Hay Espacio Para Todos

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A todos mis hijos.

¿El mundo se acaba? El día de la muerte de su madre, Manuel sintió que el mundo se le venía encima. En poco tiempo su vida había cambiado de cabo a rabo: como hermano mayor, tenía que encargarse de la casa y de sus hermanas. Por ratos pensaba que no podía ser tan difícil, y por ratos que las cosas se habían puesto negras como el carbón. Los vecinos del barrio hicieron una colecta y los acompañaron durante el velorio. En la cabeza de Manuel resonaban las palabras

que le dijo su mamá antes de morir: -Tú eres el mayor, tienes que cuidarlas. No podía derrumbarse: ¡trece años y tremendo lío! En el barrio nadie podía encargarse de tres muchachos solos: ya bastante les costaba atender y cuidar de sus hijos. Luego del entierro, todo el cansancio se le vino encima. Se echó en el catre y trató de dormir, pero Rosita todavía estaba despierta y se moría de hambre.

Fue a buscar a Emilia, que era la encargada de cocinar cuando su mamá no estaba, pero ya estaba dormida y no quiso despertarla. Para suerte de Rosita, en el rincón que les servía de cocina encontró restos de sopa del almuerzo anterior y un plato de fideos. Le provocó llorar, pero ahí estaba Rosita. Calentó la comida, y de golpe, se dio cuenta de todo lo que le había caído sobre los hombros. “Algo tengo que hacer, y ahorita”, pensó. Cuando Rosita se durmió, Manuel ya no tenía sueño. Entonces salió a pasear un rato para despejar su

cabeza. No había plata ni comida, el querosene no duraría mucho y al día siguiente todos tendrían hambre. Por un momento pensó en robar algo o en pedir limosna a los vecinos, pero el recuerdo de su madre lo avergonzó: ella, mal que bien, los había criado con la venta de caramelos y chocolates. Manuel recordó la última vez que peleó con su madre. Ella no quería vender cigarrillos sueltos por nada del mundo. “Eso se vende un montón”, le decía Manuel, “Eres terca, tú, ¿por qué no quieres?”. “Da cáncer”, contestaba ella con acento provinciano. “Me das

cólera, tú, ¿acaso te va a dar cáncer a ti? ¿Qué te importan los demás? ¡Más debería importarte tus hijos!”. Pero ella, porfiada, no quería. No hablaba mucho su madre. Ni siquiera se quejaba. Manuel no sabía ni como se llamaba su padre. ¿Sería el mismo de Emilia, el mismo de Rosita? Sólo recordaba haber visto crecer la panza de su madre la última vez, pero hombres, nunca había visto en su casa. Tal vez fuera mejor, porque conocía cada papá que le daba escalofríos de sólo imaginar que uno de ellos viviera en su casa.

En eso estaba, divagando, recordando la imagen de su madre por las mañanas, con la bandeja llena de caramelos y chocolates que ellos sólo podían mirar. Los domingos sí le regalaba uno a cada hijo. Por eso le gustaban los domingos. Pensaba que eran sus días de suerte. Además, era domingo el día que se encontró un monedero en la calle con cien soles. ¡Cien soles! Qué alegría sintió. Pero después esa alegría se borró, porque su mamá pensó que se lo había robado y le dio unos buenos cocachos. ¡Qué cólera!

Pero así era ella y ahora ya no le importaba. Le hubiera perdonado hasta los cocachos que le dio si volvía; le hubiera pedido que lo agarrara a cocachos si volvía; le hubiera ofrecido su cabeza para que la llenara de cocachos si volvía. Pero ya tenía edad suficiente para saber que su mamá no volvería, que nunca más podría jurarle que no se había robado el monedero y que no tenía ni la menor idea de quién podía ser su dueño. Desde ese día era huérfano. Se sentó en un murito y, ahora sí, se puso a llorar.

Así lo encontró Pablo. Pablo era un poco mayor que él y también estaba solo en el mundo, pero tenía más tiempo de soledad y mucha más experiencia. A veces andaba por el barrio y era bueno jugando fútbol. Se las arreglaba para sobrevivir con una habilidad que a Manuel le hacía falta, sobre todo ahora. A Pablo se le veía lustrando botas, lavando carros, limpiando lunas. Detrás de sus ojos brillantes siempre había una idea nueva, Era como si estuviera lleno de energía y ganas de vivir. Por eso a Manuel le dio vergüenza que lo viera llorando. Pero Pablo no se burló de él. Se sentó a su

lado sin decir nada hasta que lo vio más tranquilo. Entonces le dio una palmada en la espalda y le dijo: -No vayas a dejar que los metan al orfanato -él sabía lo que decía, porque había pasado algunos meses ahí-. Es horrible. Cuando Manuel oyó la palabra 'orfanato' se asustó, porque nunca había pensado en esa posibilidad. "Pero ahí no nos faltaría comida", pensó.

-Ni se te ocurra -dijo Pablo, como si hubiera leído su mente-. De verdad que es horrible. Manuel y Pablo se quedaron conversando un largo rato. Ahora, los dos estaban solos, y esa soledad los acercaba. Al despedirse le dijo: -Mañana me caigo por tu casa con un poco de pan y té. Ahí pensamos qué podemos hacer. Manuel ya se había olvidado de que al día siguiente, en la mañana, todos tendrían hambre.

Esa noche, Manuel no soñó con su madre, ni con Pablo, ni con sus hermanas. Soñó con una casa clara y ordenada, llena de muchacho correteando por todos lados y metiendo bulla. Despertó con nuevos bríos, y cuando se estaba lavando la cara, escuchó llegar a Pablo. Los cuatro niños desayunaron en silencio. Cuando terminaron, Emilia se fue a enjuagar los tazones y Rosita la siguió. Los esperaba un largo día y había que ingeniárselas para comer.

- Vámonos los cuatro, a ver qué se nos ocurre – dijo Pablo. Manuel aceptó al toque: todavía necesitaba obedecer a alguien. Ese día no les fue muy bien que digamos, pero al menos no les faltó que comer. Cuando las chicas se fueron a dormir, los amigos se sentaron en el catre de Manuel y Pablo sacó un cigarrillo. - A medias- ofreció. Manuel le tenía un poco de miedo al tabaco – se acordaba de las discusiones con su madre-, pero

no quiso quedar como un pavo y se chupó una pitada que lo dejó mareado. - Fuma tú nomás. Da cáncer- dijo, y se sorprendió al escucharse repitiendo las palabras de su madre, casi con el mismo acento. Cuando estaba por terminar de fumar, Pablo se puso solemne y le anunció que le iba a contar un gran secreto. Manuel, que se estaba cayendo de sueño, abrió los ojos como dos platos y escucho con atención las palabras de su amigo.

Una buena idea -¿Te acuerdas de José? -empezó Pablo. -Ni en pelea de gatos. conozco? -dijo Manuel.

¿Lo

-Claro que sí, lo he traído un par de veces a jugar pelota por mi equipo. ¡Acuérdate, hombre! Un negrito bien alegre, que se estiraba la camiseta y empezaba a bailotear cada vez que metía un gol y gritaba como si se hubiera ganado la copa.

-¡Ah, claro, ya me acuerdo, un chato medio flacuchento! Jugaba maldito ese causa, dejaba atrás a todo el mundo. -Sí, en serio, debería jugar por Alianza. Y tú como defensa eres un lornaza: el negro te bailaba como quería. Pero escúchame lo que voy a contarte. José vivía allá abajo, en el valle, con su madre. Era el único hijo que quedaba en su casa, porque sus hermanas ya tienen marido y sus hermanos trabajan en las minas. La madre y él sembraban una tierrita que tenían, y así andaban. Todo iba bien hasta que, un buen día, un

hombre empezó a rondar por su casa. A él no le caía bien el tipo, pero la mamá estaba risueña y juguetona y se veía que se la pasaba esperando la hora de encontrarse con el sujeto ese. Total, el tipo empezó a ir cada vez más seguido, y sin darle tiempo de pitear, de un día a otro se instaló en su casa. - ¡Ya, pues, no la hagas larga que ahorita me duermo! ¿Qué tenemos nosotros que ver con ese rollo? - ¡Escucha, pues! Resulta que el tipo le tenía bronca al negro. La madre parecía contenta, pero José

se sentía cada vez peor. Apenas terminaba la faena, se iba con su perro a patear latas por el valle. Y aquí viene lo bueno. Manuel paró las orejas. - Una tarde, antes de volver a su casa, el negro descubrió una trocha medio perdida entre las matas y se puso a investigar. Dice que estaba asustado, porque en las casas del campo siempre hay perros guardianes que se te tiran encima si te huelen. Además, por ahí siembran esa uña de gato llena de espinas que sirve para

espantar animales y cuidar las chacras de los rateros. - ¡Ah! ¿La que cura el cáncer? - Dale tú con el cáncer. Nada que ver, esa crece en la selva. Acá, nomás, en el valle, una que es bien espinosa. Bueno, no importa, el hecho es que siguió andando por la trocha durante un rato, curioseando. De repente se topó con una casa recontra solitaria. “De hecho está abandonada”, pensó, y como se estaba haciendo de noche, decidió meterse ahí y quedarse hasta el día siguiente. Total, su mamá ni lo extrañaría. Y

si se preocupaba por él, mejor todavía, para que sintiera remordimientos. Entonces se metió a la casa por una ventana. Entró con cuidado, como un ladrón, por si acaso viviera algún chiflado ahí. -¿Y había alguien? _ ¡Espérate, pues! Después de meterse a la casa, José le abrió la puerta al perro y se quedó quietecito, sin hacer ruido, esperando a ver qué pasaba. Nada. Pasó un rato, y nada. Pasó otro rato, y nada. Y ya se estaba aburriendo el negro, ¿te imaginas?

