La Iglesia Primitiva: Henry Chadwick

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LA IGLESIA PRIMITIVA HENRY CHADWICK

Copyright © Henry Chadwick, 1967, 1993 Penguin Books Ltd, 27 Wrights Lane, London W8 5TZ, Inglaterra Versión en castellano unicamente para el uso de estudiantes de SEUT.

Contenido 1. De Roma a Jerusalén

1

2. Expansión y crecimiento

15

3. Fe y orden

28

4. Justino e Ireneo

40

5. La celebración de la pascua de resurrección, la controversia monarquiana, y Tertuliano 46 6. Clemente de Alejandría y Orígenes

52

7. Iglesia, estado y sociedad en el siglo III

66

8. Constantino y el Concilio de Nicea

72

9. La controversia arriana después del Concilio de Nicea

77

10. El conflicto entre el paganismo y el cristianismo en el siglo IV

89

11. Iglesia, estado y sociedad, de Juliano a Teodosio

95

12. El movimiento ascético

104

13. La controversia sobre Orígenes y la tragedia de Juan Crisóstomo

110

14. El problema de la persona de Cristo

116

15. El desarrollo del pensamiento cristiano latino

129

16. El papado

144

17. La Iglesia y los pueblos bárbaros

150

18. Culto y arte

157

Conclusión

174

1 De Roma a Jerusalén EL TRASFONDO JUDAICO

Los primeros cristianos eran judíos. Se diferenciaban de sus paisanos por la firme creencia en que Jesús de Nazaret era el Mesías que tanto tiempo llevaban esperando. Daban por sentado, sin embargo, que esta venida, al darse en cumplimiento de la antigua promesa, tenía continuidad con la primitiva revelación de Dios a su pueblo, y en modo alguno, significaba una ruptura con el antiguo pacto, hecho en la persona de Abrahán, simbolizado por la circuncisión, o con la ley dada a Moisés en el Monte Sinaí. Lo que pudiera haber de nuevo, era igualmente por voluntaria acción de un mismo y único Dios, Creador del mundo, Señor de la historia, Dios de Abrahán, Isaac, Jacob, y de los doce patriarcas. La nueva palabra dada ahora a su pueblo estaba en total y fiel concordancia con la ya dada en los tiempos antiguos por boca de los profetas. Al estar tan arraigada esa convicción de absoluta continuidad, fueron muchas las ideas y actitudes características propias del judaísmo tradicional, que pasaron íntegras a la estructura del pensamiento cristiano. Los judíos creían en la elección divina. Dios había escogido a Israel para formar una sociedad excepcional y única, no contaminada por el influjo del paganismo, y significada por dos cualidades absolutamente providenciales: una elección no acaecida en base a mérito propio, sino por gratuita, soberana e inescrutable voluntad divina; y el llamamiento del pueblo de Israel a ejercer un sacerdocio mundial en relación a la humanidad toda. Celosos hasta el extremo en el cumplimiento de una ley que ellos afirmaban haber recibido íntegra de manos de Moisés, por voluntad e intervención divina, en la cumbre del Monte Sinaí, los judíos rechazaban a ultranza toda otra posible manifestación de religiosidad, considerándola pagana y un auténtico culto a los espíritus del mal. Se negaban, en consecuencia, a tomar parte en el culto imperial, si bien ofrecían como norma sacrificios diarios a favor del emperador en el templo de Jerusalén, y no tenían reparo alguno en dedicar las nuevas sinagogas “a Dios” y, asimismo, en “honor del emperador”. Los judíos, además, se distinguían del resto de la sociedad por la práctica obligatoria de la circuncisión y por una escrupulosa abstinencia de la carne de cerdo, y otros varios alimentos considerados impuros, hasta el punto de que, en el siglo II a. C., los mártires Macabeos prefirieron la muerte antes que comer de la carne de un animal impuro. Por otra parte, los judíos no podían comer en compañía de gentiles, y tampoco podían señalarse por la participación en ceremonias que supusieran el reconocimiento de deidades paganas. La dominación extranjera y la pobre economía de Palestina habían dado lugar a una emigración judía por toda la cuenca del Mediterráneo, conocida singularmente como la “Diáspora”, de forma y manera que era posible encontrar colonias judías desde la punta extrema de Cádiz hasta la muy remota península de Crimea. La Roma del siglo I de nuestra era contaba con una decena de sinagogas. De hecho, en Alejandría, la población judía constituía una parte importante del total de sus habitantes, y más de un millón de judíos se hallaban repartidos entre esa ciudad y el resto de Egipto. No ha de extrañarnos, pues, que los judíos contaran como peso específico en la política municipal, si bien su decidida auto-exclusión les impedía llegar a convertirse en un auténtico grupo de presión en la lucha por el poder. Firmes en su propósito de no mezclarse con los gentiles, se aferraban a sus propias creencias y costumbres, reuniéndose cada sábado para entonar salmos, leer las Escrituras, y escuchar un sermón exegético al que seguían las oraciones de rigor. Los creyentes occidentales que hacen uso de un breviario o de un libro común de oraciones, del que es un buen ejemplo el libro de Oración Común, son, en alguna medida, herederos de ese particular modo de rendir culto a Dios. Aun en la dispersión, los judíos mantenían vivo el concepto de unidad mediante el peregrinaje a la ciudad santa de

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Sión, y, en otro orden de cosas, por sus contribuciones anuales para el mantenimiento del templo. En ocasiones, esta afluencia de moneda, procedente de las provincias donde los judíos destacaban en número, causaba ciertas dificultades a las autoridades fiscales romanas; pero, tanto a ese respecto como en otros posibles, era más sencillo y conveniente permitirles a los judíos seguir con sus costumbres allí donde estuviere involucrado un principio básico de su religión. En realidad, no había área de la vida pública donde los judíos sufrieran una exclusión que no fuera por voluntad de ellos mismos. Naturalmente, no todos los judíos se mostraban tan estrictos en su compromiso religioso como hubiera sido el deseo de sus propias autoridades religiosas; y no pocos de ellos, además, cedían ante la presión de la sociedad en que vivían. Por otra parte, tampoco todas las fuerzas apuntaban en una misma dirección. La circuncisión repelía por igual a griegos y romanos; aun así, eran muchos los gentiles que se sentían atraídos por la pureza moral de la fe judía, por la antigüedad (si bien no tanto por el estilo) de sus libros sagrados, y por ese más que singular monoteísmo. Sin llegar al ascetismo, salvo en contados casos de grupos desviacionistas1, el judaísmo se decantaba por la castidad y una vida familiar estable; entre ellos, los judíos practicaban la caridad, daban limosna a los pobres, mostraban hospitalidad para con los extraños, visitaban a los enfermos, y se ocupaban de dar adecuada sepultura a los muertos. Al amparo de sus sinagogas, un cierto sector del pueblo judío de la Diáspora, el integrado por los denominados “temerosos de Dios” (término, por lo demás, aplicable a cualquier miembro respetable de la sinagoga), se reunía para cumplir con lo que ellos entendían como obligaciones sagradas. De cara a la sociedad, aceptaban la circuncisión de los gentiles, y practicaban el bautismo de prosélitos, si bien no era una costumbre generalizada. Entre los judíos helenizados de la Diáspora, para lamento de las más estrictas autoridades palestinas, la costumbre era dar la bienvenida y acoger a cualquier gentil, sin tan siquiera insistir en la circuncisión como requisito indispensable para alcanzar la salvación. Fue precisamente entre esos grupos de gentiles simpatizantes donde los primitivos misioneros cristianos encontraron a los primeros seguidores de la nueva fe, instruidos como estaban en las Escrituras hebreas, y partidarios, en consecuencia, de elevados principios morales. El judaísmo era una religión basada y regida por un Libro, y no había otra religión o secta que pudiera afirmar lo mismo. La restauración de la sociedad israelita tras el desastre de la deportación a Babilonia había tenido precisamente su origen y fundamento en el contenido de la Ley mosaica. Ya no había más profetas vivientes que proclamaran la palabra inmediata del Señor. La revelación de Dios a su pueblo había pasado a forma escrita, y llegado era ahora el momento de proceder a su correcta interpretación por parte de los escribas eruditos y los doctores de la ley, y ello de modo tal que los documentos originales conservados del pasado vinieran a ser debidamente complementados por la tradición exegética de las escuelas rabínicas. (Empero, el prestigio de esa tradición se vio en entredicho por causa de la acerba controversia surgida entre sinagoga e iglesia, incipiente ya en el primer siglo de nuestra era.) Por otra parte, al ser evidente la necesidad de disponer de una Biblia en lengua griega para los judíos fuera de Palestina, pronto hicieron su aparición diversas traducciones. Una de ellas, la que vino a ser conocida como la Septuaginta y versión de los Setenta, alcanzó el honor de ser aceptada como versión autorizada para las primeras iglesias de gentiles. Dicha versión había tenido su origen en la ciudad de Alejandría en el siglo III de nuestra era, y, según la tradición (sin que haya razón alguna para ponerla en duda), había contado con el patrocinio del mismísimo rey de Egipto, Ptolomeo Filadelfo. Para los judíos alejandrinos, esa versión pronto adquirió una aureola de prestigio, llegando al extremo de estipularse una celebración litúrgica conmemorativa de su aparición; hecho al que pronto vinieron a sumarse increíbles historias relativas a su origen, destacando, entre otras, la de la colaboración de nada menos que setenta y dos traductores independientes que habrían coincidido, trabajando por separado, de ahí el prodigio, en un texto final prácticamente idéntico. Esa fábula alcanzó tal renombre, que hasta el propio historiador Filón llegó a estar convencido de la concurrencia divina en el proyecto. Sea como fuere, lo cierto es que la leyenda de los setenta y dos traductores gozó de amplia difusión y crédito; e 1

Según Filón de Alejandría y Josefo, los Esenios de la religión del Mar Muerto tenían al celibato en alta estima. Los documentos de la comunidad de Qumrán no dicen nada al respecto.

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incluso allí donde su prestigio no era tan notable, a la Septuaginta se le reconocía una autoridad no concedida a versión otra alguna. Sin embargo, con el transcurso del tiempo, la continua invocación de ese texto como palabra definitiva por parte de los cristianos, dio lugar a que los judíos de la sinagoga griega, molestos ante tamaña presunción de irrevocabilidad, se aplicaran a la producción de nuevas versiones seculares de los textos sagrados, ciertamente mucho más literales y ajustadas al original (véase más adelante, apartado sobre Orígenes, capítulo 6). La cuestión llegó hasta el punto de que algunos rabinos, hostiles por igual al judaísmo helenizado y al incipiente cristianismo, lamentaron el hecho en sí de que la Biblia hubiera llegado a verse traducida al griego, denunciando la aparición de la Septuaginta como pecado de idénticas proporciones a la veneración del becerro de oro. LA PRIMERA IGLESIA

Desde sus principios, la Iglesia fue consciente de una inapelable solidaridad con el pueblo de Israel, así como, igualmente, de la certeza de la continuidad de la intervención divina ya experimentada en el pasado, sobre todo, claro está, en lo concerniente a la actuación y la persona de Jesús de Nazaret, y a sus seguidores. En el evangelio de San Mateo, Cristo viene a ser el nuevo Moisés, viéndose prefigurado lo insólito de su nacimiento en la propia historia de Moisés en Egipto, y siendo consideradas sus enseñanzas como auténticos principios éticos, en línea con las más excelsas tradiciones del judaísmo puro. El Señor no había venido a destruir, sino a cumplir; y la misión de los cristianos habría de consistir en llevar a los judíos al reconocimiento de Aquel al que las autoridades, en su ignorancia, habían sometido a la infamia de asesinato amparado por la ley bajo la autoridad del gobernador romano Poncio Pilato. Sin embargo, al resucitarle de entre los muertos, Dios le había vindicado como “Señor y Cristo”, es decir, como el verdadero Mesías de la promesa. Y a la objeción de que el anuncio de los profetas presuponía la venida de un Mesías poderoso y triunfante, en nada similar al Jesús ajusticiado en infame cruz, la respuesta ofrecida consistía, sencillamente, en señalar el poder infinitamente redentor de los sufrimientos de Jesús, ya prefigurado en los padecimientos del Siervo Sufriente de los escritos del profeta Isaías. Su muerte venía, pues, a inaugurar un “nuevo pacto” entre Dios y su pueblo, en total consonancia con la esperanza evidenciada en Jeremías (23: 31-34). En un principio, el cristianismo debió de causar la impresión de ser tan sólo un grupo más de entre los muchos existentes dentro del propio judaísmo, quizás por no ser éste una religión monolítica; siendo una de las mejores pruebas de ello las más que notables diferencias entre fariseos y saduceos. Los fariseos, defensores a ultranza del carácter teocrático de la vida judía, eran, sin duda alguna, el partido más celosamente activo en la preservación de los rasgos distintivos de sus prácticas religiosas, y, en consecuencia, se mostraban acérrimamente opuestos a dejarse influir por las corrientes helenísticas, o la propia dominación romana, extremando para ello tanto la rígida observancia de la propia ley mosaica como la tradición de los escribas a la hora de su interpretación. Los saduceos, por el contrario, procedentes, además, en su mayoría, de las familias dirigentes aristocráticas, tan sólo se sentían vinculados a la ley mosaica, y no se consideraban obligados en modo alguno por la tradición de los escribas. De hecho, se permitían incluso dudar de la resurrección de los muertos, doctrina que tan sólo contaba con el respaldo del libro de Daniel, de redacción muy posterior a la época de Moisés, y, por ello, carente de genuina autoridad. Ese desacuerdo fundamental entre fariseos y saduceos respecto a la otra vida habría de permitirle a Pablo solventar en su momento una situación decididamente espinosa (Hch 23:6-10). Con todo, y a pesar del violento conflicto habido con los fariseos (Mt 23), un cierto número de fariseos, entre los que cabe destacar al propio apóstol Pablo, se convirtió al cristianismo. Aparte de los ya mencionados saduceos y fariseos, existía un grupo, aunque, quizás, fuera más propio hablar de diversos grupúsculos relacionados entre sí, que había venido a ser conocido como el de los “esenios”. Tanto Plinio el Viejo como, a su vez, Filón y Josefo, este último, sin duda, por haber tenido contacto directo con ellos, dan cumplida descripción de su forma de vida. Integrantes de una rígida sociedad de tendencias separatistas, su principal lugar

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de asentamiento se encontraba en las cercanías del Mar Muerto, si bien podían encontrarse seguidores suyos en muchas otras partes, Judea incluida. Y si bien, por el momento, no se sabe con absoluta certeza, es bastante probable que pertenecieran a esa sociedad esenia los propios autores de los manuscritos conocidos como los Rollos del Mar Muerto, casi con toda seguridad escritos para la comunidad asentada en Qumrán, allí en la vertiente occidental del Mar Muerto. Dicha comunidad rechazaba los sacrificios y el sacerdocio del culto oficialmente reconocido en el templo de Jerusalén, y buscaba inspiración en su héroe y fundador, el “Maestro de toda Justicia”, que había sufrido oprobio a manos de un “perverso sacerdote” que ahora gobernaba triunfante sobre todo Israel. Notables por el firme entramado de su sociedad; en algunos aspectos, con su práctica de la riqueza compartida y el reparto de bienes según las necesidades, los esenios recordaban a las primeras comunidades de la primitiva iglesia cristiana. Su estilo de vida era ciertamente austero: aquel que tuviera dos capas cedía gustosamente una de ellas al hermano necesitado, vistiendo él la otra hasta desgastarla por completo. Sin embargo, la cuestión de la resistencia pasiva parece haber sido causa de división en su seno. La inmensa mayoría de ellos se negaba a empuñar un arma, si bien, una pequeña facción, integrada por los denominados “celotes”, se entregó con entusiasmo a la causa nacionalista, pasando a engrosar el número de los dedicados a resistir activamente la ocupación romana. De hecho, el asentamiento de Qumrán se convirtió en escenario de sangrientos enfrentamientos con motivo de la guerra judía que tuvo lugar entre los años 66 y 70 de nuestra era. Además, los esenios rechazaban la esclavitud por principio, considerándola incompatible con la igualdad que todos los hombres disfrutan ante su Creador; y si bien no condenaban la atadura que suponía el matrimonio, se daba por sentado, y preferible, el celibato de los miembros más comprometidos. La admisión a la comunidad tenía lugar tan sólo tras haber superado una serie de pruebas e interrogatorios, iniciándose entonces una etapa de noviciado que culminaba con unos solemnes votos. Celosos hasta la exageración en la custodia de sus normas, cualquier posible trasgresión era indefectiblemente sancionada con la expulsión, y ni que decirse tiene que quedaban absolutamente prohibidos los juramentos. Entre sus prácticas religiosas destacaban las abluciones rituales asiduas, y un ágape sagrado compartido del que quedaban excluidos los no iniciados. Sin embargo, existían importantes diferencias entre los esenios y la Iglesia de los primeros tiempos. Los esenios eran muy puntillosos en cuanto a la observancia del sábat judío, y extremaban al máximo las precauciones para que el ritual obligado no se viera contaminado. Según ciertas fuentes de procedencia griega, la comunidad esenia se levantaba antes del amanecer para elevar sus oraciones al sol naciente, y se les impartían lecciones iniciáticas respecto a las propiedades de las raíces de las plantas, y las cualidades de ciertas piedras, así como también los nombres secretos de algunos ángeles. Prestaban, asimismo, suma atención a la exégesis del significado interno de las Escrituras, y se permitían continuas predicciones respecto al futuro. Lo cierto es que los textos hallados en Qumrán no concuerdan plenamente en todos sus detalles con las fuentes griegas disponibles al respecto; es muy posible que los escritos griegos estén influidos por el deseo de asemejarlos a los ascetas pitagóricos del mundo helenista. La información contenida en los Rollos del Mar Muerto proporciona escasos datos respecto al trasfondo inmediato de la Iglesia primitiva, excepto en un sentido muy general, al revelar la existencia de una comunidad entregada con fervor al estudio del Antiguo Testamento, especialmente de la profecía mesiánica, y expectante ante la inminente intervención de la Divinidad en la historia. Se observa, con todo, una cierta similitud de ánimo; la batalla que aparece descrita en el Rollo de las Guerras, que se ocupa de la lucha habida entre los hijos de la luz y los herederos de las tinieblas, es francamente evocadora del Armagedón del Apocalipsis, y puede que, incluso, de Efesios 6. Aun así, obligado es admitir que, en lo que hace a los pormenores, el número de analogías y paralelismos entre los documentos de Qumrán y los escritos del Nuevo Testamento ni son abundantes ni logran causar una gran impresión. Por otra parte, la figura del Maestro de toda Justicia no ocupa un lugar en el pensamiento de la comunidad de Qumrán comparable al de la persona de Jesús en la fe de la Iglesia de los primeros tiempos. Es decir, los escritos del Nuevo Testamento y los Rollos de Qumrán sí se prestan mutua luz en determinados apartados, pero, y esto es importante, ninguno de ambos corpus puede ser considerado explicativo del otro. Es más que probable que algunos de los

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esenios se convirtieran al cristianismo, pero sin que se produjera continuidad institucional alguna. Por otra parte, llama poderosamente la atención el hecho de que, en comparación con la comunidad de Qumrán, parecieran ser los cristianos los más tolerantes respecto a los cultos del templo de Jerusalén (véase Hechos 6:7). Al mismo tiempo, hay mucho que sugiere que escasa, o nula, habría sido la paciencia de los cristianos ante una comunidad obsesionada hasta tal punto por el ceremonial de purificación, que gran parte del día quedaba exclusivamente dedicada a las abluciones y prácticas correspondientes. El impacto inicial del cristianismo en la comunidad judía parece haber sido considerable; y es más que probable que, en un principio, la incipiente membresía cristiana se viera incrementada en no pequeña proporción por los convertidos de entre la heterogénea diversidad de la sociedad judía, saduceos aparte. Los fariseos se sentían atraídos por una revelación que exigía considerar la voluntad revelada de Dios como asunto de la mayor importancia, y el judío de a pie no podía menos que regocijarse ante el hecho indiscutible de que muchos de los escrúpulos farisaicos respecto a la interpretación de la Ley habían tenido como único resultado la implantación de rígidas ceremonias formalistas que para nada tenían en cuenta el objetivo primordial de toda posible religiosidad. No hubo de pasar mucho, pues, para que hicieran su aparición importantes grupos de judíos cristianos, y ello no sólo en Jerusalén sino, asimismo, en las inmediaciones de Judea. Por otra parte, es más que probable que existieran también otros grupos destacables al norte de Galilea, si bien tan sólo podemos conjeturar respecto a su desarrollo y posible relación con las iglesias de Judea. Aislados en su entorno rural, con el paso del tiempo todos esos grupos habrían de perderse en la historia. Se sabe, sin embargo, que la fe cristiana pronto se vio difundida no sólo hasta Damasco sino que, incluso, llegó a Antioquía, a la sazón capital de Siria y tercera ciudad del Imperio Romano, donde los creyentes de esa nueva fe recibieron por primera vez el apelativo de “cristianos”, término, por cierto, que muy pronto gozó de gran popularidad. (Aun así, los judíos continuaron refiriéndose a los cristianos como los “nazarenos”; véase más adelante en el presente capítulo.) Como movimiento, además, mantuvieron una cierta relación con los fariseos, pese a la insistencia de éstos en una estricta interpretación y seguimiento de los principios de la ley mosaica. Pero todo ese interés era muy relativo y, de hecho, ni las autoridades correspondientes ni el pueblo como un todo mostraron deseo alguno de iniciarse en ese “Camino” único o exclusivo. Además, para los celotes nacionalistas, el cristianismo no suponía un reto adecuado, pendientes como estaban todavía del esperado momento de su rebelión contra Roma; mientras que, paradójicamente, la ideología cristiana sí que venía a resultar en exceso “revolucionaria” para el gusto del acomodaticio poder fáctico del momento. Pero, por encima de todo, continuaba vigente el espinoso asunto de la actitud cristiana ante los gentiles. La cuestión, de hecho, revestía tal importancia que hasta la propia Iglesia llegó a verse afectada por fuerzas antagónicas causantes de profundas divisiones de opinión en el seno de la comunidad creyente, quedando ya constatadas las primeras nefastas consecuencias en la lamentable historia de los helenistas y Esteban, tal como se lee en Hechos 6 y 7. La difusión del cristianismo hacia el norte, hasta Siria y Cilicia, causó tal grado de ansiedad en el entorno de las sinagogas que, no pasando mucho, pronto quedó organizado un contra-movimiento, respaldado por las autoridades de Jerusalén, a cuya cabeza marchaba un judío cilicio, conocido como Saúl, o Pablo de Tarso. Este Pablo no sólo era fariseo, convencido a ultranza de la absoluta finalidad y perfección de la ley mosaica, y discípulo aventajado del rabí Gamaliel, sino que, además, se había erigido en perseguidor implacable de esa incipiente comunidad, hasta que cierto día, de camino a Damasco en consecución de sus ideas, este fanático judío se vio inesperadamente confrontado por un Cristo resucitado, quedando de inmediato convertido en un cristiano igualmente convencido y celoso: pero ahora ansioso por mostrar esa nueva verdad del Evangelio a los gentiles. Es más que probable que Pablo no fuera el primero en plantearse la misión cristiana en el mundo no judío; pero lo cierto es que, desde el mismo principio, él se convirtió en la figura señera del apostolado gentil. Convertido, pues, en el apóstol indiscutible de los no judíos, y refrendado en su autoridad para instituir y enseñar, Pablo asumió el papel de sobreveedor de esas incipientes iglesias gentiles, prodigándose tanto en visitas como en cartas pastorales (resultaba más persuasivo por escrito que de palabra),

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aceptando, quizás implícitamente, la representación de esos nuevos grupos ante la iglesia madre de Jerusalén. Aunque se sabe algo acerca del desarrollo de las primeras comunidades gentiles, sobre todo en base al libro de los Hechos de los Apóstoles y de las cartas paulinas, lo cierto es que se tienen relativamente pocos datos respecto a la iglesia madre en Judea. Los doce apóstoles prácticamente desaparecen de la historia sin que se sepa más de ellos. Tan sólo Pedro, Pablo, Juan, y Santiago, el hermano del Señor, vienen a ser algo más que meros nombres. Para el siglo III hacen su aparición las leyendas de todo tipo, y los doce apóstoles pasan entonces a ser protagonistas de increíbles viajes: Tomás, a Persia y a la India; Andrés, al sur de Rusia en territorio de los escitas; y así, otros similares. Pero todas esas historias no pasan de ser relatos que reflejan, en su fondo, parecido talante al de las leyendas medievales que asocian a Santiago Apóstol, con Compostela, o a José de Arimatea con Glastombury. En su origen, se derivaron de los romances apócrifos que circulaban en torno a la vida y hechos de los apóstoles, que tan amplia difusión disfrutaron en la segunda mitad del siglo II. Existen, sin embargo, otras tradiciones que datan igualmente de ese siglo II,2 pero que merecen bastante mayor respeto, entre las que merece la pena destacar la de Juan, el hijo del Zebedeo, supuestamente llegado hasta Éfeso, ya en edad avanzada; o la del evangelista Felipe y sus cuatro hijas profetisas (Hechos 21:9), fallecidos todos ellos en Frigia. Este éxodo de la iglesia de Jerusalén hacia las regiones del Asia Menor pudo haber tenido su génesis en la Guerra de los Judíos acaecida entre los años 66 y 70. De hecho, el cuarto evangelio tuvo su origen en un grupo de seguidores del discípulo amado que había tratado, precisamente, de preservar en ese escrito todas sus enseñanzas. Hacia el año 200, nos encontramos con que esas iglesias del Asia Menor consideran ya a San Juan como su fundador indiscutible, venerando su supuesta tumba en la ciudad de Éfeso3. Los efesios parecen haber creído, además, que la virgen María habría estado morando durante algún tiempo en casa de San Juan (léase Juan 19:27), y en el siglo V fueron los primeros en consagrar una de las iglesias en su honor. Sin embargo, según otra posible teoría, mencionada por primera vez en el año 375 por Epifanio, quien parece haberla considerado poco más que otro misterio esotérico de escasa credibilidad, María no habría estado nunca en Éfeso y, más importante todavía, tampoco habría llegado a experimentar la muerte. Santiago el Justo, “el hermano del Señor”, ostentó la presidencia de la Iglesia de Jerusalén hasta el momento de su martirio, acaecido en el año 62 (suceso que provocó grandes remordimientos de conciencia en los judíos no cristianos), siendo sucedido en el cargo por un primo del Señor. La relación exacta que pudiera haber tenido lugar entre Santiago y Pedro, este último señalado por el Señor mismo al confiarle la misión de su iglesia, sigue siendo una incógnita. Tanto en los Hechos como en las epístolas paulinas, la Sagrada Familia y los apóstoles aparecen como destacadas figuras de autoridad en igualdad de categoría. De haber existido alguna tensión entre ellos, (Marcos 3:31-35 así parece darlo a entender), resulta evidente que pronto quedó solventada. Según una de las corrientes de la tradición (Mateo 16:18), el Señor constituyó a Pedro como la roca sobre la que habría de cimentarse la Iglesia; no sería extraño, en consecuencia, que, tras la Ascensión, muchos vieran como más propia de Pedro que de Santiago esa suprema autoridad eclesial. El retrato que nos presenta Hechos de la Iglesia primitiva, casi con toda probabilidad redactado una generación después, poco más nos permite que plantear diversas cuestiones con escasa posibilidad de certidumbre en la respuesta. La relación habida entre Pedro y Pablo fue tan intensa como ambivalente. La disputa surgida entre ambos en Antioquia debió de ser, evidentemente, una excepción, pues, de no ser así, no habría quedado registrada como tal en Gálatas 2:11 y ss; sin embargo, está claro que para 2

Éstas se encuentran traducidas en M. R. James, The Apocryphal New Testament (Oxford, 2º edición, 1955). También ver E. Hennecke, New Testament Apocrypha (ed. W. Schneemelcher, transl.R.M. Wilson, 2 tomos, London, 2º edición, 1991) 3 Los autores latinos, siguen el ejemplo de Tertuliano y Jerónimo, y cuentan que san Juan fue echado en aceite hirviendo en Roma y que salió sin herida; en el siglo VII la escena de este relato fue colocada en la Puerta Latina y el acontecimiento conmemorado el día 6 de mayo. Los autores griegos desconocen esta leyenda.

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el momento de su muerte ya no se encontraban divididos – y los dos sufrieron similar martirio en Roma bajo la persecución desencadenada por Nerón4. Por otra parte, la presencia de Pedro en Roma tuvo que haber obedecido a un interés específico por la suerte que corría el cristianismo gentil; si bien, una vez más, se carece de la información necesaria tanto en lo que respecta a la duración de la misma como, más oportuna todavía, en lo que se refiere a su propia actuación. El número veinticinco como cifra total de los años de su estancia en Roma no pasa de ser pura leyenda originada en el siglo III. LA IGLESIA GENTIL

En el mundo antiguo, todas las personas estaban al tanto, como mínimo, de tres cosas acerca de los judíos: su renuencia a establecer asociación directa o indirecta con cultos paganos (lo cual parecía antisocial), su rotunda negativa no sólo a comer carne sacrificada a los dioses sino también su rechazo de la carne de cerdo (lo cual parecía ridículo), y su práctica de la circuncisión de infantes varones (lo cual parecía repulsivo). Si la Iglesia iba a asumir una misión a los gentiles, se imponía desde un principio una toma de posesión al respecto, sobre todo desde la perspectiva de la habitual mentalidad judía. En primer lugar, pues, ¿habrían de estar sujetos a las mismas prohibiciones tanto los gentiles como los judíos de entre los nuevos conversos? Uno de los grupos más conservadores abogaba no sólo por que los gentiles conversos se abstuvieran de alimentos contaminados por prácticas idolátricas, sino que imponía la circuncisión como requisito indispensable para poder ser admitido en el seno del pueblo de Dios; prácticas, claro está, de mucha más fácil aceptación y cumplimiento para los judíos conversos. Otros judíos cristianos, sin embargo, convencidos de que la Buena Nueva debía ser predicada a todo pueblo y nación, rechazaban de plano esa postura ultra conservadora. La circuncisión, junto con la totalidad del ceremonial legal del Pentateuco, eran normas limitadas exclusivamente al pueblo judío del antiguo pacto, mientras que ahora, en virtud de Cristo, Dios había actuado a favor de su reconciliación con la humanidad entera, derribando no sólo las barreras que separaban al hombre pecador de su Creador, sino igualmente aquellas que separaban a un hombre de otro. El abismo que separaba a conservadores y universalistas dio lugar a una apasionada controversia que habría de tener su culminación en un concilio general en Jerusalén (Hechos 15). El resultado final fue un acuerdo que, en su formulación de los puntos clave, apuntaba más a favor de los universalistas. Los gentiles convertidos, aun sin someterse a la circuncisión, venían a ser considerados genuinamente dentro del pacto por la iglesia madre de Jerusalén; sin embargo, debían poner especial cuidado en no comer de lo sacrificado a los ídolos (cuestión que tenía su importancia dada la práctica generalizada entre los griegos de celebrar banquetes en los propios templos, siendo el dios en concreto el invitado de honor), y asimismo deberían abstenerse de relaciones sexuales fuera del matrimonio, siendo éste, además, un asunto sobre el que se mostraban mucho más estrictos los judíos que los paganos. La correspondencia mantenida por el apóstol Pablo con los fieles de Corintio arroja una luz muy particular sobre el entramado social característico de la época. Esa controversia, por otra parte, había venido a cuestionar la vigencia de la ley mosaica. Pablo comprendía que, en el fondo, todo se reducía a saber si, verdaderamente, el hombre accede al cielo en virtud de la observancia de los mandamientos divinos. Pero a esa perspectiva de la ley, Pablo opone ahora la idea de una gracia y un perdón divinos que nos son ofrecidos gratuitamente en Cristo. En el bautismo, el creyente se une a Cristo y viene a quedar “justificado”; la persona entra entonces en la debida relación con Dios, lo cual tiene como resultado un nuevo espíritu para hacer “buenas obras” y progresar en el camino de la auténtica 4

En el evangelio de san Juan se encuentra una mención del martirio de san Pedro (13:36; 21:18). Tomando en cuenta la epístola de Clemente a los Corintios, la carta de Ignacio a los Romanos y la tradición unánime de los autores del siglo II, es muy probable que ocurriera en Roma. También hay el monumento construido en memoria de Pedro en el cementerio de la colina del Vaticano que fue construido en 160-70 d.C. y recién ha sido escavado.

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santidad. El cristiano se encuentra ya totalmente libre de las exigencias de la ley mosaica. Su vigencia había sido, pues, provisional: un eficaz “conjunto de normas que cumplían su función de llevarnos a la persona de Cristo”. El gran logro de Pablo fue reivindicar la libertad e iguales derechos y categoría de los gentiles cristianos, obteniendo de las autoridades de Jerusalén el reconocimiento de sus conversos como miembros de pleno derecho en la Iglesia. Pero, eso no era todo; Pablo presuponía al mismo tiempo el reconocimiento de su persona como apóstol de los gentiles. Esa pretensión, sin embargo, vino a sumirle en una acerba controversia, en la cual el principal argumento esgrimido por él fue precisamente la existencia de ese nutrido grupo de gentiles conversos. Quizás, la principal razón del éxito de Pablo en su evangelización radicara en su extraordinaria versatilidad y capacidad de adaptación a las circunstancias: dotado para traducir un evangelio palestino a una lengua inteligible para un auditorio griego, Pablo se convirtió en el primer apologista cristiano. Esa primera generación de cristianos palestinos esperaba convencida el pronto retorno del Señor con gran poder y gloria. Pero Pablo comprendía bien que esa doctrina del final inminente del mundo resultaba más un estorbo que una baza a la hora de evangelizar al mundo helenista, donde el principal interés especulativo se centraba en el posible origen de las cosas y no precisamente en su final. En consecuencia, Pablo traspasó el énfasis de un Cristo como destino final a un Cristo como Sabiduría de Dios en la Creación, preexistente desde la eternidad, y con genuino poder inmanente, en virtud del cual la multiforme variedad del cosmos viene a verse rescatada de la desintegración. Inmanencia que, como Pablo se apresuraba a puntualizar, está igualmente presente y activa en su Iglesia, como el alma en el cuerpo, y que habrá de permanecer en continua expansión hasta la gran consumación final cuando venga a ser coexistente con la mismísima raza humana. En base, pues, a tales expectativas, la epístola a los Efesios formula una vez más la idea de una Iglesia universal, verdaderamente una, santa, católica y apostólica. En consecuencia, según esta doctrina, netamente paulina, la cristiandad toda se halla unida al Señor por la fe y por el bautismo. En Cristo, la Iglesia es hecha una congregación santa, singularizada en el mundo para que ejerza una genuina función sacerdotal; mediadora del Evangelio para la humanidad toda; representante actual de sus fundadores apostólicos en el tiempo y universalmente difundida en el espacio. La iglesia madre de esta sociedad universalista es, claro está, Jerusalén misma; sin embargo, complementariamente, puede darse por concebida en la mente de Pablo su visión hacia occidente, hacia la capital del mundo gentil como foco principal de la misión a la cristiandad gentil, y como verdadero punto de partida de su proyectada misión a España (proyecto que bien pudo llegar a verse hecho realidad). Pablo concebía la Iglesia como una sociedad donde la antigua barrera entre judíos y gentiles quedaba derribada, reteniendo, pese a todo, un cierto carácter dual. Pero lo cierto es que el cristianismo judío había fracasado estrepitosamente en su empeño de convertir al pueblo judío. Jerusalén había quedado prácticamente destruida como consecuencia de los terribles acontecimientos tanto del año 70 d.C. como, posteriormente, por el desastre del 135 d.C. cuando los judíos, legalmente expulsados de Judea en virtud del decreto de Adriano. Jerusalén llegó a ser una ciudad griega y fue rebautizada con el nuevo nombre de Aelia Capitolina, viéndose en seguida llena de teatros y nuevos templos paganos. Eso vino a suponer la emancipación del cristianismo judío de sus raíces judeocristianas. Lo ingente de su membresía y la vastedad de su extensión geográfica por toda la cuenca del Mediterráneo aseguraban de por sí la autoconfianza y el espíritu de catolicidad, al tiempo que, como genuino cristianismo, podía empezar a plantearse una continuidad con los apóstoles no sólo en el seno de las iglesias del Este sino, igualmente con Roma, escenario del respectivo martirio de Pedro y Pablo. Ese concepto paulino de práctica independencia, perseguido con afán por el cristianismo gentil, como distinto de su raíz jerosolimitana, pero coexistente con el cristianismo judío dentro del seno de una única Iglesia, fructificó precisamente en un ideal de independencia (con su potencial de rivalidad) de Occidente con respecto a Oriente. Aunque perseguidos por los judíos (1 Tesalonicenses 2:14), los cristianos de Palestina continuaron durante largo tiempo su existencia como un sector dentro del propio judaísmo. Pero la ruptura iba a ser, con el tiempo, un hecho inevitable. Una frase inserta en el texto de La Vida

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de Claudio5, de Suetonio, viene a significar que ya en fecha tan temprana como el año 50 se habría producido en la mismísima ciudad de Roma un grave altercado entre judíos y cristianos. Por su parte, los judíos cristianos de Judea trataron de mantenerse receptivos el mayor tiempo posible, pero el continuo hostigamiento a que se vieron sometidos, unido al anatema promulgado en el año 85 con el exclusivo fin de propiciar su exclusión definitiva, y cuya dureza extrema quedaba patente en la formulación añadida a la liturgia de la sinagoga (“Que los nazarenos y los herejes perezcan de súbito y que sus nombres queden erradicados del Libro de la Vida”), dio al traste con cualquier posible esperanza de convivencia pacífica. Además, la existencia de la misión a los gentiles suponía, a su vez, un oprobio para la misión de los judíos cristianos que atendía a los de su propia fe y raza, siendo Romanos 11:28 buena prueba de ello. Tan precaria relación venía a verse aún más dificultada por la actitud de ciertos hermanos en la fe de entre los gentiles. Éstos no sólo no mostraban deseo alguno de recordar la deuda contraída con el judaísmo, sino que, además, proclamaban abiertamente la justeza de la destrucción de Jerusalén a manos de los odiados romanos en el año 70, como prueba insoslayable de un juicio providencial por la ejecución de Jesús, hecho, además, que, en sí, venía a ser el último y más grave rechazo de la mismísima palabra de Dios proclamada por los profetas. El rechazo del Mesías por parte de la nación judía era contemplado desde la perspectiva de la profecía veterotestamentaria, en paralelo al rechazo que ahora experimentaba la misión universal de la Iglesia como pueblo de ese Mesías. En consecuencia, pronto empezó a tomar cuerpo una nueva escuela de interpretación del Antiguo Testamento que concentraba sus esfuerzos en la encendida denuncia profética de la práctica de la religión como mero ritualismo externo de liturgia y ceremonial. El Antiguo Testamento era analizado como la historia de un pueblo reincidente en su apostasía, y ello aun a pesar de las continuas advertencias de los profetas. La Ley mosaica, pues, ya no podía ser tenida como manifestación de una voluntad inconmovible y definitiva por parte de Dios, sino como un corpus de medidas provisionales, dado por Dios a un pueblo de corazón endurecido, para evitar su degeneración hacia cosas aun peores, siendo, por otra parte, un posible castigo por la adoración rendida al becerro de oro. En resumidas cuentas, se consideraba que el Antiguo Testamento implicaba juicio condenatorio del judaísmo. Los judíos cristianos, rechazados ahora por sus propios paisanos, continuaron con la práctica del sábado litúrgico, la circuncisión, y otras diversas ceremonias y festividades judías. Pero ante la desazón que esto causaba a los cristianos gentiles, pronto se encontraron aislados (existen indicios de pequeñas comunidades judeocristianas en territorio sirio allá por el siglo IV) y sin apoyo alguno. En otro orden de cosas, San Jerónimo tradujo al latín el Evangelio según los Hebreos, de firme concepción judaica, contribuyendo a preservar tradiciones ligeramente divergentes de los primitivos evangelios griegos canónicos, quedando exaltada, además, en el intento la persona de Santiago, el hermano del Señor. Pero los judíos ortodoxos no podían permitirse perdonar a sus hermanos apóstatas; y la mayoría gentil de la Iglesia no estaba capacitada para comprender esa reiterada observancia de ritos y tradiciones. Paulatinamente, esas comunidades vieron mermada su importancia, si bien el Diálogo con Trifón, obra escrita por Justino el Mártir hacia el año 160, todavía las presenta como una fuerza digna de ser tenida en cuenta. Justino, además, estaba convencido de que el judío cristiano tenía plena libertad para continuar con su observancia de la ley de Moisés sin que por ello hubiera de verse comprometida su fe cristiana; es más, incluso el cristiano gentil podía cumplir con determinadas costumbres judías de verse inducido a ello por influjo directo de un cristiano judío, pues tal observancia era indiferente en sí, y tan sólo tenía que ver con la propia conciencia. Sin embargo, Justino no tenía más remedio que admitir la existencia de esos otros cristianos gentiles que no asumían una postura tan abierta y liberal, convencidos como estaban de que la observancia de la ley mosaica en modo alguno era conducente a la salvación. A partir de Ireneo, el cristianismo judío vino a ser tratado más como una auténtica secta desviacionista que como una posible práctica alternativa del cristianismo que pudiera aspirar a cierta continuidad con las costumbres de la primitiva iglesia de Jerusalén. Por su parte, los judíos cristianos se denominaban a sí mismos ebionitas, nombre derivado de un vocablo hebreo que 5

‘Dado que, por la iniciativa de Cresto, los judíos continuamente causaban disturbios, Claudio les expulsó de Roma.’ (Ver Hechos 18:2)

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significa “los pobres”, y que, casi con toda probabilidad, debió de tener su origen en el recuerdo voluntario de un término en uso en un tiempo pasado, tal como atestiguan las epístolas de Pablo, siendo, además, un tecnicismo para referirse a los cristianos de Jerusalén y Judea. El hecho de que muchos de esos cristianos judíos no aceptaran el nacimiento virginal de Jesús, hizo que Ireneo englobara a los ebionitas junto a otros herejes de parecido pensamiento. Como suele suceder en estos casos, no hubo de pasar mucho tiempo para que todo un Tertuliano, por increíble que nos parezca, llegara a la firme conclusión de que debían su origen a un fundador llamado verdaderamente Ebión, dando pie a que posteriores autores se permitieran incluir citas sacadas de sus supuestos escritos. EL ENCUENTRO CON EL IMPERIO ROMANO

El Señor había sido condenado a muerte de cruz por un procurador romano, como si de un vulgar delincuente se tratara. Pero, en realidad, ese funcionario romano había actuado así con la única intención de aplacar a los judíos, no porque realmente creyera que Jesús hubiera cometido delito alguno contra el Estado romano. La situación todavía permitía un acercamiento. El Señor mismo había afirmado ser posible rendir leal servicio al César y seguir siendo fiel a Dios. Además, la Iglesia primitiva se negaba a identificarse con el nacionalismo exacerbado de los celotes. La comunidad de Jerusalén había abandonado la ciudad al ser iniciada la guerrilla de resistencia del año 66, y por ello habrían de verse hostigados y perseguidos como traidores en potencia durante la guerra contra Adriano liderada por el nacionalista Bar-Kochba entre los años 133 y 135. Dicha comunidad, por otra parte, buscaba la aprobación de la misión gentil, y no tenía deseo alguno de indisponerse con esas mismas autoridades gentiles por las que oraban para su conversión. Los cristianos, además, por expresa autoridad del Señor mismo, pagaban fielmente sus impuestos; y Pablo, que gozaba de doble ciudadanía, por Tarso y por Roma, consideraba a los magistrados como ministros de justicia divina al servicio de la ley y el orden. La misión gentil estaba particularmente interesada en el mantenimiento de ese orden público, y en absoluto pensaba en alejar de sí la buena disposición del Estado. En los Hechos de los Apóstoles está implícita la idea de que el Imperio, por providencia divina, pudiera ser un instrumento en la difusión del Evangelio. Para mediados del siglo II, los cristianos discernían la mano de Dios en el hecho de que el emperador Augusto hubiera instituido la Paz Romana coincidente con la entrega de ese evangelio de Cristo a favor de la paz universal y el buen entendimiento entre los pueblos. Ahora, el único obstáculo radicaba en el viejo paganismo del Estado; pero, si se operaba un oportuno cambio de religiosidad, el panorama cambiaría por completo. El Imperio, sin embargo, no se mostraba dispuesto a abandonar a esos antiguos dioses bajo cuyo favor las legiones habían conquistado el mundo. Cierto que un criticismo de cuño filosófico había menoscabado la fe de muchos; el epicúreo Lucrecio había denunciado a la religión por estar basada en un temor irracional a una existencia incorpórea tras la muerte, pero a nadie se le pasaba por la cabeza llevar ese escepticismo a sus últimas consecuencias iniciando una revolución social. El negarse a participar en el culto pagano al emperador constituiría un pronunciamiento tanto religioso como político, y fácilmente podía ser entendido como una muestra de flagrante desafecto. En estrecha convivencia con los cultos oficiales en honor de ese emperador deificado y, asimismo, de las ancestrales divinidades locales, cuyos sacerdocios correspondientes estaban en manos de ciudadanos comunes, se había producido el florecimiento de ciertas religiones mistéricas orientales que, como norma, solían contar con un sacerdocio de oficio. Los más importantes de esos cultos era los rendidos a Isis (diosa egipcia de la fertilidad), a Mitras (el dios persa de la luz), y a Cibeles y a Atis (de carácter tétrico). Lo cierto es que esos cultos tenían su atractivo para el pueblo llano. Los mecanismos dramáticos puestos en marcha por los extraños ritos de iniciación al culto de Isis, incluida figura del infante amamantado, imagen que tendría su paralelismo en el niño con la Virgen, quedan claramente expuestos en el Asno de Oro de Apuleyo. El mitraísmo, religión ascética exclusiva para varones, presentaba un atractivo especial (si bien no únicamente) para los oficiales del ejército; entre sus múltiples prácticas,

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incluía la celebración de banquetes sagrados, en cierto modo similares a la propia eucaristía cristiana, y ofrecía, además, a las almas un camino iniciático a través de los siete espíritus planetarios que, de suyo, impiden el necesario ascenso por la Vía Láctea tras la muerte. Desde luego, no era una religión para el pueblo. El culto a Cibeles era renombrado por la llamativa conducta de sus sacerdotes, practicantes asiduos de la flagelación, y por las ceremonias públicas celebradas entre los días 15 y 27 del mes de marzo cuando, tras un tiempo de ayuno y la conmemoración del Día de la Sangre (el 22 de marzo), ocasión de duelo por la divinidad Atis, los lamentos y el desconsuelo se trocaban en regocijo al ver a la Hilaria celebrar su propia resurrección el día 25 de marzo (en sorprendente paralelismo con la celebración de la Semana Santa y la Resurrección cristianas). Ningún culto pagano suponía la exclusión de otros posibles, y la única restricción la constituía el posible coste de su iniciación en la práctica. Por otra parte, al suponerse que las distintas divinidades hacían referencia al mismo dios, o a los propios administradores locales de una divinidad suprema, resultaba perfectamente posible aunar todas las manifestaciones cúlticas en un todo homogéneo. El gobierno romano toleraba en la práctica cualquier posible culto siempre, claro está, que no fomentara la sedición o debilitara la moral. Además, se pensaba que una de las razones del éxito militar romano radicaba en el hecho de que, mientras otros pueblos tan sólo rendían culto a sus respectivas deidades locales, los romanos adoraban a toda posible deidad sin excepción, y, en consecuencia, habían sido justamente recompensados por su gran piedad. El Dios de los judíos, sin embargo, ausente en imagen y desprovisto de sacrificios que no fueran los celebrados institucionalmente en Jerusalén, era ciertamente una divinidad difícil de asimilar por la mentalidad romana. Pero, pese a su monoteísmo, y al inapelable convencimiento de que sus creencias hacían nula cualquier otra posible forma de religión que no fuera la suya propia, hasta las revueltas de los años 66 al 70 los judíos fueron bien tolerados; y, bajo Augusto, incluso se les concedieron ciertos privilegios que, tras ser superada la ignominiosa crisis provocada por la pretensión de Calígula de ver incluida su estatua en el templo de Jerusalén, hallaron continuación en Claudio. Visto desde esa perspectiva, no parecía haber impedimento alguno para que los cristianos se beneficiaran de una tolerancia similar. El que entraran en conflicto con el Estado fue una cuestión puramente accidental, sin que, en primera instancia, hubiera estado en juego ningún principio fundamental. En el año 64 una pavoroso incendio destruyó la mayor parte de la ciudad de Roma. Nerón, se había hecho muy despreciable ante los ojos del pueblo, tanto que las sospechas recaerían sobre él, considerándole autor del incendio. Por tanto Nerón no dudó en escoger a los cristianos como chivo expiatorio, acusándoles de sedición. El historiador Tácito, al escribir al respecto cincuenta años más tarde, ciertamente no culpaba a los cristianos de haber provocado el incendio, y, sin embargo, no veía que fuera delito alguno tratar de exterminar a una secta que “se había hecho odiosa por sus muchos vicios” -- entre otras cosas, para entonces se daba como seguro que esos “degenerados cristianos” practicaban el incesto y el canibalismo en sus secretas reuniones nocturnas. (Cargos que, casi con toda probabilidad, tendrían su origen en su proclamación de un amor universal y la celebración de la eucaristía). La persecución de Nerón quedó confinada a Roma, y, desde luego, no tuvo su origen en un conflicto de intereses entre Iglesia y Estado. Se trataba, simplemente, de que el emperador tenía que encontrar a alguien a quien echar la culpa de esa Roma en llamas. Con todo, lo notable es que los magistrados habían condenado a muerte a los cristianos por el propio hecho de ser cristianos, no por un auténtico delito. Es más que probable, pues, que la presión sobre los cristianos se mantuviera de forma intermitente, y no cabe duda de que fueron muchos los creyentes que se echaron para atrás. Aquellos judíos y gentiles que, tras una sosegada adhesión a la sinagoga, se habían pasado a la Iglesia, tuvieron que sentirse ahora tentados a retractarse. Fue precisamente a esa clase de creyentes a los que se destinó la Epístola a los Hebreos. Su autor, perteneciente sin duda al círculo paulino, exhorta a la dubitativa comunidad romana a seguir convencida de la inferioridad del judaísmo, y del carácter definitivo de la revelación cristiana, esto último sobre la base de que Cristo es verdaderamente el Unigénito de Dios; a continuar atentos al ejemplo de los primeros líderes y leales a aquellos que ahora ocupaban sus puestos; a ocuparse de los hermanos que sufrían prisión; y a cobrar ánimo ahora que las ejecuciones habían cesado.

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Bajo Domiciano (81-96) la situación volvió a agravarse. Con las únicas excepciones de Calígula y Nerón, los emperadores habían procurado evitar que sus más exaltados súbditos ofrecieran sacrificios en su honor. Domiciano, en cambio, fomentó la actitud opuesta, proclamándose a sí mismo “Maestro y dios”, y mostrándose receloso de todos cuantos desaprobaban que se le rindiera culto. El juramento de rigor “por la grandeza del emperador” pasó a ser oficialmente obligatorio. Todos los indicios apuntan a que ello supuso una nueva crisis para los judíos. Es muy probable (si bien no se sabe a ciencia cierta) que la Iglesia se viera igualmente en un aprieto por esa inoportuna disposición. Según el historiador Dío (siglo III de nuestra era), más de un romano eminente se vio acusado de “ateismo”, siendo ese precisamente el cargo imputado tanto a Tito Flavio Clemente, cónsul en el 95, como a su esposa Domitila. La tradición cristiana del siglo IV daba a Domitila por cristiana, y quizás el estereotipo “ateismo y simpatías pro judíos” es un cortés circunloquio de Dío para referirse al cristianismo. El Apocalipsis de San Juan, con su denuncia de la idólatra y persecutora Roma como la mujer vestida de escarlata, ebria con la sangre de los santos, probablemente esté reflejando la tensión existente en el ámbito de las iglesias de Asia Menor en aquellos tiempos. El emperador Trajano (98-117) no veía con buenos ojos que el culto obligatorio a su persona fuera prueba adicional de lealtad, y la crisis remitió. Sin embargo, hacia el año 112, el gobernador de Bitinia en el Asia Menor, Plinio el Joven, solicitó consejo de Trajano respecto al trato que había de dar a los cristianos. Su carta, de hecho, es en extremo reveladora. Al parecer, el cristianismo se había difundido grandemente por la provincia, y no sólo en las ciudades y pueblos importantes sino también por todo el ámbito rural; los templos paganos habían venido a verse vacíos y la carne de los animales sacrificados ya apenas encontraba compradores. Los intereses locales se resentían, y Plinio, ante las exigencias de las personas afectadas, había incluso llegado a mandar ejecutar a algunos cristianos que no gozaban de ciudadanía romana, al tiempo que había procedido a remitir a Roma a los que sí gozaban de ese privilegio para que fueran allí oportunamente juzgados. Plinio sabía del precedente de otros cristianos ejecutados, y había actuado, pues, sin titubeo alguno; pero lo cierto es que seguía perplejo respecto a la exacta naturaleza del delito por el que se les condenaba. Lo que él quería, en realidad, es que Trajano le aclarase si la mera profesión del cristianismo acarreaba en sí alguna culpabilidad; o si había que condenarles por los vicios asociados a sus prácticas; o si resultaba oportuno mitigar el castigo en el caso de los muy jóvenes o los gravemente enfermos; e incluso si, tras haber sido hallada cristiana, la persona podía purgar su culpa mediante una retractación. Plinio no sentía remordimiento de conciencia alguno porque todos los ejecutados hasta la fecha se hubieran negado en su momento a retractarse, mostrándose rebeldes y contumaces en extremo, pues todo eso sí constituía para él un grave delito. Sin embargo, ahora estaba sufriendo las secuelas de las ejecuciones, y cada día era mayor el número de acusaciones y demandas presentadas; y ello no sólo en virtud de denuncia personal, sino incluso mediante panfletos anónimos. Bajo atento escrutinio, resultaba que aquellos que ahora venían a ser acusados o bien negaban vehementemente haber sido jamás cristianos, o, de admitirlo (en algunos casos argumentando fechas tan lejanas como veinte años atrás), negaban que lo siguieran siendo, apresurándose a ofrecer incienso y vino a las imágenes del emperador y los dioses, y blasfemando de Cristo. Un interrogatorio más a fondo de esos cristianos renegados ponía de manifiesto la ausencia absoluta de esas prácticas infamantes que se les imputaban. Los acusados tan sólo admitían como hecho cierto su asistencia a unas reuniones vespertinas cierto día de la semana (sin duda alguna el domingo), en las que se entonaba un himno a Cristo como dios; un juramento de adhesión (¿la promesa del bautismo?); su voluntad de abstenerse de cometer delito alguno; y su participación, a la hora convenida, en una comida fraternal en la que, lejos de ser servidos infantes sacrificados, se compartían alimentos corrientes. Dicha celebración, además, había sido abandonada por decisión propia al ser proclamado por Plinio un edicto imperial en el que quedaban prohibidas las sociedades secretas. Alarmado ante tan aparente inocuidad, Plinio había interrogado bajo tortura a dos diaconisas, lo cual tan sólo le había llevado a ver confirmada la “miserable superstición de sus cultos”, pero sin que en modo alguno pudieran ser tildados de viciosos. Con todo, no dejaba de quedar justificado su rigor, pues, como resultado de tanta persecución, el pueblo había vuelto a frecuentar los templos.

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La respuesta de Trajano a Plinio dejaba patente su renuencia a tomarse el asunto demasiado en serio. En su opinión, Plinio había obrado con toda sensatez y prudencia, y no había por qué prestar oídos a anónimas acusaciones, y, desde luego, tampoco era cuestión de que se llevase a cabo una inquisición general. De ser presentada una acusación por parte de algún ciudadano responsable (hecho poco probable pues la ley romana se volvía contra aquellos que incurrían en delito de difamación), se podría entonces procesar a la persona acusada de cristianismo y, de ser hallada culpable, imponer la pena correspondiente. Además, el perdón tan sólo podría ser concedido en aquellos casos en los que la persona acusada demostrara no ser cristiana ofreciendo oraciones a los dioses, y ello con independencia de lo que pudiera haber hecho en el pasado. Lo cierto es que la cuestión principal quedaba todavía sin respuesta. Pero, al menos, resultaba evidente que el emperador no consideraba a los cristianos una secta peligrosa. Lo esencial de su exposición vino a verse refrendado por Adriano en el año 123 en una carta a Minucio Fundano, procónsul de Éfeso. Las autoridades quedaron enteradas, pues, de que los cristianos eran gente respetable y virtuosa, si bien inexplicablemente hostiles a las antiguas tradiciones religiosas, y tan obstinados en su oposición como para afrontar la intolerancia y enajenarse la simpatía general. El cristianismo seguía siendo un delito capital, y fueron muchos los que sufrieron martirio por razón de su fe en el transcurso del siglo II, destacando entre otros San Ignacio, obispo de Antioquia; Telesforo, obispo de Roma; Policarpo, obispo de Esmirna; y Justino, el filósofo cristiano, presente en Roma entre los años 162 y 168. En el año 177 se desencadenó una brutal persecución contra los cristianos de Lyón y Vienne en el valle del Ródano; el emperador Marco Aurelio había dispuesto que fueran torturados hasta la muerte, y no hubo crueldad o refinamiento sanguinario que no fuera practicado. El populacho siempre estaba dispuesto a creer que catástrofes naturales tales como las inundaciones o las malas cosechas, o las invasiones de los bárbaros, eran señal evidente del enfado que los dioses sentían al verse abandonados por la nefasta influencia del “ateísmo” cristiano. De hecho, Tertuliano llegó a comentar, con su sarcasmo habitual, que “Si el Tíber aumentaba su curso, o el Nilo bajaba en exceso de nivel, el clamor popular siempre era el mismo: “¡Los cristianos, al león!” Pero, se preguntaba él, “¿todos ellos a un solo león?” Pese a todo, las acusaciones de incesto y canibalismo fueron haciéndose cada vez más esporádicas, hasta desaparecer por completo. Si bien en época tan tardía como mediados del siglo III, ya en pleno auge y debate de los contenidos de la enseñanza cristiana, resultaba posible, tal como suele suceder antes de que se extinga un fenómeno por completo, tropezarse con paganos piadosos que todavía daban crédito a esas antiguas historias de vicio y depravación. Las persecuciones, sin embargo, distaron mucho de ser continuas o sistemáticas. Tanto Trajano como Adriano habían disuadido a sus gobernadores para que no tomaran iniciativa personal alguna, quedando el asunto en manos de los informantes privados y la discreción de los gobernadores a nivel individual, siendo representativo el caso de Galión, el cual no quiso “ser juez de estas cosas” (Hechos 18:15). Un cierto número de gobernadores llegó incluso a proteger a la iglesia, y fueron muchos los cristianos agradecidos que pensaron que su acción no quedaría sin recompensa en el mundo venidero. Para finales del siglo II el cristianismo ya había alcanzado a las clases altas de la sociedad, y más de un prominente personaje se encontró con la desagradable sorpresa de descubrir a la propia esposa ausente del lecho conyugal a altas horas de la noche por asistir a las veladas de oración. Marcia, concubina del emperador Cómodo (180-192), era cristiana, y, como tal, hizo cuanto estuvo en su mano para favorecer a la iglesia de Roma (véase más adelante la nota correspondiente). Lo limitado de esas primeras persecuciones hizo que no se viera estorbada la expansión del cristianismo, sino que, muy al contrario, su acción tuvo el efecto contrario de favorecer su publicidad. Tertuliano llegó a comentar que “la sangre de los mártires era la auténtica semilla de la iglesia”. Muchos de los registros de los primeros martirios cuentan con una indudable aureola de heroicidad, al tiempo que son indicio de la increíble sutileza de algunas de las tentaciones a las que se veían expuestos esos primeros testigos de excepción. Aunque, claro está, no todos eran capaces de rogar por el perdón de sus verdugos tal como hizo Esteban a imitación de Cristo. La muerte por ejecución judicial no es ciertamente cosa fácil de asimilar, y muchos de esos mártires condenados hallaban consuelo en la posibilidad de una futura venganza en el mundo venidero, o en la idea de ser testigos privilegiados de una justicia eterna divina que se haría patente en el

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castigo de todas esas injusticias presentes. Por otra parte, el convencimiento de que el martirio garantizaba la admisión inmediata al paraíso (amén de la codiciada palma de la victoria), unido a una sombría perspectiva de la actuación del imperio romano como institución política, llevó a los creyentes más exaltados a provocar su propio martirio, especialmente entre los montanistas (véase más adelante), conocidos por su inveterada tendencia a identificar una sabia prudencia con la cobardía y el relajamiento moral. La iglesia, sin embargo, se apresuró a tildar a los exaltados de meros suicidas indignos de cualquier reconocimiento; si bien, y quizás como consecuencia inevitable, a partir de mediados del siglo III pasara a ser oficial y público el reconocimiento litúrgico de los mártires, llevándose a cabo, eso sí, un riguroso examen de cada martirio y las circunstancias en las que hubiera sucedido. Aun así, las dificultades eran muchas pues, entre otras cosas, era necesario en primer lugar alcanzar un acuerdo respecto a qué fuera o no verdadera provocación. Ignacio de Antioquía, martirizado en Roma antes del 117, y hombre en extremo devoto, no vaciló en reiterar sus protestas para que en modo alguno los cristianos romanos intercedieran a favor suyo privándole del privilegio de participar de los sufrimientos de Cristo; actitud que bien podría haber sido interpretada como de franca provocación a las autoridades. Policarpo, obispo de Esmirna y gran amigo de Ignacio, sufrió martirio a la edad de 86 años, poco después de la segunda mitad de ese mismo siglo II (la fecha exacta es todavía hoy causa de debate)6, y fue considerado modélico en tanto que nada hizo para provocar a las autoridades competentes, sino que, muy al contrario, esperó con toda paciencia el momento de ser arrestado. En opinión del emperador estoico Marco Aurelio, el suicidio no tenía nada de objetable, siempre y cuando se llevara a cabo “en el estilo adecuado” y “alejado de la teatralidad de los cristianos”. Pero las tentaciones también eran frecuentes en el polo opuesto. Influidos por las radicales tendencias pseudo- espirituales del dualismo gnóstico (véase más adelante), hubo quien se apresuró a afirmar que los dioses paganos en modo alguno podían ser considerados demonios, pues, sencillamente, ni siquiera existían; y así, pues, era por completo indiferente que se comiera o no de la carne sacrificada a los ídolos (véase 1 Corintios 8), o que se ofreciera incienso en honor del emperador, pues todo ello venía a ser, en suma, mero ritualismo externo, y, como tal, en nada podía afectar a la devoción interna de la mente. La conciencia no resultaba contaminada por un mero acto de respeto o lealtad. Y así lo creían y practicaban los gnósticos de la segunda centuria de nuestra era cristiana. Pero el siglo próximo iba a traer nuevos quebraderos de cabeza. Los cristianos de la lejana España no parecían tener empacho alguno en desempeñar el distinguido cargo de “flamen” (sacerdotes consagrados) en el culto al emperador, siendo causa de desasosiego para sus hermanos de fe más conservadores. La situación llegó al punto de que hasta los fieles más ortodoxos se sintieron tentados a dudar de su propia actitud, no fueran a estar incurriendo en una absurda defensa de nimiedades, planteándose incluso dónde habrían de marcarse los límites. Pero entre esas dos posturas extremas de la provocación a ultranza y la capitulación vergonzante, existían hermosos casos de sencilla fidelidad, destacando, entre otros, el de los doce cristianos norteafricanos condenados en Cartago el 17 de Julio del año 180, cuya acta de procesamiento constituye uno de los más bellos ejemplos de rectitud e integridad moral. Lo mismo puede ser dicho del Acta Proconsular de Cipriano, o de las actas del procesamiento de Justino en Roma. La naturaleza esporádica de las persecuciones, que con frecuencia dependían del respectivo talante local, y el hecho de que, con anterioridad al siglo III, el gobierno no llegara a tener en la debida consideración al cristianismo, le dio a la Iglesia un período de respiro para expansionarse y hacer frente a esos graves problemas internos.

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Eusebio de Cesarea pone la fecha en el año 167-8. Una nota tardía, colocada como un apéndice al relato del martirio, pone la fecha ‘durante el proconsulado de Statius Quadratus’, probablemente en los años 155-6. Esta fecha anterior, aunque calculada con evidencia inferior, se acopla mejor con la correspondencia extensa entre Policarpo e Ignacio de Antioquía y con la afirmación de Ireneo de que Policarpo conoció a san Juan en Éfeso.

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2 Fe y orden LOS LAZOS DE LA UNIDAD

La unidad de las dispersas comunidades cristianas dependía de dos factores -- una fe común y, asimismo, un modo común de ordenar vida y cultos. Los creyentes se trataban entre sí de “hermano” y “hermana”, y, con independencia de las posibles diferencias de raza, clase o cultura, todos se sentían unidos en lealtad a la persona y las enseñanzas de Jesús. Las formas de culto derivaban su sentido de esa referencia única al Señor. El rito bautismal de admisión a la Iglesia era tanto una conmemoración de lo ocurrido en la ribera del Jordán, cuando Jesús fue lleno del Espíritu para que iniciara su ministerio aquí en la tierra, como igualmente una patente renuncia a los poderes del mal, los cuales, según descripción de Pablo, vinieron a quedar “sepultados en Cristo”. Cada domingo, los creyentes se reunían para esa “acción de gracias” comunitaria en la que los bautizados comían pan y bebían vino en una celebración sagrada a la que ellos se referían como el momento de “comer el cuerpo” y “beber la sangre” de Cristo. Hasta tal punto era considerada la participación en ese banquete eucarístico privilegio fundamental de la membresía, que se procedía indefectiblemente a llevar porciones de ese pan a aquellos miembros que no hubieran podido asistir al culto por estar enfermos o en prisión. Las faltas graves suponían la exclusión de ese ágape, pudiendo ser por un tiempo o de forma definitiva; y si bien se les permitía seguir asistiendo a la primera parte del culto, integrada por cánticos de los salmos, lecturas y oraciones, se les situaba junto a los catecúmenos, es decir, aquellos que estaban recibiendo instrucción para poder ser bautizados. Los penitentes así disciplinados tenían que rogar para que, en virtud de la intercesión de los fieles, les fuera concedida la gracia del perdón de su culpa. La determinación de cuáles eran las faltas merecedoras de exclusión (período concreto incluido) constituía un grave problema pastoral que ciertamente puso a prueba las mentes de los dirigentes de la Iglesia hasta bien entrado el siglo III. Cuestión, por otra parte, a la que vino a sumarse el no menos espinoso problema de si debían (y en qué momento) o no ser censuradas las desviaciones doctrinales. La traducción del Evangelio al lenguaje religioso del mundo helenístico supuso un reto a la sensibilidad y el discernimiento de los responsables para no incurrir en posibles desviaciones del texto original. Los enviados como misioneros al mundo gentil ciertamente no iban a hacerlo en un vacío; los pueblos y las gentes tenían sus propias creencias, teñidas, eso sí, de ciertos prejuicios y alentadas por determinadas esperanzas, y esos esforzados precursores pronto tuvieron que enfrentarse a un mundo regido por el sincretismo pagano, la magia, y la astrología, que nada tenían que ver con las sinagogas de la Diáspora y los gentiles simpatizantes. Pero, incluso el aparente exclusivismo religioso del judaísmo había venido a verse contaminado por una incierta amalgama politeísta al ser identificado el Dios de los judíos con Dionisio o, (por la observancia del sábat), con el dios Saturno. El mundo pagano estaba acostumbrado a los grandes héroes como Heracles o Esculapio, elevados a la dignidad de dioses en virtud de sus méritos. Los cristianos, pues, dejaban atónito a ese mundo con su increíble historia de un redentor divino, pero nacido de mujer en Judea, el cual, pese a su deidad, no sólo había sufrido muerte de cruz bajo Poncio Pilato, sino que, y eso era lo verdaderamente pasmoso, habría resucitado de entre los muertos para ascender de nuevo al cielo del que procedía, dejando anunciado su regreso (esperado en un futuro próximo) para juicio del mundo. Y todo ello ciertamente no habría resultado tan sorprendente si al menos el relato pudiera ser desposeído de sus carácter histórico, pasándose entonces al terreno de la interpretación cósmica o psicológica de los mitos, o asociándolo a un posible misterio o culto esotérico.

