03 Francisco De Asis Evangelizador Y Hombre De Paz

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FRANCISCO DE ASÍS, EVANGELIZADOR Y HOMBRE DE PAZ ROMAIN MAILLEUX, OFM Conferencia pronunciada el 25 de septiembre de 1990, durante la reunión de los hermanos menores de los países de Europa Central y Oriental (San Antonio, Roma, 24-30 de septiembre de 1990). INTRODUCCIÓN San Francisco de Asís es presentado, con razón, por su primer biógrafo como el «nuevo evangelista» de los últimos tiempos, «enviado por Dios para dar, a imitación de los apóstoles, testimonio de la verdad a todos los hombres y en todo el mundo... Porque el nuevo evangelista de los últimos tiempos, como uno de los ríos del paraíso, inundó el mundo entero con las aguas vivas del Evangelio y con sus obras predicó el camino del Hijo de Dios y la doctrina de la verdad. Y así surgió en él, y por su medio resurgió en toda la tierra, un inesperado fervor y un renacimiento de la santidad: el germen de la antigua religión renovó muy pronto a quienes estaban de tiempo atrás decrépitos y acabados. Un espíritu nuevo se infundió sobre los corazones de los elegidos» (1 Cel 89). En su Tratado de los milagros, Celano lo llama también «hombre nuevo», que sorprendió a todos con los signos de su novedad apostólica (3 Cel 1b). Con estos o parecidos términos caracteriza Tomás de Celano el nuevo hálito apostólico que san Francisco insufló al mundo, y la misión que recibió del Señor y de la Iglesia. Lo que asombró a sus contemporáneos, por ejemplo al cardenal Jacobo de Vitry, fue la impresión de una renovación de tales características que la compararon con un retorno a la primitiva Iglesia (1). Sin querer caer en una analogía demasiado fácil, puede decirse que los hermanos que participáis en este encuentro, os encontráis también ante un mundo nuevo, al que debéis dar un nuevo impulso apostólico. Francisco de Asís, que se manifestó en su tiempo como un «nuevo evangelista», portador de la buena noticia de Jesucristo, fue, gracias a ello y como consecuencia de ello, un hombre de paz. No sólo un mensajero o un predicador de paz, sino un artífice, un creador de paz. Y esto es muy importante para todos los hermanos menores, que vivimos en un mundo donde las relaciones entre los hombres son cada vez más densas y complejas, en el

que las tensiones y conflictos se convierten en el pan nuestro de cada día y la violencia casi forma parte de nuestro entorno, a veces incluso de nuestro entorno inmediato. Y muy importante, en particular, para vosotros, los hermanos de Europa Central y Oriental, que tenéis que participar en la reconstrucción de un mundo que viva de la libertad del Evangelio, después de tantos años de sufrimientos, cuyas huellas permanecen aún frescas en vuestra memoria, individual y colectiva. La misión que los hermanos menores hemos recibido de la Iglesia nos compromete a ser anunciadores del Evangelio y, por tanto, artífices de paz en medio de las situaciones difíciles y conflictivas de nuestro tiempo. Francisco es para nosotros un guía seguro y luminoso. Su manera de entablar relaciones con toda la realidad alcanzó tal calidad que invitaba a todos a reconciliarse consigo mismos, con Dios y con todas las criaturas. ¿Cuál fue su secreto? ¿Dónde radica ese secreto franciscano al que tan sensible es el mundo? He aquí las preguntas a las que procurará responder esta conferencia. Es preciso hacer una observación previa. Cuando se estudia un asunto como el presente, y más todavía cuando esto se hace en el marco de la temática de «Justicia y Paz», puede existir la tentación de proyectar sobre el pasado nuestra mentalidad y nuestras ideas, y de leer en los textos lo que en ellos deseamos encontrar y no lo que en ellos hay escrito realmente. Actuando así, no sólo no se respeta el texto, sino tampoco a san Francisco. La única manera de encontrar en los textos de nuestros orígenes una luz para hoy, consiste en leerlos tal como son y no tal como quisiéramos que fueran. Desarrollaré esta conferencia en las siguientes partes: 1. ¿Francisco violento? (Francisco antes de su conversión). 2. Conversión y misión. 3. Conflictos de la época. 4. Algunos ejemplos de Francisco artífice de paz. 5. El secreto de Francisco.

I. ¿FRANCISCO VIOLENTO? (FRANCISCO ANTES DE SU CONVERSIÓN) (2) ¿Fue siempre Francisco un hombre de paz? Al parecer, no siempre vivió su relación con los demás guiados por el ideal de la fraternidad universal. Francisco de Asís no fue hermano universal, hombre de paz, desde su nacimiento. Llegó a serlo. ¿Cómo? A través de una conversión.

1. Un ser abierto a las relaciones Las diferentes biografías primitivas nos presentan al joven Francisco como un muchacho muy sociable, abierto a la relación humana. Hijo de un comerciante, iniciado desde muy pronto en el comercio y con grandes dotes para los negocios, Francisco se acostumbró desde muy joven al hábito y al gusto por las relaciones humanas. Estaba espontáneamente predispuesto a la vida de relación. Tenía el trato fácil y agradable. Según san Buenaventura, que reproduce afirmaciones de sus predecesores, al joven Francisco le caracterizaba «la suavidad de su mansedumbre, unida a la elegancia de sus modales; su paciencia y afabilidad fuera de serie; la largueza de su munificencia» (LM 1,1d). No resulta nada difícil dar crédito a esta descripción. No contento con buscar compañía, Francisco la suscitaba, la creaba en torno suyo; tenía el don de poner en relación a unos con otros. Fascinaba a sus compañeros, era su cabecilla, su guía. Además, esta riqueza con que le había dotado la naturaleza en el plano relacional, se le acrecentó y afinó con el movimiento cultural de su época. El ideal del amor cortés, nacido en las cortes de los señores del sur de Francia, se había propagado por toda Europa mediante las canciones de los trovadores y los romances de caballería. Este nuevo arte de amar, impregnado de veneración, de delicadeza y de nobleza, en una palabra, esta cortesía halló en el corazón y en el ánimo de Francisco un profundo eco, que ya no cesaría de inspirar su vida de relación. 2. ¿Un violento? Bajo aquel carácter sociable e incluso cortés se escondía, sin embargo, un fondo de violencia y de agresividad. Francisco pertenecía a la clase entonces en auge de los comerciantes, ávidos de ganancias y ansiosos de poder. Esta clase se había abierto sensacionalmente paso a lo largo del siglo xii. Constituía la nueva fuerza económica y social, y aspiraba a conquistar el poder. En numerosas ciudades italianas, los ricos comerciantes habían suplantado a los señores feudales y, tras la revolución comunal, se habían convertido en los nuevos amos. Muchos de ellos, con vistas a prepararles para el desempeño del poder en los comunes libres, enviaban a sus hijos a estudiar derecho en la famosa universidad de Bolonia. Estos ricos burgueses se estaban ahora alejando del pueblo humilde en el que se habían apoyado para suplantar a los señores y, aproximándose cada vez más a los nobles, soñaban con poseer también ellos títulos de nobleza. Pietro Bernardone, el padre de Francisco, alimentaba grandes ambiciones para su hijo; Francisco, por su parte, se desenvolvía como pez en el agua en medio de aquel mundo de nuevos ricos. Sólo deseaba una cosa: figurar, brillar, dominar. Entre ambos Bernardone, padre e hijo, existía una comunión total. Gracias al poder que otorga el dinero, eran poderosos. El hijo podía pretender llegar a ser alguien; y, además, lo logró: sus iguales lo eligieron jefe de la juventud de Asís, punto de mira de la sociedad que lo rodeaba. Con la edad sus ambiciones aumentaron. Aunque era muy hábil para los negocios, no tenía intención de quedarse en el comercio de su padre y ser un simple comerciante de telas. Si durmiendo soñaba con la tienda paterna, la veía transformada en un magnífico palacio,