Él, que siempre está moviéndose como un ratón, de un lado a otro. -Sí, ese no va a quedarse quieto ni en el cajón -dijo Manuel, y sintió un dolor agudo en el pecho, porque al hablar de muerte se acordó de su madre. -Ya, escucha -dijo Pablo-. Después de un rato, José decidió seguir investigando. Pero como estaba oscuro, mientras exploraba tratando de no hacer ruido se tropezó con una silla que chilló como gato. -¿Y?

-Bueno, se encontró como tres o cuatro cuartos, y en ninguno había nadie. En una había una cama tendida. Los otros estaban vacíos. Además, vio un mueble con un poco de ropa de mujer. En la cocina no había nada de comer. ¡Pobre! ¡Y encima se moría de hambre! Pero no había telarañas. Eso le pareció muy raro, porque en una casa vacía siempre hay telarañas. Bueno, así estaba, investigando, y de repente sintió un ruido. ¡Qué tal susto se pegó! Alguien abría la puerta, de hecho. "¿Y ahora qué diablos hago? ¡Me fregué!", pensó. No tenía tiempo ni

de salir disparado. Se metió corriendo al cuarto de los muebles para esconderse en el armario, pero apenas puso un pie adentro, la madera del piso crujió. En ese mismo momento, una muchacha joven, morena y bien bonita, que venía con unos paquetes en la mano, abrió la puerta, y se encontraron cara a cara. Los dos gritaron. Cuando les pasó el susto, José le explicó a la dueña de la casa cómo había llegado, conversaron un rato, y ella, que se llamaba María, le dijo que no se preocupara, que le creía y que mejor se quedara a dormir

esa noche en la sala. Después se lo llevó a la cocina y se quedaron hablando hasta tarde. - ¡Que buena gente, caray! Si se mete un tipo a mi casa, yo salgo disparado para avisarle a la policía. - Pero por allá no hay policías, pues, el puesto está lejísimos, por la plaza. La cosa es que se hicieron amigos. María era muy joven. Vivía sola y se dedicaba a encuestar a los campesinos de todo el valle desde la madrugada hasta la tarde. Trabajaba para no sé qué sitio: un misterio o algo así.

Nunca comía en su casa, por eso no había nada en la cocina. Pero ese día, por suerte, la mujer de un campesino le había regalado un tamal y María lo calentó para José. - Que lechero. - Sí, ese negro ha nacido parado. Fíjate que hasta se hicieron patas. Al día siguiente José volvió a su casa de lo más feliz, pero el marido de su madre lo esperaba con un chicote y le dio de alma. - ¿Y su madre?

-Ella nada, ni lo defendió. José se quedó todo adolorido y se resintió horrible con su mamá, que no había dicho ni pío mientras le pegaban a su hijo. Manuel pensó que su madre siempre lo hubiera defendido. Ella era la única que podía darle de cocachos, pero ¡ay del que se atreviera a tocarlo! La vez que don Diógenes, su profesor de Matemática, lo jaló de las patillas porque no sabía eso de los catetos y la hipotenusa (también tanto cuadrado para medir un triángulo confunde a cualquiera), ella fue a su colegio para encararse con el

pegalón. Nunca en su vida la había visto tan furiosa. Claro que desde ahí el profesor casi le agarra cólera y él decidió estudiar el doble que los demás y portarse el doble de bien para que no lo castigara. Felizmente que don Diógenes no era tan mala gente, en realidad. "Verdad, ¿no? Ya no vamos a poder ni ir al colegio", pensó. _ ¡Oye, no me estás escuchando! gritó Pablo de repente. -¿Qué? Sí, caray, disculpa, me distraje. Me acordé de una vez que

mi mamá me defendió de un profesor. -A José no lo defendieron. Y encima, su mamá no le quería ni hablar porque estaba molesta con él. ¡Claro, con los chismes que el marido usaría para calentarle las orejas! El negro se sintió muy triste y pensó que tal vez podría volver donde María, conversar un poco más con ella, contarle todo. Esa tarde le dijo a su mamá que iba a volver tarde a la casa. Ella no le contestó, porque estaba con la cara larga, Y José se fue a buscar a María.

-¿Qué, siguió rondando por ahí después de todo? ,-Sí. Empezó a ir donde María todas las tardes, después de la faena. Se acostumbró a volver a su casa de noche, a evitar los lugares donde había perros para que Chivillo no corriera y a esquivar las uñas de gato. -¿Quién es Chivillo? -¡El perro, pues, no seas mango! Bueno, el hecho es que José dice que nunca había hablado con nadie como María, que ella parecía entenderlo todo. Dice que

hasta su perro se encariñó con ella. Aunque era tan joven y estaba tan sola, siempre andaba canturreando, de buen humor, bromeando, siempre tenía la palabra justa para consolarlo o para calmarlo o para hacer que no sintiera tanta rabia. José estaba un poco templado, creo, pero ella era como diez años mayor. -¿Y después qué pasó? -No sé, ni siquiera José lo sabe. Pero un día, hace como dos meses, él fue a verla como todas las tardes, pero ella no apareció jamás. Todos los días, durante un

montón de tiempo, el negro regresó a su casa, pero nunca más la vio. Y ni siquiera sabía dónde buscarla. -Seguro que se fue de viaje a algún sitio. -Nada que ver. ¿Cómo se va a ir de un día a otro sin dejarle ni una nota? Acuérdate: se veían todos los días. José dice que ella lo quería mucho, que jamás se hubiera ido sin avisarle. Para mí que se murió en algún camino, que la mataron los ladrones o algo así. José también cree que le pasó algo malo.

- Pucha, que piña. ¿Pero eso qué tiene que ver con tu secreto? - No es exactamente un secreto, es más bien una idea. Se me ha ocurrido que podríamos irnos todos a vivir a la casa de María. - Oye, ¿tú estás loco? El valle queda lejos, como a una hora de camino, y en micro. Además, ¿qué vamos a hacer ahí nosotros solos? - ¿Y qué vamos a hacer aquí nosotros solos? Alucina, Manuel, en el fondo no es tan loco. Yo lo hubiera hecho hace tiempo, pero

solo no es lo mismo. Con ustedes podríamos hacer algo. En el valle hay espacio para todos. - ¿Y qué vamos a comer? ¿Y cómo vamos a cargar con Rosita todo el camino? Sólo tiene seis años, se va a cansar. Si ni siquiera podíamos llevarla al centro cuando había fiesta porque se quedaba dormida en los brazos de mi vieja. - Tú no sabes nada, lo último que nos va a faltar es comida: hay fruta a

montones, no sabes, cuelgan de todos los árboles: en la plaza, en las chacras, en las callecitas del pueblo, en cada pedacito ves los pacaes y los plátanos. Yo he estado por allí con José, yo sé lo que te digo, créeme. Hay tierra de sobra también, podríamos sembrar verduras. Y si necesitamos otras cosas, hay varios sitios cerca, y bodeguitas. De repente hasta chamba hay para nosotros. Además no está tan lejos de aquí y José está cerca, nos puede ayudar. Si no funciona nos podemos regresar, pero si no lo hacemos rápido, cualquier día vienen los tombos y los encierran

a ti y a tus hermanas en el orfanato. Y ahí sí que te friegas. Ni siquiera podrías verlas, seguro. Las mujeres y los hombres siempre están separados. Y en una de esas adoptan a la Rosita, que todavía está chiquita, y chau hermana. Podemos encargamos de ella durante el viaje: con Emilia, somos tres. Piénsalo, no seas monse. Mañana vuelvo y conversamos. -No sé, hermano –dijo Manuel-. Pero no te vayas, yo me duermo en la cama de mi mamá y tú quédate aquí: hay espacio para todos.

