Calhoun Craig_nacionalismo_estado Nacion Y Legitimidad_p115-145

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C raig C a l h o u n

Nacionalismo

libros del

Zorzal

Calhoun, Craig Nacionalismo - 1a ed. - Buenos Aires . Libros del Zorzal, 2007. 224 p. ; 21x14 cm. Traducido por: Laura W ittner IS B N 978-987-599-031-9 1. Sociología. 2. Nacionalismo. I. Laura Wittner, trad. II. Título C D D 301

Traducción: Laura W ittner

© Open University Press, 1997

© Libros del Zorzal, 2007 Buenos Aires, A rge ntin a

ISBN

978-987-599-031-9

Libros del Zorzal Printed in Argentina Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o com entarios acerca del contenido de

Nacionalismo, escríbanos a: [email protected] .ar

www.delzorzal.com.ar

índice

A

g r a d e c im ie n t o s

......................................................................................................... 11

I n t r o d u c c i ó n ...................................................................................................................1 3 C a p ítu lo

I. La modernidad y los diversos nacionalism os......25

II. Parentesco, etnicidad e identidades categóricas ........................................................................................... 55

C a p ítu lo

III. Las reivindicaciones nacionalistas de la h isto ria........................................................................................ 91

C a p ítu lo

C a p ítu lo

IV. Estado, nación y legitim idad................................. 115

C a p ítu lo

V. Universalismo y lo calism o....................................... 147

VI. Imperialismo, colonialismo y el sistema mundial de los Estados-nación...................................................173

C a p ítu lo

C o n c l u s ió

n

......................................................................................................................2 0 1

B i b l i o g r a f í a .................................................................................................................... 2 0 7

C apítulo IV

Estado, nación y legitim idad

La oposición entre las explicaciones nacionalistas centradas en el Estado y aquellas que enfatizan los lazos étnicos previos es, por lo común, exagerada. Sería erróneo imaginar que el proceso de formación estatal o la etnicidad pueden proveer una "variable maestra" que dé cuenta de todo el surgimiento y carácter del nacionalismo moderno. Las culturas "étnicas" comunes importan en tanto dan a las naciones su identidad y sus ligazones emocionales, pero la creación de los Estados mo­ dernos -y las guerras y disputas en tomo a ello- tanto trans­ forman el modo en que la etnicidad forma parte de la vida de la gente como ayudan a determinar cuáles culturas o grupos étnicos preexistentes florecerán como naciones, y cuáles fraca­ sarán en su intento de definir identidades políticamente sig­ nificativas. Dichos Estados no sólo moldearon las identidades nacionales a nivel doméstico, sino que también organizaron el mundo en relaciones interestatales en las que las aspiraciones nacionalistas florecieron entre los pueblos sin Estado.

El ascenso del Estado m oderno La "m odernidad" de los Estados, que cobró fuerza en Europa especialm ente durante y después de las eras de las monarquías absolutistas, se basó ante todo en su expandí-

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da capacidad adm inistrativa, la unificación de territorios bajo un solo centro adm inistrativo, el reemplazo de viejas formas de "gobierno indirecto" (desde los "granjeros re­ caudadores" * hasta la sim ple delegación de autoridad en la nobleza feudal) por un control cada vez más directo y la in­ tervención sobre los propios territorios y poblaciones des­ parejas, la capacidad para m ovilizar ciudadanos a la guerra y la declaración de lím ites geográficos precisos antes que de fronteras44. Una parte central del proyecto de formación estatal involucraba la "pacificación" de la vida dentro de las fronteras estatales; de hecho, el ejercicio estatal del m o­ nopolio de la violencia - o por lo menos de la violencia legí­ tim a- se convirtió en un principio decisivo de la teoría po­ lítica. Esto im plicaba un desafío a la violencia ejercida por autoridades casi autónom as, como los señores medievales, así com o a los bandidos, asaltantes de cam inos y otros fo­ rajidos. Pero mientras los Estados buscaron elim inar tales formas preexistentes de violencia no estatal, crearon nue­ vas formas y m ecanism os de violencia. Se movilizaron más y más efectivam ente para la guerra exterior, por supuesto, pero tam bién persiguieron no sólo la paz dom éstica sino tam bién una población hom ogénea y sumisa. Esto se logró, en especial, gracias a la fuerza legítima (o supuestam en­ te legítim a) de la policía y de otros agentes estatales. Las

Los "granjeros recaudadores" eran a menudo utilizados para recaudar los impuestos provinciales. Los granjeros pagaban por adelantado por el de­ recho a realizar esta actividad en ciertas áreas. En realidad, los granjeros recaudadores estaban prestándole dinero al Estado a cambio de la renta estatal potencial. Eran también responsables de convertir los impuestos co­ brados en dinero en efectivo. Entonces, la recaudación debía proveer una ganancia suficiente como para pagar el adelanto al Estado más lo suficiente como para cubrir intereses, los costos de transacción de convertir lo recau­ dado en efectivo y la propia ganancia(N. del T.). La descripción reciente mejor argumentada de la relación entre naciona­ lismo y formación del Estado puede encontrarse en Mann (1986, 1993) y Breuilly (1993). Véase también el influyente trabajo inicial de Deutsch (1953, 1969) y Kohn (1944). Acerca de la formación estatal en general ver Anderson (1974), Giddens (1984), Poggi (1973), Tilly, comp. (1975) y Tilly (1990).

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agencias estatales funcionaban no sólo m ediante la fuer­ za física, sino además por medio de la violencia simbólica. Las poblaciones domésticas fueron disciplinadas mediante los sistemas educativos y de atención al pobre, las clasifi­ caciones religiosas y los tests de inteligencia, los archivos criminales y las estigm atizaciones étnicas respaldadas por el Estado. Las comunidades política y culturalm ente inte­ gradas que conocemos como naciones fueron creadas en su mayoría por el crecimiento de dichos Estados. El conflicto interestatal jugó un rol importante para cam­ biar la forma y las capacidades estatales. La movilización mi­ litarizada para la guerra exterior sirvió tanto para aumentar la integración interna, mezclando gente de diferentes regio­ nes, provincias y formaciones socio-culturales, como para promover el nacionalismo a través del adoctrinamiento ideo­ lógico y el proceso de movilización, combate, desmoviliza­ ción y regreso a la vida civil (Hintze, 1975; Tilly, 1990). En este sentido, fueron importantes no sólo las guerras europeas sino también los conflictos en las colonias, en particular durante los siglos XVIII y XIX. Al mismo tiempo, no deberíamos res­ tringimos tanto a la dimensión interestatal como para olvi­ darnos de los procesos "internos" de formación estatal, liga­ dos a las transformaciones en el conflicto militar. Una de las características claves de la guerra moderna ha sido su costo creciente. Tanto por la nuevas tecnologías como por la escala del conflicto, los Estados han tenido que extraer un nivel de recursos sin precedentes de sus sociedades (Mann, 1993: cap. 11; Brewer, 1989). Esto no sólo requirió de fuerza como para conseguir que los civiles se separaran de sus riquezas, sino que también animó a los gobernantes a apoyar a la sociedad civil que no podían controlar por completo, porque ésta era la fuente de la nueva riqueza. Esto condujo a un aumento de la integración y capacidad administrativa. La recaudación de impuestos, por ejemplo, ya no estaba en manos de élites feudales casi autónomas o de "granjeros recaudadores", sino en manos del gobierno nacional y sus agentes burocráticos.

