Clapton Eric - Clapton La Autobiografia.pdf

  • Uploaded by: LionelEspikin
  • 0
  • 0
  • March 2021
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View Clapton Eric - Clapton La Autobiografia.pdf as PDF for free.

More details

  • Words: 126,021
  • Pages: 307
Loading documents preview...
Eric Clapton

TÍTU LO ORIGINAL CLAPTON: TH E AU TO BIO G RAPH Y Publicado por: GLOBAL RHYTHM PRESS S.L. C / Bruc 63, Pral. 2.a - 08009 Barcelona Tel.: 93 272 08 50 - Fax: 93 488 04 45 Publicado en Estados Unidos por Broadway Books, The Doubleday Broadway Publishing Group, Random House Inc., Nueva York Copyright 2007 de E. C. Music \ Copyright 2007 de la traducción de Ezequiel Martínez Llórente Derechos exclusivos de edición en lengua castellana: Global Rhythm Press S.L. ISBN: 978-84-96879-14-0 DEPÓSITO LEGAL: B-2.279-2008 Diseño Gráfico PFP (Quim Pintó, Montse Fabregat) Preimpresión LOZANO FAISANO, S. L. Impresión y encuadernación SAGRAFIC

PRIMERA E D IC IÓ N EN GLOBAL RHYTHM PRESS enero de 2008 «

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

Eric Clapton

Clapton La autobiografía Traducción de Ezequiel Martínez Llórente

g lo b a l rhythm

A mi abuela,>Rose Amelia Clapp, a Melia, mi querida mujer; y a mis hijas Ruth, Julie, Ella y Sophie

PRIMEROS

AÑOS

S

iendo todavía un niño de seis o siete años empecé a tener la sensación de que yo no era como los demás. Tal vez fuese por el hecho de que i gente hablaba sobre mí en mi presencia, pero como si yo no estuviera iHí. Mi familia vivía en Ripley, Surrey, en una casita que daba directamente ú prado comunal del pueblo. Formaba parte de lo que una vez habían sido ¿5 casas de beneficencia y constaba de cuatro habitaciones: dos diminu: os dormitorios arriba más una pequeña sala y una cocina abajo. El retrete estaba fuera, en un cobertizo de chapa situado al final del jardín, y no :¿níamos bañera, sólo una gran palangana de zinc que colgaba de la puerta rrasera. No recuerdo haberla utilizado jamás. Dos veces por semana, mi madre me restregaba con una esponja en „na pequeña tina de hojalata llena de agua, y los domingos por la tarde :3a a bañarme a casa de mí tía Audrey, la hermana de mi padre, que vi­ vía en los pisos nuevos de la carretera. Yo vivía con papá y mamá, que cupaban el dormitorio principal con vistas al prado, y con mi hermano Adrián, que tenía un cuarto al fondo. Dormía en una cama plegable, ai­ ronas veces con mis padres, otras veces abajo, según quién hubiera por ¿_í en ese momento. La casa no tenía electricidad, y las lámparas de gas d o dejaban de sisear. Me asombra pensar ahora que familias enteras vi­ vieran en esas casitas. Mamá tenía seis hermanas: Nell, Elsie, Renie, Flossie, Cath y Phyllis, :os hermanos, Joe y Jack. Los domingos era normal que se presentaran : : s o tres de ellos con sus familias para cotillear y ponerse al día de todo que nos pasaba a unos y a otros. En una casa tan pequeña, las conver­ s io n e s se producían siempre delante de mí mediante susurros que se :ercambiaban las hermanas como si yo no existiera. La casa estaba lle• i de secretos. No obstante, escuchando con cuidado esas pláticas empecé

a ensamblar poco a poco la imagen de lo que ocurría y a darme cuenta de que a menudo esos secretos estaban relacionados conmigo. Un día oí que una de mis tías preguntaba «¿sabes algo de su madre?», y entonces se me hizo la luz: cuando me llamaba en broma «pequeño bastardo», el tío Adrián decía la verdad. El impacto de ese repentino descubrimiento fue traumático, ya que en aquella época (yo nací en marzo de 1945), y a pesar de que abunda­ ban los hijos naturales debido a la gran cantidad de soldados y pilotos extranjeros que habían pasado por Inglaterra, la ilegitimidad suponía aún un estigma enorme. Aunque eso afectaba a todas las clases sociales, era especialmente grave entre las familias trabajadoras que, como la nuestra, vivían en pequeñas comunidades rurales y desconocían el lujo de la pri­ vacidad. Por todo ello empecé a sentirme muy confundido sobre mi po­ sición en el mundo y, junto al profundo amor que sentía por mi familia, surgió la sospecha de que, en un sitio tan pequeño como Ripley, yo se­ ría para ellos un motivo de vergüenza que siempre precisaría una expli­ cación. La verdad que finalmente descubriría era que papá y mamá, Rose y Jack Clapp, eran en realidad mis abuelos, que Adrián era mi tío, que Patricia, una hija de Rose nacida de un matrimonio anterior, era mi au­ téntica madre y que ésta me había dado el apellido Clapton. A mediados de los años veinte, Rose Mitchell, así se llamaba mi abuela entonces, se había enamorado de Reginald Cecil Clapton, conocido como Rex, un des­ lumbrante joven educado en Oxford e hijo de un militar destacado en la India. Se casaron en febrero de 1927 contra la voluntad de los padres de él, quienes consideraban que Rex se unía a una persona de clase inferior. La boda se celebró unas semanas después de que Rose diera a luz a su primer hijo, mi tío Adrián. Se instalaron en Woking, pero el matrimonio, por desgracia, duró poco ya que Rex murió de tisis en 1932, tres años después del nacimiento de su hija Patricia. Rose se quedó destrozada. Volvió a Ripley y pasaron diez años antes de que se casara de nuevo tras ser cortejada largo tiempo por Jack Clapp, un maestro estucador. Se casaron en 1942, y Jack, que se había librado del reclutamiento por una lesión en la pierna que arrastraba desde la in­ fancia, se convirtió en el padrastro de Adrián y Patricia. En 1944, como otros muchos pueblos del sur de Inglaterra, Ripley se vio inundado por soldados norteamericanos, y Pat, que contaba quince años, vivió una corta aventura con Edward Fryer, un piloto canadiense destinado cerca de allí.

Se habían conocido durante un baile animado por una banda donde él rocaba el piano. Pero resultó que estaba casado, así que cuando descubrió su embarazo, Pat tuvo que afrontarlo sola. Rose y Jack la cuidaron, y yo nací secretamente en el dormitorio del primer piso el 30 de marzo de 1945. Tan pronto como fue posible, cuando yo tenía dos años, Pat abandonó Ripley y mis abuelos me criaron como si fuera su hijo. Me pusieron el nombre de Eric, aunque todos me llamaban Ric. Rose era una mujer menuda, de pelo oscuro, rasgos delicados y una característica nariz puntiaguda conocida en la familia como «nariz M u­ dad!» por haberla heredado de su padre, Jack Mitchell. Sus fotos de ju­ v e n t u d la muestran como una joven muy hermosa, la más guapa con mterencia entre sus hermanas. Pero en algún momento al comienzo de la r-ierra, cuando acababa de cumplir treinta años, se sometió a una operación rara corregir un grave problema en el paladar. Mientras los cirujanos tra: i aban hubo un corte de energía que obligó a suspender la operación; el resultado fue una enorme cicatriz bajo el pómulo izquierdo que producía ¡a sensación de que le habían vaciado una parte de la mejilla. Siempre se *¿nriría algo inhibida por ello. Dylan ha escrito en «Not Dark Yet» que «dede cada cara hermosa hay algún tipo de dolor». El sufrimiento la consúó en una persona cálida y profundamente compasiva con los males aje­ nos. Ella fue el centro de mi vida durante buena parte de mi juventud. Jack, su segundo marido y el amor de su vida, era cuatro años más oven que Rose. Se trataba de un hombre tímido y apuesto de más de un metro ochenta, con rasgos muy marcados y cierto parecido a Lee Marvin; raimaba sus propios cigarrillos, que liaba con un tabaco oscuro y fuerte ornado Black Beauty. Era autoritario, como los padres de entonces, pero iimbién bueno y, a su modo, muy afectuoso conmigo, sobre todo durante mi infancia. En la relación no había mucho contacto físico y, como a todos jo s hombres de la familia, a Jack le costaba expresar sentimientos de afecto : cariño. Tal vez aquello se consideraba un signo de debilidad. Se gana­ ra ia vida como estucador y trabajaba para un constructor de la zona. Tam: :en era carpintero y albañil, así que se bastaba para construir una casa. Jack era un hombre extremadamente concienzudo, con una ética del irabajo muy severa, y ganaba un jornal estable que nunca varió mientras crecí, así que, si bien podría considerarse que éramos pobres, pocas veces nos faltaba el dinero. Cuando las cosas se ponían difíciles, Rose limpia­ ba casas o trabajaba a media jornada en Stansfield s, una empresa embo:¿ladora que tenía una fábrica en las afueras del pueblo y producía refrescos

con sabor a limón, naranja o vainilla. Cuando me hice mayor, durante las vacaciones trabajaba allí para ganarme un dinerillo pegando etiquetas y ayudando con los repartos. La fábrica, que parecía sacada de una obra de Dickens, recordaba a un hospicio con las ratas corriendo por todas par­ tes y un fiero bull terrier encerrado para que no atacara a los visitantes. Cuando yo nací, Ripley, hoy casi un suburbio, estaba todavía en pleno campo. Era la típica comunidad rural donde la mayoría de los vecinos son agricultores y hay que tener cuidado con lo que se dice si no quieres que todo el mundo se entere de tus asuntos. De modo que era importante ser educado. Para hacer las compras íbamos a Guildford en autobús, pero Ri­ pley también tenía sus propias tiendas. Había dos carnicerías, Conisbee y Russ; dos panaderías, Weller y Collins; la tienda de comestibles de Jack Richardson; la papelería de Green; la ferretería de Noakes; un sitio donde vendían fish and chips [pescado rebozado y patatas fritas] y cinco pubs. La mercería donde me compré mis primeros pantalones largos se llamaba King and Olliers y funcionaba también como estafeta de correos; ade­ más teníamos un herrero que herraba los caballos de las granjas vecinas. Todo pueblo tenía su confitería; la nuestra la regentaban las Farr, dos hermanas solteras chapadas a la antigua. Cuando entrábamos, la campanilla hacía «tilín tilín», pero ellas tardaban tanto en salir de la trastienda que teníamos tiempo de llenarnos los bolsillos antes de que un movimiento de la cortina nos avisara de su aparición. Yo compraba dos Sherbert Dabs o unos cuantos Flying Saucers con la cartilla de racionamiento de la fa­ milia, y salía con los bolsillos repletos de pastillas Horlicks y Ovaltine, que se convirtieron en mi primera adicción. A pesar de que, en conjunto, Ripley era un sitio delicioso para un niño, mi vida allí se había amargado por lo que había descubierto sobre mis orígenes. A consecuencia de eso empecé a aislarme de la gente. En mi familia se habían tomado al parecer decisiones irrevocables sobre cómo bregar con mi situación, y nadie me* había puesto al corriente de ningu­ na de ellas. Tenía que observar el código de silencio impuesto en casa — «no se habla de lo ocurrido»— , y además había una fuerte disciplina autoritaria en las cuestiones domésticas que me impedía formular pregun­ tas. Al pensar sobre ello ahora, creo que en la familia no sabían cómo explicarme mi propia existencia, y la culpa asociada a ese hecho los ha­ cía muy conscientes de sus propias limitaciones, lo que a la larga expli­ caría el enojo y la incomodidad que mi presencia suscitaba en casi todos. A raíz de eso me encariñé con el perro de la casa, un labrador negro 11a­

mado Prince, y me inventé a un álter ego llamado «Johnny Malingo». johnny era un joven encantador, jovial y despreocupado que arrollaba a cuien se pusiera por delante. Me evadía dentro de Johnny cuando las cosas me desbordaban y me quedaba allí hasta que la tormenta había pasado. También me inventé un amigo imaginario, Bushbranch, un caballito que iba conmigo a todos lados. A veces Johnny se convertía por arte de mada en un vaquero, montaba a Bushbranch y los dos cabalgaban hacia el crepúsculo. Por esa época comencé a dibujar de forma casi obsesiva. Mi primera fijación fueron los pasteles y empanadas. Por el prado solía apa­ recer un hombre empujando un carrito donde llevaba empanadas calientes. Siempre me habían encantado las empanadas — Rose era una excelente cocinera— y las dibujé muchísimas veces al igual que al pastelero. Lue­ go pasé a copiar de los tebeos. Rose y Jack tenían tendencia a mimarme por mi condición de hijo ilegítimo. Jack incluso me fabricaba los juguetes; recuerdo, por ejemplo, que me hizo una espada y un escudo preciosos. Fui la envidia de los otros niños. Rose me compraba todos los tebeos que quería. Era como si cada día viniera con un tebeo nuevo de Topper, Dandy, Eagle o Beano. Me encantaban los Bash Street Kids: siempre me daba cuenta de cuándo habían cambiado de dibujante porque observaba, por ejemplo, que el sombrero de copa de lord Snooty tenía algo diferente. Al cabo de los años copié incontables dibujos de esos tebeos: indios y vaqueros, romanos, gladiadores y caballeros con su armadura. En clase a veces no hacía los ejercicios, y comenzó a ser bastante habitual que mis libros estuvieran completamente llenos de dibujos. Comencé el colegio a los cinco años en la Escuela Primaria Anglica­ na de Ripley, que estaba emplazada en un edificio de piedra junto a la igle­ sia del pueblo. Enfrente se hallaba el salón de actos donde se impartía la catequesis dominical y donde oí por primera vez muchos de los viejos y hermosos himnos ingleses, entre los cuales mi favorito era «Jesús Bids Us Shine». Al principio iba a la escuela bastante contento. Muchos de mis vecinos del prado habían empezado a la vez que yo, pero a medida que pasaron los meses, cuando caí en la cuenta de que aquello iba para largo, me entró el pánico. La inseguridad que sentía sobre mi vida familiar me hizo odiar la escuela. Sólo quería ser anónimo para mantenerme al mar­ gen de toda clase de competición. Odiaba todo lo que me hiciera desta­ car y recibir una atención no deseada. Pensaba además que enviarme a la escuela era un modo de tenerme

fuera de casa, y empecé a cargarme de resentimiento. El señor Porter, un maestro bastante joven, parecía realmente interesado en descubrir las ha­ bilidades o el talento de los niños y en llegar a conocernos bien. Siempre que intentaba hacer eso conmigo, me embargaba el resquemor. Lo miraba con todo el odio que era capaz de acumular hasta que me acabó azotan­ do por lo que denominó «estúpida insolencia». No lo culpo; cualquiera que estuviera en una posición de autoridad recibía ese trato de mí. La única asignatura que me gustaba era arte, aunque llegué a ganar un premio por interpretar «Greensleeves» con la flauta dulce, el primer instrumento que aprendí a tocar en mi vida. El director de la escuela, el señor Dickson, era un escocés con una mata de pelo rojo. Nuestros caminos apenas se cruzaron hasta que tuve nueve años, cuando me convocó ante él por haberle hecho una insinuación obs­ cena a una chica de clase. Un día, mientras jugaba en el prado, había ha­ llado una pieza de pornografía casera tirada sobre la hierba. Era una espe­ cie de álbum hecho con trozos de papel torpemente grapados que contenía dibujos bastante rudimentarios de órganos genitales y estaba lleno de pa­ labras mecanografiadas que nunca había oído. Eso despertó mi curiosidad, ya que no había tenido ningún tipo de educación sexual, y por supuesto jamás había visto los genitales de una mujer. De hecho, hasta que vi ese libro ni siquiera estaba seguro de que los chicos fueran diferentes de las chicas. Una vez recuperado de la impresión tras ver los dibujos, me decidí a descubrir más cosas sobre las chicas. Era demasiado tímido para preguntar a las niñas que conocía en la escuela, pero había una alumna nueva en clase, y su condición de primeriza la convertía en presa fácil. Como si el azar lo hubiera dispuesto, la colocaron en el pupitre situado justo delante de mí, así que una mañana me armé de valor y le dije «¿te apetece un polvo?» sin tener ni idea de lo que significaba aquello. Ella me miró con expresión desconcertada, porque era evidente que no sabía de qué estaba hablando, pero en el recreo le contó a otra chica lo que yo le había dicho y le pre­ guntó qué significaba. Después del almuerzo me llamaron al despacho del director donde, tras ser interrogado sobre lo que había dicho exactamente y hacer la promesa de disculparme, me agaché y recibí seis espléndidos azotes. Salí de allí llorando, y todo el episodio tuvo un terrible efecto en mí, ya que a partir de entonces tendí a asociar sexo con castigo, vergüenza y bochorno, sentimientos que marcaron mi vida sexual durante años. Sin embargo, fui un niño muy afortunado en otro aspecto. En casa se vivían confusas ambigüedades y comportamientos difíciles de enten­

der, pero fuera había otro mundo, fuera estaba el campo y había un es­ pacio de fantasía que habitaba con mis amigos Guy, Stuart y Gordon. Los cuatro vivíamos en la hilera de casas situada frente al prado, y desconoz­ co si sabían la verdad sobre mis orígenes, mas creo que nada hubiera cam­ biado de ser así. Para ellos’yo era «el capitán», a veces abreviado a «el», pero normalmente me llamaban «Ric». En cuanto acababa la escuela salíamos por ahí con nuestras bicicletas. Mi primera bicicleta fue una James, que Jack me regaló después de darle la lata para que me compraba una Triumph Palm Beach de color escarlata y crema como la suya, que era, hasta donde yo sabía, lo máxi­ mo en bicicletas. Pero no había un modelo de Triumph para niños, así que Jack me compró una James. Pese a que tenía básicamente los mismos colores, no eran iguales, y aunque me esforcé mucho en ser agradecido, estaba decepcionado y probablemente se notó. Sin embargo, no dejé que eso me desalentara: le quité uno de los frenos, desmonté los guardabarros, le puse unas llanta nuevas para superficies de tierra o lodo y la convertí así en una «bicicleta de montaña». Después de la escuela nos juntábamos en el prado y decidíamos adonde ir. En verano solíamos bajar hasta el río Wey, que estaba en las afueras del pueblo. Todo el mundo iba allí, también los adultos, y había un sitio que nos atraía en particular porque había una presa. No nos permitían bañarnos en la parte más honda — un par de chicos se habían ahogado en esa zona— , pero en el lado donde la presa daba a aguas someras y formaba una cas­ cada, había pozas y pequeños salientes de roca; allí podíamos nadar sin riesgo o chapotear en el barro. Un poco más abajo, el río volvía por sus fueros y se hacía más profundo para convertirse en una buena zona de pesca donde aprendería a manejar la caña. Rose me compró una de color verde, con mango de corcho y carrete acoplado, que se vendía por catálogo. Era una caña barata y muy senci­ lla, pero me encantó desde el primer momento. Ése fue el comienzo de mi adicción a los artilugios. Me quedaba arrobado mirándola, y proba­ blemente pasé tanto tiempo jugando con ella como pescando. El cebo solía ser pan, y teníamos que tener mucho cuidado de no molestar a los autén­ ticos pescadores que siempre andaban cerca. Generalmente sólo aspirá­ bamos a pescar gobios, pero hubo un día memorable en que atrapé una carpa que debía de pesar casi un kilo. Un pescador experimentado que pasaba por la orilla se paró y me dijo: «Has cobrado una buena pieza». Yo me puse loco de contento.

Cuando no íbamos al río nos dirigíamos a «las marañas». Ése era el nombre que dábamos al bosque situado tras el prado, donde escenificá­ bamos guerras muy serias entre indios y vaqueros o ingleses y alemanes. Creamos allí nuestra propia versión de la batalla del Somme cavando zanjas lo bastante profundas para ponernos de pie y disparar. Había en el bos­ que algunas zonas llenas de aulaga en las que era fácil perderse, y llamá­ bamos a ese lugar «la ciudad prohibida» o el «mundo perdido». Cuando yo era pequeño no me metía en el «mundo perdido» si no iba en grupo o con un chico mayor porque creía de verdad que no saldría de allí si entraba solo. Allí tuve mi primer encuentro con una serpiente. Estaba en mitad de un juego y oí una especie de silbido. Miré hacia abajo con las piernas ligeramente separadas y una víbora pasó entre ellas; era un bicho de casi un metro de largo. Me quedé rígido. Nunca había visto una ser­ piente, pero Rose les tenía pavor y me había contagiado el miedo. Me asusté y tuve pesadillas durante mucho tiempo. Cuando tenía diez u once años jugábamos de vez en cuando a «la caza de besos», y ésa era la única ocasión en que las chicas participaban en nuestros juegos. La regla consistía en que se les daba un tiempo para es­ conderse, después nosotros íbamos a buscarlas y si las encontrábamos obteníamos un beso como recompensa. El premio era a veces mayor, y entonces las chicas descubiertas tenían que bajarse las bragas. Pero, por lo general, las chicas del pueblo nos asustaban mucho. Parecían distan­ tes y fuertes y, en cualquier caso, mostraban poco interés por nosotros ya que reservaban sus atenciones para chicos «enrollados» como Eric Beesley, que siempre era el centro de todas las miradas y fue el primero en Ripley que se cortó el pelo al rape. Por otra parte, mi experiencia con la pornografía me había dejado la sensación de que si me insinuaba a una chica iba a ser castigado de algún modo, y yo no tenía ninguna intención de ser azotado día sí día no. Los sábados por la mañana, muchos de nosotros íbamos al cine, al ABC Minors Club de Guildford, lo que era una auténtica gozada. Veía­ mos apasionantes episodios de Batman, Flgsh Gordon o Hopalong Cassidy y comedias de Los Tres Chiflados o Charlie Chaplin. Había un presen­ tador y concursos en los que se nos animaba a subir al escenario para cantar o hacer imitaciones, algo que yo temía y siempre evitaba. Aunque tam­ poco éramos unos angelitos. Cuando se apagaban las luces sacábamos nuestros tirachinas y bombardeábamos la pantalla con castañas. A comienzos de los cincuenta, una forma típica de entretenerse para

ios chicos de Ripley era sentarse por la tarde bajo la marquesina del au­ tobús y mirar el tráfico con la vana esperanza de que pasara un coche deportivo; una vez cada seis meses veíamos un Aston Martin o un Ferrari, lo cual nos alegraba el día. Perdíamos la cabeza por algo de excitación, y nada era tan emocionante como quebrantar la ley... dentro de ciertos límites. íbamos a robar manzanas a la finca Dunsborough, lo que desde el punto de vista emocional resultaba espléndido porque su propietaria era la estrella de cine Florence Desmond y a veces veíamos a sus famosos amigos andando por el prado. Una vez conseguí el autógrafo de Tyrone Power. Por otra parte, las posibilidades de que te pillaran eran bastante altas ya que los guardas solían rondar por la zona. A veces íbamos a Cobham o a Woking para robar corbatas, pañuelos y otras bagatelas en las tiendas o para entregarnos a ocasionales ataques de vandalismo. Nos montábamos, por ejemplo, en uno de los trenes que desde Guildford paraban en todos los apeaderos, elegíamos un compar­ timento vacío — los cercanías no tenían corredores— y lo arrasábamos entre dos estaciones. Hacíamos añicos todos los espejos, destrozábamos los mapas, rasgábamos con navajas las redes para el equipaje, rajábamos la tapicería y bajábamos en la siguiente estación a carcajada limpia. Ha­ cerlo impunemente sabiendo que obrábamos mal nos daba una enorme inyección de adrenalina. Por supuesto, si nos hubieran pillado podrían ha­ bernos enviado al reformatorio, pero milagrosamente eso nunca ocurrió. Fumar era en aquellos días un importante rito de iniciación y, de tanto en tanto, caía en nuestras manos un cigarrillo. Recuerdo que cuando te­ nía doce años conseguí unos Du Mauriers, y me llamó especialmente la atención el envoltorio. Era muy sofisticado y daba sensación de madurez con su tapa de color burdeos y su enrevesado dibujo de líneas plateadas. Rose me vio fumando, o tal vez encontró la cajetilla en un bolsillo, pero en cualquier caso me llevó aparte y me dijo: «Muy bien, si quieres fumar fumémonos uno juntos; veamos si sabes fumar de verdad». Ella encendió uno de los Du Mauriers, me lo puso en la boca y yo le di una calada. «¡No, no y no!», dijo. «¡Para adentro, para adentro! Eso no es fumar.» Yo no sabía de qué estaba hablando hasta que añadió: «Tienes que aspirarlo, aspirarlo». Entonces lo intenté y, por supuesto, me sentó fatal y ya no volví a fumar hasta los veintiuno. Lo único que no me gustaba era pelear, un pasatiempo popular en­ tre muchos de los chicos. El dolor y la violencia me asustaban. Las dos familias a evitar en Ripley eran los Masters y los Hill, que eran tremen­

damente brutos. Los Masters eran primos míos, hijos de la tía Nell, una señora difícil de olvidar porque padecía el síndrome de Tourette, aunque en aquellos tiempos se la consideraba simplemente excéntrica. Cuando hablaba, intercalaba en su discurso las palabras «mierda» y «Eddie», de modo que cuando venía a casa decía: «Hola, Ric, mierda Eddie. ¿Está tu madre, mierda Eddie?». Yo la adoraba. Charlie, su marido, la doblaba en tamaño y estaba cubierto de tatuajes. Tenían catorce hijos varones, los hermanos Masters, mortíferos y siempre metidos en problemas. Los Hill también eran todos chicos, como unos diez en total, y eran los villanos del pueblo, o al menos eso parecía. Ellos eran mi némesis. Yo siempre temí que me atizaran, así que, cuando los Hills se metían conmigo, se lo de­ cía a mis primos esperando causar una vendetta entre los Hill y los Masters. Aunque por lo general intentaba mantenerme alejado de todos ellos. Desde muy pronto, la música jugó un papel importante en mi infancia porque, antes de que hubiera televisión, ocupaba buena parte de la vida en mi comunidad. Los sábados por la noche, la mayoría de los adultos se reunía en la British Legión Club para beber, fumar y escuchar a artistas locales como Sid Perrin, un gran cantante de pub con poderosa gargan­ ta que cantaba a la manera de Mario Lanza y cuya voz salía flotando hasta la calle, donde estábamos sentados nosotros con una limonada y una bolsa de papas. Otro músico local era Buller Collier, que vivía en la última casa de nuestra hilera y que salía a la entrada para tocar el acordeón. Me en­ cantaba mirarlo, no sólo por el sonido sino también por el aspecto de aquel brillante instrumento rojo y negro. Yo estaba más acostumbrado a oír el piano, ya que a Rose le encan­ taba tocarlo. Mis primeros recuerdos son de ella tocando un armonio, o claviórgano, que había en la sala, pero más tarde se hizo con un peque­ ño piano. También cantaba, la mayoría de las veces clásicos como «Now Is the Hour», un éxito de Gracie Fields, o «I Walk Beside You» y «Bless This House» de Joseph Locke, que era muy conocido en nuestra casa y el primer cantante que me cautivó por el sonido de su voz. Mis prime­ ras tentativas como cantante se desarrollaron en las escaleras que subían a los dormitorios de casa. Descubrí que en un sitio había eco, y me sen­ taba ahí para cantar las canciones del momento, sobre todo baladas po­ pulares, y aquello me sonaba como si estuviera cantando en un disco. Una buena parte de los genes musicales que pueda haber heredado vienen de la familia de Rose, de los Mitchell. Su padre, el abuelo Mitchell, un hombretón algo borracho y mujeriego, tocaba el violín y el acordeón,

v salía con Jack Townshend, un aclamado músico ambulante de la región, que tocaba la guitarra, el violín y las cucharas, y juntos interpretaban música tradicional. El abuelo vivía en Newark Lake, prácticamente a la vuelta de la esquina, y era un personaje importante en la vida del pueblo, especialmente durante el tiempo de la cosecha, ya que tenía un locomó­ vil. Era un poco raro y no muy simpático. Solía estar sentado en su sillón inormalmente bastante borracho) cuando yo iba a verlo con el tío Adrián. Como en el caso de la fábrica Stansfield s, había algo dickensiano en iodo aquello. Ibamos a visitar al abuelo a menudo, y fue tras verlo tocar el violín cuando se me ocurrió probar a mí. En él parecía algo muy fácil v natural. Mis padres me regalaron un viejo violín que encontraron en ¿Iguna parte, y creo que se suponía que aprendería con mirar y escuchar, pero sólo tenía diez años y me faltaba paciencia. Lo único que conseguí sacar del violín fue una especie de chirrido. Simplemente no pude hacerme con la física del instrumento (hasta entonces sólo había tocado la flauta dulce) y muy pronto abandoné. El tío Adrián, el hermano de mi madre, que entonces seguía vivien­ do con nosotros, era un personaje increíble que tuvo una gran influen­ cia en mi vida. Como de niño me habían dicho que era mi hermano, lo seguí mirando siempre de esa manera, incluso después de descubrir que en realidad era mi tío. El estaba muy metido en la moda y en los coches deportivos, y tuvo una sucesión de Ford Cortinas, normalmente de dos colores, melocotón y crema o algo parecido, con el interior adornado con amuletos y tapizado en cuero y falsa piel de leopardo. Cuando no anda­ ba toqueteando sus coches para mejorarles el aspecto y las prestaciones, los conducía muy rápido y a veces los estrellaba. Era además un ateo obsesionado con la ciencia-ficción, y tenía un armario lleno de ediciones baratas de Isaac Asimov o Kurt Vonnegut y algún otro material realmente bueno. Adrián era además inventor, aunque la mayoría de sus invenciones se limitaban al ámbito doméstico, como su original «dispensador de vina­ gre». El vinagre lo volvía loco, y lo ponía en todo, incluso en la crema. Rose no veía esto con buenos ojos y acabó prohibiéndoselo. Así que Adrián diseñó un dispensador de vinagre secreto que consistía básicamente en una botella de lavavaj illas que se escondía en la axila y de la que salía un tubo que le bajaba por la manga. Entonces pasaba la mano sobre lo que estu­ viera comiendo, presionaba en secreto la botella bajando el brazo y rociaba el plato con vinagre sin ser descubierto.

Adrian también era una persona muy musical. Tocaba la armonica cromática y bailaba muy bien. Le encantaba el jitterbug, y se le daba bas­ tante bien. Era un espectáculo digno de ver, ya que tenía el pelo larguí­ simo y echado para atrás con toneladas de fijador Brylcreem. En cuanto se ponía en marcha el pelo le caía hacia delante tapándole la cara, y en­ tonces parecía una criatura del fondo del mar. Tenía un tocadiscos en su cuarto y me solía poner los discos de jazz que le gustaban, cosas de Stan Kenton, los Dorsey Brothers y Benny Goodman. En la época parecía música proscrita, y yo sentí que me llegaba su mensaje. Desde muy pequeño, conocí la mayoría de la música a través de la radio, que en casa permanecía siempre encendida. Bendigo haber naci­ do en aquella época porque, musicalmente hablando, fue muy rica en su diversidad. El programa que todo el mundo escuchaba sin falta era TwoWay Family Favourites, una emisión en directo que ponía en contacto a los soldados británicos destinados en Alemania con sus familias en casa. Empezaba los domingos a las doce, justo cuando nosotros nos sentába­ mos a comer. Rose preparaba siempre una deliciosa comida dominical compuesta de rosbif, salsa y pudin de Yorkshire con patatas, guisantes y zanahorias, seguido de algo como un pudin de frutos secos y pasas con crema; y todo ello, acompañado de esa música asombrosa, constituía un auténtico banquete para los sentidos. Abarcábamos todo el espectro musical — ópera, clásica, rock and roll, jazz y pop— , de modo que ha­ bitualmente podía haber algo de Guy Mitchell, cantando «She Wears Red Feathers», luego una pieza para orquesta de jazz con Stan Kenton, mú­ sica de baile con Victor Sylvester, quizá una canción pop de David Whitfield, un aria de una ópera de Puccini como La Bohème y, si había suer­ te, la «Música Acuática» de Handel, una de mis favoritas. Me gustaba toda la música que expresara con fuerza emociones. Los sábados por la mañana escuchaba Childrens Favourites, presentado por el increíble Unele Mac. A las nueve en punto, estaba sentado junto a la radio esperando los pitidos, luego la introducción, «las nueve de un sábado por la mañana significa Childrens Favourites», a la que seguía la sintonía, una chillona pieza orquestal llamada Puffing Bill, y después el propio Unele Mac diciendo: «Hola niños de todas partes, aquí Unele Mac. Buenos días a todos». A continuación, ponía una extraordinaria selección de música, en la que mezclaba canciones para niños como «Teddy Bear s Picnic» o «Nellie The Elephant» con novedades como «The Runaway Train» y canciones folk como «The Big Rock Candy Mountain», y de tanto

en tanto algo del otro lado del espectro como Chuck Berry cantando «Memphis Tennessee», que me sacudió como una descarga eléctrica cuan­ do la oí. Cierto sábado, Unele Mac puso una canción de Sonny Terry y Brownie McGhee, llamada «Whooping and Hollering». En ella Sonny Terry to­ caba la armónica, que alternaba, muy rápidamente y con un sentido del ritmo perfecto, con un grito en falsete mientras Brownie le hacía el acom­ pañamiento con una veloz guitarra. Supongo que fue su carácter de no­ vedad lo que hizo que Unele Mac la seleccionara, pero a mí aquello me atravesó como un relámpago, y después de eso nunca me perdí Childrens Favourites por si la volvían a poner de nuevo, algo que Unele Mac hizo, como en rotación, una y otra vez. La música se convirtió en mi alivio, y aprendí a escucharla con los cinco sentidos. Descubrí que así podía borrar todos los sentimientos de miedo y confusión relacionados con mi familia. Estos aún se agudizaron más en 1954, cuando yo tenía nueve años y mi madre apareció de repente en mi vida. Por entonces estaba casada con un soldado canadiense llamado Frank MacDonald, y traía con ella a sus dos hijos pequeños, mis hermanastros Brian, de seis años, y Cheryl, de uno. Fuimos a esperar a mi madre al barco en Southampton, y una mujer muy glamurosa, atractiva y con melena de color castaño rojizo alzada a la moda del momento, descendió por la pa­ sarela. Era muy guapa, aunque había en su belleza una frialdad algo ás­ pero. Bajó del barco cargada de regalos caros que Frank, su marido, ha­ bía enviado desde Corea, adonde había sido destinado durante la guerra. Nos regalaron a todos chaquetas de seda con dragones bordados, cajitas Lacadas y cosas así. Aunque para entonces ya sabía la verdad sobre ella, y mis abuelos estaban enterados, nadie dijo nada cuando llegamos a casa, hasta que una noche, en la que estábamos todos sentados en la sala de nuestra peque­ ña casa, le solté de repente a Pat: «¿Puedo llamarte ahora mamá?». La rensión en la habitación se hizo insoportable durante un terrible y emba­ razoso momento. La verdad silenciada había salido por fin a la luz. En­ tonces Pat me respondió con mucha educación: «Creo que, después de rodo lo que han hecho por ti, lo mejor será que sigas llamando a tus abuelos mamá y papá»; en ese instante sentí un rechazo absoluto. Aunque intenté aceptar y entender lo que Pat me había dicho, eso quedaba fuera de mi alcance. Yo había esperado que me levantara en brazos y me llevara con ella al sitio del que había venido. La decepción que sentí

era insoportable, y casi de inmediato se transformó en odio e ira. Muy pronto las cosas se pusieron difíciles para todos. Yo estaba hosco, me encerraba en mí mismo y rechazaba el cariño de los demás porque sen­ tía que me habían rechazado a mí. Unicamente la tía Audrey, la herma­ na de Jack y mi tía favorita, era capaz de comunicarse conmigo: una vez a la semana venía a verme con juguetes y dulces, y con cuidado intenta­ ba acercarse a mí. A menudo yo la trataba mal y era abiertamente cruel con ella, pero en mi fuero interno estaba muy agradecido por su amor y sus atenciones. No facilitó nada las cosas el que Pat, que en público seguía siendo mi «hermana» para evitar complicadas explicaciones, se quedara allí la ma­ yor parte del año. Por el mero hecho de venir del extranjero, y por tener los niños sus acentos canadienses, en el pueblo los trataban como a estrellas y les daban atenciones especiales. Sentí que me apartaban a empujones. Estaba resentido incluso con mi hermanastro, Brian, que me admiraba y siempre quería salir a jugar con mis colegas. Un día pillé una rabieta en casa y salí corriendo hacia el prado. Pat vino detrás de mí, y entonces me volví y le grité: «¡Ojalá no hubieras venido! ¡Ojalá te marcharas!». En ese instante recordé lo idílica que había sido mi vida hasta ese día. Una vida sencilla, sólo yo y mis padres: aunque sabía que en realidad eran mis abue­ los, yo era el centro de atención y al menos había amor y armonía en la casa. Con aquella nueva complicación, era imposible adivinar adonde debía dirigir mis sentimientos. Esos sucesos en casa tuvieron un grave efecto en mi vida académica. En aquellos tiempos, a los once años debía pasarse un examen, llamado eleven plus, que decidía adonde ibas luego, si a una grammar school para quienes obtenían los mejores resultados, o a una secondary modern school para los que tuvieran peores notas. El examen se hacía en otra escuela, lo que implicaba que había que m etete en unos autobuses para ir a un si­ tio extraño donde hacíamos prueba tras prueba a lo largo de todo un día. Yo me quedé completamente en blanco. Estaba tan asustado por lo que me rodeaba, y me sentía tan inseguro e intimidado, que fui incapaz de responder a nada, de forma que suspendí claramente. No estaba muy preocupado, porque ir a los institutos de duildford o Woking hubiera supuesto separarme de mis camaradas, entre los que no se hallaba ningún intelectual. Todos ellos sobresalían en los deportes y tenían cierto desprecio por la escuela. Y con respecto a Jack y Rose, si se sintieron decepciona­ dos, la verdad es que no lo demostraron.

De modo que acabé en la St. Bede’s Secondary Modern School, que a a b a en la vecina localidad de Send, y allí empecé a descubrir cosas de m ia d . Transcurría el verano de 1956 y Elvis estaba en lo alto de las liscas. En la escuela conocí a un chico que acababa de llegar a Ripley. Se 11an&gajohn Constan tiñe, pertenecía a una familia de clase media alta que wwíi en las afueras del pueblo y nos hicimos amigos porque éramos muy üfcientes del resto. Ninguno de los dos se adaptaba. Mientras los demás ü c o s de la escuela se interesaban por el criquet o el fútbol, a nosotros amas daba por la ropa o por comprar discos de 78 rpm, con lo cual sólo nos pandeábamos ridículo y desprecio. Nos conocían como «los chiflados». Ib iba mucho a su casa, donde sus padres tenían un artilugio conocido ;: n o «radiogram», que era una mezcla de radio y gramófono. Fue el primero que vi. John tenía una copia de «Hound Dog», el número uno i: Eivis, y la ponía una y otra vez. Había algo irresistible en esa música, ¿demás la había creado alguien casi de nuestra edad, alguien como noaeeros que, sin embargo, parecía tener el control de su destino, algo que iL John ni yo podíamos siquiera imaginar. Conseguí mi primer tocadiscos al año siguiente. Era un Dansette, y a rrimer single que me compré fue When, el número uno de los Kalin jwíns, que había oído en la radio. Después compré mi primer álbum, The Z/':rping» Crickets, de Buddy Holly and the Crickets, al que siguió la honda sonora de High Society. Los Constantine eran además las únicas personas que conocía en Ripley con televisión, y solíamos ver Sunday Night m zre London Palladium, el primer programa de televisión donde apare­ a r o n músicos norteamericanos, que iban muy por delante en todos los ceddos. En la escuela acababan de premiarme — por tener todo limpio : rdenado— con un libro sobre Estados Unidos, así que estaba obsesioü&io con el tema. Una noche presentaron a Buddy Holly en el programc£. y yo pensé que me moría y subía al cielo. Ésa fue además la primera ■cz que vi una guitarra Fender. Jerry Lee Lewis cantó «Great Balls of Fire», bajista llevaba un bajo Fender Precisión. Parecía un instrumento del scacio exterior, y me dije a mí mismo: «Ése es el futuro. Eso es lo que lekro». De pronto me di cuenta de que estaba en un pueblo donde nunca .--¿.Tibiaba nada mientras en la televisión había algo que venía del futuro. Y yo quería ir allí. Un profesor de arte de St. Bedes, el señor Swan pareció reconocer algo *^alor en mí, ciertas habilidades artísticas, y se volcó para intentar ayulo n e . Me enseñó además caligrafía, y gracias a él aprendí a escribir con

un plumín itálico. El señor Swan me daba un poco de miedo, porque tenía fama de imponer una férrea disciplina y de ser muy severo, pero conmi­ go fue extremadamente amable, algo que de algún modo siempre tuve en cuenta. De manera que cuando llegó la hora de hacer el thirteen plus, un examen destinado a los estudiantes que no habían superado el eleven plus, decidí que me esforzaría de verdad ya que estaba en deuda con el señor Swan por su amabilidad. Lo cierto es que aprobé (aunque no sin recelos, pues sabía que iba a separarme de todos mis amigos de St. Bedes), y con trece años pasé a la Hollyfield Road School de Surbiton. Hollyfíeld supuso para mí grandes cambios. Me dieron un bono para el autobús, y tenía que viajar solo todos los días desde Ripley hasta Sur­ biton, un trayecto de media hora en la Green Line, a fin de ir a una es­ cuela con gente que no había visto nunca. Los primeros días resultaron muy duros: no sabía que iba a ocurrir con mis viejos amigos y tenía cla­ ro que perdería de vista a bastantes. Pero al mismo tiempo aquello era muy emocionante porque al fin había salido al ancho mundo. Aunque se tra­ taba de una escuela secundaria normal, Hollyfield era diferente porque incluía un departamento de arte preparatorio para la Kingston Art School. De modo que, aunque estudiábamos las asignaturas habituales (historia, inglés, matemáticas, etc.), un par de días a la semana nos dedicábamos por entero al arte: dibujo anatómico, bodegones y trabajos con pintura y ar­ cilla. Por primera vez empecé a brillar de verdad, y sentía que había en­ contrado mi camino. En cuanto a mis viejos amigos, yo había ascendido en el mundo y, aunque de alguna manera ellos sabían que eso estaba bien, no podían evitar meterse conmigo. Yo sabía que estaba avanzando. Hollyfield cambió mi perspectiva sobre la vida. Se trataba de un ambiente mucho más desinhi­ bido, con gente muy interesante. Estaba en las afueras de Londres, así que muchas veces nos saltábamos las clases e íbamos a pubs o a Kingston para comprar discos en los almacenes Bentalls. No paraba de oír cosas nuevas. De pronto descubrí la música folk, el jazz de Nueva Orleans y el rock and roll, y me quedé fascinado. La gente siempre dice que recuerda el lugar exacto donde estaba cuan­ do asesinaron al presidente Kennedy. Yo no, pero sí recuerdo el patio de la escuela el día en que murió Buddy Holly, y el ambiente que se respi­ raba allí. Aquello era un cementerio; todos estaban conmocionados y nadie decía palabra. Buddy era el más accesible de todos los héroes musicales de la época, y era auténtico. No se presentaba con un aspecto glamuro-

so ni tenía que representar ese papel, tocaba la guitarra de verdad y enzuna llevaba gafas. Era uno de los nuestros. Fue asombroso el efecto que nos produjo su muerte. Alguien dijo que la música había muerto después ae eso. Para mí, en realidad, pareció abrirse de golpe. La sección de arte de la escuela estaba en la Surbiton Hill Road no lejos ¿el edificio principal, así que los días en que nos dedicábamos a la creazon íbamos hasta allí para que el profesor nos pusiera a trabajar en bojfspnes, esculturas o dibujo. De camino pasábamos frente a la Bells Music Store, una tienda que se había hecho un nombre vendiendo acordeones ciando éstos hacían furor. Cuando estalló el boom del skiffle, estilo po­ larizad o en la mitad de los ciqpuenta por Lonnie Donegan con canciones ::m o «Rock Island Line» y «The Grand Coulee Dam», Bells viró el rumbo se convirtió en una tienda de guitarras. Yo me paraba siempre a mirar ios instrumentos del escaparate. Como casi toda la música que me gus~aha era con guitarra, decidí que quería aprender a tocar el instrumento, 15: que machaqué a Rose y a Jack para que me compraran una. Segurá­ ronte insistí tanto que sólo lo hicieron para que me callara, pero fuera fuese la razón, un día ambos tomaron el autobús conmigo hasta la Deuda y dejaron un depósito por el instrumento que yo había escogido : ?mo la guitarra de mis sueños. Yo había puesto los ojos en una Hoyer fabricada en Alemania que eosaba dos libras. Un artilugio curioso porque parecía una guitarra española rero tenía las cuerdas de acero, no de nailon. Era una combinación exraña y, para un novato, bastante dolorosa de tocar. Estaba empezando la osa por el tejado, ya que yo no sabía ni afinar una guitarra, por no ha­ rtar de tocarla. Como no tenía a nadie que me enseñara, me dispuse a orender solo, una tarea nada fácil. Para empezar, no me esperaba que aquel instrumento fuese tan grande, zas! del mismo tamaño que yo. Cuando por fin conseguí sujetarla, no podía rxiear el mástil con la mano, y las cuerdas estaban tan altas que apenas conseguía presionarlas. Tocar aquello parecía una misión imposible, y la 7íáiidad del hecho me abrumó. Pero también estaba increíblemente emoonado. La guitarra brillaba mucho y tenía algo de virginal. Parecía un ¿legante aparato venido de otro universo y, mientras intentaba rasguearla, sentía que estaba pasando al territorio de la madurez. La primera canción que me propuse aprender fue una pieza folk, «Scarjct Ribbons», popularizada por Harry Belafonte, pero de la que también había oído una versión bluesera a cargo de Josh White. La aprendí com­

pletamente de oído, escuchándola y tocando por encima del disco. Tenía una pequeña grabadora portátil, mi orgullo y mi alegría, una Grundig que Rose me había regalado por mi cumpleaños con la que grababa mis en­ sayos guitarrísticos para escucharlos luego una y otra vez hasta conven­ cerme de que había pillado la composición. Había una dificultad añadi­ da: como descubrí más tarde, la guitarra no era muy buena. En un instrumento caro, las cuerdas no suelen estar muy separadas de los tras­ tes para facilitar así la presión de los dedos, pero en una guitarra barata o mal hecha las cuerdas se van separando del mástil entre la ceja y el puente, lo cual obliga a hacer mucha presión sobre ellas provocando así que duelan los dedos. Mis inicios fueron decepcionantes ya que nada más empezar rompí una cuerda y, al no tener de repuesto, tuve que aprender a mane­ jarme con cinco cuerdas. Durante bastante tiempo toqué de esa manera. La Hollyfield Road School influyó mucho para que mi preocupación por la imagen se acentuara. Allí me encontré con algunos personajes de peso con ideas muy claras sobre el arte y la moda. En Ripley había comen­ zado a llevar vaqueros, que en aquella época (yo tenía unos doce años) debían ser negros y tener una triple costura verde recorriéndolos por fuera, el último grito de entonces. La ropa de estilo italiano vino a continuación, con chaquetas de talle muy corto, pantalones estrechos y zapatos puntia­ gudos. Como la mayoría de las familias de Ripley, nosotros comprábamos todo por catálogo, el Littlewoods por ejemplo, y en mi caso Rose ajustaba la ropa si hacía falta. La guitarra casaba con el estilo beatnik, que se puso de moda a mediados de mi estancia en Hollyfield. Consistía en llevar los pantalones ceñidos y metidos por abajo, un jersey negro de cuello vuel­ to, una guerrera adornada con chapas de «no a la bomba» y mocasines. Un día estaba arrodillado frente al espejo gesticulando como un can­ tante mientras sonaba un disco de Gene Vincent cuando uno de mis compañeros pasó por delante de la ventana abierta. Se paró a mirarme y no olvidaré nunca la vergüenza que pasé: lo cierto es que al estímulo de la música misma se unía el deseo de llegar a ser uno de esos cantantes que veía en televisión, no una estrella del pop inglés como Cliff Richard, sino un astro americano como Buddy Holly, Jerry Lee Lewis, Little Richard o Gene Vincent. Sentía la llamada dentro* de mí y comprendía que aca­ baría marchándome de Ripley. Aunque aún era un inútil con la guitarra, quería simular que la do­ minaba cultivando la imagen que a mi entender debía exhibir un auténtico trovador. Me agencié un rotulador y con grandes letras escribí sobre la caja

las palabras LORD ERIC, suponiendo que eso era lo que hacían los tro­ vadores. Después até a la guitarra una cuerda para que me sirviera de correa y me imaginé junto a una novia, también vestida con el uniforme beat­ nik, yendo a un café para tocar música folk. La novia se materializó en la figura de una chica muy guapa, Diane Coleman, que también iba a Hollyfield. Ella vivía en Kingston, y tuvimos una corta pero intensa aventurilla, en la que el sexo volvió a hacer acto de presencia y yo sentí páni­ co. Hasta ese momento nos habíamos tomado cariño, y habíamos pasa­ do horas juntos escuchando discos en el salón de su madre. Mi carrera inicial como trovador resultó igual de breve. Diane y yo fuimos unas tres veces a un café-bar, con la guitarra LORD ERIC y todo, y los dos salimos avergonzados, yo por ser demasiado tímido para tocar y ella por contemplar todo aquello. Más tarde, cuando pensaba ya que mis esfuerzos eran en balde, descubrí otra guitarra. En Kingston había una especie de mercadillo, y un sábado, mientras daba una vuelta, vi una guitarra de aspecto muy extraño colgada en uno de los puestos. Era acústica, pero tenía una caja muy estrecha, casi como la de una guitarra inglesa medieval, y le habían pegado por detrás el di­ bujo de una mujer desnuda. Intuí que era buena. La cogí y, aunque no la toqué porque no quería que me oyera nadie, me pareció perfecta, la guitarra de mis sueños. La compré allí mismo por dos libras con diez chelines. No me pregunten de dónde saqué el dinero, posiblemente se lo sableé a Rose o lo «tomé prestado» de su bolso. La verdad es que no guardo un recuerdo claro de los arreglos financieros que tenía en aquella época con mis padres. Creo que me daban una paga semanal bastante decente, pero no hubiera sido impropio de mí, me avergüenza decirlo, buscar un suplemento para mis gastos con cualquier cosa que me quedara a mano. Por entonces ya dominaba algo la técnica conocida como clawham­ mer y ensayé con la nueva guitarra algunos de los temas folk que había aprendido. Comparada con la Hoyer, ésta era muy fácil de tocar. La caja era bastante pequeña y delgada, y tenía un diapasón muy poco conven­ cional, ancho y plano, como de guitarra española. Las cuerdas estaban muy separadas, así que resultaba bastante sencillo poner los dedos en ellas sin hacerse un lío con la mano, y se mantenían bajas a lo largo de todo el mástil, de ese modo, aunque había que tocar con cuidado y delicadeza, era igual de fácil hacerlo por arriba que por abajo. Resultó ser una George Washburn, un antiguo y valioso instrumento estadounidense fabricado originalmente por una empresa de Chicago que llevaba haciendo guita-

rras desde 1864. Por detrás de la caja de palisandro, alguien había pega­ do ese pedazo de papel con una chica de revista, y le había puesto barniz por encima. Resultaba difícil rascar la foto sin dañar la madera, y me cabreó que alguien le hubiera hecho eso a un instrumento tan bonito. Al fin tenía la guitarra adecuada, hecha para la música folk. Quizá ya podía conver­ tirme en el trovador que, según creía, estaba destinado a ser.

.

:* : : to introduce

nTjf'pH V

j

t í .-M -Oi.ui-r

: £ ' • T ¡N THE DEPARTMENT OF ■-ÆSr4

.'4^■

m «■:: ~ :

\

sch o o l of a rt

■ * : : ¿ reatly appreciated if a!I : r : ; : -«.-cm it may concern : ~ :'d such reasonable aci e: and assistance as may - - £ - power to enable the "o ¡s travelling for the e of study, to sketch, 2 - examine ancient and : s Gings and enter. 1 . . 1. - : ¿-id Galleries under ....... . : - 2 ^£e>

S I G N A T U R E OF S T U D E N T

JzA jO S I G N A T U R E OF R E G I S T R A R - A C A D E M I C Y E A R



1

LOS Y A R D B I R D S

uando a los dieciséis años comencé el Art A Level y me marché a la Kingston School o f Art para estar un año a prueba, ya empezaba a <: un intérprete bastante hábil y aprendía cosas nuevas sin parar. Frecuen:_tba un café de Richm ond llamado L’Auberge que estaba en una colina unto al puente. Y en Twickenham había un lugar muy animado en el río, Eel Pie Island. Era una isla situada en medio del río sobre la que se había construido un enorme salón de baile. Era un local antiguo donde crujía h. madera, y en una noche de sábado podían tener tocando allí a bandas de iazz de Nueva Orleans, a gente como Ken Colyer o los Temperance ' ¿ven, y eso nos encantaba. Lo normal era empezar la noche pronto en 1 Auberge, para tom ar un par de cafés, y después cruzar el puente de Eel Pie. N unca olvidaré lo que se sentía cuando, a m itad del puente te dabas cuenta de que estabas entre un gentío cada vez mayor en el que todo el ~ undo guardaba cierto parecido. H abía un gran sentim iento de com u­ nidad por entonces. En aquellos años pre-hippies, en la época de los beatrii-ís, parecía que todo giraba en torno a la música. No había apenas drogas, r incluso se bebía con bastante moderación. En el Eel Pie Island toqué con Dave Brock, que luego acabó fundando Hawkwind, y fui aceptado en la cuadrilla de músicos y beatniks que al­ omaba allí. A veces nos m ontábamos todos en el tren de Londres para r ¿ los clubes de folk y a los pubs del Soho, a sitios como el Marquess o f Granby, el Duke o f York y el café-bar Gyre and Gimble de Charing Cross. Mi primera paliza me la dieron a la salida del «G’s». U n grupo de reclu­ ios me atrajo hasta la calle y me dio una buena tunda sin que, hasta donde : sabía, tuvieran otra razón que la necesidad de desfogarse. Fue una experiencia muy desagradable, aunque de un modo perverso sentí que me Z-icia. mayor y que había superado otro rito de iniciación. Sin embargo,

C

también aprendí que no estaba hecho para pelear. Esa noche no intenté defenderme, tal vez porque intuía que eso sólo empeoraría las cosas, y a partir de entonces creo que desarrollé una alarma instintiva contra situa­ ciones potenciales de violencia de las que en lo sucesivo huía como de la peste. En aquellos días, la escena folk tenía muchos seguidores, y comencé a encontrar en los bares y clubs a un montón de gente y de músicos afi­ nes. Long John Baldry era un asiduo, y sé que Rod Stewart cantaba a menudo en el Duke of York, aunque yo nunca lo vi allí. Además, dos guitarristas que tocaban habitualmente en esos sitios tuvieron una gran influencia en mí. Uno era un tipo llamado Buck, que tocaba la primera Zemaitis de doce cuerdas que había visto en mi vida, y el otro era Wiz Jones, un conocido trovador de la época. Ambos tocaban baladas irlan­ desas y tonadas folk inglesas que mezclaban con canciones de Leadbelly y otras cosas, lo cual me dio una perspectiva única del mundo de la mú­ sica folk. Me sentaba tan cerca de ellos como me era posible, lo que a menudo tenía su dificultad, ya que eran muy populares, y les miraba las manos para ver cómo tocaban. Luego regresaba a casa y practicaba durante horas y horas intentando aprenderme la música que había oído. Escuchaba con cuidado la grabación del tema en que trabajaba, y después reprodu­ cía eso una y otra vez hasta que lo clavaba. Recuerdo haber intentado imitar el tono de campanilla que conseguía Muddy Waters en su canción «Honey Bee». Esa fue la primera ocasión en que junté tres cuerdas en mi guitarra. No hace falta decir que carecía de técnica y me limitaba a pasarme las horas copiando cosas. La figura más importante para mí era Big Bill Broonzy y traté de aprender su técnica, que consistía en hacer el acompañamiento con el pulgar tocando las corcheas en las cuerdas graves mientras hacías el rijfo la melodía secundaria con los otros dedos. En cualquiera de sus varian­ tes, esto constituye un punto básico de la interpretación del blues y puede llevarse también al formato folk, como en el clawhammer, donde mueves el pulgar al compás entre las cuerdas de arriba, mientras sacas la melodía en las cuerdas de abajo con el primer, segundo y a veces el tercer dedo. Mi método de aprendizaje era bastante sencillo: tocaba sobre el disco que quería sacar, y cuando pensaba que había empezado a controlar aquello, lo grababa en la Grundig y lo volvía a poner. Si sonaba como el disco, me daba por satisfecho. Poco a poco empecé a dominar el arte de tocar la acústica con los dedos de la mano derecha, y aprendí canciones nuevas,

como por ejemplo el viejo tema de Bessie Smith «Nobody Knows When You re Down and Out», la vieja canción bluegrass «Railroad Bill» y el «Key ro the Highway» de Big Bill Broonzy. Por aquel tiempo, conocí a una cantante norteamericana de folk lla­ mada Gina Glaser, a la que seguí durante una temporada. Era la prime­ ra cantante estadounidense que tenía cerca y estaba deslumbrado. PosaDa desnuda para ganar un dinero extra en las clases de dibujo artístico de la Kingston Art School. Tenía un hijo pequeño y la envolvía una cierta inra de hastío por el mundo. Su especialidad eran viejas canciones de la guerra civil como «Pretty Peggy» o «Marble Town». Tenía una hermosa voz clara y tocaba el estilo clawhammer de forma inmaculada. Yo estaba loco por ella, y creo que Gina me encontraba atractivo, pero me dobla­ ba la edad y yo estaba aún bastante verde con respecto a las mujeres. Como mi estilo había mejorado, empecé a ir al Crown, un bar en Kingston, donde solía tocar en un rincón junto a las mesas de billar. Este pub en particular atraía a un grupo de beats sofisticados que parecían estar un escalón por encima de los aficionados a la música con los que hasta entonces salía. Era gente de dinero. Los chicos llevaban botas Chelsea, chaquetas de cuero, camisetas a rayas y pantalones Levis 501, que entonces eran increíblemente difíciles de encontrar. Con ellos iba una especie de harén de chicas guapísimas. Bardot era el icono a seguir para las mujeres, así que el uniforme de las chicas consistía en jerséis ajustados, faldas con abertura, medias negras, abrigos tres cuartos y bufandas. Eran tipos extravagantes, juerguistas y cultivados; formaban un sólido grupo de amigos que daban la impresión de haber crecido juntos. Solían encontrarse en el bar y luego se marchaban a casa de alguien: parecía que siempre se estaba celebrando una fiesta alrededor de ellos. Empecé a de­ sear que me aceptaran en su círculo, pero como era un completo extra­ ño, y además de clase obrera, el único modo que tenía de atraer su aten­ ción era tocar la guitarra. Tras conocer a esa cuadrilla y, especialmente, tras ver a todas esas chicas, me entraron muchas ganas de integrarme en el grupo, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Cuando aún estaba en la escuela secundaria, Steve, un compañero de Send a quien le encantaba la ropa e ir a la última, me preparó una cita a ciegas. Era obvio que me había elegido para entre­ tener a la amiga de su novia, no precisamente la chica más guapa del mundo. Mi interés en ella era nulo, pero estaba muy cachondo y, aunque no la besé, intenté ponerle las manos en el pecho. Aquello no le hizo nin­

guna gracia y montó una escena. Eso fue lo máximo que logré en mate­ ria sexual hasta que conocí a Diane en Hollyfield, pero con ella tampo­ co fui mucho más allá. Me aterrorizaba propasarme y que luego me pi­ dieran responsabilidades. Desde que encontré las imágenes pornográficas en el prado sentía la obligación de descubrir por mí mismo de qué iba todo aquello, pero mi experiencia con el rechazo femenino, que había comen­ zado con mi madre, me dejaba en el umbral temblando de miedo. En Kingston puse mis aspiraciones en una chica completamente fuera de mi alcance. Creo que era la hija de un político local de Chessington. Se llamaba Gail y era una auténtica belleza morena, alta y voluptuosa con una melena negra larga y rizada. La primera vez que la vi me pareció una chica muy fría, pero, tras observarla durante unas semanas, me di cuenta de que era bastante sal­ vaje. Enseguida me obsesioné con ella, y de algún modo se me metió en la cabeza que para captar su atención lo mejor sería ponerme ciego a menudo, como si eso me fuera a hacer más atractivo o más varonil. Duran­ te una noche cualquiera en Kingston me bebía diez pintas de cerveza negra Mackesons, seguidas de ron con grosella negra y ginebra con tónica o naranja. Intenté aprender a frenar cuando estaba cerca de perder el sen­ tido, pero una y otra vez acababa sintiéndome fatal y vomitando. No hace falta decir que, como forma de cortejo, aquello fue un rotundo fracaso. Gail no estaba impresionada en absoluto, pero al menos yo empezaba a saber muchas cosas sobre el poder del alcohol. Un poco antes de todo esto había ido en tren con tres amigos al fes­ tival de jazz de Beaulieu. Llegamos allí el sábado por la mañana y tenía­ mos el plan de quedarnos hasta la noche del domingo. Decidimos ir al bar para comer algo antes del festival. Lo último que recuerdo de ese día es estar bailando sobre las mesas con un tipo al que no había visto en mi vida y que se había convertido en nfti hermano del alma. Aún recuerdo su as­ pecto y todo lo referente a él, a pesar de que nunca volví a verlo. Pensa­ ba que era la persona más divertida y especial que había conocido, y pi­ llamos una buena trompa juntos. Habíamos ido con la intención de acampar en un bosque próximo al festival, pero a la mañana siguiente me vi despertándome solo y en me­ dio de la nada. No tenía dinero, me había cagado y meado encima, estaba cubierto de vómito y no sabía dónde me encontraba. Había restos de una fogata y otros indicios de que mis amigos habían acampado cerca, pero se habían largado y me habían dejado allí. Estaba atónito. Tenía que volver

i Ripley en esas condiciones, y cogí el tren en un apeadero cercano. El jefe de estación se compadeció de mí y me dio un pase que, cuando llegué a casa, entregué consternado a Rose para que ella pagara la deuda. Mis amigos me habían decepcionado, me parecía asombroso que hubieran sido capaces de abandonarme en ese estado, solo y sin dinero; pero lo más de­ lirante de aquella experiencia era que me moría de ganas por repetirla. Pensaba que había algo como de otro mundo en torno a la cultura del alcohol, y que al emborracharme me hacía miembro de un extraño y misterioso club. Además, la bebida me daba valor para tocar y, en último término, para ligar con una chica. Las noches de los sábados en Kingston siempre seguían la misma rutina. Nos reuníamos en el Crown y yo tocaba. Dutch Mills, un tipo muy afable que siempre andaba por ahí y tocaba blues con la armónica, solía celebrar fiestas en su casa. Recuerdo que fui allí una noche con unas diez personas, a ninguna de las cuales conocía demasia­ do. En algún momento las luces se apagaron y todo el mundo se puso a ello: perdí la virginidad ese día con una chica mayor que yo llamada Lucy cuyo novio se hallaba fuera de la ciudad. Yo estaba aterrorizado e iba a ciegas (de hecho ahora sigo igual), pero ella me ayudó con gran pacien­ cia en todo; era evidente que los demás estaban al corriente de lo que ocurría, pero o no les importaba o estaban tan ocupados en sus propias actividades que, sencillamente, optaron por no hacernos caso. A la ma­ ñana siguiente nos separamos y, aunque nos veíamos por ahí a menudo, nunca hablamos de aquello. A partir de lo que sabía sobre relaciones y sexo, asumí que era así como se hacía y seguí mi propio camino. El repentino paso de la ocasional sesión de toqueteo a una relación completa me resultó raro de verdad; y todo se había terminado en un abrir y cerrar de ojos. Por supuesto no había usado ninguna protección porque rodo fue muy inesperado, así que la siguiente vez en que parecía presen­ tarse una oportunidad fui con un amigo a un drugstore para comprar un paquete de Durex. Estaba muerto de vergüenza. Me habían dicho que pidiera un paquete «de tres», lo que supuse sería algún tipo de código. Recuerdo al dependiente sonriéndome tras el mostrador y haciéndome una especie de guiño antes de preguntarme cosas como «¿los quieres lubricados o sin lubricar?». Yo no sabía de qué me estaba hablando. Pude por fin usar una de esas cosas en casa de Dutch. El tenía un plan con dos chicas, y fuimos a su casa por la tarde. Dutch entró en una ha­ bitación y yo en la otra; entonces saqué aquello de su envoltorio, sin te­ ner ni idea de cómo usarlo. No conseguía ponérmelo bien, ya que era muy

resbaladizo y extraño, y sentí un gran bochorno. Tras un examen realizado a posteriori, me di cuenta de que el condón se había rajado, y entonces me invadió el pánico. En efecto, al cabo de unas semanas la chica me llamó para decirme que creía que estaba embarazada, y que yo tenía que reunir dinero para que abortara. Estaba muerto de miedo, a pesar de que hechos así eran corrientes en la época. El sexo era lo único que me distraía de la música cuando empecé a explorar en serio el blues. Me resulta muy difícil explicar el efecto que me p ro d u jo el p rim er d isco d e b lu e s q u e o í, só lo p u e d o decir que de inme­ diato tuve la sensación de que ya lo conocía. Era como si me volvieran a presentar algo que ya había visto, quizá en una vida anterior. Creo que hay un primitivismo relajante en esa música, y en aquella ocasión me afectó directamente al sistema nervioso: era como si de pronto midiera tres metros. Eso fue lo que había notado la primera vez que oí la canción de Sonny Terry y Brownie McGhee en Unele Mac, y lo mismo me pasó cuando oí por primera vez a Big Bill Broonzy. Había visto en la televisión un trozo de una actuación suya en un club nocturno donde sólo lo iluminaba una solitaria bombilla mientras su sombra se balanceaba en el techo creando un efecto sobrenatural La can­ ción que tocó se llamaba «Hey Hey» y me volvió loco. Es un tema difí­ cil para la guitarra, lleno de notas de blues, que son las que se obtienen dividiendo una nota mayor con una menor. Normalmente empiezas con la menor y luego la doblas a la mayor, quedando el sonido en un punto intermedio entre las dos. En las músicas india y gitana se recurre también a ese tipo de nota doblada. La primera vez que oí a Big Bill, y después a Robert Johnson, me convencí de que todo el rock and roll, y también la música pop en realidad, habían partido de esa raíz. Luego me dispuse a aprender a tocar como Jimmy Reed, que empleaba una estructura de doce compases y cuyo estilo ha sido copiado por un sinnúmero de bandas de R&B. t)escubrí que el ingrediente básico para conseguir una especie de boggie con las dos cuerdas de arriba era simple­ mente apretar la quinta cuerda en los trastes segundo y cuarto para crear un sencillo ritmo andarín mientras tocas al mismo tiempo el mi. Después se cambia a la cuerda de abajo para obtener la siguiente parte de los doce compases y se sigue así. El paso final, y la parte más dura en realidad, es sentirlo, tocarlo con un ritmo tranquilo para que sea agradable y suene bien. Yo soy de los que no pueden dejar las cosas a medias y si me he propuesto una tarea para ese día no me voy a la cama hasta que la he hecho.

Ocurrió así con el riffde doce compases del blues. Trabajé en ello hasta que sentí que era parte de mi metabolismo. En tanto trabajaba para mejorar mi estilo, me encontraba cada vez con más gente que sentía el mismo respeto y veneración por la música que yo amaba. Clive Blewchamp, por ejemplo, era un auténtico apasionado del blues; nos conocimos*en Hollyfield, y ambos emprendimos juntos un fantástico viaje de descubrimiento. Clive fue la primera persona que me puso un disco de Robert Johnson. A él le gustaba sobre todo encontrar el material primigenio, cuanto más oscuro mejor. También íbamos de la mano en cuanto a nuestra indumentaria y pasábamos un montón de tiem­ po juntos, dentro y fuera de la escuela. Más tarde los dos fuimos a los clubes de blues, y sólo dejamos de salir cuando comencé a dedicarme por ente­ ro a tocar en bandas. A mí siempre me pareció que Clive despreciaba un poco la música que yo intentaba hacer, como si no fuera la auténtica. Por supuesto, él estaba en lo cierto, aunque por entonces nadie iba ya a pa­ rarme. Clive terminó el trimestre en Kingston después de que a mí me echaran, consiguió su diploma y al final se marchó a Canadá, donde di­ rigió una pequeña revista sobre R&B. Luego nos mantuvimos en contacto hasta que falleció hace unos diez años. Resultaba emocionante descubrir esa camaradería entre almas gemelas, y ésta es una de las cosas que me abocaron a convertirme en músico. Comencé a encontrar a gente que conocía a Muddy Waters y a Howlin Wolf, y esas personas tenían amigos mayores, coleccionistas de discos que montaban clubes nocturnos, en los que me presentaron a John Lee Hoo^er, Muddy Waters y Little Walter. Esos tipos se reunían en una casa y >e pasaban toda la noche escuchando un disco, por ejemplo The Best o f Muddy Waters, y luego mantenían entusiastas charlas sobre lo que habían oído. Clive y yo íbamos a menudo a Londres para visitar tiendas de dis­ cos como Imhoff’s, en New Oxford Street, que dedicaba todo su sótano al jazz, o Dobells, en Shaftesbury Avenue, donde tenían un cajón para Folkways, que era el sello principal de folk, blues y música tradicional. Si tenías suerte, podías encontrarte con músicos profesionales en esas tien­ das y, si les comentabas que te gustaba Muddy Waters, ellos te decían: ■ «Bueno, entonces tienes que escuchar a Lightning Hopkins», y te enca­ minaban en una nueva dirección. La música cada vez ocupaba una parte más importante en mi vida, así que no fue extraño que mi trabajo en la escuela de arte se resintiera por ello. Yo fui el único culpable de que las cosas salieran así, ya que al prin-

cipio me había fascinado la posibilidad de tener una vida dedicada al arte. Estaba bastante enganchado a la pintura, y en cierta medida también al diseño. Era un buen dibujante, y cuando me matriculé en Kingston y me ofrecieron una plaza en su departamento gráfico, la acepté en lugar de estudiar bellas artes. Pero una vez entré allí supe que estaba en el sitio equivocado y lo dejé. Mi motivación desapareció. Me metía en la canti­ na para comer y veía llegar a todos los estudiantes de bellas artes con el pelo largo, cubiertos de pintura y con pinta de ir a lo suyo. Tenían casi total libertad para desarrollar su talento como pintores o escultores, mien­ tras que yo tenía que ponerme todos los días con proyectos como dise­ ñar una caja de jabón o idear una campaña de publicidad para un pro­ ducto nuevo. En aquel lugar me aburrí como una ostra excepto durante un breve paréntesis en que me las ingenié para entrar en el departamento de vidrio, donde aprendí a grabar y a pulir con chorro de arena y empecé a intere­ sarme por los vitrales contemporáneos. La música era diez veces más ex­ citante y atractiva, y por mucho que amara el arte, sentía que la gente que intentaba enseñarme provenía de una escuela académica con la que sim­ plemente no podía identificarme. Tenía la impresión de que me prepa­ raban para una carrera no en artes plásticas sino en publicidad, campo donde la destreza comercial sería tan importante como la creatividad. A consecuencia de todo ello, mi interés y mi rendimiento se redujeron a nada. No obstante, me quedé estupefacto cuando fui a recoger mi evalua­ ción al final del primer año y me dijeron que habían decidido no contar conmigo. Sabía que mi portafolio no abultaba mucho, pero creía de verdad que ese trabajo bastaba para pasar de curso. A mi modo de ver era mu­ cho más imaginativo que lo realizado por la mayoría de mis compañeros. Pero allí se juzgaba la cantidad, y me dieron una patada que compartí con otro alumno, sólo dos entre cincuenta, lo que no estaba demasiado bien. No me lo esperaba en absoluto, ptro eso me devolvió al único talento que tenía. La expulsión de la escuela supuso otro rito de iniciación para mí. De pronto era consciente de que no todas las puertas se abrirían a mi paso el resto de mi vida, que de hecho algunas se cerrarían, y aquello me fre­ nó en seco. Tanto emocional como mentalmente, las cosas habían pasa­ do a mayores. Cuando finalmente encontré el valor para contarles todo a Rose y Jack, ellos se quedaron muy tristes y decepcionados porque des­ cubrieron que además de un fracasado era un mentiroso. Les había dicho

muchas veces que estaba yendo a la escuela regularmente cuando en rea­ lidad andaba por ahí tocando la guitarra o pasando el rato bebiendo en un pub. «Has tenido tu oportunidad, Rick — me dijo Jack—, y la has ti­ rado por la borda.» Y añadió tajantemente que si tenía intención de que­ darme a vivir con ellos debía trabajar y llevar dinero a casa. Si no contri­ buía, podía irme ya. Escogí trabajar y empecé como «ayudante» de Jack por quince libras i la semana, un jornal bastante bueno. Jack era maestro albañil y carpin:ero, lo que significaba que había alcanzado «lo máximo» en esos oficios v merecía un sueldo y un respeta acordes con su categoría. Trabajar para ¿guien que había llegado tan alto no era, por supuesto, cosa de risa. Había que mezclar montones de yeso, argamasa o cemento y darle todo rápido i Jack, para que él pusiera los ladrillos y extendiera el yeso sin apartar los : ios del trabajo. Uno de los primeros encargos importantes que hicimos untos fue una escuela primaria en Chobham, y el trabajo que me costó más fue cargar, tan rápido como me lo permitía el cuerpo, argamasa semilíquida en un capazo, primero por una escalera y luego por el andamio, rara que Jack pusiera una recta fila de ladrillos. Me puse como un toro, y el trabajo me gustaba de verdad, posible­ mente porque sabía que no iba a durar eternamente. Mi abuelo era un auténtico genio con las manos, y yo me emocionaba al verlo enlucir en unos minutos una pared entera. Aquélla fue una experiencia provecho­ sa a pesar de que él aparentaba ser extremadamente duro conmigo, algo rué sin duda hacía porque no quería sospechas de nepotismo. Jack tra­ bajaba y vivía de acuerdo con unos principios que me intentó transmi­ tir En aquellos días había dos escuelas de pensamiento dentro de una obra. La primera decía que hicieras lo menos posible, pero que te salieras con la tuya haciendo creer al capataz que estabas muy ocupado, cuando de -echo estabas escaqueándote. Eso parecía la norma. La segunda escuela, rersonificada en Jack, era trabajar a ritmo constante y esforzarse a fondo kzsta terminar el trabajo. El no tenía paciencia con los haraganes y, en ¿erro modo como yo en el futuro, no era demasiado popular y se veía un roco marginado. La enseñanza que me dejó fue que siempre debía dar el máximo, y que nunca dejara sin terminar lo que había empezado. Yo no paraba de trabajar con la guitarra, y alguna vez casi volví loca i .a familia con mis reiterados ejercicios. Era un adicto a la música y por entonces ya tenía una colección de discos. Escuchar a Chuck Berry, B. B. King y Muddy Waters había despertado de golpe mi interés por el blues

eléctrico, y de alguna manera conseguí convencer a mis abuelos de que me compraran una guitarra eléctrica. Antes de todo esto había ido a Lon­ dres para ver tocar a Alexis Korner en el Marquee de Oxford Street, un club de jazz que de vez en cuando dedicaba sus noches al blues. Alexis tema la primera banda auténtica de R&B del país, con un fantástico intérprete de armónica llamado Cyril Davies. Tras ver tocar a Alexis por primera vez pensé que no había ninguna razón por la que yo no pudiera tener una guitarra eléctrica. Aparte de ese motivo, necesitaba urgentemente una guitarra nueva porque mi Washburn se había roto y no tenía arreglo posible. Antes de empezar a trabajar para Jack, Rose había decidido llevarme con ella a vi­ sitar unos días a mi madre, que estaba viviendo en una base aérea cerca de Bremen, en Alemania, adonde habían destinado a su marido, Frank o Mac, como yo lo llamaba. En ese momento tenía tres hijos; su segun­ da hija, Heather, había nacido en 1958. Nada más llegar, Mac me dijo que sería mejor que me cortara el pelo para evitarme follones. Que me pidiera eso me desconcertó, ya que no llevaba el pelo particularmente largo para los criterios de entonces, aunque parecía que la ofensa estaba en que no se me veía la parte superior de las orejas. Miré a la generación siguiente, representada por mis tres hermanastros, en busca de apoyo, pero no encontré ninguno. Uno tras otro sepusieron también en mi contra. Esta-

ba decidido a no hacer caso, hasta que Rose pasó a engrosar también sus filas, lo cual me rompió el corazón, porque hasta entonces ella siempre había sido mi más incondicional defensora, fuera cual fuese la situación. Al final cedí, pero con un enfado enorme, pues parecía que ya no quedaba nadie a mi lado. Me cortaron el pelo al rape y me sentí solo y humillado. Después de aquello anduve como alma en pena, pero las cosas empeo­ raron aún más. Un día estaba de morros sobre la cama del cuarto de in­ vitados cuando mi hermanastrd Brian entró y se sentó sin mirar en la cama. Se había plantado justo encima de mi querida guitarra Washburn, que estaba tendida allí, y había partido el mástil justo por la mitad. De inme­ diato vi que aquello no tendría arreglo, y sentí que me habían extirpado algo. Brian era un chico fantástico que me admiraba, y lo ocurrido fue un accidente, pero allí mismo me dije que a partir de entonces Pat y toda su familia se podían ir al infierno. No perdí la calma. Simplemente me ais­ lé. No les había bastado hacer pedazos mi identidad, sino que también te­ nían que destruir mi más preciada posesión. Me encerré en mí mismo y decidí que, en lo sucesivo, no confiaría en nadie.

La guitarra eléctrica elegida era una a la que le había echado el ojo en ú escaparate de Bells, donde habíamos comprado la Hoyer. Se trataba de la misma guitarra que le había visto tocar a Alexis Korner, una semiacústica ’' í t de corte doble que en ese momento se consideraba un instrumento imovador, aunque, esencialmente, como descubrí más tarde, no era más : üc una copia de la mejor guitarra del momento, la Gibson ES-335. Tenía r doble corte a ambos lados del mástil para que fuera más sencillo llegar ¿ ios trastes del final. Podías tocarla acústica o enchufarla y tocarla elécrx a. Creo que la Gibson costaba unas cien libras, muy lejos de nuestras risibilidades, mientras que la Ka)4 sólo valía diez, y aun así parecía muy especial. Me enamoré de ella. Lo único que no me entusiasmaba era el A pesar de que la anunciaban como una sunburst (naranja dorado ::rindo a rojo oscuro por los bordes), era más bien amarillenta tirando a tcsi; así que tan pronto como llegué a casa la cubrí con adhesivo Fablon negro. A pesar de lo mucho que me gustaba, pronto descubrí que no era demasiado buena. Resultaba tan dura de tocar como la Hoyer porque las rjerdas también estaban demasiado lejos del diapasón, y el mástil no tenía kh armazón de apoyo que lo mantuviera rígido. Tras unos meses de toclt' mucho, el mástil comenzó a combarse y yo tuve que adaptarme a ello que no tenía un instrumento de repuesto. Cuando me compré esa guitarra ocurrió otra cosa más sustancial. Tan pronto como la conseguí, jc;é de quererla. Este fenómeno iba a repetirse a lo largo de mi vida y a causarme muchos problemas. No me había comprado un amplificador, de modo que sólo podía tocar át modo acústico y fantasear sobre cómo sonaría de la otra forma, aun:ue a mí eso no me importaba. No paraba de aprender cosas por mi cuenZ2L La mayor parte del tiempo intenté tocar material eléctrico como el de Qiuck Berry o Jimmy Reed, pero luego volví sobre mis pasos hacia el ¿auntry blues. El detonante del cambio fue Clive, quien se sacó de la nanga un disco para que lo escuchara, King ofthe Delta Blues Singers, una recopilación de diecisiete canciones grabadas por el bluesman Robert Johnson en los años treinta. Leí en las notas de la carátula que, cuando ¿staba haciendo las pruebas para las sesiones en una habitación de hotel San Antonio, Johnson tocaba en un rincón porque era muy tímido. ?ara alguien paralizado de niño por la timidez, era fácil identificarse de inmediato con eso. Al principio, la intensidad de su música casi me hizo rechazarla, ese

hombre no se esforzaba en edulcorar lo que intentaba decir o tocar. Era algo primigenio, más que nada que hubiera oído antes. Después de unas cuantas escuchas me di cuenta de que, de alguna manera, había descubierto al maestro, y que seguir el ejemplo de ese hombre sería la tarea de mi vida. Estaba totalmente fascinado por la belleza y elocuencia de canciones como «Kindhearted Woman», mientras que el dolor en crudo expresado en «Hellhound on My Trail» parecía el eco de cosas que yo siempre había sentido. Intenté imitar a Johnson, pero su estilo me resultaba inalcanzable: mientras cantaba iba tocando simultáneamente una dislocada línea de bajo en las cuerdas graves, la parte rítmica en las intermedias y el solo en las agudas. Dejé su disco a un lado por un tiempo y volví a escuchar a otros intérpretes para intentar conformar un estilo. Sabía que nunca alcanza­ ría los niveles de los tipos originales, pero pensaba que si continuaba in­ tentándolo algo saldría. Era sólo una cuestión de tiempo y de fe. Empe­ cé a tocar cosas que había oído en disco, para añadirles después mis propios detalles. Luego juntaba partes que había copiado de una combinación de músicos de blues eléctrico que me gustaban, como John Lee Hooker, Muddy Waters y Chuck Berry, y de guitarristas acústicos como Big Bill Broonzy, y los amalgamaba con vistas a encontrar un fraseo que englobara a todos esos diferentes artistas. Era una empresa extremadamente ambi­ ciosa, pero yo no tenía prisa, y además estaba convencido de estar en el camino correcto y de que eso al final llegaría. Una noche de enero de 1963 quedé en encontrarme con un tipo lla­ mado Tom McGuinness en el pub Prince of Wales de New Malden. El tocaba en una banda de blues llamada los Roosters (que al parecer había fundado Paul Jones) con Brian Jones a la guitarra. Cuando Paul y Brian se fueron del grupo, la novia de Tom, Jenny, que había sido compañera mía en la Kingston School of Art, me recomendó como posible candidato a guitarrista. La formación consistía en Tom McGuinness a la guitarra, Ben Palmer a los teclados, Robin tvíason a la batería y Terry Brennan como cantante. No tenían bajista. Terry era un tipo fantástico, un teddy boy por los cuatro costados. Llevaba un corte de pelo a lo Pompadour, con un tupé de unos veinte centímetros de alto, y vestía una chaqueta tres cuar­ tos con cuello de terciopelo, vaqueros♦ pitillo y «trepa-burdeles», unos zapatos de gamuza con la punta afilada y suelas de crepé. A diferencia de la mayoría de teds, que tenían fama de ser tíos duros que sólo escuchaban a Bill Hayley y Jerry Lee Lewis, Terry era muy afable, y le encantaba el

blues. Además tenía una gran voz, y fue a causa de la admiración que sentía por él y por Ben, el teclista, por lo que quise unirme a ellos. En cuanto oí tocar a Ben, supe que se convertiría en alguien importante en mi vida. Era un purista total, con un amor por el blues que como poco igualaba al mío. Hice una corta.prueba y de inmediato me invitaron a unirme a la banda. Los Roosters era un grupo pequeño, sin prácticamente equipo. La guitarra, la voz y el teclado pasaban por un único amplificador. Tampo­ co teníamos un medio de transporte adecuado, tan sólo el descapotable Morris Oxford de Robin, dentro del cual teníamos que amontonarnos no­ sotros con todo el equipo (él ganaba un cierto poder en la banda al ser el propietario del coche). Nos reuníamos a ensayar en un cuarto que esta­ ba encima de un pub, en la zona de Surbiton. Yo iba desde Ripley, enchu­ mba mi guitarra al amplificador de Tom y nos poníamos a tocar cosas, sobre rodo versiones blues y R&B. Nos aprendimos un par de canciones de Chuck Berry, «Short Fat Fanny» de Larry Williams, y material de Muddy ~Aaters. El momento más significativo para mí llegó un día en que Tom nos enseñó un disco de un artista negro llamado Freddy King, un single instrumental titulado Hideaway que le hacía perder la cabeza. Yo nunca zabía oído antes a Freddy King y escucharlo me produjo un efecto parecido ¿1 que me habría causado encontrarme con un alienígena. Sencillamen:e me dejó alucinado. En la cara B de Hideaway estaba «I Love the Woman», que tenía en medio un solo de guitarra que me quitaba la respiración. Era como escu­ char jazz moderno, una forma de tocar única, expresiva y melódica, en la cue Freddy King doblaba las cuerdas y producía sonidos que ponían los Délos de punta. Para mí supuso algo trascendental, una nueva luz hacia ..i que moverme. Hasta ese momento había creído que la guitarra era poco más que un acompañamiento para la voz, excepto en uno o dos casos aisidos, en los que yo siempre reparaba, y que me hacían preguntarme ze dónde habían salido esos tipos. Un buen ejemplo de esto era la pieza de Connie Francis, «Lipstick on Your Collar», que incluía un increíble solo áe guitarra de George Barnes... y Ricky Nelson tenía un guitarrista, James Burton, que tocaba solos de guitarra country-blues. Oír tocar a Freddy me aclaró de dónde habían salido todos esos solos. Los Roosters ensayábamos más de lo que tocábamos. Aunque hacía­ mos algún concierto de vez en cuando, sobre todo en los pisos de arriba algunos pubs, lo importante era la emoción de encontrar a gente con

la misma pasión por el blues. En Ripley casi nadie tenía interés por esa música. El pop era el estilo del momento, y la moda de entonces era el sonido Mersey. Los Beatles empezaban a ser populares, y una vez a la semana se emitía un programa de radio llamado Pop Go the Beatles, en el que ellos tocaban sus propias canciones y versiones de otra gente. Esta­ ban despegando muy rápido, y todo el mundo quería ser como esa ban­ da. Eran los comienzos de la beatlemanía. Por todo el país, la gente se vestía, tocaba y sonaba como ellos, e incluso se parecía a ellos. Yo encon­ traba aquello despreciable, probablemente porque demostraba lo borreguil que era la gente y lo dispuesta que estaba a elevar a esos músicos a la categoría de dioses, cuando la mayoría de los artistas que yo admiraba habían muerto en el anonimato, a veces solos y sin blanca. Además ha­ cía que lo que intentábamos los Roosters pareciera ya una causa perdida. La popularidad creciente del sonido Mersey obligó a los músicos como yo a bajar al subsuelo, como unos anarquistas que planearan derrocar a la clase dirigente del mundo musical. El movimiento «trad jazz» parecía en trance de morir, llevándose con él al folk y al blues. Si continuábamos con los Roosters era, más que nada, porque necesitábamos a gente con la que identificarnos. No teníamos ningún objetivo cercano, así que simple­ mente nos juntábamos, hablábamos y tocábamos, y a veces nos tomábamos una taza de té y comparábamos los discos que habíamos oído, tratando de aprender algo de ellos. El repertorio era una mezcla de temas blues de John Lee Hooker, Muddy Waters, Freddy King, y otros, y se repetían piezas como «Hoochie Coochie Man», «Boom Boom», «Slow Down» y «I Love the Woman», que me dieron la oportunidad de lucirme con los solos que iba desarrollando. En total hicimos apenas una docena de actuaciones a cambio de unas pocas libras y bebida gratis; como seguía trabajando en la obra con mi abuelo, a menudo aparecía en el escenario cubierto de yeso. La mayor parte de esos conciertos fueron en el circuito Ricky Tick, una serie de clubes en Home Counties que llevaban Philip Hayward y John Mansfield, dos promotores los que les gustaba la buena música y que, en la época, tenían prácticamente el monopolio de la escena de clubes. También tocamos un par de veces en el Marquee, como teloneros de Manfred Mann, la banda en la que entonces cantaba Paul Jones. A pesar de lo mucho que me divertí y de que empezaba a dejar mi huella como guitarrista y a disfrutar de la vida bohemia aparejada a todo ello, la ver­ dad era que la banda fallaba por su base ya que no teníamos ni los me­ dios, ni el compromiso o el dinero para llegar a ningún lado. A consecuen­

cia de eso sólo duramos seis meses, y nuestro último concierto fue en el Marquee, un 25 de julio. Aunque se había dado a conocer como un club de jazz en el que to­ caban músicos bastante famosos como Tubby Hayes, el Marquee se in­ teresaba cada vez más por la escena R&B. Yo iba allí todos los martes por la noche, que era la noche del blues, para lo cual tenía que viajar en tren a Waterloo Station y luego tomar el metro hasta Oxford Street. Como casi nunca tenía un sitio donde pasar la noche, la velada solía terminar con­ migo andando por las calles hast^ el amanecer, momento en que salía el primer tren a casa. En el Marquee me encontré por primera vez con John Mayall, y también con el saxofonista y teclista Graham Bond, que toca­ ba en un trío con el bajista Jack Bruce y el batería Ginger Baker. Toda la escena R&B se juntaba allí. Tras la disolución de los Roosters, un chico de Liverpool, Brian Casser, abordó a Tom McGuinness para proponerle que se uniera a una banda nueva. Antes de los Beatles, en los clubes de Mersey ya había tocando un montón de chicos, y Brian era uno de ellos. En 1959 había liderado un grupo llamado Cass and the Casanovas, y después se había traslada­ do a Londres para regentar un club nocturno en el Soho, el Blue Garde­ nia. Con el enorme éxito del «sonido Liverpool» y el rápido ascenso de bandas como Gerry and the Pacemakers y cantantes como Billy J. Kramer, Brian empezaba a sentirse relegado, así que se dispuso a formar un grupo nuevo que se llamaría Casey Jones and the Engineers. Primero reclutó a Tom, y como yo también estaba libre, Tom me incorporó a mí. Lo mejor de tocar con Casey Jones fue la experiencia que me dio, y allí hice por primera vez algo parecido a una gira. Tocamos en varios clubes del norte, la mayoría alrededor de Manchester, incluido un concierto al aire libre en el Belle Vue Amusement Park. Cass nos hacía llevar a todos trajes negros a juego y unas gorras de cartulina del ejército confederado que tanto Tom como yo odiábamos. Los conciertos eran muy diferentes entonces porque, comparados con los de hoy, los sistemas de sonido eran ridículos. Tocábamos con amplificadores pequeños, como los Vox o los Gibson, y cada miembro tenía uno, de modo que la mayoría de los gru­ pos se componían de tres amplificadores más la batería. Sólo las bandas más pudientes poseían su propio sistema de altavoces, e incluso éstos sólo contaban con una potencia de unos cien vatios, nada para los parámetros actuales. El repertorio de los Engineers consistía en algo de rock and roll — Chuck Berry, Little Richard y cosas así— , pero la mayor parte del

material estaba fuertemente basado en el pop, y llegábamos a hacer has­ ta unas veinte versiones, algo que yo no podría resistir durante mucho tiempo. Era demasiado purista, y después de seis semanas Tom y yo aban­ donamos. Casey Jones and the Engineers sólo hicieron siete conciertos. Entre tanto yo seguí trabajando en las obras con mi abuelo y frecuentando la floreciente escena musical de entonces. Alexis Korner había inaugurado su propio club, el Ealing Club, en un sótano diminuto enfrente de la estación Ealing Broadway, mientras que Giorgio Goinelsky, otro enamo­ rado del blues, había abierto el CrawDaddy Club en el viejo Station Hotel de Richmond, donde los domingos por la noche la banda de la casa era los recién formados Rolling Stones. Yo había conocido a Mick, Keith y Brian durante la larga gestación del grupo, cuando sólo tocaban R&B. Nuestro primer encuentro se ha­ bía producido en el Marquee. Se trataba de la segunda vez que iba a ver a Alexis sobre el escenario, y todos ellos se encontraban allí. En algún momento se levantaron a tocar con la sección rítmica que acompañaba a Alexis esa noche. Me puse a hablar con Mick y nos hicimos amigos. El siempre llevaba en el bolsillo un micrófono, un Reslo, y yo se lo pedí prestado para un concierto en Richmond en el que toqué sólo con un batería canciones de Chuck Berry. El micro no tenía pie, así que tuve que colocar un par de sillas una sobre otra, y sujeté el micro con cinta adhe­ siva en lo alto de ese improvisado soporte. Mick, Keith y Brian tocaban donde podían, en el 51 Club de Ken Colyer, en Charing Cross Road, en el Marquee y en el Ealing Club. Al­ gunas veces yo sustituía a Mick cuando estaba mal de la garganta, y du­ rante un tiempo todos fuimos bastante amigos. Después consiguieron ser contratados en el CrawDaddy y despegaron, pasando en cuatro semanas a tener cientos de espectadores, no un puñado como antes. Una noche, los Beatles fueron a ver a los Stones. Acababan de sacar «Please Please Me», que era un éxito enorme. Se acercaron hasta ponerse justo delante del escenario, los cuatro con las gabardinas negras de cuero y el mismo cor­ te de pelo. Ya entonces tenían una gran presencia y mucho carisma, pero a mí lo que me chocó fue que parecían llevar sus trajes de escena, y por alguna razón eso me molestó. No* obstante, parecían bastante afables, y era obvio que existía una admiración mutua entre ellos y los Stones, así que supongo que era completamente natural que estuviera celoso de ellos y que me parecieran una panda de estúpidos.