Pablo no esperaba más: se tiró en el catre y en un segundo se quedó seco. Manuel, en cambio, no podía dormir. Pensándolo bien, la idea no era tan loca. Y de verdad cualquier día alguien se daba cuenta de que estaban solos, llegaban a su casa y los metían al orfanato. Su madre le había encargado cuidar a sus hermanas a él, no al orfanato. No podía fallarle. Pero de todos modos se moría de miedo. Pablo sabía manejarse en la calle, pero él... Ese día no había logrado mucho, era Pablo el que les metía letra a las personas, las hacía reír y no

paraba hasta que lo dejaban lavar las lunas del carro y le daban cincuenta céntimos y hasta un sol. A él le daba vergüenza, nunca había hecho nada así. Pero claro, si Pablo los acompañaba, tal vez no fuera tan difícil. Además, algo tenía que hacer para cuidar a sus hermanas. “Tampoco puedo quedarme a esperar que la comida llueva”, pensó. Se quedó despierto pensando, rebuscando en su mente recuerdos que parecían perdidos. Cuando él era chiquito, su madre trabajaba en las chacras del valle, de ese mismo valle. Se acordaba

de esa época con cariño. Emilia apenas sabía hablar y Rosita todavía no había nacido. Él tenía como cuatro o cinco años y le gustaba el olor de la tierra cuando llovía o cuando los campesinos la regaban. Pero lo único que recordaba es que las plantas se sembraban en filas derechitas y para cada una tenía su época para nacer y para crecer: a veces eran las fresas, a veces el algodón, a veces esas flores anaranjadas – las que más le gustaban- que se llamaba algo así como marigold y que contagiaban con su color anaranjado brillante toditito el campo. ¿Pero cuándo tocaba

sembrar cada una? ¿Cuándo era el tiempo de cosecha? ¿De dónde sacarían las semillas? Sin embargo, pensándolo bien tal vez los agricultores los ayudaran: la gente del campo es muy generosa. Total, estaban a menos de un día de camino, y probando no iban a perder más de lo que ya habían perdido. Así pensando y pensando, Manuel se quedó dormido. En su sueño volvió a aparecer la casa de la primera noche que pasó sin su madre, y se despertó seguro de que la casa soñada era la de María.

Peligro Así, luego de un tremendo esfuerzo de Manuel y Pablo, lograron convencer a Emilia de que la idea que se les había ocurrido era no sólo la mejor sino la única posible. No fue una tarea fácil, pero Pablo dijo: -Ya, pues, Emilita, ¿qué te cuesta hacer la prueba? Te juro que si no te gusta, nos regresamos al toque. En realidad, más que el argumento la convenció el 'Emilita', que a Manuel no le gustó para nada. Emilia recién iba a

cumplir doce años y Pablo ya andaba casi por los quince, caray. Que no se pusiera sapo, nomás. Pero el susto pasó al toque, porque Pablo ya estaba con nuevos argumentos: cada segundo uno nuevo. El hecho es que compraron un poco de pan con las moneditas que habían sobrado del día anterior Y salieron a limpiar todas las lunas que estaban sucias, a cuidar todos los carros que vieron estacionados, a llevar los paquetes de todas las señoras que volvían del mercado y a hacer absolutamente todo lo que

pueden hacer tres chicos de su edad (Rosita no contaba: lo único que hacía era mirar cómo trabajaban los grandes escondida detrás de las faldas de Emilia). Y qué sería: la energía que pusieron, las ganas que sentían o, simplemente, las buenas vibras, resulta que en una mañana consiguieron lo que Pablo demoraba un día y medio en recolectar. Entonces compraron algo para almorzar y se fueron a cocinar con el último poquito de querosene que quedaba en la casa de Manuel.

Pero cuando estaban llegando, vieron desde la esquina a tres desconocidos que conversaban con la señora Clarita, la vecina. No había duda: la señora señalaba la puerta de la casa de Manuel y las otras personas –dos mujeres y un hombre- tocaban insistentemente. -Uy, te fregaste, Manuel, ya vinieron por ti. Y si te agarran, yo caigo de pasadita. Vámonos corriendo. - Espérate un poco, Pablo. Vamos a quedarnos aquí escondidos. Cuando vean que no hay nadie se van a ir.

- Sí, pero van a volver, pues. - De todos modos, nos da tiempo para sacar nuestras cosas, aunque sea. Manuel tenía razón. Los tres intrusos esperaron unos minutos y luego, al ver que la casa estaba vacía, volvieron a tocar la puerta de la señora Clarita, anotaron algo en una libreta y le dejaron un papel. - seguro que van a llamarla más tarde –dijo Pablo.

- Pero la señora Clarita es bien buena, no nos va a acusar –dijo Emilia. No seas tonta, ella es buena, pero los grandes creen que los chicos no deben estar solos. No lo va a hacer por maldad, pero creyendo que es por nuestro bien segurito que nos acusa -dijo Manuel. -Yo tengo hambre -dijo Rosita. Para colmo de males, los pandilleros del barrio empezaban a fastidiarlos, y con esos patas las cosas no eran cuestión de broma. Manuel le contó a Pablo que un

día, en plena bronca, se agarraron a cuchillazos con otra pandilla. -Hasta heridos hubo: el flaco Revólver, que era una lacra, casi se muere. Después se volvió evangélico y ahora se pasea por todo el barrio con su biblia. Pero cada vez que ve a sus antiguos amigos sale disparado. Qué les conocerá, pues. Pablo sólo comentó que era urgente pensar en algo. Entonces Emilia tuvo una idea. _Ustedes quédense bien escondiditos aquí y pásenme la

bolsa de comida. Ya sé lo que voy a hacer. Los chicos vieron caminar a Emilia por el medio de la pista de tierra. "Está loca, ahorita la ve la señora Clarita", pensó Manuel, pero confiaba en su hermana: aunque no lo parecía, porque era calladita como su madre, siempre fue la más inteligente de los tres. -Oye, Manuel, tu hermana se rayó, mira lo que está haciendo -dijo Pablo. Y, realmente, parecía que Emilia se había vuelto loca. En lugar de entrar a escondidas en su casa,

como todos pensaban... ¡tocó la puerta de la señora Clarita! La vecina le abrió, conversaron un ratito, y poco después, Emilia se dirigió a su casa con la bolsa de comida y un paquetito. Luego de unos veinte minutos -que a los muchachos les parecieron eternos- salió cargando algunos bultos, y al pasar por la esquina donde los chicos estaban escondidos, les hizo una seña para que la alcanzaran lejos de la vista de toda la calle, y sobre todo de la pandilla. Los chicos, asustadísimos, tomaron de las manos a Rosita y, haciéndola volar entre los dos, corrieron hasta

alcanzar a Emilia. Cuando llegaron a una cancha de tierra cercana, ya fuera del alcance de los pandilleros -muy entretenidos en asustar a señoras indefensas-, se sentaron detrás de unos arbustos. Emilia sacó de uno de los bultos la comida que había preparado. -Pucha, nos fundimos -le dijo Pablo mientras probaba con desconfianza pero muerto de hambre los atroces fideos verdes que su amiga había preparado-. ¿Cómo sabes que la señora no te va a acusar?

-¿Y tú crees que soy tonta? Claro que me va a acusar, pero dentro de un rato. Le dije que mis hermanos y yo nos habíamos ido al centro para pedir limosna, porque no teníamos nada de comer, y que con la poquita plata que habíamos conseguido yo iba a preparar algo para llevarles. Hasta le pedí que me prestara un poco de sal. Además, le hice creer que por la tarde íbamos a regresar todos juntos a la casa. Ahorita debe estar llamando a los otros señores para que vayan a buscarnos más tarde, pero ya tenemos tiempo de escaparnos.

-¡Qué mosca eres! –reconoció Pablo, y Manuel se sintió muy orgullosos de su hermana. Cuando terminaron de comer, los cuatro se echaron a andar. -Vámonos bordeando la playa – dijo Pablo-. Ese es el mejor camino. Y entonces empezaron la larga caminata.

Martín y el mar Los chicos empezaron a andar hacia el oeste, por donde se pone el sol. La tarde apenas estaba empezando y hacía un calor de los mil diablos. Al poco rato llegaron a la playa y enrumbaron hacia el norte, con dirección al valle. Se sentían animados y felices, pero caminaban en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos y Rosita distraída con cada nuevo descubrimiento: una conchita, una piedra, un erizo de mar. Por ratos se cansaba; entonces, los chicos se turnaban para cargarla. Cada vez se topaban

con algún obstáculo, como una saliente de piedra, debían dar un gran rodeo, no sin antes examinar los cangrejos, los muymuyes, los huequitos que dejaban en la arena las arañitas de mar. De vez en cuando se mojaban los pies hinchados y seguían camino hacia el valle. Hacía calor, pero los chicos se habían olvidado de la sed, del cansancio. Lo único que querían era llegar a la tierra prometida. Pero las cosas no resultaban tan fáciles como las habían imaginado. El tiempo se hacía largo. Pasar algunas horas andando por un

camino desconocido es muy distinto que pasar una hora en una casa, en un barrio, incluso en un colegio. Por eso, de vez en cuando se sentaban a descansar mientras les sacaban las espinas a los erizos de mar secos, para contemplar los extraños dibujos que aparecían en sus redondos caparazones. En uno de esos momentos de descanso, Manuel le preguntó a Pablo: -¿Sabes la dirección de José?

