Hospital Mujeres Dem

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Carlos Hidalgo Loperena

Un reencuentro con el Pasado Historia y leyenda de una casa colonial de la calle de Donceles

PROLOGO Ser originario de la capital y haber nacido en el corazón del Centro Histórico de la Ciudad de México, me permitió desde niño, estar acostumbrado a vivir entre la historia y la leyenda de cada una de sus calles y sus casas; respirar los aromas prehispánicos y coloniales, me conformaron una conciencia diáfana y concreta de los tesoros monumentales que conserva este patrimonio de la humanidad. Actualmente el Instituto Nacional de Antropología e Historia clasifica a los monumentos, según la antigüedad de su construcción: Si es anterior al siglo XX, se le considera monumento histórico y en su caso, artístico. Si el monumento es posterior al inicio del siglo XX, sólo se le considera artístico si la arquitectura de la construcción así lo merece. La casa a la cual está dedicada este escrito, fue construida a mediados del siglo XVI y aunque pudiera ser considerada una más de las muchas casas coloniales que integran al Centro Histórico, el papel que jugó durante la historia asistencial del país le convierte en un elemento sujeto de estudio y admiración. Como una de mis pasiones más arraigadas es la historia de México, me había tomado el atrevimiento de plasmar en una serie de borradores, una pequeña investigación sobre dicho edificio. Más la conciencia del suscrito y la pretensión de algunas autoridades gubernamentales de efectuar obras de remodelación y modificación de la casa, para convertirle en una “oficina funcional”, se han combinado y me obligaron a formalizar y presentar esta breve compilación, tanto histórica como legendaria, para que juntos hagamos un recorrido por la historia, el tiempo, la magia, la superstición y esa realidad paralela, a las que nos lleva un lugar como la casa sita en el número 39 de la calle de Donceles, el antiguo “Hospital del Divino Salvador”. El cronista Luis González Obregón, autor del libro “México Viejo”1 , define mejor, el objetivo de recuperar la historia de este viejo caserón: … “Antes que desaparezca por completo la fisonomía especial de aquellos tiempos, antes de que la barreta derrumbe las últimas fachadas, antes de que el andamio se levante frente a casas que se desploman, y antes, en fin, de que oiga al cantero, indiferente a todo, cantar o silbar, a la vez que labra con tesón la nueva piedra que cambiará el aspecto de lo que vieron nuestros antepasados, venimos a evocar sucesos, fechas y costumbres que pasaron, para que las futuras generaciones no tengan que excavar entre las ruinas del olvido.”… Como colofón a este preámbulo, es importante agregar, que en julio de 2005 al efectuar los trabajos de prueba de piso por parte de quienes van a “remodelar” el edificio, en la zona de la bodega (hacia la calle Tacuba), fueron hallados vestigios de lo que fue una barda perimetral de calicanto, es decir, restos de un asentamiento prehispánico, al igual que restos de cerámica y de un esqueleto canino. A inicios de noviembre de 2005, al excavar el piso colindante a la calle de Donceles, se localizaron: un recipiente de cerámica conteniendo ceniza, junto a los restos óseos de un xoloizcuintli – perro mexicano - lo que indica un entierro azteca; así como un pasadizo 1

González Obregón, Luis, “México Viejo”, Ed.Offset. Reverso.

subterráneo del que se comenta en páginas interiores. En junio de 2006, al perforar el piso contiguo a la Capilla para instalar una cisterna, se localizaron diversos restos humanos, lo que confirma la existencia del cementerio propio de este tipo de edificios coloniales. Estos hallazgos, que pretendieron ocultarse tanto por las autoridades responsables del edificio, así como por los supuestos supervisores del Instituto Nacional de Antropología e Historia, fueron apreciados por diversas personas que nos encontrábamos esos días en la casona. Estos hechos convierten en testimonio fidedigno lo vertido textualmente en este libro en lo que a historia respecta; y permiten realizarse las siguientes preguntas: ¿Por su ubicación respecto al Templo Mayor, será posible que la casona de Donceles esconda debajo un asentamiento prehispánico tan importante como el encontrado en el palacio del Marqués del Apartado? y ¿Esta casona colonial abrigará algo más que la historia escrita en este libro? La respuesta la tendrá el lector. Parafraseando a Luis González Obregón, escribo: “Antes de que se convierta en polvo la más antigua piedra del edificio y solamente quede en la memoria un simple mosaico de Talavera, con la leyenda: Aquí se estableció en 1700 el Hospital del Divino Salvador para mujeres dementes, fundado en el siglo XVII por el carpintero José Sáyago. Dirección de monumentos coloniales y de la república”; hago una atenta invitación a que se sumerjan en las páginas interiores y se reencuentren con algo de su historia. Que lo disfruten como yo. Mto. Carlos Hidalgo Loperena

Contenido

Retornando al pasado ……………………………………………..........................................

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Una casa con encanto ………………………………….………………....................................... 7 Secretos bajo tierra ……………………………………………….….......................................... 11 Los Crematorios ................................................................................................................... 12 Reconstrucciones........................................................................................................................ 13 Una casa mestiza................................................................................................ ..........................13 Historia y destino de una casa con encanto ………………………......................................... 15 Hospital para mujeres dementes ……………………............……........................................... 15 Hospicio para niños pobres …………………………………………........................................ 16 Hospital Militar............................................................................................................................ 18 Hospital General ….…………………………………………………......................................... 19 1863 – 1877.................................................................................................................................... 19 1882 – 1918 .…………………………………………………………........................................... 20 Edificio reconstruido …………………………………………………........................................ 20 Primer sede del Museo Histórico de la Revolución Mexicana.............................................. 20 Donceles 39 hoy ………………………………………………………........................................ 20 Historias y sucedidos de Donceles 39, la casa con encanto................................................... 21 Subyugada por el fuego ………………………………………………...................................... 21 El bromista ……………………………………………………………........................................ 24 El fantasma del fraile …………………………………………………....................................... 28 La bordadora ….........…………………………………………………….................................... 31 La hermana Clarisa ……………………………………………...……....................................... 36 Los ojos del capitán …………………………………………………......................................... 39 Los sucesos del pasado reciente ........…………………………...……..................................

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Las apariciones ……………………………………………………….......................................... 45 Las sensaciones ………………………………………………………......................................... 45 Los fenómenos sobrenaturales……..………………………………….................................... 46 Las misas de exorcismo …………………………………………….................................. 46 ¿El final? …………………………………………………………............................................... 49

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UN REENCUENTRO CON EL PASADO

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Retornando al pasado Fastuoso e imponente, el vetusto Centro Histórico de la Ciudad de México - la otrora Ciudad de los Palacios - conserva en sus añejas calles, vestigios de edificaciones prehispánicas y majestuosas casas coloniales, que encierran dentro de sus gruesos muros de tezontle y cantera, hechos históricos, tradiciones, mitos y leyendas. Una de esas viejas calles es Donceles, nombrada así por los jóvenes en edad casadera que por ella transitaban y que eran espiados por jovencitas desde los balcones de las primeras casas de la incipiente ciudad. La de Donceles es junto con la de Tacuba, una de las más antiguas de la muy noble y muy leal Ciudad de México. Para enfatizar este comentario, pueden leerse las descripciones de Luis González Obregón en su obra México Viejo que fue publicado por vez primera en 1895: 2 “… Las calles de la ciudad se comenzaron a formar entonces… Empero, había algunas que ya tenían nombre propio como la de “Tacuba”, “Atacuba” ó “Tlacopan” y la de “Donceles” que existen todavía con sus primeros nombres…” más específicamente, lo escrito por Artemio de Valle – Arizpe en su obra “Historia, tradiciones y leyendas de calles de México”: 3 “…Desde el año de 1524 existía la calle de los Donceles, por lo cual es de las más antiguas de la ciudad. Esta misma designación se extendió en 1910 a las calles de Chavarría, Montealegre, Cordobanes, Canoa y Puerta Falsa de San Andrés. A las dos primeras les mudaron sus nombres, respectivamente, por el que llevan, de 2ª y 1ª del Maestro Justo Sierra. Cordobanes es la 4ª de Donceles, la Canoa es la 2ª, la Puerta Falsa de San Andrés la 1ª , y quedó como la 3ª la que primitivamente tuvo ese nombre, que era de los Donceles, hoy simplemente Donceles…” La calle de Donceles esta trazada dentro del islote donde fue construido el Templo Mayor. De acuerdo a la obra “México a través de los Siglos” 4 la ciudad de México Tenochtitlán se dividía en cuatro calpullis trazados a partir del gran Teocalli y cuyo primer corte se daba por los canales que separaban al barrio principal de los barrios pobres. El calpulli donde se fincó Donceles se llamaba Cuepópan y lo delimitaban al norte, el Canal del mismo nombre, al sur la calzada de Tlacopan, al occidente el Canal del Poniente y al oriente, el gran Teocalli -Templo Mayor- y por su trazo, corresponde al camino que bordeaba a la calzada que conducía hacia el pueblo de Tlacopan (Tacuba) al costado norte de las Casas Viejas de Moctezuma. Citando dicha enciclopedia se describe así: 5“…el templo de Huitzilopochtli debía estar en el cruzamiento de la prolongación de las calzadas de Iztapalapan y Tlacopan… el centro del Teocalli debía estar al poniente de la calle de las escalerillas… se habían construido habitaciones para el sumo sacerdote y los Calmécac…. abrazaban la parte posterior del teocalli en toda su anchura, penetrando en la acera norte de las calles de Cordobanes y Montealegre, pues en la primera, en la casa del señor Guzmán, se encontró uno de los sapos de piedra pertenecientes al muro que cerraba el recinto…En la parte norte penetraba esta muralla en las manzanas de Cordobanes y Montealegre y segunda calle del Reloj, y había entre ella y los edificios del Calmécac una calle para el paso…” Donceles nace justo al centro de donde Axayácatl construyó su palacio, contiguo al de Moctezuma Ilhuicamina 6.… el palacio de Axayácatl tenía de 2

González Obregón, Luis, “México Viejo”, Ed.Offset, pag 13. De Valle – Arizpe, Artemio, “Historia, tradiciones y leyendas de calles de México, Ed.Diana, pag. 331. 4 Riva Palacio, Vicente, y otros, “México a través de los Siglos”, Ed.Cumbre, Tomo II, Pág. 345. 5 Riva Palacio, V. Op. cit, Págs. 331, 334. 6 Riva Palacio, V. Op. cit, Pág. 360. 3

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fondo la actual calle de Tacuba, y por frente la de Santo Domingo hasta la línea donde llegaba el recinto sagrado…”

Copiado del impreso en la página 345 del Tomo II de “México a través de los Siglos”

Observando el mapa de referencia al lugar, es posible aseverar que la casa de Axayácatl quedaba entonces enfrente a los Calmécac y uno de sus pasillos dio vida a la calle de Donceles, llamada luego de los Cordobanes y nuevamente Donceles. Concluida la conquista, al derrumbar el gran Teocalli y los otros templos menores, e iniciar la construcción de la plaza colonial, de acuerdo a la costumbre española de cubrir con inmuebles religiosos los lugares donde hubiera existido un templo indígena, sobre esa área se edificó la primitiva catedral en 1525. Consultando varios de los mapas de la primera traza de la antigua ciudad, puede observarse que la calle de Donceles nace al norte de la Plaza menor y corre de oriente a poniente, es decir, inicia en la parte norte de la placeta del Marqués llamada así por estar ahí el palacio de Hernán Cortés –donde estuvieron las casas de Moctezuma Ilhuicamina- y termina donde existió el Canal del Poniente – acequia que corría junto a la calle de San Juan de Letrán y se libraba a la altura de Donceles, por el Puente de la Mariscala.

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Donceles es paralela también a la antigua calle de Las Escalerillas – hoy 1ª de República de Guatemala - detrás de la catedral actual. Observando el mapa del gran teocalli inserto en la página 335 del tomo II de esa monumental obra, se puede apreciar mejor lo dicho por el historiador Alfredo Chavero.

Copia del plano impreso en la página 335 del Tomo II de “México a través de los Siglos

Una calle tan añeja, con más de 480 años de existencia, a pesar de haber sido angostada, anchada, empedrada, pavimentada y adoquinada, conserva muchas historias, algunas ciertas, otras, ¿quién sabe? y sin el propósito de afirmar o negar los sucedidos, pues algunos se encuentran debidamente documentados y otros se han transmitido de mano en mano, es justo en uno de estos lugares donde aconteció – ¿o acontece? – lo que más adelante describo.

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Una casa con encanto Los relatos que nos ocupan, corresponden al inmueble que existió y existe en la esquina que forman las calles de Allende y Donceles hacia el sureste, particularmente al predio marcado con el número 39 de la 2ª calle de Donceles conocido como el “Hospital del Divino Salvador”, hospital para mujeres dementes que fundó el pío carpintero José Sáyago en 1687.

Escudo real colocado al centro del edificio

La casa donde se aposentó este Hospital se localiza en el predio sito noroeste de la manzana formada por las calles de Donceles, de Tacuba, del Factor – hoy Allende- y la de Manrique – hoy República de Chile-; originalmente abarcaba desde el actual edificio del Monte Pío “Luz Saviñón” hasta el pasaje “Tacuba” por el frente de Donceles; por la calle de Allende el mencionado montepío y otros edificios, y por fondo hasta la calle de Tacuba incluyendo el local que ocupa actualmente el café del mismo nombre y parte de la estación “Allende” del metro. Este magno edificio colindaba con un solar que le separaba de la Vicaría de la diócesis de la Ciudad de México. El edificio fue construido sobre las ruinas de la casa de uno de los principales del emperador Moctezuma, ya que los barrios de Cuepopan y Mazayotla eran donde se aposentaban los personajes importantes entre los aztecas. Estos barrios principales, estaban localizados al poniente del gran teocali. Prueba de que la casa se construyó sobre un asentamiento azteca, es que recientemente, en julio de 2005, en la zona central del edificio y orientado hacia la calle de Tacuba, se localizaron vestigios de una construcción prehispánica, consistentes en una barda perimetral de calicanto7: “...La ciudad colonial se levantó sobre las ruinas de la ciudad indígena, removiendo los escombros de los derrumbados palacios y templos, edificando los nuevos sobre sus cimientos, y aprovechando aun los mismos materiales…” . De acuerdo a la recuperación de lo histórico acerca de las propiedades de los primeros españoles en la traza primitiva, este predio perteneció en parte, al Factor Juan de Cervantes y Casaus hacia el año de 1535, personaje venido de España para desempeñar el cargo asignado por el Rey, 7

González Obregón, Luis; Las Calles de México, Ed. Porrúa, Pág. 125.

