aumentando la masa de agua y subiendo de nivel, comenzó a filtrarse a través de las fisuras de la tierra, que era negra y esponjosa, y estaba además agrietada por los calores del verano, hasta penetrar bajo los cimientos de la muralla. E l peso hacía que los funda­ mentos cedieran, y, por los sitios por donde la tierra era más porosa y se hundía, el m uro se inclinaba, delantando con sus sacudidas la clara urgencia del 314 Una estratagema semejante emplea el lacedemonio Tibrón para tomar Larisa en Jenofonte, Helénicas I I I 1, 7, aun­ que allí son los sitiadores quienes excavan un pozo para privar de agua a los asediados.

peligro. Las almenas oscilaban, y los defensores en ellas situados sufrían las vibraciones de los temblores, como en un navio sometido a la tempestad. Al atardecer, una parte de la m uralla entre dos to- 3 rres se desplomó. Sin embargo, el derrumbamiento no se produjo al ras del lago ni fue tan profundo como para permitir la irrupción del agua, sino unos cinco codos por encima; aun así, la amenaza de inundación era de una inminencia extrema, y provocó en todos un sobrecogimiento de espanto. Entonces se levantó un la­ mento confuso entre todos los habitantes de la ciudad, bien perceptible incluso para los enemigos; extendían los manos hacia el cielo, invocaban, única esperanza que les restaba, la salvación de los dioses y suplicaban a Oroóndates que enviara a un emisario de paz ante Hidaspes. Oroóndates accedió, aunque a desgana y sólo 2 porque las circunstancias lo exigían; pero como estaba bloqueado po r el agua y no veía medio de enviar a través de este obstáculo a un mensajero que parlamen­ tara con los enemigos, tuvo que recurrir al siguiente procedimiento que le sugirió la fuerza de la necesidad: escribió una carta con las condiciones que solicitaba y la ató a una piedra, que disparó con ayuda de una honda en dirección de los enemigos, para que ella fuera em bajadora de sus súplicas a través de las a g u a s315. Pero no consiguió su meta: el proyectil se quedó corto y cayó al agua. De nuevo lanzó otra nota igual, pero 3 también fracasó. Todos los arqueros y honderos rivali­ zaron por alcanzar el objetivo, pues el premio del cer­ tamen no era sino su propia vida; pero a todos les ocurrió lo mismo. Finalmente, tendieron las manos ha­ cia los enemigos, que, de pie en los atrincheramientos, observaban el espectáculo de su infortunio, y trataron

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Este medio ingenioso de comunicación es mencionado

p o r H eródoto, V I Ï I 128.

de explicar como podían, con gestos que movieran a piedad a sus oponentes, el significado de los disparos, ora elevando las palmas en actitud de súplica, ora echándose las manos a la espalda, en señal de que estaban prestos a recibir las cadenas y acatar la escla4 vitud. Hidaspes comprendió que estaban suplicándole la salvación y estaba dispuesto a concedérsela — pues la rendición del enemigo inspira sentimientos humani­ tarios en quien es noble— ; pero como por el momen­ to era imposible hacerlo, decidió cerciorarse con una prueba más clara de las intenciones de los enemigos. Tenía preparada de antemano una flotilla de transbor­ dadores de río, que, según sus órdenes, habían sido arrastrados desde el cauce del Nilo a través de la co­ rriente del canal, hasta llegar al lago circular, donde estaban amarrados; escogió diez, recién fletados, y tras equiparlos con arqueros y hoplitas los envió hacia los persas, con instrucciones acerca de lo que tenían que 5 decir. Atravesaron éstos el foso en orden de combate, listos para defenderse en caso de que los de la m uralla intentaran un ataque p o r sorpresa. Constituía esto el espectáculo más novedoso que se pueda imaginar: barcos navegando de m uralla a m uralla; marineros surcando las aguas en tierra firme; naves avanzado sobre tierras de labor. Aunque la guerra siempre ofre­ ce episodios inauditos, el prodigio que entonces ocurría era aún más extraño y desacostumbrado: entablaba batalla entre marinos y defensores de una muralla, alineaba tropas de tierra contra contingentes maríti6 mos. En efecto, los de la ciudad, al ver los botes y ob­ servar que los de a bordo iban armados y en dirección a la parte por donde el m uro se había desplomado, aturdidos de espanto como estaban y llenos de terror ante los peligros que les rodeaban, creyeron que quie­ nes en realidad venían a concertar su propia salva­ ción traían intenciones hostiles — todo es motivo de

sospechas y temor para quien se encuentra en el peli­ gro más extremo— y comenzaron a disparar, desde lejos aún, una lluvia de flechas. Tan verdad es que el 7 hombre, aunque ya dé su vida por perdida, estima como gran ganancia cada hora que aplaza su muerte. Lanzaban sus dardos, sin embargo, no apuntando para herirlos, sino sólo para evitar que se aproximaran. Respondieron también los etíopes y, como disparaban 8 haciendo puntería porque aún no conocían los propó­ sitos de los persas, hirieron a dos y luego a varios más; algunos, incluso, ante la sorpresa y la rapidez del impacto, cayeron de cabeza desde la m uralla hacia el exterior y se hundieron en el agua. Y se hubiera en- 9 cendido la batalla con más ardor entre los persas, que sólo trataban de mantenerlos lejos sin herirlos, y los etíopes, que se defendían furiosos y con energía, si no hubiera sido porque un noble de Siene, ya anciano, se acercó a los de la m uralla y les dijo: — ¡Insensatos, las desgracias os han hecho perder el juicio! A quienes suplicábamos hasta ahora, a quie­ nes sin cesar invocábamos en nuestro auxilio, ¿ahora que se presentan contra toda esperanza los rechaza­ mos? Si han venido como amigos y con propuestas de paz, nos salvarán; si lo que intentan es combatir, cuanto más se acerquen, y sobre todo si desembarcan, más fácilmente se Ies derrotará. ¿Qué ganamos con aniquilar a ésos, cuando una nube tal de enemigos nos 10 tiene cercados po r tierra y por agua? No; recibámoslos y así nos enteraremos de lo que pretenden. Todos aceptaron sus razones, y también el sátrapa lo aprobó. Se retiraron y, alineados a ambos lados de la brecha, se mantuvieron tranquilos con las armas quietas. Cuando los etíopes vieron que el espacio entre las 6 dos torres se vaciaba de defensores y que el pueblo agitando telas blancas daba muestras de permitirles

am arrar junto a la muralla, se aproximaron y, desde sus barcas, como en una tribuna ante el auditorio de los asediados, pronunciaron las siguientes palabras: — Persas y sieneos aquí presentes: Hidaspes, rey de los etíopes orientales y occidentales316, y ahora tam­ bién vuestro rey, sabe aniquilar a sus enemigos, pero su naturaleza le mueve a sentir piedad de quienes le suplican. Lo uno es a su juicio signo de valor, lo otro de generosidad; aquello es la cualidad que distingue a sus tropas guerreras; esto, el privilegio específico de su voluntad. Tiene bajo su arbitrio vuestra vida o vues­ tra muerte, pero las súplicas le han conmovido y os permite libraros del peligro, bien visible y manifiesto para todos, en el que os ha puesto la guerra. En cuanto a las condiciones de la liberación que aceptaríais con agrado, él renuncia a ser quien las fije; os las deja a vuestra elección. Pues no quiere comportarse en la vic­ toria como un tirano, sino administrar las fortunas hu­ manas sin incurrir en la ira de los dioses. A esto respondieron los de Siene diciendo que tanto ellos, como sus mujeres e hijos, se rendían incondicio­ nalmente a Hidaspes, para que hiciera con ellos su voluntad, y que le entregaban también la ciudad, si subsistía, aunque ahora estaba abocada a sucumbir sin remedio en esta tempestad, a menos que llegara de los dioses y de Hidaspes un medio rápido para salvarla. Oroóndates, por su parte, declaró que desistía de lo que había constituido la causa y el fin de la guerra, mediante la cesión de la ciudad de Filas y de los yaci­ mientos de esmeraldas; reclamaba, no obstante, que no se le sometiera a ninguna violencia personal ni se le obligara a él o a sus soldados a entregarse; antes bien, si Hidaspes quería hacer gala de clemencia hasta

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E sta división de los etíopes aparece ya en Homero, O di­

I 22 sigs.

el final, que les consintiera retirarse a Elefantine, a condición de no hacer ellos a nadie ningún daño ni empuñar de nuevo las armas contra él. Pues le daba igual m orir ahora que lograr una salvación precaria y aparente, para luego enseguida ser aprehendido por el Rey de los persas, acusado de traicionar a su ejército. Incluso esto último sería mucho peor, pues, en lugar de una muerte pura y simple según ley de guerra, en el otro caso se le sometería a la más cruel, después de las torturas más duras y refinadas. Además de estas condiciones, les pidió que recibieran a dos persas en sus barcas, dando como pretexto su intención de enviarlos como mensajeros a Elefan­ tine, para ver si los de aquella ciudad aceptaban la rendición, en cuyo caso también él lo haría de inme­ diato. Escuchadas estas proposiciones, los em bajadores regresaron en compañía de los dos persas ante H i­ daspes, a quien inform aron de todo. Éste no pudo evitar la risa, al tiempo que censuraba gravemente la necedad de Oroóndates, un individuo que pretendía negociar con otro en pie de igualdad, cuando ni siquie­ ra dependía de él la posibilidad de seguir vivo o morir. — Pero sería estúpido — dijo— que la insensatez de una sola persona se haga acreedora a la muerte de tantos. Autorizó a los emisarios de Oroóndates a ir a Elefantine, porque a su juicio no había que inquietarse aunque ellos les aconsejaran resistir. En cuanto a sus hombres, los distribuyó de modo que unos taponaran la boca excavada en el Nilo, y otros abrieran una dife­ rente en el dique del canal, con la finalidad de cortar la corriente de acceso al canal circular, y, a la vez, vaciar el lago, dejando que saliera por otro lugar. Así, desecaría el terreno que rodeaba Siene y, una vez con­ seguido esto, se haría transitable. Comenzaron a ejecutar la orden, pero poco después de haber empezado la

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tarea hubieron de dem orar su cumplimiento hasta el día siguiente, pues enseguida llegó el crepúsculo y se hizo de noche al poco de dictar este mandato. 8 Los de la ciudad, po r su parte, no abandonaron ninguno de los medios de salvación de que disponían y tenían a su alcance, aunque ya no desesperaban de recibir algún inesperado auxilio. Unos siguieron cavan­ do la galería subterránea, cerca ya, según creían, del talud de los enemigos, a juzgar por la distancia exis­ tente entre su m uralla y el talud enemigo, que habían medido a ojo y habían comparado con la longitud de una cinta de m edir extendida a lo largo del túnel; otros entretanto reparaban a la luz de lám paras la sección derruida de la muralla. Los trabajos de re­ construcción eran fáciles, porque, en el momento de la 2 caída, las piedras habían rodado hacia el interior. Y a se creían seguros p o r el momento, cuando un nuevo acontecimiento volvió a llenarles de turbación: alrede­ dor de medianoche, una parte del dique, la que po r la tarde los etíopes habían comenzado a rebajar — bien porque la tierra fuera en aquella zona porosa y, al ha­ cinarla, no se había apisonado de manera suficiente, y a causa de eso los cimientos se hubieran empapado y cedido; bien porque la galería excavada desde la ciu­ dad hubiera hecho que los fundamentos quedaran sobre el vacío; o bien porque, aunque los etíopes ha­ bían cavado todavía poco, aquel lugar había quedado debilitado y a un nivel inferior al resto de las obras, y el agua, al seguir infiltrándose durante la noche, se había desbordado y, una vez abierto un camino a través de la brecha, había ido ensanchando progresivamente el paso; en fin, bien porque se atribuya el accidente a 3 auxilio sobrenatural— , el hecho es que el talud se des­ moronó inesperadamente y el derrumbamiento produ­ jo tal ruido y estrépito, que, al oírlo, todos los cora-

zones se llenaron de espanto317. Todos ignoraban lo sucedido, pero los etíopes y los propios habitantes de Siene se figuraron que se había derrum bado la mayor parte de la ciudad y su muralla. Aquéllos, sin embargo, como no tenían nada que temer, permanecieron tranquilamente en sus tiendas, dejando la tarea de en­ terarse con certeza para el amanecer. Los de la ciudad, en cambio, no cesaban de recorrer a un lado y a otro todos los lugares de la muralla. Cada uno al ver que la parte donde él se encontraba se hallaba intacta, se imaginaba que la catástrofe había sido por cualquier otro sitio. Así estuvieron, hasta que llegó la luz del día disipando la incertidumbre de los terrores que les acu­ ciaban: la brecha se hizo entonces visible, y se vio tam­ bién que el agua había retrocedido de form a brusca. P or entonces, los etíopes estaban ya obstruyendo la boca del canal de desagüe: ponían exclusas hechas de tablas ensambladas, las apuntalaban por el exterior con gruesos troncos, trababan unas a otras con barro y brozas que acarreaban de continuo miles de hombres, unos desde la orilla, otros en los barcos. Así se fue evacuando el agua; pero ni siquiera entonces se hizo posible para los de uno y otro bando caminar por allí en dirección de los adversarios. E l suelo quedó lleno de un profundo fangal y, aunque la superficie estaba aparentemente seca, el subsuelo era una marisma pan­ tanosa, al acecho para apresar y sumergir a cualquier hombre o caballo que se adentrara en él para atrave­ sarlo. En esta situación transcurrieron dos o tres días. Los sieneos habían abierto las puertas de la ciudad, y

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317 Este es probablemente el ejemplo más notable en toda la novela del gusto de Heliodoro por dar diferentes explicacio­ nes para una acción determinada; para la función de estas in­ terpretaciones varias a un suceso determinado, véase Intro­ ducción, 36.

los etíopes depuesto las armas, ambos en señal de paz. E ra una especie de tregua tácita recíproca. Ninguno de los bandos mantenía centinelas; más aún, los de la ciudad se hallaban entregados a la alegría festiva. Pues coincidió que entonces se celebraban las fiestas del Nilo, las más importantes que existen en Egipto, que tienen lugar alrededor del solsticio de verano, justo al comienzo de la crecida del r í o 318. Y su solemnidad sobrepasa a todas las demás festividades de Egipto por la siguiente causa: los egipcios veneran al N ilo como a un dios y lo consideran el más poderoso de los seres divinos; afirman con orgullo que el río es émulo del cielo, porque, sin nubes ni lluvias celestes, riega sus labrantíos y los inunda periódicamente cada año. Estas son las creencias de la masa popular. Y para justificar el culto a este río que divinizan, he aquí lo que dicen: creen que la causa esencial de la existencia y la vida de los hombres es la unión de lo húmedo y lo seco, y aseguran que los demás elementos sólo pueden existir y crearse si acompañan a los anteriores. Lo húmedo es el Nilo, y lo seco está representado por su propio p a ís 319. Esta doctrina es también del dominio público, pero a los iniciados se les indica que la tierra es Isis, y el Nilo, Osiris, expresando así, mediante estos nom­ bres, la verdadera realidad de los objetos terrestres. La diosa añora al dios ausente, y se alegra con su pre~ 318 Estas fiestas no parecen ser una invención de Heliodoro; eran celebradas en unos días fijos, y se sabe, por ejemplo, que en época de Ramsés ΙΠ comenzaban hacia el 30 de septiembre y duraban quince días que llevaban el significativo nombre de «fiestas de la embriaguez»; cf. D iodoro, I 36, 10. 319 F ilóstrato, Vida de Apolonio de Tiana V I 6, dice que los gimnosofistas consideran el Nilo como un elemento a la vez terrestre y acuático. N o obstante, Heliodoro presenta esta idea enmarcada dentro de un principio más general, a diferencia de Filóstrato. — La afirmación de que Egipto es un don del Nilo se encuentra en H eródoto, II 5; E strabóN, I 2, 23.

sencia; le llora cuando de nuevo desaparece, y lanza su odio contra Tifón, su enemigo 320. Pero las personas sabias en física y teología tienen buen cuidado, a mi juicio, de revelar a los profanos el significado oculto de estas leyendas, y lo único que hacen es dar esta instrucción sumaria en form a mítica, reservando reve­ laciones más claras para los que han llegado al grado máximo de iniciación, en el santuario iluminado con las antorchas de la verdad. Que la divinidad sepa disculparme por esto que aca- 26 bo de decir; los misterios más sagrados los manten­ dré en silencio, con la honra de un secreto inviolable. Y ahora proseguimos con la narración de los sucesos de Siene. Cuando llegó la fiesta del Nilo, pues, los mo- 2 radores de la ciudad se entregaron en cuerpo y alma a los sacrificios y ceremonias. Sus cuerpos estaban extenuados por los peligros circundantes, pero sus espí­ ritus no olvidaban, aun en situación tan crítica, los deberes piadosos para con la divinidad. Oroóndates entonces, aguardando a medianoche, cuando los habi­ tantes de Siene habían caído en profundo sueño des­ pués de celebrado el banquete, salió a escondidas con su ejército. H abía indicado previamente a sus persas en secreto la hora de partida y la puerta en la que habían de congregarse para efectuar todos juntos la salida. Cada decurión321 había recibido la orden de de- 3 ja r en el recinto de la ciudad los caballos y las acémi­ las, para eludir cualquier estorbo y evitar que alguien

320 Isis y Osiris son habitualmente identificados con Deméter y Dioniso en la mitología griega (cf. H erodoto, I I 59, II 144); Tifón es, según Heródoto, el rey de Egipto destronado por Oro, hijo de Osiris. La enemistad de Tifón y Osiris es inter­ pretada por P lutarco, Isis y Osiris 32, en el sentido de que Tifón es el m ar donde vierte sus aguas el Nilo-Osiris. 321 Los decuriones (suboficiales al mando de diez hombres) son mencionados por H eródoto, V II 81, como integrantes del ejército de los persas.

oyera el ruido y se enterara de la operación; única­ mente debían coger las armas y reunirse, llevando un tablón o un trozo de madera. 11 Reunidos en la puerta acordada, echaron a través del lodo las tablas que cada decurión había cargado, y las fueron disponiendo contiguas unas a otras. Los de detrás las iban entregando a los que les precedían inmediatamente, y éstos de mano en mano hasta llegar a los que abrían camino, de manera que el grueso de las tropas pudo atravesar el fangal con suma rapidez 2 y comodidad po r esta especie de puente. Ganó así tie­ rra firme sin ser descubierto por los etíopes, que, como no preveían nada de este género, no habían tomado la precaución de mantener la guardia y dormían plácida­ mente, y se dirigió hacia Elefantine con todo su ejér­ cito a toda velocidad hasta perder el aliento, de una sola tirada 322. Penetró en la ciudad sin ningún obstácu­ lo, porque los dos persas enviados previamente desde Siene, cumpliendo las instrucciones recibidas, aguar­ daban con atención su llegada cada noche, y, así, en cuanto se pasaron el santo y seña, abrieron las puer­ tas al instante. 3 Los de Siene, con las prim eras luces del día, nota­ ron su fuga, primero al no ver cada uno en su casa a los persas que tenía albergados, luego al reunirse y hablar unos con otros, y finalmente, cuando descu­ brieron la pasarela. De nuevo se encontraban en situa­ ción angustiosa y por segunda vez estaban expuestos a la acusación de un delito aún más grave que el ante322 Elefantine era una isla sobre el Nilo ( E strabón , X V II 1, 48); por tanto, hay que pensar, o bien que Heliodoro ha esti­ lizado deliberadamente su narración en este punto al no indi­ car cómo los persas atravesaron el N ilo para entrar en Elefan­ tine, o bien que en el relato hay un error geográfico. En todo caso, sabemos por H eródoto, II 30, que los persas mantenían una guardia constante en esta localidad.