Giorgio Gomelsky, el propietario del CrawDaddy, era georgiano de nacimiento y había crecido entre Francia, Suiza e Italia. Se trataba de un hombre muy efusivo que siempre salpicaba sus intervenciones con la palabra «baby». Era grande y rollizo, con barba y el pelo negro echado para atrás con gomina, un poco cómo Brutus, el personaje de Popeye, pero con acento italiano. Extravagante, con mucho mundo y bon vivant, también amaba el jazz y el blues, y tenía un fantástico oído para distinguir el ta­ lento. Giorgio hizo un trabajo increíble por la emergente escena del R&B inglés, y creo que fue el primero que apostó de verdad por los Stones. Tras unos meses en el CrawDaddy, ellos firmaron delante de sus narices con Andrew Loog Oldham, que entonces trabajaba como relaciones públicas de Brian Epstein, mánager de los Beatles. En un abrir y cerrar de ojos, Giorgio pasó de tener el club más de moda de Inglaterra, con la banda más en boga, a ver cómo aquélla se marchaba del club, sacaba el single Come On y se iba de gira con Bo Diddley. Creo que Giorgio nunca se recupe­ ró del todo del chasco, pero era un hombre pragmático y de inmediato se puso a buscar a alguien que hiciera el turno de la noche del domingo. Acabó fijándose en los Yardbirds, un grupo de R&B liderado por el gui­ tarrista y cantante Keith Relf. Bajo su tutela y ánimo, pronto dejaron su zuella en el CrawDaddy. No obstante, la banda tenía un problema. Su guitarrista solista, Anthony Topham, sólo tenía dieciséis años, y sus pa­ dres lo presionaban mucho para que dejara el grupo y se concentrara en sus estudios. Una noche yo estaba en una fiesta en Kingston, escuchando una acroación de Keith con otro guitarrista, Roger Pearco. Tocaban juntos co­ sas de Django Reinhardt, ciertamente muy bien, aunque Roger solía ace­ lerarse un poco cuando se animaba. Keith me comentó que era el cantante de los Yardbirds y me preguntó si me gustaría bajar a escucharlos al Craw­ Daddy, porque era probable que su guitarrista los dejara y a lo mejor a mí me interesaba reemplazarlo. Fui a echarles un vistazo. Tocaban R&B del r»ueno, canciones como «You Can t Judge a Book», de Bo Diddley, y «Smokestack Lightning», de Howlin Wolf, y a mí, por el simple hecho de conocer esas canciones, ya me gustaron. El estilo de Topham a la guitarra era un poco rígido, pero eran una buena banda — si bien quizá un poco rada y expeditiva—, y yo no tenía nada mejor que hacer entonces. Así que cuando finalmente Topham abandonó, y me propusieron unirme a ellos, .es dije que sí. No las tenía todas conmigo acerca de entrar en otro gru­ po, pero creía que sólo sería algo provisional. Eramos cinco: Keith a la voz

y la armónica, Chris Dreja a la guitarra rítmica, Paul Samwell-Smith al bajo, Jim McCarty a la batería y yo a la guitarra solista. Por primera vez en mi vida, tenía un trabajo a jornada completa como músico, lo que implicó dejar de trabajar con mi abuelo. Mi abuela esta­ ba encantada, porque sabía dónde estaba mi talento, mientras que a mi abuelo, aunque no lo exteriorizaba, todo aquello lo divertía, así que am­ bos me dieron su bendición. En esa ocasión había un contrato de por medio, que firmé en octubre de 1963 en el salón de casa de Keith en Ham, con los padres de todos los miembros de la banda presentes. Al comien­ zo vivía en casa, a donde llevaba todas las semanas mi paga, y me desplazaba para los ensayos y los conciertos, pero, pasado el tiempo, Giorgio nos alquiló a todos un apartamento en el piso de arriba de una vieja casa en Kew, y nos trasladamos allí. Esa fue una buena época para mí, y además la primera vez que vivía fuera de casa. Durante las primeras semanas, antes de que su novia norteamericana viniera, yo compartí habitación con Chris Dreja, y nos hicimos muy buenos amigos. Era un chico callado, tímido y amable, y me inspiraba entera confianza, algo raro en mí. También me gustaba el hecho de que, a diferencia de los demás, no se movía por am­ bición. Simplemente estaba disfrutando del momento. Nuestros conciertos se repartían entre varios locales de los Home Counties, como el Ricky Tick, el Star Club, Croydon y el CrawDaddy. Era la primera vez que tocaba noche tras noche — en los tres primeros meses hicimos treinta y tres bolos— y lo disfruté a fondo. La única razón de existir de los Yardbirds era rendir tributo a la tradición del blues, y eso era lo que me gustó desde un comienzo de formar parte del grupo. Al principio no escribíamos canciones, aunque las versiones que escogíamos definían nuestra identidad, representada en canciones como «Good Morning Little Schoolgirl», de Sonny Boy Williamson, «Got Love If You Want It», de Slim Harpo, y nuestra pieza más exitosa, que interpretábamos la mayoría de las noches, «Smokestack Lightning», de Howlin Wolf. Si nosotros nos considerábamos capaces de tocar blues, había alguien que no estaba tan seguro. Justo después de haber firmado el contrato, Giorgio nos dijo que había cerrado un acuerdo para que acompañáramos a Sonny Boy Williamson en su gira por Inglaterra. Yo no era muy fan de Sonny Boy, a la harmónica prefería a Little Walter, y no resultó una ex­ periencia agradable. Por ejemplo, yo sabía, como el experto en blues de Ripley que era, que no se trataba del Sonny Boy Williamson que había escrito «Good Morning Little Schoolgirl» y que había sido asesinado con

un picahielos, sino que su auténtico nombre era Rice Miller. Cuando le presentaron a la banda en el CrawDaddy, yo estaba impaciente por lucir­ me, e intenté impresionarlo con mis conocimientos, así que le pregunté: «;Su auténtico nombre no es Rice Miller?». Como respuesta, se limitó a sacar lentamente una pequeña navaja y me fulminó con la mirada. A partir de ahí, todo fue cuesta abajo. No obstante, era un bluesman famoso y, a todos los efectos, alguien auténtico, así que lo reverenciábamos y lo seguía­ mos allí donde iba. En un momento de la actuación, Sonny nos hacía po­ nernos de rodillas, mientras s$ deslizaba por el escenario en una especie de versión blues del baile moonwalk. Me quedo corto si digo que era raro. Pero para él nosotros también nos quedábamos muy cortos. Oí que du­ rante esa época llegó a comentar: «Estos chicos ingleses se mueren de ganas por tocar blues... y sus ganas matan al blues». Creo que Giorgio tenía un plan desde el principio. Quería compen­ sar con los Yardbirds todo lo que había perdido con los Rolling Stones. Nos llevaría a lo más alto, hasta hacernos más grandes que los Stones. A comienzos de 1964, nos consiguió un contrato con Columbia Records, v nos metió en un estudio de grabación, el R.G. Jones, un cubículo en New Malden, para grabar una versión de «I Wish You Would», de Billy Boy Ar: id. Era una canción sencilla y muy pegadiza y, aunque yo pensaba que rodo eso estaba muy bien, mantenía mis dudas sobre el hecho de sacar ¿licos. Mi actitud hacia la música era cada vez más purista, y pensaba que tszz debía ser siempre en vivo. Tenía la teoría de que sacar discos respondía míe todo a un interés comercial, lo cual corrompía a la música. Se tra­ taba de una actitud ridiculamente pretenciosa, teniendo en cuenta que : >do lo que sabía lo había aprendido de los discos. La verdad era que, en d fondo, me sentía incómodo, ya que en el estudio mi incompetencia quedaba a la vista de todos. Aunque yo no era el único con esa sensación , i pesar de lo excitante que resultó la experiencia de grabar un disco, cuando oímos los resultados y los comparamos con lo que supuestamente d o s servía de modelo, aquello nos pareció muy flojo. Sonábamos como nos chicos jóvenes y blancos y, a pesar de que nuestro segundo single, una versión rock de «Good Morning Little Schoolgirl», sonaba mucho me­ te' vo continuaba con la sensación de que aún estábamos lejos de nues­ tro objetivo. Esa impresión no me la producían sólo los Yardbirds, sino también otras bandas que admiraba, como Manfred Mann, los Moody 5 .íes y los Animáis, todos ellos mucho mejores en vivo que en disco. Nosotros también éramos mucho mejores en directo, algo que con­ *

firmó la salida de nuestro primer elepé, Five Live Yardbirds, el cual, ante la escasez de otros discos en directo, resultó a su modo pionero. Tenía un sonido mucho más crudo, algo que me dejó más satisfecho. Frente al resto de bandas, lo que particularizaba a los Yardbirds era que experimentábamos con las dinámicas dentro de la banda, una dirección en la que nos había puesto Paul Samwell-Smith. Empezamos a ser bastante populares por nuestra manera de improvisar; por ejemplo, tomábamos un clásico del blues, como «Im a Man» de Bo Diddley, y lo adornábamos con unajam a la mitad, normalmente con una línea de bajo en staccato, que iba ga­ nando en intensidad hasta dar paso al crescendo y que luego bajaba para retomar la canción. Mientras que el resto de bandas tocaba canciones de tres minutos, nosotros tomábamos esas piezas y las alargábamos hasta los cinco o seis minutos, y en esa franja de tiempo el público se volvía loco, agitando la cabeza convulsivamente y bailando de las maneras más estrafalarias. Yo utilizaba cuerdas finas en la guitarra, especialmente para la primera, lo cual me facilitaba doblar las notas, y no era extraño que, durante las partes más frenéticas de la actuación, rompiera por lo menos una. En la pausa mientras cambiaba la cuerda, el público enfebrecido a menudo empezaba a aplaudir lentamente, lo cual le sirvió a Giorgio para inventarse el apodo de «Slowhand» [mano lenta] Clapton. Giorgio nos hacía trabajar realmente duro. Bill, el padre de Keith Relf, hacía de roadie y de chófer, y pasábamos la mayor parte del tiempo en la carretera actuando en el circuito Ricky Tick y en otros locales del sur de Inglaterra, aparte de algún viaje a Abergavenny y un par de conciertos en el Twisted Wheel de Manchester para que no faltara de nada. Una vez, para aumentar nuestras ganancias, y también las suyas, Giorgio consiguió in­ cluso que una empresa de publicidad nos contratara para anunciar camisas en la televisión. Nos hicieron una foto llevando camisas blancas, en tan­ to que una sintonía anunciaba: «¡Raelbrook Toplin, la camisa que no se plancha!». Recuerdo que ya entonces me molestó mucho anunciar algo que no tuviera nada que ver con la música, pero aquellos eran los tiem­ pos en los que los músicos apenas tenían voz sobre la marcha de sus ca­ rreras, y hacían lo que les decían sus mánagers. Para cuando tocamos en la cuarta edición del Richmond Jazz and Blues Festival, el 9 de agosto de 1964, llevábamos ya ciento treinta y seis con­ ciertos ese año. Los Rolling Stones habían sido los teloneros durante el fin de semana, y nosotros cerramos la noche del domingo. Giorgio nos gas.

'K

:ó entonces una especie de broma, algo no inhabitual en él. Nos dijo que necesitábamos con urgencia unas vacaciones, así que al día siguiente re­ cogimos nuestras cosas y salimos para dos gloriosas semanas hacia Lugano, d pueblo suizo en el lago Mayor donde él había vivido. De modo que hacia allí partimos, en un par de caravanas Ford Transit —una llena de un grupo de fans, chicas que nos adoraban y que venían i vernos todas las semanas al CrawDaddy—, para encontrarnos con que, ruando llegamos finalmente al sitio, después de una escalofriante etapa r los Alpes, el hotel estaba sin terminar. No había nada en el suelo, sólo d. cemento desnudo, y teníamos que compartir todos una única habita­ ron. Al segundo día, Giorgio nos dijo que Bill estaba en camino con todo ri equipo, y que íbamos a tocar junto a la piscina. Entonces quedó claro zuc nuestras «vacaciones» formaban parte de un sospechoso trato que Giorgio había alcanzado con el propietario del hotel, a fin de ofrecer una aversión barata a los inexistentes huéspedes, y acabamos tocando ante -jnos pocos lugareños y las fans que habían venido de Inglaterra. A finales de 1964, después de haber dado más de doscientos conciertos, remamos una legión de seguidores que no paraba de crecer, y tocábamos c* giras con grandes estrellas estadounidenses como Jerry Lee Lewis y las ?¿>nettes. Ronnie Ronette se me insinuó una noche. Yo no podía creer que, ±ztre todos los hombres de esa gira, ella me hubiera escogido para sedu­ cirme, aunque no se trató más que de un fugaz flirteo, ¡y luego me con¿so que yo le recordaba a su marido, Phil Spector! No hace falta decir que esiaba loco por ella y que me enamoré perdidamente. Era la criatura más ¿eirual que habían visto mis ojos, y yo estaba resuelto a aprovechar al máximo aquello. Al final de la gira me solía pasar por su hotel en Lon.ues, y el corazón se me rompió en mil pedazos cuando la vi salir, junto i otra chica del grupo, de los brazos de Mick y Keith. De nuevo desaforrjmado en el amor. A finales de diciembre, nos invitaron a tocar como :eioneros de los Beatles durante su serie de veinte noches de conciertos mvideños en el Hammersmith Odeon de Londres. Era una extraña mezcla úe música, pantomima y comedia, en la que nosotros compartíamos el r¿3el de teloneros con grupos como Freddy and the Dreamers, solistas como Billy J. Kramer y Elkie Brooks y la banda de R&B Sounds Incorrorated. Los Beatles salían en un número cómico junto a Jimmy Savile, ü Dinchadiscos más popular de Inglaterra, y hacían el payaso a lo largo zc todo el espectáculo antes de tocar durante media hora al final. Giorgio decidió que necesitábamos un uniforme para las giras. Como

sabía que yo le concedía mucha importancia a la imagen, y que lucharía con uñas y dientes para no llevar más que lo que yo quisiera, me encar­ gó que diseñara la ropa. Ideé unos trajes negros, con unas chaquetas que, en lugar de la solapa habitual, tenían una especie de cuello de camisa, abotonado casi hasta arriba. Los mandamos hacer de mohair negro y beige a un taller en la zona de Berwick Street, en el Soho. Quedaron realmen­ te bien. Aunque aún estábamos bastante abajo en el cartel, tocar en esos con­ ciertos nos vino bien. Fue algo casi familiar; todos nuestros seguidores del CrawDaddy venían a vernos, así que tocábamos ante nuestros propios fans, y ellos escuchaban con atención nuestra música. Para los Beatles era di­ ferente. Una noche me puse al fondo del auditorio para verlos y, a causa de los gritos, no pude oír nada de la música. La mayoría de sus fans eran jovencitas de los doce a los quince años, que no tenían la intención de ponerse a escuchar. Sentí lastima por los Beatles, y creo que ellos también estaban bastante hartos de todo aquello. En los camerinos del Odeon, mientras hacía tiempo, tuve mi primer encuentro con los Beatles. Paul hizo las veces de embajador y salió a sa­ ludarnos. Me acuerdo de que tocó la melodía de «Yesterday», que tenía a medio hacer, y de que le preguntaba a todo el mundo qué le parecía. Todavía no le había puesto letra. La llamaba «Scrambled Eggs» (huevos revueltos), así que cantaba «Scrambled Eggs... Everybody calis me scram­ bled eggs». George y yo congeniamos desde el principio. Al parecer a él le gustaba lo que yo hacía, y hablamos sobre muchas cosas del oficio. Me mostró su colección de guitarras Gretsch, y yo le enseñé mis cuerdas finas, que compraba en una tienda en Earlham Street que se llamaba Clifford Essex. Le di algunas, y así se dio comienzo a lo que acabó siendo una larga amistad, aunque aún faltaba para eso, porque los Beatles enton­ ces estaban en otra dimensión. Eran estrellas en un ascenso vertiginoso. Mi encuentro con John fue algo diferente. Una noche en la que iba en el metro hacia uno de esos conciertos en el Flammersmith, me puse hablar con una señora mayor estadounidense. Se había perdido y me preguntó el camino. También me preguntó qué hacía y a dónde iba, y yo le dije que iba a tocar la guitarra en un concierto con los Beatles. —Los Beatles — me dijo asombrada— . ¿Puedo acompañarle? — me pidió luego. — Si quiere, puedo intentar que pase —le contesté. Cuando llegamos al Odeon, le dije al director de escena que era una

¿miga mía, y la llevé a los camerinos de los Beades, que estaban en el mismo piso que el escenario. Ellos se estaban preparando para la siguiente actua­ ción, pero se tomaron un momento y fueron muy cariñosos y amables con ella. Sin embargo, cuando nos acercamos a John y se la presenté, fingió ¿star hastiado y empezó a agitar la mano tras el abrigo, como si se estu­ viera haciendo una paja. Yo me quedé estupefacto, y bastante ofendido, porque me sentía responsable de esa inofensiva señora y, de alguna ma­ nera, estaba claro que él me estaba insultando. Llegué a conocer a John bastante bien años después, y supongo que nos hicimos amigos, aunque siempre fui consciente de que era capaz de hacer cosas muy raras. Aunque los Yardbirds no estaban aún en la primera división, ganába­ mos lo suficiente para que yo pudiera comprarme mi primera guitarra auténticamente profesional, una Gibson ES-335 de color cereza, el ins­ trumento de mis sueños, de la que la Kay no había sido más que una pobre imitación. A lo largo de mi vida, muchas veces he elegido una guitarra por ia gente que la tocaba, y ésta era como la que utilizaba Freddy King. Se trataba de la primera de una nueva era de guitarras, delgadas y semiacúsdcas. Era también una «guitarra rock» y una «guitarra blues» y, si era necesario, se podía tocar y oír aun sin amplificador. Había visto esa Gibson en negocios de Charing Cross Road y Denmark Street, donde muchas tiendas de música tenían guitarras en los es­ caparates. Para mí eran igual que tiendas de golosinas. Me quedaba mi­ rando esos objetos horas y horas en la calle, sobre todo por la noche, cuando dejaban los escaparates encendidos y yo, después de una escapa­ da al Marquee, me pasaba la noche dando vueltas y soñando. Cuando al nnal me compré la Gibson, era tan radiante y bonita que no daba crédiro a lo que veía. Por fin me sentía como un músico de verdad. Lo cierto era que me tomaba a mí mismo demasiado en serio, y me convertí en una persona muy crítica y severa con cualquier músico que no tocara blues puro. Tal actitud era, con toda probabilidad, consecuencia de la fase intelectual que estaba atravesando. Leía traducciones de Baudelaire, y descubrí a los escritores underground estadounidenses, como Kerouac o Alien Ginsberg, mientras no dejaba de ver todo el cine fran­ cés y japonés que podía. Empecé a sentir un fuerte desprecio por la mú­ sica pop en general, y formar parte de los Yardbirds me hacía sentir vio­ lento. Ya no íbamos en la dirección que yo quería, sobre todo porque, des­ pués de ver el éxito fulgurante de los Beatles, Giorgio y alguno más estaban

obsesionados con aparecer en televisión y tener un número uno. Giorgio probablemente aún continuaba resentido por haber perdido a los Stones, pero lo que era evidente era que los Yardbirds no estábamos ascendien­ do lo suficientemente rápido, así que nos m andó salir a cada uno de no­ sotros en busca de un éxito. En realidad, yo no tenía ningún problema con entrar en las listas, mientras que fuera con una canción de la que pudie­ ra sentirme orgulloso. Se me antojó providencial que Giorgio me hubiera puesto unos meses antes un tema de Otis Redding, titulado «Your O ne and O nly Man». Era una canción pegadiza, y creí que podríamos hacer una versión de la misma sin engañar a nadie. Poco después, Paul SamwellSmith apareció con otro tema, a todas luces un núm ero uno: «For Your Love», de G raham G ouldm an, quien después formó parte de lOcc. Yo mostré a las claras m i oposición, pero a todos los demás les encantó la canción, así que no hubo nada que hacer. Cuando los Yardbirds decidieron grabar «For Your Love», yo sabía que era el principio del fin, porque no veía cómo podíamos seguir siendo los mismos tras sacar un disco como ése. Sentí que nos habíamos vendido. Toqué en el disco, aunque mi contribución se limitó a un riffd c blues muy corto en el puente, y como premio de consolación me dejaron la cara B, con un tema instrumental, «Got To Hurry», inspirado en una melodía que canturreaba Giorgio, quien se incluyó en los créditos con el seudónimo O . Rasputin. Para entonces me había convertido en un individuo bastante huraño y descontentadizo. Me buscaba la animadversión general siendo polemis­ ta y dogmático a la primera oportunidad. Al final, Giorgio me convocó en su oficina en el Soho y me dijo que era evidente que yo ya no estaba contento en la banda y que, si quería irme, él no se interpondría. No me echó exactamente. Me invitó a que renunciara. Desengañado de todo, en ese m om ento estaba listo para abandonar de una vez por todas el nego­ cio de la música. *

ras dejar a los Yardbirds, al principio me angustié. Me sentía igual que cuando me echaron de la escuela de arte y la realidad al fin se imixiso. Pero al poco recuperé el equilibrio, y pude darme una palmadita en i espalda por mantenerme fiel a mis principios, aunque no estaba segu- de cuáles eran estos. «For Your Love» resultó un enorme éxito, y des"c fuera nadie entendía por qué había decidido abandonar justo en ese ~i: mentó, cuando el grupo iba hacia arriba. Lo cierto era, sin embargo, : ue veía aquello como la lamentable pérdida de lo que pudo haber sido jn a buena banda de blues rock. Regresé a Ripley por un tiempo, retraí­ do. asustado y descorazonado por un negocio en el que todo el mundo : irecía moverse por las ventas en lugar de por la música. Durante un tiem: me quedé con Rose y Jack, y ambos me dieron su apoyo. Supongo que r ira entonces sabían que iba en serio, y habían decidido respaldarme. En esos momentos tenía una novia, Maggie, de las Indias Occidennies. que era una de las bailarinas del Top ofthe Pops, y una noche baja­ mos al club de Ronnie Scott en el Soho para encontrarnos con Tony 3irland, un amigo mío. Tony era un camarada fan de la música con el :ue solía ir al Marquee, y en aquellos días además la primera persona que levando unos pantalones de campana. Se los había hecho él mismo, :: riéndose triángulos de tela en sus Levi’s. Esa noche en concreto, él escon una preciosidad de chica, June Child, lista como un rayo y dirnidísima. Nos pusimos a hablar y a reírnos; June le tomaba el pelo a 7: ny, ai que llamaba todo el rato «pajillero Garland», y yo me uní a ella. molestó mucho a Maggy, que estaba acostumbrada a ser el centro de nención y, a consecuencia de aquello, para el final de la noche habíamos cambiado de pareja. Salí del club con June, que de inmediato se convirtió en una de mis

T

mejores amigas. Sin embargo, no llegamos a ser amantes; disfrutaba de verdad de su compañía como amiga y no quería arruinar eso. Tengo bas­ tantes razones para pensar que ella deseaba ir más lejos, pero yo por en­ tonces aún veía imposible ser amigo de una chica que te atrajera. El sexo seguía siendo más un asunto de conquista que el resultado de una rela­ ción afectiva. Sencillamente, no se me ocurría que podía tener una con­ versación inteligente con una chica y luego acostarme con ella. Mirando hacia atrás, creo que lamento que no nos juntáramos, porque estoy seguro de que lo hubiéramos pasado muy bien. Además de convertirse en mi colega, June se ofreció a ser mi chófer, ya que yo no sabía conducir. Un día le pedí que me llevara a Oxford para hacerle una visita a Ben Palmer, el teclista de los Roosters. Ben era un personaje completamente único, con mucho mundo, inteligente y sabio, además de muy divertido; de rasgos fuertes, angulosos y de aire aristocrá­ tico, parecía sacado del siglo dieciocho. Era un hombre creativo en toda la extensión del término, y desplegaba su talento en todas las direcciones. Ben vivía en un estudio encima de unos establos, donde aprendía de manera autodidacta a tallar la madera y, cuando llegamos, le daba los últimos toques a un caballo Tang. Nos dijo que había abandonado por completo el piano. Ben era la única persona que conocía tan fanáticamente purista con respecto al blues como yo, e intenté convencerlo para que hiciéramos algo juntos. Pensaba que tal vez podríamos sacar un disco de blues de guitarra y piano, pero él rechazó la idea de plano. Me sentí muy abatido de inicio y, durante unas semanas, Ben me cuidó como un her­ mano mayor, estando pendiente de mí y preparándome comidas deliciosas. Además me dio a conocer El señor de los anillos, libro que me pasé mu­ chas horas leyendo. Entre tanto, June le había dado el número de Ben a John Mayall, un músico de blues con reputación de auténtico que lideraba su propia banda, los Bluesbreakers. Él llamó y me preguntó si estaría interesado en unir­ me a su conjunto. Yo lo conocía del Marquee, y lo admiraba porque ha­ cía precisamente lo que yo siempre había pensado que podríamos lograr con los Yardbirds. Se había hecho un sitio y lo había ocupado actuando en buenos clubes mientras de tanto en tanto sacaba un disco sin tener que jugarse el todo por el todo. El hecho de que no me gustaran demasiado los dos singles que había publicado, Crawling Up a HUI y Crocodile Walk, que me parecían pop R&B, era irrelevante, porque yo veía que era un marco en el que podía encajar.

Tampoco me convencía mucho su manera de cantar, ni cómo se pre­ sentaba al público, pero agradecí de verdad que alguien reconociera mi valía, y pensé que quizá podría reconducir la banda hacia el blues de Chicago y alejarla de esa especie de jazz blues que tocaba entonces. John rarecía contento de seguir esa línea. Creo que, hasta mi llegada, había estado bastante desorientado con respecto a sus gustos musicales, y con­ migo por fin encontraba a alguien tan serio como él en lo que concernía il blues. Me uní a los Bluesbreakers en Abril de 1965, y me marché a vivir con ohn a su casa de Lee Green, dónde vivía con su mujer, Pamela, y sus hi:s. John tenía doce años más que yo, llevaba barba y una larga melena rizada, lo que le daba un aire a Jesucristo: tenía pinta de profesor caris­ màtico que se las arregla para ser enrollado. No bebía y era un obseso de .2 comida sana, en realidad el primer vegetariano auténtico que conocí. Había estudiado diseño gráfico y se ganaba bastante bien la vida como ilus­ trador de libros de ciencia ficción y cosas así, además de trabajar para agen­ das de publicidad, aunque su auténtica pasión era la música. Tocaba el nano, el órgano y la guitarra rítmica, y tenía la colección de discos más _r_creíble que yo hubiera visto, con singles de canciones que sólo podían encontrarse en recopilatorios. Muchos de esos discos los pedía a través de Ekues Unlimited, una revista especializada dirigida por el fanático del blues Mike Leadbetter. Yo tenía un cuartito en el piso de arriba, apenas lo su­ cciente para contener una estrecha cama individual y, durante la mayor r irte de ese año pasé mis ratos libres sentado en la habitación escuchan3: discos y tocando por encima a fin de perfeccionar mi estilo. El moderno blues de Chicago se convirtió en mi nueva Meca. Tenía '¿n fuerte sonido eléctrico, y estaba encabezado por gente como Howlin olf, Muddy Waters y John Lee Hooker, que había dejado el Delta para gribar con compañías como la Chess. Los principales guitarras solistas del ssnero eran Otis Rush, Buddy Guy, Elmore James, Hubert Sumlin y Earl H x>ker, por nombrar a unos pocos. Era un estilo que se adecuaba a la perfección a nuestra formación de guitarra, bajo, batería y teclados. John : :caba el piano, el órgano Hammond y la guitarra rítmica. A la batería :rn:amos a Hughie Flint, que luego formaría una banda con Tom MrGuinness llamada McGuinness-Flint. Yo tocaba la guitarra solista, y d bajista era John McVie, que después fundaría Fleetwood Mac con Mick r eetwood. Además de un bajista brillante, John era increíblemente dirmdo, con un sentido del humor muy negro y cínico. Por entonces, los

dos Johns y yo estábamos cautivados por la obra de Harold Pinter The Caretaker. Yo había visto la película, con Donald Pleasance como el va­ gabundo Davies, tantas veces como había podido, y me había comprado además el guión, buena parte del cual me sabía de memoria. Nos pasá­ bamos horas representando escenas de la obra, y nos intercambiábamos los papeles, de manera que algunas veces yo hacía el personaje de Asto y otras el de Davies o el de Mick, y nos moríamos de la risa. Al principio, al ser Mayall mucho mayor que el resto, y a nuestros ojos un respetable hombre de clase media que vivía con mujer e hijos en las afueras, las dinámicas dentro de la banda eran básicamente «él y nosotros». Lo veíamos en el papel de maestro, con nosotros como los chicos travie­ sos. John era tolerante hasta cierto punto, pero nosotros sabíamos que tenía un límite y hacíamos lo posible por llevarlo hasta ahí. Le tomábamos el pelo a sus espaldas, le decíamos que no sabía cantar y nos carcajeábamos cuando salía al escenario desnudo hasta la cintura. Era un hombre fornido, y no poco vanidoso, y nosotros queríamos ver hasta dónde podíamos estirar la cuerda antes de que perdiera los estribos. A John no le gustaba tener alcohol cerca cuando estábamos trabajando y, desgraciadamente, a McVie, que era nuestro portavoz, le gustaba mucho beber. Esto provocaba frecuen­ tes enfrentamientos entre los dos que uno u otro tenía que perder. Por muy adorable que fuera McVie, el alcohol con frecuencia lo volvía agresivo, y entonces había que dejarlo atrás o, como en una ocasión mientras volvía­ mos de un bolo en el norte, echarlo directamente de la furgoneta. Cuando aún no había pasado un mes de mi entrada en los Bluesbreakers, John me pidió que fuera al estudio para intervenir en unas can­ ciones que iba a tocar acompañando a Bob Dylan. Estaba muy emocio­ nado con aquello, ya que Dylan, que había venido de gira a Inglaterra, había solicitado expresamente conocerlo después de escuchar su tema «Crawling Up a Hill». Yo tenía con respecto a Dylan sentimientos encon­ trados debidos al hecho de que Paul Samwell-Smith era fan suyo, y a mí no podía gustarme nada que le gustara a Paul. Así que fuimos al estudio donde se desarrollaba la sesión y me presentaron a Bob y a Tom Wilson, su productor. Por desgracia no fui allí con una actitud abierta. No había escucha­ do realmente nada del material de Dylan y albergaba serios prejuicios contra él basados, supongo, en lo que yo pensaba de la gente a la que le gustaba. Por lo que a mí se refería, Dylan no era más que otro folkie. No entendía a qué venía tanto jaleo, y todos los que lo rodeaban parecían

sobreprotegerlo de mala manera. Hubo una persona de su círculo, no obstante, con la que congenié de inmediato, Bobby Neuwirth. Creo que era pintor o poeta. Al parecer era un colega de Dylan, pero se tomó la molestia de hablarme y de intentar ponerme al corriente de lo que pasa­ ba. No estoy seguro de que sirviera de mucho. Yo me encontraba como Mr. Jones en «Bailad of aThin Man», pero se ganó una amistad para toda _a vida. No recuerdo que Dylan hablara con nadie; tal vez era tan tími­ do como yo. Por lo que respecta a la sesión, no me acuerdo de mucho. Me carece que no acabamos ningftna canción, y luego Bob desapareció de repente. Cuando alguien preguntó dónde estaba, se nos dijo: «¡Ah! Se ha Jo a Madrid». No pensé demasiado en Dylan por un tiempo, hasta que :: Blonde on Blonde y, menos mal, al final lo pillé. En cuanto le di el sí a John, me metí en un calendario de trabajo que no había conocido hasta entonces. Si la semana hubiera tenido ocho noches, habríamos tocado las ocho, con doble sesión el domingo. Las contrataciones las llevaban dos hermanos, Ricky Johnny Gunnell, que eran .os dueños del Flamingo, en Wardour Street, un pequeño club emplazado tn un sótano, donde ponían la música soul más auténtica de todo Loncres. Se trataba de un local agitado y exclusivista, que se dirigía a una i^diencia bragada, compuesta sobre todo por gente negra a la que le retaba el R&B, el blues y el jazz de verdad. Los Gunnells representaban i muchas bandas que actuaban en el circuito nocturno londinense, a gente como Georgie Fame, Chris Farlowe, Albert Lee y Geno Washington. Rick t johnny eran un par de rufianes adorables que personificaban el lado amable de los bajos fondos del Londres del momento y sobornaban a la roiicía para que les dejaran abrir el club hasta las seis de la mañana. Tenian su propio territorio y eran tratados con respeto por figuras del hampa como los Kray. A John, el más pequeño y un hombre muy apuesto, le crj^aba la cara una cicatriz, al parecer causada por un botellazo. Su herm n o mayor, Rick, solía ponerse muy borracho y entraba en el club pre­ cintando a todo el mundo: «¿Por qué no está la banda tocando?». Auncue no había dudas sobre lo duros que eran, también les encantaba la música y siempre fueron amables conmigo, probablemente porque se nieron cuenta de que yo me tomaba la música muy en serio. Otro club al que solía ir era el Scene, en Windmill Yard, regentado pe r Ronan O ’Rahilly, quien luego montaría Radio Caroline, la primera ilación pirata de radio en Inglaterra. Allí me quedaba mirando a un poipito, con el que luego hice amistad, que tuvo una gran influencia en

el aspecto que quise tener en la época. Esos tipos llevaban una especie de híbrido entre la vestimenta típica de las universidades del Este norteame­ ricano y la moda italiana, personificada por Marcello Mastroianni, de modo que un día podían llevar sudaderas, unos pantalones bombachos y mocasines, y al siguiente trajes de lino. Era una pandilla interesante, ya que parecía estar a años luz en cuestión de estilo del resto. Yo los encon­ traba fascinantes. Todo el grupo venía del East End, e incluía a Laurie Alien, un batería de jazz; a Jimmy West y Dave Foley, que eran sastres y comenzaron un negocio, el Workshop, en Berwick Street, donde hacían trajes para gente como yo; y Ralph Berenson, un cómico e imitador nato. Yo tocaba a veces en el Scene, y una noche me propusieron hacer un bolo en otro local, el Esmeraldas Barn, un club nocturno en Mayfair, propiedad de los hermanos Kray. Fue una noche rara, porque toqué con la banda de la casa, y en el club no había nadie excepto los Kray, sentados a una mesa del fondo, mientras que yo no sabía qué diablos hacía allí. Parecía una especie de audición. Nos pagaban treinta cinco libras a la semana por tocar con los Bluesbreakers, e íbamos a recoger el dinero al despacho de los Gunnells, en el Soho. Era una paga fija, sin que importara cuánto trabajáramos y, aun­ que de tanto en tanto los otros miembros de la banda montaban follón para conseguir un aumento, yo no recuerdo que eso me preocupara de­ masiado, ya que mis gastos eran muy reducidos. Vivía de gorra, porque rara vez pagaba por algo y tenía manutención y alojamiento gratis. Pero no había duda de que nos ganábamos ese dinero. El plan era hacer un bolo y, después de haber acabado, tal vez tocar otra vez esa noche. El Flamingo abría los sábados toda la noche, y nosotros solíamos tocar allí, lo que estaba bien si antes habíamos actuado en Oxford o en otro sitio no demasiado alejado, pero que se hacía agotador si el concierto previo era en Birmingham, lo que nos obligaba a hacer un extenuante viaje de vuelta por la M I. Era importante viajar a aquellos lugares, que entonces nos parecían remotos, ya que el trabajo en los Home Counties era limitado, y para las bandas resultaba esencial tocar en los clubes más reputados del norte, a fin de ganar reconocimiento y consolidar una audiencia. Por nombrar unos cuantos sitios, estaban el Twisted Wheel en Manchester, el Club a Go-Go en Newcastle, el Boathouse en Nottingham, el Starlight en Redcar y el Mojo en Sheffield, donde Peter Stringfellow era el pin­ chadiscos. La idea de pagar a alguien por poner discos en un club antes de que saliera la banda era algo completamente nuevo, y Peter fue uno de

primeros pinchadiscos, con una selección realmente buena, sobre todo blues y R&B. Era emocionante ir a diferentes zonas del país. Las chicas estaban por rodas partes, y eso hizo que mi vida sexual fuera bastante extraordinaria, ya que salía y ligaba con todas las chicas al alcance de mi mano. La mavoría de las veces aquello no pasaba de un inocente magreo, y muy rara vez se llegaba de verdad hasta el final. En aquellos días, casi nunca tenías camerinos como las bandas de hoy, sino que simplemente te subías y bajabas del escenario desde el público. De ese modo, mi ligue podía ser ana chica que hubiera conocida mientras andaba por ahí antes del con­ cierto, o alguna en la que me hubiera fijado en el escenario. Sencillamente me ponía a hablar con ella y nos íbamos juntos. Recuerdo que en Basingstoke siempre me encontraba a una chica en particular. La banda tocaba dos sesiones, con un descanso de media hora,J y yo me veía con esa chica después de la primera parte, nos íbamos en­ tre bastidores y luego volvía al escenario con las rodilleras de los vaque­ ros cubiertas del polvo del suelo. Eso era algo bastante habitual, forma­ ba parte de la geografía de la gira en Bishop s Stortford, Sheffield, Windsor o Birmingham. No es que tuviéramos una chica en cada puerto: teníamos ana en cada concierto, y ellas parecían bastante contentas con ese tipo de relaciones, en las que sólo me veían de tanto en tanto. No puedo decir que ks culpe por ello. También nos encantaba viajar por Inglaterra porque pensábamos que eso era todo lo lejos que íbamos a llegar. A nadie se le hubiera ocurrido enviarnos a Irlanda o a Escocia, ya que no iban a pagarnos el hotel, así que después de los conciertos teníamos que volver a casa. Aunque cuesta imaginarlo ahora, ir hasta Newcastle para mí era como ir a Nueva York. Me parecía otro mundo. No entendía ni una palabra de lo que la gente decía, y las mujeres eran muy lanzadas y daban algo de miedo. Una no­ che nada atípica podía implicar un viaje a Sheffield para hacer un bolo vespertino a las ocho, salir luego hacia Manchester para tocar en un bar que abriera toda la noche, y conducir por último de vuelta a Londres para bajarnos en la Charing Cross Station a las seis de la mañana. Viajábamos en la furgoneta FordTransit de John. En los sesenta, existía roda una jerarquía asociada al tipo de furgoneta que una banda tenía. Una Bedford Dormobile, una antigualla fea de puertas correderas, denotaba an bajo estatus, pero poseer unaTransit mostraba que estabas en la cima. Tenían un motor muy potente e iban a todo trapo, así que podían reco­ üos

IT

rrerse largas distancias en ellas, y por dentro eran grandes y cómodas. El talentoso John, que también tenía su parte de inventor, se había adapta­ do el interior de la Transit según un diseño propio. Eso suponía crear un hueco especial a fin de llevar su órgano Hammond B3, que él había arreglado para cargarlo sobre dos varas, como en una silla de manos. Además, en el espacio que quedaba entre el órgano y el techo de la furgoneta, se había hecho una litera, de modo que, en los largos regresos de sitios como Manchester o Sheffield, mientras todos los demás íbamos en los asientos de delante, John se quedaba atrás, dor­ mido en su cama. Salvo en un par de ocasiones, nunca fuimos a dormir a una pensión o a un hotel. A lo máximo que podíamos aspirar, si tocá­ bamos en Manchester, de donde provenía la familia de John, era a que él nos invitara a quedarnos en casa de su familia. Yo lo hice una vez, y re­ sultó una experiencia bastante lúgubre, aunque mejor que estar sentado toda la noche en la furgoneta. Aquella era una vida increíble, y había momentos en los que no me creía que eso me estuviera pasando. Una noche, por ejemplo, Mike Vernos, que era el dueño de discos Blue Horizon, me pidió que bajara al estudio para hacer unas sesiones, y acabé tocando con Muddy Waters y Otis Spann, dos de mis héroes de toda la vida. Estaba completamente aterrado, pero no porque no creyera estar a la altura musicalmente. Era más bien que no sabía cómo comportarme delante de esos tipos. Eran increíbles. Llevaban unos bonitos trajes de seda holgados, con mucho estilo. Y eran hombres de verdad. Y allí estaba yo, un joven blanco y delgadu­ cho. Pero todo fue muy bien. Grabamos una canción llamada «Pretty Girls Everywhere I Go», y yo toqué el solo por encima de la guitarra rítmica de Muddy, mientras Otis cantaba y tocaba el piano. Estaba en el séptimo cielo, y ellos parecieron bastante contentos con lo que hice. En aquel momento, la gente empezó a hablar de mí como si fuera una especie de genio, y me enteré de que alguien había escrito la consigna «Clapton es Dios» en una pared de la estación de metro de Islington. Luego eso empezó a aparecer por todo Londres, igual que los grafitis. Yo esta­ ba algo perplejo, y una parte de mí huía de aquello. En realidad, no quería ese tipo de notoriedad. Sabía que me traería problemas. A otra parte de mí le encantaba la idea de que lo que había estado alimentando durante todos esos años recibiera por fin un reconocimiento. La realidad era, por supuesto, que a través de mí la gente accedía a una música que le era nueva, y yo me llevaba todo el mérito, como si hubiera inventado el blues.

En cuanto a la técnica, encontraba mejores que yo a montones de guitarristas estadounidenses blancos. Aparte de los tipos que eran celebri­ dades en el blues, había también muchos músicos blancos. Por ejemplo, Reggie Young, un músico de sesión de Memphis y uno de los mejores guitarristas que había oído. Lo había visto tocar con el Bill Black Com­ bo en la gira conjunta con las Ronettes. Don Peak, al que vi actuar con los Everly Brothers, y James Burton, que aparecía en los discos de Ricky Nelson, eran otros dos a mencionar. Los guitarristas ingleses que cono­ cía y que me habían dejado fuera de combate eran Bernie Watson y Albert Lee. Los dos tocaban en los Savages, la banda de Screaming Lord Sutch. Tanto Bernie como el pianista de Sutch, Andy Wren, eran unos músicos excelsos, y estaban muy por delante de cualquier otro en ese momento. Recuerdo oírles tocar «Worried Life Blues», el tema de Bic Ma­ ceo, y cómo Bernie doblaba las notas, algo que llevaba haciendo mucho más tiempo que nadie. Aunque tenía en cuenta a Jeff Beck, y también a Jimmy Page, sus raíces estaban en el rockabilly, mientras que las mías salían del blues. Me encantaba lo que hacían, y no existía ninguna competen­ cia entre nosotros; simplemente, tocábamos estilos diferentes. No obstante, a una parte de mí sí le parecía muy bien aquello de Clapton is God». Me habían echado de los Yardbirds, y habían puesto en mi lugar a Jeff Beck. De inmediato tuvieron una serie de éxitos, y eso me molestó bastante, así que cualquier elogio que viniera por el mero hecho de tocar, sin tener que venderme o anunciarme en televisión, era bienvenido. Hay algo en el boca a boca que resulta imposible de desha­ cer. En el fondo, estaba agradecido porque eso me daba prestigio, y lo mejor de todo era que se trataba de una reputación que nadie podía manipular. Después de todo, es mejor no bromear con los grafitis. Salen de la calle. A comienzos del verano de 1965, aunque seguía viviendo en la casa de John en Lee Green, pasaba mucho tiempo con unos amigos en un piso de Long Acre, en Covent Garden, propiedad de una mujer llamada Clarissa, novia de Ted Milton. Ted era un hombre de verdad extraordi­ nario. Poeta y visionario, lo había conocido en casa de Ben Palmer, y fue la primera persona a la que vi interpretar música con el cuerpo. Nos ha­ bíamos reunido en casa de Ben y, tras la cena, Ted puso un disco de Howlin Wolf y empezó a representarlo con todo su ser, bailando y usando expresiones faciales para interpretar lo que oía. Mientras lo miraba, com­ prendí por primera vez que puede vivirse de verdad la música, que se la

puede escuchar por completo y hacer que cobre vida, a fin de que forme parte de la tuya. Fue una verdadera revelación. Ted y Clarissa vivían en un segundo piso, que se componía de numerosos cuartos que daban a un largo pasillo y una cocina, y ese apartamento se convirtió durante un tiem­ po en el centro de nuestras vidas. El elenco de personajes incluía a John Bailey, al que conocíamos como «Dapper Dan» atildado Dan por su cuidado buen aspecto y coqueto gusto al vestir, y que estudiaba antropología; Bernie Greenwood, un médico con un consultorio en Notting Hill, que era además un gran saxofonista; Micko Milligan, joyero y peluquero a media jornada; Peter Jenner y Andrew King, quienes vivían en el piso de enfrente y habían empezado como mánagers de Pink Floyd; y mi vieja amiga June Child, que entonces trabajaba como secretaria de los anteriores. Volviendo la vista atrás, nos lo pasamos como nunca; bebíamos, fumábamos cantidades enormes de hachís y creíamos que todo lo que hacíamos era completamente original (y algunas veces lo era), en tanto que la pobre Clarissa tenía que salir a trabajar para pagar­ lo todo. Poco a poco, empecé a pasar una mayor parte de mi tiempo libre en ese escenario. Aquello era de verdad escandaloso. Nos pasábamos horas y horas escuchando música y bebiendo vino rosado Mateus, una fuente de dolores de cabeza que a mí me chiflaba. A veces nos embarcábamos en ataques espontáneos de risa, sin que nadie supiera la causa, cuando cap­ tábamos una determinada palabra, frase o algo que hubiéramos visto, y comenzábamos a reír histéricamente, hasta que era imposible parar. Po­ díamos estar literalmente horas sin dejar de reír. La risa era además par­ te de otro entretenimiento, en el que nos pasábamos el día escuchando una y otra vez la misma canción —una de las favoritas era «Shotgun», de Júnior Walker— hasta que perdíamos el conocimiento. Cuando nos re­ poníamos, comenzábamos de nuevo. A mitad del verano de 1965, de una manera completamente espon­ tánea, seis de nosotros decidimos montar una banda y viajar alrededor del mundo; para costearnos el viaje ofreceríamos conciertos por el camino. Nos bautizamos como los Glands. John Bailey sería el vocalista, y Bernie Greenwood tocaría el saxo. Jake, el hermano de Ted, se encargaría de la batería, y conseguimos que Ben Palmer volviera a sentarse al piano. Al bajo teníamos a Bob Rae. Cambiamos el coche de Bernie, un deportivo MGA, por una camioneta American Ford Galaxy para que nos sirviera de me­ dio de transporte, mientras que yo, con los cientos de libras que había

ahorrado de mi sueldo, me compré un amplificador y un par de guitarras. Teniendo en cuenta que supuestamente yo era la atracción de los Bluesbreakers, supongo que se puede decir que era un crío irresponsable por irme de esa manera. Si le mencioné a John algo al respecto, fue sólo para decirle que estaría fuera por un tiempo. Lo cierto que lo dejé plantado y, para llenar mi hueco mientras estaba ausente, él tuvo que rastrear entre un montón de guitarristas. Partimos en agosto, bien apretados los seis en la Ford Galaxy, y con­ dujimos por Francia y Bélgica, con el plan de seguir adelante hasta que encontráramos un sitio en el que tocar. No teníamos ni idea de lo que ha­ cíamos, y lo fiábamos todo a que la buena suerte se apareciera en nues­ tro camino. El viaje estuvo a punto de terminar nada más empezar. Lle­ gamos a Munich cuando daba inicio el famoso festival de la cerveza y, en una de las carpas, a Bob Rae le dio por encenderse el cigarrillo con un billete de cinco libras. Eso condujo a un serio rifirrafe entre él y otro miembro de la banda por la blasfema extravagancia de tal gesto, una pe­ lea que terminó con el equipo descargado del coche y la decisión unáni­ me de volverse para casa. A la mañana siguiente todo estaba ya arreglado, así que subimos el equipo a la Ford y nos pusimos otra vez en camino. Al pasar por Yugos­ lavia, en una carretera de adoquines entre Zagreb y Belgrado, el coche daba tales sacudidas que acabó por desarmarse. Tal como suena, la carrocería se separó del chasis. Tuvimos que conseguir un trozo de cuerda para atarlo alrededor y por debajo del coche. Así que teníamos a seis personas, con todo el equipo, viajando en un coche que se mantenía unido gracias a un trozo de cuerda. Aquello era un caos. Cuando finalmente llegamos a Grecia, a Tesalónica, nos moríamos de hambre, ya que hacía días que no habíamos probado bocado, ¡y en una carnicería comimos carne cruda! Al cabo, cuando alcanzamos Atenas, conseguimos un trabajo para tocar en un club llamado el Igloo. El Igloo recibía ese nombre porque estaba diseñado para que pareciera el interior de un iglú, y dentro todo tenía forma redondeada. Había una banda de la casa, los Juniors, cuyo mánager necesitaba un grupo que les hiciera de teloneros, ya que su actuación comenzaba a las siete y el club abría normalmente hasta las dos o las tres de la mañana. John Bailey con­ venció al tipo de que nos contratara. Encontramos un sitio en el que que­ darnos, una habitación en el ático de una casa que regentaba un viejo coronel egipcio. El lugar me encantó, y no tardé en empezar a divertir­

me como nunca. La actuación consistía en tres tandas por noche junto a los Juniors, que hacían canciones de los Beatles y los Kinks. Como no se las sabían muy bien, les echábamos una manita. Dos noches después de que consiguiéramos ese bolo, los Juniors se vieron envueltos en un accidente de coche, y dos de ellos murieron en el acto. A la mañana siguiente, mientras nos tomábamos un café en el club, el mánager entró y comenzó a gritar el nombre de Thanos, el teclista, uno de los chicos que habían muerto, del que al parecer estaba enamorado. «¡Thanos! ¡Thanos! ¡Thanos!», gritaba, y se puso a tirar vasos contra el espejo de detrás de la barra. Alguien nos recomendó que saliéramos de allí, así que nos marchamos mientras él hacía añicos el club. Estuvo cerrado durante dos días, y nos aconsejaron que no nos moviéramos de allí por­ que algo se les ocurriría. El club fue reparado, y alguien en representación del desconsolado mánager se me acercó para decirme que era necesario levantarse y ponerse en marcha de nuevo, y por eso querían que tocara con los Juniors. De modo que, cuando me quise dar cuenta, estaba dando un concierto con ellos, luego otro con mi banda, otro más con ellos y a continuación otro con mi banda, y así hasta que había tocado seis horas seguidas sin parar. Tras unos cuantos días haciendo eso, los Juniors despegaron de golpe. Yo me sabía todas las canciones de su repertorio, y al parecer le di un soni­ do nuevo a la banda; cuando me quise dar cuenta, estaba actuando en el Pireo ante diez mil personas. Me hacía mucha ilusión ayudar a los Juniors a conseguir audiencias mayores, pero todo eso tenía un tufillo al pop que intentaba dejar atrás. Era como un déjà vu. Mientras tanto, los Glands ya habían tenido suficiente y estaban deseando seguir viaje. Cuando le dije al batería de los Juniors que estaba pensando en irme, él me advirtió: «No te lo recomiendo. El mánager irá detrás de ti si intentas marcharte y te cortará las manos». No me dio la impresión de que estu­ viera bromeando, así que planeé la escapada. Ben compró en secreto unos billetes de tren, mientras los mienfbros de la banda empaquetaban todas sus cosas. Yo aparecí como todas las tardes en el ensayo de los Juniors, pero tenía un coche esperándome al otro lado del edificio. Después de la se­ ñal convenida, dije que me iba al baño, salí por la puerta de entrada, me metí en el coche y nos fuimos directos a la estación, donde Ben y yo co­ gimos un tren de vuelta a Londres, dejando a los Juniors en la estacada. Su batería fue nuestro topo, y a él fundamentalmente debo mis manos. «Gracias, tío, siempre estaré en deuda contigo.» Detrás de mí dejé una

preciosa Gibson Les Paul y un ampli Marshall. El resto de los chicos con­ tinuaron su viaje alrededor del mundo, aunque Dios sabe cómo sonarían sin guitarra ni piano. De nuevo en Inglaterra, a finales de octubre de 1965, me encontré con que mi puesto en los Bluesbreakers lo había ocupado Peter Green, un brillante guitarrista, más tarde en Fleetwood Mac, que había acosado a John para que le diera trabajo, apareciendo a menudo en los concier­ tos y gritando desde el público que él era mucho mejor que cualquie­ ra que tocara esa noche. Aunque apenas lo conocía, me dio la impresión de que allí había un auténtico joven turco, un músico poderoso y con confianza que sabía a la perfección lo que quería y a dónde iba, a pe­ sar de que no soltara prenda. Y por encima de todo, se trataba de un guitarrista fantástico, con un gran sonido. No lo hizo feliz verme, ya que eso ponía un brusco final a lo que obviamente había sido una buena gira para él. Un cambio que no me sorprendió demasiado fue que al final le habían dado la patada a McVie, que había sido reemplazado por Jack Bruce, el bajista de Graham Bond Organisation, al que había visto to­ car en el Marquee. Jack sólo estuvo unas pocas semanas antes de mar­ charse para unirse a Manfred Mann, tiempo durante el que actuamos en el circuito de clubes del sur de Inglaterra, pero esos pocos concier­ tos nos dieron la oportunidad de formarnos un juicio sobre el otro. Mu­ sicalmente hablando, era el bajista más contundente con el que jamás había tocado. Afrontaba la actuación casi como si el bajo fuera el ins­ trumento solista, aunque sin llegar al punto de interponerse, y su com­ prensión del tempo era fantástica. Todo eso se reflejaba en su modo de ser, apasionado y agudo. Me alegra decir que creo que la admiración fue mutua, y los dos nos compenetramos a la perfección, un anticipo de lo cue estaba por venir. El año 1966 resultó trascendental. Tuvo un gran inicio con la fiesta que John decidió celebrar por mi vigésimo primer cumpleaños en su casa de Lee. Era la primera ocasión en que iba a encontrarse con mis nuevos amigos del piso de Long Acre, y yo estaba muy orgulloso de dejarme ver con esa gente extraordinaria, que para mí componía la élite de la socie­ dad intelectual. Se trataba de una fiesta de disfraces. Alquilé mis trajes en Bermans, en Shaftesbury Avenue, cuyos escapa­ rates me quedaba mirando en mis frecuentes paseos nocturnos después ¿el Marquee. Consistían en un disfraz de pingüino, que tenía un pico que abría con un trozo de cuerda para dejarte mirar al exterior, y en un traje

de gorila. Comencé la noche como gorila, pero cuando me entró calor, cambié al traje de pingüino. Por alguna razón, durante el transcurso de la velada, me acordé de la historia de mi abuela y los cigarrillos, así que pillé un paquete de Benson & Hedges, que venían en una cajita dorada y eran el cigarrillo del momen­ to, me fui encendiendo uno tras otro hasta que tuve los veinte en la boca y me los fumé todos a la vez. (Seguí fumando durante treinta años, has­ ta que lo dejé a los cuarenta y ocho, momento en el que daba cuenta de unos tres paquetes al día.) Por último, al final de la noche acabé en la cama con una chica china muy guapa, que más tarde llegaría a ser una gran amiga. Cuando la fiesta se terminó, me consideré un adulto hecho y de­ recho, un hombre de mundo, un poco rebelde y anarquista quizá, pero, por encima de todo, experimentado. Sentía que mi vida estaba despegando. Pensándolo ahora, era como si le hubiera cerrado la puerta a mi pasado. Tenía poco o ningún contacto con mis viejos amigos de Ripley, y los la­ zos con mi familia eran muy débiles. Xotaba que iniciaba una vida com­ pletamente nueva, donde no habría espacio para llevar demasiado equi­ paje. Tenía una gran confianza en mis capacidades, y me daba perfecta cuenta de que ésa era la llave de mi futuro. De ahí que fuera extremada­ mente protector con mi talento, e implacable a la hora de cortar con todo lo que se pusiera en mi camino. No se trataba de una senda de ambición; no deseaba fama ni reconocimiento. Lo único que necesitaba era hacer la mejor música posible, con las herramientas que tenía.

T^lues Breakers: John Mayall with Eric Clapton fue el disco clave que me J ^ J dio a conocer de verdad al público. Se hizo en un momento en que sentía que había encontrado mi sitio dentro de un grupo que me permitía estar en un segundo plano y al mismo tiempo desarrollar mis habilida­ des conduciendo la banda en la dirección que yo consideraba adecuada. Nos metimos en los estudios Decca, en West Hampstead, durante tres días de abril y tocamos exactamente el mismo el repertorio que hacíamos so­ bre el escenario, con el añadido de una sección de viento en alguno de los cortes. Entre las canciones incluidas estaban «Parchman Farm», una pieza de Mose Allison en la que John hacía un solo de armónica; el tema de Ray Charles «Whatd I Say», con un solo de batería de Hughie Flint; y «Ramblirí on My Mind», de Robert Johnson, tema que canté yo mismo debido a la insistente petición de John aun sabiendo que se trataba de un error, puesto que la mayoría de los tipos que quería imitar eran mayores y te­ nían voces profundas, y yo me sentía muy incómodo cantando con mi agudo gimoteo. Al haberse grabado tan rápido, el álbum tenía una cualidad espontánea y acerada muy especial. Era casi como una actuación en vivo. Durante la sesión insistí en que me pusieran el micro exactamente donde lo quería (o sea, no demasiado cerca del amplificador) para poder tocar de forma que la guitarra sonara igual que en el escenario. El resultado fue el soni­ do con el que se me identificó después. Lo cierto es que aquello había ocurrido de modo accidental cuando intentaba emular las afiladas notas que Freddy King extraía de su Gibson Les Paul y obtuve, en cambio, algo muy distinto, algo mucho más grueso. Las Les Pauls tienen dos pastillas, una al final del mástil, que le da a la guitarra una redonda sonoridad jazzística, y otra al lado del puente donde se consiguen los agudos; ésta es

la más utilizada para lograr la típica sonoridad afilada del rock and roll. Lo que yo hacía era utilizar la pastilla del puente con los bajos al máximo para que el sonido fuera muy denso y estuviera al borde de la distorsión. Además empleaba toda la potencia de los amplificadores. Los ponía a tope, con la guitarra también al máximo, de modo que el volu­ men fuera muy elevado, casi desbordante. Cuando tocaba una nota, la mantenía haciéndola vibrar un poco con los dedos, y así sostenida se transformaba en un feedback distorsionado. Todo esto, junto con la dis­ torsión, dio lugar a lo que, supongo, podemos llamar mi sonido. El día en que hicieron la foto para la portada decidí colaborar lo menos posible porque odiaba que me fotografiasen. Para molestar a todo el mundo, compré un ejemplar de Beano y me puse a leerlo con gesto mal­ humorado mientras el fotógrafo trabajaba. La portada resultante mues­ tra a la banda sentada junto a un muro mientras yo leo un cómic, de ahí que el disco se conociera más adelante como «el álbum de Beano». Aunque estaba contento en los Bluesbreakers, empezaba a notar una cierta insatisfacción: en alguna parte de mí alimentaba la idea de conver­ tirme en cantante, algo que llevaba madurando desde la primera vez que vi a Buddy Guy tocando en el Marquee. A pesar de que sólo lo acompa­ ñaban un bajo y un batería, conseguía un sonido fuerte e intenso que me electrizaba. Daba la sensación de que no necesitaba a nadie más; podría haber tocado todo el concierto solo. Visualmente era como un bailarín con guitarra, y la tocaba con los pies o la lengua para lanzarla después por el escenario. Hacía que todo pareciera muy fácil y, mientras lo miraba, pensaba «yo puedo hacer eso». Mi confianza estaba por las nubes, me sen­ tía inspirado y empecé a creer que podía dar el salto, de modo que cuan­ do Ginger Baker, el batería de la Graham Bond Organisation, vino a ver­ me para hablar de una nueva banda, yo sabía a la perfección qué quería hacer. Ginger se acercó a hablar conmigo durante un concierto que los Blues­ breakers dábamos en Oxford. Lo había visto en el Marquee y en el Fes­ tival de Jazz de Richmond, pero yo no sabía mucho de él ni, en realidad, de percusión. Me imaginaba que debía de ser muy bueno ya que era la primera opción de todos los músicos a quienes yo apreciaba, así que me halagó que mostrara interés por mí. También me atemorizaba bastante porque tenía un aspecto más bien amenazador y una temible reputación detrás. A pesar de estar delgadísimo, Ginger parecía muy fuerte; era pelirrojo

y exhibía una perenne expresión de incredulidad mezclada con recelo. Daba la impresión de no tenerle miedo a nada ni de arrugarse ante na­ die. A veces arqueaba una ceja como si dijera: «¿Quién diablos te crees que eres?». Su cáustico sentido del humor, que no entendí de verdad hasta que llegué a conocerlo bien, era en sí mismo un fenómeno sorprenden­ te porque en el fondo se trata de un tipo tímido, amable, sensato y enor­ memente compasivo. Esa noche, después del concierto, Ginger se ofreció a llevarme de vuelta a Londres en su nuevo Rover 3000, que conducía como un auténtico loco. Durante el viaje me contó que estaba pensando en montar una banda y me preguntó si querría unirme a ella. Yo le dije que lo pensaría, pero que sólo estaría interesado si Jack Bruce participaba. Casi estrella el coche. Yo sabía que habían tocado juntos con Graham Bond y había oído que no se profesaban mucho cariño, pero entonces desconocía, y aún hoy no lo tengo demasiado claro, a qué se debía la inquina y si se trataba de algo realmente grave. Lo cierto era que yo los había visto tocar juntos en la banda de Alexis Korner, y ahí parecían estar perfectamente acoplados, como una máquina bien engrasada. Pero eso era música, y a veces con la música no basta. Al principio Ginger era muy reacio a volver a trabajar con Jack, y yo veía que aquello suponía un gran obstáculo para él, pero, cuando se dio cuenta de que era la única manera de que yo me incorporase, se mostró dispuesto a tomarse un tiempo para pensarlo. Al final volvió para decir­ me que, después de reflexionar, había decidido intentarlo, pero yo veía que el camino iba a ser arduo. De hecho, la primera vez que, en marzo de 1966, nos reunimos los tres en el salón de la casa de Ginger en Neasden, ellos dos comenzaron a discutir de inmediato. Ambos eran dos líderes natos y muy testarudos, y parecía inevitable que saltaran chispas entre ellos. Sin embargo, cuando comenzamos a tocar, aquello se convirtió en pura magia. Tal vez yo era el catalizador que precisaban para llevarse bien. Durante un tiempo fue al menos lo que pareció. Tocamos unas cuantas canciones en acústico incluidos varios temas nuevos de Jack que tenían un sonido de extraordinaria energía. Nos mirábamos y sonreíamos. No obstante, cuando hicimos el primer ensayo eléctrico me entraron las dudas porque de repente eché de menos el teclado al que me había acostumbrado en los Bluesbreakers. Tenía en la cabeza el ideal de Buddy Guy, que se las había ingeniado para convertir el sonido de un trío en algo contundente, y me daba cuenta de que eso estaba a su alcance, pero que

yo sería incapaz de lograrlo porque no tenía ni su virtuosismo ni su con­ fianza, lo cual suponía que la balanza se iba a inclinar sobre todo por el lado de Ginger y Jack. Lo cierto era que la banda me sonaba un poco desangelada, como si nos hiciera falta otro músico. Yo había tenido a alguien en mente desde el primer día: Steve Winwood, a quien había visto tocar en el Twisted Wheel y en otros clubes; su estilo y su voz me habían impresionado de verdad. Por encima de todo, parecía conocer muy bien el género. Creo que sólo tenía quince años por aquel entonces, pero si cerrabas los ojos cuando cantaba Georgia, hubie­ ras jurado que se trataba de Ray Charles. En lo referente a la música, era un hombre maduro en el cuerpo de un muchacho. Cuando hablé del asun­ to con Jack y Ginger, ambos dejaron bastante claro que no querían a nadie más en la banda. Deseaban que la formación siguiera como estaba. Sin embargo, siempre que entrábamos en el estudio para grabar un disco grabábamos nuestras pistas y luego añadíamos más cosas: como si agre­ gáramos a otro músico, Jack tocaba los teclados o yo pasaba de la guita­ rra rítmica a la solista. Muy pocas veces grabábamos sólo como trío. Seguimos ensayando en secreto durante unos cuantos meses siempre que se presentaba la oportunidad, y entre nosotros existía un acuerdo tácito por el que las cosas se mantendrían así hasta que estuviéramos listos para salir a la luz. Después de todo, los tres teníamos contratos con otras bandas. Pero Ginger se fue de la lengua en una entrevista con Chris Welch para el Melody Maker, y se armó el gran follón. Jack estaba furioso y casi llega a las manos con Ginger, y yo me vi en la ingrata necesidad de explicar­ me ante John Mayall, que había sido como un padre para mí. No fue una experiencia agradable. Le dije que me iba porque había llegado a una encrucijada en el camino y quería montar mi propia ban­ da. Me sorprendió bastante lo mal que se lo tomó y, aunque me deseó lo mejor, me fui con la certeza de que estaba muy cabreado. Creo que se sentía triste también, porque yo había contribuido a elevar el nivel de los Bluesbreakers. Mientras John estuvo al mando, el grupo se mantuvo en un perfil bajo orientado al jazz, pero yo había atizado el fuego para empujarlo en una nueva dirección. Después de haber sido una persona más bien for­ mal, John empezaba a disfrutar de aquel cambio con todo lo que conlle­ vaba (las chicas, el modo de vida, etc.), y eso lo estaba afectando. Creo que estaba contrariado porque yo saltaba del tren justo cuando éste ganaba velocidad. Ginger quería traerse a Robert Stigwood, el mánager de la Graham

Bond Organisation, para que nos gestionara las cosas, una sugerencia a la que se opuso Jack alegando que eso comprometería nuestra indepen­ dencia y que sería mejor controlar directamente nuestros propios asun­ tos. Al final lo persuadimos y nos acompañó a hablar con «Stigboot», como lo llamaba Ginger, en su despacho de New Cavendish Street. Por aquel entonces, la empresa de Robert Stigwood ya había alcanzado un cierto éxito, aunque sobre todo gracias a cantantes pop como John Leyton, Mike Berry, Mike Sarne o un tipo nuevo llamado Oscar (en realidad Paul Beuselinck). Robert era un sujeto extraordinario, un australiano extravagante que imitaba las maneras de los ingleses adinerados. Solía llevar un blazer, unos pantalones grises, una camisa azul claro y un toque de oro por encima: parecía el epítome del hombre hedonista. Sentado tras su lujoso escrito­ rio, se embarcó en un monólogo rebosante de confianza en el que nos contó todas las cosas que podía hacer por nosotros y lo maravillosas que iban a ser nuestras vidas. Aunque aquello me sonaba al cuento de la le­ chera, me impresionó su evidente olfato artístico y pensé que tenía una visión del mundo tan peculiar como interesante. Además daba la impresión de que le gustaba de verdad lo que hacíamos, y creo que a su modo nos entendía. Tardé en darme cuenta de que los chicos guapos no le eran indiferentes, pero yo no tenía nada contra eso, y de hecho hizo que Ro­ bert me pareciera más vulnerable y humano. En cuanto a la música no teníamos ningún plan definido. Cuando fantaseaba sobre ello, me veía como Buddy Guy liderando un trío de blues con una sección rítmica muy buena. No sé qué imaginaban Ginger y Jack, aunque estoy seguro de que nuestro estilo se habría inclinado claramen­ te hacia el jazz. Como Stigwood seguramente tampoco tenía mucha idea de lo que hacíamos, estaba claro que todo el proyecto constituía una apues­ ta arriesgadísima. La simple idea de que un trío de guitarra, bajo y bate­ ría pudiera triunfar en la era de los grupos pop parecía como mínimo disparatado. El siguiente paso era pensar en un nombre para la banda. A mí se me ocurrió Cream por la simple razón de que todos nos creíamos «la crema de la música», el no va más en nuestros respectivos dominios. Describí la música que tocábamos como blues «antiguo y moderno». En el verano de 1966, toda Inglaterra salvo nosotros estaba sumida en la fiebre del Mundial, y nuestro primer concierto de verdad tuvo lu­ gar en mi vieja guarida, el Twisted Wheel de Manchester, el 29 de julio, víspera de la final. Conseguí que Ben Palmer saliera de su retiro, no para

tocar el piano sino para hacer de roadie, y fue él quien nos condujo al norte en el Austin Westminster negro que Stigwood nos había comprado. Era un coche bastante ostentoso, bien distinto del Ford Transit al que esta­ ba acostumbrado. Recuerdo la cara de horror que puso Ben cuando llegamos a nuestro destino y descubrió que la palabra roadie significaba algo más que «con­ ductor» y que una de sus tareas era cargar con todo el equipo. Estaba en fase de aprendizaje al igual que nosotros. Esa noche, el club estaba bas­ tante tranquilo, y nos habían añadido a última hora y sin avisar sustitu­ yendo a JoeTex, que había suspendido su concierto. Pero la actuación, que consistió sobre todo en versiones de temas de blues como «Spoonful», «Crossroads» y «Im So Glad», sólo era un calentamiento para el autén­ tico debut que Stigwood nos había preparado, dos noches después, du­ rante la sexta edición del National Jazz and Blues Festival en el Hipódromo de Windsor. Yo vestí para la ocasión una chaqueta de orquesta de baile que había comprado en Cecil Gee, la tienda de Charing Cross Road. Era negra con solapas de gro y hebras doradas como el papel de pared aterciopelado. Resulta curioso pensar en ello ahora, pero todos estábamos nerviosísimos. Éramos una banda desconocida que encabezaba el cartel y cerraba la se­ sión de la última noche. Después de haber actuado sobre todo en clubes, nos encontramos tocando al aire libre ante una audiencia de quince mil personas. Contábamos con un equipo muy modesto, y al ser un trío pa­ recía que nos faltaba potencia. Todo sonaba encogido, especialmente tras la actuación de los Who, la banda de rock más ruidosa por aquel enton­ ces. El tiempo era espantoso: diluviaba y sólo pudimos tocar tres temas antes de agotar el repertorio y de que Ginger anunciara: «Lo sentimos, no tenemos más canciones». Me parece que repetimos luego un par de temas, pero nadie pareció darse cuenta. Luego nos pusimos a improvisar y el público se volvió loco. La prensa musical también se volvió loca y nos describió como la primera «superbanda». Pasó un tiempo antes de que Cream despegara de verdad. Tras aquel baño de multitudes en el Festival de Windsor regresamos al circuito de salas de baile y clubs con un primer concierto el 2 de agosto en el Klooks Kleek, un club de R&B situado en el barrio londinense de West Hampstead. Aún estábamos buscando nuestro camino mientras trabajábamos duro para convencer al público de que un trío podía ser tan bueno como una ruidosa banda pop de cuatro miembros. Nos dábamos cuenta de que

teníamos que tocar material reconocible, pero también de que había que ampliar los límites de lo que la audiencia estaba dispuesta a aprobar. Al final, la solución era a menudo improvisar en escena. Yo no hablaba sobre nuestra dirección musical con mis dos compa­ ñeros porque entonces no sabía expresar esas inquietudes, de manera que casi todas las conversaciones/discusiones se producían entre Jack y Ginger, que estaban escribiendo su propio material; sobre todo Jack, que tra­ bajaba mucho con el letrista y poeta Peter Brown. La banda de Peter se llamaba los Battered Ornamenfs [adornos destrozados], y él tenía una ha­ bilidad especial para escribir extrañas letras (a las que Jack ponía música) con títulos como «She Was Like a Bearded Rainbow» [ella era como un arco iris barbado] o «Deserted Cities of the Heart» [abandonadas ciuda­ des del corazón]. Yo sólo podía influir en la banda con mi forma de to­ car o proponiendo nuevas versiones de viejos blues como «Sitting on Top of the World», de Howlirí Wolf, u «Outside Woman Blues», de Blind Joe Reynolds. La dinámica de tocar en un trío tuvo un gran peso en mi estilo pues me obligaba a buscar procedimientos para ocupar el espacio sonoro. Cuando tocaba en un cuarteto, con teclados, bajo y batería, podía auparme sobre la banda para hacer mis apuntes musicales entrando y saliendo a voluntad. En un trío tenía que suministrar más sonido, y eso me costa­ ba porque en el fondo me disgustaba tener que tocar tanto. Mi técnica cambió bastante ya que comencé a interpretar muchos más acordes con ceja y a puntear con las cuerdas libres para producir una especie de zum­ bido. Por supuesto, Stigwood tenía mucho interés en conseguirnos esa can­ ción de éxito que persiguen con ahínco todas las bandas, así que nos pa­ samos unos cuantos días de agosto grabando en un estudio de Chalk Farm hasta completar un tema, «Wrapping Paper», compuesto por Jack y Pe­ ter. Entraría en la cara A de nuestro primer 45 revoluciones, pero no fue hasta septiembre cuando finalmente grabamos en los Ryemuse Studios (un pequeño espacio situado sobre una farmacia de South Molton Street) la canción que mostraba nuestro verdadero potencial como banda. «I Feel Free», otra de las composiciones de Jack y Peter, era una can­ ción más rápida y rockera que poseía un ritmo vigoroso. Fue registrada con una grabadora de cinta Ampex, y Stigwood, asistido por el ingenie­ ro del estudio, John Timperley, se llevó el mérito como productor, aun­ que lo cierto es que fue un trabajo en equipo. Stigwood veía en esa can­

ción un single potencial, así que decidió dejarla fuera de nuestro primer disco, Fresh Cream, para que disco y single salieran a la vez a finales de diciembre. Era evidente que, después de dejar los Bluesbreakers, yo no podía continuar viviendo con John en Lee Green, así que pasé una temporada yendo de un sitio para otro: una veces me quedaba en Ripley, otras en Long Acre o en cualquier otro sitio donde hubiera una cama o un sofá libre. Pero había llegado el momento de buscarme un sitio donde vivir. La salvación vino en la forma de tres chicas estadounidenses a las que conocí tras uno de nuestros conciertos. Me puse a hablar con una de ellas —se llamaba Betsy— y me preguntó si me gustaría quedarme en su casa, que estaba en Ladbroke Square. Acabé mudándome al salón. Trabajaban como becarias en diferentes sitios, y aunque nuestras re­ laciones eran totalmente platónicas, la experiencia hizo que me sintiera increíblemente adulto: ahí estaba yo viviendo con el sexo opuesto y por mi cuenta. Por entonces me compré mi primer coche, un Cadillac Fletwood de 1938 con el volante a la derecha, que había sido fabricado para el London Motor Show y que yo había visto en un garaje de Seven Sisters Road. Era enorme, estaba en perfectas condiciones y sólo me costó setecientas cincuenta libras. Yo no sabía conducir, pero lo compré de todas maneras. El vendedor me lo aparcó justo delante de casa. El coche se quedó allí, cubriéndose de hojas, y yo me limitaba a mirarlo desde la ventana. Ben Palmer me llevó en un par de ocasiones a dar una vuelta en aquel trasto, pero me dijo que conducirlo resultaba una pesadilla porque era demasiado grande y no tenía dirección asistida. El 1 de octubre, casi dos meses después de nuestro debut en el Windsor, nos contrataron para tocar en el Central London Polytechnic, en Regent Street. Yo estaba haciendo tiempo con Jack en los camerinos cuan­ do apareció Chas Chandler, el bajista de los Animáis, acompañado por un joven negro estadounidense al que presentó como Jimi Hendrix. Chas nos informó de que Jimi era un guitarrista'muy brillante y de que le gus­ taría unirse a nosotros en un par de temas. Me atrajo su pinta y pensé que parecía saber lo que se hacía. Nos pusimos a hablar de música, y a él le gustaban los mismos bluesmen que a mí, con lo que me tuvo totalmente de su lado. Jack no puso tampoco ningún reparo, aunque me parece re­ cordar que Ginger era algo hostil a la idea. Jimi quería tocar una canción de Howlin Wolf titulada «Killing Floor». Me pareció increíble que se la supiera porque es un hueso muy duro de

roer. Jimi la interpretó justo como debe hacerse y me dejó estupefacto. La mayoría de los músicos suele contenerse cuando interviene en la actua­ ción de una banda que no es la suya, pero Jimi fue a por todas. Tocó la guitarra con los dientes, por detrás de la cabeza, tirado en el suelo, des­ patarrado. .. todo el repertorio. Era asombroso, y la música era espléndida, no simple pirotecnia. Aunque yo ya había visto antes a Buddy Guy, y sabía que muchos músicos negros son capaces de cosas parecidas, no dejaba de resultar asom­ broso hallarse justo al lado algo así. El público asistía al espectáculo completamente alucinado por lo que veía y oía. Todo el mundo estaba tan encantado como yo, aunque me recuerdo pensando que aquella fuerza de la naturaleza era algo a tener muy en cuenta, y eso me asustaba porque estaba claro que Jimi iba a convertirse en una gran estrella: él ya iba a toda marcha mientras nosotros aún estábamos ajustando la velocidad. El single I Feel Free salió en Estados Unidos con el sello Ateo, una división de Atlantic Records dirigida por el neoyorquino de origen tur­ co Ahmet Ertegun, una figura legendaria en el mundo de la música ne­ gra. Había sido el cerebro gris de artistas como Ray Charles, los Drifters o Aretha Franklin, y había producido muchos de sus discos. Ahmet ha­ bía mostrado interés por mí desde principios de 1966, cuando viajó a Londres para ver a Wilson Pickett, uno de sus artistas, que tocaba en el Teatro Astoria de Finsbury Park. Después del concierto, había organiza­ do una fiesta en el Scotch of St. James, un club de moda situado en Mayfair, y se quedó impresionado cuando salí a hacer una jam con la banda de Pickett. No pasó mucho tiempo antes de que Cream firmara por At­ lantic, y cuando Fresh Cream, nuestro primer álbum, estaba a punto de salir en Estados Unidos, Ahmet convenció a Stigwood de que era vital que fuéramos allí a promocionarlo. Estábamos muy emocionados. América era para mí la tierra prome­ tida. A los ocho o nueve años había ganado en la escuela un premio a la diligencia consistente en un libro sobre Estados Unidos lleno de fotos con rascacielos, indios y vaqueros, coches y un montón de cosas más, y cuando supe que íbamos a ir, lo primero que hice fue enumerar todas las cosas que había soñado realizar si alguna vez viajaba allí. Me iba a comprar una chaqueta vaquera con flecos y unas botas de cowboy, por ejemplo. Tam­ bién me tomaría un batido y una hamburguesa. Stigwood nos había re­ servado habitación en un hotel de la Calle 55 Oeste, el Gorham, un ver­ dadero antro, de donde emergíamos todos los días para actuar en el

programa por el que habíamos volado hasta allí, el Murray «the K» Show. Murray «the K» Kaufman era el pinchadiscos radiofónico de más éxito en Nueva York, y presentaba en el teatro de la RKO de la Calle 58 un espectáculo llamado Música en la quinta dimensión. Como no nos avalaba ningún éxito, nos habían puesto en lo más bajo de un estupendo cartel que incluía a Wilson Pickett, los Young Rascals, Simón and Garfunkel, Mitch Ryder y los Who. Había cinco actuaciones diarias y ningún artista, salvo los cabezas de cartel, tocaba más de cinco minutos. Los conciertos empezaban a las 10.30 de la mañana y seguían hasta las 20.30 de la noche. La mujer de Murray, Jackie, era la directora del coro, y las chicas, en realidad gogós, hacían un número en los intermedios llamado «Jackie and the K Girls’ Wild Fashion Show». Murray, que conducía el programa como un sargento, prohibía terminantemente a los músicos salir del teatro entre las actuaciones garantizando así el aburrimiento general, lo que a su vez derivaba en jugarretas como inundar los camerinos, llenarlo todo de ha­ rina o lanzar bombas de humo. El insistía en que acortáramos cada vez más las actuaciones, y aun cuando sólo tocábamos «I Feel Free», seguía diciendo que la canción era demasiado larga. Aquello era un completo caos. El primer día, mientras estaba sentado en el teatro viendo las diferentes actuaciones durante los ensayos, una preciosa rubia se sentó a mi lado. Tras entablar conversación me preguntó si me gustaría quedarme con ella mientras permaneciera en la ciudad. Era guapísima y, advirtiendo segu­ ramente mi timidez con las mujeres, hacía lo posible por que me sintie­ ra cómodo. Se llamaba Kathy y cuidó de mí durante toda mi estancia en Nueva York. Tenía su propio apartamento y me fui a vivir con ella. Me enseñó la ciudad y me llevó a varios sitios donde hice algunas de las cosas enume­ radas en mi lista. Recuerdo que me llevó a varios cafés del Village y a tien­ das de música como Mannys, en la Calle 48. También fui con ella a Kauffman, una talabartería donde comeré mis primeras botas de vaquero. Con aquella preciosidad del brazo pensaba que había muerto y estaba en el paraíso. Murray the K nos tenía en un puño, de modo que en ese viaje ape­ nas tuvimos posibilidades de explorar Nueva York, pero tampoco perdí todo mi tiempo libre. Salía mucho con Al Koopel-, teclista y guitarrista de los Blues Project, que también aparecían en el programa. La escena mu­ sical del Village hervía en aquella época, y un sinnúmero de clubes o bares comenzaban a despegar.