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dado que varios miembros de su familia se dedicaban a eso. El Factor era el encargado de abastecer de insumos a la armada del Virreinato. Las condiciones políticas de esa época, obligaron a Cervantes a abandonar el cargo y partir de regreso hacia España, muriendo en el trayecto, por lo que sus bienes quedaron en poder de la Audiencia, entre ellos este mayorazgo, que posteriormente puso en venta. La casona realmente nunca perteneció a José Sáyago, sino que por su iniciativa es que a finales del siglo XVII, se establece en dicha propiedad el “Hospital del Divino Salvador”. Cuando el edificio es asignado por la Audiencia a Sáyago para establecer el hospital, se encontraba en estado deplorable, cercano a la ruina, pues había sido vendido8 “…mercedado y abandonado de su poseedor y en estado ruinoso fue devuelto a la ciudad…”. Como la mayoría de las construcciones de la primera traza de la ciudad colonial, en la edificación de la casona de Donceles se utilizaron piedras del Templo Mayor y de otros templos y edificaciones menores.9 “…Otras grandes piedras se encontraron también, y fueron despedazadas para utilizarlas en el empedrado y otras construcciones. Advirtamos de paso, que desde principios del siglo XVII había mandado picar y desfigurar otras piedras de nuestra antigüedad el arzobispo don fray García de Santa María Mendoza, que gobernó la mitra de 1600 a 1606…” Hoy al admirar este edificio, es posible apreciar el tezontle rojo, la piedra de cantera y en la parte baja del mismo, los bloques de piedra prehispánicos mencionados, sirviendo de base para la edificación10: “…Otras piedras que pertenecieron al gran Teocalli existen todavía empotradas en las esquinas de las casas que fueron del Conde de Santiago ( Pino Suárez esq. República del Salvador), de don Luis Castilla, hoy librería Porrúa y en la que fue del Marqués del Prado Alegre ( Madero esq. Motolinía) se encuentra el jeroglífico de Chalco, que también perteneció al Templo Mayor…”. El inmueble en principio, mostraba una fachada similar a la de la Vicaría, con la que colindaba. O sea, que se construyó en cantera blanca y gris. Los enrejados y portones eran austeros. Cuando fue reconstruido, se lo hizo con tezontle rojo y cantera gris, respetando sus muros de 45 centímetros de grosor, y sus columnas de 80 centímetros por lado, logrando una sobria y apacible fachada. Contaba con cinco amplios patios rodeados de grandes habitaciones con altos techos abovedados.

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Marroqui, José María, La Ciudad de México, Ed. Jesús Medina, Tomo II, Pág. 62. Riva Palacio, V. Op. cit, pag 318. 10 González Obregón, Luis; Op. Cit, pie de página, Pág. 164. 9

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Escalera principal del edificio

Pasillos techados y protegidos con barandaje de hierro y latón. El piso de los patios era de piedra volcánica11, las grandes puertas de acceso principal de madera fina, delicadamente tallada y un imponente enrejado de hierro forjado, que separaba el acceso a los espacios abiertos interiores12. Todo iluminado por grandes faroles de hierro forjado, con ornamentos de latón, tanto de techo como arbotantes. En el exterior, podían admirarse los balcones con bellos herrajes. Solamente las casas construidas en la misma época, presentan similar estilo. Entre estas construcciones se pueden contemplar: la Casa del Marqués del Valle –hoy Nacional Monte de Piedad – en el mismo Centro Histórico, el palacio del marqués del Apartado, la casa de Hernán Cortés - edificio de la delegación – y del conquistador Cristóbal de Olid en el centro de 11

Según testigos presenciales, un funcionario menor de la Secretaría de Salud mandó levantar este piso y dispuso de él para instalarlo en una casa de su propiedad por el rumbo de Coyoacán, colocando en su lugar el piso que actualmente se encuentra. 12 Al igual que el piso, la mayor parte de los enrejados fueron dispuestos por este funcionario.

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Coyoacán, el atrio del convento de San Juan Bautista, así como la Casa de la Malitzin en el barrio de la Concepción en Coyoacán.

Detalle de los Arcos del Atrio de San Juan Bautista, Coyoacán

José Sáyago, de oficio carpintero13, remodela y modifica los pórticos y ventanas tanto externas como interiores, decorándoles con un sinnúmero de signos masones, por lo que en sus puertas y paredes abundan las flores de lis, las rosas y las cruces griegas, así como rostros de personas demostrando pena y dolor, y en el tercer portal, muy posiblemente, los bustos tanto de Sáyago como de su esposa. En el extremo suroeste del gran edificio, - acceso actual al registro civilconstruye una pequeña capilla, de la cual no quedan más huellas que el pórtico, el barandal del coro y la escalera que llevaba al mismo. Aunque en la segmentación del edificio –1900- se suprime la capilla y se ocultan los símbolos religiosos, como la reconstrucción de la casona se hizo conforme a los planos disponibles; es notorio el portal religioso, pues esa parte es totalmente distinta al resto de la edificación.

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El oficio de carpintero es uno de los antecesores de los actuales arquitectos, como el de Alarife lo es de los ingenieros.

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Detalle del Portón central del edificio

Secretos bajo tierra Era una costumbre española construir subterráneos, pasadizos, muros y puertas falsas, para evitar los peligros que las calles de ciudad implicaban al oscurecer, por lo que, al igual que varios de los edificios coloniales más antiguos de la ciudad, el Hospital del Divino Salvador cuenta en su construcción con un pasadizo secreto que tiene su acceso a un lado de un lavatorio y al pie de una de las tres escaleras que conducen al piso superior y que se encuentra en la habitación contigua al cuarto patio, y la salida hasta el edificio de la primer Vicaría –hoy IV Vicaría de San Miguel Arcángel- de la Arquidiócesis de México. Desdichadamente, el pasillo subterráneo fue utilizado por los encargados del hospital para recluir a las pacientes que ocasionaran problemas, pues era una práctica común en ese tiempo. 200 años después, esta bóveda fue utilizada por soldados del ejército porfiriano para castigar a quiénes se atrevieran a oponerse al régimen, y posteriormente, por los diferentes cuerpos militares que ocuparon la Ciudad de México, durante la gesta revolucionaria.14 Afirman quiénes conocieron dicho pasaje, que éste llega hasta la Catedral. Hoy ese pasadizo se encuentra clausurado. En el lugar donde se encuentra el acceso clausurado al subterráneo, al tocar el piso se escucha un sonido hueco, lo que indica la veracidad de esta información. En la obra “México Viejo” de González Obregón se describe lo siguiente: 15 “…En la cárcel secreta del Tribunal del Santo Oficio, en el patio de los naranjos y debajo de la serie de calabozos que se encontraban hacia la parte sur, hay una bóveda subterránea que han visto algunas personas, y que según dicen se prolongaba hasta el extinguido Colegio de San Pedro y San Pablo…lo que sí nos consta por testimonio fidedigno, es que en el patio que

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Don Luis Godínez y Don Jesús Robledo, trabajadores de la Secretaría de Salubridad y asistencia por los años de 1960 a 1970 ahora jubilados, tuvieron la oportunidad de visitar este túnel y afirman que en éste existen grilletes con lo que posiblemente se ataban a las enfermas y los presos. 15 González Obregón, Luis, Opus cit, página 68.

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fue huerta del Ex - Colegio de San Gregorio, existe la entrada a unas bóvedas, a las que penetraron…el Gral. D. Miguel Miramón, el Dr. D. José G. Lobato y el padre del que esto escribe…”. Entre otros edificios coloniales con este tipo de pasadizos, se pueden mencionar: el Antiguo Convento de la Merced – sito en la calle de Uruguay -que conecta con la Casa de Fray Melchor de Talamantes – ubicada en la calle de Talavera; el edificio de la Antigua Escuela de Medicina – Santa Inquisición – localizado en la calle de Brasil que se comunica con el Templo de Santo Domingo; la Catedral, que conecta con la Vicaría. Para la elaboración de los túneles y otros espacios subterráneos, se aprovechó la estructura del terreno donde se fundó México Tenochtitlán. Los islotes de México Tenochtitlán, de Tlaltelolco, de San Lázaro y el del Peñón de los Baños, por mencionar algunos, cuentan dentro de si, con cuevas y subterráneos16: “...toda ella, la madera delgada, con ella cimentaron con estaca, a la orilla de una cueva... el templo de Huitzilopochtli.” La misma catedral del México, esconde en sus cimientos algunos subterráneos, que fueron descubiertos por Manuel Gamio en 1913. En la obra de Vicente Riva Palacio “México a través de los siglos” consta que en uno de estos subterráneos fue encontrado el Calendario Azteca17: “…La Piedra del Sol está en la actualidad adherida…a una de las torres de la catedral de México. Al componer el empedrado de la plaza mayor, en el año de 1790, fue encontrada y colocada en el sitio que aún ocupa…”. En el año de 1978 al estar reparando una instalación subterránea de luz, dos trabajadores de esa compañía, encontraron por accidente, un monolito de casi tres metros de circunferencia, tan imponente como la Piedra del Sol, pero en éste caso, dedicado a la luna: La Coyolxauhqui, y que al quedar sumergido en uno de los túneles cercanos a la catedral, quedó oculto y a salvo de las manos destructoras de los españoles. Hoy día, bajo los cimientos de la Librería Porrúa se han encontrado diversos elementos aztecas, desde pequeñas ofrendas hasta esculturas de tamaño natural de deidades como Tláloc, Huitzilopochtli, Quetzalcoátl, caballeros águila, tigre y otros.

Los crematorios Costumbre hospitalaria era el que cada edificio que se dedicase a la asistencia de enfermos, contara con hornos crematorios para que si algún enfermo muriese de enfermedad contagiosa, fuere quemado su cadáver y se extinguiera con el fuego el origen de la infección. Cierto es que los hospitales dedicados al cuidado de los enfermos mentales no requerían de este tipo de instalación, pero como esta casa fue indicada para funcionar como hospital general; se le incorporaron, haciendo conjunto con la capilla y el cementerio. Ubicados en la parte alta del segundo bloque habitacional de la casona – justo entre el registro civil y la capilla-, los hornos crematorios del hospital del divino salvador, fueron mudos testigos de la posible crueldad que se aplicó a los internos, que si se convertían en un problema era más fácil, exterminarles así. Los hornos estaban por encima de la cocina y del horno de panadería, con el fin de aprovechar el tiro de chimenea. Los restos depositados en el cementerio fueron 16

León Portilla, Miguel, “Los Antiguos mexicanos”, Fondo de Cultura Económica, Pág. 84; extracto de la “Crónica Mexicáyotl” de Fernando Alvarado Tezozómoc. 17 Riva Palacio, Opus cit, Pág. 288.

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exhumados al realizar la reconstrucción de 1900, desconociéndose el lugar hacia donde fueron trasladados los restos. Actualmente sólo se encuentra la replica de los hornos; y por su disposición, parece ser que su uso posterior fue como bodega. Hoy día ver los hornos provoca escalofrío.

Reconstrucciones La casona de Donceles 39 ha tenido varias intervenciones arquitectónicas, durante su historia: dos reconstrucciones, la primera en el lapso de 1686 a 1700 y la segunda en el periodo de 1900 a 1927; sin embargo, existe la duda de si realmente es en ese año cuando se concluye la reconstrucción, pues fotografías de ese tiempo muestran al inmueble con las mutilaciones que le habían hecho los soldados que le ocuparon como cuartel. Así pues, parece ser que fue en los años siguientes que se le recuperó definitivamente, reintegrándole entre otras cosas, sus remates y ornamentos en el piso alto; las puertas laterales de acceso a los patios, los grandes faroles que le iluminaban en el exterior y retirándole los enrejados que protegían las ventanas. La casa de Donceles ha tenido una reparación mayor, realizada en el año de 1747. Así también ha tenido dos ampliaciones: la primera en 1758 y la segunda, gracias al agregado de una casa contigua, en el año de 1800. Sufre también su seccionado en 1900, cuando son enajenadas algunas de sus partes.

Donceles 39, una casa mestiza Así pues, dimensionando con justeza la importancia del inmueble radicado en Donceles, por cualquier ángulo que se le quiera admirar, esta casa es una joya arquitectónica y artística, pero ante todo, es una joya histórica.

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La casa es como México; el resultado de la mezcla de la cultura indígena y la española. Diseñado por europeos y construido por las recias y morenas manos americanas con piedras del gran Teocalli, con “tezontli” y cantera gris. Esta casa reúne los estilos indígena y español, de tal forma que se integran en una sola expresión artística. La de Donceles 39 es una casa mestiza, una casa con encanto, una casa encantada. Un lugar donde a pesar de haberse vivido cientos de casos de sufrimiento humano, de enfrentar situaciones de orfandad, de ser un lugar casi sacramental, de haberse transpirado la guerra, a pesar de todo eso, se respira un aroma a rosas frescas y a cera recién derretida. Se percibe un estado de paz. No tan documentada como el uso del Colegio de San Ildefonso, o del Palacio de Minería, con la poca historia que se conservó de esta construcción, es posible notar que la casona de Donceles, ha jugado un papel importante en la vida del país, sobre todo, en lo relacionado a lo asistencial.

El Divino Salvador, ornamento central de la casona de Donceles 39

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Historia y destino de una casa con encanto Dentro de los usos más importantes y documentados del edificio de Donceles 39 están los siguientes:

Casa habitación desde su construcción hasta fines del siglo XVII. Primer hospital para mujeres dementes, de 1687 a 1767. El carpintero José Sáyago a instancias de su esposa, tramitó ante la Audiencia la asignación de la casa de Donceles al igual que otra, más grande que estaba frente al templo de San Gregorio, para dedicarlas al cuidado de pobres mujeres dementes18 debido a la experiencia que habían tenido con una pariente, que cayó en esa desgracia. Durante ese tiempo, el hospital fue administrado por la Orden del Divino Salvador del Mundo y de la Pía Obra de la Buena Muerte, creada bajo el amparo de la Compañía de Jesús. Al ser expulsados los jesuitas de la Nueva España19, el hospital funciona algún tiempo más como casa asistencial, hasta que las pacientes que le habitaban fueron trasladadas al Hospital de San Andrés, donde se reunieron con los enfermos mentales del Hospital de San Hipólito. De ese lugar fueron finalmente trasladadas al tristemente célebre hospital psiquiátrico “La Castañeda” en 1910. La extinción tanto del hospital como pía casa de asistencia y caridad, como de su administradora, la Orden del Divino Salvador del Mundo y de la Pía Obra de la Buena Muerte, se dio en definitiva al decidir las Cortes españolas, responsables todavía del gobierno de la Nueva España, la extinción de las órdenes religiosas. Esto aconteció en el año de 1820, estando aún inconclusa la guerra de independencia. Manuel Rivera Cambas, uno de los más renombrados cronistas de la ciudad de México, nos ofrece una curiosa descripción de la casona de Donceles en su modalidad hospitalaria en su valiosa obra “México Pintoresco”20: … ”El Hospital para Mugeres Dementes es amplio, tiene salones bien ventilados, con mucha luz, limpias y alegres; hay dormitorios destinados para las tranquilas, para las niñas epilépticas, donde se ve una serie de pequeñas camas: el dormitorio de las mugeres epilépticas, tiene pavimento rojo; también en el refectorio hay división de mesas para las tranquilas, las desaseadas, las epilépticas y demás, de manera que cada una puede estar perfectamente atendida. El hospital tiene buenos baños, con las condiciones de presión y llaves indispensables. Reinan ahí el orden y el aseo…”. Los archivos que documentan la administración del hospital, y que lograron recuperarse, pertenecen ahora, al acervo del Colegio de las Vizcaínas, pues a ese lugar fueron trasladados todos los documentos de esa casa de asistencia, al ser exclaustrados por las Leyes de Reforma en 1863 todos los edificios que estaban ocupados por el clero, entre ellos los conventos y las casas 18

Manuel Rivera Cambas, México Pintoresco, Artístico y Monumental, Editorial del Valle de México, Tomo II, Pág. 53. 19 El 25 de junio de 1767 se notificó a todos los jesuítas de la Nueva España el decreto real para su expulsión. 20 Manuel Rivera Cambas, México Pintoresco, Artístico y Monumental, editorial del Valle de México, Tomo II, Págs. 55 y 56.