ñ o r: el de haber sido desleales, respondiendo con la traición a la clemencia sin límites con que se les había tratado, y cómplices con los persas en su huida. En vista de eso, decidieron salir todos los habitantes sin excepción de la ciudad, entregarse en manos de los etíopes y cerciorarles con juramentos de su inocencia, para ver si les movían a compasión. Reunidos, pues, todos, sin distinción de edad, con ramos de suplican­ tes, con cirios y antorchas encendidos, y precedidos de la clase sacerdotal, que era portadora incluso de las estatuas de los dioses, a modo de caduceo, en cabeza de la comitiva, avanzaron hacia los etíopes a través de la pasarela. Cuando estuvieron aún a cierta distancia de éstos, cayeron suplicantes de rodillas y, como a una señal dada con la voz, comenzaron al unísono a ento­ nar lastimeras voces de lamento, pidiendo piedad con sus súplicas. Para provocar mayor compasión, depositaron en el suelo a los niños pequeños y les dejaron ir adonde quisiesen, con la intención de que estas criatu­ ras inocentes y fuera de toda sospecha aplacaran la cólera de los etíopes. Y los niños, asustados y sin comprender nada de lo que ocurría, salieron huyendo de sus padres y madres, temerosos sin duda del inmenso clamor, y se dirigieron hacia los enemigos, unos ga­ teando, avanzando otros con pasos vacilantes, mientras lloraban con conmovedores sollozos, como si la fortuna se hubiese complacido en im provisar mediante ellos una nueva form a de súplicas. Ante este espectáculo, Hidaspes, pensando que venían a renovar sus peticiones con m ayor insistencia aún que antes, y que venían a ofrecer una rendición incon­ dicional y completa, les preguntó mediante unos emisa­ rios qué demandaban y po r qué venían solos, sin los persas. Entonces explicaron todo: la huida de los persas, su propia inocencia, la fiesta tradicional; y les dijeron que no habían notado su marcha, porque esta-

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ban absortos en las ceremonias religiosas y se habían dormido después del banquete ritual; y que incluso si hubieran sabido de su fuga, no habrían podido evi­ tarla, porque los persas estaban armados, y ellos no 3 tenían medio para impedirlo. Una vez terminado el relato de los habitantes de Siene, Hidaspes se ima­ ginó — y no se equivocaba— que Oroóndates trataría de tenderle cualquier trampa o cualquier emboscada. M andó entonces llam ar a los sacerdotes, sólo a ellos, se arrodilló ante las estatuas divinas que portaban consigo para inspirarles más respeto, y les preguntó si podían darle otras informaciones acerca de los per­ sas: hacia dónde se habían dirigido, con qué tropas 4 podían contar y a quién pensaban atacar. Ellos repli­ caron que no sabían nada a ciencia cierta, pero que se imaginaban que habían ido a Elefantine, porque en aquella localidad estaba reunido el grueso de su ejér­ cito y, en particular, el cuerpo en el que Oroóndates tenía cifradas sus mayores esperanzas: la caballería acorazada. Ésta fue su respuesta; le invitaron también con encarecimiento a entrar en la ciudad, que debía con­ siderar como suya, y a deponer la ira contra ellos. Hidaspes no juzgó oportuno por el momento entrar él en persona; encargó sin em bargo a dos falanges de hoplitas ir a ver si se les había tendido alguna cela­ da, y, en caso de que no fuera así, ocupar la ciudad con sus armas. Después, despidió a los de Siene con p ro­ metedoras garantías y enseguida dispuso su ejército en línea de combate, bien para recibir el ataque de los persas, bien para emprenderlo él mismo, si se 2 retrasaban. Aún no estaban distribuidas todas las uni­ dades, cuando llegaron unos exploradores a caballo, que hicieron saber que los persas se aproxim aban en formación de batalla. Oroóndates, en efecto, había ordenado a todo su ejército concentrarse en Elefantine,

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pero, al saber po r los espías que los etíopes habían atacado Siene po r sorpresa, se había visto obligado a acudir allí él mismo precipitadamente con sólo unos destacamentos333. Bloqueada su salida por los traba­ jos de asedio de los etíopes, había im plorado la vida a Hidaspes y, después de obtener esta promesa, había dado pruebas de ser el hom bre más traidor: logró que pasaran dos persas con los etíopes y los envió, en apariencia para sondear la disposición de los habitantes de Elefantine acerca de las condiciones que estaban dis­ puestos a aceptar para concertar una paz con Hidas­ pes, pero en realidad para saber si preferían prepa­ rarse para el combate, en cuanto él pudiera escapar. Esta desleal m aniobra había obtenido buen resultado, pues al llegar a Elefantine había encontrado a sus tropas ya prestas. Salió, pues, al punto, sin aplazar lo más mínimo el ataque, con la esperanza de sorpren­ der a los enemigos y cortar de raíz, gracias a su rapi­ dez, los preparativos de los adversarios. Fue divisado, pues, su ejército en orden de combate: el boato persa fascinaba todas las miradas, y la plata y el oro de las armas refulgían iluminando la llanura. E l sol no había hecho más que levantarse, y sus rayos caían de frente sobre los persas; destellos indescriptibles se esparcían en lontananza, como si las armaduras brillaran con luz propia. E l ala derecha estaba ocupada por las tropas persas y medas de ori­ gen: los hoplitas iban en cabeza, y detrás les seguían los arqueros, que, como carecían de armadura, podrían efectuar sus disparos con mayor seguridad, gracias a la protección de los hoplitas. A las fuerzas egipcias y libias, así como a la totalidad de las extranjeras, se Ies había asignado el ala izquierda; a su flanco iban

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323 Un nuevo ejemplo de recopilación breve de hechos narra­ dos previamente, cf. V I H 1 sigs.

soldados con jabalinas y otros con hondas, con la mi­ sión de hacer escaramuzas y acribillar a los enemigos, 3 mediante ataques desde el costado. E l sátrapa iba al mando del centro, montado en un espléndido carro falcado; a cada lado le escoltaba una falange, velando por su seguridad persona1; y sólo había dispuesto por delante de sí mismo a los jinetes acorazados; la confianza que en ellos tenía depositada era lo que más le había animado a afrontar la batalla. Y es que real­ mente ésta es la tropa persa más valerosa para el com­ bate pues form a una especie de muro defensivo in­ franqueable. 15 Su arm adura está hecha de la siguiente form a: cada uno de los componentes, escogido y seleccionado por su fuerza física, lleva un casco compacto y hecho de una sola pieza, que reproduce con gran exactitud la cabeza de un hombre, como si de una máscara se tra­ tara; cubre totalmente la cabeza desde el extremo superior hasta el cuello, excepto unas aberturas en los ojos para perm itir la visibilidad. Su brazo derecho va armado con una pica m ayor que una lanza; el iz­ quierdo está libre para llevar las riendas. De su costa­ do pende un sable, y todo el cuerpo, no sólo el pecho, 2 está protegido po r una armadura. La coraza está fabri­ cada del siguiente modo: forjan placas de bronce y hierro, cuadrangulares y de aproximadamente un pal­ mo de ancho como de largo, y las ensamblan unas a otras sucesivamente por cada uno de los bordes, de suerte que queden unidas y algo montadas las supe­ riores sobre las inferiores, y del mismo modo las que están contiguas entre sí; la trabazón de unas láminas con otras queda asegurada mediante unos ganchitos que las unen por debajo. E l resultado es un vestido de escamas que se adapta aí cuerpo sin causar molestias, al tiempo que lo cubre por completo, pues rodea sepa­ radamente cada miembro, y que tampoco impide el

movimiento, por su capacidad de contraerse y esti­ rarse. Tiene además mangas y va desde el cuello a las rodillas con una única abertura en los muslos, para permitir montar a lomos del caballo. Una coraza de este tipo hace que los dardos reboten, impidiendo cual­ quier clase de herida. Tienen también grebas, que van desde la punta de los tobillos hasta las rodillas, donde se unen a la coraza. Un arnés semejante protege el caballo: rodean sus patas con canilleras, sujetan pla­ cas frontales, a modo de testera, alrededor de toda su cabeza, y en cada ijar, desde la grupa, cuelga hasta el vientre una gualdrapa tejida de hierro, que, además de protegerlo, evita, gracias a su flexibilidad, que sea un obstáculo para la carrera. Una vez equipado así, o, para decirlo mejor, engastado, el jinete monta sobre el caballo; pero no puede subir por sí mismo, a causa del peso, y han de ser otros quienes lo coloquen en la montura. Cuando llega el momento del combate, suelta las riendas del caballo, le pica y se lanza con todo el ímpetu contra los enemigos, con el aspecto de un hom­ bre de hierro o de una estatua maciza, trabajada a cincel, que se mueve. L a punta de la pica va horizon­ tal, sobresaliendo mucho, y está sujeta con una correa al cuello del caballo; el otro extremo va fijo con un nudo a la grupa, para evitar que ceda con los choques, y, además, ayude al brazo del jinete, que lo único que ha de hacer es enderezar el golpe. Y si él mismo se echa encima y apoya el golpe con su cuerpo para que la he­ rida sea más profunda, atraviesa con su impulso cuan­ to le salga al paso, y a menudo, con un solo golpe, se lleva a dos enemigos ensartados324. 324 Los jinetes catafractos son característicos de la caballe­ ría oriental y están atestiguados por primera vez, entre los escritores griegos, en P olibio , X V I 18, 6, a propósito del ejérci­ to del rey Antíoco de Siria. Los escritores latinos los mencio­ nan con más frecuencia (Livio, X X X V II 40, 5; P ropercio, III

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Con semejante caballería y tal disposición en el

ejército persa, iba avanzando el sátrapa, sin perder en ningún momento las espaldas al río, para evitar que las tropas etíopes, mucho más numerosas que las su2 y as, pudieran Cercarlo. Salió a su vez Hidaspes al en­ cuentro. Contra los persas y medos del ala derecha opuso a los de Méroe 325, soldados de armas pesadas y 12, 12), y desde época de A drian o parece h a b er existido en el p ropio ejército rom ano un ala Gallorum et Pannoniorum catairactata, aunque no sepam os cóm o era exactam ente la coraza en esta época ( P lutarco , Lúcuto 28, m enciona la pica, m ás la rg a que u n a lanza, y en Craso 27, atribuye a esta caballería la capacidad de ensartar a dos hom bres de u n solo golpe); no obstante, desde el siglo n i d. C. el uso de este cuerpo m ilitar se ha hecho m ás frecuente, y hay que creer que su equipa­ m iento ha m ejorad o, aunque el perfeccionam iento de sus de­ fensas resulta con p ro b ab ilid ad de una evolución paulatina. A ju z ga r p o r los hallazgos arqueológicos de D u ra-E u ropos, en el siglo n i, tanto el jinete com o el caballo ib an protegidos con coraza y visera, y el conjunto de estas tropas ( clibanarii) fo rm a b a el núcleo de la caballería sasánida; de ellos lo tom a­ ron tanto R o m a com o Palm ira. H elio d oro describe, pues, u n a tropa persa, no sasánida ni palm irena. L a gran im presión que p ro d u jo el nuevo arm am ento en el m undo grecorrom ano que­ d a reflejada en el cuidado de la descripción que hace H eliodoro. E stas tropas fu eron usadas p o r Zenobia, la reina de Palm ira, en las luchas p o r Ë m esa y A ntioquía contra el em p erado r A ure­ liano (ZtisiMO, I 30, 36) y, aún antes, p o r los persas contra A le­ ja n d ro Severo ( Historia Augusta, Vida de Alejandro 56, 5); a p a rtir de estos datos, F. A ltheim , op. cit., págs. 112 y sigs., ha tratado de datar las Etiópicas) no obstante, las m ejoras de estas tropas han sido continuas, com o p ru eb a el hecho de que sean m encionadas sobre todo p o r los autores griegos del si­ glo IV; adem ás de Ju l ia n o (toc. cit.), A m ia n o M arcelino (X V I 10, 8) h a b la de simulacra (la m ism a m etáfo ra que en H eliodoro) en el cortejo triu n fal de Constancio II; Claudiano, Contra Ru­ fino II 359 sig., credas simulacra moveri; L i b a n i o , X V I II 206. Si estas fuerzas eran dignas de m ención en época tan avanzada, es po rqu e probablem ente aún constituían u n a novedad, bien p o r las progresivas m ejoras en su arm am ento, b ien po rqu e sólo entonces llegaron al conocim iento general. 325 M éroe es la capital de Etiopía, cf. infra, X 5.

aguerridos en el combate cuerpo a cuerpo; a los tro­ gloditas y a los que habitan junto al país del cinamo­ mo 326, tropas con armamento ligero, ágiles y excelentes con el arco, les asignó un lugar donde se enfrentaran con los soldados que llevaban hondas y jabalinas del ala izquierda enemiga. En cuanto al centro del ejér- 3 cito, sabiendo que lo ocupaban los famosos jinetes acorazados, se colocó frente a ellos Hidaspes mismo con sus elefantes coronados de torres, detrás de los hoplitas blemies y seres 327, a quienes había dado ins­ trucciones precisas acerca de cómo proceder en el curso de la acción. Los dos bandos desplegaron sus enseñas; los persas 17 dieron la señal de combate con trompetas; los etíopes, con timbales y tambores. Oroóndates lanzó con gran­ des gritos a sus falanges en veloz carrera; Hidaspes, en cambio, dio la orden de avanzar en un principio con bastante lentitud, marchando tranquilamente al paso, para evitar que los elefantes se quedasen reza­ gados de los que combatían por delante de ellos y, al mismo tiempo, con la intención de debilitar el impul­ so de los jinetes contrarios, si el espacio que separaba a ambos ejércitos era considerable. Pero cuando estu- 2 vieron a tiro y observaron a los acorazados espolear

326 E l cinamomo es probablemente la canela silvestre; Ara­ bia era en la Antigüedad el país que producía más esta especia. Sobre su localización geográfica, en Arabia y al Sur de Méroe, vid. E strab<3n , I 4, 2; I I 5, 35; X V IÏ l, 1. Los trogloditas vivían en la región situada en la costa occidental del golfo Arábigo al Sur de Siene ( E strabón, X V I 4, 22; X V II 1, 53). 327 Los blemies estaban sometidos, según E strabón, X V II I, 2 (cf. 53), a los etíopes, y habitaban en ía región nordorien­ tal de Etiopía, al oeste de los trogloditas. En cuanto a los seres, la mención parece desconcertante, porque E strabón, X I II, 1, los localiza en Bactriana; aun así, P ausa n ia s afirma que habitaban en Etiopía (V I 26, 7), quizá junto a las fronteras de Egipto, al Oeste de los blemies.

sus caballos para iniciar ía carga, los blemies pusieron en práctica la m aniobra ordenada por Hidaspes: de­ jaron atrás a los seres como protección y defensa de los elefantes y saltaron muy por delante de sus líneas, lanzándose contra los acorazados a toda la velocidad de que eran capaces. Los que los veían creían que se habían vuelto locos: eran un número reducido y em­ prendían el ataque contra un contingente muy supe3 rior, que, por añadidura, gozaba de tal protección. Los persas sin em bargo azuzaron sus caballos con renova­ dos bríos: la temeridad de los enemigos era para ellos una fortuna inesperada, y estaban persuadidos de que al prim er choque los aniquilarían po r completo. 18 Pero los blemies, cuando ya estaban a punto de llegar al cuerpo a cuerpo y se encontraban casi al alcance de las picas, de repente a una señal convenida se agacharon todos a la vez y se metieron entre las patas de los caballos con una rodilla en tierra, aun a costa del grave riesgo de que éstos les pisotearan la 2 cabeza y la espalda. Con esta inaudita m aniobra cau­ saron grandes daños a la caballería, porque, a medida que iban pasando los caballos por encima de ellos, los iban hiriendo con sus espadas en el vientre. N o pocos caían, y los corceles, a causa del dolor, no hacían caso del bocado y derribaban a los jinetes, que quedaban tendidos e inmóviles, como troncos de árbol, y los blemies les hundían la espada por la parte interna de los muslos. Los jinetes persas, en efecto, como van protegidos con esta coraza, no pueden moverse, si no 3 tienen a nadie que los ay u d e 32S. Los que habían conse­ guido pasar sin que sus caballos recibieran heridas se 328 La dificultad de movimientos de los jinetes acorazados es también mencionada por P lutarco , Lúculo 28. En cuanto a la táctica que emplean los blemies, ideas semejantes se encuen­ tran en P lutarco, Craso 25, y, de manera episódica, en Jenofonte , Ciropedia V I I 1.

precipitaron contra los seres; pero éstos, en cuanto los vieron acercarse, se escondieron detrás de los elefan­ tes, como refugiándose tras una colina o en una ciudadela viviente. Entonces se produjo una gran mortan­ dad entre los jinetes, que perecieron casi por com­ pleto. Pues ante la súbita aparición de los elefantes, a los que no estaban habituados a ver, los caballos, presos de pánico ante la mole que tenían enfrente, o bien volvieron grupas, o bien se precipitaron unos sobre otros en desorden, desbaratando de inmediato el orden de la falange. Los que estaban sobre las to­ rres de los elefantes — seis en cada una; dos arque­ ros disparando por cada costado, excepto por la parte de la cola del animal, que estaba desguarnecida— 329 disparaban sin cesar como desde una ciudadela una lluvia certera de dardos, tan espesa que a los persas les parecía más bien una nube que les sobrevenía. Y esto era sobre todo así, porque los etíopes apuntaban fundamentalmente a los ojos de los enemigos, no como quienes están tomando parte en un verdadero combate, sino como si hubieran propuesto una competición de tiro al blanco, Y tenían tan buena puntería, que los jinetes, atravesados con las flechas, se dejaban llevar sin orden ni concierto por entre la multitud, mientras de sus ojos sobresalían dos venablos clavados, seme­ jantes a dos tubos de flauta. Los que no habían podido frenar el impulso de la carrera de sus caballos y se­ guían hacia adelante sin querer, venían a caer en me­ dio de los elefantes: unos morían allí, derribados y pisoteados por los elefantes; otros, po r los seres y los blemies, que surgían de detrás de los elefantes, como emboscados, y los herían, atinando a la zonas menos

329 E l núm ero de com batientes que o cu paban las torres de los elefantes no es siem pre el m ism o: Filóstrato, Vida de A poIonio de Tiana I I 12, dice que son diez o quince.

defendidas, o bien se avalanzaban sobre ellos y los 8 tiraban de sus caballos al suelo. Los que lograron escapar se retiraron sin haber obtenido resultado algu­ no y sin haber causado ningún daño a los elefantes. Pues estos animales también van al combate protegi­ dos con equipos de hierro, y, además, la naturaleza los ha armado con una piel sólida y recubierta de cos­ tras duras en toda la superficie, que hace rebotar o quiebra la punta de cualquier arma. Los supervivientes volvieron sus pasos y comenza­ ron a huir sin excepción, pero la huida más vergon­ zosa de todas fue la de Oroóndates, que dejó su carro y escapó montado en un caballo de Nisa 330. Sin saber nada de estos sucesos, los egipcios y libios del ala izquierda continuaron combatiendo con todo valor y, aunque sufrían más daños que los que ellos mismos causaban, aguantaban el peligro con resolución y ente2 reza. Pues las tropas del país donde se produce el ci­ namomo, que eran las dispuestas contra ellos, los aco­ saban terriblemente y los habían puesto en un gran apuro: cuando atacaban, los otros retrocedían hasta

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tomarles un buen trecho de delantera, pero a la vez que huían les disparaban volviéndose con sus arcos; luego, cuando cedían, los hostigaban y disparaban con­ tra sus flancos, unos con hondas, otros con dardos, pequeños pero emponzoñados con veneno de serpien­ te 331, que causaban una muerte cruel y prácticamente instantánea. 330 Llanura de Media, cerca de Ecbatana, en la que se cria­ ban caballos muy estimados; cf. E strabón, X I 13, 7. 331 La mención de estos detalles en la obra de Heliodoro parece suponer un profundo conocimiento de las costumbres de estos pueblos — el país del cinamomo se aplica en general a la región africana situada al Sur del trópico, circunstancia que explica la imposibilidad de precisar una localización apro­ ximada— ; más aún, porque P u n i ó , Historia natural V I 176, indica el mismo detalle acerca de las flechas que emplean

Los del país del cinamomo usan el arco como si 3 estuvieran jugando, más que como si estuvieran em­ peñados en una acción seria: llevan la cabeza envuelta con una urdim bre circular, sobre la que en todo su contorno fijan las flechas, con la parte de las barbas dirigida hacia la cabeza, y las puntas, como rayos de sol, sobresaliendo hacia el exterior332. Las flechas están 4 así prestas para el combate, y una vez llegado éste, las sacan de ahí con gran facilidad, como de una aljaba; mientras tanto, cada uno se contrae con saltos inso­ lentes y contorsiones de sátiro y dispara contra los enemigos, coronado de dardos, con el resto del cuerpo desnudo, y sin tener ninguna necesidad de puntas de hierro. Pues los fabrican quitando a una serpiente la espina dorsal, la enderezan hasta la longitud aproxi­ m ada de un codo y raspan la punta dejándola lo más afilada posible; así obtienen una flecha arm ada natu­ ralmente de punta. Y quizá es por el uso de los huesos p o r lo que la flecha tiene ese nombre en griego 333. Durante algún tiempo, los egipcios sostuvieron la 5 línea de combate y aguantaron los disparos gracias a la unión de sus escudos; además, son ellos de natu­ raleza esforzada y se glorían de desdeñar la muerte, no tanto po r conseguir un fin útil, cuanto por rivali­ zar en bravuconería, pero quizá también por el miedo al castigo si abandonan el puesto y hacen deserción. estos pueblos. Sin embargo, como Plinio cita en este contexto a Juba como su fuente, hay que pensar que ambos autores han utilizado una fuente común, que en última instancia ha de ser Agatárquides de Cnido, a quien sigue Artemidoro de Éfeso (cf. W. C apelle , Rheinisches Museum 96 [1953], 168 sigs.; nota 337 infra). 332 L uciano , De la danza 18, atribuye estas m ism as costum ­ bres a los etíopes, en general.