Una noche, Al me llevó al café Au Go Go de Bleecker Street para ver a Blood, Sweat and Tears, el grupo nuevo que había montado. Otra no­ che conocí allí a B. B. King, y los dos acabamos haciendo una jam después del concierto. Sencillamente subimos al escenario y tocamos un par de horas con los miembros de la banda que quedaban por allí. Fue fantás­ tico. En posteriores visitas a Nueva York solía ir al Village con Jimi Hendrix para deambular de un club a otro, sólo los dos, y tocar con quien estu­ viera actuando esa noche. Subíamos al escenario e improvisábamos has­ ta dejar al público extenuado. Nuestra última intervención en el Murray «the K» Show fue el Domin­ go de Pascua y coincidió con la primera «Be-in» de Nueva York, un en­ cuentro de veinte mil hippies que se celebró en la pradera del Central Park. Nos las ingeniamos para escabullimos del teatro y unirnos a aquellos in­ creíbles chalados de largas melenas que no paraban de bailar, cantar, fu­ mar porros y tragar ácido. Jack tuvo su primer viaje tras comerse unas palomitas de maíz bien impregnadas. Cuando, con un ciego enorme, regresamos a la RKO para nuestra última actuación, ideamos un plan para arrojar huevos y harina a Jackie K y a las chicas en cuanto subieran al escenario, pero, lamentablemente, Murray se olió el percal y abortó el proyecto. Entonces echamos nuestro arsenal en los camerinos. Estábamos locos por huir. Al día siguiente, el último antes de nuestra vuelta a casa, Stigwood había quedado con Ahmet Ertegon en que fuéramos a los Atlantic Studios a grabar material para un posible nuevo álbum. Conocer a Ahmet y a su hermano Nesuhi, y ser aceptados en esa singular familia musical, supuso un fantástico golpe de suerte para nosotros. Nada más teníamos un día libre porque nuestros visados caducaban, así que grabamos un solo corte, una canción titulada «Lawdy Mama» que había oído en el álbum Hoodoo Man de Buddy Guy y Júnior Wells. Fue el único tema que com­ pletamos antes de irnos, pero nos reservaron el estudio para el mes siguiente. En 1967, Londres bullía. Era un extraordinario crisol de moda, música, arte e ideas, un hervidero de gente joven preocupada de todas las mane­ ras posibles por la evolución de su arte. También había un movimiento underground donde repentinamente surgían tendencias o propuestas de­ cisivas como por generación espontánea, pues salían no se sabía muy bien de dónde. Los Fool eran un buen ejemplo; se trataba de dos artistas ho­ landeses, Simón y Marijke, que habían llegado desde Ámsterdam en 1966 y habían montado un estudio de diseño de ropa, carteles y portadas de

discos. Pintaban motivos místicos con unos fantásticos colores llenos de vida y habían sido apoyados por los Beatles, para quienes habían realizado un enorme mural de tres pisos en la pared de su Apple Boutique de Baker Street. Además habían pintado el Rolls-Royce de John Lennon con chillones co­ lores sicodélicos. Yo les pedí que adornaran una de mis guitarras, una Gibson Les Paul, que convirtieron en una fantasía sicodélica pintando no sólo la caja (por delante y por detrás), sino también en el mástil y en los trastes. Yo solía ir mucho a un club de Margaret Street, el Speakeasy. Era un club para músicos que llevaba Alphi O ’Leary y su hermana Laurie, que había regentado antes el Esmeraldas Barn para los Kray. Todo el mundo iba allí, y la gente subía al escenario a tocar con la banda que actuara esa noche. Fue allí donde tuve mi primer viaje con LSD. Estaba un día con mi novia, Charlotte, cuando entraron los Beatles llevando un acetato de su nuevo disco, Sergeant Peppers Lonely Hearts Club Band. Poco después aparecieron los Monkees, y Mickey Dolenz comenzó a repartir unas píl­ doras que, según decía, se llamaban STP. Yo no tenía ni idea de lo que era eso, pero alguien me explicó que se trataba de un ácido extremadamen­ te fuerte que podía durarte varios días. Todos lo probamos salvo Charlotte, pues habíamos acordado que ella se mantuviera sobria por si había una emergencia; poco después, George le dio al pinchadiscos el acetato para que lo pusiera. Aunque a mí los Beatles no me entusiasmaban, recuer­ do que fui consciente de que aquél era un momento muy especial para los presentes. Su música había evolucionado paso a paso a lo largo de los años, y aquel álbum era esperado por todo el mundo como una obra maestra. Al parecer había sido compuesto bajo los efectos del ácido, así que escucharlo en aquellas condiciones supuso una experiencia increíble. Ellos habían comenzado además a explorar el misticismo hindú, quizá por influencia de George, y en algún punto de la noche se oyó en el club el canto «haré Krishna, haré Krishna, Krishna Khrishna, haré haré». El ácido empezó a hacer efecto poco a poco, y muy pronto estábamos todos bai­ lando a los sones de «Lucy in the Sky» y «A Dav in the Life». Tengo que reconocer que aquello me conmovió mucho. Hacia las seis de la mañana salimos en tropel a la calle, donde una mu­ chedumbre de policías nos aguardaba apostada en la otra acera. Parecía ha­ ber centenares. Tal vez alguien les había dado el soplo de que los Beatles estaban dentro colocándose, quién sabe. El caso es que parecían conge­ lados, incapaces de moverse. John Lennon salió del Speakeasy con Lulú del brazo y, en ese instante, su bello Rolls-Royce pintado a mano apare­

ció por la esquina y se paró delante del club. Mientras montaba en el coche, John hizo a los policías el signo de la victoria; fue como si estuvieran ro­ deados por un campo magnético: se limitaron a quedarse allí, paralizados, y todos nosotros nos marchamos. El colocón me duró tres días. No po­ día dormir, y veía las cosas más extraordinarias. Lo más probable es que me hubiera vuelto loco sin la ayuda de Charlotte. La mayoría de mis vi­ siones parecían llegar a través de una pantalla de cristal pintada con jero­ glíficos y ecuaciones matemáticas, y recuerdo que era incapaz de comer carne porque se me aparecía el animal. Durante un tiempo me empezó a preocupar que los efectos no se pasaran nunca. Varios meses antes había conocido en el Speakeasy a uno de los grandes amores de mi vida, una guapísima modelo francesa llamada Charlotte Martin. Me enamoré locamente de ella nada más verla. Era hermosa de un modo sobrio, clásicamente francés; tenía largas piernas y un tipo in­ creíble, pero lo que me atrapó fueron sus ojos. Estaban ligeramente ras­ gados hacia abajo, había en ellos algo oriental y una expresión un poco triste. Enseguida empezamos a salir, y pronto nos fuimos a vivir juntos a un piso de Regents Park que pertenecía a David Shaw, socio de Stigwood y cerebro financiero de la compañía. Charlotte era una chica increíble, más interesada en el cine, el arte y la literatura que en los desfiles de moda, y nos divertíamos mucho jun­ tos. Una noche estábamos en el «Speak» con algunos amigos cuando se nos unió un conocido suyo australiano, un artista llamado Martin Sharp. Cuando oyó que yo era músico me comentó que había escrito un poema y que pensaba que podía quedar bien como letra de una canción. Daba la casualidad de que yo tenía una idea a partir de una de mis canciones favoritas de los Lovin Spoonful, «Summer in the City», así que le pedí que me enseñara el poema. Lo escribió en una servilleta y me lo entregó. Empezaba así: Pensabas que el plomizo invierno te hundiría para siempre, pero un barco de vapor te llevó hacia la furia del sol. Y los colores del mar ciegan tus ojos con trémulas sirenas, y alcanzas playas lejanas con los relatos del bravo Ulises. Estos versos se convirtieron en la letra de la canción «Tales of Brave Ulysses». Así se dio inicio a una larga amistad y a una colaboración muy provechosa.

La grabación de «Tales of Brave Ulysses» y las otras canciones que conformaron el álbum Disraeli Gears se desarrolló en Nueva York a comien­ zos de mayo. La experiencia fue muy distinta con respecto a nuestro viaje anterior. Nos alojamos en el Drake Hotel de la Calle 56, y Ahmet conta­ ba con dos de las figuras del estudio: el joven productor de moda Félix Pappalardi, y uno de los ingenieros con más experiencia, Tom Dowd. Gra­ bamos todo el disco en una semana y luego me impresionó la habilidad de Félix para tomar lo que hacíamos y pulirlo hasta convertirlo en algo ven­ dible. La primera noche se llevó a casa la cinta que habíamos grabado de «Lawdy Mama», un blues clásico de doce compases, y al día siguiente vino con la canción transformada en un tema pop a lo McCartney, con letra nueva y otro título, «Strange Brew». La canción no me gustaba demasiado, pero debo reconocer que Félix supo crear un tema pop sin eliminar por completo el ritmo original. Al final se ganó astutamente mi aprobación al dejarme meter un solo de guitarra al estilo de Albert King. Cuando entramos en el estudio, Tommy Dowd, que luego se conver­ tiría en un buen amigo y resultaría decisivo en futuros proyectos, se quedó completamente desconcertado por nuestro modo de enfocar la grabación. Estábamos acostumbrados a hacer los discos como si fueran un directo, y no nos imaginábamos que hubiera que interpretar las canciones una y otra vez o que fuera necesario tocar los instrumentos por separado en pistas diferentes. Tampoco estaba él preparado para nuestro volumen (luego me enteré de que se nos oía a varias manzanas de distancia). En cuanto a Ahmet, él pensaba que yo era el líder de Cream y no dejaba de presionarme para que me encargara de las tareas vocales en lugar de Jack. Al final, ambos aceptaron que lo hiciéramos a nuestro modo. Durante las sesiones se dejaron caer por los estudios de la Atlantic músicos famosos de todo pe­ laje para dar su aprobación (Booker T, Otis Redding, Al Kooper y Janis Joplin entre ellos), y pronto se corrió noticia de que algo extraordina­ rio estaba en marcha. Nunca olvidaré la vuelta a Londres después de grabar Disraeli Gears, muy excitados por haber concluido un disco que considerábamos revo­ lucionario, una combinación mágica de blues, jock y jazz. Para nuestra desgracia, Jimi acababa de sacar Are yon Experienced?, y la gente no que­ ría escuchar otra cosa. El nos devolvió de una patada al mundo real y se convirtió en la sensación no sólo del mes sino de todo el año. Allí adon­ de fueras sólo existía Jimi, y eso me dejó hecho polvo. Pensaba que ha­

bíamos hecho nuestro disco definitivo, y al volver a casa nos encontramos con que no le interesaba a nadie. Eso supuso el comienzo de mi desencanto con Inglaterra, donde no parecía haber sitio para dos celebridades simultáneas. Lo que me encan­ taba de Estados Unidos era que daba la impresión de ser un enorme vi­ vero de obras, talentos y estilos musicales muy diversos. Por ejemplo, si sintonizabas la radio en el coche encontrabas emisoras de country, jazz, blues y rock reciente o clásico. Incluso entonces, las clasificaciones eran tan abiertas que parecía haber sitio para que todos se ganaran la vida con su trabajo sin renunciar a estar en la vanguardia de su campo. Cuando volví a casa daba la impresión de que no ibas a ningún lado si no ganabas to­ das las apuestas a diario. El lado positivo era que yo me lo estaba pasando muy bien pese a que el disco no se vendiera como habíamos esperado. Me había mudado de Regent Park a Kings Road, en Chelsea, para compartir un estudio con Martin Sharp, del que me había hecho muy amigo. Martin era un tipo encantador, con un apetito insaciable por la vida y las nuevas experien­ cias, pero al mismo tiempo era muy atento y considerado con los demás. Admiraba a Max Ernst, que había inspirado buena parte de su obra, y era y sigue siendo un gran pintor. Cuando lo conocí estaba empezando a escribir poesía. Nuestro apartamento era un ático del Pheasantry, un edificio del siglo dieciocho llamado así porque en él se habían criado fai­ sanes para la casa real. Tenía una gran cocina, tres dormitorios, un am­ plio salón con un bonito suelo de madera y estupendas vistas. Yo pinté mi habitación de rojo brillante y dorado, un reflejo perfecto de los tiempos que corrían. En el Pheasantry vivía una curiosa comunidad. Martin y yo ocupá­ bamos dos de las habitaciones, que compartíamos con nuestras respectivas novias, Eija y Charlotte. La tercera habitación pertenecía a otro pintor, Philippe Mora, y su novia Freya. La planta baja era un enorme estudio comprado o alquilado por el retratista Timothy Wildbourne, que se afa­ naba pintando un retrato de la reina mientras arriba nos poníamos dis­ cretamente ciegos. Pero el personaje más pintoresco entre nosotros, y seguramente el más interesante, era David Litvinoff. Litvinoff era uno de los hombres más extraordinarios que he cono­ cido, un judío del East End con mucha labia y una mente privilegiada a quien parecía no importarle un carajo lo que la gente pensara de él, aunque yo sabía que sí le importaba, y a veces de un modo doloroso. Hablaba sin

parar, normalmente saltando de un tema a otro. Tenía unos penetrantes ojos azules enclavados en una cara tallada con aspereza y atravesada por una gran cicatriz. Decía que era la consecuencia de un altercado con los Krays; nunca supe el motivo exacto y tampoco me sentía cómodo inda­ gando, pero en cualquier caso parecía llevar la cicatriz con orgullo. Litvinoff me contó que había trabajado en Fleet Street ayudando a preparar la columna de cotilleos de William Hickev para el Daily Express, un empleo que lo puso en toda clase de apuros, muchas veces relaciona­ dos con gente que lo sobornaba para que la dejara fuera de la columna. Sabía un montón de música, por lo que teníamos mucho en común, y era muy gracioso, con un humor cuyo blanco normalmente era él mismo. Recuerdo una ocasión en que caminábamos por Kings Road y le hice un comentario sobre la camisa que llevaba. ;Esta mierda?», me dijo antes de arrancársela por debajo de la chaqueta. Solíamos sentarnos en un café cercano, el Picasso, donde él se dedicaba a fulminar con feroces impro­ perios a quienes entraban por la puerta. Se acercaba a personas perfecta­ mente desconocidas y les lanzaba terribles diatribas señalándolas con el dedo a un centímetro de sus caras y diciéndoles lo que habían hecho, de dónde venían y en qué se equivocaban. Después volvía todo contra sí mismo como para redimir a la persona atacada. Era absolutamente extraor­ dinario, y yo lo quería muchísimo. Un día le mencioné a Litvinoff que mi obra teatral favorita era The Caretaker [el conserje, el encargado] y que había visto la película decenas de veces. Cuando oyó esto me dio a entender que conocía al hombre en que se había inspirado Pinter para el personaje del vagabundo Davies, y al cabo de poco tiempo apareció con ese tipo, cuyo auténtico nombre era John Ivor Golding. Era un vagabundo de los pies a la cabeza. Llevaba unos pantalones a rayas y una especie de levita raída sobre capas y más capas de ropa. Aunque estaba bastante loco, era muy elocuente y, al igual que Davis en la obra, enseguida donjinaba la situación y lograba manipular a todo el mundo con su encanto. Luego no podíamos librarnos de él, y creo recordar que continuaba por allí después de que me mudara. El Pheasantry era un lugar fantástico para vivir en 1967. Como se hallaba justo en medio de Kings Road, siempre había mucha animación en la calle, y estaba a un paso de todos los sitios a los que solía ir. Com­ praba la ropa en sitios como el Chelsea Antique Market, Hung On You o Granny Takes aTrip Yo y me vestía mezclando las prendas de segunda mano con algunas cosas nuevas. Acompañado por Litvinoff caminaba a

menudo desde el Picasso hasta el World s End, echaba luego un vistazo en el Granny’s y luego deambulaba de vuelta hasta el Pheasantry donde era normal que la gente se dejara caer para tomar una taza de té y fumarse un porro. La cantidad de caras diferentes que pasaban por allí a lo largo de una tarde era asombrosa, y nuestros «tes» acababan invariablemente en largas veladas escuchando música. Siempre había algo sonando, daba igual que fueran los Basement Tapes (el primer disco pirata de Dylan, que re­ cuerdo haber visto en manos de Litvinoff), el acetato con una nueva can­ ción de los Beatles o simplemente yo tocando la guitarra en un rincón. Cuando Cream actuó en ef séptimo Festival de Windsor durante la tercera semana de agosto, hacía un año de nuestro debut y no se nos pasó por alto lo poco que habíamos progresado. En cuanto a ventas de discos estábamos todavía muy por detrás de los Beatles y los Stones, e incluso por debajo de Hendrix. La enésima gira por el circuito de clubes había tenido sus altibajos, y nos había decepcionado que Stigwood no nos de­ jara tocar en el Festival de Monterey, especialmente después de ver el in­ creíble éxito que habían tenido allí Hendrix y los Who. Aunque nos devoraba la impaciencia por ir, Stigwood, en su infinita sabiduría, había decidido que si íbamos a lanzarnos a la conquista de Estados Unidos teníamos que hacerlo por la puerta trasera y no tocando en un gran evento al aire libre en el que estaríamos perdidos entre dece­ nas de artistas. De modo que cedimos ante su, para nosotros, indiscuti­ ble experiencia. Al menos nos levantaba el ánimo saber que en noviem­ bre, un semana después de la salida de Disraeli Gears, partiríamos hacia California. Lo cierto es que yo menospreciaba bastante el nuevo rock and roll de la Costa Oeste representado por bandas como Jefferson Airplane, Big Brother and the Holding Company y los Grateful Dead. En ese momento no entendía lo que hacían y pensaba que su sonido era de segunda fila. Me gustaban los Byrds o Buffalo Springfield y había oído un disco muy bueno de una banda de San Francisco llamada Moby Grape, aunque nunca los había visto en directo. En resumen, la sicodelia sobre la que tanto se hablaba me parecía en general muy aburrida. Bill Graham, el emprendedor visionario que a principios de 1966 ha­ bía convertido el local de la Academia de Danza Majestic en un espacio para el rock conocido como Auditorio Fillmore, nos invitó a tocar en San Fran­ cisco. La sala estaba en la esquina de las calles Fillmore y Geary y ya era toda una institución en la ciudad. Bill amaba la libre expresión de las ideas, quería

fomentar el talento y había tenido la visión de fundar un local al que la gente pudiera ir para hacer lo que quisiera con la mínima vigilancia. San Francisco era entonces el centro de la cultura de la droga, y creo que Bill básicamente hacía la vista gorda con respecto a su consumo: mientras nadie resultara perjudicado, la gente podía viajar con el ácido o fumar hierba a placer. En buena medida representaba una figura pater­ nal tanto para los músicos como para muchos otros creadores de la ciu­ dad (los dibujantes de carteles, por ejemplo); además era una persona respetada y querida por quienes trabajaban con él. Algunos insinuaban que estaba vinculado a personajes sospechosos y que tenía «enchufes», pero yo nunca vi ninguna prueba de ello. Bill nos dijo que tocáramos lo que quisiéramos durante el tiempo que nos apeteciera, aunque eso supusiera no parar hasta el amanecer: enton­ ces fue cuando comenzamos a explorar de verdad el potencial del grupo. En cualquier otro sitio habríamos estado preocupados por nuestra presen­ tación, pero en el Fillmore nadie podía vernos porque proyectaban jue­ gos de luces sobre la banda de modo que quedábamos sumergidos en un gran espectáculo luminoso, lo cual resultaba muy liberador. Podíamos tocar con toda el alma sin ninguna inhibición sabiendo que el público estaba más atento a lo que se proyectaba en la pantalla detrás de nosotros. Es­ toy seguro de que muchos de ellos, tal vez la mitad, iban además ciegos, pero eso no importaba: nos escuchaban de verdad, y esa atención nos animaba a adentrarnos en territorios completamente nuevos para noso­ tros. Empezamos a alargar los solos, y cada vez tocábamos menos cancio­ nes, pero mucho más largas. Cada uno buscaba su propio camino, lue­ go coincidíamos en algún punto donde todos llegábamos a la misma conclusión (ya fuera un riff, un acorde o tan sólo una idea), improvisá­ bamos durante un rato en torno a ese punto y luego retornábamos a nuestras respectivas sendas. Yo nunca había experimentado algo así. No tenía nada que ver con las letras o con las ideas; era mucho más profun­ do, algo puramente musical. Alcanzamos nuestra cima en ese momento. Aquélla fue una época increíble en que conocí a personajes fascinantes como Terry the Tramp, el jefe de los Ángeles del Infierno en San Francisco; Addison Smith, que tenía una casa flotante en Sausalito y de una manera auténticamente hippy, cuando la mayoría de la gente sólo la aparentaba; y Owsley, el químico que hacía la mayor parte del ácido que consumía­ mos. Nos alojábamos en un hotelito muy agradable llamado el Sausali­ to Inn que antes había sido un burdel, salíamos con músicos como Mike

Bloomfield y David Crosby, fumábamos marihuana y tomábamos un montón de ácido. A veces incluso tocaba puesto de ácido. La verdad es que no sé cómo lo hacía, porque entonces no me enteraba de si me fun­ cionaban las manos, de cuál era la guitarra que tocaba o de qué material estaba hecha. Durante un viaje me convencí de que podía convertir al público en ángeles o demonios según la nota que tocara. Nuestra primera gira por Estados Unidos duró siete semanas, y la culminamos volviendo a Nueva York para tocar doce noches en el Café Au Go Go y un par de fechas en el Village Theater, donde compartimos cartel con uno de los artistas favoritos de Martin Sharp, Tiny Tim. Ahmet me llamó una noche para pedirme que me pasara al día siguiente por los Atlantic Studios, ya que quería que conociera a alguien. Así que me fui hasta allí, y en sala de control estaba Aretha Franklin con toda su fami­ lia, sus hermanas y su padre. Se sentía la intensidad en aquel cuarto. Nesuhi Ertegun se encontraba allí también, con Ahmet y Tom Dowd, y sobre las tablas había al menos cinco guitarristas, entre los que se incluían (creo) Joe South, Jimmy Johnson y Bobby Womack, con Spooner Oldham, David Hood y Roger Hawkins en la sección rítmica. Todos esos músicos increíbles habían venido desde Muscle Shoals y Memphis para tocar en el álbum que Aretha estaba haciendo, titulado Lady Soul. Ahmet me dijo: «Quiero que entres ahí y que toques en esta canción», y sacó a todos esos guitarristas de la sala y me dejó a mí solo dentro. Es­ taba muy nervioso, porque no sabía leer música, y todos ellos tocaban frente al atril con la partitura. Aretha entró y cantó «Be As Good To Me as I Am To You», y yo hice la guitarra solista. Debo decir que tocar en ese disco para Ahmet y Aretha, con todos esos artistas llenos de talento, es aún uno de los momentos culminantes de mi vida. Los Cream se hicieron famosos gracias a las giras por los Estados Unidos. El público estadounidense nunca tenía suficiente, y creo que en cuanto Stigwood se dio cuenta de esto, vio además los signos del dólar, no sólo para él, sino también para nosotros. Cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos de nuevo en la carretera por Estados Unidos, esta vez en un tour enorme de cinco meses. A una parte de mí le encantaban esas giras frenéticas, en las que saltabas del escenario al coche para ir hasta el siguiente concierto. En términos musicales, estábamos volando alto. Otro aspecto genial para mí de todo esto era poder llegar a un pueblo lejano y marcharme de él sin despegar la nariz del terreno, para mantenerme al tanto de lo que se cocía.

Yo estaba entonces muy interesado en la literatura underground nor­ teamericana. Charlie y Diana Radcliffe, dos amigos míos de Londres, me habían introducido en Kenneth Patchen y en su libro The Journal ofAlbion Moonlight. Se había convertido en mi biblia durante un tiempo y, aunque no sabía muy bien de qué iba, me gustaba mucho leerlo: era como escuchar música de vanguardia. Así que buscaba espíritus afines que pu­ dieran estar metidos en las mismas cosas que yo, y era tan sencillo como acercarse, presentarse y salir con ellos para ver a dónde conducía eso. ¿Actuaría ahora igual? No estoy seguro, pero hice muchos amigos de esa manera por todos los Estados Unidos, y conocí a algunas personas increí­ blemente interesantes. Por ejemplo, recuerdo una vez en que, durante un descanso de un concierto que dimos en algún lugar de la costa Este, cuando me estaba paseando entre el público noté un olor muy fuerte que resultó ser pachulí. El tipo que lo llevaba me dijo que se llamaba David y que vivía en un tipi, y me pidió que fuera a visitarlo al día siguiente. Estaba interesado en la cultura de los nativos americanos y había decidido intentar vivir como ellos, a la antigua usanza. Nos hicimos buenos amigos y, aún hoy, nos ponemos en contacto de vez en cuando. Conocí a gente como él por todo el país. Allí adonde fuera, siempre salía en busca de almas afines, excéntricos, músicos o gente de la que pudiera aprender algo. Un día en Los Ángeles, cuando estaba con el guitarrista y cantautor Stephen Stills, mi carrera con Cream estuvo a punto de terminarse de repente. Stephen me había invitado a su rancho en el cañón Topanga para ver un ensayo de su grupo, Buffalo Springfield. Fui allí con una chica, Mary Hugues, que era «la chica» en Los Angeles. Nos pusimos cómodos mientras la banda calentaba. Fue una sesión ruidosa, y un vecino debió de quejarse a los polis, que empezaron a llamar a la puerta. No les costó mucho caer en la cuenta de que todos estábamos fumando hachís, ya que el olor era demasiado evidente y, cuando nos quisimos dar cuenta, nos estaban lle­ vando a todos a la comisaría del sheriff de Malibú, y de allí a la prisión del condado de Los Angeles. Era un viernes por la noche, y me metieron en una celda con un grupo de tipos negros que de inmediato concluí de­ bían de ser Panteras Negras. Yo llevaba unas botas rosas de Mr. Gohill, una tienda de Chelsea, y el pelo me llegaba a la cinmra, así que pensé: «Estoy en apuros». Por suerte para mí, la noticia del aprieto en el que estaba había llegado a oídos de Ahmet, y él pagó la fianza para sacarme de allí. Luego tuve que presentarme ante un tribunal y jurar sobre la Biblia que no te­

nía ni idea de lo que era la marihuana. Después de todo, yo era inglés, y en Inglaterra no hacemos cosas como ésas. Salí de allí con mi reputación inmaculada, pero lo cierto es que aquello me afectó mucho. Pasar el fin de semana encerrado en la prisión del condado era una experiencia sufi­ cientemente horrible, pero una condena por drogas habría terminado de inmediato con la carrera de Cream en Estados Unidos, y también con mi futuro. Los cinco meses que pasamos de gira fueron una época de profunda agitación política en Estados Unidos, con manifestaciones contra la guerra en todos los campus del país y la tensión racial fermentando en las ciu­ dades. A mí la política nunca me había interesado, así que intentaba mantenerme al margen de todo, sin preocuparme de qué pasaba. De cuando en cuando me topaba con gente del circuito underground que era muy activa políticamente y, si era posible, me desviaba de mi camino para evitarlos. El 4 de abril, en Boston, fue cuando estuvimos más cerca de meter­ nos en problemas, la noche en que Martin Luther King Jr. fue asesinado. James Brown tocaba en un teatro enfrente de nosotros, y tuvimos que salir a hurtadillas por la puerta trasera de nuestro local, ya que la gente que sa­ lía del concierto de James Brown estaba destrozando todo lo que se le ponía al alcance. Esa noche cualquier blanco estaba en peligro y, durante las siguientes semanas, tocando en sitios como Detroit y Filadelfia, se podía mascar la tensión. Yo nunca había comprendido el conflicto racial, y tampoco había lle­ gado a afectarme directamente nunca. Supongo que ser músico me ayu­ daba a trascender el aspecto físico del tema. Cuando escuchaba música, no me importaba lo más mínimo la procedencia o el color de la piel de los artistas. Resulta curioso pues que, diez años después, se me tachara de racista por hacer borracho algunos comentarios acerca de Enoch Powell sobre un escenario en Birmingham. A partir de entonces aprendí a guar­ darme mis opiniones para mí, aunque nunca fue mi intención decir nada racista. Se trató más de un ataque a las políticas del gobierno de enton­ ces sobre la mano de obra barata, y sobre la confusión cultural y la super­ población resultantes de unas decisiones claramente fundadas en la ava­ ricia. Yo acababa de venir entonces de Jamaica, donde había visto un sinfín de anuncios de televisión en los que se publicitaba una «nueva vida» en Gran Bretaña; después veía en Heathrow a familias enteras de las Indias Occidentales asediadas y humilladas por la gente de inmigración, que no

tenía ninguna intención de dejarlos entrar. Era estremecedor. Por supuesto, algo también tuvo que ver el hecho de que un miembro de la familia real saudí le hubiera lanzado una mirada lasciv a a Patrie... quizá fue una com­ binación de las dos cosas. La frenética gira por Estados Unidos ñie el principio del fin de Cream, ya que una vez empezamos a trabajar con tai intensidad resultó imposi­ ble mantener la música a flote y comenzamos a hundimos. Parece que todo el mundo ha pensado siempre que el final de Cream vino causado sobre todo por la lucha entre nuestras personalidades. Puede que fuera cierto que Jack y Ginger habían andado siempre como el perro y el gato, pero eso no cubría más que una pequeña parte de todo el cuadro. Cuando tocas noche tras noche de acuerdo con un calendario agotador, a menudo no porque quieras hacerlo sino porque estás obligado por con­ trato, lo más fácil es que olvides los ideales que una vez te unieron a otras personas. También hubo momentos en los que se instaló la complacen­ cia, al tocar ante audiencias demasiado dispuestas a adorarnos. Comen­ cé a sentir cierta vergüenza por estar en Cream. ya que me consideraba un estafador. No estábamos avanzando hacia ninguna parte. Mientras viajábamos a través de los Estados Unidos, habíamos estado expuestos a influencias sólidas y extremadamente potentes, con el jazz y el rock and roll que crecían a nuestro alrededor, y sin embargo era como si no estu­ viéramos aprendiendo nada de todo ello. Lo que me decidió más que nada a parar en seco fue conocer la mú­ sica de The Band a través de un amigo mío. Alan Pariser, un empresario de Los Angeles que conocía a todo el mundo en el negocio de la música y que te ponía en contacto con cualquiera a quien quisieras conocer. Te­ nía las cintas del primer álbum del grupo, Music from BigPink, y era fan­ tástico. Me dejó helado, y además aquello evidenció todos los problemas que pensaba que teníamos. Allí había una banda que hacía lo que había que hacer, incorporan­ do influencias de la música country, blues, jazz y rock y escribiendo can­ ciones muy buenas. Me resultaba inevitable compararme con ellos, lo que era estúpido y fútil, pero yo buscaba febrilmente un patrón, y allí lo te­ nía. Al escuchar ese disco, a pesar de lo bueno que era, lo único que sentía era que nosotros nos habíamos quedado atascados, y quería dejar el grupo. Stigwood comenzó a recibir mis llamadas después de los conciertos, en las que le decía: «Tengo que irme a casa. No puedo hacer esto, tienes que sacarme de aquí». A lo que él me contestaba: «Sólo una semana más».

FE C I E G A

uando volví a Inglaterra a comienzos del verano de 1968 todo iba de perlas desde el punto de vista comercial. Habríamos puesto el cartel de no hay billetes en cualquier sala a la que hubiésemos ido. Disraeli Gears era uno de los discos más vendidos en Estados Unidos y tenía­ mos allí un gran éxito con la canción «Sunshine of Your Love». Pero todo eso carecía para mí de valor porque notaba que habíamos perdido el norte. Estaba harto del virtuosismo musical que practicábamos, nuestros con­ ciertos ya eran sólo una excusa para exhibirnos individualmente y habíamos tirado por la ventana cualquier espíritu de unidad que pudiéramos haber tenido al comienzo. También padecíamos una evidente incapacidad para llevarnos bien. Básicamente nos esquivábamos. Ya nunca salíamos juntos ni compartíamos ideas. Nos limitábamos a juntarnos en el escenario y luego cada uno se iba por su lado. Al final, eso estaba arruinando la música. Creo que Cream tal vez habría tenido una oportunidad de seguir con vida si hubiéramos sido capaces de escucharnos y de preocuparnos más por los otros, pero a esas alturas no había posibilidad alguna de que eso ocurriera. Éramos muy inmaduros y no sabíamos aparcar nuestras diferencias. Quizá un poco de descanso de vez en cuando nos hubiera venido bastante bien. La decisión de separarnos tal vez decepcionó a Robert Stigwood, pero seguro que no lo sorprendió. Había podido percibir cómo aumentaba el abatimiento en las muchas llamadas telefónicas que recibió desde Esta­ dos Unidos. Nos había dicho desde un principio que velaba por los in­ tereses de todos, pero a medida que pasaba el tiempo llegué a creer que comenzaba a depositar sus esperanzas sólo en mí. Entretanto acordamos realizar dos discos más (uno de los cuales ya estaba parcialmente graba­ do antes de abandonar Estados Unidos), llevar a cabo en otoño una gira

C

IO I

de despedida por Norteamérica y dar luego un par de conciertos finales en Londres. Fue maravilloso estar de vuelta en el Pheasantrv, donde encontré a LitvinofFmuy agitado porque había conseguido trabajo como supervisor de diálogos y consejero técnico en la película Performance, de Donald Cammell y Nicolás Roeg, que se rodaba en Chelsea. Lo habían contra­ tado por su profundo conocimiento de los bajos fondos ya que la película (básicamente un vehículo para el lucimiento de Mick Jagger, que inter­ pretaba a una estrella del rock en declive) estaba ambientada en el mun­ do del hampa londinense. Litvinoff tenía mil ideas sobre el desarrollo de la historia y todos los días venía a contarme las novedades del rodaje o a ponerme al tanto de lo que iba a ocurrir en la jomada siguiente. Una noche apareció con Donald Cammell, que se las arregló para provocar un cor­ te de luz en el piso y luego intentó meter mano a mi novia en la oscuri­ dad. Un tipo peculiar. La vida regresó pronto a la vieja rutina, con la gente dejándose caer para el té y las veladas musicales. Uno de los visitantes habituales era George Harrison, a quien conocía desde los tiempos de los Yardbirds. En aque­ llos días, yo no era el tipo de persona que inicia una amistad y simplemente lo consideraba un colega músico. George solía pasarse cuando iba a su casa de Esher desde el despacho que tenía en Savile Row, y a menudo traía acetatos con las grabaciones en las que los Beades estaban trabajando. A veces iba yo hasta su casa a tocar la guitarra y tomar ácido: poco a poco comenzó a forjarse una gran amistad entre los dos. Un día, a prin­ cipios de septiembre, George me llevó en coche a los estudios Abbey Road, en los que estaba grabando. Cuando llegamos, me dijo que iban a regis­ trar una de sus canciones y me pidió que tocara la guitarra en ella. Me cogió bastante por sorpresa, y pensé que era raro que me pidiera eso ya que él era el guitarrista de los Beatles y siempre había hecho un gran trabajo en sus álbumes. Me sentí también bastante halagado, pues no le piden a todo el mundo que toque en un disco de los Beades. Ni siquiera me había traído la guitarra, así que tuve que pedirle a George la suya. Mi lectura de la situación era que Paul y John solían desdeñar las contribuciones de George y Ringo al grupo. George presentaba cancio­ nes en cada proyecto y se encontraba siempre con que éstas eran relega­ das a un segundo plano. Si no me equivoco, pensaba que nuestra amistad le proporcionaría algún apoyo, que teniéndome allí para tocar se afian­ zaría su posición en el grupo y que tal vez así se ganaría un mayor respe­

to. Yo estaba un poco nervioso porque tanto John como Paul andaban a paso ligero y yo era alguien de fuera, pero todo salió bien. La canción era «While My Guitar Gently Weeps». Sólo hicimos una toma, y me pare­ ció que sonaba fantástica. John y Paul no mostraron gran entusiasmo, pero sabía que George estaba contento porque no paraba de escuchar el tema en la sala de control y, tras añadir algunos efectos y hacer una primera mezcla, los demás tocaron alguna de las canciones que ya habían graba­ do. Me sentí como si me hubieran admitido en su sanctasanctórum. Un par de semanas más tarde, George se pasó por el Pheasantry y me dejó los acetatos del disco dobfe en el que iba a aparecer la canción. Se trataba del Album blanco, la secuela largamente esperada de Sargeant Pepper. Al mes siguiente, cuando partí hacia Estados Unidos en la gira de despedida de Cream, me llevé conmigo los acetatos. Mientras estaba en Los Angeles, dejé oír algunas canciones a varios amigos y más tarde recibí una llamada telefónica de George. Estaba hecho una furia y me echó una bronca tremenda porque se había enterado de que yo andaba poniendo el disco. Recuerdo que me sentí terriblemente herido porque pensaba que estaba haciéndole un favor dando a conocer su música a gente con mu­ cho criterio. Aquello me devolvió a la realidad de golpe y resultó una buena lección sobre los límites que uno debe imponerse y la necesidad de no dar nada por sentado, pero me dolió una barbaridad. Por una temporada nos mantuvimos alejados, pero al cabo de un tiempo volvimos a ser amigos, aunque a partir de ese incidente nunca bajé del todo la guardia cuando estábamos juntos. Cream tocó sus últimos dos conciertos en el Royal Albert Hall de Londres el 26 de noviembre de 1968. Antes de empezar, sólo quería acabar de una vez con el compromiso, pero en cuanto me subí al escenario co­ mencé a animarme. Pensaba que era fabuloso poder irnos con la cabeza bien alta y salir de todo aquello con un mínimo de elegancia. También significó mucho para mí saber que entre el público no había sólo fans, sino también músicos amigos y gente de la escena cultural que había venido a despedirse. No obstante, por encima de todo sentía que habíamos to­ mado la decisión justa. Creo que todos lo sabíamos. Al final del segun­ do concierto no hubo fiestas ni discursos: simplemente, cada uno se marchó por su lado. Durante un tiempo fui bastante feliz como un simple músico de acom­ pañamiento. Tocaba con todo el mundo y eso me encantaba. En una de las primeras actuaciones de ese tipo, tan sólo dos semanas después de los

conciertos en el Albert Hall, actué con los Rolling Stones. Fue muy raro. Mick me había llamado para pedirme que apareciera por un estudio de Wembley donde los Stones estaban grabando un programa especial para la televisión titulado The Rolling Stones?Rock and Roll Circus. Yo estaba interesado porque Mick me había dicho que otro de los artistas que iban a participar eraTaj Mahal, un músico de bines estadounidense al que tenía muchas ganas de ver. Fue un cartel realmente asombroso que incluía, además de aTaj, a John Lennon con Yoko Ono, a Jethro Tull, a Marianne Faithfull y a los Who. Fue una actuación interesante. Mick hacía de maestro de ceremonias» presentando los diferentes números con sombrero de copa y chaqué. El guitarrista de Taj Mahal, Jesse Ed Davis, era fantástico, y se produjo un curioso dueto entre Yoko Ono y Ivry Gitlis, un violinista clásico. Yo to­ qué la guitarra con John Lennon en «Yer Blues*, dentro de una banda organizada para la ocasión en la que también figuraban Keith Richards al bajo, Mitch Mitchell a la batería e Ivry Gitlis al violín, y que se presentó con el nombre de Winston Legthigh and the Din}’ Macs. Yoko Ono hacía los coros. Desgraciadamente, todo el proyecto se vino abajo porque los Stones se encontraban en muy baja forma por entonces. Brian tenía un pie ya fuera de la banda y estaba claramente sometido a una gran presión, y yo notaba que todos estaban algo deprimidos. Como consecuencia, desafinaron mucho durante la actuación, que fue más bien mediocre. Cuando vio las cintas, Mick decidió que el programa no se emitiría. No mucho después, Ginger se presentó en el Pheasantry para suge­ rirme que me largase de la ciudad porque estaba en la «lista de Pilcher». El sargento Norman Pilcher, un célebre poli de Londres, se había hecho un nombre en la brigada de estupefacientes deteniendo a unas cuantas estrellas del rock, entre ellas Donovan, John Lennon, George Harrison, Keith Richards y Mick Jagger. Ginger me dijo que un conocido suyo perteneciente a la policía le había soplado que yo era el siguiente en la lista. De inmediato llamé a Stigwood al Oíd Barn, el caserón que poseía en la calle Stanford, al norte de Londres, para preguntarle qué debía hacer; me respondió que fuera allí y me quedase con él unos días. La primera no­ che que pasé en casa de Stigwood, Pilcher hizo una redada en el Pheasantry y colocó hachís por todas partes. Yo me sentí fat^l porque detuvieron a Martin y a Philippe, a los que no había avisado pensando que Pilcher sólo estaba interesado en mí. Nunca me perdonaré por aquello. La redada en el Pheasantry fue el anuncio de otras novedades, ya que

unos días después Ginger me contó que había oído el rumor de que Pilcher quería llegar a un acuerdo conmigo: si yo me iba de la ciudad y me mantenía lejos de su zona —su territorio— él dejaría de molestarme. De hecho, yo ya estaba bastante dispuesto a irme y, como por primera vez en mi vida tenía algo de dinero, decidí que podía emplear mis ganancias en comprar una casa. Hasta ese momento no había pensado mucho en asuntos financieros. En vez de pasar directamente a nuestras manos, el di­ nero iba al despacho del mánager y éste nos pagaba un salario semanal. Los alquileres y otros gastos esfaban a cargo de la oficina. Yo tampoco gas­ taba demasiado en el día a día aparte de las compras de ropa en Granny Takes a Trip, de modo que no presté mucha atención a lo que pasaba con el dinero hasta que tomé la decisión de marcharme de la ciudad. El miedo que me empujaba a salir de Chelsea me condujo también a comprar revistas sobre propiedades inmobiliarias. Si iba a vivir en el campo, quería que fuera en algún sitio cercano a Ripley. Así que inspec­ cioné varias casas por la zona de Box Hill y alrededores, un área muy bonita con vistas a los Surrey Hills. Un día estaba hojeando Country Life, y me fijé en la fotografía de una casa que parecía una villa italiana, con terra­ za de baldosas y balcón incluidos. Llamé al agente y concertamos una cita para vernos allí. Lo primero que me llamó la atención cuando conduje hasta allí, mientras me acercaba a la casa por el camino de entrada, fue lo perfecta­ mente situada que estaba, encaramada en lo alto de un lado de la colina y rodeada por un bonito bosque, con una hermosa vista que daba a la costa sur. Recuerdo que entré por la puerta principal y que aún había parte del mobiliario y algunas cortinas sueltas del anterior propietario. Todo esta­ ba podrido y mohoso, pero me enamoré del sitio. Nada más entrar, tuve la insólita sensación de volver a casa. Se rumoreaba que la casa, llamada Hurtwood Edge, había sido dise­ ñada por el gran arquitecto Victoriano Sir Edwin Lutyens, que había pla­ nificado la capital imperial de Nueva Delhi. Esto acabó resultando falso, y el verdadero arquitecto había sido Robert Bolton. La puerta de entra­ da tenía un pequeño porche anexo, para no dejar pasar las corrientes de aire, y desde allí se alcanzaba a ver el salón, que tenía ventanas en tres de los lados, una que miraba a la terraza y las otras dos con vistas a las co­ linas. Cuando di un paseo por el jardín, me asombró encontrar cinco o seis enormes secuoyas, que imaginé debían de tener cientos de años y ha­ brían sido plantadas mucho antes de que se construyera la casa. Adornaban

también la finca una palmera y algunos álamos, que le daban al lugar un aire mediterráneo. El agente me contó, de nuevo erróneamente, que la célebre horticultora Gertrude Jekyll había diseñado el jardín. Yo quería comprar Hurtwood en ese mismo momento y mudarme de inmediato. Cuando volví por segunda vez para comprobar si mi favorable primera im­ presión había sido fundada, sorprendí al agente y a su novia tomando el sol desnudos en la terraza. Resultó que estaban viviendo en la casa, que llevaba dos años vacía al no haberse mostrado nadie interesado por ella antes de mí. Creo que se quedaron bastante perplejos cuando se dieron cuenta de que tenían que irse. El precio era treinta mil libras, entonces la mayor cantidad con mu­ cho de la que había oído hablar. Yo no sabía nada sobre hacer negocios, y mucho menos sobre comprar una casa, así que fui a ver a Stigwood en busca de ayuda. El no pensaba en absoluto que treinta de los grandes fuera para tanto, y me dijo que la comprara. Cuando me quise dar cuenta, el trato se había cerrado y la casa era mía. La sensación fue extraordinaria. Nunca había tenido una casa propia. Desde el día en que me fui de Ripley, había estado vagabundeando de un sitio a otro, pasando la noche en alguna estación o durmiendo en el parque o en sofás de casas de amigos, para retornar luego a Ripley. Lo máximo que había tenido era el alqui­ ler en el Pheasantry, y ahora Hurtwood era mío, y con eso la satisfacción de tener un sitio donde hacer lo que me placiera. Lo que más me gustaba de Hurtwood era la soledad y la paz que se respiraban. También me encantaba la carretera que conducía hasta allí, que iba de Shere hasta Ewhurst y que en un punto, un sitio llamado «The Cut», se hacía de un solo carril y semejaba el lecho de un río excavado entre altas y escarpadas paredes de piedra. Aquello daba la impresión de tener mi­ les de años, y oí todo tipo de leyendas acerca de que había sido una ruta de contrabandistas. En invierno, la nieve colgaba de los árboles inclina­ dos y era como cruzar un túnel blanco. Cuando conducía por ahí, me sentía como si estuviera penetrando en la tierra de los Hobbits. Muy pronto decidí que ése era el sitio en el que quería vivir el resto de mi vida. Esta­ ba completamente seguro de ello. Hice la mudanza muy rápido, con mis guitarras, un par de sillones para el salón y una cama para el piso de arriba. También tenía una moto Douglas de 1912, que había comprado en una tienda de Ripley. En realidad no funcionaba. Me limitaba a empujarla por ahí, y se acabó quedando en medio del salón como una escultura. Me hice además otro regalo caro: un

par de enormes altavoces para salas de cine de casi dos metros de altura, fabricados por Altee Lansing con el nombre de The Voice of the Theatre. Estaban hechos de madera, cada uno tenía encima una trompeta metálica y con ellos mi equipo de música sonaba genial. Tras vivir unos meses en Hurtwood de un modo muy espartano, decidí que era el momento de hacer un cambio. En Londres por esa época irrum­ pió en escena un nuevo grupo de gente, los «hippies» aristócratas de las clases altas, que habían dejado los estudios y llevaban una especie de vida zíngara. Los líderes del círculo eran Sir Mark Palmer, que dirigía la agencia de modelos English Boys; Christopher Gibbs, un anticuario que había diseñado los decorados para Performance; y Jane, Julián y Victoria OrmsbyGore, los hijos mayores de David Harlech, el embajador británico en Washington durante la era Kennedy. Estilosos en el vestir y a la vanguardia de la moda, se rodeaban de gente artística e interesante con la que solían reunirse en los mismos sitios que yo frecuentaba, como el Grannys, el Chelsea Antique Market y el Picasso. Teníamos un amigo común en Ian Dallas, a quien había conocido en el Pheasantry y que estaba muy inte­ resado en el sufismo. Una noche me llevó al Bagdad House, un restaurante árabe en Fulham Road cuyo sótano estaba decorado como un bazar orien­ tal y que era un sitio fetén, a menudo frecuentado por varios miembros de los Stones y los Beatles. Allí fue donde me presentaron al joven y prome­ tedor interiorista David Mlinaric, conocido por el apodo de «Monster». Monster, quien había hecho muchas cosas para Mick Jagger, fue a petición mía a echarle un vistazo a Hurtwood, después de que yo lleva­ ra un tiempo intentado amueblarla. Quería que tuviera un aire español o italiano, y había estado comprando muebles en tiendas de antigüeda­ des en Chelsea y en Fulham, piezas de los siglos dieciocho y diecinueve, aunque como no había nadie que me asesorara me sableaban por todos lados. La casa tenía calefacción central, de modo que los muebles se com­ baban, agrietaban y empezaban a caerse a pedazos. También poseía algo de mobiliario árabe, algunas sillas indias talladas y una vieja mesa refec­ torio en la sala, lo que acababa por componer una mezcla curiosa de co­ sas de aquí y allá. Monster llamó a Christopher Gibbs para que le echa­ ra una mano y, poco a poco, consiguieron que la casa tuviera buen aspecto. Pusieron una alfombra tejida en el salón, para hacerlo más acogedor, y un encantador dosel antiguo en el dormitorio, además de muchos tapices persas y marroquíes, y de manera gradual aquello fue tomando forma. Estaba tan satisfecho con la manera como Hurtwood empezaba a

cuajar que quise hacerles algo similar a mis abuelos. Encontré una boni­ ta casita en Shamley Green y llevé a Rose y a jack para que la vieran. Ellos se mostraron encantados, por lo menos Rose; no estoy tan seguro sobre Jack. Los dos nos habíamos distanciado un poco, y tal vez él se sentía algo celoso. Rose siempre andaba emocionada por el modo como estaba evo­ lucionando mi vida, pero no creo que él entendiera de verdad qué había tan especial en todo aquello. Era un hombre orgulloso, y aunque yo in­ tentaba pensar en cosas que decir en nuestros encuentros, cuando la oca­ sión llegaba, el tiempo pasaba sin que ninguno de los dos hablara. Fue una auténtica pena. No obstante, Rose y Jack vivieron muchos años felices en esa casita, y durante largo tiempo las cosas fueron bien. En esa época me veía cada vez más a menudo con Georgc Harrison debido a que nos habíamos convertido casi en vecinos. George vivía con su mujer, Pattie, en una enorme casa llamada Kiníauns, dentro de una zona residencial de Esher, a una media hora en coche de Hurtwood. Tenía ventanas redondas y una enorme chimenea decorada por los Fool, los artistas holandeses, que además habían pintado murales por todo el edi­ ficio. Empezamos a pasar mucho tiempo juntos. En algunas ocasiones, tanto él como Pattie se pasaban por Hurtwood para enseñarme un coche nuevo o para cenar y escuchar música. Fue durante mis primeros días en Hurtwood cuando George escribió una de sus canciones más hermosas, «Here Comes the Sun». Era una preciosa mañana de primavera, y nos ha­ bíamos sentado en lo alto de un amplio campo al final del jardín. Llevá­ bamos las guitarras y estábamos rasgueándolas un poco, cuando él em­ pezó a cantar: «de da de de, it s been a long coid lonely winter» [ha sido un largo, frío y triste invierno], y poco a poco le fue dando cuerpo a la canción, hasta que se hizo la hora de comer. En otras ocasiones, yo me iba a su casa para tocar la guitarra con él o simplemente para pasar el rato. Recuerdo que ambos se entregaban también a las labores de casamente­ ros, y trataron de emparejarme con diversas chicas hermosas. Sin embargo, yo no estaba realmente interesado en ellas, ya que algo bastante inespe­ rado había empezado a ocurrir: me estaba enamorando de Pattie. Creo que lo que me movía al principio fue una mezcla de lujuria y envidia, pero todo eso cambió en cuanto conocí mejor a Pattie. Me ha­ bía fijado en ella por primera vez en los camerinos del Savile Theatre, en Londres, después de un concierto de Cream, y había pensado que era bella de una manera atípica. Esa impresión se reforzó cuando estuvimos un rato juntos. Recuerdo que pensé que su belleza era también interna. No se

trataba sólo de su apariencia, aunque sin duda era la mujer más bonita que había visto en mi vida. Consistía en algo más profundo. Salía de dentro de ella también. Era su manera de ser, y aquello me cautivó. Nunca ha­ bía conocido a una mujer tan perfecta, y me sentía abrumado. Me daba cuenta de que tendría que dejar de ver a George y a Pattie, o si no ceder a mis emociones y decirle a ella lo que sentía. El desbordamiento de to­ dos esos sentimientos se llevó por delante mi relación con Charlotte. Habíamos estado juntos unos dos años, y yo la había amado tanto como era capaz de amar, pero entonces se interponía entre otra persona y yo, otra persona que, aunque inaccesible para mí, dominaba cada uno de mis pensamientos. Charlotte retornó a París durante una temporada, y más tarde mantuvo una larga relación con Jimmy Page. No la volví a ver en mucho tiempo. También codiciaba a Pattie porque se trataba de la mujer de un hombre poderoso que parecía tener todo lo que yo quería: coches asombrosos, una carrera increíble y una esposa preciosa. Ésa sensación no era nueva para mí. Recuerdo que cuando mi madre regresó a casa con su nueva familia, yo quería los juguetes de mi hermanastro porque me parecían más caros y mejores que los míos. Esa impresión nunca me abandonó, y definitiva­ mente formaba parte de lo que sentía por Pattie. Sin embargo, encerré esas emociones bajo siete llaves y me enfrasqué en la tarea de decidir cuál iba a ser el siguiente paso de mi carrera. La separación de Cream no fue como la de los Yardbirds, donde ha­ bía otro grupo al que ir. Entonces no tenía nada más montado y duran­ te un tiempo me moví en el vacío, limitándome a tocar aquí y allá. Me pasaba el día solo en Hurtwood, y a menudo me acordaba de Steve Winwood, del que me enteré que había dejado TrafFic. La conclusión lógica parecía ir a ver a Steve, ya que cuando había comenzado a albergar las primeras dudas sobre Cream, solía pensar que él era la única persona que conocía con la suficiente habilidad musical y energía para mantener la banda unida. Si los demás hubieran compartido mi interés y le hubieran dejado entrar, Cream podría haber evolucionado hacia una formación de cuarteto con Steve como vocalista solista, un puesto para el que no me faltaba la capacidad, pero sí la confianza. Steve tenía una casita en Aston Tirrold, en un punto apartado de Berkshire Downs, donde Traffic habían escrito buena parte del disco Mr. Fantasy, así que lo llamé y empecé a pasarme por allí. Bebíamos, fumá­ bamos, hablábamos mucho y tocábamos la guitarra. Yo le mostré una

canción que había compuesto sobre el hallazgo de Hurtwood, Presence o f the Lord, que en el segundo verso dice: «I have finally found a place to live just like I never could before» [por fin he encontrado un sitio donde vi­ vir como ninguno de los que tuve antes]. La mayor parte del tiempo es­ tábamos los dos solos, y jugábamos con la idea de formar un grupo sin ponernos a hablar realmente sobre ello. Matábamos el tiempo adrede, sólo para divertirnos y conocernos mejor. Una noche me encontraba con Steve en su casa, fumando unos po­ rros e improvisando, cuando nos sorprendieron unos toques en la puer­ ta. Era Ginger. De alguna manera había llegado a sus oídos lo que está­ bamos haciendo y había averiguado nuestro paradero, a pesar de que la casita de Steve no quedaba precisamente a mano, rodeada como estaba por campos arados. La cara de Steve se iluminó en cuanto vio a Ginger, mientras que a mí se me encogió el corazón, ya que hasta entonces la cuestión había sido únicamente pasarlo bien, sin ningún plan. Había puesto mucho cuidado en no precipitarme con Steve, y mi intención era que las cosas siguieran su cauce para ver a dónde nos llevaban. La apari­ ción de Ginger me asustó porque de repente me vi en otra banda, y con ella vendrían la maquinaria de Stigwood y todo el bombo que había ro­ deado a Cream. Recuerdo que pensé: ;Oh, no! Pase lo que pase ahora, seguro que va a salir mal». Me guardé todas esas impresiones para mí, porque aún no había en­ contrado una voz propia. Cuando las cosas iban bien, era sencillo seguir la corriente, pero si las cosas se ponían difíciles o feas, sentía resentimiento contra esa corriente en lugar de intentar hacer algo al respecto, y cuan­ do me había hartado me limitaba a irme o a desaparecer sin haber abierto la boca. A pesar de mis reservas con respecto a Ginger, tenía tantas ganas de trabajar con Steve que no hice caso a mi intuición, pensando que todo saldría bien porque Steve lo llevaría a buen puerto. Aposté por su visión, y más que mantenerme firme, opté por seguir adelante y ver lo que pa­ saba. En tanto nacía la nueva banda, una chica maravillosa traída a Hurt­ wood por Monster entró en mi vida. Se llamaba Alice Ormsby-Gore, y era la hija pequeña de David Harlech. Apenas contaba dieciséis años, y era perturbadoramente bella, con una espesa melena castaña rizada, ojos grandes, una sonrisa enigmática y una risita contagiosa y encantadora. Pensé que era deslumbrante y, a pesar de me gustaba muchísimo, ni se me pasó por la cabeza que algo saldría de allí. La diferencia de edad parecía

enorme, y tenía un aspecto muy frágil y un poco como de otro mundo. Me invitó a ir a una fiesta en Londres con ella, lo que me sorprendió bastante. Acudí y no me hizo ni caso en toda la noche, a pesar de que, aparte de Monster e Ian Dallas, no conocía a nadie allí. Por alguna razón, a pesar de mí mismo, y aunque no parecíamos ni remotamente compatibles, la encontraba del todo irresistible. Con su aire melancólico y las ropas árabes con que solía vestirse, había salido direc­ tamente de un cuento de hadas. Ian Dallas estimulaba esta fantasía, ya que me contaba el cuento de Layla y Manjun, una romántica historia de amor persa en la que un joven, M*anjun, se enamora apasionadamente de la hermosa Layla, pero el padre de ésta prohíbe el matrimonio y él enloquece de pasión. Ian siempre decía que Alice era la perfecta Layla y, aunque en su opinión Manjun debía ser Steve, yo albergaba otros planes. No tengo ni idea de lo que vio ella en mí, quizá me consideraba alguien de fuera que le serviría para molestar a su grupo, quién sabe, pero tras unos días de torpe cortejo, se vino a vivir conmigo y la locura comenzó. Desde el comienzo la situación fue muy difícil e incómoda. Yo no estaba enamorado de Alice; mi corazón, y buena parte de todo lo demás, estaban con Pattie. También me resultaba muy violento el tema de la diferencia de edad, sobre todo desde que ella me había dicho que toda­ vía era virgen. En realidad, el sexo jugaba un papel muy pequeño en nuestras vidas. Éramos más bien como hermanos, aunque yo esperaba que al final eso se transformaría en una relación normal. El padre de Alice era un gran aficionado al jazz, y ella había heredado de él el amor por la música, así que escuchábamos muchos discos, y fumábamos mucho hachís. Otra cosa también digna de mención me vino a la cabeza más tarde. Cuando tenía unos siete u ocho años, mi amigo Guy y yo teníamos un juego en el patio del colegio que consistía en troncharnos de los nombres más ridículos en los que pudiéramos pensar, y el más estúpido con el que habíamos dado era Ormsby-Gore. Cuando las cosas se pusieron realmente mal entre Alice y yo, temí en serio que relacionarme con una chica de la clase alta como ella formara parte de un resentimiento infantil, conecta­ do con las emociones inspiradas por mi madre, para rebajar a las muje­ res, y que en mi fuero interno mis planes fueran: «Aquí tengo a una OrmsbyGore, y voy a hacerla sufrir». Durante las primeras semanas tras la venida de Alice, Steve se pasa­ ba por Hurtwood y tocábamos durante horas. Yo había acondicionado el salón como sala de estar y de música, con una mesa, sillas y un gran sofá,

además de un kit de batería, teclados y amplificadores para las guitarras. El equipo se desperdigaba por toda la habitación, con magnetófonos y mi­ crófonos para las grabaciones y cables que recoman el pasillo. En reali­ dad era casi un estudio, y no parábamos de tocar y grabar, tanteando el ambiente todo el rato. Al comienzo usábamos una pequeña caja de rit­ mos, hasta un día en que Steve comentó que quería proponerle a Ginger unirse a nosotros. De modo que Ginger vino también para quedarse, y una vez tuvimos batería, empezamos a buscar un bajista. Yo era muy reacio a pasar de nuevo con Ginger por la misma experiencia de Cream, pero pensé que si eso hacía feliz a Steve, al menos habría que intentar poner­ lo en marcha. Sobre el bajista, conocía del Speakeasy a Rick Grech, que estaba en el grupo Family. Éramos buenos colegas, se trataba de un gran tipo, así que se juntó con nosotros. Los primeros ensayos de la nueva bancu se realizaron en Hurtwood. Comenzábamos a trabajar alrededor del mediodía, y tocábamos hasta bien entrada la noche. Nos divertíamos mucho, aunque aquello pronto se nos fue de las manos y nos limitábamos a dar vudtas sin que la música llegara a ningún lado. Sin embargo, en cuanto entramos en el estudio las canciones empezaron a tomar forma. Yo ya tema escrita Presence of the Lord», y se me ocurrió además hacer una versión de una canción de Buddy Holly, «Well... Alright». Steve también tenía algunas canciones, como «Sea of Joy y Can t Find My Way Home», aunque en esencia seguíamos impro­ visando como grupo sin que nos importara demasiado lo que hacíamos. Al final alguien tuvo la brillante idea de contratar al joven y talento­ so productor Jimmy Miller, con vistas a darle un enfoque a la música y registrar algunos cortes para un posible disco. Jimmy había trabajado con Steve en los discos de Traffic, y parecía la elección natural. Pronto, sin embargo, se filtró la noticia en la prensa musical de que yo estaba tocando de nuevo con Ginger, y de que Steve, una gran estrella por sí mismo, tam­ bién estaba implicado. Por primera vez, hasta donde yo sabía, asomaba la cabeza la terrible palabra «supergrupo *. En ese punto se dispararon las alarmas para mí, aunque decidí tirar adelante con todo y ver qué sucedía, ya que Steve estaba involucrado y tampoco tenía ninguna otra cosa inte­ resante en marcha. Tal vez, de una manera subliminal, mi ambición era recrear The Band en Inglaterra, una idea que sabía conllevaba enormes riesgos, y ésa es posiblemente la razón por la que llamé al nuevo grupo Blind Faith [fe ciega]. Comenzamos nuestra carrera profesional el 7 de junio de 1969, con

un concierto gratuito en Hyde Park. Era el primer concierto de rock en la historia del parque, y se presentaron más de cien mil personas. Antes del concierto nos reunimos en el despacho de Stigwood y, en cuanto vi a Ginger, se me encogió el corazón. A lo largo de los años, con sus idas y venidas, Ginger había tenido esporádicos encontronazos con la heroí­ na. Atravesaba períodos en los que consumía y luego se mantenía limpio por un tiempo. Al parecer ese consumo era desencadenado a menudo por situaciones estresantes, debuts, ambientes nuevos y cosas así, aunque habíamos estado tocando y ensayando durante una buena temporada y él parecía bastante contento. Pero ese día lo miré un instante a los ojos y tuve la certeza de que había recaído. Me puse furioso, y me embargó la misma sensación que la noche en que llamó a la puerta de Steve. Sentía que retrocedía a la pesadilla que había sido parte de Cream. Cuando tocamos ante esa multitud hacía una tarde bonita y soleada, pero yo no me encontraba allí. Había desconectado. Quizá estaba equi­ vocado, y Ginger no se había pinchado, pero sentía que todo lo que ha­ bíamos conseguido hasta entonces haciendo piña, ensayando y tocando había sido una completa pérdida de tiempo. Recuerdo que pensaba: «Si éste es el primer bolo, ¿qué demonios nos espera?». Puede que al públi­ co le encantara y que hubiera un gran ambiente, pero en realidad yo no quería estar allí. Tampoco ayudó el hecho de que nos dieran poquísima potencia. Carecíamos de la amplificación necesaria para tocar al aire li­ bre en un parque, y sonábamos bajo y como de hojalata. Salí del escenario temblando como una hoja y con la sensación de que habíamos decepcio­ nado a la gente. Mi mecanismo de echar culpas se cebó en Ginger, creando un resentimiento que no hizo más que crecer y crecer. Stigwood no nos daba tiempo para pensar. Fuimos derechos a la ca­ rretera en una gira por Escandinavia con el objetivo de asentar la banda, y aquella táctica funcionó. Ginger regresó desde el filo, y por primera vez sonamos bastante bien. Recuperamos algo de potencia al tocar en loca­ les pequeños, y la banda empezó a avanzar a grandes pasos. Al volver a casa, nos metimos en el estudio para acabar el álbum con Jimmy. Un día recibí una llamada de Bob Seidemann, a quien había cono­ cido en San Francisco. Bob era un fotógrafo excelente, un poco excéntrico y muy divertido. Habíamos pasado muy buenos ratos juntos en los días del Pheasantry. Parecía sacado de un dibujo de Robert Crumb, que tam­ bién era amigo suyo. Era muy alto, con una crespa cabellera que se le levan­ taba por detrás, cabeza y nariz muy grandes y piernas largas y delgadas.

Bob me comentó que tenía una idea para la portada de nuestro dis­ co. No me dijo qué era, sólo que iba a prepararla y entonces nos la ense­ ñaría. Cuando finalmente nos la presentó, recuerdo que me pareció bas­ tante dulce. Era la fotografía de una chica joven, casi pubescente, con una melena pelirroja rizada y desnuda de cintura para arriba, que sostenía en las manos un avión plateado de último diseño, creado por mi amigo el joyero Micko Milligan. Detrás de ella había una verde colina, un paisaje parecido a Berkshire Downs, con un cielo azul de nubes blancas pasaje­ ras. Me encantó en cuanto la vi, ya que en mi opinión captaba muy bien el significado del nombre de la banda; la yuxtaposición de la inocencia, en la figura de la chica, y la experiencia, la ciencia y el futuro, represen­ tados por el avión. Le dije a Bob que no debíamos arruinar la imagen poniendo el nombre del grupo en la portada, así que tuvimos la idea de escribirlo a cambio en la funda. Cuando se quitaba ésta, quedaba la fotografía inmaculada. No obstante, la portada causó una gran polémica. La gente decía que la re­ presentación de la joven era pornográfica, y en Estados Unidos los distri­ buidores amenazaron con boicotearla. Como estábamos a punto de em­ barcarnos en una gran gira por el país, no nos quedó más alternativa que cambiarla por una instantánea de ia banda de pie en el salón de Hurtwood. Tras nuestro debut en el Madison Square Garden de Nueva York, el 12 de julio de 1969, quedó bastante claro que no necesitaríamos emplear­ nos a fondo para atraer a las multitudes. Había por ahí muchísimos fans tanto de Cream como de Traffic, y lo cierto era que nosotros no sabíamos, y tampoco nos importaba, lo que representábamos. Volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que desde el principio supe que eso no era lo que quería hacer, pero fui perezoso. En lugar de poner más tiempo y esfuerzo en intentar convertir la banda en lo qu^ yo creía que tenía que ser, elegí la actitud más cómoda, que era buscar algo que ya tuviera una identidad propia. Eludí por completo la responsabilidad de ser un miembro del grupo, y me acomodé a mi puesto de mero guitarrista. Eso frustraba a mucha gente, que pensaba que yo debía tener un papel más preponderante, en­ tre ellos a Steve, que cada vez estaba más molesto por el hecho de que no diera un paso al frente y cantara más. La gira con Blind Faith nos hizo a todos muy ricos, y llevó el álbum directamente a lo alto de las listas de ventas estadounidenses, pero terminó con la desintegración de la banda.

La responsabilidad fue toda mía y sólo se debió a una cosa: a la par que crecía mi desencanto con lo que hacíamos, me sentía más y más fascina­ do por nuestro grupo telonero, Delaney & Bonnie. A comienzos del verano, mi amigo Alan Pariser me había enviado el acetato de una banda de la que era mánager, compuesta por un matrimo­ nio, Delaney y Bonnie Bramlett, que provenían del sur y cantaban con el nombre de Delaney & Bonnie. Habían tenido el honor de ser el pri­ mer grupo blanco de la historia en firmar con la Stax, la compañía de discos de Tennessee fundada por Jim^Stewart y Estelle Axton, precursora del sonido soul sureño y de Memphis. Su disco, The Original Delaney & Bonnie: Accept No Substitute, era R&B auténtico, lleno de sentimiento, con un gran trabajo de guitarra y una fantástica sección de viento, y me en­ cantó a la primera. Cuando le conté a Alan lo que pensaba sobre ellos, me preguntó si podía meterlos con nosotros en el cartel de la gira estadouni­ dense. Se me hacía duro de verdad salir después de Delaney & Bonnie, puesto que pensaba que eran muchísimo mejores que nosotros. Su banda tenía a todos esos fenomenales músicos del sur, que conseguían un sonido en verdad rotundo y tocaban con una confianza absoluta. La sección rítmica estaba compuesta por Cari Radie al bajo, Bobby Whitlock a los teclados y Jim Keltner a la batería; la sección de viento incluía a Bobby Keys al saxo y a Jim Price a la trompeta; y Rita Coolidge ponía voces junto a Bonnie. Resultó que eran grandes admiradores míos, y también de Steve, así que empezaron a rondarnos, y no tardé mucho en abandonar todas mis res­ ponsabilidades como miembro de Blind Faith y comencé a salir con ellos. El modo en que enfocaban la música era contagioso. En el autobús, sacaban sus guitarras y se pasaban todo el día tocando canciones en los viajes, mientras que nosotros éramos mucho más individualistas y reser­ vados. Empecé a viajar y a tocar con ellos, algo que creo disgustó bastante a Steve, que debió de pensar que me había convertido en una especie de traidor. La verdad, aunque me costaba decírsela, era que en Blind Faith me sentía perdido. Era como un hombre que sale de una habitación al pasillo, y que cuando siente cerrarse la puerta tras él, ve que otra se abre. Al otro lado de esa puerta estaban Delaney & Bonnie, y yo me sentía irre­ sistiblemente atraído hacia ellos, aunque sabía que eso destruiría la ban­ da en la que había puesto tanta fe ciega.

DEREK AND THE

DOMINOS

S

i no hubiéramos compartido cartel con Delaney & Bonnie, posible­ mente Blind Faith habría sobrevivido y nos habríamos reagrupado al final de la gira, a fin de intentar resolver nuestros problemas y seguir ade­ lante. Tal vez. Sin embargo, la tentación que Delaney me ponía delante era irresistible. Me planteó cara a cara lo mismo que Steve, es decir, que tenía que evolucionar, y no sólo como guitarrista. A la petición de que cantara mi canción «In the Presence of the Lord», Steve me había respon­ dido: «Bueno, tú la escribiste, así que tú tendrías que cantarla». Le insis­ tí en que debía hacerlo él y, mientras grabábamos la canción, no dejé de interrumpirlo para hacerle sugerencias sobre cantarla de un modo u otro, hasta que al final explotó: «Por favor, deja de decirme cómo cantarla. Si quieres que se cante así, ¡cántala tú mismo!» Se puso bastante agresivo, lo cual me cogió un poco por sorpresa, así que decidí dejarlo trabajar. Pen­ sándolo ahora, sé que Steve estaba en lo cierto. Yo había escrito esa can­ ción tras mudarme a Hurtwood Edge, y era una declaración muy perso­ nal, no necesariamente religiosa, pero sí una declaración sobre lo sucedido: «Por fin he encontrado un sitio donde vivir como ninguno de los que tuve antes». Al menos debería haberla intentado cantar yo, aunque no creo que mi versión me hubiera llegado a gustar tanto como la suya. Delaney era de la misma opinión que Steve, aunque enfocaba las cosas desde un prisma ligeramente diferente. Crecido en Misisipi, era un per­ sonaje único, de larga melena y barba, y había adoptado convincentemente la personalidad de un predicador baptista del sur que lanzaba un mensaje apocalíptico. Podría haber resultado chocante, si no hubiera sido porque, cuando cantaba, acertaba de pleno y te elevaba de verdad. Entonces creía por completo en él. Una noche fuimos a ver a Sha Na Na, y tras volver a mi hotel tomamos un poco de ácido y empezamos a tocar la guitarra.

En algún momento, Delaney me ir.;: r : : lamente a los ojos y dijo: «¿Sabes?, tienes que empezar a cania: ya. r.i¿ de liderar tu propia ban­ da. Dios te ha dado ese don, y si no i: asas se .: llevará». Me quedé pas­ mado ante la certeza con que decía:; e.; ; v .a verdad es que dio en el blanco. El ácido probablemente le añad; : a. ¿santo también un poco de hondura. Pensé para mí mismo: Puede : _e este en lo cierto. Será mejor que empiece a hacer algo al respecto Ararte ae mis primeras fantasías sobre lo que Cream podrían haber si¿>: .a primera vez que con­ sideré en serio la idea de emprende: una : arre 'i en solitario. El último concierto de Blind Faith ce.ebro en Honolulu un 24 de agosto, y después volví para Inglaterra H urr.;*: : a. Pero el 13 de septiem­ bre, un sábado por la mañana, cuanc aparas me había instalado, el te­ léfono sonó. Era John Lennon. — ¿Qué haces esta noche? — me a ; —Nada —le contesté. — Bien, ¿quieres hacer un bolo c<: r 'a I .astic Ono Band enToronto? —me preguntó. —Sí, claro —fue mi respuesta. Era parte ae la costumbre en aquellos días hacer cosas así, como brincar a a r a*.. : r en el último momento sin pensárselo dos veces. —¡Genial! —exclamó— . Ven acu: tan pronto como puedas, estamos en la sala de espera de primera clase de BOAC en el aeropuerto de Lon­ dres. Te lo explicaré todo luego. Conduje hasta el aeropuerto, donde me encontré a John y Yoko con el bajista de la banda, Klaus Voormar e. ratería, Alan White. John atravesaba su fase del traje blanco, y llevar a e. reío largo y barba. Nos dijo que íbamos a tocar en el festival Tor : n ; : Rock and Roll Revival y que ensayaríamos en el avión. Subimos las guitarras eléctricas semiacústicas a bordo y nos acomodamos en la cabina ae primera clase con el resto de pasajeros, entre ellos el propietario de .a compañía de cuchillas Shick. Estaba sentado en nuestra misma fila de asientos, e intentó congraciarse con nosotros diciendo que nos vendrían ríen sus cuchillas para afeitar­ nos las barbas y bigotes. Aquello no le valió de mucho, porque. tan pronto como estuvimos en el aire, nos concentramos en repasa: las piezas de la actuación, canciones como «Be Bop A Lula», «Yer Blues, Dizzv Miss Lizzie» y «Blue Suede Shoes». Tocábamos sentados en nuestras plazas. Nadie protestó, lo cual, pensándolo ahora, tampoco resulta sorprendente puesto que John era una de las

mayores estrellas mundiales, y con toda probabilidad los demás pasajeros se habían quedado con la boca abierta al compartir espacio con él. Es curioso, pero no recuerdo que Yoko participara en nada. Ella se quedó sentada al fondo en silencio. Cuando llegamos aToronto estaba lloviendo y, mientras esperábamos de pie el equipaje, una enorme limusina se acercó. John y Yoko se mon­ taron en ella y se marcharon, dejándonos a los demás plantados sin idea de lo que hacer. «Vaya, ¡qué bonito!», pensé. Al final, nos tuvimos que montar en la furgoneta con el equipaje, lo que me pareció un poco tris­ te, ya que en mi opinión merecíamos un poco más de respeto. Cuando llegamos, descubrimos que todos nos alojábamos en una mag­ nífica residencia que pertenecía a Cyrus Eaton, uno de los hombres más ricos de Canadá, y que se había convocado una conferencia de prensa. Se presen­ taron montones de periodistas, pero John y Yoko se negaron en redondo a salir a conversar con ellos. Así que yo hablé en su lugar, y los periodistas me llenaron de halagos, diciendo lo expresivo que era como músico. Me di un baño de gloria momentáneo, y luego todos nos fuimos al concierto. Allí nos enteramos de que tocábamos entre Chuck Berry y Little Richard, y John se aterrorizó, abrumado supongo por el hecho de com­ partir escenario con todos sus héroes. En los camerinos, John y yo fumamos tanto que él acabó vomitando, y yo tuve que tumbarme un rato. Por for­ tuna, teníamos con nosotros aTerry Doran, el asistente personal de John, y él se aseguró de que John estuviera en forma para subir al escenario. La Plástic Ono Band salió a medianoche y tocamos un repertorio duro y radical de clásicos del rock and roll. Me pareció que sonábamos bien, habida cuenta de que nunca habíamos tocado juntos antes de ensayar en el avión. Al final John nos dijo que nos descolgáramos las guitarras, les subiéramos el volumen y las apoyáramos contra los amplificadores. Él hizo lo mismo, y los amplis y las guitarras comenzaron a aullar con el feedback, mientras nosotros nos retirábamos a un lado o salíamos del escenario. Yoko empezó a cantar por encima un tema que había escrito, titulado «Oh John». Me sonó bastante raro, parecía más un aullido que una canción, pero eso era lo suyo. John encontraba todo aquello bastante gracioso, y de ese modo cerramos la actuación. Después nos metimos en cuatro co­ ches que había preparado el hijo de Cyrus Eaton y volvimos para pasar lo que quedaba de noche en esa extensísima propiedad. A la tarde siguiente volamos de regreso a Inglaterra. Mi paga consistió en unos cuantos dibujos de John, que desgraciadamente perdí al cabo de los años.

Por mucho que disfrutara apareciendo como invitado de mis amigos, me moría de ganas de reencontrarme con Delaney, quien me había pe­ dido que hiciese una gira con Bonnie y él bajo el nombre de Delaney & Bonnie and Friends. Acondicioné un local de ensayo en el piso de arri­ ba de Hurtwood, y la banda se vino a vivir conmigo unas semanas antes de la gira, que se iniciaba en Alemania y pasaba luego por Inglaterra y Escandinavia. En ambas etapas se nos uniría George Harrison, que estaba muy interesado en que Delaney & Bonnie firmaran por Apple, la com­ pañía de los Beatles. Fue una experiencia increíblemente dichosa actuar con un grupo de músicos que salía al escenario por el puro gozo de tocar, más que por ganar dinero, algo a lo que de cualquier manera estaban forzados a causa de la gran cantidad de miembros que tenía la banda. Cuando tocábamos, nos envolvía un sincero sentimiento de amor. Desgraciadamente, de vez en cuando parte de público protagonizaba alguna escena fea porque esperaba una mayor participación mía. La gente había visto que el cartel anunciaba «Delaney & Bonnie and Friends, featuring Eric Clapton» y quería oír algo más que el par de canciones que yo cantaba durante el espectáculo. Cuando hacía caso omiso a sus peticiones, puesto que sólo me consideraba un músico más del grupo, a menudo se ponían un poco guerreros y comen­ zaban a protestar, lo cual podía resultar bastante desagradable. Nada de eso sucedió en la parte estadounidense de la gira, donde los Bramlett contaban con muchos seguidores. Cuando terminamos, me fui con ellos a su casa en Sherman Oaks, en California, donde vivían con la madre de Delaney. Era una casa tan pequeña que casi tenían que dormir todos en la misma cama. Por los alrededores residía una comunidad de grandes músicos, todos del sur, y Delaney y Bonnie estaban justo en medio de todo aquello. Me resultó increíble pasar de repente de una reducida aunque crea­ tiva escena en Inglaterra con Blind Faith a \ivir en Los Ángeles y salir con todos esos formidables músicos. Delaney me introdujo en un montón de cosas. Me ponía música de J. J. Cale, quien se convirtió en una influen­ cia enorme. Conocí a King Curtis y toqué con él en su single Teasin, una experiencia que me hubiera gustado que durara siempre. Salía con los Crickets, Stephen Stills y León Russell, que tenía su propio estudio de grabación en North Hollywood. Delaney me convenció para grabar un disco en solitario con él de productor, y comenzamos a trabajar en el Amigo Studio. Yo sólo había

escrito una canción, «Let it Rain», pero Delaney tenía unas cuantas, o si no, de camino al estudio por la mañana, decía: «¿Qué te parece una canción sobre una botella de vino tinto?», y empezaba a cantar: «Get up and get your man a bottle of red wine...» [levántate y dale a tu hombre una bote­ lla de tinto]. La canción fluía de él y, para cuando llegábamos al estudio, ya estaba terminada. Recuerdo que me preguntaba a mí mismo: «¿Cómo lo hace? Con sólo abrir la boca le sale una canción». Luego nos íbamos derechos a la cabina y la grabábamos en directo. Yo le añadía un par de pistas de voz, bajo la dirección de Delaney, y entonces llegaba el turno de las chicas y los vientos. Rita y*Bonnie cantaban después de que se les diera su parte, Jim y Bobby metían algunos riffs y ya estaba todo finiqui­ tado. Era fantástico, y yo me encontraba en mi elemento, grabando mi propio disco con la mejor banda del mundo. Delaney había sacado algo de mí que yo desconocía que tuviera. Mi carrera en solitario comenzó en realidad ahí; yo sabía que era algo que tenía dentro, aunque lo había metido tan al fondo que había deja­ do de creer en mí mismo. Siempre estaré en deuda con Delaney por el modo en que creyó en mí. El vio algo que yo había dejado de buscar en mi interior. La realización de ese disco fue uno de los pasos más impor­ tantes que daría en mi vida, y resultó una experiencia verdaderamente me­ morable. Recuerdo un día en que fui allí y no teníamos ninguna canción preparada, y entonces León se me acercó y me dijo: «Tengo un verso para ti». Pensando en voz alta, me dijo: «Eres un músico de blues, pero la gente no sabe que también sabes tocar rock and roll, así que decimos...» I betyou didrít think I knew how to rock’ríroll. Oh, Igot the boogie-woogie right down in my very soul. There airít no needfor me to be a wallflower, ‘Cos now Im living on blues power. [Seguro que piensas que no sé rocanrolear, ¡ah!, pero tengo el boggie-woogie metido en el alma. No tengo que quedarme en un rincón del baile, porque ahora me mueve la energía del blues] Así de sencillo, sin esfuerzo, nació la canción «Blues Power», una de mis favoritas del álbum. Por mucho que disfrutara viviendo en Los Angeles y saliendo con todos

esos músicos geniales, de vez en cuando también sufría algún ataque de nostalgia. Alice solía venir a verme y, aunque se llevaba muy bien con Delaney, no se sentía del todo cómoda con la banda; resultaba bastante evidente que me quería de vuelta en casa. Creo que la asustaba mi lado gitano, que ella veía emerger cuando salía con Delaney. Yo percibía esa inquietud dentro de mí (aún me ocurre), y por mucho que amara mis raíces en Ripley y Hurtwood, la carretera siempre me llamaba. La idea de viajar y hacer música con una banda en diferentes lugares nunca dejó de mo­ tivarme. En ese momento, sin embargo, con el disco terminado, estaba listo para volver a casa. Mi relación con Alice, siempre con sus altibajos, en esos momentos se iba por el despeñadero, principalmente a causa de mi persistente ob­ sesión con Patrie. Por mucho que me esforzara, no podía sacármela de la cabeza. A pesar de que consideraba que no tenía ninguna posibilidad de estar con ella, seguía creyendo que todas mis aventuras con otras muje­ res sólo eran algo provisional. Estaba completamente dominado por la idea de que nunca amaría a ninguna otra mujer tanto como a Pattie. De hecho, a fin de acercarme a ella, había llegado incluso a enrollar­ me con su hermana. Curiosas circunstancias habían llevado a que ocurriera esto algunos meses atrás, cuando Delaney & Bonnie actuaban en el Li­ verpool Empire con George a la guitarra. Pattie se presentó acompaña­ da de su hermana pequeña, Paula. Después del concierto, ya de vuelta en el hotel, George, al que las cuestiones carnales movían tanto como las espirituales, me llevó aparte y me propuso que pasara la noche con Pat­ tie para que él pudiera acostarse con Paula. La sugerencia no me sorprendió porque la moral dominante de la época era no desaprovechar ninguna oportunidad, pero en el último momento George se rajó y no pasó nada. El resultado final no fue el deseado por George, ya que yo fui quien acabó pasando la noche con Paula. Cuando volví a Hurtwood, en la primavera de 1970, Alice y yo tu­ vimos una gran bronca y ella se marchó a Glin, la finca de su familia en Gales, una casa solariega en las afueras de Harlech. Esa parte de su vida, la parte social aristocrática, fue algo en lo que nunca quise meterme. No lo entendía y tampoco me gustaba. Me acercaba 3 la casa para quedarme unos días, y encontraba el lugar lleno de gente que al parecer estaba todo el día fumando hachís. Yo tenía por entonces una ética de trabajo muy fuerte y no me divertía especialmente pasar mi tiempo con lo que daba la impresión de ser una panda de holgazanes. En ausencia de Alice, Paula

(la Pattie sustituía) se trasladó a Hurtwood, donde me metí casi de inme­ diato en la formación de otra banda. Aquella fue una relación para tapar huecos, y creo que los dos lo sabíamos, pero ella me recordaba un mon­ tón a Pattie y por entonces no tenía escrúpulos al respecto. Cari Radie me Había llamado para decirme que Delaney & Bonnie y Friends se habían disuelto, y me preguntó si estaría interesado en ha­ cer algo con Bobby Whitlock, Jim Gordon y él. Como no tenía otra cosa en marcha, le dije que sí, de modo que los tres volaron hasta Inglaterra y se vinieron a vivir a Hurtweod. Fue el comienzo de uno de los perío­ dos más extraordinarios de mi vida, cuyo recuerdo está dominado por una sola cosa: una música increíble. Para empezar les hablé de música mien­ tras los conocía mejor, y después ya sólo se trató de tocar. Sentía un respeto reverencial por esa gente, y sin embargo ellos me hacían sentir que estaba a su mismo nivel. Mi pericia musical encajaba con la suya. Éramos espíritus afines, sacados del mismo molde. Aún hoy sigo diciendo que Cari Radie, el bajista, y Jimmy Gordon, el batería, forman la sección rítmica más potente con la que jamás haya tocado. Eran abso­ lutamente fantásticos. Cuando la gente afirma que Jim Gordon es el mejor batería que haya habido en la historia del rock, pienso que están en lo cierto, por encima de cualquiera. Lo único que hacíamos era tocar y tocar, hasta que la noche se hacía día y el día noche, y yo me sentía genial por estar así. Nunca había expe­ rimentado tal libertad en la música con anterioridad. Nos manteníamos a base de fritangas y cócteles de bebidas y drogas, sobre todo cocaína y Mandrax. Las «Mandies» eran unas pastillas para dormir bastante fuer­ tes, pero en lugar de dejar que nos durmieran, controlábamos el efecto y seguíamos despiertos esnifando algo de coca o bebiendo brandy o vodka, lo cual nos daba un subidón único. Ésa se convirtió en la química de nuestras vidas, mezclarlo todo. Dios sabe cómo lo aguantaron nuestros cuerpos. Yo no tenía ningún plan de juego esa vez. Simplemente nos divertía­ mos tocando, colocándonos y escribiendo canciones. George Harrison venía con frecuencia. Hacía poco que se había mudado de Kinfauns, el bungalow que tenía en Esher, a una extensísima mansión en Henley lla­ mada Friar Park, y sus visitas me ofrecían abundantes oportunidades para flirtear con Pattie a espaldas de Paula. Una noche la llamé y le conté «la verdad»: que no era en Paula en quien estaba interesado, ni tampoco en ninguna chica con la que me hubiera visto, sino que ella era la única a la

que quería de verdad. A pesar de sus protestas acerca de que estaba casa­ da con George y de que le proponía algo imposible, consintió en que me pasara por su casa para conversar. Conduje hasta allí, hablamos sobre aquello frente a una botella de vino tinto y acabamos besándonos. Por primera vez me pareció que había alguna esperanza para mí. Supe entonces lo que llevaba tiempo sospechando, que no todo andaba bien en su ma­ trimonio. Me encontraba tan eufórico por lo que había ocurrido con Pattie —además de un poco borracho— que, de camino a casa, al volante del pequeño Ferrari Dino que acababa de comprarme, tomé una curva de­ masiado rápido en Clandon, choqué contra una valla y el coche volcó. No perdí el sentido, pero me quedé colgado boca abajo. De alguna manera conseguí soltar el cinturón de seguridad, salir fuera y, tras recordar que ni siquiera tenía carné de conducir, tomé la decisión de correr hasta casa e inventarme que alguien me había robado el coche. Así que eché a correr, aunque pronto me di cuenta de que iba en la dirección contraria, de vuelta a Londres. A continuación pensé en esconderme, así que abrí una puerta que había en el seto; entré en lo que resultó ser un cementerio y me senté en una tumba. Después de un rato allí, resolví volver y aguantar el chaparrón. Anduve de regreso hasta donde estaba el coche y vi a toda esa gente en pijama dando vueltas con antorchas, en busca del conductor. Admití que yo era al que buscaban. Alguien había llamado ya a una ambulancia, que llegó de inmediato y me trasladó al Guilford Hospital para hacerme un reconocimiento. Más tarde Bobby Whidock vino y me llevó a casa. Milagrosamente, no había resultado herido, y por fortuna la policía nunca se entrometió. Adquirí el hábito de dejarme caer por Friar Park, con la esperanza de que George estuviera fuera y de pillar así a Pattie algunos momentos a solas. Una noche fui para allí y me encontré a los dos con John Hurt. Me quedé un poco parado, pero George se hizo cargo de la situación, me dio una guitarra y empezamos a tocar, lo que por entonces era moneda corrien­ te entre nosotros. Había una gran atmósfera en la casa esa noche. La chimenea crepi­ taba, las velas ardían y, mientras nuestra interpretación crecía en inten­ sidad, John seguía sentado ahí con cara de arrobo, como si fuera testigo de una fantástica reunión de gigantes o una batalla de magos. Con su imaginación de actor, lo veía creando una escena en la que George y yo

entablábamos una especie de duelo musical por la mano de Pattie, quien de tanto en tanto flotaba en el aire para traernos té y pasteles. Lo cierto es que tan sólo estábamos tocando juntos, aunque el legendario rumor sobre esa noche habrá pasado por unas cuantas mesas de comedor. George estaba trabajando en su primer álbum en solitario, All Things Must Pass, y un día nos pidió a los músicos de Tulsa y a mí que tocá­ ramos en él. Yo sabía que le producía el álbum Phil Spector, así que lle­ gamos a un acuerdo según el cual él conseguiría que Spector trabajara en un par de temas con nosotros a cambio de emplear nuestra banda en el disco. Después de mi coqueteo con Ronnie Ronette, quien me había con­ fesado lo mucho que le recordaba a su marido, yo sentía curiosidad por conocer a Phil Spector, y me fijé en que sí era cierto que teníamos el mismo tipo de perfil. Grabamos dos canciones con él, «Roll It Over» y «Tell the Truth», en los Abbey Road Studios antes de convertirnos en los músicos de sesión de George. El trabajo con Spector resultó toda una experiencia. Me pareció un tipo encantador de verdad, quizá un poco excéntrico, aunque corría el rumor de que llevaba pistola, así que no me fiaba del todo. Sin embargo, la mayor parte del tiempo era increíblemente divertido, y George y él parecían haber hecho muy buenas migas. Su método de trabajo consis­ tía en meter a un montón de músicos en la cabina y ponerlos a tocar a todos simultáneamente, a fin de crear el famoso «muro de sonido». Aparte de mi grupo y de George, daba la impresión de haber cientos de músicos en el estudio —percusionistas, guitarristas, la banda de George, Badfinger, Gary Wright and SpookyTooth—, todos metiendo ruido como locos. Lo que oía me sonaba genial y grandioso. Circulaban también mucho las drogas, y creo que fue entonces cuando la heroína entró en mi vida. Solía pasarse un camello en concreto con un trato por el que podías comprar toda la coca que quisieras a condición de que te llevaras a la vez una cantidad de caballo. Yo me esnifaba la coca y almacenaba todo el caballo en el cajón de un mueble de anticuario en Hurtwood. Un domingo de junio por la noche, probamos la banda delante del público en un concierto benéfico en el Lyceum, en la calle Strand, para ayudar a la fundación para la defensa de las libertades civiles del doctor Spock. Con la excitación de formar el grupo se nos había escapado un detalle, y era que, en la cuenta atrás para subir al escenario, aún no teníamos nombre. Ashton, Gardiner and Dyke eran los teloneros y Tony Ashton siempre me llamaba Del, así que me sugirió que debíamos llamarnos Del

and the Dominos. Cuando finalmente nos anunció, sin mencionar para nada nuestros auténticos nombres, habíamos pasado a ser Derek and the Dominos y ése fue el nombre que se quedó. Nuestra actuación consistió en canciones de nuestra etapa Delaney, como «Blues Power» y «Bottle of Red Wine», un par de piezas blues, «Crossroads y Spoonful», y también, ya que Dave Masón se había unido a nosotros para ese concierto, una can­ ción de Traffic, «Feelin Alright». Lo que mejor recuerdo de esa noche no es el concierto en sí, sino un extraño encuentro que tuve después con Dr. John, quien se hallaba en­ tre el público. La anterior ocasión en la que me había cruzado con el le­ gendario «Night Tripper» había sido en Nueva York, la misma noche en que Delaney me advirtió que perdería mi don si no cantaba. De vuelta a casa tras ver a Sha Na Na, nos habíamos pasado por el hotel de Dr. John, donde nos cantó una gran canción, «Youre Giving Me the Push I Need». Era la primera vez que coincidíamos, y yo estaba completamente fascinado. Poco tiempo después fuimos a verlo en directo, y me encandiló. Era un hombre maravilloso y un músico increíble. No sé si era o no un médico que practicaba el vudú, pero en ese momento elegí creer que sí en mi propio beneficio. Cuando tropecé con él en el Lyceum, le dije que quería hacerle una consulta como médico. Me preguntó cuál era mi problema, y le respon­ dí que necesitaba un remedio. «¿Qué clase de remedio?», me preguntó, y mi respuesta no fue otra que: «Una poción amorosa». En cierto modo, podía pensarse que estaba descubriendo su juego, pero él me pidió lue­ go que le describiera la situación. De modo que le conté lo profundamente enamorado que estaba de la mujer de otro hombre y que, aunque ella ya no era feliz con su marido, no iba a dejarlo. El me dio una cajita de paja entrelazada, me dijo que la guardara en el bolsillo y me transmitió unas instrucciones, hace ya mucho tiempo olvidadas, sobre qué hacer con ella. Sí recuerdo que hice exactamente lo que me dijo. Unas semanas más tarde, por pura casualidad, o eso pareció al menos, me topé con Pattie, y de alguna manera «colisionamos», hasta un punto para el que no había vuelta atrás posible. Poco después vi a George en una fiesta en casa de Stigwood y se lo solté todo: «Estoy enamorado de tu mujer». La conversación subsiguiente rozó el absurdo. Aunque creo que George estaba profundamente herido, lo delataban sus ojos, prefirió qui­ tarle hierro al asunto, convirtiéndolo casi en una escena propia de los Monty Python. Pienso, no obstante, que de alguna forma se sintió aliviado,

ya que estoy seguro de que se había olido algo, y al fin yo se lo había con­ fesado. Ése fue el comienzo de un idilio semiclandestino entre Pattie y yo, y el final de mi relación con Paula, quien se marchó a vivir con Boby Whitlock. No obstante, por mucho que intentara convencerla, era evidente que Pattie no tenía intención de dejar a George, aun cuando yo estuvie­ ra convencido de que tenían los días contados. Atormentado por mis sentimientos hacia ella, me entregué en cuerpo y alma a la música, y co­ mencé una gira por el Reino Unido con los Dominos. El plan era tocar de incógnito allí adonde fuéramos, una manera de volver a nuestras raí­ ces. Al principio, funcionó. Recorrimos el país tocando en pequeños clubes y salas de pueblos como Scarborough, Dunstable, Torquay o Redcar sin que nadie supiera quiénes éramos, algo que me encantaba. Amaba el hecho de ser ese pequeño cuarteto que tocaba en sitios recónditos, a veces frente a audiencias de no más de cincuenta o sesenta personas. Fue una etapa tremendamente creativa para mí. Estaba escribiendo mucho, llevado por mi obsesión con Pattie, y todas las canciones que compuse para el primer álbum de los Dominos tratan en realidad sobre ella y nuestra relación. «Layla» fue la canción clave, un intento consciente de hablarle a Pattie sobre el hecho de que me estuviera dando largas y no quisiera venirse a vivir conmigo. «Whatll you do when you get lonely?» [¿qué harás cuando te quedes sola?]. El álbum Layla se grabó en los Criteria Studios de Miami, adonde nos dirigimos a fines de agosto. Los comienzos no resultaron muy prometedores, ya que pronto nos dimos cuenta de que, aparte de «Layla», que estaba todavía en el esqueleto, apenas teníamos material. Antes de marcharme, Pattie me había pedido que le consiguiera algunos pares de los vaqueros que solíamos llevar, los Landlubbers, que eran unos pantalones a la cadera con un par de bolsillos pequeños delante. Ella me había comentado que prefería bajos acampanados antes que rectos, y por eso le escribí «Bell Bottom Blues». Después tenía otra canción de amor sobre ella, titulada «I Looked Away», y un par de versiones de te­ mas blues que me apetecía mucho grabar, pero todo eso nos estaba cos­ tando mucho tiempo y en las dos primeras semanas no hicimos ningún verdadero progreso. Lo que sí hacíamos era pasárnoslo muy bien. Por el día nos íbamos a nadar y a la sauna, y después partíamos hacia el estudio para tocar, a veces con asistencia química. Nos alojábamos en un extravagante hotelito en Miami Beach, donde podías pillar drogas duras en la tienda de regalos

junto al mostrador de recepción. Sólo tenías que hacerle el pedido a la chica que trabajaba allí, y al día siguiente volvías y ella re entregaba una bolsa de papel marrón. Por entonces le dábamos a un montón de cosas: caba­ llo, cocaína y toda clase de cosas demenciales como polvo de ángel. Una noche, nuestro productor, Tom Dowd, me dijo que la Allman Brothers Band tocaba en el Coconut Grove y propuso que fuéramos to­ dos a verla. Con sus larguísimas melenas y barbas, la banda tenía una ima­ gen fantástica, y además eran grandes músicos. Me encantaron, aunque lo que me alucinó de verdad fue el modo de tocar la guitarra de Duane Allman. Me dejó fascinado. Era muy alto y delgado, con un aire de con­ vicción total y, aunque no cantaba, vi claro que él era el líder del grupo sólo por su lenguaje corporal. Después de la actuación, Tom nos presentó a la banda y los invitamos a que nos devolvieran la visita viniendo al es­ tudio a tocar, lo que me dio la oportunidad de pedirle a Duane que par­ ticipara en las sesiones de grabación mientras estuvieran en la ciudad. Duane y yo nos hicimos inseparables durante el tiempo que perma­ necimos en Florida, y entre los dos les inyectamos a las sesiones de Layla la sustancia que había faltado hasta entonces. El era como el «hermano musical» que nunca había tenido, pero que siempre había deseado tener; más aún que Jimi, que básicamente era un solitario, mientras que Dua­ ne era un hombre de familia, un hermano. Por desgracia para mí, él ya tenía una familia, pero gocé de aquello mientras duró. Ese tipo de expe­ riencias no ocurren todos los días, y yo sabía entonces lo suficiente como para apreciarlas mientras fuera posible. Con otro guitarrista la banda volvió a la vida y, cuando Duane se marchó para tocar con los Allman Brothers, aquello ya no fue lo mismo. Los Dominos regresamos a Europa y seguimos actuando, pero cuando sacamos el álbum éste se quedó en nada, porque pese a haberse anunciado que «Derek es Eric», yo no estaba preparado para encontrarme con la prensa o ayudar al disco de ningún mqdo. Aún seguía siendo un autén­ tico idealista en aquellos días, y tenía la esperanza de que el álbum se vendiera por sus propios méritos. Por supuesto, eso no sucedió, porque la falta de promoción significaba que nadie supiera que el álbum había salido. Al final, la presión de la discogràfica por un lado y de Stigwood por otro me forzaron a aceptar poner anuncios con «Derek es Eric» en la prensa, y luego a promocionar el disco tanto en casa como en Estados Unidos. Para cuando volví a Estados Unidos, había perdido ya la ilusión por

los Dominos. Nos habíamos aprovisionado con un montón de coca y caballo antes de dejar Florida, y nos llevamos esa carga con nosotros a la carretera. Con la cantidad de drogas que tomábamos al día, la verdad es que no sé cómo salimos vivos de aquella gira, y a nuestra vuelta a Ingla­ terra todos estábamos en camino de convertirnos en completos adictos. Tom Dowd estaba tan preocupado por mí que le pidió a Ahmet Ertegun que fuera a verme. Ahmet me llevó aparte y me habló como un padre sobre lo mucho que le preocupaba lo que estaba haciendo. Me contó sus expe­ riencias con Ray Charles y lo^doloroso que le había resultado ver a Ray caer más y más en el mundo de las drogas duras. Hubo un momento en que se emocionó y comenzó a llorar. Pensarás que, si recuerdo todo con tanta claridad, es porque tuvo algún efecto en mí, pero lo cierto es que aquello no cambió lo más mínimo las cosas. Caminaba derecho al infierno haciendo lo que hacía, y no veía nada malo en ello. Entonces no me di cuenta —después de todas sus experiencias no sólo con Ray, sino con otra gente del mundo del jazz que se había hundido en las drogas y acabado muerta— de lo asustado que se encontraba Ahmet por lo que pudiera pasarme. Lo intentó todo para disuadirme de seguir con aquello. Las drogas supusieron el principio del fin para la banda. No éramos capaces de hacer nada. No trabajábamos. No nos poníamos de acuerdo. Estábamos paralizados, y esto sólo condujo a que la hostilidad entre nosotros creciera. Intentamos hacer otro disco, pero acabó hecho añicos. La gota que colmó el vaso fue una fuerte pelea que tuve con Jim Gordon, tras la cual salí en estampida del estudio, enfurecido. La banda nunca volvió a tocar junta. Desilusionado, me retiré a Hurtwood. Eso supuso el comienzo de un período de grave declive en mi vida, creo que desencadenado por varios sucesos. El primero fue la muerte de Jimi Hendrix, el 18 de septiembre de 1970. A lo largo de los años, Jimi y yo nos habíamos hecho buenos amigos y, siempre que encontrábamos la oportunidad, nos juntábamos en Londres y sobre todo en Nueva York, donde tocábamos mucho en los clubes. Lo que encontraba inspirador en él era que tenía una postura muy autocrítica hacia su música. Poseía todo ese enorme talento y una técnica fantástica, la propia de alguien que se pasaba todo el día tocando y ensayando, pero no parecía demasiado cons­ ciente de ello. También llegué a ver su lado más mujeriego. Le encanta­ ba pasar la noche por ahí, emborrachándose o colocándose, y cuando agarraba la guitarra lo hacía casi como de pasada, como si no se lo tomara demasiado en serio.

