Francisco Suarez - Las Leyes - Libro V - Espanhol

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TRATADO DE LAS LEYES Y DE DIOS LEGISLADOR POR

FRANCISCO SUAREZ, S . I.

IMPRIMÍ POTEST: LUIS GONZÁLEZ HERNÁNDEZ, S. I.

Praepositus Prov. Tolet. Matriti, 3 Iulio 1967

NIHIL OBSTAT: DR. FRANCISCO LODOS VILLARINO, S. I.

Matriti, 6 Iulio 1967

IMPRIMATUR: f ÁNGEL, Obispo Auxiliar y Vicario General Matriti, 6 Iulio 1967

INSTITUTO DE ESTUDIOS POLÍTICOS SECCIÓN DE TEÓLOGOS JURISTAS

II

TRATADO DE LAS LEYES Y DE DIOS LEGISLADOR EN DIEZ LIBROS POR

FRANCISCO SUAREZ, S. I. Reproducción anastática de la edición príncipe de Coimbra 1612 Versión Española por JOSÉ RAMÓN EGUILLOR MUNIOZGUREN, S. 1.

Volumen III (Libro V) MADRID 1968

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ÍNDICE DE LOS CAPÍTULOS DEL LIBRO QUINTO Cap. Cap. Cap. Cap.

I.—Distintas leyes humanas. II.—La ley odiosa y la favorable, y sus variedades. III.—¿Obligan en conciencia las leyes penales a los actos que mandan a las inmediatas? IV.—¿Se dan o pueden darse leyes penales que no obliguen en conciencia sino únicamente bajo pena sin lugar a culpa? Cap. V.—¿Puede la ley humana penal obligar en conciencia a pagar o ejecutar y cumplir la pena antes de que el juez dé sentencia y la ejecute? Cap. VI.—¿Cuándo las leyes penales contienen una sentencia por fulminar y no fulminada, y por tanto no obligan en conciencia a la pena antes de la sentencia del juez? Cap. VII.—¿Cuándo las leyes que imponen pena de sentencia fulminada obligan en conciencia a ejecutar antes de la sentencia del juez una pena que consiste en una acción? Cap. VIII.—Una ley que impone una pena privativa por el hecho mismo ¿cuándo obliga en conciencia a la ejecución antes de la sentencia? Cap. IX.—Cuando la ejecución de una pena privativa no requiere acción ¿qué obligación en conciencia surge de una ley que la impone por el hecho mismo? Cap. X.—¿Toda ley penal obliga al reo a la ejecución de la pena al menos después de la sentencia del juez? Cap. XI.—¿Obliga la ley penal al juez a imponer la pena que en ella se prescribe? Cap. XII.—La ignorancia de la pena de la ley ¿excusa de ella? Cap. XIII.—Las leyes tributarias ¿son puramente penales? Cap. XIV.—Poder necesario para que una ley tributaria sea justa. Cap. XV.—Razón y causa final necesaria para que el tributo sea justo. Cap. XVI.—Forma y materia de las leyes tributarias. Cap. XVII.—Para que el tributo sea justo ¿se requiere alguna otra condición y sobre todo el consentimiento de los subditos? Cap. XVIII.—Las leyes tributarias ¿obligan en conciencia a su pago aunque no se pidan? Cap. XIX.—Las leyes humanas que invalidan los contratos ¿son penales o gravosas? Cap. XX.—Las leyes invalidantes ¿prohiben esos actos en conciencia? Cap. XXI.—Maneras de quedar impedida la invalidación de un acto mandado por la ley. Cap. XXII.—¿Puede impedirse de alguna manera que las leyes que son invalidantes por derecho mismo anulen el acto? Cap. XXIII.—En las leyes que invalidan el acto por el hecho mismo y antes de toda sentencia ¿hay lugar a la epiqueya? Cap. XXIV.—La ley invalidante ¿se ve a veces privada de su efecto por estar basada en presunción? Cap. XXV.—¿Toda ley que pura y sencillamente prohibe un acto, por ello mismo lo invalida, de forma que todo acto contrario a la ley prohibitiva sea nulo? Cap. XXVI.—¿Cuáles son las palabras o maneras como una ley prohibitiva anula el acto? Cap. XXVII.—Sola la prohibición, por su propia virtud y naturaleza ¿invalida alguna vez el acto sin la ayuda de otra ley humana? Cap. XXVIII.—En virtud del derecho común civil ¿todo acto contrario a una ley prohibitiva es inválido por el derecho mismo? Cap. XXIX.—Los actos contrarios a las leyes canónicas puramente prohibitivas ¿son inválidos por el derecho mismo? Cap. XXX.—En los reinos no sujetos al imperio, los contratos humanos contrarios a leyes civiles puramente prohibitivas ¿son inválidos por el derecho mismo? Cap. XXXI.—Las leyes que dan forma a los actos humanos ¿anulan siempre los que se hacen sin tal forma aunque la ley no añada cláusula invalidante? Cap. XXXII.—Manera como impiden la validez del acto las leyes que dan forma a los actos y que añaden cláusula invalidante. Cap. XXXIII.—¿Cuándo las leyes invalidantes comienzan a producir el efecto de la invalidación? Cap. XXXIV.—Las leyes punitivas ¿afectan también a os actos inválidos?

LIBRO V

DISTINTAS LEYES HUMANAS Y SOBRE TODO LAS ODIOSAS Hemos hablado hasta aquí de la ley humana en general, tanto de la civil como de la canónica. Pero como en ambos campos existen algunas leyes que, por su concepto o propiedades peculiares, necesitan una explicación particular pojrque tienen dificultades especiales, he creído que merecía la pena tratar de ellas en particular en este libro y en los dos siguientes. La doctrina de estos libros será común a las leyes civiles y canónicas porque en estos conceptos coinciden casi por igual; y si alguna vez se presenta algún punto particular que pertenezca al sector de alguna de esas dos leyes, será fácil tratarlo cuando se presente la ocasión. Pero dado que tanto las leyes civiles como las canónicas suelen dividirse en varios apartados que en su mayor parte sólo se distinguen en el nombre o a lo más en alguna diferencia accidental y material que nada interesa desde el punto de vista de la doctrina moral, me he propuesto poner ante la vista ahora al principio esas divisiones y los distintos nombres de las leyes de ambos campos y escoger de entre ellas aquellas de las cuales vamos a hablar en este libro y en los dos siguientes. CAPITULO PRIMERO DISTINTAS LEYES HUMANAS 1.

DISTINTAS DIVISIONES Y DENOMINACIO-

NES.—Los autores e intérpretes de ambos dere-

chos traen distintas divisiones o, mejor dicho, denominaciones de las leyes humanas: por ejemplo, en el derecho canónico GRACIANO siguiendo a SAN ISIDORO y a sus intérpretes; en el derecho civil, PAPINIANO, POMPONIO, JULIANO, ULPIANO, el emperador JUSTINIANO y sus intérpretes. De entre los teólogos trata largamente esta cuestión SAN ANTONINO y más brevemente SANTO TOMÁS. Siguiendo el método de éste, con solas algunas divisiones lo abarcaremos y explicaremos todo con mayor claridad y rapidez. 2.

PRIMERA DIVISIÓN DE LA LEY EN ESCRITA

Y NO ESCRITA.—SANTO TOMÁS divide la ley hu-

mana —en primer lugar— en derecho de gentes y civil o humano en su sentido más estricto. Por nuestra parte ya anteriormente hemos hablado del derecho de gentes, y así ahora dejamos esa división y suponemos que se trata de la ley positiva humana propiamente dicha tal como suele ser distinta y propia de cada uno de los pueblos, regiones o estados, o comunidades. Pues bien, esta ley puede dividirse —en primer lugar— en escrita y no escrita. A la primera se la suele llamar ley, porque, aunque las dos son verdaderas leyes, sin embargo el nombre de ley humana, dicho sin más, suele tomarse como sinónimo de ley escrita. Por eso SAN ISIDORO dice: Ley es una constitución escrita. A la segunda se la llama costumbre, y en cuanto a su sustancia y obligación es verdadera ley; pero como en su —llamémosla así— generación o

Cap. I. Algunas divisiones de las leyes humanas comienzo y en su fuerza reviste una modalidad especial, trataremos de ella en particular en el libro 7.° Ahora vamos a tratar de la ley escrita. Esta a veces recibe el nombre de la materia y de la manera como se escribió: así fueron famosas entre los romanos las leyes de las doce tablas, que tuvieron su origen en las diez que había habido entre los griegos y a las cuales los romanos añadieron dos, como se lee en el D I GESTO. También el Decálogo se escribió en dos tablas, aunque no recibió de ellas el nombre. Es esa una denominación accidental e interesa poco desde el punto de vista del concepto de ley. 3. CIÓN

SEGUNDA DIVISIÓN DE LA LEY CON RELA-

A LOS PRINCIPIOS, Y ESTO TANTO EN SENTIDO MATERIAL COMO FORMAL.—Las leyes humanas pueden dividirse —en segundo lugar— con relación a los principios de que proceden, y así las leyes canónicas se distinguen de las civiles, y en ambas se da esa misma distinción o subdivisión, unas veces —digámolo así— sólo materialmente, otras formalmente. Llamo material a la diferencia de principio cuando en los autores de las leyes sólo se tiene en cuenta la diferencia personal; y formal cuando se atiende a los cargos, a las formas de gobierno y de poder, por más que todo esto, en resumidas cuentas, casi resulta material en comparación con la obligación de las leyes mismas. De la primera manera suelen distinguirse, entre las leyes civiles, las leyes de Trismegisto, de Licurgo, de Solón, de Radamanto, de Minos, de Ceres y de otros, como se lee en SAN ISIDORO, en PLATÓN, en PLINIO y en ARISTÓTELES.

Más aún, a veces estas leyes reciben su nombre no sólo de los autores sino también de los compiladores, como acerca del derecho papiniano y flaviano se dice en el DIGESTO. ASÍ también se llaman las leyes hortensia, papia o juliana, y en el DIGESTO hay distintos títulos para la ley falcidia y otras. De la segunda manera se distinguen las leyes según las distintas formas de gobierno de los estados, sean simples o mixtas, y así en las leyes de Roma se distinguen las dadas por el pueblo, que se llaman plebiscitos, y las dadas por el senado, que se llaman senatusconsultos, y como el presidente del senado era un cónsul, a veces el nombre de éste se pone en el nombre mismo de la ley, como cuando se dice Según el senatusconsulto velleyano o macedoniano, etc. A esto puede también reducirse el derecho pretorio, que hacía el pretor y que se llama también honorario en el DIGESTO. Asimismo el lla-

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mado derecho tribunicio, porque lo hacían los tribunos, y así otros según el poder que se le había concedido a cada magistrado. En esto entran también las respuestas de los prudentes, es decir, de los jurisconsultos, las cuales tenían fuerza de ley cuando se añadía la autoridad del emperador o de la república, fuera previamente dándosela, fuera posteriormente aceptándolas en general: este derecho a veces se llama derecho civil por antonomasia. Las leyes que daban los emperadores se llaman constituciones de los Príncipes y pueden llamarse derecho imperial. Ahora ambas clases de leyes entran en el derecho civil general, el cual, cuando se le llama así sin más, suele tomarse por sinónimo de derecho romano, según se dice en las INSTITUCIONES; a él corresponde en cada reino el derecho real. 4. Esta variedad de nombres, sin embargo, aunque sirve para el conocimiento del derecho civil, pero es poco necesaria para conocer la diferencia formal de las distintas leyes, por más que sea aplicable, en su tanto, a las distintas comunidades según sus diversas formas de gobierno. También es aplicable a las leyes canónicas, pues las leyes pontificias son constituciones de Príncipes y a veces reciben sus nombres de sus autores, como las clementinas, etc.; las leyes episcopales pueden pasar por una especie de derecho pretorio u honorario; las leyes de los concilios por una especie de senatusconsultos. Pero las leyes canónicas no se puede decir que sean plebiscitos, porque el poder de dar leyes canónicas ni lo tiene el pueblo ni tuvo su origen en el pueblo. 5. DIVISIÓN DE LAS LEYES CON RELACIÓN A AQUELLOS PARA LOS CUALES SE DAN. Las le-

yes pueden dividirse —en tercer lugar— por parte de aquellos para los cuales se dan; y esto de dos maneras: o porque se dan para comunidades completamente distintas, o para partes de una misma comunidad que tienen funciones diferentes y que a su manera constituyen distintas comunidades más particulares. De la primera manera se distinguen las leyes de los egipcios, de los lacedemonios, de los atenienses, o de los griegos, longobarnos y romanos, como se observa en las. INSTITUCIONES. También ahora las leyes de España se distinguen de las de Francia, etc. De la segunda manera, dentro de un mismo reino o estado, las leyes se distinguen por ciudades, y dentro de una misma ciudad por comunidades particulares: así se distinguen el de-

Lib. V. Distintas leyes humanas recho municipal y el general, y los derechos municipales se dividen por la manera de ser y los nombres de las ciudades o comunidades. De esta manera se dividen también los derechos o leyes según la diferencia de los cargos o personas que sirven al bien común del estado: así dentro de un mismo estado se distinguen el derecho militar, creado en particular para los militares, el de los patronos, el de los libertos y el de los siervos; asimismo el de los magistrados, que también se llamaba público. En Roma se llamaba también derecho público el que versaba sobre la religión y los sacerdotes, según el DECRETO, y por eso también se podía llamar sacerdotal; pero ahora este derecho en la Iglesia se ha separado del civil y temporal y, según vimos antes, se ha denominado canónico. 6. Dicho Derecho Canónico tiene de peculiar que sus leyes en su generalidad son más universales que las leyes civiles por parte de aquellos para quienes pueden darse, pues pueden darse para todo el mundo, ya que por todo él se halla difundida la Iglesia. De este modo la comunidad —llamémosla así— correspondiente a las leyes canónicas no es múltiple sino una sola; por tanto las leyes canónicas por esta parte son universales y no reciben distintas denominaciones por parte de aquellos para quienes se dan, sino que sencillamente pueden llamarse cánones eclesiásticos o preceptos de la Iglesia. Dentro ya de la misma Iglesia, por parte de las personas o comunidades particulares, pueden distinguirse distintas leyes o derechos: así puede hablarse en particular de derecho sacerdotal o clerical, el cual no es sólo canónico sino que se da en particular para el estado sacerdotal o clerical; y lo mismo puede hablarse de derecho monacal o regular propio de los religiosos. De esta manera se distinguen también los derechos sinodales según los distintos obispados, diócesis o provincias, de los que también muchas veces reciben sus nombres, y se pueden llamar también derechos municipales canónicos. 7.

DIFERENCIA ENTRE LEY Y ESTATUTO.—

Según esto, algunos suelen distinguir entre ley y estatuto: ley se llama propiamente la que se refiere a toda una comunidad sujeta a un rey o soberano; y estatuto se dice propiamente de una

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ley municipal: así las leyes de las universidades, de los colegios, de los institutos religiosos, etc., suelen llamarse estatutos. Pero esto sólo es cuestión de términos, y por eso hay que atenerse al uso general, pues sin duda los estatutos municipales son verdaderas leyes, ya que también a ellos les cuadra lo que hasta ahora se ha dicho de la ley en general y de la ley humana, y con ese nombre se les llama muchas veces, de la misma manera que a las leyes generales y universales se las puede llamar y frecuentemente se las llama estatutos, pues el sentido propio de la palabra no menos les cuadra a ellas, como es evidente; así pues, esos términos sólo suelen distinguirse por cierta adaptación convencional —sobre todo en las exposiciones doctrinales— para tener términos con que poder expresarnos breve y claramente. Lo mismo se debe juzgar del término constitución: algunos creen que ley se dice sencillamente de la ley civil, no de la canónica, y constitución al revés. Pero tampoco esto tiene fundamento objetivo, pues también las leyes civiles se llaman en el DIGESTO constituciones de los Príncipes. SAN ISIDORO dice que constitución es un edicto que establece el rey o el emperador. Y al revés, las constituciones canónicas son leyes, y así se las llama con frecuencia. Sin embargo, por adaptación convencional, esa manera de hablar parece bastante usual y conforme a la rúbrica de las constituciones en las Decretales; pueden en éstas verse los intérpretes. 8. Otros nombres hay más propios de las leyes eclesiásticas, pues se las llama cánones, decretos de los Padres, decretales —se entiende leyes o cartas decretales—, como consta por el título de las Decretales y por los capítulos primero y quinto, y por el De Constitutione y por los capítulos primero y segundo, distinción tercera, en donde la Glosa en el resumen explica la razón de los nombres y añade otros más. Nosotros únicamente queremos advertir que esos tres nombres suelen aplicarse precisamente a las leyes de los Sumos Pontífices y de los Concilios: a las leyes episcopales no se las suele llamar cánones ni decretos; sobre esto puede verse FELINO.

Por último, a estos nombres se han añadido otros más con que se designan las leyes eclesiásticas: Extravagantes, Motus Propios, Bulas, etc.

Cap. II.

La ley odiosa y la favorable

Pero estos términos y otros semejantes sólo suelen aplicarse a determinadas leyes pontificias y tienen distintos orígenes y etimologías que ahora no nos interesan, pues la fuerza de las leyes que se expresan por estos términos parece ser la misma y lo propio de ellas que ocurra lo haremos notar en adelante. 9. En cuarto lugar, las leyes suelen distinguirse por las cosas o materia que mandan. Esta denominación es muy usual en el derecho civil, y a veces se hace añadiendo el nombre del autor, como la ley Julia sobre los adulterios, la ley cornelia sobre los criminales, la ley Julia sobre el soborno, sobre lesa majestad, etc. Pero muchas veces la denominación se hace sencillamente por la materia, como la ley del trigo, la agraria, la del contrato comisorio, etc. Casi todos los títulos de ambos derechos se distinguen de esta manera. Pero también esta división resulta material en comparación con el concepto formal de ley de que nosotros tratamos, y por eso, aunque para la práctica y para el conocimiento práctico de las leyes sea necesario saber qué manda cada una de ellas, pero a nosotros, para la exposición teórica doctrinal, eso no nos es necesario. Por tanto nada más es preciso decir acerca de todas estas divisiones o nombres de las leyes. Únicamente los hemos expuesto para que no se desconozca el sentido de esos términos, pues ello nos era necesario para nuestro propósito y para él basta lo que queda dicho.

CAPITULO II LA LEY ODIOSA Y LA FAVORABLE, Y SUS VARIEDADES

1. A las divisiones de la ley expuestas en el capítulo anterior podemos añadir una quinta división —tomada de los efectos— que nos servirá muchísimo para nuestro intento. Así pues, la ley humana, tomada en general, se divide en odiosa o gravosa y favorable o beneficiosa. Esta división la traen muchos textos jurídicos, los cuales dicen a veces que los odios se deben restringir y los favores ampliar. Así el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, y como él otros textos conocidos. Esta norma se entiende principalmente de los favores u odios contenidos en el derecho y por tanto de las leyes favorables y odiosas, y así esta división de las leyes la suponen en general los doctores, como aparecerá por los que citaremos a lo largo del capítulo. Tres puntos puede ser necesario explicar para

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entender esta división: el primero, cuál es la base de la distinción entre esos dos grupos de leyes; el segundo, si esa distinción es suficiente y en esos dos grupos entran todas las leyes humanas; y el tercero, cuántas clases de leyes humanas entran en cada uno de esos grupos, para tratar de ellas en particular en adelante. 2.

RAZÓN DEL PROBLEMA: TODA LEY PARE-

CE FAVORABLE.—Acerca del primer punto, la razón del problema puede ser que no existe ninguna ley que no sea sencillamente favorable; luego no hay base para esa división. El antecedente es claro porque una ley, para que sea justa y verdadera ley, debe ser útil y moralmente necesaria para el bien común; ahora bien, la utilidad del bien común es un favor grandísimo, porque el bien común se ha de anteponer a los demás bienes; luego toda ley sencillamente produce un favor, y esto es ser favorable; luego no puede haber ninguna ley odiosa. Confirmación: si hubiese alguna ley odiosa, sobre todo lo sería la que impone una pena; ahora bien, tal ley no es odiosa; luego ninguna lo es. Prueba de la menor: Lo primero, porque en otro caso toda ley sería odiosa, ya que toda ley impone reato de pena a sus trasgresores; y el que esa pena se exprese o determine en la ley aumenta poco el gravamen u odiosidad, dado que para tal odiosidad basta solo el reato de pena eterna y la amenaza de tal reato va incluida en toda ley que sea grave y que merezca sencillamente el nombre de precepto. Lo segundo, porque el fin de la ley no es la pena sino que ésta se añade para evitarla y para que al menos por su temor se observe el precepto; luego la añadidura de la pena no h?ct odiosa a la ley, porque la calidad de la ley depende del fin y del bien que de suyo pretende la ley. Finalmente, porque aunque la pena sea un mal, lo es sólo bajo un aspecto, y en cuanto que es medio para el cumplimiento de la ley, es un bien grandísimo; luego es más bien favorable que odiosa. Las mismas razones pueden aducirse acerca de cualquier aspecto odioso que pueda aparecer en la ley. 3. SEGUNDA RAZÓN DEL PROBLEMA: TODA LEY HUMANA PARECE ODIOSA.—En contra de

eso parece estar que no existe ninguna ley humana que no pueda y deba llamarse odiosa en el sentido en que tal palabra es aplicable a una verdadera ley. Expliquémoslo: Una ley no puede llamarse odiosa porque de suyo sea digna de odio ni porque de suyo produzca un efecto que haga al hombre digno de odio: en este sentido solo el

Lib. V. Distintas leyes humanas pecado es digno de odio y hace al pecador en cuanto tal digno de odio. Ahora bien, la ley ni es pecado ni induce al pecado; luego no puede llamarse odiosa en este sentido; luego únicamente puede llamarse odiosa en cuanto que impone una carga que con razón se tiene por dura y pesada. Pues bien, en este sentido toda ley humana debe parecer odiosa, puesto que añade un nuevo vínculo de conciencia a los otros vínculos de la ley divina: esta es, a juicio de todos, una carga pesada, sobre todo porque puede ser ocasión de culpa y de muerte eterna. Confirmación: Si existiese alguna ley favorable, ante todo lo sería la que concede un privilegio, porque es la que más directamente y de propio intento concede un favor; ahora bien, el privilegio, en cuanto que es ley, es odioso, porque es gravoso para aquellos a quienes obliga a manera de ley, y en cuanto que es privilegio, es mirado como odioso, porque deroga al derecho común e introduce en la comunidad una singularidad, la cual suele ser odiosa, como veremos después en su propio lugar; luego no existe ninguna ley que en cuanto tal sea sencillamente favorable. Finalmente las razones que se han aducido en uno y otro sentido parecen probar que toda ley incluye una mezcla de favor y odiosidad: esto basta para que la citada división falle por su base, ya que toda ley entra en sus dos grupos. Y si acaso se dice que eri ésta mezcla puede haber exceso por una de las dos partes y que los dos grupos se distinguen por el exceso de esa parte, en ese caso será dificilísimo apreciar y explicar tal exceso, y apenas podrán aplicarse las reglas que se dan en el derecho acerca de los favores y de otras cosas. 4.

PRIMERA OPINIÓN: D E UNA LEY HAY

QUE JUZGAR POR SU FIN.—EL FIN ESPECIFICA LOS ACTOS Y CONSIGUIENTEMENTE SUS PROPIEDADES.—Para la explicación de la distinción de

esos dos grupos pueden citarse diversas opiniones; sobre ellas puede verse SARMIENTO. La primera es que sobre si una ley es favorable u odiosa se ha de juzgar por el fin de la ley: si la ley pretende conceder un favor o bien, es favorable sígase de ella lo que se siga; si lo que pretende es inferir un mal o imponer una carga, será odiosa aunque de ella se siga algún favor. Esta regla la emplean muchos juristas. Se cita la GLOSA DEL LIBRO 6.° DE LAS D E CRETALES en el capítulo Si propter, pero ella lo único que hace —en la palabra Intentionis—_ es observar que en las leyes se debe recurrir a la intención del legislador. También se cita la GLOSA DEL LIBRO 6.° en la palabra Altos del

cap. Sciant cuncti en cuanto que dice que la ley

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de aquel texto es favorable; la siguen DOMINGO y otros en sus comentarios, y NICOLÁS DE TUDESCHIS en un texto parecido, sobre el cual FELINO piensa lo mismo, porque en toda disposición, dice, se atiende a lo principal que se pretende, según el DIGESTO. Más claramente NICOLÁS DE TUDESCHIS. LO mismo AZPILCUETA, BARTOLO, BALDO, ALEJANDRO y otros que cita TIRAQUEAU, el cual aduce algunos otros textos jurídicos de los cuales puede deducirse esto mismo. También es oportuno el cap. 2, párrafo I, De decim. en el LIBRO 6.°

Lo mismo puede probarse por la razón: Lo primero, porque el fin es el que especifica los actos humanos y en consecuencia también sus propiedades; luego también en las leyes el fin es lo principal a que hay que atender para juzgar si una ley es favorable u odiosa. Lo segundo, porque lo sustancial es primero que lo accidental; ahora bien, una ley que pretende un favor es sustancialmente favorable; luego es absolutamente tal por más que accidentalmente produzca un gravamen. 5. LA ODIOSIDAD O FAVORABILIDAD SE H A DE DEDUCIR DE LA MATERIA INTRÍNSECA.—Pero

esta opinión, si no se la limita o explica de alguna manera, no puede admitirse sin más. Lo primero, por la razón general de que la calidad de una ley más depende de su materia intrínseca y —como quien dice— de la naturaleza de tal ley que de la intención del que la da, ya que esta intención es extrínseca y no puede cambiar la calidad que intrínsecamente tiene la ley en virtud de su objeto o materia; luego si la materia de la ley contiene un favor, la ley será favorable por más que el legislador pretenda otra cosa, y al revés, pues la intención del legislador no puede hacer que lo que por su naturaleza es odioso sea favorable, ni que lo que es favorable sea odioso, como muy bien dijo TIRAQUEAU. Lo segundo, porque o se trata de la intención del fin último y remoto, o del próximo; ahora bien, ninguna de ellas basta. Sobre la primera la cosa es clara por la razón del problema que se ha expuesto, ya que en ese caso toda ley sería favorable, dado que lo que con toda ley se pretende es el bien común —de no ser así no sería justa— y el bien común es favorable. Además la ley no puede ser odiosa de forma que pare en la odiosidad, a no ser que acaso se dé en odio de algún vicio que de suyo y absolutamente es digno de él, y por tanto tal odio se ha de contar como un favor; cuánto más que de suyo se reduce a amor de la virtud, y así por su fin remoto es favorable. Y por lo que toca a las personas, la ley nunca pretende un mal, a no ser para conseguir un bien ma-

Cap. 11. La ley odiosa y la favorable yor. Luego si el fin remoto basta para que una ley sea favorable, toda ley, por gravosa que sea y aunque sea penal, será favorable si es justa; ahora bien esto es contrario a los principios del derecho. Y si se trata del fin próximo pretendido por el legislador, consta que ese fin no basta, no sólo cuando es extrínseco y accidental —como prueba la razón aducida— sino aun cuando parezca intrínseco, pues puede quedar vencido y superado por otro camino. Esto aparece claro con comparaciones: El que concede una dispensa, lo que pretende a las inmediatas es conceder un favor, y sin embargo nadie tiene a la dispensa por favorable sino por odiosa, como veremos después; luego lo mismo podrá suceder con la ley. Y al revés, cuando un legislador impone una carga para evitar un perjuicio mayor, su disposición nadie la tiene por odiosa sino por favorable, conforme al LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES. Según este principio, muchos piensan que la disposición del cap. Si quis suadente es favorable por más que a las inmediatas se dio para imponer una censura grave. Luego solo el fin próximo del legislador no puede servir de norma segura en esta materia. 6. Por consiguiente, puede decirse que la ley favorable y la odiosa hay que distinguirlas por la materia, de suerte que ley favorable es la que concede un favor, y odiosa la que impone una pena o un gravamen semejante. Esta regla será segurísima cuando la materia de la ley es tal que contiene o un puro favor o un puro gravamen, y eso no sólo directamente y de suyo sino también indirectamente o por cierta consecuencia: entonces la ley es tal por su fin intrínseco y no existe ningún capítulo para que reciba la denominación contraria. Ni es imposible que se den tales leyes, porque —en primer lugar— muchas veces puede concederse un favor o hacerse un beneficio a alguien sin ningún gravamen suyo ni perjuicio ajeno, como diremos después sobre algunos privilegios: entonces la ley o disposición será favorable; y lo mismo sucederá con cualquier ley general que reúna las mismas condiciones. Así es de suyo muy probable que toda ley que prohiba algo sustancialmente malo o que mande algo bueno no demasiado duro o gravoso sino moderado y conforme a la manera general de vivir de los hombres, sea favorable, porque en realidad es muy beneficiosa para los hombres dirigiéndoles suave y eficazmente a obrar el bien y evitar el mal. Por tanto, ni sola la razón de la obligación o

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vínculo de la conciencia, ni el peligro de reato que parece acompañar al precepto basta para pensar que la ley no contiene un favor puro sino mixto. Lo primero, porque esto es común a toda ley y por consiguiente no cambia la naturaleza de las leyes particulares. Lo segundo, porque la dificultad inherente a la virtud misma no impide que esa virtud sea un grandísimo favor; luego por esa misma razón la ley —que es norma de la virtud en cuanto que impone un vínculo con la debida moderación—, si se la mira según la razón recta, es una gracia y un favor por más que a veces parezca suponer un gravamen para una minoría. Lo tercero y último, porque si existe algún peligro de algún mal por la trasgresión de la ley, ese mal no nace de la ley misma sino de la imperfección del hombre y por tanto no impide que tal ley contenga un puro favor. Mayor es el problema de cómo la ley odiosa puede contener pura odiosidad dado que siempre pretende el Wen. Hay que decir que por parte de la materia de la ley esto no es imposible, por más que, por parte del fin, con toda ley se pretenda algo favorable, y así de la ley puramente penal o que únicamente se da para imponer una pena o aumentarla, se puede decir que es sencillamente odiosa, y a la misma clase de leyes pertenecerán las leyes tributarias y otras tales. 7. Una dificultad especial hay sobre lo que se debe juzgar de una ley cuando su materia bajo un aspecto parece favorable y bajo otro contiene un gravamen, como sucede muchas veces. También sobre esto los pareceres de los autores son dispares. Unos dicen que toda ley que contiene un perjuicio o gravamen de alguien o que impone un mal, es sencillamente odiosa por más que por otra parte contenga un gran favor o un favor. Así piensa TIRAQUEAU con JUAN DE ANDRÉS y otros. Estos dicen que cuando coinciden favor y odiosidad, la disposición es odiosa. TIRAQUEAU pudo fundarse en otro principio, pues piensa que una misma disposición no puede ser a un mismo tiempo favorable y odiosa ni siquiera respecto de distintas personas o bajo distintos aspectos, y que un mismo estatuto no puede ser en parte favorable y en parte odioso: lo primero, porque una sola y misma cosa no puede estar sujeta a distintos derechos, según el DIGESTO; y lo segundo, porque un mismo estatuto no puede mostrarse favorable a uno sin convertirse en odioso para otro, y al revés. De este principio puede deducirse que a una

Lib. V. Distintas leyes humanas ley en la cual coinciden el favor y la odiosidad se la debe tener por odiosa, porque no puede ser a la vez favorable y odiosa y tampoco se la puede llamar favorable en absoluto, pues el bien lo es tal si lo es del todo; luego será odiosa, porque el mal lo es tal por cualquier elemento que falte, y la odiosidad es un mal. Además, el que una ley sea odiosa no incluye la falta de todo favor: lo único que hace es imponer una odiosidad o gravamen, el cual tiene lugar sencillamente por tal ley: luego es sencillamente odiosa. Finalmente, tal ley debe ser interpretada sencillamente en su sentido mínimo para que por ningún capítulo crezca su odiosidad; luego es solamente odiosa. 8. Otros piensan que cuando en una misma ley o estatuto coinciden favor y odiosidad, a tal disposición se la debe tener por favorable en absoluto. Esta opinión puede fundarse en que cuando coinciden favor y odiosidad, el favor prevalece y se antepone a la odiosidad; luego hará a la disposición sencillamente favorable. El antecedente está en el CÓDIGO, como observa NICOLÁS DE TUDESCHIS, el cual le sigue, lo mismo que PEDRO DE A N C H ARAÑO y otros que

cita TIRAQUEAU. Confirmación: Cuando coinciden favor y odiosidad, el favor —en cuanto sea posible— se ha de interpretar con amplitud, y la odiosidad se ha de restringir cuanto sea necesario para que el favor aumente; luego a tal disposición se la ha de tener por sencillamente favorable. 9 . N O ES IMPOSIBLE QUE UNA LEY BAJO DIVERSOS ASPECTOS SEA FAVORABLE Y ODIOSA, PUES SE TRATA DE UNAS RELACIONES OPUESTAS LO MISMO QUE OTRAS.—Esto no obstante, digo

—en primer lugar— que no es imposible que una misma ley, bajo distintos aspectos, sea favorable y odiosa. Así piensan comúnmente los doctores y expresamente la GLOSA DEL CÓDIGO, a la cual siguen el PALUDANO, el CASTRENSE y otros. Lo mismo piensa INOCENCIO, NICOLÁS DE TUDESCHIS y comúnmente los autores 3e Sumas. Puede demostrarse por inducción en el privilegio, en la dispensa, en la ley penal y otras semejantes, las cuales son favorables y odiosas respecto de diversas personas. Aparece también claro por la razón, porque en esto no puede demostrarse contradicción alguna, ya que las relaciones que son —digámoslo así— opuestas, pueden reunirse en una misma cosa respecto de cosas distintas, como las de semejanza y desemejanza, de igualdad y desigualdad, de mayor y menor. Ahora bien, en nuestro caso sucede lo mismo, pues el favor y el odio son relativos, ya que el favor es favor

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para alguien y lo mismo la odiosidad; luego no es nada imposible que una misma disposición, respecto de diversas personas, sea favorable para uno y odiosa para otro. 10. Se dirá que es verdad que esto no es imposible, pero que sin embargo esas dos relaciones están tan unidas entre sí que la una se sigue de la otra, y que por tanto una ley no puede ampliarse en la una sin ampliarse también en la otra, ni al revés restringirse en la una sin restringirse en la, otra; que por consiguiente es necesario juzgar a tal ley o como absolutamente favorable o como absolutamente odiosa, de forma que o no se tenga en cuenta la odiosidad por razón del favor, o no se tenga en cuenta el favor para eliminar o disminuir la odiosidad. Un ejemplo muy bueno de ello hay en la ley que impone un tributo: es odiosa para aquel a quien se impone el tributo y favorable para aquel en cuyo favor se impone o para la cosa por la cual se impone, ni puede crecer en uno de sus aspectos y disminuir en el otro, y por tanto es preciso que uno de sus aspectos prevalezca de tal forma que por él a la ley se la juzgue sencillamente favorable o sencillamente odiosa. 11. Respondo concediendo que a veces esas dos relaciones están unidas entre sí de esa manera y que el argumento fluye bien cuando el favor de uno no puede crecer sin daño de otro ni —al revés— el perjuicio de uno puede aminorarse sin que desaparezca o disminuya el bien de otro, de la misma manera que en el movimiento físico uno no puede acercarse más despacio o más aprisa a un término sin retirarse en la misma proporción del término opuesto, ni puede un hombre dar más de su dinero sin hacerse más pobre, etc. A pesar de todo, no siempre es necesaria esa relación entre el favor y la odiosidad, porque muchas veces puede hacerse o aumentarse el favor de uno sin perjuicio de los otros, y al revés puede uno ser gravado o castigado por el bien común sin que se siga de ello un especial favor para los otros; y una misma ley o regla a veces se aplica con laxitud respecto de uno para favorecerle y con rigor en contra de otro por razón del bien común: muy buen ejemplo de ello hay en la ley Qui exceptionetn del DiGESTO. En efecto, puede hacérsele a uno un beneficio sin disminuir los bienes de otro, y al revés. Asimismo el favor puede consistir en el tiempo, en el modo, en el honor o en otras cosas que no se quitan a uno para dárselas a otro. Por último, esto puede demostrarse por inducción en los privilegios, en las dispensas, en las penas y en otras cosas parecidas.

Cap. II. La ley odiosa y la favorable 12. S E H A DE ANTEPONER EL FAVOR O LA ODIOSIDAD TENIENDO EN CUENTA LAS CIRCUNSTANCIAS DE LA MATERIA, DE LA INTENCIÓN Y SOBRE TODO DEL BIEN COMÚN. LA LEY QUE EXCLUYE A LAS MUJERES DE LA HERENCIA ES

ODIOSA PORQUE EL FAVOR PARA CON LOS HOMBRES ES PARTICULAR.—Añado —en segundo lugar— que cuando la ley es favorable y odiosa bajo diversos aspectos, no siempre se debe anteponer el favor a la odiosidad ni la odiosidad al favor, sino que con prudencia se ha de considerar todo —a saber, la intención del legislador, la razón del bien común y las demás circunstancias de la materia y de las palabras— a fin de anteponer lo que parezca ser de más peso y más conforme al bien y a la justicia de la ley. Esta tesis, en cuanto que guarda un término medio entre las dos opiniones aducidas, puede persuadirse con los motivos de ambas, y mirada en sí misma es muy probable. En efecto, el favor puede pretenderse más por sí mismo, en cambio la odiosidad o gravamen no así sino por una necesidad apremiante. Por eso, de suyo y en igualdad de circunstancias, se ha de anteponer el favor, pero sin embargo la necesidad de imponer un gravamen puede ser tan grande que haya que imponerlo o aumentarlo para conseguir un bien mayor. Así piensan los que juzgan que el canon Si quis suadente es favorable y debe ser interpretado en un sentido amplio por más que en consecuencia parezca que se amplía también la censura, porque es un favor a la religión y exige ese rigor para conservarse establemente. Igualmente, tratándose de las leyes que imponen tributos, puede la causa ser tan piadosa y necesaria que su aspecto odioso o gravoso no impida, el que la ley sea favorable y de interpretación amplia. Por el contrario, la ley que excluye a las mujeres de ser herederas, aunque pretenda un favor de los varones es sencillamente odiosa y de interpretación estricta según la doctrina común de los juristas, como puede verse en TIRAQUEAU, porque el favor es particular y no muy necesario ni muy útil para la paz y buenas costumbres. Y con este criterio se ha de juzgar de otras leyes.. 13.

comentarios; así también BALDO en la ley penúltima de Pacéis del CÓDIGO, y también en sus comentarios ROMANO y ALEJANDRO.

La razón resulta fácil por lo dicho, y es que lo que la ley pretende de suyo y como por propio impulso es un favor, en cambio la odiosidad como accidentalmente y a la fuerza cuando es necesaria; ahora bien, lo sustancial se antepone a lo accidental en igualdad de circunstancias y por consiguiente también en case de duda. Expliquémoslo más: La odiosidad no se busca si no es para que en último término pare en alguna ventaja que o sea un favor o sea tenida por favor; en cambio el fin del favor no es una odiosidad, más aún, por su misma naturaleza lo que más se busca es el favor. En efecto, aquello por lo cual una cosa es lo que es, aquello es más; luego en caso de duda y en igualdad de circunstancias, se ha de anteponer el favor. De esta manera fácilmente se concilian las opiniones aducidas y quedan resueltas todas las razones del problema: esto fácilmente puede entenderlo el lector, y por eso no es preciso que nos detengamos en cada una de ellas.14.

LEY ES FAVORECER.—-Según esto, afirmo finalmente que cuando la cosa resulta dudosa porque el favor y la odiosidad parecen equilibrarse o porque recíprocamente se hallan en relación de más o menos, se ha de anteponer el favor y, con miras a una interpretación amplia, se ha de tener la ley por sencillamente favorable. Así la GLOSA DEL CÓDIGO, y BALDO y otros en sus

UNA LEY PUEDE A LA VEZ SER ODIOSA Y

FAVORABLE.—Con esto se resuelve el segundo punto que propuse antes sobre si la dicha división es suficiente. En efecto, podría decirse fácilmente que no es preciso que toda ley sea favorable u odiosa, pues puede una ley ser mezcla de ambas cosas bajo distintos aspectos, y tal vez alguna puede no ser ni una cosa ni otra sin contener odiosidad ni favor: tales parecen ser los preceptos morales, que generalmente se proponen por razón del bien común. No obstante, mejor es decir, que esa división es completa, porque una ley que parece mixta toma su denominación del elemento que prevalece en ella, o —si hay duda o equilibrio— a tal ley se la juzga sencillamente favorable, según lo explicado. Y si la ley es tal que a nadie impone un especial gravamen ni es tan gravosa y pesada que por ello se la juzgue odiosa, por el mismo hecho de ser justa y propicia para el bien común, es tenida por favorable y de amplia interpretación dentro de los límites del favor. De esta forma la división resulta suficiente y completa.

E N CASO D E DUDA S E H A D E A N T E P O -

N E R EL FAVOR E INTERPRETAR LA LEY CON AMPLITUD, PORQUE LO QUE DE SUYO PRETENDE LA

463

DE

15. CUATRO ESPECIES PRINCIPALES H A Y LEYES ODIOSAS.—Finalmente, por lo que

toca al último punto, varias modalidades o —digámoslo así— especies de leyes odiosas suelen enumerarse; pero las principales parecen ser tres o cuatro, a saber: la ley penal; la ley que impone un tributo o carga; la ley que anula un hecho prohibiéndolo directamente o indirectamente y como consecuencia; la ley que se aparta del derecho antiguo o del derecho común; o la que lo deroga, limita o corrige; y con más razón la

Lib. V. Distintas leyes humanas ley posterior que abroga una anterior. De todas estas hablaremos en el presente libro en cuanto que tienen peculiares propiedades y efectos, los cuales es preciso explicar. Todas las otras leyes que no son tales se cuentan entre las favorables. Sin embargo, sólo por no ser así no constituyen una especie distinta que merezca un estudio especial. Por eso únicamente las que constituyen un privilegio necesitan de un estudio particular, y así de ellas hablaremos en el libro siguiente. CAPITULO I I I ¿OBLIGAN EN CONCIENCIA LAS LEYES PENALES A LOS ACTOS QUE MANDAN A LAS INMEDIATAS?

1. Dos elementos hay que distinguir en la ley penal: el uno se refiere al acto que pretende que se realice u omita, el otro a la pena que impone contra los trasgresores de tal ley. Y aunque pueda parecer que el primer elemento lo hemos explicado ya al tratar de la ley humana, civil y canónica, sin embargo puede tener algo especial en la ley penal, y por eso hablaremos primero del primer elemento y después del segundo. Acerca del primero pueden suscitarse muchas cuestiones: ¿Pueden las leyes penales obligar bajo culpa? ¿De hecho obligan? ¿Pueden no obligar bajo culpa sino sólo bajo pena? ¿De hecho obligan así? Estos dos últimos puntos los examinaremos en el capítulo siguiente; ahora vamos a examinar los restantes. La dificultad está en las leyes que imponen pena temporal, pues acerca de las penas espirituales —como son k s censuras y otras semejantes— no hay la menor duda de que ordinariamente suponen culpa, como consta por lo dicho en el libro 4.° y según se explicará después más. 2.

P U E D E H A B E R LEYES PENALES QUE OBLI-

GUEN EN CONCIENCIA, PORQUE ASÍ SERÁN MÁS

EFICACES.—Acerca de lo primero, tratándose del poder no existe ninguna controversia; por eso brevemente decimos que no es superior al poder humano el mandar algo obligando a la vez en conciencia e imponiendo una pena, y que en consecuencia el hombre puede crear una ley que obligue en conciencia y que imponga una pena determinada a los trasgresores. Esto no lo negó ningún jurista aun tratándose de los príncipes seculares, como confiesa AZPILCUETA. La prueba es fácil. En primer lugar, porque tal ley puede ser muy conveniente para el estado; más aún, la experiencia demuestra que muchas veces es

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muy necesaria; por otra parte no contiene ninguna injusticia; luego no hay por qué considerarla superior al poder humano ni puede aducirse razón alguna para ello. En segundo lugar, de las leyes que imponen penas espirituales —la excomunión, etc.—, nadie duda que obligan en conciencia a los actos que mandan o prohiben, según dijimos en el libro 4.°, porque la razón principal por que suele imponerse una pena espiritual es la contumacia, la cual no suele tener lugar sin desobediencia y culpa, y porque las penas espirituales son medicinales y lo que principalmente pretenden es la curación del alma y la corrección de la culpa. Luego hablando en general, no es superior al poder humano el obligar en conciencia incluso bajo una pena determinada impuesta por ley; luego tampoco es esto superior a la facultad legislativa o poder civil, y eso aun tratándose de penas solamente temporales. Prueba de la consecuencia: Ninguna razón suficiente de diferencia puede asignarse, porque, de la misma manera que ambos poderes llevan consigo fuerza para obligar en conciencia, así ambos llevan consigo fuerza para castigar con penas proporcionadas, y, de la misma manera que en las leyes eclesiásticas es moralmente necesario el añadir penas espirituales, así en las leyes civiles —más aún, en ambas leyes— es moralmente necesario el añadir penas temporales. En efecto, las dos obligaciones a la vez fuerzan más que una sola de ellas, y a las personas sensuales les impresiona más la amenaza de penas temporales, por más que las espirituales sean más graves. En tercer lugar, porque el legislador humano puede obligar en conciencia con sus leyes aun sin añadir penas temporales; luego también añadiéndolas. Prueba de la consecuencia: El legislador humano puede añadir una pena temporal a la obligación de la ley natural, por ejemplo, la pena de muerte por el homicidio o por un robo gravísimo; asimismo puede con una ley posterior añadir una pena a una ley humana anterior puramente moral y que obliga en conciencia, y esto de forma que la ley posterior no suprima la obligación de la anterior. Esto lo prueba largamente AZPILCUETA, antes citado, diciendo que nadie lo niega y que la cosa es tan clara que no necesita prueba. Luego lo mismo puede hacer a la vez con una sola ley, porque la unicidad o pluralidad de leyes es muy accidental y no puede cambiar la sustancia de la justicia ni del poder.

Cap. III.

Las leyes penales ¿obligan en conciencia?

3. OBJECIÓN.—RESPUESTA.—Suele objetarse que parece ser superior a la equidad de la justicia el imponer reato de dos penas por una sola trasgresión, pues en el fuero de Dios por un mismo delito no surge una doble tribulación, como se dice en N A H U M , que los Setenta leen No tomará dos veces venganza de lo mismo en la tribulación; luego mucho menos puede hacer esto el legislador humano; luego una vez que impone una pena temporal no puede imponer pena eterna u otra pena de la otra vida; luego tampoco puede obligar en conciencia, porque consecuencia de esta obligación es el reato de pena en la otra vida. A esto se responde negando lo que se afirma.. La cosa es clara por inducción: Dios con el precepto que impuso a Adán le obligó en conciencia y bajo una culpa gravísima y con reato de pena eterna, y sin embargo añadió la pena de muerte temporal; lo mismo consta en muchos preceptos de la ley vieja que obligaban bajo pena de muerte, y la regla general sobre ellos es que obligaban en conciencia. Eso mismo resulta evidente por lo que se ha dicho acerca de las leyes que añaden pena de excomunión por más que supongan reato de pena eterna, y también acerca de las leyes que añaden pena temporal por faltas contra la ley natural o contra otra ley humana anterior, pues también en ellas coinciden dos penas sin injusticia. La razón es que, o el pecado —por su infinitud— es susceptible de ambas penas y de más, o la trasgresión de una ley humana no sólo es ofensa de Dios sino también del príncipe y del estado humano, y por tanto justamente ambos la castigan. Por consiguiente, aunque una ley no imponga pena especial sino que sea puramente moral, puede el príncipe castigar temporalmente al trasgresor de tal ley por más que en el fuero de Dios tenga el reato de su propia pena; luego es señal de que esas dos penas de distinta clase y de distinto fuero —el divino y el humano— no son superiores a lo que tal trasgresión merece. Ni hace al caso el pasaje de N A H U M : lo primero, porque allí no se trata de una ley ni de su pena sino de una promesa de Dios para con el pueblo judío, al cual determinó no castigar entonces por segunda vez, no porque no pudiese hacerlo justamente sino porque por su bondad no quiso; y lo segundo, porque allí se trata de una doble tribulación temporal, aunque figuradamente con ello se dio a entender que quienes en esta vida son afligidos una vez de forma que hacen verdadera penitencia, no

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sufrirán una segunda aflicción en la vida futura. 4. LAS LEYES HUMANAS QUE CONTIENEN PENAS TEMPORALES NO OBLIGAN EN CONCIENCIA SI EL LEGISLADOR NO MANIFIESTA EXPRESAMENTE LO CONTRARIO, LO CUAL SUCEDE RARAS VECES. - A S Í PIENSA AZPILCUETA FUNDADO EN

QUE SON ODIOSAS.—Supuesto el poder, queda la cuestión del hecho o de la voluntad del legislador. Sobre ella hay una primera opinión la cual afirma que las leyes humanas, desde el momento que son sancionadas con penas temporales, no obligan en conciencia de hecho y según la voluntad presunta del legislador, a no ser que éste manifieste otra cosa, lo cual raras veces o nunca sucede en las leyes civiles. Esta opinión la defiende sobre todo AZPILCUETA, y en favor de ella cita a MATUSILANO, al cual también cita y sigue DECIO, que cita al OSTIENSE y a JUAN DE ANDRÉS. Sin embargo éstos hablan en particular de determinados estatutos de religiosos, como de los dominicos, y no piensan que sea esa una norma general; por eso al citarles MATUSILANO parece que únicamente pensó con ellos. Lo mismo pero más en general pensó IMOLA, al cual cita y sigue DECIO antes citado. Pero ellos hablan no sólo de las leyes penales sino en absoluto de las leyes humanas que prohiben o mandan cosas indiferentes o no necesarias por la ley natural para el bien moral: más arriba, en los libros 3.° y 4.°, se demostró que la opinión de éstos en esta parte es improbable; también AZPILCUETA disiente de ellos en esto, por más que en la cuestión presente se sirve de su autoridad cuando cita en favor de aquella opinión a otros que en realidad no la enseñan, como FELINO y TOMÁS DE V I O ; de éste ya hablamos antes. Por lo que se refiere a la cuestión presente, anteriormente enseñaron esa opinión JASÓN y Luis GÓMEZ. 5. Los argumentos de AZPILCUETA son los siguientes. El primero, que la ley penal es odiosa y por tanto, en cuanto sea posible, se ha de interpretar con mayor benignidad; ahora bien, esta interpretación es más benigna y contribuye mucho a hacer desaparecer los lazos y peligros de las almas, y puede sostenerse sin inconveniente alguno. El segundo, que el legislador, al añadir una pena temporal, se presume que excluye la pena eterna, porque, según la regla de las DECRETALES, quien de dos cosas expresa la una y calla la otra se juzga que la excluye.

Lib. V. Distintas leyes humanas En tercer lugar, que las leyes humanas raras veces hablan explícitamente de obligación en conciencia y al menos las civiles nunca expresan esto; más aún, los príncipes infieles nunca pensaron en tal pena; luego no es verisímil que la pretendieran, sobre todo cuando hablan expresamente de pena temporal. En cuarto lugar AZPILCUETA aduce la costumbre, y asegura que el consentimiento universal ha admitido que estas leyes se entiendan en este sentido. Finalmente, como algunas leyes penales no obligan en conciencia, luego ninguna de ellas obliga, pues la razón es la misma para todas.

466

LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, y en su comentario piensa lo mismo DOMINGO. LO mismo enseñan FELINO, SILVESTRE, ÁNGEL, ARMILLA y COVARRUBIAS.

la pena esencialmente dice relación a la culpa, y sólo así puede llamarse justa, pues, como se diGe en el DEUTERONOMIO, el número de golpes sera proporcional a la culpabilidad, y lo mismo se da a entender en las DECRETALES. Conforme a eso dijo SAN AGUSTÍN: Toda pena, si es justa, es pena del pecado y se llama suplicio, y por eso dijo GERSÓN que culpa y pena son cosas correlativas, idea que insinúa también SANTO TOMÁS. Luego castigando la ley penal justamente, supone culpa en su trasgresión. Pero tampoco esta razón tiene mucha fuerza, pues aunque la pena, en un sentido riguroso, diga relación a la culpa, sin embargo, en un sentido más amplio de cualquier suplicio, daño o perjuicio, puede aplicarse justamente por una causa justa aun sin culpa, cómo largamente demuestra AZPILCUETA. También puede decirse que aunque toda pena es por una culpa, pero no siempre por una culpa contra Dios sino que a veces basta una culpa —como quien dice— civil y humana. Urgen algunos diciendo que si uno por ignorancia invencible falta contra una ley penal, no se hace reo de la pena, según diremos después; ahora bien, esto parece ser así únicamente porque la ignorancia excusa de la culpa; luego es señal de que tal pena supone obligación bajo culpa. Respondo, sin embargo, que tampoco este indicio es suficiente, porque si la ignorancia excusa de la pena —según se supone y examinaremos después— no es sólo porque excusa de la culpa sino también porque hace involuntario al acto, el cual ni es culpa ni justa causa de pena, sobre todo cuando la pena no se pone más que para inducir —y como quien dice— coaccionar la voluntad a algo, coacción que no tiene lugar cuando se encuentra una razón involuntaria de la ignorancia.

7. Esta opinión suele basarse —en primer lugar— en que la ley penal es verdadera ley; luego obliga en conciencia. Prueba de la consecuencia: La fuerza para obligar en conciencia es esencial a la ley y sólo en esto se distingue del consejo, según se dijo anteriormente y según insinúa SANTO TOMÁS. Pero esta razón no convence, porque no es esencial a la ley el obligar en conciencia precisamente al acto que principalmente pretende, según explicaré en el capítulo siguiente. Suele basarse —en segundo lugar— en que

GA EN CONCIENCIA.—Así pues, la única razón de la tesis es que una ley que contiene un precepto obliga en conciencia, según se demostró antes; ahora bien, tal ley contiene un precepto; luego obliga en conciencia. La consecuencia es clara porque la proposición mayor es universal y porque la añadidura de la pena no se opone a la obligación en conciencia, según se ha demostrado suficientemente. Con la misma razón puede probarse la rde-

6.

LA OPINIÓN CONTRARIA ES MÁS VERDA-

DERA Y SEGURA.—Esto no obstante, la opinión

contraria es más verdadera y segura. Hay que decir, pues, que una ley, que por sus fórmulas y por el modo como se da, contiene un precepto, aunque añada una pena obliga en conciencia bajo culpa mortal o venial, según la calidad de la materia y las otras señales que se dieron en los libros anteriores, a no ser que por otro lado conste de la intención expresa del legislador. De esta última limitación hablaré en el capítulo siguiente. Prescindiendo de ella, la tesis es común entre los telólogos, y la defienden sobre todo CASTRO y SOTO, el cual aduce a SANTO TOMÁS. La sostienen también DRIEDO y M E DINA. Lo mismo piensa ENRIQUE, pues aunque

hace diversas distinciones, por fin persiste en esta opinión. La sostienen también TOLEDO y BARTOLOMÉ DE MEDINA. ES también común entre los canonistas, la sostiene la GLOSA DEL

8.

LEY QUE CONTIENE UN PRECEPTO, OBLI-

Cap. III.

Las leyes penales ¿obligan en conciencia?

ñor, porque esa ley contiene un precepto en fuerza de sus fórmulas teniendo en cuenta la calidad de la materia y los otros elementos necesarios explicados anteriormente, de tal modo que, si no se añadiese la pena, aquella manera de mandar, expresada así y tratándose de tal materia, sería suficiente para crear un precepto y para significar tal intención del legislador, que es la que ante todo se requiere. Ahora bien, la añadidura de la pena no anula esta fuerza de la ley y de sus fórmulas, y tampoco es señal en el legislador de intención de no obligar ni mandar, pues los legisladores no suelen añadir la amenaza de una pena para destruir su precepto sino para fortalecer y de alguna manera aumentar la obligación al menos en intensidad; esto se verá fácilmente al responder a los argumentos de AZPILCUETA. 9. En conformidad con esto, puede confirmarse la tesis con el ejemplo del precepto de rezar las horas canónicas: tiene aneja en los beneficiados la pena de restituir, y sin embargo obliga en conciencia. Responden algunos que la obligación en conciencia de rezar es anterior a la ley penal en virtud de un precepto moral o de una costumbre previa que no quedaron suprimidos por la ley penal posterior, según la doctrina que se dio antes. Pero a esto se contesta con la razón aducida antes: Si esta doble obligación sobre una misma cosa la imponen leyes distintas, ¿por qué no ha de poder imponerla también una misma ley? En efecto, así como la ley posterior, al añadir una pena a la anterior que obligaba en conciencia, no la revoca ni muestra que sea esa la intención del que impone la pena, así la añadidura de una amenaza de pena que se hace al precepto no revoca la fuerza de éste ni indica que sea esa la intención del legislador: al contrario, suele más bien indicar severidad del precepto y una voluntad mayor de obligar. A esto se añade, en el ejemplo aducido, que la ley de rezar el oficio de la Virgen impuesto a los clérigos pensionados bajo la misma pena, obliga en conciencia, y sin embargo esa obligación no es más antigua sino que fue impuesta por el mismo precepto. 10. LAS LEYES QUE TASAN LOS PRECIOS OBLIGAN EN CONCIENCIA.—Finalmente, las le-

yes justas que tasan los precios de las cosas, aunque se den bajo amenaza de pena obligan en conciencia. Tal es en España la ley que tasa el precio del trigo. Luego lo mismo sucederá con cualquier otra ley penal. Oponen algunos que el caso no es el mismo, porque lo que hace la ley que tasa el precio es que la mercancía no valga más, y por tanto si

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se vende más cara, se obra contra la justicia, y eso es causa de culpa. Pero a eso se responde que si la ley que tasa el precio de una cosa hace que no valga más es porque señala el punto medio de la • justicia; pues bien, de la misma manera las otras leyes señalan el punto medio de la virtud, sea en materia de justicia, sea en materia de religión o de otras virtudes, porque esta es la eficacia de la ley humana, según se demostró anteriormente; por eso, en consecuencia, coloca al acto contrario en la especie del vicio contrario; luego obliga también en conciencia a observar tal punto medio y a evitar tal vicio. Ni parece que se pueda señalar una razón suficiente para pensar que una ley que se da en materia de justicia determina el punto medio de la virtud aunque añada una pena, y para que no haya que pensar lo mismo de las leyes que mandan bajo pena en otras materias. 11.

LA INTERPRETACIÓN MÁS BENIGNA TIE-

NE LUGAR CUANDO LA COSA ES MORALMENTE DUDOSA.—Ni tienen fuerza en contra de esto las razones de AZPILCUETA. A la primera respondo que la interpretación más benigna tiene lugar cuando la cosa es moralmente dudosa, y que debe ser tal que no falsee las palabras de la ley. Ahora bien, en nuestro caso, el sentido de la ley no es dudoso, ya que se supone que se trata de fórmulas que por sí mismas significan suficientemente un precepto, y no hay base para recurrir a la intención falseando el sentido de las palabras de la ley o quitándoles fuerza. A la segunda digo —en primer lugar— que el axioma aquel y el cap. Nonne que allí se aduce tienen lugar cuando o las dos cosas de que se trata son contradictorias, o cuando se proponen disyuntivamente, pues entonces se presume que tomar la una significa excluir la otra; pero si no son así, ese indicio no basta si no se añaden otros. Pues bien, en nuestro caso las obligaciones bajo culpa y bajo pena no son contradictorias entre sí; más aún, por sí mismas van de alguna manera unidas, y por tanto sola la añadidura de la pena no es ningún indicio de que la culpa quede eliminada. Digo —en segundo lugar— que, en la ley de que tratamos, la obligación bajo culpa va suficientemente incluida en las fórmulas preceptivas, y que por tanto no puede decirse que esa ley amenace con la pena dejando la amenaza de culpa, porque la única manera como suele formularse el reato de culpa es mandando. 12. Según esto, respondiendo a la tercera razón niego la consecuencia. Si esa razón valiera algo, probaría también que las leyes humanas morales que no añaden pena no obligan en conciencia porque no lo manifiestan expresamente,

Lib. V. Distintas leyes humanas y que las leyes de los príncipes infieles no ligan las conciencias aunque no sean penales, porque tales príncipes para nada pensaron en las penas de la otra vida. Ambas cosas son absurdas, como consta por el libro 3.° Por consiguiente, así como en las leyes morales la fuerza natural del precepto basta para crear obligación de conciencia aunque el príncipe no la exprese y ni siquiera piense reflejamente en ella sino únicamente en imponer un precepto, así también basta en las leyes penales. La cosa es clara, porque el precepto moral del rey infiel obliga bajo reato de pena en la vida futura aunque el legislador no lo conozca, pues basta la fuerza connatural del precepto; luego también basta en la ley penal, que al mismo tiempo es moral, ya que no puede darse ninguna razón de diferencia en estos casos. Sobre la cuarta razón, negamos que se dé tal costumbre, puesto que ni los doctores en general la reconocieron, ni se deduce de la práctica común ni del sentir de los fieles. Acerca de la quinta razón hablaremos en el capítulo siguiente. CAPITULO IV ¿SE DAN O PUEDEN DARSE LEYES PENALES QUE NO OBLIGUEN EN CONCIENCIA SINO ÚNICAMENTE BAJO PENA SIN LUGAR A CULPA? 1. Lo NIEGAN SILVESTRE, ARMILLA Y BELARMINO.—CUATRO PRUEBAS.—Sostiene la negativa SILVESTRE, antes citado, y le sigue ARMILLA, aunque no parece consecuente consigo

mismo, según explicaré. Se cita en favor de esta opinión a SOTO, antes citado, pero si se le lee cqn atención, él no niega el poder ni disiente de la opinión general en la cosa, por más que en el uso de las palabras parece discrepar y discutir sin motivo. SILVESTRE cita también en favor de esta opinión a SANTO TOMÁS y a los autores que, sin hacer

distinción alguna, dicen que las leyes o preceptos de los superiores obligan en conciencia. La misma opinión parece seguir BELARMINO. Los argumentos de esta opinión se tocaron y casi se solucionaron al discutir el problema anterior. El resumen de ellos es el siguiente: En primer lugar, la obligación en conciencia es esencial a la ley; luego es imposible que una sea verdadera ley penal sin que obligue en conciencia. En segundo lugar, de no ser así sería injusta imponiendo pena sin haber culpa.

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En tercer lugar, de no ser así no habría razón alguna para imponer por tales leyes una pena mayor o menor, porque la pena se impone mayor o menor en proporción a la culpa; ahora bien, cuando no hay ninguna culpa, no puede ser mayor ni menor; luego tampoco mayor o menor la pena. En cuarto lugar, ninguna razón puede darse de por qué unas leyes penales han de obligar en conciencia más bien que otras, ni puede fácilmente explicarse por qué señal o de qué manera se han de distinguir tales leyes. 2.

LA AFIRMATIVA ES MÁS VERDADERA.—

Esto no obstante, hay que decir —en primer lugar— que pueden darse leyes que coaccionen u obliguen bajo amenaza de pena aunque no obliguen en conciencia al acto por cuya trasgresión obligan a la pena. Este tesis la supone como clara AZPILCUETA, antes citado, y la sostiene VITORIA; la demuestra también largamente CASTRO, y la siguen otros antiguos ya citados. Estos distingue una doble ley penal, la pura y la mixta o compuesta, a las cuales se añade una tercera, la ley humana no penal sino puramente moral, que es la que obliga en conciencia y no añade pena. Y no importa lo que dice AzPILCUETA, que también por no cumplir esta ley se incurre en reato de pena, porque esto es siempre en el fuero de Dios, pero no en el fuero humano, por lo cual ese reato no procede propiamente de la ley humana sino de la naturaleza de la cosa o de la ley divina, y por eso esa ley humana con razón se llama puramente moral, es decir, no penal, porque ella no señala pena ni la impone directamente. Mixta se llama la que es a la vez moral y penal e incluye virtualmente dos preceptos, uno de practicar u omitir tal acto, y otro de sufrir tal pena en el caso de que no se haga eso. De ésta se entiende todo lo dicho en el capítulo precedente. Ley puramente penal se llama la que únicamente contiene un sólo precepto —como quien dice, hipotético— de sufrir tal pena o daño si se hace esto o aquello, aunque no se impone precepto acerca del acto sometido a tal condición. Y aunque AZPILCUETA, antes citado, dice que esta división es nueva, y SILVESTRE y ARMILLA la desprecian como pueril, verbal e inútil, con todo no es nueva ni pueril, pues la emplean graves doctores no sólo modernos sino también antiguos, como ENRIQUE, ÁNGEL, CASTRO y algunos otros de los aducidos en el capítulo precedente en favor de nuestra opinión.

Cap. IV.

¿Son posibles leyes penales que obliguen sólo a la pena?

Tampoco puede llamarse inútil ni verbal, pues explica muy bien el punto que estudiamos, y puede basarse en una razón muy buena con la que al mismo tiempo se probará la tesis propuesta. 3. La razón es que el legislador puede a la vez obligar con su ley en conciencia imponiendo una pena a los trasgresores —según se ha demostrado en lo anterior—, y puede también obligar en conciencia sin añadir pena alguna; luego puede también imponer solamente obligación de pena. De esta forma resulta una división trimembre respecto de la ley humana en general y bimembre respecto de la ley penal. Sólo queda por probar la primera consecuencia. Esta podría negarse diciendo que la culpa es anterior a la pena, y que por tanto puede hallarse sola o juntarse con ella, y en cambio la pena, siendo como es posterior a la culpa, aunque puede acompañar a la culpa, sin embargo no parece poder existir sin ella porque se funda en ella. Esto no obstante, pruebo la consecuencia: Esa manera de mandar no es contraria a la esencia de la ley ni a la esencia de la justicia; luego puede el legislador, a su prudente arbitirio, querer sola esa manera y no otra; luego en el caso de que lo haga así, creará una ley puramente penal que obligue al acto mandado no en conciencia sino solamente bajo pena. La primera consecuencia es clara, porque cayendo ambas obligaciones bajo el poder del legislador, éste puede hacer uso de su poder como quiera dentro de lo que permite la justicia de la ley. También la segunda consecuencia es clara, porque la obligación de la ley depende de la intención del legislador y no puede sobrepasarla, según la regla vulgar de que los actos de los agentes no sobrepasan la intención del agente. 4. LAS REGLAS DE LOS RELIGIOSOS, CUANDO NO OBLIGAN BAJO CULPA, MUCHAS VECES OBLIGAN A LA PENA.—La primera parte del an-

tecedente se prueba con el ejemplo de las reglas de los religiosos, las cuales obligan de esta manera. Responden algunos que esas no son leyes sino o consejos o ciertos convenios y —como quien dice— pactos. Pero esta es una afirmación gratuita, porque en la apreciación general son verdaderas constituciones y estatutos, y así las llaman los Pontífices cuando dan poder para crearlas. Además son actos de jurisdicción y de un poder superior que impone alguna necesidad de obrar así; luego sobrepasan el concepto de consejo y no

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son sólo convenios, pues aunque suponen el consejo en el sentido de que al principio fue necesaria la profesión de tal estado, después la obligación nace de la jurisdicción. Por eso algunos creen que para el concepta de ley basta que imponga obligación, sea bajo culpa sea bajo pena. El antes citado CASTRO dijo que tal ley impone al juez la obligación en conciencia de castigar al trasgresor, y así confiesa que es más verdadera ley respecto del juez que respecto del reo. Pero a esto puede replicarse, lo primero, que los preceptos religiosos no parecen obligar más al superior que al subdito; y lo segundo, que aquí tratamos de la ley respecto del subdito, y así —como él mismo reconoce— en el caso de que la ley penal imponga una pena que se ha de pagar por el hecho mismo de haber faltado, obliga en conciencia al subdito, una vez que ha quebrantado la ley, a pagar la pena. Por eso en general me agrada más la opinión de que esta ley siempre se reduce —digámoslo así— a una obligación de conciencia, según expliqué en el cap. XVIII del libro 3.°, pues aunque no obligue a aquello que manda a las inmediatas, sin embargo, si no se la cumple en eso, obliga en conciencia o a pagar la pena, si es de cumplimiento automático, o a soportarla cuando se imponga, como pensó SANTO TOMÁS. Luego en tal estatuto se salva suficientemente el concepto de ley. 5. EN EL ENTREDICHO Y EN LA IRREGULARIDAD MUC H AS VECES SE INCURRE SIN CULPA.

La segunda parte, a saber, que esta clase de ley no es contraria a la equidad o justicia, suele probarse por la regla jurídica que trae el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, que a veces se incurre en pena sin culpa aunque no sin causa. Esto lo dijo también SANTO TOMÁS, el cual trae el ejemplo de la irregularidad, en la cual se incurre sin culpa; y lo mismo sucede con el entredicho. A esto podría responderse que la irregularidad no es pena, y que el entredicho nunca se impone sin culpa de alguno, por más que alcance también a los inocentes por alguna unión suya con el delincuente, de la misma manera que la pena de un padre pecador suele redundar sobre hijos inocentes. Pero no hay por qué discutir en esto sobre el nombre. Reconocemos —como dije en el capítulo precedente— que la pena en su sentido más propio reviste carácter de venganza y dice relación a una verdadera culpa. Sin embargo en el caso presente no es necesario tomarla en ese sentido, pues en un sentido más general todo daño de la naturaleza, de cualquier causa que

Lib. V. Distintas leyes humanas proceda, entra en el mal de pena, y en particular y normalmente toda aflicción que tiene lugar en forma de coacción para que se cumpla una ley, se llama verdadera pena, y ésta puede imponerse sin que haya culpa contra Dios, aunque no sin que haya algún defecto o imperfección en la estimación de los hombres. Pues bien, que esta forma de pena pueda imponerse sin injusticia se prueba diciendo que el superior puede obligar a un acto de suyo bueno —aunque en la omisión de tal acto no haya culpa— porque ese acto puede ser conveniente para el bien común y nada contiene contrario a la razón ni a las atribuciones del superior; luego por la misma razón puede el superior imponer una carga o aflicción por la omisión de ese acto aunque no haya habido culpa contra Dios. Prueba de la consecuencia: Ese castigo en ese caso no es más que una coacción para que tal acto se haga o no se haga, coacción que es necesaria para que su temor —incluso previamente— fuerce a evitar semejante trasgresión. Confirmación: A veces puede el estado imponer otras cargas por justa causa y sin culpa, según prueban los ejemplos antes aducidos y otros que aduce la GLOSA DE LAS DECRETALES; y la razón es que muchas veces es necesario eso para el buen gobierno del estado; luego también puede hacerse así en el caso presente, pues —prescindiendo de la culpa— la causa es suficiente. 6.

M U C H A S VECES, PARA EVITAR EL PELI-

GRO DE LAS ALMAS, CONVIENE OBLIGAR BAJO PENA SIN CRITERIO LA CUAL CÁRCEL Y

OBLIGAR BAJO CULPA. ESTE ES EL QUE SE SIGUE EN LA LEY HUMANA, IMPONE PENA A QUIEN HUYE DE LA A QUIEN CORTA LEÑA EN EL BOSQUE.

Finalmente, muchas veces, para evitar los peligros de las almas, puede ser conveniente obligar sólo de esta manera a un acto que por lo demás sea conveniente para la comunidad. En efecto, alguna coacción es útil, y que no se emplee una mayor es también útil a las almas y más propio de una suave providencia que del rigor. Con esta prudente intención se hacen los estatutos en los institutos religiosos: en ellos se supone un pacto virtual —incluido en el voto de obediencia y en la profesión— de aceptar tal determinada pena si uno es sorprendido en tal o cual trasgresión de la regla, según observó SAN ANTONINO.

Esto puede extenderse también a cualquier comunidad o estado, porque entre ella y cada uno de sus miembros media o al menos se supone tal convenio para la unión civil en un solo cuerpo;' pero, supuesto ese convenio, en virtud del poder de jurisdicción que tiene el superior puede seguirse tal forma de mandar y de imponer tal obligación, ya que de suyo

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es justa y útil a la comunidad, según se ha explicado. 7.

SEGUNDA TESIS.—Digo —en segundo lu-

gar— que existen algunas leyes puramente penales y que no obligan en conciencia más que a la pena, las cuales se han de distinguir de las leyes penales mixtas por la materia, por las fórmulas y por otras circunstancias. La primera parte de la tesis es clara y parecen suponerla los autores aducidos en la tesis primera, y aunque CASTRO plantea el problema de si se dan tales leyes, sin embargo no parece caer en la duda. Lo primero, porque —siendo posibles y pudiendo muchas veces ser más aptas para el gobierno de los subditos con menor peligro y gravamen en algunas materias en las cuales no es necesaria mayor carga—, parece creíble de suyo que muchas veces las leyes penales se den de esta manera. Y lo segundo, porque entre los religiosos existen claros ejemplos de estas leyes, según dije antes; en las leyes humanas se tiene por puramente penal a la que impone pena a quien huye de la cárcel y a quien corta leña en un bosque comunal, etc. 8.

D E LA INTENCIÓN DEL LEGISLADOR DE-

PENDE EL QUE UNA LEY SEA PURAMENTE PENAL O NO. LA COSTUMBRE ES INTÉRPRETE DE SI UNA LEY ES PURAMENTE PENAL. A s í p u e s ,

toda la dificultad está en la explicación de la segunda parte de la tesis, a saber, cuándo se ha de tener a una ley por puramente penal. ' Sobre este punto suele decirse generalmente que la cosa depende de la intención del legislador. Esto lo creo verdaderísimo por la razón aducida. Ni depende ello del problema aquel de si la obligación en conciencia de un precepto o ley puede ser mayor o menor según la intención del legislador. Sea de esto lo que sea una vez dado el precepto, es cierto que de la intención del superior depende el mandar e igualmente el imponer dos preceptos o uno solo hipotético, de la misma manera que de la intención de quien hace un voto bajo pena depende el hacer voto de ambas cosas por sí mismas y expresa o tácitamente emitir dos votos, o uno solo hipotético. Así pues, supuesta la necesidad de la intención, preguntamos: ¿Cómo se conocerá y por qué señales constará que la intención del legislador fue imponer un solo precepto hipotético? Sobre esto es también claro que ello puede constar ante todo por expresa declaración del legislador mismo: ya se exprese en la misma ley particular; ya por medio de alguna norma general de algunas constituciones comprendida en ellas, la cual declare esto y fije las únicas fórmulas que han de significar obligación en conciencia, como se hace en algunos institutos religiosos; ya sea, finalmente, que conste de tal

Cap. IV.

¿Son posibles leyes penales que obliguen sólo a la pena?

intención por tradición, costumbre o ley no escrita, pues aunque tal costumbre no sea universal para todas las leyes penales —como quería AZPILCUETA— pero puede introducirse en algún estado o congregación, y ella será la mejor intérprete de cualquier ley de tal comunidad, a no ser que sea revocada por la ley misma expresando que tal ley obligue o tenga fuerza de precepto no obstante la costumbre contraria. 9.

REGLA GENERAL.—REGLA GENERAL DE

CASTRO.—Además de estos casos, podemos establecer una regla general negativa. Cuando las palabras de la ley penal no expresan suficientemente un verdadero precepto que obligue al acto o a su omisión, se ha de presumir que la ley es puramente penal, de tal manera que en este caso tiene valor la opinión de AZPILCUETA de que se trató en el capítulo anterior. Esto es así porque también tiene valor su razón. En efecto, si la ley no expresa suficientemente una doble obligación o precepto, se ha de elegir la interpretación más benigna, ya que la cosa es dudosa y la ley no expresa rigor con suficiente claridad. Y habrá que creer que la ley no expresa suficientemente la primera obligación de conciencia, cuando ni se dio con fórmula expresamente preceptiva que se refiera al acto prohibido o mandado, ni por las circuns: tancias, materia o pena de la ley se deduzca un precepto virtual o la intención suficiente dal legislador. En la primera parte de esta doctrina parece fundarse la regla —que CASTRO admite en general— de que cuando la ley no se da con palabras imperativas o prohibitivas sino con palabras que únicamente significan condición, la ley es puramente penal, por ejemplo cuando la ley dice que si uno es hallado sacando trigo del reino pierda ese trigo o el doble, o cuando dice que quien sea cogido cazando en determinado lugar, pague tal multa. En efecto, semejantes leyes en virtud de sus fórmulas no imponen obligación de realizar u omitir el acto, porque en rigor no mandan. 10.

LIMITACIÓN DE LA REGLA DE CASTRO.—

Pero esta regla necesita una limitación que ya se ha insinuado en la segunda parte de nuestra tesis. En efecto, si la pena de la ley supone intrínsecamente una culpa, la ley no debe ser tenida por puramente penal aunque se dé en esa forma, porque la condición de la pena manifiesta suficientemente la intención del legislador, por ejemplo, cuando la excomunión se da en esta forma: Si alguno hiciere esto, quede excomulgado o Quien dijere esto, sea anatema, pues aunque AZPILCUETA diga que estas leyes son puramente penales pero que suponen culpa por las leyes divinas o humanas anteriores, sin embargo esto no es verdad.

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Lo primero, porque muchas veces no se supone tal obligación anterior, como cuando en un nuevo estatuto se dice: Si uno entrare en tal lugar, quede excomulgado; y lo mismo sucede cuando se define de nuevo alguna verdad en esta forma: Si alguno dijere tal o tal cosa, sea anatema. Y lo segundo, porque aunque la condición añadida sea de una cosa contraria al derecho natural o divino, como Si uno hiriere, si uno robare, etc., sin embargo, para incurrir en la pena de excomunión se necesitan un precepto eclesiástico y contumacia contra él. Por consiguiente, cuando las leyes imponen tales penas, no son puramente penales aunque empleen las dichas fórmulas. Y lo mismo pienso cuando la pena, aun corporal, es gravísima, por ejemplo, si se impone pena de muerte o de mutilación u otra equivalente; y esto no sólo por razón del peligro, como quieren algunos, pues ese peligro muchas veces podría evitarse, sino por el valor moral de tal pena. En efecto, a la ley se la ha de tener por prudente y justa; ahora bien, si por una cosa inculpable impusiese pena de muerte o de mutilación, sería intolerable. Por eso dijimos antes, conforme a la doctrina de SAN AGUSTÍN, que todos los preceptos de la ley vieja que imponían pena de muerte corporal creaban obligación bajo pecado mortal. Por tanto, aunque las fórmulas no sean expresamente preceptivas o prohibitivas, basta que virtualmente contengan esa obligación y que por la pena adjunta se manifieste cuál es la intención del legislador. 11. PARA CONOCER SI LA OBLIGACIÓN DE LA LEY ES DE CONCIENCIA O SÓLO BAJO PENA, HAY QUE ATENDER A LA GRAVEDAD DE LA MA-

TERIA.—Se objetará que bastante grave es la pena de flagelación pública que se impone a quien descerraja la cárcel, y que sin embargo éste no está obligado en conciencia a respetar esa prohibición ni peca huyendo. Respondo que, o esa pena no es tenida por demasiado grave respecto de tal persona, o el estado la juzgó proporcionada a la coacción que es necesaria para tal prohibición y —como quien dice— para la defensa de su derecho y de la justicia pública, y que por tanto a todo hay que atender con prudencia. 12. Finalmente, aunque las fórmulas miradas en sí mismas o la gravedad de ia pena no manifiesten obligación en conciencia de cumplir la ley, hay que atender a la materia de la ley: si la materia es moral —es decir, directamente tocante a las buenas costumbres de la comunidad y a la represión de los vicios— y se la juzga necesaria para esos fines o para la paz o para evitar algún grande inconveniente del estado, es

Lib. V. Distintas leyes humanas muy de presumir que la ley se( da con intención de obligar en conciencia aunque la manera de mandar no sea tan expresa y explícita ni la pena demasiado grave. Así lo enseñan VITORIA y CoVARRUBIAS antes citados. Y la razón es que se ha de creer que el legislador en estos casos quiere obligar de la manera más conveniente y necesaria al estado; ahora bien, tratándose de tal materia y ocasión, conviene muchísimo forzar obligando en conciencia. Pero cuando no hay nada de eso sino que la materia es política y de no mucha importancia o necesidad para las buenas costumbres, y la forma de mandar es sólo condicional, y la pena no demasiado grave, es señal suficiente de que tal ley no obliga en conciencia. 13. A la primera razón de la opinión contraria ya se respondió que la ley penal se reduce a una obligación de conciencia de pagar o sufrir la pena. Esto basta para que sea verdadera ley aunque no obligue en conciencia a la condición bajo la cual amenaza con la pena: respecto de esa condición se llama puramente penal, por más que respecto de la pena misma tiene eficacia para mandar del modo dicho. A la segunda se responde negando lo que se pretende deducir, a saber, que tal ley sería injusta, pues aunque imponga pena —a saber, un gravamen o mal— sin culpa, pero no la impone sin causa, o, aunque la imponga sin culpa moral, pero no la impone sin culpa civil o política, y esto basta. Conforme a esto, a la tercera se responde negando también lo que se pretende deducir, porque la razón para imponer una pena mayor o menor puede ser no sólo una culpa mayor o menor sino también una causa mayor o menor, o la necesidad de imponer una coacción mayor o menor. El argumento falla manifiestamente en la regla de los religiosos: en ellas se imponen penas designadas por distintas trasgresiones de reglas que no obligan bajo culpa. A lo cuarto se responde que ya se ha explicado por qué conviene que se den algunas leyes puramente penales y por qué señales pueden distinguirse de las mixtas.

CAPITULO V ¿PUEDE LA LEY H U M A N A PENAL OBLIGAR EN CONCIENCIA A PAGAR O EJECUTAR Y CUMPLIR LA PKNA ANTES DE QUE EL JUEZ DÉ SENTENCIA Y LA EJECUTE? 1.

PRIMERA OPINIÓN, AFIRMATIVA EXCEP-

TUANDO LAS ACCIONES INTRÍNSECAMENTE MALAS.—Hemos hablado de la obligación que impone la ley penal respecto del acto u omisión

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prohibida. Ahora nos resta hablar de la segunda parte de esa ley, que es la imposición de la pena, es decir, qué obligación nace de ella. Primero hablaremos de la posibilidad y después de la realidad. El problema se plantea tanto tratándose de la ley puramente penal como de la mixta, y acerca de ambas hay que resolverlo por igual. Así pues, la primera opinión enseña —sin hacer distinciones— que la ley humana puede obligar en conciencia al trasgresor —antes de de toda sentencia— a cumplir cualquier pena por grave que sea, y eso aunque exija la acción del reo mismo, exceptuando únicamente las acciones que revestirían malicia intrínseca si las realizase el delincuente mismo, como sería v. g. el matarse o mutilarse a sí mismo. Esta opinión parece sostenerla CASTRO en todo el libro 2° de la Ley penal. Parece referirse principalmente y en particular a la pena de confiscación de todos los bienes, pues piensa que obliga en conciencia al delincuente que incurre automáticamente en ella a entregar todos sus bienes al fisco aun antes de la sentencia declaratoria. De este ejemplo se sigue claramente la dicha regla universal, sobre todo por lo que toca a las penas que no son corporales, y las razones que aduce tienen valor general. Siguen esta opinión en gran parte NICOLÁS DE TUDESCHIS, FELINO y otros canonistas; más autores pueden verse en TIRAQUEAU. LOS argumentos de esta opinión son muchos; los reproduce largamente y los resuelve SIMANCAS, a quien citaremos después. 2. N o LE FALTA A LA LEY HUMANA PODER PARA OBLIGAR A LA PENA Y A SU EJECUCIÓN ANTES DE LA SENTENCIA, SIENDO COMO PUEDE SER ESTO MUCHAS VECES CONVENIENTE PARA

EL BIEN COMÚN.—Prescindiendo de estos autores porque después trataremos de ellos, en esta opinión pueden distinguirse dos partes. Una es indeterminada, a saber, que a la ley humana no le falta poder para obligar a la pena y a la ejecución o cumplimiento de la pena antes de toda sentencia. Esto lo admitimos como verdadero, ya que no puede demostrarse ninguna imposibilidad en ello, y además aparecerá claramente por lo que diremos. La segunda parte es que este poder alcanza a todas las penas; la única excepción es la pena que incluye malicia, porque no hay base para exceptuar otra. Prueba: La ley humana puede mandar directamente cuanto es honesto si es necesario para el bien común de la comunidad; luego también puede mandarlo como pena de la manera que se ha dicho, porque también puede ello ser necesario para el bien común. Ni se opondrá a ello la dureza de la pena: lo primero, porque

Cap. V. La ley penal ¿obliga a su ejecución antes de la sentencia? el delito puede ser tal que la merezca toda ella; lo segundo, porque la ley humana puede obligar incluso a una cosa muy difícil si conviene para el bien común; y finalmente, porque el juez puede obligar a ello mediante sentencia declaratoria, como consta acerca de la confiscación de los bienes: luego también podrá hacerlo la ley. 3. D I C H O PODER NO ALCANZA A TODAS LAS PENAS A EXCEPCIÓN DE LA QUE INCLUYE MALICIA, PORQUE HAY OTRAS DEMASIADO DURAS Y CONTRARIAS A LA NATURALEZA HUMANA. E L QUE DIC H A EJECUCIÓN SE REALICE SIEMPRE ASÍ CAE FUERA DE LA PRÁCTICA Y DE LA UTILI-

DAD HUMANA.—A pesar de ello, esta opinión no me parece bien en lo que se refiere a la única excepción que admite generalizando tanto sobre las restantes penas, porque, además de las penas que el reo mismo no puede ejecutar en sí lícitamente, existen otras tan duras y tan contrarias a la naturaleza, que el imponerlas de la manera dicha es superior al poder humano. No es la menor señal de eÜo que no se halla ninguna ley humana tal. En efecto, lo que se dice de la ley de confiscación de los bienes, a saber, que por razón de ella el reo esté obligado a despojarse de ellos, no es verdad. Lo primero, porque la costumbre enseña y sostiene lo contrario, y ningún hombre o confesor docto obliga a tales delincuentes a despojarse de sus bienes antes de ser juzgados. Y lo segundo, porque en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES se de-

claró que no le es lícito al fisco ni a los jueces usurpar los bienes de un hereje —aunque por lo demás conste de su delito— hasta que se declare eso por sentencia; luego es señal de que él no está obligado en cQnciencia a despojarse a sí mismo. De esta práctica se deduce con bastante probabilidad que esto no entra en las atribuciones humanas, porque, si hasta ahora no se ha hecho aunque se hayan cometido los delitos más graves posibles y bastante frecuentes, es una señal moral de que eso no puede hacerse. Además, el que hasta ahora no haya sido necesario ni conveniente para el bien común es señal de que nunca lo será y de que por su naturaleza no lo es; luego también es señal de que no es materia o efecto proporcionado a la ley humana. Confirmación: Por esta razón decimos que la materia propia de los consejos no es proporcionada al precepto humano, porque aunque el acto sea bueno, sin embargo el obligar a él con una ley absoluta va más allá de la costumbre y de la utilidad humana; luego, de la misma manera, no basta que la acción penal no sea mala o que sea honesta si su obligación cae fuera de la costumbre y de la utilidad humana. Esta es la razón de principio de esta parte; luego se explicará más. 4.

SEGUNDA OPINIÓN: N O PUEDE, EN GENE-

RAL, EL LEGISLADOR OBLIGAR AL CUMPLIMIENTO DE LA PENA ANTES QUE SE DÉ SENTENCIA. Dos RAZONES.—LA NATURALEZA ABORRECE EL

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EJECUTAR EN SÍ MISMA LA PENA, Y LA LEY HUMANA DEBE SER F Á C I L . — L a segunda

opinión

principal se va al extremo contrario: niega absolutamente que el legislador humano pueda obligar en conciencia a los subditos delincuentes a cumplir la pena antes de que se dé sentencia. En favor de ella puede aducirse a COVARRUBIAS y a otros que se citarán después. Sin embargo no hay ninguno que no añada alguna excepción y así no parecen hablar tan en general, por más que varias de sus razones, si fuesen eficaces, probarían esto. Esta opinión puede persuadirse, lo primero, porque es contrario a la justicia el que a uno, sin ser acusado ni quedar convicto, se le condene antes de oírle; por eso todos los derechos condenan, esto; ahora bien, si uno estuviese obligado antes de la sentencia, sería condenado sin ser oído ni quedar convicto; luego eso sería contrario a la justicia; luego es superior a todo poder. Lo segundo, porque el coaccionar al cumplimiento de la ley es oficio del juez, al cual por eso ARISTÓTELES llama justicia viviente; ahora bien, es antinatural obligar al reo a que ejercite contra sí mismo el oficio de juez y que se violente y coaccione a sí mismo; luego también es antinatural obligarle a que ejecute la pena en sí mismo, porque la pena es una coacción. Conforme a esto, argumenta SOTO —en tercer lugar— diciendo que la pena consiste en una pasión; luego la naturaleza aborrece el que a uno se le obligue a ejecutarla en sí mismo, porque uno no debe ser al mismo tiempo agente y paciente. Muchos argumentan —en cuprto lugar— que la ley humana debe ser tolerable, como se dijo antes, y hasta fácil para que normalmente pueda ser cumplida, porque no se ha de mandar a muchos lo que pocos pueden hacer; ahora bien, el ejecutar en sí mismo la pena antes de toda condena es una cosa muy difícil que normalmente pocos cumplirán; luego no es materia a propósito para la ley humana. 5.

REFUTACIÓN CON EL EJEMPLO DE LA EX-

COMUNIÓN.—Esta opinión no puede ser defendida en un sentido general, y así ningún doctor católico que yo haya visto la afirma en general o sin limitación. En efecto, la excomunión es una pena y gravísima —como enseñan los textos jurídicos— y sin embargo es ciertísimo que muchas veces se impone bajo ejecución automática y que se incurre en ella antes de la sentencia del juez; y lo mismo sucede con las otras censuras. Por este ejemplo aparece bien claro que las razones aducidas carecen de fuerza, pues quien queda automáticamente excomulgado es condenado antes tle ser oído y acusado y de quedar convicto en juicio externo; luego o esa pena es injusta —cosa inadmisible— o esto no es intrínsecamente malo ni de suyo injusto; luego por este capítulo no se prueba que el obligar a la pena antes que se dé sentencia no es superior al poder humano.

Lib. V. Distintas leyes humanas La razón de esto es que la acusación y los demás requisitos deben corresponder a la condena; ahora bien, cuando a uno por una ley penal se le obliga automáticamente, no se le condena en el fuero externo sino en el de la conciencia; luego en él se le debe acusar, oír y dejar convicto. Pues bien, consta que de esta manera aquel que es consciente de un delito cometido contra la ley, en su conciencia es acusado, y que si tiene alguna excusa es oído, y cuando esa excusa no es razonable, queda convicto; luego no es ajeno a la justicia el que entonces quede también obligado en conciencia. Por consiguiente, la primera razón no prueba. Tampoco la segunda, porque aunque sea el juez quien por oficio debe coaccionar al cumplimiento de las leyes, también el legislador mismo puede emplear por sí mismo alguna coacción, sobre todo en los casos en que el oficio del juez no parece bastar; esto hace la Iglesia cuando impone censuras de ejecución automática; luego también puede hacerlo cualquier otro legislador si por otro lado no es imposible. Tampoco es ello imposible por el otro capítulo del agente y del paciente: lo primero, porque entre los seres vivientes y sobre todo entre los seres libres no es imposible que uno mismo sea agente y paciente; lo segundo, porque la pena, sobre todo si es voluntaria, a veces puede consistir en una acción; finalmente, porque muchas veces la ley misma lleva consigo la ejecución e impone la pena, por lo que ella es el agente y el hombre el paciente. Por último, la dificultad no es tan grande que sea superior a la condición humana, porque la excomunión es una pena bastante grave y obliga a muchas cosas bastante arduas, como son el quedar privado de todo uso de las cosas sagradas, de todo trato humano y de los emolumentos de los beneficios, etc., y sin embargo el hombre queda obligado a ello antes de que se dé sentencia; luego el imponer esta carga no es superior al poder de la ley humana ni es imposible tratándose de todas las penas aunque sí lo sea tratándose de alguna, según hemos dicho.

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.ciertos bienes comunes, cosa que puede hacer, cuando por parte de ellos existe causa suficiente, prescindiendo de su consentimiento y de otra acción fuera de la sentencia misma de la ley; de la misma manera —dice— que un rey puede no admitir a un banquete público celebrado a sus expensas a aquel que no tenga esta o aquella condición, sin necesidad de sentencia alguna sino sólo por el hecho mismo. Otra razón, y tal vez más probable, podría darse: que las censuras no son tanto penas vindicativas como medicinales; ahora bien, para emplear una medicina no se necesita sentencia del juez sino que cada uno está obligado a tomarla, sobre todo si lo manda el médico o pastor; en cambio las otras penas son vindicativas, y por tanto se requiere una coacción mayor. Otra razón podría darse todavía: que las censuras se imponen a la manera de un precepto del superior que prohibe tal acción, recepción o comunicación o cosa semejante, y por consiguiente no siguen las reglas de las penas sino las de los preceptos, las cuales obligan en virtud de la ley misma sin más sentencia. 7. REFUTACIÓN DE SOTO CON EL EJEMPLO DE LA IRREGULARIDAD LA CUAL OBLIGA ANTES DE TODA SENTENCIA Y DE LA PRIVACIÓN

6. SOTO, QUE LO NIEGA DE TODAS LAS OTRAS PENAS, AFIRMA QUE LAS CENSURAS PUEDEN IMPONERSE BAJO PENA DE EJECUCIÓN AUTOMÁTICA, Y ESO POR EL EJEMPLO DEL REY QUE NO ADMITE A SU MESA SI NO ES CON UNA CON-

DE BENEFICIO.—A pesar de todo, esta opinión —según creo— no puede defenderse, porque existen otras muchas penas que no sólo en hipótesis sino también de hecho impone la ley misma antes de la sentencia del juez y que por consiguiente imponen alguna obligación en conciencia. Esto aparece claro —en primer lugar— en la pena de irregularidad, la cual no sólo puede ser impuesta por el derecho mismo sino que por su mismo concepto lleva eso consigo, como doy por supuesto por el tratado correspondiente, y por consiguiente antes de toda sentencia obliga en conciencia a abstenerse de todo ejercicio y recepción de las órdenes. Sé que SOTO mismo a esta irregularidad la llama censura penal, pero también en esto su opinión es falsa y contraria a las DECRETALES y a la práctica general de los rescriptos de los Pontífices y de la curia romana. Además en este ejemplo falla la segunda razón aducida, porque la irregularidad no es una pena medicinal sino vindicativa, y por tanto es de suyo perpetua.

DICIÓN ASÍ.—Hay, pues, una tercera opinión que sólo se diferencia de la primera en que únicamente exceptúa las censuras. Así piensa SOTO, pero tiene de particular que, aunque confiesa que la ley puede imponer censuras de ejecución automática— cosa que no podía negar—, de todas las otras penas lo niega únicamente por los argumentos que se acaban de refutar en el párrafo anterior. Y esa diferencia la pone porque por las censuras —dice— la Iglesia priva a los fieles de

Lo mismo sucede con la privación de beneficio aunque se lo haya poseído antes justamente: puede imponerse como pena de ejecución automática anterior a toda sentencia, como observa AzPILCUETA en Summ. cap. 23 n. 67. El en ese pasaje habla de la posibilidad, pero en el n. 110 versic. Nota décimo anota dos casos de simonía confidencial en los cuales, según los decretos de Pío IV y de Pío V, que allí cita, se incurre automáticamente en esta pena. Y aunque SILVA, CO-

8.

EVASIVA DE SOTO, Y SU REFUTACIÓN.—

Cap. V. La ley penal ¿obliga a su ejecución antes de la sentencia? y otros dudan sobre la cuestión de hecho, sobre todo en la interpretación de uno o dos textos, sin embargo no dudan de que la Iglesia pueda hacerlo. Este caso está expresamente en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, y llaman la atención sobre esto la GLOSA y AzPILCUETA. Este dice que quien en el término de un año después de haber obtenido un beneficio parroquial no se ordena, lo pierde automáticamente, de tal manera que en conciencia no puede conservarlo. Y de la misma manera entiende en el CONCILIO TRIDENTINO la pena de pérdida del obispado por parte de aquel que no se consagra en el término de seis meses. Puede responderse, según el mismo AZPILVARRUBIAS

CUETA y SOTO antes citados, que esa no es una

pena propiamente dicha sino una especie de convenio, porque v. g. quien recibe un beneficio parroquial antes de ser sacerdote, lo recibe bajo el pacto tácito de ordenarse en el término de un año y en otro caso perderlo. De esta manera elude SOTO otros ejemplos semejantes. Pero no satisface: lo primero, porque tales leyes no sólo valen para aquellos que recibieron beneficios después de darse tal ley sino también para aquellos que ya los tenían, en los cuales no cupo ningún convenio; y lo segundo, porque aunque el que recibe el beneficio desconozca tal ley y de ninguna manera se avenga a tal convenio, queda sujeto a aquella obligación y pena; luego eso sucede en virtud de la ley, no en virtud de un convenio. 9.

LA PENA DE CONFISCACIÓN DE BIENES.—

Un tercer ejemplo lo tenemos en la pena de confiscación de bienes, que bajo ejecución automática se impone en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES y en otros textos. De ella principalmente tratan los doctores que se han aducido y que se aducirán, y discuten si el reo está obligado en conciencia a despojarse de los bienes confiscados. Concedemos que el partido de los que lo niegan —que, según vemos, es el más numeroso— tiene más razón. También discuten si el reo pierde automáticamente el derecho sobre sus bienes. Pasemos por que no pierda en justicia su posesión, su usufructo y su uso; sin embargo tal vez es cuestión de nombres, pues no puede dudarse que el reo pierde automáticamente algún derecho que antes tenía sobre sus bienes y que ese derecho lo adquiere el fisco; en efecto, por razón de este derecho, cuando después se da sentencia declaratoria del crimen, la ejecución de la pena se hace en sentido retroactivo y el fisco recupera todos los bienes del reo dondequiera y como quiera que los encuentre; luego tal ley impone alguna pena en el momento en que se comete el crimen y antes de toda sentencia. Por consi-

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guiente también nace de ella la obligación en conciencia de no dilapidar esos bienes en detrimento del fisco y de no hacer contratos que puedan redundar en daño de un tercero. Pero de esta pena hablaremos más extensamente —si Dios quiere— en el tratado de la Herejía. Además de estas, existen finalmente otras muchas penas de privaciones de emolumentos, de invalidaciones de contratos y de inhabilitaciones, a las cuales muchas veces la ley penal obliga en conciencia, como consta de algunos impedimentos por delito los cuales de tal manera inhabilitan a la persona para el matrimonio que antes de toda sentencia invalidan el matrimonio subsiguiente, y esto según la opinión admitida e indudable que el mismo SOTO hace suya. También la inhabilidad para dar, adquirir, vender y cosas parecidas, muchas veces la ley humana la impone bajo ejecución automática, como veremos después. ¿Por qué, pues, de la misma manera que la ley hace esto automáticamente por otras razones, no podrá hacerlo por razón del delito? Por consiguiente, la excepción que hace SOTO no es la única. 10. . Añádase además que la regla general que establece SOTO no se prueba con ninguna razón satisfactoria: las principales son las que aduje al tratar de la primera opinión, y ya demostré que no probaban nada. Finalmente, la diferencia que aduce SOTO no es constante. Lo primero, porque también las censuras privan de los bienes propios, por ejemplo, de los emolumentos de un beneficio, del ejercicio del propio cargo u oficio, y de acciones cuyo dueño es el hombre. Lo segundo, porque por otras leyes inhabilitantes a veces se le priva al hombre de bienes o de un derecho propios, como es la inhabilidad para contraer matrimonio o cosa semejante; .sin embargo, la ley esto suele hacerlo en castigo, según he dicho. Lo tercero, porque la Iglesia, al privar de los bienes comunes, no actúa como dueña sino como fiel administradora y como juez; luego, así como puede mediante una ley dar una sentencia para privar al hombre de los bienes comunes a los que tenía un derecho recibido del Señor mismo, así puede también privarle de los bienes propios, porque a veces los bienes propios —como una cátedra, un voto y cosas semejant e s ^ no son más estimados ni más útiles que los bienes comunes; luego acerca de todas estas cosas pueden darse leyes penales que obren automáticamente, cosa que niega SOTO. Pruebo la consecuencia por lo que el mismo SOTO admite: que en esto se equiparan las censuras, y él no da ninguna otra razón de diferencia.