cuyas salas resplandecían con el destello de toda suerte de armas. Y, naturalmente, esas armas brillaban para él. Para él y para sus caballeros. Seducido por la gloria, el joven Francisco tenía sueños gloriosos. Su relación con los demás se asentaba sobre esta voluntad de prestigio y de poder. Una voluntad a la que nada hubiera podido detener. Ni siquiera la guerra. La gloria se lograba entonces en la guerra. Y a quienes les gustaba guerrear, la ocasión les salia al paso por doquier. La guerra movilizará, efectivamente, las jóvenes energías de Francisco. En la primavera de 1198, los habitantes de Asís se sublevan; asaltan y destruyen la Rocca, la fortaleza que domina su ciudad, signo del poder imperial y germánico. Al año siguiente, estalla la guerra civil: no contentos con haber expulsado a los alemanes, los burgueses de Asís quieren desembarazarse de la aristocracia feudal, que obstaculiza el comercio de la ciudad con peajes y vejaciones de todo tipo. Incendian castillos, ejecutan a algunos castellanos. Los nobles, sobre quienes se basaba la hegemonía germánica, ven sus bienes confiscados. Muchas familias señoriales, incluida la de Clara, tienen que refugiarse en Perusa. Asís ha llevado a término su revolución comunal y se proclama común libre. Francisco tenía entonces 18 años. ¿Participó en aquellas luchas? Nada permite afirmarlo. Pero es poco probable que permaneciera con los brazos cruzados. Lo cierto es que dos años más tarde se enrolará en la milicia comunal. Impulsada por los revanchistas de la nobleza de Asís que en ella se albergaban, Perusa entra en guerra con su eterna rival. Francisco participa en la batalla de Collestrada, no lejos de Ponte San Giovanni. Allí cae prisionero, y pasa un año en las cárceles de Perusa. Un hecho notable: durante su cautiverio, Francisco es equiparado a los caballeros prisioneros, es decir, a los profesionales de la guerra. Tras regresar de la cautividad y una vez recobrada la salud, Francisco se prepara de nuevo para guerrear. En esta ocasión decide, con un joven patricio de Asís, unirse en la Apulia al ejército pontificio que, al mando de Gualterio de Brienne, estaba luchando contra el ejército imperial. No le asusta la guerra. La busca. La causa era noble, se dirá. Pero la nobleza de la causa no mengua en absoluto la violencia de los medios. Ya se sabe cómo una voz interior detuvo a Francisco en Espoleto, y cómo regresó a Asís, sin llevar a cabo su proyecto. Otra causa, otro servicio más noble y pacífico le estaba esperando. Así pues, el primer ideal de Francisco consistió en ser un guerrero valeroso, noble y arrojado. Lo cual nos induce a la siguiente reflexión: Francisco tenía temperamento de «luchador». Cuando descubra la paz, ésta jamás será un refugio para él. Francisco no será un hombre de paz por miedo a la pelea o por falta de coraje. La paz evangélica no será para él la reacción de una vida miedosa que busca protegerse de las dificultades de este mundo. No será un aquende, sino un allende la guerra. Tendrá un aspecto militante y constructivo, el de la misión evangélica.

II. LA CONVERSIÓN Pueden distinguirse dos etapas importantes en la conversión de Francisco: la primera, más interior e individual, está vinculada, valga la expresión, con la capilla de San Damián; la segunda, de carácter más externo, apostólico y comunitario, está localizada en la Porciúncula. 1. Conversión interior e individual No es este el momento de explicar con detalle la conversión personal de Francisco. Todos conocemos cómo ocurrió. Me limitaré a recordar, en el marco de nuestro tema, las etapas que me parecen esenciales. a) La «aparición» del pobre (AP 4) Digo «aparición» porque, en efecto, se trata de la aparición del pobre, mensajero de Dios, en la vida de Francisco cuando éste se hallaba totalmente absorto en las preocupaciones de su negocio de telas de lujo para la gente distinguida de Asís. «Apparuit pauper...», dice el texto del Anónimo (AP 4a). Es la irrupción del pobre, como en la Biblia la irrupción de los mensajeros de Dios en la vida de los profetas, de María, de José, para transmitir un anuncio divino. Tras haber rechazado al pobre, auténtica mancha en una tienda de lujo para ricos, Francisco, movido por la gracia, se reprocha su falta de cortesía con el enviado del Rey de reyes y Señor de todos. Se compromete a no negar nunca nada en adelante a cualquiera que le pida en nombre de Dios. Luego, llama al pobre y le da una cuantiosa limosna. Como se ve, lo importante en el relato no es el pobre en cuanto pobre, sino en cuanto mensajero de Dios. Lo primero y más importante es la actitud interna de respeto y honor a Dios, basada sobre la cortesía, sobre la urbanidad cortés; el gesto externo, importante también sin duda, es consecuencia de la actitud interior. Lo que se subraya, más que la entrega de la limosna, es la calidad de la relación con el pobre, hecha de respeto y de honor. b) La «misericordia» con el leproso El encuentro con el leproso fue, lo sabemos muy bien, determinante en la conversión de Francisco. Fue, como él mismo afirma (Test 1-3), el acontecimiento que transformó su vida y, desde aquel momento, un punto permanente de referencia; en efecto, hacia el final de su vida al Pobrecillo «le hubiera gustado volver a servir a los leprosos» (1 Cel 103b). Este encuentro introdujo otra característica en la calidad de su relación con el prójimo, la misericordia: «feci misericordiam cum illis», es decir, les di mi corazón (miseris cor dare). El evangelista Lucas califica con la palabra «misericordia» la relación del samaritano con aquel hombre despojado por los salteadores y arrojado medio muerto en el camino (Lc 10,37); es la relación de Dios con nosotros: Dios nos da gratuitamente su corazón. A través del encuentro con el leproso, Francisco se encuentra con Dios mismo, pues empieza a amar como Dios ama, gratuitamente, dando su propio corazón. El leproso es también imagen de Cristo. Cuando Francisco se pone al servicio de los leprosos, entra al servicio de Cristo y abandona el siglo. Una vez más, la actitud interna, dar el corazón al otro, es lo primero y lo más importante; y la que engendra e inventa los gestos externos que hay que realizar.