-En realidad, no contestó su amigo. -¿Y cómo lo vamos a encontrar, entonces? -No te preocupes, ya veremos. Al escucharlo, Emilia por un momento sintió miedo, pero la seguridad con la que Pablo hablaba le devolvió la confianza, En un momento sintieron mucho calor y decidieron bañarse en el mar. ¡Qué rico! El mar, friecito, decidió jugar con ellos, que empezaron a saltar y corretear sin

darse cuenta de que el tiempo seguía pasando. Luego empezó la lucha con bolas de arena, y después otro baño. Y cuando reanudaron la caminata, empapados de pies a cabeza, el sol ya no quemaba tanto y empezaba a correr el viento. De todos modos, luego de un rato la ropa ya se había secado. Sentían hambre, miedo y sed, pero ya no podían retroceder. Ni modo, siguieron andando. Mientras tanto la tarde, implacable, seguía su curso: el sol bajaba cada vez más y el valle no tenía cuándo aparecer. A lo lejos

vieron un promontorio más gran de que los anteriores, y sobre él, la figura solitaria de un pescador. -No había pensado en eso -dijo Pablo. -¿En qué? -preguntó Manuel, distraído en la contemplación de una enorme bandada de gaviotas que chillaban, libres, sobre sus cabezas. -También podríamos pescar. El valle está muy cerca del mar. Ven, hazme la taba, vamos a hablar con ese tipo, a ver si nos puede dar alguna idea.

El sol, mientras tanto, iba avanzando mucho más rápidamente de lo que habían imaginado, llevándose poco a poco la luz. Rosita estaba aburrida y Emilia se empezaba a asustar de verdad. Cuando llegaron a los pies del promontorio, Pablo trepó por las piedras con sus pies desnudos. Manuel no pudo seguirle el ritmo, y Emilia veía admirada como Pablo esquivaba cangrejos y erizos, cómo se las arreglaba para aprovechar cualquier saliente y seguir trepando, cómo empezaba

a conversar con el pescador y los señalaba a ellos, a los tres hermanos hambrientos cuya mirada iba del mar a Pablo, de Pablo al mar. Después de un buen rato, Pablo bajó para darles el encuentro. -Esta noche dormimos en casa de Martín -les dijo. -Oye, pero teníamos que estar en el valle hoy mismo -protestó Manuel. -Sí, pero en realidad para llegar falta como media hora, y si queremos encontrar a José,

necesitamos un poco de tiempo, ¿no? Manuel pensó que esta vez, de nuevo, Pablo tenía razón. Resultó que Martín era un tipo solitario. Cuando Pablo llegó a su lado, el pescador se puso en guardia y trató de evitar la conversación. Pero eso sí que era difícil: Pablo tenía una forma muy particular de acercarse a la gente y siempre lograba lo que se proponía. Primero llegó calladito y se sentó al lado del pescador sin decir ni una sola palabra. Martín se movía sobre su roca, incómodo

con la inesperada presencia, y finalmente fue el primero en hablar. Eso era precisamente lo que Pablo quería. -¿Qué haces aquí? -le preguntó. -¿Yo? Estoy de paso -dijo Pablo, y se quedó callado. -¿Y esos que se han quedado allá abajo? -Son mis amigos. Son huérfanos y están conmigo. Por instinto o por experiencia, Pablo sabía que las desgracias

ajenas inspiran mucha curiosidad en la gente. Así, logró que fuera el pescador quien preguntara. Pablo respondía con la verdad, pero sin dar mayores detalles, y Martín, el pescador, siempre quería saber más. Después de un largo interrogatorio, Martín no tuvo nada más que preguntar. Sólo atinó a ofrecer algo de lo poco que tenía. Y Pablo, como quien se deja convencer, aceptó la oferta. En realidad, no podía ser mejor: a esa hora, los chicos no hubieran podido seguir andando sin correr peligro. Martín vivía cerca de la playa -como todo pescador- y

felizmente era un buen tipo. Vivía solo, en una cabaña que, según les contó, había construido con sus propias manos. No tenía familia, y cuatro niños abandonados eran una buena posibilidad de conectarse con el mundo y de hacer por la gente algo más que vender pescado. A los chicos, Martín les cayó bien desde el principio. El pescador no tenía muchos amigos -decía que a veces los amigos son peores que los enemigos-, pero al verlos tan desprotegidos pensó que hubiera sido una maldad dejados solos a esa hora, sobre todo porque

llevaban con ellos a Rosita. Además, de todos modos al día siguiente se irían: no iban a cambiarle la vida, tampoco. Por eso se los llevó a su casa, y con un poco de leña preparó un pescado que quedó delicioso. "¿Por qué no se comerá más pescado en la ciudad?”, pensó Manuel mientras se chupaba los dedos. "Es rico y no cuesta nada, porque sale del mar". Después de comer, Rosita se durmió temprano sobre una frazada, pero los demás se quedaron conversando un buen rato. Algo que los tranquilizó

mucho fue que, según Martín, la idea de Pablo no era mala, porque los muchachos ya estaban lo suficientemente grandes como para aprender a pescar, y el valle realmente era muy fértil. Decía que en la ciudad la gente se desespera por conseguir cosas que no necesita, y les contó una historia graciosísima: -En mi pueblo dicen que una vez vino un gringo y vio a un tipo como yo, pescando. Cuando el pescador sacó del mar lo suficiente para comer, se preparó un rico pescado, comió y se fue a descansar tranquilamente,

tumbado al sol con su sombrero cubriéndole la cara. "¿Por qué te echas a descansar?", le preguntó el gringo. "¿Acaso ya no hay más pescado?”. Entonces el pescador le dijo: "En este mar siempre hay pescado". "¿Y entonces por qué no sigues pescando?". "¿Y para qué?". "Para tener más pescado". "¿Y para qué?". "Para venderlo". "¿Y para qué?". "Para tener plata". "¿Y para qué?". "Para comprar refrigeradoras". "¿Y para qué?". "Para almacenar el pescado que sobre y que no se te malogre". "¿Y para qué?". "Para venderlo al día siguiente y tener más plata". "¿Y para qué?". "Para comprarte un

montón de cosas, hasta tener una fábrica, y seguir vendiendo cada vez más, y hacer mucha plata", "¿Y para qué?". "Para que, luego de los años, con toda esa plata, puedas descansar tranquilamente". Y el pescador le dijo: "¡Pero si eso es lo que estoy haciendo!". Los chicos se rieron mucho con esa historia. Pero además de hacerlos reír, el pescador les enseñó a reconocer por el color del agua y la hora del día los sitios donde podían encontrar buenos peces; les contó que los muymuyes sirven para atraerlos; les advirtió que no podían

guardarlos mucho tiempo, porque los peces tampoco son idiotas y no comen cadáveres muy pasados, y hasta les regaló un poco de cordel y un anzuelo y les enseñó cómo ensartar la carnada Además, los invitó a buscarlo si tenían algún problema. Al día siguiente, de madrugada, los chicos se fueron, después de haber desayunado pescado cocido en limón y sal. Martín les regaló otro pescado para el almuerzo, además de un par de sombreros de paja.

-Cuídense del sol, que puede ser amigo o enemigo. Recuerden que sombrero viene de sombra -les dijo-. Y protejan el pescado del calor para que llegue al mediodía. Buena suerte. Los chicos se fueron felices porque habían encontrado dos amigos nuevos: Martín y el mar.

El encuentro Cuando los niños se despidieron de Martín, el sol recién empezaba a despuntar. Ahora sí el valle estaba cerca y los chicos, con el estómago lleno, se sentían optimistas. -¿Ya ves, compadre? -decía Pablo, feliz-. Te dije que no sería tan difícil. Además de lo que saquemos de los árboles y de lo que sembremos, podemos pescar. Y encima, tenemos un poquito de

plata por si necesitamos algo en el camino. -Todavía no es tan grave. Sólo falta encontrar a José. El valle es grande, yo creí que sabías dónde buscado. Si no hay José, no hay casa. -No te hagas paltas, vas a ver que lo encontramos al toque. En realidad, Pablo tenía un optimismo gigante y las señales

de suerte eran abundantes: habían conseguido muchas moneditas el último día que estuvieron en la ciudad; llegaron a su casa justo un ratito antes que las personas que los andaban buscando; Emilia había tenido esa idea brillante; se escaparon de los pandilleros; se bañaron como patos, y en el camino encontraron a Martín… Realmente, estaban como velero con el viento a favor, como decía Martín.

De hecho, tampoco fue difícil hallar la casa de José. Pablo encontró a algunos campesinos que estaban en plena cosecha, les metió letra, les describió a su amigo con pelos y señales, y poco después del mediodía, ya estaban tocando la puerta de una casita del color del barro. Abrió un hombre sin camisa que parecía muy malgeniado. Les dijo que volvieran en la noche porque José estaba trabajando, y tiró un portazo.

-Ese debe ser el tipo que le pegó a José -dijo Pablo-. Mejor vamos a hacer tiempo por ahí. Luego de pasear un rato y de jugar en la plaza del pueblito con un grupo de chicos que se encontraron, llegaron hasta una bodeguita, donde compraron una gaseosa para tomar entre todos. Pablo, como siempre, se hizo amigo de la dueña. "¡Qué bestia, qué tal floro!", pensó Manuel. La señora, que se llamaba Chabuca, aceptó que Emilia cocinara el

pescado para el almuerzo bajo su vigilancia. Y cuando Pablo dijo: -Felizmente ayudó a Emilia, señora. Usted no ha probado los fideos verdes que nos preparó ayer. -Mucho peor es quedarse con la barriga vacía, ¿no? -le contestó Chabuca. Fue la única vez que los chicos vieron a Pablo ponerse rojo,

Y así, entre palabritas y palabrotas, sentados a la sombra, los chicos le dieron tiempo al sol. La esperanza se encargó de hacer más corto el día, y al caer la tarde, Manuel y Pablo dejaron a las chicas con la señora Chabuca y se fueron a buscar a José. Felizmente no tu vieron que tocar la puerta de nuevo, porque antes de llegar encontraron al moreno, que luego de terminar su faena se preparaba para una nueva expedición por el valle con Chivillo.