Lib. V. Distintas leyes humanas A la segunda razón que nosotros adujimos se responde que también las otras penas pueden ser medicinales, y al revés también las censuras pueden ser vindicativas de delitos, sin contar que la venganza respecto de uno es medicina preventiva respecto de los otros y que por tanto puede reclamar para sí la misma fuerza y eficacia. Tampoco existe la tercera diferencia, porque también la inhabilidad para el matrimonio impuesta por ley incluye el precepto de no contraer inválidamente, y al revés la privación que impone la censura muchas veces incluye no sólo precepto sino también invalidación; luego la razón es la misma. 11. CUARTA OPINIÓN, DE LA PENA CONSISTENTE EN UNA ACCIÓN, A LA CUAL NADIE ESTÁ OBLIGADO ANTES DE LA SENTENCIA; NO ASÍ A LA QUE CONSISTE ÚNICAMENTE EN UNA PASIÓN. UNA LEY QUE EXIGIESE UNA ACCIÓN PROPIA SERÍA DEMASIADO DURA.—Una cuarta opinión dis-

tingue dos penas. Una es la que consiste únicamente en una pasión y no requiere acción o ejecución personal. Otra, la que no puede efectuarse sin acción o ejecución personal. Acerca de la primera esta opinión afirma que la ley puede imponerla de tal manera que antes de toda sentencia el hombre esté obligado en conciencia a cumplirla. Acerca de la segunda niega esto. Esta fue la opinión de TOMÁS DE V I O , y con él parecen sentir ÁNGEL, ARMILLA y otros autores de Sumas. También SIMANCAS aprueba la distinción de Te MÁS DE V I O , y a ella se inclina SILVESTRE, aunque después la abandona. Se cita también a VITORIA, a ADRIÁN, a CÓRDOBA y a varios juristas, sobre todo a BARTOLO, a BALDO, a JUAN DE ANDRÉS y a PEDRO DE ANCHARAÑO. Pero estos autores en realidad no se

expresan en términos generales sino refiriéndose a una u otra pena grave. La primera parte de esta opinión, sobre las penas que conssiten en una pasión, se prueba suficientemente con los argumentos aducidos en contra de la segunda opinión. En cambio algunos de los argumentos de la segunda opinión se aducen como prueba de la segunda parte. Pero esos ya quedaron refutados. Así que únicamente puede quedar un argumento de esta parte, a saber, que las leyes humanas deben ser tolerables y conformes con la condición humana, según el DECRETO más lo que antes se observó acerca de este punto; ahora bien, una ley que obligase en conciencia al hombre a ejecu-

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tar en sí mismo una pena que exigiese su propia acción, sería demasiado dura e intolerable y ajena a la práctica general de los hombres; luego tal clase de ley es superior al poder humano. Acerca de esta razón, además de los autores citados, puede verse a AZPILCUETA. 12. REFUTACIÓN DE ESTA OPINIÓN CON EL EJEMPLO DE UNA PENA QUE CONDENASE A MUERTE POR HAMBRE, O A NO ESCAPAR DE LA CÁRCEL, O A NO CELEBRAR SIGUIÉNDOSE DE ELLO

INFAMIA.—A pesar de esto, esta opinión, tomada en términos generales y sin distinción alguna, no puede probarse, ni subsistir la distinción establecida. Voy a explicarlo. La primera parte de las penas puramente pasivas o negativas, o se entiende en un sentido general y sin ninguna excepción, o con la siguiente atenuación: A no ser que la pena contenga una dureza excesiva contraria a la condición humana. En el primer sentido la primera parte no es verdadera, porque si a uno se le condena por ley a perecer de hambre, no puede quedar obligado en conciencia a no comer aunque ello no requiera una acción sino una carencia de acción. Prueba manifiesta de ello es que ni siquiera después de la sentencia del juez está el reo obligado a ello en conciencia, como enseñan SANTO TOMÁS y muy bien VITORIA. LO mismo sucede si a uno se le obliga por ley a no escapar de la cárcel cuando en ello ve un grave daño: ninguno está obligado a ello en conciencia, como enseña también VITORIA y nosotros lo tocaremos después; y sin embargo esa pena no requiere acción o movimiento sino quietud. Lo mismo sucede v. g. con la pena de no celebrar misa o de no comulgar, pues si por algún efecto que se siga, v. g. infamia, resulta demasiado dura, uno no está obligado en conciencia a cumplirla. Por eso dicen todos los autores que un excomulgado oculto puede lícitamente comulgar públicamente cuando esto no puede dejarse sin infamia. Además, la razón que esa opinión aduce en su favor persuade que en esa primera parte es necesaria esta atenuación, a saber, que aunque la pena sea puramente pasiva, con todo, no debe ser demasiado dura e inhumana. Pero aun hecha esta atenuación, también habrá que hacerla en el segundo elemento de la distinción, y así la cosa será falsa y vendrá abajo la distinción toda entera. En efecto, por igual razón hay que decir que una pena que requiere acción solamente, no puede imponerse en conciencia al modo dicho cuando es demasiado

Cap. V.

La ley penal ¿obliga a su ejecución antes de la sentencia?

dura y superior a la fragilidad humana, pero que otra cosa sucede si, dentro del área de esa clase de pena, se mantiene moderada. En ese caso desaparece la base de esa opinión y desaparece también toda injusticia, porque la ley humana puede mandar cuanto no es malo ni demasiado duro y contrario a la naturaleza si por lo demás puede tener la equidad y la utilidad del bien común. 1 3 . NO ES INCOMPATIBLE EL QUE LA PENA REQUIERA LA ACCIÓN DEL MISMO CULPABLE Y QUE SIN EMBARGO SEA MODERADA: ASÍ SUCEDE EN PRIVACIONES QUE NO SON MENOS GRAVES.

Queda sin embargo por probar que estas dos cosas no son incompatibles, a saber, el que la pena requiera la acción del mismo reo y que sin embargo sea moderada y humana. Esto lo demuestro de muchas maneras. En primer lugar, los dichos autores reconocen que por sentencia declaratoria del crimen puede incurrirse en conciencia en una pena sin necesidad de otra condena o ejecución del juez o de sus ministros; luego lo mismo podría hacer la ley sin exigir sentencia declaratoria. Prueba de la consecuencia: La sentencia declaratoria no ejerce coacción —llamémosla así— física, y es el reo mismo quien queda constituido ejecutor de la pena contra sí mismo, y sin embargo al mandato mismo, tal como procede del juez, no se lo tiene por intolerable; luego tampoco respecto de la ley esa clase de pena es demasiado dura si por lo demás por parte de la materia hay bastante razón de utilidad del bien común. En segundo lugar, ordinariamente no menos duro y gravoso es para el hombre privarse libremente de algunas acciones a las cuales tiene propensión o derecho o de las cuales espera provecho, que ejercitar algunas acciones que le resulten penosas o duras; luego si no es una pena demasiado rigurosa el obligar en conciencia al hombre a privarse de muchas acciones —como la comunicación humana y divina, el ejercicio de su oficio aun con privación de su emolumento—, no será tampoco demasiado duro el que se le obligue alguna vez a una acción penal moderada. Prueba de la consecuencia: El que la acción sea positiva no lleva consigo una malicia especial —esto lo doy por supuesto— por la cual el hombre no pueda hacerla; en lo demás la razón es igual, sobre todo siendo como es la omisión voluntaria moralmente una acción en cuanto que no se realiza sin voluntad de contenerse a sí mismo. De aquí se sigue una confirmación: Según la

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apreciación ordinaria, más quisiera un hombre pagar tal cantidad de dinero que verse privado del voto activo o pasivo para tal cargo; ahora bien, puede por ley en conciencia ser privado del voto activo o ser inhabilitado para el pasivo; luego también podrá imponerse una pena pecuniaria que se haya de pagar inmediatamente aunque consista en una acción. 14. En tercer lugar, las leyes que imponen penas privativas o pasivas, en consecuencia obligan a muchas acciones involuntarias para el hombre si son necesarias para cumplir la privación o si se siguen de ella. Así, por ejemplo, si un excomulgado está en la iglesia y comienza la misa o el oficio divino, está obligado a salir, o si se le da un beneficio, está obligado a no aceptar, cosa que, aunque parezca negativa, no se hace sin una acción positiva; y —lo que es más difícil— cuando a uno por ley se le priva de un beneficio, según muchos está obligado en conciencia a dejarlo. Responden algunos que por la ley se le quita el título de beneficio, porque esta es una pena que no exige ejecución personal, pero que de ahí se sigue la obligación de renunciar al beneficio, ya que, quitado el título, se pierde el derecho al beneficio, porque ese derecho depende totalmente del título, según el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES y según las DECRETALES; ahora bien, esta obligación ya no es pena de la ley humana sino una obligación de la ley divina, porque nadie puede retener lo que no es suyo. Pero esto no debilita sino que más bien confirma la razón aducida. En efecto, si la ley puede quitar por sí misma el título del beneficio aunque de eso se siga el daño de renunciar al beneficio, ¿por qué no ha de poder obligar directamente a este mismo daño? Además, de la misma manera podría uno decir que la ley priva de toda propiedad del dinero y del derecho a él y que lo traspasa a otro, y que de ahí se sigue la obligación de no retener una cosa ajena sino de entregarla a su verdadero dueño, lo mismo que en la prescripción la ley priva al primer dueño de todo el derecho que tenía a poseer la cosa o a reclamarla. 15. PRIMERA CONCLUSIÓN.—Saco, pues, la conclusión de que de casi todas estas opiniones se debe tomar algo para llegar a la verdadera doctrina. En primer lugar, afirmo que la ley humana puede obligar en conciencia a la pena —tanto pasiva como activa— antes de toda sentencia si por lo demás se guarda la justicia. Prueba de esto: El legislador puede obligar con su precepto no sólo a sufrir la pena sino

Lib. V. Distintas leyes humanas también a obrar cuando la acción penal puede ser realizada lícitamente por el mismo reo y no es demasiado dura e inhumana; luego puede mandar esto por medio de una ley de tal manera que obligue inmediatamente sin ninguna otra declaración. En efecto: El superior, por otras razones justas, puede obligar al subdito a semejante acción; luego, ¿por qué no ha de poderlo por una justa causa nacida de un delito? Ciertamente no puede darse una razón aceptable para ello, como consta por lo que se ha dicho también contra las otras opiniones. 16.

SEGUNDA Y TERCERA CONCLUSIÓN.—Hay

que decir —en segundo lugar— que esta clase de obligación tiene lugar en las penas moderadas pero no en las muy duras, sobre todo cuando requieren ejecución personal. Esto acabamos de probarlo. En tercer lugar, hay que decir que esta clase de obligación puede más fácilmente imponerse en las penas privativas que en las que requieren acción del que es castigado, y entre las privativas más fácilmente en las censuras e irregularidades que en las otras. Esta afirmación se la concedemos a los autores de la segunda y de la tercera opinión: la persuaden las razones aducidas por ellos, pero sobre todo la práctica, como veremos enseguida; aduciremos otras congruencias que la apoyan. Esta opinión, con estas atenuaciones, es sin duda la más común entre los autores modernos, como puede verse en CÓRDOBA y AZPILCUETA, y lo mismo —finalmente— dicen expresamente COVARRUBIAS y SIMANCAS, y creo que los antiguos doctores en nada discrepan de esta opinión.

CAPITULO VI ¿CUÁNDO LAS LEYES PENALES CONTIENEN UNA SENTENCIA POR FULMINAR Y NO FULMINADA, Y POR TANTO NO OBLIGAN EN CONCIENCIA A LA PENA ANTES DE LA SENTENCIA DEL JUEZ?

1. Hemos demostrado que no le falta poder al legislador humano para obligar a los subditos a la pena de su ley sin necesidad de ninguna sentencia de origen personal. Resta hablar de la obligación de hecho: ¿cuándo se impone? En efecto, es cosa cierta que no siempre los legisladores hacen uso de este poder, y también que algunas veces hacen uso de él. Por eso es necesario explicar cuándo las leyes penales obligan de la una o de la otra manera. Así pues, en este capítulo hablaremos de las

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leyes que no obligan inmediatamente a la pena; en el siguiente de las que obligan. De las primeras se dice que contienen una sentencia de pena que ha de fulminar el juez; de las segundas que son de sentencia fulminada, ya que por sí mismas dan sentencia condenatoria de tal pena, sea que requieran sentencia declaratoria del crimen, sea que no, según explicaremos después. 2. Pero como toda esta división de las leyes suele depender ante todo de sus fórmulas, para explicar esto quiero advertir que las leyes, para imponer penas, suelen emplear dos clases de fórmulas: a la una la podemos llamar simple, a la otra compuesta. Llamo simple cuando la ley únicamente emplea una palabra de mandato y de imposición de la pena; compuesta cuando a esa palabra añade un adverbio u otra palabra o cláusula para explicar más la manera como impone la pena. Ambas clases son múltiples y variadas. En la primera puede hacerse —en primer lugar— una sencilla conminación de la pena, como cuándo se dice Prohibimos que se haga esto bajo tal pena. Puede hacerse —en segundo lugar— con una palabra de tiempo futuro que signifique acción, como Será excomulgado, será depuesto, será invalidado, etc. En tercer lugar, con una palabra semejante de presente, como excomulgamos, invalidamos. En cuarto lugar, con una palabra de pretérito; esto se hace raras veces, a no ser añadiendo otra palabra, como Conozca que ha sido privado, Sepa que es inhábil, etc. En quinto lugar, con una palabra de mandato, como quede excomulgado, etc. En sexto lugar, con el verbo sustantivo ser, que siempre se añade a algún participio y que se puede variar por medio de los tiempos y modos dichos, como ha sido o fue privado, habrá sido privado, sea privado; y por parte del participio puede haber la misma variedad de presente o futuro, como debe ser privado o está privado. En la segunda clase —de fórmula compuesta— hay también muchísimas palabras y maneras de urgir y —como quien dice— exagerar el mandato de pena para que se incurra en ella inmediatamente. Entre eÜas están —en primer lugar— las que significan efecto inmediato, como por ello mismo, desde entonces, por el hecho mismo, por el derecho mismo, y otras semejantes. En segundo lugar, están otras que excluyen expresamente la necesidad de sentencia, como antes de la sentencia, sin otra declaración, sin previa advertencia, etc. En tercer lugar, hay otras que expresan obligación en con-

Cap. VI. Cuándo la ley penal no obliga inmediatamente ciencia, como si la ley dice Queden obligados en conciencia, etc. En cuarto lugar, hay ciertas palabras generales que parecen incluir esto, como absolutamente, completamente, plenamente, etc., de ninguna importancia, y otras semejantes. 3. Advierto además que —según la práctica general y el sentir de los doctores— casi todos estos términos tienen más fuerza tratándose de penas que no requieren acción del hombre que tratándose de otras que llevan consigo tal acción, y que por tanto también esto suele tenerse en cuenta en la determinación de las reglas sobre esta materia. Son bastantes las reglas que suelen darse. Pero antes de establecerlas, damos por supuesto otro principio general que puso la GLOSA en EL LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, a saber, que

cuando las palabras de la ley —sean ellas las que sean— son tales que en virtud de ellas queda incierto el sentido de la ley —a saber, si contiene una sentencia fulminada o por fulminar— se debe interpretar que se trata de una sentencia por fulminar y que por tanto de suyo no obliga en conciencia. Lo mismo sostiene la GLOSA en otros pasajes del LIBRO 6.° y la siguen CASTRO y TIRAQUEAU, que cita a otros más. Se fundan en el principio jurídico dé que las penas se deben interpretar con benignidad. Y a lo mismo favorecen los otros principios jurídicos de que de nadie se presume que esté obligado si no se prueba esa obligación, y de que la ley y la sentencia, sobre todo la condenatoria, deben ser claras, y de que si el legislador hubiese pretendido más lo hubiese dicho expresamente, según las DECRETALES. Esto supuesto, 4. LEY QUE EMPLEA PALABRAS SENCILLAS PARA CONMINAR LA PENA, NO OBLIGA EN CON-

CIENCIA A SUFRIR TAL PENA.—Sea la primera

regla que cuando la ley emplea sólo palabras sencillas para conminar la pena, no obliga en conciencia a sufrir tal pena, cualquiera que esta sea. Por ejemplo, cuando la ley dice Bajo pena del cuadruplo o bajo pena de inhabilitación, etc. Esta regla es común, como dijimos en el tratado de las Censuras, y se encuentra en SANTO TOMÁS y en el comentario de TOMÁS DE V I O .

La sostienen SOTO, CÓRDOBA y otros teólogos y juristas también en general con la GLOSA DEL DECRETO, y en el comentario de éste también AZPILCUETA y TIRAQUEAU, que cita a muchos. La razón es que tal ley, en virtud de sus palabras, no impone ningún precepto sobre la ejecución de la pena; luego lo único que hace es instruir al juez, según las DECRETALES; luego

a la pena

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a lo sumo virtualmente y como por una consecuencia necesaria manda al reo que obedezca al juez cuando imponga tal pena. Primera confirmación: Los textos jurídicos mandan interpretar las penas con benignidad, Véase el DIGESTO. Segunda confirmación: Una cosa es señalar una pena que se ha de imponer, y otra imponerla; ahora bien, tal ley designa la pena, pero no la impone ni da sentencia, puesto que ninguna palabra hay en ella que la signifique. Por eso CASTRO pone una limitación para que esta regla valga, a saber, a no ser que, además de la palabra que señala la pena, se añada otra que signifique sentencia fulminada. Pero esta limitación no es ahora necesaria, pues pertenece al capítulo siguiente; en éste —según he dicho— sólo tratamos de la ley que habla sencillamente, y así por parte de las palabras no admite ninguna limitación. En cambio, por parte de la pena suele hacerse una doble limitación. 5. La primera es que no valga en la pena convencional que suele añadirse en los contratos, pues quien viola el contrato, inmediatamente está obligado a cumplir la pena señalada en el contrato, y eso aunque en el contrato únicamente se haya dicho bajo tal pena o que incurra en tal pena. Esto lo sostiene TIRAQUEAU, que cita a PABLO CASTRENSE en el DIGESTO. Expresamente sostienen lo mismo FELINO y DECIO, y les sigue CASTRO. La principal razón es que la pena convencional se debe en virtud del pacto; ahora bien, lo que se debe en virtud de un pacto, se debe en en conciencia antes de la sentencia del juez. La mayor parece deducirse claramente del D I GESTO, el cual dice: Si uno en un pacto ha estipulado una pena, después puede obrar libremente, o conforme al pacto o conforme a lo estipulado. Luego esa ley supone que la pena convencional se debe por el pacto y por la promesa. Ahora bien, ambos títulos imponen obligación en conciencia, y por eso la GLOSA en ese pasaje establece diferencia en esto entre la pena legal y la convencional, diferencia que no puede ser otra sino que la ley de suyo no obliga a la pena, y el convenio o pacto obliga. Expliquémoslo en los votos penales: Si uno hizo voto de algo bajo tal pena, todo el mundo juzga que hizo voto de la pena y que está obligado en conciencia a cumplirla si no ha cumplido la promesa principal; luego lo mismo sucede en la promesa o pacto humano, pues la razón es la misma que en el voto: en éste se juzga que

Lib. V. Distintas leyes humanas la pena se ha prometido a Dios sea en castigo de la anterior trasgresión sea a falta de la otra obra prometiendo —cómo quien dice— disyuntivamente; pues bien, la manera como se hace la promesa humana —según consta— es la misma. 6.

L A PENA CONVENCIONAL NO OBLIGA AN-

TES DE QUE QUIEN LA DEBE SEA CITADO ANTE EL JUEZ Y CONDENADO, Y ESO AUNQUE EN EL CONTRATO SE DIGA QUE SE INCURRE EN LA PENA AUTOMÁTICAMENTE. A s í PIENSA VÁZQUEZ. A

pesar de ello, esta limitación no la admite AzPILCUETA. Más aún, amplía la regla dada de forma que valga no sólo para la pena legal sino también para la convencional. El no aduce ningún autor en favor de su opinión, ni la prueba con texto o razón jurídica alguna, sino únicamente por la costumbre, porque estas penas convencionales comúnmente no se pagan si no es mediante coacción, y así la costumbre misma interpreta que la intención de los contrayentes es que tal pena no obligue de otra manera. Esta opinión la sigue VÁZQUEZ, y añade que el pensamiento de AZPILCUETA fue que esta pena convencional no obliga antes de que quien la debe sea citado ante el juez y condenado, lo cual es verisímil aunque AZPILCUETA no lo dijera expresamente, porque no existe otra verdadera coacción. Añade además que esta opinión tiene valor aunque en el contrato se haya dicho expresamente que se incurra en la pena automáticamente. Esto no lo dijo AZPILCUETA, ni él lo prueba de otra manera. Finalmente aduce a

480

que la primera es verdadera en rigor de derecho, aunque de hecho puede suceder lo contrario por intención de los contrayentes. Por consiguiente, lo que dijimos de la ley hay que decirlo también del pacto, a saber, que una cosa es hablar del poder y otra de la realidad. Sobre el poder es cosa cierta que los contrayentes pueden convenirse en que aquel que no cumpla el contrato o promesa pague en conciencia la pena aun sin esperar a que el otro se la exija. Esto nadie puede negarlo dado que ninguna ley natural o humana lo prohibe ni es superior al libre poder de los contrayentes. Me refiero en general a los contratos en que no está prohibido añadir una pena; si hay algún contrato particular en que eso está prohibido —como se establece en las DECRETALES acerca de los esponsales— en ese caso la pena no obliba ni en conciencia ni por sentencia; pero cuando es lícito poner una pena, también es lícito que los contrayentes se obliguen mutuamente en conciencia, de la misma manera que también es cosa cierta que si no quieren obligarse en esa forma sino únicamente a que el juez pueda coaccionarles a pagar tal pena, también esto está en su poder, pues ninguna cosa hay que les fuerce a obligarse más. 8. D E LA OBLIGACIÓN DE PAGAR LA PENA SE H A DE JUZGAR POR LA INTENCIÓN DE LOS CONTRAYENTES Y EN SEGUNDO LUGAR POR SUS PALABRAS: SI CONTIENEN UNA PROMESA, MANIFIESTAMENTE SE H A DE PAGAR EN CONCIENCIA ANTES DE LA SENTENCIA DEL JUEZ, A NO

COVARRUBIAS.

SER QUE CONSTE DE LA COSTUMBRE CONTRA-

Pero la opinión de éste es muy distinta, pues dice que la pena convencional obliga en conciencia si la otra parte la exige, y por tanto no requiere sentencia del juez, y este es el sentido en que interpreta la primera opinión y la diferencia entre pena convencional y legal; en lo demás dice que esas penas se corresponden, porque así como no es lícito hacer resistencia al juez cuando impone la pena, así tampoco es lícito hacer resistencia a quien exige una pena que se debe por contrato. Pero COVARRUBIAS añade que así como la pena legal no obliga antes de la sentencia, así tampoco obliga la convencional antes de que sea exigida. La razón es que cuando el uno no exige la pena, el otro tiene verdadero fundamento para presumir que se le perdona. El no explica qué fundamento es ese, pero puede aducirse el que pone AZPILCUETA, que —según el DECRETO— no está bien en gente honrada el exigir ni querer estas penas.

RIA.—De esto deduzco que, en el campo de la

7.

SOLUCIÓN DEL AUTOR.—Ninguna de es-

tas opiniones podemos aprobar de una manera absoluta y general. Podemos, con todo, decir

conciencia, de la obligación de los contrayentes se ha de juzgar por la intención de ellos mismos, porque de ésta depende la obligación; y en cuanto a esa intención, en el fuero de la conciencia hay que atenerse a las manifestaciones de ellos. Si no saben explicar una intención especial sino sólo la intención general de hacer un contrato y de obligarse según debían hacerlo, en ese caso hay que pesar la fuerza de las palabras. Si contienen promesa de la pena misma en determinadas circunstancias, sin duda hay obligación en conciencia, porque es una promesa condicional, la cual, si se cumple la condición, obliga. Esto prueba el ejemplo del voto y lo que suele enseñarse acerca de él, pues es aplicable a la promesa penal humana, que es un contrato. Por la misma razón tendrá eso valor en todo contrato que lleve consigo una promesa semejante. Y lo mismo sucederá si el contrato penal viene a ser disyuntivo —de hacer esto o aquello—, pues de estas palabras nace sin duda la obligación a uno de esos extremos, y en con-

Cap. VI.

Cuándo la ley penal no obliga inmediatamente

secuencia al segundo si no se cumple el primero. Ahora bien, esto suele hacerse en forma de pena cuando lo que se pretende con el contrato es principalmente el uno, y el otro se añade a falta de él y como para forzar al contrayente a no faltar en lo principal. Finalmente y por la misma causa, si las palabras del contrato significan suficientemente obligación automática o por solo que uno haya quebrantado el pacto, no veo por qué no haya de haber obligación en conciencia, ya que por lo que hay que juzgar de la intención es por las palabras, y esas palabras indican suficientemente tal intención. Por eso, si no consta que haya costumbre contraria —y a mí no me consta que la haya, sobre todo para un caso así—, juzgo que quienes hacen un contrato en esa forma y quebrantan el contrato, están obligados en conciencia a cumplir la pena antes de la sentencia, por lo menos si la otra parte lo exige. Esto se verá mejor por el punto siguiente. 9. Porque añado además que, aunque en el contrato únicamente se diga Bajo tal pena que deba pagar quien contravenga al contrato, según el derecho común y atendiendo a la naturaleza de la cosa se debe entender que la pena hay que pagarla sin esperar ninguna sentencia o coacción del juez. Esto me persuaden a mí los argumentos de la primera opinión, porque en realidad toda esa obligación se entiende que nace de la obligación del pacto y promesa humana mutua o aceptada; ahora bien, el pacto humano obliga por sí mismo con entera independencia de la coacción del juez. Por consiguiente, aunque no sea imposible hacer un pacto bajo esa condición, a saber, bajo tal pena que deba imponer el juez o que se haya de pagar después de su sentencia al menos declaratoria, sin embargo tal intención no parece conforme con la promesa o pacto humano. Tampoco parece que se la haya de presumir si no la expresan las fórmulas o si a quien hace el pacto no le consta de ella, o al menos sí no es cosa cierta que esa sea la costumbre general, pues en este caso hay que pensar que cada uno quiere obligarse conforme a la costumbre general. Ahora bien, digan lo que digan AZPILCUETA y otros, a mí no me consta de tal costumbre, y tal vez a lo sumo esa costumbre es que a tal pena no se la tenga por obligatoria hasta que se la exija, según decía COVARRUBIAS, y esa costumbre pudo introducirse por la presunción probable que hemos indicado antes. Ni es esta una verdadera limitación de la regla que se ha establecido antes, porque esa limitación tiene valor tratándose de una pena le-

a la pena

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gal que es sencillamente involuntaria e impuesta por obligación, no tomada libremente; ahora bien, la pena convencional es voluntaria en su origen, porque nace de un contrato voluntario. Además, la ley —como por naturaleza— dice relación al juez como a motor suyo, pues el juez es como la ley viva o alma de la ley; en cambio el pacto de suyo debe ser ejecutado por los mismos contrayentes, y por eso de suyo no requiere juez ni siquiera para la ejecución de la pena, sino únicamente que conste en conciencia tanto de la trasgresión como de la voluntad del otro y de que reclama el castigo de una manera civil y espontánea. 10.

AUNQUE EL TESTADOR ÚNICAMENTE DI-

Bajo tal pena, QUIEN NO CUMPLE SU VOLUNTAD QUEDA OBLIGADO EN CONCIENCIA, PORQUE ES UNA CONDICIÓN INDISPENSABLE.—Otra limitación suele ponerse también a la dicha regla, a saber, que no tenga valor en la pena testamentaria que suele ponerse en el legado o mandato del testador que impone tal o tal pena si no se cumple. En efecto, aunque el testador únicamente diga Bajo tal pena, el que no cumple su voluntad queda obligado en conciencia. Esta GA

es la opinión de NICOLÁS DE TUDESCHIS, de SAN ANTONINO, de TOMÁS DE V I O , de COVARRUBIAS, de AZPILCUETA, de CASTRO, de TIRAQUEAU.

Pero esta limitación, aunque contiene una doctrina verdadera, en realidad no es una limitación de la regla establecida, porque esta no es una pena verdadera sino una condición, como muy bien observó el ABAD. En efecto, el testador —dice muy bien NICOLÁS DE TUDESC H I S — no tiene jurisdicción para castigar y coaccionar, pero tiene pleno dominio de lo suyo, por razón del cual puede legarlo como quiere; por tanto, cuando parece imponer una pena, lo que hace es legar lo suyo condicionalmente, y si no se cumple la condición, no quiere que el heredero o legatario retenga lo suyo: en ese sentido impone la pena, es decir, la carga de no retenerlo, porque en ese caso no quiere darlo; por eso tal pena obliga en conciencia, porque desaparece el justo título para retenerlo y porque la voluntad del testador se ha de cumplir por obligación de justicia. Otra cosa sucede con la pena legal: ésta se impone con poder de jurisdicción y por ella el reo —para satisfacción del estado y como corrección— es privado de una cosa o de un derecho que poseía de una manera absoluta; por eso para ella no existe semejante razón. Otra limitación podría ponerse por parte de la materia, la cual explicaremos en la regla siguiente, a la que parece ser común.

Lib. V. Distintas leyes humanas 11. CUANDO LA LEY SE DA SENCILLAMENTE CON VERBO DE FUTURO, NO OBLIGA ANTES DE LA SENTENCIA ES OPINIÓN COMÚN EN CONTRA DE BARBATIA , PUES EL VERBO DE FUTURO VIRTUALMENTE INCLUYE NEGACIÓN, PIENSA TLRAQUEAU. RESPUESTA A UNA OBJECIÓN.—La se-

gunda regla es que cuando la ley se da sencillamente sólo con verbo de tiempo futuro, no obliga en conciencia antes de la sentencia. Esta opinión es común —según dije sobre las censuras en el citado pasaje— y la enseñan en general los doctores aducidos, sobre todo TIRAQUEAU, que cita innumerables doctores y glosas añadiendo que sólo BARBATIA se manifestó en contra movido por razones ligeras que por eso omite. La razón de la regla es clara: que un verbo de tiempo futuro no sólo no da sentencia en el momento presente sino que además virtualmente la excluye, pues lo que se debe hacer en el futuro no se hace ahora. Por ejemplo, si dice Sea excomulgado, sea anulado, todavía no excomulga, todavía no anula. Se dirá que esto es verdad tratándose de verbos que significan acciones que deben ser realizadas no por el reo mismo sino por el superior, como son excomulgar, anular, pero que otra cosa será si el verbo de la ley significa una acción que debe ejercitar el mismo reo, por ejemplo si dice Pagará, ayunará, etc.: en este caso parece imponer ahora la obligación a un acto que tendrá lugar después. Respondo que en ese caso hay que aplicar otros principios ya explicados, porque al menos esas palabras lo mismo pueden servir para instruir al juez que para obligar al reo, y por consiguiente se interpretan en sentido benigno. Por eso —según la cita de TIRAQUEAU— algunos dijeron que si por el tenor de la ley consta que el verbo de futuro se dirige al interesado y no al juez, contiene una sentencia de ejecución inmediata. Pero la prueba que aduce tiene valor tratándose de gracias, no de penas, y por tanto no admito esa doctrina en el caso presente, pues aunque la ley se dirija al reo, si designa la pena sólo con un verbo de futuro, se entiende que le manda se someta a tal pena cuando le sea impuesta jurídicamente, ya que este sentido es más benigno y conforme al derecho y a la costumbre. 12. D I C H A REGLA TIENE VALOR AUN EN EL CASO DE QUE SE EMPLEE UNA FÓRMULA DOBLE, COMO Césese y anúlese.—A esta regla TIRAQUEAU le pone bastantes limitaciones, pero so-

lamente debemos examinar dos o tres. Una es que no tenga valor cuando en la ley el verbo

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de futuro es doble, por ejemplo si la ley dice Césese y anúlese. Así lo dice en el número 46, en donde en favor de esa limitación cita a BALDO, ROMÁN, JASÓN, DECIO, FELINO y otros innumerables. Se basan únicamente en que la fórmula doble alguna fuerza debe tener en la ley Balista del DIGESTO y en su GLOSA. A pesar de ello, esta opinión a mí no me parece bien, porque no se apoya en ningún argumento firme. Por eso con razón se apartó de ella CASTRO, a quien siguen otros teólogos modernos. Y entre los juristas se retractaron de ella DECIO y FELINO.

Digo, pues, que aunque la ley tenga dos verbos de futuro que signifiquen la misma pena o efecto, no obliga en conciencia ni contiene una ley fulminada sino por fulminar. La razón es —en primer lugar— que tampoco en ese verbo doble se contiene un precepto impuesto al reo mismo de ejecutar o cumplir la pena; luego no está obligado a ello hasta que se lo mande el juez por sentencia. Por ejemplo si la ley dice Será invalidado y anulado, con ambas palabras se instruye al juez, no se coacciona al reo. 13. Ni tiene importancia alguna el argumento de la opinión contraria, porque aunque la repetición del verbo obre algo, pero no obra un nuevo efecto no significado por mil palabras semejantes. Por eso, si los verbos significan penas distintas o la una hace subir de grado a la otra dentro de la misma pena, y ambos son de futuro, la repetición significará aumento de una pena que se ha de imponer, pero no una pena que se imponga automáticamente. Y cuando los verbos son sinónimos en el significado y ambos de futuro, por sola la repetición no pueden significar algo presente, porque eso traspasa la significación de las palabras, y así la ampliación del sentido es muy caprichosa, cosa que se debe evitar en toda materia pero sobre todo en materia penal. Por consiguiente, la repetición en ese caso sólo demuestra o una mayor deliberación del legislador, o mayor voluntad, o mayor gravedad de la falta, o indica mayor firmeza o inmutabilidad por parte de la pena a fin de que el juez no se atreva a disminuirla, pero no indica un nuevo efecto, pues las palabras no significan eso. Esto aparece claro en muchos textos jurídicos y en muchas leyes aun de las que imponen la pena automáticamente, según veremos después y según admite el mismo TIRAQUEAU; por eso no sé por qué se adhirió con tanta firmeza a esa opinión, pues el número de los doctores no basta cuando ni el texto ni la razón apoyan.

Cap. VI.

Cuándo la ley penal no obliga inmediatamente a la pena

14. REFUTACIÓN DE OTRA LIMITACIÓN DE TLRAQUEAU A LA REGLA, A SABER, SI LA PENA LA IMPONEN DOS LEYES CON VERBO DE FUTU-

RO.—Por eso tampoco apruebo otra limitación que añade el mismo TIRAQUEAU, a saber, que, si la pena la imponen con verbo de futuro dos leyes, una anterior y otra posterior, en ese caso, aunque en virtud de sola la primera ley la pena quedara por fulminar, en virtud de la segunda queda ya fulminada, y que por tanto la segunda ley obliga a ella en conciencia. En efecto, esta limitación se basa en la precedente, porque en ella el verbo de futuro se duplica. Ni es obstáculo sino una ventaja el que la repetición se haga mediante dos leyes, pues, según la doctrina de los juristas, más eficaz es la repetición que se hace por actos distintos y con un intervalo de tiempo que la que se hace en un mismo tiempo y contexto, como enseña FELINO y el mismo TIRAQUEAU. Añádase que la última disposición o ley que manda lo mismo que la primera, debe tener alguna eficacia para no ser superflua, según observa el mismo autor entre otros muchos, de lo cual deduce que la segunda ley que impone pena para el futuro obra más que la primera y que por tanto contiene una ley fulminada. 15. A pesar de todo, esta limitación —según he dicho— no es admisible por la razón aducida, a saber, que los verbos de la segunda ley no significan sentencia fulminada ni por la primera ley cambian de sentido. Tampoco basta la repetición, como se ha demostrado. Ni importa que tenga lugar con un intervalo de tiempo, ya que el efecto y la manera de significar de los verbos son exactamente los mismos. Tampoco por eso la segunda ley será superflua: lo primero, porque puede tener todos los efectos que se han dicho antes; y lo segundo, porque puede servir para que si acaso la ley anterior cayó en desuso, quede restaurada por la segunda. Así dijo la ROTA que la repetición de una reserva por parte del Papa no produce un nuevo efecto sino que lo único que hace es que, si se revoca la primera, no se tenga por desaparecida la segunda. Además, si una ley se repite, tal vez aumenta la obligación del juez y le mueve más a imponer tal pena. 16. LA REGLA D I C H A NO VALE CUANDO LA PENA ES TAL QUE LA LEY SE CONVIERTE EN ILUSORIA SI NO SE INCURRE EN ELLA AUTOMÁTICAMENTE, PUES UNA LEY NO DEBE SER INÚTIL. LA

tercera limitación —muy de tenerse en cuenta— es que esa regla no valga cuando la pena es tal que, si no se incurre en ella automáticamente, la ley se convierte en ilusoria y de ninguna importancia, pues entonces, aunque la ley imponga sencillamente la pena diciendo Bajo tal pena o con un verbo en futuro, tácitamente sobreentiende e

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incluye alguna acción presente realizada en virtud de la misma ley, por razón de la cual puede verificarse en el futuro lo que la ley dispone. Así se dice en la GLOSA DEL DECRETO, a la cual siguen CASTRO y TIRAQUEAU. Una razón muy buena es que a la ley no se la debe interpretar de forma que resulte vana e inútil, pues esto cedería en ofensa del legislador; luego si resulta tal entendiendo que la pena no está fulminada sino por fulminar, no se la debe interpretar así por más que hable con palabras de futuro o generales. Voy a explicarlo más con ejemplos. 17.

EJEMPLO DE LA PENA DE INFAMIA.—

Los dichos autores ponen el ejemplo de la infamia interpretando de esta forma la dicha ley Improbutn: en ella se dice que al usurero se le impondrá pena de infamia, y sin embargo se ha de entender que es el derecho mismo quien impone la infamia. Esta interpretación y opinión siguen en sus comentarios BARTOLO, BALDO y otros, y dan como razón que si a esa ley no se la interpreta en el sentido de que la infamia la impondrá el derecho mismo, no podría tener efecto, ya que el juez no podría imponerla y así esa ley sería inútil. 18.

REFUTACIÓN POR PARTE DE VÁZQUEZ.—

Este ejemplo lo rechaza VÁZQUEZ, y la única razón que pone para probar que para incurrir en la infamia se necesita la sentencia del juez es que sólo se necesita como condición, pero que, puesta esa condición, la ley es la que impone por sí misma la infamia en cuanto que establece que quien sea condenado por el juez por tales crímenes, inmediatamente quede infame. 19. REFUTACIÓN CONTRA VÁZQUEZ, Y APROBACIÓN DEL EJEMPLO DE LOS JURISTAS. Pero

la GLOSA y los doctores aducidos no admiten esa afirmación y aducen —como diré enseguida— otra razón que no tiene vuelta de hoja, y así su opinión no queda rechazada de aquella manera. En segundo lugar, aunque aquella razón fuese verdadera, con ella el ejemplo no queda bien rechazado, pues aunque lo único que haga el juez sea imponer la infamia como quien aplica una condición necesaria, tal pena la impondrá el derecho mismo; luego aunque la ley se exprese con verbo en futuro, se debe entender que la imposición la hará el derecho mismo. Finalmente —y esto es lo principal— la infamia, tomada en toda su amplitud, puede imponerse no sólo de ese modo sino también de otros: puede incurrirse en ella en virtud del derecho por sentencia declaratoria; puede también incurrirse en ella de alguna manera antes de tal sentencia en virtud únicamente del crimen, aun oculto; y puede también no incurrirse en ella de ninguna de las dos maneras por el derecho

Lib. V. Distintas leyes humanas mismo, sino imponerla el juez mediante sentencia condenatoria. Ninguna de estas maneras es incompatible con tal pena, según probé largamente en el tratado de las Censuras, y puede incurrirse en ella o imponerse de la primera, de la segunda o de la tercera manera según las diversas leyes. Luego no es verdad en general que la infamia sólo pueda fulminarse por sentencia como condición necesaria, pues a veces se impone por sentencia como verdadera causa directa en su línea. 20. Esta última razón parece atacar de una manera eficaz la opinión de la Glosa y admitida, a no ser que se le ponga una limitación. Digo que una cosa es hablar de la infamia en general, y otra de la infamia en el sentido de que, por la usura, un juez seglar pueda imponerla. En el primer sentido, no es verdad en general que la infamia sea una pena que el juez no pueda imponer, y por tanto tampoco es necesario que siempre que la ley fulmina pena de infamia —sea únicamente conminando, sea con verbo en futuro—, se haya de entender que se trata de una pena que imponga el derecho mismo, pues, pudiéndola imponer el juez —según se ha dicho—, la ley no será inútil aunque se la interprete en su sentido propio, y este es el sentido en que se deberá interpretarla si no se opone otra cosa. En cambio, hablando en el segundo sentido de la infamia del usurero en cuanto que deba imponerla el derecho civil, dicen los juristas, citados que, si no se incurre en ella por el derecho mismo en virtud de la ley, el juez civil no puede imponerla. La razón que ellos dan es que quien paga la usura no puede entablar contra el usurero proceso criminal ni famoso —como lo llaman ellos—, sino proceso civil, es decir, denuncia por cosa indebida u otra semejante; ahora bien, en virtud de esta clase de proceso, aunque el usurero sea condenado por el juez a restituir las usuras, no quedará infame, según el DIGESTO. Tampoco puede ser castigado criminalmente en virtud de tal clase de proceso, y por tanto en virtud de tal sentencia el reo no quedaría infame. Por consiguiente, para que quede infame es preciso que sea infamado en virtud de la ley, y así, si la ley no hablara de una pena impuesta por el derecho mismo, sería inútil. La manera de defender ese ejemplo —aunque sea muy legal y para mí incierto— es que, aunque sea verdad y conste por otros textos jurídicos que el usurero queda infame por el derecho mismo, sin embargo, aunque no quedara, no veo cómo no puede quedar infame por obra del juez en virtud de la ley Improbum si queda convicto de usura en juicio, sea cual sea la clase de proceso que contra él se entable. En efecto, aunque la denuncia por cosa indebida de suyo no le deja infame, sin embargo, como se basa en un crimen de usura, podrá bastar para la infamia por razón de otra ley. Pero esto lo dejo para los juristas.

21.

SEGUNDO

EJEMPLO:

484 LA

IRREGULARI-

DAD.—Más claros son otros ejemplos de esta regla. Uno es el de la pena de irregularidad: aunque el canon diga solamente Bajo pena de irregularidad o Será hecho irregular o algo así, se debe entender que contiene una sentencia fulminada, porque la irregularidad es una pena que impone no el juez sino únicamente el derecho, como doy por supuesto por lo que dije en el tomo quinto. En efecto, aunque a veces no se incurra en una irregularidad si no es después de la sentencia por un crimen por lo demás oculto, eso sucede así únicamente cuando la irregularidad no se impone inmediatamente por razón del crimen sino por razón de la infamia, y no porque para la misma irregularidad se requiera de suyo sentencia del juez; por tanto, si una ley impone una irregularidad, se entiende que la impone por el derecho mismo aunque hable con palabra de futuro u otra semejante. 22. TERCER EJEMPLO: LA INVALIDACIÓN O ANULACIÓN DE UN VÍNCULO INDISOLUBLE.

Otro ejemplo puede ser el de la invalidación o anulación de un vínculo indisoluble. Si la ley impone como pena la invalidación de tal vínculo, aunque hable con palabras de futuro se entiende que impone una inhabilidad automática, pues en otro caso sería inútil e irrisoria. Por ejemplo, si la ley prohibe que un varón contraiga matrimonio con una mujer con la cual se ha unido adulterinamente, y añade que en otro caso tal matrimonio sea invalidado, se piensa que impone un impedimento invalidante por el derecho mismo, porque si el impedimento no fuera tal, el matrimonio, una vez válido, no podría después ser invalidado. Lo mismo también, cuando los antiguos cánones dicen que el matrimonio de las vírgenes sagradas debe ser invalidado, indican suficientemente que las tales son inhábiles para el matrimonio válido. Y lo mismo sucede con los clérigos y otros semejantes. Una regla semejante puede aplicarse a los impedimentos de la profesión religiosa: si un canon dice Si alguno hace esto y después añade su profesión sea disuelta, por el mismo hecho introduce un impedimento, pues en otro caso no puede tener efecto. En cambio, cuando los cánones dicen Si alguno hace esto, su ordenación sea invalidada, la regla no puede aplicarse de la misma manera, porque la ordenación no puede ser anulada en cuanto a su validez; luego esas palabras se entienden de la anulación en cuanto al ejercicio, y así suelen significar suspensión, la cual puede ser fulminada por el juez; por tanto no es necesario que esas palabras caigan dentro de esta regla. En este ejemplo entran otros que aduce TIRAQUEAU. 23. CUARTO EJEMPLO: LA LEY QUE MANDA BAJO PENA DE PERJURIO.—Finalmente, un ter-

Cap. VI.

Cuándo la ley penal no obliga inmediatamente

cer ejemplo puede tomarse del mismo TIRAQUEAU, el de la ley que prohibe algo bajo pena de perjurio: la impone inmediatamente por el derecho mismo, no tanto en virtud suya cuanto en virtud de otra ley. En efecto, en virtud de tal ley sucede inmediatamente que quebrantándola se comete perjurio, pues tal ley supone necesariamente algún juramento en cuya virtud manda, y por consiguiente quien quebranta tal ley peca contra el juramento prestado, y en consecuencia incurre en la pena impuesta por el derecho mismo por el perjurio. Pero esto no es propiamente un ejemplo de ley penal, pues las palabras bajo pena de perjurio no se imponen tanto para conminar la pena como para explicar el modo como se manda, a saber, exigiendo el cumplimiento del juramento anterior, lo cual —conforme al sentido general de esas palabras— se da a entender suficientemente de esa manera. De tal ley no se deduce si a tal perjurio se le impuso alguna pena por el derecho mismo. Esto es evidente; y aunque TIRAQUEAU lo afirma apoyándose en las DECRETALES y en el DIGESTO, sin embargo nada tal se encuentra en esos textos jurídicos, y es punto que requiere tratarse largamente, como lo hice en el tratado del Juramento. 24. TERCERA REGLA.—Sea la tercera regla principal que cuando la ley habla en forma de mandato, la expresión resulta ambigua y por tanto hay que atender a la materia sobre que versa inmediatamente el mandato. Si es una acción que ha de realizar el hombre, la ley contendrá una sentencia por fulminar y no obligará en conciencia inmediatamente; pero si es un efecto que puede producir el legislador con su ley, muchas veces contendrá una sentencia fulminada y obligará. Esta regla la tomo de la doctrina general, y la explico de la siguiente manera: La palabra de mandato a veces es —digámoslo así— puramente imperativa, pero algunas veces es efectiva en el orden práctico. Es de la primera clase cuando se dirige a otro hombre para moverle o excitarle o también para obligarle, por ejemplo en los textos Levántate, tú que duermes, Venid a mí todos, etc. De la segunda clase es cuando se ordena a producir un efecto inmediatamente, por ejemplo Hágase la luz y en otros pasajes parecidos. Así suelen interpretar los teólogos la fórmula de los Griegos en el bautismo Sea bautizado el siervo de Cristo. En efecto, esa palabra imperativa no es de futuro, ni se dirige a otro que haya

a la pena

485

de bautizar, sino que de una manera práctica manda la recepción del bautismo que confiere el bautizante. Pues bien, en la ley penal la palabra imperativa puede emplearse en los dos sentidos. Se emplea en el primero cuando recae sobre una acción que ha de ejecutar otro, y entonces decimos que contiene solamente una pena por fulminar, porque o el mandato no se dirige al reo mismo —por ejemplo, cuando se dice Sea expulsado, Sea privado— o, si puede dirigirse al reo —por ejemplo, cuando se dice Pague cien o cosa parecida—, se ha de entender conforme a la materia de que se trata o ciertamente conforme al orden de la justicia después que sea condenado; o también entonces el mandato se dirige inmediatamente a instruir al juez, pues es lo mismo que si la ley dijera Sea condenado a pagar cien y así pagúelos. Pero esto se ha de entender de las penas judiciales o del fuero externo, pues las otras a veces se mandan en orden a la salvación del alma y pueden obligar enseguida; así por ejemplo, en los decretos o cánones penitenciales muchas veces se. encuentran las palabras Haga penitencia, ayune durante tanto tiempo, etc., en las cuales además hay que distinguir si eso se establece a manera de consejo o de precepto, cosa que se ha de deducir de la práctica y de las circunstancias, conforme a las DECRETALES. 25. La palabra imperativa se toma en el segundo sentido cuando recae inmediatamente sobre el efecto sin ministerio del hombre, y enentonces suele emplearse en pasiva, como pierda, sea privado, quede sujeto, incurra, sea hecho. Tampoco en ese caso puede establecerse una regla general. Lo primero, porque muchísimas veces esas palabras suelen emplearse como palabras futuras, y así de ellas trata muy extensamente TIRAQUEAU y no hace ninguna mención especial del modo imperativo. Por tanto, cuando conste por las circunstancias que tal palabra se toma en sentido de futuro, en ella se ha de observar la regla anterior, como es claro. Asimismo, cuando el significado quede dudoso, la palabra se ha de tomar en sentido de futuro, conforme al primer argumento que se ha puesto al principio. Además, si la palabra es tal que puede referirse tanto al efecto mismo inmediato como al ministerio del hombre, aunque sea palabra imperativa más bien hay que referirla a los hombres que a los efectos y contendrá solamente una sentencia, como aparece en las palabras sea anulado, sea invalidado, sea despojado y otras semejantes. Mayor duda suele haber sobre la palabra sea

Lib. V. Distintas leyes humanas hecho, pero ordinariamente parece referirse al efecto de la ley misma y mandarlo; por eso, ante todo se ha de atender al término al cual se añade, pues si sólo significa un reato u obligación, muy bien puede interpretarse que se trata de una pena por fulminar, por ejemplo, si la ley dice sea hecho inhábil, sea hecho nulo, sea hecho inválido, sea hecho excomulgado, y esto parece ser lo regular, a no ser que por la materia y las circunstancias de la ley se deduzca otra cosa. Lo mismo poco más o menos sucede con las palabras quede sometido o incurra, pues si a ellas se añade en particular el efecto mismo que suele producir la ley misma, contendrá una sentencia fulminada, por ejemplo, si dice quede sujeto a excomunión, incurra en inhabilidad. Pero si las palabras son generales, como quede sujeto a pena o caiga únicamente en deuda de pena, incurra en reato de tal pena o algo semejante, no impondrá una sentencia fulminada acerca de la pena misma sino únicamente acerca de la obligación de fulminar la pena. Por eso esas palabras suelen emplearse también tratándose de penas que suelen imponer los jueces, por ejemplo, si se dice quede sujeto a azotes, incurra en la pena de destierro, etc. 26. LAS LEYES QUE IMPONEN PENAS CON VERBOS EN PRESENTE DE INDICATIVO CONTIE-

NEN SENTENCIAS FULMINADAS. D E NO SER ASÍ, SERÍAN MENTIROSAS.—La cuarta regla, sobre el verbo de tiempo presente y de modo indicativo, es comunísima, a saber, que una ley que impone la pena misma mediante tal verbo, contiene una sentencia fulminada, por ejemplo, si dice excomulgamos a quien haga esto o le señalamos con nota de infamia, le inhabilitamos, le privamos, etc. Esta regla es aceptada lo más comúnmente, según cita largamente TIRAQUEAU, y la siguen CASTRO y otros modernos. Para dar la razón, es de advertir que esa manera de expresarse y de imponer una pena suele tener lugar ante todo tratándose de penas que puede no sólo imponer sino también ejecutar inmediatamente el legislador mismo sin acción del reo, únicamente con su pasión moral o privación, como son las penas de censuras, inhabilidades, confiscaciones, anulaciones y otras semejantes. En esos casos la razón es fácil: que mediante el verbo de presente el legislador da a entender suficientemente que quiere fulminar tal pena por sí mismo y por su ley; pue:de hacerlo, luego lo hace; luego las palabras >contienen una sentencia fulminada; más aún, contienen su ejecución. 27.

ADVERTENCIA SOBRE LA REGLA

ANTE-

RIOR.—Confirmación: De no ser así, las pala-

486

bras del legislador serían mentirosas, pues dice v. g. inhabilitamos y no lo hace; ahora bien, eso no es admisible. Por eso cuando la pena de la ley es tal que no puede ejecutarla la ley misma inmediatamente sino mediante la acción o ministerio del hombre, es imposible que la ley hable de esta manera con verbo de tiempo presente que indique el efecto mismo de la pena, sino a lo sumo con verbo que indique la obligación, como Mandamos restituir, pagar, y entonces no creemos que por tal verbo —sin más— se signifique una sentencia fulminada ni obligación en conciencia anterior a la sentencia del juez si no se añade algo más, como obligamos en conciencia o algo equivalente, según se dirá en el capítulo siguiente. En efecto, el verbo en presente de indicativo no tiene más fuerza que un verbo en presente de imperativo, como restituya el cuadruplo, pague, etc. Ahora bien, ya se ha dicho que estos verbos no significan una sentencia fulminada; luego lo mismo hay que decir de los otros. Este es el sentido en que podrían interpretarse los autores que niegan esta regla, a los cuales cita TIRAQUEAU largamente. Y si se refiere a los primeros verbos, la regla no es admisible. Ni se opone a esto el que en muchas leyes, aunque impongan la pena con esos verbos en presente, se añaden otras palabras que expresan una sentencia fulminada, como desde entonces, por ello mismo o algo semejante en que se indica que solos los verbos en presente no bastan. Esto —repito— no es dificultad, pues muchas veces muchas de esas palabras se añaden para mayor abundancia, explicación y firmeza y para ponderar la gravedad de la cosa, como se dijo antes en un caso parecido y como repite T I RAQUEAU.

Este añade una regla semejante sobre el verbo en pretérito, pero apenas es posible imponer una pena mediante esta clase de verbos si no es empleando el participio con el verbo sustantivo u otro parecido, por ejemplo, quede privado, sepa que queda privado, o sepa que ha perdido o expresiones semejantes que se explicarán mejor en la regla siguiente. 28.

Si EL PARTICIPIO ES DE FUTURO, INDICA

UNA SENTENCIA POR FULMINAR. ÉL PARTICIPIO DE PRESENTE CON EL VERBO SUSTANTIVO Sea O es INDICA UNA SENTENCIA FULMINADA, PUES TAL EXPRESIÓN EN OTRO CASO NO SERÍA VERDADERA.—Decimos, pues — e n quinto lugar— que

las reglas anteriores se deben aplicar al verbo sustantivo unido a un participio. Si el participio es de futuro, indica una sentencia por fulminar, sea cual sea el modo o el tiempo del verbo sustantivo, por ejemplo, si

Cap. VIL

Cuándo la ley penal obliga inmediatamente

dice debe ser excomulgado, sea inhabilitado o deberá ser andado. En cambio un verbo en pretérito no puede unirse bien con tal participio en una ley que impone una pena, porque la ley mira al futuro, no al pasado. .Pero si se tratara de una disposición declaratoria relativa al pasado, podría darse diciendo Quien hizo esto, debió ser excomulgado, y entonces significaría también una pena no fulminada sino que debía ser fulminada por el juez. Así que cuando el participio es de futuro, no es un canon o ley de sentencia fulminada. En cambio, si el participio es de presente con el verbo sustantivo sea o es, se indica una sentencia fulminada. Pero es preciso que el participio signifique una pena que pueda ejecutar el legislador mismo inmediatamente por la ley sin intervención de la acción de otro hombre, por ejemplo cuando se dice queda privado, queda excomulgado, etc., como se dice en la GLOSA DEL DECRETO Y DE LAS DECRETALES con otros que cita TIRAQUEAU. Y la razón es que tal expresión, para ser verdadera, requiere un efecto presente; luego lo produce, ya que las palabras de la ley deben verificarse. Otra cosa será si con el participio no se significa la pena misma sino la obligación a la pena, según se ha dicho en la tercera regla al tratarse de una cosa parecida. Y lo mismo es si se pone la palabra sea, como sea excomulgado o privado, porque designa un mandato eficaz y efectivo. Asimismo, la misma fuerza tiene si se añade a nombres que tienen una significación equivalente, como si la ley dice es o sea inhábil, o sea o es nulo: estas palabras significan que el contrato se anula por el hecho mismo. Más aún, la fuerza de esa negación es tan grande que aunque el verbo es se ponga en futuro, se estima que significa nulidad por el hecho mismo, por más que esto no es completamente cierto, según veremos en el capítulo siguiente, en el cual se explicará más todo lo que se refiere a la pena fulminada por el derecho mismo.

a la pena

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suras de una manera sucinta y breve, porque tratándose de esa clase de penas apenas existe controversia, como indicaré enseguida. Pero ahora debemos estudiarlo con más amplitud y detalle por tratarse de toda clase de leyes y penas. Para proceder con más claridad, se debe suponer la división general de las penas. Unas hay que para su ejecución requieren el ministerio del hombre, otras que pueden ejecutar inmediatamente las leyes mismas. Entre ellas hay esta diferencia: que, tratándose de las primeras, la ley no lleva consigo la ejecución, es decir, no impone la pena misma sino a lo sumo la obligación a ella. En efecto, la ley que manda que uno sea azotado no azota, y la ley que manda pagar el cuádruple no paga ni despoja al hombre de su dinero sino que le obliga a pagar. En cambio, tratándose de la segunda clase de penas, la ley misma puede por sí misma no sólo dar o establecer la pena sino también aplicarla o ejecutarla. En efecto, una ley canónica que establece excomunión de sentencia fulminada, lleva consigo la ejecución, pues impone la censura por sí misma. Lo mismo sucede con las leyes anulantes o inhabilitantes. Esta diferencia indica otra: Las primeras requieren algún efecto físico por razón del cual requieren la acción del hombre, las segundas consisten en algún efecto moral; ahora bien, la ley por sí misma no puede producir un efecto físico, pero sí puede producir un efecto moral, cuales son las inhabilitaciones, los impedimentos, las censuras, la privación de la propiedad, etc. De esto se sigue también que estas penas que las leyes imponen inmediatamente siempre consisten en privaciones morales, como son las inhabilidades, las nulidades, etc., porque la pena es un mal, y como tal es una privación, y por tanto una ley que castiga por sí misma no otorga un poder moral sino que lo quita. En cambio, las otras penas pueden llamarse positivas en cuanto que requieren una acción positiva, a la cual sigue alguna privación en la que se completa el mal aquel de pena.

CAPITULO VII 2. ¿CUÁNDO LAS LEYES QUE IMPONEN PENA DE SENTENCIA FULMINADA OBLIGAN EN CONCIENCIA A EJECUTAR ANTES DE LA SENTENCIA DEL JUEZ UNA PENA QUE CONSISTE EN UNA ACCIÓN? 1.

DIVISIÓN GENERAL DE LAS PENAS.—Este

problema lo despaché en el tratado de las Cen-

SUBDIVISIÓN DEL PRIMER GRUPO DE PE-

NAS.—El primer grupo de penas podemos subdividirlo. En efecto, de las penas que requieren la acción del hombre, unas piden la acción de una tercera persona distinta de aquel que es castigado, otras pueden y suelen ejecutarse por la acción del reo mismo, sea por necesidad natural, como el comer, el pasear, etc., sea si-

Lib. V. Distintas leyes humanas guiendo la costumbre general y usual humana, como el pagar una cantidad. No es preciso hablar ahora de la primera clase de penas que piden la acción de otro, pues es regla general que esas nunca se imponen por ley de sentencia fulminada que obligue enseguida en conciencia. La razón es que la ley a lo sumo puede obligar al reo a soportar con paciencia u obediencia tal pena, cosa que él no está obligado a hacer ni puede hacer hasta que otro le imponga tal pena; ahora bien, otro no puede imponerla en virtud de la ley si no es como ministro de la justicia; por eso tal pena necesariamente requiere la sentencia y el mandato de un hombre que aplique y ejecute la pena de la ley. En el capítulo siguiente diremos cómo el reo está obligado a obedecer a la ley después de la sentencia aceptando tal pena. Por tanto, acerca de esta pena no es necesario decir más. Pero no dejaré de advertir que pena que requiere la acción de otro no es solamente aquella que físicamente no puede ejecutarse de otra manera —pues por lo que toca al poder físico apenas se encuentra alguna que el hombre no pueda ejecutar en sí mismo—, sino toda aquella que el hombre no puede aplicarse a sí mismo honestamente, como es la pena de muerte según la opinión de muchos, o que ciertamente sería demasiado dura y cruel si el hombre se viese forzado a aplicársela a sí mismo, según la doctrina que se dio en el capítulo V. 3. La pena que requiere la acción del reo mismo puede subdividirse en la que requiere una acción positiva, como es el pago de una cantidad, y la que requiere la omisión de una acción, pues la omisión moral y humana en cierto modo suele computarse entre los actos morales, y en el punto presente no sin» razón se la puede juzgar a manera de acción, porque normalmente no se realiza sin una voluntad positiva ni sin dolor y aflicción, incluso más que la acción positiva. Por tal pena se puede tener al ayuno, porque no requiere acción sino abstención. Finalmente, estas penas coinciden con las —llamémoslas así— penas activas en que la ley no puede imponerlas inmediatamente en cuanto a la privación física de la acción, sino que a lo sumo la ley puede imponer la obligación en conciencia a tal omisión. En efecto, la ley que impone pena de ayuno, no puede forzar por sí misma al hombre a que se abstenga aun contra su voluntad, pero sí puede obligar a abstenerse. Igualmente la ley que priva del voto, no impone la omisión mis-

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ma del voto sino que a lo sumo puede imponer la obligación a ella. Con todo, aunque este enfoque y subdivisión, tratándose de las penas corporales, puede ser útil para entender las leyes —pues estas penas corporales, como son el ayuno o la pena en general de no comer o de no salir de la cárcel, de la casa o de la ciudad, se ordenan a un sufrimiento positivo del cuerpo—, sin embargo, tratándose de las penas espirituales, tales privaciones de acciones se computan entre las penas privativas, como es claro en la pena de suspensión y en gran parte en la excomunión, la cual priva de la comunicación, que consiste en acciones humanas; y lo mismo sucede con la privación del voto, sobre todo porque la ley al mismo tiempo suele invalidarlo inhabilitando a la persona, lo cual es un efecto moral y una privación del derecho o poder moral de votar. 4. DIVERSOS TÉRMINOS QUE DENOTAN UNA SENTENCIA FULMINADA.—Por último, es preciso

distinguir los diversos términos con que —además de los que de pasada tocamos en el capítulo anterior— se suele denotar una sentencia fulminada por la ley. A veces el verbo mismo con que se manda la pena está en tal modo y tiempo, que indica una pena fulminada, según dijimos allí y ahora explicaremos más. Más frecuentemente al verbo de precepto se añaden algunas expresiones o circunlocuciones o palabras clarísimas con que se indica una sentencia fulminada por la ley. Las expresiones son: por el hecho mismo, por el derecho mismo, por ello mismo, desde ahora, desde entonces y otras equivalentes. Las circunlocuciones generalmente suelen referirse a los efectos de la ley diciendo que se realizan enseguida, como juzgúese quedar vacante, no sea elegido sin dispensa, no haga suyos los frutos, no pueda retenerlos con conciencia segura, no sea capaz, etc. Más ciarás resultarán las palabras si se añade quede obligado antes de la sentencia o antes de la declaración o antes de todo aviso. Finalmente, serán clarísimas si la ley acumula tantas palabras de estas que no haya lugar a tergiversación, sobre todo si dice quede obligado en conciencia a hacer esto enseguida y antes de toda sentencia. Sin embargo siempre se deben considerar atentamente las palabras de la pena a la que se añaden estas expresiones, de tal manera que se entienda que las leyes sólo imponen por el derecho mismo el gravamen que se suele significar por tal palabra en su significado propio,

Cap. VIL Cuándo la ley penal obliga inmediatamente a la pena sea conforme al derecho, sea conforme a la costumbre general, pues las penas y los rigores deben restringirse de esta manera. Esta advertencia se explicará después mejor con ejemplos. 5.

REGLA GENERAL.—Esto supuesto y en

primer lugar, la regla general sobre las penas que se deben ejecutar mediante la acción del reo mismo sea que sólo se imponen de esa forma cuando las palabras de la ley expresan con tanta claridad una sentencia fulminada de inmediata obligación en conciencia, que no puede eludirse sin falsear o forzar mucho las palabras de la ley. Esta tesis la tomo de la opinión general de los doctores que cité en el capítulo V, pues los que niegan que estas penas puedan imponerse de forma que se incurra en ellas automáticamente, parecen referirse a lo que sucede conforme al poder —llamémoslo así— ordinario, o sea, conforme al derecho ordinario, ya que en absoluto confiesan que en un caso raro puede hacerse eso; luego con más razón dirán que una ley sólo se debe interpretar así cuando las palabras fuerzan enteramente a ello. También otros autores de otras opiniones confiesan que estas penas de fulminación automática se imponen con más dificultad y más raramente que las otras penas privativas; por consiguiente es preciso que los tales requieran palabras clarísimas, pues si la imposición de esta clase de pena resulta más dura por su misma naturaleza y por eso se practica menos, ciertamente es necesario que conste bien clara en la ley esta manera de castigo y que no haya lugar a pensar que el legislador ha pretendido otra. Ahora bien, cuando la ley expresa suficientemente la obligación a tal pena, sin duda obliga, pues no le falta poder para ello, según se ha probado. Por otra parte suponemos que la ley es tan moderada que no contiene crueldad e injusticia manifiesta; por eso normalmente tales penas son pecuniarias, y no de todos los bienes sino en una cantidad moderada o tolerable. Por último, suponemos que la ley ha sido admitida y no derogada en esto por costumbre contraria. Esto es aplicable a todas las leyes penales, porque pueden ser abrogadas por la costumbre en cuanto a la pena o clase de pena aunque se cumplan en lo demás, según observan TOMÁS DE V I O y AZPILCUETA y como diremos después. Así en este caso podría una ley estar derogada en cuanto a la fuerza para obligar inmediatamente al cumplimiento de la pena, porque la costumbre puede derogar del todo una ley; luego también una parte de ella separable de las otras.

6.

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EJEMPLOS DE LA REGLA ANTERIOR.—Pa-

ra entender mejor esta regla y poderla aplicar con más facilidad a la práctica, es preciso traer algunos ejemplos de ella. Sea el primero el de las leyes que mandan acciones dolorosas para el cuerpo. Tal es la flagelación, la cual el hombre puede ejercitar en sí mismo y sin pecado. A este capítulo pertenece también la pena de destierro, que uno puede ejecutar en sí mismo —saliendo del lugar prohibido, moviéndose y obrando contra sí mismo— sin pecado ni inconveniencia alguna. Sin embargo, normalmente a los hombres no se les suele forzar a tales acciones mediante solas las leyes, por más que no es imposible el que se les obligue así; por eso en estas penas —si en algunas— es verdad que, para imponer tal obligación, las palabras deben ser más claras que la luz. No tenemos ejemplos de estas leyes en el derecho civil ni en el canónico. Pero en algunos institutos religiosos dicen que hay algunas reglas penales que, aunque no obliguen absolutamente en conciencia a la obra que mandan inmediatamente o a evitar la que prohiben, sin embargo obligan a alguna pena que imponen a los que quebrantan tal o tal regla. Esta pena debe ser tal que no sea extraña a la disciplina religiosa; generalmente suele ser alguna oración breve, y podría extenderse a una moderada flagelación propia y en privado, o también a un ayuno, como diré después. Pero para que se entienda que se trata de una obligación en conciencia en virtud de la ley y anterior al precepto del superior, es preciso que la ley diga en virtud de santa obediencia o queden obligados en conciencia o algo parecido según la costumbre del instituto. 7.

LAS PENAS PECUNIARIAS.—UN MODO EX-

TRAORDINARIO DE MANDAR INDICA UNA MÁS RIGUROSA OBLIGACIÓN.—El segundo ejemplo puede ser el de las leyes que imponen penas pecuniarias. Tratándose de ellas, esta obligación puede imponerse más fácilmente, porque por su naturaleza son más ligeras y pueden cumplirse sin deshonor ni infamia. Tales son algunas leyes del reino de España las cuales prohiben a ciertas personas recibir nada y a los trasgresores les castigan con el cuádruple añadiendo que queden obligados a devolver en conciencia y sin esperar sentencia. Así lo traen COVARRUBIAS, CÓRDOBA y otros tomándolo del LIBRO 2° DE LAS ORDENANZAS REALES, en el que se dice: En estas pe-

nas desde ahora para entonces les condenamos, de tal manera que en el fuero de la conciencia queden obligados a pagar esas penas aun antes de la sentencia del juez.

Lib. V. Distintas leyes humanas Pero como estas leyes no dicen ante toda sentencia o sin otra declaración, puede dudarse si pueden referirse únicamente a la sentencia condenatoria y si no puede ser una interpretación suficiente el que esta obligación en conciencia surja antes de la sentencia condenatoria del juez pero no antes de la sentencia declaratoria sino inmediatamente después de ella, pues la condenatoria bien clara la pone la ley, pero no parece excluir la necesidad de una declaración jurídica. A pesar de esto, juzgo que en virtud de aquellas palabras se impone la dicha obligación sin esperar ninguna sentencia del juez, ni siquiera la declaratoria. Lo primero, porque de no ser así, hubiese resultado inútil el prodigar con tanta ponderación tantas palabras; por consiguiente, la misma forma extraordinaria de mandar indica una bastante extraordinaria y más rigurosa obligación a tal pena. Lo segundo, porque cuando la ley dice desde ahora para entonces, las palabras para entonces no designan el tiempo posterior a la fulminación de sentencia declaratoria del delito por parte del juez, de la cual no había hecho mención la ley, sino el tiempo en que se comete el delito, del cual había hablado la ley. Finalmente —y esto es muy de notar— porque las palabras antes de la sentencia, aunque parecen indeterminadas, en una ley que habla de una manera absoluta equivalen a una expresión universal, pues en lo que la ley no hace distinciones tampoco nosotros las debemos hacer; sobre todo que la palabra antes lleva consigo la negación de una sentencia fulminada por el juez. Así entienden esas leyes los citados autores. 8. Por su parte SOTO se atrevió a censurar o reprender al legislador civil por haber empleado las palabras en conciencia, pues no les pertenece •—dice— a los príncipes seglares juzgar de la conciencia; en el derecho común —añade— no se encuentra un ejemplo semejante, y tal vez por eso tales leyes no han sido admitidas por el uso. SOTO ciertamente se excedió, porque no se puede censurar tan fácilmente unas leyes que se dan después de pensarlas mucho. Además, un príncipe seglar puede obligar en conciencia, según se ha demostrado antes; luego ¿en qué falta formulando expresamente la práctica de ese poder para evitar los subterfugios y tergiversaciones de los hombres? Y nada importa que en el derecho común no se halle ningún ejemplo, porque un rey soberano no está obligado a tomar del derecho común su manera de mandar sino que, si juzga que conviene, puede emplear una manera nueva. Y si

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esas leyes —según dicen— fueron modificadas en esto por la práctica o por las leyes posteriores, no sucedió así porque fuesen injustas sino porque, o prevaleció la protervia humana, o la experiencia enseñó que convenía más otra cosa. A pesar de todo, en la reciente colección de leyes de España hay una ley que a los secretarios reales les prohibe recibir regalos bajo pena de pagar el cuádruple con las siguientes circunstancias: la primera, que juren pagar esta pena si incurren en ella; la segunda, que se les condena a ella desde ahora; la tercera, que se declara que queden obligados en conciencia a pagarla sin esperar a que se les condene. También acerca de esta ley suele dudarse si está en vigor en esto o si ha sido abrogada por costumbre contraria y si cabe en ella la interpretación de que no excluya la necesidad de una sentencia declaratoria. Por cierto que esto último parece muy probable. Lo primero, porque no dice antes de la sentencia de una manera absoluta, sino antes de la condenación o sin esperar la condenación. Lo segundo, porque aunque diga desde ahora, no añade para entonces, y así, aunque la ley dé sentencia condenatoria, no señala el tiempo para el que la da ni excluye la sentencia declaratoria. Finalmente, porque, aun de este modo, tanto el juramento como las demás palabras producen grandes efectos. Efectivamente, por razón del juramento uno queda obligado a, en cuanto se dé sentencia declaratoria del delito, pagar el cuádruple bajo pena de perjurio, y no puede ocultar los bienes con que puede pagar la pena; más aún, tampoco puede negar la cantidad de regalos que recibió aunque en la sentencia no se declare esto sino solamente el delito de recibir regalos. Además, a esto obliga la ley aquella en su propia virtud prescindiendo de la obligación del juramento; más aún, obliga de tal forma que, una vez hecha la declaración del delito, ningún juez inferior puede rebajar la cantidad, que es también un efecto importante de aquellas palabras. Me parece a mí que aquella ley se debe observar al menos de esta manera y que no puede decirse que haya sido abrogada por costumbre contraria, pues no puede probarse tal costumbre ni la aprobación tácita de príncipe que la conociera. 9. P O R EL CONCILIO DE LETRÁN Y POR EL MOTU PROPRIO DE P Í O V LOS BENEFICIADOS QUE FALTAN AL REZO ESTÁN OBLIGADOS A RESTITUIR PROPORCIONALMENTE LOS EMOLUMENTOS CORRESPONDIENTES A SUS BENEFICIOS. El

tercer ejemplo que suele aducirse es el del Concilio de Letrán bajo León X y el Motu Proprio de Pío V, en que los clérigos beneficiados que

Cap. Vil.

Cuándo la ley penal obliga inmediatamente

faltan al rezo del Oficio Divino quedan obligados en conciencia —inmediatamente y sin otra declaración o sentencia— a restituir proporcionalmente todos los emolumentos de todos los beneficios correspondientes a cada uno de los días. Que ese es el sentido de aquel precepto y de la pena que en él se impone, lo demostré largamente en los cap. 29 y 30 del libro 4.° del tratado de la Oración. Con todo, este ejemplo no entra propia y directamente en la regla de que ahora tratamos, porque aquella pena es —digámoslo así— más bien privativa que activa. En efecto, lo que aquella ley impide inmediatamente es la adquisición de los emolumentos del.beneficio: puesto este impedimento, naturalmente se sigue la obligación respecto de los emolumentos, pues nadie puede retener para sí lo que no es suyo. Así interpretan todos aquel precepto, y así se deduce claramente de las palabras del concilio, tanto cuando dice No haga suyos los frutos de sus beneficios, como sobre todo cuando dice: Quede obligado a devolverlos como injustamente adquiridos. Lo primero tuvo lugar en virtud de aquella ley; lo segundo se sigue en virtud de la justicia y no porque se haya puesto directa o inmediatamente en castigo. 10. Se dirá: A veces, en virtud de aquella ley, el beneficiado está obligado a despojarse de los emolumentos ya percibidos y que en realidad había hecho suyos. Por ejemplo, si uno ha adquirido y recibido la renta total del beneficio, justamente la ha recibido y hecho suya, y sin embargo, si después falta al rezo en algunos días del año, según la declaración que claramente hizo Pío V está obligado a restituir la parte de la renta que proporcionalmente corresponde a aquellos días; luego esta obligación nace inmediatamente del castigo de la ley y no de otra obligación de justicia. Pero esto no es dificultad, pues esta obligación de restituir aquella parte nace de la misma fuente y de la misma manera. En efecto, dado que el concilio dice expresamente No haga suyos los frutos sino que quede obligado a restituirlos proporcionalmente como injustamente percibidos, y dado que Pío V no cambia ni aumenta esta pena sino que lo único que hace es confirmarla, nosotros no podemos obligar a una restitución en virtud de aquella ley si no es de la misma manera y por el mismo título que ella. Digo, pues, que, en virtud de aquella ley, en el dicho caso no percibe todos los emolumentos de la renta total si no es bajo la condición y la carga de no omitir culpablemente el oficio divino. Por consiguiente, si entonces hubiese recibi-

a la pena

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do toda la renta con intención de no rezar diez días, esa parte la hubiese recibido injustamente y no la hubiese hecho suya por oponerse a ello la ley del concilio. Así pues, cuando —como quien dice— anticipándose el pago recibe toda la renta con buena intención y propósito, ciertamente la hace suya, pero no de una manera del todo completa y absoluta sino de tal modo y con tal condición que, si no la cumple, se pierde la propiedad en virtud de la ley que desde el principio —por decirlo así— la debilitó y la hizo depender de un suceso futuro; este efecto de la ley fue también privativo, y de él nace después naturalmente la obligación de restituir. 11. Pero aunque esto sea verdad, sin embargo esa ley contiene una confirmación probable de la dicha regla. En efecto, así como la ley humana impone una pena privativa de ejecución automática, de la cual se sigue necesariamente la obligación a una acción penal, así puede obligar inmediatamente a tal acción penal. De esos decretos se deduce también que, para que la ley obligue directamente a la acción penal, sea mediata sea inmediatamente, no es preciso que siempre declare expresamente con palabras formales la obligación en conciencia antes de toda sentencia, sino que basta que esto lo explique mediante algún efecto que no pueda subsistir sin tal obligación o que necesariamente la suponga, de la misma manera que en ese caso, del efecto de impedir la adquisición de la propiedad se sigue la obligación de restituir. Semejante a este es el caso del Concilio Tridentino en el que del beneficiado que no reside de la manera que allí se manda se dice: Determina el santo sínodo que, en proporción al tiempo de la ausencia, ese tal no hace suyos los frutos, y que no puede conservarlos con conciencia segura aunque no se siga otra declaración. 12. APLICACIÓN DE LA REGLA ANTERIOR A LAS PENAS QUE INMEDIATAMENTE PRIVAN DE UNA ACCIÓN HUMANA DE LA CUAL SE SIGUE SU-

FRIMIENTO CORPORAL.—De lo dicho en este tercer ejemplo puede entenderse que esta regla que se ha dado sobre las penas que consisten directamente en una acción humana, se debe aplicar a las penas que inmediatamente privan de una acción humana, privación de la que se sigue un sufrimiento penal corporal, pues estas penas —como dije antes— moralmente equivalen a las que consisten en una acción, y por tanto se ha de aplicar a ellas la misma doctrina. Un ejemplo de ello lo tenemos en la pena de ayuno, la cual se cumple no tanto haciendo como careciendo o absteniéndose. Pero esta pena más que civil es canónica; y sin embargo no hallo que en el derecho canónico se la imponga

Lib. V. Distintas leyes humanas por el derecho mismo, pues aunque CÓRDOBA aduce diversas DECRETALES, en estos y en otros textos jurídicos semejantes no hay ninguna palabra que indique tal obligación o sentencia fulminada; lo único que se dice es que él que contraiga matrimonio con dos mujeres, el perjuro y el que defraude de la medida justa, haga penitencia durante cuarenta días a pan y agua: estas palabras no obligan enseguida a hacer esa penitencia antes de que se imponga, según expliqué acerca del perjurio al fin del capítulo último del tratado del Juramento en el libro 4.° Y la misma razón hay para los otros casos. Por consiguiente, en el derecho común no tenemos ejemplo de esto; pero sí podría hallarse fácilmente en las reglas de los religiosos; en ellas se debe observar lo que dijimos antes acerca de las otras acciones penales. 13.

LA PENA DE HAMBRE HASTA MORIR.—

Otro ejemplo de esta pena es la del hambre y falta de alimento hasta morir. Esta pena las leyes la imponen a veces, pero es tan dura que no puede imponerse de forma que se incurra en ella automáticamente. Más aún, creo que tampoco una sentencia judicial puede obligar al hombre en conciencia a cumplirla si puede comer. Suele plantearse el problema de si en ese caso, pudiendo comer, puede no comer y dejarse morir. Este problema pertenece al tratado del Homicidio, 2. 2. q. 64. Finalmente, otro ejemplo es el de la pena de permanecer en la cárcel o en otro lugar, pues se sufre privándose de una acción, a saber, no huyendo. Tampoco esta pena suele imponerse por la ley sino por mandato personal. Acerca de éste, cuando se da únicamente en pena o en orden a solo el castigo, es dudoso si puede obligar en conciencia. Sobre esto tratamos en otro lugar. Por lo que a nosotros toca, las leyes de suyo no obligan en conciencia a esto, sobre todo cuando como consecuencia se teme un daño grave. Pienso en general que tales leyes no están en uso, y por eso nada más es preciso decir ahora acerca de ellas, pues lo que suele discutirse sobre el justo castigo de un reo que ha huido de la cárcel tiene su propio lugar en 2. 2. q. 69, art. 4. CAPITULO VIII UNA LEY QUE IMPONE UNA PENA PRIVATIVA POR EL H E C H O MISMO ¿CUÁNDO OBLIGA EN CONCIENCIA A LA EJECUCIÓN ANTES DE LA SENTENCIA? 1. CUANDO EN UN CANON QUE IMPONE UNA CENSURA SE AÑADE por el derecho mismo o por

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el hecho mismo o ALGO PARECIDO, ES UN CA-

NON DE SENTENCIA FULMINADA. Paso a las penas llamadas generalmente privativas, que puede aplicar inmediatamente la ley misma. Las divido en tres clases. En la primera pongo las censuras. En la segunda las privaciones que no consiguen su efecto completo sin la acción del hombre, como son la privación de un beneficio adquirido o de los bienes propios. En la tercera coloco ciertas privaciones que aplica íntegramente la ley sola y que no requieren de suyo acción alguna del hombre ni obligan a ella sino sólo a abstenerse de recibir algo o de hacer algo, como la inhabilidad para el matrimonio, para un beneficio, para votar, y cosas semejantes. En esta tercera clase podría entrar la irregularidad, pero la dejo porque —como dije antes— la irregularidad es una pena de tal naturaleza que nunca se incurre en ella si no es por el hecho mismo, y por tanto, sea cual sea la manera como se imponga, se interpreta que la impone el derecho mismo y que se incurre en ella antes que se dé sentencia declaratoria, a no ser que ésta sea necesaria para completar la infamia, según se dijo más largamente en el correspondiente tratado. Acerca de las censuras también hablamos en particular en el tomo 5.°, en donde dijimos en general que entre todas las penas privativas las censuras son las en que más fácilmente se incurre —por lo que toca a la conciencia del mismo delincuente— por el hecho mismo y antes que se dé sentencia declaratoria del delito, y que por eso, cuando en un canon que impone una censura se añade por el derecho mismo o por el hecho mismo o algo semejante, ese canon es de sentencia fulminada. Esta doctrina es general casi sin controversión alguna. Basta como razón que esas palabras bastan en rigor para significar eso, y que la práctica y el sentido común y la observancia de tales leyes demuestran que ese es el sentido en que se emplean y que en esos cánones no se ha suavizado de ninguna forma el sentido de tales expresiones. Y la razón de esto pudo ser, o que esas penas son espirituales y medicinales y por tanto se estima que ligan inmediatamente al alma y siempre se han interpretado con esta veneración y temor, o que por las censuras uno es separado, como indigno, de los bienes de la Iglesia y por tanto queda enseguida obligado en conciencia a separarse y abstenerse. En efecto, a un buen Pastor de la Iglesia le toca separar a los indignos y mandarles que se separen, precepto que va incluido en la censura misma. 2.

PRIVACIONES E INHABILIDADES QUE SE

Cap. VIII. Las penas privativas IMPONEN CON LAS EXPRESIONES por el hecho

mismo, por el derecho mismo, por ello mismo.—Así pues —dejando a un lado las censuras y las irregularidades—, acerca de las otras privaciones e inhabilitaciones sea la primera regla general que cuando en una ley por la que se impone tal pena se añade alguna de las expresiones por el hecho mismo, por el derecho mismo, desde ahora, por ello mismo u otra equivalente, la pena la aplica de alguna manera la ley misma, y esto lleva consigo sentencia fulminada en cuanto a algo, y en cuanto a eso tiene fuerza para obligar en conciencia a la pena. Esta regla la tomo del común sentir de los doctores que he aducido en el capítulo V y que cita también TIRAQUEAU, y se encuentra en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, en

el que

se

dice que dos son las maneras de privarle de sus bienes a uno en castigo, a saber, por sentencia o por el derecho mismo. En efecto, de ahí deducimos que la expresión por el derecho mismo siempre realiza algo en que no se espera una sentencia que esté por fulminar. Por consiguiente, la razón de la regla es que esas palabras en la ley no son superfluas ni falsas; ahora bien, no pueden ser verdaderas y útiles si no obran algo antes de que se dé sentencia; luego la ley, en virtud de tales palabras, tiene algún efecto con relación a la pena que impone. Se dirá que se ponen para infundir temor, o para advertir al juez que ejecute la pena con rigor. Pero en contra de eso está que de esa manera podrían verse privadas de su fuerza y frustrarse todas las leyes penales, ya que siempre podría decirse que las palabras se ponían para infundir temor. Por consiguiente, esa interpretación es absurda y contraria al empleo general de las palabras que no son sinónimas, y más bien un falseamiento de las palabras. En efecto, aunque el legislador a veces multiplica las palabras sinónimas —dado que no es contrario a la verdad y a la eficacia de una ley el expresar de muchas maneras un mismo efecto, ni es eso del todo superfluo, ya que se hace para indicar rigor y para mayor certeza y claridad—, con todo, cuando las palabras tienen fuerza y significado propios, aunque se ponga una sola señal de suyo suficiente para indicar la voluntad del legislador bastará para el efecto de la ley, pues no hay que obligar a los legisladores a añadir siempre fórmulas ponderativas, cosa irracional y con frecuencia inconveniente. Quede, pues, como cosa cierta que tales leyes, por razón de tales fórmulas, siempre obran algo. Resta explicar, tratándose de estas penas privativas, qué es lo que obran.

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3. SEGUNDA REGLA.—Sea, pues, la segunda regla que cuando una ley impone pena de privación de una cosa propia y ya adquirida, la cual no puede ejecutarse plenamente sin la acción del hombre, entonces tal ley, aunque produzca de suyo algún efecto penal, sin embargo no produce al punto la privación absoluta ni obliga en conciencia a ejecutarla —ella depende de la acción del reo— antes que se dé sentencia declaratoria del delito, a no ser que de otras palabras de la ley o de la materia o de la costumbre se deduzca algo más. Esta regla está tomada de la doctrina más admitida entre los tratadistas de este tema. La primera parte, que afirma que esa ley de suyo obra algo, se prueba suficientemente .por la regla inmediata anterior, pero se demostrará con mayor claridad explicando qué es lo que obra. En primer lugar, en virtud de esa ley no se necesita sentencia condenatoria para incurrir en tal pena y en su obligación: basta sentencia declaratoria, pues la condenatoria la da la ley misma. En efecto, en virtud de las dichas palabras se da alguna sentencia; es así que no se da sentencia declaratoria del delito, como es evidente; luego se da sentencia condenatoria para tal tiempo y con la condición de que conste jurídicamente del delito. Puede esto confirmarse por el DIGESTO, sobre el cual advierte esto BARTOLO y largamente FELINO, que cita a otros más. En segundo lugar, de ahí se sigue que tal condena, una vez hecha la declaración, se extiende o retrotrae hasta el día en que se cometió el delito, porque la sentencia se dio desde entonces: por razón de este efecto se puso aquella fórmula, y así se dice en el CÓDIGO y lo enseñan los doctores que se han citado y los que se citarán. En tercer lugar, de aquí se deduce también que, aunque tal ley no obligue en conciencia antes de la declaración del delito a dejar la cosa de que priva o a abstenerse de su uso, con todo de alguna manera disminuye y debilita el derecho con relación a tal cosa y al poder de usar de ella. Esto es claro, puesto que, por el mismo hecho de que la pena puede después retrotraerse hasta el día en que se cometió el delito, es preciso que el poder de usar de esa cosa no siga siendo tan libre y absoluto como era antes y consiguientemente que el derecho sobre ella haya sido disminuido, según se explicará más enseguida. Así se dice en el LIBRO 6.° DE LAS D E CRETALES con lo demás que allí se observa, y en lo que observan con muchas citas TIRAQUEAU y COVARRUBIAS y otros autores que se aducirán enseguida.

Lib. V. Distintas leyes humanas 4.

OPINIÓN CONTRARIA A LA REGLA ANTE-

RIOR.—En cambio sobre la segunda parte —la negativa— se discute entre los doctores. Los juristas en general afirman que, en virtud de tal ley, el delincuente queda obligado en el fuero de la conciencia a dejar la cosa de que le priva la ley, ya se trate de un beneficio, ya de un oficio, ya de los bienes temporales, aun de todos los que uno posee si la pena habla de todos ellos en general. Esto sostienen el ABAD, FELINO y otros citados por TIRAQUEAU, a quienes también él sigue, y AZPILCUETA. Este la privación de un beneficio y otras privaciones semejantes las equipara a las censuras y a la irregularidad. A ello se inclina también CÓRDOBA. Le siguen CASTRO y ANTONIO GÓMEZ. Se basan en que las fórmulas por el derecho mismo o por el hecho mismo esto es lo que en rigor significan, y esas fórmulas son eficaces; luego imponen tal obligación, dado que nada hay que lo impida, pues damos por supuesto que la pena, aunque se imponga con este rigor, será justa. El antecedente se prueba con el ejemplo de las censuras, porque si en el caso de ellas esas mismas fórmulas tienen este significado, el mismo tendrán en todos los casos. Y nada importa que se pongan esas fórmulas simples sin añadidura ni ponderación alguna, porque —según decía— el legislador no está obligado a manifestar su intención con muchas palabras sino que basta y sobra que la manifieste con una sola palabra simple y suficiente. 5. AUTORES QUE DEFIENDEN LA REGLA ANTERIOR POR LA RAZÓN DE QUE LO CONTRARIO SERÍA DEMASIADO DURO.—A pesar de esto, la

regla dada es no sólo segura sino también más probable. Muy favorable a ella es el PAPA INOCENCIO. También puede citarse a DECIO, pero no piensa bien, porque habla de la pena en un sentido general y no distingue entre la ley que impone la pena de una manera sencilla y la que la impone por el hecho mismo, sino que las equipara. También FELINO duda de la opinión de NICOLÁS DE TUDESC H IS que había sostenido antes y la deja en estudio. En favor de esta opinión pueden aducirse muchas razones que acumula el mismo FELINO. A ella se inclina BALDO al decir que quien no paga los impuestos no queda obligado en el fuero de

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la conciencia ni siquiera para la hora de la muerte. La sostienen también CAGNOL. y ALEJANDRO DE IMOLA. LO mismo piensa JULIO CLARO. Sostienen también esta opinión GUIDO DE BAYSIO y JUAN DE ANDRÉS —a los cuales cita y sigue SILVESTRE—, COVARRUBIAS, CONRADO y PEÑA,

que cita a otros. Pero muchos de éstos se fundan en el principio general de que tal ley sería demasiado dura o injusta, pues obligaría a' delatarse uno a sí mismo y a ejecutar en sí mismo una pena durísima, cosa a que ninguna ley obliga. Ahora bien, todo esto no.es verdad en general, como consta por lo dicho y por lo que se dirá, y por tanto esa argumentación no prueba. 6. Así pues, la razón es únicamente que la fórmula por el hecho mismo o por el derecho mismo puesta en estas leyes, tiene un efecto suficiente según la primera parte de esta regla; luego tratándose de estas penas temporales no se debe entender en un sentido más amplio. La consecuencia se prueba, lo primero, por el principio general de que las penas se deben atenuar más bien que aumentar; lo segundo, porque en otro caso tales leyes muchas veces serían demasiado rigurosas y casi inhumanas; y lo tercero, porque esta es la manera como interpreta estas leyes la práctica general; por eso las leyes mismas, cuando quieren imponer una obligación mayor, añaden también más palabras y explican más la cosa, como veremos. Por último, puede esto confirmarse con que en el mismo derecho el rigor de tales leyes aparece atenuado de esta manera en el cap. Cum secundwn leges. Se explica allí que en la pena de confiscación de los bienes que se impone por herejía, se dice al mismo tiempo que ha sido impuesta por el derecho mismo y que para la privación efectiva se requiere sentencia declaratoria del delito; luego por el derecho tenemos que la fórmula por el derecho mismo en tales penas no excluye la necesidad de sentencia declaratoria, pues —como muy bien deduce SILVESTRE— si en el delito de lesa majestad divina esa fórmula admite la atenuación de no excluir sentencia declaratoria, con más razón habrá que decir lo mismo tratándose de delitos inferiores. 7. Puede responderse que en ese texto no se dice que el reo no esté obligado en conciencia a ejecutar en sí mismo tal pena antes que se

Cap. VIII.^ Las penas privativas dé sentencia declaratoria del delito, sino únicamente que no puede ser forzado a ella por otros ni ser privado por otros de sus bienes: esto es muy distinto y se funda en una razón muy diferente. En efecto, el que ha faltado es consciente de su delito, y, por lo que a él se refiere, tiene ya dada la sentencia de su falta, y sin injuria ni escándalo puede recibir de sí mismo la pena. Por lo que se refiere a los otros, el delito no es suficientemente conocido hasta que lo declare la sentencia; por consiguiente, si a los otros se les diese licencia para ejecutar la pena antes de tal declaración, habría ocasión para inferir injurias y se seguirían de ahí otros escándalos. Reconozco, que la decisión de esa ley no se refiere de una manera formal y expresa al problema que discutimos:, de no ser así, no hubiera habido controversia alguna acerca de los bienes de los herejes. Sin embargo, de ahí se toma un argumento muy probable, porque si la ley que castiga por el derecho mismo en la confiscación de los bienes no da derecho al fisco para usurpar esos bienes antes de la sentencia declaratoria del delito, tampoco quitará al que los posee el derecho de retenerlos, de donde se sigue que no está obligado en conciencia a privarse de ellos antes de la sentencia. Puede esto confirmarse con los ejemplos que aduciremos después de la regla siguiente. Ahora voy a aducir uno solo del CONCILIO TRIDENTINO: en él se impone por el derecho mismo la pena de privación del derecho de patronato a los patronos seglares y de los beneficios a los clérigos que usurpen los bienes de las iglesias, y sin embargo es cosa cierta que esa ley no obliga a esos delincuentes a despojarse a sí mismos, porque las fórmulas no fuerzan a una interpretación tan rigurosa. 8.

EXPLICACIÓN DE LA FÓRMULA por el he-

cho mismo.—Por lo dicho resultará fácil deshacer la argumentación de la opinión contraria. En efecto, la fórmula por el hecho mismo o cualquier otra equivalente admite una interpretación amplísima de la sentencia fulminada sin necesidad alguna de acudir a la declaración judicial, como prueba el ejemplo de las censuras. Pero es preciso que, o por el mismo derecho o por la práctica general, conste que el legislador la pone en la ley en este sentido y con esta intención. Esto sucede en las censuras, y convino que así fuese por la razón antes aducida; en cambio en las otras penas, ni tienen lugar esas razones, ni por el derecho o por la costumbre puede constar ese sentido cuando en la ley no se añade una ulterior explicación; más aún, lo contrario

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—según se ha dicho— consta por la costumbre y se insinúa en el derecho. Puede aducirse muchos ejemplos de leyes y de cánones en los que, a pesar de esa fórmula, no surge inmediatamente la obligación de ejecutar la pena en cuanto que depende de la acción del hombre. Enseguida aduciremos algunos ejemplos de esos al explicar la regla siguiente. Entonces explicaremos al mismo tiempo la última parte de esta regla con la que limitamos aquélla: «a no ser que de la materia o de las palabras que se añadan se deduzca otra cosa». 9. TERCERA REGLA.—Sea, pues, la tercera regla que las leyes penales que imponen una privación por el hecho mismo, producen la privación absoluta de los bienes que ellas pretenden y la obligación en conciencia de ejecutar toda la pena que de ahí se sigue —aunque dependa de la acción del delincuente— cuando en la ley se añaden otras palabras que explican suficientemente esa intención del legislador, o cuando la ley resultaría inútil e ineficaz si no produjera este efecto y obligación. En conformidad con esta tesis a mí me gusta mucha la opinión general de NICOLÁS DE TUDESCHIS y de otros, la cual he citado en primer lugar en el punto anterior, y la cual admiten los otros que he aducido en favor de nuestra opinión a excepción de uno u otro, como demostraré en los ejemplos siguientes. Resulta fácil dar la razón de la tesis. La última parte quedó probada —tratándose de un caso semejante— en el capítulo anterior: en él demostramos que la ley no se debe interpretar con injuria y vilipendio suyo, y que por tanto su interpretación debe alcanzar a la sentencia fulminada si ello es necesario para evitar este inconveniente; luego con más razón se debe decir eso mismo ahora, y todo lo que allí se ha dicho es aplicable a esto y no es necesario repetirlo. La razón de la primera parte y de toda la regla es que el legislador humano de esta manera puede —por una causa justa— producir por sí mismo y a su voluntad tal privación y —por una causa semejante— obligar a semejantes acciones u omisiones, de la misma manera que, cuando conviene, inhabilita a una persona para el matrimonio o prohibe votar o se incauta de los bienes necesarios al estado; luego lo mismo puede hacer en justo castigo; luego si manifiesta suficientemente esta intención, de hecho lo hace. Y no será obstáculo alguno el que de ahí, por cierta necesidad moral, se sigan acciones penales que deba ejecutar el reo mismo: lo primero, porque se ha demostrado que también se

Lib. V. Distintas leyes humanas pueden imponer directamente estas acciones en castigo por el hecho mismo y antes de toda declaración, de la misma manera que pueden mandarse por otras justas razones; y lo segundo, porque siempre damos por supuesto que tales acciones no deben ser superiores a lo que pide un castigo justo, teniendo en cuenta la clase de delito, la necesidad del estado, y la manera de ser y posibilidades normales de la naturaleza humana. Por consiguiente, sustancialmente nos referimos a esta obligación; porque si accidentalmente, en algún caso, tal ejecución no puede realizarla el reo mismo sin grande escándalo o sin grande infamia u otro grave inconveniente que apenas puede uno inferirse a sí mismo, entonces uno quedará excusado de la obligación o ejecución de la ley. Pero esto es accidental, pues la ley de suyo obliga. 10. EJEMPLOS DE LA TERCERA REGLA.— OBLIGACIÓN DE ORDENARSE POR PARTE DE QUIEN RECIBE UN BENEFICIO PARROQUIAL.—

Esta regla quedará más explicada aduciendo algunos ejemplos. No pretendemos tratar aquí puntos que pertenecen a otras materias, sino únicamente tocar aquellos que sean oportunos para entender la doctrina general de las leyes. Sea, pues, el primer ejemplo el de las leyes canónicas que por algunos delitos privan en absoluto del título y propiedad de un beneficio ya antes legítimamente obtenido y poseído, y consiguientemente obligan a la renuncia del beneficio ya obtenido, renuncia que es una acción positiva y bastante dura y penosa. Este ejemplo se encuentra en el LIBRO 6.° DE LAS D E CRETALES: en él, a quien recibe un beneficio

parroquial sin ser sacerdote, si en el término de un año no se ordena por culpa suya, se le obliga a renunciar a él. Y que esto le obliga al punto en conciencia, se explica manifiestamente con estas palabras: Y si dentro de ese tiempo no fuere promovido, aun sin ningún aviso previo, por la autoridad de la presente constitución, quede privado de la iglesia que se le ha confiado. De aquí se sigue que esta pena inmediatamente es privativa, pero que a ella le sigue la obligación de renunciar, pues nadie puede retener un beneficio que no es suyo. De paso, de ahí se sigue también que la ley no sólo puede imponer por el hecho mismo pena privativa de una cosa que no se tiene todavía, impidiendo la adquisición de su propiedad, sino también de una cosa que se tiene, privando de la propiedad ya adquirida, puesto que en aquel caso ya aquél era dueño del beneficio, y sin embargo se le priva de él sin aviso alguno y con más razón sin

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sentencia alguna declaratoria, como piensan en sus comentarios la GLOSA y los doctores, y AzPILCUETA en la Suma. 11. Objetan algunos que esa no fue una pena impuesta por la ley eclesiástica sino una declaración de la ley natural, puesto que el sacerdocio es necesario para el oficio por razón del cual se da el beneficio, y que por tanto quien no se ordena a su debido tiempo, por ello mismo naturalmente pierde el título del beneficio, que es lo que se declaró en aquella ley. Pero esto es contrario a las palabras del canon Quede privado por la autoridad de la presente constitución; luego esa ley no es sólo declarativa sino también constitutiva y efectiva. En segundo lugar, lo que se afirma es falso, pues aunque del beneficio parroquial se sigue naturalmente la obligación de ordenarse sacerdote y por tanto peca gravemente quien tarda demasiado en recibir la ordenación, no por eso queda privado naturalmente del beneficio, pues siempre puede enmendarse y conservar el beneficio si se ordena dentro de los límites de la obligación natural. Por consiguiente, aunque en ese captíulo se concreta en un año el tiempo de cumplir esa obligación —concreción que no era tan cierta ni general naturalmente aun en lo que se refiere a la obligación—, sin embargo, si el canon no hubiese añadido aquella pena sino que únicamente hubiese determinado para tal tiempo la obligación de recibir la ordenación, el trasgresor de esa ley no estaría obligado a dejar el beneficio sino que podría ordenarse después de un año y aun de varios años y conservar el beneficio sin nueva colación ni nuevo título, pues en esto nada se encuentra contrario a la ley natural; luego aquella pena la dio aquella ley por el derecho mismo. 12. En otro sentido, podría decirse que aquella no fue una verdadera pena legal sino convencional, dado que, en virtud de aquella ley, el beneficio se da bajo aquella condición y con dependencia de su cumplimiento. Pero —aunque ello no importe mucho— es esa una afirmación gratuita: lo primero, porque aquella ley pudo tener su efecto tratándose de los beneficios recibidos y poseídos antes de aquella ley; y lo segundo, porque aun ahora la ley produce ese efecto en castigo de la negligencia y en su propia virtud prescindiendo de todo convenio. En efecto, aunque quien recibe el beneficio desconozca la pena de aquella ley ni quiera aceptar el beneficio condicional sino absolutamente, sin embargo la ley produce aquel efecto.