c) Encuentro con el Cristo de San Damián y ruptura con el mundo Tras la visión de Espoleto y el mandato de regresar a Asís (2 Cel 6), un día en el que se hallaba orando y pidiendo luz ante el Crucifijo de San Damián, Francisco escucha la famosa voz que le dice: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10a). Como buen negociante, y seguro del poder del dinero, inmediatamente se pone en camino para obtener la suma necesaria para la reconstrucción de la iglesita. En Foligno, centro comercial de telas, vende varios fardos de paño y hasta su caballo. Es un sagaz comerciante y, como subraya su biógrafo, hace un buen negocio (cf. 1 Cel 8b). De regreso en San Damián, ofrece al anciano sacerdote el producto de la venta. Pero éste rechaza su dinero. Es una afrenta para el joven comerciante; y también una iluminación. En aquel momento empieza a desmoronarse un mundo que Francisco creía sólido. A través de las palabras del sacerdote, Dios mismo le está hablando —para la gente de la Edad Media el sacerdote es el portavoz de Dios— y le dice: «No quiero tu dinero, no tiene ningún valor. No lo necesito en absoluto. Es a ti a quien quiero». Esto es lo que derriba al «ídolo» dinero, ésta es la verdadera causa de la ruptura entre los dos Bernardone, padre e hijo, el punto exacto de ruptura entre dos mundos en la plaza del obispado. Desde entonces, Francisco, penitente, convertido, reconstruirá las iglesias con sus propias manos, se entregará al servicio de los leprosos (cf. 1 Cel 9-20), se vestirá como los pobres (cf. 2 Cel 8). 2. Conversión apostólica a la misión de paz Hacía más de dos años que vivía en solitario esta forma de vida cuando un día de S. Matías, en la Porciúncula, mientras se leía «el evangelio que narra cómo el Señor había enviado a sus discípulos a predicar» (1 Cel 22), Francisco tuvo una iluminación. Le pidió al sacerdote, una vez más el sacerdote como portavoz de Dios, que le explicara el sentido de aquella lectura evangélica, y la recibió como si se tratara de su propio envío en misión: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica.» Inmediatamente, abandona todo, se viste con una túnica en forma de cruz, y empieza a predicar la penitencia y a anunciar la paz. Como se ve, el anuncio de paz está directa y esencialmente vinculado al envío en misión evangélica y a la predicación de la penitencia. Los discípulos de Francisco no pueden desvincular el anuncio de paz de su contexto y de su contenido evangélico y bíblico, so pena de atenuar su alcance y falsear su mensaje. La paz que Francisco anuncia en seguimiento de Cristo y de los apóstoles, es la paz mesiánica. Esta se identifica con la Buena Noticia del Reino de Dios. Es, ante todo, un don, fruto del Espíritu. Expresa la reconciliación que Dios brinda al hombre, la mirada misericordiosa de Dios que «da su corazón» al hombre, la nueva alianza o relación de Dios con los hombres. Al mismo tiempo, esta paz es exigencia de conversión y de reconciliación de los hombres entre ellos y con toda la creación, una llamada a unas relaciones nuevas entre el hombre y las demás criaturas (3). Francisco es predicador de paz porque es predicador del Evangelio de Jesucristo. Escuchando la lectura del evangelio, confirmada por el sacerdote, Francisco comprendió que ésa era su misión, como ésa había sido la misión de los apóstoles. Y esto fue para él como un grito de liberación: por fin sabía ya qué era lo que el Señor esperaba de él.

«En toda predicación que hacía, escribe Celano, antes de proponer la palabra de Dios a los presentes, les deseaba la paz, diciéndoles: "El Señor os dé la paz". Anunciaba devotísimamente y siempre esta paz a los hombres y mujeres, a los que encontraba y a quienes le buscaban» (1 Cel 23b). Francisco mismo confirma este hecho en su Testamento: «El Señor me reveló que dijésemos este saludo: "El Señor te dé la paz"» (Test 23), y en la Regla: «En toda casa en que entren digan primero: "Paz a esta casa"» (2 R 2,13). Este deseo de paz, surgido del corazón de un hombre que hacía tres años que se había convertido al Señor y que vivía desde entonces sólo para Él, no engañó a nadie. «Debido a ello, prosigue Celano, muchos que rechazaban la paz y la salvación, con la ayuda de Dios, abrazaron la paz de todo corazón y se convirtieron en hijos de la paz y en émulos de la salvación eterna» (1 Cel 23b). Nótese bien lo que dice el texto. Por una parte, se pasa del rechazo al abrazo de la paz «con la ayuda de Dios» (Domino cooperante). Por otra, la paz y la salvación están íntimamente unidas, como exponía el profeta Isaías: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: "Ya reina tu Dios"» (Is 52,7). Refiriéndose a este mismo tema, san Buenaventura reproduce los mismos elementos: «Según la palabra profética y movido en su persona del espíritu de los profetas, anunciaba la paz, predicaba la salvación y con saludables exhortaciones reconciliaba en una paz verdadera a quienes, siendo contrarios a Cristo, habían vivido antes lejos de la salvación» (LM 3,2b). Entre éstos se encontraban, al decir de los mismos biógrafos, los primeros compañeros. Tras escuchar el nuevo anuncio evangélico de paz, se unieron a Francisco para «abrazar esta misión de paz» (cf. 1 Cel 24a; Lc 14,32). Cuando Francisco envía a sus primeros hermanos a predicar, les confía la misión de paz: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados. Y permaneced pacientes en la tribulación, seguros, porque el Señor cumplirá su designio y su promesa. A los que os pregunten, responded con humildad; bendecid a los que os persigan; dad gracias a los que os injurien y calumnien, pues por esto se nos prepara un reino eterno» (1 Cel 29a). ¿Dónde puede encontrarse un mensaje de paz más incisivo, un programa de paz más franciscano? Esta misión de paz y de penitencia es la que aprobó el papa Inocencio III, cuando dijo a la primera fraternidad: «Id con el Señor, hermanos, y, según Él se digne inspiraros, predicad a todos la penitencia» (1 Cel 33b). Como hermanos menores, nuestros orígenes son claros y nuestras raíces sólidas: somos mensajeros y artífices de paz. Y lo somos porque hemos recibido la misión de anunciar el Evangelio. Nuestro compromiso por la paz no puede desvincularse de nuestra misión de anunciar la penitencia, o conversión, evangélica; forma parte esencial de nuestra misión: anunciar el Evangelio de Jesucristo. Nuestras Constituciones Generales lo subrayan con fuerza. Y este compromiso no puede ser un tema ni una acción «en sí». Cuantas veces sea o aparezca simplemente como un «en-sí», es decir, como un discurso político-social separado de su referencia esencial a la conversión evangélica, no será recibido, y con razón, por la «pars sanior», por la parte más sana de la Orden.

