Cassidy, Sheila - La Gente Del Viernes Santo.pdf

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GENTE DEI VIERNES SANTC

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Colección Servidores y Testigos

Sheila Cassidy 54

LA GENTE DEL VIERNES SANTO

Editorial SAL TERRAE Santander

Título del original inglés Good Friday People © 1991 by Sheila Cassidy Publicado por Darton, Longman and Todd, Ltd. 89 Lillie Road, London SW6 1UD Traducido por María Tabuyo y Agustín López © 1992 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20 39001 Santander Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-1070-3 Dep. Legal: BI 1753-92 Fotocomposición: Didot, S.A. - Bilbao Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao

A mis guías, filósofos y amigos John King, MSC Michael Ivens, SJ Jean Vanier Bonaventure Knollys, OSB y a todos aquellos que, cada uno a su manera, han recorrido conmigo el camino a Jerusalén

índice

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21.

Agradecimientos La gente del Viernes Santo Un hombre como nosotros Llamados a la impotencia Hacia Jerusalén Nosotros, sin futuro Una fiesta en Betania Ultimas cenas Noche oscura Arresto El camino de la desposesión Tortura «¡Crucifícale, crucifícale!» Un hombre del campo Vaciar los bolsillos Ultimas palabras Viernes Santo «Las tinieblas cubrieron la tierra» El Día del Señor El descenso a los infiernos Gran Sábado Santo «Esta es la noche...» Apéndice

9 11 20 29 38 53 68 78 87 96 105 119 125 133 141 149 159 169 178 188 202 213 229

7

Agradecimientos

Estas líneas quieren ser una especie de abrazo público a todos los que han colaborado para hacer posible este libro. En primer lugar, a Morag Reeve y a todos cuantos trabajan en Darton, Longman & Todd, sin cuya serena fe nunca me habría sentido lo bastante loca para tratar de escribir un libro en dos meses y medio. Además, a mis amigos de la Casa de Ejercicios de Cristo Rey en Syracuse, New York: Jim, Pete, Juan, Marlene y Frank, que escucharon pacientemente los primeros capítulos y me animaron ante los primeros obstáculos. Tengo una enorme deuda de gratitud con cuatro personas: Angela Tilby, que leyó el primer borrador y me asesoró con los manuscritos; Bonaventure Knollys, OSB, sin cuyo amor y conocimiento de las Escrituras nunca habría tratado de desentrañar el misterio de la muerte y resurrección de Jesús; Antony Keane, OSB, de Glenstal, que me mostró el icono del descenso de Cristo a los Infiernos y me proporcionó el Evangelio de Nicodemo; por fin, Benedict y Lila Ramsden, que no sólo me abrieron las puertas del asombroso mundo de la espiritualidad y la liturgia ortodoxa, sino que pasaron muchas horas ayudándome pacientemente a clarificar mis ideas para los últimos capítulos. Mi mayor agradecimiento debe ir, no obstante, para mi «gente del Viernes Santo»: para los y las mártires de El Salvador, a dos de las cuales, Ita Ford y Carla Piette, me enorgullezco de poder llamar amigas; también para Suzi y Vince Lovegrove, Jane y Kevin Keare, Jimmy Doherty y todos aquellos que prefirieron mantenerse en 9

el anonimato. Sin su inspiración, este libro nunca habría sido concebido, y menos aún escrito.

1 La gente del Viernes Santo

Los últimos saludos van dirigidos a Christine Costin y Barbara Tappy, que han trabajado muchos días hasta altas horas de la madrugada descifrando y mecanografiando el manuscrito.

Cuesta tanto llegar a ser plenamente humano que son muy pocos los que tienen la clarividencia o el coraje de pagar el precio. Morris L. West Las sandalias del pescador

SHEILA CASSIDY

Que nadie se engañe: éste no es un libro para pusilánimes. Es un libro de Cuaresma y, como tal, pide que el lector, al igual que Tomás, meta su mano derecha en el costado de Cristo crucificado. Es, ante todo, el relato de un viaje: el viaje hacia la cruz; cuenta, pues, la historia cotidiana de Jesús de Nazaret, pero cuenta también, en analogía estrechamente entrelazada, la historia de aquellos a quienes yo llamo mi «gente del Viernes Santo»: un abigarrado grupo de santos y pecadores misteriosamente llamados a participar en el sufrimiento de Cristo. «Gente del Viernes Santo» es una expresión que he acuñado para referirme a quienes, por cualquier razón, se encuentran llamados a la impotencia y al sufrimiento. Es, en cierto sentido, sinónimo de la palabra hebrea anawim, los pequeños, los marginados, los sin derecho; pero es también algo más que todo eso, pues incluye a hombres y mujeres de toda condición que son llamados a bajar y compartir «la suerte de los pobres». La sólo en vienda, pérdida 10

pobreza, tal como yo la entiendo, consiste, no la privación de cosas materiales, alimentos, vieducación, etc., sino también en la ausencia o de lo que la mayor parte de los seres humanos 11

necesitan para vivir plenamente su vida. Así entendida, la pobreza incluye una multitud de carencias: desconsuelo, minusvalía física y mental, enfermedad, depresión y la simple y sencilla soledad y miseria. Una multitud de personas, por tanto, son llamadas a sufrir, aunque muchas soportarán el sufrimiento en el secreto de sus corazones, mientras anhelan amor, libertad o, simplemente, una mayor plenitud de vida. Creo que la gente del Viernes Santo, como los anawim, son especialmente amados por Dios, pues los ha llamado a caminar hacia él por una senda particularmente estrecha, el camino del Calvario, el mismo que recorrió su Hijo. Creo profundamente que no hacen el mismo camino por casualidad y que no lo hacen en vano. No tengo ninguna respuesta clara al eterno «¿por qué?» del sufrimiento, pero estoy convencida de que, sea cual sea su causa y su resultado, jamás carece de sentido. Sobre cuál pueda ser ese sentido, sólo puedo hacer conjeturas: tal vez los distintos sufrimientos tengan significados diferentes. Hay quienes son claramente purificados y fortalecidos por él y hacen grandes cosas por Dios y por su pueblo. Otros quedan simplemente rotos, deshumanizados y destrozados. Algunos son aniquilados antes de que puedan ni siquera comenzar: examinando el contenido de sus anhelos y esperanzas, encontraríamos únicamente una trágica colección de fragmentos rotos, destrozados, sin posibilidad alguna de arreglo. Tal es el caso de los niños dañados en el útero o en el momento de nacer; o el de aquellos que, por haber resultado tan lastimados en la infancia, permanecerán deformados y atrofiados para siempre. Ésta es la causa de que muchos «pierdan» la fe. ¿Cómo —se preguntan— puede existir un Dios amoroso cuando suceden estas cosas? ¿Cómo ha podido Dios hacer esto a mi hijo? ¿Cómo puede permitir que eso suceda? ¿Por qué la flor de la esperanza que surgió en China en 1989 fue tan brutalmente aplastada en la plaza de Tiananmen? ¿De qué sirvió el asombroso coraje de aquellos jóvenes anónimos que permanecieron allí, con sus manos vacías ante la llegada de los tanques? 12

Este libro no se propone contestar éstas preguntas, sino andar el camino de la cruz junto a Jesús y sus compañeros. Este «camino de la cruz» no es exactamente el mismo que el del tradicional «Via Crucis», sino que comienza un poco antes, en el momento en que Jesús «volvió su rostro hacia Jerusalén». Esto es lo que yo he llamado el kairós, el momento de aceptación o elección, el momento de la llamada al sufrimiento; y he tratado de poner de manifiesto que es éste un acontecimiento esencial para aquellos cuya posterior aflicción llega a adquirir un sentido. Mi trayectoria difiere también de la del Via Crucis en que va más allá de la cruz, hasta el centro mismo de la resurrección. Creo que esto es muy importante, pues con frecuencia el sufrimiento terrible resulta abrumador para quien lo contempla, a menos que se considere a la luz de la resurrección. Esta perspectiva pascual me ha sido enormemente provechosa, permitiéndome trabajar día tras día con personas que sufren. No pretendo que esto haga desaparecer el dolor, la cólera o el sentimiento de impotencia, pero confiere un sentido a todo ello. No es que yo pretenda construir castillos en el aire o buscar un final feliz, pero veo el misterio de la resurrección de Cristo penetrando de algún modo el sufrimiento, inundando la oscuridad. No siempre es fácil, desde luego. A veces todo parece negro y amargo y no se percibe ninguna huella de esperanza, ni rastro alguno de Dios. Dan Berrigan expresa así este sentimiento de la ausencia de Dios: «¿Por qué, entonces, aguantar? ¿Por qué la sed de justicia? La venida de tu reino es un espejismo que nunca llega. Sudo como animal en esta interminable pesadilla. Y tú, ¿dónde estás?» «And Where in the World Are You» Uncommon Prayer 13

Podemos apreciar este sentimiento de ausencia de Dios en algunas descripciones de los campos de concentración alemanes. Busqué en Noche, de Elie Wiesel, algún eco de mi experiencia espiritual en la cárcel, pero encontré únicamente el lado devastador y deshumanizante de las cosas. Sin embargo, en una de sus más terribles descripciones, la ejecución de un niño, Wiesel capta la más honda realidad teológica: «¿Dónde está Dios?; ¿dónde?, preguntó alguien detrás de mí... ¿Dónde está Dios ahora? Y oí una voz dentro de mí que respondía: ¿dónde? Está ahí, colgando de esas horcas...» Para Elie Wiesel, un muchacho judío de catorce años, profundamente religioso, educado en el Talmud y deseoso de iniciarse en los escritos místicos de la Cabala, Dios y su fe murieron en Auschwitz. «Nunca olvidaré aquella noche, la primera noche en el campo de concentración, que convirtió mi vida en una larga noche, siete veces maldita y siete veces marcada. Nunca olvidaré aquel humo. Nunca olvidaré las caritas de los niños cuyos cuerpos vi convertirse en espirales de humo bajo un cielo azul y silencioso. Nunca olvidaré aquellas llamas que consumieron mi fe para siempre. Nunca olvidaré aquel silencio nocturno que me privó por toda la eternidad del deseo de vivir. Nunca olvidaré aquellos momentos que asesinaron a mi Dios y a mi alma y convirtieron mis sueños en cenizas. Nunca olvidaría todo eso, aun cuando estuviese condenado a vivir tanto como el mismo Dios. Nunca». Frangois Mauriac, que conoció a Wiesel, lo describió con la mirada de «un Lázaro resucitado de la muerte, pero prisionero todavía en los terribles confines donde se había perdido, dando tumbos entre cadáveres deshonrados». Creyente él mismo, Mauriac no pudo encontrar palabras para liberar de su prisión a aquel joven. «Y yo, que creo que Dios es amor, ¿qué respuesta podía dar a mi joven interlocutor, cuyos ojos oscuros conser14

vaban todavía el reflejo de la angélica tristeza que apareciera un día en el rostro del niño ahorcado? ¿Qué podía decirle? ¿Le hablaría de aquel otro israelita, su hermano, el crucificado, que acaso se le pareció y cuya cruz ha conquistado el mundo? ¿Le diría que el escollo de su fe era la piedra angular de la mía y que la conformidad entre la Cruz y el sufrimiento de los hombres era a mis ojos la clave del impenetrable misterio en el que había perecido la fe de su niñez? Sión, sin embargo, ha resucitado de nuevo de los osarios y los hornos crematorios. El pueblo judío ha resucitado de entre sus miles de muertos, y a través de ellos vive de nuevo. No conocemos el valor de una simple gota de sangre o de una sencilla lágrima. Todo es gracia. Si el Eterno es el Eterno, la última palabra sobre cada uno de nosotros le pertenece a El. Esto es lo que tendría que haber dicho a aquel niño judío. Pero sólo pude abrazarle, llorando». Fran§ois Mauriac: Introducción a Noche, de Elie Wiesel Estoy segura de que Mauriac sabía perfectamente, como yo lo sé por mi experiencia de acompañar a los que sufren, que sus lágrimas tenían más valor que un millar de explicaciones teológicas. Y, sin embargo, como seres humanos pensantes, racionales, debemos luchar siempre por dar un sentido a las realidades duales de nuestra vida de cristianos: la existencia de una maldad y un sufrimiento espantosos, y nuestra fe en un Dios amante. Siempre que intento profundizar en el problema, me encuentro atrapada en el misterio y paradoja de la Escritura, especialmente del Cuarto Cántico del siervo. «¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor? Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó nuestro sufrimientos y aguantó nuestros dolores; 15

nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron» . Creo que es este pasaje, más que ningún otro, el que me ha llevado adonde ahora estoy en mi comprensión del misterio del sufrimiento, pues veo en el «hombre de dolores» el rostro, no sólo de Jesús, sino de toda mi gente del Viernes Santo. Ahí están las personas que nos mueven a querer ocultar nuestros rostros, a desviar la mirada; y, sin embargo, es a través de todos ellos como se derrama la gracia de Dios para regar la aridez de nuestras almas. Estas personas son como el bambú hueco a través del cual fluye el agua portadora de vida, la flauta de caña con la que el músico interpreta su canción. Que nadie se sorprenda, pues, si la lectura de este libro es dura: hay una terrible agonía en contemplar a alguien destripado con un cuchillo, aun cuando al final resulte ser un instrumento con el que se interpreta la música del universo. Pero recordemos también que esta gente que camina en la oscuridad es la misma sobre la que ha brillado una luz. La «bota que pisa con estrépito», la enfermedad y el dolor se hacen a un lado, y su alegría es la de los hombres que se regocijaron en el tiempo de la cosecha, pues ellas, las mujeres estériles que no dieron a luz a ningún hijo se han convertido en la esposa de quien es el Dios de toda la tierra. Antes de seguir adelante, quisiera decir algo más sobre mi gente del Viernes Santo, que irá entrando y saliendo de la narración sin seguir forzosamente un orden lógico. Hay, en mi opinión, dos grandes grupos: las víctimas de la violencia, por un lado, y quienes se encuentran físicamente enfermos, por otro. Si aquellos cuyas vidas

1. Is 53,1-5. 16

están marcadas por la opresión parecen adquirir una dimensión superior a la real, es porque, en cierto sentido, ellos son más grandes que la propia vida; los mártires siempre nos dejan sensación de debilidad y de locura. Pero son personas reales, hombres y mujeres como nosotros, cuyas vidas son vividas en un escenario muy distinto del nuestro. Son lo débil del mundo, que Dios ha escogido y ha hecho fuerte; figuras de icono a través de las cuales su fuerza brilla con intensidad asombrosa. Todos los que se incluyen en ese grupo, excepto uno, proceden de El Salvador, un pequeño país de Centroamérica desgarrado por la guerra, aunque sólo dos sean nativos salvadoreños. El primero de ellos es monseñor Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado en 1980. Él es, en efecto, una figura gigante, un sacerdote tímido y más bien conservador que, al sumergirse en las oscuras y caóticas aguas de su destrozado país, renació como su defensor. (He desarrollado esta imagen del bautismo con cierta extensión en el capítulo final, pues es esencial para comprender cómo la Iglesia encuentra sentido al sufrimiento y a la muerte). Junto al arzobispo Romero, he incluido a otro sacerdote salvadoreño mucho menos conocido: el padre Rutilio Grande. Él también fue un hombre débil, pero enérgico en su testimonio, y murió igualmente asesinado por hablar claro en favor de los pobres. Hay otras tres figuras de El Salvador; dos de ellas, amigas personales mías: las misioneras de Maryknoll, de Estados Unidos. Ambas decidieron trabajar en El Salvador en respuesta a una petición del arzobispo, y ambas murieron el mismo año, 1980. Carla Piette, una pelirroja alta, extravagante y con pinta de artista, se ahogó cuando la furgoneta que conducía volcó en una riada. Ita Ford, su amiga íntima y colega, escapó a la muerte sólo para ser asesinada por las fuerzas de seguridad pocos meses después. He escrito mucho sobre ellas, no sólo porque las siento muy próximas, sino porque la forma en que Dios trabajó en y a través de ellas es para mí una fuente continua de asombro. 17

Con Ita Ford y otras dos hermanas, Dorothy Kazel y Maura Clarke, murió también una joven seglar americana llamada Jean Donovan. Me he informado mucho sobre Jean en una biografía cuidadosamente documentada, Salvador Witness, de Anna Carrigan , y en una película documental titulada Roses in December. La historia de Jean es particularmente interesante, pues fue en cierto sentido una mártir poco común; era una americana jovial, dicharachera y aficionada a montar en moto. Una vez más, he intentado plasmar cómo Jean llegó al conocimiento y amor de Dios «urgida por la angustia de vivir un único fermento de vida» . La última de mis víctimas de la violencia es un cantante folk, el chileno Víctor Jara, que fue torturado y asesinado poco después del golpe de 1973. Víctor era una figura muy conocida que se ha convertido en héroe para miles de jóvenes del mundo entero y que sigue siendo un arquetipo de muchos hombres y mujeres agnósticos que han muerto, como Cristo, por su pueblo, aun estando alejados del cristianismo. Más fácil será, quizá, identificarse con los otros componentes de mi gente del Viernes Santo. Entre ellos están el padre Jimmy Doherty, un sacerdote irlandés con esclerosis múltiple, y David, un muchacho que murió de un tumor cerebral. Está también Suzi Lovegrove: una extraordinaria joven australiana con SIDA, cuyo valor para enfrentarse a la muerte fue recogido en una película para televisión. Los últimos y más terribles de contemplar, de este inverosímil grupo en el camino del Calvario, son los presos de Auschwitz, aquellos que estuvieron presentes en la ejecución de Dios. Ellos, en efecto, nos inducen a ocultar nuestro rostro, pues debe haber muy pocos regímenes en

2. Anna CARRIGAN, Salvador Witness, Ballantine Books, New York. 3. Daniel BERRIGAN, The Bride. 18

la historia de la opresión que hayan incinerado deliberadamente a niños pequeños. Como ya he dicho, éste no es un libro para pusilánimes y, en efecto, parte de él fue muy dura de investigar y de escribir. Hubo veces en que me preguntaba por qué diablos estaba haciéndolo y adonde pretendía llegar; pero de repente me encontré con que había pasado más allá de la cruz y podía verla, como si dijéramos, desde el otro lado. Es esta parte del trayecto, más que cualquier otra, la que ha significado para mí una alegría y una revelación, pues he descubierto de manera cierta la profundidad de mis raíces cristianas. Esta particular peregrinación me ha obligado a buscar profundamente, no sólo en la Escritura, sino también en la liturgia del Triduo pascual, tanto en la tradición romana como en la ortodoxa. He tratado de explicar lo que encontré en este viaje de descubrimiento y transmitir la emoción y la alegría que lo acompañaron, el misterio asombroso de la historia de un Amante Inmortal que decide casarse con su mundo y cuyo lecho nupcial es el sepulcro. Señor, en ti creemos, ayuda nuestra poca fe. En ti creemos, Señor, muéstranos tu rostro. Creemos en tu amor, aunque pongas a prueba nuestra fe. En las tinieblas y en la duda, en el sufrimiento y la desesperanza, nos agarramos a esa fe con uñas ensangrentadas. Señor, Dios nuestro, a ti clamamos; desde lo profundo del Sheol invocamos tu nombre. Muéstranos tu gracia, para que no perdamos la esperanza. Derriba las rejas que nos mantienen cautivos y ciéganos con la luz de tu deslumbrante oscuridad.

19

2 Un hombre como nosotros

Él, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario: se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Flp 2,6-7

Cuando era niña, pensaba yo que Dios debía de estar en algún lugar lejano, en el cielo, más allá de las estrellas, o al menos a buen recaudo en la Iglesia, y me era desconocido el concepto oriental de Dios «dentro» de mí. Pude arreglármelas con la idea de la Encarnación, porque dos mil años parece un tiempo muy largo, y Jesús era, evidentemente, alguien muy especial y muy distinto de mí. Sin embargo, los retratos familiares del pálido galileo, con sus largos cabellos y su túnica blanca, no me ayudaban a identificarme con el Dios que se hizo «uno de tantos», sino que me transmitían más bien la imagen de un personaje asexuado, en una especie de cuento de hadas, con una influencia cada vez menor sobre mi vida. No se trataba sólo de que fuera un retrato anacrónico de Jesús, sino de que yo había sido educada en algo así como una caricatura piadosa del hombre, y nunca me encontré realmente con el Jesús real de los Evangelios. Ahora, a la mitad de mi vida, intento conocer, no al Padre, al Dios incognoscible y transcendente de la montaña (al que, en cierto sentido, ya «conozco»), sino a su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús de Nazaret vivió hace dos mil años y, como otros hombres de su tiempo y de su medio, pudo muy bien 20

haber tenido el pelo largo y haber vestido una túnica blanca. Pero hay mucho más que eso. Si fue verdadero hombre, como los evangelistas se esfuerzan en contarnos, debió entonces amar y reir como nosotros; estaría en ocasiones cansado o hambriento, aburrido, irritado, deprimido o, sencillamente, harto. Quizá, como nosotros, era, sin querer, hiriente, e incluso se hurgaba la nariz cuando nadie le miraba. Tenía amigos, y también amigas, algunos/as íntimos/as, tal vez muy íntimos/as. ¿Era célibe? Lo suponemos. ¿Sentía el deseo de tener relaciones sexuales? Sin duda, pues era un hombre normal, carne de nuestra carne. ¿Por qué nos negamos a pensar en Jesús así? Cuando, en alguna ocasión, un director de cine tiene el valor de retratar a Jesús a la manera moderna, con emociones normales y fantasías sexuales, nos sonrojamos y apartamos la mirada, o nos ofendemos y enfadamos, y hablamos de blasfemia. Pero eso es una tontería. ¿Por qué necesitamos un Jesús pálido, asexuado, blando, con ojos marrones y sentimentales, igual que necesitamos una virgen acaramelada, luminosa, de ojos azules, como madre de nuestro Dios? Hace varios años fui invitada a dar una charla sobre nuestra Señora a un grupo de monjes y seglares piadosos. Evidentemente, nadie les había informado de que yo había sido la única chica en un internado católico que había rechazado ser «hija de María» y que tenía una profunda antipatía al rosario y devociones semejantes. Acepté, sin embargo, y me dispuse a redescubrir a la María de los Evangelios. Titulé mi charla «Nuestra Señora después de Nitromors»* (María después de aplicarle un disolvente). Mi técnica era simple: borrar todas las ideas previas sobre María inculcadas durante una infancia católica y volver a los Evangelios para ver qué había realmente en ellos. No quisiera entrar en detalles sobre lo que encontré, pero es

* Nombre comercial de un producto disolvente de la pintura (N. del Trad.). 21

un ejercicio que merece la pena, pues lo que aparece es el perfil imperceptible pero hermoso de una mujer fuerte con la que —¡quién lo iba a decir!— incluso yo podría identificarme. Pienso que es el momento, tal vez, de hacer lo mismo con Jesús. Naturalmente, ya sé que esto se ha hecho muchas veces, pero quizá cada generación necesita llevar a cabo la misma tarea y quitar la pintura que tan amorosamente aplicaron nuestros antepasados. Es algo así como dedicarse a despintar objetos de madera; hace años, mi hermana Margaret andaba por las almonedas en busca de viejos muebles de pino a los que quitaba implacablemente la pintura hasta que aparecía la belleza de la madera natural, encerándolos a continuación. Actualmente, veinte años después, sigue buscando viejos muebles de pino, pero ahora son para su hija Emma, que es artista y se pasa la vida pintando muebles. Me gusta el trabajo de Emma, con sus colores exóticos y sus extraños y misteriosos animales, pero me río para mis adentros cuando pienso que, incluso en vida de Emma, alguien puede dedicarse a aplicar disolvente a sus obras, raspando los verdes y azules hasta que la madera que se encuentra debajo salga de nuevo a la luz. La vida siempre ha sido así. Las modas cambian. Las desnudas catedrales son embellecidas con ornamentos dorados, con esculturas y placas de mármol, hasta que las líneas originales desaparecen. He recorrido las antiguas catedrales y he sentido deseos de hacer desaparecer los monumentos Victorianos y los sepulcros de mármol para descubrir el inmenso sentido del vacío que nos habla de Dios más profundamente de lo que pueda hacerlo un centenar de estatuas. Tal vez sea ése el asunto: lo que a mí me habla de Dios y me mueve a postrarme en adoración sobre el suelo desnudo puede muy bien no significar nada para otra persona. Creo que esto es también lo que sucede con la historia de Jesús. Hay algo de terrible verdad en el cínico comentario ateo: «Y en el principio, el hombre creó a Dios». Inconscientemente, ajustamos nuestras ideas de Dios a lo que nos conviene, en vez de tener el valor de dejar a un lado nuestros prejuicios y buscar la verdad. ¿Qué sucedería si un investigador descubriera que Jesús 22

estuvo casado? Después de todo, nada sabemos de él entre los trece y los treinta años. Tal vez se casó y su mujer murió, o quizá la dejó en casa con los niños y se fue a ejercer su misión de predicador. O quizá fuese homosexual. Después de todo, era un hombre, y sabemos que, por las razones que sea, una cierta proporción de hombres y mujeres son homosexuales. Quisiera ser muy clara en este punto: no estoy afirmando que Jesús estuviera casado o que fuera homosexual. No. Trato simplemente de mostrar que interpretamos las lagunas del Evangelio de una determinada forma, haciendo, individual y colectivamente, las suposiciones que nos interesan, y que tenemos unas ideas sobre cómo debieron ser las cosas. Tal vez esto no sea importante. ¿O sí? ¿No podría ocurrir que, al rellenar las zonas en blanco del cuadro con nuestro propio dibujo, distorsionásemos seriamente el original? Es como si nos hubieran dado un antiguo y hermosísimo mural y, molestos por las resquebrajaduras y los márgenes borrosos, lo retocásemos amorosamente hasta dejarlo tan perfecto como fuéramos capaces. Pero el problema es si no habremos alterado inconscientemente el cuadro hasta dejarlo irreconocible. El profano dirá exasperado: «pero ¿qué importa eso? Después de todo, un cuadro es sólo un cuadro». Pero el historiador del arte empalidecería de rabia y de pena, porque sabe en su interior que eso importa, porque la verdad importa siempre. Cuanto más vivo, más creo también yo que la verdad es enormemente importante, pues, de alguna forma que no comprendo plenamente, Dios está implicado en ella. La observación de Jesús de que la verdad nos hará libres parece aplicarse cada vez a más esferas de la vida, aunque, como me recordaba diariamente el cartel de la pared de mi noviciado, primero puede hacernos desdichados... Esta «llamada» a vivir la verdad (aunque pueda parecer una forma algo pomposa de plantearlo) ha tenido repercusiones indudables en mi vida que han sido, a la larga, enormemente liberadoras. Creo que esto empezó a 23

tomar forma consciente hace alrededor de cinco años, cuando me embarqué en un proceso de psicoterapia. Al explorar con el terapeuta algunas épocas de mi pasado, especialmente sucesos de la niñez, me di cuenta de que podía decir la verdad sobre episodios escondidos de mi vida sin ser por ello condenada. Poco a poco, en la seguridad de la relación terapéutica, comprendí que yo no sólo era una persona aceptable, o incluso adorable, sino que realmente era muy semejante a otras personas. ¡Cómo nos torturamos a nosotros mismos pensando que somos indignos, diferentes, peores que los demás, o creyendo que somos codiciosos o egoístas o sexualmente desviados, y gastamos nuestra energía vital y emocional intentando ser más santos o más íntegros que el vecino...! ¡Y qué alivio cuando nos confesamos la verdad de cómo somos en realidad y nos damos cuenta de que no somos peores que nuestros antepasados...! La gran verdad liberadora es que somos todos, todos, gente herida y vulnerable, y que es así como Dios nos ha hecho. Si esta perspectiva parece un poco banal, lo lamento, pero lo cierto es que, como tantas otras verdades evidentes por sí mismas, no la vivimos realmente. Es una expresión de nuestra innata insensatez la tendencia a clasificar a las personas en unas categorías perfectamente definidas. Así colocamos a las madres Teresas de nuestro mundo en un pedestal en el que podemos admirarlas, pero sin sentirnos en modo alguno obligados a emularlas. En el otro extremo de la escala están los extranjeros, las personas de nombre impronunciable y de lengua incomprensible. Y luego, más allá, los pecadores y pervertidos: los atracadores, los secuestradores, los que abusan de los niños... Están tan obviamente al margen que deben ser encerrados bajo llave, por su propia seguridad y por la nuestra. Y en algún lugar, en el centro, están los enfermos, los locos, los minusválidos, los homosexuales, los travestidos, los drogadictos, los alcohólicos y todos aquellos que podríamos clasificar, en términos generales, como «no exactamente de los nuestros». Pido excusas, pero, si escribo así, es porque soy una clasificadora empedernida, y necesité cuatro años en Chi24

le, con dos meses de cárcel incluidos, para convencerme de que los extranjeros eran personas de verdad. Afortunadamente, mi educación no finalizó al salir de la cárcel. Durante dieciocho meses, viajé por el mundo dando conferencias sobre los derechos humanos, proclamando mi verdad ante políticos y reyes, así como ante los obispos americanos, un tribunal finlandés y el Parlamento sueco. Recorrí Escandinavia con un grupo de folk chileno, di conferencias en español a los noruegos y prediqué en la catedral de Estocolmo. Lloré hasta el agotamiento en más lugares de lo que puedo recordar, y arrojé la Biblia con furia y desesperación contra la pared tras una conferencia de prensa de tres horas en Copenhague, cuando me sorprendí a mí misma pensando que no iba a llegar a tiempo para almorzar. Tras esta gran misión pretendiendo emular a Juana de Arco, me tomé una temporada libre y fui a vivir junto a un monasterio masculino, no a descansar o a lamerme las heridas, sino en busca del «árido martirio» de la vida monástica. Dieciocho meses de vida casi monástica y la amistad con varios monjes me enseñaron que también ellos eran humanos y frágiles y podían estar tan heridos como los demás. Luego vino el convento y mi verdadera experiencia de vida religiosa. Después de intentar insistentemente ser santa durante dieciocho meses, me sugirieron que lo dejara, al verme tan alicaída. Las razones para mi desdicha tenía más que ver con el sistema que con alguna hermana en particular, pues, como estaba diciendo, la gente es vulnerable y está rota, y nos hacemos daño unos a otros. Así es la vida. Así hace Dios a las personas. Así pues, como puede comprobarse, sé demasiado sobre monjes y religiosas para pretender colocarlos en un pedestal y hacerles reverencias, de la misma manera que sé demasiado sobre médicos y enfermedades como para venerarlos. A algunos los respeto profundamente, admiro a otros y quiero a varios, pero no me engaño ni los engaño diciendo que son más santos que los demás. Pienso que esas personas son santas de formas diferentes, según sus dones y sus circunstancias. Actualmente, las personas a 25

las que realmente admiro son aquellas que son bondadosas y desinteresadas con su tiempo y, en particular, a aquellas que son capaces de aceptar a los más heridos del pueblo de Dios sin juicios ni preguntas. Mi respeto es algo que sólo puedo dar libremente, no un diezmo que pago a la Iglesia o un impuesto al gobierno de turno. Y si esto parece irreverente para con la Iglesia y el Estado, estoy dispuesta a explicar por qué lo digo. Volvamos ahora a Jesús. Dios hecho hombre, Emmanuel, Dios con nosotros. ¿Que cómo era? Nos dicen una y otra vez que era un hombre como nosotros en todo, salvo en el pecado; por eso el punto crucial, quizá, para comprender cómo era es conocer la diferencia entre la debilidad humana normal y el pecado. Debo decir que a veces encuentro difícil la distinción, y otras veces son los propios criterios los que parecen tambalearse. Ser brusco con la gente, por ejemplo. A veces, en el trabajo, estoy terriblemente cansada y tensa y, sin querer, soy seca o descortés con las personas, las cuales, con razón, se sienten heridas. Considero que una situación de ese tipo es algo lamentable y que debe ser evitado, pero no algo realmente pecaminoso, como lo sería hacer daño a alguien de forma deliberada para reírse de él o porque resulta antipático. Puedo extender este principio a todas las esferas de la vida, como, por ejemplo, el robo o la sexualidad. Lo que es claramente rechazable para un adulto con un autocontrol normal puede ser apenas criticable en alguien cuya edad, inteligencia o situación social le hagan infinitamente más vulnerable. Como he dicho, los criterios no son inamovibles, y ésta es una de las razones por las que sacerdotes y pastores deberían estudiar psicología, a fin de que puedan comprender qué es lo que lleva a las personas a comportarse de una forma o de otra. ¿Y qué pasa con Jesús? ¿Era siempre de carácter dulce? No parece que así fuera, pues descargó una buena dosis de su santa ira sobre los desgraciados mercaderes del templo. ¿Cuáles serían sus debilidades, habida cuenta de que, sin duda, las tenía? Tal vez lo importante no sea saber cuáles fueron exactamente, sino comprender que, siendo humano, debió forzosamente tenerlas. 26

Esto me lleva a un momento particular de la vida de Jesús y a ciertos aspectos específicos de su humanidad: su pasión y muerte. En los capítulos siguientes me gustaría hacer precisamente aquello que han hecho los cristianos en los últimos dos mil años y de lo que yo misma me quejaba: especular sobre cómo era Jesús cuando se enfrentó a su muerte inminente. Creo que es importante hacerlo, no sólo porque Jesús murió por nosotros hace dos mil años, sino porque hay innumerables hombres y mujeres que también mueren cruel y dolorosamente por sus semejantes. Me parece imposible que estas muertes no estén, de una manera u otra, vinculadas entre sí. Como escribe T.S. Eliot: «El Hijo del Hombre no fue crucificado de una vez por todas, ni la sangre de los mártires es derramada de una vez por todas, sino que el Hijo del Hombre es constantemente crucificado, y siempre habrá mártires y santos». De los coros de La roca Creo que tenemos mucho que aprender sobre la pasión de Jesús desde el sufrimiento de aquellos que están más próximos a nosotros, y que es un profundo error concentrar en Jesús el sufrimiento mientras se ignora la crueldad y la tortura endémicas de nuestro mundo. Nunca he sido muy devota del «Via Crucis», la tradicional devoción católica que medita sobre las etapas del camino de Jesús hacia el Calvario. Nunca he sido capaz de imaginarme en la corte de Pilato o de escuchar el chasquido del látigo durante la flagelación; quizá porque he tenido poca inclinación o facilidad para la oración imaginativa. Desde mi estancia en Chile, sin embargo, las cosas son diferentes: en cierto sentido, mucho peores. Ahora que he experimentado en mi propia carne lo que es sentirse impotente y ser tratada brutalmente, no puedo reflexionar sobre la Pasión sin reavivar una infinidad de recuerdos personales que me hacen sentirme psíquicamente enferma. ¿Por qué escribo entonces? Tal vez es importante para todos compartir de vez en cuando, tan profundamente 27

como podamos, el dolor de nuestros semejantes. Es parte de la búsqueda de la verdad y nos hace más capaces de consolar a aquellos que han sufrido más de lo que a hombres y mujeres debería exigírseles soportar. En Londres, en Toronto, en Copenhague y en todas partes, hay médicos y especialistas que escuchan, día tras día, las tristes historias de torturas, depresión y desesperación de quienes han sido presos de conciencia, y que, exponiéndose a sí mismos al dolor de los otros, forman parte del proceso de curación. De la misma forma, los trabajadores de los hospitales para enfermos terminales se exponen a la terrible desolación de quienes están muriendo de cáncer. El dolor forma parte de la condición humana, y compartir ese dolor es una tarea profundamente humana. Permítaseme, pues, presentar a mi «gente del Viernes Santo» e invitar al lector a caminar con ellos hasta donde sea capaz. Compartiendo su dolor, su humillación, su desesperanza, compartiremos tal vez más profundamente la historia de Jesús; ¿acaso no dijo él mismo: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños a mí me lo hicisteis»? Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, muéstranos tu rostro. Anhelamos conocerte en espíritu y en verdad, pues tú eres el Camino a la libertad. Enséñanos a amar a tu pueblo como tu Padre lo ama; a ser lentos a la cólera y ricos en misericordia. Ayúdanos a comprendernos a nosotros mismos, a amar tu vida en nosotros para que podamos ser, como tú fuiste, lugar de refugio para el solitario, el herido y el pecador.

3 Llamados a la impotencia

No temas, que te he redimido; te he llamado por tu nombre, tú eres mío Is43,l

Un día —se nos cuenta—, Jesús dijo a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue cada día con su cruz y me siga; porque, si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por mí, la salvará» . De todos los incómodos y desazonantes textos evangélicos, éste debe ser, seguramente, el más desconcertante. ¿Cómo diablos reaccionarían los discípulos ante tales palabras, viniendo como venían inmediatamente después del primer anuncio de que su ministerio acabaría en la muerte? ¿Y cuándo empezó Jesús a darse cuenta de que se estaba metiendo en un buen lío? Es desesperante lo poco que sabemos acerca de la forma en que Jesús sintió su vocación. Ciertamente, algo le sucedió cuando, siendo un muchacho, lo encontraron departiendo tranquilamente con los maestros del templo . Encontramos un paralelismo con él en aquellos jóvenes, hombres y mujeres, que de alguna manera saben desde la infancia que están destinados al servicio. ¿Y qué pasa con los años ocultos de Nazaret? ¿Pasó realmente Jesús dieciocho años como carpintero? Y, si así fue, ¿cómo vivió el descubrimiento de su vocación? ¿Permaneció dormida,

1. Le 9,23. 2. Le 2,41ss. 28

29

olvidada, durante aquel tiempo para salir de nuevo a la superficie sólo a la edad de treinta años? ¿O fue una convicción creciente de que debía salir a predicar en el nombre de Dios? ¿Se resistió, tal vez, a la llamada? Si lo hizo, no sería el primero ni el último. Como sugerí antes, quizás estuvo casado, como lo estaban la mayor parte de los hombres de su condición social y de su edad. La idea parece absurda, ¿verdad?, casi una blasfemia. Pero ¿por qué? ¿Por qué debería importarnos que Jesús hubiera estado casado o incluso que hubiera tenido hijos? ¿Tal vez se vería así amenazada nuestra idea del celibato sacerdotal? ¿Se socavarían los cimientos de nuestro castillo de naipes, tan cuidadosamente levantado? Verdaderamente, no hay mención alguna de una posible esposa; pero la única referencia al hecho de que alguno de los discípulos estuviera casado es la de la suegra de Pedro. ¿Qué pasaba con los discípulos? Se supone que estuvieron casados y que sus esposas estaban en casa cuidando a los niños. ¿Llamó Jesús a sus discípulos a alejarse permanentemente de sus familias? En la famosa llamada de Le 18,18 ss., que me ha obsesionado durante muchos años, Jesús dice al joven rico: «Aún te queda una cosa: vende todo lo que tienes y repártelo a los pobres, que Dios será tu riqueza; y, anda, sigúeme a mí». El joven, nos cuentan, se fue triste, pues era muy rico, y Jesús suspiró y comentó cuan difícil era que los ricos renunciaran a sus posesiones y entraran en el Reino. Pedro, que evidentemente había dejado tras de sí bastante más que una barca y las redes, quería saber cuál sería su recompensa. La respuesta de Jesús fue muy clara: «Os lo aseguro: No hay ninguno que haya dejado casa, o mujer o hermanos, o padres o hijos por el reinado de Dios, que no reciba en este tiempo mucho más, y en la edad futura vida eterna». Éste es un pasaje muy familiar y consolador para quienes entran en la vida religiosa, y se utiliza habitualmente en referencia a los que han abandonado a sus padres y hermanos, así como la oportunidad de casarse, por el Reino. No estoy del todo segura, sin embargo, de que fuera eso lo que Jesús quería decir, pues él no habla 30

de renunciar a la posiblidad de casarse, sino que se refiere con bastante claridad a aquellos que «han dejado mujer»; cabe preguntarse cómo se sentirían las esposas cuando sus hombres salieron tras aquel encantador flautista de Hamelin. Tal vez no estuvieran tan entusiasmadas; quién sabe... ¿Y qué hay del propio Jesús? ¿Supo claramente desde el principio que su mensaje le iba a meter en un lío? Después de todo, parece que comenzó su ministerio poco después de que Juan el bautista fuese encarcelado. No fue, sin embargo, hasta mucho más adelante cuando habló claramente del peligro a sus discípulos: «Pero tened cuidado con la gente, porque os llevarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os conducirán ante gobernadores y reyes por mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los paganos» . Esta llamada a la impotencia por la causa del Evangelio se ha convertido en una característica familiar de la vocación cristiana desde entonces hasta nuestros días. Se ve con mayor claridad, desde luego, en la vocación de los misioneros/as, en la vida de personas como Ita Ford o Jean Donovan, que por su propio «fiat» aceptan la posibilidad de trabajar en lugar difíciles. La vocación de Jean se despertó en su adolescencia, cuando estudiaba en Cork en un programa de intercambio estudiantil y se hizo amiga del capellán, el padre ex-misionero Michael Crowley. «De lo que más hablaba era de su experiencia como misionero en Perú... me ayudó a comprender lo que yo misma sentía». Este sentido de la vocación se fue haciendo cada vez más presente y fue madurando durante años, hasta que Jean regresó en una ocasión a Irlanda y se presentó sin anunciarse en casa de Michael Crowley. «Su actitud era decidida, casi desafiante. 'No te rías, Mike', dijo, 'he venido a hablar contigo, porque pienso

3. Mt 10,17s.

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que debo cambiar de vida'. No fue una visita irreflexiva: sabía muy bien lo que hacía cuando vino a Europa aquella vez, cuando daba vueltas a la idea de convertirse en misionera; básicamente estaba diciendo: vivir como vivo no me satisface plenamente» . Tal vez sea éste el aspecto mágico y esencial de la vocación: el anhelo profundo de Dios en nuestras entrañas, que vuelve llenas de sentido las palabras del salmista: «Tu amor vale más que la vida» . Poco a poco, la vocación de Jean se hacía más clara. Sus conversaciones la llevaron a un creciente compromiso con la justicia social y con la comunidad surgida en su ciudad natal, Cleveland, hasta que, un día, oyó hablar de la misión de la diócesis de Cleveland para El Salvador. Ahí estaba. No había vuelta atrás. Conozco bien ese curioso fenómeno de certeza tras un prolongado y aparentemente infructuoso período de búsqueda. Una se agita interminablemente pidiendo consejo, y de repente todo se coloca en su lugar, las decisiones antes vacilantes se consolidan, y una se pone en camino. Pero El Salvador... «¿Por qué El Salvador?», le preguntaban sus amigas a Jean. Su hermano Michael, conociendo perfectamente los riesgos de aquel país desgarrado por la guerra, hizo todo lo posible por disuadirla. «No creo, afirmó, haber podido hacer más de lo que hice». Jean le escuchó. «Era muy obstinada y decidida en casi todo. Sobre cualquier otro asunto, habría discutido a gritos. Pero esto era completamente distinto. Respecto a El Salvador, se mostraba muy sosegada y tranquila. Escuchaba lo que cada uno tenía que decir; nunca discutía realmente sobre ello»6. Con sus amigas íntimas, Rita y Mary, Jean expresaba su confusión sobre lo que estaba sucediendo: «¿Qué quiere decir: esto es algo que tengo que hacer, esto es algo que creo que Dios quiere que haga? ¿Por qué? ¿Por qué yo?» Jean se preguntaba: «¿Por qué quiero hacerlo? ¿Por

qué no eres tú o Rita la que quiere ir a El Salvador? ¿Por qué soy yo quien debo hacerlo?» . Hay algo muy dramático y puro en la vocación misionera, pero tengo claro que no son únicamente los misioneros quienes son llamados a la impotencia. A todos se nos exige, más tarde o más temprano, soltar los resortes con que manipulamos nuestra vida y dejarnos llevar, como dijo Jesús, «adonde no quisiéramos ir». Para algunos, sin embargo, esta llamada a dejarse ir llega mucho antes de lo que esperan y es, por ello, especialmente amarga. David tenía sólo dieciocho años cuando comenzó a sospechar que algo no iba bien. Su madre lo llevó al médico a causa de una extraña sensación en las piernas, pero les dijeron que era debido a la ansiedad que David sentía por los exámenes, y que lo mejor era olvidarlo. Mary, su madre, aprendió el significado de la impotencia cuando la situación de su hijo empeoró y el médico insistió en que era algo psicosomático. Finalmente, hecha una furia, fue a la consulta y le dijo al doctor que no se movería de allí hasta que David fuera visto por un especialista. Incluso antes de que la primera exploración revelara un tumor cerebral, Mary sabía que su vida había cambiado para siempre. ¿Cómo comprender esas «acciones de Dios» que arrastran a los seres humanos hacia el camino del Calvario? ¿Desea fervientemente Dios que David tenga un tumor cerebral, o es su voluntad «pasiva» o «permisiva» la que permite triunfar a las fuerzas del mal? Me interesan poco las sutilezas teológicas acerca del origen del mal; sé únicamente que Mary y David hacen el mismo camino que Jesús, como Jean Donovan y los estudiantes de la plaza de Tiananmen. Por algún motivo, son escogidos para participar de una manera especial en la Pasión y se ven implicados en el extraño drama del sufrimiento redentor. Lo de David y Jean Donovan es la cara aceptable del dolor: las víctimas inocentes del destino o de un régimen

4. Anna CARRIGAN, op. cit., p. 55. 5. Ps 62,3. 6. Anna CARRIGAN, op. cit., p. 59. 32

7. Ibid., p. 64. 33

cruel. Pero ¿qué decir de Suzi? Quizás alguno diría que tuvo lo que se merecía al contraer el virus del SIDA en una fugaz e ilícita relación sexual en Nueva York. Pero escojo deliberadamente a Suzi porque no es ni homosexual ni hemofílica, y son pocos los que no podrían decir: «Yo mismo podría estar en su lugar». El mundo no está dividido en buenos y malos, castos y libertinos, normales y homosexuales, pues todos somos pecadores, todos estamos heridos, y sospecho que ninguno de nosotros se sentirá capaz de tirar la primera piedra. Por eso veo a Suzi junto a Jesús, en el camino cruel, cerca de él, como lo estuvo María Magdalena, portando la cruz de todas las mujeres de todos los tiempos que han amado demasiado, pero que son sin duda más perdonadas que aquellas que enterraron su amor como si fuera un talento, por miedo a que se lo robaran. Ahí están todos, mi gente del Viernes Santo, al comienzo de su viaje. Se han puesto en camino respondiendo a una llamada y marchan a ritmo diferente, como si, todavía, apenas pudieran ser conscientes de que la música ha cambiado. ¿Por qué son llamados? Lo ignoramos; sólo sabemos que están de algún modo implicados en el destino de un predicador itinerante, les guste o no. Algunos de ellos protestarán a voz en grito por el camino, como el profeta Jeremías: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste, me violaste» . Y otros irán sin hacer ruido, creciendo en su vocación, como Óscar Romero, el conservador obispo de San Salvador que salió en defensa de sus sacerdotes rebeldes y terminó siendo su adalid. Óscar Arnulfo Romero fue nombrado arzobispo de San Salvador el 28 de febrero de 1977. Era un hombre tranquilo e introvertido, que creía que la oración y la

8. Jr20,7. 34

conversión personal era lo que importaba, y prefería mantenerse a distancia de los miembros más revolucionarios de su feligresía. Poco a poco, sin embargo, se encontró comprometido con la lucha de su pueblo hasta llegar a declarar en público: «Soy un pastor que, con su pueblo, ha comenzado a comprender una hermosa y difícil verdad: nuestra fe cristiana requiere que nos sumerjamos en este mundo. El mundo al que debe servir la Iglesia es el mundo de los pobres, y los pobres son los únicos que deciden lo que significa para la Iglesia vivir realmente en el mundo» . Fueron los pobres quienes mostraron al arzobispo lo que pedían a la Iglesia: no catecismo y sacramentos, sino algo mucho más difícil, hablar claro contra la injusticia, ser la voz de un pueblo sin voz. Así que eso fue lo que hizo; semana tras semana y mes tras mes, sus sermones eran emitidos por radio a la nación, y en ellos denunció las matanzas endémicas entre su pueblo. En 1980, durante la ceremonia de recepción de un premio que le concedió la Universidad de Lovaina, declaró: «La Iglesia se ha comprometido firmemente con el mundo de los pobres... Entre nosotros siguen siendo verdad las terribles palabras de los profetas de Israel: los hay que venden al justo por dinero, y al pobre por un par de sandalias; que amontonan violencia y despojo en sus palacios; que aplastan a los pobres... acostados en camas del mármol más fino; que juntan casa con casa y anexionan campo a campo hasta ocupar todo el territorio y quedarse solos en el país. Son los pobres quienes nos fuerzan a comprender lo que es realmente celebrar... La persecución de la Iglesia es el resultado de haber asumido la defensa de los pobres.