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Conocer dónde se concentraba la riqueza era tan importante como su poder material. La clave no es sólo la identificación del Estado con la nación, entonces, sino los cam bios estructurales involu­ crados en el crecim iento del Estado m oderno. El m ism o hizo que fuera posible concebir a la nación com o unitaria. La form as políticas previas no habían m arcado fronteras precisas ni habían prom ovido la integración y hom ogeneización interna (Giddens, 1984; M ann, 1986). Las ciu ­ dades dom inaban el interior; a veces algunas ciudades en especial dom inaban redes com puestas de otras ciudades y sus cam pos. Las diversas clases de élites m ilitares (y a veces religiosas) que llam am os feudales controlaban te­ rritorios sustanciales pero con un m ínim o de centraliza­ ción de poder y lim itada habilidad para rehacer la vida cotid iana. A unque ios im perios podían reclam ar tributos de sus pueblos súbditos, y a veces prom over una interac­ ción sustancial entre los m ism os, no planteaban reclam os a favor de la hom ogeneización cultural. Los Estados modernos, en contraste, vigilaban las fron­ teras, requerían pasaportes y recaudaban impuestos adua­ neros. En el plano doméstico, también involucraban una no­ table integración administrativa de regiones y localidades que antes habían sido casi autónomas. No sólo se recauda­ ban im puestos; también se construían caminos, se adminis­ traban escuelas y se creaban sistemas de comunicación de masas. Finalm ente, el poder estatal pudo ejercerse en el pun­ to m ás lejano de un reino con tanta efectividad como en la capital. La creciente capacidad de los Estados para adminis­ trar territorios distantes se debió, por un lado, a las mejoras en la infraestructura de transporte y comunicaciones, y por el otro, a la burocracia y el manejo de información relacio­ nado con ella. Formaba parte de un crecimiento general en las relaciones sociales a gran escala. Más y más factores de la vida social tenían lugar a través de formas de mediación -m ercados, tecnologías comunicativas, burocracias-, lo cual

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iba desdibujando las relaciones en el ámbito de las interac­ ciones directas, cara a cara (Deutsch, 1953; Calhoun, 1992). El desarrollo económ ico acompañó el proceso de for­ mación estatal en la expansión de la integración infraestructural de las poblaciones dispersas45. El comercio a larga distancia y las diferenciaciones regionales de producción fueron factores tan básicos como la adm inistración del gobierno en la promoción de la construcción de caminos. Las migraciones laborales que dependían de las mejoras en la productividad agrícola (aunque en su mayoría rela­ tivamente locales) no sólo proveyeron trabajadores para el desarrollo industrial sino que tam bién desestabilizaron patrones políticos estables e instituciones comunales para el m antenim iento del orden social. Esto, a su vez, creó la ocasión para una intervención estatal mucho mayor en los asuntos cotidianos de la gente a lo largo y a lo ancho del país. Y, por supuesto, la integración de las economías en un nivel nacional no sólo agrupó individuos y comunidades dispersos, sino que tam bién ayudó a definir la unidad de la identidad. La econom ía como un sistem a de intercam­ bio supuestam ente auto-regulatorio, sin embargo, no se constituyó en la unidad dom éstica interna en oposición al comercio que venía del exterior. M ientras se mantuvieron las distinciones entre interno y externo, las mismas depen­ dieron, en gran medida, de los Estados. M ás aún, al mismo tiem po que, en los niveles nacionales, se organizaban las relaciones de intercambio y la acum ulación de capital, éstas se convertían, cada vez más, en internacionales. Los flujos internacionales de bienes y capital pueden haberse acele­ rado m ucho en la globalización de finales del siglo XX, no son algo enteram ente nuevo. Es entonces un error pensar las econom ías nacionales com o prim arias; las economías Gellner (1983) argumenta que los nacionalismos forjados por la industriali­ zación son más limitados, aunque se mantiene en el mismo argumento. Polanyi (1944) da una explicación clásica que subraya la usual importancia de los mercados sobre la industria (ver también Balibar y Wallerstein, 1991).

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no son nacionales autónom am ente sino que son transfor­ madas en autónom as en grados diversos por las fronteras y políticas estatales, la geografía y la infraestructura física.

Una nueva form a de com unidad política La transformación e importancia creciente del concepto de nación no fue simplemente un resultado de la formación del Estado, y por cierto no fue causada sólo por los hacedo­ res del Estado para su propia conveniencia. Por el contrario, el nacionalismo creció, en parte, a partir del desafío popular a la autoridad y legitimidad de aquellos que mandan en los Estados modernos. Una corriente crucial en el desarrollo del nacionalismo fue la idea - y luego la convicción visceral- de que el poder político sólo podría ser legítimo cuando refleja­ ra la voluntad del pueblo, o por los menos sirviera a sus in­ tereses. Esto localiza al nacionalismo moderno en el período posterior al siglo XIV, durante el cual las rebeliones populares y la teoría política se apoyaron crecientemente en la noción de que "el pueblo" constituía una fuerza unificada, capaz no sólo de levantarse en masa contra un Estado ilegítimo, sino de conferir legitimidad a un Estado que se correspondiera con y sirviera a los intereses de su gente. Corresponderse con un pueblo significaba que las fronteras del Estado coincidieran con las de la nación -u n aspecto importante del movimiento hacia territorios compactos y contiguos-, concebidas no sólo como unos tantos individuos sino como una nación singular o confederación de tales naciones. Además significaba, en ge­ neral, que los pueblos y sus gobernantes debían ser del mis­ mo origen étnico nacional (aunque los ingleses importaron un rey holandés en 1688 y los nacionalistas noruegos impor­ taron uno danés muy recientemente, en 1905). Por lo común, como escribe Ernest Gellner, el nacionalismo sostiene que las naciones y los Estados "están hechos el uno para el otro, que el uno sin el otro es algo incompleto y trágico" (1983: 6).

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A través de gran parte de la historia europea, las dis­ cusiones acerca del gobierno legítim o giraron en tom o a la cuestión del derecho natural o divino, a los problemas de sucesión basados mayormente en la descendencia y a los de­ bates sobre los límites que deberían im ponérseles a los m o­ narcas. El problema de la identidad nacional no surgió, o fue marginal. La identidad de los gobernantes era importante, y pudieron producirse cuestionamientos acerca del gobier­ no de un cierto monarca sobre un "p u eblo" o varios "p u e­ blos" (como cuando la dinastía real Habsburgo se dividió en diversas ramas). Llamar "naciones" a tales pueblos no conllevaba, en un principio, ninguna significación política en particular. Era simplemente una referencia a los oríge­ nes comunes, usada, por ejemplo, para distinguir grupos en conferencias y universidades eclesiásticas medievales; y era tan fácil distinguir estudiantes de distintas partes de Suecia en la Universidad de Upsala como distinguir hablantes de diferentes lenguas vernáculas en la Universidad de París46. La Iglesia Católica medieval reconocía la diversidad cultural de sus varias "naciones" más allá de las divisiones políticas entre los reyes cristianos47. Pero cuando las cuestiones de so­ beranía comenzaron a volcarse hacia la apelación a los dere­ De hecho, el uso va incluso más allá de las identidades nacionales contem­ poráneas (Kedourie, 1993: 5-7). La Universidad de París, durante el medio­ evo, tenía cuatro "naciones": Francia (incluyendo todos los hablantes de lenguas romances), Picardie (básicamente holandeses y flamencos), Nor­ mandie (lo que significaba en su mayoría escandinavos) y Germanie (que incluía tanto hablantes ingleses como alemanes). La famosa "Carta abierta a la nobleza cristiana de la nación alemana" de Martín Lutero usa el término primariamente en su sentido medieval, al describir las élites que podían ir a los consejos de la Iglesia; pero dichos documentos en la Reforma Luterana anticiparon un uso más moderno del término "ilación". Esto es así, principalmente, porque apelaban a un pueblo entero definido cultural y lingüísticamente, y fueron distribuidos de acuer­ do al crecimiento de la alfabetización vernácula (que aumentó en medida considerable gracias la Biblia luterana impresa por Johannes Gutenburg, y fue asimismo alentada por la circulación de documentos como la "Carta Abierta" de Lutero). En su texto nacionalista clave de 1807-8, "Addresses", Fichte invoca a Lutero, pero el uso es claramente moderno.