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EL GNOSTICISMO

Entre los gentiles conversos, Pablo pronto encontró tendencias doctrinales con las que no sólo estaba en desacuerdo sino que, y eso era importante, exigían una delicada pero firme intervención. Los principales de entre los creyentes de Corintio se enorgullecían de estar en posesión de una sabiduría más profunda, y de haber tenido experiencias místicas más sutiles que las del resto de los hermanos en la fe o que, incluso, las del propio apóstol. Convencidos de su propia perfección, se permitían considerar al resto de los creyentes como cristianos de inferior categoría que nada sabían de esas otras elevadas verdades espirituales. Su filosofía dualista les llevaba a creer que el espíritu es el todo, y que el cuerpo para nada sirve (a no ser como posible instrumento del mal). Esa creencia tuvo repercusiones morales inmediatas. Concluyendo que lo que se hiciera con el cuerpo nada importaba, pues la propia proclamación del apóstol de la liberación de la Ley así parecía confirmarlo, y viendo en los sacramentos una garantía de bendición instantánea, se entregaron sin ambages a toda licencia moral. Sin embargo, en el extremo opuesto, un grupo rival, de similares presupuestos, pero de acendradas creencias ascéticas, optó por la total abstinencia conyugal, proscribiendo incluso la consumación del matrimonio entre los recién desposados. En lógica consecuencia con ese dualismo básico, rechazaban como burda la doctrina hebrea de la resurrección del cuerpo, decantándose por la doctrina platónica de la inmortalidad del alma; además, a aquellos que ya habían alcanzado la suma perfección, la resurrección nada venía a proporcionarles, por lo que no veían impedimento alguno en comer de lo sacrificado a unos ídolos que, en definitiva, ni siquiera existían. Pero Pablo aun habría de enfrentarse a herejías más graves. En la lejana Colosas, en el Asia Menor, el apóstol se encontró con una impensable amalgama de cristianismo y teorías teosóficas, derivadas estas últimas casi por igual de los cultos mistéricos y de una mal digerida heterodoxia judaica. Los cristianos colosenses estaban siendo persuadidos para que rindieran culto a esas potestades angélicas que se creía actuaban como mediadoras entre ambos mundos, identificándolas, pues, con los cuerpos celestes, en el convencimiento de que tenían poder para determinar la suerte de los humanos en una manera tal que ni siquiera el Evangelio había venido a superar. En consecuencia, se seguían llevando a cabo ceremonias especiales, a la vez que se propugnaba la práctica de estrictos ejercicios ascéticos, eligiendo para ello fiestas señaladas del calendario judío. Esas herejías del cristianismo, presentes y activas respectivamente en Corinto y Colosas, pertenecían a una categoría general comúnmente denominada “gnosticismo”, fenómeno éste que vino a suponer gran quebranto y grave amenaza para la Iglesia al convertir en algo del pasado la autoridad personal de la primera generación de responsables cristianos. Gnosticismo fue, pues, el término genérico al que se recurrió primariamente para designar determinadas adaptaciones teosóficas del cristianismo, tal como eran propugnadas por poco más de una docena de sectas rivales entre sí, que irían rompiendo lazos con la iglesia primitiva entre el año 80 y el 150 de nuestra era. Pero eso no era todo. El término era, y sigue siendo, además, usado con frecuencia, de manera mucho más vaga e indeterminada, para hacer referencia a una cierta forma de religiosidad, sincretista e imprecisa, que había tenido amplia difusión en el mundo levantino, datando su existencia de bastante antes de la aparición del cristianismo. Tras esa doble acepción del término subyace, pues, una compleja controversia -- a saber, si, de ser cierto, en qué sentido se podría verdaderamente hablar de un gnosticismo previo a la irrupción del cristianismo. Pero la cuestión puede igualmente ser planteada desde otra perspectiva: Esas herejías, que hicieron su aparición en el siglo II, ¿obedecían realmente a esfuerzos concretos por introducir elementos teosóficos ajenos al substrato cristiano? ¿o, más bien, deberían ser consideradas como sistemas resultantes de un intento por encajar determinadas enseñanzas del cristianismo en un corpus religioso pagano previo, dando origen, a su vez, a una multiplicidad formal que con igual facilidad podía asimilarse a Mitras o a Atis, al judaísmo o, por qué no, incluso a la persona de Jesús? De entre todo este galimatías, lo que resulta evidente es que el gnosticismo contaba con un corpus considerable de elementos propios, derivados en parte del

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platonismo, de un zoroastrismo helenizado, e incluso del propio judaísmo, antes ya de que irrumpiera en escena el cristianismo; si bien es poco probable que tales componentes hubieran sido organizados en un cuerpo de “doctrina” adscrito a un grupo o grupos concretos de personas identificables en un tiempo y en un espacio, o, más improbable todavía, que estuviera ya previamente en circulación un mito sobre la redención de características similares al postulado por el cristianismo. El término gnosticismo se deriva del vocablo común griego usado para designar el “conocimiento” (gnosis). Y esas sectas del siglo II proclamaban precisamente poseer un “conocimiento” especial que trascendía la fe sencilla de la Iglesia. De hecho, el conocimiento del que hacían gala no era de suyo filosófico o intelectual, sino que consistía en un “saber” iniciático acerca de la naturaleza y destino de lo humano, muy particularmente de un “destino gnóstico”, basado en una sublime revelación relativa al origen del mundo, que explicaba, además, la aparición del mal en el mundo y, dato muy importante, cómo actuar para liberarse de sus cadenas. Ese conocimiento especial giraba en torno a un desastre pre-cósmico que daba cuenta de la lastimosa situación presente del ser humano, y la manera en que unos pocos elegidos podían hallar la redención. En esos elegidos, insistían ellos, pervivía una “scintilla” divina, verdadera luz en las tinieblas que, al quedar aprisionada en la materia, había perdido la memoria de su morada original en las alturas celestiales. El contenido del Evangelio Gnóstico suponía todo un esfuerzo por despertar al alma de su condición sonámbula e inducirla a tomar conciencia del elevado destino al que estaba llamada. Los gnósticos consideraban el presente mundo material como por completo apartado de toda posible bondad y, en consecuencia, alejado de un Dios verdaderamente supremo, quedando su origen limitado a la actuación de unos poderes inferiores de por sí, además de incompetentes o decididamente malévolos. El presente orden natural de las cosas nada reflejaba de la gloria divina o de la belleza sin par de lo celeste, y, en consecuencia, al iniciado gnóstico no se le inculcaba responsabilidad alguna respecto a un mundo tan burdamente material. La ética propuesta quedaba entonces libre de toda atadura u obligación para con una sociedad y un gobierno que pocas esperanzas suscitaban. El mundo se encontraba efectivamente prisionero en las férreas garras de los poderes diabólicos que moraban en los siete planetas, y, a la muerte, el alma elegida habría de enfrentarse a un peligroso pasaje de ascensión a través de las esferas planetarias, de regreso a su verdadero hogar celestial. Teniendo todo eso en consideración, el creyente gnóstico se veía abocado a emplear tiempo y esfuerzo para atesorar amuletos y a aprender las contraseñas mágicas que habrían de forzar a los monstruos guardianes a abrir esas puertas que franqueaban el camino hacia el reino de la luz. Las sectas rivales, que se profesaban un odio mutuo sólo comparable al aborrecimiento que les inspiraba la ortodoxia, se afanaban por ofrecer contraseñas y nomenclaturas originales, pretendidamente exclusivas y garantes de éxito final en esa ascensión espiritual. Y ahí radicaba precisamente la gran divergencia entre los diferentes mitos, ya que, en realidad, la estructura básica era prácticamente común a todos ellos. Respecto a la ética, sin embargo, había dos posibles alternativas, basadas ambas, eso sí, en un enjuiciamiento del orden natural como algo por completo ajeno a Dios. La mayoría de esas sectas preconizaba una vida de ascesis, con inclusión de reglas para la mortificación de la carne y un veto al matrimonio (o, cuando menos, a la procreación), con el fin de que el alma divina pudiera verse libre de las ataduras de los apetitos sensuales y corporales, y recibiera la ayuda necesaria para volverse a cosas más elevadas. Pero lo cierto es que había grupos que llegaban a conclusiones opuestas desde esos mismos presupuestos básicos, haciéndose notorios por sus orgías inmorales. (En el Nuevo testamento, la epístola a Judas advierte del peligro de determinado grupo gnóstico que desvirtuaba el ágape comunitario, o fiesta del amor fraterno, convirtiéndolo en motivo de escandalosa licencia.) Ese grupo, además, se permitía invocar la mismísima doctrina del apóstol Pablo, referente a la libertad que el cristiano experimenta, rescatado ya de la ley para vivir por gracia como verdadero hijo del reino, para justificar con increíble sutileza, (pues distaban mucho de ser burdos patanes), un erotismo derivado del Simposio de Platón donde se presenta el amor como genuina manifestación de una comunión mística con Dios. El mito gnóstico, característicamente, venía a nutrirse por igual de la cosmogonía del Timeo de Platón y de los primeros capítulos del Génesis. Con todo, el relato de la Caída de Adán y Eva no dejaba de ejercer una profunda fascinación sobre la mente gnóstica. La Caída de

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Eva se interpretaba como simbólica de una catástrofe pre-cósmica en la cual una fuerza femenina, la “Madre”, se desviaba del buen camino predeterminado por Dios. Por otra parte, el relato daba pie a increíbles especulaciones sobre el papel jugado por la serpiente: los ofiólatras (es decir, los adoradores de las serpientes) argumentaban que, por haber llegado Adán y Eva al conocimiento del bien y del mal precisamente a través de una serpiente, ésta ha de poseer un poder benigno, de similar cualidad y categoría al del Leviatán, el cual abraza al cosmos enroscado sobre sí mismo para simbolizar la eternidad tras haber vencido a ese creador de inferior categoría y a su propio hijo, Jesús, a quien los ofiólatras hacían objeto de solemne vituperio en la celebración de su liturgia. Aparte del libro de Génesis, el principal ingrediente que el gnosticismo derivaba del judaísmo consistía en una curiosa apocalíptica transmutada de sus orígenes. La apocalíptica judía ciertamente presentaba un sombrío panorama del mundo como escenario de una lucha a muerte entre los ejércitos angélicos del bien y del mal, y expectante en todo caso ante una posible intervención redentora de Dios a favor de sus elegidos. Los gnósticos, sin embargo, procedieron a eliminar todo rastro histórico o literal de esa visión, reinterpretando el panorama apocalíptico del Armagedón como un mito más que se ocupaba o bien de los orígenes del mundo o bien de una experiencia psicológica interna. Con respecto al cristianismo, los gnósticos habían hecho suya la idea central de la redención. Aun así, no todas las sectas de ese siglo II tenían a Jesús como su redentor. Entre los samaritanos, por ejemplo, cierta rama del gnosticismo había optado por Simón el Grande como su héroe redentor. En otro sistema coetáneo, era el griego Heracles el principal artífice de esa salvación, quedando la persona de Jesús reducida a un papel verdaderamente secundario. Es más, incluso en aquellas otras sectas que más próximas se mantuvieron a la ortodoxia original, tal como fue el caso de los grupos fundados por el egipcio Basílides y el platónico Valentino de Roma, la actitud gnóstica ante la materia, como absolutamente ajena a un Dios supremo, supuso un rechazo a ultranza de toda idea de encarnación. El Cristo divino (según él) podía ciertamente haber parecido a los ojos ciegos de unos simples mortales verdadera carne y sangre, pero para aquellos capaces de una percepción superior había estado clara en todo momento su naturaleza puramente espiritual, pues incluso su aparente realidad física no había sido otra cosa que ilusión óptica y mera semblanza externa (dokesis en griego, de donde se derivó la doctrina denominada “docetismo”). Así, pues, resultaba del todo inconcebible que el Cristo divino pudiera haber venido “en carne” en un genuino sentido último. Lo que las personas habrían sido capaces de percibir, de haber estado junto a él, habría desde luego variado según la propia capacidad espiritual. Por otra parte, sin embargo, la inapelable necesidad de un redentor verdaderamente divino había llevado a los gnósticos a distanciar de manera drástica el orden natural, aun concediéndole cierto valor moral, de la esencia misma del Dios supremo. El influjo de ciertas posturas fatalistas, sacadas de la magia y la astrología popular, vino a fundirse con algunas nociones derivadas del lenguaje paulino respecto a la predestinación, cristalizando todo ello en un rígido y esquemático determinismo. La redención era cosa del destino, no la consecuencia inmediata de una acción responsable; y tan sólo unos pocos elegidos ya predeterminados, poseedores privilegiados de aquella chispa divina original, iban a poder gozar de sus beneficios. Valentino modificó esa estricta división entre luz y oscuridad, dando paso a la posibilidad de una difusa penumbra entre ambos extremos, basándose para ello en la afirmación de San Pablo (1 Tesalonicenses 5:23) de que la persona está integrada por espíritu, alma, y cuerpo, aplicando, en consecuencia, esa triple entidad tanto a lo humano como a lo cósmico. Los iniciados gnósticos eran personas del espíritu, auténticos elegidos, y los únicos que contaban con la certidumbre de una salvación segura e indefectible. En cambio, el común de los miembros de la iglesia, poseedores de fe, pero carentes de “conocimiento”, venían a ser gente de la psique, al tiempo que los paganos, últimos en el escalafón, quedaban relegados a la mera categoría de pellas de grosero barro, burda materia alejada irremisiblemente de toda luz o esperanza de redención futura. Aun así, Valentino les permitía a sus seguidores alentar una cierta esperanza de felicidad en la otra vida en esa difusa penumbra intermedia a la que podían aspirar los psíquicos. Pero lo cierto es que, bellos y esperanzadores esquemas aparte, las tres diferentes categorías estaban predeterminadas desde la eternidad, y el mortal común era constitucionalmente incapaz de discernir los asuntos más elevados del espíritu.

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En lógica consecuencia con su depreciación del orden creado, el gnosticismo le restaba igualmente valor al Antiguo Testamento. Hecho éste que quedaba dolorosamente patente en su doble juego con la antítesis paulina de ley y evangelio. Los gnósticos gustaban de contrastar al Dios del Antiguo Testamento, como Dios de justicia, cuyo principio regente era del ojo por ojo y el diente por diente, con el Padre amoroso proclamado por Jesús. Pero la polarización habría de hacerse aun más extrema por parte y obra del formidable Marción, ciertamente figura de excepción dentro de la corriente general gnóstica. Este magnífico polemista había hecho su aparición en Roma procedente del Asia Menor, siendo excomulgado por la Iglesia en el año 144. Autor de una obra titulada Antítesis (casi con toda probabilidad objeto de las alusiones de 1Timoteo 6:20), en la que aparecía una lista completa de las contradicciones existentes entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, Marción pretendía demostrar en ella que el Dios de los judíos, creador de este mundo miserable, en nada se parecía al Dios y Padre de Jesús, habiendo sido, además, la existencia de este último desconocida por completo para el mundo en general hasta el decimoquinto año del mandato de Tiberio César, momento en el que habría hecho su entrada en la historia Jesús predicando el Evangelio. Era, pues, del todo inconcebible que el divino redentor pudiera haber nacido en su momento de mujer mortal, por lo que Marción, por pura lógica, rechazaba el relato del nacimiento y niñez de Cristo como una falsedad impuesta sobre la verdadera historia. El ataque que Marción dirigía contra la autoridad del Antiguo Testamento se apoyaba en dos axiomas principales: el rechazo de toda interpretación alegórica y la afirmación de que esa primera generación de judíos cristianos ni había comprendido ni había sabido interpretar el pensamiento de Jesús. Si la alegoría quedaba descalificada, mucho del contenido del Antiguo Testamento resultaba incomprensible. El Dios de los judíos, según él, carecía de una voluntad firme y definida: pese a haber prohibido las imágenes, llegado el momento, sin embargo, le había ordenado a Moisés que se hiciera una serpiente de bronce. Además, mostraba un desconocimientos de las personas y sus circunstancias verdaderamente inquietante, pues, ¿cómo, si no, explicarse que le hubiera tenido que preguntar a Adán por su paradero, o que hubiera tenido que condescender a visitar en persona las ciudades de Sodoma y Gomorra para enterarse de lo que allí estaba ocurriendo? Por otra parte, como creador de Adán, era, inexplicablemente, responsable de la aparición del mal en el mundo; es más, en un texto del Antiguo Testamento, Dios mismo admitía haber “creado el mal”. De ahí se deducía, pues, su parcialidad a favor del licencioso y sanguinario rey David. Y, por si eso fuera poco, ese mismo Dios creador era el responsable no sólo de un humillante modo de reproducción sexual, sino, asimismo, de las molestias de la preñez y los dolores del alumbramiento, hecho en sí cuya sola idea provocaba náuseas en Marción. En consecuencia, la comunidad marcionita negaba unánime la institución del matrimonio, por ser vehículo conducente a tan repulsiva transacción. En otro orden de cosas, su rechazo de la alegoría impedía toda posible argumentación en base a un cumplimiento profético. Rechazo, además, que debía no poco a un velado antisemitismo, manifiesto en todos sus esfuerzos por llegar al meollo de esas reverenciadas Escrituras. Para Marción, era evidente que los antiguos profetas del Antiguo Testamento no podían haber sido inspirados por el buen Padre de Jesús: ellos habían anunciado un Mesías nacional judío, y el Dios que proclamaban era, pues, tan pobre de alcance y visión como para contentarse simplemente con el patronazgo único del pueblo judío. Marción necesitaba proclamar, pues, que los primeros cristianos habían errado al interpretar a su Maestro. Y, al evidenciar los escritos del Nuevo Testamento una inadmisible continuidad entre el Antiguo y el Nuevo pacto, lógico era concluir que los documentos habrían sufrido graves corrupciones por los judaizantes, de cuyos insidiosos métodos ya se había lamentado Pablo en su epístola a los Gálatas. Y así fue cómo vino a imponerse a sí mismo la tarea de restaurar el texto verdadero. San Pablo era su émulo, pero, pese a ello, encontraba que sus epístolas adolecían de graves alteraciones e interpolaciones, debidas, sin duda, a los intereses de ciertos judaizantes ansiosos por hacerle confesar al apóstol la realidad veterotestamentaria de una revelación divina. Se imponían, pues, en paralelo, cortes y restauraciones en los propios escritos neotestamentarios. En el caso de los Evangelios, Marción podía, además, permitirse mayores libertades. Convencido de que tan sólo uno de esos cuatro evangelios podía ser el verdadero, optó por la autoría de San Lucas. Pero, tal como se

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encontraba, ese texto mostraba indicios evidentes de una aceptación no cuestionada de la validez de los escritos del Antiguo Testamento y, asimismo, de asumir sin reservas la continuidad del Evangelio con la palabra dada en el pasado a Moisés y a los profetas. Era evidente, pues, que el texto de ese evangelio también había sido corrompido por los judaizantes. Y, eso no era todo. El auténtico texto original, aunque atribuido a Lucas, era, según él, obra del propio apóstol Pablo, lo cual le llevó a tratar de restablecer el texto a su prístino origen, en un intento desesperado por mostrarlo tal como era antes de que la estulticia de amigos y discípulos lo corrompiera. Marción fue, en consecuencia, el primero en proponer una lista definitiva y autorizada de los libros bíblicos, canónica y excluyente, pero no sin antes haber eliminado, eso sí, y sin remordimiento alguno, no sólo el Antiguo Testamento en su totalidad sino, asimismo, gran parte del Nuevo, justificando su postura en base a una supuesta incapacidad básica de los doce apóstoles para captar el auténtico significado de la persona de Jesús. Valentino, en cambio, se ocupó del asunto de manera muy distinta. Para empezar, él no se oponía a la interpretación alegórica, pues encajaba a la perfección en su mentalidad platónica. Algunos de sus seguidores, sin embargo, distinguían en el Antiguo Testamento entre la parte inspirada por Dios, es decir, aquella integrada por las secciones insertadas por Moisés, a manera de concesión, por la dureza del corazón humano, y un tercer grupo de escritos, carentes por completo de autoridad, que debían su presencia a la imposición de ciertos judíos de renombre. Pero los valentinianos no tenían especial interés en menospreciar el Antiguo Testamento. Y tampoco se pronunciaron en momento alguno contra los primeros apóstoles. Es más, según ellos, la mitología valentiniana que defendía había sido enseñada por el propio Jesús a sus primeros discípulos, para seguir, con el paso del tiempo, y en virtud de una tradición esotérica oral, una trayectoria paralela a la de la enseñanza pública de la Iglesia. EL MINISTERIO Y LA BIBLIA

El problema básico que planteaban todos esos maestros, con sus dispares y, la mayoría de las veces, disparatadas teorías, consistía, sencillamente, en decidir en base a qué autoridad podían ser refutadas. Las cuestiones suscitadas tenían que ver, pues, con la cuestión de la Autoridad: ¿Cuál era la auténtica interpretación válida del Antiguo y del Nuevo Testamento? ¿Quiénes iban a poder ocupar ahora las cátedras de los apóstoles para dar pautas claras y definitivas a unos creyentes que se encontraban sumidos en la confusión? ¿Dónde podían encontrarse pruebas irrefutables de una enseñanza apostólica no adulterada? Ignacio de Antioquía fue uno de los primeros en tratar de poner orden en tamaño desbarajuste, haciendo, en primer lugar, hincapié en la persona del obispo local como foco de autoridad vinculante: sin esa figura, en modo alguno podrían administrarse los sacramentos de vida. El obispo, en su opinión, venía a representar a la divinidad, constituyendo su figura auténtica contrapartida terrenal de la excelsa realidad del Monarca celestial, y ello en manera tal que “se hacía obligado ver en la persona del obispo al Señor mismo”. Pero habría de ser de Roma de donde viniera una justificación ministerial permanente. Para finales del siglo I se produjo una revuelta en la iglesia de Corintio, viéndose sustituido el antiguo clero por nuevos comisionados. Con honda preocupación fraterna, Roma procedió de inmediato a enviar una carta de protesta formal, y de gran éxito, redactada por Clemente, casi con toda seguridad el presbítero presidente u obispo de la Iglesia. La misiva, modelo de solemne ponderación, reclamaba para sí indiscutible inspiración divina, e instaba a los corintios a preservar la unidad de un orden ya establecido, y a rectificar, en consecuencia, el dolo causado al deponer a esos miembros de una orden sagrada heredera, ciertamente, de la autoridad y la tradición por la debida sucesión apostólica, aun cuando no hubieran sido ordenados personalmente por los apóstoles, los cuales, cómo dudarlo, habían estado llevando a cabo la incomparable labor de “administrar sin mancilla los benditos dones espirituales” en virtud del sagrado rito de la eucaristía. En Corinto, Clemente no había encontrado desviación doctrinal alguna, pero, se hallaba un arma poderosa que había de utilizarse en esta idea de una sucesión apostólica para dar

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solución a futuros conflictos con el gnosticismo. Ante cualquier pretensión herética de poseer tradiciones secretas propias respecto a las enseñanzas de Jesús a los apóstoles en los cuarenta días posteriores a su resurrección, siempre se podría replicar que los propios apóstoles Pedro y Pablo en modo alguno habrían omitido trasmitírselo a aquellos a los que habían puesto al frente de las iglesias; siendo, además, una verdad comprobable que, al menos por vía de esa línea de maestros acreditados, en ninguna de esas iglesias de origen apostólico habían hecho su aparición doctrinas heréticas. El argumento sucesorio presuponía que la enseñanza impartida por el obispo contemporáneo de, pongamos por caso, Roma o Antioquía era, a todos los efectos, idéntica a la impartida en su momento por los propios apóstoles. Esto era importante por dos razones. En primer lugar, los fieles podían contar con la seguridad de que a la revelación no se accedía tan sólo mediante un conocimiento histórico retrospectivo, ya fuera éste derivado de los escritos ocasionales de los apóstoles o de simples relatos anecdóticos, sino que contaban igualmente, en la persona del obispo, con una figura contemporánea de referencia, capacitada e investida con la autoridad necesaria para transmitir la palabra de Dios en el presente. En segundo lugar, permitía a los defensores de la ortodoxia, destacando entre éstos Ireneo de Lyon, enfrentar a las proliferantes sectas gnósticas, beligerantes entre sí y en continua revisión de sus propias creencias, con el concepto de una Iglesia monolítica, universalmente difundida en el espacio, de permanente continuidad en el tiempo, y unánime en su posesión de una revelación inmutable (véase más adelante en el presente capítulo). La segunda arma de la defensa ortodoxa consistía en la gradual formación del canon del Nuevo Testamento. En el primer siglo, la Biblia cristiana había sido sólo el Antiguo Testamento (leído en la versión denominada Septuaginta). La autoridad reposaba tanto en esos escritos bíblicos como en las palabras mismas del Señor, que hacía tiempo circulaban en tradición oral, tal como se desprende de la carta de Clemente a los Corintios. El prestigio de esa tradición oral continuó siendo grande aun después de que los dichos y hechos del Señor hubieran quedado convenientemente registrados en un “evangelio” escrito según Marcos, Lucas, Mateo, o Juan. Incluso en época tan tardía como la de Ireneo (entre 185 y 190), esa tradición oral de los dichos concretos de Jesús era considerada como investida de una autoridad todavía no presente del todo en los evangelios escritos. Pero la controversia con Marción y los gnósticos dio nuevos bríos a esa lucha por asegurarse el prestigio de auténtica tradición, adscrito por entonces al documento escrito de una forma tal que no gozaba la transmisión oral. Justino Mártir, probable conocedor de los cuatro evangelios canónicos, parece haberutilizado en una “armonía evangélica” Mateo, Marcos, y Lucas; terceto al que su discípulo Taciano añadiría San Juan para dar forma a su Diatessaron (véase más adelante en el presente capítulo). Según todos los indicios, los sinópticos parecen que lograron aceptación general con bastante anterioridad al evangelio de San Juan, siendo la autoridad de este último discutida por algunos. Ciertamente, la existencia de esas cuatro versiones del evangelio constituía un enojoso problema en sí. Marción (véase con anterioridad en el presente capítulo) tan sólo aceptaba uno. Los valentinianos no sólo admitían los bien conocidos cuatro sino que aceptaban igualmente otros varios documentos que profesaban contener algunas tradiciones de los dichos secretos de Jesús, tal como es el caso del Evangelio de Tomás, recién recuperado por entonces de entre las dunas de Egipto. Ireneo, con gran ingenio, reivindicó ese evangelio cuádruple en base a principios numerológicos. El cuatro, argumentaba él, era un número sagrado, que correspondía a los cuatro vientos, o a los cuatro rostros de los querubines de Ezequiel y el Apocalipsis joánico, cuyas distintas facetas representaban un león, un buey, un hombre, y un águila. Pero aun así, y con independencia del haber sido adoptados en los leccionarios eclesiásticos, el criterio primario seguía siendo el de la apostolicidad; siendo Marcos y Lucas puestos a la par con Mateo y Juan, como sancionados por Pedro y Pablo respectivamente. El evangelio de Juan fue, en principio, causa de controversia por la evidente discrepancia de lo ahí relatado con los otros tres evangelios. Pero Ireneo sorteó la dificultad con suma habilidad al presentarlo como obra de Juan, el hijo del Zebedeo, al cual quedaba igualmente adscrito el libro del Apocalipsis. La estricta aplicación en Roma de ese criterio de apostolicidad llevó a la exclusión de la epístola a los Hebreos del canon occidental del Nuevo Testamento, por ser escrito que la tradición romana conocía como no paulino; sin que se produjera su readmisión en ese entorno

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hasta bien pasados dos siglos, y ello, además, tan sólo bajo la autoridad de las iglesias orientales. El criterio de apostolicidad llevó igualmente a la eventual exclusión de escritos tales como el Pastor de Hermas y la epístola de Clemente a los Corintios, obras, por otra parte, que no pretendían ser apostólicas. Un fragmento que contiene el canon del Nuevo Testamento utilizado probablemente en Roma hacia el año 200 (canon Muratorio)1, recomienda el Pastor como oportuna lectura devocional privada, por razón, claro está, de no ser debido ni a apóstol ni a profeta, sino a un redactor contemporáneo, y por lo tanto no apto para ser incluido en el leccionario. Como es lógico, pronto quedaron equiparadas apostolicidad y ortodoxia. Pero esa igualdad vino a hacer más difícil aún detectar la falta de autoría apostólica en documentos ortodoxos tales como la segunda epístola de Pedro (la cual, de todas formas, fue objeto de debate durante largo tiempo). Otros documentos igualmente debatidos, y finalmente reconocidos, fueron el Apocalipsis de Juan, las epístolas de Santiago y Judas, y la segunda y tercera epístolas de Juan. Así, y dentro igualmente del campo ortodoxo, fueron también objeto de un debate, que no se vio recompensado por su correspondiente aceptación, los Hechos de Pablo y Tecla, y el Apocalipsis de Pedro. Algunos escritores modernos no ocultan su asombro ante esos desacuerdos parciales; pero lo que verdaderamente tendría que dejarnos atónitos es que, de hecho, se alcanzaran tan altas cotas de acuerdo en tan breve lapso de tiempo. La tercera y última arma empleada para combatir la herejía fue la “Regla de Fe”, título usado por Ireneo, y Tertuliano, para referirse a los principales acontecimientos reveladores del proceso de la redención. Ireneo no dudó en afirmar, rotundo, que la Iglesia en su totalidad creía “en un Dios, Padre Todopoderoso, creador de cielo y tierra, de los mares y de todo cuanto en ellos habita, y en un Cristo Jesús, Hijo de Dios, hecho carne para nuestra salvación, y en el Espíritu Santo quien, por medio de los profetas, predicó la dispensación y la venida, y el nacimiento virginal y la pasión, y la resurrección de entre los muertos y la ascensión al cielo en carne de nuestro amado Señor Jesucristo, y su futuro regreso del cielo en medio de la gloria del Padre ... para levantar a los muertos.” El núcleo esencial de este sumario apologético se encuentra en el convencimiento que manifiesta Ireneo respecto a una indudable unidad de propósito entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; tema que él mismo viene a desarrollar en su doctrina de “la recapitulación”, o correspondencia existente entre Adán y Cristo. Pero los herejes no creían que el Dios supremo fuera el creador de cielos y tierra y, por su escasa valoración del Antiguo Testamento, tampoco se mostraban interesados en el cumplimiento de la profecía. Esta Regla (proclamaba Ireneo) es la que ahora vienen a enseñar los obispos y, por lo tanto, tiene su origen en los apóstoles. En cuanto a su contenido, es en todo semejante a las formulas utilizadas en el interrogatorio de los candidatos al bautismo, y constituye, simplemente, un modelo de credo basado en el Nuevo Testamento. Tertuliano lo consideraba, además, como algo independiente de las Escrituras, pues, en la argumentación con los herejes, proporcionaba mejor defensa que la Biblia, pues ésta se prestaba a interminables debates cuyo único resultado aparente era dejar perplejas a las personas sencillas que tan sólo buscan una respuesta breve y directa. Tertuliano estaba convencido, además, de que la Biblia resulta a menudo difícil de interpretar; de ahí que se hiciera necesario entender los pasajes más abstrusos a la luz de los más sencillos. Es más, la Biblia era un documento antiguo; y, al recurrir a la Regla de Fe, se hacía patente lo que estaba siendo enseñado por las iglesias de origen apostólico. A partir de ahí, Tertuliano, siguiendo los pasos precursores de Ireneo, pero yendo todavía más lejos, parece haber llegado a distinguir entre las Escrituras y la Tradición, como si de dos fuentes distintas de revelación se tratara. Con todo, Tertuliano era meridianamente consciente de que la Regla de Fe tenía su origen en el substrato bíblico, y para él, el afirmar que la Regla era la clave para interpretar la Biblia venía a ser sinónimo de aseverar que los pasajes más oscuros han de ser interpretados a la luz de los más claros. Pero esa argumentación era a todas luces circular: la tradición de la enseñanza de la Iglesia ha de ser probada ortodoxa por la revelación bíblica; mientras que, paradójicamente, los libros dudosos sólo llegan a ser admitidos 1

Algunos piensan que su origen está en el siglo IV. Fue impreso por primera vez en 1740 por L. A. Muratori, en Milán, de un manuscrito del siglo VIII .

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en el canon en base a los presupuestos de esa tradición eclesial, y, por último, tan sólo la tradición eclesial puede asegurarnos de lo sólido de esa interpretación escriturística. FORMAS DEL MINISTERIO

Los apóstoles derivaban su denominación y función del hecho de haber sido enviados por el Señor como misioneros. No eran ellos, sin embargo, los únicos en recibir dones del Espíritu. También estaban los “profetas”, tal como era el caso de Ágabo (Hechos 11:28; 21:7), y los maestros, acreditados como instructores en la fe. En Corintio, por ejemplo, la Iglesia apreciaba de manera muy especial el don de la comunicación extática irracional (el hablar en lenguas). Pablo no podía permitirse negar que el don del éxtasis fuera genuina manifestación del Espíritu, pero, alarmado ante su proclividad a las divisiones contenciosas (1 Corintios 13), advierte a los miembros de esa iglesia que la profesión que ellos aprecian de manera tan singular era, en verdad, la última en la jerarquía de los posibles dones sobrenaturales; quedando, de hecho, precedida, en primer lugar, por los “apóstoles, en segundo, por los profetas, en tercero, por los maestros, seguidos de los que hacen milagros, los que sanan, los que ayudan, los que administran” (1 Corintios 12:28). Los tres primeros de esa jerarquía séptupla son los que, en verdad, gozaron de las órdenes principales de la primitiva generación misionera. Unos sesenta o setenta años más tarde, Ignacio hablaba de Antioquía y de las iglesias de Asia como poseedoras de un obispado monárquico, en el que colaboraban presbíteros y diáconos. En esa época no se disponía ni de apóstoles ni de profetas. La historia exacta de la transición, en el curso de tan sólo dos generaciones, de una jerarquía de apóstoles, profetas y maestros, a otra de obispos, presbíteros y diáconos, está envuelta en el más profundo de los misterios; si bien esa oscuridad se ve aliviada por ocasionales fogonazos reveladores. La epístola de Clemente de Roma a los corintios apunta a la existencia de dos órdenes diferenciados de ministerio, los obispos “o” presbíteros (los títulos son aplicados a las mismas personas) y, los diáconos. Esta doble posibilidad está igualmente presente en el Nuevo Testamento: Pablo dirige su epístola filipense a los “obispos y diáconos”. Los escritos posteriores del Nuevo Testamento (Hechos 20:17; Tito 1:5-7) son otra muestra de ello, utilizando indistintamente los términos “presbítero” y “obispo” referido a una misma persona. Es evidente, claro está, que las iglesias establecidas por los misioneros itinerantes pronto contaron con un clero regular propio, en subordinación a la inspección de la correspondiente autoridad apostólica. A lo largo de más de una generación, los apóstoles y los profetas coexistieron en armonía con ese ministerio local de obispos y diáconos. De hecho, tal situación se ve reflejada en la Didajé o “Enseñanza del Señor a los gentiles mediante los doce Apóstoles”2. Documento ciertamente reconocido como Escritura por muchos de los primeros Padres de la Iglesia, la “Enseñanza” desapareció de la circulación hasta el año 1883, fecha en la que el arzobispo Brienio procedió a la impresión de un manuscrito de fecha del 1056, custodiado en la actualidad en Jerusalén. El texto original, sin embargo, bien pudo haber estado sujeto a modificaciones durante todo ese intervalo. Ya desde un principio, la Didajé fue una obra plural integrada por muy diversos componentes. Su fecha de composición ha sido objeto de continuo debate, y, por motivo de cierta opinión equivocada que la hacía dependiente de la Epístola a Bernabé (obra casi segura de redacción alejandrina hacia 130-140), ha venido a ser considerada por muchos como obra de pura ficción posterior. Pero la situación sobreentendida en la Didajé respecto a la estructura de la iglesia hace difícil adscribirla a un período distinto al de esa primitiva historia del cristianismo que va del 70 al 110, pues, aun pareciendo ahí fuera de lugar, mucho más desplazada resultaría en cualquier otro posible momento. La “Didajé” comienza con una exhortación moral a los conversos, tomada del tratado judío intitulado “Los Dos Caminos”, a la que siguen ciertas directrices respecto al bautismo, el ayuno de los miércoles y los viernes, la versión correcta del Padrenuestro (para ser recitado tres veces al día diariamente), y unas oraciones eucarísticas, notables (sin escándalo) en su falta de referencia a la muerte redentora de Cristo según la interpretación paulina. La última sección 2

También se puede traducir el título como ‘Instrucción para misioneros’.

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(¿probable adición posterior?) se muestra especialmente sensible ante el riesgo de los charlatanes; se ocupa, además, de dar normas concretas respecto a la hospitalidad debida a apóstoles y profetas, y otros posibles visitantes afines por parte de la comunidad, y ofrece asimismo una serie de posibles directrices para detectar a los falsos profetas (véase más adelante en el presente capítulo), y para calcular el estipendio al que se hace acreedor aquel profeta que determina asentarse de manera permanente en una congregación en particular, y la provisión igualmente correspondiente a aquellos ministerios locales no itinerantes: Nombrad de entre vosotros a obispos y diáconos dignos ante el Señor, hombres que sean humildes y no amantes del dinero, y asimismo honestos y formales; pues a su cargo estará también el ministerio de profetas y maestros. No los menospreciéis en manera alguna; pues son vuestros varones honrados, junto con los profetas y los maestros.

El autor temía sin duda que los ministros locales no fueran objeto del mismo respeto que los itinerantes carismáticos. A medida que las congregaciones se fueron consolidando, el papel desempeñado por misioneros y profetas itinerantes quedó relegado a un segundo término. Lo cierto es que se esperaba del ministerio local fijo que fuera también maestro en la palabra inspirada. Para Ignacio de Antioquia, la maravilla de la gracia divina radicaba en la vida sacramental de una iglesia congregada en torno a su obispo, el cual gozaría precisamente de esa palabra inspirada en el Espíritu. Merece la pena notar que en la Didajé, al igual que en la carta de Clemente a Corinto y en los escritos neotestamentarios posteriores (véase 1 Timoteo 3), el ministerio local aparece compuesto por dos escalafones --los obispos o presbíteros y los diáconos. Entre esos dos órdenes, según todos los indicios, se da una distinción litúrgica: en la eucaristía común el presbítero-obispo es el celebrante mientras que el diácono le asiste (en el norte de África los diáconos llegaron incluso a hacerse cargo del cáliz). Los diáconos ayudaban asimismo a los obispos a cuidar de las posibles propiedades de la iglesia, y a administrar las obras de caridad. En el siglo III las congregaciones habían crecido hasta tal punto que los diáconos tenían que esforzarse por mantener el orden debido. En la Roma del 150, según Justino Mártir, el diácono podía incluso administrar las especies consagradas a los hermanos ausentes por prisión o enfermedad. Más adelante, y no ciertamente en todas las iglesias pero sí en muchas de ellas, se hizo costumbre que el diácono leyera la porción litúrgica del Evangelio. Dentro de una estrategia misionera de expansión, las ciudades se convirtieron en el objetivo principal, pasando a hacerse normativo en la persona del diácono un servicio rutinario a esas otras congregaciones rurales que dependían de su administración civil (que podía llegar a tener proporciones considerables). Durante los siglos II y II, hubo multitud de ocasiones en las que los diáconos asumieron la celebración de la eucaristía. Esa práctica no era vista con buenos ojos, y los Concilios de Arlés (341) y de Nicea (325) la prohibieron de forma explícita. Para entonces ya era habitual que las congregaciones rurales fueran atendidas por un presbítero residente. Es bastante probable que San Lucas intentara en su recuento de los Siete (Hechos 6) dar razón de los orígenes del diaconado, aun cuando la identificación de los Siete con los diáconos fue hecha explícita por vez primera, por Ireneo. Merece la pena destacar que la iglesia de Roma siempre contaba con siete diáconos; y esa misma cifra era común en las iglesias del Asia Menor durante los siglos III y IV. El diaconado no era, en su origen, una orden probatoria previa al presbiteriado, pues, de hecho, solía ser vitalicia, a no ser que el diácono fuera consagrado como obispo. En las ciudades grandes, tal como era el caso de Roma, el puesto conllevaba un enorme poder. El primer registro que se conserva (correspondiente al Norte de África) referente a un “archidiácono” data de principios del siglo IV. Los antiguos archidiáconos no eran lo que hoy son los presbíteros, sino diáconos con enorme responsabilidad financiera y administrativa. Muchos de esos diáconos decanos, y especialmente de entre los archidiáconos, accedieron al episcopado. El ministerio de caridad de la diaconía, excepto la faceta litúrgica, era compartido con diaconisas que tenían una responsabilidad particular para con las mujeres.

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La categoría auxiliar de los diáconos era ya evidente en la primera fórmula conocida de ordenación tal como aparece en la Tradición Apostólica de Hipólito (hacia 200-220):3 mientras que todos los presbíteros se unen al obispo al imponer las manos a los candidatos al presbiterio, tan sólo el obispo pone las manos sobre el diácono, puesto que “él no es ordenado para el sacerdocio sino para el servicio del propio obispo”. Esta doble escala ministerial queda integralmente unida a la celebración eucarística. Pero, entre los presbíteros obispos, uno es elevado a un puesto de superioridad, pasando a recibir el título de “obispo”, mientras que sus iguales son, simplemente, denominados “presbíteros”. Cuatro son los factores que coadyuvaron a ese orden de cosas. El primer derecho distintivo asignado al miembro superior del colegio presbiterial era la facultad para ordenar, pasando a constituirse en su prerrogativa. En segundo lugar, la correspondencia entre las iglesias era habitualmente llevada a cabo por el obispo presbítero que presidía. En tercer lugar, en las solemnes ocasiones de una ordenación, los líderes de otras comunidades asistirían en calidad de representantes de sus propias congregaciones, pudiendo tomar parte en la imposición de manos y en las oraciones que conferían el poder del Espíritu y la autoridad de la comunidad terrenal como verdadero cuerpo de Cristo. Los frecuentes intercambios postales y las visitas mutuas ayudaban a consolidar esa unidad universal intrínseca a la Iglesia. Por último, la crisis suscitada por las sectas gnósticas ponía de manifiesto la necesidad de una única figura como epicentro visible de esa unidad. En Jerusalén, la Iglesia había contado desde el principio con una sola autoridad a la cabeza del cuerpo de ancianos responsables. La correspondencia mantenida al respecto por Ignacio no muestra indicios de que en Antioquía hubiera estado vigente otro sistema alternativo, por mucho que la Didajé (probablemente de origen sirio) pareciera sugerir otra cosa. La elevación del episcopado a una orden por encima del presbiteriado, si bien manteniendo un plano de igualdad, tenía lugar precisamente en ese período en el que la autoridad apostólica estaba a punto de desvanecerse o incluso había desaparecido ya. El proceso pudo haberse visto ayudado por el ejemplo de las iglesias de Jerusalén y Antioquía. En relación a los presbíteros, el obispo se mantuvo como superior entre iguales, y durante siglos continuó dirigiéndose a ellos con el apelativo de “compañeros presbíteros”; de hecho, los presbíteros gozaban de autoridad para celebrar la eucaristía y, además, les era confiado el “poder disciplinario de las llaves” (Mateo 16:19; 18:18; Juan 20:23), atribución que tenía que ver con el mantenimiento de la pureza dentro de su sociedad, procediéndose, llegado el caso, a la expulsión de los hermanos pecadores. Pero eso no era todo. El presbítero había heredado el escalafón inferior de la enseñanza, siendo considerado “maestro”, mientras que el obispo tenía como herencia los títulos de apóstol y profeta, estando a su cargo, asimismo, la ordenación de los presbíteros, aun a pesar de que el propio presbítero tomara igualmente parte en la imposición de manos. En el caso de la consagración del obispo, sin embargo, se observaba cierta variedad de costumbre respecto a la posible intervención de los presbíteros en la imposición de manos. Se sabe que en Alejandría eso era lo acostumbrado hasta el siglo III, sin que conste mención alguna de obispos visitantes; mientras que en Roma, en tiempo de Hipólito, tan sólo los obispos pertenecientes a otras iglesias imponían las manos al que había de ser consagrado, estando a cargo de esos mismos obispos la elección del consagrante principal. La ceremonia siempre tenía lugar en domingo; y la designación del candidato aspirante correspondía a la congregación en pleno tanto al clero como al común de la gente - método éste ciertamente idealista que asumía un principio de unanimidad pero que, lamentablemente, en la práctica era causa de perenne división. La elección por respaldo popular tenía gran protagonismo en la ordenación de presbíteros y diáconos.4 Con el advenimiento de un emperador cristiano en el siglo IV, pasó a ser frecuente la

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Este documento existe hoy día en una versión fragmentada en latín, de aproximadamente el 400, y trozos de éste han sido incorporados a otros órdenes de culto eclesiales en griego, etíope, copto, siríaco y árabe. 4 El proceso para elegir un nuevo obispo podía ser muy conflictivo. Una decisión unánime no era la experiencia normal, con el resultado de que, cuando ocurría se veía como una gracia especial. En algunos casos se aceptó a la decisión del pueblo, por consideraciones especiales. Así, a mediados del siglo III,

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nominación por designio imperial, especialmente en aquellos casos en los que la iglesia en cuestión no lograra llegar a un acuerdo armonioso. Por otra parte, pronto se hizo evidente que no había método que se viera libre de abusos o irregularidades, y que incluso los emperadores no siempre actuaban con imparcialidad. La transición de un ministerio misionero a uno local y pastoral estaba teniendo lugar en ese tiempo en el que el surgimiento del obispo como figura trascendente entre sus compañeros presbíteros estaba empezando a ser a todas luces evidente. En parte debido a la tendencia a idealizar la época apostólica, suele asumirse que, junto a esos dos cambios, tuvo lugar asimismo una transición paralela de un vitalismo plural a un formulismo estereotipado, de la libertad a la rigidez, e incluso de una democracia laica a un autoritarismo clerical. La verdad, sin embargo, no es tan simple. De hecho, pocos habrán sido los períodos en la historia de la iglesia en los que la autoridad haya tenido dificultades semejantes a la hora de afirmarse a sí misma, o en los que la libertad haya llegado a ser casi sinónima de anarquía como en esa época sub-apostólica. Sea como fuere, lo cierto es que, a partir de mediados del siglo II, se produjo un fuerte movimiento hacia la unificación de la fe y las órdenes; se procedía a limar asperezas en lo referente tanto a las diversas formulaciones dogmáticas, como a las cuestiones de liturgia práctica (tal como fue el caso de la celebración de la Pascua), y a la fijación del texto de las Escrituras. El presupuesto básico del proceso sobre el cual todos se mostraban de acuerdo, en principio, tenía su origen en la idea de que al ser la Iglesia una, sus creencias y sus prácticas deberían ser, en lógica consecuencia, uniformes. La variedad en los procedimientos era un legado de los primeros tiempos misioneros, pues, tal como resultaba evidente, en algunas iglesias la autoridad había sido conferida a una sola persona, mientras que en otras, al no ser aparente una idoneidad excluyente, se había estimado más oportuno poner al frente a todo un cuerpo de ancianos responsables. Muchas fueron las empresas misioneras llevadas a cabo por iniciativa de individuos en solitario, que actuaban sin autoridad específica derivada de un apóstol o una iglesia en concreto, viéndose las iglesias sub-apostólicas abocadas a la tarea de integrarlas como miembros de una federación. Ese sistema de escalafón tripartito con un obispo al frente por ciudad correspondiente, amén de los correspondientes presbíteros y diáconos, tuvo su culminación en el siglo II, y sin controversia aparente. De todo eso habría de surgir la creación, de modo totalmente natural y espontáneo, de un sistema provincial en virtud del cual, ya en el siglo III, se le confería especial dignidad al obispo de la metrópolis correspondiente a la provincia imperial, e incluso aún más trascendente honor a los obispos de las tres grandes ciudades del imperio: Roma, Alejandría, y Antioquía; los cuales aparecen nominados en el canon sexto del Concilio de Nicea como poseedores de una jurisdicción más allá de la provincia civil (véase más adelante el capítulo 8). Ese nuevo orden de cosas vino a suponer, pues, toda una historia de transición de una iglesia carente de organización regulada a otra de mucho más concretas disposiciones. La antítesis entre la inspiración inmediata y una autoridad por mediación hizo su aparición en pleno apogeo de la crisis montanista, ya en la década de los setenta correspondiente al siglo II. Un frigio, que respondía al nombre de Montano, se había visto poseído por el Espíritu, junto con dos mujeres, llamadas Prisca y Maximila, profiriendo palabra acerca el Paráclito en estado de “trance”, es decir, sin estar en posesión cabal de sus facultades. El rasgo peculiar de esas profecías extáticas, a las cuales objetaban muchos otros cristianos, era el uso de la primera persona del singular, en clara oposición a la habitual tercera persona de los profetas bíblicos, reivindicando una alocución directa del Espíritu por boca de su profeta actual. El contenido de esa “Nueva Profecía” era por completo hostil a la eliminación gnóstica de las expectativas escatológicas, y hacía hincapié en la resurrección literal de la carne y la proximidad del fin de los Tiempo. Tal como se nos revelaba en el Apocalipsis de San Juan, el Señor volvería de forma inminente para reinar en la tierra junto a sus santos por espacio de un milenio. Un patriotismo local mal asumido había llevado a ese trío de profetas a situar la nueva Jerusalén celestial en la propia Frigia. Los montanistas no esperaban que el pueblo del Señor profetizara unánime, sino que más bien solicitaba de sus correligionarios cristianos un “reconocimiento” de la superior naturaleza del mensaje de esos tres elegidos del Paráclito, pues Fabiolo de Roma fue elegido, porque una paloma vino a pararse sobre su cabeza y la gente entendió este hecho como un símbolo de la decisión del Espíritu Santo.

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el no hacerlo así constituiría toda una blasfemia contra el Espíritu. Esa exigencia tan drástica vino a ser causa de división en las iglesias de Asia Menor, considerando algunos esa profecía como verdaderamente divina, mientras que otros, más escépticos o radicales, la tuvieron por diabólica. Los opuestos al montanismo se alzaron finalmente con el triunfo, pero no sin pagar un alto precio por ello. En Tiatira, la iglesia en su totalidad se mantuvo partidaria del montanismo a ultranza durante más de un siglo; teniéndose noticia de su pervivencia como secta por las diversas inscripciones que se han conservado hasta nuestros días5. Lo cierto es que, a pesar de no contar con el reconocimiento de la Iglesia en general (los obispos de Roma no cedieron de su postura, pese a los denodados esfuerzos de la secta por ganarse su favor), la pureza revitalizadora de su ética ganó para la causa a un más que notable orador, el africano Tertuliano, quien habría de morir profiriendo anatemas contra sus antiguos hermanos de fe católicos, que se permitían asumir que la Iglesia la integran los obispos antes que las personas verdaderamente espirituales. La réplica por parte ortodoxa, formulada por Hipólito de Roma, se dirigía certera al punto más débil del postulado montanista, a saber, su proclividad a la división: la búsqueda afanosa de los dones milagrosos no es mala en sí (argüía Hipólito), pero el milagro más supremo radica en la conversión, y, por lo tanto, cada creyente posee por igual los dones del Espíritu; lo sobrenatural se discierne en el ministerio común de la palabra y los sacramentos, no por vía de éxtasis irracionales que llevan al orgullo y a la censura de lo ajeno. El principal efecto del montanismo en el seno de la Iglesia Católica fue el de reforzar grandemente la convicción de que la revelación había llegado a su fin con la época apostólica, fomentándose así la creación de un canon cerrado del Nuevo Testamento. De hecho, Ireneo fue el último escritor teólogo que se tuvo a sí mismo por perteneciente a esa época escatológica de revelaciones y milagros. La prominencia de las mujeres en el montanismo reavivó la relativamente alta participación de las mismas en la vida de la Iglesia primitiva (véase Hechos 21:9; 1 Corintios 11:5, y su destacada presencia en los relatos del los Evangelios). Pero ya en Corinto esa excesiva independencia femenina le llevó al apóstol Pablo a solicitar un cierto freno (1 Corintios 14:34-5). En la sociedad clásica griega, “el silencio era la verdadera gloria de la mujer” (Sófocles). Las iglesias sub-apostólicas necesitaban ciertamente orden, sobre todo en lo relacionado con el ministerio y los procedimientos para las ordenaciones, en un momento en el que el desarrollo del episcopado era cuestión vital para la supervivencia y coherencia interna del cristianismo. El papel protagonista de la mujer en el seno de las sectas pudo ser causante del énfasis puesto en la “gran Iglesia” tendiente a su exclusión de las funciones públicas y de la presidencia como obispos y presbíteros. En el año 375, Epifanio hizo notar, con ánimo de polemizar, que Jesús no llamó a su lado a ninguna mujer para que fuera apóstol. En el Oriente de un siglo antes (pero no en Occidente), las mujeres diaconisas sí eran ordenadas por los obispos con oraciones e imposición de manos, pasando a realizar, pues, una labor de pastoreo visitando a los enfermos, ungiendo a las mujeres para el bautismo, e impartiendo instrucción en la fe. Paradójicamente, Occidente, abocado por la necesidad, permitió que las mujeres bautizaron, mientras que Oriente se mantuvo opuesto. El influjo de ciertas damas acomodadas en las elecciones episcopales pronto sería un hecho notorio.

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Las inscripciones muestran que los Montanistas, en comparación con sus hermanos católicos, tenían mucho menos cautela para confesar su fe abiertamente delante de todo el mundo. Es prácticamente sólo del centro de Frigia, un núcleo fuerte de Montanistas, que tenemos epigramas abiertamente cristianos del siglo III, muchas veces con la frase desafiante ‘de cristianos para cristianos’. En otros lugares se usaban frases neutras en las tumbas de este período.

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3 Expansión y crecimiento LAS CAUSAS DEL ÉXITO

Incluso para un escritor de época temprana, como es el caso del autor de los Hechos (seguramente hacia el año 80), la expansión de la Iglesia debió parecer una concatenación de extraordinarias circunstancias del todo improbables. Según cualquier posible parangón, nada hubiera parecido tan poco proclive al éxito. Los hechos en su totalidad traslucían extrañas coincidencias en las que las intenciones humanas pasaban a un plano secundario, y donde la visión de la fe era puesta a discernir la sosegada actuación de una providencia infinitamente más sabia. El escritor pagano Celso (hacia el 180) no podía menos que examinar los hechos con la fría mirada de un observador externo hostil. Centrándose en la coherencia y estrecha unión de los cristianos como grupo social, vio en ello la fuente principal de su fuerza. Pero, en su opinión, esa coherencia social no era debida a principio interno alguno, sino que tan sólo obedecía al simple hecho de verse perseguidos: “Su grado de acuerdo es, en sí, realmente sorprendente, máxime cuando no parece estar asentado en base alguna digna de crédito. Con todo, hallan fundamento para su unidad en la disidencia social y en las ventajas que eso conlleva, a lo que viene a sumarse el temor a los extraños –todos ellos factores que vienen ciertamente a reforzar su fe.” La oposición que suscitaban los cristianos podía ser considerada un factor conducente a esa cohesión interna, si bien esa teoría del rechazo resultaba en exceso simplista a la hora de dar razón de su empuje social. Celso era asimismo consciente de que los cristianos celebraban sus cultos en secreto por temor a ser encarcelados. La notoriedad era algo peligroso, y no eran infrecuentes los casos en los que el simple olor en el aliento, de un vino no bien disuelto en agua daba pie a la traición. Las primeras iglesias primitivas hallaban su acomodo en las propias casas particulares, adaptándose éstas en la medida en que crecían las congregaciones. Hubo de esperarse al siglo IV para que las iglesias adquirieran un estilo “público” de arquitectura, siendo externamente reconocibles como tales. Aun así, resulta ilusorio creer que la persecución fue lo que llevó a la Iglesia a las catacumbas y que los sacramentos tenían que ser celebrados en un entorno poco menos que troglodita. La persecución, lejos de llevar a la iglesia a una vida subterránea, tuvo un efecto totalmente opuesto. Cuando un gobernador del Asia Menor, allá por el siglo II, empezó a perseguir a los creyentes, la población cristiana de aquella área en su totalidad se presentó a las puertas de su residencia para dar testimonio de su fe, y como protesta ante tamaña injusticia. Desde un principio, los cristianos constituyeron una sociedad en sí misma tremendamente sensible a la opinión ajena; conscientes, a la vez, de que los prejuicios y las ideas erróneas eran los principales enemigos a vencer. Las razones que llevaban a la conversión eran, a no dudar, de índole tan diversa como sigue siendo en la actualidad. La curiosidad, la presencia de un martirio, una relación personal: todas eran causas posibles para posterior indagación. En un plano más profundo, el Evangelio cristiano hablaba de una gracia de origen divino en Cristo, de una remisión de pecados y de una derrota de los poderes del mal, bálsamo para un alma atribulada, cansada de la vida y temerosa ante lo inevitable de la muerte, ansiosa por lograr una certidumbre de inmortalidad y una seguridad y una libertad en un mundo donde el individuo rara vez podía hacer otra cosa que no fuera someterse a la certeza inapelable de su destino. Los términos en que se formulaba esa esperanza eran los mismos de las promesas bautismales: una renuncia al pecado y a todo aquello que tuviera que ver con los poderes demoníacos, los ídolos, la astrología y la magia; y la declaración de una creencia en Dios Padre, así como en el poder redentor de los hechos de la

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vida de Cristo, en la resurrección, y en el Espíritu Santo, presente y activo en la Iglesia. Aun siendo improbable que todos los conversos se consideraran a sí mismos almas enfermas (quizás unos pocos encontraran un nuevo camino a través de una culpa admitida y de las lágrimas del arrepentimiento, y, por otra parte, no hay indicios de que en esa época se fuera más proclive que en cualquier otra a la ansiedad), el bautismo y la admisión al banquete sagrado suponían una ruptura con el pasado y un don de gracia en virtud del cual la persona podía vivir de acuerdo con los ideales y los imperativos morales que le demandaba su propia conciencia. En resumen, el cristianismo daba respuesta directa a esa búsqueda humana de la auténtica felicidad –lo cual quiere significar bastante más que un mero sentimiento de bienestar. El antiguo estoicismo, noblemente representado en los escritos del aristócrata Séneca, en el esclavo Epícteto, y (en un espíritu marcadamente lúgubre e introspectivo) en el individualista emperador Marco Aurelio, enseñaba que la felicidad tan sólo es alcanzable mediante la total supresión del deseo de todo aquello que no puede al mismo tiempo conseguirse y conservarse: “Ante el desorden externo del mundo y la decrepitud corporal, refúgiate en tu interior para encontrar a Dios ahí dentro.” El alma estoica se mantenía firme ante el maremagno de dificultades, impertérrita ante las emociones. Los cristianos descubrían que había mucho de afín entre su fe y la ética estoica (“Séneca a menudo se expresa como un cristiano”, llegó a comentar Tertuliano), y no negaban una deuda con su sabiduría. Las divergencias surgían al insistir los cristianos en la gracia divina como agente de la vida cristiana; en el amor de Dios (en oposición al concepto estoico de autoestima) como objeto hacia el que debía encaminarse todo esfuerzo; y en una actividad externa hacia los demás regida por el concepto de “caridad” o aprecio al prójimo. La aplicación práctica de la caridad era sin duda el puntal básico del éxito de la fe cristiana. Cuando los paganos comentaban “¡Mirad como se aman!”, (transmitido por Tertuliano), no había rastro de ironía en su asombro. La caridad cristiana se manifestaba en el cuidado de huérfanos, viudas y pobres, en la visitación de hermanos encarcelados o condenados a la muerte en vida de la explotación de las minas, y en una acción social patente en tiempos de hambre, pestilencia, guerra, o catástrofes naturales. Un servicio muy particular que la comunidad cristiana prestaba a sus hermanos más pobres (siguiendo un precedente de la sinagoga judía) era el del enterramiento de muertos. En la segunda mitad del siglo II, al menos en Roma y en Cartago, las iglesias empezaron a adquirir terrenos con el propósito exclusivo de sepultar en ellos a sus muertos. Uno de los más antiguos de estos lugares era el situado al sur de Roma, en plena Vía Apia, en un lugar denominado Catacumbas (véase más adelante en el capítulo 5), de donde derivan su apelativo esos cementerios de corredores subterráneos. La hospitalidad para con los viajeros era un acto de caridad particularmente importante: un hermano cristiano tan sólo tenía que dar prueba de su fe para contar con la seguridad de alojamiento por un período de hasta tres noches sin que se le hicieran más preguntas. El obispo tenía la responsabilidad, asimismo, de brindar esa clase de hospitalidad a todo aquel que la solicitase, y, muy especialmente, en el caso de misioneros itinerantes; estando a su cargo, en lógica correspondencia, la administración de los fondos de la iglesia. En un principio, los estipendios del clero se pagaban en base a un sistema de dividendos (en tiempos de Cipriano de Cartago, por mensualidades), y habría de pasar bastante tiempo antes que el aumento de las dotaciones fijas hiciera posible unos ingresos regulares en muchas de las iglesias. Las cantidades repartidas entre los diferentes aspirantes a esos fondos eclesiales variaban según los lugares. En Roma, para el siglo V, un cuarto de lo recaudado iba directamente a las arcas de los obispos, mientras que los tres cuartos restantes se dividían a partes iguales entre el clero regular, aquellos que figuraran en la lista oficial de enfermos y necesitados, y el mantenimiento de los edificios religiosos. La independencia económica de cada iglesia en particular venía a suponer en la práctica que el clero rural estaba, de hecho, mal retribuido, mientras que sus iguales en las grandes ciudades, o aquellos otros adscritos a templos o santuarios de fama, salían mucho mejor parados. En la base de toda distribución estaba presente como responsabilidad primordial la atención a los necesitados, y aquellos obispos que preferían gastar el dinero en suntuosos edificios ricamente ornamentados eran mirados con franca desaprobación; sea como fuere, lo cierto es que en los tiempos previos a Constantino todavía no estaban en boga el boato y la ostentación.

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El reparto de limosnas estuvo en un primer tiempo a merced del abuso. En el siglo I el autor de la “Didajé” ya advertía respecto a la explotación por parte de falsos creyentes. Y el satírico pagano Luciano de Samosata (hacia el 170), en su retrato de un charlatán llamado Proteo Peregrino (acerca del cual surgieron más benévolos escritos en el siguiente siglo), nos cuenta cómo éste se convirtió al cristianismo por razones muy mundanas; cómo, por otra parte, consiguió ser elevado a la dignidad de obispo, y cómo, por último, fue encarcelado por el gobernador de Siria. Aun así, prosigue el relato, se las arregló de tal manera para explotar la devoción de los incautos que, no sólo obtuvo pingües beneficios sino que, además, consiguió recuperar la libertad para emprender nuevas aventuras. Luciano ciertamente tenía una pobre opinión del género humano, y veía en el cristianismo una prueba más de la locura y el absurdo en el que podían caer los hombres. Pero, aun a pesar de sí mismo, sabía igualmente de la inagotable generosidad de los cristianos y de su tendencia a abrir la mano sin preocuparse en exceso por hacer averiguaciones respecto a los destinatarios de sus dádivas. Para el año 251 los recursos de la iglesia de Roma habían crecido hasta tal punto que no sólo daban de sí para mantener al obispo, los cuarenta y seis presbíteros, los siete diáconos, los siete subdiáconos, los cuarenta y tres acólitos, los cincuenta y dos exorcistas, los varios lectores, y los diversos porteros, sino que, además, atendía al mantenimiento de 1.500 viudas y numerosos necesitados, todos los cuales “recibían alimento en virtud de la gracia y la bondad del Señor”. Esa misma comunidad era asimismo famosa por su generosidad para con aquellos cristianos menos afortunados asentados en regiones asoladas por las invasiones bárbaras del siglo III. La persecución desatada por Decio en el año 250 llevó a refugiarse en Roma a un cierto número de obispos, sabedores de que la gran urbe ofrecía escondite seguro y provisión suficiente. Pero lo cierto es que el reparto de caridades no quedaba restringido al círculo íntimo de los creyentes. La asistencia proporcionada por la iglesia en general descollaba en un mundo donde, con la sola excepción de un breve período en el siglo II y, nuevamente, durante el breve intento de Juliano el Apóstata por incorporar los ideales de la iglesia a la ideología pagana (véase más adelante el capítulo 10), el gobierno ni siquiera aspiraba a implantar un sistema de asistencia social de tal magnitud. Al estar la fe cristiana en la ilegalidad, la iglesia no podía tener posesiones como tal. Pero a partir de principios del siglo IV, quizás incluso, en alguna manera, ya en tiempos del edicto de tolerancia de Galieno del año 260, se generalizaron las donaciones de dinero, tierras, y propiedades a favor de la iglesia mediante testamento. En el año 321 una ley promulgada por Constantino hizo legales tales donaciones, lo cual suponía no sólo la existencia implícita de las mismas, sino el hecho significativo de que habrían sido impugnadas. Como consecuencia de esa nueva disposición, el siglo IV fue testigo de un notable incremento en los fondos eclesiásticos. Para finales del siglo IV, tanto en Asia Menor como en Siria, era común donar una determinada parte (un tercio) de la propia fortuna a la iglesia; mientras que en Occidente, la parte proporcional apartada para la iglesia se calculaba sobre la base de lo estipulado por un nuevo hijo, lo cual suponía una mayor atención concedida a las necesidades de la propia familia. En el terreno de lo insólito, merece la pena destacar la postura del presbítero Salviano de Marsella (400-480), quien, abrumado por la extrema pobreza en que había quedado sumida la región tras las invasiones bárbaras, se aprestó a denunciar toda suerte de riqueza hereditaria, postulando a un tiempo el incalculable perjuicio que se ocasionaba a la propia felicidad eterna por causa de esa preeminencia otorgada a las necesidades de los familiares. El cristianismo parece ser que tuvo gran aceptación entre las mujeres. Con frecuencia, eran las viudas mismas las que asumían en primer lugar la tarea de difundir la fe entre las clases altas. Lo cierto es que los cristianos creían en la igualdad del hombre y la mujer ante Dios, encontrando apoyo para ello en las enseñanzas del Nuevo Testamento respecto a la honra y el amor debidos a la esposa según el amor manifestado por el propio Cristo a su iglesia. Las enseñanzas cristianas sobre la santidad del matrimonio, les ofrecieron una poderosa defensa a las mujeres casadas.1 La ética sexual cristiana se diferenciaba de lo acostumbrado en la sociedad 1

Surgían difíciles problemas pastorales cuando un matrimonio se rompía. Había diferencias de opinión en cuanto a si la infidelidad de un esposo demandaba un divorcio o solamente lo permitía (el último punto de vista prevalecía). Usando Mateo 5:32 y 19: 9, como base, se llegó al acuerdo de que la infidelidad de uno

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pagana en general por considerar tan grave atentado contra la confianza y la lealtad inherentes a la pareja la promiscuidad en el marido como la infidelidad de la mujer. La enseñanza doctrinal de que en Cristo no hay ni hombre ni mujer (Gálatas 3:28) no se entendía como una mera proclamación de emancipación política, interpretación ciertamente del todo impensable en la época. El papel social de la mujer se circunscribía al de esposa y ama de casa. Al mismo tiempo, el cristianismo rompía esquemas sociales habituales en mucha mayor medida y profundidad que cualquier otra posible religión, fomentado, de por sí, la noción insólita de una responsabilidad individual ante las disyuntivas morales. El cristianismo no venía ciertamente a otorgar emancipación política ni a la mujer ni al esclavo, pero su contribución era capital a la hora de elevar el estatus doméstico en virtud de una doctrina que proclamaba la semejanza al propio Dios en virtud del acto creador divino y una igualdad de redención eterna en Cristo; todo lo cual desembocaba en un soberano respeto merecido por igual. Lo que hacía que la Iglesia fuera tenida por conservadora en la cuestión de la esclavitud como institución, no era una indiferencia política sino un puro respeto por el Senado y la Ley tal como se exhorta en Romanos 13. El que una persona ostentara derecho de propiedad sobre otra era visto como un oprobio en sí, y, por ende, tenido como una de las consecuencias de la humanidad caída desde Adán. Según San Pablo, la esclavitud venía a ser como un matrimonio mixto en el que el cónyuge cristiano no debería tomar la iniciativa para disolverlo (1 Corintios 7:17-24). Cuando Pablo escribió su brillante epístola, en la que conjugó ingenio y gravedad, con la devolución del esclavo Onésimo (casi con toda seguridad, un prófugo) a sus amigos Filemón, Apia y Arquipo, no exigía que el cristiano lo pusiera en libertad por pura cuestión de principio – si bien es cierto que en este caso en particular Pablo esperaba sin duda que su dueño así lo hiciera, pues, en realidad, estaba pidiendo que Onésimo le fuera devuelto “por causa del evangelio”. El libertar a un esclavo era considerado toda una “noble acción”; los fondos de la Iglesia se empleaban a menudo para subvenir a la manumisión de los esclavos sujetos a casas indignas, así como, igualmente, para redimir a aquellos que debían su actual condición al hecho de ser prisioneros de guerra. El amo cristiano debía hacer solemne declaración pública de su intención de libertar a un esclavo en presencia misma del obispo, práctica que Constantino confirmó al concederle a la ceremonia una validez legal equiparable a la manumisión formal ante un magistrado. A ojos de la Iglesia, amos y esclavos eran hermanos de igual categoría. Fueron varios los esclavos que incluso llegaron a obispos, destacando, entre otros, Calixto I de Roma (hacia el 222; véase más adelante en el capítulo 5). Hacia finales del siglo IV la legislación estatal pasó a proteger los derechos de propiedad al prohibir la ordenación eclesiástica de esclavos sin el permiso expreso del propietario o, en su defecto, de la debida compensación económica al mismo. Y si bien bajo la ley romana los esclavos no podían contraer matrimonio legal, la Iglesia consideraba legítimos los matrimonios celebrados entre esclavos como hechos en libertad y, por lo tanto, indisolubles. Las protestas contra la institución de la esclavitud como tal hicieron su aparición en escena en el siglo IV, cuando los cristianos empezar a estar en posición de influir en la política social. Pero, para ese momento, la Iglesia se había convertido, en virtud de los continuos legados, en terrateniente importante, lo cual había venido a suponer en la práctica una dependencia casi absoluta de esas dotaciones para poder hacer frente a los estipendios del clero, y, en consecuencia, en una posición demasiado débil para iniciar cambios financieros. Esas protestas habían sido demasiado escasas y en exceso tardías como para revolucionar la economía del mundo antiguo, y tan sólo poseen la importancia histórica de haber sentado un precedente para el futuro.

de los cónyuges era razón justificada para disolver un matrimonio. Había aún mayores diferencias de opinión sobre un nuevo matrimonio de personas divorciadas; san Agustín opinaba que era un pecado venial para la persona inocente, y en el siglo III hubo algunos obispos que afirmaban que en ciertas circunstancias pastorales era posible dar la bendición de la Iglesia al nuevo matrimonio. La legislación de los emperadores cristianos tendió a hacer que el divorcio fuera más difícil, en consideración de las necesidades de los niños, pero ésta no estaba fundamentada sobre una doctrina consecuente del matrimonio, ya que ésta apenas si se hallaba presente antes de los escritos de san Agustín.

