Vida De San Pedro - Antonio Marcos.pdf

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Dios en Jesús Ensayo de cristología

Serafín Béjar

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Versión electrónica SAN PABLO 2012 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 E-mail: [email protected] [email protected] ISBN: 9788428532860 Realizado por Editorial San Pablo España Departamento Página Web

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Introducción La propuesta de una cristología con Dios en el centro El 20 de marzo de 2003 comienza la guerra contra Irak. El inicio de la misma está precedido por declaraciones dirigidas a toda la nación tanto de G. W. Bush como de S. Huseim. Es significativo constatar cómo ambos discursos acababan invocando el nombre de Dios; en este caso, el nombre del Dios cristiano y del Dios islámico. Quizá en este hecho pueda ser reconocida una verdadera metáfora de nuestro tiempo, que, lejos de los pronósticos de emancipación del programa ilustrado, se está desvelando, con todas sus posibles ambigüedades, como un comienzo de milenio religioso. Ahora bien, la Europa hija de la Ilustración mira con recelo tal desenvolvimiento de la historia, constatando en las distintas religiones históricas particulares una peligrosa pretensión de universalidad que ha cobrado especial fuerza después de los acontecimientos del 11S en Nueva York, del 11M en Madrid y del 7J en Londres. Si hasta hace poco los puntos candentes de confrontación entre religión y Estado se situaban principalmente en el campo de la bioética (aborto, células madre, clonación…), ahora se ha producido un desplazamiento al trágico debate sobre el terrorismo internacional. Aquí han encontrado nuevos motivos de fundamentación los acérrimos defensores del laicismo: la religión sólo conduce a la barbarie. Es decir, si el terrorismo se alimenta del fanatismo religioso: ¿no debemos ver la religión como un factor arcaico, mitológico, irracional e intolerante?, ¿no debería obligarse a lo religioso a asumir la tutela de la razón universal?, ¿cuál es el balance que se puede hacer de la presencia de las religiones en la faz de la tierra?, ¿no sería tal vez su supresión el alba de un nuevo comienzo más humanizador? De esta manera, algunos llegan a ontologizar la raíz de la perversión: la religión es una realidad que nos arrastra al oscurantismo y a la barbarie. No obstante, y por seguir acrecentando las contradicciones y las ambigüedades, sería importante que el laicismo militante nunca olvidara tener cierto cuidado con las nuevas divinizaciones. El tema de la religión es muy complejo y está inserto en lo más profundo de la condición humana. De hecho, cuando se ha intentado programáticamente barrer a Dios del horizonte de sentido del hombre, nuevos ídolos han hecho su aparición en escena. Ídolos divinizados que no son privativos de un solo bando, sino que tienen evidentes expresiones tanto en los movimientos burgueses de derecha como en los revolucionarios de izquierda. El largo siglo ideológico y burgués (1789-1914) ha evidenciado la prometeica tarea de un hombre divinizado que pretendía, sólo con sus manos, construir las más variadas Torres de Babel que pudieran alcanzar los umbrales del cielo. Así, como afirman M. Horkheimer y Th. W. Adorno en su Dialéctica de la Ilustración, la Ilustración se vuelve totalitaria cuando, desde la dictadura de la idea («lo 4

ideal es lo real y lo real es lo ideal»), violenta a la realidad a doblegarse a sus dictados. Por ello, desde el archipiélago Gulag hasta los campos de exterminio nazi, pasando por la evolución de un feroz capitalismo que reduce instrumentalmente al hombre, «la tierra enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura»[1]. O de otro modo, el siglo de las luces ha dado paso a un siglo breve (1914-1991) que ha puesto de manifiesto todas las contradicciones inherentes al proyecto de emancipación ilustrado y que, para muchos, puede ser calificado como el siglo más sanguinario de la historia[2]. Parece que se hace cierta la frase de Goya de que «el sueño de la razón produce monstruos» y, con un trazo excesivamente grueso, también aquí podemos llegar a una pretendida ontologización de la raíz de la perversión: la autodivinización de la razón a la que llevó el proyecto ilustrado ha conducido a la humanidad, en no pocas ocasiones, a demasiados callejones sin salida y ahora sólo tenemos entre las manos un mundo desencantado que habita un nihilismo rastrero. Por ello, ubicados en los escenarios de la historia, al teólogo le toca la sagrada tarea de pensar a Dios a la altura del tiempo, salvar a Dios de la continua tentación de manipulación por parte del hombre, mostrar cómo la confrontación con el misterio es capaz de producir una humanización que sólo es posible en relación con lo divino. En definitiva, evidenciar cómo la gloria de Dios nunca se alcanza a costa de la gloria del hombre ni viceversa; no, al menos, cuando hablamos del Dios de Jesucristo. Así pues, al hablar del Dios de Jesucristo, la teología cristiana está posicionándose en su más profundo centro. En efecto, la muerte de la religión, que en gran parte viene determinada por el fanatismo y el fundamentalismo, sólo puede ser evitada, en lenguaje cristiano, con una adecuada articulación del binomio Dios y Jesús. Y esto porque «la pregunta cristológica central del Nuevo Testamento es precisar cuál es la relación de Jesús con Dios»[3]. De esta manera, creemos encontrar el principio formal que unifica la entera reflexión que ahora presentamos y que pretende dar lugar a una cristología teocéntrica. En efecto, el verdadero rostro de Dios sólo puede ser reconocido en Jesús de Nazaret; al mismo tiempo que las profundidades de conciencia de este judío del siglo I sólo se agotan si las relacionamos con Dios de quien vivió y al que sirvió a lo largo de su existencia terrena. Dios en Jesús y Jesús en Dios es la óptica formal que nos ayudará, a lo largo de los distintos capítulos, a evangelizar nuestras imágenes de Dios; conscientes de que la comunidad cristiana tiene que definirse permanentemente ante una alternativa: servir al Dios vivo y verdadero barruntado en el rostro de Jesús o servirse de un Dios fabricado a imagen de nuestros deseos y proyectos, un Dios humano, demasiado humano.

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Capítulo 1 El problema de la cristología contemporánea: el Jesús de la historia y el Cristo de la fe Para comprender este primer capítulo debemos ubicar el problema en su contexto histórico. La Ilustración, como fue definida por I. Kant, supone el emerger de un tiempo nuevo que se propone liberar al hombre de su incapacidad para pensar por sí mismo. Esto tiene su expresión más evidente en el desarrollo de la filosofía crítica. La historia de la filosofía había puesto de manifiesto la búsqueda y la pregunta por el ser, por el principio último de lo real. Ahora, si bien no se obvia dicha pregunta, se la sitúa en una cuestión previa: ¿está el hombre capacitado para esta empresa?, ¿su sistema intelectivo responde a la pretensión de poder conocer la realidad y sus implicaciones últimas? Se trata de una radicalización de la propuesta cartesiana al poner en duda no sólo aquello que se ha dado comúnmente por cierto a lo largo de la historia del pensamiento, sino la misma pretensión de que el hombre esté suficientemente capacitado incluso para el conocimiento. Así, el criticismo kantiano es una enorme construcción filosófica para detectar la forma de nuestro conocimiento y sus condiciones de posibilidad. Este punto de arranque nos ayuda a establecer una analogía con el tema que nos interesa. Simplificando mucho, podemos decir que durante prácticamente dieciocho siglos prevaleció en la Iglesia la consideración de los evangelios como reportajes biográficos fidedignos de lo que Jesús enseñó e hizo. Su historicidad estaba fuera de toda duda y el trabajo teológico y exegético consistía en desentrañar su contenido doctrinal. Así, las evidentes aporías de los evangelios eran solucionadas de modo concordista sin atender siquiera a la posibilidad de que hubiera distintas fuentes o tradiciones literarias. El ejemplo más significativo de esta visión historicista es el esfuerzo realizado con los evangelios concordados, donde la vida de Jesús es reconstruida cronológicamente integrando, con una fusión forzada, las peculiaridades de las cuatro narraciones evangélicas. Sin embargo, el nuevo tiempo reseñado va a significar una forma diversa de aproximación a los relatos evangélicos, partiendo de la actitud crítica antes descrita. Ahora, el protagonista absoluto es el texto escrito y a él, no sólo desde una actitud reverente de respeto a un texto considerado sagrado, se aplicarán todo tipo de cribas y filtros que pretenden establecer la historicidad de lo allí narrado. Así comienza el problema del Jesús histórico y el Cristo de la fe[4]. Ahora bien, la reflexión que ofrecemos a continuación tiene la pretensión de reconstruir no sólo el desarrollo de la investigación histórico-crítica, sino, especialmente, los presupuestos hermenéuticos de la misma. De esta manera, queremos poner de manifiesto los prejuicios teoréticos que, respondiendo a posicionamientos filosóficos 6

previos, han marcado el desarrollo de una pretendida investigación objetiva. Por ello, este es un primer gran tema de la cristología donde constatamos, como en un icono de todo el transcurso de la historia del pensamiento moderno y contemporáneo, el progresivo desplazamiento desde la idea de un Dios cristiano hasta la fabricación de dioses de razón que van a determinar el discurso filosófico y teológico. Al mismo tiempo, delinear los trazos que dan identidad a estos dioses será esencial para descubrir cómo la imagen que cada generación tiene de Jesús viene reconfigurada desde estas creaciones. Así, la reconstrucción de esta historia nos ofrece un binomio inseparable que se determina recíprocamente: Dios y Jesús. 1. Los inicios del problema: H. S. Reimarus En 1778, G. E. Lessing publica una serie de manuscritos inéditos de su maestro H. S. Reimarus (1694-1768) que él mismo no se había atrevido a publicar en vida. El último de ellos, La intención de Jesús y de sus discípulos, levanta una enorme polvareda y da origen a un problema aún hoy inacabado: la identidad o diferencia entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. La tesis fundamental de estos escritos establece la diferencia esencial entre la predicación de Jesús y lo que de él enseñaron posteriormente sus apóstoles. Jesús habría tenido en su vida una pretensión mesiánica de carácter político, el centro de su mensaje estaría constituido por la irrupción inminente del reinado de Dios (Mc 1,14-15) sobre el fondo de las expectativas en torno a un libertador de Israel, y su pretensión terrena de ser reconocido como Mesías en Jerusalén explicaría el fracaso que lo llevó a una muerte inevitable. Ahora bien, sus discípulos son los que realizan el fraude de dar un sentido salvífico universal a su muerte en cruz. Para ello, roban su cuerpo y anuncian su resurrección, proclamándolo así maestro espiritual. No obstante, aunque estas tesis no aguantan hoy la misma crítica que Reimarus aplica por primera vez, en su reflexión se individualizan los principales problemas que tratará la consiguiente investigación crítica. Así lo reconoce W. Kasper: «De esta forma, el “colosal preludio” (A. Schweitzer) de Reimarus deja percibir ya todos los aspectos de la futura investigación sobre Jesús: la diferencia entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, el carácter escatológico del mensaje de Jesús y el consecuente problema del retraso de la parusía, el motivo del Jesús político y el problema de la espiritualización tardía de su mensaje»[5].

Detrás del planteamiento de Reimarus se dejan ver los rasgos más sobresalientes del universo religioso de la ilustración, especialmente caracterizado por el deísmo. En efecto, Reimarus permanece hombre religioso, pero su fe no tiene ya por objeto al Dios de Jesús. El cristianismo tiene una pretensión que resulta ilógica a la nueva mentalidad ilustrada: la de que el Absoluto se pueda mediar en el tiempo. Además, lo ilógico de esta pretensión, a los ojos ilustrados, queda demostrado por la reciente historia de Europa. Después de los desencuentros entre las distintas confesiones cristianas que acontecen con los cismas del siglo XVI y las guerras de religión, esta pretensión ha evidenciado suficientemente su potencial destructor. A esto se une la lectura interesada de la Edad 7

media como una época tenebrosa al amparo de la tenue luz de la fe, al mismo tiempo que el descubrimiento de América demuestra cómo el cristianismo, lejos de alcanzar implantación universal, tiene que verse confrontado con nuevas tradiciones religiosas particulares hasta entonces desconocidas. El amanecer de un nuevo tiempo señala el camino a seguir: sobrepasar los particularismos históricos de las distintas religiones para lograr que los hombres se encuentren bajo el amparo común de la colectiva luz de la razón. De hecho, Windelband define la Ilustración como el proceso de la razón contra la historia, y «naturaleza» comienza a ser la palabra mágica desde la que se intenta reconstruir la realidad toda: religión natural, Dios natural (deísmo), culto natural, derecho natural, ley natural, hombre natural, sociedad natural[6]… Desde aquí podemos entender cómo surge el convencimiento de que la era de la fe ha pasado y que los hombres, con la potente luz solar de la razón, pueden construir un futuro en el que nos encontremos a salvo de las arbitrariedades a las que ha conducido la mezcla de particularismo histórico y pretensión universal de las religiones. La Ilustración, entendida como el salto desde la historia hasta la naturaleza, implica inevitablemente una nueva concepción de «verdad». La filosofía kantiana evidencia el foso que se va dibujando y que distancia inevitablemente la potencia universalizable de la razón con la particularidad de los hechos acontecidos en las coordenadas espaciotemporales. Poco a poco se va estableciendo una nueva percepción de la religión que se mueve sólo en el ámbito de la mera razón, o de otro modo, que busca el consenso en aquello que es común a todos los hombres más allá de revelaciones positivas con pretensión de universalidad. En el fondo, el problema que subyace, como hemos afirmado anteriormente, es el de la posibilidad de que el Absoluto medie en la historia. G. E. Lessing es el que formaliza para la posteridad esta nueva concepción de verdad en su conocida distinción entre verités de fait y verités de raison. Las primeras, las verdades de hecho, son historizables y constituyen la esencia del cristianismo, sobre todo en la inaudita afirmación de que Dios se ha hecho hombre en un tiempo y lugar concretos. Las segundas, las verdades de razón, engendran evidencia, pueden ser, por tanto, aceptadas por todos los hombres en el ejercicio compartido de la racionalidad. Después de una Europa asolada por las guerras de religión, la nueva recomposición política buscará el consenso en estas últimas que, en caso de necesidad, incluso el Estado puede imponer a los ciudadanos. Desde aquí se hace comprensible «el terrible foso»[7] que se ha abierto entre hechos particulares y verdades universales, entre fe e historia, entre Iglesia y ciencia, entre el judío Jesús y el personaje confesado como Cristo e Hijo de Dios, del cual habla Lessing, y que, desde una mínima honestidad intelectual, es imposible saltar. Aunque es verdad que no se puede alegar ningún argumento histórico serio en contra de la resurrección de Jesucristo, no se puede pedir el salto desde este hecho histórico hasta toda una cosmovisión metafísica de alcance universal. Ahora entendemos con más nitidez la denuncia que Reimarus hace del fraude de los discípulos de Jesús: universalizar con valor de salvación la muerte del hombre Jesús en cruz. 8

No obstante, este inicio no supone una evolución homogénea de la problemática del Jesús histórico. El Jesús ilustrado, que ha sido rescatado del revestimiento dogmático de la Iglesia, no será una realidad serenamente poseída, sino que dará lugar a sucesivas investigaciones que irán dando bandazos en un sentido u otro. Junto al Jesús de la ilustración, nos vamos a detener en el Jesús romántico, en el Jesús fideísta y en el Jesús de la teología liberal. Es una forma de profundizar en la historia de la investigación a lo largo del siglo XIX y de comienzos del siglo XX. En primer lugar, la reacción romántica ante la investigación crítica de los evangelios intenta ofrecer una solución mediada entre el racionalismo ilustrado y el tradicionalismo sobrenaturalista más conservador. D. F. Strauss (1808-1874) en su obra La vida de Jesús críticamente elaborada propone un acercamiento al problema desde la categoría de mito. Las esperanzas mesiánicas judías, amasadas en la personalidad y el destino trágico de Jesús, serían el caldo de cultivo para toda una reelaboración mítica de la figura de Jesús convertida en un arquetipo ideal de humanidad. Strauss no niega que exista un fondo histórico de verdad, incluso reconoce el progresivo avance en la conciencia de Jesús de su carácter mesiánico, pero distingue entre este fondo histórico y todo el revestimiento mítico posterior. O de otro modo, uno sería el personaje histórico y otro la reconstrucción mítica de la comunidad que proyecta en él una imagen ideal de hombre, imagen existente en la razón humana. De ahí que Strauss deba reconocer una diferencia fundamental entre la religión de Cristo y la de la humanidad y así responda de manera negativa a la pregunta sobre si seguimos siendo cristianos. Reproducimos sus palabras: «Habrá que pensar en una comunidad joven que, entusiasmada con su fundador, tanto más lo honra cuanto más inesperada y trágicamente le ha sido arrebatado, una comunidad llena de nuevas ideas…, que no se las adueña ni las expresa como ideas abstractas o conceptos, sino sólo en forma de fantasías concretas: en tales circunstancias tuvo que surgir lo que surgió, una serie de narraciones sacras, a través de las cuales una gran cantidad de nuevas ideas, unas alimentadas por Jesús, otras más antiguas, le fueron atribuidas como momentos de su vida»[8].

También aquí podemos individuar los presupuestos filosóficos que subyacen a tal postura. El siglo XIX, como respuesta a un racionalismo que tiene el peligro de reducir la verdad integral del hombre, reacciona con el movimiento romántico. El Romanticismo descubre el pasado de los pueblos en sus leyendas y tradiciones y aporta una comprensión de la realidad que el racionalismo había olvidado: las sagas y narraciones populares transmiten un conocimiento de la realidad que hace referencia a experiencias humanas dignas de ser revividas. La constatación de que existe en todo pueblo un espíritu creativo poético que se manifiesta en las fábulas y en las canciones populares empieza a proyectarse en Jesús como resultado espontáneo anónimo de este espíritu de la humanidad. Así, el mito concentra e ilustra la verdad eterna a través de una figura concreta porque el absoluto no se puede encarnar en una persona singular, sino sólo en la historia como totalidad. Sólo ahí se puede encontrar a Dios. O de otra manera, Jesús es esa figura concreta donde la comunidad ha proyectado y depositado los sueños acumulados en la historia del espíritu humano como 9

correspondientes a la verdad más honda del hombre. En este sentido, Jesús es el lugar donde se encuentran los deseos más puros que habitan en el corazón de los hombres, pueblos y culturas de todos los tiempos. De esta manera, Strauss se presenta aquí como un deudor de F. W. G. Hegel ya que, como hemos afirmado, para el filósofo idealista sólo la historia como totalidad es manifestación del absoluto. En efecto, el proceso de desenvolvimiento de la idea es el generador de la entera historia de la humanidad y en esa historia, como calvario del espíritu absoluto, cada momento particular del proceso se presenta como necesario para la reapropiación en una síntesis final[9]. Esta postura romántica niega la radicación en la historia del acontecimiento Cristo aunque no niega que Jesús existiera en una época concreta. La verdad histórica de Jesús consiste en que todo es un mito donde se proyectan los sueños de la humanidad. En segundo lugar, queremos poner de manifiesto una reacción conservadora opuesta que tiende al fideísmo y que tendrá una importancia determinante en la teología de R. Bultmann. En 1892, M. Kähler da una conferencia con el significativo título de El pretendido Jesús de la historia y el Cristo real de la Biblia. Ya el título ofrece certeramente la orientación de esta reflexión al distinguir entre un pretendido Jesús histórico y el Cristo real de la Biblia. Comienza esta obra con el interrogante acerca de qué puede ser considerado algo histórico. Así, una persona histórica es una persona influyente para alguien, es decir, el sujeto determinante que produce una serie de efectos e interviene en el curso de las cosas. Para Kähler, desde el punto de vista histórico, se trata de una figura significativa que tiene un valor real en su hacer y que, por tanto, continua perceptible. El efecto determinante de Jesús es la fe de sus discípulos, la convicción de que él ha lavado el pecado y ha vencido a la muerte, expresado en la afirmación «Jesús es el Señor». Jesús es un alguien histórico porque ha conquistado la fe de sus discípulos y esta fe continua siendo profesada. De esta manera, para Kähler, el Cristo real es justamente el Cristo predicado. Esta visión es interesante porque, según él, lo histórico no es un evento puntual del pasado, sino los efectos que ha tenido este acontecimiento a lo largo de la historia. El evento no puede ser reconocido de modo estático, sino sólo en el efecto que ha tenido. También se puede decir esto de hechos profanos. El paso de un río, cosa bastante anodina, en el caso de César pasando el Rubicón tiene efectos enormes para toda la historia de Roma y de Europa. Por tanto, no puedo encontrar al verdadero Jesús histórico si no lo considero desde el efecto que ha producido en la historia. Y este efecto es la Iglesia que da testimonio. Así, el Cristo verdadero es el de la Sagrada Escritura donde se contiene el anuncio de la comunidad, es decir, el Cristo de la Iglesia. En consecuencia, Kähler considera inútil toda la investigación histórica y su fe en Jesús se fundamenta a sí misma de manera tendente al fideísmo. En tercer lugar, otro desenvolvimiento del problema toma cuerpo en la respuesta de la imagen liberal de Jesús. La teología liberal pone el dedo en la llaga al denunciar que la reducción racionalista ilustrada del problema partía más de prejuicios antidogmáticos 10

que de un serio y detallado análisis de los textos. El programa ilustrado tenía su objetivo marcado en el ideal de la emancipación de toda autoridad y aquí la Iglesia, con su pesada historia y su batería de dogmas y creencias, era uno de los principales enemigos a batir. Así pues, el escepticismo histórico y las precomprensiones teóricas son sustituidas por el trabajo directo sobre los evangelios como obras literarias y fuentes históricas documentales. Ahora, el problema sinóptico alcanza el protagonismo absoluto y, después de las investigaciones de Ch. G. Wilke y Ch. H. Weisse, J. Holtzmann (1832-1910) eleva a axioma la hipótesis de la teoría de las dos fuentes en su obra Los evangelios sinópticos. Su origen y su carácter histórico. Con esta herramienta se confía poder reconstruir con seguridad la vida de Jesús más allá de los ropajes dogmáticos con que fue revestida por la Iglesia primitiva. Los máximos artífices de esta nueva orientación son F. Schleiermacher y A. Harnack, que, valiéndose de la investigación histórica, no pretenden anular los dogmas eclesiales, sino hacerlos comprensibles al espíritu del tiempo. De esta manera y casi de modo imperceptible, se va produciendo un progresivo desplazamiento desde la ontología de Cristo hasta su psicología. La vida anímica y el vigor de Jesús son una transparencia del amor infinito de Dios y de su religación con el hombre. Lo que en el fondo realizan estos autores es una reducción de la especificidad cristiana y de su escándalo a los límites que imponen los nuevos tiempos. Así, una deshistorización de la vida de Jesús junto a una pretendida desescatologización de su mensaje nos transmiten a un Jesús inofensivo, reducido a maestro de moral y entendido desde una relación intimista entre Dios y el alma. Esta visión toma cuerpo en una obra cumbre de la historia de la teología: La esencia del cristianismo (1901) de Harnack. Así la sintetiza J. J. Bartolomé: «Jesús sería un maestro de religión y un eximio moralizador, que predicó la paternidad universal de Dios, el amor fraterno como justicia mayor y el valor inalienable de la persona humana; su evangelio, que tenía al Padre como tema y no al Hijo, se separaba netamente del mundo del A. T., cuya exclusión del canon eclesial postulaba; el reino por él anunciado poco tenía que ver con las expectativas de Israel, pues se resolvía en una íntima relación con Dios Padre y la renovación espiritual del creyente»[10].

Los presupuestos de una teología tal encuentran también en el pensamiento hegeliano su clave de comprensión. Una empresa como la del idealismo alemán había llegado a un esclarecimiento total de la dinámica histórica en su continuo hacerse. La filosofía de Hegel es llamada, con razón, filosofía absoluta porque, donde las leyes del desenvolvimiento de la historia se han hecho totalmente claras al entendimiento humano, no cabe ya nada nuevo que esperar. La empresa hegeliana da lugar a una época de euforia ideológica, tanto en el siglo XIX como a comienzos del XX. Así, los más variados paraísos ideológicos, en su versión tanto burguesa como revolucionaria, ponen al alcance de un hombre engrandecido con sus solas fuerzas el futuro de la humanidad. Este optimismo histórico contamina también la reflexión teológica en la consideración de un cristianismo que ha disuelto la paradoja del «ya… pero todavía no» en la serenidad del cumplimiento, creando una sociedad tan satisfecha de sí misma como para alentar 11

esperanzas que la trasciendan[11]. En palabras de A. Harnack: «Jesús abre la perspectiva sobre un vínculo entre los hombres, que no sea regulado por ordenamientos jurídicos, sino dirigido desde el amor y en el cual el enemigo sea vencido con la mansedumbre. Es un ideal elevado y digno, al cual estamos unidos desde la fundación de nuestra religión, un ideal que debe acompañar todo nuestro desarrollo histórico como el objetivo y la estrella que nos guía. ¿Quién puede decir si la humanidad lo alcanzará alguna vez? Pero nosotros podemos y debemos acercarnos a él y hoy sentimos (distintamente de hace doscientos o trescientos años) un empeño moral en este sentido. Aquellos de nosotros que están dotados de una sensibilidad más aguda y, por tanto, profética no miran ya al reino de la paz y del amor como a una estéril utopía»[12].

2. Del entusiasmo al escepticismo: R. Bultmann El breve recorrido realizado por la historia de la investigación crítica acerca del Jesús histórico exige una primera valoración global. Y no somos nosotros quienes vamos a realizarla, sino que seguimos queriendo escuchar a los protagonistas de dicha historia. Más de un siglo de búsqueda del Jesús histórico trascendiendo ropajes dogmáticos, confesionales y literarios va dejando paso a una época que se entiende a sí misma desde un esencial cambio de óptica que manifiesta un escepticismo generalizado. La teoría de las dos fuentes, que partía de la certeza de haber encontrado documentos fidedignos no contaminados, empieza a ser matizada. Será W. Wrede (1859-1906) quien realice una inteligente crítica al poner de manifiesto que el Evangelio de Marcos, al contrario de lo que se postulaba, estaba viciado por presupuestos de fe. La visión teológica de la primitiva comunidad es detectada, sobre todo, en la inclusión del secreto mesiánico, que habría sido elaborado después de pascua y que pondría de manifiesto que la conciencia mesiánica de Jesús no era sino una elaboración de la Iglesia antigua. Así, la predicación del Jesús histórico y la predicación de la comunidad primitiva comienzan a valorarse desde la consideración de un foso insalvable. El punto de inflexión definitivo en el camino iniciado por Reimarus se alcanza con la publicación en 1906 de la obra de A. Schweitzer (1875-1965) De Reimarus a Wrede. Una historia de la investigación sobre la vida de Jesús. En esta obra se llega a dos conclusiones esenciales. La primera constata que la búsqueda del Jesús histórico ha tenido un prejuicio y posicionamiento teórico al considerar que esta indagación tenía como condición de posibilidad liberar del ropaje dogmático, entendido como una esencial falsificación de la historia. La segunda evidencia que la pretensión de escribir una biografía o vida de Jesús ha tenido como resultado múltiples retratos de Jesús a imagen y semejanza de quien los creó. Este último pensamiento coincide con Kähler, quien afirmaba que «el biógrafo que describe la vida de Jesús es siempre, en cierta manera, un dogmático en el sentido sospechoso de la palabra»[13]. Una excelente síntesis del fracaso de una empresa que partía de prejuicios teoréticos, muchas veces pseudocientíficos y personalistas, la ofrece J. Jeremias: «Los racionalistas pintan a Jesús como predicador moralista, los idealistas como personificación de la humanidad, los estetas lo alaban como el genial artista de la palabra, los socialistas lo ven como el amigo de

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los pobres y el reformador social, y los incontables pseudocientíficos hacen de él una figura de novela»[14].

Así pues, A. Schweitzer define esta búsqueda como la empresa más grande de la teología alemana y pone fin a la misma porque para él todas las épocas han proyectado sobre Jesús sus ideas y cada uno lo ha creado a su propia imagen. Al centro de la vida y del mensaje de Jesús está sólo la parusía y el fin del mundo. Jesús espera el reino de Dios como el fin de todo, de manera inminente. El mensaje de Jesús tenía la pretensión de preparar al hombre para este fin. Por ello, toda búsqueda de la vida de Jesús que ve en él al hombre ejemplar ha usado un camino errado. No es posible actualizar a Jesús, transportarlo a este tiempo porque Él se había equivocado y nadie considera ya el fin del mundo. El que intenta acercarse al Jesús de la historia termina sólo con palabras de sí mismo. Jesús es totalmente otro que no puede ser trasladado a este tiempo. Como podemos ver, esta acentuación de la «escatología consecuente»[15] pone de relieve la crisis de esta empresa y nos interroga acerca de la significación que la figura de Jesús pueda seguir teniendo para nuestro presente. Para Schweitzer, queda un mínimo de significado porque Jesús es una figura de la historia universal de la cual parten impulsos éticos, un empeño por la vida y la dignidad del hombre. Estos impulsos éticos han tenido significado para el hombre hasta el día de hoy y pueden seguir teniéndolos en un futuro. Schweitzer expresa así la constatación del fracaso: «A la investigación sobre la vida de Jesús le ha ocurrido una cosa curiosa. Nació con el ánimo de encontrar al Jesús histórico y creyó que podría restituirlo a nuestro tiempo como Él fue, como maestro y Salvador. Desató los lazos que le ligaban desde hacía siglos a la roca de la doctrina de la Iglesia y se alegró cuando su figura volvió a cobrar movimiento y vida mientras parecía que el Jesús histórico se le acercaba. Pero este Jesús no se detuvo, sino que pasó de largo por nuestra época y volvió a la suya… Se perdió en las sombras de la antigüedad, y hoy nos aparece tal como se presentó en el lago a aquellos hombres que no sabían quién era, como el Desconocido e Innominado que dice: Sígueme»[16].

El escepticismo en la búsqueda del Jesús histórico se ve acrecentado con los progresivos avances de la exégesis. La historia de las formas, que tiene en M. Dibelius (1883-1947) uno de sus principales representantes con su obra Historia de las formas del Evangelio (1919), va a poner de relieve que los evangelios no son fuentes unitarias para el conocimiento de Jesús, sino un conjunto de unidades de la predicación primera, fruto de la tradición y transidas de intereses teológicos de la comunidad creyente. Esto tiene una consecuencia importantísima en la búsqueda del Jesús histórico porque si sólo podemos acceder de forma histórico-crítica a la predicación primera, el objetivo de la exégesis no puede ser llegar a la historia de Jesús, sino sólo trazar la historia de la primera predicación. De ahí que el objetivo no sea ahora el Jesús histórico, sino la búsqueda y captura de esas primeras formas originales independientes, el contexto en el que surgieron y la comprensión de las mismas. Así, M. Dibelius afirma que «en el principio existía la predicación», no el Jesús de la historia que, poco a poco, se va haciendo más irrelevante para la fe: «No existió nunca un testimonio “puramente” histórico sobre Jesús. Los relatos de sus palabras y hechos

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eran, desde el principio, testimonios de fe para la predicación y la exhortación, para ganar a los no creyentes y confirmar a los fieles»[17].

Las constataciones históricas del escepticismo acerca de la búsqueda crítica del Jesús histórico alcanzan rango teológico en el programa de R. Bultmann (1884-1976)[18]. El protagonismo absoluto de la propuesta teológica existencial reside en el kerygma, único elemento cierto que podemos asir con nuestro saber. Si poco o nada podemos conocer del Jesús histórico, sí es posible exponernos a su influjo a través de la corriente testimonial que desplegó en sus discípulos y la Iglesia primitiva. Aquí encontramos una conexión con Kähler, pero radicalizada ya que, si este encuentra continuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, para Bultmann tal continuidad es irrelevante. Para la fe no interesa el Jesús en sí, sino el Jesús para mí; y este es el Jesús del kerygma[19]. Todo este planteamiento tiene como trasfondo una meditada hermenéutica heideggeriana que trasciende la historia considerada como hechos brutos (historisch) y la abre a un significado más hondo como historia humana (geschichtlich), cargada de significado para el presente aun cuando se trate de un evento pasado. Por ello, no interesa el Jesús de Nazaret, el judío mediterráneo, sino el evento del misterio pascual que se recoge en el kerygma y que es capaz de seguir provocando a la existencia, instando al hombre a tomar una decisión vital y personal. De esta manera, el existencialismo de Heidegger es transportado a la teología desde una antropología que no considera al hombre, al igual que la metafísica griega, como una esencia cerrada, hecha, acabada, ahistórica, sino como un ser ahí (dasein) que se está haciendo constantemente desde su posicionamiento en la realidad. La investigación de la vida de Jesús pretendía trascender el kerygma para alcanzar al Jesús conocido según la carne, pero este no tiene relevancia para la fe, ni siquiera este Jesús es todavía cristiano porque pertenece irremediablemente al pasado y a la muerte. Sin embargo, en el kerygma, el hecho bruto se transforma en evento y el Cristo resucitado, anunciado por la Iglesia, tiene el valor de provocar al hombre contemporáneo a optar y tomar una decisión existencial en pro o en contra de la salvación. No obstante, esto no indica que para Bultmann el kerygma sea independiente del Jesús histórico. El teólogo alemán reconoce que el hecho Jesús de Nazaret, indudablemente histórico, es el fundamento del kerygma, pero no es este hecho en sus contenidos y modalidad el dato relevante para la fe, sino el potencial que el Cristo del kerygma tiene para engendrar una vida nueva. En este sentido afirma J. Jeremías: «La historia de Jesús pertenece para Bultmann a la historia del judaísmo, no del cristianismo. Este gran profeta judío tiene ciertamente un interés histórico para la Teología del Nuevo Testamento, pero no tiene ninguna significación, ni puede tenerla, para la fe cristiana, pues (y esta es la tesis sorprendente) el cristianismo comenzó por primera vez en Pascua»[20].

La labor fundamental de la teología será pues establecer el significado que tiene la salvación de Cristo para el hombre contemporáneo. Para ello, Bultmann plantea un instrumental determinado que ha pasado a la historia de la teología con el nombre de 14

«desmitologización». Este programa de desmitologización se plantea la tarea de eliminar del Nuevo Testamento todo aquello que pertenece al pasado de una mentalidad mítica y que, por ende, se hace inaceptable para el hombre contemporáneo[21]. Así, la interpretación existencial, antes apuntada, y la desmitologización son pues respectivamente el momento positivo y negativo de un mismo proceso. En este recorrido no podemos dejar de tener la impresión de que existe un terrible foso entre lo que Jesús ha sido en la historia y aquello que es para nosotros. Si los teólogos liberales afirmaban la discontinuidad de «Jesús es Señor» a favor del primer término de la frase (Jesús), en Bultmann encontramos una acentuación unilateral del segundo término de la misma (Señor). La consecuencia manifiesta de este planteamiento es que se opera una especie de vaciamiento del kerygma en la medida en que se despoja al mensaje del Nuevo Testamento de su intencionalidad más palmaria: aquel judío concreto de la Galilea del siglo I que muere dramáticamente en una cruz es el Dios vivo venido en carne. El contenido mismo del kerygma, en el contexto de la Iglesia primitiva, posee esta inaudita pretensión de una identidad en la contradicción, de una continuidad en la discontinuidad: el Crucificado, por querer revelar el rostro del Dios padre y la venida de su reinado al mundo, es el Resucitado, en el que se patentiza la salvación plena de Dios para el hombre. 3. El nuevo impulso de búsqueda: E. Käsemann La discontinuidad operada con la teología bultmaniana consagró un período de ausencia de interés por el Jesús histórico que exigía ser superado. De hecho, esta superación crítica va a llegar en la década de los 50 de la mano de los mismos discípulos de Bultmann. El momento esencial del resurgimiento del interés por el Jesús histórico, que sea capaz de relacionar coherentemente los dos términos de la confesión «Jesús es Señor», tiene lugar en 1953 con una conferencia en Marburgo de E. Käsemann (19061980) titulada El problema del Jesús histórico. La línea de investigación apuntada por el discípulo de Bultmann va a tener dos frentes fundamentales. En primer lugar, se pone fin a la época de escepticismo histórico al constatar que la investigación crítica tiene de hecho instrumentos suficientes para alcanzar un núcleo veraz significativo perteneciente al Jesús histórico. En segundo lugar, no sólo se constata esta posibilidad científica, sino que se subraya su pertinencia para la fe. El kerygma no surge de la nada, sino que se sustenta en un anuncio de los apóstoles que ha conservado evidentemente palabras y hechos de Jesús (cristología implícita pre-pascual). Es decir, sin el fundamento de los ipsissima verba y los ipsissima facta de Jesús hubiera sido impensable el anuncio apostólico porque la fe cristiana se define siempre en relación a Cristo. O de otro modo, el Jesús histórico no es simplemente un presupuesto del kerygma, sino su contenido esencial y su criterio de autenticidad. Detrás de esta constatación de los discípulos de Bultmann hay una preocupación protestante por la centralidad que la Iglesia ocupa. En efecto, si mi fe es pura referencialidad al kerygma, la Iglesia acaba identificándose con la palabra de Dios ya 15

que ella es el sujeto de dicho anuncio[22]. El protagonismo que adopta la Iglesia en la cosmovisión bultmaniana es tal que algún discípulo, como es H. Schlierl, acaba convirtiéndose al catolicismo e incluso llega a esperar la conversión del maestro. Así, esta nueva búsqueda pretende rescatar dichos y hechos del Jesús histórico que sirvan de confrontación para una Iglesia que, desde la postura mencionada, alcanza una autoridad que puede llevarla a generar autónomamente la palabra de Dios. De esta postura van a participar también teólogos católicos tales como H. Küng y E. Schillebeeckx. Por tanto, la época posbultmaniana puede ser definida con la constatación que G. Bornkamm hace en 1956 con su obra Jesús de Nazaret: «Si la parte de experiencia subjetiva y de imaginación poética es indiscutible, queda el que, por su fundamento y su origen, la tradición, nacida de la fe de la comunidad, no es un simple producto de la imaginación sino una respuesta a Jesús, a su persona y a su misión en su conjunto. La tradición se interesa, más allá de ella misma, por aquel que la comunidad ha encontrado en su condición terrestre y que le manifiesta su presencia de Señor resucitado y glorificado. Así en cada capa, en cada elemento de los evangelios, la tradición da testimonio de la realidad de la historia de Jesús y de la realidad de la resurrección. He aquí por qué nuestra tarea consiste en buscar la historia en el kerygma de los evangelios, como también el kerygma en esta historia»[23].

Ahora bien, esta nueva búsqueda requiere un instrumental científico que sea capaz de asegurar núcleos de tradición jesuánica en el análisis de los textos evangélicos[24]. Aquí nos encontramos con el problema de establecer criterios de historicidad que sean capaces de asegurarnos esta importante tarea para la fe. De otra manera, si el Jesús histórico es necesario: ¿cómo llegar a Él? Por tanto, el nuevo momento no sólo requiere una clarificación conceptual del problema, sino un instrumental riguroso para alcanzar los objetivos propuestos. Así, cobra una especial relevancia el criterio de desemejanza o de doble discontinuidad. Este pone de relieve cómo deben considerarse auténticos aquellos elementos evangélicos que sea imposible deducir del contexto judío en que vivió Jesús, así como aquellos otros que no sean fácilmente derivables de la reflexión teológica del cristianismo primitivo inmediatamente posterior a Él. Por ejemplo, una expresión del tipo «venid detrás de mí y os haré pescadores de hombres» (Mc 1,17) difícilmente se puede derivar del contexto vital de Jesús, ya que en el judaísmo de la época era el discípulo el que elegía a su maestro y no al revés. Del mismo modo, esta expresión está también en discontinuidad con el ambiente de la Iglesia primitiva porque seguir a Jesús no tiene sentido sin referencia al Jesús histórico, ni tampoco expresa una confesión de fe en Cristo. Igualmente, la invocación de Dios como Abbá es única en labios de Jesús, ya que en ninguna parte en la literatura de las oraciones del antiguo judaísmo se encuentra esa invocación para tratar con Dios. También, el hecho de la muerte de Jesús de la manera más ignominiosa, indicando así su fracaso, o el episodio de las tentaciones son elementos difícilmente creados por una comunidad cristiana primitiva que más bien tendería no a remarcar los aspectos «débiles» del maestro cuanto su condición glorificada. 16

No obstante, este criterio de historicidad, que dio un serio impulso a la investigación, ha evidenciado, con el paso del tiempo, sus propios límites. Dos son las objeciones fundamentales que se realizan a nivel metodológico. La primera manifiesta un presupuesto del criterio de desemejanza o doble discontinuidad: el conocimiento seguro y completo de cómo era el judaísmo en tiempos de Jesús y el cristianismo primitivo. El avance en la investigación ha revelado que el judaísmo del siglo I es lo suficientemente complejo y pluriforme como para que seamos humildes en nuestras apreciaciones. Del mismo modo, el nacimiento del cristianismo, la estructuración de la primera Iglesia y su rápida propagación por el mundo pertenecen a una historia que se está empezando a escribir. De aquí, la primera constatación crítica nos recuerda la saludable modestia que debe emplear el estudioso de los dichos y hechos de Jesús. En segundo lugar, y con un tono más serio, el criterio de desemejanza tiene el peligro de acabar haciendo de Jesús un extraño a su propio tiempo porque parte de un a priori que es dogmática encubierta: la inderivabilidad de Jesús. En efecto, este criterio de historicidad pretende mostrar la singularidad de Jesús en contraste con todo un contexto histórico-vital que tiene rasgos religiosos, sociales, económicos y políticos. Así, el peligro de una completa ruptura con el contexto inmediatamente anterior y posterior puede hacer de Jesús una caricatura de su persona, un extraterrestre que cae equivocadamente a nuestro mundo. Esta crítica se ve reforzada al poner de relieve el argumento de que un Jesús tal nunca hubiera inquietado a sus contemporáneos y nunca hubiera suscitado la ira de aquellos que lo escuchaban porque, apartado del flujo de la historia, hubiera resultado ininteligible a sus contemporáneos. Si Jesús quería transmitir un mensaje y pretendía que este tuviera una significatividad en aquellos que lo rodeaban, el maestro tuvo que someterse a los imperativos de la comunicación, los imperativos de su situación histórica. Por ello, «trazar una imagen de Jesús completamente al margen o en contra del judaísmo y el cristianismo del siglo I equivale a colocarlo fuera de la historia»[25]. 4. El Jesús histórico en la actualidad: J. Meier La constatación de los límites del criterio de desemejanza ha dado lugar a una nueva etapa en el proceso de búsqueda del Jesús histórico; es lo que se conoce con el nombre de «tercera búsqueda». Si en la etapa anteriormente mencionada se corría el riesgo de aislar a Jesús de su contexto, ahora se intenta subsanar esta deficiencia haciendo de Jesús un judío del siglo I, enraizado en la cultura mediterránea, perteneciente a una sociedad agraria y con una población eminentemente rural. Esta nueva orientación, que presupone el convencimiento de que nadie puede ser conocido de modo real sin la reconstrucción de su contexto histórico-social, tiene evidentes consecuencias de orden metodológico. Así pues, se va a dar una importancia primordial a las investigaciones de tipo sociológico, se va a ampliar el contexto de estudio a fuentes extracanónicas como el Evangelio Copto de Tomás, el Evangelio de Pedro o el Protoevangelio de Santiago y, por primera vez en la historia de este proceso de reconstrucción crítica del Jesús de la 17

historia, se va a establecer un debate que ya no es eminentemente teológico y que ha quedado desplazado del ámbito germano al angloamericano. Este viraje metodológico toma carta de ciudadanía en el nuevo criterio de historicidad de la plausibilidad histórica. En este sentido reconoce Theissen: «El criterio de desemejanza debe sustituirse por el criterio de plausibilidad histórica, que admite la influencia de Jesús en el cristianismo primitivo y su inserción en un contexto judío. Es histórico en las fuentes lo que cabe entender como influencia de Jesús y, al mismo tiempo, sólo puede haber surgido en un contexto judío»[26].