Cap. VIII. Las penas privativas 13. El segundo ejemplo —semejante al anterior— puede tomarse del CONCILIO TRIDENTINO: de una manera semejante sanciona privándoles del obispado, a los obispos que no se consagran en el término de seis meses a partir de su confirmación. AZPILCUETA esta ley la equipara a k anterior y, de la misma manera, dice que obliga al obispo a renunciar al obispado, ya vacante en virtud de esa ley. Pero observo que en esa ley no se encuentran todas las palabras que hay en el canon anterior sino que solamente se dice queden privados por el derecho mismo, y se omiten las otras sin ningún aviso previo; por eso, aunque esas palabras contengan una sentencia fulminada —tanto por el verbo en pretérito como por la fórmula por el derecho mismo— sin embargo pueden tener suficiente realización en una sentencia condenatoria, y pueden entenderse en un sentido más restringido de forma que no obliguen ni tengan su efecto antes que se dé sentencia declaratoria del delito, pues en estas penas rigurosas siempre hay que sobreentender que esta sentencia siempre es necesaria cuando no se la excluye expresamente en la ley, según dijimos en la regla anterior; así este ejemplo más tiene que ver con la regla anterior que con la presente. 14. TERCER EJEMPLO, CONTRA LOS ENAJENADORES DE LOS BIENES DE SUS BENEFICIOS. El tercer ejemplo es de las EXTRAVAGANTES: a

los prelados inferiores y a los rectores de iglesias que, en contra de lo que allí prescribe la , ley, enajenen los bienes de sus beneficios, se les priva de sus beneficios con verbos de tiempo pretérito, queden privados, y añadiendo además las fórmulas por el hecho mismo y sin más declaración juzgúeselos vacantes. Estas últimas palabras no admiten tergiversación alguna, porque un beneficio no queda vacante más que cuando se pierde su título y propiedad; luego en virtud de esa ley, antes de toda sentencia, aun declaratoria, se pierde el beneficio; de donde se sigue que. al punto surge la obligación en conciencia de renunciar a él. Así entienden esa pena TOMÁS DE V I O , AZPILCUETA, CÓRDOBA y otros; por más que añaden que tal pena, en muchas partes o en todas, fue derogada por la costumbre contraria, cosa que no interesa para lo que ahora tratamps. 15. CUARTO EJEMPLO, DE LOS QUE MATAN POR MEDIO DE ASESINOS. E N ESE EJEMPLO NO SE DEDUCE LA PRIVACIÓN DEL BENEFICIO ANTES DE LA DECLARACIÓN DEL DELITO POR PARTE DEL JUEZ, PERO TAMPOCO LA EXCOMUNIÓN.

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El cuarto ejemplo puede tomarse del LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES en el que a los que matan a otros por medio de asesinos se les priva de sus beneficios por el hecho mismo, de la misma manera y con las mismas fórmulas con que se les excomulga, a saber: Incurran por el hecho mismo en las sentencias de excomunión y de deposición de su dignidad, honor, orden, oficio y beneficio. Se añade además: Y esas cosas aquellos a quienes toca conferirlas confiéranlas libremente a otros. Considérese la palabra libremente, la cual indica que esos beneficios quedan vacantes por el hecho mismo y que por tanto pueden ser conferidos a otros libremente, es decir, sin contar con su posesor ni admitir excepción alguna, según interpretan las GLOSAS: en este sentido emplea CÓRDOBA este ejemplo. Sin embargo, aunque este ejemplo apenas es reducible a la práctica según lo que acerca de ese delito dijimos en el tomo 5.°, con todo, puestos a explicar el alcance de tales palabras, en realidad ese ejemplo más sirve para la regla anterior que para la presente. En efecto, ahí no se deduce la privación del beneficio antes de la declaración del delito por parte del juez, pues en el texto mismo se añade expresamente que, una vez que conste por argumentos probables que alguien ha cometido tan execrable crimen, no es necesaria otra sentencia; y para que los beneficios puedan ser conferidos libremente, es necesario que primero conste del crimen por argumentos probables. Parece se debe entender que eso debe constar ante todo al juez en cuanto juez, y que consiguientemente éste debe dar sentencia declaratoria. Así piensa FELINO, pero añade que para esta declaración basta una presunción vehemente basada en indicios y conjeturas que hagan la cosa moralmente indudable. Podría también entenderse esto —con más amplitud— del conocimiento público del hecho de forma que, si el delito es tan público que no puede ocultarse con tergiversación alguna, se incurra en el acto en todas aquellas penas. Esto es probable al menos por lo que toca a la pena de excomunión. Pero lo contrario es más probable por lo que toca a todas ellas, porque el texto se refiere a todas, y aquellas palabras, en un sentido más propio y jurídico, se refieren a la prueba del delito en juicio; ahora bien, tratándose de una ley odiosa, no se las ha de interpretar en sentido amplio; sobre todo, que las penas son muchas y gravísimas y con razón requerirán conocimiento jurídico del delito. Por eso quiero —de paso— advertir dos co-

Lib. V. Distintas leyes humanas sas. Una es que en aquel texto, en virtud de las últimas palabras, aun en la sentencia de excomunión no se incurre antes de la declaración del delito por parte del juez: esto es peculiar de ese caso, pues las últimas palabras expresamente limitan la fórmula por el hecho mismo. La otra es que, aunque no se añadiesen esas últimas palabras, con todo, en virtud de las primeras, no se incurriría en la privación del beneficio antes de la sentencia, porque la fórmula por el hecho mismo no basta, y aquello de confiéranlas libremente requiere la acción del hombre y consiguientemente el debido orden mediante sentencia —al menos declaratoria— del delito. 16. QUINTO EJEMPLO: EL M O T U PROPRIO DE P Í O I V CONTRA LOS QUE COMETEN SIMONÍA CONFIDENCIAL; PERO PARECE QUE AQUELLA PENA DE PRIVACIÓN INSTANTÁNEA H A QUEDA-

DO DEROGADA POR LA COSTUMBRE. El quinto ejemplo suele tomarse del Motu Proprio de Pío IV contra los que cometen simonía confidencial. Lo cita AZPILCUETA y concede que en ese caso esta pena se contrae inmediatamente, y piensa que esa ley obliga a renunciar a los beneficios antes de toda sentencia, ya que el Pontífice dice: Por la autoridad de la presente privamos. Yo por mi parte en el tomo 1.° juzgué que antes de que se dé sentencia declaratoria no se incurre en esa pena de forma que uno se vea forzado a despojarse del beneficio ni de los frutos que perciba después, porque aquellas palabras únicamente contienen sentencia declaratoria y equivalen a la simple fórmula por el hecho mismo, y no se añade expresamente palabra que excluya la necesidad de sentencia declaratoria; y así este ejemplo parece que tiene que ver más con la regla inmediatamente anterior que con la presente. Pero ahora, considerando con mayor atención el comienzo de la frase, he empezado a dudar de aquella solución. En efecto, el Pontífice había adelantado varias precauciones y circunstancias para conceder fácilmente la posibilidad de probar en juicio este delito aunque los delincuentes lo ocultaran con gran cautela y cuidado; después añade: Mas para que nadie persevere en su delito fiado en la vana esperanza de no ser llevado a juicio, a todos y a cada uno, etc. En estas palabras el Pontífice declara abiertamente que su voluntad decidida era quitar la posibilidad de permanecer en tal delito o de cometerlo por la esperanza de sustraerse al juicio y consiguientemente a las penas, y por eso estableció todas aquellas penas de tal forma que, para caer plenamente bajo sus efectos, no sea necesario ningún juicio y consiguiente-

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mente tampoco sentencia declaratoria. Luego para que no se frustre la intención del Pontífice ni aquella ley resulte vana e inútil en esta parte, es preciso reconocer que aquellas penas se contraen plenamente y obligan antes de toda sentencia declaratoria del juez, ya que tampoco esta sentencia se da sin proceso judicial ni sin las pruebas requeridas. Por eso, hablando en rigor y atendiendo a la intención del legislador, esto es lo que a mí me parece se debe decir, y así con este ejemplo se explica muy bien la última parte de esta regla. Con todo, es probable que esa pena, en ese sentido, no ha sido generalmente aceptada y por eso tal vez ha quedado derogada en esta parte por la costumbre general, costumbre que se puede tener por tolerable, ya que en realidad se trata de una pena muy rigurosa. 17.

SEXTO EJEMPLO:

LOS EXAMINADORES

SIMONÍACOS.—El sexto ejemplo lo añado aquí tomándolo del CONCILIO TRIDENTINO: A

los

examinadores de beneficios que en el examen cometen simonía parece que se les priva de los beneficios que habían obtenido anteriormente, de tal forma que quedan obligados en conciencia a dejarlos enseguida, ya que se dice allí que no pueden ser absueltos del pecado de simonía a no ser una vez dejados los beneficios que de cualquier manera poseían antes. En efecto, parece que el concilio habla manifiestamente de la absolución de la culpa en el fuero sacramental: lo primero, porque habla de la absolución del vicio de simonía, no de la censura; y lo segundo, porque si hablara de la absolución en juicio externo, no diría a no ser una vez dejados los beneficios —palabras que significan renuncia voluntaria— sino a no ser una vez quitados tos beneficios, se entiende por obra del juez que hubiera de dar la absolución. Así pues, lo que manda el concilio es que los tales no sean absueltos sacramentalmente a no ser una vez dejados los beneficios; luego les obliga en conciencia a dejar los beneficios, pues, de no ser así, no podría mandar que no se les absuelva, ya que si no están obligados a dejar los beneficios, no pecan no dejándolos; luego pueden hacer penitencia del anterior delito y disponerse suficientemente para la absolución; luego ¿por qué se les ha de poder negar la absolución? Efectivamente, no puede decirse que esa fue una reserva del pecado, puesto que ni se encuentra allí una palabra que indique reserva, ni suele hacerse la reserva mandando sencillamente que no se absuelva, ni suele ponerse esa condición en semejantes leyes si no es porque sin esa condición uno no puede disponerse bien

Cap. VIII. Las penas privativas para la absolución por razón de la obligación que tiene en conciencia de cumplir tal condición. Luego, esta obligación los examinadores simoníacos la tienen en virtud de esa ley, pues no puede venirles de otra parte. Luego esa manera de castigar, indudablemente impone esta obligación por el hecho mismo, según pensé también en el libro sobre la Simonía. De ahí parece que se puede también inferir que esa ley priva a los delincuentes de sus beneficios. En efecto, de no ser así no podrían estar obligados en conciencia a dejarlos, y la acción de dejar un beneficio propio no suele mandarse directamente sino únicamente en cuanto que se sigue de la privación del título y de la carencia del beneficio. Esto es probable pero no cierto, porque penas tan graves no se han de interpretar en sentido amplio, y menos duro resulta el que uno solamente se vea obligado a dejar su beneficio que el verse despojado de él por el hecho mismo y el verse forzado a dejarlo como no suyo. Tampoco podría retenerlo sin un nuevo ofrecimiento y título; ni tampoco retener sus frutos si acaso los percibió en algún tiempo. Por consiguiente, parece que esa pena hay que limitarla a lo que las palabras significan, y en este sentido ese ejemplo es aceptable. 18. SÉPTIMO EJEMPLO: LOS CARDENALES QUE COMETEN SIMONÍA EN LA ELECCIÓN DEL PONTÍFICE.—COVARRUBIAS DICE QUE SE DEBE ESPERAR SENTENCIA DECLARATORIA. E l séptimo ejemplo puede tomarse del último CONCILIO DE LETRÁN: en él, contra los cardenales que co-

meten simonía en la elección del Sumo Pontífice se da pena de privación de los beneficios en esta forma: Quede privado por ello mismo sin otra declaración. No es cosa de discutir ahora —acerca de esa fórmula— si esa constitución conserva todavía su fuerza en ese caso particular o si ha sido revocada por el uso. De esto se trató ya en su propio lugar. Pero con razón se puede y debe investigar si esa manera de imponer tal pena basta para obligar al beneficiado a despojarse del beneficio renunciando a él antes de toda sentencia judicial, y consiguientemente si, en el caso de que lo retenga, hace suyos los frutos o está obligado en conciencia a restituirlos también antes de toda sentencia. Algunos dijeron que, a pesar de lo riguroso de la fórmula, se ha de esperar sentencia declaratoria del delito. Así piensa COVARRUBIAS. Se funda en que aun después de la sentencia condenatoria —cuando las leyes penales la requieren— el reo condenado no está obligado en con-

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ciencia a privarse de sus bienes ni a devolvérselos al fisco, sino que es el juez quien debe ejecutar la pena sin que el reo pueda ofrecerle resistencia; luego mucho menos queda uno obligado en conciencia por sola la ley por más que esta diga ante toda declaración, sino que a lo sumo podrá ser castigado en el fuero externo por no cumplirla. Esto último lo insinúa también COVARRUBIAS respondiendo a SILVESTRE, aunque no habla con suficiente claridad. Con eso indica también que si algún efecto tiene la fórmula ante toda declaración, es con relación al fuero externo y no a la obligación de conciencia. Esta opinión la sigue VÁZQUEZ sólo porque bastantes leyes tienen esa expresión y sería demasiado duro interpretarlas todas así, pero cuál es el efecto de esa fórmula para que no figure en la ley inútilmente, no lo explica en esa ocasión sino que promete explicarlo; sin embargo, no lo encuentro explicado por él, a no ser que sea eso lo que pretenda en el pasaje que se citará después. 19.

OPINIÓN GENERAL CONTRARIA A LA AN-

TERIOR.—La opinión contraria es general, pues con mayor razón la sostiene la opinión general de los canonistas, AZPILCUETA, CÓRDOBA y sobre todo CASTRO. Más aún, SOTO reconoce que este es el sentido de la fórmula antes de la declaración, pero se acoge a las penas convencionales, y por último duda de la práctica por el rigor de tales leyes. Más expresamente y más en particular enseñó esta opinión SILVESTRE. Y la razón es que esas palabras, en virtud de la fórmula por el hecho mismo, contienen sentencia condenatoria, y añadiendo la otra, a saber, sin otra declaración, expresamente excluyen la necesidad de sentencia declaratoria: de esta manera lo que queda es una condena absoluta y sin ninguna condición ni tardanza; luego tal ley produce su efecto enseguida y por sí misma ejecuta la pena que impone. Prueba de la consecuencia: no falta poder en el legislador, según se ha probado antes, y tampoco voluntad, pues —como se ha demostrado antes— esas palabras la manifiestan suficientemente. 20. Vamos a explicarlo y confirmarlo más: De no ser así, esas palabras serían vacías y no harían lo que significan; más aún, no podrían tener ningún efecto moral, pues lo que parece responder COVARRUBIAS, a saber, que no tienen efecto en el fuero de la conciencia pero que pueden tenerlo en orden al fuero externo, esto -—repito— no veo cómo puede mantenerse.

Lib. V. Distintas leyes humanas En efecto, mucho menos puede uno incurrir en la pena en el fuero externo antes de la declaración que en el interno, porque no puede el juez aplicar la pena a nadie antes de declarar que el tal ha cometido el delito, y así no sólo no está obligado a ello sino que no puede hacerlo justamente; en cambio el reo puede hacerlo de suyo, y esa ley parece obligarle a hacerlo; luego la obligación no valdría nada si no lo fuera en conciencia. 21.

REFUTACIÓN

DE

COVARRUBIAS.—Tal

vez pudiera decir Covarrubias que aquella fórmula produce su efecto en orden al fuero externo no porque dé licencia al juez para ejecutar Ja pena antes de la declaración del delito —como prueba bien la razón aducida— sino porque hace que antes de toda declaración el delincuente incurra en la pena no para ejecutarla entonces sino después una vez dada la declaración. Pero esto puede entenderse de dos maneras. Una que, en virtud de tal ley, el delincuente pueda después ser castigado con una pena especial por no haber cumplido la pena en cuanto cometió el delito o no haber renunciado al beneficio sin esperar ninguna declaración. Esta manera no es probable ni consecuente. Lo primero, porque si ese reo, en virtud de tal ley, no está obligado a cumplir la pena inmediatamente y sin esperar sentencia declaratoria ¿por qué ha de ser después castigado por no haberlo hecho? O si estaba obligado en virtud de la ley y por eso después es castigado justamente como infractor de la ley ¿por qué esa obligación no es de conciencia imponiéndola como la impone una ley preceptiva? En segundo lugar —y esto es lo principal—, en esas leyes no se trata de castigar la tardanza en cumplir la pena, sino únicamente de imponer la pena de esa manera por otro delito. Luego tal interpretación es infundada y arbitraría. Por eso, aunque en semejantes casos tal vez el juez eclesiástico pueda castigar después al beneficiado que después de tal delito ha retenido el beneficio y servido en él, esto será sólo por sü oficio y con otra pena tal vez arbitraria, y para esto mismo es necesario dar por supuesta Ja obligación de dejar el beneficio en virtud de tal ley penal, que es de lo que ahora tratamos. 22. La otra interpretación posible es que el tal es privado antes de la declaración porque después, una vez dada la declaración, la pena se retrotrae hasta el día en que se cometió el delito lo mismo que si se hubiese puesto en ejecución

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entonces. Este es el único efecto que a esas palabras atribuye VÁZQUEZ y no encuentro otro en él; pero a mí no me satisface, pues ese efecto lo tiene toda ley que impone semejante pena por el hecho mismo aunque no añada ninguna fórmula más; luego este efecto no explica qué añade de más la fórmula sin otra declaración o sin previo aviso. En efecto, no puede decirse que tales palabras se añadan para ponderar o explicar más la fórmula anterior por el hecho mismo. En primer lugar, porque eso es contrario a la intención manifiesta de los legisladores, los cuales saben muy bien que la fórmula por el hecho mismo —conforme a la interpretación general admitida por la práctica— en estas penas no excluye la necesidad de sentencia declaratoria, y por tanto para excluirla añaden la dicha fórmula. Esto se entiende muy bien por el citado pasaje del CONCILIO TRIDENTINO N O pueden retenerlos con conciencia segura aun cuando no se siga otra declaración: lo único que quiso al añadir esas palabras fue excluir la necesidad de sentencia declaratoria. En segundo lugar, porque —según dije antes— esa interpretación de las leyes tiene lugar cuando las palabras en realidad son sinónimas y no hay otra razón para multiplicarlas en la misma ley; ahora bien, en este caso las palabras no son sinónimas y se ve que con toda su propiedad se añaden para producir sus efectos y significados propios; luego no se las debe eludir ni interpretar de forma que resulten vanas e inútiles. 23. El argumento que emplea COVARRUBIAS es falso. En efecto, según demostraré en el siguiente capítulo, aun tratándose de las penas que en virtud de las leyes ha de imponer el juez después de dar sentencia, el reo está obligado a cumplir la pena en conformidad con las palabras puestas en la sentencia y con la justa intención del juez: esto mismo decimos de la ley cuando no sólo da sentencia sino que además manda la ejecución; ahora bien, esto es lo que hace con las dichas palabras. Se dirá que, aunque concedamos que la ley con las palabras quede privado del beneficio o de los bienes por el hecho mismo y antes de toda declaración quitan la propiedad de la cosa o del beneficio, pero de ahí no se sigue que obligue en conciencia al delincuente a despojarse de su cosa o de su beneficio, porque ese precepto resulta durísimo y en esas palabras no se contiene ni formalmente —como es claro— ni vir-

Cap. VIII. Las penas privativas tualmente, ya que la posesión y el uso de una cosa son distintos de su propiedad, y así puede uno conservar la posesión y el uso de una cosa aunque sea privado de su propiedad. Muchos piensan que eso es lo que sucede en la confiscación de los bienes que hace la ley por el hecho mismo. De esta manera la fórmula antes de toda declaración tiene un efecto suficiente, porque en virtud de ella al punto el beneficio quedará vacante en cuanto al título y propiedad, por más que en cuanto a la posesión y al uso pueda conservarse. 24. Se responde —en primer lugar— que, sea lo que sea de otros bienes temporales, eso no es aplicable a los beneficios eclesiásticos, y lo mismo en su tanto creo que sucede con los oficios públicos. La razón es que no se puede en conciencia conservar un beneficio eclesiástico sin verdadero título; ahora bien, quien es privado de un beneficio, por ello mismo es privado de su título. Además, el beneficio se da por razón del oficio; ahora bien, quien queda privado totalmente del beneficio de forma que el beneficio queda vacante, ya no puede lícitamente ejercer el oficio propio de tal beneficio, y por tanto no puede lícitamente conservarlo ni disfrutar de él. Más aún, tales efectos realizados así, cuando requieren jurisdicción serán de suyo inválidos, y aunque se mantengan en pie por un título colorado, pueden después ser anulados si por lo demás son anulables, porque la sentencia se retrotrae para todo; ahora bien, todo esto es muy absurdo. Existe además una razón de principio, y es que estos beneficios no se dan principalmente por razón de los que los reciben sino por razón del ministerio y de los fieles a quienes debe servirse, y por eso quien es privado del beneficio es apartado de aquel ministerio y en consecuencia no puede conservarlo más. Esta razón es aplicable a ciertos oficios públicos. Además se seguirá un absurdo relativo a los frutos del beneficio. En efecto: el que retiene el beneficio ¿los hace suyos, o no? Lo primero no es admisible, pues nadie puede justamente percibir los frutos de una cosa que no es suya, ni puede nadie hacer suyos los frutos sin verdadero título. Y si se dice lo segundo ¿cómo es posible que uno retenga justamente unos frutos que no son suyos? O si no puede retenerlos ¿cómo puede percibirlos justamente? O si tam-

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poco puede percibirlos justamente ¿cómo puede justamente retener un beneficio al que se deben tales frutos? Por consiguiente, si esas leyes por las fórmulas dichas privan del título y propiedad del beneficio, sin dudar también obligan en conciencia a dejarlo. Esta consecuencia, tratándose de beneficios, la admiten todos. 25. Sobre los otros bienes de fortuna hay un gran problema que —según he dicho antes— dejo para el tratado de la Fe. Ahora solamente digo que la razón no es la misma para ellos, porque las leyes civiles y canónicas parecen interpretar así esa pena y conceder al delincuente la conservación y el uso de tales bienes en provecho y sustento propio hasta tanto que se juzgue del delito. Así se dice en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, en el CÓDIGO y más expre-

samente en las PARTIDAS de España. Ello no es imposible, y si concedemos que la propiedad se traspasa al fisco, se traspasa con la condición y limitación de que mientras no se dé sentencia declaratoria, el antiguo dueño retenga la posesión natural, la administración y un cierto uso de tales bienes. Tampoco es ello contrario a la naturaleza de tales bienes temporales, los cuales se ordenan al provecho particular de quien los posee y que fácilmente pueden concederse a hombres malos. En cambio, tratándose de beneficios eclesiásticos las leyes nunca han declarado esto; ni ello sería conforme a su naturaleza y finalidad, según se ha explicado. 26. Al segundo argumento de la misma opinión respondo que mayor inconveniente hay en interpretar todas las leyes que se expresen así de tal forma que resulten inútiles y pierdan una severidad tal vez necesaria para el bien común. Digo —en segundo lugar— que aunque parezca duro interpretar así todas las leyes que emplean esa fórmula, sin embargo es tolerable porque así está escrito, según se dice acerca de las leyes canónicas en el DECRETO y de las civiles en el DIGESTO; sobre todo que las leyes que castigan con tanto rigor son raras y relativas a delitos gravísimos. Además, tratándose de los bienes temporales, cuando se confiscan todos ellos, tienen en el derecho mismo la limitación y declaración que se ha explicado antes. Tratándose de los otros bienes de los beneficios, podrá también admitirse una prudente atenuación conforme a la razón natural, a saber, que esta sea de suyo la obligación, pero que ac-

Lib. V. Distintas leyes humanas cidentamente su ejecución pueda excusarse o impedirse cuando no pueda relizarse sin grave infamia y publicación del delito, o cuando sería necesario venir a menos y quedar en necesidad grave para el sustento de la vida: entonces será lícito dejar en suspenso la ejecución con tal que se recurra al superior para que lo remedie y devuelva el beneficio o el oficio y conmute o suavice la pena, cosa que puede hacerse ocultamente sin infamia con el consejo de un hombre prudente, del cual en semejantes casos siempre se ha de hacer uso.

CAPITULO IX CUANDO LA EJECUCIÓN DE UNA PENA NO REQUIERE ACCIÓN ¿QUÉ OBLIGACIÓN EN CONCIENCIA SURGE DE UNA LEY QUE LA IMPONE POR EL H E C H O MISMO?

1. De las reglas que se han expuesto en el capítulo anterior, la primera es común a todas las penas privativas, y por eso no tratamos ahora de ella. La segunda y la tercera se han expuesto únicamente con relación a las penas que, aunque inmediatamente imponen una privación, terminan en una acción. Por tanto queda el problema de cuál de esas reglas hay que emplear tratándose de penas puramente privativas que para su plena ejecución no requieren acción alguna del hombre. Acerca de ellas, con mayor razón es cierto que si en la ley se dice por el derecho mismo y se añade sin otra declaración o algo semejante, inmediatamente, sin espera alguna, la ley misma ejecuta la pena, pues puede hacerlo y nada hay que esperar, según se ha probado. Así que la duda es solamente sobre si en estas penas basta la simple fórmula por el hecho mismo. Cabe hacer una distinción en ellas: a veces son —digámoslo así— pasivas, por ejemplo, que uno sefi. inelegible, que sea incapaz de bienes, y otras semejantes que quitan la capacidad pasiva; otras pueden llamarse activas, las cuaíes privan de voz activa o hacen a la persona inhábil para votar, para elegir, y otras semejantes. 2.

REGLA GENERAL SOBRE LA FÓRMULA por

el hecho mismo.—Acerca de éstas es opinión muy admitida que cuando una ley penal en la que se añade la fórmula por el hecho mismo u otra semejante impone esa inhabilidad, aun sin añadir sin otra declaración o cosa equivalente

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ejecuta al punto esa inhabilidad antes de toda sentencia —aun declaratoria— del delito. Esto sostienen abiertamente TOMÁS DE V I O , SILVESTRE, AZPILCUETA, CÓRDOBA y otros, y TIRAQUEAU. Lo mismo piensa también MEDINA, y, tratándose de estas penas, eso piensa COVARRUBIAS al hablar de la incapacidad para la herencia paterna que las leyes imponen por el hecho mismo a los hijos ilegítimos espúreos, si bien esa no es tanto una pena que vaya contra los hijos cuanto contra los padres. Lo mismo piensa acerca de la ley que en castigo impide la adquisición de la propiedad de alguna cosa conforme a las citas que hice antes del CONCILIO DE LETRÁN y del TRIDENTINO. SOTO no se atreve a negar esto al menos acerca de los impedimentos puramente pasivos; sin embargo estas penas siempre las reduce a las convencionales porque los beneficios y los oficios siempre se dan con estas condiciones. Esto —como he dicho muchas veces— es arbitrario e insuficiente: lo primero, porque esas leyes se dan en un sentido general aun para aquellos que poseían antes esos beneficios u oficios; y lo segundo, porque no dependen de un pacto o convenio, ni se dan en atención a él, ni requieren conocimiento de tal pacto ni consentimiento en él, sino que se dan únicamente en virtud del poder legislativo. 3.

Se prueba la tesis por el LIBRO 6.° DE Desde entonces por ello mismo quede inelegible, y Queden inelegibles por el derecho mismo. Todos entienden —con la GLOSA— que en esa pena se incurre inmediatamente, de forma que la elección que se haga de tal persona es nula; y sin embargo esa inhabilidad no procede de un pacto o convenio sino puramente de la fuerza de la ley. Otro ejemplo de esta tesis puede tomarse del Motu Proprio de Pío V en contra de los simoníacos: en él, quien recibe un beneficio por simonía queda por el derecho mismo inhábil para los beneficios, y en esa pena se incurre inmediatamente y antes de toda sentencia —según dije en su propio lugar— sin que esa ley rebase la fuerza que le es propia. Entran en esto los cánones que en castigo de un delito —por ejemplo, del uxoricidio— hacen a la persona inhábil para el matrimonio, como consta por las D E LAS DECRETALES:

CRETALES.

Verdad es que en estas leyes no se encuentra la fórmula por el hecho mismo u otras semejantes sino que la inhabilidad por el hecho mismo se deduce del efecto, ya que a tales matrimonios se los tiene por nulos, y así esos tex-

Cap. ÍX.

Penas privativas que no requieren la acción del reo

tos no prueban si otras leyes producen esa inhabilidad mediante solas las dichas fórmulas. 4. LOS PREBENDADOS QUE SIN JUSTA CAUSA NO RECIBEN EN EL TÉRMINO DE UN AÑO LAS ÓRDENES ANEJAS A SUS PREBENDAS, DESDE ENTONCES QUEDAN PRIVADOS DE VOZ ACTIVA EN

EL CABILDO.—Además, de la privación —llamémosla así— activa hay un ejemplo excelente en las CLEMENTINAS: en ellas los prebendados que sin justa causa no reciben en el término de un año las órdenes anejas a sus prebendas, desde entonces quedan privados de voz activa en el cabildo. Esto —según la GLOSA, el CARDENAL, BONIFACIO y todos— se entiende antes de toda sentencia. Otros ejemplos aduciremos después al tratar de las leyes que anulan los contratos. La razón es, finalmente, que este efecto es apto para que lo produzca íntegra y perfectamente sola la ley, y así no falta poder. Por lo que hace a la voluntad del legislador, esa fórmula la da a entender suficientemente, y no hay base jurídica para limitar su sentido. Además, estas inhabilidades en esto parecen comparables a las censuras e irregularidades, y no se puede señalar ninguna razón suficiente de diferencia, ni consta otra cosa por la práctica. 5. De esta opinión disienten SOTO y LEDESMA. Se refieren a la inhabilidad —llamémosla así— activa para votar, pues tratan en especial de las leyes de las universidades que imponen pena de inhabilidad a los estudiantes que cometen esta o la otra falta, y enseñan que no incurren en tales penas hasta tanto que son condenados. LEDESMA no añade expresamente aunque la ley diga «por el hecho mismo» o «por el derecho mismo», sino que habla indeterminadamente y da por supuesto que las leyes penales nunca obligan de otra manera a la pena. Con las mismas palabras —poco más o menos— se expresa SOTO en el segundo de sus pasajes; sin embargo, en el primero, en el que de propio intento discute el tema, habla abiertamente de las leyes que castigan por el hecho mismo, y aplica lo que dice a todas las elecciones y votos. Además de las razones generales, que da por supuestas, añade otra, a saber, que en otro caso apenas podría sentirse seguro ningún electo_ o que hubiese obtenido la cátedra por votación de los estudiantes, porque tal vez muchos de los que dieron su voto al elegido eran inhábiles por el hecho mismo aunque ocultos. Pero —en primer lugar— estos autores se exceden al afirmar que estas leyes, entendidas en el primer sentido, o serían injustas o en todo caso sobrepasarían las atribuciones del legislador humano, pues esto quedó ya suficientemen-

503

te refutado anteriormente; por tanto no es necesario responder aquí a las razones generales, pues esto lo hicimos antes suficientemente. En segundo lugar, la razón que añade SOTO no es de gran importancia, pues negamos lo que él afirma que se seguiría de eso. Ante todo podría decirse que la Iglesia no juzga de las cosas ocultas, y que por tanto con razón tal elección o colación quedaba aprobada y el electo podía sentirse bien seguro, ya que nadie está obligado a presumir cosa mala, sobre todo en contra de sí mismo. Pero aun en el caso de que al elegido le constase de que alguno de los que le dieron el voto era inhábil con inhabilidad penal y que sólo por él obtuvo la cátedra, digo que, a pesar de ello, la elección fue válida, porque aunque en realidad y ante sí mismo fuese inhábil, con todo era un ministro tolerado y el voto lo dio con autoridad pública, y por tanto sus acciones fueron válidas, conforme al DIGESTO. Al menos por lo que toca a las leyes eclesiásticas que imponen esta pena, en ellas tiene lugar la atenuación de las EXTRAVAGANTES de que a ese tal se le tenga por inhábil ante él, no ante los otros; por eso él peca dando su voto, pero en nada perjudica a la elección en cuanto que se refiere a los otros. 6.

ARGUMENTO DEL AUTOR.—OBJECIÓN Y

su RESPUESTA.—Puede con esto confirmarse la opinión general. En efecto, si en virtud de esa ley el hombre que ha sido hecho inhábil no está obligado a no elegir o a no dar su voto, una ley impuesta por el hecho mismo resultaría inútil en cuanto a la fórmula por el hecho mismo, pues en consecuencia no tendría ningún efecto moral: esto no es admisible, según he demostrado antes. Se dirá que, aun en ese caso, tiene como efecto el que después baste la sentencia declaratoria del delito sin la condenatoria. Pero no es así, pues entonces la diferencia será verbal más que real. Lo explico: En ese caso la sentencia" no podrá retrotraerse, porque no podrá anularse el voto ya dado ni la elección hecha por razón de él, pues en realidad fue un acto válido, según se ha demostrado; luego la condena no tiene efecto más que desde que se da la sentencia y con relación a los efectos futuros, que es lo propio de la sentencia condenatoria; y así la diferencia será verbal y apenas si será diferencia, porque —como observó SIMANCAS— ningún juez da sentencia declaratoria del delito sin declarar al delincuente reo de la pena de la ley, lo cual es condenar; más aún, esto es necesario

Lib. V. Distintas leyes humanas para que la sentencia definitiva sea justa, conforme al CÓDIGO. Luego para que la diferencia sea real, es preciso que la sentencia se retrotraiga y que esa retroacción tenga de suyo algún efecto por el que el delincuente sea castigado a partir del día en que se cometió el delito; esto no tiene lugar en la línea de la pena; luego es preciso que tenga su efecto incluso antes de la sentencia declaratoria. Añádase que, en otro caso, esa ley sería moralmente inútil, porque muchas veces la única manera como castiga es prohibiendo e inhabilitando para un solo acto que ordinariamente se hace antes de la sentencia declaratoria; y normalmente apenas puede hacerse otra cosa, porque estas inhabilidades apenas es posible probarlas. Ahora bien, una sentencia dada después sería inútil, porque ya no tiene lugar la dicha pena y la ley no impone otra; ni tampoco parece que pueda imponerla el juez por su cuenta, ya que aquél no pecó al dar el voto así, dado que no era inhábil sino uno que debía ser inhabilitado. Luego, dada la capacidad de la materia, es muy verisímil que la intención de estas leyes cuando añaden la fórmula por el hecho mismo, es aplicar la pena antes de toda sentencia a excepción de la conciencia de la persona misma. 7. Lo que hemos dicho de la validez del voto a pesar de la inhabilidad contraída por el derecho mismo, tiene lugar ante todo en la inhabilidad activa, no en la pasiva. En efecto, las razones aducidas no tienen aplicación en aquel a quien la ley ha hecho inelegible o inhábil para una cátedra por el derecho mismo, porque ese tal no ejercita un acto con autoridad pública sino que como persona particular busca su interés, y por tanto, entrometiéndose como se entromete injustamente, su malicia no debe favorecerle. Por eso no vale tampoco en él la segunda razón, pues aunque su inhabilidad sea oculta, sin embargo con relación al mismo inhábil produce todo su efecto y así hace nula su elección o provisión, porque con esto no perjudica a los otros sino a sí propio, lo mismo que se dice del excomulgado o irregular. 8. En segundo lugar, en cuanto a la inhabilidad activa, esto debe entenderse de las inhabilidades penales, no de aquellas que surgen únicamente por falta de las condiciones necesarias para que uno pueda votar, como es en esta Universidad la edad de catorce años, el haber hecho ya un curso entero conforme a la costumbre de la Universidad, el haber asistido a las clases de los opositores o al menos tener sufi-

504

ciente conocimiento o información sobre ellos. En estas condiciones entra, según creo —por mucho que se opongan SOTO y LEDESMA— el

que uno esté inscrito en la matrícula de la universidad en conformidad con sus estatutos, puesto que a quien no está inscrito se le priva del voto, no en castigo d£una omisión anterior sino porque entonces no actúa como miembro de esta comunidad, y por tanto su voto no le pertenece a ésta. Lo mismo pasa con otras cosas parecidas. En efecto, cuando la inhabilidad procede de la falta de alguna de las condiciones dichas, el voto será completamente -nulo aunque la falta sea oculta, porque esa inhabilidad no consiste en la privación de un poder que —como quien dice— se ha tenido anteriormente, sino en la carencia permanente de un poder nunca recibido: este poder no procede —digámoslo así— de dentro sino de la concesión de un príncipe, patrono o superior, el cual no quiere concederlo más que a una persona que tenga determinadas condiciones; por eso, de la misma manera que de un legado dejado condicionalmente decíamos antes que, si no se cumple la condición, el legado no se adquiere, lo mismo hay que decir ahora de la inhabilidad para votar. Esto da a entender claramente la ley cuando dice que quien no tenga catorce años no tendrá voto o no será voto, como dicen nuestros estatutos. En la misma forma se expresan éstos acerca de otros casos. 9. Por eso resulta difícil el discernir cuándo una inhabilidad es penal y cuándo —digámoslo así— sustancial y por falta de una condición necesaria; esto, sin embargo, podrá conocerse por la calidad de la condición y de la materia, pero sobre todo por la práctica. Aquellas condiciones que de suyo tienden a que la persona tenga las cualidades moralmente convenientes para ser idónea para tal acto y sin las cuales no se le da el derecho de voto, se pueden tener por sustanciales, y el carecer de ellas no cuenta por pena sino por cierta falta de aptitud. En cambio, cuando la inhabilidad se impone —a pesar de la aptitud de la persona— por acciones no a propósito e inconvenientes para una buena elección, entonces cuenta por penal. Esta distinción puede realizarla ante todo la costumbre, que es la mejor intérprete de las leyes. Así en esta Universidad suelen distinguirse dos clases de inhabilidades, de las cuales a las unas las llaman de derecho y a las otras de hecho. Las primeras son las que yo llamo sustanciales, y-quizá se las ha llamado de derecho por-

Cap. ÍX. Penas privativas que no requieren la acción del reo que impiden en absoluto obtener el derecho de voto, sea porque sin género ninguno de duda imponen la inhabilidad por el derecho mismo y anulan el acto, sea porque no se fundan en el hecho de la persona sino en el derecho que exige como esencial en la persona tal condición para que sea capaz de votar. Las otras, aunque las ha introducido también el derecho, se han llamado de hecho porque se fundan en un hecho y han sido puestas para castigarlo. Por eso, acerca de estas últimas inhabilidades, decimos que son penales y que por consiguiente, aunque inhabiliten a la persona por el hecho mismo, su acto puede resultar válido si por lo demás la persona tiene todas las condiciones que de suyo y por el derecho se exigen para poder votar. 10. Es dudoso si en esta Universidad se incurre por el hecho mismo en esas inhabilidades llamadas de hecho de suerte que, antes de toda sentencia declaratoria, obliguen a la persona a abstenerse de votar. Persuade la negativa el hecho de que en los estatutos no se halla la fórmula por el derecho mismo o por el hecho mismo; la afirmativa la persuade la expresión No sean votos, o no tengan voto, que parece ser equivalente y tener fuerza de una negación de sentido presente o de un mandato práctico que niega o no concede el derecho de voto. Si se atiende al sentido estricto de esas palabras y a la serie de todos los capítulos que figuran bajo aquel título, tal vez sea más probable lo último; sin embargo, si la costumbre dice otra cosa, puede sostenerse, pues la costumbre es intérprete y norma de las leyes. Y advierto que nuestra opinión por la que enseñamos que en estas inhabilidades se incurre al punto en virtud de las leyes que contienen la fórmula por el hecho mismo, se ha de entender con esta atenuación, a saber, a no ser que, tratándose de alguna ley, la costumbre haya admitido otra cosa. De esta manera hay que atenuar también lo que, hablando de algunos vicios y penas, hemos escrito en otros lugares. 11.

SOBRE

L O S Q U E JURAN A L

PREGUNTÁR-

SELES SI HAN OBRADO EN CONTRA DE LOS ESTATUTOS EN LA UNIVERSIDAD QUE IMPONEN UNA INHABILIDAD. PENSAMIENTO DEL AUTOR.

Pero entonces ocurre otra duda que también tocan SOTO y LEDESMA, a saber, si v. g. un estudiante a quien el superior pregunta bajo juramento si ha hecho esto o aquello en contra de los estatutos que imponen una inhabilidad, está obligado a responder la verdad aunque lo haya hecho ocultamente o pueda negarlo sin perjurio, al menos cuando no está tachado de infamia ni se tiene prueba —ni siquiera incompleta— en contra de él. SOTO y LEDESMA responden de una manera absoluta que, cuando no hay infamia previa ni se tiene prueba alguna, no está obligado, por-

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que no se le pregunta jurídicamente: dan por supuesto que no ha incurrido en la inhabilidad por el hecho mismo y que así no se le puede excluir en justicia hasta tanto que se le pruebe legítimamente, y que por tanto tampoco se le puede preguntar jurídicamente mientras no haya antes alguna prueba. Pero si damos por supuesto que en esta inhabilidad se incurre por el hecho mismo, necesariamente hay que decir que si el rector pregunta al subdito, éste está obligado a confesar la verdad y a responder —bajo pena de perjurio— en el sentido en que se le pregunta, y eso aunque no haya ninguna prueba ni infamia previa. La razón es que entonces no se le pregunta directa y principalmente para castigarle sino para evitar el pecado y la injusticia contra un tercero. En efecto, ese subdito, supuesta la inhabilidad, privación o supensión en que ha incurrido, peca gravemente entrometiéndose y tiende a hahacer injusticia a otro usurpando un juicio o elección que no le pertenece. Ahora bien, para evitar estos fines el superior tiene derecho a preguntar cosas ocultas aunque no haya precedido infamia alguna, y el subdito está obligado a responder sencillamente la verdad. Esto lo tienen por cierto las DECRETALES, y esta es la opinión general de INOCENCIO, de NICOLÁS DE TUDESCHIS y de otros, de ÁNGEL, de SILVESTRE y de otros autores de Sumas, y de AZPILCUETA, y lo sostiene el mismo SOTO. Y si la

cosa resulta dura, impúteselo a sí mismo por haberse entrometido, pues antes de que se le preguntara estaba obligado a abstenerse. Lo explico con lo que sucede con las otras inhabilidades de derecho que he llamado no penales sino sustanciales. Si se pregunta a los electores acerca de ellas, están obligados a confesar sencillamente la verdad: lo primero, porque se trata de un conocimiento necesario para que la elección sea legítima; y lo segundo, porque hay allí de por medio un pacto tácito, a saber, que pueda votar quien tenga tales condiciones y no otras; luego a todos se les puede preguntar legítimamente sobre esas condiciones para que no se entrometan injustamente quienes no han sido admitidos a ese oficio ni tienen derecho de voto; por tanto, en éstos no es necesario que haya prueba o infamia previa, porque no se trata de castigarles a ellos sino de evitar una injusticia; luego lo mismo se debe decir tratándose de las demás inhabilidades si es verdad que se han contraído por el derecho mismo, de suerte que quienes usurpan tal juicio o voto pecan gravemente. 12.

¿CUÁNDO PUEDE UNO RESPONDER AM-

BIGUAMENTE?—En cambio, cuando la inhabilidad no se ha contraído por el derecho mismo hasta tanto que se dé sentencia declaratoria, es probable la opinión de SOTO, a saber, que un

Lib. V. Distintas leyes humanas subdito a quien se le pregunta de esa manera acerca de un acto oculto sobre el cual no ha precedido ninguna infamia ni-prueba aunque incompleta, no está obligado a manifestar la verdad ni siquiera bajo juramento, sino que puede ser ambiguo respondiendo en un sentido distinto de aquel en que le pregunta el superior, porque en ese caso quien vota, propiamente no peca antes de la sentencia, ya que mientras no es declarado inhábil, conserva su derecho y así al dar el voto hace uso de su derecho; luego no peca. Y no se puede decir que la ley prohibe votar, porque esa prohibición no le obliga si no es mediante sentencia judicial, y así la ley directamente lo que hace es instruir al juez, no obligar al reo antes de que se le condene, y de esta forma —según esa opinión— no peca; luego tampoco está obligado a responder al superior en el sentido en que le hace la pregunta y manifestando su acción oculta si no se le pregunta legítimamente por haber precedido infamia o una prueba aunque incompleta. Prueba de la consecuencia: Entonces ya la pregunta no se endereza a evitar la culpa o. la injusticia contra un tercero, dado que no se comete ninguna aunque él dé su voto; luego se endereza al castigo; luego en él debe guardarse el orden jurídico. 13. ¿ESTÁ OBLIGADO EL TAL A COMPENSAR LOS DAÑOS AL NO ELEGIDO? L O AFIRMAN SOTO Y LEDESMA, PERO ES INCIERTO.—Añaden SOTO

y LEDESMA que si a uno se le pregunta jurídicamente, no sólo peca y es perjuro negando la verdad sino que además está obligado a compensar los daños que tal vez por esa causa sufre el no elegido. Pero esto último es muy incierto y lo contrario es tal vez más probable si se supone el principio de que aquél no es inhábil por el hecho mismo. En efecto, aquél en ese caso, al negar la verdad, no peca contra la justicia conmutativa respecto del candidato sino contra la obediepcia respecto del juez, o contra la justicia legal respecto del estado, o contra el juramento y la religión. Tampoco peca contra la justicia al dar el voto después de haber negado la verdad, porque no perdió por el hecho mismo el derecho a votar —aun después de negar la verdad— antes que de hecho se le condene, pues esa pena —por hipótesis— es una pena por fulminar y en tal pena no se incurre de otra manera. Por eso un reo que, negando inicuamente la verdad, evita la condena a una pena que por lo demás es una pena por fulminar, no está obligado a compensarla, según la opinión más probable, que ahora doy por supuesta siguiendo a AZPILCUETA y a otros modernos. 14. AQUEL A QUIEN SE LE PREGUNTA JURÍDICAMENTE, ESTÁ OBLIGADO A RESPONDER, A NO SER QUE HAYA PELIGRO DE UN GRAN ESCÁNDALO, DE INFAMIA PROPIA, DE ENEMISTAD, O

DE OTRO GRAN PERJUICIO SEMEJANTE.

506 L o Otro

que se refiere a la culpa, normalmente es verdad supuesto que la pregunta se haga legítimamente, porque no puede haber una guerra que sea justa por ambas partes y aquella ley es justa y no manda en vano tales interrogatorios; luego obliga, al menos cuando los interrogatorios se hacen jurídicamente. Pero esto parece que hay que entenderlo de la cosa en sí misma, pues accidentalmente podría quedar excusado de culpa quien no pudiese responder la verdad sin gran escándalo, infamia propia, enemistad u otro gran perjuicio semejante; en ese caso, aunque el interrogatorio sea de suyo jurídico, pero como accidentalmente el que ha de responder no puede hacerlo, aunque responda que no lo hizo cabe la interpretación sobreentendida de que no lo hice de forma que esté obligado a publicarlo, y así queda excusado de la mentira y del perjurio. Tratándose de estas leyes puede suceder también que se funden en una presunción, y por tanto —según la doctrina más recibida—, si aquel que por lo demás tenía en realidad derecho de voto tiene intención de obrar justamente y apoyar al más digno, podrá estar excusado de confesar su acción oculta, porque la ley que manda esto se funda en una presunción que en ese caso cesa, y la intención de la ley se salva. Sin embargo, esta última excusa normalmente no es admisible. En efecto, la ley en cuestión no es una ley propiamente basada en una presunción sino en el peligro que normalmente amenaza al estado o a la Universidad por parte de los sobornos y de los regalos con que se seduce a los electores y se impide las elecciones justas; esta base no es imaginaria sino real, y aunque en un caso particular cese su efecto, no por eso cesa la obligación de la ley. Por tanto, no queda uno excusado de la obligación de responder aunque tenga intención de hacer justicia; cuánto más que los tales fácilmente se engañan y se forman la conciencia conforme al afecto que tienen inclinado hacia una de las dos partes. Sobre la primera excusa, aunque en rigor baste y pueda tener lugar, sin embargo normalmente es rarísima: lo primero, porque casi siempre puede uno escabullirse y no presentarse al rector; y lo segundo, porque puede hacer la respuesta de forma que baste para confesar la inhabilidad y no produzca infamia, suprimida la cual todos los demás inconvenientes suelen resultar ligeros. 15.

P R E C E D A INFAMIA O N O , LOS ESTUDIAN-

T E S QUE SE OFRECEN PARA VOTAR TIENEN OBLIGACIÓN ABSOLUTA DE CONFESAR LA VERDAD.

Finalmente, atendiendo sinceramente al tenor de los estatutos y leyes —sobre todo de esta Universidad—, pienso que los estudiantes que se ofrecen para votar y se presentan al rector, haya precedido o no infamia están obligados a confesar la verdad.

Cap. X.

Ejecución de la pena después de la sentencia

En primer lugar, porque el fin primario de ese interrogatorio no es el castigo sino el bien común moral de la comunidad, y —para explicarlo así— no nace de interés por la justicia vindicativa sino de interés por la justicia distributiva y legal, y esto basta para que el interrogatorio sea justo aunque no preceda infamia. En efecto, no es necesario que el interrogatorio se haga siempre para evitar un pecado futuro; basta que se haga por la común utilidad y para quitar materia y ocasiones generales de pecados, como observó AZPILCUETA. En segundo lugar, aquella ley manda exigir juramento —y en todos sus artículos lo hace de la misma manera— lo mismo refiriéndose a las condiciones —llamémoslas así— sustanciales para tener derecho de voto, que refiriéndose a las otras que tienden a evitar males y ocasiones de injusticia pública y de acepción de personas. Asimismo, se pone para todas las personas prescindiendo de la infamia y de todo orden judicial; luego aquella ley supone que ese interrogatorio es justo y que puede obligar igualmente a todos y en todos los casos; de no ser así, la ley misma no sería justa, lo cual no es admisible; luego de la misma rrfanera que todos están obligados a responder la verdad tratándose de las inhabilidades de derecho o sustanciales por muy ocultas que sean, lo mismo tratándose de las otras. En tercer lugar, a todos se les admite a votar con la condición de que a esos interrogatorios han de responder la verdad en el sentido en que se les pregunta —que esta es sin duda la intención de la ley—, y los electores aceptan estas condiciones sin limitación ni distinción ninguna; luego están obligados a cumplirlas o a no dar el voto. 16.

LA COSTUMBRE CONTRARIA A LO DI-

C H O ES UNA CORRUPTELA. CASOS EN QUE PUEDE ADMITIRSE LA EXCUSA DE LA COSTUMBRE.

Según esto, existe una gran diferencia entre este interrogatorio y el que se hace con miras al castigo: en este último la pregunta y la respuesta es como forzada y en perjuicio del interrogado; en cambio el primero es más libre por parte del que quiere votar y de suyo se ordena a evitar injusticia en las elecciones, y por tanto en este interrogatorio no es necesario más orden jurídico que el que prescriben los estatutos, al cual los electores se someten voluntariamente. Tampoco se ha de admitir fácilmente la excusa de la costumbre, de la cual se suele decir que ha suavizado el rigor de tales leyes, pues esa costumbre más bien parece corruptela, dado que es contraria a las buenas costumbres y da píe a innumerables males. Tampoco se ha de tener a tal costumbre por tolerada por el superior conociéndola él, pues siempre se la reprende y

507

reprueba, y si acontece que a alguno se le prueba mentira, se le castiga. Esto hay que observarlo sobre todo tratándose de actos y trasgresiones más graves, como son la compra-venta de votos, otros pactos ilícitos y cosas así que corrompen mucho la justicia y las costumbres públicas. En cambio, tratándose de cosas más ligeras, como son hablar, visitar en su casa y otras semejantes, puede más fácilmente admitirse la probabilidad de la opinión contraria, sobre todo si la favorece la costumbre; en estas cosas más ligeras esa costumbre parece haber sido más tolerada.

CAPITULO X ¿TODA LEY PENAL OBLIGA AL REO A LA EJECUCIÓN DE LA PENA AL MENOS DESPUÉS DE LA SENTENCIA DEL JUEZ?

1. Este problema más parece entrar en la explicación del poder y fuerza preceptiva del juez que de la ley; sin embargo vamos a explicarlo aquí brevemente porque muchas veces su solución depende únicamente de la ley y siempre la ley tiene parte en ella. En toda pena pueden distinguirse dos elementos: la pasión y la acción. La pena, de suyo y formalmente en cuanto tal, parece consistir en una pasión, porque consiste en la privación de algún bien, y la privación como tal consiste en una pasión o cuasipasión. Y si algunas veces las penas parecen ser positivas —por ejemplo, la flagelación, la quemadura y otras parecidas—, no realizan el concepto de pena sino en cuanto que son unas pasiones o recepciones que no se ajustan a tal sujeto, y por eso no existe ninguna pena sin alguna pasión del sujeto paciente. La acción suele requerirse —como quien dice— previamente a la pena. Por eso a veces la pena puede aplicarse mediante una acción transeúnte de otro sin la cooperación del paciente. Otras veces puede realizarla solo el paciente obrando sobre sí mismo como inmanentemente. Otras veces pueden realizarla ambos, es decir, en parte el paciente y en parte otro. Añade TOMÁS DE V I O que algunas veces puede realizarse sin acción alguna, como en las censuras, irregularidades, etc. Así se expresan otros en general. Pero si uno lo mira bien, de la misma manera que ahí no hay acción física, tampoco hay pasión, y de la misma manera que la pasión es una pasión moral, así también la acción será una acción moral: tal es v. g. la excomunión activa o la imposición de una inhabilidad, etc., las cuales virtualmente son como un precepto de la ley o del juez, que imponen la obligación de abstenerse de este o del otro car-

Lib. V. Distintas leyes humanas go, emolumento o trato, o que inhabilitan a la persona para algo. Por eso tal vez es mejor decir que esta pena no exige otra acción que la que pueden realizar la ley y la sentencia. 2. Así pues —en primer lugar—, por lo que toca a la pasión de la pena no hay dificultad alguna: hay que decir que la ley, aun después de dada la sentencia, no obliga directa o inmediatamente a la pasión, pero que sí obliga de suyo a aguantar pacientemente y sin verdadera resistencia la pasión de la pena, o que obliga a lo que lleva consigo la privación penal una vez inferida. La primera parte la pongo principalmente por razón de las penas que consisten en una privación o pasión física. La prueba es fácil. La pasión como tal, directa e inmediatamente, no es objeto de la obligación, pues la obligación tiene como objeto los actos libres, y la pasión como tal no es libre si no es por razón de la acción. En cambio sí puede ser objeto de la obligación el no hacer resistencia a la pasión, o sea, a que se infiera la pasión. En cuanto a esto, es cosa cierta que la ley obliga después de dada la conveniente sentencia, porque entonces el juez tiene derecho a ejecutar la sentencia; luego el otro no tiene derecho a hacer resistencia, pues de no ser así, tendría lugar una guerra justa por ambas partes. Me refiero a una verdadera resistencia positiva, porque el impedir la pena mediante la fuga no está prohibido en conciencia cuando la pena es corporal y dura. Y he dicho después de la conveniente sentencia, porque ésta debe ser justa y conforme a las leyes: de no ser así, no puede dar derecho a que se ejecute. 3. Surge aquí al punto el problema de qué es lo que hay que decir si la sentencia es justa en el fuero externo en conformidad con lo alegado y probado, pero en realidad no tiene una base verdadera. Este problema toca más al poder del juez que al de la ley, y tiene su propio lugar en 2. 2. q. 60, art. 5, q. 67, art. 2, q. 96, art. 4, en donde lo tratan los comentaristas, y SOTO en li-

bro 3. De Iustií. q. art. 5. Nosotros lo tratamos a propósito de las Censuras con la extensión que pedía esa materia. Puede verse también lo que dijimos anteriormente sobre la ley injusta y sobre la fuerza obligatoria que puede tener. La solución —brevemente— es que, aunque esa sentencia de suyo no obligue al reo a la ejecución de la pena cuando fácilmente pueda eludirla o huir sin resistencia ni escándalo público, sin embargo obliga a someterse a la ejecución del juez o de la ley cuando no puede eludirse sin una resistencia violenta y escandalosa: esta resistencia nunca es lícita cuando la senten-

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cia es justa en conformidad con lo alegado y probado, porque entonces el juez hace uso legítimo de su poder y el subdito está obligado a someterse. 4. En segundo lugar, no queda ningún problema acerca de la pena que puede ejecutarse mediante sola la acción del juez o de la ley. Esto es claró, porque si la pena es física y ha de ser realizada mediante la acción del juez, podrá obligarle a él o a sus ministros, pero no al reo, a no ser de la manera que se ha dicho en la tesis anterior. Pero si se trata de una privación moral —sea que la realice la ley sola o mediante una sentencia que obre por sí misma, como sucede con la excomunión y otras penas semejantes—, en ese caso no existe ninguna obligación que ate respecto de sola la recepción de una pena* que ejecutan inmediatamente la ley o la sentencia, porque éstas producen su efecto aun en contra de la voluntad del reo. Por consiguiente, no está en mano del paciente el ofrecer resistencia, pues una vez que los cánones o el juez lanzan sentencia de excomunión, el reo queda necesariamente excomulgado y no puede hacer resistencia por mucho que lo quiera. Y lo mismo pasa en otros casos semejantes. Por tanto, en cuanto a esto no tiene lugar la obligación de obedecer, porque cuando la resistencia no es posible, no hay libertad para no resistir y por eso tampoco puede haber obligación propiamente dicha de obedecer en cuanto a la recepción de tal privación. Sin embargo, la privación misma, o sea, la censura o inhabilidad, lleva consigo la obligación de sufrir o ejecutar las otras privaciones o carencias que de algún modo dependen de la libertad del hombre y que van necesariamente unidas a la privación principal, como el no comulgar, el no contraer matrimonio y otras semejantes. Esto es también evidente, porque en cuanto a esto la pena incluye un precepto de la ley o del juez en cuya observancia consiste la ejecución de tal pena; ahora bien, uno está obligado a obedecer a un precepto justo; luego también a ejecutar la pena en esto. La cosa es clara por lo dicho en el capítulo anterior. 5.

O P I N I Ó N QUE AFIRMA QUE E L R E O , DES-

PUÉS DE DADA LA SENTENCIA, ESTÁ OBLIGADO A EJECUTARLA EN SÍ MISMO CUANDO LA ACCIÓN NO INCLUYE MALICIA INTRÍNSECA; Y ESO PORQUE LA LEY TIENE FUERZA DE PRECEPTO.—

Queda —en tercer lugar— el problema de si —cuando la pena requiere la acción o cooperación del reo mismo, o al menos puede realizarse con ella— está obligado el reo a obrar o cooperar por lo menos después de la sentencia del juez. Muchos afirman que, una vez dada la sen-

Cap. X. Ejecución de la pena después de la sentencia tencia, el reo está obligado a ejecutar la pena establecida por la ley si la acción no incluye malicia intrínseca o si de esta manera la pena no resulta injusta, como resultaría —por ejemplo— matándose o mutilándose. Esta opinión suele atribuirse a SANTO TOMÁS, quien niega que el reo esté obligado a la pena antes de la sentencia, pero dice que lo está después de la sentencia condenatoria. Casi con Us mismas palabras lo enseña más claramente T O MÁS DE Vio, y también SOTO, CASTRO, AZPILCUETA, LEDESMA, ANTONIO GÓMEZ, CÓRDOBA, FELINO con BALDO y PEDRO DE ANCHARO a quienes cita; otros más aduce TIRAQUEAU.

La razón de esta opinión es que la ley tiene fuerza para obligar a la pena en algún tiempo o situación; ahora bien, ningún tienlpo puede haber más oportuno que después de dada la sentencia del juez: ¿a qué otra cosa hay que esperar? Además, la sentencia —que suponemos justa— tiene fuerza de precepto; ahora bien, el subdito está obligado a obedecer al superior cuando éste manda. 6. OPINIÓN QUE LO NIEGA PORQUE LA EJECUCIÓN LE TOCA AL JUEZ.—Una segunda opi-

nión niega que el reo —aun después de condenado por sentencia— esté obligado a ejecutar la pena en sí mismo ni a realizar acción alguna con que ejecutarla o cooperar a ella. Así piensa COVARRUBIAS y el mismo pensamiento atribuye a TOMÁS DE V I O , de quien he hablado ya. También cita a ADRIÁN. Pero éste manifiestamente se refiere al tiempo anterior a la sentencia, y después más bien cita a PABLO, el cual dice que los hijos cuyo padre ha incurrido en crimen de lesa majestad, pueden sustraer de sus bienes sin obligación de restituirlos jamás; pero él dice: Esto yo no lo afirmo, en la idea de que si el padre es condenado por su crimen, están obligados a restituir aquellos bienes: con esto parece que PABLO siguió la opinión de COVARRUBIAS.

También puede aducirse en favor de esta opinión a DECIO, pues aunque después no se mantiene en ella por pensar que la ley penal obliga aun antes de la sentencia, sin embargo —por hipótesis— sostiene que si la ley no obliga antes de la sentencia, tampoco después de la sentencia obligará a la ejecución de la pena. Suele aducirse para esto el capítulo SUAM de las DECRETALES, en el cual el Papa prohibe molestar a ciertos clérigos sobre la pena ni siquiera después de la sentencia condenatoria. La razón principal es que al oficio del juez toca no sólo dar sentencia sino también ejecutarla; ahora bien, el reo no está obligado a asumir el oficio del juez ni a hacerse su ministro

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en contra de sí mismo; luego por la sentencia no queda obligado a tal acción sino sólo a la pasión sin resistencia. De esta manera esta opinión deshace el argumento de la precedente: lo primero, porque niega que la ley penal imponga esta obligación ni siquiera para ese tiempo; lo segundo, porque piensa que del juez, además de la sentencia, hay que esperar algo más, a saber, la ejecución. Por consiguiente, también niega que en la sentencia justa vaya incluido tal precepto, sino únicamente el de soportar la pena. Puede esto probarse con un argumento aducido ya anteriormente: El juez no puede mandar más que la ley, o a lo menos no pretende mandar más que ella, puesto que juzga en conformidad con la ley; ahora bien, la ley no manda ejecutar la pena sino únicamente soportarla. * 7.

PENSAMIENTO DEL AUTOR.—UNA DISTIN-

CIÓN.—Esta controversia —sin embargo— podrá arreglarse fácilmente, pues si se explica con precisión lo cosa misma, la disensión no puede ser grande, a no ser tal vez con relación a uno o dos ejemplos de las distintas penas. En primer lugar, por parte de la sentencia puede distinguirse entre sentencia condenatoria y sentencia declaratoria, pues acerca de ambas puede preguntarse si, una vez dada, surge la dicha obligación. Pero en este punto es preciso hacer otra distinción por parte de las leyes. En efecto, si la ley contiene solamente una pena por fulminar, ni puede obrar ella ni tener lugar sentencia sólo declaratoria del delito. Lo primero es claro por lo dicho en el capítulo anterior, pues este es un efecto especial de la fórmula por el hecho mismo; luego si ésta falta, no se da el efecto. La razón es también evidente, porque una sentencia sólo declaratoria, como tal no manda nada de nuevo: únicamente da conocimiento público y jurídico del delito; ahora bien, en ese caso tampoco manda la ley misma, ya que —por hipótesis— no fulmina la pena por el hecho mismo; luego no hay base para la obligación. Lo segundo, a saber, que en ese caso no hay lugar para tal sentencia, es cosa clara, pues en ese caso —si en alguno— es aplicable el dicho antes citado del Código que una ley definitiva que ni absuelve ni condena no es justa. Ahora bien, si en ese caso se diese una sentencia puramente declaratoria del delito, ni absolvería ni condenaría: no expresamente por hipótesis, y tampoco virtualmente porque tampoco la ley misma condenaría; luego sería una sentencia injusta, más aún, ridicula y hasta necia por no ser moralmente posible.

Lib. V. Distintas leyes humanas 8. En segundo lugar, otra cosa hay que decir cuando la ley impone la pena por el hecho mismo. Si por parte del reo se requiere alguna acción o cooperación, una vez dada sentencia declaratoria del delito queda al punto obligado a ella en conciencia. Esto se prueba por la razón contraria, pues aunque tal sentencia no manda, sí manda la ley supuesta esa senteriria, o sea, para esa situación, según se explicó en el capítulo anterior. Eso sí, suponemos que el precepto es justo, es decir, que la pena es tal que, aun impuesta de esta manera, no sobrepasa la debida moderación o equidad humana; luego tal precepto obliga al punto. Por esta razón esa fórmula sólo se pone en la ley cuando la pena que se añade es tal que el mismo reo puede ejecutarla y cumplirla de una manera lícita y conveniente; luego es señal de que la ley pretende obligar por el hecho mismo al menos una vez que se da sentencia declaratoria. Confirmación y explicación: Si la ley dice por el hecho mismo y sin declaración alguna, de suyo obliga en conciencia a la ejecución de la pena; luego cuando pone por él hecho mismo y únicamente exige sentencia declaratoria, no pide otra ejecución del juez, ya que lo único que le exige a él es sentencia declaratoria; luego una vez dada esa sentencia, al punto obliga al reo a la ejecución de la pena. 9.

OBJECIÓN.—SOLUCIÓN.—En

contra

de

esta tesis puede objetarse con COVARRUBIAS que ni siquiera después de la sentencia condenatoria está obligado el reo a ejecutar la pena si no la ejecuta el juez; luego mucho menos estará obligado a ello por sola la sentencia declaratoria aunque la ley parezca condenar por el hecho mismo. Respondo —en primer lugar— que el antecedente —como diré enseguida— no es verdadero en general. Pero como a veces puede ser verdadero —según he de decir también— y de ahí puede sacarse un argumento, añado que existe diferencia entre una ley que castiga por el hecho mismo y un juez que condena. La ley que castiga por el hecho mismo, manda al punto cuanto es necesario para la ejecución de la pena; únicamente permite al trasgresor esperar la declaración del juez, y no quiere que ningún otro ministerio del juez sea necesario para tal ejecución. Y como la ley, una vez dada, siempre manda de la misma manera, por eso también siempre obliga de la misma manera después de la sentencia declaratoria. En cambio el juez, al condenar, no siempre emplea las mismas fórmulas y por eso no siempre obliga o no obliga a realizar inmediatamente la ejecución por obra del mismo reo sin más intervención suya, sino que —como diré enseguida— puede condenar de una o de otra manera.

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10. Pero aunque esta sea de suyo la regla general, puede sin embargo dudarse si sufre alguna excepción. En particular suele preguntarse —con relación a la pena de confiscación de todos los bienes— si por esa regla el reo está obligado en conciencia a ejecutarla en cuanto se da sentencia declaratoria del delito. Muchos de los autores citados, como SOTO, MEDINA, CÓRDOBA, SAN ANTONINO, lo afirman. SIMANCAS lo indica. Se apoyan en los argumentos propuestos. Otros creen que en este caso se ha de aplicar la anterior opinión de COVARRUBIAS. A ello se inclina más SIMANCAS, y a mí también me gusta más esto: lo primero, porque esa pena es gravísima, y en consecuencia esa manera de ejecución sería demasiado dura; lo segundo, porque en el" cap. Cum secundum leges no se impone esta obligación positiva, sino que se le da poder al juez para quitar todos los bienes —contando desde el día en que se cometió el delito— después de dar sentencia declaratoria; y por último, porque esta es la práctica y costumbre general. Pero la pena de confiscación la estudiamos de propio intento en el tratado de la Fe. 11. Paso a la segunda parte, de la ley que sólo contiene una pena por fulminar y de la situación de aquel a quien se le ha impuesto ya por sentencia del juez. . En este punto conviene emplear una distinción por parte de las penas. Unas son corporales y otras pecuniarias. De las corporales unas afectan a la vida o a la integridad, o infieren un grave dolor e ignominia, como la muerte, una mutilación, una flagelación pública, dura y vil. Otras hay que se ejercitan en el cuerpo o mediante el cuerpo, como marchar a destierro, permanecer en casa, peregrinar, etc. 12. U N R E O CONDENADO A PENAS C O R P O RALES QUE AFECTAN A LA VIDA, A LA INTEGRIDAD, AL HONOR, Y QUE PRODUCEN UN DOLOR GRAVE, NO ESTÁ OBLIGADO A EJECUTARLAS ÉL

MISMO, PORQUE ESO SERÍA DEMASIADO VIOLENTO.—En primer lugar, hay que decir lo siguiente: Un reo condenado a las primeras penas corporales, normalmente no está obligado en conciencia a ejecutarlas él mismo sino que el que debe ejecutarlas es el juez por medio de sus ministros. En esta tesis casi todos están conformes. La prueba que suele darse es que al reo no le es lícito ejecutar en sí mismo tal pena, pues sería matarse o mutilarse, lo cual es intrínsecamente malo. Pero esta razón primeramente es dudosa tratándose de estas penas, porque en ellas el reo no obraría como piersona particular sino como

Cap. X.

Ejecución de la pena después de la sentencia

ministro del juez y por tanto esto no parece ser intrínsecamente malo —véase sobre esto 2.2. q. 64—, y además no es una razón universal, porque existen otras penas corporales que podría ejecutar sin pecado el mismo que es castigado, y sin embargo uno ni siquiera después de la sentencia está obligado ni tal vez puede ser obligado a ellas, como es la flagelación infame y pública y otras semejantes. Así que la razón es la que se ha tocado antes: que resulta demasiado violento el que uno mismo sea agente y paciente tratándose de una pena tan dura; por consiguiente, por la razón por la que esto no lo manda la ley misma, por esa misma no lo manda la sentencia. Así consta por la práctica general, pues en tales sentencias las fórmulas más bien significan pasión que acción respecto de la cosa. 13. UNA VEZ DADA LA SENTENCIA, EL REO PUEDE PRESENTAR EL CUELLO, SUBIR LA ESCALERA, ETC. PREPARÁNDOSE PARA RECIBIR LA

MUERTE.—Suele dudarse si al ejecutar el juez la sentencia, sobre todo de muerte, puede o está obligado uno a practicar ciertas acciones, como andar, subir y tender la mano, o presentar el cuello, etc. Algunos niegan en absoluto que el tal esté obligado a hacer nada sino únicamente a aceptar. Y la razón puede ser que, cualquier cosa que haga, es cooperar a su muerte, lo cual no es lícito, o que la cosa es tan dura que no parece que nadie pueda ser obligado a ello. Sobre todo que ninguna acción del reo parece necesaria para la ejecución de la pena, v. g. de la pena de muerte, porque si él mismo no va o no sube, podrá ser llevado por la violencia; luego o no puede ser obligado a ninguna acción semejante, porque cooperaría a su muerte, o ciertamente no debe ser obligado a ella, porque sería una obligación demasiado dura y no necesaria. 14. Pero la respuesta general es que nadie está obligado a aquellas acciones que fácilmente pueden realizar los ministros de la justicia, porque de suyo sólo está obligado a aceptar, pero que está obligado a algunas acciones que los otros no pueden fácilmente realizar y por otra parte son necesarias para el efecto, pues de no ser así, una pena justa no podría ejecutarse. Por consiguiente, el oponerse a esas acciones sería resistir a la justicia. Ni moralmente se tiene a eso por cooperación a la muerte, porque acciones como las de andar, subir, etc., son acciones muy remotas y de suyo indiferentes, es decir, que no traen intrínsecamente la muerte.

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De esto se deduce una confirmación: El tal condenado puede por su parte prestarse a esas acciones con seguridad de conciencia, porque no contienen malicia intrínseca: lo primero, porque puede decirse que las ejercita el reo mismo no como persona particular sino como ministro de la justicia, y sobre todo, porque son acciones de suyo indiferentes y pueden realizarse por un fin bueno, al menos para evitar mayores inconvenientes y coacciones más duras y para evitar el escándalo que se seguiría de la resistencia contraria. Luego también puede mandar esa acción el juez, ya que puede mandar acciones honestas, normalmente convenientes para la ejecución de la pena, y que no contienen una crueldad o dureza inhumana; luego en virtud de la sentencia y de la condena parece que el juez obliga al reo a esas acciones cuando de una manera normal y ordinaria se requieren para la ejecución de la pena. Sin embargo, esta razón no hay que entenderla de forma que parezca que el juez pueda mandar cuanto el reo puede lícitamente hacer: esta norma no la tengo por verdadera, porque puede uno obrar contra sí mismo con mayor severidad que lo que puede ser forzado por otro con un precepto justo; por ejemplo, uno, condenado a morir de hambre, puede no comer, por más que tal vez no pueda ser obligado a ello. Así que esa razón vale para las acciones ordinarias que son lícitas y no resultan demasiado duras y crueles. Qué acciones son esas habrá que juzgarlo prudencialmente por la práctica general y por el sentir de los hombres. Otros problemas de posibilidad, a saber, si puede uno ser condenado a degollarse a sí mismo o a beber un veneno, pertenecen al tratado del Homicidio, y los discuten en sus comentarios SOTO y otros, y VITORIA. 15. UN CONDENADO A DESTIERRO, A CÁRCEL O A UNA FLAGELACIÓN MODERADA, ESTÁ OBLI-

GADO A LA EJECUCIÓN.—En segundo lugar, hay que decir que un reo justamente condenado a las penas corporales de la segunda clase —como son el destierro, la cárcel, una flagelación moderada y decente, y otras semejantes— está obligado a ejecutarlas o cumplirlas por el hecho mismo de ser condenado a ellas por sentencia. Es esta una opinión general que sostienen todos los autores antes citados; está de acuerdo con ellos COVARRUBIAS, y le siguen DRIEDO, AZPILCUETA y SALCEDO.

La razón general es que la sentencia condenatoria del juez o la ley penal después de tal sentencia, obligan en conciencia a cumplir la pena impuesta cuando no envuelve injusticia,

Lib. V. Distintas leyes humanas crueldad o algo semejante; ahora bien, tal es el caso de esa pena cuando se la impone de esa manera, como consta por la clase de pena que es, por la práctica general y por el juicio de los hombres; luego el reo está obligado a cumplirla, porque esta es en realidad la intención del juez, y el precepto que éste impone es justo. 16. Vamos a explicar eso mismo recorriendo brevemente algunas de esas penas. Una es el permanecer en la cárcel o en un lugar determinado prescrito. Esta pena no necesita una ejecución positiva sino únicamente la privación de alguna acción, como es no salir o no huir de la cárcel. Por esta misma exposición aparece claro que estas cosas pueden fácilmente mandarse, y así el realizar la acción contraria sería hacer resistencia al juez cuando coacciona justamente, lo cual nunca es lícito según el D E CRETO. Finalmente, tal pena puede cumplirse sin pecado; luego debe cumplirse. Se dirá que esta razón no es convincente, porque —según hemos dicho— hay que tener en cuenta no sólo si la pena así impuesta es lícita, sino también si es humanamente tolerable; ahora bien, la obligación a la pena puede resultar cruel no sólo cuando incluye una acción sino también cuando incluye una dura omisión de una acción, como es la obligación de no comer o de no huir aunque amenace la muerte. Pero hay que decir que esa razón vale de suyo y en conformidad con la capacidad de la materia: así el permanecer en un lugar determinado o en la cárcel no es una cosa tan dura y grave que no pueda imponerse bajo obligación, y resultará tanto más fácil cuanto el lugar sea más espacioso y expuesto a menos molestias. Otra cosa sería si la cárcel fuese demasiado dura, triste e insalubre: en ese caso resultaría demasiado duro obligar a un reo así condenado a no huir aunque pudiese. Y eso será más duro si a uno no sólo se le detiene sino que además se le trata demasiado mal y duramente de tal manera que poco a poco vaya incurriendo en peligro de muerte o al menos se vea forzado a llevar una vida llena de dolor y aflicción. Entonces no estará obligado en conciencia a permanecer espontáneamente allí. Por eso no puedo creer lo que dice AZPILCUETA, que los condenados a galeras están obligados en conciencia a no huir aunque puedan: esto es demasiado violento, y a los ministros de la justicia les toca vigilarles. Exceptúo el caso en que se haya dado palabra, sobre todo si se ha dado bajo juramento:

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entonces hay que cumplir una promesa que es justa, y sobre todo hay que cumplir el juramento, según lo que extensamente dije en el tratado del Juramento. Por esta razón los religiosos castigados a cárcel pueden en particular estar obligados a guardarla, porque por el voto de obediencia están obligados y pueden ser obligados en particular a observar ese encierro según la regla o como un castigo justo y conforme a su estado. 17. Por los mismos principios se ha de juzgar de la pena de destierro: el reo, una vez condenado, puede estar obligado en conciencia a cumplirla, porque del hecho precisamente de que se ejecute por obra de uno mismo no le viene injusticia ni crueldad. Así lo reconoce CoVARRUBIAS con los demás. Pero es preciso que esa obligación la expresen claramente las fórmulas de la sentencia. Porque, si a uno se le condena a ser deportado al destierro, no está obligado a salir hasta que sea llevado, pero después estará obligado a no volver dentro del tiempo prescrito. En cambio,, si sencillamente se le condena al destierro, parece que se mandan ambas cosas. En esto hay que atender sobre todo a la práctica general y al modo como tal pena suele mandarse o ejecutarse, a la promesa o pactos que suele haber de por medio, y a las expresiones de las leyes: de ahí se deduce fácilmente el grado de esta obligación. Sin embargo —hablando en general— la deportación suele realizarse por coacción y ministerio del juez; en cambio, la permanencia fuera del reino o la no vuelta a él suele imponerse como objeto de obligación, de la misma manera que, en el otro caso de la pena de cárcel perpetua, el traslado al lugar determinado suele ser a la fuerza o por ejecución del juez, pero la permanencia en ella suele dejarse como objeto de obligación. En efecto, normalmente con más facilidad se mandan esta especie de privaciones que las acciones, y ordinariamente los jueces suelen poner a los reos en la situación —digámoslo así— de una determinada pena e imponerles que permanezcan en ella. Pero en rigor ambas cosas pueden confiárselas al reo mandándole que lo ejecute él todo, y muchas veces lo hacen. Y aunque añadan la amenaza de otras penas si no cumplen las primeras, sin embargo también obligan en conciencia, porque el precepto es justo y la amenaza de la pena no aminora la obligación, según se ha dicho antes.

Cap. X.

Ejecución de la pena después de la sentencia

Otra pena temporal puede ser una flagelación moderada y no bochornosa ni infame: también a ésta estará obligado el reo —si consta que se impone en ese sentido— por la misma razón, a saber, que esa pena, tal como se propone, no es de suyo injusta ni inhumana. Pero esa pena no suele ser usual, a no ser entre religiosos y alguna vez en el fuero eclesiástico, por ejemplo, en el Santo Oficio de la Inquisición. Con todo, lo más frecuente es que se ejecute por ministerio de una persona distinta del mismo reo. Finalmente, lo mismo hay que decir también de la pena de ayuno y otras semejantes que a veces suelen imponerse en el fuero eclesiástico. 18.

LAS PENAS PECUNIARIAS.—En tercer lu-

gar, hay que decir que, tratándose de penas pecuniarias y cuando las penas son ordinarias y moderadas, más fácilmente puede el reo estar obligado en conciencia a pagarlas por el hecho mismo de haber sido condenado. La razón es que en ello no se halla imposibilidad ni una dificultad excesiva. Únicamente hay que atender a las fórmulas de la sentencia, porque, si al reo se le condena sencillamente a tal pena, bastará que lo pague cuando se lo pidan —como dijo COVARRUBIAS y a mí también me agrada— porque, cuando no consta lo contrario, las penas se deben suavizar. Por consiguiente, si al reo se le condena de una manera absoluta a que él mismo pague, estará obligado a hacerlo espontáneamente, porque el precepto está suficientemente claro y es justo. En esto COVARRUBIAS en realidad no disiente de la opinión general. Pero de aquí se deduce —sea dicho de paso— que si el reo después de una sentencia se muere sin haber pagado una pena real, su heredero está obligado a pagarla lo mismo que lo estaba el reo, pues es su sucesor en esa carga, como dicen BALDO y CASTRO. Y lo que se dice en el DIGESTO, que la pena no pasa al heredero, o se entiende de una pena corporal, o de una pena que todavía no se debía en vida del reo porque todavía ni el juez ni la ley habían dado sentencia: en estos casos tampoco la pena pecuniaria pasa al heredero, sino que se aplica otra regla, a saber, que con la muerte terminan los delitos en cuanto al fuero externo, según el DECRETO.

Sólo cuando la pena ha sido impuesta por el derecho mismo y se ha incurrido en ella por el hecho mismo, puede actuarse judicialmente después de la muerte en orden a la declaración del delito y a la ejecución de la pena. Lo mis-

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mo se hace tratándose del delito de herejía, según observan CASTRO y SIMANCAS y según se dice expresamente en el LIBRO 6.° DE LAS D E CRETALES.

De esto se sigue que si aun después de la muerte se conoce el delito y se da sentencia declaratoria sobre él, se confiscan los bienes y se le quitan al heredero, porque a él le han llegado con está carga; a no ser que en cuarenta años de buena fe prescriban, pues entonces a título de prescripción la propiedad queda confirmada y la carga desaparece, como se dice en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES. De esto hablaremos más extensamente en el tratado sobre la Herejía. 19. Con esto se ha respondido suficientemente a los argumentos de las otras opiniones. En efecto, las razones de la primera opinión prueban que el imponer esta obligación no cae fuera de las atribuciones del juez. Y la razón de la última opinión a lo sumo prueba que algunas penas hay que exceptuarlas de esta regla general. Únicamente es preciso decir algo sobre el capítulo Suam que sin motivo se aduce para lo que ahora tratamos. En primer lugar, en él no se trata de una pena impuesta por el hecho mismo sino solamente de la —llamémosla así— pena segunda que se ha de imponer en un plazo determinado a quien no pague la primera. De ella lo único que se dice es Y se añadiría la pena de treinta libras si no las pagaran en él plazo señalado: ningún término se añade ahí que signifique que la imposición de esa pena sea por el hecho mismo. Por eso se dice después Obtuviste que el juez delegado les condenara a esas treinta libras a tu favor: por estas palabras consta que los acusadores procuraron que se diese sentencia no sólo declaratoria sino también condenatoria, y así ese texto no puede aducirse en contra de lo que antes hemos dicho sobre la pena que la ley impone por el derecho mismo y que es debida ya después de la sentencia declaratoria. 20. Fuera de esto, ese texto a nada viene para lo que ahora tratamos, porque en él no se le reprende al obispo sencillamente por pedir que se condenara al reo con la pena impuesta por la ley, sino porque callando la verdad había impetrado una carta contra los clérigos. En efecto, aquella pena les había sido impuesta para el caso de que no pagaran cuarenta libras en determinado plazo, ellos en ese plazo habían pagado treintaitrés, y el obispo, con ocasión de las siete libras restantes, había impe-

Lib. V. Distintas leyes humanas trado contra ellos una carta callando la verdad, como se dice allí, a saber, callando el pago de las treintaitrés libras e informando sencillamente de una deuda de treinta libras o algo así. Esto había sido manifiestamente subrepticio, pues no era justo reclamar la pena entera, dado que la tardanza en pagar había sido sólo de una mínima parte. Además de esto, tal vez aquel obispo no había declarado la naturaleza y la causa de aquella nueva reclamación de las treinta libras, a saber, que se hacía con ocasión de « otra pena no pagada, sino únicamente que los clérigos eran deudores de aquellas libras. Esto era nuevamente subrepticio, como se deduce de las palabras Así pues, como no está bien en ti olvidarte de la modestia episcopal hasta el punto de —por ansia de líos sucios— desear enriquecerte con pérdida ajena; de aquí se deduce que el Pontífice no comprendió la naturaleza de aquella ganancia, y que no hubiese concedido carta en favor de tal causa si se le hubiese informado de la base en que se apoyaba. Por eso, como en castigo de la subrepción, impone silencio al obispo en cuanto a la reclamación de aquella segunda pena de treinta libras. 21. Por consiguiente, de tal respuesta no puede deducirse que quien haya sido condenado a una pena justa no esté obligado en conciencia a pagarla. Más bien puede inferirse que aquellos clérigos no fueron condenados justamente: lo primero, porque la sentencia se había basado en una carta subrepticia; y lo segundo, porque por no haberse pagado a su debido tiempo una parte tan pequeña de la pena, no se debía la pena entera. Esto lo señala bien claro la GLOSA.

Añado además que de ese texto no se puede deducir de una manera absoluta que sea injusto o que esté feo encausar a uno para lograr que se le condene a una pena que ha contraído incurriendo en una multa, sino a lo sumo que no está bien hacerlo así subrepticiamente o reclamando el total por una trasgresión tan pequeña; por lo demás, eso no es malo de suyo, ni siempre está feo encausar a otro para lograr el pago de una pena justa, como puede verse en FokTUNY, COVARRUBIAS, SARMIENTO, AzPILCUETA y SIMANCAS.

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CAPITULO XI ¿OBLIGA LA LEY PENAL AL JUEZ A IMPONER LA PENA QUE EN ELLA SE PRESCRIBE?

1. Dos aspectos tiene la ley penal: uno respecto de los subditos, cuyas acciones prohibe o manda: de él hemos hablado hasta ahora; otro respecto del juez: sobre él se plantea el problema de si impone obligación al juez. En efecto, anteriormente sólo hemos dicho que la pena se pone en la ley para instruir al juez, y esto es lo que a la letra dicen los textos jurídicos: luego no hay por qué añadir la obligación, que es una cosa muy distinta. Sobre todo que en estas leyes no suelen ponerse palabras preceptivas respecto de los jueces, sino solamente respecto de los subditos; luego al menos cuando no haya tales palabras expresas, no habrá tal obligación. Además, si hubiera tal obligación, no sería lícito interceder por el reo rogando al juez que perdonara la pena, pues no es lícito pedir que obre en contra de la obligación de su ley. Esa consecuencia es contraria a la costumbre general de las personas timoratas y religiosas que observaron los Santos y los antiguos Padres, según consta por SOZOMENO, que habla de San Antonio. Cosa parecida cuentan NICÉFORO y SOZOMENO de San Ambrosio, y CASIANO de

los antiguos monjes. Lo mismo consta, finalmente, por SAN AGUSTÍN, y se cita en el D E CRETO. 2. LA LEY OBLIGA AL JUEZ A JUZGAR CONFORME A ELLA Y A CASTIGAR AL REO CUANDO QUEDE SUFICIENTEMENTE CONVICTO. Hay que

decir, sin embargo, que esa ley obliga al juez a juzgar conforme a ella y a castigar al reo cuando quede suficientemente convicto del delito. Esta tesis es general siguiendo a SANTO T O MÁS; la trae SOTO, y se encuentra en los juristas que citaremos enseguida y en ARISTÓTELES. Es la opinión de SAN AGUSTÍN y se cita en el DECRETO: NO le es lícito, dice, al juez juzgar de las leyes sino conforme a ellas. SAN GREGORIO dice también en el DECRETO: Consúltese la ley divina y humana, y dése la sentencia conforme a lo que allí está determinado. Puede darse también la razón. En primer lugar, si la ley penal impone la pena por el hecho mismo, al juez propiamente no le toca imponer la pena sino dar sentencia sobre el delito

Cap. XI.

Obligación del juez a imponer la pena prescrita

y dedicarse a la ejecución de la pena; ahora bien, ambas cosas entran manifiestamente en la obligación del juez: la primera porque está obligado a dar sentencia según la verdad probada; la segunda porque es ministro y ejecutor de la justicia. Y aunque esta obligación más parece nacer del cargo mismo y de la ley natural que de la ley que castiga al reo, con todo también puede decirse que nace de esa ley, porque la obligación de ejecutar tal pena y no otra no se determina si no es por razón de ella. 3. En cambio, si la ley impone una pena por fulminar, obliga al juez a imponerla, y de ahí se sigue una segunda obligación, la de hacerla ejecutar después de la condena para que ésta no resulte inútil y ridicula. Esto último es evidente, y vamos a demostrar lo primero. En efecto, una ley que impone una pena por fulminar, también bajo ese aspecto es verdadera ley y como tal más se da para el juez que para el reo, hasta el punto de que CASTRO —antes citado— dice que sólo respecto del juez es .verdadera ley, ya que antes de que él juzgue, normalmente no obliga en conciencia al reo; luego al menos es necesario que obligue al juez mismo a imponer la pena: de no ser así, tal ley, en orden a este efecto, sería muy ineficaz; luego de tal manera instruye al juez, que además —expresa o tácitamente— le obliga, pues las palabras de la ley naturalmente se dirigen al juez. Puede servir de explicación de esta razón, que por el hecho mismo de que la ley señala la pena, el juez, en virtud de su cargo, está obligado a imponerla. Prueba: Siendo como es juez de la justicia, en la imposición de la pena está obligado a guardar la equidad; ahora bien, esta equidad resulta de haber sido dada la ley, pues antes de ella la única equidad que había era la natural, la cual el juez está obligado a discernir y guardar prudencialmente; pero una vez dada la ley, resulta la equidad legal, la cual también debe guardar el juez porque es guardián y ejecutor de las leyes y —como quien dice— la ley viva. 4. Con esto casi se ha respondido a las razones para dudar que se pusieron al principio. Pero para explicar más la última y todo el tema, hay que advertir que en esta equidad de la pena se deben considerar y distinguir dos cosas. La una es que la pena no sobrepase la medida prescrita por la ley. La otra, que no sea inferior a ella. En la prime/a se manifiesta más la obligación, pues no sólo la justicia legal y la obligación del

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propio cargo respecto del estado, sino también la justicia misma conmutativa respecto del reo, obligan al juez a evitar ese exceso. La razón es que al reo, lo mismo que a cualquier deudor, no se le puede exigir justamente más de lo que debe; ahora bien, dada una ley que señala tal pena, quien falta contra ella se hace reo y deudor de tal pena y no de una pena mayor; luego el mal que fuera de esa pena se le causa a ese reo no es pena sino injusticia. De esto se sigue que en ese caso el juez queda obligado a satisfacer o restituir al reo el daño o perjuicio que de ese exceso se le haya seguido, porque la justicia conmutativa obliga a restituir. 5. Se dirá que la ley, al señalar la pena, no excluye el dictamen prudente del juez para poder aumentarla en el caso de que por las circunstancias vea que el reo es digno de una pena más grave. Esto se observa también en la práctica. Respondo que —muy al contrario— en las leyes se ponen esas penas principalmente para que no queden expuestas al capricho, de la misma manera que se fijan los precios de las cosas para eliminar la apreciación caprichosa al menos en lo que toca al aumento del precio. Pero con esto no se quita que, si el delito ha revestido circunstancias extraordinarias que lo hacen atroz y gravísimo, el juez pueda prudencialmente castigarlo de una manera especial por ser ellas dignas de una pena especial; la ley no excluye esto: ella se refiere al delito tal como suele cometerse de ordinario, y no excluye el que se vele por el bien común; esto es necesario para escarmiento de los otros, como se dice en el DIGESTO y en su GLOSA. 6. E L JUEZ ESTÁ OBLIGADO A IMPONER LA PENA ENTERA CUANDO, DE NO HACERLO ASÍ, OBRARÍA CONTRA EL DERECHO DE UN TERCERO, POR EJEMPLO, TRATÁNDOSE DE UNA PENA PECUNIARIA QUE H A QUEDADO APLICADA A LA PAR-

TE PERJUDICADA.—Acerca de la disminución de la pena hay que advertir además que algunas veces la pena de la ley es una pena que cede en utilidad y ventaja de otros, por ejemplo, la pena pecuniaria, que en ocasiones se aplica a la parte perjudicada y en ocasiones al fisco o a otros. En cambio otras veces la pena es sólo vindicativa para satisfacción de la comunidad y preservación de los otros, por ejemplo, la pena corporal. Pues bien, cuando la pena es de la primera clase, interviene para no disminuirla no sólo la obligación de la ley sino también la de la justicia.

Lib. V. Distintas leyes humanas Esto es verdad sobre todo si tal pena la ley la ha impuesto por el hecho mismo: entonces adquiere un derecho otro en cuyo favor la ley ha aplicado tal pena, porque, una vez dada sentencia declaratoria del delito, la ley misma le traspasa a él el derecho; luego si se le priva de ese derecho, se le hace injusticia. Y lo mismo pienso que sucede aunque la pena de la ley no sea por el hecho mismo, porque algún derecho a ese dinero adquiere otro, y justamente pide éste al juez que se lo reserve, y el juez por oficio está obligado a concederle su derecho; luego si no aplica en su favor tal pena, es injusto contra él. En cambio cuando la pena es sólo vindicativa o corporal, aunque se disminuya la pena no hay lugar para esta clase de injusticia con relación a un tercero. 7. E L PERDÓN DE LA PENA VINDICATIVA O CORPORAL ES ILÍCITO CUANDO ES CONTRARIO AL BIEN COMÚN.—Sin embargo, eso no es lícito

por dos razones. La primera, porque es contrario al bien común y a la justicia legal el que los delitos queden sin castigo o con un castigo insuficiente, pues eso normalmente es dar ocasión para que se repitan. La segunda, porque el juez, por su oficio y por tanto en justicia, está obligado a cumplir las leyes justas que se ordenan al bien común, más aún, a hacer y procurar que se cumplan; ahora bien, la ley, en cuanto que impone una pena justa, es justa y necesaria para el bien común. Finalmente, se puede decir que el estado adquiere un derecho especial sobre el tal delincuente para tomar de él justa venganza; luego no puede ser privado de ese derecho por voluntad del juez. 8. LA DIFERENCIA QUE SUELE ESTABLECERSE ENTRE UN JUEZ SOBERANO Y UN JUEZ INFERIOR EN CUANTO AL PERDÓN LÍCITO DE LA PENA, PARECE DIFÍCIL DE SOSTENER EN EL FUERO DE LA

CONCIENCIA.—Suele ponerse una limitación a esta doctrina general diciendo que es aplicable a los jueces ordinarios pero no a los soberanos o reyes, pues a éstos les es lícito perdonar al reo la pena. Así lo enseña SANTO TOMÁS, al cual siguen otros en general; y lo mismo enseñan los juristas en el DIGESTO.

Esta doctrina será fácil admitirla en el fuero externo, porque el soberano lo hará impunemente, pero un juez inferior, si lo hace en casos no permitidos, podrá ser castigado por ello. En cambio en el fuero de la conciencia esa diferencia difícilmente es admisible, y así SOTO

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habla de ambos indistintamente, porque, o se trata del perdón por sola su voluntad sin razón alguna, o por una causa justa: la primera manera tampoco al soberano le es lícita en conciencia, pues ya se ha dicho antes que las leyes justas le obligan al soberano en cuanto a su fuerza directiva; y de la segunda manera también un juez inferior puede a veces perdonar la pena de la ley, como observan la GLOSA y FELINO, que hace muchas citas, y como dice DECIO. En efecto, pueden ocurrir bastantes causas legítimas para ese perdón, y cuando ellas ocurren, a los jueces se les da poder para concederlo. Tales son una edad incapaz de soportar la pena, como pueden ser la vejez y la niñez, según se ve por el DIGESTO: A no ser en cuanto que a veces la compasión por la edad haya inducido al juez a una pena más suave. Tratándose de penas pecuniarias, causa para el perdón suele ser la pobreza, según el DIGESTO. Mucho interesa también el grado de la prueba, pues si el reo no ha quedado del todo convicto, se debe suavizar la pena. Además hay que tener en cuenta la manera de pecar, por ejemplo, si fue por pasión, etc., según el DIGESTO. Sobre esto puede verse FELINO y TIRAQUEAU, que lo trata muy extensamente. 9. VERDADERA DIFERENCIA ENTRE EL PRÍNCIPE Y UN JUEZ INFERIOR: QUE PUEDE PERDONAR MÁS FÁCILMENTE, PERO NO A SU CAPRICHO.