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LA EXPANSIÓN GEOGRÁFICA DE LA IGLESIA

El cristianismo se difundió con notable rapidez por Siria y la zona noroeste hacia el Asia Menor y Grecia. Por el noreste, en cambio, tuvo que hacer frente a una doble frontera: la impuesta por los límites del imperio y la barrera natural de la lengua. El reino Osroeno, cuya capital era Odesa, estuvo fuera de la jurisdicción del imperio hasta el año 216 y su lengua era la siríaca, si bien la clase culta de Odesa conocía también el griego. Durante el siglo II tuvo lugar el establecimiento de una comunidad cristiana en dicha ciudad. Su miembro más importante, Bardesanes, estaba en íntima relación con el rey Abgar IX el Grande quien también se había convertido al cristianismo. Bardesanes era un hombre culto cuya poesía tenía la calidad suficiente para alcanzar el estatus de clásica dentro de la literatura siríaca. Además, antes de su conversión, había sido un experto astrólogo. Uno de sus discípulos tuvo la feliz idea de recopilar todas sus enseñanzas en un volumen que no sólo alcanzó gran difusión sino que fue objeto de continuo plagio. La obra en cuestión basaba cuanto decía en diversas investigaciones comparativas, y todo ello con el afán de demostrar que las divergencias en las prácticas religiosas de las distintas razas de cierto invalidaban las creencias astrológicas, pero sin que contribuyeran “per se”, tal como habían argumentado algunos paganos (Celso entre otros), a establecer la verdad del politeísmo en oposición al monoteísmo bíblico. Admitía, sin embargo, que no toda la posible diversidad en los cultos, y no todo posible mal, es atribuible de manera automática a la libre voluntad. Aquellos hechos del mundo que no son imputables ni a la naturaleza ni al libre albedrío humano él los adscribía a un conflicto cósmico entre los ángeles y los poderes demoníacos, y a un destino que, él mismo admitía, tenía un poder relativo, si bien en ningún modo tan potente como los astrólogos querían pensar. Llegado a ese punto, su concepción poética del mundo se veía influida por una variedad de cuestiones e imágenes gnósticas y, aun presentando vigorosa oposición a los marcionitas de Odesa, su propia ortodoxia no inspiraba gran confianza en Antioquía. Otros cristianos sirios posteriores, tal como fue el caso de Efraín (306-373), le tildaban de genio peligroso. Para combatir su influjo, un cristiano edeseno llamado Palut fue oportunamente consagrado obispo de Odesa por Serapión, obispo de Antioquía, hacia el año 200. En un principio, Palut ministró tan sólo a un grupo minoritario; pero al convertirse Odesa en parte del Imperio, los palutianos pudieron manifestar públicamente su comunión católica con Roma y Antioquía con una libertad de fondo y forma del todo impensable para los bardesianos. La iglesia del siglo III en Odesa proclamó como su fundador a uno de los setenta y dos discípulos de Jesús, de nombre Tadeo (alias Addai), enviado como misionero e instructor en respuesta a una carta escrita al propio Jesús por el Rey Abgar Ukkama “El Negro” (hacia 9-46 de nuestra era). De hecho, esta iglesia incluso exhibía un escrito de Jesús prometiéndole seguridad para la urbe ante los conquistadores. Esa carta de Jesús se convirtió así en un talismán contra el mal, apareciendo en umbrales, sepulcros y puertas de las ciudades a través de todo el Imperio. (La copia más antigua que se conserva procede del Asia Menor y data del siglo V; es posible encontrar alguna copia en la Gran Bretaña de hoy en día el siglo XX). La incorporación al Imperio en el año 216, junto con una más estrecha relación con Antioquía, produjo con el paso del tiempo un importante cambio en el seno de la comunidad cristiana mesopotámica: aun contando con una versión siríaca de los evangelios por separado, en su liturgia tradicionalmente utilizaban la Armonía Evangélica o Diatessaron de Taciano. Un fragmento griego de la misma ha sido hallado en la fortaleza romana de Dura-Europos, en la ribera del Éufrates, donde las excavaciones han revelado la casa-iglesia de mayor antigüedad conocida (véase más adelante en el capítulo 18). Para el siglo IV o V, el Diatessaron fue desbancado por la Peshitta o versión siríaca de los evangelios, habiéndose visto su texto ahora en la necesidad de ser reconstruido a partir de posteriores adaptaciones existentes en árabe, persa, latín, holandés, italiano, e inglés medio. Ciertas leyendas recogidas en los Hechos de Tomás (obra famosa por su extraordinario poema “Himno del Alma”)2 vienen a respaldar la presencia de cristianos no sólo en Persia y la India, sino incluso hasta en la costa Malabar. 2

M.R. James, Apocryphal New Testament, pp.364-438

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La corriente principal de la obra misionera se extendió hacia el oeste, y el hecho de que San Pablo pusiera la vista en Italia y España tuvo importantes repercusiones para la futura identificación del cristianismo con la cultura europea. Cuando la epístola a los Romanos fue escrita, ya existía una iglesia sustancial en Roma, produciéndose enseguida una rápida difusión por otras ciudades italianas. En Pompeya, la ciudad destruida por la entrada en erupción del volcán Vesuvio en el 79, se ha encontrado una inscripción en forma de polígono cuadrado: ROTAS OPERA TENET AREPO SATOR De hecho, las letras pueden ser distribuidas de manera tal que se lea la palabra PATERNÓSTER, con “A” y “O”, lo cual podría ciertamente constituir un criptograma cristiano3 que, de ser correcto, deja patente la existencia de cristianos en Pompeya con anterioridad al 79. Sea como fuere, para el año 250 existían ya cerca de cien sedes episcopales en suelo italiano. En la Galia, Gran Bretaña, y España la misión avanzaba más lentamente. El cristianismo en la Galia parece haber tenido su inicio con Crescente, discípulo de Pablo (2 Timoteo 4:10). En el valle del Ródano, allá por el siglo II, existía una comunidad floreciente de cristianos de origen griego, en estrecha relación con Asia Menor, centrada alrededor del obispo de Lyón y de una iglesia misionera atendida por un diácono en la cercana Viena. Esos creyentes fueron objeto de gran persecución por parte del emperador Marco Aurelio en el 177, y, no mucho después, sufrieron asimismo la insidia de ciertos maestros gnósticos infiltrados en la congregación, lo cual, de hecho, fue el acicate que llevó al obispo Ireneo de Lyón a escribir su magna obra, “Exposición y Refutación de la Falsa Gnosis” (Contra los herejes). Ireneo predicaba tanto en céltico como en lengua griega, y así es como tuvo su comienzo la evangelización de la población nativa. Para principios del siglo IV, ya eran varios los obispados en funcionamiento, entre los que se incluían Arlés, Vaison, Autún, Ruán, París, Burdeos, Trier y Reims. Todavía no se sabe con certidumbre cuándo hizo el cristianismo su aparición en Bretaña. Tertuliano y Orígenes hablan de manera retórica de una expansión que llegaba hasta la más bárbara y apartada isla de Bretaña; sin embargo, es poco probable que la Iglesia tuviera un asidero firme hasta mediados del siglo III. En el Concilio de Arlés (314) estuvieron presentes tres obispos procedentes, respectivamente, de Londres, York y bien Colchester o Lincoln. Asimismo se contó con la asistencia de obispos británicos en el desafortunado concilio de Ariminum (en Rímini) en el año 359 ( véase más adelante en el capítulo 9); según otras fuentes, se sabe que tres de ellos eran demasiado pobres como para poder costearse por sí mismos el viaje, mientras que el resto sí estaba en disposición de hacerlo. El relato del martirio de San Albano en Verulamium está plagado de hechos legendarios, pero, aun así, es bastante probable que hubiera una base de verdad en todo ello, dada la realidad indiscutible de la gran afluencia de peregrinos a su supuesto santuario allá por la primera mitad del siglo V. De hecho, bajo la protección de Constancio, padre de Constantino, Bretaña no sufrió más de lo que sufriera la Galia a causa de la gran persecución. Los descubrimientos arqueológicos han puesto de manifiesto la existencia de algunas pequeñas basílicas que bien podrían haber sido las iglesias de Silchester y Caerwent; de lo que no puede caber duda alguna es de la filiación cristiana de la capilla descubierta en la diminuta pero próspera villa de Lullingstone, en el condado de Kent.4 Para el 400, ya en vísperas de las invasiones, la Bretaña romana podía ser considerada a grandes rasgos una provincia cristiana dentro de los confines del Imperio ortodoxo, contando con una fe activa incluso entre las clases más bajas o populares. El primer autor británico del que nos haya 3

Recientemente se han encontrado algunos ejemplos tempranos; en Aquincum (Budapest), del 107 d.C.; en Manchester (G. B.) del 175 d.C.; y en Coimbra, Portugal, posiblemente del siglo I. 4 En 1975 se encontró la más antigua plata cristiana conocida, con una fecha no posterior al siglo IV, enterrada en el fuerte romano, Water Newton, que está ubicado cerca de Peterborough; actualmente se encuentra en el Museo Británico.

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llegado escrito alguno era precisamente un escritor cristiano, el monje Pelagio, el cual tenía trato y amistad con británicos de similar persuasión. La invasión gradual de los sajones había tenido su comienzo al tiempo que San Patricio iniciaba la evangelización de Irlanda (hacia el 432). Los nativos resentían amargamente la presencia de esos paganos sajones, y poco o nada hicieron para su conversión, optando por retirarse a Cornualles, Gales, e Irlanda. San Patricio llegó a quejarse al ver cómo era minada su labor misionera por parte de un clero nativo hostil, viéndose forzado a escribir una protesta formal al príncipe cristiano Coroticus (con toda probabilidad Ceretico, hijo de Cuneda, el fundador de Cardigan), cuyas huestes habían hecho presa de los recién bautizados para venderlos como esclavos. Hubo de esperarse al año 597para que el Papa Gregorio el Grande aprovechara la oportunidad brindada por el reino de Kent, iniciándose, por fin, la conversión formal de los anglosajones (véase más adelante, capítulo 17). No es mucho el material existente referente a los primeros pasos del cristianismo en Egipto. Algunos fragmentos de papiro dan constancia de una labor misionera que habría avanzado por el Valle del Nilo. Las características de parte de ese cristianismo egipcio no parecen haber sido muy ortodoxas, al menos juzgadas a posteriori: los fragmentos conservados de “El Evangelio según los Egipcios”, al igual que muchos otros evangelios apócrifos, dan la impresión de compartir la actitud “encratita” (de “autocontrol”) respecto al matrimonio, presentándolo como incompatible con la suma perfección cristiana, sin que dicho evangelio, pese a todo, pueda ser tildado de verdaderamente herético. La historia, difundida hacia finales del siglo II, y respaldada, además, por Clemente de Alejandría, de que la iglesia alejandrina debía su origen a San Marcos, el discípulo de Pedro (Cf. 1 Pedro 5:13), bien pudiera haber sido el eco distante de una genuina presencia ortodoxa misionera procedente de Roma hacia mediados de ese mismo siglo, en un momento en el que la propia iglesia de Roma libraba una batalla a vida o muerte con los marcionitas y los valentinianos. Esa preocupación por el mantenimiento de la ortodoxia queda atestiguada por un papiro de la época que deja constancia de la refutación del gnosticismo por parte de Ireneo, tal como era proclamada en Oxyrynchus a los pocos años de su aparición. Sea como fuere, lo cierto es que el carácter del cristianismo alejandrino no fue del todo aparente hasta Clemente de Alejandría. En el África romana, es decir, en esa franja costera que volvía la mirada en lo cultural y económico a Europa, con capital natural en la antigua ciudad mercantil de la fenicia Cartago, las primeras muestras de un cristianismo activo que encontramos provienen de una versión latina de los “Hechos” de los Mártires de Scilli, enclave próximo a Cartago, con datación del año 180. Sin embargo, los orígenes de la misión se retrotraen a bastante antes. Para el 200, Tertuliano daba fe no sólo del vigor de la Iglesia en Cartago y en el África proconsular (norte de Túnez), sino que, asimismo, menciona la existencia de iglesias situadas en el interior, en las provincias de Byzacena (sur de Túnez), Numidia, y Mauritania (Argel). La población cristiana era, además, en extremo numerosa en época de Tertuliano. Hesterni sumus et vestra omnia implevimus (decían): “Llegamos tan sólo ayer y ya hemos ocupado todo cuanto hay – islas, ciudades, pueblos, fuertes, e incluso los campamentos militares; y estamos igualmente presentes en asambleas, ayuntamientos, senado, foro y hasta en palacio. Nada os hemos dejado, salvo vuestros templos”.5 El origen de esos primeros misioneros de la zona nos es, sin embargo, del todo desconocido. Tertuliano veía ciertamente en Roma una sede próxima de fundamento apostólico con la cual guardaba estrecha relación el propio cristianismo africano. Pero Cartago mantenía, por otra parte, un comercio muy activo con el Levante, y los primeros misioneros bien podrían haber procedido del Oriente. Para el año 200, eran muchos los cristianos africanos cuya primera lengua hablada era el griego, y eran evidentes, además, las diferencias de costumbre entre los creyentes griegos y los latinos. Con todo, quizá fueran misioneros africanos los que llevaron a cabo las primeras traducciones de la Biblia al latín, en un lenguaje popular y coloquial, sin ocuparse de la totalidad del texto en un momento y en un lugar determinados, sino produciendo versiones parciales según la necesidad iba dictando. Todos esos esfuerzos individuales dieron como resultado la primera Biblia Latina, y para el año 400, justo con el advenimiento del siglo V, gozaba de tal reputación como Versión Autorizada que la aparición

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Tertuliano, Apologética, 37

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de la Versión Revisada de San Jerónimo (la denominada “Vulgata”) provocó enconadísima oposición. Aparte de la voluntad expresa del propio apóstol Pablo de viajar a España, los primeros indicios relativos a las iglesias de este país provienen de ciertas alusiones hechas por Ireneo y Tertuliano. Cipriano, por su parte, llega a mencionar lugares concretos, situando las iglesias más importantes en las ciudades de León, Astorga, Mérida, y Zaragoza. A principios del siglo IV, los cánones del Concilio de Elvira muestran un panorama de vital expansión, pero con una Iglesia que no había podido sustraerse a la lacra de la laxitud moral de los tiempos. Uno de los líderes del citado Concilio, Osio (u Hosio) de Córdoba, llegó a convertirse en consejero eclesiástico del propio Constantino. Lo cierto es que llegó un momento en el que los mismos cristianos se asombraron de la rapidez y extensión lograda por la Iglesia incluso antes de la entrada en escena de Constantino. Vista la situación general, no es de extrañar que la Iglesia se sintiera poderosa y triunfante, dispuesta, además, a enfrentarse al mundo, pletórica de una confianza que iba a convertirse en la marca distintiva de los primeros apologistas. LA DEFENSA DE LA FE

Como inherente a la propia naturaleza de la existencia de la Iglesia, desde sus inicios ésta se vio enzarzada en continuos debates con críticos y detractores, dando como resultado la formulación de unas doctrinas forjadas en el duro yunque de las controversias intelectuales que habrían de surgir tanto en su propio seno como en el mundo exterior. Los primeros en presentar objeciones fueron los judíos ortodoxos, y, durante un período sorprendentemente largo, el debate entre iglesia y sinagoga acaparó la total atención de los pensadores cristianos. No fue accidental ni mucho menos que, datando del siglo II, la obra más enjundiosa conservada fuera el Diálogo con Trifón el Judío, escrita por Justino Mártir hacia el 160. Ese es ciertamente el más dilatado ejemplo de un extenso género literario, ocupado primariamente con un asumido universalismo religioso del cristianismo, acontecimiento, por otra parte, anticipado ya por los profetas, y, sin duda alguna, característico en su minuciosa presentación de los argumentos esgrimidos en base a textos proféticos concretos. Como es natural, en esa controversia los judíos ortodoxos venían a representar una pretendida continuidad con el pasado histórico del pueblo elegido de Dios, rechazando como meros sofismas las posibles interpretaciones alegóricas (tal como era el caso de los ejemplos expuestos en la Epístola de Bernabé) de una ley mosaica que ordenaba el rito de la circuncisión, la observancia del sábat, los sacrificios, y la pureza en los alimentos. Para los judíos ortodoxos, los cristianos eran peligrosos reformistas, ocupados en la tarea injustificable de alterar unos principios religiosos revelados por Moisés con el fin de hacerlos más aceptables al gusto gentil. Mientras que, en opinión de los cristianos, el acendrado particularismo del judaísmo era del todo incompatible con sus propios principios monoteístas pues: ¿acaso no era su Dios el Dios también de los gentiles? (Cf. Romanos 3:29-30). Los cristianos veían en la ley mosaica una disciplina temporal impuesta por muy buenas razones, pero en absoluto pensada para ser asumida como primera, última y definitiva palabra de Dios; de hecho, estos primeros cristianos se volvían a los patriarcas anteriores a Moisés, que no habían tenido Ley que observar que no fuera la dictada como un imperativo moral por su propia conciencia, convencidos, además, de que el mismo Moisés se había visto obligado a imponer el ceremonial del Levítico por la proclividad del pueblo judío a mezclarse con los paganos cananeos, haciéndose necesario pues un sistema estricto que los mantuviera apartados y propiamente diferenciados. Pero esa necesidad ya no era tal. Justino Mártir veía en el Sermón del Monte una nueva ética de validez universal, en continuidad con las más elevadas aspiraciones del judaísmo, pero al mismo tiempo libre de las trabas de unas reglas ceremoniales peculiares de un único pueblo entre los cientos creados por Dios. La actitud de los cristianos resultaba inquietante en su desdén del privilegio de un parentesco sanguíneo con Abrahán, pues, según ellos, bajo el nuevo pacto inaugurado por Jesús el Mesías, esa relación venía a perder importancia. La sinagoga ortodoxa, por su parte, consideraba que todos los judíos eran poseedores de una fe, al menos en germen, simplemente

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por ser el pueblo elegido, si bien estaban dispuestos a admitir que eran numerosos los judíos que no hacían efectiva esa fe en la práctica. Para los cristianos, en cambio, la distinción entre creencia y descreimiento era más radical y absoluta, y toda aceptación de la nueva fe habría de estar sancionada por una más profunda entrega. Por otra parte, aun entendiendo el bautismo como un acto social corporativo, pletórico de sentido en su relación con la comunidad cristiana, el hecho de la fe era contemplado desde una perspectiva más individualista que la judaica. El evangelio de Cristo dividía, pues, a las familias, y venía a trastornar la rutina habitual de las pautas de conducta social. No resulta sorprendente, pues, que el impacto del cristianismo resultara en una alteración emocional, o en un antinomianismo, tal como fue el caso de los “nicolaítas” mencionados en el Apocalipsis de San Juan. A todo eso, además, se había venido a unir, para complicar aún más las cosas, una nefasta incomprensión de la terminología paulina respecto a la libertad ante la ley y esa herencia propia de los verdaderos hijos del reino. Fue precisamente en respuesta a esas amenazas de anarquía cuando hizo su aparición un tono marcadamente moralista en los escritos cristianos de ese siglo II, que tan fácil resulta de descalificar como pérdida de la pujanza y el vigor propios de la era apostólica, pero que, para el año 100, debió de parecer más que necesario y vigente, para aquellos conversos de origen gentil; y, ciertamente, mucho más necesaria era una instrucción moral y una exhortación a las buenas obras que otras enseñanzas religiosas. Por mucho que los cristianos criticaran el particularismo excluyente del judaísmo, lo cierto es que ellos mismos no debieron de parecer muy diferentes a ojos de un observador pagano. Los cristianos habían hecho suyo el recelo judío ante las deidades paganas y el obligado culto al emperador. Es más, la gran mayoría de esos cristianos ni siquiera se atrevía en conciencia a probar de la carne que se vendía en el mercado procedente de lo sacrificado a los ídolos. Sea como fuere, lo cierto es que tendían a alejarse de la sociedad, celebrando sus reuniones aparte, a menudo en secreto, y no hacían acto de presencia ni en los espectáculos públicos ni en los combates de gladiadores, principal fuente de diversión del populacho. Aun así, lo cierto es que reclutaban seguidores de entre todos los estratos sociales. A ojos de esa pagana sociedad imperial, toda conducta excéntrica por cuestiones religiosas podía ser tolerada siempre y cuando no atentara contra el orden político establecido, no contuviera en sí el germen de una decadencia moral, y, además, obedeciera a la fe particular de una etnia concreta, en cuyo caso era defendible como una continuación honrosa de las tradiciones ancestrales. Pero lo cierto es que en el siglo II se sospechaba del cristianismo como de un vicio secreto, actitud que venía a reforzar la reticencia de los conversos a militar en el ejército romano, y su conspicua falta de respeto hacia toda religión que tan sólo se apoyara en una tradición ancestral para su validación. En tiempos de Marco Aurelio, el panfletista anti-cristiano Celso expresó la cuestión muy sucintamente. Él ciertamente detestaba y despreciaba cordialmente a los judíos, pero se declaraba, por principio, tolerante de sus extrañas costumbres: “Puede que la religión de los judíos sea en exceso peculiar, pero al menos puede decirse que siguen las costumbres de sus antepasados.” Los cristianos, en cambio, no actuaban movidos por tradición ancestral alguna, ni siquiera la del judaísmo del que provenían, y estaban obteniendo un éxito inquietante en su intento de apartar a la gente por todo el imperio de ese antiguo politeísmo que, de hecho, constituía la trama y la urdimbre de una sociedad de siglos. Pero lo cierto es que, aun a pesar de su defensa de las tradiciones politeístas, Celso no tenía la conciencia tranquila respecto al hecho, y era evidente que había sido afectado por los argumentos de ciertos filósofos de la escuela escéptica. Pero lo cierto es que el escepticismo filosófico tendía a reforzar el conservadurismo social y religioso. Un escéptico como Cicerón sostenía de manera explícita que, por ser imposible tener certeza de nada, uno debería adherirse estrictamente a las tradiciones y costumbres religiosas de la antigüedad. El abandonarlas supondría una confianza inadmisible tanto en la propia razón para así hacerlo como en la superioridad de la alternativa política escogida. Celso mantenía igualmente un cierto conservadurismo respecto a la tradición, rechazando el cristianismo precisamente por no adherirse a otros prejuicios diferentes. Dado ese talante general, los judíos eran socialmente mucho mejor tolerados que los cristianos, en parte precisamente por ser mucho más reacios a manifestar públicamente su desprecio a los cultos paganos. Tanto Filón como Josefo sostenían que, si bien el Dios de la Biblia era el único Dios verdadero, no estaba bien faltar el respeto a los sentimientos religiosos

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de los demás, siendo en consecuencia partidarios de una total cortesía para con los judíos. Es más, en la práctica se contentaban con tan sólo solicitar del gobierno imperial la misma tolerancia concedida a las otras religiones nacionales, si bien era indudable un mayor interés por defender la causa del judaísmo y su propia libertad de culto antes que involucrarse en cualquier otra posible misión activa para convertir a los paganos y hacer de ellos prosélitos. Para los cristianos, sin embargo, la “raison d´être” de la iglesia consistía en su papel conciliador para con la humanidad toda, incluidos judíos y gentiles por igual. Al igual que Filón, San Pablo desaprobaba la falta de respeto a los templos paganos, si bien tenía la más ínfima opinión de su religión politeísta. Lo inexplicable de la Iglesia consistía en el carácter revolucionario de su mensaje al tiempo que, paradójicamente, carecía de una correspondiente ideología política; notable en sus esfuerzos por llegar a todos los estratos sociales, mostraba a la par una indiferencia absoluta ante el poder terrenal. Celso fue el primero en darse cuenta de que esa incipiente comunidad, pacifista y auto-limitada en su proclama, contenía, sin embargo, en potencia, la fuerza necesaria para operar un cambio catastrófico en el panorama político y social del imperio. De ahí que se apresurara a hacer cuanto estaba en su mano para dotar a la tradición politeísta de una serie de principios filosóficos y teológicos coherentes que hicieran frente al ataque cristiano. Es significativo, sin embargo, que tan sólo pudiera llevar adelante el empeño cediendo de su propio terreno ante sus oponentes cristianos y en base a un muy poco ético aprovechamiento de los argumentos de los apologistas cristianos para sus propios fines. El futuro se perfilaba, pues, desde una actitud ya anticipada por Justino Mártir. La Iglesia habría de asimilar parte de la metafísica platónica y de la ética estoica al tiempo que denunciaba mitos y cultos paganos como demoníacos, supersticiosos, y falsos en esa aparente religiosidad que tan sólo actúa impelida por las fuerzas del mal, y que pervive en base a prejuicios y una propaganda difamatoria contra la Iglesia. Al verse presionada para dar razón del origen sobrenatural del cristianismo, la Iglesia del siglo II buscó respuesta principalmente en el cumplimiento por parte de Jesús de las profecías del Antiguo Testamento y en la evidencia irrefutable de una difusión universal de la fe. Los hechos milagrosos de Jesús, tal como aparecían recogidos en los evangelios, también eran aducidos, aunque con menor asiduidad, como prueba indubitable de su poder divino; si bien, como base argumental, quedaron relegados a un segundo plano dentro de la apologética popular. Justino Mártir veía en el cumplimiento de esas antiguas profecías el argumento más coherente e irrefutable de todos. Los textos sagrados eran pródigos, además, en sus ataques a la mera religiosidad externa: Dios espera misericordia, no sacrificios, y nada le causaba mayor descontento que el ritualista ceremonial del judaísmo. Pero eso no era todo. Justino no podía menos que invocar esos otros textos que hablaban de promesas de una restauración que habría de hacerse efectiva con un nuevo pacto y la llegada del Mesías. El Antiguo Testamento venía, pues, a dar razón tanto de un evidente sobreseimiento del judaísmo como sistema permanente preordenado, como de esa difusión universal de esa Iglesia que, en opinión de Justino, estaba llamada a cumplir una función en el ínterin obligado entre la ascensión de Cristo y esa consumación final hacia la que se movía el mundo providencialmente. Mucha de esa primera teología cristiana consistía en la interpretación de la profecía veterotestamentaria como preanuncio del Evangelio, y Justino y sus coetáneos encontraban “tipologías” o prefiguraciones de la Redención en Cristo, en el Éxodo de tierras de Egipto, en el paso del Jordán por Josué para entrar en la tierra prometida, en Noé, como figura simbólica de una humanidad renovada, en las manos extendidas de Moisés que hicieron posible la derrota de los amalecitas, y en muchas otras instancias. La importancia de esa tradición de interpretación del Antiguo Testamento puede juzgarse por el simple hecho de que, durante varios siglos, la presentación expositiva de las profecías continuó siendo el núcleo central de la instrucción de los catecúmenos respecto a la persona de Cristo. La Iglesia del siglo II era consciente de que su Señor crucificado había vencido a los poderes del mal; pero si se les pedía que explicaran cómo podía haber sido eso, se limitaban a citar las profecías que anunciaban la pasión, especialmente aquellos pasajes que hacen referencia al siervo sufriente de Isaías 53, o el salmo 22 del abandono. La apelación a la difusión universal de la fe alcanzad en un lapso de tiempo relativamente breve, no era un argumento que se basara en el éxito en forma tan simplista como pudiera parecer a primera vista. Estaba ahí implícita la proclamación de que la verdad del

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evangelio venía a verse ratificada en una experiencia moral, atestiguada por la propia convicción de los apóstoles y por la integridad de los mártires. Si la resurrección hubiera sido tan sólo pura ficción, seguía el argumento, los apóstoles no habrían estado dispuestos a arriesgar su vida por la causa de la nueva creencia. Pero la fe de ese puñado de pescadores iletrados se había propagado con rapidez sorprendente, llegando en su expansión de la India a Mauritania, y del Caspio a las mismísimas tribus bárbaras de Bretaña. Los artífices de esa difusión no habían sido ciertamente ni hábiles oradores ni sutiles razonadores, y, en el cumplimiento de una tarea libremente asumida, esos rudos pescadores habían tenido, además, que superar los prejuicios, la abierta oposición, y la hostilidad de pueblos enteros y sus gobiernos. Aun así, las iglesias habían continuado proliferando con inigualable y pasmosa rapidez. La conversión de Constantino, ya en el siglo IV, pareció un sueño hecho realidad; y, en opinión del historiador contemporáneo Eusebio de Cesarea (c. 262-339), esa nueva fe del emperador constituyó un paso fundamental en la difusión del evangelio por todo lo largo y ancho del imperio. Ciertamente toda una catapulta para su futura difusión por territorio bárbaro. En la primera mitad del siglo II, hubo quien llegó a creer que esa propagación de la Iglesia, en simultaneidad con la de la propia raza humana, dejaba constancia del significado simbólico interno de esa esperanza “mitológica” de una segunda venida de Cristo. En opinión de Melito, obispo de Sardis (hacia 160-70 después de Cristo), el establecimiento de la paz por Augusto fue un hecho providencial dentro del plan divino de preparación para el evangelio. Los destinos de la Iglesia y el Imperio vinieron a quedar de alguna manera entrelazados en los misteriosos propósitos de Dios. En opinión de Justino Mártir, los ejércitos romanos, responsables de la destrucción de Jerusalén en el año 70, no habían sido, ni más ni menos, que instrumentos de juicio de una nación que había rechazado al Mesías, mostrando una lamentable falta de perspicacia para discernir esa nueva dispensación, recién inaugurada, por la que venían a ser derogados los sacrificios en el templo. Eusebio de Cesarea veía asimismo en la conversión de Constantino una directa intervención divina, en virtud de la cual quedaba establecido el cristianismo en la mismísima ciudadela de las más importantes decisiones gubernamentales, como enclave idóneo para su futura expansión. Aun así, la misión cristiana no iba dirigida en exclusiva a los centros de poder. Su objetivo consciente era el común del pueblo, y los ideales de simplicidad y humildad nunca estaban lejos de la mente de aquellos que habrían de propagar la fe. Los misioneros daban por sentado que el evangelio proporcionaba cumplida respuesta a las necesidades del hombre mortal, y que, por otra parte, era necesario comunicarse con la gente sencilla en un lenguaje igualmente sencillo. Al escribir himnos y cánticos para un pueblo carente de instrucción, en un mundo obsesionado con la clase y el rango, donde, además, la distinción de categorías afectaba no sólo a la ropa y el comportamiento sino, igualmente, a la forma y modo de expresarse, los cristianos daban ciertamente la nota al proponerse con toda deliberación conceder a los menos afortunados una dignidad libre de todo atisbo de condescendencia. No hay razones para pensar que ese primer movimiento cristiano fuera en momento alguno una revolución política fallida, o que la historia de la Iglesia pueda ser vista en términos de una burguesía que sofoca con éxito el alzamiento de la clase trabajadora por pura y simple implantación de un inocuo misticismo ultramundano. Semejantes teorías sólo pueden ser mantenidas violentando de forma selectiva la evidencia. Pero de lo que no puede caber duda es que ese movimiento, esencialmente religioso, contenía en sí unas profundas potencialidades, tanto en lo político como en lo social, muchas de las cuales no pudieron alcanzar pleno cumplimiento en tiempos del Imperio Romano. Los antiguos dioses del politeísmo eran en su mayoría deidades locales veneradas por las gentes de una región en particular. Incluso tras la expansión más allá de su lugar de origen de los cultos de Isis y las religiones mistéricas de Oriente, era notable la escasa conciencia de universalidad de sus cultos. Durante todo el siglo II, los pueblos paganos interpretaron a las deidades locales de forma análoga a como veían a sus gobernadores provinciales, viendo en éstos sencillamente a los encargados de administrar el mundo a favor de un poder supremo demasiado trascendente para intervenir directamente en los vulgares detalles del gobierno cotidiano; simultáneamente, las clases cultas empezaron a adoptar un incipiente monoteísmo. Para el siglo III ese interés por el monoteísmo se centró en el culto al astro sol. Lo cual da pie para especular respecto al éxito del cristianismo precisamente por venir a dar cumplida respuesta a la necesidad del imperio de una religión universal con la que poder

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identificarse. Ya en el siglo IV, y vista esa evolución, no es de extrañar que algunos autores cristianos, aceptaran como prácticamente sinónimos los términos “romano” y “cristiano”. Pero, en realidad, la síntesis del imperialismo romano y el cristianismo pronto entró en quiebra, en parte por la conciencia cristiana de tener que llevar igualmente el evangelio a los hostiles pueblos bárbaros, y en parte también por pura reafirmación de esa antigua tradición de despego o incluso absoluta indiferencia hacia toda estructura política de un mundo que se sabe transitorio. En lógica consecuencia, las sucesivas generaciones cristianas heredaron una indeleble ambivalencia respecto al poder fáctico; pues, entre otras cosas, de encontrarse bajo la dirección y el control de un emperador creyente, ¿podría en tal hecho discernirse la mano invisible de Dios trayendo verdad, paz y justicia en base a un pacto mutuo con la Iglesia? Y, de ser así, ¿podría el gobierno confiar a los ministros de la Iglesia la educación moral del pueblo? O, visto de otra manera, ¿debe un gobierno, de suyo comprometido con las tareas mundanas de la defensa, economía, ley y orden, amén de la represión de la disidencia social, asumir un papel irremediablemente secular, ajeno a los elevados propósitos de un reino que no es de este mundo? La cuestión era que, tal como San Agustín hizo notar a su gente en el siglo V, “Los emperadores se han hecho cristianos, pero el diablo, no”.

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4 Justino e Ireneo JUSTINO MÁRTIR

Los gnósticos herejes habían apelado a los principios del platonismo para justificar filosóficamente su doctrina de que el alma elegida debe ser liberada del mal consustancial a la materia para escapar a su verdadero hogar y poder, al fin, disfrutar de una visión beatífica. Su profundo pesimismo respecto al orden creado no procedía, en buena ley, del texto de Platón, pero contaba, sin embargo, con una argumentación suficientemente ordenada y lógica como para causar una cierta impresión. No ha de extrañarnos, pues, que esa apelación gnóstica a la filosofía pagana no incitara precisamente a un estudio más minucioso de la filosofía como disciplina propia entre aquellos que veían en el gnosticismo un agente corruptor. La filosofía, como disciplina, pasó, pues, a ser tenida por los creyentes como la madre de toda herejía. Para Ireneo de Lyón, por ejemplo, el gnosticismo venía a ser una especie de cajón de sastre de donde se sacaban retales filosóficos, de muy diversa procedencia y calidad, para disfrazar, según propio gusto, las más extravagantes, irracionales y falsas de las mitologías. Hipólito, su sucesor en esa cátedra anti-herética, cuya mente, dicho sea de paso, era una curiosa mezcla de erudición y pura simpleza, se dedicó con afán a escribir una extensa refutación de las sectas en general, basándose en el presupuesto de que cada una de ellas corrompía, en alguna forma, el auténtico evangelio con su aplicación de unos principios derivados de una filosofía pagana; en ese loable, aunque no muy lucido empeño, Hipólito vino a conservar numerosos escritos de filósofos clásicos, Heráclito entre otros, de los que no se tendría constancia hoy día de no haber sido por él. Tertuliano, sin embargo, no tuvo empacho alguno en mofarse abiertamente de todos cuantos se atrevían a “defender un cristianismo de cuño estoico, platónico, o aristotélico”. Los gnósticos, por su parte, sostenían con firmeza la controvertida tesis de que toda fe necesita ser complementada por una correspondiente investigación filosófica. Por tanto, “¿qué puede haber en común entre Atenas y Jerusalén?”. Pero para mediados del siglo II, el panorama habría de cambiar por completo. Justino Mártir, de ascendencia griega, había nacido a principios de ese siglo en tierra samaritana, marchándose de joven a Éfeso para estudiar filosofía. Él mismo describe esa búsqueda personal en su Diálogo con Trifón, obra que ciertamente adolece de un ornamentado estilo literario, pero que bien cuenta, pese a todo, con un fondo de verdad. En un principio estuvo bajo la tutela de un maestro estoico – a la sazón todavía la corriente filosófica más popular – para pasar en seguida a depender de un maestro de la escuela aristotélica, quien no tardó en desilusionarle al mostrar una muy poco filosófica ansiedad respecto a sus honorarios. Buscó, entonces, la guía de un pitagórico, terminando, por último, por estudiar con un platónico, con el cual quedó bastante satisfecho, sobre todo habida cuenta de la vena religiosa y mística de las aspiraciones platónicas. De hecho, Platón había escrito con un lenguaje extático acerca de la visión que el alma puede llegar a tener de Dios. Así, pues, sucedió que cierto día, mientras meditaba en soledad junto a la orilla del mar, Justino entabló conversación con un anciano que no sólo refutó la doctrina platónica respecto al alma, sino que, además, le instruyó cumplidamente acerca de los diversos profetas del Antiguo Testamento que habían preanunciado la llegada del Cristo. Sin pensárselo dos veces, Justino prontamente se convirtió a esa nueva creencia, pero sin que la aceptación de la nueva fe supusiera para él ni una renuncia a sus indagaciones filosóficas, ni un abandono de todo lo aprendido del platonismo. Lo cierto es que Justino estaba convencido de haber encontrado en el cristianismo la esencia de la “auténtica filosofía”, y, en consecuencia, se aprestó incluso a adoptar la vestimenta propia de un maestro en esa disciplina (que por aquel entonces confería una autoridad y un poder similar al que se asocia hoy con el alzacuellos

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clerical).1 Tras mudarse de Éfeso a Roma, hacia el año 151 se entregó con ahínco a redactar una extensa Apología del cristianismo, dedicando la obra al emperador Antonino Pío. Unos años más tarde, volvería a reelaborar esa misma obra, añadiéndola, además, un suplemento. Esa segunda redacción pronto pasó a ser conocida como su Segunda Apología, siendo muy bien recibida pues hacía precisamente su aparición en un momento crítico para el destino de la Iglesia en Roma, tratando ésta como estaba de recuperarse del acoso al que había sido sometida por parte del prefecto de la ciudad, Lolio Urbico. Su otra obra conocida, el Diálogo con Trifón el Judío fue escrita a continuación de su primera Apología, aproximadamente hacia el año 160, presentando, en forma de recapitulación, el debate habido entre Justino y Trifón hacia el año 135. Justino rechazaba con vehemencia mitos y cultos paganos, tildándolos de burda superstición contaminada por el mal, al tiempo que daba, sin embargo, la más cordial de las bienvenidas a la tradición filosófica clásica. El Dios trascendente de Platón, ciertamente más allá de toda comprensión humana, era, sin lugar a dudas, el mismo Dios de la Biblia. Sócrates había percibido correctamente hasta qué grado de corrupción había llegado la antigua religión, y esa había sido la razón de que fuera perseguido a muerte por los atenienses – de ahí, por otra parte, que Sócrates fuera erigido en prototipo de integridad para los mártires cristianos. Mucho fue lo que Justino aceptó con entusiasmo de la tradición platónica: el filósofo había enseñado, y con razón, que el alma tiene una afinidad especial con Dios, y que los seres humanos no sólo somos responsables de nuestra conducta, sino que, además, en el mundo venidero, se impartiría juicio y justicia para todos. Aun así, Justino opinaba que Platón se había equivocado en algunos puntos, por ejemplo, en su creencia de que el alma posee una inmortalidad intrínseca natural, y ello por propio derecho y no por una dependencia lógica de la voluntad de su Creador; confundiéndose asimismo en su aceptación del mito determinista de la trasmigración de las almas. Pese a todo, Justino se admiraba de los múltiples e innegables logros del pensador: Platón, al menos, sabía que era en extremo arduo llegar a Dios sin una ayuda especial; y es más que probable que tuviera que reservarse muchas de sus conclusiones por temor a los arraigados prejuicios de la sociedad politeísta en la que vivía. Justino se explicaba lo dilucidado por Platón sobre la base de dos posibles hipótesis. La primera de ellas había circulado ya como tema apologético convencional por las sinagogas griegas, a saber, que Platón y los sabios griegos habían tenido presentes las misteriosas alegorías del Pentateuco, lo cual les habría proporcionado algún vislumbre de verdad en las brumas de su desconocimiento. Mientras que la segunda de esas hipótesis venía a ocuparse de un tema muy paulino: el valor y validez de la conciencia moral universal, y ello con total independencia de una posible revelación especial. (Véase Romanos 1 y 2). Allí donde San Pablo había argumentado que todos somos responsables, y por ello inexcusables en una última instancia, Justino argüía que la luz que todos poseemos ha sido implantada por la Razón divina, el Logos de Dios que se encarnó en Jesús y que sigue activo universalmente, y presente en toda elevada manifestación de bondad e inteligencia allí donde sea posible detectarlas. Justino, por otra parte, da una sorprendente interpretación de la parábola del sembrador a la luz de esa posibilidad: el divino Sembrador habría sembrado su buena semilla por toda la creación. Es más, Justino ni siquiera pretende atribuir todo conocimiento de revelación divina a los hebreos, pues nada más ajeno a su voluntad que restar valor a otras posibles fuentes de sabiduría. Abrahán y Sócrates eran por igual “cristianos antes de Cristo”. Pero así como las aspiraciones de los profetas del Antiguo Testamento habían hallado su cumplimiento en la persona de Cristo, en manera similar, las conclusiones a las que habían llegado los filósofos griegos habrían alcanzado su plenitud en el evangelio de Cristo, quien verdaderamente encarna el más elevado ideal moral posible. Para Justino, Cristo es el principio fundamental de unidad, y el criterio único por el que juzgar esa verdad que, por el presente, es todavía posible encontrar diseminada entre las varias escuelas filosóficas, y ello en la medida, claro está, del esfuerzo que hayan dedicado respectivamente a ocuparse tanto de la religión como de la moral. La deuda que Justino contrajo con la filosofía platónica es importante en su pensamiento teológico en un asunto de gran repercusión. Él utiliza el concepto del Logos divino 1

Los ministros cristianos no llevaban una vestimenta que les distinguiera durante este tiempo.

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o la Razón tanto para explicar cómo el Padre trascendental de todo se ocupa del orden inferior de las cosas creadas, y para justificar, asimismo, su fe en la revelación hecha por Dios en virtud de los profetas y de Cristo. El Logos divino había inspirado a los profetas, según Justino, y estaba, además, presente e indiviso en Jesucristo. Esa actividad y su culminación en la encarnación son instancias especiales de la inmanencia divina. Quedaba, pues, implícita en la tesis de Justino que la distinción entre “Padre” e “Hijo” se corresponde con la distinción entre Dios trascendente y Dios inmanente. El Hijo-Logos es necesario para mediar entre el Padre supremo y el mundo material. Justino, en consecuencia, insiste en que el Logos es el “totalmente otro” que el Padre, procedente del Padre en un proceso que en modo alguno disminuye o divide el ser del Padre, sino en la manera en que una antorcha puede ser encendida en base a otra. Él sería, pues, Luz de Luz. Con todo, Justino era, además, plenamente consciente de la existencia de las muy diversas herejías gnósticas, por lo cual escribió un tratado (hoy perdido) para refutarlas. Convencido, como estaba, del libre albedrío del hombre, se mostraba consecuentemente crítico de esa doctrina gnóstica que sostenía que la salvación dependía de una predestinación que nada tendría que ver con la virtud moral; por otra parte, su absoluta confianza en el poder de la argumentación en base a la profecía cumplida, lo colocaba en oposición frontal al desprecio patente de Marción para con el Antiguo Testamento. Al criticar la depreciación gnóstica del orden natural y material, Justino venía a enfatizar que la creación es obra del Dios supremo, el cual actúa como auténtico mediador en virtud del Logos; que, en la encarnación, el Logos habría asumido una total humanidad, en cuerpo, alma, y mente, y que Cristo “verdaderamente sufrió” en la pasión; y, sobre todo, que el destino de la humanidad no consiste en una liberación del alma inmortal de la servidumbre de un cuerpo físico, sino en la “resurrección”, que Justino interpretaba de forma totalmente literal. Al aceptar el Apocalipsis de Juan como inspirado y autorizado, Justino entendía que la esperanza cristiana significaba una expectativa real de un Cristo que habría de regresar para reconstruir Jerusalén y reinar con sus santos durante un milenio.2 La afirmación de San Pablo que Cristo vino “en el cumplimiento del tiempo” ha venido a suponer toda una interpretación teológica de la historia. Justino fue el primer escritor en ver en los anales de la humanidad un relato bipartito de una historia que es tanto sagrada como profana, con un nódulo central en la venida de Cristo. El principio, fundamental en el enfoque de Justino, de que el Creador ha implantado simientes de una Verdad con mayúsculas en numerosos lugares, y no sola y exclusivamente en los textos proféticos, fue llevado un paso más adelante por posteriores autores cristianos. Justino, por su parte, hizo mención de ciertas profecías relativas al fin del mundo que podían ser encontradas en los Oráculos Sibilinos, y en un Apocalipsis compuesto por zoroastrianos helenizados en nombre del rey Histaspes del libro del Avesta. De igual manera, Lactancio, a principios del siglo IV, pudo tener ese Apocalipsis de Histaspes ante él, encontrando valiosos testimonios de la verdad cristiana en los Oráculos Sibilinos, esas dilatadas colecciones deudoras, en su origen, a versificadores judíos y posteriormente adaptados a un uso cristiano. Cuando, ya en el siglo XIII, el autor del Dies Irae, veía en el rey David de la Biblia y en la Sibila a profetas de igual categoría en su anuncio de una catástrofe cósmica, no estaba sino retomando un tema de dilatada tradición en la historia cristiana. En el mundo latino, Dante y la iglesia medieval seguían igualmente la pauta marcada por Constantino el Grande al interpretar como una profecía de Cristo el oráculo sibilino contenido en la cuarta “Égloga” de Virgilio. Los teorizantes de la inspiración pueden mostrarse 2

La creencia milenarista tuvo su origen en la fusión de diferentes pensamientos. La astrología de Babilonia aportó la idea de períodos de mil años bajo los siete planetas. El Salmo 89:4 (‘Porque mil años delante de tus ojos son como el día de ayer’) proveyó la clave para la interpretación de los siete días de la creación en Gén. 1; y la epístola a los Hebreos (4:4-9) interpretó el sábado (el séptimo día) como un símbolo de reposo celestial. Al juntar estos elementos, fue natural formarse la idea que se encuentra en Ireneo e Hipólito, que la historia del mundo duraría 6.000 años y luego seguiría el séptimo milenio, bajo el reinado de Cristo. Para Clemente de Alejandría y Orígenes fue un error fundamental el tomar el Apocalipsis como la base de cálculos cronológicos y, por lo tanto, después de ellos hubo muy pocos padres griegos que aceptaran la esperanza literal de un milenio; sin embargo, ésta pervivió más tiempo en Occidente.

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en desacuerdo entre sí respecto a si esos profetas “profanos” eran inspirados en contra de su propia voluntad, al igual que en el caso de Balaam, o sin que tan siquiera tuvieran conocimiento de lo que realmente estaban haciendo, como Caifás. Pero, para los propósitos del argumento, era suficiente encontrar en estos oráculos un valioso testimonio de la verdad divina. Pronto se encontraron testimonios semejantes de la majestad de Cristo en escritos que se proclamaban como auténticas revelaciones del “Tres veces grande Hermes”, o en los oráculos del propio Apolo. La confección de tales testimonios oraculares continuó por parte de detractores y defensores del cristianismo por igual. En el siglo III, los oponentes paganos del cristianismo hicieron circular un oráculo en el que Hécate atestiguaba la santidad de Cristo al tiempo que deploraba la locura de aquellos que le rendían adoración. Eusebio de Cesarea se había alegrado de encontrar en Plutarco la historia de unos viajeros de tiempos del emperador Tiberio (y por lo tanto contemporáneos del nacimiento de Cristo) que habían oído una gran voz que clamaba “El gran Pan está muerto”. Con su venida, Cristo había liberado al mundo de espíritus malignos. Pero lo cierto es que aún habría de pasar mucho tiempo antes de que los cristianos más sencillos dejaran de consultar los oráculos como medio para predecir un futuro misterioso. Ni siquiera San Agustín negaba que los demonios contaban con un cierto poder para anticipar el futuro, si bien esa capacidad vaticinadora no era (en su opinión) más sobrenatural en principio que el diagnóstico de un médico o la predicción del tiempo. Llegados hasta aquí, fácil es entender por qué Justino Mártir ocupa un lugar central en la historia del pensamiento cristiano del siglo II. Su actitud, optimista a la par que generosa, a la hora de estudiar la tradición filosófica griega pronto fue retomada por otros. Cierto que uno de sus discípulos, Taciano de Mesopotamia, dislocó las tesis originales al añadirles un talante polémico y anti-helénico ausente en Justino; pero, en líneas generales, ese espíritu suyo, tan liberal y pacífico, habría de hacer su reaparición con el tiempo en la figura del escritor Atenágoras de Atenas, autor, hacia el año 177, de un Alegato a favor de los Cristianos, dedicando la obra al emperador Marco Aurelio y su hijo Cómodo, y, muy especialmente, en Clemente de Alejandría. Por otra parte, amén de esto, sus logros más estrictamente teológicos ejercieron un gran influencia en Teófilo, obispo de Antioquía, quien, a su vez, habría de escribir una desordenada defensa del cristianismo hacia el año 180, dirigida a un tal Autólico. Justino, además, moldeó en gran parte el pensamiento de Ireneo, futuro obispo de Lyón.

IRENEO Con la aportación literaria de Ireneo el pensamiento teológico cristiano se hizo estable y coherente, adquiriendo una entidad innegable. Aparte de varios escritos fragmentarios, tan sólo dos obras completas suyas han sobrevivido al paso del tiempo, si bien ninguna de ellas en su versión griega original. Por una parte está la breve Presentación de la Predicación Apostólica, escrita con el fin de proporcionar a un amigo un manual de doctrinas cristianas esenciales; y los cinco volúmenes que integran la Refutación y anulación de una sabiduría equivocadamente tenida como tal, obra que, aun a pesar de los recientes y numerosos hallazgos de documentos gnósticos, sigue siendo fuente imprescindible para una correcta comprensión de la historia y evolución de las sectas de ese agitado siglo II. Ireneo centró la polémica principalmente contra Marción y Valentino. En su argumentación antimarcionita, Ireneo siguió las pautas marcadas por Justino y otros autores no conocidos del Asia Menor, todos ellos datando de mediados del siglo II, a los que recurre en extensas citas literales. Su postura se basaba en la manifiesta unidad de Antiguo y Nuevo Testamento, evidente en el cumplimiento de las primitivas profecías, y enfatizaba particularmente el paralelismo existente entre Adán y Cristo, tal como se desprendía de los escritos paulinos. El plan divino en ese nuevo pacto consistía en toda una “recapitulación” de la creación original. En Cristo, la Palabra divina asumía una humanidad semejante en todo a la poseída por Adán antes de la caída. Adán, ciertamente, había sido hecho a imagen y semejanza de Dios. Por culpa del pecado, esa semejanza se perdió, pero la imagen se conservó intacta. Ahora, por su fe en Cristo, la humanidad podía recuperar esa semejanza perdida. Al ver Ireneo en la salvación una restauración de aquella condición primigenia en el paraíso antes de la Caída, nada tan fácil como aceptar la esperanza milenarista preconizada por

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Justino. Y por creer que en esa Caída tan sólo había sido perdida la semejanza moral con Dios, no la imagen básica, se podía considerar la Caída desde una perspectiva radicalmente distinta al pesimismo inherente al gnosticismo. El error habría hecho su aparición, según él, en el proceso de maduración de la humanidad; y nada tan natural en la infancia como caer en el error por pura fragilidad humana, tal como había sido el caso de la equivocación infantil cometida por esas inmaduras criaturas que habían sido Adán y Eva. Dios había permitido que Adán cayese para domeñar su orgullo y para enseñarle en virtud de la experiencia y la disciplina. Así, pues, la historia de la salvación venía a ser toda una escuela de enseñanza gradual, ocupándose Dios personalmente de llevar a la humanidad hacia delante, paso a paso, en un lento y largo proceso que habría tenido su culminación en la encarnación de la Palabra divina, y un evangelio universal difundido por la Iglesia. El esquema que planteaba Ireneo no arrancaba, pues, de la cuestión gnóstica fundamental de cómo puede un mundo, que es la obra perfecta de un perfecto creador, haberse trastornado del modo que lo había hecho. Para él, la cuestión fundamental es que la imperfección había estado presente desde un principio, en la misma manera en que se dan por asumidos los errores propios de la niñez, siendo el verdadero propósito de nuestra existencia la consecución de un carácter que supere dificultades y tentaciones. Al presentar la revelación como un proceso gradual, Ireneo quitaba hierro a la crítica marcionista de la dificultad moral consustancial al Antiguo Testamento. Pero eso no iba a ser todo. Muy pronto, los seguidores de Valentino le plantearon nuevos retos. El tratamiento que Ireneo dio a la teología valentiniana se cuenta entre lo más original e independiente de su obra. Tras tomarse la molestia de familiarizarse con todos los principios de la secta, había llegado a la conclusión de que lo que se planteaba, en realidad, era un problema de autoridad. Los valentinianos reclamaban el derecho a suplementar los escritos de los apóstoles con ciertas tradiciones secretas orales, y con otros varios evangelios, aparte de los conocidos cuatro de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Ireneo se daba perfecta cuenta de que Marción tenía razón en un punto –que era imprescindible contar con un canon fijo relativo a los escritos del Nuevo Testamento. Hasta la fecha, no se habían sentado las bases necesarias para delimitar lo aceptable y ortodoxo en escritos y leccionarios. Ireneo se aprestó, pues, a realizar tan importante tarea, cabiéndole el honor de ser el primer autor cuyo índice del Nuevo Testamento se corresponde prácticamente con el canon que ha venido a ser aceptado con el tiempo como tradicional.3 Pero, lo verdaderamente original en su empeño no fue tanto la inclusión de los cuatro evangelios clásicos, (y de los Hechos, Epístolas, y Apocalipsis), como las razones aducidas para la elección de precisamente esos escritos y no de otros posibles. A la invocación valentiniana de una tradición no escrita, Ireneo respondió apelando a las iglesias de fundación apostólica. Si, verdaderamente, los apóstoles hubieran enseñado todas esas extrañas fantasías de los mitos valentinianos, ¿no les habrían sido puntualmente transmitidas a los maestros reconocidos dejados al cargo de las iglesias de su propia fundación? Y, además, ¿no habrían ido ellos trasmitiendo, a su vez, a sus sucesores en las cátedras episcopales cuanta doctrina apostólica hubieran recibido? Ireneo argumentaba que podía vindicarse la ortodoxia en base a la sucesión magisterial de cualquier iglesia de fundación apostólica. Aducía, como ejemplo particularmente provechoso, la línea sucesoria de Roma, con mártires tan gloriosos como Pedro y Pablo en primera instancia. Y puesto que la fe verdadera es idéntica en todas partes, ninguna iglesia puede estar en desacuerdo con otras, de lo cual se sigue que la diversidad en la doctrina es algo inconcebible; por tanto, a causa de su renombre, la sucesión romana constituye un ejemplo más que notable, y se puede contar con la seguridad de que los fieles de todo el mundo vayan a estar en completo acuerdo con lo enseñado allí. En consecuencia, Ireneo cree justificado incluir la lista de tan sólo una única fundación apostólica, no viendo la necesidad de citar Éfeso, Corinto, y las demás restantes, aun cuando todas ellas pudieran respaldar su punto de vista con igual eficacia. Por otra parte, Ireneo pronto se dio cuenta de que la coherencia de la doctrina cristiana dependía de la tradición de una fiel instrucción, y que tan sólo sería posible hacer frente con éxito a las herejías gnósticas si se lograba aunar en un corpus sistemático todas las doctrinas básicas fundamentales. Puestos a esa tarea, precavía Ireneo, la originalidad era lo último que 3

Ireneo nunca cita 3ª Juan, Santiago o 2ª Pedro.

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puede permitirse un teólogo. Lo esencial era mantenerse dentro de las lindes marcadas por la propia autoridad de los escritos, y en la prístina tradición de las iglesias apostólicas, por ser ésta la mejor salvaguarda ante las innovaciones de cuño dudoso y las especulaciones peligrosas. Las herejías habían tenido ciertamente su génesis en un ansia desmedida por las novedades. Su raíz misma lo evidenciaba: tener “curiosidad” significa fisgar en asuntos para los que la mente humana no tiene ni la capacidad ni la autoridad necesarias para investigar. A Ireneo le encantaba, además, contrastar la inmutable y monolítica Iglesia de la ortodoxia, semper eadem, firmemente asentada en la roca de la fundación apostólica, con las siempre cambiantes sectas, fisíparas en su evolución, antagónicas entre sí, y con un origen fácil de rastrear en la figura del primer hereje de todos, Simón el Mago, a quien el mismo San Pedro tuvo que resistir en Samaria (Hechos 8:9-24) y, según algunas tradiciones, también en la propia Roma. El trabajo realizado por Ireneo estaba encaminado a sentar las bases de una posible historia de las diversas herejías gnósticas en comparación con la única Iglesia verdadera, inconmovible ésta en el tiempo y en el espacio, y garantizada en su estabilidad por su propia capacidad para retrotraerse a los apóstoles fundadores como garantes de una enseñanza autorizada, contando, además, con el respaldo unánime de la comunidad de creyentes de todo el mundo. Ireneo ejerció una amplia influencia en la generación inmediata. Figuras de la talla de Hipólito, el erudito presbítero de Roma, o Tertuliano de Cartago se nutrieron de sus escritos. El interés que suscitó se mantuvo en el tiempo, trascendiendo incluso fronteras, siendo prueba de ello las traducciones de su obra al latín y al armenio en los siglos V y VI respectivamente, o los fragmentos de escritos suyos conservados en papiros. Con todo, su creencia, en exceso literal, de un inminente milenio glorioso no favorecía su lectura en el oriente griego, con la única excepción de Epifanio de Salamis, autor de una trascripción (hacia el 374) de parte de su vasta refutación de las herejías. De hecho, su obra al completo tan sólo se ha conservado en versión latina; llamando la atención que incluso ahí estén ausentes los capítulos finales del libro V, donde Ireneo atacaba con encono a aquellos que se permitían interpretar la esperanza milenarista como puro simbolismo del cielo y no como una genuina realidad terrenal.

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5 La celebración de la pascua de resurrección, la controversia monarquiana, y Tertuliano LA PASCUA DE RESURRECCIÓN

Ireneo se había dedicado a escribir acerca de la Iglesia universal en términos en exceso idealistas, por no decir abiertamente poéticos, como si se tratara, en verdad, de una entidad caracterizada por una total unanimidad de pensamiento y entendimiento en todas las cuestiones. Es más, según su particular manera de ver las cosas, de poco servía analizar las diferencias de uso y costumbre de las distintas iglesias locales o regionales, o matizar las posibles diferencias teológicas. De hecho, las iglesias de Asia Menor, de donde él mismo procedía, le causaron un inmenso pesar con su apasionada disputa respecto a la categoría intrínseca de la profecía montanista. A todo eso venía a sumarse, además, el hecho de que dichas iglesias hubieran conservado el modo más antiguo de determinar la fecha de la celebración de la Pascua, quedando siempre ésta fijada en base a la celebración de la pascua judía, a saber, el decimocuarto día del mes de Nisán, siendo escrupulosamente observada sin importar dónde cayera. Cuando se introdujo (hacia el año160) la Pascua en Roma, su celebración, como en Alejandría, se hizo el domingo siguiente al de la pascua judía, que, con fines prácticos, podía calcularse como el domingo después de la primera luna llena tras el equinoccio de primavera. Grande fue, pues, el sobresalto de Ireneo ante la exigencia (hacia el año 190), por parte del obispo Víctor de Roma, de llegar a una unanimidad en la celebración de la Pascua. Imperativo, por otra parte, que las propias iglesias de Asia Menor consideraban en exceso autocrático y sumamente ofensivo. Según parecía, el obispo Víctor estaba convencido de que la práctica romana había sido instituida por San Pedro y San Pablo en persona, por lo cual no había dudado en declarar que todos aquellos que celebraran dicha festividad en fecha distinta no serían considerados cristianos católicos. Ante eso, Ireneo sacó entonces a relucir cómo, unos treinta años antes, Policarpo de Esmirna había viajado hasta Roma para discutir ciertas discrepancias de costumbre con el obispo Aniceto: en aquella época, Roma no celebraba la Pascua con carácter anual, pero a ninguno de los dos se les había pasado por la cabeza considerarlo motivo suficiente para romper la mutua comunión, habiéndose despedido ambos, significativamente, en amistoso desacuerdo. A pesar del escándalo que todo ello provocaba en Ireneo, lo cierto es que la drástica medida tomada por Víctor no obedecía a un capricho repentino. Hacia el año 170 se había suscitado en Asia Menor una polémica relacionada con ese tema, cuestionándose si la Última Cena se había correspondido verdaderamente con la cena pascual. El obispo Melito de Sardis se declaró entonces partidario de la tradición conservadora de celebrar la Pascua, al igual que los judíos, “el día catorce”. Pero, por lo que se deduce de un sermón al respecto, cuyo texto completo ha sido recientemente recuperado a partir de tres primitivos códices en papiro,1 era tristemente evidente que aquellos que celebraban la Pascua el mismo día que los judíos no lo hacían movidos por un apego especial al judaísmo (aunque quizás fuera la acusación de “judaizante” lo que movió a Melito a cargar las tintas en su descripción de la triste condición del pueblo judío). La gestión del obispo Víctor, sin embargo, se vio coronada por el éxito en el sentido de que su postura terminaría por imponerse con el tiempo. Aun así, habrían de transcurrir largos años antes de que aquellos que celebraban la Pascua el día catorce (conocidos por el remoquete de “décimocuartistas”) desaparecieran de escena. Sus partidarios todavía seguían en activo para el siglo IX, y ello aun a pesar de la vehemencia con que los consejos eclesiásticos denostaban de su empecinamiento. Por otra parte, era evidente que la pluralidad en 1

Este sermón se hizo tan popular que más tarde fue traducido a latín, copto, siríaco y georgiano.