333 Etimología fantástica que pone en relación dos palabras griegas que tienen cierta semejanza fonética: ostéon «hueso», y o'istós «flecha».

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Pero al enterarse de que la caballería acorazada, considerada la m ejor fuerza bélica y la esperanza más firme de victoria, había sido destrozada, que el sátrapa había huido, que los célebres hoplitas medos y persas, no sólo no se habían distinguido en la batalla por su brillantez, sino que los descalabros que habían hecho a los de Méroe, quienes habían sido sus oponentes, eran pequeños y muy inferiores a los que ellos mismos habían padecido, y que finalmente habían seguido a los demás en su huida, entonces también los egipcios cedieron y huyeron en desbandada, Hidaspes, que con­ templaba su victoria, ya manifiesta, desde lo alto de la torre a modo de atalaya 334, envió heraldos a los perse­ guidores con orden de detener la matanza, y capturar y traer vivos a todos los que pudieran, en particular a Oroóndates. Así se cumplió: los etíopes extendieron su frente po r el lado de la izquierda y, disminuyendo la gran profundidad de su formación para dotarla de más longitud por cada lado, fueron girando las alas una sobre otra para encerrar en una bolsa al ejército persa, no dejando libre a los enemigos para la huida más que un sendero que conducía hacia el río. A él cayeron muchos, em pujados por los caballos, los carros falcados, el restante desconcierto y la aglomeración progresiva de la muchedumbre. Entonces comprendie­ ron que lo que en apariencia iba a ser una argucia táctica del sátrapa se había vuelto contra ellos y resul­ taba ser una m aniobra irreflexiva. Al principio, en efecto, p o r miedo a que se les rodease, había guardado continuamente el N ilo a sus espaldas, pero no se había percatado de que lo que en realidad estaba haciendo era cortarse la retirada. Allí también fue él capturado, en el preciso momento en que Aquémenes, el hijo de Cí334 Hidaspes, sin duda, va montado en la torre de un ele­ fante (cf. IX 16, 3 y 22, 2).

bele, que estaba ya al corriente de todos los aconteci­ mientos ocurridos en Menfis, se disponía a dar muerte a Oroóndates, aprovechando la confusión — pues se arrepentía de haber denunciado a Ársace, contra quien ahora no tenía pruebas una vez perdidos los testigos— , pero erró el golpe y no consiguió herirle de muerte. Sufrió además un castigo inmediato: uno de los etío- 6 pes, que había reconocido al sátrapa y trataba de con­ servarlo con vida a tenor de las órdenes recibidas, le disparó con su arco. E l atentado le parecía además una acción indignante y odiosa: huir ante el enemigo y atacar a los suyos, aprovechando al parecer una des­ gracia general para satisfacer un odio personal. E l soldado que le apresó condujo al sátrapa a pre- 21 sencia de Hidaspes, quien al verlo malherido y cubier­ to de sangre mandó que le contuvieran la hemorragia con hechizos los magos que se sirven de ellos con este fin 335, pues tenía el propósito resuelto de conservarle la vida si podía. Trató además de reconfortarle con las siguientes palabras: — Querido amigo, tu vida, en lo que de mí depende, no corre peligro alguno; pues si hermoso es vencer a los enemigos cuando se enfrentan en batalla, no me­ nos lo es superarlos en generosidad cuando están caí­ dos. Mas ¿por qué te has mostrado tan desleal? — Contigo — replicó él— desleal; pero leal con mi 2 señor. — Pues bien — volvió a preguntar Hidaspes— , ahora que has caído en mi poder, ¿qué castigo crees que mereces? 335 Los «hechizos», en H omero, Odisea X IX pleados por Esculapio); tra estos procedimientos la enfermedad sagrada. (22, 1) a los médicos su

como método curativo, son mencionados 458; P índaro , Píticas I I I 47 sigs. (em­ Platón, República 426 b. Críticas con-, se encuentran ya en H ipócrates, Sobre Hidaspes, no obstante, encarga luego curación.

— E l que mi Rey — dijo— habría impuesto a cual­ quier general tuyo, si le hubiera apresado, y éste se hubiera mantenido fiel a ti. 3 — Sin duda — replicó Hidaspes— , le habría soltado con grandes obsequios después de elogiarle encareci­ damente, si es que es en verdad un rey, y no un tirano. Así procuraría, mediante alabanzas tributadas a extra­ ños, suscitar en los vasallos propios el deseo de emu­ lar una conducta semejante. Pero, buen amigo, dices que has sido leal; pero también deberías reconocer tu imprudencia por haber osado oponerte de modo tan temerario a tantos miles de enemigos. 4— Probablemente — respondió— , no era tanto im­ prudencia, como acierto en conocer el carácter de mi rey, que antes castiga con severidad a los que de algún modo se comportan con cobardía en la batalla, que re­ compensa a los valientes. Por eso decidí correr el riesgo y obtener un resonante e inesperado éxito — porque el azar de la guerra depara multitud de acontecimien­ tos extraordinarios— o, al menos, si conseguía salir con vida, reservarme una justificación para poder ar­ güir en mi defensa, diciendo que había hecho todo cuanto estaba en mi mano 336. 22 Hidaspes aprobó las razones dadas en esta conver­ sación y le envió a Siene, encargando a los médicos pro­ digar con él todo género de cuidados. Hizo él también su entrada en unión de algunos m iem bros escogidos de su ejército. Toda la ciudad sin distinción de edad salió a recibirle, arrojando coronas y flores del N ilo a sus soldados y entonando himnos triunfales para cele2 b ra r la victoria de Hidaspes. Una vez dentro del recin­ to amurallado, montado sobre un elefante a manera de carro triunfal, fue inmediatamente a ocuparse de sus 336 Las antítesis y, en general, las particularmente notables en este diálogo.

figuras

retóricas

son

deberes religiosos y a dar gracias a los poderosos con sus plegarias. Preguntó a los sacerdotes cuál era el ori­ gen de las fiestas del Nilo, y si podían mostrarle en la ciudad algo que fuera digno de ver y admirar. Los sacerdotes le enseñaron el pozo que sirve para medir el nivel de las aguas del Nilo, que es parecido al que hay en Menfis, construido con piedras de sillería puli­ mentadas y grabado en su interior con marcas sucesi­ vas a cada codo de distancia. Se comunica con el río bajo tierra, y según la marca en la que caiga el agua indica las crecidas o los descensos del Nilo. Los habi­ tantes miden el nivel de la riada o de la bajada median­ te el cómputo del número de señales sumergidas y el de las descubiertas 337. Le enseñaron también los relo­ jes solares, cuya aguja a mediodía no proyecta som­ bra, porque los rayos solares caen sobre la región de Siene en el solsticio de verano exactamente perpen­ diculares y, al iluminar con su luz todos los lados, im­ piden que haya sombra. Por esa misma razón el agua se encuentra directamente iluminada en el fondo de los pozos. Estas curiosidades no produjeron gran im­ presión de novedad a Hidaspes, pues también sucede lo mismo en la ciudad de Méroe, en Etiopía. Le expli­ caron luego el significado divino de la fiesta, haciendo el más encendido elogio de las virtudes del Nilo, a 337 L a concordancia de este pasaje con E strabón, X V II 1, 48, permite suponer que ambos autores se han servido de una fuente común (Estrabón no puede ser la fuente directa de He­ liodoro, porque éste da algunos detalles ausentes en aquél): ambos dan noticia del nilómetro de Siene, mencionan el de Menfis, hablan de la forma como están construidos y precisan que en el solsticio de verano no da la sombra en su fondo, todo ello con evidentes semejanzas lingüísticas y de vocabu­ lario. Según W. C apelle, loe. cit., 174, tanto Estrabón, como Heliodoro y Diodoro de Sicilia, que también menciona el niló­ metro ( I 36), deben sus informaciones a Agatárquides de Cnido, por mediación, probablemente, de Artemidoro de Éfeso.

quien llamaban Horus, nutricio 333 de la totalidad de Egipto, salvador del Alto Egipto, padre y creador del B ajo; él trae cada año el nuevo limo, y de ahí que se llame Nilo; él señala las estaciones del año: el verano con su crecida, el otoño con su descenso, la prim avera con las flores que en él nacen y con el desove de los cocodrilos. E l Nilo, en fin, no es otra cosa que el año mismo, como su propio nom bre prueba, pues, si a las letras que lo componen, se les atribuye su valor numé­ rico, suma en total trescientas sesenta y cinco unidades, igual que el de los días del año 339. Añadieron en sus explicaciones otras peculiaridades de las plantas, las flores, los animales del Nilo y otras muchas cosas del mismo género. — Pero todas estas maravillas — replicó Hidaspes— no son egipcias, sino etiópicas. Este río, o este dios como lo llamáis vosotros, y todos los seres acuáticos que en él viven, es Etiopía quien os los envía aquí; justo es, pues, que vosotros la veneréis, p o r ser para vosotros la madre de los dioses. — Desde luego que la veneramos — respondieron los sacerdotes— , y ello por todos esos motivos, pero, sobre

338 Hay cierta contradicción con lo que se afirma en IX 9, 4, donde se identifica el N ilo con Osiris, el padre de Horus, aun­ que las variantes del mito de Osiris son numerosas y las iden­ tificaciones con nombres griegos siempre inducen a error; en todo caso, Horus era identificado en general con el Sol (cf. H er ó d o t o , II 144, 156). E l epíteto zeidóros («nutricio») no se usa nunca en prosa, con la presente excepción. 339 En efecto, si se atribuye el valor numérico a cada una de las letras que componen el nombre Neilos, resulta: 50 + 5 + -f 10 + 30 + 70 + 200 = 365. La etimología que hace derivar él nombre Netîos de néa ilÿs («nuevo lim o») es, por supuesto, un producto más de las especulaciones a las que en particu­ lar es aficionado Heliodoro (cf. I l l 14, 3; IX 19, 4). Otros ejem­ plos en E. R ohdb, op. cit., pág. 4871. Un excurso semejante sobre el Nilo se halla en A qu iles Tacto, IV 12.

todo, porque nos ha mostrado en tu persona a nuestro salvador y nuestro dios. Hidaspes les indicó la conveniencia de m oderar sus 23 elogios para no atraerse la ira divina y, acto seguido, se retiró a su tienda, donde pasó el resto del día des­ cansando. Obsequió con un banquete a los dignatarios etíopes y a los sacerdotes de Siene, y autorizó también a los demás a celebrar un festín. Los sieneos procuraron al ejército, bien como regalo, bien mediante compra, un gran rehato de vacas, un gran rebaño de ovejas, grandísima grey de cabras e igual piara de cerdos, ju n ­ to con vino en buena cantidad340. Al día siguiente, 2 Hidaspes sentado en un elevado trono fue distribu­ yendo a sus tropas las acémilas, los caballos y todo el restante botín tomado, tanto en la ciudad, como en la batalla, repartiendo a cada uno según el mérito de sus acciones. Cuando se presentó el que había cogido preso 3 a Oroóndates, Hidaspes le dijo: — Pide lo que desees.

— N ad a tengo que pedir, mi rey — contestó— ; a no ser que decidas lo contrario, tengo suficiente con lo que he cogido a Oroóndates, cuando le salvé la vida cumpliendo lo que tú habías ordenado. Y al tiempo de decir esto, mostró el ceñidor de la 4 espada del sátrapa, joya valiosísima, incrustada de pe­ drería, que seguramente había costado mucho dinero. Muchos de los circundantes prorrum pieron en gritos, exclamando que aquel tesoro estaba muy por encima de lo que convenía a un simple soldado, y que era más bien digno de un rey. Sonrió entonces Hidaspes y dijo: 5 — ¿Y qué otra cosa sería más digna de un rey que conseguir poner de manifiesto que mi magnanimidad es superior a su codicia? Además, la ley de guerra per­ mite al vencedor despojar al prisionero. Que se vaya, 340 Im itación de Homero, Ittada X I 678 sig.

pues, recibiendo como obsequio mío lo que podría ha­ ber conservado fácilmente sin mi consentimiento con sólo guardarlo. 24 Tras él comparecieron los soldados que habían apre­ sado a Teágenes y Cariclea. — Oh rey — dijeron— , nuestro botín no es oro ni piedras preciosas, cosas que son comunes en Etiopía y se hallan a montones en tu palacio; te hemos traído a una muchacha y a un joven, dos hermanos griegos, que en talla y en belleza sobrepasan a todos los hu­ manos, excepto a ti. L o único que pedimos es que no se nos prive de tu generosidad. 2 — Bien habéis hecho — dijo Hidaspes— en recordár­ melo. Pues cuando me los trajisteis en medio de la confusión, no pude contemplarlos más que de pasada. Que los hagan venir y traigan también a los demás cautivos. Los condujeron de inmediato a su presencia, pues fue corriendo un mensajero fuera de la muralla, llegó al lugar donde estaban los encargados de la impedi­ menta y dijo a los guardianes que los llevaran ense­ guida ante el rey. Los jóvenes preguntaron a un vigi­ lante, un semigriego, adonde los conducían ahora. É l les contestó que el rey Hidaspes estaba pasando revista a los cautivos.

— jDioses salvadores! — gritaron al unísono los jó ­ venes, al oír el nombre de Hidaspes, pues, hasta este 3 momento, desconocían si el rey era éste u otro. Teáge­ nes entonces dijo en voz b a ja a Cariclea: — Seguro que no dejarás de decir al rey, amada mía, nuestras aventuras. Ahí tienes por fin a Hidaspes, el que, según me has reiterado con frecuencia, es tu padre. — Mi dulce amado — respondió Cariclea— , los asun­ tos importantes requieren también importantes prepa4 rativos. Una intriga, cuyos hilos ha enredado desde el

principio la divinidad, forzosamente sólo puede alcan­ zar su final después de larguísimas peripecias; además, lo que se ha ido complicando en el transcurso de tanto tiempo no conviene que se descubra totalmente de una vez, sobre todo si se tiene en cuenta la ausencia de la persona de quien dependen todos los hilos de nuestra trama, el punto capital de nuestra historia completa y mi propio reconocimiento, es decir, mi m adre Persina, de quien sabemos que aún vive, gracias a la vo­ luntad divina. — Pero, ¿si se nos sacrifica antes — interrumpió Teágenes— , o si se nos regala como esclavos, y nos corta toda posibilidad de llegar a Etiopía? — Im posible — dijo Cariclea— ; todo lo contrario. Y a has oído a menudo decir a los que nos custodian que estamos siendo alimentados para luego inmolarnos como víctimas a los dioses de Méroe; no hay, pues, que tener ningún miedo de que nos entreguen como obse­ quio o de que antes nos den muerte, porque ha prome­ tido consagrarnos a los dioses para sacrificarnos, y estas gentes que tanto estiman la piedad no tolerarán la transgresión de tal promesa. Si llevados de una ale­ gría excesiva cometemos la torpeza de revelar dema­ siado pronto nuestra identidad, en ausencia de quie­ nes puedan reconocerme y garantizar la verdad de nuestras afirmaciones, corremos el peligro sin darnos cuenta de irritar al que nos escuche y suscitar en él una merecida cólera; pues consideraría, en ese caso; un acto de burla e insolencia el que unos cautivos des­ tinados a la esclavitud tratasen con fantasías inverosí­ miles de hacerse pasar por hijos del propio rey, como por un golpe teatral. — Pero las pruebas que pueden conseguir tu reco­ nocimiento — dijo Teágenes— , que sé que tú llevas y conservas con celo, contribuirán a certificar que no se trata de una invención ni una superchería.

— Las pruebas que permiten mi reconocimiento — prosiguió Cariclea— no constituyen pruebas más que para quienes las conocen y las expusieron conmi­ go; para quienes las desconocen o al menos no están en condiciones de conocer todas, no son más que sim­ ples joyas y collares, que incluso puede ser que despier­ ten sospechas de que quienes las llevan son unos ladro8 nes y unos bandidos. E incluso aunque Hidaspes reco­ nociera algunas de ellas, ¿quién le va a convencer de que es Persina quien me las ha dado? ¿quién de que la madre se las ha regalado a su hija? Sólo hay una prue­ b a irrefutable de mi identidad, Teágenes: el instinto de una madre; en virtud de él, la m adre que ha engen­ drado a un hijo experimenta por el fruto de su alum­ bramiento, desde el prim er momento en que se en­ cuentran, un sentimiento de ternura, y se ve movida hacia él por una oculta sim patía341. Lo que debemos hacer, pues, es no descuidar este medio, porque es el único que puede avalar la veracidad de las demás 25

pruebas. Mientras iban hablando así, llegaron cerca del rey. Bagoas, a quien también habían conducido, los acom­ pañaba. Al verlos Hidaspes de pie ante él, se levantó del trono de un salto y dijo: — ¡Oh dioses, sednos propicios! — y volvió a sen­ tarse, pensativo. Las magistrados que lo rodeaban le preguntaron qué le ocurría. — He soñado — exclamó— que hoy tenía una hija como la que está aquí, y que de repente llegaba a la flo r de la edad, como la aquí presente. N o había hecho ningún caso de esa visión, pero ahora acabo de recor-

341 Así ha ocurrido con Hidaspes (I X sobre todo con Persina (X 7, 3-4).

3, 3-5) y ocurrirá

darlo, al ver la semejanza que existe entre esta joven y la de mi sueño. Los presentes le dijeron que se trataba de un efec- 2 to de su imaginación, que a menudo nos presenta me­ diante imágenes lo que va a suceder. Hidaspes entonces, sin tomar más en consideración la visión de sus sue­ ños, preguntó a los jóvenes quiénes eran y de dónde venían. Cariclea se mantuvo callada, y Teágenes res­ pondió que eran hermanos y griegos. — ¡Viva Grecia — dijo— , que, además de nutrir a tantas personas honradas y de bien, nos ofrece vícti­ mas nobles y magníficas para nuestros sacrificios de acción de gracias! Pero, ¿cómo es que en el sueño no 3 me pareció también alum brar a un hijo? — dijo a los presentes con una sonrisa— ; si este joven, el hermano de la muchacha, iba a venir también a mi presencia, ¿no hubiera debido recibir igualmente una premoni­ ción de su persona mediante el sueño, según afirmáis vosotros? — Y volviéndose luego hacia Cariclea, le pre­ guntó en griego, lengua muy practicada entre los gimnosofistas y los reyes de Etiopía 342— : ¿Y tú, muchacha, por qué estás callada y no respondes a mi pregunta? — En los altares de los dioses — respondió Cari- 4 clea— , para quienes, bien lo sabemos, nos guardas como víctimas, conoceréis quién soy yo y quiénes son mis padres. — ¿Y dónde se encuentran ahora? — preguntó H i­ daspes. — Están aquí presentes — respondió— ; y, en todo caso, lo estarán en el sacrificio. — Realmente también sueña — dijo Hidaspes, con una nueva sonrisa— esta hija m ía que he alum brado en sueños, si su imaginación la lleva a figurarse que sus M2 La misma idea, a propósito de los indios, en F iixístrato, Vida de Apolonio de Tiana II 31. Cf. nota 12.

padres van a ser súbitamente transportados desde Grecia a plena Méroe. En fin, que los conduzcan y cuiden con todo el esmero debido a quienes van a ador5 n ar nuestro sacrificio. Pero, ¿quién es ése, el que está al lado? Parece un eunuco, ¿no? — Y es efectivamente un eunuco — respondió uno de los servidores— ; se llam a Bagoas, y es uno de los bie­ nes más preciados que posee Groóndates. — Que los acompañe también él — contestó el rey— , no como víctima para el sacrificio, sino como custodio de una de las dos víctimas, de esa muchacha, cuya belleza requiere grandes precauciones, para que nos la guarde pura hasta el momento de ser inmolada. Los eunucos son por naturaleza celosos, y de los placeres que a ellos se les ha privado son atentos guardianes para prohibírselos a los demás. 26 Tras estas palabras, fueron compareciendo en orden los restantes cautivos; él fue pasándoles revista y de­ cidiendo su suerte: a quienes la fortuna había hecho esclavos de nacimiento, los iba regalando; a los que habían nacido libres, los manumitía 343. Escogió tam­ bién a diez jóvenes y a otras tantas doncellas, los más notables por su edad y belleza, y ordenó que los con­ dujeran para idéntico destino que Teágenes y su com2 pañera. Luego despachó todas las demás solicitudes que cada uno presentaba, y, en último lugar, mandó venir a Oroóndates, a quien trajeron ante él en camilla. — Yo he alcanzado — le dijo— los objetivos de la guerra y he conquistado lo que fue el motivo inicial de nuestra lucha: Filas y sus yacimientos de esmeraldas están ya en mi poder. Tras esto, no quiero que me ocu­ rra como a la mayoría de los que se hallan en mi situación actual:

abusar de mi éxito por ambición y

343 El proceder de Tíamis como jefe de los vaqueros es semejante, cf. Ï 19, 5.

tratar de extender ilimitadamente mi imperio, aprove­ chando la victoria. M e conformo con las fronteras que la naturaleza señala desde siempre entre Egipto y Etio­ pía: las cataratas. De modo que, una vez dueño de aquello por lo que vine, me retiro, poniendo de mani­ fiesto mi veneración a la justicia. Tú, si sobrevives, 3 gobierna de nuevo sobre tu satrapía y envía al rey de los persas una misiva, diciendo que tu hermano Hidas­ pes te ha vencido p o r la fuerza de su brazo, pero que, gracias a sus prudentes designios, te ha dejado todas tus posesiones. Si tú aceptas — dile— , él recibe con suma alegría tu amistad, la más bella riqueza que los hombres po­ seen; pero si vuelves a comenzar las hostilidades, él no las rehusará. En cuanto a los sieneos aquí presen­ tes, Ies eximo por un período de diez años de los tribu­ tos que les corresponden; y a ti te prescribo que hagas lo mismo. Estas palabras levantaron en los asistentes, tanto 27 ciudadanos como soldados, una aclamación llena de bendiciones y una ovación cerrada, perfectamente per­ ceptible desde muy lejos. Oroóndates extendió sus ma­ nos, cruzó luego una sobre la otra y se inclinó hasta postrarse en señal de adoración, aunque esta acción de honrar de ese modo a un rey que no sea el suyo es algo inaudito entre los persas. — Asistentes, 110 creáis — dijo— que estoy violando 2 la tradición po r reconocer como rey a quien acaba de obsequiarme con la satrapía, ni que estoy infringien­ do la ley por postrarme ante el hom bre más justo de la tierra, el cual, pudiendo darme muerte, tiene la gene­ rosidad de conservarme la vida, y, habiendo recibido el derecho de hacerme su esclavo, me concede la satra­ pía. En pago de eso, si logro sobrevivir, me compro- 3 meto a una paz profunda y a una amistad perenne

entre persas y etíopes, y a garantizar a los de Siene la cabal ejecución de las exenciones ordenadas. Pero si algo me ocurriera, que los dioses recompensen po r los beneficios que he recibido a Hidaspes, a su casa y a su raza.