Se responde que ambas cosas son verdad, a saber, que los jueces inferiores pueden por justas causas suavizar las penas, y que el príncipe no puede por puro capricho y sin causa alguna perdonar a los delincuentes, pues esto sería sin duda un gran perjuicio para el estado. Sin embargo existe alguna diferencia, y es que el príncipe puede hacerlo más fácilmente que el juez. En efecto, el inferior sólo lo puede o en casos expresamente señalados por la ley o admitidos por la costumbre, o en forma de epiqueya cuando le recurso al superior no resulta fácil. En cambio el príncipe tiene el máximo poder para interpretar la ley y para dispensar cuando prudencialmente juzgue que hay causa suficiente o razonable. Por eso el juez inferior apenas puede disminuir la pena más que cuando está obligado a ello porque la ley o la costumbre dispone que en ese caso se disminuya, o porque una razón de equidad lo exige necesariamente. En cambio el príncipe muchas veces puede dispensar aunque no esté obligado a ello. Además algunas veces puede hacerlo justamente en favor de sus subditos para mostrarse benigno y liberal con ellos a fin de tenerlos benévolos y obedientes: ¡también el Pontífice

Cap. XI.

Obligación del juez a imponer la pena prescrita

muchas veces justamente concede indulgencia por una causa semejante! Asimismo puede conceder perdón en gracia de otro príncipe que se lo pida, pues este intercambio de favores es necesario y además redunda en bien común. Además, por la utilidad de la persona que ha cometido el delito o por sus servicios anteriores, justamente puede a veces dispensarle de la pena. Es fácil hallar otras razones semejantes que, tratándose de jueces inferiores, no bastan. Existe también otra diferencia: que el príncipe puede —digámoslo así— previamente conceder el privilegio de que uno no pueda ser castigado con una determinada pena: esto no lo pueden los jueces inferiores. Otra diferencia señalan la GLOSA y los doctores citados: que aunque el juez, antes de dar la sentencia, puede a veces suavizarla, una vez que la ha dado ya nada puede, porque ya ha cumplido con su oficio; en cambio el príncipe a veces sí puede, con tal que no redunde en contra del derecho adquirido por otro o en perjuicio de un tercero: éste no puede inferirlo justamente el príncipe si no es porque el hacerlo interese tanto al bien común que por él una persona particular pueda ser privada de su derecho. 10. Con esto puede entenderse fácilmente lo que hay que responder a la última razón que se puso para dudar. En primer lugar, hay que evitar que, si la pena pecuniaria se ha de aplicar a una persona determinada, su perdón no se procure con un perjuicio de tercero que sea o injusto o no conforme a la caridad, pues como dijo SAN AMBROSIO: Si no se puede socorrer a uno sin perjudicar a otro, mejor es no ayudar a ninguno de los dos que ser gravoso para uno de ellos; por eso no es propio del sacerdote intervenir en causas pecuniarias, porque con frecuencia es imposible no perjudicar a una de las partes. Propio del sacerdote es, pues, no perjudicar a nadie y querer aprovechar a tpdos: él poderlo es sólo propio de Dios. Por eso SAN AGUSTÍN, antes citado, dice: En esos casos hay que interceder no ante el juez sino ante el tercero para que perdone la pena. En segundo lugar, tratándose de las otras penas que únicamente se ordenan al bien común, hay que tener también en cuenta el bien común. En efecto, si los delitos son frecuentes o el delincuente está obstinado, o es incorregible o escandaloso, se ha de evitar el interceder, porque a los necesitados se les ha de socorrer sin faltar a la justicia, según interpreta SANTO T O -

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MÁS aquello del ÉXODO: NO te compadecerás del pobre en juicio, es decir, en contra de la justicia y mucho menos en contra del bien común. Por consiguiente, dos son las cosas que pueden pedirse. La una es que si el delito es dudoso de alguna manera, se adopte la interpretación más benigna. Esto es conforme a la razón y a la regla del derecho, según el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES y según el DECRETO, en donde el CRISÓSMONO entre otras cosas dice: Mejor es tener que dar cuenta por misericordia que por crueldad. La GLOSA limita esta regla en los casos en que el reo esté obstinado y sea incorregible, y no dé esperanzas de enmienda: entonces, aun en caso de duda se debe emplear con él rigor más bien que benignidad. Lo segundo —como dice SAN AGUSTÍN, antes citado—, en general puede pedirse que de la pena se perdone tanto cuanto pueda hacerse dentro de los límites de la justicia, sea en la gravedad de la pena, sea en la manera de aplicarse o en su duración, sea en otras circunstancias que con frecuencia dependen de la voluntad del juez. 11. Si LAS LEYES IMPONEN POR EL H EC H O MISMO DIVERSAS PENAS, POR UN MISMO DELITO SE INCURRE EN TODAS ELLAS, SEA ANTES SEA DESPUÉS DE LA SENTENCIA DECLARATORIA. Podría

aquí discutirse —en consecuencia— si un juez que obre injustamente perdonando la pena de la ley, está obligado a alguna restitución, sea por razón del daño que de ello se haya seguido al estado o a un tercero, sea por razón de la pérdida de ganancia que, tratándose de penas pecuniarias, se le suele acumular a aquel a quien la cantidad de tal pena debiera aplicarse. Pero este problema pertenece a los tratados de la Restitución y del Oficio del Juez, del cual oficio puede nacer esta obligación si hay alguna, y por eso la dejo para 2.2. quaest. 62 y 67. También podría investigarse si, cuando las penas se multiplican por distintas leyes, se han de imponer o ejecutar todas ellas o una solamente. Esto lo discuten los juristas —a ellos les toca más esto— como BARTOLO, ANANÍAS, AZPILCUETA, y la GLOSA.

Sin embargo digo —brevemente— que si las leyes imponen diversas penas por el hecho mismo, entonces por un solo delito se incurre en todas ellas, sea antes sea después de la sentencia declaratoria según las fórmulas de la ley. Prueba:.No hay más razón para una pena que para otra; luego o no se incurre en ninguna de las dos, o se incurre en ambas: no puede decirse lo primero, como es evidente, luego debe decir-

Lib. V. Distintas leyes humanas se lo segundo. Tampoco puede decirse que se incurra solamente en la pena impuesta por la última ley, porque la última ley penal no revoca la otra pena impuesta por la primera ley, a no ser cuando —como dice el antes citado AZPILCUETA siguiendo a otros muchos, y como diremos nosotros después al tratar de la abrogación de las leyes— por las fórmulas o por la naturaleza de la ley consta que esta fue la intención del legislador. En cambio, cuando la pena la ha de fulminar el juez, los juristas dicen lo más frecuentemente que el juez puede libremente imponer una u otra de las penas de las leyes, pero que no debe imponer varias a la vez. Pienso que también esto se ha de entender a no ser que conste suficientemente que la intención del segundo legislador fue añadir una pena a otra multiplicándolas, cosa que muchas veces suele hacerse para reprimir la repetición de los delitos y la contumacia de los delincuentes.

CAPITULO XII LA IGNORANCIA DE LA PENA DE LA LEY ¿EXCUSA DE ELLA?

1. De dos maneras puede uno quedar excusado de sufrir la pena de la ley: solamente en cuanto a la ejecución, o también en cuanto al reato y deuda de ella. La primera manera la tocamos ya en el capítulo anterior, a saber, por dispensa, por perdón total o parcial, o por conmuta: así se hace de hecho cuando el delincuente ha contraído toda la deuda de la pena pero después, sea por pobreza, sea por debilidad de fuerzas o por otras justas causas, la ley no puede ejecutarse o no conviene que se ejecute y por tanto o se perdona o se conmuta. Ahora vamos a hablar de la segunda manera, a saber, cuando, por alguna circunstancia o modalidad de la acción, uno ni siquiera llega a hacerse deudor de la pena o al menos de una pena tan grande aunque haya quebrantado la ley. Y aunque la excusa puede proceder de varias causas, sin embargo, como la que más suele alegarse o andar de por medio es la ignorancia, vamos a hablar en particular de ella: por la semejanza de las razones, lo que digamos podrá fácilmente aplicarse a las otras excusas. Pero es preciso tener ante la vista algunas divisiones de la ignorancia de las cuales se trata más extensamente en 1-2. q. 6 y 76. Por parte de las modalidades que puede revestir, es común la división de la ignorancia en

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probable —la cual se suele llamar invencible, inculpable, antecedente—, o improbable o culpable, vencible, consecuente. Dejo la concomitante porque, en cuanto tal, a mi juicio ni acusa ni excusa con relación al acto externo. La ignorancia culpable suele dividirse en afectada, crasa y, en general, en vencible. De la afectada no hablo porque no excusa en absoluto. Toda otra ignorancia, si es tal que no excusa de culpa mortal, se puede llamar en general crasa y supina; pero si sólo lleva consigo negligencia venial, sólo hasta cierto punto es culpable y muy bien se llamará ignorancia leve. Hablo teológicamente, pues los juristas, en orden a algunos efectos jurídicos, suelen expresarse de otra manera, y esta ignorancia culpable la dividen en la que procede de una culpa en sentido amplio, de una culpa leve y de una culpa levísima, como puede verse en COVARRUBIAS. Esta distinción nosotros no la necesitamos. 2. Por parte de la cosa ignorada, puede darse además una ignorancia de toda la ley y de su prohibición, o sólo de la pena, por ejemplo, cuando uno no ignora que está prohibido v. g. comer hoy carne, pero ignora que ese pecado lleva aneja una censura o pena. Además, cuando se ignora la prohibición de la ley misma humana, una acción puede ser por lo demás intrínsecamente mala, o estar prohibida por la ley divina —cosa que no se ignora—, o puede solamente ser mala por estar prohibida, y en consecuencia, si hay ignorancia probable de la ley humana, será no mala y por consiguiente buena o indiferente. Finalmente, sin haber ignorancia del derecho puede haber ignorancia del hecho, a saber, no tener la obra por tal cual la prohibe la ley. Esto en cuanto a la ignorancia. En cuanto a la excusa, puede dividirse en excusa en el fuero de la conciencia, en el fuero externo y en ambos fueros a la vez. Para comprender ambas excusas, ayudará observar si se trata de una pena fulminada por el derecho mismo o de una pena sólo por fulminar. 3.

T O D A IGNORANCIA QUE EXCUSA A LA AC-

CIÓN DE SER PECADO, EXCUSA DE LA DEUDA DE LA PENA EN AMBOS FUEROS; ESO DE SUYO, SI EN LA LEY NO SE DICE EXPRESAMENTE OTRA

COSA.—Esto supuesto, la primera regla general es la siguiente. Toda ignorancia que excusa a la acción de ser pecado, excusa también de la deuda de la pena en ambos fueros. Esta es la opinión general de los doctores en el DECRETO y puede verse en CASTRO y TIRAQUEAU, que cita a otros. Se prueba por el dicho DECRETO, que dice: Lo que carece de culpa no debe ser sometido

Cap. XII. Ignorancia de la pena a pena. También es oportuna la regla Cesando la causa cesa el efecto. Se prueba también por el cap. Apostolicae y por el LIBRO 6.°: A los

ignorantes, dice, no se les ha de negar el perdón. Lo mismo se encuentra en el cap. Si vir, en el cual la GLOSA observa esto. Por eso en el D I GESTO se dice que la pena se impone no por razón de los ignorantes sino por razón de los conocedores. La razón de principio es que una ley justa no impone la pena sino como pena; ahora bien, quitada la culpa no tiene lugar la pena como pena; luego tampoco su deuda; luego una ignorancia tal que quita la culpa, excusa completamente de la pena. 4. Al punto sale al paso un argumento en contra de lo dicho si se trata de una ley puramente penal. Pero por lo dicho anteriormente la solución resulta fácil, porque, o esa no es en rigor una pena sino como una parte de un precepto disyuntivo y por tanto se puede incurrir en ella sin culpa, o es una pena que únicamente requiere culpa civil o legal; luego también a ella es aplicable la regla propuesta. En efecto, para que esa pena se deba, es necesario que preceda un acto voluntario —o su omisión— en contra de la ley. Por tanto, si hay una ignorancia que excusa de culpa o que bastaría para excusar si estuviese prohibido el acto, esa ignorancia hace al acto involuntario y por tanto también excusa de la pena. Una respuesta semejante se ha de dar al argumento —semejante al anterior— que puede presentarse acerca de la irregularidad o de cualquier otra inhabilidad cuando no se impone como verdadera pena en el sentido riguroso de este término sino por razones de inconveniencia. En ese caso el que no haya culpa no impide que haya irregularidad, puesto que se impone no por razón de la culpa sino por razón de la acción en sí misma. Pero ordinariamente, cuando la acción por razón de la cual se impone esa a manera de pena, es obra de la persona misma que contrae el defecto, es preciso que, si no se dice expresamente otra cosa en la ley, sea voluntaria suya; por más que a veces en las irregularidades que no son penas se incurre sin ninguna voluntad propia y por una acción ajena. Se dirá que de la misma manera se suele a veces incurrir en la pena por una acción ajena no obstante la ignorancia de aquel que sufre la pena, como consta en el caso de la simonía. Respondo —en primer lugar— que esa regla se debe entender de suyo y si en la ley no se dice otra cosa expresamente. Esta limitación la añade expresamente DECIO. Puede decirse —en segundo lugar— que aun

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en ese caso no se incurre en la pena sin culpa de alguno; así, en la simonía, aunque quien recibe el beneficio ignore la pena, tal vez peca quien lo da o quien intercede simoníacamente, pues ¿cómo una acción va a ser sencillamente simoníaca sin culpa de nadie? Pues bien, entonces la pena no queda al aire sin contraerse, ya que tampoco falta del todo la culpa. Y el que la pena venga a recaer sobre quien no peca es una cosa accidental, porque recae no como pena sino como un inconveniente que se debe tolerar por el bien común, pues no falta razón para imponerla. Por consiguiente, si acaso la ley impusiese una pena así siendo la ignorancia común incluso a todos los que intervienen en la acción y por tanto sin haber culpa de nadie, entonces sería aplicable la limitación que se ha dicho, por más que también entonces se podría decir que aquello no se imponía como pena sino como remedio para hacer desaparecer las ocasiones o para evitar las inconveniencias, como se ha dicho acerca de la irregularidad no penal. Y así en rigor no será una limitación de la regla, ya que ésta se refiere a la pena propiamente dicha. 5. N o ES VERDAD QUE LA DICHA REGLA NO TENGA VALOR TRATÁNDOSE DE LA IGNORANCIA

DEL DERECHO.—Pero aunque esta regla está admitida en general en ambos fueros tratándose de la ignorancia del hecho, con todo, si se trata de la ignorancia del derecho, la cosa no es tan clara. Algunos autores niegan en absoluto que esta ignorancia excuse de la pena. Así piensan SOTO y TORQUEMADA. Estos parecen referirse ante todo a la ignorancia del derecho humano cuando afecta a una acción prohibida por el derecho divino o natural, y dicen que esa ignorancia no excusa de la pena de la ley humana. Pero la GLOSA DEL LIBRO 6." habla en un sentido

más general: Excusa la ignorancia del hecho, no la del derecho. Esto no obstante, la regla en su debido tanto también es aplicable a la ignorancia del derecho, como largamente demuestra CASTRO. LO mismo piensan SOTO y COVARRUBIAS.

Lo explico —brevemente— de la siguiente manera: La opinión contraria se basa, o en que la ignorancia del derecho nunca es invencible, o en que aunque sea invencible no excusa de la pena; ahora bien, ninguna de las dos cosas es admisible. 6. La primera parte de la menor es clara en lo que se refiere al derecho positivo humano, más aún, al derecho positivo divino, pues aunque tal vez tratándose de éste más raras veces tenga lugar la ignorancia inculpable, sin embar-

Lib. V. Distintas leyes humanas go, ni es imposible ni parece ser demasiado rara entre gente ruda; muy al contrario, aun acerca del derecho natural hemos demostrado antes que a veces se lo ignora invenciblemente en algunas de sus conclusiones no evidentes. La razón de todo ello es que muchas veces el hombre es incapaz de conseguir por sí mismo conocimiento de todos los preceptos, y a veces —y esas veces son muchas— le faltan ocasiones y oportunidad para procurarse ese conocimiento, y eso sin culpa ni voluntad suya, sólo porque no tuvo aliciente ni manera de moverse a procurarlo. Se dirá que aunque acaso esa ignorancia algunas veces no sea culpable en sí misma, pero que es culpable ponerse a obrar con esa ignorancia por el peligro de faltar. La respuesta es fácil. En primer lugar, no siempre se trata de haberse puesto a obrar sino sólo de haber omitido una acción mandada. En segundo lugar, cuando se trata de una obra hecha por ignorancia invencible, esa ignorancia se refiere también al mismo ponerse a obrar, puesto que ni se pensó en el peligro ni se le ocurrió a uno duda alguna sobre tal obligación. Con esto resulta fácil probar la segunda parte de la menor. En efecto, la ignorancia invencible, aunque sea del derecho, excusa de la culpa porque excusa de la trasgresión voluntaria de la ley; luego excusa también de la pena conforme a las razones que se han aducido en favor de la tesis. 7. Pero sucede a veces que la acción la prohiben dos leyes, la divina y la humana, y que la humana se desconoce invenciblemente pero no la divina. Entonces el hombre no está del todo libre de culpa, y por eso en ese caso es probable que normalmente no queda libre de la pena de la ley humana. En este sentido hablaron ESCOTO y TORQUEMADA.

La razón es que entonces no falta la causa de la pena, porque la ley humana pretende castigar no sólo su trasgresión voluntaria sino también la culpa cometida contra la ley divina. Además, el conocimiento de la pena —como diré enseguida— no es necesario para incurrir en ella. Así, quien rebautiza se hace irregular —aunque desconozca la ley eclesiástica que hay sobre esto— si no desconoce invenciblemente la divina, según dije más extensamente en el tomo 3.°, parte 3. a , disput. 3 1 , sect. 6. Allí observé también que se deben exceptuar las censuras, las cuales no se contraen cuando se desconoce invenciblemente la ley eclesiástica aun-

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que por lo demás la acción sea mala contra la ley de Dios, porque las censuras requieren contumacia, como se dice en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES.

8. Por consiguiente, aquella regla sobre la ignorancia del derecho, si se entiende con relación al fuero de la conciencia, debe entenderse como norma general o frecuente, porque la ignorancia del derecho rara vez es invencible, ya que cada uno está obligado a conocer las leyes que se refieren a él, como enseña SANTO TOMÁS y se dice en el DECRETO y en el CÓDIGO. Pero si esa regla se entiende con relación al fuero externo según la interpretación más fácil, se entiende que ello es así por presunción del derecho a base de los textos jurídicos que acaban de citarse; y sin embargo, si se demuestra suficientemente —cosa difícil— que tal ignorancia es inculpable, también en ese fuero excusará de la pena por razón de los otros textos jurídicos alegados en favor de la tesis, los cuales se expresan indistintamente. Por consiguiente, aunque la ley imponga la pena por el hecho mismo antes de toda sentencia declaratoria, uno en ese caso no está obligado a cumplirla. Y si el juez le condena porque falla en la prueba y él está cierto en conciencia de la inculpabilidad de su ignorancia, aunque externamente esté obligado a obedecer, sin embargo en conciencia no está obligado a ejecutar la pena y puede dejarla con tal de evitar el escándalo. 9. SEGUNDA REGLA.—La segunda regla es que cuando la ignorancia no excusa de la culpa grave por la cual se dio la pena de la ley, no excusa sin más de la pena si en la ley no se añade alguna fórmula que requiera conocimiento o dolo. La primera parte es común entre los autores, la enseñan NICOLÁS DE TUDESCHIS, DECIO, F E LINO, BARTOLO y otros modernos ya citados y por citar; y se encuentra en el DIGESTO, en el

cual se dice que no sólo los conocedores sino también los desconocedores son trasgresores de las leyes. Esto debe entenderse de cuando la ignorancia es vencible: ésta no excusa de la culpa, porque no hace desaparecer del todo el elemento voluntario. De esto se saca una razón: Esta ignorancia no hace desaparecer la causa de la pena, que es la culpa, porque no hace desaparecer del todo el elemento voluntario; luego tampoco excusa de la pena.

Cap. Xíí.

Ignorancia de la pena

He dicho que es necesario que tal ignorancia no excluya la culpa por razón de la cual se ha impuesto la pena, porque a veces la ignorancia puede no excusar de toda culpa mortal y sin embargo excusar de la pena porque excusa de la especial gravedad nacida de una circunstancia especial, y lo que la ley principalmente quería era castigar esa especial gravedad del pecado. Por ejemplo, si uno comete adulterio desconociendo invenciblemente que su cómplice está casada aunque no ignore que no es su mujer, quedará excusado de la pena impuesta a los adúlteros, y eso a pesar de que con esa acción ha pecado gravemente, porque ese pecado en él es sólo una simple fornicación. Asimismo, quien mata a un clérigo desconociendo invenciblemente que es clérigo aunque sin desconocer que es hombre, no incurre en al pena del canon Si quis suadente, y eso a pesar de que por lo demás es homicida y no desconoce el canon. 1 0 . EN EL CASO DE QUE LA IGNORANCIA SEA CRASA, HAY QUE RESARCIR TODO EL DAÑO. NO CABE DISMINUCIÓN DE LA PENA SI LA QUE LA H A IMPUESTO ES LA LEY, PERO SÍ SI QUIEN H A DE IMPONERLA ES EL JUEZ.—Pre-

guntará alguno si la ignorancia crasa, dado que no excuse de toda la pena, al menos la disminuye. Dos elementos hay que distinguir en este punto, a saber, el daño causado a otro por esta razón —el cual se debe reparar y compensar—, y la pena vindicativa propiamente dicha. En cuanto al primero, no hay lugar a disminución, sino que el daño se debe resarcir todo entero, según el DIGESTO y su GLOSA y otros textos más que reúne TIRAQUEAU. La razón es que esa obligación nace de la justicia conmutativa, la cual mira a la igualdad entre cosa y cosa. Refiriéndonos a la pena propiamente dicha, es preciso distinguir entre si la pena se contrae en virtud de la ley antes de toda sentencia, o si es el juez quien debe imponerla. En el primer caso no hay lugar a disminución, porque la ley misma fulmina la pena sencillamente y sin atenuaciones, y siempre se expresa de la misma manera, y así nunca la disminuye; luego tampoco el reo puede disminuirla por su propia cuenta: lo primero, porque para esto se requiere autoridad pública; y lo segundo, porque, tratándose de su propia causa, sería un administrador sospechoso. Más aún, tengo por probable que cuando la ley impone una pena por el hecho mismo, aunque requiera sentencia declaratoria del juez éste no puede dis-

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minuir la pena si con su sentencia declara de una manera absoluta que el reo ha cometido el delito, porque entonces no es él sino el legislador quien impone la pena. Esta es quizá una de las principales diferencias entre la sentencia declaratoria y la condenatoria, y así vemos que se observa en la práctica tratándose de la pena de confiscación. En cambio, cuando quien ha de imponer la pena es el juez, éste en ese caso puede suavizarla, porque la causa de la pena es menor y porque —conforme a lo dicho en el capítulo anterior— el derecho le concede a él esto. 11. LA IGNORANCIA DE SOLA LA PENA NORMALMENTE NO EXCUSA DEL REATO DE ESA

PENA.—De esta regla se deduce que la ignorancia de sola la peña normalmente no excusa del reato de esa pena. Así lo enseña COVARRUBIAS, antes citado, y parece que necesariamente lo han de admitir los doctores que se han citado en favor de la segunda regla. Sin embargo, son muchos los que disienten, como JUAN DE ANDRÉS, FELINO y otros que cita COVARRUBIAS. Con ellos parece estar M E N O C H I O cuando dice que la ley requiere conocimiento en cuanto a la pena, no en cuanto al premio. Este dicho lo tiene por bueno SÁNCHEZ. Pero tal vez ellos se refieren al conocimiento de la ley en cuanto a la prohibición o al precepto, no en cuanto a la pena: en este sentido, la otra parte del premio queda en duda; de ello trataremos en el libro siguiente. A mí me parece que la consecuencia que hemos sacado se deduce necesariamente de la regla propuesta. En efecto, la ignorancia de la pena, por más que sea antecedente, no excusa de la culpa en la trasgresión de la ley. Esto es evidente, porque para que la ley obligue en conciencia, no es necesario que imponga una pena; luego para obrar en contra de la propia conciencia violando la ley, no es preciso conocer la pena; luego esa ignorancia no excusa de la culpa; luego tampoco de la pena, porque si no falta la causa tampoco falta el efecto. Además, esa ignorancia a lo sumo hace que la pena no sea voluntaria; pero esto nada importa, porque la pena más bien pide ser involuntaria. Así vemos que lo hacen tanto Dios como los hombres: Dios castigará con pena eterna aun a aquellos que no sabían que a sus pecados se les debía una pena tal; y los hombres cuelgan del patíbulo al ladrón aunque éste haya desconocido la pena. En contra de esto no veo razón de alguna importancia. He dicho normalmente por razón de las cen-

Lib. V. Distintas leyes humanas suras, sobre todo por la excomunión. Acerca de éstas, hay una gran controversia sobre si la ignorancia de la censura excusa de ella. Esta controversia la expuse en el tomo 5.°, disp. 4, sect. 9, y dije que se debía admitir esta excepción, pues por razón de la contumacia que se exige, hay en las censuras una razón especial. Finalmente, esto se debe entender de suyo y abstrayendo, porque si la ignorancia de la pena redunda en ignorancia de la obligación de la ley por pensar que una ley que no impone una pena grave no crea una obligación también grave, entonces ya esa ignorancia podría excusar de la culpa y en consecuencia también de la pena. 12. En esto es en lo que los citados juristas ponen la diferencia entre la ley que castiga una acción ya anteriormente condenada y la que oor primera vez la condena y castiga. Según ellos, la doctrina dada vale para la primera, pero no para la segunda. Pero no es necesario hacer esa distinción, porque en uno y otro caso —exceptuando las censuras— la ignorancia de sola la pena no excusa de ella. En efecto, aunque la ley castigue una acción ya por otro lado condenada, la castiga como culpable sin más; ahora bien, de esta culpa no excusa la ignorancia de sola la ley que castiga; luego tampoco excusa de la pena. Asimismo, si una misma ley prohibe una acción que no ha sido condenada por otro camino y al mismo tiempo la castiga, quien comete esa acción como condenada por tal ley, la cual no desconoce como prohibitiva, incurre en su pena aunque desconozca esa misma ley como punitiva, según se ha dicho; luego lo mismo sucederá si esa acción la condena otra ley si no se desconoce tal condena y la malicia del acto. La consecuencia es clara, pues parece una cosa muy accidental el que la condena y el castigo los haga una sola ley o diversas leyes, porque la ley no castiga la culpa abstrayendo y —digámoslo así— formalmente en cuanto prohibida por ella o en cuanto que es contraria a su prohibición, sino que castiga tal culpa de una manera absoluta. Lo mismo decíamos hace poco de la ley que castiga el robo, y lo mismo sucede con la ley que castiga la simonía contraria al derecho divino: se incurre en su pena aunque uno ignore la pena o la prohibición del derecho humano. Y la misma razón hay para otras leyes semejantes. Ni veo objeción que sea de alguna importancia. Y así lo enseñan NICOLÁS

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DE TUDESCHIS, más extensamente DECIO, y otros muchos que cita FELINO. Tampoco es necesario distinguir entre pena fulminada por la ley por el hecho mismo y pena que haya de fulminar el juez, por más que esa distinción la hagan BARTOLO y otros —según los cita el mismo FELINO —diciendo que la ignorancia excusa de la pena que la ley fulmina por el derecho mismo, pero no de la pena por fulminar. Esa distinción no se basa ni en el derecho ni en la razón. En efecto, nuestras razones tienen un valor general, y prueban que en una pena impuesta sin más se incurre también sin más y sin que lo impida la ignorancia de la pena, porque ésta no excusa de la causa de la pena y así no puede excusar de la pena o reato de pena.

13. La segunda parte de la tesis se ha puesto por razón de ciertas leyes que añaden expresamente las fórmulas a sabiendas, presumiere, quien temerariamente hiciere esto u otra equivalente que, en el lenguaje de los juristas, requieren dolo. Acerca de esas leyes dijo la citada GLOSA que los que obran verdaderamente a sabiendas, a pesar de esa fórmula de la ley incurren en la pena de los que la quebrantan por ignorancia crasa. Lo mismo sostiene otra GLOSA, y las siguieron muchos que cita TIRAQUEAU. Se apoyan en el DIGESTO, en el cual se dice que la ignorancia crasa se equipara al dolo, y la razón puede ser que no excusa de la culpa grave contra tal ley. 14. A pesar de todo, la tesis propuesta es cierta. Además es necesaria en materia de Censuras. En ese tratado la siguen los doctores en general, sobre todo TOMÁS DE V I O al explicar casi todas las excomuniones, y AZPILCUETA. YO hablé largamente de esto en el tomo 5.°, dis. 4, sect. 3, desde el n. 9. También la sigue TIRAQUEAU, que cita a otros más. La razón es que —como se dice en el derecho— las penas se deben suavizar más bien que agravar. Así en las DECRETALES y en el DIGES-

TO. Ahora bien, cuando la ley añade esas palabras, ella misma suaviza la pena y no quiere que se incurra en ella más que cuando el pecado tiene tal determinada circunstancia. Luego no se debe ampliar su alcance en el sentido de que se incurra en ella faltando esa circunstancia. Confirmación: He dicho poco antes que, aunque la ignorancia no excuse de culpa mortal, si excusa de alguna modalidad, circunstancia o

Cap. XIII.

Las leyes tributarias ¿son meramente penales?

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especie de pecado a la cual se refiera la ley, eso basta para que excuse de la pena, porque en realidad hace desaparecer su causa. Pues eso es lo que sucede en este caso: el pecar con perfecto conocimiento es una circunstancia que agrava mucho la culpa y la injusticia, y a esa gravedad se refiere la ley cuando añade esas palabras; ahora bien, la ignorancia crasa, dado que no excusa de culpa mortal, excusa de esa gravedad; luego esto basta para que excuse de la pena de esa ley.

trasgresores, la pena se impone por el derecho mismo; en cambio, cuando añade la fórmula a sabiendas, de ninguna manera se equiparan, ni se incurre en esa pena por una acción hecha por ignorancia crasa, según se ha dicho.

15. Con esto resulta clara la respuesta a la razón que se ha aducido en contra. En efecto, aunque tal ignorancia no excuse de la gravedad absoluta del pecado, pero sí excusa de la modalidad de la gravedad del pecado faltando la cual —como dan a entender las dichas fórmulas— la ley no quiso castigar el pecado. Sobre la citada ley 1 .a se responde que —atendiendo a la cosa misma, y en conciencia, y por lo que se refiere a la gravedad de la culpa—, sola la ignorancia afectada se equipara al conocimiento, porque sola ella incluye el elemento voluntario directo, como bien observó la G L O SA siguiendo un texto bastante expreso del LI-

y MEDINA.

BRO 6.° DE LAS DECRETALES. Más

aún,

no

fal-

taron quienes llegaron a decir que también la ignorancia afectada basta para excusar en ese caso de la pena de la ley porque es menos que el conocimiento según las DECRETALES: NO faltos de conocimiento o d menos afectadores de ignorancia. Este es el pensamiento de CROTO en el libro 6.° Pero en realidad a la ignorancia afectada en el derecho se la equipara al conocimiento porque, por una parte, basta para la intención, temeridad y presunción directa, y por otra, incluye conocimiento al menos del peligro y de la duda, y por esta razón, de alguna manera puede parecer que —más bien que disminuir— aumenta la culpa, como más ampliamente se enseña en 1-2. Así que prescindiendo de la ignorancia afectada, la otra crasa y negligente no se equipara al conocimiento. Y la ley 1.a hay que entenderla en el sentido de equiparación no en la culpa o en la pena sino en la obligación de reparar el daño que de ahí se haya seguido, porque quien ejercita su ministerio con negligencia o con ignorancia crasa está obligado a resarcir los daños que se hayan seguido lo mismo que si lo hubiese hecho bien a sabiendas. Esto lo explicó bien en este sentido otra GLOSA DEL DIGESTO. Pueden también equipararse en que, cuando la ley no añade la fórmula a sabiendas u otras semejantes sino que sencillamente castiga a los

16. LA IGNORANCIA QUE EXCUSA DE PECADO MORTAL, EXCUSA DE LA PENA GRAVE DE LA

LEY.—La tercera y última regla es que la ignorancia que —aunque no excuse de culpa venial— excusa de culpa mortal, excusa también de la pena grave de la ley. Así piensan SOTO La razón es que tal ignorancia en realidad quita la causa y la base de esa pena, ya que las leyes humanas no suelen imponer pena grave a no ser por una culpa mortal, según se ha dicho antes. Por consiguiente, aquí con más razón puede aplicarse el principio de que la ignorancia que excusa de una circunstancia a la que se refiere la ley, excusa de la pena aunque quede culpa mortal; y mucho más excusará si queda solamente culpa venial, ya que las leyes humanas no suelen castigar así las culpas veniales, sobre todo las que no se cometen con voluntad directa, cuales son las que se cometen por esa ignorancia. Por tanto, de tal acción se puede decir que es imperfectamente voluntaria y humana; luego con razón quien falta así queda excusado de tal pena. Otra cosa sería si la pena fuese leve, tal que justamente pueda corresponder a una culpa venial, pues entonces hay que cumplir la ley a la letra. Esto podría dar pie a distintos problemas sobre las censuras e irregularidades, a saber, si se incurre en ellas por negligencias veniales. Pero de ellos hemos discutido en sus correspondientes tratados. Resta hablar aquí de la interpretación estricta de la ley penal, pero lo reservamos para el libro 6.°. Así que únicamente nos queda pasar a las otras leyes odiosas.

CAPITULO XIII LAS LEYES TRIBUTARIAS ¿SON PURAMENTE PENALES?

1. Que las leyes tributarias son onerosas y cuentan entre las odiosas es cosa conocidísima. Lo primero, por el común sentir no sólo de los textos jurídicos y de los doctores sino también de todos los hombres; y lo segundo, por sus mismos nombres, como aparecerá enseguida al explicarlos. Por eso pertenecen a este tratado, y

Lib. V. Distintas leyes humanas con razón van a una con la ley penal, pues son tan parecidas que antes es necesario explicar su diferencia. Pero primero es preciso advertir, acerca del nombre de tributo, que algunos pensaron que se derivaba de tribu, a saber, que como antiguamente los impuestos se hacían por tribus, por eso se llamaron tributos. Otros piensan que al •contrario la tribu recibió su nombre del tributo y que, como los tributos se cobraban a cada una de las partes en que se dividía todo el pueblo, por eso aquellas partes se llamaron tribus. Esto parece más verisímil, y es la opinión de GREGORIO LÓPEZ con JUAN DE PLATEA. Según esto, parece también más verisímil que tributo se derivó del verbo tribuo, como pensó también ULPIANO en el DIGESTO.

Conforme a esta etimología, cualquier determinada pensión o porción que por cualquier derecho se paga a otro podrá llamarse tributo en un sentido lato y general, tanto si la pensión es de derecho privado como si es de derecho público. Pero ya esa palabra —sea por su empleo usual, sea por antonomasia— significa la pensión pública que cada ciudadano entrega y paga por ley para los gastos del rey o para las obras comunes del estado. Hay también otros nombres para designar los tributos, como vectigal, peaje y otros semejantes los cuales indican las distintas especies de tributos —por más que a veces se emplean en un sentido más general— y por eso juzgo necesario explicar brevemente sus significados. 2. E L TRIBUTO SE DIVIDE EN REAL, PERSONAL Y MIXTO.—¿QUÉ ES TRIBUTO R E A L ? —

¿QUÉ ES CANON?—Para hacerlo mejor, es pre-

ciso primero consignar la división del tributo en real, personal y mixto, división que tomamos del DIGESTO. Se llama real el que se paga cada año por los inmuebles y tomándolo de su producto, a la manera como los diezmos eclesiásticos pueden llamarse tributos reales por más que ni suelen designarse con este nombre ni tratadnos ahora de ellos. Así pues, se llaman tributos reales ciertas pensiones que se pagan a los reyes y príncipes sacándolas de las tierras y campos que desde un principio estuvieron aplicados a ellos para su sustento pero que ellos dieron a otros en enfiteusis o feudo con la carga de una determinada pensión anual. Esta pensión en el derecho civil suele llamarse canon porque esta-

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ba mandada por una regla y ley fija, según el CÓDIGO. También se la suele llamar vectigal, y a los campos sujetos a ella vectigales, como es claro por el DIGESTO. Enseguida daremos otro significado de esta palabra más propio y usual. Se llaman tributos personales los que se pagan sólo por razón de la persona, y se llaman censo, conforme a aquello de San Mateo ¿Es lícito dar censo al César o no? En efecto, el censo aquel era un tributo para cuya imposición se hizo el empadronamiento que cuentan SAN LUCAS y los H E C H O S , según reza la opinión más probable siguiendo a JOSEFO y a sus comentaristas. Este tributo SAN LUCAS lo llama con el nombre general de tributo, SAN MATEO con el especial de censo, o quizá esas palabras son sinónimas con relación al príncipe aunque con relación a los particulares suelen distinguirse, según observa TUDESCHIS. Esto, según he dicho, es sólo cuestión de nombre. Asimismo los juristas al tributo personal lo llaman con toda propiedad capitación, como se ve en el DIGESTO y en el CÓDIGO, y eso porque se paga por cabezas. MIXTOS se llaman los tributos que se pagan por las cosas —sobre todo por las cosas muebles— y por las personas. Tal es la gabela, que se paga sacándola de las cosas o de las ventas y que en español se llama alcabala. Asimismo el vectigal, nombre que en el derecho significa el tributo que se debe por las mercancías que se meten en una región o que se sacan de ella, o por las que se pasan por los puentes o puertos, según el DIGESTO y el DECRETO. De esta forma el vectigal se distingue del tributo como la especie del género, aunque a veces parecen distinguirse como dos especies, por ejemplo en SAN PABLO: A quien tributo, tributo, a quien vectigal, vectigal, de tal manera que tributo parece significar la pensión debida por razón de la persona o de sus posesiones, y vectigal la debida por razón de las mercancías o de las cosas que se trasportan. Esto tiene su base

en el derecho —en el DIGESTO y su GLOSA—

pero ordinariamente el nombre de tributo es genérico y el de vectigal específico. Este suele llamarse también portazgo. 3. Otros tributos se llaman angaria, según el DIGESTO y el DECRETO. La GLOSA dice de éste: Son angaria los tributos que consisten en trabajos de las personas. Otros se llaman peajes

Cap. XIII.

Las leyes tributarias ¿son meramente penales?

y guías, cuyos significados son conocidos; sobre ellos puede verse la GLOSA DE LAS DECRETALES, y también la GLOSA DEL DIGESTO en la

que peaje se pone en lugar de vectigal; véanse también SILVESTRE y AZPILCUETA. De estos últimos tributos se dice en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES bajo el nombre de peaje que ordinariamente se encuentran reprobados en el derecho, no porque siempre sean injustos sino porque suelen ser sospechosos. Toda esta variedad de tributos —por lo que hace a nuestro tema— es material, pues está tomada de las cosas sobre las que se imponen o del fin y causa de su imposición; pero la razón formal de la obligación es la misma en todos y por eso hablaremos de ellos sólo en general. Otros explican la división en esas tres clases por la carga o pensión que se impone: algunas veces es una obra o trabajo de la persona, y por eso se llama personal; a veces es alguna cosa o el uso de ella, como dinero, trigo, gallinas, o el uso del caballo o de la casa; otras veces incluye ambas cosas, como si a uno en determinados tiempos se le obliga a servir a su príncipe con su persona y con su dinero. Esta explicación tiene también su base en la citada ley última, pero también ella es muy material y tiene más aplicación en las cargas o cargos privados que en los tributos, los cuales más frecuentemente suelen cobrarse en dinero, aunque algunas veces también se imponen otras cargas: acerca de éstas —por lo que toca a la justicia de las leyes— la razón es proporcionalmente la misma. 4.

HAY OBLIGACIÓN EN CONCIENCIA DE PA-

GAR LOS TRIBUTOS REALES AUNQUE NO SE PIDAN.—Con esto fácilmente se entiende que el problema propuesto no tiene lugar en los tributos reales, porque —como bien dijo AZPILCUETA— son muy naturales y justos, ya que lo que en ellos se cobra es de las cosas propias y su base es un contrato justo. Por eso las leyes que mandan pagar tales tributos, aunque en ellas se imponga una pena sin duda no pueden llamarse puramente penales sino morales, lo mismo que las que versan sobre la fidelidad a los contratos, sobre el cumplimiento de las promesas y en general sobre el pago de lo que en justicia se le deba a cada uno. Por eso es también cosa cierta que tales leyes obligan en conciencia a pagar tales tributos por entero, espontáneamente y sin ninguna disminución ni fraude, y eso aunque no se pidan: se deben por justicia conmutativa, y ésta lleva con-

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sigo esa obligación intrínseca, a no ser que por la costumbre o por algún escrito conste que las condiciones del pacto o de la carga impuesta a las cosas mismas fueron otras, pues entonces esas condiciones se han de cumplir. En consecuencia, nada más vamos a decir aquí sobre estos tributos, dado que pertenecen al tratado de los feudos y de los otros —así llamados— derechos reales. 5. Acerca de los otros tributos, la razón para dudar puede ser que ordinariamente esos tributos no se ponen con fórmulas preceptivas sino estableciéndolos bajo alguna condición penal; luego las leyes que los imponen son meramente penales. Prueba de la consecuencia: Tal condición indica que el tributo no se impone bajo reato de conciencia sino sólo bajo reato de pena, como antes se dijo de la ley puramente penal. Confirmación y explicación: Interpretando en este sentido estas leyes se guarda la equidad de la justicia necesaria para el cumplimiento de esa obligación. En efecto, de esta manera no se le defrauda al rey la pensión que se le debe, porque añadiendo la pena se compensa suficientemente cuanto puede mermarse a sus bienes negándole el tributo; luego la pena que se impone es para resarcir, o mejor, para evitar el perjuicio del rey, y evitado éste, cesa la obligación en conciencia de pagar el tributo, sea por la misma naturaleza de la cosa al no haber ningún desequilibrio, sea por intención del legislador razonablemente presumida. Confirmación de esta presunción: Las leyes tributarias, con esta explicación resultarán moderadas y tolerables; con un rigor mayor, resultarán demasiado duras y quizá injustas. Puede citarse también en favor de esta opinión a los autores que dicen que los tributos no se deben en conciencia antes de que se pidan. Los citaremos en el capítulo XV. La sostiene abiertamente ÁNGEL, y pueden citarse todos los que niegan que la ley penal obligue en conciencia, que es lo que, en consecuencia, sostuvo AZPILCUETA al hablar en particular del vectigal y del portazgo, aunque declara que después que a uno se le decomisa, no puede defender sus cosas por la violencia ni con armas, pues su detención y castigo son justos, pero que puede huir o de otra manera lícita evadirse si puede. 6. TESIS.—A pesar de todo hay que decir que las leyes tributarias —por su naturaleza o en virtud de su materia— no son penales de

Lib. V. Distintas leyes humanas suyo, y que tampoco son meramente penales por el solo hecho de que en ellas se añada una pena, a no ser que por las fórmulas o por las circunstancias de la ley conste otra cosa. Esta doctrina la tengo por común, y COVARRUBIAS la enseña largamente. La dan por supuesta todos los que dicen que las leyes tributarias obligan en conciencia: los citaré en el capítulo XV. El pensamiento es que las leyes tributarias no tienen en esto nada de particular y que por consiguiente —lo mismo que las demás leyes— también estas pueden darse de tres maneras, a saber, o como puro precepto sin añadir una pena, o como precepto y a la vez añadiendo una pena para los que no paguen, o imponiendo el tributo sin precepto con la única carga de la pena. La razón general es que la materia de estas leyes admite todas estas formas de legislación y no hay ninguna razón para excluir ninguna de ellas. Voy a explicarlo y probarlo brevemente: En la ley tributaria pueden y deben distinguirse dos elementos: uno es el que manda o impone el tributo, otro el que impone la pena a quienes no paguen el tributo; ahora bien, este elemento no va de suyo y necesariamente unido al primero sino que depende de la libre voluntad del legislador, como es evidente. Lo primero, porque el segundo elemento es posterior y en realidad completamente distinto del primero, y el primero no depende esencialmente del segundo; luego puede ponerse sin él. Y lo segundo, porque la ley podría conminar sólo con la pena en general a los que no pagasen el tributo, mandando que se les castigue dignamente si no pagan, sin determinar la pena sino dejándola a la voluntad del juez, como se hace muchas veces tratándose de otras cosas no menos graves; luego también puede no mentar absolutamente la pena sino imponer sin más el tributo, pues en eso va incluido implícitamente que el trasgresor se hace reo de la pena y que puede ser castigado al menos a voluntad del juez. Por consiguiente, aquella primera manera de legislar es posible, y las otras es cosa manifiesta que también lo son. 7. De esto se deduce claramente la primera parte de la tesis. En efecto, las leyes tributarias, por su naturaleza y por su materia, lo único en que consisten es en poner tributos, según se ha explicado; ahora bien, en cuanto tales no son penales. Prueba de la menor: El tributo, aunque algunas veces resulte gravoso o trabajoso, pero

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no supone culpa ni trasgresión alguna —ni siquiera civil— para cuyo castigo se imponga; luego no realiza el concepto de pena; luego por este capítulo tal ley no es penal. Confirmación: Muchas otras leyes pueden imponer mayores cargas o mandar cosas rilas difíciles sin ser por eso penales, como aparece claro en las leyes de la milicia y otras semejantes. Por último, la materia de tales leyes es materia de justicia conmutativa y consiste en una justa paga o ayuda que se debe prestar a los reyes para sostener las cargas de su cargOj según aquello de SAN PABLO: Pagad a todos lo que se les debe, a quien tributo, tributo, etc. Y da la razón: Pues son funcionarios de Dias asiduamente aplicados a eso mismo; por esto precisamente, dice, pagáis los impuestos. Luego estas leyes, en cuanto tales, de ninguna manera pueden llamarse penales, de la misma manera que las leyes que determinan los precios de las cosas o los jornales de los obreros no se pueden llamar penales con relación a los que tienen que pagar esas cantidades, dado que esas cosas o cargos se hacen o se dan en utilidad o provecho de ellos. 8. Se dirá que a veces un tributo puede imponerse en castigo, como muy bien enseñó V I TORIA y se deduce del DEUTERONOMIO; y es cosa clara, porque un rey puede castigar a una ciudad rebelde o a otro reino o estado que haya cometido una injusticia contra él después de haberla conquistado; luego justamente puede elegir a su voluntad un tributo para imponérselo en castigo. Respondo que nosotros hablamos formalmente del tributo en cuanto tributo según su fin propio y —como quien dice— según su naturaleza intrínseca: en este sentido es cosa manifiesta que el tributo no es una pena. Sin embargo, nada impide que su imposición se haga en castigo: en ese caso obrará como pena en cuanto a la obligación; únicamente hay que tener en cuenta que en esos casos y en otros parecidos el tributo —por hipótesis— no se impone por un delito futuro sino por uno ya cometido y después de una justa condena, y que por tanto la obligación de pagar ese tributo es igual a la que tiene un reo de pagar una pena pecuniaria después que justamente ha sido condenado a ella. 9. De esto se deduce además que las leyes tributarias, desde el punto de vista de lo que requieren de suyo e intrínsecamente, son verdaderas leyes morales que obligan en conciencia. Prueba: Si esta ley manda el tributo sin añadir una pena, impone la obligación de pagar el

Cap. XIII.

Las leyes tributarias ¿son meramente penales?

tributo, pero no impone una obligación penal, porque —por hipótesis— no habla de ella expresamente; luego impone obligación en conciencia. Prueba de la última consecuencia: De no ser así, sería una ley inútil e ineficaz, pues no coaccionaría al trasgresor de ninguna manera; en efecto, si no obligase en conciencia, tampoco uno después de la trasgresión podría ser castigado, pues tampoco se dio bajo esa condición. En segundo lugar, una ley del superior que se da de una manera absoluta obliga en conciencia conforme a la capacidad de la materia; ahora bien, esa materia es capaz de verdadera obligación, porque es materia de justicia y de un impuesto justo que se debe pagar, según se ha explicado. Más aún, aunque la ley no tuviese otras fórmulas preceptivas fuera de la determinación de la cantidad que se ha de pagar como tributo al príncipe, obligaría en conciencia, porque el deber de alimentar al rey y sostener sus cargas es natural; luego por solo el hecho de que la ley determine la cantidad y la manera, obliga en conciencia a que se cumpla, porque desde ese momento ese es el punto medio de la justicia, como se puede ver claramente en los otros precios que se determinan por ley y en los diezmos eclesiásticos en lo que se refiere a la cuota que la Iglesia determina. 10. PORQUE SE AÑADA UNA PENA, NO SE LE DA AL VASALLO OPCIÓN ENTRE EL TRIBUTO O LA PENA, POR MÁS QUE NO ES IMPOSIBLE DAR LA LEY EN ESA FORMA DISYUNTIVA. La segun-

da parte de la tesis se prueba por lo que se ha dicho acerca de la ley penal en general. En efecto, la añadidura de una pena no suprime la obligación que crearía esa misma ley dada sin la pena; ahora bien, se ha demostrado que la ley tributaria, en cuanto que es moral, si se da sin la añadidura de la pena, obliga en conciencia; luego aunque se le añada la pena, obligará de suyo a pagar el tributo o a restituirlo —cuando en contra de la justicia no se haya pagado— sin previa condena o sentencia, y eso aunque entonces nadie fuerce a pagar la pena antes de la sentencia, según la doctrina general que se ha dado acerca de la ley penal. Esta doctrina no es menos aplicable a las leyes tributarias que a las otras —supuesto que las fórmulas de la ley sean iguales— pues ninguna razón de diferencia puede idearse. Expliquémoslo: En tal ley mixta o —como quien dice— compuesta de tributo y de pena, la imposición del tributo y la añadidura de la pena se ordenan a distintos fines: el tributo es

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para el sustento del príncipe, o sea, para cumplir la natural obligación de dar una justa paga a quien trabaja en nuestro provecho, y la pena es para forzar a cumplir esa primera obligación o —si no se cumple— para castigar este delito, luego aunque el tributo sea justo y apto para su fin y su obligación se mantenga toda entera, justamente se añade la conminación de la pena y —si se falta— su ejecución además del cobro completo del tributo. También en las penas convencionales que suelen añadirse a los contratos, a quien quebranta el contrato justamente puede cobrársele la pena además del interés y de la compensación por el perjuicio causado, como se dijo antes. Luego lo mismo sucede en nuestro caso: entre el príncipe y los subditos media una especie de contrato por el que se comprometen, aquél a gobernar y éstos a alimentarle mediante el pago de tributos, y para consolidar este contrato puede añadirse una pena, no para disminuir la fuerza u obligación del contrato sino para añadir una nueva coacción. Por eso también puede darse la siguiente explicación: Por la añadidura de la pena no se concede al vasallo libertad u opción entre pagar el tributo o soportar con paciencia la pena si se le impone, pues en ese caso la añadidura de la pena no aumentaría sino disminuiría la eficacia de la ley, lo cual claramente es contrario a la intención de tales legisladores; luego añadiendo la pena no suprimen el precepto sino lo confirman y urgen; luego la ley obliga siempre de suyo aunque se le añada una pena. En realidad esto es lo más conforme al fin de tal ley y —por decirlo así— como connatural a ella, según explicaré más en el punto siguiente. 11. Queda por explicar la tercera parte de la tesis, a saber, que cuando por las palabras y forma de la ley conste que la intención del legislador es imponer el tributo no absolutamente sino sólo bajo la condición A tío ser que uno prefiera quedar expuesto a la pena o —lo que es lo mismo— bajo la disyuntiva de, o pagar el tributo, o de soportar la pena por no haberlo pagado si se da sentencia, entonces las leyes no obligan en conciencia de una manera determinada al pago del tributo, sino sólo a manera de pena o juntamente con esa pena cuando se exija. Esta parte contiene dos. Una es que el tributo puede imponerse sólo de esta manera. Esto es evidente, pues ello depende de la voluntad del príncipe y no contiene injusticia ni rigor sino más bien suavidad, ya que parece que el príncipe al hacerlo, más que excederse en algo, cede en parte de su derecho. Además esta ma-

Lib. V. Distintas leyes humanas ñera no es más imposible en esta materia que en otras, ya que ninguna razón de diferencia puede aducirse, según hemos argumentado acerca de las otras. La segunda parte es que, dada una ley así, no obliga en conciencia enseguida o determinadamente al pago del tributo. Esto es también evidente por las mismas razones poco más o menos. Lo primero, porque esta obligación depende de la voluntad del príncipe, y el príncipe declara suficientemente con esas palabras que no quiere obligar de una manera absoluta sino sólo bajo la condición o disyuntiva que se ha dicho. Y lo segundo, porque no hay razón mayor tratándose de esta materia que de las otras; ahora bien, en las otras esa ley no obliga en conciencia si no es de la manera dicha, según se ha demostrado antes; luego tampoco en esta. 12. Pero al punto surge un problema que se ha discutido también antes acerca de la ley penal en general: Las leyes tributarias que añaden una pena, tal como se dan ordinariamente ¿se han de entender conforme a esta última parte o conforme a la segunda? Sobre este punto hablaremos más un poco después en el capítulo XV. Ahora —brevemente— juzgo que estas leyes penales que imponen tributos bajo pena son mixtas y que por tanto de suyo obligan en conciencia al pago del tributo. La razón es que las fórmulas de la ley ordinariamente son preceptivas —como lo son generalmente en las otras leyes morales que se ordenan al buen gobierno del estado—, y que por tanto obligan en conciencia no obstante la añadidura de la pena. En segundo lugar, se presume que la intención es esa, a no ser que conste ciertamente otra cosa con certeza moral, porque —según decía— con la pena los príncipes quieren aumentar —no disminuir— la eficacia de la ley, y porque lo que directamente pretenden es conseguir de hecho el tributo necesario para ellos y para el bien común del estado. De esto se deduce la tercera razón: que la materia de tales leyes exige muchísimo esa obligación por ser materia de justicia, y eso en una cosa gravísima y perteneciente al bien común y hasta necesaria moralmente para la conservación y gobierno del estado; luego a esa materia como que se le debe y le es connatural un precepto que obligue de suyo y de una manera absoluta y no sólo bajo el pacto condicional de soportar la pena, cosa muy accidental y de suyo insuficiente para el fin gravísimo de los tributos.

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Por tanto juzgo que estas leyes no se han de regular por las que prohiben bajo pena cazar, cortar leña o sacar algo del reino, pues estas prohibiciones y otras semejantes son ordinariamente de una importancia mucho menor y no de grave necesidad para el reino, y por tanto para ellas basta la coacción o compensación —llamémosla así— contingente de la pena. En cambio la imposición y el pago de los tributos la ley los pretende como una cosa de suyo debida y necesaria para el estado y para el príncipe, y por tanto de suyo reclaman un precepto verdadero y directo que, aunque se acumulen las penas, obligue de suyo y de una manera absoluta. Por eso pienso que para que la ley se entienda de esa manera, no basta que hable condicionalmente diciendo Si uno no paga tal tributo, sea castigado con tal pena, pues tal ley supone necesariamente que tal tributo es debido y por eso casi nunca se pone esa condicional, a no ser después de la imposición del tributo —la cual se hace mediante un precepto absoluto—, o al menos después de determinar la cantidad que se ha de pagar, hecha la cual la ley natural de la justicia obliga a pagar el tributo aun antes de añadir la pena. Ahora bien, esa obligación no desaparece porque se añada esa condicional, como consta por lo dicho; luego ésta no basta en esa materia para presumir que la ley es puramente penal, sino que es necesario que eso, o se exprese con fórmulas más claras, o se deduzca de otras circunstancias o de una costumbre cierta. 13. RESPUESTA A LOS ARGUMENTOS DE LA OPINIÓN CONTRARIA.—Al argumento de la opi-

nión contraria se responde que a lo sumo prueba la tercera parte de nuestra tesis; pero como va sencillamente contra la segunda y de la añadidura de la pena pretende deducir la supresión de la obligación absoluta en conciencia, se responde negando esta consecuencia, porque esto no es necesario para la equidad de la justicia, según se ha demostrado; muy al contrario, para garantizar suficientemente la justicia y la equidad que ha de observarse entre el príncipe y sus subditos, es necesario que a los subditos se les obligue sencilla y absolutamente en conciencia a pagar los tributos justos y que a los rebeldes se les castigue con una pena diferente. En efecto, la justicia vindicativa es distinta de la conmutativa: la primera obligación pertenece a la conmutativa y su trasgresión constituye un nuevo reato o deuda en orden a la justicia vindicativa.

Cap. XIV.

Poder para imponer tributos

Tampoco por sola la amenaza de la pena puede presumirse otra cosa acerca de la intención del legislador, según se ha demostrado; ni ningún desequilibrio o excesivo rigor resulta en estas leyes —por solo ese capítulo— más que en todas las otras que al mandar amenazan con una pena a los trasgresores, o más que en los contratos justos y equitativos, a los cuales sin embargo —además del interés— se les añade una pena, según se ha dicho. CAPITULO XIV PODER NECESARIO PARA QUE UNA LEY TRIBUTARIA SEA JUSTA

1. Como la obligación de una ley depende ante todo de que esa ley sea justa, y para que los tributos sean justos se requieren muchas condiciones, es necesario explicarlas, y la mejor manera de hacerlo será recorriendo las causas de los tributos. Por lo que se refiere a la causa eficiente, es cosa cierta que quien da tal ley, necesita poder para imponer el tributo; de no ser así, la ley no será justa sino tiránica. Esta tesis es clara. En primer lugar, cuando no hay poder, el acto no puede ser válido y mucho menos justo. Además el superior en ese caso no puede mandar, y el inferior no está obligado a obedecer, pues estas dos cosas son correlativas. Finalmente, la primera condición necesaria para que una ley sea justa es poder para darla, según se ha visto antes; luego ese mismo poder se requiere también tratándose de una ley tributaria. Más aún, en este caso hay que tener en cuenta que no todo poder que sea suficiente para dar leyes en otras materias basta para imponer tributos, pues las leyes a veces puede darlas un príncipe no soberano o una ciudad o un magistrado según las bases fundacionales de su cargo; en cambio el tributo sólo puede imponerlo un soberano que no reconozca superior en su esfera, como se verá por lo que luego diremos; por eso, además de la razón general a todas las leyes, esta condición se requiere de una manera especial tratándose de las leyes tributarias. 2. E L TRIBUTO SÓLO PUEDE IMPONERLO UN SOBERANO QUE NO RECONOZCA SUPERIOR EN SU

ESFERA.—Al punto ocurre preguntar quiénes

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tienen este poder en el estado. Respondo que —por lo que se refiere a las leyes civiles— este poder, según el CÓDIGO, lo tiene ante todo el emperador; en él se añade que las ciudades no tienen este poder; y lo mismo se dice en el D I GESTO. Ello se debe entender en el sentido de que este poder el emperador ahora lo conserva en los territorios del imperio en los que mantiene su soberanía, pero no en los otros reinos o regiones en los que la ha perdido ya, conforme a lo que se dijo en el libro anterior. En consecuencia, hay que añadir —en segundo lugar— que este poder lo tienen los reyes, los cuales —según se dijo antes— en la soberanía se equiparan a los emperadores. Así está también en las leyes de estos reinos, y ambas cosas se dicen claramente en las DECRETALES, por más que el OSTIENSE en su comentario lo niegue y por reyes entienda al rey de romanos en contra de lo que las palabras significan, en contra de la GLOSA y sin base ninguna. Más aún, ello debe alcanzar también a los príncipes —según las DECRETALES y la G L O SA—, entendiéndolo de los príncipes que, aunque no se llamen reyes, tienen la suprema jurisdicción en lo temporal. En este sentido la razón resulta fácil, porque para la imposición de tributos más se atiende a la jurisdicción que al nombre o a otro aspecto de la dignidad. Además estos príncipes pueden declarar la guerra y administrar el estado con independencia de otro superior temporal; ahora bien, para esto se nenecesitan tributos; luego también tienen poder para imponer tributos. Añadimos —en cuarto lugar— que todos los demás que reconocen superior en lo temporal, no pueden imponer tributos, según se deduce de esas mismas leyes y enseñan DECIO y REBUFFE.

La razón parece ser que el poder del agente debe corresponder al fin; ahora bien, el fin de los tributos es el bien común del estado; por tanto el poder de imponerlos únicamente se le ha dado a quien tenga el cuidado supremo de todo el estado. Además este poder de suyo y principalmente y por la naturaleza de la cosa lo tenía el estado; por consiguiente, los estados que ahora son soberanos conservan ese poder porque cuentan entre los reyes y príncipes; luego cuando el estado ha traspasado su poder a un príncipe, este poder únicamente lo tiene ese príncipe, que es el que tiene la soberanía del estado.

Lib. V. Distintas leyes humanas 3. Si NO ES NECESARIO PARA EL FIN ESPIRITUAL, E L P A P A NO PUEDE IMPONER TRIBUTOS A TERRITORIOS QUE NO SEAN SUYOS EN LO TEMPORAL; TAMPOCO LO PUEDE NINGÚN CONCILIO.—Preguntará alguno si el Pontífice o el

concilio u otro poder eclesiástico posee este derecho. En efecto, algunos dicen que el concilio general tiene este poder, puesto que —según se da a entender en las DECRETALES— puede con-

cederlo a otro. La respuesta es, sin embargo, que el Pontífice, en cuanto que es príncipe temporal, puede imponer tributos en sus territorios, porque en realidad es su soberano en lo temporal con dominio y poder directo sobre ellos. Pero en los otros reinos, de la misma manera que no tiene dominio o jurisdicción temporal, así tampoco puede de suyo y directamente imponer tributos temporales, porque este es un acto propio de aquel poder. Con mayor razón es esto verdad tratándose de cualquier otro prelado eclesiástico inferior o del concilio —incluso del general— cuyo poder depende ante todo del Pontífice.\ Sin embargo, si ello es necesario para el fin espiritual —por ejemplo, para defender a la Iglesia de los infieles o de los herejes— el Sumo Pontífice puede imponer tributos temporales, porque bajo ese aspecto tiene la soberanía también en lo temporal. También puede directamente al Sumo Pontífice— por ese mismo fin o para obtener recursos que le sean necesarios— imponer tributos sobre los bienes de la Iglesia, lo mismo que al tratar de los diezmos dijimos que puede reservar para sí una parte de ellos porque en ese campo es de suyo y directamente soberano de toda la Iglesia y supremo administrador de sus bienes, y por tanto también en esto tiene la soberanía. En cambio los otros obispos no pueden esto, según las DECRETALES. El concilio general lo podrá en tanto en cuanto lo conceda o apruebe el Pontífice. Además la Iglesia puede declarar qué príncipes temporales pueden imponer tributos y prohibir que otros los impongan, como lo hizo el CONCILIO DE LETRÁN en el citado capítulo Innovamus; así se entiende también el citado capítulo Super quibusdam. Y una prohibición semejante se hace todos los años bajo una censura gravísima en la Bula de la Cena. 4.

TAMBIÉN SON JUSTOS LOS TRIBUTOS cu-

yos AUTORES SE DESCONOCEN.—En el citado capítulo Super quibusdam se añade que no sólo son justos los tributos de los cuales consta que han sido impuestos por reyes o príncipes sobe-

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ranos sino también aquellos cuyos autores se desconocen con tal que hayan sido introducidos por costumbre inmemorial. La razón es que cuando ni consta ni puede constar que sean injustos, según el derecho se presume que son justos; ahora bien, en ese caso no puede constar que tal tributo fuera impuesto sin autoridad legítima; más aún, habiéndose sostenido hasta el punto de que durante un espacio larguísimo de tiempo ha sido pagado por toda la comunidad, se presume que sus principios fueron justos. Además, la prescripción —sobre todo la inmemorial— crea un derecho suficiente; ahora bien, esa costumbre prescribe; por eso dijimos que se requiere buena fe, la cual es necesaria en toda prescripción. 5. Pero sale aquí al paso un grave problema: ¿Se debe decir lo mismo acerca del poder para imponer nuevos tributos por costumbre inmemorial aunque el que lo impone no sea soberano en lo temporal? Porque hay que tener muy en cuenta que son cosas muy distintas el imponer un tributo y el cobrar uno que esté ya impuesto, y que asimismo, una cosa es tener costumbre inmemorial de cobrar un tributo que se supone ya impuesto por esa misma costumbre, y otra tener costumbre inmemorial de imponer nuevos tributos y, en consecuencia, de cobrarlos después. Este poder es sin duda mucho mayor, como bien observaron CASTRO y MEDINA: lo primero, porque es un poder legislativo y de jurisdicción y abarca muchos actos, entre ellos el hacer nuevas imposiciones, y en cambio el otro es un derecho particular de percibir o beneficiarse de una pensión que se supone ya impuesta. Por eso para mí es cosa cierta que de esta última costumbre no se deduce legítimamente la primera, porque muchos príncipes inferiores e incluso personas particulares tienen por la costumbre el derecho de cobrar algunos tributos antiguos que fueron impuestos por un rey o cuyos comienzos o autor se desconocen, y no tienen el poder ni la costumbre de imponer nuevos tributos. Por tanto, aunque la razón aducida pruebe que un tributo antiguo de cuyos principios no hay memoria cuenta por justo y por legítimamente introducido, y que por tanto justamente puede cobrarlo quienquiera que tenga título o la costumbre legítima de percibir tal pensión, todavía queda el problema de si un príncipe no soberano que alegue una costumbre inmemorial de imponer tributos puede justamente hacer nuevas imposiciones.

Cap. XIV.

Poder para imponer tributos

6. OPINIÓN QUE AFIRMA QUE —ACERCA DEL PODER PARA IMPONER NUEVOS TRIBUTOS POR COSTUMBRE INMEMORIAL AUNQUE EL QUE LO IMPONE NO SEA SEÑOR SOBERANO, EL CASO ES EL MISMO.—Acerca de este problema, MEDINA

afirma que tal tributo es justo. Se basa principalmente en el citado capítulo Super quibusdam, que él entiende de una manera muy distinta de como nosotros lo hemos explicado. En efecto, de ese capítulo deduce que la autoridad para imponer tributos la tiene el emperador, el rey, el Papa, el concilio y la antigua costumbre, y así piensa que el Pontífice en ese texto se refiere principalmente a los nuevos tributos que se imponen en virtud de un poder que ha prescrito por la costumbre sin más título. Verdad es que poco después reconoce que también es lícito cobrar tributos antiguos fundados en costumbre inmemorial, porque entonces es justo presumir a favor de quienes los perciben; y en el párrafo Sed forte, al proponer una objeción contra el dicho capítulo Super quibusdam, responde que no es contrario y —aprobando más bien esos nuevos tributos— insinúa, dice, que también estos antiguos pueden justamente percibirse. En favor de esta opinión puede citarse a N I en cuanto que dice que este poder de imponer tributos puede adquirirse por prescripción y que los derechos propios de un príncipe pueden adquirirse por costumbre inmemorial según la doctrina de BARTOLO e INOCENCIO. Más expresamente enseña esto TUDESCHIS en el citado capítulo Super quibusdam. De él parece haber tomado MEDINA SU interpretación de ese texto. Esa misma opinión sostiene SAN ANTONINO, el cual habla en particular de ciertas contribuciones que algunas ciudades suelen imponer sólo a sus miembros para que contribuyan a las necesidades comunes, porque aunque esto, dice, ordinariamente no puedan hacerlo sin contar con el príncipe, otra cosa será si tienen la costumbre de hacerlo así desde tiempo inmemorial. COLÁS DE TUDESCHIS

7. Esta opinión se puede apoyar con razones. En primer lugar y por lo que se refiere a la prescripción, la misma razón parece haber para el derecho de exigir un tributo antiguo que para el poder de imponer uno nuevo en lo tocante a la posibilidad de adquirirlos por costumbre, pues ambos son propios de un príncipe; luego si el uno se adquiere por prescripción ¿por qué no el otro? Poco importa que la diferencia sea cuantitativa: eso es accidental y se da en otras muchas cosas que pueden prescribir en contra del príncipe, como son la jurisdicción —la cual,

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aunque es propia del rey, se adquiere por la costumbre—, el poder de legitimar a los hijos espúreos, de restituir la fama a los infames, de nombrar notarios, y otras cosas parecidas. Estas cosas— como observa INOCENCIO— prescriben en contra del príncipe a pesar de que no parecen menores que el poder de imponer tributos. De esto se saca una confirmación: Una prescripción inmemorial equivale —según BALDO— a un privilegio concedido por el príncipe con perfecto conocimiento; ahora bien, por privilegio del príncipe un inferior puede imponer tributos: esto se deduce de los textos jurídicos aducidos, los cuales dicen que nadie puede imponer tributos fuera del príncipe o de quien tenga autoridad recibida de él; luego ese mismo poder podrá adquirirse por prescripción inmemorial. Prueba de la consecuencia y a la vez de la mayor: Por tal costumbre se presume que ese poder tuvo su origen en algún privilegio semejante, y así, o la costumbre misma da el poder, o al menos lo prueba suficientemente en cuanto que es razón suficiente para presumir la legitimidad de su origen. Por eso dijo también la GLOSA que una costumbre inmemorial crea derecho o privilegio. 8. OPINIÓN NEGATIVA.—A pesar de CASTRO sostiene la opinión contraria, y

todo, dice que la costumbre inmemorial vale para cobrar los tributos introducidos desde aquellos tiempos antiguos, pero no para imponerlos nuevos. La primera prueba que aduce es que el capítulo Super quibusdam se refiere a los tributos antiguos, no a los nuevos que se impongan por costumbre antigua. En este argumento a mí me parece que se deben mirar y distinguir dos cosas: la interpretación de aquel texto, y la consecuencia que de él se saca. Acerca de la primera, parece más verdadera esta última interpretación, puesto que en el texto no se dice que la costumbre baste para imponer tributos ni para el poder de imponer tributos, sino que están prohibidos aquellos tributos que no aparece que hayan sido concedidos por la largueza de los emperadores o de los reyes o del Concilio de Letrán, o que hayan sido introducidos por antigua costumbre de la que no haya memoria. Así que el Pontífice habla abiertamente en estas últimas palabras de los tributos introducidos por antigua costumbre y sólo de ellos. Por eso no veo por qué dijo MEDINA que esto se insinúa en aquel texto, y no más bien que esto es lo único que se afirma expresamente y

Lib. V. Distintas leyes humanas que cualquier otra cosa que se afirme apoyándose en eso es por deducción y no porque se contenga en el texto. Tampoco veo por qué dijo el mismo autor con TUDESCHIS que en ese texto se enumeran cuatro que tienen autoridad para imponer tributos, a saber, el emperador, el rey, el concilio —se entiende con el Pontífice— y la costumbre, pues allí no se dice que la costumbre dé autoridad para imponer tributos sino que d,a autoridad a un tributo que hoy se halla impuesto: esto es sin duda muy distinto, como muy bien dijo CASTRO. Tampoco MEDINA niega que estas dos cosas sean distintas, pero hace mal en esforzarse por acomodar la letra de aquel texto a ambas cosas, y todavía yerra más en acomodar principalmente el texto a la parte que no se contiene en su letra. 9. Lo otro que de esta interpretación verdadera deduce CASTRO a mí no me parece que se pruebe por este texto positivamente, sino a lo sumo negativamente, porque aunque allí no se afirme que la costumbre inmemorial pueda dar el poder de imponer tributos, pero tampoco se niega; luego de ahí no puede deducirse un testimonio positivo sino sólo negativo en contra de la opinión anterior. Según esto, sólo tienen poder para imponer tributos los que se enumeran en aquel texto; ahora bien, allí no se le da ese poder a la costumbre. Semejante a ese es el otro argumento que CASTRO toma del citado capítulo Innovamus, por más que él mismo dice que en él a la costumbre antigua se le niega abiertamente el poder de imponer nuevos tributos, ya que expresamente se dice allí que ese poder únicamente se concedió a los reyes y príncipes. Según esto, de la palabra exclusiva únicamente parece deducir que a la costumbre se le niega ese poder. Pero en rigor esta deducción no parece bien fundada: lo primero, porque las expresiones exclusivas no excluyen a los elementos que son iguales, como en ese caso no se excluye al concilio; y lo segundo, porque las expresiones exclusivas no excluyen a los elementos concomitantes; ahora bien, tal se puede decir que es-la costumbre, pues en tanto ella tiene valor en cuanto que se presume que está basada en la autoridad del príncipe. Según esto, añado que en ese texto no se encuentran las palabras ni expresiones que CASTRO pretende, sino que las palabras son: Nadie presuma imponer a otro nuevos pagos de peajes sin la autoridad y consentimiento de los reyes o príncipes. Ahora bien, quien impone nuevos peajes en virtud de la costumbre no presume imponerlos sin la autoridad de los reyes o prín-

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cipes sino que alega y presume que tal costumbre está basada en la autoridad de los reyes; luego no puede decirse que a la costumbre abiertamente se la excluya en ese texto; luego a lo sumo podrá decirse que en él no se prueba que tal costumbre baste. Este argumento negativo sacado de los dos textos es bien ligero, y ambos textos pueden devolverse en contra. El primero argumentado con que la misma razón existe para ello y negando que a la costumbre se la omita del todo, puesto que está incluida en uno de los otros dos elementos, sea en el poder de los reyes, sea en la concesión del concilio. Y el otro porque si un inferior, por costumbre inmemorial, realiza una acción que es propia de un príncipe, es de creer que la realiza con la autoridad del príncipe; pues bien, con ese texto se aprueban los nuevos tributos impuestos por la autoridad del príncipe; luego también los impuestos por costumbre inmemorial, porque ésta incluye la autoridad del príncipe. 10. Por consiguiente, esos textos jurídicos podemos aducirlos en favor de esta opinión en otro sentido, a saber, en cuanto que contienen una autoridad solamente negativa. En efecto, ningún poder puede adquirirse por costumbre o prescripción si no es en virtud de alguna ley civil o canónica; ahora bien, no existe ninguna ley que dé autoridad para que el poder de imponer tributos prescriba; luego este poder no puede adquirirse por prescripción y, en consecuencia, ningún príncipe que reconozca superior puede —so pretexto de costumbre, aun inmemorial— hacer uso legítimo de ese poder. La mayor es clara, porque la prescripción no tiene su origen en el derecho natural; más aún, de alguna manera parece discrepar de él o al menos ser una añadidura. Tampoco consta que sea de derecho de gentes, porque no todos los pueblos hacen uso de ella ni de la misma manera. Por tanto es preciso que su base esté en el derecho humano civil o canónico, porque sin la autoridad del derecho no habría prescripción sino una injusta usurpación de lo ajeno. Prueba de la menor: No existe ninguna ley civil que apruebe tal prescripción; tampoco ninguna ley canónica, pues las principales son esos dos capítulos que se han discutido antes, y^ya se ha demostrado que en ellos nada se manda sobre esta costumbre, y por lo demás se condenan en general todos los tributos que no hayan sido concedidos por los reyes, por los príncipes, por el Papa o el concilio; y en el texto original del CONCILIO DE LETRÁN

celebrado

Cap. XIV.

Poder para imponer tributos

bajo ALEJANDRO I I I se añade que nadie se atreva a imponer tales tributos o a mantener los que se impongan de nuevo. Además en ese texto, para que los tributos sean justos, parece exigirse que conste que han sido impuestos por la autoridad de un soberano si son nuevos, o que esa autoridad se presuma por costumbre inmemorial si son antiguos: de presunción o prescripción a favor del poder de imponerlos no hay en ese texto ni una palabra. Tampoco vale nada el argumento de comparación que se aducía: lo primero, porque este traspaso o usurpación de un derecho ajeno por la costumbre es odioso, y por tanto no debe ampliarse sino restringirse; lo segundo, porque la razón no es igual, puesto que hemos demostrado que este poder es mayor; y finalmente, porque la prescripción de este poder puede ceder mucho más en ruina del estado, y por tanto mucho menos puede presumirse que los príncipes la aprueben; luego si no existe una ley expresa, no es lícito deducirla sólo por conjetura o comparación. 11. Esta razón la confirma otro principio de los juristas según el cual las atribuciones que competen a la soberanía como esenciales a ella, los subditos no pueden asumirlas por prescripción de la costumbre; ahora bien, tal es el poder de imponer tributos. La mayor consta por la opinión general de los juristas BALDO, TUDESCHIS y otros a los cuales cita y sigue COVARRUBIAS y también VELASCO.

La razón de principio de esto es que ningún derecho humano apoya a esa prescripción sino que, muy al contrario, se opone a ella, como aparece en el Derecho Civil y en el Derecho de España. También se opone a ella el Derecho de Portugal. La razón de congruencia es que no puede presumirse que un príncipe se avenga a esa prescripción, más aún, que pueda avenirse en justicia, puesto que sería muy perniciosa para el estado y para el príncipe mismo, ya que en parte quedaría privado de su poder real. Asimismo la proposición menor del argumento puede deducirse de los citados capítulos Innovamus y Super quibusdam en cuanto que enseñan que el poder de imponer tributos está reservado al rey, al emperador y a otros sobera-

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nos así. Se encuentra también en el DIGESTO y en el CÓDIGO, en el que la GLOSA observa que

esto está reservado al príncipe. 12. Quizá dirá alguno que una cosa es que una acción esté reservada al príncipe, y otra que —como quien dice— pertenezca a la íntima esencia de su soberanía o que sea como una señal propia y exclusiva de su excelencia soberana: la primera proposición es verdadera acerca de estas últimas acciones, pero no acerca de las primeras, como demuestran las pruebas aducidas en favor de la opinión contraria, y la imposición de tributos únicamente se prueba que esté reservada al príncipe de la primera manera. Ni se deduce otra cosa de los textos jurídicos citados, y por tanto la razón no vale, porque muchas acciones semejantes reservadas al príncipe pueden prescribir en contra de él, según se ha demostrado antes por inducción. En contra de esto, voy a demostrar que la imposición de tributos le pertenece al príncipe de la segunda manera y en un sentido estricto. En primer lugar, voy a examinar las palabras del Pontífice en el DECRETO: A los emperadores, por la paz y equidad con que nos deben guardar y defender, se les debe pagar lo que está señalado. Con estas palabras se da a entender que el título por el que se deben los tributos se basa en la obligación que tiene el rey de mantener su reino en paz; ahora bien, esta obligación requiere la soberanía y se basa en ella; luego el tributo se refiere esencialmente a ese poder, y una tle sus propiedades es el ser como una señal de reconocimiento de esa soberanía. Una confirmación de esto es lo que dice SAN AGUSTÍN: LOS tributos se dan para pagar a los soldados que son necesarios por razón de las guerras, pues aunque esta no sea la única causa de la imposición de tributos, es una de las principales y demuestra que, así como el poder de declarar la guerra es propio del soberano y no puede adquirirlo por prescripción un príncipe inferior que reconozca superior, lo mismo el poder de imponer tributos. Además, de las leyes citadas se saca un excelente argumento: Expresamente determinan que nadie puede, por prescripción, librarse del pago de tributos, como se ve por la citada ley Comperit y por otras de estos reinos, y por TUDESCHIS, que da como razón que el tributo

Lib. V. Distintas leyes humanas se debe en señal de sumisión; ahora bien, mucho más es el que prescriba el poder de imponer tributos que el que prescriba la exención de pagarlos, puesto que mayor señal de soberanía es el imponer tributos que el cobrarlos. 13. Vamos a explicar más esto. El rey tiene poder para imponer tributos en todo su reino, aun en los territorios sujetos a algún príncipe inferior subdito suyo; por consiguiente, cuando ese príncipe inferior adquiere por la costumbre el poder de imponer tributos en sus territorios, una de dos: o el rey lo pierde, o lo conservan ambos. Lo primero es esencialmente contrario a la dignidad real, puesto que en gran parte da al traste con ella, cosa imposible por prescripción, según se ha demostrado. Es también contrario a la natural obligación que los vasallos tienen de reconocer al rey como su señor soberano. Y lo segundo es también contrario a la justicia con relación a los pueblos, pues ello les resultaría excesivamente gravoso. Explico ambas cosas de la siguiente manera: Los pueblos, por justicia natural, de suyo y principalmente están obligados a pagar tributos al rey: lo primero, porque él es su señor soberano, y lo segundo, porque su poder procede inmediatamente del pueblo; por tanto también los pueblos sujetos a un príncipe inferior sujeto alrey, en cuanto que son una parte del reino están obligados de suyo a contribuir al sostenimiento del rey, de su condición y dignidad, y de todos sus cargos y cargas: esto hacen los pueblos pagando tributos. Luego sería contrario a la justicia el que también un príncipe inferior y —como quien dice— siguiente al rey pudiera con su autoridad imponer nuevos tributos a ese mismo pueblo, y que el pueblo pudiera ser obligado a pagar tributos por dos príncipes y sobre todo por aquel con quien en un principio no hizo contrato ninguno y a quien no otorgó el poder. En efecto, esos príncipes inferiores recibieron su condición y dignidad no del pueblo sino de los reyes o del emperador, y por tanto el poder que tienen de recibir de sus vasallos determinadas rentas lo tienen no del pueblo sino del rey o en conformidad con la orden del rey. Esta parece ser la verdadera razón por la que la acción de imponer tributos es propia del soberano, y esa razón —en consecuencia— parece demostrar muy bien que esta es una cosa tan intrínseca a ese poder soberano, que la costumbre contraria lo destruye y es muy contraria a la justicia, y que por tanto no es admisible en

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contra del príncipe ni basta para la justificación de nuevos tributos si falta una autorización bien cierta concedida por los reyes. 14. OPINIÓN DEL AUTOR.—Pues bien, esta opinión a mí me parece más verdadera y más segura porque es más conforme al derecho y a la razón y porque la imposición de tributos es una cosa importantísima y requiere mucha consideración para que se haga justamente. Por tanto no se debe confiarla fácilmente a la voluntad de quienes tienen superior en lo temporal, ni se debe tener por buena a la costumbre que introduce otra cosa, ni se debe presumir que esa costumbre se haya introducido de buena fe o con conocimiento y consentimiento de los reyes. Sin embargo, es preciso advertir que una cosa es que un príncipe inferior adquiera por prescripción el poder de imponer tributos manteniéndose sujeto a su superior pero sin su autorización, y otra que un príncipe que antes había reconocido superior, por costumbre y prescripción quede exento de tal sujeción y se convierta en soberano y de esta forma adquiera el poder de imponer tributos. Hasta aquí nos hemos referido a la primera manera, y en ese sentido decimos que ello no es posible: lo primero, por los textos jurídicos que se han citado; y lo segundo, porque ello es contrario a la equidad de la justicia y al orden debido, el cual se ha de observar mientras subsista la sujeción. 15. En cambio en la segunda manera, si suponemos que ese poder y exención puede adquirirse por prescripción —como enseñan comúnmente los juristas con BARTOLO y otros a quienes cita y sigue COVARRUBIAS—, la consecuencia será que tal príncipe adquirirá también el poder de imponer nuevos tributos, porque ya no es subdito sino soberano y así le es aplicable la regla del texto de los citados capítulos Innovamus y Super quibusdam. Por su parte NICOLÁS DE TUDESCHIS piensa que la soberanía del reino no puede adquirirse de esa manera, porque un inferior no puede eximirse del poder del superior por sola la costumbre por muy larga que ésta sea. Pero este problema no nos toca ahora a nosotros, pues sólo hablamos en hipótesis. Esta sin duda es verdadera sea lo que sea de la realización de lo que suponemos; por más que esto es bastante probable y tal vez está también comprobado por la práctica: en efecto, de muchos reinos se cree que han adquirido ese poder por sola la práctica y por prescripción a base de alguna ocasión y título probable.

Cap. XV. XV. Fin de los tributos 16. L A RAZÓN NO ES IGUAL PARA LA COSTUMBRE DE IMPONER TRIBUTOS Y PARA LA DE

COBRARLOS.—Sobre las razones de la opinión contraria, niego que la razón sea igual para la costumbre de imponer tributos y para la de cobrarlos. En primer lugar, porque a la primera costumbre en ningún texto jurídico se la tiene por suficiente para adquirir el derecho de imponer tributos; en cambio a la segunda se la halla aprobada como suficiente para que el tributo sea justo. En efecto, el primer poder es mucho mayor y es más pernicioso para el estado si se lo usurpa indebidamente. En segundo lugar, porque por esa costumbre se merma el poder soberano real, no así por la segunda; más aún, ésta tiene su base en una presunción en contra de los subditos que pagan tributos antiguos aunque no conste con qué poder o con qué causa fueron impuestos; por consiguiente, por esta parte esa costumbre y prescripción favorece a los príncipes. Si se trata de la costumbre de percibir tributos, la cual suele prescribir en contra del rey —que es lo que principalmente pretenden los juristas que se han aducido—, también en este sentido se debe negar la consecuencia, porque un rey fácilmente puede otorgar a otros la utilidad del tributo, y por tanto nada hay que prohiba la prescripción en contra de ella, ya que por ésta no se merma la dignidad y el poder real sino solamente cierta utilidad temporal; otra cosa sucede con la costumbre de imponer tributos, según ha demostrado. Con esto se ha respondido también a los otros ejemplos que se aducen allí, pues aunque versen sobre acciones reservadas a los príncipes, pero no se trata de verdaderas señales de su superioridad ni de acciones que —como quien dice— intrínsecamente dependan del poder de soberanía como depende la imposición de tributos. 17. A la confirmación respondo que el príncipe puede, sí, confiar a un inferior el que en su nombre y con su autoridad imponga un tributo en un caso particular y después de examinar la causa, la razón y la manera de hacerlo, según se da a entender en esos mismos textos jurídicos; pero no puede en justicia conceder al inferior el privilegio general de imponer tributos independientemente de su aprobación y en provecho únicamente del inferior mismo: tal privilegio sería muy pernicioso para el estado y para el bien común y muy contrario al poder soberano del príncipe y a la equidad de la justicia, según se ha demostrado. Por eso, atendiendo a la virtud propia de la costumbre por larga que esta sea, nunca se presume que esa

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costumbre esté basada en algún privilegio o título justo. Esta es la razón suficiente de que por ella no pueda adquirirse tal poder.

CAPITULO XV RAZÓN Y CAUSA FINAL NECESARIA PARA QUE EL TRIBUTO SEA JUSTO

1. La segunda condición necesaria para que el tributo sea justo es su razón o causa final. Así se dice en las DECRETALES. En éstas se indica también que es necesario que la causa sea conocida, porque el censo de ignorancia —como allí se dice, es decir, cuya causa justa se desconoce, según interpreta la GLOSA— no se prueba con ninguna ley divina ni humana. Por eso —dice el Pontífice— acerca de todo censo es preciso que se sepa previamente para qué y cómo debe pagarse. Esto hay que entenderlo de los censos que se imponen o se han de imponer de nuevo, como piensa la GLOSA y observa M E DINA, pues de los antiguos se presume que —aunque no se conozca— hubo causa para Jmponerlos, según diremos. E incluso tratándose de los tributos nuevos, según diré después no es necesario que sea conocida de todos y de cada uno de los ciudadanos, aunque sí es necesario que sea conocida del príncipe y de sus consejeros o de los procuradores del reino, o de los otros a quienes concierne examinar si el tributo es justo. En efecto, si al príncipe no le consta que existe una causa justa —sea por razones probables, sea por el testimonio fidedigno y por el dictamente de sus consejeros—, no podrá imponer ni cobrar justamente el tributo, puesto que si obra sin base racional, no tiene derecho para cobrarlo, y por tanto tampoco puede retener lo cobrado, a no ser que, examinando después el asunto, halle que el tributo, aunque impuesto sin base racional, de hecho fue justo. 2. Para que la causa sea justa, dicen todos los doctores que es necesario que el tributo se imponga por el bien común, no por el bien particular del príncipe mismo. Pero en esto es preciso distinguir dos cosas: una, lo que se le debe al príncipe por razón de su cargo y de su trabajo, y esto puede decirse que mira a su utilidad, pues se da para su mantenimiento y —como quien dice— en concepto de paga; otra, lo que es necesario para ayudar al estado en las ocasiones inevitables que se presenten. Pues bien, tratándose de la utilidad del príncipe en el primer sentido, es justo imponer tributos para uso y utilidad del príncipe. En

Lib. V. Distintas leyes humanas este sentido dijo SAN PABLO: Por esto precisamente pagáis los impuestos, y añade: pues son funcionarios de Dios, como diciendo: Pagáis a los soberanos porque son funcionarios de Dios aplicados a este oficio, y por tanto por razón de su servicio. En esta utilidad se ha de guardar la debida proporción, a saber, que se dé al príncipe cuanto es necesario y cuanto dice bien con su estado y con sus trabajos, y no sin medida cuanto le apetezca. Puede añadirse que esta utilidad del príncipe no es del todo particular sino general, porque se trata de una persona pública, y mantenerle a él y su situación es un bien común. Además de ese fin, muchas veces se imponen algunos tributos por razón de las ocasiones y causas que puedan presentarse: acerca de éstos es verdad que la causa debe ser no la conveniencia del príncipe ni de persona alguna particular sino el bien de la comunidad. 3. Así pues, en los tributos se dan dos causas inmediatas: una que se refiere a la persona del soberano en cuanto tal, y otra que se refiere a los gastos comunes; y ésta puede ser múltiple: una y muy general es la guerra: por eso dijo SAN AGUSTÍN que los tributos se pagan para que el rey tenga con que pagar a los soldados; otra causa suele ser la reparación de puentes y caminos y su vigilancia, y otras semejantes que ceden en bien de toda la comunidad. Así entendida la causa del tributo, no puede ser justa si no se refiere al bien común, porque siendo común la carga del tributo, también su fin o fruto debe de ser común: de no ser así, no se guardaría la equidad. Esto es aplicable principalmente a los tributos que se imponen por sí mismos como tributos. Digo esto porque también pueden imponerse en castigo de algún delito o en compensación de algún perjuicio, según se ha dicho antes: entonces no es necesario que se ordenen precisamente a la utilidad común, pues si se imponen en castigo, podrán —lo mismo que las otras penas— aplicarse al fisco o a los pobres o a otras obras pías o también públicas, o a los funcionarios de la justicia a voluntad del rey que los impone; pero si se imponen en compensación de daños, deben redundar en provecho de quienes han padecido el daño, como es evidente. 4. De esto se sigue que la cantidad del tributo no puede en justicia sobrepasar la medida

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que reclame la causa. En efecto, así como se requiere una causa justa, así también se requiere que haya proporción entre el tributo y su causa para que se consiga la igualdad de la justicia conmutativa, que es de cosa a cosa, porque en justicia únicamente puede imponerse la cantidad de tributo que sea necesaria y suficiente para su fin: si se impone más, en eso ya no tiene causa y sobrepasa la igualdad de la justicia, como en un caso semejante se dice en las DECRETALES.

En esta cualidad va incluida otra que pone TOMÁS DE V I O y que él llama uso, a saber, que el tributo se emplee en aquello para que se impuso. La trae también SANTO TOMÁS, pues para que pueda cobrarse en justicia y para que haya obligación de pagarlo, requiere como necesario que se ejecute aquello para lo cual se impone. Lo mismo dice GREGORIO LÓPEZ. 5. Acerca de esta cualidad hay que tener en cuenta que, tratándose de los tributos que se pagan al rey mismo para sus gastos y por sus trabajos y desvelos, la justicia de tales tributos no depende de su uso, porque, sea que el rey después emplee mal o bien tales ingresos, no obrará injustamente recibiendo los tributos: él es verdadero dueño suyo y puede sin faltar a la justicia disponer libremente de ellos con tal que cumpla bien con su cargo gobernando y defendiendo al estado como debe. Pero si falta en esto, obrará injustamente recibiendo y reteniendo estos tributos, los cuales se le dan por razón de su oficio y son como la paga de su trabajo, paga que injustamente recibe quien no trabaja. En cambio, tratándose de los tributos que se imponen para obras comunes del estado, es claro que esos deben emplearse en esas obras y que si no se hace así, se comete fraude e injusticia, y eso, más que en imponerlos, en recibirlos y retenerlos: el imponerlos pudo ser justo si en realidad había causa para hacerlo; pero después el recibirlos y retenerlos resulta injusto por no emplearlos en lo que se debe. Por consiguiente, es preciso que el tributo se emplee en la obra por la que se impuso, pues de ese tributo al rey se le hace no propiamente dueño sirio administrador. Por eso a lo sumo podrá a veces —cuando surja una verdadera necesidad— conmutar esa obra por otra que pertenezca también a la común utilidad del reino o del pueblo, pues en esto dispone de un poder y de una administración soberana.

Cap. XV.

Fin de los tributos

6. E L TRIBUTO DEPENDE DE SU CAUSA EN SU ORIGEN Y EN su CONSERVACIÓN.—De esto se de-

duce además que el tributo depende —digámoslo así— de su causa en su origen y en su conservación, porque si la causa es necesaria para que el título sea justo, el tributo no puede subsistir más que la causa, dado que en cesando la causa —se entiende causa necesaria y completa en su línea— cesa también el efecto, según las DECRETALES. Esta es poco más o menos la explicación de la GLOSA, la cual cita distintas leyes, y esto es también lo que observan los doctores sobre el DIGESTO. Ahora bien, en nuestro caso la causa es necesaria para que el tributo sea justo, según se ha dicho; luego cesando ella, cesa la justicia, y consiguientemente debe cesar el tributo. Confirmación: Si cesando la causa se cobra el tributo, se cobra ya más de lo necesario; luego en eso no se guarda la equidad ni la justicia, pues —según hemos dicho— para que el tributo sea justo, es necesario que haya correspondencia entre la cantidad del tributo y lo que exige la causa; luego si la causa es perpetua, podrá ser perpetuo el tributo, pero si la causa es temporal, el tributo debe ser también temporal, de tal forma que al cesar ella cese también éste. 7. Pero esto debe entenderse con una limitación o explicación, entendiéndolo de la causa en su sentido formal más que en el material. En efecto, aunque haya cesado la causa particular por la que se impuso el tributo, si la sustituye otra equivalente podrá no cesar el tributo, porque entonces no cesa sencillamente la causa sino tal determinada causa. Esta causa no es sencillamente necesaria, y —según he dicho— en manos del príncipe está el hacer ese cambio, de la misma manera que al surgir una nueva causa podría imponer un nuevo tributo. Además es preciso advertir que a veces la causa del tributo consiste en un solo acto o efecto, realizado el cual cesa del todo la causa, por ejemplo, una vez construido tal puente, una vez terminada tal guerra, y cosas semejantes: esta es la causa a la que ante todo es aplicable la doctrina que se ha dado de que al cesar ella cesa la justicia del tributo. Pero lo más frecuente es que la causa del tributo sea más permanente y que su ocasión cese por algún tiempo pero permaneciendo la ocasión o peligro de efla; por ejemplo, la causa de imponer el peaje fue la seguridad y facilidad del viaje, que el rey está obligado a procurar. Pues bien, tratándose de estas y de pare-

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cidas causas, aunque cese por algún tiempo la necesidad actual de recursos para tal obra, no cesa el tributo ni su justicia. En primer lugar, porque eso es accidental y en cosas morales la dependencia no puede ser tan grande: en otro caso los cambios serían continuos en función de las ocasiones que se presentasen, cosa —sin duda— inconveniente. En segundo lugar —y esto es lo principal—, porque esa causa es de suyo permanente y el príncipe siempre tiene que estar preparado ,y cuidar de la seguridad de los caminos y del mar, obligación que merece su paga. Finalmente, porque así como a veces cesa la necesidad de recursos para una u otra obra, también muchas veces surgen nuevas necesidades en sustitución de las antiguas, y así, para que también en esto se observe la igualdad, el príncipe deberá, no ordenar un nuevo impuesto —ni siquiera temporal— por cualquier nueva necesidad que surja, sino sopesar con prudencia si bastan para las nuevas necesidades los antiguos tributos cuya aplicación ha finalizado o quedado en suspenso. 8.

UNA DUDA ACERCA DE LA COSTUMBRE.—

Puede preguntarse además si en algún caso un tributo cuya causa cesó puede cobrarse al menos por razón de una antigua costumbre que sustituya a la causa. Esta duda la toca CÓRDOBA, y lo niega en absoluto, pues no piensa que en tal costumbre pueda haber lugar para la buena fe. Lo contrario sostiene MEDINA. Este no sólo afirma que la costumbre basta para presumir causa justa cuando sobre ella hay ignorancia —llamémosla así— negativa, sino también aunque conste que la causa por la que se impuso el tributo ha cesado ya e incluso que ya no subsiste una causa legítima: esto no obstante, piensa que una costumbre antigua y que haya prescrito de buena fe y con el tiempo suficiente, basta para que el cobro del tributo sea justo. La razón es que la prescripción da título suficiente y suple cualquier defecto aunque éste provenga de falta de causa. Y si se objeta que entonces la costumbre no puede continuarse de buena fe porque, por el hecho mismo de saberse que la causa ha cesado, no puede continuarse de buena fe el cobro del tributo, responde que puede perdurar la buena fe, porque aunque la causa anterior haya cesado, le ha sustituido la prescripción, la cual proporciona suficiente causa justa para cobrar el tributo.

Lib. V. Distintas leyes humanas 9. Pero esta respuesta no parece satisfactoria. En efecto, la costumbre es anterior al título de la prescripción, puesto que es su causa; luego la buena fe de la costumbre no puede basarse en la prescripción, ya que antes de que se adquiera el título de la prescripción, es preciso que la costumbre se continúe de buena fe; luego en todo ese tiempo la buena fe no puede basarse en el título adquirido por la prescripción. Tampoco puede basarse en otra causa justa, pues damos por supuesto que esa causa ha cesado y que esto le consta al príncipe que cobra el tributo; luego la costumbre no pudo continuarse de buena fe. Voy a explicarlo más. Mientras subsiste la causa justa del tributo, la costumbre de cobrar no sirve para que el derecho a cobrar prescriba aun al cesar esa causa; en otro caso, todo tributo impuesto por una causa temporal que hubiese de durar el largo espacio de cuarenta o cien años, con ese tiempo prescribiría, de tal forma que podría cobrarse perpetuamente aunque constara que la causa había cesado: esto es falso manifiestamente, porque habría una gran desproporción entre el tributo y su causa; muy al contrario, por el hecho mismo de que la costumbre de cobrar perdura tanto por la duración de la causa, se prescribe —digámoslo así— en contra del pago de tal tributo para el caso de que cese tal causa. Y así, mientras la causa subsiste y por ella subsiste también el cobro del tributo, no puede comenzar la prescripción para cobrarlo sin tal causa; luego debiera comenzar al cesar la causa, y sin embargo se continuó el cobro; ahora bien, entonces no pudo haber buena fe, porque no pudo basarse ni en la causa —la cual cesó y esto no se desconocía, por hipótesis—, ni en la prescripción, la cual no existía todavía; luego tal costumbre nunca puede dar título para la prescripción. 10.