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chos, la aceptación o la voluntad "del pueblo", esto cambió. Las naciones empezaron entonces a ser comprendidas como "seres" históricos que poseían derechos, voluntad y la ca­ pacidad de aceptar o rehusar un gobierno en particular, o incluso una forma de gobierno. Esta idea de que la legitim idad "ascend ía" del pueblo tenía raíces m ás tempranas -incluyendo la Rom a y Gre­ cia an tig u as- en algunas de las tradiciones "trib ales" de los antepasados de los europeos modernos; pero sin duda se extendió durante la era moderna48. Fue tam bién con­ form ada de manera decisiva por la amplia influencia del pensam iento republicano49. El republicanism o desafió el derecho arbitrario de los reyes en nombre del bien común. La res publica era la cosa necesariamente pública, com par­ tida por derecho. En esta tradición, la Europa m oderna se veía com o la heredera de la Antigua República Romana, antes que los em peradores sometieran a Roma a su volun­ tad arbitraria. El republicanismo se volcó decididam ente hacia la noción de lo público, y le garantizó un rol pode­ La teorías descedentes eran resumidas por las legitimaciones de la so­ beranía basada en el cuerpo divino. Las teorías ascendentes, en cambio, anunciaban el nacimiento de la más moderna idea de nación o pueblo, con su noción de que la soberanía era un concesión del pueblo al gobernante. Sosteniendo que esto era decisivo para la Alemania antigua e invocando a Althusius, Gierke (1934) usó este argumento como el fundamento para su polémica en contra del gobierno absolutista y el dominio del Estado sobre la sociedad. En general, las ideas emergentes de nación y público abreva­ ban mucho tanto en las ideas legales de la República Romana como en el discurso de la ley natural (Ullman, 1977). Para una explicación convincente del rol de las ideas republicanas en un temprano y decisivo momento de la transformación política moderna, ver Pocock (1975). Ver también Hunt (1984) y Blum (1986) acerca de la construc­ ción francesa de la patrie republicana. Incluso los Estados monárquicos mo­ dernos han sido moldeados por ideas republicanas. Por supuesto, el repu­ blicanismo no es algo absolutamente nuevo, como nos recuerda el ejemplo de Roma; Roma nos recuerda también que las transiciones de república a imperio son también posibles. Éstas han ocurrido en la era moderna, como por ejemplo cuando la Unión Soviética, sin anuncio ninguno, se constituyó como imperio de un modo significativo, tanto internamente (en relación con la repúblicas no rusas) como externamente (con relación a sus depen­ dencias del pacto de Varsovia).

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roso al discurso público crítico entre los miembros de una comunidad política. Los republicanos, sin embargo, no eran necesariam ente dem ócratas, y a menudo veían a esta comunidad política como lim itada a una élite aristocrática o comercial. Incluso los que se llam aban demócratas a m e­ nudo conservaban una noción lim itada del rango de gente que constituía la com unidad política apropiada; por ejem ­ plo, los propietarios varones. Este público estrecho estaba obligado, sin embargo, a representar los intereses de un público m ás amplio. Si bien la definición de este público propiam ente político fue, en sus com ienzos, limitada, ten­ dió a ampliarse con el tiem po y con los intentos de varias facciones por asegurarse el apoyo popular. La retórica na­ cionalista reflejó y fom entó este cambio. La nueva narración ascendente de la legitim idad políti­ ca estaba m uy em parentada con un nivel creciente de parti­ cipación popular en la actividad y el discurso público. Esto tenía lugar en la cotidianeidad, en tanto más y más gente se alfabetizaba y se inform aba acerca de eventos lejanos (y en tanto la integración económ ica reciente hacía a los eventos lejanos más clara e inm ediatam ente importan­ tes). La noción alcanzó su forma m ás dram ática, sin em­ bargo, con la revolución. De m aneras diversas, la Guerra Civil Inglesa y las revoluciones Francesa y Estadouniden­ se señalaron la transform ación de la política moderna. La capacidad del "p u eblo" (o mejor dicho, un gran número de personas actuando en representación de todo el pue­ blo) de derrocar regím enes era fundam entalm ente nueva. Estas revoluciones m odernas no sólo colocaron a nuevas personas en posiciones de poder, sino que también cam ­ biaron la propia organización social del poder político y el carácter de la vida social en general (Skocpol, 1979). Este cam bio en la m anera de com prender la naturaleza de la com unidad política y la legitim idad dependía, a su vez, del crecim iento de las ideas acerca de la organización so­ cial no política. Ya sea como "nació n " o como "p u eblo", la

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referencia a una población lim itada de alguna m anera re­ conocible e internam ente integrada fue fundam ental para las nociones m odernas de voluntad popular y opinión pú­ blica50. En otras palabras, era im portante para "el pueblo" estar (o por lo m enos ser visto como) socialm ente integra­ do, no disperso como granos de arena o dividido en unida­ des cerradas y más pequeñas como las com unidades y las familias. La política dependía, en una nueva forma, de la cultura y la sociedad. Esto condujo a que la teoría política dependiera de la teoría social; fue necesario im aginar esa sociedad que el m onarca gobernaba, no sólo los territorios o feudatarios. U na descripción tem prana de la integración social, paralela a la idea de nación, fue ofrecida en las discusio­ nes acerca de la "socied ad civ il". Este térm ino, adaptado en parte de una im agen de las ciudades libres m edievales, se refería tanto a la capacidad de una com unidad p olíti­ ca para organizarse a sí m ism a, independientem ente de la dirección específica del poder estatal, com o a la per­ secución, socialm ente organizada, de fines privados51. Esta auto-organización puede ser alcanzada a través del discurso y la tom a de decisiones en la esfera pública, o a Como argumenta Chatterjee (1994), éste se convirtió en un punto decisivo para el modo en que los europeos conceptualizaron a los pueblos que so­ metieron al dominio colonial. A los británicos en la India, por ejemplo, les pareció muy importante reivindicar que los nativos de la India no consti­ tuían una sola sociedad sino una mezcla de comunidades heterogéneas y propensas al conflicto. Esta visión legitimaba al Raj, pero también proveyó uno de los incentivos a las élites indias interesadas en oponerse a la he­ gemonía británica para desarrollar los reclamos nacionalistas acerca de la unidad de la India (que, a su vez, estaba entre los factores que exacerbaron las tensiones entre hindúes y musulmanes). Hegel aparece demasiado en la descripción general actual acerca de la teo­ ría política de la sociedad civil más importante (Cohén y Arato, 1992). Esto oscurece la importancia tanto de los análisis franceses y anglo-escoceses como el grado en el que estos discursos enfatizaban desde el principio la capacidad para la organización social no estatal. Este discurso fue, por su­ puesto, un precursor decisivo de la constitución de la sociología (ver Calhoun, 1993 [b]).

N

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través de la organización sistèm ica de los intereses p ri­ vados en la econom ía. Los m oralistas escoceses -A d a m Ferguson y Adam Sm ith, los m ás fa m o so s- subrayaron lo segundo en su descripción de los m ercados capitalis­ tas tem pranos com o escenarios en los que la prosecución de fines privados por actores ind ivid uales producía en la sum a una organización social no dependiente de la inter­ vención del Estado. El m ercado era entonces un m odelo para las reivindicaciones de la capacidad de auto-orga­ nización, así como com o el ám bito de intereses específi­ cos a ser protegidos de m anipulaciones im propias. Los mercados dem ostraban, para pensadores com o Ferguson y Sm ith, que las actividades de la gente com ún podían regularse a sí m ism as sin la intervención gubernam ental. Dichas reivindicaciones estaban ligadas a los rechazos a la autoridad absoluta de los m onarcas y las afirm aciones de los derechos de la soberanía popular. Siguiendo a Locke, estos argumentos dieron un nuevo énfasis a la integración social como tal antes que como m ero agregado de sujetos. En esta visión, el Estado ya no era quien definía directa­ m ente la comunidad política, ya que su propia legitim idad dependía del acuerdo tácito o del apoyo de una com uni­ dad política preexistente. Estas nuevas ideas acerca de la com unidad política cre­ cieron en relación cercana a la religión en general, y a la Reform a Protestante en particular. Esto fue tam bién una influencia clave en el desarrollo de la idea (y práctica) de la revolución en la Europa m oderna, y tuvo otras influen­ cias directas en el desarrollo del nacionalism o. En prim er lugar, las ideas de revelación directa y la im portancia de la lectura y el pensamiento personal sobre las escrituras alen­ taron un sentido de autonom ía de la jerarquía (que podía ser aplicado tanto en las relaciones eclesiásticas como en las seculares). La iglesias separatistas a m enudo desarro­ llaron tradiciones de auto-m andato congregacional, recla­ m ando para sí el derecho a elegir a sus ministros, como