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tema tan enjundioso estaba fuera de toda cuestión; y si bien no podía negarse que a los “cuartodecimistas” les asistía la razón en cuanto que ellos no hacían sino conservar la costumbre más antigua e indiscutiblemente apostólica, si ahora se les podía tildar de herejes era tan sólo por no haberse movido con los tiempos. LA CONTROVERSIA MONARQUIANA

Durante el obispado de Víctor tuvo lugar otra grave controversia, si bien en esta ocasión Ireneo no tomó parte en los debates, siendo incluso bastante probable que se produjera su fallecimiento antes de que las repercusiones del asunto tuvieran su efecto en las iglesias del valle del Ródano. Esa famosa controversia vino a ser conocida con el sobrenombre de ‘monarquiana’, teniendo su génesis en una reacción contra la teología del Logos tal como la presentaban Justino y los apologistas. Justino se había atrevido a hablar muy libremente del Logos divino como de “otro Dios”, en paralelo con el Padre, puntualizando esa “otra existencia” como “de número, no de voluntad”. Al argumentar en contra de los judíos helenizados, partidarios de un Logos divino distinto a Dios tan sólo en el sutil matiz que puede llevar a distinguir en mente entre sol y luz solar, Justino había propuesto como más satisfactoria la analogía de una antorcha que se enciende con otra, pues de esa forma se hacía justicia a la independencia intrínseca del Logos (concepto al que la posterior teología, de Orígenes en adelante, denominaría hipóstasis). Ahora bien, esa manera de expresarse era altamente inquietante. Uno de los principales temas del conflicto con el gnosticismo había sido precisamente el debate respecto a la posible existencia de más de un único principio último. Los ortodoxos mantenían, inconmovibles, el principio exclusivo de un Dios Creador, sin que diablo o materia pudieran hacerle sombra alguna, siendo la suya, pues, una monarquía singular. Pero el lenguaje empleado por Justino parecía perjudicar tal afirmación, al tiempo que lo dejaba desprotegido ante una posible acusación de diteísmo. Teófilo de Antioquía, cuyo lenguaje había tomado en agradecido préstamo Ireneo, se expresó en términos más cautos, hablando de la Razón de Dios y su Sabiduría como de dos manos que se extienden para la obra de la creación. De hecho, Teófilo fue el primero en utilizar el término tríada aplicado a Dios, resultando evidente de su analogía de las manos que esa pluralidad era secundaria a una unidad de carácter más último. Para Ireneo, el Hijo y el Espíritu tienen sucesivas misiones en el plan divino de redención, y es precisamente en la puesta en práctica de ese plan donde queda revelada la Tríada. Los monarquianos que criticaban la teología del Logos tenían ante sí dos posibles opciones. O bien se decidían a afirmar que el Dios que había creado el mundo estaba de tal manera presente en su encarnación en Jesús que no era posible hacer distinción alguna entre “Hijo” y “Padre” (a no ser que “Hijo” fuera un término aplicable al cuerpo físico o a la humanidad de Cristo, y “Padre” un término adecuado al Espíritu divino que habita en su interior); o bien, en el otro extremo, optaban por mantener que Jesús era un hombre como los demás, radicando la diferencia tan sólo en ese Espíritu de Dios que habitaba en él en un grado superlativo y especial. Esta segunda postura podía aspirar a hallar un amplio respaldo en los evangelios sinópticos, si bien primero tendría que hacer frente a las graves objeciones ya planteadas por Justino Mártir. Éste insistía, además, en que Cristo no era mero hombre sino también Dios, siendo significativo que en su nacimiento hubiera sido adorado por unos reyes magos procedentes del Oriente. Por otra parte, resultaba difícil de entender que una vida de santidad, por muy excelsa que fuera, pudiera ser elevada a la categoría de rango divino. El relato del evangelio en el que se nos cuenta cómo el Señor “crecía en sabiduría”, era entendido por Justino como viniendo a significar que su entendimiento estaba siempre en consonancia con el nivel de maduración alcanzado. Por otra parte, el que fuera bautizado no obedecía a una necesidad propia, sino a un sometimiento a favor nuestro. Nacido verdaderamente de la virgen María, su nacimiento virginal se diferenciaba de toda posible analogía pagana en esa ausencia de una paternidad divina. La fuerza de los argumentos propuestos por Justino se iba a hacer irresistible al lograr establecer el evangelio de San Juan su autoridad en la Iglesia durante la segunda mitad del siglo II. Aun así, el campo seguía abierto para que se afirmara la supremacía de esa otra posible

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alternativa en la que el Padre y el Hijo vienen a ser una misma y única persona, radicando tan sólo la diferencia en una nomenclatura adaptada a la descripción de los diferentes aspectos de un mismo ser personal. Esa fue precisamente la postura difundida en Roma a principios del siglo III por un tal Sabelio, de cuya vida y pensamiento conocemos tan poco que resulta paradójico encontrar su nombre aplicado de manera constante y sistemática a un pensamiento teológico en concreto, al menos en lo que hace al Oriente griego. En Occidente, el término generalizado fue el polémico “patripasianismo”, doctrina según la cual el Padre sufre. En los escritos modernos, la doctrina ha venido a ser conocida como “modalismo”, pues, según esa postura, Padre, Hijo, y Espíritu son modos de un mismo ser, quizás en funciones temporales y sucesivas, asumidos dentro del plan divino de redención, pero en manera alguna correspondientes a nada que tenga relación con la naturaleza intrínseca de Dios como Cabeza de la trinidad, y siendo así por tratarse de tres títulos puramente calificativos. En Roma, la controversia se centró en la persona de Ceferino, sucesor del obispo Víctor (198-217). Sabelio, por su parte, vino a representar uno de los extremos del pensamiento de la comunidad romana, siendo el extremo opuesto defendido por Hipólito, su crítico más severo, para quien resultaba esencial afirmar que el Padre y el Logos son dos “personas” bien diferenciadas, es decir, auténticas prosopa. (Hipólito aplicaba el título de “Hijo” tan sólo al Señor encarnado, no al pre-existente.) En medio de esas posturas antagónicas se encontraba la persona de un diácono llamado Calixto, quien, si es que ha de darse crédito a Hipólito, había sido en su juventud esclavo de un acaudalado cristiano en la corte imperial, para el que había llegado a desempeñar el cargo de administrador de grandes depósitos bancarios procedentes de miembros de la iglesia. Acusado de fraude, cayó en desgracia con su dueño y valedor, pero, por intercesión de ciertas personalidades eclesiásticas, fue exonerado de un castigo humillante para, de manera casi inmediata, caer de nuevo en un absurdo desliz en la sinagoga judía siendo deportado a las minas de Cerdeña por orden del prefecto de la ciudad. Por intercesión de Marcia, concubina del emperador Cómodo, se le concedió la libertad en unión a otros creyentes. De nuevo en Roma, fue puesto por el ya mencionado obispo Ceferino al cargo de un nuevo cementerio situado en la Vía Apia, cerca del lugar denominado las Catacumbas (véase de nuevo el capítulo 3). El papel desempeñado por Calixto en el debate doctrinal, desde la perspectiva de Hipólito, no era presentado bajo una luz muy favorable, aunque lo más probables es que tan acerba crítica obedeciera a la desconfianza y al rechazo que inspiraba su persona al propio Hipólito. En versión de Hipólito, Calixto se diferenciaba de la inaceptable postura de Sabelio en su aceptación de una diferencia real entre el Padre y el Hijo, estando, sin embargo, la verdadera diferencia en que “Padre” era el nombre dado al Espíritu divino que moraba en el “Hijo”, que es el cuerpo humano de Jesús. Calixto acusó públicamente a Hipólito de puro diteísmo. En el 217, para gran consternación de Hipólito, Calixto vino a suceder a Ceferino en la sede episcopal. Hipólito de inmediato sintió que le iba a ser imposible estar en comunión con semejante persona, y creyó ver sus peores sospechas confirmadas al proceder Calixto a explicar que, puesto que la Iglesia había quedado prefigurada en el arca de Noé, dotada tanto de bestias puras como de inmundas, le correspondía de igual manera a la Iglesia otorgar reconciliación a aquellos que habían caído de nuevo en el pecado tras haber recibido el bautismo. Lo cual venía a significar, ni más ni menos, la posibilidad de un segundo bautismo. En otro orden de cosas, Calixto admitía, además, el denominado contubernio, es decir, el matrimonio entre personas de diferente rango social (mujer de clase elevada y esclavo o liberto), unión que ya acarreaba graves penalizaciones en el derecho romano. El reconocimiento de un concubinato monógamo es prueba importante de la posición social de los cristianos romanos de la época, pero estaríamos extralimitándonos en nuestras conclusiones si afirmáramos ser ése un hecho frecuente en base a un único caso conocido. Hipólito se apartó de la comunión de Calixto de la comunión en el 217, y puede que fuera para beneficio de su propia congregación independiente que se decidiera a escribir un orden nuevo para la iglesia, la conocida Tradición Apostólica, obra en la que incluyó valiosas muestras del primitivo desarrollo de la liturgia (véase más adelante, capítulo 18). Quizás fueran también sus propios seguidores los que comisionaran la erección de una estatua con una base en la que aparecían inscritos los principales títulos de su obra. La parte inferior de la estatua fue fortuitamente recuperada en el 1551, encontrándose en la actualidad en la Biblioteca Vaticana.

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La controversia monarquiana no llegó a su fin con las poco satisfactorias fórmulas propuestas por Calixto, y, de una manera u otra, continuó inquietando a la Iglesia a lo largo del siglo III. Fue precisamente la necesidad de combatir el monarquianismo lo que le llevó a Tertuliano a África con el propósito de escribir su tratado contra Práxeas, monarquiano del Asia Menor, quien había ofendido particularmente a Tertuliano con su vehemente hostilidad contra el montanismo, y quien, además, había sido instrumental en la obstaculización de un decreto eclesial en la iglesia romana que habría garantizado el reconocimiento de la Nueva Profecía. En opinión de Tertuliano, Práxeas había llevado a cabo dos importantes tareas para el diablo: había “hecho huir al Paracleto, crucificando al Padre”. Tertuliano, de hecho, no hacía sino seguir el camino trazado por Ireneo al ver una trinidad de Padre, Hijo, y Espíritu como pluralidad revelada en la puesta en práctica del plan divino en la corriente de la historia.2 “Los tres”, afirma enfático, “son uno (unus).” Pero Tertuliano sentía en su interior que debería ser posible dar respuesta a la gran cuestión: “¿Tres qué?”, o incluso, “¿Un qué?” De ahí que pronto propusiera que Dios es “una sustancia consistente en tres personas”. El sentido preciso de los vocablos latinos substantia y persona no resulta fácil de determinar según el uso que de ellos hace Tertuliano. Más excelso orador que filósofo metódico, puede que sea un error tratar de interpretar su terminología desde el marco de un riguroso aristotelismo. Influido por la doctrina estoica de que lo no-material es sencillamente lo no-existente, estaba en disposición de explicar que Dios en esas tres “Personas” es “Espíritu”, lo cual parece haber sido interpretado por él como una fuerza vital invisible e intangible pero no inmaterial en última instancia. En consecuencia, Tertuliano añadió al uso filosófico del término substantia un matiz materialista. En el fondo de su mente subyacía de continuo el término griego ousia, el “ser”. De igual manera, su uso del término persona le habría sido sugerido por la palabra griega prosopon, vocablo que Hipólito ciertamente aplicó tanto al Padre como al Hijo. Hipólito y Tertuliano eran contemporáneos, y no hay ya manera de descubrir quién influyó a quién, o cuál de los dos tomó la iniciativa en determinada proposición. En Tertuliano, el término substantia podía ser usado en el sentido de carácter o naturaleza. Hablando de Cristo, decía que es “una persona” que une “dos sustancias”, la divina y la humana, reteniendo ambas su diferenciación de ser e incluso de actuación mientras se encuentran constituidas como una única persona. En su tratado contra Práxeas, Tertuliano dejó sentada la base de la terminología latina teológica para los tiempos venideros; siendo, en verdad, el primer cristiano en escribir en latín (un a pesar de poder hacerlo con igual facilidad en griego, habiendo, de hecho, escrito algunas de sus obras en esa lengua para beneficio de los numerosos cristianos de habla griega presentes en el norte de África). Hipólito, por su parte, fue el último de los teólogos occidentales en escribir en griego. Hasta comienzos del siglo III, la iglesia romana había estado constituida principalmente por la población de habla griega de la ciudad. Pero en el transcurso de ese siglo III, a medida que la misión de la Iglesia fue llegando a las clases superiores, la proporción de cristianos hablantes en lengua latina en la ciudad de Roma superó con creces a la comunidad grecoparlante. Para mediados de ese siglo, el presbítero romano Novaciano escribió en un latín suelto y bien pergeñado su tratado sobre la trinidad, (De Trinitate), donde procedía a resumir la doctrina de Tertuliano al respecto, pero no sin antes haberla purgado tanto de su materialismo estoico como de su entusiasta montanismo. El calmoso talante evidenciado en los escritos de Novaciano es buena muestra de que los acalorados debates de la Roma de Hipólito eran ya cosa del pasado. TERTULIANO

El norte de África constituía una de las provincias de mayor importancia para el imperio como principal proveedora de grano, destacando, en el área occidental, Cartago con el rango de segunda ciudad tras Roma. La primitiva población púnica y berebere contaba todavía con una presencia notable en las zonas rurales, pero las ciudades, al igual que los terratenientes y las 2

El término griego que describe este plan divino es oikonomia, o economía; por lo tanto esta doctrina de Dios a veces se conoce por ‘trinitarismo económico’.

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clases administrativas, eran ya romanas. Una proporción sustancial del total de la población hablaba griego (en fecha tan tardía como el cuarto final del siglo IV de nuestra era, la prestigiosa ciudad de Hipona contaba con la presencia de un obispo griego, conspicuo por la dificultad y la vergüenza con que trataba de expresarse en latín. Véase más adelante el capítulo 15). Esta población romana estaba compuesta en su mayor parte por inmigrantes procedentes del levante y del sur de Italia y Sicilia. Hasta la fecha, sigue sin tenerse una idea muy clara de cómo llegó el cristianismo a esta región, pero lo más probable es que se produjera un vigoroso movimiento misionero allá para mediados del siglo II. En el 180, doce cristianos procedentes de Sicilia sufrieron martirio en Cartago. La situación empeoró todavía más en el 202 con la persecución desatada por instigación de Septimio Severo. En el anfiteatro de Cartago murieron Perpetua y Felicitas, habiéndose conservado para la posteridad un documento inestimable, a saber, el diario de Perpetua durante su encarcelamiento. Aun así, los numerosos escritos de Tertuliano poco revelan acerca de la historia social de la iglesia norteafricana, si bien no puede menos que reconocerse que esa falta se ve compensada por la abundante información transmitida respecto a los interminables debates internos y, sobre todo, por lo que revelan del propio Tertuliano: personaje brillante, exasperante, sarcástico, e intolerante donde los haya; al tiempo que incisivo y capaz en su razonamiento, e irresistible en esos retruécanos lógicos que evidencian la pasión del letrado por los sofismas mordaces si éstos han de hacer parecer ridículo al adversario, y todo ello acompañado de una prosa abundante y fluida. En su Apología (hacia el 197) no se limita tan sólo a replicar ante las objeciones filosóficas o populares, sino que arremete furibundo contra la corrupción, la irracionalidad, y la injusticia política de una sociedad politeísta. Cada página parece escrita con el firme propósito de infligir el mayor dolor posible a unos adversarios conspicuos por lo irrazonable y erróneo de sus discursos, al tiempo que aspira igualmente a provocar el bochorno en amigos y partidarios. Algunos de los escritos más interesantes de Tertuliano tienen que ver con la conducta apropiada en el cristiano en medio de una sociedad imbuida de las costumbres paganas. Tertuliano exigía a los cristianos la observancia de una conducta por completo libre de la corrupción idolátrica del mundo. Como creyentes, debían abstenerse de acudir a los crueles espectáculos públicos; algo, por otra parte, lógico en sí mismo. En su aspiración a una pureza absoluta, Tertuliano prohibía el servicio en el ejército, en lo civil, o incluso en las escuelas. El cristiano no podía ni siquiera ganarse la vida ocupado en tareas que coadyuvaran, aunque fuera de manera indirecta, a la idolatría. De hecho, su concepción de la vida cristiana se reducía, en última instancia, a una lucha a muerte con el diablo. Esa visión le llevó a oponerse al más leve atisbo de compromiso con la “idolatría”, aun en los casos más inocuos de mero hábito convencional, concibiendo la tarea intelectual del pensador cristiano como una contienda con las potencias del mal. Al entender de esa manera su propia actividad intelectual, Tertuliano no vaciló en recurrir a argumentos falaces allí donde podían asegurarle una victoria sobre sus adversarios inmediatos. De hecho, pensaba él, si conseguía confundir al diablo con las sutilezas de su dialéctica, mucho mejor para todos. Curiosamente, la aprobación popular le era por completo indiferente; nunca se sentía más feliz que cuando podía erigirse en defensor de una rigorista causa minoritaria, y los amigos que le conocían bien no habrían tenido dificultad alguna en profetizar su adhesión a un montanismo de acendrada ética puritana. Durante un período de tiempo considerable, su defensa del montanismo se mantuvo dentro de los límites de la Iglesia católica, pero a medida que se fue haciendo evidente que la Iglesia no iba a reconocer la Profecía Nueva, Tertuliano se salió de la Iglesia, tildándola de poco espiritual, institucionalizada y mundana. Tertuliano se quedó espantado ante el edicto, promulgado por una suprema autoridad dentro de la jerarquía eclesial, al que no nombra directamente sino que describe como “un obispo de obispos” y un verdadero “sumo pontífice”, en el que se declaraba que la Iglesia tenía autoridad para conceder la remisión de los más graves pecados tras el bautismo, aun cuando se tratara de faltas tan terribles como el adulterio o la apostasía. Casi con toda probabilidad, las alusiones apuntaban a Calixto de Roma, si bien posible que la autoridad mencionada hiciera referencia al propio obispo de Cartago. A pesar de terminar sus días fuera del seno de la Iglesia, Tertuliano continuó ejerciendo una enorme influencia en la posterior teología occidental. Jerónimo cuenta que Cipriano se refería a él sencillamente como “el maestro”, y acostumbraba a estudiar sus escritos a diario.

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Muchos de los giros y expresiones utilizados en su tratado contra Práxeas pasaron a formar parte de la terminología occidental común en los debates sobre la Trinidad y la persona de Cristo, notándose su repercusión en documentos de la categoría del “Tomo de San León Magno”, escrito de reputada autoridad y dilatada divulgación. En el acendrado celo, evidente en sus escritos morales, están presentes una ética rigurosa y una pasión personal que compensan con creces al lector dotado de paciencia suficiente para seguir la trama de sus enrevesados argumentos y las diatribas contra sus oponentes. En algunos pasajes, y generalmente en contextos en contra del gnosticismo, escribe con desdén acerca del poder del que disfrutan los filósofos para instruir en la verdad a cuantos quieran escucharles, proclamando desafiante “Creo porque es absurdo”. Pero lo cierto es que Tertuliano era un hombre culto con un bagaje filosófico considerable, y su juicio respecto al destino del “hombre natural”, apartado de la gracia, no caía en un banal pesimismo. Estaba convencido de que, pese a haber heredado la humanidad una naturaleza defectuosa, la imagen de Dios en el hombre tan sólo había quedado ensombrecida, no aniquilada, siendo aún posible discernir múltiples rasgos de esa bondad y pureza originales. Para él, expresiones tan comunes entre la gente como un “¡Dios mío!” delataban un reconocimiento inconsciente de la verdad divina. Por otra parte, el evangelio había venido, en su opinión, a echar por tierra los prejuicios inherentes a las costumbres paganas, dejando al alma en libertad para alcanzar una realización natural en consonancia con la intención del Creador. Afortunadamente para sus lectores, Tertuliano no siempre cedía a la tentación de escribir en paradojas pre-kierkegaardianas. Esa faceta más benévola de la mentalidad de Tertuliano era compartida por otro escritor africano, Minucio Félix. Entre los años 200 y 245 este autor llevó a cabo la redacción de un encantador diálogo en el cual un cristiano llamado Octavio defiende el monoteísmo, y la creencia en la resurrección, ante las críticas de un contrincante politeísta llamado Cecilio, teniendo lugar el debate según van paseando junto al mar en Ostia. Minucio no era ciertamente un pensador independiente, pero sí un refinado estilista y un inteligente compilador que se había nutrido con liberalidad en Platón, Virgilio, Séneca, Cicerón, Frontón (tutor del emperador Marco Aurelio), y, muy en especial, del renombrado Tertuliano. El debate contemporáneo respecto a si Minucio se sirvió de Tertuliano, o si fue justamente todo lo contrario, habría de resolverse a favor de la primacía de Tertuliano. De hecho, la presentación que Minucio hace de los argumentos de Tertuliano es menos militante en su tono general, y bastante más acorde al gusto de una clientela literaria mucho más exigente. Todo cuanto de mordaz, paradójico, o grosero estaba presente en el maestro había desaparecido sin dejar rastro en este refinado discípulo. Lo suyo era facilitar a sus cultos amigos el acceso a los caminos del reino, en vez de ponerlos, inmisericorde, al borde del precipicio; llevando su diplomacia al extremo de apenas mencionar a la persona de Cristo, y no sacar a colación ni una sola vez la Biblia y los sacramentos. Minucio ciertamente resulta un escritor mucho más atrayente y sensible que Tertuliano, pero, precisamente por ello, mucho menos apasionante de leer.

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6 Clemente de Alejandría y Orígenes CLEMENTE DE ALEJANDRÍA

La historia de la iglesia en Alejandría estuvo envuelta en las brumas del pasado hasta la aparición de la figura de Clemente a finales de la última década del siglo II. Su biografía es tan escasa que sólo se sabe como cierto lo que se desprende de sus propios escritos, los cuales (a excepción hecha de citas fragmentarias en escritores posteriores) consisten en una exposición del relato del evangelio sobre el joven gobernante rico, algunas notas ocasionales acerca del gnosticismo valentiniano y sobre la exégesis bíblica, y una trilogía excepcional – Protrépticos (Exhortación a convertirse), Paidagogos (El Tutor), y Stromateis (Misceláneas) que, lamentablemente, no llegó a concluir. El Protrépticos se encuentra en la tradición de los escritos apologéticos, centrando su ataque en la superstición, grosería, y erotismo explícitos y característicos de los cultos paganos y sus mitos, haciendo notar que los grandes filósofos, aun siendo conscientes de la corrupción imperante en el paganismo, se habían mostrado incapaces de romper con ella. El Paidagogos es una guía referente a la ética y etiqueta que han de regir la vida de un joven cristiano en el seno de una sociedad cultivada. Clemente tenía, además, la intención de titular el tercer de los libros de su trilogía “El Maestro”, que habría de incluir una exposición sistemática de la doctrina cristiana; pero, lamentablemente, ese proyectado estudio no llegó a escribirse. En su opinión, las más elevadas cuestiones teológicas han de ser tratadas con la reverencia y la reticencia debida a los misterios divinos, estando convencido, pues, de que siempre es peligroso escribir disertaciones largas y tendidas que puedan ser leídas por cualquiera. En consecuencia, optó por escribir una obra de muy distinta condición. Ciertos escritores paganos de la época habían publicado unas colecciones misceláneas de interés erudito y filosófico, cuya presentación, deliberadamente irregular, permitía que el tema a tratar cambiara por completo cada pocas páginas. Una buena muestra de ello la encontramos en la obra latina Noches Áticas, de Aulo Gelio; existiendo obras similares debidas a la pluma de Plutarco, Aelio, y Ateneo. Clemente decidió servirse, pues, en su Stromateis de ese recurso formal, en parte, sin duda, por pura moda literaria, pero sobre todo porque el tal estilo cuadraba admirablemente a su deseo de sugerir antes que imponer; y, además, por un deseo explícito de hacer que el lector siguiese por cuenta propia los caminos que él dejaba tan sólo iniciados. Personalmente, prefería recrearse en los planteamientos antes que dejar constancia escrita de todo cuanto estuviera en su mente y en su corazón, pues, en su opinión, en nada aprovechaba echar perlas a unos lectores que habrían de hollarlas cual cerdos que nada saben y nada comprenden. Lo que resulta evidente, pues, es que, en esa obra en concreto, Clemente explicita su dogmática hasta el punto máximo que se permite a sí mismo; y, aun así, el verdadero meollo de la cuestión todavía queda envuelto en un estilo deliberadamente abstruso, recurriendo antes a la poesía alusiva que a una prosa llana y directa. Pero, en su caso, el estilo era algo más que pura forma literaria adoptada por razones tácticas; su forma de escribir se correspondía en cierto grado con el propio punto de vista de Clemente respecto a la verdadera naturaleza de la teología, lo cual le llevaba a buscar un modo de expresión que sugiriera esa realidad que trasciende incluso al símbolo verbal mismo. Además, al lenguaje religioso, por ser, en su opinión, afín a la poesía, no deja de serle conveniente un cierto grado de pudor. Clemente, en realidad, no había nacido en Alejandría, y su presencia en dicha ciudad se debía a una casualidad producto de sus muchos viajes. Esos viajes habían sido precisamente la ocasión de aprender de diferentes maestros cristianos. En cuanto a la propia ciudad de Alejandría, el personaje de mayor interés lo constituía Panteno, un converso del estoicismo, de quien se dice, con bastante verosimilitud, que había llegado incluso hasta la India. Clemente

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afirma que a Panteno le cabía el mérito de haber conjugado una gran capacidad intelectual con una total fidelidad a la tradición apostólica – caso poco frecuente en esa Alejandría del siglo II, donde la influencia del gnosticismo valentiniano era realmente notable. A medida que el cristianismo fue penetrando en las capas más cultas de la sociedad alejandrina, lo habitual era que el converso se viera forzado a elegir entre una herejía brillante, defendida con aguda elocuencia, y una anodina y oscurantista ortodoxia. Uno de los logros de Clemente fue hacer que tal dilema pasara a ser totalmente irrelevante, habiendo sido precisamente Panteno, según todos los indicios, la persona que le mostrara el camino a seguir. En Alejandría, Clemente se encontró con una iglesia timorata y a la defensiva ante la filosofía y la literatura paganas. Lo cierto es que el gnosticismo había llevado a desconfiar de la filosofía, y, por otra parte, la religión pagana se había infiltrado de tal manera en la literatura clásica que ya no era fácil separar la mera instrucción literaria de una aceptación implícita de los valores propios del paganismo y de los mitos politeístas. El método puesto en práctica en el Stromateis, obra escrita con una muy real convicción respecto a la verdad contenida en la filosofía griega y el mérito propio de la poesía clásica, le permitía a Clemente exponer su postura a esos amedrentados cristianos desde una base pensada para mitigar su ansiedad. Un examen atento de la cuestión le había hecho ver a Clemente que, lejos de prestar apoyo al gnosticismo, la filosofía y sus métodos proporcionaba un muy eficaz sistema para su demolición; los gnósticos hablaban continuamente de una razón superior, sin que, quizás significativamente, trataran de ejercitarla en la práctica. En consecuencia, el Stromateis se mueve entre una argumentación pura a favor del estudio de la filosofía y un práctico ataque frontal a los herejes gnósticos, añadiendo al tiempo una muy bien trabada y aguda interpretación de temas bíblicos, presentada en un lenguaje y unas categorías familiares al mundo culto helénico. Así, las apologías dirigidas a los paganos, ajenos a las cuestiones propias del cristianismo, aparecían entremezcladas con una defensa de la verdadera fe pervertida por ciertas presentaciones gnósticas. En cierto párrafo, nos encontramos a Clemente explicando en qué modo Platón plagió a Moisés y los profetas, pero sin explicitar el debido reconocimiento, para, a renglón seguido, tratar de hacernos ver que la filosofía griega, al igual que la ley mosaica, en opinión de San Pablo, cumple las funciones del tutor que ha de llevar a los griegos a Cristo, sirviendo, al tiempo, de verdadero freno ante el pecado; ideas todas ellas que enlaza, a renglón seguido, con un discurso pensado para hacernos ver en qué manera las doctrinas gnósticas respecto al amor y la libertad no son válidas por no tener en consideración el hecho mismo de que ninguna ética digna de tal nombre puede prescindir por completo de las normas; o, en otra línea de argumentación, que el gnosticismo permite un abismo en extremo profundo entre Dios y el mundo, pero demasiado superficial entre Dios y el alma. Pero eso no era todo, Clemente era asimismo consciente de la dificultad que experimentaban los griegos cultos ante el estilo sencillo y popular de las Escrituras. En un pasaje particularmente notable, Clemente asume la difícil tarea de transcribir la enseñanza moral del Sermón del Monte al lenguaje neopitagórico de la sabiduría gnóstica. Con todo, su conciencia le exigía informar al posible lector cristiano que si bien la expresión formal no era escriturística, el contenido de la enseñanza, de ser sometido a un examen, sí se correspondía con el Nuevo Testamento, y ello aun cuando no se invocaran textos bíblicos. A Clemente le resultaba imposible utilizar el término “ortodoxo” sin añadir, medio en serio medio en broma, una breve nota apologética; y, por otra parte, tampoco estaba satisfecho con que se le identificara con aquellos a los que normalmente se tildaba de tales. Fuera como fuese, lo verdaderamente incuestionable era su decidida voluntad de entrega a la causa de la tradición apostólica, la cual, según propio criterio, debería caracterizarse por un “conocimiento genuino” que fuera justamente el reverso del “falso conocimiento” ofrecido por las sectas. El gnóstico “verdadero” no le temía a la filosofía; siempre cabía la posibilidad de utilizarla para propio provecho, sirviéndose de ella justamente para comprender las creencias propias de la Iglesia, y asimismo como herramienta para refutar toda posible adulteración. Para Clemente, la elevada vida del espíritu suponía una progresión moral y espiritual. Por su parte, los herejes gnósticos eran conspicuos en su escaso interés en la virtud o en la formación del carácter. Sin embargo, tal como bien sabía Clemente, el gnóstico genuino es, en cambio, consciente de que la percepción espiritual está tan sólo al alcance de los puros de corazón, de aquellos suficientemente humildes como para caminar junto al Señor como lo haría un niño junto a su

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padre, y a disposición de todos aquellos cuya apetencia por una conducta ética trasciende de veras el temor al castigo o la esperanza de una recompensa, anhelándose como se anhela el amor al bien por sí mismo. Se trataría, pues, de una auténtica “progresión” por fe, a través del conocimiento, hacia una visión beatífica que va más allá de la vida presente, para alcanzar ese punto donde los redimidos vienen a ser uno con Dios, en una “deificación” que quedaba simbolizada por el santo de los santos, o “santísimo”, del tabernáculo mosaico, o, incluso, por la experiencia en tinieblas de Moisés en el monte Sinaí. Y esa unión mística sería posible únicamente en virtud de la imagen de Dios que fue implantada primariamente en la creación. El núcleo central del pensamiento de Clemente giraba, pues, en torno a la doctrina de la Creación, que, a su vez, constituía el ámbito de la Redención. Pero eso no era todo. En el hecho de que Dios hubiera puesto la buena simiente de la verdad en toda criatura racional, Clemente encontraba fundamento para creer que había mucho que aprender de la metafísica platónica, de la ética estoica, y de la lógica aristotélica. Toda posible verdad y bondad, no importan dónde fueran halladas, provenían indefectiblemente del Creador. Sobre la base de ese mismo razonamiento, Clemente se oprimía a los gnósticos que hacían de la materia algo por completo ajeno a Dios, menospreciando el orden creado para caer en el extremismo de un ascetismo desmesurado o un erotismo antinomiano. En un extenso discurso sobre la postura cristiana respecto al sexo, Clemente rebate con decisión la tesis gnóstica que reduce el sexo a algo irrelevante o incompatible con una más elevada vida espiritual; la vocación al celibato es ciertamente digna de la mayor consideración, pero aun así, concluye Clemente, no hay razón para pensar que el matrimonio sea intrínsecamente inferior desde un punto de vista espiritual. Sirviéndose de esos mismos principios, nuestro buen hombre de fe rechazaba posibles exigencias de vegetarianismo o abstención de alcohol: lo que se come y se bebe es cuestión de conciencia personal, no motivo de prohibición universal. Pero lo cierto es que Clemente estaba muy lejos de un hedonismo natural al escribir acerca del deleite que proporciona el mundo creado. Según él, todo cuanto de bueno se encuentra en el orden material ha de ser utilizado con una gratitud libre de un apego servil, pues los bienes materiales sólo serán de provecho desde la mesura del adecuado condicionamiento divino. Pero eso no era todo. Sabedor de la perplejidad que causaba en algunos cristianos la mayordomía del dinero, Clemente se ocupó debidamente del tema en un discurso que se hacía eco de la disyuntiva planteada al joven rico, “Si quieres alcanzar la perfección, vende cuanto posees ...” Una lectura rápida de ese discurso podría hacer pensar que Clemente tan sólo aspiraba a salir de la dificultad que planteaba la interpretación literal del pasaje; sin embargo, bajo un escrutinio atento, resulta evidente que Clemente no veía en la ética del evangelio ningún esbozo de imposición legalista, sino, muy por el contrario, toda una declaración de los más elevados designios de Dios para con aquellos que estén dispuestos a seguirle hasta lo más sublime. Lo que verdaderamente importa es el uso de lo que se tiene, no el hecho accidental de poseerlo. En cabal consecuencia con sus ideas, Clemente editó un conjunto de normas, como guía para los miembros ricos de la iglesia de Alejandría, haciendo especial hincapié en la frugalidad y la auto-disciplina. Enemigo acérrimo del lujo y la ostentación, mucho de lo estimado como legítimo venía a ser para Clemente por completo innecesario. El meollo de su exposición acerca del joven rico, junto con gran parte de lo apuntado en el Paedagogus y el Stromateis, ponen de relieve al consejero espiritual que había en él. En la naturaleza de su visión de la vida cristiana como una progresión hacia la semejanza a Dios en Cristo, Clemente discernía tanto un avance dinámico en la comprensión de la naturaleza de la doctrina cristiana como, igualmente, un proceso formativo en el que el aspirante incurriría en error al demandar penitencia. La iglesia era descrita por él como una escuela que incluía diversos grados y diversas capacidades por parte del alumnado; un lugar donde ciertamente todos los elegidos se encontraban en igualdad, si bien algunos de ellos eran, intrínsecamente, “más elegidos” que otros. Todo lo cual le llevaba a Clemente tanto a ver una oportunidad de restauración para aquellos que habían abjurado de su fe, como, asimismo, unas ciertas exigencias para la totalidad de los cristianos. El séptimo volumen de su Stromateis (último que pudo concluir antes de morir, dado que el denominado octavo volumen tan sólo consta de una recopilación de notas dispersas acerca de la lógica encontradas entre sus papeles) muestra el ideal espiritual del gnóstico puro en términos que aúnan las elevadas aspiraciones de San Pablo

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(Filipenses 3) con el adecuado lenguaje platónico relativo a la asimilación del alma a Dios y los ideales estoicos de la ataraxia. Es más, según apuntan todos los indicios, Clemente también habría derivado del apóstol Pablo, y no de los platónicos, el considerar el conocimiento de Dios como una progresión dinámica más que como una posesión estática. En cierta ocasión, llegó a declarar que si al genuino gnóstico se le requiriera elegir entre la salvación eterna y el conocimiento de Dios, se inclinaría, sin dudar un instante, por lo segundo. Al entender Clemente la vida espiritual como un proceso que nunca se termina, estaba igualmente convencido de que el curso de la enseñanza divina tampoco se acababa con la muerte. En lógica consecuencia, aun sabiéndose deudor de Justino e Ireneo, no se sentía sin embargo obligado a compartir con ellos esa firme creencia en una resurrección física demasiado literal que llevaría a participar con Cristo en un milenio terrenal. Para él, el pecador no puede menos que esperar un fuego abrasador que se encargue de destruir no la imagen de Dios, sino la madera, la paja, y la hojarasca que han ido componiendo nuestros pecados. Ciertamente, nada en esta vida puede alcanzar un grado de pureza tal que permita prescindir de esa sabia purificación previa para poder presentarse ante Dios. Reticente por naturaleza, poco es lo que se permite revelar respecto a su propia persona, si bien no resulta difícil percibir sus ideales. Por temperamento y formación, no podía estar más lejos del celo militante de Tertuliano. Aun así, en las refinadas conversaciones de sociedad que aparecen reflejadas en sus escritos se discierne un apasionamiento de índole moral que en nada desmerece del celo de Tertuliano. Esa reticencia innata le llevó igualmente a relatar muy poco acerca de la vida externa de la iglesia a la que pertenecía: nunca saca a colación a Demetrio, obispo contemporáneo de Alejandría, y poco es lo que puede extraerse de sus textos que ayude a comprender mejor el desarrollo institucional de la comunidad. Al igual que Justino Mártir, su tarea principal la llevó a cabo como lego, trabajando por su cuenta como maestro de la “filosofía cristiana”, instruyendo igualmente a sus alumnos en la gramática, la retórica, las reglas de urbanidad, y, lógicamente, en los principios pertinentes a las cuestiones religiosas. Según ciertos indicios, de difícil comprobación, Clemente habría sido ordenado presbítero poco antes de su muerte, acaecida en el año 215. Si realmente fue así, esa ordenación podría ser razonablemente interpretada como muestra del deseo por parte del obispo de Alejandría de tener bajo un mayor control a maestros legos como Clemente. ORÍGENES (184-254)

Orígenes descuella como figura de excepción entre los primeros pensadores cristianos. Y, aun cuando nunca aparece mencionado específicamente en sus escritos, es evidente que conocía bien el pensamiento de Clemente, hasta el punto de que puede verse en Orígenes al legítimo continuador de su obra. Una de las primeras obras de Orígenes se titulaba Stromateis, y lo poco que de ella se conserva apunta precisamente a un gran parecido con las “Misceláneas” (o Stromateis) de Clemente, mostrando ambos un mismo deseo por adaptar los conceptos cristianos al vocabulario platónico tradicional, y sirviéndose, alternativamente, de determinados debates filosóficos para dar razón de ciertas cuestiones bíblicas de difícil explicación (como la disputa entre Pedro y Pablo en Antioquía, que Orígenes interpretaba como un teatro edificante). Pero la mentalidad de Orígenes era muy distinta a la de Clemente. La obra de Clemente transpira alegría y optimismo, y las abundantes mercedes del Creador son motivo de continuo regocijo. Orígenes, en cambio, se caracteriza por una severa austeridad, que se ve acompañada de una férrea determinación a renunciar no sólo a todo lo malo sino incluso a todo cuanto de bueno pueda interponerse en la consecución de un bien mayor. Orígenes, ciertamente, se movía sin dificultad en el mundo de la poesía clásica griega, pero no parecía inclinado a dejarlo traslucir. Quizás le asustara la belleza pura, viendo en el poder de la forma y la expresión una trampa en la que caer demasiado fácilmente. O quizás, sencillamente, no le merecía la pena perder el tiempo en semejantes banalidades. Empeñado en una tarea rigorista, dividía su tiempo entre el estudio de los grandes filósofos y las Escrituras, siendo capaz de citar de memoria numerosos textos bíblicos. Esa excelente memoria era motivo de cierto orgullo natural, lo cual

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le llevaba a confiarse en exceso, cometiendo algunos errores de referencia por no llevar a cabo las comprobaciones oportunas. La literatura pagana constituía para Orígenes parte indisoluble de la propia sociedad pagana, a la cual, como miembro de una iglesia perseguida, se veía obligado a fustigar implacable. Por otra parte, es más que probable que ese resquemor se viera alimentado por el recuerdo de ver, con 18 años recién cumplidos, cómo moría mártir su padre (Leónidas) en la persecución dictada por Septimio Severo. Orígenes siempre escribiría como miembro de una iglesia mártir, y su actitud ante la filosofía y la cultura paganas es mucho menos abierta que la de Clemente, mostrando en ocasiones una frialdad de juicio rayana en el desprecio más absoluto. A ojos de Clemente, Platón gozaba de la máxima autoridad; en opinión de Orígenes, carecía de ella por completo. Como es lógico, Orígenes reconocía que Platón había hecho unas cuantas observaciones llenas de sabiduría, y admitía igualmente que sus diálogos eran dignos de ser tenidos en cuenta. Pero, aun así, es fácil percibir que Orígenes admite esa valía muy a su pesar. A diferencia de Clemente, Orígenes no necesita ninguna gran figura filosófica que le respalde a la hora de presentar defensa de algún principio fundamental para los cristianos. Pero, muy curiosamente, en el sistema que él propone como punto de partida, se nos revela menos crítico del platonismo que el, aparentemente, más benévolo Clemente, incluyendo, en comparación con los escritos de éste, una mayor proporción de presupuestos platónicos. Lo cierto es que los escritos de las grandes escuelas filosóficas carecían de secretos para él, y se movía con el aplomo del maestro entre las distintas teorías de estoicos, epicúreos, platónicos, y aristotélicos, no dudando en utilizar cuanto pudiera servir a su causa, pero sin identificarse en manera o momento alguno con ninguna escuela en particular. Al igual que Justino y Clemente antes que él, Orígenes admite, muy a su pesar, la ayuda que prestan los postulados estoicos en cuestiones tales como la ética y la providencia, y no oculta su aquiescencia a la doctrina platónica que ve en el alma una naturaleza “semejante” a Dios, aunque forzada a vivir en un mundo material que no es su verdadero hogar. Pero, aun así, está convencido de que no puede pensarse que Platón estuviera actuando inspirado para descubrir esa verdad divina. Para Orígenes, la única fuente de revelación auténtica la constituía la Biblia, y, en consecuencia, él dedicaba largas horas al estudio y a la oración, trabajando hasta el límite de sus fuerzas, concediéndose apenas tiempo para comer o dormir. Su máxima aspiración era convertirse en un verdadero prohombre de la iglesia, presto a defender sus doctrinas ante cualquier posible adversario, ya fuera éste judío, hereje, o pagano. Al principio de su carrera, Orígenes descubrió, en base a las disputas sostenidas con los judíos, que, para poder argumentar con los representantes de la sinagoga, era imprescindible partir de un texto bíblico reconocido por ambas partes. La Iglesia usaba a la sazón la Septuaginta, mientras que, por su parte, las sinagogas griegas se servían de unas versiones más literales debidas a Sínmaco, a Teodoto, y, muy especialmente, a Aquila, siendo este último un gentil que, tras convertirse al cristianismo, se hizo prosélito del judaísmo, produciendo por cuenta propia, hacia el año 140, una versión de las Escrituras que llevaba el fanatismo de la literalidad a extremos inconcebibles. A todo esto se venía a sumar la costumbre cristiana de modificar ligeramente el texto, sobre todo en el caso de las colecciones de extractos de profecías mesiánicas, para mejor adaptarlo al uso destinado. De hecho, Justino Mártir creía en buena fe que las palabras “El Señor reinó en el madero” procedían del texto verdadero del salmo 96, explicando su ausencia en las copias judías de la Septuaginta desde la hipótesis de una omisión intencionada por parte de ciertos judíos dados a las controversias. Ante semejante caos y confusión, Orígenes pensó que, a fin de que los cristianos no se vieran descalificados por sus errores textuales en las disputas con los rabinos, era absolutamente necesario poder contar con el texto original del Antiguo Testamento, aplicándose en consecuencia a la tarea de compilar una vasta sinopsis de las distintas versiones del Antiguo Testamento a la que tituló Hexapla. En efecto, mediante el recurso de columnas en paralelo, fue colocando, en orden de contigüidad, la versión hebrea, junto a una transliteración del texto hebreo en caracteres griegos (quizás para ayudar a vocalizar ese texto exclusivamente consonántico, o puede que por hábito contraído de aquellas iglesias en las que se mantenía la antigua costumbre de las sinagogas de leer el texto en el hebreo original antes de pasar a explicarlo en griego), y, por último, las cuatro diferentes versiones en lengua griega. Para los Salmos añadió incluso dos traducciones adicionales; una de

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ellas la había descubierto el propio Orígenes en una vasija en el valle del Jordán, siendo, quizás, un hallazgo análogo al de los Rollos del Mar Muerto. El propósito central de la Hexapla era el asegurar la exactitud de la Septuaginta, que era la versión aceptada y de uso común en todas las iglesias griegas. Orígenes, además, procedió a añadir por su cuenta suplementos al texto en base a la versión de Teodoto, colocando cinta marca (para indicar duda respecto a su autoridad) en aquellos pasajes en los que la Septuaginta se apartaba del texto hebreo que, de hecho, podían llegar a ser en ocasiones bastante numerosos. En el libro de Daniel en griego, por ejemplo, aparecía incluida la Historia de Susana, sin que existiera su igual en el original hebreo. Orígenes, sin embargo, no ponía en duda que el relato fuera auténtico, dada su inclusión no sólo en la Septuaginta sino igualmente en Teodoto. Además, el relato mostraba una imagen poco favorable de los ancianos judíos, lo cual habría sido motivo más que suficiente para que las sinagogas lo suprimieran sistemáticamente. Sin embargo, la postura de Orígenes sobre este asunto fue objeto de una acertado crítica en una muy notable correspondencia mantenida con otro erudito cristiano mayor que él, Julio el Africano. En su tiempo, Julio había sido una figura de considerable interés. Nacido en el Jerusalén de la plena dominación romana (Aelia Capitolina), se había dedicado a viajar extensamente, llegando a lugares tan remotos como Edesa. Allí había sido admitido en la corte del rey Abgar IX el Grande, trabando amistad con Bardesanes y disfrutando del privilegio de ir de caza en su compañía y la del príncipe heredero. Una curiosidad innata le había llevado a visitar el desierto del Ararat en busca del Arca de Noé; e incluso había llegado hasta el Mar Muerto, e ido a ver el terebinto de Jacob en Palestina. Hacia el año 220 se asentó de manera permanente en Emaús (rebautizada Nicópolis), en territorio de Palestina, desde donde viajaría a Roma en el año 222 como representante de su ciudad. Ya en Roma, impresionó de tal manera al emperador Alejandro Severo (22-235) con su vasta erudición que éste no dudó en comisionarle la construcción de su nueva biblioteca en el Panteón de Roma. Los conocimientos de Julio eran los típicos de un anticuario mucho más interesado en atesorar noticias y datos que en hacer averiguaciones respecto a su grado de probabilidad. De hecho, llegó a escribir una crónica de la historia del mundo, situando la Encarnación en el año 5500 después de la creación; obra a la que pronto vino a sumarse una voluminosa miscelánea, similar en contenido a la Historia Natural de Plinio, que incluía, según se deduce de los fragmentos conservados, historias y curiosidades acerca de la veterinaria, la táctica militar, la retórica, la crítica textual de Homero, y la magia. Julio el Africano fue, además, el primer escritor cristiano cuya obra no giró exclusivamente en torno a su fe. Su actitud hacia la Biblia era igualmente la del coleccionista de curiosidades: se dedicó a armonizar las genealogías del evangelio, y, en otro orden de cosas, destacó la presencia de un lamentable juego de palabras griego en la Historia de Susana. Ese retruécano cobró tal importancia para él que, tras asistir a un debate teológico en el que Orígenes se permitió citar precisamente esa Historia, no dudó en escribirle después una nota de paternal reconvención, reprochándole que no hubiera aprovechado la ocasión para hacer notar que ese juego de palabras, al ser posible tan sólo en lengua griega, probaba que la Historia de Susana era, sin posibilidad alguna de discusión, una adición posterior al Daniel hebreo original. Inconmovible en su postura, Orígenes le replicó, un tanto amoscado, que el retruécano en sí bien podía ser un añadido de los traductores al griego, y que, además, su mera presencia no anulaba, per se, el resto de la supuesta historia original en hebreo. Por otra parte, además, no había razón alguna para pensar que el Señor, tras haberlo dado todo para redimir a su iglesia, iba a permitir que ésta errase en asunto de tan capital importancia. Al menos en este punto se hace evidende que Orígenes mantuvo respecto a la Septuaginta una actitud en extremo conservadora, sintiéndose, además, comprometido por el hecho de que su canon hubiera sido ya aceptado por las iglesias. No obstante, en otro orden de cosas, Orígenes sí estaba dispuesto a admitir que puesto que la sinagoga, junto con un cierto número de iglesias, no se avenía a aceptar la autoridad y canonicidad de parte, o la totalidad, de esos libros que aparecían en la Septuaginta, pero que estaban ausentes en los Escritos hebreos, resultaba del todo imposible servirse de ellos en las controversias respecto a la doctrina. La defensa de la ortodoxia ante la herejía ocupó gran parte de la atención de Orígenes. Consciente como era de que la réplica al gnosticismo no podía ser hecha en base, simplemente, a respuestas parciales a determinados puntos concretos, acometió la tarea de organizar y

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presentar una defensa sistemática que diera cumplida respuesta a la cuestión en toda su amplitud. Enmarcadas en el ámbito natural de la doctrina cristiana, cuestiones tales como el mal, el lugar de la materia dentro del plan divino, el libre albedrío, y la justicia divina, centrales en el pensamiento gnóstico, eran puestas en la debida perspectiva desde una base más amplia y profunda. Y así fue cómo salió a la luz esa controvertida obra apologética que él titulo Sobre los Primeros Principios. Traducida al latín (De Principiis) hacia finales del siglo cuarto por un tal Rufino de Aquileia, éste advirtió desde un principio de cuantas alteraciones le había parecido oportuno efectuar con el fin de acomodar lo allí vertido a otros escritos previos de Orígenes, de talante más ortodoxo. Afortunadamente, Jerónimo consideró oportuno editar una versión exacta de los principales pasajes que Rufino había suavizado o alterado, y así es cómo fue posible desentrañar el sentido original de la obra. Según el sistema especulativo de Orígenes, Dios no habría creado en primera instancia este mundo material que conocemos, sino un reino previo, poblado de seres espirituales dotados de razón y libre albedrío y en dependencia absoluta del Creador. Para explicar la Caída, Orígenes tomó prestada, además, una idea de Filón de Alejandría; la cuestión habría sido que esos seres espirituales anteriores a nosotros, ahítos de adorar a Dios, incurrieron en la desidia, dejando que su primitivo amor fuera extinguiéndose paulatinamente, para volverse del propio Dios a algo muy inferior. El mundo material que conocemos habría hecho su aparición, pues, no como un mero accidente, según mantenían los herejes, sino como consecuencia directa de esa Caída, y en virtud de un deseo expreso de Dios Creador, cuya bondad quedaba patente en la belleza y armonía de lo creado. De todo eso se seguía, pues, que el mundo material no era en modo alguno un error fatal al que se hubiera visto abocada la humanidad por un cruel designio, sino un dominio terrenal que obedece a la firme voluntad de un Dios supremo que se manifiesta mediante su propia bondad en virtud de una justicia superior, el cual, además, había llevado a cabo un acto de redención que no estaba pensado para colmar de inmediato el alma humana, sino para enseñarla y adiestrarla de forma tal que se volviese de nuevo a ese Hacedor, sin el cual ciertamente se vuelve inferior a sí misma. Orígenes se daba cuenta, sin embargo, de que el “problema” del mal radicaba en su aparente carencia de todo sentido. En busca de soluciones, Orígenes se planteó de nuevo tanto la postura de Ireneo, que veía en el mundo ocasión, para los verdaderamente llamados, de superar las tremendas dificultades que nos salen constantemente al paso, como, por otra parte, esa tradición platónica que sostenía que el mal era la ausencia de bondad, y que la responsabilidad de ese desequilibrio tenía que ver con un lamentable abuso del libre albedrío. Para Orígenes, el mundo material es absolutamente temporal y provisional, y la vida en él tan sólo constituye un breve período dentro de un lapso vital del alma mucho más dilatado; por otra parte, el alma no sólo cuenta con una existencia previa antes de verse unida al cuerpo, sino que seguirá igualmente disfrutando de ella en el más allá. El proceso de la redención vendría a ser, pues, gradual; la expiación por las faltas se actualiza de manera continua y, puesto que a Dios, por designios inescrutables, le ha placido no usar de la fuerza, respetando esa primitiva libertad, la tarea de la restauración, en correspondencia con la primigenia intención de la divinidad, supone un lento y doloroso proceso. Hubo un alma, empero, que no se apartó de Dios cuando todas cayeron, y eseaalma fue la elegida para ser unida al Logos divino en una fusión tan íntima como lo es la de cuerpo y alma, fundida, pues, como hierro incandescente al fuego. Pero no sólo eso. El cuerpo derivado de María se vio igualmente afectado por esa unión consustancial al Verbo encarnado. Sin embargo, la facultad de discernir la presencia de Dios en el Hijo es tan sólo por gracia. Lo cual quiere decir que Cristo viene a significar distintas cosas según las distintas personas, y ello en lógica correspondencia con el propio progreso espiritual. Puede darse el caso, pues, de que se empiece tan sólo por el Hijo del Hombre, para luego darnos cuenta, a medida que avanzamos, de que se le puede captar o comprender desde una perspectiva y con una profundidad mucho mayor. Cristo verdaderamente “es todo para todos”, la respuesta definitiva a toda necesidad o anhelo individual, que habrá de cambiar a medida que la fe se transforme en maduro conocimiento y la percepción moral se vuelva más sensible. Es axiomático en Orígenes que la revelación se encuentra condicionada por la propia capacidad del receptor. La encarnación es, en sí, una incógnita divina: el hombre pecador no podría soportar tal esplendor de manera inmediata. La Iglesia predica un evangelio que, si bien

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es absoluto dentro de las posibilidades de la vida presente, es relativo en comparación con la verdad que habrá de sernos revelada en el más allá. Ahora vemos como a través de un espejo, veladamente. En la vida futura nuestro entendimiento trascenderá lo que ahora sabemos, de manera similar, al menos, en que el Nuevo Testamento trasciende el Antiguo. Y esa progresión del alma hacia nuevas cotas de comprensión no verá su fin tras la muerte del cuerpo físico. Ante la muerte, nadie aparece sin mancha ni pecado, y nadie es, pues, digno de verse en presencia del amor y la santidad divinas; habrá, pues, un “fuego” purificador que se encargue de purgar al alma de sus lacras y sus manchas. Llegados a este punto, además, es necesario tener presente que todo lenguaje sobre el cielo y el infierno siempre será figurativo y simbólico: Orígenes ciertamente no creía que pudiera calcularse literalmente la temperatura del infierno ... Ese lenguaje simbólico encierra una verdad: la total certidumbre de un castigo divino. Pero la cuestión crucial no es el castigo en sí, sino su intención. Orígenes no admitía en modo alguno la posibilidad de una falta de propósito en la “ira de Dios” (ira, por cierto, que, tal como Orígenes repite incansable, no es evidencia de una reacción emocional por parte de Dios). Orígenes estaba convencido de que los símbolos de la primitiva escatología cristiana –el cielo, el infierno, la resurrección, la Segunda Venida de Cristo – no habían de ser rechazados tan sólo por esa, igualmente primitiva y prosaica, interpretación que de ellos habían hecho los primeros cristianos. En su opinión, era el gnosticismo el que caía en el error contrario, al referir dichos símbolos en exclusiva a una experiencia psicológica interna en el aquí y ahora. Orígenes, pese a todo, sentía una simpatía innata hacia esa interpretación, y no veía traba alguna para explicarse el infierno en términos de una desintegración tan total del alma que nada, ni en su interior ni en su exterior, la llevara a encontrar relación propia alguna. Fuera como fuese, Orígenes no renunciaba a encontrar una vía de interpretación de los símbolos que fuese digna de esa “divina grandeza” que prestaba su sentido esencial a la tradición de la Iglesia. Su búsqueda de una “vía media” puede que acabara con demasiada frecuencia en una formulación en exceso confusa; y, desde luego, franca e inadmisiblemente herética en base a toda posible reinterpretación ortodoxa de sus conclusiones generales. Sin embargo, él veía justificado su empeño en virtud del propio debate paulino de 1 Corintios 15, donde el apóstol rechaza de manera implícita toda noción de una resurrección que remita únicamente a una experiencia interna mística o psicológica, si bien no dejaba de criticar igualmente la idea de que la resurrección del cuerpo significara una resucitación literal del cuerpo físico presente. Ese lenguaje de Orígenes respecto a las postrimerías sirvió de acicate para fantasiosas especulaciones a lo largo de todo el siglo VI. Ciertos entusiastas monjes de Palestina no dudaron en invocar su autoridad para justificar su propia creencia en que el cuerpo resucitado será, (Platón sostenía que la esfera es la figura geométrica perfecta); aunque lo cierto es que no hay prueba alguna de que Orígenes hubiera aventurado nunca semejante teoría. Orígenes, por su parte, estaba convencido de que el diablo era un ángel caído, y que Dios no había creado a los poderes demoníacos malos en un principio. Su caída había sido consecuencia de su abandono de Dios, y de un orgullo premeditado que nada quería saber del arrepentimiento. Pero, aun así, esas potestades del mal habían retenido un cierto grado de libertad y capacidad de razonamiento. No hay ser alguno que sea totalmente depravado, pues, de serlo, cesaría automáticamente de ser responsable y racional, mereciendo entonces nuestra compasión por su lamentable situación. De todo eso se seguía que incluso el propio Satanás había retenido algún vestigio de capacidad para reconocer la verdad; incluso él podría llegar al arrepentimiento en un ultimísimo momento. La obra de expiación está, pues, incompleta hasta que todos sean llevados a redención, y Dios sea todo en todos. Pero esta esperanza universalista no supone una tranquilizadora creencia en un proceso natural que habrá de cumplirse inexorablemente. La libertad es un atributo natural de los seres racionales que nada ni nadie puede enajenar. Por otra parte, el amor divino concede, además, a cada individuo un respeto soberano adscrito a esa libertad. De hecho, al ser precisamente dicha libertad inalienable, Orígenes se ve abocado a admitir que los redimidos puedan desentenderse de su primitivo amor a Dios; y ello de forma tal que incluso se podría todavía especular con la posibilidad de un ciclo sin fin de continua caída y constante redención. De ahí que Orígenes termine su especulación con una disyuntiva aparentemente insoluble: no se puede llegar a ninguna conclusión definitiva,

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porque si bien es imposible creer que la libertad se pierda, tampoco se puede admitir que el amor falle. La controversia con el gnosticismo también forzó a Orígenes a analizar los principios correctos de interpretación bíblica. Ante los literalistas como Marción, él reivindicaba el derecho de la alegoría a ocupar su debido lugar en la exégesis cristiana. En la Biblia, puede que ciertas partes parezcan tan sólo recopilaciones de leyes ceremoniales o antiguas tradiciones tribales, pero bajo ese manto de la ley, la historia, e incluso la geografía, Orígenes discernía una verdad atemporal. Filón había sido el primero en marcar el camino, y Orígenes había tomado de él muchos de sus principios básicos de interpretación. Sin embargo, para Orígenes, la clave de la unidad de la Biblia, que enlazaba Antiguo y Nuevo Testamento, radicaba en la persona de Cristo. Las dificultades propias del tema, que tanto gustaban de resaltar los marcionitas, eran entendidas por Orígenes como señales providenciales que apuntaban a la imperiosa necesidad de una interpretación espiritual. El que los cuatro evangelistas no habían tenido únicamente intención de dejar constancia escueta de unos hechos históricos venía a quedar demostrado por las diferencias en su distinto relato de un mismo suceso: la expulsión del templo de los cambistas y comerciantes. Las diferencias que se observan no pueden ser reconciliadas en base a un nivel histórico literal, pero, en cambio, sí son absolutamente explicables si se tiene en cuenta la perspectiva espiritual de los autores. De ahí, concluye Orígenes, que resulte evidente que el propósito primario de las Escrituras sea, en primera instancia, transmitir realidades y verdades espirituales, quedando la narración secuencial de los hechos históricos relegada a un segundo plano. La mayoría de los pasajes de las Escrituras pueden ser interpretados desde dos, tres, o incluso cuatro niveles de significación. Aparte del sentido literal, el texto puede contener enseñanzas respecto a la Iglesia como asociación, o acerca de la relación del alma con Dios. A ese respecto, la doctrina de Orígenes de los distintos niveles de significado llegó a ejercer una profunda influencia tanto en Oriente como en Occidente. Sus homilías sobre el Pentateuco y Josué fueron leídas durante mucho tiempo en la versión latina de Rufino, e influyeron grandemente en Gregorio Magno. Grande fue también la influencia ejercida indirectamente por él a través de la persona de Jerónimo, el cual hizo suyas muchas de las exégesis bíblicas de Orígenes. La actitud de Orígenes respecto al sentido literal de las Escrituras fue objeto de severas críticas por parte de muchos de sus contemporáneos y por no pocos lectores antagónicos del siglo IV. Por su parte, él seguía convencido de que eran muy pocos los pasajes de la Biblia que tan sólo tenían un sentido espiritual y no literal; lo que ya no está tan claro es si él concedía un valor especial a esa literalidad. Según Orígenes, los grandes relatos históricos contenidos en la Biblia, pese a su veracidad, no añadían nada de especial al mensaje básico espiritual. Lo verdaderamente importante era el alma contenida en ese cuerpo de escrituras. De ahí que, para Orígenes, y ciertamente en línea con el principio de revelación y redención, la humanidad haya de ser necesariamente enseñada a elevarse de la letra al espíritu, del mundo de los sentidos al reino de lo inmaterial, del Hijo del Hombre al Hijo de Dios. Es más, el teólogo que era capaz de percibir que la unidad presente entre elementos divinos y humanos en las Escrituras es análoga a la unión de lo divino y lo humano en Cristo, no podía ser un pensador al que el sentido literal e histórico le resultan irrelevante. De hecho, tanto la doctrina de Orígenes acerca de la oración como su misticismo personal se enraízan en un profundo apego a la Escritura. En cierta ocasión comentó que ni “en el más elevado éxtasis de la contemplación es posible olvidar por un momento la encarnación.” De ahí que, en la oración, el ascenso espiritual del alma encuentre su punto de partida en esa “escalera” de la meditación bíblica. “Diariamente leemos las Escrituras y experimentamos aridez en nuestras almas hasta que Dios provea el alimento que satisface el hambre de nuestras almas.” Así, por pura gracia, el alma se ve elevada por encima de las preocupaciones mundanas, para regocijarse tan sólo en Dios, mirando en ese espejo interior que refleja la gloria del Señor y que es transformado a medida que la gloriosa luz divina deja su impronta. En semejante oración, continúa Orígenes, ya no son necesarias las peticiones expresas; el alma se vuelve consciente de una cierta unión con Cristo, la inmanente “alma del mundo”, y se ve capacitada asimismo para aceptar con gratitud cuantas dificultades o cargas le sean impuestas.

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Orígenes consideraba la exposición de las Escrituras como su tarea primordial, y la mayor parte de sus voluminosos escritos consisten precisamente en comentarios bíblicos y sermones sobre ciertos libros bíblicos en particular; esos comentarios, además, habían sido concebidos a una escala tan grande que ni uno sólo de ellos nos ha sido transmitido en toda su extensión. De hecho, cuando Rufino de Aquileya se aprestó a traducir el Comentario acerca de la Epístola a los Romanos le fue necesario remodelar la obra por completo, abreviando y parafraseando de forma drástica; y no sólo eso, ya en la época de Rufino, algunos de los libros que integraban ese magno Comentario habían desaparecido sin dejar rastro, viéndose Rufino en la tesitura de tener que rellenar las lagunas según propio criterio. “¿Quién será capaz de leer todo cuanto salió de su pluma?” – exclamaba admirado (en su época pro-Orígenes, claro está) el propio Jerónimo. Lo constante e infatigable de su esfuerzo le valió a Orígenes el sobrenombre de “Adamancio”. Aun así, ese ascetismo extremo no le ayudó a congraciarse con sus hermanos cristianos, y tuvo que admitir con dolor haber sido en múltiples ocasiones objeto de envidia, malicia, e incluso franca animadversión. La historia que circulaba por la época, contada por Eusebio de Cesarea, de oídas, de que llevado de su ardor juvenil, se había hecho castrar para asegurarse una vida de castidad, podría ser bien cierta, dada la evidencia de varios casos similares dentro del seno de la primera Iglesia. Sin embargo, lo cierto es que en su interpretación de Mateo 19:12 (“hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos”) deplora con vehemencia toda posible interpretación literal del texto. Casi con toda probabilidad, Eusebio contaba, sin discriminar, un burdo rumor propalado por los adversarios de Orígenes, ciertamente numerosos en exceso. A nivel personal, a Orígenes le estaba resultando muy difícil convivir con Demetrio, obispo de Alejandría. En su opinión, Demetrio era un prelado ramplón en sus perspectivas, mundano en sus intereses, ávido de poder, y consumido por un orgullo sin precedentes que derivaba de su posición como presidente de honor de la comunidad próspera y acaudalada de la gran ciudad. Demetrio, por su parte, estaba ansioso por imponer orden y control episcopal a la iglesia de Egipto, afectada, según todos los indicios, por una muy particular crisis de anarquía en el siglo II. Nada tan fácil, sin embargo, como llegar a parecer autocrático desde la sede de la autoridad episcopal. Sea como fuere, lo cierto es que los amigos de Orígenes estaban convencidos de un espíritu de envidia por parte de Demetrio con respecto a la figura del gran maestro espiritual. Orígenes, además, era invitado con mucha frecuencia a visitar otras iglesias para tomar parte en debates públicos, o, simplemente, para ayudar a resolver alguna abstrusa cuestión teológica. Un papiro descubierto recientemente, muestra la trascripción, tomada por dos taquígrafos, de un debate habido con toda probabilidad en la Transjordania, adonde Orígenes había sido invitado a participar en un sínodo de obispos que aspiraba a refutar los puntos de vista de un tal Heráclides, obispo monarquiano. Su fama llegó a ser tan grande que, en cierta ocasión, le cupo el honor de ser llamado a Antioquía para conversar con Mámea,1 madre del emperador Alejandro Severo, el cual contaba con muchos cristianos entre el personal de su casa y, según se decía (lamentablemente en base a una fuente histórica de dudosa confianza)2, había mandado colocar, indiscriminadamente, eso sí, estatuas de Apolonio de Tiana, Abrahán, Orfeo, y el propio Cristo en su capilla imperial privada. Hacia el 229, Orígenes fue invitado a Atenas para ayudar a la iglesia local a dar respuesta a un problemático hereje valentiniano que respondía al nombre de Cándido. De camino a Grecia, Orígenes pasó por Palestina, donde contaba con numerosos admiradores, y en Cesarea aceptó ser ordenado para el presbiteriado. Ya en Atenas, Cándido se enfrentó a él argumentando que los ortodoxos no podían objetar a la doctrina valentiniana de la predestinación para salvación, o para reprobación, pues ellos mismos, como tales ortodoxos, sostenían que el diablo estaba más allá de toda esperanza de redención. Ante eso, Orígenes no dudó en replicar afirmando que incluso el diablo podría salvarse. Cuando las noticias de la ordenación habida en Cesarea y de la disputa acaecida en Atenas llegaron a Alejandría, se produjo una tremenda reacción en contra de Orígenes. El propio Demetrio se quejó de 1

Hipólito dirigió a Mámea un discurso sobre la resurrección que se perdió, menos nueve citas que han guardado autores posteriores. 2 La Historia Augustana, un grupo de novelas históricas que fueron escritas alrededor de 350-400 d.C.