Aunque Jimi era zurdo, siempre tocaba guitarras para diestros del revés, una tradición en la que no era el único. También empleaban este méto­ do Albert King y Doyle Bramhall II, que toca en mi actual banda. Una tarde, mientras les echaba una ojeada a las tiendas de instrumentos en el West End, vi una Stratocaster blanca para zurdos, y la compré llevado por el impulso de regalársela a Jimi. La escena era por entonces tan pequeña que estaba seguro de que lo vería esa noche, ya que yo iba a ir a un con­ cierto de Sly and the Family Stone en el Lyceum, en el que era de espe­ rar que Jimi estuviera. Me llevé la guitarra a la actuación, con la intención de dársela después, pero no apareció. Al día siguiente, me enteré de que había muerto. Había perdido el conocimiento, bajo los efectos de una mezcla de priva y drogas, y se había ahogado en su propio vómito. Fue la primera ocasión en que la muerte de otro músico me afectó de verdad. Todos nos habíamos quedado hundidos cuando Buddy Holly murió, pero esto me tocaba mucho más de cerca. Estaba disgustado y cabreado de verdad, y me invadió una sensación de terrible soledad. Seis semanas más tarde, mientras estaba de gira con los Dominos por Estados Unidos, Stigwood me llamó para decirme que habían ingresado a mi abuelo en el hospital de Guildford con lo que parecía un cáncer. Volé hacia casa para verlo. Componía una triste figura en la cama del hospi­ tal, mermado tanto por la enfermedad como por un ataque sufrido el año anterior que le había dejado un lado paralizado. Me sentí invadido por la culpa. En mi arrogancia, entonces creí que de alguna manera había contribuido a su declive al comprarle una casa y darle suficiente dinero para jubilarse por anticipado. Pensé que había ofendido su orgullo al privarlo de su modo de vida. Por supuesto, en realidad, sólo había hecho lo que cualquier otro chico agradecido, intentar devolver algo de todo el amor y apoyo que él siempre me había dado. Sin embargo, no dejaba de sentir que yo era el único culpable de todo. No se me ocurría pensar que, tal vez, no era el responsable de todo 1$ que ocurría en el mundo. Por último, estaba mi amor no correspondido por Pattie. Me había convencido a mí mismo de que cuando ella oyera acabado el disco Layla, con todas sus alusiones a nuestra situación, se sentiría tan abrumada por mi súplica de amor que dejaría a George y se vendría conmigo para siem­ pre. Así que la llamé una tarde, y la invité a venirse a tomar un té y es­ cuchar el disco nuevo. Por supuesto, se trataba de un descarado chanta­ je emocional, condenado al fracaso. Para entonces ya había ejercido bastante presión sobre ella, y aquello no era más que más de lo mismo.

Dicho esto, la música sí que era pura, y yo necesitaba de verdad compartirla con alguien, así que, ¿quién mejor que ella? De cualquier forma, Pattie vino y escuchó el disco, y aunque creo que la conmovió profundamente que hubiera escrito todas esas canciones sobre ella, al mismo tiempo la intensi­ dad que desprendían seguramente la aterrorizó. No hace falta decir que aquello no funcionó, y que me encontraba de nuevo en la casilla de salida. A lo largo de los siguientes meses continué con mis obcecados intentos de convencer a Pattie de que dejara a George y se viniera a vivir conmi­ go, pero sin llegar a nada. Hasta que un día, después de otra sesión de estériles ruegos, le dije que si no dejaba a George me haría adicto a la heroína. La verdad era, por supuesto, que llevaba bastante tiempo con­ sumiendo casi a diario. Ella esbozó una sonrisa triste y yo supe que el juego se había terminado. Excepto por un breve encuentro en el aeropuerto de Londres, no volví a verla hasta varios años después.

AÑOS PERDIDOS

hantajear a Pattie era tan inútil como infantil, pero se trataba sólo de un farol porque ella no tuvo nada que ver con mi adicción a la heroína. Las cosas son de otro modo. He conocido a mucha gente que se drogaba o bebía tanto como yo sin hacerse por ello adictos a nada. Es un fenómeno misterioso. En cualquier caso, nunca habría recorrido esa senda deliberadamente porque, desde los tiempos con Cream, había tenido una saludable prevención frente a los peligros de la heroína. Ginger me ser­ moneaba a menudo como un hermano mayor y me amenazaba con cor­ tarme las pelotas si se enteraba algún día de que consumía caballo, y ha­ blaba en serio. Sencillamente me convencí de que por algún misterioso motivo yo era invulnerable y no me engancharía. Pero la adicción no negocia y poco a poco se fue extendiendo dentro de mí como la niebla. Durante más o menos un año disfruté a fondo de la heroína, tal vez porque la consumía en raras ocasiones mientras me consentía montones de coca y otras dro­ gas además de la bebida. Pero súbitamente pasé de tomarla cada quince días a hacerlo una vez por semana, luego dos o tres veces por semana y finalmente una vez al día. Fue muy artera: tomó el control de mi vida sin que yo llegara a enterarme. Durante el tiempo que estuve consumiendo heroína pensaba que sabía a la perfección lo que estaba haciendo. De ninguna manera era una víc­ tima indefensa. Lo hacía sobre todo porque me encantaba notar el subidón, aunque, si lo pienso bien, en parte también para olvidar tanto el dolor causado por desengaño amoroso con Pattie como la muerte de mi abue­ lo. Además creía que mi comportamiento era coherente con el modo de vida del rock and roll. Pese a las advertencias de Ahmet, me gustaba la mitología que rodeaba las vidas de jazzista como Charlie Parker y Ray

C

Charles o de bluesmen como Robert Johnson, y tenía la romántica idea de llevar el tipo de vida que los había conducido a crear su música. También quería demostrar que podía volver vivo de la otra orilla. Estaba comple­ tamente decidido y no quería ayuda de nadie. Recuerdo que George vino a verme una noche acompañado por León, que se cabreó muchísimo al ver mi estado y exigió que le explicara la es­ tupidez que estaba cometiendo. Le contesté que estaba viajando hacia las tinieblas y que tenía que llegar hasta el final para averiguar qué hay al otro lado. Me cuesta imaginar lo que debieron de sentir al oír eso. Eran per­ sonas que conocía bien y que me querían, pero la adicción había corta­ do mi empatia hacia los demás. Las preocupaciones de los otros no sig­ nificaban nada para mí porque me sentía maravillosamente, y todo seguiría igual mientras tuviera el polvo blanco. El material que consumía era bastante fuerte, droga pura y sin cortar que conseguía en Gerard Street, en el Soho. Me di cuenta por primera vez de que estaba completamente enganchado cuando le prometí a Alice que iría a verla a Gales y de pronto advertí que conducir colocado más de trescientos kilómetros en un Ferrari sería misión imposible. Le dije en­ tonces a Alice que saldría en unos tres días, el tiempo que, según pensa­ ba, tardaría en desengancharme. Recuerdo las primeras veinticuatro horas de mono como un autén­ tico infierno. Parecía que me hubieran envenenado. Tenía calambres in­ controlables en todos los nervios y músculos del cuerpo, me acurrucaba en posición fetal y aullaba de dolor. Nunca había conocido un sufrimiento semejante, ni siquiera cuando era niño y padecí la escarlatina. No había ni punto de comparación. Aquello duró tres días enteros en los que no pude pegar ojo. Y lo peor de todo era que quedarse limpio, estar libre de drogas, sentaba fatal. Me notaba la piel en carne viva, tenía los nervios de punta y anhelaba volver al jaco, resbalar de nuevo hacia el bienestar. Pero le había hecho una promesa a Alice v*todavía me encontraba a este lado de la frontera, lugar donde podía aferrarme a lo racional y tomar de­ cisiones con las que comprometerme. En aquella ocasión me las arreglé para desengancharme y volver a la vida, pero de ahí en adelante, y a medida que mi consumo aumentaba de nuevo, ya no conseguiría dejarlo salvo en muy raras ocasiones. Era dema­ siado complicado y doloroso. Alice regresó conmigo a Londres, se incor­ poró al cuadro y empezó también a consumir asumiendo además el pa­ pel de recadera para los dos. Comprendimos pronto que nos convenía estar

siempre bien abastecidos para no quedarnos en algún momento sin nada. Eso no suponía ningún problema si estábamos en casa, pero cuando te­ nía que viajar me veía en dificultades. En el verano de 1971, pasado un año de mi exilio autoimpuesto, George me llamó un día y me pidió que participara en un concierto que estaba organizando para principios de agosto en el Madison Square Garden de Nueva York al objeto de recaudar fondos destinados a las víctimas de la hambruna en Bangladesh. El estaba perfectamente al tanto de mis pro­ blemas con las drogas y taWez concibió aquello como una misión de res­ cate. Sea como fuere, le contesté que iría a condición de que me garan­ tizara el suministro de caballo. Como el calendario inicial incluía una semana de ensayos previos al concierto, se mostró bastante seguro de poder ocuparse de todo. La opinión general era que encontrar droga en Nueva York no sería difícil, y si había complicaciones siempre aparecería un conocido de un conocido para solventarlas. El viaje comenzó con muy mal pie. Cuando Alice y yo llegamos al aeropuerto, Pattie estaba allí para despedirme. No recuerdo por qué lo hizo, pero fue tan maravilloso como desastroso. Alice se puso furiosa y llegó a la conclusión de que me seguía viendo en secreto con Pattie, lo cual no era cierto; ¿pero quién podría culparla por pensarlo? Yo estaba en la ino­ pia la mayor parte del tiempo, y situaciones como ésa eran corrientes. Concertaba una cita con alguien y lo olvidaba todo a los dos minutos. A consecuencia de eso, fantasía y realidad compartían el mismo espacio en mi cabeza, que acabó convertida en un laberinto de ideas y planes ina­ cabados con los que me era imposible comprometerme en serio. Dada mi bancarrota emocional y espiritual, todo me resultaba indiferente, pero esa situación tampoco me preocupaba demasiado. Mientras tuviera suficiente droga para el vuelo, yo era feliz. Cuando llegamos al hotel de Nueva York se me estaba empezando a pasar el efecto del caballo. Sin embargo, tal como me habían prometido, había una buena provisión esperándome en el cuarto. Probé un poco, pero no pasó nada. Resultó que habían pillado droga de la calle con una can­ tidad muy baja de heroína pura y cortada con estricnina o alguna otra sustancia repugnante que la hacía diez veces menos potente de la que yo solía consumir. Así que estuve con el mono durante los dos o tres primeros días y me perdí todos los ensayos. Me quedaba tendido en la cama de la habitación temblando y murmurando como un loco mientras Alice re­ corría infatigable la ciudad en busca de auténtica heroína. Además me veía ♦

obligado a disculparme cuando alguien venía a interesarse por mi estado. Por fortuna, Alan Klein, que era el manager de los Beatles por aque­ lla época y estaba ayudando a George a montar el concierto, se enteró de mis desdichas y me ofreció la medicación que usaba para sus úlceras. Tomé un poco y, sorprendentemente, aquel producto consiguió que me sintiera bien en el último minuto. Llegué justo para la prueba de sonido y repa­ sé a toda prisa algunas de las cosas que debía tocar. Aunque no poseo más que un recuerdo vago de todo aquello o del concierto en sí, el hecho es que estaba en otra parte y me sentía muy avergonzado. Sea cual sea la expli­ cación que construyera en años posteriores, lo cierto es que esa noche decepcioné a mucha gente, sobre todo a mí mismo. Sólo he visto una vez la película del concierto, pero si necesitara un recordatorio de lo que me podría estar perdiendo de los «viejos tiempos», ése sería el testimonio más adecuado. De vuelta a Inglaterra nos retiramos a Hurtwood y cerramos la puerta de casa. Durante un largo tiempo no salí de allí y dejé que Alice se encar­ gara de las compras, las comidas y, sobre todo, la obtención de heroína. Entabló amistad con un tipo llamado Alex que vivía en Notting Hill. Además de camello era escritor y estaba registrado como drogadicto en los servicios sanitarios, lo cual significaba que disponía de una receta para su dosis diaria. Aquello venía en pastillas, y nosotros se las comprábamos si él no podía conseguir nada en la calle, pero Alice y yo preferíamos la droga auténtica, mucho más fuerte que aquella anodina imitación farma­ céutica. La mejor heroína parecía azúcar moreno. Venía en unas pequeñas pepitas con el color y la consistencia de una barra de caramelo, y estaba envuelta en bolsitas de plástico transparente, con una etiqueta de papel rojo escrita en chino y el dibujo de un pequeño elefante blanco. La ma­ chacábamos en un mortero con la maja, y nos quedaban como unos treinta gramos, que nos tenían que durar alrecj^dor de una semana. Pero éramos unos yonkis despilfarradores y preferíamos esnifar la heroína antes que inyectárnosla, principalmente a causa del terror que les tenía a las agujas, un miedo que me venía de la escuela primaria. Un día, sin previo aviso, nos habían sacado en manada de clase para llevarnos al centro social de Ripley, a fin de ponernos las inyecciones contra la difteria. Fue una experiencia horrible, terrorífica y dolorosa, y aún re­ cuerdo el olor de los productos químicos en los que esterilizaban las agujas. No obstante, a consecuencia de aquello nunca me he inyectado drogas,

por lo que estoy muy, pero que muy agradecido. La contrapartida era que teníamos que consumir copiosas cantidades de heroína, cinco o diez ve­ ces más de lo que consumía una persona que se inyectaba. No sólo eso, sino que a los pocos minutos de la primera esnifada, yo pensaba: «Nece­ sito un poco más»r y me ponía otra, a pesar de que el efecto de lo que me había metido la primera vez me duraría por lo menos cinco o seis horas más. Resultaba un modo muy caro de colocarse. Durante aquellos años perdidos apenas vi a mi familia. No le fui de ninguna ayuda a Rose, quien por supuesto estaba de luto riguroso por mi abuelo y seguramente debió de sospechar que algo ocurría, incluso aun­ que no supiera que se trataba de las drogas. Más tardé me enteré de que ella tomó la decisión de apartarse, y que rezaba con la esperanza de que, fuera cual fuese el problema, aquello volvería a su cauce y todo saldría bien al final. Llegué a evitar también a mis viejos amigos. Los portones de Hurtwood siempre se quedaban abiertos, así que de tanto en tanto la gente venía a verme, pero cuando llamaban a la puerta, no recibían ninguna respuesta y se marchaban. El día en que Ben Palmer condujo todo el camino desde Gales para verme, yo me escondí en el piso de arriba; desde la ventana lo veía sen­ tado en el coche, y aguardé a que se marchara. Ginger llegó a venir una vez con el plan de secuestrarme y llevarme en su Land Rover al desierto del Sahara, siguiendo el razonamiento de que era un sitio donde no po­ dría pillar droga. Nadie cogía el teléfono. Dormía dentro la mayor parte del día y me despertaba al final de la tarde. Tocaba la guitarra durante horas y grababa canciones en cintas, la mayoría de las cuales eran bastante ho­ rribles. Nunca les ponía etiquetas a las cintas, así que empleaba una gran cantidad de tiempo poniéndolas en el magnetófono para encontrar la canción en la que estuviera trabajando. También dibujaba mucho, y ha­ cía ilustraciones al estilo de Escher con una pluma Rapidograph. Mi otro pasatiempo era armar maquetas de aviones y coches. Pete Townshend fue una de las pocas personas que vi en esa etapa, ya que, en una de las raras temporadas en las que me dio por trabajar, le había pedido que me ayudara a ultimar algunos cortes que había grabado con Derek and the Dominos. Para cuando vino, sin embargo, yo ya había perdido el interés por el proyecto y, en un esfuerzo por explicarle mi ab­ soluta apatía, le confesé que tenía un problema. Me quedé de piedra cuan­ do me respondió que hacía tiempo que lo sabía. Resultaba que, aunque yo no lo había visto en persona, él había estado en casa varias veces para

hablar con Alice. Me sentí avergonzado cuando me dijo que tenía muchas ganas de ayudarme, porque yo estaba empezando a odiarme a mí mismo por haber arrastrado a Alice conmigo. Quizá era un poco tarde para de­ sarrollar una conciencia moral, pero era algo que estaba ahí, y me confun­ día y abochornaba que la gente se preocupara por mí. Un día Pete me contó que el padre de Alice y él habían ideado un plan para ayudarme a salir a flote. Se trataba de un concierto de reaparición en el que tocarían todos mis amigos. David Harlech, el padre de Alice, era una figura extraordinaria. Alto, de nariz prominente y voz algo arras­ trada, había sido gran amigo del presidente Kennedy y servido como em­ bajador británico en Washington a lo largo de su presidencia. Sintonizamos en cuanto nos conocimos, y mi relación con él fue muy cercana y respetuo­ sa. Era muy comprensivo y se convirtió en una especie de segundo padre para mí. Creo que uno de los motivos por los que nos llevábamos tan bien era que los dos amábamos la música. David me contó que en sus años de juventud en Londres, y más tarde en Washington, había llegado a cono­ cer y a entablar amistad con una serie de músicos de jazz de renombre, y solíamos hablar mucho sobre ellos. También parecía gustarle la músi­ ca que yo hacía y, por ese motivo, y también por el respeto que me ins­ piraba, aún se incrementó más la vergüenza que sentía por lo que nos pasaba a Alice y amí. Sin embargo, para entonces éramos prisioneros y no podíamos romper el hechizo. Era justo el momento de que alguien como él entrara en escena. El plan consistía en que yo me uniera a una banda que Pete había montado para tocar en el Rainbow Theatre, en Londres, como parte de la «Fanfare for Europe», las celebraciones por la entrada de Gran Breta­ ña en el Mercado Común. David consideraba que volver a los escenarios me daría el incentivo necesario para superar la adicción. Aunque era del todo imposible que yo pudiera hacer ílgo como eso solo, por ser Pete continué con el plan, y me lo pasé bien llevándolo a cabo. Durante todo mi tiempo de encierro había escuchado música y tocado la guitarra, pero para desarrollar del todo tu estilo tienes que interactuar con otra gente, y yo no había tocado con otros músicos desde el concierto para Bangladesh. Cuando nos metimos en los ensayos, en casa de Ronnie Wood, me esforcé de verdad en practicar, tocar y componer, aunque fuera dentro de unos límites. Gracias a Dios, Steve estaba allí para darme confianza, puesto

que para los demás debía de resultar bastante obvio que a mi manera de tocar le faltaba algo importante. Afortunadamente, yo tenía claro en la cabeza lo que quería hacer y también lo que se me pedía. El único pro­ blema residía en comunicar esa energía a mis dedos. La noche del concierto, el 13 de enero de 1973, Alice y yo, comple­ tamente idos, aparecimos tarde y nos encontramos a Pete y a Stigwood frenéticos. El motivo de nuestra tardanza fue que Alice había tenido que aflojar la cintura de los pantalones de mi traje blanco, puesto que última­ mente comía tanto chocolate que no podía meterme ya en ellos. Ahmet estaba entre el público, juntó a George y Ringo, Jimmy Page, Elton John y Joe Cocker entre otros, mientras que en el escenario la banda, que bau­ tizamos como los Palpitations, incluía a Pete, Steve, Jim Karstine, Jim Capaldi y Rick Grech. Abrimos con «Layla», y tocamos canciones como «Badge», «Bottle of Red Wine», «Bell Bottom Blues» e «In The Presence of the Lord», y te­ ner a una banda tan formidable me empujó hasta llevarme al límite de mi interpretación a la guitarra en ese estado. Aunque no estuvo mal, al escu­ char las cintas más tarde me di cuenta de que aún me hallaba muy lejos de recuperar el rumbo. Aquello sonaba como el concierto benéfico que en realidad era. Me lo pasé muy bien haciéndolo, no obstante, y el increíble recibimiento con que me obsequió el público me emocionó mucho. Des­ pués del concierto del Rainbow volví a mi escondite, y a pesar de com­ prender que Pete se preocupaba por mí y quería ayudarme a volver a la escena musical, sencillamente no estaba preparado. En el tiempo inmediatamente posterior a la actuación, me hundí todavía más, con Alice siguiéndome de cerca. No tardé en empezar a tomar cantidades industriales de heroína todos los días, y mi dependencia era tan fuerte que Alice me daba prácticamente cualquier cosa que pudiera pillar, mientras ella tenía que compensar toda la heroína que se estaba perdiendo con litros de vodka a palo seco, hasta dos botellas por día. Alice también había acabado como una reclusa, reacia a contactar con nadie que pudiera estorbarnos. Las puertas permanecían cerradas, el correo sin abrir y vivía­ mos gracias a una dieta de chocolate y comida basura, así que, muy pronto, además de engordar, me llené de granos y perdí completamente la forma. La heroína también me quitó por completo la libido, así que no tenía ninguna clase de actividad sexual, y empecé a sufrir estreñimiento crónico. El coste de nuestro estilo de vida no sólo era alto en términos humanos: estaba empezando a inhabilitarme financieramente. Gastaba alrededor de

mil libras a la semana en heroína, el equivalente a unas ocho mil de hoy. Durante un tiempo, me las apañé para ocultarle a Stigwood la suma ver­ dadera, pero al final se percató de lo que estaba pasando, y recibí un mensaje de la oficina en el que me decía que los fondos se estaban ago­ tando y que pronto debería empezar a vender cosas para pagarme el vicio. Eso me dio que pensar, al igual que una carta que recibí de David en la que me advertía en términos inequívocos que estaría encantado de denunciarnos a la policía si no estaba preparado para parar lo que me estaba haciendo a mí y, más importante, a su hija. Era una carta implacable, aunque compasiva al mismo tiempo. «Os quiero tanto a los dos», escri­ bió, «que no puedo soportar ver lo que os estáis haciendo. Por todo lo que podéis hacer y tener en vuestras vidas, por favor, dejadme que os ayude». Y acababa la carta diciendo: «Probablemente nunca llegaré a saber cuánto valor se requiere, querido Eric, pero por tu propio bien, por favor, hazlo». Era evidente que hablaba en serio, y yo sabía en mi fuero interno que le estaba infligiendo un gran daño a una confiada inocente, a alguien a quien no tenía derecho a enredar. Me di cuenta de que había que poner freno a la situación, si no por mí, por ella. Al final, abrí los ojos, llamé a David y le dije: «Tienes razón. Necesitamos ayuda, pero, ¿qué podemos hacer?». A continuación él me contó que había dado con una mujer ex­ traordinaria, la doctora Meg Patterson, una neurocirujano escocesa con años de trabajo en Hong Kong, donde había desarrollado un método para tratar los síntomas del abandono de opiáceos en el que usaba un tipo de acupuntura eléctrica que ella llamaba NeuroElectric Therapy. Hacía poco que había regresado a Gran Bretaña y había montado una clínica en Harley Street con su esposo, George. Ya habían tenido una reunión con David Harlech y preparado un programa para Alice y para mí. Yo sabía que debía pasar por eso. Tenía una fe absoluta en el juicio y la agudeza de David, y me daba cuenta de que él nunca habría dado ese paso a la ligera. Aceptamos asistir a una entrevista con los Patterson en su casa de Harley Street, a la que, como de costumbre, llegamos colocados. Megan me gustó de entrada. Era muy especial, menuda y atractiva, con el pelo de color caoba y un rostro hermoso, y tenía una manera de ser maternal, muy cariñosa y preocupada. Me pareció una buena persona. Sus historias sobre la vida y el trabajo en Hong Kong y en China con los drogadictos de la calle eran fascinantes, y daba la impresión de estar muy segura de poder ayudarme. George, su marido, también era un tipo in­

teresante, y había pasado mucho tiempo en el Tíbet con las guerrillas que se defendían de los chinos. Su remedio se basaba en un tipo de acupuntura que empleaba un estimulador eléctrico fabricado en China, el cual había adquirido Meg en Hong Kong. El aparato resultó ser una cajita negra de la que salían unos cables unidos a unas pequeñas pinzas, que sujetaban a su vez unas dimi­ nutas agujas que se aplicaban a varios puntos en el contorno del oído. El tratamiento incluía tres sesiones de una hora al día y requería que los Patterson se vinieran a vivir ¿on nosotros a Hurtwood durante al menos la primera semana. Con cautela, aceptamos. Las cosas fueron muy difíciles al principio. George era un cristiano convencido y se mostraba bastante estricto con lo que se refería a Dios, la Cristiandad y Jesús, lo cual me abrumaba un poco porque me encon­ traba muy vulnerable. En cierta manera, sentí que se estaba aprovechando de mi situación, así que me puse en guardia con los dos. Aunque por supuesto yo había contemplado la religión en el pasado, siempre había sido resistente a la doctrina, y la espiritualidad que había podido experimen­ tar hasta entonces había sido mucho más abstracta y no alineada con ninguna religión reconocida. Para mí, el vehículo más fiable para la espi­ ritualidad siempre resultó la música. Nunca puede ser manipulada o politizada y, cuando lo es, queda en evidencia de inmediato. Pero, por supuesto, entonces estaba fuera de mi alcance explicarles todo eso —aun­ que estoy seguro de que lo intenté—, de modo que pensé que lo mejor sería darle otra oportunidad al programa y ver qué pasaba. La primera cosa que Meg nos explicó fue que desde el primer día estaba prohibido tocar la heroína. Eso me dio una buena sacudida, ya que de algún modo había pensado que saldríamos de la droga paulatinamente. Ella instaló el aparato en la habitación que usábamos como guarida, justo al lado del salón. Después de prenderme las pinzas en las orejas, como unos pendientes de broche, me insertaron las agujas en varios puntos de pre­ sión de los lóbulos y, al conectar la máquina, una corriente eléctrica muy suave me pasó a través de las agujas. Con un mando se subía la intensi­ dad hasta que te entraba un hormigueo, y luego se bajaba hasta que apenas la sentías. Pasado un rato provocaba un estado de euforia, y el paciente llegaba a acabar en una especie de duermevela. Ellos se referían a la heroína como «la cabezada», ya que es cierto que te sumerge en un aletargamiento, y se suponía que la caja negra tenía el mismo efecto. Así pues, el tratamiento

consistía en intentar arrancarte de la heroína tanto psicológica como emocionalmente, mientras la caja reducía los síntomas físicos de la abs­ tinencia. En teoría, a medida que avanzabas en el tratamiento, se redu­ cía el tiempo que pasabas conectado a la máquina. Al cabo de unos cinco días, Meg me dijo que el programa no surti­ ría efecto a no ser que nos trataran a Alice y a mí por separado. Las no­ ches eran el problema, ya que ninguno de los dos podía dormir, lo cual nos estaba agotando. Por otra parte yo abrigaba profundos recelos. Al principio, había sentido que nos hacían una demostración de lo que esa cosa era capaz de hacer, pero entonces me estaba dando cuenta de que eso era todo lo que había. No íbamos a obtener nada más, y me entró el pá­ nico. Ellos decidieron que, para hacer las cosas más manejables, yo me fuera a vivir a su casa de Harley Street, mientras que Alice se trasladaría a una clínica en otro sitio. Sus problemas se habían visto agravados por el abuso del alcohol. No me gustó que nos separaran y les pregunté por qué si debían enviar a uno de los dos a alguna extraña residencia, tenía que ser Alice y no yo. Hay algo que me sigue desconcertando acerca de ellos. ¿Quizá me veían como una oportunidad de oro, un paciente prominen­ te con el que podrían alcanzar un éxito? Sin lugar a dudas, todo eso po­ día darle un buen empujón a la clínica, a la que creo le estaba costando despegar. No me resultaba precisamente cómodo marcharme a vivir solo con una familia extraña y completamente convencional, pero sabía que tenía que decir que sí a todo lo que me propusieran. Pensando en ello ahora, supongo que la idea del «remedio» consistía en una técnica puramente física a la que sumaban un montón de tiernos y cariñosos cuidados y una supervisión dietética, con la ética cristiana de George añadida a la mez­ cla. Ellos tenían además en exhibición lo que parecía una unidad fami­ liar muy sólida, con dos hijos y una hija que constituían magníficos ejem­ plos de la bondad que pueden alcanzar los ifiños. Era como si te estuvieran diciendo: «Mira cómo son las cosas cuando el todo mundo está en armo­ nía». Pero a mí eso sólo me hacía las cosas aún más difíciles. Recuerdo que una vez en que me dejaron salir solo fui a ver a unos amigos y agarré un poco de Viseptone, que es un .jarabe de metadona empleado para que la gente se desenganche de la heroína. Lo pasé de extranjis en casa de Meg y me lo escondí entre la ropa. No caí en la cuenta de que ella registraba mis cosas. Al día siguiente en la comida, delante de los niños, sacó la botella y me dijo que la había traicionado y que mi

comportamiento era repulsivo. Acto seguido vertió el jarabe en el frega­ dero. Yo siempre he sido contrario a avergonzar a la gente, sea cual sea la justificación, y no entendía cómo podía formar eso parte del programa. No funcionó, y resultó humillante. En este punto, decidí para mis adentros que no quería tener nada que ver con ellos, y sin estruendos me cerré en banda. Es cierto que experimenté una cierta mejoría mientras estuve allí y, de hecho, Meg y George fueron de gran ayuda al animarme a escuchar y tocar música de nuevo. Al hacer eso, volví a conectar con mis sentimien­ tos, y éstos vinieron en tromba. Mirándolo ahora, creo honestamente que hicieron todo lo que estaba en su mano. Pero eso no era suficiente. Des­ pués de todo el bien que pudieron hacerme al sacarme de la heroína, cometieron la peligrosa torpeza de dejarme suelto sin ningún tipo de postratamiento. No parecían estar enterados o interesados en el progra­ ma de doce pasos de Alcohólicos Anónimos, que habían estado funcio­ nando en Londres y en toda Europa desde mediados de los años cuarenta. Tras el tratamiento, su idea de una rehabilitación, planeada con la ayu­ da de David, fue enviarme a vivir a una granja en las afueras de Oswestry llevada por Frank Ormsby-Gore, el hijo pequeño de David. El plan consistía en que me repusiera físicamente y entrara en vereda. La realidad sin embargo fue que, nada más llegar a la granja, me limité a pasar de una sustancia adictiva a otra.

461 O C E A N B O U L E V A R D

rank Gore tenía veinte años, nueve menos que yo, cuando fui a tra­ bajar a la granja de la familia en Shropshire a comienzos de 1974. Lo conocía desde que él tenía catorce años, aunque entonces sólo era el her­ mano pequeño de Alice, y en esta ocasión los dos congeniamos de in­ mediato. Fui desde Hurtwood en el Mini Cooper Radford que George Harrison me había regalado, un Mini de lujo fabricado por encargo que el profesor de pintura de George había decorado con símbolos tántricos. Frank resultó ser un gran aficionado a la música y yo viajé con una guitarra acústica y varios d»?cos de mi colección, así que desde el principio hubo algo en común entre nosotros. Él escuchaba música conmigo y emitía luego sus propias ideas como una caja de resonancia que me preparaba para mi regreso a las actuaciones. Vivíamos en una minúscula casita con un par de dormitorios, una cocina y una sala. No era un palacio, pero Frank cocinaba muy bien y pasábamos gran parte del tiempo en la cocina. Como estaba en muy baja forma después de tres años sesteando en un sofá frente a la televisión, el trato fue que al principio trabajaría tanto como lo permitiese mi estado físico. Pero había mucho trabajo, Frank apenas cubría gastos con la granja y lo hacía todo prácticamente sin ayuda. Por allí sólo vi a dos peones: un tal Dai’ y un amigo de Frank llamado Mike Crunchie que se encargó de mostrarme cómo funcionaba todo. Me levan­ taba al romper el alba y trabajaba como una mala bestia empacando heno, cortando troncos, talando árboles y limpiando los establos. Era el tipo de actividad manual que no había hecho desde que dejé de trabajar con mi abuelo en la obra, y lo cierto es que me encantaba. Pronto me fortalecí y, a pesar de ser invierno, el viento me tostó la piel. Frank, mientras tan­ to, andaba por ahí comprando y vendiendo vehículos pesados. Se veía a

F

sí mismo como un comerciante y le encantaba hablar sobre los enormes negocios con camiones o tractores en que andaba metido. Sobre las cinco o las seis de la tarde, me recogía para irnos a los pubes de Owestry, donde poníamos la máquina de discos y bebíamos hasta que apenas nos teníamos en pie. A veces organizábamos espectaculares ri­ dículos, pero como lo hacíamos en público y de cara al exterior, tras la vida de recluso que había llevado aquello parecía un ejercicio muy sano. Después volvíamos a casa, Frank preparaba algo de cena y bebíamos un poco más. Hacía mucho tiempo que no me lo pasaba tan bien. Frank me dio algo muy importante. Hizo que me sintiera bien otra vez con­ migo mismo. Cuando estaba con los.Patterson, siempre me encontra­ ba ligeramente avergonzado, como si fuera un criminal rehabilitándo­ se, pero mientras estaba con él, aunque en buena medida fuera algo impulsado por el alcohol, me sentía con confianza y gracioso, como si por fin saliera de mi concha. Frank era muy cariñoso y amable conmi­ go, y lo mejor de todo era que no parecía seguir ningún plan. Pienso que disfrutaba de verdad de mi compañía y sencillamente me aceptaba tal como era. A lo largo de toda mi estancia con Frank, estuve acumulando canciones e ideas para un nuevo álbum. Escuchaba música de todas clases, e incluso intenté escribir alguna línea que otra. No hace falta decir que el blues figuraba en lo alto de mis prioridades, y la idea de emprender algo pronto me empezó a resultar bastante estimulante. El paso de llevar una existencia tremendamente aislada a otra muy sociable tuvo mucho que ver con que recuperara las ganas de hacer música, y eso se lo debo sin duda a David y a los Patterson, ya que fue en esa área donde acertaron de pleno a la hora de encauzar mis energías. Aparte del material que tenía en mente, un¿ posible banda también me esperaba entre bastidores. Cari Radie me ha­ bía enviado algunas cintas del combo con el que tocaba en Tulsa, junto a una nota que decía: «Deberías escuchar esto. Creo que te gustaría tra­ bajar con estos tipos». Con Cari al bajo, Dick Sims a los teclados y Jam;¿ Oldaker a la batería, sonaban genial y se notaba que tenían mucho talento. Cari era un personaje fascinante. Músico de Tulsa descendiente de alemanes, tenía bastante aspecto de europeo. Llevaba siempre unas gafa¿ de cristales gruesos, y el pelo le raleaba por delante y se lo dejaba largo y despeinado por detrás. Aunque sólo me pasaba tres años, ya no era nin­ gún crío y había adquirido gran experiencia y sabiduría. Era un filósofo nato, además de un musicólogo, y tenía un amplio gusto que abarcaba

r. -sica de todo el mundo. Hablábamos durante horas sobre cualquier cosa, *2£sde películas a perros de caza, y fue mi alma gemela. Pero, por supuesto, por encima de todo se trataba de un bajista brillante, con un estilo mi­ nimalista y melódico que tenía mucho swing. Durante la etapa con los Dominos yo me había hecho muy amigo de Cari, y él se había mantenido firme en la idea de querer trabajar conmigo áe nuevo. Cari sabía ver más allá de todas mis tonterías y conocía mi aaténtico potencial. Por mucho que la intervención de David para ayuinrme me hubiera conmovido, me resultó mucho más estimulante el paso üdo por Cari, porque, para un músico con aspiraciones reales en Estános Unidos, no había nada peor que estar escondido en Inglaterra en r-irad de ninguna parte. Todos mis héroes se encontraban allí, y el mensaje át Cari con ese «te esperamos» significó un auténtico incentivo para volver i h superficie. El recuerdo de ese pequeño grupo de músicos no me aban­ donó y, cuando empecé a reunir los ingredientes con destino al nue«o disco en casa de Frank, ésa era la banda con la que me imaginaba to­ ándolo. Cuando me pongo a escribir canciones, me gusta dejar en la medida ¿se lo posible las cosas sin acabar, para que el que vaya a tocar luego el tema ignga la oportunidad de influir por el modo en que lo interpreta en el multado final. Lo que estaba haciendo, en esa ocasión, era preparar pe­ queños grupos de ideas en la cabeza, para llevárselos después a Cari, Jamie y Dick y decirles: «Trabajemos en esto». Entonces, si todo salía bien, ruando nos pusiéramos de verdad a ello, la canción se terminaría casi sola, lina de las canciones nuevas me estaba quedando muy bien, y yo me sentía ” iuy orgulloso de la originalidad de la letra. Se trataba de «Let it Grow», tuvieron que pasar muchos años antes de darme cuenta de que había pla­ giado por completo «Stairway to Heaven», el famoso himno de los Zeppein, un caso de justicia cruel habida cuenta de lo mucho que siempre los kabía criticado. Un día, cuando estaba en la granja, Pete Townshend me llamó para rreguntarme si querría hacer un carneo en la versión cinematográfica de Tammy, que se estaba rodando en los Pinewood Studios. El quería que interpretara una vieja canción de Sonny Boy Williamson, «Eyesight to the Biind», y debía hacerlo encarnando al predicador de una iglesia que ado­ raba a Marilyn Monroe. Aunque a mí todo eso me sonaba a un montón ¿e majaderías, no me podía resistir a probar, con lo que tenía aquello de -solver al trabajo de tocar, cantar y grabar una canción. Mandaron un coche

en mi busca a la granja y me llevaron a los estudios para pasar allí el día. Resultó una experiencia surrealista, ya que me pasé todo el tiempo em­ borrachándome con Keith Moon, y verlo a él a pleno rendimiento me hizo pensar que yo no tenía ningún problema en absoluto. Comparado con él, no era más que un peso ligero. A mitad de mi estancia en casa de Frank, Alice vino para reunirse con­ migo después de que le dieran el alta en la clínica. Resultó una visita tensa y llena de nervios, ya que habíamos recibido instrucciones estrictas de Meg sobre no compartir habitación ni implicarnos demasiado en serio, según la teoría de que eso podría provocar una recaída. Lo cierto es que aquello me convenía bastante, porque, a la par que mis sentidos volvían a la vida, tam­ bién lo hacían los pensamientos sobre Pattie, que habían permanecido ale­ targados los tres años previos. Esos pensamientos fueron reavivados cuan­ do, de manera inesperada, George y Pattie aparecieron en Gales para ver cómo me iba. Aunque el gesto de amistad de ambos me llegó al alma, re­ cuerdo que pensé que hubiera preferido que Pattie viniera sola. Nos fuimos al pub a tomar algo y, a pesar de que aún parecían una pareja, tuve la clara impresión de que ella me miraba con algo más que simple preocupación de amiga. Así pues, todos los antiguos sentimientos volvieron en tromba. Cuando me marché de casa de Frank, estaba en forma, limpio y bu­ llendo de excitación ante todas las posibilidades que tenía por delante. En un rapto de gratitud hacia Meg, le envié mi cuchara para la coca de oro de veinticuatro quilates junto a una nota escrita a mano que decía: «Gra­ cias, Meg. Ya no necesitaré más esto». Me sentía bien, porque la vida comenzaba a tener buena pinta otra vez. Yo era consciente de que nun­ ca había dejado de escuchar música y tocar, e incluso en mis momentos más bajos me las había apañado para mantener un poco el nivel a la gui­ tarra. Tenía un trabajo al que volver. Además tomé la dolorosa decisión de romper definitivamente con Alice, algo que Meg siempre me había aconsejado por miedo a que acabáramos destruyéndonos. Lo único que quedaba de esa relación era la dependencia, y entonces mis pensamien­ tos eran sólo para Pattie. En el transcurso de mi adicción, Stigwood siempre había creído que saldría adelante. Aunque asumía un enorme riesgo con ello, siguió con­ migo, y una de las primeras cosas que hice a mi vuelta fue concertar una cita con él. — ¿Qué quieres hacer? — me preguntó— . Porque yo sé lo que quiero que hagas.

— Bueno, tengo unas cuantas ideas, y creo que me gustaría hacer un disco — le respondí. — Bien, eso es fantástico — me dijo— , porque es justo lo que tenía en mente. Toma estos billetes para Miami, el estudio ya está reservado, con Tom Dowd de productor e ingeniero, si lo quieres a él. Y eso fue todo. Todo había sido organizado de antemano, y sólo me estaban aguardando. Recuerdo que pensé en la gran capacidad de previ­ sión que mostraba Stigwood, al proponerme un trato al que no tenía más que sumarme. También nos había alquilado el 461 en Ocean Boulevard, una lujosa casa frente al mar en Miami Beach, y yo volé hacia allí de in­ mediato. Cuando llegué, Cari me dio la bienvenida, y me llevó en coche des­ de el aeropuerto al encuentro de Jamie y Dick. Eran dos muchachos muy animados, brillantes y seguros de sí mismos, en absoluto impresionados por mi presencia. Me hacían sentir viejo, ¡y no tenía más que veintinue­ ve años! El plan era que tocáramos como cuarteto, aumentados en el es­ tudio con otros intérpretes, y comprendí instintivamente que el éxito del disco dependería por completo de la química que desarrolláramos entre nosotros. Mi primera tarea, y la más importante, era encontrar el modo de recuperar mi habilidad tocando en compañía de músicos como es debido. Acabamos llegando a un compromiso por el cual ellos bajarían el listón de acuerdo con mis capacidades. Eso le daba un cierto encanto a la música, ya que era muy sencilla. Uno de los músicos adicionales contratados por Stigwood era Yvon­ ne Elliman, una brillante y joven cantante que había interpretado el pa­ pel de María Magdalena tanto en Broadway como en la película Jesucristo Superstar. De ascendencia irlandesa y hawaiana, era una increíble belle­ za exótica, con el pelo largo y negro, y Stiggy tenía mucho interés en que colaboráramos. Puesto que yo prácticamente no había tenido vida sexual en los últimos años, no es difícil imaginar lo que ocurrió en la embriaga­ dora atmósfera del estudio de Miami. El deseo brotó entre Yvonne y yo, y pronto empezamos a flirtear, a tontear y a vivir un apasionado roman­ ce. A ella le gustaba de verdad divertirse, beber, fumar chocolate y en general salir por ahí con los chicos, y nos hicimos buenos amigos. Tam­ bién estaba impresionado por su maravillosa voz, y no tardé en pedirle que se uniera a la banda. La guitarra que escogí para mi vuelta a las grabaciones era obra mía, una Fender Stratocaster negra a la que llamé «Blackie». Durante mis co­

mienzos, a pesar de la admiración que sentía por Buddy Holly y Buddy Guy, ambos fieles a la Strat, había tocado preferentemente una Gibson Les Paul. No obstante, un día, durante la gira con los Dominos, vi a Steve Winwood con una Strat blanca e, inspirado por él, me fui hasta Sho-Bud, en Nashville, donde tenían una pila de Strats al fondo de la tienda. Por entonces estaban completamente pasadas de moda y me compré seis ti­ radas de precio; no pagué más de cien dólares por cada una de ellas. Es­ tos instrumentos de época valdrían ahora cien veces esa cifra. Cuando volví a casa, repartí tres entre Steve, Pete Townshend y George Harrison y me quedé con las otras. Luego cogí esas tres e hice una guitarra a partir de ellas, utilizando los mejores componentes de cada instrumento. Viniendo de actuar con los Dominos, músicos enérgicos que tocaban a todo volumen, alto y fuerte, tocar con una actitud relajada resultó una experiencia muy diferente, que yo disfruté de principio a fin. Sin embargo, al escuchar a esos chicos, me percaté de lo rezagado que estaba y de que necesitaba alcanzarlos, y rápido además. Después de hibernar durante años y de estar completamente desconectado, ansiaba conocer todo lo que escuchaba la gente entonces y qué había de nuevo en el mundo de la música. Estaba seguro de que aún podía tocar con el corazón y, por muy primitivo o torpe que sonara, aquello sería auténtico, y ahí residiría mi fuerza. Además, me había cansado de todo el rollo del «héroe de la gui­ tarra». Lo único que quería era fundirme con la banda y tocar más la guitarra rítmica. Comenzaba a seguir el ejemplo de J.J. Cale, al que Delaney me había dado a conocer a finales de los sesenta, y del que esos chicos se habían empapado bien; Cari incluso había tocado en alguno de sus discos. Todo parecía encajar para que mi vuelta fuera junto a músicos minimalistas, ya que era justo allí adonde quería ir. Aparte de «Let It Grow», que había terminado por mi cuenta, la ma­ yoría del material para ese disco consistía en versiones de canciones como «Willie and the Hand Jive»,««Steady Rollin Man» y «I Can’t Hold Out», que habían estado dando vueltas en mi cabeza durante mucho tiempo, es­ perando su oportunidad para salir. Escribí «Get Ready» pensando en lo que me ocurría y en lo que sentía por Ivonne, y «Mainline Florida» fue compuesta por George Terry, un músico de la zona que se había unido mis­ teriosamente a nuestra feliz tropa. Era amigo de Albhy Galuten, otro in­ térprete local al que había conocido durante la grabación de Layla y con el que había salido entonces. Había oído por primera vez la canción «Give Me Strength» en Londres a comienzos de los sesenta, mientras vivía en Ful15 6

ham Road con Charlie y Diana Radcliffe. Parecía venir perfectamente a cuento, y además me dio una oportunidad que nunca olvidaría para to­ car con Al Jackson, batería de los M G’s y una leyenda entre los músicos. Un día George Terry vino con un disco titulado Burnin\ de Bob Marley and the Wailers, una banda de la que nunca había oído hablar. Cuando George puso el vinilo, me quedé fascinado. A él le gustaba en especial la canción «I Shot the Sheriff», y me insistía: «Tienes que grabar ésta, tienes que grabar ésta. La haríamos sonar genial», pero era reggae del duro y no estaba seguro de poder hacerle justicia. De cualquier forma hicimos una versión del tema y, aunque me lo callé entonces, no me dejó muy entusiasmado. El ska, el bluebeat y el reggae eran entornos familiares para mí. Había crecido oyendo esos estilos en los clubes y en la radio a causa de las emergentes comunidades de las Indias Occidentales en Inglaterra, pero para los estadounidenses eran casi una novedad, y ellos no eran tan puntillosos como yo sobre el modo en que debían tocarse. No es que yo supiera la manera de hacerlo, sólo sabía que no lo estábamos haciendo bien. Cuando concluimos las sesiones y empezamos a cotejar las canciones que teníamos, les comenté a los demás que en mi opinión «Sheriff» no de­ bía ser incluida, ya que no le hacía honor a la versión de los Wailers. Sin embargo, todos dijeron: «No, no. En serio, se trata de un éxito», y en efecto, cuando el álbum salió y la compañía de discos eligió la canción como single, para mi completo asombro fue directa al número uno. Aunque no me encontré con Bob Marley hasta mucho tiempo después, él me llamó cuando salió el single. Me pareció que estaba bastante contento. Intenté aprovechar para preguntarle de qué iba la canción, pero entendí muy poco de su respuesta. Me quedé muy aliviado al saber que le gustaba lo que habíamos hecho. El disco 461 Ocean Boulevard se grabó en un mes, después del cual regresé a Inglaterra, donde decidí volver a intentarlo con Pattie. A través de terceros me habían llegado noticias de que las cosas andaban mal en­ tre George y ella, y de que vivían prácticamente una guerra abierta en Friar Park, con él enarbolando la bandera «Om» en un extremo de la casa y ella la bandera pirata en la otra punta, aunque el consejo unánime de mis amigos era: «Espera el momento propicio y ella lo dejará». Una noche me hallaba en el estudio con Pete Townshend, completando lo que había grabado para Tommy, y al terminar sentí de repente el impulso de ir a ver a Pattie. Me las arreglé para convencer a Pete de que me llevara en co­ che a Henley, con el pretexto de que George tenía mucho interés en verlo

y de que de todas formas tampoco nos quedaríamos mucho. De hecho, no íbamos a ser más que intrusos. Cuando llegamos, George se llevó a Pete para presumir de estudio y tocarle alguna de las canciones en las que es­ taba trabajando, mientras que yo empleé el tiempo en hacer manitas con Pattie e intentar convencerla de que dejara de una vez a George. Al final me marché sin que ella tomara una decisión, pero aquél acabó resultan­ do un momento trascendental en nuestra relación. Acudí a ver a Robert Stigwood, quien en esa época estaba muy im­ plicado con otros proyectos además de conmigo. Tenía en el escenario Jesucristo Superstar, ¡Oh, Calcuta!y Hair, producía la versión cinematográ­ fica de Tommy y representaba a los Bee Gees; de modo que me asignó a alguien a jornada completa para concederme el tiempo y la atención que a su parecer yo merecía. El tipo que eligió fue Robert Forrester, un nor­ teño agudo y chistoso que llevaba un tiempo trabajando en la compañía de Stigwood, la RSO, como agente de contratación. Yo ya conocía a Roger, puesto que había organizado alguna de mis giras, y siempre me había parecido todo un personaje, con sus grandes gafas tintadas con forma de televisores, trajes fardones, corbatas anchas de colorines y el pelo echado para atrás. Jack y Ginger intentaban siempre hacerle la vida imposible — a Ginger, por ejemplo, le encantaba ir con sus perros al despacho de Roger y azu­ zarlos para que destrozaran todo a mordiscos— , aunque pocas veces pu­ dieron con él, ya que siempre los derrotaba con su afilada labia y sus frases ingeniosas. No era un novato en el mundo del espectáculo, puesto que había comenzado su carrera como promotor de combates de lucha en clu­ bes obreros antes de pasar a trabajar con bandas pop como los Honeycombs y Pickety Witch. Resulta extraordinario que acabara conmigo, ya que éramos muy diferentes, polos opuestos en realidad. A mí me intere­ saba lo esotérico, el arte, el cine, la moda urbana, mientras que a él le gus­ taba describirse como el típico muchacho de clase trabajadora que vive de una dieta de salchichas y puré de patatas. De alguna manera, conseguía­ mos encontrarnos en el medio y nos llevábamos muy bien. Tras el tremendo éxito de «I Shot the Sheriff» y la salida a continua­ ción del álbum 461 Ocean Boulevard , llegó la hora de volver a la carretera. Stigwood había planeado una enorme gira de seis semanas y veintiocho ciudades por estadios de Norteamérica, una decisión con la que al pare­ cer el recién llegado Roger estaba en profundo desacuerdo. En su opinión yo debía retornar poco a poco y con cuidado, mediante una gira más corta

en locales más pequeños. Fuera como fuese, el plan de Stigwood se man­ tuvo y partimos de nuevo, por todo lo alto. Antes de empezar a trabajar con Stigwood, Roger había conseguido algunos contactos interesantes en el East End, entre ellos Laurie O ’Leary, que había regentado el Esmeraldas Barn para los Krays antes de hacerse cargo del Speakeasy. Roger contrató a Alphie, el hermano de Laurie, para trabajar como mi asistente personal y guardaespaldas. Alphie era un tipo difícil de olvidar, un hombretón fornido que se hacía la permanente y medía como poco dos metros. Movía el cuello de una manera extraña, como si se lo hubiera roto alguna vez y, debido a que casi no podía girar la cabeza, cuando se volvía para mirarte tenía que torcer toda la mitad superior del torso, lo que le daba un aire bastante siniestro. Sin embar­ go, por muy amenazador que pudiera parecer, era todo fachada, ya que en realidad se trataba de un hombre muy amable. Pero como era mi guar­ dián, a veces tenía que hacer cosas que hubieran supuesto un dilema moral para cualquiera, como echar a la fuerza a gente de situaciones en las que no se la quería. Estas cosas lo dejaban con terribles remordimientos du­ rante días, pero al final tragaba saliva y seguía poniendo cara de fiereza. En realidad, Alphie era la quintaesencia del gigante amable. Roger podía tener sus reparos sobre la gira, pero yo no. Me había enterrado a mí mismo lejos del mundo durante suficiente tiempo. Y, de todas formas, estaba demasiado borracho la mayor parte del día como para percibir si la gira me perjudicaba o no. La bebida me convirtió en un bromista de la peor clase. Por ejemplo, Stigwood decidió que los ensayos para la gira se hicieran en Barbados, así que nos alquiló una gran villa en la playa. Recuerdo llegar allí y encontrarme con que el personal había preparado una deliciosa cena de espaguetis a la boloñesa en nuestro ho­ nor. Apenas me hube sentado, cuando agarré mi plato y se lo lancé a al­ guien. Pronto la comida estaba volando por la habitación, y dejamos las paredes y los muebles chorreando con pasta y salsa de carne. Algunos de los mejores momentos de mis años de bebedor ocurrie­ ron junto a Stigwood y compañía. Nos encantaban las bromas a lo grande, para las que no existía prácticamente límite. A veces las cosas se ponían bastante violentas, y entonces se acordaba una tregua a fin de evitar que alguien acabara herido. A Stiggy le gustaba representar el papel de vícti­ ma indignada y, si se le apretaban mucho las clavijas, de repente la em­ prendía a golpes en defensa propia, y siempre acababa dando tanto como recibiendo. Parecen chiquilladas, y lo eran, pero nos lo pasábamos bomba.

Aparte de mí, dos de los más feroces atormentadores de Stiggy eran Ahmet y Earl McGrath, que dirigía la compañía de discos de los Rolling Stones. Una vez me enteré de que lo habían dejado en calzoncillos en medio de un aeropuerto y le habían vaciado el contenido de la maleta por el suelo. Unas navidades Stiggy recibió en su casa un camello de peluche de tamaño natural, y él envió en respuesta tres vacas lecheras a Hurtwood, y así una y otra vez. En una ocasión en Barbados, Ahmet, Earl y yo hici­ mos una visita a la villa que Stiggy había alquilado, y nos pusimos a des­ trozar el lugar mientras él se quedaba fuera sentado en una hamaca, llo­ rando y lamentándose: «¿Cómo os atrevéis? Jamás me habían humillado así en toda mi vida». Eramos como niños y, si uno de nosotros cambia­ ba de bando y acudía en ayuda de Stiggy, de inmediato se producía un cambio de poder y la víctima se convertía en agresor. Pensándolo ahora, se requería mucho amor y confianza para practicar juegos como aquellos a mansalva, y eso era en definitiva lo que había entre nosotros, estuvié­ ramos borrachos o sobrios. La gira del 461 Ocean Boulevard comenzó el 28 de junio de 1974, tocando en el Yale Bowl, en New Haven (Connecticut), con capacidad para setenta mil personas. La banda se componía de los mismos músicos que habían participado en el álbum: Cari Radie, Jamie Oldaker, Dick Sims, George Terry e Yvonne Elliman, aunque el repertorio también incluía canciones como «Badge» y «Crossroads», de mis tiempos con Cream, «In the Presence of the Lord», de Blind Faith, y «Layla» y «Have You Ever Loved a Woman», de los Dominos. Después de todo se suponía que ésa era mi gira de reaparición. Se trataba de un espectáculo muy vistoso, y nosotros salíamos después de nuestro telonero, Legs Larry Smith. El tocaba la batería en la Bonzo Dog Doo-Dah Band, donde acostumbraba a llevar un tutú y a salir de detrás de la batería para ejecutar un baile de claqué. En nuestra gira, su número consistía en salir al escenario vestido como un centurión romano e interpretar luego la canción de los Who «My Generation» con un ukelele. Nosotros le hacíamos la vida imposible. Solíamos ponernos en un late­ ral del escenario y arrojarle cosas — frutas, panecillos o cualquier cosa que tuviéramos a mano— . A veces le llenábamos el ukelele de sopa justo antes de salir. Era un número fuera de lo común. El público no sabía cómo tomárselo, y una y otra vez él salía del escenario entre abucheos, fingiendo una terrible pena y humillación, lo cual también era parte del número.

Legs y yo nos hicimos buenos amigos y colegas de bar. A él le gusta­ ba llevar ropa muy abrigada en climas calientes. Por ejemplo, recuerdo verlo en Nueva Orleans, a mitad de julio, llevando un tweed Harris de tres piezas con un abrigo doblado sobre el brazo. También poseía un precioso traje hecho a medida a partir de toallas de los Holiday Inn. Tenía muchísimo estilo, y su gusto para vestir empezó a influirme. Adopté como conjun­ co habitual un gastado peto Lee, que había comprado en una tienda de segunda mano, con un impermeable de plástico transparente adornado de forma excesiva con ¿lentos de chapas. No me preocupaba demasiado lo que pensara la gente; estaba borracho la mayor parte del tiempo, divirtiéndome, haciendo el tonto y jugando con los chicos. El brandy era mi primera elección, aunque no lo bebía a palo seco. Como a la mayoría de los alcohólicos que he conocido, a mí tampoco me gustaba el gusto del alcohol, así que lo mezclaba con algo suave, como ginger-ale o Seven-Up. Bebía sin parar, y me daba igual si había actuación o no esa noche, ya que siempre estaba seguro de que podría manejarlo. Por supuesto, muchas veces no podía, en cuyo caso me limi­ taba a salir del escenario dando tumbos, y alguien, normalmente Roger, tenía que intentar convencerme para que volviera. Una borrachera post-sicodélica pareció inundar todo el negocio del espectáculo a principios de los setenta. Si subías a un escenario, práctica­ mente lo menos que se esperaba de ti era que estuvieras borracho. Recuerdo que hice una actuación entera tendido en el escenario con el pie del mi­ crófono tumbado a mi lado, y nadie se inmutó. Tampoco se oyeron muchas quejas, probablemente porque el público estaba tan borracho como yo. Por supuesto, también había personalidades ilustres en la carre­ tera por entonces, artistas con altos valores éticos y profesionales, como Stevie Wonder, Ray Charles y B. B. King. Y si yo hubiera tenido el valor o la lucidez para comprender el ejemplo que sentaban, quizá habría em­ pezado a hacer algo con respecto a mi constante declive. Pero estamos hablando de alcoholismo, y yo me negaba en redondo a reconocer el rumbo que estaba tomando mi vida. Empezó a haber preocupación sobre mi estado de puertas adentro, aunque sin la precisa información. Lo único que la gente de mi círculo inmediato sabía hacer era preservar el status quo, y Roger empezó a for­ mar parte de aquello. Aparentemente, las órdenes que tenía de Stiggy eran que todo siguiera en marcha y funcionando, y por ese motivo acabó con­ vertido en mi cómplice; se aseguraba de que no me faltara de nada, me

animaba lo justo, se desmadraba conmigo y me hacía reír. Nos volvimos uña y carne, y yo empecé a respetarlo como a una figura paternal. Via­ jaba a todas partes conmigo, no me perdía de vista en ningún momento y le preguntaba a la gente: «¿Dónde está Eric? ¿Qué hace? ¿Está bien? Infórmame». Mientras tanto, yo estaba feliz en mi nube alcohólica, sin darme cuenta de que todo el mundo que antes trabajaba para mí ahora lo hacía para Roger, y que el equilibrio de poderes se había trastocado. El golpe maestro de Roger, y lo que cimentó realmente nuestra amis­ tad, fue traer a Pattie. Se trataba de la primera ocasión en que agitaba de verdad su varita mágica, y al hacer realidad ese deseo largamente espera­ do me colocó bajo su hechizo. Se había enterado por terceras personas de que Pattie había dejado a George y estaba viviendo en Los Angeles con su hermana Jenny, casada con Mick Fleetwood. Roger me propuso que la llamara y la convenciera de venirse conmigo de gira. Todo eso me cogió bastante desprevenido, pero reuní el valor nece­ sario para telefonear y ella aceptó. Era difícil de asimilar, teniendo en cuenta que yo apenas la había visto durante los tres años anteriores. Pattie se unió a nosotros un 6 de julio en Buffalo, donde tocamos ante cuarenta y cin­ co mil personas en el War Memorial Stadium. No fue aquél un comien­ zo prometedor. Yo estaba casi ciego debido a un severo ataque de conjun­ tivitis que había pillado de Yvonne Elliman, con la que todavía salía, y tan borracho por los nervios que me las apañé para estamparme en el esce­ nario contra una enorme maceta. No obstante, cuando toqué esa noche «Have You Ever Loved a Woman?», la letra tuvo un sentido muy especial.

EL Y N E L L

t

i relación con Pattie, ahora que ya podíamos estar juntos, nunca fue el maravilloso idilio que se ha descrito. No se basó tanto en vín­ culos sólidos y maduros como en correrías alcohólicas por lo desconoci­ do. Con lo que ahora sé acerca de mi dolencia, seguramente jamás tuvi­ mos la oportunidad de conseguir algo mejor, incluso en el caso de que nos hubiéramos unido antes, ya que mi adicción siempre se interpuso entre nosotros. Dicho esto, estábamos verdaderamente enamorados y nos di­ vertíamos mucho, pero nos hallábamos en la carretera y, aunque era fa­ buloso estar por fin juntos sin tener que escondernos, antes o después tendríamos que afrontar la realidad. La inseguridad que sentía con respecto a nuestra relación se refleja­ ba en la manera como necesitaba identificar a Pattie. Llamándola «Pat­ tie» la reconocía como la aún esposa de George, así que con una especie de quiebro subconsciente empecé a apodarla «Nell» o «Nelly», a veces Nello». A ella parecía no importarle, aunque eso significara que todo el mundo en su nueva vida la conociera por ese mote. Supongo que tal vez estaba rindiendo homenaje a mi tía abuela favorita, o quizá sólo intentaba relegar a Pattie al rango de camarera para no sentirme tan abrumado por su presencia. ¡Quién sabe! Por aquel entonces no era fácil interpretar mis pensamientos o mis acciones, ni siquiera para mí. Pero el apodo le sen­ taba bien, y se quedó con él. La gira de Ocean Boulevard prosiguió durante la mayor parte de 1974. Pusimos cuarenta y nueve veces el cartel de no hay billetes en Estados Unidos, Japón y Europa, casi siempre en enormes estadios, pero gran parte de ese período es un agujero negro en mi mente. Si lo pienso ahora, no obstante, creo que Roger seguramente tenía buenas razones para preocu­ parse por mi comportamiento en esos grandes recintos. Después de tanto

M

16 5

tiempo en el dique seco, sobre el escenario me sentía nervioso y oxidado, así que evitaba tocar los solos que los fans habían pagado por oír. Mi to­ que en directo no repuntó hasta el año siguiente, cuando empezamos a actuar en locales pequeños de Estados Unidos. Nell se quedó hasta el fi­ nal de la primera parte de esa gira y luego se marchó a casa. En cuanto se fue volví a los ligues de una noche y a comportarme de forma escandalosa con cualquier mujer que se pusiera en mi camino, de modo que mi salud moral alcanzó un estado deplorable (y sin visos de mejorar) mientras se incrementaba el consumo de alcohol. Daba la im­ presión de que estaba intentando sabotear mi relación con Pattie, como si una vez conquistada ya no quisiera tenerla. Sólo un par de personas, Legs Larry y Cari (auque éste en menor medida), estaban dispuestas a aguan­ tar mi marcha, pero casi todos los demás trataban de evitarnos. Roger me proponía de vez en cuando que me calmara, y tal vez yo considerase la idea un segundo antes de ahogarla con otra copa, todo ello si no me cabrea­ ba y le decía que no se metiera en mis asuntos. Al finalizar la gira, y debido al éxito de «I Shot the Sheriff», Tom y Roger pensaron que estaría bien poner rumbo al Caribe para conocer todo el asunto del reggae, de modo que organizaron un viaje con el objeto de grabar en Jamaica, donde pensaban que podríamos escarbar la tierra en busca de raíces e influencias. Tom creía en la aproximación a las fuentes, y yo estaba feliz con el plan porque nos permitiría a Pattie y a mí vivir una especie de luna de miel. Kingston era un gran sitio para trabajar. Allá donde fueras se respiraba música. Todo el mundo cantaba sin parar, incluso las doncellas del hotel, y eso se me metió en la sangre. Pero grabar con jamai­ canos era otra cosa. Me resultaba imposible igualar su consumo de maría, que era formi­ dable. Si hubiera fumado tanto o tan a menudo me habría desmayado o habría tenido alucinaciones. Trabajábamos en los Dynamic Sound Studios de Kingston, lugar donde la gente iba y venía portando unos enor­ mes porros trompeteros que llenaban la habitación con tal cantidad de humo que uno no podía ver quién estaba o dejaba de estar allí. Hicimos un par de temas con Peter Tosh, quien pasaba buena parte del tiempo desplomado en una silla con apariencia inconsciente. De pronto se po­ nía en pie para grabar la canción y tocaba soberbiamente con su carac­ terístico wah-wah de reggae, pero en cuanto parábamos regresaba al trance. A mí el reggae me interesaba de verdad, aunque después de haberme

familiarizado con Bob Marley and the Wailers no estaba seguro de adonde dirigirme. Pensándolo ahora, Toots and the Maytals hubieran resultado perfectos; son una de mis bandas favoritas de todos los tiempos, pero por aquel entonces no habíamos hecho esa conexión. El problema radicaba en que, borracho como solía estar, a menudo seguía las indicaciones de Tom, e incluso de Roger, quienes tomaban decisiones artísticas en mi nombre, a veces con resultados desastrosos. Ir a Jamaica no era suficien­ te y tender un puente entre el reggae y el rock careciendo de un plan definido no resultaba nada fácil. De un modo más bien ingenuo lo ha­ bíamos hecho con «I Shot the Sheriff», pero era algo que habíamos logrado de forma espontánea, sin pensar seriamente en ello, y ya era demasiado tarde para iniciar esa reflexión. En realidad tocábamos o reggae o rock and roll. En el disco incluimos una canción de George Terry titulada «Dont Blame Me» que parecía una secuela de «I Shot the Sheriff», pero no quedó bien. Sospechaba que estábamos explotando una fórmula (de hecho lo hacíamos), y eso casi siempre sale mal. Aunque manejamos mucho ma­ terial, el resultado obtenido, que titulé Theres One in Every Crotud y sa­ lió en marzo de 1975, era un disco más de rock and roll que le debía muy poco a la música jamaicana en general y al reggae en particular. Lo cierto es que estaba buscando mi camino. Durante esa etapa tam­ bién empecé a descubrir que cuanto más oía a grandes músicos y cantantes, más deseaba retroceder. Por ejemplo, para ese álbum fichamos a Marcy Levy, una bella vocalista de Detroit que había actuado con Delaney & Bonnie y León Russell, y para darle más oportunidades de cantar comencé a reducir mis intervenciones. Comprobé que me gustaba desempeñar un papel secundario y que era feliz empujando a los demás hacia el primer plano. Después de todo, se trataba de mi banda, así que no había ninguna duda sobre quién mandaba allí. Al final le pedí a Marcy que se convirtiera en miembro permanente del grupo, cosa que consternó a León, que ya me había acusado de «robarle» a otros dos músicos jóvenes, Jamie Oldaker y Dick Sims. Supongo, no obstante, que para ellos resultaba mucho más atractivo trabajar conmigo y recorrer el mundo con el grupo. La «luna de miel» que Nell y yo habíamos planeado duró poco. Ella se reunió conmigo en Ocho Ríos, pero a los pocos días tuvieron que lle­ varme al hospital de Kingston porque me rompí un dedo del pie inten­ tando echar abajo la puerta del baño donde se había encerrado tras una pelea más o menos juguetona. Después llegó la noticia de que mi herma­ nastro Brian se había matado en un accidente de moto en Canadá. Aunque

no lo había visto demasiado desde la adolescencia y apenas teníamos re­ lación, la noticia me entristeció porque era una persona que me caía muy bien. Le pedí a Nell que me acompañara al funeral, pero no recuerdo mucho del viaje, que supuso una fenomenal excusa para ponerme como una cuba. Para ella, sin embargo, fue un episodio duro. No conocía a mi familia, y yo había visto muy poco a mi madre durante los años anteriores. Recuerdo que la ceremonia se celebró por el rito católico y que yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando pues jamás había asistido a una misa católica. La otra cosa que recuerdo es mi incapacidad para sentir pena, tal vez por la fuerza que veía en mi madre. La repentina muerte de Brian la había devastado por completo, y yo estaba demasiado aturdido para consolar­ la como merecía. Durante el primer año de nuestra vida en común, Nell y yo no pa­ ramos ni un momento. Yo había ganado tanto dinero con la gira de Ocean Boulevard que Roger insistió en que nos trasladáramos un año a las Bahamas para librarnos de los castigos fiscales. Esa iba a ser nuestra autén­ tica luna de miel. Alquilamos una mansión en Isla Paraíso, un pequeño y hermoso islote situado al noreste de Nassau y conectado a la isla prin­ cipal mediante un puente. Richard Harris tenía una casa en una punta, mientras que en la otra se alzaba un gran complejo hotelero. Justo en medio, y cruzando la isla, había una propiedad que pertenecía a un hombre llamado casualmente Sam Clapp, socio del financiero internacional Bernie Cornfeld. Constaba de dos edificios, uno al estilo de Miami y otro de aspecto polinesio, ambos muy hermosos y modernos. Además me encan­ taron porque el sistema de música se extendía por todas las habitaciones. Como nunca había visto nada igual, aquello me pareció revolucionario. La vida en Isla Paraíso fue al principio idílica. Nos empapábamos de sol, de mar y de arena, y nos recreábamos en el placer de estar juntos y solos. Dejé de beber en exceso o en soledad y me limitaba a disfrutar de unas cuantas cervezas a lo largo del día. Pero esa clase de vida no duró mucho porque cuando me acostumbré a Paraíso y me puse moreno y saludable, empecé a pasar cada vez más tiempo dentro de casa con el aire acondicionado puesto. Ya no aguantaba estar afuera. Me recluí y comencé a beber, sobre todo brandy y vodka. La bebida estaba allí tirada, así que la dipsomanía era una forma de vida para muchos residentes. Mi consu­ mo de licores se disparó prácticamente de la noche a la mañana, y al cabo de un año me había convertido en un alcohólico de los pies a la cabeza.

Desde Isla Paraíso me embarqué con la banda en una gira por Aus­ tralia, donde mis borracheras no desentonaban en un ambiente más bien favorable a esa clase de comportamiento. Una manifestación de aquel delirio fue mi afición obsesiva a los pulsos. Elegía a tipos en los bares y los desafiaba. Siempre podían ganarme con el brazo derecho, pero nadie, ni los hombres más forzudos, me derrotó jamás cuando usaba mi pode­ roso brazo izquierdo. Todo esto era más bien inofensivo, pero de vez en cuando me desmadraba y hacía cosas delante de Nell que resultaban com­ pletamente inapropiadas. Recuerdo una noche en la que me metí en un buen lío durante una gran cena cuando le pregunté en voz alta a la mujer del anfitrión si que­ ría bañarse conmigo. Esas cosas debían de parecerme graciosas en la época, pero desde luego no lo eran para Nell ni para ninguno de los directamente afectados. Yo siempre había tenido dentro de mí a un loco que pugnaba por salir, y la bebida le daba luz verde. Una entrada de mi diario escrita a mediados de los setenta durante unas vacaciones en yate por Grecia reza así: «Aquí me veo bebiendo vodka y limonada, montándome la fiesta por mi cuenta. Estoy triste y borracho... He fantaseado sobre lo que le haría al primer aduanero que me haga preguntas sobre la guitarra o, todavía peor, que se atreva a tocarla». Era algo habitual en mí desafiar a la autoridad cuando estaba cabreado, ya fuera un agente de aduanas, un policía o un simple conserje; a cual­ quiera que llevara uniforme le reservaba mi lengua más afilada, y luego Roger o Alphi tenían que arreglar el desastre, pagar la fianza, disculpar­ se, encargarse de la factura o hacer lo que fuera necesario para reparar la situación. En ocasiones me inventaba falsos dramas para buscar pelea. Decía: «Has insultado a mi esposa», y me servía de eso para desencade­ nar una vergonzosa discusión a gritos con algún inocente al que le había agarrado manía. Un conocido incidente ocurrió durante mi estancia en Isla Paraíso cuando me invitaron a ir a Tulsa, Oklahoma, donde tocaría en una jarn para celebrar el aniversario del Cairís Ballroom, famosa sala de baile que llevaba abierta desde los días del vodevil y local muy popular entre las bandas. Acepté la propuesta por mi relación con los músicos de Tulsa. Volé a Miami y de ahí a Tulsa, pero cuando llegué a mi destino estaba borra­ cho y con ganas de pelea. Había provocado un altercado a bordo del avión, de modo que la policía de Tulsa me estaba esperando cuando aterrizamos y me arrestó.