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los dem ócratas posteriores reclam arían el derecho a elegir gobierno. La ruptura protestante con la tradición de la Igle­ sia tam bién alentó el escepticismo hacia reivindicaciones relacionadas, como el derecho divino de los reyes. M ás allá de esto, las guerras provocadas por la Reforma Protestante ayudaron a producir los alineamientos de poder político y diferencia cultural que se desarrollaron en identidades nacionales; por ejemplo, la Francia católica vs. la Ingla­ terra protestante52. Estas guerras tam bién movilizaron la participación y el sentimiento popular. El pensam iento de la Reform a hizo uso del vocabulario religioso del pueblo elegido de Dios para sacralizar el pueblo como un cuerpo. El pueblo era visto a menudo, de forma coercitivam ente conform ista, como compuesto por quienes com partían revelaciones o interpretaciones religiosas específicas (los no conform istas eran, después de todo y no pocas veces, quem ados en la hoguera). Esto ocurrió tanto en los países católicos dom inados por la Contrarreform a como entre los protestantes que promovían la Reforma. Polonia, por ejem ­ plo, partida entre los ortodoxos rusos y los protestantes de A lem ania del norte, estaba profundam ente moldeada por su identidad religiosa católica, im aginándose como el pueblo elegido y como nación mártir (Skurnow icz, 1981). Esta corriente del nacionalismo europeo se basaba menos en la Rom a Antigua que en las com unidades teocráticas Debería quedar en claro que ni Francia ni Inglaterra (mucho menos Gran Bretaña) eran religiosamente homogéneas. La unidad religiosa de la nación fue en parte una imposición ideológica como lo son todas las reivindicaciones de una identidad nacional singular e integral. Pero era una imposición poderosa. Los protestantes franceses fueron faenados y llevados al exilio en nombre de la unidad nacional, creando entre otras cosas las comunidades de hugonotes de los Estados Unidos. Las muchedumbres anti-papistas siguieron siendo un lugar común en la política popular inglesa (especialmente durante la guerra con Francia) hasta m ediados del siglo XIX. El anti-catolicismo del Ku Klux Klan es­ tadounidense no fue sólo una respuesta a los inmigrantes del sur euro­ peo sino una herencia de esta característica definitoria de la identidad anglosajona.

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lideradas por los Padres Fundadores de la Iglesia53. No es entonces casual que la influencia puritana en la Guerra Ci­ vil Inglesa nos ofrezca algunas de las prim eras invocacio­ nes m odernas al pueblo como fuente de legitimidad para el Estado. Esta línea de desarrollo alcanzó su pico con la Revolución Francesa. Justo antes de la Guerra Civil Inglesa, Thomas Hobbes ofreció una justificación aguda y novedosa de la monarquía absoluta, originada en la reivindicación de que servía a los intereses del pueblo en vez de estar solamente sanciona­ da por herencia o autorización divina (1651). El Leviathan fue un libro acerca de la sociedad y el Estado inglés, que para H obbes significaba la res publica de la ley Romana y tam bién la em ergente sociedad com ercial de la Inglaterra del siglo XVII (ver M acPherson, 1976). No hay un públi­ co que pueda disfrutar los bienes públicos, argumentaba Hobbes, sin el gobierno pacificador de un monarca. Esto transform ó a los varios individuos separados, que estaban originalm ente condenados a una guerra incesante entre in­ tereses privados en com petencia, en un cuerpo social orga­ nizado, un pueblo. A sí que m ientras la monarquía servía a los intereses del pueblo, éste no tenía estatus societario sin el monarca y, por lo tanto, no podía reclamar en tanto grupo contra el monarca. El argumento de H obbes transform ó desde adentro una tradición política para la cual la com unidad política estaba definida por su sujeción a un m andatario común. En lugar de ubicar esa sujeción en una jerarquía de autorida­ des interm edias (por ejemplo, los habitantes de una región dada pueden quedar en una com unidad política distinta con la conquista o las lealtades cam biantes de un noble superordenado), H obbes trata a cada individuo como si fue­ En este sentido, la noción moderna de pLieblo en relación al Estado aparece más en las historias tempranas del judaismo y el islam que en la Grecia y la Roma de la antigüedad clásica, por más que los primeros teóricos políticos estuvieran enamorados de estas últimas.

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ra directam ente un miem bro del Estado. El pueblo entero se convirtió, entonces, en la com unidad política (incluso si no le habían dado un gran poder). Fue éste un paso im ­ portante hacia el nacionalism o. Durante la Guerra Civil las prácticas políticas tam bién pusieron a la gente en escena: el Parlam ento Largo es un antecedente obvio, junto con la activa cultura periodística y otros inform es de sus activida­ des; una idea novedosa, la de inform ar a la gente com ún de las actividades de la "alta política" (Zaret, 1996). El "N uevo Ejército M odelo" de Cronw ell -e l prim er "ejército de ciu­ d a d a n o s"- fue por lo m enos igual de im portante, al m ovi­ lizar a un amplio sector transversal de la población en una empresa en com ún, que era tanto política como militar. Los argum entos de Hobbes fueron desafiados casi de inm ediato por otros que, a pesar de su liberalism o predo­ m inante, aparecieron, en retrospectiva, como anticipando el nacionalism o étnico del siglo XIX54. Estos intentaron m ostrar la prioridad de la com unidad política sobre las estructuras particulares. El aparato teórico del pensam ien­ to contractualista, por ejem plo, se expandió con la idea de un "contrato du al" en el que un prim er contrato liga a los agentes prepolíticos en una com unidad política, y un se­ gundo liga a la com unidad (de modo más contingente) a un gobernante o un conjunto de leyes. La reflexión inicial principal de este argum ento acerca del discurso político fue la propuesta de ubicar, cada vez más, la iniciativa política y las bases para la evaluación en el pueblo socialm ente orga­ nizado. A la larga, este tipo de argum ento era a m enudo in­ tegrado a las afirm aciones acerca de ser un pueblo antiguo, incluso prim ordial, com o parte de program as políticos na­ La explicación hobbesiana, paradójicamente, anticipó la tradición de na­ cionalismo cívico asociado más comúnmente con la Revolución Francesa. Aunque la teoría de Hobbes apoyaba a la monarquía antes que a la revolu­ ción, sugería que cualquier individuo que se sometiera a las instituciones del gobierno podía ser un miembro del cuerpo político. Era asimilacionista antes que etnicista.

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cionalistas de diversos tipos. Pero "e l p u eblo" a estas altu­ ras significaba, más que otra cosa, las élites políticam ente activas. Por ejemplo, luego de la G uerra C ivil, John Locke (1690) publicó una teoría política (escrita con anterioridad) que apelaba no sólo a los intereses del pueblo como colec­ ción de individuos discretos con roles diferentes que jugar en el cuerpo político (la im agen es de H obbes), sino tam ­ bién a la ciudadanía como cuerpo lateralm ente conectado a través de la comunicación; un público. Esto anticipaba aspectos de la teoría dem ocrática, pero se ajustaba tam bién al contexto en el que Locke lo publicó: una restauración monárquica (a la que los ingleses llam an perversam ente su revolución) que dio un rol principal a una aristocracia revitalizada, abierta e internam ente com unicativa. El na­ cionalismo inglés tendría sus orígenes entre estos aristó­ cratas, alentando una concepción de la com unidad política marcadamente distinta y capaz de desafiar al m onarca55. Con el crecimiento de los reclam os por la soberanía po­ pular y el gobierno republicano, las nociones de "nación" y "p u eblo" se entrelazaron cada vez más. En prim er lugar, las reivindicaciones de nacionalidad proporcionaron una base cultural para la dem arcación de com unidades con una potencial soberanía política. Un uso de la idea de nación, en otras palabras, fue explicar qué agrupación de personas contaba como pueblo; el pueblo inglés, por ejem plo. Para que la idea del gobierno en nom bre de los intereses "del pueblo" funcionara, tenía que haber bases que determ ina­ ran quién era parte del pueblo y quién no. Era como una nación con una identidad distintiva donde la gente podía reclamar el derecho a la autodeterm inación y al gobierno Kohn (1944) sigue siendo, quizás, el mejor enfoque de esta dimensión de los orígenes del nacionalismo inglés. Ver también Greenfeld (1992), aunque hay que remarcar que le presta poca atención al grado en que los defensores aristocráticos de la nación en contra del Rey se oponían a una definición más democrática de los derechos del inglés, como la de los Niveladores, Excavadores y otros.