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inmediato al obispo de Roma, teniendo lugar, posteriormente, la condena de la postura y persona de Orígenes en un correspondiente sínodo de obispos egipcios. Lejos de arredrarse, Orígenes no dudó en defenderse, lamentando que tan profundas verdades hubieran venido a serles manifiestas a aquellos incapaces de comprenderlas, añadiendo que él personalmente no deseaba hablar mal del diablo, asi como tampoco querría hacerlo de esos obispos que le condenaban. Sea como fuere, lo cierto es que, a partir de ese momento, Orígenes no tuvo más remedio que fijar su residencia en Cesarea de Palestina, permaneciendo allí hasta el 254, año en el que le sobrevino la muerte en la localidad de Tiro (donde todavía era visitada su tumba por los cruzados del siglo XII). En el año 235, Alejandro Severo fue sucedido en el poder por el emperador Maximino, el cual desaprobaba del trato favorable que se dispensaba a los cristianos en el seno de la corte imperial, desatándose en consecuencia, durante un breve período de tiempo, una insidiosa persecución de los mismos, la cual, a diferencia de otras persecuciones anteriores en las que el factor decisivo había sido la actitud del gobernador local, pareció, en esta ocasión, obedecer a la voluntad expresa del emperador. Ante semejante estado de cosas, Orígenes decidió ausentarse de Cesarea durante un tiempo, marchándose en compañía de un acaudalado mecenas amigo suyo llamado Ambrosio, personaje, por cierto, que había asumido el pago de los estenógrafos encargados de registrar los sermones de Orígenes. Fue precisamente a este Ambrosio al que dirigió su obra Exhortación al Martirio – clara súplica a cristianos como Ambrosio, de relevante posición social, para que evitaran a todo trance caer en la fácil trampa de las concesiones. Y fue asimismo a Ambrosio al que dedicó su tratado Acerca de la Oración, con el que pretendía dar respuesta a la filosofía determinista de aquellos que creían que las oraciones no coadyuvaban a cambio alguno. En el año 248 Ambrosio persuadió a Orígenes para que compusiera Contra Celsum, famoso tratado de defensa del cristianismo ante las críticas paganas. Esta réplica a Celso, muy curiosamente, se presentaba, además, dentro de una obra de irregular estructura, en la cual los principales argumentos eran esgrimidos desde un paralelismo explícito, con citas alusivas entresacadas del propio ataque iniciado por Celso, todo lo cual permitía atender simultáneamente a ambas partes del debate, constituyendo para el lector actual uno de los escritos más fascinantes de la primitiva literatura cristiana. La polémica entre Celso y Orígenes se veía intensificada, además, por el hecho de que tanto Orígenes como Celso eran platónicos, lo cual venía a significar que ambos contendientes compartían idénticos presupuestos filosóficos. Por otra parte, Orígenes era particularmente consciente de que estaba en juego bastante más que la acostumbrada defensa apologética de determinados milagros, o la presentación sistemática del cumplimiento de determinadas profecías, o una explicación adecuada del extraordinario crecimiento de la iglesia, hechos todos ellos ante los cuales hasta el propio Orígenes tenía una cierta reserva. Tal como lo veía Orígenes, la auténtica cuestión era decidir si, dentro del marco de una metafísica platónica, resultaba posible hablar de una libertad en Dios o si, por el contrario, “Dios” era tan sólo un nombre más para designar ese proceso impersonal del cosmos en su incesante devenir. El hecho de que Celso se decantara por la segunda posibilidad, lo señalaba como conservador en materia de religión y, en no poca medida, alarmado ante esas novedosas fuerzas revolucionarias puestas en marcha por el cristianismo. Por su parte, Orígenes consideraba precisamente la idea de la libertad personal como una característica específica de la filosofía cristiana: tan sólo así resultaban posibles el cambio, la conversión moral, o la espontaneidad y la creatividad, quedando garantizado al mismo tiempo el necesario distanciamiento crítico ante los convencionalismos y las tradiciones al uso. En la actualidad, nos resulta difícil decidir hasta qué punto Orígenes consiguió hacerse escuchar con imparcialidad entre la intelectualidad pagana. No cabe duda, por ejemplo, de que Porfirio, discípulo y biógrafo del filósofo Plotino, estaba familiarizado con algunos de los escritos de Orígenes, si bien le resultaba imposible perdonar la irrespetuosa actitud de Orígenes hacia Platón y los grandes clásicos de la literatura griega, ciertamente autoridades inspiradas a su concepto y, fuera de toda posible discusión. Es bastante probable, además, que Orígenes viera disminuida su potencial influencia por sus desafectos comentarios respecto a muchos de esos filósofos; aunque lo cierto es que, llegado el caso, no escatimaba los elogios a todos aquellos que, en su opinión, lo merecían. Personalmente, fue capaz de atraerse a numerosos discípulos, y el más distinguido de todos ellos, un joven noble llamado Gregorio, llegó a

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publicar un panegírico, conservado hasta nuestros días, en el que le exaltaba, según los convencionalismos propios de la época, como maestro indiscutible de la enseñanza religiosa y filosófica. Este Gregorio había estudiado leyes en una escuela de Beritus (Beirut), convirtiéndose al cristianismo al escuchar a Orígenes. Salió de la sala de conferencias de Orígenes para iniciar una labor misionera pionera en el Ponto, allá en el Asia Menor, lugar donde, un siglo más tarde, los propios campesinos todavía contaban maravillas sin fin de los prodigios y exorcismos por él realizados –de hecho, llegó a ser conocido como el “taumaturgo”, o gran “artífice de prodigios”, alcanzando, además, gran renombre como santo. La influencia del propio Orígenes fue también muy grande entre las iglesias de Palestina y el Asia Menor durante el siglo posterior a su muerte. Eusebio de Cesarea, el gran historiador de la iglesia, concedía a Orígenes la categoría de suprema santidad y más preclara inteligencia en el catálogo de los héroes incluidos en su Historia; y lo cierto es que no había comentador griego de las Escrituras que pudiera sustraerse a su influencia. Incluso Epifanio de Salamis, desde Chipre (véase el capítulo13), el cual consideraba a Orígenes un hereje que había corrompido el cristianismo con la ponzoña de la cultura griega, no dudaba, sin embargo, en admitir que había mucho de excelente en sus comentarios bíblicos. A medida que el movimiento monástico fue desarrollándose a lo largo del siglo IV, fueron muchos los ascetas que encontraron en la vena espiritual de Orígenes una base teológica para sus propias aspiraciones. Aun así, el número de sus detractores siguió siendo abrumadora mayoría. Hacia el año 300, justo en los albores de la nueva centuria, Metodio, obispo de Licia, se manifestó en contra de la doctrina espiritualizada de la resurrección característica del pensamiento de Orígenes. Sus enemigos más acérrimos (Epifanio; Jerónimo, en su etapa tardía; y el emperador Justiniano) dieron cuenta de la mezcolanza de ortodoxia y herejía, propia de los escritos de Orígenes, desde la hipótesis de que sus verdaderas intenciones siempre habían sido heréticas, si bien había optado por introducir ciertas nociones ortodoxas con el único propósito de confundir a las mentes más simples. Pero los simpatizantes de Orígenes y sus amigos más cercanos sabían bien que no le alentaba otro deseo que el de ser un miembro leal y consagrado de la verdadera Iglesia. DIONISIO DE ALEJANDRÍA Y PABLO DE SAMOSATA

Orígenes falleció hacia el año 254, si bien el espíritu que había alentado en sus escritos pervivió en muchos de los posteriores debates teológicos. Al poco de su muerte, se produjo una fuerte reacción en contra de su manera de interpretar la doctrina de la Trinidad, y ello tanto en el seno de las iglesias de Libia como en las de Antioquía, en Siria. Orígenes se había opuesto desde un principio al monarquismo, tanto en la variante “modalista”, que sostenía que las figuras habituales de Padre, Hijo, y Espíritu no eran sino meros nombres que en absoluto se correspondían con una diferencia real en la persona de la Deidad, como en su forma “dinámica”, donde Cristo era tenido por un verdadero hombre santo, maestro sabio y ejemplar, que había gozado del favor del Espíritu de Dios en una manera y medida ciertamente sin precedentes. Para Orígenes, Cristo era el Logos pre-existente, el mediador que habilitaba a los creyentes para dirigirse al Padre en oración. Pero eso no era todo. Orígenes aspiraba, además, a probar la verdad de sus proposiciones apelando a esa tradición de la Iglesia que confirmaba que la más excelsa oración, o “anáfora”, de la eucaristía es elevada o dirigida precisamente a la persona del Padre en virtud de la figura del Hijo. De ahí, pues, que tuviera que ser posible afirmar una cierta diferenciación entre ambas personas, lo cual le llevaba a postular que si bien el Padre y el Hijo son uno en poder y voluntad, en realidad, y a efectos prácticos, vienen a ser dos realidades distintas – ambos se diferencian, según él, en la hipóstasis; lo cual significaba que pueden ser diferenciados como arquetipo e imagen perfecta. Ese planteamiento conciliaba la teoría monoteísta al permitir que el Hijo quedara, en alguna medida, subordinado al Padre en una categoría o nivel inferior del “ser” dentro de la suprema Deidad. Orígenes no creía en modo alguno que el Logos divino perteneciera al orden creado. De hecho, el Hijo había sido precisamente engendrado, no creado, y su generación era, pues, eterna y libre de la sujeción del tiempo. Aun así, lo cierto es que el Hijo actúa como mediador entre el Padre

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Supremo y el mundo creado; verdadero sumo sacerdote entre Dios y el hombre, actuando como nexo de relación entre uno y otro. A partir del 247, y hasta el 264, la sede episcopal de Alejandría vino a estar ocupada por un discípulo de Orígenes llamado Dionisio. Aun cuando se mostraba crítico respecto a un cierto espíritu que transpiraba en los escritos de su maestro, quedó horrorizado al encontrar cristianos que creían firmemente en un milenio terrenal --de hecho, esa postura llevó a Dionisio a elaborar una crítica sistemática de la gramática y el estilo característicos del Apocalipsis, con la decidida y exclusiva intención de probar que ese libro no podía ser debido al mismo autor del Evangelio de San Juan. En el 259, la colaboración de Dionisio fue recabada con motivo de una disputa surgida en las iglesias libias entre los partidarios de la teoría del Logos y algunos modalistas monarquianos. Su reacción fue inmediata y, sin parase tan siquiera a meditar en lo que iba a decir, atacó con vehemencia la postura modalista, teniendo incluso la osadía de afirmar que el Hijo y el Padre son tan diferentes como pueden serlo entre sí un barco y su timonel, negando a un tiempo que participaran “de una misma sustancia” (homoousios). Ante semejante situación, los libios no dudaron en apelar a un tal Dionisio de Roma, cuya reprimenda a su tocayo alejandrino vino a reforzar la idea de la unidad intrínseca de Dios, condenando, de paso, a “aquellos que se permiten dividir la divina monarquía en tres hipóstasis distintas y sus tres correspondientes deidades”. Ese acre intercambio constituyó el primer indicio de una ruptura que acabaría por establecer un abismo insondable entre Oriente y Occidente. La teología origenista, en opinión de Occidente, se acercaba peligrosamente al triteísmo. Mientras que la propia doctrina occidental a ese respecto, según el Oriente, recordaba sospechosamente al “sabelianismo”. (véase el capítulo 9) El dominio que ejerció el origenismo por todo el Oriente en ese período que abarcó del 260 al 300 queda bien ilustrado por la crisis creada en torno a la persona de Pablo de Samosata, devoto hombre de iglesia, el cual habría de ser nombrado obispo de Antioquía en el 260. Este Pablo no sentía ningún respeto por Orígenes, menospreciaba la teología del Logos y tenía, además, serias reservas acerca de la doctrina de las tres hipóstasis distintas; por otra parte, tampoco entendía ese lenguaje relativo a la pre-existencia de la Palabra. Para Pablo de Samosata, Dios y su Palabra o Sabiduría eran una (homoousios), sin diferenciación propia alguna, y, por lo tanto, el afirmar la pre-existencia del Hijo suponía una profesión de dos Hijos, es decir, dos Cristos; por otra parte, Jesús era, en sí, un hombre inspirado en fama especial y única. La doctrina de Pablo de Samosata era, pues, muy semejante a la primitiva idea judeocristiana acerca de la persona de Cristo. El espíritu que alentaba sus escritos era ciertamente más sirio que griego. Pero para la Iglesia de su tiempo su doctrina era flagrante herejía. En opinión de los obispos que condenaron sus doctrinas en el sínodo de Antioquía, la ortodoxia enseñaba que Cristo difería de los profetas no sólo en grado sino también en sustancia, pues los profetas tan sólo contaban con una inspiración que provenía “de fuera”, mientras que el Logos divino estaba ya presente “en sustancia” en el cuerpo nacido de María, asumiendo el lugar del alma humana. Pero, para su gran consternación, los obispos se encontraron con que era más fácil condenar a Pablo de Samosata que expulsarle del seno de la Iglesia, y, de hecho, éste retuvo la plena posesión de su cargo, contando en todo momento con el entusiasta apoyo de sus numerosos seguidores (que manifestaban su adhesión “agitando pañuelos y aplaudiendo”, para gran fastidio de los obispos allí presentes). En el año 260, el emperador Valeriano fue hecho prisionero en batalla contra el emperador persa Shahpuhr I. Ese declive del dominio romano en el Oriente fue explotado de inmediato por los príncipes de Palmira, allí en los confines del desierto sirio, los cuales, además, asumieron el control de todas las provincias orientales del imperio hasta que, en el año 272, el reino palmireno fue aplastado por el emperador Aureliano. La cuestión es que Pablo de Samosata había disfrutado hasta entonces del favor y la confianza del gobierno de Palmira, e incluso se le había permitido aunar su posesión de la sede obispal con un alto cargo en la administración civil. Pero la victoria lograda por Aureliano vino a sellar su suerte. Los obispos, viéndose impotentes, expusieron su causa ante el nuevo emperador pagano, el cual decretó que el derecho legal al uso y disfrute del edificio eclesial habría de ser asignado a “aquellos a los

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que los obispos de Italia y Roma nominaran conjuntamente por escrito”. Era, pues, la primera vez que una disputa eclesiástica venía a ser dirimida por el poder secular. El espinoso problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado empezaba ya a perfilarse como un complejo factor dentro de los debates doctrinales internos propios de la Iglesia.

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7 Iglesia, estado y sociedad en el siglo III EL RESURGIMIENTO DEL PAGANISMO Y LA PERSECUCIÓN DE DECIO

Para el siglo III, el cristianismo se hallaba ampliamente difundido por el imperio. Al tiempo que la Iglesia crecía, se produjo en paralelo un limitado resurgimiento del paganismo, hecho que puede que tuviera su origen en una reacción, consciente o inconsciente, ante el reto que planteaba la nueva fe. La crítica que el escritor platónico Celso hizo del cristianismo (entre 177180) sobrepasaba la mera acusación de vulgaridad e inconsecuencia en esa proclamación de la intervención divina en la historia, como incompatible con los postulados platónicos. Pero eso no era todo. Celso comprendía la necesidad de contar con una justificación teológica de la práctica politeista y, embarcado de lleno en el proyecto, estaba incluso dispuesto a admitir cierto fundamento en la postura cristiana. Para el siglo III, el estoicismo dejó de existir como escuela filosófica independiente, y es ciertamente uno de los grandes enigmas de su evolución histórica que Marco Aurelio viniera a ser su último representante. Una posible explicación es que los presupuestos más característicos del estoicismo, concretamente en su vertiente ética, fueran asumidos por la propia Iglesia, al tiempo que, en paralelo, Plotino (205-70) proclamaba haber logrado una síntesis filosófica en la cual la ética estoica y la lógica aristotélica encontraban su lugar dentro de una metafísica platónica general. Alumno de un misterioso maestro de la ciudad de Alejandría, Amonio Sacas, en cuya escuela Orígenes había estudiado filosofía unos cuantos años que él, Plotino ciertamente debió de tener algún conocimiento de la doctrina cristiana. Lo que resultaba innegable era su amplio conocimiento del gnosticismo, llegando incluso a escribir un tratado específico (Las Eneadas II, 9) para contrarrestar la infiltración de la doctrina gnóstica en el círculo de sus propios discípulos. Por otra parte, Porfirio (232-305), el biógrafo de Plotino, se convirtió también en un formidable e implacable oponente del cristianismo, doctrina con la que probablemente había tenido algún contacto directo en su juventud. Sus numerosos escritos acerca de cuestiones religiosas dejan entrever una extraña mezcolanza de racionalismo escéptico y supersticiosa credulidad respecto a las tradiciones politeístas del pasado, al tiempo que evidencian una más que notable inseguridad interna, hecho que quizás tuviera que ver con su intento de suicidio frustrado gracias a la intervención personal de Platino. Sea como fuere, lo cierto es que Porfirio era un hombre de grandes conocimientos, si bien su actitud hacia la erudición pecaba un tanto de pedante. Habría de ser precisamente esa dilatada instrucción la que utilizara en contra de la Iglesia, y ello no sólo en un tratado específico, integrado nada menos que por quince volúmenes, sino, asimismo, mediante una crónica de la historia universal pensada para refutar a Julio el Africano (véase el capítulo anterior) y a otros cronógrafos cristianos que presentaban el monoteísmo bíblico como la religión más antigua de la humanidad. No ha de extrañarnos, pues, que, los partidarios del paganismo se pusieron a la defensiva y que mostraran una cierta acrimonia en su actitud. Aun así, es característico de la nueva situación de la Iglesia en esa sociedad del siglo III que, si bien las primeras persecuciones habían tenido su génesis en factores locales, ahora iba a ser la actitud personal del emperador la que determinara la suerte de los cristianos. La simpatía mostrada en su momento a la Iglesia por Alejandro Severo (véase capítulo 6) fue lo suficientemente notable como para provocar una enconada hostilidad en su sucesor Maximino, allá por el año 235. El emperador Filipo el Árabe (244-9) también se había mostrado simpatizante, e incluso corrieron rumores acerca de su supuesta conversión. Pero, aun cuando ello pudiera ser verdad, lo cierto es que ni su vida privada ni su política pública se vieron afectadas por la evidencia de una posible fe personal, exceptuándose, quizás, la

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indudable tolerancia mostrada de modo general con la Iglesia. A este respecto, además, llama poderosamente la atención el hecho de que tanto él como su mujer tomaran parte el 21 de abril del año 247 en las celebraciones cúlticas del milenio: sus monedas que proclamaban con orgullo una “Roma aeterna”, eran vehículo de propaganda de la grandeza de los logros conseguidos en esos mil años bajo la benévola complacencia de los dioses ancestrales. Pero las violentas invasiones de los godos a principios del 248, coincidentes con sucesivas rebeliones y motines internos, hicieron que muchos empezaran a cuestionarse si las vetustas potencias celestiales seguían siendo tan propicias. Por otra parte, en un escrito de ese mismo año de violencia general, Orígenes señalaba que la hostilidad popular contra la Iglesia crecía por momentos. Los cristianos, además, se habían hecho notar por su ausencia en las fastuosas celebraciones conmemorativas y, en el 249, el populacho imperial, enfervorecido, llevó a cabo una atroz matanza entre la población cristiana. En el 250, el nuevo emperador, Decio (249-51), dio un paso más allá al ordenar su persecución sistemática, al tiempo que exigía que todo ciudadano contara con un documento oficial (libellus) en el que constara que el portador del mismo había ofrecido el correspondiente sacrificio a los dioses en presencia de los comisionados imperiales. Las secas arenas de Egipto han servido para conservar muchos de esos documentos que, en sí, constituían uno de los más graves ataques dirigidos contra la Iglesia hasta entonces. Ante semejante disyuntiva, el número de apóstatas se hizo enorme, y, de hecho, en suelo africano, aunque no en el Levante, la Iglesia tuvo que empezar a tratar como “lapsos” no sólo a los que habían ofrecido sacrificios a los dioses paganos, sino igualmente a todos aquellos que habían adquirido mediante pago los certificados. CIPRIANO

Ante tal estado de cosas, Cipriano de Cartago y Dionisio de Alejandría habían optado por ocultarse, manteniéndose al tanto de la suerte de su grey mediante correspondencia secreta. Además, los obispos de Roma, Antioquía, y Jerusalén se habían visto sometidos al martirio; quedando precisamente la sede obispal de Roma vacante de enero del año 250 a marzo del 251, año este último en el que dos facciones rivales eligieron respectivos candidatos: Cornelio y Novaciano. Al apaciguarse los ánimos, el problema inmediato de Cipriano había sido su reconocimiento como autoridad eclesial en la propia Cartago. Con su huída, había perdido tanto categoría como credibilidad, siendo aun más severo el cuestionamiento de su posición por parte de los miembros “confesores”, es decir, por esos cristianos en prisión a los que se consideraba en posesión del Espíritu Santo de una manera especial y única (Marcos 13:11) y por tantos se les consideraban los genuinos depositarios del poder de las llaves del reino. Cipriano hizo público un documento (Acerca de los Lapsos) en el que se afirmaba que no existía persona alguna que ostentara el derecho a remitir la apostasía, pues la posible culpa contraída tan sólo podría ser juzgada por Dios mismo. Sin embargo, a medida que su propia posición mejoró con el restablecimiento de la paz en el año 251, Cipriano fue modificando su postura, concluyendo que era posible que el poder de las llaves, incluso en asuntos tan graves, estuviera en manos del obispo, el cual podría actuar bajo el consejo de los confesores. En otro orden de cosas, y con el fin de evitarles a los penitentes un trato alternativamente severo o benévolo, según el talante del obispo en funciones, los obispos de África se reunieron en concilio acordando una política común al respecto, haciéndoselo saber así a Roma “por si su propio número no era suficiente respaldo”. Con todo, la oposición cartaginense a Cipriano llegó al extremo de poner en la sede a un obispo rival, a lo cual aquél respondió con un apasionado tratado titulado, Sobre la Unidad de la Iglesia: la Iglesia no puede, por su propia naturaleza, estar dividida; Cristo mismo vino a resaltar la unidad de su esencia al confiar, en un principio, tan sólo a Pedro ese poder de las llaves que posteriormente confió a todos los apóstoles. Éstos ciertamente habían sido iguales a Pedro en rango y en honor, pero Cristo se lo confió primero a él para dejar patente que la Iglesia no podía ser sino una sola. En el tiempo presente, el foco de esa unidad estaba en el obispo. Abandonar a ese obispo equivalía, pues, a abandonar la propia Iglesia, y “nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre”.

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Los problemas del relapso y de las divisiones afectaron también a Roma. Allí, el erudito presbítero Novaciano se presentaba como partidario de la postura tradicional, considerando que la Iglesia no tenía poder para conceder la remisión, pudiendo tan sólo interceder solicitando misericordia divina en el Juicio Final para todos cuantos fueran culpables de asesinato, adulterio, o apostasía. Sin embargo, en el otro extremo, estaba la postura del presbítero Cornelio, quien sostenía que el obispo podía perdonar incluso las faltas graves. Esa ruptura del año 251 venía a poner de manifiesto el conflicto existente entre la primitiva concepción de la Iglesia, como sociedad integrada por santos redimidos, y la cada vez más extendida postura (respaldada por Calixto) de que debía ser una escuela para adoctrinamiento de pecadores. El tremendo aumento de la membresía hizo inevitable que se alzara con la victoria la postura preconizada por Cornelio, siendo, de hecho, elegido como nuevo obispo de Roma por abrumadora mayoría; quedándose Novaciano tan sólo con el apoyo de una exigua minoría. Además, tras un vergonzante titubeo inicial, Cipriano acabó por estar en comunión con Cornelio, quedando Novaciano definitivamente marginado. De esta suerte, y para el año 254, a medida que se fue haciendo evidente que Novaciano no contaba con apoyo en parte alguna,1 sus partidarios, tanto en Roma como en África, empezaron a desaparecer, siendo muchos los que aprovecharon la coyuntura para solicitar su readmisión a la comunión. Lo cierto es que Cipriano sostenía que el bautismo realizado fuera del ámbito de una comunidad espiritual no podía ser admitido como tal, de suerte que los cismáticos nunca llegarían a contar con un verdadero reconocimiento: “Pues, ¿cómo puede alguien que no está en posesión del Espíritu conferir precisamente los dones del propio Espíritu?” En Roma, sin embargo, el nuevo obispo Esteban (254-6) sostenía que, por tradición, el bautismo de agua en el nombre de la Trinidad tenía validez con independencia de donde se hubiera realizado, por lo cual aquellos que hubieran recibido el bautismo fuera del seno de la Iglesia no tenían que ser rebautizados sino, simplemente, reconciliados mediante imposición de manos, tal como era el caso con los pecadores dentro de la propia Iglesia. Además, en opinión de Esteban, el tal sacramento no era patrimonio exclusivo de la Iglesia, sino privilegio de la persona de Cristo; dependiendo su validez tan sólo de la corrección de la realización en sí y no de la del ministro actuante. La controversia entre Roma y Cartago sobre esta cuestión fundamental llegó a su punto álgido al denunciar Esteban a Cìpriano como el Anticristo. La acusación no sólo era en extremo grave, sino que, además, daba pie a que sacara a colación el texto “Tú eres Pedro ...” con el propósito de afirmar su propia primacía como legítimo sucesor de Pedro. Pero Cipriano tampoco compartía ese punto de vista: según él, todos los obispos eran, en teoría, iguales en categoría y rango, tal como lo habían sido los propios apóstoles; teniendo cada obispo que responder tan sólo ante Dios. La controversia quedó zanjada por el fallecimiento de Esteban en el año 256, y por el martirio de Cipriano durante la persecución de Valeriano, acaecido el día 14 de septiembre del 258. Dionisio de Alejandría intervino a continuación con un acuerdo de paz y Roma y Cartago se avinieron a dejar a un lado sus diferencias. Cincuenta y cinco años más tarde, la crisis donatista hizo por fin posible que Roma persuadiera a los obispos de Cartago para que abandonaran la teología sacramental cipriana. Las persecuciones de la segunda mitad del siglo III fueron en extremo graves, destacando la desatada por Valeriano al prohibir las reuniones cúlticas y pasar a la ejecución sumaria de obispos y principales de entre el clero (proceder que habría de imitar en su momento Diocleciano). Pero, a la sazón, el imperio se enfrentaba desesperado a las invasiones bárbaras, y, en consecuencia, las persecuciones no eran lo suficientemente sistemáticas o continuas como para infligir un daño permanente. Su peor legado fue la rémora de las múltiples divisiones internas a las que daban lugar. Entre el año 260 y el 261, el emperador Galieno promulgó un edicto de tolerancia, devolviendo, además, a petición de los obispos, cuantas iglesias y cementerios habían sido incautados. A partir de ese momento, los ataques iban a ser en virtud de la pluma, no con la espada. De hecho, con la excepción de un lapso pasajero entre el 274 y el 275, período en el cual Aurelio fomentó la adoración al dios-sol en un intento de revivir un 1

Comunidades novacianas bastante numerosas aparecieron en Asia menor y especialmente en Constantinopla en los siglos IV y V, pero la secta poco a poco iba desapareciendo; en la misma Roma los remanentes de este movimiento fueron suprimidos alrededor de 400 d.C.

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monoteísmo sincretista que diera cabida a todos los cultos del imperio, lo cierto es que la Iglesia disfrutó de paz ininterrumpida hasta el 303. Incluso a los gobernadores provinciales que resultaban ser cristianos, se les excusaba tácitamente de participar en los correspondientes sacrificios. En España, para inicios del siglo IV, el espíritu de colaboración llevó a muchos a conjugar, sin conflicto aparente, la afiliación a la iglesia cristiana en simultaneidad con un sacerdocio activo en los cultos municipales. LA GRAN PERSECUCIÓN Y SUS CONSECUENCIAS

Diocleciano, emperador desde el 284 año hasta su abdicación en el 305, a la vista de la situación, se aprestó, pues, firme a la tarea de remodelar el imperio tras la dura crisis sufrida en ese siglo que llegaba a su fin: defensa, moneda, impuestos y precios, todo iba a ser organizado de nuevo. Para entonces, el imperio se hallaba dividido entre dos augustos a los que se les había asignado un césar asistente: Diocleciano y su césar Galerio regían el imperio al este del Adriático, mientras que el oeste quedaba en manos de Maximino y su césar Constancio (padre de Constantino). Pero, a partir del año 300, la cuestión de la lealtad civil al ejército se había convertido en un problema, y Galerio no dudó en plantear la necesidad de coaccionar a los cristianos. El cuartel general de Galerio se hallaba situado en Nicomedia, siendo allí donde recibiría la influencia de un tal Hierocles, gobernador de Bitinia, neoplatónico convencido y enemigo acérrimo del cristianismo. En el transcurso de un solemne sacrificio en el que estaban presentes tanto Diocleciano como Galerio, los augures se encontraron con que no podían discernir las señales acostumbradas en el hígado de los animales sacrificados –era evidente que algún cristiano había hecho la señal de cruz. Diocleciano procedió entonces a consultar al oráculo de Apolo en Mileto, recibiendo del dios la confirmación de que esos oráculos fallidos eran sin duda alguna imputables a los cristianos. El día 23 de febrero del año 303, la catedral cristiana situada frente al palacio imperial de Nicomedia fue desmantelada por completo, haciéndose público al día siguiente un edicto en el que se estipulaba la destrucción inmediata de todas las iglesias, la entrega obligatoria de biblias y libros litúrgicos, la incautación de los vasos sagrados, y la prohibición de toda celebración cúltica. Unos meses después, tendría lugar la promulgación de un segundo edicto (según todos los indicios, circunscrito a las provincias del este) en el que se disponía el arresto inmediato del clero en su totalidad; pero, al no tener cabida en las prisiones tantas personas, en ese mismo otoño se concedió una amnistía con carácter general a cambio de la promesa de ofrecer sacrificios voluntarios. Sin embargo, para el 304 todos los ciudadanos del Imperio estaban obligados a ofrecer sacrificios bajo pena de muerte, si bien, en la práctica, la amenaza sólo se llevó a efecto en las provincias orientales. La persecución no se desató con igual virulencia en todo el territorio imperial. En la Galia, Bretaña y España, Constancio se limitó a destruir unas cuantas iglesias, sin que en momento alguno surgiera la amenaza de las ejecuciones públicas. A su muerte, acaecida en York el 25 de julio del 306, los soldados proclamaron emperador a su hijo Constantino. Éste, al igual que su padre, rendía culto al Sol Invicto, pero, aun así, el influjo del cristianismo era evidente en su propia familia, tal como lo ponía de manifiesto el hecho de que su hermanastra se llamara Anastasia, es decir, “resurrección”. En un momento crucial de su lucha por la hegemonía en Occidente, Constantino invocó la ayuda del todopoderoso Dios cristiano. Sus expectativas recibieron cumplida respuesta, y, a partir de ese momento, su subida al poder supuso el cese de toda persecución en las provincias bajo su control. En el Levante, donde los cristianos eran mucho más numerosos, la historia se desarrolló de un modo muy diferente. Diocleciano quería evitar el derramamiento de sangre, pero con su retiro voluntario a la ciudad de Split, en la Dalmacia, de donde sólo habría de salir brevemente para hacer pública su abdicación en el 305, dejó el camino libre al fanático Galerio, quien, respaldado por su césar Maximino Daia, llevó a cabo la primera represalia sangrienta. La vehemencia del sentir de Galerio quedó patente en el edicto promulgado el 30 de abril del 311, ya a las puertas de la muerte y en medio de gran sufrimiento. Según sus propias palabras, había intentado por todos los medios posibles persuadir a los cristianos para que se volvieran a la religión de sus antepasados, pero “fue inmensa mayoría los que persistieron en su empeño”,

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aunque ahora él se avenía a garantizar la tolerancia y el derecho a las reuniones, rogándoles tan sólo que intercediesen en oración por su salud y por la defensa del Estado. Aun así, los problemas no se acabaron con la muerte de Galerio. El año 312 habría de ser testigo de un incesante flujo de peticiones solicitando de Maximino Daia la supresión de esa absurda “novedad” de la tolerancia garantizada a los cristianos desleales.2 La cuestión fue que el propio Maximino pronto se vio envuelto en una guerra civil contra Licinio, dándose lugar a que, en medio de tanto caos e incertidumbre, se alzaran en el horizonte dos nuevas figuras señeras: Constantino en el Occidente y el ya mencionado Licinio en el Oriente. En febrero del 313, ambos personajes, reunidos en la ciudad de Milán, se avinieron a conceder la libertad religiosa para todo el mundo sin distinción, ya fueran cristianos o paganos, garantizando la devolución de todas las propiedades, tanto si se trataba de edificios de titularidad personal como de aquellos adscritos a corporaciones. El peor legado de las persecuciones vino a ser, una vez más, la discordia del cisma. Al igual que en los tiempos modernos, los cristianos discrepaban entre sí respecto al punto en el que la oposición al Estado debía ser absoluta. En las provincias del Oriente, la ofrenda de sacrificios era ciertamente considerada apostasía, pero, en cambio, la entrega de los libros sagrados o los utensilios propios de la iglesia no era vista como tal. En el Occidente, en cambio, la opinión estaba dividida y los ánimos se habían encrespado; en consecuencia, aun a pesar de que las persecuciones habían sido comparativamente más breves y menos extensas, viéndose afectado un número menor de provincias, las cicatrices habrían de ser mucho más profundas que en el Este. Mensurio, obispo de Cartago, cooperó con las autoridades absteniéndose de celebrar cultos públicos; y si bien no hizo entrega de los libros sagrados, no tuvo, en cambio, empacho alguno en proporcionarles a las autoridades correspondientes un buen número de volúmenes heréticos. Su línea de actuación consistía, evidentemente, en no hacerse notar hasta que la tormenta pasara. Al igual que él, el obispo Marcelino de Roma no vio mal alguno en hacer entrega voluntaria de los libros sagrados; pero, en la distante Numidia, la renuncia a las Escrituras, o la entrega de cualquier otro libro sagrado que los oficiales imperiales estuvieran dispuestos a aceptar como tal (un obispo hizo entrega de unos tratados médicos), era considerada franca apostasía. El pensar de otra forma sería ofender la memoria de todos aquellos que habían afrontado la muerte antes que declararse vencidos, pues estaría implícita la tacha de un celo fuera de lugar. Mensurio se convirtió, pues, en el blanco de la más enconada crítica. Lo cierto es que él estaba convencido de que los que se negaban a cooperar con las autoridades no hacían sino actuar provocativamente; su propio archidiácono, Ceciliano, llegó incluso a montar guardia ante las puertas de la prisión, con el fin de impedir que se les llevara alimentos a esos “confesores” que no habían tenido reparos en denunciar a su obispo y todas sus obras. Esta profunda división desembocó, a la muerte de Mensurio, en el fanático cisma donatista, viéndose la crisis resuelta provisionalmente con el nombramiento de Ceciliano como su sucesor (tras el correspondiente plebiscito de tres obispos rurales), estando uno de ellos, además, bajo sospecha de haber hecho entrega de las Escrituras a las autoridades. Esa consagración hizo que surgiera de nuevo la cuestión planteada por Cipriano, de si la persona que, por apostasía o cisma, hubiera perdido el Espíritu podía, sin embargo, seguir confiriendo a otros los dones propios del Espíritu. Los obispos de Numidia procedieron, además, a llevar a cabo otra consagración más en la persona de un tal Mayorino como nuevo obispo de Cartago. Este Mayorino estaba adscrito a la casa de cierta dama de carácter difícil, llamada Lucila, quien tenía pendiente desde hacía tiempo un contencioso con Ceciliano. Antes de que acaeciera la persecución, dicha dama había cogido la costumbre de exhibir en la eucaristía, justamente durante la rememoración de los muertos, el hueso de un mártir no reconocido por las autoridades eclesiásticas. La cuestión era que no sólo lo exhibía sino que, además, lo besaba en público con tan gran ostentación que el propio arcediano Ceciliano se vio obligado a reprenderla. Esa enconada enemistad entre Lucila y Ceciliano dejaba patente hasta qué punto las verdaderas cuestiones de principio que habían dado origen al cisma venían a entremezclarse con resentimientos puramente personales. 2

Ver la inscripción de Arycanda en Licia (descubierta en 1892), traducida en el libro de Stevenson, A New Eusebius, p.297

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Ante circunstancias tan adversas, el hecho de que Ceciliano sobreviviera como obispo de Cartago obedeció simplemente al hecho de que contaba con el apoyo incondicional de Constantino, y, en prácticamente igual medida, a la excelente relación de comunión eclesiástica que mantenía con Roma y con las iglesias al norte del Mediterráneo, esto último a condición, eso sí, de que abandonara la particular teología sacramental de Cipriano. Corría ya el año 313, y Donato, el sucesor de Mayorino, no dudó en presentar una apelación. La respuesta no se hizo esperar, y el propio Constantino promovió la convocatoria del denominado Concilio de Arlés (1 de agosto del 314), que habría de quedar constituido como tribunal expreso para la revisión de la decisión tomada en Roma. Como era de esperar, los obispos de Arlés se mantuvieron firmes en las posturas y disposiciones previas. Pero esa obstinación no hizo sino exacerbar aun más a los donatistas, determinándolos, en aras de la preservación de la debida pureza de la iglesia, a mostrar su intransigencia con cuantos hubieran ya comprometido o estuvieran dispuestos a comprometer los principios básicos fundamentales. El cisma alcanzó tal proporción que, de hecho, dominó por completo la vida de iglesia de las provincias africanas hasta incluso bien entrado el siglo siguiente, continuando presente y activo hasta el momento fatídico en que tanto donatistas como católicos fueron barridos por el Islam (véase el capítulo15). Egipto también contó con su propio cisma, siendo el problema en este caso no la entrega de libros sino el acatamiento del edicto que prohibía las reuniones cúlticas. El obispo Pedro de Alejandría huyó del país; y cuando el metropolita de la Tebaida, Melito de Licópolis, llegó a Alejandría no pudo menos que escandalizarse por esa flagrante falta de pastoreo y oficios religiosos, procediendo de inmediato a la ordenación de dos presbíteros (pudiendo haber sido uno de ellos el futuro heresiarca Arrio) responsables para que se hicieran cargo de la iglesia de la ciudad. La pronta aparición de Pedro de Alejandría y el arresto de Melito evitaron la crisis, y el cisma, pese a su prolongación en el tiempo, no llegó a adquirir proporciones alarmantes. Sin embargo, si que revistió la suficiente importancia como para llamar la atención del Concilio de Nicea, causando el mayor de los bochornos a Atanasio al ser nombrado obispo de Alejandría en el año 328 (véase el capítulo 8). El propio Arrio pronto se separó de los melitanos, reconciliándose con los sucesores de Pedro de Alejandría, convirtiéndose, como presbítero, en una figura popular y digna de confianza, contando, además, con numerosos seguidores tanto entre las jóvenes como igualmente entre los obreros portuarios para los que escribió numerosos cánticos religiosos marineros denominados salomas. Habría que esperar a los años 318 al 320 para que empezara, por fin, a cuestionarse la ortodoxia de Arrio. Para empezar, Arrio no creía que el hijo encarnado fuera uno con la Primera Causa trascendente de la creación. Para él, “El Hijo que es tentado, sufre, y muere, por muy exaltado que sea, en modo alguno puede ser igual al Padre inmutable más allá del dolor y la muerte: y si es otro distinto al Padre, entonces es su inferior.”

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8 Constantino y el Concilio de Nicea La conversión de Constantino marca un momento decisivo en la historia de la Iglesia y de Europa, viniendo a significar mucho más que el fin de las persecuciones. El autócrata soberano se vio de inmediato envuelto en el imparable proceso de desarrollo de la Iglesia, y, de igual manera, la Iglesia empezó a involucrarse más y más en elevadas cuestiones políticas. Es sintomático que la actitud occidental ante la conversión de Constantino, y sus inevitables consecuencias, haya sido siempre mucho más ambivalente que en la región oriental. En Occidente siempre ha estado presente una más aguda conciencia de la doble vertiente de los posibles beneficios para la Iglesia como tal. Sin embargo, lo cierto es que si esa conversión no ha de ser interpretada como una experiencia interna de gracia, tampoco puede decirse que fuera la cínica actuación de un aventajado estratega. Su comprensión de la doctrina cristiana nunca llegó a ser muy profunda, pero de lo le que no cabía duda alguna era que su victoria en la batalla había sido una dádiva del Dios de los cristianos. En el año 312, en inferioridad de condiciones y contra toda advertencia, llevó a cabo una rápida invasión de Italia, atacando a su rival Majencio en la mismísima Roma. En vez de permanecer a resguardo tras las murallas de Aurelio, Majencio decidió salir a campo abierto dejando el Tíber tras de sí. Semejante locura sólo podía obedecer a una intervención divina, y la fácil victoria del Puente Milvio fue interpretada como una muestra del favor celestial. El senado romano erigió en honor de Constantino el arco que lleva su nombre, situado hoy junto al Coliseo, donde aparecen representadas las tropas de Majencio anegadas por las aguas, al tiempo que se proclama en una inscripción que Constantino había ganado “a instancias de la deidad”. La deidad en cuestión no era, ni más ni menos, que el Sol Invicto. Los cristianos, como es natural, estaban convencidos de que la victoria había sido obra del Dios al que adoraban. Lactancio, el apologista latino que enseñaba retórica en Nicomedia, cuenta de una visión concedida a Constantino en la que se le instaba a incluir el monograma “Xhi-Rho” en escudos y estandartes a modo de talismán de la victoria. El signo, presente en sus monedas a partir del 315, era un monograma del nombre de Cristo, al que, dicho sea de paso, ciertos autores de las postrimerías del siglo IV dieron en llamar “lábaro”. En nombre y forma, el símbolo podría sugerir vagamente la antigua hacha de doble faz (labris) que simbolizaba el culto a Zeus. Pero de lo que no cabe duda alguna es que su significado era universalmente entendido como cristiano, tal como lo prueba el hecho de que fuera apresuradamente abolido por Juliano. Con todo, lo más probable es que Constantino decidiera convertirlo en estandarte militar propio con anterioridad al año 312. Años más tarde, el propio Constantino le refirió a Eusebio de Cesarea que, antes de entrar en combate con los bárbaros invasores, había visto el signo de la cruz perfilarse a través en el sol del mediodía junto a la inscripción “Con este signo vencerás”. Por otra parte, puede que la ocasión hiciera referencia a la campaña (311) que libró contra los francos en las inmediaciones de Autún; un orador pagano contemporáneo menciona asimismo una visión del Dios-sol la víspera de tan espectacular victoria. Dicho en otras palabras, Constantino no era consciente de que hubiera un principio excluyente entre el cristianismo y su fe en el Sol Invicto. La transición de un monoteísmo solar (la forma más popular del paganismo de la época) al cristianismo no fue difícil. En las profecías del Antiguo Testamento, Cristo recibía el título de “sol de justicia”. El autor cristiano Clemente de Alejandría (212 d. C.) presenta en determinado momento a un Cristo que surca los cielos con su carro como el Dios Sol. Y en el mosaico de una tumba recientemente descubierta en Roma, con datación probable del siglo IV, aparece representado Cristo como el Dios sol montado en su carro en los cielos. Tertuliano afirma que muchos paganos imaginaban que los cristianos adoraban al sol precisamente por su costumbre de congregarse los domingos y porque oraban 72

vueltos hacia el Levante. Y eso no era todo, a principios del siglo IV comenzó a celebrarse en Occidente el día 25 de diciembre, aniversario conmemorativo del dios sol en el solsticio de invierno, como fecha de celebración del nacimiento de Cristo(siendo todavía una incógnita el lugar y la persona que inició la costumbre). Que la fusión de cristianismo y religión solar fue pronto un hecho a nivel popular se deduce del magnífico sermón del papa León Magno, allá para mediados del siglo V, en el que reprende a su excesivamente precavida (o, quizás, timorata) grey por postrarse reverentes ante el Sol, en la mismísima escalinata de San Pedro, antes de volverle la espalda para pasar a adorar en el interior de una basílica que ¡había sido orientada hacia el poniente!1 En otro orden de cosas, es un hecho innegable que las monedas de su mandato continuaron durante largo tiempo mostrando la representación simbólica del Sol; pero, por otra parte, sus cartas, que datan del 313 en adelante, muestran a un Constantino que se tiene a sí mismo por cristiano, y que asume como responsabilidad imperial la tarea de mantener unida a la Iglesia. Y si bien podría aducirse en contra suya que no recibió el bautismo hasta el momento de su muerte en el 337, lo cierto es que ese hecho, en sí, dada la práctica habitual en la época, no nos permite poner en duda la realidad de su fe cristiana. En aquellos tiempos (que, por cierto, se prolongaron hasta principios del siglo V) era común posponer el bautismo hasta el final de la existencia, sobre todo en el caso de aquellos oficiales del ejército que, por razón de su cargo, tenían que llevar a cabo castigo y ejecución de criminales. Buena parte de la razón para semejante dilación radicaba, pues, en la seriedad con que se asumían las responsabilidades inherentes al hecho de haber recibido el bautismo. Sea como fuere, lo cierto es que Constantino favoreció el cristianismo por encima de las otras religiones vigentes, si bien no lo elevó al rango de religión oficial, o “establecida”, del imperio. Decidido a fundar una nueva capital para la mitad oriental del imperio (en obediencia a una visión celestial) eligió el magnífico enclave de Bizancio, ciudad situada junto al Bósforo, con la intención de convertirla en una “Nueva Roma”, poniendo además especial cuidado en dotarla con dos nobles iglesias, de nueva planta, dedicadas respectivamente a los Apóstoles y a la Paz (Irene).2 Hecho éste, sin embargo, que no fue óbice para que colocara asimismo en el entorno una estatua del dios Sol (que, por cierto, reproducía sus propias faciones), y que incluso encontrara lugar para una estatua de la diosa-madre Cibeles.3 Como colofón a todo lo anterior, en el día de la dedicación (11 de mayo del 330) no dudó en invocar con toda solemnidad al “genio” de la ciudad, y ello en el seno de una ceremonia en la que oficiaba un sacerdote cristiano. Los beneficios que Constantino reportó a la Iglesia fueron verdaderamente enormes. Entre otras cosas, los destrozos y pérdidas ocasionadas por las persecuciones fueron debidamente compensados, financiando por cuenta propia la confección de nuevos ejemplares de la Biblia; y, asimismo, mediante la construcción de nuevas iglesias y, muy especialmente, por la erección de impresionantes basílicas que venían a ennoblecer los santuarios tradicionales de San Pedro y San Pablo en Roma, el de Tierra Santa en Belén, y el Santo Sepulcro de Jerusalén. Además, el palacio de su segunda esposa (Fausta), anteriormente propiedad de la familia Laterana, lo donó a los obispos de Roma como nueva residencia episcopal (manteniéndose así hasta el año 1308). Y eso no fue todo. Movido por un genuino interés, llegó al extremo de asignar una porción fija de los ingresos provinciales a obras de caridad de la Iglesia, siendo dicha cantidad de una cuantía tal que incluso al verse reducida a una tercera parte del original, tras la suspensión temporal sufrida con motivo del avivamiento pagano fomentado 1

Por otra parte, bajo del reino de Juliano fue fácil para algunos cambiar del cristianismo al monoteísmo solar. El obispo de Troas apostató sin poner en peligro su integridad porque aun siendo un obispo, había seguido rezando al sol en secreto. 2 Las dos iglesias fueron reedificadas bajo el reino de Justiniano en el siglo VI. Los turcos destruyeron la iglesia de los Apóstoles en el siglo XV, pero la iglesia de Irene construida por Justiniano permanece, adornada con una espléndida decoración iconoclasta. La iglesia antigua de santa Sofía (de Cristo la sabiduría divina) fue construida no por Constantino sino por su hijo Constancio; un incendio destruyó esta iglesia en el motín de Nika, el 15 de enero de 532, dejando el terreno libre para la obra maestra de Justiniano. 3 Sin embargo fue representada en una actitud de oración que provocó la ira de los paganos.

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por Juliano, siguió siendo considerada una cifra en extremo generosa. Constantino se esforzó, además, por reflejar los ideales cristianos en algunas de sus leyes, esforzándose, por ejemplo, por proteger a los niños, los esclavos, los campesinos y los prisioneros. En un edicto promulgado en el año 316 se especifica que los criminales no han de ser marcados en el rostro, por haber sido el hombre “hecho a imagen y semejanza de Dios”. Otra ley, promulgada por Constantino en el año 321, mandaba cerrar los tribunales de justicia “en el venerable día del domingo”, con la única posible excepción de que se mantuviera funcionando si era con el pío propósito de liberar a esclavos, quedando, además, proscrito en las fincas de laboreo todo trabajo dominical que no obedeciera a una necesidad ineludible. Una inscripción encontrada en la ciudad de Zagreb deja constancia del cambio habido en la antigua costumbre de trabajar siete días seguidos y montar mercado al octavo e instando a los campesinos a celebrar ese día de mercado cada domingo. Esta es con toda seguridad la más temprana prueba del proceso gradual que hizo del domingo no sólo el día en que los cristianos se congregaban para celebrar culto, sino como un auténtico día de descanso, mereciendo la pena destacar que, tanto por formulación explícita como por ley expresa, las razones de Constantino para introducir tal costumbre obedecían a ese respeto debido al sol. La práctica cristiana de conmemorar la resurrección del Señor el primer día de la semana ya se había convertido en tradicional aun antes de que San Pablo escribiera su primera epístola a los corintios. La Iglesia había derivado del judaismo el hábito de celebrar culto el séptimo día de la semana, y ciertamente no un culto mitraico al sol, designando el domingo como día en el que el Señor se levantó de la muerte. Pero lo cierto es que la astrología popular, a partir del siglo I, había ido difundiendo la idea de que cada uno de los siete planetas (entre los que los antiguos incluían el sol y la luna) presidía sobre un día en concreto de la semana. Para los poetas romanos Tíbulo y Ovidio, el día de Saturno no era propicio para trabajar o viajar. Los gentiles cristianos del siglo II (Ignacio, Justino, Clemente de Alejandría, y Tertuliano) discernían un rico simbolismo en esa coincidencia del día del Señor con el día de la luz y el sol. En lógica consecuencia, esa institución semanal, desconocida en la época clásica, fue extendiéndose gradualmente por obra de la astrología popular, obteniendo un ímpetu adicional con la difusión del cristianismo. La Iglesia trató de reemplazar los nombres paganos de la semana por términos numéricos, obteniendo éxito en el oriente griego, mientras que, en el menos cristianizado Occidente, los nombres planetarios no pudieron ser erradicados, perviviendo en todas las lenguas de la Europa occidental con la única excepción del portugués. Para el año 321 la fe de Constantino se había convertido en un factor político. Su colega en el Oriente, Licinio (con el que había llegado a un acuerdo relativo a la tolerancia religiosa en el 313) era pagano, y a medida que se fueron despertando las sospechas respecto a las mutuas intenciones, Constantino hizo cuanto estuvo en su mano para ganarse el apoyo cristiano de Oriente. De hecho, obtuvo un éxito bastante notable al circunscribir a Licinio mediante una alianza con los armenios, pueblo que recientemente se había convertido al cristianismo. Al hostigar Licinio a los cristianos próximos a la frontera armenia, prohibiendo a renglón seguido la celebración de sínodos, Constantino encontró la excusa perfecta para iniciar una guerra de cruzada que habría de culminar con la victoria del Bósforo en septiembre del año 324, lo cual vino a dejarle como único e indiscutible gobernante. El traslado de Constantino al Oriente le situó en el centro de gravedad del Imperio. My pronto, además, expresó su deseo de visitar Tierra Santa y ser bautizado en el Jordán. Pero sus expectativas al respecto pronto se vieron frustradas. Al igual que la controversia donatista en las provincias africanas había sido causa de problemas en Occidente, ahora se encontraba con que las iglesias griegas se hallaban enzarzadas en un nuevo debate que había tenido su origen en un abstrusa desavenencia entre el obispo Alejandro de Alejandría y su presbítero Arrio. En un principio, había sido una disputa local. Pero Arrio había solicitado el respaldo de importantes personas fuera de Egipto, y ahora Alejandro de Alejandría tenía que enfrentarse a la oposición de personajes de la talla del erudito historiador Eusebio de la palestina Cesarea, y su igualmente formidable tocallo Eusebio de Nicomedia, lugar éste precisamente de la residencia imperial en Bitinia. El episcopado griego se hallaba divido en dos bandos opuestos, y las sensibilidades estaban a flor de piel. Constantino abandonó de inmediato su proyectada peregrinación, y procedió a enviar a su consejero eclesiástico, Osio, obispo de Córdoba, en misión de

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reconciliación y pesquisa, decidio, a la vez, a convocar cuanto antes un gran concilio de obispos en Ancyra (Ankara) tras la Pascua del año 325. Nada más llegar a Alejandría, Osio se puso del lado de Alejandro, en contra de Arrio, y, sin más dilación, partió para Antioquía, en Siria, con el propósito de hacer averiguaciones respecto al apoyo que Eusebio y otros más le habían estado prestando a Arrio. Lo cierto es que, en concilio celebrado en Antioquía, en el que presidía Osio, Eusebio de Cesarea había sido ya excomulgado -- estando tan sólo la sentencia pendiente de la correspondiente confirmación que habría de producirse en el gran concilio que iba a celebrarse en Ancyra (Ankara). La jugada constituía un claro caso de actuación con prejuicio, y Constantino reaccionó de inmediato trasladando el concilio de Ancyra (Ankara) a Nicea (Iznik), lugar próximo a Nicomedia, para poder controlar personalmente su desarrollo. El Concilio de Nicea, que pronto habría de ser reconocido como “ecuménico”, o universal, a causa de la amplia representación reunida, contó con la asistencia de más de 220 obispos, casi todos ellos griegos. Tan sólo cuatro o cinco procedían del Occidente latino, aparte, claro está, del obispo de Osio de Córdoba y dos presbíteros romanos que habían sido comisionados por el papa Silvestre. Aun así, se trataba sin duda de un acontecimiento memorable para la Iglesia, y como tal fue prestamente vivido en la época. En la solemne inauguración, acaecida el día 20 de mayo del año 325, Constantino instó a los obispos a llegar a un acuerdo de paz y concordia, apresurándose a dejar bien claro que deploraba la moción de censura a Eusebio de Cesarea, al tiempo que declaraba su más completo apoyo a todas sus doctrinas. Sin embargo, de ese apoyo incondicional a Eusebio no se seguía que su amigo Arrio fuera a ser vindicado. El credo propuesto para ser adoptado por el concilio era decididamente anti-arriano en su afirmación específica de que el Hijo es “consustancial al Padre”. En el anatema final se condenaban aquellas proposiciones que veían en el Hijo a un ser metafísica o moralmente inferior al Padre, o que perteneciera al orden de lo creado. Por sorprendente que pueda parecernos, lo cierto es que 218 de los 220 obispos presentes firmaron el credo, unanimidad que ciertamente debió de complacer al solícito emperador. El tiempo, sin embargo, vendría a demostrar que no todos los firmantes comprendían en igual manera y medida el contenido y alcance de lo suscrito. El término “consustancial” (homoousios) afirmaba una identidad, declarando una “igualdad” entre Padre e Hijo. Sin embargo, el concepto resultaba de suyo ambiguo. Para algunos, significaba que esa identidad era personal o específica, mientras que para muchos otros, en cambio, venía a significar una identidad bastante más amplia y genérica. La feliz casualidad de esta ambigüedad le permitió a Constantino hacerse con el asentimiento de todos los allí reunidos, con la única excepción de dos obispos libios, cuyas objecciones parece ser que eran menos al credo en sí que al contenido del canon sexto donde, en teoría, se les sometía al control Alejandrino. Cuestiones doctrinales aparte, el concilio de Nicea sirvió para poner a Siria a la par con Egipto y Roma respecto al cómputo de la Pascua, estableciéndose, además, los acuerdos oportunos para una reconciliación con los disidentes melitianos (véase el capítulo 7), al tiempo que se promulgaban veinte cánones nuevos que se ocupaban principalmente de regular la disciplina. Hasta la fecha, los obispos habían gozado de considerable autonomía personal en el desempeño de sus funciones, a la vez que las iglesias habían sido objeto de escaso o nulo control a la hora de elegirlos. El código niceno de la ley canónica venía a prohibir ahora expresamente a todo obispo ambicioso el libre desplazamiento de una sede a otra; estipulaba, además, que todo nuevo obispo, de ser posible, debía ser consagrado por la totalidad de los obispos de su provincia o, en su defecto, por no menos de tres, poniendo en manos del obispo de la metrópolis provincial el poder del veto. Esa última regla o disposición aceleró el proceso que concentró la autoridad de manera progresiva en manos de los metropolitas. Tres habían sido tradicionalmente los obispos (de Roma, Alejandría, y Antioquía) que habían ejercido cierto poder jurisdicional allende las fronteras de sus provincias, correspondiéndole a Alejandría el control del Egipto superior y Libia, mientras que Roma se reservaba todas las iglesias del sur de Italia. Esos derechos eran reconocidos como una modificación pertinente al sistema metropolitano, si bien su naturaleza y límites no estaban bien definidos. Por otra parte, un canon especialmente significativo ratificaba el honor especial que le correspondía a la sede de Jerusalén, pero sin que ello mermara los derechos metropolitanos de Cesarea.

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Los cánones nicenos arrojan, pues, una luz particularmente significativa acerca del desarrollo de la organización interna de la Iglesia, así como de su transformación en “estructura de poder”. Para el año 325, las iglesias griegas se habían acostumbrado a funcionar en base a una organización que se regía por el sistema secular provincial, correspondiéndose la propia unidad organizativa con la del Estado. Ahora bien, ¿qué tribunal judicial podría ser situado por encima del consejo provincial? A diferencia de Occidente, el Oriente no disponía de una sola sede de pre-eminencia indiscutida, teniéndose que contentar con el prestigio relativo de los puestos de Alejandría, Antioquía y (a partir del 330) de Constantinopla. La única gran urbe griega que contaba con lugares sagrados de una categoría sin parangón era la ciudad de Jerusalén, cuyos obispos, además, eran particularmente conscientes de estar presidiendo sobre la verdadera Iglesia Madre de la cristiandad; sin embargo, esa sede nunca llegó a convertirse en un centro de poder preponderante dentro de la Iglesia. De igual manera, la sede de Constantinopla tampoco pudo hacerse en el Oriente con una posición comparable a la de Roma respecto a Occidente hasta bien entrado el siglo V y, aun así, no sin antes verse obligada a hacer frente a la enconada oposición de Alejandría. A los obispos latinos, sin embargo, el prestigio occidental de Roma les simplificaba el problema. Entre el 342 y el 343, esos obispos latinos, reunidos en Sárdica, acordaron, dando prueba de gran sensatez, que el tribunal judicial de un sínodo provincial debería estar integrado con jueces nominados por el Papa. Con todo, los obispos de Sárdica se vieron obligados a emitir una resolución oficial deplorando la conducta de ciertos obispos que ponían a la Iglesia en entredicho con sus continuas visitas a los tribunales seculares (sobre todo en aquellos casos en los que acudían al emperador no con asuntos relacionados con la caridad, sino para solicitar favores para ellos mismos y sus amigos). De hecho, a medida que el siglo IV avanzaba, se fue generalizando la tendencia de que fuera precisamente el emperador el que tomara la decisión final respecto a la propia política de la Iglesia, dándose con frecuencia el caso de que el grupo que movía el curso de los acontecimientos solía ser el mismo que gozaba del privilegio de ser escuchado por el emperador.

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9 La controversia arriana después del Concilio de Nicea Fue verdaderamente de lamentar que la iglesia del siglo IV se enredara en una controversia teológica justo cuando estaba empezando a dejar sentadas sus bases como organización institucional. Las desavenencias doctrinales pronto se vieron inextricablemente asociadas a cuestiones de orden, disciplina, y autoridad. Además, todas esas cuestiones fueron a sumarse a la creciente tensión entre el Oriente griego y el Occidente romano. Durante la primera mitad de ese siglo IV, los líderes arrianos en el Oriente pudieron aprovechar la tensión para consolidar un frente unido en base a las iglesias griegas, contando, además, con el respaldo de dos emperadores sucesivos (Constancio II (337-361, y Valente (364-378) ) de carácter en extremo tolerante. Por si eso fuera poco, el modo en el que el arrianismo fue finalmente derrotado en el Oriente vaticinaba la persistencia de las hostilidades entre Oriente y Occidente aun después de que quedara zanjada la controversia. La propia historia deja claro cómo sucedió. La controversia arriana que se desencadenó tras el concilio de Nicea puede dividirse en tres etapas: la primera acabó a la muerte de Constantino (22 de mayo del año 337); la segunda abarcó el período que iba del acceso al poder de los hijos de Constantino a la muerte de Constancio II (361); y la tercera ocupó el lapso que iba del acceso de Juliano al poder a la supresión del arrianismo bajo Teodosio I (381). DE NICEA (325) A LA MUERTE DE CONSTANTINO (337)

Mientras Constantino vivió, el credo niceno se mantuvo incuestionable como prototipo de la fe verdadera. Sin embargo, los amigos de Arrio poco a poco fueron recuperando parte del terreno que habían perdido en el verano del 325. Esa recuperación era mérito principal del brillante líder del grupo, Eusebio de Nicomedia, quien, en virtud de su proximidad al tribunal, estaba en una situación envidiable para hacer efectivos sus designios. Fue a él en especial a quien Arrio acudió en busca de ayuda para hacer frente al obispo Alejandro de Alejandría en las difíciles negociaciones previas al concilio de Nicea. La cuestión era que, en Nicea en el 325, Eusebio había consentido en suscribir el credo sin añadir glosa o explicación alguna, pero era evidente para todos los allí presentes que su postura no era exactamente coincidente con la de, entre otros posibles, Osio de Córdoba o Alejandro de Alejandría. Al mes justo de haberse celebrado el concilio, Eusebio cometió su primer error al recibir a Arrio en comunión en Nicomedia en un momento en el que la situación de Arrio todavía estaba bajo revisión, lo cual vino a suponerle ser enviado de inmediato al exilio por orden de un encolerizado Constantino. La reacción se adivinaba inminente y, efectivamente, no hubo de pasar mucho para que Eusebio regresara de nuevo, concentrándose a partir de su vuelta en socavar la respectiva posición de los principales oponentes a la teología arriana. Los tres obispos contra los que Eusebio de Nicomedia centró su ataque eran todos hombres que no ocultaban el desagrado que la mera existencia de Eusebio les producía; considerando como debilidad inexcusable de la política de tolerancia del emperador, o, incluso, de los propios términos en los que había quedado formulado el Credo, que se les permitiera a Eusebio y a sus correligionarios continuar en el cargo. El primero en caer fue el obispo de Antioquía, Eustacio, virulento crítico de la teología de Orígenes, quien les puso fácil a los eusebianos su eliminación: con ocasión de la peregrinación de Helena, la madre de Constantino, a Tierra Santa (en el 326), se permitió hablar irrespetuosamente de ella. Un sínodo celebrado en Antioquía fue la ocasión aprovechada para deponerle, al tiempo que Constantino le enviaba a un exilio del que no habría de volver.