9. Del discurso pronunciado por Óscar Romero en Lovaina, 1980, con ocasión de recibir un premio concedido por la Universidad. Citado por Plácido ERDOZAIN en Archbishop Romero, Lutterworth Press, Guildford-London, p. 73.

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Nuestra persecución no significa ni más ni menos que compartir el destino de los pobres. Los pobres son el Cuerpo de Cristo hoy. A través de ellos, él sigue viviendo en la historia» . «Los pobres son el Cuerpo de Cristo hoy»: ¡con qué claridad lo vio este arzobispo que aprendió a encarnar su iglesia en el mundo! Sus preocupaciones no eran las rúbricas ni la ordenación de las mujeres o los homosexuales, sino la atención a su pueblo. Continuamente me siento sobrecogida por la clara visión de la iglesia perseguida. Es como si, cuando los tiempos son favorables, perdiéramos de vista el mensaje evangélico y nos enredáramos en política eclesiástica y minucias litúrgicas. Discutimos como los fariseos de antaño sobre adornos y filacterias, sobre títulos y preferencias, olvidando que el hombre al que seguimos lavaba los pies a sus discípulos y les decía que no deberían ser conocidos por sus vestiduras purpúreas o por las cruces que colgaran de su pecho, sino por amarse unos a otros. Irónicamente, son a menudo los no creyentes quienes parecen más dispuestos a seguir el ejemplo de Jesús. Víctor Jara, otro integrante de mi gente del Viernes Santo, es una de esas personas. Víctor era un cantante llamado a ser voz de los pobres. Desencantado de una Iglesia que no ofrecía nada, sino promesas celestiales a los campesinos oprimidos, abandonó sus estudios para el sacerdocio y puso su «sincera guitarra» a trabajar.

¿Será blasfemo establecer tales paralelismos? ¿Se puede hablar de un cantante folk marxista al mismo tiempo que de Jesús, el Hijo de Dios? La respuesta es, sin duda, afirmativa, pues ¿no emprendió Víctor Jara su camino hacia el Calvario como respuesta a su vocación de servir a los pobres? He vivido demasiado cerca de los revolucionarios chilenos para no saber que su amor es más desinteresado que el de muchos de quienes les condenan sin haberles visto ni oído. Así van juntos por el mismo camino sacerdotes y pueblo, monjas y revolucionarios, arzobispos y cantantes folk, estudiantes y mujeres de mala fama; y, puesto que caminan, llegarán, cada uno en el momento oportuno, al kairós, al momento de elección, de decisión, momento de suprema tensión, pues el peligro está en el ambiente, y no hay vuelta atrás. Señor del Universo, creador de todo, afina nuestros oídos para escuchar tu voz, habla a nuestros corazones, te rogamos. Esperamos, Señor, que nos digas «ven», para caminar hacia ti atravesando las aguas. Pero, si nos llamas, danos valor, pues tenemos miedo a saltar de la barca.

Víctor estuvo en la vanguardia del nuevo gobierno de Allende en la forma en que suelen hacerlo los artistas, utilizando su voz para hablar por los niños hambrientos y descalzos de Chile y por sus padres desesperados. Como Jesús, también fue una figura carismática que atraía muchedumbres a sus conciertos, viajando de pueblo en pueblo y propagando buenas noticias sobre la liberación cercana.

10. Ibid.

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4 Hacia Jerusalén

Cuando llegaba el tiempo de que se lo llevaran, Jesús decidió irrevocablemente ir a Jerusalén. Le 9,51

Estas líneas iniciales de la «inclusión mayor» de Lucas (Le 9,51—18,14) preparan el escenario en que iba a desarrollarse la inminente Pasión de Jesús. Redactada a partir del antiguo material conocido como «fuente Q» (no utilizado por Marcos), nos da una vivida imagen de la clara enseñanza de Jesús sobre la justicia y la creciente hostilidad de los sacerdotes judíos. Al releer estos pasajes inmediatamente después de ver una película sobre la vida del arzobispo Óscar Romero, quedé fascinada por la similitud entre ambos. La película atrajo mi atención hacia ciertos aspectos de la vida del arzobispo Romero en los que no había reparado en una primera lectura de la biografía del padre Erdozain, a saber, su conflicto cada vez más abierto con las clases dirigentes de El Salvador. Había olvidado lo aprendido durante mi estancia en Chile: cuan grande es el contraste, en América Latina, entre la aristocracia y el campesinado. No es simplemente una cuestión económica y de estilo de vida, sino de estatura y de rostro, pues los miembros de las oligarquías suelen ser descendientes de la rica aristocracia española, mientras los campesinos son a menudo mestizos, parcialmente indios. Aquéllos suelen ser altos y bien parecidos, de rostro aguileno, mientras los campesinos son mucho más bajos, de tez más oscura, mostrando claramente sus raíces indias. En su biografía de Romero, el padre Erdozain, íntimo compañero del arzobispo, habla del tiempo «cronológico» 38

y del tiempo «kairológico»: el tiempo más allá de toda medida, el momento del encuentro, el tiempo oportuno. Para Romero, el ¡cairos, el momento de fusión total de su propio destino con el de su pueblo, fue el día en que el primero de sus sacerdotes fue asesinado por hablar en favor de los pobres. El padre Rutilio Grande, asesinado el 12 de marzo de 1977, es otro componente de la gente del Viernes Santo de El Salvador. Nacido en 1927 en el pueblo de El Paisnal, perdió a su madre a los cuatro años de edad. Siendo todavía un niño, conoció y trabó amistad con monseñor Luis Chávez, que estaba destinado a preceder a Óscar Romero como arzobispo de San Salvador. Decidido a los doce años a ser sacerdote, entró en el seminario menor diocesano a los trece, y a los diecisiete inició su vida como jesuita. Sus primeros años en la Compañía parecen haber sido extremadamente difíciles, pues estaba dominado por un temperamento nervioso: «Estaba constantemente tenso, deprimido, ansioso por la calidad de su trabajo, de su oración, de su comportamiento con los demás» . Sus estudios se interrumpieron a causa de su salud, y se le destinó a dar clases a un colegio jesuita de Panamá; estando allí, hubo de ser hospitalizado por breve tiempo a causa de «otra crisis nerviosa» . En junio de 1959, sufrió una nueva crisis de ansiedad, cuestionándose su próxima ordenación sacerdotal, aunque se le persuadió de que siguiera adelante. Continuó deprimido e inestable tras su ordenación, y regresó de España a El Salvador para dar clases en el seminario. Después de dos años felices, volvió con bastante miedo a España a pasar un año. O'Malley escribe de este período: «Sus temores se vieron confirmados. Todos los antiguos demonios, que habían sido mantenidos a raya con el ajetreo del trabajo activo, comenzaron a emer-

1. William J. O'MALLEY, The Voice of Blood, Orbis Books, Maryknoll, p. 12. 2. Ibid. 39

ger de nuevo desde las oscuras profundidades de su mente». Al año siguiente, sin embargo, las cosas iban a cambiar para este hombre frágil y neurótico, al ser enviado a estudiar al Lumen Vitae, el Instituto Internacional de Catequética, en Bruselas. Fue allí donde tuvo lugar su curación, al encontrarse en una atmósfera mucho más satisfactoria, generada por el Vaticano II. «La transformación de la Iglesia fue también la transformación de Rutilio Grande. Lentamente, muy lentamente, comenzó a ver que no estaba llamado a ser un perfecto santo de escayola con incesantes éxtasis de adoración; estaba llamado a ser un pastor, un paria e imperfecto samaritano dispuesto a ayudar a sus compañeros marginados que yacen golpeados al borde del camino» . En 1964, Rutilio regresó a El Salvador; era ahora un hombre mucho más feliz y más libre, tras haber resuelto durante su retiro: «Prometo no volver a ser perfeccionista. Aprenderé a nadar nadando. Pongo toda mi confianza en Jesús; él es lo único que permanece» . Me he parado a esbozar este primer retrato del ansioso y escrupuloso Rutilio, porque supone un contraste increíble con el Rutilio posterior, cuyo coraje y conducta decidida iban a conducirle inexorablemente a la muerte. En 1965 regresó una vez más al seminario de San Salvador, como profesor de teología pastoral y director de los proyectos de acción social de los seminaristas; allí desempeñó un papel crucial en la formación de los futuros sacerdotes de El Salvador y, por tanto, en la formación de su iglesia. Rutilio introdujo en la formación de los jóvenes sacerdotes los ideales del Vaticano II que en Bélgica habían modificado su propia vida. En lugar de dar a los estudiantes temas para ser memorizados, como era la costumbre, los envió a conocer a sus futuros feligreses, a vivir y trabajar en los suburbios y barrios de chabolas de la ciudad.

3. Ibid. 4. Ibid. 40

Es difícil transmitir a alguien no familiarizado con la realidad de la vida en América Latina el impacto de tal experiencia sobre los jóvenes estudiantes de clase media. No fue coincidencia que la mayor parte de las mujeres que conocí durante mi estancia en la cárcel de Santiago fueran jovencitas de hogares acomodados cuya preparación profesional las había llevado a un contacto íntimo con la vida de los pobres. Recuerdo también el impacto que para mí supuso el trabajar en un hospital de niños de la periferia y, más tarde, en una clínica de un barrio de chabolas. Por mucho que pueda conocerse a nivel intelectual la miseria y la opresión, encontrarse directamente con los pobres es algo muy distinto. Recuerdo la sensación de desconcierto y vergüenza que experimenté aquel día, al entrevistarme con diversas mujeres cuyos hijos morían de diarrea o desnutrición, y al enterarme de que ya habían perdido a uno, dos o tres niños de la misma manera. Recuerdo también la imagen de una joven pareja saliendo lentamente del hospital y llevando en las manos una prenda de su hijo que acababa de morir. Mucho mayor debe haber sido el impacto sobre aquellos jóvenes salvadoreños llamados, no sólo a atender a estas personas, sino a vivir entre ellas, compartiendo sus espantosas condiciones de vida, sus esperanzas y su desesperación. Tras esos períodos de experiencia pastoral, volvían para reflexionar sobre lo que habían visto y oído y tratar de encontrar el sentido de todo ello a la luz del Evangelio. Sin duda, pensarían en la parábola del buen samaritano que curó las heridas de un desconocido y en el furioso discurso de Jesús contra los ricos y los hipócritas: «Pero ¡ay de vosotros, fariseos! Pagáis el diezmo de la hierbabuena, de la ruda y de toda verdura, y pasáis por alto la justicia y el amor de Dios. ¡Esto habría que practicar, y aquello... no descuidarlo! ¡Ay de vosotros, fariseos, que gustáis de los asientos de honor en las sinagogas y de las reverencias por la calle! ¡Ay de vosotros!»

5. Le ll,42ss. 41

Es difícil para nosotros, gentes del primer mundo, apreciar la capacidad explosiva de este conocido texto del Nuevo Testamento. Escuchamos algo sobre el diezmo de la menta y la ruda, y pensamos: «qué pintoresco»; y pasamos por alto la acusación de la injusticia. Pero en el Tercer Mundo la injusticia es tan obvia que las palabras tienen una terrible inmediatez. Quisiera volver por un momento al discurso del arzobispo Romero con motivo de la concesión del premio Nobel: «Entre nosotros siguen siendo verdad las terribles palabras de los profetas de Israel: los hay que venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; que amontonan violencia y despojo en sus palacios; que aplastan a los pobres... acostados en camas del mármol más fino». El enfrentamiento de los seminaristas con la realidad de la pobreza y opresión de sus compatriotas iba a tener un efecto duradero. Para muchos de ellos, que procedían de familias ricas, su visión del sacerdocio era puesta patas arriba por aquel profesor que había comenzado a vivir como un campesino. Desecharon para siempre la idea de que ser párroco era una mera cuestión de decir misa, bautizar, enterrar y tomar el té con las señoras de la parroquia. Igualmente, redescubrieron el concepto del Antiguo Testamento de Dios como liberador de su pueblo oprimido. En 1970, tras cinco años de enseñar en el seminario, Rutilio fue invitado por su mentor, el arzobispo, a pronunciar la homilía en la catedral con motivo de la fiesta nacional de la Transfiguración. Para bien o para mal, proclamó su verdad: una llamada a la transfiguración personal y social de ricos y pobres. «Porque todos nosotros somos bautizados y ciudadanos, la Iglesia y el Gobierno deben colaborar de forma eficaz, audaz y urgente en la elaboración de leyes justas y razonables para transfigurar al pueblo salvadoreño. Sólo entonces podremos considerar nuestro patrón al Cristo Salvador Transfigurado». Este apasionado sermón, pronunciado en presencia del Presidente, de los dignatarios eclesiásticos y del pueblo ordinario, acabó para siempre con las esperanzas de Rutilio 42

de ser el próximo rector del seminario y provocó un cambio en la dirección que había de tener consecuencias transcendentales. Rutilio dejó el seminario y, después de un año como director de una escuela de jóvenes acomodados, se tomó otro año para hacer un curso en el Instituto de Pastoral de América Latina en Ecuador. Fue allí donde encontró el tiempo necesario para reflexionar y formular el proyecto de su futuro ministerio. La formación de un equipo para trabajar en áreas rurales o en los barrios bajos y comenzar el proceso de lo que en América Latina es conocido como «concientización»: la toma de conciencia entre los pobres de su dignidad y sus derechos como seres humanos e hijos de Dios. El papel crucial de la política de «concientización» de la Iglesia latinoamericana, manifestando su opción por los pobres en la Conferencia de Medellín, difícilmente podría ser sobreestimado. Para apreciar toda su importancia, debemos tener en cuenta ciertas cosas. Primero, durante siglos la Iglesia había estado alineada con los terratenientes y no con los pobres, elaborando una visión de Dios que inducía a los pobres a aceptar su suerte como divinamente decretada y, por tanto, incuestionable: «El rico en su castillo, el pobre a su puerta: Dios los creó, grandes o humildes, y puso a cada uno en su sitio» Cecil Francés Alexander, All Things Bright and Beautiful En segundo lugar, el concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín redescubrieron la implicación práctica de la misión de Jesús, que trajo «la buena noticia a los que sufren y la amnistía a los cautivos». Tomando con seriedad el Evangelio, comenzaron inevitablemente a desestabilizar el status quo que había sido aceptado durante siglos, con 43

una pequeña minoría de ricos viviendo en la opulencia a expensas de la mayoría de los pobres. Este cambio de política pastoral, provocado por una renovada comprensión del Evangelio, apunta al centro mismo del conflicto político latinoamericano. No es una simple actitud de sacerdotes y religiosas oscuramente involucrados en política, sino de la Iglesia, que con su opción por los pobres toma parte inevitablemente, al predicar el Evangelio, en el proceso de despertar de un gigante dormido. Viviendo entre los campesinos, compartiendo su vida y conociendo sus necesidades, les ayudarían a darse cuenta, no sólo de lo que era su vida, sino también de lo que podía y debía ser. Por último, su público magisterio espiritual tenía por objetivo ayudarles a contemplar sus vidas en relación al mensaje liberador del Evangelio. De acuerdo con el movimiento de la Iglesia, Rutilio se propuso despertar al pueblo. No era un sacerdote alborotador, sino un honrado profesor de teología que seguía las recomendaciones de los obispos de la Conferencia de Medellín: «la Iglesia debe alentar y favorecer los esfuerzos del pueblo, a fin de crear y desarrollar organizaciones populares para restaurar y consolidar sus derechos y buscar la verdadera justicia». En septiembre de 1972, el padre Rutilio Grande y su equipo comenzaron a trabajar en la ciudad de Aguilares, llevando la luz del Evangelio a un pueblo que hasta entonces había caminado en la oscuridad. Quizá debería ampliar aquí mi referencia al profeta Isaías: «El pueblo que habitaba en las tinieblas vio una luz intensa; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló» .

6. Is 9,1.

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Los pobres de América Latina constituyen un pueblo que ha caminado en tinieblas durante siglos, pues no se trata únicamente de que su comprensión de Dios y sus criterios estén profundamente deformados, sino de que la pobreza de su vida es tal que se ven atrapados por su falta de educación, de viviendas decentes, de atención sanitaria y de trabajo, en un círculo vicioso que ha sido descrito como «violencia institucionalizada». Dom Helder Cámara, el apasionado arzobispo del nordeste de Brasil, habla de la situación de los pobres comparándola con la del agua estancada. Puede que no se disparen balas ni se arrojen piedras, pero los recién nacidos mueren de desnutrición y diarreas, y los niños crecen descalzos y analfabetos a menos de cinco millas de las casas de aquellos que disfrutan de educación universitaria y de todas las comodidades del Primer Mundo. Cuando Karl Marx se refería a la religión como «opio del pueblo», no le faltaba razón, pues la comprensión que los pobres tienen de Dios está con frecuencia estrechamente ligada a supersticiones primitivas, y ven al Dios cristiano, no como liberador ni como padre amoroso, sino más bien como una figura más grandiosa y más implacable que su «patrón», el terrateniente en cuyas áridas tierras sobreviven pagando un arbitrario y elevado arrendamiento. Perpetuando y fomentando esta imagen de Dios, la Iglesia ha estado en connivencia con los ricos, manteniendo la falsa y corrupta paz de un status quo en el que el diez por ciento de la población posee el noventa por ciento de los recursos, mientras la mayoría arrastra una existencia infrahumana hasta que mueren de forma prematura. Esta es la situación que Rutilio Grande y sus equipos de sacerdotes jesuítas se propusieron cambiar, llevando a las gentes una visión distinta de Dios: un Dios que ama a su pueblo con amor eterno, un Jesús que al principio de su ministerio público apeló al texto: «Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, 45

para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad» . Durante los cinco años siguientes, Rutilio y su equipo trabajaron en el pueblo de Aguilares y sus alrededores. Su técnica era simple, y recuerda la misión evangelizadora de los discípulos. Iban de dos en dos a los pueblos y vivían entre la gente durante dos semanas, ganando su confianza, compartiendo sus vidas y conociendo sus esperanzas y su desesperación. Todas las noches tenían una reunión y explicaban la Escritura al pueblo, animándoles a discutir y reflexionar sobre la relación que el Evangelio tenía con sus vidas. No es fácil, para los que han sido educados en una «civilización cristiana», comprender la desgarradora fuerza que poseen los Evangelios para quienes tienen hambre de justicia. Año tras año, escucho las profecías de Isaías leídas en los oficios religiosos de nuestras grandes catedrales inglesas, y me apena que estas palabras hayan sido de un modo u otro mutiladas, atrapadas como una mosca en la miel de una bella liturgia. Ernesto Cardenal, el sacerdote poeta de Nicaragua, nos da una breve muestra de cómo los pobres, hambrientos del mensaje de libertad contenido en el Evangelio, lo rasgan con sus manos desnudas hasta que su dulce zumo se derrama libremente. Escuchemos a Cardenal participando en un coloquio sobre Mt 11, el pasaje en el que Jesús envía un mensaje cifrado a Juan Bautista, que se consumía en prisión, en respuesta a su pregunta de si él era el Mesías: Cardenal: Jesús no dijo claramente que él fuera el Mesías, sin duda porque era peligroso hacerlo. Nunca lo dijo claramente hasta que le condenaron a muerte en el Sanedrín. Lo que aquí hizo fue decírselo indirectamente a Juan, de manera que éste pudiera comprenderlo; y lo hizo citando la profecía de Isaías, según la cual, cuando el Mesías llegase, los ciegos verían, los sordos oirían, los cojos

7. Is 61,1. 46

saltarían como ciervos, los muertos volverían de nuevo a la vida, y los pobres conocerían la buena noticia de su liberación. Madre de Alejo: Los pobres no tienen ninguna libertad, ni siquiera libertad para pensar; por tanto, no pueden pensar sobre la situación de opresión en la que están, ni siquiera saber que están oprimidos y que el mensaje es para ellos... No puedo explicarlo bien... ese mensaje de libertad... los más pobres de nosotros nos sentimos humillados en una situación en la que ni siquiera podemos pensar en la libertad o en la posibilidad de alcanzarla. Y es por eso por lo que Jesús nos trae la buena noticia de un cambio: que todos nosotros, pobres campesinos, vamos a alcanzar la libertad . Cuando las dos semanas de la «misión» de los jesuítas llegaban a su fin, el pueblo elegía hombres y mujeres como líderes o «delegados de la Palabra» que continuarían dirigiendo estas conversaciones sobre la Escritura cuando los sacerdotes se hubieran marchado. De esta manera se formaron las comunidades populares o comunidades de base, que iban a ser las semillas del cambio, o las pequeñas llamas de esperanza que incendiarían el polvorín de un continente agostado y desesperado. Los sacerdotes no predicaban la revolución; simplemente, mostraban a las gentes cómo descubrir por sí mismas que, contrariamente a lo que les habían enseñado durante siglos, la resignación ante la miseria no respondía a la voluntad de Dios. Como Rutilio les decía: «Dios no está en algún lugar de las nubes, tumbado en una hamaca. Dios está con nosotros, construyendo su Reino aquí en la tierra» . Inevitablemente, el pueblo, una vez organizado para reflexionar sobre el Evangelio y la vida, utilizaba esa organización para luchar por cambiar la situación. Poco a poco adquirieron el valor necesario para enfrentarse a los

8. The Gospel at Solentiname, Orbis Books, Maryknoll, vol. 2, p. 3. (La versión castellana original, El Evangelio en Solentiname, está publicada por Ed. Sigúeme, Salamanca). 9. W. O'MALLEY, op. cit., p. 34. 47

terratenientes, pidiendo primero, exigiendo después, un salario suficiente para vivir y arrendamientos justos por la estéril tierra en que vivían. Rutilio Grande vio con claridad la distinción entre la función de pastor y la de líder político, y tuvo buen cuidado de no ser utilizado por los grupos políticos nacientes. Rutilio escribía: «¡La ambigüedad del sacerdocio! Algunos pretenden que sea una especie de abstracción intemporal. Otros quieren que el sacerdote sea un agitador. Pero también puede no ser ni una cosa ni otra. Hay diferentes carismas en el Cuerpo de Cristo. El sacerdote es el animador de la comunidad de cara a unos valores eternos, pero también a unos valores históricos. Son los miembros de la comunidad quienes deben tomar los valores eternos y hacerlos prácticos con proyectos y programas concretos» . Aunque la distinción estaba clara en la mente de Rutilio, propietarios y autoridades vieron las cosas de manera diferente, y Rutilio comenzó a darse cuenta de que, si continuaba su tarea, su vida podría correr la misma suerte que la de su maestro. En julio de 1975 fue acusado públicamente de subversión por el conservador Frente de Preservación Religiosa, mientras al mismo tiempo era condenado por algunos de sus feligreses más radicales por falta de compromiso con su causa. Cuando se aproximaban las elecciones de febrero de 1977, la represión contra el personal eclesiástico se incrementó, y Rutilio informó al provincial de los jesuitas de que podía ser detenido. El 13 de febrero, Rutilio predicó ante el pueblo en la misa que se celebraba en la plaza de la ciudad de Apopa. Utilizó el relato del Génesis sobre Caín y Abel para ilustrar cómo El Salvador estaba dividido, hermano contra hermano. Sus palabras fueron apasionadas, y se ha dicho que fue tal vez este sermón el que determinó su condena a muerte:

10. Ibid., p. 39.

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«Las masas esclavizadas de nuestro pueblo, aquellos que a nuestro lado viven en un sistema feudal desde hace seis siglos, no son propietarios ni de la tierra ni de sus propias vidas. Han de subir a los árboles, y ni los árboles les pertenecen. Hay a quienes se les llena la boca con la palabra 'democracia', pero no nos engañemos: no hay democracia cuando el poder del pueblo es el poder de una minoría privilegiada. Sois Caínes que crucificáis al Señor en la persona de Manuel, de Luis, de Chávela, del humilde campesino. Hay entre nosotros quienes preferirían un Cristo sepultado, un muñeco que llevar en procesión por las calles, un Cristo amordazado, un Cristo hecho a la medida de nuestros caprichos y de nuestros mezquinos intereses. No quieren un Dios que nos pregunte y que revuelva nuestras conciencias, un Dios que clame: 'Caín, ¿qué has hecho a tu hermano Abel?'»1 Con sus sinceras palabras —«es peligroso ser cristiano en nuestro mundo, donde la misma predicación del Evangelio es subversiva y donde los sacerdotes van al exilio por predicarlo»—, Rutilio se refería a las nuevas condiciones del discipulado bajo el que ahora vivían él y sus compañeros. La situación, sin embargo, estaba destinada a empeorar, pues el nuevo Presidente, fraudulentamente elegido, había prometido librar a El Salvador de sus turbulentos sacerdotes, anunciando que a los tres meses de su elección no quedaría un solo jesuíta en el país. Parecía resuelto a cumplir su promesa, pues ya el día siguiente a su proclamación, un sacerdote, el padre Rafael Barahona, era secuestrado por la policía y torturado. Fue tras este violento giro de los acontecimientos cuando, el 22 de febrero, el arzobispo Chávez, entonces de 75 años de edad, cedió discretamente las riendas al nuevo arzobispo electo de El Salvador, Óscar Arnulfo Romero. Justo seis días después, tuvo lugar un acontecimiento que iba a estremecer el corazón del obispo Romero, pues

11. Ibid.

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en la medianoche del 28 de febrero la Guardia Nacional abrió fuego sobre una multitud de diez mil personas reunidas en la plaza Libertad de San Salvador para protestar contra las recientes elecciones fraudulentas. Aterradas, las gentes corrieron a refugiarse en la iglesia de El Rosario, pero muchos fueron asesinados por los guardias, que dispararon de manera indiscriminada contra la muchedumbre. Al día siguiente, el arzobispo se reunió con un grupo de sus sacerdotes; muchos de ellos se mostraban preocupados porque aquel hombre, considerado conservador, no los apoyaba en su lucha. Pero, en vez de condenarlos por sus implicaciones políticas, el arzobispo les dijo que fueran a cuidar de su pueblo y que abrieran las puertas a quienes estuvieran en peligro, ocultándolos de la policía si era preciso. ¡La conversión del arzobispo había comenzado! El 5 de marzo concluyó su primera carta pastoral a la archidiócesis, «haciendo referencia con su lenguaje claro y conciso a la represión, a los asesinatos, torturas y desapariciones, a las campañas de los terratenientes contra la Iglesia y el arzobispo Chávez, y a la deportación de sacerdotes sin consultar a la jerarquía». La carta afirmaba que, aun a riesgo de ser malinterpretada, la Iglesia debe levantar su voz y poner al descubierto el pecado, dondequiera que esté, «en los fariseos, los sacerdotes o los ricos; en Herodes o en Pilato. Todos son llamados por Dios, ricos y pobres, pero la Iglesia debe tomar partido por los desposeídos» . Exactamente siete días después, el sábado 12 de marzo de 1977, el padre Rutilio Grande salió en su «jeep», con la carta pastoral en el bolsillo, para predicar en la misa de la tarde en el pueblo de El Paisnal, donde había nacido. Viajaban con él dos amigos, un anciano y un muchacho, también llamado Rutilio. En alguna parte del camino recogieron a tres chiquillos, y éstos fueron los únicos testigos de las balas que acabaron con la vida de

12. Ibid.

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Rutilio y de sus dos compañeros cuando se dirigían a decir la misa de la víspera del domingo. ¿Qué sintió el arzobispo Romero al enterarse de la muerte de Rutilio? Lo ignoramos; sólo sabemos que fue enseguida a Aguilares, adonde habían llevado los tres cuerpos, y que presidió una misa por los fallecidos. Jon Sobrino, el teólogo jesuíta, que estuvo presente aquella noche, describe de manera sumamente gráfica el impacto que el asesinato de Rutilio produjo en el arzobispo: «Después de la misa, Mons. Romero nos pidió a los sacerdotes y religiosas que nos quedásemos allí con él... Tuvimos una reunión allí mismo y a altas horas de la noche... A Mons. Romero se le notaba nervioso, abrumado por la responsabilidad y como sin saber exactamente qué hacer ante un hecho insólito. La pregunta que nos hizo fue elemental: qué debemos y qué podemos hacer como Iglesia ante el asesinato de Rutilio. ...lo que ciertamente recuerdo es que las palabras con que nos pedía ayuda eran totalmente sinceras, le salían del corazón. Un arzobispo nos pedía ayuda de verdad. Y pedía ayuda a aquellos a quienes semanas antes había tenido por sospechosos, marxistas... Sentí un gran cariño por aquel obispo humilde que nos pedía, casi mendigaba, ayuda para soportar la carga que se le venía encima, muy superior a la que podían llevar sus hombros y los de cualquier otro». Sobrino siente con perfecta claridad que aquel momento era un auténtico «kairós» para el arzobispo: «Sentí también... que algo muy profundo estaba pasando en su interior... Yo creo que Mons. Romero tomó la honda decisión de reaccionar como Dios se lo pidiera; hizo una opción verdadera por los pobres, representados aquella noche por centenares de campesinos alrededor de tres cadáveres, indefensos ante la represión que ya sufrían y la que preveían... Creo que debió de experimentar que aquellos campesinos habían hecho una opción por él y le estaban pidiendo que él les defendiera. Y la respuesta de Mons. Romero fue la de hacer él una opción por los campesinos, convertirse en su defensor, en la voz de los 51

sin voz. Yo creo que aquella noche se empezó a gestar definitivamente la conversión de Mons. Romero» .

Y así fue como aquella noche, al parecer, un bondadoso y conservador arzobispo aceptaba el manto de su hijo muerto y volvía su rostro decididamente hacia Jerusalén, donde, como está escrito, un pastor debe entregar la vida por su pueblo. Señor de todos, grandes y pequeños, te damos gracias por tu pueblo. Te alabamos por el valor de apóstoles y mártires, por aquellos que brillan como faros en tierras oscuras y turbulentas. Toma nuestros corazones, te rogamos, y enciéndelos con tu fuego para que también nosotros podamos iluminar el camino a Jerusalén.

5 Nosotros, sin futuro...

Nosotros, sin futuro, seguros, resueltos y entregados, te saludamos ahora, oh Dios, sabiendo que nada está a salvo, que nada es aquí seguro e inviolable, excepto tú... y aun eso se nos escapa a veces. Anna McKenzie*

Hay un espacio, un lapso cronológico de tiempo, que es también un espacio espiritual, entre el momento definido del kairós, el momento de elección o conocimiento, y el comienzo del trayecto final hacia la muerte. Es ése un desierto, una tierra desolada e inhóspita en la que pocos pájaros cantan, pero en la que también hay oasis, zonas verdes con tintineantes fuentes de agua fresca y donde crecen brillantes flores. Ahí, en esos oasis, puede escucharse el murmullo de una amistosa charla y, de vez en cuando, una risa bajo las estrellas. Ésta es la tierra en la que entran los componentes de mi pueblo cuando saben que el cáncer contra el que han luchado durante tanto tiempo les lleva ventaja, y que, de no producirse un milagro, deben forzosamente morir. Conozco esa tierra, aunque no como ellos, por experiencia propia; no he sentido en mis huesos el gélido viento del desierto ni he llorado sola en la noche por temor a lo 13. Jon SOBRINO, Monseñor Óscar A. Romero. Un obispo con su pueblo, Sal Terrae, Santander 1990, pp. 13-14. 52

* El poema de Anna McKenzie al que pertenece este fragmento se recoge íntegro en el Apéndice, p. 229. 53

desconocido, pero he compartido por un tiempo el dolor de quienes lo han hecho, e incluso esto sólo es ya demasiado para poder sentirse tranquila. Quizá, tiempo atrás, yo también entré en ese desierto por una noche, cuando me enfrenté con la posibilidad de mi propia muerte, no como piadoso ejercicio espiritual, sino en el solitario confinamiento de una prisión chilena. ¡Qué bien recuerdo —y qué difícil de olvidar— aquella noche, convertida ahora en tinieblas, en que digería la realidad de lo que el juez me había dicho: que no era cierto que fuera a ser expulsada y que sería juzgada «según la ley chilena» por un crimen que no había cometido!

muera, su compañero se ha ido con otra mujer. Los bolsillos de Beth han sido ciertamente vaciados, y ella puede rezar, como Anna:

Afortunadamente para mí, mi estancia en el desierto fue breve, aunque suficiente como para dejarme marcada. Para la gente con la que ahora trabajo, sin embargo, no hay cónsul que negocie con los poderes de la muerte ni guerra de gigantes en la que la liberación del prisionero pueda ser más conveniente que su ejecución:

Es difícil encontrarle sentido al dolor de Beth, como también al de Katie. Katie tenía treinta y cinco años cuando murió, aunque parecía mucho mayor. Fue una mujer desgraciada desde su nacimiento, pobre en todas esas cosas buenas que los demás damos por supuestas. Murió una muerte horrorosa y fétida, y nadie acudió a verla. Día tras día esperaba, pero los visitantes nunca llegaban: ni su madre, ni sus amantes, ni siquiera sus hijos. Sólo estaba la asistente social, preguntándose preocupada si debía traer a los niños para que les dijera adiós o si le gustaría escribirles algún mensaje edificante antes de morir. Pobre Katie; dudo que alguna vez dijera algo edificante a nadie. Sin embargo, las enfermeras la adoraban y, cuando murió, fueron en grupo a su funeral, para que no hiciera ese último y triste viaje humillantemente sola.

«No queríamos tenerlo fácil, oh Dios, pero no contábamos con que fuera tan duro, tan prolongado y tan desierto. Por eso, si han de darnos la vuelta como a un guante, y volver del revés nuestros bolsillos sólo para ver lo que hay en ellos, y dejarnos tirados, te pedimos que nos conserves la fe y nos tengas contigo, sosteniendo nuestras manos mientras lloramos, dándonos fuerzas para seguir y mostrándonos las luces a lo largo del camino para hacernos nuevos» Anna McKenzie Pienso, cuando escribo esto, en Beth, que los cuarenta años sufre una larga e inacabable muerte de cáncer. Beth ha llevado una vida de desdichas ininterrumpidas, pues éste es su tercer cáncer, y ahora, incapaz de esperar a que 54

«Y te odiamos a la vez que te amamos, y nuestra ira es tan intensa como nuestro dolor, nuestra aflicción tan profunda como el mar, y nuestra necesidad tan grande como las montañas» Anna McKenzie

Es difícil saber cuál es el sentido de las Katies de este mundo. Ciertamente, ella no podía encontrar ningún significado ni consuelo en su gris y monótona existencia y en su solitario fin. Por la forma en que hablaba de ello, parece que el tener hijos no le supuso mucha alegría y, desde luego, ninguna el criarlos. Para otros, afortunadamente, es distinto. Viven la vida con una extraña pasión, e incluso su muerte está llena de luz y de alegría. Lizzie fue una de esas raras personas que brillaba cada vez más, a medida que su vida se acercaba al final. De todas formas, debió pasar un tiempo largo y duro en el desierto, al encontrar muerto a su marido 55

al regresar un buen día a casa después del trabajo. Pero, poco dada a las lamentaciones, pasaba por alto su falta de salud y afrontaba cada día con un sentimiento de asombro y gratitud que deleitaba a cuantos se encontraban a su alrededor. Venía a nuestro servicio asistencial en el hospital una o dos veces por semana, y era siempre el centro de un alegre grupo de pacientes y enfermeras. Recuerdo de manera especial el día en que anunció que iba a dar una charla sobre perfumes: había sido consultora de belleza y era una verdadera experta. Allí estábamos varios pacientes, hombres y mujeres, un par de enfermeras, la enfermera jefe, un sacerdote y yo misma. Lizzie nos instruyó sobre los perfumes adecuados para seducir y sobre si debían aplicarse en el lóbulo de la oreja o en la tentadora profundidad del escote. Como suele ocurrir, su atractivo procedía de su rica personalidad y de una profunda fe en Dios, y aproximadamente una semana antes de que muriera, el obispo vino a confirmarla, ratificando lo que ya sabíamos: que estaba ya ungida y fortificada para su viaje. Lizzie estaba lista para marcharse, sus raíces habían sido sacudidas para liberarlas de la tierra seca a la que la mayor parte de nosotros nos aferramos con dolorosa tenacidad. Quizá sea ésta la esencia de la experiencia de desierto: la profunda y visceral comprensión de que no tenemos aquí una morada duradera, de que sólo somos residentes temporales en una tierra que no hemos hecho. Los moribundos son como refugiados, gentes sin hogar, sin raíces, inseguros, vulnerables y temerosos. Jesús consideró esta inseguridad como condición para sus discípulos; por eso dijo en una ocasión a alguien que quería seguirle: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros nidos, pero este Hombre no tiene donde reclinar la cabeza» . Me pregunto qué quiso decir aquí Jesús, pues anteriormente había invitado a un posible discípulo a ir a su 1. Le 9,58.

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casa a ver cómo vivía. Quizás atravesaba entonces una etapa mucho más peligrosa e itinerante de su misión y se desplazaba rápidamente de un lado a otro, durmiendo en un sitio distinto cada noche por miedo a que los fariseos le echasen la mano encima. Pude recordar esa forma de vida este verano, cuando pasé algún tiempo con una amiga misionera de Chile; no nos habíamos visto desde hacía casi quince años y hablábamos apresuradamente y con intensidad de los tiempos compartidos y los amigos y amigas comunes. Cuando le pregunté cuándo había hablado con Ita Ford y Carla, me dijo que había visitado El Salvador en junio de 1980, cinco meses antes de que Ita muriera. No había sido una visita fácil, pues no sabía dónde se encontraban, y viajar de un lado para otro era difícil y peligroso. Por fin, se encontró con una hermana latinoamericana que se ofreció a conducirla a la costa, donde encontraría a sus dos amigas y donde pasaron juntas una noche. Cuando le pregunté por la servicial hermana, me dijo: «Oh, se fue; nunca pasaba dos noches en el mismo sitio; era demasiado peligroso». Para las hermanas Ita Ford y Carla Piette, las David y Jonatán de Maryknoll, sus primeros meses en El Salvador supusieron una profunda experiencia de desarraigo. Tras muchos años de trabajar juntas en Chile, habían tomado la decisión, cada una por separado, de salir de allí y marchar a El Salvador, en respuesta a la petición que el arzobispo Romero había dirigido a sacerdotes y religiosas para ayudar a su asediada iglesia. Fue Carla la primera en tomar la decisión, después de visitar el país desde su base de reconocimiento en Nicaragua. Al visitar a dos misioneras de Maryknoll asentadas en Santa Ana, pudo introducir su mano en el costado herido de El Salvador, tocando por sí misma las horribles condiciones de vida del pueblo y la violencia y el terror que latían en el ambiente, con sus historias de cuerpos mutilados, secuestros y caos generalizado. Al escuchar la voz del arzobispo en su sermón radiofónico del domingo, Carla quedó impresionada por «su gran santidad y su amor por la verdad», y comprendió que debía ir allí, cuales57

quiera fuesen los riesgos que hubiera que correr. «Me gusta este lugar y sus gentes valerosas», escribió, «... y ahora la tapadera está a punto de estallar, y con razón». Mientras tanto, Ita, aún en Chile, dilucidaba si también ella debía responder a la llamada a las hermanas para acudir a El Salvador. Tras un período final de oración, tomó su decisión y escribió a su madre diciéndole que se sentía «bien con la decisión de partir». Con su lacónica agudeza característica, escribía: «Comprendo que no son las mejores noticias que podría darte, pero pienso que es una buena decisión. Por lo menos, estaré en un continente cercano». El 17 de marzo de 1980, día de San Patricio, Ita llamó a Nicaragua desde Chile para hablar con Carla y sus otras amigas y comunicarles que también ella iba a marchar a El Salvador. Siete días más tarde, Carla dejaba la seguridad de la recientemente democratizada Nicaragua por lo que ella describió como «un cubito de concentrado de caldo en forma de país», uniéndose a la iglesia salvadoreña y su pueblo. Esperaba, sobre todo, conocer y trabajar con el arzobispo, que se había convertido en inspirador de los cristianos implicados en la lucha latinoamericana y que tan proféticamente había hablado en nombre de todos ellos, en Bélgica, cuando le fue concedido el premio de la Universidad de Lovaina: «Soy un pastor que, con su pueblo, ha comenzado a aprender una hermosa y ardua verdad: nuestra fe cristiana exige que nos sumerjamos en este mundo... El mundo al que la Iglesia debe servir es el mundo de los pobres, y los pobres son los únicos que determinan lo que significa para la Iglesia vivir realmente en el mundo... Es el pobre el que nos induce a comprender lo que está realmente sucediendo... la persecución de la Iglesia es un resultado de su defensa de los pobres... los pobres son el cuerpo de Cristo hoy. A través de ellos, él vive en la historia...» ¿Sabía Carla, como lo sabía claramente el arzobispo, que se encontraba en una situación de grave riesgo personal a 58

causa de su permanente y pública postura en contra del gobierno? No lo sé. Quizá la idea del asesinato de su arzobispo era demasiado monstruosa para ser imaginada, aunque él mismo había hablado públicamente de esa posibilidad sólo tres semanas antes, cuando afirmó en una entrevista concedida a un diario mejicano: «Mi vida ha sido amenazada muchas veces. Tengo que confesar que, como cristiano, no creo en muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré de nuevo en el pueblo salvadoreño». Por más que Carla supiera que eso podía suceder, la realidad, cuando llegó, fue catastrófica. Llegaron a San Salvador en autobús desde Nicaragua la tarde del lunes 24 de marzo, víspera de la fiesta de la Anunciación; a continuación, dos horas y media de viaje hasta Santa Ana, y al llegar se enteraron de que el arzobispo había muerto mientras ellas estaban en la carretera, asesinado a tiros en el altar mientras decía misa en la capilla del pequeño hospital donde vivía. Al día siguiente, las tres hermanas volvieron a la capital, y Carla escribió a sus amigas de Maryknoll: «Aquí estoy, sentada en las escaleras de la catedral de San Salvador, adonde han traído el cuerpo del arzobispo Romero en silente procesión desde la basílica. La tristeza que lentamente invade a un pueblo por la muerte de un padre, pastor, guía y profeta es la que envuelve ahora a El Salvador». La tristeza y el miedo se extendían como un paño mortuorio sobre El Salvador, manteniendo a mucha gente en una especie de estado de shock. Esta situación del país, próximo a la paralización, hacía extremadamente difícil la vida a Ita y Carla, que se esforzaban por integrarse en el país y encontrar el lugar más adecuado para desarrollar su actividad. En las semanas que siguieron al asesinato del arzobispo, seis sacerdotes dejaron el país, y los que quedaron estaban sobrecargados de trabajo y mantenían silencio ante la persecución, que continuaba incesante. Ita (que había llegado una semana después de la muerte del arzobispo) escribía con Carla: «la constante violación de los derechos humanos por el Estado y las fuerzas de se59

guridad produce, en nuestra opinión, un tipo de estado de shock entre los agentes de pastoral salvadoreños, así como frustración e impotencia, debido al silencio de la Iglesia jerárquica». Las siguientes semanas las dedicaron a conocer el país y a investigar dónde debían trabajar, hasta que, a finales de mayo, se reunieron con los miembros superiores de la archidiócesis, y se decidió que trabajarían con los refugiados en el área de Chalatenango, en el norte del país. El padre César Jerez, superior de los jesuítas de América Central, se entrevistó con ellas y confirmó lo acertado de la decisión. Me gusta la descripción que hizo de ellas: «Admiro la entrega de Carla e Ita, su simplicidad y su dedicación; una alta, como la mujer fuerte del Evangelio, la otra frágil como una caña en el desierto». Al instalarse en Chalatenango como base para su ministerio, Ita y Carla no se dejaron guiar por la prudencia, sino por las urgentes necesidades del pueblo. No fueron allí engañadas: en una de las ciudades que visitaron, veinticinco personas habían sido asesinadas, y las fuerzas de seguridad no permitían que sus cuerpos fueran enterrados. Carla describía gráficamente la experiencia: «Las familias de las veinticinco personas veían cómo eran devoradas por los buitres, mientras se extendía la epidemia de tifus». A pesar de estar familiarizada con la crueldad de un régimen represivo y con la realidad de la tortura y los asesinatos políticos, me parece que la brutalidad de la situación de El Salvador no es fácil de entender. También para Ita y Carla, inmersas como estaban en el mundo del pueblo, la realidad resultaba difícil de creer. Ellas recibieron plenamente la gracia de aceptar su vocación con los brazos abiertos y entrega de corazón. Me acuerdo en este contexto de un magnífico y sabio fragmento de Dietrich Bonhoeffer, que escribía: «Creo que Dios puede y quiere hacer surgir el bien de todo, incluso de lo más malo. Para ello necesita hombres para quienes todas las cosas concurran al bien. Creo que Dios nos concederá en cada situación difícil tanta capa60

cidad de resistencia como precisemos. Mas no nos la concede por adelantado, a fin de que no confiemos en nosotros mismos, sino únicamente en él» . La profunda paz interior en medio de las tormentas que la rodeaban aparece en estas palabras escritas el 1 de junio: «No sé si es a pesar del horror, el terror, el mal, la confusión, el desorden, o a causa de todo ello; pero sé que está bien estar aquí, activar nuestros dones para usarlos en esta situación, creer que recibimos esos dones en y para El Salvador, y que las respuestas a las preguntas llegarán cuando sean necesarias. Avanzo en la fe, junto con los salvadoreños, por un camino lleno de obstáculos, rodeos y a veces desastres; creo que esto es lo que significa para nosotros estar en El Salvador. Es un privilegio venir a una iglesia de mártires y de personas con un profundo compromiso de fe» . Si no tuviera confianza en la veracidad de mis fuentes cuando transcribo este pasaje, estaría tentada de pensar que ha sido escrito a posteriori por alguien más preocupado por resaltar el significado de la muerte de esas mujeres que por la exactitud histórica. Parece demasiada coincidencia que Carla fuese a morir tres meses después, cuando . una carretera fue barrida por una riada, mientras la propia Ita moría asesinada en otra carretera deliberadamente obstruida por un obstáculo. El día en que se escribía ese texto, mi amiga, la hermana Jane Kenrick, se reunió con Ita y Carla en la casa de la Misión diocesana de Cleveland para El Salvador, compartiendo la cena y la charla con ellas dos y con su nueva amiga, la misionera laica Jean Donovan, que venía de Cleveland, Ohio. Oir el relato que Jane hizo de su visita

2. Dietrich BONHOEFFER, Letters and Papers from Prison, SCM Press, London (trad. cast.: Resistencia y sumisión, Sigúeme, Salamanca 1983). 3. JudithNOONE, The Same Fate as the Poor, Maryknoll Sisters, New York.