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en defensa de sus intereses. Cuando una nación no era soberana -cu an d o , por ejemplo, estaba sujeta al gobierno extran jero - se requería un tipo de justificación que antes no había sido necesaria. Con anterioridad, un rey o em pe­ rador podían gobernar sobre una variedad de "pueblos" culturalm ente distintos y reclamar una legitim idad basada en la herencia y la sucesión correcta, reforzada, tal vez, por la idea del derecho divino de los reyes y originada, por lo general, en la conquista y el poder militar. Pero en tanto se extendió la idea de que la soberanía se originaba en el pueblo y los derechos de los gobernantes estaban condicio­ nados a su servicio de los intereses populares, el m anda­ to extranjero se convirtió en sospechoso. En el siglo XVIII y, especialm ente, en el XIX, por ejemplo, m uchos ingleses com enzarían a sentir que su dinastía gobernante era una fam ilia de príncipes alem anes (y la dinastía gobernante, in­ cluso, cam bió su nombre al inglesísimo "W indsor" durante la Prim er Guerra Mundial). La importancia de este cambio en el pensamiento no fue inm ediatam ente clara para los teóricos políticos, incluso para aquellos que habían ayudado a ocasionarlo. Locke, por ejem plo, tom ó la existencia de "pu eblos" discretos como algo m ás o m enos dado. Esto lo llevó a estirarse y contor­ sionarse cuando intentó explicar por qué podía a veces ser legítim o, para los pueblos conquistados, estar sujetos a un gobierno extranjero, e incluso a la explotación extranjera. N o se le ocurrió tomar la medida de considerar que las dis­ tinciones entre los pueblos pueden ser m odificadas por su integración en un Estado en común; incluso cuando esto ocurriera, en un principio, por medio de la violencia. Pero de hecho eso es lo que a menudo sucedía. Francia nos proporciona el ejem plo clásico. Para inte­ grar el Estado francés, los reyes tuvieron que enfrentarse a una varied ad de poderosos nobles regionales y a sus seguidores. En la tardía fecha de 1850, sólo una m inoría de franceses adultos hablaba en verdad francés (Weber,

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1976). Hoy, sin em bargo, Francia es uno de los países cul­ turalm ente más integrados de Europa. Esto es en gran parte el resultado de las reform as educativas implementadas a finales del siglo XIX. Uno de los objetivos espe­ cíficos del nuevo program a educativo era enseñar una historia com ún y una versión estándar del idioma, y por lo tanto increm entar la integración de la nación francesa. Del m ism o m odo, las violentas luchas contra los protes­ tantes ayudaron a afirm ar el catolicism o compartido de Francia (otro aspecto im portante de su unidad cultural). Por últim o, pero no por eso m enos im portante, la parti­ cipación com partida de m uchas secciones transversales de la población francesa en la revolución (y en las Gue­ rras N apoleónicas que le siguieron) no sólo reflejó sino que avanzó en su construcción com o "p u eb lo " singular. También contribuyeron las celebraciones anuales y otras representaciones colectivas por las cuales la tradición revolucionaria se convirtió en una parte conservadora e integradora de la cultura nacional m ás que en radical y conflictiva. En seguida, la construcción de la nación con­ tinuó luego de la conquista y ayudó a fabricar un pueblo que pudiera constituir las bases de un Estado soberano crecientem ente dem ocrático56.

Dicho esto, no deberíamos exagerar el grado de "asimilación" dentro de los Estados europeos. Los bretones y los corsos, por ejemplo, sugieren los límites de la integración política y cultural en Francia (ver Noiriel, 1996). Connor (1994: 183) culpa con razón a Karl Deutsch y otros teóricos que asociaron el nacionalismo con el proceso de construcción estatal, por desatender la resistencia a la asimilación por parte de flamencos, escoceses, galeses y otros grupos nacionales subordinados por Estados europeos multicultura­ les (aunque no explícitamente). Deutsch había tratado a todos estos grupos como si estuvieran exitosamente asimilados, y presentó no sólo a Francia sino a Italia, Suiza y España como Estados con una conciencia nacional úni­ ca. El resurgimiento de nacionalismos étnicos "sub-estatales", alentado por la formación de la Comunidad Europea, agrega pruebas a la tesis de que la asimilación no es completa, y que la diversidad cultural está siempre a mano para aquellos que ven ventajas materiales u otros atractivos para enfatizarla (ver Delanty, 1995; Guibemau, 1996; Schlesinger, 1992).

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Fue en parte bajo la influencia del pensam iento na­ cionalista que a los teóricos políticos se les hizo difícil tra­ tar este asunto. Como Locke, m uchos tendieron a dar por sentada la existencia del pueblo -u n a com unidad política culturalm ente integrada y dem arcada- al construir sus teo­ rías. Escribieron como si la tarea de la teoría política fuera sim plem ente form ular los procedim ientos y arreglos para el gobierno de dichas com unidades, sin discutir su consti­ tución como pueblos particulares. En la gran Enciclopedia de la Ilustración, por ejemplo, Diderot veía a las naciones m eram ente com o "u na cantidad considerable de gente que habita una cierta extensión de tierra, encerrados en ciertos lím ites y que obedecen al m ism o gobierno"57. La discusión sobre la constitución de la teoría dem ocrática tiende -p o r lo m enos tendía hasta hace p o co - a im aginar un mundo sin com unidades establecidas, o bien a im aginar que las fron­ teras de una com unidad política no son problem áticas58. En el mundo real, sin embargo, los pueblos fueron y son cons­ tituidos com o tales en relación a otros pueblos, y están lle­ nos de m ateriales problem áticos hechos de com unidades preexistentes, reclam os conflictivos de lealtad y reivindica­ ciones del carácter de pueblo. Ellos eran, en otras palabras, parte del com plejo discurso del nacionalism o. La teoría de­ mocrática podía ignorar esto sólo porque asumía tácitamen­ te lo que ciertos ideólogos nacionalistas (como Fichte) afir­ maban explícitam ente: que todos somos m iem bros de una nación y que tales naciones son las com unidades políticas relevantes. En la práctica, sin embargo, no existe a menudo una respuesta obvia o sin oposición acerca de cuál es la com unidad política relevante. El nacionalism o no es enton­ Encyclopédie (París, 1751-65), vol. 11, p. 36; traducción del autor. Michael Walzer (1983, 1992) constituye la excepción honorable a esta ten­ dencia. Sumándose al reconocimiento de sus limitaciones (aunque en este caso no de la teoría democrática per se sino de la teoría de la justicia), John Rawls (1993) se ha ocupado del problema de qué pueden significar los "de­ rechos" entre las naciones o qué podría constituir legítimamente una "ley de los pueblos".

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ces la solución al rom pecabezas, sino el discurso dentro del cual las luchas para resolver el problem a por lo general se llevan a cabo (demasiado a m enudo con bom bas y balas tanto como con palabras). En síntesis, una dim ensión crucial del nacionalism o es la que surge de la afirm ación de que la gente de un país constituye un cuerpo socialm ente integrado, un todo signi­ ficativo. Esto se insinúa, por ejem plo, en la fam osa noción rousseauniana de la voluntad general. El pueblo, la nación, debe ser capaz de una identidad singular y, por lo m enos idealmente, de tener una sola voz. La nación no es enton­ ces una categoría estática, sino una criatura de com prom i­ so compartido hacia el todo y hacia los principios que ella misma encarna. Es en su calidad de "to d o " que la nación es distinta de otros países, y es com o un todo que sus m iem ­ bros tienen el potencial para la auto-determ inación y para generar un Estado tan singular com o lo son ellos. Sin em ­ bargo, esto es una espada de doble filo, ya que la constitu­ ción fuertemente nacionalista del "p u eb lo " no sólo suele hacer aparecer como ilegítim o al gobierno extranjero, sino que provee las bases para que los habitantes de un país sostengan que su gobierno es ilegítim o aún cuando éste sea doméstico. Como ha señalado Em ile D urkheim (1950: 179-80), lo que inicia el uso de la categoría nación y el fenó­ meno del nacionalismo no es la fuerza del Estado-nación sino, por lo general, la desconexión aparente entre pueblo y Estado. La Guerra Civil Inglesa fue el prim er gran m ovim ien­ to europeo en evocar esta dim ensión del nacionalism o. In­ cluso dejando de lado el poderoso resentim iento hacia el "yugo norm ando", fue una lucha originada en la oposición entre "el pueblo" y "el Estado". Cronw ell y el Parlam ento Largo se presentaron como encarnando al pueblo incluso cuando estaban ocupados en construir el Estado; a la in­ versa, la oposición a la corona se focalizó en el Estado real en general, no sólo en la persona del rey. Se podría decir