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El segundo en caer le costó bastante más trabajo a Eusebio. Atanasio había accedido al episcopado de Alejandría a la muerte de Alejandro en abril del año 328, y era hombre dedicado en mente y alma a la defensa de su iglesia y a la erradicación de la herejía y el cisma. Al poco de ser elegido, Atanasio recibió una carta de Constantino comunicándole que Arrio se había avenido a suscribir el credo niceno (añadiendo unas cuantas glosas propias), y que, en consecuencia, debería ser readmitido a la comunión en Alejandría. Atanasio se negó a así hacerlo. Además, al ser convocado por el emperador, impresionó a Constantino de tal modo con sus excelentes cualidades que no se siguió adelante con la petición. Lamentablemente, fueron ciertos problemas locales que él tenía pendientes en Egipto los que ocasionaron su caída. Los cismáticos melitianos habían alcanzado la reconciliación en virtud de las decisiones de Nicea, lo cual no había evitado, sin embargo, que siguieran siendo en exceso molestos. Irritado ante su insistencia, Atanasio les trató con tal falta de consideración que éstos no dudaron en quejarse de la rudeza de sus métodos. Los cargos presentados por esos coptos disidentes (unos papiros encontrados recientemente demuestran que esas acusaciones tenían peso) fueron aprovechados de inmediato por Eusebio de Nicomedia. El proceso en sí tuvo su culminación en un sínodo celebrado en Tiro en el mes de agosto del año 335, en el que el partido eusebiano logró que se excomulgara y se depusiera formalmente a Atanasio por actos indignos en un obispo cristiano. Atanasio apeló a Constantino, pero, aun así, Eusebio de Nicomedia zanjó la cuestión al presentar pruebas de que, en un arrebato súbito, Atanasio había amenazado, si el emperador le fallaba en su apoyo, con convocar una huelga en los muelles de Alejandría, lo cual supondría un corte en el suministro de ese grano que tan vital le era a Constantinopla. Constantino, furioso, no vaciló en mandarle desterrado a Trier, sede de la prefectura en la Galia. Pero, obligado es mencionarlo, lo verdaderamente curioso en todo el asunto es que en momento alguno se llegó a presentar cargos doctrinales contra el bueno de Atanasio. El tercero en caer en desgracia fue Marcelo, obispo de Ancyra (Ankara). Este Marcelo llevaba ya bastante tiempo empeñado en una batalla de panfletos contra la tradición teológica de Orígenes, haciendo especial hincapié en la cuestión de la independencia del Padre, del Hijo, y del Espíritu como “tres hipóstasis”. Para Marcelo, la unidad de Dios era anterior a toda pluralidad: en sí mismo, Dios es uno, y tan sólo viene a ser “tres” en un sentido relativo por causa de su actividad tanto en la creación como en la redención. Por otra parte, Marcelo aspiraba a una teología estrictamente bíblica, basada en los textos, no en las teorías y elucubraciones de Platón u Orígenes; encontrando magnífico respaldo para su postura en San Pablo: “el Hijo entregará finalmente el reino al Padre y Dios será todo en todos”, lo cual venía a demostrar que toda distinción entre Hijo y Padre es sólo temporal y relativa al orden creado. Desde una perspectiva política, Marcelo no era una figura poderosa, y, en consecuencia, no atrajo la atención virulenta de los eusebianos hasta el año 335. Hubo de ser precisamente en ese año, que era el inmediato posterior al turbulento concilio de Tiro en el que había sido condenado Atanasio, en el que Constantino pasó orden a todos los obispos de la zona oriental para que asistieran a la dedicación de su nueva iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén, habiendo planeado además, en conmemoración del trigésimo aniversario de su elevación a la categoría de emperador, que todas las ceremonias incluyeran una espléndida reconciliación con los arrianos que habían ido accediendo a suscribir lo acordado en el Concilio de Nicea. La cuestión es que Marcelo se negó a manchar su conciencia ni siquiera con su mera asistencia, siendo acusado de inmediato de falta de respeto al emperador y de flagrante herejía. En el concilio celebrado en Constantinopla a principios del año 336, Marcelo fue oficialmente depuesto, acto al que siguió el consabido exilio. Fue por esas fechas aproximadas cuando tuvo lugar el repentino fallecimiento de Arrio. Por otra parte, es sintomático del curso que iban tomando los acontecimientos que las circunstancias y día exacto de su muerte sigan envueltos en las brumas del misterio. El único dato cierto es el olvido casi absoluto en el que cayó. Ya en sus últimos días, enfermo y viejo, había solicitado del emperador Constantino que le consintiera el beneficio de los sacramentos antes de morir, quejándose tristemente de que sus poderosos amigos como Eusebio de Nicomedia ya ni se molestaban en tener nada que ver con él. Con evidentes muestras de caridad cristiana, se hicieron cuantos arreglos fueron necesarios para su reinstauración formal en Constantinopla. Pero, lo cierto es que, unos veinte años después de estos acontecimientos,

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Atanasio empezó a propalar la historia de que, en respuesta a las oraciones del obispo local de que le fuera evitada semejante contaminación, Arrio había caído fulminado, a semejanza de Judas Iscariote, la víspera de su restauración. Puede, por otra parte, que la muerte del heresiarca acaeciera de manera previa al acto de paz. O puede que la historia de Atanasio no sea cierta, y sí muriera confeso y absuelto. Sea como fuere, el hecho en sí carececía de importancia, pues para entonces Arrio había dejado ya de interesar a nadie. Las facciones enfrentadas hacía tiempo que habían prescindido de su persona, y, como muy bien fue él mismo capaz de darse cuenta, había pasado a ser alguien absolutamente irrelevante. Poco antes de su muerte, acaecida en Pentecostés del año 337, Constantino fue bautizado por Eusebio de Nicomedia. Yaciente de cuerpo presente en sus vestiduras blancas de neófito, se procedió a sepultarlo en la iglesia de los Apóstoles en Constantinopla. Con su desaparición de escena, la controversia arriana tomó súbitamente un nuevo giro. LA IGLESIA BAJO LOS HIJOS DE CONSTANTINO

La segunda etapa de la controversia arriana fue coincidente con el reinado de Constancio (337361), caracterizándose por una más que notable confusión política y eclesiástica. Constantino había tenido la intención de que el imperio sobre el que había regido como gobernador único desde el año 324 volviera nuevamente a ser gobernado por una tetrarquía semejante a la instituida por Diocleciano. Su propuesta, pues, dejaba dicho imperio repartido entre sus tres hijos y su sobrino. Sin embargo, el ejército se negó a dejarse gobernar por nadie que no fueran los tres hijos de Constantino, procediéndose de inmediato a la ejecución de los restantes familiares varones, a excepción de dos niños de corta edad, Gallo y Juliano, hijos de un hermanastro de Constantino. Tras ese cruento incidente, los tres hijos de Constantino dividieron efectivamente el imperio entre ellos solos: Constantino II se adjudicó las provincias occidentales; Constancio II se avino a quedarse con las orientales; mientras que Constante, el más joven, se conformó con Italia y el norte de África. Las relaciones mutuas, sin embargo, no fueron fáciles. En el año 340, una guerra desencadenada entre Constantino II y Constante concluyó con la muerte del primero, convirtiéndose así Constante en el gobernador único de todas las provincias occidentales hasta su asesinato a manos del rebelde Magnencio el año 350. Esas turbulencias políticas habrían de tener su repercusión en el curso de la política eclesial. Durante el verano del año 337 el obispo Atanasio, a la sazón en el exilio, junto con Marcelo y otros más, intentaron regresar a sus sedes respectivas. Pero Constancio, asentado ya en el Oriente, era favorable a Eusebio de Nicomedia quien, para entonces, había decidido trasladarse a la sede de Constantinopla, ciudad que había venido a desplazar a Nicomedia como capital de hecho. En lógica consecuencia, los exilados de vuelta fueron recibidos con patente hostilidad, viéndose obligados a retirarse al Occidente. En el año 340, Atanasio y Marcelo, como refugiados perseguidos, fueron acogidos en Roma por el obispo Julio (337-352), admitiéndoseles de nuevo a la comunión. El hecho mismo de su acogida vino a añadir leña al fuego ya propalado. Era sin duda un asunto de extrema gravedad que Roma se permitiera acoger oficialmente a un clero formalmente excomulgado por los sínodos orientales. Atanasio y Marcelo mantenían que esos pronunciamientos sinodales no resultaban válidos por tener una procedencia herética, si bien tal línea de argumentación no era vista con tanta claridad en el Oriente. Su argumento alternativo consistía en afirmar, sencillamente, que Roma ostentaba derecho canónico para actuar como tribunal de apelaciones, con lo cual, una vez más, el oriente ortodoxo no tenía más remedio que mostrarse en desacuerdo. El 6 de enero del año 341, noventa y siete obispos griegos se reunieron con el emperador Constancio en Antioquía con motivo de la dedicación de esa catedral recién terminada cuya construcción había sido iniciada por Constantino. El sínodo celebrado a continuación se centró en lo deplorarable de la situación, apresurándose los encausados a un tiempo a refutar tanto el arrianismo que se les imputaba (¿cómo iba a ser posible que un obispo siguiera los dictados de un presbítero?) como, por otra parte, que fueran a abandonar el credo niceno, al que únicamente hacían la salvedad de no ser suficientemente explícito como para excluir expeditivamente a herejes tan manifiestos como Marcelo. Y, respecto a la pretensión de

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Roma de actuar como tribunal de apelaciones, los dignatarios orientales objetaban (no sin una latente ironía) que era algo verdaderamente nuevo que un sínodo occidental viniera a juzgar la actuación de su homónimo oriental; además, aprovechaban la ocasión para permitirse recordar a sus distinguidos colegas que ellos tenían ciertamente en gran estima a la Iglesia romana por su dilatada tradición de doctrina apostólica, pero que, aun así, bueno sería tener presente que los apóstoles habían emprendido su viaje misionero hacia Roma desde suelo oriental ortodoxo – si bien podía darse el caso, a no dudar, de que Julio se arrogara esa superioridad en base a la indudable dignidad secular de la ciudad. Lo cierto es que Julio, un tanto ingenuamente, había acogido a Marcelo en base a su simple confesión del credo bautismal romano, y ahora los dignatarios ortodoxos no podían menos que cuestionar la perspicacia y la madurez teológica de Roma. En opinión de los teólogos orientales, Marcelo negaba la distinción entre Padre e Hijo, y se servía de la declaración nicena respecto a su identidad para enmascarar su herejía sabeliana. El concilio de Antioquía concluyó con la elaboración de un credo suplementario al de Nicea, estando todas sus principales cláusulas particularmente formuladas contra Marcelo. De hecho, éste fue el primer credo en incluir la afirmación explícita de que “el reino de Cristo no tendrá fin”, proposición que, supuestamente, era negada por Marcelo. Ese manifiesto antioqueno del año 341 era emblemático de la extrema complejidad y gravedad de la controversia. No se trataba ya de una abstracta y remota disputa respecto a las hipotéticas tesis de un predicador, popular y un tanto neurótico, con base en Alejandría. El Oriente resentía ahora la pretensión romana a una jurisdicción de orden superior, para la que ellos no encontraban justificación alguna. Los griegos, además, menospreciaban la capacidad intelectual de los latinos, y sospechaban que la teología romana estaba contaminada de un sabelianismo indiscriminado. En el polo opuesto, Occidente desconfiaba de los griegos por creerse tan listos, y por su tendencia a usar una terminología que resultaba un tanto confusa al ser traducida a lengua latina ya que sonaba a triteismo porque las tres hypostasis se convertían en latín en tres sustancias (véase el capítulo 6). El hecho de que la política de la Iglesia oriental estuviera dominada por Eusebio de Nicomedia (a la sazón, de Constantinopla) hacía natural que Roma asumiese que los obispos griegos estaba prestando su apoyo al arrianismo; y mientras que Eusebio continuase siendo influyente, toda protesta de inocencia por parte griega parecería poco creíble. Los dirigentes orientales podrían haberse mantenido firmes en su postura ante las exigencias occidentales si las circunstancias no hubieran cambiado. Pero, en el invierno de transición entre 341 y 342, Eusebio de Constantinopla moría. La cuestión de su sucesión se convirtió de inmediato en tema de enconado partidismo, acabando en rivalidad entre dos obispos en particular: Pablo y Macedonio, quienes, a partir de ese momento, se lanzaron a una carrera de mutuas y alternativas expulsiones y reemplazos que habrían de durar, sorprendente e inexplicablemente, varios años. Sea como fuere, lo cierto es que el partido de Eusebio se encontraba ahora sin un líder de valía, y en la sede de la capital se había producido, además, un vacío de poder. La política imperial también vino a debilitar la postura oriental. A partir del año 340, Constante se convirtió en único gobernante de las provincias occidentales, empezando de inmediato a ejercer presión sobre Constancio para que sus obispos griegos se mostraran más conciliadores. Los intercambios habidos en los años 340-341 amenazaban con crear un nuevo cisma de magnas proporciones. Los emperadores convocaron urgentemente un concilio conjunto de Oriente y Occidente que habría de tener lugar entre los años 342 y 343 en la ciudad de Sérdica (Sofía, Bulgaria). Pero el sínodo muy pronto se dividió en dos bandos antagónicos que no dudaron en insultarse y hostigarse abiertamente, y el fantasma del cisma se convirtió en triste realidad. Los concilios, que ahora caminaban por separado, no malgastaron mucho más tiempo en mutuos anatemas. Los ortodoxos procedieron a emitir un nuevo credo, con anatema antiarriano incluido, y una muy bien trabada tabla pascual. Los latinos, por su parte, produjeron una serie de cánones pensados primariamente para mantener a raya e imponer disciplina a todo obispo que se mostrase en exceso individualista, o en exceso ambicioso. Los cánones occidentales incluían una regla por la que el obispo de Roma podía nombrar jueces que se ocuparan de todos los casos de recursos de obispos que hubieran sido censurados en su propia provincia, a la vez que deploraban la mengua en el prestigio social y la autoridad de los obispos

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existentes por culpa del desmedido afán de aquellas poblaciones de inferior categoría que aspiraban, pese a todo, a contar con su propio obispado. Lamentablemente, el concilio occidental hizo también público un cándido manifiesto teológico que trataba de justificar la decisión tomada de admitir de nuevo en comunión a Marcelo de Ancyra (Ankara). Como única justificación, aducían que se trataba, simplemente, de una interpretación complementaria del credo niceno, pero que en modo alguno iba a suponer el desplazamiento de tan autorizado documento. El documento incluía asimismo la denuncia de dos obispos de la región del Danubio, Valens de Mursa (Esseg) y Ursacio de Singidinum (Belgrado), los cuales se habían unido a los obispos ortodoxos. Por último, y quizás lo más lamentable, el manifiesto venía a servir de excelente escudo protector para el sabelianismo. Visto todo ello, Atanasio no dudó en hacer pública su repulsa del mismo, y, por otra parte, lo cierto es que el documento en sí tampoco hizo nada para avanzar la causa de Oriente en el seno de la teología occidental. Tras el punto muerto alcanzado en Sérdica, la reunificación sólo se produjo bajo una fortísima presión imperial y una serie de dolorosísimas renuncias por ambas partes. El Oriente se avino a aceptar de nuevo a Atanasio en Alejandría, y Occidente, por su parte abandonó discretamente la causa de Marcelo de Ancyra. Atanasio regresó a Alejandría en el año 346, siendo acogido con entusiasta fervor, y durante los siguientes diez años pudo disfrutar del más prolongado período de posesión ininterrumpida de su sede. Sin embargo, el acuerdo tácito de la reunificación constituía tan sólo una tregua. En el año 350, Constante cayó en la Galia ante el usurpador Magnencio. Constancio se negó a reconocer a Magnencio, desatándose de inmediato una cruenta guerra civil, en el transcurso de la cual la victoria decisiva la consiguió Constancio en la batalla de Mursa. Lo cierto es que nadie había orado más fervientemente por esa victoria que el arriano obispo de Mursa, Valen, convirtiéndose, de hecho, en un influyente consejero del emperador en cuestiones eclesiásticas. Valen estaba en franca y enconada oposición a Atanasio, y Constancio era ahora el único emperador. El tiempo pasado en el exilio le había permitido a Atanasio hacerse con un firme respaldo en Occidente. Para Constancio resultaba evidente que ese Occidente constituía la ciudadela desde la que había que lograr la condenación de Atanasio, y, por otra parte, el proceso no tenía por qué ser especialmente difícil dado que muchos obispos occidentales tenían tan sólo una muy vaga idea respecto a la verdadera naturaleza de la controversia.1 En sucesivos sínodos, convocados en Arlés (353) y en Milán (355), Constancio consiguió de unos obispos en exceso complacientes la condena definitiva de Atanasio. El exilio fue impuesto a los pocos que se atrevieron a disentir – Lucifer de Calaris (Cerdeña), Eusebio de Vercele, Dionisio de Milán (quien fue reemplazado por el arriano Auxencio), Hilario de Poitiers, y, destacando por encima de todos, el mismísimo obispo de Roma, Liberio, el cual había sucedido a Julio en el año 352. Sin embargo, la tormenta no estalló en todo su furor hasta la total sumisión de Occidente, aunque Atanasio, sabiendo lo que se avecinaba, hacía tiempo que preparaba todo lo necesario para hacerle frente allí en su retiro de Egipto. En el mes de febrero del año 356 hubo de recurrirse a la fuerza militar para desalojar a Atanasio e instalar a su sucesor arriano, un tal Jorge, el cual falló estrepitosamente en sus intentos por congraciarse con los alejandrinos (véase el capítulo 10). Atanasio huyó al desierto – a los monjes que siempre le tuvieron una estrecha simpatía – consiguiendo eludir cuantos intentos se llevaron a cabo por encontrarlo. Desde su escondite, Atanasio se dedicó a continuar escribiendo virulentos panfletos contra Constancio y sus consejeros arrianos, presentando un sombrío panorama de los sufrimientos que tenían que soportar los ortodoxos bajo el presente régimen. El hecho de que nadie se planteara en momento alguno entregarle a las autoridades competentes, da una idea del respaldo monolítico con el que contó en Egipto en todo momento. Jorge de Alejandría era un arriano a ultranza. Durante el año 357, la gran sede de Antioquía cayó en manos de Eudoxio, otro radical de similares convicciones. Ahora bien, el hecho de que unas sedes tan estratégicas estuvieran ocupadas por arrianos extremistas causaba verdadera inquietud en el Oriente ortodoxo. Inconmovibles en su postura, el lenguaje de ambos 1

La declaración de Hilario de Potiers, de que él había sido obispo durante muchos años y hasta ese momento nunca había oído acerca del credo de Nicea, ilustra cuán vaga era la idea que tenían los obispos occidentales respecto a la verdadera naturaleza de la controversia.

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personajes carecía de todo atisbo de devoción religiosa o tradición doctrinal. Su actitud ante el hecho religioso estaba influida por un lego antioqueno, el agudo Aecio, hábil experto en lógica. En su argumentación, Aecio sostenía implacable que los principios subyacentes al monoteísmo y a la impasibilidad divina tan sólo pueden ser consecuentemente defendidos si el Hijo no sólo es distinto al Padre, sino que, además, está por completo dentro del orden creado; en lógica consecuencia, pues, todo posible ser derivado ha de ser distinto en sustancia a la Primera Causa Incausada; lo cual, en el caso de Cristo, significaba que, como Hijo, era, en su esencia, por completo distinto al Padre (anhomoios). Pero eso no era todo. Semejante postura, prontamente calificada como “anhomea”, no sólo se oponía a la formulación nicena de una identidad absoluta entre las esencias del Padre y del Hijo (homoousios), sino que, además, venía a contradecir la fórmula propugnada por la gran mayoría de los obispos griegos, por la cual la esencia del Hijo es “como” la del Padre (homoiousios) en la misma manera que una imagen perfecta refleja su arquetipo a la perfección. Esta fórmula de la homoiousios parecía contar con el atractivo de afirmar el más alto grado de semejanza, pero sin llegar a la “identidad de esencia”, lo cual, bajo el manto protector del credo niceno, podría dar cobijo igualmente a sabelianos como Marcelo de Ancyra. El entusiasta apoyo a esa teología “anhomea” por parte de Eudoxio de Antioquía, causó gran consternación entre aquellos muchos obispos adscritos a la tradición “central” conservadora, representada por la fórmula de la homoiousios, es decir, que la esencia del Hijo es como la del Padre. A la cabeza de ese grupo conservador pronto se puso Basilio, obispo de Ancyra, como sucesor de Marcelo, asceta que veía tanto en Eudoxio como en Jorge de Alejandría a unos hombres carentes de genuina religiosidad, empeñados en la abominable tarea de hacer caer por tierra a la mismísima Iglesia. Lo cierto es que Basilio se movía con soltura por la corte y, sin más dilación, se apresuró a acudir junto a Constancio en el enclave de Sirmio (Mitrovica, Yugoslavia). En un principio, Basilio persuadió a Constancio de que la homoiousios era la única fórmula capaz de mantener la unidad tanto de fe como de Iglesia, y durante un tiempo pudo contar con la confianza absoluta del emperador y lograr que éste desbancara al arriano Valen de Mursa, el cual, durante seis años, había dominado por completo al emperador en las cuestiones relativas a la Iglesia. Es más, tan sólo unos meses atrás, Valen había logrado el supremo triunfo de asegurarse nada menos que la aquiescencia del insigne Osio de Córdoba, fiel veterano de Nicea, para que suscribiera un credo que deploraba tanto la “identidad” nicena de la “esencia” como la “semejanza de esencia” de Basilio de Ancyra como fórmulas no presentes en las Escrituras que perturbaban a los fieles en base a unos postulados que iban más allá de lo humanamente comprensible. Pero la cuestión es que, en el polo opuesto, Valen no había podido convencer al exiliado Liberio de Roma para que apoyara su credo, dándose, además, el caso de que Liberio no se oponía particularmente a la doctrina de Basilio de Ancyra; y así, en base a ese asentimiento implícito a la fórmula de Basilio por parte de Liberio (hecho que reforzaba la autoridad de Basilio,) Constancio le permitió a éste que regresara a Roma en el año 358. Por espacio de un año, Valen de Mursa y Basilio de Ancyra compitieron por lograr el favor del emperador. Valen aspiraba a poder decir, simplemente, que el Hijo es “como” el Padre, sin tener que recurrir al conflictivo término “esencia” (ousia); mientras que Basilio, por su parte, opinaba que una formulación tan poco definida dejaba el camino libre a la corriente impetuosa del arrianismo, lo cual le llevaba a insistir en la absoluta necesidad de afirmar explícitamente la semejanza esencial del Hijo con respecto al Padre. En el año 359, Constancio decidió convocar un magno concilio conjunto de Oriente y Occidente, el cual, a fines prácticos, sería divido en dos grupos, acordándose, pues, que los representantes de Occidente se reunieran en Rímini, Italia, mientras que, por su parte, el Oriente habría de celebrarlo en la localidad de Seleucia (Silifke), en la costa sur del Asia Menor. Pero esa división fue fatídica para la causa de Basilio. Valen consiguió fácilmente que los dignatarios occidentales se rindieran abyectamente a la voluntad del emperador; ante tan flagrante carencia de firmeza para defender su propia tradición, a Eudoxio de Antioquía y a Jorge de Alejandría les fue ya tarea fácil frustrar por completo la última esperanza de Basilio de retener el apoyo imperial. En el año 360, Eudoxio fue transferido de Antioquía a Constantinopla; y, con ocasión de un concilio reunido allí para celebrar la dedicación del nuevo templo de la Santa Sabiduría (Santa Sofía), se promulgó formalmente un credo en el que se explicitaba que el Hijo es “como” el Padre, sin más

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explicaciones adicionales. Pero ante semejante desatino, como bien apuntó Jerónimo respecto al concilio de Rímini, “el mundo no podía menos que gemir al descubrirse arriano”. Según todas las apariencias externas, las confusas intrigas de esos tres últimos años (357-360) habían terminado en una casi absoluta victoria del arrianismo. El extremista Aecio, tan escrupuloso en su arrianismo que ni siquiera se permitía a sí mismo decir que el Hijo pudiera ser en alguna medida “como” el Padre, fue condenado al exilio; aunque lo cierto es que su persona no había llegado a suponer problema alguno. Lo que sí había supuesto un descalabro mayor era la aplastante derrota sufrida por Basilio de Ancyra y sus partidarios, muchos de los cuales no sólo tuvieron que arrostrar el oprobio de verse destituidos de sus sedes, sino que, además, fueron sometidos a la vejación del exilio. Indiferente a tanto sufrimiento y agitación, el objetivo primordial de Constancio seguía siendo encontrar una fórmula de credo que pudiera ser suscrita por la gran mayoría; y ahí fue precisamente donde Valen de Mursa jugó una baza decisiva al convencer al emperador de que la solución se encontraba en una definición que fuera al mismo tiempo amplia e indefinida. Constancio pronto se convenció (ayudado por las múltiples y, aparentemente, inapelables evidencias que pusieron ante él) de que la antigua fórmula del Credo niceno del año 325, fórmula, curiosamente, con la que su propio padre había alcanzado notables éxitos, era ahora sin embargo causa de acerbas disputas, habiéndose convertido en un estorbo manifiesto en el camino hacia una paz común. En consecuencia, lo más sensato parecería ahora someter al criterio de todos un nuevo credo que evitara en su formulación toda terminología que no se encontrara en las Escrituras; y que, asimismo, no incluyera postulados referentes a cuestiones que Dios no había considerado oportuno revelar; y que, por último, fuera lo suficientemente amplio como para dar cabida a todos excepto a los más intransigentes o extremistas de cada facción. Pero semejante política contenía, en sí, el germen de la discordia. Constancio favorecía la inclusión de un término tan impreciso como “semejanza”, ya que se acomodaba mejor a las perentorias necesidades del imperio; pero, al mismo tiempo, era consciente de que las disensiones entre los propios cristianos no era asunto para ser tratado ni con ajena indiferencia ni con melancólica resignación. Se trataba, ciertamente, de un problema a la vez social y político que exigía la decidida intervención del gobierno por propio beneficio. Al interés del Estado convenía, pues, una formulación que aunara claridad y prudencia; que evitara el negativismo, pero que no incurriera en el error de lo excesivamente preciso. Lamentablemente, esa política de compromiso concedía a la teología arriana de Eudoxio y sus partidarios el estatus de una forma tolerable de cristianismo, y esa era una cuestión con la que ni Basilio de Ancyra ni Atanasio iban a transigir. Constancio, por su parte, se vio forzado a perseguir a todos cuantos no estuvieran dispuestos a tolerar el arrianismo, y los primeros en sufrir las consecuencias habrían de ser precisamente estos dos personajes, convencidos, como estaban, de que era preferible el exilio o, incluso, el martirio, antes que ceder a las presiones de la política. Todas estas consideraciones ayudan a comprender por qué fue precisamente a partir de ese punto en la controversia arriana cuando empezó a estudiarse el caso en serio y en profundidad. Aquellos que rechazaban la teología arriana tenían que probar con argumentos razonados que la alternativa “ortodoxa” era la correcta. Paradójicamente, esa era una cuestión a la que nula o poca atención se le había prestado hasta la segunda mitad del siglo cuarto. La controversia, además, y justo es reconocerlo, no había consistido en un simple voceo antagónico de anatemas y eslóganes. En el año 344, y para beneficio de Occidente, los líderes orientales habían sacado a la luz un documento, extenso y ponderado, en el que se explicaban con todo detalle los principios fundamentales de su teología. Por parte nicena, Atanasio se dedicó a escribir un cierto número de tratados, sobre todo a partir del año 350, en los que se daban profusas razones contra el arrianismo. Con todo, el punto álgido del discurso teológico no se alcanzaría hasta finales de los años cincuenta, destacando en su empuje Basilio de Ancyra. En Roma, además, la conversión del neoplatónico Mario Victorino supuso la incorporación al bando niceno de una mente filosófica de excepción. Para el año 360, además, Atanasio vino a darse cuenta de que Basilio de Ancyra y él estaban luchando prácticamente por la misma causa, proponiendo, en consecuencia, una posible alianza conjunta, aun cuando Basilio y sus partidarios mantuvieran sus escrúpulos respecto al término clave de la fórmula nicena, “idéntico en esencia” (homoousios): “Aquellos que acepten el credo niceno, pero tengan dudas respecto al

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término homoousios, no deben en manera alguna ser tratados como enemigos; debatiremos la cuestión con ellos como entre hermanos; su intención es la misma que la nuestra, y tan sólo nos separa una simple palabra.” Esas palabras de paz y concordia daban paso al más extenso y mejor trabado discurso de Atanasio sobre el auténtico significado de la fórmula nicena. El acercamiento, si bien supondría el golpe de gracia para Basilio de Ancyra y sus partidarios, habría de contribuir enormemente a la derrota definitiva del arrianismo. Pero el momento del triunfo aun tardaría veinte años en llegar, necesitando de un emperador oriental que estuviera dispuesto a llevarlo a efecto. DE JULIANO A TEODOSIO I (361-381)

La tercera y última etapa de la controversia arriana, empezando con Juliano (361) y terminando con la supresión del arrianismo en el oriente por parte del emperador Teodosio, entre los años 380 y 381, estuvo marcada por la aparición de nuevas figuras y nuevos problemas que venían a sumarse, y a complicar, los ya existentes. Con la muerte de Atanasio en el año 373 desaparecía, quizás, el último superviviente de los que habían estado presentes en Nicea en el año 325. Durante los últimos quince años de su vida, Atanasio había tenido que desempeñar una tarea muy distinta --lejos ya del papel del radical intransigente, para asumir el cargo del hombre de Estado maduro cuya autoridad, dada su firmeza y fidelidad sin tacha, había ido ganando en prestigio con el paso del tiempo. Los nuevos valores en alza le consultaban de continuo y, aunque su vocabulario pertenecía a una forma antigua de expresarse, a sus respuestas se les concedía la categoría de una encíclica. A lo largo de ese período, la actitud del emperador siguió siendo de la máxima importancia. Durante el resurgimiento pagano de tiempos de Juliano (véase el capítulo 10), todos los partidos fueron legalizados, pues el emperador tan sólo aspiraba a que se destruyesen entre sí azuzados indirectamente por la ausencia de toda coerción oficial. Pero el mandato de Juliano pronto tocó a su fin. En el año 363 fue sucedido por Joviano, favorable a la causa nicena y a Atanasio, si bien él tampoco estuvo en el poder el tiempo suficiente para que su política de Iglesia pudiera llegar a tomar verdadero cuerpo. Al cabo de pocos meses de su subida al poder, falleció, siendo sucedido por el tolerante Valentiniano I, el cual procedió de inmediato a restaurar la antigua división del imperio, al tiempo que aprovechó para adjudicarse las provincias occidentales, dejando en manos de su hermano Valen toda la región oriental. Del 364 al 378 la mitad del imperio oriental estuvo regida por Valen, cuya esposa pronto le influyó a favor del arriano Eudoxio, obispo de Constantinopla hasta el año 370, quien sería desplazado de ese favor por el obispo sucesor, Demófilo (retirado en el 380), igualmente arriano pero mucho más moderado. Aquellos que se negaron a tener comunión con Eudoxio y Demófilo sufrieron persecuciones esporádicas;2 pero lo cierto es que esa política del gobierno de una Iglesia de amplio espectro, arrianismo incluido, estaba quedándose desfasada respecto a las nuevas corrientes de práctica y pensamiento religioso. Todo apuntaba ya a favor de la causa nicena. Durante las décadas de los sesenta y los setenta, tres nuevos problemas hicieron su aparición en el debate oriental. Dos de ellos concernían a la Trinidad; el tercero concernía a la persona misma de Cristo. En primer lugar, algunos teólogos afirmaban, junto con el Credo niceno, la identidad de esencia del Hijo con el Padre, al tiempo que sostenían, sin embargo, que el Espíritu Santo no formaba parte intrínseca de la Cabeza suprema de la deidad, sino que se encontraba en la cúspide de un orden angélico creado. En el año 357, Atanasio fue uno de los primeros en señalar, en sus Epístolas a Serapio, que esa era una postura inadmisible por estar a caballo entre dos teorías irreconciliables. En el polo opuesto, Macedonio de Constantinopla encabezaba un grupo que negaba la divinidad del Espíritu Santo, apoyándose para ello en un par de textos bíblicos y , sobre todo, en la ausencia de una declaración concreta al respecto en el Credo niceno promulgado en el año 325, donde la cuestión se zanjaba con un “Y creemos en el 2

La persecución represiva fue desacreditada por una barbaridad que ocurrió en el 370, cuando todos los clérigos de una representación protestaban contra el nombramiento de Demófilo murieron quemados.

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Espíritu Santo”, sin matización alguna. Ante semejante actitud, los ortodoxos pronto los etiquetaron como los “luchadores contra el Espíritu”; los pneumatómacos; o, sencillamente, los macedonianos. En segundo lugar, estaba la cuestión de una terminología que se había complicado más allá de toda aparente comprensión. La única palabra griega adecuada para expresar la distinción entre el Hijo y el Padre ( en oposición al “sabelianismo” de Marcelo de Ancyra) era hipóstasis, que venía a significar aquello que existe por derecho propio. La tradición anti-sabeliana, que hundía sus raíces en Orígenes, había hablado de tres hipóstasis como salvaguarda formal ante la posible noción de que Padre, Hijo, y Espíritu fueran simplemente adjetivos que describían diferentes atributos de un único Dios. Pero ese lenguaje pluralista de tres hipóstasis no había sido del agrado ni de Marcelo de Ancyra ni de Eustacio de Antioquía, e incluso el propio Atanasio había evitado su uso de forma sistemática en la década previa. En el círculo de Basilio de Ancyra, sin embargo, se habían alzado algunas voces proponiendo que la fórmula “tres hipóstasis” debería ser complementada con la afirmación de una única “esencia” (ousía), al tiempo que había de distinguirse entre ambos vocablos como lo particular y lo común o general, respectivamente. Esa cuestión terminológica estaba, sin embargo, lejos de ser un asunto remoto o meramente académico. En Antioquía del Orontes, en la región de Siria, la cuestión se había convertido en tema de acerbo debate. De hecho, en el verano del año 362, Antioquía contaba con nada menos que tres obispos rivales. En primer lugar, estaba el pequeño núcleo de creyentes nicenos encabezados por el presbítero Paulino, fiel a la memoria del exilado obispo Eustacio, y admirador reverente de los escritos de su amigo Marcelo de Ancyra. A principios de ese mismo año, Paulino había recibido las órdenes episcopales de un fanático antiarriano, Lucifer de Calaris, en la provincia de Cerdeña el cual había sido desterrado a Egipto por orden de Constancio (en el año 355), para ser perdonado posteriormente por Juliano. En segundo lugar, estaba también el obispo Melecio, una oscura figura de segunda fila, el cual había sido asignado a la sede de Antioquía en el año 360 por causa del traslado de Eudoxio a la sede mayor de Constantinopla, para después, no sin cierta ironía, ser descubierto por el propio Eudoxio y sus partidarios no sólo como amigo de Basilio de Ancyra sino, mucho más grave, como enemigo acérrimo del arrianismo. Ante esto, se apresuraron a reemplazarle por un inofensivo obispo arriano llamado Euzoio. En ese fatídico año de transición del 362 al 363 la cuestión candente era, pues, si iba a ser posible reconciliar a esas dos congregaciones antiarrianas. Ambas aceptaban el Credo niceno; pero el hecho de que tanto Melecio como Paulino fueran obispos hacía esa unión difícil, pues era un hecho axiomático que no podía haber dos obispos legales en una misma ciudad. Ambos hombres tenían a sus espaldas un pasado que era motivo de desconfianza mutua. Los recelos, además, se agudizaron al insistir Paulino en que el Padre, el Hijo, y el Espíritu formaban una única hipóstasis, mientras que Melecio afirmaban tres hipóstasis por separado. En ese verano del año 362 ya mencionado, Atanasio convocó un reducido concilio en Alejandría, con carácter oficial, eso sí, en el que se trató de aclarar la confusión reinante. Atanasio reconoció que la ortodoxia es una cuestión de intención, no sólo de fórmulas. Se daba cuenta, además, de que el grupo de Melecio no pretendía incurrir en la heterodoxia al hablar de tres hipóstasis por separado, y comprendía, igualmente, que eran enemigos declarados del arrianismo de Eudoxio. Aun así, Atanasio mantuvo la comunión con Paulino, reconociéndole como el verdadero obispo de la sede de Antioquía, y Roma no dudó en seguir su ejemplo. Pero, al ser Paulino sospechoso (con cierto fundamento) de suscribir algunas posturas sabelianas similares a las de Marcelo de Ancyra, el futuro se perfilaba mucho más a favor de Melecio. Sin embargo, el pasado hacía natural y comprensible que Atanasio (y Roma) reconocieran a Paulino. Las consecuencias habrían de ser desastrosas; y lo triste es que Melecio tan sólo fue admitido en comunión con la sede de Roma a título póstumo. El tercer problema novel en hacer su aparición en esa fatídica década de los 60 iba a ser bastante más espinoso. La cuestión fue planteada en Siria por uno de los más antiguos amigos y partidarios de Atanasio, Apolinario de Laodicea. Llevado de un extremista celo antiarriano, Apolinario proclamó públicamente que la naturaleza humana de Cristo difería de la del resto de los mortales en un aspecto sumamente importante: en este caso especial, el Logos divino había

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venido a reemplazar la mente natural. Tan sólo así resultaba posible evitar pensar en una personalidad dual en Cristo. Apolinario contaba en su haber con una elevada teología sacramental, una mente en extremo aguda, y una pluma penetrante. Aun así, todas esas cualidades no podían enmascarar el hecho de que estaba negando la genuina y total humanidad de Cristo. Tan sólo mediante el sacrificio de la cualidad más elevada de la naturaleza humana resultaba posible, concluía Apolinario, que Dios y hombre se unieran para dar forma a una persona, una única naturaleza (physis), en la cual el Logos divino es el sujeto activo. Semejantes conclusiones pronto provocaron una tormenta que estalló en toda su potencia después de la muerte de Atanasio en el año 373. La autoridad de Atanasio iba a pasar ahora a los “Padres capadocios” – a Basilio de Cesaréa, su amigo Gregorio, cuyo padre, no él, era obispo de Nacianzo, y el hermano pequeño de Basilio, también llamado Gregorio, el cual, con el tiempo, se convertiría en obispo de Nisa. Tanto su entorno social como académico hacía de ellos líderes naturales, y, en consecuencia, no es de extrañar que pronto se situaran a la cabeza del creciente movimiento monástico de la época. Al ser Basilio nombrado obispo de Cesarea (Kayseri), en la metrópolis de Capadocia, en el año 370, la primera empresa que acometió fue precisamente la de consolidar para sí un partido niceno fuerte dentro del episcopado del Asia Menor. No bien se producía una vacante, de inmediato se presentaba Basilio para asegurarse la elección de un candidato ortodoxo.3 Sus cartas pintan un vivo panorama de las dificultades de restablecer la confianza allí donde, como resultado de las pasadas controversias, los obispos veían a un hereje en cada compañero. Además, a Basilio le resultaba difícil poner por escrito sus conclusiones doctrinales, por miedo, entre otras cosas, a la manipulación a la que se presta la palabra escrita; sobre todo habida cuenta la existencia asegurada de enemigos, y al particular estilo de gobierno de Valente. Por otra parte, la reserva practicada por Basilio a la hora de suscribir la teología nicena venía a suponerle la desconfianza de todos cuantos pensaban que debería haber proclamado la verdad a los cuatro vientos sin pensar en las consecuencias. En el año 372, en el día de la celebración de la Epifanía, Valente se presentó en la iglesia de Cesarea acompañado de su corte. Pero Basilio pronto desilusionó a los radicales que esperaban una dramática escena en la que su obispo se negaba a darle comunión al emperador arrianizante. Tres años más tarde, Basilio se había afianzado lo bastante como para ser más franco en sus declaraciones. Su obra Acerca del Espíritu partía del punto en el que se había detenido Atanasio en sus Cartas a Serapio, y supuso un decisivo paso hacia delante en las controversias relativas a la doctrina de la Trinidad. El núcleo esencial del argumento de Basilio consistía en su invocación de la tradición sacramental y litúrgica aplicada en el bautismo y la doxología, hecho inapelable que restaba fuerza a la negativa de sus adversarios a ir más allá de la letra de las propias Escrituras y el Credo niceno en su formulación del año 325. Basilio y los dos Gregorios se mostraban unánimes en su terminología trinitaria, y proclamaban sin reservas la realidad de “tres hipóstasis en una esencia”. En lógica consecuencia, pues, y con motivo del lamentable cisma de Antioquía, los tres apoyaron incondicionalmente los argumentos y conclusiones de Melecio. Basilio suplicó infatigable, tanto a Alejandría como a Roma, que fuera Melecio, y no Paulino, el candidato reconocido; pero para su muerte, acaecida el 1 de enero del año 379, nada había conseguido sino dolor y amargura ante unas repetidas misivas romanas que resultaban tan ininteligibles como arrogantes. En el mes de agosto del año 378, el emperador Valente moría en la batalla de Adrianópolis contra los godos, y, en otro orden de cosas, la situación de las iglesias ortodoxas pronto cambiaría con la llegada de Teodosio desde el Occidente. Además, Teodosio había sido anticipadamente instruido al respecto. De entrada, envió un aviso previo al mundo heleno por el 3

En el año 372 el gobierno dividió a Capadocia en 2 provincias que dejó a Basilio como metropolitano de un área muy pequeña. Intentó recobrar su autoridad sobre el territorio perdido, pero sin éxito. Fue durante estos esfuerzos que imprudentemente consagró su amigo Gregorio de Nacianzo como obispo de un pueblo pequeño, Sasima, en un cruce de caminos en el área perdida. A pesar de sus pocas ganas de hacerlo, Gregorio se sometió a la consagración, pero nunca visitó a Sasima. También Basilio consagró a su hermano para ser obispo en Nisa como una parte de su plan para ocupar las sedes de Capadocia con hombres fiables.

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que se hacía saber que los únicos términos de reconocimiento eclesiástico habían de pasar por la aceptación previa del Credo niceno y la comunión con el Papa Dámaso y el obispo Pedro de Alejandría (el sucesor de Atanasio). Lo cual venía a suponer, entre otras cosas, el reconocimiento automático de Paulino de Antioquía. Sin embargo, tras su llegada a Constantinopla en noviembre del año 380, la actitud de Teodosio pronto cambió al ser puesto al corriente de la verdadera situación, percatándose de inmediato de que la única figura con autoridad suficiente para unir a todos los obispos helenos en un frente común era Melecio de Antioquía, y que Paulino, en consecuencia, debía ser tácitamente descartado. En el mes de mayo del año 381, Teodosio convocó un gran concilio “ecuménico” en Constantinopla, y el hecho de que nombrara presidente del mismo a Melecio es, en sí mismo, indicativo del cambio tan sustancial que había experimentado su comprensión de la situación. Ni un solo representante de Roma se dignó a hacer su aparición. El nuevo obispo de Alejandría, Timoteo, llegó con retraso y de no muy buena gana. El concilio tenía, además, que pronunciarse respecto a la sucesión de la sede de Constantinopla, lugar adonde el arriano Demófilo se había retirado antes de los vientos de cambio traídos por Teodosio. En un principio, el concilio designó a Gregorio Nacianceno como obispo de Constantinopla, pareciendo, además, una muy acertada nominación: su elocuencia era proverbial y nadie como él para defender con inteligencia y fundamento la causa nicena. La cuestión es que Melecio falleció inesperadamente durante el desarrollo del concilio, y, al tratar Gregorio de apoyar el reconocimiento de Paulino como posible sucesor en Antioquía, sobre la base, lógica en sí, de que su presencia conciliaría a Occidente, se desencadenó una tormenta de opiniones contrarias y ya no fue posible hacer nada al respecto. Gregorio no supo, o no pudo, estar a la altura de las circunstancias, y la situación vino a complicarse aún más al ser presentadas ciertas objeciones técnicas contra la validez del traslado del propio Gregorio de Sasima a Constantinopla; pues ¿acaso no habían quedado prohibidos todas los traslados por los cánones nicenos? Angustiado ante tanta oposición, Gregorio se retiró a la Capadocia, donde se dedicó a escribir una auto conmiserativa autobiografía en versos yámbicos. El concilio se vio entonces en la tesitura de elegir dos nuevos obispos para las sedes respectivas de Antioquía y Constantinopla. Para Antioquía se nominó a Flavio, clérigo de Melecio. Para Constantinopla, el elegido fue un distinguido oficial del gobierno, Nectario, el cual estaba tan libre de pasadas asociaciones con ningún partido que ni siquiera estaba bautizado; con lo cual no sólo hubo de procederse a su consagración sino que, además, tuvo que ser bautizado de forma previa. Justo es reconocer que no faltaban precedentes de nombramientos de legos de posición elevada para el cargo de obispo, y ello sin que tuvieran que someterse antes al diaconado y el presbiterio; pero, por otra parte, lo cierto es que esos ascensos tan repentinos no eran del agrado del clero y, además, habían sido deplorados con insistencia en los sínodos. El concilio reafirmó la primitiva fe nicena, en el sentido de que se ratificaba el término clave del documento original: “idéntico en esencia” (homoousios). Pero el nuevo credo que se divulgaba ahora difería del original en su forma de expresión, y añadía, además, a lo ya existente, un nuevo artículo concerniente al Espíritu Santo, redactado, eso sí, en términos en extremo cautos. De hecho, ese nuevo artículo venía a reflejar el argumento central de Basilio de Cesarea: en la liturgia, el Espíritu Santo es adorado y glorificado junto con el Padre y el Hijo; la diferencia entre el Hijo y el Espíritu radica, sin embargo, en que, mientras que el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre. Y si bien el concilio condenó el apolinarismo y el macedionismo, no dejó escrita ninguna cláusula expresa en su credo que los apolinaristas y los macedionistas no pudieran, de hecho, suscribir. Como punto final, el concilio se pronunció a favor de un canon que habría de tener graves repercusiones en el futuro: “la sede de Constantinopla ostentará la primacía después de la sede de Roma por ser la nueva Roma”. Este tercer canon no sólo fue resentido por Alejandría, tiempo ha considerada la segunda ciudad en importancia del Imperio, sino asimismo por la propia Roma; pues, si bien el canon concedía que Roma era la primera sede de la Cristiandad, dejaba, por otra parte, implícito que esa primacía dependía tan sólo de un rango de carácter secular. De hecho, Occidente habría de librar una larga batalla por causa de ese fatídico canon; y, por causa, asimismo, del nombramiento de Nectario, y de la negativa del concilio a reconocer

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a Paulino de Antioquía. Sin embargo, en la balanza positiva, justo era reconocer que esas sabias decisiones doctrinales habían puesto el punto final a los intentos de los arrianistas por hacerse con el poder en el seno de la Iglesia. El arrianismo pervivió ciertamente entre los godos, los cuales habían sido convertidos por misioneros arrianos –destacando entre ellos el visigodo Ulfila (311-383),4 traductor de la Biblia al gótico, y consagrado como obispo misionero en el año 341 por Eusebio de Nicomedia (véase el capítulo 17). Pero, a efectos del imperio como tal, el arrianismo se veía extinguido sin que nadie lamentara su desaparición. Es más, los escasos fragmentos que se conservan de los escritos del historiador arriano Filostorgio vienen a demostrar hasta qué punto el movimiento, que se había señalado en sus inicios como un audaz reformador de la doctrina cristiana, en un intento por hacerla más del gusto de las clases cultas del año 320, terminaba tristemente sus días degradado como vana superstición y fútil repetición de manidas proclamas.

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De raza, Ulfila era en parte griego; sus abuelos maternales habían sido capturados durante las incursiones de los godos en Capadocia durante el siglo III. Una manera en que el cristianismo penetraba en las tribus bárbaras del norte fue por los prisioneros.

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10 El conflicto entre el paganismo y el cristianismo en el siglo IV El paganismo1 estaba muy lejos de encontrarse feneciente cuando Constantino se convirtió al cristianismo, y todos los indicios apuntan a que se mantuvo como religión mayoritaria hasta casi finales del siglo IV. A los cristianos no les era difícil señalar la decadencia de los viejos dioses míticos, o denunciar la burda superstición y la magia negra que se había adueñado de los antiguos cultos paganos; eran muchas las personas cultas e ilustradas que pensaban igual. Pero lo cierto es que a la Iglesia le estaba costando vencer la inercia de la costumbre. El antiguo politeísmo había llegado a formar parte casi indivisible del entramado social, y un enfrentamiento directo podría desencadenar toda una revolución que diera al traste con los viejos lazos de hábito y moral. Esa actitud tan conservadora no prevalecía tan sólo entre las clases media y baja. Personas de gran cultura y posición social respetaban asimismo la antigua religión, recurriendo a reinterpretaciones simbólicas de los viejos mitos, en términos cósmicos o psicológicos, en un deseo, casi desesperado, de mantener su respetabilidad de la mejor manera posible. Su grado de compromiso llegaba al punto de participar en cultos y celebraciones, proclamando su eficacia para mantener apartados a los poderes del mal; pues, en lo tocante a lo desconocido, todas las precauciones eran pocas. La religión oficial romana no se caracterizaba, sin embargo, por su capacidad para suscitar sentimientos espirituales independientes de un patriotismo visceral; y a la hora de tener experiencias personales las gentes devotas se volvían con mejor disposición a los cultos de Isis, Mitra, Atis, Cibeles, y las varias divinidades sirias, todas ellas omnipresentes y disponibles a lo largo y ancho de la geografía del Imperio, partiendo del misterioso Éufrates hasta el remoto Muro de Adriano en la fría Bretaña (donde se pensaba que tan sólo había lugar para las más venenosas de las especies). Por otra parte, lo cierto es que resultaba difícil establecer límites precisos entre los diversos cultos paganos, y podía encontrarse sin dificultad a un adorador de Isis que hubiera sido iniciado igualmente en los misterios de Atis o Mitra; al tiempo que todas las gentes devotas, casi sin excepción, participarían asimismo en los cultos imperiales como un acto patriótico más. A partir de los tiempos de Justino Mártir y Clemente de Alejandría, la actitud cristiana había sido la de aceptar y respetar cuanto de positivo hubiera en la filosofía griega, respetando igualmente, pero en otro orden de cosas, claro está, al gobierno romano como garante de paz y estabilidad. Sin embargo, cuando se entraba ya en el terreno de los mitos y los cultos paganos, esa actitud cambiaba radicalmente. Aun cuando a Constantino le resultara difícil, en un principio, distinguir entre el monoteísmo solar de sus creencias previas y su nueva fe cristiana, de lo que no cabe duda es de que 1

El término ‘paganus’ para describir un no cristiano aparece por primera vez en dos inscripciones latinas del siglo IV. Se quedó en el lenguaje popular, sin penetrar la Biblia o la liturgia. En el uso secular tenía dos sentidos: (1) ‘rústico’, y (2) ‘civil’ en vez de militar. Orosio escribiendo en el año 417 pensaba que el uso cristiano del término se explicaba por el hecho de que los sitios rurales se habían quedado sin el cristianismo después que las ciudades lo adoptaron. Pero esta no era la realidad ya para edad tan temprana como el año 300. Por lo tanto la explicación correcta es probablemente que los ‘paganos’eran los que no habían llegado a ser soldados de Cristo a través del bautismo y por lo tanto no participaban en el conflicto contra las potestades maligna. En el Oriente la palabra cristiana para una persona no cristiana fue ‘Heleno’.

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allí estuvieron sus consejeros episcopales dispuestos a hacerle saber que los cristianos en modo alguno creían que el sol fuera la morada de la Divinidad. Hacia el final del reinado de Constantino, se trató, además, de apartar activamente a las gentes de los cultos paganos, hasta el punto de que incluso algunos templos paganos fueron destruidos en las provincias de la Grecia oriental (donde el cristianismo había arraigado con vigor), pero sin que se llegara ni siquiera a plantearse la posibilidad de meterse con las ancestrales ceremonias oficiales de Roma. Es más, Constantino, por su parte, mantuvo el título de “sumo pontífice” (pontifex maximus), sin objetar a la continuidad de la costumbre de dedicar los templos en honor del emperador (en este caso, su propia persona), siempre y cuando, eso sí, “se evitara la práctica de los ritos supersticiosos”. Pero con la llegada al poder de los hijos de Constantino, la oposición al paganismo se hizo más evidente y decidida. Los sacrificios quedaron prohibidos y fueron destruidos varios templos de menor importancia. En términos generales, podría decirse que las más perjudicadas fueron las religiones mistéricas orientales. Hacia el año 346, un senador convertido al cristianismo, Fírmico Materno, el cual, en el año 335, justo antes de convertirse, había compilado una más que notable enciclopedia astrológica en latín, procedió a redactar un vigoroso tratado con el fin exclusivo de atacar los cultos mistéricos orientales, haciendo extensivo su desdén, además, al culto vestal de Roma, y a los santuarios y altares de los dioses ancestrales domésticos. Fírmico concluía su diatriba con un apremio urgente a los emperadores respectivos para que suprimieran de raíz el paganismo. Cabe dentro de lo posible, sin embargo, que su intención fuera justificar una inminente intervención por parte imperial. De hecho, cuando Constancio visitó Roma en el año 357, ordenó la desaparición del Altar de la Victoria de la Casa Senatorial, al menos mientras él estuviera allí. Al haber tratado el usurpador Magnencio en el año 351 (véase el capítulo 9) de conseguir apoyo contra Constancio, apelando no sólo a obispos disidentes nicenos, como en el caso de Atanasio, sino asimismo a la aristocracia pagana romana, Constancio bien pudo considerar el Altar contaminado por unos sacrificios que no sólo eran supersticiosos sino asimismo peligrosos. Es un hecho cierto que antes de que acaeciera la muerte de Constancio (en el año 361) ya era posible encontrar cristianos ocupando puestos en el senado y en los altos cargos públicos. En el año 359, el prefecto de Roma, Junio Baso, recibió el bautismo en su lecho de muerte, siendo enterrado en en un sarcófago adornado con exquisitos relieves de escenas de los evangelios. Por otra parte, en el año 354, un calígrafo profesional, Dionosio Filocalo, colaboró en Roma en la publicación de un almanaque que incluía, con aparente falta de discriminación, las listas correspondientes a los emperadores, los cónsules, los prefectos de la ciudad y los obispos de Roma; una tabla relativa a la Pascua que abarcaba del 312 al 410, una miscelánea de curiosidades astrológicas, y dos calendarios de importancia, a saber, el calendario eclesiástico de la iglesia romana, y el calendario oficial de la ciudad en el que se señalaban las antiguas festividades romanas, sin la inclusión de las conmemoraciones cristianas. El contenido de ese almanaque, con su prudente yuxtaposición de lo antiguo y lo nuevo, pero sin fusionarlo, era representativo de esa transición gradual de lo pagano a lo cristiano que estaba teniendo lugar en las capas más altas de la sociedad romana durante la segunda mitad del siglo IV. Sin embargo, esa corriente gradual de cambio fue detenida bruscamente con la llegada de Juliano al poder. Este emperador (en el poder del 361 al 363), conocido con toda justicia por el sobrenombre de “el Apóstata”, había sido instruido por diversos tutores cristianos de talante liberal, los cuales le habían impartido, entre otras cosas, excelentes conocimientos respecto a Homero y los clásicos griegos. Ya en plena adolescencia, desarrolló una más que notable afición a los estudios teológicos, siendo

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bautizado en su residencia campestre de la Capadocia, y llegando incluso a convertirse en “lector” dentro de la iglesia. Al cumplir los dieciocho años de edad, sintió deseos de gozar de mayor libertad que la que Constancio estaba dispuesto a conceder a un personaje de su categoría. Por otra parte, una curiosidad innata le llevó a profundizar más en las raíces de los ancestrales cultos paganos, descartando en un principio lo escrito en los libros para ocuparse con denuedo de aprender directamente por boca de los apologistas contemporáneos. Con ocasión de una estancia en Éfeso, Juliano quedó preso de la fluida retórica de un filósofo neoplatónico llamado Máximo, cuyos poderes mágicos eran tales que, mediante la ofrenda de incienso y la salmodia del encantamiento correspondiente, podía hacer aparecer la imagen de una Hécate sonriente, procediendo entonces a encender la antorcha que ella portaba en las manos. Para el año 351, un Juliano totalmente fascinado se había decidido a renunciar a su fe cristiana, pasando a abrazar con un entusiasmo sin límites la religión pagana. A todo esto, a su ya existente distanciamiento de la persona de Constancio, vino a sumarse un sordo resentimiento contra él tras la ejecución por parte de Constancio de su medio hermano Gallo en el año 354 por delito de conspiración. Nombrado inesperadamente “César” por el propio Constancio al año siguiente, Juliano fue enviado a la frontera del Rin para repeler las incursiones germanas. Pero, tras ser proclamado “Augusto” en el mes de febrero del año 360, el resentimiento acumulado contra Constancio le llevó a trasladarse hacia el este para iniciar desde allí una auténtica guerra civil que sólo llegaría a su fin con la súbita muerte de Constancio por fiebres el 3 de noviembre del año 361. El acceso de Juliano al poder tuvo repercusiones inmediatas en la Iglesia. En el año 360 todavía había honrado con su presencia la conmemoración de la Epifanía en la Galia, quizás movido por una secreta intención de ganarse el apoyo cristiano en la inminente lucha contra Constancio, o puede que para complacer a su cristiana esposa, Helena, la cual fallecería, sin haberle dado hijos, en ese mismo año. Al año siguiente, sin embargo, dejó a un lado toda discreción respecto a sus nuevas creencias, abjurando públicamente de su fe cristiana. La esperanza pagana cobró de inmediato nuevos bríos por todo el país. Cuando la noticia de la muerte de Constancio llegó a Alejandría, el obispo arriano Jorge2 (véase el capítulo 9), quien sólo contaba con una minoría de seguidores entre los cristianos, y quien, además, había enfurecido a la muchedumbre pagana al hacer público su desagrado por la existencia de un templo dedicado al Genio de la ciudad, fue descuartizado salvaje y cruelmente el día 24 de diciembre. La reacción de Juliano ante tan brutal linchamiento fue notoriamente aséptica: reprochó a los alejandrinos por tomarse la justicia por su mano, y mostró un interés mucho mayor por hacerse con los raros ejemplares que integraban la distinguida biblioteca del mártir. En un principio, la política formal de Juliano consistió en la reapertura y reparación de los templos, declarando una tolerancia de culto general, y oponiéndose al cristianismo no tanto por la vía de la crítica o de la fuerza, como por una sutil tendencia a ridiculizarlo. Lo que no quería en modo alguno era hacer mártires de los “galileos”. Pese a tanta renuencia, Juliano se vio finalmente obligado a hacer uso de la fuerza ante el celo mostrado por los cristianos de Siria y el Asia Menor, cuyos drásticos métodos iban más allá de la pura exhortación, atacando y destruyendo cuantas estatuas y templos nuevos se construían. Los incidentes de esa índole se repetían por doquier en la Grecia oriental, muchos de los cuales seguían teniendo su génesis en la exaltada reacción del populacho cristiano ante el resurgimiento del paganismo. Tal era el estado de ánimo general, cuando las cosas vinieron a complicarse aun más por un incidente fortuito. Un adorador pagano había dejado, por descuido, encendidas unas velas delante de la estatua de 2

El relato arriano de su martirio llegó a ser mezclado con la vida del soldado-santo, Jorge de Lida, quien llegó a ser el patrón de Inglaterra.

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Apolo en el gran templo de Dafne, erigido en la localidad de Antíoco del Orontes, Siria, resultando en un desafortunado incendio que destruyó el recinto por completo. Al enterarse del hecho, y sin detenerse a hacer más averiguaciones, Juliano culpó de inmediato a los cristianos, ordenando la clausura de la catedral de Antioquía en represalia. Los enfrentamientos entre Juliano y los cristianos en el Oriente vinieron, pues, a engrosar la lista de los mártires del calendario eclesiástico. En el año 363, año que sería testigo de su fin como emperador, Juliano se propuso ganarse la buena voluntad de los judíos. Lo cierto es que se encontraba a la sazón en medio de los complejos preparativos que exigía su planeada campaña ofensiva contra los persas, empresa que había concebido, además, según el precedente de las grandes conquistas militares de Alejandro Magno, héroe de quien, curiosamente, se creía una reencarnación. La población judía que habría de encontrarse a lo largo de la proyecta ruta iba a ser nutrida, y, por otra parte, si bien Juliano no sentía otra cosa que desprecio por el judaísmo, era plenamente consciente de que esa propuesta de reconstrucción del templo de Jerusalén iba a herir a los cristianos en lo más profundo. Ese proyecto, además, iba aparejado a una propuesta de sesgo sionista de crear, al tiempo, un área territorial dentro de Palestina que fuera administrada por el patriarca judío. Sin embargo, ese proyecto de reconstrucción fue desechado tras producirse una serie de temblores sísmicos en la zona. El hecho de que los planes de Juliano incluyeran la abolición del sostén económico del patriarcado en base a los judíos de la diáspora, quizás restó entusiasmo a los propios judíos palestinenses. Sea como fuere, esa espuria alianza entre el emperador apóstata y el judaísmo tuvo fatales consecuencias para los propios judíos, los cuales, no tardando mucho, tuvieron que hacer frente a las acusaciones de cooperativismo con un gobierno anticristiano en un modo dolorosamente reminiscente de las primeras persecuciones. En su deseo de fomentar el paganismo, Juliano discriminó a los cristianos a la hora de nombrar nuevos cargos en la administración civil y en el ejército. La apostasía se hizo casi trámite obligado para lograr un ascenso, y no pocos cristianos nominales se valieron de tan fácil recurso para medrar. Afrentado por el hecho de que maestros cristianos enseñaran acerca de los clásicos sin creer en las deidades míticas, Juliano promulgó un edicto oficial por el que se excluía a los cristianos de la profesión docente, decisión que fue tildada de locura por paganos de la talla del historiador Amiano, y que fue resentida por ciertos cristianos cultos; tal como fue el caso de Gregorio Nacianceno, erudito y amante de la literatura clásica en igual medida que el propio Juliano. Curiosamente, y quizás por ironía del destino, Apolinario de Laodicea hizo pública por entonces su versión del Pentateuco redacta en hexámetros, junto con una paráfrasis de los evangelios y las epístolas en forma de diálogos platónicos. Pero, empeñado en su idea, Juliano se dedicó a viajar por todo el oriente griego, predicando su evangelio particular politeísta a cuantos concejales cristianos se cruzaban en su camino, con una pasión que había perdido ya todo atisbo de comedimiento o dignidad. De hecho, su comportamiento suscitaba unas burlas ante las que ni él mismo sabía cómo reaccionar. Juliano, además, no sólo predicaba sus creencias sino que se quejaba del abandono en que había caído la religión verdadera: con motivo de una visita a la Capadocia, se lamentaba del grado de cristianización de la provincia, pues los pocos que habrían estado dispuestos a ofrecer sacrificios a los dioses paganos ya ni siquiera sabían cómo hacerlo. En cierta ciudad de Mesopotamia, el consejo pagano, en su ansia por agradar al emperador, se excedió en el uso del incienso, formándose una densa nube que apenas permitía respirar, ante lo cual Juliano no pudo menos que denostar de la falta de medida y profesionalidad del ritual.

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Tomándose muy en serio su posición de pontifex maximus “sumo pontífice”, Juliano se aprestó a la tarea de reorganizar los cultos paganos. Pero, consciente de que tan sólo podría hacer frente a la ofensiva cristiana si se amoldaba a sus propias tácticas, recurrió a su gran amigo Salustio, el cual redactó para él un pequeño catecismo (conservado hasta hoy) con todos los pormenores del dogma pagano. Nombró, además, sumos sacerdotes que habrían de desempeñar las funciones de metropolitas, tal como hacían los cristianos; y se aseguró de que los sacerdotes paganos, aparte de predicar, contaran con los estipendios correspondientes para llevar a cabo tareas de pastoreo de los pobres, pues era de lamentar que “jamás se viera a un judío mendigar, y que esos impíos galileos no sólo se ocuparan de los suyos, sino que atendieran igualmente los nuestros.” La correcta conducta moral de los sacerdotes era otra de sus aspiraciones. En correspondencia con el clero cristiano, los sacerdotes paganos deberían abstenerse de los espectáculos obscenos, de frecuentar las tabernas, y de ocuparse de oficios poco recomendables. Se esperaba de ellos, además, que ejercieran una autoridad competente; y, siguiendo la costumbre cristiana, no debían permitir que los oficiales de rango superior fueran precedidos en el templo por los soldados rasos, al tiempo que se les debería recordar a los dignatarios que, una vez dentro del templo, eran tan sólo ciudadanos privados. Juliano, por su parte, asumió la obligación de ofrecer sacrificios a diario. Cada vez que tenía que tomar una decisión importante, consultaba sin falta a augures y adivinos; los cuales, por cierto, formaban un nutrido grupo dentro de la cohorte que lo acompañó a Persia. El ardoroso entusiasmo con que Juliano se entregó a la tarea de restablecer el paganismo fue visto por muchos, de entre los no cristianos, en una indiferencia y una falta de comprensión que no podía menos que entristecer el ánimo del emperador. La ejecución de animales para los sacrificios se practicaba a una escala suficiente como para que, en determinadas zonas, se viera afectada la economía del mercado de la carne. Pero el emperador, ciego y sordo ante la realidad, achacaba implacable a los cristianos todos sus males. Sin embargo, lo cierto es que incluso aquellos que consideraban ridícula su fe en los adivinos, estaban, por otra parte, dispuestos a ayudar a preservar un pasado amenazado de extinción. Libanio, fiel amigo del emperador y hombre de estética más que de fe, se hacía eco, escandalizado, del vandalismo que destruía ídolos y templos sin discernimiento alguno. Para cristianos y paganos por igual, Juliano personificaba la tradición politeísta, y parecía depender de él su pervivencia o su olvido. Lo cierto es que llegó un momento en el que Juliano sí parecía vivir tan sólo para la causa del paganismo. La campaña persa, guiada por augures y adivinos, iba a convertirse, pues, en la reivindicación indiscutible de los antiguos dioses como verdaderos garantes del éxito militar. Pero lo cierto es que la campaña adoleció en todo momento de la debida estrategia, viéndose en más de una ocasión en peligro de ser aplastada por parte de las tropas enemigas. El 26 de junio del año 363, Juliano se vio envuelto en una confusa refriega, cayendo mortalmente herido por un lanzazo en el costado. Nadie podía explicarse cómo había sido. Las teorías, y rumores, al respecto fueron muy diversas, pero la opinión más generalizada es que la lanza en cuestión se la había clavado uno de sus propios soldados (por incompetencia o, peor aún, por aviesa intención), o, más probable aun, por un sarraceno de las tropas auxiliares. Por los bazares de la ciudad de Nisibis circuló la historia, con motivo de la llegada del cadáver de Juliano, de que el emperador se había dejado caer él mismo sobre la lanza, desesperado al ver que la situación estaba perdida. Cinco años más tarde, su amigo Libanio optó por inculpar a los cristianos de la desgracia. Lo cierto es que los cristianos no se molestaron en disimular su júbilo al enterarse del fallecimiento del apóstata, y esa flagrante ausencia de conmiseración,

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asociada a un reciente pasado de hostigamiento por parte del emperador, hacía lógico que se les pudiera considerar sospechosos de un intento de homicidio, que algunos, además, no habrían dudado en defender como un muy justificable acto de resistencia ante la tiranía de un verdadero Anticristo. Aun así, y pese a ser muchas las teorías que circularon al respecto, la acusación de Libanio fue la única que siguió en esa línea, pero presentándose más como hipótesis que como verdadera denuncia. El historiador pagano Amiano Marcelino consideró el hecho como un trágico accidente debido a un descuido imperdonable. Según la propia guardia de seguridad del emperador, tan terrible desgracia era sin duda achacable a un celoso espíritu del mal. Respecto a las últimas palabras del emperador agonizante, también circulaban las más contradictorias versiones que, con el tiempo, darían pie a múltiples leyendas. Según un manuscrito de principios del siglo V, el emperador (bastante plausiblemente) habría lanzado gotas de sangre de su propia herida contra el dios Sol, al tiempo que le increpaba, furioso, “¡Ahora estarás satisfecho!”. Teodoreto de Chipre, en un escrito del 450, es el primero en atestiguar la famosa, pero poco plausible versión, de que, al tiempo que lanzaba su propia sangre al viento, en realidad había gritado, “¡Has vencido tú, galileo!”. Lo cierto es que su fallecimiento vino a suponer un duro golpe para los partidarios del resurgimiento del antiguo politeísmo; pero, aun así, su voz no calló tras su muerte. Sus cartas y sus escritos religiosos continuaron circulando con gran asiduidad. Habían pasado ya más de cincuenta años de aquellos hechos, y todavía Cirilo de Alejandría estimó necesario componer un extenso tratado en respuesta a la famosa diatriba de Juliano “Contra los Galileos”. En la memoria pagana, Juliano pervivió como un santo arquetípico. Su fiel amigo Libanio lo expresó sin ambages en su oración funeraria: Juliano había ascendido al cielo para morar allí con rango de divinidad, y las almas devotas podían atestiguarlo con las muchas peticiones por él concedidas.

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11 Iglesia, estado y sociedad, de Juliano a Teodosio Si bien nadie, ya fuera pagano o cristiano, podía concebir una sociedad que no necesitara alguna forma de religiosidad, se daba por sentado en la época que las convicciones religiosas no podían ser impuestas, y las violentas pasiones desatadas al respecto por Constancio y Juliano habían ciertamente dejado una huella indeleble. La política de Valentiniano I, cristiano y emperador de Occidente de 364 al 375, fue, en cambio, de tolerancia estrictamente reservada. Los obispos arrianos de Occidente, tal como Auxencio de Milán (355-374), a la sazón en franca minoría, fueron protegidos de toda interferencia. Valentiniano sentía temor de la magia negra y desaprobaba el maniqueísmo (véase más adelante en el presente capítulo), pero no impidió en manera alguna que se continuaran celebrando las ceremonias paganas oficiales de Roma, Eleusis, y otros diversos lugares. De hecho, un edicto en virtud del cual se prohibía a los donatistas africanos que rebautizaran a los conversos de la Iglesia Católica no demostró ser muy eficaz; siendo bastante probable que su intención no fuera más allá de reafirmar esa política de neutralidad religiosa. La intervención estatal podía, además, ser solicitada en caso de controversias eclesiásticas locales por el interés del orden público. Durante la obligada ausencia del papa Liberio, exiliado del 355 al 358, dos facciones rivales habían hecho su aparición en la ciudad de Roma. No tardando mucho, ambos grupos se vieron enfrentados precisamente con motivo de la muerte de Liberio (366). Cada grupo había procedido ya a la elección de su propio obispo, Ursino y Dámaso, respectivamente, y muy pronto ese fanático partidismo estalló en unos violentos disturbios que se cobraron 137 víctimas. Con el respaldo del prefecto de la ciudad, Dámaso pronto se hizo con el trono papal, sacrificando en el intento el honor y la credibilidad de la Iglesia de la que era representante. Esa falta de credibilidad moral pronto se volvió en contra suya: el nuevo prefecto de la ciudad, al que no inspiraba ninguna simpatía, le acusó oficialmente de responsabilidad por homicidio, y tan sólo la apelación directa al Papa por parte de unos acaudalados amigos logró sacarle del apuro. Consciente de sus mermas, Dámaso intentó a continuación compensar esa debilidad y esa falta de autoridad moral respecto al poder temporal haciendo hincapié en la exaltada dignidad espiritual de su cargo como sucesor de San Pedro. Uniendo la acción a la palabra, hizo, además, cuanto pudo por embellecer y aumentar el patrimonio litúrgico de las iglesias de la ciudad, contratando, entre otros, al prestigioso calígrafo Dioniso Filócalo (véase el capítulo 10) para que adornara los santuarios de mártires y papas con sus epigramas; y comisionando, asimismo, a un reputado erudito de la Dalmacia, de nombre Jerónimo, para que llevara a cabo una nueva versión de la Biblia latina. La nueva versión que salió de tan brillante eventualmente eclipsó a la anterior, convirtiéndose en la versión de uso más común, y pasando a ser conocida con el nombre que ha conservado hasta nuestros días: la Vulgata. Pero en el terreno estrictamente personal, sin embargo, los progresos fueron escasos. Dámaso persistió en su actitud poco comprensiva para con los esfuerzos ecuménicos de Basilio de Cesarea (véase el capítulo 9), pareciendo a ojos de Basilio arrogante a la vez que ciego a la realidad de las cosas; si bien el hecho pudiera, en parte, atribuirse a lo débil de su propia posición en Roma. Por otra parte, dentro de esa sociedad romana, tanto entre los paganos como entre los cristianos, no faltaba quien pensase que Dámaso estaba más interesado en medrar socialmente que en los intereses propiamente eclesiásticos. La opulencia de las celebraciones papales se decía que superaba incluso la de la propia corte imperial. El acaudalado aristócrata Pretextatus, sacerdote él mismo en los cultos paganos, solía decirle burlón a Dámaso, “Hazme obispo de Roma, y me convertiré al cristianismo.” Y no sólo él; eran muchos de entre los cristianos los que, maliciosamente, se referían a Dámaso como “el favorito de las damas”.