III. PRINCIPALES CONFLICTOS DE LA ÉPOCA (4) Antes de seguir a Francisco en su misión de paz a través de algunas acciones concretas creadoras de paz, conviene evocar la situación conflictiva en la que se encontraba su tiempo y recordar los principales conflictos que desgarraban la sociedad de entonces. La época de Francisco no fue un período especialmente idílico. Sería un error considerar el final del siglo xii y el principio del siglo xiii como una especie de edad de oro de la paz. Los conflictos fueron numerosos y violentos. Basta con recordar las guerras en las que, de cerca o de lejos, se vio envuelto Francisco durante su juventud, para formarse una idea de conjunto sobre los mismos. En efecto, estas distintas guerras son características de los grandes conflictos que desgarraban entonces a toda la sociedad. En primer lugar tenemos, como telón de fondo, la interminable lucha entre el papado y el imperio, que se avivaba periódicamente. Celosos de sus respectivos derechos, el papa y el emperador se disputan el dominio sobre el conjunto de Europa. El sacro imperio romano germánico llega entonces hasta Sicilia. Si el joven Francisco proyectó marchar a luchar en la Apulia, fue precisamente porque los ejércitos pontificios estaban luchando en aquella zona de Italia meridional contra las fuerzas imperiales. A este conflicto entre el papado y el imperio se unía un segundo. Entre el papa y el emperador estaban, en efecto, las ciudades italianas, que se esforzaban por sacudirse el yugo germánico, pero en propio provecho. Ya años antes, en 1174, Asís había intentado liberarse del dominio imperial: se enfrentó con Federico Barbarroja, que se personó tres años después en la ciudad para instalar en la Rocca a su lugarteniente el duque Conrado de Urslingen. Pero en 1197/98 —Francisco tenía entonces 15/16 años—, aprovechando la situación de debilidad en que se encontraba Alemania a consecuencia de la sucesión de Enrique IV, se produjo en Italia un levantamiento general contra la hegemonía germánica. Los comunes se apoderaron de los bienes del imperio, expulsaron a sus representantes, ocuparon o demolieron sus fortalezas. El papa Inocencio III, con la esperanza de verlas pasar bajo su dominio, respaldó a las ciudades que se habían rebelado. Pero éstas, poco deseosas de pertenecer a otro señor, siguieron el ejemplo de sus predecesoras las ciudades lombardas, libres desde hacía mucho tiempo, se proclamaron comunes autónomos y eligieron sus propios gobiernos comunales. Paralela a esta guerra de liberación del yugo germánico, existía la guerra civil entre los burgueses —sobre todo la nueva clase social de los comerciantes—, que habían tomado el poder en los comunes, y la aristocracia feudal local, más o menos comprometida con los ocupantes germánicos, cuyos aliados locales seguían siendo. A un lado, la familia de Francisco; al otro, la de Clara. Los comunes liberados se vuelven en contra de los señores feudales. Esto divide y desgarra ciudades y regiones. Las familias nobles son expulsadas, desposeídas. Estos arreglos de cuentas dejarán huellas difíciles de borrar. En Asís, por ejemplo, habrá que esperar al menos diez años para poder pensar en una reconciliación. Hasta el 9 de noviembre de 1210 no firmarán los nobles y los burgueses un tratado de paz

que ponga fin a la guerra civil. Por esta fecha, Francisco anda recorriendo ya la región con sus primeros compañeros. ¿Desempeñó algún papel en la reconciliación? Es poco probable. Las razones de este tratado no tienen ciertamente nada de espiritual. Si los ricos burgueses se aproximaron a los nobles fue, al parecer, porque querían distanciarse del pueblo humilde y trataban de colocarse entre los «maiores». Esto nos da pie para evocar otro conflicto existente en el seno de las ciudades, un conflicto de tipo social que opone a los nuevos señores, los ricos comerciantes, poseedores del poder económico y político, y al pueblo humilde de los talleres, los obreros y artesanos. En algunos comunes, los podestàs, cónsules o regidores actúan como déspotas, despreciando los derechos inscritos en la Carta. De ahí, conflictos a veces muy agudos que degeneran en huelgas o motines, sobre todo en las ciudades donde hay una desarrollada industria textil, especialmente en Flandes, Inglaterra o el Norte de Italia. Añádanse los conflictos entre ciudades rivales. Estos mercaderes asociados que constituyen los comunes son insaciables; siempre tienen algún litigio que ventilar con sus vecinos, por causa de un camino, un río, un puente, un bosque, un palmo de territorio que hay que arrebatar a la ciudad vecina. Por último, no puede concluirse esta rápida descripción de la situación conflictiva existente en tiempos de Francisco, sin hablar del conflicto existente entre la Cristiandad y el Islam. «Los musulmanes, que siguen instalados en España, en el reino de Granada, continúan sitiando el mundo cristiano, a pesar de la victoria de los cruzados en Las Navas, el año 1212.» Europa se siente atenazada, desde el este y el oeste, por el mundo árabe. La frágil instalación del reino latino en Jerusalén no hace sino avivar la obsesión del Islam. Por otra parte, a la conciencia cristiana le resulta muy duro tolerar la visión de los santos lugares, sobre todo el Santo Sepulcro, en manos de los musulmanes. No sorprende, por tanto, que en el concilio de 1215 el papa Inocencio III vuelva a lanzar la idea de una cruzada, que será la quinta. Este es el contexto en el que Francisco, deseoso de seguir a Cristo, emprende su misión de paz. Como se ve, nada había tan actual y urgente que anunciar en aquel mundo como la paz, la reconciliación, a la luz del discurso evangélico de misión.