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que el locus decisivo no fue la política grande sino la com ­ posición del prim er ejército popular de la historia europea m oderna. La Guerra Civil fue una clase de disputa sobre la legitim idad, muy lejos de las rencillas previas sobre la sucesión dinástica o, incluso, el gobierno foráneo. La Revolución Francesa llevó la idea a su apoteosis59. La soberanía se convirtió en un asunto no sólo de aparatos estatales y com petencia sobre quién gobernaba, sino tam ­ bién del pueblo en tanto representado en la acción colecti­ va. La tom a de la Bastilla, por ejem plo, aunque llevada a cabo por relativam ente pocos, fue un sím bolo de la idea de pueblo com o actor; una característica decisiva de la noción m oderna de legitimidad. La concepción de pueblo como actor en el escenario histórico, anticipada por la Guerra C i­ vil Inglesa, ganó, en las acciones colectivas populares, la constitución y reconstitución de la asam blea nacional y la retórica que acompañó a ambas, un reconocim iento sufi­ ciente para com pletar muchos de los conceptos m odernos de nación y nacionalism o (Kohn, 1944; Steiner, 1988; Hobsbaw m , 1990). El artículo 3 de la Declaración de los D erechos del H om bre y el Ciudadano de 1789 rezaba: "E l principio de toda soberanía reside esencialm ente en la N ación. N ingún cuerpo, ningún individuo puede ejercitar autoridad algu­ na que no em ane expresam ente de la N ación " (Godechot 1964:116). A unque el término principal haya cam biado, el discurso del nacionalism o siguió siendo dom inante en la construcción del artículo correspondiente al citado en la C onstitución de 1793: "L a soberanía reside en el pueblo. Es una e indivisible, imprescribible e inalienable" (Godechot 1964: 214). Este tipo de ideas ligaba la revolución directa­ m ente con la tradición rousseauniana y la idea de volu n­ La descripción de Greenfeld (1992) tanto de la Inglaterra del siglo XVII como de los argumentos para no percibir más tempranamente el na­ cionalismo es de utilidad; se puede comparar con Armstrong (1982) y Marcus (1975).

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tad general ([1762]1950). Su libro Consideraciones sobre el Gobierno de Polonia ([1771]1962) enfatizaba la educación patriótica, capaz no sólo de vincular a los ciudadanos en­ tre ellos e im buirlos con el am or por la patrie, sino también de hacer de cada uno una persona claram ente nacional, dando a cada m ente una "form a n acion al"6". Con la Re­ volución Francesa, en especial desde la interpretación del continente europeo y su celebración en las sucesivas lu­ chas francesas, la nación se había constituido activam ente com o ser soberano. Que la nación fuera un ser soberano suponía una re­ lación sin m ediaciones entre el miembro individual de la nación y el todo soberano. Una vez que este concepto de pertenencia directa a la nación ganó prim acía, fue más di­ fícil pensar en m enores niveles de soberanía parcial o su­ bordinada: reyes y duques por debajo del emperador, ciu­ dades autónomas bajo la protección de príncipes, etcétera. Burgundy era parte de Francia o era un territorio extran­ jero; si era parte de Francia, era m eram ente una parte y no una nación en sí misma. A m ediados del siglo XIX, en los Estados Unidos, el reclam o por un "derecho estatal" en una débil confederación de fuertes partes subsidiarias no era siempre el reclamo de varias naciones alternativas (los estados del Sur) o de la C onfederación como nación alter­ nativa; eran a menudo reclam os en contra del propio na­ cionalism o. Robert E. Lee podía referirse a Virginia como "su país", pero el "p aís" al que los soldados confederados servían se pensaba desde la familia y la comunidad inm e­ diata hacia afuera (y en su m ayoría a través de conexiones jerárquicas de aristócratas y nobleza, no lateralmente). Era un país no concebido como identidad categórica, cerrada, con una sola cultura y unidad política, sino como una red

Ver Blum (1986). aún antes, la apelación de Montesquieu ([1736]1976) al "espíritu" de la leyes había presagiado el discurso moderno de la culturas y características nacionales.

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de relaciones con la tierra y con otras personas. Claro que la guerra m ism a reforzó la idea de com unalidad categórica (del m ism o m odo en que reforzó el nacionalism o estadou­ nidense para los Estados Unidos en general). El discurso del nacionalism o fue el de los vencedores en la "guerra en­ tre estados". Uno de los atractivos de las apelaciones a este ser sobe­ rano era que podían ser utilizadas, a m enudo, como "carta ganadora" contra otras lealtades y contra las críticas basa­ das en las diversas diferencias internas entre los miembros de la nación. Sólo los intereses propiam ente nacionales po­ dían ser legítim os o tener la autoridad suficiente en el ám ­ bito público; las identidades más específicas -e s decir, las de las m ujeres, los trabajadores o los miem bros de m ino­ rías relig iosas- podían ser, como m ucho, aceptadas como un asunto de preferencias privadas, sin im portancia públi­ ca. Con gran frecuencia la presión por la unidad nacional se convirtió en presión por la adaptación, incluso en la vida privada51. Reclam ar en nom bre de una categoría subsidiaria de la nación -lo s cam pesinos, las mujeres, una m inoría étni­ ca o ra cia l- es desafiar im plícitam ente la presunta bondad de la nación. N o es que la ideología nacionalista sea en sí hostil a la sustancia de ninguno de dichos reclamos. Por el contrario, la tensión aparece merced a la tendencia retórica a que las dem andas de dichos grupos subordinados sean vistos como desafíos a la unidad de la nación (tal como se la suele definir en los grupos de élite) o a la justicia en la distribución nacional de diversos bienes. Este asunto toma particular gravedad cada vez que la pertenencia a la na­ ción es com prendida en térm inos de hom ogeneidad étnica antes que com o la adhesión a tradiciones com partidas de

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Ver, por ejemplo, en Parker y otros (1992) y Mosse (1985), las perspicaces discusiones acerca de los modos en que los ideólogos nacionalistas han in­ tentado imponer ciertos estándares de comportamiento sexual apropiado.

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participación política que no suponen la uniform idad en otras áreas de la vida cultural.

La integración doméstica de las naciones Hablar de auto-determ inación significa poder estable­ cer qué cuenta como un "se r" legítim o, y esto nunca pue­ de ser un juicio com pletam ente externo. Las naciones se construyen a través de procesos internos de lucha, com u­ nicación, participación política, construcción de cam inos, educación, la escritura historiográfica y el desarrollo eco­ nóm ico tanto como m ediante cam pañas contra el enem igo externo. Las luchas no sólo tienen que ver con el naciona­ lismo como tal. Las naciones se construyen, en parte, como un subproducto de las disputas acerca de la distribución económica y el control del gobierno. Las naciones son in­ tegradas por una variedad de propósitos, desde el inter­ cam bio y la producción capitalista hasta el fortalecim ien­ to estatal y el fanatismo religioso, aún así, los ideólogos y movimientos nacionalistas a m enudo m ontan esfuerzos coercitivos, enérgicos, para producir y asegurar la confor­ midad a las visiones autoritarias de la nación (Kedourie 1994; Keane 1995: 202). La integración nacional refleja cam bios subyacentes en la estructura social, como hem os visto, pero esto es algo que también se promueve activam ente; no es sólo una respuesta funcional a las condiciones socio-económ icas cam biantes. Ernest Gellner mantuvo una postura cercana a este últim o concepto: la sociedad industrial crea naciones al promover la homogeneización de la cultura nacional. Gellner argu­ menta que la hom ogeneidad cultural de las sociedades m o­ dernas es "esencialm ente concom itante" con la producción industrial, con su dependencia de la ciencia, la tecnología y la educación masiva. "L a hom ogeneidad im puesta por imperativos objetivos e ineludibles aparece, finalm ente, en