Cuando llegué a la prisión del condado, uno de los policías empleó mi segundo nombre al formular la denuncia. «¿Es usted Eric Patrick Clapton?», preguntó. Yo le contesté: «Nadie me llama Patrick, no tiene dere­ cho a llamarme así», y acto seguido me puse a despotricar contra él. A consecuencia de eso me metieron en la celda de los borrachos. Yo in­ tentaba aclararles mi identidad, pero se negaban a creerme, así que les pedí que me buscaran una guitarra para demostrárselo. Lo hicieron, y después me soltaron. A la mañana siguiente, una enorme foto en la que aparecía tras los barrotes de la celda ocupaba la portada del periódico local, el Tulsa

Tribune. Los viajes para tocar con otros artistas constituían una buena excusa para escapar de Isla Paraíso. Actué en un par de ocasiones con los Stones, en Nueva York y Los Ángeles, dentro de su Tour of the Americas, y en agos­ to volé a Nueva York para una sesión con Dylan, que estaba trabajando en el álbum que luego se convertiría en Desire. Recuerdo que estaba exul­ tante por el hecho de que me hubieran pedido tocar, pero cuando llegué allí toda la situación resultó muy extraña. Había dos o tres grupos espe­ rando a entrar en el estudio, incluida una banda inglesa llamada Kokomo, y cuando de tanto en tanto salía un puñado de músicos, todo el mundo les preguntaba: «¿Qué, cómo ha ido?». Algo muy similar a lo que ocurre en la sala de espera de un médico. Yo era uno de los cinco guita­ rristas presentes y, cuando entré, Dylan no fue precisamente comunica­ tivo. Era uno de esos momentos incómodos en que no sabes qué se espera de ti. No había posibilidad de ensayar. Él tocaba la canción una o dos veces y luego pasaba a la siguiente. Diría que esa noche había en el estudio veinticuatro músicos tocan­ do los instrumentos más dispares (acordeón, violín, etc.), y aquello pa­ recía genial, pero yo estaba completamente perdido. Volvía a sentirme como «Mr. Jones» y recordé mi primer encuentro con Dylan en Londres. No estaba más cerca de entenderlo ei* esta ocasión. Me puse a tocar lo mejor que pude, aunque era muy difícil seguirlo ya que pasaba atropella­ damente de una canción a otra. La sesión concluyó repentinamente y él se marchó. Yo me moría de ganas de salir a respirar un poco de aire fres­ co. Dylan me contaría más tarde que volvió a grabar todos los temas sólo con un batería y un bajo, y que ésas eran las tomas que iba a usar. Al final logré sacar una canción con Bob en nuestro siguiente álbum de estudio, No Reason to Cry, grabado durante el invierno de 1975 en los estudios Shangri-La que tenía The Band en Malibú, California. Fue un

disco caótico, y la verdad es que no sabíamos adonde nos dirigíamos. Cuando empezamos no teníamos ningún productor aparte de Ralph Moss, nuestro ingeniero, y sencillamente perdimos el norte. Parte del problema radicaba en que el emplazamiento de los estudios y la situación allí eran tan idílicos que a mí, sin ir más lejos, me resultaba imposible centrarme en las composiciones. Después de un par de días estaba a punto de irme, así que llamé a Rob Frabroni, el productor de The Band, para que nos ayudara. Richard Manuel apareció entonces con una canción titulada «Beautiful Thing», la primera pieza que grabamos y el impulso que nos puso en marcha. Bob Dylan residía entonces en una tienda instalada en el jardín de los estudios, y de vez en cuando se presentaba a tomarse algo para desaparecer luego tan rápidamente como había llegado. Le pregunté si quería hacer alguna contribución al disco, escribir, cantar, tocar, cualquier cosa. Un día vino y me ofreció una canción, «Sign Language», que me había tocado en Nueva York. Me dijo que la había escrito de una tacada sin entender si­ quiera de qué trataba. Yo le respondí que no me importaba de qué iba; sencillamente me entusiasmaban la letra, la melodía y la secuencia de acordes. Como Bob no se pone límites a la hora de experimentar con un tema, grabamos la composición a dúo de tres formas distintas, lo que me dio también la oportunidad de incluir una pista extra con Robbie Robertson haciendo su característico trémolo, algo que me encantaba. En defi­ nitiva, «Sign Language» es mi canción favorita del álbum. Una de las propuestas más raras que acepté en esa época se produjo en el sur de Irlanda, en septiembre, cuando me abordó Kevin McClory, el productor irlandés de la película de James Bond Operación Trueno. En Straffan House, la casa que tenía en el condado de Kildare, estaba mon­ tando un gran espectáculo benéfico consistente en un circo de famosos que él llamaba Circasia donde quería que yo actuara junto a figuras como Sean Connery, John Huston, Burgess Meredith y Shirley MacLaine. Roger pensó que sería una buena idea, y como Burgess Meredith, el protagonista de Como plaga de langosta, era uno de mis héroes, consentí en aparecer allí. Fue un evento inolvidable, y me condujo a otro interesante cruce de ca­ minos. La primera noche conocí a John Huston y me senté con un círculo de admiradores que escuchaban embelesados sus recuerdos. Al día siguiente nos juntaron a Burgess, a Shirley y a mí, y nos dieron un sketch para que lo ensayáramos. Yo estaba colado por Shirley MacLaine desde que la vi en

Irma la dulce llevando un minúsculo picardías. ¡Menudas piernas! Yo estaba deseando conocerla, pues tenía fama de ser una mujer con mucho carácter. Nuestro número estaba vagamente inspirado en una pieza cómica chaplinesca. Burgess y yo íbamos vestidos de payasos, con pelucas, narizotas y zapatones, y ella hacía de Charlot. La idea era que ella se paseara por la pista y que nosotros la siguiéramos, cada uno con una tarta de crema es­ condida detrás de la espalda. Luego nos acercábamos sigilosamente por detrás con la intención de estrellarle las tartas en ambos lados de la cara, pero cuando estábamos a punto de hacerlo ella se agachaba para atarse los cordones de los zapatos y nosotros acabábamos golpeándonos el uno al otro sobre la arqueada espalda de Shirley. Había dos espectáculos, el primero una actuación gratuita para chi­ cos discapacitados en la que el número se desarrolló sin complicaciones y Burgess y yo acabamos cubiertos de crema, lo que al público le pareció graciosísimo. El espectáculo nocturno era el de la recaudación con las entradas a cinco mil libras. Por supuesto, y habida cuenta de que nos encontrábamos en Irlanda, todos los participantes, a excepción de Shir­ ley, estaban a esa hora borrachos como cubas. El pobre Connery se des­ controló y acabó dando vueltas por la pista colgado del caballo que se suponía iba a montar, lo cual resultó diez veces más divertido que la ac­ tuación prevista. Burgess y yo tomamos nota de ello. Cuando Shirley se agachó para atarse los cordones, esperamos a que se irguiera de nuevo y, en lugar de darnos el uno al otro, la alcanzamos de lleno en la cara, cada uno por su lado. Ella se puso furiosa y nos persiguió fuera de la pista gri­ tando como una posesa. Roger me contó que después ella lo llamaba de vez en cuando al despacho para comentar cualquier escándalo en el que yo estuviera metido. Aquella gran mujer seguía echando humo. El sitio donde nos alojaron era un encantador hotelito, el Barberstown Castle, que tenía una parte construida en el siglo XIII. Estaba en el pue­ blo de Straffan y me enamoré del lugar inmediatamente, tal vez porque la primera noche que pasamos allí pillé una buena trompa sin soltar un penique. Me pasé literalmente toda la noche bebiendo en la barra sin que ningún dinero cambiara de manos. Pensaba para mí: «Esto es el paraíso»; al día siguiente llamé a Roger y le dije: «Tienes que venir a verlo, no te lo vas a creer». Unas semanas más tarde fuimos los dos juntos y nos que­ damos allí una noche disfrutando como nunca mientras nos emborrachá­ bamos con los lugareños, quienes aparecían ante nuestras más que bené­ volas miradas como fabulosos personajes y magníficos cantantes. El hotel

causó en Roger el mismo efecto que en mí, y entre los dos tomamos la decisión de comprarlo. Hicimos buen uso del lugar en los años posteriores, y muchas cosas divertidas o incluso extrañas sucedieron allí, normalmente en el bar. Los beneficios salían en realidad del restaurante: el bar era el lugar donde los parroquianos y yo mismo nos cocíamos todas las noches. Al final de una buena velada parecía que un huracán había arrasado el local, con cris­ tales rotos y muebles tirados por todas partes, cuerpos medio enterrados bajo las alfombras y yo inconsciente tras la barra. Por la mañana entra­ ban las chicas de la limpieza y en diez minutos el lugar quedaba como nuevo, listo para la hora del almuerzo. Cuando me hice abstemio toma­ mos la decisión de vender el establecimiento. Por esa época apenas iba por allí, y lo cierto es que hubiera resultado un lugar bastante peligroso para mí. Pero tengo recuerdos imborrables de los ratos que pasamos allí en compañía de estupendos personajes como Breda, nuestra gerente, y su antiguo novio Joe Kilduff, mi colega de barra. Fueron buenos tiempos. En la primavera de 1976, después de vivir un año en las Bahamas y de hacer giras por Australia, Norteamérica y Japón, volví finalmente a Inglaterra, donde, durante un tiempo, Nell y yo disfrutamos de un pe­ ríodo de auténtica dicha doméstica. Hurtwood se encontraba en un es­ tado penoso. Nadie se había ocupado de darle una mano de pintura ni cuidados de mantenimiento porque Alice y yo nos habíamos desenten­ dido de la casa por completo desde el día en que Monster comenzó a restaurarla. Estaba mugrienta. Allí habíamos tenido un par de perros (Jeep, un braco de Weimar, mi primer perro desde que era niño, y Sunshine, un golden retriever) a los que permitíamos dejar toda la porquería por la casa ya que solíamos estar demasiado colocados para limpiar nada. Las corti­ nas y tapicerías estaban empezando a pudrirse. Nell se entregó en cuer­ po y alma a la tarea de hacer que la casa recuperara su buen aspecto, y para empezar instaló una cocina Aga. Era una dama muy sociable y quería que la casa estuviera preparada para recibir visitas. Aunque no tanto como yo, Nell también era aficionada a la bebida, así que el alcohol se convirtió en una parte habitual de nuestra vida y en el marco de casi todas nuestras actividades. La cultura de la heroína, en la que me había sumergido con Alice, consistía básicamente en ver la tele o películas cuando no andábamos en busca de la propia droga. Lo que siguió fue un estilo de vida mucho más orientado a los bares, empezando por el Windmill, el pub que esta­ ba al final de la calle, y siguiendo por Ripley, adonde íbamos para ver

partidos de cricket y beber cordialmente con los amigos en el club de cricket. Nell conoció a Guy y Gordon, mis viejos amigos de la escuela, y ambos volvieron a formar parte mi red social. Éramos un dúo extrovertido y empezamos a juntarnos con otras parejas. Los matrimonios de la zona fueron entrando en nuestro círculo; unos eran bebedores y otros sólo querían salir por ahí a cenar. De repente abandoné mi retraimiento para convertirme en la mitad de un dúo rutilante que daba fiestas por la no­ che o salía a estrenos y cosas parecidas. Nell experimentó el mismo cambio después de varios años encerrada con George en la penumbra gótica de Friar Park. Fue una etapa fantástica para mí ya que recuperé a mis viejos amigos de Ripley. Entre todos fundamos la Orquesta Cucharera de Ripley: íbamos al club de cricket, Chris Stainton se ponía al piano y los demás, una docena más o menos, cantábamos al escandaloso ritmo de nuestras cucharas. Nell y yo nos sentimos durante un tiempo parte de la comunidad. Por esa época Nell me pidió que viera al tipo que había empezado a salir con Paula, su hermana pequeña. El plan era que, en el papel de ca­ beza de familia, yo pasara revista al chico para asegurarme de que valía la pena. Aquello encajaba con la grandiosa idea que tenía de mí mismo, de modo que un día quedé a almorzar con él. Se llamaba Nigel Carroll, y me gustó de entrada. Teníamos muchas cosas en común, nos hicimos ami­ gos y, por supuesto, se ganó mi aprobación. Nigel estaba muy enamorado de Paula y se notaba que era un hom­ bre capaz y honesto, pero ella, desgraciadamente, no estaba preparada para asentarse. Fue muy triste porque Paula tenía un crío, William, de quien Nigel se había encariñado, y cuando la relación terminó él se quedó con el corazón destrozado. Lo invité a venir de gira conmigo para que se dis­ trajera y luego fue durante muchos añ©s mi asistente personal. Aún veía a George, que no había perdido el hábito de venir a tocar­ me las nuevas canciones que escribía. Una Nochebuena apareció por casa y, cuando abrí la puerta, me disparó a la boca con una pistola de agua llena de brandy. Durante un tiempo hubo cierta tensión entre nosotros, y a menudo él hacía comentarios sarcásticos sobre la marcha de Pattie. No acababa de enterrar el asunto. Unas veces nos reíamos y otras nos sentíamos incómodos, pero era la única forma que teníamos de seguir adelante. Una noche estábamos sentados en el gran salón de Hurtwood cuando Geor­ ge dijo: «Bueno, supongo que será mejor que me divorcie de ella», a lo que

yo contesté: «Bueno, si te divorcias tendré que casarme con ella». Parecía una escena sacada de un guión de Woody Alien. Nuestra amistad fue evolucionando a lo largo de los años hacia una suerte de cautelosa frater­ nidad, con él, por supuesto, como hermano mayor. Era indudable que nos queríamos, pero cuando estábamos juntos podía crearse una situación bastante competitiva y tensa en la que él decía casi siempre la última palabra. A finales de 1976 me llegó una invitación para asistir a la gran fiesta de despedida que organizaba The Band. Fue una pequeña conmoción. No sabía que se estuvieran separando, aunque recordaba a Robbie quejándose de las giras en los estudios Shangri-La. Para mí constituyó un gran honor que me invitaran a tocar. Había muchos músicos eminentes en el progra­ ma, entre ellos Van Morrison y Muddy Waters, por no hablar del propio Bob. Martin Scorsese, la nueva sensación cinematográfica tras Taxi Driver , filmaría todo para la posteridad, y The Band ofrecerían su última actuación con un grupo de invitados que irían apareciendo sobre el esce­ nario. El concierto fue en el Winterland, el gran local de rock de San Francisco que se había hecho famoso durante los sesenta a la par que el Fillmore. Pattie y yo viajamos un par de días antes y nos divertimos a conciencia. Era estupendo reencontrarse con Robbie y Richard. Sobra decir que Richard y yo nos llevábamos a las mil maravillas, estábamos cortados por el mismo patrón. Y por supuesto me encantaban los otros chicos; eran como una familia para mí. El concierto fue de perlas salvo porque al co­ mienzo de «Further Up the Road» se me desprendió la correa de la gui­ tarra y atrapé el instrumento justo antes de que golpeara contra el suelo. Van y Muddy acabaron protagonizando el espectáculo, y debo decir que The Night They Drove Oíd Dixie Dotun me sigue pareciendo unos de los mejores conciertos filmados de todos los tiempos. Cierto día, un viejo autobús se detuvo frente a la puerta de Hurtwood y de él salió Ronnie Lañe, a quien había conocido la primera vez que me topé con los Small Faces en una tienda de guitarras del West End. Nos pusimos a charlar y me invitaron al estudio donde ensayaban. Me recuerdo viéndolos tocar y admirando su calidad. Ronnie era el personaje que más me atraía. Vestía muy bien, era agudo e ingenioso y tenía un gran talen­ to para la música. Después se dejaría caer por la casa de Ronnie Wood cuando yo preparaba allí el concierto del Rainbow, y pensé entonces que me hubiera gustado pasar más tiempo con él. Ronnie estaba a punto de darle un giro a su vida. Había dejado a su

primera esposa, Sue, y se había emparejado con Kate Lambert, una mu­ jer relacionada con la vida nómada y, en particular, con el mundo de los gitanos; de modo que él emprendía un camino que me resultaba familiar desde los tiempos en que yo andaba con el clan de los Ormsby-Gore. A mí aquello me interesó de inmediato, sobre todo porque siempre ha­ bía sabido que los dos teníamos mucho en común y que tarde o temprano acabaríamos juntándonos. Aparcaron su autobús y se quedaron con no­ sotros una temporada. Nos contaron que habían comprado una granja de cuarenta hectáreas en la linde de Gales; se llamaba Fishbowl y vivían allí con un variopinto grupo de músicos y amigos. Me metieron el gusanillo de acercarme a visitarlos. La fascinación que sentía ante la vida descrita por Ronnie me devol­ vió a algo que Steve Winwood me había señalado cuando él estaba formando Traffic y yo Cream. Conversábamos sobre la filosofía de lo queríamos ha­ cer, y Steve me dijo que él sólo aspiraba a un trabajo «no cualificado» to­ cando con amigos y que la música vendría luego a encajar en ese marco. Era justo lo contrario del virtuosismo, y recordé aquello porque estaba haciendo un gran esfuerzo por huir de la imagen seudo-virtuosa que yo mismo había ayudado a forjar. Ronnie estaba interesado en lo mismo, aunque su caso era mucho más complejo porque intentaba combinar su música con la dirección de un circo. Se llamaba el Ronnie Lañe s Passing Show, y presentaba números circenses (malabaristas, tragafuegos, bailarinas, etc.) acompañados por la banda que había reunido, la Slim Chance [pocas opciones], donde entre otros tocaban Bruce Rowlands, Kevin Westlake o Gallagher & Lyle. Le­ vantaban una gran carpa y luego colgaban carteles por el pueblo, todo con una actitud muy despreocupada. Si un circo convencional debía conse­ guir con un año de antelación el permiso para instalarse en terrenos municipales, ellos simplemente aparecían y montaban el tinglado antes de que nadie lo advirtiera con la esperanza de poder largarse sin que los pillaran. Unos cuantos vecinos se presentaban y, si había suerte, obtenían suficiente dinero para cubrir gastos. Pero eso sucedía raras veces, y al fi­ nal todo el montaje se fue al garete. Nell y yo comenzamos a ir a Gales para ver a Ronnie y Kate: simple­ mente nos presentábamos de improviso y nos quedábamos allí pese a que no había mucho espacio en la casa. Pero eso parecía dar igual. Me encan­ taba estar con Ronnie porque los dos éramos bebedores y, a medida que pasábamos más tiempo juntos, sus ideas musicales empezaron a hacer mella

en mí. Igual que él, yo atravesaba una fase de cambio estilístico. Había conocido a J. J. Cale y cada vez estaba más interesado en el country y en la música puramente recreativa. Recuerdo que una vez alquilamos un barco y navegamos por el Mediterráneo dando varios conciertos improvisados en sitios como Ibiza o Barcelona. Componían la banda, además de Ronnie y yo, Charlie Hart al violín, Bruce Rowland a la batería y Brian Belshaw al bajo. A veces nos instalábamos en un muelle y tocábamos como mú­ sicos callejeros, con Nell y Kate bailando vestidas de cancán. Las audiencias eran minúsculas y, por supuesto, no ganamos ningún dinero, pero disfru­ tamos muchísimo. En otrí ocasión, el día de San Valentín de 1977 dimos un concierto «secreto» en la sala municipal de Cranleigh, un pueblo cer­ cano a Hurtwood, bajo el nombre de Eddie Earthquake and theTremors [Eddie Terremoto y los Temblores]. Tocamos canciones como «Alberta» o «Goodnight Irene», y animamos al público a bailar y cantar con no­ sotros. Andaba de un lado a otro tocando por puro disfrute (la música refle­ jaba esa experiencia), pero lo que en realidad pretendía con todo aquello era seguir bebiendo y escapar de mis responsabilidades como líder de una banda. La canción «Wonderful Tonight», muy sencilla y básicamente acústica, fue compuesta con ese espíritu juguetón. Escribí la letra una noche en Hurtwood mientras esperaba a que Nell se vistiera para salir a cenar. Teníamos una vida social muy ajetreada, y Nell se retrasaba siempre cuando se arreglaba. Yo estaba en el piso de abajo tocando la guitarra para matar el tiempo. Al final me harté y subí al dormitorio, donde ella aún estaba decidiendo qué ponerse. Recuerdo que le dije: «Estás fantástica, ¿vale? Por favor, no te cambies de nuevo. Debemos irnos o llegaremos tarde». Se trataba de la típica es­ cena doméstica; yo estaba preparado y ella no. Bajé de nuevo a tocar la guitarra, y la letra surgió rápidamente. En diez minutos la tenía lista, es­ crita de hecho en un estado de frustración y cólera. Tampoco me entu­ siasmaba, para mí sólo era una cancioncilla que podría haber ido direc­ tamente a la papelera. La primera vez que la interpreté (y se la dediqué a Nell) fue alrededor de una hoguera en casa de Ronnie, a quien le gustó mucho. Recuerdo que pensé: «Supongo que vale la pena guardarla». «Wonderful Tonight» acabó incluida en el álbum Slowhand ., el primer disco que grabé con Glyn Johns como productor, que salió durante la primavera de 1977. Con el paso de los años, cada vez más gente me lla­ maba «Slowhand» [mano lenta], apodo especialmente popular entre los

estadounidenses de la banda tal vez porque evocaba el Lejano Oeste. Glyn tenía un historial fantástico. En Inglaterra se lo conocía sobre todo por su trabajo con los Stones, aunque también había trabajado con los Eagles y entendía muy bien a los músicos norteamericanos. Era partidario de la disciplina, y no le gustaba que la gente perdiera el tiempo o tonteara. Cuando estábamos en el estudio se esperaba que todos trabajáramos, y él se exasperaba si alguien se dedicaba a hacer el ganso. Aunque todos an­ dábamos borrachos o colocados, respondimos bastante bien a sus exigen­ cias. El sacó lo mejor de nosotros, y como resultado el disco tiene gran­ des interpretaciones y una espléndida atmósfera. Nell y Dave Stewart diseñaron conmigo la cubierta del disco, que apa­ reció atribuida a «El and Nell Ink.» [El y Nell ink.]. Entre las fotos que pu­ simos en la carátula interior había una de Nell y yo besándonos y otra de un Ferrari destrozado, recordatorio de un accidente que estuvo a punto de acabar conmigo prematuramente. Soy un coleccionista de Ferraris, ob­ sesión que se remonta a mi amistad con George. Un día, a finales de los sesenta, éste llegó a mi casa en un Ferrari 365GTC azul marino. Nunca había visto uno en carne y hueso, y se me derritió el corazón. Era como si estu­ viera contemplando a la mujer más bella del mundo, y allí mismo decidí que iba a adquirir aquel vehículo aunque no supiera conducir un coche con cambio manual. George me dio el número de su concesionario, llamé y me dirigí a la sala de exposición en Egham, donde encargué un 365GTC nuevo, como el de George, por la bonita suma de cuatro de los grandes. Ellos me lo entregaron en Hurtwood, y cuando me preguntaron si quería dar una vuelta para probarlo, les repliqué secamente: «No, estoy muy ocupado; dé­ jenlo aquí, muchas gracias». De modo que lo aparcaron delante de casa. No tenía permiso de conducción y nada más había manejado un coche automático, así que decidí aprender a conducir con palanca de cambios yendo y viniendo en aquel Ferrari por el camino de entrada a Hurtwood. Amaba ese coche. Cuando estaba en los Dominos recorría Inglaterra du­ rante las giras conduciéndolo en compañía de Cari. Después me compraría un Daytona, un 275GTB y un 250GT Lusso. En aquellos días sólo te­ nía espacio para dos coches en el garaje, así que compraba y vendía todo el tiempo. El accidente de la foto sucedió inmediatamente después de la gira por Australia. Había estado bebiendo en el avión de vuelta, y el alcohol seguía en mi organismo cuando llegué a casa y me monté en el Ferrari. Lo puse a unos ciento cincuenta kilómetros por hora en un suspiro, pero enton­

ces apareció una furgoneta de lavandería, embestí contra ella y la volqué. Las marcas del patinazo eran líneas rectas, y me encontraron con la ca­ beza colgando asomada a una de las ventanillas. Tuvieron que sacarme cortando piezas del coche, estaba muy conmocionado, tenía un tímpa­ no perforado y hasta dos semanas más tarde no supe dónde me encon­ traba. Me salvé por los pelos. Mi problema con la bebida no hacía más que empeorar y empecé a tener serias broncas en el Windmill, normalmente sólo verbales, aunque en alguna ocasión llegábamos a las manos. Luego me metía en el coche y lo estrellaba contra una valla camino de casa, un trayecto de apenas tres­ cientos metros. La bebida tanfbién estaba afectando a mis actuaciones. Durante un concierto celebrado en Londres en abril de 1977 hube de abandonar el escenario al cabo de unos cuarenta y cinco minutos. Era el final de nuestra gira británica y habíamos añadido una última actuación en el Rainbow, pero mi organismo dijo basta. De pronto había empezado a encontrarme mal y la cosa se fue ponien­ do peor. «Si no me voy ahora, me voy a caer redondo», razoné, así que salí dando tumbos. Roger me llevó afuera para que respirara el aire fresco mientras me decía: «No tienes que volver, chico, no tienes que volver; no te preocupes, si no te sientes bien, lo damos por acabado». Yo me senté en el camerino un rato, y entonces Pete Townshend, que aparecía como invitado de la banda, entró gritando bastante enojado: «¿A esto lo llamas tú show business?». Después de esta reprimenda logré volver al escenario detrás de Pete y llegué al final de la actuación imitando punto por pun­ to lo que éste hacía a la voz y a la guitarra. Mirando atrás me resulta imposible explicar las arriesgadas insensa­ teces que cometía. Al regresar de Japón en el otoño de 1977, paramos a dar un par de conciertos en Honolulu. Una de esas noches me enteré de que mi batería, Jamie Oldaker, había ligado con una chica y se la había llevado a su habitación, así que decidí fastidiarlo y de paso darle un buen susto. Yo tenía una espada samurái, un recuerdo turístico más que un arma auténtica, así que me puse unos pantalones de pijama (en los que de al­ gún modo embutí la espada) y, sin nada más encima, salté la barandilla de mi balcón, avancé por la cornisa exterior del hotel bien arrimado al muro y fui pasando de balcón en balcón hasta el cuarto donde dormía Jamie. Cuando finalmente entré por la ventana, él se puso furioso. Era un trigésimo piso, yo estaba borracho y la pobre chica se había llevado un susto de muerte. Yo me quedé más bien contrariado sin adivinar a qué venía

tanto jaleo: se suponía que iba a ser una broma fantástica. Mas lo peor estaba por llegar. Nos sobresaltaron unos golpes en la puerta, y cuando Jamie abrió descubrimos a dos tipos en cuclillas apuntando con sus armas en direc­ ción a nosotros. Alguien me había visto en la cornisa y había llamado a la policía pensando que podía ser un asesino. Cuando advirtieron que sólo se trataba de un idiota borracho haciendo bobadas, los dos agentes me dejaron ir a regañadientes, aunque para ello fueron necesarios los buenos oficios de Roger, que se estaba especializando en ese tipo de tareas. Por desgracia, episodios como el relatado no ayudaban precisamente a mi reputación, de modo que en noviembre de 1978, cuando Roger tuvo que cancelar un concierto en Frankfurt por razones técnicas, el titular de un importante periódico anunció a voz en grito: ERIC CLAPTON DEMASIADO BORRACHO PARA TOCAR.

La gira en cuestión era un paseo ideado por Roger con la doble inten­ ción de promocionar el nuevo álbum y rodar un documental sobre nuestra vida itinerante que iba a llamarse Eric Claptorís Rolling H otel [el hotel rodante de Eric Clapton]. El plan era que la banda viajara por Europa a bordo de tres vagones que habían pertenecido al tren privado de Goering y que Roger había encontrado en no sé qué parte de Europa. Eran un vagón sala, un vagón restaurante y un coche cama que podían engancharse a los trenes convencionales. Roger pensó que sería estupendo para todos y yo coincidía con él, de modo que seguimos adelante con el proyecto. Después de todo me encantaban los trenes, y así podría beber y vivir a cuerpo de rey sin ofender a ningún público. Tal vez ésa fue la razón por la que Roger lo ideó todo en primer lugar, para ponerme a salvo. La película fue realizada por el productor de la BBC Rex Pyke, céle­ bre por su documental Akenfield, y afortunadamente nunca se emitió. Me presentaba bajo una luz muy poco favorable ya que durante la mayor par­ te de la filmación estaba borracho y más biqn desquiciado. Incluye, por ejem­ plo, una secuencia tomada en París durante una visita a un espectáculo de Stigwood en la que, enardecido por el alcohol, tomaba la cámara, la dirigía hacía él y lo interrogaba agresivamente sobre un viejo resquemor mío, con­ cretamente la sospecha de que había «cremado» las ganancias de Cream para financiar a otros artistas de su cuadra como los Bee Gees. Roger me respondió sin apenas inmutarse y con su postizo acento de pijo inglés: «No es el mo­ mento de tratar ese asunto, lo hablaremos en otra ocasión». Mientras tan­ to yo gritaba como un maníaco: «Es mi película, y lo quiero dentro».

Recuerdo que teníamos a un promotor muy bueno en esa gira, un danés llamado Erik Thomsen amigo de Roger y comparable a Stiggy en cuanto a las bromas. Nos estuvo atormentando a Roger o a mí con pa­ téticos insultos berreados en un fortísimo acento danés hasta que nos vimos obligados a tomar medidas. Normalmente eran cosas bastante suaves como tirarle un zapato por la ventanilla de un vagón en marcha o aplastar con un camión su precioso maletín de aluminio, pero en una ocasión nos pasamos de la raya y lo pelamos al cero, le teñimos la cabeza con tinta azul, le cortamos las perneras de los pantalones y lo arrojamos del tren en Hamburgo en mitad de la noche y sin dinero sabiendo que tenía una reunión de negocios con Sammy Davis Jr. a la mañana siguiente. Lamen­ tablemente ya no se encuentra entre nosotros: falleció hace poco y lo echo de menos porque era todo un personaje y un gran tipo. No habrá otro como él. El disco que promocionábamos en esa gira era la continuación de Slowhand. Se llamaba Backless [sin espalda, sin dorso], un título ideado después de tocar con Dylan en el Blackbushe Airport. Aludía al hecho de que Bob parecía tener ojos en el cogote porque sabía a la perfección todo lo que pasaba a su alrededor en cada instante. Resultó una grabación di­ fícil, con las drogas o el alcohol en primer plano (algo que Glyn encon­ traba difícil de soportar) y bastante agresividad por todas partes. La úni­ ca canción del álbum que yo valoraba de verdad era «Golden Ring», tema que había compuesto pensando en la situación creada entre George, Nell y yo. Se refería en parte a la reacción de Nell ante la noticia de que George iba a casarse de nuevo. Se lo había tomado bastante mal, y a mí, en mi arrogancia, me resultó difícil entenderlo. De modo que compuse una canción sobre las peculiaridades de nuestro triángulo que termina con estas palabras:

I flg a v e to you a golden ring Would I make you happy\ would I make y ou sing? [Si te diera un anillo de oro, ¿te haría feliz, te haría cantar?] Lo cierto es que en esa época Nell y yo no éramos, por una u otra razón, especialmente felices. En la entrada de mi diario correspondiente al 6 de septiembre de 1978 se lee: «La vida sexual es prácticamente nula

en este momento, parece que no nos llevemos muy bien; no podemos culpar a nada en concreto, a no ser a las estrellas; simplemente parece que vamos en direcciones diferentes». Tampoco ayudaron a mejorar la situa­ ción mis actitudes machistas. Por ejemplo, el 16 de octubre anoté: «Por la noche Nell estuvo en la cocina dando consejos a la ex novia de Simón durante dos horas, así que mi cena anduvo entrando y saliendo del hor­ no; cuando por fin me llegó estaba quemada y seca, así que me puse a gritar como un energúmeno, pero ella no pareció muy arrepentida y yo acabé con la garganta irritada». En cuanto salía a la carretera me dedicaba a buscar chicas instigado y secundado por Roger. «Roger ha empezado a calentarme», escribí en Madrid el 5 de noviembre, «con una pava preciosa que, según dice, es­ tuvo en el concierto». Y ese mismo día añadí: «Me he apostado cien libras con Roger a que no me puede conseguir una tía decente... Y lo tiene difícil, porque no hay nada a la vista que baje de los cincuenta años». El 19 de noviembre, estando Nell en Bruselas para pasar un par de días conmigo, escribí en el diario: «Me he acostado completamente vestido, no puedo enrollarme con Nell ahora que está aquí; es triste para los dos, pero la carretera es la carretera y el hogar el hogar, y nunca deben mezclarse». Que Nell viniera a verme mientras estaba de gira fue una excepción porque Roger y yo habíamos acordado desde hacía tiempo que no debía haber mujeres durante las giras. Era una norma que se aplicaba estricta­ mente a todo el mundo, desde el líder del grupo para abajo. La cosa es­ taba bien clara, todos sabíamos a qué atenernos, pero a Nell, por supuesto, no le hacía ninguna gracia: consideraba que la regla era muy machista y nuestra discrepancia sobre el asunto acabó convirtiéndose en una fuen­ te de fricciones. A menudo me decía que se sentía aislada y sola. Y mis constantes infidelidades durante las giras tampoco ayudaban a mejorar la situación. Yo se lo contaba todo suponiendo que el problema quedaba arreglado si era honesto con ella y le confesaba lo que había hecho. De vez en cuando me recriminaba mi comportamiento, aunque sospecho que su mayor preocupación era mantener el státu quo con la esperanza de que algún día todo cambiase. ¿Qué alternativa tenía? ¿Dejarme para empezar con otro hombre? Al final todo se derrumbó cuando me enamoré de una de aquellas chicas o, en todo caso, pensé que me había enamorado. «No más tequi­ la para mí — escribí en el diario el 28 de noviembre— , me he desperta­ do con toda la ropa encima... estoy otra vez enamorado y eso duele.» La

mujer en cuestión era una jovencita llamada Jenny Mclean, y lo más im­ perdonable fue dejar que Nell nos atrapara juntos en Hurtwood a prin­ cipios del año siguiente. Ella abandonó la casa hecha un mar de lágrimas tras empacar todas sus cosas y telefonear a su hermana Jenny para que fuera a recogerla. Un par de días después voló a Los Angeles y se instaló allí con Rob Fraboni y su esposa Myel. Yo no había renunciado a Jenny, y ella vino a verme mientras estábamos de gira por Irlanda. El 17 de marzo, cumpleaños de Nell, registré en mi diario qye «el bolo ha ido muy bien y la dulce Jen ha volado hasta aquí para hacer el día perfecto. Hemos hablado y habla­ do sobre nuestras respectivas heridas». La entrada termina con las pala­ bras: «Soy malo y creo que el mundo iría mejor sin mí durante un tiem­ po. En el amor vale todo». Resulta irónico que fuera Roger quien nos sacara a Nell y a mí de la crisis. Tras volver de Irlanda, y mientras jugábamos una partida de billar en su casa, me aconsejó que fuera discreto en mis encuentros con Jenny si no quería que un fotógrafo nos pillara y que la imagen apareciera en todos los periódicos. Yo le dije que eso eran tonterías y, beodo como es­ taba, acabé apostándome la absurda suma de diez mil libras a que no conseguía que mi foto saliera en la prensa. A la mañana siguiente, para mi horror y estupefacción, la columna de Nigel Dempster en el Daily Mail anunciaba: LA ESTRELLA DE ROCK ERIC CLAPTON SE CASARÁ CON PATTIE BOYD.

Roger me había hecho una jugarreta. Salté a mi Ferrari, me planté en su despacho y le grité que no tenía ningún derecho a tomar decisiones tan importantes sobre mi vida privada. Cuando me calmé un poco, me pre­ guntó si no había llegado el momento de decidir si quería estar con Nell, o en caso contrario, de romper con ella para siempre. «¿Y qué hago para recuperarla?», le repliqué. Él me respondió que Nell no había visto la noticia todavía y que podía llamarla para pedirle que se casara conmigo. Cuando telefoneé a Los Ángeles, Nell estaba en la playa de Malibú y le dije a Rob que le transmitiera un sencillo mensaje. «Por favor, cásate con­ migo». Nell me devolvió al rato la llamada: le juré que había dejado a Jenny y le propuse en matrimonio. Ella rompió a llorar y aceptó. La ceremonia se celebró finalmente el 27 de marzo de 1979 en la iglesia Apostolic Assembly of Faith in Christ deTucson, Arizona, la ciudad donde al día siguiente iniciábamos una larguísima gira por Estados Unidos. La oficiaron un organista negro que se parecía a Billy Preston y un predica­

dor mexicano, el reverendo Daniel Sánchez, que leyó la carta de San Pa­ blo a los corintios en la que alaba el amor. Los miembros de la banda y los roadies alquilaron esmoqúines, y mi atuendo consistió en un esmoquin blanco con ribetes negros, un sombrero vaquero de doscientos dólares y botas camperas. Nell llevaba un vestido de satén color crema de Ozzie Clarke. Roger me la entregó en el altar, adonde llegó asistida por dos damas de honor, Myel Fraboni y Chris O’Dell. Rob Fraboni fue mi padrino. Todo el acto fue breve, conmovedor y vibrante, justo lo que queríamos. Después de la boda regresamos todos al hotel, donde nos habían re­ servado una sala para la recepción. Presidía la mesa una previsible tarta de bodas con cinco pisos de altura, y Roger había contratado a un fotógra­ fo para tomar las imágenes del evento. Como es de rigor, después de cortar la tarta el fotógrafo vino a hacernos una foto a Nell y a mí, y yo arrojé un trozo del pastel sobre su hermosa cámara Nikon. Estaba obviamente des­ concertado pues no se atrevía a montar un escándalo, pero entonces dio comienzo una pelea a pastelazos y todo el mundo acabó cubierto de tar­ ta. No nos la comimos, nos la llevamos puesta. A la noche siguiente di­ mos en el Community Center de Tucson el primer concierto de una gira de tres meses, y cuando tocamos «Wonderful Tonight», saqué a Nell al escenario para cantársela. La reacción del público fue clamorosa.

EL

FINAL

DEL

CAMINO

P

or mucho que entonces creyera amar a Patrie, la verdad es que lo único imprescindible para mí era el alcohol. Eso hacía que la capacidad o la necesidad de comprometerme con algo, incluso con el matrimonio, me parecieran más bien secundarias. En cualquier caso, enseguida se volvería a invocar la regla de «prohibido mujeres durante la gira», y entonces regresa­ ría a mis viejos hábitos. Patrie me acompañó a Albuquerque, luego a El Paso y a los restantes conciertos hasta el de San Antonio. En cada actuación su­ bía al escenario para que le cantara «Wonderful Tonight», pero tras la de San Antonio le dije que debía volver a Inglaterra. Era de nuevo la hora de los hombres; ya había tenido suficiente dicha doméstica. Esto no la colmó de felicidad y, por supuesto, en cuanto se fue volví a las andadas. Una de las primeras cosas que hizo Pattie tras regresar a Inglaterra fue organizar una reunión con todos nuestros amigos ingleses para festejar nuestra boda. Se fijó para el sábado 19 de mayo, durante un hueco en el calendario de la gira, y se iba a celebrar en el jardín de Hurtwood, don­ de se erigiría una enorme carpa. A los invitados se les dijo que llegaran «hacia las tres de la tarde» y se les indicó que no era obligatorio llevar regalos. «Si estás libre», habíamos escrito en las invitaciones, «intenta venir y nos echaremos unas risas». No había ninguna etiqueta formal para la fiesta. Sólo se esperaba que los invitados vinieran cuando pudieran, vis­ tieran como les apeteciera y pasaran un buen rato. Recuerdo que la primera persona en presentarse fue Lonnie Donegan, que vino prontísimo, hacia las diez de la mañana, seguido casi inmedia­ tamente por Georgie Fame. No sabía qué hacer con ellos, y acabamos en un pequeño dormitorio donde Georgie empezó a liar porros. Yo me quedé allí la mayor parte de la jornada, colocándome y poniéndome cada vez más paranoico a medida que llegaba la gente. No sabía ejercer de anfitrión y

no lograba sobreponerme a ello, así que, en lugar de andar por allí salu­ dando a los invitados y ofreciendo bebidas, me refugié en mi escondite. Al final, ya a la caída de la tarde, bajé hasta la carpa y me encontré con una enorme fiesta en marcha. Había cientos de personas, desde mis cé­ lebres amigos músicos hasta el tendero, el carnicero y la gente de Ripley, charlando, comiendo, bebiendo o enrollándose en los arbustos. Parecía la clase de fiesta a la que me hubiera gustado asistir. Se había montado un escenario con la idea de que se incorporase a la improvisada banda quien se sintiera con ganas. Una sucesión de grandes músicos actuó en aquella ja m session nocturna, entre ellos Georgie y Lonnie, Jeff Beck, Bill Wyman, Mick Jagger, Jack Bruce y Denny Laine. Recuerdo que Jo Jo, la mujer de Denny, subió a cantar y después no ha­ bía forma de hacerla bajar, así que el de la mesa de mezclas iba apagan­ do uno tras otro los micrófono que ella usaba. George, Paul y Ringo también tocaron; sólo faltó John, quien me telefoneó después para decirme que habría ido si hubiera estado al tanto de la fiesta. Nunca sabré a qué se debió la confusión, pero yo tuve poco que ver con el asunto de las invitaciones. En cualquier caso se perdió una gran oportunidad de que los Beatles se juntaran en una última actuación. Pattie también había cometido el error de dejarle nuestro dormitorio a Mick Jagger, que se encontraba en la fase inicial de su idilio con Jerry Hall, de modo que no pudimos acostarnos, algo que se me antojaba comple­ tamente ridículo. Así que decidí apuntar hacia Belinda, una amiga de Pattie que, estaba convencido, se me pondría a tiro en cualquier momento. Me escondí en un armario con la intención de saltar sobre ella a la primera oportunidad, pero me quedé dormido y cuando me desperté descubrí un estropicio que costaría dos semanas arreglar. Entre los invitados a la estupenda fiesta estaba Pat, mi madre, que había regresado a mi vida tras la muerte de mi hermanastro Brian. Aquella pér­ dida afectó mucho a su matrimonio con Mac, que se deterioró poco a poco. Para escapar de todo aquello regresó a Ripley, donde fue recuperando sus amistades de la infancia hasta qu<S finalmente decidió quedarse. Ini­ cialmente vivió con Rose, pero luego le compré una casita en la calle prin­ cipal del pueblo, justo al lado de un restaurante llamado Toby Jug. Al principio me asustaba bastante. Era irascible, y la relación que teníamos tendía a lo tempestuoso. La había visto tan poco a lo largo de mi vida que casi todo lo que sabía sobre ella procedía de fuentes ajenas, y nunca es­ taba seguro de cuál era la verdad.

No obstante, a esas alturas de mi vida decidí que eso no tenía una verdadera importancia y que, en vez de andar siempre a la greña, debía aprender a llevarme bien y a divertirme con ella. Me gustaba la superfi­ cie que veía, ya que era muy parecida a mí, en particular para las cosas que nos hacían reír, así que decidí que deberíamos utilizar Ripley y su vida social como un medio para volver a acercarnos. A ella le gustaba beber, así que salíamos a los pubs, tomábamos algo, alternábamos y usábamos la com­ pañía de los demás para conocernos de nuevo. Quizá no era el modo más directo de encarar la relación, puesto que al final no pasaba mucho tiempo a solas con ella, pero funcionó muy bien, y el hecho es que, como buen alcohólico que era, tampoco estaba en disposición de manejarme con cosas más profundas. Nada más regresar, Pat inició una amistad con Sid Perrin, un viejo amigo de la infancia y un hombre muy carismàtico, apuesto no al modo de Errol Flynn sino más bien al de W.C. Fields. Sid era tremendamente popular y querido, una especie de héroe en Ripley, gracias en parte a sus logros como jugador de cricket y fútbol, pero sobre todo a sus dotes como cantante. Tenía una voz de tenor al estilo de Mario Lanza, un poco me­ lodramática, casi la caricatura de una voz, aunque podía sacar adelante una pieza con una gran dosis de emoción. Era muy sociable y le encantaba la celebridad, aunque sólo a pequeña escala porque cuando se le daba la oportunidad de subir a un escenario, cosa que yo hacía de tanto en tan­ to cuando tocaba en locales de la zona como el Guildford Civic Hall, él palidecía de miedo. Pero en su propio ambiente, en el pub del pueblo o en el club de cricket, Sid brillaba. Y Pat lo adoraba. Esto me hacía feliz porque siempre había idolatrado a Sid y me encantaba salir con los dos. También ayudó mucho a mejorar la relación con mi madre el hecho de que ella y Pattie se llevaran realmente bien y forjaran una sólida amistad. Al igual que yo, ambas practicaban un humor irreverente que a veces podía resultar cruel o sarcástico, pero que carecía de auténtica malicia. Ese tipo de humor era característico de Ripley, y varios amigos de mi niñez (Guy, Gordon y Stuart, entre otros) destacaban por su agudeza en ese campo. Sus réplicas eran rápidas y mordaces, con su buena carga de burla en juego, y si podías manejarte en esas situaciones eras aceptado. Como había empezado a llevar una suerte de vida casera con Pattie y los ripleños, mi británico sentido del humor estaba embalado, y lamen­ tablemente ésa era una de las áreas en las que no conectaba con el resto de la banda. Todos ellos provenían de Oklahoma, donde el humor es muy

diferente. Aunque también podía ser muy cáustico, estaba más orienta­ do al pequeño mundo rural de los vaqueros y se relacionaba con hechos y cosas propios de aquellos pagos, mientras que lo nuestro consistía más en chistes de music-hall y golpes de ingenio. Hubo poca influencia mu­ tua antes de que los Monty Python despegaran en Estados Unidos. Todo esto tuvo sus consecuencias a comienzos de 1979, cuando, debido a com­ promisos previos, George Terry dejó la banda y yo contraté a un guita­ rrista inglés llamado Albert Lee. Albert era un guitarrista estupendo al que conocía desde los tiempos de John Mayall, cuando él tocaba en la banda de Chris Farlowe. Enton­ ces me había parecido un intérprete brillante, pero como procedía de una corriente más próxima al jazz o al rockabilly, podía admirarlo sin consi­ derarlo un rival. Continuó tocando con Head, Hands & Feet, y a lo lar­ go de los años nos hicimos buenos amigos, hasta el punto de que si por cualquier motivo uno tenía que dejar una actuación, el otro llenaba el hueco. Luego se trasladó a Estados Unidos, donde estaba muy solicitado como músico de estudio. Cuando George se marchó, Roger Forrester sugirió que debía meter a un guitarrista inglés en la banda en lugar de tocar siempre con norteamericanos, y me recomendó a Albert como posible sustituto. Pensé que era una gran idea, aunque, conociendo a Roger, pro­ bablemente lo tenía pensado desde hacía mucho tiempo. Cuando me reuní con Albert sintonizamos de inmediato gracias a nuestro sentido del humor, ya que a los dos nos encantaban los Python y Spike Milligan. La música pasó a tener una importancia hasta cierto punto secundaria ya que nuestro estilo, blues y R&B, provenía de una fuente tan sólida que nunca se vería amenazado por la disparidad en nuestras influencias. Formamos un dúo cómico llamado los Duck Bro­ thers [hermanos pato] y, en los ratos muertos de las giras, nos divertíamos tocando melodías con un par de curiosos silbatos para patos Acmé Bakelite que producían un estupendo sonido. Por desdicha, esto no les hacía nin­ guna gracia a los norteamericanos, como tampoco ayudó el hecho de que Albert y yo fuéramos bebedores mientras que Cari, Jamie y Dick consu­ mieran drogas de la variante más aislacionista. Fue el comienzo de una fisura que se empezó a abrir entre Albert y yo y el resto de los chicos. Durante la primavera y el comienzo del verano de 1979, mientras recorríamos Estados Unidos para promocionar nuestro último disco, Backless, la división creció hasta convertirse en una franca hostilidad. Se respiraba una cierta paranoia en el ambiente, algo que recordaba la épo­

ca en que se separaron los Dominos, y no pasábamos juntos el suficien­ te tiempo con la cabeza despejada como para superar esos sentimientos. Se dio por hecho que yo iba por un lado con Albert, divirtiéndonos a nuestra manera, mientras los otros se dedicaban a lo suyo. Llegamos al extremo de llevar incluso diferentes horarios. Todo iba bien sobre el escenario, pei;o el resto del tiempo era un calvario. Sin que yo lo supiera, Cari Radie se había convertido en un yonqui, y yo también iba cuesta abajo: bebía como mínimo dos botellas al día de cualquier cosa que tuviera a mano. En junio, cuando acabó la gira, las cosas se habían dete­ riorado tanto que se hizo evidente la necesidad de cambios, así que, con gran agitación, le di instrucciones a Roger para que se deshiciera de la banda. Los despidió a todos por telegrama mientras yo miraba para otro lado. A lo largo de los dos años siguientes la bebida me hizo tocar fondo. Impregnó todo lo que hacía. Incluso formé mi nueva banda en un pub. Gary Brooker era un viejo amigo de los tiempos de los Yardbirds, cuan­ do él estaba de teclista en los Paramounts. Habíamos hecho giras juntos y nos llevábamos muy bien. A lo largo de los años, nos habíamos trope­ zado de tanto en tanto, mientras él formaba parte de Procul Harum, y desarrollamos una buena amistad a la par que un respeto mutuo. En ese momento, a mitad de los setenta, comenzó a actuar dos o tres días a la semana en un pub no lejos de Hurtwood, el Parrot Inn, en Forest Green, y cuando yo estaba en casa a veces me acercaba y tocaba con él. Esto se había hecho más habitual desde que Pattie y yo nos habíamos casado, y Chris Stainton, el brillante teclista de Joe Cocker, también estaba meti­ do. Poco a poco fuimos montando un nuevo conjunto, compuesto por Gary, Chris, Albert y yo, además de Dave Markee al bajo y Henry Spinetti a la batería. Después de foguearnos frente al público local en el Cranleigh Village Hall, salimos de gira por Europa y el Lejano Oriente, y los conciertos en el Budokan, en Tokio, se grabaron con destino a nuestro primer álbum juntos, que se publicó en mayo con el título de Just One Night. Pero yo echaba de menos a Cari, y estaba embargado por la culpa, ya que él me había salvado el cuello una vez, al enviarme aquella cinta, y yo le había dado la espalda. Nunca lo volví a ver. En mayo de 1980 me llegó la no­ ticia de que había muerto de una insuficiencia renal, provocada por el alcohol y los narcóticos, y en el fondo me sentí en parte responsable de ello.

Cuando me enteré de lo de Cari, acabábamos de terminar la gira por Gran Bretaña, la primera en dieciocho meses, así que me encontraba en casa para mucho tiempo. Me deprimí y me abismé en la bebida. Un día normal para mí empezaba sentado frente a la televisión y respondiéndo­ le con mucha agresividad a cualquiera que se acercara a la puerta o qui­ siera hacerme trabajar. Me volví muy negativo acerca de todo. Lo único que deseaba era permanecer en casa y emborracharme, con Pattie como esclava a la vez que pareja. Bebía copiosas cantidades de Special Brew, que en secreto cargaba con vodka, para que pareciera que sólo bebía cerveza. Luego encima de todo tomaba coca, y ése era el único momento en que Pattie se unía a mí, ya que le gustaba esnifar cocaína sin priva, así que aquél constituía nuestro punto de encuentro. En algún momento del día, los dos nos íbamos al pub, ya fuera al Windmill, donde pasábamos el rato con el dueño, o al Ship, para encon­ trarnos con los habitantes de Ripley. La presencia de Pattie no me frenaba para intentar conseguir algo con las camareras, o con cualquier mujer que pasara por la puerta, la verdad. Más tarde reunía a todos los presentes, a menudo completos desconocidos, y los invitaba a casa. Lo que más me gustaba era recoger a errantes, o «los hombres del camino», como prefe­ ría llamarlos, con la idea de que se trataba de gente «auténtica». Si veía a uno andando por la carretera, paraba el coche y lo cogía. A menudo se ponían a gruñir como locos y a desbarrar, pero yo los llevaba a casa de todos modos y Pattie les hacía algo de cena. No pasó mucho tiempo antes de que ella tuviera que decirle a la gente que no me ofreciera copas cuando salíamos, ya que notaba que estaba empeorando. No me podía sacar a Cari de la cabeza. En septiembre y octubre hice con la banda una corta gira por Escandinavia, durante la cual se publicó el informe del forense sobre su muerte. Al día siguiente escribí la siguiente entrada en mi diario: «He escrito (sin ser consciente) una canción para Cari Dean, y a consecuencia de eso estoy bebiendo demasiado y regodeándome en la gloria de ser la persona que tenía los hilos para altrerar [sic] su des­ tino, como se dice... ¿a nadie se le ocurre que yo estaba en primera línea con él? Ni siquiera he leído el informe, así que ¿por qué debería sentir­ me tan herido y cabreado? Te diré el porqué: quería y abandoné al hom­ bre y no habrá día en que él no esté dentro de mi corazón... si soy cul­ pable, que sea entonces Dios el que me fulmine, y todos serán perdonados, incluso aquellos que me tranquilizan y me dicen que todo es un mal sue­ ño. .. La canción ha quedado muy bien y se llamará “e.c.x.d.”».

Para cuando, a comienzos de 1981, salimos en una larguísima gira de cincuenta y siete actuaciones por Estados Unidos, yo complementaba mi consumo de alcohol con grandes cantidades de Veganin, un sedante con base de codeína. Tenía fuertes dolores de espalda, causados, creía enton­ ces, por una vigorosa palmada de mi compadre irlandés Joe Kilduff, con quién había estado bebiendo dos meses antes en una de mis visitas a Barberstown Castle. Al principio, me tomaba unas nueve pastillas de una ta­ cada varias veces al día, pe*o a medida que el dolor fue a más y no me de­ jaba dormir, comencé a subir la dosis, hasta que me tragaba no menos de cincuenta pastillas todos los días. La conclusión de todo aquello llegó el viernes 13 de marzo, en la séptima fecha de la gira, cuando me desplo­ mé entre grandes dolores al bajarme del escenario en Madison, en Wisconsin. Volamos hasta St. Paul, en Minnesota, donde Roger me trasladó a toda prisa a un hospital. Me diagnosticaron cinco úlceras sangrantes; una del tamaño de una naranja. Los médicos le dijeron a Roger, que quería enviarme de vuelta a Inglaterra, que podía morir en cualquier momen­ to, puesto que una de las úlceras estaba presionando el páncreas y éste estaba a punto de reventar. Me ingresaron de inmediato en el United Hospital, y Roger empleó la mañana siguiente en cancelar lo que quedaba de la gira, un total de cincuenta conciertos. Por lo que se refería al seguro, el desastre era lo suficientemente grande como para que sonaran las alarmas en la asegu­ radora Lloyds. Me tuvieron alrededor de seis semanas en el hospital tra­ tándome con una droga llamada Tagamet. Recuerdo que una de las pri­ meras preguntas que me hicieron fue: «¿Cuánto bebe usted? Porque creemos que su problema podría estar ahí». A lo que yo respondí: «No sean ridículos, soy inglés. Todo el mundo bebe allí, ya saben. Es parte de nuestro modo de vida, y bebemos cerveza de verdad, no Budweiser». Entonces me dijeron: «De acuerdo, ¿consideraría la posibilidad de bajar ese consumo?». Y yo contesté: «Por supuesto». Lo curioso del caso es que no recuerdo echar de menos el alcohol mientras estuve en el hospital, quizá debido a que me encontraba bajo mucha medicación. También me dejaban fumar, en el pasillo o afuera. Lo cierto es que me gustaba sentirme saludable de nuevo. Cuando al final me dieron el alta, notaba como si tuviera una segunda oportunidad en la vida tras haber recuperado la forma física. Mi cordu­ ra, si embargo, no había sido tratada en absoluto. Los médicos que me atendieron me habían curado las úlceras con drogas y restaurado mi bien­ estar general, pero el estado mental seguía igual. Desconocía por completo

todo el tema del alcoholismo. No me costaba admitir que era un alcohó­ lico, pero sólo de broma. No estaba preparado para aceptar que consti­ tuía un auténtico problema. Yo me encontraba todavía en esa fase en la que decía: «No tengo ningún problema, nunca derramo una gota». Sí que habían abordado levemente mi problema al decir que me con­ vendría dejar de beber del todo tras dejar el hospital. Así que hice tratos con ellos según criterios como: «Bien, si lo modero y lo dejo en dos o tres scotches al día, ¿eso estaría bien?». Y ellos me respondían: «Sí», sin darse cuenta de que trataban con un alcohólico crónico para el que tres scot­ ches no eran más que el desayuno. Cuando al fin volví a casa, para satis­ facción de Pattie hice un débil intento de moderarme, pero en realidad aquello no pasó de que yo dijera: «Tomemos un vaso de vino hoy para la comida en lugar de Special Brew». Al cabo de un par de meses, me be­ bía de nuevo dos botellas al día y mi salud me importaba un pito. Alguien que sin pretenderlo me ayudó a entrar en razón con respec­ to al alcohol fue Sid Perrin, cuya salud se había deteriorado rápidamen­ te a lo largo del año anterior, para gran pesar de mi madre. En primer lugar había sufrido una colostomía, que lo dejó muy tocado. Su dignidad y amor propio quedaron destruidos por tener que llevar la bolsa. Luego desarrolló otros problemas en el hígado y en el riñón, todos relacionados con la bebida, y perdió las ganas de vivir. La última vez que lo vi, cuando lo vi­ sité con Pat en el hospital, tenía alucinaciones y le hablaba a gente que no se encontraba en la habitación. Nunca había visto nada así. Sid murió a comienzos de noviembre y, de alguna manera, Ripley murió para mí con él. Era el fin de los buenos tiempos. Mi tío Adrián y yo nos emborrachamos por completo en el funeral y nos comportamos de la peor manera posible delante de todo el mundo, con la excusa de que ése era el modo en que Sid hubiera querido que actuáramos. Fue algo imperdonable y mi madre estaba lívida de la ira. Yo tenía un enorme dis­ gusto por la muerte de Sid, y en cierto modo eso me mostró a dónde me encaminaba. Pensé para mí: «No paSará mucho tiempo antes de que me ocurra lo mismo», aunque en lugar de reducir mi consumo de alcohoL aquello me espoleó para beber incluso más en un desesperado intento de borrarlo todo. Sin embargo, la falacia de beber consiste en que, cuando la gente afirma que bebe para olvidar, lo único que hace es magnificar el problema. Yo me bebía una copa para desterrar el problema y, después, cuando éste no desaparecía, me tomaba otra, así que el final de mis días de borrachera fue

una auténtica locura, ya que siempre me estimulaba la esperanza de que de alguna forma lograría escapar de la realidad. Escondía la priva por todas partes, la metía y sacaba a hurtadillas y la guardaba en sitios donde pen­ saba que nadie miraría. Por ejemplo, a menudo tenía una botella pequeña de vodka bajo la alfombrilla de los pedales del coche. Antes de tocar fondo, tuve una serie de avisos, el primero durante un fin de semana en que visitamos a unos amigos en el campo. Nos había invitado a quedarnos con $\ Bob Pridden, el ingeniero de sonido de los Who, casado con lady Maria Noel, una de las hijas del conde de Gainsborough. Ambos vivían en una casa en los jardines de Exton Park, la re­ sidencia de la familia en Rutland. Lleno de fanfarronería y sin saber por ello lo que estaba aceptando, le prometí a Pattie que no bebería durante el viaje. Nos pusimos en camino y, cuando no faltaba mucho para llegar, nos perdimos. Divisé una cabina telefónica y me paré para llamar a Bob y preguntarle las últimas indicaciones. Mientras hablaba con él, me sen­ tí desfallecido y un poco mareado, y me tuve que apoyar contra un late­ ral de la cabina. La sangre me volvió pronto a la cabeza, me enderecé y terminé la conversación, aunque me encontraba un poco turbado. Cuando llegamos, salieron a recibirnos Bob y Maria, quienes nos enseñaron nuestra habitación y luego comimos algo. Me di cuenta de que no había priva a la vista y, debido a que sabía que a Bob le gustaba tomarse una copa, pensé que era obvio que les habrían pedido esconder o guar­ dar bajo llave todo el licor. Recuerdo que en mitad de la noche me levanté y merodeé por la casa, abriendo todos los armarios en busca de algo de alcohol, sin éxito. Al día siguiente Bob salió a cazar patos, y yo me fui con él para ayudarle a cargar con las cosas; para cuando volvimos, me empe­ cé a sentir nervioso por no haber tomado alcohol. Sufría las primeras señales del síndrome de abstinencia. Esa noche salimos a cenar a un restaurante de la zona, el George, en Stamford. Se trataba de un evento a lo grande, con mucha gente muy pija y, mientras estábamos en la barra antes de la cena, advertí que todo el mundo bebía agua o zumo de naranja, lo que me hizo pensar que ellos también habían recibido la «orden E.C.». Entramos a cenar y, apenas me hube sentado a la mesa, sentí que la tierra se removía bajo mis pies. Me enderecé nervioso en el asiento, pero la habitación se inclinó y, cuando quise darme cuenta, me metían en la parte trasera de una ambulancia. Pattie estaba junto a mí, literalmente temblando de miedo, ya que no sabía qué estaba pasando. Luego resultó que había sufrido un ataque

epiléptico, provocado por haber cortado de golpe, y sin supervisión mé­ dica, un consumo abusivo de alcohol. Me ingresaron en el Wellington Hospital, en Londres, para hacerme unas pruebas, y pronto se me diag­ nosticó una tardía forma de epilepsia que, según ellos, podía haber per­ manecido inactiva en mi organismo durante años. Luego me dieron la medicación indicada, lo que estaba bien ya que se trataba de otra sustancia química con la que jugar. Poco después, a finales de noviembre, volamos a Japón para una corta gira de ocho conciertos que comenzaba en Niigata. Cuando llegamos a nues­ tro hotel en Tokio unos días más tarde, al subir a mi habitación me en­ contré con que me habían obsequiado con una botella de sake en la que flotaban escamas de oro puro, un regalo muy considerado en Japón. Me la bebí de una sentada y, en unas horas, eso me produjo una grave reac­ ción física. Un sarpullido descomunal me cubrió el cuerpo de la cabeza a los pies, y se me empezó a caer la piel. De algún modo conseguí llegar hasta el final del concierto, y esa noche le mostré aquello a Roger, que se reiteró en lo que me había dicho durante meses. «Eres un alcohólico». Por supuesto, me negué a aceptarlo. Esas Navidades tuvimos a un montón de gente hospedada en Hurtwood, amigos cercanos y parientes de todas las edades. Yo le había pedi­ do a Santa un conjunto de ropa interior térmica especial para pescar y, en Nochebuena, después de que todo el mundo estuviera dormido, decidí abrir mis regalos, completamente ciego. Allí estaba, en mitad de la noche, sentado bajo el árbol y abriendo los paquetes, la clase de cosa que haría un niño travieso de cinco años. Encontré mi preciosa ropa interior ver­ de brillante, me la puse y empecé a caminar sin rumbo. Cuando recobré el conocimiento horas después, estaba tumbado en el sótano con mi nuevo conjunto, como si fuera la rana Gustavo, con linternas iluminándome la cara. Era la mañana de Navidad, y la alarma había cundido porque ha­ bía desaparecido y nadie conocía mi paradero. Pattie estaba particularmente asustada, puesto que yo tenía tenden­ cia a andar fuera de casa en mitad de la noche, sin ropa, y a intentar meterme en el coche para dar una vuelta. Cuando me encontraron en el sótano estaba desesperada, y yo me reía y lloraba al mismo tiempo. La escena fue horrible, y recuerdo ver el terror.en los ojos de los que me miraban. Como es comprensible, Pattie estaba furiosa. Me llevó escale­ ras arriba y me metió en la cama. «Te quedarás aquí hasta que todo el mundo se haya ido. Vamos a disfrutar de la Navidad sin ti», y se fue de

la habitación, cerrando la puerta tras ella. Era muy lista y prudente, y me dejó en la habitación, proporcionándome solamente comida y alcohol suficientes para mantenerme tranquilo. Estaba tan desconcertado sobre lo que había pasado, y tan avergonzado por el daño causado, que no opuse ninguna resistencia. Sabía que ella tenía razón y que debía mantenerme callado y hacer sólo lo que se me dijera durante un tiempo. Por si no tenía bastante con eso, toqué fondo de verdad unos días más tarde, después de que los invitados se hubieran ido. A primera hora de la mañana, con mi ropa inferior térmica puesta, salí con sigilo de casa para ir a pescar. Conduje por la orilla del río Way para probar el agua de cer­ ca de una de las compuertas. Tenía equipo completamente nuevo — dos cañas Hardy para carpas y un par de carretes Garcia— y lo preparé todo para coger lucios. Soy un chico de campo, y siempre me he considerado un pescador razonablemente bueno, aunque en la orilla opuesta había un par de pescadores de carpas profesionales, con una tienda y todo dispuesto a la perfección. Probablemente llevaban allí un día o dos, y me observa­ ban. Yo estaba borracho y, justo cuando me las había arreglado para de­ jar todo mi equipo listo, perdí el equilibrio y me caí sobre una de las ca­ ñas, que se partió limpiamente por el mango. Los otros pescadores contemplaron la escena, y vi cómo apartaban la vista avergonzados. Eso fue para mí el colmo. El último vestigio de respeto por mí mis­ mo había sido arrancado. Creerme un buen pescador era lo único que aún me daba cierta autoestima. Recogí todo de nuevo, lo puse en la parte trasera del coche y conduje hasta casa. Cogí el teléfono y llamé a Roger. Cuan­ do me contestó, sólo le dije: «Tienes razón. Estoy en apuros. Necesito ayuda». Recuerdo que sentí de inmediato una enorme sensación de ali­ vio, mezclada con terror, ya que por fin le había admitido a alguien lo que llevaba tanto tiempo negándome a mí mismo.

HAZELDEN:

LEVANTANDO

CABEZA

L

lamé a Roger antes que a Pattie en ese fatídico día porque él se ha­ bía convertido en la persona más importante de mi vida. Roger me había visto más que nadie en mis diferentes estados y había manifestado además, con absoluta certeza, lo que ningún otro había tenido el valor de decirme: que era un alcohólico. Resultó evidente que Roger llevaba tiempo estudiando el tema porque ya me había reservado plaza en Hazelden, entonces considerado el mejor centro de tratamiento para alcohólicos del mundo. Yo no tenía ni idea de dónde quedaba aquello y la verdad es que tampoco me importaba. Mi única condición fue que prefería no saber hasta el último momento cuándo me iría. El día en que nos marchamos, una fría mañana de enero en 1982, Roger me recogió en Hurtwood y me llevó hasta Gatwick Airport. Yo era un manojo de nervios. El viajó conmigo en un vuelo de la Northwest Orient a Minneápolis-St. Paul, el escenario donde me habían tratado de las úlceras hacía tan sólo seis meses. Durante el vuelo dejé seco el avión, aterrorizado ante la posibilidad de no volver a beber. En eso consiste el miedo más común entre los alcohólicos. En los momentos más bajos de mi vida, la única razón por la que no me suicidé fue que sabía que no bebería más si estaba muerto. Era la única cosa por la que pensaba que valía la pena vivir, y la idea de que hubiera gente a punto de intentar arran­ carme del alcohol me resultaba tan terrible que no paré de beber y beber, y tuvieron que llevarme a la clínica prácticamente a cuestas. Hazelden resultó estar en Center City, en mitad de la nada al norte de Minneapolis. La localidad más cercana era un pueblecito insignificante llamado St. Cloud. La clínica era sombría, con edificios bajos de hormi­ gón que le daban la apariencia de una prisión de máxima seguridad. No me sorprendió enterarme de que, cuando intentaron llevarlo allí, Elvis le

echó un vistazo al sitio y se negó a salir de la limusina. La mayoría de los recién llegados o estaban borrachos como yo, o se morían por una copa, o quizá se encontraban comatosos por la cantidad de alcohol en su orga­ nismo y necesitaban una inmediata desintoxicación. Ni siquiera me de­ jaron llevarme la guitarra. Lo único que quería hacer cuando vi el lugar era salir corriendo. Después de registrarme, me pasé la primera semana en la sección de hospital de la clínica, adonde van la mayoría de los nuevos pacientes, ya que lo normal es que sufran una severa adicción y necesiten desengancharse médicamente. A mí me dieron una droga llamada Librium, que te ayu­ da a abandonar el alcohol neutralizando los síntomas de la abstinencia. Me dejaba muy aturdido. No sabía quién era, con quién estaba o qué hacía allí. Era igual que volver a colocarse con heroína. Me daban mi medici­ na cuatro veces al día en un pequeño vaso de papel, y poco a poco con­ siguieron que dejara la priva. Antes de empezar, te piden que hagas una lista con todo lo que has estado tomando y, puesto que no suelen tener ningún historial médico de los nuevos pacientes, han de confiar en tu honestidad. De todas las co­ sas que yo había consumido, me negué a incluir el Valium porque lo considero una droga para señoritas. A consecuencia de eso, sufrí otro ata­ que epiléptico, ya que no me habían medicado para desengancharme de esa droga. Más tarde descubrí que el Valium puede ser de hecho muy pe­ ligroso, y que no se le da la importancia necesaria. La clínica, fundada en 1949, se dividía en una serie de unidades, cada una de ellas bautizada a partir de gente famosa relacionada con el programa de doce pasos. La mía era Silkworth, por William Silkworth, un médi­ co de Nueva York que aparece citado en el Gran Libro de Alcohólicos Anó­ nimos. La unidad se componía de una zona de estar, una pequeña coci­ na y muchas habitaciones pequeñas, compartidas por de dos a cuatro per­ sonas. Todos habían pasado por logmismo que yo, el chico nuevo rebotado, y durante los primeros días cuidaron de mí. Compartía cuarto con un bombero de Nueva York, Tommy, que no sabía quién era yo y al que tam­ poco le importaba. A Tommy le preocupaba más cómo me relacionaba con él a un nivel personal, algo que yo no tenía ni idea de fiacer, ya que siempre me sen­ tía por encima o por debajo de todo el mundo. O me alzaba imponente como Clapton, el virtuoso de la guitarra, o quería que se me tragara la tierra, puesto que, si me quitabas la guitarra y mi carrera musical, yo no

era nada. El miedo a la pérdida de identidad era descomunal. Tal vez eso había nacido con el asunto de «Clapton es Dios», que había hecho que basara buena parte de mi autoestima en mi carrera. Cuando tuve que pasar a centrarme en mi bienestar como ser humano, y en la consciencia de que era un alcohólico que sufría la misma enfermedad que todos los demás, sufrí un colapso. Al principio, sobre todo me replegué en mí mismo. Mi orientador y la mayoría de personas que se ocupaban de mí informaron de que juga­ ba a no revelar absolutamente nada sobre mí, aunque en mi opinión entonces había olvidado cómo hacer*eso, y sin la guitarra era prácticamente incapaz de dar cuenta de mí mismo. Durante más de veinte años había estado ligado a esa compañera que me otorgaba la fuerza y la capacidad de ser responsable, y sin ella no tenía nada a lo que remitirme. No sabía cómo comenzar a relacionarme, así que simplemente me fui retirando al fondo. Más tarde, como todos los demás, empecé a dedicar una parte de mis reflexiones a pensar en todo lo que necesitaba hacer para superar mi «tiempo» allí, para llevar aquello a buen término y poder salir a la calle. Yo sabía, puesto que esgrimían esa amenaza delante de ti, que si al final del período habitual de un mes no te consideraban listo para ser devuel­ to a la sociedad, puesto que aún seguías en las garras de la adicción, cual­ quiera que fuera ésta, recomendaban tu traslado a la unidad psiquiátri­ ca, llamada Jelonek, que comprendía todo tipo de medicaciones y prolongados cuidados. Como el resto de unidades, Silkworth albergaba a veintiocho perso­ nas y en esencia se gestionaba sola, aunque había un par de orientadores in situ para estar pendientes de la gente y asegurarse de que nada se des­ controlara. Todo el mundo era responsable, y se suponía que no ibas a hacer nada inmoral o abusivo. Se esperaba de nosotros que fuéramos honestos, solidarios y que nos amáramos los unos a los otros, y también que actuá­ ramos con decoro, cosas que yo quería hacer sin saber muy bien por dónde empezar. El hecho era que, por primera vez en mí vida, me encontraba en el contexto de una auténtica comunidad democrática. Lo más cerca que había estado de algo así había sido cuando salía con los chicos de Long Acre y hacíamos sesiones de grupo mientras nos colocábamos. Durante los primeros días no sabía realmente cómo comunicarme y me sentía bastante cohibido. Preferí verme de nuevo como una persona tímida y empecé a tartamudear. En cuanto se consideró que podía valerme por mí mismo, me empe­

zaron a encargar tareas, incluso las más simples como hacerme la cama — lo que no había hecho nunca antes— , o mantenerme a mí y a mis al­ rededores limpios y en orden. Más tarde me dieron el trabajo de poner la mesa para mi unidad antes de las comidas, una tarea difícil para alguien que carecía de toda experiencia en las cuestiones domésticas. Todos los grupos estaban encabezados por un líder y cuidador conocido como el «Pig Master» [puerco jefe] que era responsable de que todos cumplieran con sus deberes. Había pocas oportunidades de escaquearse y, si lo hubiera hecho, el Pig Master habría venido a por mí. Comenzábamos el día con unas oraciones a las que seguía el desayuno, y después ocupábamos el tiempo con actividades como terapias de grupo, conferencias, pruebas psicológicas y ejercicio físico, con intervalos para las comidas; todo esta­ ba pensado para ocuparte hasta que cayeras rendido en la cama al final del día, en un estado de agotamiento mental. El sueño venía pronto, lo cual para mí, que siempre había tenido que beber para dormir, era genial. Al principio, lo que me asustaba más era la terapia de grupo, donde nos animaban a confrontar con los demás nuestro comportamiento diario en la unidad. Yo nunca había aprendido a mirarme a mí mismo con ho­ nestidad. De hecho, para encubrir mi problema con el alcohol, era im­ portante no hacerlo. Así que ahí estaba yo, sintiéndome desnudo y vul­ nerable, mientras me preguntaba cómo podría ponerme en contacto con la persona en que me había convertido. Pero ése era el motivo por el que todos estábamos allí, y no había modo de evitarlo. El propósito del gru­ po consistía al parecer en que viéramos, a través de la interacción direc­ ta con los otros, la clase de persona que habíamos llegado a ser, y también en ayudarnos entre nosotros a identificar los síntomas de nuestra enfer­ medad mediante el franco reconocimiento de los defectos compartidos por el grupo. La negación del problema parecía encabezar esa lista, seguida por el egocentrismo, el orgullo y la falsedad. Me di cuenta entonces de que me resultaba casi imposible ser honesto, especialmente conmigo mismo. Las mentiras y las evasivas se habían convertido en mi segunda piel. Sin embargo, sobre todo esto pendía la gran cuestión: ¿Había aceptado de verdad que era un alcohólico? Porque, hasta que no lo hiciera, cualquier progreso sería complicado. La lucha para hacer esta clase de trabajo interno era impensable sin ayuda, y éste constituía el motivo por el que la terapia de grupo era de verdad necesaria. Nos ayudábamos mutuamente, en ocasiones con méto­ dos brutales, a descubrir quiénes éramos en realidad.

Al cabo de unos diez días empecé a disfrutar de mi estancia allí. Mi­ raba a mi alrededor y veía a algunas personas fascinantes, a veces autén­ ticos miembros del sector duro, que habían estado en Hazelden cuatro o cinco veces y que tenían historias mucho peores que la mía para contar. Empecé a crear lazos con los otros internos, y recuerdo que por primera vez en años me reía sin parar. Teníamos una cafetera puesta todo el día y, para «descafeinarnos», nos sentábamos por la noche para hablar de nosotros mismosj de nuestras ambiciones y de las cosas que habíamos perdido. Resultaba una experiencia muy enriquecedora y afectuosa. La mayoría de los días oíamos conferencias muy estimulantes que daban personas que habían permanecido mucho tiempo en rehabilitación y que normalmente se limitaban a contarnos su historia. A veces hacían hincapié en algunos aspectos del proceso, como la honestidad y el rechazo, pero siempre ponían el acento en lo buena que era la vida ahora que es­ taban sobrios, y tú sabías que hablaban en serio. En otras ocasiones las conferencias tenían un enfoque científico, y en ellas se describía la natu­ raleza de la enfermedad en sus diferentes fases. Aunque no fuera algo esen­ cial, me vino muy bien aprender, por ejemplo, que el alcoholismo, al menos en Estados Unidos, estaba considerado como una enfermedad y no cómo una forma de degeneración moral. Resultó un enorme alivio saber que yo sufría una enfermedad reconocida médicamente, de la que había que avergonzarse tanto como de la diabetes. Me hizo sentirme menos solo. Estaba fascinado por esas charlas, y algunas de las personas que vinieron me entusiasmaron; personas que llevaban sobrias veinte años o más y que tenían historias que algunas veces te ponían los pelos de punta y otras eran trágicas. Pero algunos de nosotros éramos difíciles de convencer, y más tarde me enteré de que en mi unidad circulaba bastante droga. El domingo era el día de visita, y entonces algunas sustancias podían ser pasadas a hurtadillas por amigos o la familia. Yo nunca hice nada así, ya que no conocía a nadie para que me trajera algo. Mi problema era de otra índole. A pesar de que Hazelden era mixto, la confraternización entre los dos sexos estaba totalmente prohibida, y los pacientes estaban obligados a dar cuenta si veían a alguien haciéndolo. Sin embargo, el flirteo era una práctica habitual, y las intentonas de affaires muy comunes. Yo me las arreglé para tener un par escarceos con chicas sin ser pillado. Logré esto tras convencer a mi orientador de que tenía derecho a una habitación propia y, una vez que la conseguí, me puse a intentar que alguna chica me visitara. Tuve éxito, aunque para ello hube

de poner en riesgo a otras personas que sabían lo que pasaba. Si se hubiera descubierto que no habían informado sobre mí, nos habrían expulsado a todos. Hazelden fue una de las primeras clínicas en tener un programa para familias y, hacia el final de mi estancia, Pattie voló hasta allí para recibir un curso de cinco días destinado a enseñar a las esposas y a los familia­ res qué podían aguardar y cómo reemprender sus relaciones cuando el paciente retornara definitivamente a casa, era de esperar que sobrio. Tam­ bién los animaban a examinar su papel en la estructura familiar, a fin de ver si ellos también podían precisar alguna ayuda. A este respecto, ahora ha comenzado a estar comúnmente aceptado que nadie te pone una pistola para relacionarte con un alcohólico. La gente siempre tiene sus propios motivos para acabar allí, y muchas veces esas personas también son adictas, aunque sólo sea a la sobreprotección. Si es ése el caso, cuando el adicto avanza hacia el restablecimiento, los cimientos de la relación a menudo se ven sacudidos y los roles de la pa­ reja amenazados, puesto que los dos ya no pueden practicar sus respec­ tivas adicciones con resultados satisfactorios. El programa para familias de Hazelden, entre otras cosas, se centraba en la necesidad de que los familiares analizaran con total honestidad la naturaleza de sus relaciones y aprendieran a identificar y, si era necesario, a reconducir sus propias necesidades, para lograr compartir sus vidas con alguien a quien ya no había que cuidar. Para Pattie, esas sesiones resultaron una enorme ayuda, en parte porque se encontró con otra gente que estaba en su misma situación. Pienso que ella se había sentido la mayor parte de su vida como una madre suplen­ te, algo que había comenzado con sus hermanos y luego había continuado en sus relaciones sentimentales. En nuestra vida en común, creo que Pattie ansiaba labrarse una identidad independiente, pero pocas veces tuvo la oportunidad de ocuparse sólo de ella, ya que yo era siempre el foco de aten­ ción. Durante años, lo único que oía era: «¿Qué vamos a hacer con Eric?» o «Eric es una carga tan grande...» o «Eriahace esto, Eric hace lo otro. ¿No es fantástico? ¿No es horrible?». Hasta que vino a Hazelden, nadie le había preguntado nunca: «Bien, ¿y quién eres tú?, ¿por qué estás con él?». Por supuesto, yo a veces tenía la sensación de que nunca llegaría al final de mi estancia, y algunos sí que abandonaron. Un tipo muy adinerado llegó a hacer que su mujer volara con un helicóptero hasta un campo cercano y se marchó en mitad de la noche. Superé la que iba a ser la primera de

mis dos visitas a Hazelden gracias a lo que más tarde me enteré de que llamaban «el baile de claqué». Había entendido a la perfección lo que se requería de mí, y se lo daba. También observaba con mucha atención a los orientadores y trataba de imitarlos, yéndome con otra gente de la unidad para intentar solucionar sus problemas y así desviar la atención de mí mismo. A consecuencia de eso, cuando alcancé el final de mi estan­ cia, había hecho sólo lo justo del trabajo requerido para recibir el alta. Uno de los rasgos distintivos^de Hazelden era un programa de post­ tratamiento muy bueno. Antes incluso de dejar mi unidad, ellos ya ha­ bían contactado con Alcohólicos Anónimos en la zona donde vivía y habían quedado con un padrino para que me recogiera. Me asignaron a un hombre que vivía en Dorkin, llamado David. Se me aconsejó que permaneciera con mi primer padrino «adjudicado» hasta que tuviera un poco de tiempo a mis espaldas, y entonces tal vez podría elegir a otro teniendo en cuenta cuáles eran mis requerimientos (por otra parte, se ponía muy de relieve que yo sería la última persona en saber cuáles eran esos requerimientos). También se me quedó grabado en la mente que duran­ te el siguiente año no sería buena idea tomar grandes decisiones ni em­ barcarme en trascendentales viajes de trabajo. Se suponía que eso me daría tiempo para despejarme la cabeza y reintroducirme poco a poco en la realidad. Por supuesto, hice todo lo contrario. Antes de eso, no obstante, debía enfrentarme al problema de integrar­ me con la gente de casa. Recuerdo que tenía un amigo, uno de mis co­ legas de bar, al que tampoco conocía muy bien, pero que todos los fines de semanas se pasaba a buscarme desde Chessington para irnos de ron­ das por los pubs de la zona. Normalmente empezábamos en el Windmill el sábado por la mañana. Así que el primer sábado tras mi vuelta de Es­ tados Unidos, apareció como de costumbre. El no tenía ni idea de dón­ de había estado yo, y me di cuenta de que sería una de las primeras oca­ siones en que iba a verme obligado a hablarle a alguien sobre aquello. Como es natural, estaba nervioso, pero salí de casa y le dije: «Mira, me temo que no puedo acercarme al pub. He dejado de beber». El se quedó mirándome un momento con curiosidad y después soltó: «Bueno, ¡a la mierda!», se metió en el coche y se marchó. Nunca volví a verlo. No creo en absoluto que hubiera mala intención en su respuesta. Era tan sólo el tipo de intercambio habitual entre nosotros, pero de algún modo aque­ llo me preparó para la clase de reacción que podía esperar de algunos grupos, especialmente entre mis compañeros de borrachera.

La mayoría de los habitantes de Ripley, como Guy Pullen, mi más viejo y apreciado amigo, estaban orgullosos de lo que había logrado, aunque eso no significaba que fueran a atenuar su consumo de alcohol sólo por acomodarse a mí. De modo que tenía que hacer algunas elecciones muy duras. Algunas personas, sitios y cosas eran peligrosos para mí, y yo de­ bía determinar con cuidado lo que era seguro y lo que no para mantenerme sobrio a partir de una larga lista de relaciones y garitos del pasado. Sin embargo, mi juicio era inservible, y mi sistema de valores estaba comple­ tamente del revés. Las cosas que antes habían ocupado el primer, el segundo y el tercer puesto de mi lista de prioridades en la vida — emoción, peli­ gro y riesgo— ahora estaban fuera de lugar. Durante una temporada traté de relacionarme sólo con gente que fuera buena para mí, pero resultaba difícil, ya que estaba cabreado y huraño, y no sabía qué hacer con todo el tiempo que antes me pasaba bebiendo. Acu­ día a las reuniones de doce pasos, a veces cinco o seis veces a la semana, y allí sentado pensaba: «Yo no soy como esta gente. No pertenezco a este lugar». Necesitaba a alguien que se interesara por mí, pero entonces no era más que Eric el alcohólico, y no estaba seguro de haber aceptado por completo eso. Una de las cosas más arduas que tenía que afrontar a mi vuelta de Hazelden era intentar reemprender mi relación con Patrie. Regresaba del tratamiento sin ninguna noción sobre cómo abrir de nuevo la puerta de la intimidad. No era algo en lo que hubiéramos trabajado durante el tra­ tamiento, y ahora lo lamento. Tampoco es que piense que eso hubiera cambiado las cosas para nosotros, aunque es discutible, pero se trata de un punto fundamental que debería estar incluido en todos los programas de esta naturaleza. Baste con decir que no sabíamos qué hacer. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había hecho algo sin priva, que sencillamente no sabía por dónde empezar. Resultaba descorazonador, para los dos. Pattie había esperado con ansia a ese joven que volvía limpio a casa con ella, y allí estaba yo, en parte roto, igual qñe un veterano del Vietnam. Cuan­ do nos íbamos a la cama me limitaba a enroscarme en posición fetal junto a ella. Estaba avergonzado y no quería hablar sobre ello, pero para mí nuestra relación se había fundado en el sexo, y había dado por sentado que todo volvería a su sitio en cuanto llegara a casa. Por entonces comencé a culpar a Pattie de todas las cosas; «Después de todo, ¿no estoy sobrio por ella? ¿Dónde está su gratitud?». Ése era el

modo en que empezaba a pensar. Mientras, ella era perfectamente capaz de beber vino y esnifar coca con moderación; de alguna manera quería continuar con su viejo modo de vida y, ¿quién podía culparla? Pero yo tenía que practicar la abstinencia y, para mí, la sobriedad comenzaba a resul­ tar una gran carga. Echaba de menos beber y la envidaba a ella por ser capaz de hacer todo eso con control. Aún no había aceptado del todo la verdad sobre mí. Las grietas en nuestra relación hicieron que me encerrara en mí mismo. Empecé a pasar mucho tiempo pescando. Aunque durante muchos años sólo había sido un principiante, capturando sobre todo percas, carpas y lucios en las aguas de Ripley, hacía poco que Gary Broker me había en­ señado a pescar con mosca. La pesca del lucio es un asunto bien engorroso comparada con la de la trucha. Hay que acarrear un montón de equipo, cestas llenas de aparejos, soportes para la caña y etcétera, además de lle­ var los trajes verdes térmicos y, cuando por fin llegas al sitio, tampoco haces demasiado, básicamente te sientas y esperas. Yo solía mirar divertido a Gary, con una pequeña bolsa donde guardaba las moscas, la caña y el carrete. Me refiero a que andaba tan tranquilo con sólo ese equipo. Un día me dio una lección sobre lanzar la mosca en su césped, y una vez empecé a arrojarla en línea recta más de tres metros, empecé a considerar aquello como una destreza, una que tal vez sería capaz de dominar. Ese primer verano tras mi rehabilitación fue uno de los más hermo­ sos que recuerdo, tal vez porque me encontraba sano y limpio, y empe­ cé a pagar por algunos días de pesca de truchas, sobre todo en tramos de agua de las inmediaciones repoblados especialmente para los pescadores de la zona. Yo pescaba en la finca Clandon, en los lagos en Willinghust y en Whiley Farm, cerca de Dunsfold. La pesca es un pasatiempo absor­ bente y tiene una cualidad zen. Resulta una actividad ideal para cualquiera que quiera pensar mucho y mirar las cosas con perspectiva. Era también un modo perfecto de ponerme en forma de nuevo, ya que te obliga a andar mucho. Me iba al romper el alba, y a menudo estaba fuera hasta la no­ che. En ocasiones volvía orgulloso con mi bolsa llena de peces, que le entregaba a Pattie para que los limpiara y cocinara. Por una vez me ha­ cía bueno en algo que no tenía nada que ver con tocar la guitarra o la música. Era la primera ocasión en mucho tiempo en que me dedicaba a algo muy normal y bastante prosaico, lo que para mí tenía una gran im­ portancia. Sin embargo, se me pasaba por alto el hecho de que así aumen­ taba la sensación de aislamiento de Pattie.

A los cuatros meses de salir de Hazelden, con la idea de que el trabajo sería una de las mejores terapias, marché de gira con mi banda inglesa. Eso iba totalmente en contra de lo que me habían aconsejado los orientado­ res, e imagino que estarán curados de espanto, pero se trató de una de­ cisión precipitada. Lo cierto es que no estaba listo para el trabajo. La pri­ mera vez que me subí a un escenario, en el Paramount Theater, en Cedar Rapids, Iowa, pensé para mí: «Esto suena horrible», y no sabía por qué. Al igual que me estaba ocurriendo con el sexo, llevaba mucho tiempo sin tocar sobrio y me había acostumbrado a oír todo a través del velo del al­ cohol y de la distorsión de la droga, así que no podía hacerme a la idea de un sonido carente de aquello. Recorrí los Estados Unidos sin saber muy bien lo que estaba haciendo, aunque sí que acudí a reuniones. En la úl­ tima actuación, en Miami, Muddy Waters hizo una aparición estelar e in­ terpretamos juntos «Blow Wind Blow». Esa fue la última vez que llegué a tocar con él, puesto que murió en abril del año siguiente. A nuestro regreso de la gira, entramos en los estudios Compass Point, en las Bahamas, a fin de grabar temas para un nuevo álbum. Las cancio­ nes tenían un toque pub rock, y para mí suponían una continuación del proyecto con Ronnie Lañe. Al principio, me hacía feliz tocar con esos chi­ cos. Lo hacíamos por diversión, por camaradería y por amor a la músi­ ca, y todas esas me parecen que son las razones correctas. Pero Roger no estaba tan convencido, y tampoco Tom, que nos producía de nuevo, y para ser justo con ellos después de dos semanas apenas habíamos acabado una canción. Una atmósfera de aprensión se extendió por el estudio, y pare­ ció que quizá no haríamos el álbum. Además, Gary y yo nos habíamos hecho íntimos, y a consecuencia de eso él tenía mucha influencia en el modo de trabajar de la banda, algo que, por la razón que fuera, no esta­ ba bien visto por el mánager ni por el productor. Después de un par de semanas, Tom Dowd se acercó a mí y me dejó claro que, a rjo ser que hubiera un cambio radical de músicos, ese álbum se iría al garete. Me recomendó que echara a la banda actual, con la ex­ cepción de Albert Lee, y que empezáramos de nuevo desde el principio. También me dijo que podría conseguir como sustitutos a legendarios músicos de sesión como Donald «Duck» Dunn y Roger Hawkins, e incluso me dijo que R)^ Cooder estaba interesado en venir. Añadió que si no me sentía pre­ parado para despedir al grupo, entonces él lo haría por mí. Yo estaba esti­ mulado por los nombres que había mencionado, gente que tenía en gran estima desde hacía años, y decidí tomar la senda que me proponía.

Cuando bebía, hacía que Roger me hiciera el trabajo sucio, pero en mi estancia en Hazelden había aprendido que tenía que empezar a asu­ mir la responsabilidad en esos temas. Esa noche cené con los miembros de la banda y les dije: «Lo siento mucho, pero tengo malas noticias. Esto no está funcionando, y se me ha sugerido que intente otra cosa. Así que os pido que os vayáis a casa y ya os haré saber si quiero que vengáis a la gira» Cuando terminé, cayó sobre nosotros un silencio sepulcral. Me resultó duro y doloroso despedir a la banda. En el caso de Henry Spinetti y Gary Broker, l^s heridas tardaron mucho tiempo en curar­ se, y nunca he vuelto a ver a Dave Markee. Con respecto a Chris Stainton, él fue el afortunado al que volví a contratar y desde entonces ha permanecido siempre a mi lado. Despedirlos yo mismo tuvo un efecto positivo en mí, puesto que me demostró que era capaz de llevar el con­ trol de mi trabajo, algo que antes estaba por entero en manos de Roger. También me provocó una pequeña crisis nerviosa. La presión para terminar ese disco, el primero después de salir del alcoholismo, era enorme, y además el álbum tenía que ser bueno. Nos quedaba una canción por terminar y, en un momento dado, me derrumbé delante de Tom y lloré a lágrima viva. Creo que, entre otras cosas, estaba llorando la pérdida de mi víncu­ lo con el alcohol, una emoción muy intensa que hasta entonces no había reconocido lo suficiente. Había sido mi relación más importante que jugaba un papel tremendamente significativo en mi vida. Llamé al álbum Money and Cigarettes, ya que eso era todo lo que creía haber conservado. Cuando hicimos la fiesta de la audición del disco, con Tom, Roger, Pat­ rie y unos cuantos más, lo que para la mayoría de los artistas es en prin­ cipio una celebración gozosa se convirtió en un velatorio. Había algo decididamente forzado en el disco y, cuando lo llevamos al escenario durante la mayor parte de 1983, funcionó como una especie de anticlí­ max. Pienso que una parte mí se rebelaba inconscientemente diciéndome que lo que realmente deseaba era tocar la música que amaba con la gen­ te por la que sentía aprecio. Me di finalmente cuenta de eso cuando co­ laboré en los conciertos de la ARMS (Action Research into Múltiple Sclerosis) a finales de ese año. Se trataba de una serie de conciertos benéficos organizados por Glyn Johns con el objetivo de ayudar a la investigación sobre la esclerosis múltiple, una enfermedad que hacía poco había para­ lizado a Ronnie Lañe. A lo largo de los años, durante el tiempo que ha­ bía pasado con Ronnie en Gales, había notado que su modo de tocar se

volvía cada vez más errático, hasta que no consistía más que en un rasgueo al aire delante sin llegar a tocar verdaderamente las cuerdas de la guitarra. Hasta ese momento no supe lo que pasaba, y de repente todo encajó. Ronnie había encontrado a alguien que le administraba tratamientos hiperbáricos en una cámara de descompresión, cosa que aliviaba los sín­ tomas de su enfermedad y le hacía la vida soportable durante períodos de tiempo bastante largos. Pero como los tratamientos eran muy caros, Glyn tuvo la idea de reunir a los amigos músicos de Ronnie y dar un concier­ to para recaudar fondos. Steve Winwood, Jeff Beck, Jimm y Page, Bill Wyman, Charlie Watts, Kenny Jones y Andy Fairweather-Low se unie­ ron a la causa y, tras unos días de ensayos en casa de Glyn, ofrecimos una actuación en el Royal Albert Hall. Aunque era la primera vez que tocábamos juntos, conseguimos crear una atmósfera increíble, algo único: como lo hacíamos por Ronnie y no por el dinero, dejamos nuestros egos en la puerta y el resultado fue la bomba. Disfrutamos tanto que nos propusimos llevar el espectáculo de gira para continuar recaudando dinero. El proyecto se convirtió en una exitosa serie de actuaciones por Estados Unidos durante la cual tocamos en grandes recintos de Dallas, San Francisco, Los Angeles o Nueva York, y todos nos lo pasamos en grande.