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me ayudó a comprender mejor lo que para Ita y Carla significaron aquellos últimos meses; resaltó dos cosas en particular: la increíble soledad de la desierta carretera que va del aeropuerto a Santa Ana, y cómo Ita había dicho que quizá ésa era la última vez que se verían, pues aquél se estaba convirtiendo en un lugar muy peligroso. Y así fue como Ita y Carla comenzaron su nuevo ministerio como Comité de Emergencia para el Vicariado de Chalatenango. Compartiendo una habitación en un convento de otras hermanas, pasaban mucho tiempo en la carretera, transportando refugiados, alimentos o material médico. Chalatenango es un área montañosa, con una población campesina de aproximadamente doscientas mil personas repartidas en pequeños pueblos sobre una extensión de unos dos mil kilómetros cuadrados. Era también un área en la que las organizaciones campesinas se habían mostrado activas y, a consecuencia de ello, muchos de los pueblos habían sido asaltados por las fuerzas de seguridad, que torturaban, mutilaban y mataban a numerosas personas, en particular a los dirigentes de las comunidades cristianas. En la época en que Ita y Carla llegaron, mucha gente había huido aterrorizada a las montañas o a la vecina Honduras. Refugiados procedentes de pueblos asolados habían sido alimentados, consolados y transportados a diversas casas y centros parroquiales, donde podían ser atendidos. Ésta es la descripción que Carla hacía de su trabajo; como se verá, media un abismo con la imagen típica de la vida de una monja: «Puede parecerte extraño, pero, a medida que la represión y el genocidio continúan, se hace cada vez más difícil llevar a cabo un trabajo pastoral. ¿Qué es, entonces, lo que hago? Al igual que otras hermanas, ayudo a trasladar a personas que tienen miedo a quedarse en las zonas aisladas de las áreas rurales, o llevo alimentos de Caritas a refugiados, pues hay dos mil familias de refugiados en el departamento de Chalatenango. Voy a reuniones donde se expresan necesidades y se airean frustraciones, en general con muy escasos resultados. He llegado a entender a qué se refería Jesús cuando dijo: 'Yo soy el camino'. El camino aquí es continuamente cambiante cuando se 62

trata de responder a esta situación de genocidio. En una parroquia en la que ya no hay sacerdotes o hermanas, a causa de la situación, había cuarenta y dos catequistas adultos, y los cuarenta y dos han sido brutalmente asesinados. Nadie quiere ser catequista, puesto que ello significa habitualmente poner en peligro la propia vida; pero tratamos de llegar a esos lugares remotos del país...» Incluso después de esto, Carla era capaz de decir: «Creo en el Señor de lo Imposible». Pero ni siquiera esta fe, fuerte como una roca, pudo proteger a Carla y a Ita de la soledad y la inseguridad de su situación. La falta de un hogar, de amigos y compañeros con quienes compartir su vida, hacía su situación realmente difícil, como se deduce de este apasionado grito: «En los últimos tres meses no hemos tenido una casa de la que pueda decir: 'éste es nuestro hogar...' Somos trabajadoras de pastoral acostumbradas a tener gente a la que visitar, con la que hablar, etc. Ahora no tenemos a nadie; no podemos hacer visitas, a causa de la situación y del miedo a poner a otros en peligro por pertenecer a la Iglesia, que es uno de los mayores enemigos de las fuerzas de seguridad. Además de faltarnos casa, un salario estable, una iglesia local y un soporte regional tangible, tenemos que inventar un trabajo diario, y ninguna de nosotras es un gigante desde el punto de vista emocional o psicológico en esta demencial situación. Nos damos cuenta de que una gran parte de nuestra energía se nos va en tratar de mantenernos en este camino de tinieblas sin dejar que esa misma tiniebla se adueñe de nosotras». Las zorras tienen sus madrigueras, y los pájaros sus nidos, pero estas David y Jonatán, como su Señor, no tenían dónde apoyar sus cabezas. El camino a Jerusalén puede ser realmente muy oscuro. A medida que aumentaban las nubes de tormenta y se incrementaba la persecución de la Iglesia tras la muerte del arzobispo Romero, Ita y Carla iban siendo más conscientes de que también ellas podían ser asesinadas: «Carla y yo habíamos hablado muchas veces sobre la posibilidad de nuestra muerte a causa de la situación de violencia que 63

aquí se vivía. Hablábamos de lo difícil que sería para la que quedara, si una de las dos muriera». Más temerosa quizá de esta soledad que de cualquier otra cosa, Ita había pedido a una amiga que rezara para que, si ella y Carla debían morir, lo hicieran juntas. No parece que fuese pedir mucho, dadas las circunstancias, pero «el Señor hace lo que quiere», y parece que estaba «escrito» que Carla debía morir primero. El jueves 21 de agosto de 1980, cuando llevaban aproximadamente cinco meses en El Salvador, Carla se tomó un par de días para orar y reflexionar. Antes de marcharse, ella e Ita rezaron juntas y leyeron uno de sus pasajes favoritos del libro de Ezequiel: «Les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne» . «'Dios ya ha hecho eso conmigo', dijo Carla a Ita; y le habló de cuando, unos años antes, en Chile, había rezado por un corazón de piedra. 'He caminado muchas millas desde entonces, y tú has hecho buena parte del camino conmigo'. Carla entonces, movida por alguna intuición que nunca conoceremos, oró: 'Ahora ya puedes despedir a tu sierva en paz, oh Señor'. Ita, al parecer, no la entendió, y respondió irónicamente. 'No estoy segura de conseguir el despido tan fácilmente'. Carla, sin embargo, estaba seria y dijo serenamente: '¡Ya veremos!'» Carla pasó esos dos días en San Salvador donde visitó y rezó ante la tumba del arzobispo Romero. Regresó el viernes por la tarde, y estuvo al día siguiente con un sacerdote local, visitando a grupos de campesinos, celebrando la Eucaristía y entregando suministros de comida y material de primeros auxilios.

4. Ez 11,19. 5. Judith NOONE, op. cit.

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Ita, mientras tanto, fue a visitar al coronel de la base local del ejército para presentarle una lista de personas que habían desaparecido recientemente, a fin de que las autoridades pudieran pensárselo dos veces antes de hacerlas «desaparecer» para siempre. Tan perverso como de costumbre, el coronel liberó a un prisionero que tenía bajo su custodia, un hombre que había traicionado a sus vecinos ante las fuerzas de seguridad. En cuanto los demás refugiados del centro parroquial le vieron, sintieron miedo. Los maridos y los hijos de muchas de aquellas mujeres habían sido asesinados una semana antes, y veían a aquel hombre como un traidor que podía delatarles a las autoridades. Ita y Carla decidieron que sería mejor llevarle a su casa aquella noche, y se pusieron en camino en el «jeep», con dos seminaristas, para hacer la media hora de viaje hasta donde vivía aquel hombre. Es difícil, no conociendo el terreno de Chalatenango, imaginar lo que sucedió durante los quince o veinte minutos siguientes. Ésta es la descripción de Ita: «Hacía diez minutos que habíamos salido de Chalatenango, cuando comenzó una de esas lluvias terribles, torrenciales. Teníamos dos posibles caminos a seguir. Por uno de ellos no había que cruzar ningún río, pero había tenido muchos desprendimientos, y pensamos que sería mejor el otro, que cruza por cinco veces el río El Chapóte». Cruzaron el río cuatro veces, pero a la quinta el agua había subido tanto que Carla se dio cuenta de que intentar cruzar era demasiado peligroso. Dejaron al pasajero para que buscara un lugar por el que cruzar a pie, y Carla dio la vuelta y se encaminó hacia casa; pero se encontró con que el lugar por el que había vadeado la corriente cinco minutos antes era ahora un impetuoso torrente de más de un metro de profundidad. Lo que sucedió después no puedo describirlo con exactitud, pero, en cualquier caso, el «jeep» fue arrastrado por la fuerza de las aguas. Trataron desesperadamente de salir, pero el «jeep» había volcado del lado del conductor, y el agua comenzaba a entrar en su interior. 65

Carla, el payaso, la mujer fuerte, trató de empujar a su amiga por la ventanilla, pero fue arrastrada por las oscuras y turbulentas aguas. «Nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente hasta el cuello; nos habrían llegado hasta el cuello las aguas espumeantes» Salmo 124 (123) Ita también fue arrastrada por la riada y, empujada aguas abajo, pensó: «¡Estoy preparada, Señor, recíbeme!» A lo largo de tres kilómetros luchó Ita con las aguas, hasta que se encontró de repente agarrada a unas raíces, oyendo una voz interior que le decía que tenía que salir del río. Treinta o cuarenta veces luchó por alzarse penosamente hasta la elevada y embarrada orilla del río; finalmente lo consiguió y, tras caminar hundiéndose en la oscuridad por unos rastrojos, se desvaneció bajo unos arbustos. Allí permaneció toda la noche, incesantemente asediada por los mosquitos, hasta que, alrededor de las seis de la mañana, oyó los gritos de quienes la estaban buscando. Esta vez encontró fuerzas para llegar hasta ellos. «Me levanté y comencé a bajar por la ladera. Cuando llegué a la orilla del río, comencé a llamar; un hombre se acercó, y le dije: '¿Ha oído lo que están diciendo? Yo soy una de ellas'. El hombre cruzó el río, me llevó a su casa, me dio una toalla para envolverme, y comenzamos a andar hacia la ciudad».

pación, ese primer día, era el funeral de Carla. Rechazando ofertas de la ciudad, insistió en que Carla debía ser enterrada en Chalatenango, entre la gente a la que había atendido, y en que las lecturas debían ser Romanos 8, «nada puede privarnos del amor de Dios», y el Evangelio de Juan, «no hay amor más grande para el hombre que entregar la vida por sus amigos». Y así, el 25 de agosto, Carla fue enterrada con su vestido arcoiris y sin sus zapatos, pues de otro modo no habría podido ser colocada en el ataúd de cinco pies y ocho pulgadas. La iglesia estaba llena de personas que acudieron a darle su último adiós, e incluso aquellos refugiados cuyos nombres estaban en las listas de fallecidos se deslizaron sigilosamente en la capilla para rendirle homenaje. Luego, la bajaron por la montaña hasta el cementerio, situado a la entrada del pueblo. El camino estaba embarrado y deslizante tras las fuertes lluvias caídas, por lo que Ita tuvo que agarrar el ataúd por su parte trasera, por miedo a que se deslizara. Más tarde escribiría: «Pensé que ésa sería la última vez que tendría que retener a Carla». Señor de nuestro afligido mundo, te pedimos por todos los que sufren, por los refugiados y los huérfanos, por las familias rotas por la guerra. Te pedimos por los trabajadores y misioneros de la Iglesia y por todos cuantos trabajan con los afligidos. Ayúdanos a trabajar por la justicia, sin la cual no tenemos derecho a la paz.

Cuando Ita fue reanimada y curada de sus heridas, continuaron buscando a Carla hasta que, hacia el mediodía, la encontraron. «Su cuerpo destrozado, retorcido y desnudo había sido arrastrado por las aguas hasta un banco de arena en el ahora sosegado río, a varios kilómetros del lugar en que había volcado el 'jeep' la noche anterior». Así pues, Carla había muerto. La situación por la que Ita tanto había rogado para que no ocurriera, había sucedido, y ahora debía continuar sola. Su única preocu66

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6 Una fiesta en Betania

Derrama tu precioso ungüento sobre este desecho de la humanidad Sidney Cárter

Seis días antes de Pascua, y casi dos mil años antes de que Óscar Romero cayera muerto (como Gandhi) durante la oración vespertina, Jesús acudió a una fiesta. Era, en la medida en que podemos saberlo, una fiesta privada, con algunos de sus amigos más íntimos: Lázaro y sus dos hermanas, María y Marta, que vivían en Betania, a dos millas de Jerusalén. Sabemos algo más sobre esta familia que sobre otros amigos de Jesús: quizá porque en diversas ocasiones se quedó en su casa, cuando iba a Jerusalén para predicar. No mucho antes, Jesús y sus amigos se habían reunido en circunstancias dramáticas, pues Lázaro había muerto; cuatro días más tarde, cuando estaba ya en la tumba, Jesús lo había devuelto a la vida. ¿Cómo es posible que podamos leer esta espeluznante historia sin que se nos pongan los pelos de punta y la carne de gallina? «Están bromeando», deberíamos decir, «tomándonos el pelo, inventando un cuento». Y, sin embargo, ahí está escrito: «El muerto salió; llevaba los brazos y las piernas atados con vendas, y la cara envuelta en su sudario. Jesús les mandó —Desatadlo y dejadlo que ande» . ¿Y qué sucedió luego? ¿Se desmayaron las mujeres? ¿Se postró la gente en el suelo adorando a Jesús? Y luego,

1. Jn 11,44.

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¿qué? ¿Se marchó Jesús o se quedó con ellos y les dio instrucciones? Yo intuyo que se quedó allí algún tiempo y hablaron sobre lo ocurrido. O quizá estaban demasiado asustados o impresionados para hablar de ello, y Marta se ocupó de hacer algo de comer para Lázaro o de preparar la cena para quienes allí se encontraban. Pero ¿qué hizo María, la única que había permanecido en actitud de adoración a los pies de Jesús, pendiente de cada una de sus palabras, mientras su hermana preparaba la cena? ¿Era amiga íntima de Jesús y quizás hablaron a solas? Y si lo hicieron, ¿pudo haberle confesado él que tenía miedo de lo que pudiera ocurrir en el futuro? Esto me parece importante, pues, aunque podamos enfatizar que Jesús era un hombre como nosotros, nunca lo imaginamos realmente como alguien que tuvo que pelear con el lado más oscuro de la vida, con la duda, la tentación, el agotamiento, la irritabilidad y el miedo. Sabemos, claro está, que fue tentado en el desierto, pero la forma en que estas tentaciones se nos describen en el Evangelio nos hace difícil identificarnos con Jesús. Después de todo, no se nos tienta habitualmente a convertir piedras en panes, sino más bien a tomar demasiado, o más de lo que nos corresponde, de cualquier pastel que se nos presente, venga éste revestido con la forma de bienes, dinero, tiempo o gratificación sexual. Quizá nos sería más fácil amarnos a nosotros mismos y a nuestros hermanos si pensáramos que Jesús prefería a veces quedarse en la cama en lugar de ir a predicar el Evangelio, o que casi tuvo una historia con María Magdalena. Dejando a un lado la cuestión de las tentaciones carnales, no puedo creer que Jesús no se sintiera nunca hastiado, no tuviera cambios de humor o no sufriera ocasionalmente momentos de ansiedad (lo que Holly Golightly, la heroína de Traman Capote en Desayuno en Tijfanys, describe vividamente como «malditos rojos»). Así pues, propongo mi hipótesis de que Jesús de Nazaret, Emmanuel, Dios con nosotros, habiéndose humillado a sí mismo compartiendo nuestra humanidad, no era inmune a los «malditos rojos», y que María de Betania era una amiga en la que confiaba. 69

Todo esto nos retrotrae a la cena que Marta, María y Lázaro ofrecieron a Jesús, quizá para celebrar la recuperación de Lázaro. (¿Por qué, sí, por qué —me pregunto— no figura la historia de Lázaro en los evangelios sinópticos? ¿Ño la conocieron? ¿O se la inventó Juan? Cuando planteo cuestiones de este tipo, me preguntan si no seré una fundamentalista, ante lo cual protesto enérgicamente respondiendo que no. Pero es una historia demasiado excepcional como para que Juan se la haya inventado a fin de demostrar la cuestión teológica de que Jesús había vencido a la muerte. Quien quiera profundizar en ello, que se busque un especialista en las Escrituras, pues yo, ciertamente, no pretendo serlo). Juan nos dice muy claramente que la resurrección de Lázaro resultaba ya demasiado para los fariseos y que, cuando se enteraron, dijeron: «¿Qué hacemos? Ese hombre realiza muchas señales; si dejamos que siga, todos van a creer en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación». Fue entonces cuando Caifas, sumo sacerdote aquel año, sugirió que Jesús debía morir, porque era preferible que un hombre muriera a que el pueblo todo pereciera. Juan nos dice: «Desde aquel día estuvieron decididos a matarlo. Por eso Jesús ya no andaba en público por Judea; se retiró a una ciudad llamada Efraín, en la región cercana al desierto, y se quedó allí con sus discípulos»2. Parece, pues, que Jesús salió de su escondite para visitar a sus amigos, y que hacerlo era arriesgado. Sabía también que su hora estaba próxima y, sin duda, debía sentirse profundamente preocupado. Cuando pienso en Jesús en aquella fiesta, me acuerdo de las personas que tienen que ocultar en público cómo sienten, porque no estaría bien visto o sería imprudente decir lo que piensan. Me refiero, por ejemplo, a los enfermos de SIDA, que se esfuerzan por conservar su trabajo sin permitirse decir que están enfermos, porque probablemente serían despedidos.

2. Jn 11,54. 70

¡Qué duro es eso...! Y, sin embargo, somos nosotros quienes, en un sentido muy real, les obligamos a hacerlo, porque, si fuera socialmente aceptable estar muriendo de SIDA, la gente no tendría miedo a que se supiera. Están también los homosexuales, que lamentan en secreto la muerte de un amante, porque no es socialmente aceptable en una sociedad educada enamorarse de alguien del mismo sexo. ¡Qué difícil se lo ponemos a quienes no se ajustan a lo que nosotros, los rectos, los justos, los religiosos, consideramos decente...! Está muy bien ser un hombre de treinta años que muere de cáncer de pulmón por haber sido lo suficientemente estúpido como para fumar cuarenta cigarrillos al día en los últimos diez años; pero no está bien ser un hombre de treinta años que muere de SIDA por ser homosexual o por haber sido lo suficientemente estúpido como para abusar de las intravenosas y haberse hecho adicto a la heroína y no a la nicotina. Jesús sabía que iba a morir y, sin embargo, sonreía y participaba en la conversación, porque eso es lo que hace la gente educada. Pero María sabía algo que los demás no sabían o no querían afrontar, e hizo lo único que se le ocurrió: una declaración pública de amor, derramando un valioso ungüento perfumado sobre sus pies para enjugarlo con sus cabellos. Me complace imaginar la escena, la conmoción que debió de causar y el penetrante aroma del aceite perfumado difundiéndose por la casa. ¿Y por qué lo hizo? Los comentarios aluden a la sepultura de Jesús, pero para mí esto no tiene mucho sentido. Pienso que lo que María pretendía era decir: «te amo, me preocupa que estés solo y con miedo. Me gustaría poder evitar lo que va a suceder, pero sé que así tiene que ser. Esto es, pues, un signo; un signo de que sé cómo te sientes y de que eres muy importante para mí. Utilizar esto contigo es la única forma que se me ocurre de compensar lo que ahora mismo estás sufriendo». La historia de Betania es especialmente importante para los que trabajamos en el movimiento hospitalario, pues también nosotros derramamos el precioso ungüento de nuestro tiempo, nuestra habilidad y nuestro amor sobre 71

los que están muriendo y, por tanto, en términos humanos, no son «rentables». Permítaseme citar de nuevo el poema de Sydney Cárter, que resume para mí el trabajo que hacemos: «Ninguna revolución llegará a tiempo para cambiar la vida de este hombre, a no ser el asombroso hecho de que es amado. No le interesan los derechos civiles, el neo-marxismo, la psiquiatría ni el sexo en ninguna de sus formas. Sólo le quedan doce horas de vida, de modo que ¿a qué preocuparse de la cura anti-tabaco, el cáncer, la lepra o la artritis ósea? Derrama tu precioso ungüento sobre este desecho de la sociedad, descubre el juego y ríete de la grasienta y oronda seriedad de nuestra economía. Lava los pies que no han de andar mañana. Ven, levedad del amor, y muéstrale y muéstrame, en este último peldaño del tiempo, la saltarina y exultante eternidad». Cuanto más pienso en este poema y más pienso en el estilo de amor que el movimiento hospitalario ha instaurado, más convencida estoy de tener algo que decir, más allá del campo de la atención a los moribundos. He escrito antes que el movimiento hospitalario está en relación profética con la línea central de la evolución de la medicina, pero estoy empezando a creer que este movimiento y otros semejantes tienen un mensaje para el mundo en general. Me explicaré: El movimiento hospitalario (e incluiría aquí a movimientos como «El Arca» y otros que abren sus casas y sus corazones a pobres y desposeídos) ha redescubierto una forma o un estilo de amar que está muy próximo a lo 72

que Jesús pensaba. Lo que quiero decir con esto es que hay una cierta «prodigalidad asistencial» que va más allá de las exigencias de la justicia y que entra en el terreno del amor. No es que los pacientes se salten las barreras que deberían contenerlos y entren en el espacio reservado a la familia, sino que, de hecho, son tratados como si fueran de la familia. Permítaseme ilustrarlo con el caso de David y Mary, que entraron juntos en mi vida en la mañana del día siguiente a una Navidad. Yo estaba de servicio en el hospital y tenía trabajo para dar y tomar, porque tanto los pacientes como yo sufríamos los efectos de un día de Navidad demasiado «relajado», cuando sonó el teléfono. Quizá debería explicar que el nuestro no es un servicio de urgencias y que tratamos de que no ingrese nadie los fines de semana, para que el personal pueda tomarse un respiro, por lo que adoptamos una amable actitud defensiva ante la posibilidad de un nuevo paciente. Sin embargo, la enfermera que había contestado la llamada me hizo señas y, con la mano sobre el auricular, me dijo: «Creo que sería mejor que se pusiera usted». Cuando tomé el teléfono, comprendí lo que quería decir, pues me encontré ante una mujer angustiada y desesperada que pedía ayuda alegando que su hijo de veinte años se estaba muriendo de un tumor cerebral y lanzaba auténticos alaridos de dolor. Esta clase de llamadas debe ser manejada con gran discreción, pues tales pacientes están ya bajo el cuidado de sus propios médicos, y acudir inmediatamente en su ayuda podría generar problemas y originar un verdadero caos en un sistema que, por lo general, funciona bastante bien. Pero aquel caso parecía diferente: era un momento del año particularmente tranquilo, el paciente era muy joven, y su madre estaba, obviamente, en una situación desesperada. Tras escucharla por unos momentos, telefoneé al médico que atendía a aquel joven y le ofrecí tímidamente nuestros servicios. Por la rapidez con que aceptó mi ofrecimiento, pude comprender que iba a ser un asunto difícil; pero, como he 73

dicho, eran los días en que todo el mundo muestra su buena voluntad, y la cosa me pilló desprevenida. Tras «chantajear» a un reacio servicio de ambulancias (estaban en huelga para todo, salvo urgencias) para que salieran de inmediato a hacer un servicio de tres horas a través de los páramos, me dispuse a salvar lo que pudiera de mis vacaciones. Seis horas más tarde, Mary y su hijo quedaban instalados en una habitación (normalmente no admitimos a familiares de los pacientes, pero en aquel caso parecía que no había medio de separar de su hijo a aquella mujer, que, de todas formas, tampoco tenía dinero ni estaba en condiciones de volver conduciendo hasta su casa). Poco a poco, a medida que fui enterándome de su historia, empecé a comprender el sentido de su desesperación. Al parecer, David estaba enfermo desde hacía dos años. Al principio, los doctores no dieron importancia a sus síntomas, atribuyéndolos a un intento de fingir o a la ansiedad ante los exámenes que se avecinaban. Finalmente, sin embargo, se le diagnosticó un tumor cerebral que, a pesar de la cirugía y la radioterapia, no tardó en reproducirse e invadir el cerebro de David. Sólo cuando, unas semanas más tarde, conseguimos conocer un poco mejor a Mary, pudimos comprender la magnitud de la tragedia, pues se trataba de un joven particularmente dotado, músico y compositor y, sobre todo, una persona encantadora. En la época en que le conocimos, el tumor de David se había desarrollado a ambos lados del cerebro, produciendo un raro y dramático trastorno: la pérdida de la memoria inmediata. Esto significaba que en el espacio de unos pocos minutos olvidaba completamente lo que se le había dicho. Vemos a muchos pacientes con tumores cerebrales en el curso de nuestro trabajo en el hospital, y muchos de ellos tienen un grave deterioro mental, aunque, afortunadamente, esto suele ser más angustioso para los familiares que para los propios pacientes. En el caso de David, sin embargo, la situación era diferente, pues se hacía completamente imposible ayudarle a conseguir un estado de sosiego mental y, por tanto, proporcionarle el 74

menor alivio duradero. Mirando a Mary a los ojos, le preguntaba: «¿Voy a morir?» Y, tomándole de la mano, ella le respondía: «Sí, mi vida, me temo que sí». Digiriendo aparentemente esta información durante unos momentos, preguntaba luego: «¿Cuándo?» y ella respondía: «No estamos seguros, tal vez muy pronto». Podíamos ver cómo esta terrible información entraba en él y desaparecía a continuación como a través de un colador, pues al cabo de un minuto, más o menos, volvía a preguntar de nuevo: «¿Voy a morir?» No hace falta una imaginación muy viva para comprender lo que esta experiencia significa para una madre. Creo que el corazón de aquella «María» estaba atravesado por más de siete espadas, y era casi un milagro que pudiera resistir como lo hacía. Las seis semanas siguientes vivieron con nosotros, y casi podría decirse que los sentíamos como de la propia familia. Mary compartía la habitación de David y rara vez le dejaba solo. Nos enteramos de que era pintora y la animamos a traer su caballete; así, mientras David dormía o escuchaba su música, ella pintaba denodadamente encantadores y lozanos paisajes llenos de hojas y de brillante hierba verde con manchas de flores rosas o moradas. Habían transcurrido cinco días, y pensábamos que estaban bien instalados, cuando Mary anunció de pronto que debía llevarse a David a casa. Le preguntamos el motivo, y nos dijo que David echaba de menos a su perro; quería, pues, volver a casa para que David pudiera estar con él. Riendo, le dijimos: «si ése es todo el problema, vé y tráelo; estará bien tener un perro por aquí». María nos miró incrédula, pero finalmente se marchó y volvió por la tarde con el setter rojo más enorme que he visto nunca. David estaba contentísimo, y después de eso ya no se habló más de volver a casa y llegamos a acostumbrarnos a la imagen de David durmiendo en una cama y Robin, de guardia, descansando en la otra. Aún me río al recordar el día en que entré para ver un momento a David y me encontré con que Mary había salido a comer. Cuando me acerqué a la cama de mi paciente, escuché un gruñido 75

sordo desde la otra cama y decidí que dejaría mi visita para cuando, en. lugar de Robin, fuese Mary la que estuviese de guardia. Si refiero esta historia, es, en parte, porque, en cualquier caso, es una historia hermosa, pero también para ilustrar la forma en que podrían ser cuidados los enfermos terminales si nos decidiéramos a utilizar todos los recursos disponibles. David había recibido buenos cuidados médicos y atenciones en su hospital local: de eso no tengo ninguna duda. Pero, como tenemos recursos y nos hemos olvidado un tanto de cómo deben comportarse los médicos y enfermeras «serios», pudimos ofrecer una acogida muy diferente a David y a su madre. Hicimos aquellas millas extra para dar a Mary lo que habríamos querido para nosotros mismos: «No juzguéis, y no os juzgarán; no condenéis, y no os condenarán; perdonad, y os perdonarán; dad, y os darán: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros»3.

Señor del Universo, Dueño de todo lo creado, mira con amor a tu pueblo; derrama el bálsamo de tu compasión sobre un mundo herido y que agoniza. Envíanos a buscar al que se ha perdido, a consolar al afligido, a curar al lisiado, y a liberar a quien ha quedado atrapado bajo los escombros de sus sueños rotos.

Jesús dijo muy claramente que no había venido a abolir la ley, sino a construir sobre ella. Vino a mostrar con su enseñanza y con su ejemplo que hay una forma mejor de amar: una forma escandalosa en la que los solitarios son acogidos y amados, los pecadores son perdonados, y los pobres reciben cuanto necesitan. Hay una amplitud en la misericordia y una prodigalidad en el amor de Dios que continuamente debemos emular. Y, claro está, la gente lo emula, muchísima gente en toda clase de áreas asistenciales. Se los encuentra en las organizaciones para disminuidos mentales, para los que no tienen casa, para los ancianos, para los pacientes con mal de Altzheimer y con SIDA. Pero esta clase de atención no es todavía la norma, quizá porque es una forma muy costosa de amar.

3. Le 6,37s.

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7 s

Ultimas cenas

En alguna parte hay alguien que corre frenéticamente hacia ti a velocidad increíble, día y noche sin parar, atravesando ventiscas y desiertos ardientes, cruzando torrentes y angostos desfiladeros. Pero ¿sabrá dónde encontrarte, reconocerte cuando te vea y darte lo que tiene para ti? John Ashberry, At North Farm

El 1 de diciembre de 1980, la noche antes de morir, Ita Ford asistía a una cena de despedida. Estaba contenta, pues se encontraba entre amigas, y la oscura nube que se había cernido sobre ellas tras la muerte de Carla había comenzado a disiparse. Era el último día de la Asamblea regional anual de las Hermanas de Maryknoll, y la reunión tenía lugar en una casa de Ejercicios en Managua. Había veintidós hermanas de América Central, de Panamá, Nicaragua y El Salvador, y dos invitadas de la Guatemala desgarrada por la guerra. Me apartaré por un momento del tema para hablar de las Hermanas de Maryknoll, un grupo de mujeres que tiene un lugar muy especial en mi corazón. Esta congregación fue fundada en 1911 por una mujer llamada Mary Rogers para trabajar junto a los Padres de Maryknoll, un grupo de sacerdotes americanos formados para servir en las misiones. Su casa central, en Ossining, Nueva York, situada junto al río Hudson, es un lugar asombroso en el que he estado en diversas ocasiones. Sólo allí se puede tener una 78

sensación real de la generosa actividad que estas mujeres llevan a cabo trabajando, no sólo en Sudamérica y Centroamérica, sino también en África y en Oriente, India, China, Corea y Japón. Mi más claro recuerdo de «el Knoll», como se le conoce familiarmente, es el comedor, una enorme cafetería en las que unas cincuenta mujeres charlan tranquilamente alrededor de unas mesas pequeñas, vestidas con los más variados atuendos, desde unas «bermudas» hasta el hábito religioso completo. En realidad, su aspecto externo podría engañar a cualquier espectador, pues perfectamente podrían pasar por un grupo de enfermeras, profesoras o cualquier otra cosa semejante. Ya cuando te las presentan, tienes oportunidad de oir cosas así: «Ésta es Peg, volvió ayer de Chile», o «ésta es Mary, acaba de llegar de Corea». Y una se entera de que estas mujeres de aspecto tan corriente estaban ayer en el avión, y anteayer en alguna cabana de madera, trabajando con refugiados o con madres cuyos hijos morían por desnutrición. A veces, de repente, echas de menos un rostro familiar, y alguien dice: «Oh, te refieres a Bernie; se fue esta mañana a las seis». Y te enteras de que Bernie regresó a América Central o adondequiera que estuviera su misión, y de que no regresará hasta dentro de un par de años, a menos que su madre muera o caiga muy enferma o suceda algo imprevisto. La reunión de Nicaragua era, pues, una reunión de viejas amigas, de hermanas en el espíritu, que sabían perfectamente que podían no volver a verse nunca más. Al final rezaron, e Ita leyó un pasaje de una homilía del arzobispo Romero: «Cristo nos invita a no temer la persecución, porque, creedme, hermanos y hermanas, quien es enviado a los pobres debe correr la misma suerte de los pobres. Y en El Salvador sabemos lo que significa correr la suerte de los pobres: desaparecer, ser encarcelado, torturado y asesinado» 1 .

1. Óscar A. ROMERO, Homilía del 17 de febrero de 1980. 79

Cuando antes escribía acerca del «espacio» entre el kairós —el momento de optar por una misión peligrosa— y la muerte, lo comparaba a un desierto desolado e inhóspito, pero con oasis de risas y agradable conversación. Esta reunión, como la última cena de Jesús, era uno de esos oasis. Ita, después de hablar en profundidad de su dolor por la muerte de Carla y habiendo tenido ocasión de compartirlo con amigas que habían conocido bien a Carla, se sentía ya capaz de participar con entusiasmo, lo que no le hubiera sido posible a lo largo de la semana. Sorprendió a todas ofreciéndose a participar en uno de los números, y hasta hizo una graciosísima parodia, mientras el grupo cantaba Oíd Mac Donald had a farm, y Maura Clarke, la amable y tímida hermana que sólo al final había logrado armarse de valor para reemplazar a Carla en Chalatenango, se unía con alegría bailando una danza irlandesa. Mientras tanto, Jean Donovan, misionera seglar de Cleveland, que iba a morir con Ita y Maura al día siguiente, estaba también en otra reunión, con Robert White, embajador de EE.UU. en El Salvador, y su mujer Mary Anne. Era también una reunión alegre, y Jean, que estaba disfrutando de lo lindo, dijo: «Es fabuloso... hacía un siglo que no tomaba un whisky... Es importante recordar que Ita Ford estuvo bailando y que Jean Donovan se tomó un whisky la noche antes de morir, porque ello nos ayuda a conectar la «Ultima Cena» con nuestro tiempo y nuestro espacio. Jesús de Nazaret asistió a una fiesta la noche antes de morir, y su risa, como la de Ita y Jean, debió de resonar bajo las estrellas. También hubo lugar para conversaciones serias, pues todos sabían muy bien los riesgos que estaban corriendo. Jesús había dicho muchas veces: «Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y este Hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y letrados: lo condenarán a muerte y lo

2. Anna CARRIGAN, op. cit., p. 234.

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entregarán a los paganos, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen...» Ita también sabía que su vida corría grave peligro. Explicó en la reunión que, a causa de la postura adoptada por la archidiócesis en contra de la injusticia, la Iglesia «se enfrentaba con una creciente hostilidad, y todo revelaba la existencia de una persecución premeditada. De enero a octubre de 1980, había habido veintiocho asesinatos de personal eclesiástico, tres heridos, veintiún detenidos, cuatro profanaciones de la Eucaristía, cuarenta y un ametrallamientos de edificios de la Iglesia, catorce atentados con bomba y treinta y tres registros y embargos de las propiedades de la Iglesia»4. Nos es difícil comprender, a quienes sólo vemos la violencia en las pantallas de televisión, lo que para esta mujer frágil, tan recientemente privada de su mejor amiga, significaba el retorno a tal situación. Tenía crecientes dificultades para continuar, y ello queda demostrado por el relato de sus conversaciones con la psiquiatra de Maryknoll, la hermana María Rieckelman, que había venido de los EE.UU. para asistir a la Asamblea regional. En la cena de Acción de Gracias del 26 de noviembre, se mostraba retraída y ausente, incapaz de entrar en la celebración. «La verdad es que no me siento muy agradecida», dijo a María; le habló también de la muerte de Carla y de la situación en El Salvador y de lo duro que resultaba estar constantemente entre gentes que estaban enterrando a sus muertos o buscando a familiares desaparecidos. Le contó cómo había abierto una tumba con una madre que andaba buscando a su hijo, y afirmó que «no podría hacerlo de nuevo». También Jean, la pragmática y «frivola» Jeanie, se daba cuenta de que su vida estaba en peligro, y sufrió profundamente durante el mes de septiembre cuando, es-

3. Mt 20,18s. 4. Ita FORD, «Report to the PANISA Regional Assembly» (22 de noviembre de 1980), citado en The Same Fate as the Poor.

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tando en casa de permiso, tuvo tiempo suficiente para reflexionar. «La muerte no le producía tanto miedo como la tortura. Ésta era algo que la aterrorizaba. Una de las últimas cosas que dijo fue: 'sólo espero que no me encuentren en una cuneta con señales de tortura'. No sabía cuándo iba a suceder, pero sabía que sucedería. Todos lo sabíamos. Porque Jeanie no quería huir de la situación, no quería dejar a la gente que la necesitaba, simplemente porque fuera peligroso. Era una persona que estaba en una situación extrema. Quedarse allí era morir» . Durante su estancia en Maryknoll, Jean luchó con su miedo y, finalmente, llegó a sentir tan profunda paz que pudo escribir a un amigo dos semanas antes de morir: «Varias veces he pensado dejar El Salvador. Casi podría hacerlo, de no ser por los niños, los pobres, las víctimas apaleadas de esta locura. ¿Quién cuidaría de ellos? ¿Qué corazón podría ser fiel a lo razonable en medio de un mar de lágrimas y soledad? No el mío, querido amigo, no el mío» . Estas «últimas cenas» son importantes, no sólo porque nos tranquilizan enormemente acerca de la humanidad de las que han muerto, sino porque en ellas se dijeron cosas importantes. Alegres frente a la muerte, supieron reir y bailar, pero también sintieron una profunda necesidad de comunicar lo que era importante, lo que tenían en lo profundo de sus corazones. Ita expresaba tales sentimientos en una carta a su sobrina Jennifer en su decimosexto cumpleaños: «Quiero contarte algo que no es lo más apropiado en una felicitación de cumpleaños, pero que es real. Ayer pude ver a un joven de dieciséis años que había sido asesinado pocas horas antes. He conocido a muchos chicos, incluso más jóvenes, que han muerto.

5. Gwen VENDLEY, administrador del Programa «Maryknoll» para Misioneros Laicos, citado en Salvador Witness, p. 210. 6. Ibid., p. 212. 82

Este es un momento terrible en El Salvador para los jóvenes. ¡Cuánto idealismo y compromiso está siendo aniquilado aquí y ahora...!» «La razón por la que es asesinada tanta gente es muy complicada; sin embargo, hay algunas cosas muy claras y simples. Una es que muchos han encontrado un significado para vivir, para sacrificarse, para luchar e incluso para morir y, ya dure su vida dieciséis años, sesenta o noventa, para ellos la vida ha tenido una utilidad. En cierto sentido, son gente afortunada». «Brooklyn no está pasando el drama de El Salvador, pero algunas cosas son verdaderas en cualquier sitio donde uno esté y a cualquier edad. Lo que quiero decir es que debes encontrar lo que dé a tu vida un significado profundo, algo que te dé energía, que te entusiasme, que te mantenga en movimiento hacia adelante». «No puedo decirte qué pueda ser. Eres tú quien debe encontrarlo, elegirlo, amarlo. Yo sólo puedo animarte a que busques, y apoyarte en la búsqueda» (carta a Jennifer, 16 de agosto de 1980). Esta carta era el regalo de cumpleaños que Ita, en lugar de discos, libros o, quizá, un vestido nuevo, enviaba a su sobrina Jennifer. Quizá esta carta sea menos conmovedora que otras, mucho más impetuosas, más duras, que Ita escribió a sus amigos, pero, en cierto sentido, es más importante. Es importante por su simplicidad y universalidad: la aplicación de verdades aprendidas en el campo de batalla a la situación de una tranquila muchacha de dieciséis años viviendo en tiempos de paz. Hace cosa de un año, cuando estaba preparando una conferencia sobre «satisfacción de las necesidades espirituales de los enfermos terminales», pregunté a un amigo jesuíta cómo entendía la expresión «necesidades espirituales». Tras pensarlo durante un rato, me dio luego su relación, en la que ocupaba un lugar preeminente la necesidad de un sentido para la vida. La gente encuentra esta vital e intangible entidad en cosas diversas: en el amor de y hacia sus hijos, en el servicio a los demás o en la creación de algo original o hermoso. Pero siempre, casi siempre, el sentido de la vida se alcanza en el amor a los demás. 83

En principio, no tiene, pues, nada de sorprendente que el mensaje más imperioso de Jesús la noche antes de morir fuera éste: «Hijos míos, me queda muy poco de estar con vosotros... Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; igual que yo os he amado, amaos también entre vosotros. En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros» . Aunque a veces lo encuentro realmente sorprendente, cuando pienso cómo se ha desviado la Iglesia católica de este mensaje fundamental del Evangelio. Jesús no dijo que sus seguidores serían conocidos por su fuerza, por su conducta ascética, por su piedad o por su atuendo, sino por el amor que se tuvieran los unos a los otros. Hizo incluso una representación (o, para ser más exactos, estableció un modelo) de cómo debían comportarse: derramó agua en un cuenco y, atando una toalla alrededor de su cintura, lavó los pies a sus discípulos. ¿Qué quería decir con este dramático simbolismo, casi tan llamativo como el de María de Betania con el ungüento en la fiesta de la semana anterior? Sabemos muy bien lo que quería decir, pero de algún modo lo olvidamos. Nos estaba mostrando que el amor es inseparable del servicio y que no debemos preocuparnos por nuestra dignidad, sino ser humildes y hacer los trabajos más prosaicos y domésticos por nuestros hermanos. Para decirlo sin rodeos: estaba dando a entender que debemos dar de comer al hambriento y vestir al desnudo; más aún: que debemos limpiar el vómito del borracho y evitar que se asfixie, y limpiar los fétidos excrementos de aquellos cuyos cuerpos están tan destrozados por la enfermedad que no pueden hacerlo por sí mismos. En eso se conocerá que somos sus discípulos, no en los hábitos ni en las sotanas, ni tampoco en las catedrales ni en las imágenes de la Virgen.

7. Jn 13,33-34.

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Lo curioso es que, aunque todos sabemos esto, aunque lo hayamos aprendido en las rodillas de nuestra madre la Iglesia, nosotros y ella lo hemos olvidado y tenemos que aprenderlo de nuevo; y tenemos que hacerlo, no tanto en teoría, cuanto en nuestra propia situación. No es que todos estemos llamados a marchar a El Salvador para ser asesinados allí o trabajar con refugiados en Camboya, pero sí estamos llamados todos a averiguar quiénes son los pobres, los hambrientos y los solitarios en nuestro propio camino, y a comprometernos de alguna forma a lavarles los pies. Una de las prolongaciones más interesantes del movimiento hospitalario es la forma en que un número creciente de personas corrientes está siendo inducida a cuidar de los moribundos de manera voluntaria. En el hospital para enfermos terminales en que trabajo, tenemos el habitual núcleo de personal profesional a sueldo: enfermeras, doctores, asistentes sociales, administrativos, secretarias y demás. Estos trabajadores a sueldo constituyen una cuarta parte de los que trabajan en el hospital; el resto, aproximadamente doscientos hombres, mujeres y niños, son voluntarios, es decir, que trabajan sin cobrar. Los voluntarios son personas de todo tipo y colaboran de formas diversas, desde los niños que vienen una vez a la semana a servir el té, al médico especialista que ha estado trabajando un fin de semana cada mes durante los últimos ocho años. Está la hermana Josephine, la benedictina que atiende en recepción dos días por semana y trabaja en la cocina los sábados, cuando es difícil conseguir ayuda; y está Jill, una joven viuda que se ocupa del teléfono en Navidades y en época de vacaciones, cuando hay escasez de personal. Están los jardineros, los que hacen de todo, los conductores y los de la tienda: todos trabajando calladamente en la oscuridad, a fin de que las cosas puedan funcionar mejor para el resto de nosotros. Otro grupo muy interesante lo constituyen todos aquellos que incluso pagan por venir a clases vespertinas para poder, más adelante, renunciar a su tiempo libre para trabajar gratis: son los que se están formando para atender a las familias de los fallecidos. La pasada noche di una conferencia a veinte 85

mujeres que habían venido al hospital después del trabajo diario para aprender a acompañar a los familiares de los difuntos, entrando voluntariamente en su tristeza para compartir el dolor de su pérdida. Podría seguir y no parar: las señoras que ordenan las ropas procedentes de donaciones que vendemos en nuestra tienda, y los hombres y mujeres que recorren los pubs haciendo colectas o permaneciendo pacientemente en la esquina de una calle haciendo sonar la hucha los sábados por la tarde. Todo esto parece un pequeño milagro si se piensa cómo la mayor parte de nosotros acostumbramos a gastar el tiempo libre. Y, sin embargo, ellos, como nosotros, que somos pagados por nuestro servicio, se encuentran con que, paradójicamente, al dar reciben mucho más de lo que nunca podrían haber soñado. No es sólo la gratitud de los pacientes y sus familias, ni siquiera el sentimiento de un trabajo bien hecho. Es —creo yo— la alegría del servicio libremente ofrecido, una alegría que sólo se descubre en la práctica. Esto es lo que Ita Ford quería decir a su sobrina Jennifer cuando le escribía: «debes encontrar lo que dé a tu vida un significado profundo, algo que te dé energía, que te entusiasme, que te mantenga en movimiento hacia adelante. No puedo decirte qué pueda ser. Eres tú quien debe encontrarlo, elegirlo, amarlo». Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, que consolaste a las viudas y lavaste los pies a los tuyos, muéstranos cómo cuidar a los demás, enséñanos a amar como tú lo hiciste: incondicionalmente y sin pedir nada a cambio, sin temor ni parcialidad, sin orgullo ni prejuicios. Danos un corazón abierto, una mente sabia y unas manos dignas de servir en tu nombre.