Apenas vio a Pablo, José fue a darle el encuentro y a preguntarle qué hacía por esos lares. José tendría la misma edad que Pablo. Uno tostado y el otro criollo, siempre se habían caído bien. Desde que se vieron por primera vez supieron que serían amigos. Por eso, Pablo le contó sus planes sin pérdida de tiempo. Al principio a José no le hizo mucha gracia la idea, pero luego de sufrir durante varios minutos la labia de Pablo se resignó: no había nada

que hacer. De hecho, Manuel y sus hermanas no podían regresar al pueblo, él no tenía dónde alojarlos, y por último, la casa de María estaba vacía. El caso es que aceptó servir de guía hasta la casa soñada. Tras los pasos de José y de Chivillo -que resultaron ser los mejores guías del valle- los chicos empezaron a caminar en fila india. Pablo le mostró a Manuel un largo y espinoso cerco vivo, diciéndole:

-Ahí está: esa es la uña de gato que no cura el cáncer. ¡Qué cantidad de espinas tenía! ¡Y eran enormes: más largas que un dedo pulgar! Por eso los campesinos de la región la usaban para proteger sus chacras. -Ni una rata pasaría por aquí -dijo Manuel, mientras tocaba la afilada punta de una de ellas.

Encontrar el camino que conducía a la casa de María no fue tan fácil como esperaban. Aunque José conocía el valle más que nadie, hacía casi un mes que no iba por allí, y las plantas crecían con rapidez en primavera. Entonces, siguiendo las indicaciones de José, los tres muchachos se dedicaron a investigar la zona. Pero cuando más concentrados estaban explorando todos los caminos sospechosos, escucharon gritar a las niñas y fueron disparados a ver qué pasaba. Encontraron a Rosita soltando lágrimas en

cantidades navegables y prendida de Emilia, también aterrada, y a Chivillo hecho una fiera, peleando con un perro mucho más grande que él. Con piedras y ramas espantaron al animal enemigo, y luego se dedicaron a calmar a Rosita, que no paraba de llorar. Cuando finalmente lograron encontrar la casa de María, el panorama no era tan alentador como lo había pintado Pablo. Después de algunas semanas, la casa parecía realmente

abandonada. Ahora sí había telarañas y, además, un par de gatos poco amistosos que se habían adueñado del lugar y que se erizaron como leones cuando vieron a Chivillo. Armados con unos cuantos palos, y protegidos de cerca por el perro, los tres pequeños hombres pudieron espantar a los gatos salvajes. Al fin tenían un lugar donde dormir.

Las niñas se instalaron en el cuarto de María. Emilia se probó la ropa que encontró en el armario -le quedaba horrible- y Rosita, cansada, pronto se quedó dormida, como siempre. Luego de curar a Chivillo, que sangraba por las orejas, los chicos trasladaron a una de las habitaciones los cojines descoloridos que encontraron en los sillones de la sala y se las ingeniaron para convertirlos en camitas que, con todo, eran más cómodas que el catre de Manuel y mucho más cálidas que las bancas donde solía dormir Pablo. Por su

parte, José pidió unirse al grupo. Obviamente fue bienvenido: además de ser un buen pata y venir acompañado de Chivillo, conocía la zona y podía ayudarlos mucho. Los niños conversaron hasta tarde. Cuando dejaron de distinguir sus caras, empezaron a reconocerse por la voz. Emilia siempre tan sensata- aconsejó a José volver esa noche a su casa.

-Desde mañana puedes quedarte le dijo-. Pero ahora, piensa en nosotros. Si desapareces sin más ni más, van a buscarte y, tarde o temprano, nos vamos a meter todos en un lío, no sólo tú. José pensó que Emilia era demasiado chiquita para ser tan mosca, pero se dio cuenta de que tenía razón. Por eso decidió hacerle caso. Dejó a Chivillo con sus amigos para que ellos lo cuidaran -no quería arriesgarlo a nuevos pleitos por esa noche- y se

fue decidido a inventar cualquier cosa que le permitiera volver lo más pronto posible a ese lugar en el que siempre se había sentido a gusto. Al día siguiente, temprano, el moreno apareció en casa de María con algo de comer para el desayuno. Le dijo a su madre que le habían ofrecido un empleo en el pueblo, y ella, sin más trámite, le dio algo de plata y le deseó suerte. Ahora sí las cosas se harían un poco más fáciles. Manuel y Pablo

aprenderían a conocer el mar y José se encargaría de enseñarle a Emilia los secretos de la tierra. Mientras tanto, aprovecharían la generosidad del valle. El azar y el trabajo permitieron al grupo vivir tranquilamente durante varios días. El agua la sacaban de una acequia cercana y la leña sobraba en el lugar. Manuel y Pablo descubrieron un peñón solitario donde podían pescar a su gusto y conversar sin interferencias de ningún tipo, y la

tierra no se cansaba de dar frutos. José, por su parte, había hecho un trato ventajoso con el panadero del pueblo: se ofreció como repartidor a cambio de diez panes diarios y algunas monedas que el grupo administraba y cuidaba como su mayor tesoro. Muy pronto Pablo, el más sociable de los cinco chicos, se hizo amigo de una señora del pueblo. Ella se llamaba Malena y se dedicaba a vender la leche que obtenía de tres vacas famélicas. Como vivía

sola y no tenía hijos, se encariñó pronto con Pablo y con la historia que él le contó como su gran secreto. -Por el desayuno no se preocupen -le dijo Malena a Pablo-. Un litro de leche diario no me va a hacer ni más pobre ni más rica. Claro que a veces tenían problemas. Si las cosas se ponían realmente duras, Pablo y Manuel buscaban a Martín. Aunque si no había problemas, a veces también

lo visitaban. En todo caso, cada vez que iban regresaban con algunos pescados, un par de sombreros y un montón de historias. En cambio las chicas preferían ir a la bodega del primer día. Al principio Rosita le tenía un poco de miedo a Chabuca, porque tenía un vozarrón ronco y una risotada tremenda. Además, le decía: "¿Y tú de dónde saliste tan bonita si tu hermana es tan fea?". Emilia se reía, pero Rosa no entendía por qué, y no le gustaba para nada que le dijeran fea a su hermana. A Rosita le gustaba más

visitar a Malena, porque les daba leche con cocoa. Y José, en sus ratos libres, iba a la plaza del pueblo para jugar fútbol un rato o a algún sitio con televisión para ver los partidos más importantes. Tenía mucha fama en el valle, o sea que jamás hacía de árbitro. Así, con la ayuda de Martín, Chabuca y Malena, con el pescado, la leche y el pan, y con las verduras que Emilia compraba en la bodega, los niños aseguraron el alimento diario.

Manuel y Pablo, que madrugaban todos los días, se hacían más amigos cada vez: las largas horas de conversación al arrullo de las olas los habían unido de tal manera que llegaron a sentir que se conocían desde antes de nacer. La vida se había encargado de convertir en hermanos a dos muchachos sin madre ni padre, y si no fuera por Chivillo, sin perrito que les ladre.

Un nuevo amigo Un día que Manuel y Pablo despertaron más tarde de lo acostumbrado, se dieron con una sorpresa francamente desagradable: encontraron su peñón ocupado. Recortada en el horizonte, divisaron la figura de un hombre joven que fumaba mirando el mar. Obviamente, la intromisión no les hizo gracia. Ese era 'su' peñón, y aunque el intruso no lo supiera, había invadido un

espacio que les pertenecía desde hacía casi un mes. -Si dejamos que se acostumbre, nos fregamos. Mejor lo paramos al toque y sin anestesia -dijo Pablo. Manuel pensó que, en realidad, el tipo tenía derecho de sentarse donde le diera la gana, pero acostumbrado a seguir a su amigo, aceptó tirar la primera piedra. Los niños treparon al peñón, como todos los días, y se enfrentaron al forastero.

Pablo inició el ataque. -Oiga usted, señor, mi amigo y yo somos los dueños de este sitio. Pero el enemigo, en lugar de oponer resistencia, levantó la cara, estudió el gesto desconfiado de sus adversarios durante algunos segundos, y dirigiéndose al principal atacante dijo: -Si el lugar es tuyo, te lo devuelvo. Yo sólo estoy de paso y me gusta mirar el mar.

Pablo no se inmutó: -El lugar es nuestro -dijo-. Pero si sólo quiere mirar el mar, puede quedarse mientras nosotros pescamos. El extraño apagó su cigarrillo entre las piedras y dijo: -Gracias.