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de asistencia u hospitales. Los archivos del Hospital del Divino Salvador llegaron al Colegio de las Vizcaínas junto con los documentos de la Archicofradía del Santísimo Sacramento y Caridad.

Hospicio para niños pobres, de 1768 a 1824. Puesto que el edificio había sido propiedad privada y donado a grupos religiosos afines a la orden de los jesuitas, este bien quedó en manos de estas personas, como muchos otros bienes que quedaron en manos del gobierno virreinal. Más como el deseo de Sáyago había sido utilizarle como institución asistencial, las autoridades decidieron dar continuidad al mandato del pío carpintero. El gobierno de don Carlos Francisco de Croix, Marqués de Croix, por cédula real del 2 de mayo de 1767, creó una depositaría general de todos los bienes confiscados – entre ellos, la casa de Donceles- para una vez inventariados, pudiesen ser enajenados. Esta depositaría fue conocida como temporalidades. Durante el gobierno de Croix, ocupó la silla episcopal de México el doctor don Francisco Antonio Lorenzana y Butrón. El arzobispo Lorenzana promovió cuanto estuvo a su alcance por el bien de la Nueva España. Entonces es que a su costa el arzobispo compró una casa el 11 de enero de 1767, en donde estableció la Casa de Niños Expósitos21. Al poco tiempo de haberse fundado esta casa, se decidió trasladarle como institución a otros sitios22. De acuerdo a registros históricos, la casa cuna instaurada por Lorenzana pudo haber estado en dos lugares: en una casa arrendada por su cuenta en el barrio de la Merced y, en la casa que adquirió el arzobispo en enero de 1767. Este edificio, no es otro que el sito en Donceles 39. Y si hubiere alguna duda o confusión al respecto y creer que el orfanato se inició en algún otro lugar, habrá de referirse a datos históricos de la época acerca de los jesuitas tanto en México como en España y se podrá notar que Antonio de Lorenzana era un acérrimo enemigo de los integrantes de la Compañía de Jesús y que al tener la facultad de disponer de los bienes de los jesuitas, no iba a desperdiciar la oportunidad. El arzobispo era un entusiasta promotor del arte y de la literatura, por lo que apoyó al establecimiento de una academia de pintura, antecedente de la Academia de San Carlos. Un discípulo de Miguel Cabrera23 – de los pintores más sobresalientes de la época- dejó evidencia de esto, al elaborar 14 óleos de personajes ilustres que tuvieron intervención directa en la tarea de beneficencia y asistencia social, y que por tanto formaron parte de la decoración de la casona. La casa expósita de infantes, no es dirigida por Lorenzana, sino que queda a cargo, en primera instancia del señor Don Francisco de Zúñiga, Capitán de los Dragones del Virrey24 o Provinciales de San Carlos, desde 1777 hasta 1780. Después, la casa expósita quedó a cargo de 21

Riva Palacio, V. Opus cit. Tomo IV, pag 396. A saber: en la calle de República del Salvador; en la calle de Hidalgo en Coyoacán; a un terreno cercano a Guardias Presidenciales en la calle de José Antonio Torres, y del que con el tiempo fue el más importante, el establecido en Guadalajara, Jalisco, conocido como el Hospicio Cabañas. 23 Miguel Cabrera y Manuel Tolsá fueron los fundadores más sobresalientes de la Academia de San Carlos. El primero en la pintura, y el segundo, en arquitectura y escultura. 24 En 1771 asume el gobierno el Virrey Antonio María de Bucareli y Ursua, por lo que los registros del Director del Orfanato señala a Zúñiga como Capitán de los Dragones del Virrey Bucareli y no del marqués de Croix. 22

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otros personajes no identificados, pero siempre bajo la dirección del arzobispado, primero de Lorenzana25 y después bajo el auspicio de Alonso Núñez de Haro y Peralta. Confirmando esta información, se sabe que los casi ocho años que gobernó Bucareli a la Nueva España, y que Lorenzana fue arzobispo, son considerados como 26 “…una de las mejores épocas de la colonia, pues fue cuando muchos establecimientos de beneficencia y útiles para la sociedad se fundaron….”. El virrey Bucareli se encargó de mandar reconstruir el Hospital para dementes de San Hipólito, adonde fueron trasladados los internos del hospital de San Andrés y las habitantes del Divino Salvador. De 1803 a 1811, ya bajo la dirección del arzobispo don Francisco Javier de Lizana y Beaumont, el orfanato opera en dos sitios y por la confusión que generó la guerra de independencia, del periodo 1812 a 1820, se desconocen los nombres de los responsables de la administración del orfanato, en sus dos domicilios, el de Donceles y el de la Merced, pero aún así, en las paredes de Donceles 39 quedó evidencia del trabajo de personas que incidieron en la operación del orfanato y por ende, en la tarea de beneficencia y asistencia social como Alonso Nuñez de Haro y Peralta, Ciriaco González de Carbajal, y el clérigo bachiller Juan Garro Guraya de Solis.

Detalle del Óleo de Francisco Lorenzana y Buitron 25

Esta información puede constatarse por los datos escritos en los 14 óleos que se conservaron en el inmueble por más de 200 años, hasta el año de 2004 en que fueron sustraídos. 26 Riva Palacio, Opus cit, Tomo IV, pag 398.

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Al igual que Bucareli y Lorenzana, Francisco de Lizana se interesó por las obras de asistencia social: amplió y amuebló el Hospital de San Lázaro y dotó al Hospicio de Pobres, además de su dedicación a la casa de niños desamparados. La historia de Donceles 39 como orfanato concluye tiempo después al ser trasladados los niños definitivamente a la casa de la calle de República del Salvador y a otras más, como ya se mencionó antes.

Detalle del Óleo de un Director del Hospicio y un expósito

Hospital militar, de 1824 a 1829. Después de la guerra de independencia (1810-1821) en los albores del México independiente, el gobierno determina la creación de hospitales generales. El ministro de guerra Don Antonio Medina, decreta la inclusión de un cuerpo de Médicos y

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cirujanos para los hospitales militares. Aprovechando que el edificio de Donceles guardaba las condiciones para funcionar como hospital general, y se determina que durante ese tiempo se atienda en éste, a los soldados de la Ciudad de México. Cinco años después, se traslada la atención a los militares, al Hospital del Convento de Bethlemitas.

Hospital General (Casa conventual) de 1829 a 1863. Después de ser trasladados los servicios médicos militares a Betlehemitas, el edificio de Donceles mantuvo una historia discreta como hospital general y casa conventual. Es decir, administrado por un patronato creado por el gobierno, funcionó como sanatorio o dispensario particular que guardaba características similares al funcionamiento de un convento. Este hecho acontece debido a que tanto el primer hospital para mujeres dementes, como el hospicio y el hospital militar, fueron atendidos por religiosas, tanto las hermanas de la Orden del Divino Salvador del Mundo y de la Pía Obra de la Buena Muerte, como por las hermanas de la Caridad, de la Congregación de San Vicente de Paul. La vestimenta utilizada por las religiosas de la Orden del Divino Salvador del Mundo y de la Pía Obra de la Buena Muerte que atendían las casas de asistencias, propició que fueran confundidas con monjas, pero esto no era posible ya que estas sólo permanecían dentro de los conventos de su Orden, sea libres o enclaustradas. Del ropaje de las hermanas de la Caridad, sólo se tiene información sobre la usada en Europa y no así de la americana; sin embargo se sabe que las personas encargadas de la atención de los enfermos y de los niños expósitos, vestían ropa blanca, cosa común para quienes se dedicaban a las labores asistenciales y sanitarias. Desde 1845, la casa asistencial quedó a cargo de las hermanas de la Caridad, hecho que quedó registrado y validado por un convenio firmado el 31 de octubre de 1855, entre el Presbítero Ramón Sanz, director de la Congregación de San Vicente de Paul y los señores coronel don Pedro P. Urrutia y don Domingo Pozo, representantes del patronato que entonces administraba al hospital. En 1861 el gobierno conservador ofrece el edificio a ciudadanos de origen alemán para el ejercicio de su culto público, pero estos no aceptan, por lo que continúa sirviendo como hospital general. En 1863, se aplicó la secularización de los bienes eclesiásticos, fundamentados en las leyes de reforma, propiciando el abandono de este caserón. Las religiosas se orientaron a otras tareas asistenciales, y otras abandonaron el país. Los archivos que se registraron la vida del edificio durante esos años, fueron trasladados a las nuevas sedes de cada institución: Unos al archivo del Colegio de las Vizcaínas y otros a la Casa de Niños Expósitos y a los de la Sanidad militar. 1863 – 1877. La mayor parte de los bienes expropiados al clero, quedaron en desuso. Acaso edificios como el templo de San Agustín y el Colegio de San Ildefonso –por citar algunos-, fueron destinados para uso público, como biblioteca y como escuela. El Hospital del Divino Salvador no escapa a esta suerte, por lo que aunque la casa continua funcionando como sanatorio, ahora bajo la dirección de la junta de la Beneficencia, poco tiempo después, es cerrada. Debido a lo anterior, no se cuenta con información respecto al uso, durante ese tiempo.

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1882 a 1918. El gobierno de Porfirio Díaz destinó al edificio a ser utilizado como instalación militar e inclusive como reclusorio. Este mismo uso se le dio al edificio de la Santa Inquisición – que poco después se convirtió en la Escuela de Medicina de la Universidad Nacional de México- y a una parte del edificio de la Ciudadela. La prueba de que este edificio tuvo diferentes usos, es que las reseñas históricas de ese tiempo no registran datos importantes al respecto, pero durante mucho tiempo se conservó en el archivo histórico de la secretaría, lo que se dio a llamar entre los trabajadores como el “archivo de los villistas”, que eran papeles de un oficial del ejército revolucionario. Haber sido utilizado como cuartel, la falta de mantenimiento y su posterior abandono, ocasionó que el edificio quedase casi semidestruido en su parte interior, sobre todo la parte colindante a la calle de Tacuba.

Edificio Reconstruido, de 1918 a 1932. La lucha por el poder entre los líderes revolucionarios triunfantes, provoca que el edificio permanezca en el olvido. Ya expropiado por el gobierno a través de la Junta de la Beneficencia – antecedente de la Secretaría de Salud - en la recopilación de bienes de dicha junta se determina obtener recursos de varios de ellos, realizando su seccionado y vendiéndolo en partes a diferentes personas. Afortunadamente el gobierno de Carranza conservó el predio marcado con el número 39, y éste se encargó de la recuperación y reconstrucción completa de las partes dañadas del edificio, siguiendo los planos originales. En el año de 1932 se concluye su restauración. Después de su recuperación albergó las oficinas de dicha junta y todo lo relacionado con las labores asistenciales del país, convirtiéndose en la cuna de la Secretaría de Salud. El 18 de octubre de 1943 se crea la Secretaría de Salubridad y Asistencia, destinando este inmueble como su sede principal, despachando ahí por sólo tres meses el primer secretario de salud, el Dr. Gustavo Baz Prada. A fines de ese año la Secretaría se traslada al edificio de Lieja 7.

Primer sede del Museo Histórico de la Revolución Mexicana, 1985. De manera temporal, la casona cobija la creación de este museo, dependiente de la Secretaría de Gobernación. Hoy este museo se localiza a un costado del Monumento a la Revolución.

Donceles 39, hoy Actualmente, el antiguo “Hospital del Divino Salvador” alberga diversas oficinas gubernamentales. Específicamente: el Juzgado 15 del Registro Civil; el Archivo Histórico de la Secretaría de Salud y oficinas de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios. Sin lugar a dudas, el inmueble sito en Donceles 39 tiene muchas historias que contarnos. Por lo tanto, como señalé líneas arriba, procedamos a relatar los sucedidos en este lugar. Para una mejor apreciación de los relatos, estos se presentan por separado, dejando hasta el final aquellos que han sucedido en los últimos años y que todavía hoy, ocurren:

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Historias y sucedidos de Donceles 39, la casa con encanto. Subyugada por el fuego

Sucedido de la calle de la Canoa que es la 2ª de Donceles. El Coliseo que aquí se menciona estaba en la calle del Colegio de las niñas, hoy Bolívar. El barrio de Santo Domingo, se encontraba en el rededor de la iglesia del mismo nombre, hoy República del Brasil y Belisario Domínguez.