IV. FRANCISCO, ARTÍFICE DE PAZ. ALGUNOS EJEMPLOS En el marco de una ponencia no puedo, como es evidente, analizar a fondo con vosotros los textos que voy a citar. Sin embargo, sabemos muy bien que el análisis riguroso de los textos que utilizamos, y que muchas veces son los únicos testimonios de que disponemos, es el que nos permite aproximarnos a la actitud exacta de Francisco tal como fue recogida y transmitida por los biógrafos; la que se desprende del texto y no la que sería producto de nuestros conceptos preestablecidos y de nuestras proyecciones personales o colectivas. Me limitaré a subrayar brevemente los acentos esenciales de los textos que he analizado personalmente, como he hecho respecto al encuentro de Francisco con el pobre y con el leproso.

1. Francisco y el sultán: dos creyentes desunidos convergen en la paz Uno de los episodios que afloran espontáneamente a la memoria cuando se evoca la faceta pacificadora del Santo de Asís, es su encuentro con el sultán Al-Malik-al-Kamel. Sobre este encuentro se proyecta demasiadas veces la imagen preconcebida del «diálogo», proyección que induce a relatar no pocas inexactitudes. El episodio aparece relatado cuatro veces en las fuentes franciscanas (1 Cel 57; LM 9, 7; Actus 27; Flor 24); también lo encontramos dos veces en los escritos de un testigo de valía y que casi se podría calificar de ocular: el cardenal Jacobo de Vitry, que era obispo de San Juan de Acre cuando Francisco visitó al sultán durante el asedio de Damieta en 1219 (5). Del examen de todas estas fuentes una cosa al menos aparece con certeza. Francisco no fue al sultán con el propósito de entablar diálogo, sino con el propósito, por una parte, de cumplir su misión de anunciar al sultán la paz evangélica, predicándole la conversión —la penitencia— al Evangelio de Jesucristo, y, por otra, con la esperanza de recibir del sultán la gracia del martirio, que Francisco consideraba como el cumplimiento perfecto de la «sequela Christi». Pero el encuentro no se desarrollará tal como había previsto ninguno de los dos protagonistas. El encuentro no tuvo ningún triunfo apostólico aparente, pero eso no significa que no produjera ningún resultado. Así, por ejemplo, dará pie a que Francisco escriba su capítulo 16 de la Regla no bulada, famoso por su manera original de presentar la misión evangelizadora. Esta misma forma de entender la misión será la que propondrá el Papa Pablo VI en su Evangelii nuntiandi, y la que constituirá el armazón del capítulo V de nuestras Constituciones Generales. ¿Qué es lo que realmente ocurrió? Francisco llega a las puertas de Damieta el año 1219. Con toda verosimilitud, sus gestiones tuvieron lugar durante la tregua del 20 de agosto al 26 de septiembre de aquel mismo año. Francisco y otro hermano penetran en campo enemigo sin llevar armas ni salvoconducto. Los textos coinciden en afirmar que el recibimiento por parte de los guardias y demás sarracenos no fue muy afectuoso, sino todo lo contrario. Francisco recuerda esta acogida en la primera frase del ya citado capítulo: «Dice el Señor: He aquí que os envío como ovejas en medio de lobos» (1 R 16,1). Quiérase o no, la alusión es clarísima, y es una alusión del mismo Francisco: ¡los hermanos son las ovejas, y los sarracenos son los lobos! Ambos personajes, Francisco y el sultán, resaltan por su valía. Y digo ambos. En primer lugar, el sultán, pues, como escribe Celano, «si muchos (sarracenos) le agraviaron (a Francisco) con animosidad y gesto hostil, el sultán, por el contrario, lo recibió con los más encumbrados honores» (1 Cel 57b). Y esto es lo que cambiará la situación, y cambiará al mismo Francisco. Jacobo de Vitry relata que, conducido Francisco a la presencia del sultán, éste «se volvió todo mansedumbre ante el varón de Dios, y durante varios días él y los suyos le escucharon con mucha atención la predicación de la fe de Cristo» (BAC 967). Quiso colmar a Francisco de regalos y riquezas, pero ante el desinterés de éste, «que lo despreciaba todo como si fuera estiércol, estupefacto, lo miraba como a un hombre distinto

de los demás» (1 Cel 57b). Jacobo de Vitry añade que, cuando Francisco se despidió, el sultán le pidió que rezara por él, a fin de que Dios le revelara cuál era la ley y la fe que más le placía. Esta petición la convierten los Actus y las Florecillas en una petición de bautismo. El resultado no fue un triunfo desde el punto de vista de conversión a la fe cristiana, pero, siempre según el testimonio de Jacobo de Vitry, los hermanos pudieron «ir entre sarracenos», quienes solían escucharles con gusto, con tal que se limitaran a exponer la fe de Cristo y la doctrina del Evangelio, sin «tomarla» con Mahoma, cosa que no siempre respetaron los frailes (BAC 967). El encuentro, repito, debe su valor a dos hombres de una calidad excepcional: el sultán, cuya cortesía fue determinante, y Francisco, cuya forma de ser y cuya libertad respecto a los bienes de este mundo llenó de admiración a su anfitrión. Transformado en un cierto modo por la cortesía de quien él había creído, e incluso esperado, que fuera su verdugo, Francisco, siempre deseoso también de anunciar con toda su vida la Palabra de Dios y la paz evangélica, adopta en su Regla un lenguaje nuevo, totalmente alejado de las ordalías, y más insólito todavía que la audacia que lo impulsó a presentarse ante el sultán. Este lenguaje es fidelidad a la actitud de humilde servicio de Jesús que los evangelios reflejan, es someterse «a toda humana criatura por Dios» (1 R 16,6), es «ser menor», comunión con la actitud fundamental del creyente musulmán, la sumisión. Musulmán significa «sumiso a Dios». 2. La paz con los malhechores o la conversión de los bandidos (LP 115; EP 66; Flor 26) Conocemos el hecho. Unos ladrones viven escondidos en el bosque, de donde salen de vez en cuando para saquear a la gente o para pedir pan a los hermanos del eremitorio de Borgo San Sepolcro. Adviértase, desde el principio, la doble actitud de los bandidos, según se trate de los frailes o de la otra gente. A los hermanos, les piden; a los demás, los desvalijan violentamente. No obstante, nos hallamos ante dos mundos bien distintos: a un lado, los hermanos; al otro, los ladrones. ¿Qué es lo que hay que hacer? ¿Cómo aproximar a estos dos grupos? ¿Deben los frailes darles limosna a los malhechores? Los hermanos están divididos: unos piensan que no está bien darles limosna, pues son bandidos; otros opinan que se les debe socorrer alguna vez, con tal que, además, se les exhorte a la penitencia, pues los ladrones tienen hambre y piden con humildad. Entre tanto, llega Francisco al eremitorio y le plantean el dilema. De entrada, Francisco sitúa el problema en un plano superior e invita a sus frailes a una conversión. El verdadero problema, les dice, no consiste en «darles o negarles pan». Haced algo distinto y hacedlo con cortesía. Abasteceos de buen pan y de buen vino, no con restos de vuestra comida o de lo que habéis recogido de limosna; id al lugar del bosque donde se encuentran los bandidos y decidles: «¡Venid, hermanos bandidos! Somos vuestros hermanos y os traemos buen pan