El nuevo criterio viene determinado por aquello que es plausible en el contexto judío y hace comprensible el cristianismo de los orígenes como verdadero. O de otro modo, se trata de encontrar lo típico judío que en Jesús asume una forma peculiar. En este sentido, la auténtica singularidad de Jesús no es vista en la diferenciación, sino en la particularidad ligada a un contexto. Por ejemplo, el discurso de la montaña con la afirmación «pero yo os digo...». Esta fórmula era utilizada por los rabinos para diferenciar su propia doctrina de otras pero nunca para diferenciar, como hace Jesús, la propia doctrina de la Torá. Aquí se cumple el criterio: contexto judío con una peculiaridad inédita hasta el momento. O también, el mandato del amor es propio del contexto judío pero en Jesús se hace específico el que este se extienda especialmente para los extranjeros, enemigos y pecadores de la religión. El criterio de plausibilidad, justamente porque sitúa a Jesús en su contexto, ayuda también a ubicar al Jesús de la historia en continuidad con el Cristo predicado, es decir, armoniza historia y kerygma. Esta continuidad se puede argumentar desde un doble aspecto: «La primera, de tipo sociológico, la origina un hecho innegable: del grupo de discípulos galileos que siguieron a Jesús surgió el núcleo de los primeros cristianos; la segunda es de naturaleza conceptual: el misterio personal del Resucitado pudo ser expresado recurriendo a la memoria de una convivencia compartida previamente y fue explicado con modelos de interpretación que la tradición bíblica ofrecía»[27].

No obstante, también este nuevo criterio de historicidad tiene sus límites y puede desvelar inconscientes posicionamientos hermenéuticos. En efecto, la inserción de Jesús en su contexto vital tiene la ventaja de poner rostro judío a Jesús pero puede tener el serio inconveniente de desdibujar su especificidad, la singularidad que aporta al judaísmo de la época. Es decir, el problema aquí es hacer insignificante a Jesús desdibujando su originalidad. De hecho, la Third Quest ha ayudado a que Jesús vuelva a ser motivo de interés para judíos que, viendo en Él a uno de los suyos, han intentado devolverlo a su hogar. Pero también es cierto que la investigación judía sobre Jesús tiende a empequeñecer el conflicto con la ley y a buscar otras posibles explicaciones para entender su vida y su muerte[28]. Por ello, el enraizamiento judío de Jesús en la Palestina del siglo I tiene que ser completado con importantes diferencias que nos dan una medida más acorde con la historia:

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«…el amor al enemigo no encuentra paralelo auténtico en el judaísmo; la inaudita autoridad con que explica la voluntad de Dios, donde la ley escrita no es ya el criterio último y que en la observancia del sábado, la pureza cultual y el divorcio encuentran su más neto contraste; la fe de Jesús en un Dios que adelanta su gracia a la obediencia, ofrece su perdón a quien se arrepienta y no vincula su experiencia al cumplimiento de la ley no es asimilable en el judaísmo. La ruptura con el judaísmo no surge, pues, en el Cristo de la fe, helenizado por Pablo y Juan, sino en Jesús de Nazaret»[29].

Después de apuntar las líneas comunes que configuran este nuevo y joven movimiento, sobre todo de origen angloamericano, es importante subrayar que no existe un resultado homogéneo en las investigaciones realizadas, sino más bien una gran pluralidad de teologías. Del mismo modo, el hecho de que este movimiento de búsqueda del Jesús histórico haya saltado las barreras intraeclesiales manifiesta que el interés ya no es estrictamente teológico cuanto histórico-social. De ahí que muchas de las imágenes que se derivan del judío Jesús no sean conciliables con la fe cristiana. Para una clarificación en este sentido, queremos apuntar dos líneas básicas de investigación: el foro de discusión conocido como el Jesus Seminar y la obra magna Un judío marginal, aún por acabar, del sacerdote católico neoyorquino J. P. Meier. El Jesus Seminar, como foro de investigación y discusión, fue fundado en 1985 en EE. UU por J. D. Crossan y se proponía como meta, a realizar en cinco años, un ambicioso proyecto: la realización de una criba en los Evangelios a la búsqueda de las ipsissima verba Iesu. Este seminario de trabajo tiene una curiosa metodología que consiste en la votación, después de la correspondiente discusión científica, de la autenticidad de todos los dichos de Jesús. El fruto más importante de este movimiento, que aúna a un nutrido grupo de especialistas, ha sido la publicación de los Cinco Evangelios[30]. Hablamos de cinco evangelios porque esta corriente, aconfesional y ajena a los problemas de canonicidad, usa el Evangelio Copto de Tomás como una fuente fidedigna fundamental para el conocimiento del Jesús histórico. Este quinto evangelio es un apócrifo de tinte gnóstico encontrado en 1945 por un campesino de Nag Hammadi (alto Egipto) que los miembros del seminario consideran una fuente extrasinóptica datada, al igual que la fuente Q, en el 50-70 d.C[31]. Ahora bien, lo realmente interesante, más allá de los aspectos puramente metodológicos, es descubrir el retrato que este seminario de investigación hace del Jesús histórico. El aspecto fundamental a destacar, volviendo curiosamente a las antiguas tesis de Reimarus, es la insistencia en un Jesús «no escatológico». La escatologización del mensaje de Jesús sería una contaminación de los evangelios provocada por la torpe interpretación de la primitiva comunidad cristiana. Jesús no proclamó la inminente intervención de Dios en la historia, ni un juicio final, ni siquiera su pretensión mesiánica. Así pues, el retrato de Jesús, acorde con la coloración gnóstica del Evangelio de Tomás, perfila los rasgos de un filósofo cínico itinerante que comerciaba en sabiduría. Esta exposición de la sabiduría de Jesús queda plasmada en la selección que el Jesus Seminar ha hecho de los dichos evangélicos auténticos de este maestro itinerante. Jesús nunca enciende los debates, sino que se manifiesta pasivo hasta que es requerido para diversas cuestiones. Entonces inicia una conversación que es rica en imágenes, parábolas, 19

aforismos, hipérboles, etc… De esta manera, tenemos ante nuestra mirada, más que a un judío del siglo I, a un californiano de nuestra época: «La distorsión está más en lo que se niega que en lo que se afirma. La descripción de Jesús como un filósofo cínico sin ningún interés por el destino de Israel, sin ninguna conexión con los intereses y esperanzas que animaban a sus contemporáneos judíos, sin ningún interés por la interpretación de la Escritura y sin ningún mensaje sobre el futuro juicio de Dios escatológico es –simple y llanamente– una ficción ahistórica, conseguida mediante la extirpación quirúrgica de Jesús de su contexto judío»[32].

Esta imagen de Jesús tiene un serio y definitivo inconveniente: no ser capaz de dar una explicación convincente del dramático desenlace de la vida de Jesús. En efecto, según el criterio de plausibilidad histórica se hace difícil entender cómo la forma de vida de un filósofo cínico itinerante es capaz de generar un desenlace de muerte en cruz. Un Jesús tal hubiera sido visto, más que como una amenaza al sistema político y religioso vigente, como un poeta romántico que encantaba a las gentes con una sabiduría inofensiva: «Un poetastro informal que se pasara el tiempo pronunciando parábolas y cuentos japoneses, un esteta literario que se opusiera a los movimientos del siglo I o un Jesús blandengue que simplemente invitase a la gente a contemplar los lirios del campo no habría supuesto una amenaza para nadie, como tampoco son una amenaza los profesores de la universidad que crean esa imagen de él. El Jesús histórico amenazó, molestó, irritó a mucha gente: desde los intérpretes de la ley hasta la aristocracia sacerdotal, pasando por el prefecto romano, que finalmente lo procesó y crucificó. Este énfasis en el violento final de Jesús no es simplemente una perspectiva impuesta a los datos por la teología cristiana. Para autores no cristianos como Josefo, Tácito y Luciano de Samosata, una de las cosas más llamativas en torno a Jesús fue su crucifixión o ejecución por Roma. Un Jesús cuyas palabras y hechos no encontraran rechazo, sobre todo entre los poderosos, no es el Jesús histórico»[33].

Sin embargo, una imagen muy distinta de este Jesús es la que nos ofrece la investigación histórico-crítica más amplia hasta ahora conocida, a cargo del profesor de la Universidad Católica de América J. P. Meier. Este sacerdote católico explícitamente quiere hacer una reflexión exclusivamente histórica que pueda ser compartida por cualquier científico independientemente de su credo religioso. Para explicar esta pretensión, nos ofrece la imagen del «cónclave no papal». Este cónclave estaría formado por un católico, un protestante, un judío y un agnóstico, que tendrían que reunir como requisito indispensable su profesionalidad en materia histórica, especialmente en los movimientos religiosos del siglo I. Pues bien, la pretensión de esta obra magna es ofrecer algo así como el consenso al que, por motivos estrictamente históricos, tendrían que llegar estos científicos acerca de la imagen de un judío del siglo I llamado Jesús de Nazaret[34]. El título global de la obra, que en castellano conoce ya sus cuatro primeros volúmenes[35], es lo suficientemente elocuente: Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico. Ya en el título aparece la orientación metodológica fundamental de la Third Quest que, como hemos visto, cristaliza en el criterio de plausibilidad histórica. En efecto, este criterio, que era entendido como el de una particularidad ligada a un 20

contexto, queda perfectamente plasmado en el título. Cuando hablamos de Jesús estamos hablando de un judío del siglo I pero, al mismo tiempo, no se trata de un judío más, sino de un hombre que presenta su peculiaridad, es decir, en Jesús encontramos a un judío marginal. Esta marginalidad será determinante para poder entender tanto la pretensión de Jesús como el desenlace trágico de su vida porque evidencia, en el personaje a estudiar, que se encuentra en camino entre dos lugares, dos mundos, dos cosmovisiones, dos realidades existenciales. Así pues, Meier tematiza esta marginalidad en tres aspectos fundamentales que dan razón del principio formal que unifica su entera obra[36]: Primero, la marginalidad de Jesús viene fundamentada por el dato objetivo de su insignificancia para la historia tanto universal como de Israel. En efecto, para los historiadores del siglo I y II la existencia de Jesús es simplemente un punto intrascendente dentro del devenir de acontecimientos del Imperio romano, así como de la historia nacional judía.

Segundo, una marginalidad que tiene en la forma ignominiosa de su muerte su más palmaria expresión. La muerte en cruz es una metáfora perfecta de la pobreza y marginalidad máximas; una muerte de esclavos y rebeldes a los ojos de los romanos y una muerte que evidencia la maldición de Dios a los ojos judíos: «Dios maldice al que está colgado de un árbol» (Dt 21,23). Tercero, y esto es fundamental para entender la pretensión de Jesús, una marginalidad no sólo fruto del desprecio de los otros, sino autogenerada. En efecto, Jesús se marginó primero a sí mismo. En este sentido afirma Meier: «Por la razón que fuera, abandonó su medio de vida y lugar de origen, se convirtió en “desocupado” e itinerante a fin de asumir un ministerio profético y, no sorprendentemente, se encontró con la incredulidad y el rechazo cuando regresó a su pueblo a enseñar en la sinagoga. En lugar de la “honra” de que antaño gozaba, se encontró ahora expuesto a la “vergüenza” en una sociedad que pivotaba sobre la honra-deshonra, donde la estima de los demás determinaba la propia existencia en mucha mayor medida que hoy»[37].

Esta presentación de Jesús, más en sus rasgos generales que en el detalle, evidencia la discreta confianza que la investigación de Meier tiene en la posibilidad de conocer al Jesús histórico. Nos situamos ahora lejos del optimismo desbordante de la Old Quest, beligerantes con el pesimismo fideísta de la No Quest y críticos con la imagen desencarnada de la New Quest. Los criterios de historicidad no son absolutos y nos ofrecen juicios históricos que tienen un mayor o menor grado de certeza, pero usados a la manera de una argumentación convergente pueden ofrecer un armazón lo suficientemente sólido para mostrar sobradamente que la fe cristiana no está fundada en un mito, sino en acontecimientos históricos. Del mismo modo, es importante apuntar que no podemos confundir criterios de historicidad con pruebas. En este sentido, asumimos como propios los criterios de historicidad que ofrece Meier[38]. Estos cinco criterios son: Criterio de dificultad o contradicción: Afirma que podemos considerar proveniente de Jesús aquellos hechos o dichos que hubieran creado dificultades en la Iglesia primitiva, ya que es inverosímil que la comunidad creara la causa de su propio 21

embarazo. Así, por ejemplo, el bautismo de Jesús de manos del Bautista, el desconocimiento de Jesús del día y la hora finales, la traición de Judas o las negaciones de Pedro, la crucifixión en manos de los romanos… son muestras evidentes de este criterio. Criterio de discontinuidad, disimilitud, de originalidad o de irreductibilidad dual: Tienen visos de mayor historicidad aquellos dichos y hechos de Jesús que no pueden derivarse del judaísmo de la época ni de la Iglesia primitiva posterior a Él. Este es el criterio estrella de la New Quest. Criterio de testimonio múltiple: Hace referencia a aquellos materiales que están atestiguados en más de una fuente literaria independiente (Mc, Q, M, L, Pablo, Juan) y en más de una forma o género literario. Por ejemplo, no hay duda de que Jesús habló del reino de Dios como tema fundamental de su predicación, algo que se encuentra atestiguado en todas las fuentes. Criterio de coherencia: Presupone los tres anteriores y afirma que otros dichos y hechos de Jesús encuentran su veracidad histórica en la medida en que se manifiestan conformes o encajan bien en la base de datos preliminar. Criterio de rechazo y ejecución: No se encarga de establecer primariamente si tal o cual dicho o hecho de Jesús es histórico, sino que dirige la reflexión al esencial punto del desenlace violento de la vida de Jesús. Este criterio nos orienta hacia un determinante fundamental del evangelio: el conflicto. Un Jesús que no provoque con su predicación y forma de vida el rechazo, la irritación y la confrontación de las autoridades no es el Jesús de la historia. Por último, y como conclusión de todo lo expuesto acerca de esta tercera búsqueda, queremos ofrecer los esenciales resultados a los que ha llegado la investigación y que pueden ser compartidos por la fe cristiana. Este retrato robot de Jesús lo hacemos inspirándonos en la reflexión de Theissen y Merz antes citada[39]. Según estos autores, Jesús es hijo de José y de su mujer María, nacido en Nazaret. Tiene una elemental formación judía y familiaridad con la tradición religiosa de su pueblo. En su actividad pública es llamado Rabí. Se encuentra unido al movimiento del Bautista que llama a la conversión y propone el bautismo en el Jordán frente al juicio inminente de Dios. El Bautista ofrece, mediante este bautismo, el perdón de los pecados contra un judaísmo oficial que aparece como inútil. Jesús es bautizado por Juan, aunque se presenta en escena de modo independiente al Bautista pero con un mensaje análogo que acentúa de modo predominante la gracia y la misericordia divina. Jesús se muestra como predicador itinerante que recorre toda Palestina y es seguido de gente sencilla del pueblo, en la seguridad de que el fin del mundo es inminente. Junto a las gentes que lo acompañan también aparecen mujeres, algo insólito para la época. María Magdalena ocupa entre ellas una posición particular. Así, Jesús es considerado loco por su misma familia. Al centro del mensaje de Jesús está el Dios hebreo, con un fuerte acento ético en su predicación. Cada uno debe elegir ante la oferta del Reino de los pobres, ganarse o perderse. Jesús se encuentra en comunión con los publicanos y pecadores. Tiene tal 22

capacidad de persuasión que levanta la adhesión de las masas gracias a su manera de hablar en parábolas, haciendo muy asequible su mensaje. Al mismo tiempo, es un curandero carismático que realiza signos indicativos de la cercanía del reino de Dios. Tiene una aproximación liberal a la Torá y acentúa sus grandes líneas, especialmente el mandamiento del amor a Dios y a los demás, radicalizado con la invitación al amor también a los enemigos y a los extranjeros. Relativiza el sábado y el reino de Dios aparece abierto a judíos y paganos. Critica fuertemente el Templo, que ya había sido deslegitimado indirectamente por el Bautista, con el agravante de que Jesús afirma que Dios lo destruirá. De esta manera, provoca a la clase aristócrata. En los últimos días de su vida sustituye el culto del Templo por la cena. En el huerto aparece un Jesús inseguro que oscila entre la esperanza de que su Padre actúe y el miedo a la muerte. Judas, uno de sus discípulos, lo delata y Jesús es arrestado por los aristócratas que arguyen como acusación su crítica al Templo. Esta acusación, ante la autoridad romana, se convierte en política. Frente a Pilato, Jesús no toma distancia de sus acusaciones y es condenado como agitador político en abril del año 30. Sus discípulos lo abandonan, excepto algunos que acuden a la crucifixión desde la lejanía. Después los discípulos aparecen convencidos de que Jesús está vivo y refuerzan la esperaza de que Dios ha actuado. De esta manera, los seguidores interpretan toda la historia anterior y ven en Él la encarnación de un mesianismo de sufrimiento. Durante el primer siglo, este nuevo movimiento se separa de la religión madre. 5. Conclusión: ¿El Jesús histórico, el Cristo de la fe o el Jesucristo real? La monumental obra de J. P. Meier, Un judío marginal, comienza su cabalgadura con una constatación metodológica fundamental: «El Jesús histórico no es el Jesús real. El Jesús real no es el Jesús histórico»[40]. La distinción entre «histórico» y «real» se presenta al autor norteamericano como fundamental para establecer los límites por los que tiene que discurrir el debate. El Jesús real nunca podrá quedar reducido al Jesús histórico porque, como para cualquier individuo del pasado, la ciencia histórica está imposibilitada para agotar la riqueza de una persona. Esto se hace especialmente dificultoso para un personaje que vivió en la Palestina del siglo I y que mantuvo la mayor parte de su vida en la cotidianidad de una aldea, innominada para la historia universal, llamada Nazaret. De ahí que los pocos datos que nos son conocidos de la vida pública de Jesús hagan de las sucesivas investigaciones históricocríticas reconstrucciones abstractas. Ahora bien, aunque nos parece acertada la distinción entre histórico y real, Meier no llega a establecer unas conclusiones que nos resulten enteramente satisfactorias. En efecto, dicha distinción parece que se mueve en el ámbito cuantitativo, es decir, el Jesús real no es accesible porque es imposible históricamente recomponer la totalidad de sus dichos y obras. Sin embargo, el problema fundamental de toda la investigación histórica sobre Jesús tiene su clave de bóveda no en el ámbito cuantitativo, sino específicamente cualitativo. O de otra manera, la razón y los diversos instrumentales que ella reelabore 23

para su justo uso nunca podrán agotar la totalidad del conocimiento. En este sentido, reivindicamos las posibilidades cognitivas del amor o de la fe[41]. Por ello, y al contrario de lo que opina Meier[42], los evangelios sí pretenden presentarnos al Jesús real porque ellos no interpretan esa realidad como acumulación cuantitativa de datos, sino como una experiencia vital que ha ganado el corazón y que es reconocible sólo en la fe. Creemos que aquí Meier confunde al Jesús real con el Jesús total. Indudablemente que el Jesús real no equivale al Jesús total que, por estar inserto en el ámbito del misterio, siempre mantendrá una infinita distancia del sujeto creyente. Así pues, la polémica ilustrada acerca de la continuidad o discontinuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe sólo puede ser «superada» en la medida en que el discurso teológico rechace las condiciones previas que se imponen a dicho debate. Desde este presupuesto, la ciencia histórica no puede reducir la realidad en virtud del purismo del método, sino que tendrá que estar continuamente en un tentativo de búsqueda que no acabe reduciendo la inabarcable riqueza de la vida[43]. Por ejemplo, si preguntáramos si ha existido alguna vez en la historia un hombre que haya amado sin reservas, de modo incondicional y universal… el historiador se vería sobrepasado por la naturaleza misma de la pregunta. Pero, al mismo tiempo, la certeza de un amor que se haya manifestado realmente sólo podrá ser percibida a través de un hecho verificable en la historia y, en este sentido, entra en el campo de los objetos propios de esta disciplina. Ahora bien, la naturaleza del objeto propuesto impondrá a la ciencia histórica una reubicación de su método. Así, la pregunta por la existencia de un amor incondicionado tropieza con la imposibilidad de una verificación objetiva del mismo y empuja a la investigación histórica a un cambio de perspectiva. El amor sólo es reconocible a través de aquellos que se han visto provocados existencialmente por él, que han sentido su influjo y han visto su vida envuelta en una dinámica de amor que superaba sus propias expectativas y previsiones. O de otro modo, hay acontecimientos vitales que sólo pueden ser objetivados o verificados en el interior de una corriente de tradición que es capaz de mantener vivo el influjo primero de tal evento. Y tal tradición se media inevitablemente en unos testigos que se han dejado transfigurar por el influjo primero: «Así también, en el campo del conocimiento histórico existen hechos de cuya realidad es imposible juzgar acumulando probabilidades; se parecen a un relámpago que, independientemente de dónde se verifique, sacude de modo incondicionado. Este carácter de no equiparabilidad con la restante experiencia empírica es el que tiene el evento al que se refieren como fundamento de su propia existencia los que creen en Jesucristo»[44].

Desde esta óptica, el terrible foso del que hablaba Lessing tiene unas connotaciones muy distintas. Porque el amor sólo es verificable en la medida en que la persona es alcanzada por su influjo vital. O de otro modo, sólo se sabe del amor sintiéndose amado. El problema del Jesús de la historia y el Cristo de la fe se redimensiona si la teología reivindica la peculiaridad del objeto con el que trabaja y solicita métodos adecuados a dicho objeto[45]. Así, «la perspectiva teológica es la única justa al enfrentarse con la 24

persona y la causa de Jesús»[46]. No obstante, queda una pregunta que no podemos obviar: ¿Cuál es la utilidad del Jesús histórico para la vida creyente? En palabras de Meier: «Mi respuesta es clara: ninguna, si se pregunta sólo por el objeto directo de la fe cristiana: Jesucristo, crucificado, resucitado y ahora reinante en su Iglesia. Este Señor ahora reinante es accesible a todos los creyentes, incluidos los que nunca, ni un solo día de su vida, estudiaran historia o teología. Sin embargo, mantengo que la búsqueda del Jesús histórico puede ser muy útil si aquello por lo que se pregunta es la fe que trata de entender; o sea, la teología, en un contexto contemporáneo»[47].

En efecto, la utilidad de la investigación crítica sobre el Jesús histórico tiene un interés dialogal en el actual contexto posilustrado. De esta manera, la teología trata de mostrar con credibilidad, ante los interrogantes del hombre contemporáneo, que el fundamento del cristianismo no se cifra en un mito o en un arquetipo ideal de humanidad. Al origen de la fe pascual encontramos la provocación de un hombre concreto de carne y hueso, que vivió en la Palestina del siglo I y que, después de un breve ministerio público, fue crucificado. Pero al mismo tiempo, y esto es determinante, el objeto de la teología nunca podrá quedar reducido a este Jesús histórico, sino al Jesucristo real que sólo podemos encontrar en la comunidad creyente. Porque el único criterio normativo para nuestra fe son los textos neotestamentarios donde se ha objetivado la revelación de Dios en Cristo. Así, la intencionalidad de los evangelios es devolvernos una realidad que sólo es accesible con los ojos de la fe; o de otra manera, los evangelios tienen la pretensión de verdad de que el judío Jesús es el Hijo de Dios bendito[48]. Por tanto, la mirada de fe nos ayuda a trascender lo empírico e inmediato para descubrir «lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni el corazón humano imaginó» (1Cor 2,9): «Nunca ninguna ciencia, ni veinte siglos de acreditación del cristianismo, harán manifiesto que un judío era el Hijo de Dios, Dios en persona. La fe no es sólo la cualificación que Dios da a quienes no fuimos contemporáneos de Jesús para que podamos creer en él sin haberle visto sino que es la cualificación ontológica para que podamos conocerle a él como Dios, en sí mismo y en su figura histórica. Dios, cuando se da a conocer, crea la figura exterior proporcionada y la luz interior proporcionante»[49].

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Capítulo 2 El ministerio de Jesús o desvelar el rostro del Padre La primera parte de este trabajo, el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, ha tenido como objetivo pensar la fe a la altura del tiempo. En efecto, a comienzos del siglo XXI no es posible la elaboración de una cristología ajena a la problemática desarrollada con el inicio de la Ilustración y que supuso el abandono de la inocencia crítica que había presidido la consideración de los textos neotestamentarios a lo largo de prácticamente dieciocho siglos. Sin embargo, nuestra reflexión creyente no está llamada a habitar ahí, es decir, la cristología debe trascender la factualidad empírica de unos hechos para preguntarse por su significación de fe. La cristología no es simplemente jesuología. O de otro modo, la evocación de más de dos siglos de investigación histórico-crítica ha sido necesaria para dar razón de nuestra fe, para evidenciar que el cristianismo tiene un suelo firme donde apoyarse y no es un simple constructo mitológico que se fundamenta en la nada. Ahora bien, una vez que ha quedado probado un evidente sustrato histórico de los relatos neotestamentarios, trascendemos los determinantes de un debate preteológico y nos centramos en la verdad de fe. De esta manera, sintonizamos con la naturaleza de unos relatos que no pretenden hacer crónicas empírico-positivas de unos hechos, sino historia teologizada, realidad descodificada con la mirada de fe. Ahora, a partir de los relatos teológicos de los evangelios, queremos realizar una fenomenología de la vida de Jesús. Por fenomenología entendemos el tentativo de dejar hablar a los textos, que sean ellos quienes se expliquen a sí mismos, trascender el debate sobre las condiciones de posibilidad para captar aquella verdad que los evangelios quieren transmitir. De esta manera, ateniéndonos al texto escrito, queremos presenciar el impacto existencial que unos relatos con veinte siglos de historia son capaces de provocar en el hombre contemporáneo. Y a partir de esta fenomenología vamos a descubrir la lógica interna del Nuevo Testamento, es decir, que su configuración y estructuración no es casual, sino que responde a una meditada intencionalidad teológica. En concreto, dicha intencionalidad pivota en un binomio fundamental que vamos a descubrir y que nos dará el desarrollo del resto de nuestra reflexión. En efecto, la fenomenología de la vida de Jesús será una puerta abierta, en primer lugar, a la idea de Dios que tiene este profeta del siglo I y, en segundo lugar, a la conciencia que tiene de sí mismo. La idea de Dios que tiene Jesús se llama «Reino» y la autoconciencia que lo sostiene se llama «pretensión». O de otro modo, la explicitación externa de la misión de Jesús será la condición de posibilidad para el descubrimiento de su cualificación interna como profeta escatológico. 26

Ahora bien, ¿desde dónde podemos captar la vida de Jesús como totalidad?, ¿hay algún elemento aglutinador que nos dé la instantánea de su vida interpretada teológicamente? Pensamos que la categoría «ministerio» es un principio hermenéutico que nos puede ayudar a ordenar la multiplicidad de acciones que vemos relatadas en el conjunto de los evangelios. Por ello, si la palabra «ministerio» significa etimológicamente servicio, encontramos una clave de interpretación para una vida que ha sido considerada desde el comienzo como tal: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos» (Mc 10,45). Al mismo tiempo, la categoría ministerio puede ser desplegada en un triple momento que nos devuelve la instantánea de la vida de Jesús considerada de un modo holístico; esto es, Jesús dice, hace y reza. Así pues, el decir se llama anuncio del Reino, el hacer tiene el nombre de praxis de liberación y el rezar de Jesús se expresa en una oración: Abbá. De esta manera, tenemos ya esbozado el itinerario teológico que desarrollaremos en las páginas que siguen. La fenomenología de la vida de Jesús nos desvela el rostro de su Dios, es decir, toda la existencia de Jesús es un sacramento que nos remite a la vida divina. Por esta razón, la contemplación de su ministerio es un ejercicio teológico que nos revela las claves fundamentales de comprensión del Dios de Jesús. De ahí que el presente capítulo tenga el título de «El ministerio de Jesús o desvelar el rostro del Padre». Este primer momento nos va a conducir al apartado sobre la pretensión de Jesús porque la visibilidad de sus palabras, de sus obras y de su oración serán determinantes a la hora de poder decir algo del sujeto que hay detrás y que las unifica con su vida. En efecto, la antropología nos enseña que el hombre se siente impelido a plasmar en todas sus palabras y actos la autocomprensión que tiene de sí mismo, sus esperanzas y anhelos más profundos. Por ello, y aun cuando sea muy difícil deslindar lo que los evangelios dicen acerca de Jesús a la luz de la pascua y lo que Jesús pensó de sí mismo, la contemplación de su ministerio será una humilde ventana abierta a las profundidades de conciencia de este judío del siglo I que nos permitan entender su pretensión. De ahí que el capítulo tercero lleve el nombre de «La pretensión de Jesús como misterio de definitividad». Por último, descodificar la pretensión de Jesús será determinante para comprender el porqué histórico de su condena a muerte, al mismo tiempo que la recuperación de un Jesús humano nos desvelará cómo entendió su propia muerte y se enfrentó a ella. Así, en la última parte de nuestra reflexión, vamos a barajar la historia externa que se cifra en el juicio a Jesús y la historia interna que se centra en cómo vivió Jesús los últimos momentos de su vida. Todo ello da lugar al capítulo «La muerte de Jesús y el silencio de Dios», previo a la reflexión sobre la resurrección. En conclusión, Dios y Jesús son los dos elementos fundamentales que queremos articular en la presente reflexión. Dos realidades que, a la luz del Nuevo Testamento, descubriremos inseparables, mutuamente relacionadas, recíprocamente interpretadas. Jesús sin Dios es incomprensible, Dios sin Jesús es inalcanzable. Jesús en Dios y Dios en Jesús es la clave hermenéutica que nos permite elaborar esta reflexión de fe como una cristología teocéntrica.

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1. Los escenarios del tiempo Antes de comenzar a desarrollar las claves fundamentales del ministerio de Jesús, queremos ubicar al protagonista en su contexto. En efecto, la predicación, la praxis y la oración de Jesús no se realizan en un ambiente neutro, sino en una realidad que está preñada de expectativas religiosas, políticas, personales y apocalípticas. De ahí que estas expectativas determinen la manera en la cual el proyecto vital de Jesús va a ser descodificado. No obstante, este cúmulo de anhelos de la Palestina del siglo I adquiere coloraciones distintas según el grupo socio-religioso de procedencia. Por ello, hemos estimado conveniente reconstruir el contexto a partir de dichos grupos. En este sentido, nos puede servir como mapa de viaje la valoración que realiza Flavio Josefo del judaísmo contemporáneo de Jesús: «Cuando tenía unos dieciséis años, decidí obtener experiencia de las sectas que existen entre nosotros. Son tres: la primera, la de los fariseos; la segunda, la de los saduceos, y la tercera, la de los esenios, como he repetido en tantas ocasiones. Creía que, si las conocía bien todas, podría elegir la mejor. Con una dura disciplina y mucho esfuerzo pasé por las tres; pero después de comprobar que la experiencia obtenida en ellas era insuficiente para mí, oí hablar de un tal Banus, que vivía en el desierto usando como vestido lo que le proporcionaban los árboles y como alimento lo que producía la tierra espontáneamente, que se bañaba varias veces, de día y de noche, en agua fría para purificarse, y me convertí en su discípulo. Viví con él tres años y, una vez cumplido mi propósito, regresé a la ciudad. A los diecinueve años empecé a participar en la vida pública siguiendo los principios de la secta de los fariseos, que presenta semejanzas con la que entre los griegos se denomina estoica»[50].

En primer lugar, hay que empezar diciendo que en tiempos de Jesús la religión, la política, la justicia y la administración formaban un todo indisoluble, propio de un estado teocrático. Al frente de este todo se encontraba una jerarquía sacerdotal con clero alto y bajo (sacerdotes y levitas) que habían recibido su ministerio por herencia y que no gozaban de la simpatía popular. A esta clase sacerdotal, que tenía el máximo control político, se unió la aristocracia laica de Jerusalén como una forma de participación en el poder. Esta amalgama de aristocracia sacerdotal y laica, que se relaciona normalmente con la línea sacerdotal de Sadoc (cf 1Re 2,35), había conseguido altas cotas de poder, en medio de las distintas ocupaciones extranjeras, mediante una estrategia acomodaticia que había tenido su punto álgido con la helenización en tiempos de Antíoco IV Epífanes. El grupo de los saduceos, por tanto, mantenía su estatus mediante una clara colaboración con el poder invasor romano que le permitía seguir ejerciendo el control, sobre todo financiero, del Templo de Jerusalén. El Sanedrín, máximo órgano de gobierno y administración de justicia de los judíos, se encontraba en manos de los saduceos y estaba formado por 70 ancianos, de la aristocracia laica y sacerdotal, bajo la presidencia del sumo sacerdote, que seguía siendo el máximo representante del pueblo judío. En cuanto a su visión religiosa, los saduceos son considerados como un grupo conservador, ya que sólo aceptan la autoridad de la Ley escrita de Moisés (Pentateuco) y rechazan la elaboración de la tradición oral, tan querida a los fariseos. Como consecuencia de lo anterior, los saduceos niegan la doctrina de la resurrección de los 28

muertos y toda la angeología de la época, al mismo tiempo que están muy interesados en perpetuar la tradición del Templo y la observancia del sábado. Este sistema doctrinal conservador, que afirma que Dios abandona al hombre y al mundo a su destino, chocaba especialmente con la liberalidad de los fariseos. En segundo lugar, los fariseos (etimológicamente separados) son un grupo no muy numeroso y heterogéneo que reivindica ser la verdadera comunidad de Israel. Formado por sacerdotes y laicos, gente influyente y humilde, personas cultas y simples artesanos… demandan el derecho y el deber de ser santos mediante un minucioso cumplimiento de la Ley. Se estima que en tiempos de Jesús no superaban los 6.000 adeptos pero, al contrario que los saduceos, son un grupo influyente en la sociedad y aspiran a propagar su peculiar visión de lo religioso. En este sentido, es probable que fuera la clase más influyente en la gran masa del pueblo, ante todo por el control de la red de sinagogas y de escuelas del país. En cuanto a su universo religioso, acompañan la veneración de la Ley escrita por una abultada tradición oral que cumplen con minuciosidad. Esta tradición oral tiene el objetivo de explicitar el decálogo con una compleja red de mandamientos ulteriores, pretendiendo así facilitar el cumplimiento de la ley mosaica en las miles de situaciones concretas que se presentan cada día. Por ello, la huida del pecado se convierte en una verdadera obsesión que además los segrega de un pueblo que es considerado como laxo y pecador. Este desarrollo oral de la tradición exige el papel de los escribas en su oficio de intérpretes autorizados de la ley. De esta manera, las prescripciones sobre pureza ritual así como el pago del diezmo son rasgos identitarios fundamentales de este grupo. El perfecto cumplimiento de los preceptos de la ley, tanto escrita como oral, desarrolla un elemento religioso de primera magnitud en este grupo: el mérito. En efecto, la pretensión de los fariseos de compensar el pecado con la idea de mérito introduce la relación con Dios en un complejo sistema de debe y haber, donde al peso de los pecados se contrapone el peso de los méritos. La salvación queda así devaluada como gracia e iniciativa gratuita de Dios para convertirse en una adquisición del hombre piadoso, fruto del esfuerzo de sus buenas obras. Por último, es importante evitar anacronismos con respecto a este grupo. El hecho de que muchas de las disputas de Jesús tengan como oponentes a representantes del fariseísmo da una idea no tanto del contexto de Jesús como del ambiente vital de la primera Iglesia. En efecto, después de la gran guerra judía (año 70) y la destrucción del Templo de Jerusalén todo el rico entramado social de la época va a quedar prácticamente reducido al grupo de los fariseos. Así, el cristianismo primitivo proyectará en la redacción de los evangelios una polémica antifarisaica que más bien pertenece al horizonte de sus propios intereses. En tercer lugar, nos encontramos con el grupo de los esenios que adquiere verdadera actualidad para el estudio de Jesús después de los descubrimientos que, en 1947, un cabrero árabe hace en las ruinas de Qumrán. Allí son encontrados algunos cántaros de arcilla que contienen diversos rollos de papiro. Esta documentación original ofrece luz sobre este movimiento monacal y da lugar a numerosas hipótesis acerca de las posibles 29

relaciones de este movimiento con Jesús y el cristianismo naciente, hasta el punto de llegar a postular un simple plagio y desdibujar la peculiaridad de Jesús. El grupo de los esenios (etimológicamente piadosos) tiene un origen incierto que es situado por Flavio Josefo en tiempos de Jonatán junto a saduceos y fariseos. El cuadro doctrinal de este grupo está absolutamente determinado por la tradición apocalíptica, dando lugar a una teología que tiene como rasgos fundamentales el determinismo, la forma de interpretar las Escrituras, la comunión con el mundo angélico y la concepción del Templo escatológico. Esta coloración apocalíptica motiva en gran parte una fuga mundi que tiene como objetivo mantenerse lejos de toda impureza. Según algunas teorías, la segregación de este grupo con respecto al sacerdocio oficial del Templo hunde sus raíces en la época Macabea y, ante todo, en la designación de Jonatán como sumo sacerdote en el 153 a.C. Esta autoproclamación de Jonatán, que no es de procedencia sadoquita y que como militar estaba necesariamente contaminado desde el punto de vista ritual, motiva la ruptura. De ahí que la conciencia de segregación con respecto a un mundo contaminado y la observancia estricta de la Ley, sobre todo en el cumplimiento del sábado, sean rasgos sobresalientes de la comunidad esenia. Además, su determinismo teológico se explica desde un claro dualismo, quizá de procedencia persa, que divide el mundo en dos tipos de espíritus: espíritu de la luz y espíritu de las tinieblas. De ahí que la historia de la humanidad no sea más que una lucha entre los dos espíritus que será saldada por Dios al final de los tiempos. Con lo afirmado hasta ahora, queda clara una cierta diferenciación entre el origen esenio y el de la comunidad propiamente de Qumrán. No todos los esenios se retiraron al desierto. El origen de esta escisión interna, según la hipótesis de Groninga, se sitúa en la crisis del año 130 a.C. en torno al calendario litúrgico. Un personaje llamado «Maestro de Justicia», basándose en una revelación personal de Dios, propone un nuevo uso del calendario litúrgico que produce una crisis interna. Así, este Maestro de Justicia se retira al desierto mientras el resto de los esenios sigue viviendo en ciudades del país[51]. En cuarto lugar, las esperanzas políticas de liberación nacional tienen su representación más palmaria en el grupo de los zelotas. Es evidente que todos los grupos sociales apuntados, aunque con distintas coloraciones, tenían aspiraciones políticas. Pero la peculiaridad del grupo zelota se encuentra en el uso legítimo de la violencia y el poder para llevar a cabo la liberación de Israel de la ocupación extranjera, en este caso la romana. Se tiene aquí como línea inspiradora la insurrección violenta de la época macabea frente al programa de helenización llevado a cabo por Antíoco IV Epífanes. Así pues, la expectación mesiánica de los contemporáneos de Jesús adquiere con este movimiento una coloración que proyecta los sueños de un gran libertador de corte regio o mesiánico que instaure definitivamente el Israel de Dios. Aunque es muy sugerente establecer posibles relaciones entre este grupo y la praxis liberadora de Jesús, hay que intentar evitar todo anacronismo. En efecto, la hipótesis de un Jesús zelota dio lugar, sobre todo en momentos de exaltación revolucionaria propios del pasado siglo XX, a ríos de tinta que, sin embargo, hay que juzgar sin fundamento alguno. El origen de este movimiento hay que situarlo a partir del año 66 d.C, en el 30

contexto de la gran guerra judía. En este sentido, J. P. Meier se muestra categórico: «Cuando Josefo aplica el término “zelotas” a un grupo organizado de revolucionarios armados que luchan contra Roma, se refiere a un movimiento surgido en Jerusalén hacia el 68 d.C. No tiene sentido histórico hablar de la relación de Jesús con la cuarta filosofía o zelotas, ni siquiera de simpatía por parte de él hacia esos movimientos. La idea de un Jesús zelota o simpatizante de los zelotas reaparece con regularidad en obras populares que, por carecer a menudo de base en una investigación seria, pertenecen más bien al campo de la novela. En la época de Jesús no faltaban la violencia y el bandidaje, pero no hay el menor testimonio de rebelión armada contra Roma, durante el ministerio, por parte de ningún grupo organizado»[52].

H. Küng tematiza los grupos sociorreligiosos reseñados, saduceos, zelotas, esenios y fariseos, con las categorías de establishment, revolución, emigración y compromiso respectivamente y se pregunta por el posible encuadramiento de Jesús. Esta es una pregunta decisiva para poder ubicar decididamente al protagonista en su contexto e introduce una experiencia de contraste que nos puede ayudar a comprender la peculiaridad de su mensaje. Además, ubicar a Jesús de Nazaret en las coordenadas de su época nos ofrece importantes claves hermenéuticas para rescatarlo de la noche de los tiempos y poder hacerlo actual. De ahí que el resultado obtenido hasta ahora quede sintetizado con palabras de Küng como sigue: «Jesús, claramente, no se deja encuadrar en ninguna categoría: ni entre los poderosos ni entre los rebeldes, ni entre los moralizantes ni entre los silenciosos del campo. Se muestra provocador hacia la derecha y hacia la izquierda. No respaldado por ningún partido, desafiante en todas direcciones: “el hombre que rompe todos los esquemas”. Ni filósofo, ni político, ni sacerdote, ni innovador social. ¿Un genio, un héroe, un santo? ¿O un reformador? Pero, ¿no es él más radical que cualquier reformador? ¿Un profeta? Pero, ¿puede un profeta “último”, insuperable, ser simplemente un profeta? La tipología usual parece que no sirve. Jesús parece tener algo de cada uno de estos tipos tan diferentes (más, tal vez, de profeta y de reformador), pero al final no se identifica con ninguno. Es de distinto rango: manifiestamente más cercano a Dios que los sacerdotes, más libre frente al mundo que los ascetas, más moral que los moralistas, más revolucionario que los revolucionarios. Tiene, por lo mismo, anchuras y profundidades que a los otros les faltan. Difícil de entender y casi imposible de captar en sus intenciones, para los amigos como para los enemigos. Por donde quiera que se mire, siempre resulta que ¡Jesús es distinto! En todo paralelo que en concreto se establezca, el Jesús histórico en su totalidad se muestra absolutamente inconfundible entonces y ahora»[53].