RECAIDA

S

i pienso ahora en los años que siguieron a mi salida de Hazelden, me doy cuenta de que no había ninguna razón para que continuara ha­ ciendo discos. Un enfoque más inteligente a fin de reconstruir mi vida hu­ biera sido dejar las grabaciones durante un tiempo para intentar algo di­ ferente, y emplear unos cuantos años averiguando qué es lo quería hacer de verdad en lugar de limitarme a volver al modelo establecido del pasa­ do. Pero estaba escrito que no fuera así. Si me sentí presionado por los con­ tratos o por la fuerza de la costumbre resulta irrelevante, el hecho es que volví a la rutina de buscar otra fórmula para hacer un disco de éxito. Roger sugirió una colaboración con Phil Collins, que entonces esta­ ba en la cresta de la ola. Aunque no era fan de Genesis, Phil y yo nos habíamos hecho buenos amigos al cabo de los años, y esa amistad se ha­ bía reforzado durante la ruptura de su matrimonio con su primera esposa, Andrea, cuando se pasaba a menudo por Hurtwood y se desahogaba con Pattie y conmigo. Yo incluso había tocado la guitarra en «If Leaving Me Is Easy», un corte de su primer álbum, Face Valué. A pesar de que al prin­ cipio el plan de Roger no parecía más que una estratagema comercial bastante obvia, al final concluí que no era tan mala idea. Eso significaba, no obstante, que tenía que dar con nuevo material, cuando lo cierto era que no estaba preparado. Mientras consideraba la mejor manera de abordar aquello, me acor­ dé de un viaje que había realizado a Gales muchos años atrás, cuando fui hasta allí con la única compañía de mi perro y me quedé en los Borders durante un par de semanas, donde me lo pasé como nunca. Me pareció que podía ser bueno volver a ese sitio, así que le pedí a Nigel Carroll que fuera a buscarme una casita en la zona. Me alquiló una cerca de Beulah, en el Parque Nacional de Brecon Beacons, así que me fui para allá con un

equipo de grabación y comencé a escribir. En realidad, me pasé la mayor parte del tiempo cortando troncos, puesto que el agua caliente y el sistema de calefacción central venían de una caldera alimentada por leña. La ca­ sita estaba a varios kilómetros de cualquier parte, y yo apenas hablaba con nadie. Iba al pub, me tomaba una limonada y un sándwich de queso, y nadie se fijaba en mí. Resultaba muy extraño. Hasta que no me puse a componer el material nuevo, no tuve idea de lo difícil que iba a ser pasar a escribir para alguien más que yo. Cuando acababa una canción, me la ponía y me quedaba contento. Luego salía con el coche, sonaba en la radio uno de los éxitos de Phil y pensaba: «Dios mío, lo que yo hago no tiene nada que ver». Se me hacía complicado tratar de encajar en ese molde. A mi vuelta de Gales, llamé a Phil, le dije que te­ nía unas cuantas canciones y decidimos trabajar en ellas en los Air Studios de George Martin, en la isla de Montserrat, en el Caribe. El plan era tocar un poco, ensayar mis canciones, ver si lográbamos escribir algo juntos y, tal vez, hacer algunas versiones. «Knock on Wood» era una que tenía ganas de probar. Yo contaba con la misma banda, excepto por Jamie Oldaker, que había reemplazado a Roger Hawkins a la batería, y Phil se había traído además a Peter Robinson para tocar el sintetizador, una novedad para mí. No nos costó empezar a divertirnos, y el plan estaba funcionando. «Entre ahora (las doce de la noche) y ayer», escribí en mi diario el 12 de marzo de 1984, «tenemos cinco cortes geniales... es genial trabajar con Phil, haces mu­ cho pero no parece en absoluto que trabajes duro... Peter Robinson es brillantísimo ¡y un gran tío también! Lo cierto es que todo está yendo sobre ruedas, ¡ojalá no pare!» Estaba sorprendido por los resultados que íbamos consiguiendo, y en mi opinión aquello sonaba de maravilla. «El bueno de Phil — escribí al día siguiente— , es un diamante auténtico.» Sólo se produjo un roce. Al parecer, existía una especie de conspira­ ción para que no me enterara de que todos le estaban dando bien a la priva y a la maría. Esas cosas se hacían en sacreto, y para mí fue como si des­ confiaran de mi capacidad para manejarlas. Me cabreé mucho. «Alguien me ha estado ocultando algo», les dije. «No soy ningún niño. Quiero estar al tanto de todo lo que pasa». Pero cuando les expresé mi preocupación, ellos se limitaron gritarme en plan de broma y a decirme: «¡Pero si tú no haces ya nada de eso!». Antes de irme de casa, mi asistencia a las reuniones de doce pasos había bajado, y se me había olvidado averiguar si se celebraba alguna allí don­

de iba. A mi llegada, había visto en la cocina del chalet donde me aloja­ ba un regalo de cortesía; encima del aparador había una botella del ron de la región, pero en lugar de cogerla y vaciarla deliberadamente por el desagüe, me limité a guardarla en la alacena, mientras pensaba: «No voy a exagerar derramándola por el fregadero. Sólo la pondré en un lugar donde no la vea». Sin embargo, una noche, poco después de mi pelea con la banda, me fui a un club al otro lado de la isla donde me convencí de que no pasaría nada si me tomaba un par de copas. Más tarde volví al chalet y despaché la botella de ron de una sentada. Para celebrarlo, al día siguiente empecé a seducir a la gerente del es­ tudio, Yvonne, una chica muy guapa de Doncaster cuyo padre era un guitarrista de la isla de Montserrat. Yvonne era muy pizpireta y diverti­ da, una coqueta belleza morena que parecía estar interesada, y cuando me quise dar cuenta nos habíamos embarcado en un romance imprudente y apasionado, en el que no tomamos ningún tipo de precaución. Como con la bebida, mi razonamiento era el siguiente: «Nadie se va enterar, estamos a muchos kilómetros de cualquier sitio». A la vez, era como si quisiera que me pillaran haciendo algo que provocara una marejada en casa. Algunas de las canciones que había compuesto para el nuevo álbum tocaban la desilusión que sentía por mi matrimonio, como «She s Waiting», «Just Like a Prisoner» y «Same Oíd Blues», todas ellas piezas muy personales sobre la relación entre Pattie y yo. Desde hacía un tiempo se me hacía cada vez más difícil encontrar un modo de subsistir en mi matrimonio y, al mismo tiempo, practicar una vida sobria. Lo cierto era que las dos cosas no acababan de pegar dema­ siado bien; yo acudía a muchas reuniones y también me esforzaba por encajar en nuestra vida social. Sin embargo, se me hacía cuesta arriba asistir a las cenas porque sentía que era observado con microscopio, y también resultaba incómodo para nuestros amigos, que tenían que moderar su comportamiento y actuar de una manera completamente nueva. A mi regreso de Montserrat, decidí ocultar que había recaído no bebiendo y, aunque al comienzo me las arreglé para hacerlo, el esfuerzo pronto llegó a ser demasiado grande Iba mucho de pesca, lo que me ayudaba a guardar la calma, y una noche, mientras conducía de vuelta a casa desde el río, vi un pub a un lado de la carretera. Empezaba a anochecer y a través de las ventanas se veía un alboroto de gente que bebía y se divertía, y en ese momento no tuve aguan­ te. La memoria selectiva que poseía acerca de la bebida me decía que es­

tar en la barra de un pub en una noche de verano frente a una larga y alta caña de cerveza con lima representaba el paraíso, y decidí no acordarme de las noches en las que me había sentado con una botella de vodka, un gramo de coca y una escopeta considerando el suicidio. De repente me encontraba en la barra del bar pidiendo una cerveza, y fue exactamente tal y como había pensado. Debido a que hacía bastante tiempo desde la última copa, me achispé un poco, y conduje de vuelta a Hurtwood con alguna dificultad. Cuando llegué, decidí contarle a Pat­ rie lo que había hecho y presentarlo como buenas noticias, con el argu­ mento de que nuestro matrimonio no estaba funcionando porque esta­ ba sobrio, pero que si lograba encontrar un modo para volver a beber con moderación y con gente, como hacía ella, entonces todos nuestros pro­ blemas estarían resueltos y ella sería feliz. Fui en su busca y le dije: «Tengo algo que decirte. Me he tomado una copa de camino a casa y me ha sen­ tado muy bien, creo que puedo controlarlo». Se le descompuso el gesto y, a pesar de que podía ver la ansiedad y la decepción en su cara, yo ya había decidido que ése era mi plan. En parte, su decepción estaba estrechamente ligada al hecho de que unos meses atrás Pattie y yo habíamos ido a una clínica de fertilidad, después de que ella me hubiera dicho que se moría de ganas de tener un niño. Los problemas de Pattie para quedarse embarazada estaban causa­ dos por un bloqueo en las trompas de Falopio, lo cual había hecho difí­ cil, si no imposible, que tuviera hijos durante su matrimonio con George, cuando aún no se conocía la fecundación in vitro. Durante nuestros primeros años de casados no hablamos del tema, ya que nos hallábamos demasiado ocupados corriendo por la vida a tumba abierta. Entonces, el 8 de febrero de 1984 anoté en mi diario: «Nell me ha enseñado todo el papeleo que le ha dado el médico de fertilidad... parece que de pronto tiene muchas ganas de tener un hijo...». Me daba cuenta de que un niño era lo último que nos quedaba para luchar por mantenernos juntos, aunque secretamente esperaba que aquello no fun­ cionara, puesto que, por mucho que la amara, sentía la necesidad de va­ gabundear de nuevo. Creo que me había dado por vencido. Había emprendido el camino de intentar controlar mi consumo de alcohol cuando estaba con gente, tal como veía que hacían los demás. Los estudiaba y, durante un tiempo, mi vida consistió en acercarme al Windmill para comer y tomarme una o dos cervezas, y luego por las noches tal vez un vaso de vino con la cena y un scotch tras el postre. La realidad fue

que, por mucho que intentara implantar una especie de día normal como el resto de gente, eso acabó equivaliendo a dos sesiones de bebida entre las que intentaba matar el tiempo desesperadamente, a menudo durmiendo durante toda la «tarde. Ese horario era en esencia el de un alcohólico, en cuanto a su desarrollo y a su meta, y como resultado nuestra vida se de­ rrumbó. A nuestra vuelta de Monserrat, con la mayoría de las canciones gra­ badas y mezcladas, Roger se mostró contento con el material y se lo mandó a la compañía de discos, la Warner Bros., mientras yo me ponía a traba­ jar en la banda sonora de una película nueva de John Hurt, La vengan­ za. Uno de los músicos que me ayudó con el proyecto y tocó conmigo fue Roger Waters, a quien había conocido en mi juventud y cuya mujer, Carolyn, era buena amiga de Pattie. El me puso una cinta con el nuevo disco en que estaba trabajando, titulado The Pros and Cons ofH itch Hiking. Había algunos grandes músicos en el álbum y, debido a que disfrutaba mucho de la compañía de Roger y saliendo con él, acabé acompañándolo al estudio y trabajando en su disco. Nos lo pasamos muy bien y, en un momento dado, le dije bromeando: «Deberías llevar esto de gira». Entonces Roger me preguntó si me iría con él y, puesto que se trataba de la excusa perfecta para escapar de los problemas que tenía en casa, le dije que sí. A Roger Forrester esto no le hizo mucha gracia, ya que no le gusta­ ba la idea de que yo fuera el músico de acompañamiento de nadie, pero a regañadientes transigió en que Roger me llevara en préstamo. Después de todo, yo era propiedad de Forrester, y tendrían que devolverme des­ pués de la gira. La relación entre los dos era bastante curiosa en el senti­ do de que Roger Waters desconfiaba mucho de Roger Forrester, quien a su vez pensaba que tenía calado a Roger Waters, así que siempre había deportivas chanzas yendo de un lado para otro, algo que creo les resultaba bastante divertido. La gira recorrió Europa y Estados Unidos durante los meses de junio y julio. Roger estaba trabajando mucho dentro de un formato multime­ dia, que combinaba las artes visuales y la música, ambas con la intención de subrayar la historia que estaba contando. Yo debía llevar auriculares, dado que buena parte de la música tenía que estar sincronizada con el vídeo en la pantalla, así que necesitaba seguir una claqueta, algo que nunca había usado antes sobre el escenario. Pensaba que la propuesta era bastante in­ teresante, aunque, desde donde yo me situaba, nunca llegaba a ver lo que salía en el vídeo. Quizá fuera mejor así, ya que por lo que pude deducir

se mostraban cosas bastante raras. La primera fecha fue en Estocolmo, el 16 de junio. «El bolo estuvo genial», anoté en mi diario, «ningún error grave y, aunque podría haber tocado mejor, no estuvo nada mal. Roger estuvo genial delante del público, toda una revelación... Voy a volver a utilizar a Blackie, me parece que tiene ese mordiente extra necesario para el escenario, aunque sin duda es más difícil de tocar, ¿quizá eso la hace preferible». El espectáculo era como entregar un paquete, pero me hice muy amigo de los músicos y todos intentamos aprovechar la oportunidad al máximo. Como siempre, acabé envuelto en algunas relaciones sexua­ les bastante salvajes, ménage á tríos y similares, con algunas mujeres in­ quietantes, todo bastante sórdido. Cuando estábamos en Canadá, actuando en el Maple Leaf Gardens de Toronto, toqué fondo. Fue la primera de una serie de ocasiones que al final me devolverían a Hazelden. Había abusado mucho durante la gira y sufrido un par de crisis por el alcohol, pequeños ataques. En esa oca­ sión en concreto me había comprado un par de packs de seis cervezas, que me bebí muy rápido, y entonces me di de bruces con la desesperación. Fue como un momento de claridad en el que vi la absoluta podredumbre de mi vida de entonces. Comencé a escribir una canción llamada «Holy Mother», en la que le pedía ayuda a una fuente divina, a una mujer que ni siquiera podía empezar a identificar. Todavía me gusta esa canción, ya que reconozco que me salió de muy dentro del corazón como un since­ ro grito de auxilio. Varios sobresaltos me aguardaban a mi vuelta a Inglaterra después de la gira de Pros and Cons ofHitch Hiking. El primero fue que la Warner Bros, había devuelto las cintas de Montserrat, alegando que las canciones no tenían la fuerza requerida. No había suficientes singles potenciales y po­ díamos o volver a grabar el álbum, quitando algunas canciones y añadiendo otras, o buscarnos otra compañía de discos. Me disgusté muchísimo, puesto que era la primera vez que me habían rechazado como músico. En algún momento incluso equiparé eso a ¿star sobrio. Una de las primeras cosas que me habían sucedido al retornar de Hazelden fue que la policía me hizo parar el coche y pasar la prueba de alcoholemia, algo que nun­ ca me había ocurrido mientras bebía. De repente, ser rechazado por mi compañía de discos era otra muestra de todas las cosas desagradables a las que uno tenía que hacer frente cuando estaba sobrio. Después de que me remitiera el cabreo, tuve la suficiente presencia de ánimo como para sentarme en silencio y pensar cuál sería la medida más

correcta que podíamos tomar. En parte, me influyó haber oído que los Warners habían despedido recientemente a Van Morrison. Pensé que, si lo habían echado a él, estaba claro que podían dejarme ir a mí, y enton­ ces, ¿adonde iría? Decidí hablar con Roger, ya que solía tomar decisiones sensatas en situaciones difíciles, y los dos nos mostramos de acuerdo en que deberíamos averiguar qué era lo que la compañía consideraba material de éxito. Ellos me enviaron tres canciones escritas por un compositor de Texas al que representaban llamado Jerry Lynn Williams — «Forever Man», «Somethings Happening» y «See What Love Can Do»— , y eran muy buenas. Me gustaba mucho el modo en que cantaba, y respondí con un mensaje en el que decía que lo haría, a condición de que ellos produje­ ran las canciones y me consiguieran a los músicos. Creo que fue la pri­ mera vez que, en el terreno profesional, tuve que echarme para atrás. Estaba bastante asustado cuando salí para Los Angeles, porque no estaba muy seguro de en qué me metía, pero, tan pronto como conocí a Jerry Williams, nos llevamos a las mil maravillas. Era un tipo increíble, un personaje fuera de lo corriente que se parecía a Jack Nicholson y cantaba como Stevie Wonder. Los productores eran Ted Templeman y Lenny Waronker, y se trajeron a lo que llamaban «el equipo A»: Jeff Porcaro a la batería, Steve Luthaker a la guitarra y Michael Omartian y Greg Phillinganes a los sintetizadores, todos músicos de estudio que habían sido empleados en una larga sucesión de éxitos. Grabamos tres canciones y, aunque entonces pensaba que el material era muy bueno, ahora creo que el álbum original lo superaba, ya que se correspondía más con lo que habíamos pretendido hacer. Lo que realmente saqué de ese disco fue la diversión absoluta que era salir con Jerry Williams, aunque no se tratara precisamente de la mejor influencia que podía tener en la época. El se pasaba las noches en los estudios Shangri-La, donde se había grabado mi disco No Reason To Cry, y yo me acercaba allí, me que­ daba toda la noche en vela y tocaba en alguna de sus maquetas, y antes de darme cuenta ya había vuelto a las andadas, con drogas bajo receta, cocaína y alcohol. Otra noticia impactante que recibí a mi vuelta de la gira con Roger Waters llegó en una carta escrita por Yvonne en la que me decía que es­ taba embarazada y que el niño era mío. Ella subrayaba, no obstante, que deseaba mantener la noticia en secreto y que no tenía ningunas expecta­ tivas conmigo. Estaba casada y había decidido intentar criar al niño dentro de su actual matrimonio. Yvonne me había contado que las cosas no iban

bien entre ella y su marido, y yo supuse que tenía la esperanza de que el bebé pudiera salvar la relación. Habida cuenta de mi comportamiento, supongo que no debería ha­ berme sorprendido tanto descubrir que, durante el tiempo en que había estado de gira con Roger, Pattie había iniciado un romance con un fotó­ grafo de sociedad. Lo irónico del caso fue que se trataba del hermano de Carolyn, la mujer de Roger, y más tarde averigüé por uno de los miem­ bros de mi equipo, Peter Jackson, que aquello había constituido un secreto a voces en la gira de Pros and Cons. Habían estado viéndose en los mis­ mos círculos mientras yo trabajaba en el disco. Me quedé destrozado, aunque, a partir de varias conversaciones que mantuve luego con Pattie, me empezó a quedar claro que había estado completamente ciego a las cosas que la habían alejado de mí, por encima de todo el comportamiento machista, la adicción a la bebida y las depresiones. Le supliqué que regresara conmigo, en vano, y al final tomamos la decisión de que lo mejor sería separarnos temporalmente. Acordé alquilarle un piso en Londres, y ella se trasladó a un apartamento en Devonshire Place. «Sigo sin creer — escribí en mi diario el 2 de octubre de 1984— , que esto me esté pasando a mí.» Me encontraba a punto de comenzar una gira por Australia, y esta­ ba hecho pedazos. Por las mañanas iba a la terapia, que me servía de ayuda, y me pasaba las tardes trabajando, lo que a menudo se hacía un trago muy difícil. «El problema es que en los ensayos», escribí, «están todas las can­ ciones que compuse sobre Pattie y, cuando terminamos, vuelvo al pun­ to de inicio: celoso y rechazado...» Regresar por la noche a casa era lo peor, «triste, melancólico y pesimista», anoté. No dejaba de amargarme pensando en ella y en su novio, a quien consideraba un completo pelele. Una no­ che, después de «hundirme más y más en el pozo... al final me metí en el coche y conduje... con la intención de traerla a rastras, como un hombre de las cavernas. Por supuesto, no estaba allí». Durante las siguientes semanas, continué con los ensayos para la in­ minente gira, y mi estado de ánimo no dejó de ir cuesta abajo. «Me siento tan solo y desesperado — escribí el 12 d$ octubre— , ... la echo muchí­ simo de menos y no veo el modo de seguir.» Una semana después viví «¡el peor día hasta ahora! Una recaída completa con todos los miedos y la culpa de los viejos tiempos de borrachera, la coca fue lo peor de todo: ¡Nunca más! A medida que avanzaba el día estaba más al borde del suicidio, hasta que al final el teléfono sonó por la noche y era Roger W., quien sólo con amabilidad me sacó de todo eso. Paré de beber, tiré la coca y me bebí un

vaso de agua tras otro hasta que me retornó una sensación de claridad y alivio. No debo dejar que esto vuelva a ocurrir...». Dos cosas me ayudaron durante esta época oscura. La primera y por encima de tbdo, la música, la única cosa que siempre estaba ahí conmi­ go. «Quiero expresar todo mi dolor con mi música», anoté en una entrada del diario. «No quiero ahogarlo, quiero llegar a otros que sufren para que sepan que no están solos». También empecé a ver a un terapeuta muy bueno que Roger Wai^rs me había recomendado. «He visto a Gordon hoy —escribí el 16 de octubre— , y me ha ayudado a entenderme y a enten­ der mi problema; parece que tengo que usar la cabeza para controlar mis emociones o si no me destruirán... me hace avanzar con cautela y no im­ porta lo lento que vaya. Esta noche he escrito y grabado “Behind the Sun” en casa de Phil. Está sin pulir, pero lo dice todo... Tengo pensado dár­ sela a Nell el jueves». Esa canción, en la que yo tocaba la guitarra y can­ taba y Phil me apoyaba al sintetizador, expresaba todos mis sentimientos de tristeza tras nuestra ruptura. Había sacado el título de un verso de «Lousiana Blues», una de mis canciones favoritas de Muddy Waters, y se con­ virtió en el nombre del nuevo álbum, que salió a comienzos de 1985. El 6 de noviembre, dos días antes de salir para Australia, me encon­ tré una vez más con Pattie. «He andado y hablado con Nell esta tarde, está más encantadora que nunca y creo que quiere que la dejen tranquila con su nuevo hombre y su nueva vida... dice que ya no se siente atraída físi­ camente por mí y que le encanta estar con él, es un tipo afortunado... y yo soy un necio, pero todavía creo que me ama y que con paciencia la puedo recuperar. Nunca podré dejar de amarla... Tengo la esperanza y la perseverancia de mi lado y nunca me rendiré.» Debido a la agitación en que me encontraba, tras volver de Estados Unidos había evitado complicar más las cosas relacionándome con cualquier otra mujer, pero el día en que volaba para Sydney, me acosté con una chica a la que había estado vien­ do esporádicamente, Valentina. Eso liberó toda suerte de sentimientos. «Valentina... hizo la comida e hicimos el amor. Sienta tan bien que te cuiden de nuevo, he estado tan hambriento durante tanto tiempo... pero eso no detiene el anhelo más profundo que guardo para mi esposa... aunque quizá eso también se marchitará. Rezo para que ella regrese an­ tes de que ocurra... en una hora más o menos habré dejado este lugar y todos sus fantasmas.» La gira australiana fue triste para mí. No solamente debido a que me encontrara en esa montaña rusa emocional, sino porque tampoco estaba

muy contento con cómo sonábamos en el escenario. «El ensayo ha resul­ tado muy extraño — registré el 12 de noviembre— . El sonido apabulla­ ba y yo me sentía como si me hubiera tomado un ácido, tengo la confianza por los suelos.» El problema era que Albert Lee no se encontraba con no­ sotros en esa ocasión, y su sitio lo había ocupado Pete Robinson al sintetizador, un instrumento al que me había acostumbrado en el estudio pero al que me costaba adaptarme en el escenario. Me parecía que hacía que el directo sonara demasiado fuerte, y además me causaba problemas de audición. «Creo que la frecuencia en la que toca el sintetizador podría ser lo que me provoca la sordera — anoté el 23 de noviembre, para añadir después— , la mayor parte del concierto ha estado bien, pero hacia el fi­ nal todo volvió a sonar demasiado fuerte... Deb dice que para ella sonó muy fuerte desde la primera nota... estaría genial hacer un concierto que contentara a todo el mundo.» (Deb era el diminutivo de Deborah Russel, una mujer de la que me había hecho amigo en Sydney, además de una pintora excelente.) Después de una semana de gira, Roger me llamó a Sydney para de­ cirme que Nigel Dempster había contado la historia de la separación en su columna en el Daily Mail. Eso me dolió de verdad, ya que hasta en­ tonces nunca se me había ocurrido que el tema le incumbiera a nadie más. «Bueno, se acabó», escribí... «Le he hablado a Nell del divorcio y está de acuerdo. Vuelvo a estar colapsado, que Dios me ayude.... La he llamado de nuevo arrepentido y le he pedido que vayamos a algún lugar perdido durante una semana sólo para hablarlo». Dos días más tarde anoté «... está de acuerdo en ir a Florencia durante la semana del día 7, así que creo que eso decidirá las cosas en un sentido u otro». A comienzos de diciembre de 1984 volví a Inglaterra sintiéndome confundido y deprimido. «En mañanas así — escribí el primer día de vuelta en Hurtwood— , necesitas de verdad alguien a quien arrimarte. Es un día gris, oscuro, húmedo y frío. Es Inglaterra.» Decidí no insistir en lo del divorcio, y dejar que fuera Pattie quien me lo pidiera en el caso de que se hubiera decidido. También le escribí una carta a su amante en la que le manifestaba de manera inequívoca cuáles eran mis sentimientos. Le de­ cía que yo esperaba que fuera consciente de lo que estaba haciendo, puesto que Pattie había sido el amor de mi vida y el estaba logrando mandarlo todo a la mierda. Esa noche, de manera inesperada, Alice me llamó desde París, que era donde vivía entonces, y «me ha levantado el ánimo, de hecho se me ha

cambiado la cara cuando me dijo que siempre supo que Pattie acabaría con un petimetre». Me propuso que fuera a verla a París, lo que no pa­ recía muy buena idea. En lugar de eso, convencí a Pattie, que había es­ tado teniendo sus dudas, para que consintiera en lo del viaje a Florencia, que acabó resultando en tres días desastrosos. «El experimento florentino ha demostrado ser un gran fiasco — escribí— . La parte más memorable ha sido el hecho de que ella haya comprobado o llegado a la conclusión de que me encuentra repulsivo sexualmente.» No me amilané. Mi resolución se v í q reforzada por la noticia de que al parecer la car­ ta al amante había dado sus frutos y él se había quitado de en medio por un tiempo. De modo que después de las Navidades, que habíamos pasado por separado, decidí insistir aún más en la reconciliación. Pattie nunca habría considerado algo así sin consultar primero con el «comité», como llamábamos al grupo de amigas íntimas con las que salía. También cono­ cidas «la mafia rubia», formaban un grupo formidable de mujeres que solían comer juntas para intercambiar cotilleos. Para gran alegría mía, ellas le dieron luz verde, y los dos volamos juntos para pasar unas vacaciones a Elatt, en Israel. Aquello tuvo tan poco éxito como el viaje a Florencia. El problema era que yo estaba convencido de que si recuperábamos la parte íntima de nuestra relación todo lo demás entraría en vereda. De forma que, en lugar de disfrutar de su compañía, no hacía más que apretar para pa­ sar al siguiente nivel. A pesar de todo, persuadí a Pattie de que me diera otra oportunidad para hacer funcionar nuestro matrimonio, y al volver a Inglaterra ella regresó a Hurtwood. Las cosas no mejoraron. La había puesto en un pedestal, convirtiéndola en una persona que nunca podría aspirar a ser y a la que yo sólo maltrataría. Durante la mayor parte de 1985, excepto en agosto y septiembre, estuve en la carretera promocionando Behind the Sun. A principios de verano, Pete Townshend me llamó para preguntarme si quería tocar en un espectáculo benéfico organizado por Bob Geldof para recaudar dinero con destino a las víctimas de la hambruna en Etiopía. Se iba a llamar Live Aid y consistiría en dos conciertos que se celebrarían simultáneamente en Londres y Filadelfia el 13 de julio, y que serían retransmitidos en direc­ to por televisión para todo el mundo. Resultó que ese día nosotros nos encontrábamos justo en medio de nuestra gira norteamericana. Estába­ mos contratados para tocar la víspera en Las Vegas, y teníamos concier­ tos en Denver antes y después, así que había largas distancias de por medio. Le dije a Roger que cancelara el concierto de Las Vegas y llamé a Pete para

decirle que contara conmigo. Gracias a Dios estábamos en un buen mo­ mento, con la banda tocando realmente bien, puesto que, si hubiera sido nada más comenzar la gira, habría tenido mis dudas al respecto. Aterrizamos en Filadelfia la víspera del concierto, y fue inevitable dejarse llevar por el ambiente. El sitio hervía. En cuanto pusimos los pies en tierra, sentimos la música por todas partes. Nos registramos en el Four Seasons Hotel, donde todas las habitaciones estaban llenas de músicos. Era la Ciudad de la Música, y yo, al igual que la mayoría, me quedé despier­ to durante casi toda esa noche. Los nervios no me dejaban dormir. Estaba previsto que subiéramos al escenario al final de la tarde, y me pasé la mayor parte del día viendo las actuaciones de los otros intérpretes en televisión, lo que probablemente constituyó un error psicológico, ya que observar a todos esos grandes artistas dando lo mejor de sí mismos me hizo sentir­ me cien veces más atemorizado de lo que hubiera estado para un bolo normal. ¿Cómo podía igualar la actuación de una banda como los Four Tops, que unían a toda su energía una fantástica gran orquesta Motown? Para cuando salimos hacia el estadio, me encontraba en un estado de nervios tal que literalmente se me trababa la lengua. Hacía además un calor abrasador, y toda la banda se sentía desfallecer. De hecho, Duck Dunn y yo nos confesamos después que habíamos estado a punto de perder el sentido. El túnel que había que recorrer desde los camerinos hasta el es­ cenario se hallaba abarrotado de personal de seguridad, lo que era ya in­ quietante de por sí, y no mejoró las cosas que nos dieran unos amplifi­ cadores de guitarra distintos a los especificados por mi roadie , quien por consiguiente puso el grito en el cielo en cuanto llegamos al escenario. Sería un eufemismo decir que los del grupo estábamos un poco agitados. Por suerte, en cuanto subí al escenario distinguí la presencia tranquilizadora de mi viejo mentor Ahmer Ertegun, quien se encontraba entre bastido­ res y me sonreía abiertamente, mientras levantaba los dos pulgares. Las cosas comenzaron con mudias vacilaciones. Cuando me acerqué al micrófono para cantar la primera línea de «White Room», recibí una fuerte descarga eléctrica que todavía aumentó más mi nerviosismo y que significaba además que tendría que cantar el resto del concierto sin tocar el micro con la boca, aunque lo suficientemente cerca para oírme, pues­ to que los monitores no eran muy buenos. Tocamos dos canciones más. «She’s Waiting», un corte de Behind the Sun , y «Layla», luego salimos deí escenario y todo se acabó. Phil Collins se subió a continuación, y siguieron Led Zeppelin y Crosby, Stills, Nash, and Young. Después de eso ya recuer­

do muy poco, salvo seguir al resto hacia el escenario para sumarme al broche de oro, cantando «We Are the World». Creo que me hallaba en un estado de shock. El otoño de 1985 nos encontró de gira por Italia. Desde mi primera visita unos cuantos años antes, cuando tuve acceso por primera vez a su arquitectura, moda, coches y comida, había sentido fascinación por el país y en general por su modo de vida, aunque nunca había salido con una mujer italiana. Le conté todo eso al promotor italiano, quien pasó a de­ cirme que conocía a una chica* muy interesante y que nos presentaría. Tocamos un par de conciertos en Milán y, después de uno de ellos, du­ rante la cena, él vino con una chica increíblemente atractiva llamada Lori del Santo. Nacida en Verona, Lori era la segunda hija de una humilde familia católica. Su padre había muerto joven, y a ella la habían enviado a un colegio de monjas mientras su madre se deslomaba para llegar a fin de mes. Tan pronto como dejó la escuela, Lori tomó la decisión de no volver a ser pobre. Se marchó a Roma con la intención de hacer carrera en la moda y la televisión, y con veinte años había conseguido papeles en varias pe­ lículas y series, además de haberse hecho novia del traficante de armas internacional Adnan Khashoggi. Cuando la conocí, siete años más tarde, era conocida en toda Italia como la estrella de un popular programa se­ manal de televisión llamado Drive-In , el equivalente italiano del LaughIn de Rowan y Martin. Con una larga y abundante melena negra rizada, facciones marcadas y una figura voluptuosa, era una auténtica belleza ita­ liana del sur, y yo me quedé de inmediato prendado de ella. Lori tenía una personalidad fuerte, era una mujer muy segura de sí misma y coqueta, y me sentí halagado por el interés que mostraba en mí. Lo cierto es que entre nosotros corría la energía, ésa que sólo es posible la primera vez que te encuentras con alguien. Era también muy picara, un rasgo que había desaparecido de mi relación con Patrie. Cuando la gira terminó yo retorné a Hurtwood con ella, e hicimos otro débil intento de reavivar nuestro matrimonio, pero la llama no prendió. Me di cuenta de que mis atenciones estaban en otro lado. Sólo llevaba unos días en casa cuando de improviso le dije a Patrie que me marchaba. Había conocido a alguien en Italia y me iba para estar con ella. Yo era como una llama movida por el viento, que avanza por todas partes, sin preocuparme por los sentimientos de los demás o por las consecuencias de mis actos. Me había persuadido a mí mismo de que, puesto que acababa de cumplir los

cuarenta, estaba atravesando la crisis de la mediana edad, y eso era la ex­ plicación para todo. Aparecí en la puerta de la casa de Lori en Milán, sin que nadie me esperara, y le dije que había dejado a Pattie y que venía a vivir con ella. Extrañamente, fue casi como si estuviera llevando una vida existencial por su cuenta, y ni se inmutó. Su actitud fue algo así como: «Ven a vivir aquí y veamos adonde nos lleva». Fue un momento extraordinario para mí, porque cuando realmente me vi en Italia, simplemente pensé: «Voy a comenzar mi vida de nuevo desde el principio aquí, sin tener ni idea de adonde me va a conducir esto». Vivimos durante un tiempo en Milán, donde Lori estaba iniciando una carrera como fotógrafa de moda. Había comenzado a realizar traba­ jos para las grandes casas de moda pujantes entonces, como Versace y Armani, y fue a través de ella como me hice amigo de la familia Versace, es­ pecialmente del marido de Donatella, Paul Beck. Yo era ya un gran fan de Gianni. Había estado comprando su ropa desde hacía tiempo y lo con­ sideraba el mejor modisto del mundo. Tenía unas ideas revolucionarias, aunque al mismo tiempo sencillas. Me encantaban tanto Giorgio Armani como Gianni, pero en ese momento, en mi opinión, Gianni era el mo­ disto del rock and roll. Durante una temporada le serví de modelo a Lori, y pasé bastante tiempo posando para ella. A medida que nuestra relación avanzaba, em­ pezamos a hablar de la posibilidad de tener hijos juntos. Yo le dije que siempre había querido tener hijos, pero que Pattie y yo no habíamos podido. Le sugerí a Lori que entre los dos haríamos unos niños perfec­ tos. Si lo pienso ahora, aquello parecen disparates infantiloides, pero en el momento tenían sentido, y ella se mostró de acuerdo y dijo que deja­ ría de tomar la píldora anticonceptiva. La fachada se derrumbó cuando estábamos en Roma, donde Lori tenía otro piso. Un día salió y me dejó solo, así que empecé a fisgonear, lo que no resultó una gran idea. Abrí un armario y encontré un montón de ál­ bumes de fotografías; los saqué y me puse a hojearlos. Estaban llenos de fotos de Lori con hombres famosos; futbolistas, actores, políticos, músi­ cos, cualquiera con algún tipo de notoriedad. Yo advertí que ella ponía la misma pose en todas las fotografías, esbozando la clase de sonrisa que no era una sonrisa en absoluto. Me sentí como si me hubieran pegado un puñetazo en el estómago. Me entró un frío helador y el pelo se me puso de punta. En ese momento supe que nuestra relación estaba condenada.

Por mucho que hubiera querido salir de la relación en ese instante, me di cuenta de que había puesto en marcha algo fuera de mi control, sobre todo a raíz de la conversación que habíamos tenido sobre el embarazo. Así que archivé esa evidencia, como una razón por la que esa historia nunca duraría, y comencé a disimular, apartándome tanto mental como emo­ cionalmente. Me quedé en Roma durante una temporada. Los dos volamos luego juntos a Londres y nos hospedamos un par de noches en el Connaught, antes de irnos a un apartamento que había montado para noso­ tros en Berkeley Square. t Estaba lleno de dudas acerca de mi vida, tanto sobre el pasado como sobre el futuro, y fueron tiempos difíciles. Además, después de vivir du­ rante años en el campo, no soportaba el ruido y el tráfico de la ciudad, así que para distraerme llené el apartamento con el equipo de grabación necesario para hacer las maquetas del siguiente disco. Una de las canciones que escribí mientras vivía allí se titulaba «Tearing Us Apart», e iba sobre «el comité», el grupo de amigas de Pattie, a las que entonces culpaba de haberse metido en medio. «Tus amigas te están arrancando de mí», escribí. No podía pensar en muchas cosas más, así que no resultó sorprendente que, sólo dos o tres semanas después de que nos trasladáramos allí, le dijera a Lori que la relación a mi modo de ver ya no funcionaba y que tenía que volver con mi esposa. «No son para nada buenas noticias — dijo ella— , porque estoy embarazada.» En el momento, fui incapaz de asumirlo. Recuerdo que me metí en el coche y conduje hasta Hurtwood para ver a Pattie, que había estado viviendo allí desde que yo me había ido. En alguna parte de mi mente alcohólica albergaba la idea de que quizá me estuviera esperando. Cuando llegué era de noche, y las luces estaban encendidas en toda la casa. Escu­ driñé a través de la ventana de la cocina, y vi a Pattie y a su novio prepa­ rando la cena juntos. Era como si hubiera llegado a casa de otra persona. Llamé a la puerta y dije: «¡He vuelto, estoy en casa!». Pattie vino hasta la puerta y me dijo con frialdad: «No puedes entrar ahora. No es el momento oportuno». «Pero es mi casa», protesté, a lo que ella replicó: «No, no puedes ha­ cerme esto...». De repente mi mundo se había hecho trizas. Me había desencantado de mi amante entonces embarazada, y había perdido a mi esposa. Estaba desconcertado y en conflicto conmigo mismo, y me sen­ tía como si hubiera abierto una enorme puerta que daba a un abismo vacío. En algún momento durante esa etapa decidí que la única respuesta a mis

problemas era el suicidio. Tenía un bote lleno de comprimidos azules de Valium de cinco miligramos y me los tragué todos, todo el maldito lote. Estaba seguro de que me matarían, pero, sorprendentemente, me desperté diez horas más tarde, completamente sobrio y consciente de que me ha­ bía librado por muy poco. Tan pronto como Lori comprendió que jamás lograría que me com­ prometiera a nada, se volvió a Milán, donde podía ganarse la vida. Yo me quedé en Inglaterra e intenté arreglar el desastre que había provocado, y lo primero que hice para ello fue contarle a Pattie el tema del embarazo. Teniendo en cuenta lo mucho que había anhelado ella concebir un hijo, así como su gran decepción al no lograr quedarse encinta, fue terrible tener que decirle algo así. Se quedó absolutamente destrozada, y desde enton­ ces nuestra vida en Hurtwood resultó un infierno. Nos soportamos por un tiempo, durmiendo en cuartos diferentes y llevando vidas prácticamente separadas, hasta que, muchos meses después, el día de su cumpleaños, el 17 de marzo, me derrumbé por completo y la eché de casa. Hacer algo así fue cruel y malvado, y al cabo de unos días lo lamenté. Seguía recreando en mi cabeza una y otra vez nuestros primeros días juntos, y me preguntaba desesperadamente por qué no podíamos rescatar esa esencia de nuevo, aunque yo sabía que había cruzado una frontera muy seria en esa ocasión y tendría que dejarla en paz durante un tiempo. Pattie encontró un apartamento muy bueno en Kensington y las cosas se apaciguaron. Yo la visitaba una vez a la semana, y nos compor­ tábamos civilizadamente. Me mantenía lejos de Hurtwood, haciendo cosas aquí y allá, y bebía de la manera más controlada que podía, aunque a veces pillaba enormes borracheras. Era como volver al limbo, sin saber muy bien hacia dónde iban las cosas o cuál sería el resultado de todo.

CONOR

U

n día me encontraba en casa cuando recibí la misteriosa llamada de teléfono de una mujer con un fuerte acento europeo, que asegura­ ba estar al tanto de todos los problemas de mi matrimonio a lo largo de los años. También decía que sabía la manera de solucionarlos. Me intri­ gó, a la par que me cabreó. ¿Cómo había conseguido esa persona mi número, y dónde había obtenido toda esa información confidencial que al parecer conocía? Poco después, empezó a llamar cada cierto tiempo con las más extrañas instrucciones que harían regresar a Patrie, las cuales yo seguía al pie de la letra, con la idea en mente de: ¿Qué puedo perder?». Qué poco sabía dónde me estaba metiendo. Para empezar, tuve que bañarme en un surtido de hierbas, que hicieron que pareciera la Criatura del Pantano. Poco a poco los rituales se volvie­ ron más enrevesados y extraños. Por ejemplo, tenia que nacerme un corte en el dedo hasta sacarme sangre, manchar con esa sangre una cruz con mi nombre y el de Pattie escritos y recitar a medianoche raros encantamientos. Luego, por supuesto, llamaba a Pattie con gran ansiedad y expectación para comprobar si actuaba conmigo de otra manera, lo cual, no hace falta decirlo, nunca ocurrió. La mujer del teléfono demostraba mucha comprensión conmigo y al final me dijo que el hechizo sólo funcionaría si nos reuníamos y llevába­ mos las «sesiones» a otro nivel. Vivía en Nueva York, adonde yo iría pronto, así que acordé encontrarme con ella. Sabía que era una locura, pero mi razonamiento seguía siendo: «¿Qué mal puede hacerme?". Era una mu­ jer con una apariencia sumamente estrafalaria, bastante gorda y con el cabello rojo brillante, y me reveló que tenia que acostarme con una vir­ gen a fin de completar el hechizo. «¿Y dónde encuentro una virgen en Nueva York?», le repliqué.

— Yo soy virgen — fue su respuesta. Dios sabrá por qué no eché a correr en ese momento. Ojalá lo hubiera hecho, pero estaba borracho y desesperado, y aún mantenía la ilusión de que una reconciliación con Pattie arreglaría todo, así que pasé por ello. Fue humillante, y sí que corrí, pero sólo cuando el daño estaba hecho. Me escapé a Los Angeles para registrar las canciones del nuevo álbum, que iba a ser una colaboración entre Phil Collins y Tom Dowd. Yo le había pedido a Tom que lo coprodujera porque no estaba seguro de que Phil conociera mi bagaje musical lo suficientemente bien como para hacer el trabajo sin ayuda, y con Tom implicado consideraba que yo podría super­ visar la producción. Trabajamos en los Sunset Sound Studios, en Holly­ wood, con una banda básica compuesta por, aparte de mí a la guitarra, Phil a la batería, Greg Phillinganes a los teclados y Nathan East al bajo. Los vientos — Michael Brecker al saxo, Randy Brecker y John Faddis a la trompeta y Dave Bargeron al trombón— se añadieron en Nueva York, y Tina Turner y yo hicimos un dueto en directo en «Tearing Us Apart». Fueron unas sesiones muy alcoholizadas para mí y, si lo pienso aho­ ra, no sé cómo logré terminarlas. Nigel, que se vino conmigo, había al­ quilado un sitio en Sunset Plaza, y yo bebía y le daba a la coca en secre­ to hasta alrededor de la seis de la mañana. Entraba en el estudio sobre las once, y de alguna manera conseguía mantenerme sobrio todo el día. Así que desde el mediodía hasta más o menos la seis de la tarde intentaba trabajar sin dejar de notar la resaca, haciéndolo lo mejor posible, hasta que llegaba el momento en que sentía que podía decir: «Muy bien, ha sido un gran día. Dejémoslo aquí». En ese punto conducía de vuelta al chalet y le pegaba a la priva y a la coca de nuevo. Apenas dormía algo. Por supuesto, intentaba por todos los medios ocultarle a la gente que bebía, sin éxito como se demostró. Nigel me había conseguido un coche de alquiler, que no llevaba la debida matrícula, así que alguien del equipo, sin que yo lo supiera, había hecho una de cartón que decía CAPITÁN SMIRNOFF. En los meses previos a que Lori saliera de cuentas, yo había compren­ dido que ésa era la única cosa en mi vida de la que podía salir algo bue­ no, y había estado haciendo algunos intentos por retomar la relación con ella. A mi regreso de la grabación en Los Ángeles, la fui a visitar a Milán unas cuantas veces y, al final, unas semanas antes del parto, ella se volvió para Londres, después de haberme dicho que, puesto que yo era inglés, pensaba que el niño debía nacer en Inglaterra. Le alquilé una casita en Chelsea, adonde iba a visitarla todos los días.

Conor nació el 21 de agosto de 1986, en St. Marys, en el barrio de Paddington. En cuanto me enteré de que Lori había entrado en el pari­ torio, me precipité hacia el hospital, decidido a estar en el parto, a pesar de que me sentía no poco asustado ante lo que iba a vivir. Se dio la cir­ cunstancia de que el bebé venía de nalgas, así que tuvieron que practicar una cesárea en el último momento. Pusieron una mampara alrededor de la cama y una enfermera vino y se quedó junto a mí. Ella me comentó que los hombres se mareaba^ a menudo en ese tipo de situaciones. Yo esta­ ba determinado a intentar estar presente. Tenía la increíble sensación de que aquello iba ser la primera cosa real que jamás me hubiera sucedido. Hasta ese momento, daba la impresión de que mi vida sólo se había com­ puesto de una serie de episodios con muy poco sentido. Los únicos mo­ mentos en que me había parecido real era cuando me tomaba la música como una especie de desafío. Todo lo demás, la bebida, las giras, incluso mi vida con Pattie, tenía un aire de artificialidad. Cuando finalmente el niño nació, me lo dejaron para que lo sostuviera. Yo estaba fascinado, y me sentía muy orgulloso, a pesar de que no tenía ni idea de cómo coger a un bebé. Lori se quedó un par de días en el hospital. Mientras ella estaba allí, recuerdo que bajé a Lords a ver el cricket. Jugaba Ian «Beefv» Botham, el gran jugador de cricket inglés, al cual conocía a través de David English, el anterior presidente de la Robert Stigwood Organisation, y después del partido Beefy brindó con champán en honor del nacimiento de Conor. Para entonces yo había empezado a asumir que era padre, y que era el mo­ mento de madurar. Consideré que todo mi comportamiento irracional del pasado hasta cierto punto podía excusarse, ya que se había llevado a cabo con adultos responsables. Pero ante la imagen de ese pequeño, tan vulne­ rable, de repente fui consciente de que ya era hora de dejar de hacer gilipolleces. Aunque la cuestión era, ¿cómo? El nacimiento de Conor se conmemoró con la salida del nuevo álbum, que titulé August, y que resultó mi disco en solitario más vendido hasta entonces. Incluía el éxito «Its in the Way You Use It», que aparecía en la película de Paul Newman El color del dinero , y también contenía el tema «Holy Mother», el cual había dedicado a Richard Manuel, el genial teclista de The Band, que se había ahorcado en marzo de 1986. Decidí no incluir la canción «Lady from Verona», que había escrito especialmente para Lori. Dudo que Pattie lo hubiera soportado. Lori volvió a Italia poco después del parto, con el plan de que yo acu­

diera allí a verlos unos días siempre que pudiera. El problema era que estaba volviendo por mis fueros con la bebida, y cada vez me resultaba más di­ fícil controlarme. Amaba de verdad a ese pequeño y, sin embargo, cuan­ do iba a visitarlo a Milán y me sentaba y jugaba con él durante el día, en lo único que podía pensar cada segundo a su lado era en cuánto tiempo quedaba antes de que Lori viniera para darle la comida y llevarlo a la cama, a fin de que yo pudiera tomarme otra copa. Nunca bebí en su presencia. Me mantenía sobrio apretando los puños todo el tiempo que él estaba despierto, pero en cuanto Lori lo ponía en la cuna, yo volvía a mi con­ sumo normal y bebía hasta que perdía el conocimiento. Hice eso todas las noches hasta que volví a Inglaterra. Las compañías que frecuenté durante ese período no hicieron preci­ samente mucho para frenar mis excesos. En 1986, y a lo largo del vera­ no del 87, por ejemplo, pasé mucho tiempo con «Beefy» Botham y Da­ vid English, y los tres nos embarcamos en juergas demenciales. David había sido amigo mío desde los tiempos de la Robert Stigwood Organisation, y habíamos fundado entre los dos E.C. Eleven (que luego se convirtió en los Banburys), un variopinto conjunto de músicos y deportistas a los que les gustaba divertirse jugando al cricket y, aunque algunos se lo tomaban bastante en serio, en mi caso no era más que una excusa para pillar una buena trompa. A veces me acercaba en coche a ver jugar a Beefy con su condado, Worcestershire. Era un hombre fantástico, muy sociable y ge­ neroso, un gran jugador y un líder nato, con un sentido del humor cáustico y cruel. La mayoría de las veces, el destinatario de su burlona atención era el pobre David, que sufría un extraordinario maltrato a nuestras manos, muy parecido a lo que Stiggy había pasado con Ahmet y Earl. Eramos bastante despiadados, pero me encantaba ver jugar a Beefy, y conducía por toda la región para ver partidos de primera entre condados. La bebida era parte importante del mundillo del cricket y, como a Beefy le gustaba to­ marse un refresco de vez en cuando, yo encajaba allí a la perfección. Esa fue la tónica de mi vida durante el siguiente año, que alcanzó su clímax mientras actuaba por Australia en el otoño de 1987. Para enton­ ces se había producido tal deterioro en mis facultades que no dejaba de temblar. Por segunda vez, llegué al punto en que no podía vivir sin la bebida ni tampoco con ella. Estaba hecho un desastre y, por lo que se refería a mis actuaciones, simplemente estaba saliendo del paso. Un día, enclaustrado en la habitación del hotel, muy lejos de casa, sin nada en lo que pensar salvo en mi pena y mi desdicha, de repente supe

que tenía que volver al tratamiento. Pensaba para mí: «Esto tiene que parar». Lo hice en verdad por Conor, porque pensé que, fuera el tipo de persona que fuera, no podía aguantar estar a su lado de esa manera. Me resultaba insoportable la idea de que, cuando Conor viviera lo suficien­ te para hacerse una idea de mí, recibiría la imagen del hombre que era entonces. Llamé a Roger y le dije que volviera a reservarme plaza en Hazelden, y el 21 de noviembre de 1987 regresé al tratamiento. Mi segunda visita a Hazelden fue, en apariencia, muy parecida a la primera, pero a un nivel más profundo resultó muy diferente. Esta vez no tenía reservas sobre por qué estaba ahí —había intentado controlar mi consumo de alcohol y había fracasado— , así que no había nada más que añadir, ninguna zona gris. Además, mi vida se había complicado hasta hacerse completamente ingobernable durante mi recaída. Entonces tenía dos hijos, a ninguno de los cuales proporcionaba cuidados, un matrimonio roto, un surtido de novias desconcertadas y una carrera que, aunque iba tirando, había perdido el norte. Era un desastre. Mi orientador en esta ocasión, un tipo genial llamado Phil, después de haber establecido un fuerte vínculo conmigo, empleó una especie de método ridiculizador. Me arrojó por completo de su lado. Yo había cre­ cido acostumbrado a que la gente me tratara con una cierta reverencia, quizá sólo por miedo, y allí tenía a un tipo que se reía de mi pomposidad y arrogancia. No sabía cómo encajarlo. Aquello me pilló desprevenido y me ayudó a verme como lo hacían los demás, y no era un panorama bo­ nito. Phil me tenía cautivado, e intenté atraerlo de todas las formas po­ sibles, pero rara vez estaba disponible, o eso hacía que pareciera. Como con mi hermanastro Brian, él tenía algo que yo quería. Más que eso, se trataba de algo que sabía que necesitaba. Yo era como una brizna de hierba al viento; un día me sentía crecido, desdeñoso y henchido, y al día siguiente me hundía en un pozo de desesperación. No obstante, seguía retornan­ do al recuerdo de Conor, a la certeza de su vida y a lo que ésta requería de mí, así como a la terrible posibilidad de que si en esta ocasión no lo hacía bien, la historia probablemente se repetiría. Pensar en él pasando por todo aquello fue lo que al final marcó la diferencia. Tenía que romper esa cádena y darle lo que yo nunca había tenido: un padre. Sin embargo, durante el mes de tratamiento fui dando tumbos de forma muy parecida a la primera vez, simplemente tachando los días, con la esperanza de que algo cambiara dentro de mí sin que tuviera que ha­ cer mucho. Entonces, un día, cuando la visita llegaba a su fin, me asaltó

el pánico, y me di cuenta de que en el fondo seguía exactamente igual y que iba a regresar al mundo completamente desprotegido. El ruido dentro de mi cabeza era ensordecedor, y la bebida ocupaba mis pensamientos todo el tiempo. Me conmocionó darme cuenta de que estaba en un centro de desintoxicación, se suponía en un ambiente seguro, pero que yo me en­ contraba en grave peligro. Estaba absolutamente aterrorizado, desesperado. En ese momento, casi por impulso propio, mis piernas cedieron y caí de rodillas. En la intimidad de mi cuarto supliqué ayuda. No tenía nin­ guna noción de a quién pensaba que le hablaba, sólo sabía que ya no podía más, que no me quedaban fuerzas para luchar. Entonces recordé lo que había oído sobre rendirse, algo que pensaba que nunca haría, que senci­ llamente mi orgullo no permitiría, pero supe que nunca conseguiría sa­ lir solo, así que pedí auxilio y, puesto de rodillas, me rendí. A los pocos días me di cuenta de que me había ocurrido algo. Un ateo dirá con toda seguridad que sólo consistió en un cambio de actitud, y hasta cierto punto eso es cierto, pero se trataba de mucho más que eso. Yo ha­ bía encontrado un lugar al que dirigirme, un lugar que siempre había sabido que estaba ahí pero en el que nunca había querido, o necesitado, creer. Desde ese día hasta hoy, nunca he dejado de rezar, por la mañana, de rodillas, para pedir ayuda, y de noche, para expresar gratitud por mi vida y, sobre todo, por mi sobriedad. Elijo arrodillarme porque siento que necesito humillarme cuando rezo y, con mi ego, eso es lo máximo que pue­ do hacer. Si te estás preguntando por qué hago todo eso, te diré que... funciona, tan sencillo como eso. Durante todo el tiempo que llevo sobrio, ni una sola vez he pensado en serio en beber o en drogarme. No tengo nada en contra de la religión, y crecí sintiendo una gran curiosidad por las cues­ tiones espirituales, aunque mi búsqueda me alejó de la iglesia y del cul­ to en comunidad para conducirme al viaje interior. Antes de que comen­ zara mi rehabilitación, encontré a mi Dios en la música y en el arte, con escritores como Hermann Hesse, y músicos como Muddy Waters, Howlin Wolf y Little Walter. En cierta manera, de algún modo, mi Dios siempre estuvo ahí, pero ahora he aprendido a hablar con él. Volví a casa desde Hazelden por Navidades, para reunirme con Lori y Conor en Hurtwood. Quedaba mucho por hacer, un montón de escom­ bros que limpiar, y Lori fue un gran apoyo. Creo que su intuición le de­ cía que todavía no estaba listo para tomar una decisión sobre nosotros, y hasta cierto punto parecía contentarse con ver adonde iban a parar las cosas.

Curiosamente, la primera persona a la que quise ver a mi vuelta era Pat­ rie. Habíamos acabado fatal, y yo quería comprobar si aún quedaba al­ guna chispa allí, aunque sólo fuera de amistad. Quedamos para comer, y fue genial. No noté ninguna animadversión por su parte, y fuimos capaces de hablar sin manipulaciones, lo que para mí fue un milagro. Nada más acabar el año 1987 la mujer del teléfono volvió a contac­ tar conmigo; me dijo que iban a desahuciarla de su piso y que necesita­ ba dinero. No recuerdo si comentó o no que estaba embarazada en esa ocasión, pero cometí el error de mandarle algo de dinero. Fue como abrir la caja de Pandora. Desde ese día, y durante los años siguientes, no dejó de acosarme. El asunto pasó a la prensa durante la primavera de 1988, cuando aparecieron en los tabloides dominicales fotos de ella embaraza­ da de varios meses y espantosos titulares que me llamaban de todo. Eso siguió durante alrededor de un mes, hasta que alguien, al parecer una chica que trabajaba para esa mujer, se puso en contacto con los tabloides para decir que todo era una patraña. Las fotos se las hacía con almohadas, y no había nada de cierto en ellas. Más tarde me enteré de que había intentado pegársela a otros dos músicos, pero nadie había picado hasta que un servidor apareció en es­ cena, haciendo cierto el viejo dicho de «hay gente para todo». Los perió­ dicos publicaron minúsculas disculpas, pero me quedé muy afectado. Después de todo, existía una mínima posibilidad de que ella estuviera de verdad embarazada, y me encontraba muy desconcertado sobre cuáles serían mis responsabilidades si ése fuera el caso. Y todo sucedía en los primeros meses después de haber salido de rehabilitación por segunda vez. Vaya si me echaron a los leones. Durante los años siguientes la mujer del teléfono volvió a aparecer de tanto en tanto, a veces en la calle, a plena luz del día, gritándome cosas |como: «Nunca te librarás de mí». Para un hombre con una inclinación natural para temer al sexo opuesto, aquello era a veces más de lo que podía aguantar. No obstante, esa mujer se fue desvaneciendo poco a poco en el fondo del escenario, hasta un día en que me la encontré de nuevo en Nueva York. Iba junto a un amigo mío músico, con el que era obvio se había juntado. Me quedé patidifuso. Pensé que debía decirle a mi amigo sin rodeos quién era y de lo que era capaz. Al final, lo dejé como estaba. Ellos se me antojaron muy felices, y todo parecía bastante normal. No tuve corazón para remover los cimientos de su relación y, de todos modos, quizá él ya estaba al tanto.

Después de salir de Hazelden, había trabajo al que entregarme, em­ pezando por la continuación de un proyecto iniciado en enero de 1986, cuando había aceptado tocar seis noches consecutivas en el Royal Albert Hall de Londres. Luego eso se convertiría en una tradición, con el número de actuaciones aumentando cada año, hasta alcanzar un máximo de vein­ ticuatro en 1991. Con una banda que incluía a Nathan East y Greg Phillinganes de las sesiones de August, Steve Ferrone y Phil Collins a la bate­ ría, y el añadido de Mark Knopfler a la guitarra, los conciertos resultaron tan bien que decidimos intentar convertirlos en un evento regular. Siempre me había gustado el recinto e ir a ver a la gente que tocaba allí. Era cómodo, tenía un gran ambiente y la dirección siempre se ocu­ paba de que todo sonara bien. Además es uno de los pocos sitios donde ves a todo el público desde el escenario. Tienes fans detrás de ti, alrede­ dor en los palcos y de pie en el gallinero e incluso en la platea. El públi­ co de delante está justo a tus pies, así que realmente te sientes entre todo el gentío. Me acuerdo de cuando el Royal Albert estaba vedado a la mú­ sica rock, y cómo se las apañaron los Mothers of Inventions de algún modo para ser programados allí. Fue un concierto fantástico y, en el bis, Don Preston, el teclista de Frank Zappa, conocido como «Mother Don», abrió a la fuerza las dos puertas de cristal que protegían el órgano de la sala y tocó una escandalosa versión de «Louie Louie», que hizo que el teatro se viniera abajo. Durante esos primeros años de sobriedad, pasé mis mejores momentos en compañía de mi hijo y su madre. Era lo más cerca que había estado nunca de llevar una vida convencional. Conor era un niño muy guapo de pelo rubio, muy parecido a mí a esa edad, y ojos marrones. He visto fo­ tos de mi tío Adrián de pequeño, jugando en los bosques de Ripley con mi madre, y era clavado a él. Un niño precioso, de una dulzura maravi­ llosa, que ya andaba para cuando cumplió el año. En cuanto empezó a hablar, me solía llamar «papa». No obstante, por profundo que fuera el amor que sentía por Conor, no tenía ni idea de por dónde empezar con él, ya que se trataba de un niño intentando cuidar a otro niño. Así que dejé que Lori lo criara, lo cual hizo fantásticamente. Ella venía y se alojaba con su hermana Paula, que traba­ jaba además como su asistente, y de tanto en tanto las acompañaba su madre. Durante unas cuantas semanas todos vivíamos una vida muy fa­ miliar y tranquila. Yo observaba cada movimiento de Conor y, debido a que sabía muy poco sobre ser padre, jugaba con él como un hermano,

dándole patadas a una pelota en la terraza durante horas y dando paseos por el jardín. Conor conoció a mi madre y a mi abuela, y también a Roger. Todo el que se encontraba con él lo adoraba. Era como un angelito, la verdad, un ser divino.

%

En 1989, comencé a trabajar en uno de mis álbumes favoritos, Journeyman. El disco, producido por Russ Titleman, contenía una interesante mezcla de versiones y temas originales, aunque principalmente presentaba más material de Jerry Williams. Me encantaba su forma de escribir. De hecho, en lo referido a la música me encantaba todo de él. En persona podía resultar un poco avasallador, pero se le perdonaba todo por su enor­ me talento. Era genial trabajar con Jerry, un tipo fantástico, muy diver­ tido y talentoso, y yo sabía que en él tendría un amigo para siempre. Me divertí mucho haciendo ese álbum, que contaba con las colaboraciones de, entre otros músicos, George Harrison, Cecil y Linda Womack y Robert Cray. Russ insistió en que hiciera una versión de «Hound Dog», lo cual acabó resultando una gran idea, y una pieza de Ray Charles, «Hard Times», aunque mi corte favorito era «Oíd Love», una canción a lo Moody Blues que escribí con Robert Cray, y en la que ambos nos repartimos por igual las tareas a la guitarra. Llevamos el disco a la carretera en 1990, primero en el Reino Unido y Europa, y más tarde por Estados Unidos. Durante la segunda mitad de la gira, a finales de agosto, perdí a un gran amigo y a un héroe de la música. Stevie Ray Vaughan era un guitarrista de Texas, intérprete de blues, el hermano pequeño de Jimmie Vaughan, a quien conocía muy bien por su grupo, los Fabulous Thunderbirds. A mitad de 1986, Jimmie me había llamado a mi oficina para decirme que Stevie Ray estaba en una clínica de desintoxicación en Londres, y me pidió que fuera a verlo. Visité a Stevie y le dije que había pasado por todo eso y que estaría ahí si me necesita­ ba. Nos hicimos buenos amigos, y a lo largo de los años siguientes lo vi actuar unas cuantas veces; de cuando en cuando, subíamos a tocar juntos. Diría que en ese momento era uno de los mejores guitarristas de blues del mundo, con un estilo que recordaba mucho al de Alber King, su héroe. El 26 de agosto, los dos tocábamos en una estación de esquí en Wisconsin, en un local llamado el Alpine Valley Music Theatre, entre Milwaukee y Chicago. Stevie Ray abrió el espectáculo con su banda, Double Trouble, y recuerdo que pensé, mientras lo veía en el monitor de mi came-

riño: «Vaya, y yo tengo que cerrar después de esto...». Tocaba de una manera muy fluida. No parecía que lo hiciera para emular a nadie, salía directamente de él sin ningún esfuerzo aparente. Era muy imaginativo, y además cantaba muy bien. La verdad es que lo tenía todo. Yo salí a hacer mi actuación, pensando que, en comparación con al­ guien como Stevie Ray, yo era un músico muy ecléctico, porque no to­ caba sólo blues, sino también baladas, reggae y otros estilos. El blues es­ taba en toda la música que hacía y en el modo como la interpretaba. Esa noche también formaban parte del cartel Buddy Guy, Robert Cray y Jimmie, el hermano de Stevie Ray, y al final del concierto improvisamos todos juntos, Stevie Ray incluido, una versión de quince minutos de la canción «Sweet Home Chicago». Cuando terminó el concierto, nos despedimos entre abrazos y salimos corriendo hacia unos helicópteros que nos estaban esperando. Eran de los que tienen grandes cabinas Perpex y, en cuanto entramos, advertí que el piloto empleaba una camiseta para limpiar el parabrisas, que estaba com­ pletamente empañado. Fuera, una espesa pared de niebla se levantaba unos tres metros sobre el suelo, y recuerdo que pensé para mis adentros: «Esto no tiene buena pinta», pero no quise decir nada para no provocar mie­ do. Después de todo, lo último que quieres en un avión es a un loco di­ ciendo: «Vamos a morir todos», así que mantuve la boca cerrada. En esos instantes, sin yo saberlo, Stevie Ray, que se suponía iba a conducir de vuelta a Chicago, había encontrado un asiento libre en otro de los helicópteros, junto a dos miembros de mi equipo, Nigel Browne y Colin Smythe, y mi agente, Bobby Brooks. Los cuatro helicópteros despegaron, y entraron en la pared de niebla. Recuerdo que pensé: «Cómo odio este tipo de cosas», y un instante des­ pués estábamos por encima de la nube bajo un cielo tan despejado que se veían las estrellas. Era un viaje coarto hasta el hotel, yo me metí en la cama y dormí a pierna suelta. Alrededor de las siete de la mañana, Roger me llamó para decirme que el helicóptero de Stevie Ray no había regre­ sado, y que nadie sabía lo que había ocurrido con él. Subí hasta su habi­ tación, donde al cabo nos enteramos de que el helicóptero había despe­ gado, tomado la dirección equivocada y chocado contra una loma artificial para esquiar. No había supervivientes. El pobre Jimmie tuvo que ir a iden­ tificar el cuerpo de su hermano. Nos pasamos el resto del día entre deli­ beraciones sobre si debíamos seguir con la gira o cancelarla como mués-

tra de respeto. La decisión unánime fue continuar y, aunque esa noche tocamos en St. Louis aún conmocionados, resultó el mejor homenaje que podíamos haberle hecho a Stevie Ray. Durante las sesiones de grabación de Journeym an , me presentaron a una joven modelo italiana muy guapa, Carla, quien se convirtió, por defecto, en mi siguiente profesora para la vida. Me la presentó una ami­ ga de Lori, lo cual en sí mismo fue un poco raro, y nos creó muchos pro­ blemas a todos durante los meses siguientes. Al principio, yo no estaba demasiado interesado, pero resultaba evidente que ella era una fan de la música y parecía que yo le gustaba mucho. Me sentí muy halagado por­ que Carla sólo tenía veintiúíi años y era muy sexy, con una larga melena, un tipo extraordinario y un rostro juvenil de aire asiático, con las meji­ llas altas y los ojos almendrados. Empezamos a salir, y en muy poco tiempo estaba obsesionado con ella. Mientras hacía el disco, yo vivía en Nueva York, y la ciudad sirvió telón de fondo para nuestra historia de amor, muy acelerada y romántica. Carla me llevó a un gran restaurante, el Bilboquet, donde conocí y entablé amistad con el propietario, Philippe Delgrange. Ese sitio era el centro de reunión para los europeos ricos y modernos de Nueva York y yo, en mi inocencia, pensé que encajaba a la perfección. Cuando la historia aún estaba en su apogeo, los Stones pasaron por la ciudad en su gira Steel Wheels, y Carla mencionó que era una fan suya y me pidió que la llevara a ver­ los. Así que fuimos al concierto, y después la llevé a los camerinos para que conociera a los chicos. Recuerdo que le advertí a Jagger: «Por favor, Mick, ésta no. Creo que estoy enamorado». En el pasado le había tirado los tejos a Pattie muchas veces, sin éxito, y yo sabía que Carla sería de su gusto. A pesar de todas mis súplicas, fue sólo cuestión de días antes de que iniciaran un romance clandestino. En el ínterin, me marché a hacer una corta gira por Africa, que empezaba en Swazilandia y continuaba por Botswana, Zimbabwe y Mozambique. A mi vuelta, pasé por la casa de la familia de Carla en St. Tropez, donde ella me dispensó un recibimiento bastante frío, aunque el viaje me dio tam­ bién la oportunidad de conocer a un par de sus antiguos novios. Me pare­ cieron grandes chicos. Se compadecieron del trance en que estaba y me in­ sinuaron que Carla tenía tendencia a cambiar de hombre rápido, a veces de manera bastante despiadada. Poco más tarde, después de que Carla me hubiera plantado en un par de ocasiones, la chica que nos había presentado me llamó para decirme que era cierto que Carla se veía con Mick y que iban

en serio. Yo había oído rumores, y ahora al parecer resultaban ciertos. Seguí en las garras de esa obsesión el resto de ese año, que tomó derroteros som­ bríos cuando aparecí como invitado de los Stones en un par de conciertos, con la certeza de que Carla merodeaba en algún lugar detrás del escenario. ¿Qué aprendí de Carla? Entonces no mucho, pero, cuando pasó el tiempo, me enseñó a diferenciar entre lujuria y amor y, un poco más tarde, entre placer y felicidad. Dicho sea en su honor, una vez completó la se­ ducción no me siguió provocando, y tampoco llegó en ningún momen­ to a expresar sentimientos profundos hacia mí, aunque yo, en mi locu­ ra, era capaz de convencerme de que se trataba del amor de mi vida. La decepción que supuso su romance con Jagger abrió una profunda brecha entre él y yo, y durante un tiempo me resultó difícil pensar sobre él sin rencor. Más tarde, por supuesto, sentí tanto gratitud como compasión hacia Mick, primero por librarme de una condena segura y, segundo, porque al parecer sufrió en su servidumbre la misma prolongada agonía. Apremiado por mi obsesión con Carla y Mick, comencé a realizar algo del trabajo de rehabilitación aconsejado. Para empezar, mi padrino con­ sideró necesario hacer un inventario de «cuarto paso» acerca del resenti­ miento que sentía por los dos. El cuarto paso se lleva a cabo generalmente como una revisión honesta del pasado, a fin de identificar la propia con­ tribución del alcohólico a su problema con la bebida. También puede aplicarse a situaciones específicas durante la sobriedad, en las que las lí­ neas de responsabilidad comienzan a hacerse difusas. Es un síntoma ge­ neralizado entre los alcohólicos creer que todo se les hace a ellos, y que son unas víctimas, sin ningún control sobre sus vidas. Sin duda eso resulta cierto por lo que respecta a su capacidad para dejar de beber, pero en todos los demás apartados es algo que se puede cambiar o modificar, a medida que asumen una mayor responsabilidad. Para eso sirven en parte los pasos. Resultó una gran sorpresa para mí, por lo tanto, descubrir que para empezar no necesitaba meterme en una relación con Carla. Yo pensaba que algo que tenía que hacer, a lo que estaba forzado. Lo que descubrí, mientras trabajaba en el cuarto paso, era que yo había escogido hacer eso. Era a donde quería ir y lo que quería hacer. No veía la realidad de la situación en absoluto y, con sólo dos años de sobriedad a mis espaldas, sabía muy poco de Ío que era bueno para mí. Encontré una pauta en mi conducta que se había ido repitiendo du­ rante años, décadas incluso. Las malas elecciones eran mi especialidad y. si algo honesto y decente aparecía, lo rehuía o corría hacia otra parte. Se

podría decir que mis elecciones reflejaban el modo en que me veía a mí mismo; que yo pensaba que no era merecedor de nada decente, así que sólo escogía parejas que me acabarían abandonando, como estaba conven­ cido había hecho mi madre, muchos años atrás.

No huí de Conor, aunque en mi relación con él existía para empezar un cierto grado de miedo. Después de todo, yo era un padre a tiempo par­ cial. Los niños pequeños pueden ser bastante desdeñosos y sin querer crueles, y yo tendía a tomarme eso muy a pecho. No obstante, a medida que llevé más tiempo sobrio, empecé a sentirme más cómodo con Conor y a desear de verdad verlo. Así es como me sentía en marzo de 1991, cuando quedé en visitarlo en Nueva York, donde Lori y su nuevo novio, Sylvio, planeaban comprar un apartamento. En la tarde del 19 de marzo, acudí al Gallería, el bloque de apartamen­ tos de la Calle 57 donde estaban alojados, para recoger a Conor y llevarlo al circo en Long Island. Era la primera vez que lo sacaba solo, y estaba a la vez nervioso y emocionado. Pasamos una noche genial por ahí. Conor no dejó de hablar y se entusiasmó particularmente al ver a los elefantes. Aquello hizo que me diera cuenta por primera vez de lo que significaba tener un hijo y ser padre. Recuerdo decirle a Lori, cuando lo llevé de vuelta, que a partir de ese momento, cuando me tocara tener a Conor en casa, quería ocuparme yo solo de él. A la mañana siguiente, me levanté temprano, listo para recorrer a pie la ciudad desde mi hotel, el Mayfair Regent, entre Park y la Calle 64, a fin de recoger a Lori y Conor y llevarlos al zoo de Central Park, a lo que seguiría una comida en Bicé, mi restaurante italiano favorito. Alrededor de las once, el teléfono sonó, y era Lori. Estaba histérica, y me gritaba que Conor estaba muerto. Yo pensé para mí: «Eso no tiene sentido. ¿Cómo va a estar muerto?», y le hice la pregunta más estúpida: «¿Estás segura?». A continuación ella me dijo que se había caído por la ventana. Lori se hallaba fuera de sí. Gritaba. «Voy para allá», le dije. Recuerdo que anduve por Park Avenue, intentando convencerme de que en realidad todo estaba bien... como si alguien pudiera cometer un error sobre algo así. Cuando me acerqué al edificio de apartamentos, vi la cinta de la policía y la ambulancia en la calle, pero pasé de largo porque me faltaba valor para entrar. Al final, entré en el edificio, y la policía me hizo unas cuantas preguntas. Subí en el ascensor hasta el apartamento, que

se encontraba en el piso cincuenta y tres. Lori estaba desquiciada y hablaba como si se hubiera vuelto loca. Para entonces yo había comenzado a sen­ tirme muy calmado y distanciado. Había dado un paso atrás dentro de mí mismo y me había convertido en uno de esos que se limitan a asistir a los demás. Después de hablar con la policía y los médicos, determiné lo que había ocurrido sin tener siquiera que entrar en la habitación. La sala principal tenía a un lado ventanas desde el suelo hasta el techo, que se podía dejar en voladizo para limpiar. Las ventanas no tenían reja, sin embargo, ya que la finca era un condominio y por tanto no estaba sujeta a las regulacio­ nes para los edificios normales. Esa mañana el portero estaba limpiando las ventanas y las había dejado abiertas un rato. Conor corría entonces por el apartamento jugando al escondite con su niñera y, mientras Lori esta­ ba distraída con las advertencias de peligro del portero, él entró corrien­ do en la habitación y fue derecho a la ventana. Cayó cuarenta y nueve pisos antes de aterrizar sobre el tejado de un edificio adyacente de cuatro pisos. Ni se planteaba la posibilidad de que Lori se acercara al tanatorio, de modo que tuve que ir yo a identificarlo. Fuera cual fuese el daño que hubiera sufrido en la caída, para cuando yo lo vi habían devuelto una cierta normalidad a su cuerpo. Mientras miraba esa hermosa cara en reposo, re­ cuerdo que pensé: «Este no es mi hijo. Se parece un poco a él, pero él se ha ido». Fui a verlo de nuevo a la funeraria para decirle adiós y para dis­ culparme por no haber sido un padre mejor. Unos días después, Lori y yo, acompañados por varios amigos y familiares, volamos de vuelta a In­ glaterra con el ataúd. Regresamos a Hurtwood, donde todos los italianos sollozaban, expresando abiertamente su pena, mientras yo permanecía distanciado, en un constante aturdimiento. El funeral de Conor se celebró en la St. Mary Magdalens Church de Ripley, en un frío y apagado día de marzo, poco antes de mi cuadragési­ mo séptimo cumpleaños. Vino toda la gente de Ripley y fue una misa encantadora, aunque yo estaba sin habla. Levantaba la vista hacia el ataúd, y me era imposible decir nada. Lo enterramos en una parcela junto a un lateral de la iglesia y, cuando descendían el ataúd en la tierra, su abuela italiana se puso completamente histérica e intentó tirarse dentro de la tumba. Recuerdo que eso me consternó, puesto que a mí no se me dab¿ bien exteriorizar mis emociones. No expresaba mi dolor así. Cuando sa­ limos del camposanto, nos tuvimos que enfrentar a una muralla de repor­ teros y fotógrafos, unos cincuenta o así. Resulta curioso que mientras que

varias personas se disgustaron y ofendieron mucho por lo que consideraban una falta de respeto, eso no alteró de ningún modo el dolor que yo sen­ tía. Simplemente no me importaba. Lo único que quería era que aque­ llo terminara. Después del funeral, cuando la familia de Lori regresó a su casa, en Hurtwood reinó el silencio y me quedé a solas con mis pensamientos, encontré una carta que Conor me había mandado desde Milán, en la que me decía lo mucho que me echaba de menos y las ganas que tenía de verme en Nueva York. Había escrito: «Te quiero». Por mucho que tuviera el corazón roto, intenté considerarlo como algo positivo. Había miles de cartas de condolencia para mí, enviadas desde todo el mundo, de amigos, de extraños, de gente como los Kennedy o el Príncipe Carlos. Estaba asom­ brado. Una de las primeras que abrí era de Keith Richards. Simplemen­ te decía: «Si hay algo que pueda hacer, házmelo saber». Siempre estaré agradecido por aquello. No puedo negar que hubo un momento en que perdí la fe, y lo que me salvó la vida fue el amor incondicional y la comprensión que recibí de amigos y de los compañeros del programa de doce pasos. Asistía a una reunión y la gente se agrupaba sin más en silencio a mi alrededor, me hacían compañía, me compraban café y me dejaban hablar sobre lo que había pasado. Me invitaron a que presidiera algunas reuniones y, duran­ te una de esas sesiones, cuando dirigía el paso tercero, que trata sobre dejar tu voluntad al cuidado de Dios, narré la historia de cómo, durante mi última estancia en Hazelden, caí de rodillas y pedí auxilio para mantenerme sobrio. Les dije a los reunidos que ese momento desapareció la compul­ sión y, por lo que a mí se refería, ésa era una evidencia física de que mis oraciones habían sido atendidas. Después de haber tenido esa experien­ cia, dije, sabía que podía lograrlo. Una mujer se acercó a mí después de la reunión y me dijo: «Me has quitado la última excusa que tenía para beber». Le pregunté qué quería decir con eso. Ella me contestó: «Siempre ha existido un rinconcito en mi cabeza donde mantenía la excusa de que, si alguna vez algo les sucedía a mis niños, entonces tendría una justificación para emborracharme. Tú me has mostrado que eso no es cierto». De repente fui consciente de que había encontrado una manera de transformar esa terrible tragedia en algo po­ sitivo. Estaba en la situación de decir: «Bien, si puedo pasar por esto y seguir sobrio, entonces cualquiera puede». En ese momento me di cuenta de que no había mejor modo de honrar la memoria de mi hijo.

SECUELAS

L

os primeros meses tras la muerte de Conor fueron como vivir una pe­ sadilla, aunque el estado de shock me impedía desmoronarme por completo. Además tenía algunos compromisos de trabajo a los que atender. Para empezar, Russ Titleman estaba sentado en un estudio con una pila de cintas de los veinticuatro conciertos que habíamos dado en el Royal Albert Hall en febrero y marzo. Yo era incapaz de conectar con la músi­ ca y tampoco quería estar allí, hasta que él me puso la versión de «Wonderful Tonight». Por alguna razón, escuchar esa canción tuvo un efecto muy calmante en mí, y caí en un profundo sueño. Llevaba semanas sin dormir, así que resultó una experiencia verdaderamente curativa. Creo que fue así porque la canción me devolvió a un momento de mi pasado has­ ta cierto punto cuerdo y sin complicaciones, donde la tardanza de mi pareja al arreglarse para la cena era lo único por lo que tenía que preocuparme. De vuelta al presente, me compré una casa en Londres y construí otra en la isla de Antigua. Después de lo que había ocurrido, no podía soportar pasar el día solo en Hurtwood, así que le pedí a una de mis más viejas amigas, Vivien Gibson, que fuera todos los días por allí a mirarme el correo. Viv y yo habíamos sido amigos durante muchos años, habiendo arrancado todo cuando mantuvimos un romance en los ochenta, y entonces estaba trabajando a jornada completa como mi secretaria. Era además una de las pocas personas que quería tener a mi alrededor. De alguna manera, en­ tendía mi pena y no tenía miedo de ella. Resulta asombroso cómo mu­ chos llamados amigos desaparecen frente a una tragedia así. Viv es una persona auténticamente valerosa, rebosante de compasión y una amiga de por vida. Yo pensaba además que necesitaba un cambio completo de es­ cenario. De modo que, con Roger a remolque, conduje por Londres mirando casas, hasta que encontré una muy bonita en Chelsea. Estaba

apartada en una calle lateral, y era perfecta. Tenía un patio para aparcar y un pequeño jardín amurallado. Al mismo tiempo, con la ayuda de Leo Hagerman, un promotor in­ mobiliario de Antigua, y Colin Peterson, amigo suyo y arquitecto, me puse a diseñar y a construir una villa en la costa sur de la isla, sobre los terre­ nos de un hotelito de Galleon Beach, en la colonia de English Harbour. ¿Qué es lo que estaba haciendo? Correr, en varias direcciones a la vez. De hecho, si Roger no me hubiera frenado en seco, me habría comprado otra casa de campo, con la intención de vender Hurtwood de una vez por todas. Aparentemente, la opción de Londres era la más razonable, ya que la opinión general era que debería estar rodeado de gente por un tiempo, mientras que Hurtwood se hallaba llena de recuerdos. Respecto de An­ tigua, había estado yendo de vacaciones allí durante años y había lleva­ do a Lori y a Conor muchas veces. English Harbour poseía una floreciente comunidad de gente loca, y yo me sentía como en casa allí. El principio rector de todo, sin embargo, era el movimiento, no parar, bajo ninguna circunstancia quedarme quieto y sentir las emociones. Eso hubiera resul­ tado insoportable. Llevaba tres años sobrio, el tiempo de rehabilitación justo para man­ tenerme a flote pero sin una experiencia real o un bagaje práctico que me capacitaran para tratar con una pena a esa escala. Mucha gente tal vez pensaba que estar solo sería peligroso para mí, que acabaría bebiendo, pero tenía a la asociación, y también a la guitarra. Como siempre, ella fue mi salvación. A lo largo de los dos o tres meses siguientes, viví solo en Ingla­ terra y en Antigua, yendo a las reuniones y tocando la guitarra. Al comien­ zo, me limité a tocar sin ningún objetivo, y las canciones empezaron a desarrollarse. La primera en tomar forma fue «The Circus Left Town», sobre la noche en que Conor y yo fuimos al circo, nuestra última noche juntos. Más tarde, en Antigua, escribí una canción que vinculaba la pérdida de Conor con el misterio que rodeaba a la figura de mi padre, titulada «Mv Father’s Eyes». En ella intentaba descritgr la correspondencia entre mirar a los ojos a mi hijo y ver, a través de la cadena de la sangre, los ojos del padre que nunca había conocido. Unos cuantos años después, en 1998, un periodista canadiense, Michael Woloschuk, se creyó con derecho a seguir la pista de mi padre. Cuando acabó la búsqueda, lo único que descubrió fue que mi supues­ to padre, Edward Fryer, había muerto en 1985. Supongo que eso me avergonzó lo suficiente como para obligarme a emprender entonces una

búsqueda yo mismo, al menos en un intento por confirmar sus hallazgos. No llegué muy lejos. El rastro estaba lleno de barro y nunca me conven­ cí de que ese hombre fuera de verdad mi padre. A lo más que podría lle­ gar sería a verificar lo que el reportero había descubierto ya. Durante toda mi vida, la gente me había preguntado acerca de mi padre, hasta el pun­ to de que había adoptado la postura de «no quiero saberlo» para zanjar el tema. Por consiguiente, había resistido todo impulso para descubrir la auténtica verdad y, para cuando me puse a intentarlo, por lo que parecía, ya era demasiado tardei Entre las nuevas canciones, la que tenía más fuerza era «Tears in Heaven». En lo que se refiere a la música, siempre me había cautivado la canción de Jimmy Cliff «Many Rivers to Cross . y quería tomar algo prestado de su secuencia de acordes, aunque en esencia escribí esa canción para preguntar algo que me llevaba cuestionando desde que había muerto mi abuelo. ¿Nos volveremos a encontrar? Es difícil hablar de estas canciones con detalle; ésa es la razón por la que son canciones. Su gestación y de­ sarrollo me mantuvieron vivo a través del período más oscuro de mi vida. Cuando intento volver a aquel tiempo, rememoro la terrible parálisis en la que vivía y retrocedo espantado. No querría pasar por nada parecido otra vez. Originalmente, estas piezas no estaban destinadas para ser edi­ tadas o para el consumo público; fueron lo que hice para evitar volverme loco. Las tocaba para mí mismo, una y otra vez, haciendo constantes cam­ bios y redefiniéndolas, hasta que formaron parte de mí. Hacia el final de mi estancia en Antigua, alquilé un barco durante dos semanas para viajar alrededor de las islas con Roger y su esposa. Siempre me ha encantando estar en la costa o en el mar y, aunque no aspiro a convertirme en marinero, encuentro la enormidad del océano muy cal­ mante y revitalizadora. No obstante, el inicio de ese viaje no resultó un gran éxito. Roger y yo manteníamos desavenencias sobre muchas cuestio­ nes, y el ambiente era muy frío. Más tarde, se nos unieron Russ Titleman primero y luego Yvonne Kelly y mi hija de seis años, a la que Yvonne había llamado Ruth. Eso nos levantó el ánimo, y el crucero tomó una línea ascendente. Entre las cartas que habían llegado por Conor, había una de Yvonne, en la que, para ayudarme en mi pérdida, ella me ofrecía la posibilidad de llegar a conocer bien a Ruth como su padre. Fue un acto increíblemen­ te generoso por su parte y me dio un propósito hasta que clareara la nie­ bla. Ese corto crucero constituyó en realidad la primera de las muchas

breves visitas que se hicieron para tantear el terreno, y funcionó. Era ge­ nial estar de nuevo en la compañía de un niño, mi niño. Siempre le es­ taré agradecido a Yvonne por darme esa segunda oportunidad. Representó un salvavidas en un marde aturdimiento y confusión. A lo largo del par de años siguientes, las visité en Montserrat y, poco a poco, creé un vín­ culo con mi hija, hasta que Yvonne tomó la decisión de volver con Ruth a su casa en Doncaster, el pueblo de Yorkshire donde Yvonne había cre­ cido, a fin de que la niña recibiera una educación apropiada y a la vez pudiera pasar más tiempo conmigo. Al principio, entablar una relación con Ruth, en tanto que una ayu­ da para sobrellevar la muerte de Conor, sólo se trató de una solución de emergencia. No fue hasta que la lástima quedó fuera de la ecuación y empezamos a divertirnos juntos, cuando me pareció que aquello iba de veras. Costó tiempo, ya que al principio tenía un gran trabajo por delante para recomponerme y, hasta que no conseguí eso, mi habilidad para inti­ mar emocionalmente con mi hija se vio muy limitada. Respecto de la dis­ ciplina, me quedaba mucho por aprender y me sentía muy inseguro sobre el derecho que tenía sobre ella, aunque lentamente, poco a poco, llegamos a conocernos, y yo aprendí a través de la terapia a expresar desaprobación cuando fuera necesario. Volviendo la vista a esos años, me doy cuenta del efecto tan profundo que Ruth tuvo en mi bienestar general. Que estuvie­ ra presente en mi vida resultó absolutamente vital para mi rehabilitación. Con ella había encontrado de nuevo algo real en lo que involucrarme, y eso resultó decisivo para que volviera a ser un ser humano activo otra vez. A comienzos del verano de 1991, viajé a Nueva York para ver una película que había dirigido Lili Zanuck, la esposa del productor de cine estadounidense Richard Zanuck. La película se titulaba Rush, y estaba bastada en una historia real acerca de una agente secreto de narcóticos que se hace adicta ella misma. Lili era una gran fan mía y quería que compusiera la banda sonora para la película. Yo nunca me había encargado de un proyecto así solo, dado que la mayoría del trabajo para películas que ha­ bía realizado hasta entonces había sido supervisado por el arreglista y compositor estadounidense Michael Kamen. Nos habíamos juntado para hacer la música de una serie de suspense televisiva llamada Edge ofD arkness, y luego las películas de Arma letal que la habían seguido. Para ser totalmente sincero, la industria del cine no me apasionaba demasiado a partir de lo que había visto hasta entonces. Me encanta el cine y soy un auténtico cinèfilo, pero estar entre bastidores me dejaba frío.