Luego se quedó callado y siguió contemplando el mar. Los chicos sé desconcertaron, pero ya no podían retroceder porque sabían que lo prometido es deuda. Al principio, y aunque el intruso no decía una palabra, su presencia los cohibió. Se hubieran sentido más tranquilos si el tipo cogía su mochila y se mandaba mudar por el mismo sitio por el que había venido. Pero cuando parecía que, por fin, iba a emprender la retirada, sólo sacaba otro

cigarrillo, lo prendía protegiendo el fuego del viento y se volvía a acomodar. Qué fastidio. Ni conversar tranquilamente podían. Luego de un rato, con dos pescados al lado, Pablo empezó a conversar con su amigo, como para demostrarle al forastero que su presencia le era completamente indiferente. -Si la Rosita sigue mal va a haber que llevarla a la posta del pueblo dijo.

Y sin que nadie se lo hubiera pedido, el forastero intervino: -¿Y qué tiene la Rosita? Pablo iba a mandarlo al caracho, pero Manuel, que era de genio más dulce, le respondió: -Hace como tres días que hace la caca suelta, parece agua. Además, vomita a cada rato. ¡Ah! Y tiene fiebre.

-¿Y cuántos años tiene? -Cumple siete el mes que viene dijo Manuel. -¿Y tu mamá no le ha dado algún remedio? Pablo trató de hacerle una seña a su amigo para que no hablara más de la cuenta, pero Manuel ya había metido la pata:

-No tenemos mamá. solos -le contestó.

Estamos

-Si me dejan, de repente yo puedo ayudarlos. Me llamo Augusto -dijo el sujeto, y les tendió la mano. A Pablo no le gustó mucho la idea de aceptar la propuesta del entrometido, pero Manuel estaba un poco preocupado por su hermana. Augusto les habló de la zanahoria rallada, de la sal, del agua hervida, y a Manuel le pareció que era un tipo de fiar. Y

como ese día los parecían esconderse y sentía un poco más finalmente decidieron Augusto a su refugio.

pescados Pablo se confiado, llevar a

Camino a casa, Augusto fue el primero en contar su historia, como para ganarse la confianza de los chicos. Les dijo que había estudiado agronomía, y como los chicos no sabían qué era eso, les explicó en

pocas palabras en qué consistía su carrera. -¿Y dónde está tu chacra? preguntó Pablo, iniciando un tuteo que salió de su boca sin que él mismo lo notara. -Yo no tengo chacra, no tengo familia, no tengo casa. Yo no tengo nada -contestó Augusto, con la mirada triste.

Manuel, que cada vez se sentía más tranquilo en su compañía, le dijo: -Nosotros sí tenemos chacra: José se está encargando de ella. Y tenemos casa, también. Y familia. Luego, de su boca empezaron a salir otras palabras. Habló de su madre y de sus hermanas, de su casa abandonada en el barrio, de su tristeza. Increíblemente, Pablo también le contó a Augusto sobre su soledad, sus meses en el

orfanato, su huida, los peligros que había enfrentado. Cuando llegaron a casa de María, ya se habían hecho amigos. Emilia los estaba esperando en la puerta, pero al verlos con ese extraño tan guapo de ojos tristes se intimidó, y después de saludar, tomó a su hermano de la mano y se lo llevó aparte para someterlo a un minucioso interrogatorio. Manuel la tranquilizó y le preguntó cómo seguía Rosita, sólo para enterarse de que su hermana

menor estaba 'hasta las patas'. Pero cuando volvieron, Augusto ya estaba al lado de la niña, con una mano en su frente y bromeando con ella como si la conociera de toda la vida. En pocos minutos, Augusto ya se había adueñado de la situación y empezaba a dar órdenes que los chicos obedecían sin chistar. A grandes trancos, y con Manuel al lado, se dirigió hacia la bodega que albergó a los niños el primer día y regresó con zanahorias, té,

una bolsa de sal, querosene y algunas hierbas desconocidas para los muchachos. En la pequeña cocina puso a hervir agua, y con una navaja llena de accesorios que sacó de su bolsillo y que los chicos contemplaron alelados, peló y ralló la zanahoria. Luego, al mismo tiempo que respondía las interminables preguntas del grupo, fue cocinando un extraño preparado que dio de beber a Rosita mientras le contaba un cuento que los demás escucharon interesadísimos.

Cuando José y Chivillo llegaron, ya de noche, encontraron a los niños en animada conversación con el nuevo amigo.

Las cosas empiezan a mejorar La insistencia de los niños logró que Augusto se quedara a dormir esa noche en la casa. En realidad, el forastero no opuso demasiada resistencia: quería asegurarse de que Rosita estuviera completamente curada antes de emprender la retirada. A la mañana siguiente, cuando José y su perro volvieron de la panadería, encontraron a Augusto cuidando la fiebre de Rosita. Mientras remojaba un paño viejo dentro de un tazón con vinagre o algo así, iba distrayendo a las

niñas con bromas y cuentos. En ese momento les estaba contando uno que hizo reír a todos. Trataba sobre una niña tan, pero tan horriblemente buena, que las autoridades de su pueblo le habían regalado tres medallas que chocaban entre sí y sonaban como campanitas. Ella, muy orgullosa, siempre se paseaba con sus tres medallas delante de los demás niños, sin mirarlos. Un día, mientras jugaba en el jardín de un príncipe (donde la habían invitado por ser horriblemente buena), la niña vio aparecer un lobo feroz. Muerta de miedo, se escondió entre unos arbustos,

pero temblaba tanto, que las medallas que le habían regalado por ser tan horriblemente buena empezaron a sonar como campanitas, y el lobo la descubrió y... se la comió. Los chicos soltaron la carcajada. Además de caerles antipáticos los chicos horriblemente buenos, la cara de Augusto hubiera hecho reír a las mismas piedras. Después, Augusto se fue con José y su inseparable Chivillo- a conocer la famosa chacra de los chicos. En realidad, la 'chacra' era un pequeño terreno abandonado,

pero José ya había pensado sembrar en ella muchas cebollas para venderlas en el mercado. -¿Y por qué cebollas? -preguntó Augusto. -Porque las cebollas se necesitan para todo: para el cebiche, para el escabeche, para los guisos, para las salsas... todo el mundo necesita cebollas -dijo José. -¿Y sabes cuánto tiempo se demoran en crecer? -contestó Augusto.

-Bueno, algún tiempo, como todas las plantas. -Si no me equivoco, la primera cosecha saldría más o menos en ocho meses. ¿Y a cómo está el kilo de cebollas? -preguntó Augusto distraídamente, mientras observaba el terreno. José no era idiota, tampoco, y Augusto le estaba diciendo con sus preguntas que, con el espacio que tenía, por más cebollas que cosechara, su ganancia sería ridícula en comparación con el trabajo y el tiempo que habría invertido. Se sentía tan rabioso

que ya iba a mandar al diablo al visitante, cuando este le dijo: - Tu idea sería excelente si tuvieras más tierra, pero ¿no crees que tu terreno es demasiado chico como para hacer ese negocio? Te propongo un trato: si tú me dejas dormir un mes en tu casa, yo te ayudo a organizar una huerta que va a servirles más que tus cebollas. En realidad, Augusto hubiera preferido seguir vagabundeando, pero le preocupaba dejar solos a los chicos. En ese momento, pensaba que podría dejarles la

vida un poco más ordenada. Buscó las palabras precisas para que José se sintiera dueño de la situación: 'tu idea', 'tu terreno', 'si tú me dejas...'. Sin embargo, el moreno respondió: -No puedo contestarte mientras no consulte con los otros. Augusto aceptó la decisión y volvió a la casa para seguir haciendo reír a las niñas. Cuando Manuel y Pablo volvieron, José los llevó aparte con Emilia y les contó la conversación con el forastero. Los niños no lo

pensaron mucho: saltaron de alegría y se fueron disparados a aceptar la propuesta, con el secreto temor de que, si demoraban mucho, Augusto se arrepintiera de su oferta. Rosita era una niña fuerte, y gracias a los cuidados de Augusto y de Emilia, muy pronto volvió a corretear por toda la casa, con su pelo completamente enredado. Parecía una rastita. Augusto, por su lado, cumplió su promesa y todos los días se levantaba muy temprano para trabajar en la chacra distribuyendo espacios, arrancando hierba mala,

removiendo la tierra, preparando almácigos, sembrando brotes. Además, dedicaba parte de su tiempo a una actividad que a los niños les daba mucha curiosidad: con un lápiz recién estrenado trazaba en un papel líneas, cuadrados y flechas y escribía números que obtenía luego de realizar misteriosas operaciones con una calculadora. Finalmente, un día se fue solo al pueblo y volvió con una bolsa llena de herramientas y de llaves. A la mañana siguiente, con un poco de cal, marcó el terreno, y

con un pico, una pala, algunos elementos totalmente desconocidos y la ayuda de José, dedicó más de una semana a la construcción de lo que llamaba con orgullo un 'sistema de irrigación'. Los chicos siguieron todo el proceso con curiosidad y un poquito de desconfianza, pero finalmente, Augusto logró lo que quería: que el agua de la acequia llegara a la chacra cada vez que lo necesitaba.