PENSAMIENTO

DEL

AUTOR.—Por

mi

parte juzgo que en esa costumbre la buena fe es posible de otra manera y que de esa otra manera se ha de explicar y presumir para que la prescripción pueda tenerse por legítima. En efecto, aunque la primera causa por que se impuso el tributo hubiese cesado, pudo entrar en su lugar otra y después otra y así continuarse de buena fe el tributo, pues esto, —según dijimos— el príncipe puede hacerlo. Por consiguiente, si constase no sólo que la causa cesó sino también que fuera de la prescripción— ninguna otra cosa ocupó su lugar, no veo

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—según prueba la razón aducida —cómo la eos-, tumbre de cobrar tal tributo puede continuarse de buena fe. En cambio, aunque conste que la primera causa cesó, si no consta que otra ocupó su lugar, entonces fácilmente puede tener lugar la buena fe. Por tanto hay que distinguir dos momentos: o nos encontramos en el tiempo en que todavía no está formada la prescripción, y entonces hay que decir que, en cuanto conste que la causa ha cesado del todo de tal forma que ni subsiste la primera ni la ha subtituido otra justa, se debe dejar de cobrar el tributo porque entonces ni es justo de suyo —como es claro por lo dicho— ni por razón de la prescripción, puesto que no llegó a formarse; o nos referimos al tiempo siguiente a la formación de la prescripción, y entonces podrá mantenerse el tributo sea lo que sea o haya sido de la causa en sí misma, pues se presume que fue justa. Ni es moralmente posible que, una vez formada esa prescripción, comience a constar —digámoslo así— positivamente de que no queda causa ninguna: a lo sumo puede negativamente no constar de ella, y así siempre hay lugar para presumir que no falta causa. 11. Sobre todo que existe tal variedad en la situación y gastos de los príncipes y en el valor de las cosas, que fácilmente se puede creer que los antiguos tributos, que se impusieron por otras causas, al cesar éstas perduraron porque se los creyó necesarios para el digno sostenimiento del príncipe. Esto lo tocó también M E DINA, y por esto CASTRO en estos tributos antiguos no requiere estas condiciones sino dice que para ellos basta la costumbre inmemorial. Y así para mí es cosa probable que, para esta costumbre que ha de suplir a una causa justa, no basta un tiempo determinado aunque sea largo, sino que es preciso que ese tiempo escape al recuerdo: esto conforme al citado capítulo Su per quibusdam por lo igual de la razón, y porque el tributo nunca puede cobrarse justamente si no es en atención a una causa justa; ni puede de otra manera haber prescripción, porque esta relación a una causa justa entra como elemento esencial en la costumbre misma para que pueda ser justa y de buena fe. Luego es preciso que esa causa sea conocida o presunta; y si se la desconoce, no puede presumirse si la costumbre no escapa al recuerdo; luego para este efecto es necesaria esa costumbre. Así piensa también MEDINA.

Cap. XVI.

Forma y materia de las leyes tributarias

CAPITULO XVI FORMA Y MATERIA DE LAS LEYES TRIBUTARIAS 1. PARA QUE EL TRIBUTO SEA JUSTO SE NECESITA FORMA o PROPORCIÓN.—La tercera con-

dición necesaria para que el tributo sea justo es la forma —según la expresión de TOMÁS DE V I O — o la proporción —según la expresión de CASTRO— pues ambas cosas vienen a ser una misma —como indicó MEDINA—, ya que la forma no es otra cosa que la proporción que se ha de guardar entre el tributo y los subditos a quienes se impone. En efecto, además de la proporción entre la cantidad de todo el tributo y su causa —proporción que se refiere a la igualdad de cosa a cosa o de justicia conmutativa, de la cual se ha hablado ya—, se ha de guardar proporción entre el tributo y las personas a quienes se impone. Esta proporción se llama forma del tributo y pertenece a la justicia distributiva respecto de la comunidad, pero redunda en la conmutativa respecto de los particulares, pues no es justo que todos paguen por igual sino según las posibilidades y situación de cada uno, y, en igualdad de circunstancias, más se le debe cobrar al rico que al pobre. De aquí se sigue que —en conformidad con la proporción existente entre las personas en cuanto a sus posibilidades o a las otras condiciones que se requieren para el tributo—, se ha de guardar proporción entre ellas en la imposición de los tributos: esta es la proporción distributiva de la justicia, y así explica esta condición SANTO TOMÁS. Esta proporción es necesaria para que a ningún subdito se le cobre más de aquello con que en justicia puede y debe contribuir, y el resultado en cuanto a esto es la igualdad de la justicia conmutativa. En consecuencia también es necesario que haya proporción con relación a las cosas sobre las cuales se impone el tributo: a éstas las llamamos materia del tributo. Si éste se impone sobre un inmueble, no debe pasar de una cantidad moderada teniendo en cuenta sus rentas y los trabajos y gastos que se hacen con él, pues si el tributo resulta demasiado gravoso, sin duda será injusto. Y si se impone sobre cosas muebles de venta y compra o de artesanía, hay que evitar que esas cosas sean tales o que el tributo sea tan grande, que para los pobres, los artesanos o los comerciantes redunde en una carga mayor de lo que puedan buenamente soportar para el sostenimiento propio y de su familia.

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2. M U C H O S PIENSAN QUE SON INJUSTOS LOS IMPUESTOS SOBRE LAS COSAS QUE SE LLEVAN PARA uso PROPIO.—De esta condición muchos

deducen que son injustos los impuestos sobre las cosas que se trasportan para uso propio, y que sólo pueden establecerse impuestos tratándose de cosas que se trasportan para negociar con ellas, según se manda en el CÓDIGO y en las PARTIDAS.

Esto sostiene TOMÁS DE V I O , y por esta razón añade dos condiciones para que el tributo sea justo, a saber, que la materia sea apta para él; ahora bien, esta no es una materia apta. La razón es que en ella no se guarda la debida forma y la justa distribución de la carga tributaria, pues si se impone sobre cosas necesarias para uso propio, los pobres quedan más gravados que los ricos. La raíz del uso, dice TOMÁS DE Vio, es la indigencia, y así quien siente más necesidad usa más cosas. Ahora bien, el cobre que está cargado de hijos siente necesidad de más cosas, y así paga más por los impuestos. Esta parece que fue la opinión de los antiguos, por ejemplo, de la GLOSA y del OSTIENSE, a los cuales siguen la SUMA DE PISA, la SUMA DE CONFESORES y DRIEDO.

Este añade que tales tributos están prohibidos por el derecho civil y por el canónico. Lo primero lo prueba por la citada ley, y lo segundo por la Bula de la Cena en que se excomulga a los que cobran estos impuestos indirectos prohibidos, y así piensa que los que cobran estos impuestos indirectos prohibidos incurren en la censura de la Bula de la Cena. Esto enseña también manifiestamente TOLEDO, por más que después hace sus reservas. A la misma opinión se inclina SOTO, quien, después de explicar en qué consisten el vectigal, el portazgo y el peaje, pone como materia suya únicamente las cosas que se llevan para negociar con ellas, y después dice que son injustos los tributos prohibidos en la citada ley Universi, a saber, los que se cobran por las cosas que son para uso propio. En consecuencia parece condenar como injusta la gabela llamada alcabala en cuanto que se cobra sobre las cosas que se venden para acudir a la necesidad propia, porque también en ese caso paga más el que siente más necesidad, no el que tiene o gana más. Lo mismo poco más o menos piensa LEDESMA en cuanto que condena cierto tributo —usual en Portugal— que pagan los que compran cosas necesarias para su uso y los que venden cosas para acudir a sus necesidades: es el tributo vulgarmente llamado sisa, que es casi lo mismo

Lib. V. Distintas leyes humanas que la alcabala, aunque en Portugal no lo paga sólo el vendedor —como se hace en Castilla— sino en parte el comprador. Estos autores piensan, por consiguiente, que los tributos únicamente pueden cobrarse sobre las ganancias o rentas, o sobre las cosas en cuanto que son productivas o tienen por fin la ganancia, y que por tanto es injusjto cobrarlos so-* bre las cosas que se compran o venden o trasportan para uso propio. 3.

OPINIÓN CONTRARIA DEL AUTOR.—A pe-

sar de esto, digo que la condición de la materia que pone TOMÁS DE V I O , tal como él la explica, no es necesaria, porque no es injusto imponer tributos sobre las cosas que se Úevan, se venden o se compran para uso propio. Esta es la opinión más común, y la tiene SAN ANTONINO, pues aunque él se refiere a los impuestos particulares de las ciudades, la misma razón existe para los tributos generales. La misma opinión siguen GABRIEL y SILVESTRE; éste señala alguna diferencia en esto entre los extranjeros y los nativos: enseguida hablaré de ella. En el mismo sentido poco más o menos se expresan ÁNGEL, ARMILLA y TABIENO, y lo mismo sostienen MEDINA, AZPILCUETA y M O LINA.

Pero para admitir esta opinión hay que suponer que se trata de impuestos que revistan las otras condiciones que se requieren para que el tributo sea justo, a saber que lo imponga quien tenga autoridad para ello y por causas justas y proporcionadas, y que únicamente se trata de si es injusto por el solo hecho de imponerse sobre tal materia. 4. Prueba de que no resulta injusto por ese capítulo: Ese tributo sería injusto, o porque esté prohibido, o porque de suyo y por su naturaleza sea intrínsecamente malo. Los autores de la primera opinión unas veces emplean el primer argumento y otras el segundo, y en este punto se expresan con bastante confusión. Ahora bien, ninguno de los dos argumentos es sólido. Prueba: Por sola la prohibición humana no puede decirse que ese tributo sea sencillamente malo, es decir, malo en todas partes y en todos los reinos o provincias del mundo cristiano, porque no está prohibido por el derecho canónico, y el civil no basta para esto. Explico la primera parte: En la Bula de la Cena no se hace una prohibición especial sino

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que se la supone, y se crea una forma especial de censura contra los que impongan tributos prohibidos. Tampoco en el cuerpo del derecho canónico se encuentra ninguna ley especial que señale la materia del vectigal o peaje para que sea justo. Tampoco tienen base algunos para deducir esto del capítulo Quamquam, pues en él se dice: El cobro del peaje como norma general con razón está condenado tanto por el derecho canónico como por el civil. A JUAN DE ANDRÉS y a otros les parece claro por la GLOSA que la ley canónica que se cita ahí no es otra cosa que la que se halla en el CONCILIO DE LETRÁN y en INOCENCIO I I I ; ahora bien, en ella no se prohiben los tributos por razón de la materia sino en cuanto que no los imponen quienes tienen poder para hacerlo o no se imponen con consentimiento de ellos. De la misma manera entiende la GLOSA la prohibición del derecho civil citando la ley Non sotent, y aduciendo la ley Placel y el capítulo Generaliter indica que esto es aplicable también a la prohibición del peaje respecto de las personas eclesiásticas. Finalmente, en aquel capítulo no se hace una prohibición sino que se la presupone, y no sencillamente sino añadiendo Como norma general: tal vez esto se puso por razón de las violencias y excesos que normalmente se cometen en el cobro del peaje. 5. La segunda parte —de la prohibición del derecho civil— se prueba de esta manera: Aunque no negamos que los impuestos sobre cosas de uso propio estén prohibidos por una ley del Código, sin embargo esa ley no obliga en España, Portugal, Francia y otros reinos o estados semejantes que no reconocen superior en lo temporal, porque —como se ha demostrado antes— las leyes imperiales no obligan en ellos. Por eso me extraña que TOLEDO dijera que los reyes y autoridades temporales no pueden cobrar impuestos sobre las cosas de uso propio por la prohibición de aquella ley, y que en cambio el Pontífice puede hacerlo en sus dominios temporales por no estar sujeto a las leyes del emperador, siendo así que, por lo que hace al poder y autoridad directa de que tratamos, no menos soberanos son en sus reinos los reyes enumerados que el Pontífice en sus dominios temporales.

Cap. XVI.

Forma y materia de las leyes tributarias

Tampoco veo por qué el OSTIENSE —a quien siguen otros muchos— dijo que no pueden justificarse esos impuestos —ni siquiera por razón de una costumbre inmemorial— a no ser suponiendo que aquella ley no prohibe una cosa de suyo indiferente sino una cosa de suyo mala: esto no pueden probarlo, según demostraré enseguida. Por tanto concluyo que aquella ley ahora no obliga más que en los territorios del Imperio, y eso a no ser que en ellos haya sido abrogada por una costumbre contraria, como fácilmente pudo suceder. 6. Vamos, pues, a probar la última parte, a saber, que esto no está prohibido por malo: En esta materia de tributo no se encuentra ninguna razón suficiente de injusticia intrínseca. En efecto, si hubiese alguna, ante todo sería que en esa materia no puede guardarse la debida forma y proporción del tributo por resultar los pobres más gravados que los ricos; ahora bien, esto no es así de suyo y normalmente. Pruebo la menor. Primero despejando cierta ambigüedad que se oculta en las palabras de TOMÁS DE VIO y que poco más o menos se encuentra en los otros autores. Dice TOMÁS DE Vio que la raíz del uso es la indigencia, y así quien siente más necesidad usa más cosas, y así los pobres que sienten necesidad quedan más gravados. Ahora bien, la palabra indigencia es ambigua, y uno es el sentido en que se toma en el antecedente y otro en la conclusión. En efecto, indigencia unas veces significa sentir necesidad: de esta indigencia es verdad que es la raíz del uso, y que quien siente más necesidad usa más cosas, se entiende por acudir a su indigencia o necesidad. Pero esta indigencia es común a los ricos con los pobres, más aún, es mayor en los ricos, sea por su estado, sea por su refinamientos y porque a los placeres los tienen por necesarios. Por eso, ateniéndonos a este sentido, no es legítimo deducir que los pobres, que sienten necesidades, usan más cosas y quedan más gravados, porque en este sentido, no son más indigentes. En otro sentido indigencia significa pobreza: en este sentido es falso que la indigencia sea la raíz del uso, pues muchas veces el pobre siente necesidad de vestido y no usa de él porque no tiene dinero; y en consecuencia también es falso que quien siente más necesidad usejnás cosas, porque los ricos usan de las cosas que se consumen con el uso mucho más que los pobres, y son ellos los que compran más cosas y cosas más caras. Igualmente los pobres no suelen traer cosas de lugares lejanos en donde suelen cobrarse im-

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puestos, sino que con más frecuencia son los ricos los que hacen que se las traigan para su uso propio. Por tanto, no veo cómo de la pobreza se sigue esta desproporción. Y si acaso sucede que el pobre tiene más hijos y que por tanto compra más cosas, eso es accidental, cosa que en moral no puede tenerse en cuenta. Sobre todo que también los ricos pueden tener muchos hijos, y así en cuanto a esto hay igualdad entre los ricos y los pobres; por otra parte los ricos, para el sustento de"los hijos, suelen usar más cosas y más caras; además normalmente los ricos tienen mayor número de siervos y criados que alimentar, sin contar los gastos de caballerías, etc., y así compran más cosas para su uso y en consecuencia pagan más por tal tributo. 7. Este raciocinio, aunque es más evidente tratándose de los vectigales o portazgos por la consideración que se ha hecho de que los pobres raras veces traen de sitios lejanos cosas para su uso y no para hacer negocio, sin embargo, también vale para los tributos que se imponen por sola la compra o venta sobre las cosas necesarias para la comida y vestido, porque también son los ricos los que compran más cosas de estas. Esto atendiendo a la materia en sí misma y a lo que sucede normalmente, porque también sucede a veces que el rico, aunque consuma más, compra menos, sea porque muchas cosas las recoge como fruto de sus posesiones y otras las cría en casa, sea porque se arregla para conseguirlas; pero aunque ello sea así, todo eso es accidental, y en moral es imposible establecer una norma infalible que no falle muchas veces. Y si acaso TOMÁS DE VIO y otros se empeñan en que la forma del tributo es injusta por el hecho mismo de que, por la importación o venta de una misma cosa necesaria para el uso, se impone un tributo igual al pobre y al rico, no tienen razón para afirmar eso: entonces también sería injusta la forma del tributo que se impone por las cosas que se traen para negociar con ellas, porque, en una misma materia y en igualdad de circunstancias, igual tributo se impone al pobre que negocia para sustentar la vida y al mercader rico; más aún, también la distribución de los diezmos sería injusta, porque la misma cuota se pone para los pobres que para los ricos. Por consiguiente, en estas cosas no siempre puede hacerse una distribución tan exacta. Sobre todo que esta desproporción puede compensarse por otra parte, a saber, consumiendo y trasportando los ricos —como consumen y trasportan— más cosas y cosas más caras.

Lib. V. Distintas leyes humanas 8. LA CONDICIÓN DEL TRIBUTO DE QUE LA CANTIDAD DE LA CARGA SE DISTRIBUYA PROPORCIONALMENTE SEGÚN LAS FUERZAS DE CADA UNO. SE H A DE ENTENDER MORALMENTE. P o r tan-

to hay que decir —en primer lugar— que la condición que se ha puesto por parte del tributo, a saber, que la cantidad de la carga se distribuya proporcionalmente según la potencia económica de cada uno, se ha de entender moralmente, es decir, en cuanto pueda observarse con suavidad y tenerse en cuenta esa proporción sin daño de los pueblos y sin gran preocupación de los príncipes. Por consiguiente, si se tiene ese cuidado, no habrá dificultad en que se siga alguna desproporción, pues ésta es moralmente inevitable y además no se la pretende ni se la quiere sino que se la permite: ¡también vemos que sucede eso mismo con los diezmos eclesiásticos, pues vemos que se imponen uniformemente aunque accidentalmente algunos pobres queden demasiado gravados! Decimos —en segundo lugar— que la otra condición que se refiere a la materia, a saber, que no se impongan tributos sobre las cosas que se trasportan, se venden o se compran para uso propio, no es sencillamente y de suyo necesaria para que el tributo sea justo, pues ni incluye intrínsecamente desigualdad en la forma del tributo, según se ha demostrado, ni resulta injusta por circunstancias accidentales, según se ha explicado también, ni tampoco es injusta por las leyes civiles, a no ser donde aquella ley obligue en los territorios sujetos ahora al emperador. Por consiguiente, sólo es preciso advertir que sea justa la causa de la imposición de esos tributos, a saber: porque los otros tributos no bastan, la necesidad pública apremia, y no hay a mano una manera mejor de acudir a ella. En esto el príncipe estará obligado además a emplear la diligencia conveniente para elegir la manera más equitativa y más proporcionada y suave para los subditos: -puesta esta diligencia puede con seguridad elegir esta manera si cree con probabilidad que es la más a propósito. A esto se añade que nadie duda que son justos los tributos que se imponen sobre las cargas o cosas que se trasportan para hacer negocio; ahora bien, estos impuestos redundan en gravamen de los compradores, pues los comerciantes, por razón de los impuestos venden esas cosas más caras, y así, por parte del gravamen que les resulta a los pobres, no parece haber gran diferencia entre estos tributos y los otros, porque este gravamen no les resulta a ellos en cuanto pobres sino en cuanto compradores, por más que se las compren a los comerciantes para sus usos propios. 9.

UN EXCELENTE CONSEJO.—Por eso

no

creo que la ley civil prohibiese esa materia de impuestos porque sea gravoso para los pobres sino porque parece áspero y duro gravar a, la

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gente en las cosas con que se alimentan a diario y de las cuales tienen necesidad; asimismo pareció duro hacer difícil y gravoso el trasporte de las cosas que sirven para- el uso propio. Pero esta dificultad no hace que la cosa sea de suyo mala, y puede ser superada por otras ventajas o satisfacciones posibles: por éstas, quien tenga poder soberano no sujeto a esa ley, puede establecer otra cosa. Sin embargo, én atención a la razón y base de aquella ley, y porque estos tributos son mal mirados por la clase pobre, harán muy bien los príncipes si prescinden de ellos en lo posible: más oportuno sería imponer tales cargas y mayores aún sobre las cosas que se traen no para usos necesarios sino para refinamientos, lujo excesivo o curiosidad, con tal que esos tributos sirvan para acudir a la falta o justa necesidad del reino o del príncipe. 10. Saco como conclusión que estos vectigales y peajes, si son generales y verdaderos tributos, pueden justamente cobrarse no sólo a los nativos sino también a los extranjeros que se encuentran de viaje por el reino, de la misma manera que los impuestos sobre las mercancías los pagan también los comerciantes extranjeros. Lo primero, porque esto se hace así por costumbre en todos los reinos, tal vez porque no resultaría fácil distinguir a unas personas de otras y porque, de no hacerse así, se daría ocasión a trampear: con esto hay una compensación virtual introducida como por cierto derecho de gentes. Lo segundo, porque los extranjeros reciben muchos bienes de los príncipes del reino en que se encuentran, a saber, seguridad y facilidad en los viajes, tranquilidad, justicia. Finalmente, porque mientras viven allí son de alguna manera subditos en cuanto que están obligados a obedecer a las leyes del reino. Por consiguiente, la excepción que ponen algunos de los doctores citados no es necesaria. He dicho Si son verdaderos tributos y generales porque, si se trata de impuestos particulares de las ciudades, introducidos en provecho particular propio más bien por convenio, deseo y pacto tácito o expreso de los ciudadanos, entonces los extranjeros no estarán obligados a pagar. En este sentido parecen hablar los citados autores. No veo, sin embargo, por qué enseñan ejsto en particular acerca de los impuestos sobre las cosas que sirven para uso propio, siendo así que la razón es la misma para todos si se guarda la debida proporción. La razón es que aquéllos no dieron su consentimiento para aquel pacto o convenio, ni el provecho que se buscaba les alcanza, a ellos; porque si les alcanzase y con autorización del príncipe el tributo se impusiera en general, entonces ya revestiría carácter de tributo general a su manera.

Cap. XVII.

Las leyes tributarias y el consentimiento de los subditos

CAPITULO XVII PARA QUE EL TRIBUTO SEA JUSTO ¿SE REQUIERE ALGUNA OTRA CONDICIÓN Y SOBRE TODO EL CONSENTIMIENTO DE LOS SUBDITOS?

1. De lo dicho parece deducirse suficientemente la negativa. En efecto, de ello pueden deducirse tres condiciones del tributo, a saber, poder legítimo, justa causa, y la debida proporción: éstas parecen manifiestamente bastar para que un tributo sea justo, y así ellas son las únicas que ponen CASTRO y MEDINA. Prueba: Las otras, o no son necesarias, o lo son únicamente en cuanto que entran en éstas, según se ha dicho del uso y de la materia. Lo mismo sucede con las personas a quienes se impone el tributo: deben ser subditos del príncipe en cuanto al poder de imponer tributos, condición verdadera pero que entra en la primera del poder del príncipe, pues superior y subdito son términos correlativos, y por tanto, por el hecho mismo de que se requiere poder por parte del príncipe, es evidente que no alcanza más que a sus subditos. Esto ofrece muy buena ocasión para explicar cómo las personas eclesiásticas están exentas de los tributos de los príncipes seglares; pero esto lo discutimos de propio intento en otro lugar y no interesa para lo que ahora tratamos. Tampoco interesa ahora explicar cómo también a los seglares se les puede conceder privilegios de exención en esta materia, y cómo, una vez concedidos, se han de observar. 2. No dejaré de advertir, sin embargo, que algunos han ideado otra condición como sencillamente necesaria para que un tributo sea justo, a saber, que se imponga con deliberación y consentimiento del reino. Piensan que ningún príncipe —aunque sea soberano— puede imponer nuevos tributos en su reino sin el consentimiento del reino; se basan en una ley de España, en la cual se establece que en España el rey no pueda imponer un nuevo tributo sin convocar antes al reino por medio de sus procuradores y sin que éstos den su consentimiento y acepten; y pretenden que esa ley constituye no tanto un nuevo derecho positivo cuanto una declaración del derecho de gentes o del natural, y que lo único que hace es señalar la manera y forma como éstos han de observarse. En primer lugar —dicen—, no es verisímil que los reyes de España se avinieran tan generosamente a ceder de su derecho ni a coartar y mermar su autoridad si antes la hubiesen te-

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nido completamente libre en virtud de su poder real. En segundo lugar, si ese poder no lo tienen los reyes restringido de esa manera, fácilmente propenderá a tiranía o al menos cederá en notable perjuicio o gravamen de sus reinos, pues los príncipes son muy propensos a imponer a sus subditos tales tributos y- se quejan de que los antiguos no bastan para sus grandes gastos, sean éstos necesarios o superfluos. Por consiguiente, si pudieran imponer los tributos sólo con su autoridad sin el consentimiento del reino, gravarían a los pueblos más de lo justo o sin duda excesivamente. Añádase la regla del derecho en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES LO que toca a todos, deben aprobarlo todos, regla muy conforme al derecho natural y que por tanto merece muchísimo observarse en una materia tan costosa como es la imposición de los tributos. 3. E L CONSENTIMIENTO DEL REINO NO ES NECESARIO PARA LOS TRIBUTOS, A NO SER

POR BENIGNIDAD DE LOS REYES.

Esa Opinión,

así entendida, no la encuentro en el derecho común —canónico o civil— ni en los autores antiguos: por tanto no juzgo que esa condición sea necesaria en virtud del derecho natural o de gentes, ni tampoco por el derecho común, más aún, tampoco por el derecho antiguo de España. Voy a probar cada una de estas cosas. En primer lugar, lo que se refiere al derecho natural parece evidente, porque la manera de ser de los reinos y el poder de los reyes no procede del derecho natural inmediatamente sino mediante concesión de los pueblos, como se demostró antes; luego la amplitud o restricción de ese poder en cosas que no son de suyo malas o injustas no puede ser de derecho natural sino que depende de la libre voluntad de los hombres y del antiguo convenio o pacto entre el rey y su reino. Ahora bien, el que el poder para imponer tributos dentro de los límites de la justicia resida absolutamente sólo en el príncipe, no es intrínsecamente malo ni contrario a las buenas costumbres; y al revés, el que se requiera el consentimiento del pueblo no es de suyo necesario para la justicia y equidad. Luego ni lo primero es contrario al derecho natural, ni lo segundo está mandado por ese mismo derecho. Ni basta decir que esto es más conveniente para los pueblos y reinos: lo primero, porque de una mayor conveniencia no puede deducirse la necesidad de un precepto; y lo segundo, porque esa afirmación no es cierta, ya que si se

Lib. V. Distintas leyes humanas trata de recurrir a conjeturas y congruencias, fácilmente podrán aducirse en favor y en contra. 4. En efecto, consta por lo dicho anteriormente que la monarquía puede establecerse de dos maneras, o dependiendo el príncipe en su función legislativa del consentimiento del pueblo o senado de forma que éstos tengan voto definitivo, o residiendo el poder sencillamente sólo en el príncipe aunque con obligación de consultar a los suyos. Acerca de esta última manera dijimos que es más conforme al régimen monárquico, más usual, y más en consonancia con la prudencia, con la justicia, con el buen gobierno y con la obediencia de los subditos. Si, pues, este poder se les ha dado a solos los reyes tratándose de otras leyes por graves que eÚas sean ¿por qué no han de tenerlo también tratándose de las leyes tributarias, o por qué ha de ser eso contrario al derecho natural? Además, un soberano no necesita el consentimiento del pueblo para declarar la guerra ni para reparar los puentes, los caminos, los campamentos, las murallas, etc.: luego ¿por qué al imponer tributos ha de necesitar —por la naturaleza de la cosa— la aceptación de los pueblos, dado que esas suelen ser principalmente las causas por que se imponen? Finalmente, la monarquía íntegra y perfecta no es contraria al derecho natural, como es evidente; ahora bien, la monarquía no es perfecta e íntegra si no tiene pleno poder para imponer tributos justos: lo primero, porque en el grado en que depende en esto del consentimiento del reino, en ese mismo grado deja de ser una monarquía perfecta; y lo segundo, porque si depende en esto de esa manera, es lógico que también dependa en todas las otras cosas que no pueden realizarse sin tributos. Luego una monarquía dotada de ese poder no puede ser contraria al derecho natural, y en consecuencia, tampoco aquella condición o dependencia puede el derecho natural dictarla como necesaria. 5. Estas razones prueban lo mismo con relación al derecho de gentes; cuánto más que la dignidad real y su poder no es de derecho de gentes sino más bien de derecho civil o —llamémoslo así— nacional de cada reino o región. Por consiguiente, aunque en general pueda decirse que la división en reinos, ciudades, magistraturas o gobiernos es de derecho de gentes, pero la manera de determinar la forma de gobierno mediante más o menos personas o por uno solo con autoridad mayor o menor y con estas u otras atribuciones, no es de derecho de gentes sino de derecho propio de cada una de las comunidades, y en un principio se introdujo

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por pacto voluntario, por guerra justa o por costumbre; luego esa necesidad no puede basarse en el derecho de gentes. Mucho menos puede basarse en el derecho positivo común, porque —según vimos— en el derecho canónico este poder se concede sin más a los emperadores y reyes y a los príncipes soberanos que se equiparan a ellos, sin añadir limitación alguna ni exigir el consentimiento del pueblo. De la misma manera se expresa el derecho civil, como se ve en las leyes citadas. Luego aquella condición no sólo no puede basarse en el derecho común sino que es contraria a él, dado que éste habla de una manera absoluta y no se le debe limitar si no es en fuerza de otro derecho o razón; y así los doctores, al interpretar esos derechos, dicen de una manera absoluta que el príncipe tiene este poder, sin hacer mención alguna del consentimiento del pueblo, como se ve por INOCENCIO y por los comentarios de TUDESCHIS, de BARTOLO y de otros al CÓDIGO, y por BARTOLO en el DIGESTO.

6.

E L DERECHO DE ESPAÑA.—Finalmente,

tampoco del antiguo derecho de España puede deducirse tal dependencia del rey con relación al reino o la necesidad de tal condición para que el tributo sea justo y válido. En efecto, en 1. 2, tít. 1, Partida 2.a, primero se dice en absoluto que el emperador tiene poder soberano y absoluto para imponer tributos justos, y después se añade que ese poder en esos reinos ha pasado al rey. Igualmente en 1. 9, tít. 8, Partida 5.a, ese poder se atribuye únicamente al rey, y lo mismo se da por supuesto en 1. 5, tít. 10, Partida 7.a Queda pues que el concurso del reino o el consentimiento del pueblo por sí mismo o por sus procuradores, no es condición necesaria para que el tributo sea justo. Más aún, se sigue también que la legitimidad del tributo es anterior naturalmente a ese consentimiento del pueblo, y que por tanto el soberano con su autoridad puede imponer por ley un tributo justo, y consiguientemente puede obligar al pueblo a dar su consentimiento y aceptar el tributo de la manera que se explicará en el capítulo siguiente. De no ser así, el tributo no podría ser impuesto en forma de precepto y de ley si antes no lo aceptaban los subditos en forma de un pacto y donación nueva. Esto no puede ser naturalmente verdad, siendo como es el tributo una obligación de justicia, obligación basada no en una nueva y generosa donación sino en el derecho natural, por el cual estamos obligados a dar a quien trabaja su paga, y a quien gobierna ayuda para mantener las cargas de su cargo.

Cap. XVIII.

Las leyes tributarias ¿obligan en conciencia?

7. Así pues, aquella ley y costumbre de España de pedir el consentimiento del reino cuando se van a imponer tributos, fue una institución particular de los reyes concedida hace unos doscientos años por benignidad suya y no por exigencia de la justicia. Por tanto no es general para todos los reinos sino que en cada uno de ellos se ha de observar su propia ley o costumbre, y en donde no haya determinación particular alguna, se ha de observar la equidad de la justicia natural. Esa institución de España parece estar basada en que en el tiempo en que se estableció estaban ya impuestos muchos tributos que parecían bastar para sostener las cargas del reino; por eso muy acertadamente se estableció eso para que el pueblo no fuese gravado con nuevas cargas sin una causa importante y pública, y para que cuando fuese preciso hacerlo, se hiciese con una providencia mayor y más suave. Una vez que los reyes hicieron esa concesión y la costumbre la ha confirmado, debe ser observada. Pero no se la debe interpretar en el sentido de que los procuradores puedan libremente no prestar su consentimiento aunque se sepa que el tributo es justo y necesario: en ese caso están obligados a dar su consentimiento; lo mismo que están obligados a oponerse con firmeza cuando la injusticia del tributo es manifiesta, o cuando por el número de tributos los pueblos están tan gravados que la cosa es superior a lo que exige la equidad de la justa paga y de la ayuda que se debe al príncipe.

CAPITULO XVIII LAS LEYES TRIBUTARIAS ¿OBLIGAN EN CONCIENCIA A SU PAGO AUNQUE NO SE PIDA?

1. Este problema puede plantearse aun en el caso de que la ley tributaria —según hemos dicho— no sea penal, porque aunque el tributo no sea pena y por tanto para su pago no se necesite sentencia condenatoria y ni siquiera declaratoria, sin embargo puede requerirse reclamación, de tal forma que si no se reclama nadie esté obligado a ofrecer espontáneamente el tributo. Véase lo que sucede con las penas pecuniarias de las leyes una vez dada la sentencia: se deben sin necesidad de nueva sentencia, y sin embargo COVARRUBIAS y otros piensan que no se deben si no se reclaman; luego lo mismo puede suceder con los tributos: esto es lo que investigamos. También en este problema advierto que no cabe discusión sobre él en el terreno de lo posible, porque ¿qué impide que se imponga el

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tributo con la atenuación de que se pague si se reclama y si no se reclama no? No hay duda que puede imponerse de esta manera y que una ley dada así no obliga a más, ya que la obligación no es mayor de lo que piden las fórmulas de la ley, que son las que manifiestan la intención del legislador. Asimismo, nadie puede dudar que el príncipe puede mandar que el tributo se pague sin esperar a ninguna reclamación o aviso, pues aunque se imponga de esta forma y con esta expresa condición, puede el tributo ser justo según todas las condiciones que antes se han enumerado, como fácilmente se -verá recorriéndolas; luego en justicia puede imponerse así; luego en esta forma también obligará, pues en cuanto a todo esto esa ley es moral y es válido para ella todo lo que se dijo en el capítulo XI. Además el tributo se impone a título de paga justa y debida por ley de justicia; ahora bien, el mandar el pago de una deuda sin esperar a su reclamación no es una carga injusta y ni siquiera una carga demasiado pesada; luego a esa ley por este capítulo no se la puede tener por injusta ni por demasiado pesada; luego ¿por qué no ha de obligar enseguida? 2. M U C H O S PIENSAN QUE LAS LEYES TRIBUTARIAS NO OBLIGAN EN CONCIENCIA AL PAGO SI NO SE RECLAMA; MÁS AÚN, MUCHOS PIENSAN QUE POR LA COSTUMBRE TAMPOCO OBLIGAN A NO OCULTAR ESA DEUDA.—Siendo esto cierto,

sólo puede haber discusión sobre la práctica y alcance de las leyes tributarias, o sea, sobre el sentido de sus fórmulas. Sobre esto encuentro distintas opiniones. La primera sostiene que las leyes tributarias no obligan en conciencia al pago si no se reclama, y ni siquiera a declarar el contrabando o trasporte de mercancías, u otra acción semejante que produzca la deuda del tributo; más aún, que ni siquiera obliga a no ocultar esa deuda o su causa, y que por tanto no es contrario a la justicia hacer la venta oculta o paliadamente para que no reclamen la alcabala, o pasar la frontera a campo traviesa o a deshora para no pagar los impuestos; finalmente, que esas leyes sólo obligan a pagar esos tributos si el cobrador o alcabalero se presenta y reclama, o a lo sumo a no engañarle si pregunta, sobre todo si pregunta bajo juramento. Esta opinión con más razón la sostienen ÁNGEL y AZPILCUETA antes citados: verdad es que éste, más que afirmar, argumenta, porque no terminó la obra; pero bastante indica su opinión. La misma opinión enseña largamente TABIENO, MEDINA, ENRIQUE, el cual cita a SONCINAS y a PARLADORIO, y a la misma se inclina también SOTO.

Lib. V. Distintas leyes humanas El principal argumento de esta opinión es la costumbre, la cual puede interpretar y atenuar la ley y por la misma razón puede aminorar la cuota de la paga señalada por la ley; lo mismo vemos que lo hace con la cuota de los diezmos, pues aunque lo que la ley canónica establece sea la décima parte, la misma ley canónica declara que eso se ha de entender si no dice otra cosa la costumbre, la cual puede prevalecer; luego mucho más puede prevalecer en nuestro caso. 3. Confirmación: De no ser así, todos los que en los casos indicados no pagan tributo deberían quedar obligados a restituir, porque pecarían contra la justicia. Esta conclusión significa una carga gravísima y moralmente imposible, más aún, contraria a la costumbre no sólo de los penitentes sino también de los confesores doctos, según AZPILCUETA. Segunda confirmación: De esta manera esas leyes resultan tolerables y humanas, y de la otra serían demasiado gravosas y difíciles de observar; por otra parte, esto basta también para el fin de tales leyes, pues de esta manera los príncipes reciben una paga y ayuda suficiente, y si algunas veces se les defrauda, después se les compensa mediante la ejecución de las penas. 4.

SEGUNDA OPINIÓN, QUE DISTINGUE.—La

segunda opinión es la que distingue entre las leyes que obligan a pagar peajes o vectigales. Algunas de ellas tienen su origen en una costumbre antigua cuyo comienzo se desconoce: éstas obligan en conciencia al pago del tributo sin engañar ni ocultar —y eso en todo caso, aunque no se reclame—, porque se presume que son justas bajo todos los aspectos —conforme al capítulo Super qtíibusdam— y por otras razones que aduciremos en la opinión siguiente y que, tratándose de estos tributos, son de mucha fuerza: en esto están de acuerdo los autores que se citarán enseguida en esta opinión y en la siguiente. Otras leyes hay que imponen nuevos peajes, sea por escrito sea por una costumbre de cuyo comienzo consta. Y éstas se dividen en dos grupos: si consta con certeza que tales tributos son justos bajo todos los aspectos y condiciones, entonces también esas leyes —por la misma razón— obligarán al pago aunque no se reclamen o pidan; pero si no consta que sean justas, no

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obligarán con ese rigor, más aún, si consta con certeza que son injustas, no obligarán de modo alguno de suyo sino a lo más para evitar el escándalo cuando no queda otra manera de evitar el pago del tributo. Si no consta que sean justas ni que sean injustas, entonces tampoco obligarán en conciencia al pago, al menos si no se pide y si puede evitarse sin violencia ni engaño. 5. Aunque los autores que vamos a citar enseguida no expliquen esta opinión con tanta precisión, con razón puede atribuírseles, dado que afirman de una manera absoluta que a pagar estos nuevos peajes únicamente están obligados aquellos a quienes les consta que son justos, y que para no pagarlos basta que no conste que son justos y, por consiguiente, que la cosa sea dudosa. Yo limito esto e interpreto que ello es» así mientras no se pidan o cuando su cobro puede evitarse sin violencia ni fraude. Esa opinión la sostienen GABRIEL, SILVESTRE y TOMÁS DE V I O . También se inclinan a ella DRIEDO, ARMILLA, ARAGÓN, CÓRDOBA y M E DINA.

Se basan estos autores —en primer lugar— en que en el derecho a los nuevos peajes y vectigales se los presume injustos y reprobados por el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES; luego si a uno no le consta con certeza que son justos, puede presumir que son injustos y por consiguiente puede con seguridad de conciencia no pagarlos, al menos si no se piden. Confirmación: En caso de duda es mejor la situación del que posee; ahora bien, los subditos poseen sus cosas; luego en caso de duda no están obligados a ofrecer el tributo. Obsérvese que cuando no están ciertos de que el tributo sea injusto, por el mismo hecho dudan de que sea justo. 6. OPINIÓN QUE AFIRMA QUE LAS LEYES TRIBUTARIAS JUSTAS OBLIGAN AL PAGO. LA

tercera opinión afirma sin distinciones que las leyes tributarias justas obligan a pagar el tributo aunque no se pida. Esto sostiene el OSTIENSE, y reprueba la distinción entre vectigales antiguos y nuevos, cuyo autor dice que fue RAIMUNDO. Lo mismo SAN ANTONINO y BERTAC H I N . , que cita a otros más. Viene después CoVARRUBIAS, que dice que esta opinión es común entre los canonistas. Lo sostienen también CASTRO, MEDINA, LEDESMA y AZPILCUETA.

Cap. XVIII.

Las leyes tributarias ¿obligan en conciencia?

Su argumento es que toda ley justa obliga a su cumplimiento aunque nadie lo exija; ahora bien, las leyes que imponen tributos son justas, según damos por supuesto; luego obligan a su pago aunque nadie los pida. Pero BARTOLOMÉ DE MEDINA dice que los extranjeros no están obligados a conocer las leyes del reino. Respondo —en primer lugar— que aquí no se trata de si la ignorancia excusa o de si puede tener lugar; lo único de que se trata es de explicar la obligación que impone esa ley. Digo —en segundo lugar— que los extranjeros están obligados al menos a proceder noblemente y sin engaños: entonces, si nadie les pide tributo, probablemente podrán presumir que no se debe ningún tributo y por tanto están excusados de pagarlo; pero normalmente la cosa es tan conocida en esos lugares que apenas puede haber lugar á una ignorancia probable. 7. Segunda prueba de esta opinión: Todo tributo justo es una deuda de justicia; ahora bien, las deudas de justicia hay obligación de pagarlas aunque no se pidan. Tal vez dirá alguno que el tributo* no es una deuda de justicia sino a lo más de obediencia a la ley. Pero esto claramente es falso y contrario al sentir de todos los doctores, los cuales afirman que la obligación de pagar tributos, cuando la hay, es de justicia. Ya antes se probó esto por SAN PABLO; y lo mismo se deduce de las palabras de CRISTO Dad al César lo que es del César, pues trataba del pago del tributo y da a entender que se ha de pagar como cosa ajena. Además, el tributo se debe a manera de una paga justa que se debe en justicia, según dijimos en su propio lugar acerca de los diezmos; pues bien, la misma razón se da en nuestro caso. Finalmente, la ley humana no obliga inmediatamente por sola la virtud de la obediencia sino que coloca al acto en una especie determinada de virtud según la capacidad de la materia y según el motivo o razón del precepto; ahora bien, en nuestro caso la materia de las leyes tributarias es materia de justicia, y la razón del precepto es que se observe la equidad de los subditos con relación al príncipe y al mantenimiento de sus cargas y de las cargas del reino; luego tal ley obliga no sólo por obediencia sino también por justicia. Sobre todo que los príncipes pretenden obligar cuanto pueden según lo que exija la materia; pues bien, pueden obligar en justicia. 8. Se dirá que esto es verdad si la ley misma manda expresamente que se pague el tributo

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sin esperar a que se pida, pero que las leyes tributarias no se dan así, y que por una interpretación benigna y habitual no mandan eso sino que se paguen si se piden. Pero en contra de esto está —en primer lugar— que tampoco eso que se afirma es verdad en general. En efecto, en las PARTIDAS se manda expresamente a los comerciantes que atraviesen por el camino derecho los lugares en que suelen cobrarse tributos y que descubran la verdad sin ocultar nada. Muchas leyes semejantes a esta hay en la NUEVA RECOPILACIÓN, en que a los que llevan mercancías se les obliga a ir por determinados caminos y entrar por determinados pasos, y al comprador se le manda declarar el contrabando o informarse de la alcabala que hay que pagar. Y en las ORDENANZAS se

establece que quien pasa mercancías por lugares públicos, si no encuentra ningún guardia que pida el tributo no incurra en pena aunque pase s sin pagar los impuestos, pero que sin embargo esté obligado a pagarlos: aquí se manifiesta con bastante claridad que la ley obliga a pagar el tributo aunque no se pida. 9. Además decimos que, aunque la ley no declare expresamente que se pague el tributo cuando no se pida, sino sencillamente que se pague, esto basta para que en conciencia haya que pagarlo aun cuando no se pida siempre que la ley no concede expresamente esa escapatoria o no coarta o limita expresamente el precepto, cosa que ciertamente nunca hace. Prueba de esta afirmación: En primer lugar, esta es sin duda la intención de los príncipes, pues lo que pretenden es obtener el tributo plena e íntegramente, y pretenden obligar cuanto pueden. En segundo lugar, la materia misma exige esta clase de obligación, según se ha demostrado, porque es materia de justicia y de pago de una deuda; luego si la ley manda sencillamente, también obliga sencillamente. Ni nos es lícito a nosotros añadir a la ley nada que ella misma no ponga y que no tenga base en la materia de la ley, pues —por hipótesis— el tributo, aun sin esa condición, es equitativo y justo: de no ser así, no habría problema. Finalmente, tampoco la costumbre basta para que se admita esa excepción, puesto que esa costumbre —si la hay— no es tal que baste para derogar la ley, ya que la costumbre no subsiste viéndola y disimulando el príncipe sino más bien oponiéndose y castigando a todos cuantos se ocultan o de otra manera escamotean los impuestos.

Lib. V. Distintas leyes humanas 10. En este punto, aunque el derecho parezca claro, es dificilísimo dar un juicio taxativo acerca de los hechos mismos, y de todos los autores apenas hay uno que hable en general sino que todos ellos añaden bastantes excepciones o hablan condicionalmente, y así apenas puede sacarse de ellos una solución absoluta. Por eso voy a distinguir en estas leyes diversos grados de justicia. Sea el primero el de las leyes de cuya justicia, moralmente hablando, consta con certeza bajo todos sus aspectos. El segundo —totalmente contrario— el de aquellas leyes de cuya injusticia consta con certeza o con bastante probabilidad por constar que le falta al tributo alguna de las condiciones necesarias para que sea justo. En efecto, la diferencia entre la justicia y la injusticia es la que suele haber entre el bien y el mal: el bien —para serlo— lo ha de ser totalmente; para el mal basta que falte algo; así también para que conste que una ley tributaria es justa, es preciso que conste que en el tributo se cumplen todas las condiciones, y en cambio para que conste que es injusta, basta que conste que falta una sola de ellas. El tercer grado es intermedio, a saber, cuando no consta de la injusticia ni de la justicia del tributo. Esto puede suceder de dos modos: o de una manera completamente negativa por no haber razón para presumir injusticia ni constar tampoco de la justicia, o por haber indicios y razones probables por ambos extremos pero sin constar de ninguno de ellos. 11.

LAS LEYES QUE SIN MÁS IMPONEN TRI-

BUTOS JUSTOS, OBLIGAN A PAGAR EL TRIBUTO —AUNQUE NO SE PIDA CUANDO CONSTA MORALMENTE DE LA JUSTICIA DE LA LEY. Digo,

pues —en primer lugar—, que las leyes justas que sin más imponen tributos aunque sin declarar cómo se han de pagar, de suyo y naturalmente obligan a pagar el tributo —aunque no se pida— cuando moralmente consta suficientemente de la justicia de la ley. Esta tesis la sostienen principalmente los autores de la segunda opinión, y la reconocen y suponen claramente TOMÁS DE V I O , GABRIEL, SILVESTRE, SOTO, DRIEDO, CÓRDOBA y ARAGÓN.

Se prueba con las razones que se han aducido en la prueba de la tercera opinión, y en la primera opinión no se objeta contra ella nada que sea de alguna importancia o que no haya quedado solucionado al probar la tercera. Más aún, ni los mismos ÁNGEL, AZPILCUETA y otros parecen negar este derecho, puesto que no le niegan al príncipe poder para mandar el tributo de esta manera. Tampoco dicen que un mandato absoluto de pagar tributo no baste en virtud de sus palabras para esta obligación: esta obligación va incluida intrínsecamente en la materia

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misma de ese mandato, a no ser que por esa causa se traspase por otro capítulo la equidad de la justicia. Esta es la razón de principio de esta parte, a saber, que una ley que se da así sin más, obliga sin más, supuesto que quien da la ley tenga poder para darla y supuesto que la materia sea justa: nada más se requiere por parte de las palabras, ni se entiende otra condición por parte de su significado ni por parte de alguna costumbre que sea justa y que haya sido tolerada por el príncipe, sobre todo tratándose de tributos de los cuales consta que son justos. Tampoco en los términos de esta tesis encuentro otra diferencia entre los tributos antiguos y los nuevos fuera de que los antiguos —cuyos comienzos se desconocen— se supone que son tales que consta suficientemente de su justicia ni pueden razonablemente ponerse en duda por tener en su favor la presunción del derecho y acerca de su derecho; más aún, parece que el derecho mismo los aprueba en el citado capítulo Quod super his, puesto que por la misma razón por la que se los aprueba en lo referente a la autoridad, por esa misma se los debe tener por aprobados en lo referente a la causa y a la forma. En cambio, los tributos nuevos —cuales son todos aquellos cuyos comienzos son conocidos— no siempre son ni se supone que sean justos si no se prueba que lo sean; con todo, si consta suficientemente que son justos, la tesis vale igualmente para ellos porque la misma razón vale para ellos. 12.

LAS LEYES TRIBUTARIAS INJUSTAS, CUAN-

DO CONSTA DE SU INJUSTICIA, NUNCA OBLIGAN AL PAGO.—Digo —en segundo lugar— que las leyes tributarias, cuando consta que son injustas, no obligan a pagar los tributos, y eso ño sólo antes de que se pidan, pero ni aunque se reclamen. En esto todos están de acuerdo. La razón es clara: Si la ley es injusta, también lo es la petición del tributo; luego no puede obligar más la petición que la ley. Más aún: de esto se sigue —en primer lugar— que pecan gravemente y quedan obligados a restituir no sólo los príncipes que dan tales leyes y perciben tales tributos, sino también los funcionarios que los cobran si les consta de la injusticia de las leyes. Se sigue —en segundo lugar— que todos ellos incurren en la censura de la Bula de la Cena del Señor, según la explicación que de ella dimos en el tomo 5°, disp. 21, sect. 2 número 35 y 43. Se sigue —en tercer lugar— que las personas a quienes se reclaman tales tributos pueden lícitamente no pagar el tributo sea ocultándose sea también resistiéndose de alguna manera cuanto puedan hacerlo sin grave lucha ni escándalo, pues el derecho de defensa es natural.

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Las leyes tributarias ¿obligan en conciencia?

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También pueden emplear palabras ambiguas para no revelar la verdad, pues no hay derecho a preguntarles y ellos no están obligados a responder en el sentido en que se les pregunta. Mentir no pueden y mucho menos jurar con mentira, pero si lo hacen, aunque pequen contra la verdad o contra la religión, pero no pecan contra la justicia y por tanto nada están obligados a restituir. Se sigue —en cuarto lugar— que aquellos que pagan tales tributos a la fuerza, pueden reparar el daño por otro camino, sea no pagando otros tributos justos si se ofrece ocasión, sea de alguna otra manera semejante —aunque sin violencia ni pillaje— compensándose a costa de los bienes del príncipe o de aquel que les arrancó el tributo injustamente. Todo esto es claro por las reglas generales de la restitución, de las cuales se trata en su propio lugar más extensamente.

cantidad que señale el juicio de un hombre bueno; el exceso podrá sustraerse o compensarse sin pecado, pagándolo unas veces todo y negándolo otras veces también todo según sea necesario para recuperar el exceso. La misma norma se ha de seguir si la injusticia está únicamente en lo desproporcionado del reparto: entonces el que es gravado más de lo justo podrá reducir el tributo en la medida en que es gravado injustamente, pero estará obligado a pagar algo en la medida que le corresponda; esto si consta que el tributo es justo en cuanto a las demás condiciones, pues una ley injusta no obliga en aquello en que hace injusticia, pero en otra cosa podrá obligar, ya que no es del todo nula y una cosa es separable de otra.

13. LIMITACIONES DE LA TESIS ANTERIOR POR PARTE DE LA CAUSA Y POR PARTE DE LO EXCESIVO DE LOS TRIBUTOS.—Acerca de esta te-

14. Digo —en tercer lugar— que cuando el tributo es nuevo y no consta que el príncipe tenga poder para imponer tributos —aunque no conste que carezca de él—, esa ley no obligará a los subditos a pagar el tributo. En cambio, si consta que el príncipe tiene en general poder para imponer tributos, aunque tratándose de un tributo en particular no conste que se observen todas las condiciones requeridas para que ese tributo sea justo, esa ley tributaria obligará a los subditos al pago del tributo con tal que no conste de alguna injusticia del tributo o de la falta de alguna condición requerida para que el tributo sea justo. La primera parte de esta tesis es conforme al pensamiento de los autores de la segunda opinión, y con más razón la admitirán los autores de la primera; de los autores de la tercera opinión sólo podemos decir que no son contrarios a ella, aunque tampoco la afirman. La razón de esta parte es que la" raíz de la justicia de los tributos es el poder del príncipe y la obligación que de él se le sigue al pueblo de contribuir a su paga; luego si se duda de que el tributo sea justo por parte de esa raíz, cesa toda razón para presumir que el tributo sea justo, y por tanto se presume que tales tributos son injustos. Para ellos —si para algunos— valen las razones de la tercera opinión. Vale también la regla de que en casos de duda es mejor la situación del que posee, porque entonces los subditos están en posesión de sus bienes y de su libertad, y no están ciertos de que en esto deban sujeción al príncipe. Este caso podría tener lugar sobre todo tratándose de ciertos príncipes temporales que no son soberanos sino que reconocen superior y

sis hay que distinguir entre la injusticia del tributo por parte de quien lo impone o por falta de alguna otra condición. Cuando la ley es injusta por parte de quien impone el tributo de forma que consta que no tiene poder ni autoridad para imponer el tributo, entonces el tributo es completamente nulo y muy reprobado e injusto, y por tanto tal ley no puede obligar ni en todo ni en parte. Pero si quien lo impone tiene pleno poder para hacerlo y la injusticia de la ley consiste en el abuso y extralimitación de ese poder, entonces hay que ver en qué está esa extralimitación, y en eso no obligará la ley; pero en lo demás que sea separable e independiente de aquello podrá obligar, porque así lo inútil no vicia a lo útil. Por consiguiente, si la extralimitación está únicamente en incluir a las personas exentas, la ley no las obligará, pero podrá obligar a las demás personas hábiles; por ejemplo, si un rey en su reino por una causa justa pone un tributo y manda que lo paguen todos, aun los clérigos, no obligará a los clérigos, pero obligará a los otros. En cambio, si la extralimitación está en que no hay causa para el tributo, hay que ver si falta causa en absoluto o si solamente hay desproporción entre la cantidad del tributo y la causa por exigirse más de lo necesario. En el primer caso de falta absoluta de causa, no hay tampoco ninguna obligación; pero cuando la injusticia está solamente en el exceso de la carga, entonces la ley obliga a pagar el tributo en la

¿Qué hacer en caso de duda?

Lib. V. Distintas leyes humanas que sin embargo usurpan el poder de imponer tributos a título de costumbre u otro parecido. Si no consta que tales tributos estén aprobados por el soberano o que se hayan impuesto con su autoridad y licencia, no hay por qué presumir que sean justos, y así creo que para éstos —si para alguno— tiene valor la tercera opinión. Y esta parte no tiene menos valor antes de que se pida el tributo que después, pues la razón de excusa es siempre la misma; ni se presume que el pedirlo sea más justo que el imponerlo, y por tanto la razón de la justicia no cambia. 15. La segunda parte parece ser contraria a bastantes autores aducidos en la segunda opinión. Pero las palabras no conste pueden tener muchos sentidos, y tal vez de ahí procede la variedad en la manera de expresarse de los autores. En primer lugar, se dice que no consta lo que no se sabe por una razón clara y evidente sea física sea moral: en este sentido esa parte parece cierta, pues no es preciso que los subditos sepan con evidencia ni con certeza que el príncipe, al poner el tributo, ha observado todas las condiciones de la justicia para que estén obligados a obedecerle. Lo primero, porque, aunque el príncipe tenga esta certeza y evidencia, es moralmente imposible que todos los subditos la consigan; ahora bien, sería contrario a la razón el exigir algo moralmente imposible para que una ley justa obligue. Lo segundo, porque, si eso fuese verdad, casi todos podrían excusarse de pagar los tributos. Por consiguiente, no basta que no conste con evidencia. Pero esas palabras pueden tomarse en un sentido más amplio de suerte que a esa negación se añada otra, a saber, que no conste de la injusticia del tributo ni siquiera por una razón probable, y se diga que no consta lo que no se conoce ni con certeza ni con probabilidad, negación de la cual procede una duda negativa. En ese sentido digo que una cosa es hablar del príncipe, otra del subdito, y otra del pago del tributo. Si el príncipe manda el tributo con esa duda, obra injustamente —según he dicho antes—, porque obra sin razón y carga a los subditos sin una causa justa, y así en él —si en alguno— se cumple lo que se dice en las DECRETALES, que el censo de ignorancia no lo aprueba ningún derecho. Así pues el príncipe debe conocer cuál es la causa justa del tributo, y cuando sea preciso, darla.

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Por consiguiente, si a los subditos les consta que el príncipe ha mandado el tributo con esa duda, no estarán obligados a pagarlo, y eso aunque no sepan si en realidad hubo o no causa suficiente: basta que sepan que el tributo es injusto. Por consiguiente, entonces no puede decirse que a los subditos no les consta de la justicia del tributo sólo negativamente, pues les consta también positivamente de la injusticia del tributo, y por eso tal caso pertenece no a esta tesis sino a la anterior. 16. En cambio, un subdito que desconoce que el príncipe no tuvo causa o dudó de la causa, y únicamente ignora si tuvo causa o qué causa tuvo, y en consecuencia sólo está negativamente dudoso de la causa o de la justicia del tributo, está obligado a pagar el tributo. Esto se prueba por la regla general de que el subdito está obligado a obedecer las órdenes de su superior no sólo cuando está cierto de que lo que el hombre manda no es contrario a lo que manda Dios, sino también cuando —como dijo SAN AGUSTÍN y está en el DECRET O — no está cierto si lo es. No veo por qué se van a exceptuar de esta regla las leyes tributarias, dado que puede haber otras tanto o más gravosas, y dado que tan gravoso como eso le puede resultar al príncipe el que no se paguen los tributos y él se vea forzado a hacer la guerra o a servir al estado de otra manera sin los tributos necesarios. Muy oportuno es para esto lo que —según el D E C R E T O — dijo el EMPERADOR CARLOS acerca de la Sede Apostólica, que aunque esa Santa Sede imponga un yugo apenas soportable, sin embargo hay que llevarlo. Esta frase es también aplicable en su grado a todo superior, sobre todo siendo así que no se puede decir que un tributo sea intolerable sólo porque los subditos desconozcan su causa. Además, muchísimas veces la causa del tributo puede ser oculta y sin embargo ser justa; ni está siempre obligado el rey a publicar la causa; muy al contrario, algunas veces, para dar salida al asunto, deberá ocultarla. Además, normalmente la causa no puede ser captada por todos y cada uno de los subditos, sea porque no son capaces de captarla, sea porque no todos tienen tiempo para examinar las causas de los tributos y admitirlas; más aún, de hecho hay tal vez muchos tributos justos cuyas causas no admiten muchos varones prudentes y doctos, cuánto menos todos los ignorantes. Esta razón vale igualmente tratándose de la justicia del tributo en cuanto que depende de la forma, porque ¿cómo es posible que todos

Cap. XVIII.

Las leyes tributarias ¿obligan en conciencia?

los subditos lleguen a tener información y conocimiento sobre si en un tributo se da alguna desigualdad debida a desproporción o injusta distribución cuando esto apenas pueden juzgarlo los sabios y depende de innumerables circunstancias? Luego para que una ley tributaria obligue, no puede exigirse un conocimiento positivo y probable de la justicia del tributo en cuanto a todas las condiciones: basta que conste que lo ha mandado un príncipe legítimo y que no conste que es injusto. 17. Puede servir de confirmación para esto el capítulo Super quibusdam: en él se dice que hay cuatro clases de tributos no prohibidos, a saber, los impuestos por el emperador, por el rey, por el concilio o por el Papa, y por una costumbre inmemorial. Ahora bien —tratándose de estos últimos— si consta que el tributo tiene esa antigüedad, se presume que es legítimo por parte de la causa aunque ésta se desconozca, según se ha dicho antes y es la opinión común. Luego de la misma manera, por el hecho mismo de ponerlos un príncipe legítimo y si no consta lo contrario, se debe presumir que también los otros tienen una causa justa. Prueba de la consecuencia: Las cuatro clases de tributo se equiparan en esto para no estar prohibidos. Lo mismo prueba la razón, a saber: La presunción —mientras no consta lo contrario— está a favor del superior, sobre todo cuando consta o se cree que el príncipe no ha obrado sin más ni más sino con su habitual prudencia: entonces hay mucha razón para presumir que ha tenido una causa justa aunque los subditos particulares la desconozcan. Y así no es contrario a esta opinión el citado capítulo Pervenit al reprobar los censos de ignorancia: lo primero, porque se refiere a la ignorancia de quien tiene obligación de conocer la causa y de darla; lo segundo, porque no puede decirse que desconoce del todo la causa quien sabe que la ley tributaria ha sido dada por el príncipe, del cual, mientras no le conste otra cosa, está obligado a presumir que se mueve por razones. Este me parece a mí que fue el pensamiento de NICOLÁS DE TUDESCHIS con

INOCENCIO al

decir que, cuando consta que se debe el censo, aunque se desconozca la causa debe pagarse. Y lo mismo, dice, cuando constase del estatuto o privilegio concedido a quien tiene autoridad, porque basta la confesión y a ésta se la puede tener por causa. 18. Tampoco es contrario el citado capítulo Quanquam, pues en él no se dice que se presuma que los nuevos tributos o peajes sean injustos, sino que normalmente los derechos canónico y civil los reprueban: ésto se dijo por

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los peajes no impuestos con autoridad legítima, según hemos explicado antes con la GLOSA siguiendo a las mismas leyes canónicas y civiles en que se reprueban los peajes. Ahora bien, ninguna ley canónica o civil reprueba de ninguna manera —y menos como norma general— los peajes impuestos por un príncipe legítimo; ni es verisímil que el derecho canónico o civil hagan a los príncipes legítimos la ofensa de presumir que normalmente los nuevos peajes impuestos por ellos sean injustos. Luego por lo que hace al capítulo Quanquam no se puede presumir que tales tributos sean injustos; luego no hay ninguna razón probable para presumirlo; ahora bien, cuando no hay ninguna razón para presumir que una ley sea injusta y consta que ha sido dada por un superior legítimo, ciertamente obliga. Por eso tampoco es legítimo aplicar aquí el principio de que en caso de duda es mejor la situación del que posee: Cuando dos poseen de alguna manera y en caso de duda uno de ellos forzosamente ha de ser privado de la cosa que posee o de su derecho, aquel está en mejor situación que tiene un derecho mayor y en favor del cual hay una mejor presunción; ahora bien, eso es lo que sucede en el caso presente. En efecto, de la misma manera que el subdito posee su dinero, así el príncipe posee su derecho a mandar y a obligar al subdito: este derecho es mayor y más excelente, y en su favor hay una presunción mayor, y esta es la razón por la que al precepto del superior se le da preferencia sobre la duda del subdito por más que éste parezca poseer sus cosas, su libertad o sus acciones. Por consiguiente, en el caso presente de duda, se da preferencia al príncipe sobre el subdito, ya que la razón es la misma y de otra forma el estado no puede ser bien gobernado. 1 9 . S I EL SUBDITO TIENE RAZONES PROBABLES SOBRE LA INJUSTICIA DE UN TRIBUTO IMPUESTO POR UN PRÍNCIPE LEGÍTIMO, PUEDE NO PAGARLO.—DISTINCIÓN DEL AUTOR ENTRE UNA PROBABILIDAD QUE OBLIGA Y OTRA QUE NO OBLIGA A PAGAR EL TRIBUTO.—Un tercer sen-

tido pueden tener las palabras no consta por el que quede excluido únicamente el conocimiento evidente pero quedando a salvo el juicio y el conocimiento probable. En este sentido la tesis resulta más difícil de sostener. En efecto, todo hombre —según la doctrina común— puede obrar ateniéndose a un juicio probable, puesto que ordinariamente no se puede llegar a un conocimiento más cierto de las cosas; luego si el subdito tiene razones probables acerca de la injusticia de un tributo impuesto por un príncipe legítimo, puede no pagarlo ni tener que mermar su dinero. Así piensan los autores citados. Más expresamente lo explica AZPILCUETA, y le sigue LESIO.

Lib. V. Distintas leyes humanas Pero no parece que pueda sostenerse esto sin hacer una distinción. En primer lugar, doy por supuesto que por parte del príncipe mismo no se requiere —para imponerlo justamente— evidencia sobre la causa o tributo, sino que basta que, después de una prudente consulta, juzgue con probabilidad que la causa y la imposición son justas —como reconocen esos mismos autores—, ya que frecuentemente al hombre le resulta imposible llegar a un conocimiento más cierto, sobre todo tratándose de estas cosas morales que dependen de conjeturas y de innumerables circunstancias. Pues bien, de dos maneras puede un subdito tener una opinión contraria probable. Primeramente, teniendo un juicio determinado probable sobre la injusticia del tributo por falta de causa o de forma, pero desconociendo totalmente si lo contrario es también probable o si el príncipe, al dar la ley, se ha guiado por un juicio probable. Cuando el subdito se encuentra en esta situación de espíritu y de conocimiento, juzgo que es verdad que puede seguir su juicio probable, porque entonces humana y moralmente le consta que la ley es injusta, teniendo como tiene un juicio determinado opinativo o probable sin resistencia —digámoslo así— de otro juicio contrario. Ni está obligado en ese caso a presumir en favor de la justicia del príncipe, pues no está obligado a ser tan obsequioso para con la autoridad del príncipe que —sin otra razón probable^— haya de presumir en favor de ella en contra de su propio juicio basado en una razón probable. 20. De otra manera puede un subdito opinar así que la imposición de un tributo es injusta, a saber, juzgando que, a pesar de su opinión probable, también lo contrario es probable: en ese caso juzgo que por aquella opinión probable no puede quedar libre de la obligación de la ley. En primer lugar, porque aunque aquel juicio sea probable especulativamente, sin embargo en la práctica puede juzgar con certeza que la Jey es justa, ya que para que esto sea cierto basta que conste que el legislador para darla se guió o pudo guiarse por una razón probable y suficiente; luego el subdito está obligado a obedecer a tal ley, porque no es posible una guerra que sea justa por ambas partes. Y no se diga que sí es posible por ignorancia, porque esto es así en igualdad de circunstancias pero no en nuestro caso, porque en igualdad de circunstancias, el derecho del superior tiene preferencia, sobre todo cuando en la práctica consta que el superior manda justamente.

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Primera confirmación: Por lo dicho; porque cuando la duda es negativa, la ignorancia es igual respecto de la justicia que de la injusticia, y sin embargo el subdito está obligado a obedecer, según se ha demostrado; luego con más razón cuando hay un juicio especulativo igual para ambos extremos debe en la práctica darse preferencia al derecho del superior, porque la razón es igual o mayor, ya que en el caso presente en la práctica consta con certeza de la justicia de la ley, y en cambio en el otro caso ninguna de las dos cosas consta ni en la práctica ni especulativamente, sino que se obra únicamente por presunción. Segunda confirmación: De no ser así, en todas las leyes habría que decir lo mismo, y así, siempre que el subdito juzgara con probabilidad que el superior mandaba injustamente, aunque le constara que el superior se guiaba por un juicio probable y suficiente podría no obedecerle: esta sería una libertad excesiva y origen de mucha confusión y escándalos. Por último, el principio aquel del empleo de la opinión probable no es legítimo aplicarlo en este caso, porque la opinión probable especulativa acerca de la clase de materia o de sus causas o efectos, no siempre es lícito emplearla en la práctica cuando no hay igualdad en los demás, por ejemplo cuando de hecho siempre se esconde un peligro que no es prudente afrontar; o cuando es contraria a un derecho mayor: por ejemplo, aunque uno opine con probabilidad que la cosa que otro posee es suya, no puede por su autoridad robarla cuando sabe también que al otro no le falta una razón probable para retenerla, porque entonces no puede reducir a la práctica aquel primer juicio probable, sabiendo como sabe que en un caso así es mejor la situación del que posee. Pues lo mismo sucede en el caso presente: el superior debe ser antepuesto como poseedor de un derecho más principal, según hemos explicado antes. Por consiguiente, para que la opinión contraria sea segura en la práctica, parece que hay que entenderla cuando las razones contra la justicia del tributo son muy apremiantes, y sobre todo si se ven apoyadas por los rumores públicos, por la fama o por las sospechas aun de los sabios, o cuando concurren todas las circunstancias de las que hablaré en la tesis siguiente.

¿Puede alguna vez no pagarse al tributo si no se pide? 21. Digo —en cuarto lugar— que, normalmente y de suyo, cuando una ley tributaria obliga en conciencia, también obliga a pagar el tri-

Cap. XVIII.

Las leyes tributarias ¿obligan en conciencia?

buto antes de que se pida, y al revés, cuando, a pesar de la ley, el subdito está excusado de pagar el tributo si no se pide, puede también ocultarse para que no se lo pidan o no confesar la verdad si puede hacerlo sin mentir; más aún, aunque mienta o jure en falso o haga resistencia, no obrará contra la justicia negando el tributo aunque peque por otros conceptos. En algún caso puede suceder que aunque la ley mande sencillamente el pago del tributo, no obligue mientras no se pida: entonces en realidad obliga en conciencia a pagar sin oponer resistencia, o también a manifestar la verdad si el cobrador del tributo le pregunta. Toda la tesis casi no es más que una consecuencia de lo dicho anteriormente; sólo la última parte requiere alguna explicación. Por consiguiente, las restantes partes se prueban así: Si consta suficientemente que el tributo es justo en todos sus aspectos, la ley obliga de suyo a pagarlo sin esperar a que se pida, según se ha dicho en la primera tesis. Si consta que el tributo es injusto, la ley no obliga aunque se pida, como prueban las razones aducidas en la segunda tesis. Si la cosa es intermedia o dudosa, hay que mirar qué principios pueden y deben servir para reducirla a certeza práctica sobre la obligación o sobre la excusa, según lo dicho en la tercera tesis: cuando —a pesar de la duda— queda la obligación práctica, esa obligación es no sólo de pagar el tributo si se pide, sino sencillamente de pagar, porque hay obligación de cumplir la ley, y la ley de suyo obliga a esto; si, por el contrario, de la duda nace la excusa, ésta será no sólo para no pagar si no se pide, sino también aunque se pida si ello puede hacerse convenientemente, porque esa excusa es sencillamente de la obligación de la ley; luego de suyo y normalmente no existe diferencia entre la obligación a pagar el tributo cuando se pida y cuando no se pida.

22. Esto no obstante, vamos a explicar la última parte. Puede suceder que un tributo, considerado en sí mismo, parezca demasiado gravoso y dé pie a sospechar que es injusto de forma que los subditos en general se formen un mal concepto sobre su justicia, y que sin embargo, con la atenuación de que deba pedirse y que si no se pide no obligue, se lo tenga por tolerable y resulte fácil admitirlo. Luego nada impide en ese caso que la ley no obligue a ofrecer el pago y en cambio obligue a obedecer al encargado de cobrarlo.

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Y esto puede suceder de dos maneras. Una es si la cantidad del tributo u otras circunstancias suyas fuerzan a interpretar la ley de tal manera que, a juicio de las personas prudentes y atendiendo a la proporción entre las cosas sobre las que se impone y las personas a quienes se impone, resulta justo. Ni se opondrá a esto el que las fórmulas de la ley no lo digan expresamente ni que por esas fórmulas no pueda constar que sea esa la intención del legislador, porque, para que la ley no resulte desmesurada, es lícito medir las palabras acoplándolas a lo que la materia exija, y entonces esa interpretación se hace —digámoslo así— al dictado de la justicia. Esto parecen pensar sobre la gabela o alcabala SOTO, MEDINA y otros. Tampoco se opondrá a esa interpretación benigna el que la contribución del tributo es el pago de una deuda, porque no es esencial a la deuda el que consista en una cantidad fija: e,sta cantidad la señala la ley humana, y puede suceder que, señalada con obligación absoluta de pagarla, resulte excesiva, pero que con esa atenuación quede en su punto. 23. Esa atenuación puede tener otro sentido, a saber, como efecto de la costumbre. AzPILCUETA —según dije— hace mucha fuerza en esta costumbre, y en realidad la virtud de la costumbre puede ser grande cuando consta o es más probable —al decir de la gente— que los subditos están demasiado gravados: entonces no puede decirse que esa costumbre sea irracional ni contraria a la ley natural, pues su intención no es privar al rey de una paga debida y abundante, sino hacer que no sea excesiva y que el pueblo pueda pagarla fácilmente: ¿por qué tal costumbre no ha de tener virtud para suavizar la ley suavizando el pago del tributo en la forma que ella lo hace? Tampoco en ese caso hará dificultad la falta del consentimiento tácito por parte del príncipe, el cual siempre se opone y castiga a los que se ocultan para no pagar. Esto —repito— no hace dificultad, porque aunque el príncipe se oponga siempre con penas moderadas a fin de que los subditos no cobren una libertad excesiva, puede fundadamente presumirse que esa coacción es puramente penal y dirigida a compensar de esa manera la merma de los tributos; a pesar de esto, la costumbre tendrá virtud para atenuar la obligación en conciencia de la ley, y el príncipe o no puede o no debe hacerle resistencia en esto, porque las leyes humanas deben adaptarse a las costumbres de quienes las usan.

Lib. V. Distintas leyes humanas 24. Añado además que es posible que suceda que de ningún tributo en particular pueda ju2garse que es demasiado gravoso o injusto aunque la ley obligue a pagarlo de una manera absoluta y sin esperar a que se pida, y sin embargo que los tributos sean tan numerosos, que de su cúmulo resulte una carga demasiado pesada para la generalidad de los subditos, y que esto conste moralmente por los efectos, por las protestas públicas del pueblo e incluso por el juicio general de las personas prudentes. Entonces podrá tener lugar la atenuación que se ha dicho, porque si la carga es excesiva, poco importa que se cobre por una sola ley o camino, o por varios. Luego entonces podrán los subditos hacer uso de esa atenuación en alguna que otra ocasión cuando mejor puedan, no para no pagar tributos suficientes —pues esto nunca puede ser lícito por ser contrario a la justicia natural—, sino para pagar con una justa moderación y no quedar perjudicados y así poder tener con qué pagar siempre los tributos que sean justos. Práctica del pago de tributos 25. Por último —ya que lo más difícil y más útil en esta materia es la aplicación de esta doctrina general a la práctica—, hay que añadir que para juzgar de cada hecho y persona es necesario pensar en particular las condiciones de la persona, a saber, si es rico o pobre, y si tiene que pagar algún que otro tributo o muchos por diversos capítulos o títulos. En segundo lugar, es preciso comparar las posibilidades y condición de la persona con la carga del tributo o tributos, pesar si respecto de esa persona el tributo resulta demasiado gravoso por ser superior a sus posibilidades y a las ganancias o rentas de que necesita para el mantenimiento de la persona, de la familia y de una posición conveniente y moderada teniendo en cuenta su condición y dignidad. Considerado esto, mirando al resultado podrá formarse un juicio sobre la obligación o no obligación de pagar los tributos completos o sólo una parte y con la condición de si se piden o sin ella. En primer lugar, nunca debe uno excusarse de pagar todos los tributos, a no ser que su pobreza sea tan grande que le excuse la impotencia; pero normalmente la obligación de pagar tributo al príncipe es tan natural y directamente nacida del concepto de justicia, que uno no puede excusarse del todo por la apariencia de

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injusticia o de excesivo gravamen de los tributos. En efecto, concedamos que algunos sean injustos: otros serán justos, y por lo menos los antiguos siempre se presume que son justos; y en el conjunto de los tributos siempre queda la razón general de contribuir para dar al príncipe la justa paga y ayuda para los gastos públicos de su cargo. 26. Pero como esta contribución debe ser proporcional a las personas y una misma cantidad absoluta no es justa con relación a todos, si con relación a esta persona en particular consta que es demasiado gravosa y desproporcionada, quedará excusada de lo que le corresponda aunque no de todo, y así podrá, o pagar únicamente los tributos que se piden —si se juzga moralmente que ellos bastan según lo que le corresponda—, o pagar los que sin dudar son justos y eludir los otros, no por sola la duda sobre su justicia, sino porque todos ellos juntos serían desproporcionados y hay razón para evitar esto no pagando los que son menos ciertos. Aunque, si no es fácil guardar este orden y resulta más fácil ocultar otros tributos y pagar los que son menos ciertos, uno pagándolos cumplirá su obligación con tal que se pague la cantidad de tributo que sea justa, pues con eso se practica cierta compensación tácita. Pero cuando no se ve que haya exceso por desproporción con la persona y sólo se trata de la justicia o injusticia del tributo, se deben observar las reglas que se han señalado. Y no se opondrá a esta justa consideración y prudente juicio el que los tributos se paguen al alcabalero que los alquiló o compró, porque por el contrato del alcabalero con el rey no se aumenta la deuda de los subditos, y el alcabalero sustituye al rey, y por tanto, los tributos pasan a él en la forma y con las limitaciones o atenuaciones con que se debían al rey. Por último, un consejo muy bueno y moralmente necesario es que este juicio práctico no lo forme cada uno para sí: lo primero, porque uno no suele ser buen juez en su propia causa; y lo segundo, porque no todos los subditos suelen estar suficientemente preparados para formar este juicio. Luego cada uno debe seguir el consejo de un varón docto y prudente o del confesor: éste ordinariamente y en igualdad de circunstancias debe inclinar al subdito al pago del tributo, sobre todo antes de que la cosa esté hecha, pues el derecho del rey es de suyo mayor y más cierto; una vez hechas las cosas y cuando hay razón para dudar con relación a

Cap. XIX. Las leyes invalidantes ¿son penales? ambos extremos, es más fácil condescender. Así dijo SILVESTRE, y le siguen los otros en general.

CAPITULO XIX LAS LEYES HUMANAS QUE INVALIDAN LOS CONTRATOS ¿SON PENALES O GRAVOSAS? 1.

LA LEY HUMANA INVALIDA LOS CONTRA-

TOS PORQUE A VECES ESTO ES CONVENIENTE PARA EL BIEN COMÚN.—Uno de los efectos de

la ley humana es invalidar los contratos, según dijimos anteriormente y ahora damos por supuesto como cosa clara por la práctica de ambos derechos civil y canónico. En efecto, para hacer testamento, para los contratos de los menores y de las mujeres, tratándose de bienes eclesiásticos, y para el mismo sacramento del matrimonio, se requieren —por el derecho humano— algunas condiciones sin las cuales el contrato no es válido en virtud del mismo derecho humano. La razón por que puede hacer esto la ley humana es porque ello no es contrario a la ley natural; por otra parte, es conveniente para el bien común del estado que el estado o su príncipe tengan este poder. La primera parte es clara, porque aunque el poder para hacer contratos válidamente sea natural al hombre, sin embargo el hombre puede ser privado de él de la misma manera que puede ser privado de la libertad, y esto no es contrario al derecho natural preceptivo sino al negativo, según se explicó antes en el libro segundo. La segunda parte consta por la experiencia, porque para evitar los fraudes y otros inconvenientes, muchas veces es necesario esto, y por tanto, de la misma manera que se ha dado al estado poder para mandar, también se le ha dado poder para anular los actos. Además, los miembros de la comunidad son más del estado que suyos, y por tanto sus actos, cuando pueden ceder en bien o en daño común, dependen del estado; luego la cabeza del estado tiene poder sobre sus miembros para invalidar sus actos o para señalarles una manera de ser sin la cual sean inválidos en cuanto a los efectos morales que podrían producir. Por este efecto algunas leyes se llaman invalidantes, las cuales, bajo ese aspecto, merecen un estudio especial que es muy oportuno aquí, ya que por ese efecto cuentan entre las leyes onerosas y odiosas por ser muy gravoso para el hombre atar su voluntad de tal manera que ni lícita ni válidamente pueda hacer lo que quiera y lo que podría hacer si la ley no lo impidiese. Para hacer entender la obligación de estas leyes, es preciso explicar qué clase de carga es

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esa y si es una pena: por ahí se verá si estas leyes obligan a la manera de las leyes penales o de las morales; porque es indudable que obligan de alguna manera, dado que son verdaderas leyes y tienen todos los elementos intrínsecos que son propios de la ley humana en virtud de su género o en cuanto que es verdadera ley. 2. M U C H O S PIENSAN QUE LAS LEYES INVALIDANTES SON PENALES POR SER UN GRAVAMEN PARA EL SUBDITO.—Sobre el problema propues-

to muchos legistas piensan que las leyes invalidantes son penales. Esto sostiene la GLOSA EN EL LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, y la sigue NICOLÁS DE TUDESCHIS. Lo mismo BARTOLO y otros más. Así puede verse en las DECRETALES: En castigo de su perversidad, y en el DIGESTO: En venganza de quien escribe, como hace notar BALDO. Más aún, algunos a esa pena la llaman natural e intrínseca, como puede verse en DECIO con IMOLA.

Puede darse como' razón que la invalidación de un acto que el hombre podría hacer válidamente por propio derecho y con su natural libertad, es un no pequeño gravamen y perjuicio del subdito; luego no puede imponerse justamente más que en castigo. Explicación: Esta anulación únicamente se hace inhabilitando a la persona para tal acción; ahora bien, toda inhabilidad de la persona producida por la ley es un castigo. Confirmación: Si la ley invalidante no fuese penal, en su interpretación no habría que restringirla sino más bien ampliarla; ahora bien, esa consecuencia es contraria al sentido común de todos. De esto deducen algunos que por el hecho mismo de que una ley añada otra pena, se ha de pensar que no es invalidante, puesto que, de no ser así, castigaría dos veces un mismo acto. De este punto hablaremos en el capítulo XXIII. 3.

LAS LEYES INVALIDANTES NO SON PENA-

LES SINO DIRECTIVAS. PRUEBA: N O HAY PENA SIN CULPA.—La opinión de otros es que las leyes invalidantes no son penales sino morales o de suyo directivas de la comunidad. Esto sostiene JUAN DE ANDRÉS, y se basa en que pena sólo hay cuando la ley disminuye el patrimonio o quita un derecho adquirido, cosa que no tiene lugar cuando se invalida un acto. Lo mismo sostiene DOMINGO, y lo mismo piensa FELINO; éste cita a INOCENCIO cuando dijo que la anulación de un acto no es una pena natural, pero esa frase tal vez tenga otro sentido, como diré después en el capítulo XXV. La razón de esta opinión —además de la que tocó JUAN DE ANDRÉS— puede ser que no hay pena si no precede una culpa; ahora bien, la anulación de un acto tiene lugar sin una culpa previa; luego no es pena. «

Lib. V. Distintas leyes humanas Se dirá que la pena a veces se impone sin culpa aunque no sin causa, como decíamos antes acerca de la ley puramente penal. Pero en contra de esto está que, aun tratándose así de la pena en sentido lato, requiere culpa también en sentido lato, a saber, culpa civil o en el fuero en que se impone la pena; concedamos que no se necesite culpa en el fuero de Dios, pero aquí no se requiere ninguna culpa, ni siquiera legal. De otra manera: Cuando para la pena no se requiere culpa sino causa, al menos se necesita que esa causa sea un acto libre punible por una causa justa, porque la razón de ser de la pena es únicamente una acción u omisión libre; ahora bien, para anular un acto, no se necesita ninguna causa así, sino otra que se refiera al bien común; luego aquélla no basta para que la anulación sea pena. Confirmación: En otro caso toda irregularidad sería pena, porque es un gravamen, el cual no se impone sin una causa razonable; ahora bien, esta consecuencia es manifiestamente falsa. 4. L A INVALIDACIÓN DE UN ACTO NO INCLUYE E N SU VERDADERO CONCEPTO EL SER PENA;

LAS MÁS DE LAS VECES NO ES PENA, A VECES

sí.—Sin embargo, la solución verdadera es que la invalidación de un acto —en su concepto auténtico y esencial— no incluye el ser pena, y así las más de las veces no es pena, aunque a veces puede tener carácter de pena. Esta es la tesis común, como puede verse en BALDO y mejor todavía en D E C I O .

Para explicar esto de una manera más precisa y particular, advierto que de dos maneras se puede anular un acto: una, determinando y mandando directamente una cosa y sólo como consecuencia o indirectamente prohibiendo e invalidando, como puede verse en las leyes que dan forma a los actos y que como consecuencia anulan los actos realizados sin esa forma. Un ejemplo excelente lo tenemos en el decreto del CONCILIO TRIDENTINO, sesión 24, acerca del contrato matrimonial: señaló como forma del contrato que se haga en presencia del párroco y de dos testigos, y anuló el contrato que se realice de otra manera. Semejante es el ejemplo de la ley que, para que un testamento sea válido, requiere un determinado número de testigos. Lo mismo el de la ley que da forma a las enajenaciones de bienes eclesiásticos, y la que da forma a las elecciones. Otra manera de anular directamente un acto es la negativa o prohibitiva del acto con fórmulas suficientes para anularlo: tal es la ley que prohibe el matrimonio entre consanguíneos o afines hasta el cuarto grado, y la que invalida el matrimonio de un clérigo de órdenes mayores o de un religioso profeso y de otros semejantes. Esta prohibición puede darse por una triple

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causa o fin. En primer lugar, directamente por el bien común, por convenir así al culto divino o a la dignidad de la religión. En segundo lugar, en favor de determinadas personas, por ejemplo, para acudir a su fragilidad, como se hace mediante las leyes que anulan algunos contratos de menores. En tercer lugar, en venganza de la persona o de su acción, como en las leyes que anulan la adquisición de propiedad en algunas donaciones o aceptaciones. Algunos añaden una tercera manera de invalidación mediante la inhabilitación de la persona, a la manera como suelen los teólogos explicar los impedimentos del matrimonio y de la profesión religiosa, y como el CONCILIO TRIDENTINO declaró expresamente que él lo había hecho en el decreto que dio contra los matrimonios clandestinos. Pero esta manera, aunque verdaderísima, está incluida en las dos anteriores y no puede separarse de ellas si se la entiende en un sentido correlativo. En efecto, cuando la ley anula un acto, a la voluntad del subdito la hace ineficaz e impotente para contraer matrimonio, para trasferir o adquirir la propiedad, o para cosas semejantes: esto es en lo que consiste inhabilitar al acto para contraer matrimonio o para contraerlo en tal forma determinada. Porque unas veces la ley inhabilita a la persona de una manera absoluta para algún acto en particular, por ejemplo, inhabilita al clérigo de órdenes mayores o al religioso profeso para contraer matrimonio; otras veces la inhabilita sólo bajo algún aspecto, por ejemplo, para contraer matrimonio con una consanguínea o para hacer una donación a extranjeros; otras veces la inhabilita solamente para contraer matrimonio en tal forma determinada, como dijo el CONCILIO TRIDENTINO en el dicho decreto. En todos estos casos, correlativamente se invalida el acto mismo y el consentimiento de la voluntad se hace ineficaz para producir tal efecto. Esta y no otra es la manera como se hace inhábil la persona para ese efecto, porque, así como los actos humanos los realiza la voluntad, así la inhabilidad de la persona para tales actos debe verse en la voluntad en cuanto que a su acto se le hace ineficaz; y al revés, no puede anularse un acto o hacerse ineficaz la voluntad sin que correspondientemente por el mismo hecho se haga inhábil a la persona, según se ha dicho. Por eso a nosotros nos basta distinguir aquellas dos maneras de invalidación, porque a veces requieren una doctrina distinta; en cambio la tercera manera va incluida en ellas y no tiene nada particular que sea preciso explicar. 5.

PRIMERA TESIS.—La ley que invalida el

acto sólo indirectamente y como consecuencia

Cap. XIX. Las leyes invalidantes ¿son penales? de la determinación de la forma que se ha de guardar en un contrato, no es penal. Así piensan los autores aducidos y otros más a quienes cita y sigue MATIENZO. A otros los cita SÁNC H EZ.

La razón es clara: En ello no hay ninguna culpa previa ni suficiente causa de pena por parte de aquel cuyo acto se anula; por ejemplo, cuando uno hace un testamento menos solemne, que por ese defecto es nulo, en nada pecó ni hizo nada digno de castigo, porque lo mismo que podría libremente no hacer testamento y no por eso sería digno de pena, también pudo libremente hacer un testamento menos solemne sin incurrir en mancha o causa de pena; luego la nulidad aquella no es pena; luego tampoco la ley es penal sino directiva en un sentido determinado y con determinada eficacia para hacer esa forma como sustancial al acto, y eso aunque de ahí se siga un inconveniente para el otro por la nulidad de ese acto. Confirmación: La intención de esa ley no es castigar el acto ni la negligencia de nadie: señal de ello es que, en el dicho caso, la pérdida que se sigue de la nulidad del testamento más cede en daño del heredero que del testador; y no se juzga que eso sea un inconveniente, porque en realidad la ley no pretende castigar a ninguno de los dos, sino mirar por el bien común; luego a tal ley no se la puede tener por penal. Y no se opone a esto que a veces en el derecho a ese efecto, tal como lo producen esas leyes, parezca llamársele con el nombre de pena —por ejemplo, en el DECRETO: NO sufra la pena de la preterición quien no pretirió a los suyos—, pues en esos textos pena se toma en un sentido lato por cualquier inconveniente o daño. 6.

SEGUNDA TESIS.—Digo —en segundo lu-

gar— que la ley que prohibe un acto y lo invalida con miras al bien común o de los pa.rticulares, no es penal. Esta tesis es también común, como apa.rece por la GLOSA, y la aprueban en general las CLEMENTINAS, el ABAD, DECIO, FELINO, SILVESTRE y ROSELLA. Todos ellos esta anulación la distin-

guen de la pena. Ejemplos de ella los hay en las leyes que: anulan los matrimonios entre consanguíneos o afines o entre personas ligadas por paren tese :o espiritual: esa anulación se puso, no en caistigo de los contrayentes, sino directamente por la dignidad de la religión o de la honestidad conyugal. También entran aquí las leyes que i nvalidan la profesión de los menores o el año de profesión, y otras semejantes. Y la razón es que esa anulación no va en contra de nadie ni en venganza de un delito —cosa

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necesaria para la pena entendida en su sentido riguroso, según las DECRETALES—, ni tampoco en compensación de alguna otra trasgresión civil, según se ha explicado. Demos —por último— una explicación: La pena se pone sólo accidentalmente u ocasionalmente como represión o venganza; en cambio esta anulación se manda y ejecuta por sí misma por ser ella misma conveniente para el bien común o de los particulares. Ni será dificultad que tal invalidación ceda en perjuicio de alguno, porque esto sucede indirectamente y como consecuencia, y no es un mal que pretenda el legislador en castigo de aquél. Por eso muchos piensan que tal ley no sólo no es penal pero ni siquiera odiosa, sino más bien favorable; así piensa DECIO con ALEJANDRO. Pero esto se ha de juzgar por los principios que se pusieron al comienzo de este libro. 7. TERCERA TESIS.—Digo —en tercer lugar— que algunas leyes invalidantes son penales, a saber, las que imponen la invalidación en castigo de otra trasgresión o culpa. Así lo enseñan BALDO, TUDESCHIS y DECIO. Para entender esto en su verdadero sentido, es preciso advertir que una cosa es que la invalidación sea pena, y otra que la ejecución de un acto inválido sea castigado con una pena, pues sucede a veces que la ley invalida un acto y añade una pena contra aquel que realiza tal acto inválido,, como observan BARTOLO, el ABAD, FELINO y otros.

Así consta por la práctica de los derechos en el DECRETO, en el DIGESTO, en las EXTRAVAGANTES y en otras leyes que, además de anular, castigan ese delito; también por el CONCILIO TRIDENTINO, el cual anula el matrimonio con-

traído sin el párroco y sin testigos, y además manda que los que contraigan así sean castigados, y podría señalar al pena aunque no lo haga; finalmente, por las DECRETALES, en las cuales, contra aquellos que impetran y obtienen bienes eclesiásticos de manos de señores temporales, se dice: Sean tenidas por inválidas las cosas que obtienen y sean excluidos de la comunión de la Iglesia: esta ley es penal en cuanto a la pena de .excomunión que se ha de fulminar; en cambio, en cuanto a la primera parte —de la invalidación— no es penal sino moral; más aún, ni siquiera es constitutiva de una invalidación sino sólo declarativa, porque aquella obtención había sido un robo, ya que —como allí se dice— quienes obtienen así los bienes de la Iglesia roban los' bienes de los pobres, puesto que su dueño temporal no puede darlos válidamente; luego esa ley n o hace sino que declara que la obtención es inválida.

Lib. V. Distintas leyes humanas Así pues, cuando la ley castiga así un acto inválido, es claro que la ley es penal en cuanto a la imposición de una nueva pena; pero esto es como accidental y adventicio a la anulación, y por tanto esa pena no la estudiamos aquí sino que se la debe medir por la doctrina general de la ley penal. Tratamos, pues —en el primer sentido— de la invalidación misma, la cual a veces se impone principalmente en castigo. 8.

PRUEBA DE LA TESIS POR INDUCCIÓN.—

En este sentido, la tesis puede probarse por inducción. En efecto, de los impedimentos del matrimonio, los que se ponen por razón de un delito son penales, por ejemplo, el uxoricidio con promesa, el adulterio con una persona en vida del cónyuge con promesa de futuro matrimonio, tal como se encuentran en todo el título De eo qui duxit in matrim. quam poli, per adult. y en el capítulo Si vívente de las DECRETALES. Así también la elección de un religioso para una prelatura consintiendo él sin licencia de su superior, es invalidada en castigo de su presunción, como expresamente se dice en el capítulo Si religiosus del LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES. Lo mismo se deduce del capítulo Dispendio en el LIBRO 6.°: Si obrare en contra de esto, debe ser castigado con igual pena, a saber, con la anulación de cierto rescripto. Otras leyes más citan los autores que se han aducido, y otros ejemplos de anulación de donaciones o adquisiciones, de regalos o de réditos, son frecuentes y de ellos se trata en otros lugares. Finalmente, siempre que en la ley se añade la fórmula en pena, en odio o en injuria, como en el capítulo Cum secundum, a tal anulación se la tiene por pena; a veces, aun sin esas fórmulas, por el modo como se da la ley, puede entenderse que se da en ese sentido. La razón es clara: la anulación de un acto es un gran gravamen y puede causar perjuicio; luego de suyo puede ser una pena suficiente y a veces muy a propósito para el delito; luego la ley puede pretenderla como pena: entonces también esa ley —en cuanto invalidante— será verdadera ley penal. Ni será obstáculo para ello el que la invalidación no merme el patrimonio ni quite un derecho adquirido: basta y sobra que impida el que se había de adquirir o el que prive al hombre del poder que tiene para realizar válidamente sus acciones. En este sentido la inhabilidad para un beneficio es una pena importante, y en la ley Senatus del DIGESTO a la anulación de una venta se la llama pena del vendedor aunque no le prive

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de lo suyo. Otras penas semejantes se enumeran en la ley Minoris del DIGESTO. 9.

CONCILIACIÓN

DE

OPINIONES.—Según

esto, fácilmente pueden conciliarse las opiniones aducidas: ambas son verdaderas en un sentido indefinido, pero ninguna en un sentido general. Por consiguiente, la que dice que las leyes invalidantes son penales, para ser verdadera se ha de entender en sentido permisivo o potencial, es decir: pueden ser penales; y la que niega que sean penales se ha de entender en sentido formal o esencial, porque una ley invalidante —en cuanto tal— no exige ser penal ni esto le es intrínseco. De esta forma se solucionan fácilmente los argumentos de esas opiniones aplicando —para refutarlos— lo que hemos dicho. En efecto, las leyes que se han aducido en la primera opinión sólo prueban que la invalidación a veces es pena, y la razón que se ha aducido allí prueba que la invalidación puede ser pena pero que para realizarse, ese carácter de pena no es necesario, ya que el que sea un gravamen para alguno es cosa accidental: muchos gravámenes hay que tolerar por el bien común sin culpa, sin causa o sin falta personal. Por tanto, no es verdad que toda inhabilidad personal sea pena: a veces es en atención a la perfección y al estado religioso; otras veces es una cosa indiferente. A la confirmación que se ha añadido allí sobre la interpretación de la ley invalidante, responderemos más largamente en el libro 8.°; ahora sólo decimos que la ley invalidante, si al mismo tiempo es penal, se ha de restringir, pero que, si no es penal, a veces puede ampliarse según que busque el favor o la utilidad del bien común, y otras veces restringirse —si de ahí no resulta algo contrario al bien común—, pues para eso basta que sea onerosa aun sin ser penal. Por lo que hace a los argumentos y leyes aducidas en la segunda opinión, prueban muy bien que la invalidación puede imponerse y muchas veces se impone en castigo, pero no que eso le sea esencial ni que sea propio suyo en general. Esto es lo único que se prueba con el ejemplo de la irregularidad que se aduce allí: ese ejemplo prueba también que puede darse una inhabilidad y en consecuencia una inhabilitación que no sea pena. Por ultimo, el raciocinio que se ha hecho allí prueba que en los casos en que la invalidación tiene lugar sin culpa de nadie y sin causa —digámoslo así— personal, la invalidación no puede ser pena. Pero muchas veces la anulación se impone después de una culpa y por razón de ella: entonces con razón puede imponerse como pena.

Cap. XX.

Las leyes invalidantes ¿obligan en conciencia?

10. E N UNA MISMA LEY, LA INVALIDACIÓN DE UN ACTO PUEDE IMPONERSE DIRECTAMENTE POR EL BIEN COMÚN Y COMO PENA. R.ESPUESTA A UNA OBJECIÓN.—Añado finalmente que al-

gunas veces puede suceder que en una misma ley la anulación de un acto se imponga directamente por el bien común y a la vez como castigo, porque no es imposible que esas dos finalidades se encuentren en un mismo efecto, sea respecto de una misma cosa, sea respecto de cosas distintas. Pueden aducirse como ejemplos los impedimentos dirimentes matrimoniales puestos por razón de un delito: son penales —según vimos—, y sin embargo también eran de suyo convenientes para el bien común en orden a la seguridad y fidelidad de los cónyuges. Por eso, aun en el caso de que se castigara dignamente ese delito con otra pena, sin embargo justamente podría mantenerse a la vez la invalidación sin duplicar la pena, porque era conveniente de suyo aunque no se añadiera como pena. Se dirá que de ahí se sigue que nunca tiene lugar la invalidación como pena sin que tenga lugar por sí misma y por la utilidad que le es propia, porque tal invalidación siempre contribuye al bien común y se ordena a él. Respondo negando esa consecuencia, porque aquí nos referimos no sólo a la común utilidad que tiene la pena en cuanto pena —que es vengar el delito y con ese castigo impedir que se cometan otros, utilidad común a toda pena—, sino además a la utilidad —llamémosla así— medicinal, que consiste en quitar las ocasiones de cometer semejantes delitos, utilidad que no es común a toda pena ni esencial a la pena en cuanto vindicativa. En este sentido decimos que la anulación del matrimonio en los casos dichos quita las ocasiones de perpetrar semejantes delitos, y que esta causa fue suficiente para imponer tales impedimentos aun prescindiendo de la venganza del delito, venganza que hubiese podido hacerse mediante otra pena, como de hecho también se hace. También se impone a veces como castigo la inhabilidad para beneficios, v. g. por rebautizar o por otro delito semejante para evitar el cual esa inhabilidad nada contribuye a no ser como amenaza o venganza, como podría contribuir cualquier otra pena grave.

CAPITULO XX LAS

LEYES

INVALIDANTES ¿ P R O H I B E N ACTOS EN CONCIENCIA?

ESOS

1. RAZÓN PARA DUDAR.—La razón para dudar puede ser que estas leyes son verdaderos preceptos de los superiores; ahora bien, a un

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verdadero precepto o ley le es esencial el obligar en conciencia, según se demostró antes; luego es preciso que estas leyes obliguen de alguna manera en conciencia. Confirmación: Se ha dicho antes que aun las leyes puramente penales se resuelven de alguna manera en una obligación de conciencia, pues, de no ser así, no se salvaría en ellas el verdadero concepto de ley; ahora bien, las leyes invalidantes no son menos verdaderas leyes que las penales. En contra de esto puede hacerse una inducción: La ley que anula un testamento por falta de solemnidad, no crea ninguna obligación en conciencia, puesto que ni obliga al testador a guardar la solemnidad —pudiendo como puede éste disponer de sus cosas válida e inválidamente, del mismo modo que puede gastarlas de otra manera—, ni obliga tampoco al heredero, ya que a éste nada le manda. Asimismo, la ley que invalida el contrato realizado por un menor, no le obliga en conciencia: señal de ello es que el menor puede confirmar el contrato con un juramento, cosa que —si fuese pecado— no podría hacer. Y así otros casos. 2.