No obstante, acepté el trabajo, principalmente porque me gustaba Lili. Era divertida hasta desternillarse, y me identificaba con todas sus opiniones, ya fueran sobre películas, música o simplemente la vida. Al final del ve­ rano establecí mi residencia en Los Angeles y comencé a trabajar en la película. Lili me asignó a un chico llamado Randy Kirber para que fue­ ra mi asistente, y resultó ser una persona fantástica. Me enseñó cómo funcionaba todo, además de crearme preciosos pastiches musicales sobre los que yo componía. Formábamos un gran equipo, y espero que algún día repitamos. Recuerdo»que en algún momento le puse a Lili «Tears in Heaven», y ella insistió en que la incluyéramos en la película. Yo era muy reacio. Después de todo, aún no estaba seguro sobre si debía ser publicada o no, pero el argumento de Lili fue que de alguna forma podría ayudar a alguien, y con eso logró mi aprobación. La canción salió como single y se convirtió en un éxito masivo, que yo recuerde el único número uno que he conseguido con un tema escri­ to por mí. A la película no le fue tan bien, aunque se lo merecía. Tocaba un tema controvertido, y algunas escenas resultaban bastante angustio­ sas de ver, aunque en mi opinión era sensible y coherente con su propó­ sito. Desde entonces se ha convertido en una película de culto, y yo es­ toy tremendamente orgulloso de la música. Redondeé el año con una gira por Japón con George Harrison. Tanto él como Olivia habían sido muy amables conmigo durante los meses anteriores, y yo quería expresarles mi gratitud. Durante el viaje, Lori apareció de improviso y se registró en nuestro hotel. Su novio, Sylvio, me había enviado un fax adviniéndome que ve­ nía a verme. Habían roto, y estaba preocupado por su salud mental. Yo no podía hacerme cargo de eso. Apenas me mantenía entero, en lo refe­ rido a mis emociones, y había trabajo por hacer. Curiosamente, fue George el que intervino y asumió el control. Hicieron alguna excursión juntos, y al parecer él tuvo una influencia calmante en Lori. Yo me sentí muy culpable por no ser capaz de confortarla, pero experimentaba por entonces terribles ataques de ira y tristeza, y no tenía ni idea de cómo hacer fren­ te a eso y a ella al mismo tiempo. Antes de las Navidades me había mudado a Londres, y estaba disfru­ tando del hecho de regresar a Chelsea después de veinte años de ausen­ cia. El barrio en la parte de World s End no había cambiado apenas, aunque Kings Road al este del ayuntamiento estaba casi irreconocible. En los sesenta no había más que, literalmente, tres o quizá cuatro boutiques en

todo Chelsea, y ahora Sloane Square estaba atestado de tiendas de ropa, la mayoría de ellas con basura. Pero me encantaba estar de vuelta y vis­ lumbraba un renacer en soltería. Aún pensaba que pasármelo bien podría ser la solución a mi pena, y que salir con chicas me distraería de la pér­ dida de mi hijo, como si las cosas funcionaran de verdad así. En parte, la razón para trasladarme a Londres fue dejar de aislarme e intentar entablar nuevas amistades. Aunque Londres tiene fama de ser una ciudad solitaria, después de unos meses me encontré con que había co­ nocido y hecho amistad con un número considerable de gente. Mis amigos más antiguos hasta la fecha, aparte de mis compañeros de la escuela, vienen de esos días en Chelsea: Jack English, un fotógrafo genial; Chip Somers, que ahora dirige una exitoso servicio de orientación para la rehabilitación, llamado Focusl2; Paul Wassif, un fantástico guitarrista y orientador; Emma Turner, que ahora trabaja para Goldman Sachs y se sienta en el comité de dirección de Crossroads; y Richard y Chris Steele, encargados de la sec­ ción de rehabilitación de la London Priory Clinic desde hace varios años. A lo largo de la década siguiente en Londres, mi vida se fue llenando con gente interesante de todo tipo, muchos de los cuales también estaban en rehabilitación. También disfruté de lo lindo viendo a Monster restaurar y amueblar mi casa nueva con preciosas antigüedades, y yo, inspirado por su pasión, comencé a comprar arte para las paredes. Acababa de dar con la obra de Sandro Chia y Cario Maria Mariani, y empecé a llenar la casa con sus lienzos. Era la primera ocasión en que gastaba grandes sumas en arte, y recuerdo enseñarle a Roger un Richter que acababa de comprarme en una subasta por cuarenta mil libras. No eran más que pinceladas grises de arriba abajo. Roger no se lo podía creer. Ojalá tuviera una foto de la cara que puso cuando le dije lo que me había costado. A lo largo de los años siguientes reuní una colección bastante respetable de pintores contemporáneos y volví a interesarme a fondo por el arte. En apariencia, el año 1991 fue horrible, pero se sembraron algunas semillas preciosas. Mi rehabilitación del alcoholismo había adquirido un nuevo significado. Mantenerme sobrio era de verdad la cosa más impor­ tante en mi vida y me había dado un propósito cuando yo pensaba que no tenía ninguno. Además me había mostrado lo frágil que es la vida en realidad y, aunque parezca raro, todo eso me dio ánimos, como si mi debilidad se hubiera convertido en una fuente de alivio para mí. La mú­ sica también adquirió nuevos bríos. Yo sentía la necesidad de interpretar

esas canciones nuevas sobre mi hijo, y tenía la convicción de que no esraban destinadas sólo a ayudarme a mí, sino a cualquiera que hubiera sufrido o sufriera una pérdida tan extraordinaria. La oportunidad de mostrar esos temas vino en la forma de un programa de televisión U?iplug■¿edpara MTV. Cuando me plantearon hacerlo, tuve mis dudas, pero lue¿ro se me antojó la plataforma ideal. Me senté en mi casa en Chelsea y tra­ bajé en un repertorio para el concierto que me permitiría volver a mis raíces v presentar esas canciones nuevas en un ambiente seguro y cuidado. El concierto fue genial^ Andy Fairweather Low y yo hicimos bastanres números acústicos y desnudos con material de Roben Johnson y Broonzv, y tocamos «Tears in Heaven» y «Circus Left Town-, aunque más tar­ de veté «Circus», alegando que la interpretación era demasiado vacilante. También disfruté del hecho de volver atrás para tocar material antiguo como «Nobody Knows You», que era la pieza cor. la que todo había em­ pezado tanto tiempo atrás en Kingston. Russ produjo el disco del concierto v Roger fue como el padre expec­ tante que revolotea sobre todo el proyecto, mientras que yo actué con cieno desdén y dije que, en mi opinión, debíamos sacarlo en una edición limi­ tada. Sencillamente no sentía el mismo entusiasmo por el material y, por mucho que hubiera disfrutado tocando las canciones, no me parecía que resultara tan genial' escucharlo. Cuando el disco salió, fue el disco más vendido de toda mi carrera, lo que demuestra cuanto sé de marketing. Resultó además el disco más barato de producir y el que requirió de una menor preparación y trabajo. Pero si quieres saber lo que me costó de verdad, ve a Ripley y visita la tumba de mi hijo. Pienso que ése es además el motivo por el que se convirtió en un disco tan popular; creo que la gente quería mostrarme su apoyo, y aquellos que no encontraron otra manera compraron el álbum. La gira veraniega por Estados Unidos de ese año, no obstante, hizo que el fenómeno me estallara en la cara. «Tears in Heaven» estaba alto en las listas, y yo intentaba abrir los conciertos con ella frente a una multi­ tud vociferante. El ruido no me dejaba concentrarme, no hablemos de oír la música. Todas las noches me iba del escenario destrozado y enfadado a causa de que no escucharan. Sentía que no le podía hacer justicia a la canción y, sin ningún truco escénico al que recurrir, no tenía ni idea de lo que hacer. ¿Cómo les dices a veinte mil personas que «frenen su entu­ siasmo»? Era una situación sin salida, aunque al final conseguí que el público se tranquilizara. Descubrí que si pasaba las canciones acústicas a

la mitad del concierto les daba una oportunidad a los fans de relajarse antes de que se les presentara el gran éxito. Ese fin de año vio el nacimiento de algo que se ha convertido en una cita anual para mí: el baile sin alcohol de Nochevieja en el Leisure Cen­ tre, en Woking. Se había iniciado el año anterior con una fiesta disco en Merrow, a propuesta de mi amigo Danny, como un recurso para la gen­ te que no quería beber en Nochevieja. Resultó un gran éxito y dejó para la posteridad mi primera tentativa de bailar sin alcohol. Sin embargo, mientras diseccionábamos el baile al día siguiente, algún listo preguntó por qué no podíamos tener música en directo en el futuro, teniendo en cuenta la gran abundancia de talento que había en la asociación. El bai­ le ha ido ganando fuerza desde entonces, y yo toco todos los años, salvo que me surja alguna emergencia. Siempre ando con muchas ganas de que llegue porque me resulta muy divertido y relajado, y puedo tocar lo que me plazca. Por encima de todo, sé que ha evitado que beban unas cuantas personas que de otro modo habrían sucumbido a la presión de las festi­ vidades. Mientras tanto, mi vida amorosa iba a toda máquina, aunque intentaba restringir mis atenciones a las mujeres en rehabilitación, con la teoría de que serían menos peligrosas, o más sensatas, que mis novias anteriores. Resulta obvio que todavía tenía mucho que aprender. Una mujer en par­ ticular me produjo una honda impresión. Vivía en Nueva York y era bas­ tante dueña de sí misma, lo suficiente como para no dejarse manejar por mí de cualquier manera. Eso revelaban sus opiniones sobre el tabaco, o al menos sobre que yo fumara. Para empezar, no me permitía hacerlo en su apartamento, y a mí eso me cabreaba mucho. Pero me gustaba y me parecía que lo nuestro podía tener futuro, así que unos meses más tarde en una cena, cuando me presentaron a un hipnoterapeuta llamado Charlie, decidí dar el paso decisivo. Llevaba fumando como un carretero desde la fiesta de mi vigésimo primer cumpleaños, y entonces me fumaba como poco dos paquetes al día, a veces tres. Fui a ver a Charlie una mañana de lunes de camino a los ensayos y en mi fuero interno supe que, si esa noche conseguía irme a la cama sin haber fumado un cigarrillo, todo habría terminado. Al principio fue duro y, durante el primer mes, de vez en cuando, tenía la misma sensación que si hubiera tomado un mal ácido. Aunque, en general, no cabía en mí de gozo por haber vencido una adicción tan asquerosa. He hablado con cien­ tos de personas desde entonces sobre sus intentos por dejar de fumar y me

deja bastante atónito ver cuántos de ellos siguen sin lograrlo. En mi caso, parar de fumar fue como abandonar el alcohol. Nunca lo he echado de menos, y ni en los momentos más oscuros de mi vida me han entrado ganas de encender un cigarrillo, o de tomarme un trago. Chico con suerte, puedes pensar; sin embargo, creo de verdad que se trata de una cuestión de aplicación espiritual, sin que importe lo paupérrima que mi aplicación pueda parecerme. Sin nicotina erbmi organismo, ¿pudo ser que me sintiera emocional­ mente vulnerable ante a la primera mujer que se me cruzó? Sin el menor asomo de duda. Eso, unido al hecho de que ella era bastante aficionada a las drogas y a la priva, rebosaba vitalidad y era totalmente inalcanzable, la convertía con seguridad en la mujer más peligrosa con la que podía toparme. Pero hacen falta dos para bailar, y yo tenía en la época muchos pájaros en la cabeza. Estaba inflado por el éxito y me sentía muy seguro de mí mismo, aunque bajo la superficie había grutas de pena de las que no me estaba ocupando en absoluto. Definitivamente iba camino del desastre. La mujer en cuestión era italiana y se llamaba Francesca. Era muy atractiva, de melena negra y delgada, aunque con una figura voluptuosa, y en la cara guardaba un ligero parecido con Sophia Loren. Su madre trabajaba para Giorgio Armani. Giorgio y yo nos habíamos hecho muy amigos a lo largo de los últimos años, y lo veía con bastante frecuencia cuando iba a sus desfiles o salía. Creo que es un hombre asombroso y un diseñador genial, y me enorgullecía y halagaba que quisiera conocerme. Cuando me presentó a esa chica, no podía imaginarme lo mucho que ella acabaría significando para mí. Sólo me pareció interesante, con una vi­ vacidad que resultaba muy agradable, eso es todo. Al cabo de unos me­ ses me tenía puesto de rodillas. Nuestro romance duró tres años, aunque no llegamos a vivir juntos en ningún momento. Creo que es importante aclarar esto, ya que debe­ ría servir para ilustrar lo provisional y vacilante que fue todo. La relación avanzaba entre tambaleos unos cuantos días, entonces se le soltaban las ruedas y volvíamos al punto de salida. Francesca era géminis, del todo impredecible y proclive a los estallidos violentos de genio. Por otro lado, podía ser dulce como la miel y completamente cautivadora. El problema era que nunca sabías de qué humor ibas a pillarla. Creo que rompimos nueve o diez veces en el transcurso de ese tiempo, y yo estaba colgado de ella hasta las cachas.

A pesar de lo infeliz que era y de todas las advertencias de mis ami­ gos, que no veían ningún futuro para mí en la relación, yo me arrastra­ ba una y otra vez de vuelta a por más. Un día, recibí la visita de mis amigos Chris y Richard Steele en Antigua, y les confié mis problemas; a Chris le enseñé una carta que le había escrito a Francesca, a fin de pedirle opinión. Ella me miró como si hubiera aterrizado desde otro planeta. «¿Por qué le entregas todo el poder a esa mujer?», me preguntó. Yo no sabía de qué estaba hablando, pero me dejó intrigado. Chris era por entonces la direc­ tora de la unidad de alcohol y adicción de la Priory Psychiatric Clinic, en Roehampton, aunque había oído que además llevaba en privado sesiones de terapia particulares. Le pregunté si podría verme, y me dijo que sí. Durante un tiempo no supe muy bien dónde me estaba metiendo. Pen­ saba que podría hacerle consultas a Chris para conocer maneras de con­ trolar a Francesca, pero iba a encontrarme tomando una dirección com­ pletamente diferente. La primera pregunta que me hizo Chris, en nuestra primera sesión, fue: «Dime quién eres», una cuestión bien sencilla, pensarás, pero yo noté cómo se me apelotonaba la sangre en la cara y quise gritarle: «¡Cómo te atreves! ¿No sabes quién soy yo?» Por supuesto, no tenía ni idea de quién era, y me avergonzaba admitirlo. Quería que se viera que llevaba diez años sobrio y que había sentado la cabeza, cuando en realidad sólo tenía diez años, en términos emocionales, y estaba empezando desde el principio. El enfoque de Chris sobre la relación también me resultó muy novedo­ so. Mientras que todo el mundo me repetía que saliera de ahí y que esa chica no era buena para mí, en su opinión mis problemas no tenían nada que ver con Francesca. De hecho, a ella le gustaba Francesca. Lo que yo necesitaba abordar, según Chris, era qué estaba haciendo allí en primer lugar. En resumidas cuentas, su consejo era que debía seguir en la relación hasta que hubiera tenido bastante o aprendido aquello que necesitaba aprender. « Lo esencial de ese período de mi vida fue que el trabajo de rehabili­ tación que estaba haciendo equilibró el caos de mi vida personál. Cuan­ to más locas se volvían las cosas con Francesca, más profundizaba en mi recuperación, en especial en la terapia. Con Paul Wassif, un amigo al que había conocido a través de Francesca, comencé a realizar trabajos de apoyo entre pares en Priory, que implicaban recibir un breve curso de formación y que, entre otras cosas, nos permitían sentarnos en las sesiones de tera­ pia de grupo con pacientes al comienzo de su jornada. A mí eso me en­

cantaba. Me daba un auténtico sentido de la responsabilidad, y a veces era como teatro en directo; nunca sabías lo iba a ocurrir a continuación y los resultados podían ser extremadamente positivos, en ocasiones milagrosos. También empecé a trabajar con un terapeuta especializado en los méto­ dos de John Bradshaw, en particular en el estudio de la historia familiar como una guía para reparar el actual comportamiento Gisfuncional. Mi madre y mi tío constituían sin lugar a dudas casos adecuados para el tra­ tamiento, y mi pasado estaba plagado de escenarios extraños. No era sor­ prendente que estuviera viviendo todo eso de nuevo en el presente. Ese viaje de autodescubrimiento en el que estaba embarcado me sir­ vió también para redescubrir mis raíces. Con i nvluw ed había dejado la puerta abierta a mis verdaderos gustos musicales, y decidí que era hora de mostrar mi agradecimiento al blues y a los músicos y cantantes que tan­ to me habían inspirado a lo largo de mi vida: a gente como Elmore James, Muddy Waters, Jimmie Rodgers y Robert Johnson. Me me:: en el estu­ dio con el planteamiento de que todo tendría que grabarse en directo y, tras haber escogido las canciones, las tocamos acercándonos rodo lo po­ sible a las versiones originales, incluso a la clave en la que habían sido interpretadas. Fue muy divertido, y lo disfruté al máximo. Era algo que siempre había querido hacer. Por desgracia, Roger no fue de la misma opinión. Creo que su punto de vista era que, después de haber logrado un éxito tan enorme con Unplugged , estaba desperdiciando una oportu­ nidad de oro. No sé qué más tenía en mente — yo estaba demasiado ocu­ pado yendo a la mía— , pero eso marcó el principio del fin para nosotros. El proyecto sobre el blues me absorbió por completo, y me impidió ver la revolución que se gestaba entonces en la escena musical inglesa. Britpop, DJs, jungle y drum and bass, eso era lo que estaba en boga, y yo no me enteraba de nada. Además, a partir de lo que me decía Francesca, que estaba muy metida en todo aquello, sabía que esa cultura estaba es­ timulada por el éxtasis y otras muchas drogas «de diseño». Yo me sentía igual que cuando el punk había irrumpido en la escena durante los ochen­ ta, asustado y amenazado, debido a que, a pesar de que no me veía como parte del «sistema», me daba perfecta cuenta de que los punks sí lo hacían. From the Cradle, mi nuevo disco, se vendió muy bien, y llegó a lo alto de las listas de Estados Unidos, lo cual era todo un logro para un disco de blues sin adornos. Estuve de gira con él durante casi dos años, sin to­ car otra cosa que blues por todo el mundo, felizmente inconsciente de cómo estaba cambiando la industria musical. Mientras me encontraba en

la etapa estadounidense de ese tour, Francesca me llamó para decirme que había vuelto con su antiguo novio y que lo nuestro se había acabado. Me quedé hecho polvo, le abría mi corazón a quien quisiera escucharme, y por entonces la lista se había hecho bastante corta. De hecho, ese cansino asunto aún se arrastró un año más, aunque el sentimiento real ya no es­ taba allí, para ninguno de los dos. En su descargo hay que decir que, como en el caso de Carla muchos años antes, Francesca había tratado de dejar muy claro desde el principio que no estaba interesada en una relación a tiempo completo. Sencillamente, yo no quise escucharla. El final del romance, cuando finalmente llegó, coincidió con un in­ cendio en mi casa de Londres a causa de un fallo eléctrico, lo cual pare­ ció un presagio. También vi en ello una oportunidad para hacer tabla rasa y empezar otra vez desde el principio, de modo que vacié la casa, vendí todo su contenido y comencé de nuevo. Con Francesca fuera de mi vida, me puse a investigar en la cultura a la que estaba tan vinculada. Escuchaba cualquier cosa que cayera en mis manos, y también tomé conciencia de lo que pasaba en la moda urbana. Era extraño, porque muchas concor­ daban con el atuendo que yo había llevado en los Yardbirds allá en los cincuenta y los sesenta: Levi s y abrigos impermeables, capuchas y zapa­ tillas de lona, aunque con un nuevo enfoque. Me empecé a fijar en el grafiti y a coleccionar obras de ese estilo. Parecía que un mundo completamente nuevo se abriera ante mí; el único problema radicaba en que me sentía demasiado mayor para meterme de lleno en él. Odiaba la idea de conver­ tirme en el tipo viejo que quiere pasar por un coleguita joven y moder­ no, pero esa cultura me atraía, tenía fuerza, y yo sentía que la entendía. ¿Qué podía hacer? Estaba enganchado de nuevo. Empecé a diseñar cosas. Sabía que, si me aceptaban como diseñador, mi edad apenas tendría relevancia. Conocí a un par de antiguos skaters, Simón y William, que tenían una tienda puntera llamada Fly en Kings Road, y comenzamos con una marca llamada Choke. Conmigo compar­ tiendo la mayor parte de las tareas de diseño, hicimos durante un par de años ropa muy bonita, hasta que la parte*de las finanzas se hizo inmane­ jable. En ese momento, a través de Simón y de su amigo Michael Koppleman, conocí a Hiroshi Fujiwara, del que me he hecho muy buen amigo estos últimos años. Hiroshi es un diseñador genial, entre otras muchas cosas, y tiene una gran influencia en la cultura urbana moderna. Cuan­ do me lo encontré por primera vez, estaba envuelto en la marca Goodenough y lanzando al mismo tiempo otras. También me hice íntimo del

artista del grafiti Crash y compré muchas de sus obras. De modo que Francesca, con toda su estrepitosa rebeldía, me condujo de manera indi­ recta a un modo de vida completamente nuevo, y también, por accidente, tuvo que ver en la fundación de Crossroads Antigua. No está mal para alguien a quien literalmente quería estrangular siempre que veía.

U

n día, durante el verano de 1994, me enteré por su familia de que Alice, que llevaba desaparecida un tiempo en Francia, había vuel­ to a dar señales de vida en Inglaterra y se encontraba gravemente enfer­ ma en un hospital en Shrewsbury. Aquello no me sorprendió demasiado, puesto que a lo largo de los años había oído que estaba bastante hecha pol­ vo. Pensé que ahora que conocía su paradero y que al parecer había to­ cado fondo, tal vez fuera el momento de intentar ofrecerle alguna ayuda. Hablé con Chris y con Richard sobre su caso, sabiendo lo buenos que eran para tratar con situaciones parecidas, y tuvieron la amabilidad de acercarse a verla y lograron convencerla de que se fuera a Priory con ellos. Debido a nuestro pasado común, se consideró éticamente inapropiado que yo trabajara con Alice en la terapia de grupo, pero, en algún momento, Chris me llamó para decirme que Alice aún estaba llena de ira fruto de nuestra relación. Necesitaban abordar el tema para pasar a la siguiente fase, y habían llegado a la conclusión de que sería beneficioso para ella confron­ tar conmigo esos sentimientos. Me avisaron de que podría resultar una experiencia bastante traumática, pero habría un orientador presente, y yo me veía capaz de manejarlo. Cuando llegó el día, ella despotricó contra mí alrededor de una hora sin pausa, regurgitando todos los escenarios de nuestro fracturado pasado con una claridad absoluta. Para mí fue terro­ rífico darme cuenta de todo el daño que le había hecho a esa pobre chi­ ca, aunque tuve que quedarme en silencio y limitarme a absorberlo todo. Fue una lección de humildad, y hubo momentos en que apenas podía creer las cosas que decía que yo había hecho. Parecía que estuviera hablando de otra persona. Lo más triste para mí resultó saber que se había agarrado a todos esos recuerdos venenosos durante más de veinte años para estimular su necesidad de olvidar.

Alice se quedó en Priory durante todo el transcurso del tratamiento y, en un par de ocasiones, me topé con ella y le pregunté qué tal le iba. «Va genial», me decía, así que me sentía bastante esperanzado. Sabía que sería un largo proceso una vez saliera de la clínica, y que tendría que en­ contrar algún empleo o actividad a fin de recuperar la autoestima, aun­ que el hecho de que se hubiera quedado era, en sí mismo, un logro fan­ tástico. A continuación, me enteré de que había entrado en un centro de reinserción en Bournemouth, un complejo que yo había visitado una vez y que recordaba como un sitio muy bueno, así que tenía confianza en que progresara y esperaba que pronto estaría en el camino de una recupera­ ción plena y completa. Me fui de gira a Estados Unidos, y la siguiente vez que vi a Alice fue en el funeral de mi abuela. Aunque Rose llevaba años enferma con un enfisema, fue un cáncer lo que se la llevó al final. Su muerte, justo antes de las Navidades de 1994, supuso un golpe muy fuerte para mí. Ella siem­ pre había sido la única figura constante en mi vida, la que me había ani­ mado en todos mis empeños y amado incondicionalmente hasta el final. Su casa representó siempre un refugio, y los fines de semana se había convertido en una tradición, cuando yo estaba por allí, acudir a las deli­ ciosas comidas dominicales. Hasta que mi problema con la bebida nos separó, tuvimos una vida maravillosa y pasamos juntos momentos muy divertidos. En resumidas cuentas, hasta cierto punto, ella había sido la persona más significativa de mi vida. En los últimos años, animado por Chris durante mis sesiones de te­ rapia, había pasado mucho más tiempo junto a Rose y mi madre, con la esperanza de que pudiéramos curar las heridas que durante tanto tiem­ po habían prevalecido en la relación que compartíamos. Mi madre en concreto estaba bastante enferma y se había hecho muy dependiente de algunas drogas que le recetaban. Se volvió además muy celosa, incluso de mí, lo que nos hizo la vida muy complicada. Ella y Rose llegaron a man­ tener una horrible rivalidad, en la que usaban mis visitas en contra de la otra. De modo que cuando era el momento de verlas, tenía que turnar­ me para visitar a una de las dos casas primero: una vez a mi madre, la semana siguiente a mi abuela, y así. Era agotador, y por eso cuando Rose murió, a pesar de lo mucho que la eché de menos y lloré su pérdida, en­ contré cierto alivio porque ya no tendría que participar más en ese terri­ ble juego. A los cuatro meses de la muerte de Rose, me enteré de que Alice tam-

bien había muerto. Había salido del centro de reinserción de Bournemouth y se había trasladado a un estudio, donde, en algún momento, se había inyectado una sobredosis de heroína. La autopsia reveló también que había bebido en abundancia. Murió sola, y su cuerpo no se descubrió hasta varios días más tarde. Me sentí vacío, apenas pude encajarlo. Había pensado de verdad que tenía una oportunidad, y entonces me vino a la cabeza algo que me había comentado Chris. En el Priory, ella le había dicho a Chris que no podía aguantar el dolor de estar sobria. Aquello sirvió para subrayar aún más lo afortunado que fui yo; después de tantos años de beber y drogarme, seguía teniendo a la música. Siempre había sido mi salvación. Hacía que quisiera vivir. Incluso si no estaba tocando, sólo escucharla me ayu­ daba a recuperarme. Mi trabajo en Priory y mi relación con Chris me condujeron a uno de los períodos más significativos de mi vida. En los últimos viajes a mi casa de Galleon Beach, en Antigua, el creciente número de adictos y borrachos que veía había hecho que me sintiera cada vez más desengañado, aunque quizá era tan sólo que me estaba fijando más en ellos. Por ejem­ plo, había un par de sitios a los que me gustaba salir en English Harbour, en particular un bar propiedad de un amigo, Dougie. Yo solía ir para jugar al billar, y a veces sólo para ver gente, pero cuando me marchaba me abor­ daban esos tipos, que eran bastante aterradores, y aquello empezó a has­ tiarme. Después de volver una vez desde Antigua, les confié a Chris y a Ri­ chard el dilema en que me encontraba, y les dije que estaba pensando en vender la casa y no volver más, a lo que ambos repusieron: «Bueno ¿por qué no llevas el programa a Antigua?». Yo les pregunté cómo podría ha­ cerlo, y Chris me dijo, con un brillo en la mirada: «Tienes el dinero, cons­ truye un centro de tratamiento». Añadió que si estaba dispuesto a llevarlo a cabo, me asesoraría sobre la gestión. Mi respuesta inmediata fue: «Bien, yo construiré un centro de tratamiento si tú vienes y lo llevas». No era ninguna locura, puesto que sabía que Chris estaba teniendo algunas di­ ficultades en Priory. Aunque lo que me impresionaba de ella era el modo en que dirigía la rehabilitación. Yo creía de verdad en la filosofía de su tratamiento y en cómo podía aplicarse tanto de manera colectiva como individualmente. Todo giraba en torno a la necesidad de no perder nunca como centro al individuo, de modo que el programa tenía que ser flexi­ ble a fin de alcanzar ese objetivo. No era fácil, pero ése era el ideal sobre el que yo quería que se fundara la nueva clínica.

Me presentaron al director del grupo Priory en Estados Unidos, que resultó un gran aficionado a la música, y yo le conté lo que tenía en mente. Para mi sorpresa, pareció bastante interesado en la idea. De hecho, se mostró tan entusiasmado que desconfié un poco. Mi intuición me decía que las cosas pocas veces son lo que parecen. Sin embargo, seguí adelan­ te, y le expliqué que yo aportaría con gusto la mayor parte de la financia­ ción y mi experiencia en rehabilitación, pero que necesitaría ayuda a la hora de crear una infraestructura, y ahí era donde intervendría el grupo Priory. El fin sería levantar una clínica en Antigua, con vistas a servir a toda el área caribeña. Se acordó que al principio vinieran unos pocos pacien­ tes de las comunidades locales, y que haría falta promocionar el centro en otros sitios, con el objetivo de atraer a gente de Norteamérica y Europa que pagara por ir allí y de ese modo financiara camas subvencionadas para los lugareños que no pudieran permitírselo. En realidad era un plan a lo Robin Hood: quitarle al rico para dárselo al pobre. Por último, teníamos que buscar a alguien capacitado para ocupar el puesto de director de la clínica, y la persona que encontramos fue Anne Vanee, de la Betty Ford Clinic de California. Cuanto más lo consideraba, más entusiasmado me encontraba con el proyecto, al que bautizamos como Crossroads Centre. Parecía el antídoto perfecto para la toxicidad de mi vida amorosa, y me estimulaba la idea de hacer algo para devolver todos los buenos momentos y la cura espiritual que había conseguido en Antigua. Había sido uno de los pocos lugares del mundo donde me había desembarazado por completo de las presio­ nes de mi vida y mezclado con el paisaje. La villa que habíamos construido en English Harbour, no obstante, se había convertido casi en una atracción turística, así que le pedí a Leo que encontrara un sitio algo más retirado. El me enseñó una especie de lengua de tierra que se adentraba en el mar, en la costa de Falmouth, un terreno bellísimo. Lo compré en el acto. Luego acabé por ampliarlo has­ ta que fui dueño de casi toda la península y levanté una casa en un extremo. En cuanto al centro de rehabilitación, el siguiente paso fue hacerlo todo legal, así que se redactaron cientos de documentos, y el rifirrafe entre Roger y los estadounidenses comenzó. A veces los ánimos se calentaban y de tanto en tanto me preguntaba si todos estábamos en el mismo barco, pero no eran más que los inicios de todo y no tenía nada más para guiarme que mi intuición.

Por supuesto, también teníamos que venderle la idea al gobierno de Antigua, y ahí las cosas fueron de verdad curiosas. El Consejo de Minis­ tros del momento nos invitó a que les mostráramos lo que teníamos en mente y, al final de la presentación, en la que yo les hice una versión re­ ducida de mi historia de alcoholismo v rehabilitación, el ministro de Sanidad me preguntó si habría algún inconveniente en que él visitara el centro de vez en cuando... siempre que necesitara perder algo de peso. Resultaba evidente que no sabían de qué les estábamos hablando, y en­ tonces me di cuenta de que encontraríamos respuestas similares allá donde fuéramos. No había ni la más mínima noción de lo que era la rehabilitación en el Caribe. El alcoholismo se seguía considerando un comportamien­ to inmoral o pecaminoso, y una temporada en la cárcel y el ostracismo social eran las únicas soluciones que se daban. A fin de emplazar un centro de rehabilitación allí, íbamos a tener que educar, y de algún modo eman­ cipar, a toda la comunidad. Al llegar a ese punto, hice examen de conciencia: ;Y a mí qué me importaba todo eso? ¿Qué derecho tenía para intentar traer todos esos cambios a una comunidad que, a juzgar por las apariencias, sólo quería que la dejaran tranquila? La respuesta era siempre la misma. Para man­ tener lo que tenía, tenía que darlo. Para seguir sobrio, tenía que ayudar a otros a estar sobrios. Este es el principio básico que todavía regula mi vida hoy, y tuve que aplicarlo a esa situación. Sin embargo, no me cabía ninguna duda de que, si aquello no funcionaba, o si simplemente esta­ ba escrito que era imposible, sería el primero en enterarme cuando todo se viniera abajo. Aunque resultaba obvio que muchos de los lugareños eran incapaces de entender el proyecto, seguimos adelante de todos modos. Más tarde, cuando llevábamos ya un tercio de la construcción del edificio, Roger me hizo saber que el presidente del conglomerado de empresas Priory en Estados Unidos había decidido vender su parte del proyecto Crossroads a otra corporación de salud que no estaba interesada en construir una unidad de rehabilitación en Antigua. La idea que tenían era abandonar­ la o vendérmela. Roger no perdió tiempo en decirme que saliera corriendo de allí, ya que la alternativa era cargarme yo con todo el proyecto, lo que me costaría una enorme cantidad de dinero que posiblemente no volve­ ría a ver. Mientras que yo sabía que no había más opción que seguir adelante, creo que Roger no llegó a entender el grado de compromiso que yo sen­

tía. Para empezar, había dado mi palabra, aunque sólo fuera a mí mismo, sobre que terminaría lo que había comenzado. Si abandonaba, eso supon­ dría seguramente no regresar a Antigua, y para entonces ya habíamos despejado el terreno y comenzábamos a poner los cimientos. De hecho, llevábamos la construcción bastante avanzada, y la noticia ya estaba en el aire. El otro motivo era que creía de verdad en ese proyecto. Había visto a suficientes personas, a primera vista casos perdidos, que habían dado un vuelco para emprender una nueva vida como seres humanos felices. Sa­ bía que eso me recompensaría, y mi razonamiento era que sólo con que una persona saliera de allí sobria y se las arreglara para seguir sin probar el alcohol, entonces todo habría valido la pena. Hice caso omiso de Roger y de golpe y porrazo me convertí en el único propietario de un centro de rehabilitación a medio construir, que nadie quería excepto yo. Se había gastado ya mucho dinero, y parecía que mucho más seguiría el mismo camino, cuando descubrimos que el contratista había recortado gastos y no había puesto los cimientos como es debido. Aunque el edificio todavía no estaba acabado, las paredes se agrietaban y los vanos de las puertas se combaban, así que llamé a Leo, quien me es­ taba ayudando a construir la casa en Indian Creek, y le pedí que le echara un vistazo a la obra. El me hizo un informe completo y me dijo que era una auténtica chapuza, aunque no irrecuperable, así que lo contraté como jefe de obra y le encargué el trabajo de recuperación. Roger me había decepcionado, lo cual no era más que un síntoma de un declive general en nuestra relación. A lo largo de ese año habíamos discrepado prácticamente en todo, y una de las causas principales había sido mi creciente necesidad de asumir las responsabilidades yo mismo. Entonces volvía a ser un ser humano pensante, con una módica cantidad de respeto por mí mismo y de orgullo por mis capacidades, y quería in­ volucrarme más en el proceso de toma de decisiones de mis negocios. A medida que esa ambición se hizo más evidente, los choques entre Ro­ ger y yo crecieron. Un ejemplo perfecto de eso ocurrió mientras estábamos inmersos en todo el problema de Antigua, cuando Luciano Pavarotti me llamó directamente al teléfono de casa a fin de invitarme a tocar en su concierto anual en Modena, destinado a recaudar fondos para los niños afectados por la guerra. Yo le respondí que me encantaría estar allí y le di las gracias por proponérmelo. Para mí, fue fantástico hablar con él directamente, al tiempo que toda una novedad, ya que durante demasiado tiempo me había mantenido

apartado de ese tipo de contactos. Entonces llamé a Roger y le hablé del evento de Pavarotti y de que había aceptado la invitación que me había hecho. Le di el número de su agente, y le pedí que se ocupara de los as­ pectos económicos. A mí me parecía una petición bastante razonable, pero notaba la irritación al otro lado de la línea. Esa no era la manera en que le gustaba trabajar a Roger. Una de las primeras decisiones que había tomado solo era seguir ade­ lante con el centro de rehabilitación, y me sentía genial por ello. El pro­ yecto me distraía d^la desastrosa marcha de mi relación con Francesca, y además me proporcionó un motivo para sentirme bien conmigo mis­ mo. No obstante, me quedaban por terminar algunas canciones que ha­ bía escrito, y me di cuenta de que no podría sentirme completamente en paz hasta haberlas acabado. Con ese objetivo, me dirigí en busca de ayuda a Simón Climie. Nos habíamos conocido en los Olvmpic Studios y, aun­ que conocía a Simón sobre todo como escritor de canciones y la mitad del dúo Climi Fisher, también sabía que producía discos de R&B moder­ no, así que me pareció una elección natural. Compartíamos además unos gustos muy parecidos en la música. De hecho, nuestra relación de cola­ boración comenzó cuando mi romance con Francesca se tambaleaba en el olvido, y él fue uno de los pocos que se sentó a escuchar mi desgracia­ da historia. Yo iba a su casa, él me hacía té, me escuchaba con toda atención y después tocábamos. El material tenía fuerza. La mayor parte la hicimos con su ordenador, usando Pro Tools, conmigo improvisando o dibujan­ do melodías por encima. Nos las arreglamos para convencer a Giorgio Armani de que nos de­ jara hacer la música de uno de sus desfiles de moda, y eso acabó reunido en un disco, titulado Retail Therapy. Nos llamábamos T.D.F, por Totally Disfunctional Family [familia completamente disfuncional] y lanzamos nuestra música por la escena de los clubes con singles de doce pulgadas y mezclas radicales. Tomamos la decisión de no revelar nuestros nombres con la esperanza de que la música nos diera credibilidad por sus propios méritos. ¿Suena familiar? Nadie nos hizo ni caso hasta que alguien se enteró de que yo andaba de alguna manera involucrado, y entonces todo el asunto se volvió completamente intocable. Fue una auténtica lástima, porque era un buen disco. No obstante, la verdad es que no se trataba más que de un calentamiento para Pilgrim. Le había comentado a mi amigo Steve Gadd, el legendario batería, que quería hacer el disco más triste de todos los tiempos. El me dijo que po­

día identificarse con eso. Se trataba de una aspiración peligrosa, pero sufriendo aún las secuelas de Francesca, me sentía capaz de llevarla a tér­ mino. Reservamos un estudio y compuse todo el disco en tanto lo gra­ bábamos. Las únicas canciones escritas previamente que tenía preparadas eran «Circus» y «My Father s Eyes», ninguna de las cuales había encon­ trado la encarnación adecuada todavía. Durante casi un año trabajamos día y noche, a veces solo para perfeccionar pequeños apuntes de guitarra, o para pulir y darles una nueva forma a los cortes con el sistema Pro Tools, del que Simón es un maestro. El resultado fue uno de mis discos favori­ tos; vertí mi alma en ese álbum, y creo que es algo que puedes oír. De vez en cuando, Roger nos hacía una visita al estudio, y yo sabía que él no estaba contento. Creo que la música no le gustaba demasiado, y además nos estábamos gastando un dineral en el estudio. Yo entendía sus motivos, pero estaba convencido de que ése era el único modo de hacer el disco. Tenía que exprimirme a fondo hasta que no me quedara nada por decir o hacer, costara lo que costara. La relación con Roger no había dejado de tensarse y desgastarse du­ rante los dos años anteriores, y había muy pocas cosas ya en las que es­ tuviéramos de acuerdo. Yo cada vez me implicaba más en el rumbo ge­ neral de mi carrera y casi había dejado de pedirle consejo. Además, ya no sentía la necesidad de lograr éxitos ni tampoco me preocupaba demasia­ do lo que se esperara de mí, ni por parte del público ni por la compañía de discos. Bordeaba la arrogancia, pero necesitaba extender las alas. La integridad artística cobraba cada vez más importancia para mí, y aquello empezaba a parecer una versión distorsionada de mis últimos días con Giorgio Gomelski y los Yardbirds. Más tarde, un día recibí una carta de Roger en la que me decía que tal vez yo no había sido consciente de ello, pero que mientras él había trabajado en mi nombre había vendido tantos discos y había ganado tal cantidad de dinero. Luego proseguía haciendo una lista de todas las áreas en las que él estaba en desacuerdo conmigo, en lo tocante al modo como estaba manejando las cosas solo, y de los errores que había cometido, que eran numerosos e iban desde el modo en que hacía mis discos hasta el hecho de tener al público sentado en los conciertos. Encontré todo aquello insultante y ofensivo. Había llegado la hora de‘ enfrentarse. Llevaba coleccionando cuentas tibetanas dzi durante bastante tiem­ po. Estas raras piedras se encuentran en el suelo del Tíbet y la gente de la zona cree que han caído del cielo. Se supone que son anteriores a Buda

y que están llenas de energía y significado. Yo uní una sarta ellas, me la puse alrededor del cuello bien metida bajo la camiseta y fui al despacho de Roger para disolver nuestra sociedad. Puesto que él siempre había proclamado que los contratos no significaban nada, yo no esperaba que eso tuviera graves derivaciones legales, aunque no estaba en absoluto pre­ parado para lo mal que se lo tomó. Se encontraba visiblemente agitado, aunque yo me había cuidado mucho de lanzarle ninguna crítica. Me li­ mité a darle las gracias por todo lo que había hecho por mí a lo largo de los años y le dije que todo lo que sabía lo había aprendido de él, pero que había llegado el momento de volar fuera del nido. El se quedó callado durante un minuto, y entonces dijo: «Bueno, pensaba que algo así iba a suceder, pero creía que sólo me ibas a pedir que me mantuviera fuera de tu vida privada, y que todavía querrías que te llevara el dinero y los ne­ gocios». Entonces se ofreció a buscarme un nuevo mánager. «Si necesito un nuevo mánager, Roger —le dije— , creo que seré capaz de encontrarlo por mi cuenta.» La frase pareció hacerle algo de gracia, y me deseó suerte, aun­ que no creo que lo dijera en serio. Recuerdo que salí del despacho y que caminé de regreso hacia Chelsea sintiéndome un metro por encima del suelo. El contrato de Roger terminó oficialmente tres meses más tarde, aunque mis obligaciones financieras siguen coleando hasta hoy. No he visto a Roger desde ese día, y eso me entristece. Las bromas y la diversión que compartimos fueron fantásticas, incluso después de que yo dejara de beber. Hicimos una travesía increíble juntos, y él logró relanzar con éxito una carrera que estaba prácticamente acabada. Quizá un día nos volveremos a encontrar y podremos reírnos de nuestros recuerdos. Eso espero. Aquellos fueron tiempos de gran valor para mí. Por supuesto, había preparado un plan de emergencia para ese día, y lo primero que hice fue informar a mi abogado, Michael Eaton, de lo que estaba a punto de hacer y contarle lo que había dispuesto para después. En realidad, me encontraba pésimamente preparado para las secuelas tras la ruptura con Roger, y sabía que él único modo de actuar era seguir el dictado de mi corazón. Por eso puse a mi lado, a fin de ayudarme a re­ organizar mis negocios, a dos de las personas más cercanas que ya traba­ jaban para mí: Vivien y Graham Court. Graham había entrado en mi vida por una recomendación de mi jefe de producción, Mick Double. Por entonces me estaba acosando otra mujer loca más, que estaba convencida de que le había robado todas mis canciones, a través del aire.

Parece hasta algo divertido, pero ella hablaba completamente en serio y me seguía por todo el mundo. Incluso llegó a presentarse una vez a las puertas de Hurtwood. La gota que colmó el vaso ocurrió un día en que apareció en un concierto y, al cachearla, le encontraron una pistola en el bolso. Todo tenía su límite, y entonces se juzgó que necesitaba una pro­ tección adecuada. Desde ese momento, Graham ha permanecido casi siempre a mi lado. Es un excelente compañero y tenerlo al lado resulta sumamente tranquilizador. Esas eran las personas que quería que me ayu­ daran a manejar mi vida a partir de ese instante. Durante un tiempo no formamos más que un equipo amateur y, a instancias de Vivien, le pedí a Michael que se convirtiera en mi director comercial, para implantar así una cierta estructura en la compañía, así que él ha estado al timón des­ de entonces, añadiendo los ingredientes básicos de cordura y razón a la ecuación. Antes de que Roger y yo nos hubiéramos separado, el Crossroads Center ya había abierto sus puertas y estaba en funcionamiento, con Anne Vanee al mando y un programa semanal, basado en los doce pasos, en marcha. Sin embargo, cuando Anne empezó a hablar de anunciarnos, yo me puse nervioso, ya que veía en ello una dicotomía que sería difícil de superar. Mientras que un «centro de rehabilitación» depende para su exis­ tencia de levantar un poco la voz y del auto-bombo, la comunidad de doce pasos confía en el anonimato y el secreto. No obstante, necesitas la pu­ blicidad y ésta ha de ser honesta. Saqué una idea de un evento al que había asistido justo antes de las Navidades de 1998. Entonces Bobby Shriver, cuya madre, Eunice, es la fundadora de los Juegos Paralímpicos, me había invitado a tocar delan­ te de los Clinton en un concierto en la Casa Blanca para conmemorar el trigésimo aniversario de los Juegos. El espectáculo, presentado por Whoopi Goldberg, consistía en que los artistas, entre los que se encontraban Marv J. Blige, Sheryl Crow, Jon Bon Jovi y Tracy Champman, cantaran cancio­ nes de Navidad como «Santa Claus is Corning to Town» y «Merry Christmas Baby». Se celebraba en una carpa en el prado de la Casa Blanca. Me acuerdo de que me moría de ganas de mear, pero, puesto que para encon­ trar un baño hubiera tenido que atravesar la aparatosa seguridad y volver a entrar en el edificio principal, decidí irme a hurtadillas a regar el pra­ do. Abrí un hueco en la carpa, salí andando en la oscuridad y, cuando me acababa de bajar la bragueta, escuché: «¡No se mueva!». Delante de mi había un miembro de los servicios especiales de la policía que me apun­

taba con un M-16 vestido de negro y con camuflaje. El evento recaudó un montón de dinero para los Juegos a través de la edición de un disco del concierto, y yo pensé que ése era el camino que teníamos que seguir nosotros. Fue una época agitada y excitante. Después de dejar que Roger se fuera, estuve viajando a todas partes para intentar poner en orden mis negocios, pasando tiempo en Nueva York y recalando en Los Angeles para hablar con las compañías de discos. Me había comprado una casa en Venice, California, estaba libre como el viento y comenzaba a disfrutar de la vida de nuevo. En Los Angeles, le hablé a Lili Zanuk del concierto en la Casa Blanca y ella opinó que se trataba de la mejor manera de promocionar Crossroads. Lili propuso que hiciéramos una actuación en Hollywood, y tuvo la idea de mezclar el concierto con una subasta de guitarras. Pare­ cía una gran idea. A comienzos de marzo, mis hermanas Cheryl y Heather me llamaron para decirme que mi madre, quien se había mudado a Canadá después de la muerte de mi abuela, se estaba muriendo. Pat llevaba un tiempo enferma, y ellas me habían mantenido al corriente de la incertidumbre cada vez mayor sobre su estado, así que la noticia no me cogió por sorpresa. Volé a Toronto para estar con ellas. Todavía tenía muchos sentimientos encontrados sobre Pat. Los últimos años de su vida me habían provoca­ do una gran perturbación. Aunque yo estaba ya en mi cincuentena, era como si aún estuviera buscando a alguien que la reemplazara. Había in­ tentado engañarme al pensar que todas mis novias desde Pattie habían sido diferentes entre sí, todas originales, y, a primera vista, cualquiera se hu­ biera podido creer eso. Sin embargo, en uno o dos puntos fundamentales, todas habían sido la misma; siempre inalcanzables, en ocasiones inestables y, a la hora de mantenerme sobrio, incluso peligrosas. ¿Eran ésas las condiciones que habían regulado mis sentimientos hacia mi madre? ¿Y seguía aún inten­ tando reproducir inconscientemente esa relación? Creo que sí. Mi baja autoestima había dictado todas mis elecciones. Había escogido lo cono­ cido y lo que me parecía más cómodo, pero todas ellas habían provoca­ do situaciones inviables. Había trabajado mucho sobre «la familia de ori­ gen» en rehabilitación, pero parecía que nunca sería capaz de romper ese molde. La muerte de mi madre fue difícil para todos. Se originó un terrible dilema, ya que nadie en la familia tenía claro si ella era del todo consciente

del trance en que se encontraba, de que tal vez se estaba muriendo. Yo fui a buscar a un orientador psicológico en el hospital, para ver si se lo ha­ bían mencionado. Cuando me respondió que no lo habían hablado, le dije que pensaba que era importante que se lo comentáramos. Intenté provocar una conversación, con el orientador presente, pero Pat prefería no saber. Por mucho que intentamos insinuarle la realidad de su situación, ella se agarraba a la idea de que iba a mejorar. Y nosotros nos resignamos. Después de volver a mi hotel, me llamaron para decirme que Pat había sufrido otro ataque y que había entrado en coma. Todos regresamos al hospital, y nos dijeron que Pat había firmado los papeles en los que de­ cía que, si las cosas empeoraban, no quería que la hicieran revivir. Está­ bamos todos sentados a su lado cuando murió, pero fue muy traumáti­ co, ya que creo que ella no era completamente consciente de su situación, y se resistió hasta el final. No quería irse. Resultó muy doloroso, y me dejó, y creo que también a mis hermanas, en un estado de ira y frustración. Todavía me persigue hoy la tristeza y soledad de sus últimos instantes. De verdad creo que es importante que la gente, en ese momento de la par­ tida, sepa punto por punto lo que está pasando, aunque hay que respe­ tar y aceptar que, fueran cuales fueran sus razones, ella lo quiso hacer de otra manera. Yo volé de vuelta a la Costa Oeste, y entré en una especie de bloqueo emocional. Me pasé una temporada deambulando por casa conmocionado, hasta que la necesidad de organizar la recogida de fondos para Crossroads con Lili me hizo reaccionar. El plan era que yo donara varias guitarras — al­ rededor de cien, para ser precisos— de mi colección de toda una vida, para hacer una subasta en Christie’s, en Nueva York. No obstante, antes de aquello, cuarenta de ellas se exhibirían en una gala en Hollywood que iba a organizar Giorgio Armani, un maestro montando fiestas. El evento se celebró la noche del 12 de junio en los Quixote Studios de West Holly­ wood. Todo ese gran espacio se había transformado en una enorme tienda marroquí. Fue una fiesta fantástica. Se sirvió comida marroquí, y en la lista de invitados, unas quinientas personas, había varias estrellas de cine. La velada incluía un concierto de Jimmie Vaughan y su banda, y yo acabé en el escenario como siempre. Había acudido a la fiesta con dos chicas, un par dé glamurosas señoritas de la Costa Oeste a las que no conocía muy bien, y me sentía bastante desconectado y paralizado, algo que de todos modos es mi estado habi­ tual en las grandes reuniones. De repente, una chica preciosa, que era una

de las empleadas encargadas de conducir a la gente a sus mesas, apareció con una amiga y me preguntó si podía hacerse una foto conmigo. Me dijo que se llamaba Melia, y que su amiga era Satsuki. Todo eso iba claramente en contra de las normas, puesto que los empleados habían sido instrui­ dos para no confraternizar con los invitados, pero había algo en Melia que me atrapó en ese mismo instante. Creo que fue su sonrisa, amplia y genuina. Así que le dije que me haría la foto con ellas si las podía llevar a cenar la noche siguiente. Ellas se rieron y me dijeron que sí, así que acor­ damos la cita. Me quede solo un momento más tarde, y entonces me volví para buscar a Melia entre el gentío. La encontré, nuestras miradas se cru­ zaron, y volví a obtener esa sonrisa de nuevo. Puedo pensar en otras muchas ocasiones en que me ha ocurrido lo mismo a lo largo de mi vida, pero siempre había algún artificio de por medio, seducción, indiferencia dis­ tante, actuación, algún sesgo. Esta vez era diferente. Parecía algo hones­ to, parecía algo genial.

M E L IA

A

l día siguiente, me pasé por la tienda de Emporio Armani en Los Án­ geles, donde trabajaban Melia y Satsuki, y las llevé a comer. Después de eso, los tres seguimos quedando alrededor de un mes y nos divertimos mucho. Ibamos a restaurantes y a inauguraciones, y se nos veía por toda la ciudad, lo que dio que hablar a la gente, con sus buenos motivos su­ pongo, puesto que yo doblaba en edad a esas señoritas. Sin embargo, no había aún nada sexual entre nosotros. Sólo nos lo estábamos pasando como nunca. A mí me preocupaba poco lo que pensara la gente. No se supo­ nía que fuera nada serio y, de cualquier modo, iba a dejar la ciudad pronto, con el fin de tocar en el concierto benéfico de Crossroads en Nueva York, y ése sería probablemente el fin de todo. Mientras tanto, tenía que ocuparme de la subasta de guitarras. Ha­ bía escogido para vender cien guitarras de mi colección, junto con varios amplificadores y numerosas cintas para guitarra \ ersace. Las guitarras, sobre todo Martins, Fenders y Gibsons, eran buenos instrumentos anti­ guos, no necesariamente artículos de coleccionista, sino sencillamente guitarras que me había gustado tocar en especial y que había adquirido en el curso de mi carrera, a menudo en tiendas de viejo, casas de empe­ ños y tiendas de segunda mano. Christies había elaborado un fantástico catálogo que ponía empeño en destacar la «carrera» de cada guitarra. Fue una idea muy buena, ya que lo que hacía intrínsecamente valiosa a la colección era el necho de que cada guitarra se hubiera utilizado en momentos bastante significativos. Así pues, por ejemplo, una Gibson Explorer de 1958. empleada en la gira ARMS, consiguió 120.000 dólares; la Martin «Rodeo Man de í 9~4, mi guita­ rra principal durante los setenta, logró 155.000 dólares: una Stratocaster Sunburst de 1954, que me había acompañado en numerosas giras, incluida

la de Behind the Sun, se fue a los 190.000 dólares; y mi Fender «Tobac­ co Sunburst» Start 1956, conocida como Brownie y con la que había tocado «Layla», fue adquirida por la asombrosa cifra de 450.000 dólares. Lamentablemente, no pude estar presente en la venta, puesto que me encontraba ensayando en Los Angeles, así que la vi en una transmisión en directo por Internet. Brownie fue la última guitarra que se subastó y, cuando la sacaron a la plataforma giratoria, sonó «Layla» en los altavoces, haciendo que toda la gente se pusiera en pie. Fue un evento extraordinario y recaudó 4.452.000 dólares para la Crossroads Foundation, una suma que no habría imaginado ni en mis sueños más dorados. Además concienció a mucha gente de lo que intentábamos llevar a cabo en Antigua, como también ayudó un documental en el que aparecía el Centre, realizado por el programa de televisión estadounidense 60 Minutes. Ed Bradley, el afa­ mado periodista, fue hasta allí y se pasó una semana indagando y entre­ vistándonos a mí y a varios miembros del personal. Todo salió muy bien, y yo revelé mucho de lo que era mi propia travesía, poniendo todo el cuidado posible en proteger mi anonimato. No soy quién para decir si lo conseguí o no, pero el programa quedó muy bien, y atrajo a cientos de clientes para el Centre, gente que no hubiera sabido sobre él de otro modo, muchos de ellos todavía hoy sobrios. Nunca podré expresar toda mi gra­ titud a la gente que hizo el programa. Ayudaron a salvar muchas vidas. Una semana más tarde, me llevé a Melia y a Satsuki a Nueva York, donde iba a presentar y a tocar en el concierto benéfico de Crossroads en el Madison Square Garden. El espectáculo se llamó «Eric Clapton and Friends» y lo organizamos entre Peter Jackson, Scooter Weintraub y yo. Había conocido a Scooter allá en los ochenta, cuando se encargaba de los contratos publicitarios de artistas de primera fila como Michael Jackson, y habíamos sido amigos desde entonces. Es un gran aficionado a la mú­ sica y le encanta el blues, así que nos llevamos a las mil maravillas. El programa incluía a Mary J. Blige, Sheryl Crow y Bob Dylan como invi­ tados de mi banda. La música que salió fue fantástica, y todo quedó con­ servado en un DVD que recaudaría más dinero para el Centre. Durante esos días, me di cuenta de que empezaba a interesarme en serio por Me­ lia. Parecía completamente natural, una chica bonita de gran corazón, sin planes ni ambiciones, y yo sentía que ella también iba en serio conmigo. Después del concierto de Crossroads, volví a Inglaterra para descansar, pero no me podía sacar a Melia de la cabeza. Sabía que tendría que regresar pronto a Los Angeles para terminar una banda sonora, y me moría de ganas

de verla de nuevo. Por desgracia, cuando al final volví un par de meses más tarde, Melia estaba fuera de la ciudad visitando a su familia en Columbus, Ohio, así que salí con Satsuki hasta que volvió. A esas alturas, aún no habíamos hablado en serio de romper el trío, pero yo sabía que no podría aplazar ía elección mucho tiempo más y, cuando Melia regresó de Ohio, le pregunté si le gustaría volver conmigo a Inglaterra. Ella me dijo que sí sin asomo de duda, aunque no tenía pasaporte. Tuvimos que for­ zar las cosas a última hora para que consiguiera uno y, cuando me quise dar cuenta, estábamos en un avión rumbo a Inglaterra. Hasta entonces, el mayor obstáculo para cualquier mujer con la que hubiera iniciado una relación había sido Hurtwood. A mí me encantaba esa casa, dado que había pasado una buena parte de mi existencia en ella, y me parecía importante que cualquier mujer que entrara en mi vida se sintiera también a gusto allí. Casi todas a las que había llevado habían encontrado la casa sobrecogedora, incluso amenazante. Quizá la atmós­ fera, con todos sus recuerdos, era demasiado intimidante, ¿quién sabe? Pero Melia, desde el primer momento, se sintió bien allí. A ella le encantó Hurtwood, y nos divertimos mucho juntos. Los primeros días, nuestra diferencia de edad me resultaba algo problemática, aunque sólo por lo que diría la gente, puesto que, por mucho que actuara como que no me im­ portaba lo que pensaran los demás, sí que me importaba. Soy un agradador de gente crónico, aunque lo estoy dejando. Pero todo eso pasó pronto, y la fuerza de la atracción que sentíamos pesó mucho más que algo tan superfluo como la edad y, si a ella no le importaba, ¿por qué iba a impor­ tarme a mí? Ai empezar a vivir juntos, de pronto sentí como si me hubieran qui­ tado un gran peso de los hombros. Toda la competitividad y las eternas comparaciones que había experimentado en el pasado habían desapare­ cido. De pronto tenía junto a mí una amiga y a una amante, y las dos partes eran del todo compatibles. Ya no tenía que buscar a nadie. Mi edad o su juventud parecían una minucia porque los ingredientes principales eran los correctos. Nos divertíamos en compañía del otro, respetábamos nues­ tros respectivos sentimientos y coincidíamos hasta en los aspectos más singulares de nuestros gustos. Y, lo más importante de todo, nos sentía­ mos atraídos el uno por el otro a través del amor y la amistad. Imagina cómo me hizo sentir todo esto, justo cuando acababa de perder a la mu­ jer a la que nunca pude acercarme. Había encontrado por fin alguien no sólo a mi alcance, sino que parecía preocuparse de verdad por mí. El molde

se había roto por fin. O tal vez se rompió cuando murió mi madre, no lo sé. Lo importante era que, a los cincuenta y cuatro años, probablemente había elegido la primera relación de pareja sana de toda mi vida. Era feliz por primera vez, y no tenía ningún plan, ni en lo que se re­ fería al trabajo ni en lo doméstico. Sólo quería vivir al día, sin tomar nin­ guna resolución. No obstante, notaba que Melia deseaba, o tal vez nece­ sitaba, saber hacia dónde iba nuestra vida. Hablábamos sobre ello a veces, aunque yo conseguía eludir hasta cierto punto el tema. Me había empe­ zado a acostumbrar a vivir por mi cuenta, y durante los años de rehabi­ litación había aprendido a disfrutar de la soledad. Comprometerme en una relación seria a esas alturas de mi vida suponía entregar un enorme espacio, además de un tiempo que justo entonces empezaba a apreciar. Pero tam­ bién tenía la intuición de que nunca encontraría nada mejor, así que en el fondo la elección no era tan difícil. Había aprovechado bien la vida, si lo quieres decir de ese modo, y estaba contento de saber que entraba en una nueva etapa, más llena. Había logrado todo lo que podía por mi cuenta, y entonces tenía la oportunidad de descubrir cómo era yo como compañero. Hubiera sido una absoluta locura rechazar algo así. Por lo que respecta a la música, mi vida también estaba llena. Después de más de treinta años desde que tocamos por primera vez en el Café Au Go Go, finalmente grabé con B. B. King el disco del que habíamos ha­ blado durante tanto tiempo. Lo titulamos Riding with the King. Trabajar con B. B. King fue un sueño hecho realidad, y junté una banda que a mi modo de ver se hallaba a la altura de la ocasión. Recordaba las sesiones de Atlantic con Aretha muchos años atrás, donde todo se encontraba repleto de guitarristas, y pensé que estaría bien probar esa fórmula. Estábamos, como siempre, Nathan East al bajo; Steve Gadd a la batería; Tim Carmen y Joe Sample a los teclados; y Doyle Bramhall, Andy Fairweather Low y yo a las guitarras. Jimmie Vaughan se unió a nosotros en un tema, y su aportación funcionó tan bien que casi deseé haberle pedido tocar en to­ das las canciones. Durante todo ese tiempo, yo estaba viviendo en Los Angeles con Melia, en la casa que había comprado un año antes cuando sopesaba la posibi­ lidad de mudarme a la ciudad. Se trataba de una construcción moderna muy bonita obra del arquitecto japonés Isozaki. Situada a una manzana de la parte tranquila de Venice Beach, cumplía como un perfecto picadero y a mí me encantaba. Sin embargo, mi vida empezaba a cobrar entonces un cariz más doméstico, y empecé a dudar de las razones que tenía para

vivir allí. Quizá por el hecho de que Melia fuera estadounidense, seguí tanteando la idea de establecerme en California, y comenzamos a buscar por el norte en sitios como Santa Bárbara. Pero sabía que no encontra­ ríamos nada que superara a Hurtwood y, al final, cediendo a la morriña, nos volvimos definitivamente a Inglaterra. El siguiente álbum que hice en esta época fue Reptile, inspirado en la muerte de mi tío Adrián. Había muerto durante uno de nuestros viajes a Inglaterra, y el funeral fue el primer contacto de Melia con lo que que­ daba de mi loca y maravillosa familia. Me sorprendió darme cuenta de lo mucho que él había influido en mi vida, y de hasta qué punto había for­ mado, con su ejemplo, mi perspectiva del mundo. Después del funeral, montones de recuerdos se agolparon en mi memoria: películas que había­ mos visto juntos, música que habíamos escuchado... su manera de ser me persiguió durante días. También sentía un horrible remordimiento por no haber encontrado un modo de intervenir en su consumo de alcohol, que se había convertido en un problema. Mi principio siempre había sido ocuparme de mis asuntos a no ser que me pidieran ayuda, pero entonces me preguntaba si no debería haber hecho una excepción en ese caso. Yo quería hacer el disco de Reptile aplicando la misma fórmula del álbum con B. B., aunque contaba con dos refuerzos mayores: Billy Preston y los Impressions. Billy había formado parte de mis vivencias musicales desde el día en que lo vi tocar por primera vez con Little Richard, cuan­ do los dos éramos apenas un par de adolescentes, y llegué a tocar con él en 1970, año en que firmó con Apple y grabamos juntos el disco Encouragin g Words. En ese momento él no tenía nada que hacer, y le pregunté si quería tocar en el álbum y unirse a mi banda de directo. Me alegré mu­ cho cuando me dijo que sí. Había sido mi teclista favorito desde siempre, y ahora por fin podíamos tocar juntos. También había sido toda mi vida fan de Curtis Mayfield, y tuve el honor de que me invitaran a cantar con los Impressions en su funeral en Los Angeles. Les pregunté si querrían cantar en el disco, y me sentí en el séptimo cielo cuando también me dijeron que sí. Aprovechando un breve descanso en el calendario de grabación, Melia y yo volamos a Vancouver para ir de pesca. Melia no había cogido una caña en su vida y lo pilló todo a la primera. Ibamos a coger salmones rosas, y ella pescó bastantes más que yo. Tenía un don natural. El sitio donde nos hospedábamos no era demasiado lujoso, y cuando vi que ella no protes­ taba supe que era la chica perfecta para mí. No le importaba en absolu­

to; de hecho, incluso parecía gustarle pasar sin comodidades, al igual que a mí. En el otoño del año 2000, mientras Melia y yo estábamos de vacacio­ nes en Antigua, ella me dijo que estaba embarazada. Al principio me cogió un poco por sorpresa. Habíamos hablado de tener niños, y yo le había dicho que, a causa de mi edad, no estaba seguro de que fuera una buena idea. No sabía si tendría la energía suficiente para un compromiso tan grande como ése. Pero a medida que fui dejando que la idea calara en mí, me di cuenta de que era exactamente lo que necesitaba, y me puse loco de contento. Al año siguiente comencé una gira mundial que había sido planeada antes de conocer el estado de Melia. Resultó un poco compli­ cado, aunque lo único que teníamos que hacer era arreglar las fechas cer­ canas al día en que se esperaba el parto para que yo pudiera estar allí. La banda para la gira se componía de Billy Preston, David Sancious (de la E Street Band de Bruce Springsteen), Andy Fairweather Low, Nathan East y Steve Gadd. Se trataba de un gran conjunto, y ganamos mucho con la presencia de Billy. Era un líder nato, de modo que a veces casi me parecía que yo era su invitado. Billy era tan meticuloso como creativo. Para cuando llegamos a los Estados Unidos, Melia había vuelto a Columbus para estar con su familia en la cercana ya fecha del parto. Quería entablar una buena relación con los médicos de la zona con la suficiente antela­ ción. Por mi parte, recluté a Grahan y a Nigel para que montaran una casa para nosotros, de modo que cuando el niño naciera, tuviéramos un sitio propio donde estar antes de que llegara la hora de volver a casa. Yo esta­ ba muy excitado. Había presenciado el nacimiento de Conor y había re­ sultado milagroso, pero esta vez era diferente. En primer lugar, yo esta­ ba sobrio. Peter Jackson, mi director de gira, había arreglado las fechas de ma­ nera que yo pudiera estar con Melia en Columbus durante el día, y lue­ go trasladarme por la tarde en avión hasta los conciertos. Aunque en ge­ neral fue bastante agotador, resultó un buen arreglo, ya que me permitió apoyar a Melia y asistir a las sesiones de orientación pre-parto. Entonces fuimos un día a ver a la médico para ultimar las fechas del hospital de Melia, y ella nos dijo que pensaba que tenía que ingresar en ese mismo instante. Me entró el pánico. No estaba preparado y aquello iba a suce­ der. Me asusté. Algo ridículo de verdad, porque no se esperaba que yo hiciera gran cosa. Iba a estar a un lado del escenario, pero aún así me pudo la incertidumbre.

Fuimos derechos al hospical. y nuestra hija. ulie. nació sobre las diez de la noche el 15 de junio del 2001. La dicha que nos produjo su llega­ da resultó ligeramente enturbiada por complicaciones menores para las que no estábamos preparados. Yo siempre había creído que los niños se alimentaban del pecho de su madre lie - por un impulso, de manera directa, sin ninguna instrucción, simplemente po: puro instinto. Pero eso no fue lo que pasó con Julie. Ella parecía o: nrundica y no quería mamar. Luego, a nuestra vuelta a Inglaterra descubrí me s cue, nada más salir al mundo desde el útero, los huesos de su cabeza no se na pian descomprimido del todo, lo que le hacía difícil tragar cuandc in:en:aba mamar, de modo que se atragantaba. No era nada grave, sólo cuestión de que se alinearan algunas junturas óseas, pero nosotros no sabíamos eso entonces y nos preocupamos mucho. Siguiendo el consejo de un amigo, llevamos rápidamente al bebé a que lo viera un terapeuta sacrocraneal, quien logró c ue se recuperara después de algunas sesiones de realineación bastante traumaticas. Pero en sus tres primeros meses de vida, Julie sufrió un terrible coiico. que, sin que no­ sotros lo supiéramos, estaba directamente relacionado con el otro proble­ ma, así que se convirtió en algo habitual que uno de ios dos la llevara en brazos mientras ella chillaba de dolor, sin que pensáramos que sucedía nada anormal. Poco a poco, de hecho bastante rápido después de recibir el tra­ tamiento, ella salió del apuro y se convirtió en ia alegría de la casa, y ahora me pregunto cómo pude concebir mi vida sin esta maravillosa criatura en ella. Tras la llegada de Julie, tuvimos que empezar a organizar nuestras vidas para adecuarlas a esa nueva realidad. Teníamos claro que Hurtwood era el mejor sitio para criar a nuestros hijos, pero no habíamos decidido cómo plantear el tema de la ayuda que íbamos a precisar. Melia comenzó a entrevistar a niñeras, porque, aunque queríamos toda la implicación di­ recta posible, estaba claro que necesitaríamos a alguien a mano por si uno de los dos caía enfermo o yo debía marcharme por el trabajo. No tenía­ mos ni idea de lo difícil y complicado que iba a resultar eso. Durante una de las entrevistas, por ejemplo, nos enteramos de que en una emergencia, probablemente por los requisitos del seguro, una niñera adecuadamente cualificada tendría la responsabilidad primaria sobre los padres. Se trataba de una hipótesis ridicula y totalmente inaceptable, incluso aunque legal­ mente fuera comprensible. Al final encontramos a una mujer maravillosa, Annie, que ha estado con nosotros desde entonces, y como suplemento

cuando ha sido necesario, Maile, la hermana de Melia, ha intervenido de vez en cuando. Además, teníamos otra fuente de ayuda; un libro genial que nos regaló Lili Zanuck, titulado The Baby Whisperer El secreto de te­ ner bebés tranquilos y felices. Escrito por la experta británica en el cuida­ do infantil Tracy Hogg, resultó valiosísimo y nos ayudó en todos los as­ pectos, especialmente con los hábitos de sueño. Se lo recomiendo encarecidamente a cualquiera que vaya a tener hijos. Yo tenía que trabajar el resto del año fuera, en la carretera, y volvía a Columbus siempre que podía. Durante una visita a Nueva York, entré en una joyería y compré un anillo, un diseño nuevo de los joyeros romanos Buccellati. Fue una acción espontánea, aunque estaba claro que venía madurándola de forma inconsciente. Cuando regresé a Columbus, fui a ver al padre de Melia y le pedí la mano de su hija. Resultó una escena emotiva, él fue muy correcto y me hizo sentir que pertenecía de verdad a la familia. Media hora más tarde yo estaba de rodillas delante de Me­ lia, preguntándole si quería casarse conmigo. Aquél fue un momento fantástico en mi vida y. aunque sea un viejo cínico bastardo, creo que en ese instante todo empezó a cambiar para mí, como si el sol finalmente se hubiera decidido a brillar. Nuestra gira concluía en Japón, y Melia y Julie se unieron a mí du­ rante parte de la misma. No queríamos estar separados en esa ocasión, en especial porque Melia y yo no dejábamos de aprender cosas acerca de la paternidad. Graham resultó como siempre de gran ayuda. El es formidable con los niños, firme pero cariñoso, y las nuestras lo adoran. A mí me re­ sultaba duro intentar representar esos dos papeles, y sabía que era una pauta que no querría repetir demasiado a menudo, aunque, por supuesto, desde entonces lo hemos tenido que hacer muchas veces. Tal vez sólo era que Julie era muy pequeña y que nosotros estábamos muy verdes. A mitad de la gira japonesa, mientras tocábamos varias fechas en el Budokan, me enteré de que George Harrison había muerto de cáncer el 29 de noviembre. Yo había estado al corriente de su estado a través de uno de nuestros amigos comunes más íntimos, Brian Roylance, que había ido pasando más tiempo con él a medida que su salud se deterioraba poco a poco. Había visto a George por última vez a finales de 1999, poco des­ pués de que fuera brutalmente agredido en Friar Park. En esa ocasión, los tres nos habíamos sentado en la cocina, mientras George revivía esa no­ che en que un loco, Michael Abraham, lo había perseguido con un cu­ chillo, creyendo que tenía la «misión divina» de matarlo.

George aún se encontraba muy alterado y parecía no saber qué hacer con su vida. Yo contaba sólo con mi trance con la adicción como referencia, y lo animé a contemplar la posibilidad de recurrir a algún sistema de apoyo, aunque tal vez era así como él nos veía a nosotros. Yo sabía que en Brian él tenía al mejor amigo posible. Ojalá hubiera podido ser yo de más ayuda. Tuvimos una oportunidad en 1991, cuando Olivia y Brian habían tratado de volver a despertarle el interés por tocar en directo haciendo que se uniera a nuestro espectáculo. Habíamos organizado una gira conjunta, empleando toda la parafernalia de mi tour del momento, y actuamos por Japón. Era un espectáculo muy bueno, bien ensayado, con canciones fantásticas y un enorme talento, pero yo sabía que él había perdido las ganas. No daba la impresión de que se divirtiera tocando en directo, así que aquello no le sirvió de nada, salvo tal vez para darle una oportunidad de ver lo mucho que lo queríamos tanto los fans como nosotros. De vuelta a casa en diciembre, Melia y yo concertamos el bautizo de Julie con Chris Elson, el pastor de Ripley. También hablamos con él de los diversos modos en que podríamos casarnos. Para nosotros era muy im­ portante que fuera una ceremonia privada, puesto que el nacimiento de Julie nos había convertido en objetivo de los paparazzi, así que los procedimientos habituales de una boda, como la publicación de las amo­ nestaciones y demás, estaban descartados. Chris tuvo una idea que nos encantó tanto a Melia como a mí, aunque requeriría una cuidadosa pla­ nificación. Invitamos a nuestros familiares más próximos y a un selecto y reducido grupo de amigos para que asistieran a la ceremonia del bau­ tizo de Julie. Y el día de Año Nuevo de 2002 nos reunimos en St. Mary Magdalen en Ripley, que contenía ya tantos recuerdos para mí, y bauti­ zamos a nuestra hija de seis meses. Estaban presentes los padres de Melia, mi querida tía Sylvia y las madrinas y padrinos. Fue una celebración sencilla y conmovedora y, al final, Chris anunció: «En este punto suele haber una oración final, pero los padres me han pedido algo diferente», y comenzó: «Queridos herma­ nos, nos hemos reunido aquí para unir a este hombre y a esta mujer en Santo Matrimonio». Se puede oír hasta el más mínimo crujido en esa antigua iglesia, pero en ese momento el edificio entero pareció estreme­ cerse. Fue fantástico. Miré en derredor a las caras estupefactas y atónitas de mi familia, de mi familia política y amigos, y me di cuenta de que no tenían ni idea de lo que estaba pasando. Habíamos conseguido mantener todo en completo secreto. Además de romántico, era el modo perfecto de

llevarlo a cabo, y no podríamos haberlo planeado mejor, sin un solo pe­ riodista a la vista. Después de posar para Chip, un viejo amigo que nos tomó las fotografías al salir de la iglesia, nos dirigimos en coche a casa; allí escuchamos a Stevie Wonder cantar «Bridge over Troubled Water», y una nueva vida comenzó para nosotros. Una persona nueva había entrado a trabajar en Hurtwood hacía va­ rios meses: Cedric Paine. Habíamos sido amigos durante mucho tiempo. Cedric había hecho trabajos esporádicos para mí y para otros músicos a lo largo de los años, y hasta ese momento había trabajado por su cuen­ ta. Entonces me llegó el rumor de que estaba buscando un trabajo esta­ ble, con un jefe, y yo no dejé escapar la oportunidad. Cedric es un buen hombre, y nosotros necesitábamos a una persona de verdadera confian­ za para cubrir el puesto de guarda. Ron Mapstone, el anterior vigilante, había comentado que quería jubilarse, y sustituirlo no iba a ser tarea fá­ cil. Ron había estado conmigo desde los setenta, después de que reempla­ zara a la familia de la casa, Arthur e Iris Eggby y su hijo Kevin. A lo lar­ go de mi carrera, ha habido una sucesión constante de «chiflados» con un interés bastante malsano en mi vida privada, y es esencial contar con al­ guien resuelto y con cierta autoridad en la puerta de casa. Cedric cum­ ple con creces esos requisitos, tras haber sido policía en una de sus encar­ naciones. Creo que nunca llegó a arrestar a nadie, pero aun así eso le da un aire de firmeza. En general es un hombre encantador, y tranquiliza tenerlo cerca. Durante la primavera de 2002, Brian se pasó a cenar y empezamos a hablar sobre George. Yo quería saber cómo había pasado la enfermedad. Brian me aseguró que George fue completamente consciente de su situa­ ción y que había estado tranquilo y feliz. Yo me atreví a comentar que era triste que no hubiera ningún funeral por George, al menos en un senti­ do musical, y Brian dijo: «A no ser que tú hagas algo». Así que la tram­ pa había sido accionada, y yo me metí alegremente en ella. El concierto fue una tarea realizada con amor, a la que me dediqué en cuerpo y alma. A lo largo de los meses siguientes, organicé el evento con Olivia y Brian, y hablamos de las personas a las que invitaríamos y de qué canciones se interpretarían. Olivia fue la autora intelectual de todo, y yo me limité a organizar la parte de la música rock. Ravi Shankar y su hija Anoushka estaban componiendo especialmente para el espectáculo, y se decidió que la velada debía comenzar con su música. Yo pensaba que la banda que tocaba regularmente en el bolo de Noche Vieja, que contaba

con Henry Spinetti, Andy Fairweather Low, Dave Bronze y Gary Brooker, sería perfecta como núcleo, y luego le podríamos pedir a gente que ha­ bía sido especial en la vida de George que viniera a cantar una canción. Todo fue bien, y nos las arreglamos para reservar el Albert Hall en la noche del 29 de noviembre, el aniversario de la muerte de George. Sólo hubo una pequeña dificultad en lo relativo a quién cantaría «Something». Olivia pensaba que yo debía hacerlo. Paul la había tocado en sus conciertos con un ukelele y la quería interpretar de esa manera, mientras que yo quería que Paul cantara «All Things Must Pass», que para mí se trataba de la canción clave del evento. Al final, todos cedimos. Paul y yo cantamos «Something» a dúo, y más tarde él tocó una brillante versión llena de sentimiento de «All Things». Aquella fue una gran noche, y todo el mundo que estuvo allí o que ha visto el DVD está de acuerdo en que fue la des­ pedida perfecta para un hombre al que todos queríamos y que a lo largo de los años nos regaló tanta música maravillosa. Durante ese año, Graham resolvió que necesitaba volver a Estados Unidos con su familia, así que nosotros tuvimos que encontrarle un sus­ tituto. Él me había ayudado a pasar una mala racha y, aunque sus días en el despacho habían terminado, sabía que nos volveríamos a reunir muy pronto. Mientras yo vivía en Chelsea, habíamos hecho bastantes negocios con el concesionario de Mercedes de la zona, y llegamos a conocer a su director de ventas bastante bien. Se llamaba Cecil Offley, y en nuestro primer encuentro él había corrido desde su oficina para ayudarme a em­ pujar un Ferrari que se había averiado. Por ese pequeño incidente supe que tenía buen corazón y, con la aprobación de Graham, le pedí que subiera a bordo. Desde entonces ha permanecido conmigo, y ha demostrado de todas las maneras posibles que nos llegó en buena hora. En casa, aquél fue un período estable de felicidad doméstica para Melia y para mí, aún más feliz incluso con la llegada de nuestra segunda hija, Ella Mae, que nació el 14 de enero del 2003. Entonces estaba resuelto a quedarme en casa y aprender a ser padre. Había ganado algo de experiencia con Ruth, aunque ella ya estaba medio criada cuando nos conocimos. Con respecto a Conor, la verdad es que nunca tuve ninguna oportunidad, y ahora quería empezar desde el principio. Para ser honesto, no creo que antes hubiera estado en disposición de ser un buen padre. Tan sencillo como que me faltaban los medios. Me había costado veinte años de so­ briedad continua adquirir cierto grado de madurez y ser capaz de disfrutar con la carga de responsabilidad que la paternidad requiere.

He tenido que aprender a estar en un segundo plano y apoyar a Melia durante buena parte del tiempo que paso con las niñas a diario, incluso si no estoy de acuerdo con algo, porque una y otra vez termino descubrien­ do, al pensar sobre ello, que normalmente ella tiene razón y que, además, por ser hijo único, tengo muy poca experiencia en lo que se refiere a una vida familiar sana. La sabiduría intuitiva de mi esposa muchas veces me asombra y, cuando de vez en cuando se origina alguna situación difícil en la familia, lo único que se requiere de mí es que esté allí y que me que­ de, lo cual es de por sí grande.