Desde muy muchacha se pasaba Catalina Baena largas horas frente al espejo haciendo visajes y ademanes. Deseaba con grandes ansias ser actriz, que para eso había nacido, alegaba, y no dejarla subir al escenario era contra la voluntad de Dios. Don Julio Baena y Doña Elena de Alcedo, padres de Catalina, gastaron con su hija su paciencia inútilmente. Todo el barrio de Santo Domingo, en el cual vivían los ricos Baena, estaba en el conocimiento de que la muchacha quería ser actriz. Como Catalina no cejaba en su propósito, sus padres dieron a fin de cuentas, su licencia. El día en que por primera vez se presentaba Catalina en el Coliseo, éste estaba rebosante. Todo el mundo fue a admirar su desenvuelta donosura, su belleza siempre realzada con la elegante suntuosidad de sus trajes y su voz musical que hacía grata consonancia en los oídos. Los aplausos repetidos, celebraron su trabajo perfecto. En la segunda jornada de la celebradísima comedia, estaban estos cuatro versos que Catalina dijo con efusión vehemente que hizo impresión en todos los corazones: Amor es la llama divina que me ha quitado el sosiego, pues todo lo que es fuego me subyuga y me domina. A pesar de la lírica perfección con que iba recitando sus parlamentos, la mayoría de los concurrentes advirtió en ella algo anormal, pues llena de inquietud ansiosa, hacía mil gestos y figurerías que para nada venían al caso. Ante esto muchos dijeron que se hallaba fuera de juicio. En el mes de diciembre de 1763, en las fiestas de las posadas que se celebraban en la plaza mayor, el pueblo degustaba los panes, frutas de temporada seca y fresca, dulces y demás guisos y comida que halagaban la vista y lisonjeaban el gusto; cuando de pronto, entre aquel gentío alharaquiento se metió un precipitado tropel en el que iban alguaciles dando grandes voces, seguidos de una muchedumbre que también daba gritos desaforados. Todos perseguían a una muchacha que a toda furia venía corriendo con el pelo suelto, revolándole todo alborotado en el aire y los ojos extraviados. Ya le pisaban la sombra y ella apretaba más la carrera. Por fin le alcanzaron y forcejeaba por desasirse de los brazos que la retenían. A quien seguía aquella gente era a Catalina Baena. Fue sorprendida en la bodega del Coliseo en la que se guardaba una porción de cosas de las que se utilizaban en las comedias: tapices viejos, alfombras, sillones de aparatosos respaldos y qué sé yo qué más. Mucho de esto lo bañó Catalina con alcohol y trementina, mezcla que usábase para los lampiones con que iluminaban el teatro. Ya había hecho fuego en unas mantas y éste se corrió veloz a unos chafados cortinones de

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terciopelo, cuando atraído por el humo y cierto olorcillo picante, entró el guardacasa en el desacomodado aposento, dio voces, acudió gente y acabaron pronto con las llamas. Antes de lo del Coliseo, ya había querido prender fuego a su casa y como se lo habían impedido, hirviendo de ira, dando gritos horribles, rasgó sus vestidos y fue rompiendo cuanto halló a la mano. Así llegó a la casa de su padrino de bautizo, Don Romualdo Suárez y prendió fuego a su tienda de cacahuatería donde a la brevedad todo se redujo a cenizas y carbones humeantes y milagro fue que no alcanzara a las edificaciones contiguas. En el número 73 de la Gaceta de México, que corresponde a la fecha en que eso ocurrió, se puso lo siguiente: “Se prendió fuego por descuydo, en una tienda de Cacahuatería del Barrio de Santiago Tlatelolco, con tanta violencia y rapidez que en poco tiempo todo quedó reducido a cenizas. Se ignora el importe de alhajas, muebles y demás materiales que a rigores del fuego perecieron.” Catalina estaba con un frenesí mortal, con todo el juicio perdido, pero de tiempo en tiempo y muy melosamente se le oía decir: Amor es la llama divina que me ha quitado el sosiego, pues todo lo que es fuego me subyuga y me domina. Condujeron a la enloquecida doncella a la casa de mujeres dementes del Divino Salvador, de la calle de la Canoa. E iba diciendo mil desvaríos en todo cuanto se le venía a la boca. Don Julio Baena, su padre, dijo acongojado que hacía tiempo que todo lo que pensaba y hacía su hija eran imaginaciones vanas y sin fundamento, repitiendo en todos los tonos esa maldita cuarteta. Ya recluida en la casa de mujeres dementes de la calle de la Canoa, Catalina representaba diferentes papeles de los que en tiempos anteriores había actuado en el Coliseo, dando fuertes gritos y sustituyendo todos los diálogos, por su célebre versado; sus cuidadoras le veían con más pena que gusto. Cierta noche, en un descuido de las monjas encargadas de las pobres mujeres dementes, Catalina subió al piso donde se encontraban las habitaciones de estas y descolgando un cirio del farol que iluminaba el pasillo encima del tercer patio, intentó prender fuego a las cortinas que protegían de la luz a una de las puertas de acceso, con tan mala fortuna que la pobre desquiciada tropezó encendiendo de inmediato el ropaje con que vestía la recluida. Pronto Catalina fue presa del fuego, a pesar de que sus largos y sedosos cabellos habían sido cortados casi hasta su raíz, dando alaridos, casi como festejando el convertirse en tea humana, la pobre loca murió carbonizada sin que las monjas pudieran haber hecho algo por ella. Después que los atribulados padres de la desdichada joven fueron enterados de la triste y espeluznante noticia, Don Julio Baena pasó un buen tiempo narrando a quien le escuchaba, de como su hija de fulgurante actriz se convirtió en una pobre loca. Doña Elena de Alcedo , no hacía más que sollozar, dibujando en el aire la señal de la cruz, por el descanso eterno del alma de su hija. Anegábase en lágrimas la pobre señora por su pobre hija loca.

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En el piso de la vieja casa de la calle de la Canoa, por mucho tiempo quedó la mancha del cuerpo carbonizado de la malograda actriz, y justo ahí, todavía hoy, vuelan grandes moscas, insectos propios de un panteón. Los habitantes del hospital, cuentan que en ciertas noches, sobre todo, en las de diciembre, se ve deambular un espectro con destellos de luz entre rojiza y violeta, por los pasillos y los patios de la casa y que se oyen murmullos como si alguien estuviere recitando un verso.

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El bromista

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Aconteció en la calle de la Canoa, hoy 2ª de Donceles. La casa que lleva el N° 39 fue el Hospital del Divino Salvador en los inicios del siglo XVIII.

Nadie más travieso y revolvedor en el Hospital Militar de la Ciudad de México que el practicante Fernando Esquivel. Era fértil este practicante en inventar bromas, chascos y algaradas. Siempre tenía algo gracioso que decir. Eso de gargajear al nuevo, echarle harina en la cabeza, mancharle de sangre la ropa de cama eran sólo puras inocentadas sin ninguna gracia y carecían de ingenio; él, con éste que lo tenía grande y siempre despierto, bien ayudado de la meditación, sacaba cada vez nuevos bromazos de mucho regocijo. Fernando Esquivel regalaba muy solícito al recién entrado al Hospital con un buen vaso de refresco bueno para quitarle el calor, pero no era tal, sino un activísimo purgante y enseguida, con mil engaños ingeniosos, lo engatusaba para darle a beber otro que dizque mejor le iba a atemperara o le rebajaría el bochorno, y que no era sino poderoso hipnótico, con el cual caía a poco el infeliz con sueño muy pesado, que del todo le sepultaba los sentidos. El pobre muchacho amanecía en un estado lastimoso no difícil de imaginarse. Enterraba este singular aspirante a médico en una vela un cohete de los de ruidoso trueno, y cuando estaba el cándido novato más absorto en el estudio de su libro de texto, llegaba la llama a la mecha y de repente se producía un estallido fragoroso que casi dejábalo cardiaco. Entre los practicantes del Hospital Militar estaba Rogelio Cerdeña. Este muchacho era natural de Nueva Santander y trasládose a la capital de la Nueva España a casa de un tío quién le apoyó para el estudio de la medicina. Era muy miedoso Rogelio Cerdeña, tímido y apocado, de alma muy chiquita. De todo desconfiaba, se avergonzaba de la menor cosa. Le hicieron creer los otros estudiantes que en el segundo patio del hospital y después de los primeros gallos, se aparecía, noche tras noche, un grave maestro que lo fue de lengua en el antiguo orfanato, vestido con halduda toga negra, becas coloradas y cabeza lisa con algunos mechones blancos a los lados de las orejas; que de él se contaba en verdad que dejó bien muerto a un huérfano de sólo un rotundo campanillazo que le asestó en la cabeza porque no supo el supino de un verbo y que cuando se iba a aparecer chillaba largamente un tecolote y lastimeros aullidos de un perro que nadie había visto por ahí. El tecolote y el perro no eran otros que el mismísimo Fernando Esquivel, quien les imitaba con la mejor perfección del mundo. Al oír al tecolote o los aullidos del perro, el poca cosa de Rogelio se subía las cobijas hasta la cabeza y cerraba fuertemente los ojos, pues no fuese a suceder que a través de ellas mirase al fantasma. Sucedió que a pocos días, murió don Adalberto González de Mendoza que era patrono del hospital y que tenía ahí su habitación, en virtud de ser soltero y descendiente de uno de los antiguos directores del que había sido hospicio y ahora era hospital. Don González de Mendoza era un señor alto, huesoso, de escuálida flacura, labios afresados y de mirar fosco. Tenía la coronilla de la cabeza, más lisa que los adornos de los barandales del hospital, pero a los lados le

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caían unos rulos grises, que por lo crespo, cuando no los peinaba, parecían caireles mal hechos. Se parecía tanto a su difunto pariente, Don Ciriaco González de Carbajal, que estaba pintado en uno de los cuadros de la dirección, que no había nadie en el hospital que contradijera al regañón patrono, pensando en que podría transformarse en el fantasma de éste y escarmentar al más rebelde. Así que cuando la muerte hizo suyo a don Adalberto González, ni a los cirujanos, o a las asistentes y mucho menos, a los practicantes, les llegó al alma la pena.

Detalle del Óleo de Don Ciriaco González de Carbajal

Dispuso el director del hospital para las exequias del patrono, que durante el día los cirujanos estuvieran de dos en dos junto al difunto y por la noche, también por pares, los practicantes y alumnos le velaran. Por voluntad del difunto, su cuerpo se veló en una de las habitaciones centrales y no en la capilla.

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El terrible Esquivel eligió como su compañero de guardia al bueno de Rogelio, pues ya pensaba el maldito en hacerle una fuerte trastada para que fuese durante días, risa y entretenimiento. Aguardó Fernando a que llegase la medianoche para hacer su turno con Rogelio. Cuando estuvieron solos con el cadáver, rezó Esquivel unas escalofriantes oraciones de su propia invención en las que no hablaba sino de condenados, de demonios horribles, de las eternas lumbres del infierno y de los alaridos que entre las llamas daban los precitos. En esto le dio a elegir entre quedarse ahí sólo con don González o ir a la habitación contigua a traer un jarro con agua de la garrafa llena de una muy fresca que ahí estaba. Claro está que Rogelio, atemorizado prefirió ir por el agua que quedarse con el muerto. Salió en busca del agua con ojos agrandados por el espanto. Fernando en el ínter, y en un dos por tres, tomó el cadáver de don Adalberto y trató de sentarlo en un sillón, pero como ya la muerte le había puesto rigidez en las carnes, no pudo lograrlo y solamente vino a quedar con el cuerpo tirante, la cabeza al filo del respaldo, las piernas alargadas, pero los brazos los puso por debajo de los del sillón para que se atorara, no resbalase y cayera; y él, rápidamente se encaramó en el catafalco para ocupar el sitio del barbudo muerto. Llegó Rogelio de vuelta a la estancia rezumándose de miedo, y con toda prisa dirigióse al sillón en que dejó sentado al travieso compañero, pero al encontrar en lugar de éste al imponente don González de Mendoza lo puso en grande espanto y dio tremendísimo grito que rodó, rodeado de ecos, por el silencio del caserón. Anegado de espanto y fuera de juicio, salió huyendo con todos los cabellos erizados y desgargantándose con anhelantes voces que se alargaban trémulas en la oscuridad de la noche. Al llegar al arco bajo del cual se abría la escalera y se ahondaba la sombra, quiso bajarla a toda prisa, pero desde el primer escalón dio pie al vacío y precipitóse dando grandes testarazos y cabezadas en las paredes hasta no parar consigo abajo. Con la caída dio de cerebro sin volver más en sí. A los gritos desaforados, salieron varios de los practicantes y alumnos, ansiosos de saber cual era la broma que había jugado Esquivel, para regocijarse y festejarla. Ya estaría Fernando celebrando su graciosa invención. Pero a la luz del farol que iluminaba el pequeño portal del subterráneo, vieron consternados que Rogelio Cerdeña yacía en un charco de sangre en el que estaba inmóvil, porque había acabado sus días. Fue tal el sobresalto, que todos ellos perdieron el color y les faltó el aliento. Atropellándose fueron a buscar a Fernando Esquivel para darle la noticia del fatal resultado. Iban todos llenos de azoro. Al entrar en la cámara mortuoria lo encontraron tendido, muy rígido y serio, con los ojos bien abiertos, en el catafalco entre sus cuatro cirios y creyeron que también los quería embromar sin ningún respeto al cadáver del maestro tendido en aquel sillón, pues bien sabían que con tal de reírse un rato, Fernando llegaba a cualquier extremo. Le hablaron y no contestó palabra, lo movieron y continuó rígido. Entonces sacudiéronle con violencia y le gritaron para que viera que no les intimidaba con su comedia, pero al ver que por la frente del bromista comenzó a correr un hilillo de sangre, se convencieron de que el Esquivel estaba bien muerto. Hacía rato que habíase ido de este mundo. Los muchachos estaban absortos y helados.

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Más, si era posible acaso más, se espantaron al ver que el cadáver de don Adalberto González de Mendoza sostenía en la mano, la campanilla con que llamaba a clase a sus discípulos y que en una de sus orillas tenía una pequeña mancha roja. Temblando sin poderse mover, miraban simultáneamente a los dos difuntos. Poco a poco pudieron moverse y comenzaron a hacerse mil cruces y a santiguarse otras tantas. Alguno, ya con el ánimo perdido, le sobrevino un desmayo. Para colmo de males, una campanita del convento de Betlehemitas empezó a sonar dulcemente, y en el acto le respondió la de la iglesia de Santa Clara, y después, la del convento de Santo Domingo; y cuando menos lo esperaban, la campana que estaba entre las manos rígidas del difunto González comenzó a sonar, con un timbrado que se metía muy dentro de los oídos. La luz de los cirios y las velas que iluminaban la habitación, hicieron parecer que los cadáveres tenían movimiento. En tropel, salieron todos del maldito lugar. Extrañamente se escuchó también, el aullido lastimero de un perro, que parecía despedir al travieso de Esquivel. Al día siguiente, el director del hospital dictó que el cuerpo del difunto don González de Mendoza fuera llevado a sepultar al atrio del convento de Santo Domingo, pues esa había sido su voluntad.. Más como los familiares de los dos estudiantes no acudieron a las exequias de rigor, las autoridades del hospital determinaron que fuesen quemados sus cuerpos en los hornos que para el caso había dispuestos, y que las cenizas se depositaran en urnas de granito y fueran sepultas en el atrio de la capilla del hospital. Los estudiantes y mentores, a pesar de ser militares, y estar muy acostumbrados a enfrentarse con los más sanguinarios enemigos, le pidieron muy insistentemente, que se llevara a un clérigo para que limpiara al lugar de la maldad que hubiera ahí quedado. El padre asistió al caserón y realizó una misa de exorcismo, dejando más o menos tranquilos a los habitantes del lugar. Aún hoy, de vez en vez, se escuchan pasos en las habitaciones centrales del enorme edificio, sin motivo alguno, se escucha durante la tarde y la noche el aullido de un perro. Y cuentan algunos habitantes del caserón, que por diferentes lugares, dentro de las habitaciones que rodean al tercer patio, se ve pasar al fantasma del viejo maestro, de rostro cadavérico y con sus espeluznantes caireles volándole, sin que medie alguna ráfaga mínima de aire.

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El fantasma del fraile

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Sucedido en la calle del Factor, actualmente la 1ª de Allende, la de Santa Clara hoy es la de Tacuba, la del Manrique es la 1ª de la República de Chile, la de la Canoa, hoy 2ª de Donceles.