EN LA LEY SE DEBEN DISTINGUIR DOS

ELEMENTOS.—Para la solución de este problema —en correspondencia con lo que dijimos acerca de la ley penal— en esta ley es preciso distinguir dos elementos: la realización u omisión de la acción que manda la ley, y la anulación de la acción, anulación que manda o realiza la ley misma. Acerca del primero, es preciso advertir —según lo dicho— que esta ley se puede dar de tres maneras: en forma de precepto afirmativo, en forma de precepto negativo, o de ninguna de esas dos formas sino sólo como condicionalmente a manera de ley puramente penal. La primera manera tiene lugar propiamente en las leyes que dan forma a los contratos, como se ve en el decreto del TRIDENTINO sobre el matrimonio en que se manda que el matrimonio se celebre con una determinada solemnidad; asimismo en los cánones que dan forma a las elecciones, a las enajenaciones eclesiásticas y a otras cosas así: mandan que se observe una determinada forma, y con esto tienen forma de precepto afirmativo, pero si uno se fija bien, tales preceptos, en cuanto afirmativos, no son absolutos sino condicionados, pues no mandan v. g. que se realice la enajenación sino que si se hace, se haga de determinada manera; es decir, tales leyes no mandan —digámoslo así— el ejercicio del acto, sino solamente la forma o manera que se ha de observar en el acto cuando se hace. Por consiguiente, tales preceptos se resuelven en preceptos negativos, a saber, que tal acto no se realice sin determinada solemnidad: así el

Cap. XX.

Las leyes invalidantes ¿obligan en conciencia?

10. E N UNA MISMA LEY, LA INVALIDACIÓN DE UN ACTO PUEDE IMPONERSE DIRECTAMENTE POR EL BIEN COMÚN Y COMO PENA. R.ESPUESTA A UNA OBJECIÓN.—Añado finalmente que al-

gunas veces puede suceder que en una misma ley la anulación de un acto se imponga directamente por el bien común y a la vez como castigo, porque no es imposible que esas dos finalidades se encuentren en un mismo efecto, sea respecto de una misma cosa, sea respecto de cosas distintas. Pueden aducirse como ejemplos los impedimentos dirimentes matrimoniales puestos por razón de un delito: son penales —según vimos—, y sin embargo también eran de suyo convenientes para el bien común en orden a la seguridad y fidelidad de los cónyuges. Por eso, aun en el caso de que se castigara dignamente ese delito con otra pena, sin embargo justamente podría mantenerse a la vez la invalidación sin duplicar la pena, porque era conveniente de suyo aunque no se añadiera como pena. Se dirá que de ahí se sigue que nunca tiene lugar la invalidación como pena sin que tenga lugar por sí misma y por la utilidad que le es propia, porque tal invalidación siempre contribuye al bien común y se ordena a él. Respondo negando esa consecuencia, porque aquí nos referimos no sólo a la común utilidad que tiene la pena en cuanto pena —que es vengar el delito y con ese castigo impedir que se cometan otros, utilidad común a toda pena—, sino además a la utilidad —llamémosla así— medicinal, que consiste en quitar las ocasiones de cometer semejantes delitos, utilidad que no es común a toda pena ni esencial a la pena en cuanto vindicativa. En este sentido decimos que la anulación del matrimonio en los casos dichos quita las ocasiones de perpetrar semejantes delitos, y que esta causa fue suficiente para imponer tales impedimentos aun prescindiendo de la venganza del delito, venganza que hubiese podido hacerse mediante otra pena, como de hecho también se hace. También se impone a veces como castigo la inhabilidad para beneficios, v. g. por rebautizar o por otro delito semejante para evitar el cual esa inhabilidad nada contribuye a no ser como amenaza o venganza, como podría contribuir cualquier otra pena grave.

CAPITULO XX LAS

LEYES

INVALIDANTES ¿ P R O H I B E N ACTOS EN CONCIENCIA?

ESOS

1. RAZÓN PARA DUDAR.—La razón para dudar puede ser que estas leyes son verdaderos preceptos de los superiores; ahora bien, a un

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verdadero precepto o ley le es esencial el obligar en conciencia, según se demostró antes; luego es preciso que estas leyes obliguen de alguna manera en conciencia. Confirmación: Se ha dicho antes que aun las leyes puramente penales se resuelven de alguna manera en una obligación de conciencia, pues, de no ser así, no se salvaría en ellas el verdadero concepto de ley; ahora bien, las leyes invalidantes no son menos verdaderas leyes que las penales. En contra de esto puede hacerse una inducción: La ley que anula un testamento por falta de solemnidad, no crea ninguna obligación en conciencia, puesto que ni obliga al testador a guardar la solemnidad —pudiendo como puede éste disponer de sus cosas válida e inválidamente, del mismo modo que puede gastarlas de otra manera—, ni obliga tampoco al heredero, ya que a éste nada le manda. Asimismo, la ley que invalida el contrato realizado por un menor, no le obliga en conciencia: señal de ello es que el menor puede confirmar el contrato con un juramento, cosa que —si fuese pecado— no podría hacer. Y así otros casos. 2.

EN LA LEY SE DEBEN DISTINGUIR DOS

ELEMENTOS.—Para la solución de este problema —en correspondencia con lo que dijimos acerca de la ley penal— en esta ley es preciso distinguir dos elementos: la realización u omisión de la acción que manda la ley, y la anulación de la acción, anulación que manda o realiza la ley misma. Acerca del primero, es preciso advertir —según lo dicho— que esta ley se puede dar de tres maneras: en forma de precepto afirmativo, en forma de precepto negativo, o de ninguna de esas dos formas sino sólo como condicionalmente a manera de ley puramente penal. La primera manera tiene lugar propiamente en las leyes que dan forma a los contratos, como se ve en el decreto del TRIDENTINO sobre el matrimonio en que se manda que el matrimonio se celebre con una determinada solemnidad; asimismo en los cánones que dan forma a las elecciones, a las enajenaciones eclesiásticas y a otras cosas así: mandan que se observe una determinada forma, y con esto tienen forma de precepto afirmativo, pero si uno se fija bien, tales preceptos, en cuanto afirmativos, no son absolutos sino condicionados, pues no mandan v. g. que se realice la enajenación sino que si se hace, se haga de determinada manera; es decir, tales leyes no mandan —digámoslo así— el ejercicio del acto, sino solamente la forma o manera que se ha de observar en el acto cuando se hace. Por consiguiente, tales preceptos se resuelven en preceptos negativos, a saber, que tal acto no se realice sin determinada solemnidad: así el

Lib. V. Distintas leyes humanas TRIDENTINO primeramente prohibe que la pro-

fesión se haga antes de los dieciséis años cumplidos y de un año de probación, y después anula la profesión que se haga de otra forma. Por eso la segunda manera —la de las leyes negativas, es decir, que prohiben de una manera absoluta los actos y los anulan—•, es más frecuente: así se prohiben los matrimonios entre consanguíneos o afines o con un religioso profeso o con un clérigo de órdenes mayores, y se prohibe o anula la entrega y la aceptación simoníaca y otras cosas parecidas. La tercera manera puede a veces acompañar a cualquiera de las precedentes: unas veces la ley que da forma al acto primeramente manda que se haga así o que no se haga de otra manera, como aparece bastante claro en los ejemplos del Concilio que se han aducido; otras veces no manda nada acerca del acto mismo ni de su forma, sino que sólo condicionalmente determina que si se hace sin tal forma, sea inválido, como aparece en la ley sobre la solemnidad del testamento y en otros semejantes, y también en las leyes que directamente anulan algunos actos no por falta de forma sino por otras causas; muchas veces se da primero una prohibición absoluta del acto y se añade su invalidación, como se ve en los ejemplos que se han aducido sobre el matrimonio; otras veces no se prohibe sencillamente nada sino que se invalida el acto si se hace, como en el caso del capítulo Quamvis y en otros parecidos de que se hablará después. 3. LA LEY PUEDE ESTABLECER LA INVALIDACIÓN COMO POR FULMINAR O COMO FULMI-

NADA.—Acerca del segundo elemento de estas leyes -—la invalidación— hay que advertir que la ley puede establecerla de dos maneras: como fulminada y como por fulminar. En efecto, así como la ley penal unas veces impone la pena por fulminar, y otras veces la fulmina ella misma por el hecho mismo o por el derecho mismo, así puede imponer la invalidación de esas dos maneras, porque ambas son posibles y ambas dependen de la libre voluntad del legislador y consiguientemente de su intención, la cual suele manifestarse en uno u otro sentido mediante las fórmulas de las leyes. Muchas veces dicen qué tal acto, si se hace o si se hace de otra manera, es nulo y no tiene valor, como en la ley Stipulatio non vdét y en otras semejantes; otras veces únicamente dicen que se anule el acto, como sucede con la venta a un precio superior en una mitad al precio justo. A estas dos clases de leyes suelen los juristas añadir una tercera: la de las leyes ni favorables

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ni contrarias al contrato, así llamadas porque no conceden acción judicial a ninguno de los contrayentes. Pero estas leyes no sólo no son invalidantes pero ni siquiera prohibitivas de actos, puesto que ni invalidan ni confirman el contrato, ni lo prohiben ni lo mandan, y así pueden versar tanto sobre actos injustos —según lo hace la ley que niega acción judicial en contra de la venta injusta a un precio superior en una mitad—, como sobre actos justos, según lo hace la ley que niega acción judicial por sola la obligación natural que nace de la simple promesa. Esta clase de leyes se da sobre todo en el derecho civil, y aunque no son invalidantes —según he dicho—, su conocimeinto puede contribuir algo a comprender la obligación de las leyes invalidantes, como se verá por lo que voy a decir. 4. PRIMERA TESIS.—Digo, pues —en primer lugar—, que las leyes que dan forma a los actos, aunque no obliguen a realizar el acto pueden de suyo obligar en conciencia o a guardar la forma en tales actos si se hacen, o —lo que es lo mismo— a no realizar los actos sin tal forma; y que de hecho obligan así cuando o la materia de la ley por su naturaleza lo exige así, o en la ley se expresa eso suficientemente, y no en otros casos. La tesis es clara por lo dicho, porque —en primer lugar— se ha demostrado ya que tales leyes no mandan nada de una manera absoluta, como es evidente: en efecto, las leyes que dan forma al matrimonio o al testamento no mandan contraer matrimonio ni hacer testamento; luego tales leyes no crean la obligación de realizar el acto, porque esta obligación únicamente es producto de un precepto afirmativo absoluto. La segunda parte es también de suyo clara en el terreno de lo posible, porque ese poder no traspasa los límites de la justicia, puede ser conveniente para el gobierno del estado, y puede demostrarse por la práctica con los muchos ejemplos que se han aducido antes y que pronto será necesario repetir. Pero como esa ley no siempre crea esa obligación —como prueba la inducción que se ha hecho al principio—, toda la dificultad está en saber cuándo esa ley obliga en conciencia hasta el punto de que la omisión de la forma en un acto determinado sea pecaminosa, o —lo que es lo mismo— hasta el punto de que el contraer matrimonio o el realizar otro acto semejante sin la debida forma prescrita por la ley humana sea pecado o no lo sea.

Cap. XX. Las leyes invalidantes ¿obligan en conciencia? 5. DOS SEÑALES PARA CONOCER LA OBLIGACIÓN RELATIVA A LA OMISIÓN DEL ACTO; LA PRIMERA POR PARTE DEL OBJETO.—Dos seña-

les hemos dado para conocer esta obligación. Una, cuando el acto en virtud de su objeto y naturaleza es tal que el quererlo realizar cuando no puede realizarse válidamente, es feo y contrario a la recta razón. Esto parece suceder principalmente en materia de religión, en las acciones sagradas y en materia de justicia: en efecto, realizar una acción sagrada de una forma mala e inválida es sacrilegio, porque es contrario a la reverencia que se debe a una cosa sagrada, por ejemplo, el administrar un sacramento nulo y sin la forma y materia debidas. Por esta razón, aunque el CONCILIO TRIDENTINO no hubiese prohibido expresamente sino que únicamente hubiese anulado el matrimonio celebrado sin párroco ni testigos, el contraerlo así sería pecado grave porque eso sería contrario a la reverencia debida al sacramento; y lo mismo sucede con cualquier otro matrimonio que se contraiga con impedimento invalidante, y con la profesión religiosa que se haga omitiendo la forma o condiciones que la Iglesia exige para su validez-. Lo mismo se puede ver en materia de justicia: el hacer una elección dejando la forma sustancial es pecado grave, pues eso lleva necesariamente consigo una injusticia; por eso el CONCILIO TRIDENTINO lo castiga gravemente.

Lo mismo sucede cuando uno por su oficio está obligado a realizar un acto: en consecuencia está obligado a realizarlo válidamente, y por tanto, dejando la forma debida obrará contra, la justicia, por ejemplo, si un juez al dar sentencia omite circunstancias sustanciales; y así en otros casos. 6.

SEGUNDA SEÑAL: CUANDO EN LA LEY SE

PONE LA PRO HIBICIÓN Y SE AÑADE LA INVALIDACIÓN.—Adviértase que en esos casos la obligación no proviene propia y formalmente de la

ley positiva sino que es de derecho natural, por más que no llega a darse hasta que la ley positiva establece tal determinada forma; así, por ejemplo, la profanación de un cáliz consagrado es un sacrilegio contra la ley natural, por más que suponga la consagración, que es de institución positiva. Con todo, aunque es verdad que ese pecado es contrario a la ley natural, también es contrario a la ley positiva, pues por el hecho de fijar tal forma para tal materia señala en ella el punto medio de la justicia o de la religión, y por

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tanto, quien omite la debida forma viola también la ley humana, porque esta ley, al establecer tal forma, la pone como necesaria para el bien moral y en consecuencia prohibe los actos faltos de esa forma, de la misma manera que- la ley que fija el precio de una cosa, necesariamente prohibe venderla más cara aunque no lo diga con palabras expresamente prohibitivas. La otra señal era cuando en la ley se pone la prohibición del acto que se realice de otra manera y se añade la invalidación: entonces esa ley contiene un precepto negativo en cuya virtud obliga a no intentar tal acto. A veces esto se hace prohibiendo directamente, como aparece en el CONCILIO TRIDENTINO: primeramente prohibe hacer la profesión antes de cumplir el tiempo de la profesión o de la edad, y después la anula. Por eso a veces la ley, además de la invalidación añade una pena especial por el acto que se realice así, pues la pena es señal de prohibición, como puede verse en el mismo CONCILIO. 7. Cuando no se encuentra en la ley ninguna de estas señales, tal ley no obliga en conciencia a observar la forma prescrita para el acto o a no realizar el acto sin tal forma: en este sentido tal ley puede llamarse puramente invalidante. Esto parece probarse suficientemente con el ejemplo del testamento solemne. Sobre éste lo afirmaron expresamente MATIENZO y la GLOSA, y ese ejemplo lo cita AZPILCUETA: éste habla de la ley puramente penal, pero tácitamente parece argumentar por comparación; luego lo mismo sucede en eso semejante con que argumenta. La razón es que el hacer válidamente testamento o una acción semejante no es de derecho natural, ni tampoco lo manda la ley que da forma sustancial a ese acto; luego de suyo no es pecado realizar ese acto inválido. En efecto, lo que no es contrario a un precepto, no es pecado; luego tampoco será pecado hacerlo sin la solemnidad prescrita, porque si el dejar la solemnidad fuese pecado, ante todo lo sería por hacer el acto inválidamente y sin fruto o efecto: ¿qué otra deformidad se puede concebir en eso? Pruebo la primera parte del antecedente: Así como el derecho natural no obliga a realizar esa acción entendida en un sentido absoluto —según doy por supuesto—, tampoco obliga a su efecto, v. g. a traspasar a otro la propiedad de mis cosas, o algo semejante; luego tampoco el derecho natural obliga a realizar esa acción —supuesto que se haga— válidamente, ni pro-

Lib. V. Distintas leyes humanas hibe hacerla inválidamente, porque de hacerla inválidamente sólo se sigue que no tenga efecto, lo cual no es contrario a ningún precepto. .. 8. RESPUESTA A UNA OBJECIÓN.—Se dirá que de ese acto inválido puede seguirse el engaño de otro, su enemistad o algún inconveniente parecido, o que al menos ese acto realizado así será ocioso e impertinente. Respondo —en primer lugar— que, aun concediendo todo eso, no se sigue que esté prohibido por la ley humana. Digo —en segundo lugar— que esos efectos no se siguen de suyo sino que son accidentales, porque a veces una razón o fin bueno puede mover a hacer testamento aunque sea sin solemnidad: por ejemplo, si de otra manera no puede constar la voluntad de un moribundo, al menos que conste de esa; o también para que de esa manera el testador dé gusto a las súplicas importunas de un extraño con la intención de que sea otro quien reciba su herencia ab intestato: entonces ni miente ni hace injusticia a nadie sino que hace uso de su derecho y tal vez se libra de una molestia; y así no hay engaño, o si se sigue, será —llamémoslo así— pasivo, no activo; y lo mismo se diga de la enemistad y de los otros inconvenientes. Por último, la segunda parte del antecedente se sigue claramente de lo dicho: en efecto, ni de las fórmulas o palabras de la ley positiva, ni de su materia se deduce tal precepto humano, según doy por supuesto; luego no existe ni puede fundadamente afirmarse. 9. L A S LEYES NEGATIVAS QUE DIRECTAMENT E PROHIBEN Y ANULAN LOS ACTOS, OBLIGAN EN CONCIENCIA A EVITAR TALES ACTOS. DigO

—en segundo lugar— que las leyes negativas que directamente prohiben los actos y, para mayor firmeza o ponderación de la prohibición, los invalidan, obligan en conciencia a evitar tales actos. Esta tesis es clara, y sobre ella puede consultarse a AZPILCUETA.

Prueba: Esas leyes, atendiendo solamente a esa prohibición, son justas y contienen un precepto negativo; luego obligan en conciencia a evitar tales actos. La consecuencia es clara, porque este es-,el efecto intrínseco de las leyes justas tanto prohibitivas como preceptivas, y ese efecto no se impide porque a la prohibición la ley añada la invalidación. ¡También antes decíamos que la añadidura de una pena no suprimía la obligación en conciencia de la ley penal! ¡Pues la razón es la misma! Muy al contrario, en nuestro caso aumenta la obligación: lo primero, porque más

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grave es naturalmente, y más se desvía de la recta razón el realizar un acto prohibido e inválido que uno solamente prohibido; y lo segundo, porque esa manera de prohibir indica una mayor gravedad de la prohibición tanto por parte de la necesidad de evitar tal acto como por parte de la intención del legislador, pues bastante da a entender que quiere obligar cuanto puede. 10. Al punto ocurre preguntar cuál es la manera de conocer que una ley obligue de este modo o —lo que es lo mismo— que contenga una prohibición antes de la invalidación. Respondo que hay que servirse de los principios y reglas que se dieron antes. En primer lugar, hay que atender a las fórmulas: si son preceptivas o prohibitivas de una manera absoluta, eso basta para crear esta obligación, como consta por lo dicho. Un ejemplo de ello hay en el capítulo Decet. Pero además de las fórmulas, también por la materia se podrá conocer la obligación: por ejemplo, si la ley anula el matrimonio con una adúltera maquinadora, también lo prohibe; y así en otros casos. Además, siempre que la invalidación se impone en castigo del mismo acto, es señal de que lo que ante todo se hace es prohibir el acto mismo, pues tal ley no suele ser puramente penal, ya que no es muy apta para esta materia o pena, y por tanto no es admisible si no consta con evidencia otra cosa, lo cual sucederá rarísimas veces. Por eso la norma ordinaria es que tal ley contiene una prohibición en conciencia del acto o que al menos la supone, sea por la ley natural sea por otra ley positiva. Así la ley que anula el acto de conferir un beneficio en secreto, lo prohibe en conciencia; y la ley que anula la elección de un religioso para el episcopado aceptándolo él sin licencia de su superior, prohibe tal aceptación. Así también, cuando se anulan los legados torpes en castigo de quien los escribe, se los prohibe, o al menos se supone que están prohibidos en el DIGESTO; por estos ejemplos será fácil juzgar de otros. Tratándose de las leyes que anulan los actos en favor de alguna comunidad o de alguna persona particular, esta regla no es tan universal: a veces prohiben sencillamente el acto, y entonces obligan en conciencia a evitarlo, en conformidad con la tesis y con la razón de ella; pero otra cosa habrá que decir cuando no prohiben así, es decir, mandando, sino que —conforme a lo que diremos en la tesis siguiente— únicamente anulan.

Cap. XX. Las leyes invalidantes ¿obligan en conciencia? 11. Digo —en tercer lugar— que aunque la ley sencilla y absolutamente invalide el acto en ei caso de que se haga, no obliga necesariamente en conciencia a no hacerlo de hecho o —digámoslo así— materialmente, sino que a veces es una ley puramente invalidante pero no prohibitiva del acto. Esta tesis, tomada en general, puede probarse diciendo que la cosa no es imposible y que a veces eso basta para lo que el legislador pretende. Puede también probarse por comparación con la ley puramente penal. Se prueba finalmente con algunos ejemplos, como el de la ley que anula la venta por parte de la esposa —aun con permiso del marido— de una finca perteneciente a la dote, y eso que la ley no la prohibe en conciencia; el de la que anula la renuncia a la herencia paterna que hace una hija al casarse contentándose con la dote, y eso que aunque la haga no peca, ya que puede ceder a su derecho. Esta parece ser la razón de principio por la que en esas leyes se invalida el acto sin prohibirlo, porque lo que tales leyes pretenden es favorecer a aquel cuyo acto anulan, y por eso no quieren imponerle otra coacción u obligación en conciencia. 12.

¿CÓMO DISTINGUIR UNA LEY PURAMEN-

TE INVALIDANTE DE LA QUE PROHIBE EN CONCIENCIA LOS ACTOS?—Al punto ocurre aquí preguntar cómo pueden distinguirse estas leyes puramente invalidantes de las otras que prohiben en conciencia los actos. Pero este punto lo estudié largamente en el tratado del Juramento, libro 2° capítulo XX y siguientes, en donde di diversas distinciones y opiniones _de los doctores, y las examiné, y —resumiendo— dije que lo primero de todo hay que atender a las fórmulas de la ley: si se dirigen a la persona mandando o prohibiendo, si tratan inmediatamente acerca de la acción o contrato determinando su especie o quitándole fuerza. Las primeras —en virtud de sus fórmulas— mandan, y por consiguiente obligan; las últimas, aunque anulen el acto en favor de alguno, en virtud de sus fórmulas no lo prohiben, a no ser que por otro capítulo —por la materia, por el fin, o por las circunstancias— se deduzca lo contrario, Por eso he dicho que hay que atender también a la materia de la ley: si se ordena al bien público o al particular, y si para ese fin es conveniente no sólo la invalidación sino también Ta prohibición. Así, consideradas bien todas las cosas, podrá deducirse si la ley es puramente invalidante o también prohibitiva. 13. LAS LEYES QUE NO ANULAN LOS ACTOS POR EL H E C H O MISMO SINO QUE MANDAN ANU-

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LARLOS, NO OBLIGAN, A NO SER TAL VEZ AL

JUEZ.—Digo —en cuarto lugar— que cuando la ley no anula el acto sino que manda anularlo, no obliga a la anulación, a no ser tal vez al juez. Hemos explicado la obligación de estas leyes en lo que se refiere a evitar el acto: queda por explicar la obligación que puede derivarse en particular de la anulación; y como la ley invalidante puede ser doble, una la que manda la anulación y otra la que la realiza, ponemos esta tesis acerca de la primera; de la segunda trataremos en la tesis siguiente. La tesis es clara, porque la anulación de un acto es función del poder público; luego si no la realiza la ley, es el juez quien debe realizarla; luego antes de que se realice, no puede crear obligación porque no existe. Además, esa ley, al imponer la anulación, o es preceptiva o punitiva. Si se la considera como punitiva, no obliga antes de la sentencia, porque no impone la pena por el hecho mismo, ya que lo único que manda es anular el acto; por consiguiente no obliga a las partes o personas particulares a realizar la anulación o a deshacer el contrato o cosa parecida antes de la sentencia condenatoria del juez, puesto que lo único a que obliga es a padecer, conforme a lo que se dijo antes acerca de la ley penal. Y si a tal ley se la considera como preceptiva, a quien propiamente manda es el juez; luego a los otros no les obliga. Con esto queda probada la última parte, a saber, que obliga al juez, puesto que a él es a quien se dirige, y él está obligado a juzgar conforme a la ley. Esto es lo que se dijo antes acerca de la ley penal, y esta tesis se ha de explicar conforme a aquello; ni ocurre más dificultad acerca de ella. 14. D E LA LEY INVALIDANTE —si CONSIGUE SU EFECTO SE SIGUE LA OBLIGACIÓN A TODO LO QUE NACE INTRÍNSECAMENTE DE LA ANULACIÓN; NO ASÍ SI EL EFECTO QUEDA IMPEDIDO.

Digo —en quinto lugar—que de la ley que invalida por el hecho mismo, en el caso de que consiga su efecto se sigue la obligación en conciencia a todo lo que intrínsecamente nace de la anulación, pero no así en el caso de que el efecto quede impedido. Esta tesis supone que esa ley no obliga a realizar la invalidación misma, y así en cuanto a esto la ley no obliga sino que obra; por consiguiente sólo puede obligar a soportar o a poner en ejecución la anulación realizada por la ley. Este es el sentido de esta tesis, la cual tiene dos partes y ambas son bastante claras y de aplicación a todas las leyes invalidantes, ya sean estas odiosas o favorables tanto para la comunidad como para los particulares.

Lib. V. Distintas leyes humanas Prueba de la primera parte: Si la ley consigue su efecto, el acto es nulo, luego no da ningún derecho; luego si el acto consiste en la aceptación o en la adquisición de alguna cosa, de esa ley se sigue la obligación de no usar ni disfrutarde esa cosa como propia, ni de tratarla como no es lícito tratar una cosa ajena. Por ejemplo, si el acto de que se trata es el matrimonio, no es lícito acercarse al cónyuge ni usurpar los otros derechos propios del cónyuge o marido. Si se trata de la profesión religiosa, no es lícito realizar los actos propios de los religiosos. Y lo mismo tratándose de otras acciones que podrían basarse en la validez del acto, pues, quitada la base, se viene abajo todo lo que podría proceder de ella o basarse en ella. Puede confirmarse esto con las palabras del CONCILIO DE LETRÁN celebrado bajo LEÓN X: en él a los beneficiados que no rezan las horas se les impone la pena de que quede anulada la adquisición de los frutos del beneficio con estas palabras: No hagan suyos los frutos de sus beneficios en proporción de lo omitido, y por eso añade: Sino que como injustamente percibidos estén obligados a restituirlos, etc. Luego de toda ley invalidante y que consigue su efecto se sigue una obligación como esta, y eso sea cual sea el título o razón de la anulación, porque la obligación no se sigue del título de la anulación sino de su efecto, y el efecto es el mismo sea cual sea el título de la anulación. 15. RESPUESTA A UNA OBJECIÓN.—Se dirá que con esas palabras se prueba, sí, la obligación natural en virtud de la justicia, pero no obligación alguna de la ley misma invalidante. Respondo —en primer lugar— que por eso no se ha dicho en la tesis que la ley positiva obligue a ello sino que de ella juntamente con su efecto se sigue esa obligación: esto será verdad tanto si la obligación que se sigue es natural —supuesto el efecto de la ley positiva—, como si esa obligación la ¿crea también en particular la ley misma; pero añado que es probabilísimo que también la ley misma invalidante del acto obliga a no hacer uso de ese acto como válido, y que en consecuencia, por el uso contrario no sólo se peca contra la ley natural sino también contra la ley misma invalidante, porque la intención principal del que da la ley invalidante es que tal acto no tenga utilidad o uso moral, y por tanto invalidándolo prohibe el uso de ese acto como válido. Por eso también ese uso suele castigarse con una pena especial, en atención no sólo a la malicia contraria a la ley natural, sino también a la desobediencia contraria a la ley positiva invalidante: por esta desobediencia suelen las leyes

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eclesiásticas imponer las censuras, ya que para esta pena se requiere desobediencia y contumacia contra los preceptos eclesiásticos. 16. La última parte de la tesis resulta clara por el tenor de la anterior. En efecto, la primera parte se ha puesto sólo condicionalmente, a saber, si se sigue el efecto de la ley invalidante; luego si falta esa condición, la primera parte de la tesis no tendrá valor ni habrá lugar a la obligación de la ley. Esto eá claro por un argumento de razón: Faltando la causa completa, falta también el efecto; ahora bien, la causa completa de esa obligación es la nulidad del acto realizada por la ley o la ley que invalida eficazmente y con efecto, como demuestran los raciocinios que se han hecho; luego faltando ese efecto, falta la causa de la obligación y consiguientemente también la obligación misma. Esa condición y esta última parte se han puesto porque a veces ese efecto puede quedar impedido. Los modos como puede quedar impedido los diré en el capítulo siguiente.

CAPITULO XXI MANERAS DE QUEDAR IMPEDIDA LA INVALIDACIÓN DE UN ACTO MANDADA POR LA LEY 1. DOS MANERAS DE INVALIDAR UN ACTO: INMEDIATAMENTE POR LA LEY, Y MEDIANTE SENTENCIA DEL JUEZ.—De dos maneras puede

un acto quedar invalidado por la ley: una, mediante sentencia —condenatoria o al menos declaratoria del delito— del juez; otra, inmediatamente por la ley misma en el momento en que se realiza o se intenta el acto. Sobre estas dos maneras, es cosa clara que más difícil es impedir la invalidación de sola la ley que la que requiere sentencia del juez, puesto que más fácil es impedir al juez dar sentencia que a la ley obrar; por eso aquí hablaremos de la invalidación que ha de producir el juez, y en el capítulo siguiente de la otra. Y aunque dos son las maneras como el juez con su sentencia puede invalidar el acto, a saber, mediante sentencia condenatoria y la ejecución por parte del hombre, o sólo mediante sentencia declaratoria, dada la cual al punto obra la ley —y la diferencia que hay entre estas dos maneras es grande, como después veremos—, sin embargo esto no nos importa mucho ahora, pues ahora nos basta que el acto no sea inválido antes de la sentencia; si algo especial ocurre que decir, lo haremos notar. 2.

REGLA GENERAL.—Sirva de regla general

Cap. XXI.

Maneras de impedir la invalidación de un acto

que cuando la ley anula el acto en dependencia de la sentencia del juez, aunque el acto desde el principio sea amilable por razón de la ley —como es evidente— sin embargo su anulación puede impedirse de muchas maneras, y mientras ese acto no se anule, permanece válido, y eso tanto si la anulación se impide justa como injustamente, cosas ambas posibles. Se impide sin injusticia —en primer lugar— si el acto es oculto de forma que no puede probarse en juicio, porque nadie en virtud de tal ley está obligado a anular su propio acto sea deshaciendo el contrato, sea despojándose de las cosas recibidas, según se dijo en el capítulo anterior. Por eso en nada peca quien tal acto oculto lo conserva perpetuamente como completamente firme y válido, porque mientras no lo invalide el juez, en realidad es tal. Tampoco peca aunque mantenga oculto el acto para que no lo invaliden, porque por este capítulo no se viola la ley ni se hace injusticia a nadie. Pero hay que ver no sea que se haya cometido alguna injusticia en el acto mismo, pues en ese caso hay que resarcirla. Por ejemplo, aunque la venta a un precio superior en una mitad al precio justo, no sea inválida sino invalidable, por más que no se la invalide de hecho por ser oculta el vendedor está obligado en conciencia y aun sin ninguna coacción del juez a restituir la parte del precio en que traspasó la equidad de la justicia y a resarcir todos los daños que ha sufrido el comprador por la dilación injusta de la restitución. Y al revés, si el comprador fue injusto pagando poco, estará obligado a completar lo que quitó y a resarcir los daños que de aquella disminución se le han seguido al otro; puede, con todo, retener la cosa comprada y sus réditos, ya que, habiendo sido válido el acto, se hizo dueño de la cosa comprada con la única obligación de resarcir la injusticia. 3. La invalidación del acto, aunque éste sea público o demostrable, puede —en segundo lugar— impedirse sin injusticia sea por acuerdo de las partes —porque ninguna de las dos quiere rescindirlo— sea porque la parte interesada no quiere poner pleito ni intentar la rescisión. En esos casos nada se hace contrario a la ley, ya que ésta no manda a las partes rescindir el acto; tampoco las partes se hacen injusticia, ni cuando de mutuo acuerdo mantienen el acto —puesto que a quien quiere y consiente no se le hace injusticia—, ni cuando quien tiene derecho no entabla proceso, porque él puede ceder de su derecho y el otro no está obligado a procurar la anulación. Pero siempre estará

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obligado —conforme a lo que acabamos de decir en el punto anterior— a compensar la injusticia si la hizo. De aquí se sigue también que la anulación puede' quedar impedida por prescripción legítima en contra del proceso o del litigante que fue negligente en pedir la anulación, porque si se ha prescrito en contra de él, en consecuencia el acto ha quedado del todo confirmado y la anulación excluida, ya que ésta únicamente puede hacerse mediante proceso y el proceso ha quedado excluido por prescripción. No es de este lugar explicar qué tiempo basta para que un proceso prescriba. Véase MOLINA. 4. En tercer lugar, aunque el acto sea público y demostrable y haya sido denunciado al juez para que lo invalide, su invalidación puede impedirse porque el juez de hecho no lo invalida o no da sentencia; en efecto, ya sea que el juez deje de hacerlo justa o injustamente, mientras de hecho no invalide el acto, éste mantiene su valor con todos los efectos que de él se derivan. Prueba: Si se omite la invalidación sin injusticia de nadie, la cosa sigue en la situación en que estaba y no hay razón para una nueva obligación; si la denegación de la invalidación es injusta, quien haya cometido la injusticia —sea el juez juzgando injustamente contra lo alegado y probado, sea un testigo falso, sea una tercera persona cooperando injustamente, sea el reo mismo defendiéndose injustamente—, quedará obligado a resarcir el daño, pero el acto se conservará válido, y su efecto —a saber, la propiedad adquirida o algo semejante— permanecerá siempre mientras el acto de hecho no sea invalidado. De esto se sigue también que si la ley no invalida el acto por el hecho mismo sino que lo único que hace es mandar que sea invalidado, éste sólo queda invalidado en el momento de darse sentencia condenatoria. Por consiguiente, si el acto se rescinde algún tiempo después de realizarse, la rescisión no tendrá valor retroactivo que alcance al momento en que se realizó el acto, sino que comenzará cuando ella se hace, porque el acto antes fue válido y v. g. los frutos percibidos durante ese tiempo de una cosa adquirida por un determinado contrato, se percibieron justamente y con propiedad absoluta y perfecta de ellos. Solamente podrá quedar la obligación de resarcir los daños si algunos se produjeron injustamente a otro sea en el acto mismo al principio, sea por la tardanza en resarcir, según se ha dicho.

Lib. V. Distintas leyes humanas Todo esto se sigue necesariamnete de los principios de justicia y es indiscutible, y por eso no es necesario probarlo ni discutirlo más. Otra cosa será si la ley invalida el acto por el derecho mismo con miras a una sentencia declaratoria: entonces la invalidación tendrá efecto retroactivo, como diré después. 5. Puede preguntarse: Si la parte misma que adquirió válidamente una cosa ajena mediante un contrato invalidable, cometiendo una nueva injusticia impide que se invalide el contrato —sea coaccionando al otro por la fuerza o con miedo para que no pida la rescisión del contrato, sea sobornando a un juez inicuo o a unos falsos testigos, etc.—, ¿está obligada en justicia en ese caso a rescindir el contrato aunque el juez no lo haya invalidado? Cuando son otros los que ponen tal impedimento sin la cooperación injusta de la parte misma o reo, éste no está obligado a despojarse de lo que es. suyo o a deshacer el contrato por propia voluntad más de lo que estaría antes, porque en eso no aparece ninguna nueva razón de obligación. Por lo que hace a los otros, si fueron injustos, estarán obligados a resarcir pero no precisamente a restituir mediante la rescisión del contrato, pues esto no está en su mano dependiendo como depende de la voluntad del otro, es decir, del reo mismo. Pero cuando la que cometió la injusticia fue la parte misma o reo, parece que éste está obligado a reparar el daño en la misma especie, dado que puede hacerlo y que ello depende únicamente de su voluntad; en efecto, el daño consistió en privar al acusador de la debida invalidación del contrato, y ésta puede realizarla el reo por propia voluntad; luego está obligado a realizarla. 6. En contra de esto puede objetarse que se trata de una pena; ahora bien, ningún reo —si de hecho no es condenado— está obligado a pagar la pena a la cual debería ser condenado según la ley, y eso aunque haya impedido la condena con inicuos e injustos rodeos o soborno. Esto tiene como probable AZPILCUETA, al cual sigue VÁZQUEZ. Luego tampoco el reo —aunque evite dolosamente la condena a esa pena— está obligado a rescindir el contrato. Otros autores con SOTO opinan lo contrario. Pero sea de esto lo qué sea, a mí en este punto me parece más probable que el reo —si el otro la quiere— está obligado en conciencia a la rescisión del contrato, por ejemplo, a devolver la cosa al dueño anterior recuperando el precio, o a algo parecido.

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La razón que se ha aducido antes, a mi juicio convence, y yo la explico más de la siguiente manera: El reo en ese caso está obligado a restituir algo al acusador, o no; esto segundo parece increíble, pues es hacerle una manifiesta injusticia, dado que por medios injustos le impide la obtención de un derecho que por las leyes le corresponde. Además, si un falso testigo, mediante un engaño injusto, se lo impide, estará obligado a resarcirle; luego también está obligado al reo. Y si está obligado a restituir, sin duda debe restituir en la misma especie lo que impidió injustamente, ya que puede hacerlo, pues cuando la restitución puede hacerse en la misma especie, no hay lugar a otra compensación a voluntad del deudor, puesto que el otro tiene derecho a su misma cosa. Más aún, en el caso presente en que se trata de la rescisión de un contrato, lo que principalmente parece pretenderse es la recuperación de la cosa propia en su misma especie. 7. Sin embargo, por la razón aducida en contra, limito esta opinión de forma que valga para cuando el acto pasado que se trata de rescindir o anular fue privado, dependiente de la voluntad de los contrayentes, por la cual la cosa de uno pasó a otro, y después el primer dueño, mediante la anulación del acto, pretendente un provecho especial que se le debe en virtud de la ley. Entonces esa rescisión del contrato no es propiamente una pena, o al menos, en una causa en que el acusador reclama su derecho, a lo que principalmente se atiende no es al aspecto de pena sino al interés del acusador y a su reparación, y por eso cuando él trata de conseguirla y se le impide por medios injustos, se le falta contra la justicia conmutativa, la cual obliga a restituir en la misma especie —según he dicho— cuando el deudor puede hacerlo. Así pues —respondiendo a la objeción en cuanto que es contraria a esto— niego la consecuencia, porque tratándose de una pena, aunque se la impida fraudulentamente, no se obra contra la justicia conmutativa, según es probable. Por consiguiente, si acaso el acto que se trata de invalidar se ha de invalidar sólo a título de pena —no por un derecho especial que el acusador hubiera tenido antes sobre la cosa que por tal acto pasó al otro, sino únicamente porque pretende que a éste se le aplique una pena porque esto cede en su utilidad—, en tal caso no es improbable que el reo, aunque se defienda por medios injustos, no está obligado a resti-

Cap. XXII.

Maneras de impedir la invalidación de un acto

tuir, porque entonces no peca contra la justicia conmutativa respecto de un acusador privado sino sólo contra la justicia legal respecto del bien común, o contra la obediencia y justicia que debía al juez y al estado. Por ejemplo, pongamos el caso de que uno haya conseguido un beneficio válidamente, no por renuncia o donación de alguna persona particular de la cual fuese antes el beneficio sino porque el beneficio estaba vacante y porque de una manera ordinaria ha sido elegido para él o investido de él pero con algún defecto por cuya razón el beneficio puede y debe ser anulado: entonces, aunque otro obtenga el derecho al beneficio y obre en juicio para la anulación de la concesión, y el posesor se defienda injustamente u oculte el defecto e impida la anulación de la concesión, no parece que esté obligado en conciencia a dejar el beneficio. En efecto, él no le ha hecho injusticia al otro, sino únicamente ha procurado librarse de la pena; ahora bien, a esa pena el otro no tiene especial derecho de justicia conmutativa, porque esa pena no se impuso para su ventaja sino únicamente para castigo del delito, castigo que mira a la justicia legal o del bien común.

CAPITULO XXII ¿PUEDE IMPEDIRSE DE ALGUNA MANERA QUE LAS LEYES QUE SON INVALIDANTES POR EL DEREC H O MISMO ANULEN EL ACTO?

1. Tratamos de las leyes que de suyo y antes de toda sentencia anulan el acto, y nos referimos a ellas mientras permanecen en su fuerza y estado sin que su obligación haya desaparecido por abrogación o por dispensa. En ese caso, y supuesta la materia de la ley, parece imposible impedir el efecto de ésta. La razón es que tal anulación se realiza por la eficacia moral de la ley misma, y así tiene lugar en el mismo momento en que se realiza el acto. Ahora bien, nadie puede impedir la acción de la ley, porque solo el príncipe, dador de la ley, puede quitar a la ley su fuerza, y consiguientemente solo él también puede impedir su efecto; ahora bien, el legislador no puede anular el acto en el mismo momento en que se realiza si no precede una dispensa o decreto suyo en que declare que no quiere que la ley en ese caso obligue ni tenga vigor: no hablamos de este caso sino de la ley entera y sin cambio, según he dicho; luego no parece que se pueda impedir tal efecto. Confirmación: Si algo pudiera impedirlo sería la ignorancia invencible; ahora bien, la ignorancia no puede impedirlo. La mayor con la consecuencia es clara, porque no existe ninguna excusa más poderosa ni que

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más impida el elemento voluntario, que la ignorancia. La menor también es clara, porque aunque la ignorancia excuse de la culpa, no suprime la fuerza que tiene la ley tanto para obligar —en lo que de ella depende— como para ejecutar. 2. En este punto, hay que distinguir entre la invalidación propiamente penal que se impone principalmente en castigo de algún pecado, y la que de suyo se establece en bien y favor de la comunidad o de sus miembros, sea directamente prohibiendo o invalidando el acto, sea consecuentemente determinando una forma necesaria para que el acto sea válido. 3.

Si CESA LA CAUSA DIRECTA Y COMPLETA,

CESA EL EFECTO.—Así pues, hay que decir

—en, primer lugar— que cuando la invalidación se ha impuesto únicamente en castigo, queda impedida por la ignorancia o por otra causa semejante que excuse de culpa. Así lo enseñan el CARDENAL y BOLOGNETI, que cita a otros. Prueba: Si cesa la causa —se entiende, directa y completa—, cesa el efecto; ahora bien, en el caso presente la causa directa y completa de la anulación es la culpa, porque esta es la manera como es causa de la pena, y la invalidación es una pena por hipótesis. De esto se deduce una confirmación por el principio general de que la ignorancia que excusa de la culpa excusa también de la pena, según se ha enseñado y probado antes; ahora bien, tratándose de la pena de anulación de un acto, la razón para que deba cesar si cesa la causa no es menor que tratándose de otras penas; luego lo mismo hay que decir tratándose de ella. Puede esto confirmarse por lo que dijimos en el libro 4.° de Orat. c. 30, n. 17, a saber, que quien por olvido natural deja el oficio divino, hace suyos los emolumentos, y eso a pesar de la ley penal que anula la adquisición de los emolumentos en contra de los que no rezan el oficio, porque por ese olvido cesa la culpa y consiguientemente también la pena; luego lo mismo sucederá en todos los casos semejantes a ese. Se dirá que la concesión simoníaca de un beneficio es inválida; ahora bien, esa invalidación es penal, y sin embargo obliga aunque la concesión se haya hecho a uno que desconocía invenciblemente la simonía, según se demostró en el libro 4.° de Simón., cap. 57, n. 35. Respondo que ese es un caso especial, dado que eso se puso expresamente en esa ley en detestación de ese delito. Añado además que en ese caso siempre hay de por medio alguna culpa, sea del que otorga el beneficio, sea de un tercero, y que eso basta para que haya que sufrir esa pena aunque quien lo recibe esté libre de culpa, porque accidentalmente él también sufre en castigo del otro.

Lib. V. Distintas leyes humanas También puede decirse que esa invalidación no sólo es penal sino que además se ha impuesto directamente para evitar todo el deshonor que de la simonía se sigue para las cosas sagradas y para evitar toda mala nota e infamia simoníaca en aquellos que consiguen válidamente beneficios eclesiásticos. 4.

E L DESCONOCIMIENTO DE LA INVALIDA-

CIÓN ¿IMPIDE LA INVALIDACIÓN DEL ACTO?— Por último, acerca de esta tesis se presenta el problema de si el desconocimiento de la invalidación —pero no de la prohibición— que baste para excusar de culpa contra la ley, impide la invalidación del acto. También esto depende del problema que se discutió antes de si el desconocimiento de sola la pena excusa de ella aunque se haya pecado contra la ley. Acerca de éste nuestro juicio fue que la negativa era más verdadera. En consecuencia ahora debemos decir que cuando la ley humana prohibe el acto añadiendo la invalidación a manera de pena, si no se desconoce la ley como prohibitiva aunque se la desconozca como invalidante, el acto contrario a la ley es inválido, porque tal desconocimiento no excusa del pecado contra la ley y por consiguiente tampoco excusa de la pena aunque se la desconozca; luego tampoco excusa de la invalidación, porque la invalidación no es una pena que requiera la especial contumacia que requieren la excomunión y otras censuras semejantes. Además, de esa manera se incurre en la irregularidad penal —aunque se desconozca la pena misma— si no se desconoce la prohibición ni queda uno excusado de culpa; luego lo mismo sucede con cualquier inhabilidad de la persona; luego lo mismo sucede también con la invalidación. Puede esto demostrarse —finalmente— por inducción de lo que sucede con el beneficiado que no reza el oficio culpablemente: aunque desconozca la pena, no hace suyos los emolumentos; y así en otros casos. Esta doctrina vale también —indistintamente— lo mismo si el acto invalidado por la ley estaba ya condenado, que si es ahora cuando ella lo condena, pues esto es algo muy extrínseco y accidental, según dije también tratando de la pena. Esto se verá más claro por el punto siguiente. 5.

SEGUNDA TESIS.—Digo —en

segundo lu-

gar— que cuando la ley, determinando la forma sustancial que se ha de observar en el acto, en consecuencia anula el acto que se realiza sin tal solemnidad, no es posible impedir ese efecto tal como la ley lo prescribe mientras subsista el defecto, y que por tanto el acto realizado en contra ¿e lo que manda la ley no puede ser

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válido. Hablamos en el supuesto de que la ley se mantiene en su vigor y de que no media dispensa alguna del príncipe. Se prueba, en primer lugar, por una razón general —llamémosla así— filosófica: La forma establecida así por la ley es sustancial a tal acto bajo tal o cual concepto, quiero decir, en su ser de contrato, de profesión, de testamento u otro semejante; ahora bien, sin forma sustancial las cosas no pueden subsistir; luego sin tal forma tampoco el acto puede tener su ser; luego si falta la forma, es imposible impedir el efecto de la nulidad. En segundo lugar, la ley se opone a la validez de tal acto; luego si —por hipótesis— la voluntad del príncipe no deroga la ley, ningún particular puede con su voluntad oponerse a ella ni impedirla; luego ningún impedimento suficiente para ello es concebible. Esta tesis se confirmará más a una con la siguiente. En efecto, esta ley, en tanto invalida el acto en cuanto que virtualmente prohibe o no admite —en cuanto a su valor— el acto realizado sin solemnidad; por tanto, la misma razón poco más o menos existe para ella que para la ley que directamente y de suyo prohibe e invalida el acto. 6. Digo, pues —en tercer lugar—, que cuando la ley prohibe e invalida el acto de una manera absoluta y sencilla, esa anulación no puede ser impedida por una causa inferior ni por ninguna ocasión particular a excepción de la dispensa expresa o presunta —como ahora se dice— del príncipe. Esta tesis es generalmente admitida, como se verá por las citas que haremos enseguida. Se prueba suficientemente por la razón general de que la que produce este efecto es la ley, y la ley de suyo siempre es eficaz, y cuando ella habla y prohibe de una manera absoluta, ninguna voluntad ni poder inferior pueden impedirla. Lo explico de la siguiente manera: Para que el efecto sea válido a pesar de tal ley, es preciso que haya alguna razón suficiente para interpretar que esa ley en ese caso no tiene valor, es decir, que la intención del legislador no fue obligar a observar tal forma en tal oportunidad; ahora bien, esta interpretación no es admisible tratándose de las leyes invalidantes cuando la excepción no está en la ley misma o en otra. La mayor es evidente por lo dicho, porque un acto no puede tener valor en contra de una ley que se le oponga; luego, al revés, para que pueda tener valor en un caso, es preciso que la ley no se haya dado para él. Prueba de la menor: Solamente pueden concebirse tres o cuatro causas u ocasiones por las

Cap. XXII.

Maneras de impedir la invalidación de un acto

cuales en un caso particular pueda hacerse esa interpretación de esa ley: una es, falta de voluntad por parte de aquel que obra contra la ley por ignorancia; otra será esa misma falta por miedo; la tercera puede ser que el que hace el contrato o el que obra ceda de su derecho; la cuarta puede ser alguna necesidad que fuerce a interpretar por epiqueya que la intención del legislador no fue obligar en ese caso; puede añadirse —en quinto lugar— el cese de la causa y de la razón de la ley. De estas dos trataremos mejor en el capítulo siguiente, ya que —si son verdaderas— se da en ellas una dispensa interpretativa de la ley. De las otras tres, ninguna es suficiente. 7. En primer lugar, nadie duda de que la ignorancia de la ley invalidante —ya verse únicamente sobre la fuerza invalidante de la ley, ya absolutamente sobre toda la ley— no impide la invalidación del acto. Esto es claro por la GLOSA DE LAS CLEMENTINAS, a la cual siguen CÓRDOBA y otros en general, DECIO, el ABAD, FELINO y otros, SOTO

con muchos que citaremos después al tratar de la promulgación de la ley invalidante necesaria para que la invalidación tenga efecto; más autores cita también SÁNCHEZ. Se prueba suficientemente por las DECRETALES y por el LIBRO 6.°.

La razón es la que se ha tocado antes, que la ignorancia sólo puede excusar de culpa; ahora bien, la invalidación no depende de la culpa, porque no es una pena —como se dijo en el capítulo XIX—, dado que no se impone en castigo o venganza del pecado sino directamente por el bien común; luego la ignorancia no puede ser un obstáculo para este efecto. Se dirá que cuando la ley prohibe sencillamente el acto, entonces la invalidación es castigo del mismo acto realizado contra la ley. Respondo que aun ese no es propiamente un castigo en la primera intención de la ley, pues lo que de suyo busca ésta con la invalidación es el bien común, como se ve en la ley que invalida el matrimonio entre consanguíneos y en otras semejantes. Estas leyes —incluso en esto— son morales y directivas, según he dicho antes, y por tanto la ignorancia no impide este efecto. Por eso aun los autores que a la invalidación la llaman pena dicen que es una pena tan intrínseca que la ignorancia no la impide; SÁNCHEZ cita a muchos de ellos, aunque bastantes —según las citas que he hecho antes— más bien la invalidación la distinguen de la pena. Una confirmación por comparación: En la irregularidad —que no es pena— se incurre a pesar de la ignorancia, como consta por el co-

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rrespondiente tratado; y lo mismo sucede con la inhabilidad —que tampoco es pena—, como se ve en la inhabilidad por afinidad o parentesco para el matrimonio; luego lo mismo sucederá con le caso presente. 8.

SOLUCIÓN DE UNA DIFICULTAD.—Por úl-

timo, la tesis es clara por inducción de lo qué sucede con el testamento falto de la debida solemnidad y con otros casos. Hay un ejemplo que basta por muchos: el de la solemnidad que el CONCILIO DE TRENTO requiere para la validez del matrimonio. En efecto, es cosa ciertísima que si, en donde el CONCILIO está promulgado, se celebra ahora el matrimonio sin esa solemnidad con ignorancia, ese matrimonio es nulo. Así lo han enseñado todos los modernos que han escrito sobre el matrimonio, también MEDINA; y están de acuerdo todos los teólogos, porque las palabras del CONCILIO son absolutísimas y el añadir esa excepción sería temerario. Más aún, la razón por la que quiso el CONCILIO que para el efecto de la invalidación fuese necesaria en todas las parroquias la promulgación de ese decreto y concedió el espacio de un mes a partir de la promulgación, fue para que no se celebrasen matrimonios con ignorancia. Luego la ignorancia no impide la nulidad. Lo mismo puede verse en los otros impedimentos invalidantes del matrimonio, de la profesión o de cosas semejantes. Se dirá que la invalidación muchas veces se establece en favor de quien hace el contrato; ahora bien, un beneficio no se otorga a quien no quiere aceptarlo, cual es quien lo desconoce. Respondo —en primer lugar— que por autoridad superior también a quien no quiere se le otorga un beneficio cuando ese beneficio es conveniente para él o para el bien común. Digo —en segundo lugar— que ese tal no tiene una voluntad contraria al beneficio sino a lo sumo una falta de voluntad, cosas muy distintas, pues la ignorancia —por sí sola— no causa voluntad contraria —digámoslo así— positivamente, sino únicamente falta de voluntad, y muchas veces se hace un beneficio a quien lo desconoce y sin su consentimiento expreso ni tácito. Puede decirse además que nunca falta consentimiento presunto; por más que ni ese es necesario, pues estas leyes de suyo se dirigen al bien común. 9.

SOBRE LOS QUE CONTRAEN MATRIMONIO

POR MIEDO.—Que tampoco el miedo impide la invalidación puede fácilmente demostrarse con el mismo ejemplo. En efecto, si el miedo a la

Lib. V. Distintas leyes humanas muerte le fuerza a uno a contraer ahora matrimonio sin párroco ni testigos, no hará nada; y que lo mismo sucede en general con quien contrae matrimonio por temor con un impedimento invalidante, lo enseñan TOMÁS DE V I O , M E DINA y otros modernos, SOTO y AZPILCUETA. Luego lo mismo sucederá con cualquier otra ley invalidante. Se dirá que eso sucede en el matrimonio porque el temor mismo invalida el contrato, y por eso no puede influir en orden a impedir otras invalidaciones. Respondo —en primer lugar— que esa invalidación es accidental para lo que ahora tratamos, porque, aunque concediéramos que el temor no anulaba el matrimonio, sin embargo el matrimonio entre consanguíneos celebrado por temor sería inválido, y así —como bien observó S Á N C H E Z — en eso juegan dos impedimentos. Puede esto explicarse con la opinión de los que dicen que el matrimonio contraído por te-, mor grave infundido no sólo para contraerlo sino también para consumarlo, no anula el matrimonio, y eso para que lo que se concedió como favor no se convierta en daño: creo que esos tales no concederían que el matrimonio entre consanguíneos sea válido aunque se celebre por temor infundido para contraerlo y para consumarlo. Después del CONCILIO TRIDENTINO tampoco puede decirse que sea válido el matrimonio celebrado sin párroco ni testigos por un temor así, como también enseña S Á N C H E Z ; luego toda la razón es que el temor grave no basta para impedir la eficacia de las leyes invalidantes. 10.

E L MIEDO DISMINUYE LA LIBERTAD PE-

RO NO IMPIDE LA INVALIDACIÓN. SOLUCIÓN DE UNA OBJECIÓN.—Expliquémoslo —finalmente— con la razón devolviendo la objeción propuesta. Lo único que de suyo hace el miedo es disminuir k voluntad y libertad; ahora bien, esto nada tiene que ver en orden a impedir la invalidación de los actos que produce tal ley sino que más bien de suyo ayuda a que anule todavía más, ya que la ley no es favorable sino más bien contraria a tales violencias. Además, más impide a la voluntad la ignorancia que el temor, y sin embargo la ignorancia no impide la invalidación; luego tampoco la impedirá el temor. Se dirá que con eso se prueba bien que el temor no impide la invalidación de suyo y en virtud de su efecto intrínseco, pero que sin embargo, para evitar un peligro gravísimo de muerte, puede impedirla, puesto que la ley humana no obliga con tanto rigor, y por eso, aunque prohiba y anule el acto, si amenaza un pe-

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ligro grave de muerte en caso de que se realice el acto, la ley humana no obligará ni impedirá que se realice válidamente. Respondo que una cosa es la ley considerada desde el punto de vista de la prohibición del acto, y otra desde el punto de vista de la invalidación. En cuanto a lo primero, puede suceder que el temor, a un acto contrario a la ley lo excuse de culpa —al menos en lo que tiene de contrario a la ley humana—, como aparece en el caso de que uno por temor haga la profesión antes de cumplido el año de prueba, o de que para evitar la muerte contraiga matrimonio externamente con una afín: es probable que entonces no peca contra la prohibición de la Iglesia, prescindiendo de si peca contra la reverencia debida al sacramento, cosa que ahora no interesa. En cuanto a lo otro de la invalidación, no es necesario que la eficacia de la ley quede impedida, ya que esa eficacia no depende de la culpa que en ello se cometa, según se ha dicho. Tampoco es necesaria la validez del acto para evitar la muerte, porque la amenaza de muerte a nadie le fuerza más que a hacer lo que esté en su mano, pues no es él sino la ley la que anula el acto; luego no existe ninguna razón para que cese la eficacia de la ley. 11.

RESPUESTA A UNA SEGUNDA OBJECIÓN.—

Se urgirá diciendo que a veces la validez del acto puede ser necesaria para evitar la amenaza de muerte, por ejemplo, si uno por temor se ve forzado a casarse con una consanguínea y a consumar enseguida el matrimonio: entonces la validez del contrato es necesaria para poder consumar el matrimonio sin pecado mortal. Respondo que el temor a la muerte puede excusar de la obligación de la ley humana que nace de ésta, pero que no excusa de la obligación de la ley natural que nace a base de algún efecto de la ley humana, efecto que el temor no pudo impedir porque no depende de la voluntad del hombre. Por ejemplo, si uno comete simonía acerca de una cosa que está consagrada por institución eclesiástica, el miedo no le excusará; y tampoco si comete injusticia vendiendo una cosa a un precio superior al legal. Pues lo mismo, en el caso presente uno no queda excusado por razón del miedo, porque en realidad el miedo no le induce a obrar contra la ley eclesiástica sino a cometer fornicación. En efecto, lo que la ley eclesiástica hace inmediatamente es que esas personas —como dice el C O N C I L I O — sean inhábiles, inhabilidad que al hombre no le es posible hacer que desaparezca por el miedo; y de ahí resulta, en consecuencia, que la cópula entre personas que han

Cap. XXII.

Maneras de impedir la invalidación de un acto

contraído matrimonio de esa manera externa, siempre sea fornicaria, y por tanto, cuando uno se ve forzado a ella, no se ve inducido a obrar contra la ley humana sino contra la natural, y por eso tal temor no excusa. Y si se pregunta cómo consta que la Iglesia haya impuesto esa inhabilidad de una manera tan absoluta que no cese ni siquiera en un peligro tan grande, y qué razón puede darse de tan gran rigor, respondo que eso consta por el sentir y práctica de toda la Iglesia y por el consentimiento general de los doctores. Y la razón es que el poner o admitir esa excepción en la ley sería contrario a la eficacia y al fin de la ley misma; sobre todo siendo como es ese peligro muy remoto y por eso indigno de que la ley lo tomase en cuenta, puesto que los hombres, para eludir la ley, tomarían de ahí ocasión para infundir ese temor con relación al uso del matrimonio, uso que no puede ser lícito sin quebrantar antes la ley invalidante. 12. TERCERA OBJECIÓN.—Se urgirá diciendo que a veces uno infunde a otro ese temor para, de la nulidad del acto, sacar una ventaja con gran perjuicio del otro, el cual por la violencia se ve forzado a realizar así el acto; luego parece irracional que la ley favorezca al que hace injusticia en perjuicio del que la padece; ahora bien, le favorecerá si quien infunde a otro un temor injusto, obtiene la nulidad del acto que él injustamente pretende, y será perniciosa para quien padece la injusticia. Sirva de ejemplo el testamento falto de la debida solemnidad si uno, por un temor grave, al hacer su testamento, se ve forzado a no guardar la solemnidad requerida para su validez, a fin de que la herencia no pase a aquel a quien él quiere hacer su heredero sino a otro y tal vez al mismo que le mete miedo: en ese caso, si el acto no es válido, ese inicuo conseguirá en virtud de la ley lo que él injustamente pretende: esto parece absurdo. Además, esa solemnidad se impuso en favor del testador a fin de que desaparezcan las ocasiones de eludir su intención; luego no debe observarse de tal forma que redunde en desventaja suya, conforme a la regla 61 del derecho en el LIBRO 6.° DE LAS D E CRETALES: Lo que se concede en favor de alguno no se ha de volver en su perjuicio; luego en ese caso la ley no producirá su efecto. Y lo mismo sucederá siempre que el miedo tenga como efecto el eludir la ley y el obrar en contra de su fin. Respondo que nada de esto impide que el acto, realizado sin la solemnidad de la ley, sea inválido, porque carece de forma sustancial, sin la cual no puede subsistir. El que se le prive de ella inicua e injustamente poco importa, por-

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que la nulidad sustancialmqnte proviene de la falta de forma, y es accidental que provenga de una causa o de otra. Tampoco es verdad que la ley coopere a la violencia injusta del otro, sino que a pesar de ella produce su efecto porque así conviene al bien común. Por esta razón tampoco se toma en cuenta el perjuicio particular de esta o de aquella persona, perjuicio que se sigue accidentalmente y que la ley no siempre puede impedir. Así, la regla del derecho que se ha citado, en ese caso no tiene valor, porque esa regla se ha de entender de cuando se concede algo por el bien particular y cesa respecto de ese mismo bien, o de cuando era por el bien común y cesa en general y se convierte en perjuicio común. Sin embargo, en aquel caso particular, quien hizo injusticia quedará obligado a resarcir el daño que causó, y eso tanto en el fuero de la conciencia como en el fuero externo si se le puede probar el miedo y la injusticia. 13. E L QUE LA PERSONA INTERESADA CEDA DE SU D E R E C H O , NO IMPIDE QUE LA LEY PRODUZCA SU EFECTO DE INVALIDACIÓN, Y ESO POR EL BIEN COMÚN. LO MISMO SUCEDE CON LA SOLEMNIDAD DEL MATRIMONIO CON TESTIGOS Y CON EL MATRIMONIO QUE SE CONTRAE

POR TEMOR.—Por lo dicho aparece claro lo que hay que decir acerca de lo tercero, a saber, si la anulación cesa cuando la persona interesada cede de su derecho. Hay que decir que esto nada importa y que no impide que la ley produzca su efecto. La razón de principio es que la ley, con la invalidación, mira el bien común, y ese bien no cesa aunque el inconveniente particular parezca cesar por la cesión voluntaria de la persona. Ni puede uno renunciar al bien común ni derogarlo cediendo del propio, de la misma manera que nadie puede renunciar a un privilegio que se ha concedido directa y primariamente a la comunidad y del cual él participa por razón de todo el cuerpo, según dije largamente al tratar del Juramento; así pues, esa cesión en el caso presente es impertinente y nula, y por consiguiente no puede impedir la invalidación. Esto puede demostrarse también por inducción en las dos clases de invalidación que hemos dicho antes. En efecto, por más que el testador diga que cede de su derecho y que su deseo es que el testamento —aunque falto de la debida solemnidad— sea válido, no lo conseguirá, según doy ahora por supuesto; esto parece indiscutible por lo que se refiere a la validez del testamento en cuanto tal instrumento, por más que se discute —pero de eso no tratamos ahora— sobre la efi-

Líb. V. Distintas leyes humanas cacia de la voluntad para dar la propiedad en el fuero de la conciencia. La cosa es menos dudosa acerca de la solemnidad que el CONCILIO prescribe para la celebración del matrimonio: por mucho que quieran los contrayentes ceder de su derecho y contraer el matrimonio de otra manera, no lo lograrán, y eso aun en el caso de que de ese contrato no hubiera de seguirse ningún inconveniente, porque la ley general eso no lo toma en cuenta. Lo mismo sucede con la ley que anula los matrimonios que se contraen por temor: aunque la víctima del temor quiera ceder de su derecho y contraer válidamente el matrimonio para poder consumarlo lícitamente y así escapar de la muerte, no lo logrará. Esta es la opinión más verdadera, la cual discute muy bien SÁNC H E Z : así conviene para el bien común que busca la ley, y la disposición expresa de la ley y su razón subsisten siempre aunque la persona particular quiera ceder de su derecho para anular el inconveniente particular, al cual la ley no toma en cuenta. 14. OBJECIONES.—Puede objetarse que la ley que exige un año entero de prueba para la validez de la profesión, era general antes del CONCILIO TRIDENTINO, y sin embargo uno podía ceder de su derecho y la anulación cesaba; luego lo mismo sucederá con cualquier otra ley semejante mientras ella no excluya expresamente el poder de ceder de su derecho disponiendo que no se pueda renunciar a ese derecho como lo dispuso el CONCILIO TRIDENTINO para aquel caso. En segundo lugar, pueden aducirse en contra las leyes canónicas y civiles que dicen que se deben mantener los juramentos —en contra de las leyes civiles que los anulan— cuando pueden cumplirse sin perjuicio del alma: así las DECRETALES, el LIBRO 6.° y las AUTÉNTICAS. Estas leyes suponen que uno puede ceder de su derecho aun en contra de las leyes invalidantes, y que así es lícito cumplir el juramento; luego entonces, por la renuncia al propio derecho, cesa la invalidación de la ley. La razón es que estas leyes muchas veces contienen un favor particular, al cual uno puede renunciar, según las DECRETALES. 15. A lo primero respondo que aquella antigua ley no invalidaba sin más, sino bajo la condición de que ambas partes —el novicio y el convento— no cediesen de su derecho, o sea, no consintiesen libremente en que la profesión se hiciese antes. Por consiguiente, aquella ley no contenía una prohibición absoluta de que la pro-

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fesión no se hiciese antes, sino únicamente bajo esa condición. Tampoco estaba dada entonces primariamente por el bien del estado religioso ni de una manera absoluta, sino en provecho de los que hacían el contrato y en dependencia de su renuncia. Todo esto se deduce manifiestamente del capítulo Ad Aposíolicam; más aún, en él se da a entender que entonces de alguna manera estaba prohibida esa renuncia, no de una manera absoluta sino en el sentido de que no se hiciese a cada paso o de que no se admitiese sin más ni más esa renuncia al año de prueba, el cual es cosa sabida que se puso para ayudar de la fragilidad humana. Por tanto, aquella ley no era invalidante ni una de esas de las que ahora tratamos, puesto que ni daba forma sustancial al contrato sino que señalaba el tiempo para hacerlo, ni prohibía lo contrario de una manera absoluta sino con una condición determinada. En cambio el CONCILIO TRIDENTINO estableció una ley prohibitiva absoluta, y añadió una cláusula invalidante también absoluta, y por tanto —aunque el CONCILIO no lo dijera expresamente—, no cabe renuncia al propio derecho. Por consiguiente, puede más bien devolverse el argumento diciendo que cuando la ley da forma mandando o prohibiendo de una manera absoluta e invalidando sin más el acto, no hay lugar a renuncia por parte de los particulares ni esa renuncia debe impedir la nulidad del acto. 16. Pero entonces sale al paso lo segundo que se ha puesto en la objeción. Acerca de este punto, podría tratarse largamente sobre la fuerza obligatoria y sobre la clase de obligación de esas leyes, y sobre el modo como el juramento prevalece de alguna manera en contra de ellas. Pero como acerca de esto hablé largamente en el tratado del Juramento, digo brevemente que— en primer lugar— esas leyes no son sencillamente prohibitivas sino sólo puramente invalidantes, más aún, ni siquiera invalidantes de una manera absoluta sino —digámoslo así— bajo la condición de que aquel en cuyo favor se dieron no renuncie a su derecho. En efecto, hay una gran diferencia entre una ley a la vez prohibitiva e invalidante, y otra puramente invalidante: la primera no sólo invalida el acto —en el caso de que se haga—, sino que además prohibe que se haga, y así normalmente tal ley no se da en favor de los particulares sino en atención al bien común, y por eso la renuncia de una persona particular no debe pesar nada para impedir su efecto. La cosa es clara, porque esa renuncia no pue-

Cap. XXIII.

¿Epiqueya en las leyes invalidantes?

de impedir que el realizar un acto contrario a una ley prohibitiva absoluta sea pecado, puesto que la voluntad de un particular no puede hacer que una ley prohibitiva no obligue; tampoco cabe renuncia respecto de la obligación de la ley; luego tampoco cabe ni tiene fuerza respecto de la invalidación, pues no es verisímil que el legislador, al prohibir el acto sin niguna condición, quisiera establecer la invalidación únicamente bajo esa condición. En cambio la ley puramente invalidante no prohibe el acto de una manera absoluta sino que se da en favor de los particulares, favor al cual ellos pueden renunciar. Por eso dijo NICOLÁS DE TUDESCHIS que una ley a cuyo favor uno puede renunciar, no es tanto una prohibición como una exhortación, se entiende respecto de ese uno, pues respecto de los otros puede tener fuerza prohibitiva: ¡también acerca del privilegio decimos que no es verdadera ley respecto de aquel a quien se concede sino respecto de los otros! Tales parecen ser aquellas leyes; pero nosotros hablamos de las leyes que prohiben y anulan de una manera absoluta. Y si acaso esas leyes —como es probable— contienen una invalidación absoluta, hay que decir que por el juramento no se impide la anulación del acto sino que se mantiene su efecto, efecto que no estaba prohibido por la ley, y que así, por la renuncia de la persona particular, el acto que la ley invalida de una manera absoluta, no es confirmado en su mismo j e r sino sólo virtualm^nte al mantenerse por otro camino el mismo efecto, según se explicó más extensamente en el lugar citado.

CAPITULO XXIII EN LAS LEYES QUE INVALIDAN EL ACTO POR EL H E C H O MISMO Y ANTES DE TODA SENTENCIA ¿ H A Y LUGAR A LA EPIQUEYA? 1.

RAZÓN

PARA

DUDAR.—ALGUNOS AFIR-

MAN QUE AUN EN LOS SITIOS EN DONDE SE HA PROMULGADO EL T R I D E N T I N O , EN CASO DE NECESIDAD LA EPIQUEYA BASTA PARA CELEBRAR MATRIMONIO SIN TESTIGOS.—La razón para du-

dar es que, tratándose de las leyes invalidantes— no menos que tratándose de las que únicamente son prohibitivas o preceptivas—, puede haber lugar a interpretar la voluntad del legislador; luego conjeturando sobre la intención del legislador, podrá cesar la invalidación lo mismo que cesa la obligación. Prueba de la equiparación: Así como las leyes prohibitivas generales pueden en un caso particular no solamente no ser útiles sino tam-

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bién perjudiciales, así también podrán serlo las leyes invalidantes en cuanto tales, o —lo que es lo mismo— así como, tratándose de las primeras leyes, puede cesar la razón de ellas en un caso particular, y eso rio sólo negativamente sino también de una manera positivamente contraria, lo mismo tratándose de las leyes invalidantes, por ejemplo, si de la invalidación de un contrato, en un caso particular se siguen absurdos contrarios a la intención del legislador. A esto se añade que —en conformidad con esto— muchos juristas enseñan que una ley que anula el acto en favor de alguien, no surte efecto si la anulación cede en- perjuicio suyo, porque entonces la razón dé la ley cesa de una manera contraria, ya que lo que se había concedido para bien se convierte en daño y así resulta contrario a la intención del legislador y a la regla jurídica antes ictada. Esto enseña de una manera absoluta FELINO con ROMÁN, el cual dice que una enajenación realizada por un menor, aunque el derecho la anula, sin embargo se mantiene si cede en utilidad del menor. Así también dijo AZPILCUETA que un contrato hecho por un religioso sin licencia de su superior, aunque de suyo no tenga validez, si a pesar de ello cede en utilidad de la religión, se mantiene, porque la anulación se dio en favor de ella. De la misma manera —poco más o menos— dice el mismo AZPILCUETA que una enajenación de bienes eclesiásticos realizada sin guardar la forma prescrita por la Iglesia y en contra de una ley invalidante, es válida si es útil a la Iglesia y en ella se observa la forma que se debe por el derecho natural. Y lo mismo dice sobre una elección que se haga en contra de la forma prescrita por el derecho. Finalmente, por este principio algunos han llegado a decir que —por epiqueya— ahora, aun en los lugares donde se ha promulgado el Concilio, puede alguna vez ser válido el matrimonio entre católicos celebrado sin párroco y sin testigos, a saber, en caso de extrema necesidad cuando no hay párroco y la salvación eterna de un moribundo concubinario peligra si antes no contrae matrimonio con la concubina y además apremia la necesidad de legitimar los hijos. 2.

PENSAMIENTO

DEL

AUTOR,

NEGATIVO

NORMALMENTE.—Esto no obstante, juzgo que, tratándose de las leyes invalidantes que fijan la forma sustancial para los contratos humanos o prohiben de una manera absoluta los actos que ellas invalidan, no se debe admitir excepción por sola epiqueya en cuanto a la invalidación del acto. Esto normalmente, porque, tratándose de cosas que dependen de distintas circunstancias, apenas puede establecerse una norma gene-

Lib. V. Distintas leyes humanas ral que —puestos a imaginar e inventar casos— no sufra alguna excepción; por eso hablamos de las cosas humanas normales tal como suceden ordinariamente, y así decimos que un acto que la ley, de una manera sencilla y absoluta, declara inválido, nunca puede resultar válido por sola epiqueya en contra de las palabras de la ley. Lo pruebo —en primer lugar— con relación a las cosas en que la ley impone la forma sustancial: En ningún caso puede la cosa subsistir sin esa forma; luego en ningún caso puede tampoco cesar una invalidación que procede de la falta de esa forma. Se dirá que entonces no es que la cosa subsista sin forma sustancial sino que esa forma deja de ser sustancial lo mismo que si hubiese mediado una dispensa de ella. Pero a eso se responde que la forma sustancial —constituyendo como constituye la esencia de la cosa—, a ser posible debe ser siempre la misma; debe también ser inmutable en su línea, de tal manera que al menos sólo pueda mudarla aquel que la estableció: por esta razón decimos que nadie fuera de Cristo Nuestro Señor puede hacer que un sacramento sea válido sin su forma sustancial, y en esto no se admite epiqueya ni dispensa por parte de otro que del mismo Cristo; luego lo mismo hay que decir tratándose de toda forma sustancial impuesta por la ley. 3.

RAZÓN PARA

TODAS LAS INVALIDACIO-

NES.—En segundo lugar, acerca de toda invalidación prohibitiva del acto, es probativa la siguiente razón: Una ley que invalida la voluntad para un acto, inhabilita a la persona, sea en general sea para contraer con otra forma distinta de la que señala la ley, según se explicó al principio del capítulo anterior; ahora bien, una inhabilidad producida por la ley no puede restablecerse por vía de epiqueya, porque lo más a que puede llegar la epiqueya es a excusar de la obligación, pero no alcanza a dar un poder que no se tiene ni a devolver un poder que ha sido quitado: para esto se requiere un acto positivo que en ese caso no ejecuta ni un superior ni nadie que tenga autoridad para devolver el poder que se ha quitado o para suprimir la inhabilidad producida. Tampoco puede pensarse que la inhabilidad cese de suyo, ni que se impusiera con la condición de que en caso de necesidad quede suprimida o como en suspenso, pues esto es —digámoslo así— contrario a una inhabilidad que se ha impuesto de una manera absoluta y sin restricción alguna; es también contrario a lo habitual en tales leyes cuando imponen la inhabilidad de una manera absoluta, como aparece cla-

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ro en la inhabilidad para contraer matrimonio con una consanguínea en grado prohibido, inhabilidad que en ningún caso puede cesar si no es por dispensa. 4. Por esta razón dicen comúnmente los doctores que una persona inhábil para el matrimonio, por ningún peligro o temor de muerte puede contraer matrimonio ni consumarlo, porque ese matrimonio nunca será válido, y eso a causa de la inhabilidad, la cual no se restablece por el temor ni por ninguna circunstancia semejante. Esto enseñó SOTO, y le siguen MEDINA y otros modernos. Luego lo mismo sucederá con cualquier otra inhabilidad semejante. Lo mismo puede verse tratándose de la irregularidad: ésta es de suyo perpetua, porque, aunque en un caso su uso pueda quedar en suspenso con relación al acto que prohibe pero que no invalida, sin embargo ella misma no puede quedar suprimida si no es mediante una dispensa. Y lo mismo sucede con la excomunión y con las otras censuras, las cuales no quedan suprimidas por —llamémoslas así— circunstancias extrínsecas si no las suprime la absolución o si la misma ley no fija un término para que, al cumplirse, cesen. Esto tiene lugar también, como es claro, en las invalidaciones y en las inhabilidades: a veces se imponen hasta un determinado tiempo, por ejemplo, cuando se requiere determinada edad, etc.; otras veces se hace excepción mediante otras leyes: por ejemplo, en caso extremo de necesidad por la inminencia de la muerte, a cualquier ministro del sacramento de la confesión, por inhábil que sea, se le hace hábil, no por epiqueya sino en virtud de la ley escrita u oral. 5. Como contrario a esta opinión puede citarse a MOLINA, el cual piensa que algunas veces se debe moderar este rigor de la ley cuando, de buena fe y observando la equidad natural, se ha omitido no toda la solemnidad sino alguna pequeña circunstancia: entonces la misma equidad natural parece exigir que se mantenga la validez del acto. De este punto hablaremos en el capítulo XXVI. Ahora únicamente digo que hay que atenerse a la teglk dada, y que esa regla tanto será más cierta cuanto más grave sea la materia de la ley, como la materia de sacramentos o de estado religioso; y así juzgo que, como regla normal, en general es verdadera, porque las razones aducidas son generales; y aunque quizá pueda caber excepción recurriendo a conjeturas sobre la intención del legislador, sin embargo a

Cap. XXIII.

¿Epiqueya en las leyes invalidantes?

mí ahora no se me ocurre ninguna excepción que sea admisible normalmente. En efecto, si el contrato está ya hecho y en realidad fue inválido por falta de solemnidad, después no cabe la epiqueya ni la razón de equidad a base de los efectos que se hayan seguido o de las ventajas que hayan resultado para la otra parte, pues esto es accidental. Y si se trata de un contrato que está por hacer, contrato que tenga efecto válido y permanente, entonces la cosa es siempre muy grave y no puede intentarse —en contra de una ley invalidante— por sola una necesidad extrínseca y sin el apoyo de alguna ley. Este es el sentido en que se debe entender la tesis propuesta, como es evidente, pues si la excepción se hace en virtud de otra ley, ya no será epiqueya sino derecho. Y este es el sentido en que se ha de entender lo que dice FELINO, que, por razón de un peligro, es válido un acto realizado con una forma contraria a la mandada si lo omitido es de consejo: en este sentido, eso tiene base en el derecho, y de esa manera son admisibles semejantes excepciones. 6.

DIFERENCIA ENTRE PROHIBICIÓN E IN-

VALIDACIÓN.—Con esto se ha respondido a la razón para dudar que se puso al principio de este punto. En efecto, la invalidación no es equiparable a la prohibición: la prohibición, por su naturaleza, admite la excusa de ignorancia o de impotencia moral, y por eso en casos normales cesa con frecuencia, pues —si se miran bien las cosas— casi en toda la interpretación que se hace de la ley mediante la epiqueya, entra alguna impotencia moral; en cambio, la invalidación no se basa en la obligación ni requiere voluntad o poder del subdito, sino que más bien produce en él —aun sin quererlo él— una impotencia o inhabilidad que no puede desaparecer por sola la excusa. En segundo lugar, tratándose de las leyes sencillamente preceptivas o prohibitivas, la uniformidad en la observancia de la ley no es tan necesaria para el bien común, que —moralmente hablando— muchas veces no pueda convenir no observar la ley; en cambio, tratándose de las leyes que imponen una forma sustancial o que producen una inhabilidad, la uniformidad es más necesaria, porque ordinariamente esas leyes son más graves y su trasgresión es más peligrosa, y por tanto, para el bien común es más conveniente el que se observen inviolablemente que el que se evite algún inconveniente en algún que otro caso. 7.

En cuanto a la regla establecida por FEdigo que ella se debe entender de las leyes que no invalidan por el derecho mismo sino LINO,

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que mandan que se invalide el acto si se hace de otra manera: entonces, siendo válido el acto —aunque tal vez esté prohibido hacerlo— no es extraño que por epiqueya pueda hacerse lícitamente, pues en manos del juez estará el juzgar si tal acto —realizado por necesidad— debe después ser anulado. Y si esos autores hablan de los actos que las leyes invalidan por el hecho mismo, su regla únicamente será aplicable cuando la invalidación no es absoluta sino condicional, como suele ser cuando principalmente se impone en favor de alguna persona particular, invalidación que incluye esta condición: si ella no cede de su derecho o si la invalidación no cede en perjuicio de esa persona. Esto es lo que sucede en el caso de la enajenación de un menor, según piensa claramente la GLOSA DEL DIGESTO. Y —supuesta la opinión de AZPILCUETA, de la que trataremos más largamente en su propio lugar—, lo mismo pienso que se debe decir del contrato de un religioso. De esta manera, en estos casos no se mantiene el acto por epiqueya en contra de una ley absolutamente invalidante, sino por los términos de una ley no sencillamente invalidante. Asimismo, el otro ejemplo tomado de AZPILCUETA, si es verdadero, no se basa en la epiqueya sino en que aquella ley se basa en la presunción; de esto hablaremos en el punto siguiente. Finalmente, el ejemplo aquel del matrimonio sin párroco ni testigos no es probable. Por consiguiente, el argumento puede devolverse, porque en ese caso no es verdad que el matrimonio sea válido en contra de una ley invalidante. Así pensó muy bien AZPILCUETA al decir que en ningún caso puede uno apartarse de la forma del Concilio: lo primero, porque sus palabras son expresas y precisas; y lo segundo, porque si en un caso se diese licencia, se abriría la puerta para otros, lo cual sería un gran inconveniente en contra del sentido y de la intención de la ley. Esta razón es aplicable en su tanto a todas las leyes invalidantes. Lo mismo enseña largamente SÁNCHEZ. CAPITULO. XXIV LA LEY INVALIDANTE ¿SE VE A VECES PRIVADA DE SU EFECTO POR ESTAR BASADA EN PRESUNCIÓN?

1. OPINIÓN NEGATIVA.—Es opinión de muchos que la ley muchas veces no anula de hecho el acto por fundarse en presunción y no ser

Lib. V. Distintas leyes humanas muchas veces la verdad conforme a la presunción. Así piensan los doctores que dicen que las leyes preceptivas que se basan en presunción no obligan en conciencia cuando de hecho falta la base de la verdad; lo mismo dicen, en consecuencia, acerca de las leyes invalidantes, sea que éstas prescriban la forma sustancial del acto, sea que prohiban el acto de una manera absoluta. Esos autores los cité largamente en el capítulo XXII del libro 3.° algunos aduce AZPILCUETA, el cual piensa lo mismo, y de este principio deduce que la enajenación de cosas eclesiásticas realizada sin la forma jurídica, aunque la anule el derecho es válida en conciencia si de hecho se observa la justicia natural y la enajenación es útil para la Iglesia. Lo mismo sostuvieron SAN ANTONINO, NICOLÁS DE TUDESCHIS y otros. Lo mismo deduce AZPILCUETA acerca de las elecciones que se hacen sin la solemnidad que el derecho requiere para su validez, es decir, que son válidas en conciencia si por lo demás son justas y se hacen con una forma que sea suficiente por el derecho natural. Esta fue también la opinión de INOCENCIO, de GUIDO DE BAYSIO, de TUDESCHIS y de FELINO. 2.

M U C H O S PIENSAN QUE LOS TESTAMEN-

TOS FALTOS DE SOLEMNIDAD SON VÁLIDOS EN CONCIENCIA.—Así también, dicen muchos que los testamentos inoficiosos o faltos de solemnidad son válidos en conciencia y aseguran al que ha sido hecho heredero si le consta la voluntad libre del testador y que no hubo de por medio ninguna violencia, fraude o engaño. Que esta es la opinión más común lo prueba con muchas citas COVARRUBIAS, y lo sostiene MEDINA y en parte SOTO: éste sostiene una opinión media, a saber, que tal acto es válido en conciencia, pero que se puede también en conciencia pedir al juez su invalidación. No nos toca ahora a nosotros examinar esto. Tampoco puede aplicarse eso a todos los actos, pues algunos de ellos, si una vez son válidos, ya no pueden invalidarse, como el matrimonio y la profesión, a los cuales a veces los autores extienden esa opinión. En efecto, FELINO —con TUDESCHIS— dice que la profesión hecha sin la solemnidad jurídica obliga en conciencia y es válida si se ha hecho y aceptado con suficiente libertad y justamente, según las D E CRETALES.

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La razón general es que, faltando la base, falta también cuanto se basó en ella; ahora bien, en esa invalidación la base es la cosa que se presumió; luego no existiendo esa base, la invalidación no tiene sentido ni puede el legislador pretenderla justamente. 3. REFUTACIÓN DE ESA OPINIÓN EN SU SENTIDO GENERAL.—Esta opinión, si se toma en el

sentido general que exigen los ejemplos aducidos, ciertamente no puede sostenerse, porque de ella se siguen muchos y grandes absurdos. En efecto, si las leyes que imponen una determinada solemnidad como necesaria para los testamentos, enajenaciones, elecciones y otros actos humanos semejantes, se basan en presunción, lo mismo habrá que decir de todas las leyes que imponen semejante solemnidad como necesaria para las profesiones, matrimonios y votos, y en general de todas las que requieren circunstancias especiales no necesarias por el derecho natural, como es el permiso del tutor por parte del pupilo, etc., porque todas esas leyes se basan en los peligros de engaños, o en el peligro o temor de engaño, coacción o de alguna otra injusticia; luego esa regla habrá que aplicarla en general a todas las leyes. Así ahora el matrimonio clandestino celebrado por una razón honesta o por necesidad y sin ninguna injusticia presunta, sería válido; igualmente, la profesión hecha antes de la edad legítima será válida si consta del perfecto conocimiento y consentimiento del que profesa; y lo mismo habrá que decir de la profesión hecha antes de cumplir el año de prueba si consta que el novicio en un tiempo más corto ha experimentado plenamente la aspereza de la regla y que por ambas partes ha habido todo lo que se requiere por derecho natural, porque también esa ley se dio por una presunción semejante, a saber, que en esa edad y en ese tiempo la profesión no se hace con perfecto juicio, deliberación o experiencia. Ahora bien, estas cosas y otras semejantes son absurdas y no puede darse ninguna razón aceptable de diferencia, ya que no puede negarse que también estas leyes se dieron por una presunción igual. Y lo mismo habría que decir de las leyes que invalidan las aceptaciones o donaciones —incluso gratuitas— por el peligro de soborno de los ministros de la justicia, por ejemplo, de los

Cap. XXIV.

Invalidación y presunción

jueces, notarios, etc., pues si uno de éstos estuviera seguro de su voluntad e intención de observar la justicia y no temiera ser sobornado, podría aceptar válidamente y con seguridad de conciencia en contra de la ley que invalida la aceptación: esto significaría una gran corrupción moral. 4.

REGLA GENERAL VERDADERA.—AXIOMA

COMIJN.—Por eso juzgo que más bien hay que establecer como regla general la contraria, a saber, que los actos realizados en contra de las leyes que establecen una solemnidad sustancial como necesaria para su validez, son nulos por la falta de tal solemnidad, y eso aunque se realicen con verdadero consentimiento y sin ninguna falta contraria a la ley natural. Lo pruebo —en primer lugar— por la razón ya aducida, dado que en muchos casos necesariamente hay que afirmarlo así, y la razón es la misma para todos los casos. Ahora bien, la razón general es que esa forma es sustancial por una determinación humana justa. Luego sin ella el acto es inválido, porque nada puede subsistir sin forma sustancial. Más claramente: La ley humana, por una causa justa, puede inhabilitar o hacer impotente la voluntad del subdito de tal manera que ésta no pueda traspasar la propiedad si no es de una determinada manera y con determinadas circunstancias; luego si la ley lo dispone así de una manera absoluta y es justa, siempre produce ese efecto y nosotros no podemos limitarla a los casos particulares en que de hecho se encuentra el mal que se teme, ya que la ley misma no hace esa diferencia ni puede ésta deducirse de la razón en que se basa la justicia de la ley, según explicaremos enseguida. Confirmación: De no ser así, tales leyes serían muy ineficaces y poco útiles, puesto que apenas podría hacerse en contra de ellas nada que no pudiera mantenerse por algún título colorado, y fácilmente se formarían dictámenes de conciencia acerca de tales títulos con la finalidad de tranquilizar o tal vez de engañar las propias conciencias. Esta regla tiene valor —por la misma razón— tratándose de las leyes que de una manera absoluta invalidan los actos: los prohiben sin más aunque en un caso particular no tengan lugar los males que la ley teme, porque la razón vale igual, a saber, que la ley no se basa en un hecho particular, sino que tiene en cuenta la razón general y esa razón siempre subsiste aunque cese en un caso particular. De esta forma venimos a parar en el axioma común de que el efecto de la ley no queda impedido —aunque su razón cese en un caso particular— cuando la razón general subsiste y la ley puede observarse sin peligro del alma, como muy bien observó COVARRUBIAS. 5. Según esto, dos son las cosas a las que

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ante todo hay que atender en este punto: una es que estas leyes de que tratamos, en realidad no se basan en presunción sino en una verdad sólida, y que por tanto siempre consiguen su efecto. Esto lo indiqué ya en el capítulo XXII del libro 3.°, y ahora lo explico de la siguiente manera: En el legislador la presunción puede concebirse para una de dos cosas: o para dar la ley, o para invalidar el acto en un determinado caso en que cesan los inconvenientes que temía la ley; ahora bien, en ninguno de esos dos casos se da una presunción que se aparte de la verdad. Acerca del primero, la cosa es clara, porque una cosa es el peligro de un mal, y otra el mal mismo; por otra parte, aunque la ley se dé para que no sucedan los males, pero sin embargo no se da por presunción de esos males sino por conocimiento cierto del peligro de ellos; ahora bien, la presunción no dice conocimiento cierto sino conjetura; luego la razón de aquella ley no es la presunción sino el conocimiento cierto del peligro. Confirmación: La presunción propiamente dicha, versa sobre hechos particulares; ahora bien, la ley aquella que se da en general no presume acerca de ningún hecho particular sino únicamente tiene en cuenta en general el peligro que hay en todos ellos, sea que llegue sea que no llegue a efecto en cada uno de ellos, y por tanto acerca del peligro no hay presunción sino certeza. Por consiguiente aquella ley, tal como se da desde el principio, no se basa en presunción. Y después, con relación a los efectos particulares cuando anula cada uno de los actos, tampoco se basa en presunción sino en una cosa que es cierta, a saber, que este acto carece de la solemnidad requerida por el derecho. En efecto, tal acto no lo invalida la ley porque en él hayan tenido lugar fraudes, etc., ni porque en este caso particular se presuma esto acerca de estos contrayentes, sino únicamente porque le falta solemnidad, sea lo que sea de la manera natural que en él se haya observado u omitido. Además ese acto no se invalida más que en virtud de la ley que se dio y en conformidad con la razón que hubo para darla; ahora bien, la ley no se dio por presunción sino por una causa cierta justa, causa que también se halla er^ este caso particular aunque en él no se den fraudes, pues de suyo estaba expuesto al peligro de ellos: eso es lo único que la ley tuvo en cuenta, y justamente pudo anular los actos realizados de otra manera prescindiendo de lo que había de suceder; luego también hace eso tratándose de tal acto particular, porque la ley es justa y su razón de ser no cesa; y aunque cesase en un caso particular, su efecto no quedaría impedido. 6.

EXPLICACIÓN DEL PENSAMIENTO DEL AU-

TOR POR COMPARACIÓN CON LA APARIENCIA DE

Lxb. V. Distintas leyes humanas SIMONÍA.—Expliquémoslo con una comparación: La ley canónica que, para evitar los peligros de simonía, prohibe un acto porque tiene apariencia o peligro de simonía, obliga en cada caso particular aun en aquellos en que consta que no se comete simonía en contra de la ley natural: ese acto será simoníaco en virtud de la ley positiva, y en consecuencia, si la ley lo anula, será nulo, porque esa ley no se basa en presunción acerca de los hechos sino en conocimiento cierto del peligro y en la razón general de evitar los peligros; luego lo mismo sucederá con las leyes de que ahora tratamos. Parece que esto lo tuvo muy bien en cuenta ANTONIO GÓMEZ cuando dijo que estas leyes no se basan en presunción sino en una realidad de la cual podía constar con certeza. Esa opinión sigue BURGOS DE PAZ. LO mismo piensa abiertamente MOLINA en las razones de la segunda opinión, las cuales en esto admite. Y lo mismo piensa de hecho COVARRUBIAS, y también LEDESMA, y todos los que sostienen que estos contratos son nulos en ambos fueros: los autores aducidos los citan largamente. 7. Hay que tener en cuenta —en segundo lugar— que aunque la regla propuesta es verdadera en general, en su aplicación a cada una de las leyes es necesario atender a las fórmulas, intención y materia de ellas, porque no todas se ordenan al mismo efecto. Unas anulan sencilla y absolutamente los contratos atendiendo al bien común: para ellas vale siempre la regla dada, como consta ante todo con relación a la ley del CONCILIO TRIDENTINO

que anula los matrimonios clandestinos; y lo mismo sucede con otras parecidas. Otras anulan no sencillamente sino en favor de una de las partes y como dándole opción para elegir lo que le resulte mejor o más útil: esto es tal vez lo que sucede con los contratos de los menores, de las iglesias, de los religiosos, etc. Otras pueden atender a la conveniencia de ambos contrayentes e invalidar los contratos —como quien diere— bajo esta condición: si las partes de mutuo acuerdo no condescienden ni ceden de su derecho. A veces puede también la ley no anular la voluntad del que obra ni impedir su efecto sino únicamente anular la escritura —por ejemplo, un testamento, u otra semejante— a fin de que no tenga validez para producir los efectos que tal escritura —cuando es válida— suele producir. Por consiguiente, acerca de todas estas leyes es verdad en general que producen su efecto independientemente de la presunción propiamente

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dicha, es decir, de la que se forma sobre el engaño o injusticia que se presuma tuvo lugar en tal hecho particular; sin embargo, la invalidación no siempre es así sino en conformidad con las fórmulas de la ley, a las cuales hay que mirar en cada caso particular, pues a nosotros no nos toca ahora aplicar la doctrina a cada una de las leyes. 8. ¿ Q U É JUZGAR DE LA OPINIÓN GENERAL ANTES CITADA?—Con esto queda ya claro lo que

se ha de pensar de la opinión general citada. En cuanto que piensa que las leyes generales invalidantes tienen por base la presunción, a mí no me gusta su modo de expresarse, según he explicado. Sin embargo, no nos atemos a las palabras. Si quiere decir que esas leyes se basan en la presunción particular no sólo del peligro sino también del hecho —la que antes Üamé definitiva— es falso que tales leyes se basen en la presunción, y por tanto también es falso que cuando en los casos particulares cesen los fraudes y otros males semejantes, cesen también sus efectos. Pero si por presunción entiende el temor y conjetura general sobre los peligros que amenazan si tal acto se realiza sin la debida solemnidad, entonces concedemos que esas leyes se basan en la presunción, pero negamos que falle la verdad aunque en el hecho particular no haya fraudes, porque la base de la ley no fue la presunción de esos fraudes en ese sentido. Podría decirse que cesaba la presunción de la ley cuando cesasen en general en toda la comunidad los peligros y las razones para temer fraudes: entonces cesaría la ley no sólo en un caso particular sino en absoluto, pues resultaría inútil e irracional; ahora bien, no es de temer que —dada la corrupción de la naturaleza— cesen de esta manera las presunciones de tales leyes, porque en realidad no son presunciones sino juicios ciertos. 9. Por consiguiente, sobre los ejemplos aducidos, respondo que ninguno de ellos es admisible. Que las enajenaciones de bienes eclesiásticos realizadas sin la solemnidad sustancial son nulas, lo juzgo a una con INOCENCIO y otros; otra cosa es si la Iglesia puede confirmarlas y añadir solemnidad aunque una de las partes se oponga a ello. Lo mismo juzgo de las elecciones no debidamente hechas, y eso aunque el electo sea digno; ni pienso que éste pueda con buena conciencia retener el cargo o la prebenda si no se suple el defecto de alguna manera.

Cap. XXV.

Las leyes meramente prohibitivas ¿invalidan el acto?

Asimismo el testamento falto de solemnidad es completamente nulo; otra cosa es si las leyes anulan también la voluntad del testador. Finalmente, lo que se decía de la profesión religiosa es del todo improbable, pues si hay falta de solemnidad sustancial contraria a las leyes eclesiásticas, la profesión no será válida aunque se haya hecho con la mejor fe y con todas las circunstancias que bastan por el derecho natural: esto consta ahora claramente por el CONCILIO TRIDENTINO, y ya nadie lo niega; más aún, ni la GLOSA ni TUBESCHIS hablan de falta de forma sustancial sino de solemnidad accidental, como verá quien los lea.

CAPITULO XXV ¿TODA LEY QUE PURA Y SENCILLAMENTE PROH I B E UN ACTO, POR ELLO MISMO LO INVALIDA, DE FORMA QUE TODO ACTO CONTRARIO A LA LEY PROHIBITIVA SEA NULO?

1. Hemos distinguido anteriormente dos clases de leyes invalidantes: unas que directamente invalidan prohibiendo, otras mandando o dando una determinada forma al acto: acerca de ambas es necesario explicar cuándo o con qué fórmulas lo hacen. Ahora sólo tratamos de las prohibitivas, dado que en ellas hay una especial dificultad nacida principalmente de la ley Non dubium, en la cual el emperador declara que todos los contratos y actos semejantes contrarios a una ley prohibitiva son inválidos e inútiles y tenidos por no hechos, y añade que esto vale aunque la ley no diga que el acto no sea válido sino únicamente que no se haga. Se dirá tal vez que esta ley es civil y que no obliga en conciencia. Pero se responde —en primer lugar— que también las leyes civiles obligan en conciencia. Además, obran eficazmente lo que pretenden, y del efecto mismo de la invalidación se sigue naturalmente la obligación en conciencia, según se explicó ya. Además, aquella ley fue canonizada por el PAPA GREGORIO, se encuentra en el DECRETO, y de acuerdo con ella está la regla 64 del Derecho Canónico en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES: LO que se hace contra el derecho debe tenerse por no hecho, que parece tomada del CÓDIGO.