8 Noche oscura

Nada hay peor, nada en absoluto. Pasado el punto álgido del sufrimiento, más agudas punzadas, habituados a anteriores dolores, nos acosarán con furia. ¿Dónde está, consolador, tu consuelo? Gerard Manley Hopkins

Cuando la Pascua hubo terminado y se hubieron cantado todos los salmos, Jesús y sus amigos se dirigieron al Monte de los Olivos. Llegados a un lugar llamado Getsemaní, se detuvieron, y tras decir a sus discípulos que le esperasen mientras oraba, Jesús se alejó un poco más allá con sus amigos más íntimos, Pedro, Santiago y Juan. Entonces, se nos dice, «empezó a sentir terror y angustia» . ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Sintió escalofríos? ¿Gritó? ¿Lloró? ¿Cómo luchó con la tensión que surgía en su interior? «Me muero de tristeza», dijo, y pidió a sus amigos que se quedasen donde estaban, mientras él, alejándose un poco de ellos, se postraba en el suelo a rezar. Esta espantosa noche de terror es uno de los más valiosos relatos que tenemos sobre Jesús, porque nos lo revela en toda su humanidad. Haremos bien en reflexionar por unos momentos sobre esa tristeza «de muerte», pues ese miedo y esa angustia, tan difíciles de soportar, forman parte de la condición humana. Si hacer hincapié en la

1. Me 14,33. 86

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pasión de Jesús tiene algún sentido, será sólo el de adentrarnos por unos momentos en la angustia de nuestro mundo para salir de ella transformados, con una mayor comprensión y una más profunda compasión por los que sufren. Jesús tenía miedo, como lo tienen siempre los hombres y mujeres que se enfrentan a la muerte. Tenía miedo al dolor, a derrumbarse bajo la tortura; miedo al proceso de la agonía y miedo a lo desconocido, a esa oscuridad con que todos debemos enfrentarnos un día. «Oh oscuridad, oscuridad, oscuridad... Todos entran en la oscuridad, en el espacio vacío interestelar, en el vacío que hay dentro del vacío: capitanes, banqueros y eminentes hombres eruditos, distinguidos funcionarios y presidentes de consejos, grandes industriales y pequeños contratistas... todos entran en la oscuridad»

la blanda pisada del oso, el palmoteo del mono cabeceante, la inmovilidad de la hiena que aguarda para reir, reir y reir... Los señores del Infierno están aquí, se enroscan en torno a ti, se tienden a tus pies, balanceándose y aleteando a través del oscuro aire» T.S. Eliot, Murder in the Cathedral La gente del Viernes Santo no es ajena al miedo. Aprenden a vivir con él y a burlarse de él, y también a hacerle frente cara a cara en esas oscuras horas de la noche en las que están solos. Tal vez para algunos, como para Jesús, hay un momento concreto en que se enfrentan a él abiertamente, luchan con él, y luego, tras haber llegado a una especie de tregua, son capaces de proseguir con renovada fuerza y calma interior. Hopkins, que tan vividamente describe sus propias horas de oscuridad, habla de...

T.S. Eliot, «East Coker»: Four Quartets Eliot, que lo sabía todo sobre el miedo, comprendió el terror que inspira el vacío: el terror de personas como Andy, que, cuando agonizaba de leucemia a los diecisiete años, vio la muerte, no como un encuentro con Jesús ni como un amable sueño sin pesadillas, sino como la entrada en un terrorífico espacio intergaláctico. También sabía que el miedo es un camaleón que forma remolinos como la niebla y acecha en las sombras, listo para atacar. «...ahora nos ha ensuciado un terror nuevo que nadie puede impedir, que nadie puede evitar, que se desliza bajo nuestros pies y sobre el cielo, que pasa bajo las puertas y baja por las chimeneas, que se introduce en los oídos, en la boca y en los ojos. Dios nos abandona, Dios nos abandona: más angustia y más dolor que el nacimiento o la muerte. Dulzón y empalagoso a través del negro aire, se cierne el olor sofocante de la desesperación. Las sombras adquieren forma en la oscuridad del aire: el ronroneo gatuno del leopardo, 88

«...aquella noche, aquel año de oscuridad total, en que yo, infeliz de mi, luchaba (¡Dios mío!) contra mi Dios» Gerard Manley Hopkins, Carrion Comfort Para Hopkins, como para Jesús, la noche oscura era una noche de combate, de lucha contra el terror, contra sus demonios interiores y, de alguna forma misteriosa, contra Dios. Quizá el significado real del miedo es que constituye el contexto, el campo de batalla en el que un individuo hace su gesto más importante, su «fiat», su abandono en Dios. Jesús, se nos dice, pidió que el cáliz pasara de él, pidió no tener que apurar hasta las heces la amargura de los días y las horas por venir. Esa oración es extraordinariamente importante, pues con ella selló su vínculo con nosotros y nos permitió dirigirnos a Dios para decirle: «Por favor, yo no, yo no, no me dejes morir. Por favor, aparta de mí este dolor. Devuelve la salud a mi hijo. Salva a mi 89

amante. No les dejes torturarme. No les dejes violarme. Lo que sea, pero no permitas que ESO suceda». La gente no suele hablar de sus noches oscuras. Las considera asuntos profundamente íntimos, a la vez sagrados y vergonzosos, pues conllevan desnudez, lágrimas, capitulación y éxtasis. Cuando vemos la agonía de Jesús en el huerto, particularmente cuando es «retocada» por piadosos artistas para presentarla como una experiencia profundamente conmovedora y llena de sentido, nos resulta difícil identificarla con nuestra realidad. Las noches oscuras, sin embargo, son parte del ser humano y adoptan múltiples formas. Pueden ser cortas y terriblemente dolorosas, como una horrible amputación o una herida de cuchillo, o largas y duraderas, con un cansancio y una desolación indescriptibles. Y, por supuesto, no son necesariamente acontecimientos que ocurran de una vez por todas, sino que pueden repetirse en distintos momentos y en diferentes formas a lo largo de la vida. Quizá para algunos el abandono en Dios sea como un tajo de espada; para otros, las amarras deberán cortarse poco a poco con un herrumbroso cuchillo de cortar pan, hasta acabar con la última hebra. La noche oscura de Carla Piette (o una de ellas, al menos) comenzó en Chile en 1976, poco después de que yo fuera puesta en libertad y expulsada del país. Ita acababa de ser visitada por su familia, y quizá esto despertó en Carla un profundo anhelo por ver de nuevo a su propia familia. «Familia» significaba para Carla su madre, su hermana Betty y su cuñado Jack, pues su padre había muerto repentinamente cuando Carla tenía seis años. Lo que supuso la prematura muerte de James Piette para su mujer y su hija sólo podemos imaginarlo, pero sabemos que la de Carla fue una infancia solitaria, y ella nunca comprendió por qué su madre se mostraba tan distante. Quizá Carla, que siempre se vio a sí misma como un payaso, estaba ocultando inconscientemente la tristeza de su corazón bajo una sonrisa pintada. 90

El dolor de la infancia, sin embargo, brotó de forma totalmente inesperada en mitad de su vida, pillando a Carla por sorpresa. «Carla regresaba una tarde en el autobús de la ciudad a La Bandera (el barrio de chabolas en que vivió y trabajó), pensando en mil cosas, cuando de repente se sintió invadida por la comprensión de lo que su madre debía haber sufrido con el nacimiento de una hija a una edad avanzada y con la muerte de su marido pocos años después. Rompió en sollozos como si estuviera sola, y sus lágrimas parecían no tener final. Llorando incontrolablemente, salió a trompicones del autobús y corrió a través de las sucias calles, sin sentir vergüenza, y libre finalmente de la angustia que le creaba la distancia entre ella y su madre» . Conmocionada por esta experiencia, Carla decidió ir a casa y pasar algún tiempo con su madre, y así, haciendo uso de un permiso atrasado, regresó sin avisar a los EE.UU. pensando dar una sorpresa a su madre. Pero Carla llegaba demasiado tarde. Su madre estaba mentalmente destrozada y no sólo era incapaz de reconocer a su hija, sino que tenía pesadillas cuando Carla dormía en la casa. Casi destrozada por un dolor como nunca había conocido, Carla se marchó fuera durante un mes para pensar en su futuro. Dio la casualidad de que yo estaba en Estados Unidos dando una conferencia durante aquel verano de 1976, y traté insistentemente de persuadirla para que rompiera su retiro y viniese a verme. Ella declinó mi invitación, pero me envió una misteriosa nota que decía algo así como: «Es fantástico viajar a lo desconocido, sobre todo cuando confías en el conductor». Probablemente no sabremos nunca lo que sucedió exactamente entre Carla y Dios en aquel retiro, salvo que fue capaz de escribir aquel asombroso fíat y abandonarse en las manos de Dios.

2. Judith NOONE, op. cit., p. 44.

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«Abandonarse no es simplemente quedar libre; es dejarse llevar, es cortar los hilos con que manipulamos, controlamos y administramos las fuerzas de nuestra vida. Abandonarse es recibirlo todo como se recibe un regalo: con las manos abiertas y el corazón distendido. Abandonarse en Dios es el climax de toda vida humana» Anónimo, citado por Edward Farrell en Disciples and Other Strangers

americana, cuando fue a entregar el certificado de defunción de Carla. No sé qué crueles demonios poseerían aquel día a la funcionaría de servicio, pero señaló que «no sólo el nombre de Carla estaba incorrectamente escrito, sino que el certificado de defunción del juez era inválido, porque no mencionaba en qué volumen y en qué página estaba señalada su muerte». Entonces, como si todo esto no fuera bastante duro, la mujer preguntó: «¿Quién puede demostrar que ha muerto?»

En septiembre de 1976, Carla regresó a Chile, pero todavía afectada por los trastornos de su mente y de su corazón. Que era dolorosamente consciente de su vulnerabilidad queda patente en esta carta a un amigo: «Al final he tenido que decir 'no' a Venezuela, pues estoy demasiado débil, necesitada y, como tú dirías, problematizada. Ir a casa fue muy duro. Al volver me sentía como si fuera un cesto sin fondo, y he estado recuperándome lentamente, aprendiendo una vez más lo que significa ser pobre y dependiente» .

Ita pasó las semanas siguientes con las hermanas de la Asunción en San Salvador, tratando de dar algún sentido a su dolor. Su sufrimiento era particulamente solitario, pues la mayor parte de quienes las conocían, a ella y a Carla, se encontraban fuera. Ita escribía:

Recuerdo aquí una frase del Prefacio de los mártires: «Tú eliges a los débiles y los haces fuertes»; esta mujer frágil, que se siente como «un cesto sin fondo», demasiado debilitada para ir a una nueva misión a Venezuela, optaría, dos años más tarde, por la misión más peligrosa, El Salvador, y sería comparada por el provincial de los jesuítas con la mujer fuerte de la Biblia. Si Carla vertió sus lágrimas de Getsemaní principalmente en la intimidad de una casa de Ejercicios de los jesuítas, el de Ita fue un asunto mucho más público. Fue dos semanas después de la muerte de Carla cuando Ita, finalmente, se derrumbó. Sucedió en la Embajada

3. Ibid., p. 45.

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«Me ofrecí para firmar otra declaración de que había visto personalmente cómo la enterraban —escribía Ita a su madre—, pero me dijeron que tenía que regresar a Chalatenango a conseguir los papeles con los sellos oficiales».

«Es uno de tantos misterios el tener que llorar sola, mientras todos aquellos con quienes Carla compartió su vida están en Chile, Nueva York, Bangladesh... Lo que me sorprende es que nadie en este país conocía a Carla cuatro meses atrás. Ahora ha adquirido una dimensión excepcional, es una heroína, un 'ángel de la caridad', y supongo que es inútil protestar y decir que mi apaleada y vieja amiga es un ejemplo de la fuerza de Dios manifestándose en nuestra debilidad, de su bondad y su amor a través de nuestras vasijas de barro» . Vasijas de barro: somos tan sólo humildes vasos de tierra, frágiles recipientes de ese precioso espíritu. Ita amaba esta imagen, y recuerdo bien el día en que, sentadas en el suelo de mi dormitorio ella, Carla y yo, a la luz de una vela, le escuché leer la historia del alfarero de Jeremías 18.

4. Ibid., p. 129. 93

Y ahora, durante estos dolorosos meses de aflicción, el alfarero está trabajando a Ita en su torno. A comienzos de octubre, tras haber pasado un par de semanas de retiro en Guatemala y unos días de descanso con una vieja amiga, Ita regresó a Chalatenango para exponerse una vez más a la vida de terror y asesinatos diarios. A menudo, durante sus viajes por las aldeas, tropezarían con cuerpos hinchados a los lados de la carretera. «La forma en que estas gentes inocentes, familias, niños, son destrozados con machetes y abandonados, benditos templos del Señor, para que los buitres se los coman, parece increíble, pero sucede cada día», escribía Maura. El 2 de noviembre, fiesta de Todos los Santos, Jean Donovan y otras dos misioneras fueron a Chalatenango a visitar a Ita y llevar flores a la tumba de Carla. Ese mismo día, Ita iba a tener una experiencia de muerte que le impactó con especial dureza y que, según pensaban sus amigas, le transmitió una terrible premonición sobre su propia muerte. Una mujer llegó a la casa profundamente angustiada y rogó a Ita que la acompañara para comprobar si un cuerpo recientemente enterrado era el de su hijo desaparecido.

ella siguió excepcionalmente angustiada por el resto del día. Era justo un mes antes de que fuese asesinada y unos pocos días antes de que Madelaine y Terry, dos amigas que se unieron a Ita y Jean aquel mismo día, tuvieran que estar, a su vez, mirando cómo se apartaba la tierra y la suciedad para dejar al descubierto los cuerpos de sus amigas, Jean Donovan, Ita Ford, Maura Clarke y Dorothy Kazel, que, siguiendo a Cristo, habían corrido la misma suerte que los pobres. Señor de la Creación, alfarero de nuestra frágil arcilla, moldéanos a tu imagen. Haznos girar, si es preciso, hasta sentir mareos; vacíanos, si es necesario, hasta quedar exentos de todo cuanto es falso e inútil. Llénanos a diario de agua viva para que podamos llevar tu vida a un mundo que muere de sed.

Ita y Jean salieron con la mujer en el «jeep» a buscar al campesino que había enterrado a los dos jóvenes. Se mostraba muy reacio a abrir la tumba, pues ya su actitud de enterrar los cuerpos había sido una violación de la ley; pero, incapaz de ignorar la angustia de la madre, accedió. Cuidadosamente, excavó en la tierra recién removida, hasta llegar a una tela blanca con la que había cubierto la cara del muchacho. La levantó, y la mujer, mirando el rostro de su hijo, dio las gracias sosegadamente y dijo: «Ahora sé dónde yace mi hijo. Sé que ya está con Dios. Sólo quiero que pueda descansar aquí». Ya fuera por lo doloroso en sí de la situación, por haberse reactivado su propio dolor por la muerte de Carla, o por constituir una premonición sobre la forma en que ella misma iba a morir, Ita quedó muy afectada por el incidente. Jean volvió a su casa y trató de consolarla, pero 94

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9 Arresto

En verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras Jn 21,18

El arresto, como el nacimiento o la muerte, es un momento crucial. Como dijo Solzhenitsyn, es un golpe instantáneo y demoledor, una especie de salto mortal de un estado a otro. En un determinado momento, eres un ser libre, con libertad para ir adonde quieras, para comer, dormir o hacer pis cuando tengas ganas; y, un instante después, eres impotente, un objeto, una cosa que debe ser numerada, fotografiada, catalogada y almacenada. No es extraño que digamos de los presos: «ha sido encarcelado» o «detenido con el beneplácito de su Majestad». Afortunadamente, a nuestra actual Majestad parece complacerle menos que a algunos de sus antepasados encerrar a la gente, pero nosotros seguimos haciendo lo mismo: utilizar su nombre para que suene mejor. De vez en cuando, sin embargo, nos quedamos de pronto estupefactos porque a un preso se le ocurre suicidarse. Ayer mismo, un muchacho de quince años, que aguardaba sentencia por el robo de un bolso, se ahorcó en una cárcel para adultos. ¿Por qué? Sin duda lo hizo en un estado de enajenación mental transitoria; pero ¿nos preguntamos por qué se vio alterado de esa forma el equilibrio de su mente? ¿No deberíamos prever que el delicado me96

canismo de la mente de un adolescente puede alterarse al encerrarlo solo en la celda de una prisión? Las autoridades estaban muy afligidas. La juez estaba a punto de llorar. Ella no le habría encerrado, pero la ley lo exigía. Naturalmente, tenía que haber ido a una unidad para adolescentes, pero, ya se sabe, no había plazas. «No había lugar en la posada»: por eso un niño nació en un establo. No hay lugar en la cárcel de niños: por eso un niño es encerrado en una prisión para adultos y llega a sentirse tan asustado y confundido que se quita la vida. Los padres estaban destrozados; los asistentes sociales, furiosos. El director de la prisión decía que aquello no debía haber sucedido nunca. Pero un niño ha muerto por robar un bolso y porque nadie se para a pensar hasta qué punto la detención y el encarcelamiento pueden transformar a un muchacho. En Bangkok, el mismo día, dos adolescentes fueron detenidas por tráfico de drogas. Estaban enloquecidas. Negaron todo conocimiento de cómo las drogas estaban en su equipaje, pero las autoridades no las creyeron. La de diecisiete años fue enviada a una unidad para adolescentes, pero la de dieciocho está en una prisión para adultas esperando juicio; y si se le considera culpable, la sentencia será de muerte. No me gustaría estar en la piel de esa chica, catapultada desde lo que, sin duda, parecía una alegre aventura a un mundo de aterradora seriedad. Ni tampoco me gustaría ser uno de los que las detuvieron, luchando infructuosamente por contener una marea de drogas letales barriendo de un lado para otro el país, dejando devastación y muerte a su paso. ¿Qué deberían hacer? ¿Dónde deberían retener a esas estúpidas chicas? ¿Cómo habría que castigarlas? Probablemente, no tienen tiempo ni energías para pensar otra forma de prevenir su suicidio que no sea quitarles los cinturones y los cordones de los zapatos, como suele hacerse habitualmente. Me pregunto cómo sería el arresto de Jesús. Él, al menos, era un adulto y sabía lo que iba a ocurrirle. ¿Lo sabía? A cierto nivel, naturalmente, lo sabía; de la misma 97

forma que Rutilio, el arzobispo Romero, Ita, Carla y Jean: todos sabían que corrían un grave riesgo y que un día u otro debían, sin duda, perder su libertad. Sin embargo, cuando sucede es siempre un golpe terrible. Tan terrible como enterarse de que uno tiene el virus del SIDA o un cáncer: un golpe que te deja aturdido, con el corazón acelerado y las piernas como un flan. No solemos pensar en un Jesús aterrorizado (eso es algo que no pensamos de ningún héroe), porque no cuadra con nuestra idea de lo que significa ser valiente. Y es lástima, pues el valor suele coexistir con el miedo, que es algo de lo que no se libra nadie. Los valientes conocen perfectamente el miedo, ese miedo que se mete en las entrañas y golpea el corazón. La única diferencia es que a ellos les ha sido dada la gracia de transcenderlo, de andar cuando se sienten paralizados, de hablar cuando la lengua parece pegárseles al paladar. La gente es asombrosamente valiente. Cantan canciones, gastan bromas, escriben poemas en la cárcel o se sientan en su habitación del hospital conversando animadamente y manteniendo la atención de quienes son libres de marcharse. Sólo cuando suena el timbre, cuando el último visitante ha escapado agradecido al aire fresco de la calle, pueden prescindir de su valerosa y forzada sonrisa y recostarse cansadamente sobre la almohada para reflexionar sobre su impotencia.

«El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio, sus días son los de un jornalero: como el esclavo, suspira por la sombra; como el jornalero, aguarda el salario. Mi herencia son meses baldíos, me tocan en suerte noches de fatiga; al acostarme pienso: ¿cuándo me levantaré? se hace larga la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba; me tapo con gusanos y con terrones, la piel se me rompe y me supura. Mis días corren más que la lanzadera y se consumen sin esperanza» Job 7,1-6 98

A todos nos aterra la idea de ser arrestados, la pérdida de la libertad, la impotencia...; sin embargo, y paradójicamente, puede ser ocasión de una increíble gracia. Como decía al principio de este capítulo, el arresto es un momento crucial, una abrupta transición de un estado de vida a otro. Es el cambio del estatuto de ciudadano libre al de cautivo, de persona sana a paciente, de esposa a viuda. La detención es terrible, como el nacimiento, esa dolorosa y confusa salida al exterior, desde el calor y la seguridad del útero materno. En sí, no tiene belleza ni sentido, del mismo modo que la muerte es simplemente una transición, un paso de un mundo a otro. Los que juegan el papel de espectadores tienden a revestir de un aura romántica estos momentos de paso, ignorando el dolor y la confusión que abruman a los protagonistas. Estoy harta de quienes se empeñan en glorificar el proceso de la muerte ensalzándolo como la más importante experiencia psicológica de una vida personal. La mayor parte está inconsciente cuando muere, o fallece súbitamente de una apoplejía, de un infarto o de cualquier otro trauma. Son despachados sin ninguna ceremonia por la puerta trasera, sin unas últimas y solemnes palabras ni un beso de despedida, hasta que se ven cayendo, cayendo, cayendo... y entonces, pensamos, el paracaídas se abre... La importancia del arresto, como la de la muerte, estriba en lo que hay al otro lado de la puerta, en el nuevo mundo al que somos catapultados. El prisionero tiene mucho en común con el enfermo grave; por eso los asocio en cierta medida. El suyo es un mundo de una dureza espartana, austero como una celda de carmelita, con su catre, su silla, su alto y enrejado ventanuco y su comida justa para sobrevivir. Nada de cómodos sillones, televisión, novelas y bombones; nada de alfombras, cortinas, cuadros, adornos y todas esas cosas que necesitamos para estar a gusto. Se acabaron también nuestro sentido de invulnerabilidad, nuestra seguridad de sonámbulos de que somos los amos del mundo, de que tenemos el control de cuanto ocurre. 99

La impotencia es un sacramento, un signo externo de una verdad interior: somos «creados, residentes en un país que no hemos hecho» (Annie Dillard, Holy the Firrrí), somos total y absolutamente dependientes del Dios que nos hizo. ¡Cuánta sabiduría... y cuánto nos cuesta aprenderla! * **

Había pensado ilustrar esta sabiduría del desierto con un texto de algún prisionero o de algún enfermo terminal, pero quizá sea más honesto recurrir a una situación ordinaria, con la que podamos identificarnos más fácilmente. Digo esto porque, aunque la sabiduría de la impotencia es un tópico, no siempre resulta inmediatamente obvia, bien sea porque se oculta bajo la superficie o porque se expresa en un lenguaje o conducta tan corriente que no conseguimos reconocerla: como los discípulos de Emaús, buscamos algo tan diferente, tan impresionante, tan abiertamente religioso, que somos ciegos a la presencia del Señor en medio de nosotros. Contaré, pues, la historia de Suzi y cómo su propia enfermedad se convirtió en instrumento de revelación para cuantos la rodeaban. Suzi era una bailarina americana, una mujer alocada, impetuosa y exuberante, que llevaba con su amiga Laurie una destartalada academia de danza. En 1982, durante un viaje en avión, conoció a un australiano, Vince Lovegrove, y se enamoraron. Se fueron a vivir juntos, como suele hacer la gente, y en junio de 1985 nació su hijo Troy. Un año más tarde se casaron, y poco después el mundo se les vino encima cuando Suzi descubrió que tenía SIDA. Éste fue el momento del «arresto» de Suzi: «Poco antes, estaba atareada cuidando al niño e, instantes después, totalmente hundida». Suzi estaba aterrorizada, no sólo por ella, sino por aquellos a quienes amaba: «Mi mente era como una locomotora. Pensaba: he matado a mi hijo, he matado a mi marido, he matado a su hijo. Todo en mi casa está contaminado». 100

Por algún milagro, Vince no había contraído la enfermedad, pero Troy, el hijo de este segundo matrimonio, también estaba afectado, de modo que Vince tenía que hacer frente, no sólo a la muerte de Suzi, sino también a la de Troy, que era inevitable. Al preguntarle cómo se sentía cuando se enteró de que su hijo había contraído la enfermedad antes de nacer, la voz de Suzi musitó: ¿Nunca quisiste apagar todas las luces, meter la cabeza bajo las sábanas y no salir nunca más? Sientes que sólo quieres morir». A veces, los enfermos de SIDA tienen un largo período durante el cual viven normalmente, pero no fue éste el caso de Suzi. A finales de 1986, empeoraba rápidamente, causándole una grave disfunción en el habla y en la coordinación. Con su humor característico, se describía a sí misma: «Me estremezco, me agito y doy vueltas, me estremezco increíblemente. Sé que es mi cerebro... Realmente, está haciendo un buen trabajo... Y yo no puedo hacer nada al respecto»*. En cierto sentido, el SIDA es como un cáncer: una enfermedad fatal, un ejército invasor que avanza inexorablemente, violando y saqueando a su antojo. Pero hay otra dimensión que le hace ocasionar un tipo muy distinto de sufrimiento: el ostracismo social por parte de amigos y vecinos; algo que para Vince y para Suzi resultaba especialmente difícil de soportar. Personas que ellos habían considerado amigas desaparecieron de su vida, por así decirlo, dejándoles que se las arreglasen como pudieran. «Hay un miedo helado en tiempos de tribulación, cuando se prensa la aceituna o el vino, cuando se tritura la uva sin garantía alguna de buena cosecha» Jim Cotter, Healing—more or less

* «I shake, rattle and roll, I shake unbelievably. I know it's my brain... It's really doing quite a job... I can't do a thing about it»: estribillo de una conocida canción de rock. (N. del Tr.).

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Este miedo al SIDA es algo que entre todos tenemos que solventar, pues por temor al contagio, a la opinión de los demás o a nuestra propia muerte, condenamos al ostracismo a quienes más necesitan de nuestra ayuda.

joven completamente desinteresada de sí misma, preocupada exclusivamente por su familia. Una de las escenas más conmovedoras es aquella en la que Suzi y Vince hablan de la muerte.

¡Pobre Suzi, acorralada por su propia incapacidad, aislada por quienes la abandonaron porque se sentían incómodos en su compañía...!

Suzi: «Todo irá bien... cuando... Espero que él [Troy] te mantenga siempre tan ocupado que no te quede un momento para pensar. Me gustaría poder decir: 'sé cómo te sientes'. Pero no puedo meterme en tu piel. Lo siento por ti».

Las personas reaccionan ante el sufrimiento de maneras muy distintas. Si Suzi hubiera sido una mujer mediocre, podría haber hecho frente a su enfermedad de muy distinta manera, haciéndose introspectiva y exigente. También Vince podría haber actuado de forma muy diferente, apelando a la imposibilidad de atender a su mujer enferma y a su bebé de diecinueve meses. Pero Suzi y Vince estaban dotados de un especial coraje, de un amor que exigía ser compartido, no enterrado y saboreado en secreto. Entristecidos y enojados por la forma en que sus amigos habían reaccionado, tomaron la decisión de hacerlo público, rodando una película de televisión para compartir su experiencia con todo el que quisiera oírles, para que la gente pudiera comprender el significado de la innombrable experiencia de padecer el SIDA. Hace falta coraje para admitir ante todo el mundo que se tiene SIDA, para exponer a los hijos al ostracismo en la escuela, para arriesgarse a una situación de violencia personal. Hace falta coraje también para someterse a un interrogatorio íntimo sobre la forma de encarar la muerte y para ser filmado enfermo o imposibilitado, dormido o llorando. El coraje de Suzi y Vince fue recompensado, pues la suya fue una magnífica película que recogía momentos de alegría y desesperación, de amistad y de un amor casi extático. En la época en que la película fue filmada, Suzi estaba ya gravemente incapacitada, su hablar era entrecortado y laborioso, y andaba como un marinero borracho. Pero a través de esa máscara de incapacidad, percibimos muy claramente a la Suzi real; no a la bailarina, a la joven ingeniosa, irreverente, incorformista, sino a una mujer 102

Como he tratado de explicar, el encuentro con Dios en el desierto de la prisión o de la enfermedad grave está a menudo muy oculto, y podemos reconocerlo más por lo que la gente hace que por lo que dice. Para algunos tan gravemente incapacitados como Suzi, estar preocupados no por su propia muerte y por su creciente incapacidad, sino por cómo se las arreglará su marido, es efectivamente gracia: es lo que Bonhoeffer llamará «gracia cara»: comprada a alto precio, mediante la valerosa aceptación del sufrimiento. El Espíritu de Dios no conoce fronteras y atenderá tanto al lecho de muerte del santo como al del pecador. Pasa a través de los barrotes de la prisión para visitar igualmente a sacerdotes y terroristas, concediendo su generosidad en todo lugar con el corazón abierto. La gran paradoja, claro está, es que, muy a menudo, sólo tras haber sido arrestados, desnudados y encarcelados, estamos suficientemente vacíos para recibir el don que se nos ofrece. Quizá, como John Donne, podríamos rezar: Golpea mi corazón, Dios de las tres personas; pues hasta ahora no has hecho más que llamar, respirar, brillar y tratar de corregir. Para que pueda levantarme y ponerme en pie, derrúmbame y dóblame con tu fuerza hasta romperme, hacerme estallar, quemarme y hacerme nuevo. Como ciudad tomada y sometida, 103

me cuesta trabajo admitirte, pero en vano resistiría. La razón es en mí tu virrey, al que debería defender; mas ella está cautiva y se muestra débil e infiel. Te amo profundamente y querría ser amado, pero estoy entregado a tu enemigo. Sepárame de él, desátame, rompe de nuevo ese nudo, llévame a ti, ponme en prisión, pues si tú no me cautivas, si tú no me seduces, jamás seré libre. Ni siquiera casto, a no ser que me raptes.

10 El camino de la desposesión

Desnudo, espero el inspirado golpe de tu amor. Mi arnés, tú me lo has deshecho pieza a pieza y me has golpeado en la rodilla: estoy absolutamente indefenso Francis Thompson, The Hound of Heaven

Divine Meditations 14

En el verano de 1976, al año siguiente de salir de la cárcel, pasé dos semanas en Stanbrook Abbey, un monasterio benedictino de mujeres. La entonces abadesa, una mujer muy alta y nada propensa a andarse con rodeos, me dijo bruscamente: «Te desnudaron, ¿verdad? Siempre lo hacen». En aquel momento quedé desconcertada y me pareció extraño su comentario, como si fuera una cierta intrusión; pero, pasados los años, he llegado a entender adonde quería ir. En el «Via Crucis» tradicional, tenemos la escena en que Jesús es despojado de sus vestiduras antes de ser azotado. Lo vemos representado por el arte piadoso como una lastimera y pálida figura, púdicamente cubierta con un taparrabos o una toalla, en humilde actitud ante sus verdugos, no muy distinta de las fotografías de los pacientes en los textos de medicina, desnudos para mostrar los signos de su enfermedad. Pero la desnudez que se utiliza en los interrogatorios no tiene nada que ver con eso. No hay taparrabos para proteger el pudor, sino una insistencia violenta en la total desnudez para que la vulnerabilidad sea máxima. Los que 104

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trabajan con víctimas de la tortura hablan de la deliberada perversión de las relaciones íntimas. No es accidental que los presos sean desnudados, que se abuse sexualmente de ellos, que sean humillados y violados, pues esto constituye la mayor humillación que un ser humano puede infligir a otro. Y, sin embargo, es posible, pasado un rato, trascender la vergüenza de la vulnerabilidad, recuperar el equilibrio y la certeza interior de que la condición humana y la dignidad están más allá de lo meramente externo y son, por tanto, inatacables. Vemos claramente este triunfo del espíritu sobre la brutalidad en la literatura carcelaria, especialmente en la poesía: «Cuando ellos quieren reducirnos a ser un número sin alma, destruirnos, olvidan que aunque todo puede perderse en el camino: hogar, bienes, tantos vínculos..., olvidan que el chileno está hecho de roble y luma y que nunca le dobla la tormenta. Olvidan que en el cielo hay una indestructible estrella, nuestra estrella, que será siempre nuestra meta, nuestro rumbo y nuestra guía» Anónimo. Campo de detención «Tres Alamos», Chile, 1975 Esta canción, escrita en la prisión de «Tres Alamos», donde tuve que pasar dos meses en 1975, encuentra una especie de eco en este otro poema, algo más sofisticado, escrito por Irina Ratushinskaya en la prisión ocho años más tarde, en noviembre de 1983:

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«Viviré y sobreviviré y me preguntarán cómo me golpeaban la cabeza contra un caballete, cómo me quedaba congelada por las noches, cómo empezaron mis cabellos a volverse grises... Y yo sonreiré... y contaré algún chiste y alejaré la usurpadora sombra y rendiré homenaje al seco septiembre que se convirtió en mi segundo nacimiento. Y me preguntarán: '¿El recordar no te hace daño?', sin dejarse engañar por mi aparente ligereza. Más los antiguos nombres detonarán en mi memoria, magníficos como un viejo cañón. Y hablaré de la mejor gente de la tierra, la más tierna, pero también la más invencible, de cómo dijeron adiós, de cómo se fueron a ser torturados, de cómo esperaron las cartas de sus seres queridos» Irina Ratushinskaya Del mismo modo que la impotencia nos recuerda que estamos de paso en nuestro mundo, la desnudez nos recuerda lo que significa ser persona. Nos habla de nuestra humanidad común, de nuestra belleza y vulnerabilidad como seres vivos, amantes, pensantes y sexuados. Más que cualquier otra cosa, nos recuerda que somos cuerpo, mente y espíritu, y que no debemos ignorar ninguno de estos tres aspectos de nuestra naturaleza. Y, sin embargo, los ignoramos. Mientras nuestros cuerpos son jóvenes, fuertes y hermosos, estamos llenos de un delicioso vigor animal. La savia corre por nuestras venas y, exultantes en nuestra humanidad, tendemos a despreciar las ideas referentes al espíritu como fantasías infantiles o cuentos de viejas. Trabajamos y jugamos, comemos y dormimos, amamos y odiamos, como si fuéramos a vivir siempre, ciegos como topos a la realidad del mundo que está más allá de nuestro horizonte. Entonces, para algunos de nosotros, la realidad se quiebra, y quedamos cegados por una oscuridad deslumbrante, por la dimensión espiritual de nuestra existencia. Este encuentro con lo transcendente no es un hecho in107

telectual: no estudiamos teología y nos enteramos de pronto de que hay un Dios y debemos adorarlo, aunque también esto puede suceder. Lo nomal es que encontremos a Dios en el desierto, en la enfermedad, en la cárcel, en la aflicción o en cualquier otra situación de desolación. Como dice el filósofo, «el dolor es un santo ángel que nos muestra a los hombres un tesoro que, de lo contrario, permanecería oculto» (Adalbert Stiffer). El Santo Ángel de Stiffer tiene su eco en los escritos de los poetas y de los místicos, en hombres como Meister Eckhart, el místico renano del siglo XIV: «Dios suele permitir que sus amigos caigan enfermos y que les sea arrebatado cualquier soporte en el que pudieran apoyarse». Cierto, demasiado cierto para ser divertido. Le sucedió a Job. Y sucede continuamente. ¿Por qué? «Escucha —dice Eckhart—, es una gran alegría para los que aman poder hacer cosas importantes, como velar, ayunar y cosas similares, junto a otras diversas y diferentes tareas». Por supuesto, decimos nosotros; eso... y mucho más: cuidar de los enfermos, regir una parroquia, enseñar a los n i ñ o s . . . Naturalmente, disfrutamos haciendo buenas obras, las obras del Señor. Espera, dice Eckhart, ahí está el problema. «En tales cosas encuentran su alegría, su apoyo y su esperanza. De este modo, sus obras piadosas son soportes, apoyos o bases para ellos. [Ésta es la razón por la que el Señor suprime esas cosas]. Nuestro Señor quiere que sus amigos estén libres de tales ideas. Por eso elimina todo soporte, de modo que sólo él pueda sostenerlos... Pues cuanto más desvalida y desprovista pueda estar el alma que se vuelve hacia Dios, más profundamente penetra la persona en Dios y más sensible es a los valiosos dones de Dios. El hombre debe construir sólo sobre Dios» Meister Eckhart, Sermón n.° 10 Ahí lo tenemos; Eckhart ve claramente la mano de Dios en el sufrimiento, creyendo que Dios, al desposeer a la gente de sus soportes, les revela no sólo su absoluta dependencia, sino también su amor hacia ellos. 108

¡Qué teoría! ¿Verdadera o falsa? ¿Cómo podemos saberlo? Estamos hundidos hasta las cejas en el misterio del sufrimiento. No conozco la respuesta, pero me siento muy consolada con la teoría de Eckhart, como con la respuesta de Job a Dios: «Reconozco que lo puedes todo y ningún plan es irrealizable para ti; yo, el que empañó tus designios con palabras sin sentido; hablé de grandezas que no entendía, de maravillas que superan mi comprensión. Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso me retracto y me arrepiento echándome polvo y ceniza» . «Ahora te han visto mis ojos»: aquí está la clave de la aquiescencia de Job y de la nuestra. Como Jacob, ha luchado con el extranjero y ha sido herido. Ha encontrado a Dios en la lucha y en la oscuridad, y se da cuenta de que tiene conocimiento «carnal» de él, es decir, que su conocimiento ha pasado de su intelecto a su corazón o, si se prefiere, a sus entrañas. La historia de Job es un arquetipo de las dolorosas relaciones de la humanidad con Dios, y quizá sólo puede ser comprendida plenamente por aquellos que tienen experiencia del despojamiento y la impotencia. Para ellos, el mensaje es muy claro. El sufrimiento es devastador, jamás se puede desear, pero de alguna forma misteriosa puede ser ocasión de un encuentro con Dios que es a la vez aterrador y supremamente maravilloso, pues Dios es amor, y su amor es «mejor que la propia vida»'. Hay un peligro real de que, tratando de comprender el significado espiritual del sufrimiento, nos engañemos glorificándolo y negando su atrocidad. Yo misma lo hice durante varios años, pretendiendo sobre-espiritualizar mi

1. Job 42,1-6. 2. Salmo 62,3.

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experiencia de tortura. Tan convencida estaba de mi encuentro con Dios en la prisión que negaba ante mí misma y ante todos los demás lo que había sido una experiencia devastadora. Fue sólo años más tarde, al conseguir resolver las secuelas psicológicas de la experiencia —lo que se llama el síndrome de ansiedad post-traumática— cuando fui capaz de reconocer hasta qué punto había resultado dañada. Este reconocimiento no es una forma de negar la dimensión espiritual de la experiencia; fue sin duda un tiempo muy valioso de cercanía a Dios, pero fue también, en verdad, un tiempo terrible. La comprensión que yo tengo de mi propia experiencia me confirma cuan importante es conservar una visión pascual del sufrimiento, manteniendo en el mismo plano su terrible realidad y el convencimiento de que Dios está de algún modo en él. Sería importante, pues, no empeñarse en mantener siempre una rígida actitud de dignidad, pues no siempre es posible hacer luz en nuestro dolor. Me parece mucho más valiosa la honestidad de un hombre como el padre Jimmy Doherty, que tiene el coraje, no sólo de luchar con su dolor, sino de admitir públicamente su depresión y sus lágrimas. Jimmy Doherty es un sacerdote irlandés católico que, tras su ordenación en 1976, fue a trabajar a Derry, en el norte de Irlanda. Se lanzó animosamente al trabajo parroquial, aprendiendo a amar y respetar a la gente con la que trabajaba. «Me maravillé de la fuerza interior de la gente corriente que sobrevivía a pesar de tantos infortunios... familias que vivían apiñadas en apartamentos, hombres en el paro atendiendo a sus hijos, mientras sus mujeres pasaban largas y arduas horas en fábricas de camisas; hombres y mujeres aportando largas horas al trabajo voluntario de la comunidad, ayudando a los demás a combatir la pobreza, la enfermedad y otras situaciones trágicas» .

3. James DOHERTY, It's Never the Same, Veritas Publications.

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Es curioso que aquellos cuyas vidas están dedicadas a ayudar a los demás se creen de algún modo inmunes a los problemas que aquejan a sus pacientes. Médicos o enfermeras son tan indignos como cualquier hombre o mujer cuando sus cuerpos les fallan, y los asistentes sociales se sienten tan sorprendidos como cualquiera cuando son engañados por su cónyuges. El mundo no está dividido en profesionales de la asistencia y pacientes, sino que todos, en momentos sucesivos, debemos jugar papeles diversos. El turno de Jimmy de desempeñar el papel de «paciente» le llegó muy pronto, pues ya en su primer día de sacerdote tuvo varios ataques de una extraña debilidad que le hicieron acudir brevemente al hospital para hacerse unos análisis. Quizá, si hubiera querido saber la verdad, los doctores le habrían dicho que podía tener esclerosis múltiple, pero prefirió ignorar los síntomas y seguir con su vida. Al principio, esta táctica pareció dar resultado, pues las molestias desaparecieron, y hasta pudo dedicarse más profundamente a su ministerio. Fue en 1972 cuando comenzaron «los problemas», y esta descripción del Bloody Sunday es un texto espeluznante. «Tenía servicio de hospital aquella noche y decidí ir al Altragelvin Hospital y ayudar en lo que pudiera. El recuerdo de la visita al depósito de cadáveres del hospital me acompañará el resto de mi vida. Los cuerpos eran introducidos y colocados en el suelo, cubierto cada uno con una manta. Como no sabía quien había o no había sido ungido, me puse a ungir a todos los cuerpos, tal como estaban, boca abajo yrígidosen el suelo. Fue una horrible experiencia, pues la policía y el personal del ejército no quitaban ojo. Las horas siguientes me encontré con parientes y amigos que habían venido a identificar los cuerpos. Sus gritos y llantos continuos penetraban en mi cerebro y en mi corazón. Me quedé en el hospital hasta media noche y, finalmente, regresé a la casa parroquial y me fui a la cama como aturdido» .

4. Ibid., p. 18.

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Como los trastornos continuaron, la vida de Jimmy Doherty llegó a estar cada día más íntimamente identificada con la de su gente. Justo un año más tarde, empezó a enfrentarse con la tragedia, cuando una taberna de su parroquia fue atacada por unos pistoleros. «De nuevo estaba yo de servicio y, cuando llegué a la taberna, una furiosa multitud estaba reunida fuera. Una vez más, tuve que pasar unos instantes sobre unos cuerpos muertos, con el suelo salpicado de sangre. Ésta fue la primera acción de 'sectarismo' extremista en nuestra parroquia, pero en aquel momento mi más íntimo deseo era sanar la división de la comunidad y no buscar venganza» . Espoleado por tan sangrienta matanza, Jimmy unió sus fuerzas a las de un ministro presbiteriano, y juntos comenzaron a trabajar por la reconciliación de su gente. Yo estaba en Chile durante aquellos primeros años de «problemas», y los informes de Jimmy Doherty sobre su ministerio me pillaron de sorpresa. Supongo que yo sabía con la cabeza, pero no con el corazón, lo que era vivir en Derry en aquellos días: «casi una vez por mes, durante varios años, me encontré en la calle tratando de calmar a grupos de jóvenes furiosos y separando a las distintas facciones enfrentadas». Como pastor de la comunidad, intervino muchas veces en los conflictos. Una vez, para tratar de liberar a un hombre católico preso en una finca protestante, fue con el capitán del ejército hasta el bastión protestante: «Llegamos a la finca en diez minutos y vimos una línea de hombres enmascarados que estaban protegiendo la entrada. El capitán y yo salimos del 'jeep' y nos dirigimos hacia allí. Cada hombre enmascarado llevaba un garrote y, a nuestro paso, lo golpeaban contra el suelo perfectamente sincronizados. Sentí que un sudor frío me recorría la espalda» .

5. Ibid., p. 19. 6. Ibid., p. 20.

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Por fin, el hombre fue liberado, asustado y conmocionado por la dura prueba (le habían quemado con cigarrillos). Antes de la noche, soltaron a un protestante que había sido secuestrado como represalia, liberación en la que Jimmy tuvo que intervenir una vez más. Hubo otros episodios: una noche le detuvieron y fue brutalmente tratado por la policía. «Era muy consciente de que nadie más andaba por allí; cuando llegué a la comisaría, me ordenaron que me inclinara hacia la pared, apoyándome en ella con los brazos y con las piernas separadas. Me registraron, me quitaron el carnet y ordenaron a un soldado que comprobara mi identidad. En esta incómoda postura y con el rifle pegado a la espalda, me tuvieron tres o cuatro minutos. Pero a mí me pareció mucho más tiempo» . Otra noche ocupó el lugar de uno de sus feligreses a quien el IRA había «ordenado» acudir a una de las «zonas prohibidas». Quizá, si hubiera llevado una vida más tranquila y convencional, la esclerosis múltiple de Jimmy Doherty no se habría reproducido; pero no fue así, y la enfermedad reapareció. «Comenzó entonces la extraña sensación de un hormigueo en las piernas. Aparecía y desaparecía durante el día, pero volvía más enérgicamente por las noches. Y comencé a sentirme más y más cansado». Consciente de que corría el riesgo de «quemarse» emocional y espiritualmente, Jimmy formó una «fraternidad» con algunos de sus hermanos sacerdotes, con los que se reunía una vez al mes para rezar, reflexionar y divertirse juntos. El apoyo del grupo le resultó enormemente beneficioso y, como trataba de rezar más regularmente, su vida espiritual se intensificó. Los laicos tienden a veces a creer que los sacerdotes y las monjas tienen alguna clase de línea directa con Dios, pero también ellos necesitan disciplinarse para orar.