Casi hasta tres veces por semana iban Doña Magdalena Peñalva y don Ruperto Toledo, su esposo a la casa del doctor Bernardino Ochoterena, mayordomo de la iglesia catedral, a entretenerse con los naipes. Largo tiempo hacía que por todos los ámbitos de la ciudad habíase difundido lento y grave, el toque de queda. Un silencio casi sepulcral se extendía por todas partes. Sonaba la queda, terminábase el juego, y sólo para enfriar la vista, otro breve rato de charla donde comentábase las suertes de la partida. Al salir de casa del doctor, encendía don Ruperto su linterna flamenca que iba abriendo movedizos caminos de luz en la pesada oscuridad de la noche, y partían hacia su casa. Cierta noche, venían los sosegados señores, por la calle de Santa Clara y se encaminaban hacia la calle del Manrique en donde estaba sita su casa, vieja casa de piedra. Doña Magdalena y don Ruperto venían de la morada de Ochoterena donde habían jugado largo rato. Tornaron por la calle del Factor, dirigiéndose hacia la calle de la Canoa. Llevaban una plática intrascendente los dos esposos, cuando al cruzar por enfrente de los altos paredones del Hospital del Divino Salvador por el lado del Factor, oyeron el lento ¡tac! ¡tac! de unos pasos, pero ese terco sonido no era el que levantan los finos tacones de unos chapines de mujer, sino que era duro y seco. Aquel continuo golpeteo iba alzando resonancias en la quietud llena de sombras de la calle solitaria. En el cerco mortecino de luz, vieron Doña Magdalena y don Ruperto la figura alta y enjuta que decía a las claras que era un clérigo por el luengo sombrero de teja, así como por el revolante hábito. El espanto los sobrecogió y un frío sutil les penetró como una larga aguja de hielo hasta la médula de los huesos y les heló la voz en la garganta, cuando vieron que el sacerdote para impedir que se le mojaran las faldas bajas de su oscuro hábito, en el gran charco que formabáse por la salida de agua de un condutal del lóbrego edificio, se las arremangó y quedaron descubiertas no unas piernas humanas como era de esperarse, sino un par de largas canillas, sin brizna de carne, y sólo los huesos mondos, delgados y amarillos, que eran los que sin pies, golpeaban persistentes en las piedras de la calle, levantando aquel ruido sordo y lento. Al día siguiente doña Magdalena, temblado aún y con los ojos llenos de vaguedad y extravío, contó a todas sus vecinas lo espantoso que había visto: un clérigo difunto que por cara tenía una calavera, por manos largos huesos movibles, y por piernas, tibias y fémures, las extremidades de un esqueleto, vestido con larga sotana que se le enredaba al andar. Santiguándose, todas convinieron en que era un alma en pena. Por su descanso se ofrecieron en mandar decir misas, otras le rezarían rosarios y otras distintas penitencias. Don José Higareda que no llevabáse muy bien con don Ruperto Toledo, para desmentirle asistió esa misma noche a la calle del Factor a cerciorarse por sí mismo de la mentira de lo contado.

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UN REENCUENTRO CON EL PASADO

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Al repetirse la escena de la noche anterior, el tal Higareda volvió a su casa trastabillando y con temblores en el cuerpo, arrepintiéndose de su terca incredulidad. Pronto el pobre de don José fue internado en el hospital de San Hipólito, presa de la pérdida del juicio. Esto lo supo don Arnulfo Pantoja, que era un temible alcalde de Corte, de genio fosco y precipitado. Enérgico fue con cuatro de sus corchetes y puso dos por esquina, dos en la esquina del Factor y la Canoa y dos por la esquina de Santa Clara y el Factor, esperando a que cayera la noche. En cierto momento, oyeron los secos pasos y dándose valor uno de los muchachos de Pantoja sacó su pistolete y mientras lo amartilló, dio fuego al pedernal al caerle el gatillo y salió la pelota de plomo entre fragoroso estampido, el fantasma había desaparecido. Por tres días más, estuvieron apostados los guardianes en ambas esquinas a la espera de que el difunto volviera a aparecerse. A la cuarta noche, el aparecido apareció. Se escucharon los huecos pasos, repercutiendo en la empedrada calle. Fugitivamente iluminó la tiesa y erguida figura la intermitente luz del devoto farolillo y se oyó el tronitroso estampido de los mosquetes, multiplicándose por los ecos. Las balas fueron sobre el difunto, pero este se esfumó de súbito, se deshizo como humo en el viento, se fue. Buscaron inútilmente Pantoja y sus guardias y no encontraron ni rastros de aquel ente, que no supieron ni cuando ni cómo se disipó. Tal alboroto se armó que hasta los oídos del Virrey llegó con santo y seña dicho sucedido. Encontrábase el Virrey don Francisco Fernández de la Cueva revisando unos papeles cuando el bachiller Aponte le dijo que un sacerdote de nombre Ambrosio Treviño deseaba urgentemente exponerle quejas y agravios. Resignado el Virrey permitió que entrase el clérigo. Tras la rutinaria reverencia el padre refirió al gobernador que alguien en la Nueva España le quería matar, que por lo tanto, le pedía protección, pues él no le ocasionaba mal a ninguno. Contóle el padre Treviño al Virrey, que él era escribano de los benefactores del Hospital del Divino Salvador, y que los señores le daban un cuarto de dicho hospital con el fin de que le sirviera de oficina. Que una vez terminado su trabajo, ya por la noche, se marchaba a su casa, sita en el callejón de Santa Isabel. Le dijo que en noches pasadas, le dispararon un tiro que lo hirió en un brazo y milagro fue que no se lo partiera el plomo que le entró en la carne; y que por estarse en recuperación, durante tres días no salió a trabajar. Pero que al sentirse restablecido, regreso a su labor, y que ya en la noche al retirarse hacia su casa, al salir del ancho hospital, fue recibido con una ráfaga de plomo por ambos lado de la calle, y que sólo por la misericordia de Dios, pudo correr ligero y meterse de nuevo al caserón. Que la bondad de nuestro señor le había permitido librarse del sanguinario ataque. Levantándose la sotana, el padre Ambrosio, le enseñó al Virrey que para su fortuna, él carecía de ambas piernas, que se las habían cortado hacía tiempo por haber sufrido una gangrena y que los tiros de los mosquetes sólo le habían astillado sus piernas de palo. Mordióse los labios el Virrey, intentando esconder lo jocoso de la situación, más ya no pudiendo contenerse más, soltó una estruendosa carcajada. El clérigo estaba atónito, perplejo, sin entender el porqué de la risa del gobernador. En afán de aclararle las cosas, don Francisco Fernández contó al fraile la confusión que se había creado entre los vecinos del rumbo. Acongojado, el religioso se retiró del ayuntamiento y se dirigió a su improvisada oficina del hospital, a dedicarse a sus tareas con la misma dedicación de siempre. Llegada la noche, guardó sus papeles y pesados librajos. Tomó su sombrero de paja y salió al patio interior del caserón,

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cuando la luz de la luna le iluminó el rostro, con suma claridad, se pudo ver que el rostro del fraile, efectivamente era una descarnada calavera, con ojos desorbitados en las cuencas oscuras; que al encender su farolillo de mano, sus huesudas manos eran amarillentas, tal como las canillas sin pies. Al salir del lóbrego hospital, en el lúgubre rostro del fantasma del fraile, se dibujó algo parecido a una triste sonrisa, más parecida a una mueca de dolor, esperando encontrarse a los ingenuos de doña Magdalena y don Ruperto, así como al rudo Pantoja, para pugnar que por él pidieran y pudiera al fin, descansar en paz. Varios años hacía ya, que el fraile había muerto al ser atacado por un caimán en La Antigua, perdiendo las dos piernas, sin que alguna alma caritativa se enterase y le diere cristiana sepultura. Sucedió entonces que al regresar de su acostumbrada tertulia y ahora acompañados por el alcalde Pantoja, los esposos Toledo se encontraron frente a frente al fraile. Entonces, el cadavérico religioso corrió hacia ellos con las manos extendidas. Con gritos desaforados y gemidos ahogados, corrieron desesperados hacia la calle de la Canoa, buscando refugio en el caserón que servía de hospital. Más no encontraron respuesta. Nadie les abrió. Días después, doña Magdalena fue recluida en el ancho hospital del Divino Salvador, y don Ruperto le hizo compañía al pobre de don José Higareda. Cuando el alcalde Arnulfo Pantoja se enteró de que hacia ya tiempo que el escribano del hospital era un joven eclesiástico de nombre Antonio Suárez, el miedo se apoderó de él y a los cuatro días de ese encuentro con el fraile le encontraron sin vida, a los pies de la entrada de la iglesia de Santa Clara. Durante todo el tiempo que vivió Doña Magdalena en la casa de asistencia, evitó siempre ir al patio que daba a la calle del Factor, pues aún dentro de su locura, le pareció ver varias veces más, al espantoso fantasma del fraile. Los habitantes del edificio de Donceles afirman haber visto al fantasma, en los lugares donde guardan libros, y de cuando en cuando, aparecerse por donde estuvo el cuarto que fue su oficina, muy cercano a la capilla.

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La Bordadora

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Aconteció en la calle de la Rinconada de San Diego, hoy Basilio Badillo. La iglesia de San Diego se encuentra en la calle de San Diego, que hoy corresponde a la del Dr. Mora. La de la Canoa, es hoy la 2ª de Donceles.

Doloritas Pereda era una ancianilla cándida, llena de pulcra limpieza. Su figura apacible y serena. Todo respiraba sosiego y bondad en esta viejecilla. En lo que traía era muy aseada. Sus ropas eran pobres, pero siempre pulcras. Su cabello blanco y sus ojos grises sólo se iluminaban cuando veía llegar a su sobrina Clementina, que gustaba de pasar largos ratos con su vieja tía, aprendiendo el oficio de bordadora que doña Doloritas llevaba años ejerciendo. Habitaba Doloritas Pereda en una morada, vieja y pequeña de la Rinconada de San Diego, calle silenciosa, transitada por pocos. Las casas de esa calle permanecían siempre cerradas y no se oía dentro de ellas ni el menor ni el menor ruido que turbara su quietud. En el exterior era diferente, casi siempre estaba llena de la música apostólica de las campanas de las iglesias cercanas: las de San Diego, la de San Fernando, la de San Juan de Dios, las de la Santa Vera Cruz, las de Corpus Christi, las de las monjas de Santa Isabel y las de las blancas sorores de la Concepción, y hasta ella alargaban sus voces, puras y madrugadoras, las del templo de la gran casa del señor San Francisco. Doloritas era bordadora. Bordadores fueron sus padres, y sus abuelos también lo fueron. Los hermanos menores de Doloritas rechazaron continuar con la tradición. Tres generaciones consagradas a esta bella artesanía de bordar ropas eclesiásticas. Sólo su sobrina Clementina, hija de su hermano menor, había heredado la habilidad y paciencia para ejecutar la minuciosa tarea. Junto a la puerta del obrador, nombre significativo para los bordadores, colocaban las mujeres los bastidores en que restiraban la tela en la que iban a dejar las primorosas labores de aguja: terciopelos, damascos, brocados, rasos joyantes. Con sus sedas, hilos de oro y de plata, poníanle singulares bordaduras y recamos que no tenían parigual. Lentos transcurrían los días en la vida de estas artesanas. Apenas rayaba la primera luz del día, repicando las campanas de San Diego, Doloritas presta acudía a oír misa, regresaba y con un corto desayuno remediaba el hambre. Solícita tornabáse a limpiar pisos, muebles, hacía la cama y estando ya la casa en aseo, dedicábase a su bastidor. Ese día no hacía la hábil bordadora obra de su particular invención, sino que en una casulla27 blanca de brocatel rehacía con minucioso cuidado las guirnaldas que se habían desgastado con el roce continuo de la orilla del altar y también con los golpes de pecho del preste. Durante mucho años fueron diez percusiones diarias que terminaron pro arruinar la fina bordadura de colores. Pertenecía esta casulla al Padre Fray Damián Zárate, quién con mucha premura encargó el trabajo a Doloritas. Cumplió la viejita con prontitud por la urgida prisa que le dieron. El sueño pesado sepulta los sentidos del todo, pero doña Doloritas lo tenía ligero y despertó al escuchar el sonido de una campana. Era una campana mañanera y clara de San Diego, que bien 27

Indumento litúrgico. Especie de pechera o túnica de uso sacerdotal.

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conocía la bordadora por su tañido. Dejando la cama, vistióse con rapidez y tomando la casulla blanca ya cuidadosamente doblada, salió de la casa y aceleró el paso. Por un momento dudo: ¿el sueño –se dijo- no la hizo oír las otras dos llamadas? Sombras espesas llenaban la calle; todavía la aurora no alejaba las tinieblas lóbregas de la noche. No se veía nada a cosa de dos pasos. Pareciera que se habían juntado las sombras de muchas noches pasadas. Muy aprisa entró doña Doloritas en el templo. Estaba San Diego fulgurante, lleno de claridad inmensa y lleno también de gente. Doloritas fue a ocupar su lugar de siempre, dispuesta a escuchar misa. Ya después entregaría al Padre Zárate su casulla. Para su sorpresa, no era fray Damián el que oficiaba. Era el Padre Roque de Santillán. El Padre Zárate siempre daba la primera misa, ¿qué pasaría? ¿Estaba enfermo el Padre o salió en breve viaje a Cuauhtitlán? Quiso la costurera indagar esto con la señora que tenía al lado y vio que era la emperifollada doña Elisa Salmerón que estaba concentrada en su devocionario. Para no turbarla intentó con el caballero de al lado, era don Nicolás Muciño, que nunca hablaba con nadie. Nerviosa volteó detrás suyo y estaba la odiosa de Herminia Farfán y su atribulado marido, don Fulgencio Ormaechea, ensimismado en sus peticiones. ¡Válgame Dios! –se decía afligida Doloritas- ¿Con quién podré informarme a que se debe la ausencia de fray Damián? Al rezar el padrenuestro, al ver al oficiante comprobó Doloritas que se trataba del Padre Santillán. Al bajar la vista Doloritas y vio de rodillas al conde Cutberto Lazcano, pío benefactor de los dieguinos y junto a él, a doña Severa Sendejas, orando devotamente para confortarse de las tristezas de su vida solitaria. Dio fin a la misa el fraile dieguino. Alzáronse los frailes para salir, al igual que todos los asistentes. Con paso menudito, la bordadora se acercó al hermano Hernán Araico, sacristán de la iglesia, quien ignorándola, hurgaba y trasteaba dentro de una alacena del dispensario que estaba en la sacristía, de la que emanaba un aroma a rosas frescas. Era una fragancia muy suave, que mezclada con el de la cera de los pascuales, recreaba el olfato. Pero la actitud del encargado, cubrió el corazón de la viejecilla de gran tristeza. El tal Araico sólo volteó a mirarla sin contestarle una palabra, poniendo oídos sordos a las explicaciones de la bordadora. Apurada como estaba Doloritas no hizo caso del desplante y continuó explicando al encargado del porque tenía que entregar la casulla cuanto antes, pues así se lo habían requerido. Cansada de la actitud del sacristán, Doloritas acomodó la casulla en la fragante alacena, pues el enfadado de Hernán, no la quiso tomar y sólo le señaló con el índice, para que le pusiera dentro de la alacena. Una vez dentro, el sacristán cerró con fuerza las puertas del mueble, de golpe y porrazo, como para demostrar así su mal humor. Hernán Araico no despegó la boca, como si fuera mudo, se retiró de la sacristía, caminando lentamente, saliendo por la puerta y perdiéndose en una profunda oscuridad. Doloritas salió también de la iglesia y se dirigió a su casa, apenada y confundida, esperando más adelante, tener razón acerca del Padre Zárate. Apenas salió la menuda viejecilla de la iglesia, se apagaron de súbito todas las luces del templo, como si hubiera llegado una gran bocanada de viento del norte. La calle había quedado sumida