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la superficie en forma de nacionalism o" (1983: 39). En otras palabras, la pulsión nacionalista hacia el conform ism o re­ fleja una presión subyacente de la industria moderna, que necesita esta uniformidad para funcionar bien. Basándo­ se en esto, Gellner sugiere que podem os ignorar el trabajo creativo de los intelectuales que dieron forma a las doctri­ nas nacionalistas específicas: "[...] estos pensadores en rea­ lidad no se diferenciaron demasiado entre sí. Parece que estam os ante la presencia de un fenóm eno que surge direc­ ta e inevitablem ente de cambios básicos en nuestra común condición social compartida, de cam bios en la relación glo­ bal entre sociedad, cultura y gobierno" (1983:124). Este tipo de visión subestim a tanto la diversidad de las ideologías nacionalistas actuales como la capacidad del nacionalism o para participar en diferentes clases de proyectos. También sugiere, de m anera discutible, que un m undo "post-indus­ trial" - o uno en el que menos gente fuera em pleada por la industria p esad a- sería un mundo post-nacional. La idea de identidad nacional d esbancó a m uchas d iferen ciacio n es de larga data entre las com unidad es p o líticas m ás pequeñas, en especial en A lem ania. De m odo igu alm ente básico, suplantó la división entre el cam po y la ciu dad , que había sido fu ndam ental durante gran parte de la historia. Aquí el nacionalism o se v in cu ­ laba de cerca con el capitalism o. El proceso de crear una n ación integrad a significó convertir a los cam pesinos de, d igam os, P rovence, Languedoc y Bu rgundy en france­ ses. C om o sugiere Gellner, esto su ced ió en parte porque el crecim ien to industrial atrajo a tantos cam pesinos a las ciu d ad es y cond u jo a la construcción de cam inos y vías ferrov iarias que unían a los pequeños m ercados locales con los n acion ales, haciendo posible una división del trabajo a escala nacional. Esto tam bién suced ió, por otra p arte, a cau sa de las políticas estatales, com o por ejem ­ plo la estan d arización educativa.

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Una ocasión clave para el contacto entre miembros culturalm ente distintos de la m ism a nación fue el desarro­ llo de grandes ejércitos voluntarios de ciudadanos. Estos ejércitos fueron una innovación de la Guerra Napoleónica. Antes del siglo XIX, los ejércitos de ciudadanos habían sido creados exclusivam ente para conflictos internos, como la Guerra Civil Inglesa o el lado norteam ericano de la Guerra Revolucionaria. En los conflictos internacionales (como el lado británico de la Guerra Civil) peleaban mercenarios, contratados a m enudo en tierras foráneas (como los hessianos contratados por los ingleses para luchar en los Estados Unidos), y tropas conscriptas contra su voluntad no como ciudadanos nacionales sino como súbditos dinásticos. Las m ism as eran lideradas por aristócratas, no por soldados profesionales; ser oficial era un derecho de clase, no un lo­ gro personal. La Prim era Guerra M undial marcó el final de estos cuerpos de oficiales aristócratas, así como signifi­ có la culm inación de un proceso que había convertido a la guerra en una cuestión de m ovilización total, apoyada por la producción industrial y el sistem a de transportes de las sociedades civiles, y en la que luchaban ejércitos de ciuda­ danos (Dyer, 1985). Los mercados nacionales, la mejora en las comunicacio­ nes (organizadas mayormente alrededor de líneas nacionales de acuerdo a diferenciaciones lingüísticas) y el contacto real como el que existió entre ciudadanos-soldados no sólo hicie­ ron que los diferentes miembros de los Estados-nación se fa­ miliarizaran entre ellos sino que los volvió más similares. Esto fue una parte decisiva del proceso de formación de naciones integradas. Un factor crucial fue la destrucción de los oficios locales en favor de categorías ocupacionales nacionalmente más integradas. La introducción de las nuevas tecnologías y la organización de las fábricas facilitó la tarea, y de hecho ayudó a poner a los trabajadores en circunstancias laborales parecidas, no sólo en diferentes localidades sino también en diferentes naciones. Así, los trabajadores fueron moldeados

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no sólo por las exigencias técnicas del trabajo sino también por su participación en la cultura nacional. En efecto, gran parte de las luchas de los partidos de los trabajadores y sin­ dicatos de los siglos XIX y XX no apuntaban directamente a los beneficios económicos, como mejores salarios o seguro de salud, sino al derecho a la plena participación en los asuntos nacionales: la eliminación de restricciones propietarias para votar y el acceso a la educación pública y gratuita. Como re­ marcó Otto Bauer en 1908, anticipando algunas de las fuerzas que llevarían a los trabajadores a alinearse con su naciones antes que con la clase trabajadora internacional: El capitalismo moderno comienza gradualmente a distinguir en­ tre las clases bajas de cada nación, ya que estas clases también ganan acceso a la educación nacional, a la vida cultural de la nación y al idioma nacional (Bauer 1907: 102).

Es, de hecho, sólo con el ascenso de los Estados rela­ tivam ente integrados, la idea de una pertenencia común a algo llam ado nación y la creencia de que la legitim idad gubernam ental deriva del consentim iento del gobernado (todas ideas bastante m odernas) que las desigualdades económ icas pudieron reflejarse en algo como las diferen­ cias de clase m odernas. El fenómeno del lenguaje nacional, como sugiere Bauer, es más o menos moderno. Históricamente, por supuesto, el latín era, en Europa, el idioma principal de las com unica­ ciones a larga distancia y entre las dinastías (e incluso aquel patriota francés, Jean d'Arm agnac, confesó en 1444 que pre­ fería negociar con los ingleses en latín antes que en francés porque "no sabía bien francés, sobre todo para escribirlo"). Como remarcó Greenfeld, el francés de París fue el lenguaje internacional de las clases altas cientos de años antes que fue­ ra el lenguaje nacional de la gente común (Greenfeld, 1992: 98). En gran parte de Europa del este, la nobleza hablaba un idioma que los campesinos no podían comprender, y apren­ día sólo algunas nociones de los idiomas locales, como para

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poder dar órdenes. Fue principalm ente en el siglo XIX cuan­ do hablar lenguajes "nacionales" -co m o el magiar en H un­ g ría- se convirtió en una cuestión de auto-definición para las élites y alentó un sentido de com unalidad con las masas. Fue en esta misma era que los académ icos de Europa del este comenzaron a perseguir la estandarización lingüística a través de la investigación filológica, la publicación de dic­ cionarios y la ortografía sistemática. Tomaron de Alemania los precedentes y las técnicas. Las investigaciones filológicas están asociadas especialmente con Europa central, donde han tenido un lugar preponderante en las disputas acerca de la identidad nacional. Pero Francia tampoco escatimó atención a la estandarización del lenguaje. Diccionarios y re­ glamentaciones gramáticas y ortográficas fueron igualm en­ te importantes en la vida nacional inglesa y norteamericana de los siglos XVIII y XIX, com o puede atestiguar la fama de Samuel Johnson y Noah Webster. La semejanza cultural creciente aparecería en dim en­ siones sorprendentes de la vida. Tomemos la fertilidad como ejemplo. Tener hijos involucra m uchas decisiones y comportamientos culturalm ente influidos. Por ejem plo, cuán temprano comienzan las relaciones sexuales y los par­ tos, cuántos hijos tiene que tener una familia, cada cuánto tiem po, y cuán im portante es para la pareja casarse antes de tener el prim er hijo. Antes de m ediados del siglo XIX, todos esos com portam ientos variaban m ás entre las áreas urbanas y rurales y entre los condados y provincias dentro de cada Estado europeo que entre los países. N o había un patrón distintivo de diferencias nacionales; incluso si un país era predom inantem ente católico o protestante, esto no tenía un efecto sustancial. Las condiciones y tradiciones lo­ cales eran los factores claves. Pero desde m ediados del siglo XIX, en la mayoría de Europa (un poco m ás tem prano en algunos lugares, un poco m ás tarde en otros) com enzaron a emerger las diferencias nacionales: las fam ilias francesas comenzaron a ser consistentem ente m ás grandes que las