La sumaria presentación de los principales grupos religiosos contemporáneos de Jesús debería completarse con un breve apunte de la gran masa del pueblo. Esta masa está compuesta principalmente por el grupo de los campesinos y, en menor medida, en torno a un cinco por ciento, la clase de los artesanos. La clase campesina, con una economía de subsistencia, dedica la mayor parte de la cosecha a la propia alimentación y el resto sobrante es llevado a la ciudad para venderlo o cambiarlo. En cuanto a los artesanos, cuyos ingresos medios se estiman menores que los del campesino, es la clase donde cabría situar a Jesús y a sus discípulos pescadores. Por último, hay que reseñar las clases impuras y los despreciables. Estas clases impuras, que permanecían apartadas de la gran masa del pueblo, pueden ser catalogadas en tres subtipos: impuros por el origen (bastardos, esclavos del Templo, eunucos, hijos de padre desconocido, expósitos…), impuros por la profesión (pastor, médico, carnicero, 31

orfebre, usurero, publicanos…) e impuros por enfermedad (sobre todo, y siguiendo el Lev 13, todos aquellos enfermos de la piel, especialmente los leprosos). Los despreciables hacen referencia a una gran diversidad de individuos entre los que se podría citar a delincuentes, criminales, mendigos, soldados desertores… 2. El mensaje: el anuncio del reino de Dios El análisis realizado de los distintos movimientos socioreligiosos de los contemporáneos de Jesús nos da una idea de hasta qué punto es heterogénea la Palestina del siglo I. Evidentemente, esta heterogeneidad afecta también a las esperanzas o expectativas que forman el humus religioso respirable en dicho contexto. Por ello, avanzando un escalón más con respecto a la enumeración anterior, queremos pasar del análisis sociológico de una época a la búsqueda de las claves ocultas de sentido que configuran sus anhelos más profundos. Pensamos que se trata de una tarea necesaria para constatar cómo el ministerio de Jesús no acontece en el vacío o en un contexto neutro, es decir, el mensaje, la praxis y la oración de este profeta galileo, que configuran la totalidad de su existencia, serán descodificadas desde los marcos conceptuales que funcionan en la mentalidad de sus contemporáneos. De nuevo aquí buscamos experiencias de contraste que nos hagan entender la pertenencia de Jesús al judaísmo de la época, así como la peculiaridad o singularidad de su persona. Las esperanzas de los contemporáneos de Jesús se pueden sintetizar en cuatro niveles, salvando las peculiaridades de cada grupo e incluso las diferencias internas constatadas en el seno de los mismos[54]. Estos cuatro niveles serían: Nivel político: Estas expectativas políticas están motivadas por dos hechos fundamentales. El primero hace referencia a las sucesivas dominaciones extranjeras que el pueblo ha tenido que soportar. Después del destierro de Babilonia, el sometimiento a potencias extranjeras tiene el nombre de Persia, Grecia, Egipto, Siria y, desde la conquista de Pompeyo en el 63 a.C., Roma. Dominaciones que no sólo suponen la resistencia frente a los gravámenes económicos que conllevan, ni incluso la crueldad que en ocasiones muestran los romanos, sino ante todo la continua erosión de una confianza que se fundamenta en la peculiar elección de Dios con respecto al pueblo de Israel. El segundo hecho que motiva una esperanza de este orden se debe a la fragmentación y división interior. Estas luchas de partidos, como las ocurridas con Macabeos y Asmoneos en la historia pasada, condujeron a verdaderas guerras civiles que gestaron una época de incertidumbre y descontento. Nivel religioso: La época del destierro y el regreso a la tierra prometida no ha supuesto un período neutro para la historia de la espiritualidad hebrea. En este tiempo se gestan la mayor parte de los libros bíblicos y, después de la vuelta de Babilonia, se tiene la certeza de que algo nuevo va a comenzar. Esta novedad se cifra en la esperanza de una profunda purificación del pueblo que, vuelto de corazón en fidelidad al Dios de la promesa, posibilite una nueva alianza (cf Ez 36,25-28 y Jr 31,31-34). Nivel existencial: La esperanza tiene también una dimensión personal que se hace 32

patente en la confrontación del hombre con el sufrimiento, el dolor y la muerte. Como afirma E. Bloch, la muerte es la más fuerte «no utopía» que castiga al hombre con su impertinencia. Por ello, toda esperanza de liberación colectiva de tipo político o social carece de fuerza mientras no se tenga respuesta al sentido de la vida y de la muerte. Esta es la inercia que empuja la reflexión veterotestamentaria, sobre todo en la literatura sapiencial y especialmente en el libro de Job. Nivel apocalíptico: Se trata de una declinación especial de la esperanza judía del siglo I. No sólo se contenta con una liberación política de la dominación extranjera o una revolución social que instaure nuevas condiciones económicas más justas, sino que la apocalíptica tiene la pretensión de afirmar que la historia ha llegado a su punto culminante y la llegada del fin del mundo es inminente. Dios irrumpe en la historia, somete a sus enemigos y acontece el juicio universal con la instauración de un cielo nuevo y una tierra nueva. Este ambiente de expectación precipita en un concepto síntesis que aúna los cuatro niveles reseñados y que está preñado de profundas resonancias para los oídos de los contemporáneos de Jesús: el reino de Dios. La concepción de Dios como Rey es muy antigua, incluso anterior al tiempo de la monarquía en la que Dios designa a un rey humano para que gobierne en su nombre. Pero esta designación humana nunca supuso merma en el convencimiento de que es Dios quien realmente reina (cf Is 52,7; Sof 3,1416, Sal 144 (145). Por esta razón, aún cuando desaparece la dinastía davídica, la esperanza en el señorío de Dios no decae. En palabras de W. Kasper: «Para el judío de entonces el reino de Dios era la personificación de la esperanza en orden a la realización del ideal de un soberano justo jamás cumplido sobre la tierra (…). La llegada del reino de Dios se aguardaba como liberación de injusto señorío, imponiéndose la justicia de Dios en el mundo. El reino de Dios era la personificación de la esperanza de salvación. En definitiva, su llegada coincidía con la realización del shalom escatológico, de la paz entre los pueblos, entre los hombres, en el hombre y en el cosmos»[55].

Si nos preguntamos por el fundamento de esta esperanza, debemos contestar, sin ningún género de duda, que se trata de la concreta experiencia del pueblo de Israel sobre la intervención portentosa de Dios en la historia. No es la proyección de deseo la que fabrica dicha intervención de Dios, sino que el acontecer del Dios vivo recrea y alienta el deseo del cumplimiento de la promesa de Dios. Ahora bien, esta realidad no exime de un evidente peligro de entonces y de ahora: la ideologización del misterio. O de otra manera, la promesa de Dios va a ser descodificada, como venimos analizando, desde el a priori ideológico que sustenta la identidad de los distintos grupos. Esta evidente ideologización da plausibilidad histórica al hecho de que el anuncio y la praxis del Reino realizadas por Jesús producen una profunda decepción en sus contemporáneos[56]. En este sentido, afirma L. Boff: «(Jesús) Habla nuestro lenguaje y, al utilizar el concepto de reino de Dios, muy marcado por contenidos ideológicos, intenta vaciarlo y darle un nuevo sentido de total liberación y absoluta esperanza. Ese nuevo contenido lo muestra con signos y comportamientos típicos. El reino de Dios que predica no es ya una utopía irrealizable, pues “nada hay imposible para Dios” (Lc 1,37), sino que en Jesús se ha convertido en una realidad

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incipiente dentro de este mundo»[57].

2.1. Juan Bautista y Jesús de Nazaret El comienzo de la actividad pública de Jesús supone también para Juan Bautista un motivo de confusión y de desconcierto. De nuevo esta experiencia de contraste entre la actuación de Jesús y la de Juan nos ayuda a perfilar la singularidad del mensaje del Nazareno. Encontramos un rastro de este desconcierto en la pregunta que Juan, estando ya en la cárcel, manda hacer a Jesús: «¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro? » (Mt 11,4). Con esta pregunta, Juan Bautista se manifiesta presa de sus prejuicios ideológicos y de esa tentación inherente al hombre de imponer a Dios los ámbitos de su presencia. La clave de este desconcierto la entendemos cuando analizamos la predicación del Bautista y el perfil que ofrece del que «tenía que venir»: «Yo os bautizo con agua, para que os arrepintáis; pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y yo no merezco ni quitarle las sandalias. Ese os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego, porque trae el bieldo en la mano para aventar su parva y reunir el trigo en su granero; la paja, en cambio, la quemará en una hoguera que no se apaga» (Mt 3,11s).

No sabemos exactamente cuál fue la relación entre Juan y Jesús, pero existe un hecho de innegable historicidad que puede ofrecernos algunas claves de clarificación: el bautismo de Jesús de manos de Juan[58]. Esta historicidad está atestiguada, sobre todo, por dos criterios fundamentales: el de atestación múltiple y el de dificultad para la primitiva Iglesia. En efecto, el bautismo de Jesús se encuentra en los cuatro evangelios (cf Mc 1,911 par.) y es verdaderamente difícil que se trate de una reflexión pospascual. La razón fundamental es que tal relato creaba serios inconvenientes en las comunidades primitivas y resulta inverosímil que ellas mismas generaran dicha problemática. La existencia aún de seguidores de Juan el Bautista en el contexto de la formación de las primeras iglesias hacía que un relato de este tipo encendiera vivas polémicas acerca de la primacía de uno respecto al otro. Si Jesús se había dejado bautizar por Juan, este podía ser el modo de razonar, es porque este era mayor que el primero. Así se comprende la incomodidad de un relato que se irá matizando y amortiguando en las redacciones sucesivas. Si Mc 1,911 sólo constata el hecho del bautismo de Jesús de manos de Juan, Mt 3,13-17 introduce ya un diálogo previo entre Jesús y Juan donde el Bautista intenta disuadirlo de su propósito, mostrando así claramente la superioridad de Jesús. Posteriormente Lc 3,21-22 habla de un bautismo en masa en el que también se bautiza Jesús pero ni siquiera hace referencia explícita a la presencia del Bautista y Jn 1,29-34 desdibuja el momento preciso del bautismo de Jesús en aras a repetidas confesiones de fe donde el Bautista reconoce a Jesús como al «cordero de Dios que quita el pecado del mundo», fórmula ya evidentemente teologizada por la primitiva Iglesia. Por tanto, y en lo que se refiere a la relación entre Jesús y Juan, se puede afirmar: «…hay conexión innegable e innegable diferencia. Los dos comparten el gesto del bautismo (bautizar-ser bautizado), la convicción de estar ante una hora decisiva para la historia (sentido escatológico), la voluntad de

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congregar a Israel para este momento supremo, la llamada a la conversión interior, la distancia del templo, la cercanía al pueblo de la tierra, la exigencia de justicia, la religión del corazón. Una originaria dimensión profética está en el comienzo de Jesús, a la vez que una ruptura y novedad respecto a Juan»[59].

La «conexión» entre ambos hace probable que Jesús permaneciera por un tiempo entre los discípulos de Juan; incluso hace verosímil el dato atestiguado únicamente por el cuarto evangelista de que Jesús heredara de Juan la praxis de bautismo (cf Jn 3, 22)[60], que posteriormente pasaría a la primitiva Iglesia. Ahora bien, la «diferencia» pone de manifiesto un proceso de distanciamiento de Jesús del movimiento del Bautista tematizado como un desplazamiento de los acentos en el anuncio de un mensaje que no carga las tintas tanto en el inminente juicio de Dios como en su ofrecimiento de misericordia. De ahí que se pueda decir: «Pero Jesús comenzó una actividad propia que admiró, escandalizó e hizo dudar también a Juan (Mt 11,2s.). Mientras que para este la llegada del reino de Dios está bajo el signo del juicio, para Jesús el reino de Dios se halla bajo el signo de la misericordia y del amor de Dios para con los pecadores. Jesús dice: “Dichosos vosotros…” (Mt 5,3s.). El mensaje de Jesús es mensaje de alegría, último y definitivo ofrecimiento de gracia por parte de Dios»[61].

De esta manera, la conversión, en el mensaje de Jesús, es la consecuencia de la acogida de la gracia y misericordia divinas y no la condición de posibilidad de la misma. O de otra manera, porque el reino de Dios acontece ahora (cf Mc 1,15) se posibilita al hombre la conversión y el cambio de vida. La primacía de un amor que no se encuentra subordinado a la respuesta humana es el dato distintivo del anuncio de Jesús[62]. 2.2. La novedad del anuncio de Jesús Debemos comenzar este apartado diciendo que es un dato histórico innegable el hecho de que el Jesús histórico hizo del centro de su mensaje el anuncio del Reino de Dios. Buena prueba de ello es que este dato está confirmado por cinco fuentes independientes de tradición (atestación múltiple): la fuente Q, Mc, la fuente particular de Mt, la fuente particular de Lc y Jn[63]. En este sentido, es importante afirmar que la predicación de Jesús conecta con los anhelos de sus contemporáneos, cifrados en el concepto síntesis de reino de Dios. Pero, al mismo tiempo, y esta será la intención de la reflexión que sigue, Jesús rehace y eleva estos anhelos hasta donde el hombre jamás hubiera imaginado[64]. En efecto, el anuncio de Jesús va a presentar una esencial novedad. Hemos visto que la esperanza en la llegada del Reino de Dios se enraíza en las ideas veterotestamentarias de la realeza de Yavé sobre Israel y el mundo entero. Esta esperanza es integral y abarca las dimensiones que anteriormente hemos subrayado (política, religiosa, personal y apocalíptica). No obstante, el señorío de Dios en este mundo tiene una evidente experiencia de contraste en la realidad vivida por el pueblo de Israel, es decir, el sufrimiento, la muerte, el destierro, la dominación… continúan y ponen en crisis la esperanza del pueblo. La solución que encontramos en la Escritura a este evidente 35

problema es un proceso de escatologización de la conciencia de fe. Las gestas salvíficas principales del Dios de Israel a favor de su pueblo, éxodo y alianza, se esperan más plenamente realizadas en un futuro próximo. Esta inercia propia de los libros proféticos encuentra un salto cualitativo con la apocalíptica, especialmente en el libro de Daniel. Si la escatología sitúa la irrupción de la realeza de Dios de un modo intrahistórico, la apocalíptica trascendentaliza esta esperanza y comienza a hablar de un nuevo eón, es decir, promulga un salto metahistórico. No obstante, ambas tendencias teológicas comparten una idéntica intencionalidad en un contexto de desolación: consolar al pueblo con la esperanza de que el Dios de Israel es el Señor de la historia[65]. Pero este cúmulo de expectaciones que se conjugan en futuro, y aquí está la novedad jesuánica, van a ser conjugadas en presente al comienzo del ministerio de Jesús: «Jesús imprime a esta esperanza otra dirección nueva. Anuncia que la esperanza escatológica se cumple ahora. El cambio de los eones no se halla ya en una lejanía inalcanzable, sino que está a la puerta. “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios ha llegado” (Mc 1,14s.; Mt 4,17; cf Mt 10,7; Lc 10,9.11). Aquí está la hora que tantas generaciones han aguardado. Por eso se puede decir de los que lo ven: “¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que veis y no lo vieron; quisieron oír lo que oís y no lo oyeron” (Lc 10,23s)»[66].

Esta conjugación presente de la predicación de Jesús hace plausible históricamente el hecho de que su mensaje inevitablemente produjera escándalo. Un escándalo que surgía principalmente de dos datos: una dura realidad visiblemente inalterada que parecía desmentir este anuncio de buenas noticias y la autoridad de un artesano marginal que iba rodeado de pobres, incultos, pecadores y, en general, gente de mala fama. De ahí que este comienzo misterioso de la irrupción de Dios en la historia sea tematizado por Jesús en un género literario absolutamente peculiar en Él: las parábolas. Es importante subrayar que este género literario no es sólo un recurso pedagógico en el ministerio de Jesús, sino que forma parte esencial de su mensaje. O de otra manera, más que de un instrumento al servicio de un mensaje se trata del mensaje mismo. De hecho, en Jesús nunca encontramos una definición clara de qué es el reino de Dios y el acceso a este misterio se realiza principalmente por medio de parábolas. Aquí estriba también la diferencia entre las parábolas de los rabinos y las de Jesús. Mientras que las primeras están al servicio de un principio que pretenden desarrollar o con el que quieren concluir, las segundas no están en función de una doctrina, sino que ellas mismas son su anuncio[67]. Así pues, los interlocutores de Jesús, aquellos que escuchan sus parábolas, no acaban con un incremento cuantitativo de las informaciones acerca de Dios y su misterio, sino implicados en un proceso dinámico donde ellos son los protagonistas y donde se invita a un posicionamiento determinado en la realidad. Detrás de esta praxis de Jesús se halla una forma muy concreta de comprensión de Dios y su Reino: el misterio no se puede encerrar en una definición, sino que debe ser evocado por una historia, por una narración. «En rigor, Jesús no enseñó a Dios, sino que lo narró; sabe que Dios no es enseñable en sentido estricto, sólo es narrable»[68]. Al mismo tiempo, este principio de narratividad, característico de la predicación de Jesús, 36

conlleva un elemento de prevención frente a la continua tentación de manipulación de lo sagrado. En efecto, mientras que los conceptos son discutibles y opinables, el recurso a la narración remite al interlocutor al realismo de una historia, evidenciando así que los hechos son. Se puede expresar el desacuerdo con unas ideas, pero nunca con una historia. Pues bien, el anuncio del Reino en parábolas quiere dar respuesta al escándalo que produce la pretensión de Jesús de ser el heraldo autorizado de la irrupción presente del señorío de Dios. Este Reino acontece en lo pequeño, de un modo misterioso, silencioso, escondido. Está ya actuante pero necesita germinar, propagarse, extenderse. Es una presencia pero en la ausencia, es una realidad pero en la negación, es una fuerza pero en la debilidad: «Por lo tanto es el ahora lo que hay que comprender, el ahora en su insignificante apariencia, porque en él se anuncia ya el acontecimiento; y no hay que exigir otras señales de la gloria futura. Porque el reino de Dios sobreviene en la oscuridad e incluso a pesar del fracaso»[69].

En este sentido, puede considerarse prototípica la parábola de Lc 13,21 que, perteneciendo a la fuente de los logia Q, enlaza con la del grano de mostaza (cf también Mc 4,30-32). Esta parábola, en una sola frase, reza así: «El reino de Dios se parece a una levadura que tomó una mujer y escondió bajo tres medidas de harina hasta que todo fermentó». Este escueto mensaje supone una irrupción absolutamente novedosa en el universo de sentido del interlocutor, por ejemplo una mujer campesina, que se expone a la predicación de Jesús. La primera novedad estriba en la autoridad del que emite el mensaje, es decir, la pretensión de un hombre de tantos que afirma conocer con certeza la verdad del gobierno de Dios y de cómo este se realiza en el tiempo presente. Pero la sorpresa continúa cuando esta campesina constata que el mensaje no la transporta a otro mundo ni le exige emigrar a tierras lejanas, ni siquiera la introduce en un contexto religioso, sino que la presencia de Dios se realiza en lo cotidiano, en lo banal, en lo corriente, en el trabajo de todos los días[70]. Y la sorpresa se puede transformar en admiración cuando esta mujer experimenta que las cosas de Dios no sólo son accesibles a los entendidos, a los letrados o escribas, sino que este Reino tiene que ver con ella. La mujer se siente, por tanto, atañida aunque el mensaje, curiosamente, no suponga para ella incremento de información. Lo que Jesús cuenta, ella lo ha realizado cientos de veces porque ha fabricado el pan con asiduidad. Pero nunca se le ha ocurrido relacionar este acto con la irrupción del reino de Dios. De este modo, la parábola no sólo introduce en un proceso vital, sino que tiene un enorme potencial evocador, quizá provocado por la capacidad de Jesús para sorprender y exagerar la realidad. En efecto, tres medidas de harina es medio quintal (40,8 litros), diez mil talentos son cincuenta millones de jornales (Mt 18,24-27), ningún grano de mostaza se convierte en árbol (Lc 13,19), no hay campesino que después de sembrar se dedique exclusivamente a dormir (Mc 4,26-28) y ningún Padre reaccionaría de tal modo con sus dos hijos (Lc 15,11-32). Así pues, las parábolas de Jesús apelan al sentido común pero lo decisivo en ellas es justamente lo 37

insólito, la extrañeza que son capaces de generar en el auditorio. A través de lo narrado la mujer ha comprendido el mensaje: el reino de Dios está oculto pero se desarrolla en un proceso imparable de crecimiento[71]…

2.3. Ya… pero todavía no Tenemos que seguir complejizando el discurso sobre la llegada del reino de Dios porque, junto a las expresiones anteriormente vistas, que nos hablan de la irrupción presente del señorío de Dios en la historia, se encuentran otras que, hablando del Reino aún por venir, parecen desmentir las primeras. O de otro modo, parece que existe una enigmática tensión entre aquellas palabras de Jesús que postulan la realización futura del Reino (Mt 6,10; Mt 26,29; Lc 17,24-37…) y las que anuncian su irrupción presente. La presencia de esta tensión en los relatos evangélicos ha dado lugar a todo tipo de especulaciones a lo largo de la historia, especialmente con el despertar del estudio crítico de la Escritura. Simplificando la cuestión, podemos decir que se ha llegado principalmente a tres soluciones: la escatología consecuente, la escatología realizada y la escatología en tensión. La primera tiene, como hemos visto, en A. Schweitzer su máximo representante y parte del convencimiento de que sólo pertenecen al Jesús histórico las expresiones que conjugan en futuro la irrupción del reino de Dios. Así, Jesús queda reducido a una especie de visionario escatológico fracasado que poco o nada tiene ya que decir a nuestro mundo. La segunda propuesta es defendida especialmente por C. H. Dodd y reconoce validez histórica sólo a las expresiones evangélicas que hablan de la llegada realizada del señorío de Dios. De esta manera, se inmanentiza el anuncio de Jesús y se convierte al Reino en una entidad peligrosamente intrahistórica, siempre susceptible de ideologización. Por último, autores como W. G. Kümmel, J. Jeremías y O. Cullmann han optado por mantener como históricas la tensión de las afirmaciones de Jesús porque dan razón de modo convincente de la naturaleza misma del reinado de Dios. Y aquí hablamos no ya de reino sino de reinado porque este concepto explicita un aspecto esencial del anuncio de Jesús, esto es, su carácter dinámico y dramático. Cullmann lo expresa así: «Fundamentándome en los textos del Nuevo Testamento, me he declarado, sin equívoco posible, a favor de la temporalidad concebida como la esencia de la escatología, pero no en el sentido de Bultmann o de Schweitzer, sino en el de una perspectiva de historia de la salvación según la cual existe una tensión entre lo “ya cumplido” y lo “todavía inacabado”, entre el presente y el futuro. Había ilustrado esta tensión con la ayuda de una imagen particularmente actual en el período 1944-1945: la batalla decisiva de una guerra puede ya haber tenido lugar, pero todavía se hace esperar el Victory Day»[72].

Por tanto, el reino de Dios no hace referencia a un lugar o a un estado, sino a un acontecimiento dinámico que ha hecho su irrupción en la historia e indica la certeza de que Dios ha comenzado a reinar y a extender su señorío en este mundo. Por esta razón, el acontecimiento hace referencia a una crisis en su sentido etimológico, es decir, a un 38

juicio, ya que esta irrupción exige una toma de postura a la que nadie se puede sustraer. O de otro modo, el evento del reinado de Dios es dramático porque la voluntad de Dios no se impone a la historia como una apisonadora, sino que toma en cuenta el inmenso conjunto de las libertades de los hombres. Es gracia que exige una decisión, es don que pide ser acogido, es oferta que insta a un cambio radical en la vida. Así pues, no es posible hablar del reino sin hacer referencia al antirreino; el aspecto dramático, que no trágico, es consustancial al desarrollo mismo de la historia de la salvación. Jesús pone a sus oyentes ante una situación decisiva[73]. Ahora estamos en condiciones de responder a una pregunta que tuvo una esencial importancia en el desarrollo crítico de la cuestión del Jesús histórico: ¿Se equivocó Jesús en su anuncio de irrupción inminente del Reino? La respuesta a esta pregunta tiene que tomar en serio el acontecimiento de la encarnación y ser capaz de ver en Jesús no la inmutabilidad de Dios, sino la historicidad de su hacerse hombre, con todas las consecuencias. En este sentido, parece claro que Jesús, al inicio de su ministerio en Galilea, tiene la certeza de un inminente despuntar del señorío de Dios. Pero el choque con la realidad y el desarrollo de los acontecimientos van produciendo en Jesús una matización de sus afirmaciones. En efecto, Jesús, al experimentar la oposición a su mensaje, presiente que la instauración del Reino va a tener que someterse a un largo camino e incluso llegará a considerar, así lo veremos, que su muerte en cruz tiene una función fundamental en la propagación del mismo: «De acuerdo con la afirmación lucana según la cual Jesús iba creciendo en estatura, gracia y sabiduría (Lc 2, 40), podemos también pensar que Jesús inició su anuncio de la venida del Reino como acto de Dios ya realizándose en el mundo con su presencia y sus milagros, pero al comprobar que el desarrollo dependía del acogimiento o rechazo de Israel, Jesús iría matizando estas afirmaciones sobre el Reino y abriéndolo hacia el futuro (…) La reacción de los hombres condiciona la historia de la conciencia de Jesús y esta, la forma de presentar el Reino como venido, viniendo y por venir»[74].

Por último, es importante una ulterior matización que nos ayude a articular de modo concreto presente y futuro, el ya pero todavía no del reino. Para ello, nos puede ayudar la distinción entre mediación y mediador. El reino de Dios no es otra cosa que la realización de la voluntad de Dios para este mundo, a lo cual llamamos mediación. Ahora bien, a esta mediación está asociada una persona que la anuncia, la inicia, la realiza; es el mediador. En Jesucristo encontramos el mediador definitivo y pleno de la voluntad de Dios para este mundo, pero es evidente que tal voluntad aún no se ha llevado a su cumplimiento total. El plan de salvación no sólo supone la irrupción del mediador definitivo en la historia, sino también la instauración de unas condiciones de vida acordes con la infinita dignidad del ser humano. Lo primero ya ha acontecido, lo segundo está aún por realizar. De esta manera, nos topamos con un elemento esencial que aún queda por explicitar: el contenido del Reino anunciado por Jesús. Hablar de mediación es hablar de contenidos, es decir, las formas concretas de vida en las que Dios quiere que su creación llegue a la plena manifestación de los hijos de Dios. Por ello, la última reflexión sobre el Reino supone un esfuerzo de historización del mensaje de 39

Jesús, ponerle carne a un proyecto divino, encarnarlo en la historia para su realización. Si no fuera así, se correría el peligro de una espiritualización del mensaje de Jesús de la cual queremos conscientemente huir[75]. 2.4. El contenido del reino de Dios La tarea de insertar la reflexión sobre el Reino en el fluir vivo de la historia nos plantea el problema de cómo conjugar libertad divina y libertad humana. El hecho fundante en el anuncio de Jesús es la certeza de que es Dios quien toma la iniciativa, el que sale al encuentro del hombre, el que lo invita a participar de su misma vida. Por tanto, hay aquí una clara contraposición entre gratuidad de Dios y fariseísmo humano. Lo primero nos recuerda que el Reino es don y lo segundo que dicha oferta no es conquistable desde el esfuerzo humano. Nadie puede merecer el Reino porque el Reino es Dios mismo. Si así fuera, volveríamos a repetir la gesta mitológica de Prometeo que roba el fuego de la sabiduría a los dioses y engendra a un hombre engrandecido a costa de la gloria de Dios: «El reino de Dios es exclusivamente y siempre de Dios. No puede merecerse por esfuerzo religioso-ético, no se puede atraer mediante la lucha política, ni se puede calcular su llegada gracias a especulaciones. No podemos planearlo, organizarlo, hacerlo, construirlo, proyectarlo, ni imaginarlo. El reino es dado (Mt 21,34; Lc, 12,32) y dejado en herencia (Lc 22,29). Lo único que podemos hacer es heredarlo (Mt 25,34)»[76].

Ahora bien, del mismo modo que debemos huir de toda actitud prometeica, también lo hemos de hacer de toda tentación de narcisismo, es decir, de pasiva autocomplacencia. Afirmar que el reino de Dios nos es dado no equivale a proclamar ningún género de quietismo o pasividad. Al hombre le queda la no desdeñable tarea de convertirse: «El reino de Dios ha llegado. Convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1,15 par). Pero, y aquí está lo peculiar con respecto al fariseísmo, esta tarea de conversión no consiste en ascetismo, renuncia, aniquilación del propio ser, esfuerzo… sino, ante todo, en dejarse invadir por un amor más grande. De aquí brota la alegría del que no se siente desposeído de aquello más propio que lo constituye como persona, sino colmado y plenificado hasta donde antes nunca hubiera imaginado. Porque Dios no quita, sino que da; Dios no roba, sino que regala; Dios no es un castrador de la felicidad humana, sino su máxima realización. Así podemos entender el mensaje de Jesús en las parábolas de la alegría, donde habla del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13,44-46). El Evangelio no es principalmente renuncia, sino acogida de un amor más grande: «A la alegría de Dios, presentada en las parábolas de la acogida a los pequeños, corresponde la alegría del hombre que ha encontrado el reino. Y de esto hablan propiamente estas parábolas y no, en directo –como se ha interpretado habitualmente–, de la disponibilidad ascética a entregarlo todo. Esto es consecuencia de lo anterior, pero no a la inversa»[77].

Desde estas claves, y avanzando un poco más en la reflexión, podemos entender que en Cristo se ha roto la concepción de un Dios simétrico, es decir, de un Dios posiblemente condenador o posiblemente salvador. En efecto, el Dios de Jesucristo es un 40

Dios asimétrico, esto es, esencialmente salvador porque el acercamiento de su Reino implica el acontecer del sumo bien[78]. En este sentido, y con un lenguaje sistemático, podemos afirmar que la irrupción del reinado de Dios es la condición de posibilidad de la salvación del hombre y la libertad humana es la condición de posibilidad de la condenación o infierno. El Dios de Jesús sólo salva, el hombre sólo puede condenarse[79]. Por esta razón, el mensaje de la llegada del Reino de Dios es evangelio, buena noticia para el hombre. Sin embargo, cabe preguntarse por qué una buena noticia crea reacciones contrapuestas y provoca el rechazo de Jesús. Así, es claro que todo mensaje tiene un carácter relacional-dialogal y toda buena noticia no lo es igual para todos. De hecho, y esto es determinante en el anuncio de Jesús, el reino de Dios es una oferta universal de salvación pero se realiza históricamente desde la parcialidad[80]. Esta parcialidad apunta hacia los que viven en los márgenes del mundo, los que habitan las cunetas de la historia, los pobres, oprimidos… El Reino es principalmente para ellos. Este es un rasgo esencial del Dios de Jesús que, desde siempre, se ha revelado en la parcialidad. No tenemos una imagen neutra o aséptica del Dios de Israel que después opta por los oprimidos de la tierra, sino que es a través de esos oprimidos como construimos la imagen exacta de Dios. De hecho, la clave teológica fundamental veterotestamentaria es que Dios se da a conocer desde la parcialidad que supone la elección de un pueblo. A partir de ahí vamos reconstruyendo el rostro de Dios. Desde esta clave podemos empezar a comprender el porqué del rechazo. En efecto, el hecho de que el Reino llegue para los justos tiene su lógica interna, pero una llegada que trasciende los condicionantes morales de las personas resulta escandalosa. Así, el escándalo que produce el mensaje de Jesús brota primariamente de su anuncio de buenas noticias y no de su llamamiento a la conversión. Es la naturaleza de su buena noticia la que produce el escándalo. Este carácter universal del Reino desde la parcialidad queda patente explícitamente en el discurso de Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-22). Aunque es clara la teologización que ha sufrido el relato, la importancia que Lucas le concede en su teología como pórtico del evangelio está fuera de toda duda. Tomando como trasfondo el texto de Is 61,1-2, el evangelista propone retoques que son importantes para comprender el ministerio de Jesús. El más llamativo es el cambio que introduce al modificar la frase de Is 61,2 «el día de la venganza de nuestro Dios» para concluir solemnemente con la proclamación «del año de gracia del Señor». Es decir, la buena noticia de la presencia de la salvación de Dios se hace real sólo en la medida en que se lleva a cabo el programa de liberación de los oprimidos. La salvación va adelante restituyendo la vida a aquellos, pobres, cautivos, ciegos, oprimidos…, que se encuentran en los márgenes de nuestro mundo: «El Reino es primeramente de los pobres porque empieza a realizarse para todos a partir de los pobres. El Reino es otro nombre para la revolución absoluta, para la resolución por la justicia de todos los conflictos, para la reconciliación con las propias raíces, con los demás, descubiertos como hermanos y hermanas con la

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naturaleza vivida como nuestra madre y hermana, como Dios experimentado como padre y madre de infinita ternura, y nosotros mismos, considerándonos hijos e hijas de Dios, de verdad»[81].

¡Así es Dios! Esta es la afirmación que produce más escándalo cuando se intenta justificar por qué Dios oferta un reino universal desde la parcialidad de los pobres y excluidos. Es la misma imagen de Dios lo que está en juego y la autoridad de un artesano galileo que la propone sin miedo ni pudor. De hecho, las parábolas retoman este mensaje central en el contexto de la oposición a Jesús. Así, la parábola del padre bueno frente a los que murmuraban que «acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2), la del fariseo y publicano frente a los que «se tenían por justos» (Lc 18,9), la de los dos hermanos a los que el padre manda a trabajar en confrontación con sumos sacerdotes y ancianos (Mt 21,23). Jesús no se esfuerza en dar más explicaciones y, desde una inaudita autoridad, exclama: «Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla; sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien» (Mt 11,25-26). No obstante, es posible encontrar una lógica a esta parcialidad de la actuación de Dios en nuestro mundo que se hace especialmente patente con las Bienaventuranzas (Mt 5,112 par)[82]. En efecto, el discurso de la montaña en la versión mateana se inicia con lo que podemos considerar, de la manera más bella, el contenido del Reino de los cielos. Y se puede encontrar una clave de lectura racional de las bienaventuranzas que rece del siguiente modo: «sólo hay futuro verdadero cuando existe futuro para todos». Razón y fe se encuentran así en la reivindicación de la infinita dignidad de todo hombre en su absoluta singularidad y concreción. No hay, no puede haber universo de sentido posible que legitime la inmolación de un solo hombre en el altar de su propia gloria. Los pobres, los que sufren, los calumniados, los humildes de corazón, los que construyen la paz… es una forma de poner rostro a las infinitas historias de sufrimiento acontecido para que nunca olvidemos que la dignidad del hombre es absoluta y que la religión verdadera hace que el hombre viva. Pero, ¿no es demasiado pesimista evocar el sufrimiento como una vía de acceso a la dimensión de profundidad de la existencia? ¿No se podrían también aducir experiencias de plenitud y felicidad? No lo negamos, pero siempre habrá de tenerse en cuenta la real asimetría que existe entre felicidad y sufrimiento. En efecto, mientras que caminamos como peregrinos por este mundo, mi felicidad queda absolutamente relativizada por el sufrimiento del «otro». ¿Qué clase de felicidad puede ser esa que prescinde de la infelicidad del prójimo? En este sentido, el sufrimiento del inocente es un crisol hermenéutico privilegiado para la búsqueda de la verdad. O de otro modo, la verdad se encuentra en la evidencia que engendra el rostro de las víctimas. Desde aquí podemos entender mejor la pretensión de Jesús al presentar a un Dios parcial que, por ser Padre, no entiende una creación reconciliada en la que falte ni uno solo de los rostros que han brillado bajo el sol de este mundo. La parcialidad del plan de Dios es una forma bella de reintegrarnos a una universalidad verdadera y es un criterio decisivo de discernimiento de las realidades de nuestro mundo. Es verdad que la tensión 42

escatológica del reinado de Dios nos pone en alerta frente a todo sistema político, social o económico que pretenda autoproclamarse como definitivo. El aguijón escatológico de la predicación de Jesús nos cura de esa enfermedad específicamente humana que consiste en sacralizar la realidad. Pero al mismo tiempo, esta parcialidad nos desvela que no todas las realizaciones históricas del hombre están a la misma distancia del Reino de Dios. O de otro modo, es verdad que el reino de Dios no se puede realizar plenamente en la tierra, pero la parcialidad constitutiva del mismo, o sea, su realizarse desde los últimos, es criterio decisivo para jerarquizar y medir cuánto hay de Reino en determinadas configuraciones sociopolíticas. Así, historizar el reino supone desvincularlo de toda pretensión de espiritualización neutra para ubicarlo en medio de las contradicciones de la historia, sin negar su dimensión dialéctica y referenciándolo de modo esencial al anti-Reino. 3. La praxis: la liberación integral del hombre Hasta aquí, hemos visto las palabras de Jesús y hemos intentado profundizar en la lógica interna de su mensaje. Ahora, en el siguiente punto, nos detendremos en la actuación de este judío marginal del siglo I. Es esta una tarea necesaria, ya que las palabras sin obras no tienen credibilidad y las obras sin palabras carecen de significado. Descubriremos así que obras y palabras se encuentran en Jesús íntimamente relacionadas y que ambas sirven a una intencionalidad común: desvelar el rostro de su Dios. 3.1. Los milagros Queremos empezar esta reflexión con dos frases de pensadores ilustres que dan razón de la complejidad de un tema como el de los milagros. Si Goethe decía que «el milagro es el niño preferido de la fe», Rousseau exhortaba: «Quitad los milagros del evangelio y toda la tierra estará a los pies de Jesucristo». De esta manera, descubrimos que «milagro» es un término polisémico donde inevitablemente va implicada la propia comprensión del mundo y la personal certeza de que Dios pueda o no actuar en la historia. Por tanto, la tarea del teólogo consiste en despejar el camino para salvar el foso que nos separa de unos relatos de milagro que son milenarios, al mismo tiempo que denunciar la tentación de introyectar en el contexto vital de la Biblia unas comprensiones o prejuicios que le son ajenos. Así pues, tenemos el esquema por el que puede desarrollarse la presente reflexión. Plantearemos la cuestión del concepto moderno de milagro, lo confrontaremos con la concepción bíblica y posteriormente sacaremos unas conclusiones teológicas que nos permitan rescatar las acciones milagrosas de Jesús tanto del mito como de la superstición, para integrarlas en el contexto donde adquieren su plena significación, esto es, el anuncio de la llegada del reino de Dios[83]. •

El concepto moderno de milagro

Cualquier pequeña encuesta que realicemos en nuestro entorno con la pregunta sobre la 43

naturaleza del milagro va a ofrecer como criterio decisivo el carácter de excepcionalidad. El milagro es, por tanto, un hecho extraordinario que produce asombro o sorpresa. Ahora bien, el barómetro que nos ofrece el grado de excepcionalidad de un hecho, en un contexto científico y positivista como el nuestro, no es otro que la ley natural[84]. Un milagro es un hecho extraordinario, provocado por la intervención de lo divino, que rompe las leyes de la naturaleza. Aplicando así el principio de causalidad, se hace de Dios, causa primera, una causa intramundana o segunda que interviene modificando el curso natural de las cosas. Esta intervención portentosa de Dios tiene siempre una función apologética, es decir, sirve para confirmar la palabra revelada. No obstante, este concepto de milagro tiene serios inconvenientes. Primero, el ámbito de lo milagroso está condenado a una huida en retirada porque, a medida que la ciencia va ganando cotas mayores de dominio a la realidad por medio del conocimiento de la ley natural, aspectos que antes juzgábamos extraordinarios y excepcionales, ahora aparecen claramente explicados. No hay que olvidar que la ciencia, al partir metodológicamente del principio de que todo acontecimiento es debido a unas leyes, tiende a no dejar espacio para una posible intervención intramundana de Dios. Segundo, el milagro sería constatable sólo en el caso de que pudiéramos conocer la totalidad de leyes naturales que rigen el funcionamiento de nuestro mundo para poder afirmar la intervención directa de Dios; algo que, a todas luces, se plantea imposible. Tercero, hacer de Dios una causa intramundana o causa segunda tiene graves reparos desde el punto de vista teológico. De hecho, la crítica kantiana a las vías tomistas para la demostración de la existencia de Dios se articula en este sentido. Cierto que Dios es la causa incausada pero, al fin y al cabo, una más dentro del proceso causal, corriendo así el peligro de inmanentizar a Dios. Por otra parte, siguiendo dentro del marco del pensamiento teológico, un milagro así forzaría la fe y negaría el presupuesto fundamental de la libertad humana para el acto de creer. Cuarto y principal, este concepto de milagro es ajeno al pensamiento bíblico porque este no conoce ni el principio de causalidad, ni el concepto de ley natural que imprime una regularidad a los ciclos de la naturaleza. Así pues, si los escritores de la Biblia proceden de la Edad antigua, concretamente de Oriente próximo y de la cuenca del Mediterráneo, y datamos sus obras en el arco de tiempo que va desde el año 1000 a.C. hasta el año 100 d.C., tenemos que hacer un esfuerzo por acercarnos al modo en que ellos comprendían el mundo en que vivían. La cosmología antigua, de cuya influencia participa el pensamiento bíblico, dividía el universo en tres plantas o pisos: el mundo superior, la tierra y el mundo inferior. La tierra sería la corteza fija que ocupa el centro de este esquema. En ella se apoyan las columnas del cielo que sustentan el firmamento, colgadas del cual se encuentran las lumbreras mayores y menores. El mundo superior es la morada de los dioses y de los seres celestiales y no existe separación entre la tierra y el firmamento. Por último, el mundo inferior es considerado como el reino de la muerte y el lugar donde habitan las fuerzas maléficas que oprimen al mundo. Es importante hacer notar que, al no existir separación entre tierra y mundo superior, Dios o los dioses intervienen constantemente en el mundo por medio de su fuerza divina, 44

a pesar de que nunca se pueda predecir en concreto dicha actuación. Por ello, nadie intenta deducir dicha intervención y ubicarla dentro de un conjunto de leyes naturales. De hecho, aunque conocen perfectamente los ritmos y ciclos de la naturaleza, reconocen en ellos una intervención directa de las fuerzas divinas que, por su beneplácito, tiene capacidad para interrumpirlos. La experiencia de lo divino, y no el grado de excepcionalidad de un hecho, es el criterio decisivo en la Antigüedad para calificar un acontecimiento como milagroso: «La gran diferencia entre lo que el hombre de nuestra época denomina milagro y lo que se tenía por tal en la Antigüedad consiste primordialmente en que los dos componentes del milagro, experiencia de lo extraordinario y experiencia de lo divino, adquieren una valoración diametralmente opuesta en ambos casos: entre nosotros la faceta de excepcionalidad ocupa un lugar preeminente mientras que la experiencia de lo divino desempeña un papel imperceptible; por el contrario, en la Antigüedad lo que contaba era la experiencia de una divinidad que se manifestaba poderosa (epifanía) en lo que constituía el milagro, mientras que el factor de lo insólito desempeñaba un papel secundario»[85].