7. Ibid., p. 23.

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Una de sus feligresas, de trece años, resumió su condición cuando le dijo: «Estás tan ocupado en ser un sacerdote ocupado que estás demasiado ocupado». Poco a poco, sin embargo, aprendió a tener paz y a esperar a Dios en silencio. A veces su oración era dulce, consciente de la presencia de Dios, pero frecuentemente no sentía nada y tenía que luchar con la oscuridad y la incredulidad. Mirando hacia atrás, veía más tarde ese período como una preparación para el sufrimiento que tenía que venir: «Es fácil imaginar que, de alguna forma desconocida y silenciosa, estaba siendo preparado para conocer lo que significa la enfermedad, lo que significa ser dependiente, no tener control sobre la situación, porque alguien más grande es el que controla» . Durante este período de aprender a caminar en la fe, su salud física se fue deteriorando. El hormigueo y la fatiga persistían, pero él continuaba ignorándolos. Posteriormente, vería en esa actitud un rechazo inconsciente ante el temor de que su vida sacerdotal y, en consecuencia, todo el sentido de su identidad pudieran verse amenazados. «Un sacerdote profundamente comprometido justifica su existencia por las horas que puede dedicar a su lucha... En cierto sentido, los ataques a mi cuerpo eran meras distracciones a mi acción y, en el peor de los casos, momentos frustrantes en mi ajetreada vida. Mi necesidad de estar ocupado y activo me ayudaba enormemente a ignorar mi enfermedad y a no tomármela en serio. Si me la hubiera tomado en serio, habría podido interferir en mi sacerdocio» . Llegó el día, sin embargo, en que se vio forzado a reconocer lo que estaba sucediendo y a buscar el consejo de un médico. El momento de su «arresto» había llegado. Sucedió mientras se estaba afeitando:

8. Ibíd. 9. Ibid., p. 29.

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«De repente, las piernas me fallaron y se negaron a moverse. Me desplomé sobre la cama, tratando de quitarme la espuma de jabón de la boca y los ojos; lo único que podía hacer era quedarme allí sentado. Después de un par de minutos, mis piernas recuperaron su capacidad y me quité el jabón de la cara, me sequé y me quedé mirándome en el espejo. 'Dios mío —murmuré—, ¿qué me está ocurriendo?'». No acudió todavía al médico, ignorando una serie de episodios similares, hasta que, finalmente, mientras trabajaba en una obra de teatro en el local de la comunidad, cayó del escenario sobre una fila de sillas. No había más remedio que aceptarlo, y accedió a ir al hospital para someterse a unas pruebas. Dos semanas en el hospital local y, a continuación, otras cuatro en el Roy al Victoria Hospital, en Belfast; pero todavía no había diagnóstico. Rodeado de enfermos graves en el pabellón de neurología, pensó en todas las posibilidades. «Pensamientos estremecedores pasaron por mi mente, me quedaban seis meses de vida. Sería inútil cualquier operación». Finalmente, sin embargo, llegó su turno y le dijeron que el doctor quería verle. «Adopté mi mejor expresión sacerdotal para escuchar las malas noticias. Me animé a mí mismo y esperé; y cuando el joven doctor dijo que mi enfermedad no tenía nombre, me sentí decepcionado, incluso estafado. Se trataba de algo comparable a un cortocircuito en el sistema nervioso que originaba una interrupción de los mensajes cerebrales; me aseguró que ello no me ocasionaría ningún daño grave. Así pues, me dijo, podía volver a casa». ¿No lo sabían? ¿O acaso los médicos pensaron que «esclerosis múltiple era un diagnóstico demasiado cruel? Quizá pensaran que era más caritativo mentir. La mentira puede ser consoladora... por un tiempo. El problema es que la mayor parte de la gente no puede ser engañada durante demasiado tiempo. Jimmy Doherty 115

no era una excepción. Finalmente, decidió ir a Londres a recabar una segunda opinión. En esta ocasión, el doctor fue sincero con él. «Me miró con calma y firmeza y me preguntó: '¿Quiere saberlo?' 'Sí, por favor', respondí. 'Tiene usted esclerosis múltiple (E.M.), aunque en una forma benigna'. Me senté tranquilo a escuchar sus explicaciones de lo que eso significaba; me aseguró que, de todas formas, la posibilidad de tener que estar en una silla de ruedas era muy remota, como escribía a mi neurólogo en Belfast. Sus palabras se desvanecieron en la nada, y mi interior comenzó a derrumbarse. En mi mente, yo estaba gritando: '¡Oh no, yo no, esto no, por favor Dios mío, no, no, no!' Mi grito surgía de la estremecedora posibilidad de tener que moveme en una silla de ruedas». Aterrorizado, Jimmy se enfrentó al fin abiertamente a su propia mortalidad y, con ello, a la posibilidad de que su febril actividad sacerdotal, «mi síndrome ético del trabajo», se perdiera por completo. Junto con esta pérdida, afrontó también —como debe hacerlo, en última instancia, todo el que tiene una enfermedad grave— la pérdida del sentimiento del propio valor personal. «Después de todo, ¿qué valor podía tener mi vida, si ya no me era posible visitar las escuelas o las casas para pasar largas horas aconsejando y ayudando a la gente? ¿Qué valor podía tener, si nada de eso iba a ser posible?» Jimmy regresó a la parroquia, pero los meses que siguieron fueron difíciles, «llenos de confusión, desesperación, depresión, vuelta a empezar, determinación, enfermedad, coraje». Poco a poco, aprendió a vivir con su enfermedad, dejando parte de su trabajo y descansando un par de horas cada tarde. Era un tiempo de oscuridad, y un día se encontró pensando en el suicidio. «Hice girar la botella entre mis dedos, y recuerdo que el pensamiento atravesó mi mente: un buen trago, y todo habría terminado» .

10. Ibid.

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En 1982, Jimmy Doherty renunció a su puesto de pastor en la parroquia de Creggan y se trasladó a otra más pequeña. El traslado le costó mucho; «con el corazón roto en mil pedazos», dijo adiós para siempre, no sólo a la parroquia que amaba, sino a un estilo de ministerio que le había permitido formar parte integrante de la comunidad. Justo una semana después del traslado, su madre murió, y Jimmy se sintió abrumado por su pérdida: «Su muerte me afectó tan profundamente que me quedé tirado como un bulto sobre el suelo. Tuvieron que pasar varias semanas antes de que me diera cuenta plenamente de la aflicción que me inundaba: la aflicción por aquellas muertes: la de mi madre, la de mi salud y la de mi parroquia. El dolor se hizo profundo y, de alguna forma extraña, las tres aflicciones no estaban claramente separadas o definidas. Esto se añadió a la oscuridad y a la confusión, y estalló en un grito interior dirigido a Dios: '¿Qué más quieres? ¿Qué vas a quitarme ahora? ¿Por qué? ¿Por qué?'». La nueva parroquia no fue realmente una solución, y en 1984 Jimmy se trasladó de nuevo, esta vez para desempeñar la función de capellán de una escuela. Allí al menos podía organizar su actividad; comenzó a trabajar con personas afectadas de E.M. o de otro tipo de minusvalías. Exteriormente, parecía arreglárselas bien, pero... «En mi interior reinaba la confusión. Emocionalmente, esto se expresaba en arrebatos de cólera, en lágrimas derramadas en la intimidad. Durante uno de esos períodos, tuve una conmovedora experiencia. Una tarde, cuando estaba en mi habitación rumiando sobre el sacerdocio, echando de menos el privilegio y la posibilidad de decir misa con el pueblo, las lágrimas brotaron de mis ojos y corrieron por mi rostro. En aquel momento entró mi ama de llaves, Mary, que, al ver el estado en que me encontraba, se arrodilló a mis pies, me miró y musitó cariñosamente: 'E.M... ¡Enfermedad maldita!'» La verdad es que esta expresión lo resume todo. El despojo, ya sea por la violencia, por la enfermedad o por la 117

muerte de un ser querido, es una auténtica maldición. Vemos a los héroes y a los que sobreviven valientemente a mil peligros, y nos dejamos engañar por su aparente serenidad. Ignorantes de sus lágrimas y de su rabia, olvidamos que no hay atajo alguno para llegar a la libertad; que «Para llegar allí, para llegar adonde estás desde donde no estás, has de recorrer un camino en el que no existe el éxtasis. Para llegar a lo que no conoces has de recorrer un camino, que es el camino de la ignorancia. Para poseer lo que no posees has de recorrer el camino de la desposesión» T.S. Eliot, «East Coker», en Four Quartets

Tenemos miedo, Señor, tenemos miedo de ti, de lo que puedes pedirnos. Suspiramos por tu venida, por tu amor, por tu pasión, pero tenemos miedo... Nos aferramos a lo conocido, personas y cosas, y nos aterra cambiar la seguridad de lo conocido por un futuro inimaginable. ¡Concédenos el valor de decir «Sí»!

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11 Tortura

No he dejado que el odio ensuciara mi espíritu, pero he visto la angustia y el terror epiléptico de hombres desnudos electrocutados. «Hablando con los niños»; escrito en un campo de concentración, Chile, 1974.

No había electricidad en tiempos de Jesús, así que no pudieron hacer uso de ella para torturarlo. En cambio, sabemos que lo flagelaron, azotando su cuerpo desnudo con tiras de cuero que tenían pequeños fragmentos metálicos que desgarraban su carne. Cuando se cansaron de azotarlo (o, más probablemente, cuando pensaron que no aguantaría más), le pusieron una corona de espinas en la cabeza, lo disfrazaron como si fuera un rey y lo escarnecieron arrodillándose ante él con el saludo «¡Salve, rey de los judíos!» Fue algo parecido a lo de Víctor, cuando lo «ablandaron» para el interrogatorio. Uno de los oficiales del ejército, reconociéndole como un famoso cantante «folk», lo separó de los otros prisioneros y lo puso en una galería especial reservada a los presos «importantes» o «peligrosos». Más tarde fue reconocido por el segundo en mando del Estadio, un oficial alto y rubio, apodado «el príncipe». Otro prisionero fue testigo del encuentro. «Cuando Víctor estuvo frente a él, el oficial dio muestras de reconocerle y sonrió sarcásticamente. Haciendo como si tocara una 119

guitarra, rió estúpidamente y deslizó el dedo alrededor de su garganta. Irritado por la tranquilidad de Víctor, gritó a los guardias: '¡Que no se mueva de aquí. A éste me lo reservo para mí!'» Probablemente, nunca se sabrá con exactitud qué fue lo que le hicieron. Fue visto fugazmente, cubierto de sangre, tirado en el suelo de los vestuarios del sótano, un suelo inundado de suciedad procedente de unos retretes atascados. Cuando acabaron con él, lo llevaron con los otros prisioneros. «Apenas podía andar, su cabeza y su cara estaban ensangrentadas y magulladas, una de sus costillas parecía estar rota, y estaba dolorido de las patadas que le habían dado en el estómago. Sus amigos le limpiaron la cara y trataron de aliviarle. Uno de ellos tenía un pequeño tarro de mermelada y algunas galletas. Compartieron la comida entre tres o cuatro, metiendo los dedos en el tarro y lamiendo lo que quedaba» . Verónica enjugó el rostro de Jesús. Los amigos de Víctor limpiaron su rostro sucio y ensangrentado. Galletas y mermelada, panes y peces, Chile o Jerusalén, la terrible saga continúa. Hace varias semanas, presidí una recepción en el hospital para conseguir fondos, no para nuestra causa, sino para otra institución benéfica, la «Fundación Médica para el Tratamiento de las Víctimas de la Tortura»; la Fundación es una pequeña organización con sede en Londres, que proporciona atención médica, social y psicológica a hombres, mujeres y niños que hayan sido torturados. El último año trataron unos mil «casos» de personas como ésta: «Un joven llegó a Londres, tras una complicada serie de traslados entre varios países, y estaba viviendo con

1. Joan JARA, Víctor. An Unfinished Song, Jonathan Cape, London. 2. lbid. 120

unos amigos de la familia. Había estado en prisión durante unos tres años, tras el período inicial de detención y tortura... Cuando lo detuvieron, le vendaron los ojos, lo llevaron a un edificio y lo encerraron en una celda, donde se encontró con un amigo al que le habían cortado cuatro dedos. Más tarde lo bajaron a un cuarto pequeño, de aproximadamente dos metros por dos. Estaba todo manchado de sangre. Había numerosos cristales y botellas rotas en el suelo. Había en la habitación tres personas a las que, dice, podría reconocer si los viera de nuevo. No llevaban uniforme. Lo desnudaron. Lo ataron de manos y pies y lo colgaron, cabeza abajo, de una barra situada en el techo con una cuerda atada a los pies. Los torturadores le golpearon con un cable, principalmente en las piernas y en las plantas de los pies, haciéndole cortes con fragmentos de cristal. Le quemaron con cigarrillos aplicados entre los dedos y en el dorso de las manos. Le metían en la boca un trapo manchado de sangre para ahogar sus gritos. En varias ocasiones, los policías orinaron en su boca. Más adelante lo colgaron de nuevo, le dieron puñetazos en la boca y le rompieron seis dientes. En uno de los interrogatorios, le arrancaron algunos dientes rotos con unos alicates. Veinticuatro horas más tarde fue sometido a un simulacro de ejecución. Junto con otros cinco prisioneros, lo ataron a un poste, le vendaron los ojos y, después de sonar los disparos, sólo él quedaba vivo. Le encerraron entonces con los cinco cadáveres y le dejaron con ellos por un tiempo. En dos ocasiones le sacaron sangre, unos trescientos centímetros cúbicos, de una vena. Sabía que otros habían sido ejecutados de esta forma, simplemente sacándoles sangre hasta que morían». He citado esta cruel descripción en su totalidad, porque creo que a veces necesitamos compartir el dolor de los que han sido torturados. El psicoterapeuta de cuyo informe he tomado esta descripción habla de los demás integrantes del mismo grupo, todos los cuales habían pasado por experiencias comparables a las que acabo de describir. Había siete pacientes en esa terapia de grupo: tres de Oriente Medio, dos de África, uno del Sudeste asiático y uno de Sudamérica. Uno de los «clientes», el 121

sudamericano, contaba en el grupo que, hasta que nos encontró, no había dado con nadie que pudiera comprender su angustia. Y así, decía «el bosque era mi médico». Únicamente el bosque, concretamente un hayedo cercano a la casa de su familia, en un condado próximo a Londres, era el lugar en el que gritaba, chillaba, corría, con gran congoja en sus períodos de angustia, liberando sus emociones reprimidas y descubriendo que el bosque podía lograr lo que ninguna persona, individualmente, había sido todavía capaz de hacer. La Fundación fue creada para acoger ese dolor, para servir de «contenedor» del mar de lágrimas de los torturados. Habían tenido su sede en el Hospital de Londres, pero acababan de ser desalojados, pues hacían falta más locales para funciones administrativas. Por eso trataban desesperadamente de reunir fondos para conseguir un nuevo local: de ahí esas reuniones. Después de la recepción en nuestro hospital para enfermos terminales, nos trasladamos al Hospital de Londres para otra reunión, esta vez restringida al personal médico. Uno de los médicos de la Fundación iba a hablar sobre su trabajo, y yo fui para comentar brevemente mi propia experiencia. Habíamos enviado aviso a quinientos médicos y esperábamos ingenuamente una gran asistencia, un mínimo de sesenta, o quizá más. Supongo que, si lo hubiéramos pensado detenidamente, habríamos comprendido que la gente podía mostrarse reacia: después de todo, es un tema desagradable, y a nadie le gusta salir de noche para ir a una conferencia. Fuimos al auditorio y comprobamos la audiencia: diez en total, tímidamente apiñados en el centro de la sala. Estuve a punto de llorar; no podía creer que mis colegas no estuviesen interesados en escuchar a un compañero médico —un cirujano— hablar sobre su trabajo. A un nivel intelectual, naturalmente, lo comprendo. Conozco el cansancio generado por la compasión y sé que no es fácil movilizar a la gente para oir hablar de la caridad de los demás. Pero, de algún modo, había pensado que esto era diferente. 122

Creo que es mi furia y mi impotencia ante el difundido uso de la tortura lo que, más que cualquier otra cosa, me ha impulsado a escribir este libro. Por una parte, leemos las interminables y obscenas descripciones de crueldad procedentes de países donde se practica la tortura, hecho que nadie, incluida yo, quiere conocer. «La humanidad», como nos recuerda Eliot, «no puede soportar demasiada realidad». Por otra parte, hacemos hincapié en la historia de la Pasión, dramatizándola en el arte y en la música, llorando sobre «la Sagrada Cabeza golpeada con cañas y arañada por zarzas». «¿Dónde estabas cuando crucificaron a mi Señor?» tararea el cantante, y la música hace estallar mi corazón. ¡No —quisiera gritar—, no!; no estaba allí pero estaba en Chile, cuando torturaron a un pobre desgraciado en el cuarto de al lado y oí sus gritos con mis propios oídos. Y estaba allí también cuando el guardia nos tiró su camisa manchada de sangre para limpiarle y estuve hora tras hora en un tribunal finlandés, escuchando las repugnantes evidencias de la inhumanidad de la humanidad. Me pregunto qué deberíamos hacer con la tortura, y no encuentro realmente respuesta. Sólo sé que debemos tomar las lágrimas que derramamos por Jesús y utilizarlas para limpiar los rostros ensangrentados de los que hoy son la gente del Viernes Santo. Debemos unir nuestro dolor y nuestra cólera al sufrimiento de Jesús para poner fin al sufrimiento de nuestro pueblo. ¿Qué funciona mal en esta sociedad para que una organización como la Fundación Médica sea expulsada de sus locales y tenga que dedicarse a reunir fondos para conseguir un sitio donde las víctimas del terror puedan ser tratadas? Deberíamos insistir en que esas personas reciban los mejores cuidados que la ciencia médica pueda ofrecer, que no se escatimen gastos en el intento de reparar los daños que han sufrido. «Deberíamos estar de luto, deberíamos estar llorando y tener las persianas perpetuamente echadas» John Harriott, Our World.

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Yacemos, Señor, cubiertos de saco y cenizas. Somos una pobre gente, débil y herida, sucia y culpable. Nos sabemos atrapados en el pecado del mundo por la tortura y las violaciones, por el hambre y el dolor de los niños. Te gritamos, Señor, desde lo hondo de nuestra aflicción: ¡rasga los cielos y desciende, y sácanos del fango, porque nos hundimos!

12 «¡Crucifícale, crucifícale!»

El Alcaide era muy estricto en lo tocante al Reglamento. El Médico decía que la Muerte no era más que un hecho científico, y dos veces al día venía el capellán y dejaba un pequeño folleto. Osear Wilde, La Balada de la cárcel de Reading

Cuando los torturadores hubieron acabado con Jesús, Pilato lo presentó a la multitud, pensando que se apaciguarían al verlo tan malherido y humillado; pero la gente no estaba dispuesta a dejarse conmover, y todos gritaron a una sola voz: «¡Crucifícale, crucifícale!» Y Pilato, que era un hombre débil y no quería problemas, hizo lo que se esperaba de él y sentenció a muerte a Jesús. Hay algo obsceno en la pena de muerte: algo mucho peor que todas las cosas terribles que uno pueda hacer a otro movido por la ira o la codicia, por el lucro o la venganza. Osear Wilde captó el sentido de esta situación en La Balada de la cárcel de Reading, donde escribe acerca de un prisionero que espera la ejecución por haber matado a su amante: «Nunca vi a un hombre que mirara con tan ávidos ojos ese pequeño dosel azul que los presos llaman cielo, y cada nube a la deriva que lo surcaba con velas de plata. 124

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Yo paseaba, con otras almas en pena, dentro de otro círculo, y me preguntaba si aquel hombre habría hecho algo gordo o no tan gordo, cuando una voz detrás de mí murmuró: 'Ese tipo va a ser ahorcado'. ¡Dios mío! hasta los muros de la prisión parecieron de pronto estremecerse, y el cielo, sobre mi cabeza, se convirtió en una especie de casco de acero al rojo. Y aunque yo era un alma en pena, no pude sentir dolor. Yo sólo sabía la agitación que aceleraba su paso, y por qué miraba el deslumbrante día con tan ávida mirada. Aquel hombre había matado lo que amaba, y por eso debía morir». El problema no es sólo que al condenar a una persona a muerte se le inflige la agonía de todos los que saben que van a morir, sino que, además, lo hacemos en nombre de la justicia. Me parece blasfemo que alguien se arrogue el derecho de poner fin a la vida de un ser humano. Sé que cada día hay muertes producidas por asesinos, terroristas o miembros de las policías secretas; pero esto es diferente. Ellos son enfermos, o malvados, o actúan de manera compulsiva, pero nosotros lo hacemos a sangre fría, en público y en el nombre de Dios. Cuando digo nosotros, no me refiero, naturalmente, a Inglaterra, donde la pena de muerte está abolida desde hace tiempo. Pero hay otras muchas naciones donde sigue vigente, y hay personas en este país que piden que se restablezca. Jesús de Nazaret fue condenado a muerte, porque Pilato, un hombre débil, quería apaciguar a los judíos. Es fácil ver cómo ocurrió. Los principales sacerdotes querían deshacerse de Jesús desde hacía tiempo, pues todo lo que él hacía y decía suponía una amenaza para los sepulcros blanqueados de una iglesia que habían construido para sí mismos. Ahora, por fin, había caído en sus manos con su blasfemia sobre la destrucción del Templo. Cuidadosa126

mente, el Sumo Sacerdote formuló la pregunta, como tendiendo una red a los pies de Jesús: «Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios». Y Jesús cayó en la trampa: «Tú lo has dicho; pero además os digo esto: Desde ahora vais a ver cómo este Hombre toma asiento a la derecha del Todopoderoso y cómo viene sobre las nubes del cielo». El Sumo Sacerdote estaba fuera de sí: el muy loco había caído en la trampa; al fin lo tenían en sus manos. Se rasgó las vestiduras en una histriónica exhibición de consternación: «Ha blasfemado -—gritó—, ¿qué falta hacen más testigos? Acabáis de oir la blasfemia, ¿qué decidís?» Había unanimidad en el jurado. El jurista y la dependienta, la respetable ama de casa y el doctor, todos asintieron con la cabeza y estuvieron de acuerdo en que el prisionero se había condenado a sí mismo con sus palabras. Lamentándolo mucho, no tenían más opción que declararlo culpable. Y todos dieron su veredicto: «Es reo de muerte». E inmediatamente se volvieron en su contra. Los mismos que una semana antes le habían aclamado como héroe comenzaron a injuriarle profiriendo insultos, mientras golpeaban a aquella figura lastimera sólo parcialmente oculta por el trapo colocado en su cabeza. Las luces se habían encendido y las cámaras de TV filmaban cómo tropezaba en las escaleras del palacio de justicia y cómo era conducido a ciegas hacia el coche de la policía. ¿Cómo se sentiría? ¿Como la joven e insensata traficante de drogas en Bangkok, o como Fazard Bazoft, el periodista sentenciado a muerte por espionaje en Bagdad? «Duras son las piedras del Patio del Deudor, y alto el chorreante muro, y allí era donde él tomaba el aire bajo un cielo plomizo, custodiándole un guardia a cada lado, por temor a que pudiera morir.

1. Mt 26,59-66. 127

O se sentaba con los que observaban su angustia noche y día; los que observaban cuando rompía a llorar y cuando se recogía para orar; los que le observaban para que no le robara al patíbulo su presa» Osear Wilde, La Balada de la cárcel de Reading Enfrentarse a la muerte nunca es fácil, ni siquiera para los ancianos, que saben que su tiempo se acaba. Para los jóvenes, arrancados en la primavera de sus vidas, antes de que puedan dar el fruto, es insoportablemente duro. Así lo era para Jenny cuando me senté ante su lecho, mirando su pálida y cansada carita, para decirle que no podíamos curar su cáncer. Me miró fijamente con incredulidad. ¡Eso no podía sucederle a ella...\ ¡No podía ser cierto! Al final, las lágrimas rodaron por su rostro y, con un nudo en la garganta, dijo: «No es divertido». «No, no lo es —respondí—. Lo siento. Me gustaría tener poderes mágicos, pero no los tengo. No soy Dios. Soy sólo una doctora, y a veces no podemos hacer nada...» Fue muy duro. Duro para ella y duro para mí, allí sentada, impotente, mientras aquella muchacha de veintiséis años luchaba con tan espantosa noticia y reunía todo su valor para preguntarme cuánto tiempo le quedaba. Yo me sentía violenta; hubiera deseado estar en casa, en la calle, en cualquier otro lugar salvo allí, junto a su lecho. ¿Qué debía decirle? ¿Le mentiría? ¿No sería demasiado duro decirle que podía quedarle un mes o, quizás, incluso menos? Me preguntaba qué era lo que ella pensaba. ¿Pensaba quizás en varios años? Mucha gente lo piensa. Simplemente, no pueden comprender que el cuerpo en el que viven les está traicionando, que está siendo destruido minuto a minuto, mientras están sentados ahí, esperando una respuesta a su pregunta... Veinticuatro horas más tarde sonó el teléfono, y la enfermera me dijo que Jenny quería irse a casa. Quizá deberíamos habérselo dicho la semana pasada o la anterior. .. pero ella no lo preguntó, y parecía demasiado cruel llegar y soltárselo. Decirle a alguien que está próximo a 128

morir es casi como dictarle una sentencia de muerte. No es extraño que, con frecuencia, a los médicos les falte valor para hacerlo. Pero, si fue duro para Jenny, aún lo fue más para Suzi. El cáncer de Jenny es una enfermedad decente y «respetable». Todos la quieren a su alrededor y tratan por todos los medios de hacerle las cosas más fáciles. Nadie puede quitarle el miedo y el sentido de pérdida, pero al menos sabe que es amada. Pero para Suzi las cosas son diferentes, pues el SIDA no es de ningún modo una enfermedad socialmente aceptable, aun cuando se contraiga por una transfusión de sangre, por una relación sexual «normal», o se herede de la propia madre. Suzi está, pues, doblemente condenada: condenada a muerte por su enfermedad y condenada al miedo y al extrañamiento de la comunidad en la que vive. La situación creada por el SIDA es un escándalo de nuestro tiempo; y lo es, no porque, como algunos piensan, Dios esté castigando a su pueblo por su libertina promiscuidad, sino porque es mucha la gente que condena a sus sufrientes hermanos y hermanas en nombre de Dios. ¿Cómo es posible que los cristianos desvirtuemos de tal modo el mensaje del Evangelio? ¿De dónde sacamos la idea de que Dios nos ha autorizado a juzgar a los demás? ¿Hemos olvidado la historia de la mujer adúltera, arrastrada desnuda desde el lecho de su amante y llevada ante el sínodo, la asociación de madres o el consejo parroquial? Ahí está, llorando, con la cara manchada por el «rimel», cubriéndose el pecho con la sábana, mientras nosotros, el Sanedrín, el jurado, afirmamos nuestro derecho a dictar sentencia. Es promiscua, depravada, lasciva, homosexual; es anormal, una furcia, una desgraciada. Es una princesa que debe ser ejecutada, una prostituta que debe ser examinada por si tiene alguna enfermedad venérea, un homosexual que debe ser despedido, desalojado de la casa, con sus cosas ignominiosamente apiladas en la acera. Pero ¿qué fue lo que dijo Jesús? Quizá habló tan bajo que no oímos sus palabras, pero alguien las oyó y las escribió para la posteridad: «A ver, el que no tenga pecado, 129

que le tire la primera piedra... Se quedó solo con la mujer, que seguía allí delante. Se incorporó y le preguntó... ¿Ninguno te ha condenado?... Pues tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante, no vuelvas a pecar» . «Vete y no vuelvas a pecar», «Perdona a tu hermano, no siete, sino setenta veces siete». Esto es lo que Jesús dijo. Lo repitió una y otra vez. «Compasión quiero, no sacrificios»; «no juzguéis y no os juzgarán». Y, sin embargo, juzgamos y nos burlamos de los que tratan de explicar el pecado de un hombre por su infancia desgraciada. Cuando yo era una adolescente, en la escuela nos enseñaban a rezar tres Avemarias cada noche para pedir «pureza». Ahora, a la mitad de mi vida, me parece mucho más importante rezar pidiendo un corazón agradecido, de modo que pueda ayudar a enfermos y pecadores, siguiendo el ejemplo de Jesús. ¿Qué es lo que nos incita a juzgar en lugar de perdonar? Quizá el miedo: miedo a la reacción de la gente y a que nuestra propia fragilidad quede al descubierto. Se dice que los que más violentamente reaccionan contra la homosexualidad son aquellos que están inseguros de su propia sexualidad y tienen gran temor a que, en el fondo, puedan ser homosexuales. El presente clima de intolerancia hacia los hombres y las mujeres homosexuales me parece lamentable. Es quizá inevitable, porque la gente tiene mucho miedo a contraer el SIDA, y el miedo, con frecuencia, se transforma en odio. Me duele esta situación por quienes deben afrontar no sólo su propia muerte inminente, sino también la posibilidad de rechazo por parte de su comunidad religiosa o familiar. Precisamente cuando deberían estar más protegidos y sostenidos por el amor y la comprensión de las personas más próximas, deben vivir una vida de agotadores subterfugios, simulando que todo va bien o que tienen alguna otra enfermedad. Me pregunto a veces si no será mejor estar muriendo de SIDA en África que en In-

2. Jn 8,3-11.

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glaterra, pues al menos allí no se está enredado en todo ese embrollo de mentiras. Este lamentable revoltijo de condenas y rechazos no se limita al ámbito del SIDA. ¡Cuan dispuestos estamos a saltar sobre las debilidades de los demás, olvidando todo lo positivo que pueda haber ocurrido anteriormente! Cuando un hombre o una mujer caen en desgracia, sus faltas son proclamadas a voz en grito, pero rara vez se pregunta: «¿Cómo está Juan (o María) ahora? ¿Cómo me sentiría yo si estuviera en su piel? ¿No estará con el corazón roto y la vida destrozada?» En mi opinión, tanto si las acusaciones contra esas personas son verdaderas como si son falsas, lo que importa es cómo están. Lo importante no es juzgarlas o ponerlas en la picota, sino que tengan amigos con los que puedan llorar y desahogarse cuando luchan por reconstruir sus vidas. En el libro del profeta Ezequiel, Dios dice a su pueblo que le arrancará su corazón de piedra y le dará un corazón de carne. ¡Qué importante me parece tener un corazón amante y vulnerable, de carne, y no uno tan petrificado que nunca pueda ser tentado...! Quizá Jesús se refería a esto en la parábola de los talentos . El hombre que arriesga su corazón, abriéndolo al amor, encuentra que ha crecido y se ha expandido, mientras que quien encierra el suyo en una caja a prueba de óxido y lo entierra para guardarlo a salvo, encuentra que, cuando llega el momento de devolverlo, ha encogido y ya no puede arreglarse. Olvidamos que las prostitutas, los recaudadores de impuestos y los pecadores son bienvenidos al Reino, y que aquellos que mucho han amado, mucho son perdonados. ¿Qué sucede para que los corazones de las personas se vuelvan como piedras? Me conmovió profundamente, hace unos días, ver en la televisión una película sobre los niños abandonados en Rumania. Parece ser que Ceaucescu prohibió cualquier forma de control de la natalidad, y se pretendía que cada mujer tuviera cuatro o cinco hijos. Los

3. Mt 25,14-30. 131

resultados de esta forzada explosión demográfica fueron tan devastadores como inesperados: muchas mujeres, simplemente, no podían sacar adelante a sus hijos no deseados y los abandonaban. Hay ahora alrededor de cien mil niños no deseados en Rumania reunidos en desoladores orfanatos, mirando con mirada vacía y triste hacia un futuro desconocido. Horrorizada como estaba por la situación material de aquellos niños, aún me impresionó más la falta de amor de quienes les atendían. La pediatra que tenía la responsabilidad de los orfanatos explicaba con profunda tristeza la dificultad que tenían para conseguir mujeres adecuadas para cuidar de estos niños, muchos de los cuales estaban tan trastornados por la falta de amor que llegaban a golpearse la cabeza contra los barrotes de la cama hasta sangrar. ¿Qué terrible malestar y apatía se abate sobre ese pueblo para que puedan encerrar a los niños hasta morir de hambre; no de hambre de comida, pero sí de amor? ¿Y qué deberíamos hacer para ayudar a ese pueblo, no ya a reconstruir sus vidas, sino a desbloquear sus corazones? ¿Cómo podemos reavivar su fuego para que despierten y se levanten de sus tumbas, asalten los orfanatos y abran a los niños a una nueva vida? «Espíritu Santo de Dios, envíanos tu luz y tu verdad y enciende en nosotros el fuego de tu amor. Te pedimos consuelo para quienes se enfrentan a la muerte: hombres y mujeres con cáncer terminal, personas con SIDA, prisioneros en la celda de los condenados. Imprime en nuestros corazones el conocimiento de que estamos llamados a perdonar y no a juzgar. Danos el poder de consolar al angustiado y la fe para conocer en lo profundo de nuestros corazones que la muerte es el comienzo, no el final.

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13 Un hombre del campo

Al soportar la carga de otros, al compartir el dolor ajeno, comenzamos a danzar Jim Cotter, Healing — more or less

Cuando Pilato hubo acabado con Jesús, los soldados le llevaron fuera de la ciudad, a la colina del Gólgota, donde lo ejecutaron. Quizá no era muy fuerte, o quizá estaba debilitado por lo que le habían hecho, pero parece ser que no podía cargar con la cruz. En lugar de transportarla ellos, los soldados echaron mano de alguien que pasaba por allí, «un hombre del campo», Simón de Cirene, y le hicieron cargar con la cruz de Jesús. No debió de resultar muy agradable para Simón; la cruz era pesada, y el camino empinado. Los curiosos seguramente se preguntaban quién era; quizá pensaran que se trataba de un pariente. Acaso, como a Jesús, también a él lo insultaban y escupían. Me pregunto qué pensaba en lo profundo de su corazón. ¿Estaba irritado por haber tenido que interrumpir su trayecto?; ¿se sentía incómodo al verse mezclado en problemas ajenos, tan próximo a tan terrible sufrimiento? También tuvo que sentir dolor, si se trataba de un hombre normal: no se puede estar junto a alguien que sufre sin compartir de algún modo su dolor. Pero el dolor compartido significa dolor más fácil de llevar, así que quizá se sintiera bien, después de todo, aunque humillado por haber sido elegido tan inesperadamente para caminar junto a aquel hombre que se dirigía hacia la muerte. 133

Y una vez que todo hubo pasado, cuando regresó a su granja o adonde fuese, ¿qué efecto provocó todo aquello en su vida? ¿Lo olvidó enseguida o se detuvo a veces, mientras araba sus campos, a pensar en aquel hombre sencillo, de quien tantas habladurías y tantas historias se contaban? Quizás aquello le hizo más consciente del sufrimiento de quienes le rodeaban, de leprosos y tullidos, de pobres y proscritos. Naturalmente, sólo podemos especular sobre estas cosas, pero me interesa, pues conozco a muchas personas que están implicadas en el cuidado de moribundos y que se han visto arrastradas a ello, en primera instancia, de forma totalmente accidental. Para mí, Simón es un arquetipo de los hombres y mujeres que acompañan a los demás en su dolor. Todos estamos llamados a compartir en alguna medida la angustia de nuestro prójimo, pero algunos se convierten en lo que Jim Cotter llama «portadores voluntarios del dolor», absorbiendo el miedo y el dolor de los demás y llevándolo por ellos sin hacer preguntas y con amor. Es importante tener en cuenta a estos «portadores voluntarios del dolor», pues son a menudo la única fuente de luz en una situación de indescriptible oscuridad. Más aún, ellos son los conductos por los que el amor de Dios es canalizado hacia los corazones áridos de quienes están próximos a desesperar. Casi todos los que forman parte de mi «gente del Viernes Santo» son portadores del dolor, y por eso los elijo. Estoy interesada, no en la oscuridad de su mundo, el hambre, la guerra, la enfermedad o la desesperanza, sino en la luz que ellos transmiten. Busco su luz de forma instintiva, porque sé que la luz con la que iluminan el mundo que les rodea no es de ellos, sino de Dios. Ellos son mis iconos; y, cuando miro fijamente sus rostros, mi mirada es atraída desde lo profundo y conozco algo más de cómo es Dios. Cuando digo que Simón de Cirene es un arquetipo de quienes acompañan a los afligidos, no pretendo que fuese un hombre particularmente santo; lo más normal es que fuera una persona muy corriente y que sólo por coacción ayudara a Jesús a transportar la cruz. Pero esto es 134

precisamente lo que estoy tratando de explicar: muy a menudo, aquellos que son llamados a cargar con el dolor de los demás son gente corriente que no busca esa situación. En el mundo hospitalario somos muy cautelosos a la hora de admitir a voluntarios demasiado idealistas o demasiado religiosos. Huimos como de la peste de quienes creen ser un don de Dios para los moribundos. En su lugar, preferimos más bien a hombres y mujeres ordinarios, con pragmatismo terreno y sentido del humor: hombres y mujeres «del campo». Son estas personas sencillas y sin pretensiones las que son capaces de darse de corazón a nuestra gente, sin condiciones ni expectativas de ningún tipo. Ellas son capaces de amar como Jesús amaba: incondicional y unilateralmente; y por ser plenamente humanas y tener otros intereses, son capaces de perseverar en su tarea: son menos propensas a «quemarse». Las personas que se dedican a labores asistenciales suelen ser objeto de admiración. De pronto se ven izadas a hombros por la multitud y llevadas en triunfo hasta el pedestal más próximo, en el que son ceremoniosamente instaladas. Es una lástima, pues los héroes deberían ser emulados, no adorados. Todos estamos llamados a ser portadores voluntarios del dolor, a participar en la carga de cuidar a los demás. Simplemente, no hay suficientes profesionales para visitar a todos los ancianos solitarios ni bastantes consejeros para ayudar a todos los matrimonios que están en dificultades o tienen problemas de uno u otro tipo. Compartir el dolor de aquellos que amamos y que viajan con nosotros en el camino a Jerusalén es parte de la condición del ser humano. La gente que está fuera del mundo asistencial mira a los que están dentro y dice: «¡Maravilloso! ¡Cómo te admiro! Yo no podría hacerlo». Los hechos, sin embargo, son muy distintos. Todas las personas que se dedican a esas labores salen de las filas de hombres y mujeres corrientes, y además no se convierten en Madres Teresas o Florences Nightingales de la noche a la mañana. Comienzan por pequeñas cosas, ganando poco a poco sabiduría y confianza, hasta encontrarse al final profundamente 135

comprometidas. Como los mártires, Dios elige a los débiles y los hace fuertes dando testimonio de él. El arzobispo Romero, mi primer componente de la gente del Viernes Santo, era reacio a convertirse en héroe. No se propuso ser un mártir; trató de guardar las distancias con los militares y con los revolucionarios. Carol Bialock lo expresa así en su poema: «Construí mi casa junto al mar, no sobre la playa, claro está, no sobre la arena movediza. Y la hice de piedra: una casa recia junto a un mar recio. Y llegamos a conocernos bien, el mar y yo. Buenos vecinos, aunque no habláramos mucho. Nos encontrábamos en largos silencios, respetuosos, guardando las distancias, pero mirando nuestros mutuos pensamientos a través de la franja de arena. Siempre la franja de arena como barrera. Siempre la arena de por medio. Pero un buen día (y aún no sé cómo ocurrió) el mar vino hasta mí. Sin avisar. Sin permitirme siquiera darle la bienvenida. No de manera violenta y repentina, sino deslizándose por la arena, y no como riada de agua, sino como chorro de sangre. Lentamente, pero sin dejar de fluir, como una herida abierta. Y pensé en huir, y en ahogarme, y en morir. Pero, mientras yo pensaba, el mar siguió trepando hasta alcanzar mi puerta. Y supe que no habría huida, ni muerte, ni ahogamiento. Que cuando el mar viene a llamarte, él y tú dejáis de ser buenos vecinos, corteses, educados y distantes vecinos, y cambias tu casa por un castillo de coral y aprendes a respirar bajo las aguas» Carol Bialock; Chile, 1975. 136

He citado este poema en un libro anterior, y ya referí allí cómo me lo regaló la religiosa que lo había escrito. El poema me fascinó de tal manera que lo llevaba conmigo cuando iba a trabajar al hospital, y lo guardaba en el bolsillo de mi bata, y lo releía cuando las circunstancias me lo permitían. Mi primera interpretación de la invasión del mar fue ver en ella la forma en que Dios puede apoderarse de nuestra vida en la oración, más allá de los límites de la iglesia y del domingo, invadiendo todos los aspectos de la vida. Otra interpretación es la de que el mar es la agonía del mundo, y tratamos de mantenerla a distancia hasta que rompe nuestras defensas y se abalanza sobre nosotros. Es entonces cuando debemos aprender a respirar bajo el agua: a sumergirnos en el mundo o morir. El arzobispo Romero hablaba sin duda de esta misma experiencia cuando dijo en su famoso discurso de Lo vaina: «Soy un pastor que, con su pueblo, ha comenzado a aprender una verdad hermosa y difícil: nuestra fe cristiana requiere que nos sumerjamos en el mundo». Éste es, por encima de todo, el mensaje de monseñor Romero, su legado para nosotros: cuando el mar viene a llamarnos, cuando el dolor de nuestro mundo llega deslizándose a través de la franja de arena, no hay tiempo para huir, ahogarse o morir, sino que debemos cambiar nuestra casa por un castillo de coral y aprender a vivir bajo las aguas. Y, claro está, la gran broma y la gran paradoja es que el mundo submarino es un mundo muy hermoso. Como escribe Jim Cotter, un sacerdote anglicano y poeta que tiene experiencia en trabajar con enfermos de SIDA: «Al soportar la carga de otros, al compartir el dolor ajeno, comenzamos a danzar». La danza submarina es muy bella, porque, una vez que nuestros ojos se han habituado a tan diferente luz, vemos cosas que nunca habíamos visto. Comenzamos a ver con los ojos de Dios y a captar que su gente es extraordina137

riamente hermosa. Estaba en la iglesia una mañana, completamente ajena al sermón, recordando los sucesos de la semana anterior. Pensaba en particular en Catherine, una mujer de cuarenta y un años con cáncer de mama. El compañero de Catherine la había dejado, y ella vivía sola con su hija de nueve años, Cindy. Me tocó a mí decirle a Catherine que el tumor se había extendido al cerebro y que, aunque apenas tenía síntomas en aquel momento, pronto iba a tener graves problemas. Le expliqué que unas sesiones de radioterapia eran la única posibilidad de conseguir un poco más de tiempo, pero que ni siquiera eso la curaría. Estaba allí, tensa, en mi despacho, con las lágrimas empezando a brotar, diciendo en voz baja: «Sólo me interesa lo que sea mejor para mi hija. No me preocupa lo que a mí me ocurra, si ella está bien». Hay una insólita belleza en un desinterés de este tipo. Esta es la clase de santidad que yo entiendo. Éste es el amor de Dios brillando a través de un ser humano enfermo, y no tiene nada que ver con la abstinencia sexual o el ascetismo físico. Es la extraña luz del mundo bajo las aguas: la luz de la santidad de los hombres y mujeres ordinarios que han llegado a hacerse translúcidos a la brillantez de Dios. Pero no a todas las personas enfermas les es dado reflejar la luz en su camino. Algunos son muy pobres y van hacia la muerte tratando de acapararlo todo para sí mismos. Son los que quieren que dejes el lecho de muerte de otros pacientes para colocarles bien la almohada o ajustar la televisión. Como decía, son realmente pobres. Es difícil no juzgar a las personas egoístas que se desentienden de los demás, y mucho más aún a los que son manifiestamente malvados. Es difícil mirar a aquellos que nos hieren con su malicia o su insensibilidad y ver a Jesús en ellos. Y, sin embargo, él está allí, como Caryll Houselander lo percibió claramente en esta «visión»:

«Estaba en un tren subterráneo, un tren multitudinario en el que se apiñaba todo tipo de gente, unos sentados, otros de pie: trabajadores de todas clases que regresaban a casa al final del día. De repente, vi mentalmente, pero de forma tan vivida como en una maravillosa pintura, a Cristo en todos ellos. Pero vi más que eso: no sólo estaba Cristo en cada uno, morando en ellos, alegrándose en ellos, sufriendo en ellos, sino que todo el mundo estaba también ahí, en ese tren subterráneo; no sólo el mundo como era en aquel momento, no sólo toda la gente de todos los países del mundo, sino también todos aquellos que han vivido en el pasado y que vivirán en el futuro. Salí a la calle y paseé largo rato entre la multitud. Por todos lados seguía viendo lo mismo: en cada transeúnte, en todas partes, estaba Cristo». Esta descripción maravillosamente vivida de la vida de Cristo, aquí y ahora, entre su pueblo, es lo que mejor puede hacernos comprender el concepto de «Cuerpo Místico». Pero más importante todavía es la continuación de su visión: «Vi también el respeto que todos deben tener por el pecador; no se trata de perdonar su pecado, que es en realidad su supremo dolor, sino de consolar al Cristo que sufre en él. Y este respeto es debido incluso a aquellos pecadores cuyas almas parecen estar muertas, porque es Cristo lo que constituye la vida del alma, es Cristo quien está muerto en ellos: ellos son sus sepulcros, y Cristo en el sepulcro es potencialmente Cristo resucitado...» Caryll Houselander, A Rocking Horse Catholic Al cabo de unos cuantos días, la visión se fue desvaneciendo, y Cristo quedó otra vez oculto; pero el impacto permanecía: si la visión había desaparecido, el conocimiento no. Caryll Houselander conoció profundamente en su corazón lo que el Evangelio nos dice: que Cristo ama al pecador y dejará a los noventa y nueve virtuosos para ir a las montañas a buscar al que se ha extraviado.

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Señor, Dios nuestro, danos ojos para ver tu rostro, oídos para escuchar tu voz en la gente normal, tanto en los buenos como en los malos. No nos dejes engañarnos por el envoltorio: por el sombrío papel de estraza o la cinta de oropel; sino concédenos la perspicacia, la paciencia y la bondad para desvelar y descubrir los dones que yacen ocultos en toda tu gente. Ayúdanos a compartir el dolor ajeno, para que aprendamos lo que significa ser plenamente humanos.