El más asombrado con los avances de la chacra era José. Él, que era el único que había trabajado siempre en el campo, no recordaba haber visto nunca que la naturaleza obedeciera tan dócilmente las decisiones del hombre. Es cierto que su abuelo Próspero había sido uno de los mejores agricultores del valle en su juventud, pero sus métodos no se parecían en nada a los de Augusto: don Próspero era muy imaginativo, pero las cosas no siempre le salían bien. En realidad, lo bueno que tenía era su

forma de resolver los problemas en los que él mismo se metía. A José le encantaba conversar con su abuelo. A don Próspero siempre le gustó cantar y tocar la guitarra. De él aprendió ese vals que solía silbar mientras repartía el pan: "Así como he vivido, al azar, al azar quiero irme a otras playas mecido en la hamaca de la mar". Pero don Próspero ahora estaba bajo tierra, con su imaginación, sus valses y su sonrisa de viejo sin edad. La

última vez que lo vio, ya enfermo y pocas horas antes de su muerte, le dijo: -Cuídate mucho, abuelito. -Cuídate tú más, que te quedas en el mundo de los vivos -contestó don Próspero. José recordaba mucho a su abuelo mientras trabajaba en la chacra. Para su entierro, la tía Olga quiso contratar a la banda de músicos

del pueblo, la que tocaba en la plaza todos los domingos. Los artistas aceptaron, pero no quisieron cobrar. Todos querían a don Próspero. Después del velorio, lo llevaron al cementerio en andas. Luego, siguieron cantando durante horas. A pesar de lo triste del asunto, José logró despedir a su abuelo con alegría. El tiempo que el moreno pasaba con Augusto no sólo le permitía aprender nuevos secretos: en muchas ocasiones las ideas y

consejos que heredó de su abuelo eran muy bien acogidos y llevados a la práctica por un adulto cada vez más entusiasta y alegre. Un día que José llegó de la panadería dispuesto a iniciar el trabajo con la tierra, encontró una nota de Augusto que decía: "Tengo que irme, pero voy a volver. Espérenme". Toda su alegría se esfumó. Cuando fue a buscar a las niñas, las encontró llorando.

-Le pedimos que se quedara, pero él no quiso. Nos abrazó y nos dijo que lo esperáramos. José, acostumbrado a sentir el abandono en carne propia, contestó: -No vamos a esperar. Cuando Manuel y Pablo volvieron con pescados y monedas, encontraron a las niñas con los ojos hinchados, a Chivillo con las

orejas caídas y a José removiendo la tierra con furia.

Una llegada inesperada Los niños empezaron a extrañar a Augusto desde el primer día. Sentían que se habían quedado solos una vez más. En las noches, recordaban los cuentos que el amigo solía representar y que los hacían reír, llorar o, con más frecuencia, morirse de miedo. No comprendían qué podía haber pasado: siempre lo habían tratado bien, siempre le habían obedecido, siempre lo habían admirado. Emilia era la única que se atrevía a decir que estaba segura de que regresaría, tal como prometió. Pero los demás

pensaban que, aburrido de quedarse en un solo lugar, seguiría su camino para nunca más volver. Una tarde, pocos días después, los niños encendieron una fogata a la entrada de la casa para preparar la comida del día. Rosita, que estaba sentada en la tierra haciendo dibujos con sus dedos, fue la primera en dar la voz de alarma. -¡Chivillo se escapó! -dijo. Los chicos miraron con sorpresa la loca y alegre figura del perro

que corría moviendo el rabo al encuentro de una mujer que se acercaba por el camino. De pronto, a José se le iluminó la cara y también echó a correr. -Debe ser su mamá -dijo Manuel. -No seas tonto, es muy joven -le contestó Pablo. -Qué bonita es -comentó Emilia-. ¿Quién puede ser? Muy pronto salieron de dudas, porque José volvió corriendo con la increíble noticia:

-¡Es María! -gritó encantado, adelantándose por poquito a la llegada de la dueña de casa. Los tres chicos mayores quedaron conmocionados. Por un lado, la felicidad de su amigo era contagiante. Por otro, sintieron miedo. Si María había vuelto, la casa había dejado de ser un refugio para ellos. ¿Qué harían ahora? Después del anuncio, José había vuelto al lado de María, y ambos parecían luchar por la libertad de expresión. Cuando llegaron al lado de los niños, el mundo volvió a su lugar. María dijo sonriente:

-Tú eres Emilia, y tú Rosita. Y ustedes... déjenme pensar. Tú eres Manuel y tú eres Pablo. Rosita, jugando con sus rulos enredados, le dijo: -Y tú eres... ¿adivina? -No, inteligente -dijo María haciéndole muecas. Los chicos se rieron, un poco menos asustados. María estaba de buen humor, se integró al toque y no parecía molesta por la invasión. Realmente era tan linda y buena como la describió José.

Esa noche, al calor del fuego, María les contó a los niños por qué no había podido volver a casa durante todo ese tiempo, y ellos, después de cortar el pescado para compartirlo con la verdadera dueña de la casa, la escucharon con interés. Resulta que ella trabajaba haciendo encuestas a los campesinos de la zona para una organización de la ciudad. Todos los meses, llevaba los resultados de sus investigaciones para entregarlos y recoger su sueldo. Pero un día que demoró más de la

cuenta, llegó un poco tarde a la estación. Al ver que su ómnibus estaba a punto de salir, cruzó la pista a toda carrera y un automóvil la atropelló. Ella sólo recordaba haber despertado en un hospital. Las enfermeras le contaron que había estado inconsciente y que ya habían pasado varias semanas del accidente. Felizmente, los responsables del atropello la habían llevado inmediatamente al hospital. -Has tenido suerte -le dijeron-. Cuando estas cosas pasan, la gente

se escapa problemas.

para

no

tener

María preguntó cuánto tiempo había pasado. -Casi dos meses -le contestaron. -¿Tanto tiempo? -se admiró Rosita, que con la novedad se había quedado despierta y no tenía nada de sueño. -Sí, porque cuando uno se golpea muy fuerte le viene algo así como una enfermedad que los médicos llaman 'estado de coma'. Estar en

coma es como estar dormido, pero sin despertar al día siguiente. Rosita pensó que debía ser bien rico dormir así, pero no dijo nada porque María, que seguía contándoles su historia, justo estaba diciendo que cuando se despertó se sentía mareada, que no sabía ni qué había pasado ni cuánto tiempo había estado dormida, y que se sintió débil durante mucho tiempo. También les contó que, apenas despertó, había querido levantarse para regresar a su casa, pero que los médicos no habían querido darle de alta. Rosita volvió a preguntar

qué era eso, y María le explicó que cuando alguien está muy grave, los médicos prefieren que se quede en cama hasta que sane completamente. -¡Ah! Por eso Augusto no dejó que me levantara cuando estaba enferma -dijo Rosita. Era la primera vez que María oía mencionar a Augusto, y les preguntó a los niños si faltaba alguien en el grupo. Entonces, José le dijo: -Mañana por la mañana presento a Augusto.

te

Los chicos pensaron que el moreno estaba loco, porque ninguno creía que Augusto volviera al día siguiente, pero como habían empezado a bostezar, María propuso que todos se fueran a descansar. -Y por favor, no se preocupen por nada: en la casa hay espacio para todos. En realidad, no resultó difícil acomodarse, porque María se instaló sin problemas en el rincón donde Augusto solía dormir. Ella era la persona indicada para llenar ese vacío. Luego de

conversar un rato, los niños se durmieron tranquilos, con la seguridad de que María los aceptaba, y que pronto los amaría. Al día siguiente, José le enseñó a María todo lo que había hecho con Augusto. Ella estaba feliz: su casa era otra, sentía que no estaría sola nunca más, y la pequeña chacra empezaba a dar sus primeros frutos. De pronto, la voz de José se llenó de amargura y le dijo: -No entiendo por qué nos dejó.

María, con esa voz que parecía una música dulce, con esa calidez que cautivó a José desde que la conoció, con esas palabras que siempre parecían ser las más precisas para el momento, le dijo: -Hace algunos meses yo estuve a punto de morir. Ahora estoy viva gracias a que una persona decidió no dejarme tirada en medio de la calle para evitarse problemas. La misma persona que casi me mata fue la que me devolvió la vida. No creo que vuelva a verlo, pero siempre vaya agradecer lo que hizo por mí. Augusto los ayudó cuando ustedes estaban solos.

Aunque no lo veas nunca más, recuérdalo con cariño. Además, ahora estoy yo con ustedes. Las palabras de María tranquilizaron a José, y desde ese día fue ella quien animó las veladas de los niños. Ya no salía de madrugada para encuestar campesinos, porque luego de tanto tiempo de ausencia su lugar había sido ocupado. Ahora llenaba sus días contando a los niños todo lo que sabía, convirtiendo las historias que había vivido en largas aventuras que iba narrando por capítulos noche tras noche, trabajando en la chacra

organizada por Augusto, cocinando, remendando, adaptando la ropa que los mayores iban dejando, administrando los escasos ingresos de los niños y haciendo la vida de todos cada vez más feliz.