De este Sitz im Leben participa la mentalidad de pueblo de Israel, aunque sin olvidar sus peculiaridades. En efecto, la religión judía ofrece, en referencia a los pueblos vecinos y sus creencias, una serie de aspectos que le pertenecen como propios y que va a teñir de una coloración especial el concepto bíblico de milagro. En primer lugar, hay que subrayar que el pensamiento bíblico realiza todo un proceso de desmitologización o secularización de la realidad que va a consolidar el monoteísmo de Israel. Si para las cosmogonías babilónicas y mesopotámicas el origen del mundo acontecía en la lucha de los elementos caóticos de la naturaleza, la experiencia religiosa de Israel sitúa en el principio a Dios como soberano de todas las potencias. Por ello, las religiones circundantes consideran divinidades a las fuerzas naturales mientras que Israel desacraliza la naturaleza y la somete al gobierno del único Dios creador. En segundo lugar, el Dios de Israel es el Dios de la historia que irrumpe en el tiempo y se desposa con un pueblo concreto. De ahí que los relatos de milagros del humus bíblico hagan referencia, de modo diáfano y principalmente, a la gesta liberadora del Dios de Israel a su salida de Egipto. Los relatos milagrosos incitan a una contemplación religiosa de la historia pasada que evidencia la intervención de Dios en función de la salvación del hombre. Por tanto, en el pensamiento bíblico, la salvación del hombre es el criterio definitivo. Con estos elementos de contraste podemos adelantar una definición del concepto bíblico de milagro que integre los rasgos señalados. Así pues, «hay milagro en el sentido teológico allí donde, para la mirada del hombre creyente y abierto al misterio de Dios, la configuración concreta de los acontecimientos constituye un signo de la benevolencia de Dios para con los hombres»[86]. Por tanto, evidenciamos que la mirada de fe es un elemento determinante para la consideración del milagro. •

Los milagros en el Nuevo Testamento

Ahora bien, una vez que hemos delimitado el concepto bíblico de milagro y lo hemos 45

confrontado con la concepción moderna, es importante hacer notar que nosotros no tenemos acceso directo a los milagros obrados por Jesús, sino sólo a unos textos milenarios que nos informan de tales hechos. Esta evidencia es imprescindible subrayarla porque va a ser la llave que nos conduzca a la ineludible tarea de aplicar métodos histórico-críticos y literarios que nos den la medida exacta de lo que dichos textos querían transmitir. De ahí que sea esencial el conocimiento no sólo de los contenidos de tales milagros, sino de la intencionalidad del emisor, en este caso los distintos evangelistas. Esta labor crítica aporta las siguientes conclusiones: – Desde el punto de vista de la crítica literaria, se puede constatar una tendencia en los distintos estratos evangélicos a multiplicar, acentuar y engrandecer los milagros. Así, la curación de muchos enfermos en la jornada de Cafarnaún (Mc 1,34), se convierte en su paralelo en todos (Mt 8,16); la hija de Jairo que en Mc 5,23 se encuentra en las últimas, en Mt 9,18 está ya muerta; multiplicaciones de panes de 4.000 hombres y siete cestos de sobras y de 5.000 hombres y doce cestos (Mc 8,110 y Mc 6,30-46); la vocación de los primeros discípulos en Mt 4,18-22 es narrada por Lc 5,1-11 con el relato de la pesca milagrosa; el ciego de Mc 10,46 se convierte en dos en Mt 20,30 y el endemoniado de Mc 5,2 también es doble en Mt 8,28 (evidentemente, Mateo, que escribe a judíos, sabe que el testimonio de un solo hombre no tiene valor legal); el criado del centurión que se encuentra enfermo con parálisis en Mt 8,5-6, está a punto de morir en Lc 7,2-3 y es convertido en hijo del funcionario real en Jn 4,47-48; la oreja del criado del sumo sacerdote cortada de un machetazo en Mc 14,47 es curada allí mismo en Lc 22,50-51… – No podemos olvidar que la actividad taumatúrgica de Jesús no es insólita en su tiempo y encontramos paralelos muy similares tanto en la literatura rabínica como en la helenista. Es decir, también existen en estas literaturas extrabíblicas relatos de curaciones, expulsiones de demonios, resurrecciones de muertos, tempestades calmadas… En este sentido, es muy conocido Apolonio de Tiana, contemporáneo de Jesús. Incluso encontramos un esquema literario común que es similar en todos los relatos: gravedad de la situación o enfermedad e inutilidad de los esfuerzos realizados hasta el momento, descripción del hecho maravilloso y coro final de testigos oculares que testifican la veracidad del mismo. No obstante, es importante apuntar que se dan diferencias esenciales con respecto a los milagros obrados por Jesús. Especialmente, ningún milagro neotestamentario se realiza gratuitamente por lucimiento, ni con honorarios o provecho propio y menos aún por castigo[87]. Aun así, sería muy ingenuo tachar de míticos los milagros extrabíblicos y catalogar de históricos todos los relatos apuntados por los evangelios. – La historia de las formas considera que algunos relatos milagrosos son evidentemente proyecciones pospascuales que pretenden resaltar la identidad de Jesús como resucitado y exaltado. En este sentido, se introyectan en la vida histórica de Jesús acontecimientos que son propios de su condición gloriosa. Así, la tempestad calmada, la transfiguración, andar sobre las aguas, las multiplicaciones de panes, las resurrecciones de la hija de Jairo (en una versión todavía viva y en 46

otra fallecida), el joven hijo de la viuda de Naín y Lázaro (curiosamente, un milagro considerado dirimente para la condena a muerte de Jesús, sólo es recogido por Jn 11,1-44), son epifanías que presentan a Jesús como Señor de la vida y de la muerte. De lo dicho hasta ahora, podemos deducir dos conclusiones fundamentales. La primera es que debemos considerar como legendarios muchos de los relatos de milagros que encontramos en los evangelios. La segunda, y esto es lo determinante, que dichos milagros, aunque no puedan ser considerados como históricos, no carecen de importancia teológica y kerygmática. Los relatos de milagro responden a una intencionalidad teológica explícita: presentar a Jesús como acontecimiento de gracia para los hombres. Sin embargo, sería precipitado llegar a la conclusión de que no se puede encontrar ninguna acción milagrosa con base cierta en la vida de Jesús. No hay ningún exegeta serio que no defienda un esencial sustrato histórico de prodigios obrados por Jesús. Si esto no fuera así, sería difícil explicar una tradición, como la de los milagros, tan abundantemente atestiguada en los evangelios, que no respondiera a un claro recuerdo general. Del mismo modo, aplicando el criterio de desemejanza, encontramos muchos milagros que son difícilmente explicables como creaciones de la primitiva Iglesia o fruto del ambiente judío contemporáneo a Jesús. Así ocurre, por ejemplo, con aquellos milagros que entran en un evidente litigio con la prescripción sabática (cf Mc 1,23-28; 3,1-6; Lc 13,10-17). También, aplicando el criterio de dificultad, es inverosímil pensar que la Iglesia inventara una acusación de alianza de Jesús con el demonio (cf Mc 3,22; Mt 9,34; Lc 11,15) que exige una autodefensa en el logion de Mt 12,28: «Pero si expulso los demonios por el espíritu de Dios, entonces el reino de Dios ha llegado a vosotros». O, en la misma dirección, el que Jesús tenga que hacer dos intentos para devolverle la vista al ciego en Mc 8,22-25 podía ser interpretado como signo de debilidad, y un relato así difícilmente puede ser creación de la comunidad primitiva. En definitiva, nunca ha existido un Jesús sin milagros: «Aun aplicando normas rigurosamente críticas a las historias de milagros, vemos que siempre queda un núcleo que puede captarse históricamente. Jesús realizó curaciones que fueron asombrosas para sus contemporáneos»[88].

Por lo tanto, de los tres tipos de acciones milagrosas obradas por Jesús, curación y expulsión de demonios, resurrecciones de muertos y prodigios sobre la naturaleza, debemos juzgar con veracidad histórica los primeros. En efecto, la captura del hombre por el poder del mal y por la enfermedad son dos tipificaciones claras de la pérdida de libertad y dignidad humanas que, en Cristo salvador, son reestablecidas. En cuanto a las resurrecciones de muertos y a los prodigios naturales, las opiniones de los autores aparecen más matizadas[89]. Lo cierto es que la fe no necesita, para probar su enraizamiento histórico, demostrar la veracidad de todos y cada uno de los milagros, sino únicamente su asentamiento en una historicidad global que, como ya hemos visto, queda garantizada. 47

Por último, y para concluir este punto, si Jesús realmente curó enfermos y expulsó demonios: ¿de dónde le venía su «poder»?, ¿no retrocedemos así al concepto apologético de milagro?, ¿no es la curación de una enfermedad ruptura de las leyes naturales? Comprender la actividad taumatúrgica de Jesús nos tiene que devolver a una concepción antropológica integral donde seamos capaces de sortear los dualismos históricos que tantas veces han condicionado el discurso cristiano. En este sentido, encontramos un punto de contacto con la medicina actual que está trascendiendo una concepción biologicista de enfermedad y comienza a hablar del enfermo como de una unidad psicosomática. La enfermedad hace referencia siempre a un posicionamiento existencial que se ve quebrado, roto, desposeído, vulnerado…, poniendo de relieve el dolor de un espíritu dañado. Curar el centro más íntimo de la persona es la condición de posibilidad para la sanación del cuerpo. El cuerpo ya no es contemplado como ruina de carne, sino como el icono que es capaz de entrar en contacto con el mundo y con los otros; el cuerpo es sacramento de todo un mundo interior que pide ser encarnado para ofertarse como regalo a los demás. Un cuerpo inutilizado, bloqueado o dañado hace referencia no sólo al sustrato físico de la personalidad, sino a todo un complejo mundo de mociones que está pidiendo ser integrado. Esta concepción holística de enfermedad ayuda a abrir horizontes inimaginados en todo lo referente a las posibilidades terapéuticas. La medicina alternativa pone de manifiesto que la liberación de los miedos fundamentales que oprimen a la persona es el camino acertado para la sanación del cuerpo. Por tanto, es aquí donde debemos situar la actividad sanadora de este judío marginal. Las curaciones obradas por Jesús no hacen referencia a una modificación de las causas segundas creadas por una intervención directa de Dios, algo desconocido en la mentalidad semita, sino a la profundidad de un encuentro que es capaz de ofrecer infinitas posibilidades de curación. Así, podemos afirmar que la humanidad, rebosantemente plenificada en Jesús, es causa de curación, de liberación integral de la persona. Algo que, por otra parte, no debe resultarnos extraño si postulamos que, en Cristo, humanidad y divinidad no se hallan enfrentadas porque Jesús es tan humano, tan humano, tan humano… como sólo Dios es humano. Los múltiples encuentros relatados por los evangelios son el ejemplo más claro de que la persona, en contacto con Jesús, se experimenta reconocida y acogida en su mismidad, descargada de sus miedos e impulsada a un nuevo comienzo más humanizador. El poder de Jesús para curar y expulsar demonios brota de su colmada humanidad de Hijo: «La capacidad curativa de Jesús deriva de su potencia personal (…) lo que es común a la historia de Jesús, a la historia de la Iglesia y a nuestra historia es la permanente capacidad transformadora que la persona de Jesús sigue teniendo en el orden físico (salud), psíquico (sanación) y religioso (salvación). Y eso es lo decisivo y significativo en Cristo: por él todo hombre, el de entonces y el de ahora, se encuentra con poder para asumirse, levantarse, superar su historia anterior y vencer los poderes del mal. Jesús restaura a las personas hacia su posibilidad suprema: ser libres para ser hijos de Dios y prójimos de sus hermanos»[90]. •

Teología del milagro 48

Este último apartado pretende apuntar a la intencionalidad teológica que los evangelistas ponen en acto a la hora de redactar un evangelio. Como ha mostrado suficientemente la historia de la redacción, los evangelistas no son meros recopiladores de materiales previos, sino auténticos autores de una obra literaria que evidencia unos objetivos claros. Desde aquí podemos entender la afirmación ya realizada de que los evangelios no son reportajes periodísticos de lo dicho y hecho por Jesús, sino libros de fe que ofrecen historia teologizada. Por esta razón, debemos abrirnos a un concepto integral de verdad que trascienda las concepciones positivistas e historicistas a las que la ciencia nos tiene acostumbrados. O de otra manera, la afirmación de que ciertos relatos de milagros no sean históricos no quiere decir automáticamente que no sean verdaderos. El evangelista, en el momento de redactar su obra, está sirviendo a una verdad de fe que quiere ser transmitida a una comunidad cristiana de destino. De esta manera, tenemos que aprender a no hacer preguntas a los textos bíblicos que ellos mismos no pretenden responder. La persona que buscara una respuesta científica sobre el origen del mundo en el libro de Génesis, por poner un ejemplo, estaría obviando la intencionalidad del texto, su identidad teológica y los géneros literarios que le dan soporte. Dicho esto, estamos en condiciones de entender la verdad teológica a la que sirven los relatos de milagro. En primer lugar, los milagros de Jesús son presentados por los evangelios como cumplimiento del Antiguo Testamento. En efecto, sobre todo en el evangelio de Mateo, que dirigido a judíos pretende presentar a Jesús como el Mesías anunciado por los profetas, los relatos de milagros están sustentados con frecuencia en textos veterotestamentarios. El primer evangelio, hablando de las curaciones de Jesús, afirma que son «las obras que hacía el Mesías» (Mt 11,2). La idea de un Mesías que curase a los enfermos es extraña y en gran parte por eso Juan Bautista se siente descolocado ante la praxis de Jesús. Tanto es así que manda a sus discípulos a preguntar a Jesús si es «el que tenía que venir, o deben esperar a otro» (Mt 11,2-3). Pero Mateo ve en estas obras el comienzo de la era mesiánica y pone en labios de Jesús una cita de Is 35,5-6: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena nueva». Estos milagros, más que transmitir un reportaje periodístico de lo históricamente acaecido, van rotulando la identidad profunda de Jesús. Así ocurre también cuando se presenta a Jesús como superior a Moisés o a Elías y Eliseo. En segundo lugar, el milagro en sí mismo es ambiguo y en ningún caso fuerza a la fe. Es decir, el poder y la fuerza de Dios son presentados siempre en la humillación, el ocultamiento, la pobreza y el escándalo. Esto es un argumento más en contra de la concepción moderna de milagro que, desde la espectacularidad que quiebra las leyes naturales, tendería a forzar el acto de fe. Los milagros neotestamentarios en sí mismos no son unívocos o evidentes, sino que están necesitados de un discernimiento de fe. Así ocurre cuando los interlocutores de Jesús tienen reacciones contrarias ante el mismo portento presenciado, viendo unos en ello la mano de Dios y otros el poder de Belzebú (cf Mc 3,22; Mt 12,27). En tercer lugar, el milagro tiene como condición de posibilidad la fe previa. 49

Conectando con lo anteriormente dicho, el milagro no fuerza el acto de fe, sino que lo supone. Sin la mirada de fe, que es capaz de descubrir en lo acontecido la presencia salvadora de Dios, el hecho obrado es neutro. En este sentido, no deja de ser significativo el texto de Mc 6,1-5 (cf Mt 13,58) que nos habla de la incapacidad de Jesús para hacer milagros en su pueblo natal, justamente por la falta de fe de sus paisanos. Es decir, sin fe no hay milagros. Ahora bien, la fe previa queda fortalecida cuando el milagro es reconocido, cuando la presencia escondida de Dios ha sido barruntada donde otros ojos apenas descubrían nada. La fe conoce y reconoce el milagro, y el milagro conduce a la fe acrecentándola y fortaleciéndola. De ahí la conocida frase de Jesús: «Tu fe te ha salvado» (Mc 5,34; Mc 10,52; Mt 9,22; Lc 17,19). Por tanto, y después de estos tres presupuestos, entendemos que los milagros son signos elocuentes de la presencia del reino de Dios en medio de los hombres: «Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha venido a vosotros» (Lc 11,2). Reino y milagros son inseparables. El mensaje de Jesús se ve así respaldado por las obras, mostrando que su predicación no es como las demás, sino que se realiza con autoridad (Mt 7,29). Los milagros evidencian que la salvación de Jesús no acontece sólo en la otra vida ni menos aún en la dimensión espiritual de la persona; los milagros son el signo visible de una salvación que atañe a la totalidad del individuo, que lo reintegra liberado a un mundo de comunión con Dios y con los hombres. El Reino se experimenta así como el ámbito de la liberación suprema en orden al seguimiento de Jesús (Mc 1,29-31). Por último, estas experiencias de ultimidad revelan la dimensión escatológica de los portentos realizados por Jesús. Los milagros son experimentados como pedazos de eternidad que entran en el tiempo, como anticipo de la patria prometida que ya ahora, en Cristo, acontece como realidad. La conclusión del itinerario realizado en esta reflexión teológica sobre los milagros evidencia la necesaria aportación de los métodos histórico-críticos. Estos nos ayudan a comprender la intencionalidad profunda que guiaba a los evangelistas a la hora de componer sus obras. Una fe acrítica tiene la tentación de considerar tales relatos como crónicas históricas fidedignas que nos informan fehacientemente de lo que Jesús obró para maravilla de sus contemporáneos. Así, estos relatos pierden toda intensidad proléptica, se convierten en crónicas del pasado que poco o nada tienen ya que decir al presente. En efecto, la grandeza de estos relatos radica en su intención no primariamente retrospectiva, sino en su interés manifiestamente presente y futuro. La experiencia de encuentro con el resucitado, de la cual participan los autores de los evangelios, es el fundamento del convencimiento de que Cristo resucitado no sólo obró milagros, sino que sigue y seguirá obrándolos. Así, los personajes bíblicos dejan paso a nuestras propias vidas y ahora somos nosotros los que podemos seguir sintiéndonos interpelados por este profeta poderoso en obras y palabras: «En cambio, ¿qué sucedería si los escritores bíblicos no pretendieran ante todo informarnos con sus textos sobre cosas pasadas, sino que su intención primordial se orientase a abrirnos los ojos ante algo completamente actual y futuro; si lo que intentaban provocar en los lectores no era el asentimiento o la mera recepción informativa, sino la entrega personal? Abrir los ojos ante lo actual y lo futuro podría significar que hemos

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llegado a darnos cuenta de que el texto habla de Jesús, es decir, que no solo curó a un enfermo, sino que – como Señor resucitado– vive y reparte salud (salvación) en la actualidad y se preocupa de que algún día queden curadas todas las enfermedades. En tal caso no puedo adoptar una postura neutra y objetivada, sino que tengo que “ponerme” a mí mismo»[91].

3.2. Jesús y la Ley Aunque este tema bien podría ubicarse en el anterior apartado sobre el mensaje del Reino, nos parecía oportuno situarlo dentro del dinamismo propio que genera la praxis de Jesús. En efecto, la concepción de la Ley que nos plantea Jesús se va a dejar ver de modo muy claro en tres aspectos fundamentales que configuraban la vida cotidiana de cualquier judío y que, en referencia sobre todo a los dos primeros, evidencian aspectos identitarios que revelan la pertenencia al pueblo de Dios: las prescripciones de purificación ritual, la vivencia del sábado y el divorcio[92]. Además existe una clara unanimidad en asegurar que nos encontramos ante tres aspectos esenciales del ministerio histórico de Jesús. Las leyes de purificación ritual juegan un papel importante en la vida del judío y en tiempos de Jesús se encuentran muy extendidas. Si bien estas leyes se encontraban referidas a la necesaria purificación de los sacerdotes de cara al culto en el Templo, el movimiento fariseo, en su afán por extender la tensión a la santidad a todo el pueblo, las adopta como propias de todo buen judío. Así, la vida se convierte en un escenario cara a Dios donde el más mínimo detalle de la cotidianidad alcanza un valor de alabanza y glorificación. Estas leyes de purificación tienen dos elementos constitutivos: los preceptos de impureza y los necesarios baños de purificación. En tiempos de Jesús, existe una meticulosa exposición de todos aquellos elementos que hacen impuro al hombre; principalmente determinadas clases de animales, la sangre y el contacto con los muertos (cf Lev 11,1-47; Dt 14,3-21). Los baños rituales tienen así la función de reparar posibles contaminaciones y se centran principalmente en las abluciones antes de cada comida. También aquí nos encontramos una evidente ordenación que abarca desde los momentos exactos de la comida, la postura de las manos o la cantidad de agua. En este sentido, son numerosos los textos que nos hablan de la praxis de Jesús en referencia a estas normas de pureza ritual (cf Lc 11,39ss; Mt 23,25ss) y especialmente la respuesta de Jesús ante la acusación de un grupo de fariseos de que sus discípulos comen con manos impuras (Mc 7,1-23; par. Mt 15,1-20). El judaísmo de la época de Jesús se autocomprende desde una exacta nivelación de los mandamientos éticos y rituales. De hecho, existe un dicho antes de la época de Jesús que evidencia esta valoración: «Sobre tres cosas subsiste el mundo: la Torá, el culto y la caridad» (Abot I, 2). Esta nivelación entre culto y ética va a ser trastocada por Jesús cuando, como respuesta a la acusación farisea, se nos ofrece un texto de Is 29,13 que habla de un culto inútil que no va acompañado del ejercicio de un corazón entregado al prójimo. Al mismo tiempo, la enseñanza de Jesús «nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que mancha al hombre» (Mc 7,15) pone en tela de juicio la distinción entre sagrado y profano que es constitutiva de la fenomenología religiosa de la antigüedad. 51

La observancia del sábado hunde sus raíces en la voluntad misma del Dios de Israel codificada en el decálogo (cf Ex 20,8-11; Dt 5,12-15). De ahí que la vida del judío gire alrededor de la observancia de los días festivos y del sábado, todo ello recogido por un calendario litúrgico que intenta emular la liturgia sagrada que se realiza en el cielo: «Según la concepción judía, Dios mismo celebra el sábado en el mundo celeste con todos los ángeles; el pueblo elegido, Israel, debe participar en esta celebración; el mandamiento del sábado es una orden de que el pueblo de Israel honre a Dios en grado prominente. El hombre está para servir a Dios en este culto, mediante la observancia del mandamiento más importante, como explican los textos judíos»[93].

Ahora bien, un precepto que contemplaba el necesario descanso semanal extendido a todos los judíos, independientemente de su condición, era una aportación teológica de carácter social que debemos considerar muy valiosa. Sin embargo, el paso del tiempo y la multiplicación de las tradiciones a partir de la Torá escrita habían convertido el descanso sabático en una enorme lista de prohibiciones que pretendían salvaguardar la pureza de dicha observancia. Así, se establece una lista de 39 trabajos que no se pueden realizar en sábado, la prohibición de transportar objetos de una parte a otra, la imposibilidad de realizar un camino de más de 2.000 yardas o preparar la comida… En este contexto encontramos en los evangelios una abultada tradición que evidencia la toma de postura de Jesús respecto al precepto sabático. Esta tradición tiene dos vertientes fundamentales: los relatos de curaciones obradas en sábado (cf Mc 3,1-6; Lc 13,10-17; 14,1-6; Jn 5,5-16; 9,6.13-16) y los relatos a propósito de la controversia de Jesús con los fariseos porque sus discípulos recogen espigas en sábado (Mc 2,23-28 par). Estos indicios nos dan la suficiente solidez para afirmar el recuerdo histórico de la comunidad cristiana acerca de la praxis de Jesús en relación al sábado. Haciendo referencia principalmente a los relatos de curaciones, es interesante destacar que, aunque el precepto sabático se consideraba absoluto, su vinculación desaparecía en el caso de peligro de muerte, es decir, estaba permitido ayudar en el caso de una enfermedad aguda. Ahora bien, este matiz no sólo no atenúa el escándalo producido por la praxis curativa de Jesús en sábado, sino que lo acentúa. En efecto, es interesante constatar que Jesús no cura nunca en sábado en caso de peligro de muerte, sino específicamente enfermedades que perduraban en el tiempo. Así pues, es especialmente evidente el caso del paralítico de la piscina de Betesda que, según el testimonio evangélico, llevaba 38 años enfermo (cf Jn 5,5). Estos datos nos dan la medida exacta de la trascendencia y del escándalo producido por la praxis de Jesús. Una enfermedad que perduraba en el tiempo no urgía a una curación en sábado y era justamente este dato el que generaba la irritación de los fieles cumplidores de la Ley en la medida en que percibían en Jesús un acto gratuito que evidenciaba una intencionalidad provocadora. Para el judío fiel, el sábado era un don recibido de lo alto que subrayaba la medida exacta de su relación con Dios. Celebrando el sábado reconocía su condición de criatura, respondía agradecido a este regalo y se reconocía como servidor de Dios. Que el hombre está hecho para el sábado significaba, de modo claro y evidente, que el hombre es para Dios. En este contexto, las palabras que parecen remontarse al Jesús histórico, «el 52

sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27), debieron resultar blasfemas a sus contemporáneos. Es decir, esta sentencia de Jesús parece invertir radicalmente el horizonte de sentido que fundamentaba la vida de Israel y apunta a una significación provocadora donde ahora parece que es Dios quien está hecho para el hombre y no viceversa. Ya no es el hombre el que existe para el sábado, sino que es el sábado el que existe para el hombre. De esta manera, Jesús revoluciona el sentido de la relación con Dios que sólo adquiere verdad en la correcta relación con los hombres: «Dios ya no es aquel a quien se sirve por el culto, por la observancia del sábado. El servicio ya no se dirige a Dios como a una magnitud en sí mismo. El recto servicio a Dios es servicio al hombre, al hombre en su necesidad. En esto consiste la recta observancia del sábado, en esto consiste el recto culto divino»[94].

Otra enseñanza que se remonta al Jesús histórico y que modifica una praxis cotidiana de vida en sus contemporáneos judíos es la total prohibición del divorcio[95]. En efecto, Jesús prohíbe el divorcio (cf Mc 10,1-2) mientras que la ley de Moisés admite su posibilidad legal (Dt 24). En este sentido, y como dato de verificación de pertenencia al Jesús histórico, es interesante constatar la modificación que el judío cristiano Mateo hace de esta enseñanza. El primer evangelista ha atenuado la crítica radical de Jesús a la Torá y ha reducido el conflicto de fondo a la controversia entre las escuelas más importantes del judaísmo contemporáneo: Hiller y Shammai (cf Mt 19,3). En estas escuelas se debaten los motivos suficientes que posibiliten el divorcio, moviéndose entre el laxismo de los primeros y la permisión en caso de adulterio de parte de los segundos. Por ello, al introducir Mateo una reflexión que habla de la dureza del corazón y admitir el divorcio en caso de adulterio pone en labios de Jesús la tesis de los shammaítas. No obstante, confrontando con los pasajes paralelos (Mc 10,11-12; Lc 16,18 y 1Cor 7,10) percibimos la restricción que se ha hecho en la versión mateana de las palabras originales de Jesús[96]. A través de las actuaciones reseñadas, descubrimos en Jesús a un hombre libre[97]. Pero lo realmente escandaloso es que esa libertad no se ejercita principalmente con los hombres o grupos sociales de su entorno, sino, ante todo y sobre todo, con respecto a la misma Torá[98]. En efecto, no son preceptos humanos los que Jesús subvierte, sino la misma voluntad del Dios de Israel que quedó consignada en la ley de Moisés. Por ello, en el discurso de la montaña (cf Mt 5-7) encontramos palabras que se remontan al Jesús histórico y que son, indudablemente, de las más fuertes de todo el Evangelio[99]. Nos referimos concretamente a las antítesis del Sermón de la montaña, es decir, al «habéis oído que se dijo… pero yo os digo» (cf Mt 5,21ss; 27ss; 31.32; 33ss; 38ss; 43ss). Puede discutirse en cada caso si su contenido es redaccional, pero lo que sí parece fuera de toda duda es que la contraposición o antítesis en las que se encuentran enmarcadas alcanzan al mismo Jesús histórico[100]. La escena aparentemente parece dibujar el escenario de un Rabino que explica la Ley. Sin embargo, la profundidad del relato resulta revolucionaria desde el mismo momento en que Jesús recurre a su propia autoridad para fundamentar la enseñanza. En efecto, «habéis oído que se dijo» es lo que se conoce con el nombre de pasiva divina y, en 53

contexto judío, era considerado como un giro necesario para no pronunciar el nombre de Yavé. El sujeto de la frase en cada una de las antítesis que plantea Jesús es el mismo Dios. Es Dios quien ha dicho no matarás, no cometerás adulterio, no robarás… De ahí lo escandaloso de la pretensión de Jesús al nivelar la autoridad de su enseñanza a la misma condición divina: «…pero Yo os digo». Si tenemos en cuenta que leídas en contexto judío son de lo más radical del Evangelio, es impensable creer que no pertenezcan al Jesús histórico. De hecho, Mateo intentará minimizar la oposición de Jesús-Ley más que aumentarla (cf Mt 5,17s). Una simple lectura de las antítesis propuestas en el sermón de la montaña evidencia cómo el conflicto de Jesús con la Ley radicaliza de tal modo las exigencias de la libertad humana que las hace impracticables y ahistóricas. No obstante, esta imposibilidad, que deja al hombre desnudo y alejado de la tentación del mérito, se convierte en oportunidad ante la única posibilidad de la gracia. A la Ley, Jesús no contrapone otra Ley, sino su «propia visión de lo que el hombre es a la luz de Dios»[101]. Ahora bien, este nuevo ser del hombre es un don que asusta por su radicalidad y que tiende a ser aligerado por los mismos evangelistas, es decir, un amor imposible para el hombre, pero no para Dios (cf Mc 10,27; Mt 19,11 que no son más que una forma distinta de lo ya expresado en Mt 5,48): «La estructura de las antítesis no es: se os mando hacer esto, pero yo os mando hacer esto otro (¡lo cual ya sería mucho refiriéndose a la Torá!), sino: Yo os digo que vuestro ser llega mucho más allá de lo que la realidad del mandato revela. El yo que Jesús contrapone a la Torá aparece como una profunda conciencia de hasta dónde llega el ser del hombre, del carácter divino del hombre, que Jesús lee a la luz de la paternidad de su Padre. El yo de Jesús arranca del Padre y termina en nosotros; es la pura referencia o puesta en contacto de unos y Otro»[102].

Por tanto, el rigor desaparece cuando se desvanece la exigencia externa y el hombre se siente impelido por la naturaleza misma de su ser, por aquello a lo que está llamado. Así, la luz del ser de Dios manifestado en Jesús nos revela un nuevo ser del hombre. 3.3. Jesús y el Templo El Israel del tiempo de Jesús es, ante todo, el Israel del Templo. Si bien es verdad que la Ley tiene una importancia esencial en las sinagogas, donde es leída los sábados a lo largo y ancho de todo el país, la religiosidad judía no está identificada todavía como religión del libro. Será después de la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 d.C cuando la Ley alcance una importancia decisiva en la diáspora[103]. La importancia del Templo como centro de la experiencia religiosa del Israel de Jesús está fuera de toda duda y adquiere su razón última en el hecho de que es allí donde habita la presencia del Dios de la Alianza (shekiná). Por tanto, el Templo funda la distinción entre lo judío y lo gentil y además, por su unicidad como lugar de peregrinación, es el vínculo de unidad entre todos los judíos, los que viven en la Tierra prometida y los que están repartidos por la diáspora. Así, las implicaciones psicológicas 54

y políticas de la presencia del Templo en Jerusalén son claras en la medida en que construyen el más hondo sentimiento de identidad de cualquier judío. Ahora bien, la ubicación de la presencia misteriosa de Dios en un lugar puede llevar a la evidente tentación de manipular a Dios y los ámbitos de su presencia. De hecho, los privilegios en torno al monopolio del Templo no se hacen esperar. Por una parte, la clase sacerdotal goza de un prestigio y de unas riquezas que tienen su razón última en el control absoluto del funcionamiento del Templo. Por otra, la presencia del Templo en Jerusalén consagra una clara asimetría en el Israel de Jesús entre el campo y la ciudad. Mientras que la ciudad vive del gran potencial económico que genera la presencia del Templo, el campo lo vivencia como causa de impuestos y obligaciones. Por último, el Templo simboliza la superioridad nacionalista que une a todos los judíos frente al mundo pagano[104]. En este contexto, podemos entender la trascendencia de la acción simbólica de Jesús al expulsar a los mercaderes de Templo, atestiguada en todas las tradiciones e inequívocamente preñada de un núcleo histórico (cf Mc 11,15-17; Mt 21,12-13; Lc 19,45-46; Jn 2,13-19). Aunque Juan sitúa esta acción al comienzo del ministerio público de Jesús y los sinópticos al final, todos están de acuerdo en unir este acto profético a las causas de su condena a muerte. De hecho, ecos de tal acción son reconocibles en el proceso final (cf Mc 14,58). Son muchos los significados que se han dado a este acto simbólico de Jesús en la exégesis contemporánea, aunque podemos destacar principalmente cuatro: revolucionario, moral-reformista, universalista y escatológico[105]. El significado revolucionario, que desde el punto de vista histórico queda descartado, haría referencia a la pretensión de Jesús de provocar una revuelta de tipo zelote contra el poder romano mediante una purificación de un Templo que había sido mancillado repetidamente por intromisiones paganas. La referencia moral-reformista atañe al tráfico de mercaderes y pretendería devolver su santidad al Templo como casa de oración y no lugar de intercambio comercial. La interpretación universalista queda explicitada principalmente a partir de los textos veterotestamentarios que utilizan los sinópticos para dar relieve a la actuación de Jesús. La «cueva de ladrones» (Jer 7,11) tiene que ser transformada en «casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,7), de modo que la presencia del Templo desplace un sentido nacionalista y excluyente y se reconvierta en la casa común de todos los pueblos. Por último, el significado escatológico haría referencia a la persona de Jesús como abolición y culminación de lo antiguo y, por tanto, como el comienzo de un nuevo orden: «Descartada la interpretación revolucionaria (…) las otras tres son niveles diferenciados de una misma realidad: Jesús se confronta a las instituciones salvíficas, recordando su sentido originario, su destinación universal y la consumación en su propia persona. La purificación, la universalización, la sustitución del orden viejo por el nuevo y la implícita identificación con su propia persona, son aspectos diferenciables pero no separables de un mismo hecho»[106].

No obstante, compartiendo esencialmente esta orientación, pensamos que los tres 55

niveles reseñados requieren una ulterior ordenación y jerarquización. En efecto, la significación escatológica del acto profético de Jesús asume y eleva los anteriores significados remarcando la centralidad de la persona de Jesús. De hecho, la primitiva comunidad cristiana será capaz de percibir el alcance de esta acción de Jesús, sobre todo en la versión joánica, cuando a la expulsión de los mercaderes del Templo una las históricamente probables palabras de Jesús que anuncian la destrucción del mismo[107]: «Él hablaba del Templo de su cuerpo» (Jn 2,21). En este sentido, asistimos a una radical inversión del sistema de mediaciones de lo religioso y de los ámbitos de su presencia en la medida en que descubrimos que «el lugar del encuentro con Dios no es el Templo, sino el propio Jesús»[108]. De ahí que también aquí encontremos abolida la distinción fundamental que definía lo religioso en la antigüedad, es decir, la distinción entre sagrado y profano. Lo nuevo acontece suprimiendo una concepción religiosa que se institucionaliza en su pretensión de control y manipulación de lo sagrado: «Todo lo que el Templo representaba para el pueblo judío: el memorial de su historia, la gloria de su elección, el privilegio de una alianza exclusiva, la perennidad de su Ley, la majestad de sus instituciones, el terror de las maldiciones divinas, el lugar de la remisión de los pecados, la cátedra del verdadero conocimiento de Dios, la sede de su presencia… todo eso, a lo largo de su ministerio, se lo había arrebatado Jesús al Templo y se lo había apropiado, abriendo a través de él mismo un acceso al reino de Dios a los pecadores y a los paganos, y haciendo pasar por él la revelación y el perdón de Dios»[109].

3.4. Jesús y los marginados Una simple lectura del Evangelio evidencia la tendencia de Jesús a rodearse de los grupos más desfavorecidos de aquella sociedad, esto es, publicanos, prostitutas, samaritanos, leprosos, viudas, niños, gentiles, enfermos… Los mismos relatos evangélicos nos ofrecen una doble forma de denominar a estos grupos. En un sentido más negativo tendríamos el vocablo «pecadores» y en un sentido más positivo el de «pobres». No obstante, es obvio afirmar que en un contexto teocrático, pecador no sólo designa una situación espiritual, sino un estado netamente sociológico. En otras palabras, «los pecadores coinciden precisamente con los que están situados fuera de aquella sociedad»[110]. Desde aquí podemos entender las repetidas críticas que encontramos reflejadas en los evangelios a las clases más pudientes de aquella sociedad. La condena de la riqueza por parte de Jesús no responde a un maniqueísmo ingenuo o a un simple nominalismo, sino que hace referencia a una realidad dialéctica. En efecto, la riqueza no es mala en sí misma, el problema fundamental estriba en que no existe en sí misma la riqueza, ya que esta es siempre relacional. Así, la abundante riqueza de unos es un insulto a la extremada miseria de otros. O de otro modo, «la riqueza es una realidad relacional y su maldad última aparece en esa relación»[111]. De esta manera, podemos extender esta realidad relacional de la riqueza a un triple vector: la maldad se vivencia en la relación con uno mismo, con el prójimo y con Dios. Jesús, desde una concepción sapiencial, denuncia que la riqueza es fuente de 56

deshumanización principalmente para el propio rico porque, secuestrado su corazón por los tesoros de este mundo, se cierra al encuentro con el otro y con Dios (cf Lc 12,34; Mt 6, 21; Mc 10,17-22 par). Por otra parte, las riquezas expresan la maldad con el prójimo porque se basan esencialmente en la injusticia. En efecto, las fortunas tiene su condición de posibilidad en la opresión misma de los pobres; de ahí su intrínseca perversión reconocida repetidamente en la tradición por los Santos Padres (cf Lc 16,19-31; Lc 19,110). Por ello, las Bienaventuranzas no son un alegato a favor del masoquismo, sino el análisis de una situación donde el hambre de unos es consecuencia de la hartura de otros. Por último, Jesús manifiesta la maldad de la riqueza en relación absolutamente antagónica con Dios: «Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá a uno y amará a otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). Lo revolucionario de este texto estriba en que Jesús da al dinero una entidad divina; es decir, no se trata tanto de la tensión dialéctica entre pobres y ricos, sino, más gravemente aún, de una lucha de dioses. Y la característica fundamental de los dioses es que exigen la entrega de la vida como totalidad. O de otro modo, si dios no lo pide todo, entonces no es dios. Para Jesús, con relación a la riqueza, no valen componendas porque dos absolutos, Dios y dinero, no pueden subsistir juntos. Ante esta situación, Jesús desarrolla una práctica que muestra un aspecto absolutamente genuino de su ministerio: la comunión de mesa con los pecadores (cf Lc 7,34; Mc 2,16; Lc 19,7). Como hemos comentado, esta praxis de Jesús no tiene sólo un carácter social e igualitario, sino que hace referencia a un problema de carácter netamente teológico. Las personas con las que Jesús comparte mesa están al margen de la sociedad de aquel tiempo y son tachadas de irreligiosas, es decir, han abandonado a Dios y no guardaban sus mandamientos. Si a esto añadimos el valor antropológico que en el antiguo mundo oriental tiene la comunión de mesa, es decir, una relación de confianza que se traduce en paz, fraternidad y perdón (cf 2 Re 25,27-30; Jer 52,31-34), podemos comprender el carácter provocador de esta actuación de Jesús. De hecho, esta concreta praxis de Jesús queda totalmente interpretada cuando Él mismo habla de la inminencia de la llegada del Reino como de un gran banquete. Además, esta participación de mesa sigue cuestionando el arraigado sistema de pureza que para el judío da la medida interna de su fidelidad a Dios y la delimitación externa con respecto a los infieles. Por todo ello, podemos afirmar que lo que está en juego es una lucha de dioses entre el Dios de la santidad, al que se accede por la separación de lo profano e impuro, y el Dios de la misericordia, cuyo acceso queda determinado por la incorporación de lo perdido, excluido y rechazado (cf Lc 15)[112]: «La oferta de amistad y la aceptación de comensalidad con ellos eran gestos, provocativos para los defensores de la religión moral y política establecidas, que Jesús hacía no sólo como expresión de bondad y generosidad propias, sino como revelación y otorgamiento del amor de Dios a esos grupos. Lo que está en juego es la interpretación que se da de Dios y de su relación con el hombre»[113].

En efecto, esta praxis encuentra su justificación referida a la idea de Dios que propone 57

Jesús. Así es Dios y así Yo actúo porque su Reino está destinado a todos, porque Dios es bueno y porque los que no esperan nada de los hombres esperan todo de Dios[114]. En primer lugar, la cercanía de Jesús a los pecadores está evidenciando la llamada universal que Dios hace al hombre y que destroza toda tentativa de una comunidad apartada del mundo y encerrada en la pureza. Ya la parábola del trigo y la cizaña nos advierte de los peligros de tal tentativa que generalmente se sustenta en el mérito y no en la gratuidad de una elección inmerecida (cf Mt 13,24-30). Por otra parte, la universalidad del amor de Dios pone de manifiesto la infinita dignidad de lo concreto, es decir, cómo las noventa y nueve no pueden suplir jamás el enorme sufrimiento de la que falta (cf Lc 15,3-7). Esta oveja perdida, y aquí está lo provocativo, no es más querida antes ya de perderse, sino por el hecho mismo de haberse extraviado. El triunfo de la humanidad reconciliada no se puede alcanzar si se pierde uno solo de los rostros que han brillado bajo el sol de este mundo. En segundo lugar, Dios es bueno y esta bondad se justifica por sí misma, más allá de nuestro esfuerzo por merecerla (cf Mt 11,25ss). Así queda expresado bellamente en la parábola del Padre bueno que se alegra por el perdido encontrado, aun reconociendo que no hay mérito en la vuelta interesada del hijo menor (cf Lc 15,11-32). El corazón de Dios se revela en la cercanía a publicanos y pecadores no porque sean mejores, sino porque están fuera y esta es la bondad de Dios. En tercer lugar, encontramos en Jesús una tendencia a subrayar en estos grupos marginados una mayor apertura al don de Dios. Y así parece ser desde un punto antropológico. Cuando todas las posibilidades humanas se encuentran obstaculizadas y no cabe esperar nada de los hombres, la única salida es levantar la mirada al cielo. «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos… porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9,12s) hace referencia a una connatural apertura de aquellos excluidos cuando no hay mérito alguno que presentar ante Dios. El drama verdadero al que hace referencia Jesús no es una distinción entre sanos y enfermos, porque todos están enfermos. Lo verdaderamente grave es que hay dos tipos de enfermos: los que reconocen su indigencia y los que no tienen conciencia de ella. Esta cerrazón de un hombre amasado en su propia grandeza queda expresada de modo elocuente en la parábola del fariseo y el publicano (cf Lc 18,9-14). La marginación del publicano le ha enseñado que no tiene nada de qué presumir y así su única salida es confiar en la benevolencia de Dios. 4. La oración: Abbá El tercer y último aspecto del ministerio de Jesús es, sin lugar a dudas, la oración. En efecto, palabras y obras, anuncio y praxis son dos vectores fundamentales para encuadrar el ministerio histórico del Nazareno, pero la oración nos revela el desde dónde de su mensaje y de su acción. En definitiva, el acercamiento a la oración de Jesús es una ventana abierta al misterio del cual Él se alimentó, en el que esperó y cuya experiencia tuvo que darle la medida exacta de su propia autocomprensión e identidad. La profundización en la oración nos ayudará, pues, a percibir no sólo que Jesús se dirigía a Dios, sino principalmente a qué Dios se dirigía. 58

Prueba fundamental de que la oración forma parte del ministerio de Jesús la encontramos en el hecho manifiesto de su múltiple testificación en los relatos evangélicos. La oración aparece como preparación de los momentos decisivos de su vida; en concreto, antes de elegir a los doce (Lc 6,12ss), antes de enseñar el Padrenuestro (Lc 11,1) o antes de ciertas curaciones (Mc 9,29). Jesús ora por personas concretas como Pedro (Lc 22,32) o sus verdugos (Lc 23,34) y relaciona la oración con el grado de convicción de fe (Mc 9,29; Mc 11,23ss). Del mismo modo, son múltiples los textos que constatan una praxis continua de oración en Jesús afirmando su costumbre de retirarse a solas (Mc 1,35; 6,46; 14,32; Lc 5,15; 6,12…). Ahora bien, los evangelistas ponen interés en mostrar que Jesús no es un orante ingenuo. En este sentido, son múltiples los testimonios que evidencian la necesaria vigilancia del orante sobre sí mismo para que su oración sea acorde al querer de Dios. Jesús nos advierte de los peligros de una oración mecánica que se pierde en palabrería (Mt 6,7), de una oración vanidosa e hipócrita que se reduce a fachada (Mt 6,5), de una oración cínica que se traduce en autocomplacencia (Lc 18,11), de una oración alienante que se despreocupa de la transformación del mundo (Mt 7,21), de una oración opresora que retiene la patente divina para aprovecharse de los débiles (Mc 12,38-40)… Por esta razón, aunque los pasajes aducidos ofrezcan evidentes rasgos de elaboración redaccional, muestran la honda impresión que Jesús causó como orante en las primeras comunidades. Así, estas comunidades, ancladas en el recuerdo de Jesús, serán conscientes de las innumerables formas de viciar la oración y de los evidentes peligros espirituales de vanidad, hipocresía, narcisismo, desentendimiento y evasión del mundo, instrumentalización de la voluntad de Dios, etc. Ahora bien, la oración se muestra como irreemplazable a la hora de expresar simbólicamente la bondad última de lo real que sostiene al creyente: «Jesús urge a orar y ora él mismo. Y es importante recalcar por qué: en la oración se expresa, en un momento denso, la experiencia del sentido último, y eso –sea cual fuere la forma que tome– es insustituible e inintercambiable en la experiencia humana»[115].