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Sin embargo, no todo en su papado fue nefasto. Dámaso contribuyó muy particularmente a que las grandes familias patricias no tuvieran que avergonzarse por afiliarse al cristianismo. Las grandes damas no solían poner muchos reparos para convertirse, muy al contrario que los hombres, a los que, ciertamente, parecía costarles bastante más renunciar a un paganismo ancestral, calcado del modelo intelectual greco-oriental preconizado por el orador Libanio, que tenía tanto o más de estético y nostálgico que de firme creencia asumida. Decadentes en su lánguido escepticismo, es más que probable que el fervor fanático del infortunado Juliano les provocara aun mayor rechazo que la esforzada fe del evangelista cristiano. Los lazos de clase y posición eran para ellos más importantes que las divisiones causadas por las diferencias religiosas. El sentido de la realidad y la proporción parecía ya perdido irremisiblemente; y así podía darse el caso del noble patricio que escuchaba arrobado cómo su nietecita entonaba cánticos cristianos. La religión de esos hombres era un eco nostálgico de un pasado glorioso, tiempo ya extinto (si es que realmente había llegado a existir), en el que la noción de Roma venía a verse idealizada según el misticismo especulativo de una exégesis neoplatónica de El Sueño de Escipión de Cicerón y el libro sexto (la visita al inframundo) de La Eneida de Virgilio. Por su parte, los cristianos pronto aprendieron a interpretar esos mismos textos del modo que mejor convenía al esquema cristiano; encontrando, particularmente en la cuarta Égloga de Virgilio, elementos de profecía mesiánica (véase el capítulo 4) que ellos extrapolaban según propia conveniencia. Hacia el 360, una dama romana de alcurnia, llamada Proba, cuyo marido había sido prefecto de la ciudad en el 351, llegó incluso a escribir porciones de la historia bíblica en verso, a la manera del centón virgiliano, pero introduciendo al tiempo, forzoso es admitirlo, una preocupante teología espuria. El gran logro de Dámaso fue su fusión del ancestral orgullo imperial y cívico romano con el cristianismo. Constantino, en un cierto sentido, había iniciado esa fusión al mandar construir las nobles basílicas de San Pedro y San Pablo sobre la base de antiguos santuarios asociados a los apóstoles desde fecha tan temprana como el 160. Recientes excavaciones llevadas a cabo en los cimientos de San Pedro han dejado al descubierto una necrópolis pagana del siglo II, contando en su centro con un monumento en honor de San Pedro erigido en la época. Si dicho monumento se correspondía con la tumba del apóstol tan sólo puede conjeturarse; pero es más que probable que los responsables así lo creyeran, y podría darse el feliz caso (lamentablemente, pura especulación) de que fuera así en verdad. Un escritor romano del año 200, llamado Gayo, hace mención tanto de ese monumento sobre la colina del Vaticano como asimismo de otro en honor de San Pablo en el camino a Ostia, es decir, en la localización actual de San Pablo Extramuros. La iglesia romana también contaba con un tercer santuario situado en la tercera piedra miliar de la Vía Apia, donde se conmemoraba conjuntamente a San Pedro y a San Pablo el día 29 de junio (fecha que coincidía con la festividad de Rómulo incluida en el calendario pagano de la ciudad desde tiempos de Augusto). El origen de ese santuario conjunto en la Vía Apia, y su relación con los dos santuarios independientes en el Vaticano y en la carretera de Ostia, constituye todo un problema. Las dos explicaciones más favorecidas son que o bien el santuario conjunto de la Vía Apia fue en tiempos un oponente de esos dos santuarios independientes, o que las reliquias correspondientes fueron trasladas temporalmente a la Vía Apia, quizás con motivo de la persecución ordenada por Valerio en el 258 (sobre todo, dado el caso de que el calendario correspondiente al 354, véase el capítulo 10, asocia el 29 de junio del 258 con el santuario conjunto); sea como fuere, los indicios más antiguos no guardan constancia de semejante traslado. En tiempos del papa Dámaso, esa festividad del 29 de junio quedaba señalada con una procesión que iba de San Pedro a San Pablo, para terminar en una celebración final en el santuario conjunto de la Vía Apia. Lo dilatado de semejantes ceremonias debía ser causa de fatiga general, y así no es de extrañar que la visita a la Vía Apia fuera abandonada antes del 400; no habría de pasar mucho, además, para que la celebración de San Pablo se pospusiera al 30 de junio, y para el año 600, dicha conmemoración era más asunto de visitantes forasteros que obligado cumplimiento para los hijos de la ciudad. Los ricos ornamentos que Dámaso prodigaba en los santuarios de los mártires y su énfasis particular en la muy excelsa gloria de los apóstoles fundadores, venían a afirmar la pretensión de que la auténtica gloria de Roma no era su paganismo sino su cristianismo. En un epigrama, que reflejaba la tensión habida entre Occidente-Oriente durante la controversia

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arriana, Dámaso observa que “aunque el Oriente hubiera enviado a los apóstoles, Roma tenía un mayor derecho a su ciudadanía en virtud de su martirio”. Bajo el patrocinio sin igual de los apóstoles, discípulos directos de Cristo, la ciudad podía descansar tranquila en la certidumbre de que la presente gloria iba a ser infinitamente más duradera que el pasado esplendor de los antiguos dioses. Al igual que su predecesor, Liberio, Dámaso no titubea en considerar Roma como la genuina “sede apostólica”. Por otra parte, Dámaso no fue el iniciador de esa nueva realidad social. Ya en el siglo III, Orígenes había hecho notar con acrimonia que en las grandes ciudades los obispos eran frecuentados socialmente por ciertas “damas de refinada alcurnia”. Tras Constantino, el estatus social del alto clero se acrecentó ostensiblemente. Ahora era difícilmente posible que un esclavo liberto como Calixto pudiera llegar a verse consagrado obispo, y mucho menos raro que una figura de la talla de Cipriano, de más que probable rango senatorial, hiciera carrera en las santas órdenes. Constantino había conferido a los obispos poder de magistrados, para probar voluntades y arbitrar disputas. En fecha tan temprana como el año 313, pudiera haber conferido el elevado rango secular de Ilustre al clero más elevado. En el Concilio de Arlés del 314, los presentes se dirigían al obispo de Roma con el título de “muy glorioso”,1 honor reservado en la vida secular para los más distinguidos de entre las capas altas de la sociedad, en rango inferior tan sólo a la familia imperial. Al tiempo que adquirían rango social, los obispos se hicieron también con las correspondientes insignias. De hecho, las insignias habrían de perdurar en la Iglesia mucho tiempo después de que hubieran dejado de existir en el mundo secular. Ese fue el modo, además, en que los obispos vinieron a hacerse con el báculo, la mitra y, probablemente también, con el palio. La primera noticia que se tiene de la costumbre de besar la mano del obispo procede del siglo IV. El uso del anillo no se generalizó hasta el siglo VII, y la cruz pectoral no fue específicamente episcopal hasta el siglo XIII. A partir de tiempos de Cipriano, los obispos comenzaron a recibir un tratamiento abstracto (“vuestra santidad”, etc.) por contagio de una sociedad refinadamente cortés. El modelo de ceremonial de la corte imperial vino a dejarse notar en algunas de las formas externas de la adoración eucarística, como, por ejemplo, en el uso de las velas: tal era el modo apropiado de honrar al Rey de Reyes. Sin embargo, en lo que respecta a Occidente, el clero no adoptó ninguna vestimenta en particular, ni siquiera para oficiar en las celebraciones. En una muy significativa carta del 428, el papa Celestino I llamaba la atención al clero del sur de la Galia por ciertas innovaciones de ese cariz. La vestimenta occidental tuvo su origen sencillamente en las ropas seculares comunes en la época antigua, que habían sido mantenidas por las iglesias por puro conservadurismo, aun bastante tiempo después de que hubieran caído en desuso en la sociedad. Como suele ocurrir en estos casos, se elevaron voces por todas partes, en variado tono y matiz, criticando o exponiendo simplemente la propia opinión respecto al hipotético beneficio que se podía derivar del favor mundano. A finales del siglo IV, Juan Crisóstomo deploraba el hecho de que, como patriarca de Constantinopla, el protocolo áulico le otorgara preeminencia con respecto a los más altos oficiales del Estado. El historiador pagano Amiano, tras relatar el acto de nombramiento de Dámaso con escéptica sorna, pasa a contrastar el suntuoso tren de vida de los obispos capitalinos con la triste frugalidad de los obispos rurales. Sin lugar a dudas, el cargo siempre conlleva un riesgo de crítica, y los obispos no iban a ser la excepción. Juan Crisóstomo, modélico en su frugal ascetismo, tampoco se libró de los comentarios adversos, y precisamente por haberse ido al polo y negarse inconmovible a practicar una hospitalidad principesca (véase, más adelante, el capítulo 13). En tiempos de Gregorio Magno, un metropolita de la Dalmacia justificó la opulencia de sus agasajos señalando el número de personajes que había logrado reconciliar con la Iglesia y, asimismo, al precedente de la hospitalidad que Abrahán brindo a los ángeles viajeros; justificación, por cierto, que sólo 1

‘Gloriosissime papa’. El término latíno papa o el griego pappas fue un título respetuoso y amoroso que un niño usaría hacia su padre. Los cristianos lo usaban con cualquier obispo con el cual estaban en una relación filial. Los obispos africanos del siglo V se dirigían a su propio primado en Cartago como ‘papa’, y al Papa como solamente ‘obispo’. Las demandas exclusivas de Roma al término papa comenzaron en el siglo VI. Un papa del siglo IX se sintió herido cuando le llamaron ‘hermano’

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consiguió exacerbar aún más los ánimos del ascético Gregorio: “¿Acaso pensaba que cuanto más bajo cayera mejor habrían de ser los resultados?” La Iglesia, por otra parte, no tardó mucho en descubrir que, quizás paradójicamente, bajo los emperadores cristianos su propia libertad y capacidad de determinación se veía, en ciertos aspectos, más mermada que con los gobiernos paganos. El peso del poder imperial ya había empezado a dejarse sentir con Constantino en algunos importantes nombramientos episcopales. En un principio, el obispo era elegido libremente por su grey, y la voz del laicado era sustancialmente algo más que un mero asentimiento o prueba de adecuación. Pero la libertad de una congregación local, no era en modo alguno absoluta, pues la persona electa tenía que ser, además, reconocida por las iglesias vecinas. Los obispos que acudían de otras iglesias para consagrar al candidato mediante oraciones e imposición de manos llegaron a ser, gradualmente, más importantes que la propia congregación local. Si una iglesia se encontraba dividida, el voto externo zanjaba la cuestión. En los cánones de Nicea (325), el poder del veto estaba en manos del metropolita. Para el 381, empezó a hacerse aparente una concentración del poder en un nivel incluso superior al del metropolita, a saber, en las manos de los “patriarcas” del Oriente, concretamente en las ciudades de Alejandría, Antioquía, y Constantinopla, a cuya muy distinguida compañía consiguió unirse Jerusalén durante el siglo V. Parte de la falta de popularidad sufrida por los patriarcas (Juan Crisóstomo y Nestorio) de Constantinopla en el siglo V estaba precisamente provocada por el deseo de los metropolitas del Asia Menor de retener su antigua independencia. Aparte de la sede de Constantinopla, para la cual los emperadores gustaban naturalmente de proponer candidatos aceptables, los nombramientos episcopales en las iglesias griegas se encontraban generalmente libres de la intervención estatal. Suele contrastarse la actitud dualista occidental respecto a la relación de Iglesia y Estado, con la actitud oriental, mucho más dispuesta a aceptar la intromisión de la autoridad del emperador en las cuestiones espirituales. Pero el contraste no es tan simple como pudiera pensarse. Según la teoría oriental, era indispensable que el emperador fuera ortodoxo. De no serlo, tal como había sido el caso en las controversias arrianas e iconoclásticas, la oposición sería enconada. El término “cesaropapismo”, no resulta ni útil ni esclarecedor a la hora de generalizar respecto a la teoría política del oriente ortodoxo. De hecho, un escritor tan genuinamente occidental como era el papa León Magno se permite decirle a un emperador ortodoxo que no sólo ha de considerarse investido con el imperio sino que cuenta, además, con el oficio sacerdotal (el sacerdotium), disfrutando, asimismo, de una inerrancia doctrinal absoluta de la cual es garante el propio Espíritu Santo. Tanto el papa Gelasio como el papa Gregorio Magno se avenían a reconocer la autoridad del emperador en los asuntos temporales. La diferencia entre Oriente y Occidente estribaba en esa proclividad del mundo bizantino a no verse a sí mismo como dos “sociedades” distintas, la sagrada y la secular, sino como una única sociedad en completa armonía con un emperador que venía a ser la contrapartida terrenal del Monarca divino. El equilibrio de esa teoría podía verse fácilmente trastocado por una dominación de la Iglesia por parte del Estado; a su vez, la teoría occidental dualista se abocaba a sí misma a un dominio eclesiástico sobre una sociedad laica. Sin embargo, habría de ser en Occidente, concretamente en la Galia merovingia del siglo VI, y no en el Oriente ortodoxo, donde surgiera una regularización sistemática de los nombramientos de obispos por designio real. Una vez más, es sintomático que las ceremonias de coronación se importaran a Occidente desde Bizancio bajo los auspicios de Carlomagno. Los emperadores paganos habían llegado a establecer una ecuación entre buena ciudadanía y politeísmo. No hubo de pasar mucho, pues, para que, con emperadores cristianos en el poder, el declararse hereje o infiel conllevara una sospecha inmediata de deslealtad al imperio. De ahí, a la automática inferencia por parte del vulgo de que el emperador mostraría mayor favor a los súbditos cristianos, no había más que un paso; hecho éste, por cierto, que queda atestiguado por una inscripción que recoge la petición dirigida a Constantino por una comunidad frigia en el año 325 solicitando exenciones especiales en los impuestos sobre la base única de ser todos ellos cristianos. De igual manera, en Palestina, el pueblo de Mayuma, zona portuaria de Gaza, se convirtió en masa, viéndose el lugar oportunamente recompensado con el estatus de ciudad, con independencia de la pagana Gaza, reteniendo dicho estatus hasta el advenimiento de Juliano.

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Paulatinamente, la descalificación de los disidentes se hizo evidente en buena parte de la legislación imperial. A partir del sínodo de Arlés (314), se dio por sentado que los obispos depuestos en consejo eclesiástico serían automáticamente deportados por el poder civil con el fin de prevenir posibles desórdenes. El principal artífice en Occidente del concepto de un imperio de observancia fiel y conservadora, en el que el errar religioso estuviera ausente (o, al menos, redujera al disidente al estatus de ciudadano de segunda categoría) fue Ambrosio de Milán. Ambrosio era en muchos aspectos figura emblemática de la situación social y política imperante en el cuarto final del siglo IV. Hijo del prefecto pretoriano de la ciudad de Trier, se había lanzado de lleno a una carrera administrativa y legal, ascendiendo vertiginosamente al rango de gobernador provincial de Milán. En el año 374, tras la muerte del arriano Auxencio, Ambrosio fue elegido obispo por abrumadora proclamación popular, y ello aún cuando todavía no había sido bautizado. Impedimento, claro está, que fue subsanado de inmediato, siendo oportunamente bautizado por un sacerdote no arriano. Una semana más tarde, Ambrosio era ordenado obispo con el debido ceremonial. No habría de pasar mucho, además, para que su influencia se dejara sentir en la política religiosa de los emperadores occidentales, Graciano, Valentiniano II, y Teodosio. En el año 382, Graciano había mandado desmantelar el Altar de la Victoria de la Cámara Senatorial (dejando intacta, sin embargo, la estatua de la Victoria, la cual, sin aparente escándalo, bien podía ser vista como un ángel por parte de los senadores cristianos).2 La acaudalada aristocracia pagana, encabezada por Sínmaco, tuvo que soportar semejante afrenta hasta la muerte de Graciano (asesinado a traición en el año 383); pero para el 384 fue precisamente Sínmaco el encargado de solicitar del joven emperador Valentiniano II, en encendida alocución, la restauración del Altar como símbolo irrenunciable de todo cuanto había contribuido a la grandeza y la gloria de Roma, y como muestra palpable de la proverbial tolerancia de su política, pues “no puede sostenerse en modo alguno que sólo vaya a haber un único camino para acceder a tan gran misterio”. Ambrosio reaccionó de inmediato, replicando con un escrito que logró detener la mano de Valentiniano; pero no sólo eso, en el 385, Ambrosio procedió asimismo a movilizar a la plebe de Milán para que se resistiera a la pretensión de Justina, viuda de Valentiniano I, de que se hiciera entrega de una de las iglesias de la ciudad para uso y disfrute de los godos arrianizados del ejército, hecho que, a ojos de Ambrosio, hubiera sido sinónimo de auténtica profanación de un edificio consagrado. En el 388, la sinagoga judía de Calinicus (junto al Éufrates) fue incendiada por un grupo de cristianos fanáticos, ante lo cual Teodosio no dudó en ordenar su inmediata y total reconstrucción con fondos eclesiales. Al oponerse a tal cosa, mediante negativa a seguir cumpliendo con sus funciones litúrgicas hasta que Teodosio desistiera de su empeño, Ambrosio logró que el emperador (contra propio criterio) revocara la orden de restitución. En una actuación de aun mayor crédito, Ambrosio excomulgó al mismísimo Teodosio en el año 390, en justo castigo por su inadmisible decisión de mandar masacrar a miles de ciudadanos en el circo de Tesalónica en represalia por haber dado cruel muerte a un comandante bárbaro del ejército romano. Ambrosio llegó incluso al extremo de requerir del emperador la aceptación de pública penitencia antes de ser readmitido a la comunión, dejando así bien patente que la Iglesia no sólo ha de ocuparse de sus propios intereses, sino que ha de velar igualmente por evitar todo aquello que atente contra la ley natural y sea repugnante al más elemental humanitarismo. Resulta inevitable establecer una cierta, y lógica, conexión entre la ascendencia lograda por Ambrosio en ese año de 390 sobre el emperador, y la sucesiva serie de edictos promulgados en contra del paganismo que empezaron a emanar de la cancillería imperial a partir del año 390. Pero eso no era todo. La acción directa pronto vino a sumarse a la ley escrita. El Oriente se vio sacudido por una oleada de furia destructiva contra los templos paganos provocada por el prefecto Cinegio, en activo del 384 al 388, y acérrimo anti-pagano, el cual incluso se había permitido montar guardia a los fanáticos monjes que llevaban a cabo tales destrozos para protegerlos de la, por otra parte, muy comprensible ira campesina. Además, el gran templo de Serapis de Alejandría fue desmantelado por completo en el año 391, por instigación de Teófilo, 2

El suelo de mosaico de la iglesia del siglo IV, en Aquileia, tiene un ejemplo espléndido de una Victoria alada al lado de una cesta de panes eucarísticos

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a la sazón obispo de dicha ciudad. Y, por si todo eso no era suficiente, el templo del Genio Protector de la ciudad, que tanto afrentaba a Jorge (véase el capítulo 10), había sido convertido en taberna. Lo cierto es que Teodosio no había ordenado personalmente tales desmanes, pero es más que probable que subyaciera implícita la idea de que nada grave iba a sucederles a sus perpetradores. Se intentó, eso sí, que el más rico patrimonio artístico y los templos más bellos fueran respetados, pero lo cierto es que tan sutiles criterios estéticos poco podían ante el empuje inapelable de los imperativos morales. Algunos de esos templos paganos fueron transformados en iglesias a lo largo de todo el siglo V, tal como fue el caso del espléndidamente dotado santuario de la diosa Ma, erigido en la localidad capadocia de Comana. Y allí donde la devoción popular se manifestaba demasiado apegada al lugar santo como para poder ser fácilmente erradicada, se procedía a purificarlo, tratando de dotarlo de una nueva significación cristiana. Cirilo (véase el capítulo 14), sucesor de Teófilo en Alejandría, reemplazó el culto a Isis en Menutis mediante la dotación de unas reliquias pertenecientes a los muy queridos santos egipcios Ciro y Juan. En la ciudad de Atenas, el Partenón pudo ser conservado al verse eventualmente convertido en iglesia bajo la advocación de María. En las zonas rurales, las gentes campesinas se mostraban particularmente apegadas a sus antiguas costumbres paganas, especialmente en todo aquello relacionado con nacimientos, bodas, y funerales. En las provincias occidentales en concreto, el problema principal fue cómo conseguir erradicar las viejas supersticiones paganas, problema realmente enojoso que tardó varios siglos en verse solventado. Pero lo cierto es que el problema era tanto rural como urbano. En ciudadelas tan aparentemente cristianizadas como eran Siria y el Asia Menor, los ritos clandestinos continuaron proliferando, sacrificios ocasionales incluidos, hasta época tan tardía como el siglo V. Teodosio había promulgado una legislación específica contra las sectas heréticas, y los maniqueos habían sido los más perjudicados. Los maniqueos eran seguidores de un tal Mani (216-276), babilónico de habla siríaca y fundador de una religión dualista de tipo gnóstico sobre una base del zervanismo iraní. Con su religión, policroma, amalgama de zoroastrismo, budismo y variantes gnósticas de un cristianismo espurio, trataba de proporcionar una base espiritual de validez universal tanto para Oriente como para Occidente. El mito maniqueo de un conflicto primigenio entre la luz y la oscuridad venía a explicar la presencia del bien y del mal en el mundo, sentando así la base para una moral ascética, en virtud de la cual los Elegidos estarían destinados a obtener la liberación de aquellas ciertas partículas de luz divina que habrían estado hasta ese momento prisioneras en su cuerpo. La orden inferior de los Oidores, en cambio, tan sólo tenía que ocuparse de observar ciertos preceptos morales, en extremo simples de comprender y obedecer, con la promesa añadida, además, de una posible reencarnación futura como Elegidos, que les permitiría, a su debido tiempo, escapar a esa rueda sin fin de la trasmigración corpórea. Pero lo cierto es que sus ceremonias secretas los convertían en sospechosos de practicar la magia negra y laxitud moral, y en fecha tan temprana como el año 297, Diocleciano no dudó en promulgar un violento edicto en contra suya. Valentiniano I dejó sujeta a confiscación cuantas propiedades tuvieran, y Teodosio les impuso otras cargas adicionales que tendrían el efecto de empujarles a la clandestinidad en la mayoría de los casos. Y si bien San Agustín pudo vivir tranquilamente, antes de su conversión al cristianismo, claro está, como Oidor maniqueo en su nativa África, lo cierto es que a su llegada a Roma en el año 383 se encontró con que la secta hacía todo lo posible por pasar desapercibida. A mediados del siglo V, una inquisición puso al descubierto un movimiento de secreto maniqueismo que había logrado infiltrarse entre la membresía de la mismísima Iglesia romana (véase más adelante el capítulo 16). La hostilidad contra los maniqueos dio pie a la tragedia en la década de los 80 de ese siglo IV. Precisamente en ese año de 380, un influyente lego, de nombre Prisciliano, cuya vida de ascetismo había estado inspirada por especulaciones dualistas de origen teosófico, fue denunciado en su nativa España como maniqueo. Con todo, sus amigos y partidarios lograron situarle como obispo de Ávila al año siguiente. Tras cuatro años de esforzada labor, sus opositores se aseguraron de que fuera condenado en un sínodo de Burdeos. Al apelar Prisciliano al emperador occidental Máximo (sucesor de Graciano a la muerte de éste en el año 383), se le acusó de hechicería, cargo por el que, finalmente, fue condenado y ejecutado por el prefecto,

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pese a las vivas protestas del obispo Martín de Tours. El procesamiento de un obispo por parte de otro por un delito capital provocó tan grande conmoción que los acusadores de Prisciliano terminaron siendo excomulgados conjuntamente por Ambrosio de Milán y el papa Siricio (sucesor de Dámaso). Para los judíos, las leyes de Teodosio vinieron a mejorar ligeramente su situación. Las relaciones entre Iglesia y sinagoga durante el siglo IV fueron un triste asunto, sobre todo tras la alianza de los judíos con el apóstata Juliano, hecho calificado por más de un predicador cristiano como una nueva adoración del becerro de oro. Pero la política de los emperadores cristianos con respecto al judaísmo estaba lejos de ser sistemáticamente hostil y represiva. En tiempos de normalidad, los judíos podían practicar su religión sin ser molestados en absoluto. Por otra parte, los patriarcas judíos disfrutaron del elevado rango social de “ilustre” hasta el 429, (año en el que el título fue abolido), y sus decisiones disciplinarias respecto a los miembros de su propia raza contaron siempre con el respaldo del imperio. Por ley, las sinagogas disfrutaban del libre derecho de culto. De hecho, cuando una de ellas fue quemada en Roma en el año 388, su restitución fue obligada, y lo mismo habría ocurrido en Calinico (véase con anterioridad en el presente capítulo) de no haber insistido Ambrosio, fuera de razón y para su sempiterno descrédito, en que era pecaminoso para un emperador cristiano ayudar a los judíos a quedar por encima de la propia Iglesia. Casi con toda certeza, esos actos de vandalismo incendiario eran casos muy aislados y esporádicos, y, a no dudar, provocados por muy especiales circunstancias locales. Nunca fue una idea acertada que los judíos optaran por circuncidar a sus esclavos cristianos, o casarse con cristianas para después convertirlas al judaísmo. La poderosa atracción ejercida por el judaísmo proselitista siempre se había vivido como algo ominoso. Las apasionadas y ofensivas diatribas de Juan Crisóstomo en contra del judaísmo tenían toda la intención de disuadir a los cristianos de Antioquía de su propensión a practicar costumbres y ceremonias judías. Alejandría y Menorca sufrieron violentas revueltas por esa causa en los años 414 y 418, respectivamente, obedeciendo en ambos casos a un deseo de exaltar los ánimos del populacho y crear desorden y confusión; no pudiendo concluirse, pese a todo, que esas crueles matanzas fueran un hecho frecuente. En tiempos de tensión o crisis económica, las sociedades tienden ciertamente a buscar chivos expiatorios entre aquellos grupos que no estén totalmente asimilados; con todo, puede decirse que los judíos solían desarrollar su vida y sus negocios con absoluta normalidad. Hacia finales del siglo VI, se presentaron algunas ocasiones en las que los judíos se vieron sometidos a un bautismo forzoso, hecho deplorado abiertamente por Gregorio Magno, si bien, en cambio, él mismo fue el primero en no poner objeción alguna al uso de generosos incentivos con idéntico fin. La peor persecución sufrida por los judíos tuvo lugar bajo el reinado de los visigodos en la España del siglo VII, país donde la comunidad judía hacía tiempo que era numerosa. Isidoro de Sevilla señaló que los reyes visigodos, en el entusiasmo de su reciente conversión, sentían un celo que no se correspondía con sus conocimientos. Bajo la legislación de Justiniano, ciertos cargos de elevado rango todavía les estaban vetados a los judíos. Sin embargo, un sorprendente número de leyes favorecía su protección. Esa contradicción hacía que la situación de los judíos dentro del imperio no fuera sistemáticamente de mal en peor, pero sí propiciaba un curso zigzagueante. Hay muestras de relaciones entre judíos y cristianos a título personal que alcanzaban una intimidad sin precedentes en la comunidad; y, si bien nada, ni por imposición ni por propia voluntad, podía hacer desaparecer por completo los rasgos peculiares de su religión y cultura, lo cierto es que en el periodo que nos ocupa no se dio el caso ni de guetos ni de juderías estigmatizadas. A pesar de las ya mencionadas leyes de Teodosio, que pusieron final a los sacrificios paganos y clausuraron templos, fue bastante el tiempo que habría de pasar antes de que los paganos se vieran sometidos a fuertes presiones. Teodosio I incluso confió la educación de su hijo Arcadio al orador pagano Temistio, nombrándole, además, prefecto de la ciudad de Constantinopla. En Alejandría, el ambiente tras la destrucción del Serápeo en el año 391 era bastante menos liberal. La Antología Palatina3 conserva diversos y muy acerbos epigramas 3

La Antología Griega de alrededor de 980 d.C. que se encuentra en el manuscrito de la biblioteca Palatina, de Heidelberg, contiene epigramas tanto paganos como cristianos, y es una fuente importante de información sobre este período.

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irónicos debidos a la pluma de Paladas, maestro de Alejandría que no conseguía soportar al obispo Teófilo, y, además, no comprendía cómo sus excelentemente bien organizadas “bandas” de monjes podían autodenominarse “las solitarias”. La carrera desarrollada por Hipatia, unos cuantos años más tarde, es buen exponente tanto de la libertad que disfrutaban los maestros paganos como de los riesgos de violencia personal (véase más adelante el capítulo 14). De hecho, el horrendo asesinato de ella en el año 415 conmovió a la opinión pública en Constantinopla. La prosperidad de Egipto dependía de las crecidas anuales de las aguas del Nilo; en el verano, tras el desmantelamiento del Serapeo, la crecida fue tan grande que el pueblo de Egipto se volvió al cristianismo en gran número, dejando a la aristocracia culta aislada en un paganismo impenitente. La ciudad de Akim continuó siendo el baluarte pagano, mientras que, en Alejandría, la universidad mantuvo su acendrada crítica neoplatónica del cristianismo hasta el año 517, momento en el que la primacía recayó sobre un tal Juan Filópono, avezado comentador de Aristóteles y teólogo de tendencia monofisita (véase el capítulo14). En Atenas, la escuela neoplatónica pervivió hasta el 529, año en que Justiniano procedió a su clausura dada su pertinaz adhesión al paganismo que había mantenido, impenitente, de la mano de destacados discípulos del anti-cristiano Proclo (cuyas obras, por otra parte, ejercieron enorme influencia en la teología mística de “Dionisio el Areopagita” (véase el capítulo 14). Pero hasta la llegada de Justiniano, los paganos continuaron ocupando puestos relevantes en el gobierno sin que nadie les molestara. Un médico que atendió al emperador bizantino en el año 462 llamó más la atención por sus bruscas maneras en el trato que por su paganismo. En el siglo V, las mentes más preclaras del Oriente griego se volvieron al cristianismo, en ocasiones en maneras insospechadas. En el año 441, el prefecto de la ciudad de Constantinopla era un poeta pagano oriundo de Panópolis, en Egipto, de nombre Ciro, el cual es más que probable que debiera mucho de su posición al amable interés mostrado por la emperatriz Eudoquia (véase el capítulo14). Este Ciro era en extremo popular en la ciudad y pronto suscitó la envidia del eunuco de la corte, un tal Crisapio (véase el capítulo 14), quien de inmediato se aprestó a precipitar su caída. Lo cierto es que Ciro consiguió salir indemne del lance por medio de su conversión al cristianismo, ante lo cual Crisapio se las arregló para que fuera nombrado obispo de una rebelde población de Frigia, lamentablemente famosa por nada menos que cuatro sucesivos linchamientos de los respectivos titulares de la sede. Pero Crisapio no había contado con la increíble personalidad de Ciro. Sus sermones eran tan breves (su primer sermón navideño consistió en una única frase) como incisivos, y muy pronto se ganó el corazón de su turbulenta grey. Y no sólo eso; curiosamente, ese trato insólito dio origen a una genuina fe. En el año 451, a la caída de Crisapio, Ciro abandonó los hábitos para volver a ocupar su antiguo puesto en Constantinopla, donde llegó a ser proverbialmente conocido por su generosidad para con los pobres y por su gran amistad con ese santo de columna, Daniel el Estilita (véase el capítulo 12), el cual vino a convertirse en su director espiritual. Otros destacados personajes que se pasaron del paganismo al cristianismo fueron Heliodoro, autor de una novela acerca de los amores de Teágenes y Caricles (Aethiopica), el cual llegó a ser obispo de Trica en la Tesalia; y Nono, autor de la Dionisíaca, quien se aplicó, además, a hacer buen uso de su dominio del griego versificando el evangelio de San Juan. Aun así, hay que destacar que sus nombres pasaron a la posteridad más por sus méritos literarios dentro de la tradición secular clásica pagana que como prohombres de la literatura cristiana. En líneas generales, pues, no puede decirse que pendiera una prohibición explícita sobre toda manifestación o pensamiento pagano, y ni tan siquiera se dio una restricción de la libre difusión de la literatura pagana, aun cuando, tal como fue el caso con los Saturnalia de Macrobio, escritos a principios del siglo V, esa literatura se decantara manifiestamente a favor de la antigua tradición politeísta. De hecho, a lo largo de todo ese siglo V, la poesía y la historia secular tendieron a estar en manos paganas. Ya en el siglo VI, justo en sus inicios, Zósimo, casi con toda probabilidad un pagano procedente de la fortaleza de Gaza (véase el presente capítulo, líneas atrás), escribió una historia del imperio (conservada hasta hoy), desde Constantino hasta la caída de Roma en el año 410, con el propósito de demostrar cómo se habían sucedido los desastres tras el abandono de las antiguas creencias. Aun así, para el cambio de siglo, justamente en el año 500, el más destacado hombre de letras de Gaza era un cristiano llamado Procopio (que no ha de ser confundido con Procopio de Cesarea, el historiador que bien podría

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haber sido discípulo suyo). Este Procopio se dedicaba a componer poemas según la habitual tradición pagana, a la par que escribía comentarios teológicos pergeñados en base a continuas citas y alusiones a exegetas de probada reputación –comentarios, por cierto, que se inscribían dentro de esa muy popular tradición conocida como catena o cadena. Es sintomático de la época que el convencionalismo clásico se mantuviera arrolladoramente predominante tanto en el campo de la poesía como en el de la historia. Incluso en tiempos de Justiniano, los dos principales historiadores de la época, Procopio de Cesarea y Agatías, todavía escribieran como si el cristianismo fuera un fenómeno del cual casi se avergonzaban, y al que tan sólo podía aludirse mediante circunloquios.

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12 El movimiento ascético Para finales del siglo IV, la Iglesia se había hecho prácticamente con el total de la sociedad, al tiempo que, en términos mundanos de estatus e influencia social, el episcopado, aun en los casos de ciudades medianamente importantes, se había convertido en una carrera de oficio, a la que podía llegarse por razones no exclusivamente religiosas. Muchas iglesias locales se habían convertido en importantes propietarias de tierras que daban amparo a gran número de gentes pobres. Del obispo se esperaba, pues, que fuera a un tiempo pastor espiritual y abogado de sus causas. En la sociedad antigua, el éxito dependía en mucho de un patrón o protector que pudiera interceder ante el oficial adecuado para la obtención de un puesto bien remunerado, o para asegurarse la propia libertad en situaciones de conflicto con la policía o las autoridades tributarias, o, incluso, en caso de litigio, como valedor ante el tribunal correspondiente. Lo cierto es que, a partir del siglo III, se fue desarrollando, en paralelo y de forma paulatina, una veneración a los propios santos, como “patronos”, cuya “intercesión” tenía valor en los cielos en genuina transposición de la situación terrenal a la esfera celestial. La ayuda que los encausados esperaban del obispo podía derivar en total interferencia con la justicia si el magistrado en funciones era débil y el obispo suficientemente poderoso. Una parte considerable de la correspondencia entre Basilio de Cesarea, Gregorio Nacianceno, y un pagano contemporáneo, Libanio, consistió precisamente en recomendaciones y peticiones hechas a oficiales de rango a favor de algún necesitado. En el año 410, fue elegido metropolita de Tolemais (Libia) el poeta y orador neoplatónico Sinesio de Cirene, siendo tal elección consecuencia, en parte, del éxito obtenido por él once años atrás en la condonación de los impuestos tributarios en un momento de grave depresión económica. Y si, de hecho, se permitió dudar durante seis meses antes de aceptar el cargo, fue precisamente por ser en extremo consciente del tiempo que habría de “consumir” (queja constante de San Agustín) en recomendaciones, solicitudes, y arbitrios, apartado de su verdadera vocación de estudio y reflexión. Cierto, claro está, que la renuencia de Sinesio obedecía a otras diversas razones: por una parte, no quería separarse de su esposa, renuncia habitual (a partir del año 400) que se esperaba, además, espontánea en los obispos (con la excepción de los clérigos de rango inferior de la Grecia oriental), y por la otra, albergaba serias dudas acerca de la doctrina de la resurrección, encontrándola valiosa en su simbolismo pero imposible de aceptar como dato fehaciente. A partir del siglo III, la cuestión candente era cómo podía ocupar la Iglesia una posición de influencia en el ámbito de las altas esferas sociales sin perder por ello su genuino poder moral y su acrisolada independencia. Varias fueron las circunstancias que se conjugaron para dar mayor prominencia al debate. La Iglesia primitiva había impuesto altas cotas y una disciplina estricta en comportamiento y doctrina --de hecho, tan estricta había llegado a mostrarse que, en el siglo II, tuvo que hacer frente a una dolorosa controversia sobre la posibilidad del arrepentimiento por pecados cometidos después de haber tenido lugar el bautismo. Los debates acerca de la santidad de la Iglesia como sociedad empírica acabaron con la derrota del rigorismo al ser Novaciano rechazado en Roma en el año 251 (véase el capítulo 7). Pero el viejo ideal nunca se perdió por completo, y pudo incluso ser posteriormente reafirmado sin provocar un nuevo cisma. El despego por la apariencia vanidosa les resultaba más fácil a aquellos pocos que esperaban el fin inminente del mundo, que a aquellos otros muchos que creían en un dilatado proceso histórico, y que disponían de alguna propiedad que ceder en herencia a sus hijos. San Pablo se había opuesto en Corinto a toda posible objeción al matrimonio sobre la base de un dualismo gnóstico de espíritu y materia, al tiempo que, un tanto paradójicamente, había admitido que la brevedad del tiempo aún disponible era tal como para que aquellos que tuvieran esposa actuaran como si no fuera así. Y para cuando se hizo evidente que el tiempo restante no

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era tan breve como el apóstol había supuesto, la precariedad de la vida bajo la amenaza de las persecuciones mantuvo todavía viva en la memoria esa primitiva actitud del mártir que no ve en los bienes materiales de este mundo un valor genuino y duradero. A lo largo de todo el siglo II, se dio el caso de cristianos que, a título personal, renunciaban al matrimonio y a las posesiones de este mundo, subsistiendo con lo estrictamente necesario en el seno de sus comunidades locales. Mantenían ante sí mismos, y ante la congregación local, un ideal de renuncia, dedicándose con denuedo a una vida de devoción, oración y obras de caridad. Esos primitivos ascetas de la fe no estaban organizados en comunidades reglamentadas, ni vestían hábitos característicos, ni tenían una bolsa en común -si bien había algunos precedentes de comunidad de bienes, tal como fue el caso de ciertos grupos extremistas del judaísmo, piénsese en los Esenios, o las comunidades del Qumrán (de donde nos han llegado los Rollos del Mar Muerto), o los terapeutas de Egipto, descritos en su momento por Filón de Alejandría. La rapidez de la expansión de la Iglesia en el siglo III contribuyó a acelerar la aceptación de un doble patrón ético: los cristianos de a pie, inmersos en este mundo material, puede que no estuvieran a la altura de un ideal de suma perfección, pero en cambio sí que podían, con un poco de esfuerzo, cumplir con los preceptos de Cristo y aspirar a una mayor recompensa en el más allá si se esforzaban por superar ese mínimo requisito propuesto. Muchos, y muy graves, fueron los problemas teológicos que suscitó esa doctrina de dos formas de vida y práctica cristiana. Durante largo tiempo resultó imposible dilucidar si se trataba tan sólo de aceptar un doble estadio inevitable en un proceso de mayor comprensión y práctica moral y espiritual, o si tal disquisición significaba que las personas casadas, inmersas en las tareas de este mundo, integran, de hecho, una categoría inferior de cristianos, excluidos, como tales de las más elevadas cotas a las que podía aspirarse en virtud de la oración y una beatífica visión de Dios.1 En Orígenes, por ejemplo, se encuentran frecuentes pasajes que parecen apuntar a la primera de ambas posibilidades, mientras que en otros, por el contrario, el segundo punto de vista parece ser ominosamente preponderante. En uno de sus sermones, Orígenes llega incluso a hablar de un ejército cristiano que cuenta con una élite de tropas de combate, en paralelo con un nutrido grupo de ayudas de campo que prestan su apoyo a esos esforzados soldados para pelear la buena batalla contra las fuerzas del mal, pero sin llegar ellos a tomar verdadera parte activa en el combate. Sin embargo, llegados el punto en el que los ayudas de campo se convierten en miríada, los combatientes empezaron a encontrar que su presencia era un impedimento. No pasando mucho, pues, los ascetas se apartaron de las comunidades ordinarias para retirarse a vivir en un aislamiento que les permitieron desempeñar sus funciones en la debida manera, pero sin dejar de atender por ello, claro está, a los encarcelados, los enfermos, los huérfanos y las viudas. Los ascetas necesitaban perentoriamente orden y disciplina para concentrarse debidamente en la meta propuesta, libres de toda atadura o distracción mundana. Ahora bien, ese alejamiento suyo venía sin duda alguna a debilitar la vida de las congregaciones ordinarias, y era observado por muchos obispos con una aprensión intuitiva que se vería lamentablemente confirmada por los más que extravagantes modos y opiniones de muchos de esos esforzados ascetas. El siglo IV vendría a ser, pues, testigo de los denodados esfuerzos del movimiento monástico por vencer la desconfianza de un amplio sector del obispado. Empresa esta que, ciertamente, iba a exigir considerable buena voluntad por ambas partes, dado el espíritu individualista y separatista del movimiento, y su inveterada tendencia a fustigar al clero urbano. En un principio, muchos de aquellos ascetas eran, con toda probabilidad, gente sencilla; pero, no pasando mucho, el movimiento terminó por hacerse con una sólida base teológica. En los escritos de Clemente Alejandría y, muy especialmente, en los de Orígenes, todos los elementos esenciales de una teología del ascetismo estaban ya presentes para ser asumidos. Esa teología, en esencia, estaba influida por el ideal del mártir que no aspira a otra cosa en este mundo que unión con Cristo en virtud de su pasión. Así pues, al igual que la cruz significaba el triunfo de Dios sobre los poderes del mal, el mártir participaba de ese triunfo a su muerte. Los ascetas mantuvieron ese espíritu aún tiempo después de que las persecuciones hubieran 1

En la última parte del siglo IV la idea de dos formas de vida llegó a causar una controversia cuando Joviniano enfáticamente negó la superioridad de la vida célibe.

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terminado. De hecho, su denuedo no sabía ni de sacrificio demasiado grande ni de privación en exceso rigurosa, tal era su deseo de apartarse del mundo presente. Lo cierto es que esa exigencia evangélica de sacrificio estaba impregnada de un deseo de frugalidad y simplicidad heredado de tiempos pretéritos. Significativamente, el movimiento monástico tenía cabida no sólo en las mentes sencillas sino, también, en aquellas que habían sido educadas en la tradición clásica de Platón y su mártir ideal, Sócrates, seguidores ambos de ese principio fundamental de loa Cínicos de la auto-suficiencia, y, en lógica consecuencia, asimismo, de la doctrina estoica que afirma que la verdadera felicidad consiste, sencillamente, en suprimir el deseo por todo aquello que no pueda ser obtenido y conservado, siendo de rigor, pues, la renuncia a todas las pasiones en aras de una vida de recta razón. La influencia de la Grecia clásica reforzó el talante individualista del movimiento ascético. En el comentario de Orígenes al Cantar de los Cantares, la esposa de Cristo es primordialmente la Iglesia, en consonancia con lo argumentado por San Pablo; pero aun cabría otra posible interpretación, más íntima y personal, según la cual la esposa es el alma individual que se une al Verbo divino en sagrado y santo matrimonio. La imaginería, que debía mucho al Simposio de Platón, contribuyó a fomentar el concepto de que la existencia, o al menos la presencia, de otras personas es una distracción y un estorbo en esa deseable ascensión del alma hacia la felicidad suprema de la unión mística con Dios. Los ideales neoplatónicos del “vuelo de lo solo hacia la soledad” fomentaron la renuncia tanto a los placeres físicos como al mero trato con los demás. Lo cierto es que, en la mente popular, el eremita en su soledad gozaba del más profundo respeto. La visita a los Padres del desierto era un práctica habitual en el Egipto del siglo IV, solicitándose de ellos, según cita literal de la jaculatoria al uso “Una palabra de vida, padre, para que yo viva”´, hasta tal punto había llegado a ser axiomático que aquellos que vivían en íntima comunión con Dios tenían, inapelablemente, que gozar de una inspiración singular. El registro puntual de sus variadas respuestas podía encontrarse en las diversas colecciones de escritos tales como El Paraíso o Los Apotegmas de los Padres. A principios del siglo IV, sin embargo, hicieron su aparición dos nuevos paradigmas que anticipaban ya la futura evolución del movimiento. Ambos sistemas venían, respectivamente, de la mano de dos singulares ascetas egipcios: Antonio y Pacomio. El primero de ellos, dado a conocer al mundo gracias a la biografía de su vida redactada por Atanasio, renunció en edad temprana a las propiedades heredadas de sus padres, apartándose gradualmente de la sociedad hasta que se retiró definitivamente a ciertas tumbas de difícil acceso en pleno desierto, para allí esforzarse en combatir a los demonios en la más absoluta de las soledades. Pacomio, en cambio, prácticamente contemporáneo suyo, pero radicado más al sur, en plena Tebaida, inició su comunidad de ascetas en la localidad de Tabenisi, junto al Nilo, lugar donde un considerable número de personas era puesto a trabajar duramente en un laboreo manual que estaba regido por una estricta pero muy simple disciplina: la obediencia absoluta como norma básica e incuestionable. Sin embargo, pronto habría de hacerse evidente la inherente tensión ideológica entre el ideal ermitaño de completa soledad y la creencia monástica de una vida reglamentada por la obediencia a un superior como principio esencial. En la práctica, además, continuaron existiendo durante largo tiempo siendo muchos los ascetas que ni se consideraban a sí mismos eremitas ni se habían incorporado a una comunidad específica (el cenobio) ni aspiraban a así serlo o hacerlo, contentándose con deambular de uno a otro lugar sin propósito ni destino concreto, y siendo vistos por las gentes como verdaderos elementos perturbadores e irresponsables. El problema básico inherente a ese entusiasmo desbordante de los monjes era su tendencia al separatismo y al individualismo: ¿el monje aspiraba tan sólo a su propia salvación, o se planteaba en algún modo las necesidades de la sociedad? La insistencia en la primacía del propósito social del movimiento ascético era la característica central de la organización regida por Basilio de Cesarea en el Asia Menor, llegando incluso a conseguir que sus logros hicieran época. Lo que resulta más dudoso es que Basilio supiera de la existencia de Pacomio. Basilio rechazó el ideal eremita donde la búsqueda del bien supremo se convirtiera en trasunto individual y solitario, enajenado de las específicas demandas del Evangelio de amor y servicio al prójimo. Él fue, además, el primero en dar carácter institucional al noviciado y a tan solemne

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profesión, insistiendo en la obediencia como medio para poner freno a los excesos, al espíritu de competitividad, y al histrionismo de ciertos individuos que estaban haciendo caer en descrédito al movimiento monástico como tal. Lo cierto es que, con anterioridad a Basilio, los monjes habían entendido mejor la pobreza y la castidad que la obediencia como norma. Decidido a cambiar tal estado de cosas, Basilio empezó por regular tiempo y rigor de esos ayunos que algunos monjes se imponían a sí mismos, prescribiendo severas penas para cuantos incurrieran en extremismos. Ese espíritu suyo de comedimiento y disciplina era, en sí, todo un anticipo de la futura Regla Benedictina. Una espinosa cuestión de orden práctico vino a hacer que fuera imposible que los ascetas dejaran de depender totalmente de la iglesia local y su correspondiente obispo. La intención de Atanasio al escribir su Vida de San Antonio había sido la de resaltar hasta qué punto ese buen santo se había entregado a la causa de la ortodoxia. El sínodo, reunido en Gangra, en el Asia Menor, entre los años 340 y 341, había expresado su desacuerdo con todos aquellos monjes que dejaban de asistir a las respectivas iglesias locales. De hecho, en algunos de esos movimientos ascéticos, los sacramentos llegaron a ser tenidos como algo secundario o incluso indiferente. Una de las sectas pietistas mendicantes, la de los mesalianos o euquitas, activa desde Mesopotamia hasta el Asia Menor hacia mediados del siglo IV, afirmaba que en cada persona mora un demonio que no puede ser expulsado mediante ninguna gracia sacramental, sino tan sólo en virtud de una vida de intensa oración y ascética contemplación que se muestre suficiente para producir una certidumbre de liberación interna. Puestos en esa tesitura, nada más fácil, incluso para el más ortodoxo de los monjes, que volverse indiferente no sólo a las pretensiones de la sociedad secular, con sus formas y sus modos, sino incluso, y mucho más grave, a la vida de iglesia y adoración comunitaria. Consciente del problema que esto planteaba, y anticipando el final al que abocaba semejante postura, Basilio de Cesarea se aprestó a cambiar tal orden de cosas. Para empezar, instituyó una serie de comunidades monásticas, sujetas a una regla bien determinada, bajo la cual quedaba salvaguardada la autoridad del obispo local. Ese principio de control episcopal daba excelentes resultados siempre y cuando, claro está, el obispo en cuestión fuera lo suficientemente bueno. Pero, tan sólo treinta años después de la muerte de Basilio, el propio obispo de Basilea se valía de sus monjes para sembrar el terror entre la milicia cristiana que protegía al exiliado Juan Crisóstomo. En Egipto, además, los sucesores de Atanasio no tardaron mucho en descubrir que una fuerza integrada por monjes campesinos era el instrumento idóneo para destruir templos paganos o para hacer frente común en casos de conflictos por cuestiones heréticas. Con todo, una vez consolidado el movimiento, las siguientes generaciones empezaron a ser conscientes de los problemas inherentes a la vida ascética. Nada tan fácil como buscar refugio seguro entre los muros monacales para todos aquellos que quisieran eludir ciertas responsabilidades en la sociedad secular: problemas con los tributos, cuentas pendientes con la justicia, casos de homosexualidad, y un sinfín de compulsiones personales que iban de la búsqueda de las más extravagantes mortificaciones a los más absurdos modos de propia asertividad. Y, aun en el mejor de los casos, el movimiento era, en sí, proclive a depender para su funcionamiento de la personalidad y carisma de sus líderes. Dados a su propio criterio, un buen número de monjes se sintió tentado a prescindir de ocupaciones fijas y vivir de limosna por propio derecho. El problema llegó a adquirir tales proporciones que para el año 401 el propio San Agustín se vio en el deber de poner coto a tales despropósitos escribiendo al respecto su famosa obra Sobre el Trabajo de los Monjes. A partir del siglo V, el desierto de Judea empezó a ser lugar de preferencia para la puesta en práctica de un nuevo sistema comunal, los “laura”, donde un cierto número de monjes independientes disponían de celdas propias agrupadas en torno a un líder de excepción, juntándose para orar y comer en común, pero gozando de una soledad mayor de la acostumbrada en los cenobios. Aun así, en el siglo VI, bajo Justiniano, los laura de Palestina fueron los primeros en sufrir una división por causa de una controversia doctrinal sobre la ortodoxia de Orígenes. En Siria y Mesopotamia, el ascetismo adoptó en ocasiones formas realmente estrambóticas. Muchos de sus monjes eran de condición sencilla, conocedores sólo de su propia lengua siríaca, y, en su cándida ignorancia, llegaban a mortificaciones inconcebibles. Según

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todos los indicios, el uso de gruesas cadenas de hierro como cíngulo era práctica habitual; los había, además, que se empeñaban en vivir como animales, alimentándose de pasto de hierba, sin cobijo y vestidos con harapos que apenas les cubrían el cuerpo, al tiempo que justificaban su conducta proclamando hacerse a sí mismos “locos por amor a Cristo” con el propósito definido de tocar la conciencia y avergonzar a una sociedad impía. En el monasterio de Telanissos (Deir Sem´an), en Siria, Simeón el Estilita (390-459) llevó la austeridad al extremo al vivir encaramado en lo alto de una columna. Acusado en su momento de pura vanagloria, Simeón demostró con su conducta una fe y una entrega genuinas, ganándose el respeto y la admiración de las gentes más sencillas. Su ejemplo atrajo muchos discípulos al monasterio, e incluso contó con émulos, como Daniel (409-493), el cual pasó treinta y tres años de su vida en lo alto de su columna cerca de Constantinopla (en la moderna Rumeli-Hisar). La autoridad moral de Simeón llegó a ser tal que el gobierno incluso solicitó su asentimiento, analfabeto como era, a lo acordado en los concilios de Éfeso (431) y Calcedonia (451). En el extremo opuesto de la escala intelectual se encontraban los ascetas influidos por Orígenes entre los cuales descollaba Basilio de Cesarea, aunque él en momento alguno se mostrara dispuesto a aceptar las proposiciones especulativas que habían convertido la teología de Orígenes en candidata al estigma de hereje. En Egipto, empero, estaban también aquellos otros que seguían teniendo en alta estima el pensamiento de Orígenes, vena especulativa inclusive. Su pensamiento era explicado en Alejandría por un tal Dídimo el Ciego (a cuyos pies se sentó atento por un tiempo San Jerónimo), y en Constantinopla fue prestamente difundido por el archidiácono Evágiro, gran amigo personal de Gregorio Nacianceno. Un lance amoroso forzó a este Evágiro a abandonar la capital para trasladarse a Jerusalén y, finalmente, al desierto egipcio donde se convirtió en uno de los más influyentes autores en el apartado de la vida espiritual. Evágiro llevó orden y método no sólo a la organización institucional sino igualmente a los más íntimos procesos de la vida contemplativa. Clasificó los pecados capitales, o de raíz, en número de ocho, incluyendo su lista la gula, la fornicación, la avaricia, el desánimo (o ausencia de disfrute), la ira, la acedía (o hastío de vivir), la vanagloria, y el orgullo,2 asignándoselos, además, a diversas partes del alma según el propio esquema platónico. Distinguía, asimismo, entre distintos tipos de contemplación, según una escala de asimilación progresiva que iba de lo corpóreo a lo incorpóreo y de ahí a la Santísima Trinidad. Según él, en el nivel superior la oración pasa a ser inefable, puro acto mental que ha conseguido liberarse de todas esas representaciones visuales de Dios que proceden de una imaginación tentada, a no dudar, por las potencias del Mal. La cuestión es que Evágiro era dado a expresarse en oscuras máximas, pletóricas de ingenio pero difíciles de captar; aun así, mucho de su lenguaje acerca del misterio de la oración pasó al acervo de la teología ascética en lengua griega y, de ahí a Occidente a través de Juan Casiano. Casiano era un monje de origen escita que se había sometido, por propia voluntad, a un dilatado período de formación en Palestina y en Egipto antes de iniciar su obra pionera en Occidente. Simpatizante de Evágiro y sus amigos filo-origínanos, se vio precisamente por ello obligado a abandonar el Egipto de Teófilo de Alejandría (véase el capítulo13). Viajó primero a Constantinopla (en el 400), y allí fue ordenado diácono por Juan Crisóstomo, para, al cabo de un tiempo, trasladarse a Roma a la caída de Crisóstomo (en el 404), recalando por último en Marsella (en el 415), donde se ocupó de organizar comunidades monásticas de hombres y mujeres según el patrón oriental. En sus Instituciones dejó descritas las características externas de la orden: el hábito correcto a usar, los oficios litúrgicos apropiados, y los ocho pecados capitales del catálogo de Evágiro. En sus Conferencias se explaya respecto a la cualidad íntima de la tradición del desierto, sirviéndose para ello de unos determinados discursos que ponía en boca de famosas ascetas de Egipto. Pero la crítica que Casiano se permitió hacer de la doctrina de San Agustín sobre la gracia en su decimotercera Conferencia provocó la réplica del acérrimo agustiniano Próspero de Aquitania (véase el capítulo 15), llegando la polémica al punto de arrojar una perenne sombra de duda respecto a la ortodoxia de la teología de Casiano. Fuera como fuese, lo cierto es que nunca se podrá ponderar lo suficiente lo mucho que de bueno debió el movimiento monástico occidental a la moderada perspicacia de este esforzado cristiano. Su 2

Gregorio el Grande añadió la envidia a la lista y quitó tanto el desánimo como la acedía.

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aparición en el panorama occidental fue providencial. Los cristianos occidentales, conmovidos por las versiones latinas de la Vida de San Antonio debida a Atanasio y las muy difundidas descripciones de los Padres del desierto, salidas de la pluma de Rufino, anhelaban a la sazón contar con sus propios santos. Un celoso propagador oriundo de Aquitania, Sulpicio Severo, alcanzó gran popularidad entre las masas con una biografía mayormente ficticia del obispo asceta Martín de Tours, publicándola en el 403 con el deseo de demostrar que la Galia también podía producir un santo igual o superior en cualidad a los de los propios ascetas egipcios. A Martín se le atribuían, pues, prodigios y milagros sin fin y, gracias a esa obra, se convirtió en el santo más popular de todo el Occidente bárbaro, pasando, además, a ser tenido como soldado santo y patrón de todas las virtudes militares. Pero lo cierto es que Casiano desaprobaba esa mercadería milagrera, deplorando de continuo la avidez popular por ese género. La auténtica tradición ascética, argumentaba, consiste, sencillamente, en una oración que surge espontánea de un corazón puro. Esa moderación de Casiano habría de reportar para Occidente mayores beneficios que los derivados para el Oriente ortodoxo de los denodados esfuerzos de Basilio, y ello aun sin pensar, claro está, en momento alguno en cuestionar la superioridad innata de una vida de soledad en comparación con la vida plural propia del cenobio. El logro de Casiano se hizo aún más evidente en virtud de la Regla de San Benedicto y la muy afín “Regla del Maestro”, teniendo esta última una autoría ligeramente anterior en un anónimo abad3 cuya obra fue libremente incorporada a la Regla Benedictina. De hecho, Benedicto dejó ordenado que las Conferencias (Colaciones) de Casiano fueran lectura obligada antes de las completas, último oficio del día. Posteriormente, además, se haría coincidir esa lectura con una cena ligera, de donde por cierto se deriva el término italiano colazione, o el castellano “colación”, aplicado a esa cena ligera a horas no usuales. Por accidentes de la historia, el término “Benedictino” ha venido a ser asociado con la austeridad y el duro estudio. Pero lo cierto es que el propio Benedicto no tenía especial interés en ninguna de ambas actividades. Su regla se basaba en la sencillez y la auto-disciplina, no en una penitencia y una mortificación infligidas por propia voluntad. Es más, en toda su obra no se encuentra ni el más leve indicio de que él esperase que sus monjes fueran reclutados entre los desengañados o los penitentes de este mundo, necesitados de reparación moral y espiritual. Tampoco se planteó fundar monasterios con el fin de prestar un servicio a la Iglesia o a la sociedad. Sus monjes no constituían un clero propiamente dicho; se trataba más bien de gentes sencillas; campesinos italianos y rudos godos a los que era necesario enseñar las letras para que pudieran leer el acostumbrado pasaje devocional (nada se menciona acerca de un estudio sistemático) y los oficios cotidianos, a saber, la “Obra de Dios” (Opus Dei) que Benedicto consideraba central para la vida de la comunidad. Todos juntos habían de ser, pues, una verdadera familia, representando el abad la figura del padre, y siendo sus miembros por igual una muy querida carga. Pero, por encima de todo, se imponía la permanencia en el monasterio común, siendo impensable el deambular de casa en casa. De hecho, la Regla había sido concebida contando con la existencia de más de un monasterio, pero ello no significaba que Benedicto aspirara a fundar una Orden religiosa como tal. Al prescribir un número considerable de horas dedicadas al trabajo, en modo alguno podía él prever los increíbles logros que habrían de caracterizar a los eruditos benedictinos del medioevo y la edad moderna tanto en el campo de la educación como en el de la investigación. Su deseo había sido más bien poner a sus monjes a salvo de la corrupción moral que se sigue de la ociosidad, con la mirada puesta en esa gloriosa meta de vivir ya aquí en presencia de Dios entretanto que llegaba el glorioso momento de reunirse definitivamente con Él.

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Quizás Benedicto es el mismo Maestro. Antes que fundara el convento en Cassino, fundó doce casas monásticas cerca de Subiaco, y es posible que las dos Reglas semejantes correspondan a estas dos etapas del desarrollo de Benedicto.

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13 La controversia sobre Orígenes y la tragedia de Juan Crisóstomo El respeto que Orígenes inspiraba a Evágiro y a su círculo de monjes egipcios no era compartido de modo universal. Hacia el 375, Epifanio (315-403), obispo de Salamis (Famagusta) en Chipre a partir del año 367, puso en marcha un demoledor y sorprendentemente efectivo ataque contra la, para él y otros muchos, dudosa ortodoxia de Orígenes, sirviéndose para ello de su obra “Medicina para la cura de toda herejía”. Lo cierto es que la herejía constituía un problema personal para Epifanio. En su ciudad nativa de Salamis, estaba teniendo que habérselas con un muy activo grupo de marcionitas, y, hasta la fecha, él se estaba llevando la peor parte. Su reacción inmediata había sido convertirse a sí mismo en una autoridad en desviaciones cristianas de todo tipo, tanto pasadas como presentes. Además, al ser él mismo un asceta, su interpretación de la fe se caracterizaba por una hostilidad básica ante toda pretensión intelectual, especulación teológica incluida. Según él, si todas las necesarias cuestiones dogmáticas habían quedado ya determinadas por la autoridad competente, no había ni razón de ser ni lugar alguno para una figura como la de Orígenes. Su pretensión de que tales cuestiones seguían todavía abiertas a la dilucidación, añadido al hecho de que, en opinión de Epifanio, haber adulterado la pureza de la verdadera fe con la ponzoña de la cultura pagana, le descalificaba irremisiblemente. Epifanio era, además, un puritano extremista, y aborrecía la incipiente demanda popular de imágenes y pinturas para adornar las paredes de las iglesias (véase el capítulo 18). Él condenaba muy particularmente en Orígenes esa tendencia suya a reinterpretar cualquier afirmación aparentemente literal a la luz de un simbolismo espiritual, sobre todo en aquello que afectara a la doctrina de la resurrección. Su acerba crítica no consistía en exhumar a los muertos para nuevo juicio, sino que hacía referencia de forma específica a la influencia ejercida directamente por Orígenes en “ciertos monjes egipcios”. La década de los años 70 en ese siglo IV había sido testigo de la proliferación de diversos grupos origenistas, estando asentados prácticamente todos ellos junto al delta del Nilo,1 en el desierto de Nitria, y siendo liderados por un tal Amonio y tres hermanos religiosos más, los cuales, curiosamente, y por razón de su estatura, habían pasado a ser conocidos como los Hermanos Largos. El conflicto contra el arrianismo, surgido en Egipto tras la muerte de Atanasio (373), había venido a plantearles un problema personal. En la balanza positiva contaba su excelente relación con el obispo Timoteo de Alejandría (381-385), así como igualmente, con su sucesor, Teófilo (385412). De hecho, cuando Evágiro fue a Egipto (véase el capítulo 12) se sometió de inmediato a las directrices de Amonio, convirtiéndose, además, los propios escritos de Evágiro en el principal medio de difusión de la teología del grupo. Lo cierto es que, aun a pesar de cierta oscuridad de pensamiento, estos hombres de Dios eran claros y terminantes en su enseñanza de que en la oración la imaginación debe vedar toda imagen antropomórfica de Dios y toda localización espacial en “las alturas”, sobre todo habida cuenta que toda posible apariencia humana, o forma espacial concreta, tenía su origen, a no dudar, en un engaño del demonio. La dolorida reacción de los creyentes más sencillos ante esa cortapisa a su devoción que les desposeía, sin más, de una muy querida imagen paternal, protectora y poderosa a un tiempo, fue la causante de que se suscitara una enconada controversia entre los propios monjes, quedando divididos en dos bandos antagónicos: los “origenistas”, o ascetas contrarios a toda imaginería, y los “antropomorfistas”, celosos defensores de una cierta semejanza humana con la Divinidad. De la mano de Epifanio, la disensión llegó, pues, hasta Palestina para el año 393, provocando de inmediato una amarga ruptura entre dos antiguos amigos, Rufino y Jerónimo, 1

El desierto de Nitria estaba al sudoeste de Damanhur. 17 Km. más al sudoeste estaba Cellia con muchos eremitas. Scetis (Wadi ‘n Natrun) estaba 68 Km. al Sur con muchos más eremitas.

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ambos residentes, a la sazón, en hospederías ascetas situadas respectivamente en el Monte de los Olivos y en Belén. Jerónimo, quien, tal como solía recordarle Rufino con no demasiada prudencia, no sólo había traducido en el pasado algunas de las obras de Orígenes sino que, para mayor ironía, le había calificado como “el más grande maestro de la Iglesia desde tiempos de los apóstoles”, ahora se declaraba furibundo anti-origenista. Pero eso no era todo. Personaje de carácter difícil y mudable, pertenecía a la categoría de sabio erudito que puede, en el momento menos pensado, poner sus conocimientos al servicio de mezquinas rencillas y celos infantiles. Incapaz, por otra parte, de soportar la más leve crítica, cuanto más frecuente era el trato con él, mayor era el riesgo que se corría de que la relación acabara agriándose. Aun así, el carisma de su personalidad, la brillantez de su ironía, y la impecable erudición de sus comentarios bíblicos se conjugaban para hacer de él un personaje único e irrenunciable. Dadas todas esas circunstancias, pues, no es de extrañar que la disputa entre los ascetas occidentales presentes en los Santos Lugares acabara por afectar a Roma. La batalla estaba servida, y el campo de honor se situaba en Egipto. En un principio, Teófilo de Alejandría estuvo de parte de los Hermanos Largos, e incluso llegó él a consagrar a uno de ellos como obispo. En el año 399, su encíclica pascual, en la que, según la costumbre, se anunciaba la fecha de la siguiente Semana Santa, incluyó una dilatada diatriba contra los, en su opinión, en exceso crédulos antropomorfistas. Los monjes anti-origenistas replicaron presentándose a una en Alejandría, creando tal tumulto que Teófilo, sin pensárselo dos veces, cambió radicalmente de postura. En esa nueva tesitura, procedió a expulsar a los origenistas de Egipto, y se hizo con la aprobación papal para redactar una censura formal de todas las doctrinas atribuidas a Orígenes, prestando especial atención a las que ya había hecho circular Evágiro. Casualmente, ese mismo año había sido testigo de la muerte de Evágiro, justo antes, por fortuna para él, de que la tormenta estallara en todo su furor; lo cual no evitó, sin embargo, que tanto los Hermanos Largos como Casiano tuvieran que abandonar Egipto. Llegados a Constantinopla en busca de vientos mejores, presentaron demanda formal ante el tribunal de justicia, al tiempo que procedían a exponer su caso ante el recién nominado obispo Juan (conocido posteriormente como el “Crisóstomo”, o predicador del “pico de oro”, dada su proverbial facilidad de expresión). Pero esa apelación a Juan Crisóstomo habría de acabar en tragedia. A pesar de sus muchas y sobresalientes cualidades, la verdad es que Juan Crisóstomo no era la persona idónea para enfrentarse a una populosa ciudad donde el escándalo y la intriga estaban a la orden del día. Hijo de un oficial del ejército destinado a Antioquía, había renunciado en su primera juventud a una prometedora carrera militar para retirarse al desierto tras coger los hábitos de monje. La dieta extremista impuesta por propia voluntad le había hecho enfermar del estómago, obligándole a regresar a Antioquía en el año 386, donde pasó a ser presbítero bajo el obispo Flaviano (véase el capítulo 9). El nuevo cargo le iba a permitir, pues, desplegar en el púlpito todos esos conocimientos de retórica y teología aprendidos, respectivamente, junto al pagano orador Libanio y el sabio Diodoro, obispo de Tarso. Además, dada la brillantez de sus exposiciones, pronto contó con un público incondicional cautivado tanto por la forma como por el contenido de sus sermones. Entre éstos, la mayor fama se la granjeó una serie predicada con el propósito de aplacar los ánimos levantiscos del pueblo llano, furioso, no sin razón, por las onerosas cargas tributarias a que se veía sometido, y temeroso, al mismo tiempo, de las represalias que pudieran sobrevenirles por los destrozos causados a numerosas estatuas del emperador. La mayor parte de los sermones suyos que se conservan fueron predicados en Antioquía, y son de agradecer a la iniciativa de estenógrafos particulares. Claros y directos en su alocución, continúan siendo hoy en día los más amenos y edificantes de todos los discursos heredados de los Padres de la Iglesia, constituyendo una fuente indispensable e insustituible para recomponer la historia social de la época. Al morir el obispo Nectario de Constantinopla en el 397, la corte, dominada a la sazón por el eunuco Eutropio, tomó la insólita decisión, tras cuatro meses de deliberación, de secuestrar a Juan Crisóstomo, retirándole de Antioquía para hacerle obispo de la capital. La buena estrella de Constantinopla había ido en progresivo aumento durante esos últimos años, y su dignidad secular y eclesiástica había alcanzado cotas hasta entonces impensables. El concilio de Constantinopla, celebrado en el año 381, había declarado que, como

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“Nueva Roma”, la sede tenía derecho a disfrutar de precedencia sobre la antigua Roma, decisión que habría de ser causa de resentimientos tanto en Roma como en la propia Alejandría. Los alejandrinos, en cambio, tan sólo deseaban obispos ineficaces y débiles para su sede. Al producirse la vacante del 397, Teófilo de Alejandría hizo cuanto estuvo en su mano para que se alzara con el puesto su propio candidato. Aun así, en un principio se avino a colaborar con Juan Crisóstomo, siendo prueba de ello su intervención para zanjar el cisma que hacía años afectaba a la sede tras la caída de Eustacio, justo poco después del concilio de Nicea. Pero la apelación inmediata de los monjes origenistas vino a trastocar una vez más todo el panorama. Para empezar, puso a Juan Crisóstomo en situación de juzgar la rectitud de Teófilo, y, dado que Juan hacía tiempo que disfrutaba de una buena relación con los ascetas que veneraban a Orígenes, Teófilo se veía con razones para temerse que Juan se mostrara parcial. Teófilo determinó, pues, desbancar de su puesto a Juan, jugada que inadvertidamente, propició el mismo afectado al ganarse numerosas enemistades. A su llegada a Constantinopla en febrero del año 398, Juan Crisóstomo procedió de inmediato a acometer múltiples reformas. Su predecesor, Nectario, había sido persona amable, laxo en la disciplina, y fácil en su trato con el clero. Pero lo cierto es que algunos de los que habían sido ordenados por él, se habían mostrado después totalmente inadecuados para ostentar órdenes sagradas, y Juan no dudó ni un instante en deshacerse de ellos. Ya en sus tiempos de diácono, había dejado esbozados sus exaltados ideales acerca del sacerdocio en un librito especial para el caso, y ahora justamente se veía con la oportunidad en las manos para llevar a efecto sus más afectos ideales. Si Nectario, al igual que Dámaso de Roma (véase el capítulo11), había inculcado en el clero la noción de un pastoreo que se ganaba a las personas tanto por la vía de la instrucción espiritual como por una buena comida acompañada de una bebida adecuada, Juan Crisóstomo aquejado de debilidad estomacal crónica por la mortificación soportada en el desierto, comía ahora en solitario, y ofendía de continuo a todos cuantos recordaban la antigua prodigalidad de la casa obispal. Pronto surgieron las comparaciones inevitables. En un sermón predicado no mucho después de su llegada, Juan señaló que “eran muchos los que se dedicaban a alabar al predecesor obispal cuando, en realidad, tan sólo pretendían desacreditar al titular actual”. Por otra parte, las lenguas maliciosas propalaron rumores de que Juan se reservaba manjares y vino para él sólo y que “vivía como un auténtico cíclope”. Lo cierto es que el frugal obispo dispensaba a la continua riada de visitantes y dignatarios la misma dieta que se aplicaba a sí mismo, sabedor, además, de que, en la mayoría de los casos, tan sólo se acercaban a la sede con el propósito de conseguir favor o fondos para sus propios designios. Uno de esos muchos obispos visitantes, un tal Severiano de Gábala, asentado por entonces en Siria, pronto se percató de lo muy bien pagados que eran los sermones elocuentes en la capital, sin que viera, pues el momento de abandonar la ciudad, sintiéndose muy ofendido cuando, al cabo de varios meses, Juan le sugirió que su diócesis podría estar echándole de menos. Esa tendencia suya a no andarse con contemplaciones le valió, asimismo, la enemistad de Isaac, monje muy popular entre las gentes, el cual ciertamente encontraba la vida en la urbe bastante más atrayente que el retiro en el monasterio. Pero eso no era todo. La devoción con que una rica viuda, de nombre Olimpia, buscaba el consejo de Juan, cosa que también procuraban otras damas, fue también motivo de conjeturas y comentarios maliciosos. Además, las reformas acometidas por Juan provocaron una crisis de ansiedad que se extendió más allá de Constantinopla. El buen obispo había descubierto que, en la provincia de Asia, un cierto número de obispos había estado pagando al metropolita de Éfeso tasas de consagración a escala proporcional según los propios emolumentos anuales. Muy oportunamente, ese obispo murió, quedando así a salvo de las represalias de Juan; pero el resto de los obispos implicados en esa simonía, menos afortunados, en ese sentido, que su compañero, cesaron en el cargo, siendo, además, disciplinados con todo rigor. En opinión de los críticos de Juan, sus intervenciones excedían los límites de su jurisdicción, y constituían toda una muestra de despótica megalomanía. Lo que ellos temían, en realidad, es que, con el paso del tiempo, los obispos de Constantinopla exigieran ellos mismos esas tasas, pasando a ejercer jurisdicción en toda el Asia Menor. Juan descollaba por su ascetismo, su reserva, su distanciamiento y paradójicamente, por una franqueza que rayaba en la indiscreción, especialmente cuando se dejaba llevar de la pasión

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en las predicaciones. Ninguna de esas características propiciaba un trato fácil en una urbe tan sofisticada y opulenta como Constantinopla. Los ricos vivían, además, como una afrenta personal esos sermones socialistas que imputaban a la caída de Adán la aparición de la propiedad privada; resintiendo, igualmente, su denuncia de aquellos que en nada se preocupaban de las necesidades de su prójimo por estar absortos en procurarse suntuosas residencias que habían de ser atendidas por cientos de criados. A los varones les afrentaba al mantener que la mujer tenía el mismo derecho que el marido a esperar fidelidad conyugal; siendo, en cambio, las mujeres objeto de su sarcasmo por su frivolidad y afición al lujo, y todo ello en unas diatribas que recordaban la mordaz tradición de Séneca y Juvenal. A Teófilo de Alejandría todas esas trifulcas le parecieron un regalo del cielo. Sin perder ni un momento, procedió a iniciar su propia campaña alertando en primer lugar a Epifanio, el cual zarpó de inmediato de Ciro a Constantinopla, lanzando al tiempo encendidas acusaciones bajo pretexto de que Juan daba pábulo a las herejías de Orígenes. Los Hermanos Largos, sin embargo, se apresuraron a tranquilizar a Epifanio asegurándole que ellos admiraban personalmente sus excelentes escritos, logrando, en cambio, que Epifanio admitiese no conocer sus escritos. Éste, por completo desmoralizado, abandonó la capital, sobreviniéndole la muerte en la travesía de vuelta a casa. Teófilo en persona hizo su llegada al Bósforo en el mes de junio del año 403. Nominalmente, había acudido a defender su actitud para con los Hermanos Largos, pero, de hecho, su intención era llevar a Juan a juicio. Para empezar, convocó a todos los resentidos a un concilio en Calcedonia (actual Kadiköy), localidad situada frente a Constantinopla, en la costa asiática del Bósforo. El concilio se reunió en el palacio de Oak, mandado construir por un tal Rufino, prefecto pretoriano caído en desgracia, y desde allí se procedió a llamar a capítulo a Juan para que defendiera su causa. Pero Juan Crisóstomo se negó a comparecer ante tan parcial jurado, procediéndose, en consecuencia, a deponerle en ausencia. Tan arbitraria decisión hubiera resultado del todo nula si Juan hubiera sido capaz de mantener una buena y cordial relación con el emperador Arcadio y su muy impulsiva esposa germana, Eudoxia. Esta Eudoxia había sido admiradora de Juan en un principio, llegando incluso al extremo de solicitar de él que bautizara a su hijo, el futuro Teodosio II. La cuestión es que el niño cayó enfermo y Eudoxia se decidió, tras muchos titubeos, eso sí, a solicitar la intercesión de Juan, pensando que sus oficios habrían de producir mejores resultados que los ofrecidos por su rival, el denostado Epifanio. Así estaban las cosas cuando en ese junio de 403, mes y año justamente de la llegada de Teófilo de Alejandría, Juan incurrió en la ira de Eudoxia. La cuestión es que ella se había apropiado de ciertos bienes de unas terceras personas sin tener en consideración los legítimos derechos de los propietarios. El estricto Crisóstomo no dudó en arremeter en uno de sus sermones contra la inconsecuencia femenina, citando el caso de Jezabel, entendiéndose sus palabras muy claramente por parte de los presentes, como alusivas a la propia emperatriz. La reacción no se hizo esperar, siendo un emperador afrentado el encargado de ratificar las decisiones de ese concilio habido en Oak, procedió de inmediato a decretar el exilio del lenguaraz obispo. Juan Crisóstomo, lejos de arredrarse, replicó con un apasionado sermón de despedida ante una congregación que atestaba el recinto eclesial, permitiéndose esta vez comparar explícitamente a Eudoxia con Jezabel y Herodías, para terminar con la presentación de su propia renuncia al cargo y una aceptación pública del exilio. Al día siguiente de su partida, le sobrevino a la ciudad un temblor de tierra que fue de inmediato interpretado como un gesto divino de displicencia; y en el palacio imperial ya no pudo pasar desapercibido el descontento general por todos esos desdichados acontecimientos. Juan Crisóstomo había pasado a convertirse en héroe para el pueblo. Pero Arcadio y Eudoxia pronto estimaron conveniente llamarle de nuevo, siendo reinstaurado en su cargo. Pese a todo lo ocurrido, al cabo de pocos meses, la erección de una estatua de plata de Eudoxia en el templo de Santa Sofía 2 fue ocasión de alegres festejos populares. Una vez más, Juan Crisóstomo manifestó su desaprobación, y, una vez más, la hostilidad de Eudoxia fue avivada por un violento panfleto contra Juan, publicado 2

La base de la columna con su inscripción se encontró en 1848 y está en el museo arqueológico de Estambul.