En este punto acaba la narración de ios acontecí- 1 mientos de Siene, esta ciudad que, tras haber corrido un riesgo tan grave, había obtenido en un brusco cam­ bio una dicha tan grande, gracias a la moderación de un solo hombre. Hidaspes despachó por delante el grueso de su ejército, y luego él mismo se puso en camino hacia Etiopía entre los vítores y las bendicio­ nes de todos los persas y todos los sieneos, que le escol­ taron durante un buen trecho. Al principio fue avan- 2 zando, siempre pegado a la ribera del N ilo o a las zonas más próximas, y cuando llegó a las cataratas, luego de celebrar un sacrificio en honor del Nilo y los dioses que velan po r las fronteras, se desvió y fue si­ guiendo las tierras del interior hasta llegar a Filas. Allí acampó dos jom ad as para dar un descanso a las tropas, y desde allí mandó de nuevo por delante a la mayoría de la gran masa que integraba su ejército, así como a los cautivos de guerra. Él, en cambio, se quedó para fortificar los m uros de la ciudad, dejó una guarni­ ción de custodia y luego prosiguió la marcha. Esco- 3 gió dos buenos jinetes, con la misión de anticiparse a él y relevar sus caballos en cada aldea o ciudad a fin de cumplir sus órdenes con rapidez, y les encargó lle­ var a los de M éroe la feliz noticia de la victoria.

2

Una misiva iba dirigida a los sabios llamados gim-

nosofistas, asesores y consejeros del r e y 344, y decía lo siguiente: «A l divino consejo, el rey Hidaspes: Tengo el gusto de anunciaros la buena nueva de nuestra victoria fren­ te a los persas, no por fanfarronear del éxito, pues no quiero enajenarme el favor inestable de la fortuna, sino por hom enajear con esta carta que precede a mi llegada la inefabilidad de vuestras profecías, que nun­ ca yerran y, en particular ahora, se han mostrado fide­ dignas. Os invito también y os conmino a que vayáis al al lugar habitual, para santificar los sacrificios en acción de gracias por la victoria y realzar con vuestra presencia ante la comunidad de los etíopes la solemni­ dad de la celebración.» 2 A su esposa Persina escribió lo siguiente: «Sábete que he vencido y, lo que más a ti te im­ porta, que estoy sano y salvo. Prepara las procesiones y sacrificios de acción de gracias con suma prodigali­ dad. Invita a los sabios, como yo he hecho mediante unos mensajeros, a salir contigo enseguida a la fértil explanada situada ante la ciudad, consagrada a nues­ tros dioses nacionales: el Sol, la Luna y Dioniso.»

344 F ilóstrato, Vida de Apoîonio de Tiana V I, llama a los gimnosofistas egipcios o etíopes, y su modo de vida procede de los anacoretas indios; etíopes e indios no son, según la concepción griega (cf. E strABón , X V 1, 25), pueblos fundamen­ talmente distintos (y ello quizá explica la presencia de los seres entre los componentes del ejército de Hidaspes, cf. nota 327). Es, pues, probable que este consejo religioso que rodea al rey de Etiopía sea en último término una herencia de Filóstrato en Heliodoro; cf. R ohde, op. cit., págs. 469 y sigs. E strabón, X V II 2, .3, nos informa de la existencia de una casta sacerdotal en Etiopía, que incluso llegaba a dar órdenes al rey, que, a su vez, era considerado como un dios; más tarde, los reyes, mediante una revuelta armada, consiguieron eliminar la influencia de los sacerdotes.

Al recibir esta carta, Persina exclamó: 3 — Esto es sin duda la explicación del sueño que he tenido esta noche: me pareció que estaba encita, que daba a luz enseguida, y que el fruto era una niña que al momento se convertía en una bella joven casadera. E l significado oculto de los dolores de parto en mi sueño eran, según todos los indicios, las angustias de la guerra; el de la hija, la victoria. Id a la ciudad y difundid por doquier la buena nueva. Ejecutaron las órdenes los corredores y fueron ca- 2 balgando, la cabeza coronada con loto dei Nilo y batiendo palmas en sus manos, por las calles princi­ pales de la ciudad, pregonando y divulgando la victo­ ria, que incluso sólo sus gestos ya proclamaban. La 3 alegría invadió totalmente la ciudad de Méroe: noche y día, cada familia, cada barrio, cada tribu se entre­ gaba a la danza, alzaba sacrificios a los dioses, adorna­ ba los santuarios con guirnaldas; y su regocijo, en fin, no era tanto por la victoria, cuanto por el regreso feliz de Hidaspes, el hom bre que por su equidad, y a la vez por su benevolencia y mansedumbre hacia los súbditos, había sabido infundir en su pueblo un auténtico am or filial. Persina mandó reunir en la llanura situada frente 4 a la ciudad hatos de bueyes, caballos y ganado menor, antílopes, grifos 345 y otros animales de toda clase, en 345 Estos animales fantásticos eran localizados, bien en el país de los hiperbóreos, bien en el Indo o Etiopía (cf. E squilo , Prometeo encadenado 803 sigs.; H eródoto, IV 13 sigs.). Este animal estaba asociado, entre los indios al mënos, a la repre­ sentación simbólica del Sol (cf. F ilóstrato, Vida de Apolonio de Tiana I I I 48), y quizá este hecho explica su presencia en este contexto en el que no aparecen otros animales imaginarios, porque Hidaspes es el sumo sacerdote del Sol. El presente que ofrecerán los trogloditas (X 26, 2) a Hidaspes, un carro con un tiro de grifos, no es muy importante si se tiene presente que Persina ha preparado cien para el sacrificio.

número suficiente para inm olar en el sacrificio una hecatombe de cada especie, y a la vez para ofrecer el banquete público. Finalmente, fue a visitar a los gimnosofistas, que tenían su m orada en el templo de P a n 3AÓ, les entregó la carta de Hidaspes y les rogó que accedieran a la invitación del rey, y a ella, por su parte, le dieran el gusto de realzar con su presencia la solem­ nidad de las fiestas. Le pidieron que aguardara un m o­ mento, entraron en el templo a hacer, según su costum­ bre, plegarias y consultar a la divinidad la conducta que debían seguir, y, al cabo de un breve intervalo, regresaron. Sisimitres, el presidente del consejo, tomó la palabra en nombre de todos y dijo: — Persina, iremos, pues los dioses lo permiten; pero la divinidad pronostica cierto alboroto y confusión du­ rante las ceremonias, que, no obstante, tendrán un final dichoso y agradable: será algo, como si un miem­ bro de vuestro cuerpo o una parte de vuestra realeza se hubiera perdido, y el destino hiciera aparecer en ese momento lo que estáis buscando. — Todos los temores — respondió Persina— toma­ rán un giro venturoso, si vosotros asistís. Bien, cuando me entere de la llegada de Hidaspes, os lo indicaré. — Ninguna falta hace — replicó Sisimitres— que nos lo adviertas; vendrá mañana al amanecer. Pronto reci­ birás una carta con esa noticia 347. 346 En I I 2, 7, Heliodoro ha mencionado al Sol, la Liona y Dioniso como los dioses más venerados por los etíopes. Pan era, no obstante, también objeto de adoración en Méroe, ade­ más de Isis y Hércules y un dios bárbaro ( E strabón, X V II 2, 3), que D iodoro de S i c il ia (I I I 9, 2) identifica con Zeus. Pan era también objeto de culto en la religión egipcia (cf. H eródoto, II 46). 347 Un incidente semejante se encuentra en F ilóstrato, Vida, de Apolonio de Tiana I I I 16: un sabio indio conoce de ante­ mano la existencia de una carta, así como su contenido. Es probable que esta misma capacidad fuese atribuida a Pitágoras

Y así sucedió. Pues nada más salir Persina, cuan- 4 do estaba cerca del palacio real, un jinete le entregó una nota del rey, en la que comunicaba su llegada para el día siguiente. A l punto heraldos transmitieron la noticia, autorizando sólo a los hombres, con exclu­ sión de las mujeres, a acudir al encuentro del rey. Pues, 5 como el sacrificio que se iba a celebrar era en honor del Sol y la Luna, los dioses más puros y brillantes, la tradición prohibía a las m ujeres participar, para evi­ tar en las víctimas una eventual contaminación, aun involuntaria. La única m ujer que tenía derecho a asis­ tir era la sacerdotisa de la Luna, Persina precisamen­ te; pues, según el uso y la ley, los sacerdotes del Sol y de la Luna eran respectivamente el rey y la reina. Evidentemente también Cariclea iba a estar presente en las ceremonias, pero no como espectadora, sino como víctima que había de ser para la Luna. Una agitación irresistible se enseñoreó entonces de 6 la ciudad: sin aguardar el día previsto, desde esa mis­ ma tarde, los habitantes fueron atravesando el río Astaborra, unos p o r el puente, otros en balsas hechas de cañas, que en gran número y a lo largo de muchas zonas de la orilla estaban am arradas al servicio de los que vivían demasiado lejos del puente para permitir cruzar con brevedad. Estas lanchas son sumamente veloces, a causa del material de que están fabricadas y del peso que pueden soportar, que no es más que el de dos o tres hombres. Son simplemente cañas cor­ tadas en dos, y cada mitad es una pequeña canoa. Pues hay que saber que Méroe, la capital de Etio- 5 pía, es una isla de form a triangular, bañada y rodeada p o r el Nilo, el Astaborra y el Asásoba, ríos todos nave­ gables: el primero, el Nilo, viene a dar en el vértice por Apolonio de Tiana, a juzgar por la parodia que hace Lucia­ no, Pseudom antis 19 sigs.

superior y se divide desde allí en dos ramales; los otros dos corren paralelos al anterior, cada uno a un lado, hasta confluir todos juntos en el Nilo, ya con un solo cauce, que recibe sus aguas y les hace perder su 2 nombre 348. La extensión de la isla es enorme y más bien parece un continente: mide tres m il estadios de longitud y mil de anchura. En ella se crían animales gigantescos, elefantes en particular, y su fertilidad es tal, que los árboles crecen y sobrepasan mucho a los que se producen en otras regiones. Pues, fuera de las palmeras, que son desmesuradamente altas y dan dáti­ les inmensos a más de muy sabrosos, las espigas de trigo y cebada alcanzan tal altura, que ocultan a cual­ quier hom bre montado a caballo e incluso a veces al montado en un camello; el fruto es tal, que se recoge hasta trescientas veces lo sembrado 349; en cuanto a las cañas que brotan, ya se ha dicho antes de qué grosor s o n 3S0.

3W La descripción de Méroe coincide incluso en la formu­ lación lingüística con las que hacen D iodoro, I 33, 1 sigs. (que da la misma extensión que Heliodoro, que responde a la reali­ dad) y E strabón, X V II 2, 2 (que afirma que quizá esta exten­ sión es exagerada). El nombre de los ríos es, no obstante, inseguro, pues Estrabón en el pasaje citado y en X V I 4, 8, menciona tres ríos: Astáboras (hoy llamado Atbara, afluente de la ribera derecha del Nilo), Astásobas, que algunos llaman Ástapo (así en X V II 2, 2; en los otros dos pasajes es un río diferente, llamado en la actualidad Bahr el-Abiad, el más occi­ dental de los tres), y que en la actualidad es llamado Bahr el-Asrey. Estas informaciones que transmite Heliodoro, que no pueden proceder ni de Estrabón ni de Diodoro porque aquél da algunos detalles ausentes en éstos, han de proceder de Arte­ midoro de Éfeso y, en último término, de AgatárquideS de Cnido (cf. W. C apelle, loe. cit., 172 sigs.). 349 Otras informaciones acerca de la flora y la fauna, así como de los metales, en E strabón, X V II 2, 2, y D iodoro, I 33. 350 Cf. supra, 4, 6.

En fin, durante toda esa noche fueron cruzando el río por diversos lugares para acudir al encuentro de Hidaspes y darle la bienvenida entre vítores y bendi­ ciones, igual que a un dios. Mientras el gentío había avanzado un largo trecho, los gimnosofistas le recibie­ ron poco antes de la llanura sagrada, y allí estrecharon sus manos y le saludaron con besos y abrazos. Detrás de ellos se encontraba Persina, en el pórtico del tem­ plo, dentro del recinto del san tuario351. Todos se postraron de rodillas ante los dioses y, después de las ora­ ciones en acción de gracias po r la victoria y el feliz regreso, salieron fuera del recinto para ofrendar el sa­ crificio público. Para esto, fueron a sentarse en la tienda dispuesta para este fin en el centro de la llanura. Estaba ésta compuesta de cuatro cañas recién corta­ das que form aban un cuadrado, con base fija en cada ángulo a modo de columna; en la parte superior se iban doblando hasta constituir una cúpula, y en el extremo estaban sujetas unas a otras con palmas, que servían de techo al espacio así limitado. En otra tienda próxima, sobre un elevado pedestal, se exponían las estatuas de los dioses tutelares y las imágenes de los héroes, Memnón, Perseo y Andrómeda, considerados por los reyes de Etiopía como los fundadores de su propia dinastía 352. Algo más abajo, como reservando la cúspide para las divinidades, en un segundo pedestal a nivel inferior, estaba sentados los gimnosofistas. A su alrededor y formando un círculo, estaba dispuesta una falange de hoplitas en hilera, con los escudos fijos en el suelo y apoyados unos a otros, para mantener a dis­ 351 La forma del templo que parece suponer estas indica­ ciones es semejante a la de los templos egipcios: un recinto cerrado continuo, un patio y un santuario al que sólo acce­ den determinadas personas. Hallazgos arqueológicos han reve­ lado templos de este tipo en Sudán. 352 Cf. IV 8, 3.

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tancia a la multitud y permitir que el espacio central estuviera libre para los sacrificios que se iban a ofre­ cer. En una breve alocución al pueblo, Hidaspes comu­ nicó la victoria y los beneficios que ella reportaba a la comunidad y, acto seguido, ordenó a los ministros sa­ grados dar comienzo a la ceremonia. 5 Tres altares habían sido levantados, todos a gran altura: dos, por un lado, juntos, para el Sol y la Luna; el tercero, aparte, para Dioniso. En éste último dego­ llaron toda clase de animales, por la razón, a mi juicio, de que, dado el carácter popular del dios y su benevo­ lencia con todos sin distinción, se le propicia con las víctimas más variadas y diversas. Sobre los otros dos, en cambio, llevaron cuatro caballos blancos para el Sol, consagrando, al parecer, el animal más veloz para el más veloz de los dioses; y para la Luna, una pareja de bueyes, dedicando, como es natural, animales que ayudan a labrar la tierra, en honor de la diosa que está más próxima a la tierra 353. 7 Estaba aún desarrollándose esta ceremonia, cuando se levantó un repentino clam or de gritos revueltos y confusos, como es propio que ocurra en una muche­ dumbre inmensa y reunida en tropel. — ¡Que se cumplan las tradiciones! — gritaban todos alrededor— , ¡que se celebre ahora el sacrificio ritual por la salud del p a ís !, {que ofrezcan a los dioses las primicias de la guerra! 2 Comprendiendo Hidaspes que reclam aban los sacri­ ficios humanos, que solían ejecutar con algunos de los capturados sólo en las victorias obtenidas frente a hombres de otra raza, los apaciguó con un gesto de la 353 La consagración de caballos al Sol es algo frecuente en la religión antigua; cf., por ejemplo, H er ó d o t o , I 216; F il ó s t r a ­ to , Vida de Apolonio de Tiana I 31. L a identificación de Ártemis con la Luna es usual desde E s q u i l o , frag. 170 Nauck, y, en la novela de Heliodoro, de particular relevancia.

mano e indicó con sus señales de asentimiento que enseguida se cumpliría su petición. Entonces mandó hacer comparecer a los cautivos destinados al efecto. Trajeron a todos, también a Teágenes y Cariclea, libres de sus grilletes, con la cabeza coronada, tristes y cabiz­ bajos como es natural, aunque menos afligido Teáge­ nes que los demás; Cariclea, en cambio, tenía el rostro luminoso y sonriente, y su m irada estaba puesta de una manera fija y persistente en Persina, hasta el punto de que ésta se sintió emocionada al verla. — ¡Esposo mío — exclamó con un profundo suspi­ ro— , qué doncella has elegido para el sacrificio! Nunca, estoy segura, he visto tal belleza. ¡Qué m irada tan no­ ble! ¡Qué temple en el infortunio! ¡Qué compasión inspira la flor de su juventud! Si no se nos hubiera malogrado mi único embarazo y no hubiéramos tenido la desgracia de perder a aquella hijita, contaría ahora la misma edad más o menos que ésta. Pero, esposo mío, si fuera posible de algún modo excluir a esa mu­ chacha... M i consuelo sería enorme con una joven así en mi servicio. Quizá incluso sea griega, la desdichada: no tiene cara de egipcia. — Es, en efecto, griega — contestó Hidaspes— , y ahora nos va a decir quiénes son sus padres. Pero mostrár­ noslos, ¿cómo va a hacerlo? Y eso que lo ha prometido. Ahora bien, preservarla del sacrificio, eso sí que no pue­ do hacerlo; y bien que lo querría, porque también yo estoy emocionado, no sé por qué, y me da lástima la muchacha. Sin em bargo ya sabes que la ley prescribe ofrecer y sacrificar al Sol un varón, y una m ujer a la Luna. Y como ésta precisamente ha sido la prim era cautiva que me han traído y por ello la destinada al sacrificio de ahora, sería inexcusable ante el pueblo tra­ tar de eximirla. Lo único que podría salvarla sería que al subir al hogar que tú conoces se demostrara que no está pura de todo trato con los hombres, pues la ley

exige que sea pura la víctima ofrecida a la diosa, igual que el ofrendado al Sol; sin embargo la cosa es indi­ ferente en los sacrificios a Dioniso. Pero, aun en ese caso, si en el hogar se descubriera que ha tenido comercio con algún hombre, hay que m irar si estaría bien visto acoger a una persona así para el servicio de nuestra casa. 8 — ¡Ojalá fuera así! Al menos se salvaría — dijo Per­ sina— . El cautiverio, la guerra, una ausencia tan pro­ longada de su casa harían irreprensible un desliz, sobre todo en esa muchacha, cuya belleza constituye una fuerte incitación a que se cometa un ultraje contra ella, si es que en realidad ha sufrido algo de esto. 8 Mientras hablaba así, entre lágrimas furtivas que trataba de ocultar a los presentes, Hidaspes ordenó traer la parrilla. Los sirvientes entresacaron de la mul­ titud a varios niños pequeños, los únicos que pueden tocarla sin sufrir daño, y fueron a buscar y traer del templo el escaldador. Una vez colocado en el centro de la concurrencia, ordenaron a cada uno de los prisio2 ñeros subir a él. Todos, nada más subir, se quemaban las plantas de los pies, e incluso hubo algunos que no pudieron resistir ni el prim er contacto, po r leve que fuera. Esta parrilla está hecha de pequeños asadores de oro trenzados, y tiene la virtud de quem ar a todo el que no está puro o sea perjuro, mientras que en caso contrario se puede caminar sin dolor sobre ella. Los que se quemaban quedaban reservados para Dioniso y los otros dioses, excepto los dos o tres jóvenes que al an­ dar sobre la parrilla fueron reconocidos como vír­ genes 3s4.