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en vivas tinieblas. Aún veíanse claras estrellas en el negriazul cielo. Llegando a su casa, muy cansada, sin cambiarse a ropa de dormir, la bordadora metióse a la cama y pronto cayó profundamente dormida. Ya con la luz del sol, abrió los ojos Doloritas, preocupada por haberse levantado ya tan tarde. Un poco angustiada porque hacía mucho que eso no le había pasado, se acongojó por haberse perdido la eucaristía; pero al verse vestida vino a su memoria que ya había ido a misa. Recordó el sonido de la música del órgano y lo muy iluminado del templo, más de repente, le vino un gran sobresalto: Don Cutberto Lazcano, el benefactor de los dieguinos y doña Severa Sendejas habían muerto hacía ya más de tres años. Doña Elisa Salmerón, se había ido al mundo de los difuntos diez años antes; don Nicolás Muciño, tenía más de una año de que lo había transportado al más allá un mozalbete por el rumbo del Parián. La odiosa de Herminia Farfán y su atribulado marido, don Fulgencio Ormaechea, también ya pertenecían al mundo de los no vivos. Fray Roque de Santillán y su fiel sacristán tenían ya mucho tiempo de haber abandonado no sólo la iglesia, sino que ahora oficiaban con los ángeles. -¡Si ella misma había concurrido a los funerales de alguno de ellos!- Aturdida, pero presa de un gran pavor, le daba vueltas en su cabeza lo acontecido. De pronto se serenó. No era posible. Doloritas se dijo a sí misma: - El cansancio hizo que me recostara vestida y sin darme cuenta, así me dormí. Así que la llamada a misa, las luces, los feligreses y el padre oficioso, fueron solo figuraciones mías. Apresuró el paso y al llegar a la iglesia, se encontró con su sobrina quien le preguntó acerca del trabajo que le había encomendado el Padre Zárate y cuando pensó en retornar a su casa para recoger la casulla, salióles al paso dicho fraile, y entonces, Doloritas se alegró de verle y saber que no se había ido de viaje. Clementina miraba con curiosidad a su tía, pues ésta parecía querer hacerle fiesta al Padre solamente por verlo. Sin pensarlo, Doloritas dijo al fraile: -Le traje ya la casulla, Padre Damián- ¿Le gustó la compostura que le hice? ¿Sabe usted que ya mi sobrina aprendió a bordar como mi madre? -¿Qué me la trajo, dice? ¿Cuándo, Doloritas? – respondió con extrañeza el Padre. -Esta misma madrugada, que estuve aquí oyendo misa y por cierto, que no la dijo usted, sino Fray Roque de Santillán. -¡Válgame! ¿Qué es lo que está usted diciendo? ¿Qué no dije la misa? ¿Qué me trajo la casulla? ¿Qué el difunto Fray Roque dijo la misa? ¡Vamos, Doloritas, vamos! ¿Tiene fiebre tu tía? – preguntóle a la sobrina de la bordadora. Hizo memoria Doloritas de todas las cosas que había visto y que tenía por un sueño, y sin pensarlo, le dijo: - yo misma le intenté entregar la casulla al malhumorado de Hernán Araico, el sacristán, y como no me la recibió, le guardé en la alacena-. -Pero, Doloritas ¡Si el bueno de Hernán dejó esta iglesia hace más de cinco años y sé, por buena fuente, que hace tres años pasó a mejor vida! -Abra su paternidad la alacena grande de la sacristía.

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Fueron los tres allí y, al separar las puertas de tal alacena, salió aquella sutil fragancia que embelesó a la frágil viejecilla y dejó con una extraña mirada y una triste sonrisa, a la fiel sobrina de la bordadora. En una de las tablas estaba la casulla blanca muy doblada, con sus hilillos de oro muy bien bordados, veíase como nueva. -¡Entonces no fue un sueño! ¡Válgame el divino! ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡El santísimo me socorra! La pobre vieja quedó abatida. Tenía embobados los sentidos por el miedo. Sudaba y había perdido el color, Después dirigió su mirada a todas partes, con vaguedad inexpresiva. Su sobrina Clementina, solamente le veía con un dejo de amargura, quedándose en silencio. Esa misma tarde el Padre Fray Damián de Zárate llegó con Doloritas Pereda al ancho hospital del Divino Salvador, en la calle de la Canoa, que fundó el pío carpintero José Sáyago para pobres mujeres dementes. Le acompañaba su sobrina Clementina, quien habiendo platicado con su padre, le hizo saber de su decisión de incorporarse al servicio de la casa asistencial, para procurar a su tía, y hacerle compañía a su tía en ésta, su última morada. Así, Clementina se convirtió en religiosa – no en monja - desde ya, y se dedicó con esmero, a cuidar a su querida tía. Desde ese momento, Doloritas pasaba los días y las tardes, de pie cerca de los muebles que se encontraban en el hospital, meditabunda, mirando al suelo, y en su cabeza dando vueltas las escenas que había vivido esa madrugada, cuando entregó la casulla al difunto sacristán. Con las manos enlazadas, o como pretendiendo levantar una oración al divino, de vez en cuando, la viejecilla levantaba la mirada dirigiéndola a su acongojada sobrina y a una que otra habitante de la casa asistencial. Clementina, la sobrina predilecta de la viejita, no podía tener sosiego dada la situación de su pariente. Con una actitud de sacrificio, como era costumbre entre las que tomaban los hábitos; la frágil muchacha cambióse el nombre por el de Clarisa. Dentro de la pena que le provocaba la locura de su tía, la mujercita hubiera preferido que el hospital fuera un convento y así, poder alejarse de la vida mundana y de todo aquello que le recordase a su tía y los felices momentos que vivieron juntas, bordando y creando obras muy bellas. Las ropas que vestía la joven eran como las de las demás asistentes del hospital: Eran vestidos blancos, largos, casi hasta el tobillo, con mangas largas y ceñidas al brazo. Encima llevaban un manto de color azul cielo, que llegaba hasta por debajo del pecho. Viéndolas al paso, parecían monjas de alguno de los conventos que abundaban en la ciudad. Se diferenciaban de las monjas y sores, porque ninguna de las órdenes religiosas contaban en sus ropajes con hábitos blancos. Este color estaba reservado, solamente para las personas que se dedicaban al cuidado de los enfermos dentro de los hospitales. Aún así, las chicas, ya sea de por sí, o por encargo de sus familiares, añadían pequeños bordados en las orillas de sus vestidos para que, según ellas, las enfermas se sintieran más reconfortadas. Empero, Clarisa, a pesar de tener la habilidad y creatividad, para hacer en sus hábitos, los más encantadores bordados, sea con hilillos de oro o de plata, siempre se negó a volver a utilizar el

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hilo y la aguja, sino era para remendar la ropas de las enfermas, o la suya propia, pues desde entonces, nunca más se preocupó por que sus ropas lucieran esplendorosas. Hacían ya, más de tres años de que Doloritas había ingresado al “Divino Salvador”, y cada día que pasaba, su locura se acrecentaba y con ello, la melancolía de la joven Clarisa. Aunque el alma de Doloritas Peredo era limpia y blanca, tal vez más que los vestidos de la sobrina, el tiempo de partir a un lugar más grato a la tierna viejecilla le llegó. Muy triste Doloritas, mirando al suelo, parada a un lado de una de las alacenas del hospital, terminó sus días. Pocos minutos después, llegó la sobrina y encontró a su tía, recargada en la alacena, con las piernas dobladas, casi sentada sobre sí, con la mirada extraviada y las manos entrelazadas muy cerca de sus labios, pareciera que la viejita, hubiera intentado besar la señal de la cruz. Desesperada, Clarisa intentó revivir a su viejita, más sus compañeras le dijeron que ya nada se podía hacer. Que la bordadora habiáse marchado a hilar los vestidos de los ángeles, que nunca más volvería a dejar, la huella de su arte en ropa terrenal. Desde ese momento, Doloritas asistió a misa de gallo, oficiada por el Padre Roque de Santillán, en la luminosa iglesia de San Diego.

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La hermana Clarisa

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Relato que da continuación al anterior. Aconteció en la calle de la Rinconada de San Diego, hoy Basilio Badillo. La calle de Medinas, hoy es República de Cuba. La del Calvario hoy corresponde a la Av. Juárez. La de San Andrés es hoy la de Tacuba. La del Manrique responde hoy al nombre de República de Chile. La Puerta Falsa de San Andrés y la de la Canoa, son hoy 1ª y 2ª de Donceles.

Pasaron los años y la lozanía de la jovencita se perdió en la oscuridad del subterráneo del hospital, donde asistía a dar sus alimentos a las enfermas que ahí se encontraban recluidas. Sin aliento para vivir, Clarisa comenzó a tener la costumbre de deambular por los patios del tétrico lugar, eligiendo para quedarse a orar, el área central del segundo patio, en las habitaciones del fondo, que daban hacia la calle de Tacuba. La oscuridad de las calles de la ciudad colonial reservaba sorpresas y malas pasadas a quiénes ingenuos, se acercaban a los lugares que por su posición no eran iluminados por las escasas antorchas o farolillos que colgaban en la calle. Una noche, al terminar su azarosa labor, Clarisa se acercó a su lugar preferido para rezar por el alma de su tía, a quien no había podido olvidar, y por descuido de uno de los mozos del hospital, la puertecilla lateral a una de las entradas secundarias del caserón, quedó sin el candado puesto, dejando libre el aldabón, y el acceso al patio del hospital. Joaquín Blanco era un caballero de dudosa reputación, que vivía al otro lado del puente de la Mariscala, salida al poniente de la calle de la Puerta Falsa de San Andrés, continuación de la de la Canoa. Regresaba de una partida de cartas que había sostenido con sus amigos Florencio Zardeta y Rodrigo Dávila Quintero, en la casa de éste último sita en la calle de Medinas, a dos calles del “Divino Salvador”. Para cortar camino, yendo por la calle del Manrique, tornó hacia la de Tacuba, dirigiéndose hacia la calle del Calvario, donde se encontraba la iglesia de Corpus Christi, pues ahí se encontraba su morada. La mala fortuna de Clarisa y el error fortuito del mozo, quisieron señalar esa noche como fecha para que la joven sufriera el más espantoso momento de su vida. Bajo los influjos del licor que generosamente había libado el dudoso caballero, llevaba la mente entretenida en recordar pasadas glorias y divertidas juergas. Al pasar enfrente del portón secundario, o puerta falsa del ancho hospital del “Divino Salvador” por la abertura que quedó en la puertecilla, el nefario doncel, pudo ver la silueta de la joven Clarisa, que absorta en sus oraciones no se percató de la presencia del malévolo donjuán. Por un terrible momento, cruzó por la mente de Joaquín, la posibilidad de beneficiarse de su posición con respecto a la joven. Introdújose al patio, amparándose en la oscuridad del arco de la puerta y en un momento de decisión, saltó intempestivamente sobre la infortunada y frágil muchacha. Clarisa forcejeó con el rufián, intentando pedir auxilio, pero el malhechor le cubrió la boca con su mano. La religiosa sacó fuerzas de flaqueza, logrando asestar un golpe a Joaquín. Esto enfureció a Blanco y con saña inaudita tomó por el delicado cuello a la desesperada joven y comenzó a apretar, primero

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firme, como para tratar de calmarla, pero después, como bestia que huele la sangre de la víctima, el deleznable señor apretó con más fuerza, hasta dejar sin aliento a la pobre chica. Clarisa en un último hálito de vida, levantando los brazos al cielo, llamó a su querida tía, como pidiéndole que terminara el suplicio. Y así con las manos levantadas, expiró. Con los ojos inyectados y salivando en forma exagerada, el rufián no se había percatado de que la muchacha había pasado a mejor vida, y cuando se disponía a realizar una de las peores cosas que hombre alguno hubiere pensado, apareciósele una viejecilla de cabeza blanca y menudo cuerpo. Esta quedósele mirando con ojos inexpresivos, fríos, vacíos de todo sentimiento, pero el malvado sintió que esa mirada le quemaba los ojos y con la misma furia con que había dado muerte a Clarisa, atacó a la viejecita. Para su sorpresa al dar un golpe, su mano atravesó el cuerpo de la mujer y sólo golpeó al viento. Intentó brincar sobre la aparición y atravesando el etéreo cuerpo de la vieja, cayó estrepitosamente sobre las baldosas, golpeándose rostro y manos. Sangrando ya de nariz y boca, el pelafustán levantó la homicida mirada dirigiéndola hacia la mujer. En el acto, el cuerpo de ésta, adquirió todavía una mayor transparencia, convirtiéndose en un espectro fantasmal. El rostro descarnado de la vieja, ahora enseñaba unos huecos oscuros por ojos, una mueca en lugar de la melancólica sonrisa y los cabellos blancos bien peinados, eran ahora una maraña de telas de arácnidos panteoneros. Las huesudas manos entrelazadas de la aparición, se habían separado y ahora se dirigían hacia el bandolero. Espantado hasta los mismísimos huesos, Joaquín Blanco corrió desesperado hacia la calle de San Andrés, pero al llegar al puente de la Mariscala, desapareció entre las zanjas del canal que pasaba por ahí. Las compañeras de habitación de Clarisa, extrañadas de que la doncella no regresare a la habitación, pues ya era hora del descanso nocturnal; salieron a buscarle, acompañándose de la luz de los farolillos de mano, que había dispuestos a la entrada de los aposentos. Seguras de encontrar a Clarisa en el lugar que acostumbraba, Andrea Torices y Fidela Valdovinos quedaron mudas de espanto al encontrar a la desvalida muchacha, tirada en medio del patio, con las manos levantadas, como llamando o pidiendo algo a alguien. Creyéndola en trance, las enfermeras se acercaron más a la chica, y con azorados ojos diéronse cuenta que Clarisa había dejado el mundo de los vivos y al ver manchado de polvo y lodo el blanco hábito de la religiosa, y una de las hojas de la puertecilla lateral, completamente abierto se les sobrecogió el corazón, imaginándose por lo que había pasado la pobre de Clarisa. Con agudos gritos, las inocentes muchachas llamaron a los encargados del sanatorio. Fue tal el escándalo, que las demás asistentes se despertaron y descendieron a los patios a enterarse del motivo de tanta alharaca. Algunas dementes, sonreían y dirigían las manos hacia el cielo como intentando coger algo al aire, pero en la prisa, las asistentes no notaron el curioso hecho. Los encargados del hospital, mandaron a uno de los mozos a llamar a los ministriles encargados de la seguridad del barrio y este salió presurosamente a cumplir el cometido. Llegando los alguaciles, tomaron nota de lo visto y procedieron a dar su venia, para levantar el cuerpo de Clarisa del frío lugar; comprometiéndose a salir en el acto a recorrer las calles del rededor, sin