Pero, dejando la forma y avanzando en la reflexión, debemos acercarnos al contenido concreto de la oración de Jesús[116]. Las cinco capas de tradición evangélica se muestran unánimes en afirmar que Jesús se refirió a Dios llamándolo «Padre». Además, estas capas de tradición están de acuerdo en poner en sus labios este término en la totalidad de sus oraciones, exceptuando el grito de Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46)[117]. Por tanto, los dieciséis pasajes en los que Jesús ora en los evangelios refiriéndose a Dios como Padre evidencian la profundidad en la que hunde sus raíces esta tradición histórica de Jesús. El título «Padre» aplicado a Dios no es desconocido en las religiones antiguas ni tampoco en el judaísmo. Ahora bien, lo verdaderamente genuino en Jesús es que el apelativo «Padre» aparece en vocativo, es decir, como una forma de comunicación directa y cercana con Dios que adquiere ciertos tintes blasfemos cuando dicho vocativo adquiere la formulación de «Mi Padre». Al mismo tiempo, esta apelación consigue un 59

carácter unívoco cuando constatamos que el término concreto que utiliza Jesús para dirigirse a Dios es la voz aramea Abbá. Aunque en los textos evangélicos el único testimonio explícito es el de Mc 14,36, hay dos constataciones fundamentales que sirven de apoyo a esta hipótesis. En primer lugar, el hecho de que se haya mantenido en dos comunidades de lengua griega, Roma y Galacia (cf Gál 4,6; Rom 8,15), la invocación de Dios con el nombre arameo de Abbá. En efecto, la supervivencia de un término arameo en el extranjero muestra el apego de estas comunidades de habla griega a un vocablo que probablemente hunde sus raíces en la historia y es reconocido como ipsissima vox Iesu. En segundo lugar, las diversas traducciones que se realizan en griego, fluctuando entre pater, ho patèr y pater mou, dan razón del interés por mantener un término que en arameo puede presentar diversos significados. Pero lo realmente interesante es preguntarse por qué Jesús llamó a Dios siempre Abbá cuando los textos de las oraciones públicas judías no conocen ni una sola vez la invocación de Dios como tal. La profundización en la etimología de la palabra nos da la clave de comprensión de dicha pregunta, desvela en parte la autoconciencia de Jesús y nos acerca al sentido último de tal vocativo. Abbá hace referencia a la primera palabra que usa el niño para dirigirse a su padre; es, por tanto, un simple balbuceo que es propio de la vida familiar de cada día, una palabra vulgar empleada a diario: «Debido a la sensibilidad judía habría sido una falta de respeto, por tanto algo inconcebible, dirigirse a Dios con un término tan familiar. El que Jesús se atreviera a dar ese paso significa algo nuevo e inaudito. Él habló con Dios como un hijo con su padre, con la misma sencillez, el mismo cariño, la misma seguridad. Cuando Jesús llama a Dios Abbá nos revela cuál es el corazón de su relación con él»[118].

Ahora bien, el vocativo Abbá no se refiere reductivamente al balbuceo con el que los niños se dirigen a su padre, sino que ya en el contexto palestinense del siglo I era un uso extendido en los hijos durante la madurez. Por ello, este vocablo no sólo nos desvela la profunda confianza con la que Jesús trata a su Padre, también nos expresa el don total de un Hijo que se entrega sin reservas a su Padre en obediencia (Mc 14,36; Mt 11,25-6). Pero más aún. La invocación Abbá está mostrando una relación única de Jesús con Dios constatada en el hecho de que Jesús nunca se une a sus discípulos con una invocación común, sino que marca la esencial diferencia entre «mi Padre» y «vuestro Padre» (Jn 20,17). Así pues, este vocativo va mostrando una riqueza de matices que nos permite profundizar no sólo en la imagen de Dios que nos transmite Jesús, sino también en la conciencia que tiene de sí y de su misión. En efecto, Abbá no sólo desvela la relación filial de confianza que se establece con Dios porque, al mismo tiempo, es una expresión de autoridad que nos presenta a Jesús como el portador supremo de la revelación del Padre y su intérprete autorizado (Mt 11,27). La asimetría de la filiación de Jesús y la de los discípulos es, por tanto, patente. De esta manera, podemos comprender la trascendencia del momento en que Jesús enseña a sus discípulos a orar (Lc 11,2-4). En el judaísmo contemporáneo de Jesús cada grupo tenía sus propias costumbres con respecto a la oración; algo, por otra parte, que 60

servía como rasgo identitario del grupo. Así, transmitiendo el derecho de llamar a Dios Abbá con la oración del padrenuestro, Jesús posibilita a sus discípulos la participación de una relación filial con Dios y crea los vínculos sólidos para la formación de una nueva comunidad que ya tiene esta especificidad con respecto a otras[119]. En definitiva, en Jesús el Reino orado se llama Abbá. La oración en el ministerio del profeta galileo es otra forma de declinar lo que ya hemos visto realizado por sus palabras y por sus obras: la inminencia del señorío de Dios sobre los hombres. La invocación de Dios como Padre dibuja los contornos del Reino dentro de un marco referencial que le es inherente; o de otro modo, llamar a Dios Padre equivale a considerar al prójimo como hermano. Por tanto, filiación y fraternidad son los dos constitutivos internos de la realidad del Reino. Ahora bien, esta realidad relacional del Reino es asimétrica a favor de la filiación, evidenciando así la gratuidad del don de Dios y su absoluta primacía con respecto al esfuerzo del hombre. El don inmerecido de la filiación es otra forma de hablar de la gratuidad del Reino, de que este no se construye, de que no es deducible desde nuestras cortas miras, de que es siempre apertura sorprendente a lo novedoso de la intervención de Dios en la historia. En Jesús hemos aprendido «el amor que ha tenido el Padre al hacernos hijos de Dios» (1Jn 3,1). 5. Conclusión: El ministerio de Jesús y la integridad de lo cristiano El reino de Dios anunciado, realizado y orado es la síntesis perfecta del ministerio de Jesús y sigue siendo la clave integral de comprensión de lo cristiano. En efecto, ortodoxia (predicación), ortopraxis (liberación) y ortomística (oración) son los vectores definitorios de lo cristiano que vemos perfectamente cumplidos en la totalidad de la vida de Jesús. Los tres se entienden sólo desde una esencial unidad que salva de la permanente tentación de reducción y manipulación de lo cristiano. Así es, sólo ortodoxia equivale a una reducción intelectualista del cristianismo que nos habla del Dios hecho idea. El peligro fundamental que forja esta degeneración de lo cristiano consiste en la hipocresía, es decir, en una fe intelectualista que no ha bajado a los estratos más profundos de la persona y ha sido incapaz de concebir la vida nueva en Cristo. La sola ortopraxis produce una reducción ideológica de la fe que oprime la trascendencia de lo cristiano en una utopía intramundana. El fundamental peligro que la sostiene es el pelagianismo o el prometeísmo, es decir, el convencimiento de que la fe se funda en el esfuerzo personal y es una conquista del hombre. Por último, la ortomística aislada degenera en una reducción estética de lo cristiano que despoja al misterio de su impertinencia y de su esencial referencialidad al otro. El peligro fundamental que define esta tercera manipulación de la fe es el narcisismo, es decir, la segura autoposesión de Dios a la medida de mis deseos y proyectos. La neoescolástica, ciertas teologías de la liberación y determinadas teologías de tinte espiritual son representaciones contemporáneas de cada uno de los tipos aducidos respectivamente. Todas responden al permanente pecado de domesticación de lo cristiano y de manipulación de lo sagrado. La teología contemporánea ha caído en la trampa de reducir el ministerio de Jesús, y 61

por tanto la integralidad de lo cristiano, al binomio palabras y obras. En este sentido, el ámbito de reflexión se reducía a la discusión sobre la primacía de ortodoxia u ortopraxis. Así, las teologías europeas han recibido la acusación de que su principal preocupación radique en la racionalidad de la fe, mientras que las teologías de la liberación han tenido que escuchar el reproche de que su principal inquietud se funde en la situación de injusticia e indignidad en que vive la inmensa mayoría de la humanidad[120]. De hecho, J. Sobrino afronta directamente este tema en su cristología y se muestra categórico en afirmar: «De ahí, las conocidas palabras de Jeremías y Oseas: “Practicó la justicia y el derecho… hizo justicia a los pobres e indigentes, y eso sí es conocerme” (Jer 22,15ss; Os 6,4-6). Aquí está, pensamos, la última justificación de la superioridad de la ortopraxis sobre la ortodoxia. Esta no se deriva sólo del buen sentido de que, en definitiva, en el hacer se expresa más y mejor el ser humano que en el decir, sino de que en el específico hacer de la justicia se rehace en la historia la realidad de Dios»[121].

Sin embargo, y en referencia al primado de la ortopraxis en la cristología de Sobrino, pensamos que la actuación de la justicia es una condición necesaria pero no suficiente para la conversión. En efecto, pueden existir prácticas de liberación que sean precristianas en la medida en que responden, no a la búsqueda del reino de Dios y su justicia, sino a necesidades interiores de muy diversa índole. La psicología y el discernimiento espiritual nos revelan la existencia de vidas entregadas que no son más que un exponente de huída personal, de búsqueda de la propia autoperfección estética o de un esencial deseo de notoriedad y protagonismo[122]. Por ello, aquí tenemos que usar el principal criterio hermenéutico de toda teología responsable, es decir, el cristocentrismo de nuestra fe. O de otro modo, ¿dónde está el primado en la vida de Jesús?, ¿es un primado de la ortodoxia, de la ortopraxis o de la ortomística?, ¿de dónde le viene a Jesús la absoluta certeza de la salvación, de la que habla y actúa con tanta fuerza y convicción? En este sentido, y contemplando la entera vida de Jesús, la respuesta nos parece clara: «La vivencia del abbá es claramente la fuente del carácter peculiar del mensaje y la praxis de Jesús, las cuales, si prescindimos de esa vivencia religiosa, pierden su autenticidad, su significado y su contenido»[123].

La ortomística es el vector determinante de lo cristiano y la condición de posibilidad para que exista ortodoxia y ortopraxis. Con ello, no negamos la importancia de estos últimos pero los integramos dentro de una relación jerárquica. Existe un circularidad hermenéutica entre ortodoxia, ortopraxis y ortomística; pero esta última centra la recta relación entre los tres. Donde mejor se expresa el ser del hombre no es en el decir ni en el hacer, sino en el don previo que los presupone, es decir, en la experiencia de sentirse amado de manera absolutamente gratuita. Este es un aspecto que ha sido especialmente puesto de relieve por la teología del suizo H. U. von Balthasar a partir de la analogía con el amor de una madre: «En la vida humana, después que la madre ha sonreído al hijo a lo largo de días y semanas, hay un momento en que recibe como respuesta la sonrisa del hijo. Ella ha despertado el amor en el corazón del niño, y

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al despertar este al amor despierta también al conocimiento: las impresiones vacías de los sentidos se reúnen ahora, plenas de sentido, alrededor del núcleo del tú. El conocimiento (con todo su aparato de contemplación y concepto) entra en juego debido a que ha comenzado previamente el juego del amor a partir de la madre, a partir de lo trascendente»[124].

De aquí se deriva una concepción del cristianismo basada en la categoría fundamental de «evento»[125] y que funda una percepción de la realidad entendida como ontodología, es decir, en el principio fue el don[126]. La clave de comprensión de lo cristiano es la irrupción portentosa del adviento de Dios, más allá de nuestras previsiones y expectativas. El ejercicio de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad sólo es cristiano como respuesta al amor previo de Dios que, «estando siempre dado, sin embargo siempre aparece como don»[127]. Esta es la realidad fundamental que queda expresada en la oración de Jesús. Al final, la oración se muestra como esencial porque pone en acto la peculiar conciencia que tiene el individuo acerca del principio último de lo real. En la oración, la persona, más allá de resortes puramente humanos, pone en juego el radical testimonio de que la realidad no se funda en el absurdo, sino que esa realidad revela un sentido oculto. Del mismo modo, la experiencia espiritual posee una estructura relacional que descentra al individuo y lo hace descansar en un seno amoroso. En definitiva, la singularidad de la experiencia del Abbá es la llave que nos permite trascender una condición de mensajero puramente profética y nos lanza a la inevitable pregunta por la conciencia y la pretensión de Jesús.

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Capítulo 3 La pretensión de Jesús como misterio de definitividad En el anterior capítulo hemos intentado realizar una fenomenología de la vida de Jesús que nos devolviera de modo nítido una fotografía del ministerio de ese profeta galileo del siglo I. Ahora bien, este tentativo exige plantear la cuestión de la intencionalidad última de una vida de anuncio del Reino, de praxis de liberación y de oración confiada. La pregunta por la pretensión de Jesús está así justificada y se fundamenta en un doble aspecto. El primero es teológico, es decir, hacer cristología supone trascender la visibilidad histórica de la vida de Jesús para remontarse a la conciencia que tuvo de sí mismo. El segundo aspecto es de tipo histórico porque sólo un acercamiento significativo a la vida de Jesús como totalidad nos puede ayudar a entender la razón última de su condena a muerte. Así pues, esta pregunta se revela como imprescindible y posee una cualidad de bisagra entre el capítulo sobre el ministerio de Jesús y el que tratará sobre su propia muerte. No obstante, el encuadre del problema a tratar tiene sus dificultades metodológicas. No basta una mera lectura de los relatos evangélicos tal y como han llegado a nosotros porque, como ya hemos visto, dichos textos están redactados a la luz de la experiencia pascual. Así, la comunidad primitiva pone en boca de Jesús diversos títulos cristológicos que más bien responden a la conciencia de una fe desarrollada a impulsos del encuentro con el Resucitado. Por esta razón, y aquí está la clave de este escollo metodológico, la respuesta a la pregunta sobre la pretensión de Jesús no se puede esclarecer ni desde un positivismo histórico que defiende una identidad total entre la conciencia que Jesús tiene de sí y la cristología de la Iglesia primitiva, ni tampoco desde el escepticismo histórico de los que opinan que entre el Jesús de la historia y el Cristo predicado por la comunidad hay una absoluta divergencia y discontinuidad[128]. El camino que, metodológicamente, se presenta más adecuado para este tentativo es, sin duda, la reflexión a partir de una cristología implícita o indirecta. Este camino intermedio entre positivismo y escepticismo históricos se fundamenta en la convicción de que la vida de una persona en su exterioridad revela aspectos esenciales de su propia autocomprensión. En efecto, la antropología evidencia cómo es imposible vivirse sin un mínimo esfuerzo de introspección. Así, la vida no es otra cosa que la plasmación de aquello que somos y que anhelamos llegar a ser. De ahí que esta autoconciencia, que poseemos como nuestro tesoro más preciado, tenga un elemento esencialmente diacrónico que demuestra que no estamos construidos de modo estático en nuestro propio ser, sino que este se va desplegando y explicitando al hilo del duro oficio de vivir. De esta manera, la cristología implícita o indirecta se funda en el convencimiento de que la vida de Jesús posee una elocuencia interna, de que su palabra, actuación y oración 64

no son casuales o fortuitas y de que su ministerio público posee una racionalidad. Por ello, Jesús en acto desvela la conciencia de sí y la contemplación de su vida es una ventana abierta al misterio de su persona. Así pues, la Iglesia primitiva no inventará una realidad, sino que explicitará más tarde a la luz de la pascua y guiada por el Espíritu aquella verdad que ya se encontraba in nuce en el propio Jesús histórico. 1. Desde una cristología indirecta o implícita… Sabemos que poseemos una serie de criterios de historicidad que nos pueden guiar, con una dosis lo suficientemente sólida y objetiva, más allá de las diversas elaboraciones de la identidad del Resucitado que realiza la comunidad primitiva. Descubrimos así rasgos fundamentales de la actuación de Jesús que, aun habiendo sido explicitados y desarrollados por la fe eclesial, tienen un innegable fondo histórico. A esto es a lo que llamamos cristología implícita[129]. No obstante, si queremos transitar por esta senda más allá de una dispersión por actuaciones inconexas de Jesús, se hace necesario buscar un criterio articulador que nos ofrezca un cuadro armónico de dicha pretensión. Creemos que tal criterio orientador se puede encontrar justamente en la antropología. En efecto, el ministerio de Jesús, en toda su profundidad y extensión, tiene un innegable significado teológico porque «el hombre bíblico se comprende más como relación que como realidad», lo cual indica que «podemos descubrir su identidad a partir de las relaciones que instaura»[130]. O de otro modo, si la antropología semita se autocomprende a partir del elemento relacional, podemos intentar un acceso a las profundidades de conciencia de Jesús a través de las relaciones fundamentales que fraguaron su personalidad a lo largo de su vida. En este sentido, afirma H. Kessler: «Para la plena comprensión de la realidad de la persona de Jesucristo son, por tanto, imprescindibles los tres aspectos: el teologal (su referencia a Dios, entendida como ágape decisiva para todos), el social interpersonal (su persona concreta en las relaciones sociales personalmente vividas) y el sistemático estructural (su relación con las tradiciones, las instituciones, las estructuras religiosas, ideológicas y sociopolíticas, su conflicto con los representantes de estas estructuras)»[131].

Por tanto, el acercamiento a la realidad personal de Jesús no puede obviar tres aspectos fundantes: su referencia a Dios, su referencia interpersonal y su referencia estructural. A continuación, desarrollamos cada uno de ellos. 2. Dios El acercamiento al ministerio de Jesús nos ha aportado como conclusión fundamental que el sentido último de su vida y misión se esclarece a la luz de la relación que mantiene con su Padre. Por tanto, como hemos afirmado, este es un camino privilegiado para acceder a las profundidades de conciencia de Jesús, es decir, la relación nos da la medida exacta de nuestra propia identidad porque somos nuestras relaciones. O de otro modo, profundizando en esta relación podemos desvelar no sólo aspectos primordiales 65

del rostro de Jesús, sino fundamentalmente el rostro del Dios en quien Jesús esperó. De ahí que un criterio esencial de naturaleza cristológica sea defender cómo «todo lo que se creía saber de Dios es puesto en cuestión por lo que le sucede a Jesús»[132]. Dios y Jesús están en juego en la clarificación de esta relación[133]. La identidad judía de Jesús manifiesta cómo el Dios que Él anuncia no es otro que el Dios de Israel. En este sentido, podemos afirmar que Yavé es un Dios que tiene Palabra porque es un Tú con Rostro concreto. Palabra, Tú y Rostro son los tres conceptos fundamentales que mejor expresan la teología del Antiguo Testamento. Por ello, la clave que atraviesa toda la revelación bíblica es la categoría de «Alianza», donde se concibe claramente no a un Dios solipsista y encerrado en su mundo, sino al Dios que instaura relaciones con hombres concretos y con un pueblo como totalidad. Estos aspectos subrayados han sido puestos de relieve, abriendo caminos especialmente luminosos en el campo de la antropología, en el pensamiento judío del pasado siglo XX. En efecto, M. Buber con su «principio dialógico», enfrentado al solipsismo del sistema idealista, nos recuerda, con su manifiesto Yo y Tú[134], que el hombre sólo se puede entender mediante un Tú que lo abra a la conciencia de sí y que lo haga crecer como persona. F. Rosenzweig, por su parte, frente al triunfo de la idea y del espíritu pensante hegeliano, en La Estrella de la redención[135] presenta la exterioridad del lenguaje como aquel elemento que hace y media históricamente la relación del yo-tú. Así se hace patente toda la densidad de la palabra revelada, que tiene su regazo y fuente última en el misterio mismo de Dios, y que está inspirada en la concepción hebrea del dabar, a la que se le reconoce la fuerza performativa, creadora, dadora de sentido. Esta línea de pensamiento alcanza una singular altura en la filosofía de E. Lévinas. En ella, la exterioridad tiene su expresión más significativa en la corporalidad, especialmente en el rostro de los otros. El punto de partida, sobre todo en su obra Totalidad e infinito[136], es la crítica a la totalidad completa que ha puesto en acto el idealismo en sus distintas formas ideológicas. Así, es interesante apuntar que no existe realidad tan determinante como el rostro para mostrar la absoluta singularidad de la persona. En efecto, el rostro es una realidad única que se transforma inmediatamente en metáfora de la mismidad de cada ser humano. Pero es paradójico, sin embargo, que nadie tiene acceso directo a su propio rostro, a no ser por el ejercicio narcisista de contemplarse en un espejo. Justamente nos reconocemos en nuestra mismidad cuando, saliendo de nosotros mismos, somos mirados y reconocidos en el rostro de los otros. De alguna manera, es la mirada del prójimo la que me hace existir en mi absoluta peculiaridad, siempre que dicha mirada trascienda la forma pura y se deje arrebatar por la misteriosa quiebra de todo intento de manipulación[137]. Pero sin duda que estos elementos de filosofía, aunque referidos a la antropología, analógicamente nos ayudan a dibujar la percepción judía del propio Dios. Y la clave fundamental de comprensión, en contraposición a la metafísica griega de la substancia, se encuentra en el elemento relacional. Yavé es el Dios de la creación, es decir, sobreabundancia de amor que tiende a expresarse hacia fuera de sí creando. Yavé es el 66

Dios del éxodo, volcado en eterno diálogo de salvación con los hombres, con su pueblo. Yavé es un Tú concreto y absoluto, amor personal que no admite otros dioses junto a sí. Es el Dios que media su relación con la palabra dada. Dios con rostro, pura exterioridad que hace existir al que contempla su faz: «¡Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro!» (Sal 142). En definitiva, si Yavé tiene Palabra porque es un Tú con Rostro concreto… estamos afirmando el carácter personal del Dios de Israel: «La Biblia, de la primera a la última página, se refiere a un auténtico Tú (un “enfrente”), benévolo con el hombre y absolutamente fiable: no un objeto, no un infinito silente, no un universo vacío, sin eco; no una profundidad gnóstica indefinible, sin nombre; no un tenebroso abismo sin límites, fácilmente confundible con la nada, ni, mucho menos, una especie de interhumano anónimo que pudiera confundirse con el hombre y con su (por otra parte, tan frágil) amor. No; donde otros sólo han percibido un infinito silencio, Israel escuchó una voz»[138].

Esta teología veterotestamentaria es profundizada en la inaudita y escandalosa relación que Jesús mantiene con Dios al llamarlo Abbá. Aquí radica la esencial evangelización que Jesús opera con respecto a las concepciones del Dios del Antiguo Testamento. Se trata, por tanto, de una continuidad en la discontinuidad. La cualificación de Dios como Abbá no sólo ofrece una renovada imagen de Dios como seno amoroso que subraya la bondad última de lo real, sino que, principalmente, nos desvela la inaudita cercanía de Jesús a la trascendencia del misterio, sobre todo cuando contrapone la universal invitación de llamar a Dios Padre con el uso exclusivo que él hace de tal término al decir «Mi Padre». Esta inmediatez del Maestro respecto a su Dios, por encima de tradiciones y costumbres e incluso de la misma revelación divina (Torá), es el fundamento que nos permite comprender su esclarecida conciencia de autoridad que se manifiesta a lo largo del Evangelio y que debió de impresionar a sus contemporáneos: «…se trata de la afirmación de un vínculo de intimidad con Dios tan poderoso que hace que Jesús sea el único que está en condiciones de conocer a Dios y de revelarlo en su total verdad. No es que lo haga simplemente mejor y más que los otros, sino que sólo en él se hace ver Dios tal como quiere ser abordado y amado por nosotros, y no tal como está en nuestro poder concebirlo»[139].

Esta cercanía de relación fundamenta también la lucidez con la que Jesús anuncia la inmediatez de la irrupción de un Dios que reina. Autoridad fundada en la cercanía que se deja ver de modo claro en las parábolas, donde un artesano de Nazaret tiene la pretensión de explicar a Dios (cf principalmente las parábolas de la misericordia en Lc 15)[140]. Por último, la clave fundamental no radica en que Jesús es un contador de parábolas, sino en que Él mismo es la parábola de Dios, es decir, que quien contempla la totalidad de la vida de este judío marginal del siglo I está contemplando el rostro del Dios de Jesucristo[141]. 3. Hombres Podemos constatar, después del análisis realizado a propósito del ministerio de Jesús, 67

que también las relaciones que Jesús instaura con los hombres y mujeres de su tiempo expresan una cristología implícita o indirecta. En efecto, la cercanía al hombre concreto, expresada densamente en las comidas con pecadores, pone de manifiesto la universalidad de la salvación más allá de la categoría del mérito; Jesús no desvela al Dios de los «justos», sino al Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, sobre justos e injustos. Por ello, cuando en la oración del Padrenuestro invita a los suyos a dirigirse a Dios llamándolo Abbá, Jesús está manifestando un cambio de paradigma dentro de la mentalidad judía. Ante Dios sólo podemos ofrecer como ganancia aquello que nos ha sido regalado como don, es decir, nuestra condición de hijos. Esta es la suprema garantía de que Dios no nos tratará nunca como merecen la miseria de nuestras obras, sino desde la incondicionalidad que supone el amor de Padre. Así, Dios no puede ser ya una apropiación indebida de los «buenos» que pretenden ostentar el monopolio de lo divino, sino una oferta universal de salvación que se expresa desde los últimos. Dios ama gratuitamente al hombre por su condición de hijo, no por los frutos de sus buenas obras[142]. La consecuencia lógica de lo dicho es la praxis de liberación de Jesús que reintegra a la comunión con Dios a partir de la comunión consigo mismo. De ahí que uno de los gestos de Jesús que se muestra con más visos de historicidad sea el perdón de los pecados. Si el perdón de los pecados es privativo del mismo Dios, dicha praxis de Jesús está desvelando una esclarecida conciencia de su identidad. Esto es algo que percibieron con nitidez sus contemporáneos y que indudablemente produjo escándalo (cf Mc 2,6). Un dato a favor del fondo histórico de estos relatos (cf Mt 9,1-8; Lc 5,17-26) es el hecho de que Jesús utiliza una pasiva teológica, es decir, Jesús no dice «Yo te perdono», sino «tus pecados te son perdonados». Esta pasiva teológica evidencia que el sujeto de la acción es el mismo Dios; dato que manifiesta lo improbable de una reflexión pospascual que no habría tenido inconveniente en hacer de Jesús el sujeto de la frase. No obstante, el escándalo sigue en pie en la medida en que Jesús se arroga la autoridad de interpretar la voluntad de Dios y el sentir de su corazón[143]. Esta autoridad de Jesús, por último, explica su llamada absoluta al seguimiento. Si es claro que Jesús tiene conciencia de su identidad de heraldo definitivo de la salvación, entonces se hace explicable el hecho de que la necesidad de definirse por Dios en Él tenga un sustrato evidentemente histórico. En efecto, la íntima vinculación que Jesús parece expresar entre la causa del Reino y su propia persona manifiesta la peculiar praxis histórica de seguimiento de Jesús (Mc 8,38)[144]. Estas peculiaridades quedan evidenciadas por el dato de que Jesús no se puede considerar un rabbí de su época sin más. Jesús es quien elige a sus propios discípulos, al contrario de la costumbre de su época (Mc 1,17); su seguimiento no se cifra en la asimilación de contenidos ni en las disputas eruditas, sino en la participación de vida y misión (Mc 3,14; 6,7); y no se trata de una relación maestro-discípulo temporal porque sólo uno es el maestro (Mt 10,24; 23,8). Una relación así implica no sólo exclusividad y ruptura con el pasado (Mc 8,34; 10,28), sino una auténtica y propia confesión de fe[145]. 68

4. Estructuras Por último, podemos esclarecer la pretensión de Jesús mediante la consideración de la relación que instaura con las estructuras fundamentales de su tiempo, especialmente con la Ley y el Templo. Son aspectos ya estudiados a propósito del ministerio de Jesús que ahora analizamos en la medida en que pueden ayudarnos a esclarecer su propia autoconciencia. En este sentido, el Sermón de la montaña, con las conocidas contraposiciones entre «habéis oído… yo os digo», y la purificación del Templo de Jerusalén son gestos de una importancia suprema. Ahora Jesús usurpa el lugar de tales mediaciones «porque Él mismo ocupa el lugar de Dios»[146]. Las estructuras religiosas como mediaciones irrenunciables del acercamiento del hombre a Dios ceden el puesto a la exclusiva mediación de una persona. Sin embargo, esta mediación de Jesús no debe entenderse como sustitución de Dios: «Jesús se ponía ante sus oyentes en el lugar que sólo Dios podía ocupar ante el hombre. No lo sustituía –¡tal blasfemia estaba lejos de las intenciones de Jesús!–, pero reclamaba que Dios actuaba en él y por él; y que, por consiguiente, sus acciones eran la “acción de Dios”, como don, exigencia y juicio»[147].

Una vez más encontramos aquí una especificidad del cristianismo que contrasta con un elemento esencial de la fenomenología de la religión, a saber, el dualismo sagrado/profano. La caracterización fundamental de las religiones, algo absolutamente evidente en la antigüedad, radica en la sacralización de espacios, tiempos, personas, instituciones… que median la comunicación de Dios al hombre. De ahí que la «religión», en no pocas ocasiones, caiga en la tentación de manipular lo sagrado. Dicha manipulación tiene dos formas fundamentales: imponer a Dios los ámbitos de su presencia y el tentativo de hacer hablar a Dios. En Jesús, con su ministerio de liberación, se subvierte el sistema religioso de mediaciones y Él queda en el centro con su reclamo de vida para el hombre[148].

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5. Balance La pretensión de este judío marginal, entendida como misterio de definitividad, evidencia la conciencia de Jesús de que la causa de Dios está unida de modo absoluto a su propia persona[149]. O de otra manera, su autoridad, desvelada en el ejercicio concreto de su ministerio, se funda, en última instancia, en la cercanía de una relación con el Padre que refleja cómo la causa de Dios se está decidiendo en Él. Por tanto, la conciencia histórica de Jesús puede ser descifrada como un misterio de definitividad donde se trasluce el convencimiento de que, en un judío marginal del siglo I, acontece la llamada última y definitiva de Dios para el hombre[150]. Ahora bien, ¿cuál es la causa de Dios? Sin duda que la totalidad del ministerio de Jesús nos revela con nitidez que la causa de Dios no es otra que la causa del hombre[151]. En el mensaje de Jesús, Dios y el hombre no aparecen como contrarios, la gloria de uno no peligra en la gloria del otro, no son alternativa[152]. Por ello, podemos decir con san Ireneo, en Jesús «la gloria de Dios es que el hombre viva» (Gloria Dei, homo vivens!). O de otro modo, «el camino de la salvación ha sido desacralizado por la sacralización de la persona del otro: esa es la Buena Nueva traída y realizada por Jesús, la novedad del Evangelio»[153]. Ahora podemos entender el primado absoluto del amor que se deriva de reducir los mandatos de la Ley al amor a Dios y al prójimo (Mt 22,37-40; Mc 12,28-31). Aunque existen orientaciones similares en los escritos judíos de la época, sobre todo aquellos que pertenecen al judaísmo helenista, la peculiaridad del mandamiento de Jesús radica en la total generalización del precepto del amor. En efecto, la combinación de citas que realiza Jesús al responder al rabino sobre el mandamiento principal de la Ley (Dt 5,6 y Lev 19,18), tiene ciertos paralelos en el judaísmo contemporáneo. Ahora bien, el prójimo de Lev 19,18 designa en los orígenes sólo a los miembros del pueblo de Israel. De ahí la provocación de la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37) que muestra el proprium christianum proponiendo a un extranjero que asume el rol de prójimo. La extensión del mandato del amor al prójimo a extranjeros, enemigos, perseguidores… está suficientemente atestiguada en la tradición evangélica (Mt 5,38-48; Lc 6,27-36) y es motivada desde tres frentes: la conducta de la reciprocidad no tiene mérito alguno y también es propia de paganos y pecadores (Mt 5,46s.; Lc 6,32-34); la exigencia de la condición de hijos (Mt 5,45) y la imitatio dei como llamada a ser perfectos y misericordiosos (Mt 5,48; Lc 6,36)[154]. De esta manera, lo que Jesús hace es extender a todos los hombres la lógica de su propia autocomprensión. El centro de la vida de Jesús es la relación con su Padre, de ella vive y para Él vive. Y una relación así es entendida como sobreabundacia de amor porque el Dios a quien Jesús ama es un Dios excéntrico, es decir, la esencia de lo divino es el rebosamiento, la entrega, el don… Esta es la praxis que Jesús quiere generalizar a la humanidad entera. La persona que hace la radical y teologal experiencia de sentirse 70

amado por Dios, un amor previo a cualquier toma de postura del hombre, sólo puede responder a Dios con un amor rebosado en el prójimo. Así vive Jesús, realizando su humanidad como respuesta agradecida a la divinidad. Por eso, podríamos decir que la antropología es un fiel reflejo de la teología. O de otro modo, muéstrame a tu Dios y te diré quién eres tú: «El amor de Dios nos hace amorosos para los otros, en la lógica del Nuevo Testamento. Eso es lo último que hay que ser y hacer, porque así es Dios y así hace Dios. Dios es excéntrico, quiere el bien, la vida y la fraternidad de los hombres. Eso es lo que quiere y no quiere nada más que eso. Y cuando eso se realiza, él está en los hombres y los hombres en él»[155].

Por tanto, la identificación de la causa de Dios con la causa del hombre muestra, de otra manera, la pretensión en Jesús de ser el intérprete autorizado del verdadero rostro de Dios. De este convencimiento brota una peculiar autoridad que lo empuja al anuncio convencido de que la irrupción del señorío de Dios se realiza ya con su ministerio y hay que decidirse en Él y por Él[156]. Y aquí surge el conflicto. En este sentido, la pretensión de Jesús posee una identidad claramente escatológica en la medida en que evidencia el acontecer de un tiempo nuevo, decisivo, último, definitivo… Por ello, en los evangelios es un hecho claro que «el conflicto de Jesús con sus enemigos se sitúa en un contexto escatológico»[157]. En efecto, la autoridad que manifiesta Jesús al vivir como aquel en quien se decide la causa misma de Dios debió resultar hiriente a sus contemporáneos, especialmente a aquellos que representaban el judaísmo oficial. Esta es la diferencia fundamental entre Jesús y los distintos profetas a los que estaba acostumbrado el pueblo de Israel. Jesús no es uno más, sino que dice, hace y reza como el Único, evidenciando en su persona un palpable misterio de definitividad. Esta pretensión de Jesús explica, sin duda, su fracaso y el desenvolvimiento dramático de su vida con una muerte de cruz: «El hecho fue este: el anuncio y la invocación de Dios como Padre, con toda su novedad y originalidad, devolvió su luz sobre aquel que con tal novedad y originalidad lo había anunciado e invocado. Y de la misma manera que al principio no se podía hablar de Jesús sin hablar de este Dios y Padre, así también fue después muy difícil hablar de este Dios y Padre sin hablar de Jesús. La decisión de creer en el único y verdadero Dios no dependía de determinados nombres y títulos, sino de la persona de este Jesús. La relación personal con Jesús determinaba cómo uno se comportaba ante Dios, qué opinión tenía de él, cuál era su Dios en suma. Jesús habló y actuó en el nombre y la fuerza del único Dios de Israel. Y por esto, finalmente, se dejó matar»[158].

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Capítulo 4 La muerte de Jesús y el silencio de Dios Los anteriores capítulos evidencian cómo en Jesús convergen dos historias que poseen niveles de profundidad muy diferentes. En efecto, una historia externa, más superficial, que dibuja los sinuosos caminos del ministerio de Jesús en su confrontación con la libertad del hombre. Una historia interna, gestada a niveles de conciencia, que habita en el silencio, que se confronta con el misterio, que pide entender y descubrir la voluntad de Dios. Ambas confluyen de modo significativo en la única historia de la pasión. Encontramos huellas de esta doble confluencia en los relatos evangélicos donde la visibilidad de los acontecimientos, que marcan el final de la vida de Jesús, parece querer esconder la medida de los planes de Dios. En efecto, la historia de la entrega del Nazareno a la muerte, en un primer golpe de mirada, parece dejarlo a merced de la libertad de los hombres. La palabra «entrega» es una buena muestra de ello. El primer eslabón, que pone en movimiento el gran proceso del viernes santo, tiene como protagonista a «Judas Iscariote, uno de los Doce, que fue a ver a los sumos sacerdotes para entregarles a Jesús» (Mc 14,10). Esta primera entrega coloca a Jesús en el ámbito de influencia del Sanedrín, que, como máximo órgano de representación de la Ley y administración de justicia, ha descodificado el ministerio de Jesús desde una pretensión de definitividad que resulta intolerable. Por ello, «apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes, con los senadores, los letrados y el Consejo en pleno, prepararon su plan y, atándolo, lo condujeron a Pilato y se lo entregaron» (Mc 15,1). Ahora, revestida la acusación de Jesús con un pretendido manto político, el Procurador romano parece ser el que tiene autoridad para soltarlo o para crucificarlo. De hecho, Pilato, «después de azotar a Jesús, lo entregó para que lo crucificaran» (Mc 15,15). Sin embargo, y los relatos evangélicos son un testimonio de ello, esta historia externa, que parece dejar abandonado a Jesús en el cruce de intereses de la libertad de los hombres, esconde una dimensión más callada y profunda: la historia del Hijo. Las entregas sucesivas protagonizadas por los hombres no habrían sido posibles sin un determinante previo que atañe a la libertad soberana de Jesús. Así es, la fidelidad a la causa del Reino se concreta en este momento en la «entrega» de Jesús a su Padre por amor a los hombres: «Nadie me quita la vida, soy yo quien la entrego voluntariamente» (Jn 10,17). De esta manera, la historia de la pasión aparece ahora no como un destino ciego urdido por la iniquidad de los hombres, sino como la consumación de la decisión de Jesús en la suprema donación de sí por amor a este mundo: «E inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19,30)[159]. Visibilidad exterior y revelación interior, libertad de los hombres y oferta de Dios, extrañeza de la cruz y su entrañeza amorosa para el hombre… son los hilos que dan 72

color a un relato que trasciende con mucho los planes de los hombres y que nos confronta inevitablemente con las profundidades de conciencia de Jesús en el último estadio de su vida. En definitiva, historia exterior e historia interior es el binomio que intentamos conjugar en el presente capítulo para llegar a mostrar cómo no siempre coinciden las razones por las que matan a un hombre con las razones por las que un hombre se deja matar. 1. Crisis y conversión El punto de arranque de este epígrafe no puede ser otro que la realidad misma. En efecto, el hombre está hecho de una mezcla de deseo y realidad, de anhelos profundos que deben ser negociados continuamente frente a la dura consistencia de lo real. Así, toda crisis personal tiene como desencadenante último un choque dramático entre los propios sueños y el desenvolvimiento mismo de la existencia, entre nuestros anhelos más íntimos y las decisivas interrupciones de la vida, entre las experiencias límite y el límite de toda experiencia... En el caso de Jesús no fue distinto[160]. El ministerio profético de Jesús ha comenzado bajo el signo de la esperanza. El anuncio del Bautista del castigo inminente de Dios se torna, en la vida del Nazareno, en una irrupción novedosa de gracia y misericordia divinas para todos los hombres. Se trata de un anuncio fresco que ilusiona a las masas y provoca, tal como relatan los evangelios, entusiastas adhesiones. Es lo que se conoce con el nombre de la primavera de Galilea. Sin embargo, también los evangelistas testimonian para sus interlocutores que este aparente avance de la Buena Noticia se ve truncado. La primavera inicial deja paso a la crisis de Galilea. Esta crisis está sellada con las palabras del evangelista Juan al final del relato del discurso del pan de vida: «Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él» (Jn 6,66). No obstante, la existencia de dicha crisis es bastante discutida; sobre todo si se la entiende como una deserción en masa[161]. Lo que sí parece claro es el progresivo desplazamiento desde el entusiasmo a la incomprensión[162]. Así, para Marcos, la primera parte de su evangelio es un recorrido por los principales grupos de poder y su rechazo a Jesús, llegando a la incomprensión de los propios discípulos y la tergiversación de su mesianismo (cf Mc 8,33). Este esquema, aunque sin la radicalidad de Marcos, es compartido substancialmente por el tercer evangelista (cf Lc 9,18-26), mientras que Mateo expresa esta ruptura en el hecho de que Jesús deja de hablar a las multitudes y se concentra en la intensa formación de sus discípulos (cf Mt 13,11). La fractura, por tanto, en la actividad misionera de Jesús está atestiguada por todos los evangelistas y adquiere una coloración especial al constatar que incluso el escenario geográfico, que para el Nuevo Testamento nunca es un elemento neutro, se ve desplazado desde Galilea a Jerusalén: «Jesús ha cambiado y ese cambio no ha sido simplemente evolutivo y pacífico. Se le llame o no “crisis”, se la pueda datar y localizar como crisis “galilea” o no, es secundario para el propósito de este apartado. Lo importante es que Jesús aparece en fidelidad a Dios hasta el final, y esa fidelidad queda expresada como ir a

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Jerusalén, donde se va a encontrar con Dios, otra vez de forma nueva, en la pasión y la cruz»[163].

La centralidad del reino de Dios va dejando paso a la cuestión por la identidad de Jesús. Así, antes del primer anuncio de la pasión, pero también preparándolo, Jesús pregunta: «¿Quién soy yo?» (Mc 8,29). Este desplazamiento temático tiene su inevitable correlato en la propia autoconciencia de Jesús que, ante la provocación de la realidad, se ve inevitablemente ensanchada al vislumbrar la posibilidad de incorporar su muerte a la causa del reino de Dios. Esto quiere decir que el anuncio del Reino y la muerte en cruz no son dos aspectos distintos ni separables, sino la encarnación histórico-concreta del desenlace dramático de la vida de Jesús[164]. De esta manera, si postulamos que la incorporación de su propia muerte a la causa del Reino no debió de ser algo serenamente poseído, llegamos a tocar la entraña misma de la crisis de Jesús como una crisis de la relación con Dios. Si la predicación entusiasmada y entusiasmante del reino de Dios había puesto de manifiesto la entrañeza del Dios de Jesús, ahora tiene que existir una confrontación vital con su extrañeza[165]. O de otro modo, Jesús debe enfrentarse vitalmente con el Dios indisponible e inmanipulable, con una trascendencia que supera con mucho su inmanencia para los hombres, tiene que soportar la ausencia como herida que cura de la continua tentación de hacer de Dios una realidad a la medida de nuestros deseos y aspiraciones, una proyección de los propios sueños de pervivencia y engrandecimiento. Jesús experimenta un momento apofático de su existencia donde el Abbá, confiadamente invocado tantas veces, deja paso a la afirmación teológica fundamental: ¡Dios no es! En palabras de Sobrino: «En ese Padre descansa Jesús, pero a su vez, el Padre no le deja descansar. Dios se le ha manifestado como Padre, pero el Padre se le ha manifestado como Dios. Dios sigue siendo misterio, sigue siendo Dios, no hombre, y por eso distinto y mayor que todas las ideas y expectativas de los hombres»[166].

Y porque a este judío marginal no se le ahorra su confrontación con el misterio es por lo que podemos hablar, y así lo hace la revelación bíblica, de la fe de Jesús[167]. Así, en el relato de la curación de un niño poseído en Mc 9,14-29, Jesús increpa a los discípulos como «gente sin fe» porque no han podido arrojar al espíritu inmundo. De inmediato, ante la petición del padre del niño: «Si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos», Jesús responde: «¿Si algo puedes? Todo es posible al que cree». De esta manera, el milagro obrado, que tiene como condición de posibilidad la presencia de la fe, nos está hablando de Jesús mismo y de su apertura creyente al misterio de Dios. La fe de Jesús queda también explicitada en Heb 12,2 cuando habla de Este como «el pionero y consumador de la fe», es decir, la fe de Jesús es propuesta de modo arquetípico ante una comunidad que está sufriendo la persecución y donde la apostasía planea en el horizonte de sentido de aquellos creyentes. Por esta razón, el recurso a la cruz y al sufrimiento es el mejor reclamo para mostrar, a una comunidad perseguida, cómo Jesús se abandona al misterio más allá de sus propias previsiones o deseos: «Su propia fe en Dios era incondicional, y Jesús se atreve a introducir en ella a sus seguidores, orando,

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resistiendo y, por ello, exigiendo. Esta “fe” absoluta de Jesús se encuentra detrás de todas sus parábolas. Ese resistir en oración (hasta la lucha en Getsemaní) es el lugar desde el que marcha a la cruz: Este cáliz es bebido hasta el final»[168].