354 castidad, 2, 7, y, 6, 12-15;

Otras pruebas semejantes, destinadas a demostrar la se encuentran en P a u s a n i a s , V I I 25, 13, E s t r a b ó n , X II con fines puramente profanos, A q u i l e s T a c i o , V I I I V III, 12, 8-9.

Subió también Teágenes y se demostró su pureza; 9 todos los asistentes quedaron asombrados de su talla y belleza, pero sobre todo del hecho de que un hom bre tan joven y hermoso se hallara incólume de los place­ res de Afrodita. Le dispusieron, pues, para el sacrificio al Sol. — ¡Bella es la recompensa — susurró Teágenes a Cari­ clea— que dan los etíopes a quienes viven en la pure­ za! ; ¡sacrificios y degüellos son el premio para la casti­ dad! Mas, mi bien amada, ¿por qué no revelas tu iden- 2 tidad? ¿Qué oportunidad m ejor esperas todavía? ¿A que se nos corte el cuello? Habla, te lo suplico, declara quién eres. Quizá logres salvarme también a mí, si te reconocen e intercedes por mi persona. Si eso no, al menos seguro que tú escaparás del peligro, y, aun sa­ biendo mi muerte, eso me basta. — Próximo está el principio del combate, y nuestro 3 destino está ahora en la balanza — dijo ella, y, sin es­ perar a la orden de los guardias, sacó del m orral que llevaba consigo el vestido sagrado que traía de Delfos, tejido con hilo de oro y bordado con rayos de sol, y se lo puso; se soltó luego el cabello y se lanzó hacia la parrilla, como posesa de un dios. Saltó sobre ella y se quedó allí de pie durante un buen rato, sin padecer ningún mal. Su belleza, ahora más reluciente aún, era un fulminante rayo bien visible para todos sobre este estrado en el que se había subido, y el vestido la ha­ cía más parecida a la estatua de una diosa que a una m ujer m o rta l355. El estupor se adueñó de todos; un griterío ininteli- 4 gible y confuso elevaba su eco, delatando el asom bro general: todo les maravillaba, pero sobre todo el que hubiera mantenido intacta tan sobrehumana belleza y la lozanía de su juventud, y el que su virtud la ador355

Cf. I 7, 2.

nara, inequívocamente, más todavía que su hermosu­ ra. Todo el mundo estaba a la vez apenado de la cons­ tatación de su aptitud para el sacrificio y, aun a costa de sus escrúpulos religiosos, hubieran visto con sumo agrado su salvación mediante cualquier artificio. M a­ yor era aún la tristeza de Persina, que incluso llegó a decir a Hidaspes: — ¡Qué infeliz y desafortunada muchacha! Tiene a gala guardar la virtud con tanto celo y gloriarse de ella en un momento tan poco adecuado, cuando lo úni­ co que va a recibir en pago de esos méritos dignos de todo elogio es la muerte. Sin embargo, ¿qué se puede hacer po r ella, esposo mío? — En vano — dijo— me importunas y te compadeces de quien no ha de salvarse, si no es con la ayuda de los dioses; pues ellos son, creo, quienes la han prote­ gido desde que nació por su naturaleza excepcional. — Y volviéndose a los gimnosofistas, prosiguió— : Pero, sapientísimos varones, ya está todo dispuesto; ¿por qué no comenzáis el sacrificio? — N o digas cosas de mal agüero — respondió Sisimitres en griego para evitar que la m uchedum bre lo entendiera— . Bastante hemos mancillado ya hasta este momento nuestros ojos y oídos. Nosotros vamos a re­ gresar al templo, porque ni aprobamos un sacrificio tan impío, si se va a hacer con seres humanos, ni creemos que eso agrade a la divinidad, y ojalá se pro­ hibieran hasta los sacrificios en los que se inmolan animales, porque, de acuerdo con nuestras normas, bastan las oraciones y los perfum es 356. Pero tú, quéda-

356 Apolonio de Tiana (cf. F ilóstrato, Vida de Apolonio de Tiana I 31) manifiesta la misma repugnancia por los sacrificios sangrientos en el momento en que va a ser sacrificado un caballo blanco en honor del Sol. Aunque existen otros mode­ los literarios para esta idea (cf. E urípides , Ifigenia entre los

te; pues forzoso es para un rey plegarse a los deseos de la multitud, aunque a veces éstos sean arbitrarios. Celebra este sacrificio, sacrilego pero inevitable por la coacción que impone la ley etíope tradicional. Ten­ drás que purificarte luego; aunque quizá no haga falta, porque no creo que este sacrificio se lleve a cabo, a juzgar por ciertos signos que he recibido de la divini­ dad y en particular por la aureola de luz que ilumina a esos extranjeros y que revela con evidencia que uno de los poderosos los protege. Tras estas palabras, se levantó en unión de los de- 10 más miembros del consejo, dispuestos a retirarse. Pero entonces Cariclea saltó de la parrilla y corrió a echarse a los pies de Sisimitres. Los servidores trataron por todos los medios de impedírselo, porque pensaban que las súplicas no eran más que una excusa para evitar la muerte. — Sapientísimos señores — dijo ella— , aguardad un momento. Tengo pendiente un pleito y un juicio con los reyes, y sé que vosotros sois los únicos que podéis juzgar a personajes tan eminentes. Sed árbitros de la 2 contienda que sostengo por la vida: no es posible ni justo que se me inmole a los dioses, y enseguida sa­ bréis la razón. Accedieron complacidos a su petición y dijeron: — ¡Oh nuestro rey! ¿Oyes la citación y las alega­ ciones de la extranjera? — ¿Qué clase de litigio y por qué razón — dijo Hidas­ pes riendo— puede haber entre ésa y yo? ¿A qué pre­ texto, a qué derechos puede apelar? — Eso es — contestó Sisimitres— lo que tratarán de 3 hacer ver sus palabras 357.

Tauros 279 sigs.), es sumamente probable que Heliodoro se haya inspirado en este punto en Filóstrato. 357 Las palabras de Sisimitres son una variante del prover­

— ¿Y no parecería — volvió a decir Hidaspes— que me presto, no a un juicio, sino a una insolencia, si, siendo el rey, me someto a juicio contra una extran­ jera? — La justicia — replicó Sisimitres— no reconoce pre­ rrogativas; sólo hay un soberano en los juicios, el que vence con los mejores argumentos. 4 — Pero la ley — replicó Hidaspes— os hace jueces únicamente de las querellas de los súbditos del país ante el rey, no de las de los extranjeros. — N o es en la apariencia del rostro — dijo Sisimi­ tres— en lo que reside la fuerza de la justicia a ojos de los prudentes, sino en la conducta 358. — Es evidente — replicó el rey finalmente— que no va a decir nada digno de consideración, sino que, como es propio de quienes están en peligro de muerte, trata­ rá de ganar tiempo con ficciones y palabras vanas. Pero, en fin, que hable, ya que así lo quiere Sisimi­ tres 359. 11 Cariclea, ya animada ante la liberación, que imagi­ naba inminente, de los peligros circundantes, sintió redoblarse su alegría al oír el nom bre de Sisimitres. Pues éste era quien la había recogido al principio, bio auto deíxei ( « l a experiencia lo de m ostra rá»), que se encuen­ tra, p o r ejem plo, en Platón, Hipias m ayor 288 b, y Teeteto 200 e

358 La máxima de Sisimitres es bastante oscura, pues lo que opone no es apariencia y realidad, sino el rostro y la con­ ducta. Sisimitres, pues, está aconsejando no mantener ningún prejuicio de tipo racial contra los blancos (él e Hidaspes han de ser negros). Esta idea en la boca de un autor griego es digna de notar. 359 Heliodoro no explica en ningún momento cuáles eran las atribuciones de los gimnosofistas de Méroe. A juzgar por Diodoro de S icilia, I I I 6, y Estrabón, X V II 2, 3, la casta sacer­ dotal podía en época antigua incluso condenar a muerte al rey; este poder fue eliminado hacia 250 a. C., cuando el rey hizo matar a los sacerdotes. Más tarde fue restablecido el consejo sacerdotal, pero sus atribuciones fueron restringidas.

cuando fue abandonada, y quien la había dejado al cargo de Caricles diez años antes, en aquella ocasión en la que había ido a Catadupos como embajador ante Oroóndates, por el asunto de los yacimientos de esme­ raldas. En aquella oportunidad era uno más de los gimnosofistas, pero ahora había sido designado presi­ dente del consejo. Cariclea, sin embargo, no había reconocido sus rasgos, pues ella era muy pequeña — sólo contaba siete años— en el momento de su separación, pero, al reconocer el nombre, se había llenado de ale­ gría, porque tenía la esperanza de que él sería un abogado defensor y un decidido colaborador para lograr que fuera reconocida. Entonces, con los brazos extendidos hacia el cielo, gritó de modo que se la pu­ diera oír bien: — ¡Oh Sol, progenitor de mis antepasados!, ¡dioses todos y héroes autores de nuestro linaje! Sed vosotros testigos de que no miento; sed también mis protectores en el juicio que ahora se debate. Comenzaré en primer lugar por los derechos que me asisten: ¿es a los ex­ tranjeros, mi rey, o a los del país, a quienes la ley ordena inmolar? —A los extranjeros — contestó. — Entonces, ahora es —replicó— de que busques otras víctimas diferentes; pues yo soy etíope y natural de este país, como os voy a demostrar. Hidaspes, asombrado, dijo que era una impostora. — Te extrañas — continuó Cariclea— de lo que no tiene mucha importancia, pero no es eso lo fundamen­ tal, ni mucho menos: no sólo soy natural de aquí; soy además de sangre real, y a ella me unen los más estrechos vínculos. De nuevo Hidaspes adoptó un aire despectivo ante lo que creía era pura palabrería. —Deja — siguió ella hablando— , padre, de despre­ ciar a tu hija.

2

El rey a partir de entonces no sólo dio muestras ya de menosprecio, sino de evidente indignación ante lo que consideraba como burlas e insultos. — ¡Sisimitres y todos vosotros! — decía— , ¿veis

hasta qué punto se está abusando de mi paciencia? ¿No os dais cuenta de que está completamente loca esta muchacha? N o hace más que tratar de apartar de sí la muerte con embustes desvergonzados y luego, en el momento crítico, como por un artilugio de teatro, sale a escena y se declara hija mía; ¡yo, que nunca, como sabéis, he tenido la dicha de que me naciera un hijo! Tan sólo una vez, pero nada más enterarme del parto 3 la perdí. Que se la lleven, pues, y deje de una vez esas maquinaciones para aplazar el sacrificio. — N o me llevará absolutamente nadie — exclamó en un grito Cariclea— , mientras no den orden expresa los jueces. Y tú ahora eres parte en el pleito, no el que tiene que dar el veredicto. Quizá, oh rey, la ley permita matar extranjeros; pero m atar a los propios hijos, ni la ley, ni la naturaleza, padre, lo consienten: pues tú eres mi padre, y los dioses hoy te lo demostrarán, 4 quieras o no. En todo litigio y en todo juicio, oh rey, se admiten dos categorías principales de pruebas: las garantías de los escritos y el aval de los testigos; de­ mostraciones de ambas clases te presentaré, que prue­ ban que yo soy tu hija: el testigo que voy a citar no es un individuo cualquiera, sino la propia persona que ha de dictar la sentencia — y creo que no hay confir­ mación más cierta de lo que se diga que el propio re­ conocimiento del juez— ; y, por otra parte, este escrito, que informa puntualmente de toda mi historia y de la 13

vuestra. Mientras decía esto, sacó la cinta que llevaba ocul­ ta alrededor de su vientre y que había sido abandonada junto con ella, la desenrolló y se la entregó a Persina. Ésta, nada más verla, quedó atónita, incapaz de articu-

lar palabra alguna; no dejaba de examinar alternati­ vamente el escrito de la cinta y a la muchacha; el tem­ blor y las palpitaciones la consumían, estaba bañada en sudor, a la vez alegre por el descubrimiento y per­ pleja ante este acontecimiento inverosímil e imprevisto, y, además, temerosa de que el esclarecimiento hiciese a Hidaspes concebir sospechas, incredulidad o incluso posiblemente cólera y deseos de venganza. Su estado era tal, que incluso Hidaspes no dejó de percibir su estupor y sus angustias: — Esposa — dijo— , ¿qué te ocurre? ¿Por qué esa emoción al ver ese escrito? — Oh mi rey — contestó— , mi señor y marido: nada puedo decir en absoluto. Cógelo y lee. La cinta te en­ señará todo. Se la dio y volvió a sumirse en un profundo y som­ brío silencio. Hidaspes la cogió e invitó a los gimnosofistas a acercarse y leer con él. A medida que iba reco­ rriendo su contenido con la vista, su asombro era cada vez mayor, y, según podía observar, grande era tam­ bién el aturdimiento de Sisimitres, en cuyo rostro se reflejaban los innumerables pensamientos diversos que le asaltaban, y cuya mirada estaba puesta de modo fijo y persistente, bien en la cinta, bien en Cariclea. Finalmente, una vez enterado Hidaspes del abandono y de la causa por la que había sido expuesta, declaró: —Que tuve una hija, ya lo sabía; aunque entonces se me informó de su muerte, con palabras de la pro­ pia Persina, ahora se me indica que fue expuesta. Ahora bien, ¿quién la recogió, la salvó y la crió?, ¿quién la trasladó a Egipto, que es donde se la ha he­ cho cautiva? ¿O, sobre todo, cómo probar que ésta es aquella que fue abandonada, en lugar de pensar que la criatura que nació aquella vez murió? Podría ser que alguien hubiera encontrado por casualidad esas señales de reconocimiento y hubiera abusado de lo que la for-

tuna le deparó. ¿Cómo estar seguros de que no es un espíritu maligno que se está mofando de nosotros, que ha rodeado a esta muchacha de todas esas prendas como si fuera una máscara de nuestra hija, y que se burla de nuestro deseo de tener hijos, haciéndonos adoptar como descendiente legítima a quien no es sino bastarda y fraudulenta? ¿Quién nos asegura que esta cinta no es sino una nube que cubre de sombras la verdad? 14 A esto replicó Sisimitres: — Tus primeras preguntas tienen fácil solución: el que recogió a la niña expuesta, el que la crió en secre­ to y la llevó a Egipto, cuando me enviaste en la emba­ jada, ése soy yo; y tú sabes p o r experiencia que nos está vedada la mentira. Reconozco también la cinta, escrita, como ves, con los caracteres reales de Etiopía, lo cual disipa toda duda de que haya sido falsificada en cualquier parte; por los trazos, como tú sobre todo puedes comprobar, se trata de un autógrafo de Per2 sina. Mas había otros signos abandonados con ella, que permitirían com probar quién era; yo mismo se los di al que se hizo cargo de la muchacha, un griego, según todas las apariencias, lleno de buenas cualidades. — También eso está a salvo — dijo Cariclea mos­ trando los collares. Al verlos, la confusión de Persina aumentó todavía más, y, como Hidaspes le preguntara qué objetos eran esos o si podía darle nuevas explicaciones, no le res­ pondió nada más que, en efecto, los reconocía, pero que sería m ejor examinarlos en casa con m ayor dete3 nimiento. Nuevas muestras de una perplejidad angus­ tiada dejó traslucir entonces Hidaspes. — Esos son — volvió a decir Cariclea— los signos de reconocimiento para mi madre; lo que es tuyo particu­ lar es este anillo — y le enseñó la pantarba.

Reconoció Hidaspes el regalo con el que había obse­ quiado a Persina en los esponsales. — Querida muchacha — dijo—, esas señales son cier­ tamente mías, pero que tú, la que se sirve de ellas, seas mi hija, y no cualquier otra que se los ha encon­ trado por casualidad, eso es lo que aún no sé; pues, entre otras razones, el color claro de tu piel no puede ser el de una etíope. —Blanca era también — interrumpió Sisimitres—■4 la niña que yo entonces recogí; y aún más, el número de años concuerda con la edad actual de esta mucha­ cha, porque hace aproximadamente diecisiete años 'que fue aquélla abandonada. La expresión de los ojos, la totalidad de sus rasgos físicos, el carácter extraordi­ nario de su belleza, toda su figura actual, en fin, coin­ cide con la de entonces, como yo recuerdo. — Excelente, Sisimitres — dijo Hidaspes— , así es 5 como hablaría el abogado defensor más empeñado en la absolución, pero no un juez. Sin embargo, a pesar de todo, mira no vaya a ser que por resolver una cues­ tión tangencial en este enigma suscites una dificultad aún más grave y en absoluto sencilla de solucionar para la compañera de mis días: ¿cómo es que, siendo los dos etíopes, hemos tenido una hija blanca, contra todo pronóstico? Sisimitres le miró de hito en hito y contestó con una 6 leve sonrisa irónica: — No sé qué te sucede y por qué me reprochas, de ese modo tan ajeno a tu temperamento, la defensa que estoy haciendo, que no juzgo en absoluto censurable. Pues el juez digno de ese nombre sólo estimo que es el defensor de la justicia. Además, ¿por qué no ver en mí más bien a tu abogado que al de la muchacha? Estoy probando, con la ayuda de los dioses, que tú eres su padre. ¿Cómo, después de salvar a tu hija, cuando estaba entre pañales, podría desentenderme

ahora de ella, cuando regresa a salvo en la flor de la

7 vida? JPero piensa de mí lo que quieras, no lo tomo en ninguna consideración; pues no vivo con la mira pues­ ta en agradar a otros; la virtud es nuestra única devo­ ción, y lo que más nos satisface es obrar de acuerdo con nuestra conciencia. En cuanto a la dificultad susci­ tada por el color de la piel, la propia cinta te da la solución; en ella, Persina, aquí presente, confiesa que, durante su unión contigo, por m irar un cuadro de An­ drómeda, quedó impregnada de sus rasgos, y la imagi­ nación le hizo concebir una hija parecida. Si quieres probar la veracidad de esto de otro modo, el modelo está a tu disposición: contempla la imagen de Andró­ meda y verás que es idéntica a la muchacha. 15 Mandaron a los sirvientes ir a descolgar y traer el cuadro. Así lo hicieron, y al ponerlo de pie al lado de Cariclea, fueron impresionantes el estallido de aplau­ sos y el alboroto que se produjeron: cada uno, en la medida que había comprendido algo de la conversa­ ción o de lo que estaba ocurriendo, explicaba a otros su significado, y éstos a otros sucesivamente; y todo el mundo estaba pasmado de alegría ante la exactitud del parecido. N i siquiera pudo ya dejar de prestar cré­ dito Hidaspes, que se quedó largo tiempo inmóvil, presa de la alegría y el asombro. 2 — Todavía resta una cosa — volvió a decir Sisimi­ tres— ; pues lo que se está dilucidando es la realeza, el derecho a aspirar legítimamente a la sucesión, pero, por encima de todo, la propia verdad. Descubre el brazo, muchacha; aquélla tenía una mancha oscura sobre el codo. N o es nada indecoroso destapar en pú­ blico lo que puede certificar tu filiación y tu raza. Cariclea se descubrió de inmediato el brazo izquier­ do: en él había una mancha redonda, como ébano, sobre su piel de marfil 360. 360 Imitación de H omero, Iliada IV 141.