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dejar rincón oscuro sin revisar para dar con el culpable de tan horrendo crimen. Los encargados del orden, estaban meditabundos pues aunque habían visto abundante sangre en el suelo, la joven Clarisa no tenía el menor rasguño, ni mancha alguna del rojo líquido en su albino vestido. Apenas iluminados por la luz de los faroles de sereno, siguieron ágiles por el sendero de sangre que había quedado en la calle de Santa Clara y por la de San Andrés. Al llegar a las zanjas del Puente de la Mariscala, ya para entrar a la calle del Calvario, grande fue su sorpresa al encontrarse a Joaquín Blanco, ya difunto, boca abajo, con las manos clavadas con dos escarpias al fangoso suelo y la cabeza completamente volteada, el rostro con la sangre ya cuajada y con una mirada llena de terror. Al levantar la mirada, los nerviosos guardianes del orden, creyeron ver a un lado del canal, la figura de una anciana que con pasos menudos, se dirigía hacia la calle de la Puerta Falsa de San Andrés. Intentaron llamarle, pero obtuvieron por toda respuesta, el sonido del soplo del viento, y vieron como la figura de la anciana, se difuminó en las penumbras de la oscura calle. Entretanto, dentro del hospital del “Divino Salvador” las religiosas enfermeras, amigas y compañeras de la infortunada Clarisa, con mucha ternura y atingencia, procedieron a levantarle y llevarle a los aposentos del hospital que se destinaban para preparar a las infortunadas pacientes que tenían la mala fortuna de dirigirse a ultratumba. Con mucho trabajo, pudieron regresar los brazos de la difunta a su posición horizontal. Las dementes que veían la escena, seguían levantando las manos hacia el cielo. Colocáronla en un pequeño camastro para poder arreglarla y disponer su cristiana sepultura dentro del primer patio del hospital como era costumbre, a un lado de los hornos donde cremaban los cadáveres de las enfermas que habían fenecido por infección o mala muerte, y evitar así contagiar a otras internas. No hubo necesidad de preparar a la agraciada y malograda joven. La palidez de su rostro y lo sonrosado de sus labios, eran el marco perfecto para los blancos hábitos y manto azul con que fue sepulta. En las exequias de la joven Peredo mucho se rezó, más nunca jamás por el atorrante homicida. Mucho tiempo después, cuando el caserón dejó de ser hospital; uno de los soldados quedo prendado de la historia de la religiosa y en un asueto, desenterró los restos de la religiosa Clarisa y los trasladó hacia el lugar donde pasó sus últimos días y noches la fiel sobrina, orando por el alma de su tía Doloritas. Todavía hoy, en esos días de poca luz y extraña quietud, hay quiénes dicen que han visto vagar por los patios y habitaciones del ancho hospital, al espectro de la viejecilla bordadora; y otros más, aseguran haber visto al fantasma de Clarisa, su dulce sobrina, vagar por los lugares cercanos a las puertas del caserón y muy continuamente, por los salones de lo que fue una lechería y tienda de dulces típicos, y que hoy en día, es un famoso café. Y por su ropaje, blanco con azul, la gente ha dado en llamarle “La monja Clarisa”. Quiénes le han visto afirman sentir una gran paz en sus corazones.

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Los ojos del Capitán

Carlos Hidalgo Loperena

Aconteció en la calle de la de la Canoa, hoy 2ª de Donceles. La calle de la Encarnación es ahora la de Luis González Obregón. Las calles de Roldán y Las Cruces, continúan con su mismo nombre. La calle de Capuchinas es hoy la de Venustiano Carranza. La del Factor, hoy 1ª de Allende.

Luis González de Zúñiga era un caballero de alcurnia, cuya familia, de origen español, se había instalado en la ciudad de Puebla, por haberles parecido un lugar tranquilo para vivir. Cuando joven, Luis González se había acostumbrado a guardar el dinero que sus tíos le daban para divertirse y comprarse las cosas que le gustaren y que no formaban parte de lo que ellos destinaban para sus alimentos, hospedaje y educación. El espíritu solitario del joven, se iba acrecentando conforme pasaban los años, así como un carácter agrio y hosco. No se le conoció pretendiente alguna, como tampoco gusto por la vida sacerdotal. González de Zúñiga tornábase en un hombre maduro, solitario y gruñón. Sin embargo, pudo más su ambición que las ganas de vivir sólo. El González de Zúñiga inició una vida de conquistador de mujeres viudas o solas, para que, una vez atrapadas en sus redes, obtener jugosas ganancias a su costa, o de buena suerte, quedarse con toda la fortuna de la enamorada. Pero la Puebla no daba suficiente número de mujeres para completar el plan trazado por el codicioso. La ambición desmedida del avaro Luis González terminó por imponerse. Para incrementar su tesoro, decidió trasladarse a la Ciudad de México. Ahí continuaría con sus planes: Conocer a una viuda rica, enamorarle y si no había opción, terminaría casándose con ella. Sólo así podría incrementar su hasta entonces mediana fortuna. La providencia quiso ayudar al codicioso y en una visita al teatro, conoció a una dama que en principio creyó viuda. Después de intercambiar algunas corteses palabras con la fémina, pudo finalmente conocer a doña Rosario Vique, acaudalada señorita de edad madura, que era dueña de un caserón recio y simple, sito en la calle de la Encarnación, que había sido propiedad del conquistador Martín Oyarza. Doña Rosario tenia en su poder, gracias a la herencia de sus tutores, además de ese caserón, una casa pequeña; así como joyas, obras artísticas, finas porcelanas, y dinero en oro, que la convertían en una presa deseada por alguien ambicioso como Luis González. Rosario, al fin y al cabo señorita inexperta en las cosas del amor, era muy ingenua y creyendo que Luis realmente le apreciaba, fue accediendo a ser pretendida por el aprovechado; pues pensaba que debido a su edad –rayaba en los cuarenta años- era su última oportunidad. Al cabo de dos meses de cortejo, accedió a casarse con el avaro. Misteriosamente, al año de haberse casado, la madura señora comenzó a dar muestras de una enfermedad que poco a poco la iba minando. Finalmente, doña Rosario feneció y convirtió a Luis González de Zúñiga en un acaudalado viudo. Satisfecha su necesidad de fortuna por el momento, el viudo González se dedicó a acrecentar su caudal, mediante la usura y la compra de bienes abandonados o en venta por quiénes al caer en desgracia, debían de deshacerse del mismo para cubrir sus deudas.

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Cierto día, aparentando dedicarse a las causas de caridad y pías obras, como en un tiempo lo hizo don Pedro Romero de Terreros, don Luis visitó diferentes casas donde se prestaba asistencia a gente humilde o carente de recursos. Una de esas casas era el que había sido hospital para mujeres dementes, casa para niños expósitos y hospital general, y que en ese tiempo se hallaba deshabitada, debido a la secularización de los bienes eclesiásticos. Al admirar el caserón, lo amplio de sus patios, el trabajo de sus puertas y ventanas, y las obras de arte que se encontraban en sus salas principales, hacían que González de Zúñiga sintiera un ligero escalofrío por la emoción que esto le causaba. Al poner su vista en los óleos que adornaban los salones principales, don Luis se percató de que dos retratos correspondían a don Francisco de Zúñiga, Capitán que fue del Ejército Realista. La ambiciosa mente de don Luis de inmediato se plantó en la idea de que dicho personaje, era un pariente cercano. Que la providencia había querido que se encontraran ahí para que él, como descendiente de aquél, disfrutara de esa casa. Que ahora desde el más allá, su “tío” le había llamado para posesionarse de la mansión. A partir de ese momento no hubo pensamiento más importante para don Luis que la certeza de que ese antiguo edificio debía ser suyo. Por diferentes caminos intentó convencer a la junta de la beneficencia de que le vendiera la gran propiedad. Más esta no pudo darle una respuesta pronta, pues se hallaba en el proceso de inventario de todos los bienes confiscados al clero. Ese deseo se convirtió en obsesión. Luis comenzó a dejar en el abandono su vieja casa, aquella que había sido hecha por Oyarza con ídolos y piedras arrancadas a los templos aztecas. Aquella casa de la que de su portón sobresalía del suelo la redonda cabeza de una serpiente. Dejaba su vieja casa por soñar hasta el delirio con ser dueño del antiguo hospital. Vestiáse don Luis González con su traje negro y camisa blanca, echabáse encima su capa y poniéndose su sombrero de copa, salía de su casa de la calle de la Encarnación y se encaminaba hasta la de la Canoa, para una vez, estando de pie frente al sobrio edificio, pasar largo rato admirando los balcones y portones de madera. - ¡Qué hermosa cantera de color rosa y gris! ¡ Que filigrana y ornamentado de los portones! ¡Qué magníficos óleos, que obras de arte!- pensaba para sus adentros el codicioso Luis –sobre todo, los del Capitán Zúñiga, mi querido tío- Luis González de Zúñiga estaba convencido de que el militar era su pariente, y por tanto, mandó investigar el origen de dicho personaje. La obsesión terminó por minar la salud del avaro y solitario caballero. Sin recibir respuesta de España respecto al origen de su supuesto familiar, cayó sumido en profunda depresión. La vieja casona de la Encarnación quedó en lamentable abandono, al igual que las otras casas que el ambicioso señor tenía en la calle de las Cruces, la de la calle de Roldán y la de la calle de Capuchinas. Nunca más volvió a visitarlas. La vieja casona de la calle de la Encarnación empezó a derruirse, al grado de que, a menudo caían a la calle gruesas piedras, con riesgo de los transeúntes y vecinos. Como el avaricioso de González no tenía familia – sus padres ya habían fallecido- ni amistades que lo visitaran, quedó sumido en la soledad. Únicamente acompañado por el obsesivo pensamiento. Ya muy enfermo, sin estar en posibilidades de salir de su oscura casa, pudo enterarse por las voces de los vecinos, que por fin las autoridades pondrían a la venta, aquellas

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propiedades que consideraran podrían dar más dividendos. Dentro de los bienes a enajenarse, estaba el de la calle de la Canoa. Desesperado por no poder participar en la subasta, murió en la más grande de las angustiosas soledades. Los vecinos no se habían percatado de la muerte del avaro, porque éste nunca convivió con ellos. Sólo el olor putrefacto, el aroma a muerte, hizo que aquellos solicitaran a los encargados de la seguridad, entrar a la casona abandonada y cerciorarse de que el ermitaño aún viviera. Al entrar a la casa, los guardias encontraron un espectáculo muy triste, derrumbado en su cama, rodeado de gusanos que comenzaban a carcomerlo, estaba el cuerpo sin vida de don Luis González y Zúñiga. Lo extraño es que la cara del difunto mostraba las cuencas de los ojos completamente vacíos. El muerto no tenía ojos. Pero para el tiempo que llevaba extinto, no era normal que esto pasara. Sobrecogidos de temor, los guardias dieron aviso a las autoridades sanitarias para recoger el cadáver y darle cristiana sepultura. El cuerpo del avaro fue vestido con uno de sus tantos trajes negros, cubierto con su capa del mismo color y su inseparable sombrero de copa. Con el pequeño cortejo de apenas tres vecinos y dos curiosos, además de los corchetes que le llevaron al cementerio, el malogrado avaricioso quedó sepulto en el panteón de San Fernando. Triste fue el entierro pues al momento de descender el ataúd a la fosa que le correspondía, empezó a caer una molesta llovizna, que apresuró a los participantes a concluir con el trámite cuanto antes. Los vecinos, condoliéndose del viejo ermitaño, mandaron decir una misa dentro de la casa abandonada y otras más en la gran iglesia de la Profesa, para pedir por el descanso del alma del codicioso ser. Don Luis González y Zúñiga murió sin saber que, al igual que su casa, el edificio del antiguo hospital del “Divino Salvador” también había quedado en el abandono, y que habiendo llegado el correo de la Europa, se confirmaba que don Luis y Don Francisco sólo compartían el apellido, pues no tenían entre sí, ni el más mínimo lazo de sangre. A partir de entonces, en la vieja casona de la calle de la Encarnación llegóse a ver, cuando la oscuridad hacía presa del día, la silueta de un caballero que cuando alguien se le acercaba, se perdía en la vaga neblina de los grises muros de la casa. Los vecinos pidieron a las autoridades que la casa fuera demolida y así se hizo, con lo que dejó de aparecerse por ahí, el espectro del caballero de capa y sombrero negro. Llegó el tiempo en que la gran propiedad de la calle de la Canoa debía ser vendida. Por el abandono en que se había tenido, gran parte de la construcción estaba derruida. Cómo era difícil que alguien adquiriera toda la propiedad y se encargara de su reconstrucción, la junta de la beneficencia determinó dividir al bien en partes, enajenándolo en su mayoría, pero conservando la parte central y principal del caserón. Las compras más significativas fueron: Una parte colindante con la calle del Factor, fue adquirida por la caritativa María de Luz Saviñón Viuda de Saviñón, otra, por el lado de la calle de Tacuba pasó a manos de don Dionisio Mollinedo. En la nueva propiedad de Luz Saviñón se instaló un montepío y en lo de Mollinedo, una lechería y una tienda de dulces típicos. Los predios restantes que pudieron ser enajenados, fueron adquiridos por otras personas, que prefirieron reservar su nombre en privado. Así pues, la junta realizó la venta respectiva y procedió a la recuperación de la parte del antiguo hospital que se había proyectado, concluyéndola mucho tiempo después.