y buen vino.» Después, servidles con humildad y buen talante, con todo el respeto posible (mención del mantel y de otros gestos de deferencia), como siervos a sus señores. Luego de comer, exponedles la palabra del Señor y, por último, rogadles que os prometan no hacer mal a la gente a la que roban. Así os lo prometerán ellos, movidos por la cortesía con que les habéis tratado. Al día siguiente, además del pan y del vino, llevadles otros manjares, y, después de la comida, exponedles la palabra del Señor y pedidles un poco más. Y haced lo mismo al otro día. Y al otro. «¡Hermanos bandidos!» Menudo acierto. Ya no hay, a un lado, los ladrones y, al otro, los hermanos: Francisco los une a todos en una misma comunión. Los bandidos son bandidos; Francisco no lo niega. Pero también pueden convertirse en hermanos, del mismo modo que los hermanos pueden hacerse unos bandidos. Lo que debe tenerse en cuenta en las personas es su futuro de conversión y no la etiqueta con la que hoy se les señala. De hecho, en la tercera parte del relato, los bandidos se hacen hermanos. El binomio inicial se transforma en un solo término: hermano. ¿Y quién realiza el cambio? El Señor que, en su misericordia, da a los bandidos la gracia de convertirse, movidos por la humildad y caridad con que los hermanos los han tratado. Imitando al Maestro, siervo humilde, es como los hermanos pueden ofrecer a los ladrones la paz evangélica y convertirlos en hijos de la paz y de la salvación. 3. Paz con el tirano terrible y sanguinario, o el lobo feroz convertido en lobo manso (Actus 23; Flor 21) El episodio del lobo de Gubbio constituye, junto con el de la predicación de Francisco a las avecillas, uno de los temas más populares y más tratados por la literatura y la iconografía franciscana. El relato es conocido por todos. Recordemos sus principales momentos. Situación inicial: una ciudad en estado de sitio, sometida al terror por un enemigo que anda rondando a sus puertas. Un enemigo enorme, feroz, cruel, y que infunde el pánico colectivo. Los habitantes viven aterrorizados y sin atreverse a abandonar la protección de las murallas de la ciudad, ni siquiera armados. Es una situación de bloqueo. Y los dos enemigos frente a frente, cada uno con sus propias preocupaciones o necesidades: el lobo, atormentado por el hambre; la gente, carente de toda seguridad. San Francisco vive por entonces en Gubbio. Sufre con los ciudadanos, «compatiens illis», como el samaritano a la vista de aquel hombre saqueado, apaleado y abandonado medio muerto con el que se topó a la vera del camino. Se dispone a salir al encuentro del lobo. Jesucristo, que domina los espíritus de toda carne, es su única esperanza. Francisco sale del pueblo sin protección, llevando como única arma la señal de la cruz, y puesta en Dios toda su confianza. Se encamina hacia el lugar donde está el lobo. El lobo avanza, agresivo, con las fauces abiertas y amenazantes, al encuentro de Francisco. En el relato, como en la realidad, la cruz constituye, ¡nunca mejor dicho!, el punto crucial: el punto en el que la historia cambia por completo, el momento de la conversión. A la vista

de la cruz, el lobo cierra las fauces, deja de correr, se acerca mansamente y se echa a los pies de Francisco; la cruz convierte al lobo en hermano. Tras hacer la señal de la cruz y confiando sólo en ella, Francisco llama al lobo y le ordena: «¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie.» La cruz, por último, convierte al terrible lobo en un cordero manso y obediente. La cruz, signo de la reconciliación ofrecida por Cristo y con el que Cristo domina el espíritu de toda carne enemiga. Este texto contiene toda la riqueza teológica de la redención. Hablar de la acción reconciliadora de Francisco entre el lobo y los habitantes de Gubbio, silenciando la señal redentora de la cruz con la que va armado —poco importa si interna o externamente—, equivale a vaciar totalmente el texto de su contenido decisivo y redentor. Francisco y el lobo reunidos fuera de la ciudad. Primero tenemos la predicación de Francisco al lobo. El lobo es lobo. Francisco no lo niega, como tampoco negó que los bandidos eran bandidos. Mereces, le dice, la muerte eterna, pues destruyes las criaturas hechas a imagen de Dios. Suscitas agresividad y guerra; sólo tienes enemigos, y eso por tu culpa. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer las paces entre tú y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante y ellos te perdonen todas tus ofensas. A continuación viene el pacto de paz: Hermano lobo, yo te prometo que nadie te hará daño y que nunca más padecerás hambre; pero tú has de prometerme que no harás daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. El lobo lo promete y, en fe de su promesa, levanta una de las patas delanteras y la coloca mansamente en las manos de Francisco. Francisco y el lobo entran en la ciudad, el terreno de los enemigos del lobo. Y lo primero que hace aquí Francisco es también predicar a los ciudadanos. En línea con su misión apostólica, Francisco, artífice de paz, predica la conversión tanto a una como a otra parte. Es fácil predicar a unos la conversión de los otros, como se hace con frecuencia en los movimientos socio-políticos. Francisco dice a los ciudadanos de Gubbio: el mal está dentro y no fuera de vosotros; el verdadero enemigo no es el lobo, ese pequeño animal que sólo puede matar el cuerpo; el gran enemigo es el pecado que hay en vosotros; convertíos, por tanto, y Dios os librará del pequeño y del gran enemigo. Terminado el sermón, viene el pacto de paz. Francisco propone la paz a la otra parte: si os convertís y os comprometéis a darle cada día al lobo lo que necesita, yo salgo fiador de que él cumplirá también el pacto de paz y no os dañará en adelante en cosa alguna. El pueblo se compromete, a una voz, a cumplir el pacto, y el lobo, con sus gestos, da fe pública de su promesa. A partir de entonces, como sabemos, el lobo entró a formar parte de la ciudad, como los demás ciudadanos. Este relato es tan denso que haría falta mucho tiempo para analizarlo y extraerle toda su riqueza. Posee tanta profundidad que, en cierto modo, uno queda mudo ante sus enseñanzas sobre la construcción de la paz. Los discípulos de Francisco no podemos pretender poner paz entre los enemigos, si no tenemos depositada toda nuestra confianza en el Señor Jesús y no llevamos su cruz. La cruz nos sitúa en el nivel exacto de nuestra acción. Y también en el nivel exacto de nuestra certeza y de nuestra esperanza, a la vez que de nuestra razón de ser de hermanos menores, pues sabemos que ella ha vencido la muerte y el mal.