incapaz ya de contenerse, Persina saltó súbitamen- 16 te del trono y corrió a abrazar a Cariclea. Lloraba, fundida con ella en un abrazo, y la irrefrenable alegría le hacía lanzar gritos semejantes a mugidos. Y es que un contento excesivo suele a menudo provocar llan tos361. Poco le faltó para caer al suelo junto con Cariclea. Hidaspes estaba conmovido al ver a su esposa llorar, 2 y su corazón le inclinaba a apiadarse; inmóvil y de pie, mantenía sus ojos fijos, secos como sí fueran de cuerno o de hierro 362, en aquel espectáculo, pugnando por retener las lágrimas. Su alma se debatía en la tempes­ tad form ada po r sus sentimientos paternales y, à la vez, su firme arrogancia varonil, y su espíritu, divi­ dido en esta guerra interior de ambos, se dejaba arras­ trar po r uno u otro de modo alternativo, como por los embates del oleaje; pero, al fin, fue derrotado por la naturaleza, que siempre termina siendo la vencedora, y no sólo se convenció de que él era el padre, sino que experimentó todas las emociones propias de un padre. Levantó a Persina, caída en el suelo y estrecha­ mente enlazada a Cariclea, y, como todos pudieron ver, apretó entre sus brazos a Cariclea, sellando su condición de padre con la libación de sus lágrimas. Sin 3 embargo, esto no le hizo en absoluto distraer la aten­ ción de sus deberes; se detuvo un instante, poniendo su m irada en el pueblo, que, emocionado por los mis­ mos acontecimientos, lloraba de alegría y piedad al mismo tiempo, al contemplar este espectáculo repre­ sentado por la fortuna, y levantaba hasta el cielo un clamor inefable, sin prestar atención a los heraldos que reclamaban silencio, ni manifestar con claridad el propósito de tan desordenado griterío. E l rey extendió

361 La misma idea en I I 6, 4. Un ligero cambio en el orden de palabras de la frase griega formaría un trímetro yámbico; quizá es, pues, una cita de tragedia (cf. nota 208). 362 Imitación de H omero, Odisea X IX 209 sigs.

los brazos, agitando las manos para pedir silencio, hasta que consiguió que amainara la borrasca popular. Entonces tomó la palabra y d i jo 363: — Asistentes, los dioses, como veis y oís, me han de­ clarado padre contra toda previsión; y gracias a multi­ tud de demostraciones se me ha probado que esta muchacha es hija mía. Pero yo aprecio hasta tal punto el afecto que os debo a vosotros y a la patria, que pres­ cindo, tanto de la sucesión de mi familia, como del dulce nombre de padre, las dos gracias que yo iba a obtener por ella, y me dispongo a celebrar, con la mira puesta en vuestro interés, el sacrificio en honor de los dioses. Os veo llorar y dar pruebas de un senti­ miento común a toda la humanidad, la compasión por la muchacha, que va a padecer una muerte tan prem a­ tura como inoportuna, y la piedad de mí también, por­ que veo frustradas las esperanzas de tener un here­ dero para mi familia; no obstante, es obligatorio, aun cuando vosotros quizá no lo queráis, obedecer a nues­ tra ley tradicional y anteponer la utilidad de la patria al provecho particular. Pues si a los dioses plugo en­ tregármela y quitármela al mismo tiempo — pena que padecí hace tiempo, cuando ella nació, y vuelvo a podecer ahora al recuperarla— , no sé yo decirlo; a vos­ otros os dejo decidir si a la muchacha que ellos deste­ rraron de la patria hasta el último confín de la tierra, a la misma que gracias a un milagro nos volvieron a traer y dejaron en nuestras manos como cautiva, esos

363 El discurso de Hidaspes es una verdadera obra maestra de retórica; el patetismo violento, señalado y subrayado por frecuentes antítesis y abundancia de imágenes, es un claro exponente de ciertas formas orientales de retórica. Conviene también notar el parecido general de esta escena con el tema de la Ifigenia entre los Tauros de E u r í p i d e s : en ambos casos, un padre se ve obligado a sacrificar a su hija por obedecer a las leyes y al interés general.

mismos dioses la acogerán propicios si se la inmola. Cuando no la creía más que una enemiga, no le di muerte; cuando era una prisionera, no le di malos tra­ tos; pero ahora que se ha descubierto que es mi hija, tampoco vacilaré — siempre que ésa sea también vues­ tra voluntad— en sacrificarla; ni me ablandaré — cosa seguramente excusable en cualquier otro padre— , ni doblaré las rodillas, ni me dedicaré a suplicar que le concedáis el perdón y que por esta vez me dispenséis de cumplir nuestros sagrados deberes, ni que subordi­ néis la ley a la naturaleza y a los sentimientos que de ella nacen, con la excusa de que también existen otros modos de venerar a la divinidad. Antes bien, en la medida en que veo vuestra simpatía manifiesta hacia nos­ otros, al considerar nuestros sufrimientos como dolores propios, en igual medida yo he de preferir vuestro in­ terés; por ello no debo tener ningún reparo en que­ darme sin heredera, y ningún reparo tampoco por los llantos de esta desgraciada Persina, que, en el mismo momento de dar a luz por vez primera, pierde a su pri­ mogénita. De modo que, os lo ruego, dejad de llorar y de compadeceros en vano de nosotros, y prosigamos la ceremonia del sacrificio. Y tú, hija, ansiado nombre que po r prim era y última vez te dirijo, tú, que en vano eres hermosa, que en vano has encontrado a quienes te dieron la vida; tú, que has sufrido en tu patria una calamidad más cruel que en el extranjero; tú, que has conservado la vida en tierra extraña, y tu país ha sido el que te ha reservado la perdición, no destruyas mi valor con las lágrimas 364, muestra, ahora más que nun­ ca, esa tu altivez valerosa y regia, de la que ahora has de dar pruebas aún más claras que antes. Sigue al que te ha dado la vida, que no ha podido ataviarte para la

364 Cf. H omero, Iliada I X 612, y E urípides , Ifigenia en Aulide 1435.

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boda ni ahora te conduce a la cámara o al lecho nup­ cial, que te ha preparado para el sacrificio, que las an­ torchas que ha iluminado no son para tu boda, sino para los altares 3ftS, y que va a ofrecer como víctima a los dioses esa insuperable cumbre de belleza sin par. Y vosotros, oh dioses, acoged propicios mis palabras, aunque haya pronunciado, vencido por el dolor, frases sacrilegas; disculpadme, porque en el mismo momento de nom brar por vez prim era a mi hija me veo obli­ gado a convertirme en su asesino. 17 Con estas palabras, prendió a Cariclea, como para conducirla a los altares y a la pira que había sobre ellos; pero un fuego de dolor, ardiente en extremo, quemaba su corazón, y en su fuero interno suplicaba que no se cumplieran las arteras palabras de su dis­ curso. Éste había estremecido profundamente a la masa de los etíopes, que, ni por un breve instante, estuvo dispuesta a tolerar la conducción de Cariclea. Un inmenso y repentino tumulto de gritos y clamores se levantó: — jSalva a la muchacha! ¡Salva la sangre real! ¡Sal­ va a quien los dioses han salvado! ¡Es suficiente la sa2 tisfacción que se nos ha dado; ¡La ley tradicional está ya cumplida! Nosotros te hemos reconocido como rey, reconócete también tú como padre. Seguro que los dio­ ses perdonarán esta transgresión legal, sólo aparente; peor será nuestro delito si nos oponemos a su voluntad. Nadie debe hacer perecer a quienes ellos han salvado. Tú, el padre del pueblo, sé también padre en tu propia familia. Y profirieron además innumerables voces de este tipo; finalmente, hicieron ademán de impedírselo tam­ bién de obra, se enfrentaron y se opusieron, mientras suplicaban que se aplacase a la divinidad mediante otro 365 La semejanza con I I 29, 4, es notable.

género de sacrificios. Hidaspes se sometió a la derrota, 3 con sumo agrado y alegría, y se doblegó espontánea­ mente a la violencia que se le imponía, pero que él en realidad anhelaba más que nadie. Pero como veía que el pueblo se iba excitando cada vez más con sus ininterrumpidos gritos, con sus continuas aclamacio­ nes y sus muestras de aprobación, llenas de arrogan­ cia, les dejó hartarse de ese gusto y aguardó a que ellos mismos volvieran a calmarse cuando quisieran. Entonces el rey se acercó a Cariclea y dijo: Î8 — H ija muy amada, pues en efecto tú eres mi hija, según nos lo han probado las señales de reconocimien­ to, la declaración del sabio Sisimitres y, ante todo, la evidente benevolencia de los dioses hacia ti. Mas ¿quién es ése, el que fue contigo capturado y custodiado para ías celebraciones destinadas a dar acción de gracias a los dioses por la victoria, y ahora está junto a los altares presto para el sacrificio? ¿Cómo es que tú le 2 llamaste h e r m a n o c u a n d o se os hizo comparecer por prim era vez ante raí, en Siene? Porque, sin duda 110 se descubrirá que también es hijo nuestro: sólo una vez Persina estuvo encinta, cuando tú naciste. — Mentí cuando dije que era mi hermano — dijo ruborizada y con la cabeza gacha— ; la necesidad me obligó a tramar esa ficción. En cuanto a su identidad verdadera, es m ejor que te lo diga él mismo: es un hombre y no se avergonzará como yo, que soy una m ujer, de explicar todo con a p lo m o 367. — Discúlpame, hijita — contestó Hidaspes, que no 3 había comprendido el sentido real de las palabras de 366 En realidad, fue Teágenes quien respondió, mientras Ca­ riclea callaba, cf. V I I 25, 2. 367 La expresión de Cariclea es ambigua: puede querer de­ cir que Teágenes, por ser un hombre, tiene más audacia para hablar que ella, que es una mujer, o bien que corresponde a Teágenes contestar, pues es su marido ( anér tiene en griego los dos sentidos). Cf. nota 368.

Cariclea— , por haberte hecho enrojecer con una pre­ gunta sobre un joven, tan inoportuna para el pudor de una doncella. Mas, dejemos eso; siéntate en la tien­ da con tu madre, deléitala con tu presencia; le darás más alegrías hoy, que dolores cuando te dio a luz, y podrás consolarla con la narración de tus aventuras. Yo me ocuparé de las víctimas, y haré todo lo posible por encontrar y escoger a una que sea digna de ser inmolada en tu lugar junto con ese joven. 19 A punto estuvo Cariclea de que se le escapara un grito de dolor, tan cruel fue la herida que le produjo la revelación de la próxim a inmolación de Teágenes. Sin embargo, no sin grandes esfuerzos, terminó por tomar partido y acomodarse a la conveniencia del mo­ mento, que le forzaba de manera inexcusable a domi­ narse y a no dejarse llevar por una pasión enloquecida. Volviendo, pues, sobre su objetivo mediante un rodeo, declaró: — Mi señor, quizá no sea ya preciso que busques a otra doncella, una vez que el pueblo ha desistido, al salvarme a mí, de ofrendar la víctima de mi sexo que 2 se requería. Pero si alguien sigue obstinado en querer celebrar el sacrificio con un hom bre y una m ujer, has de buscar no sólo a una muchacha sino también a un joven; si no accedes a eso, tampoco hará falta nin­ guna otra muchacha: degüéllame a mí. — ¡N o pronuncies esas palabras! — dijo Hidaspes, al tiempo que le preguntaba la razón de su actitud. — E l destino divino — declaró— quiere que si yo vivo viva también él, y que si él muere yo muera tam­ bién. 20 Hidaspes, que aún no había caído en la cuenta de lo que se trataba respondió a estas palabras: 368 Las palabras de Cariclea, un lugar común procedente de la tragedia, han vuelto a ser voluntariamente ambiguas. Hi­ daspes, que ignora que el destino quiere que ambos amantes

— Elogio, hija, tus sentimientos humanitarios; digno de todo encomio es que te compadezcas y te hayas propuesto salvar a este extranjero, un griego de tu misma edad y compañero de cautiverio, que por com­ partir tu destierro se ha ganado tu amistad; pero no hay posibilidad de librarle del sacrificio. Sería con toda seguridad una impureza suprim ir el sacrificio ritual tras una victoria, y tampoco el pueblo lo toleraría, por­ que, si ha accedido a salvarte a ti, sólo ha sido tras grandes esfuerzos y porque la benevolencia divina le ha movido 369. — M i rey — dijo Cariclea— , pues, sin duda, todavía 2 no me está permitido darte el nombre de padre; si es la benevolencia divina quien ha salvado mi cuerpo, la misma benevolencia debería salvarme también el alma — ya que realmente saben qué es mi alma quienes han urdido mi destino. Pero si se descubre que no es ésa la voluntad de las Parcas, y es totalmente imprescindible honrar la ceremonia con el sacrificio del extranjero, un solo favor te pido que me permitas: ordena que sea yo misma quien haga la ofrenda de la víctima, dame la espada, que yo recibiré como un tesoro, y que me hará célebre entre los etíopes por mi varonil valor.

estén unidos en vida y muerte y que desconoce también los juramentos y el matrimonio de los héroes, interpreta las pala­ bras de Cariclea en otro sentido: como Teágenes y Cariclea han resultado ser las víctimas más puras, dignas, por tanto, de ser inmoladas a la pareja divina que forman el Sol y la Luna, Hidaspes cree que Cariclea entiende que entre ella y Teágenes se ha constituido una comunidad religiosa. Por eso, trata de reconfortar a su hija asegurando que estos lazos reli­ giosos no son más que aparentes y en realidad no tienen ningún valor. La ingenuidad y más aún la ceguera del rey para com­ prender la verdadera situación procede de una interpretación religiosa falsa de lo que está sucediendo. 369 E n realidad, el pueblo ha manifestado su propósito de salvar a Cariclea desde el primer momento, cf. X 9, 5; 17, 2.

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— N o me explico — respondió Hidaspes, totalmente confundido por estas palabras— este cambio contra­ dictorio en tus pensamientos; hace un momento inten­ tabas proteger al extranjero, y ahora en cambio, como si fuera un enemigo, me pides ser tú misma quien le 2 dé muerte. Pero en esa acción no veo nada que pueda ser digno ni glorioso para una muchacha, joven ade­ más como tú. Y aunque lo fuera, tampoco es posible: sólo a los consagrados al Sol y a la Luna se les ha asignado, según la tradición, la ejecución de este rito, y aun de entre ésos no a cualquiera, sino únicamente al que tiene esposa o a la que tiene marido. De modo que tu virginidad impide esa inexplicable petición tuya. 3 — En eso no hay ningún impedimento — dijo Ca­ riclea en voz baja, inclinándose al oído de Persina— . Conozco a uno, madre, que puede darme el nom bre de esposa, si vosotros lo consentís. — Consentiremos — declaró Persina sonriendo— y no tardaremos nada, con el asentimiento de los dioses, en darte un marido escogido, y digno, tanto de ti, como

de nosotros. — N o hace ninguna falta — respondió Cariclea, en voz alta ahora— ; ya está elegido. 22 Y cuando iba a explicarse con más claridad — pues la urgencia de la necesidad requería forzosamente osa­ día, y la inminencia del peligro que acosaba a Teáge­ nes, vista ante sus propios ojos, obligaba a prescindir del pudor propio de una doncella— , Hidaspes exclamó, incapaz de contenerse por más tiempo: — iOh dioses, cómo os gusta siempre mezclar bie­ nes y males! De la inesperada dicha con que hoy he sido obsequiado por vosotros, me despojáis de una parte: me devolvéis contra toda esperanza a mi hija, 2 pero algo desvariada. Pues, ¿qué otra cosa es sino de­ mente quien hace tan incoherentes propuestas? Lia-

m aba hermano al que no lo era; el que está ahí, sin embargo, el extranjero, se le pregunta quién es, y afir­ ma que no lo conoce; después, al desconocido procura salvarlo como si de un amigo se tratara; se entera de que es imposible atender ese ruego, y, de inmediato, suplica ser ella misma quien lo sacrifique, como si fuera su peor enemigo. Le decimos que eso no es líci­ to, que sólo hay una m ujer, casada además, que pueda ejecutar esta ceremonia sin incurrir en impureza, y entonces ella declara que tiene marido, aunque, eso sí, sin añadir quién sea él. ¿Cómo va a ser eso posible, si ni ahora tiene m arido ni nunca lo ha tenido, a juzgar por la fehaciente demostración de la parrilla? A menos que ella sea la única con quien se equivoca este medio de los etíopes, siempre veraz para probar la pureza, y que le haya permitido subir a él y mantenerse indem­ ne en las llamas, agraciándola con una falsa virginidad. Sólo ella tiene el privilegio de calificar a las mismas personas y al mismo tiempo de amigos y enemigos, y de simular hermanos y maridos inexistentes. De modo que entra tú, esposa mía, en la tienda y haz que reco­ bre la razón, tanto si es un dios, que haya venido para asistir al sacrificio, el que se ha introducido en ella y hace que delire, como si es el exceso de alegría pro­ vocado por estos inesperados acontecimientos lo que, al colmarla de, felicidad, le ha trastornado la mente. Y o por mi parte voy a dar la orden de buscar y hallar a la doncella que la reemplace en el sacrificio a los dioses; entre tanto, concederé audiencia a las em bajadas lle­ gadas de las tribus y recibiré los regalos que hayan traído de sus tierras para festejar la victoria. Y tras decir esto, se sentó en un elevado trono cer­ cano a la tienda y mandó comparecer a los em bajado­ res con los regalos que pudieran traerle. El introduc-

tor 370, Hermonias, le preguntó si debían presentarse todos juntos, o nación a nación por separado. 23 Hidaspes respondió que los introdujera en orden, unos detrás de otros, para rendir a cada uno el honor debido. — Entonces, mi rey — volvió a decir el introductor— , el primero que debe entrar es Meroebo, el hijo de tu hermano, que acaba de llegar y está esperando a la puerta del recinto hasta que sea anunciada su pre­ sencia. 2— Pero, ¡cómo, ser estúpido e insensato — exclamó Hidaspes— , no me lo has dicho en cuanto llegó! ¿No sabes que el que aguarda no es un simple em bajador sino un rey, y además el hijo de mi hermano, muerto recientemente, a quien he instalado en el trono de aquél y a quien considero como a un hijo? 3 — Me di cuenta de todo eso, mi señor — respondió Hermonias— , pero también sabía que hay que calcu­ lar el momento más oportuno, y que ninguna otra cosa exige mayor atención po r parte de los introduc­ tores. Discúlpame, pues, si al verte ocupado hablando con la reina y la princesa me he guardado de distraerte de tan amable conversación. — Bien, que al menos ahora se le haga venir de inmediato — respondió el rey. Hermonias se retiró a cumplir la orden y regresó al cabo de unos momentos con la persona a quien 4 debía hacer comparecer. Entonces apareció ante sus

370 El introductor era un funcionario importante en la cor­ te persa, pues nadie, a excepción de «los siete», podía presen­ tarse ante el rey sin haber recibido el permiso del introductor; cf. H eródoto, I I I 84. Era, p or supuesto, la persona de mayor confianza ante el rey; cf. D iodoro de S ic il ia , X V I 47. Heliodoro transpone esta misma institución a la corte etíope. — E l nom­ bre de este funcionario es un derivado del nombre de Hermes, el dios de los heraldos y mensajeros.

miradas Meroebo, un joven de gran apostura, apenas salido de la adolescencia; no tenía más que diecisiete años, pero su estatura era superior a la de casi todos; le abría el paso y le escoltaba una espléndida guarni­ ción de soldados armados con escudos. Las tropas etíopes qne form aban en círculo se apartaron, entre la admiración y el respeto, para dejarle paso. Hidaspes mismo no quiso aguardarlo sobre el tro- 24 no; salió a su encuentro y, después de abrazarlo con paternal ternura, le hizo sentarse a su lado, al tiempo que, mientras le estrechaba la mano, le decía: — ¡Llegas en el momento más indicado, hijo, para celebrar la fiesta de la victoria y para hacer el sacri­ ficio de tu boda! Pues los dioses, autores de nuestra raza, y los héroes antepasados nuestros, a la vez, nos han devuelto a nosotros una hija, y a ti, creo, te han procurado una esposa. Mas luego podrás escuchar ex- 2 plicacíones más cumplidas; ahora transmíteme cual­ quier cosa que quieras que yo haga en favor del pueblo de tus súbditos. Meroebo, al oír la palabra «esposa», no pudo evitar un sentimiento de placer y pudor, que le enrojeció visi­ blemente su negra tez, cual si de un destello de fuego que recorre el hollín de una brasa se tratara. Tras unos 3 breves instantes de silencio, contestó: — Todos los demás em bajadores que han venido, padre, te darán la bienvenida y coronarán tu sobresa­ liente victoria con los productos más selectos de su país. Yo, por mi parte, he creído oportuno obsequiar tu bravo comportamiento en la guerra y tus ilustres hazañas con algo que fuera adecuado y semejante: por eso te he traído a un hombre, un campeón sin rival en la guerra y en la sangre, incomparable en el polvo y en el estadio para la lucha y el pugilato.