El segundo argumento es de inducción, porque, primeramente, la ley natural, al prohibir un acto, lo hace inválido, según se vio antes. Además, las leyes de la Iglesia que prohiben los matrimonios entre consanguíneos los invalidan,

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y eso que no contienen otras palabras que las sencillamente prohibitivas. Lo mismo podrá verse en los antiguos decretos que prohibían los matrimonios de los religiosos hasta INOCENCIO I I : no tenían formas invalidantes fuera de las sencillamente prohibitivas. Argumentamos —en tercer lugar— por la razón: la voluntad de un inferior no puede ser eficaz en contra de la voluntad de un superior; ahora bien, cuando la ley prohibe sencillamente un acto, se le opone la voluntad del superior; luego no puede ser eficaz. Es oportuno para esto el capítulo Venientes en que se dice que el juramento de un inferior no puede obligar en contra de la voluntad o decreto de su superior. Lo mismo se deduce del cap. 2 de Testibus. Esto es verdad principalmente tratándose de los contratos y de otras acciones semejantes, qué no son válidas sin el apoyo del derecho, pues el derecho no coopera a los actos contrarios a la ley. Por último, de una acción pecaminosa nadie puede obtener fruto ni efecto; ahora bien, esas acciones prohibidas, si se hacen, son pecados graves; luego por ello mismo son también inválidas. 2. PIENSAN BASTANTES QUE UNA LEY SENCILLAMENTE PROHIBITIVA DEL ACTO, AUNQUE

NO AÑADA MÁS, LO INVALIDA.—Por estos argu-

mentos, es opinión de bastantes juristas que una ley sencillamente prohibitiva del acto, aunque no añada más, lo anula. Así piensa BARTOLO en la ley Non dubium, y JASÓN cita a otros más. Lo mismo BARTOLO en la ley Cum lex, la GLOSA DEL LIBRO 6.° y TUDESCHIS con otros. Lo mismo TIRAQUEAU, que cita a otros más, y la GLOSA. Y a esta opinión parecen inclinarse COVARRUBIAS y GREGO-

RIO LÓPEZ, que entiende aquella ley de la misma manera. En lo que sigue citaremos a otros. 3.

DIFICULTAD DE ESA OPINIÓN ENTENDIDA

GLOBALMENTE.—Esa opinión, tomada así globalmente, es difícil de sostener. A ella se opone otro principio bastante admitido en derecho: Muchas cosas está prohibido hacer, las cuales sin embargo, una vez hechas, son válidas. Esto puede confirmarse también con muchos ejemplos. El matrimonio le está prohibido a quien tiene voto simple de castidad, y sin embargo es válido según las DECRETALES. Asimismo, quien tiene voto de entrar en una religión estrecha, tiene prohibición de profesar en una más laxa, pero si lo hace, la profesión es válida según el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES. Y en general está prohibido dar a uno lo que se ha prometido a otro, y sin embargo la dofla-

Lib. V. Distintas leyes humanas ción es válida. Otros muchos casos así hay que la citada opinión general no niega. Por esta causa sus autores han hallado diversas limitaciones y distinciones con el fin de explicar tanto la tesis como la ley Non dubiutn, según puede verse en ÁNGEL y SILVESTRE. Este pone cuatro limitaciones: de la segunda, que es sobre el favor de una persona particular, se ha tratado en el capítulo anterior; la tercera se refiere a las leyes que dan forma a los actos: de ella hablaremos en el capítulo siguiente; las otras es preciso examinarlas aquí. 4.

OPINIÓN DE QUE UNA LEY SENCILLAMEN-

TE PROHIBITIVA QUE NO AÑADA PENA, INVALIDA LOS ACTOS.—En primer lugar, dicen muchos que cuando una ley prohibe sencillamente sin añadir pena, invalida, pero que si añade pena, no invalida. Así piensa SILVESTRE con TUDESC H I S , el CARDENAL y JUAN DE ANDRÉS; otros más cita FELINO. La primera parte la dan por supuesta por la ley Non dubium con la opinión general. Para probar la segunda aducen la ley última De Repudíis del DIGESTO, en la que el Jurisconsulto, del hecho de que se añada una pena deduce que el acto no es inválido; aducen también la ley Sandio del DIGESTO. La razón es que el añadir una pena indica que la intención del legislador no fue gravar a los subditos con dos cargas, la pena y la invalidación. 5.

REFUTACIÓN DE ESA OPINIÓN.—Pero esa

opinión no parece satisfacer en ninguna de sus dos partes. Contra la primera valen el principio y los ejemplos aducidos, y otras muchas razones que diremos después. Sobre la segunda parte, no es verdad en general que una ley que imponga pena no sea invalidante: a lo sumo podría establecerse esa regla para las leyes puramente penales, las cuales —dado que no prohiben sencillamente el acto sino que únicamente imponen como condicionalínente la pena a quien lo realice— es claro que, si no declaran eso expresamente, no lo anulan; en efecto, como no prohiben el acto de una manera absoluta, ninguna señal de invalidación queda en ellas. En cambio, si se trata de una ley propiamente dicha —la ley directiva que prohibe sencillamente el acto— no hay duda que pueda invalidar el acto y añadir una pena según se demostró en el capítulo XIV. Pero puede decirse que esto tiene lugar cuando ambas cosas se ponen expresamente en la ley: ésta puede imponer dos

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penas; pero como esto no se presume cuando no se dice expresamente, ello no es así cuando únicamente prohibe y añade la pena. 6. Pero en contra de esto está que solo el hecho de añadir una pena no es un indicio suficiente de que el acto prohibido no sea anulado si por lo demás las fórmulas prohibitivas absolutas bastan para anularlo, según observaron expresamente PEDRO DE A N C H ARAÑO y TUDESC H I S , que cita a otros. La cosa es clara —en primer lugar— porque la invalidación —según dijimos antes— no es pena, y así, aunque se añada otra pena, no es una pena doble ni inmoderada. Y aunque sean dos cargas, son de distinto orden y tienen distintas causas, y por tanto muy bien pueden unirse: la invalidación se impone de suyo porque conviene para el bien común, la pena por razón de una culpa. Por tanto la ley Sanctio que se aducía en contra, no hace al caso: lo primero, porque se refiere a penas impuestas no por una misma ley sino por distintas —una general, otra particular— para las cuales la razón es muy distinta. En efecto, aquí nos referimos a una misma lej invalidante y punitiva, la cual en rigor puede también imponer una doble pena, puesto que quien quebranta una ley invalidante, peca no menos sino de suyo más gravemente que quien quebranta una ley prohibitiva pero no invalidante; luego, —sin dejar la invalidación— bien puede esa ley añadir una pena. Luego la pena no es indicio de que una ley prohibitiva no invalide; a no ser tal vez en algún caso especial en que la misma clase de pena suponga la validez del acto, como sucede en el caso de aquella ley última según la interpreta BARTOLO ante citado y según observaremos nosotros de nuevo después. Con esto hemos respondido a los argumentos de aquella opinión. Pero no omitiré una cosa, a saber, que cuando la prohibición misma de la ley es pena de otro delito, no invalida si no lo declara con fórmulas expresas y evidentes. La razón es que entonces esa ley no es directiva y su intención directa no es que tal acto no se realice, sino el castigo y venganza del otro pecado, y por tanto no se la ha de interpretar con el rigor propio de una ley prohibitiva e invalidante sino conforme a las reglas de las leyes penales: una de ellas es que se interpreten más suavemente. Añádase que en las penas no se incurre antes que se dé sentencia si esto no se expresa suficientemente en la ley.

Cap. XXV. Las leyes meramente prohibitivas ¿invalidan el acto? 7. OPINIÓN DE QUE CUANDO LA CAUSA DE LA PROHIBICIÓN ES TEMPORAL, LA LEY NO INVALIDA, PERO SÍ CUANDO ES PERPETUA. HAY

—en segundo lugar— otra distinción bastante común, a saber, que se debe atender a la causa de la prohibición de la ley: si la causa es temporal, es señal de que la ley prohibitiva no invalida, pero si es perpetua, es señal de invalidación. Así BALDO conforme a la GLOSA DE LAS CLEMENTINAS.

Prueba de la primera parte: El efecto no supera a la causa, y por tanto el acto suele restringirse a las exigencias de la causa, según el DIGESTO. Así, la ley que prohibe que el matrimonio se celebre en determinados días, no lo anula —como consta por el título De Matrimonio contra interdictutn Ecdesiae— porque tiene una causa temporal. La segunda parte la dejamos como probada por todas las razones aducidas al principio, pues —si alguna vez— entonces una ley prohibitiva puede anular cuando tiene una causa proporcionada.

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una causa temporal razonable —como es la edad, la cual depende de un tiempo determinado—, y basta que convenga para entonces no sólo prohibir sino también anular los actos que se hagan en ese tiempo; lo mismo se ve también en el caso de la sentencia que se da en día festivo o de noche. Luego tratándose de una ley prohibitiva, para ver si anula o no, no debe atenderse a si la causa es temporal o no sin tener en cuenta las otras fórmulas. 9. Tampoco la segunda parte —que es de la que propiamente se discute— puede defenderse indistintamente. En efecto, el voto simple de castidad o de entrar en religión es de suyo causa perpetua para prohibir el matrimonio, y sin embargo no lo anulan. Asimismo, el parentesco que se contrae según el catecismo, es perpetuo, y sin embargo la ley que por razón de él prohibe el matrimonio, no anula el acto según el LIBRO 6.° DE LAS D E CRETALES.

8.

LA ANTERIOR DISTINCIÓN ES INSUFICIEN-

TE.—Acerca de esta opinión, la primera parte podemos por ahora aceptarla como favorable y verdadera para cuando la ley emplea únicamente una fórmula prohibitiva; pero no la admitimos como suficiente para explicar la cosa ni como bien deducida de aquel principio. La razón de lo primero es que si la prohibición absoluta basta para invalidar, el que la prohibición o su causa sea temporal no basta para juzgar que la ley no invalide. Prueba de esto y a la vez de lo segundo: No es incompatible el que la causa sea temporal y el que la ley prohibitiva —si lo dice expresamente— invalide. Prueba: La menor edad, es temporal, pues pasa pronto con el tiempo, y sin embargo hay muchas leyes que por ese capítulo anulan los actos. También el año de prueba es una causa temporal, y sin embargo su falta anula la profesión. Asimismo, el adulterio o el homicidio con maquinación era una causa transitoria, y sin embargo por razón de él se dio una ley invalidante. Se dirá que aunque el acto fuese transitorio, el impedimento que dejó es permanente y perpetuo. Pero esto es una petición de principio, porque la causa de la ley no es ese impedimento: la causa fue el pecado cometido, y el impedimento es efecto de la ley, ya que se puso no por la naturaleza de la cosa sino en virtud de la ley; luego por una causa temporal la ley puede anular el acto y hacer a la persona perpetuamente inhábil para él. La razón es que el acto, aunque sea temporal, es digno de que la ley lo invalide, o al menos, si la anulación no es una anulación penal que se imponga por una acción pasada, puede tener

La razón es que sola la causa —aunque sea perpetua— no anula el acto si no se añade la voluntad del legislador, voluntad que debe estar suficientemente expresa en la ley; ahora bien, no está suficientemente expresa por sola la prohibición, como prueban los ejemplos aducidos y el principio aquel de que Muchas cosas está prohibido hacer, las cuales sin embargo, si se hacen, son válidas. 10. TERCERA LIMITACIÓN: CUANDO LA LEY P R O H I B E EL ACTO POR RAZÓN DE SU SUSTAN-

CIA, NO DE sus CIRCUNSTANCIAS.—La tercera

explicación o limitación de esa opinión es que valga para cuando la ley prohibe el acto por razón de su sustancia, pero no para cuando lo prohibe por razón de sus circunstancias, por ejemplo, porque se realice en tal tiempo, en tal lugar. Así BALDO con PABLO CASTRENSE —conforme a la GLOSA DE LAS AUTÉNTICAS—, ÁN-

y casi todos los restantes. De esta distinción admitimos la segunda parte, que es favorable. Pero no se ha de entender que el acto no pueda ser anulado aunque únicamente se lo prohiba por razón de las circunstancias o únicamente en cuanto a sus circunstancias con tal que a la prohibición se añada la invalidación. De esta forma es nula la profesión hecha dentro del año de prueba, y eso aunque no se prohibe la profesión de una manera absoluta ni por razón de ella misma sino en tal tiempo y por razón de esa circunstancia. Así también, los actos judiciales prohibidos en día festivo son inválidos, como vimos en el tratado de la Religión, y eso a pesar de que únicamente se prohiben por razón de la circunstancia del tiempo. GEL, SILVESTRE

Lib. V. Distintas leyes humanas Y lo mismo sucede con otras cosas así que se prohibe hacer en lugar sagrado, según dijimos en el mismo tratado: son inválidas aunque la* prohibición se dé únicamente por la circunstancia del lugar. Pero estas invalidaciones están expresas en las leyes, y si no se hiciera así, por razón de la prohibición no se tendrían por nulos los actos, según dijimos —en los pasajes citados— acerca de los contratos realizados en lugar o día sagrado en contra de la prohibición de la Iglesia. Luego esa parte es verdadera, pero no por la cosa prohibida, sino por sola la fórmula prohibitiva, y así aporta poco para la solución de la dificultad; más aún, de ella se saca algún indicio —aunque él solo no es definitivo— de que la forma prohibitiva de suyo no es suficiente para invalidar. 11. La otra parte no parece que pueda defenderse en general. Esto se ve —en primer lugar— en la prohibición del matrimonio que se da por el impedimento del voto simple de castidad o de entrar en religión: la prohibición se refiere a la sustancia del matrimonio y al acto en sí mismo y por razón de él, y sin embargo no queda invalidado en virtud de la prohibición. Para eludir este argumento, algunos añaden otra fórmula o limitación, a saber, que no basta que se prohiba la sustancia del acto si además no se la prohibe directamente: no hace esto el voto, pues en él lo que directamente se manda es dar a Dios lo prometido, y en consecuencia —como un resultado de ello— se prohibe el matrimonio, que es una prohibición indirecta. Pero esta solución no me agrada. Lo primero, porque esas limitaciones y fórmulas se añaden sin razón ni prueba para eludir la dificultad, y de ahí se sigue que en cualquier otro caso puede hallarse una evasiva semejante, y así un punto tan grave queda confuso y sin una regla fija para distinguir cuándo una prohibición es invalidante. En segundo lugar, voy a urgir el ejemplo aducido: aunque la prohibición del matrimonio, en comparación con la ley natural de cumplir los votos, parezca indirecta o más bien remota —porque esa ley prescinde de esta o de la otra materia y de que el precepto sea negativo o afirmativo —según dije en otro lugar—, sin embargo una ley que obliga a no realizar un acto cuya carencia o privación ha sido prometida a Dios, prohibe tal acto bastante directamente; ahora bien, la prohibición del matrimonio está contenida en esa ley como una especie bajo el género, y esto basta para la prohibición de que

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trata la ley Non dubium, como consta por su tenor; luego esa prohibición será directa. Además, aunque concediéramos que por solo el derecho natural esa prohibición era indirecta, pero la ley eclesiástica a tal persona le prohibe directamente el matrimonio. Y nada importa que lo prohiba por la condición del voto, porque también prohibe el matrimonio con una consanguínea por tal condición; más aún, en este caso no prohibe sencillamente el matrimonio a tal persona sino con tal persona, en cambio en aquel lo prohibe sencillamente, puesto que a quien tiene el voto se le hace la prohibición respecto de todas las personas. Por consiguiente, por lo que hace a la prohibición, el voto simple y el solemne son iguales, como se dice en el dicho capítulo Rursus, y sin embargo se diferencian en lo de la invalidación, que la Iglesia ha puesto para el voto solemne y no para el simple; luego es señal de que la prohibición en cuanto tal, por más que sea directa y específica, no invalida. Por último, si las razones de la opinión común que se han aducido al principio fuesen válidas, poco importaría que la prohibición fuese directa o indirecta, porque bajo ambas modalidades le es contraria la voluntad del legislador y el acto es gravemente defectuoso; luego o ambas formas de prohibición bastan, o ninguna. 12. Además de esta, existen otras prohibiciones bastante directas de la Iglesia acerca del matrimonio las cuales no lo invalidan: tales son todas las que establecen impedimentos prohibitivos pero no invalidantes. Expresamente en las DECRETALES se prohibe directamente a los incestuosos contraer matrimonio: esa prohibición es perpetua y se da de una manera absoluta y directa, y sin embargo no invalida; luego sola la fórmula prohibitiva no indica que la voluntad del legislador sea contraria a la validez de acto, y por consiguiente es necesaria alguna otra cosa que demuestre tal voluntad, ya que ésta puede ser prohibitiva pero no invalidante. También fuera de la materia del matrimonio se encuentran ejemplos; en efecto, la ley que prohibe el juego de dados, lo prohibe de una manera bien directa y sencilla, no en cuanto a las circunstancias de lugar y tiempo sino en cuanto a la sustancia del acto, y sin embargo no anula el acto. La mayor se supone. La menor consta porque las ganancias de ese juego no están sujetas a restitución en conciencia, pues aunque al que pierde se le da opción a entablar proceso para

Cap. XXV.

Las leyes meramente prohibitivas ¿invalidan el acto?

reclamarlas en juicio, sin embargo, antes de que se dé sentencia, el otro no está obligado a restituir; luego es señal de que adquirió la propiedad de ellas y de que por consiguiente el acto fue válido, aunque después puede ser revocado. Esta es la opinión común de los Teólogos, de los autores de Sumas, de AZPILCUETA, SOTO y

que cita a otros, y está admitida comúnmente en materia de restitución. Se basa principalmente en que las leyes que prohiben el juego, lo prohiben sencillamente y no añaden cláusula invalidante —como aparece por el D I GESTO y las DECRETALES— sino que a lo sumo dan opción para entablar proceso de reclamación, como aparece por el CÓDIGO y por la COVARRUBIAS,

NUEVA RECOPILACIÓN.

13. Por último, existe un ejemplo excelente, que está tomado del DIGESTO y que se halla en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, en el cual se dice así: La sentencia ciertamente no se debe dar condicianalmente, pero si se da ¿qué se va a hacer? Y es útil que inmediatamente se deba empezar a contar el tiempo para apelar. Consta ahí —como observa la GLOSA— que tal sentencia está prohibida, pero que si se da, es válida. Y sin embargo esa prohibición es bastante directa y absoluta, y de suyo tiene una causa perpetua basada en la regla de que los actos legales no admiten condición ni día, como observa la GLOSA.

Se dirá que lo que se hace es, no prohibir sencillamente la sentencia, sino únicamente el que se dé condicionalmente. Pero ¿esto qué importa cuando una sentencia dada así queda sencillamente prohibida? Más aún, esa manera de prohibir podría parecer más anulatoria, puesto que parece referirse a la forma del acto, a saber, que la sentencia se dé de una manera absoluta, y que de ahí nace la prohibición de la sentencia condicional, manera de prohibir que suele anular los actos. De este punto trataremos en el capítulo siguiente. Añádase que las prohibiciones relativas a los contratos —de las cuales habla la ley Non dubitim—- no suelen ser absolutas de no hacer contrato sino de no hacerlo de esta o de aquella manera o sin esta o aquella condición. Por ejemplo, al menor se le prohibe enajenar sus bienes sin permiso de su tutor o sin un decreto del juez; a la esposa se le prohibe hacer contratos sin permiso de su marido; y así otros casos. Luego o con tales excepciones y adiciones se

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elude aquella opinión a fin de que nunca pueda ser realidad que una ley que prohibe directamente el acto lo anule, o sin razón ni fundamento alguno se aplica a unos actos y no a otros. 14. La cuarta distinción o limitación es la que trae GREGORIO LÓPEZ antes citado: dice que esa opinión vale para cuando la nulidad del acto resulta perjudicial únicamente para los que hacen el contrato o para alguno de ellos, pero no si cede en perjuicio de un tercero. Un ejemplo de esto último lo toma del capítulo Sicut, en el que al clérigo de órdenes mayores se le prohibe ejercer el oficio de notario, y sin embargo dice —siguiendo a JUAN DE ANDRÉS— que el instrumento notarial hecho por él no es nulo, porque en ese caso la pena de nulidad cedería en daño de los contrayentes, los cuales en nada faltaron. Pero lo que le movió a JUAN DE ANDRÉS no fue esa razón sino la otra que se ha tocado en la primera limitación; esa opinión y razón fueron de PEDRO DE A N C H ARAÑO, y TUDESCHIS

no los reprueba, por más que en ese caso particular hace uso de otras distinciones. Otro ejemplo aduce tomándolo de BALDO: que aunque a los doctores asalariados les estuviese prohibido hacer de abogados, si obraran en contra de esta prohibición sus actos no serian inválidos. 15. REFUTACIÓN.—Pero esta opinión, en cuanto a la regla general que admite, no responde satisfactoriamente a las dificultades propuestas hasta ahora. Y en cuanto a la excepción, no parece que sea fundada ni bastante consecuente. Bn primer lugar, porque cuando el acto se prohibe o se anula no como pena sino directamente por alguna razón de virtud o de bien común, no se atiende a si la nulidad del acto cede en perjuicio particular o no, sino que sencillamente se anula sígase de ahí lo que siga; luego si la prohibición absoluta basta para invalidar, no será obstáculo para ello el que la nulidad del acto ceda en perjuicio de otro sin culpa suya, porque esto es accidental y la ley no lo tiene en cuenta. El antecedente es claro por inducción: la ley anula el testamento falto de solemnidad aunque ello ceda en gran perjuicio del que ha sido hecho heredero; y muchas veces se invalida la sentencia dada de una manera indebida aunque por lo demás sea justa y la invalidación ceda en perjuicio de la parte a cuyo favor está la justi-

Lib. V. Distintas leyes humanas cia, la cual no tuvo ninguna cooperación en la nulidad de la sentencia. Tratándose de una materia semejante, si la ley prohibe que nadie ejercite el oficio de notario antes de ser examinado, puede, más aún, suele anular los actos realizados antes del examen, y eso aunque tal vez sólo ponga prohibición —según veremos después—, y sin embargo, por parte del perjuicio de un tercero, la razón es la misma; luego esa razón no basta para impedir la anulación si por lo demás la fórmula de prohibición la significa suficientemente. Por último, en la promesa que se hace por medio de una tercera persona, entra de por medio el perjuicio de aquel en lugar del cual el otro hace la promesa, y sin embargo tal acto, en cuanto que lo prohibe o anula el derecho civil, no produce ninguna obligación respecto de él aunque él en nada haya cooperado a ese acto; luego para la nulidad del acto eso no se tiene en cuenta. Por consiguiente, dado que la ley No» dubium se expresa en términos muy generales, no hay base para añadirle esa excepción si se admite su regla general como GREGORIO LÓPEZ piensa que se debe admitir. En esto decimos que no es consecuente. Tampoco lo es cuando —en los ejemplos que aduce— dice que, si la prohibición es absoluta, el acto no queda anulado. En cuanto al último ejemplo, no es eso lo que enseña BALDO: lo único que dice es que aquellos doctores, conforme a la ley, pueden ser castigados. Y en cuanto al primer caso del clérigo de órdenes mayores que ejercita el oficio de notario, si es verdad —como sostiene la opinión común— que sus actos no son inválidos, más lógico sería decir que eso no lo prohibe sencillamente aquella ley sino que lo único que hace es —como observa TUDESCHIS— mandar que se impida. 16. QUINTA LIMITACIÓN.—La quinta limitación o distinción es sobre las leyes prohibitivas. Algunas prohiben sencillamente sin añadir ninguna fórmula que mantenga la validez del acto: esas invalidan; otras, además de la prohibición, añaden algo que no se podría añadir si no se mantuviese la validez del acto y que no podría tener lugar acerca de un acto inválido: tales leyes no pueden invalidar sin quedar al descubierto que contienen cosas contrarias e incompatibles. Esto enseñan CYNO, BARTOLO, BALDO y casi todos los otros, y largamente SILVESTRE.

Pero sin' duda esta distinción no responde satisfactoriamente a las dificultades propuestas.

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En efecto, en contra de la primera parte —atin con esa limitación— valen los ejemplos aducidos, pues en ellos las leyes prohibitivas hablan sencillamente y no añaden fórmulas con que parezcan mantener ni anular el acto de una manera especial. Contra la segunda parte puede objetarse que —supuesta esa opinión— no parece que pueda evitarse la contradicción en esas leyes: si la fórmula prohibitiva basta para anular, luego en virtud de su mismo significado significa invalidación y la produce; luego la ley contiene cosas contradictorias: primero prohibe el acto y después lo mantiene. Sin embargo esto no es concluyente en contra de aquella opinión, porque puede responderse que la fórmula prohibitiva, tomada en absoluto, tiene esa virtud, pero que no es incompatible con ello el añadir algo que limite su significado y fuerza, y así dijo SILVESTRE que cuando se pone esa añadidura, la prohibición no es una prohibición absoluta sino relativa y parcial, pues tal ley, dice, en parte prohibe y en parte concede, y así no es una ley sencillamente prohibitiva, que es de la que habla la ley Non du-

bium. 17. Pero todavía podemos urgir diciendo que casi nunca esa ley mantiene el acto de una manera directa, es decir, concediendo o haciendo algo, sino más bien presuponiendo, por ejemplo, cuando manda que un acto que está prohibido de esta o de la otra manera sea anulado, o cuando reconoce su efecto y manda que se observe, o de otra manera parecida; luego esa ley no confirma el acto de una manera positiva sino que se comporta negativamente, ya que no invalida; luego por lo que toca a la prohibición, prohibe de una manera sencilla y absoluta y no añade nada con que limite la prohibición o la saque de su significado propio: lo único que hace es no añadir una invalidación, y que no la añade lo indica por los otros efectos que presupone. Luego es señal de que la prohibición de suyo —por muy absoluta que sea— no invalida,, y que por consiguiente no se ha de establecer como regla que una ley prohibitiva invalide si no mantiene expresamente el acto, sino más bien —al contrario— que no invalida si o expresamente no añade una cláusula invalidante o algo con que la indique suficientemente. Confirmación: Esa manera de mantener un acto prohibido por la ley, a veces tiene lugar por obra no de una misma ley sino de distintas leyes, de forma que una lo prohibe y otra lo mantiene sea en la manera de castigarlo sea mandando que sea anulado, como expresamente

Cap. XXV.

Las leyes meramente prohibitivas ¿invalidan el acto?

dice JUAN DE ANDRÉS. En ese caso la segunda ley, al mantener el acto que la primera sencillamente prohibía, en nada deroga a la primera ley ni concede lo que ella había quitado: únicamente supone que la primera ley prohibiendo no anuló, y por tanto dispone algo acerca de ese acto manteniéndolo, es decir, suponiendo que había sido válido; luego la fórmula prohibitiva —puesta de una manera absoluta en la primera ley— no había bastada para invalidar. 18. Finalmente, en confirmación de todo lo dicho, voy a emplear un argumento tomado de la antigua ley de la Iglesia que —como se puede ver en las DECRETALES— prohibía los ma-

trimonios clandestinos. Aquella ley, de una manera directa, particular y absoluta, y con toda la ponderación que cabía en una prohibición, prohibía aquel acto —como es claro por las palabras Penitus inhibemus—, y sin embargo, según opinión cierta de los teólogos, hasta el CONCILIO DE TRENTO no lo anulaba. Esa opinión el CONCILIO la aprobó al principio de su decreto. Sus palabras son muy dignas de notarse para lo que ahora tratamos. Enseña que los matrimonios clandestinos celebrados con consentimiento libre de los contrayentes, fueron válidos y verdaderos matrimonios mientras la Iglesia no los hizo nulos, y al mismo tiempo añade: Sin embargo, la Santa Iglesia de Dios, por justísimas causas, siempre los detestó y prohibió. Luego —según el pensamiento del CONCILIO— una prohibición absoluta, por cualquier ponderación y detestación del acto de que vaya acompañada, no lo anula. 19. Por eso algunos, puestos en evidencia por este argumento, responden que eso sucede sólo en materia de matrimonio y que esa materia hay que exceptuarla de la regla de la ley Non dubium. Esto dijo D E C I O . Pero aunque sea verdad que en el matrimonio —por la gravedad y peligro de la materia— se requiere una forma anulatoria más particular y libre de duda, sin embargo, el que sola la prohibición no baste para anular no es exclusivo suyo, pues alcanza a todos los actos irretractables o irrepetibles, como dijo la ROTA. En consecuencia, parece alcanzar también a los otros actos que aunque puedan ser anulados, sin embargo no lo son en virtud de sola la prohibición, pues consta ya que la prohibición no tiene de suyo esta virtud si no se le añade otra cosa. Y lo que algunos dicen, que las cosas espiri-

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tuales son más difíciles de anular que las temporales, poco hace para el caso. Lo primero, porque aunque esto sea verdad tratándose de las cosas que no pueden ser anuladas por el poder humano —por ejemplo, que el sacerdote consagre a pesar de todas las prohibiciones posibles, etc.—, sin embargo con otras cosas no sucede así, sobre todo cuando se trata de una invalidación antecedente, es decir, que impide que el acto sea válido. Y lo segundo, porque el matrimonio, en cuanto que es un contrato humano, puede ser anulado por la ley de la Iglesia, como consta por el TRIDENTINO. Luego si la prohibición absoluta basta para anular un contrato ¿por qué no lo hizo antes con el matrimonio clandestino? 20. Responden —en conformidad con la última limitación que se ha puesto— que no lo invalidó precisamente porque otras leyes canónicas lo mantenían. Pero en contra de eso está que la ley canónica nunca hizo que tal acto fuese válido, sino que lo supuso válido y a lo sumo declaró que es válido mientras la ley humana no lo invalida. Así pues, lo único que se hacía era declarar que era válido en aquel tiempo porque la ley humana no lo anulaba y no porque otra ley lo mantuviese, o mejor, porque —digámoslo así— la que lo mantenía era la ley natural: esto era lo único que podía declarar la ley humana y lo que el TRIDENTINO declaró, declaración que no añadía validez al acto sino que la suponía. Solución del autor 21. Poniéndome ya a manifestar brevemente lo que tengo por verdad, quiero advertir lo siguiente. Podemos —en primer lugar— hablar de la ley puramente prohibitiva en su sentido natural o —lo que es lo mismo— atendiendo sólo a la fuerza de las fórmulas supuesto el significado propio y riguroso de la palabra prohibir sin ninguna adición, ampliación ni interpretación del derecho positivo. En otro sentido podemos hablar de la palabra prohibir como ampliada o extendida en virtud de alguna ley humana que establezca la regla general de que el sentido de la ley prohibitiva jurídicamente se deba interpretar de tal manera que tenga fuerza de ley invalidante, y eso aunque se dé con solas fórmulas prohibitivas sin añadir ninguna cláusula invalidante. La opinión general antes citada parece proceder de esta segunda manera, y puede basarse en

Lib. V. Distintas leyes humanas la dicha ley Non dubium o en otras leyes civiles o canónicas. De éstas es preciso hablar en particular en los capítulos siguientes. Ahora vamos a solucionar el problema únicamente en el primer sentido. 22. LA LEY PURAMENTE P R O H I B I T I V A , POR SOLA LA NATURALEZA DE LA COSA NO ANULA EL ACTO SI TAL EFECTO NO SE MANIFIESTA SUFI-

CIENTEMENTE DE OTRA MANERA. DigO, pues, que —por sola la naturaleza de la cosa— la ley puramente prohibitiva no anula el acto si tal efecto o intención del legislador no se manifiesta suficientemente de otra manera. Esta tesis parece ir en particular en contra de BALDO, el cual a la nulidad de un acto prohibido la llama su pena natural, porque, dice, todo lo que está prohibido es naturalmente inválido. Este dicho lo aprueba D E C I O . Pero lo contrario enseñó con razón FELINO con INOCENCIO y otros que cita. Por tanto, esta tesis la tengo por comúnmente admitida, porque —según he dicho— los juristas que parecen pensar lo contrario se basan en el derecho positivo; otros suponen esta tesis como cierta; parece probarse por todo lo aducido, y se confirmará más por lo que se dirá en adelante. La razón de ella puede explicarse de la siguiente manera: Prohibir un acto e invalidarlo son efectos muy distintos; luego para que la ley los produzca, sus palabras deben expresarlos suficientemente; ahora bien, sola la fórmula prohibitiva no expresa el efecto de la invalidación; luego no lo produce naturalmente la ley que emplea una fórmula pura y sencillamente prohibitiva, y eso por más directa y particularmente que prohiba el acto. El antecedente es claro: lo primero, porque prohibir no es más que mandar y obligar a que el acto no se haga, y en cambio invalidar no es mandar sino realizar, es decir, hacer ineficaz a la voluntad o a su consentimiento, o inhabilitar a la persona; y lo segundo, porque esos dos efectos son separables el uno del otro, pues muchas veces se prohibe el acto pero no se lo invalida, como es evidente y como consta por lo dicho; más aún, muchas veces se prohibe un acto que no pueda invalidarse, como cuando a un sacerdote se le prohibe consagrar o a un obispo ordenar; por el contrario, también a veces se invalida un acto si llega a hacerse aunque no se prohiba hacerlo, según se dijo acerca de la ley puramente invalidante. Por consiguiente, esos dos efectos son distintos. 23. La primera consecuencia, a saber, que es necesario que —para que la ley produzca ambos efectos— sus fórmulas los expresen, consta

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por la nautraleza y por el poder de la ley y de la voluntad humana. En efecto, aunque ante Dios —para obrar— baste la voluntad, entre los hombres no basta si no se expresa suficientemente al exterior, según se demostró al principio de este tratado y en el tratado de las Censuras, y como es bien sabido en toda materia de juicios y de contratos. Por eso las palabras humanas no obran más de lo que significan. Luego si las palabras de la ley no significan ese doble efecto, no pueden producirlo. Y que sola la fórmula preceptiva o prohibitiva no signifique el efecto de la invalidación, parece también claro: lo primero, por la primitiva imposición de tal palabra, ya que no se impuso para significar un efecto que la ley produzca por sí misma sino la obligación moral que impone al subdito al cual pretende mover a hacer algo o reprimir para que no lo haga; y lo segundo, por el empleo habitual de esa palabra, empleo que demuestran bien todos los textos que hemos aducido en contra de la opinión común. Por consiguiente, lógicamente se deduce que una ley dada con sola esa fórmula no anula naturalmente el acto que prohibe. 24. TRATÁNDOSE DE LEYES ODIOSAS Y POR CONSIGUIENTE TAMBIÉN DE LAS INVALIDACIONES, EN CUANTO SE PUEDA DENTRO DEL SIGNIFICADO PROPIO, SE H A DE RESTRINGIR EL SENTI-

DO DE LAS PALABRAS.—Esta razón puede confirmarse por aquel principio —tan conforme a la luz natural— de que, tratándose de una materia odiosa, el sentido de las palabras —en cuanto se pueda dentro de su significado propio— se ha de restringir más bien que ampliar; ahora bien, la invalidación de un acto es muy odiosa y contraria a la naturaleza, dado que de algún modo —de la manera que se ha explicado anteriormente— quita un derecho natural; luego la palabra prohibir no debe alcanzar a este efecto que de suyo no significa si no fuerzan a ello otras palabras o la necesidad de la materia. Ayuda también como segunda confirmación de esto, la regla 15 del LIBRO 6.° DE LAS D E CRETALES: La interpretación se ha de hacer en contra de quien pudo dar la ley con más claridad, regla que en el caso presente puede reforzarse con la regla 30: En las cosas oscuras se ha de seguir lo menos. En efecto, no hay duda que en el caso presente el legislador, si lo que pretendía era invalidar, hubiese podido expresar más claramente la invalidación; luego debió hacerlo, ya que la palabra prohibir —ella sola— por lo menos es ambigua; luego si no lo hizo, tenemos razón para interpretar que no lo pretendió y seguimos lo menos atribuyendo a la ley el mínimo efecto que en virtud de esa palabra puede tener.

Cap. XXVI.

Maneras de invalidar al prohibir

También puede confirmarse esto diciendo que la invalidación en que se incurre por haber quebrantado la ley es penal; ahora bien, si en la ley no se dice eso, en las penas no se incurre por el hecho mismo; luego tampoco en la invalidación, pues —como muy bien dijo INOCENC I O — no es una pena natural de quienes hacen contrato en contra de la ley o en contra del mandato del príncipe, el que la acción contraria a la ley sea inválida. Esto es verdaderísimo, digan lo que digan DECIO y BALDO antes citados: lo primero, por-

que ninguna razón puede darse de la connaturalidad de esta pena; y lo segundo, porque la ley natural prohibe hacer muchas cosas que no invalida; más aún, para que invalide, es preciso que fuerce a ello la materia; luego —naturalmente— lo mismo debemos decir de la ley positiva. 25.

RESPUESTA A LA RAZÓN PARA DUDAR.—

Y no vale en contra de esta solución la primera razón para dudar que se puso al principio, porque toda ella se basa en el derecho positivo, del cual trataremos después. Acerca de la inducción que se hace en el segundo argumento, la respuesta resultará clara por los dos capítulos siguientes. En cuanto a la razón que se ha propuesto en el tercer lugar, se responde que la voluntad de un inferior no prevalece en contra de la voluntad del superior en aquello en que ésta le es contraria, sino únicamente en aquello en que el superior no es contrario. Esto sucede en el caso presente: como el superior prohibe el acto, el subdito no puede oponérsele sin pecar; y lo mismo, si el superior invalidase el acto, el inferior no podría hacerlo válidamente. Sin embargo como el superior —mediante una ley puramente prohibitiva— naturalmente se opone a la rectitud y libertad del acto pero no a su validez, por eso el acto, aunque esté mal el hacerlo, es válido. En efecto, para que el acto sea válido, no es necesario de suyo que la voluntad del superior o la ley humana le favorezca o asista positivamente: basta que no se le oponga invalidándolo; porque la voluntad tiene por derecho natural el poder de hacer contratos, de dar y de hacer otras cosas semejantes mientras el superior no le quita esa facultad o no se la impide en cuanto al poder mismo y al valor del acto. Por tanto no es dificultad el que el acto sea malo, pues un acto malo puede producir válidamente esos efectos, como es evidente; más aún, muchas veces la ley y Dios mismo favorecen al acto en cuanto a su validez y efecto aunque no le favorezcan en cuanto a su malicia, como se ve en las consagraciones, matrimonios y profesiones celebradas pecaminosamente.

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¿Existe algún caso en que la malicia del acto impida su validez? Esto se verá por los capítulos siguientes.

CAPITULO XXVI ¿CUÁLES SON LAS PALABRAS O MANERAS COMO UNA LEY PROHIBITIVA ANULA EL ACTO?

1. Antes de empezar a explicar el derecho positivo, es preciso exponer lo que es necesario naturalmente —además de la prohibición— para que una ley prohibitiva anule el acto, pues habiéndose dicho que sola la fórmula prohibitiva no basta, es preciso explicar qué fórmulas son suficientes por parte de la ley para expresar la invalidación de un acto prohibido. No tratamos de la invalidación de un acto por falta de forma —de esto trataremos en el capítulo siguiente—, sino de la invalidación de un acto sencillamente prohibido. Pues bien, para explicar esto, es necesario distinguir entre invalidación penal, e invalidación no penal sino cuyo fin directo es el bien común. Además, tratándose de la invalidación penal, hay que distinguir entre la invalidación que se deja por fulminar —por mandarse únicamente que se realice— y la que se impone por el hecho mismo. Acerca de la que solamente se deja por fulminar, casi nada nuevo tenemos que decir: tal anulación no la realiza en modo alguno la ley inmediatamente sino que el que debe realizarla es el juez, y propiamente sólo se realiza a partir del momento de la fulminación de la sentencia. Entonces no se anula lo pasado, a no ser que contenga alguna injusticia especial o algún delito digno de una pena mayor, o a no ser que la ley añada la cláusula por el hecho mismo, pues sin ella la ley no obliga a retrotraer la sentencia anulatoria del acto. De no ser así, la ley que impone por el hecho mismo una anulación penal, no añadiría nada sobre la que únicamente manda anular el acto: esto no es verisímil. Por consiguiente tal ley no impone obligación alguna en conciencia hasta que se dé sentencia, y entonces pasa con ella lo mismo que con las otras leyes penales. Cuando esta pena se impone por el hecho mismo, dos son las maneras —ya las hemos insinuado antes— como puede imponerse: o de forma que la sentencia del juez se requiera antes de que el acto sea nulo en su efecto incluso en cuanto a su obligación natural, o de forma que inmediatamente —ya antes de la sentencia— sea en sí mismo completamente nulo.

Lib. V. Distintas leyes humanas Esta última manera es la que con más frecuencia enseñan los autores; pero que también la primera es verdadera y muy de tener en cuenta, ha quedado bastante probado anteriormente, lo da por supuesto MOLINA, y se deduce de la regla general —bastante admitida— de que toda pena impuesta por el derecho mismo cuenta normalmente con la sentencia declaratoria del delito; ésta la hemos estudiado y explicado ya antes, y FELINO la confirma con muchas citas. 2. MANERA DE CONOCER LA CLASE DE INVALIDACIÓN PENAL.—Por eso, para conocer la cla-

se de invalidación penal, no es preciso dar nuevas reglas o indicios sino aplicar lo que dijimos acerca de la ley penal, pues con esta pena sucede lo mismo que con las otras. Así pues, si no se dice con suficiente claridad por el hecho mismo o por el derecho mismo de una manera expresa o equivalente, el acto es sencillamente válido y la anulación queda por fulminar. Pero si se añade por el hecho o por el derecho mismo o algo equivalente —por ejemplo, no tenga valor, carezca de firmeza, como en el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES— y no se añade

nada más, la anulación es ciertamente por el hecho mismo, pero no obliga hasta que dé sentencia el juez, y así no anula inmediatamente el acto en cuanto a su efecto ni en cuanto a su obligación natural hasta tanto que se dé sentencia y que se retrotraiga, según se ha explicado. Por consiguiente, para anular el acto del todo, es preciso añadir algo más. ¿En qué consiste ese algo más? Apenas puede entrar en una regla fija, pero suele indicarse ante todo con fórmulas que impiden la adquisición de la propiedad o que obligan a restituir, como no lo haga suyo, quede obligado a restituir inmediatamente, pues para tales efectos es necesario impedir inmediatamente la validez del contrato. Lo mismo juzgo si —por parte de aquel a quien se obliga— la ley dice no quede obligado a nada o algo semejante, pues respecto de él no es una pena sino un favor, y así inmediatamente puede disfrutar de él, a no ser que quiera renunciar a él, y así entonces en rigor queda impedida la obligación natural y en consecuencia el acto desde entonces es nulo. Otra cosa es si la ley dice no se le obligue a pagar o no se oiga el acusador o algo semejante, porque en ese caso la ley no se opone desde entonces a la validez del acto. 3. Hay que atender además a la materia. Si la ley dice que se anula el acto por el hecho mismo y el acto es anulable antecedentemente —o sea, antes de que se realice— y no consecuentemente —o sea, después de ser válido—,

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entonces la ley anula el acto al punto, como puede verse en las leyes que anulan los matrimonios o las profesiones. Pero si el acto no es invalidable ni en su mismo realizarse ni después de ser realizado, y sin embargo la ley dice que se anula tal acto, se entiende que se lo anula en cuanto a su ejercicio o en cuanto a algunos de sus efectos, a la manera como en el derecho canónico se dice a veces que se anulan las ordenaciones realizadas en contra de la prohibición de la Iglesia, según se explicó más extensamente en otro lugar. Además, esta anulación del acto en sí mismo y anterior a toda sentencia suele expresarse por sus efectos, como cuando acerca del matrimonio se dice que los cónyuges pueden pasar a otros votos, o que —no obstante tal contrate»— la prole es ilegítima, o que deben separarse perpetuamente: esta es la manera como en el derecho —no sólo en el canónico sino también en el civil— suelen explicarse los impedimentos que invalidan los matrimonios, como aparece por el cap. Super hoc con otros del mismo título, y por otros textos semejantes. 4.

CÓMO SE PRODUCE LA ANULACIÓN NO PE-

NAL.—Acerca de la invalidación no penal hay que decir que se produce eficazmente y al punto —sin esperar a ninguna sentencia o declaración del juez— cuando la ley misma declara que la anulación tiene lugar por el hecho mismo, o que el acto desde entonces no tenga valor, o algo semejante. Esto es claro, dado que esta invalidación no es pena, según se ha demostrado antes; luego para incurrir en ella no se necesita sentencia del juez; luego si la ley declara que la anulación tiene lugar por el hecho mismo, no hay que esperar a nada más. Además, una "ey directiva obliga al punto en conciencia sin intervención de otro precepto o cosa semejante; ahora bien, tal ley —incluso como invalidante— es directiva y directamente necesaria para el bien común. Por último, podría confirmarse esto por inducción de las leyes que invalidan los matrimonios, las profesiones, etc.; pero como la cosa parece ser cierta y hallarse fuera de discusión, no me detengo. Cuáles son las palabras que bastan para eso, puede entenderse suficientemente por lo que ahora mismo y antes hemos dicho acerca de la ley penal. También pueden verse FELINO —que lo trata largamente y que hace otras muchas citas—, TIRAQUEAU y COVARRUBIAS. Pero es cierto en general que —como se ha dicho ya muchas veces— las palabras prohibitivas no bastan sino que es necesario que se manifieste suficientemente o con palabras expresas o por los efectos o por la razón misma de la ley.

Cap. XXVII.

Sola la prohibición ¿invalida a veces el acto?

Con esto cesan las instancias que se aducían al principio del capítulo XXV acerca del matrimonio y de la profesión, pues en estas materias, más que en otras, es necesario que se exprese la invalidación por la gravedad y peligro de la materia, como bien dice SÁNCHEZ. Sin embargo es verdad que los antiguos decretos muchas veces expresan eso por los efectos de la invalidación, como son la separación perpetua, la ilicitud de la cópula, y otros semejantes de que se hablará en sus propios tratados. CAPITULO XXVII SOLA LA PROHIBICIÓN, POR SU PROPIA VIRTUD Y NATURALEZA ¿INVALIDA ALGUNA VEZ EL ACTO SIN LA AYUDA DE OTRA LEY HUMANA?

1. Hasta ahora sólo hemos dicho que la ley prohibitiva, por su propia virtud y —como quien dice— teniendo en cuenta sólo la naturaleza de la cosa, no invalida el acto. Es preciso, pues, explicar si esta regla hay que entenderla en un sentido indefinido —a saber, que la ley puramente prohibitiva no siempre invalida— o en un sentido general —a saber, que nunca invalida por sí sola; y entendiéndola en este segundo sentido, si sufre alguna excepción. En efecto, si es válida la razón aducida en el capítulo XXV, parece probar que sola la prohibición de la ley nunca invalida el acto, pues la palabra prohibir nunca significa nulidad sino sólo obligación de no hacer; ahora bien, las palabras de la ley nunca pueden hacer más de lo que significan. 2. Pero en contra de esto está que muchas veces las leyes puramente prohibitivas parecen tener este efecto por sí mismas y no en virtud de la ley Non dubium. Pruebo esto —en primer lugar— acerca de la ley natural. Se dijo antes que a veces invalida el acto, y sin embargo en ella no podemos apreciar palabras invalidantes distintas de las prohibitivas; tampoco es aplicable a ella la decisión de la ley No» dubium, ya que ésta es meramente positiva y precisamente el derecho natural queda fuera de su alcance; luego esto le compete a alguna ley natural por parte de una materia que tenga la misma inconveniencia en la continuación o conservación del acto que la que tuvo en su primera producción; luego lo mismo podrá suceder tratándose de una ley positiva prohibitiva del acto. En efecto, si en el acto continuado se encuentra la misma razón o inconveniencia que hubo

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en su producción, se entenderá que tal ley no sólo prohibe sino también invalida, ya que con la continuación de tal acto siempre se estaría obrando en contra de la ley. Primera confirmación: En este sentido parece que se entiende y defiende muy bien la opinión común antes citada la cual sostiene que cuando la prohibición tiene una causa perpetua, tiene fuerza invalidante: entiéndase, cuando la perpetuidad no se refiere a cualquier causa motiva sino a la razón intrínseca consistente en la inconveniencia que la ley tuvo en cuenta en el acto para prohibirlo. Segunda confirmación: Cuando la ley prohibe el acto en atención a la justicia, entonces la prohibición hace que el acto prohibido sea injusto; luego tal ley siempre invalida el acto, porque siempre obliga a quitar la injusticia cometida y en consecuencia obliga en conciencia a restituir y a tener por no hecho lo que se había hecho: esto es anular el acto. Por último, esta es la manera como parecen anular el acto muchas leyes civiles que prohiben el acto de tal manera que, si se obra en contra de la ley, cede en injusticia contra otro, por ejemplo, la ley que prohibe mejorar al hijo en más de un tercio, y otras semejantes: estas leyes obligan en conciencia e impiden la validez del acto, y eso aunque la ley se exprese en términos solamente prohibitivos. 3. Por estas últimas razones puede parecer necesario añadir alguna excepción a la regla general que se ha dado antes en la primera tesis. Así piensa VÁZQUEZ, el cual pone algunas reglas para distinguir cuándo, por parte de la materia o del motivo de la ley prohibitiva, puede deducirse la nulidad o la validez del acto. De ellas dos solamente tienen que ver con nuestro caso. Una es que cuando la ley prohibe el acto no en atención a la justicia sino a otra virtud —como a la religión, la liberalidad u otra semejante— y no añade cláusula invalidante, entonces nunca anula el acto. De ahí deducirá alguno —argumentando por lo contrario— que si la ley prohibe el acto en atención a la justicia, por ello mismo invalida el acto: esto, sin embargo, ni lo concede ese autor ni es verdad, como diré enseguida. Y así, por esa regla no tenemos cuándo un acto es nulo por sola la prohibición, sino cuándo es válido a pesar de ella: esto ya lo teníamos por la regla general que se puso en el capítulo XXV, pero por esta se añade que aquella regla general nunca sufre excepción tratándose de las leyes que no colocan al acto en materia de justicia.

Lib. V. Distintas leyes humanas Esto tal vez sea verdad, pero no resuelve la objeción que se ha puesto sobre la ley natural, la cual a veces hace nulo un acto prohibido aunque la prohibición no se refiera a materia de justicia, sino de rectitud, piedad u observancia, como es la prohibición del matrimonio entre hermanos o entre padre e hija, etc. Por tanto también queda la dificultad de por qué no pasa lo mismo con una ley positiva dada v. g. en atención a la religión, si acaso tiene una causa perpetua o la misma razón tratándose de la duración del acto o de su efecto que la que hubo tratándose de su producción. 4. SEGUNDA REGLA DE VÁZQUEZ.—La otra regla del mismo autor es que cuando la ley prohibe sencillamente el acto a una determinada clase de personas de tal manera que señala al autor legítimo de ese acto, en consecuencia anula el acto realizado en contra de esa prohibición, y eso aunque no exprese más que la prohibición. No da la razón general de esta regla, pero la confirma con distintos ejemplos de leyes que se refieren a testamentos y enajenaciones, como son las que prohiben hacer testamento a algunas personas o señalan la parte legítima de que pueden hacerlo; asimismo las leyes que prohiben enajenar por incapacidad, incapacidad de la cual se ha de juzgar conforme a algún modo prescrito por la ley. En esta regla, en primer lugar se echa de menos la verdadera razón de ella. Además, tratándose de muchas leyes, puede parecer que esta regla es contraria a la anterior. En efecto, según esta regla la ley que al menor de dieciséis años le prohibe profesar, invalidaría el acto realizado en contra de ella, y eso en virtud de la prohibición aunque no pasara más adelante, puesto que es una ley que prohibe el acto a una determinada clase de personas, como dice la regla; ahora bien, esa consecuencia es falsa, como consta por el derecho antiguo, y es contraria a la regla anterior, porque esa prohibición no se da a título de justicia sino de religión. Y si esta regla se restringe a las leyes que prohiben atendiendo a la justicia, entonces no harán al caso los ejemplos que se aducen del pródigo a quien se prohibe enajenar, porque esa prohibición no se da a título de evitar una injusticia sino de evitar la prodigalidad y el despilfarro de los bienes. Igualmente, la ley que prohibe al menor hacer testamento, no anulará el testamento, porque tampoco esa ley se da atendiendo a la justicia sino a que se disponga como conviene de tales bienes. Luego ¿por qué la pura prohibición del testamento impuesta a un menor ha de anular el testamento, y en cambio la protiibición de la profesión impuesta a ese mismo no ha de anular la profesión?

5.

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REGLA DE MENDOZA.—Por eso MENDO-

ZA —a quien citaremos después— el cual piensa que la ley civil puramente prohibitiva algunas veces anula el acto en conciencia, establece otra distinción y regla. Distingue tres clases de leyes: unas son las que miran a la utilidad de aquel cuyo acto se prohibe; otras, las que miran a la utilidad de un tercero; otras cuidan de la utilidad pública. Acerca de las primeras afirma que no anulan el acto en conciencia, y eso no sólo cuando únicamente prohiben sino también aunque añadan una cláusula invalidante, la cual piensa que únicamente tiene efecto en orden a conceder o quitar acción judicial en el fuero externo. Sobre las segundas y terceras leyes, dice que anulan los actos contrarios a la ley incluso en el fuero de la conciencia, y por los ejemplos que adujo da a entender que se refiere a esas leyes aun en los casos en que son puramente prohibitivas. Pero lo primero, en cuanto a su segunda parte, es falso, como consta por el capítulo anterior; en cuanto a la primera, fácilmente puede admitirse según nuestra regla general que se puso en el capítulo XXV, la cual —tratándose de tales leyes— no tiene por qué sufrir excepción siendo como son de derecho privado, a no ser que acaso la prohibición se refiera a un defecto sustancial en la forma del acto, conforme a lo que se dirá en el capítulo siguiente. En cuanto a lo segundo de las leyes que miran a la utilidad de otro, no veo en qué pueda basarse el que la pura prohibición anule el acto, puesto que la ley de suyo es indiferente para buscar la utilidad de un tercero, sea sólo prohibiendo el acto, sea además anulándolo. Por ejemplo, si la ley, en provecho de los pobres, prohibe al clérigo hacer donaciones profanas, eso puede hacerlo sea sólo prohibiendo sea también anulando; luego de ese fin no se deduce suficientemente que sola la prohibición produzca anulación si en la ley no se añade alguna palabra para significar que se produce alguna otra cosa, como sucede en el ejemplo de la ley que prohibe mejorar al hijo en más de una determinada cantidad, según diré en el capítulo siguiente. Mucho menos puede mantenerse esa regla general tratándose de las leyes que prohiben algo por el bien común, porque también por ese fin puede darse una prohibición que no invalide, como se ve en la prohibición del juego o de los regalos que se hacen a los ministros de la justicia. Y lo mismo sucede en el ejemplo que emplea aquel autor de la ley que fija el precio de una cosa y prohibe venderla más cara: el acto contrario a esa ley no es nulo, puesto que la venta es válida por más que sea injusta y que deje la obligación de restituir el exceso.

Cap. XXVII. 6.

Sola la prohibición ¿invalida a veces el acto?

PENSAMIENTO DEL AUTOR.—Digo

—en

conclusión— que la ley puramente prohibitiva nunca anula el acto a no ser que o por ella conste que no sólo prohibe el acto sino que además impide el efecto o la obligación que tal acto podía producir, o de alguna manera determine o suponga la forma sustancial del acto y por la falta de ella prohiba el acto. Esta tesis —en cuanto a la regla general— ha quedado suficientemente probada en la primera tesis con todo lo que se ha dicho anteriormente. Lo que se refiere a la primera excepción se explicará enseguida al responder a las razones para dudar; y lo que se refiere a la segunda, en el capítulo siguiente. La razón —resumiendo —es que ni se aduce excepción alguna que no se reduzca a esos dos capítulos, ni se ofrece otra regla que parezca segura para distinguir por la ley prohibitiva cuál es la que invalida y cuál no en virtud de la prohibición. Lo mismo confirma la razón para dudar que se puso en el capítulo XXV, la cual vale siempre mientras no se dé otra razón por la cual sola la prohibición baste para anular cuando no tiene lugar el apoyo de la ley Non dubium. Finalmente, esto quedará más claro al responder a las razones para dudar que se pusieron en el segundo lugar. 7. Acerca de la comparación que se establece con la ley natural, niego la semejanza. La ley natural dicta no sólo lo que es bueno o malo en una acción, sino también lo que es eso en el ejercicio del vínculo o efecto que tal acto podría dejar detrás de sí. Si tal ejercicio tiene una malicia intrínseca de la misma naturaleza que la malicia de la acción anterior, entonces es preciso que también ese ejercicio esté prohibido en virtud de la misma ley natural y que por consiguiente quede impedido el efecto o vínculo que, sólo por razón de tal ejercicio, podría producirse. En efecto, si se produjese, sería también malo y contrarío a la razón, pues sería vínculo de iniquidad, como puede apreciarse en el caso del matrimonio entre consanguíneos en primer grado. En cambio para la ley positiva esta razón no vale de la misma manera; a no ser que esa ley sea» únicamente declarativa del derecho natural, porque entonces se la computa por la misma ley y la razón será la misma para ambas. Por ejemplo, cuando la ley prohibe una promesa que es mala por parte del objeto, por ello mismo la anula, o mejor, declara que es nula, porque la misma malicia que hay en el acto de prometer la habría en la obligación de hacer una cosa mala si la promesa produjese esa obligación. Por eso ahora no tratamos de las leyes po-

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sitivas declarativas del derecho natural, sino de las constitutivas de nuevos derechos. Ahora bien, estas leyes no prohiben el acto por ser malo sino que prohibiéndolo hacen que sea malo. Y pueden prohibir el acto y no prohibir sino tolerar su efecto, sea porque la causa para prohibir que hubo tratándose del acto, cesa tratándose del efecto, sea porque aunque esa causa perdure, no tiene tanta fuerza para prohibir el efecto como para prohibir el acto por no aparecer una inconveniencia o deformidad tan grande en el uno como en el otro. Esto es claro por los ejemplos que se han aducido antes: la ley que prohibe contraer matrimonio en contra del entredicho puesto a una iglesia, no lo anula, porque el vínculo permanece o el estado de matrimonio no es tan contrario al entredicho de la iglesia como la celebración del matrimonio; y la ley que prohibe el matrimonio entre parientes según solo el catecismo, prohibe el acto y no impide el efecto por más que esa clase de parentesco perdure siempre entre los cónyuges, porque la ley humana juzgó que ese sólo era algún inconveniente para contraer al principio el matrimonio pero no para continuar en el matrimonio una vez contraído. 8. CUANDO CONSTE QUE LA LEY POSITIVA P R O H I B E NO SÓLO EL ACTO SINO TAMBIÉN LA OBLIGACIÓN QUE DE ÉL RESULTA, TIENE VIRTUD PARA ANULAR EL ACTO.—De esto deducimos

que cuando conste que una ley positiva prohibe no sólo el acto sino también la obligación y vínculo que de él resulta, tiene virtud para anular el acto, porque entonces no sólo el acto sino también la obligación será mala por estar prohibida; ahora bien, una obligación mala o deforme no puede ser válida, porque sería vínculo de iniquidad, pues una ley que prohibe la obligación, mucho más prohibe el acto para el cual es la obligación, o al menos prohibe que se haga por obligación. Así pues, en ese caso tiene lugar la primera excepción indicada en la tesis, si es que se ha de llamar excepción una vez que tal ley ya no es puramente prohibitiva del acto sino que avanza más hasta impedir su efecto. Por eso es preciso que esa ampliación se exprese suficientemente en la ley. Y puede expresarse —en cuanto ahora se nos ofrece— de dos maneras. Una es con palabras expresas. Esta manera está libre de ambigüedades y escrúpulos; pero esas palabras ordinariamente coinciden con aquellas con que se suelen anular los contratos de una manera expresa o equivalente, y entonces no puede decirse que tal ley sea sólo prohibitiva sino invalidante en absoluto. La otra manera será cuando la razón de la

Lib. V. Distintas leyes humanas ley prohibitiva mira más o igual al efecto del acto que al acto mismo por prohibirse el acto únicamente con el fin de evitar tal efecto: entonces es señal de que se prohibe más el efecto mismo, según aquello de que aquello por lo cual una cosa es tal, aquello es más. Un ejemplo de ello puede ser la ley que prohibe imponer una pena a los esponsales: la razón de esa prohibición es para que los matrimonios sean libres, según las DECRETALES; por tanto, la ley que prohibe imponer tal pena, no sólo niega acción judicial civil para exigir tal pena, sino que además impide en absoluto que de ese contrato nazca ninguna obligación a la pena, pues tal obligación siempre estorbaría la libertad del matrimonio. Otro ejemplo es el de la ley civil que prohibe la promesa de revocar el testamento o de hacer heredero: a esa ley se la tiene por invalidante en virtud de la razón de la prohibición, que es que los testamentos deben ser libres, según el CÓDIGO, y así se interpreta comúnmente la ley Stipulatio hoc modo del DIGESTO. Ejemplos parecidos pueden verse en BARTOLO y otros, y en COVARRUBIAS.

Por consiguiente, existe también esta manera de anular; pero es necesario que conste suficientemente de la clase de prohibición y de su razón, pues en caso de duda siempre se presume a favor de la validez. Esta parte la persuade también la primera confirmación que se ha puesto antes, y por eso no es necesario responder a ella de otra manera. 9. OBSERVACIÓN.—Acerca de la segunda confirmación conviene advertir que una cosa es que el acto sea injusto, y otra que sea nulo: así la venta a un precio superior al precio justo es injusta, y sin embargo no es nula aun cuando el exceso sea superior a la mitad; luego para que la ley anule el acto, no basta que lo prohiba en atención a la justicia. La razón es que, a pesar de la injusticia, el acto puede realizarse con suficiente voluntad para su validez, y después puede mantenerse quitando la injusticia o resarciendo la injusticia cometida; por tanto, sola la injusticia contraria a la ley prohibitiva no basta para anular el acto, por más que tal ley puede bastar para crear la obligación de restituir. Así la ley que fija el precio de las cosas, aunque prohiba vender más caro, no puede decirse que invalide el acto realizado en contra de esa prohibición, porque —según he dicho— la venta es válida con la obligación de restituir el exceso.

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Únicamente podría parecer probable que una ley que prohiba atendiendo a la justicia anule el acto injusto, cuando la única manera que hay de resarcir la injusticia es anulando el acto: en este caso la validez del acto sería vínculo de iniquidad, pues permitiría perseverar en la injusticia, y por eso parece que esa validez queda impedida en absoluto. Pero ni siquiera esto puede afirmarse en general, porque si uno se ha casado con una en contra de la promesa hecha a otra, comete injusticia contra ésta, y esa injusticia no puede resarcirse si el matrimonio que ha venido después es válido; y sin embargo, no por eso la ley que prohibe tal matrimonio lo anula. Lo mismo sucede con la venta y con la entrega de una cosa prometida o vendida pero no entregada a otro: el último contrato es válido aunque sea prohibido e injusto, y eso tanto en el caso de que pueda como de que no pueda resarcirse. La razón es que el último contrato con entrega es posterior al primero y lo deshace, y así, aunque en el acto mismo se cometa una injusticia, pero ésta no se continúa sino que cesa; y la que una vez se cometió, se debe resarcir de la manera que se pueda, y si no se puede, eso es accidental y no basta para anular el acto. Por consiguiente, de la razón de justicia o injusticia considerada ella sola en sí misma, no puede deducirse si una ley anula el acto; siempre hay que mirar si las palabras y la razón de la ley exigen eso. Las otras leyes de que se hace mención en la última confirmación, entran en la última parte de la tesis, que se va a explicar en el capítulo siguiente.

CAPITULO XXVIII EN VIRTUD DEL DEREC H O COMÚN CIVIL ¿TODO ACTO CONTRARIO A UNA LEY PROHIBITIVA ES INVÁLIDO POR EL DERECHO MISMO?

1. LA LEY Non dubium.—En este capítulo vamos a explicar la decisión de la ley Non dubitim y la doctrina de los juristas que la explican. Brevemente, digo —en primer lugar— que las leyes civiles que prohiben el acto sencillamente y en cuanto a su sustancia, aunque sean puramente prohibitivas y no añadan otra cláusula invalidante, lo anulan. Esta tesis parece bastante clara por la dicha ley Non dubium, pues en ella expresamente se anulan todos los contratos contrarios a la ley,

Cap. XXVIII.

La invalidación y las leyes prohibitivas civiles

y después esa decisión se extiende a las interpretaciones de todas las leyes tanto antiguas como modernas, de forma, dice, que lo que la ley prohibe hacer, si se hace se tenga no sólo por inútil sino también por no hecho, y eso por más que el legislador únicamente haya prohibido hacerlo y no haya dicho en particular que lo que se ha hecho debe ser inútil. ¿Hay algo más claro? 2.

OPINIÓN DE FERNANDO MENDOZA.—Sin

embargo, a pesar de lo evidente de estas palabras, cierto jurista moderno ha tratado de limitar el sentido de esta ley de forma que se entienda no de todos los actos contrarios a una ley prohibitiva sino únicamente de los que se realizan eludiendo la ley. En efecto, él distingue dos maneras de violar la ley: una, obrando abierta y claramente en contra de las palabras de la ley, y ésta se llama sencillamente contraria a la ley; otra, cumpliendo las palabras de la ley pero obrando fraudulentamente contra su intención y prohibición, y esto se llama eludir la ley. Pues bien, dice que el emperador en la ley Non dubium habla sólo de los actos que se realizan eludiendo la ley y que esos son los que anula, .no todos los otros contrarios a las leyes prohibitivas. Se guía por el principio de la misma ley No hay duda que obra contra la ley quien, ateniéndose a las palabras de la ley, se esfuerza contra la voluntad de la ley, en el cual la ley habla manifiestamente de los actos que se realizan eludiendo la ley; y a este principio trata de acomodar todas las demás palabras. Por eso —dice— el emperador no dijo Mandamos que esto se aplique a todas las leyes, sino Mandamos en general que esto se aplique también a todas las interpretaciones de las leyes. Por consiguiente, no dio una regla para todas las leyes que prohiben de una manera manifiesta y desnuda con las palabras mismas, sino para cualquier ley prohibitiva según su auténtica interpretación, o al contrario para cualquier acto que se realice en contra de la ley no manifiestamente sino según una interpretación falsa y fraudulenta. 3.

RESPUESTA A UNA OBJECIÓN.—Finalmen-

te, confirma esto por la ley original, cuyo autor fue el emperador Teodosio y que está en el CÓDIGO DE TEODOSIO en el libro 1.° de las Novelas de Teodosio, el cual se encuentra después del fin del Código, título 4.° Consta allí que Teodosio dio esa ley con ocasión de ciertos curiales que teniendo prohibido encargarse de representaciones en asuntos ajenos, ellos mismos tomaban en arriendo esas representaciones fingiendo que tomándolas en arriendo ya no eran representaciones: era esta una manera de tener las representaciones. Por eso acerca de ellos se añade en la dicha ley original que

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quedaron cogidos por los lazos de la antigua ley, y con esa ocasión se decreta lo demás que se lee en el CÓDIGO DE JUSTINIANO en la dicha ley Non dubium. Luego se hace bien en interpretarla limitándola a las trasgresiones fraudulentas. Y si se objeta que no menos sino más parece violar la ley quien obra manifiestamente en contra de ella que quien lo hace dolosa y fraudulentamente, y que por tanto, si aquella ley anula lo que se hace fraudulentamente contra la ley, mucho más anula lo que se hace manifiestamente contra ella, responde —en primer lugar— negando esa afirmación, sea porque las dos trasgresiones son iguales —puesto que ambas son contrarias a la voluntad del legislador, y en el fraude hay un exceso—, sea porque esto es más pernicioso para el estado, puesto que de esa manera se multiplican las trasgresiones y se disminuyen los castigos. Responde —en segundo lugar— que, sea lo que sea de la comparación entre las trasgresiones, el emperador allí trató únicamente de la fraudulenta, que es la que tocaba a su intento, y que la otra clase de trasgresiones la dejó a la disposición de otras leyes porque podía resultar bastante clara por sus palabras. 4. Esta interpretación, aunque es ingeniosa, no sólo no tiene base en aquella ley sino que es contraria a su intención y a sus palabras, y eso lo mismo si se la considera entera —tal como está en el Código Teodosiano—, que en el trozo del Código de Justiniano. Voy a explicarlo. Aunque sea verdad que la ocasión de aquella ley estuvo en el hecho aquel de los curiales y que en ella se comienza detestando las acciones que tienden a eludir la ley, sin embargo en la ley estuvo en el hecho aquel de los curiales y se añade enseguida: Sin embargo, para que no suceda que les despreciadores de la ley se oculten tras el velo de su fraude ni les quede la excusa disimulada de su habilidad, por esta ley —de validez perpetua— decretamos que se quita también a los curiales la facultad de tomar en arriendo fincas ajenas, y que las cosas arrendadas caen en poder del fisco. Así pues, ni el arrendatario ante el arrendador, ni el arrendador ante el arrendatario quedará sujeto a acción judicial en contra de esta ley. Y después siguen las palabras que —dejando otras— añadió inmediatamente JUSTINIANO: Porque queremos que el pacto que se sigue entre aquellos que lo hacen prohibiéndolo la ley, aparezca nulo, nulo el convenio, nulo el contrato. Sobre este contexto —tal como está en Teodosio— quiero observar que, antes de dar esta regla general, Teodosio prohibió expresamente a los curiales el arriendo. Por consiguiente, al obrar después en contra de aquella ley, ya no era posible que obraran fraudulenta sino mani-

Lib. V. Distintas leyes humanas fiestamente, y sin embargo inmediatamente anula el contrato, a ambos contrayentes les niega acción judicial, y da como razón la regla general: Porque queremos que el pacto, etc. Luego no trata ya solamente de quien obra fraudulentamente en contra de la ley sino también de quien la quebranta en contra de sus palabras expresas y particulares; así suenan también manifiestamente aquellas palabras: Quienes contraen prohibiéndolo la ley: resulta durísimo intepretarlas limitándolas únicamente a la trasgresión fraudulenta contraria a la intención de la ley, sobre todo repitiéndose como se repiten tantas veces en la misma ley y extendiéndose —expresa o implícitamente— a las cosas prohibidas. 5.

ANÁLISIS DEL TEXTO DE JUSTINIANO.—

Por eso quiero analizar más el contexto de Justiniano. Este, viendo que la intención de Teodosio había sido esa, dejó todo lo que se refería al caso particular de los curiales y puso únicamente la regla general de que ningún contrato contrario a una ley prohibitiva sea tenido por válido; ahora bien, más contrario a una ley prohibitiva es un contrato contrario a las palabras y a la intención de la ley que el que, reteniendo las palabras, es contrario a la intención. Por eso en ambos textos se añadió la ampliación a las interpretaciones de todas las leyes, etc., la cual no se puso como una restricción reducida a las trasgresiones fraudulentas de las leyes sino como una ampliación que las alcanzase. En efecto, habiendo decretado el emperador que todo acto contrario a una ley prohibitiva sea inválido, declara que ese decreto debe alcanzar a las interpretaciones de todas las leyes, es decir, a todo lo que se entiende que entra en ellas según la verdadera intención de las leyes aunque las palabras no lo expresen bastante. Este sentido es manifiesto por la razón y por las palabras que se añaden: A fin de que al legislador le baste solo el haber prohibido lo que no quiere que se haga, y lo demás pueda deducirse —como si estuviera expreso— de la voluntad de la ley. Así pues, lo primero que pone como base es que baste la prohibición; luego ésta basta —si alguna vez— cuando está expresa. Además, toda la eficacia la pone en la voluntad del legislador; ahora bien, donde ésta opone mayor resistencia es en la prohibición expresa. Finalmente, la razón por la que a un acto realizado fraudulentamente se lo tiene por inválido es que —por la voluntadde la ley— se lo tiene por expresamente prohibido; luego la invalidación se dirige ante todo a lo expresamente prohibido y después a lo demás en cuanto que cae debajo de eso. Luego siempre y ante todo se entiende que caen bajo esa ley los actos contrarios a una ley expresamente prohibitiva, y a la

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manera de ellos se declaran también inválidos los actos fraudulentos. Por eso de nuevo en la misma ley se repite que lo que se hace en contra de una ley prohibitiva debe ser inútil, y eso aunque el legislador únicamente lo haya prohibido sin decir en particular que los actos contrarios deben ser inútiles. Y de nuevo se manda que lo que se siga de lo realizado prohibiéndolo la ley, sea vano e inútil. 6. De esta manera se deduce también la razón de esta interpretación. En efecto, aquello por lo cual una cosa es lo que es, es más que la misma cosa; ahora bien, la razón por la que esta ley anula las cosas que están implícitamente prohibidas es porque entran en la prohibición expresa; luego mucho más anula esa ley las cosas expresamente prohibidas. Ni tiene fuerza alguna el argumento de la opinión contraria, porque este sentido se deduce no menos de la ley original de Teodosio que de la resumida de Justiniano, pues aunque la ocasión para dar aquella ley fue la trasgresión fraudulenta de una ley determinada, no por eso se castigó únicamente la trasgresión fradulenta sino que lo que se hizo fue más bien ampliar la pena de la trasgresión manifiesta a la trasgresión fraudulenta. Esto precisamente es lo único que se dio a entender al principio de la ley al decirse: Y no evitará las penas que se ponen en las leyes quien se excuse fraudulentamente en contra de la intención de la ley prevaliéndose de sus palabras: luego no parece dudoso que, en virtud de aquella ley, quedan anulados los actos contrarios a una ley prohibitiva en todos los casos en que aquella ley puede obligar. 7. SEGUNDA TESIS.—Sin embargo, digo —en segundo lugar— que aunque en virtud de aquella ley el acto sea inválido por el derecho mismo, con todo tal invalidación no obliga en conciencia ni tiene efecto hasta tanto que el juez dé sentencia declaratoria. Pruebo esto —en primer lugar— por el principio que se puso antes acerca de la ley penal: que en la pena —aun en la que se impone por el hecho mismo— no se incurre antes que se dé sentencia; ahora bien, la anulación que se impone en aquella ley es penal; luego no se incurre en ella antes de la sentencia de suerte que los contrayentes estén obligados a la anulación del contrato o a los otros efectos que entran en ella. La menor es clara. Lo primero, por aquellas palabras de la misma ley: Y no evitará las penas que se ponen en las leyes, pues eso se puso como base de lo que se diría después. Y lo segundo, porque esa invalidación se puso en castigo de la trasgresión de la ley; luego es pena; luego debe revestir las cualidades propias de una pena. Pruebo lo mismo —en segundo lugar— por

Cap. XXVIII.

La invalidación y las leyes prohibitivas civiles

las palabras de la misma ley. Primeramente, Teodosio, hablando primero en particular de los curiales que tomaban en arriendo cosas ajenas, manda que las cosas arrendadas caigan en poder del fisco, de lo cual puede deducirse muy bien, que, en virtud de tal ley, el arriendo no queda del todo anulado sino —digámoslo así— confiscado. Después añade: Ni el arrendatario ante el arrendador, ni el arrendador ante el arrendatario queda sujeto a acción judicial: luego lo que hace es negar acción judicial, no anular enseguida en conciencia. Y en consecuencia añade de nuevo: Queremos que él contrato que se sigue entre aquellos que lo hacen prohibiéndolo la ley aparezca nulo. Quiero llamar la atención sobre las palabras queremos que aparezca, que son muy aptas para referirse al acto del juez y por tanto se han de interpretar en sentido benigno: no dicen que el acto sea nulo en absoluto sino que así debe aparecer, es decir, ser declarado y juzgado. El mismo sentido tiene aquello: Téngase no sólo por inútil sino también por no hecho, entiéndase en juicio, ya que estas y otras palabras semejantes suelen referirse a la sentencia del juez. Finalmente, con esta interpretación están de acuerdo las palabras del PAPA JUAN: LO que se

acepta en contra de las leyes, merece ser deshecho por las leyes. En esta interpretación de aquella ley coincide con nosotros en cuanto a esta parte MENDOZA, y a lo mismo se inclina MOLINA. Otros antiguos hablan confusamente: algunas veces interpretan la ley en el sentido de nulidad por el derecho mismo, otras de nulidad por excepción. Si se entiende en este segundo sentido, es claro que el acto no es del todo nulo en conciencia hasta que se lo anule por excepción; en cambio en el primer sentido, parece que se debe decir que la ley impone obligación en conciencia desde el primer momento. 8.

OBJECIÓN.—RESPUESTA.—PENSAMIENTO

DEL AUTOR.—Según esto, podemos objetar contra la tesis establecida diciendo que envuelve una contradicción: anula el acto por el derecho o por el hecho mismo, y no obliga al punto en conciencia. En efecto, si v. g. un contrato es nulo por el derecho mismo, luego ni traspasa la propiedad ni da derecho; luego no da seguridad en conciencia a quien posee algo en virtud de tal contrato; luego produce obligación en conciencia. Respondo que no puede negarse que, si se examinan las palabras de aquella ley, indican que la pena se impone por el derecho mismo —conforme a lo que se dijo antes acerca de la ley penal—, como aparece por aquello: Sea tenido no sólo por inútil sino también por no hecho, y por aquello: Pero si de ello se sigue algo, vemos que es vano e inútil.

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Digo, sin embargo, que esa ley no obliga a los contrayentes a ejecutar en sí mismos tal pena ni a rescindir el contrato antes de la sentencia. Esto es más claro cuando los contrayentes se ponen de acuerdo y ninguno de los dos pide al otro la disolución o anulación del acto, porque en ese caso ninguno de los dos hace injusticia al otro y ambos parecen ceder de su derecho. •A pesar de ello, aunque uno reclame en privado, el otro no estará obligado en conciencia, porque ninguno de los dos está obligado en conciencia a sufrir o admitir la pena hasta tanto que el juez le fuerce a ello, como en un caso semejante dijo muy bien CASTRO. Ni son contradictorias aquellas dos cosas, a saber, el que la nulidad se imponga por el hecho mismo y el que no obligue en conciencia antes de la sentencia, pues tratándose de penas privativas —sobre todo cuando requieren la acción del que es castigado— es frecuente que esas dos cosas se den al mismo tiempo, según se vio anteriormente. 9. CONCLUSIÓN.—Digo, pues, que se dice que tal acto es nulo por el hecho mismo o por el derecho mismo porque, por el hecho mismo de ser contrario a una ley prohibitiva, está sujeto a retractación y nulidad desde el mismo momento en que se hace, de tal manera que, aunque la sentencia contra la validez del acto se dé mucho tiempo después, sin embargo esa sentencia tiene valor retroactivo hasta el tiempo en que aquél se hizo y en consecuencia revoca y anula todos sus efectos y suprime todos los efectos y utilidades que el contrayente ha conseguido a partir del acto en todo ese tiempo, los cuales sin embargo podría en conciencia retener si en el tribunal humano no se hiciese nada contra aquel acto. Que esta manera de invalidar el acto por el hecho mismo le sea posible a la ley humana, parece evidente por lo que se dijo acerca de las penas que la ley impone por el hecho mismo, pues —según he explicado— esta invalidación de que ahora tratamos es penal. Y que esta clase de invalidación por el hecho mismo es de la que al menos habla la ley Non dubium, lo deduzco —en primer lugar— por aquellas palabras que están en la ley de Teodosio: que las cosas arrendadas caen en poder del fisco, las cuales indican manifiestamente que aquellas cosas que han sido arrendadas, por ello mismo quedan confiscadas; ahora bien, en la confiscación se incurre por el hecho mismo, y su fuerza consiste en que la sentencia declaratoria del delito se retrotrae hasta el tiempo en que se cometió el delito, por más que antes de la sentencia ni quita la posesión, ni quita

Lib. V. Distintas leyes humanas o impide del todo la propiedad, y en consecuencia tampoco anula del todo el acto en conciencia. Lo deduzco —en segundo lugar— de aquellas palabras de ambos códigos: Queremos que él pacto, etc. subsiguiente, aparezca nulo. Estas palabras al menos tienen este sentido: que el juez debe juzgar y declarar ese acto como si por él no se hubiese hecho ningún contrato o convenio, y por consiguiente debe declarar que no pudo imponer ninguna obligación o tener efecto alguno; así pues, es preciso que tal sentencia tenga valor retroactivo, ya que la declaración se hace acerca del acto mismo de una manera absoluta y consiguientemente a partir del momento en que se realizó. 10. Voy a explicar más esto —en tercer lugar— sobre aquellas palabras: Téngase tales acciones no sólo por inútiles sino también por no hechas. Se las Llama inútiles, porque no pueden producir fruto alguno; luego hay que tomarlas a partir del principio: de no ser así, podrían ser no poco útiles. Y esto se explica cuando se añade: Pero aunque se haya seguido algo de aquello que se hizo prohibiéndolo la ley, vemos que también eso es vano e inútil. Por la misma razón se dice que tales acciones son tenidas por no hechas, ya que de ellas hay que juzgar como si no se hubiesen hecho, y por consiguiente se deben quitar todos sus frutos, etc. De esta manera se explica también esta palabra en la ley Iubemus, en que la enajenación de bienes eclesiásticos indebidamente realizada se anula con estas palabras: Quien esto intentare, pierda todo el fruto de su temeridad, y el precio quede adquirido en provecho de la iglesia, y reclámense las fincas con sus frutos, pensiones y aumentos de todo el tiempo intermedio para guardarlos como si nadie en absoluto las hubiese comprado o vendido. Luego tener algo por no hecho no es otra cosa que haber incurrido por el hecho mismo en nulidad, al menos por ficción del derecho. En efecto, según advierte BARTOLO, las palabras ser tenido, ser juzgado por no hecho y otras semejantes adquieren significado por ficción del derecho y por tanto no se oponen a la validez natural del acto, al revés, la suponen, y no sólo en cuanto a la acción material externa —como parece interpretar BARTOLO— sino también en cuanto a la validez moral u obligación natural si no se la excluye por otro camino, ya que las fórmulas de rigor se deben interpretar limitándolas a su efecto propio y suficiente. Por consiguiente, es buena la interpretación de aquella ley que se hace entendiéndola de la invalidación por el hecho mismo, y eso aunque el acto no sea del todo nulo en sí mismo y en

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cuanto a su obligación natural, y por consiguiente es muy compatible que sea inválido por el hecho mismo por ficción del derecho y que sin embargo no se produzca obligación en conciencia de deshacerlo hasta que el juez dé sentencia. 11. Pero puede hacerse una segunda objeción: que los actos contrarios a una ley prohibitiva ya eran inválidos de esa manera por el antiguo derecho antes de la época de Teodosio; luego la ley Non dubium añadió una invalidación mayor: de no ser así, hubiese sido superflua; luego la invalidación la produce no por ficción del derecho o en orden a la sentencia del juez, sino de una manera absoluta y en sí misma en orden al juicio de la conciencia. El antecedente es claro por la citada ley Pacta, en que se dice que los pactos contrarios a la ley sea de un derecho indudable que no tienen ninguna fuerza, pues aunque también esa es una ley del Código, fue una ley del emperador Antonino, el cual fue mucho más antiguo, y todavía en la misma ley se da a entender que aquel derecho era más antiguo cuando se dice que es de derecho comprobado. Y no puede decirse que la ley Non dubium fuese únicamente declarativa de un derecho antiguo y no constitutiva de un nuevo derecho, pues lo contrario indican muchas frases de la misma ley, como aquella de TEODOSIO: Por esta ley de validez perpetua ordenamos, y aquella: Queremos que el pacto subsiguiente aparezca nulo, y aquella: Mandamos en general, pues las palabras queremos, mandamos manifiestamente son propias de quien establece un nuevo derecho. 12. A una objeción semejante a esa responde extensamente MENDOZA en consonancia con su interpretación y— en resumen— dice que en virtud del derecho antiguo eran inválidos los actos contrarios a una ley expresamente prohibitiva, pero no los que se realizaban únicamente eludiendo la ley sin ser contrarios a su letra —como él mismo explica tomando el agua muy de arriba—; que la ley Non dubium añadió la anulación de los actos que se hacen eludiendo la ley, y que así no es superflua ni solamente declarativa sino constitutiva de un nuevo derecho. Esta respuesta podría mantenerse —aun sin admitir la anterior interpretación— diciendo que la ley Non dubium renovó el derecho antiguo, lo declaró más, y además lo amplió de la manera que se ha dicho. Con todo, creo que esa respuesta no es necesaria en ninguna de esas dos formas por no encontrarse en el derecho antiguo esa pena ni la anulación tal como la dio por el hecho mismo la ley Non dubium, a saber, con la añadidura

Cap. XXVIII.

La invalidación y las leyes prohibitivas civiles

Que lo que se hace contra la ley se tenga por inútil y por no hecho, y eso por más que el legislador únicamente haya prohibido hacerlo y no haya dicho en particular que lo que se ha hecho debe ser inútil. Esta añadidura es propia de esa ley, por ella principalmente parece que se dio, y no se encuentra en ningún derecho más antiguo. En efecto, por lo que toca a las leyes del Digesto, aunque muchas veces dicen que los contratos torpes no tienen peso, que los pactos contrarios a las buenas costumbres son inútiles, y se añade que si alguno escribe algo en contra de la ley o en contra del edicto del pretor, no tiene validez; aunque estas expresiones —repito— y otras semejantes sean del antiguo derecho, sin embargo en ellas nunca se manifiesta que sola la prohibición de la ley baste para anular el acto por el derecho mismo de la manera que se ha explicado. Lo primero, porque cuando dicen que es inútil o que no es válido, puede entenderse sólo en orden a la obligación civil o a conceder acción judicial civil; y lo segundo, porque esas leyes siempre hablan de actos que incluyen fealdad, como son los que se refieren a una obligación para adelante y que obligan a hacer algo que sea malo o que esté prohibido por la ley: tal pacto es inválido —incluso naturalmente— no en castigo sino porque la materia misma no es susceptible de tal obligación. Esto aparece claro por la ley Veluti, en la cual se ponen ejemplos de pactos torpes, como si uno promete cometer homicidio o sacrilegio. Semejantes a estos son los pactos contrarios a las buenas costumbres de que hablan otras leyes. 13.

LA PROMESA CONTRARIA A LAS BUENAS

COSTUMBRES ES NULA.—Únicamente es preciso

advertir que una promesa puede ser contraria a las buenas costumbres naturales, y que entonces es completamente nula; otras veces es contraria solamente a las costumbres civiles, y entonces basta que sea nula civilmente, pues la cosa hay que entenderla proporcionalmente. Lo mismo pasa también con el citado párrafo último, que trata de los testamentos y legados: entonces se dice que se ha escrito algo contrario a la ley cuando el testador manda hacer algo contrario a la ley: ese mandato no tiene valor alguno. Y así esas leyes no contienen invalidación penal: lo que hacen —digámoslo así— es manifestar la invalidez intrínseca y natural. De la misma manera entiendo la ley Pacta quae contra: en ella se dice que esto es de derecho indudable porque es más natural que po-

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sitivo, y porque no es penal sino inrtínseco al acto. Esta parece que es también la interpretación de otras leyes semejantes del capítulo último Extra de Pact., en el que la Glosa explica esto largamente, y advierte muy bien que un pacto se llama torpe o porque es de una cosa torpe en cuanto al acto mismo en absoluto, o porque es de una cosa que no está bien ni conviene hacer por pacto u obligación, como la entrega de una cosa espiritual y otras cosas semejantes de las cuales hablamos ampliamente en el libro 2° sobre el Juramento. Así pues, la invalidación penal que por el hecho mismo imponen las leyes únicamente prohibitivas, no es del antiguo derecho sino que la introdujo la ley Non dubium, la cual en esto fue nueva y constitutiva, no sólo declarativa. Pueden valer en confirmación de esto los dichos de los jurisconsultos que cita largamente MENDOZA: tenían por ley imperfecta a la que prohibía hacer algo y no rescindía lo hecho o lo castigaba con otra pena. Luego es señal de que, en virtud del derecho antiguo, sola la prohibición no imponía pena de invalidación si no lo decía expresamente. Por consiguiente, esta ley fue nueva. 14.

TERCERA OBJECIÓN.—Pero entonces sa-

le al paso una tercera objeción. En efecto, de esa explicación se siguen dos inconvenientes contrarios en extremo. El uno es que todos los contratos contrarios a una ley únicamente prohibitiva, son inválidos por el hecho mismo —por lo menos de la manera que se ha explicado— en virtud del derecho civil: esto parece duro e increíble. La consecuencia es clara, porque aquella ley habla en términos generalísimos y amplía su decisión a las interpretaciones de todas las leyes tanto antiguas como modernas, y en éstas parece incluir a todas las leyes que habían de venir incluso después dé ella. Nosotros mismos hemos impugnado todas las limitaciones y distinciones que aplican los juristas. Luego la regla habrá que entenderla indistintamente de toda ley prohibitiva, a saber, que anula el acto por determinación e interpretación del derecho civil. El otro inconveniente que se sigue es que ningún contrato queda anulado por el hecho mismo en el fuero del alma o de la conciencia, sino a lo sumo en orden a la sentencia del juez: esto no parece admisible, como acerca de algunos contratos —los de las esposas, menores, tutores, y otros semejantes— dicen las opiniones más comunes y más probables. La consecuencia es clara, porque no existe ninguna ley civil que pueda invalidar los contratos más expresamente que la ley Non dubium;

Lib. V. Distintas leyes humanas luego si ella nó anula de la manera dicha, tampoco lo harán las otras. Estas objeciones suscitan muchos y graves problemas que no podemos tratar aquí de propio intento; por eso ahora responderemos brevemente, y al fin daremos algunas reglas que puedan ser útiles para la solución de los otros problemas. 15.

Sobre la primera parte de la objeción, VÁZQUEZ reconoce que, en virtud de aquella ley, todos los contratos prohibidos por leyes humanas son también nulos y completamente inválidos por el derecho mismo: esto —según parece— él mismo entiende que es en conciencia y al punto sin más declaración o sentencia del juez. Con más razón diría lo mismo de la invalidación por el hecho mismo tal como nosotros la hemos explicado. Pero pone tres limitaciones. La primera, que eso se entienda así tratándose únicamente de los territorios del imperio. Esta limitación es verdadera, como diré en la cuarta tesis. En consecuencia hay que decir que la interpretación de esa ley —en cuanto que alcanza a los otros territorios— únicamente puede adaptarse a las leyes que puede interpretar el emperador, y que por tanto, en fuerza de esa ley, esa interpretación no es aplicable a las leyes canónicas ni a las leyes dadas por soberanos no sujetos al emperador, según explicaremos en las tesis tercera y cuarta. De esta manera se evitan muchas de las instancias y ejemplos que se han aducido antes. 16.

LAS LEYES INVALIDANTES PUEDEN QUE-

DAR ABROGADAS POR LA COSTUMBRE. La Segunda limitación es que eso se entiende así para los sitios en que aquella ley esté en vigor, pues si ha sido abrogada por la costumbre, no tendrá efecto. También esta limitación la juzgo verdadera, pues doy por supuesto que también las leyes invalidantes pueden ser abrogadas por la costumbre, según diremos después en el libro 7.°, y lo mismo ha podido suceder con ésta. Más aún, MOLINA opina que así ha sucedido de hecho y que la costumbre ha prescrito en contra de esa ley. Pero es preciso advertir que esta costumbre no hay que deducirla de la práctica de aquellos reinos o regiones en que esa ley de suyo no obliga, ya que la costumbre de esas regiones nada influye en los territorios del imperio, como es evidente, y por tanto la derogación de tal ley queda incierta para nosotros por sernos desconocidas la práctica y costumbres de esas regiones. Así que lo único que podemos decir es que fácilmente pude suceder que quedara derogada

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por ser demasiado rígida y por abarcar demasiadas cosas siendo como son tantas las leyes que prohiben acciones y contratos humanos. Por eso también pudo suceder que quedara en vigor para algunos actos más importantes y que para los otros fuera derogada. Pero esta es una cuestión de hecho. 17. La tercera limitación es que se entienda de las leyes que prohiben sencillamente el acto en cuanto a la sustancia de éste o —por decirlo así— en cuanto a su ejercicio, pero no de las leyes que prohiben sus circunstancias, sobre todo las de tiempo o lugar, que son muy extrínsecas. También juzgo —con la opinión común— que esta limitación es admisible, porque las penas se deben restringir y porque sólo de las primeras leyes puede decirse que prohiben sencillamente el acto: lo único que prohiben las otras es que se haga en un determinado lugar o tiempo. Esto no quita que una ley pueda invalidar el acto por razón de tales circunstancias, pero decimos que eso no tiene lugar en virtud de la ley Non dubium y que en consecuencia otras leyes sólo lo hacen cuando lo dicen suficientemente, pues sola la prohibición de las circunstancias no basta. Así lo hemos dado por bueno antes al tratar de la tercera limitación. Las instancias que allí se hacían contra la segunda parte general, casi todas se tomaban de las leyes canónicas, las cuales no sirven contra la ley No» dubium, que es civil; de ellas hablaremos en el capítulo siguiente. Las otras del juego y de la sentencia condicional, a mi me parece que prueban —ya lo dijimos— que la ley Non dubium no anula el acto de suerte que no tenga en sí ningún valor antes de que así lo declare o de que lo anule al sentencia. 18. La limitación que allí se añade de la prohibición directa o indirecta, a mí no me parece de gran peso, pues eso parece que importa poco si el acto en sí mismo está de hecho prohibido; más aún, parece que eso lo excluye la misma ley Non dubium al extender su decisión a todas las interpretaciones de las leyes y a todas las formas fraudulentas de violarla. La razón —finalmente— por que dije que se trata de las leyes que prohiben el acto en cuanto a su práctica o ejercicio, es que si la ley permite el acto y señala la manera de hacerlo y sólo prohibe los actos que se hagan de otra manera, ya esa es otra clase de prohibición, la que nosotros llamamos de especificación o condicionada; de ella hablaremos en el capítulo XXXI. Por último, dije que eso se debe entender de las circunstancias ajenas a la sustancia del acto, pues sola la circunstancia de persona no

Cap. XXVIII.

La invalidación y las leyes prohibitivas civiles

bastará. En efecto, aunque la ley prohiba el acto a tal o cual clase de personas, prohibe sencillamente el acto aunque no se lo prohiba a todas las personas, y tiene lugar la interpretación de la ley Non dubium; así se ve también por el caso particular con cuya ocasión se dio, a saber, una ley prohibitiva que afectaba únicamente a los curiales —no a todo el mundo en general—, porque con relación a ellos el acto quedó sencillamente prohibido en sí mismo y en su sustancia. 19. Añado además —supuesta nuestra interpretación de dicha ley— que puede aceptarse también la primera limitación común de que tenga lugar tratándose de las leyes puramente prohibitivas y que no añaden otra pena. En efecto, si el legislador añadió otra pena, parece que se contentó con ella; ahora bien, hemos demostrado que la anulación introducida por la ley Non dubium es penal; luego no es de creer que el emperador quisiese multiplicar las penas sino que habló de las leyes únicamente prohibitivas. En este sentido favorece a ello la regla del DIGESTO que tratándose de tales penas la especie deroga al género; ahora bien, la ley Non dubium en esto contiene cierta generalidad por ser como una interpretación universal de las otras leyes; luego si en la otra ley se impone una pena especial, esa pena impide la pena o interpretación general. Así pensó también la ROTA con CIÑO, DYN. y otros.

Ni es obstáculo para esto lo que se objetó antes contra la primera limitación, porque aquello parece derivarse de la naturaleza de la cosa en el supuesto de que esta invalidación no sea penal, en cambio nosotros reconocemos que la palabra prohibir de suyo no produce esta invalidación, y que tal como se produce en virtud de la ley Non dubium, es penal, y que así esta pena procede de una ley distinta de la otra que prohibe pero que no impone otra pena. Por tanto, la dicha limitación cae aquí muy bien. 20. De esta manera, hay que mantener también —en buen sentido— la segunda limitación, la de la ley que añade otra manera de deshacer el acto, o una palabra para indicar que tiene más valor del que permite la ley No» dubium. Entonces hay que atenerse a esa ley especial, la cual deroga a la general, lo primero por ser especial, y lo segundo, porque por eso mismo la prohibición no es tan perfecta, absoluta y pura como se requiere en la ley Non dubium. Ni son obstáculo para esto las objeciones que

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se hicieron contra la quinta limitación común, porque esas objeciones, o tienen valor contra los que digan que las leyes prohibitivas anulan de suyo y no por la interpretación y adición general de una ley civil, o al menos están tomadas de leyes y materias canónicas, las cuales —según dijimos— no hacen al caso. 21. Además, la segunda distinción común —en cuanto que admite la regla general tratándose de leyes que tengan una causa perpetua para prohibir— no puede condenarse con tal que se la entienda en ese sentido no por la naturaleza de la palabra prohibir ni por cualquier derecho, sino únicamente por el derecho civil y común y en virtud de la ley Non dubium. En efecto, si en alguna ley puede esa regla tener su efecto, ante todo lo tendrá en las leyes que tengan una causa perpetua. Ni valen contra este sentido las instancias que se han opuesto, porque están tomadas de las leyes canónicas. Si esa perpetuidad puede contribuir a la invalidación por sí misma sin necesidad de más sentencia declaratoria que se haya puesto en la ley, queda dicho ya. Y en cuanto a la limitación que se hace en la segunda parte acerca de las leyes prohibitivas que tienen una causa temporal, a saber, que no valga para ellas la interpretación de la ley Non dubium, no veo con qué argumento suficiente pueda probarse, pues aunque, si se atiende sólo a la fuerza de la prohibición, eso es verdad en el sentido que se ha explicado antes al tratar de la ley natural, sin embargo, si se tiene en cuenta el derecho positivo, no es necesario, porque la ley Non dubium no tuvo en cuenta la causa de la prohibición sino si la prohibición era absoluta; ahora bien, una prohibición puede ser absoluta aunque su causa sea temporal. Además, la ley Non dubium castiga en general y sin hacer distinciones todas esas trasgresiones, y aunque la causa de la ley sea temporal, sin embargo su trasgresión puede ser grave y digna de esa pena. Finalmente, esto se prueba por el raciocinio que se ha hecho contra esa segunda limitación en su primera parte, pues, aunque las instancias aducidas allí estén tomadas del derecho canónico, sin embargo las leyes civiles podrían hacer prohibiciones semejantes, y ciertamente la prohibición que se hizo a los curiales en la misma ley Non dubium tuvo una causa temporal, a saber, que la solicitud y cuidado de su cargo no se viesen entorpecidos ni la rectitud se desmoronase: podía el oficio ser temporal, y así ser temporal también la causa.