Con todo lo dicho, no es extraño hablar de la conversión de Jesús. En efecto, una crisis que nos desvela la fe de Jesús, una fe que nos evoca camino, proceso, conversión... El problema fundamental es que hemos entendido generalmente este concepto como un ejercicio moral de perfeccionamiento de sí mismo y, de esta manera, lo hemos vaciado de contenido. Detrás del uso habitual del concepto de conversión se encuentra una clara reducción ética del cristianismo que, de modo pelagiano, pone el acento en el voluntarismo moral. Sin embargo, la conversión hace referencia a un esencial ejercicio teologal que consiste en la continua purificación de las imágenes de Dios que inevitablemente generamos y que, en no pocas ocasiones, son el sustento de nuestros anhelos más inconfesados. Si la persona se construye ineludiblemente en relación, comprendemos la importancia de evangelizar incansablemente aquel polo absoluto que sustenta nuestra vida creyente: Dios. Así, sólo es posible abandonar el propio anclaje existencial cuando hemos comprendido que Dios nos invita siempre a medirnos más alto y más hondo. O de otra manera, la conversión es una actitud de éxodo permanente que nos invita a cambiar de ubicación vital cuando hemos entendido que pretendíamos imponer a Dios los ámbitos de su presencia. O también, la conversión es el difícil silencio que nos embarga cuando hemos descubierto nuestra pretensión de hacer hablar a Dios. Concretando, «Jesús intentó cambiar la historia según la voluntad de Dios, pero la historia le fue cambiando a él en relación con Dios»[169]. De ahí el convencimiento de que la crisis que se va gestando ante las dificultades de la misión es, como hemos apuntado, una crisis de relación con Dios, ya que la vida de Jesús aparece «ahora dominada por el misterio de Dios y por lo que en Dios hay de misterio»[170]. Así pues, la conversión de Jesús es otra forma de hablar de la tentación, pero no como un momento puntual de su vida, sino como el medio permanente en que se desenvuelve su ministerio. De hecho, el evangelio nos recuerda que la victoria de Jesús ante las tentaciones del desierto no marca un punto final porque el maligno se retira «hasta un tiempo oportuno» (Lc 4,13)[171]. Y llegado al momento decisivo de su entrega en cruz, Jesús, en el huerto, exclama: «Esta es vuestra hora, cuando mandan las tinieblas» (Lc 22,53). Las tentaciones, por tanto, más allá de una ejercitación ética del mismo Jesús, hacen referencia a la entraña misma de su autocomprensión, es decir, su relación filial con Dios y el ejercicio concreto de su mesianismo que de ahí se desprende. De nuevo subrayamos que la persona sólo se construye en relación y que en el caso concreto de Jesús la imagen de Dios es lo constitutivo. Por esta razón, el relato de las tentaciones, que está situado en el comienzo de los evangelios sinópticos, cobra especial relieve en todo el proceso de la pasión de Jesús. La inminencia de la muerte pone al límite la experiencia creyente de Jesús y la tentación, ahora con un nuevo camuflaje, va a versar sobre el mismo punto: no tanto convencer a Satanás sobre la identidad de Jesús, sino el proceso de conversión en el que 75

Jesús, a través de su despojo y abandono en Dios, se convence de quién es él mismo[172]. Por tanto, la crisis, en la etapa última de su vida, provoca en Jesús un proceso de conversión que va a radicar fundamentalmente en la confrontación con la extrañeza de Dios. Y esta extrañeza alcanzará su cifra más alta en el abandono del Viernes Santo como el momento de mayor alejamiento de Dios. Así, la oración de Jesús en Getsemaní ante la inminencia de su prendimiento no expresa simplemente el miedo y la angustia frente al sufrimiento y la muerte, sino el abismo teologal del que teme encontrarse abandonado por su Padre (cf Mc 14,36). De ahí la radicalidad de una experiencia donde sólo se percibe el silencio de Dios ante la petición del Hijo, una experiencia que llega, en la versión de Lucas (22,45), a hacerse «un sudor parecido a goterones de sangre». Este «eclipse de Dios», en palabras de M. Buber, y que la Biblia de Lutero tematiza como «La lucha de Getsemaní», expresa la densidad del combate que se genera ante la experiencia de la ausencia de Dios. Sobre este trasfondo podemos entender el grito del abandonado del Viernes Santo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34) que, aun cuando se contemple la posibilidad de la recitación del Salmo 22 por parte de Jesús, no dejó de resultar escandaloso a los primeros cristianos. De hecho, es la única vez en el evangelio de Marcos en que Jesús no se dirige cariñosamente con el apelativo de «Padre», sino con la formulación más solemne y distante de «Dios». Esta radicalidad de la experiencia de Jesús es tal que, en las versiones de Lucas y de Juan, el grito de abandono en la cruz se torna en expresiones mucho más piadosas: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46) o «Está cumplido» (Jn 19,30)[173]. No obstante, el drama de la cruz, «escándalo para los judíos y necedad para los gentiles» (1 Cor 1,23), evidencia el potencial evangelizador de cara a nuestras imágenes falsas de Dios porque el silencio del Viernes Santo nos cura del frecuente tentativo de forzar a Dios para que hable. Pero, al mismo tiempo, rompiendo todas nuestras previsiones y proyectos, el peso de la ausencia en el abandono del Hijo manifiesta la hondura del amor de Dios por los hombres, especialmente por aquellos que se encuentran en el abismo del dolor y del sufrimiento. Por obediencia, el Hijo entra en el más hondo distanciamiento con respecto a su Padre para ganar así a los pecadores: «La Patria ha entrado en el exilio: ¡esta es la buena noticia de la cruz! A partir de ahora, no habrá jamás situación de dolor, de miseria o de muerte en la que la criatura humana pueda sentirse abandonada de Dios. Si el Padre ha tenido entre sus brazos al Abandonado del Viernes Santo, tendrá entre sus brazos a todos nosotros, cualquiera que sea la historia de pecado, de dolor o de muerte de la que vengamos. A todo el que advierta el peso del dolor o de la muerte, el Evangelio de la Cruz, necedad para los griegos y escándalo para los judíos, le dice que no está solo»[174].

2. La historia externa: ¿Por qué matan a Jesús? A la hora de establecer la causa histórica de la condena a muerte de Jesús, nos encontramos con el principal problema de unos relatos de pasión fuertemente teologizados. Así, si la pregunta por el proceso en el que se condena a muerte a Jesús hace referencia a la objetividad histórica, dicha historia sólo nos es accesible en formas 76

densamente teologizadas a partir de la experiencia fundante de la resurrección de Cristo. De hecho, son muchos los aspectos históricos que quedan desdibujados. El primer aspecto que se debe considerar es el juicio religioso. Y aquí llaman la atención dos elementos fundamentales que quedan en cierta penumbra histórica: si los judíos poseían el ius gladii para poder aplicar penas capitales y la razón última de la condena a muerte. La imposibilidad del Sanedrín para dictar la pena de muerte no parece ser un dato históricamente unívoco. Según los testimonios neotestamentarios, en tiempos de Jesús se conocen tres formas distintas de ejecución de la pena capital. Así, la muerte de Juan Bautista en manos de Herodes se produce por decapitación. Conocemos también la posibilidad, para las autoridades religiosas de Israel, de dictar una condena a muerte por lapidación. Y es un dato contrastado la crucifixión como forma de ejecución propia de los romanos. Desde esta perspectiva, no se ve claro por qué el Sanedrín no habría tenido la posibilidad de dictar sentencia sobre Jesús para una condena a muerte por lapidación; a no ser que, como opinan algunos autores, dicha potestad hubiera quedado limitada en el período de ocupación romana[175]. Pero el dato más relevante para la reflexión teológica es determinar la causa jurídica de la condena a muerte de Jesús. En los relatos evangélicos nos han llegado dos motivos fundamentales: la blasfemia de Jesús al declararse el Cristo (cf Mt 26,64; Mc 14,62; Lc 22,67; Jn 10,24) y la pretensión de Jesús de destruir el Templo (cf Mt 26,61; Mc 14,58; Jn 2,19)[176]. Los autores se encuentran divididos en cuanto a la historicidad de tales acusaciones y algunos, por ejemplo E. Schillebeeckx, consideran ambas como redaccionales. Este último llega a establecer que la causa de la condena a muerte de Jesús estaría en su arrogante negativa a hablar ante el tribunal que le preguntaba. Para esta hipótesis, el teólogo holandés hace referencia al texto de Dt 17,12: «El que por arrogancia no escuche al sacerdote puesto al servicio del Señor, tu Dios, ni acepte su sentencia, morirá»[177]. No obstante, y más allá de conjeturas, lo que sí parece claro históricamente es que, aunque la conducta global del sanedrín se definía en contraposición a Jesús, no fue fácil encontrar un motivo legal unánime para su condena a muerte. Restos de esta ambigüedad pueden ser percibidos en textos como Mc 14,64: «¿Qué falta hacen más testigos? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece?» y Mc 15,1: «Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes, con los senadores, los letrados y el Consejo en pleno, prepararon su plan y, atándolo, lo condujeron a Pilato y se lo entregaron»[178]. Trascendiendo los aspectos más jurídicos cabe decir que el ministerio de Jesús ha dejado la percepción hiriente de una autoridad injustificada que sobrepasa todo límite. Esta autoridad de Jesús se construye relacionalmente desde un Tú divino (Abbá) que parece fundamentar la autoconciencia de Jesús como misterio de definitividad. Por tanto, la relación entre Dios y Jesús es lo que está realmente en juego. O de otro modo, porque Jesús se considera en una relación única y singular con respecto a Dios, es capaz de erigirse en el intérprete autorizado del verdadero rostro de Dios. Aquí radica la gravedad del asunto: hay una lucha de dioses. El Dios de Jesucristo no es el Dios oficial[179]. Y 77

también aquí estriba la paradoja: el intérprete definitivo del verdadero rostro de Dios es condenado a muerte en nombre de Dios. De nuevo encontramos evidenciados los mecanismos que la misma religión está dispuesta a generar para hacerse con la prerrogativa de Dios. Es decir, «la religión piensa que no puede mantenerse si no tiene el monopolio de expresar a Dios, y está dispuesta a reivindicarlo incluso en contra de la palabra de Dios»[180]. A nuestro juicio, por este camino encontramos el trasfondo histórico que explica la condena a muerte de Jesús. Un trasfondo histórico que, sin embargo, no queda desdibujado por la teologización operada en la primitiva comunidad, sino más bien profundizado y elevado a sus consecuencias últimas de radicalidad: «San Juan, llevando al límite la cristología y teología implícitas en el comportamiento de Jesús, pone en boca de las autoridades judías esta acusación que era la real, aunque no fuera enunciada entonces: No te condenamos por lo que has hecho, sino porque siendo hombre te pones en lugar de Dios (cf Jn 10,33; 5,18)»[181].

El segundo aspecto sujeto a nuestra consideración hace referencia al juicio político. La astucia de los dirigentes del pueblo consigue, más allá de toda lógica, arrinconar a Pilato; y no en base a acusaciones concretas, que parecen no inquietar al procurador (cf Jn 18,30), sino a una alternativa magistralmente formulada: o el Dios de Jesús o el César. Es decir, «si sueltas a este no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César» (Jn 19,12) es la contraposición entre dos absolutos que mutuamente se excluyen y que instan a tomar una decisión radical a favor de uno o de otro, ya que no es posible «servir a dos señores» (Lc 16,13). O de otro modo, más allá de la idea concreta que tenga Pilato de Jesús, al procurador de Roma sólo le interesa garantizar la pax romana[182]. De esta manera, y como dato atestiguado con certeza histórica, Jesús es condenado a morir en la cruz. Esta pena capital estaba reservada a los rebeldes y a los traidores y, sobre todo en la díscola Palestina, servía como medida disuasoria contra cualquier intento de rebelión contra el poder romano establecido. Por tanto, la crucifixión de Jesús no ejemplifica un castigo acorde con un delito común, sino que indica la pena por un delito de Estado que ponía en peligro el orden social y político[183]. A partir de ahora comienza un camino teológico de innegables consecuencias porque la forma concreta de muerte no es un elemento neutro para la interpretación de la identidad de Jesús. Esta forma de suplicio, surgida entre los persas y heredada por los griegos y romanos, era considerada como la manera más ignominiosa de entre los posibles modos de pena capital. Además, para los judíos, la crucifixión tenía un plus de deshonra que provenía de la consideración bíblica de maldito de Dios para aquel que colgaba del madero (cf Dt 21,23). Así, y de cara a aquilatar imágenes falsas de Dios, encontramos la máxima expresión del amor de Dios por los hombres en el altar de la mayor desacralización de la persona humana que existía en la antigüedad: «La persona que quedaba clavada en las condiciones indicadas sobre dos palos cruzados empezaba así una lenta agonía dolorosísima entre espasmos musculares y síntomas de ahogo. La muerte solía sobrevenir por

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asfixia, cuando el crucificado no tenía ya fuerzas para levantarse apoyado en los pies clavados. Pero además de esta terrible lucha entre la vida y la muerte, la pena de crucifixión tenía un aspecto obsceno e infamante que asumía connotaciones religiosas en el ambiente judío. Si para los latinos la cruz era el servile supplicium que degradaba a un hombre libre y a un ciudadano romano, para los judíos recordaba la imagen del cadáver “colgado de un madero”, objeto de la maldición de Dios y de los hombres»[184].

3. Historia interna: ¿Por qué muere Jesús? Ya hemos visto, como clave para estructurar la reflexión sobre la muerte de Jesús, que el plano histórico y el teológico no son separables pero sí diferenciables. En este sentido, tenemos que ser capaces de distinguir entre matar y morir porque no siempre coincide aquello por lo que matan a un hombre con aquello por lo que el mismo hombre muere[185]. Por ello, la consideración de la pregunta sobre cómo entendió y vivió Jesús su propia muerte intenta establecer la unidad entre los dos planos reseñados, histórico y teológico, para mostrar la unidad lógica que existe entre vida y muerte de Jesús. O de otra manera, las personas suelen morir tal como han vivido. Se trata de una tarea ineludible para justificar que los relatos de pasión no están fundados en el vacío, es decir, no son meros teologúmenos que tienen como sustento una mitologización de la realidad. Planea sobre nuestro horizonte de sentido la tajante afirmación de Bultmann que, a propósito de la muerte de Jesús, se atreve a afirmar: «Si Jesús encontró en ella un sentido y cómo lo encontró no lo podemos saber. Y uno no puede ocultarse a sí mismo la posibilidad de que muriera desesperado»[186]. Un desinterés tal por la historia, además de desdibujar la esencia misma del cristianismo, hace poco plausible el hecho de la continuidad de la misión apostólica de la primitiva Iglesia. En efecto, hubiera resultado difícil la supervivencia de la causa de Jesús, con la predicación de sus altísimas exigencias morales, si los primeros testigos hubieran tenido la certeza de que el maestro claudicó ante el desenlace dramático de su vida[187]. Esa provocación hace inevitable un esfuerzo de clarificación de la conciencia de Jesús ante su propia muerte; no sólo para mostrar la continuidad entre historia y kerygma, sino también como una ejemplificación para nosotros del modo concreto en que el Hijo de Dios afrontó la hora decisiva de la vida de todo hombre[188]. Si M. Kähler afirmaba que los evangelios son historias de pasión con una larga introducción, debemos inferir que tales relatos se hayan fuertemente teologizados. De ahí que sea muy difícil establecer con afinado rigor las ipsissima verba/facta de Jesús a partir de unos textos que responden a intereses apologéticos, dogmáticos, parenéticos... De hecho, el problema de las fuentes se hace patente cuando aplicamos el principio de discontinuidad porque los anuncios explícitos de pasión (Mc 8,31 par [comp. Lc 17,25]; 9,31 par; 10,33s par. [comp. Mc 14,21 par]; 14,41 par; Mt, comp. Lc 22,48; 24,7; Mt 12,40; 26,2) son claramente vaticinium ex eventu[189]. Del mismo modo, anuncios de pasión encubiertos, como Lc 11,29s par; Mt 12,39s; Lc 12,49; 13,31s. 33s. 34s. par; Mc 2,18s par; 10,38s par; 12,1-9.10s par, han de juzgarse inseguros al tener sobrados visos de ser una creación de la comunidad pascual. Por último, aquellas palabras de Jesús que 79

presentan su desenlace dramático como muerte salvífica deben ser tomadas con mayor cautela porque la conceptualización soteriológica de la muerte de Jesús supone estratos muy elaborados de reflexión teológica. Así, las palabras de la cena (Lc 22,19s par 1Cor 11,23s; Mc 14,22s par Mt 26,27s (comp. Jn 6,51) o las referidas en Mc 10,45 par Mt, que en su variante de Lc 22,27 omite la idea de muerte y, por tanto, apunta a un carácter más antiguo y original. No obstante, hemos estudiado ya los límites metodológicos y los prejuicios dogmáticos que presenta el principio de discontinuidad. O de otra manera, tenemos que positivar un criterio metodológico que no acabe enajenando a Jesús de su contexto histórico judío. Así pues, el criterio de plausibilidad histórica nos permite insertar el problema de la muerte de Jesús dentro del ámbito más global de su actuación y predicación. La cruz sólo alcanza su verdadero significado cuando es integrada en el marco holístico de la entera vida de Jesús, una vida que es asumida como proexistencia activa, es decir, Jesús es el «hombre para otros» y «para el totalmente Otro»[190]. De esta manera, aun cuando la búsqueda de palabras y hechos del Jesús histórico se convierta en tarea harto compleja, encontramos un núcleo histórico indiscutible que hace referencia a la intención última que motivó la existencia toda de Jesús, es decir, lo que los especialistas llaman ipsissima intentio Iesu[191]. Sólo podemos comprender la continuidad de la causa de Jesús después de su muerte desde la luz que arroja una vida considerada en su totalidad porque, como ya hemos afirmado, la predicación de las altísimas exigencias morales de Jesús no hubieran continuado en la comunidad pospascual si hubiera quedado el recuerdo histórico generalizado de que el maestro claudicó ante la inminencia de su muerte. Es decir, la radicalidad con la que se presenta la exigencia de Dios, como obediencia a su voluntad (Mc 3,35 par; Mt 21,2831); la insistencia en estar dispuestos a aceptar el martirio (Lc 14,27 par) y el comportamiento plenamente confiado ante el peligro (Mt 10,29.31 par) hacen inconsistente la hipótesis de que Jesús no encontrara un sentido a su muerte y se derrumbara ante su posibilidad. Aun cuando estas exigencias se encuentren fuertemente teologizadas por la comunidad pospascual, evidencian un inequívoco sustrato histórico que responden a un ethos teocéntrico jesuánico que fue capaz de generar el martirio en los cristianos de la primera generación[192]. Por tanto, Jesús contó seriamente con la posibilidad de una muerte violenta que se tuvo que imponer con evidencia en el conflicto que acabó generando el ejercicio concreto de su ministerio de implantación del reino de Dios[193]. Ahora bien, «está suficientemente claro que Jesús no se limitó a adoptar una postura de pura docilidad pasiva frente a lo que se le venía encima»[194], sino que hizo una traducción existencial activa dotando a esa muerte de un sentido e incluso de una significación salvífica. Así, existen evidencias más que sobradas de que Jesús compaginó internamente la idea de misión con la inminencia de su propia muerte. Que la previsión de su propia muerte da una cualificación histórica indudable al cómo concreto del anuncio y la llegada del Reino en los momentos últimos de su vida es algo que queda suficientemente 80

constatado en los relatos de la institución de la eucaristía. Aunque dichos relatos tengan una estilización marcadamente litúrgica responden, sin duda, a un manifiesto recuerdo histórico. No obstante, y afinando aún más la reflexión, es posible trascender tales determinaciones litúrgicas y encontrar huellas históricas que apuntalan la hipótesis que venimos subrayando: Jesús unió en los estadios últimos de su vida la causa del reino a su propia muerte. De hecho, en Lc 22,15-18 par: Mc 14,25: «Os aseguro que ya no beberé más del fruto de la vid hasta que lo beba de nuevo en el reino de Dios», a pesar de encontrarse incluida en un cuadro eucarístico, podemos reconstruir una profecía original del mismo Jesús donde es pensada conjuntamente su tarea y el fracaso de la misma. En esta profecía se expresa el convencimiento esperanzado de Jesús de que su muerte no va a detener la salvación y de que el Padre no va a abandonar a su Hijo, prometiendo un reencuentro gozoso en el reino de Dios. O de otro modo, en este logion, con altas probabilidades de historicidad, se piensan al mismo tiempo la irrupción del reino y la muerte violenta de Jesús sobre el trasfondo de la universal soberanía de Dios[195]. De esta manera, no es exagerado decir que Jesús atribuyó a su muerte un sentido escatológico: «Jesús tenía que mantener la conocida tarea que Dios le había encomendado, el anuncio del Reino. Pero, de igual manera, tenía que mantenerse abierto a la otra posibilidad de Dios, la de tener preparada la actuación de la gracia de Dios en el fracaso propio o, incluso, mediante la entrega de sí mismo a la muerte»[196].

Más difícil todavía resulta esclarecer si Jesús dio una significación salvífica a su propia muerte. De nuevo aquí, y aplicando el principio de plausibilidad histórica, debemos integrar dicha pregunta en el conjunto global de la vida de Jesús. De hecho, el valor expiatorio de la muerte no era algo ajeno al contexto religioso judío de Jesús y si iluminamos su muerte en cruz con el ejercicio de su ministerio podemos postular que el concepto de expiación formó parte del universo existencial de Jesús. Así, una frase como «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos» (Mc 10,45), aun cuando responda a una intencionalidad teológica, está evidenciando un estilo de vida basado en el servicio y la entrega al otro. Por ello, si esta actitud de servicio presidió de modo innegable la vida de Jesús es plausible afirmar que también esta actitud de servicio determinó su entrega a la muerte. Del mismo modo, el martirio entendido como proexistencia activa (Lc 6,27-36) y el compromiso de Jesús a favor de los pecadores en el anuncio de un amor de Dios que busca y perdona, apuntalan la idea de que el «por vosotros» de la muerte de Jesús no es una creación de la primitiva comunidad: «La voluntad de servicio de Jesús, su exigencia de amor, de manera especial su mandato de amar a los enemigos, y su amor a los pecadores, todo ello, unido a su oferta de salvación llevada hasta la última hora, obliga a sospechar que Jesús entendió y vivió su propia muerte amando, intercediendo, bendiciendo y plenamente seguro de la salvación»[197].

Pero todavía más. Si hemos visto que la previsión de un desenlace violento de la vida de Jesús lo lleva a unir la misión de propagación del Reino con su propia muerte, si el Reino es entendido como la concreción de la salvación gratuita de Dios para todos los 81

hombres, si esa salvación tiene el carácter escatológico de una intervención definitiva y última de Dios en la historia… no es apresurado afirmar que Jesús atribuyera, acaso atemáticamente, una dimensión soteriológica a su entrega de muerte en cruz. Ahora bien, cuando hablamos de muerte intencionalmente salvífica no decimos que Jesús la pretendiera como objetivo de su vida, sino que la esperó e integró como consecuencia histórico-concreta del ejercicio de su ministerio. Este es un aspecto fundamental de la reflexión teológica, que atañe principalmente a la soteriología, y que ha sido uno de los ámbitos de realidad cristiana que más han ayudado a la creación de imágenes falsas de Dios y a la deformación de lo cristiano. La idea bíblica de la muerte de Jesús «por nuestros pecados» ha ayudado a proyectar la idea de un Dios sádico que necesitaba la sangre del Hijo para devolver su amistad a los hombres. De ahí que el próximo epígrafe se proponga el objetivo de interpretar dicho dictado teológico en su justa medida y responder a la ya tradicional pregunta de por qué Dios se hizo hombre (Cur Deus homo?). 4. Conclusión: «Por nuestros pecados» La expresión que habla de la muerte de Jesús «por nuestros pecados» (1Cor 15,3) se encuentra históricamente condicionada, debiendo ser entendida a posteriori y nunca como un designio eterno de Dios. De hecho, determinadas articulaciones teológicas de tal confesión de fe han favorecido «ciertas ideas de Dios primitivas, peligrosas y hasta odiosas»[198] cuando, desdensificando la historia humana de Jesús, se ha introyectado la cruz en el seno de la Trinidad como un designio divino previsto antes de todos los siglos. Este ha sido el efecto de un proceso de reducción de lo cristiano que acontece principalmente a partir del primer milenio. La pluralidad de esquemas conceptuales y teológicos neotestamenarios, con su policromía de metáforas e imágenes que intentan «apresar» el misterio de la muerte del Hijo, pueden ser reducidos a dos movimientos o inercias fundamentales: de Dios al hombre en la humanidad de Jesús (descendente) y del hombre a Dios en la divinidad de Jesús (ascendente). Si el movimiento soteriológico descendente ha sido subrayado principalmente por el oriente cristiano y ponía de manifiesto la necesaria divinización de lo creado, el movimiento ascendente ha sido preponderante en el cristianismo latino que consideraba primordialmente el sacrificio de Cristo. No obstante, es importante apuntar que esta doble conceptualización, no divergente sino integrable, se comprendió de una manera asimétrica durante el primer milenio cristiano. En efecto, la tradición oriental y latina del primer milenio entendió que la absoluta primacía, que posibilita como su condición de posibilidad el movimiento ascendente, se encuentra en la libre y gratuita intervención de Dios en la encarnación. Ahora bien, podemos encontrar un giro de perspectiva a propósito de la reflexión de san Anselmo de Canterbury (†1109) con su obra Cur Deus homo? Es importante afirmar que los antiguos, entre ellos san Anselmo y santo Tomas, conocen la primacía del movimiento descendente y lo tienen integrado en sus teologías, pero es posible constatar un desplazamiento de acentos que no va a ser 82

neutral en el posterior desarrollo de la teología de la salvación. En efecto, la pregunta del porqué de la muerte de Jesús va a dejar paso a una reflexión sobre el sacrificio de Cristo al Padre como forma de satisfacer la justicia divina. Así, encontramos un estrechamiento que tiene fundamentalmente dos frentes: la reducción de la soteriología a la teoría de la satisfacción y la consideración de justicia divina desde una vertebración más forense que teologal. De ahí que la «autocomunicación perdonante» (K. Rahner) de Dios, requiriendo que el hombre se entregue en respuesta amorosa al amor, se transforma en una satisfacción penal que restaura necesariamente el orden jurídico trasgredido. Aquí la justicia no es entendida en sentido paulino de un hombre justificado-santificado por la gracia, sino como «pago» para satisfacer la justicia divina ofendida[199]. A partir de lo dicho, queda claro que la novedad cristiana queda reducida a las cortas miras de nuestro mundo y al esquema antropológico de la compensación, donde se postula la necesidad de un resarcimiento exacto entre el mal cometido y su reparación. Como el mal cometido por el pecado de la primera humanidad atañe a Dios, dicho daño es infinito y la reparación del mismo sólo podrá venir de una persona cuya dignidad esté en condiciones de satisfacer la deuda contraída. Desde estas claves podemos comprender que la encarnación es la respuesta de Dios a un orden roto por el pecado del hombre que es necesario restituir, reparar, satisfacer… La teoría de la Felix culpa! es la mejor expresión de una conceptualización en la que la entraña del cristianismo, es decir, la encarnación, queda subordinada al pecado y a la finitud humana. Esta tematización del anuncio soteriológico del Nuevo Testamento, además de transmitir una idea odiosa de Dios que ha producido en múltiples ocasiones el rechazo de lo cristiano, deshistoriza docetistamente la vida de Jesús y hace de la encarnación un drama entre Dios y Dios: «Si era preciso de toda necesidad y de todo tiempo que el Hijo de Dios bajara a la tierra para reparar todos los daños de esta falta, es evidente que las condiciones y motivaciones históricas de su condena a muerte estén totalmente exentas de interés, de sentido y de eficacia; no han podido ser más que los instrumentos ciegos del “designio de Dios”, no son más que apariencias, el decorado del teatro en el que se ha representado el drama entre el Padre y el Hijo, un drama en el que la historia está finalmente ausente, dado que su desenlace se representa igualmente, para nosotros, fuera del tiempo, entre el cielo y la tierra»[200].

Al final, «la unidad de creación y redención es el principio hermenéutico fundamental para la exégesis de la Escritura»[201]. En efecto, la articulación concreta que se haga del binomio creación/encarnación es la llave de acceso al misterio y nos permite una comprensión más afinada de la muerte de Jesús. En dicha articulación hemos de considerar dos tendencias fundamentales de la historia de la teología: escotismo y tomismo. Si la postura tipificada por Duns Scoto ha tendido a considerar la encarnación como una coronación de la creación, por tanto no subordinada al pecado y pensada antes de la creación del mundo como su cima y máxima realización[202]; la postura de santo Tomás tendería a considerar la encarnación más unida al concreto pecado del hombre[203]. En definitiva, el cristianismo es referencia a la historia y en ella, en la aparición de Jesucristo como Hijo encarnado, se nos desvela el sentido de toda la realidad. En Jesús de Nazaret, y no en una suerte de especulación filosófica, se revela el designio amoroso 83

de Dios, su plan de salvación para todos los hombres, el misterio oculto de nuestra destinación en Cristo antes de todo los siglos[204]. La creación y la encarnación son los pilares de dicho plan, no entendidos en el sentido cronológico que nos da el buen juicio, sino como estaban pensados en la mente de Dios. O de otro modo, la condición de posibilidad de la creación se encuentra, desde el origen, en un Dios que quiere encarnarse. En palabras de González de Cardedal: «La teología ha redescubierto lo que es la entraña del cristianismo: Dios quiso desde siempre ser Dios de los hombres como encarnado, y para ello suscitó como anticipo y forma previa de su propia existencia el mundo y el hombre. Dios ha sido desde siempre un Dios con voluntad de compartir el destino del hombre encarnándose (Deus humanandus et incarnandus). El hombre creado es el anteproyecto del Dios encarnado. Por eso, al encontrarse con Jesucristo, Dios hecho hombre, reconoce en él la estructura metafísica, la clave lógica y la realización histórica de su propio ser»[205].

La reflexión sobre el plan salvador de Dios en la teología contemporánea ha puesto de manifiesto cómo la universalidad de la obra de la creación tiene su condición de posibilidad y su presupuesto ineludible en la concreción del Logos en cuanto encarnado. En otras palabras, la concreción del judío Jesús es salvación para una humanidad que fue creada teniéndolo como modelo. Nunca ha existido un hombre que no estuviera pensado en el designio creador para ser finalizado en Cristo[206]. O de otro modo, el Dios amor nos había destinado, antes de la creación del mundo, en su Hijo amado, de modo que, en lenguaje cristiano, lo evidente e inmediato no es la naturaleza creada sino lo sobrenatural, el estar destinados a la participación de la vida divina: «Prius intenditur deiformis quam homo». Aquí se encuentra la perla genuina de lo cristiano, aquel determinativo esencial que es diferencia y aportación a nuestro mundo. Por tanto, si la encarnación es la condición de posibilidad de la creación o la gramática de un poder decirse de Dios, quiere decir que la manifestación de Dios en la plenitud de los tiempos no está sujeta primordialmente al pecado. Ahora bien, Dios manifiesta su amor no de forma genérica o abstracta, sino a la manera en que ese amor puede colmar del mejor modo la situación histórico-concreta del hombre. Y es evidente que la situación del hombre, en este orden de salvación en que nos encontramos, queda determinada por el pecado y la muerte. Así, las posturas prototípicas a las que aludíamos en referencia a Scoto y Tomás quedan integradas desde esta perspectiva. En efecto, la encarnación de Dios no tiene su condición de posibilidad en el pecado y la ruptura del plan original de Dios por parte del hombre, sino en la eterna voluntad divina de ser un Dios encarnado que rebosa la indigencia del hombre con su abundante vida. Pero una vez que la encarnación se realice, tendrá también en cuenta la real situación de pecado del hombre y esta vida divina se otorgará a la manera en que el hombre es capaz de optimizarla desde su concreta situación. Por ello, aunque el pecado no es trascendental (en sentido kantiano) de la encarnación de Dios, sí es una cualificación históricoconcreta de la misma: «La encarnación en su forma actual está motivada por la decisión de Dios de que el mundo no se quede sin aquella vida a la que está destinado, para la que fue creado y que el pecado ha puesto en peligro. El pecado se

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convierte así en factor de concreción de la eterna voluntad divina de encarnarse. La lógica de la alianza fuerza a Dios a tener que asumir sobre sus espaldas la posible muerte para evitar la pérdida definitiva del hombre, su compañero de destino. Dios llega por su Hijo al lugar donde operan el pecado, el silencio y el olvido, para compartirlos y superarlos»[207].

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Capítulo 5 La resurrección de Jesús: un final que es comienzo El acontecimiento generador del movimiento cristiano es la resurrección de Jesucristo. En efecto, si la historia del Nazareno hubiera terminado en la agonía y muerte del Viernes Santo, toda su vida, sus palabras y obras, quedarían envueltas, cuanto menos, en una ambigüedad asignificativa. Por tanto, es el Resucitado y la experiencia que de Él ha hecho la comunidad primitiva, principalmente en el cuerpo apostólico, el elemento aglutinador de toda la reflexión teológica consignada en el Nuevo Testamento. De esta manera, comprendemos el significado del título propuesto para este apartado. La resurrección, aunque ubicada al final de nuestra reflexión por razones metodológicas, es el verdadero punto de partida para la comprensión del cristianismo. De hecho, la reflexión neotestamentaria es una relectura de la entera historia de la humanidad, tanto retrospectiva como prolépticamente, a la luz del evento Cristo resucitado[208]. El objetivo del presente capítulo, último de nuestra reflexión, es acercarnos a la naturaleza del evento de la resurrección de Jesucristo. Un acercamiento que no está exento de dificultades, ya que hablar de «resurrección» es situarnos en un orden de realidad que trasciende nuestros condicionantes espacio-temporales y nos confronta con una dimensión de verdad que podemos juzgar como metahistórica. Así, se podrá constatar cómo la clarificación de este tema requiere unos previos hermenéuticos que nos ayuden a evitar equívocos. 1. La resurrección como problema: De la posibilidad de hablar de lo absolutamente nuevo El carácter escatológico de la resurrección de Jesús nos enfrenta con un problema teológico de primera magnitud. En efecto, si la resurrección implica una acción escatológica de Dios, es decir, la irrupción de la eternidad en el tiempo, de lo último y definitivo en la contingencia de la historia… se plantea la pregunta sobre la posibilidad de que el entendimiento y el lenguaje humano puedan dar razón de un evento de estas características. De hecho, afirma la Pontificia Comisión Bíblica: «La resurrección de Cristo por su naturaleza misma escapa a una constatación puramente empírica. Ella introduce a Jesús en “el mundo que viene”. Su realidad puede ser inferida en las manifestaciones de Cristo en gloria a los testigos privilegiados, a la vez que es corroborada por el hecho de la tumba vacía. Pero no se puede simplificar esta cuestión suponiendo que todo historiador, con los solos recursos de la investigación científica, podría demostrarla, como un hecho accesible a cualquier observador: también aquí la “decisión de fe” o mejor la “abertura del corazón” determina la posición tomada»[209].

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Por tanto, la naturaleza misma de la resurrección supone que Jesús ha sido transferido a un orden de realidad cualitativamente distinto del nuestro: el universo de Dios. Esto evidencia cómo el tema de la resurrección, más que ningún otro, en las diversas propuestas cristológicas, se halla fuertemente atrincherado en los previos hermenéuticos que establece cada autor[210]. Sin embargo, aunque la resurrección no sea un evento que se pueda tratar como acontecimiento intrahistórico, no sólo tiene efectos perceptibles en la historia, sino que incluso la determina decisivamente. De ahí que los testigos primeros del acontecimiento pascual sintieran la necesidad de comunicar aquello que era percibido por ellos como una modificación substancial de la historia de la humanidad, que la reconfiguraba en nuevas claves tanto retrospectiva como prolépticamente. Desde este convencimiento surge una pregunta que nos parece determinante desde el punto de vista hermenéutico: ¿cuál es la forma concreta en la que los testigos de la resurrección comunican la experiencia vivida de encuentro con el resucitado? Esta pregunta se nos impone con evidencia porque dicha forma de transmisión tiene un valor determinante a la hora de esclarecer cuál es la naturaleza misma de este evento, cómo condicionó las vidas de los testigos cualificados de la primera hora y hasta qué punto es posible que cada generación creyente sea capaz de reapropiarse la verdad de dicha experiencia. De esta manera, llegamos al encuentro con unos textos que median para nosotros la experiencia vivida por los apóstoles ya que, como hemos apuntado anteriormente, es imposible el acceso directo a un acontecimiento que tiene entidad metahistórica. De ahí que el acceso a la forma concreta en que han sido articulados dichos textos sea un primer paso para poder hablar responsablemente de la experiencia vital que hay detrás del ropaje literario en que la misma nos ha sido transmitida. ¿Cuál es, por tanto, la forma concreta del testimonio fontal neotestamentario? La narratividad y la analogía. Nos acercamos a esta doble formalidad de los textos bíblicos para poder comprender mejor el porqué de este uso en referencia al acontecimiento que nos ocupa y, al mismo tiempo, intentaremos rentabilizar esta doble forma narrativa y analógica como válida e incluso conveniente para presentar el tema de la resurrección al hombre de hoy. 1.1. La narratividad La reflexión teológica tiene que ser concebida inevitablemente como una razón histórica abierta, esto es, una racionalidad que confiesa e incluso testimonia la posibilidad de que lo absoluto de Dios pueda venir a habitar la historia de los hombres. De ahí que esta racionalidad teológica, y así se evidencia en la configuración histórico-concreta de los textos neotestamentarios, tenga en la narratividad una de las maneras menos inadecuadas de expresión. Así pues, podemos entender que los testigos cualificados de la resurrección intentaran buscar una mediación válida entre la salvación que se les hacía patente en el encuentro con el resucitado y la historia de los hombres justamente en el tema de la narración[211]. Profundizamos, a continuación, en las motivaciones de esta elección. 87

La primera razón a considerar es que la narración no captura sino que, ante todo, evoca. De hecho, cuando hablábamos de las parábolas de Jesús se afirmaba que Dios no es, ante todo, enseñable, sino más bien narrable. La narración se presenta más humilde y, al mismo tiempo, más eficaz para tratar con el Misterio. En este sentido, reconoce B. Sesboüé: «La salvación cristiana es un acontecimiento realizado por Dios en nuestra historia. Es en sí mismo una larga historia. Pues bien, nunca el peso de una historia puede verterse en una serie de nociones [...] Igualmente, hemos registrado la imposibilidad de abarcar todo el misterio de la salvación en una fórmula [...]. Porque la salvación es infinitamente más que una simple doctrina»[212].

Por esta misma razón, la narración, y por ende una teología narrativa, no es sospechosa de ideología, sino que rompe toda pretensión que intente construir sistemas cerrados[213]. En este sentido, R. Chopp, que trata de construir una renovada filosofía de la historia que responda a los interrogantes del dolor y del sufrimiento humano, a partir de la formalidad narrativa del testimonio neotestamentario, nos invita a entrar en una dialéctica de no identidad: «Esta filosofía de la historia no se interesa por el «progreso», por los «ciclos», sino por acontecimientos de sufrimiento injusto y radical, tan diversos como el Holocausto y los pobres latinoamericanos. Estos hechos no se pueden encerrar en un sistema hermenéutico ni en una teoría de alcance global: los hechos rompen cualquier interpretación. La mejor forma de recordarlos es a través de los testimonios narrativos. Estos evocan y representan el acontecimiento revelando la libertad todavía por realizar del sujeto humano. La dialéctica de la no identidad obliga a narrar una y otra vez los recuerdos que revelan y mantienen viva la identidad precisa del sujeto humano en cuanto dotado de libertad ante la historia y ante el futuro. En la historia del sufrimiento es fundamental la comprensión de la dialéctica de la no identidad de estos hechos que exige el recurso al testimonio en cuanto categoría básica del cristianismo»[214].

En segundo lugar, narrar no es sólo hacer memoria de las historias originales sino que, ante todo, es un hablar de Dios narrativamente, una forma de pensar, una estructura formal, en definitiva, un argumentar narrando. Para B. Forte, esta «forma mentis» narrativa muestra su eficacia para hablar de aquellas realidades que preceden incluso las mismas estructuras del pensamiento. Así, la cuestión del comienzo, cuya pregunta precede a la configuración espacio-temporal de la mente, el futuro absoluto, en su referencia a lo nuevo que jamás ha existido y que ha irrumpido en la historia con la resurrección de Jesucristo, o la misma vida intratrinitaria, se presentan inaccesibles a cualquier reconstrucción argumentativa[215]. De todo esto se deduce la importancia de que la razón teológica acuda a la narración: «La razón teológica recurrirá a la narración no sólo haciendo memoria de las historias originales, sino también y especialmente redescubriendo la estructura narrativa de la economía del Adviento y tendiendo a representarla en su hablar de Dios a los hombres que son sus contemporáneos, en la conciencia de que ellos están también «metidos en historias» no menos de como lo estuvieron los primeros hombres que realizaron la experiencia del encuentro con el Resucitado»[216].

En efecto, la narratividad nos muestra su potencial antropológico ya que los hombres 88

están amasados en historias[217]. Este aspecto es resaltado especialmente por B. Sesboüé en la obra citada cuando habla de la antropología del relato. El teólogo francés pone de manifiesto la necesidad que ha sentido el hombre de todos los tiempos de contar historias. El relato viene a colmar aquello que nos falta, proyecta la fantasía y posee su resorte más profundo en la relación con el bien en cuanto ausente, es decir, «la carencia es la substancia del relato»[218]. Por esta razón, el relato proyecta mundos mejores que es necesario alcanzar y, de esta manera, nos muestra que en el mismo no sólo existe carencia, sino también el defecto, el pecado, el mal. En todos los relatos, la desgracia y el sufrimiento son esenciales, de modo que cuando se alcanza el estado máximo de felicidad, el relato cesa irremediablemente. La necesidad que el hombre posee de la narración responde a que sus estructuras antropológicas más profundas son también narrativas. En este sentido, afirma B. Sesboüé: «Vayamos aún más lejos: en todo relato que se escucha, lo que está finalmente en causa es el relato de nosotros mismos. Pues bien, nosotros somos nuestro propio relato. El relato se basa en nuestra identidad, ya que esta no puede expresarse más que bajo la forma del relato: yo soy hijo de tal y tal. Mi origen se dice ya en un relato. Y yo soy lo que he vivido, tanto si se trata de mi curriculum vitae en el momento en que nos alistamos en una tarea, o de las experiencias principales que me han ido modelando y que yo confío a los que amo. Por eso tenemos todos tanta necesidad de contar nuestra vida»[219].

Pero el relato no sólo funda nuestra identidad personal, sino que en la base de la identidad de todo pueblo o nación se encuentra una narración, una historia. Así pues, el acontecimiento que refiere el relato alcanza su condición de posibilidad en el mismo acto de narrar, de modo que «si el relato cesa, el acontecimiento muere irremediablemente»[220]. Esto nos hace descubrir, también en relación al pueblo de Dios, que «el cristianismo es una comunidad de narración»[221] porque en el acto de narrar la muerte y resurrección de Jesucristo descubre su misma condición de posibilidad. Por último, B. Forte reconoce el valor performativo del relato o, de otro modo, que el recurso a la narración produce nuevos relatos, nuevas historias en las vidas de aquellos que se someten a su influjo. Desde esta perspectiva, podríamos definir la salvación como el encuentro de dos relatos: el propio y el de la «historia salutis». Así pues, la teología debe tener como función que el relato de la salvación de Dios en Jesucristo venga a cruzarse con nosotros, es preciso que la historia que se cuenta se convierta en nuestra propia historia[222]. 1.2. La analogía La expresión válida de la experiencia pascual no queda saldada sólo con el esfuerzo narrativo, sino que exige, como una forma de fidelidad a la economía neotestamentaria, el recurso teológico a la analogía[223]. Para B. Forte, los motivos de su necesidad son claros: «Sin embargo, la narratividad no basta: ya en la teología neotestamentaria se le añade la analogía: “El que

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tenga el don de la profecía lo ejerza según la analogía de la fe” (Rom 12,6). El pensamiento analógico compara lo diverso, manteniéndolo en su diversidad y al mismo tiempo captando sus vínculos de comunicación y unidad. Pensamiento de la presencia, que no es posesión, y de la ausencia, que no es lejanía, la analogía resulta especialmente adecuada para traducir el encuentro siempre sorprendente entre el éxodo y el Adviento. La analogía excluye la identificación indiscreta, así como la incomunicabilidad muda; respeta la trascendencia de Dios que entra en la historia, así como la inmanencia de la criatura peregrina hacia la vida, y se esfuerza en transmitir sus relaciones, por las que la absoluta prioridad divina muestra tener un sentido para el caminar del hombre y la contingencia inquieta del existir humano se abre a las posibilidades de lo nuevo que viene de lo alto»[224].