Y al tiempo hizo una señal con la cabeza para que se acercara el individuo.

25

Salió éste hasta el centro y se postró ante Hidaspes. Su estatura era tal, y su fortaleza tan pareja a la de los héroes de antaño, que incluso agachado para besar las rodillas del rey parecía tan alto como los que estaban sentados en el elevado podio. Luego, sin espe­ rar a ninguna indicación, se quitó el vestido y, plantado de pie, desnudo, invitó a cualquier voluntario que lo quisiera a un desafío, con armas o con los puños libres. N adie se presentó, a pesar de las numerosas proclamas

del heraldo real. — También yo — dijo entonces Hidaspes— te voy a regalar un premio equiparable al que tú me ofreces. 2 Y ordenó, tras estas palabras, traer un viejo ele­ fante, de una talla enorme. Trajeron el animal, que él aceptó complacido, y el pueblo estalló en una súbita carcajada, encantado po r la fina cortesía de su rey, en virtud de la cual se veían además compensados de la aparente humillación sufrida, gracias a la burlona re­ vancha contra la vanidad de aquel gigante. A conti­ nuación, fueron conducidos ante el rey los em bajado­ res de los seres, que traían como obsequio telas y teji­ dos que producen ciertas arañas de su país: un vestido teñido de púrpura y otro de blancura resplandeciente. 26 Una vez recibidos estos presentes, el rey accedió a su petición de que soltara a algunos condenados de sü país, que estaban en la cárcel desde hacía tiempo. Se presentaron luego los emisarios de la Arabia Feliz, con plantas aromáticas, casia, cinamomo y las demás espe­ cias que perfum an su nación; la cantidad de talentos de cada una era tal, que inundaron todo el lugar con 2 su fragan cia371. Después de éstos, comparecieron los representantes de los trogloditas, que venían a ofrecer

371 A ra b ia producía diversas plantas arom áticas y era tam ­ bién lu ga r de tránsito del com ercio procedente de la India; cf. A quiles T acio , I V 5.

oro de hormiguero y un tiro de dos grifos enjaezados con riendas de o r o 372. A continuación, compareció la em bajada de los blemies, que le presentaron arcos y flechas fabricadas con puntas de hueso de serpiente, entrelazadas en form a de guirnalda 373. — Éste es — dijeron— , oh rey, el obsequio que te traemos; la riqueza de estas armas es ciertamente muy inferior a la de los demás presentes; pero han dado pruebas de su valor contra los persas a orillas del Nilo, y tú mismo eres testigo de ello. — Más preciosas son entonces — dijo Hidaspes— que 3 los dones más costosos, porque ellas son la causa de que ahora se me tributen todos los demás presentes. Y, acto seguido, les autorizó a pedir lo que quisie­ ran. Ellos demandaron una reducción del tributo anual, y él les eximió de la totalidad durante diez años. Casi había concluido el desfile de los em bajadores 27 llegados para la ocasión, y cada uno había sido corres­ pondido por el rey con regalos de igual valor, y de más precio incluso en la mayoría de los casos, cuando, en último lugar, comparecieron los emisarios de los auxomitas 374, un pueblo que no estaba sometido a tributo, 372 H erodoto, I I I 102, habla de una especie de hormigas que habita en el Norte de la India, de tamaño poco menor que el de un perro. La arena que sacan al construir su hormiguero es oro puro molido (cf. E stragon, X V 1, 44). La asociación de grifos y hormigas de esta especie viene dada por el hecho de que ambos géneros son guardianes del oro (cf. H eródoto, IV 13; F ilóstrato, Vidade Apolonio de Tiana V I 1), Cf. X 4, 1 y nota 345. 373 Estas armas son atribuidas a los habitantes del país del cinamomo en IX 19, 34. 374 E l reino de los auxomitas, que corresponde a la región de Abisinia septentrinal en la actualidad, nunca ha existido a la vez que el reino de Méroe. Sólo desde mediados del siglo iv d. C., cuando Méroe desaparece, comienza a tener cierta im­ portancia este reino. Esta mención, pues, hallaría plena justi­ ficación si se acepta una datación tardía para la novela (vid, las

pero que era amigo y aliado del rey. No obstante, para dejar patente su satisfacción por el éxito de Hidaspes, también ellos habían traído regalos, entre los cuales merece destacarse un animal de una especie extraña y una naturaleza asombrosa; su altura sobrepasa el ta­ maño del camello; su piel, tanto por el color como por la constitución, es parecida a la del leopardo: moteada y con manchas brillantes. Los cuartos traseros y la parte por debajo de los ijares eran bajos y parecidos a los del león; la región de los hombros, las patas delanteras y el pecho eran muy altos y desproporciodos con respecto a los otros miembros; el cuello era delgado y se elevaba muy por encima del resto del cuerpo, como el del cisne; la cabeza tiene forma seme­ jante a la del camello, pero su tamaño es poco mayor que el doble de la del avestruz africano; y en ella, sus ojos, saltones, se agitaban con mirada espantosa. Su modo de andar, balanceando el cuerpo, difería del de cualquier animal terrestre o acuático, pues no daba el paso avanzando alternativamente cada pata, primero una delantera y luego la trasera contraria, sino levan­ tando a la vez las dos de la derecha, y las dos de la izquierda también al tiempo, elevando sucesivamente uno y otro costado. Pero sus movimientos son tan len­ tos, y tiene una naturaleza hasta tal punto dócil, que el encargado del animal le conducía con una cuerda fina enrollada en su cabeza, y él se dejaba guiar con toda mansedumbre, como si estuviera atado con cade­ nas de una solidez a toda prueba. La aparición de este animal dejó atónita a toda la multitud, que no tardó nada en darle un nombre en consonancia con los ras­ gos más sobresalientes de su figura, denominándole referencias en J. S c h w a r t z , Antiquité Classique 36 [1967], 55061). Por supuesto, esta noticia no puede proceder de la época de la dominación persa en Egipto, fecha en la que Heliodoro sitúa vagamente la acción de la novela.

espontáneamente «camello-leopardo» 375. Sin embargo, su presencia no dejó de provocar por unos momentos un gran alboroto entre la concurrencia. Pues ocurrió lo siguiente: se hallaba junto al altar 28 de la Luna una pareja de toros, y junto al del Sol un tiro de cuatro caballos blancos, todos dispuestos para el sacrificio. Espantados de aquel singular animal, ex- 2 traño y desconocido, que entonces veían por vez pri­ mera, se llenaron de pánico, como si se tratara de un fantasma, y, rompiendo las correas con las que los tenían sujetos, uno de los toros (sólo uno, porque, al parecer, el otro no había visto al anim al) y dos de los caballos se precipitaron en una huida irrefrenable. Pero, como no pudieron atravesar el círculo que form aban los soldados, defendido todo alrededor por el compacto m uro de los escudos de los hoplitas, iban acá y allá corriendo desbocados y daban vueltas a todo el con­ torno en enloquecidas carreras, derribando todo lo que 375 Una descripción de la jirafa, algo más breve que ésta, se encuentra en E strabón, X V I 4, 16; el hecho de que Estrabón cite allí a Artemidoro nos advierte de la fuente que Heliodoro ha utilizado (cf. notas 331, 134 y 337). — Es posible, según la observación de J. S chwartz , loe. cit., 549 sigs., que exista una relación de dependencia entre este pasaje y la Vida de Aure­ liano de la Historia Augusta. En el elogio fúnebre de Aurelia­ no (41, 10-11), se nos da una lista de pueblos que rindieron ho­ menaje al emperador, y, un poco antes (33, 4), se nos informa de los pueblos que figuraban en su cortejo triunfal. Estas lis­ tas son artificiales, y, si se excluye de ellas a los pueblos que no han tenido ninguna relación con Aureliano en el transcurso de su vida o han aparecido juntos en otros pasajes de la His­ toria Augusta, se observa que los nombres restantes coinciden con los pueblos a los que Hidaspes recibe tras su victoria. La semejanza entre ambos pasajes se ve acentuada por la men­ ción de los seres, única en la Historia Augusta, la aparición de camelopardali, única también en la Historia Augusta, y el re­ galo, consistente en elefantes. Estos hechos, junto con otras semejanzas menores, obligarían a datar a Heliodoro poco antes de la Historia Augusta, en la segunda mitad del siglo rv d. C.

encontraban a su paso, bien fueran hombres, bien cual-

3 quier objeto. Ante este inopinado accidente, se levantó un confuso clamor: gritos de terror de aquellos contra los que se lanzaban las bestias, exclamaciones de ale­ gría por parte de los que veían con gran risa y regocijo que se precipitaban sobre otros y los derribaban piso­ teándolos. E l estrépito era tal, que ni siquiera Persina y Cariclea fueron capaces de esperar tranquilamente en la tienda a que se calmara, sino que descorrieron un 4 poco la cortina para ver qué sucedía. Entonces Teáge­ nes, movido, bien por su natural valentía, bien por la inspiración de algún dios, aprovechando que los guar­ dias apostados a su lado se habían dispersado a con­ secuencia de la confusión reinante, se irguió de súbito — pues se hallaba arrodillado al pie de los altares en espera del degüello inminente— , arrebató precipita­ damente una astilla que había sobre el ara, cogió uno de los caballos que no habían escapado, montó a sus lomos, se aferró a las crines y, usando de ellas a modo de riendas, azuzó el caballo con los talones, al tiempo que lo fustigaba con el palo, como un látigo, y se pre5 cipitó hacia el toro desbocado. Los asistentes al princi­ pio consideraron esta acción como un intento de fuga por parte de Teágenes; cada uno, entre gritos, exigía al vecino hacer todo lo posible por impedirle que atra­ vesara el cerco de los hoplitas; pero las acciones pos­ teriores fueron haciéndoles comprender que no era co6 bardía ni intento de fugarse del sacrificio. Pues, tras alcanzar al toro en un mínimo espacio de tiempo, avan­ zó por unos momentos detrás de él, picándolo para hacerle correr más aprisa. A cualquier dirección hacia la que volvía su impetuosa carrera, lo perseguía, es­ quivando con cuidado sus giros y embistes. 29

Pero cuando hubo habituado al toro a su presencia constante y a sentir sus maniobras, se adelantó cabal­ gando a su costado, rozando piel con piel, mezclando

el aliento y el sudor del toro con los del caballo. Iba regulando con tanta exactitud la carrera de ambos, que desde lejos parecía como si las cabezas de ambos animales estuvieran fundidas. Todos aclamaban apoteósicamente a Teágenes, que había uncido esa inaudita yunta de caballo y toro. Así manifestaba su admira­ ción la multitud. Ahora bien, Cariclea, al verlo, fue presa de temblor y estremecimiento; dudaba sobre la finalidad de su intento, y una angustia extrema atena­ zaba su alma, porque la sola idea de que Teágenes pudiera caerse y hacerse una herida sería muerte segura para ella. La propia Persina lo notó y dijo; —Hija mía, ¿qué te sucede? Tienes un aspecto como si fueras tú misma quien está expuesta al peligro, en lugar del extranjero. La verdad es que también yo estoy algo emocionada; me da lástima su juventud, y tanto es así, que estoy haciendo votos para que escape del peligro y logre salvarse para el sacrificio; si no fuera así, nuestros deberes para con los dioses queda­ rían totalmente incumplidos. — ¡Ridículo — afirmó Cariclea— es pedir que no mue­ ra para que luego muera! Si hay alguna posibilidad, madre, salva a ese hombre; concédeme esa gracia. Persina, que no conocía la causa real, aunque sos­ pechaba una razón de tipo amoroso, dijo: — No es posible salvarlo. Mas ¿qué lazos de unión tienes tú con ese hombre, para inquietarte tanto por él? Confía en mí y cuenta todo a tu madre. Aunque sólo sea un instinto juvenil o algo que desdiga de una doncella, el amor de una madre sabe excusar y echar un velo sobre las faltas de una hija, y la experiencia de una mujer sabe disculpar las flaquezas femeninas. Un violento torrente de lágrimas sacudió a Cari­ clea, mientras decía; — ¡Esa es precisamente mi desgracia más grave!; los que deberían comprenderme no comprenden mis

palabras y, luego de contar todos mis sufrimientos, todos creen que aún no los he dicho. Al desnudo, pues, y sin ningún velo he de confiar absolutamente todo, ya que me veo forzada a ello. 30

Tras estas palabras, cuando se disponía a revelar toda la verdad, de nuevo vino a impedírselo un reso­ nante clamoreo levantado po r la muchedumbre. Teá­ genes, en efecto, acababa de dejar al caballo acrecen­ tar su velocidad al máximo, y, cuando había tomado una ligerísima delantera, y el pecho del caballo iba a la p ar de la cabeza del toro, lo abandonó para que

2 siguiera en libertad y, de un salto, se lanzó sobre el cuello del toro. Una vez allí, asienta con firmeza la cabeza en el espacio que separa las dos astas, abre los brazos en forma de corona y apresa la frente del toro con el nudo de sus dedos, mientras el resto de su cuerpo va en vilo, suspendido del hombro derecho del animal, sufriendo a breves intervalos las sacudidas 3 de los furiosos brincos del toro. Cuando notó que el peso ya lo ahogaba y que los tendones se le relajaban por lo desmedido del esfuerzo, en el momento en que pasaba por la parte del círculo donde presidía Hidas­ pes, se deja resbalar, adelanta su cuerpo y echa los pies sobre las patas delanteras del animal, trabándole sin cesar las pezuñas para impedirle proseguir su carre4 ra. Zancadilleado en pleno impulso, abrumado por el peso y el esfuerzo vigoroso del joven, las rodillas del toro trastabillean y, girando súbitamente la cabeza, como una honda, cae de bruces, volteando con violen­ cia los hombros y los lomos. Un buen rato estuvo ten­ dido de ese modo, con los cuernos hincados en tierra, firmemente arraigados, como si tuvieran raíces, sin que la cabeza pudiera hacer el más leve movimiento, mientras agitaba inútilmente las patas, sacudiendo en

vano el aire, enloquecido por la derrota 376. Teágenes se echó sobre él; sólo la mano izquierda estaba ocu­ pada en tenerlo fijo contra el suelo; el brazo derecho lo levantaba al cielo y lo agitaba sin cesar, a la vez que dirigía alegres miradas de victoria hacia Hidaspes y el resto de la numerosa concurrencia, invitándoles con su sonrisa a compartir el contento que le embargaba. Los mugidos del toro proclamaban, cual trompeta, su victoria, y a ellos respondía también el clamor popu­ lar, aunque no se distinguía con precisión ningún elo­ gio en particular. Todas las bocas, abiertas de par en par, expresaban la admiración con un rumor único y sin modulación que se elevaba hasta el cielo de ma­ nera prolongada y sostenida. Finalmente, a órdenes del rey, acudieron corriendo los servidores: unos levanta­ ron y condujeron a Teágenes a presencia de Hidaspes; otros echaron a los cuernos del toro una cuerda con lazo y tiraron de él, con la cabeza gacha, hasta atarlo de nuevo a los altares, al igual que al caballo, una vez recuperado. Hidaspes se disponía a dirigir la palabra a Teágenes y a tomar una decisión sobre él, cuando el pueblo, a quien el joven le resultaba agradable y le había inspirado simpatía desde el primer momento en que le vio, maravillado, por una parte, de su vigor físi­ co y sintiendo aún el mordisco de la envidia contra el etíope, el campeón que había traído Meroebo, co­ menzó a gritar con voz unánime: — iQue enfrente a éste con el hombre de Meroebo! —y no cesaban de reclamar— ; ¡el que ha recibido el elefante, que pelee con el que ha capturado el toro!

376 Conviene recordar que Teágenes es tesalio, y que Tesalia era famosa por sus espectáculos de tauromaquia, introducidos pronto en los anfiteatros romanos. Aparte de ia presente, la descripción más detallada de estos juegos se encuentra en la Antología Palatina I X 543 (siglo il a. C.).

8

Tal fue su insistencia, que al fin Hidaspes accedió, y el etíope fue conducido al recinto central, mientras arrojaba atroces y despectivas miradas, y avanzaba con parsimonia, haciendo oscilar alternativamente uno y otro brazo hasta rozar sus codos. 31 Cuando el individuo estuvo cerca del lugar que ocu­ paba el consejo, Hidaspes dirigió la m irada hacia Teágenes y le dijo, hablando en griego: — Extranjero, has de luchar con éste; así lo quiere el pueblo. — Que se cumpla su voluntad — replicó Teágenes— ; mas ¿cómo va a ser el combate? — De lucha — sentenció Hidaspes. — ¿Por qué no — repuso él— con espada y arma­ dos? Al menos, tanto si venzo como si soy derrotado, quizá consiga hacer salir de su mutismo a Cariclea, que, hasta ahora, ha tenido la valentía de aguantar en si­ lencio, sin decir nada acerca de mí, y que incluso parece haberme olvidado totalmente. 2 — ¿A qué viene eso de mezclar aquí el nom bre de Cariclea? — indagó Hidaspes— . En fin, tú lo sabrás; lo importante es que debes luchar con las manos desnu­ das, no con la espada; pues sería una impiedad ver sangre vertida antes del momento crucial del sacrificio. Comprendiendo Teágenes que la precaución de H i­ daspes era para evitar que m uriera antes del sacrificio, dijo: — Haces bien en conservarme para los dioses;

¡ellos

sabrán ocuparse de mí! 3 Y al tiempo de decir eso, recogió tierra se la espar­ ció p o r los hombros y los brazos, aún húmedos de sudor por el tesón puesto en la captura del toro, y se sacudió la que no se le había adherido. A continuación, extendió hacia adelante los dos brazos, afirmó con soli­ dez los pies en el suelo, dobló las corvas, replegó los hombros y el pecho, inclinó levemente el cuello y, con

todos los músculos tensos, aguardó inmóvil el ataque de su adversario. Al verle el etíope, lanzó una sonrisa burlona y, con 4 sus gestos irónicos sacudiendo la cabeza, parecía señalar a su oponente como algo baladí. Luego, echó de repente a correr, y su brazo cayó pesadamente como un cerrojo sobre el cuello de Teágenes. Retumbó el golpe a lo lejos; el hom bre adoptó de nuevo un aire vanidoso y se puso a reír con jactancia. Teágenes, como 5 hombre ejercitado desde la prim era juventud en los gimnasios y sus luchas, y puntualmente instruido en el arte guerrero que preside Hermes 377, decidió al principio ceder y evitar enfrentarse cara a cara con un adversario cuya corpulencia ya había experimentado, y que era una gigantesca y salvaje mole irritada, y tratar, en cambio, de hacer valer su astucia y habilidad sobre aquella fuerza brutal. Inmediatamente entonces, 6 aunque el golpe le había aturdido sólo un poco, simuló un dolor mayor que el que en realidad sufría y ofreció el otro lado del cuello, descubierto para un nuevo puñetazo. E l etíope, en efecto, volvió a golpearle. La violencia del golpe hizo que Teágenes se tambaleara, y por su actitud daba la impresión de estar a punto de caer de bruces. E l etíope, creyéndolo ya malherido, se lanzó por 32 tercera vez contra él, lleno de audacia y sin ninguna precaución. Tenía ya el brazo levantado, a punto de asestar el golpe, cuando, de súbito, Teágenes se aga­ chó para esquivar su ataque, al tiempo que se arrojaba sobre él. Agarró con fuerza el brazo izquierdo de su contrincante y tiró de él con el brazo derecho; además, el propio impulso de su puño lanzado al vacío le impe­ lió contra el suelo. Entonces Teágenes pasó los brazos

377 Hermes es, en efecto, el dios protector de los efebos y, como inventor de la lucha, patrono de los gimnasios.

por debajo de las axilas del contrario y le asió por la

2 espalda: a duras penas logró abarcar con los brazos la gruesa cintura del etíope. Trabó luego los talones y le golpeó con fuerza y repetidamente los tobillos y las piernas, hasta obligarle a hincar la rodilla; apresa y rodea las piernas del enemigo con los pies, mientras le clava las rodillas en las ingles, le levanta del suelo las muñecas, en las que el etíope estaba apoyado con el pecho aún levantado, le obliga a llevar los brazos so­ bre las sienes y tirando de ellos hacia los hombros y la espalda consigue dejarle tendido con el vientre sobre la tierra. 3

Un griterío unánime, mucho más fuerte aún que antes, se elevó de la multitud; ni el rey se contuvo, sino que saltó del trono y dijo:

— ¡Oh cruel necesidad! ¡A qué hombre nos obliga la ley inmolar! — al mismo tiempo le hizo acercarse y declaró— : Joven, la tradición establece que hay que llevar una corona para el sacrificio; pero ya desde ahora te mereces esa corona por tu victoria, gloriosa de cier4 to, pero inútil y efímera. Teniendo en cuenta que no es posible, aunque quiera, protegerte de la muerte que tienes fijada, cualquier otra cosa que desees, estoy dis­ puesto a concedértela. Si sabes de algo en lo que pueda complacerte mientras todavía vivas, pídemelo. Y diciendo esto, colocó sobre la cabeza de Teágenes una corona dorada con piedras preciosas, sin poder tampoco disimular algunas lágrimas vertidas.