PADRE

DE

FAMILIA

D

espués de un tiempo fue hora de empezar a hacer otro disco, y yo sabía que tendría que hablar sobre las grandes cosas que estaban pa­ sando en mi vida. Escribir sobre la felicidad no es tarea fácil, pero que­ ría dejar testimonio del cambio radical que había dado mi vida. Para empezar me ocupé de las bases, y todos los días me dejaba caer un par de horas por casa de Simón Climie, donde experimentábamos con diferen­ tes ideas rítmicas, intentando poner los cimientos sobre los que luego yo compondría. Se trataba de un trabajo lento y arduo, y tampoco me salían las letras, aunque sabía que no tenía sentido intentar forzarlas. Aparece­ rían en el momento debido. No obstante, ya habíamos reservado el estudio, y los sospechosos habituales estaban preparados: Andy Fairweather Low, Billy Preston, Steve Gadd, Doyle Bramhall y Xathan East. Cuando llegó el día de comenzar a grabar, sin embargo, fue eviden­ te para todos que no teníamos suficiente material con el que trabajar y, dada la gran pericia de nuestros músicos, pronto nos quedamos sin ideas que desarrollar. Entonces se me ocurrió que podíamos tocar una canción de Robert Johnson siempre que se produjera una pausa, para aliviar la tensión y divertirnos un poco, en lugar de frustrarnos o forzar las cosas. No tenía ningún plan establecido como tal sobre RJ, pero por alguna razón su influencia había emergido en mi conciencia. También quería ver qué hacían con su música y cómo la interpretaban instrumentistas como Billy Preston y Steve Gadd. Como siempre, no traté de dirigir el proceso, y me limité a dejar que todo el mundo tocara como lo sintiera. Fue asombro­ so. En dos semanas habíamos terminado el disco tributo a Robert John­ son, Me and Mr. Johnson , sin haber tenido nunca la intención de hacer nada parecido. Aquello salió de la necesidad, de la nada. Había tratado de hacer ese disco toda mi vida, pero, hasta entonces,

al igual que me había sucedido con los hijos, no había estado preparado. Creo que salió un buen disco, con un gran trabajo por parte de todo el mundo, y la verdad es que me encantó realizarlo. Era representativo sin resultar derivativo, y la interpretación hacía revivir las canciones. Tom Whalley, el presidente Reprise, mi discográfica, también parecía contento con el álbum. Mi relación con Warner Bros., con los que había perma­ necido durante tanto tiempo, se había desarticulado al cabo de los años después de que un directivo tras otro abandonara la compañía o fuera despedido. Yo había firmado por primera vez con Mo Ostin allá en los setenta, y el equipo que tenían por aquel entonces imponía bastante: Lenny Waronker, TedTempleman y, por supuesto, Russ Titleman. Pero todo eso había cambiado, y algunos de esos tipos, junto con Robbie Robertson, se habían ido a DreamWorks. Lo que ha cambiado desde mi primer compromiso es que ahora tra­ to con Tom de los proyectos e ideas, mientras que mantengo a Rich Fitzgerald, quien a lo largo de los años había sido «mi hombre» dentro de la Warner, como una especie de ejecutivo independiente que vigila lo que pasa a diario en la compañía. A lo largo de los años, Rich se ha conver­ tido en un buen amigo y, dentro de una industria que abunda en estafa­ dores y entes corporativos sin rostro, él destaca como un hombre honesto y decente que se apasiona por la música y cuenta con una energía desbor­ dante. Rich se preocupa de verdad por lo que hace. Ojalá hubiera más como él. Después de terminar y publicar el disco de Robert Johnson, el otro con material original quedó aparcado, con vistas a dar tiempo a que se me ocurrieran más canciones y hacer así un buen disco sobre lo que estaba pasando en mi vida, sin precipitar las cosas. Le pregunté a Hiroshi Fujiwara si estaría interesado en dirigir un vídeo para el proyecto con Robert John­ son, más por diversión que con vistas a promocionarlo. A él le gustó la idea, aunque pidió traerse a un amigo que tañía más experiencia en el tema. Se trataba de Stephen Schible, el coproductor de Lost in Translation, una película que me encantaba. En cuanto los dos estuvieron a bordo, el pro­ yecto se transformó de inmediato en algo muy diferente, y lo que había empezado como un sencillo video se convirtió en un documental con todas las de la ley. Stephen y Hiroshi pensaban que debíamos analizar mi fijación con Robert Johnson y explicar, dentro de lo posible, los motivos por los que su música seguía vigente para mí y había vuelto una y otra vez al primer

plano de mi vida, mientras que yo veía el documental simplemente como una oportunidad para expresarle de una vez por todas mi agradecimien­ to a ese músico genial. Resultó también muy interesante observar a esos dos chicos, a primera vista tan modernos, caer velozmente bajo el hechizo de la música de Johnson y, de la misma manera, quedar cautivados por el misterio que rodeó a su vida y a su muerte, igual que me había pasa­ do a mí tantos años atrás. Eso me ayudó a confirmar lo que otros muchos y yo hemos pensado siempre sobre Robert Johnson. El es el elegido. Sessionsfor Robert/acabó sierfdo un DVD, e incluía entrevistas y versiones bastante decentes en directo de alguna de las canciones del disco, más algunas actuaciones mías en solitario tocando «Crossroads» y «Love in Vain». Creo que en general el esfuerzo valió la pena, y sentí que por fin había pagado la deuda que tenía con Robert. El disco salió en marzo de 2004, y al final de ese año me metí por fin en el estudio para acabar el álbum «familiar». Había escrito cuatro can­ ciones que hablaban directamente de mi nuevo papel como padre de fa­ milia: «So Tired», «Run Home», «One Tracked Mind» y «Back Home», de las que me sentía muy orgulloso. También quería rendirle un home­ naje a Syreeta Wright, quien había muerto en julio, con el tema «Going Left», y a George, con su canción «Love Comes to Everyone», en cuya versión original yo había tocado. Grabé un par de temas de Doyle Bramhall, «Lost and Found» y «Piece of My Heart», e hice una versión de una canción de los Detroit Spinncrs que siempre me había encantado, titu­ lada «Love Don t Love Nobody». Llamé al disco Back Home, y la canción homónima resumía a la perfección cómo me sentía en mi nueva vida. Me parecía un buen disco y estaba deseando llevarlo a la carretera. Otra cosa que siempre había querido hacer era organizar un festival de música. Tal vez pretendía compensar lo que por estar borracho me había perdido en aquel primer festival al que asistí a la provecta edad de cator­ ce años. En el verano de 2004 reparé eso organizando el Crossroads Guitar Festival en Dallas. Con la ayuda de Michael Eaton, Peter Jackson, Scooter Weintraub y otras personas de Dallas o de gira, organizamos un evento de dos días e invitamos a tocar a un grupo fantástico de músicos que in­ cluía a B. B. King, Buddy Guy, Carlos Santana, Jimmie Vaughan yJ.J.Cale, todos los cuales tuvieron la gentileza de donar sus instrumentos para una segunda subasta que Christie s celebraría en Nueva York. Al objeto de reducir los problemas logísticos hicimos coincidir el fes­ tival con el inicio de la gira norteamericana. Pensé que a la familia le

gustaría estar presente, así que a comienzos de junio volamos todos a Dallas, donde se realizaban los ensayos y adonde llegamos en medio de espectaculares tormentas que continuaron durante toda la semana con lluvias torrenciales y rayos como no había visto en mi vida mientras lu­ chábamos por montar el festival. Aunque parezca mentira, mi dos pequeñuelas durmieron a pierna suelta aquellas noches infernales pese a que yo temblaba de miedo y, puesto de rodillas, rezaba pidiendo que el tiempo cambiara y perdonara al festival. El día anterior al primer concierto, la lluvia paró, y el evento resultó un gran éxito. Yo me pasé el día entero saludando y escuchando a todos mis músicos favoritos. Era como un niño en una tienda de golosinas. En algún momento del acto le pregunté a J. J.Cale si consideraría hacer un disco conmigo. En realidad, le pedí que produjera mi siguiente disco. Siempre he sido un gran fan del sonido de sus álbumes. Tiene un modo de enfocar las grabaciones único, y quería aprovecharme de ello. Acep­ tó de buena gana, y planeamos encontrarnos en un año para llevarlo a cabo. Sólo por eso hubiera valido la pena montar el festival, pero la verdad es que resultó una experiencia increíble, y la subasta que lo siguió recaudó un montón de dinero para el Centre. Ahí fue cuando me separé finalmente de Blackie y de la Gibson ES-335 de color cereza que había tenido desde los tiempos de los Yardbirds. Esta era la primera guitarra de verdad que había poseído y, la víspera del festival, fui a ver a ambas a donde estaban expuestas y me despedí de ellas para siempre. Resultó duro. Habíamos viajado juntos muchísimos kiló­ metros, y yo sabía que nunca encontraría un instrumento que reempla­ zara a ninguna de las dos. Las sumas que alcanzaron desafiaron toda ló­ gica. Blackie se fue hasta los 959.500 dólares, logrando un nuevo record mundial en subastas de guitarras, mientras que la «color cereza» consiguió 847.500 dólares, el precio más alto jamás alcanzado por una Gibson. En total, se vendieron ochenta y ocho guitarras^y se recaudaron 7.438.624 dólares para Crossroads. La gira norteamericana me ocupó hasta el otoño y, tras regresar a Inglaterra, me metí de lleno en un nuevo pasatiempo que igualaría en los años venideros a la obsesión que tenía por la pesca. Mi amigo Phillip Walford, que es guarda en el tramo del río Test donde pesco, siempre me había dicho que debía ir de caza, aunque sólo fuera porque la tempora­ da de caza empieza cuando termina la de pesca. Yo había evitado siem­ pre el tema, sencillamente porque la intuición me decía que la caza era un

*

pasatiempo intensamente social y, por lo tanto, opuesto a la pesca con mosca, donde permaneces casi todo el tiempo solo. Siempre me he diri­ gido hacia actividades que me permitan cierto grado de soledad, para compensar el tiempo que mi trabajo me hace estar a la luz pública, y la pesca con mosca nunca me ha dejado de proporcionar eso. Lo cierto es que lo que inclinó la balanza fueron unas palomas que dormían en los aleros de casa, y que por la noche zureaban despertando a las niñas a las cinco de la mañana. Salí a comprar una escopeta, y una cosa llevó a la otra. Soy una persona que se mete hasta el fondo en lo que hace y, al cabo de poco tiempo, me encontraba pidiendo buenas armas inglesas a pares y conduciendo por todo el país para disparar en diversas fincas. Así, poco a poco mejoró mi destreza a la vez que me lo pasaba como nunca. Nunca he tenido ningún problema ético al respecto, y con la pesca me pasa lo mismo. Mi familia y yo nos comemos lo que pesco o cazo. Está fresco, es sano y nos encanta. Soy cazador; está en mis genes, y me sien­ to a gusto con ello. También apoyo muchas demandas del campo, senci­ llamente porque creo que son una parte importante de nuestra cultura y legado y necesitan que se las proteja, normalmente del hombre o de movimientos de gente que sabe poco del frágil balance económico de las comunidades rurales y que ha visto demasiadas películas de Disney. Pronto empecé a tropezar con viejos amigos que también se habían aficionado al deporte, entre ellos Paul Cummins, que había sido cománager de los Dire Straits. El me presentó a Jamie Lee, que dirige un coto llamado Rushmoor, en Dorset. Jamie está considerado como uno de los mejores cazadores del mundo, aunque normalmente es él quien dice eso, y su coto, una empresa privada, es el mejor llevado de los que conozco. Además, los miembros de su equipo son algunas de las personas más in­ teresantes que puedas conocer, aunque uno o dos de ellos están decidi­ damente chalados. Gary Brooker, Steve Winwood, Roger Waters, Nick Masón y Mark Knopfler son también aficionados a la caza, de modo que es casi como cerrar un círculo: me vuelvo a reunir con todos mis viejos compinches del mundo musical de los sesenta en otra esfera completamen­ te diferente. Cuando no estaba cazando, tramaba un plan para el año siguiente. Llevaba un tiempo pensando en reunir a Cream. Habían pasado casi cuarenta años desde la creación de la banda, y yo creía que, puesto que todavía podíamos tocar juntos, lo digno sería darnos un homenaje a no­

sotros mismos cuando todavía éramos capaces. También tenía muy pre­ sente que yo siempre había sido el más reacio de todos a ese respecto, así que, con toda humildad, hice algunas cuidadosas indagaciones para sa­ ber si Jack y Ginger estarían interesados. Ellos me respondieron positivamente, y decidimos organizar una se­ mana de actuaciones en el Albert Hall que, claro está, había sido el lugar de nuestro concierto de despedida. Las fechas se fijaron para mayo del 2005, con un mes previo de ensayos. Anticipando que se trataría de una experiencia de la que necesitaría recuperarme, alquilé un enorme yate a motor para llevarme a Melia y a las niñas a un crucero por el Egeo cuando todo acabara. Melia nunca había estado en Grecia, y la idea surgió mientras veíamos los Juegos de Atenas en televisión y yo le contaba la historia com­ pleta de mis escapadas con los Glands muchos años antes. Mi cuarta hija, Sophie, nació el 1 de febrero de 2005. Ya había per­ dido para entonces la esperanza de tener un hijo. De hecho, había esta­ do esperando secretamente que fuera otra niña, porque hasta el momento mis hijas habían sido unos seres absolutamente maravillosos y adorables, y temía la posibilidad de que un niño se metiera en medio, con lo que tendríamos lío garantizado. Sophie nació con el cabello rojo brillante y, como las otras dos niñas que había tenido con Melia antes que ella, no paraba de agarrar una enfermedad tras otra. Fuera lo que fuese, yo y las otras niñas también lo pillábamos. Pero su espíritu logró brillar a pesar de todo y, al ser la más pequeña, posiblemente sea la más dura y enérgica de todas. Quiero a todas mis chicas por igual, aunque me asombra ver lo diferentes que son y cómo, por mi parte, atiendo yo a sus diversas nece­ sidades. Con un miembro más en la familia, pronto nos dimos cuenta de que, como sucedió con Annie, necesitaríamos otro par de manos, y mi amiga Jane Ormsby-Gore, la hermana mayor de Alice, me sugirió que le ofreciéramos el puesto a su hija, y ahijada mía, Ramona. Parecía una idea espléndida, y Ramona pasó el siguiente año con nosotros. Yo cumplí sesenta ese año, y Melia organizó un fiestón para celebrarlo en el Banqueting House de Whitehall. Invitamos prácticamente a toda la gente que había conocido en mi vida, incluso a los miembros de los Glands, a algunos de los cuales no había visto en cuarenta años. Fue una fiesta fantástica. Jimmie Vaughan vino en avión para tocar junto a Robert Randolph y Steve Winwood, y yo me lo pasé como nunca. El plato fuerte de la velada fue escuchar a mi valiente esposa improvisar un discurso so­ bre mí queme llenó los ojos de lágrimas. Otras personas habían intenta­

do tomar el micrófono para decir algo, pero se los quitó de encima para hablar ella, y yo la amé por eso. Fue una noche de verdad espléndida, y me sentí muy feliz y orgulloso. Los ensayos de Cream comenzaron en mayo y se prolongaron durante casi un mes. Necesitábamos practicar intensamente dado que tratábamos de recrear algo ocurrido mucho tiempo atrás. Además, Jack acababa de salir de una operación grave que había tenido sus complicaciones y todavía estaba convaleciente. Gfnger, por su parte, padecía dolores de espalda, pero yo, hasta ese momento, me encontraba sano y exultante. Durante los dos primeros días no tocamos más que dos o tres temas, tratando de poner­ nos al día, pero, a medida que pasaban las jornadas recuperamos la for­ ma y empezamos a sonar muy bien. Sentí un tremendo alivio, aunque no estaba seguro de cómo saldría todo: sabía que algunos de los viejos res­ quemores estaban justo bajo la superficie esperando a que algo los reavi­ vara. No obstante, excepto por una pequeña escaramuza nada más comen­ zar, los tres volvimos a congeniar y la verdad es que empezamos a divertirnos. Fue delicioso porque aquello me devolvió a los tiempos en los que era fantástico estar en Cream. Quiso la suerte que la víspera del primer concierto en el Albert yo cayera enfermo con una fuerte gripe, y en las tres primeras actuaciones tuve la cabeza en otra parte aunque decía a todo el mundo que estaba exultan­ te... Empecé a tomar antibióticos y, gracias a Dios, me recuperé para estar de verdad ahí en el último par de conciertos. Fue una experiencia muy buena, y estoy muy contento de que hiciéramos esas actuaciones. Nun­ ca me olvidaré de la ovación que recibimos, con la gente puesta en pie, cuando subimos al escenario la primera vez. Aquello siguió y siguió por lo menos durante dos o tres minutos. Fue tremendamente conmovedor e hizo que todo valiera la pena. Ojalá lo hubiéramos dejado ahí. Hacía poco que me había comprado una casa en el sur de Francia y, cuando se acabaron los conciertos, fui allí con mi querido amigo Brian Roylance, que estaba pasando por tiempos difíciles en su matrimonio y necesitaba un descanso. Nos reunimos con Melia, las niñas y mis suegros, Mac y Laurie, y pasamos unos cuantos días en la casa preparándonos antes de subir al barco en Cannes. Lo había reservado para todo el mes de ju­ nio, una apuesta arriesgada porque no sabía si aquello les gustaría a las chicas o si por el contrario se marearían, y si era ése el caso no tenía nin­ gún plan alternativo. Por fortuna, a todo el mundo le encantó el barco desde el primer momento, y yo suspiré aliviado. Las niñas sólo se sintie­

ron mal un par de veces en que empeoró el tiempo, así que en general el crucero constituyó un gran éxito y tuvimos unas vacaciones fantásticas. Nuestro capitán, Nick Line, había organizado un itinerario bastan­ te flexible para navegar por Córcega y Cerdeña, con la posibilidad de ir a Sicilia, dependiendo del tiempo y de las preferencias que tuviéramos según avanzara el viaje. Al principio no estábamos muy seguros de lo que queríamos hacer en el crucero y, aunque había muchas opciones diferentes, pronto quedó claro que la solución más sencilla para las niñas serían las suaves playas arenosas. A mí, personalmente, me encantó Córcega. El paisaje y su tosca arquitectura eran extraordinarios, así como sus playas, y cada puerto en el que atracábamos tenía un encanto particular. Yo nunca había estado allí y se trató de un amor a primera vista. Estábamos a co­ mienzos del verano, el tiempo todavía era bastante fresco y ventoso, lo que hacía que el agua estuviera un poco fría para nadar, así que seguimos adelante y recalamos en Cerdeña, donde, a pesar de que encontramos un clima más caluroso, el ambiente era radicalmente diferente. Desde el mar, las casas parecían sacadas de las películas de los Picapiedra. Eran como caricaturas de edificios antiguos, resultaba evidente que los habían cons­ truido hacía poco con materiales endebles y, a mis ojos, tenían una pin­ ta ridicula. Me moría de ganas de zarpar de vuelta a Córcega. Los padres de Melia se marcharon al cabo de una semana, y Richard y Chris Steele ocuparon su puesto, mientras que Brian se quedó unos días más. Durante el viaje yo hablaba con el capitán sólo de vez en cuando, normalmente para comentar el plan de navegación, pero advertí que Richard pasaba mucho tiempo en el puente, para regresar luego a nues­ tro lado con retazos de información confidencial. A los dos días de su lle­ gada, Richard volvió de allí muy alterado y nos desveló, con un brillo muy especial en los ojos, que el barco estaba en venta. «¿No hablarás en serio?», le dije, pero él no se desalentaba fácilmente y siguió regresando a nues­ tro lado con más noticias. Al final, cedí a la curiosidad y abordé el tema directamente con el patrón. Era cierto que el barco estaba en venta, y a un precio que parecía bastante razonable. Se lo comenté a mucha gente y lo consulté con mi director comercial, Michael Eaton, quien, para mi sorpresa, me animó a comprarlo a diferencia de la mayoría de la gente coñ la que había habla­ do, que se mostraba muy contraria a todo el asunto. Curiosamente, las personas cuyo consejo valoraba más se inclinaron hacia el lado positivo: defendían la postura de «no te puedes llevar las ganas a la tumba». Así pues,

sin muchas deliberaciones más, me lancé a la piscina e hice una oferta. Lo que le dije al capitán, y a cualquiera que necesitara saberlo, fue que no estaba interesado realmente en comprar un barco como tal, sino que quería ese barco. Era una embarcación sumamente bonita, y dejaba muy atrás a cualquier cosa que hubiera visto surcando las aguas. Por primera vez, tuve que pedir dinero prestado para comprar algo, y no me sentí muy cómodo. A lo largo de mi vida había pagado siempre en el acto, posiblemente como una reacción a mi infancia, cuando se hacían todas las compras a plazos, el «ya lo pagaré mañana», como era conoci­ do por entonces. Por suerte, estaba a punto de comenzar una gira que habíamos calificado de «definitiva» porque daba la vuelta al mundo y que, durante un tiempo al menos, me concedería cierta solvencia aparente. El tour duraba desde abril de 2006 a abril de 2007 y, aunque no lo demos­ traba, yo estaba en ascuas porque había pasado mucho tiempo desde la última vez que había hecho una gira de esa envergadura y ésta, además, sería probablemente la última. Brian volvió a bordo durante unos días más hacia el final de las va­ caciones, y fue genial verlo relajarse y divertirse. Estábamos navegando por la costa meridional de Córcega y nos habíamos enamorado del puerto de Bonifacio; día sí día no íbamos a comprarnos ropa en la boutique local, y adquiríamos cosas a la última moda para las que éramos demasiado viejos. Además, la pequeña Ella se había enamorado de Brian, al que llamaba «mi amigo Frian», y durante ese paréntesis tan agradable los dos se hicieron muy amigos. Fue un momento mágico para todos nosotros. Sicilia no llegó a vernos el pelo. Al parecer no tenía playas, así que durante el resto de las vacaciones merodeamos por Córcega, hasta que llegó la hora de retornar al puerto de Cannes. De camino nos detuvimos en Elba, donde multi­ tudes de veraneantes italianos se reunían al atardecer en el muelle y se quedaban mirando nuestro barco, a veces en grupos de hasta diez personas. Sé lo que sentían. Ese barco te hacía soñar, y pronto sería mío. A lo largo del verano de ese año, comenzamos a prepararnos para la jubilación de Vivien. Eso sí que fue algo grande. Había estado junto a mí durante los últimos quince años, y siempre fue un gran apoyo y una per­ sona completamente leal, además de una de mis amigas más íntimas. Vivien probablemente me conocía mejor que nadie en el mundo, y nunca me había dado la espalda, ni siquiera en mis peores momentos. Cecil nos había recomendado a una antigua compañera de trabajo, Nici, y después de un par de breves reuniones, supe que no encontraríamos a nadie me­

jor. Pero no iba a ser fácil reemplazar a Vivi. Después de un par de me­ ses, en los que la5 dos coincidieron con el fin de que Vivi le enseñara a Nici los pormenores de un trabajo sumamente difícil, finalmente se fue con el proyecto de montar una casa en Francia. La echaré de menos. Como todos los años siempre que puedo, la primera semana de ju­ lio me fui a pescar a Islandia, y luego, después de otra semana en casa, partí para Estados Unidos, donde estaba previsto que empezara a grabar con John «J. J.» Cale. El me había enviado una colección de canciones para que les diera el visto bueno, y al principio me pareció que destacaban tres de ellas. No obstante, cuanto más las escuchaba, más me gustaban todas en conjunto, y supe que tendríamos que usarlas sin excepción, porque, con todo lo que estaba pasando en mi vida, no disponía de tiempo para es­ cribir nada por mi cuenta. Una vez en Estados Unidos, Melia y las chi­ cas montaron el campamento en Columbus, Ohio, y yo me fui a Los Angeles. El año anterior habíamos comprado una casa en Columbus, cerca de los padres de Melia, lo cual nos permitiría visitarlos sin dejar de tener un espacio propio. Me gustaba mucho también estar allí. Era muy cam­ pestre, justo como me imaginaba que sería el Medio Oeste, y además podía hacer el tonto en mi bólido trucado sin que nadie se fijara en mí. Se tra­ taba de la situación ideal, la verdad: tranquilo y anónimo. El sitio iba a convertirse además en nuestra base mientras yo permaneciera de gira al año siguiente. Julie tenía que empezar a ir a la escuela, y era más razona­ ble que Melia y las chicas estuvieran cerca de sus padres mientras yo me hallaba fuera, aunque pensábamos vernos siempre que fuera posible. Antes de poner un pie en el estudio, me fui a vivir con J. J. durante una semana, para repasar el material y conocernos mejor. Poseía una modesta casita en las colinas, en las afueras de Escondido, y disfrutamos mucho escuchando música, hablando de los viejos tiempos y en general pasando el rato juntos. No es que avanzáramos demasiado con el traba­ jo, pero tampoco se trataba de eso. Nos estabamos preparando para to­ car. Su plan era traer a muchos músicos e intentar, en la medida de lo posible, grabar el disco en directo, y sólo cuando hiciera falta añadir más pistas. A mí me pareció bien — ése también es el modo en que me gusta trabajar— , aunque pensaba que podríamos tener algunos problemas para reproducir el ritmo que se oía en las maquetas, creado sobre todo con cajas de ritmos y máquinas, y que constituye una parte muy importante de su sonido. Yo había decidido cambiar la formación de mi banda para la siguiente

gira, y quería emplear las sesiones de Cale como un proceso de «aclima­ tación» con la nueva sección rítmica y con el guitarrista Derek Trucks, sobrino de Butch Trucks, batería de la Allman Brothers Band, y al que había pedido que se pusiera en primera fila con Doyle y conmigo. Había conocido a Steve Jordán, el batería, muchos años atrás, cuando yo ha­ bía aparecido con la banda del programa de David Letterman, de la que él formaba parte. Además, en 1986 habíamos interpretado juntos «Hail, Hail Rock and Roll» en el homenaje a Chuck Berry, y me gustó mucho. Es capaz de tocar como losjbaterías de los primeros discos de blues y R&B, y está claro que se ha estudiado la verdadera historia del rock’nroll. Aparte de todo eso, toca con el corazón, sintiéndolo de verdad. Creía que nun­ ca había coincidido antes con Willie Weeks, aunque él asegura que nos conocimos en una de las sesiones de George Harrison, y no tengo dudas de que está en lo cierto. Probablemente estaba tan borracho que no re­ cuerdo nada de nada. Willie es uno de los superhéroes del rock. Su legen­ dario trabajo con Donny Hathaway ha marcado la pauta para cualquie­ ra que haya venido después, y escucharlos tocar juntos en las sesiones de J. J. fue una auténtica delicia. Con Derek, Doyle y Billy Preston sabía que estaba en buenas con­ diciones para la gira. La manera de tocar de Derek Truck era deslumbrante, como nada que yo hubiera oído antes. Resulta evidente que ha crecido escuchando muchos estilos de música diferentes, y todos se evidencian en su fraseo. No parece tener límites. Los otros tipos de las sesiones eran en su mayoría viejos amigos de J.J., grandes músicos todos ellos, aun cuan­ do muchos están ya jubilados y disfrutan de una vida tranquila. Mis chicos eran Doyle y Billy. Ambos se habían vuelto ya indispensables para mí, y tenía una confianza absoluta en su intuición musical bajo cualquier cir­ cunstancia. El álbum The Road to Escondido fue «terminado y rematado» en un mes, aunque para entonces se había convertido en un disco diferente. Más que otro álbum de E.C. con la producción de J. J., se trataba de un dis­ co a dúo, puesto que yo había querido que la contribución de J. J. fuera mayor. Creo que en general eso mejoró el disco, o al menos lo hizo más especial para mí. Mi amigo Simón Climie estaba a bordo como produc­ tor asociado, y fue genial verlo detrás de la pecera junto al otro integrante del equipo, Alan Douglas, el ingeniero al mando. Las mezclas se exten­ derían a lo largo de los seis meses siguientes, pero mientras J. J. tuviera la última palabra, yo estaba seguro de que el resultado se mantendría puro.

En septiembre, nos volvimos a subir al barco para un crucero de úl­ tima hora, en esta ocasión alrededor de las Islas Griegas y Turquía. D u­ rante la primera semana, se unieron a nosotros Hiroshi, su novia Ayumi y su socio Nobu Yoshida; Michael Eaton y su esposa Ally vinieron durante la segunda semana. Yo pensaba que era importante que Michael viera adonde iba todo ese dinero, y me moría de ganas de presumir con mi juguete nuevo delante de Hiroshi. Entonces el barco ya era mío, y eso me hacía sentir diferente. Resultaba extraño. No me lo acababa de creer y tenía que pellizcarme mentalmente, como si todo fuera un sueño. ¿Tenía de verdad derecho a poseer algo así? ¿Un tipo despreciable de Ripley, que no sabía cómo ganar dinero, que ni siquiera lo valoraba de verdad, en un crucero a bordo de un palacio flotante de cincuenta me­ tros? Parecía increíble. Yo estaba en el séptimo cielo y tenía que repetir­ me: «Sí, te lo mereces». Las instrucciones que le dábamos al capitán ya se habían fijado: playas suaves y arenosas, y nada de turismo. Tenía la excusa de las pequeñas, a las que les encantaba jugar en la arena y empezaban a acostumbrarse a estar cerca del agua, pero en realidad era lo que también quería yo. No había nada mejor que estar sentado en una tumbona, mi­ rando a las niñas jugar donde cubre poco, y lanzando de vez en cuando una miradita al agua, donde estaba anclado nuestro precioso barco. Era de verdad como un sueño. Un día, mientras descansábamos en la playa, Cathy Roylance me llamó para decirme que su padre, Brian, había muerto de un ataque al corazón. Me sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. No me lo esperaba en absoluto. Cuando él había estado en el barco el mes anterior, me había parecido que hacía tiempo que no tenía tan buen aspecto. Y ahora se había ido, al menos de este mundo. Era mi amigo más íntimo, y me había ayudado más que nadie a dejar de beber y a mantenerme sobrio. Me quedé destrozado. Me puse a pensar, y caí en la cuenta de que diez años antes le habían implantado un cuádruple bypass. Confieso que experimen­ té sentimientos de ira y culpa, ya que Bñan tal vez no se había cuidado lo suficiente en los últimos tiempos, y yo debería haber estado más pen­ diente de él, aunque creo que en el fondo no era más que autocompasión por su pérdida. La verdad era que había perdido la pista de los detalles de la vida privada de Brian en los dos últimos años, debido a los crecientes requerimientos de la mía. Todo tiene su fin, y yo le tuve que dejar mar­ char, pero resultó difícil. Durante más de veinte años nos habíamos cu­ bierto las espaldas, y ahora eso se había terminado.

La temporada del faisán comenzó, y durante un tiempo me distraje de aquella pérdida. Me invitaron a sumarme al grupo de Jamie, y empe­ cé a conducir todos los fines de semana hasta Dorset para disparar en uno de los cotos más difíciles del país. La configuración del terreno, la direc­ ción del viento y las habilidosas maniobras de los muy elevados faisanes conspiran para hacer aquello más excitante y exigente. Lo interesante para mí de ese contexto es que mis acompañantes tienen poca o ninguna idea de cómo me gano la vida. Por consiguiente, allí tengo que empezar des­ de abajo, lo que haca que me esfuerce aún más y es bueno para mi hu­ mildad. En octubre, tomé un avión con destino a Nueva York, donde los Cream habíamos acordado tocar tres conciertos en el Madison Square Garden. En muchos sentidos, hubiera preferido haberlo dejado en el Albert Hall, pero la oferta que nos hicieron era demasiado buena como para rechazarla. Entramos en una sala de ensayo la víspera del primer concierto, e hicimos dos horas escasas de repaso sin llegar a sudar. Por supuesto, no es que nos hiciera falta practicar mucho. Estábamos por encima de eso. En ese corto periodo de tiempo, nuestra cabeza había vuelto a los sesen­ ta, y de nuevo nuestros egos volaban muy alto. A consecuencia de eso, y por supuesto se trata sólo de mi opinión, los conciertos de Nueva York no fueron más que un pálido reflejo de cómo habíamos sonado en Londres. Por un lado estaba la falta de ensayos, pero se traslucía algo más. La arrogancia había vuelto. Además, el Madison Square Garden es un sitio grande, y nosotros sonábamos bajo y como de hojalata allí. Repito que sólo solo estoy dando mi opinión, pero para mí habíamos perdido las ganas, y un cierto grado de animosidad había regre­ sado con sigilo. Tal vez era por el dinero, quién sabe, aunque lo que sí sabía era que estaba harto, y que con toda seguridad no iba a pasar por lo mismo otra vez. No obstante, estuvo bien saber que los otros tipos serían solventes por un tiempo y, por encima de todo, eso hizo que valiera la pena. En noviembre me enteré de que Billy Preston estaba gravemente en­ fermo y había entrado en coma. Fue un golpe enorme, porque, como en el caso de Brian, él parecía estar muy bien la última vez que lo vi. Lo cierto es que había estado sufriendo fuertes recaídas durante los últimos cinco años, con problemas en el hígado y recibiendo diálisis dos o tres veces a la semana, incluso en la carretera. Pero, en términos relativos, Billy tenía buen aspecto y había tocado bien en las sesiones de Escondido, de modo que se trataba de una noticia terrible y, por lo que pude deducir, las co­

sas no pintaban nada bien para él. Decidí ir a verlo en cuanto termina­ ran las navidades. La llegada de las Navidades fue muy bienvenida. Con todo lo que había pasado a lo largo del otoño, yo necesitaba un poco de luz y risas, y du­ rante los últimos años, por las niñas, la época navideña volvía a recupe­ rar la misma emoción que cuando era niño. Teníamos cuatro hijas, incluida Ruth, a las que comprar regalos y entretener, y eso era fantástico, tal como debe ser. Además había conseguido un disfraz de Santa Claus, y a una hora señalada, justo después de la cena de Nochebuena, un voluntario apro­ piado o yo mismo hacíamos una fugaz aparición como el Padre de la Navidad, paseando por el jardín delante de las ventanas. Melia avisaba a las niñas y éstas se volvían locas, y luego se pasaban días hablando sobre aquello. Resultaba tan reconfortante ser capaz de hacer esas pequeñas cosas por mi familia, y me sentía bendecido. El 26 de diciembre volé a Arizona para ver a Billy. Estaba en una clínica privada, todavía en coma, y se creía que tenía pocas posibilidades de re­ cuperarse. Su mánager, Joyce Moore, se había mantenido en contacto conmigo a lo largo de su enfermedad y esperaba que una visita de algu­ no de sus amigos pudiera ayudar a hacerle regresar desde dondequiera que estuviera. Cuando lo vi, sin embargo, se me encogió el corazón. Parecía un viejo, con los ojos abiertos y mirando fijamente a un lado. No era lo que había esperado. Yo pensaba que parecería sólo que estaba dormido, y aquello me conmocionó. Le hablé mucho, susurrándole al oído, y le dije que lo quería, que lo echaba de menos y que todos deseábamos que se pusiera bien y volviera con nosotros, aunque tengo que admitir que pensé que era un caso per­ dido. No tengo mucha experiencia en esos temas, pero era como si ya nos hubiera dejado. Por ese motivo, antes de marcharme para regresar a casa me despedí para siempre de Billy. Quizá hubiera resultado prematuro en el caso de que se hubiera recuperado, pero ¿íecesitaba hacerlo por los dos, y lo cierto es que pensaba que no lo volvería a ver en esta vida. El año terminó con un triste aunque sobrio acto en el centro depor­ tivo, con la imagen de Brian proyectada sobre el escenario. Era muy que­ rido en la comunidad de rehabilitación de Guildford, donde se le echa­ ría mucho de menos, y le dimos una espléndida despedida. Sus hijos, Cathy y Nick, estuvieron presentes, y su buen amigo Pat pronunció un discur­ so desgarrador. Yo, por mi parte, nunca me olvidaré de él ni de todas las cosas que hizo con tanto desinterés por tantos de nosotros.

UN

AÑO

DE

GIRA

l año de la gira mundial comenzó con la suficiente calma. Aunque teníamos un montón de preparativos por hacer, optamos por mon­ tarnos en el barco y hacer un corto crucero alrededor del Caribe antes de que toda la carga de trabajo me llevara lejos. El mar por Antigua y sus islas vecinas estaba bastante más encrespado que el Mediterráneo, y las niñas lo pasaron mal algunas veces, pero para mí fue genial tener la oportuni­ dad de mostrarle a mi familia lugares en los que había estado muchos años atrás. Ruth vino con su novio, Derek, para unirse a nosotros durante una semana, y estuvo bien ver a Ruth, que había nacido en Montserrat, de vuel­ ta en su elemento. Pocas cosas habían cambiado en el Caribe. Habían sur­ gido aquí y allá nuevas boutiques de diseño, pero la mayor parte de las islas seguían igual que treinta años antes. Pasamos la primera parte de las vacaciones en la casa que había levan­ tado en Antigua. A lo largo de los años ha tenido tantas ampliaciones, en su mayor parte casitas de invitados, que ahora parece más bien un pequeño pueblo. Es una construcción muy bonita, hecha sólo con piedras de la zona y cien por cien a prueba de huracanes, aunque, al haberla planeado y construido en mis años de soltero, he tenido que trabajar mucho con el objetivo de hacerla segura para mi familia. Para empezar, se emplaza en lo alto de un acantilado que, además de una imponente vista de Indian Creek, tiene una caída terrorífica, así que siempre me siento un poco inquieto cuando voy con mis niñas. Desearía pasar más tiempo allí, y sé que lo haré algún día, pero se trata de un marco agreste, y mis chicas tie­ nen que crecer un poco más antes de que me sienta plenamente confia­ do en cuanto a su seguridad. En abril me marché a Francia para comenzar los ensayos de la gira. La nueva banda era muy estimulante, fresca y fuerte, y en algunos aspectos

E

me recordaba mucho a los Dominos, tal vez por la presencia de Derek Trucks. Comenzamos la gira en Europa, tocando tantas canciones de Back Home como nos era posible, e incluimos una parte en la que nos sentá­ bamos y tomábamos los instrumentos acústicos. Por primera vez en mi vida, interpreté «I Am Yours», del disco Layla. Quizá eso me despertó de por sí un renovado amor por el viejo material de los Dominos, aunque sin duda ayudó la insistencia de Derek y Doyle para que volviéramos a poner en escena esas canciones. A lo largo de ese año, el repertorio fue cambiando hasta que llegó un punto en el que toda la primera parte estaba dedicada por completo al álbum Layla, luego la actuación se descomponía en melodías de las dife­ rentes etapas, y la propia «Layla» ponía el broche final. A mi modo de ver era un espectáculo muy bueno, y teníamos una gran acogida cuando to­ cábamos ante audiencias lo suficientemente mayores para recordar los discos originales. De hecho, tampoco importaba demasiado que actuára­ mos para públicos que no estaban tan familiarizados con esos temas, dado que disfrutábamos de verdad interpretándolos. A mitad de la gira europea, nos tomamos un descanso para evitar el Mundial. Habíamos visto los preparativos que se estaban realizando en Alemania, donde se iba a celebrar el campeonato, y me había dado cuenta de que, hasta que no se hubiera pasado todo, sería casi imposible conse­ guir hoteles o llevar a cabo las actividades habituales. Nos subimos al barco con Jamie Lee, Paul Cummins y sus familias, y dimos una vuelta por Córcega durante las dos semanas siguientes. Resultó muy divertido intentar encontrar bares en los que retransmitieran los partidos clasificatorios del Mundial, así como ver a los lugareños enzarzarse en acaloradas discusio­ nes. De todas formas, estoy convencido de que todo está amañado. Soy proclive a la manía conspiratoria en todas las cosas de esa naturaleza, in­ cluida la política. No me creo que, con la cantidad de dinero que hay en juego, gente como Rupert Murdoch o George Bush estén dispuestos a confiar muchas cosas a la suerte. Me puedas llamar cínico, pero semana sí semana no pillan a uno o alguien tira de la manta. Reemprendimos la gira en Verona, y la suerte quiso que los italianos jugaran la final contra Francia. El partido se celebraba la víspera de nuestro primer concierto, y el director del hotel nos invitó a verlo en la pantalla gigante del salón. La famosa falta de Zidane se llevó todo el protagonis­ mo, y me recordó mucho a la igual de tristemente famosa patada de Cantona; un fenómeno extraño, por completo fascinante y al mismo tiem-

po profundamente repulsivo y terrible. Cuando sonó el pitido final, nos hallábamos justo en medio de toda la locura del Mundial que habíamos esperado evitar, y toda Italia perdió la cabeza. Que la victoria se hubiera decidido en una triste tanda de penaltis no pareció mitigar su entusiasmo, y yo me sentía distanciado de una mane­ ra rara de todo aquello. Tengo una actitud algo ambivalente hacia las competiciones de selecciones. Tiendo a apoyar a cualquier equipo que considere que despliega un juego creativo, elegante y con carácter, aspectos que me parecieron ausentes a lo largo de ese encuentro en particular. Continuamos viaje, primero de vuelta a Alemania, y luego hasta Escandinavia, y al final de la parte europea de la gira nos tomamos otro descanso, más largo en esta ocasión. Me reuní con la familia en Francia y pocos días después volábamos hacia Columbus. Durante la segunda mitad de agosto y buena parte de septiembre, me limité a repantigarme por casa, a nadar y a relajarme al sol, mi idea del paraíso. Julie y Ella eran para entonces expertas nadadoras, dado que se sentían seguras y cómodas en el agua, y Sophie, que había empezado a andar hacía poco, no les iba a la zaga. Esto es justo por lo que he estado trabajando: para tener la capacidad de poder sentarme y jugar con mi familia bajo el sol, sin hacer nada en realidad, salvo pasar un buen rato. Nuestra estancia veraniega se vio truncada por el hecho de que tenía que sacarme unas fotos con J. J. para el disco de Escondido; el plan era que yo viajara hasta Los Ángeles, me reuniera allí con J. J. — él odia volar— , pasáramos un par de días con las fotos, y que además, mientras estaba en la ciudad, me encontrara con Tom Whalley para ponerme al corriente de los negocios. Salir por ahí con J. J. es uno de mis pasatiempos favoritos, ya que se trata de un tipo genial, con un fantástico sentido del humor. Después de haberlo conocido mejor, estoy en la posición de decir que mucha gente se equivoca con J. J., quien a menudo es descrito como un recluso, cuando la verdad es que se trata de un hombre muy sociable, abierto y carismàtico. Lo único que sucede es que le gusta estar solo. Por lo que yo sé, J. J. nunca ha sido nominado para el Rock And Roll Hall of Fame, mientras que yo he entrado tres veces. En mi humilde opinión, J. J. es uno de los artistas más importantes de la historia del rock, personifi­ ca sin alharacas el mayor patrimonio que su país haya tenido jamás, y mucha gente en Europa ni siquiera ha oído hablar nunca de él. De regreso a Columbus, al tener un billete de ida, me convertí en el primer sospechoso para hacer estallar el avión, y como es habitual la gente

de seguridad me llevó aparte con gran alborozo. Yo juré para mis aden­ tros, por enésima vez, que jamás volvería a ese país. Por supuesto, ahora ocurre lo mismo en todos sitios, pero por algún motivo lo aguanto peor en Estados Unidos. Cuando estamos de gira fletamos un pequeño avión, práctica común entre la gente del negocio desde hace mucho tiempo, aunque eso acaba haciendo que olvide lo horrible que es desplazarse en la actualidad. Antes me encantaba viajar, siempre lo he llevado en la sangre, pero ya no puedo sufrirlo más y voy literalmente aterrado a los aeropuertos. Lo interesante de esta gira ha sido tener la certeza serena, y a veces feliz, de que tal vez visitaba alguno de esos sitios, lugares a los que he estado yendo toda mi vida, por última vez. Al principio de la gira estadounidense nos trasladábamos a los con­ ciertos desde Columbus para estar el mayor tiempo posible junto a la familia; empezamos en St. Paul y luego anduvimos por la Costa Este. Al cabo de una semana más o menos, justo antes de dejar mi casa para ha­ cer la ronda de hoteles, pillé un virus que me dejó fuera de combate. Pasó a ser una infección en el pecho, que no me dejó con sus idas y venidas durante el resto de la gira, y nos obligó a cancelar un concierto en Detroit. He cancelado dos o tres conciertos en toda mi carrera, y lo digo con or­ gullo. Lo paso muy mal cuando no puedo presentarme, y me siento como si hubiera defraudado a todo el mundo. No obstante, en cuanto me re­ puse, las actuaciones adquirieron un nuevo impulso y recuperamos pronto la forma. La banda era genial, una de las mejores con las que haya toca­ do, y sabía que aún teníamos muchísimo más que dar. Después de otro breve descanso en Columbus durante el que escuché los nuevos acentos estadounidenses de mis niñas, me dirigí al Oeste para reencontrarme con J. J. y lanzar el álbum. Habíamos programado tres jornadas intensivas para despachar a la prensa, y después viajaríamos a Tokio para comenzar la gira japonesa. La verdad es que no sé si todo el tema de la promoción sirve de algo. Siempre me he resistido a ello, y no es raro que después de una semana de entrevistas me encuentre a alguien en la calle que me pregunte: «¿Todavía sacas discos?». Lo mejor de todo ese asunto era estar sentado al lado de J. J., notando cómo se irritaba a medida que se le agotaba la paciencia por tener que responder a las mis­ mas cuestiones ridiculas una y otra vez. Estaba deseando ir a Japón. Tengo muchos amigos allí, además de una comunidad de seguidores muy fiel. A la mañana siguiente a mi llegada a Tokio, Hiroshi se pasó por el hotel montado en su nueva bicicleta de

carreras Cinelli, con el objeto de regalarme una muestra de las chaquetas que estaba diseñando para la división japonesa de la marca Levi Strauss & Co. Es un diseñador genial; toma modelos clásicos o militares y, con sólo añadir dos o tres rasgos distintivos, consigue algo nuevo y único. Sigue marcando tendencias en la cultura urbana, de ahí la Cinelli. En Japón, las bicicletas de carreras están tomando el relevo de los monopatines, e Hiroshi, como siempre, está a la vanguardia. A mí, por supuesto, me ha al­ canzado la fiebre. Los intereses de Hiroshi resultan muy contagiosos, y yo he comenzado a comprar antiguas bicicletas de carretera, no para correr sino porque siempre me ha encantado el equipamiento del ciclismo, en especial las bicicletas y accesorios de los sesenta. Mis tendencias de urra­ ca me han llevado hacia muchos territorios a lo largo de los años: coches, guitarras, ropas, arte, relojes y, más recientemente, armas y hebillas de cinturones del Oeste. La colección de relojes se convirtió en una expedición peligrosa, ya que me volví un auténtico obseso, en particular de raros modelos de Patek Philippes. Cuesta creer los precios que pueden alcan­ zar algunos de sus cronógrafos en una subasta, y para mí aquello era como una prueba a fin de ver si tenía el valor de comprar esos objetos. Llegué al punto de gastarme enormes cantidades de dinero en piezas que sólo le resultaban de algún interés a gente como yo. Me di cuenta de eso cuan­ do surgió el asunto del barco, y traté de vender algunos de estos artícu­ los inapreciables para saldar mi deuda; el beneficio no era ni la mitad de lo que me habían hecho creer. Pero no tiene importancia. He aprendido por mi cuenta lo suficiente para saber que lo que tengo es bueno, y ado­ ro esos relojes. Están maravillosamente hechos. Permanecimos en Japón alrededor de dos semanas más, y dimos die­ ciocho conciertos, doce de los cuales fueron en el estadio Budokan en Tokio. A mí no me importaba, puesto que me encanta estar en Japón, pero tenía mucha morriña. Llevaba casi siete meses fuera de casa y echaba muchísimo de menos a mi familia. La música era genial, y los fans allí se conocen al dedillo la historia del rock, así que el material de los Dominos era bien recibido. El plato fuerte de la gira, como siempre, fue salir por ahí con Aki, Tak y su jefe, Mr. Udo. Tak trabaja normalmente como productor de la gira cuando estamos allí, y comparte la responsabilidad de la gestión con Peter Jackson y Mick «Doc» Double. Aki cuida de mí, me da paseos en coche y se ocupa de todas mis necesidades. Son grandes tipos, y al cabo de los años nos hemos hecho muy buenos amigos. Seijiro Udo lleva cincuenta o sesenta años como promotor de concier­

tos en Japón y en el Lejano Oriente, y se ha encargado de todas las giras que he hecho por ese país desde 1973. Cuando llego a Tokio, lo prime­ ro que hago siempre, sin falta, es reunirme con Mr. Udo en el Hama Stakhouse para comer ternera de Kobe. Me voy al hotel, dejo las bolsas y me voy derecho al restaurante, y es algo que he hecho durante los últi­ mos treinta y cuatro años de mi vida. Me encanta la comida japonesa, y mientras estoy allí es normal que me encuentre tres veces por semana con Mr. Udo y deguste la mejor comida que puedas imaginar. El es un samurái, y con eso lo digo todo. Su sentido del honor e integridad no tienen pa­ rangón, y a eso hay que añadir un sentido del humor desternillante. Nos reímos y nos tomamos mucho el pelo. Lo quiero y él me adora; es un fuera de serie. Después de viajar a Osaka y a otro par de ciudades, estaba listo para volver a casa. Ya me había hartado de estar en hoteles con almohadas que se quedaban en nada cuando apoyaba la cabeza, y de gente que no cesa­ ba de preguntar si podían hacerse una foto conmigo. Estaba reventado, y las navidades quedaban a la vuelta de la esquina. Ya me había puesto a hacer CD s recopilatorios con villancicos e himnos de Navidad, y había comprado juguetes y ropa para Melia y las niñas. Nuestro plan era encon­ trarnos en Hurtwood, dejar una semana para que me recuperara del jet lag y luego preparar la casa para Navidad y Año Nuevo. Después nos se­ pararíamos otra vez; Melia y las niñas volverían a Columbus, mientras que yo haría una gira por Indonesia y Australia. Pero de momento me iba a casa, y me moría de ganas. Gracias a Dios tenemos Internet. Cuando estoy lejos de mi familia durante largos períodos de tiempo, como en la gira, usamos mucho la red. A veces sólo para decirnos buenas noches cuando es hora de que se acuesten las niñas, pero sobre todo para intentar estar al corriente. La verdad es que ahora no puedo imaginarme la vida sin Internet, sobre todo si viajas y tratas al mismo tiempo de criar a una familia. La cultura de los ordenadores es otro interés que me ha contagiado Hiroshi* Me acuerdo de verlo trastear con un precioso pequeño portátil Sony poco después de conocernos, y pensar: «Tengo que tener uno como ése», aun cuando desde el primer día había sido un viejo cascarrabias desdeñoso de toda la locura tecnológica. Desde entonces me las he apañado para aprender por mi cuenta las no­ ciones básicas y, aunque sigo tecleando con un solo dedo, no dejo de navegar y he adquirido una gigantesca biblioteca musical, que convierto sin parar en listas de canciones y en CDs para el coche. Me he vuelto muy

dependiente de todo eso en los últimos años, pero resultó una ayuda va­ liosísima durante la gira, con todos los viajes que había que hacer. Salir del avión en Heathrow fue como poner un pie en un baño tem­ plado. Estaba muy feliz por volver a casa. Melia y las niñas ya estaban en Hurtwood, y me moría de ganas de verlas. Echo pestes sobre Inglaterra cuando estoy cómodamente instalado allí, pero la verdad es que como en casa no se está en ningún sitio: nada se puede comparar a llegar al hogar y ver esas caritas tronchándose de felicidad y oír sus chillidos de alegría mientras salgo del coche. Todas quieren enseñarme sus nuevos juguetes y hablan al mismo tiempo. Es un absoluto caos y me encanta. También fue genial ver los adornos navideños, y saber que, durante unos días, podía empaparme de la felicidad de estar de verdad en casa, sin nada que hacer más que mimarme. Pocas cosas habían cambiado en Hurtwood, salvo por alguna mano de pintura nueva y porque el estilo general de la casa estaba atravesando un nuevo periodo de transición. Llevábamos diez años con el modernismo italiano, y le había pedido a mi amiga Jane Ormsby-Gore que me ayudara a renovar la casa con un estilo georgiano. Ella tiene mucho ojo, y confío por completo en su juicio. Los únicos planes familiares que teníamos eran ir de caza entre Navidad y Año Nuevo, esta vez con la asistencia de Me­ lia. Había estado tomando lecciones y se encontraba lista para entrar en el campo. No hace falta decir que aprendió muy rápido y que en poco tiempo se convirtió en una buena tiradora. Soy muy feliz por tener una mujer con la que puedo compartir estos pasatiempos, y no sólo porque eso afiance nuestra amistad, sino porque así ella puede entender la pasión que siento por ellos. Ruth y Derek venían a pasar la Nochebuena, y unos días antes había recibido un e-mail en el que él me decía que quería hablarme de algo urgente. Al parecer estaban pensando en comprometerse, y Derek que­ ría hacerlo de la manera correcta pidiéndome la mano de mi hija. Me cogió bastante por sorpresa, puesto que, aunque Ruth había hablado sobre pro­ meterse en matrimonio tiempo atrás, por entonces sabía ya que estaba considerando en serio emprender una carrera musical, y yo pensaba que quizá podría existir un conflicto entre esas dos direcciones. Dios mío, todo se estaba volviendo tan convencional en mi vida... Costaba creer que tuviera que ponerme a pensar sobre cosas así, y que la vida se estuviera desarrollando de esa manera, para mí y para todos nosotros. La Navidad fue maravillosa. Richard y Chris, y Ruth y Derek, vinieron

la víspera por la noche, y después de la cena Richard hizo los honores con el traje de Santa Claus. Julie se había empezado a mostrar de repente un poco escéptica sobre todo el tema y, puesto que sólo contaba cinco años, era triste pensar que la burbuja no tardaría en reventar. Nos lo pasamos muy bien. Melia preparó una comida deliciosa, y estuvimos todo el día abriendo regalos. Mi favorito fue una Mexican Stratocaster blanca, con un portapastillas anodizado dorado, que Melia me había visto devorar con los ojos en una tienda de guitarras local. En la parte de atrás había escri­ ta una encantadora dedicatoria, y todas las niñas habían firmado con sus nombres. Es el mejor regalo que haya tenido nunca. El 26 de diciembre salí a dar una vuelta con Derek y hablamos sobre las perspectivas que tenía tanto para Ruth como para él. Pensaba que era un chico de auténtica buena pasta, y llevaban viéndose un par de años, así que no tenía objeciones reales sobre su matrimonio y le di encantado mi consentimiento. Le pregunté si quería que yo hiciera un anuncio formal antes de que nos despidiéramos, pero me respondió que aún no había llegado a declararse y que quería esperar al momento propicio. Me im­ presionó su prudencia. Después de la comida dijimos adiós a todo el mundo y condujimos hasta la casa de Jamie Lee para montar el campa­ mento de la cacería. Jamie y su mujer, Lydia, tienen dos hijas adorables, Jessica y Georgia, un poco mayores que las nuestras y con las que se lle­ van de miedo; además, se esperaba para más tarde a Paul Cummins, a su mujer, Janice, y su hijo pequeño, Jamie, así que todos estábamos muy excitados y aguardando con ganas los días siguientes. Cazamos en tres zonas diferentes, espalda con espalda, siempre con­ tra pájaros muy elevados y esquivos, y nos lo pasamos genial. Melia dis­ paró muy bien, con Alan Rose, el famoso instructor de la West London Shooting School, a su lado dándole consejos y una palabra de ánimo de vez en cuando. La compañía era buena,tel tiempo excelente y la cacería genial. Estaba encantado por el hecho de que Melia estuviera disfrutan­ do de verdad de la jornada, y no la amilanó pasar del tiro al plato a la caza. Resulta evidente que no se trata del deporte favorito de todo el mundo, y hay personas que se hacen mala sangre con el tema. Me acuerdo de que algunos años antes, con la pesca de la trucha, yo mismo me di de bruces con un momento de revelación. Estaba pescando en el Test, cuando de repente me detuve y pensé: «¿Por qué estoy haciendo esto?». Había cogido un par de peces, los había matado y metido en la bolsa, y pensé: «Esto no está bien». Me sentía confundido, ya que me gustaba muchísimo ir a

pescar, pero parecía que tendría que dejarlo si no encontraba un medio de justificármelo en ese mismo momento. Fue entonces cuando decidí que, en lo sucesivo, iba a comer todo lo que capturara, y que pescar enormes cantidades de peces quedaba descartado. Fie tratado de aplicar el mismo principio a la caza, lo cual está muy bien, aunque es complicado inten­ tar comer todos los faisanes y perdices que mato. No obstante, lo inten­ tamos. Las vacaciones de Navidad habían servido de bienvenido descanso de la gira, y en general el hosizonte a la vista tenía buena pinta. Lo que ha­ bía parecido una montaña imposible de escalar quedaba, en su mayor parte, por detrás de nosotros, con tres meses por delante. La única mala noticia que llegó durante las vacaciones, por desgracia tan devastadora como la del último año, fue la muerte de Ahmet Ertegun, después de haber permanecido en coma durante varias semanas a causa de una caída en un concierto de los Rolling Stones. Poco antes había muerto Arif Marden, su colega y compañero en los primeros días de Atlantic Records. Aque­ llo constituyó una pérdida enorme para el mundo de la música. Esos dos hombres habían seguido tan activos e inspiradores en sus últimos años como el primer día de sus carreras. Eran además amigos y socios. Yo había trabajado y colaborado con ambos en muchas ocasiones a lo largo de los años, y Ahmet fue el primer peso pesado del negocio que vio y entendió de verdad lo que yo intentaba hacer, mucho tiempo atrás. Fue un golpe durísimo. Tenía el viejo número de Ahmet en Nueva York y, por si acaso, llamé para ver si Mica, su mujer, me respondía. Para mi sorpresa, ella contestó directamente al teléfono, y hablamos un poco. Estuvo muy bien poder compartir el peso de su pena y le dije lo mucho que Ahmet había significado para mí. No hay demasiada gente que quede de esos días de la que pueda decir lo mismo. Yo le ofrecí mis servicios, si los necesitaba, y espero que la ayudara a aligerar su carga durante unos breves instantes. Enero marcaba la ascensión final de la gira. Empezaríamos en Singapur y nos dirigiríamos al norte hasta China pasando por Tailandia. La mayor parte se trataba de territorio familiar, aunque era la primera vez para todo el mundo por lo que refería a Shanghai, y estábamos muy excitados con ello. Melia y las niñas se fueron a Columbus poco antes que yo, para que Julie empezara la escuela a tiempo, contando con el par de días necesa­ rios para superar el jet lag. Esa iba a ser otra etapa larga de la gira, como Japón, y dependeríamos del ordenador para contar con el apoyo familiar.

Yo además cargaba con todo el manuscrito de mi libro hasta ese momento, con la intención de hacerle una revisión completa siempre que tuviera tiempo en mi agenda. La primera semana en Asia tiene los contornos borrosos para mí. Da la impresión de que mi capacidad para sobreponerme al jet lag ha desapa­ recido por completo en la vejez, y mi curiosidad natural también se ha reducido de una manera considerable, de modo que aventurarme fuera de la habitación se convirtió en una ocupación más que discutible. El cambio de climatología también supuso un golpe para el organismo. Tras haber abandonado un típico invierno inglés, de repente nos plantamos en unas condiciones tropicales extremas, que no hicieron nada para impul­ sar mi energía, y que me dejaron tan lacio como una vieja hoja de lechuga. Por fortuna, no nos hacía falta ensayar mucho, y muy pronto remonta­ mos para andar con paso firme en lo musical. Nuestro programa del día tenía bastantes huecos, así que no tardé mucho en poder hincarle el diente al libro. Para cuando llegamos a la China continental estaba muy enganchado y leerlo era lo único que podía ha­ cerme parar de escribir, picoteando con un solo dedo como un pollo demente. Siempre me han gustado los diferentes aspectos de la literatu­ ra inglesa y, desde que niño, las clases de ortografía y gramática han sido una fuente de gran fascinación para mí. Las únicas clases en las que me iba bien en la escuela, aparte de arte, eran inglés y literatura inglesa, aunque eso no tiene por qué cualificarme necesariamente para escribir esto y dar por hecho que les resultará interesante a otras personas. Teniendo en cuenta las expectativas que tenía sobre Shanghai, resul­ tó una enorme decepción. Mientras volábamos a través del smog y de las luces intermitentes en lo alto de un extraño conjunto de nuevos rascacielos, tenía la impresión de estar entrando en una versión en la vida real de la película Blade Runner, y por alguna razón me puse de inmediato en guar­ dia. Cuando llegamos el policía de inmigración me clavó una mirada desafiante, lo que me irritó mucho, y esa sensación no me abandonó del todo durante los siguientes días, mientras me zafaba constantemente de los buscavidas callejeros que vendían imitaciones de cualquier cosa, des­ de DVDs a plumas Montblanc. Gracias a Hiroshi, nuestro enlace urba­ no mediante e-mails además del detector de tbdas las tiendas «underground» en mis viajes, siempre encontraba a personas interesantes. Tommy Chung fue esa persona en Shanghai; llevaba la única tienda que vendía Visvim, mis zapatos favoritos, y le doy las gracias por su gran hospitali­

dad mientras estuvimos en la ciudad. En conjunto, sin embargo, estaba encantado de seguir viaje. Nueva Zelanda y Australia resultaron una gran sorpresa. Lo pasé muy bien, después de haber albergado grandes temores, todo por nada. Se demostró más allá de toda duda que mi actitud y mi estado de ánimo determinaban siempre mis impresiones sobre la gente, los sitios y las cosas. El encuentro con Ian «Beefy» Botham en Melbourne representó un ejem­ plo de ese principio. Había pasado la mitad de mi último año en la be­ bida junto a él, allá en 198?, y desde entonces su presencia siempre ha­ bía hecho que me sintiera un poco nervioso. Habíamos coincidido en unas cuantas ocasiones desde entonces, y había ido bien, aunque de alguna forma nuestra amistad estaba coartada por el hecho de que a él le gusta­ ra aún tomarse alguna copa. Esta vez fue diferente. Conectamos de ver­ dad, quizá porque yo había madurado un poco y me daba cuenta de que su decisión de seguir bebiendo no es asunto mío, y de que, de todos modos, quiero un montón a ese tipo. Tenemos mucho en común y posee un corazón de oro, y lo mejor de todo es que nos hacemos reír. Así que ahora aguardo con ganas la oportunidad de pasar más tiempo con él cuando nuestros caminos se vuelvan a cruzar. Era verano por allí abajo, y yo me estaba poniendo moreno y robus­ to, mientras sabía que en Ohio andaban metidos en lo más crudo del invierno y aislados por las nieves. En un principio habíamos proyectado encontrarnos en Hawaii, que es donde nació Melia, durante nuestro si­ guiente descanso, pero habíamos abandonado la idea debido a que los viajes resultarían tan enrevesados que, para cuando llegáramos todos allí y nos recuperáramos de nuestros respectivos jet lags, sería hora de partir de nuevo. Así que entonces volvía a Columbus para estar diez días. Du­ rante las siguientes veinticuatro horas, volé de una temperatura perfecta de treinta grados a otra de cinco bajo cero con ventiscas. De hecho, en­ tramos en Columbus por los pelos a causa del tiempo tan terrible que hacía. Mientras rodábamos por la pista de aterrizaje, vi cómo le descongelaban las alas a otro avión que se estaba preparando para el despegue y recé una silenciosa oración para mí. También me comprometí a parar con todo ese deambular. Nada más comenzar las vacaciones me puse enfermo; el cambio de clima fue muy drástico, y se trataba de la primera vez que vivía en mis propias carnes un invierno en Ohio. No podía dar crédito a lo duro que era. Eso, unido al hecho de que le tengo fobia a la calefacción eléctrica y

que prefiero con mucho los radiadores, me dejó sintiéndome muy flojo y vulnerable físicamente. Aparte de todo eso, sin embargo, era genial pasar un tiempo con las niñas de nuevo, aunque fuera metido en casa la ma­ yor parte del tiempo por el frío. Ellas estaban entusiasmadas de verme también, y tuvieron sus buenas peleas para ver quién se sentaba a mi lado en las comidas. Me encantaba, y lo necesitaba además. Estar fuera en la carretera durante muchos meses seguidos sin recibir ningún afecto directo por parte de otro ser humano estaba teniendo un efecto muy perjudicial en mi psique, y a menudo acababa quedándome aislado en mi habitación. El contraste entre la habitación de hotel vacía y la multitud rugiente del auditorio puede ser otra fuente de gran confusión emocional, pero, por el momento, ese mundo podía esperar: de nuevo estaba a salvo con los que amaba. Retomamos el hilo en Dallas, y me animé al pensar que se trataba del último tramo: sólo un mes más y la gira habría terminado. No es que hubiera sido un suplicio; de hecho, había resultado un tremendo éxito a todos los niveles. Había disfrutado por completo de la música y de la compañía, pero tantos viajes me habían puesto a prueba como nunca habría imaginado. Cuando Peter Jackson y yo planeamos esta aventura, allá por el año 2005, parecía algo muy sencillo, yo ya me sentía bastante de vuelta de todo, pero tras sólo dos meses en Europa me empecé a dar cuenta de en qué me había metido. De Texas seguimos a California, y viajamos a muchos conciertos por la Costa Oeste adoptando como base Los Angeles. Yo había estado espe­ rando con ganas esta parte de la gira, porque planeaba traer a las niñas para que tuvieran unos cuantos días de la luz solar que tanta falta les hacía, y además me daría la ocasión de ir a ver a un par de viejos amigos. Nigel Carroll aún trabaja para mí, y tiene dos hijos, ya adultos ahora. Son dos chicos con unas enormes dotes artísticas y un montón de talento, que se han convertido en dos jóvenes excelentes, y yo sé que él está muy orgu­ lloso de ellos. Le había pedido a Nigel que localizara además a Stephen Bishop, quien había sido un buen amigo durante los setenta y a quien considero uno de los grandes cantautores. Me sentía obligado a buscar­ lo, puesto que a medida que me hago mayor, pienso mucho sobre los amigos a los que ya no veo, y me preocupa el hecho de que nos hayamos distanciado tanto. En el caso de Stephen, todo resultó sencillo. Cuando nos reunimos fue como si el tiempo hubiera estado detenido, y reempren­ dimos las cosas donde las habíamos dejado. Así que durante dos semanas

más o menos, la gira llegó a un terreno cálido; la familia vino, me rodeaban viejos amigos y la vida era buena. Hasta que, claro, nos fuimos al norte. Al final de cada etapa del tour hasta ese momento, nos habíamos mostrado de acuerdo en que nos había sobrado la última semana. En el caso de la última parte, esa cifra se dobló. Hacía más frío, los hoteles eran más ruidosos y yo estaba perdiendo la resistencia. La cantidad de plani­ ficación y de estrategia diaria en juego con vistas a asegurar que tuviera suficiente energía para el bolo nocturno empezaba a resultar ridicula. A esas alturas se hizo absolutamente necesario que dispusiera de una hora de siesta al mediodía y, a fin de conseguir dormir esa hora, tenía que crear tres de vacío; algo no tan sencillo como podría parecer. Empezábamos a viajar mucho en los días de concierto, y eso me dejaba rendido. En resu­ men, se me estaba haciendo realmente duro. A mitad de esta etapa de la gira, otro asunto que había exigido más esfuerzo por parte de todos no­ sotros fue la marcha de Derek Trucks para cumplir con un compromiso anterior con los Allman Brothers. Todos sabíamos que eso iba a ocurrir, y no había nada que pudiéramos hacer al respecto, pero nos costó verlo ir. Habíamos hecho un largo camino juntos a lo largo de ese año, y él había modificado e influido en el modo en que tocábamos. Por suerte su ausencia no fue tan problemática en lo tocante a la música como habíamos pen­ sado. De hecho, Doyle y yo disfrutamos de verdad tocando más directa­ mente el uno con el otro. Aunque en términos de pura energía, eso me estaba exprimiendo de una manera inconcebible, y parecía añadir más peso al plomo que sentía en mis piernas. En Canadá, fui a visitar a mi hermanastra Cheryl y a su familia. No nos vemos muy a menudo, y yo no estaba en la mejor disposición para hacer visitas, además de que nos marchábamos nada más acabar el con­ cierto, así que tampoco había mucho tiempo. Lo mismo había ocurrido con mi otra hermanastra, Heather, el año anterior en Toronto, y me di cuenta de que los tiempos habían cambiado. Antaño habría encontrado un hueco para acercarme la víspera o el día de después del concierto, pero ahora debía descansar en cuanto encontraba la oportunidad. Para cuando llegamos a Fargo, en Dakota del Norte, el día de mi cumpleaños, estaba exhausto, y también harto, pero Melia y las niñas vinieron a hacerme una visita y eso fue decisivo para que recuperara el equilibrio. Celebramos una gran fiesta antes del bolo, y recibí algunos regalos maravillosos de la banda y del equipo. Encontraba muy emocionante tenerlos reunidos a todos en la misma habitación, y cuando intenté dirigir unas palabras para

dar las gracias, sentí que me ahogaba. Tengo la convicción de que ese equipo de técnicos y gestores, desde los montadores hasta los cerebritos informáticos, son los mejores en el negocio. Llevan conmigo desde siempre, y pocas veces les he dado el suficiente crédito. Curiosamente, el único regalo del que me acuerdo es un par de terribles Crocks rosas (unas san­ dalias de caucho con agujeros) que me habían traído Michele y Sharon. Gracias por acordaros, chicas. La última semana fue una pesadilla. No conseguía dormir más que unas tres horas por noche, y en Kansas City, en el transcurso de una es­ tancia de tres días, cambié de hotel cuatro veces. El ruido era inaudito. O había obras fuera, o un estruendoso ascensor se movía dentro, o la gente arrojaba las cosas por las habitaciones. Estaba hecho pedazos. Lo único que lo hacía soportable era la música que tocaríamos por la noche, que resultaba sin excepción brillante. Aun así, estaba rezando para que se ter­ minara el tour, y contando los minutos. En la recta final, sin embargo, todos los bolos fueron memorables. La única cosa que nos podía hacer perder los nervios, al menos a mí, era una mala acústica, y al parecer ha­ bíamos dejado ya esos sitios detrás de nosotros. Por fortuna, el último concierto en Columbus resultó genial. Tenía que ser así, puesto que toda mi familia estadounidense se encontraba allí. Se dijeron cortos adioses, aunque sabíamos que, excepto en el caso de Steve Jordán, todos nos volveríamos a reunir en julio en Chicago para el siguiente Crossroads Guitar Festival. Respecto de Jordán, iba a verlo en un par de semanas en una velada homenaje en memoria de Ahmet Ertegun, que iba a celebrarse en Nueva York, y de la que él sería el director musical. Todavía estaba nevando en Columbus, lo que me dio la opor­ tunidad de sentarme a ensayar las canciones que quería tocar para Ahmet. A él siempre le había encantado el tema «Please Send Me Someone to Love» de Percy Mayfield, y en los viejos»malos tiempos, cuando nos em­ borrachábamos juntos, me solía cantar los primeros versos de la canción con un brillo en los ojos: «Heaven, please send, to all manking, understanding and peace of mind. But if it s not asking too much, please send me someone to love» [Dios mío, por favor envíale a toda la humanidad comprensión y calma de espíritu. Pero, si no es pedir demasiado, por favor, a mí envíame alguien a quien amar]. Creo que para él esa canción resu­ mía la simple ironía que tantas veces encarna el blues. Nunca me presionó para que la grabara. Simplemente le encantaba cantármela con esa voz cas­ cada de viejo que tenía, y es el recuerdo más grato que guardo de él. El

otro tema que toqué, «Drinkin Wine Spo-Dee-O-Dee», según parece fue el primer disco que salió oficialmente con la etiqueta Atlantic. El tiempo pasaba con lentitud en Ohio y, mientras ensayaba las can­ ciones de Ahmet, veía el cricket en televisión. Por increíble que parezca, mi hermano político, Steve, se las había apañado para conseguir el Mundial de cricket por el cable, y ésa se convirtió en mi droga durante las dos se­ manas siguientes. También me ayudó con mis ansias de Inglaterra y el hogar, al darme algo con lo que identificarme hasta que viajáramos de una vez para allí. Amaba nuestra casa en Columbus, y la familia es una pan­ dilla magnífica, pero sentía un& gran añoranza de Inglaterra y, con un bolo aún por hacer, me parecía estar en el limbo. Me costaba además creerme que la gira hubiera terminado por fin, y entré en una especie de decaimien­ to. Siempre ocurre lo mismo, aunque mi experiencia a lo largo de los años me ha ayudado a prepararme para eso, y sé cómo manejarlo. No obstante, estoy seguro de que mi familia y amigos lo encuentran muy desconcer­ tante. Llevaba siglos deseando llegar al final y, cuando aquello por fin se hacía realidad, estaba deprimido. Parece completamente irrazonable, y puede ser malinterpretado con facilidad, pero es, según mi experiencia, casi inevitable. Forma parte del proceso, y siempre pasa, pero requiere mucha paciencia y compresión de todas las personas de mi entorno. La velada homenaje a Ahmet iba a celebrarse en Nueva York dentro del programa de Jazz del Lincoln Center. Yo había tocado allí en 2003 con Wynton Marsalis, que había contribuido a fundar ese programa, y en mi opinión se trataba del sitio perfecto. Como al mismo tiempo la familia se mudaba, el plan era detenerse en NYC para el tributo, dejando tiempo para los ensayos y para hacer turismo, y luego seguir viaje al día siguien­ te. No hay vuelos directos desde Columbus hasta Londres, y con las gran­ des posibilidades de que te pierdan el equipaje y el cansancio natural del avión, se ha convertido en algo habitual en nosotros partir el viaje por la mitad pasando una noche en Manhattan. Además eso me da la oportu­ nidad de visitar a algunos amigos e ir de tiendas y, por supuesto, a las niñas les encanta jugar en Central Park. Por desgracia, el tiempo en esa ocasión se puso muy desagradable, y una lluvia torrencial nos mantuvo encerra­ dos en nuestra habitación, igual que había hecho la nieve en Ohio. Des­ pués de tantas habitaciones de hotel y de tanto mal tiempo, estaba mu­ riéndome por un poco de aire fresco y de vida al aire libre, pero tendríamos que esperar unos cuantos días más. El festival por Ahmet resultó un gran éxito, bien organizado y muy

concurrido. La velada fue confiada principalmente a oradores como Henry Kissinger, Oscar de la Renta, David Geffen y Mick Jagger, que hablaron con afecto y elocuencia. Ben E. King, Phil Collins, Stevie Nicks, Crosby, Stills, Nash, and Young, Bette Midler y yo mismo pusimos la músi­ ca. Melia estaba conmigo, y pensé que era estupendo que tuviera la opor­ tunidad de ver cuánto había significado ese hombre para todos nosotros. Mick estuvo tremendamente divertido y contó historias muy buenas lla­ mando a Ahmet su «tío perverso». Pero por divertido y conmovedor que fuera, yo aún sentía que si Ahmet hubiera estado presente en carne y hueso habría dicho algo como «salgamos de aquí en busca de algo jodidamente auténtico». Después del espectáculo, Melia y yo estuvimos unos minutos en la fiesta subsiguiente y allí encontramos a Robbie Robertson. Estar con él siempre resulta muy divertido, y ese mismo día habíamos estado escuchan­ do música que habíamos empezado a componer en los noventa y a la que pretendíamos dar los toques finales. Yo había querido colaborar con Robbie desde siempre. Tiene mucho oído y unas grandes dotes para escribir, y esperaba que tal vez al ese encuentro nos llevaría a trabajar más juntos. Estaba escrito que no sería así, pero ésa es otra historia. La razón que te­ níamos para juntarnos (rendir tributo a un hombre asombroso) había dado lugar a un gran evento, y fue extraordinario ver a gente tan dispar en la que había hecho mella reunida sobre el mismo escenario durante unas horas. Una despedida perfecta para un hombre excepcional. Al día siguiente nos subimos al avión y volamos a casa; todos estábamos excitados, y yo personalmente me moría de ganas de estrellarme contra el viejo sofá del salón y dar una cabezada. Había comprobado en el or­ denador el tiempo que hacía y, mientras en el resto del mundo sólo pa­ recía haber nieve, lluvias o tormentas, Inglaterra estaba disfrutando de una primavera cálida y soleada. No hace falta decir que ya había planeado no hacer nada en absoluto o, al menos, intentarlo e ir de pesca el primer sábado tras nuestro regreso. Es lo que llevaba soñando todo el año. El viaje fue llevadero y tranquilo, las niñas durmieron durante todo el vuelo, no hubo equipajes perdidos y Cedric y Cecil estaban allí para recogernos y conducirnos a casa. Hay algo en el camino a nuestra casa en Surrey que no deja de emo­ cionarme. Estoy seguro de que todo el mundo se siente de la misma manera cuando vuelve al hogar después de un largo viaje, pero esto resulta de verdad especial. El último kilómetro es espectacular; atraviesa las pre­

ciosas colinas de Surrey y al final desemboca en un corto paseo flanqueado por altos arbustos de rododendro antes de que aparezca la casa. Es indu­ dable que el edificio resulta imponente por sí solo, aunque no de un modo intimidante. Sencillamente, parece tener una personalidad propia, así que te da la bienvenida, incluso cuando está vacío. Eso es justo lo que ocurrió ese día. Cruzamos por la puerta, y fue como si se nos quitara un gran peso de encima, como si la casa dijera: «Ha llegado la hora del descanso». Annie, nuestra niñera inglesa, se puso a preparar la cena, Melia y las niñas se dirigieron al cuarto de juegós para redescubrir los juguetes y yo me fui arriba para desempacar a toda prisa e intentar desesperadamente dejar la carretera y sus numerosas obligaciones detrás de mí. Me hace muy feliz que mi familia disfrute en Hurtwood tanto como yo. En el sentido físico, proporciona los cimientos para nuestra vida en común. Sé que somos capaces de encontrar la felicidad en cualquier si­ tio donde estemos, pero este lugar parece tener un significado especial para todos nosotros, y ojalá siempre sea así. No tengo intención de ir a nin­ guna parte durante un tiempo y estoy deseando que mi vida doméstica vuelva a rutinas como pasear por las lomas, dar de comer al cerdo Gordon o, simplemente, holgazanear por ahí. Hace ya muchos años que me propongo retirarme, una y otra vez prometo dejar la carretera para quedarme definitivamente en casa y lle­ gará el día en que por una razón u otra me vea obligado a hacerlo, mas por ahora dejaré la puerta abierta y tal vez así resulte más fácil que per­ manezca dentro; es una especie de disuasión a la inversa, ¿pero quién sabe? Lo único seguro en este instante es que no quiero ir a ningún sitio, y eso ya es algo para alguien que antes corría sin parar.

EPÍLOGO

L

os últimos diez años han sido los mejores de mi vida. Han estado llenos de amor y de una profunda sensación de dicha, no tanto por lo que me parece haber logrado cuanto por lo que me ha sido otorgado. Ten­ go una familia que me quiere, un pasado del que ya no estoy avergon­ zado y un futuro que promete abundancia de amor y risa. Me siento muy afortunado al decir esto pues soy consciente de que, para mucha gen­ te, acercarse a la vejez representa el final de todas las cosas placenteras, la aparición gradual de los achaques o la senilidad y el lamento por una vida no realizada. Tal vez acabaré cayendo en las garras del miedo du­ rante mis años finales, pero ahora m ism o soy muy feliz, y ése es el sen­ timiento que predomina en mi vida. Los únicos instantes en los que crece mi descontento llegan cuando estoy trabajando y siento que no consi­ go estar a la altura de las expectativas, a m enudo porque estoy enfer­ mo o agotado. Ése es el perfeccionista que llevo dentro y que siem ­ pre ha estado ahí. Si tengo dudas reales sobre el futuro, es por mis hijas. Me apena pensar que pueden perder a su padre cuando aún son jóvenes. Escribo esto con sesenta y dos años, llevo veinte años sobrio y estoy más ocupado que nunca. He finalizado una gran gira mundial y, aunque tantos viajes a veces resulten agotadores, me gusta el ajetreo. Estoy prác­ ticamente sordo, pero me niego a llevar audífono porque me gusta el sonido natural de las cosas aun cuando apenas puedo oírlas. Soy perezo­ so, me resisto a hacer ejercicio y a consecuencia de esto mi forma física es deplorable. Soy un cascarrabias de los pies a la cabeza y estoy orgullo­ so de ello. Ahora sé quién soy, y también que, si en un momento dado no pasa gran cosa, emprenderé algo, no por aburrimiento sino porque necesito el movimiento. Soy rítmico por naturaleza. Eso no quiere decir que no

sepa relajarme. Nada me gusta más que no hacer nada, pero después de un rato necesito ponerme en marcha de nuevo. Estamos en el año 2007, y este verano volveré a echar una mano para montar otra edición del Crossroads Guitar Festival, algo que estoy espe­ rando con ganas. Van a venir a tocar algunos grandes músicos, y a medida que pasa el tiempo valoro cada vez más la oportunidad de oírlos. Gracias a Dios quedan muchos aún por ahí. Durante esta gira, por ejemplo, he tocado con Doyle Bramhall y Derek Trucks, dos guitarristas excelentes, dos pruebas de que lo auténtico sigue vivo y coleando. Tocar con ellos me mantiene joven y me empuja a superar mis limitaciones habituales. Mi familia sigue proporcionándome satisfacciones y felicidad día tras día y, si no fuera un alcohólico, diría encantado que es la gran prioridad en mi vida. Pero eso es imposible porque sé que lo perdería todo si no colocara la abstinencia en lo alto de la lista. Sigo acudiendo a las reunio­ nes de doce pasos y permanezco en contacto con tanta gente de rehabi­ litación como me es posible. Mantenerme sobrio y ayudar a los demás a alcanzar ese estado siempre será el propósito principal de mi vida. Pero mantengamos los pies en el suelo. He estado en la carretera casi toda mi vida y, al final de cada gira, siempre juro que será la última. Nada ha cambiado al respecto. «Es una vida condenadamente imposible», como dijo una vez mi amigo Robbie Robertson, y este último tour, por estupen­ do que haya resultado en lo musical, también me ha pasado factura. Ahora me resulta imposible dormir bien lejos de casa, los hoteles ya no son lo que eran y añoro muchísimo a mi familia. Además padezco dolor de es­ palda, problemas digestivos y otras dolencias físicas que en mi juventud no tenía. Todas estas cosas se acumulan, y subirme al escenario indispuesto representa el peor de los panoramas posibles. Así que, por mucho que me guste tocar, creo que me he despedido de las giras a gran escala. Trabaja­ ré mientras viva, pero tendré que encontrar fórmulas menos arduas. Mirando atrás, mi travesía me ha acercado a varios de los grandes maestros de mi profesión, y todos ellos dedicaron tiempo a enseñarme una porción de su arte aun cuando no fueran conscientes de ello. Entre los grandes intérpretes a quienes he tratado, la relación tal vez más enriquecedora ha sido con Buddy Guy. En todos los años transcurridos desde que lo conozco nunca ha cambiado, y siempre hemos sido grandes amigos. En lo musical, por ejemplo, fue él quien me mostró el camino. La mez­ cla de energía y elegancia que caracteriza a su estilo es sin duda única y ha permitido que muchos músicos de rock se acerquen al blues sin inhi-

bidones. En otras palabras, toca con libertad, desde el corazón, sin admitir ningún límite. No llegué a conocer bien a Stevie Ray Vaughan. Tocamos juntos sólo en un par de ocasiones, pero eso bastó para que lo relacionara con Jimi Hendrix en lo que se refiere al compromiso. Siempre tocaban con toda su alma, como si la vida les fuera en ello, y ambos mostraban un grado de devoción idéntico por su arte. Cuando escuché a Stevie durante su último concierto en la Tierra, la experiencia fue de una intensidad casi insoportable y me provocó la sensación de que nada podía ya añadirse. Lo había dicho todo. Su hermano Jimie es uno de mis mejores amigos y, a mi parecer, se encuentra en la misma categoría que Buddy; sin igual en cuanto al estilo y libre como el viento. Hemos sido compañeros y cola­ boradores desde los sesenta y, aparte de las deudas musicales, debo agra­ decerle que me haya introducido en la cultura de los coches personalizados. Tengo tres, todos hechos de encargo por Roy Brizio, y dos más están en camino. Robert Cray es otro amigo que cuenta también con mi inequí­ voca admiración. Su modo de cantar siempre me ha recordado a Bobby Bland, pero su estilo a la guitarra es completamente original, aunque si conoces bien la historia del blues puedes escuchar prácticamente a todo el mundo cuando toca. Hay muchísimos músicos a los que he admira­ do e imitado, desde John Lee Hooker a Hubert Sumlin, pero el auténtico rey es B. B. Sin duda se trata del artista más importante que haya dado el blues, y además el hombre más humilde y genuino que imaginarse pueda. En cuanto a grandeza o categoría, creo que si Robert Johnson llegó a reen­ carnarse, lo hizo seguramente en B.B. King. Merecería la pena investigar las fechas correspondientes para ver si existe al menos una remota posibilidad. Estoy hablando de los héroes, de los músicos que me han impresio­ nado, y debería poner a Little Walter casi en lo alto de la lista. Tocaba la armónica con Muddy Waters en los primeros tiempos, antes de lanzarse en solitario, y ha sido el maestro del instrumento. Además era uno de los cantantes más conmovedores que jamás haya oído. También lamento no haber tenido nunca la fortuna de tocar con Ray Charles. En mi opinión es el mejor cantante de todos los tiempos, y además era un gran cantante de blues. El blues es una música nacida del encuentro entre el folclore africano y el europeo en el delta del Misisipi cuando los negros eran aún esclavos. Posee su propia escala, su propio lenguaje, sus leyes y sus tradiciones. A mi modo de ver, supone una celebración del triunfo sobre la adversidad; está cargado de humor, de dobles sentidos y

de ironía, y muy raras veces, si es que hay alguna, resulta deprimente es­ cucharlo. Puede ser, y normalmente llega a serlo, la música más estimu­ lante a disposición de nuestros oídos. Ray Charles tomó esa esencia y la inyectó en todos los estilos de música que interpretó, desde el góspel al jazz, desde el rhythm and blues al country. Fuera cual fuese el momento o el formato, él siempre cantaba blues. Tuve el privilegio de participar en un disco suyo durante los ochenta, pero cuando añadí mi parte él no se hallaba en el estudio. Me habría encantado sentarme en una habitación para acompañarlo mientras cantaba y tocaba, haber tenido tan sólo esa experiencia. Hasta ahora no he mencionado a Muddy Waters porque él representó para mí algo mucho más esencial. Fue el primer bluesman realmente gran­ de a quien conocí y con quien toqué, el primero que me animó con cons­ tante amabilidad. Mucho antes de que nos encontráramos, ya era el más poderoso de todos los intérpretes modernos de blues que había oído en disco, y la fuerza de su personalidad como músico tuvo un profundo efecto en mí, un joven alumno que lo escuchaba buscando su propio camino. Más tarde, hasta el día en que murió, se convirtió en parte de mi vida, hizo giras conmigo, me aconsejó y en general actuó como la figura paterna que nunca tuve. Incluso estuve con Roger en su boda, cuando se casó con Marva, su última esposa. Hacia el final de nuestros días juntos, Muddy empezó a hablarme con gravedad sobre el legado del blues y me nombró su hijo adoptivo; yo le aseguré que daría lo mejor de mí para honrar esa responsabilidad. Fue una confianza casi abrumadora para asumirla del todo, pero sus palabras me comprometían y, por mucho que estas cosas se desprecien burlonamen­ te en la actualidad, estoy absolutamente convencido de que hablaba en serio. Si de algo me arrepiento en mi vida es de no haber podido soste­ ner una relación más íntima con él durante los años que pasamos juntos, que coincidieron con la fase más aguda de mi alcoholismo. La bebida siempre iba primero en aquellos días. Resultó también muy esclarecedor, muchos años después de la muerte de Muddy, leer una entrevista que hizo siendo aún muy joven en la que nombraba a Leroy Carr como su primera influencia importante. Yo siempre había visto a Leroy Carr del mismo modo, pero nunca había encontrado a nadie que compartiera esa idea. A mí la conexión me pareció lógica y confirmó mi pertenencia al preciado grupo que podríamos denominar «familia del blues». Aparte de en casa con mis niñas, no hay otro sitio en el que prefiera estar.

Los músicos con los que he tenido el honor y el placer de actuar a lo largo de los años, tanto sobre el escenario como en estudios, son dema­ siado numerosos para mencionarlos aquí, pero todos son inolvidables por un motivo u otro. Casi todos ellos también han sido en cierto modo fi* lósofos. Se diría que existe entre la mayoría de los intérpretes el recono­ cim iento im plícito de que tenemos una cierta responsabilidad como maestros o curanderos y, aunque cada uno honra ese compromiso a su manera, sin duda es algo de lo que todos somos conscientes. En cuanto a mí, si he tratado de evitar cualquier comentario social o político en mis composiciones (salvo bajo la forma de vagas sugerencias) es sencillamente porque no quiero criar moho, no quiero que se me asocie con ningún m ovim iento que desvirtúe mi misión com o músico de blues o com o músico en general. Siempre he creído que la música es de por sí un ins­ trumento suficientemente poderoso para provocar cambios, y que a ve­ ces las palabras o los programas actúan como interferencias. La escena musical que contemplo ahora apenas se diferencia de aquélla en la que crecí. Los porcentajes siguen siendo aproximadamente los mis­ mos: un noventa y cinco por ciento de basura y un cinco de joyas. Los sistemas de marketing y distribución, sin embargo, están experimentan­ do una convulsión: me parece poco probable que alguna de las actuales compañías de discos siga en el negocio al final de esta década. Con todo mi respeto para los afectados, ello no constituirá una gran pérdida. La música siempre encontrará un modo de llegar a nosotros con o sin nego­ cios, política, religión o cualquier otra boñiga adherida. La música sobre­ vive a todo y, como Dios, siempre está presente en el mundo. N o nece­ sita ayuda y nada la estorba. Siempre me ha encontrado, y con la bendición y el permiso del Señor, siempre lo hará.

AGRADECIMIENTOS »

uiero expresar mi agradecimiento a Christopher Simón Sykes y Ri, chard Steele por la ayuda prestada en la elaboración de este libro y, muy especialmente, a Nici por la laboriosa transcripción del manuscrito.

Q

POR PRIMERA VEZ TODOS LOS GRANDES ÉX1TOS de ERIC CLAPTON EN UN DOBLE CD JUNTOS EN UN MiSMO ALBUM 36 TEMAS MITICOS: I FEEL FREE (CREAM) * SUNSHINE OF YOUfi LOVE (CREAM) * WHITE MQM (CREAM)

CROSSROADS {CREAM) * BADGE (CREAM! * PRESENCE OF THE LORD (BLIND FAITH) AFTER MIDNIGHT * LET. IT RAIN * BELL BOTTOM BUIES * LAYLA * LET IT GROW I SHOT THE SHERIFF * KNOCKIN' ON HEAVES DOOR * HELLO OLD FRIENO - COCAINE LAY DOWN SALLY * WONDERFUL TONIGHT * PROMISES • I CAN’T STAND IT rm GOT A BOCK W ROLL HEART * SHE’S WAITING - FOREVER-MAN ITS IN THE WAY THAT YOU USE IT * MISS YOU * PRETENOING * BAD LOVE TEARS IN HEAVEN * LAYLA Unplugged * RUNNING ON FAITH Unplugged MOTHERLESS CHILD * CHANGE THE WORLD * MY FATHER’S EYES * RIDING WITH THE KING SWEET HOME CHICAGO • IF I HAD POSSESSION OVER JUDGEMENT • RIDE THE RIVER U NJVr^SAli

WABNE8 MUSiC

Traducción de Ezequiel Martínez 9 788496 879140

«En mi comportamiento observo una pauta que se ha mantenido durante años, décadas incluso: ías opciones equivocadas eran mi especialidad, y cuando algo digno o decente se cruzaba en mi camino, siempre lo esqui­ vaba o corría en la dirección contraria.» Más que una celebridad déí rock, Eríc Clap­ ton es uno de los grandes iconos de la música contemporánea. Bien conocido por su reserva en un medio donde imperan la ostentación, la extravagancia y el pasteleo, ahora nos ofrece la esperada crónica de su notable trayectoria personal y profesional. Nacido en 1945, Clapton nunca conoció a su padre, fue criado por sus abuelos y hasta los nueve años creyó que su madre era su hermana. Desde muy joven buscó consuelo en la guitarra y gracias a su inmenso talento llegó a adquirir en los clubs británicos un prestigio de proporciones casi míticas píasmado en la frase «Clapton es Dios» que sus más devotos seguidores escribían sobre los muros del metro londinense, La irrupción de Cream en la escena musícalde los sesenta lo convirtió en una gran estrella a escala mundial, mas los conflictos entre sus com­ ponentes desgarraron el grupo en apenas dos años. Su' paso por bandas como Blind Faith o Derek and the Dominos sería igual­ mente breve, pero nos dejó algunas de las canciones más extraordinarias y duraderas* de la época, entre ellas la inolvidable «Layla». A finales de la década colaboró a menudo con Jimi Hendrix, Bob Dylan, los Rolling Stones o los Beatles, y en particular con su buen amigo George Harrison, de cuya mujer, Pattie Boyd, se enamoró en un arrebato pasional inicialmente no correspondido que lo llevaría a la desesperación y la heroína.

A principios de ios setenta logró superar su adicción y grabó 461 Ocean Bouievard, álbum memorable donde destaca una mag­ nética versión de “ I Shot the Sheriff” . El disco siguiente, Slowhand, fue otro gran éxito que incluía “Wonderful Tonighf\ una conmovedora canción de amor dedicada a Pattie, la mujer con quien finalmente se casaría en 1979. Pero Clapton había susti­ tuido la heroína con el alcohol y su vida se precipitó por una caótica pendiente que acabaría arruinando tanto su música como su matrimonio. En los ochenta, sin embargo, haría frente a sus demonios e iniciaría una larga batalla contra el alcoholismo. Es entonces, aún no concluido el lento proceso de recuperación, cuando recibe el golpe más devastador: Conor, su hijo de cuatro años, muere a causa de un absurdo accidente que lo conducirá de nuevo a buscar refugio en la música. El resultado es «Tears in Heaven», una compo­ sición de lacerante belleza. Eric Clapton despliega en este libro su ás­ pero humor y su agudo talento para ajustarle las cuentas a su propio mito y evocar con rara franqueza los episodios más significa­ tivos de su ya largo viaje por los escenarios más luminosos, pero también más oscuros, de la música popular contemporánea.

Related Documents


More Documents from "maxalves77"