En este texto, como en una especie de pequeño tratado, encontramos todos los elementos necesarios para descubrir la naturaleza del pensamiento analógico. En efecto, si la teología rinde cuenta de una relación asimétrica, éxodo humano y Adviento divino, tiene como objetivo o tarea comparar lo diverso[225]. En el caso que nos ocupa, el encuentro entre unos discípulos desencantados de viernes santo y el Señor de la vida; es decir, la irrupción de lo absolutamente nuevo por la resurrección de Jesucristo sólo podrá ser descrita partiendo de experiencias humanas fundamentales que, aun compartiendo verdad de realidad con el evento pascual, mostrarán siempre la esencial desemejanza que las constituye: «¿cómo nombrar a un Dios verdaderamente diferente, absoluto, si no podemos hacerlo más que a partir de lo que es fundado, en lo que nos encontramos nosotros?»[226].

O de otro modo, la analogía es esencialmente comparación llamada a evitar toda peligrosa unilateralidad que se mueva entre una equivocidad radical y una univocidad indiscreta[227]. La analogía evita, pues, toda incomunicación absoluta que deje aislado al hombre de todo posible encuentro con Dios, al mismo tiempo que huye del apresamiento o disolución de Dios en lo humano o de lo humano en Dios, para alcanzar así una síntesis que ponga juntas, sin mezcla o confusión, pero también sin separación ni división, el sujeto y el objeto de la fe. Llegamos aquí a la necesidad de una circularidad hermenéutica sujeto-objeto que nos muestra la lógica misma de la salvación como un coloquium salutis[228]. Esta apreciación se percibe en el hecho de que los testigos a los que la comunidad cristiana debe el testimonio pascual, aun habiendo vivido a la orilla del evento que atestiguan, no son los fundadores del mismo, sino más bien han sido fundados novedosamente por dicho acontecimiento. Así, el evento pascual precede nuestro universo de expectativas y proyectos pero, al mismo tiempo, no puede ser captado al margen del mismo. 2. Confesiones de fe en el Resucitado o el recurso a la analogía Hemos afirmado anteriormente que, si bien la resurrección de Jesús no es un acontecimiento empírico que pueda ser verificado intrahistóricamente, sí tiene manifestaciones visibles en la historia. Sin duda, la más significativa hace referencia a la 90

actitud de los discípulos que, después de su desaparición en las sombras del viernes santo, vuelven a aparecer en escena, libres de miedos y temores, el domingo de pascua. El historiador se topa aquí con un interrogante muy significativo que lo lleva a preguntarse sobre la naturaleza del hecho que pudo desencadenar un cambio de actitud que, lejos de ser puntual, se prolongó en el tiempo con los efectos para la historia del cristianismo que todos conocemos. Sin embargo, la revelación bíblica es contundente al descodificar este hecho de modo unívoco como una resurrección de Jesús de entre los muertos (cf 1Tes 1,10; 4,14; Rom 4,25; 10,9; 1Pe 3,18; 1Cor 15,3-5.7; Lc 24,34; 2Tim 2,8; Mc 16,6). Ahora bien, esta univocidad del testimonio bíblico no indica ausencia de problemas y dificultades. La palabra «resurrección» queda dicha pero, ¿cuál es su significado preciso? La pretensión de apresar un acontecimiento escatológico con la palabra tiene un evidente peligro de reduccionismo que, en el ámbito neotestamentario, querrá ser conscientemente evitado recurriendo precisamente a la analogía. De ahí que, aunque el término «resurrección» tenga la máxima relevancia, sea acompañado por una pluralidad de lenguajes que, creando una especie de constelación simbólica, iluminen la realidad última del evento de la resurrección con la mayor hondura posible: «El inicio de la nueva vida de Jesús es indicado con la palabra “resurrección”: se usan así términos familiares, propios de la vida cotidiana (el levantarse de alguien que yace tumbado o el despertase de un durmiente), como palabras-imágenes que expresan un evento irrepresentable en el ámbito de nuestra experiencia. El concepto de “resurrección” tiene, por tanto, un carácter metafórico; con ello se quiere expresar una realidad que trasciende nuestro mundo pero que no por eso es menos real»[229].

El término «resurrección» es la traducción de los verbos griegos anistanai (sust. anastasis) y egeiro. Este último, el más frecuente y probablemente el de uso más antiguo, es traducido al latín por resurgere; de ahí el término resurrección. El significado hace referencia a alguien al que se le despierta (uso pasivo) o que se despierta por sí mismo (uso activo) del sueño poniéndose de pie o levantándose. Se establece así una analogía de la muerte con el sueño y el término nos evoca a un Jesús que se despierta o ha sido despertado de la muerte, es decir, Jesús se ha levantado de entre los muertos. El segundo verbo, anistanai, en sentido intransitivo y en pasiva habla de levantarse, ponerse derecho, estar derecho… y en activa significa levantar a alguien de una situación miserable o de servidumbre, restaurar, reconstruir. Por tanto, se evoca aquí la imagen de alguien que yace por tierra y es restablecido a su posición inicial, es puesto de pie. Al mismo tiempo, el matiz que indica el desde dónde se levanta como situación de humillación evidencia una conexión con la muerte vergonzante en cruz, de la cual Cristo ha sido rescatado[230]. Es interesante destacar cómo, en ambos verbos, el sujeto de la acción puede ser referido a Dios o al propio Jesús. Este dato no es neutro desde un punto de vista teológico. De hecho, las fórmulas más antiguas de fe consideran a Dios el sujeto de la acción, desvelando así el trasfondo veterotestamentario que conecta la posibilidad de devolver la vida a los muertos con la potencia divina (cf Rom 4,24; 8,11; 10,9; 1Cor 91

6,14; 15,15; 2Cor 4,14; Gál 1,1; Col 2,12). A medida que avanzamos en la reflexión neotestamentaria, encontramos fórmulas de confesión de fe en el Resucitado donde Jesús o Cristo suele ser el sujeto de la acción (cf 1Tes 4,14; 1Cor 15,3s; 2Cor 5,15; Rom 4,25; Ef 1,20; 1Pe 1,21). Sin duda, este corrimiento está evidenciando la progresiva profundización de la comunidad primitiva en la identidad divina de Jesús[231]. Ahora bien, este vocabulario, aunque ha sido privilegiado por la tradición, no es único y exclusivo de la reflexión neotestamentaria[232]. Como hemos afirmado anteriormente, poner palabra a un hecho tan único como el de la resurrección de Jesús enfrentó a los primeros testigos con un problema de lenguaje. De ahí que, junto a los términos ya aducidos, existan otros que insisten en la singularidad de lo acaecido a Jesús y completan con matices rasgos esenciales del evento que se intenta transmitir. Otro de los primeros vocablos utilizados para expresar el acontecimiento original, especialmente en el evangelio de san Juan, es doxa (verb. doxazein). La gloria o glorificación de Jesús muestran una discontinuidad con su vida terrena en la cual aún no ha sido transferido a un orden distinto de realidad, a la esfera de Dios (cf Jn 7,39). Ahora, precisamente porque Dios lo ha glorificado (cf Jn 12,28), Jesús aparece asociado a la gloria del Padre y participa de su naturaleza divina. Detrás de esta reflexión joánica del paso de Jesús de este mundo al Padre, la teología de la hora (cf Jn 13,1), se vislumbra la identidad divina de Jesús. No en vano, el griego doxa es la traducción del hebreo kabbod, que, en el Antiguo Testamento, hace referencia a la gloria de la esencia divina. También los términos, tanto en activa como pasiva, hypsoo, hypsosthai (cf He 2,33; 5,31) y hyperhypsoo (cf Flp 2,6-11) hacen referencia a un lenguaje de exaltación que puede traducirse por «Dios lo ha exaltado» o «Él ha sido exaltado». Estas expresiones hacen referencia al contraste entre la acción exaltadora de Dios y la humillación del que ha descendido hasta lo más profundo del abismo para ganar a todos los hombres a la vida. Así, se pone de manifiesto la paradoja de cómo el hombre que ha realizado el mayor abajamiento hasta los infiernos de nuestro mundo es adorado en gloria y aclamado como aquel ante el cual toda rodilla se ha de doblar. Otro modelo de expresión del misterio se encuentra en el término ho zoon, que puede ser traducido por «El Viviente» (cf He 1,3; 25,19; Rom 14,9; 2Cor 13,4; Ap 1,18; 2,8), y zoe, traducido por «vida» (cf Jn 11,25; He 2,28; Rom 5,10). Esta formulación tiene especial relieve en Lucas y en Pablo como una alternativa a «resurrección», cuyo uso podía repugnar a los griegos. Es interesante hacer notar que esta terminología nos introduce en un ámbito no groseramente materialista o vitalista, más propio de términos como bios o bioo, ya que los vocablos zoe y zen remiten, más allá de lo biológico, a la vida divina o a la vida del hombre junto a Dios. Así pues, nunca se usan expresiones tales como anabioo, anabioskomai o anabiosis, claramente un vocabulario de reviviscencia, para hablar de la resurrección de Jesús. De esta manera, se deja claro cómo el acontecimiento que nos ocupa no es un simple incremento cuantitativo de la forma humana de vida o una simple perduración temporal, sino la transferencia a otro orden de ser que viene determinado por lo divino. Por último, tenemos el título cristológico que nos habla de Jesús como Kyrios. Si en 92

la Biblia griega este término viene usado como una de las principales palabras para designar a Dios, aplicada a Jesús es una expresión técnicamente resurreccional que está indicando no sólo la victoria de Jesús sobre el poder de la muerte, sino su identidad divina (cf He 2,33.36; Flp 2,9.11; Rom 10,9). En efecto, quien tiene poder y autoridad sobre las fuerzas del mal y de la muerte y comunica la misma vida de Dios es porque la posee como propia. Así, la función salvífica de Jesús para el hombre será el punto de apoyo para comenzar a pensar su misma realidad. En conclusión, el hecho de que exista esta pluralidad de lenguajes para designar el acontecimiento original de la resurrección de Jesús manifiesta la prudencia del pensamiento analógico cuando trata de «explicar» el misterio. Por ello, esta policromía de símbolos y metáforas debe ser entendida, más allá de incompatibilidades, de modo absolutamente complementario. De hecho, intentan articular un esquema de muerteresurrección, de carácter más horizontal, con un esquema de abajamiento-exaltación, de naturaleza preferentemente vertical. Este dato será profundizado cuando tratemos específicamente los relatos de apariciones en los que se intenta mostrar cómo el Resucitado es el Crucificado. Ahora bien, esta continuidad entre la vida histórica de Jesús, con su final de cruz, y el evento pascual no debe tampoco hacernos olvidar que el Resucitado no es tan sólo el Crucificado, sino aquel que ha sido exaltado a la derecha del Padre y que una vez vivo ya no muere más: «Que un muerto vuelva a la vida no carece de precedentes en el ámbito bíblico. Pero no es esto lo que quiere decir la resurrección de Jesús. Lo que la resurrección en el caso de Jesús expresa es que Jesús pasa a un tipo de existencia que ha dejado tras de sí la muerte de una vez para siempre (Rom 6,10), que ha llegado a Dios superando para siempre las fronteras de este eón (Heb 9,26; 1Pe 3,18). Al contrario que David y que todos los resucitados por él mismo, Jesús se ve libre de la corrupción (He 13,34), vive para Dios, vive “por los siglos de los siglos, y tiene las llaves de la muerte y del hades” (Ap 1,17s). Esto carece de analogías, como suele repetirse con toda razón. Rompe de una vez todo nuestro mundo de vida y muerte, y al romper nos abre un camino nuevo hacia la vida eterna de Dios (1Cor 15,21ss)»[233].

3. Los relatos pascuales o el recurso a la narratividad 3.1. La tumba vacía El hallazgo de la tumba vacía está atestiguado por los cuatro evangelios (cf Mc 16,1-8; Mt 28,1-7; Lc 24,1-11 y Jn 20,1-18) y, a pesar de las diferencias, mantienen sustancialmente un esquema fijo. Las mujeres, el primer día de la semana, van a ungir el cadáver de Jesús y encuentran el sepulcro abierto y vacío. Un ángel o un joven, al anunciar la noticia de la resurrección de Jesús, descodifican para ellas un hecho de por sí ambiguo y, por último, son enviadas a anunciar la noticia a los discípulos. Es interesante hacer notar cómo en la reflexión neotestamentaria el hallazgo del sepulcro vacío no funda la fe en la resurrección de Jesús ya que este hecho, por sí mismo, tiene un valor ambiguo. Así, en los mismos evangelios se apunta la posibilidad de que el cuerpo de Jesús haya sido robado (cf Mt 27,62-66 y Jn 20,13). Por ello, debemos suponer que estos relatos no tienen primariamente un interés de tipo apologético, sino ilustrar una fe previa 93

en el Resucitado que queda desvelada apropiadamente por la estructura literaria de los mismos. La marcha de las mujeres al sepulcro, la piedra corrida de la entrada, la comprobación de la tumba vacía… no son determinantes del relato, sino un marco literario que genera una tensión dramática adecuada para insertar el mensaje de la resurrección de Jesús por parte del ángel[234]. Además de esta intencionalidad teológica, el manifiesto interés de los primeros cristianos por la tumba vacía estaría apuntando a que nos encontramos con un relato entendido como etiología cultual, es decir, un texto creado probablemente al servicio de una liturgia muy antigua en torno al sepulcro de Jesús en Jerusalén[235]. Ahora bien, una vez hechas todas estas apreciaciones queda todavía en pie la pregunta acerca de la historicidad del hecho narrado. Los especialistas no llegan a un acuerdo al respecto y se suceden las razones en contra y a favor del hallazgo de la tumba vacía[236]. A nuestro juicio, y aun reconociendo que no existe ninguna argumentación dirimente, encontramos dos razones de cierto peso a favor de la historicidad del sepulcro vacío. En primer lugar, el hecho de que no tengamos noticias en contra de dicho acontecimiento. En efecto, ni siquiera los detractores de Jesús niegan que la tumba estuviera vacía, aun cuando dieran un tipo de explicación distinta a la de los evangelistas (cf Mt 28,13; Jn 20,15). Por ello, habría sido difícil mantener en Jerusalén un solo día siquiera el anuncio pascual si el descubrimiento del sepulcro vacío no hubiera sido un hecho constatable. En segundo lugar, en un contexto judío marcado por una antropología unitaria, que no cuenta con la distinción entre alma y cuerpo, propia del universo griego, hubiera sido difícil mantener la fe en la resurrección de Jesús contando con un cadáver[237]. El hombre no tiene cuerpo, sino que es esencialmente cuerpo, y ello le posibilita estar en el mundo y entrar en comunicación con el otro. Así, la resurrección debe afectar a todo mi ser, incluido el cuerpo. En cambio, y en referencia a los argumentos aducidos, existen otras posibles explicaciones. Así, en relación a la aceptación compartida del hecho del sepulcro vacío, otros señalan que los textos apuntados son una reflexión tardía y que parece dudoso que los adversarios de Jesús mostraran tan pronto un interés por la suerte de un hombre cuyas pretensiones escatológicas habían quedado liquidadas con su ajusticiamiento. Por otro lado, haber mostrado el cadáver de Jesús para frenar el anuncio de su resurrección choca con la imposibilidad, tanto para los discípulos como para los adversarios, de abrir un sepulcro. Es difícil creer que estos últimos tomaran en serio los rumores de la resurrección y que los discípulos sintieran la necesidad de argumentar a partir del sepulcro vacío. Incluso, algunos apuntan la posibilidad de una sepultura anónima de Jesús junto con los dos delincuentes crucificados. Por otra parte, y en relación con el argumento antropológico, se arguye que la fe en una resurrección no presupone la existencia de un sepulcro vacío. Así, Herodes Antipas creyó que Jesús era Juan redivivo (cf Mc 6,14) aunque el Bautista fuera enterrado por sus discípulos (cf Mc 6,29) y nada sepamos de su cuerpo. Del mismo modo, Jesús compartió la creencia de que Abrahán, Isaac y Jacob estaban vivos junto a Dios (Mc 12,18ss) y sus sepulcros eran venerados sin 94

necesidad de pensar que estuvieran vacíos[238]. Con todo lo dicho, y según apuntan Theissen y Merz, los métodos histórico-críticos no permiten arrojar una solución favorable o contraria al hallazgo del sepulcro vacío[239]. De esta manera, se ofrece una doble posibilidad sobre este asunto. La primera apunta a que las apariciones de Jesús después de su muerte son el fundamento de la fe en la resurrección y que, por tanto, estas fueron el detonante para la búsqueda del sepulcro de Jesús. Como nadie conocía el lugar exacto de la sepultura, un sepulcro cercano al Gólgota sin utilizar es interpretado a posteriori como la tumba de Jesús. La segunda posibilidad habla de la probabilidad de que se conociera con certeza, como atestigua la tradición de José de Arimatea (cf Mc 15,42-47), el lugar exacto de la sepultura de Jesús y que, por tanto, las mujeres lo encontraran vacío la mañana de pascua. Así, este hecho protagonizado por las mujeres encuentra una explicación plausible cuando conocen de los discípulos la noticia de las apariciones del Resucitado; noticia que posteriormente se pone en boca del ángel. No obstante, ambas explicaciones presuponen la existencia de un sepulcro vacío de modo que, aunque no con una certeza apodíctica, sí se puede apuntar «un pequeño plus a favor de la posibilidad de que la tradición sobre el sepulcro vacío posea un núcleo histórico»[240]. Sin embargo, y más allá de la historicidad del hecho, nos interesa resaltar el valor teológico de signo que posee este relato[241]. En efecto, el sepulcro vacío no puede ser considerado una prueba de la resurrección de Jesús, sino que, muy al contrario, fue escrito a la luz de la experiencia pascual. Del mismo modo, la referencia a la presencia de ángeles, los temblores de tierra, las tumbas abiertas… nos hacen pensar en las teofanías propias del Antiguo Testamento y en la literatura judía de la época[242], subrayando el carácter escatológico de la resurrección de Cristo. Además, la referencia a la tumba es fundamental en pasajes veterotestamentarios tales como el cántico de Ezequías al sanar de su enfermedad: «La amargura se me volvió paz cuando detuviste mi alma ante la tumba vacía» (Is 38,17). Todo ello apunta a un significado teológico que pretende resaltar la victoria definitiva de Cristo sobre el poder de la muerte y su inserción definitiva en el universo de Dios. De esta manera, el relato de la tumba vacía tiene fundamentalmente una función de revelación: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24,6). 3.2. Las apariciones del Resucitado En las capas más antiguas de la tradición sólo se habla de «apariciones» de Jesús con frases breves, a manera de fórmulas de fe, que pueden ser datadas incluso con anterioridad a los escritos paulinos (cf 1Cor 15,3-5; Lc 24,34; He 10,39s; 13,28.30s). Estas frases breves tienen al comienzo, cuando aún no existen unos relatos desarrollados, una función de anuncio kerygmático o de confesión de fe en el resucitado. La primera articulación narrativa la encontramos en Marcos (cf 16,1-8), que unifica las tradiciones previas e independientes del sepulcro vacío, de origen jerosolimitano, y las apariciones

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de Jesús, de origen galileo[243]. Aunque los distintos relatos de apariciones son difícilmente armonizables entre sí, existe unanimidad en la acentuación de lo esencial y determinante. Además, el hecho de que se hayan dejado relatos tan plurales y divergentes entre sí es la mejor garantía de la veracidad del hecho que narran, mostrando así una intencionalidad teológica y no primariamente histórica o periodística[244]. Los aspectos esenciales en los que concuerdan todos los relatos pueden ser tematizados en cuatro puntos fundamentales: la aparición personal del Señor que confirma la veracidad de la resurrección, una dialéctica de identidad y diferencia con su anterior vida que dificulta el reconocimiento, el envío de los discípulos para dar un testimonio universal y la necesaria mediación apostólica para el encuentro con el Resucitado. Estos puntos serán los que articulen la reflexión que sigue. En primer lugar, la aparición personal del Señor ha sido interpretada teológicamente de múltiples formas. E. Ruckstuhl, J. Pfammatter y W. Bulst nos hablan de «visiones» objetivas, donde los discípulos vieron con los ojos e incluso pudieron oír y tocar al Resucitado. En cambio, J. Kremer prefiere hablar de «visiones espirituales» o «pneumáticas», mientras L. Boff las califica como de «apariciones transubjetivas». Por su parte, J. M. Robinson y G. O’Collins hacen referencia a «apariciones luminosas» y K. Rahner, J. I. González Faus y X. Léon-Dufour prefieren la categoría de «experiencia». No obstante, el denominador común a todas estas designaciones hace depender excesivamente las posibles caracterizaciones de las apariciones del Señor al sujeto que ve o que experimenta, cuando los textos bíblicos apuntan unánimemente a la intervención libre y gratuita de un Resucitado que toma la iniciativa[245]. En efecto, el verbo griego usado principalmente en los textos para designar las apariciones del Resucitado es ophthenai, concretamente declinado como ophthe (cf 1Cor 15,3-8; Lc 24,34; He 9,17; 13,31; 26,16). Dicho verbo puede ser traducido en pasiva como «fue visto», indicando así que la acción corresponde a los discípulos; como un pasivo divino en la forma «fue mostrado» o «fue revelado», evidenciando el protagonismo de Dios y, por último, como deponente «se dejó ver» o «se apareció», dando protagonismo al mismo Cristo. Pues bien, aunque desde el punto de vista filológico las tres serían correctas, atendiendo al contexto bíblico sólo nos es permitido aceptar las dos últimas. Esto viene fundamentado en el hecho de que, en la traducción de los LXX, el verbo ophthe es un término bíblico para designar las teofanías de Dios en el Antiguo Testamento (cf Gén 12,7; 17,1; 18,1; 26,2; Sal 83,8; 1Re 11,9)[246]. Por tanto, la forma más adecuada de entender las apariciones es al modo veterotestamentario de «revelaciones», es decir, como una manifestación, comunicación y donación de Cristo mismo a unos discípulos que quedan afectados existencialmente de manera global. En segundo lugar, la caracterización de las apariciones como revelaciones del Señor adquiere también plausibilidad a la luz de la dificultad que los discípulos tienen para reconocer al Resucitado (cf Lc 24,13-35; Jn 20,11-18; 21,4). Así, no sólo se muestra la gratuidad de la iniciativa divina, sino la misma indisponibilidad del Resucitado que no 96

está sujeto a nuestras pretensiones o a nuestro dominio porque Él se aparece cuando quiere y donde quiere: «Suéltame, que aún no estoy arriba con el Padre» (Jn 20,17) o «Se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero Él desapareció» (Lc 24,32). De esta manera, la revelación hace referencia a la dialéctica aparecer/desaparecer, identidad/diferencia, continuidad/discontinuidad; en definitiva, al Dios ausente, puede que ocultamente presente. Si Jesús, al resucitar de entre los muertos, ha sido transferido al universo de Dios… ahora su presencia queda inscrita en el ámbito del misterio ya que «Dios se revela precisamente como el Dios oculto»[247]. Por otra parte, si consideramos las apariciones como revelaciones de Cristo resucitado, no podemos hablar sólo del elemento visional, sino también de la función determinante de la palabra. La apariciones, por tanto, están hechas de visión y de palabras y la ambigüedad de la primera sólo se disuelve en la univocidad de la palabra. En efecto, la palabra de Jesús es fundamental para que los discípulos comprendan que el Resucitado es el Crucificado (cf Lc 24,38; Jn 20,26s), que existe una continuidad con la vida histórica del Nazareno, al tiempo que una discontinuidad por su glorificación a la derecha del Padre. Esta doble dimensión, histórica y glorificada, de una misma realidad personal evidencia cómo, aunque la dimensión histórica está al alcance de los discípulos mediante el ejercicio de la memoria, la dimensión de gloria sólo puede ser descubierta como revelación, cuando el Resucitado se explica a sí mismo, disipa las dudas, desvela el acontecimiento primordial y lo descodifica para los discípulos como salvación y como vida: «Jesús se hace identificar al tomar la palabra. La palabra que pronuncia es la que tendrán que transmitir los discípulos. Se refiere ante todo a su identidad personal, primero, ciertamente, a su identidad antigua e histórica de Jesús de Nazaret, a fin de que no se le tome por algún espíritu celeste, pero también, e incluso más, a su nueva identidad, o al menos no manifestada aún, de Señor y de Hijo, de introductor en el reino de Dios»[248].

Por tanto, el carácter de revelación de las apariciones explica convenientemente la dialéctica que hemos apuntado y ayuda a evitar dos extremos: el peligro de un materialismo grosero y el riesgo de docetismo o cualquier forma de gnosis. En efecto, determinados textos donde Jesús muestra sus llagas, invita a los discípulos a palparlas (cf Lc 24,39; Jn 20,19-23. 27-29), e incluso come con ellos (cf Lc 24,40s), tienen que ser contrastados con otros donde hay una prohibición expresa de Jesús de ser tocado (cf Jn 20,17), sólo se limita a preparar la comida (Lc 24,30s; Jn 21,5.9.12s) o incluso hay una llegada y desaparición misteriosa de Jesús (cf Lc 24,36.5; Jn 20,19)[249]. Del mismo modo, el carácter de revelación evidencia que no se ahorra a los discípulos el salto de fe, ya que el encuentro con el Resucitado puede ser tematizado como un «ver creyente». Así, santo Tomás expresa cómo los discípulos vieron a Jesucristo después de la resurrección «oculata fide», es decir, por los ojos que da la fe[250]. La razón fundamental que arguye Tomás para este modo de ver se encuentra en el carácter escatológico del evento al que se refiere: «Ahora bien, Cristo, al resucitar, no volvió a una vida comúnmente conocida por todos, sino a una vida

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inmortal y conforme con Dios, según aquellas palabras de Rom 6,10: Viviendo, vive para Dios. Y, por este motivo, la resurrección de Cristo no debió ser vista inmediatamente por los hombres, sino que debieron comunicársela los ángeles»[251].

En tercer lugar, existen relatos de apariciones de Jesús en figura reconocible, transidas por un trabajo fuertemente redaccional, cuya finalidad es sustentar el mandato misionero en el encuentro con el Resucitado (cf Mt 28,16-20; Lc 24,36-49; Jn 20,19-23; 21,15ss). La clave teológica fundamental de estos relatos se encuentra en la categoría de «envío» para dar un testimonio universal, junto a la promesa de una compañía permanente de Jesús en el Espíritu (cf Mt 28,20; Lc 24,49; Jn 20,22). O de otro modo, la intención fundamental de Jesús en estos relatos no es simplemente constatar su presencia resucitada, sino generar continuidad en la predicación del reino de Dios (cf Mc 16,15; Lc 24,47). En este sentido, tiene un relieve especial la recomposición del grupo que había quedado desintegrado bajo las sombras del viernes santo. Ahora, el grupo recompuesto en torno a la persona de Jesús tiene la urgencia de una misión compartida[252]. Se evita así toda tentación de autocomplaciente contemplación del Resucitado y se evidencia cómo «la esperanza cristiana no se puede confundir con huir del mundo»[253]. El encuentro con Cristo remite inmediatamente al mundo y a los otros y pone de manifiesto cómo el ser de la Iglesia viene determinado por la misión. La intencionalidad eclesiológica de estos relatos es pues manifiesta ya que la resurrección fue el principio generador del cristianismo y, por tanto, de la Iglesia[254]. En cuarto y último lugar, conviene subrayar cómo «sólo entramos en contacto con la verdad y la realidad de la pascua a través del testimonio de los apóstoles»[255]. En efecto, los textos distinguen de modo nítido la situación de los apóstoles como primeros destinatarios de las apariciones y la situación de todos los creyentes que vendrán después[256]. O de otra manera, el encuentro del Resucitado con los apóstoles es condición de posibilidad para nuestro propio encuentro. De ahí la necesaria mediación apostólica para la experiencia del evento reseñado. En este sentido, el valor teológico de la figura de Pedro en estos relatos pascuales (cf 1Cor 15,3-5; Lc 24,34; Mc 16,7; Jn 21,15-19) nos hace pensar que los mismos tienen una clara función de legitimación de ciertas autoridades en la Iglesia[257]. Ahora bien, si esto es así se plantea una cuestión que juzgamos de especial interés: ¿cuál es la relación que podemos establecer entre el encuentro pascual de la comunidad de los Doce, con Pedro a la cabeza, y el encuentro que determinará la existencia entera de los creyentes de las generaciones posteriores? E. Schillebeeckx afirma de modo taxativo que «no existe tanta diferencia entre el modo en que nosotros podemos alcanzar tras la muerte de Jesús la fe en el Crucificado resucitado y el modo en que los discípulos de Jesús llegaron a la misma fe»[258]. No obstante, esta apreciación, que juzgamos correcta en términos generales, obvia matices que no pueden ser olvidados. En efecto, la experiencia de los primeros testigos es única e incomparable porque ellos habían conocido al Jesús terreno y pudieron identificarlo como resucitado, al mismo tiempo que 98

su encuentro pascual implica la experiencia de un comienzo excepcional no sólo entendido como el inicio de una secuencia de momentos similares, sino como condición de posibilidad. Además, esta transcendentalidad del testimonio apostólico viene justificada en el hecho de que son los apóstoles los que han de realizar una ardua tarea de descodificación de la experiencia pascual para todas las generaciones creyentes posteriores. Así es, el encuentro con Cristo resucitado no sólo estará sustentado en las múltiples experiencias que compartieron con Jesús en la etapa prepascual, sino en un cuidadoso proceso de interpretación del evento acontecido como salvación absoluta de Dios para todos los hombres. 4. Conclusión: El Crucificado resucitado Hemos juzgado anteriormente que la categoría de «revelación» es la más adecuada para describir el acontecimiento pascual narrado en los Evangelios a propósito de las apariciones. En efecto, dichos relatos evidencian una y otra vez cómo el Crucificado es el Resucitado (cf Lc 24,38; Jn 20,26s). Así, se pone de manifiesto la dialéctica que es inherente a todo acontecimiento de revelación, ya que el Crucificado resucitado nos habla de una continuidad en la discontinuidad, de una presencia en la ausencia, de un exceso de misterio de Aquel que ha sido transferido, una vez para siempre, al universo de Dios[259]. En efecto, el Crucificado es el Resucitado pero el Resucitado no es ya simplemente el Crucificado porque la acción del Padre por el Espíritu en Él lo ha glorificado y llenado de majestad. Esta dialéctica debe hacer brotar en el hombre una esencial humildad en su confrontación con el misterio y debe curarnos de la continua tentación de manipular a Dios. El Crucificado resucitado es, por tanto, el Indisponible[260]. En este sentido, es conveniente recuperar el significado etimológico del término latino revelatio. Dicha recuperación no es algo que responda simplemente al purismo del lenguaje, sino que tiene repercusiones teológicas, ya que el término latino expresa una dialéctica que desaparece en otras lenguas, por ejemplo en la traducción alemana Offenbarung. Es verdad que re-velatio hace referencia a un quitarse el velo, a una manifestación, un quedar en la claridad… pero, al mismo tiempo, el re- tiene carácter reduplicativo, dando a entender que la manifestación del misterio supone un nuevo espesarse del mismo, que la desaparición del velo no deja en total claridad, sino que añade otro mayor. Algo análogo se podría decir también del término griego apokalypsis[261]. Esta profundización en la etimología nos evoca cómo el Dios cristiano no es la absoluta presencia sino que, más bien, es el ausente eternamente presente. Pues bien, la aparición del Resucitado a los discípulos puede ser tematizada como una verdadera revelación que genera en los destinatarios una reacción de estupor o de estremecimiento. Esto queda perfectamente recogido en los relatos evangélicos que nos hablan del miedo, la parálisis, el deseo de huir… de las mujeres en el sepulcro. Pero, al mismo tiempo, el presentimiento de un acontecimiento que viene de fuera de nosotros mismos lleno de fascinación y de una seducción que invita a la búsqueda y a la confrontación con el misterio; por ejemplo, en aquellos apóstoles que primeramente se 99

habían mostrado sarcásticos con el relato de las mujeres. Así, a la dialéctica propia del fenómeno de revelación, le sucede una dialéctica propia del corazón del hombre que, ante el mysterium tremendum et fascinans, queda inmovilizado pero profundamente embelesado: «Esta idea de un echarse para atrás que nos da tiempo de abrirnos a algo más es aquí capital. En ningún sitio se dice que la resurrección aparezca de repente como una revelación de evidencia. Para acoger lo que ahí se contiene hace falta disponer de tiempo “del escrúpulo y de la perplejidad”, como dice Schleiermacher a propósito del fenómeno religioso. Nos gustaría hablar aquí, con Derrida, de pudor, de parada, de suspensión, de tacto, de esta epokhe que sabe esperar y poner entre paréntesis los prejuicios que impiden el advenimiento de la novedad, de una revelación. Nos gustaría hablar, con Lévinas, de intervalo de la discreción. Y todavía, con Derrida, de esta “relatividad” que se encuentra allí, antes incluso de la revelación propiamente dicha, y se esconde –diríamos– en ese phobos de espera, de visita y de perplejidad»[262].

Los relatos del sepulcro vacío y de las apariciones no son el punto de llegada, sino un punto de partida. Estos son el testimonio de una sorpresa que nos habla de la novedad del Dios vivo, acontecido en Jesús resucitado; de un Dios que, rompiendo nuestras previsiones y proyectos, nuestras pretensiones de dominio y omnipotencia, nos sana continuamente de esa tentación idolátrica de fabricar nuestras propias, y por tanto falsas, imágenes de lo sagrado.

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Conclusión Jesús de Nazaret como modelo de experiencia religiosa En 1841 L. Feuerbach escribe La esencia del cristianismo, una obra de singular trascendencia para la historia de la teología, donde la razón emancipada y adulta se atreve a culminar un proceso de desnaturalización y funcionalización de Dios que había comenzado con R. Descartes. Los postulados claves de esta obra derivan de dos conceptos fundamentales, deseo y proyección, que han tenido también una singular importancia en el recorrido que ahora concluimos. Feuerbach invierte totalmente, de arriba abajo, el pensamiento hegeliano, de modo que la conciencia del hombre ya no es la autoconciencia de Dios sino todo lo contrario; de ahí su conocida afirmación de que Dios es la esencia del hombre. Para ello, tomando el concepto hegeliano de alienación, usado para hablar del Espíritu absoluto, el filósofo ateo explica el hecho de que «el hombre se encuentra desposeído de alguna cosa que le pertenece por esencia, en provecho de una realidad ilusoria»[263]. O de otra manera, el hombre proyecta en Dios todo aquello que, por esencia, le corresponde. De esta manera, el esquema hegeliano, donde la entera historia, también la del hombre, es consecuencia del despliegue dialéctico del Espíritu absoluto en su necesario objetivarse, para reapropiarse como objeto de conocimiento hasta llegar a su suprema reconciliación, es aquí secularizado. Ahora es el hombre el inicio de todo y no el Espíritu absoluto. Este hombre, considerado no en su particularidad sino como comunidad humana o «Gattungswesen», se desdobla, para hacerse objeto de conocimiento, en un ser donde proyecta todas sus perfecciones, la esencia de sí mismo. Este proceso de alienación de la esencia del hombre es el principio de la creación de Dios, al cual se le hace sujeto de atributos tales como la inmortalidad, infinitud u omnipotencia. Pero el momento de la alienación no es el definitivo, sino que la negación de la misma, el momento justamente ateo, dará lugar al redescubrimiento de un hombre engrandecido, sujeto de todos los atributos que anteriormente había proyectado en Dios, adorado como producto de todo aquello que pertenecía al deseo del hombre y este no se atrevía a reclamar como propio. Por esta razón, «la evolución de la historia será el momento en que el hombre tenga conciencia de que el único Dios del hombre es el hombre mismo. ¡Homo, Homini Deus!»[264]. La proyección, por tanto, tiene como empuje último y definitivo el deseo de un hombre atemorizado y expuesto constantemente a todo tipo de peligros: «lo que el hombre no es realmente pero desea ser, lo erige en su Dios»[265]. Aquí cree Feuerbach 101

haber comprendido la esencia misma del hecho religioso en general y del cristianismo en particular: «La religión, por lo menos la cristiana, es la relación del hombre consigo mismo, o, mejor dicho, con su esencia, pero considerada como una esencia extraña. La esencia divina es la esencia humana, o, mejor, la esencia del hombre prescindiendo de los límites de lo individual, es decir, del hombre real y corporal, objetivado, contemplado y venerado como un ser extraño y diferente de sí mismo. Todas las determinaciones del ser divino son las mismas que las de la esencia humana»[266].

Sin embargo, como hemos intentado mostrar a lo largo de nuestra reflexión, el Dios creado a imagen y semejanza del hombre es la denuncia continua de Jesús a lo largo de su vida. Por ello, Jesús de Nazaret escribe con su existencia, diecinueve siglos antes, la verdadera esencia del cristianismo, dibujando a un Dios que trasciende con mucho los anhelos más profundos del corazón humano. Y no sólo los trasciende, sino que incluso los subvierte, haciéndolos saltar en mil pedazos, proyectándolos, más allá de nuestros sueños, a lo que «ni lo que el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón humano imaginó» (1Cor 2,9). Por ello, podemos decir que la crítica de L. Feuerbach desconocía la especificidad del Dios bíblico y tenía pleno sentido en relación al Dios manipulado de la modernidad. Desconocía al Dios bíblico porque no había oído hablar de un Dios molesto para el hombre, incómodo, desestabilizador de sus anhelos más profundos. El Dios de Abrahán es el Dios que invita a salir de la propia «tierra»; una tierra que acontece como metáfora de todo aquello que nos hace fuertes en nosotros mismos y acrecienta nuestro egoísmo. La extrañeza del Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, del Dios de Moisés, del Dios de los profetas, del Dios de Jesucristo, es la garantía de que el hombre se encuentra verdaderamente con la revelación en su total indisponibilidad y no con sus propios sueños de omnipotencia y dominación. Este Dios no soluciona problemas, sino que los crea; este Dios no espera que le pidamos aquello que brota de nuestros deseos de pervivencia, sino que toma la iniciativa y nos pide para complicarnos en el servicio a los otros; este Dios nos muestra su rostro para enseñarnos, contra toda posible tentación de proyección, que el camino de la vida pasa inevitablemente por la muerte de cruz. Así, la vida de Jesús es una metáfora perfecta de la necesaria confrontación con el misterio que debe mediar la vida de todo hombre que busque ser salvo. Jesús escudriña la entrañeza de un Dios con rostro de Padre que se nos oferta ya como gracia y misericordia, aunque en la extrañeza de un todavía no que lo hace ser el inmanipulable. La palabra más densa del amor de ese Dios al hombre acontece en la entrega sin reservas del Hijo, pero en el doloroso silencio del viernes santo. Su presencia se hace patente la mañana de pascua en la alegría del encuentro con el Resucitado, no obstante en la ausencia de su indisponibilidad para nosotros. El cristianismo, desde esta perspectiva, aparece como todo lo contrario de una antropología encubierta. Por tanto, en Jesús, hemos descubierto que el verdadero rostro de Dios está hecho de entrañeza y extrañeza, de ya pero todavía no, de palabra y de silencio, de presencia y de 102

no menor ausencia… porque el Dios vivo y verdadero, colmando los anhelos más profundos que habitan en el corazón del hombre, los rebosa, hasta donde nunca hubiéramos imaginado, en el mar de su misterio.