— Sí voy a pedir una gracia — dijo Teágenes— , y te ruego que cumplas tu promesa y me la concedas. Si es de todo punto ineludible apartar de mí el sacrificio, ordena que al menos éste se lleve a cabo a manos de tu recién hallada hija. 33 Ante estas palabras, Hidaspes se sintió golpeado vivamente y no dejó de traer a su recuerdo la petición semejante que antes había formulado Cariclea; sin em-

bargo, juzgó inoportuno indagar en aquel preciso mo­ mento la razón exacta de esta solicitud y prosiguió diciendo: — Son cosas posibles, extranjero, lo que te he per­ mitido pedir y lo que he prometido concederte; la que ejecute el sacrificio ha de ser una casada, no una doncella; así lo prescribe la ley. — Pues genes.

también ella

tiene m arido — replicó

Teá­

— ¡Eso es pura palabrería! — dijo Hidaspes— ; ¡va- 2 ñas excusas de quien va a morir! La parrilla ha demos­ trado que la muchacha está libre de matrimonio y de trato con hom bre alguno; a menos que sea a Meroebo a quien te refieres cuando hablas de un marido, aun­ que no sé cómo te habrás podido enterar. Pero tampo­ co es aún su marido: lo único que he hecho es prom e­ terle a mi hija como esposa. — Puedes también añadir — afirmó Teágenes— , si es sentimientos de Cariclea; y dito a mis vaticinios, a las

que nunca será su esposo que yo conozco bien los justo es que prestéis cré­ profecías de una víctima.

— Pero, buen amigo — interrumpió Meroebo— , no 3 vivas, sino una vez degolladas y abiertas, es cuando las víctimas muestran, mediante sus entrañas, el porvenir a los haruspices. Por eso, buena razón tenías, padre, al decir que el extranjero delira porque está a punto de morir. Mas, que se lo lleven a los altares si tú lo per­ mites, y, si no te queda nada por administrar, sigue con la ceremonia. Teágenes, pues, fue conducido al lugar designado. 4 Cariclea, que al ver su victoria había recobrado algo de su aliento y concebido mejores esperanzas, tom ó de nuevo a sumirse en el llanto, cuando otra vez se lo llevaron. Persina no cesaba de consolarla.

— Quizá pueda salvarse todavía el joven — decía— , si tú quieres contarme el resto y narrar con más clari­ dad la historia de tus aventuras. Cariclea, así forzada y viendo que las circunstancias no admitían ninguna dilación, se decidió a contar lo esencial de su relato. 34 Hidaspes, entre tanto, preguntó al introductor si faltaban otros embajadores a los que recibir. — Sólo los de Siene — respondió Hermonias— , mi rey. Traen una carta y presentes de Oroóndates, y aca­ ban de llegar. — Que se presenten también ellos — declaró Hidas­ pes. 2 Ellos comparecieron y entregaron la carta al rey, que él desenrolló, y en la que leyó lo siguiente: «A su M ajestad Hidaspes, el rey clemente y feliz que rige a los etíopes, Oroóndates, el sátrapa del Gran Rey. Si es verdad que tú me has vencido en batalla, m ayor ha sido todavía la victoria obtenida por tu bon­ dad, pues, espontáneamente, me has permitido reco­ b ra r el gobierno total de mi satrapía; de manera que ahora no sería de extrañar que accedieras a una hu3 milde petición que debo hacerte. Una muchacha que era conducida a mi presencia desde Menfis se ha visto mezclada en las operaciones militares; me he enterado de que ella fue hecha prisionera y de que había sido enviada a Etiopía por órdenes tuyas. Esto es lo que me han comunicado los que entonces estaban con ella y lograron escapar del peligro. Solicito de tu gracia que ella sea liberada y me sea entregada como obse­ quio, pues es mi deseo volver a ver a la joven y, sobre todo, porque tengo la intención de devolvérsela a su padre, que ha recorrido en su peregrinar muchas tie­ rras en busca de su hija, y fue sorprendido po r la guerra en la guarnición de Elefantine. Cuando yo esta­ ba pasando revista a los supervivientes de la batalla,

le vi, y él me pidió que le enviara a tu clemencia. Ahora él está allí, con el resto de los embajadores; con facilidad podrás reconocer por sus maneras cuál es su nobleza; con facilidad podrás reconocer por su aspecto qué sentimiento de respeto inspira. Concédele la gra­ cia, oh rey, de devolvérmelo, satisfecha su demanda; que vuelva no sólo con el título de padre, sino siéndolo en realidad.»

a

Una vez leída la carta, preguntó Hidaspes: s — ¿Quién es de los presentes el que está buscando a su hija? Los embajadores le señalaron a un anciano. — Extranjero — dijo Hidaspes— , yo estoy dispuesto a satisfacer todas las peticiones de Oroóndates. Pero yo sólo he mandado traer a diez jóvenes cautivas; hasta ahora una sola ha sido reconocida y ésa no es tu hija. Examina, pues, a las demás, y si la encuentras y reconoces, tómala contigo. E l anciano se postró y besó sus pies. Una vez traí- 6 das las muchachas, las examinó, y al no hallar a la que buscaba, dijo, con aire triste y sombrío de nuevo: — Rey, no es ninguna de éstas. — Mi buena disposición — afirmó Hidaspes— no es lo que te ha faltado; censura más bien a la fortuna por no encontrar a la que estás buscando. Pues, excepto ésas, ninguna otra ha sido traída aquí ni la hay en el campamento; puedes examinarlo todo para asegurarte. El anciano se golpeó la frente, levantó la cabeza 35 con lágrimas en los ojos, y, luego de pasear la m irada por entre la multitud que lo rodeaba, echó a correr de repente, como un loco, se lanzó sobre los altares, des­ enrolló la orla del grueso manto 378 con el que estaba 378 El terístico de sofos, sobre una especie

manto de Caricles, que en época clásica era el carac­ los espar tiat as, había sido adoptado por los filó­ todo por los cínicos, y había terminado por ser de símbolo de las personas austeras.

vestido, hizo con ella un nudo, y lo puso alrededor del cuello de Teágenes y empezó a arrastrarle, mientras gritaba con voz bien perceptible: — ;Te tengo, criminal! ¡Te tengo, maldito, malvado! 2 Y a pesar de la resistencia de los guardias, que se esforzaron por retenerlo y apartarlo de Teágenes, se agarró a él estrechamente y, como si la naturaleza hu­ biera fundido ambos cuerpos, consiguió arrastrarlo ante Hidaspes y los m iem bros de su consejo. — iOh rey!, aquí tienes — dijo entonces— al que me raptó a mi hija; éste es el que ha dejado desolada y sin hijos mi casa, el que me ha arrebatado de los pro­ pios altares de Apolo Pitio a la que era mi vida. ¡Helo aquí ahora, como si estuviera limpio de toda impureza, postrado junto a los altares de los dioses! Una tremenda sacudida hizo estremecerse a todos los presentes: unos, porque habían comprendido todo lo que se decía; los demás, porque habían visto el desarrollo de los acontecimientos y no podían evitar su admiración. 36 Y como Hidaspes le invitara a explicar con más cla­ ridad lo que quería, el anciano, que no era otro sino Caricles, bien se guardó de revelar toda la verdad acer­ ca del linaje de Cariclea, no fuera a ser que se atrajera el odio de sus verdaderos padres en el caso d e . que ella hubiera desaparecido en el curso de su huida hacia el interior; lo único que hizo, pues, fue suprim ir todo lo que pudiera perjudicarle de algún modo y resumió su historia de este modo: 2 — Y o tenía una hija, oh rey; era tan prudente y tan bella, que no podrías creerme lo que yo dijera, a me­ nos que la hubieras visto previamente. Era, en fin, virgen y estaba consagrada al servicio de Artemis en 3 Delfos. A ella, ese adm irable monstruo de crueldad, un individuo de origen tesalio, que había venido a Del­ fos, mi ciudad, al frente de una em bajada sagrada,

para cumplir una peregrinación nacional, a la mucha­ cha, la raptó en secreto de lo más profundo del propio santuario de Apolo; y en este sacrilegio sería justo que vosotros también os considerarais afectados, pues Apo­ lo también es uno de vuestros dioses nacionales, ya que no es otro sino el Sol, y este criminal ha profanado su santuario. Y tuvo por cómplice para esta impía fecho- 4 ría a un falso sacerdote de Menfis; yo corrí a Tesalia en su persecución y le reclamé a los compatriotas su­ yos que habitan en tomo del Eta, pero no pude encon­ trarle, aunque ellos me lo habrían entregado y me habrían autorizado a degollar a ese criminal en cual­ quier sitio en que le descubriese. Supuse entonces que se habían refugiado en Menfis, la patria de Calasíris, y allí me dirigí. Pero al encontrarme con que Calasiris había muerto —y bien que se lo merecía— , fui infor­ mado por parte de Tí amis, su hijo, de todo lo concer­ niente a mi hija; éste, entre otras cosas, me dijo que ella había sido enviada a Siene para presentarse ante Oroóndates. Pero no tuve la fortuna de encontrar a 5 Oroóndates en Siene, adonde también me dirigí 379, pues la guerra me sorprendió hallándome en Elefantine, Ahora, pues, he venido aquí, para ser suplicante tuyo, según las informaciones contenidas en la carta. Tienes al raptor; manda buscar a mi hija: harás un gran ser­ vicio a este hombre, agobiado por las desgracias, y tú mismo podrás felicitarte por haber dado pruebas del respeto que te inspira el sátrapa, que ha intervenido en mi favor.

Y a continuación se calló y comenzó a llorar con 37 grandes gemidos. Hidaspes entonces preguntó a Teá­ genes:

— ¿Qué puedes responder a esto?

379 Reminiscencia de H omero, Iliada V I 164.

— Todas las acusaciones son verdaderas — declaró él— . Ante este hombre soy culpable de robo, de rapto, de violencia y de grave injusticia; pero ante ti sólo soy

2

causante de beneficios. — Devuelve, pues — respondió Hidaspes— , a la que no te pertenece, y ya que vas a ser sacrificado a los dioses, prepárate para someterte a la gloriosa muerte que corresponde a una víctima consagrada, en lugar de al suplicio que un criminal se merece. — Mas, no soy yo — replicó Teágenes— , el que la ha robado, quien debe restituirla; otro es el que, aun no siendo culpable de nada, retiene el objeto robado. Y ése eres tú. Devuélvesela, a menos que él confiese que

Cariclea no es su hija. Nadie, a partir de entonces, fue capaz de mantener el dominio de sí mismo; la confusión que se produjo fue absolutamente general. Sisimitres, que hasta ese momento se había contenido, aunque desde hacía rato se había dado cuenta de lo que se trataba y había sucedido, pero que aguardaba a que las revelaciones se hicieran gradualmente hasta que por fin la luz se im­ pusiera de form a total, corrió hacia Caricles y le dijo, mientras le daba un abrazo: — Está a salvo la que tú considerabas como tu hija, la que yo puse una vez a tu cargo. La hija ha encon­ trado a sus verdaderos padres; aquí los tienes3ao. 38 Cariclea salió corriendo de la tienda y, despojándose de todo pudor propio de su sexo y edad, se lanzó 3

3®° Literalmente, Sisimitres está diciendo a Caricles que en este momento está descubriendo a los padres de Cariclea, no que «ya los conoces». Si esta segunda interpretación fuera la correcta, habría que pensar que Caricles está ya al corriente de toda la historia de Cariclea; sin embargo, Calasiris tuvo buen cuidado de conseguir que Caricles se enterara del con­ tenido de la cinta con la que había sido expuesta Cariclea.

como una bacante enloquecida por la furia divina y se arrojó ante las rodillas de Caricles diciendo: — Oh padre, oh tú, en nada menos digno de honra que quienes me han engendrado, castiga como quieras mi impiedad, mi parricidio, sin tener en cuenta que quizá es alguno de los dioses a quien hay que imputar todo esto, y que quizá todo lo sucedido obedece a su providencia. Persina, po r su parte, se echó en brazos de Hidas- 2 pes y le dijo: — Todo es verdad, esposo mío, créeme; sabe bien también que este joven griego aquí presente es en rea­ lidad el novio de nuestra hija. Ella acaba de confesár­ melo, después de grandes esfuerzos. E l pueblo, por otro lado, daba vítores con fuertes 3 gritos y danzaba de alegría; todas las edades, todas las condiciones expresaban al unísono sus sentimientos de regocijo ante la escena que se desarrollaba ante ellos; no comprendían la mayor parte de lo que se decía, pero adivinaban la verdad a juzgar por lo que ya sabían de las aventuras de Cariclea, o quizá, puede ser que fuera la inspiración de un dios, del responsable de este desenla­ ce teatral, lo que Ies llevó a sospechar toda la verdad. Gracias a su intervención, las cosas más contrarias 4 se unieron en perfecta armonía; la alegría y el dolor se asociaron en unión indisoluble, la risa se mezcló con las lágrimas, el dram a más sombrío se transformó en fiesta feliz; reían a la vez que lloraban, estaban ale­ gres a la vez que gemían; se había encontrado a quie­ nes no se buscaba, pero habían perdido a quienes creían haber encontrado, y en fin, lo que se esperaba que iban a ser sacrificios humanos terminaron sien­ do puras y piadosas ceremonias. Hidaspes, en efecto, se dirigió a Sisimitres y pre- 39 guntó:

— ¿Qué hay que hacer, sapientísimo consejero? De­ negar el sacrificio debido a los dioses sería una impie­ dad, pero degollar a los seres con los que ellos mismos nos han obsequiado sería un sacrilegio. Consideremos, pues, lo que hay que hacer. Sisimitres respondió, no ya en griego, sino en etíope, para que todo el mundo pudiera comprenderle: — Oh rey, al parecer, incluso los hombres más avi­ sados ven obnubilada su mente por una alegría exce2 siva. De no ser así, tú habrías comprendido hace tiem­ po que los dioses no aceptaban con agrado el sacrifi­ cio que preparábamos: prim ero fue la bienaventurada Cariclea, en quien ellos revelaron a tu propia hija, al pie mismo de los altares, y de la que transportaron aquí, como por milagro, desde plena Grecia a su padre nutricio; luego arrojaron el miedo y el espanto entre los caballos y los bueyes destinados al sacrificio, dán­ donos a entender que había que renunciar a lo que considerábamos las víctimas más perfectas; finalmen­ te, para poner broche final a los beneficios recibidos, y como punto culminante del d ra m a 381, han hecho aparecer a este joven extranjero, que ha resultado ser 3 el novio de la muchacha. Sepamos reconocer los mila381 Literalmente «como lámpara del drama»; la metáfora es, sin duda, de la lengua del teatro, pero el origen es oscuro, aunque es seguro que se refiere al punto culminante del drama (según se desprende del contexto y de P lutarco , Moralia 789 a). La interpretación tradicional de la metáfora descansa en P ólux , IV 151, 154, que identifica lampádion («lá m p ara») con la máscara teatral de una m ujer joven, cuyo cabello termina en punta. Sin embargo, es más probable que el origen de la metáfora proceda de los komos festivos con que en general acaban las comedias, en los que son frecuentes las procesiones con lámparas o antorchas (M enandro , Díscolo 963 sigs.; A ristó ­ fanes , Paz 1317; Ranas 1525; Asambleístas 1150), según la in­ terpretación de W. G. A rnott , Hermes 93 (1965), 253 sigs. (otra interpretación distinta, basada en la «antorcha» como símbolo funerario, en E. F euillatre , op. cit., págs. 90 y sigs.).

gros de la divinidad, conformémonos con su voluntad y colaboremos con ella, y procedamos a ofrendas más piadosas, renunciando para siempre desde ahora a los sacrificios humanos. Estas palabras de Sisimitres, pronunciadas en voz 40 bien alta y clara, fueron comprendidas por todos; en­ tonces Hidaspes, sirviéndose también él ahora de la lengua del país, tomó de la mano a Cariclea y a Teáge­ nes, y proclamó: — Pues bien, asistentes todos, ya que todos estos sucesos se han desarrollado, sin duda, de acuerdo con la voluntad divina, sería impío oponerse a ellos; de modo que con el testimonio de la divinidad que ha ur- 2 dido todo de esta manera, y con el vuestro propio, que mostráis vuestro deseo de decidir en el mismo sentido que ellos, yo declaro a estos dos jóvenes unidos por los lazos matrimoniales, y les autorizo a vivir juntos legal­ mente y a procrear hijos. Y si os parece bien, que esta resolución quede confirmada mediante un sacrificio; vayamos, pues, a cumplir nuestros deberes religiosos. Estas palabras fueron acogidas por los soldados 41 con aclamaciones, y toda la concurrencia comenzó a aplaudir, como si ya se estuvieran celebrando las nup­ cias. Hidaspes se acercó a los altares y, en el momento de comenzar la ceremonia, dijo:

— Oh Sol, nuestro señor, y tú, Luna, nuestra señora, ya que ha sido vuestra voluntad que Teágenes y Cari­ clea fueran declarados marido y mujer, también les asiste el derecho de ser siervos vuestros. Y , tras decir esto, tomó su mitra y la de Persina, 2 insignias de su sacerdocio, y puso la suya sobre la cabe­ za de Teágenes, y la de Persina, sobre la de Cariclea. Entonces Caricles recordó el oráculo que se le había dado en Delfos y vio que lo que en otro tiempo habían vaticinado los dioses resultaba ahora confirmado por

los hechos: la profecía que aseguraba que los jóvenes, después de escapar de Delfos, Llegarán del sol a la tierra oscurecida, Donde por su excelente vida gran galardón obtendrán: Alba corona sobre sus sienes negras m .

Coronados, pues, los jóvenes con las mitras blancas y revestidos de las funciones de sacerdote, celebraron un jubiloso sacrificio a la luz de las antorchas; y, luego, al son de flautas y zampoñas, Teágenes montó con Hi­ daspes en un carro tirado por caballos, Sisimitres con Caricles en otro, y Cariclea junto a Persina en un ter­ cero tirado por vacas blancas383. Entre aclamaciones, aplausos y danzas, el cortejo fue escoltado hasta Mé­ roe, ciudad en la que habían de celebrarse con mayor solemnidad las santas ceremonias de la boda. Así termina la historia etiópica de Teágenes y Cari­ clea; el autor que la compuso es un fenicio de Émesa, de la raza del Sol, Heliodoro, hijo de Teodosio. 382 Los versos finales del oráculo recogido en II 35, 5. 383 En un carro del mismo tipo participó Cariclea en la procesión celebrada en Delfos; cf. I I I 4, 2. Como se ha visto más arriba (X 6, 5), caballos y vacas son los animales que guardan más estrecha relación con el Sol y la Luna respecti­ vamente; por eso, son adecuados como tiro del carro del sacerdote del Sol y de la sacerdotisa de la Luna.

INDICE GENERAL Págs. I n t r o d u c c ió n

7

general

1. El autor 2. Datation 3. La obra

7

12

21

3.1. Respeto de las convenciones del género, 21. — 3.2. La composición ( Estructura tempo­ ral, 24; Estructura lineal de la acción, 25; An­ ticipaciones

y

retardaciones,

26;

Paralelismo,

27; Entrelazamiento de temas y personajes, 29; Influencia de la « Odisea», 30), 23. — 3.3. La re­ ligión, 31. — 3.4. Los personajes, 34. — 3.5. La búsqueda de la verosimilitud, 35. — 3.6. Fuen­ tes, 37. — 3.7. Lengua y estilo, 40.

4. 5.

Valoración e influencia en la literatura p o s te rio r.................................................... Transmisión del texto. Manuscritos y edi­ ciones ..................... . ................................

N o t a b i b l i o g r á f i c a ......................................................... D is c r e p a n c i a s

textuales

respecto

de

la

43 53 56

e d ic ió n

de R a t t e n b u r y - L u m b ........................................

62

L ib r o p r i m e r o .......................................................

65

......................................................

114

L ib r o

se g u n d o

Págs.

L ibro t e r c e r o .....................................................................

167

L ibro cuarto ......................................................................

195

L ibro q u i n t o ......................................................................

231

L ibro s e x t o .........................................................................

277

L ibro s é p t im o .....................................................................

302

L ibro o cta vo .......................................................................

350

L ibro n o ven o ......................................................................

385

L ibro décimo ......................................................................

425

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