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inglesas, por ejemplo, más allá del condado o la provincia; los alem anes alentaban los casam ientos tardíos; y así suce­ sivam ente. Es importante comprender que el otro lado de las diferencias internacionales es la hom ogeneidad dom és­ tica. En otras palabras, los patrones de fertilidad de cada país com enzaron a ser más uniformes. La cultura nacional estaba reem plazando a la variación local (Watkins, 1992). En estos procesos, ciertas versiones de la cultura colec­ tiva fueron construidas como "au ténticas", otras fueron ol­ vidadas, construidas como "desviadas" o relegadas a "m i­ n orías". Esto involucraba no sólo la invención de nuevas tradiciones, sino tam bién el endurecimiento de tradiciones previam ente más flexibles y renovables y la institucionalización de prejuicios, así como de poderosos agentes de regulación cultural (Hobsbawm y Ranger, 1983). Así, por ejem plo, la creación de la identidad turca m oderna abre­ vó en precursores que podían ser entendidos como turcos "d esd e siem pre": una mezcla de cultura de la Anatolia, la herencia im perial otomana y el Islam, pero que tam bién constituía algo nuevo, algo relacionado distintivam ente a un Estado no-im perial y a la idea de nación tanto como (de m anera m ás célebre) al secularismo influido por O cciden­ te. Es precisam ente porque se estaba creando una nación de acuerdo a estándares que parecían necesitar hom oge­ neidad y autenticidad interna que la construcción de la na­ ción turca fue acompañada por el genocidio armenio.

Limpieza étnica, ayer y hoy Recordem os la ex Yugoslavia y los horrores de la lim ­ pieza étnica. Croatas y serbios se echaron m utuam ente de sus repúblicas, que estaban definidas según las etnias (los eslovenos -ta n étnicamente nacionalistas- tenían pocos m iem bros de otros grupos étnicos con quienes pelear y entonces pudieron convertirse en independientes sin con­

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frontar el problem a de cómo alcanzar la homogeneidad interna). En Bosnia, sin embargo, declararon un Estado ex­ plícitam ente m ultinacional, frustrando a los nacionalistas, en especial a aquellos que abogaban por una Gran Serbia. El mundo se sintió indignado frente a los resultados. Como hem os visto, los líderes y los noticieros occidentales lo des­ cribieron como un evento causado por peculiares odios inm em oriales, característicos de la península balcánica. Sin embargo, parte de lo que los nacionalistas serbios in­ tentaban conseguir en Bosnia por m edio de la violación, el asesinato y el terror era precisam ente la uniformidad de la cultura nacional, que fue producida durante un período de tiem po mucho m ás extenso en Francia. Los mercados, la infraestructura de comunicación y transporte y los servicios militares compartidos son más atractivos que el asesinato y la violación. Pero no se trata de pensar que el proceso de integración nacional fue totalmen­ te pacífico en Francia u otros países de Europa occidental. Francia es conocido como uno de los países mejores integra­ dos de Europa, con ciudadanos que defienden ferozmente su idioma y su gastronomía, y se preocupan por los inmi­ grantes islámicos, que podrían llegar a disolver la cultura nacional. Sin embargo esta homogeneidad fue forjada no sólo a través de un sistema educativo altamente centraliza­ do sino también mediante guerras de conquista en las que los reyes -e n especial los B orbones- extendieron sus domi­ nios a través de lo que ahora se considera el hexágono "n a­ tural" de Francia, sojuzgando las amenazas de los Duques de Normandía, que eran también Reyes de Inglaterra, y de los Duques de Burgundy, cuyo poder era, a veces, mayor que el de Francia. Hoy en día todos recordamos -e n parti­ cular, millones de franceses- a Juana de Arco como ejemplo paradigmático de patriota, inusual porque era una mujer; se distinguía, más que nada, porque estaba dispuesta a dar la vida por su rey y su país. Pero la m uerte de Juana en la Gue­ rra de los Cien Años (1338-1453) no fue parte de una simple

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lucha entre Francia, como ahora la conocemos, e Inglaterra. Fue parte de una lucha por la sucesión de la corona en la que los dos pretendientes eran miembros de una misma familia, y que se diferenciaba mayorm ente por la sacralización re­ ligiosa del rey francés, que era tam bién una dimensión del Estado francés y de la unificación cultural de Francia. Y si Juana estaba dispuesta a morir para que Francia fuera más completamente francesa y más puram ente católica, muchos de sus compatriotas estaban dispuestos a matar por el mis­ mo motivo. Este tipo de conflicto sólo se intensificó con el tiempo. La famosa M atanza de los Hugonotes del Día de San Bartolomé, lanzada en 1572 por el Rey Valois Carlos IX y su madre -u n a "patriota" francesa de extracción florenti­ n a -, fue un pogrom tan salvaje como la mayoría de los de la ex Unión Soviética. La batalla religiosa fue tan intensa que la Reina M adre italiana se sintió obligada a interceder, di­ ciendo que se trataba de tal fratricidio que "los franceses no deberían pensar de otros franceses como si fueran turcos" (Greenfeld 1992: 106). Fue ésta una declaración temprana acerca las virtudes de trascender las diferencias religiosas en nombre de la unidad nacional; pero el nacionalismo era todavía etno-cultural, no "cívico", como los revolucionarios tratarían de hacerlo más tarde. Francia estuvo hecha, en parte, de estas "lim piezas" religiosas y parcialm ente étnicas. Como vim os en el tercer capítulo, hacia finales del siglo XIX un im portante patriota francés y teórico del nacionalism o, Ernst Renán ([1882J1990), argum entaría que, aunque era académ icam ente verdadero que dichos actos de violencia ayudaban a form ar la nación, era im portante para la gente com ún olvidarlos y tom ar la nación com o dada, no com o violentam ente creada. Pode­ m os no acordar con Renán en que el principio de nacio­ nalidad es tan im portante como para justificar sem ejante olvido; la m ayoría de nosotros, sospecho, pensam os que el H olocausto es algo que debe ser recordado no sólo para honrar a los m uertos sino tam bién com o una historia que

N a c io n a l is m o

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nos sirva de advertencia. La generalización histórica de Re­ nán parece, sin embargo, bien fundada. La experiencia de la identidad nacional depende, por lo com ún, de este tipo de olvido. Puede ser, como varios teóricos han argum entado, que el nacionalismo de los "m odernizadores tardíos" tenga altas probabilidades de volverse m aligno (Bendix, 1964; Nairn, 1977; Schwarzmantel, 1991). M ucho de lo que hoy concebimos como el patriotism o pacífico de las naciones prototípicamente occidentales y m odernas y establecidas hace tiempo es el resultado de sangrientas historias pre­ vias. El proceso de consolidar Estados y naciones está lejos de ser automático62. Estuvo históricam ente signado por el conflicto, en Estados que ahora conocem os com o dem ocra­ cias estables, del mismo m odo en que su curso es conflic­ tivo en los Estados emergentes. Lo que ahora parece esta­ blecido, las identidades casi naturales, son resultado de las luchas simbólicas y de la violencia m aterial tanto como de la cultural. No sólo de la violencia, por supuesto: la iden­ tidad nacional y las historias com partidas son tam bién el resultado de la creatividad cultural: la escritura de nove­ las que millones quieren leer, la exposición com partida a programas televisivos, experiencias en com ún como los traumas estadounidenses por la G uerra de Vietnam o el asesinato de Kennedy; todos estos elem entos hacen que la gente se sienta parte de una historia com ún. Pero cuando evaluamos los choques culturales que dificultan el avance hacia sistemas políticos dem ocráticos, en los países (con un poco de suerte) en desarrollo, deberíam os recordar que a menudo es difícil lograr en una generación lo que tomó cientos de años en otros lugares, y el intento por hacerlo será probablemente violento.

Ver la crítica de Walker Connor (1994: cap. 7) en contra de la "ahistoricidad",

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