14 Vaciar los bolsillos

No queríamos tenerlo fácil, oh Dios, pero no contábamos con que fuera tan duro, tan prolongado y tan desierto. Anna McKenzie

Algunas personas están llamadas —no me preguntéis por qué— a padecer el más indescriptible sufrimiento. Personas sacudidas por desastres naturales, destrozadas por la enfermedad o, simplemente, objeto de la brutalidad de sus semejantes. Las vemos fugazmente en la televisión o en los periódicos, con los ojos desencajados por el terror ante la muerte, y las encontramos en las salas de los hospitales o en los informes de las comisiones de investigación de los crímenes de guerra. Son los sufrientes siervos de Yahvéh, hombres y mujeres en los puros huesos, carentes de belleza y de majestad, demasiado terribles para ser contemplados; figuras que nos hacen apartar la mirada, para no gritar ni vomitar en público. Jesús de Nazaret fue una de esas personas, pues sus verdugos no sólo lo torturaron, sino que además, antes de que muriera, lo clavaron a una cruz. Este último acto de violencia gratuita simboliza, para mí, todas las terribles desdichas que caen o son infligidas sobre la gente que sufre, antes de que muera. Pienso en el hombre al que extraen sus muelas de oro antes de ir a la cámara de gas; o en lo que Anna McKenzie describe como un Dios que volviera del revés a sus víctimas para sacarles las últimas monedas que conservaban en sus bolsillos: 140 141

«No queríamos tenerlo fácil, oh Dios, pero no contábamos con que fuera tan duro, tan prolongado y tan desierto. Por eso, si has de darnos la vuelta como a un guante y volver del revés nuestros bolsillos sólo para ver lo que hay en ellos y dejarnos tirados...» ¿Cómo podemos reaccionar nosotros, los espectadores, ante este sufrimiento? ¿Qué vamos a hacer con él? ¿Qué sentido vamos a darle? Como los jugadores de un interminable juego de la oca, somos enviados una y otra vez a Dios, a la casilla que contiene la pregunta crucial: ¿POR QUÉ? Ayer, la mujer de John pensaba que éste se estaba muriendo, y ella iba y venía por el pasillo del hospital como un animal enjaulado, con la cara enrojecida e inundada de lágrimas, agarrando a cualquiera que quisiera escucharla y preguntando: ¿Por qué? ¿POR QUÉ? Nos sentábamos un rato con ella hasta que, agotados, se la pas á b a m o s a algún c o m p a ñ e r o como una a n t o r c h a encendida, para no sacudirla por los hombros y gritarle: «¿Cómo diablos puedo saberlo? ¡Yo no soy Dios!» Hace mucho que renuncié a preguntarme el «porqué» del sufrimiento: no me lleva a ninguna parte, y además sé admitir la derrota. Ahora vivo apaciblemente instalada en el ojo de ese huracán teológico, moviéndome en la oscuridad acostumbrada como un topo en su madriguera o una mujer ciega en la seguridad de su casa. Sé cada vez menos; pero lo que sé, lo sé más profundamente, en mis entrañas, donde vive la verdadera fe. ¿Cuál es, entonces, el mensaje que brota de ese oscuro y apacible punto, de ese «ojo del huracán»? Creo que es éste: el sufrimiento es, del mismo modo que la vida es. Es un hecho; y el negarlo o ignorarlo no lo hace desaparecer. No sé si tiene o no un significado. En el fondo de mi corazón, creo que lo tiene, aunque no sé cuál es. Pero sí sé una cosa: más importante que preguntarse el 142

porqué, sería adentrarse en el sufrimiento, estar junto a los que sufren. Debemos sumergirnos hasta el cuello en el agua helada y en el barro para rescatar al niño que se ahoga, hasta que logremos salvarlo o muera en nuestros brazos. Si muere, ¡bendito sea Dios!; y si nosotros morimos con él, ¡sea también bendito! No hay amor más grande que dar la vida por el amigo. A veces, claro está, no podemos sumergirnos, el mar está demasiado encrespado, o las llamas son demasiado vivas. No estamos llamados a la autoinmolación, a subir a la pira funeraria de nadie; pero sí creo que se nos pide velar, orar y aguantar para mantenernos despiertos. Esto es lo que este libro trata de hacer, compartiendo en la medida de lo posible el sufrimiento del mundo, que es también el sufrimiento de Dios. Somos, como los prisioneros de Auschwitz, impotentes espectadores de la ejecución de nuestros compañeros. Elie Wiesel, en el espeluznante libro que le valió el premio Nobel, Noche, describe la ejecución de dos hombres y un muchacho, sospechosos de estar implicados en el sabotaje de una central eléctrica. «Un día, cuando volvíamos de trabajar, vimos tres horcas levantadas, como tres cuervos negros, en la plaza. Se pasa lista. Los SS andan a nuestro alrededor; las ametralladoras están preparadas: la ceremonia tradicional. Tres víctimas; una de ellas, el pequeño sirviente, el ángel de ojos tristes. Los SS parecían más preocupados y alterados de lo habitual. Colgar a un muchacho ante miles de espectadores no era un asunto banal. El jefe del campo leyó el veredicto. Todos los ojos se volvieron hacia el niño. Estaba lívido, casi tranquilo, mordiéndose los labios. Las horcas proyectaban su sombra sobre él. Esta vez, el Lagerkapo se negó a actuar como verdugo. Tres SS le reemplazaron. Las tres víctimas subieron a las sillas. Los tres cuellos fueron colocados al mismo tiempo en el interior de los tres nudos corredizos. 143

'¡Viva la libertad!', —gritaron los dos adultos. Pero el niño estaba en silencio. '¿Dónde está Dios?, ¿dónde?', preguntó alguien detrás de mí. A una señal del jefe del campo, las tres sillas fueron retiradas. Silencio absoluto. En el horizonte, se estaba ocultando el sol. '¡Descubrios!', gritó el jefe del campo. Su voz era estridente. Nosotros llorábamos. '¡Cubrios!' Entonces comenzó el desfile. Los dos adultos no iban a vivir mucho. Sus lenguas colgaban hinchadas y azuladas. Pero el tercer cuerpo aún se movía; al ser tan liviano, el niño todavía estaba vivo... Por más de media hora estuvo allí, luchando entre la vida y la muerte, muriendo con lenta agonía ante nuestros ojos. Y nosotros teníamos que mirarle a la cara. Estaba todavía vivo cuando pasé frente a él. Su lengua todavía estaba roja, sus ojos aún no estaban vidriosos. A mi espalda, oí al mismo hombre preguntando: '¿Dónde está Dios ahora?' Y oí una voz dentro de mí que respondía: '¿Dónde? Está ahí, colgando de esas horcas...'» ¿Es eso lo que da significado al sufrimiento? ¿Es el que Dios esté ahí, con nosotros, lo que hace que lo obsceno se transforme en sagrado? No lo sé, pero creo que así es. Creo que la furgoneta blanca en la que Ita Ford, Jean Donovan, Dorothy Kazel y Maura Clarke fueron golpeadas y violadas antes de ser asesinadas era sagrada, porque Dios estaba allí, en aquella furgoneta, más, mil veces más, que en el tabernáculo de cualquier catedral. Dios es ahorcado en Auschwitz, es golpeado y tiroteado en El Salvador, muere de SIDA en un piso de Londres, y nosotros pasamos junto a él como el levita, apresurando el paso para ir a la iglesia. 144

Una y otra vez nos vemos atrapados en la paradoja, en el misterio de la inmanencia de Dios en nuestras vidas. Él es el extranjero que muere en la cuneta, el trastornado niño rumano que golpea su cabeza contra los barrotes de su cama; pero es también el samaritano que alza del suelo nuestros cuerpos destrozados, y el amable pediatra que nos estrecha, sucios y llorosos, entre sus brazos. ¿Qué más necesitamos saber? Él está ahí, con nosotros, en nosotros, arriba y abajo, dentro y fuera, una nube de desconocimiento, un escudo para defendernos. Hace aproximadamente quince años, el año en que regresé de Chile, tuve una experiencia religiosa quizá insignificante. Me encontraba pasando la Pascua en St. Beunos, una casa de Ejercicios de los jesuítas en Welsh Hills, en cuyo cuarto de la limpieza anda escondido, según algunos, el espíritu de Gerard Manley Hopkins. Asistía yo al rito de la bendición, en que se expone la hostia consagrada en la custodia (un curioso artilugio dorado que imita un sol radiante). Mientras sonaban las campanillas y ascendía el humo del incienso iluminado por la luz vespertina, yo miré, como suelen hacer los católicos, en abstraída admiración, la pequeña hostia en su estuche dorado. Entonces sucedió algo extraño, pues me di cuenta de que no podía sostener la mirada. Me sentí cegada y me vi obligada a bajar los ojos, pues, fuera lo que fuese, aquello era demasiado brillante, demasiado impresionante para mirarlo. Eso fue todo. Ni voces ni visiones; sólo un sentimiento de temor y de asombro, una deslumbrante oscuridad en una tarde de primavera. A veces me pregunto si la cruz es así. El sufrimiento extremo, como la ejecución del niño de Auschwitz, es también demasiado impresionante, demasiado terrible, demasiado sagrado para que lo contemplemos. Queremos mirar a otra parte, marchar a algún lugar donde nos sintamos seguros, en vez de postrarnos a los pies de Dios. ¿Es esto lo que los artistas medievales trataban de expresar con las cruces que sostienen al Cristo triunfante 145

y resucitado? ¿Es esto lo que quiere darnos a entender The Dream of the Rood?' «Escucha, que quiero contarte un maravilloso sueño que tuve una vez a altas horas de la noche, cuando toda alma viviente estaba profundamente dormida. Me pareció contemplar, resplandeciendo en el aire, una maravillosa cruz de madera que irradiaba en su entorno los más brillantes rayos. Y era aquel bendito signo un prodigio de oro y de rutilantes rubíes, uno en cada uno de los brazos —cuatro, como los puntos cardinales—, y otro más que resplandecía en el centro. La cohorte de los ángeles lo contemplaba todo, tan hermoso como Dios lo había decretado; y no eran odiosos patíbulos lo que los ángeles veían, sino las almas santas, los hombres de la tierra y todas las cosas creadas por Dios. El glorioso árbol apareció ante mí cubierto de solemnes vestiduras, suntuosamente resplandeciente, radiante de riquísimo oro y de regios rubíes, engalanando de gloria el árbol del Todopoderoso. Y, sin embargo, a través de tanto esplendor, podía yo ver sus agonías de tanto tiempo atrás, cuando de pronto comenzó a sangrar por su costado derecho.

1. «The Dream of the Rood», en A Christian's Prayer Book, Jackman.

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Ante tan extraña y hermosa visión, yo me sentía abrumado de tristeza y de miedo. Me pareció que el signo cambiaba, con inusitada rapidez, tanto de atavíos como de color: a veces todo rojo, cubierto de torrentes de sangre; otras, plagado de tesoros». Pude vislumbrar esta paradójica naturaleza de la cruz un atardecer en la abadía de Ampleforth, donde pasé dieciocho magníficos meses tratando de ser monja. Me encontraba sentada a solas en la iglesia abacial, mirando la imponente y oscura cruz suspendida al otro lado del crucero, cuando sentí que mi mirada era atraída, más allá de la cruz, por la luz que había tras ella. Era como si yo pretendiera centrar en la cruz mi mirada y, sin embargo, ésta se viera irresistiblemente atraída por la luz. Creo que lo mismo ocurre, o debería ocurrir, con el sufrimiento. Si tuviéramos el valor y la serenidad de mantenernos alerta, de mirar a la cara a un niño moribundo, de mirar al corazón del dolor, nuestra mirada sería atraída, más allá de la sangre, las lágrimas y el vómito, por la luz de Cristo resucitado. Ésta es, naturalmente, una visión teológica, la visión retrospectiva de un espectador, únicamente posible desde una cierta distancia. Pero cuando estás dentro, te sientes cegado por la cercanía del patíbulo, de la negra madera, ahogado por la inmunda mordaza que atenaza tu boca. Así es el sufrimiento. Y es propio de su esencia que el que sufre esté en la oscuridad, que no parezca haber salida ni luz al final del túnel. Entonces, lo único que podemos hacer es rezar como Anna: «Te pedimos que nos conserves la fe, y nos tengas contigo, sosteniendo nuestras manos mientras lloramos, dándonos fuerzas para seguir y mostrándonos las luces a lo largo del camino para hacernos nuevos» Anna McKenzie 147

¿Tomó Dios a Ita de la mano en aquella furgoneta? Seguramente. Pero ¿lo sintió ella? No lo sé. Quizás era necesario que participara en el terror del pueblo al que servía, para completar los sufrimientos de monseñor Romero, que tan repentina como suciamente fue asesinado ante el altar de Dios. Una vez más, volvemos al arzobispo, al bondadoso pastor que aprendió que la Iglesia está llamada a sumergirse en el mundo, y que el pastor debe compartir el destino de los pobres: «Cristo nos invita a no temer la persecución, porque —creedme, hermanos y hermanas— quienes se comprometen con los pobres han de correr la misma suerte que ellos. Y en El Salvador sabemos lo que significa correr la suerte de los pobres: desaparecer, ser encarcelado y torturado y ser encontrado muerto». Arzobispo Romero Perdónanos, Señor y Dios nuestro, porque no comprendemos tus caminos. ¿Cómo puedes permitir, Señor, las escandalosas, terribles y devastadoras cosas que le ocurren a tu pueblo? ¿Dónde estabas, Señor, cuando el volcán se abatió sobre aquella aldea mientras sus habitantes cenaban tranquilamente? ¿Habías salido a pasear? ¿Habías dejado el teléfono descolgado? ¿Dónde estás, Señor, cuando el atracador golpea a una anciana y le abre la cabeza en dos? ¿No la oyes cómo invoca tu nombre implorando piedad? ¿Dónde estabas, Señor? ¿Dónde estás?

15 s

Ultimas palabras

Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen Lucas 23,34

Cuando estuvo firmemente clavado a la cruz, los soldados levantaron con gran esfuerzo a Jesús para que todo el mundo lo viera. Debió de ser una amarga visión, y podemos contemplarlo en las extrañas y proféticas palabras del «Cuarto Cántico del Siervo»: «He aquí que prosperará mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera. Así como se asombraron de él muchos -—pues tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre...»1 Lo vemos también en la gente del Viernes Santo, esos hombres y mujeres de dolores, familiarizados con el sufrimiento: «...el tercer cuerpo aún se movía; al ser tan liviano, el niño todavía estaba vivo... Por más de media hora estuvo allí, luchando entre la vida y la muerte, muriendo con lenta agonía ante nuestros ojos. Y nosotros teníamos que mirarle a la cara...» Elie Wiesel, Noche Auschwitz, esa monstruosa blasfemia, está ahora vacío;

1. Is 52,13.14.

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es como una tumba a la vez santificada y profanada, un terrorífico monumento a la locura que puede estallar en una sociedad civilizada. Con los judíos, recordamos con vergüenza y terror a los hombres, mujeres y niños que murieron en la horca, en las cámaras de gas o, callada y desesperadamente, por falta de comida. «Recordamos a nuestros seis millones de muertos, que perecieron cuando la locura recorrió el mundo y el mal anidó en la tierra. Recordamos a aquellos que conocimos y a aquellos cuyo nombre se perdió. Lloramos por todo lo que murió con ellos; su bondad y su sabiduría, que podrían haber salvado al mundo y sanado muchas heridas. Lloramos por el genio y la agudeza que desaparecieron, por el saber y la risa que se perdieron. El mundo se ha convertido en un lugar más pobre, y la desolación invade nuestros corazones cuando pensamos en el esplendor que podía haber sido. Tenemos una deuda de gratitud por su ejemplo de honestidad y de bondad. Son como velas encendidas en la oscuridad de aquellos años, y en su luz conocemos lo que son la bondad... y el mal». Oficio en memoria de los Seis Millones Libro judío de oraciones Auschwitz está vacío, pero el Hijo del Hombre es continuamente crucificado, y la terrible danza continúa: «Conservo otras dos imágenes de Víctor en el estadio, dos testimonios más... un mensaje que me entregaron quienes estuvieron junto a él por unas horas, abajo, en los vestuarios convertidos en cámaras de tortura, un mensaje de amor para sus hijas y para mí... Tras ser públicamente maltratado y golpeado una vez más, el oficial apodado 'el Príncipe' le gritó al borde de la histeria, perdido el control de sí mismo: '¡Canta ahora si puedes, bastardo!'» Y cantó, tras cuatro días de tortura y privaciones. Víctor Jara alzó su voz para cantar por última vez un verso de

2. Joan JARA, op. cit.

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«Venceremos», el himno del gobierno de Unidad Popular de Allende. «¡Venceremos, venceremos! Mil cadenas habrá que romper, ¡Venceremos, venceremos! La miseria sabremos vencer». Lo que costó a Víctor cantar esa su última canción no lo sabremos nunca, pues inmediatamente después se lo llevaron a rastras para matarlo. Hay un terrible patetismo en las últimas palabras de los que mueren, una urgencia y una desnudez que nos obligan a escuchar a cualquier precio. El gran milagro es, para mí, el sorprendente desinterés con que tanta gente afronta la muerte: sus últimos pensamientos están siempre dedicados a las personas que aman y a los valores por los que han vivido y han muerto. Así, las últimas palabras de Víctor fueron para su mujer, Joan, y sus hijas, y luego para el pueblo de Chile: un mensaje de esperanza incorporado a su versión final de Venceremos y a su último poema, sacado clandestinamente del estadio tras su muerte: «¡Cuánto horror crea la cara del fascismo! Ejecutan sus planes con la precisión de un bisturí. Nada les importa. Para ellos, la sangre significa medallas, y matar es un acto de heroísmo. Oh Dios, ¿es éste el mundo que has creado? ¿Para esto tus siete días de asombro y de trabajo? Somos diez mil manos que nada pueden producir. ¿Cuántos somos en todo el país? La sangre de nuestro Presidente, nuestro compañero, golpeará de nuevo con más fuerza que las bombas y las ametralladoras. ¡Nuestro puño volverá a golpear!» Víctor Jara: su última canción, escrita en el estadio, Chile, septiembre 1973 151

(Qué quiso decir Víctor con estas palabras: «¿La sangre de nuestro Presidente golpeará de nuevo con más fuerza que las bombas y las ametralladoras?» ¿Pudo ver, en medio del terror y el sufrimiento que le rodeaban, que el amor del pueblo de Chile debería sin duda triunfar sobre el odio del momento? Estoy segura de que sí. Como el arzobispo Romero, supo que el amor por el que había dado su vida era una llama que no podía ser extinguida. Como el arzobispo, podía haber dicho: «como cristiano, no creo en muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. No estoy alardeando o diciendo esto por orgullo, sino con toda la humildad de que soy capaz»3.

Esta certeza de que el espíritu sobrevivirá, ese espíritu que sostiene a quien agoniza, no nos protege del miedo y la desolación. No protegió a Jesús y no nos protegerá a nosotros. Cuando Jesús agonizaba, luchó por articular su legado final para aquellos a quienes amaba. Tras decir a Juan que cuidara de su madre y prometer al buen ladrón que aquel mismo día estarían juntos en el paraíso, pareció sentirse abrumado por la angustia y exclamó: «Eli, Eli, lama sabachthanü», es decir, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Los expertos nos tranquilizan diciéndonos que se trata de un grito de angustia, pero no de desesperación, pues se trata del verso inicial del Salmo 22, donde el salmista, tras dar libre curso a su desolación, proclama una vez más su fe en el Señor: «Tú inspiras mi alabanza en la gran asamblea, cumpliré mis votos delante de tus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse, y alabarán al Señor los que lo buscan: ¡no perdáis nunca el ánimo!»5

3. Arzobispo ROMERO, en una entrevista concedida a un periódico mexicano en febrero de 1980. 4. Mt 27,45-47. 5. Salmo 22,25-26.

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¿Habría cantado esto Jesús si hubiera tenido fuerzas para continuar? No podemos saberlo, pues murió con las primeras palabras en sus labios: «Dios mío, Dios mío, por qué me abandonas? No te alcanzan mis clamores ni el rugido de mis palabras; Dios mío, de día te grito y no respondes; de noche, y no me haces caso» . Me resulta consolador este angustioso grito de Jesús, pues ése es el mundo con el que yo estoy familiarizada, un mundo en el que el poder protector de Dios se ve con frecuencia completamente oscurecido por el humo de los crematorios de Auschwitz. No podíamos esperar que el hijo de Dios lo tuviera más fácil que su pueblo, pues como dice Dorothy Sayers: «Por alguna razón, Dios decidió hacer al hombre como es, limitado y sufriente, sujeto al dolor y a la muerte, y tuvo la honestidad y el valor de tomar su propia medicina. Sea cual sea el juego al que juega con su creación, él respeta las normas y juega limpio. Él no puede sacar nada del hombre que no haya sacado nada de sí». Dorothy Sayers, Creed or Chaos Mucho más importante, sin embargo, que las últimas palabras de Jesús consolando a su madre o su desamparo personal, es la forma en que pidió por sus verdugos: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Este ruego me parece completamente sorprendente. Jesús, desnudo y maltratado, cansado, asustado y a punto de ser ejecutado, implora por sus perseguidores. No implora ser liberado, ni pide fuerzas para afrontar la muerte, sino que sus verdugos sean perdonados. Como un asistente social que implora el perdón para un delincuente juvenil, Jesús arguye ante el juez: «ya lo ves, Señor, no son responsables, no sabían lo que hacían».

6. Salmo 22,1-2.

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Necesitamos reflexionar larga y serenamente sobre la forma de perdonar de Jesús, pues no es algo que a nosotros nos brote espontáneamente. Nuestros instintos sintonizan mucho más con la antigua ley: «ojo por ojo, diente por diente». Queremos matar a los bastardos, azotar a los ladrones, castrar a los violadores, colgar a los asesinos, torturar a los terroristas y hacer todas estas cosas, y más, a esos monstruos que abusan y matan a niños pequeños. Pero el mensaje del Evangelio es desconcertantemente claro. Las últimas palabras de Jesús no fueron las piadosas incoherencias de un santo delirio entre el dolor y el agotamiento, sino una simple afirmación de cómo creía que debían ser tratados los pecadores. Vemos esta enseñanza más clara en el Sermón de la montaña: «Pero, en cambio, a vosotros que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A todo el que te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Así pues, tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Si queréis a los que os quieren, ¡vaya generosidad! También los descreídos quieren a quien los quiere... ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada: así tendréis una gran recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bondadoso con los malos y desagradecidos». Ahí lo tenemos, sin ambigüedad alguna: «amad a vuestros enemigos. Haced el bien a los que os odian». No tiene sentido, ¿verdad? No es natural. Pero aún hay más: «Sed generosos como vuestro Padre es generoso. Además, no juzguéis y no os juzgarán; no condenéis y no os condenarán; perdonad y os perdonarán; dad y os darán: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis la usarán con vosotros» Esto me parece muy difícil de aceptar. ¿Debemos realmente tomarlo en serio? Creo que sí. Pero, si lo tomamos 154

en serio, ¿cómo plasmarlo concretamente en nuestras vidas? Pondré un ejemplo: un gran país, dirigido por un poderoso y carismático líder, invade un pequeño país y se lo anexiona, porque el control sobre ese territorio le proporciona una salida al mar. ¿Qué puede hacer el pequeño país? ¿Se tumbará en el suelo gimoteando como un perro, diciendo: toma también mi túnica? ¡Seguro que no! Quizá, entonces, Jesús no estaba hablando de países, sino de individuos. Tomemos un ejemplo diferente. Dejo mi coche en el aparcamiento de la estación y me voy a Londres. Cuando regreso, el coche ha sido forzado y me han robado varias cosas, incluyendo mi jersey favorito azul marino. Nunca lo he vuelto a ver; pero, si lo viera, estoy segura de que exigiría que me lo devolvieran. Pero yo tengo ya un indecente número de jerséis azul marino: quizá la persona que me birló éste lo necesitaba. Pero supongamos que, para tener dónde guardar el jersey, se hubiera llevado también el coche: ahora el asunto es distinto. Tengo un solo coche y lo necesito y no puedo permitirme el lujo de comprar otro. ¿Depende mi actitud, entonces, de lo que me hayan y de quién me lo haya robado? No lo sé; y tampoco lo sabe ninguna de las personas a las que se lo he preguntado. Un teólogo decía que esas instrucciones eran los criterios de «el Reino», ese fascinante y escurridizo concepto, lugar, modo de vida, del que siempre está hablando Jesús. La mayor parte de nosotros, decía mi amigo, vivimos con un pie en el Reino y otro en el mundo. Algunos, sin embargo, viven con los dos pies en el Reino, y quizá terminan como mártires. Pensemos en el arzobispo Romero y en las Hermanas de Maryknoll de El Salvador. Tenían los dos pies en el Reino. Vivían inmersos en un mundo de violencia y, sin embargo, su única respuesta a ello era seguir amando, practicando el camino de la no-violencia. Sabemos adonde les llevó esa actitud. Pero sabemos también el poder de sus vidas, el poder de aquellas pequeñas llamas de amor que, como alegres velas de cumpleaños, son imposibles de apagar: 155

«Pero, aunque el odio ascienda en envolvente llama con cada nueva opresión, pronto muere. Se hunde tan rápidamente como lo vimos surgir, mientras que la pequeña y constante luz del amor sigue ardiendo inconmovible. Y es que, aunque el amor sea débil y el odio intenso, sin embargo, el odio es breve, y el amor muy largo». Mi libro de citas está lleno de frases como ésta, recogidas de todas partes. Mis favoritas son los proverbios judíos oídos por la radio: «Debemos enfrentarnos al odio extravagante e irrazonable con un extravagante e irrazonable amor». Lo que se nos está diciendo es que debemos amar como Dios: incondicionalmente, indiscriminadamente y para siempre. Juan de la Cruz sabía todo acerca del amor de Dios: «Y donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor». Estupendo; pero yo prefiero la muy pragmática modificación del aforismo del idealista carmelita por un pragmático dominico que trabajaba en los Campos de Paz en Israel. «Donde no hay amor —decía—, pon amor, y alguien sacará amor». Eso tiene más sentido para mí. Debemos tener fe ciega para la compasión y el perdón; pero debemos ser perfectamente conscientes de que podemos no vivir para ver el fruto producido por el árbol que hemos plantado. Pero la compasión y la no-violencia dan su fruto: de eso estoy segura. Quizá sería más acertado decir que la compasión y la resistencia no-violenta a la agresión son el fruto: frutos del espíritu, dones libres de Dios. Creo también estar segura de que el perdón no es tanto una virtud que estamos llamados a practicar cuanto un don que debemos pedir. Es demasiado, en el orden natural de las cosas, pedir a una madre que perdone al hombre que ha violado y asesinado a su hija. Y, sin embargo, ese perdón se otorga. Un hombre cuya hija murió en sus brazos, tras la explosión de una bomba en un atentado terrorista, asombró al mundo declarando que perdonaba a sus asesinos. También yo tengo experiencia de ese don, pues lo conocí en el momento en que perdoné a mis torturadores. Pude decir sin ningún esfuerzo: «Señor, perdónalos». Pero no 156

siempre ha sido así. Muy recientemente, tras haber sido herida por alguien, me sentí poseída por el encono, pidiendo venganza. Sabiéndome enferma, salí en busca de ayuda, como un perro sale a comer hierbas. Tras haber soltado todo el enojoso asunto al sacerdote al que consulté, éste me dijo muy tranquilamente: «Creo que lo único que puedes hacer es rezar para que se te conceda la capacidad de perdonar». Así lo hice, con muchas y amargas lágrimas, hasta que finalmente pude ver la situación con la suficiente claridad para dejar a un lado mi cólera y restablecer el diálogo con mi antiguo enemigo. No puedo decir que llegara tan lejos como para poner la otra mejilla, pero al menos enfundé mi espada, en lugar de incrustarla en algún lugar anatómicamente conveniente. Fue positivo para mí experimentar odio, pues me enseñó que mi poder de perdonar no es una virtud que brote de mí, sino puro don. Ahora sé que no puedo exigir que mi hermano perdone a su perseguidor. No puedo darles un coscorrón, como si fueran niños que se han peleado, y obligarles a que se den un beso y hagan las paces. Sólo puedo derramar mi amor sobre ellos, enterrarlo como una semilla en la tierra seca y esperar que brote el fruto, con la seguridad y la esperanza firmes de que quien es perdonado queda liberado, en virtud de ese mismo perdón, para amar. Y cuando alguna vez me pregunto si, como los asistentes sociales, no habré llevado el perdón demasiado lejos, recuerdo estas palabras de un clérigo Victoriano: «Es la clemencia de Dios tan ancha '.jomo es el mar; tan benigna es su justicia que es aún más que libertad. Al pecador siempre acoge y al bien su gracia le abre: el Salvador es clemente y es sanadora su sangre. Es su amor más grande y fuerte de lo que pensar podemos, 157

y excede toda medida el corazón del Eterno. Pero su amor estrechamos con nuestro estrecho pensar, y un rigor le atribuimos que no ha de tener jamás. Con amar más simplemente y fiarnos de su palabra, brillarían nuestras vidas perpetuamente y sin mancha». F.W. Faber, 1802 No estoy tan segura acerca de la perpetuidad de ese brillo, pero sí lo estoy de que hacemos su amor demasiado estrecho con nuestras propias y mezquinas limitaciones. Enséñanos, Señor, a perdonar: a escudriñar los corazones de quienes nos hacen daño, para poder vislumbrar en esas aguas oscuras y estancadas no sólo el reflejo de nuestro propio rostro, sino también del tuyo.

16 Viernes Santo

Sigue cayendo la lluvia —oscura como el mundo del hombre, negra como nuestra perplejidad— ciega como los mil novecientos cuarenta clavos sobre la cruz. Edith Sitwell, Still Falls the Rain

A las tres en punto de la tarde de un viernes murió Jesús de Nazaret, clavado en una cruz, en una colina a las afueras de Jerusalén. Desde el punto de vista histórico, su muerte fue un hecho irrelevante: la ejecución de un hombre bueno que se había convertido en una amenaza para la seguridad del Estado. Vista de este modo, la muerte de Jesús es una más entre los millares de muertes de este tipo, y tiene su paralelo en la muerte de muchos de los componentes de mi «gente del Viernes Santo», hombres y mujeres como Rutilio Grande, monseñor Romero, Ita Ford y Jean Donovan. Es importante, si queremos sacar alguna enseñanza de la sórdida y terrible muerte de Jesús, contemplarla de dos formas: como la muerte de Jesús el hombre, una más en la historia de la humanidad, y como la de Jesús el Cristo, el Hijo de Dios. Si no lo hacemos así, corremos el riesgo de caer en una de estas dos trampas: o desesperar por la atrocidad de todo ello o, peor aún, llegar a la glorificación del sufrimiento. Miremos por un momento la realidad de la muerte, en la medida en que nos es accesible, y luego, conteniendo metafóricamente la respiración, demos un colosal salto de

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fe hasta el corazón del misterio en el que, nos guste o no, estamos implicados. Primero lo conocido: Como médico de hospital estoy familiarizada con la muerte, y la muerte de los demás no me produce terror, pues sé por qué y cómo muere la gente y he sido testigo de muchas muertes. Hombres, mujeres y niños mueren cuando uno de los elementos vitales de su «maquinaria de relojería» resulta irreparablemente dañado. El corazón puede detenerse porque su músculo está deteriorado, y el cerebro morirá en pocos minutos al verse privado de oxígeno. Puede, naturalmente, suceder a la inversa: el cerebro queda herido por un trauma o una enfermedad, y los mensajes vitales al corazón y a los pulmones dejan de ser enviados. Todo este conocimiento es fascinante para los médicos y les ayuda a «manejar» la muerte, pues nos protege de algún modo contra las agobiantes implicaciones emocionales y filosóficas de la cesación de la vida personal. Cada persona encuentra la muerte en su propio camino. Para el arzobispo Romero, la muerte vino repentinamente cuando, el 24 de marzo de 1980, fue tiroteado en el altar al terminar la homilía de una misa celebrada en el aniversario de la madre de un amigo. Leyó el Evangelio de san Juan que habla de cómo el grano de trigo debe morir: «Ha llegado la hora de que se manifieste la gloria de este Hombre. Sí, os lo aseguro, si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda infecundo; en cambio, si muere, da fruto abundante»1. Habló durante diez minutos de la difunta y de lo que había sido su vida, y luego, volviendo al tema del grano de trigo, dijo: «Esta santa misa, esta Eucaristía, es un acto de fe. Por la fe cristiana sabemos que en este momento la hostia se transforma en el cuerpo del Señor, que se ofrece a sí mismo para la redención del mundo, y que en este cáliz el vino se transforma en la sangre que era el precio de la

1. Jn 12,23-54.

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salvación. Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los seres humanos nos sirvan de alimento, a fin de que podamos dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para sí mismo, sino para enseñar la justicia y la paz a nuestro pueblo. Unámonos íntimamente en fe y esperanza en este momento para rogar por doña Sarita y por nosotros mismos». Y entonces sonó el disparo. ¿Oí un disparo cuando estaba sentada rezando con un amigo en Santiago? Quizá son los gritos lo que recuerdo. O quizá vinieron tan juntos que se oyeron a la vez. Sólo recuerdo que había un ruido terrible y que mi corazón quedó en suspenso y me sentí mal y con miedo. Recuerdo también la imagen de la figura desplomada en el suelo y un charco de sangre haciéndose cada vez mayor; yo me arrodillé junto a él, impotentemente, viendo cómo enrojecían sus ropas y se alteraba su respiración. Le dispararon a la cabeza y cayó al suelo tras el altar, a los pies del gran crucifijo. Perdió inmediatamente la consciencia. «La sangre estaba enrojeciendo la casulla violeta y el alba blanca; le llevaron de la capilla a una pequeña furgoneta que había fuera. Desde allí, calle iv%o, en cinco minutos, al Hospital Policlínico. En la sala de urgencias fue colocado en una mesa, inconsciente... la enfermera de servicio buscó la vena en el brazo para hacerle una transfusión... A los cinco minutos, dejaba de jadear: había muerto»'. Era la vigilia de la fiesta de la Anunciación, la celebración del «fiat» de María, su «sí» a la llamada de Dios. Es el día que la gente elige para entrar en los conventos, para ordenarse o para hacer sus votos; así pues, es quizá un día adecuado para morir. Una y otra vez nos encontramos enfrentados a la doble realidad de la muerte: la confusión,

2. BROCKMAN, Romero. A Life, Orbis Books, Maryknoll, NY.

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la tragedia, la violencia, la absoluta maldad de todo ello y, a la vez, el lado misterioso, la profunda realidad mística, la asombrosa belleza de una muerte en la que un ser humano da su vida por otro. T.S. Eliot refleja esto en el sermón de Thomas Becket del día de Navidad en Asesinato en la catedral, donde llama nuestra atención sobre el curioso hecho de que la fiesta del primer mártir, san Esteban, venga inmediatamente después del día de Navidad. No es una casualidad que la Iglesia celebre estas dos fiestas, aparentemente independientes, una a continuación de otra, pues igual que celebramos y lamentamos el nacimiento y la pasión de nuestro Señor, de igual manera celebramos y lamentamos la muerte de un mártir. Lamentamos la pérdida de una persona que ha muerto y la violencia de quienes la han matado, al mismo tiempo que celebramos el hecho de que otra alma sea contada entre los santos. Recuerdo cuando, en diciembre de 1980, tomé conciencia de que la muerte de Ita Ford en El Salvador, como la de Romero, la de Policarpo, la de Thomas Becket, no sólo son dolorosas, sino que tienen también un lado asombroso. Siempre, absolutamente siempre, hay un doble conocimiento: el carnal y el místico. He visto repetidas veces en película la exhumación de la tumba de Ita y la terrible extracción de los cuerpos de las cuatro mujeres, con sus amigas horrorizadas, mientras las cuerdas se tensaban y eran sacados los cuerpos. Así participo, aunque sólo sea un poco cada vez, en la agonía de esas personas y en la experiencia de todos aquellos que deben identificar los restos de quienes aman, tres días después de su muerte. La insensatez de estas muertes resulta abrumadora: cuatro mujeres que fueron asesinadas porque se ocupaban de refugiados y de huérfanos y cuyo amor incondicional fue interpretado como sedición. Es ese amor incondicional, naturalmente, el que nos da la clave para la comprensión mística de esos momentos, pues en esos mártires captamos un destello de lo que significa ser santo. 162

Como el Becket de Eliot dice a su pueblo, no vemos al mártir como alguien asesinado simplemente por ser un buen cristiano, pues eso sería sólo causa de tristeza. Ni tampoco pensamos en él o en ella como un buen cristiano que ha ido al cielo, pues eso sería causa de alegría. No, nuestra tristeza y nuestra alegría son inseparables, pues el martirio es siempre designio de Dios y nace de su amor por su pueblo. El martirio no es nunca designio del hombre; el verdadero mártir es el que se convierte en instrumento de Dios, el que ha perdido su voluntad en la voluntad divina y ya no desea nada para sí mismo, ni siquiera la gloria de ser mártir. Por eso la Iglesia se entristece y se alegra al mismo tiempo, de una forma que el mundo no puede comprender. En anteriores capítulos he tratado de poner de manifiesto cómo algunos de los componentes de mi «gente del Viernes Santo» han «perdido» su voluntad en la voluntad de Dios, se han hundido en ella, no encerrándose en el desierto, sino «aprendiendo a vivir bajo las aguas», sumergiéndose en el dolor del mundo. El padre Daniel Berrigan, un jesuita que participa en los movimientos pacifistas de Estados Unidos, describe esta actitud de sumergirse en la voluntad divina, la forma de actuar del santo, de la forma siguiente: «Los santos no nacen como un fenómeno aislado, sino que sus rasgos y características son conformados en un molde común: la comunión de los santos. Y el santo, como miembro de la Iglesia, puede ser definido como alguien en quien la doble operación de conocimiento y amor de Jesucristo se ha manifestado de forma más gloriosa. Es el santo el que mejor conoce a Cristo, precisamente porque ese conocimiento, don de la gracia, se ha transformado instantáneamente en amor: conocimiento y amor han sido prensados por la angustia de vivir como un único fermento de vida». Me gusta esta imagen: un único fermento de vida, levadura, germen, para dar vida al pueblo aplastado por la opresión y la desesperanza. 163

«Con la gracia iluminando sus mentes y voluntades, la humanidad encuentra en ellos una nueva posibilidad. Es verdad que en algunos el conocimiento de las fuentes y el desarrollo del dogma, del esquema divino de las cosas, puede haber sido mínimo desde el punto de vista científico; pero su amor era siempre divinamente excesivo; es más, su conocimiento de la ciencia de la vida, su significado interior, tiene una certeza, una intensidad, una serenidad interna, que lo distingue como producto de la gracia. Porque conocen la vida humana, van sin miedo a cualquier parte; en la Iglesia, las paradojas de la gracia son algo común; el santo iletrado confundiendo a los doctores; el doctor en el andamio; el hombre o la mujer de extraordinario talento social encontrando su realización en la oscuridad contemplativa; el contemplativo dirigiendo una cruzada; el niño confundiendo al tirano; el anciano cantando una canción entre las llamas del martirio; el místico sentándose con príncipes; el príncipe con vestiduras de penitente; el ermitaño volviendo para poner orden en el reino». El arzobispo de derechas convirtiéndose en adalid de los derechos humanos; la rica y frivola americana cuidando huérfanos en El Salvador; la monja violada y asesinada en el interior de la furgoneta; el cantante chileno torturado por pedir en sus canciones, libertad para los pobres; la bailarina pidiendo, en sus últimas semanas de vida, comprensión para los que tienen SIDA... «En todos ellos ha florecido un principio divino: una lógica interna dirige las cosas hacia una solución divina; en todos ellos, la Iglesia está siendo mediadora de Jesús en la historia, está dando a luz, con una fecundidad verdaderamente divina, a los hijos e hijas que hacen presente a Cristo en el mundo». Dan Berrigan, The Bride Inseparable de ¡a aniquilación física y los elementos místicos de la muerte, hay otra dimensión vital: el dolor de los que quedan atrás. «Estaban junto a la cruz de Jesús su madre; la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdale164

na» 3 . Juan estaba allí también, y así lo vemos, en las representaciones del arte medieval, sosteniendo en sus brazos a la desolada María. El dolor de María es un tema favorito de pintores y poetas, pues constituye el arquetipo de todos aquellos que han perdido a un hijo. El poeta ruso Alexei Remizov escribió en 1928 un poema titulado La estrella de las estrellas, que él describe como «mi canción de amor para la Madre de Dios... nacido del sufrimiento de nuestro tiempo...» Alexei Remizov refleja el desasosiego de los arcángeles Gabriel, Miguel y Rafael cuando Dios trata de persuadirles de que anuncien a María la Pasión y muerte de su hijo: «Los arcángeles, los querubines y los serafines se llenaron de pavor: los poderes celestiales temblaron. Mudos de asombro, los ángeles que todo lo observan cerraron sus ojos. ¿Quién visitará a la Madre de Dios? ¿Quién le llevará tan terrible noticia? ¿Quién le anunciará la irrevocable voluntad del Dios Todopoderoso, que desde el principio condenó al Hijo?» Uno tras otro, todos son requeridos, y todos se sienten sin fuerzas para llevar a cabo la misión. «Con temor y temblor, recogidas sus blancas y resplandecientes alas la una sobre la otra, fluyendo las lágrimas de sus brillantes ojos...» ...los ángeles se mantienen en sus trece: llevar malas noticias no es su misión. Finalmente, es un pajarillo, un vulgar gorrión, el que, después de escuchar el celestial

3. Jn 19,25-27. 165

lamento, avisa a María de que va a pasar su hijo, camino del Gólgota. «Bajó el gorrión a la tierra, voló hasta la Madre de Dios, se posó en el alféizar de la ventana, inclinando su cabeza como un girasol, y comenzó a cantar. ¡Qué canto tan triste...!» La Madre de Dios alza sus ojos y, de pronto, ve el terrible rostro de Judas Iscariote, de pie junto a la ventana con su frenética y desesperada mirada. «La Madre de Dios se puso en pie, pero volvió a sentarse al llegar a la ventana, donde el desconsolado gorrión cantaba tristemente. La angustia la invadió, un horrible presentimiento la asaltó, y la Madre de Dios corrió hacia la puerta». Y allí, en la calle abarrotada de gente, ve a su hijo recorriendo lentamente el camino que lleva al Gólgota, lugar de la ejecución. «¿Quién consolará a una madre que ha perdido a su hijo? ¿Quién le dará refugio? ¿Quién la protegerá en la oscura noche del dolor? ¿A quién puede acudir? El gorrión, aterrorizado por el griterío, sale huyendo despavorido; los labios del discípulo amado están sellados por la pena. ¿Quién la consolará? Está absolutamente sola la Madre de Dios». El dolor, de la terrible manera en que sólo el dolor puede hacerlo, aumenta sin parar. La pérdida de un hijo no es un problema que pueda ser resuelto, algo a lo que pueda «darse carpetazo»; es una herida abierta, un cambio radical 166

de situación, una amputación que llega a cicatrizar, pero que nunca se cura del todo. «¿Quién consolará a una madre a la que le han arrebatado el hijo? ¿Quién le dará refugio? ¿Quién la protegerá en la oscura noche del dolor? Le dicen: 'Vete a casa'. ¿Quién va a llevarla a casa? ¿Quién va a acompañarla en su dolor? ¿Quién va a escuchar los gritos de su corazón?» Tal vez sea el dolor de los padres, la angustia de las viudas, lo peor de la muerte, porque, por más que creamos que «las almas de los justos están en las manos de Dios» y que «no los tocará el tormento» , el dolor permanece, y los corazones quedan atravesados por una espada que aviva la herida con cada recuerdo, por pasajero que sea. «Pálida y delgada como un abedul, la Madre de Dios, inclinada sobre la roca que había a los pies de la cruz, pedía y suplicaba que la dejaran morir. Incapaz de hacer frente a nada ni a nadie, ni siquiera tenía ganas de levantarse: el corazón de la Madre de Dios era una pura desolación. Consumido por la angustia, cual carbón al rojo vivo, su corazón está asolado, y su espíritu extinguido: '¡Soy la más afligida de las madres! ¡Soy la más triste de las criaturas de la tierra!'» Alexei Remizov, The Star of Stars

4. Sab3,l.

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Te rogamos, Señor, por los que lloran: padres e hijos, maridos y amantes, amigos y vecinos... Sé benévolo con ellos en su dolor, muéstrales cuan profundo es tu amor, déjales vislumbrar el Reino de los cielos. Ahórrales el tormento de la culpa y la desesperación y no los abandones mientras lloran junto a la tumba vacía.