Sorpresa

-¿Ven ese bote azul que avanza en el mar? -les preguntó-. Miren al pescador. Está solo. Los chicos lo veían perfectamente. -Cuando yo los conocí -les dijoacababa de dejar la ciudad y me sentía como si fuera un pescador en un bote solitario y sin remos. Era como si estuviera siempre a la deriva, como si en todo momento mi barco estuviera a punto de naufragar. Cuando llegaron ustedes, cinco personas más se

subieron a mi barco. Pero en lugar de hacerlo más pesado, lo volvieron más ligero y le dieron rumbo. A mí siempre me había gustado la soledad. Ustedes me enseñaron a no ocuparme únicamente de mis propios pensamientos, y quiero quedarme con ustedes, que dieron sentido a mi vida. Pero antes tenía que terminar con todo lo que había dejado atrás, ¿me entienden? He vuelto para quedarme.

Manuel y Pablo no pudieron pescar ese día. Se quedaron conversando con Augusto, contándole todo lo que había pasado en las semanas en que él estuvo ausente. Le hablaron de la rabia de José, de las lágrimas de Emilia y de Rosita, de los progresos de la chacra... pero de María no dijeron ni una palabra. Ambos temían que la nueva situación alejara a Augusto para siempre o que la dueña de casa se opusiera a la presencia de otro adulto, y se esmeraron en retrasar la hora de volver a casa. Pero

cuando Augusto dijo: "Vamos ya, que me muero de ganas de ver a los demás", los niños se dieron cuenta de que no podrían prolongar eternamente ese momento, y en silencio, emprendieron la vuelta a casa. Augusto se dio cuenta de que algo raro estaba pasando, pero pensó que se debía al desconcierto que causaba en los niños su inesperado retorno y a la franqueza con la que les había hablado.

Sin embargo, apenas divisó la casa, Augusto se dio cuenta de que, realmente, algo había sucedido en su ausencia: las solitarias rejas de las ventanas estaban ahora adornadas con cortinitas floreadas, helechos recién nacidos empezaban a asomar en las macetas y en el camino se veían brotes de esas flores amarillas que crecen como hierba mala. Rosita, que jugaba con Chivillo, se veía linda. ¿Qué tenía de raro? Después de pensar mucho se dio cuenta de que estaba limpiecita y que tenía el

pelo amarrado detrás de la cabeza. Cuando ella lo vio se le tiró a los brazos, feliz. Al escuchar el barullo, Emilia se asomó por la ventana. Ella también estaba muy bonita, con dos ganchitos en el pelo y un vestido que no le conocía. Al verlo, su cara se iluminó, pero antes de salir a recibirlo, volteó a anunciar la buena nueva... ¿a José? A esa hora, José todavía no habría regresado de la panadería. Tal vez no había ido a trabajar. ¿Estaría

enfermo? Augusto no tuvo tiempo de hacerse más preguntas, porque detrás de Emilia apareció María, mirándolo con curiosidad. Los niños se encargaron de presentarlos y de contarle a Augusto quién era ella, porque María ya había oído hablar mucho de él. Y fue Emilia quien propuso o más bien impuso- ir en grupo a la panadería para comunicar a José la buena noticia. Contuvo las protestas de los chicos -que se morían por quedarse a conversar

un rato con Augusto-, tomó a Rosita de la mano y dejó solos a los grandes para que conversaran tranquilamente. Cuando volvieron los encontraron en el mismo sitio donde los habían dejado, hablando muertos de risa. En la noche, Augusto y los chicos se encargaron de prender una enorme fogata y María preparó una comida especial con lo que había. Mientras Emilia enseñaba los dientes y jugaba con el recién llegado, Augusto se dedicaba a

bromear con María, que luego de acostar a Rosita y alegre como nunca, entonaba con linda voz, y a coro con José, el vals preferido de don Próspero. Después de un buen rato, Emilia renunció a su intento de acaparar la atención de Augusto, se dedicó a conversar con Pablo hasta que los ojos se le empezaron a cerrar de sueño y se despidió de los mayores. Los chicos, que no eran tontos, siguieron su ejemplo.

María y Augusto se quedaron solos al calor del fuego y reanudaron la conversación interrumpida por la llegada de los niños. Hablaron de Manuel, de Emilia, de Rosita, de Pablo, de José, de la soledad, de la pobreza. Las horas pasaron sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Cuando escucharon el canto de los primeros pájaros, descubrieron que ya era hora de descansar. Augusto tendió su bolsa de dormir al lado del fuego y María entró a la casa, pero ninguno de los dos pudo dormir.

Un final que es un principio Cuando María le preguntaba a Rosita: "¿Dónde está el hermanito?", la niña, en lugar de señalar el vientre redondo de María, señalaba su propia barriguita. Y cuando Augusto, más moreno que nunca, volvía de la pequeña chacra acompañado de José y de Chivillo, lo primero que hacía era acariciar a su mujer y preguntarle a Rosita si el bebé había 'saltado mucho' en su

ausencia. Ella contestaba: "Todo el tiempo salta". Pero todos se asustaron el día en que María, luego de tender la ropa recién lavada, se dobló de dolor abrazando su vientre con las dos manos, muy pálida pero tratando de mantener la calma. Emilia, que la estaba ayudando, corrió a la chacrita en busca de auxilio. Augusto, que era el más sereno del grupo, se puso muy nervioso. A grandes trancos llegó hasta donde María hacía todos los

esfuerzos por parecer tranquila ante los niños, que la rodeaban aterrados sin saber qué hacer. Con sus manos, todavía llenas de tierra, Augusto cargó a su mujer, la llevó con cuidado hasta su cuarto y cerró la puerta, sordo a las protestas de los chicos. Los futuros hombres se mordían las uñas intentando adivinar cómo vendría lo que vendría, mientras hacían grandes esfuerzos por distraer a Rosita, que estaba más preguntona que nunca, y Emilia hervía agua en una gran olla a pedido de Augusto.

Luego de una eternidad, Augusto abrió la puerta de su cuarto, cansado pero risueño. Extendió los brazos a sus asustados hijos y dejó que entraran a ver a María, que arropaba a la nueva hermanita. -¿Les gusta mi nueva hijita? preguntó. Los niños contemplaron maravillados a la recién nacida. Sólo faltaba Rosita, que se había refugiado en su cuarto y estaba

llorando porque, según contó Manuel, pensaba que ya no la iban a querer. -Acompañen un ratito a María, yo regreso en un segundo -dijo Augusto. Augusto fue a buscar a Rosita, que lloraba a mares, y se sentó al borde de su cama.

-No llores, Rosita. Esta noche estoy tan feliz como el día que te conocí. Pero Rosita, nada. Seguía soltando ríos de lágrimas. -Tú eres una rosita, o sea que tu hermana va a ser una flor. Ese va a ser su nombre, porque queremos que sea tan linda como tú -dijo Augusto-. Ahora nuestra casa está completa.

Rosita empezó a escucharlo, pero aún no decía nada. -¿Has visto cómo cuidamos las plantas José y yo? -díjo Augusto-. Ustedes son como plantitas para nosotros. Pero la planta más chiquita es Flor, tu hermanita. Por eso tenemos que cuidada un poco más durante un tiempo. Pero ven conmigo, ¿no quieres conocerla? Rosita aceptó la mano de Augusto y se fueron al cuarto en el que estaba Flor, prendida del pecho de

su madre, mientras Rosita se acordaba de las flores y las abejas. Al verlos, María los recibió con una enorme sonrisa. -Miren quién está aquí, pues. En estos días, Emilia y tú van a tener que ayudarme mucho. Los hombres no saben nada de estas cosas. -¿Y qué puedo hacer yo? preguntó Rosita-. Emilia te ayuda a cocinar, Manuel y Pablo cogen los pescaditos del mar, José vende

pan y cultiva cosas, y yo no sirvo para nada. -¿Para nada? No me hagas reír. Puedes hacer muchísimas cosas. Por ejemplo, los bebitos necesitan agua hervida. Cuando veas que Emilia hierve el agua, tienes qué vigilar que sólo la apague cuando eche burbujas y nunca antes. Emilia estuvo a punto de protestar -ella jamás sacaba el agua antes de que echara burbujas-, pero

Augusto la tranquilizó con una mirada. -Además, mientras le cambio los pañales puedes echarle chuño en el potito para que no se irrite. Y no debes darle juguetes muy chiquitos, porque si se los mete a la boca se podría ahogar. Cuando crezca un poquito, puede caerse de la cama. Pero si tú la cuidas, eso no va a pasar nunca. Cuando empiece a gatear, tienes que protegerla de Chivillo, porque los perros, por más inteligentes que

sean, pueden hacerles daño a los niños muy chiquitos. Augusto, que tenía en brazos a Rosita para que pudiera ver a su nueva hermana, aprovechó para decirle: -María y yo vamos a decirte todos los días lo que puedes hacer para ayudamos a cuidar a la bebita. -¿Pero me van a seguir queriendo como antes?

-preguntó la niña. Y entonces los padres recién estrenados, abrazando a los niños, dijeron casi al mismo tiempo: -Claro que sí. En esta familia hay espacio para todos. Fin

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