Lib. V. Distintas leyes humanas Y si se dice que la causa era perpetua porque mientras dura el oficio dura la causa, en ese sentido de cualquier ley prohibitiva habrá que decir que su causa es perpetua, porque mientras dura la causa, perdura también la razón de la prohibición. Por consiguiente, esa limitación— en cuanto a esa parte— no la admito, como en un caso semejante no la admite el DIGESTO. Asimismo, tampoco admito la cuarta que puso GREGORIO LÓPEZ del perjuicio de los contrayentes o de un tercero, porque ni tiene base ni es conforme a la ley Non dubium y a sus fórmulas. 22. Otra limitación podría añadirse, a saber, que aquella disposición valga para los actos que crean vínculos disolubles y que tienen efectos revocables, pero no para los que, una vez válidos, no son invalidables, tales como el matrimonio, la profesión religiosa y otros parecidos. Esta limitación sería tal vez útil si la disposición de aquella ley alcanzase al derecho canónico, pues en materia de ese derecho se encuentran tales actos indisolubles. En cambio, en los actos meramente civiles y humanos no sagrados no se da esa irrevocabilidad, y por tanto esa limitación no es aplicable a eÚos, ya que se ha dicho que la disposición de aquella ley únicamente alcanza a la materia civil. Y eso prescindiendo de que, aunque fuese posible, no tiene base en la ley ni una base suficiente, y contra ella vale la razón que propondré enseguida. Por último, otra limitación puede ser que esa ley se restrinja a las materias graves, en las cuales las prohibiciones son también graves y por tanto los actos contrarios son dignos de tan grave pena: una ley que castigase tan gravemente los actos leves sería injusta. Esta limitación parece, sí, probable, pero no necesaria, porque si el acto prohibido entra en la generalidad de las fórmulas de dicha ley, no hay por qué exceptuarlo de la pena: si la trasgresión fue leve, también su invalidación será una pena leve, y así siempre se observa proporción e igualdad; y si el acto no está prohibido de una manera absoluta por no ser materia de una prohibición civil, entonces es del todo extraño a la materia de aquella ley y no hay por qué hacer de él una excepción especial. 23.

RESPUESTA A LA SEGUNDA PARTE DE LA

OBJECIÓN.—En cuanto a la segunda parte de la objeción, MENDOZA dice —en primer lugar— que en caso de duda, se debe pensar que las leyes civiles no anulan los actos sencillamente y en sí mismos en cuanto a la obligación natural o en el fuero de la conciencia, sino que únicamente conceden o quitan acción judicial civil,

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y que de esa misma manera anulan algunos actos en dependencia de la sentencia del juez. Sin embargo no niega que las leyes civiles puedan hacerlo; más bien lo afirma expresamente; pero requiere que la ley manifieste con suficiente claridad esa su intención y ese efecto, porque si la cosa queda dudosa y oscura, siempre interpretaremos que la ley anula de la manera mejor. Yo juzgo que esta regla es verdadera y que puede probarse suficientemente por lo que queda dicho sobre la interpretación de la ley Non

dubium. A pesar de todo, la objeción parece tener su fuerza, porque —si la ley Non dubium no lo hizo— nunca se juzgará que la ley civil manifieste suficientemente anulación absoluta del acto, es decir, en cuanto a todo su valor y obligación natural. Respondo sin embargo —brevemente— negando la consecuencia, porque, tratándose de muchas leyes civiles, puede haber una razón mucho mayor para interpretar que anulan totalmente aun en cuanto a la obligación natural. La razón para distinguir estas leyes —según hemos explicado antes— se debe tomar en parte de las palabras y en parte de la materia. CAPITULO XXIX LOS ACTOS CONTRARIOS A LAS LEYES CANÓNICAS PURAMENTE PROHIBITIVAS ¿SON INVÁLIDOS POR EL D E R E C H O MISMO? 1. LAS LEYES CANÓNICAS PROHIBITIVAS DE LOS ACTOS, NO LOS INVALIDAN POR EL H E C H O MISMO SI ELLO NO CONSTA POR OTRA PARTE, SEGÚN LA OPINIÓN COMÚN DE TEÓLOGOS Y JU-

RISTAS.—La razón para dudar se puso en el capítulo XXV. A pesar de ello hay que decir que tal acto no es inválido por el derecho mismo, porque las leyes canónicas que prohiben el acto directamente y en cuanto a su sustancia, no lo anulan por el hecho mismo si por otras palabras o por otras señales particulares no consta tal efecto. Esta tesis puede verse en la GLOSA DE LAS DECRETALES, y parece que es ahora opinión común de los teólogos e incluso de los juristas, pues esta es la regla que casi siempre emplean en la explicación de los decretos de los Pontífices. Asimismo esta es la regla que empleamos en la explicación de las penas en que se incurre por el hecho mismo; pues bien, la invalidación aneja a la prohibición, ordinariamente es una pena, y cuando no es pena, es una carga pesada, la cual no se presume que la ley imponga si no lo

Cap. XXIX.

La invalidación y las leyes prohibitivas canónicas

dice expresamente; ahora bien, se ha demostrado que por la naturaleza de la cosa la palabra prohibir no lo expresa suficientemente: ninguna ley canónica hay que haya atribuido esa fuerza o significado a esa palabra. Esta razón prueba acerca de toda invalidación por el hecho mismo, tanto de la en que se ha de incurrir mediante sentencia declaratoria como de la en que se ha de incurrir antes de dicha sentencia. Finalmente, por esta razón los Pontífices y Concilicios en sus decretos, cuando quieren invalidar, tienen buen cuidado de añadir una cláusula invalidante en la cual expresan además el modo y el tiempo de la anulación. Un excelente ejemplo de ello hay en el capítulo Statutum del LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES: primero se pro-

hibe expresamente a los legados apostólicos la aceptación de regalos, y después se añade la anulación de la aceptación obligando en conciencia a restituir: juzgó el Pontífice que sola la prohibición no bastaba para esa obligación. 2. Dicen algunos que la cláusula invalidante no se añade por esa razón sino para que los contrayentes no puedan renunciar a su derecho, cosa que podrían hacer si la ley únicamente prohibiese y con prohibir anulase —como quien dice— de una manera práctica pero sin formularlo, como parece hacerlo mediante la cláusula invalidante. Pero esta razón carece de base, porque en realidad esa cláusula se añade para expresar el efecto de la invalidación, como aparece bien claro en el ejemplo que se acaba de aducir. Es también falsa esa diversidad de situaciones, porque muchas veces los contrayentes no pueden renunciar a la prohibición aunque no se añada la cláusula invalidante, como se ve en la prohibición del CONCILIO TRIDENTINO de no con-

traer matrimonio sin antes hacer las proclamas: no es lícito hacer otra cosa sin dispensa por más que los contrayentes quieran renunciar a su derecho, porque esa ley se dio no en favor de ellos sino del sacramento mismo y del bien común. ¿Por qué, pues, el Concilio no añade en ese caso la cláusula invalidante y en cambio la añadió al exigir la presencia del párroco y de los testigos? Porque en este caso quiso anular el acto y en aquel no. Esto mismo se explica muy bien por el capítulo Non solum del LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES: a ciertos religiosos se les prohibe admitir a nadie a la profesión antes de cumplir el año de prueba y se anula expresamente la profesión si se hace antes, pero no en general sino para aquella religión. Por consiguiente, ni el acto era inválido en virtud de la prohibición, ni después se lo invalida más de lo que se dice expresamente, y sin embargo entonces no se podía renunciar a aquella ley.

3.

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CONSTITUCIONES DE SIXTO V y CLEMEN-

VIII SOBRE LAS PROEESIONES.—Vamos a explicarlo además por las dos constituciones que publicaron SIXTO V y CLEMENTE VIII. SIXTO V primero prohibió hacer la profesión si no era de una determinada manera, y como quiso que si se hacía de otra manera no tuviese valor, añadió una cláusula invalidante. Después CLEMENTE VIII, al confirmar la prohibición, suprimió la invalidación: luego supone que la simple prohibición no invalida, y también supone que la prohibición sin cláusula invalidante puede bastar para que no pueda renunciarse a ella, pues —como es evidente— eso es lo que sucede con esa prohibición. Lo mismo puede verse en los cánones que prohiben aceptar regalos: cuando quieren anular la aceptación, lo dicen expresamente, y en cambio cuando no lo dicen, no se juzga que haya anulación, y eso aunque la prohibición sea de tal naturaleza que las partes no puedan renunciar a ella. Un ejemplo de la ley invalidante lo hay en la que invalida la aceptación simoníaca, y de la ley solamente prohibitiva en la prohibición del TRIDENTINO de no aceptar regalos en la ordenación, ley a la cual no pueden renunciar las partes porque se dio por el bien común. Luego no fue esa la razón de añadir la cláusula sino que sin ella no se produciría el efecto. En efecto, el poder de renunciar nace de otra fuente, a saber, de que la ley se haya dado en provecho y favor particular, favor al cual uno podría renunciar mientras no se le impida; ahora bien, esto es así no sólo tratándose de las leyes prohibitivas sino también de las invalidantes. TE

4.

SENTIDO EN QUE GREGORIO CANONIZÓ

LA LEY Non dubium.—En contra de esta tesis está la objeción que se puso antes, que la ley Non dubium fue canonizada por GREGORIO. Respondemos negando esa afirmación, puesto que Gregorio nunca la aceptó para que tuviera efecto en el derecho canónico sino que hizo uso de ella para el efecto de otra ley también imperial. En efecto, en la carta 7. a , contra cierto testamento de cierta abadesa había alegado Gregorio la ley del emperador JUSTINIANO en que pro-

hibía a los monjes hacer testamento, y en consecuencia manda que se retracte todo lo que se hizo por aquel testamento y que se devuelvan los bienes al monasterio. En confirmación de esta orden añade: Porque la constitución imperial mandó manifiestamente que los actos contrarios a las leyes deben ser tenidos no sólo por inútiles sino también por no hechos: en estas palabras alude claramente a la ley Non dubium y le atribuye el efecto que nosotros hemos ex-

Lib. V. Distintas leyes humanas plicado antes, pero no con relación a los cánones sino a las otras leyes imperiales. 5. SENTIDO DEL CAPÍTULO Quae contra.— Pero puede urgirse con el capítulo Quae contra del LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, en el cual se establece como regla que los actos contrarios a las leyes deben ser tenidos por no hechos: con esto parece que quedó canonizada la regla de la ley Non dubium. Según esto, aunque de ahí no se deduzca la anulación —por el hecho mismo y al punto en el fuero de la conciencia— de todos esos actos, al menos se sigue que —según el derecho Canónico— la sentencia del juez debe tratar todos esos actos de tal manera que se los tenga por no hechos a partir de su primer momento y que se revoquen todos sus efectos. Así parecen entender esa regla DIÑO, la GLOSA y otros canonistas. Otros en cambio —como advierte SÁNCHEZ— la aplican solamente a las acciones contrarias a las leyes que dan forma sustancial a los actos. Pero esta restricción parece excesiva y sin base en el texto; el rigor de la primera opinión parece mayor, pero la regla no explica ese rigor sino que habla en términos muy generales. Por eso juzgo que se debe aplicar a todas las acciones contrarias a las leyes, pero no de una manera uniforme sino en proporción a la manera como son contrarias a la ley o a la clase de prohibición legal a la cual es contrario el acto. Por consiguiente, esa regla más parece instruir al juez que a la persona particular, pues —según dije antes siguiendo a BARTOLO— los actos contrarios a las leyes son tenidos por no hechos por ficción del derecho, y la ficción del derecho suele hacerse ante todo en orden al juicio externo; por tanto, al decir la regla que tal acto debe ser tenido por no hecho, instruye al juez dicíéndole que vea en qué grar'o el acto es contrario a la ley y que conforme a eso lo castigue o lo anule. 6.

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Finalmente, puede ser sólo contrario a una ley prohibitiva: entonces tal vez podrá el juez anular el acto y en cuanto a esto tenerlo por no hecho, a saber, a partir del momento en que la sentencia lo anula; pero la sentencia no podrá tener valor retroactivo que alcance hasta el comienzo del acto, a no ser que la ley haya dicho expresamente que imponía esa pena a manera de confiscación por el hecho mismo. Esto es aplicable también a la invalidación de que sea capaz el acto. En efecto, a veces el acto es indisoluble en cuanto al vínculo, acto que no puede ser anulado —por ejemplo, el matrimonio—, y entonces, si se realiza en contra de una ley sólo prohibitiva, no puede después ser anulado en sí mismo, pero sin embargo suele ser disuelto en cierto sentido separando temporalmente a los cónyuges, según lo que en el capítulo I se dijo acerca del matrimonio contraído en contra del entredicho impuesto a una iglesia. Asimismo la ordenación recibida de manos de un obispo ajeno y sin licencia legítima, aunque esté prohibida es válida; sin embargo, de alguna manera se la anula temporalmente en cuanto al ejercicio del orden, conforme al capítulo Episcopus in Dioecesim. Otros actos que son invalidables, aunque se hagan válidamente en contra de una ley prohibitiva podrán —por razón del delito— ser anulados y así ser tenidos por no hechos en virtud de aquella regla. Pero como esta invalidación únicamente se impone como pena —la cual en aquella regla no se señala como una pena que en todo caso se haya de imponer necesariamente sino como una pena a propósito para tal delito conforme al capítulo Vides— siempre quedará al prudente arbitrio del juez considerar la gravedad de la culpa y ver si esa pena es proporcional a la gravedad o si no es más a propósito otra según las circunstancias, y entonces podrá mantener el acto y castigar el delito.

¿CUÁNDO UN ACTO DEBE SER DECLARADO

NULO?—Pues bien, un acto puede ser contrario a la ley no sólo cuando se realiza sino también después en sus efectos: entonces el acto debe ser declarado nulo en absoluto. Tal vez sea esto a lo que ante todo se refiera aquella regla, y en este sentido explicamos antes la ley Pacta quae contra, de la cual parece tomada esa regla. En este sentido la regla no crea ninguna dificultad, pues la anulación de tal acto no se hace en virtud de la ley positiva sino por la naturaleza de la cosa, de la que —según he dicho antes— es expresión la ley. Puede también el acto ser contrario a una ley que invalida por el hecho mismo: también entonces debe el acto ser anulado o declarado nulo desde el momento en que se hizo.

CAPITULO XXX EN LOS REINOS NO SUJETOS AL IMPERIO, LOS CONTRATOS HUMANOS CONTRARIOS A LEYES CIVILES PURAMENTE PROHIBITIVAS ¿SON INVÁLIDOS POR EL DERECHO MISMO? 1.

TESIS

NEGATIVA.—Respondo

brevemen-

te: En donde no obliga el derecho civil común o imperial, las leyes civiles que prohiben los actos directamente y en sí mismos y sencillamente, de suyo no anulan por el hecho mismo los actos contrarios a ellas. Esta tesis es una consecuencia de las anteriores, porque tal anulación tendría lugar o por la naturaleza de la cosa en virtud de las fórmulas

Cap. XXX. La invalidación fuera del Imperio de tales leyes —y esto no, según se ha demostrado en la primera tesis—, o en virtud de la ley Non dubium —y esto tampoco, porque no obliga en dichos reinos—, o en virtud del derecho canónico —y esto tampoco, porque no existe en él ninguna ley que generalice aquella interpretación, y además, aunque existiese, únicamente obligaría en materia civil en los territorios propios de la Iglesia—, o, finalmente, en virtud de alguna ley de tal reino que generalizase aquella interpretación: esta ley habría que demostrarla, y si no, no sería creíble; y si en algún sitio la hay, tendrá en su territorio la misma fuerza que la ley Non dubium tiene en los territorios del imperio. 2. De esto podemos deducir que en nuestro reino de España las leyes puramente prohibitivas no anulan los actos si no lo manifiestan suficientemente mediante alguna cláusula especial. Lo mismo habrá que juzgar de los otros reinos según sus leyes y costumbres. Así pensaron de nuestro reino MOLINA y VÁZQUEZ. La razón general debe ser que ninguna ley existe en España que interprete así en general la simple prohibición de las leyes; luego no bastando ésta —por la naturaleza de la cosa— para anular, ninguna base hay para esa interpretación. Puede esto confirmarse con dos prácticas. Una es de los mismos reyes: cuando quieren anular el acto, no se contentan con prohibir sino que expresan de una manera especial la anulación. Un ejemplo a propósito lo hay en la R E COPILACIÓN: después de hacer algunas prohibiciones relativas a las dotes y a los regalos entre esposos, se añade: Y para evitar los fraudes, mandamos que todos los contratos, pactos y promesas que se hagan, en virtud de esta ley sean nulos en sí mismos y de ningún efecto. No tuvo razón MATIENZO para añadir que lo mismo sería aunque no se hubiesen añadido estas últimas palabras, pues en confirmación de ello no aduce ninguna ley del reino sino únicamente la ley Non dubium —de la que ya se ha hablado— y la ley Fraus, en la que sólo se dice que el fraude es contrario a la ley, pero nada se dice de invalidación. Luego en aquella ley se añadieron esas palabras porque eran necesarias para dicho efecto. Otra práctica es la costumbre del mismo reino: así se entienden comúnmente las leyes que prohiben aceptar regalos, jugar a los dados, pagar lo que se ha perdido en el juego con el dinero que se dejó en fianza y otras semejantes

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cuando no añaden cláusula invalidante; y cuando la añaden, se estudian las fórmulas de tal forma que la invalidación no se interpreta en un sentido más amplio que el que las fórmulas significan, y únicamente se juzga que se incurre en ella a manera de pena y por consiguiente en la forma y con las restricciones propias de las leyes penales según lo exigan sus fórmulas, como se dijo antes. 3. INTERPRETACIÓN DE LA LEY SOBRE LOS CONVENIOS CONTRARIOS A LAS BUENAS COSTUMBRES o A LAS LEYES REALES.—Puede argüirse

en contra aduciendo las leyes de España: en la ley 28, título 11 de la Quinta Partida se dice que ninguna promesa o convenio contrario a una ley real o a las buenas costumbres se debe cumplir, y eso aunque en él se haya añadido una pena o juramento. GREGORIO LÓPEZ parece interpretar esa ley conforme a la ley Non dubium; luego esa ley tiene efecto en el reino de España, y en él introducirá —con relación a todas las leyes prohibitivas— la interpretación general que la ley Non dubium introdujo para los territorios del imperio. Respondo —sin embargo— que esa interpretación no es indispensable: el mismo GREGORIO LÓPEZ, para explicar esa ley, cita la ley Si stipuler del DIGESTO, en la cual se habla de la promesa contraria a la ley o a las buenas costumbres objetivamente, es decir, de la promesa de hacer algo malo o prohibido por la ley; ahora bien, de esa promesa se dice que no obliga, no porque la prohibición de la ley anule el acto sino porque hace que el acto sea malo, y en consecuencia —como por su naturaleza la promesa de un acto malo es nula —de ahí se sigue que tal promesa, por su misma naturaleza, no obliga. Esta interpretación se confirma muy bien por el hecho de que de esa ley se dice que no obliga aunque se haya añadido un juramento: en efecto, el juramento no es vínculo de iniquidad, y no obliga a una cosa mala. Eso sí, si se tratase de una ley que lo único que prohibiese fuese el acto de prometer o de pactar, no sería verdad en general que no obligaba aunque se hubiese añadido un juramento, según se demostró en otro lugar. A esto se añade que en esa ley no sólo se dice que tal pacto no obliga sino también Non deve ser guardado, es decir, cumplido, palabras que parecen significar también la obligación de no cumplirlo; luego es señal de que esa ley habla de la promesa de obrar en contra de la ley, y así nada tiene que ver con nuestro caso.

Lib. V. Distintas leyes humanas

CAPITULO XXXI LAS LEYES QUE DAN FORMA A LOS ACTOS H U MANOS ¿ANULAN SIEMPRE LOS QUE SE HACEN SIN TAL FORMA AUNQUE LA LEY NO AÑADA CLÁUSULA INVALIDANTE? 1. TAMBIÉN LAS FORMAS MORALES DAN EL SER A LAS COSAS MORALES. AXIOMAS DE LOS

JURISTAS.—Hemos hablado de la manera de conocer la anulación que producen las leyes directamente prohibitivas; resta explicar cuándo las leyes que dan forma a los actos o a los contratos, en consecunecia anulan los actos faltos de tal forma y por tanto contrarios a tales leyes. Algunos responden —sin limitaciones ni explicaciones— que siempre que una ley manda algo como forma del contrato, anula los actos realizados de otra forma, y eso aunque no añada cláusula invalidante. Esto puede basarse en que la forma es la que da el ser a la cosa, y este principio también es verdadero tratándose de la forma moral con relación a los actos morales, porque la falta de forma casi destruye la sustancia de la cosa, como se dice en el DIGESTO. Por eso es común el proverbio de los juristas: De no guardarse la forma resulta la nulidad del acto, como se dice en las leyes 1, 2 y 5 del CÓDIGO, que cita GRACIANO, en otras leyes que citaremos después, y en la GLOSA con el texto de las DECRETALES. Véanse también TUDESCHIS, otros doctores, y DECIO. Otras citas hace TIRAQUEAU. 2. LA OMISIÓN DE UNA FORMA ACCIDENTAL NO QUITA LA SUSTANCIA NI ANULA EL ACTO.

Pero esta opinión no puede aceptarse sin hacer distinciones, porque no toda forma del acto, aunque esté mandada por la ley, es sustancial. En efecto, muchas veces la solemnidad es accidental, como consta tratándose de los sacramentos, del matrimonio, de las sentencias, de las elecciones; ahora bien, la omisión de una forma accidental no quita la sustancia del acto y consiguientemente no lo anula; luego no toda omisión de forma o no todo cambio de forma anula el acto, sino que hay que distinguir entre forma sustancial y no sustancial. De este modo toda la dificultad del problema

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se reducirá a saber cuándo la forma prescrita por la ley es sustancial o sólo accidental. No siempre resulta fácil distinguir esto, sobre todo cuando sucede que en un mismo decreto o ley se ponen unas cosas que son accidentales y otras que pertenecen a la sustancia, como observa la GLOSA. Por eso los doctores señalan distintas reglas para distinguir estas formas. Vamos a recordar las principales, pues aunque cada una de ellas no basta, todas ellas contribuyen a que —tomándolas juntas— pueda conocerse la calidad de la forma. 3.

PRIMERA REGLA.—PRIMER SENTIDO DE

ELLA.—La primera regla es que cuando la forma prescrita por la ley contiene una cosa de equidad natural, entonces su omisión hace inválido el acto, pero no en los otros casos si la ley no tiene cláusula invalidante. Puede servir de ejemplo la forma judicial: en ella entra que si no ha precedido infamia, no se proceda contra nadie inquiriendo acerca de él en particular, o que la acusación se haga por escrito y que a la denuncia preceda la advertencia, según las DECRETALES: todos esos requisitos tienen su origen en la equidad natural, y por eso se los tiene por sustanciales. La primera parte de esta regla puede tener dos sentidos. Uno es que se entienda de la equidad de suyo necesaria para la validez del acto, de tal manera que su omisión impida naturalmente la validez del acto: entonces con más razón la ley positiva" que impone una forma basada precisamente en esa equidad, la impone como sustancial, de suerte que su omisión hace nulo el acto. Esto es evidente, porque cuando por hipótesis entra de por" medio el derecho natural, tal ley no tanto será constitutiva como declarativa de ese derecho. Por consiguiente, para conocer tal ley y su equidad, hay que emplear las reglas que se dieron antes acerca de la ley natural, y por tanto este sentido propiamente no tiene que ver con la forma positiva de que ahora tratamos. 4. SEGUNDO SENTIDO.—El otro sentido puede ser que se entienda de una forma prescrita por la ley la cual sea moralmente necesaria para guardar la equidad, pues aunque de suyo no la incluya necesariamente, sin embargo sin ella o no se guardará nunca la equidad o lo más frecuente será que no se guarde, y en cambio con ella lo más frecuente será que se guarde. En este sentido la regla es probable, sobre

Cap. XXXI. Leyes que dan forma sin cláusula invalidante todo cuando ese peligro de fraude o injusticia amenaza no sólo en el acto mismo sino también en su validez y efectos. Sin embargo, tampoco en este sentido la regla es de suyo infalible ni suficiente, pues aunque este sea un gran indicio de que la ley establece esa forma como sustancial, él solo no basta si faltan otras conjeturas o una base mayor en las palabras de la ley, como se verá más por lo que después diremos. Por eso es más cierta la segunda parte —negativa— de la regla. En efecto, si la forma no consiste en una cosa que de suyo sea muy necesaria para la equidad sino para el ornato o para una mayor perfección, y por otra parte no se añaden palabras invalidantes, no hay base para juzgar que esa forma sea sustancial. Otra cosa será si la ley añade una cláusula invalidante, porque la eficacia de la ley puede alcanzar a esto y esas palabras bastan para significar este efecto, como veremos. 5. SEGUNDA REGLA.—La segunda regla es que cuando la forma es tal que no se puede renunciar a ella, es sustancial, pero si puede renunciarse a ella, no lo será. La insinúa la GLOSA DE LAS DECRETALES y la sigue FELINO, el cual cita a BALDO y a otros que expresamente sólo ponen la segunda parte. La razón de la regla puede ser que la sustancia y la esencia de una cosa es inmutable, y por tanto, si —por lo que respecta a la voluntad de la parte que cede de su derecho— puede el acto ser válido sin tal solemnidad, es señal de que esa solemnidad no es sustancial; y al revés, cuando es tan necesaria que ni la voluntad de los contrayentes puede suprimirla, es un gran argumento de que es sustancial. 6.

ESTA REGLA NO ES GENERAL.—Sin

em-

bargo, tampoco esta regla es general, y por lo que toca a las cosas morales, su utilidad es bien poca. En primer lugar y acerca de la primera part^, muchas solemnidades sólo accidentales de los actos hay, que están mandadas como tan imprescindibles que ni por voluntad de los actuantes se pueden lícitamente omitir. Esto consta, por ejemplo, acerca de la solemnidad accidental de los Sacramentos o del Sacrificio de la Misa, y acerca de las proclamas públicas que deben preceder al matrimonio, y acerca de la forma que para la excomunión se prescribe en el LI-

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Se dirá que aunque no puedan renunciar de modo que omitiéndola el acto resulte lícito, pero sí pueden renunciar de modo que omitiéndola el acto resulte válido. Pero de nada sirve esto, porque esa renuncia es nula y no tiene ningún efecto, dado que, tanto si se hace como si no se hace la renuncia, el resultado será el mismo, pues con renuncia o sin ella el efecto es válido y en ambos casos es pecaminoso. Luego si entonces el acto es válido, no es porque se pueda renunciar a la forma sino porque —por hipótesis— esa forma es accidental: si de hecho lo es o no lo es, hay que deducirlo de otros principios. 7. También la segunda parte de esta opinión la ataca NICOLÁS DE TUDESCHIS diciendo que el juramento pertenece a la sustancia del testimonio judicial, según las DECRETALES, y sin embargo —según las mismas DECRETALES— las partes pueden renunciar a él. FELINO y otros responden que el juramento es, sí, necesaria para la validez del testimonio si las partes no ceden de su derecho, pero que no pertenece a su sustancia, ya que —en absoluto— pueden separarse del acto. Pero esta especulación interesa poco para una cosa moral. Porque aquí llamamos sustancial a cuanto es tan necesario para la validez del acto —tal como se hace en estas determinadas circunstancias— que su omisión hace nulo al acto: en este sentido el argumento prueba que puede haber alguna circunstancia —como lo era el año de prueba antes del CONCILIO TRIDENTINO— que sea necesaria pero a la cual pueda renunciarse. Por consiguiente, en el ejemplo aducido, es verdad, sí, que el juramento no es sustancial o necesario para todo testimonio válido, porque sin él puede algunas veces el testimonio ser válido, al menos por consentimiento de las partes, pero sin embargo —mirando la cosa en sí misma y manteniéndose intactos los derechos de ambas partes— puede decirse que el juramento es sustancial al testimonio por ser necesario para su validez. Lo mismo sucede con el tiempo prefijado por el delegante para terminar dentro de él la causa: en absoluto puede llamarse sustancial porque pasado él el proceso no tiene ninguna validez, a no ser que dentro de ese tiempo las partes hayan consentido en prorrogarlo, según se dice en las DECRETALES.

BRO 6.° DE LAS DECRETALES.

La razón es que incluso un precepto sobre la forma accidental puede no mirar al provecho particular sino al común o a la dignidad y equidad en sí misma, y por tanto los particulares, al actuar, no pueden renunciar a ella.

8. TERCERA REGLA.—La tercera regla es que cuando la ley establece un acto que ha de revestir una solemnidad inventada por la misma ley, es señal de que la forma es sustancial y absolutamente necesaria; no así cuando

Lib. V. Distintas leyes humanas esa forma es añadida a un acto ya previamente establecido. Pueden servir de ejemplos las formas de los sacramentos, las cuales son sustanciales a ellos porque de una manera peculiar fueron por primera vez establecidas por Cristo Nuestro Señor. También en las leyes humanas hay repetidos ejemplos: de solemnidad en las enajenaciones, en las CLEMENTINAS; de solemnidad en las elecciones, en las DECRETALES; y otras semejantes. Pero esta regla, tomada en general, no satisface; sin embargo en un determinado sentido puede ser muy útil. Explicación de la primera parte: También una solemnidad accidental puede a veces ser establecida juntamente con la sustancial. Ejemplos: la mezcla del agua comenzó con la misma institución de la Eucaristía; en la consagración de un altar o de un cáliz, tal vez la Iglesia inventó y mandó a la vez no sólo la solemnidad sustancial sino también la accidental. Y al revés, puede ser que aunque un acto no se establezca por primera vez, se le añada por primera vez una forma sustancial, como se ve en los testamentos, en las enajenaciones y en las elecciones: últimamente eso fue lo que hizo el CONCILIO TRIDENTINO con el contrato matrimonial; asimismo, una forma antigua que antes no era sustancial, puede por una nueva ley convertirse en sustancial: así el año de prueba antes del CONCILIO TRIDENTINO no era sustancial para la profesión como lo es ahora, y sin embargo estaba ya establecido y a su modo era necesario. Luego hablando en general, esa señal no es necesaria ni suficiente. 9.

CUARTA REGLA.—LIMITACIÓN DEL

PO-

DER EN CONFORMIDAD CON LA FORMA PRESCRITA POR AQUEL QUE DA EL PODER.—Explicación

de la segunda parte, que podría constituir una nueva regla: Cuando el legislador que inventa y manda la forma da también poder para realizar el acto observando tal forma, es un gran argumento —y en lo legal casi infalible— de que tal forma es sustancial al acto; en cambio, cuando se da por supuesto el poder y se añade una nueva solemnidad, no se la tiene por sustancial si no se expresa eso con una cláusula especial. La primera parte es muy común, y la sostiene la GLOSA DE LAS CLEMENTINAS que dice que cuando desde un principio se da el poder bajo tal forma, la falta de esa forma anula el acto. Lo mismo piensa FELINO a propósito del capítulo Ex parte: como en éste el Pontífice da

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a ciertas personas la facultad de conceder determinadas prebendas con el consejo del obispo, dice que si las conceden sin el consejo del obispo, la concesión es nula por no haber observado la forma con cuya condición se dio el poder. Lo mismo dice a propósito del capítulo Cutn dilecta, y se prueba por el DIGESTO. Lo confirma muy bien el ejemplo de los sacramentos: como el poder que se ejercita en los sacramentos lo dio el mismo autor de los Sacramentos, la forma que El señaló es sustancial; en cambio la solemnidad que añadió la Iglesia es accidental. De aquí se sigue que cuando se delega el poder y se señala la forma de proceso para una causa, se juzga que la falta de tal forma vicia el acto, como prueba el citado capítulo Cum dilecta: Por lo cual, el proceso que ellos atenten en contra de la forma de nuestro rescripto y del orden legal, decretamos que sea inválido e inútil, y el capítulo Venerabili con su GLOSA: Cuyos procesos hemos casado por ser contrarios al tenor de nuestro mandato; la GLOSA explica el hemos casado, es decir, hemos declarado inútiles y nulos, se entiende por el defecto cometido en la forma. La razón es que el poder queda limitado en conformidad con la forma prescrita por aquel que da el poder; por tanto, el acto en que no se observa la forma, sobrepasa al poder, y así es nulo, como hecho sin poder; por consiguiente a la forma se la juzga sustancial. Y lo mismo se entiende aunque no se añada ninguna fórmula invalidante especial, porque en esto está la diferencia entre esta forma y las otras que dan por supuesto el poder: que por su modalidad especial lleva consigo la limitación del poder, y por tanto no necesita de otra cláusula invalidante. 10. En cambio, cuando se da por supuesto el poder y lo que se manda es la forma o una modalidad especial de proceso, si no se añade una cláusula invalidante la forma que se sigue es accidental y su omisión no se juzga que anule el acto. Esto enseñan la GLOSA y FELINO con otros, y así se dice en el capítulo Dilectus y en la a

ley 1. de Appellat. del CÓDIGO en la que a una

sentencia del pretor dada sin guardar el orden debido, se la llama no nula sino injusta. Lo mismo se halla en la ley penúltima, en la que a la sentencia recitada sin haberla escrito, aunque anteriormente fuese contraria a la forma

Cap. XXXI.

Leyes que dan forma sin cláusula invalidante

no se la juzgaba nula hasta que en esa ley se añadió la cláusula invalidante. Esto está muy bien basado en esta regla, diga lo que diga TiRAQUEAU.

Así también, la forma que se ha de observar al fulminar una sentencia de excomunión, es accidental, porque se la señala para quienes tienen ya poder para excomulgar y no se añade nada que signifique una mayor necesidad de esa forma. La razón es la contraria a la primera parte: esta forma da por supuesto un poder absoluto que podía obrar válidamente sin tal forma, y por tanto, si una nueva ley no suprime ni aminora expresamente ese poder, se juzga que el acto dimana del antiguo poder y que así es válido aunque se realice de una manera indebida por no observarse la nueva solemnidad o forma. Por consiguiente, para que a esa forma se la tenga por sustancial, es preciso que se diga expresamente en la ley. Tal vez es eso lo que se hizo en el capítulo Novit. 11.

EXPLICACIÓN DE LA REGLA.—Puede ex-

plicarse esta regla por otra que dan frecuentemente los juristas —y puede servir también para lo que se ha dicho acerca de las leyes prohibitivas—, a saber, que cuando la ley, al determinar la forma, añade que el acto no pueda hacerse de otra manera, impone una forma sustancial sin la cual el acto no es válido. Esta regla, si es verdadera, se cumplirá aun en el caso de que se suponga que el poder es anterior a la institución de la forma, porque al añadir la negación no pueda hacerse de otra manera, etc., no sólo se da una sencilla prohibición sino que además se limita el poder mismo o más bien se quita ese poder con relación a los actos que se realicen sin tal forma. Por esta razón puede ampliarse esta regla a todas las leyes que prohiben el acto con la expresión y no pueda de otra manera o sencillamente nadie pueda, etc. Puede servir de ejemplo la ley de las INSTITUCIONES que prohibe que el marido enajene la dote contra la voluntad de la mujer: en ella se pone la fórmula no pueda. Lo mismo se ha de decir de la ley que prohibe que el padre mejore al hijo más que en una determinada parte de la herencia, y de otras semejantes que emplean las palabras relativas al poder pueda o no pueda, según puede verse en todo el título 6.°, libro 5° de la RECOPILACIÓN de leyes de España. Y lo mismo de las leyes que establece que el menor impúber no puede hacer contratos, ni

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tampoco el púber si está bajo curatura, como se ordena en las PARTIDAS. Semejantes a estas son las leyes que fijan la cantidad de lo que se puede regalar, u otras que expresa o virtualmente añaden la cláusula que no puede regalarse más. Por eso dije en el capítulo XXII que a veces las leyes prohibitivas anulan los actos prohibidos aunque no añadan la cláusula propia para anular, porque se entiende que prohiben por defecto de una forma que dan por supuesta o que virtualmente establecen; esto se entiende que hacen las leyes que prohiben mediante la fórmula no pueda, porque siendo el poder la primera base de la validez de un acto, quien niega el poder quita la raíz de la validez y consiguientemente excluye la forma sustancial, la cual no puede emplear más que quien tenga poder. 12.

INTERPRETACIÓN DE LA FÓRMULA NO

pueda.—Esta regla sobre la fórmula No pueda la trae BARTOLO; la sigue FELINO; TIRAQUEAU enriquece muchísimo la lista. Por su parte BARTOLO establece cierta diferencia entre las fórmulas No puede —que es de presente— y No pueda, que mira al futuro: tratándose de esta última dice que la regla es válida, porque en ese caso se niega el poder también para el futuro, cosa que no se hace con la fórmula de presente. Pero esta diferencia no vale nada, como observan TIRAQUEAU y COVARRUBIAS con JASÓN; y puede darse como razón que la ley habla siempre, y por tanto, aunque con fórmula de presente diga No puede, cuando después se hace el contrato siempre dice eso, porque la ley perdura siempre, y así siempre se opone al acto quitando el poder: luego esa distinción no vale nada. 13. Sin embargo, no falta razón para dudar de esta interpretación, porque la fórmula No puede es ambigua y muchas veces no significa negación de poder —digámoslo así— de hecho sino de derecho. En efecto, aquello podemos sencillamente que podemos de derecho, y por eso se dice sencillamente que no podemos las cosas que no podemos hacer lícitamente; luego de la fórmula No pueda no se deduce suficientemente una falta de poder que anule el acto, sino únicamente una prohibición en cuya virtud no sea lícito el acto. Ciertamente la GLOSA DEL LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES que se suele citar para esto, única-

mente dice que la negación añadida a la palabra

Lib. V. Distintas leyes humanas Puede crea necesidad: esto es verdad, porque crea la necesidad consistente en la obligación; pero de ahí no se deduce que cree una necesidad que consista en la impotencia para el acto contrario en cuanto a su validez. Por consiguiente, cuando en el citado capítulo 1.° se dice No puede lícitamente, la GLOSA observa que la añadidura lícitamente sobra, porque eso ya había quedado dicho con la fórmula No puede: en efecto, aquello podemos que podemos de derecho, ya que las acciones contrarias a las buenas costumbres hay que creer que tampoco podemos hacerlas, como se dice en el DIGESTO. Por eso en el cap. Facial dice SAN AGUSTÍN que el hombre debe hacer por la salvación de otro lo que puede, pero que no debe pecar por la salvación de otro, y eso porque no puede lo que no le es lícito. Y así en las DECRETALES se dice que un cónyuge que conozca la existencia del impedimento de consanguinidad, no puede unirse con la otra parte porque no puede hacerlo lícitamente. Luego —dado que las palabras de las leyes que suenen a rigor se deben interpretar con benignidad—, aunque la ley diga No pueda, basta entenderlo en el sentido de lícitamente; luego eso no basta para anular sino para prohibir. Por consiguiente, BARTOLO y los otros autores que se han citado como defensores de aquella interpretación, parece claro que se basan en la regla de la ley Non dubium de que las acciones contrarias a las leyes prohibitivas son nulas. Ahora bien, según nuestra opinión y en los territorios en que la ley Non dubium no está en vigor, aquella interpretación no parece admisible. Y así, esa fórmula no establecerá una forma sustancial para la validez del acto, sino únicamente una forma o modalidad necesaria para la rectitud del acto, ya sea ésta sustancial ya accidental en orden a la validez. 14. D E LA FÓRMULA NO pueda SE H A DE JUZGAR POR LA MATERIA Y LAS CIRCUSTAN-

CIAS.—Esta objeción —a mi modo de ver— prueba que la doctrina y regla que se han dado sobre la fórmula No puede no es infalible ni suficiente si se atiende a ella sola: para dar un juicio completo acerca del sentido de esa fórmula, hay que tener en cuenta la materia y las otras circunstancias. Esto pensó también COVARRUBIAS, el cual además insinúa otra ambigüedad: en efecto, aunque la fórmula No pueda, puesta en la ley, se refiera al hecho mismo o a su validez y no a la conciencia, cabe la duda de si quita el poder únicamente civil —o sea, para obligarse civilmente—, o también para obligarse naturalmente. Por eso es preciso considerar las otras fórmu-

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las de la ley, y cuando ésas falten, se deberá considerar la materia. Puede —en primer lugar— considerarse si el acto al cual se da forma depende de un poder concedido por el príncipe, por el estado o por una autoridad jurídica —como es una sentencia, una elección, la enajenación de bienes comunes o eclesiásticos, y toda administración pública o que se realiza con autoridad pública, como es le oficio de tutor o curador y otros semejantes—, o si es un acto de propia autoridad y propiedad, como es hacer testamento, enajenar cosas propias, etc. Tratándose de la primera clase de acciones y cuando la ley prohibe el acto o su modalidad con la cláusula No pueda o no pueda de otra manera, etc., es muy probable la presunción de que esa fórmula prohibe el acto mismo de tal manera que si se hace de otra manera es inválido: lo primero, porque la ley parece hablar del poder que conceden ella misma o el príncipe, y lo segundo, porque se juzga que el que impone la forma es el mismo que da el poder, y así vale la regla que se ha dado antes de que esa forma es sustancial. Un ejemplo —al menos por comparación— lo hay en el CÓDIGO: N O se venden de otra manera que con la autoridad imperial, etc. BARTOLO observa que se trata de una forma sustancial. 15. ¿ Q U É DECIR CUANDO EL ACTO ES DE PROPIEDAD PRIVADA?—En cambio, cuando el

acto es de propiedad privada, el cual de suyo no depende de un poder concedido por la ley o el estado, la cosa es distinta: lo primero, porque entonces no se trata de quitar un poder que provenga de la ley o del estado, sino un poder que le compete a cada uno por el derecho natural o por derecho de gentes; y lo segundo, porque entonces la ley da por supuesto el poder para realizar el acto al cual ella da forma, y por tanto —en virtud de las palabras— no parece que la forma sea sustancial si eso no se explica con palabras bien expresas; ahora bien, no parece que sean tales las palabras no pueda de otra manera si por otro camino no puede constar que la intención de la ley es limitar sencillamente el poder de obrar y no sólo el de obrar lícitamente; por eso, para explicarlo, ordinariamente suelen añadirse palabras invalidantes. Y si no se añaden esas palabras, hay que atender a las circunstancias. En primer lugar, hay que examinar todo el texto, y principalmente a ver si la fórmula No pueda recae sobre el efecto u obligación que se produciría si el acto fuese válido, porque entonces es señal de forma sustancial: eso sucede, por ejemplo, cuando en el DIGESTO se dice que si no se expresa la causa, no puede establecerse una obligación.

Cap. XXXII.

Leyes que dan forma con cláusula invalidante

Hay que mirar, en segundo lugar, si —según la clase de materia y según la práctica— tales palabras suelen quitar la administración de los bienes o limitarla de tal forma qué no pueda ejercerse sin el consentimiento del otro o sin la autorización del juez. También en ese caso se juzga que la ley prescribe una forma sustancial o que quita sencillamente el poder moral: eso sucede con las leyes de testamentos y enajenaciones que aducíamos antes. En efecto, aunque la propiedad de las cosas sea de derecho de gentes en lo que se refiere al reparto de las cosas en general, sin embargo la manera particular de adquirir o traspasar la propiedad depende mucho del derecho humano; por eso, cuando la ley quita el poder de dar —sea de una manera absoluta, sea sin licencia o consentimeinto del otro—, o niega el poder de hacer testamento o nombrar heredero, o —al revés— quita el poder de nombrar herederos a otros además de estos determinados o de mejorar a alguno de ellos a no ser en una determinada parte de la herencia, y cosas semejantes, se juzga que la ley prescribe una forma sustancial, que esa ley quita sencillamente el poder, y que en consecuencia invalida el acto. Por último, la costumbre y la aceptación común de la ley en un sentido o en otro, puede pesar mucho para la solución de esta duda.

CAPITULO XXXII MANERA COMO IMPIDEN LA VALIDEZ DEL ACTO LAS LEYES QUE DAN FORMA A LOS ACTOS Y QUE AÑADEN CLÁUSULA INVALIDANTE

1. Es regla admitida y casi general que si una ley da forma y añade la cláusula de que si el acto se hace de otra manera no tenga valor, sea inválido o inútil o algo parecido, entonces la forma es sustancial y sencillamente necesaria para la validez del acto. Esta regla está generalmente admitida, se encuentra en las DECRETALES, la trae FELINO, que cita a otros, y consta por lo dicho acerca de la eficacia de las leyes sencillamente prohibitivas con cláusula invalidante, lo cual es lo mismo que prohibir con esa misma cláusula el que se haga de otra manera. Por consiguiente, lo único que conviene ad-

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vertir es que es necesario que las fórmulas contengan una invalidación de presente o por el derecho mismo, porque si no —como enseguida se explicará más—, no expresarán una necesidad absoluta para la validez del acto. 2. En efecto, a esta regla generalmente se le añade una aclaración, a saber, que vale para cuando la solemnidad se prescribe como obligatoria en la ejecución misma del acto —pues entonces es sustancial—, pero no si la solemnidad da por supuesto que el acto está ya ejecutado, pues entonces es señal de que es sólo accidental. Esta aclaración la puso BARTOLO, que en los escolios cita a otros muchos. Le siguen TUDESC H I S y FELINO, que cita a otros. También cita a otros TIRAQUEAU, sobre todo a BALDO. Ejemplos de lo primero son el de la solemnidad que se requiere al hacer testamento— para hacerlo se exigen en el mismo acto una determinada modalidad y un determinado número de testigos—, y el de la solemnidad que se requiere para las elecciones. Un ejemplo de lo segundo lo hay en la ley que exige que, si se hace una donación, se dé a conocer, o que por las ventas se pague tal gabela y que, si no se paga, no haya venta. La razón de lo primero es que cuando la forma se exige para el acto mismo y se añade que si se hace de otra manera no valga, la ley misma se opone inmediatamente a la validez del acto y por eso a tal forma —según nuestra manera actual de hablar— se la tiene por sustancial. La razón de lo segundo es que, cuando, la condición es para después, da por supuesto que el acto se ha realizado ya sin oposición de la ley y que consiguientemente es válido, y por tanto, aunque después parezca anularlo por la omisión subsiguiente, eso es a manera de pena, y por eso no tiene efecto inmediato hasta tanto que se aplique la pena, a no ser que la ley manifieste expresamente un rigor mayor, según las reglas que se dieron antes acerca de la ley penal. 3. Por eso he dicho que esta aclaración se ha de entender para cuando la ley añade de una manera absoluta la fórmula De otra manera no valga u otra parecida, pues si no añade esa fórmula, aunque ponga la solemnidad para el

Lib. V. Distintas leyes humanas acto mismo, no se sigue que sea sustancial, ya que también una forma accidental puede a veces requerirse para la misma ejecución de la cosa. Puede servir como ejemplo el juramento que «—según la ley Rem non novam— deben prestar los jueces al principio del juicio: se exige para el acto mismo, y sin embargo, aunque se omita, el acto es válido, como observa la GLOSA. Lo mismo sucede con la forma que se debe observar al dar sentencia de excomunión según el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, y en ese

sen-

tido se expresan los citados autores. Estos, sin embargo parece que se olvidaron de la otra parte, porque a veces la solemnidad se requiere para antes del acto: por ejemplo, para la enajenación de cosas eclesiásticas se requiere previamente el mutuo acuerdo de las partes, para las elecciones la investigación o información. Por mi parte pienso —conforme al sentir de estos autores— que esta solemnidad antecedente entra en la primera parte como perteneciente a la sustancia del acto. Esto pensó BARTOLO, y expresamente FELINO. Y la razón es que entonces se juzga que moralmente el acto comienza por tal solemnidad antecedente, y ya entonces, si la acción se hace de otra manera, la ley se opone a ella. Así pues, si esa limitación y doctrina se entiende de esta manera, parece aceptable, y por lo que se refiere a la segunda parte —de la condición subsiguiente— es favorable y no necesita más explicación. 4. LA D I C H A INVALIDACIÓN ALGUNAS VECES PUEDE SER PENAL, PERO ORDINARIAMENTE NO

LO ES.—Acerca de la segunda parte —de cuando la forma se requiere en el acto mismo y con cláusula invalidante—, pueden presentarse algunos problemas. Uno, si la invalidación se entiende que se produce por el derecho mismo al punto y antes de la sentencia, o si se requiere sentencia al menos declaratoria de tal defecto. Sobre esto hay que decir —brevemente— que la invalidación ordinariamente no es penal —como es evidente—, puesto que se impone por sí misma, o, mejor dicho, se sigue de la falta de forma aunque no haya de por medio culpa ninguna. Sin embargo algunas veces puede ser penal. Un ejemplo de ello hay en el capítulo Novit, en el que se manda a los obispos que no pongan ni depongan abades sin el consejo y asentimiento de sus frailes y después se anulan esos actos si se hacen de otra manera. La GLOSA observa sobre ello que esas invalidaciones son por el derecho mismo, pero hace mal en basarlas en la ley Non dubium, porque —según dije antes— esa ley sirve poco para la interpretación de los cánones; luego la razón de

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que sean por el derecho mismo es que eso se dice allí expresamente. Y que esa invalidación fue penal, se deduce más claramente del texto completo en que se dice: Y si acaso presumieres atentar en contra de nuestra prohibición, nosotros con la autoridad apostólica anulamos tales nombramientos, etc., y decretamos que carecen de toda fuerza y estabilidad. Quiero hacer notar la palabra presumieres, pues por ella consta bien claro que la invalidación se impone en castigo de la desobediencia y trasgresión. 5. E N LA ANULACIÓN NO PENAL, PARA QUE EL ACTO SEA NULO NO SE NECESITA SENTEN-

CIA.—Así pues, cuando la anulación no es penal, es cosa clara que no se necesita sentencia alguna para que el acto sea nulo de la manera que lo anula la ley, porque para esa nulidad de suyo no se requiere culpa sino que basta la falta de forma, ni hay ninguna razón para que se necesite sentencia a no ser que expresa o virtualmente se exija en la misma ley, según lo que se dirá al tratar del problema siguiente. En cambio, cuando la anulación es penal, puede parecer probable que se debe aplicar la regla de la ley penal, a saber que aunque la anulación se haya dado por el derecho mismo, no se incurre en ella antes de la sentencia declaratoria, aunque después la sentencia deberá tener efecto retroactivo hasta el momento del acto. A pesar de todo, como esta pena no es pura pena sino que incluye también la falta de forma sustancial, como cosa normal parece más probable que se incurre en ella al punto por ese capítulo aunque la razón de pena no bastase. Digo como cosa normal porque por las fórmulas de la ley tal vez alguna vez podrá hacerse excepción: así en el dicho capítulo Novit la palabra presumieres indica —según la doctrina común— que en esa pena no se incurre si el defecto se comete sin presunción, por ignorancia o por otra negligencia parecida, y consiguientemente indica que esa solemnidad no es sustancial sino únicamente una solemnidad que se requiere bajo esa pena, y por tanto es probable que entonces no se incurre en ella antes de la sentencia declaratoria. 6.

DICHAS

LEYES ¿ANULAN EN CONCIEN-

CIA?—Otro problema puede ser si las leyes que anulan por falta de forma, anulan el acto en absoluto —incluso en cuanto a la obligación natural en conciencia—, o solamente en el fuero externo. Pero acerca de este problema se han tocado ya muchos puntos anteriormente y también en el tratado del Juramento, y apenas puede establecerse sobre él una norma general: las leyes pueden darse en los dos sentidos y por tanto para conocer la clase de anulación, hay que te-

Cap. XXXII.

Leyes que dan forma con cláusula invalidante

ner en cuenta sus fórmulas, materia y circunstancias, según enseñan COVARRUBIAS y MOLINA. Juzgo que esto sucede ante todo con las leyes civiles. En cuanto a las leyes divinas positivas que determinan las formas sustanciales de algunos actos, es cosa clara que en consecuencia anulan al punto y por el hecho mismo y en conciencia el acto al que falta tal forma entera, como se ve por el tratado de los Sacramentos y del Sacrificio de la Misa. Lo mismo pienso —en segundo lugar— acerca de las leyes canónicas que determinan formas semejantes, sobre todo si de alguna manera tocan materias de sacramentos y —en su tanto— también de sacramentales. Así puede verse en la solemnidad sustancial que se requiere para el contrato matrimonial por determinación del CONCILIO TRIDENTINO. Y lo mismo disponen muchas veces las leyes acerca de las órdenes, las cuales si no se hacen de tal o cual manera, las anulan, según el D E CRETO. Pero en estos casos la anulación se ha de acomodar a la materia, pues es solamente una suspensión, y por tanto, si se impone por el hecho mismo, se incurre en ella al punto sin más sentencia lo mismo que en una censura. Lo mismo puede observarse también en las consagraciones y bendiciones establecidas por la Iglesia, por ejemplo, en la primera tonsura, en la consagración de altares y cálices, porque, si no se guardan las formas establecidas por la Iglesia, serán nulas y —sin más declaración— se deberán repetir, ni será lícito antes hacer uso de tales cosas como de cosas bendecidas o consagradas. Tratándose de otros actos más temporales o externos —como son las enajenaciones, elecciones, juicios, etc.—, la cosa puede parecer más dudosa; sin embargo, juzgo que se debe decir lo mismo, porque estas leyes —según dije— no se basan en una verdadera pre'sunción, y así lo que directamente pretenden es la realidad o la nulidad del acto en sí misma y no sólo en orden a la prueba o a la acción judicial humana. 7. LOS ACTOS QUE SON NULOS POR EL DEREC H O CIVIL POR FALTA DE FORMA, LAS MÁS DE LAS VECES SON NULOS EN CONCIENCIA.—Más fá-

cilmente puede suceder esto tratándose de las leyes civiles, porque lo que principalmente se pretende en el derecho civil es la paz y el gobierno externo, cosas que suelen realizar los jueces. Sin embargo, creo que con más frecuencia la verdad es que los contratos y actos que son nulos por el derecho civil por falta de forma, son nulos en conciencia, sobre todo cuando pertenecen a la administración pública, como son las sentencias, las elecciones y otros actos semejan-

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tes, los cuales dependen mucho de las mismas leyes y del poder público, y por tanto, si la ley misma se opone a ellos invalidándolos, produce su efecto al punto, ya que no se basa en una falsa presunción sino en que así conviene al bien común. En cambio tratándose de otras leyes que atienden más al bien de los particulares y dan forma a los contratos, a los testamentos y a otras cosas semejantes, a veces suelen las leyes no anular la obligación interna ni impedir la validez natural del acto sino únicamente o negar acción judicial o anular tal instrumento o escritura de suerte que no haga fe en juicio; pero alguna veces anulan el acto en absoluto, incluso en cuanto a su validez natural. Sobre esto, es preciso examinar con exactitud las fórmulas de la ley e interpretarlas siempre en sentido estricto, porque la materia es odiosa. Sin embargo, tengo por verdad que siempre es lícito en conciencia hacer uso de estas leyes para anular los actos, y que aquel que ha quedado excusado de alguna obligación o promesa o que posee alguna cosa mediante una sentencia justa dada según esa ley, la posee con seguridad de conciencia y está excusado del cumplimiento de la obligación mientras la ley civil no sea derogada por la canónica y se observe como justa en su fuero. En efecto, aunque tal vez la ley por sí sola no suprima del todo la obligación natural, da poder al juez para anular del todo el acto y en consecuencia para suprimirla o para traspasar la propiedad de la cosa: esto no sobrepasa las atribuciones de la ley civil y, supuesto que exista tal ley, es necesario que pueda observarse sin ocasión de injusticia ni pecado. Por ejemplo, tratándose de la ley que determina la solemnidad del testamento, aun concediendo que por sí sola anula el testamento pero no la voluntad del difunto y que por tanto quien ha sido hecho heredero en un testamento falto de solemnidad puede retener la herencia con seguridad de conciencia mientras no lo exija otro —porque está moralmente cierto de la voluntad del difunto—, sin embargo aquel que debiera ser sucesor de la herencia en caso de no haberse hecho testamento, podrá con seguridad de conciencia entablar pleito y reclamar la herencia y, si la obtiene, retenerla, porque la ley le concede esto y —al menos mediante sentencia— la herencia se le aplica a él de una manera eficaz. 8.

¿ Q U É DEFORMACIÓN DE LA FORMA BAS-

TA PARA ANULAR EL ACTO? ALGUNOS PIENSAN QUE UNA PEQUEÑA DEFORMACIÓN NO MERECE

SER TENIDA EN CUENTA.—El último problema

puede ser qué grado de deformación de la for-

Lib. V. Distintas leyes humanas ma sustancial basta o es necesario para anular el acto, pues esa forma es divisible y requiere varias palabras, acciones o testigos, o cosas semejantes, y por eso puede omitirse total o parcialmente, y en cosa grave o en cosa leve. Si se omite del todo o en cosa grave, es cierto que se anula el acto. Pero la duda suele ser cuando lo que se omite es cosa leve o muy pequeña, pues algunos creen que entonces el acto no se anula, porque en cosas morales lo poco es igual a nada. Así piensa MOLINA y cita a MOLINA —con BARTOLO y otros— que dice que la omisión de una solemnidad pequeña no vicia el acto; y lo mismo piensa ALVAR. VALAS.: ¿Qué resulta si no se hace algo de lo que el pretor mandó que se observase como cosa leve? GREGORIO LÓPEZ, al citar esta opinión, no la condena. También parece dar esto por supuesto FELINO con otros muchos que cita. Y si se pregunta qué omisión de solemnidad debe ser ju2gada leve, responden que esto se debe dejar al arbitrio de las personas prudentes. 9. LOS ANTIGUOS PIENSAN QUE EL ACTO RESULTA NULO POR CUALQUIER OMISIÓN.—La opinión contraria —a saber, que el acto queda viciado o anulado por cualquier omisión de la forma sustancial o de una parte de ella—, la sostienen bastantes antiguos que cita GREGORIO LÓPEZ —ALBERTO, ÁNGEL, JUAN DE ANDRÉS—

a cuya opinión se inclina él mismo. La sostiene también AZOR. Pone como ejemplos los casos de que en un testamento falte un testigo o en una elección uno de los electores: esto es indudable, pero puede responderse —y no sin razón— que esas solemnidades, según la prudencia, no son leves sino graves. Otro ejemplo es el de la inversión del orden prescrito para los procesos, como en pedir consejo antes o después del acto: parece una falta leve, y sin embargo anula el acto, según las D E CRETALES. Pero tampoco esta omisión debe ser tenida por leve, pues el consejo —como observó FELINO— hubiese podido influir en la sentencia. Otro ejemplo puede tomarse del DIGESTO: en él se dice que la transacción es nula no sólo cuando el pretor la permite sin conocimiento de la causa, sino también, dice, si no ha investigado todos los puntos que manda el rescripto —a saber, la causa, el modo, las personas— aunque haya investigado algunos. Luego sea lo que sea lo que se ha omitido

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de la forma sustancial, el acto queda viciado. Causa de ello puede ser que la esencia de una cosa consiste en algo indivisible, como dicen los filósofos; pues así también, la forma consiste en la integridad, y por eso una pequeña falta la vicia, como dio a entender también BALDO. 10.

CIÓN.

OPINIÓN

MÁS

SEGURA.—UNA

DISTIN-

LOS CAMBIOS QUE HACEN VARIAR EL

SENTIDO DE LAS PALABRAS, SIEMPRE INVALIDAN EL ACTO AUNQUE EL CAMBIO SEA SÓLO DE UNA

LETRA.—Así pues, esta opinión parece más segura en la práctica, sobre todo porque si eso se deja al arbitrio de las personas prudentes, pierden mucha fuerza las leyes que dan forma sustancial a los actos, y, si una vez se da lugar o se permite la excepción, apenas puede darse otra regla. Por otra parte, no está mal la distinción que trae FELINO tomada de IMOLA: que cuando consta que el orden es sustancial, cualquier omisión en él vicia el acto —sea leve o grave el perjuicio que produzca—, y en cambio cuando la cosa es dudosa, entonces se puede distinguir entre perjuicio leve y grave: lo mismo se puede decir razonablemente en cualquier duda sobre la forma sustancial. También puede aplicarse a esto la doctrina que suele darse sobre el cambio en la forma de los sacramentos: si es, digámoslo así, formal —es decir, si cambia o destruye el sentido de las palabras, aunque sea por el cambio de una sola letra—, siempre vicia el acto; en cambio si es material —es decir, si las palabras conservan la misma significación—, no lo vicia. En el primer caso, el cambio u omisión siempre es grave aunque parezca versar sobre una cosa pequeña; por el contrario, el segundo cambio puede llamarse leve aunque por tratarse de una cosa sensible parezca mayor. Pues lo mismo en lo que ahora tratamos: si la omisión de una cosa que parece pequeña es contraria a la intención y pensamiento de la ley, entonces siempre vicia y no se la puede tener por leve sino por grave, porque puede importar mucho; en cambio, si no sólo se trata de una circunstancia materialmente leve sino que además parece importar poco para el fin de la ley, entonces no parece viciar, porque es como nada. De esta manera pueden conciliarse los dichos autores, ya que, si se examinan con atención los ejemplos que aducen o las ocasiones en que hablan, parece que hablaron en el sentido dicho.

Cap. XXXIII.

Comienzo de la invalidación

CAPITULO XXXIII ¿CUÁNDO LAS LEYES INVALIDANTES COMIENZAN A PRODUCIR E L EFECTO DE LA INVALIDACIÓN? 1. LAS LEYES INVALIDANTES SON NORMA GENERAL DE LAS ACCIONES Y POR CONSIGUIENTE,

PARA QUE OBLIGUEN, DEBEN SER PROMULGADAS.—Aunque más arriba se haya hablado de

la ley, sin embargo, como de algunas leyes invalidantes se juzga que tienen algo especial, hay que explicarlo ahora brevemente. En primer lugar, doy por supuesto que una ley invalidante no anula el acto hasta tanto que se haya promulgado solemnemente. En esto están de acuerdo todos. Y la razón es que antes de la promulgación no es ley. Se dirá que esto es verdad en cuanto a la fuerza obligatoria, porque la obligación llega a tener lugar mediante el conocimiento, el cual se da por medio de la promulgación; pero no sucede lo mismo con la virtud invalidatoria, porque la invalidación no depende del conocimiento, y por tanto —según dijimos antes— tiene lugar incluso en contra de los que la desconocen. Se responde que, aunque en esto haya alguna diferencia —porque la invalidación en cada caso particular no se realiza, como la obligación, por la aplicación de la conciencia—, sin embargo coinciden en que ambas deben realizarse mediante una regla pública y notoria y, por consiguiente, propuesta a todos, cosa que únicamente se hace por la promulgación. La razón es que también la ley invalidante es regla general de las acciones humanas, y por tanto debe de suyo ser justa y, en consecuencia, propuesta públicamente también como invalidante, porque es necesario que la gente sepa cómo pueden y deben realizar sus acciones para que sean válidas; de no ser así, se seguirían innumerables inconvenientes en la comunidad, y por eso, también para este efecto es naturalmente necesaria la promulgación de la ley. 2.

SEGÚN SE DIJO,

BASTA UNA SOLA PRO-

MULGACIÓN HECHA EN LA CORTE DEL PRÍNCIPE O EN LA METRÓPOLI.—Doy por

supuesto

—en segundo lugar— que de suyo y para ese efecto, basta una sola promulgación hecha en la corte del príncipe o en la metrópoli del reino. Esto es aplicable tanto a las leyes civiles como a las canónicas, conforme a lo que se dijo antes acerca de ambas. Una prueba de ello es también que ni por la naturaleza de la cosa o por sola la razón, ni por ningún derecho positivo se exige otra cosa tratándose de estas leyes. Algunos modernos, sin embargo, piensan lo contrario por lo que se refiere a las leyes canó-

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nicas invalidantes, a saber, que aun después de promulgadas en Roma, no tienen efecto hasta tanto que se promulguen en cada una de las provincias. Así piensa MEDINA. Se cita también a SOTO pero —según diré— sin razón. El argumento que aducen es que las invalidaciones eclesiásticas se refieren a cosas más graves y de mayor importancia, y que por tanto no conviene que se obre de otra manera. Se responde que para establecer una regla fija y tratándose de una cosa no necesaria por solo el derecho natural, no bastan las conjeturas si no hay una ley positiva. Por tanto esa razón a lo sumo indica que a veces puede ser conveniente establecer otra manera de promulgación, pero de ahí sólo se puede deducir que a la prudencia de los prelados y pontífices toca determinar también en sus leyes la forma de la promulgación según la calidad de la materia, pero no que ello sea naturalmente necesario si no se dice en la ley expresamente. Un ejemplo muy bueno lo hay en el CONCILIO TRIDENTINO: en la ley que anula el matrimonio clandestino declaró expresamente que sería necesaria la promulgación en cada una de las diócesis, porque la materia era gravísima y si se obraba de otra manera podrían seguirse muchos inconvenientes. Sin embargo, de ahí —argumentando con lo particular del caso— más bien se saca un indicio de que eso no es necesario si no se dice expresamente en la ley. Esto quedará más claro por lo que luego diremos. 3. DESPUÉS DE LA PROMULGACIÓN, BASTAN DOS MESES PARA QUE UNA LEY INVALIDANTE TENGA SU EFECTO; ESE TIEMPO ES NECESA-

RIO.—Hay que dar por supuesto —en tercer lugar— que, una vez hecha la promulgación en la corte del príncipe, basta el tiempo ordinario de dos meses para que en adelante la ley invalidante comience a tener su efecto. Así piensan todos.y así se deduce de la auténtica Uf novae constitutiones, la cual habla manifiestamente de la ley invalidante. Y la razón es que ninguna ley ni constitución hay que exija mayor espacio de tiempo para las leyes invalidantes qué para las otras. Tampoco es ello necesario por sola la naturaleza de la cosa, porque, por esta parte, lo que basta para obligar basta también para anular. De esto se sigue que ese tiempo, tratándose de estas leyes, se ha de entender de la misma manera que tratándose de las otras, conforme a lo que dijimos antes, pues se entiende de las leyes del Sumo Pontífice y respecto de aquellas regiones para las cuales ese tiempo es suficiente, puesto que, si distan más, se debe conceder un tiempo prudencialmente más largo: esto es especialmente necesario tratándose de estas leyes por los inconvenientes que de la anulación podrían seguirse.

Lib. V. Distintas leyes humanas 4. En consecuencia, hay que decir —en cuarto lugar— que, tratándose de las leyes civiles, ese tiempo es necesario para que la ley empiece a anular los actos contrarios a ella. Eso enseñan todos los doctores que citaré enseguida. La razón es que tampoco hay ninguna ley civil que para este efecto se contente con un tiempo más breve. Más aún, la citada auténtica, que concede el espacio de dos meses, habla de las leyes testamentarias que contienen invalidación. Además, esa ley, antes de pasado ese tiempo, no tiene fuerza de ley respecto del lugar para el cual se necesita ese tiempo, o al menos no está suficientemente aplicada a él; luego de la misma manera que no obliga, tampoco invalida allí. Finalmente, si la ley anula el acto, obliga a no hacerlo de la manera que se ha dicho antes; ahora bien, antes de pasado ese tiempo no obliga; luego tampoco anula. 5. PIENSAN BASTANTES QUE LAS LEYES CANÓNICAS TIENEN EFECTO INVALIDATORIO EN CUANTO SE HACE EN ROMA LA PROMULGACIÓN

SOLEMNE.—Sólo queda una dificultad acerca de las leyes canónicas, pues muchos canonistas piensan que esas leyes tienen efecto invalidatorio en cuanto se hace en Roma la promulgación solemne. Esto sostienen TUDESCHIS, DKCIO, FELINO y casi todos los comentaristas del capítulo Noverit, JUAN DE ANDRÉS y la GLOSA con el texto del LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, TORQUEMADA, JUAN STAFILO, AZPILCUETA, SOTO, SILVES-

TRE y DE ROSA. Se basan en algunos decretos del LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES que parecen

suponer que las constituciones apostólicas tienen este efecto inmediatamente. Por consiguiente, la razón es únicamente que los Pontífices pueden hacer esto y manifestaron que querían hacerlo; luego lo hacen. 6. ESTA REGLA NO SE ENTIENDE DE TODAS LAS LEYES CANÓNICAS SINO SÓLO D E LAS LEYES PONTIFICIAS QUE TIENEN LA CLÁUSULA Desde

ahora.-—Pero hay que observar —en primer lugar— que esta opinión no se ha de entender en absoluto de todas las leyes canónicas, porque en este sentido no se prueba con ningún texto jurídico ni sería conveniente por las razones aducidas en el segundo y cuarto arguitnento, que son también aplicables aquí. Por es;o, cuando una ley eclesiástica invalidante se da sencilla-

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mente sin añadir ninguna cláusula que excluya con suficiente claridad ese tiempo, es manifiesto que no invalida antes de pasado el tiempo ordinario que en cada una de las provincias se necesita para que las leyes obliguen. Prueba: Mientras una ley nueva no excluye el derecho antiguo ordinario ni se opone a él, hay que juzgar que se da en conformidad con él, pues la derogación de un derecho siempre se debe evitar en cuanto se pueda, como diré después; ahora bien, por el derecho común y antiguo se requiere aquel tiempo: más aún, en cuanto que es necesario para que la ley llegue a conocerse, parece naturalmente necesario; luego si la ley nueva no lo excluye, se ha de entender en conformidad con él. Esto lo confirman también las razones anteriores. Por consiguiente, con más razón aún consta que cuando una ley canónica concede expresamente un tiempo más largo para comenzar a obligar, en consecuencia lo concede también para comenzar a invalidar —a no ser que de una manera clara y expresa diga otra cosa—, porque es también un derecho ordinario que la ley no invalide antes de obligar. 7. Así pues, la opinión de que tratamos, a lo sumo es verdadera tratándose de las leyes pontificias que tienen la cláusula Desde ahora u otras semejantes, ya que esas cláusulas parecen excluir toda dilación, pues de no ser así, serían superfluas. En ese sentido hablan de ellas expresamente TUDESCHIS y otros que se han citado antes, y en la misma forma habla la GLOSA, que aprueban en general el CARDENAL, BONIFACIO y otros en las CLEMENTINAS, y les siguen los teólogos modernos en general y SÁNC H EZ, que cita a otros; de su opinión no debemos apartarnos, porque en realidad este parece ser el pensamiento de los Pontífices. Pero hay que observar que las leyes de esa clase en que se ponen esas cláusulas, normalmente tratan de determinadas cosas o acciones sobre las cuales el Pontífice puede disponer y dispensar libremente, como son los beneficios y la concesión de ellos, y por tanto, tratándose de ellos, muchas veces inhabilita las personas o impide la validez de la concesión a partir del día de la promulgación. Así lo hizo recientemente Clemente VIII en este reino de Portugal estableciendo un nuevo impedimento —por defecto de raza— para ciertos beneficios eclesiásticos, y Sixto V hizo y declaró también esto respecto de las profesiones religiosas, porque la validez

Cap. XXXIII.

Comienzo de la invalidación

de la profesión depende también de la aceptación de la Sede Apostólica. 8. Pero tratándose de otras cosas que no dependen así de la libre determinación de los Pontífices sino que suponen algún derecho natural que a veces la ley humana modifica, eso nunca se hace sin conceder tiempo suficiente para que la ley llegue a ser conocida: lo primero, porque ordinariamente eso sería nocivo para el bien co•mún; y lo segundo, porque parecería ser de alguna manera contrario al derecho natural, según se explicó con el ejemplo de la ley del Concilio Tridentino que anula los matrimonios clandestinos. Pero aunque esto sea así, sin embargo siempre se ha de presumir a favor de la ley, y por tanto, siempre que una ley canónica tenga una cláusula de esas, en cuanto llegue a ser conocida se ha de observar para evitar el peligro de nulidad. Y si por ignorancia se ha hecho algo contrario a ella y tiene ser permanente de cuya subsistencia y realidad dependen otros efectos, por la misma causa de evitar el peligro se debe suplir el defecto. 9. Mas ¿qué hacer si la ley —entendida así— parece demasiado gravosa y contraria al bien común? ¿Será lícito apelar al mismo Pontífice y entretanto no observar la ley? Se responde que, aunque tratándose de rescriptos particulares, se admita esta clase de apelación o suspensión —según el capítulo Significaste con las observaciones que allí se hacen— porque tales rescriptos muchas veces dependen de un hecho cuyo desconocimiento es admisible en el Pontífice, pero tratándose de leyes generales, como observan los doctores no se admite esa clase de apelación o suspensión, porque en el Pontífice no se presume desconocimiento del derecho y del bien común, y aunque la ley general en algún lugar traiga algún inconveniente, no por eso pierde su eficacia. Por tanto en ese caso puede, sí, apelarse al Pontífice, pero entretanto obsérvese la ley, porque siempre podrá observarse sin malicia y por lo demás ella de suyo obliga aunque contenga algún inconveniente o dificultad. 10.

OTRA

PREGUNTA.—Preguntará

alguno

—acerca de las leyes invalidantes, tanto civiles

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como canónicas— si durante el espacio de tiempo en que aún no obligan ni producen su efecto de anular el acto o de inhabilitar las personas que no consientan en ello, al menos producen ese efecto si quiere y acepta la anulación o inhabilitación aquel a quien puede afectar la ventaja o desventaja de tal invalidación. En efecto, puede parecer que uno puede hacer uso de una ley invalidante —favorable para él— incluso antes del tiempo señalado por la ley para obligar: lo primero, porque ese tiempo se concede en favor y beneficio de los contrayentes, y uno puede renunciar a él; y lo segundo, porque aunque el legislador no quiera obligar antes v. g. de pasados dos meses, sin embargo le agradará que todos los que lleguen a conocerla la observen antes; luego por igual razón es de creer que quiera que, si el subdito desea también someterse enseguida a la ley, el acto sea inválido. A esto parece favorecer BARTOLO, el cual dice que, aunque los estatutos que causan perjuicio no tienen efecto antes del tiempo fijado, sin embargo los que son ventajosos producen su efecto inmediatamente. La misma distinción hace TORQUEMADA. 11.

PENSAMIENTO

DEL AUTOR.—Esto

no

obstante, hay que decir que cuando una ley invalidante difiere el efecto de la invalidación o de la inhabilitación hasta un determinado tiempo y hasta que se realice una determinada forma de promulgación, la ley no puede producir ese efecto antes, y que esto no depende de la voluntad de los subditos ya se trate de la dilación para ellos de una ventaja o de una desventaja: esto es muy accidental, y la ley mira al bien común, para el cual conviene que en esto se establezca una regla fija. Un ejemplo evidente de ello hay en el decreto que anula el matrimonio clandestino: en ninguna parte pudo tener efecto ni inhabilitar a ninguna persona —-por mucho que ella lo quisiera— para contraer de esa manera, si no era observando el orden y modo prescrito por el Concilio Tridentino, porque el legislador no quiso que la ley tuviera efecto de otra manera, ya que así convenía para el bien general de la Iglesia. Luego lo mismo sucede con todas las leyes

Lib. V. Distintas leyes humanas de esa clase cuando en ellas se señala la forma en que han de promulgarse y el tiempo en que han de comenzar a invalidar. Y lo mismo hay que decir cuando la ley no declara nada especial sino que comienza a obligar y a tener efecto según el derecho común. En efecto, la razón es la misma para el tiempo que el derecho común prescribe con relación a una ley así, que para el tiempo que —cuando en ella se expresa— la ley designa en particular: también la primera ley suspende su efecto hasta el tiempo señalado y no deja la suspensión a la voluntad de los subditos. Lo primero, porque no tiene en cuenta la ventaja particular sino el bien común; lo segundo, porque podrían seguirse engaños y otros inconvenientes y escándalos; finalmente, porque la ley habla para todos indistintamente. 12. Por lo cual, nunca esta ley comienza a tener efecto con relación a quien quiera observarla antes que con relación a quien no quiera. En efecto, si la ley está suficientemente promulgada y ha pasado el tiempo suficiente para que tenga efecto, lo tiene también sobre los que la desconocen y los que no quieren cumplirla; en cambio, si la promulgación no es todavía completa con el tiempo suficiente para su divulgación, no tiene efecto alguno ni siquiera sobre los que quieren cumplirla, porque esto no depende de la voluntad de ellos sino de la del príncipe. Por lo que toca a lo que se aducía sobre la obligación de la ley, en parte hay semejanza y en parte no. Hay semejanza en que el subdito —aunque lo quiera— no puede estar obligado a la ley antes del tiempo determinado, porque el legislador no quiso obligar antes. Pero hay diferencia en cuanto a la ejecución de la ley en el acto mandado o prohibido: este acto el subdito —si quiere— puede ejecutarlo sin obligación; en cambio la anulación no puede ejecutarla, porque ésta no depende de él sino d é l a ley. En cuanto a BARTOLO y TORQUEMADA, no hablan de las leyes invalidantes sino de los privilegios que se conceden en favor de los particulares.

CAPITULO XXXIV LAS LEYES PUNITIVAS ¿AFECTAN TAMBIÉN A LOS ACTOS INVÁLIDOS?

1. Este problema puede ser común a las leyes penales y a las invalidantes, y por eso este libro, en que hemos tratado de ambas, será

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oportuno terminarlo con su estudio y solución. Puede suceder que se dé una ley penal contra quien administra un sacramento, contra quien contrae matrimonio en determinada forma, o contra quien hace testamento u otro acto semejante, acto que uno después ejecuta externamente pero con algún impedimento invalidatorio del acto. Pues bien, el problema es si quien de esa manera ejecuta un acto que está prohibido bajo una determinada pena, incurre en ella. La razón para dudar es que si el acto es nulo, sólo en un sentido equívoco lleva el nombre de tal acto: un bautismo nulo no es bautismo, y un testamento falto de la solemnidad sustancial no es testamento; ahora bien, las leyes penales no castigan los actos aparentes sino los verdaderos; luego no afectan a tales actos. Primera confirmación: Las fórmulas de las leyes penales se han de interpretar en sentido estricto y más propio; luego no han de alcanzar a los actos fingidos sino restringirse a los verdaderos. Segunda confirmación, por inducción: Quien niega externamente la fe por temor a los castigos pero la conserva internamente, no incurre en las penas de los herejes, pues aunque aparezca como hereje, en realidad no lo es. Asimismo, quien hiere a otro de muerte, si de hecho el otro no muere aunque sea por mi* lagro, no incurre en las penas del homicidio, por ejemplo, en la irregularidad, etc., y eso únicamente porque el acto no llegó a efecto; luego lo mismo sucederá con todos los actos que por su nulidad no producen efecto. Asimismo, un notario que ponga una falsedad en un documento público, si acaso ese documento por otros capítulos es inválido y nulo, según el CÓDIGO no incurre en las penas de los falsificadores. 2. Pero en contra de eso está que, aunque el acto sea nulo en cuanto al efecto moral, sin embargo es un verdadero acto real ejecutado externamente en contra de la prohibición de la ley; luego por él no se incurre en la pena de la ley menos que si fuese válido. El antecedente aparece claro en los ejemplos aducidos. Quien hace una escritura, en realidad la hace externamente y pone en eÚa una falsedad: el que después esa escritura sea válida o no, es algo accidental respecto de la intención de quebrantar la ley. Y lo mismo sucede con el matrimonio clandestino si acaso resulta que es entre afines o cosa parecida. La razón es que la ley de suyo prohibe ese

Cap. XXXIV.

Las leyes penales ¿afectan a los actos inválidos?

acto externo en cuanto que procede de la intención de obrar en contra de la ley; ahora bien, todo esto se da en nuestro caso; luego la pena de la ley alcanza también a quien obra de esa manera. Confirmación: Ese acto así realizado es digno de esa pena porque es malo y porque en cuanto puede es contrario a la intención de la ley. Una última confirmación: De no ser así, por un acto nulo nunca se incurrirá en la pena de la ley, ya que no hay mayor razón para uno que para otro acto, y si las anteriores razones son probativas, prueban para todos los casos; ahora bien, esta consecuencia es falsa: de no serlo, el excomulgado que absuelve sacramentalmente no quedaría irregular, dado que la absolución que da es nula; y lo mismo sucedería con quien a sabiendas rebautizase, porque el segundo bautismo es también nulo; y así en otros casos. 3. PRIMER PUNTO CIERTO.—En este tema hay algunos puntos ciertos. Uno es, que el acto que se intenta en contra de una ley prohibitiva, aunque tal vez sea nulo, es malo y digno de pena, y por tanto justamente puede el juez castigarlo como él merezca. Esto prueban todas las razones aducidas en el segundo lugar, porque ese acto es humano y moral y contrario a la razón, ya que —en cuanto depende de la intención del que lo hace— es contrario a la ley; luego es digno de pena, y consiguientemente el juez puede también castigarlo por ser vengador de los trasgresores de las leyes. Y no sólo los actos consumados sino también los intentados en contra de la ley, son dignos de pena. En esto todos coinciden. Pero dudan si a ese acto hay que tenerlo por consumado o sólo por intentado, y, en consecuencia, si se le debe la pena ordinaria de la ley o una pena extraordinaria, y —lo que más nos toca a nosotros—, en el caso de que la ley imponga una pena o censura por el hecho mismo, si por tal acto se incurre en ella. 4. Es cierto —en segundo lugar— que algunas veces, por un acto nulo, se incurre en la pena de la ley. También esto lo prueban algunos de los ejemplos aducidos en las últimas razones. No menos cierto es —en tercer lugar— que por un acto nulo no siempre se incurre en tal pena. Esto prueban también algunos de los

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ejemplos puestos en el primer lugar; enseguida aduciremos otros. Así pues, queda la dificultad de explicar cuándo un acto nulo basta para incurrir en la pena de la ley y cuándo no, y cuál es la regla que puede observarse en esto. 5.

REGLA COMÚNMENTE ADMITIDA.—En

es-

te punto, la regla comúnmente admitida es que se debe mirar a la intención primaria de la ley: si lo que principalmente pretende es castigar el acto puramente externo y la mala intención de quien lo hace sin atender al efecto jurídico, entonces por el acto nulo se incurre en la pena de la ley, según el DECRETO, en el que la G L O SA y otros hacen notar esto. Pero si a lo que principalmente mira la ley es al efecto y por él es por lo que castiga el acto, entonces, no siguiéndose el efecto, cesará la pena de la ley y consiguientemente por un acto nulo no se incurrirá en ella, ya que ese acto no produce el efecto por el cual principalmente se pone la pena de la ley. Esta regla la tomo de BARTOLO; la trae también FELINO, que cita a otros y aduce distintos ejemplos en los cuales no coinciden todos los doctores que cita; aduce además varias explicaciones y limitaciones que demuestran que esa regla es bastante oscura. En efecto, aunque sus partes parecen ser verdaderas —puesto que la ley produce efecto según la intención principal del que la da—', pero queda oscuro cuándo una ley pretende castigar solamente el acto o su efecto y qué regla se debe observar en esto. Para explicar esto, voy a añadir brevemente algunas tesis o reglas. 6.

PRIMERA TESIS.—RESPUESTA A LA RAZÓN

DE BALDO.—Digo —en primer lugar— que cuando una misma ley invalida el acto y pone una pena para quien lo ejecute, por el acto nulo se incurre en esa pena. Esta tesis es de BARTOLO, FELINO y de otros que cita TIRAQUEAU, y es bastante conforme a la primera parte de la regla anterior, pues entonces aparece bastante clara la intención de la ley: si al anular el acto lo castiga, demuestra con bastante claridad que lo que quiere es castigar el acto aunque éste no tenga efecto jurídico, ya que la ley misma lo impide. Ni es obstáculo para esto la razón de BALDO, que arguye diciendo que por un acto nulo no se

Lib. V. Distintas leyes humanas incurre en la pena porque de la nada no sale nada. Esto —repito— no es dificultad, porque un acto nulo no es del todo nada, ya que, aunque bajo el aspecto v. g. de venta sea nulo, pero es un intento de venta nacido de mala intención, y por tanto con razón puede ser castigado y de hecho tal ley lo castiga. Tampoco será dificultad el que la ley a un mismo tiempo invalide el acto y lo castigue, porque la invalidación puede no ser pena pero ser conveniente por sí misma —sea por el bien común, sea para resarcir algún daño, y además de esta compensación el acto es susceptible de castigo—, o aunque sea pena, puede el acto ser digno de ella de distintas formas. De la primera manera anuló el CONCILIO DE TRENTO el matrimonio clandestino, y sin embargo manda que quienes de esa forma lo contraigan nulo sean castigados. De la segunda manera anula el derecho la venta simoníaca de un beneficio, y sin embargo la castiga con otras varias penas. Muy de acuerdo con esto está el CÓDIGO cuando dice que quien vende una cosa sagrada, aunque jurídicamente la venta no tenga lugar, sin embargo incurre en crimen de lesa religión. Lo mismo puede confirmarse por el DIGESTO, por el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES y por las CLEMENTINAS.

7. OBJECIÓN DE LA LEY Ea qutdem.—Puede objetarse la ley Ea qutdem. En ella se dice que si uno ha vendido un escalvo con la condición de que no pueda concedérsele la libertad y añadiendo una pena contra quien no cumpla la condición, aunque después el dueño le manumita no conseguirá lo que pretende ni el siervo conseguirá la libertad, pero el primer vendedor del esclavo no podrá exigir al manumitente la pena, porque el acto fue nulo. Ahora bien, la pena se había puesto en el mismo contrato que anulaba la manumisión, y así BARTOLO deduce de ahí que no basta para contraer la pena que el acto —de hecho— sea contrario. Respondo que en ese caso no se trata de una ley que anule y castigue, sino de un pacto privado que prohibe la concesión de la libertad bajo una determinada pena. Ese pacto, en virtud de su forma, más bien parecía no anular el acto sino sólo castigarlo, conforme a lo que se dijo sobre el modo como las leyes prohibitivas anulan. Por consiguiente, como —a pesar de esto— aquella ley declaró que la manumisión era nula, no quiso que se exigiera la pena, no porque un

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acto inefica2 o frustrado no pueda ser castigado, sino porque de esa manera el pacto hubiese sido demasiado riguroso y desigual. 8.

SEGUNDA TESIS.—Digo —en

segundo lu-

gar— que cuando la ley castiga un acto cuyo nombre lleva consigo la nulidad en virtud de alguna ley o determinación, entonces por ese acto nulo y sin efecto se incurre en la pena de la ley. La tesis es clara y se sigue manifiestamente en virtud de la primera parte de la regla general que se ha puesto al principio, porque entonces bastante demuestra la ley que su voluntad es castigar únicamente la acción nacida de mala intención, puesto que habla de un acto que no puede tener efecto jurídico. Además, de no ser así, esa ley sería inútil, puesto que nunca un malhechor podría en virtud de ella ser castigado, ya que el acto de que habla tal ley nunca puede —por hipótesis— dejar de ser nulo sea por sí mismo sea en virtud de la primera ley; luego para que tal ley sea útil y pueda tener efecto, es preciso que castigue los actos nulos. Además, la razón de esta tesis es la misma que la de la anterior: En efecto, una ley que anula expresamente un acto y añade una pena, castiga un acto nulo porque lo supone nulo, y sin embargo lo castiga; ahora bien, en nuestro caso también la ley penal supone un acto nulo y a él se refiere; luego lo castiga a pesar de su nulidad, puesto que nada en absoluto importa el que esa nulidad se dé por supuesta por otra ley o que sea producida por ella. Finalmente, voy a explicarlo con ejemplos: En la pena que impone la ley a los rebautizantes se incurre sin duda por un acto nulo, puesto que rebautizando no puede producirse un acto válido; asimismo, en la pena de la ley que castiga las segundas nupcias celebradas en vida del primer cónyuge, se incurre por un matrimonio que es nulo por el mismo capítulo, puesto que el segundo matrimonio no puede ser válido mientras dure el primero; e igualmente, en la pena de la ley que castiga al clérigo de órdenes mayores o al religioso profeso que se case, se incurre por un matrimonio inválido, que es el único que pueden celebrar tales personas. Luego lo mismo sucede en todos los casos como esos en que exista la misma razón. 9. COROLARIO.—De esto deduzco también —ampliando la tesis— que en esos casos no sólo se incurre en la pena por un acto inválido, sino

Cap. XXXIV.

Las leyes penales ¿afectan a los actos inválidos?

que no se puede incurrir en ella por un acto válido, puesto que si acaso resulta que un acto que se tenía por nulo es válido, no se incurrirá en la pena de la ley. Esto puede parecer extraño, pero es verdad. Voy a explicarlo. Si uno, creyendo que otro está bautizado, le bautizase de nuevo con intención de rebautizarle, y después de hecho viniese a ponerse en claro que no estaba bautizado o que el primer bautismo había tenido un defecto esencial y había sido inválido, ese tal no incurriría en la pena de la ley que castiga a los rebautizantes, porque él no sería rebautizante en realidad sino sólo putativamente o por conciencia errónea, y la ley castiga al verdadero rebautizante, no al putativo. Lo mismo sucede con quien contrae otro matrimonio creyendo que es el segundo y después cae en la cuenta de que el primero fue nulo: en ese caso no incurre en las penas. Lo mismo dije en el tratado de las Censuras de quien celebra misa o administra solemnemente un sacramento creyendo que está excomulgado: si después cae en la cuenta de que la primera excomunión fue nula, no quedó irregular, porque esta pena no está impuesta al excomulgado putativo que administra sino el verdadero excomulgado. Pues lo mismo sucede en nuestro caso. De esta manera se amplía también la primera parte de la regla general que se puso antes, porque estas leyes de que tratamos no sólo no castigan por el efecto sino que además dejan de castigar cuando el acto tiene efecto. Por consiguiente, de una manera directa y —como quien dice— formal castigan el acto en cuanto que es nulo y porque se realiza con el defecto invalidante que se expresa por el mismo nombre del delito, a saber, rebautismo, segundas nupcias, y otros semejantes. De esta manera desaparece la extrañeza, porque tal ley pretende castigar tal .delito cuando es verdadero, no sólo putativo; ahora bien, tal delito no existe en realidad cuando el acto no es inválido sino verdadero y con su propio efecto. 10.

SOLUCIÓN

A UN

PROBLEMA.—Acerca

de esta tesis y de la anterior puede preguntarse si valen para el caso en que el acto que se intenta es nulo por un capítulo distinto del que la ley pretende castigar. Por ejemplo, uno toma una segunda mujer en vida de la primera creyendo que para ello no hay ningún otro impedimento, pero después resulta que el segundo matrimonio ha sido nulo además por otro capítulo, v. g. porque la segunda mujer era consanguínea o afín en grado invalidante: ¿se incurrirá entonces en la pena de la ley que castiga las

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segundas nupcias? Y lo mismo en el caso del rebautizante si en el segundo bautismo hubo defecto. En efecto, parece que en estos y en otros casos semejantes se incurre en la pena, porque se realiza el acto meramente externo y nacido de mala intención que la ley pretende castigar; luego hay todo lo necesario para incurrir en la pena de esa ley. Explicación: Si la segunda nulidad no suprime la primera, luego tampoco la añadidura de la nueva nulidad puede impedir la pena de la primera. A pesar de ello, digo que entonces no se incurre en las penas de las leyes que castigan los actos por la particular nulidad y maldad que resulta de la circunstancia que lleva consigo el nombre bajo el cual la ley castiga tal acto. Así pues, la ley que castiga al rebautizante, pretende castigar a aquel que en cuanto puede administra o pretende administrar un segundo bautismo válido y que lo haría así si no mediase el obstáculo del primero. Y lo mismo en el caso de las segundas nupcias. Por eso dije en el tratado del Bautismo que quien externamente rebautiza a un bautizado sin intención de bautizarle, no incurre en las penas, porque, en realidad y por lo que a él toca, no administra un rebautismo verdadero sino fingido; y lo mismo sucede con quien contrae matrimonio externamente con una segunda mujer también —por lo que a él toca— sin consentimiento ni voluntad. Luego lo mismo sucederá aunque lo haga con intención en el caso de que de hecho haya otro defecto aunque desconocido, porque entonces las segundas nupcias las pretende celebrar únicamente por conciencia errónea, pero en realidad de verdad no intenta celebrarlas, porque lo que intenta celebrar son unas nupcias que son nulas por otro capítulo. De esto se sigue también que si un religioso contrae matrimonio con una que él no sabe si es su consanguínea con intención de contraerlo en cuanto de él dependa, y en,, realidad ella no es consanguínea suya, no incurre en las penas dadas contra los religiosos que se casan —más bien incurrirá en la pena de la ley que prohibe el matrimonio con una consanguínea en el sentido de que el desconocimiento de tal impedimento fue culpable—, porque ese matrimonio, tal como lo intentó el religioso, ya no era verdadero sino aparente por otro capítulo. Conforme a esta doctrina creo que se debe entender la primera parte de la regla general que se ha puesto antes, cuando supone que lo único que esas leyes castigan es puramente el acto con mala intención: en efecto, debe entenderse de un puro acto que por lo demás baste

Lib. V. Distintas leyes humanas de suyo para el efecto si no media el impedimento por el cual tal ley únicamente pretende castigar tal acto; asimismo, debe entenderse de una mala intención cuyo objeto sea tal acto en realidad y no sólo en el pensamiento o en una conciencia errónea. 11. Explicación y confirmación: Si uno a sabiendas se rebautizase con agua de rosas sabiendo que esa agua no sirve para bautizar válidadamente, no incurriría en las penas de los rebautizantes; luego aunque —por ignorancia— crea que sirve, no incurrirá en las penas, porque la conciencia errónea no basta para las penas de las leyes humanas si en realidad no existe el acto que la ley pretende castigar. Esta doctrina la tomo de los juristas, los cuales dicen que un notario que haga un documento falso, no incurre en las penas de los falsificadores si ese documento resulta ser falso por otro capítulo, sino que debe ser castigado de una forma extraordinaria. En efecto aunque esa ley castigue el acto por razón de la falsedad, la cual basta para anular el documento, sin embargo no lo castiga sino en la hipótesis de que por lo demás —si no mediase la falsedad— sea válido. Esto enseñó BALDO en el CÓDIGO, aunque lo contrario piensa en el capítulo Ex tenore, en donde cita a BARTOLO. Este no afirma eso sin más sino con diversas distinciones, y nunca dice que aquel notario incurra en la pena ordinaria de los falsificadores, sino que debe ser castigado por lo atroz de su delito, lo cual puede entenderse de una pena extraordinaria, según dijo también BALDO.

Parecido a esto es lo que dijo el mismo BALDO, que un enfiteuta que vende una cosa sin consultar al amo, no cae en confiscación si la venta fue por lo demás nula por falta de solemnidad o por cualquier otra causa distinta de la de haberlo hecho sin consultar al amo. Así lo explicó muy bien TIRAQUEAU, la G L O SA con el CARDENAL y otros muchos que él cita. Este desarrolla lo mismo, y establece la regla general de que cuando una ley castiga un acto nulo, hay que entenderlo de un acto que no sea nulo por más capítulo que por el defecto que la ley pretende castigar. 12. TERCERA TESIS.—Digo —en tercer lugar— que cuando una ley castiga un acto que en tiempo de esa ley era válido —aunque se hiciese mal— y después es anulado por una ley

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posterior, la pena de la primera ley no será aplicable a ese acto realizado después inválidamente. La razón hay que tomarla de la segunda parte de la regla que se ha puesto antes: que entonces la ley, al imponer la pena, dirigía su intención al acto válido y únicamente pretendía castigar la malicia que se añadía en alguna manera de realizar tal acto; luego después que el acto fue anulado, falta la materia de aquella ley, dado que después el acto que se hace externamente, no es aquel de que hablaba la primera ley, ni su malicia es la misma sino otra muy distinta, pues cosas muy distintas son ejecutar indebidamente un acto válido e intentar ejecutar un acto nulo. Acaso esto segundo sea a veces más grave, pero es sencillamente distinto, y por tanto la pena de la primera ley no alcanza a ello, sobre todo porque, aunque sea más grave, puede no ser tan nocivo ni tener los inconvenientes a que atendía la primera ley. Además, la misma invalidación es una molestia que puede hacer las veces de pena. Puede servir de ejemplo el matrimonio clandestino: antes del Concilio Tridentino era válido aunque estuviese prohibido bajo algunas penas, pero ahora es inválido en virtud del decreto del Concilio; por tanto, los que lo contraen inválidamente no incurren en las antiguas penas, según opinan con probabilidad algunos modernos y como extensamente desarrolla SÁNCHEZ. A éstos favorece el Concilio Tridentino al mandar que los que contraigan matrimonio clandestina e inválidamente sean castigados a juicio de los ordinarios: al decir esto parece pensar que los tales no incurren en las otras penas prescritas por las leyes o constituciones. Esto es muy probable con relación a las penas en cuanto que estaban establecidas por leyes anteriores al concilio; si algunas han sido establecidas o renovadas después por leyes más recientes, esta tesis en rigor no valdrá para ellas sino que de ellas habrá que juzgar por otros principios. 13.

CUARTA TESIS.—Digo —en cuarto lu-

gar— que cuando la ley prohibe un acto que, a pesar de la prohibición, puede hacerse válidamente, y añade una pena, ordinariamente sólo se incurre en ella por un acto válido. La razón es que entonces la ley principalmente atiende al acto según su sustancia y efecto y no sólo según su apariencia externa. Por ejem-

Cap. XXXIV.

Las leyes penales ¿afectan a los actos inválidos?

pío, si la ley prohibe una venta, principalmente atiende a la enajenación y a la venta válida; luego ésta es también lo que directamente castiga; luego por la venta inválida no se incurre en la pena. Luego lo mismo se ha de entender en otros casos parecidos. Esto confirma también la regla vulgar de que las palabras se han de entender incluyendo el efecto, según se dice en las DECRETALES, cuya GLOSA cita muchos ejemplos. Se encuentra también en el DIGESTO, en el que se dice también que el conato no perjudica si no ha tenido efecto, se entiende cuando las palabras de la ley significan de suyo un acto perfecto. Más citas hacen TIRAQUEAU, la GLOSA y REBUFFE. Ayuda también la regla de que el nombre sin más significa la cosa verdadera, no la fingida, y, en consecuencia, que si significa un acto, significa un acto válido, no un acto nulo. Por ejemplo, la palabra sentencia significa una sentencia válida, según el capítulo último y las CLEMENTINAS; la palabra condena significa la que ha sido confirmada, según el DIGESTO; la palabra desheredar indica cuando se hace debidamente. La razón es que acto válido y acto inválido sólo lo son analógicamente, y por tanto, la palabra sin más significa el acto válido. Véanse sobre esto REBUFFE y RIPA. La razón tiene más fuerza todavía porque esto debe ser así ante todo tratándose de penas, las cuales se deben restringir y reducir al sentido propio y riguroso de las palabras. 14.

RESPUESTA A UNA

OBJECIÓN.—Puede

objetarse que de ahí se sigue que un sacerdote excomulgado y declarado tal, que administra a alguno el sacramento de la penitencia, no incu-

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rre en irregularidad; ahora bien, esta consecuencia es falsa. La deducción es clara, porque ese sacramento es nulo por falta de jurisdicción; luego por ese acto no se incurre en irregularidad, que es la pena del sacerdote excomulgado que administre sacramentos. Por esta y por otras excepciones como esta he dicho en la tesis que ésta se debe entender como cosa ordinaria, no como cosa infalible. El caso ese del sacerdote excomulgado lo estudié a fondo en el tomo 5.°, y juzgué más probable que, a pesar de la nulidad de la absolución, en ese caso se incurre en irregularidad; lo mismo me parece ahora, porque, si atendemos a la intención de los cánones, bajo esa pena prohiben al excomulgado todo ejercicio del poder de orden aunque se realice con ese defecto, defecto que necesariamente debe tener tal como lo ejercita un excomulgado. Así pues, la ley que impone esa pena, ya supone el defecto en un acto realizado por un excomulgado, y su intención es castigar ese acto y por tanto, aunque sea nulo, con tal que esa nulidad la tenga en virtud de la excomunión, lo castiga. A esto hay que atender ante todo en las le yes, y se reduce a la regla que se puso en la segunda tesis. En efecto, si la ley, explícita o vir. tualmente, supone en el acto nulidad o el defecto que de ella suele nacer —aunque no siempre nazca—, se juzga que castiga también el acto que resulta nulo en virtud de una censura o de otro defecto semejante; en cambio, cuando la nulidad proviene de otro capítulo, no es aplicable la razón dicha y rige la regla general de que una ley que habla del acto, se entiende que habla de un acto válido, porque sólo a éste se lo tiene por tal sin más.

FIN DEL LIBRO QUINTO

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