4. Artífice de paz en el seno de la ciudad Francisco de Asís intervino directamente para poner paz en varias ciudades desgarradas por guerras intestinas: Arezzo, Siena, Bolonia y Asís (6). Y en otros lugares. Vamos a fijarnos, a título de ejemplo, en los casos de Bolonia y de Asís. a) Bolonia (7) Uno de los testimonios más expresivos de este hecho nos lo ha transmitido un tal Tomás, archidiácono de Spalato, quien nos relata el acontecimiento en primera persona: «Este mismo año (el de 1222) residía yo en la casa de estudios de Bolonia, y el día de la Asunción de la Madre de Dios vi a san Francisco cuando predicaba en la plaza, delante del palacio público; habían acudido allí casi todos los habitantes de la ciudad. El exordio del sermón versó sobre "los ángeles, los hombres y los demonios"¼ Todo el contenido de sus palabras iba encaminado a extinguir las enemistades entre los ciudadanos y a restablecer entre ellos los convenios de paz. Desaliñado en el vestido, su presencia personal era irrelevante, y su rostro nada atrayente. Pero con todo, por la mucha eficacia que, sin duda, otorgó Dios a sus palabras, muchas familias de la nobleza, que desde antiguo habían tenido entre sí un odio tan feroz que les había llevado muchas veces a mancillarse con el derramamiento de sangre, hicieron entonces las paces¼» (BAC 970). Partiendo de un tema teológico que fácilmente se prestaba a discusiones académicas, «los ángeles, los hombres y los demonios», Francisco va derecho a lo que considera esencial y forma parte de su misión: las relaciones humanas, la paz entre los hombres. En este ámbito es donde, según él, se decide el destino de los hombres. En segundo lugar, llama la atención la insistencia de Francisco en la necesidad de «restablecer convenios de paz». La paz que él predica no se reduce a un estado anímico, a unas disposiciones interiores nuevas. No hay paz efectiva y estable entre los ciudadanos sino en el respeto de los derechos de todos y de cada uno. Estos derechos han sido lesionados; hay que restablecerlos. Deben inscribirse con claridad en la Carta. Estamos en la época de las cartas de libertad. Como auténtico hijo del común de Asís, Francisco sabe muy bien de qué está hablando cuando invita a los habitantes de Bolonia a restablecer convenios de paz, a formular un nuevo pacto social. La actitud interior renovada debe desembocar en una acción concreta. Por último, Tomás insiste en la apariencia insignificante de Francisco. Los sabios de la universidad de Bolonia quedaron admirados de la palabra de aquel hombre que se sabía y se definía «ignorans et idiota», ignorante e indocto (CtaO 39; cf. Test 19; VerAl 11). Estamos en pleno centro del secreto de Francisco, de ese secreto que fray Maseo quería comprender cuando le preguntaba: «¿Por qué a ti?», y del que hablaremos luego. b) Asís: restablecimiento de la paz entre el obispo y el podestà También este hecho es muy conocido. Francisco se encuentra muy enfermo y atraviesa una crisis interior que acrisolará su propia reconciliación interna, y cuya expresión externa serán las «alabanzas», el Cántico del hermano Sol (cf. LP 83). Durante ese mismo tiempo,

el obispo y el podestà de Asís se odian cordialmente y luchan entre ellos a base de condenas: el obispo excomulga al podestà; éste, por su parte, prohíbe cualquier contrato legal con el obispo. Una excomunión recíproca y con idénticos efectos. Era un verdadero bloqueo psicológico y económico. Y un estancamiento económico de consecuencias desastrosas para todos, pues nadie podía hacer intercambios. Una ciudad paralizada. Y una única salida posible: la escalada de la guerra hasta que uno aplastara al otro. La única salida¼ a menos que se llegue a una reconciliación entre ambas partes. Francisco, que está gravemente enfermo, siente compasión por ellos (una vez más encontramos la actitud del samaritano del evangelio). Dos hombres están a punto de aniquilarse mutuamente, y no hay nadie que intervenga para evitarlo. «Es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que nadie se preocupe de restablecer entre el obispo y el podestà la paz y la concordia.» Ante tal circunstancia, compone para sus «alabanzas» una nueva estrofa, la estrofa del perdón por amor de Dios. Y envía a dos hermanos a cantar delante de ambos antagonistas el Cántico del hermano Sol, con esa nueva estrofa. Francisco está seguro de que el Señor volverá humildes sus corazones y, «restablecida la paz, volverán a su anterior amistad y afecto». «El Señor volverá humildes sus corazones»: he aquí el objeto de la conversión, la condición para restablecer esa paz que los hermanos menores deben anunciar a todos. De hecho, el podestà le tiene tanta veneración y cariño a Francisco, que escucha envuelto en lágrimas y con inmenso respeto la palabra que le proclaman en su nombre, se confiesa delante de todos y, tras manifestar su humildad y conversión, se arroja a los pies del obispo prometiendo, por amor de Jesucristo y de su siervo Francisco, darle satisfacción por todas sus ofensas. El obispo, a su vez, conmovido por la humilde sumisión del podestà, lo levanta; su corazón se vuelve humilde («mi cargo exige en mí humildad, pero tengo un carácter pronto a la cólera»), y le pide perdón al podestà. Otro ejemplo de reconciliación, lleno de enseñanzas para guiarnos a nosotros los hermanos menores en nuestra tarea de artífices de paz. Ésta necesita previamente la humildad, condición del perdón.