17 «Las tinieblas cubrieron la tierra»

La clara luz del día se ennegrecía, ¡el sol expiraba! En la negrura aparecieron las estrellas, que destellaban como esmeraldas. Se oyó entonces un fragor como de trueno, y las estrellas desaparecieron. Desconsolada, se esfumó la luna. Tembló la tierra. Hirvieron los mares, los lagos y los ríos. Se estremeció la hierba del campo. Crujió el roble. Se cuartearon los bosques. Cayeron la flor del manzano y la espiga del abedul. Se quebró la cepa seca... Postrada, con los brazos extendidos de par en par —un tizón ardiente en medio de un trigal—, la Madre de Dios yace a los pies de la cruz. Alexei Remizov, The Star of Stars

Había pensado, ingenua de mí, escribir de una manera clara y concisa sobre el misterio de la muerte de Jesús; pero, llegado el momento, no sé por dónde empezar. Tal vez sea así como funciona la teología; tal vez sea esto lo propio de los misterios; es algo parecido a lo que ocurre con una vidriera, con un cuadro, con un poema, con un centón (una de esas mantas hechas de retales), con una alfombra persa...: hay una orgía de colores, un diseño brillante..., pero no hay una forma obvia y evidente de «entrar» en ellos. He llegado a sentirme a la vez hechizada 168

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y confundida por este particular misterio, moviéndome hacia atrás y hacia adelante entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre los textos canónicos y los apócrifos, entre la liturgia romana y l a bizantina..., hasta acabar totalmente aturdida y exhausta. Lo único que puedo hacer es escoger un solo hilo, seguirlo poco a poco y ver adonde me conduce. Permítaseme, pues, empezar por Juan, cuyo relato de la muerte de Jesús es sorprendentemente breve: tras haberle dado a beber vinagre, Jesús dice: «Todo está cumplido». Luego inclina su cabeza y muere. Eso es todo. Y supongo que fue así como ocurrió. Juan estaba allí y vio lo sucedido. Así es a menudo la muerte: un desaparecer tranquilamente; por eso cuesta comprender que lo que un minuto antes era un ser humano vivo se haya convertido en un simple cuerpo inerte. Sin embargo, los evangelios sinópticos, y especialmente Mateo, tienen mucho más que decir, y de su descripción nació una asombrosa y bellísima tradición que se reflejó en la liturgia y en el arte cuando los cristianos, con el paso de los años, se esforzaron por dar sentido a la más profunda realidad de su fe: la muerte y resurrección del Hijo de Dios. Pasemos ahora a Mateo, que ve la escena de forma mucho más dramática: «Desde el mediodía hasta la media tarde, toda aquella tierra estuvo en tinieblas» . ¿Cómo debemos interpretar esta descripción? ¿Hubo una tormenta, un eclipse, o es que el evangelista habla simbólicamente? Lo más probable es que Mateo utilice las «tinieblas» como imagen para referirse a la espantosa realidad de lo que estaba sucediendo, aunque en el Evangelio de Pedro (5,15-20), leemos: «Era mediodía, y la oscuridad se extendió por toda Judea... Y muchos andaban con lámparas, pensando que era de noche»2. Y hay más: «Entonces el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se

1. Mt 27,45. 2. Evangelio de Pedro 5,15-20.

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rajaron, las tumbas se abrieron, y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron; después que él resucitó, salieron de las tumbas, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos» . ¿Qué podemos hacer con todo esto? Quizá debiéramos evitar la tentación de preguntar: «Sucedió realmente así?» y, en lugar de ello, preguntar: «¿Qué quiere insinuar Mateo?; ¿qué está tratando de decirnos?» Y quizá también: ¿Qué uso hizo de todo esto la Iglesia primitiva? Fijémonos en el velo del templo. Aquí debemos retrotraernos al Éxodo, cuando Yahvéh hace una Alianza con Moisés y viene a vivir entre el pueblo de Israel: «El Señor dijo a Moisés: 'Sube hasta mí, al monte, que allí estaré yo para darte las tablas de piedra con la ley y los mandatos que he escrito para instruirlos'. Se levantó Moisés y subió con Josué, su ayudante, al monte de Dios; la nube lo cubría y la gloria del Señor descansaba sobre el monte Sinaí, y la nube lo cubrió durante seis días. Al séptimo día llamó a Moisés desde la nube. La gloria del Señor se apareció a los israelitas como fuego voraz sobre la cumbre del monte. Moisés se adentró en la nube y subió al monte, y estuvo allí cuarenta días con sus noches» . Cuarenta días y cuarenta noches pasó Moisés «de retiro» con Yahvéh, los mismos que debería pasar Jesús en el desierto como preparación para su misión. Durante ese tiempo, Yahvéh, al parecer, dio instrucciones a Moisés para la construcción del santuario, su futura morada, y sobre cómo debía ser adorado. En el centro del santuario estaría colocada el arca, una caja de madera de acacia, chapada en su interior en oro puro, que debería contener las dos tablas de piedra en las que estarían escritos los mandamientos de Dios a su pueblo. En lo alto del arca deberían colocar una placa de oro: «Cubrirás el arca con

3. Mt 27,51-53. 4. Ex 24,12-18. 171

la placa, y dentro de ella guardarás el documento de la alianza que te daré. Allí me encontraré contigo, y desde encima de la placa, en medio de los querubines del arca de la alianza, te diré todo lo que tienes que mandar a los israelitas» . Yahvéh le hizo saber también cómo el arca, con su precioso contenido, debía ser colocada en un tabernáculo, una tienda grande y hermosa, dividida en dos compartimentos, una especie de cámara interior y otra exterior. El arca sería colocada en el santuario interior, el Santo de los Santos, oculto a la vista por un espléndido velo: «Harás una cortina de púrpura violácea, roja y escarlata y lino torzal, y bordarás en ella querubines» . Por fin todo estuvo listo, y Yahvéh vino a tomar posesión de su santuario. «Entonces la nube cubrió la tienda del encuentro, y la gloria del Señor llenó el santuario. Moisés no pudo entrar en la tienda del encuentro, porque la nube se había posado sobre ella, y la gloria del Señor llenaba el santuario»7. Y así vino a vivir Yahvéh entre el pueblo de Israel; los israelitas se convirtieron en su pueblo, y él en su Dios. Y de un modo lento, pero seguro, los condujo a través del desierto: «Cuando la nube se alzaba del santuario, los israelitas levantaban el campamento en todas las etapas. Pero cuando la nube no se alzaba, los israelitas esperaban hasta que se alzase. De día, la nube del Señor se posaba sobre el santuario; y de noche el fuego, en todas sus etapas, a la vista de toda la casa de Israel» . Por fin, cuatrocientos ochenta años después de la salida de Egipto, el rey Salomón (siguiendo los pasos de Moisés como guía del pueblo de Israel) comenzó a construir en Jerusalén un templo de Yahvéh. Era un gran templo, cons-

5. 6. 7. 8.

172

Ex 25,22. Ex 26,31. Ex 40,34. Ex 40,36-3.8.

truido en piedra y madera de cedro, y «el camarín, en el fondo del templo, lo destinó para colocar allí el arca de la alianza del Señor» . Y Yahvéh pasó a vivir en el templo, en el Santo de los Santos, tras el velo sagrado, y prometió a Salomón: «si caminas según mis mandatos, pones en práctica mis decretos y cumples todos mis preceptos... habitaré entre los israelitas y no abandonaré a mi pueblo Israel» . Cuando el rey Salomón hubo terminado su proyecto de construcción (el templo, su propio palacio y todo lo demás), Yahvéh se le apareció por segunda vez con una promesa y una advertencia: «Consagro este templo que has construido, para que en él resida mi Nombre por siempre; siempre estarán en él mi corazón y mis ojos... Pero si vosotros o vuestros hijos apostatáis o no guardáis los preceptos y mandatos que os he dado, y vais a dar culto a otros dioses y los adoráis, borraré a Israel de la tierra que yo le di, rechazaré el templo que he consagrado a mi Nombre, e Israel será el refrán y la burla de todas las naciones»11. Salomón murió hacia el año 931 antes del nacimiento de Jesús, pero el templo seguía siendo el lugar sagrado de los judíos, el lugar en el que moraba y era adorado Yahvéh. El Arca de la Alianza continuaba en el Santo de los Santos, oculta a los ojos de todos, salvo del sumo sacerdote, por el velo del templo. Así, cuando Mateo dice que «el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo», no es sorprendente que añada que la tierra tembló y que las tumbas se abrieron, pues estaba haciendo una terrible afirmación: que el viejo culto mosaico quedaba abolido y que Yahvéh ya no seguiría viviendo en el templo.

9. 1 Re 6,19. 10. 1 Re 6,12-13. 11. 1 Re 9,3.6-7.

173

Es el final de la vieja ley. Yahvéh ha hecho un nuevo pacto con su pueblo; él y su Hijo han puesto su casa, no en una tienda ni en un templo, sino en los corazones de los hombres y mujeres corrientes y vulgares. El tema del velo y la nueva alianza es recogido y elaborado en la Carta a los Hebreos, escrita probablemente unos cuarenta años después de la muerte de Jesús. El autor ve a Cristo como «sumo sacerdote de los bienes definitivos, mediante el tabernáculo mayor y más perfecto» 12 . A diferencia de los sacerdotes de la antigua ley, que tenían que ofrecer sacrificios una y otra vez para pedir perdón por sus pecados y los de su pueblo, Cristo, el gran sumo sacerdote, se había ofrecido a sí mismo como perfecto sacrificio a Dios. «De hecho, su manifestación ha tenido lugar una sola vez, al final de la historia, para abolir con su sacrificio el pecado» . El tema de Cristo como sumo sacerdote que se habría sacrificado a sí mismo por nuestros pecados es un tema central en la liturgia del Viernes Santo, tanto en el rito romano como en el bizantino, desarrollándose en ambos en Maitines y en la Liturgia de la Palabra. Es en el servicio de la tarde del Viernes Santo donde encontramos la imagen maravillosamente consoladora de Cristo como un hombre como nosotros. Verdaderamente, él es un sacerdote, el sumo sacerdote, pero fue elegido de entre el pueblo, carne de nuestra carne, espíritu de nuestro espíritu. «Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno probado, en todo igual que nosotros, excluido el pecado» 4. No hemos de temerlo a causa de su estatuto sacerdotal; así que «acerquémonos, por tanto, confiadamente al tribunal de la gracia para alcanzar misericordia y obtener la gracia de un auxilio oportuno» .

12. 13. 14. 15.

174

Heb9,ll. Heb 9,26. Heb 4,15. Heb 4,16.

Adoro esta imagen de Cristo como sacerdote, porque encaja perfectamente con la experiencia que yo he tenido de determinados hombres cuyo sacerdocio ha sido inestimable para mí. Nunca he soportado la imagen del sacerdote como un hombre aparte, más santo que el resto del pueblo, que debe ser reverenciado y venerado, protegido por una adusta ama de llaves y por su impecable vestimenta negra. Recuerdo haber visitado una gélida tarde de invierno a un obispo chileno, buscando ayuda para un joven que andaba huido. Lo encontramos en su casa, una habitación en forma de L, con la cama en un extremo y un altar en el otro. Tenía un aspecto desaliñado, vestido con un viejo jersey y un poncho, tratando de combatir de mala manera el intenso frío. Nos escuchó atentamente y nos hizo algunas sugerencias que nos sirvieron de ayuda, aunque no recuerdo cuáles. Sospecho que el arzobispo Romero no sería muy diferente de él. Pienso que nosotros, el pueblo, tenemos mucho que aprender de la iglesia latinoamericana y de sus pastores. Me encanta la oración del obispo argentino Eduardo Pironio: «Madre de los peregrinos, somos el pueblo de Dios en Latinoamérica, somos la Iglesia que viaja hacia la Pascua, y te pedimos que nuestros obispos tengan corazón de padres, que nuestros sacerdotes sean amigos de Dios para la gente, que nuestros religiosos muestren el gozo anticipado del Reino de los Cielos, que nuestro pueblo sea testigo del Señor resucitado y que podamos caminar todos juntos, codo con codo con la humanidad entera, compartiendo sus angustias y esperanzas. Que los pueblos de Latinoamérica avancen juntos por senderos de paz y de justicia» de Nuestra Señora de América Creo ver en las palabras del obispo Pironio un maravilloso proyecto de vida, un auténtico manifiesto evangélico para 175

la Iglesia, y me recuerda la oración de otro estupendo clérigo, Lord George McLeod, el venerable anciano que fundó la Comunidad de lona: «Te bendecimos, oh Dios, por nuestra Iglesia. Una Iglesia, esta nuestra, demasiado frágil a veces para estos tiempos; demasiado conformista para un mundo agonizante; demasiado respetable como para que en ella se sientan a gusto los borrachos y los mendigos; demasiado preocupada por su dinero como para pronunciar una profética y crítica palabra de paz como la única solución para el mundo. Te pedimos, oh Dios, que de tal modo invadas a nuestra Iglesia que la hagas más solícita para con los marginados, más ardiente defensora de la paz, más codiciosa de amor. Y, como cada uno de nosotros es parte de esta Iglesia, ayúdanos a revisar nuestra actitud hacia el dinero a la luz de tu pobreza, nuestra actitud hacia los borrachos y lascivos a la luz de tu amor por ellos, nuestra actitud hacia la violencia a la luz de tu extraño modo de afrontarla, para que, cuando hablemos tan críticamente de la fragilidad de nuestra Iglesia, de pronto, en un recodo del camino, nos encontremos contigo, Señor, y no eludamos tu silenciosa mirada, que claramente nos dice a cada uno: 'Tú eres la causa de la fragilidad de la Iglesia'»

«Era yo el que empañaba el Consejo con razones sin sentido. Sí, he hablado sin inteligencia de maravillas que me superan y que ignoro. Por eso retracto mis palabras, me arrepiento en el polvo y la ceniza»17. Me consuela, sin embargo, el pensar en mi heroína, la siempre inquisitiva Annie Dillard, que, en medio de su ardua búsqueda de respuestas al problema del sufrimiento, escribe: «¿Quiénes somos nosotros para pedir explicaciones a Dios? (¿Y qué monstruos de perfección seríamos si no lo hiciéramos?)» 18 . Señor del Universo, Palabra de Vida, abre para nosotros las riquezas de tu enseñanza. Haznos profundizar cada vez más en descifrar el misterio de saber quién eres y adonde nos llevas. ¡Oh Espíritu de Dios, abre nuestros corazones a las maravillas de tu ley!

Esta oración siempre hace que me sienta como el desdichado Job después del tirón de orejas que le dio Yahvéh cuando le habló desde el seno de la tempestad . Dice Job:

16. Job 38-41.

176

17. Job 42,3.6. 18. Annie DILLARD, Holy the Firm, Harper & Row, New York.

177

18 El Día del Señor

Postrada, con los brazos abiertos de par en par —un tizón ardiente en medio de un trigal—, la Madre de Dios yace a los pies de la cruz. Los muertos se levantaron de sus tumbas y, saliendo de los cementerios, se dirigieron a las afueras de la ciudad, mezclándose con los vivos en plazas y encrucijadas. Se levantó un viento frío. Cayó la helada. En las tinieblas, en aterrador torbellino, salvajes y tempestuosas ráfagas silbaban sin parar. El ruido, como de hierro golpeado en la fragua, era atronador. Los gritos y gemidos retumbaban. Ardientes dardos desgarraron los cielos, y el aire se agitó con horrible frenesí. El templo se estremeció de arriba abajo, el velo del santuario se rasgó... y no quedó piedra sobre piedra. Alexei Remizov, The Star of Stars

El relato de Mateo de la resurrección de los muertos (ausente en los restantes evangelios) queda maravillosamente reflejado en el poema de Remizov. El viento siberiano aulla en el cementerio, y hay ruidos como de hierro golpeado en la fragua. ¿De dónde brota toda esta imaginería y adonde nos lleva? Cuando leo los evangelios, me sorprendo una y otra vez olvidando que sus autores no sólo nos cuentan una historia, sino que además tratan de enseñar, de encontrar 178

un sentido (para sí mismos y para sus oyentes o lectores) a todo lo que han visto, oído y sentido. En cierto sentido, lo de menos es saber si la vida de Jesús se esfumó calladamente en la cruz, tras de lo cual los espectadores se habrían marchado a sus casas a tomar el té, o si se produjo una conmoción cósmica, como Mateo da a entender. Lo que verdaderamente importa es que Mateo y la Iglesia surgida de aquel variopinto grupo de hombres estaban absolutamente convencidos de que aquél era el día más importante de la historia: el día de la venida de Yahvéh. El del día de Yahvéh es un impresionante y fascinante tema que recorre todo el Antiguo Testamento, particularmente los profetas. Lo encontramos por primera vez en el segundo capítulo de Isaías: «Métete en las peñas, escóndete en el polvo, ante el Señor terrible, ante su majestad sublime. Los ojos orgullosos serán humillados, será doblegada la arrogancia humana; sólo el Señor será ensalzado aquel día, que es el día del Señor de los ejércitos...» El augurio de un día terrible de ajuste de cuentas, en que los que oprimen a los pobres y necesitados encontrarán su merecido, lo volvemos a encontrar en los profetas posteriores: «Aquel día —oráculo del Señor— haré ponerse el sol a mediodía y en pleno día oscureceré la tierra. Convertiré vuestras fiestas en duelo, vuestros cantos en elegías, vestiré de sayal toda cintura y dejaré calva toda cabeza; les daré un duelo como por el hijo único, el final será un día trágico» .

1. Is 2,10-12 (c. 740 a.C). 2. Am 8,9-10. 179

De particular interés es el relato de Sofonías del día del Señor, pues de ahí saca Tomás de Celano (c. 1250) su famoso canto fúnebre, el Dies Irae. Dice Sofonías: «¡Se acerca el día grande del Señor! Se acerca con gran rapidez: el día del Señor es más ágil que un fugitivo, más veloz que un soldado. Ese día será un día de cólera, día de angustia y aflicción, día de destrucción y desolación día de oscuridad y tinieblas, día de nubes y nubarrones, día de trompeta y alaridos, contra las plazas fuertes, contra las altas almenas. El día de la cólera del Señor, cuando el fuego de su celo consuma la tierra entera, cuando acabe atrozmente con todos los habitantes de la tierra» . Dos mil años más tarde, sus ideas fueron retomadas en un himno funerario: «Dies irae, dies illa solvet saeclum in favilla, teste David cum Sibylla» («Día terrible aquel en que, conforme al oráculo de David y de la Sibila, el mundo se tornará en cenizas») Tomás de Celano, Dies Irae Pero el día en que Jesús murió no fue, obviamente, el fin del mundo. ¿Qué sucedió, entonces? Aquí debemos recurrir a la Primera Carta de Pedro para empezar a desentrañar el origen de un concepto teológico muy antiguo: el descenso de Cristo a los infiernos.

3. Sof 1,14-16.18.

180

Pedro no dice gran cosa al respecto, pero sí «deja caer» la idea en medio de una exhortación a sus discípulos, los cristianos gentiles de Asia Menor, diciéndoles que no se desanimen si son perseguidos por hacer lo que es justo, pues el propio Cristo sufrió de la misma forma: «Porque también el Mesías sufrió una vez por los pecados, el inocente por los culpables, para llevarnos a Dios; sufrió la muerte en su cuerpo, pero recibió vida por el Espíritu. Fue entonces cuando proclamó la victoria incluso a los espíritus encarcelados...» Aquí tenemos el fundamento escriturístico para lo que habría de llegar a ser uno de los «artículos» del Credo de los Apóstoles: el descenso de Cristo a los infiernos: «Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso: Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos...» En esta breve alusión de Pedro al descenso a los infiernos tenemos el eco de la promesa de Jesús al apóstol cuando lo designó como «guardián» de la Iglesia: «Tú eres Pedro, y sobre esta roca voy a edificar mi Iglesia, y el poder de la muerte [las puertas del infierno, según otras traducciones y según el propio original inglés de la presente obra: N. del Tr.] no la derrotará. Y a ti te daré las llaves del Reino de los Cielos» . «Las puertas del infierno»... ¿Qué quiere decir Jesús? ¿De qué hablamos cuando decimos que Jesús «descendió

4. 1 Pe 3,18-19. 5. Mt 16,18-19.

181

a los infiernos»? Me pregunto cómo puedo haber vivido más de cincuenta años como católica practicante repitiendo el «Credo» cada vez que voy a misa y sin haberme hecho jamás esta pregunta. Pero ahora sí me la he hecho, y las respuestas que he obtenido han iluminado mi fe de un modo absolutamente inesperado. Tengo casi la sensación de haber conseguido ser cristiana por primera vez; de haber pasado, de adorar al Dios invisible y trascendente, a incluir en mi mirada a su Hijo único. Y aunque mi adoración sigue siendo teocéntrica, ahora comprendo mucho más claramente el trasfondo teológico de mi himno pascual preferido: «Esta gozosa marea pascual ha acabado con el pecado y la tristeza, y mi amor, el Crucificado, ha nacido a la vida en este día. Si Cristo, una vez asesinado, no hubiera roto sus cadenas al tercer día, nuestra fe habría sido vana; ¡pero Cristo ha resucitado!» George Ratcliffe Woodward (1849-1934), This Joyful Eastertide «Nuestra fe habría sido vana»: es un eco del mensaje de Pablo a la gente de Corinto, que dudaba de la doctrina cristiana de una vida después de la muerte. Pablo se exaspera con ellos: «Ahora, si de Cristo se proclama que resucitó de la muerte, ¿cómo decís algunos que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, entonces nuestra predicación no tiene contenido, ni vuestra fe tampoco... Porque, si los muertos no resucitan, tampoco ha resucitado el Mesías; y si el Mesías no ha resucitado, vuestra fe es ilusoria y seguís con vuestros pecados. Y, por supuesto, también los cristianos difuntos han perecido. Si la esperanza que tenemos en el Mesías es sólo para esta vida, somos los más desgraciados de los hombres» .

6. 1 Cor 15,12-14.16-19.

182

Me encanta el realismo de Pablo: si Cristo no resucitó de entre los muertos, entonces nada de lo que predicamos tiene sentido. Todo el edificio de nuestra fe está construido sobre esa creencia. Cristo es la piedra angular: si se retira, todo el edificio se viene abajo. Es por la importancia central que tiene la enseñanza de los apóstoles sobre la resurrección por lo que debemos considerar mucho más atentamente lo que ellos creyeron que ocurrió en la tarde de aquel viernes en que Jesús murió. Evidentemente, creían que algo extraordinario y asombroso había sucedido, pero se trataba de algo oculto y misterioso; así que la única forma de describir el impacto que en ellos mismos ocasionó era recurrir a la más dramática imaginería de su tradición: el Día de la Venida del Señor. Y entonces vieron a Cristo como el victorioso conquistador que derrotaría al malvado opresor, liberando a su pueblo de la esclavitud. El cántico del profeta Habacuc, utilizado en la liturgia del Viernes Santo, es un maravilloso ejemplo de esa imaginería del Dios guerrero. Comienza con una teofanía, una manifestación del esplendor y el poder de Dios tal como lo vemos cuando «se muestra» a Moisés en el Monte Sinaí, en el bautismo de Jesús en el Jordán o en la Transfiguración: «El Señor viene de lemán, el Santo, del Monte Paran; su resplandor eclipsa el cielo, y la tierra se llena de sus alabanzas; su brillo es como el sol, su mano destella velando su poder. Ante él marcha la Peste, la Fiebre sigue sus pasos. Se detiene y tiembla la tierra, lanza una mirada y dispersa a las naciones; se desmoronan las viejas montañas, se prosternan los collados primordiales, los caminos primordiales, ante él» .

7. Hab 3,3-6. 183

El triunfal avance de Yahvéh a la cabeza de su ejército conquistador repite como un eco el camino que el Señor hizo con su pueblo en el desierto, en el Éxodo, para liberarlos de la cautividad. Hay una terrible tormenta, llega la lluvia, las aguas se enfurecen y hierven: «Hiendes con torrentes el suelo y al verte tiemblan las montañas; pasa una tromba de agua, el océano fragoroso levanta sus brazos a lo alto» . Seguro que hay pocas personas —incluso entre las que se las dan de modernas, adultas y con mentalidad científica— que no se hayan estremecido con temor durante una violenta tormenta y no se hayan preguntado qué había, en un sentido cósmico, detrás de todo ello. No tiene nada de sorprendente que nuestros antepasados lo interpretaran como si Dios flexionara sus músculos. La oscuridad, por consiguiente, vuelve: «El sol y la luna se detienen en su sitio a la luz de tus saetas que parten, al fulgor del centellear de tu lanza. Con furia atraviesas la tierra, con cólera pisoteas a las naciones» . Casi tres mil años después de Habacuc, una apasionada mujer neoyorkina, Julia Ward Howe, usaba las mismas imágenes en un poema escrito durante los tormentosos días de la Guerra de Secesión americana; el poema lleva por título «Himno de batalla de la República»: «Mis ojos han visto la gloria de la venida del Señor: está pisando la cosecha en el lagar donde se almacenan las uvas de la ira;

8. Hab 3,9-10. 9. Hab 3,11-12.

184

ha desenvainado el fatídico rayo de su terrible y fulminante espada: su verdad sigue avanzando». Julia Howe, sin embargo, tenía conocimientos de teología, pues ve a Cristo a la cabeza de su ejército celeste, llamando a los pecadores a juicio: «Ha hecho sonar la trompeta que nunca tocará a retirada y escudriña los corazones de los hombres delante de su tribunal: ¡Apresúrate a responderle, alma mía, que mis pies acudan jubilosos! Nuestro Dios sigue avanzando». Yahvéh, el conquistador, el vengador, viene, pues, no sólo a devastarlo todo, ni simplemente a castigar a los malvados, sino a liberar a los oprimidos. Éste es el Mesías que los judíos habían esperado impacientemente durante casi dos mil años. Están convencidos de que, por encima de todo, ha de venir. Los siguientes (y más conocidos) versículos de Habacuc son una afirmación de fe y esperanza frente a toda adversidad; suceda lo que suceda (guerra, hambre, persecución), seguirán confiando en el Señor: «Pues la higuera no volverá a echar brotes ni habrá que recoger en las viñas. Fallará la cosecha del olivo, los campos no darán alimento, faltará el ganado menor en el aprisco, no habrá ganado mayor en los establos. ¡Más yo en Yahvéh exultaré, me gozaré en el Dios de mi salvación! Yahvéh mi señor es mi fuerza, él me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas» .

10. Hab 3,17-19.

185

Este último pasaje de la oración de Habacuc es muy utilizado en la liturgia, porque expresa perfectamente la esencia de la esperanza cristiana: que, suceda lo que suceda, el Señor nos dará fuerza y alegría y nos guiará a las alturas. Sus palabras prefiguran de algún modo las asombrosas palabras de Pablo en Romanos 8, palabras que hice mías durante tres semanas de solitario confinamiento: «¿Quién podrá privarnos de ese amor del Mesías? ¿Dificultades, angustias, persecuciones, hambre, desnudez, peligros, espada? Dice la Escritura: 'Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza'. Pero todo eso lo superamos de sobra gracias al que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni soberanías, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes ni alturas, ni abismos, ni ninguna otra criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en el Mesías Jesús, Señor nuestro» .

«Dios de nuestros padres, Señor de la vida, nosotros creemos en ti. Creemos que viviste como un hombre más y sabemos que sufriste una oscura muerte, a la que tus amigos asistieron impotentes. Creemos, Señor —no nos preguntes cómo—, que resucitaste, misteriosamente transformado, glorioso e inmortal, pero sin dejar de ser tú mismo. Y por ti nos atrevemos a creer que también nosotros resucitaremos y seremos maravillosamente transformados, aunque sin dejar de ser nosotros mismos, para estar contigo. ¡Ayuda, Señor, a nuestra poca fe!

Una vez más, volvemos a la pregunta del salmista: «¿de dónde me vendrá el auxilio?»; ¿en qué fundamentamos nuestra esperanza?; ¿en qué basó Pablo su inquebrantable fe? La respuesta está en ese secreto acontecimiento, en ese tiempo oculto que transcurre entre el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección: el tiempo en que Cristo descendió entre los muertos y, al hacerlo, venció a los poderes del mal y de la muerte, de modo que podemos cantar: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?; ¿dónde está, muerte, tu aguijón?»1 .

11. Rom 8,35-39. 12. 1 Cor 15,55. 186

187

19 El descenso a los infiernos

El Hades estaba amargado cuando probó su carne, recibió un cuerpo y se encontró con Dios. Recibió a la tierra y se vio cara a cara con el cielo. ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, Hades, tu victoria? Antigua homilía para el Día de Pascua, atribuida a san Juan Crisóstomo

en el día de Año Nuevo, para decidir qué sucedería durante el año siguiente. Sus decisiones eran ejecutadas por Enlil, el dios de las tormentas y del trueno, que castigaba y ocasionaba desastres de acuerdo con la voluntad de los dioses. Y del mismo modo que explicaban la vida apelando a un mundo sobrenatural de dioses de la vida, explicaban también la muerte mediante la idea de un infierno, un terrible «país sin retorno», un país de los muertos. «Bajo la tierra, más allá del abismo de Apsu, se encuentra la morada infernal a la que descienden los hombres tras la muerte. Es el 'país sin retorno', i a casa de la que nunca se sale'... Para entrar en ella, el hombre debe atravesar sucesivamente siete puertas, abandonando en cada una de ellas una parte de sus atavíos. Cuando la última puerta se cierra tras él, se encuentra desnudo y prisionero para siempre en la morada de las sombras» .

Hace más de cinco mil años, tres mil antes del comienzo del cristianismo, un grupo de primitivos agricultores se asentó en una fértil llanura entre dos ríos, en el país que ahora llamamos Irak. Los ríos eran el Tigris y el Eufrates, y el país que entre ellos se extendía se llamaba Mesopotamia, «país entre ríos»; allí fue donde se desarrolló la más antigua de las civilizaciones, Sumer, entre el 4000 y el 3500 a.C.

Podemos entrever fugazmente ese país de las sombras cuando a Enkidu, el compañero del antiguo héroe sumerio Gilgamesh, se le permite visitarlo y regresar. Es una sombría descripción. En esas regiones de tinieblas eternas, las almas de los muertos —edimmu—, «cubiertas, como si fueran pájaros, con aladas prendas», están todas hacinadas:

La civilización sumeria se desarrolló con rapidez, y en mil años los súmenos tenían instrumentos de bronce, vehículos con ruedas, embarcaciones de vela, esculturas, construcciones monumentales y, lo más importante para su supervivencia, el arado. Hay documentos escritos que datan del año 3000 a.C. y que nos revelan que los sumerios eran también un pueblo con un sistema teológico muy desarrollado.

«En la mansión del polvo viven el señor y el sacerdote, viven el mago y el profeta... viven aquellos a quienes los grandes dioses han ungido en el abismo. Polvo es su alimento, y barro su comida» El Mito de la Creación (1000 a.C.)

Su idea básica era simple: las principales fuerzas naturales (la tierra y el cielo, el agua, el viento, el fuego, etc.) estaban personificadas y dotadas de un enorme poder, incluido el de una vida eterna. Los dioses estaban gobernados por Anu, el dios del cielo, y cada año se reunían, 188

Esta antigua imagen sumeria del lugar en que mora la muerte es considerada como la fuente común de posterio-

1. New Larousse Encyclopaedia of Mithology. 189

res visiones mitológicas del universo, tanto orientales como occidentales; y es a partir de estas ideas desde donde el Antiguo Testamento ha desarrollado la idea del «Sheol» o «Hades». Encontramos la primera mención del Sheol en el Génesis cuando, tras la aparente muerte de su amado hijo José, Jacob se lamenta: «Jacob rasgó su manto, se ciñó un sayal e hizo luto por su hijo muchos días. Todos sus hijos e hijas intentaron consolarlo, pero él rehusó el consuelo, diciendo: 'De luto por mi hijo bajaré al Sheol'. Y su padre lo lloró» . Al parecer, este concepto del Sheol o de un inframundo como lugar de los muertos era una creencia común entre diversos grupos de pueblos. Encontramos la más clara descripción en la mitología griega, donde el Sheol es conocido como «Hades», la lúgubre morada en la que, separadas de sus cuerpos, se refugian las almas de quienes han concluido su existencia terrena. Inicialmente, el «otro mundo» era localizado en los confines de la tierra, más allá del vasto océano, rodeado por un gran río que debía ser cruzado para alcanzar la desolada y agreste orilla de las regiones infernales. Pocas cosas crecían allí, la tierra era estéril, y ningún ser vivo podía sobrevivir, pues los rayos del sol no podían penetrar. Había álamos negros y sauces que no daban ningún fruto. Esta descripción del Hades me parece espeluznantemente familiar, pues recuerda las descripciones que sobre el mundo carcelario aparecen en la literatura universal: «Justamente ahí donde la luz del sol se perdió hace más de un siglo, donde toda alegría es imposible, y toda sonrisa es una mueca de ironía,

2. Gn 37,34-35. 190

donde el pesado hedor de las tinieblas invade los rincones que hasta las arañas han abandonado por inhóspitos, y donde el sufrimiento humano excede lo que puede llamarse humano y entra en la categoría de lo irreproducible... justamente ahí estoy escribiendo» Cárcel Pública, Santiago de Chile, Julio de 1974 A diferencia del Tártaro, la cámara de tortura, el infierno era concebido como un lugar de reclusión perpetua, más que de castigo, y estaba presidido por Hades, una fría deidad que aplicaba implacablemente las normas de su reino a todos sin excepción. Los muertos eran vistos como meras sombras de sus «yoes» vivos, carecían de sangre y de conciencia y moraban en ese submundo del que nadie puede escapar, prosiguiendo generalmente, de modo rutinario y mecánico, las actividades de su vida anterior. Su «existencia» era aburrida y monótona, y no había posibilidad alguna de relación social. Esta descripción resulta tremendamente familiar y podría aplicarse a los presos, los locos, los deprimidos o los ancianos abandonados. También serviría para describir a la patética masa humana de Auschwitz, a los niños olvidados de Rumania, a los miserables grupos de etíopes hambrientos y a los refugiados camboyanos. Gentes que, como el encarcelado Bonhoeffer, podrían preguntar: «¿Quién soy yo? ¿Soy todo cuanto los demás dicen de mí o no soy más que lo que yo mismo sé de mí: inquieto, ansioso y enfermo cual pajarillo enjaulado, pugnando por respirar, como si alguien me oprimiera la garganta, hambriento de colores, de flores y del canto de los pájaros, sediento de palabras amables y de amistad, 191

temblando de ira ante el despotismo y la mezquina humillación, esperando ansioso grandes acontecimientos, temblando de impotencia por la suerte de unos amigos infinitamente lejanos, hastiado y sin ninguna gana de orar, de pensar ni de hacer nada, agotado y dispuesto a despedirme de todo?» Dietrich Bonhoeffer, ¿Quién soy yo? Brian Keenan, el maestro de Belfast liberado tras cuatro años de cautividad en Beirut, hablaba con arrolladora sinceridad de la realidad psicológica que supone el estar encarcelado, mantenido como rehén por unos fríos e implacables carceleros: «Hay una especie de tobogán silencioso, y a la vez estridente, que te hunde en la desesperación definitiva. El rehén es un hombre que se agarra con las uñas al borde del abismo y siente cómo sus dedos ceden poco a poco. Ser rehén es padecer la humillante sensación de verte despojado de cada sentido y de cada fibra de tu cuerpo, de tu mente y de tu espíritu. El rehén es una creatura muíante, llena de autoaborrecimiento, de culpabilidad y de deseos de morir... pero es un ser humano: una criatura única y hermosa, de la que esas cosas no forman parte» . Ésta es, pues, mi interpretación del infierno, que no creo que se aleje demasiado de la antigua imagen judía del Sheol. No es de extrañar, pues, que a los primeros cristianos les sedujera la idea de que Cristo resucitado había descendido al lugar de los muertos, derribado las puertas del infierno y liberado a los cautivos.

3. De una entrevista concedida el 30 de agosto de 1990. 192

Al parecer, el concepto teológico de que Cristo, al resucitar de entre los muertos, había vencido a la muerte para siempre, lo ilustraban los primeros cristianos con la figura del Mesías victorioso, el Dios vengador, que derriba físicamente las puertas del infierno y rescata a los espíritus de los justos, Adán y Eva, los profetas y los antiguos padres. La más antigua descripción que he podido encontrar procede del Evangelio apócrifo de Nicodemo. No se sabe quién escribió este fascinante documento, pero se cree que no es posterior al siglo IV y que está basado en una tradición oral mucho más antigua. Allí encontramos el fundamento del antiguo concepto del descenso a los infiernos, tan querido de los antiguos Padres de la Iglesia y del arte y la liturgia bizantinos. La historia es esta: Dos hijos de Simeón, el Sumo Sacerdote que había recibido al niño Jesús en el templo, fueron resucitados de entre los muertos cuando Jesús murió. Al enterarse, los sacerdotes Anas y Caifas y los ancianos judíos Nicodemo, José y Gamaliel fueron a buscarlos y los llevaron a Jerusalén, a la sinagoga, donde les indujeron a que describieran por escrito lo que habían visto y oído antes de ser liberados. El Evangelio de Nicodemo pretende ser, pues, el testimonio de Carino y Leucio, y ésta es la historia que ellos cuentan:

«Estábamos, pues, nosotros en el infierno en compañía de todos los que habían muerto desde el principio. Y a la hora de medianoche amaneció en aquellas oscuridades algo así como la luz del sol, y con su brillo fuimos todos iluminados y pudimos vernos unos a otros. Y al instante nuestro padre Abraham, los patriarcas y profetas y todos a una se llenaron de regocijo y dijeron entre sí: 'Esta luz proviene de un gran resplandor'. Entonces el profeta Isaías, presente allí, dijo: 'Esta luz procede del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; sobre ella profeticé yo, cuando aún estaba en la tierra, de esta manera: Tierra de Zabulón 193

y tierra de Neftalí, el pueblo que estaba sumido en las tinieblas vio una gran luz'» .

al oir estas palabras, toda la multitud de los santos se regocijó aún más».

Me encanta esta imagen de Isaías comprendiendo de repente su propia profecía, como quien comprende que su poesía tiene un sentido más profundo que el que había pretendido en un principio. Esta profecía, tradicionalmente leída en nuestros servicios corales, es muy valiosa para mí, pues siempre he identificado al pueblo que camina en las tinieblas con los presos y otras personas oprimidas:

Este evangelio podrá ser apócrifo, pero su autor demuestra un profundo conocimiento y un gran amor por las Escrituras. Recuerda la profecía de otro valiente anciano, Zacarías, el padre de Juan el Bautista, que, cuando le fue devuelta el habla, anunció proféticamente la misión de su hijo, como el hombre que debía preparar el camino del Señor, el Mesías.

«El pueblo que estaba sumido en las tinieblas vio una gran luz. Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una luz. Acrecentaste el gozo, hiciste grande la alegría... Porque la bota que pisa con estrépito y el manto revolcado en sangre serán para la quema, pasto del fuego. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, el señorío reposará en su hombro, y se llamará 'Admirable-Consejero', 'Dios-Poderoso', 'Siempre-Padre', 'Príncipe-de-la-Paz'» . Suena después la voz de Simeón, el santo sacerdote que recibió a Jesús en el templo cuando éste fue presentado siendo un recién nacido. También Simeón comprende que su profecía ha resultado cierta: «Glorificad al Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, porque yo lo recibí con mis propias manos en el templo cuando nació y, movido por el Espíritu Santo, hice confesión y dije sobre él: 'Ahora mis ojos han visto tu salvación, que tú has preparado a los ojos de todos; luz para iluminar a los gentiles y para ser la gloria de tu pueblo, Israel'. Y

4. «El Evangelio de Nicodemo», en Los Evangelios Apócrifos, BAC, Madrid 19632, p. 444. 5. Is 9,1-2.4-6.

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«Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo porque irás delante del Señor, a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz» . Hablan también Juan el Bautista y Adán, y se produce un gran murmullo de excitación entre todos los patriarcas y profetas, que han permanecido reunidos desde su muerte en el Sheol, en esa terrible región de las sombras. Viene luego un maravilloso diálogo entre Satanás y Hades, el guardián del infierno. Satanás anuncia triunfal que ha persuadido a los judíos de que capturen a Jesús y le den muerte, y dice a Hades que se prepare a recibirlo. Hades, sin embargo, está consternado, pues ya tuvo ocasión de conocer anteriormente a Jesús. «Hace poco, devoré yo a un difunto llamado Lázaro; pero, poco después, uno de los vivos, con sola su palabra, lo arrancó a viva fuerza de mis entrañas. Y pienso que éste es ese a quien tú te refieres... Y has de saber que veo

6. Le 1,76-79. 195

agitados a todos los que tengo devorados desde el principio... Y Lázaro, el que me ha sido anteriormente arrebatado, no es un buen presagio, pues voló lejos de mí, no como un muerto, sino como un águila... Así pues, te conjuro, por tus artes y por las mías, que no lo traigas aquí» Me resulta de lo más sugerente este Lázaro —al que siempre había imaginado saliendo lenta y vacilantemente del sepulcro— volando como un águila y, sin duda, riendo alegremente. ¡Es una espléndida imagen de la resurrección! Hades, que no es tonto, comprende enseguida que su prisión no será capaz de retener a Jesús: «Ahora sé que quien ha sido capaz de hacer tales cosas no es un hombre en su humanidad, sino Dios en su majestad y el salvador de la humanidad. Y si tú lo traes aquí, él liberará a todos los que, por sus pecados, moran en esta mansión atados con cadenas que no pueden romper, y se los llevará a gozar para siempre de su divinidad, y no me quedará ni uno solo de los muertos» Pero ya es demasiado tarde para las protestas de Hades: «de repente se produjo una voz grande como un trueno que decía: '¡Elevad, oh príncipes, vuestras puertas!; ¡elevaos, oh puertas eternales, y entrará el Rey de la Gloria!'». Hades siente pánico y le dice a Satanás que salga y le haga frente; luego ordena a sus demonios que aseguren fuertemente las puertas, «no sea que entre él aquí y se apodere de nosotros». Pero los prisioneros ya se han amotinado y gritan a Hades para que abra las puertas. Entonces, todos oyen de nuevo la voz atronadora que dice: «¡Elevad, oh príncipes, vuestras barreras!; ¡elevaos, puertas eternales, y entrará el Rey de la Gloria!» Sigue después un diálogo que evoca el famoso salmo de David, «¿Quién es el Rey de la Gloria?», y aparece Cristo, «rodeado de claridad excelsa»: «y penetró dentro el Rey de la Gloria en figura humana, y todos los antros oscuros del Infierno fueron iluminados, y rompió las ataduras que no 196

podían ser desatadas; y el socorro de su eterno poder nos visitó a los que estábamos en la profunda oscuridad de nuestras transgresiones y en la sombra de muerte de nuestros pecados». El relato sigue con las aterrorizadas protestas de Hades y sus ministros, que no surten efecto. «Entonces el Rey de la Gloria, en su majestad, pisoteó a la muerte y agarró a Satanás, el príncipe, y lo entregó al poder del Infierno, restituyendo a Adán su bondad y prestancia primigenias». Y ésta es, en esencia, la historia del descenso a los infiernos, del día en que Cristo, abatiendo las puertas de bronce, tomó por asalto la prisión y, pisoteando al mal, emergió triunfante para conducir a los prisioneros a la luz del sol y al paraíso. Es una historia maravillosa, y al escribir la imagino como una ópera, con sus brillantes «arias» y sus magníficos coros y una gloriosa y triunfal música. Tal vez se hiciera realmente alguna ópera o algún oratorio, pues era un tema muy popular en las representaciones medievales de los misterios. Esta historia y la teología a ella subyacente eran cruciales para la Iglesia primitiva, y como se ve por algunos de los primeros escritos de los Padres de la Iglesia y por la plétora de maravillosos iconos que reproducen la escena, con los tradicionales personajes de Adán y Eva, David, Juan el Bautista y el profeta Isaías. En realidad, fue mi encuentro con tales iconos lo que me estimuló a emprender esta búsqueda, no sólo por la antigua doctrina del descenso a los infiernos, sino para ver qué luz podía proyectar sobre nuestro propio mundo de tinieblas. ¿De qué forma rompió Cristo las cadenas que atan al pueblo del El Salvador? ¿De qué forma las muertes del arzobispo Romero, Rutilio Grande y las misioneras americanas han abatido las puertas del infierno de ese país desgarrado por la guerra? Sería ingenuo pensar que estas muertes trajeron paz, pues no lo hicieron. Los asesinatos continúan, y seis sacerdotes jesuítas y las dos mujeres que 197

se encargaban de la casa fueron brutalmente asesinados en 1989. Sin embargo, en un sentido muy real, la que yo llamo mi «gente del Viernes Santo» ha vencido al sepulcro. El arzobispo Romero sabía que así habría de ocurrir: «Mi vida ha sido amenazada muchas veces. Tengo que confesar que, como cristiano, no creo en muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño» (febrero de 1980). Y resucitó, en efecto. Romero, el bondadoso arzobispo, está muerto, sin duda; pero Romero el mártir, inspiración y esperanza de su pueblo, está muy vivo. Si no lo hubieran matado, ciertamente habría proseguido con su labor pastoral y sus denuncias de los asesinatos, pero su voz no habría trascendido los límites de El Salvador. Pero lo mataron, y Romero es ahora una figura universal, su vida ha sido inmortalizada en una película, y sus palabras han sido impresas una y otra vez para inspirar el camino de su pueblo más allá de sus propios sueños. ¿Y qué decir de las misioneras, de esas cuatro mujeres que emplearon sus vidas en dar de comer y en consolar a un puñado de refugiados y huérfanos harapientos? También ellas han levantado el vuelo como águilas y han hecho saltar las cadenas del silencio político en los Estados Unidos. El Salvador es ahora una cuestión clave, y el caso de las mujeres asesinadas es una «patata caliente» en el Congreso. Ya no es un mero trámite el prestar ayuda clandestina al régimen salvadoreño porque pueda ser políticamente conveniente; ahora se hacen preguntas, y hay ex-embajadores que han roto su silencio y han tenido el coraje de hablar en defensa de las misioneras y de su trabajo. Y todo ello, porque tres monjas y una misionera laica que en vida no tuvieron mayor resonancia han brotado a una nueva vida desde la tumba que las tenía cautivas. Sus calcinados huesos, como los de la visión de Ezequiel, se han revestido de vida y han empezado a danzar. «La mano del Señor se posó sobre mí y el espíritu del Señor me llevó, dejándome en un valle todo lleno de huesos» 7 .

7. Ez 37,1.

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Cuando leo este pasaje, pienso inmediatamente, no en un antiguo cementerio israelita, sino en las terribles fosas comunes de Auschwitz o en las que recientemente se descubrieron en el desierto chileno: centenares de jóvenes, hombres y mujeres, desaparecidos durante años, están siendo ahora identificados por sus padres, pues el calor seco del desierto ha conservado reconocibles las camisas y los vaqueros que llevaban cuando fueron detenidos. ¿Revivirán también sus huesos? El Señor dijo a Ezequiel: «'Hijo de Adán, ¿podrán revivir estos huesos?' Contesté: 'Tú lo sabes, Señor'. Me ordenó: 'Profetiza sobre estos huesos: Huesos calcinados, escuchad la palabra del Señor'». Y el profeta les dijo la palabra de Dios a los huesos, y el hálito de vida entró en ellos. Se revistieron de carne, tendones y piel, y con gran estrépito volvieron de nuevo a la vida, como vasto ejército de seres humanos resucitados. Creo que los huesos calcinados del desierto chileno de algún modo se han revestido de carne y, mientras escribo esto, están descendiendo al infierno que en otro tiempo fue Chile. «Pobres y estériles campos de Chile, donde no crecen las flores y se ha marchitado la belleza. Praderas de libertad torturada, cercadas de alambre, donde los pájaros guardan silencio ante el tableteo mortífero de las ametralladoras; donde el quejumbroso viento del sur transporta el grito de impotencia de una raza atormentada y el lamento de una tribu que ha perdido a sus seres más queridos» María Bernales, Campo de concentración «Tres Alamos», Santiago de Chile, 1975 Tras diecisiete años de opresión, Chile ha roto sus cadenas. Ya no hay detenciones ni centros de tortura, y una comisión de paz y reconciliación está investigando las desapariciones y las muertes. 199

Cuando estuve en el sombrío campo de concentración de «Tres Alamos», con otros quinientos hombres y mujeres, los prisioneros hablábamos con confianza del día en que seríamos liberados. Al salir de allí, llevaba conmigo, escrito en el dobladillo de mi pantalón vaquero, el poema que acabo de citar, que concluye como sigue: «¡Gringa, Dios es amor! Pero no olvides nunca que Chile llora su desolación. ¡Vete, gringa! Vuelve con aquellos a quienes perteneces, y cuando las campanas repiquen el alegre tañido de la libertad, y a través del aire el alto viento andino lleve hasta ti el llanto o la risa de un niño feliz, y escuches el potente coro de hombres y mujeres que cantan una libertad arduamente conquistada, entonces, como una de nosotros, vuelve y únete al coro interminable de los libres»

Señor de los vivos y de los muertos, ten paciencia con tu pueblo. Perdónanos cuando perdemos la fe, fortalécenos cuando perdemos la esperanza; concédenos vislumbrar tu rostro para que podamos consolar a tu pueblo. Te pedimos por los moribundos y por los que lloran. Muéstrales, Señor, tu misericordia.