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Índice Introducción Capítulo 1 1. Los inicios del problema: H. S. Reimarus 2. Del entusiasmo al escepticismo: R. Bultmann 3. El nuevo impulso de búsqueda: E. Käsemann 4. El Jesús histórico en la actualidad: J. Meier 5. Conclusión: ¿El Jesús histórico, el Cristo de la fe o el Jesucristo real? Capítulo 2 1. Los escenarios del tiempo 2. El mensaje: el anuncio del reino de Dios

2.1. Juan Bautista y Jesús de Nazaret 2.2. La novedad del anuncio de Jesús 2.3. Ya… pero todavía no 2.4. El contenido del reino de Dios 3. La praxis: la liberación integral del hombre

3.1. Los milagros 3.2. Jesús y la Ley 3.3. Jesús y el Templo 3.4. Jesús y los marginados 4. La oración: Abbá 5. Conclusión: El ministerio de Jesús y la integridad de lo cristiano Capítulo 3 1. Desde una cristología indirecta o implícita… 2. Dios 3. Hombres 4. Estructuras 5. Balance Capítulo 4 1. Crisis y conversión 2. La historia externa: ¿Por qué matan a Jesús? 3. Historia interna: ¿Por qué muere Jesús? 4. Conclusión: «Por nuestros pecados» Capítulo 5 1. La resurrección como problema: De la posibilidad de hablar de lo absolutamente nuevo

1.1. La narratividad 1.2. La analogía 2. Confesiones de fe en el Resucitado o el recurso a la analogía 3. Los relatos pascuales o el recurso a la narratividad

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3.1. La tumba vacía 3.2. Las apariciones del Resucitado 4. Conclusión: El Crucificado resucitado Conclusión Bibliografía

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N. HORKHEIMER-TH. W. ADORNO, Dialéctica de la Ilustración, Madrid 2001, 59. Cf E. J. HOBSBAWN, Age of Extremes. The Short Twentieth Century 1914-1991, Nueva York 1994. [3] O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña del cristianismo, Salamanca 19982, 75. [4] Para esta reconstrucción histórico-genética, cf J. J. BARTOLOMÉ, La búsqueda del Jesús histórico. Una crónica: Estudios Bíblicos 59 (2001) 179-242; R. FABRIS, Jesús de Nazaret. Historia e interpretación, Salamanca 1992, 11-34; B. FORTE, Gesù di Nazaret. Storia di Dio, Dio della storia, Milán 1985, 103-112; J. JEREMIAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1981, 199-214; J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristología, Santander 1984, 19-50; W. KASPER, Jesús el Cristo, Salamanca 1994, 27-45; S. PIÉ-NINOT, La Teología Fundamental, Salamanca 2001, 340-351; E. SCHWEIZER, Jesús parábola de Dios, Salamanca 2001, 13-39; G. THEISSEN-A. MERZ, El Jesús histórico, Salamanca 2004, 17-32; A. VARGAS-MACHUCA, El Jesús histórico. Un recorrido por la investigación moderna, Madrid 2004; H. VERWEYEN, La parola definitiva di Dio. Compendio di teologia fondamentale, Brescia 2001, 336-352; T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la cristología, Bilbao 2006, 25-43. [5] W. KASPER, Jesús, 33. [6] Cf O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña, 210s. [7] G. E. LESSING, Escritos filosóficos y teológicos, Barcelona 19902, 482. [8] D. F. STRAUSS, Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet I, Tubinga 1835, 50. [9] Cf G. W. F. HEGEL, Fenomenología del espíritu, México 1971, 15; E. BLOCH, Sujeto-Objeto. El pensamiento de Hegel, Madrid 19822, 43s. [10] J. J. BARTOLOMÉ, La búsqueda, 189. [11] Cf B. FORTE, La esencia del cristianismo, Salamanca 2002, 167-174; Dio nel Novecento. Tra filosofia e teologia, Brescia 1998, 17-28. [12] A. VON HARNACK, L’essenza del cristianesimo, Brescia 2003, 138. La cursiva es nuestra. [13] M. KÄHLER, Der sogenante historische Jesus und der geschichtliche, biblische Christus, Münich 19694, 28. [14] J. JEREMIAS, Der gegenwärtige Stand der Debatte um das Problem des historischen Jesus, en H. RISTOW-K. MATTHIAE (eds.), Der historische Jesus und der kerygmatische Christus. Beiträge zum Christusverständnis in Forschung und Verkündigung, Berlín 1960, 14. [15] Cf J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Salamanca 1969, 45-51. [16] A. SCHWEITZER, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, Tubinga 19132, 631s. [17] M. DIBELIUS, Formgeschichte des Evangeliums, Tubinga 19662, 295. [18] Cf R. BULTMANN, Jesucristo y mitología, Barcelona 1970, 74-79 y S. BÉJAR, Donde hombre y Dios se encuentran. La esencia del cristianismo en B. Forte y O. González de Cardedal, Valencia 2004, 110-113. [19] Esta diferencia entre el Jesús en sí y el Jesús para mí tiene indudablemente sabor kantiano, con su conocida distinción entre fenómeno y noúmeno. Kant, en su teoría del conocimiento, muestra que nunca podemos llegar a la cosa en sí, sino a su apariencia. A través del conocimiento, el sujeto modela el objeto, lo modifica sobre la base de sus presupuestos, intereses, etc. El sujeto no conoce al objeto en sí mismo, sino sólo la apariencia, permaneciendo así en el límite de las propias condiciones del conocimiento. De esta manera, llegar al verdadero Jesús a través de la eliminación de los elementos interpretativos no es otra cosa que ingenuo realismo que pretende conocer a Jesús como cosa en sí y no como la apariencia de aquello que se hace presente. Para Bultmann, no podemos llegar al Jesús histórico, al en sí, la entidad no la puedo conocer sino a través de la mediación de mi subjetividad o de la intersubjetividad de la palabra anunciada a través del tiempo por la Iglesia. Indagar sobre el Jesús histórico no conduce a nada. [20] J. JEREMIAS, Der gegenwärtige, 16. De hecho, Bultmann afirma que «la predicación de Jesús pertenece a los presupuestos de la teología del Nuevo Testamento y no constituye parte de esta», en Teología del Nuevo Testamento, Salamanca 19973, 40. [21] Cf R. BULTMANN, Jesucristo, 13-26. [22] Cf W. KASPER, Jesús, 162-166. [23] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret, Salamanca 1975, 21. La cursiva es nuestra. [24] Esta nueva búsqueda también se ve impulsada por las circunstancias sociopolíticas del momento. En efecto, en la década de los 60 se vive un tiempo de reforma social en Europa y EE.UU. En este contexto se buscan modelos concretos que inspiren esta reforma. De esta manera, el Cristo del kerygma se muestra como enteramente insuficiente, ya que es esencialmente personal e individual. ¿Existen en la historia modelos convincentes y operativamente válidos para todos? ¿Cómo el Jesús histórico se comportó en la sociedad de su tiempo? Así pues, comienza a verse en el Jesús terreno un potencial de modelo operativo que ofrezca soluciones válidas para el mundo del momento. Estos impulsos renovadores y liberadores tomarán expresión en teologías de genitivo tales [2]

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como la feminista o ecologista. [25] J. P. MEIER, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I, Navarra 1998, 188s. [26] G. THEISSEN-A. MERZ, El Jesús, 140. [27] J. J. BARTOLOMÉ, La búsqueda, 213. [28] Cf CH. DUQUOC, El único Cristo. La sinfonía diferida, Santander 2005, 62s. [29] J. J. BARTOLOMÉ, La búsqueda, 207. [30] Cf R. W. FUNK, R. W. HOOVER AND THE JESUS SEMINAR, The five Gospels. What did Jesus really say? The Search for the Authentic Words of Jesus, Nueva York 1993. [31] Cf J. P. MEIER, Un judío, 142-158, donde el autor hace una valoración crítica negativa del uso del Evangelio Copto de Tomás como fuente histórica útil para el conocimiento de Jesús. [32] A. VARGAS-MACHUCA, El Jesús, 71. Si hemos situado al Jesus Seminar en el entorno de la «tercera búsqueda», llegados a este punto debemos afirmar cómo sus presupuestos metódicos y sus resultados quedan dentro del ámbito hermenéutico de la New Quest. En efecto, la utilización del criterio de desemejanza para valorar la historicidad de las palabras de Jesús así como el retrato robot de un judío ajeno a su contexto social apuntan hacia esta intuición. [33] J. P. MEIER, Un judío, 193. En este mismo sentido cf S. PIÉ-NINOT, La teología, 352, donde afirma: «Como criterio general, idea rectora e imagen global de toda la investigación proponemos la plausibilidad histórica y coherencia de Jesús. En efecto, tal investigación debe ayudar a explicar por qué Jesús suscitó tanta atención sobre sí mismo y por qué fue rechazado, ejecutado –¡punto decisivo!–, y considerado como Mesías y venerado como Dios. Este criterio, que también puede describirse como de explicación suficiente, pone de relieve a la vez el enraizamiento judío de Jesús y su orientación a la restauración plena de Israel». [34] Cf J. P. MEIER, Un judío, 29s. [35] El tomo I: Las raíces del problema y de la persona; el II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios; el II/2: Los milagros; y el III: Compañeros y competidores. [36] Cf J. P. MEIER, Un judío, I, 34-37. [37] Ib, 36. [38] Cf Ib, 183-209. Cf también T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús?, 45-68. [39] Cf G. THEISSEN-A. MERZ, El Jesús. Cf también el ensayo narrativo de G. THEISSEN, La sombra del galileo. Las investigaciones históricas sobre Jesús traducidas a un relato, Salamanca 1991. [40] J. P. MEIER, Un judío, I, 47. [41] «Hay ciertas cosas en la vida que sólo podemos conocer participando de ellas. El amor es una de esas realidades. Dios es otra. Lo mismo sucede con los actos de Dios. Sólo podemos saber que Jesucristo ha resucitado de entre los muertos cuando en nuestra vida el evangelio ha creado nueva vida», en T. LORENZEN, Resurrección y discipulado. Modelos interpretativos, reflexiones bíblicas y consecuencias teológicas, Santander 1999, 196. [42] Cf J. P. MEIER, Un judío, I, 51. [43] Cf H. VERWEYEN, La parola definitiva di Dio, Brescia 2001, 360-372. [44] H. VERWEYEN, La parola, 371s. [45] Cf H. U. VON BALTHASAR, De la teología de Dios a la teología eclesial, Communio (1981) 384. [46] W. KASPER, Jesús, 85. [47] J. P. MEIER, Un judío, I, 213. Cf también O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Fundamentos de Critología I. El camino, Madrid 2005, 288ss. [48] Cf H. U. VON BALTHASAR, Gloria I. Una estética teológica. La percepción de la forma, Madrid 1985, 143. [49] O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña, 80s. [50] Autobiografía, 10-12. Para recomponer el contexto vital de Jesús cf J. P. MEIER, Un judío marginal. Compañeros y competidores III, Navarra 2003; A. RODRÍGUEZ CARMONA, La religión judía. Historia y teología, Madrid 2001, 131-152; R. FABRIS, Jesús, 73-77 y H. KÜNG, Ser cristiano, Madrid 1996, 183-222; T. P. RAUSCH, ¿Quién?, 69-94. Obras de tipo más divulgativo: cf J. L. SICRE, El cuadrante. El mundo de Jesús II, Navarra 1997; J. A. PAGOLA, Jesús de Nazaret. El hombre y su mensaje, San Sebastián 1983, 155-247; F. VARO, Rabí Jesús de Nazaret, Madrid 2005, 60-66 y 91-97; W. BEINERT, Il Cristianesimo, Brescia 2003, 15-20. [51] Para el tema del movimiento esenio cf F. GARCÍA MARTÍNEZ, Orígenes del movimiento esenio y de la secta Qumránica, en F. GARCÍA-J. TREBOLLE, Los hombres del Qumrán. Literatura, estructura social y concepciones religiosas, Madrid 1993, 91-117. [52] J. P. MEIER, Un judío, III, 638. [53] H. KÜNG, Ser, 220s. [54] Cf, para esta síntesis, J. L. SICRE, El Cuadrante, II, 299-306 y B. FORTE, Gesù, 67-87. [55] W. KASPER, Jesús, 87s.

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Cf G. BORNKAMM, Jesús, 69 y W. KASPER, Jesús, 86s. L. BOFF, Jesucristo y la liberación del hombre, Madrid 1981, 93. [58] Cf el extenso estudio de J. P. MEIER, Un judío, II/1, Navarra 1997, 47-290 donde analiza las relaciones entre Juan el Bautista y Jesús. [59] O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, Madrid 2001, 40. [60] A este respecto, y dentro de la disparidad de posturas entre los estudiosos, Meier se muestra inclinado a pensar que Jesús hereda de Juan la praxis de bautizar. Cf J. P. MEIER, Un judío, II/1, 164-167. [61] W. KASPER, Jesús, 79. [62] Cf CH. DUQUOC, El único, 61. [63] Cf E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente, Madrid 1983, 127s. [64] Evidenciamos así el criterio de plausibilidad histórica entendido como particularidad ligada a un contexto. [65] Cf G.THEISSEN-A. MERZ, El Jesús, 280-287. [66] W. KASPER, Jesús, 90s. Cf L. BOFF, Jesucristo, 81-94; G. BORNKAMM, Jesús, 70s. y H. BRAUN, Jesús, el hombre de Nazaret y su tiempo, Salamanca 1975, 67-74. [67] De hecho, la exégesis actual parece estar de acuerdo en que, si bien gran número de las parábolas narradas en los evangelios tienen altas probabilidades de pertenecer al Jesús histórico, las explicitaciones teóricas a las mismas son generalmente elementos redaccionales introducidos por la primitiva comunidad. Así ocurre, por ejemplo, con la parábola del sembrador (cf Mt 13,4-23). [68] E. SCHWEIZER, Jesús parábola de Dios, 48. Cf también G. BORNKAMM, Jesús, 72-79. [69] G. BORNKAMM, Jesús, 75. [70] Es interesante constatar algo que se evidenciará con fuerza más tarde: la ruptura sagrado/profano como elemento genuino del ministerio de Jesús. Dios acontece en lo humano porque lo humano es el nuevo lugar de encuentro con Dios. [71] Cf E. SCHWEIZER, Jesús, 42-48. [72] O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Barcelona 1967, XXIs. [73] Cf J. P. MEIER, Un judío, II/1, 536s. [74] O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 46s. [75] Cf J. SOBRINO, Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret, Madrid 1997, 146s. [76] W. KASPER, Jesús, 99. [77] J. SOBRINO, Jesucristo, 139. [78] «La historia no está todavía abierta de forma que las posibilidades de salvación y condenación fueran objetivamente las mismas. Por parte de Dios la historia está cerrada con un sí de gracia; sólo está abierta para el hombre, que la puede, con su libertad, cerrar en un sentido u otro», en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Fundamentos de Cristología. Meta y misterio II, Madrid 2006, 37. [79] Cf J. SOBRINO, Jesucristo, 109. [80] Cf, para toda la reflexión sobre la parcialidad del Reino, Ib, 95-141. [81] L. BOFF, Brasas bajo las cenizas. Historias anticotidianas del mundo y de Dios, Madrid 1998, 17. [82] Cf S. BÉJAR, Inquietar al postmoderno o la infinita dignidad de lo concreto: Proyección LII (216) 29-52. [83] Para el tema de los milagros cf, principalmente, A. WEISER, ¿A qué llama milagro la Biblia? Sobre las narraciones milagrosas de los Evangelios, Madrid 1979. Cf también J. L. SICRE, Jesús poderoso en obras (Mt 8-9) I. El problema de los milagros, Proyección 41 (1994) 3-17; B. SESBOÜÉ, Creer. Invitación a la fe católica para las mujeres y los hombres del siglo XXI, Madrid 2001, 272-284; W. KASPER, Jesús, 108-121; H. KÜNG, Ser, 235-247; GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 55-63; E. SCHILLEBEECKX, La historia, 163-181. [84] Cf J. P. MEIER, Un judío, II/2, 598-610. [85] A. WEISER, ¿A qué llama milagro la Biblia?, 22. En este mismo sentido se pronuncia el cura protagonista de una novela de Martín Descalzo: «A los hombres les importa el milagro por los frutos que trae, por las piernas que cura, porque evita la muerte. Pero que, al hacerlo, Dios se acuerde de nosotros, eso les tiene sin cuidado (…). No sé qué es más milagroso: el pronunciar las bienaventuranzas o multiplicar los panes y los peces. La gente, desde luego, prefiere lo segundo», en La frontera de Dios, Barcelona 1957, 97. [86] B. SESBOÜÉ, Creer, 277. Cf también, K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Barcelona 1998, 303s. y A. WEISER, ¿A qué llama milagro la Biblia?, 30: «Los milagros son acontecimientos sorprendentes que el creyente interpreta como señales de la acción salvífica de Dios». [87] No ocurre tampoco así con los evangelios apócrifos, que muestran una clara tendencia a mitificar la figura de Jesús. De esta manera, y al contrario que con los evangelios canónicos, la infancia de Jesús aparece plagada de milagros. Narra el Evangelio de Tomás (2,1-5): «Cuando el niño Jesús contaba cinco años de edad, estaba jugando en el vado de un riachuelo dirigiendo hacia unos pocicos el agua que por él discurría, dejándola totalmente limpia [57]

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con solo ordenárselo de palabra. Amasó barro moldeable y formó con él doce gorriones. Era sábado aquel día y jugaban con él otros muchos niños. Así pues, al ver un judío lo que Jesús había hecho jugando en día de sábado, marchó inmediatamente a dar parte de ello a su padre, José. –Mira que tu hijo está en el riachuelo y ha formado doce pájaros con barro, profanando así el día del sábado. Cuando José llegó al lugar y vio lo que estaba haciendo, le increpó: –¿Por qué haces en sábado lo que no debes hacer? Entonces Jesús dio una palmada y gritó a los gorriones: –¡Vamos, volad! Los gorriones abrieron sus alas y se echaron a volar en medio de un gran gorjeo. Los judíos que vieron todo aquello se sorprendieron grandemente y corrieron a contar a los ancianos lo que habían visto hacer a Jesús», en A. DE SANTOS OTERO, Los evangelios apócrifos, Madrid 1994, 279s. [88] J. JEREMÍAS, Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús, Salamanca 1974, 115. [89] Cf B. SESBOÜÉ, Creer, 281-284. [90] O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 59. Cf también E. DREWERMANN, La palabra de salvación y sanación. La fuerza liberadora de la fe, Barcelona 1996. [91] A. WEISER, ¿A qué llama, 37. En este mismo sentido, cf E. SCHILLEBEECKX, Jesús, 69, donde afirma: «Así, de acuerdo con la intención de la literatura evangélica (…), la pregunta principal no será si Jesús realizó realmente esos milagros, sino cuál es su significado, qué se quiere decir al narrar esos milagros». [92] Cf G. BORNKAMM, Jesús, 100-149; H. BRAUN, Jesús, 33-45; R. FABRIS, Jesús, 118-123; J. I. GONZÁLEZ FAUS, La humanidad, 62s. y J. MOINGT, El hombre que venía de Dios. Cristo en la historia de los hombres II, Bilbao 1995, 144-148. [93] H. BRAUN, Jesús, 161. [94] Ib. Cf también J. SOBRINO, Jesucristo, 216s. [95] Cf J. MEIER, Un judío, I, 37. [96] Cf G. BORNKAMM, Jesús, 104. [97] Cf CH. DUQUOC, Jesús, hombre libre. Esbozo de una cristología, Salamanca 19826, 27-39. [98] Cf G. THEISSEN-A. MERZ, El Jesús histórico, 406ss. [99] Para todo este tema cf GONZÁLEZ FAUS, La humanidad, 57-71. [100] Cf E. SCHWEIZER, Jesús parábola, 63-66. [101] GONZÁLEZ FAUS, La humanidad, 61. [102] Ib, 62. [103] Cf B. FORTE, Gesù, 251-254 y GONZÁLEZ FAUS, La humanidad, 72-82. [104] Cf J. SOBRINO, Jesucristo, 233. [105] Cf O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 81-83. [106] Ib, 83. [107] Las palabras de Jesús sobre la destrucción del Templo son consideradas históricamente ciertas por G. THEISSEN-A. MERZ, El Jesús, 479. [108] E. SCHILLEEBECKX, Jesús, 222. [109] J. MOINGT, El hombre, 173s. [110] Cf GONZÁLEZ FAUS, La humanidad, 84. Tenemos también en cuenta para este tema J. SOBRINO, Jesucristo, 224-234 y R. AGUIRRE, La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales, Santander 1994, 58-120. [111] J. SOBRINO, Jesucristo, 226. [112] Cf R. AGUIRRE, La mesa, 64. [113] Cf O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 68. [114] Cf GONZÁLEZ FAUS, La humanidad, 95-104. [115] J. SOBRINO, Jesucristo, 185. [116] Cf J. JEREMIAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1981, 37-73. También tenemos en cuenta W. KASPER, Jesús, 95-102; GONZÁLEZ FAUS, La humanidad, 106ss.; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 69s y H. WALDENFELS, Teología fundamental contextual, Salamanca 1994, 327-331. [117] No obstante, esta última excepción se explica, para algunos autores, con la posibilidad de que en el momento de la cruz Jesús esté recitando el Salmo 22. [118] J. JEREMIAS, Abba, 70. [119] Cf Ib, 224-235. [120] Cf S. BÉJAR, Donde hombre, 289s. y GONZÁLEZ DE CARDEDAL, El lugar de la teología, Salamanca 1986, 129-137. [121] J. SOBRINO, Jesucristo, 247. [122] Muy sugerente la interpretación espiritual que C. M. Martini hace del texto de Mt 7,21-23: «Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre hemos arrojado a los demonios, y hecho muchos milagros en tu nombre? Entonces yo les diré: Nunca os conocí. Apartaos de mí los que hacéis iniquidad». No deja de ser curioso

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el reproche de Jesús a los que, en realidad, han realizado obras de misericordia que Él mismo posibilita dando poder para ello (cf Mt 10,1: «Reuniendo a sus discípulos, les dio poder de arrojar los espíritus inmundos y de curar todas las enfermedades y dolencias»). El que ama al Señor, mejor aún, el que ha sido amado por el Señor no puede dejar de realizar la praxis de la justicia, pero la simple materialidad de la misma aún no garantiza la bondad de un corazón convertido. Cf C. M. MARTINI, El Evangelio eclesial de San Mateo, Bogotá 1984, 48-51. [123] E. SCHILLEBEECKX, La historia, 242. Cf especialmente J. RATZINGER, El camino pascual, Madrid 2005, 9097 y O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Fundamentos de Cristología II, Madrid 2006, 946. [124] H. U. VON BALTHASAR, Sólo el amor es digno de fe, Salamanca 19882, 68. [125] Cf J. MOINGT, Le Livre et l’Evénement, Études 2004 (4014) 355-364. [126] Cf O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña, 511. [127] Ib, 11. [128] Cf O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 64 y H. KÜNG, Ser, 302. [129] Cf P. HÜNERMANN, Cristología, Barcelona 1997, 112-116; J. DUPUIS, Introducción a la cristología, Navarra 1994, 75-84 y KASPER, Jesús, 122-127. [130] O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 70. En este sentido, afirma J. Ratzinger: «Al hombre pertenece el hecho de ser una esencia relacional […] No es un ser autárquico, una esencia cerrada en sí misma. No es una isla del ser, sino relación en su esencia. Y precisamente en esta estructura fundamental es como es imagen de Dios. Pues el Dios cristiano es un Dios que en su esencia es siempre relación, tal como nos lo enseña la fe en la Trinidad», en Gott und die Welt, Stuttgart-Munich 2000, 95. [131] H. KESSLER, Manual de cristología, Barcelona 2003, 20. [132] J. MOINGT, El hombre, 160. [133] Cf Ib, 159-164. [134] Cf M. BUBER, Yo y Tú, Madrid 1993. [135] Cf F. ROSENZWEIG, La Estrella de la redención, Salamanca 1997. [136] Cf E. LÉVINAS, Totalidad e infinito, Salamanca 2002. [137] Cf BÉJAR, Donde hombre, 36ss. [138] KÜNG, Ser, 320. Cf también J. MOINGT, El hombre, 222-229; J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, Salamanca 1969, 89-108; H. U. VON BALTHASAR, El cristianismo es un don, Madrid 1973, 41-50 y R. GUARDINI, La existencia del cristiano, Madrid 1997, 272-281. [139] J. MOINGT, El hombre, 162. [140] Cf J. DUPUIS, Introducción, 81s. [141] Cf E. SCHWEIZER, Jesús, 53ss. [142] Cf GONZÁLEZ FAUS, La humanidad, 111. [143] Cf SESBOÜÉ, Creer, 270ss.; W. KASPER, Jesús, 124s. y GONZÁLEZ FAUS, La humanidad, 110s. [144] Cf H. KESSLER, Manual, 65s. [145] Cf W. KASPER, Jesús, 126s. [146] J. MOINGT, El hombre, 157. [147] O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 77. [148] A este propósito, escribe Rahner: «Desde aquí puede entenderse el radicalismo religioso de Jesús: él no deroga las categorías religiosas y morales (parentesco, matrimonio, pueblo, ley, templo, sábado, costumbres de las autoridades religiosas, etc.) por mero fanatismo, siempre posible, frente a su insuficiencia, sino que las rompe y suprime siempre de nuevo porque ahora están rotas por la nueva inmediatez real de Dios, procedente de Dios mismo, y con ello ya no tienen aquella función de mediación con Dios, de representación suya, que una vez pretendieron tener fundadamente», en Curso, 328s. [149] Cf Ib, 297-300. [150] Desde esta clave, captada en toda su profundidad, se puede entender el desarrollo de una cristología explícita en la Iglesia primitiva: «La cristología implícita del Jesús terreno contiene una exigencia inaudita que hace saltar todos los esquemas preexistentes. En él nos las tenemos que ver con Dios y su señorío; en él uno se encuentra la gracia y el juicio de Dios; él es el reino de Dios, la palabra y el amor de Dios en persona. Esta pretensión es mayor y más elevada de lo que pudieran expresar todos los títulos. Por eso, si Jesús se mostró sumamente reservado frente a ellos, se debió no a que pensara ser menos, sino a que pretendía ser más de lo que podían expresar», en W. KASPER, Jesús, 127. En efecto, si en Jesús acontece un evento único, definitivo, insuperable… es lógico pensar que la identidad misma de Jesús no puede ser simplemente captada en continuidad con la nomenclatura religiosa del judaísmo de la época. El plus que acontece en Jesús supone una ruptura con los títulos mesiánico-religiosos de la religión judía porque, como posteriormente afirmará el cristianismo, en este galileo aparece la manifestación plena del Dios venido en la carne. Esencial ruptura, por tanto, que ningún título

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religioso de la época está en condiciones de expresar. [151] Cf H. KÜNG, Ser, 260-290; SCHILLEBEECKX, Jesús, 209-244 y J. SOBRINO, Jesucristo, 220 y 249s. En este mismo sentido afirma O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña, 415: «Cristo es considerado mediador definitivo y plenitud de la revelación, ya que en él tenemos desvelada la entraña de Dios, junto con la entraña del hombre». O también, hablando de aquello que dejan traslucir los gestos de Jesús, en Ib, 474: «una nueva forma de comprender a Dios y de comprender al hombre». De esta manera, llegamos aquí a un verdadero criterio epistemológico de toda teología que, en Jesús, debe renunciar a cualquier forma de dualismo entre teologías teológicas y antropológicas. El mensaje de Jesús, siendo profundamente teológico, es manifiestamente antropológico. En este sentido, cf X. PIKAZA, Antropología bíblica. Tiempos de gracia, Salamanca 2006, 213-219. [152] Debe ser un esfuerzo de toda teología responsable «esclarecer cómo la gloria del hombre y la gloria de Dios se presuponen y convergen, y que allí donde esto no ocurre ha tenido lugar o bien una idolatría de lo humano o bien una degradación de lo divino», en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La gloria del hombre. Reto entre una cultura de la fe y una cultura de la increencia, Madrid 1985, XV. [153] J. MOINGT, El hombre, 158. [154] Cf G. THEISSEN-A. MERZ, El Jesús, 426-445. [155] J. SOBRINO, Jesucristo, 220. [156] Cf J. DUPUIS, Introducción, 80 y KESSLER, Manual, 65. [157] W. KASPER, Jesús, 144. [158] H. KÜNG, Ser, 336. [159] Cf para todo lo dicho B. FORTE, Gesù, 266-269; La esencia, 59-63. [160] «La autoconciencia de Jesús es coextensiva a su propia realidad ontológica, tiene la misma historia que ella y se va constituyendo por la vida interior, la relación exterior, la apertura al Padre, el aprendizaje de los hombres, los sobresaltos de la historia y la esperanza del futuro», en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Fundamentos, II, 946. [161] Cf R. AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Bilbao 1987, 51, donde se niega que el desencadenante de la crisis fuera el abandono de las masas. [162] Cf E. SCHILLEBEECKX, Jesús, 225. Lo expresa Rahner en forma de tesis: «Si al principio Jesús espera la victoria de su misión religiosa en el sentido de una “conversión” de su pueblo, luego crece en él cada vez más la vivencia de que su misión le lleva a un conflicto mortal con la sociedad religioso-política», en Curso, 293. [163] J. SOBRINO, Jesucristo, 200s. Cf también O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 79ss. [164] Cf W. KASPER, Jesús, 145. [165] Extrañeza y entrañeza es otra forma de hablar del binomio trascendencia/inmanencia, es decir, del Dios que responde a los anhelos más profundos del corazón del hombre, al mismo tiempo que los rebosa y culmina más allá de lo que el hombre jamás pudo prever. Si la entrañeza nos revela al Dios con nosotros, la extrañeza es la única garantía de que ese Dios no se convierte en una función al servicio del hombre, porque siempre permanece esencialmente misterio. [166] J. SOBRINO, Jesucristo, 207. [167] Cf H. U. VON BALTHASAR, Fides Christi, en Ensayos teológicos II, Madrid 1965, 57-96. [168] Ib, 77. [169] J. SOBRINO, Jesucristo, 195. [170] Ib. [171] Es curioso apuntar que el Maligno, en las versiones de Mateo (4,1-11) y de Lucas (4,1-13), tienta a Jesús con la utilización de la misma Escritura. En este sentido, apuntalamos aún más la idea de conversión como purificación de imágenes falsas de Dios, al mismo tiempo que subrayamos las perversiones que, desde la invocación de lo más sagrado, se pueden hacer del rostro de Dios. [172] Cf F. VARONE, El Dios «sádico». ¿Ama Dios el sufrimiento?, Santander 1998, 57-82. Es lo que llama Rahner «crisis supremas de propia identificación», en Curso, 294. [173] Cf J. MOLTMANN, El Dios crucificado. La cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana, Salamanca 1975, 206-219 e ID., Cristo para nosotros hoy, Madrid 1997, 31-45. [174] B. FORTE, Trinità per atei, Milán 1996, 59. Cf también ID., La esencia, 59-63. [175] Cf R. FABRIS, Jesús, 244. [176] Cf J. MOLTMANN, El Dios, 181-193 y A. NOLAN, «¿Quién es este hombre?» Jesús, antes del cristianismo, Santander 19817, 205-217. [177] Cf para esta hipótesis E. SCHILLEBEECKX, Jesús, 285-290. [178] Cf J. SOBRINO, Jesucristo, 265. [179] «La causa de la muerte de Jesús (como muerte de cruz) es el intento de presentar como falsa su pretensión, es decir, la forma teológica de comunicarse Dios en la vida de Jesús (y en su entrega hasta el final)», en F. G.

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BRAMBILLA, El Crucificado Resucitado, Salamanca 2003, 300s. [180] J. MOINGT, El hombre, 142. [181] O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña, 552. [182] Cf J. SOBRINO, Jesucristo, 266-270 y R. FABRIS, Jesús, 247-253. [183] Cf J. MOLTMANN, El Dios, 193-206. [184] R. FABRIS, Jesús, 257. Cf también O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 107. [185] Cf I. ELLACURÍA, Por qué muere Jesús y por qué le matan, Diakonía 8 (1978) 65-75. [186] R. BULTMANN, Das Verhältnis der urchristlichen Christusbotschaft zum historischen Jesús, Heidelberg 1965, 12. [187] Cf RAHNER, Curso, 279-282. [188] Para esta reflexión nos basamos en la obra ya clásica H. SCHÜRMANN, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte? Reflexiones exegéticas y panorámica, Salamanca 1982. Se trata del estudio que está a la base de obras como W. KASPER, Jesús, 140-150; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 98-103 e I D ., La entraña, 557-563; B. SESBOÜÉ, Creer, 317-320. [189] Si Jesús hubiera predicho tan clara y contundentemente su muerte y resurrección sería difícil explicar la huída, decepción e incredulidad inicial de los discípulos ante el Resucitado. [190] SCHÜRMANN, ¿Entendió y vivió Jesús su muerte?, 22. Del mismo modo afirma bellamente Rahner: «Este hombre Jesús es precisamente el (puro) hombre (por excelencia), porque a través de Dios y del hombre necesitado de salvación se olvida a sí mismo y sólo existe en este olvido», en Curso, 296. [191] Cf SCHÜRMANN, ¿Cómo, 14. [192] Cf Ib, 38ss. [193] Es evidente que el transcurso de los acontecimientos anunciaba la posibilidad de un final trágico: 1. Acusaciones de blasfemia (Mc 2,7), de alianza con el diablo (Mt 12,24), ruptura del precepto sabático (Mc 2,23; Lc 1314s), espías para poder acusarlo (Mc 3,2), frecuencia de preguntas capciosas (Mc 12,13s), alianzas indeseables entre fariseos, herodianos, romanos (Mc 3,6); 2. Exigencias de seguimiento total en sus discípulos que incluyen la ruptura con los lazos familiares (Lc 9,59s) o incluso la advertencia de que su presencia no trae paz, sino guerra (Lc 12,51); 3. El destino trágico de Juan Bautista, que recuerda la suerte de los profetas (Lc 13,32s; Mt 23, 34-39) perfectamente tematizada en la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21,33-46). Para todo esto cf W. KASPER, Jesús, 143s. [194] SCHÜRMANN, ¿Entendió Jesús su muerte?, 44. [195] Cf Ib, 45s. [196] Ib, 48. [197] Ib, 54. [198] B. SESBOÜÉ, Jesucristo el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación I, Salamanca 1990, 42. [199] Cf Ib, 65-69. [200] MOINGT, El hombre, 134. [201] SESBOÜÉ, Jesucristo, 21. Frase que recoge de W. Kasper. En este mismo sentido afirma Rahner: «Tenemos de todo punto el derecho a considerar la creación y la encarnación no como dos dispares y yuxtapuestas acciones de Dios “hacia fuera”, las cuales brotan de dos iniciativas separadas, sino como dos momentos en el mundo real, como dos fases en un proceso –si bien diferenciado internamente– de alienación y manifestación de Dios», en Curso, 237. [202] Cf DUNS SCOTO, Reportata Parisiensia 3, d. 7, q. 4, donde afirma: «Sed Deus ordinatissime volens; igitur sic vult; igitur primo vult se, et omnia intrinseca; immediatius quantum ad extrinseca est anima Christi; igitur ad quodcumque meritum et ante quodcumque demeritum, praevidit Christum sibi uniendum in unitate suppositi». [203] Cf STO. TOMÁS, Summa Theol. III q. 1, a. 3, al afirmar: «Cum in Sacra Scriptura ubique incarnationis ratio ex peccato primi hominis assignetur, convenientius dicitur, incarnationis opus ordinatum esse a Deo in remedium contra peccatum; ita quod peccato non existente incarnatio non fuisset». [204] Cf K. RAHNER, Para la teología de la encarnación, en Escritos de teología IV, Madrid 1964, 139. [205] O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Raíz de la esperanza, Salamanca 19962, 78. Cf el tema de la relación creaciónencarnación, desde diversas ópticas, en La entraña, 3, 7s., 86, 89, 121, 146, 150, 180, 255, 263s., 288s., 291, 296, 335, 337s., 351, 377, 425, 428-434, 520, 624s., 642, 647, 827, 832. También, en este mismo sentido, cf H. U. VON BALTHASAR, Creación y Trinidad, Communio (1988) 185-191; L. F. LADARIA, Antropología teológica, MadridRoma 1983, 26-31 e ID., Teología del pecado original y de la gracia, Madrid 1993, 22-30. En esta última obra, en la p. 23, se afirma: «La encarnación no es sólo el máximo acto de amor de Dios y, por tanto, lo gratuito por excelencia, sino también el fundamento de todo cuanto existe. Esto vale especialmente para el hombre». [206] Cf O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 433, 510s., 549-552, 560-564.

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ID., La entraña, 652. Encontramos cristologías que, a partir de un método que puede denominarse histórico-kerygmático, intentan emular el proceso hermenéutico que han seguido las distintas cristologías del Nuevo Testamento. Cf a este respecto, las obras de B. FORTE, Gesù di Nazaret. Storia di Dio, Dio della storia. Saggio di una cristologia come storia, Milán 1985 y J. MOINGT, El hombre que venía de Dios II, Bilbao 1995. El punto de partida para sus reflexiones es la resurrección de Cristo. [209] PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, Bible et Christologie, París 1984, 55. Cf también O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 126. 130s. 136. 138s. y K. RAHNER, Curso, 313. [210] Cf a este respecto, principalmente, J. SOBRINO, La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Madrid 19992, 33-58. También cf B. FORTE, Cristologie del Novecento. Contributi di storia della cristologia ad una cristologia come storia, 19953, 29-35 y W. KASPER, Jesús, 159-169. [211] Esta es una intuición válida de la teología neotestamentaria que está fecundando nuestra reflexión creyente actual. Cf a este respecto J. B. METZ, La fe, en la historia y en la sociedad, Madrid 1979, 220s: «La cuestión de cómo pueden relacionarse entre sí, sin recortarse mutuamente, la salvación y la vida histórica puede considerarse tranquilamente como tema básico de nuestra teología sistemática actual [...]. Echar mano del recuerdo narrativo de la salvación está muy lejos, en mi opinión, de ser un signo de oscurecimiento regresivo de la problemática; al contrario, ofrece la posibilidad de expresar la salvación en la historia». Del mismo modo, cf ID., Breve apología de la narración, Concilium 85 (1973) 222-238; H. WEINRICH, Teología narrativa, Concilium 85 (1973) 210-221, G. LAFONT, Dios, el tiempo y el ser, Salamanca 1991, 131-142; B. FORTE, Cristologie, 49-62 y B. SESBOÜÉ, Jesucristo el único mediador: Ensayo sobre la redención y salvación, Salamanca 1993, principalmente pp. 23-44. [212] B. SESBOÜÉ, Jesucristo, 23s. [213] Cf J. B. METZ, La fe, 217. 221. 225. [214] R. CHOPP, La interrupción de los olvidados, Concilium 20 (1984) 202. [215] Cf B. FORTE, Teología de la historia. Ensayo sobre revelación, protología y escatología, Salamanca 1995, 239s; B. SESBOÜÉ, Jesucristo, 42; J. B. METZ, La fe, 215 y G. LAFONT, Dios, 142. [216] B. FORTE, La teología como compañía, memoria y profecía. Introducción al sentido y método de la teología como historia, Salamanca 1990, 191. [217] Cf Ib. [218] B. SESBOÜÉ, Jesucristo, 25. [219] Ib, 26. En esta misma línea, cf también, G. LAFONT, Dios, 137-142. [220] B. SESBOÜÉ, Jesucristo, 28. [221] H. WEINRICH, Teología, 213. [222] Cf B. FORTE, La teología, 191. [223] J. B. Metz y B. Sesboüé reconocen también la necesidad del esfuerzo del concepto pero introducen la cuestión de cuál de ambos tiene la primacía. Para ellos, la primacía es del aspecto narrativo ya que «el concepto sigue siendo relativo al relato», en B. SESBOÜÉ, Jesucristo, 37. En este debate cf G. LAFONT, Dios, 11. 269s. B. Forte, por su parte, prefiere mantener una tensionalidad recíproca de ambas, ya que «la analogía tiene necesidad del relato: es el testimonio de la historia fontal que les ofrece el término de comparación necesario y siempre revolucionario para la inteligencia de las cosas presentes. Pero también el relato tiene a su vez necesidad de la analogía; ofrece la clave de interpretación ontológica, sin la cual la narración correría el riesgo de no respetar la justa distancia entre Dios y el mundo», en La teología, 192. Aunque, de hecho, los textos del Nuevo Testamento utilizan complementariamente, como veremos más tarde, la narración y la analogía para comunicar el evento pascual. [224] B. FORTE, La teología, 191. [225] Cf ID, La parola della fede. Introduzione alla Simbolica ecclesiale, Milán 1996, 10. [226] G. LAFONT, Dios, 128. [227] Cf B. FORTE, La parola, 29. [228] Cf I D ., La teología, 191. Este triple movimiento que pone de manifiesto el teólogo napolitano no está exento de la reflexión que, desde la antigüedad, ha caracterizado el pensamiento de Dionisio Areopagita. La reflexión teológica se mueve siempre en tres pasos que se necesitan mutuamente y que son ineludibles para pensar la relación desigual entre éxodo, como metáfora de la condición humana, y Adviento, metáfora de la condición divina. En relación al pensamiento del misterio, en primer lugar y con lo que se ha dado en llamar «via negationis», lo que hay que hacer es negar, es decir, afirmar la diferencia incolmable que existe entre la creatura y su Creador. Pero esta primera fase por sí misma no es suficiente, ya que dejaría al hombre en la más profunda soledad al subrayar el abismo incolmable que lo separa de Dios. De ahí la necesidad del segundo momento o «vía eminentiae» que afirma, es decir, que pone de manifiesto la continuidad. Por último, las dos vías se necesitan en la [208]

117

cristalización de una tercera que asume y supera, ya que la afirmación única de la segunda llevaría a identificaciones indiscretas, disolviendo el misterio en la inmanencia de lo creado. Esta es la «via causalitatis» que, en la superación de las dos etapas previas, pone juntas diferencia y continuidad. Cf DIONISIO AREOPAGITA, De divinis nominibus, VII/3: PG 3, 869-872. [229] J. KREMER, La rissurrezione di Gesù Cristo, en W. KERN-H. J. POTTMEYER-M. SECKLER (eds.), Corso di teologia fondamentale. Trattato sulla rivelazione II, Brescia 1990, 208. [230] Cf para toda esta parte, A. GESCHÉ, Jesucristo, Salamanca 2002, 139-152; H. U. VON BALTHASAR, El Misterio Pascual, en J. FEINER-M. LÖHRER (dirs.), Mysterium Salutis III/2, Madrid 1969, 267-278; J. KREMER, La risurrezione, 203-213; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 139-142 y S. PIÉ I NINOT, La teología fundamental, 422-427. [231] Cf G. THEISSEN-A. MERZ, El Jesús, 532ss. [232] Cf B. FORTE, Gesù, 94s. [233] H. U. VON BALTHASAR, El misterio, 270s. [234] Cf H. KESSLER, La resurrección de Jesús. Aspecto bíblico, teológico y sistemático, Salamanca 1989, 94ss. [235] Cf W. KASPER, Jesús, 155s; E. SCHILLEBEECKX, Jesús, 310 y J. SOBRINO, La fe, 94. [236] Cf principalmente H. KESSLER, La resurrección, 96-99 y G. THEISSEN-A. MERZ, El Jesús, 548-552. También cf J. MOINGT, El hombre, 61-66; X. PIKAZA, Antropología bíblica, 342s; L. BOFF, La resurrección de Cristo. Nuestra resurrección en la muerte, Santander 1994, 69-73 y R. FABRIS, Jesús, 274-278. [237] Cf B. FORTE, Gesù, 99 y O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 132s. [238] A propósito del argumento antropológico, hay que decir que el pensamiento bíblico habla del cuerpo (soma) como de una realidad tan esencial al hombre, que ni siquiera después de la muerte puede imaginarse una existencia sin el cuerpo (cf 1Cor 15,35s y 2Cor 5,1s). En efecto, el cuerpo designa al hombre entero en su relación con Dios y con los hombres, su manera de estar en el mundo siendo parte del mundo, la posibilidad de entrar en comunicación-encuentro con los otros. Ahora bien, este cuerpo no designa de un modo grosero al organismo o a la materia que nos constituye, sino al hecho de que la esencia del hombre sea entendida como relación. A esta distinción nos ayudan los términos alemanes Leiblichkeit (corporeidad/relación) y Körperlichkeit (corporalidad/materia). Cf W. KASPER, Jesús, 183-186. [239] Cf THEISSEN-MERZ, El Jesús, 552. [240] Ib. [241] Cf A. GESCHÉ, Jesucristo, 154-157. [242] Cf Talmud de Babilonia, Abodá Zará 3,1. [243] Cf H. KESSLER, La resurrección, 100s; W. KASPER, Jesús, 152-155 y G. THEISSEN-A. MERZ, El Jesús, 534s. [244] Cf GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 131. [245] Cf S. PIÉ I NINOT, Tratado de Teología Fundamental, Salamanca 1989, 274-277. [246] Cf H. KESSLER, La resurrección, 119-124 y W. KASPER, Jesús, 170s. [247] W. KASPER, Jesús, 171. [248] J. MOINGT, El hombre, 67. Cf también KESSLER, La Resurrección, 104. [249] Cf KESSLER, La Resurrección, 106s. [250] Cf Summa Theol. III, q.55, a.2, ad I: «Ad primum ergo dicendum quod Apostoli potuerunt testificari Christi resurrectionem etiam de visu: quia Christum post resurrectionem viventem oculata fide viderunt, quem mortuum sciverant». La cursiva es nuestra. [251] Summa Theol. III, q.55, a.2: «Christus autem resurgens non rediit ad vitam communiter omnibus notam, sed ad vitam quondam immortalem et Deo conformem: secundum illud Rom 6,10: Quo denim vivit, vivit Deo. Et ideo ipsa Christi resurrectio non debuit immediate ab hominibus videri, sed eis ab angelis nuntiari». [252] Cf KESSLER, La Resurrección, 102ss; MOINGT, El hombre, 76-80 y B. FORTE, Gesù, 100s. [253] KASPER, Jesús, 191. [254] Cf O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 151. [255] KASPER, Jesús, 170. [256] Cf KESSLER, La Resurrección, 209-212. [257] Cf O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 128. 148s y K ASPER , Jesús, 170. Así también, afirma E. SCHILLEBEECKX, Jesús, 318: «De cualquier forma, los relatos evangélicos de las apariciones presuponen una Iglesia ya jerárquica; sólo los Doce, los jefes de las primeras comunidades cristianas, son favorecidos con apariciones oficiales; ni a las mujeres ni a los discípulos (varones) de Emaús se les dio crédito hasta que tuvo lugar el testimonio apostólico oficial; todos reciben el encargo de informar del hecho a los Doce». [258] E. SCHILLEBEECKX, Jesús, 319. [259] Cf B. FORTE, Gesù, 97ss.

118

[260]

Cf para este punto A. GESCHÉ, Jesucristo, 157-168. Cf B. FORTE, La parola, 24ss. [262] GESCHÉ, Jesucristo, 160s. [263] H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo, Madrid 1997, 23. [264] Ib, 25. [265] W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985, 44. También cf O. GONZÁLEZ teológica desde España, Salamanca 1970, 76s. [266] L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo, Salamanca 1975, 63. [261]

119

DE

CARDEDAL, Meditación

Índice Introducción Capítulo 1 1. 2. 3. 4. 5.

4 6

Los inicios del problema: H. S. Reimarus Del entusiasmo al escepticismo: R. Bultmann El nuevo impulso de búsqueda: E. Käsemann El Jesús histórico en la actualidad: J. Meier Conclusión: ¿El Jesús histórico, el Cristo de la fe o el Jesucristo real?

Capítulo 2

26

1. Los escenarios del tiempo 2. El mensaje: el anuncio del reino de Dios 2.1. Juan Bautista y Jesús de Nazaret 2.2. La novedad del anuncio de Jesús 2.3. Ya… pero todavía no 2.4. El contenido del reino de Dios 3. La praxis: la liberación integral del hombre 3.1. Los milagros 3.2. Jesús y la Ley 3.3. Jesús y el Templo 3.4. Jesús y los marginados 4. La oración: Abbá 5. Conclusión: El ministerio de Jesús y la integridad de lo cristiano

Capítulo 3 1. 2. 3. 4. 5.

28 32 34 35 38 40 43 43 51 54 56 58 61

64

Desde una cristología indirecta o implícita… Dios Hombres Estructuras Balance

Capítulo 4 1. 2. 3. 4.

7 12 15 17 23

65 65 67 69 70

72

Crisis y conversión La historia externa: ¿Por qué matan a Jesús? Historia interna: ¿Por qué muere Jesús? Conclusión: «Por nuestros pecados»

120

73 76 79 82

Capítulo 5

86

1. La resurrección como problema: De la posibilidad de hablar de lo absolutamente nuevo 1.1. La narratividad 1.2. La analogía 2. Confesiones de fe en el Resucitado o el recurso a la analogía 3. Los relatos pascuales o el recurso a la narratividad 3.1. La tumba vacía 3.2. Las apariciones del Resucitado 4. Conclusión: El Crucificado resucitado

Conclusión Bibliografía

86 87 89 90 93 93 95 99

101 104

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