V. EL SECRETO DE FRANCISCO: «SEAN MENORES Y ESTÉN SUJETOS A TODOS» (1 R 7,2) Al final de esta rápida exposición sobre Francisco evangelizador y hombre de paz, nos preguntamos: ¿Cuál fue su secreto? Él mismo nos lo revela en el nombre que nos impuso: hermanos menores. «Menor» no es un simple calificativo: es un programa de vida, un calificativo dinámico y no estático. No significa que somos pequeños, sino que debemos hacernos humildes, más pequeños (comparativo), menores que aquellos con quienes nos encontramos: «Que se sometan a toda humana criatura por Dios» (1 R 16,6). Es el camino que nos trazó Jesús, el Hijo de Dios, que es el camino, la verdad y la vida.

San Pablo nos recomienda y describe ese mismo camino en su carta a los Filipenses, a quienes dice: Comportaos mutuamente como Jesús se comportó con vosotros, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo (véase Fil 2, 1-11). ¿No consiste precisamente en eso el «ser menor»? ¡Considerar al otro superior a uno mismo! Hermanos menores: mediante el inmenso respeto con que os honráis mutuamente y con que honráis a todas las criaturas es como seréis artífices de paz y evangelizadores al modo de Francisco de Asís. Haced por los demás lo que Cristo hizo por vosotros. Él, que es Dios y Señor del universo, no retuvo con avidez el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de su rango para servirnos humildemente, como el siervo que lava los pies a su amo. Él se humilló, se abajó a ras de tierra (humus), considerándonos como superiores a Él, considerándonos en cierto modo sus señores, a los que se hizo obediente hasta la muerte. Y porque actuó así, se convirtió en el más grande, en el más feliz de los hombres. Nos dio ejemplo para que nosotros le sigamos, si queremos ser también nosotros dichosos y hacer dichosos y pacíficos a los demás. ¡Ese es el secreto de Francisco! Considerar al otro superior a uno mismo, colmarlo de estima y de respeto, facilitarle el espacio que necesita para nacer, existir y crecer. Así es como seremos instrumentos de paz: brindándonos al servicio del crecimiento del otro, de los otros. Como el Maestro. ¿Por qué acudían tantas personas, y no siempre las más recomendables, a Jesús en el Evangelio? ¿Porque se sentían aplastadas por la personalidad o perfección de Jesús? ¡Todo lo contrario! Porque cuando se acercaban a Él, «manso y humilde de corazón», se sentían tan respetadas, que se llenaban de vida y se volvían capaces de llevar una vida y de ofrecer una paz y un perdón que antes les eran imposibles. ¡Ese fue el secreto de Jesús, el Dios que se hace humilde para que podamos seguir sus huellas! ¡Cómo no evocar aquí otro episodio de la vida de san Francisco! Un episodio muy conocido de las Florecillas (Flor 10). Francisco y Maseo caminan un día juntos. Fray Maseo es un hombre guapo, de elegante presencia y predicador elocuente; proviene de una familia importante y ha recibido una buena formación; tiene el don de la palabra, sabe presentarse y da gusto escucharle. Francisco, en cambio, ya nos lo describía Tomás de Spalato, es bajito, de presencia irrelevante, consumido por las privaciones, desaliñado en el vestido. No ha frecuentado las escuelas. Sin embargo, su palabra es un imán, y su persona una llama que caldea; todo el mundo corre tras él, la gente se atropella para escucharle. Cuando está presente Francisco, Maseo queda eclipsado, la gente lo ignora. Es algo que Maseo no llega a comprender y a lo que le da vueltas continuamente. ¿Cómo es posible que un hombrecillo de tan poca apariencia y, en resumidas cuentas, tan trivial, logre un éxito tan clamoroso? No pudiendo contenerse, y con una pizca de envidia, exclama: «¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?» Tras un momento de ferviente oración, Francisco le responde: «¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? Porque el Señor no ha hallado sobre la tierra a ninguno más vil ni más inútil ni más grande pecador que yo.» Con otras palabras, porque todos son superiores a mí. La respuesta es clara. En presencia de Francisco, tan simple y respetuoso, todos se sienten a gusto, nadie tiene miedo de ser lo que es, todos se descubren capaces de dar el paso de la reconciliación. Como vemos en el Evangelio que ocurría a las personas que se acercaban a Jesús, nuestro Dios humilde.

Hermanos, permitidme que concluya con estas palabras del seráfico Padre: «La paz que proclamáis con la boca, debéis tenerla desbordante en vuestros corazones, de tal suerte que para nadie seáis motivo de ira ni de escándalo, antes bien por vuestra paz y mansedumbre invitéis a todos a la paz y a la benignidad. Para esto hemos sido llamados, para curar a los heridos, vendar las fracturas y atraer a los descarriados. Muchos hay que creemos miembros del diablo y que algún día serán discípulos de Cristo» (AP 38c; cf. CC.GG. 68, 2). ¡En alabanza de Cristo y de san Francisco, su servidor! ________ 1. Los escritos en los que Jacobo de Vitry habla sobre san Francisco y los franciscanos, pueden verse enFrancisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época (ed. J. A. Guerra), Madrid, BAC, segunda edición, 963ss. Citaremos BAC y página 2. En esta parte de la exposición reproduzco, con frecuencia literalmente, las páginas 4 y 5 de la conferencia de É. Leclerc, OFM, François d'Assise homme de paix, conferencia pronunciada en una sesión de «Justicia y Paz» de la Provincia Franciscana Francesa del Oeste y publicada en el Bulletin de Liaison de la misma Provincia, ejemplar no numerado, La Vicomté-Dinard, 4-8 abril 1988, 3-13. La cursiva indica que la cita es literal. Resumida, esta conferencia fue publicada en Évangile Aujord-hui, cuyo texto tradujo y publicó Sel. Fran. n. 55 (1990) 99-109: Francisco de Asís, hombre de paz. 3. Véase É. Leclerc, art. cit., p. 7. 4. También esta tercera parte está tomada del texto de É. Leclerc, art. cit., páginas 8-9. 5. Pueden verse los testimonios de Jacobo de Vitry, así como el de Ernoul, en BAC 964ss. 6. Para la intervención en Arezzo, véase 2 Cel 108; para la de Siena, Flor 11; en cuanto a la de Bolonia, véase BAC 970; respecto a la de Asís, véase LP 84 y EP 101. 7. Respecto a la intervención de Francisco en Bolonia, cito el texto de É. Leclerc, art. cit., p. 10. Traducción del francés: Fr. Rubén Camps, OFM [Selecciones de Franciscanismo, vol. XIX, n. 57 (1990) 425444] .

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