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Sucedió entonces, que Epifanio Montes, mozo que fue contratado junto con otros para asear la casona, al estar limpiando las pinturas al óleo que formaban parte del patrimonio de este edificio, sintió que alguien le miraba fijamente. Pero el mozo estaba solo en esa habitación. Al tornar la mirada hacia el cuadro al óleo detrás de él, primero con asombro, luego con espanto, vio que, efectivamente era el Capitán del cuerpo de Dragones del Virrey, don Francisco Zúñiga, quien le veía. En un momento dado -quizá era cosa de su imaginación- observó un destello rojo en la severa mirada del adusto personaje. Enmudecido y tembloroso, con los vellos del cuello erizados, el mozo bajó las escaleras del lugar con toda la velocidad que pudo. Nunca más regresó al trabajo. A dos días de este suceso, Adalberto Pérez, otro de los encargados de la limpieza del lugar, encontrábase justo enfrente de la tercera puerta de entrada, la más cercana a la Vicaría. Estaba el bueno de Adalberto sacudiendo el segundo de los dos faroles que iluminaba tanto el vestíbulo de dicha entrada, como el lugar donde posteriormente serían habilitados los baños, cuando por debajo de él, pasó la figura de un hombre, vestido de negro, con una larga capa y un sombrero de copa. La sorpresa hizo tambalearse al trabajador, que se hallaba subido en un caballete, empero, dando un gran salto, libró la caída. Corrió a perseguir al caballero aquel, que presto se dirigía hacia las escaleras de la segunda puerta. Llamóle varias veces, pero no recibió respuesta alguna. El caballero ascendió a donde estaban los salones principales y para cuando le alcanzó el trabajador, habíase perdido tras la puerta central de dicho salón. Rápidamente, Adalberto abrió la puerta para pedirle al visitante que saliera, pues no estaba permitido entrar a ese lugar. Cuando penetró al oscuro salón, apenas iluminado por los primeros rayos de sol del amanecer, dióse cuenta que no había nadie. Pasó al salón secundario, dirigiendo su vista a todos lados, escudriñando atentamente para ver si se había escondido detrás de los vetustos muebles. Nadie, ninguna señal de que alguien hubiera entrado ahí. Sin embargo, el fiel trabajador sintió la mirada de alguien sobre sí –pero ¿Si no había nadie, quién le veía?- de pronto, con sobrecogedor enmudecimiento, el pobre hombre vio a los ojos del retrato del Capitán Zúñiga: le miraban con dureza y en cierto momento, destellaban una luz rojiza, como si estuvieran tocados por el mismísimo diablo. Sin dejar de mirar a los ojos del retrato, el mozo intentó quitarse de la duda, pero - ¡Oh! ¡Que el santísimo me socorra!- fue lo único que logró pensar el aterrado hombre: Adonde se dirigiera, la mirada del severo ser estampado en el cuadro le seguía. Dando gritos desgarradores, el asistente salió del antiguo hospital para nunca más volver.

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Detalle del Óleo de Don Francisco de Zúñiga

Los responsables de la construcción estaban extrañados de la actitud de estos trabajadores y dando por entendido, que no se habían sentido a gusto, continuaron con el trabajo de recuperación del lugar. Pronto habrían de enterarse del porqué de la huida de ambos trabajadores. Cercana la fecha de la reapertura del lugar, se encontraban dos mocitas, dando los últimos toques de aceite a los

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pisos de madera del salón secundario, justo donde se encontraba el cuadro de don Francisco Zúñiga. Guadalupe Torres y Juana Rodríguez se llamaban las susodichas. Ambas trabajadoras se encontraban tarareando una cancioncilla para amenizar su trabajo, cuando escucharon crujir suavemente el piso, al otro extremo de donde estaban ellas. Al momento, pensaron que era un suave temblor, cosa común en la ciudad de México. Pero no fue así. Sintiéndose como adormiladas por el suave movimiento, se dieron cuenta perfecta de que la imagen del cuadro de don Francisco, se transformaba de la un militar vestido de azul y blanco, a la de un viejo vestido con un sobrio traje negro, cubierto con una capa. Notaron que las miraba fríamente, con ojos sin luz pero con un destello rojo. De repente, la figura se desprendió del cuadro y bajo lentamente hacia ellas. Apareciendo de la nada el sombrero de copa, la figura fantasmal lo acomodó en su cabeza. El rostro de don Francisco desapareció, para dar paso al de don Luis González. Con el terror dibujado en su rostro, Juana Rodríguez intentó salir del lugar para pedir ayuda. Al abrir la puerta y salir al pasillo, la pobre chica sintió cerca el fin: el fantasma levantó ambas manos, dirigiéndolas hacia la muchacha y en un momento la levantó en vilo. Dando gritos aterradores, Guadalupe intentaba bajar a su compañera sin lograrlo. A los gritos espantosos acudieron las demás personas que se encontraban en la casona. Con atónitos ojos, vieron como la chica prácticamente volaba sobre el barandal, hincada bajo de ella rezando a la pobre de Guadalupe y detrás, la sombra oscura de un hombre. Los que pudieron moverse del lugar, subieron de inmediato al pasillo, pero pudo más el miedo que el deseo de auxiliar a la joven y con duda intentaron acercarse. En el acto, el hombre volteó a verlos. Un ahogado grito quedó en las gargantas de los presentes al darse cuenta de que era un rostro sin ojos, riéndose siniestramente a carcajadas con sonido apagado, diciéndole a todos: ¡es mío! ¡Es Mío! ¡ES MIO! Apareció entonces una pequeña bruma que envolvió al pasillo y la figura del espantoso ser desapareció, internándose nuevamente en el salón. La infortunada trabajadora cayó al suelo, quebrándose el cuello, quedando con los ojos abiertos y la mirada fija. Su compañera continuó sin reaccionar por un buen rato. Todos los que presenciaron el fenómeno no sabían que decir. Fue a instancias de uno de los encargados, que se tomó la decisión de realizar una misa de exorcismo, para alejar las malas vibraciones del lugar. Lo que no sabían esas personas, es que no había sido la primera misa de exorcismo que ahí se celebrara, y mucho menos que ese evento fuera el primero de varios más, que posteriormente sucedieron. Guadalupe Torres terminó sus días en el hospital psiquiátrico de la Castañeda, allá por el rumbo de Mixcoac. Las personas que ahora trabajan en el antiguo “Hospital del Divino Salvador” aseguran que han visto la figura de un hombre vestido de negro, con capa y de sombrero de copa, por donde están ahora los baños de la planta baja. Qué en las madrugadas han visto deambulando por el patio central, al espíritu de don Francisco Zúñiga. Qué de vez en vez, se ven unos ojos rojos, de mirada fría, pegados a la pared. Y que, con miedo se percatan, de que los ojos del retrato del adusto Capitán le siguen a uno, así se mueva a donde sea.

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Los sucesos del pasado reciente

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Lo que a continuación se describe, son hechos que han ocurrido en los últimos años, dentro del edificio marcado con el número 39 de calle de Donceles.

Las apariciones Algunas personas que trabajan- o trabajaron- en la casona de Donceles 39, afirman haber visto fenómenos sobrenaturales como los siguientes: Dentro del área del Archivo histórico de la Secretaría de Salud, en la sala donde se resguardan los libros y expedientes más antiguos, al menos tres de los trabajadores han visto la figura de un hombre de crespo y escaso cabello, “el de los caireles” dicen algunos, así como el espectro de una viejita en actitud de rezar. Por la zona donde se encuentra un baño que ya fue clausurado y que corresponde a lo que fue el archivo de la Dirección de Bienes y Servicios, al menos seis personas en distinto tiempo, afirman haber visto cruzar fugazmente a una silueta, vestida con un viejo hábito de fraile. Uno de los pagadores de la dependencia que visitó el lugar, le vio y ya no ha regresado a este lugar. En ciertas ocasiones se ha visto a una religiosa, que se lava constantemente las manos en lo que son los baños de la planta baja; la gente que la ve se pregunta extrañada que hace una “monja” ahí y cuando preguntan a los trabajadores del lugar, estos no dicen nada, pues no quieren espantarla. Más quien le ha visto, asegura haber sentido una sensación de paz. En el Café Tacuba, que originalmente perteneció a esta casona, se dice que desde hace ya tiempo, a los clientes y trabajadores del famoso café, se les ha aparecido “la Monja Clarisa”. Una religiosa vestida de blanco y azul. Tanto revuelo causó, que ésta historia salió en noticieros de radio y televisión, e incluso, se le ha descrito en diarios y diversas páginas electrónicas. Al fondo del corredor del piso alto del caserón, cerca de donde están los sanitarios y que fue el área de Dictamen de dicha Dirección de Bienes y Servicios, se percibe la silueta de una religiosa vestida de blanco. Las personas que han tomado fotografías del sitio con sus celulares, han podido observar la imagen referida. De acuerdo a fotografías tomadas personalmente, esta figura es sumamente parecida a la que se dice ha aparecido en el famoso Café. Por cierto, en ese lugar del pasillo, se percibe un claro aroma a rosas e incienso, cuando se manifiesta la figura.

Las sensaciones En la parte que fue la bodega y almacén de esta misma dirección, platica quien ahí ha estado, que se percibe la pesadez del ambiente, como si se sintiera que los pies se quedaran pegados al suelo. Otros han referido falta de aire y que se escuchan ruidos extraños, como rechinidos de bisagras de puertas, aún siendo estas nuevas. Arriba de este lugar se encuentran los hornos crematorios del antiguo hospital, y a un costado estaba el cementerio del hospital.

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Alrededor del mediodía, en la zona central del corredor del piso alto, se percibe un aroma a parafina y a rosas, parecido al olor de las iglesias antiguas. Al caminar por los diferentes salones del sobrio caserón, se percibe una extraña quietud, que de repente se rompe por los ruidos extraños que emanan del suelo o de las gruesas paredes del lugar.

Los fenómenos sobrenaturales El personal de seguridad de este lugar, en diferente tiempo comenta que en ocasiones, en la noche, se oyen pasos en el corredor alto del viejo edificio, y que inclusive han escuchado el ruido de una escoba barriendo el tercer patio y al asomarse no hay nada ni nadie. En otras ocasiones se han visto en el patio central, lo que semejan un par de ojos de rojo intenso, justo en la pared del cuarto donde se alojaban los archivos de un militar revolucionario, vulgarmente conocido como “el archivo de los villistas”, contiguo a donde se encuentra el registro de luz y una puerta clausurada. En el patio que corresponde al área donde se localiza el juzgado del Registro Civil y que permite el acceso a la azotea del edificio, se han escuchado ruidos en el subsuelo, se ha reportado una procesión de religiosas que se dirigen hacia lo que fue la capilla del hospital. Cuando se levantó el piso original, en los patios por donde corría el desagüe, se encontraron algunos restos humanos. Hay que recordar que era una costumbre española, el sepultar a los difuntos, ya sea en su casa, en los atrios de las iglesias, en los patios traseros de la inquisición y por supuesto, en los patios de los hospitales. No se les sepultaba precisamente en ataúdes, sino algunas veces en nichos. “Hay un perro en la azotea y seguido aúlla sin motivo. Dicen que estos animales aúllan cuando ven o sienten algo; pero lo más aterrador no sólo son los quejidos que se escuchan en la sala donde guardamos los libros antiguos; si no que al pie de la segunda escalera, ahora clausurada, justo donde se encuentra el antiguo lavatorio, se escuchan ruidos muy extraños: golpeteo de cadenas, sollozos y llanto de mujer, y que rascan la pared del subterráneo, que ahora está tapado por un piso falso. Por eso teníamos un altar a la Virgen de Guadalupe y otro a nuestro señor Jesucristo, pero nuestro jefe nos lo mandó quitar”, comentan tanto uno de los guardianes como personal de intendencia del edificio.

Las misas de exorcismo En la década de los noventas, las autoridades del edificio, a petición de los trabajadores del sitio, tomaron la determinación de llevar a un padre experto en exorcismo, pues según la creencia, era necesario expulsar a los fantasmas del lugar, ya que se vivieron dos experiencias distintas. Una de ellas más aterradora: El personal de seguridad y algunos trabajadores que acudían a trabajar temprano, observaron que una religiosa vestida de hábito blanco, se santiguaba justo en el medio de la terraza del patio

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central y después, vieron con asombro desaparecer su silueta por la pared que da hacia el oriente. Después de esto, algunos empleados solicitaron al director les permitiera llevar a un sacerdote para que con agua bendita, desapareciera la figura fantasmal. Entonces fue que se realizó un acto de exorcismo. Poco después ocurrió otro fenómeno, que puso los pelos de punta a varios de los testigos del suceso que vivió una empleada de intendencia, de nombre Martha y que decidió a los trabajadores solicitar la presencia de un sacerdote, para realizar una segunda misa de exorcismo. El suceso: Por la mañana muy temprano, se encontraba Martha limpiando el barandal del pasillo, cuando de repente sin motivo alguno, algo la levantó en vilo. Los gritos aterradores de la mujer llamaron la atención de los que estaban en el caserón. Con sorpresa, fueron testigos de como la pobre intendenta prácticamente volaba sobre el barandal. Terminando el fenómeno, la trabajadora cayó al suelo, desvanecida. Reanimada por los testigos del hecho, comenzó a sollozar. Sus compañeros intentaron reconfortarle, dándole a entender que había sido su imaginación, pero con el terror escondido dentro de sí. Es entonces que se realiza una misa de exorcismo, hasta ahora la última. Sin embargo, los eventos inexplicables se siguen presentando.

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Pasillo central del piso superior

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¿El Final? El edificio de Donceles 39 guarda dentro suyo una gran cantidad de historia, de leyendas, de magia, de energía, de tiempos pasados. Este monumento histórico y artístico debe ser un orgullo para los habitantes de la Ciudad de México, pero sobre todo, en el tiempo presente, para aquellos trabajadores del Sector Salud que pasaron y han pasado gran parte de su vida laboral en un caserón como éste. La casona de Donceles persistirá en el tiempo y en la mente de quiénes le conocieron. Edificio que ha resistido inundaciones, incendios y terremotos, enfrenta hoy al más peligroso de los depredadores: al mediocre funcionario público con poder y de perfil monárquico, que con el argumento de la modernidad, asume el rol del antiguo conquistador: destruir lo que existe, para imponer su “cultura”. Pero la historia de este inmueble se impondrá a los intereses mezquinos de aquellos que abusando del poder y a espaldas del pueblo, dueño legítimo de los monumentos históricos y artísticos, manipulan y atentan contra dicho patrimonio. El Hospital del Divino Salvador podrá morir en lo físico, pero por siempre perdurará en la mente de sus habitantes.

CHL

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Bibliografía 1. De Valle – Arizpe, Artemio, “Historia, tradiciones y leyendas de calles de México”, Editorial Diana, México, 1978. 2. González Obregón, Luis, “Las Calles de México”, Editorial Porrúa, México, 1998. 3. González Obregón, Luis, “México Viejo”, Editorial Offset, México, 1982. 4. León Portilla, Miguel, “Los Antiguos mexicanos”, Fondo de Cultura Económica, México 1987. 5. Marroqui, José María, “La Ciudad de México”, Tomo II, Jesús Medina Editor, México, 1969. 6. Morales Contreras, José, “El Edificio de la Asistencia Social”, recopilación, México, 1973. 7. Riva Palacio Vicente, Chavero Alfredo, Vigil José Ma., Olavarría Enrique, Arias Juan de Dios, Zárate Julio, “México a través de los Siglos”, Volumen II, III y IX, Editorial Cumbre, México, 1985. 8. Rivera Cambas, Manuel, “México Pintoresco, Artístico y Monumental”, Editorial del Valle de México, Tomo II, México, 1993. 9. Seguros Comercial América, “El Mundo Azteca”, Editorial Jilguero, México, 1994.

Acervo Fotográfico del Arquitecto José Antonio Tapia Juárez

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