María Bernales Hoy he leído por primera vez el poema de María después de que su profecía se cumpliera, y su fe me llena de auténtico asombro. Tal vez ella supiera mejor que yo la verdad acerca de la muerte y la resurrección. «Y la muerte ya no tendrá dominio... No se diferenciarán los desnudos muertos del hombre en el viento y la luna del oeste; cuando sus huesos hayan sido roídos y, una vez limpios, se hayan esfumado, habrá estrellas en sus codos y en sus pies; aunque se vuelvan locos, estarán cuerdos; aunque se hundan en las aguas, emergerán de nuevo; aunque perezcan los amantes, el amor pervivirá. Y la muerte ya no tendrá dominio» Dylan Thomas, And Death Shall Have No Dominion 200

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20 Gran Sábado Santo

¡Despierta, durmiente, que no te he creado para que seas prisionero del infierno! Levántate de entre los muertos: yo soy la vida de los muertos. De una antigua homilía para el Sábado Santo

Nunca entendí realmente el Sábado de Pascua hasta que vi el icono del descenso a los infiernos en el monasterio irlandés de Glenstal. Hasta entonces, yo siempre había pensado en el día que los cristianos ortodoxos llaman «Gran Sábado Santo» como una especie de «sandwich» insípido entre la tristeza del Viernes Santo y el radiante gozo del día de Pascua. Y ahora me pregunto cómo no había caído en la cuenta de la fuerza y la belleza de la antigua homilía para el Sábado Santo, a pesar de haberla escuchado durante diez monásticas Pascuas. Cualquiera que haya sido la razón de mi torpeza, la brillantez de un antiguo icono ruso me inició en un viaje de descubrimiento que había de conducirme a lo más profundo de la liturgia ortodoxa, para devolverme finalmente a una comprensión mucho más clara de mi propia tradición. Sucedió así: en una visita a Limerick buscando un sitio para orar y escribir los últimos capítulos de este libro, permanecí unos días en el monasterio benedictino de Glenstal. Pero mi corazón no estaba lo bastante tranquilo para escribir, así que traté de relajarme y disfrutar de la benevolente hospitalidad monástica. Como parte de esa hospitalidad, fui invitada a visitar una pequeña capilla del 202

monasterio en la que se exponía una asombrosa colección de iconos rusos. Siempre me han gustado los iconos, y durante muchos años he usado el icono de La Trinidad de Rublev como centro de atención mientras oraba. Cuando digo que lo he utilizado como centro de atención, quiero decir que observo el icono y la vela encendida delante de él, pero de algún modo me siento atraída por la profundidad que subyace al cuadro. No pienso en lo que veo; simplemente, lo uso para sosegar mi corazón y centrarlo en Dios. Por eso pensaba contemplar aquellos iconos de la cripta del monasterio de la misma forma; pero, cuando nuestro guía comenzó a explicar las pinturas, me sentí fascinada por lo que decía. El icono que estábamos viendo era el de la Resurrección, pero mostraba el descenso de Cristo a los infiernos. A la izquierda estaba Adán, conducido de la mano fuera de la tumba, y también el rey David, Juan el Bautista y el profeta Isaías. A los pies de Cristo estaban las puertas del infierno, y los instrumentos de tortura eran pisoteados y destruidos. Cuando pregunté qué era lo que Adán e Isaías estaban haciendo en el infierno, el guía comenzó a contarnos el relato del Evangelio de Nicodemo que he referido en el capítulo anterior. De repente, toda la historia cobró vida para mí. Pude «oir» a Isaías recordando su profecía sobre los que caminaban en tinieblas y pude comprender la creciente excitación de David cuando se dio cuenta de que las «antiguas puertas» estaban a punto de abrirse para dejar paso al «Rey de la Gloria». Más que cualquier otra cosa, sin embargo, me llamaron la atención los instrumentos de tortura. Allí había algo real, algo que yo conocía, un vínculo con mi propia vida y con la de mi gente del Viernes Santo. Vi de pronto, no a Adán y a los Patriarcas siendo rescatados del infierno, sino a mi propia gente. Si el Cristo resucitado estaba abatiendo las puertas de bronce y liberando las almas atrapadas en el Hades, sin duda debe haber ocurrido lo mismo con Ita y sus amigas atrapadas en aquella horrible y mortífera furgoneta cuando circulaban por una carretera salvadoreña. Siempre había 203

sabido que Cristo estaba allí, sufriendo con ellas; pero nunca había pensado en él como resucitado, como heroico guerrero rescatando a su pueblo. Esta idea me resulta enormemente sugerente y, de algún modo, infinitamente más lógica que la de una tranquila y dignificada transición de la muerte a una nueva vida. De repente, vi la resurrección como una magnifícente explosión de alegría, de vida y de risa, semejante a la salida de Lázaro, cual águila victoriosa, del sepulcro. Mi entusiasmo se hizo casi incontenible, y empecé a hacerle preguntas a nuestro guía, que me explicó pacientemente todo lo que pudo y, cuando volvimos a la hospedería, me entregó una versión del Evangelio de Nicodemo y una descripción del Hades. Cuando leí esta última, supe que tenía razón: ese terrible mundo de sombras, de vivientes apenas vivos, no era sólo un antiguo concepto mitológico, no era sólo un lugar que existió hace dos mil años, sino que existe ahora, bajo toda clase de disfraces. Es la prisión de los deprimidos, de los presos políticos y de los que mueren de hambre. Se encuentra allí donde haya hombres injustamente detenidos, encadenados, aterrorizados, suspendidos sobre el abismo y con los dedos resbalando lentamente. Y Cristo, el Rey de la Gloria, sigue siendo el conquistador, derribando las puertas de bronce, destruyendo los horribles instrumentos de tortura y devolviéndolos al abismo al que pertenecen. Me resulta difícil explicar esta visión sin que suene descabellada. No es que yo imagine a Cristo viniendo como un hombre, blandiendo su cruz y atacando físicamente a diablos, dictadores y torturadores. Naturalmente que no. Es algo infinitamente más misterioso. Pero, de algún modo, la imaginería me ha hecho intuir la alegría y el portento de Cristo triunfando sobre el pecado y la muerte. Siempre creí que era una hermosa idea, pero ¿era «verdadera»? ¿Tenía fundamento teológico o estaba cayendo en la vieja tentación de interpretar las Escrituras de 204

acuerdo con mis intenciones? Decidida a encontrar una respuesta, emprendí una investigación teológica personal sobre el descenso de Cristo a los infiernos y su relevancia actual, buscando más especialmente su significado para mi «gente del Viernes Santo», hombres y mujeres que, de una u otra manera, se han visto «llamados a sufrir» y a morir de un modo tenebroso y nunca suficientemente aclarado. Quisiera recordar al lector que no soy teóloga, sino médica, y que trabajo a jornada completa en una ciudad marítima cuyas librerías están bien surtidas de tratados de ingeniería naval y de biología, pero extremadamente mal de patrística y espiritualidad. Por eso, con las inevitables limitaciones de tiempo y de materiales de referencia, me puse a revisar las fuentes disponibles, e inmediatamente me dirigí a mi amigo Benedict, padre de ocho hijos y cuidador de unos veinte jóvenes esquizofrénicos, que es, ante todo, sacerdote ortodoxo. Ben es una magnífica referencia personal, pues no sólo es erudito y se expresa extremadamente bien, sino que combina un raro entusiasmo con una gran paciencia. Deposité un puñado de monedas en el contador y marqué su número. Se puso lírico, y yo estaba extasiada. Era como si la habitación se oscureciera, y me sentí transportada en el tiempo y en el espacio a una antigua iglesia rusa. Era Viernes Santo, a la hora de Maitines; el oficio de la Santa Pasión Redentora de nuestro Señor Jesucristo estaba a punto de comenzar. Todo está oscuro, y el pueblo se encuentra reunido para escuchar la lectura de la Pasión: el Servicio de los Doce Evangelios. Mientras se reparten las velas, el sacerdote canta: «Los gloriosos discípulos fueron iluminados en la cena, durante el lavatorio de los pies; pero Judas fue ensombrecido por la enfermedad de la avaricia y te entregó, Juez recto, a los jueces ilegítimos». A continuación, comienzan las lecturas. La primera es Juan 13, y el relato de la Ultima Cena es seguido por unas antífonas que narran cómo el malvado Judas traicionó a su maestro. 205

Con el segundo Evangelio, hemos cruzado el arroyo Cedrón y asistimos impotentes, en el huerto de Getsemaní, al arresto de Jesús. Siguen más antífonas, luego más oraciones, y de repente hay un destello de luz en la oración a María, Madre de Dios. «Salve, Madre de Dios, que llevaste en tu vientre a Aquel a quien los cielos no pueden contener. Salve, Virgen, a la que predicaron los profetas: gracias a ti, Emmanuel ha brillado sobre nosotros. Salve, Madre de Cristo nuestro Dios». Metidos de lleno en la Pasión, se nos recuerda que Jesús es Emmanuel, Dios con nosotros, y que pronto habrá de romper sus cadenas. En el tercer Evangelio, Jesús es interrogado, Pedro le niega y el gallo canta tres veces. En el cuarto, Jesús soporta el interrogatorio de Pilato. Luego se lo llevan para azotarlo y se lo presentan a la multitud, a la que le dicen: «Aquí tenéis a vuestro Rey». Luego vienen más oraciones; a continuación, la antífona; e inmediatamente se produce otro destello de luz cuando Jesús dice a los judíos: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿O en qué te he entristecido? Dime, ¿qué te he hecho y cómo me has pagado? En lugar de maná, me has dado hiél; en lugar de agua, vinagre; en lugar de amarme, me has clavado en la cruz. ¡No puedo soportarlo más! Llamaré a mis gentiles, y ellos me glorificarán con el Padre y el Espíritu; y yo les daré la vida eterna». Y a pesar de predecir que va a tomar por asalto los infiernos, se llevan a Jesús para crucificarlo, mientras el pueblo canta: «El que se cernía sobre las aguas cuelga hoy suspendido de la cruz. El que es el Rey de los ángeles está ataviado con una corona de espinas. 206

El que cubre los cielos de nubes está cubierto con la púrpura del escarnio. El que liberó a Adán en el Jordán es abofeteado en el rostro. El Esposo de la Iglesia está atravesado con clavos. El Hijo de la Virgen está traspasado con una lanza. ¡Veneramos tu Pasión, oh Cristo! ¡Muéstranos tu gloriosa Resurrección!» Antífona 12 Jesús cuelga agonizante de la cruz; pero a nosotros se nos recuerda que éste es el comienzo, no el final: «El velo del templo se ha rasgado hoy en dos como una reprensión contra los transgresores; el sol esconde sus rayos al ver crucificado al Mesías» Antífona 15 Lo vemos una y otra vez. En el momento más profundamente oscuro de la Pasión, la luz se abre paso por debajo de la puerta. Ciertamente, es Viernes Santo, pero es también el Gran Sábado Santo; Cristo está muriendo, pero está también resucitando. «Tu cruz, oh Señor, es vida y resurrección para tu pueblo, y porque confiamos en ello, te cantamos, oh Dios crucificado: ten misericordia de nosotros» Antífona 15 Es como si la Iglesia no dejara de recordar a su pueblo la verdad que subyace a la Pasión, para que no haya lugar al desánimo. No es casual que, en la tradición Ortodoxa, los crucifijos no reflejen la desoladora figura del Jesús de Nazaret agonizante, sino la del Cristo triunfante, dispuesto a agitar sus alas como si de un águila se tratara. Prosigue la celebración, y en un momento determinado se vislumbra fugazmente un nuevo tema: el de la 207

fiesta nupcial..María acompaña a las otras mujeres en la procesión hacia la cruz y, en su aflicción, exclama extrañamente: «¿Adonde vas, hijo mío? ¿Hacia dónde corres tan deprisa? ¿Acaso hay otra boda en Cana y corres hacia allí para transformar el agua en vino? ¿Tengo que acompañarte, hijo mío, o debo esperarte? Habíame, oh Palabra, dime algo; no pases ante mí en silencio. Tú preservaste mi virginidad y eres mi hijo y mi Dios» El Viernes Santo es día de ayuno. No hay celebración litúrgica ni se distribuyen las hostias previamente consagradas ni se sirve comida para alimento de los fieles: «En este día de la Crucifixión no comemos nada, conforme a las palabras del Señor a los fariseos: 'Llegará el día en que el esposo les será arrebatado, y entonces ayunarán'. Pero si, como suele suceder, hay alguna persona débil y muy anciana que no puede observar el ayuno, désele pan y agua después de la puesta del sol» Triduo Sacro A las cuatro en punto, la gente se reúne para rezar Vísperas, donde se efectúa otra serie de lecturas, se rezan salmos y se venera solemnemente el epitaphion, una pieza oblonga de tela almidonada en la que está pintada o bordada la figura de Cristo yacente. Después de las Vísperas, vienen las Completas. Jesús ha muerto, y toda la liturgia se contagia de la aflicción de la Madre de Dios.

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Oh Palabra de Dios, ¿es que no tienes una palabra que decir a tu sierva? ¿Es que no sientes lástima, oh maestro, por tu madre?': así hablaba la Purísima, entre lamentos y sollozos, mientras besaba el cuerpo sin pecado de su hijo». A la una de la mañana comienzan los Maitines del Sábado Santo. Los sacerdotes se sitúan frente al epitaphion, el icono del Cristo yacente, y cantan el himno fúnebre de Las Alabanzas, alternándolo con los versos del Salmo 118, contrapunteándose mutuamente: «Mi alma se ha adherido al polvo: hazme vivir conforme a tu palabra. Tú bajaste a la tierra, oh Maestro, para salvar a Adán; y al no encontrarlo en la tierra, fuiste a buscarlo a los infiernos» Concluido el himno fúnebre, el sacerdote venera la imagen del Cristo yacente, y de pronto se produce un cambio en las antífonas. Es como si de repente todo el mundo cayera en la cuenta de que la tumba va a quedar muy pronto vacía. «'¿Por qué mezcláis el aromático ungüento con lágrimas de pesar, oh mujeres?', exclamó el ángel, que brillaba esplendorosamente dentro del sepulcro, a las mujeres que portaban la mirra. 'Ved la tumba y alegraos, porque el Salvador ha resucitado'» Eulogitaria de la Resurrección

«'En mis brazos, oh amado Señor, te sostengo ya cadáver a Ti, que has llevado a los muertos a la vida; mi corazón está profundamente herido, y yo tan sólo anhelo morir contigo, porque no puedo soportar el verte sin vida y sin aliento.

Lo que aparece claramente en este momento es el misterio de la presencia física y espiritual de Cristo. Físicamente, está muerto en el sepulcro; místicamente, en cambio, está con Dios en los cielos y, a la vez, rescatando a los cautivos del infierno.

Oh Dios del amor supremo, oh Señor de toda misericordia, me llena de horror el verte deshonrado, sin vida, sin hermosura y desnudo, mientras te sostengo entre lágrimas. ¡Ay de mí! ¡Jamás pensé que habría de verte así, hijo mío!

«Oh Señor y Dios mío, voy a cantarte un himno fúnebre, un cántico para tu sepultura, pues con ella has abierto para mí las puertas de la vida, y con tu muerte has vencido a la propia muerte y al infierno. 209

Todo cuanto hay encima y debajo de la tierra se estremeció de temor ante tu muerte, al verte, oh Salvador, arriba en tu trono y abajo en la tumba, porque, excediendo nuestra comprensión, yaces ante nuestros ojos cual cadáver, sin dejar de ser la verdadera fuente de la vida» Cántico 1." Me encanta esta interpretación del misterio de la muerte. Pienso, en este contexto, en las personas que rodeaban la tumba en que fueron enterrados los cuerpos de Ita Ford y sus amigas, en aquella colina salvadoreña, y me habría gustado que un ángel, radiante como el día, les dijera: «¿Por qué mezcláis vuestro aromático ungüento con lágrimas de aflicción? ¿Por qué buscáis entre los muertos a los que viven? El tiempo de las lamentaciones se ha acabado; no lloréis, sino hablad a todos de la Resurrección». Sigue a continuación una serie de nueve cánticos, cada uno de los cuales celebra el misterio de la muerte y la resurrección. Tenemos otra fugaz alusión al matrimonio en el Cántico 6.°, donde Cristo es comparado a Jonás, que sale al cabo de tres días del vientre de la ballena: «Jonás estuvo encerrado, pero no se quedó en el vientre de la ballena, porque, a imagen tuya, que sufriste y fuiste enterrado en el sepulcro, salió fuera del monstruo como de una cámara nupcial y gritó los guardianes: '¡Oh vosotros, que hacéis guardia inútilmente, habéis renegado de vuestra propia misericordia!'» Esta imagen de Cristo saliendo del sepulcro como un novio de la cámara nupcial es central para captar la concepción cristiana de la muerte y el significado místico del sepulcro. Cristo, al igual que Lázaro, sale con la impetuosidad de un águila, como un esposo que saliera triunfal de su tienda, ante la expectante multitud, llevando la prueba de la consumación de sus esponsales. Tenemos aquí el más misterioso y sagrado de todos los simbolismos cristianos: el sepulcro como lecho nupcial, donde los muertos se unen místicamente a su Creador y, a la vez, nacen a una nueva vida. 210

La liturgia Ortodoxa del Sábado Santo concluye con las Vísperas, durante las cuales se sigue leyendo abundantemente la Escritura y cantando antífonas. Hacia el final, los sacerdotes cambian sus negras vestimentas de luto por otras blancas y plateadas, propias de la Pascua. Después de haber recorrido el lento camino de la gloriosa, pero maratoniana, liturgia del Triduo Ortodoxo, cerré el círculo retornando al Rito Romano, y en los Maitines del Sábado Santo redescubrí aquella antigua homilía que celebraba el descenso a los infiernos. «¿Qué es lo que ocurre? Hay un gran silencio hoy sobre la tierra, un enorme silencio y quietud, porque el rey duerme; la tierra estaba aterrorizada y silenciosa, porque Dios dormía en la carne mientras levantaba de su postración a los que dormían desde tiempos inmemoriales. Dios ha muerto en la carne, y el infierno se ha estremecido. Verdaderamente va en busca de nuestro primer padre, como si fuera una oveja perdida; quiere visitar a los que habitan en las tinieblas y en las sombras de la muerte. Acude a liberar de sus dolores, él, que es Dios e hijo de Adán, al propio Adán y a su compañera Eva, prisioneros ambos. El Señor se acerca a ellos blandiendo su victoriosa arma: la cruz. Cuando Adán, el primer hombre creado, lo ve, se golpea el pecho, aterrorizado, y exclama: '¡Mi Señor esté con todos vosotros!' Y Cristo responde diciéndole: 'Y con tu espíritu' Y tomándolo de la mano, lo levanta diciendo: 'Despierta, oh durmiente, y levántate de entre los muertos, y Cristo te dará la luz. Yo soy tu Dios, que por tu causa me convertí en tu hijo, y que ahora te hablo a ti y a tus descendientes y ordeno con autoridad a los que habitan en la prisión: ¡Salid fuera!; y a los que moran en las tinieblas: ¡Volved a la luz!; y a los que duermen: ¡Despertad y levantaos!'» Hasta aquí, la ya conocida historia del Evangelio de Nicodemo del rescate de Adán. Pero aún hay más: «Y a ti te ordeno: Despierta, durmiente; no te he creado para que permanezcas preso en el infierno. Levántate de 211

entre los muertos. Yo soy la vida de los muertos. Levántate, hombre, obra de mis manos; levántate, tú que fuiste hecho a mi imagen. Álzate y salgamos de aquí, porque tú en mí y yo en ti somos, juntos, una sola e indivisible persona». Aquí lo tenemos, afirmado con absoluta claridad: no hemos sido creados para la muerte y la corrupción, sino para la unión con Dios. Y aquí aparece realmente la tumba como lecho nupcial, como el lugar de consumación de la unión del hombre o la mujer con su Dios. «El trono de los querubines ha sido preparado; los portadores están dispuestos y esperan; la cámara nupcial está en orden; la comida está servida; las eternas moradas y sus habitantes aguardan impacientes; los valiosos tesoros han sido abiertos; el reino de los cielos ha sido preparado desde antes del comienzo de los tiempos» De una antigua homilía para el Sábado Santo Te rogamos, oh Señor, por todos los que pronto han de hacer frente a la muerte, ya sea por enfermedad, por su avanzada edad o por causa de la violencia: Tranquilízalos en sus temores, confórtalos en su aflicción y dales a degustar un anticipo del gozo que tienes preparado para ellos.

21 s

«Esta es la noche...»

Ésta es la noche en que rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo... Y así, en esta noche santa, ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes... ¡Qué noche tan dichosa, en que se une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino! Del Pregón Pascual

Cuanto más pienso en ello, más se me antoja el tema de la tumba vacía un ardid para desviar la atención, una especie de canto de sirena que nos aparta de nuestro verdadero camino y nos lleva hacia los escollos de las disputas y las querellas teológicas. Por supuesto que es fascinante el dilucidar quién movió la piedra y qué queremos decir exactamente cuando decimos que Jesús resucitó corporalmente de entre los muertos; pero ello no es esencial para nuestra creencia en la resurrección de Cristo. Las preguntas «¿cómo resucitan los muertos?» y «qué clase de cuerpo tienen cuando regresan?» son perennes, y el propio Pablo ya mostró su disconformidad al respecto: «Alguno preguntará: ¿Y cómo resucitan los muertos? ¿qué clase de cuerpo traerán? Necio, lo que tú siembras no cobra vida si antes no muere. Y, además, ¿qué siembras? No siembras lo mismo que va a brotar después, siembras un simple grano, de trigo, por ejemplo, o de alguna otra

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semilla. Es Dios quien le da la forma que a él le pareció, a cada semilla la suya propia... Hay también cuerpos celestes y cuerpos terrestres, y una cosa es el resplandor de los celestes y otra el de los terrestres» . La resurrección de Cristo en el Espíritu, cualquiera que sea la forma que adopte su nuevo cuerpo, su descenso entre los muertos y su apertura de las puertas del infierno son elementos centrales en nuestra fe, pues ésa es la piedra angular de nuestra creencia en un Dios que tiene poder sobre el mal y sobre la muerte. Aún más importante, y para mí totalmente sobrecogedora, es la imagen del matrimonio de la tierra con el cielo, la unión de los frágiles seres humanos con su inmortal e incognoscible Dios. Esta es la esencia de nuestra fe: el Dios inmortal e invisible, el Dios todo sabiduría, Yahvéh, El Shaddai, el Anciano en Días que vive en la luz inaccesible, ha entrado de algún modo en este mundo, en sus criaturas, y se ha unido a ellas. Éste es un asunto tan misterioso e increíble que no podemos hacerle frente, sino que nos ciega y nos deslumhra; y entonces, bajando la mirada, buscamos algo concreto con lo que enfrentarnos, algo como el misterio de la tumba vacía. Nos apresuramos, examinamos el sudario abandonado, buscamos por todas partes, completamente ignorantes del ángel que nos dice pacientemente: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» 2 . La Iglesia, paciente y exasperante madre de todos nosotros, hace lo que puede para explicarnos la maravilla y el misterio de la Pascua. Como haría un detective, reconstruye cada Vigilia Pascual los acontecimientos que llevaron a la muerte de la víctima y, tras haber desplegado todas las claves ante nosotros, procede a explicarnos su significado y cómo llegó ella a la conclusión a la que ha llegado. Nuestra gran tragedia, a mi modo de ver, es que estamos tan familiarizados con la historia que llegamos a

1. 1 Cor 15,36-38.40. 2. Le 24,5.

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hacernos ciegos y sordos a la evidencia, con lo que perdemos totalmente de vista la verdad. Somos como espectadores de una película ya vista: conocemos la historia y pensamos, en consecuencia, que no necesitamos concentrarnos en ella, así que nuestras mentes divagan o, simplemente, nos quedamos dormidos. Durante dos horas y media, entramos y salimos de nuestra propia conciencia, hasta que se encienden las luces y todo el mundo canta el aleluya. Nos alegramos. La Cuaresma ha terminado, Cristo ha resucitado, y nos vamos a tomar un chocolate y a comer huevos de Pascua. Felices Pascuas. Cristo ha resucitado. Ha resucitado, sin duda. Pero ¿qué significa eso? Volvamos hacia atrás el «vídeo». Es de noche. La oscuridad cubre la tierra. Es el comienzo del tiempo, y reina el caos. Las aguas tenebrosas se encrespan, y la tierra es un vacío informe. Pueblo y sacerdotes guardan silencio en torno a un fuego sin luz: estamos esperando el comienzo de la vida. El Espíritu de Dios se cierne expectante sobre el silencioso caos, y de pronto salta la chispa, la cual hace brotar la llama: es el Nuevo Fuego, la luz de Dios, cuyas llamas irrumpen repentinamente sobre la tierra. El corazón nos da un vuelco: ¡ÉSTA ES LA NOCHE!

El sacerdote bendice el fuego: «Oh Dios, que por medio de tu Hijo, la piedra angular, has dado a tus fieles el fuego de tu gloria: santifica este nuevo fuego, producido por la piedra y destinado a nuestro servicio, y concédenos, en estas fiestas pascuales, un deseo tan grande del cielo que podamos llegar con corazón limpio a las fiestas de la eterna luz. Por Jesucristo nuestro Señor» Oración para la Bendición del Nuevo Fuego Esta oración está tomada del antiguo Rito Romano. La forma moderna ha sido algo suavizada: «Santifica este fuego e inflámanos con renovada esperanza. Purifica nuestras mentes por esta celebración pascual y condúcenos un día a la fiesta de la luz eterna». 215

Me pregunto quién decidió sustituir «concédenos el deseo del cielo» por «inflámanos con renovada esperanza». Quizá algún entusiasta liturgista decidió que esas palabras de la antigua liturgia romana eran un poco excesivas para los cristianos modernos, y que «esperanza» era un sentido más conveniente que «deseo». Aunque la nueva traducción es más corta y más concisa, pienso que en realidad es menos acertada. Quien escribió la antigua oración dijo exactamente lo que quería decir: estaba pidiendo a Dios que la celebración pascual inflamara los corazones de las gentes con una loca y ardiente pasión por su Dios, de modo que llegaran a estar tan poseídos, tan agarrados por el amor, que nunca perdieran la gracia y pudieran llegar, en la muerte, a la unión con el Dios de la deslumbrante oscuridad, de la inmortal irradiación. No es lo mismo que esperar ser invitado al festival de la luz, por divertido que éste pueda resultar. Tras la bendición del Nuevo Fuego, viene la bendición del incienso que será insertado en el cirio pascual. En mi moderno misal, esta ceremonia es opcional, así que corremos el riesgo de olvidar una clave vital del misterio de la Pascua. Incluso, aunque esta bendición se lleve a cabo, puede escapársele a todos, salvo a los más próximos al celebrante, pues es un «insignificante» rito que se realiza a la simple luz de la fogata. El celebrante toma cinco granos de incienso que representan las cinco llagas de Cristo y, bendiciéndolos, invoca al poder redentor del sufrimiento y la muerte de Cristo. Sin esas llagas no estaríamos allí esa noche. Los granos de incienso, las cinco llagas, son insertados en el cirio pascual, que representa a Cristo resucitado. El celebrante marca una cruz en la cera del cirio con un estilete y traza las letras griegas «alfa» y «omega» encima y debajo de la cruz, respectivamente, mientras dice: «Cristo, ayer y hoy, Principio y Fin, Alfa Y omega. 216

Suyo es el tiempo. Y la eternidad. A él la gloria y el poder Por los siglos de los siglos». Los granos de incienso son entonces insertados, mientras el sacerdote dice: «Por sus llagas santas y gloriosas nos proteja y nos guarde Jesucristo Nuestro Señor. Amén». El sacerdote enciende entonces el cirio con el nuevo fuego, la luz de la Palabra que brota de la fuente del Padre, la Luz eterna. El cirio es levantado en alto y llevado a la iglesia, que se mantiene en la oscuridad y que representa al mundo que espera, como canta el diácono, primero suavemente y luego con más fuerza, Lumen Christi, «Luz de Cristo»; y el pueblo responde demasiado formalmente: «Demos gracias a Dios», cuando deberían lanzar los sombreros al aire, danzando y gritando como lunáticos: «¡Ha venido! ¡Ha venido! ¡Los que esperaban en la oscuridad han visto una gran luz! ¡Emmanuel, Dios está con nosotros!» Los fieles encienden sus velas y se colocan en sus sitios, mientras el diácono aclara su garganta para comenzar la proclamación pascual, el Pregón Pascual. «En verdad es justo y necesario aclamar con nuestras voces y con todo el afecto del corazón al Dios invisible, el Padre todopoderoso, y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Porque él ha pagado por nosotros al Eterno Padre la deuda de Adán y, derramando su sangre, canceló el recibo del antiguo pecado». Viene a continuación una serie de espléndidas afirmaciones en las que los acontecimientos clave de la tradición judía: (la salida de Egipto, el paso del mar Rojo y la travesía del desierto) son misteriosamente asociados a la muerte de Cristo y su resurrección triunfal. Nos encontramos celebrando todas estas cosas a la vez, pues ESTA ES LA NOCHE en que Dios está presente entre su pueblo: 217

«Esta es la noche en que sacaste de Egipto a los israelitas, nuestros padres, y los hiciste pasar a pie el mar Rojo. Esta es la noche en que la columna de fuego esclareció las tinieblas del pecado. Ésta es la noche en la que, por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y son agregados a los santos. Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo». Y, acto seguido, suena inequívoco el mensaje paulino: «¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiésemos sido rescatados?... Y así, esta noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos». Henos aquí, una vez más, sumidos en el misterio. ¿Cómo vamos a comprender este pasaje si no vemos que el odio haya sido expulsado aquí y ahora? Pero, un momento: quizá sí lo veamos, aunque no se trate de una realidad consumada, sino más bien del valeroso combate de una débil planta que enraiza en una árida tierra. Este año pasado nos ha traído un inimaginable sueño de paz, especialmente en Europa Oriental. Este mes, hace un año que estuve en Berlín Oriental viendo la Puerta de Brandemburgo y el muro. Ahora el muro ha caído, y tengo un pequeño fragmento del mismo en mi mano, que me ha traído como regalo un estudiante de medicina asombrado de poder moverse de un lado a otro de Europa. Ahora la hierba crece, aunque debemos esperar todavía lo más duro. 218

Y una vez más reaparece el tema nupcial: «¡Qué noche tan dichosa, en que se une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino!» Poco a poco, la oscura iglesia se llena de luz a medida que las velas se van encendiendo una a una. Me gusta especialmente ese momento, con la luz tenue y las extrañas sombras sobre el techo y las paredes de la iglesia, y el magnífico simbolismo de las minúsculas luces, venciendo todas juntas a la oscuridad. El cirio pascual le es ofrecido a Dios: «En esta noche de gracia, acepta, Padre santo, el sacrificio vespertino de esta llama... ardiendo en llama viva para gloria de Dios... Te rogamos, Señor, que este cirio, consagrado a tu nombre, arda sin apagarse para destruir la oscuridad de esta noche y, como ofrenda agradable, se asocie a las lumbreras del cielo. Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo, ese lucero que no conoce ocaso y que es Cristo, tu Hijo resucitado, que, al salir del sepulcro, brilla sereno para el linaje humano y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos». Del Pregón Pascual Concluido el Pregón, comienza la liturgia de la Palabra, con una serie de lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento. El sacerdote explica: «Con el pregón solemne de la Pascua, hemos entrado ya en la noche santa de la resurrección del Señor. Escuchemos en silencio meditativo la Palabra de Dios. Recordemos las maravillas que Dios ha realizado para salvar al primer Israel y cómo, en el avance continuo de la 219

historia de la salvación, al llegar los últimos tiempos, envió al mundo a su Hijo para que, con su muerte y resurrección, salvara a todos los hombres».

hace un pacto —el primero de otros que vendrán después— con su pueblo y promete que nunca volverá a destruirlo.

Por supuesto que es sumamente difícil escuchar «en silencio meditativo» ocho largas lecturas bíblicas, llenas todas ellas de complejos simbolismos que cuesta bastante comprender. Desgraciadamente, mucho me temo que es imposible apreciar en su justa medida estas lecturas sin un cierto trabajo personal previo, leyendo una y otra vez los pasajes, descubriendo sus interrelaciones mutuas e identificando debidamente los diversos temas. Quien desee emprender semejante tarea, sin embargo, descubrirá que se adentra en un mundo de una belleza y una lógica realmente sorprendentes.

Dios se dispone entonces a dar forma a su pueblo y envía a Abraham a un viaje a lo desconocido (esta historia es muy apreciada por los misioneros, que se consideran seguidores de la llamada de Dios. Es la esencia del discipulado cristiano). Abraham, el padre del pueblo de Dios, le es muy querido; y, como tiene por costumbre, decide probarlo de nuevo. Le pide que le ofrezca a Isaac, su amado y único hijo, en holocausto. Esta es, de algún modo, una historia terrible y misteriosa, el fundamento para la presentación ritual de los primogénitos y de las primicias del pueblo de Israel a su Dios. Lo importante es que la ofrenda no es sacrificada, sino redimida, devuelta. Los antiguos Padres de la Iglesia vieron el sacrificio de Isaac como una prefiguración de la pasión de Jesús.

Mientras tanto, permítaseme revelar, de cualquier modo, algunos de los secretos de estas lecturas de la Vigilia Pascual (hacerlo de forma exhaustiva excede mis posibilidades y requeriría todo un libro). En esta serie de lecturas hay dos temas principales: la creación del mundo (de ahí la lectura del primer capítulo del Génesis) y el nacimiento del pueblo de Dios, nuestros ancestros espirituales, el pueblo de Israel. Estos motivos se desarrollan paralelamente, e intercalados en ellos aparecen otros temas diversos: agua, alianza, bautismo, nuevo nacimiento... Me explicaré. Dios creó el mundo a partir de un vacío informe: las aguas del caos. Respirando sobre estas aguas, las amansa y les da vida y fecundidad. Para habitar este nuevo mundo crea un hombre y una mujer, Adán y Eva. Adán es el padre de todo el género humano y, para nuestra desgracia, peca y es expulsado del paraíso. La estirpe de Adán puebla entonces la tierra y, a causa de su naturaleza caída, confunde las cosas, y Dios, en su cólera, decide purificarlos y comenzar de nuevo, usando un pequeño remanente de su creación, Noé, su familia y sus animales. Todo esto se dice en Génesis, caps. 5, 6, 7 y 8 (omitido en el nuevo Rito Romano). Tras el Diluvio, Dios 220

Tras la historia de Isaac viene el maravilloso drama del paso del mar Rojo. Los israelitas son rescatados por Dios de las manos de sus enemigos y salvados así del caos de las aguas de la destrucción. Cantan al Señor en su alegría: «Cantemos al Señor, sublime es su victoria, caballo y jinete ha arrojado en el mar. Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Él es mi Dios: yo lo alabaré; el Dios de mis padres: yo lo ensalzaré» . Aquí tenemos una prefiguración del Cristo guerrero que vence al caos de las tinieblas y al infierno. En la siguiente lectura (Isaías 54,4-14) encontramos una maravillosa imagen de la indulgencia y la fidelidad de Dios. El pueblo de Israel ha caído una vez más, y el profeta lo compara a una mujer infiel cuyo marido, tras haberla abandonado enfurecido, regresa a ella de nuevo.

3. Ex 15,1-2. 221

Es un pasaje de sorprendente ternura que no deja duda de que Yahvéh es un Dios de misericordia y no de venganza. «No temas, no tendrás que avergonzarte, no te sonrojes, que no te afrentarán. Olvidarás el bochorno de tu soltería, ya no recordarás la afrenta de tu viudez. El que te hizo te tomará por esposa: su nombre es Señor de los ejércitos. Tu redentor es el Santo de Israel, se llama Dios de toda la tierra. Como a mujer abandonada y abatida te vuelve a llamar el Señor; como a esposa de juventud, repudiada —dice tu Dios». Aquí tenemos, con deslumbradora claridad, el simbolismo del matrimonio que recorre toda la liturgia pascual para emerger de nuevo con gran fuerza en la ceremonia de la bendición de la pila bautismal. Este pasaje concluye con una reafirmación de la alianza: «Aunque se retiren los montes y vacilen las colinas, no se retirará de ti mi misericordia ni mi alianza de paz vacilará —dice el Señor, que te quiere» . Con la lectura de Isaías 55,1-11, que es una continuación del pasaje anterior, retorna el tema de las aguas; pero esta vez no se trata de las aguas del caos, sino de las aguas de la vida: «Oíd, sedientos todos, acudid por agua, también los que no tenéis dinero».

4. Is 54,10. 222

Las aguas de la vida son gratis, porque Dios se las ha dado gratuitamente a su pueblo. El agua de la vida es la Palabra de Dios, que da vida a la tierra, su creación. «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» . El agua, la luz, el fuego, el trueno y todas las habituales imágenes que evocan para los pueblos primitivos como para nosotros mismos, una sensación del poder que encierra la creación, se usan en la Escritura para hablar de Dios. En la lectura del profeta Baruc aparece el antiguo tema de la Sabiduría de Dios, ese poder creador que hace vivir y que mantiene a los seres milagrosamente vivos. El profeta reprende al pueblo de Israel por haber renegado de la «fuente de la sabiduría», las aguas de la vida, y le recuerda la elemental y deslumbradora verdad acerca de quién es realmente su Dios: Yahvéh no es ninguna pequeña deidad transitoria, sino el Dios de dioses, el que modeló el universo y determina el movimiento de los astros: «El que creó la tierra para siempre y la llenó de animales cuadrúpedos; el que manda a la luz, y ella va; la llama, y le obedece temblando; a los astros, que velan gozosos en sus puestos de guardia, los llama, y responden '¡Presentes!', y brillan gozosos para su Creador. El es nuestro Dios, y no hay otro frente a él» .

5. Is 55,10-11. 6. Bar 3,32-36. 223

Dios ha revelado esto a su pueblo; está escrito en sus Escrituras. El profeta implora a Jacob (el pueblo de Israel) que vuelva a la luz y no malgaste sus prerrogativas como pueblo elegido de Dios. «Es el libro de los mandatos de Dios, la ley de validez eterna: los que la guardan, vivirán; los que la abandonan, morirán. Vuélvete, Jacob, a recibirla, camina a la claridad de su resplandor; no entregues a otros tu gloria ni tu dignidad a un pueblo extranjero. ¡Dichosos nosotros, Israel, que conocemos lo que agrada al Señor!» . Me resulta extremadamente interesante contrastar los diferentes rostros de Dios, las diferentes formas en que él (ella, ellos) se revela/n y las distintas formas en que respondemos a esa revelación. Me atrae particularmente la paradójica asociación del desconocido y misterioso Dios creador y el Dios que mantiene con su pueblo, individual y colectivamente, una relación de amante. Vemos esta útima faceta de Dios en el simbolismo matrimonial, en Isaías y Oseas, en el Cantar de los Cantares y en muchos de los Salmos: «Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?» Finalmente, concluidas las lecturas del Antiguo Testamento, pasamos a las del Nuevo y encontramos, en la Carta de Pablo a los Romanos, la unión de los hilos de oro y el resumen del mensaje pascual:

7. Bar 4,1-4. 8. Salmo 41,1-2.

224

«¿Habéis olvidado que a todos nosotros, al bautizarnos vinculándonos al Mesías Jesús, nos bautizaron vinculándonos a su muerte? Luego aquella inmersión que nos vinculaba a su muerte nos sepultó con él, para que, así como Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, también nosotros empezáramos una vida nueva» . Ahí lo tenemos: la asociación de las imágenes del bautismo y la muerte, la unión con Dios y el acceso a una nueva vida desde la vieja. El bautismo no es sólo el derramamiento de agua sobre la cabeza de un niño que berrea; es el descenso con Cristo a las aguas del caos, a la tumba, para ascender, unidos a él, desde esas mismas aguas, que él ha transformado en aguas de vida. Y cuando escribo estas palabras sé, como debió de saberlo Pablo, que estoy escribiendo acerca de un misterio difícil de comprender... y de aceptar. Las lecturas son seguidas por otra ceremonia, la bendición de la pila y el agua bautismales para la celebración del sacramento del bautismo. Hasta que me embarqué en esta historia, yo no conocía la riqueza del simbolismo y la imaginería de la vigilia pascual y, en particular, de la bendición de la pila. Este simbolismo, que ha sido suprimido en gran parte en la nueva liturgia, es claramente contemplado por la antigua. La pila bautismal, el receptáculo para el agua utilizado en el bautismo, representa tanto la tumba a la que descendemos como el seno de la Iglesia. El cirio pascual, el icono del Cristo resucitado, es sumergido en la pila y, por esta entrada en la tumba, en la matriz, en las aguas del caos, se vuelve fructífero. «Que este agua, preparada para el renacer de los seres humanos, se vuelva fecunda por el secreto derramamiento de su divino poder; que una celestial progenie, concebida en santidad y renacida en una nueva creación, ascienda desde el inmaculado seno de esta fuente divina; y que

9. Rom 6,3-4. 225

todos, aunque diferentes en edad o en sexo, puedan ser devueltos a una nueva infancia por la maternidad de la gracia. Huyan, Señor, a tu voz, todos los espíritus impuros; huyan, Señor, todas las artimañas satánicas y perversas. Que ningún poder de oposición se introduzca aquí o tienda sus trampas en este lugar, o se arrastre furtivamente hacia él o lo contamine con su veneno» Oración para la Bendición de la Pila, (de la antigua Liturgia Romana) Esta imagen de Cristo santificando las aguas del caos me resulta sumamente elocuente, pues también mi «gente del Viernes Santo» ha sido sumergida en la caótica oscuridad de esas aguas de la muerte, para que ahora sean fecundas. Las muertes de los mártires de El Salvador transforman misteriosamente el caos del mal en aguas de gracia y de vida. Como decía Tertuliano: «La sangre de los mártires es la semilla de la fe». Tras la bendición de la pila, y después de celebrado el bautismo (si lo hubiere), los fieles son llamados a renovar sus promesas bautismales: «Hermanos: Por el misterio pascual hemos sido sepultados con Cristo en el bautismo, para que vivamos una vida nueva. Por tanto, terminado el ejercicio de la Cuaresma, renovemos las promesas del santo bautismo, con las que en otro tiempo renunciamos a Satanás y a sus obras y prometimos servir fielmente a Dios en la santa Iglesia católica. Así, pues: ¿Renunciáis a Satanás? ¿Y a todas sus obras? ¿Y a todas sus seducciones? ¿Creéis en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra? ¿Creéis en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que nació de Santa María Virgen, murió, fue sepultado, resucitó de entre los muertos 226

y está sentado a la derecha del Padre? ¿Creéis en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica, en la comunión de los santos, en el perdón de los pecados, en la resurrección de los muertos y en la vida eterna?» El pueblo, con las velas encendidas en sus manos (¡que son ya peligrosamente cortas!), responde «sí, renuncio», «sí, creo»... Esta ceremonia de renovación de las promesas es realmente sorprendente. En su superficie es tan formal, tan seca, tan legal, como una declaración jurídica o un contrato de matrimonio. Sin embargo, qué inmensidad de fe, alegría y dolor encubre: declaramos ahí nuestra creencia en un Dios todopoderoso, misterioso e incognoscible, que hace los cielos y la tierra, y afirmamos profundamente en nuestros corazones el maravilloso y asombroso conocimiento de que él nos ama, nos desea, nos llama. Como la cierva que busca corrientes de agua, así nuestras almas están sedientas del Dios vivo; y esa sed nos conduce por senderos y caminos apartados para cuidar de su pueblo. Nos conduce a denunciar la injusticia, a alimentar al hambriento, a vestir al desnudo y a albergar a los pobres sin hogar. No sabemos exactamente adonde nos llevará ese amor, pero nos estremecemos recordando a la gente del Viernes Santo. Nos estremecemos, porque tenemos miedo a ser también nosotros llamados a la impotencia, a seguir a Jesús por el camino del Calvario. Tememos el dolor, el cansancio, la humillación y la pérdida; pero, sobre todo, tememos no poder responder a lo que se espera de nosotros. Está muy bien para ELLOS, decimos; son personas especiales, más santos, más fuertes, más valientes, de algún modo diferentes a nosotros, distintos. Pero ¿son realmente tan distintos? No lo creo. Creo que potencialmente todos somos, todos, «gente del Viernes Santo». Todos somos frágiles vasijas de barro que pueden, si el alfarero las elige, 227

ser modeladas a su imagen para sus misteriosos propósitos. El elige a los débiles y los hace fuertes para dar testimonio. Suya es la fuerza que les posee; suya también la luz que ellos proyectan. Y lo único que tenemos que hacer nosotros es recordar que su amor vale más que la propia vida... y decir «SÍ».

Apéndice

Quiero concluir con un poema de Carla: una oración misteriosamente respondida: «Aguas de las montañas, aguas de Dios, limpiadnos y renovadnos: venimos harapientos y raídos. Ríos de Chile, corrientes de nieve derretida, fundidnos y llevadnos más allá del amigo o el enemigo. Rápidas corrientes, pozos profundos y claros, afinadnos, calmad nuestros corazones para poder oir. Señor del río, Dios de la corriente, enséñanos tu canción, redime nuestra sequedad» Carla Piette, El Salvador, 1980

Y ahora debemos comenzar a vivir de nuevo con nuestros cuerpos destrozados y nuestras mentes agredidas, partiendo de cero, sin más que los escombros de nuestras vidas y recogiendo el polvo de sueños en otro tiempo soñados. Y ahí estamos, desnudos y vulnerables, orgullosos de recomenzar y resistir, pero llenos de débil humildad ante la enormidad de la tarea. Nosotros, sin futuro, seguros, resueltos y entregados, te saludamos ahora, oh Dios, sabiendo que nada está a salvo, que nada es aquí seguro e inviolable, excepto tú... y aun eso se nos escapa a veces. Y te odiamos a la vez que te amamos, y nuestra ira es tan intensa como nuestro dolor, nuestra aflicción tan profunda como el mar, y nuestra necesidad tan grande como las montañas. Por eso, al dar los primeros pasos hacia el abismo del futuro, querríamos pedirte valor para ir hacia lo desconocido y permanecer allí, valor para llegar a ser 229

lo que no hemos sido antes y aceptarlo, y valentía para mirar a lo más profundo de nuestras almas y encontrar nuevos caminos. No queríamos tenerlo fácil, oh Dios, pero no contábamos con que fuera tan duro, tan prolongado y tan desierto. Por eso, si has de darnos la vuelta como a un guante y volver del revés nuestros bolsillos, sólo para ver lo que hay en ellos y dejarnos tirados, te pedimos que nos conserves la fe y nos tengas contigo, sosteniendo nuestras manos mientras lloramos, dándonos fuerzas para seguir y mostrándonos las luces a lo largo del camino para hacernos nuevos. No luchamos contra ti, oh Dios, aunque pueda parecerlo; pero necesitamos tu ayuda y tu compañía mientras combatimos. Resistir y comenzar de nuevo. Anna McKenzie

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