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por Teófilo de Alejandría, en el que el obispo rebelde era denunciado como un verdadero Satanás que pretendía hacerse pasar por ángel de luz. Como era de esperar, la reacción de Juan fue también inmediata. El púlpito fue, como de costumbre, la plataforma escogida para exponer el nuevo caso: “Una vez más celebra Herodías su triunfo”, tronaba el santo obispo, “de nuevo danza delirante, y de nuevo reclama la cabeza del Bautista en bandeja de plata.” En palacio ya no quedaba duda de que el molesto prelado debía desaparecer. Para lograrlo, se recurrió a un subterfugio legal: Juan, de hecho, había vuelto a hacerse cargo de la sede episcopal antes de que un correspondiente sínodo obispal hubiera declarado nula la decisión acordada en el palacio de Oak, lo cual venía a suponer un reto al canon del Concilio de la Dedicación celebrado en Antioquía en el año 341 (véase el capítulo 9). Tan sólo el favor que gozaba entre el pueblo hizo que pudiera permanecer en su casa sin ser molestado. Sin embargo, la situación experimentó un cambio brusco cuando sus partidarios, sin encomendarse a nadie, se aprestaron a prender fuego al templo de Santa Sofía. Ya nada bueno podía esperarse, y Juan partió camino de un crudo invierno en la inhóspita Armenia, no sin ante, eso sí, de dar una vez más muestras de su carácter apelando a los obispos de Roma (Inocencio I, 402-417), Milán, y Aquileya. La ya mencionada viuda Olimpia proveyó generosamente para todas sus necesidades, y Juan pudo entregarse sin problemas a mantener una muy voluminosa correspondencia con sus partidarios y amigos. El gobierno decidió finalmente que debía ser trasladado a un lugar más remoto, muriendo en ese su último viaje en la localidad de Comana (Tokat) el 14 de septiembre del año 407. Lo cierto es que la vida y las peripecias de Juan Crisóstomo trascendieron la mera anécdota personal. Su caso venía a ilustrar la perenne ambigüedad inherente a la persona del obispo de Constantinopla, y ello tanto en su faceta de capellán principal de la Corte como en sus funciones de patriarca en un cuerpo que contaba con una dilatada tradición de independencia con respecto al Estado. Esa beligerancia no cesó con su muerte. Inocencio I se negó, recalcitrante, a tener comunión con los enemigos de Juan, exigiendo, por otra parte, la reivindicación de su buen nombre. La cuestión, pues, ya no sólo tenía que ver con la dignidad de Constantinopla, ahora Roma tendría que luchar por mantener su autoridad en el Oriente. La firmeza de la que hizo gala Inocencio I, finalmente recompensada con una victoria, hizo mucho por el prestigio de esa Roma cristiana. Con todo, la rehabilitación de la memoria de Juan Crisóstomo constituyó un lento y dificultoso proceso. En Constantinopla, y en virtud del apoyo de Roma, un gran sector del pueblo, fiel a su persona, optó por celebrar los cultos extramuros antes que aceptar a Ático (406-425), su sucesor oficial. Y, si hoy podemos contar con un relato minucioso acerca de la vida y lances de Juan Crisóstomo, fue precisamente por el tesón y el esfuerzo de uno de sus partidarios más incondicionales, Paladio (discípulo de Evágiro), fiel transmisor, además, de hechos y documentos referentes a la evolución del monacato egipcio, recogido todo ello en la Historia Lausiaca, así llamada en honor de Lauso, chambelán mayor de la corte. Pero mientras Teófilo de Alejandría siguiera vivo, la reconciliación era imposible. En el año 412, Teófilo fue sucedido por su sobrino Cirilo, hombre de opiniones similares a las de su tío, pero mucho más hábil a la hora de defenderlas, al tiempo que afirmaba, rotundo, que él en modo alguno iba a conmemorar a un Judas Iscariote entre los santos venerados por su iglesia. A la muerte de Inocencio I (417), Ático de Constantinopla accedió, por su parte, a las demandas de Roma, procediendo a incluir el nombre de Juan en los dípticos, las listas compuestas con los nombres de los santos ya desaparecidos que se leían en la eucaristía. Cirilo, en cambio, siguió fiel a la línea política trazada por su tío; y fue necesario esperar al nombramiento de Nestorio, como nuevo obispo de Constantinopla, en el año 428, seleccionado en Antioquía, al igual que lo había sido en su momento Juan Crisóstomo, para que Cirilo aceptara, no sin renuencia, esa inclusión en los dípticos de Alejandría, estableciéndose en dicha ciudad, además, una festividad anual en su honor. A partir de ese momento, Juan Crisóstomo pasaría a ejercer una enorme influencia literaria en virtud de sus sermones, tan llenos de fuerza y enjundia magistral.3 En la Bizancio medieval, no hubo, además, hombre de Dios que 3

El decimonoveno canon del concilio ecuménico de Constantinopla en 692 (se llama tanto el ‘Quinisext’ por haber suplementado los concilios ecuménicos quinto y sexto de 553 y 680, como el concilio ‘en Trullo’ por haber tenido lugar en la sala con su cópula del imperio palacio) dio la directiva de que los

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mereciera más que el propio Juan Crisóstomo el honor de figurar como el máximo creador de la liturgia tradicional de la capital imperial, la cual, muy justamente, sigue siendo conocida en la actualidad como la “Liturgia de San Juan Crisóstomo”.

predicadores debieran usar las predicaciones de “las luminarias de la Iglesia” como modelos para sus propios discursos en vez de hacer sus propias composiciones. Las Antologías de Crisóstomo, junto con Basilio, y Gregorio de Nacianceno, llegaron a ser muy populares.

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14 El problema de la persona de Cristo DIODORO, TEODORO Y APOLINAR

Juan Crisóstomo había aprendido la teología con Diodoro, un presbítero asceta oriundo de Antioquía, el cual fue nombrado obispo de Tarso en el año 378. Este Diodoro era un personaje poco corriente, aficionado a plantearse a sí mismo enigmas cosmológicos, y autor de libros que versaban no sólo sobre teología sino que se ocupaban de temas tan sugerentes como “Cuán caliente es el sol” y de la opinión que tenía Aristóteles acerca de la materia etérea de los cielos. Sus exposiciones de la Escrituras hacían más hincapié de lo acostumbrado en su posible sentido histórico y literal; y si bien no vacilaba en admitir la validez de la tipología (la interpretación de personas y eventos particulares como prefiguraciones específicas de Cristo y la Iglesia), rechazaba categóricamente el uso indiscriminado de la alegoría. Se mostraba, además, en extremo crítico de la tendencia del vulgo a ver en la encarnación una metamorfosis divina o un una teofanía mítica. Por otra parte, le repugnaba la noción de que Jesús era hijo de Dios porque no tenía un padre humano. La auténtica teología, concluía, pues, Diodoro, respeta la distinción y la espontaneidad de la humanidad de Cristo, precursor y ejemplo de la fe. En este Diodoro entró en conflicto con Apolinar de Laodicea (véase el capítulo 9), el cual se temía, con razón, que Diodoro aspiraba a interpretar la encarnación como suprema instancia de la inspiración y la gracia divinas. A los ojos de Apolinar, eso supondría rebajar el nacimiento virginal a una categoría por debajo de lo absolutamente necesario e imprescindible, en un erróneo intento de acallar los prejuicios paganos. Para Apolinar, el nacimiento virginal era de capital importancia para el dogma, y era mucha la profunda verdad contenida en el epíteto “Madre de Dios” (Theotokos), que la devoción popular había asignado a Maria a partir ya del siglo III. En opinión de Diodoro, sin embargo, ese epíteto tan sólo pasaba a ser teología aceptable si se le añadía que María era igualmente “madre de la humanidad”. La condena de la tesis de Apolinar, de que en Cristo el Verbo divino venía a ocupar el lugar de la mente humana, pareció dar el sello de aprobación a la teología rival propuesta por Diodoro. Éste, sin embargo, no acertó a formular su punto de vista doctrinal con la debida coherencia, y habría de ser otro teólogo antioqueno el que llevara con éxito ese pensamiento embrionario a su espléndida madurez. Teodoro (350-428) era amigo de Juan Crisóstomo y discípulo de Libanio. En el año 392 había sido nombrado obispo de Mopsuestia (actual Misis, al este de Adana) en las llanuras de la Cilicia. Sus comentarios bíblicos y sus escritos acerca de la encarnación pronto fueron foco de atención. Al desarrollar el rechazo de la alegoría esbozado por Diodoro, incurrió en las iras de los tradicionalistas por negar que muchas de las, así denominadas, profecías “mesiánicas” y de los salmos prefiguraban a Cristo, indignación que aumentó al calificar el Cantar de los Cantares como un poema de amor secular que en nada hacía referencia a la unión sobrenatural entre Cristo y su Iglesia. La tesis principal de Teodoro proclamaba que la redención de la humanidad dependía de la propia perfección y obediencia de Cristo como hombre. La identidad de Jesús con Dios consistía, pues, en un “acuerdo en amor” entre la voluntad de Cristo y la del Padre. Teodoro aspiraba por encima de todo a salvaguardar la realidad de la humanidad de Cristo, que él consideraba haberse visto perjudicada por el apolinarismo. Su lenguaje era escrupulosamente técnico, e insistía repetidamente en que la unión de Dios y hombre en Cristo, para dar lugar a una única persona (prosopon), en modo alguno destruía la dualidad permanente de dos “naturalezas” unidas. Claro está que el entusiasmo de la devoción puede llevar a decir que “Dios sufrió y murió”; pero el teólogo sabe que Dios es impasible e inmortal, y, en consecuencia, es consciente, asimismo, de que esa transferencia de la fragilidad humana a Dios,

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al igual que la adscripción de un poder milagroso a la humanidad de Cristo, no viene a significar intrínsecamente lo que afirma. Apolinar había denunciado tales nociones por su asunción implícita de la existencia, por lógica deducción, de “dos hijos” de Dios, siendo uno de ellos hijo por naturaleza, y el otro, hijo por gracia, exigiendo, pues, con cierta perentoriedad, una definición de la unión existente entre Dios y hombre en Cristo en términos que tuvieran en consideración la realidad de “una naturaleza y una hipóstasis” en todo ese fenómeno. Como era de esperar, la terminología empleada suscitó un cierto rechazo. Al hablar de “una naturaleza”, Apolinar venía a querer significar una persona en su individualidad; pero, sin embargo, ese lenguaje le daba a entender a Teodoro una asunción de la humanidad dentro del Ser divino, y ello de forma tal que las tentaciones y conflictos humanos contemplados en los evangelios se convertían en mera ficción. Cristo, según San Lucas, “crecía en sabiduría”; según San Marcos, desconocía la hora del triunfo escatológico de Dios y por eso exclamó “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Ante todo eso, Teodoro opinaba que someter la Palabra eterna de Dios a tales estrecheces carecía de sentido a no ser que se tuviera en mente, claro está, la alternativa arriana. CIRILO Y NESTORIO

La teología de Teodoro respecto a la encarnación planteaba un profundo desafío teórico no sólo al apolinarismo sino, de igual modo, a la más destacada tradición alejandrina. Entre el 412 y el 444, la sede de Alejandría estuvo ocupada por Cirilo, sobrino de su predecesor, Teófilo. Este Cirilo era a un tiempo perspicaz teólogo y avispado hombre de política en el seno de la Iglesia. Ya desde un principio, Cirilo se opuso abiertamente a la postura de Teodoro, y, por medio de un magistral comentario al Evangelio de San Juan, procedió a atacar, sin mencionar nombres, eso sí, a todos cuantos veían en Cristo el paradigma supremo de la inspiración profética y de la gracia, hablando, en consecuencia, de dos naturalezas distintas presentes “tras la unión”. Con todo, la disputa se ciñó en exclusiva al campo de las letras; y, por ser Teodoro un hombre de espíritu pacífico, incluso le dedicó a Cirilo un comentario suyo sobre el libro de Job. Lamentablemente, el debate habría de tomar un rumbo muy distinto al verse mezclado con cuestiones políticas relativas al funcionamiento de la Iglesia. Cirilo de Alejandría, tal como decíamos líneas atrás, destacaba por la agudeza de su pensamiento teológico, pero, lamentablemente, le resultaba en extremo difícil mantenerse al margen cuando andaban en juego decisiones políticas. Criado junto a su tío en plena campaña de supresión de la herejía y el paganismo en Egipto, Cirilo encontraba sumamente difícil tolerar ideas opuestas a las suyas, faceta que ya se había puesto de relieve en los diversos incidentes que marcaron el inicio de su episcopado. Esa intolerancia suya para con el paganismo y la oposición provocó violentos altercados entre cristianos y judíos en la ciudad de Alejandría; escalada de violencia que tuvo su culminación en el 415, en el horrendo asesinato de la pensadora neoplatónica Hipatia, mujer de probada virtud e inteligencia, que había incluso sido maestra de Sinesio de Cirene (véase el capítulo 11). En el mes de abril del año 428, la Corte se planteó la necesidad de contar con un buen predicador como arzobispo de Constantinopla, optando, a la postre, por traerse de Antioquía a un monje llamado Nestorio. La cuestión es que este Nestorio compartía hasta el último detalle las opiniones de Cirilo relativas a la absoluta necesidad de erradicar el paganismo y la herejía, si bien había aprendido de Teodoro de Mopsuestia el peligro de apolinarismo que conllevaba el término popular “madre de Dios”. En un principio, Cirilo de Alejandría colaboró con Nestorio, hasta el punto de que accedió a regañadientes a incluir el nombre de Juan Crisóstomo en los dípticos litúrgicos alejandrinos (véase el capítulo 13). Pero, no pasando mucho, Cirilo se sintió ofendido por las noticias que le llegaron de las críticas hechas por Nestorio a la ya mencionada expresión “madre de Dios”. Corría el final del año 428, cuando cuatro ciudadanos alejandrinos se presentaron ante el emperador Teodosio II para exponerle sus quejas respecto al mal trato que habían sufrido a manos de Cirilo. El emperador procedió de inmediato a someter a juicio de Nestorio la existencia y naturaleza de tales quejas. Pero Cirilo, al igual que su tío, no era hombre dispuesto a tolerar que el obispo de una sede de inferior categoría (pues así veía él la ciudad de

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Constantinopla) juzgara impune la conducta del mismísimo obispo de Alejandría; y, si, tal como Cirilo se temía, Nestorio no era ortodoxo, su derecho a llevar a cabo tal enjuiciamiento tendría que ser oportunamente cuestionado. Para finales del año 428, en la carta anual a sus obispos sufragáneos anunciando la fecha de la Pascua del año venidero, Cirilo aprovechó para oponerse abiertamente a las doctrinas de Nestorio. Mientras tanto, los agentes de Cirilo en Constantinopla fomentaron la oposición en esa plaza, difundiendo el rumor de que Nestorio desaprobaba el título “madre de Dios” por no creer que Jesús mismo fuera Dios. En la primavera del año 429, un abogado alejandrino llamado Eusebio (posteriormente obispo de Frigia) colocó un cartel en las calles de Constantinopla yuxtaponiendo extractos de los sermones de Nestorio con sentencias debidas a la pluma del hereje del siglo III, Pablo de Samosata. La intención era acusar directamente a Nestorio de estar negando la divinidad de Cristo. De manera paulatina, pero implacable, Cirilo fomentó por doquier la desconfianza y la oposición. Pero, al contar Nestorio con las simpatías del emperador Teodosio y la emperatriz Eudoxia, Cirilo optó por actuar con mayor cautela. En el mes de febrero del año 430, Cirilo dirigió a Nestorio una extensa misiva (su “segunda carta”) en la cual procedía a exponer la doctrina alejandrina respecto a la persona de Cristo. Empezaba por admitir que la diferencia entre la naturaleza humana y la naturaleza divina de Cristo no queda anulada al realizarse la unión de ambas, siendo, sin embargo, en esa unión donde pasar a constituir una entidad única (hipóstasis), de forma tal que los milagros sobrenaturales del Dios Supremo pueden ser adscritos a su humanidad, mientras que, en lógica correspondencia, la debilidad humana puede ser asociada a ese mismo Dios Supremo. Es en virtud de esa unión, que da lugar a una única hipóstasis, que se puede proclamar, como estricta teología, y no como mero entusiasmo devocional, que Dios nació en Belén, o que el Verbo, impasible y eterno, “padeció y murió”. Nestorio tardó cinco meses en dar respuesta a esa carta y, se limitó a reafirmar, la cristología antioquena de las “dos naturalezas”. A medida que el año avanzaba, la tensión crecía paralela. El principal problema de Cirilo consistía en lograr minar el apoyo imperial a Nestorio. Sin mencionar su nombre, Cirilo procedió a atacar todas sus doctrinas mediante una serie de tratados dirigidos no sólo al emperador sino igualmente a las damas más influyentes de la corte. Y de ahí habría de surgir precisamente el conflicto. Teodosio había estado toda su vida bajo el dominio de las mujeres. En su juventud ya había vivido bajo el férreo control de su hermana mayor Pulqueria (399-453). Culta, devota, ambiciosa e implacable, le escogió como esposa a la bella y letrada Atenais, la cual cambió de nombre y de religión con motivo de su matrimonio, convirtiéndose al cristianismo y pasando a llamarse Eudoxia.1 Pero no todo iba a ser tan fácil. Eudoxia, mujer de ideas propias, y firme voluntad para defenderlas, no estaba dispuesta a compartir el dominio de su marido con Pulqueria y, muy pronto, la política eclesiástica de Teodosio se encontró mismo girando cual veleta, según soplara el viento de Pulqueria o el huracán de Eudoxia. Lo cierto es que Nestorio gozaba de las simpatías de Eudoxia, pero era detestado por Pulqueria, la cual todavía le guardaba rencor por un antiguo desaire. La tensión llegó a ser tan insoportable que si Teodosio aborreció la campaña anti-nestoriana fue precisamente por el infierno que le estaban haciendo pasar ambas mujeres por esa causa.2 Pero Cirilo habría de obtener mejores y mucho más rápidos resultados en Roma, entre otras cosas porque el propio Nestorio le había facilitado inadvertidamente el camino al recibir en Constantinopla, para gran irritación del papa Celestino, a unos herejes pelagianos previamente condenados por Roma. El enviado de Cirilo en esa ciudad aprovechó al vuelo la ocasión, pintando un tremebundo retrato de la persona y creencias de Nestorio, tildándole de racionalista que negaba la divinidad de Cristo y la necesidad que tiene la criatura humana de la 1

Eudoxia escribió poesía (que ha llegado hasta nosotros) sobre relatos de los evangelios en la forma de centones Homéricos. 2 Eudoxia logró obligar a Pulquería a retirarse de la corte en 439, pero su propia indiscreción con el Maestro de Ceremonias le llevó a recluirse en Jerusalén en 442 hasta su muerte en 460 en propiciación por su pecado. Sin embargo, Teodosio prefirió ser dominado por el eunuco Crisáfio y no por Pulquería, quien no pudo jugar un papel decisivo hasta el 450. La hora de gloria de Pulquería fue en el Concilio de Calcedonia.

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gracia. Ante eso, Roma procedió de inmediato a comisionar a Juan Casiano para que escribiera una refutación de esa nueva forma de pelagianismo, y, así, pues, en el mes de agosto del año 430, se procedió al envío de una carta formal que Cirilo habría de hacer llegar a Nestorio, exigiendo la retractación en un plazo de diez días. Da una idea de la escasa repercusión obtenida por la campaña de Cirilo el hecho de que ese ultimátum no le fue entregado a Nestorio hasta el 30 de noviembre, acompañado, eso sí, de una dogmática misiva propia (su “tercera carta”) en la que le instaba a aceptar los Doce Anatemas. Esos Doce Anatemas de Cirilo condenaban la cristología antioquena de la “doble naturaleza”, y, sobre todo, denostaban de la adjudicación de las palabras y los hechos de Cristo a su naturaleza humana y divina respectivamente (es decir, la doctrina de que en su humanidad, no en su deidad, lloró y murió, y que en su deidad, no en su humanidad, calmó la tormenta). Para terminar, se requería de Nestorio que admitiese que “el Verbo de Dios sufrió en la carne”. Esos impresionantes documentos le fueron entregados a Nestorio once días después de que Teodosio hubiera puesto en circulación la convocatoria de un concilio que habría de celebrarse en Éfeso el día de la festividad de Pentecostés (7 de junio) en el año 431. Los Doce Anatemas de Cirilo le parecían a Nestorio prueba más que suficiente de unas claras tendencias apolinaristas,3 y así aguardó confiado el momento del concilio. Pero lo cierto es que había subestimado tanto la capacidad de Cirilo para obrar según voluntad, como la magnitud del desasosiego creado por sus nada discretos comentarios acerca del título “Madre de Dios”. Y, aun más, los patriarcas de Constantinopla podían estar seguros de tener que enfrentarse a más de un contrario entre los metropolitas del Asia Menor, celosos como estaban de su propia libertad y poder. Menón, obispo de Éfeso, llegó a mostrarse tan celoso partidario de Cirilo que, ya en Éfeso, Nestorio tuvo que ser escoltado por la guardia para protegerle de los monjes de Menón. Con la excepción de la corte, Nestorio tan sólo podía contar con el apoyo del obispo Juan de Antioquía y sus sufragáneos sirios; aunque, lamentablemente, un temporal adverso habría de retrasar la llegada de éstos a Éfeso. Por su parte, Juan de Antioquía también tenía sus propios problemas. Juvenal de Jerusalén, consciente de que su sede constituía, ni más ni menos, que la Madre Iglesia de la Cristiandad, aspiraba a una jurisdicción como “patriarca” de sus varias provincias. Pero, al ser eso posible tan sólo a expensas de los derechos tradicionales de Antioquía (ya salvaguardados en el sexto canon de Nicea), Juvenal se veía a sí mismo como claro oponente de Juan de Antioquía y partidario interesado de Cirilo, para no poco bochorno de éste. Con todo, el grueso de sus más fervientes partidarios habría de manifestarse en el fervor popular. Lo cierto es que Nestorio había sido equívocamente representado ante la opinión pública como aquél que sólo veía en Cristo a un hombre inspirado. Ese cuestionamiento inaudito suponía, por así decirlo, que ni el Verbo había eterno había muerto, ni María era la madre de Dios. Tal planteamiento era, a todas luces, inaceptable para cualquier persona pía, pues, ¿acaso no era la misma eucaristía una repetición del milagro de Belén, donde aquella Sangre y aquel Cuerpo del dador de vida eran presentados en ofrenda para beneficio de los fieles? Esas sutiles diferenciaciones entre la humanidad de Cristo y el Verbo eterno no podían sino perjudicar la promesa divina de inmortalidad inherente al sacramento. El lenguaje de Cirilo, sin embargo, permitía decir sin temor alguno que, en Belén, el Anciano de Días ya había cumplido una o dos horas de existencia; y, desde luego, nada causaba tanto escándalo como oír a Nestorio afirmar, impertérrito, que de Dios no se puede decir en modo alguno que ya haya “cumplido uno o dos meses de edad”. El concilio de Éfeso inició actividades el día 22 de junio del año 431 en la iglesia de Santa María, lugar donde Cirilo y sus sufragáneos no tuvieron dificultad alguna en excomulgar a Nestorio. Cuatro días después, llegaron los representantes sirios, con Juan de Antioquía a la cabeza, los cuales, sin la menor dilación, se reunieron en sínodo, procediendo a deponer tanto a Cirilo como a Menón de Éfeso. Por último, hicieron su aparición los delegados de Roma, haciendo de inmediato causa común con Cirilo, según expresa instrucción del papa Celestino. Sintiéndose fuerte con esa ratificación de Occidente de su más que cuestionable proceder, 3

Constantemente Cirilio negaba la acusación de apolinarismo. Sin embargo fue influenciado por textos que aceptaba como la obra de Atanasio, pero que de hecho fueron falsificaciones apolinaristas.

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Cirilo reunió a su propio partido en sínodo para condenar el pelagianismo (en evidente deseo de gratificar a un Occidente simpatizante), conceder a Chipre la independencia eclesiástica, y a Juvenal de Jerusalén su correspondiente patriarcado (para agraviar a Antioquía), y, finalmente, para pasar una resolución en virtud de la cual quedaba prohibida toda posible “añadidura” al credo niceno. Pero lo cierto es que esos dos sínodos rivales se habían condenado mutuamente. Ante semejante atolladero, la única salida posible dependía de la decisión imperial. Ambas partes contendientes procedieron, pues, a enviar sus delegaciones respectivas ante la corte de Calcedonia. Pero el emperador, valiéndose de una autoridad difícilmente cuestionable, ratificó la destitución de los tres afectados (Nestorio, Cirilo, y Menón), como si se tratara de una resolución acordada en un único y armónico concilio. Lejos de arredrarse, Cirilo se apresuró a gastar enormes cantidades de dinero para hacerse con el favor de los personajes más influyentes de la corte, lo cual vino a suponer una pérdida de terreno para Nestorio. Pero eso no era todo. El propio Nestorio vino a perjudicar su propia causa al insistir en su deseo de regresar, sin más, a su monasterio de Antioquía. Para él las cosas ya habían ido demasiado lejos. Como era de esperar, su deseo fue respetado, pasando su puesto a ser ocupado por una completa nulidad pero del agrado de Cirilo. Sin embargo, las cosas fueron enredándose cada vez más, hasta el punto que el propio Cirilo sufrió prisión, consiguiendo tan sólo escapar mediante la concesión a su poco honrado y muy venal carcelero de un futuro puesto en el clero alejandrino. Con todo, el episodio más bochornoso lo constituyó esa total ruptura entre Juan de Antioquía y Cirilo, episodio dramático que sólo vería su final en el año 433 en virtud de una serie de importantes concesiones hechas por ambas partes. Juan de Antioquía y los sirios se vieron forzados a aceptar a la vez la destitución y condenación de la persona de Nestorio.4 Sin embargo, y no sin cierta ironía, fue Cirilo el obligado a rendirse doctrinalmente al exigírsele que renunciara a la imposición a Nestorio de los Doce Anatemas de su tercera carta. De hecho, la situación llegó a punto de que se le exigiera la total retirada de los mismos, llegándose a un acuerdo al suscribir una Fórmula de Paz, redactada en su origen en el año 431 por el destacado teólogo sirio Teodoreto, obispo de Chipre. Esa Fórmula de reconciliación salvaguardaba la esencia de la teología antioquena, declarando explícitamente que Cristo era “perfecto Dios y perfecto hombre, integrado por un alma racional y un cuerpo físico, siendo, además, de la misma sustancia que el Padre Supremo, y de la misma sustancia que nosotros los hombres en nuestra humanidad, existiendo, pues, una perfecta unión entre esas dos naturalezas distintas; sobre cuya base los fieles confesamos a Cristo como uno y a María como madre de Dios”. Esa última cláusula venía a contradecir el anatema con el que Cirilo pretendía condenar la distinción entre las palabras de Cristo y sus hechos, adscribiéndolos a su naturaleza humana o divina respectivamente. El asentimiento de Cirilo a esa fórmula causó gran consternación entre sus más progresistas partidarios. Para tranquilizarlos, Cirilo glosó su aceptación de la frase “perfecta unión entre dos naturalezas distintas” aclarando que, si bien la mente analítica podía, en abstracto, distinguir entre dos naturalezas que se encuentran unidas en Cristo, en la realidad esa separación se ve abolida en el Señor encarnado, de modo y manera que viene a haber “una única naturaleza tras la unión”, análoga a la unidad de cuerpo y alma que integra a una persona. La reconciliación de ese año 433 suponía un cierto compromiso por parte de los políticos eclesiásticos ante la presión del gobierno, y los teólogos de ambos lados se vieron forzados a tragarse sus principios, aunque, eso sí, no de muy buen grado. Corría ya el año 435 y el recién nominado obispo de Edesa, Ibas, vino a resultar un celoso discípulo de Teodoro de Mopsuestia, con lo cual la controversia pasó a centrarse en los escritos de este último. Ese malestar de fondo se dejó notar igualmente en la provincia romana de Armenia, viéndose el segundo sucesor de Nestorio en Constantinopla, el moderado Proclo, en la necesidad de aplacar los ánimos mediante un “Tomo” de considerable extensión en el que pasaba a interpretar esa fórmula de reconciliación del año 433. Según su teoría, existía “una única hipóstasis del Verbo 4

En 435 Nestorio fue exiliado al desierto egipcio donde sufrió mucho y poco antes de su muerte en 450 escribió sus memorias trágicas, el “Libro de Heraclides”. Existe una versión interpolada por un manuscrito siriaco (fue destruido en la primera guerra mundial en Kurdistan).

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encarnado”, siendo, pues, tan sólo “uno en la Trinidad el que se encarnó”. La condena de semejante postura en el 438 fue, sin embargo, evitada por la rápida intervención de Juan de Antioquía, señalando que no era admisible declarar una sentencia contra alguien que había muerto en paz con la Iglesia. Aun así, el incidente ponía de relieve que esa tregua del año 433 tan sólo se mantenía con dificultad. Realidad que, ciertamente, se haría patente tan pronto como las antiguas figuras fueron sustituidas por nuevos personajes. EL CONCILIO “MONOFISITA” DE ÉFESO Y LA REACCIÓN DE CALCEDONIA

Para el año 446, Cirilo de Alejandría, Juan de Antioquía, y Proclo de Constantinopla ya habían muerto. En Antioquía, Juan había sido sucedido (442) por su débil sobrino Domnus, hombre capaz tan sólo de tomar decisiones acertadas si tenía a Teodoreto de Ciro a su lado para aconsejarle. En Alejandría, Cirilo había sido sucedido (444) por Dióscoro, cabecilla del partido extremista que todavía lamentaba el ignominioso acuerdo (433) suscrito por Cirilo. En Constantinopla, el ambicioso Proclo fue sucedido (446), a su vez, por Flaviano, hombre tímido y de nula elocuencia. La política de Teodosio II en aquellas circunstancias se encontraba en manos del eunuco de la corte, el ya mencionado Crisapio, quien para entonces ya había conseguido anular a Pulqueria (véase líneas atrás). La cuestión es que Flaviano principió su episcopado ofendiendo a Crisapio. El eunuco había dado muestras inequívocas de que aceptaría de buena gana un obsequio en agradecimiento por el cargo facilitado. Flaviano, sin pensárselo mucho, procedió a enviarle una porción de pan consagrado, presente, claro está, que Crisapio devolvió de inmediato, especificando, sin ningún rebozo, que preferiría algo en oro. Con un hombre como Crisapio sólo cabía avenirse o superarle, y Flaviano era demasiado honorable como para lo primero y en exceso débil para lo segundo. El padrino de Crisapio, Eutiquio, era, en cambio, un distinguido archimandrita de Constantinopla, notable por su astucia, y partícipe de todos los lamentos y resentimientos expresados por Dióscoro de Alejandría ante las concesiones hechas por Cirilo en la infausta paz del año 433. Crisapio, Eutiquio, y Dióscoro se avinieron entonces a elaborar un complejo plan que pretendía no sólo rendir nula dicha paz , sino, además, imponer de nuevo los Doce Anatemas de Cirilo como verdadero patrón ortodoxo, “barriendo”, por así decirlo, la cristología del “hombre inspirado” característica de los antioquenos. El plan habría proporcionado a Dióscoro la oportunidad, asimismo, de demostrar que era Alejandría, y no Constantinopla, la segunda sede de la Cristiandad. El líder antioqueno, Teodoreto, pronto se percató de la amenaza implícita en semejantes pretensiones, publicando apresuradamente un extenso ataque (intitulado Eranistes)5 en contra de esa teología ultra-ciriliana que estaba empezando a imponerse. En la primavera del año 448, una orden imperial confinó a Teodoreto a su propia diócesis. En noviembre de ese mismo año, allí en la ciudad de Constantinopla, Eutiquio actuando con evidente premeditación, desafió la ortodoxia de aquellos que afirmaban que en Cristo persisten “dos naturalezas tras la unión”, siendo de inmediato condenado por Flaviano por apolinarista. Eutiquio optó entonces por recurrir ante los tribunales, alegando ser incorrectas las actas de su juicio, consiguiendo que se le diera la razón en una revisión de su caso en abril del año 449. Pero Dióscoro de Alejandría no perdió ni un momento, apresurándose a acusar a Flaviano de exigir una prueba de ortodoxia distinta a la estipulada en el credo niceno, la cual, además, había sido declarada no sujeta a ampliación en el concilio de Éfeso del 431. Llegados a ese punto, el emperador optó por convocar un nuevo concilio en Éfeso, acordándose su celebración para agosto del año 449. El papa León I fue también invitado a asistir a dicho concilio, deferencia, sin embargo, que él no aceptó, alegando que no existía precedente para su presencia; procediendo, en cambio, a enviar en su lugar a tres delegados que portaban una declaración doctrinal en un

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Eranistes es alguien que cose una ropa de varios trapos desechados. Teodoreto argumentó que la doctrina monofisita fue el resultado de juntar unas herejías desechadas.

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“Tomo”,6 dirigido expresamente a Flaviano de Constantinopla, con la intención de que fuese aceptado por el Concilio. Lo cierto es que, en un principio, León I había albergado ciertos prejuicios contra Flaviano; a lo largo de todo ese período, los obispos de Roma tendían a asumir que los obispos de Constantinopla eran hombres de ambición que necesitaban, por así decirlo, ser puestos en su sitio. Pero, al proceder Flaviano, en noviembre del 448, a enviarle una transcripción completa del juicio contra Eutiquio, León I se quedó estupefacto ante lo que leían sus ojos. En consecuencia, su “Tomo” pasó a atacar directamente la “fórmula” de Eutiquio de “una única naturaleza tras la unión” (que Eutiquio había tomado directamente de Cirilo de Alejandría), así como igualmente la resistencia evidenciada por el propio Eutiquio al pedírsele que admitiera que ese cuerpo de Cristo, portador de vida, era de la misma sustancia que la del resto de los mortales. León I no había vacilado, además, en afirmar, en un lenguaje de lo más rotundo, la permanente distinción entre las dos naturalezas del Señor en su encarnación. Nestorio, al leer ese Tomo en la soledad de su confinamiento, no pudo menos que admitir que, por fin, se había hecho plena justicia a la verdad, sintiendo que ya sí que podía morir en paz. Pero la auténtica realidad era que el concilio de Éfeso del año 449 había estado controlado por Dióscoro de Alejandría, y no por los delegados o los aliados de Roma. Por su parte, además, esos delegados romanos tan sólo podían hacer patente su disconformidad en un latín que se veía impotente ante la lengua griega hablada en el concilio. Así fue como, inapelablemente, el concilio siguió un curso abocado a un desenlace predecible: la condena de Flaviano y la rehabilitación de Eutiquio. Con la ayuda de uno de los delegados romanos, un diácono llamado Hilario, Flaviano redactó un recurso de apelación dirigido a León I. La situación quedó entonces en suspenso, y el paso del tiempo dio lugar a que Flaviano fuera sucesivamente encarcelado y enviado al destierro donde habría de sobrevenirle la muerte. El concilio, por su parte, siguió su curso procediendo a destituir a los dos más notables cabecillas del partido “nestoriano” – Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, para, finalmente, incluir asimismo a Domnus de Antioquía. El Tomo de León I nunca llegó a ser leído en el curso del sínodo. Para noviembre del año 449, el triunfo de Dióscoro parecía completo: ahora se encontraba con total libertad para ejercer su influencia y lograr que su propio presbítero, un tal Anatolio, fuera nombrado sucesor de Flaviano en Constantinopla. Embriagado por su triunfo, Dióscoro no fue capaz de aquilatar la realidad de la situación. Tres fueron los factores que habrían de resultar fatales para la causa ultra-ciriliana monofisita. En primer lugar, allí estaba el papa León I en Occidente, levantado en armas en su furibundo rechazo de esa “cueva de ladrones”, tal como denominaba él al concilio de Éfeso, denostando del latrocinio que se habían permitido sus dirigentes. En segundo lugar, el ascendiente de Crisapio sobre el emperador no dejaba de ser relativo y precario; tal como se haría evidente en el año 450 al ver precipitada su propia caída por maquinación de la desairada Pulqueria. Esa nueva alianza entre Pulqueria y León I bastó, además, para asegurar que las decisiones acordadas en Éfeso en el 449 no se mantendrían mucho tiempo. Pero el tercer y definitivo golpe lo habría de recibir Dióscoro por parte de Anatolio, personaje de su creación que él había encumbrado como sucesor de Flaviano. Ese Anatolio, sin encomendarse a nadie, decidió reclamar los plenos derechos de Constantinopla como segunda sede de la cristiandad, convencido de que las circunstancias favorecían una pronta aceptación por parte de Roma. El gran concilio de Calcedonia, cuarto de los ecuménicos, habría de desarrollarse bajo el férreo control de Pulqueria y Anatolio de Constantinopla; concilio, además, que se dedicó a revocar de manera sistemática todo cuanto se había acordado en Éfeso en el año 449. Dióscoro fue prontamente destituido (si bien no por razones doctrinales), emprendiendo la marcha hacia un exilio que sólo acabaría con su muerte acaecida en el año 454. Juvenal de Jerusalén, en cambio, cedió públicamente de su terreno, con lo cual pudo conservar su patriarcado. De entre los “nestorizantes”, Teodoreto e Ibas de Edesa fueron reinstaurados en sus puestos, mientras que

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El Tomo fue escrito por el secretario de Leo, Próspero; algunas partes fueron plagiadas de un sermón de san Agustín y de una carta del obispo Gaudentio de Brescia (c.400).

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Nestorio fue condenado como hereje.7 Sin embargo, la cuestión principal seguía siendo doctrinal. El Tomo de León I había sido recibido con cortés aprobación, siendo considerado incluso como dentro de la ortodoxia establecida. Sin embargo, los obispos en general se mostraban reacios a aceptar otro nuevo formulario griego, y cuando se hizo evidente que ese era precisamente el deseo de los delegados romanos, intentaron por todos los medios a su alcance promover uno que (como el formulario del 433) dejara abierta la opción entre “una naturaleza” o “dos naturalezas”. Como era de esperar, semejante petición fue rotundamente denegada. La forma final de la definición de Calcedonia debía mucho al Formulario del año 433. Se definía a Cristo como (a) perfecto Dios y perfecto hombre, consustancial con el Padre en su Divinidad, y con los hombres en su humanidad; afirmándose que (b) se daba a conocer “en” dos naturalezas, sin que cupiera posible confusión, cambio, división, o separación. El significado de la preposición “en” quedaba explicitado mediante otras cláusulas: (c) la diferencia entre las naturalezas en modo alguno queda abolida por la unión; (d) las propiedades de cada naturaleza quedan preservadas intactas, y ambas se unen para formar una única persona (prosopon) y una sola hipóstasis. La fórmula constituía en sí todo un mosaico de frases con diferentes orígenes y fuentes. La cláusula (a) procedía del formulario del año 433; la (c) era una cita sacada de la segunda carta de Cirilo a Nestorio, mientras que la (d) había sido elaborada en base al Tomo de León I. Esa precisión de “en dos naturalezas” procedía igualmente de León I (el cual, a su vez, la había tomado de San Agustín), siendo dicha puntualización la que habría de provocar gran parte del posterior debate. Los delegados romanos, junto con sus nestorizantes amigos, no podían tolerar ni la fórmula de Cirilo de Alejandría de “una única naturaleza después de la unión”, ni esa otra fórmula de “procedente de dos naturalezas” que, como era evidente, daba pie a una interpretación monofisita. El concilio prefijó un extenso preámbulo condenando a Nestorio y a Eutiquio, pero dando su aprobación a las “cartas de Cirilo a Nestorio y a los antioquenos”. Lo que no había quedado claro era de qué cartas en concreto se trataba. No pasando mucho, sin embargo, se llegó a la conclusión de que Calcedonia había dado su aprobación no sólo a la moderada segunda carta, sino, igualmente, a esa extremista tercera misiva a Nestorio que contenía los Doce Anatemas. Esa ambigüedad (probablemente intencionada) hacía fácil argumentar que, aun a pesar de esa fórmula de las “dos naturalezas”, en el concilio de Calcedonia no había quedado implícita una dualidad última en Cristo. Antes de separarse, el concilio pasó veintisiete cánones, quedando Constantinopla establecida como sede del tribunal de apelaciones de los sínodos provinciales, y, en una sesión en la que estaban ausentes los delegados romanos, se aprobó, asimismo, una resolución que confirmaba los privilegios inherentes a Constantinopla sobre la base de su estatus imperial y su analogía con la dignidad de la antigua Roma. Los delegados romanos habían sido ya previamente advertidos por León de que se esperaran algo semejante, y protestaron porque la resolución era contraria al sexto canon de Nicea. Ese sexto canon de Nicea no contenía ninguna referencia a Constantinopla, dado que la ciudad no existía en el 325; lo que sí explicitaba era la jurisdicción tradicional de los obispos de Alejandría en Libia como en todo análoga a la autoridad extra-provincial también ejercida por Roma y Antioquía (si bien no dejaba definida ni la naturaleza ni el alcance de esa autoridad). Pero lo cierto es que ese canon había llegado a verse interpretado como determinante del orden jerárquico de las grandes sedes de Roma, Alejandría, y Antioquía. Una vez asumido, lo que sí cabía era una nueva reformulación del texto como tal. La cancillería papal añadió al principio que “La Iglesia romana siempre ha gozado de la primacía”; y fue en esa forma carente de autenticidad que los delegados romanos citaron el canon en apoyo de su protesta en Calcedonia. La resolución pertinente a la dignidad de Constantinopla era tan inaceptable para Roma que León I asumió el enorme riesgo de retrasar su “ratificación” de esa dogmática definición 7

Pronto se encontró un núcleo para el nestorianismo en la escuela siríaca en Nisibis de donde el movimiento se extendió a Persia y de allí a China a través de Asia central, y también hacia el sur y la India. La comunidad nestoriana tuvo una historia continua en las montañas de Kurdistan hasta su s desastrosos sufrimientos en la primera Guerra Mundial, desde lo cual, muchos de los sobrevivientes se trasladaron a San Francisco.

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hasta el año 453. Lo que fue incapaz de percibir es que el concilio de Calcedonia necesitaba toda la autoridad posible, si es que había de conseguir que se mantuvieran todas sus decisiones, no dándose cuenta tampoco de que su actuación contribuía a ensanchar el abismo que ya separaba a Oriente de Occidente. En Egipto y Palestina, la fórmula de las “dos naturalezas” provocó violentos altercados y apasionadas disputas. En Alejandría, Proterio, el sucesor de Dióscoro, se encontró con que, al aceptar lo acordado en Calcedonia, se había quedado sin grey, logrando mantenerse tan sólo en base al apoyo militar. La noticia de la muerte del emperador Marciano en el año 457 fue motivo de una violenta revuelta en Alejandría: Proterio fue literalmente despedazado por el populacho y la sede vino a ser ocupada por Timoteo Aelurus, monofisita radical. LA BÚSQUEDA DE LA RECONCILIACIÓN

Durante todo el siglo siguiente, los calcedonianos y los monofisitas argumentaron, intrigaron y se pelearon entre sí sin descanso. En el año 451, los monofisitas fueron por fin desbancados, sin que por ello perdieran la esperanza de recuperarse y de poder contar con la ayuda de un emperador firme. El tiempo casi les vino a confirmar sus ilusiones. En el año 428, estando en el poder el emperador Zenón el Isaurio, un avispado patriarca de Constantinopla llamado Acacio ideó una fórmula de paz y concordia, a la que denominó “el Henoticon”, mediante la cual pretendía reconciliar a los monofisitas egipcios y sirios. El Henoticon condenaba por igual a Nestorio y a Eutiquio, aprobaba explícitamente los Doce Anatemas de Cirilo, declaraba que “una sola de las personas de la Trinidad se había encarnado”, evitaba mencionar la espinosa cuestión de “una” o “dos” naturalezas, y concluía condenando toda herejía tanto si “tenía su origen en Calcedonia o había surgido en cualquier otro posible lugar”. Todas esas resoluciones fueron promulgadas bajo la autoridad del emperador sin concilio de obispos. Al ser firmada por los patriarcas pro-monofisitas de Alejandría y Antioquía, las iglesias de la Grecia oriental experimentaron una vez más la concordia y la armonía. Pero el Henoticón fracasó en su intento por satisfacer a los monofisitas radicales precisamente por no condenar el concilio de Calcedonia de manera categórica. Por otra parte, la sede romana ponía serias objeciones no sólo a esa poco entusiasta referencia a Calcedonia, sino que, además, lamentaba el hecho de que Acacio de Constantinopla se hubiera permitido entrar en comunión con los monofisitas sin tan siquiera solicitar la aprobación de Roma. En el año 484, con la excusa de una muy denostada maniobra de obstrucción por parte de Acacio, el Papa logró excomulgar a un tiempo a éste y al mismísimo emperador bizantino. La ruptura fue vivida con pesar en Constantinopla, pero, sin duda alguna, le era más importante al emperador conservar la lealtad de Egipto y Siria que mantenerse acorde con Roma y un Occidente que se desintegraba ante el acoso de los pueblos bárbaros. El Papa, por su parte, pudo mantener esa postura gracias a que su independencia política quedaba asegurada por el poderío godo del que disfrutaba Teodorico en Italia. El cisma entre Roma y la ortodoxia oriental persistió hasta 541, año en el que Justino I fue nombrado emperador y, ya en el poder, optó por una política eclesial en consonancia con las opiniones pro-Calcedonia de su sobrino, y futuro emperador, Justiniano. Durante treinta y seis años, el Henoticón se mantuvo como modelo ortodoxo de Oriente. A lo largo de ese período, hizo además su aparición lo mejor de la teología monofisita, sobre todo gracias a la proverbial tolerancia de ese gran emperador que fue Anastasio (491-518). Figuras de la talla de Severo de Antioquía (465-538) y Filoxeno de Hierápolis en Siria (440523) descollaron por una teología de refinada intelectualidad. Según su modo de ver las cosas, la fórmula de Cirilo de Alejandría de “una sola naturaleza después de la unión” era del todo irreconciliable con Calcedonia y la propia postura del papa León I; y tampoco estaban muy dispuestos estos letrados a aceptar esa doctrina monofisita extremista (difundida por el obispo Juliano de Halicarnaso) de que el cuerpo físico de Cristo era ya incorruptible antes de la resurrección.8 Por parte de los calcedonistas, tampoco se escatimaron estudios y esfuerzos, 8

Cuando estaba ya senil, el emperador, Justiniano, llegó a adoptar esta opinión, que se llama Aftartodocetismo. Murió antes que pudiera imponerla.

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poniendo gran entusiasmo en una posible armonización de pareceres entre Cirilo y el propio concilio. Lo curioso es que ambas partes contendientes se servían en sus intentos de las mismas herramientas rigoristas de la lógica aristotélica. El recurso de preferencia fue el del florilegio o antología de extractos selectos de los Padres ortodoxos. La intención era demostrar, una vez más, que incluso la tradición más ortodoxa y respetable venía, de hecho, a ratificar las propias convicciones del compilador en cuestión. Los amanuenses de esas colecciones de textos escogidos no siempre se mostraban igual de escrupulosos a la hora de reflejar con exactitud letra y espíritu de los mismos; pero, aun así, el más grande teólogo monofisita, el ya mencionado Severo de Antioquía, hizo cuanto estuvo en su mano para asegurarse de la exactitud de sus citas. Durante un período que fue del año 500 al 510, un monofisita de actitud más moderada, y grandemente influido por el neoplatonismo de Proclo de Atenas, puso en circulación una serie de escritos relativos a la teología mística, presentándolo bajo la advocación de ese gran converso ateniense de San Pablo, Dionisio el Areopagita (Hechos 17:34). El falsificador, cuya identidad sigue siendo un enigma, pronto alcanzó un gran éxito, y, no pasando mucho, los propios teólogos calcedonianos se vieron obligados a escribir comentarios sobre el Areopagita para explicar su texto de una manera satisfactoria. Otro destacado monofisita fue Juan Filópono (490-570),9 primera figura cristiana de la escuela platónica de Alejandría. Este Filópono se dedicó a escribir comentarios sobre Aristóteles, a la par de agudas exposiciones de la doctrina monofisita, al tiempo que, infatigable, mantenía perpetua lucha con un mercader y viajero llamado Cosme (conocido también por el apodo de “el marino de la India” (indicopleustes), el cual daba por sentado que la Biblia proveía información literalmente científica respecto al mundo natural. Pero la habilidad intelectual no era monopolio exclusivo de los monofisitas. A favor de la causa calcedonia, un tal Leoncio de Bizancio argumentaba que, si bien Cristo gozaba de dos naturalezas distintas de modo permanente, en su humanidad disponía de existencia concreta tan sólo dentro de la hipóstasis del Verbo divino, postura, además, que defendía con los más sutiles argumentos. Esa avalancha de argumentaciones, formales y ponderadas, por ambas partes contendientes tuvo el efecto de dejar anticuado el Henoticón. De hecho, la debilidad inherente a ese tratado radicaba precisamente en su presunción de que podía llegarse a un acuerdo mediante la intervención exclusiva de los diplomáticos eclesiásticos, sin que tuviera que prestarse especial consideración en sí a los principios teológicos. Entre los años 510 y 520, los calcedonianos y los monofisitas estuvieron enzarzados en continuos debates, seguros ambos de la propia pericia lógica y de su inapelable rigor intelectual. La política de tolerancia del emperador Anastasio para con los monofisitas no era bien vista por los más estrictos calcedonianos. Por otra parte, no toda las controversias se dirimían a nivel puramente académico. Muchas de las discrepancias tenían su origen, sencillamente, en diferencias litúrgicas bien concretas. Con anterioridad al año 451, tanto las iglesias de Siria como las de Constantinopla se habían acostumbrado a usar la proclamación litúrgica conocida como el “Tristagión”: “Santo Dios, Santo Todopoderoso, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros”. Ya para el 431, los simpatizantes de Apolinario habían añadido un “crucificado a favor nuestro” después de “Inmortal”. En Antioquía, y hacia el 460, bajo los auspicios de un patriarca monofisita, esa fórmula reforzada del Trisagión pasó a ser de uso generalizado. Pero los calcedonianos rechazaron de inmediato esa añadidura objetando que daba a entender que Dios también había sido crucificado, procediendo, en consecuencia, a reinterpretar el Trisagión desde la perspectiva de la Trinidad y no tan sólo desde la persona de Cristo. Pero, en el mes de noviembre del año 512, al ser persuadido el emperador Anastasio para que permitiera que la fórmula monofisita del Trisagión fuera adoptada también en Constantinopla, se desencadenó un alboroto de tal magnitud que estuvo en peligro no sólo su continuidad en el trono sino que incluso se vio amenazada seriamente su integridad física; quedando, pues, advertido de la vehemencia del espíritu calcedonista de la capital. Resultaba, pues, evidente que ninguna de ambas partes

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Filópono sostuvo, en contra de la ciencia aristotélica, que el universo material (no solamente su orden) tuvo un principio. En parte se anticipó a Galileo.

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contendientes estaba dispuesta a mostrarse satisfecha con la avenencia política que proponía el Henoticón. Una posible reconciliación con los monofisitas fue una rémora constante en el dilatado reinado de Justiniano (527-565) y su esposa Teodora. El mandato de Justiniano se caracterizó, sin embargo, tanto por una larga serie de afortunados esfuerzos militares por reconquistar a Occidente de las garras de los bárbaros y de los vándalos de África10 como por su notable programa de construcción sistemática de espléndidas iglesias, algunas de las cuáles se han conservado hasta nuestros días (como es el caso de Santa Sofía, o de los Santos Sergio y Baco de Constantinopla), siendo todavía causa de admiración y asombro; en una codificación sistemática de las leyes y por una continua controversia dogmática en la que el propio emperador desempeñó el insólito papel de experto teólogo, permitiéndose “aconsejar” a los patriarcas respecto a un posible modo correcto de “actuar”. Pero lo cierto es que la aceptación del concilio de Calcedonia era un factor indispensable en su camino hacia una deseada recuperación de los territorios de Occidente, y nada podía hacerse para soslayarlo. Sin embargo, su esposa Teodora (de cuya vida un tanto irregular da cumplida información el malicioso historiador Procopio de Cesarea) simpatizaba con los monofisitas. Quizás significativamente, habría de ser precisamente Teodora la que infundiera en un pusilánime Justiniano el coraje necesario para mantenerse firme en su puesto ante el grave disturbio del año 532, conocido como el alboroto de Nika, en el que resultó gravemente dañado el antiguo templo de Santa Sofía, y que vino a suponerle a la reina un incremento en su ya más que notable ascendiente sobre Justiniano. Dos controversias en concreto fueron las que más habrían de ocupar al emperador. En Palestina, las especulaciones de carácter místico de Orígenes, tal como habían sido desarrolladas por Evágiro (véase el capítulo 12), dieron pie a una polémica que forzó la intervención imperial. De hecho, entre el 542 y el 543, el emperador publicó una extensa refutación del origenismo, mostrándose los patriarcas unánimes en su aprobación de cuanto por él era expuesto. El problema monofisita resultaba, en comparación, mucho más difícil de solventar. Una de las principales objeciones que se le hacían al concilio de Calcedonia consistía, precisamente, en el modo en que había dejado libres de culpa a Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, ambos recalcitrantes partidarios de la causa de Nestorio. ¿No habrían de sentirse, pues, verdaderamente ratificados en su postura los monofisitas si la aceptación de la definición de Calcedonia, interpretada a la luz de Cirilo de Alejandría, viniera a verse unida a la condena explícita de “capítulos” o proposiciones citados de Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro, e Ibas de Edesa? El plan era de una sutileza exquisita, y la única dificultad seria radicaba en conseguir que Vigilio de Roma (papa entre el 537 y el 555) se aviniese a ello, ya que Occidente estaba más que convencido de que no tenía sentido ratificar lo acordado en Calcedonia para luego condenar de forma simultánea esos “Tres Capítulos” motivo de discordia. Vigilio viajó, pues, hasta Constantinopla, y en ese año de 548 puso su sello personal a la condena de Teodoro como hereje, y al rechazo de los escritos adscritos a Teodoreto e Ibas como inadmisibles (la terminología había sido escogida con las máximas precauciones). Sin embargo, el sello de ratificación había sido puesto por un hombre que era consciente de que su actuación sería denunciada en su momento en Occidente, sobre todo en las provincias norafricanas afines, y, en consecuencia, procedió a retirarlo sin más en el año 551. Justiniano, pese a todo, no se resistía a perderle. En un concilio convocado en Constantinopla en mayo del 553, quinto de los concilios ecuménicos, se llegó al acuerdo de condenar tanto al propio Orígenes como a los tres capítulos en disputa; decisión a la que, en última instancia, se avino Vigilio. Lo cierto es que el Papa tuvo la fortuna de fallecer antes de llegar de vuelta a Roma, con lo cual evitó tener que enfrentarse al temporal que allí se iba a desencadenar.11

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Pronto después de la muerte de Justiniano (565) se perdió mucho de nuevo: España a los visigodos, Italia del norte a los lombardos, ‘Hungría’ a los avaros, mucho de los Balcanes a los eslavos y búlgaros. Un problema misionero gordo fue creado por estas invasiones. 11 El sucesor de Vigilio, elegido por Justiano, fue su diácono Pelagio quien, en su juventud, se había opuesto violentamente a la condenación de los Tres Capítulos, pero el emperador juzgó, correctamente,

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El penoso incidente de los Tres Capítulos en nada sirvió para reconciliar ni siquiera a los más moderados de los monofisitas. De hecho, el efecto logrado fue precisamente el contrario. Corría ya el año 553 cuando un avispado obispo monofisita de Siria, Jacobo Baradeo, se percató de la magnitud de la amenaza que suponía el proyectado plan de Justiniano para la independencia y pervivencia de su partido. Decidido a impedir que triunfara semejante despropósito, emprendió un dilatado periplo de visitas diplomáticas por todo el Oriente, camuflado bajo otra identidad, firme en su empeño de crear un episcopado monofisita “subterráneo” que viniera a ser una auténtica alternativa al denostado calcedoniano. (De hecho, y hasta el día de hoy, ni los sirios jacobitas, ni los armenios, ni los coptos, ni los etíopes, aceptan ese concilio de Calcedonia.) Respecto a los calcedonianos, las repercusiones se dejaron sentir en forma de cismas temporales en Occidente; situación que en nada vino a mejorar esas sucesivas proclamaciones contradictorias de Vigilio, viéndose incluso perjudicada la propia sede de Roma. LA DOCTRINA DE UNA ÚNICA VOLUNTAD

En el siglo VII, los repetidos ataques de persas y árabes dieron nuevo impulso a esa determinación imperial de reconciliar de una vez por todas a los monofisitas disidentes. Se propuso, en consecuencia, una nueva fórmula conciliatoria, en la que se afirmaba que si bien Cristo tuvo dos naturalezas, tan sólo dispuso de una “actividad” (doctrina a la que Dionisio el Areopagita venía prestar decidido apoyo) o, mejor aún, una única voluntad divina. Esta doctrina “monotelista”, ya anticipada por Vigilio, fue aceptada por Honorio I (papa del 625 al 638), si bien los más estrictos caldedonianos se negaran a aceptar ni por un momento semejante propuesta. La doctrina monotelista fue condenada en el año 649 (en claro desafío a la política imperial) por el papa Martín I en el concilio Laterano de Roma, y, posteriormente, asimismo, en el sexto concilio ecuménico de Constantinopla celebrado entre el 680 y el 681. Sin embargo, el principal artífice del desmantelamiento teológico del monotelismo fue Máximo el Confesor (580-662), decidido como estaba a dedicar a esa cuestión de la cristología calcedoniana todo el estudio que fuera necesario, tal como había sido dado ya ejemplo en los tiempos antiguos. Para empezar, se dio cuenta de que la doctrina monofisita llevaba implícita una muy pesimista visión de la naturaleza humana. El concilio de Calcedonia, aseguraba él, con los más sutiles y refinados argumentos, había salvaguardado la autonomía del género humano, garantizándole, además, un estatus de independencia y un intrínseco valor positivo dentro del orden de la creación. El Cristo que es conocido en virtud de dos naturalezas es perfectamente capaz de convertirse en nuestro modelo de libertad e individualidad, siendo, a la vez, garante de una unión mística que preserva la individualidad del hombre como criatura creada. Pero eso no era todo. Capacitado para ir más allá de fórmulas estereotipadas y eslóganes populares, Máximo había asimilado la interpretación ciriliana de Calcedonia, oportunamente sancionada por el quinto concilio general del 553, y reconocía como plenamente ortodoxa, en intención y en hecho, tanto la fórmula calcedoniana de “en dos naturalezas” como la fórmula monofisita de “a partir de dos naturalezas” o, incluso, “una naturaleza del Verbo encarnado” (siempre, claro está, que la diferencia implícita en la salvedad “tras la unión” no fuera suprimida). A pesar de las letanías inconscientes de la multitud, y las excesivamente sutiles logomaquias de los intelectuales, la controversia cristológica había venido a ocuparse de cuestiones de la más fundamental importancia para la teología cristiana: el Señor, a través de cuya intercesión oramos, y a quien todos nos dirigimos en oración, ¿oró en verdad a título personal? Fuera como fuese, lo cierto es que el panorama general era desolador. Las muestras de fanatismo y estulticia se multiplicaban por doquier, y muchas de las controversias tenían su origen en un vano deseo de disputar por el mero placer en sí. Por otra parte, los escrúpulos de conciencia de las mentes más privilegiadas no permitían ni la más leve concesión allí donde se pensaba que la causa de Dios corría peligro. Las pérdidas contenido y dignidad se sucedían con que fue capaz de cambiar su opinión. Con una autoridad autocrática y el mínimo de explicación, Pelagio logró sostener el Quinto Concilio contra sus críticos occidentales.

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una regularidad alarmante. En el terreno de la política, el distanciamiento de Egipto y gran parte de Siria con respecto al gobierno de Calcedonia constituía un grave problema, siendo, además, una de las causas del lamentable estado de debilidad espiritual en que se encontraron esas provincias a la llegada de las invasiones musulmanas (si bien justo es admitir que los monofisitas nunca llegaron a sentirse tan ajenos a sus hermanos en la fe como para ver en los árabes a unos posibles libertadores). La historia nos cuenta que los árabes se apoderaron de Jerusalén en el 637, cayendo Antioquía en el 638, y Egipto y Alejandría en el 641; y que, no pasando mucho, estaban ya a las puertas de la mismísima Constantinopla, donde fueron repelidos gracias al “fuego griego”. Aun así, para el año707 ya se habían hecho con el norte de África, siendo conquistado el sur de España cuatro años más tarde. Esa rapidísima y triunfante campaña islámica le supuso al imperio cristiano la pérdida de muchas de sus principales provincias. El mapa de la cristiandad quedó drásticamente transformado, iniciándose un proceso que, con el tiempo, habría de ser testigo del traslado del centro de gravedad del cristianismo al occidente europeo. La presencia musulmana no puso fin, sin embargo, a la controversia cristológica, sino que vino a exigir mayores esfuerzos y nuevas respuestas de la teología, pero esta vez con la necesidad añadida de un talante apologético. El rechazo que el Islam hacía de estatuas, imágenes o representaciones pictóricas recuerda en mucho, por lo que tuvo de anticipatorio, a ese gran movimiento iconoclasta del siglo VIII. Habría de ser un monje cristiano radicado precisamente en la Palestina musulmana, Juan Damasceno (675-749), el que llevara a cabo la loable tarea de reunir en un volumen, “Acerca de la fe ortodoxa” los logros de la teología patrística ortodoxa, obra a la que vendría a sumarse posteriormente su clasificación de las manifestaciones doctrinales básicas del pasado, relativas a la Trinidad y la Encarnación, en una vasta antología repleta de citas autorizadas. Juan fue uno de los primeros grandes eruditos cristianos.

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15 El desarrollo del pensamiento cristiano latino JERÓNIMO Y EL INICIO DE LA MADUREZ

El cristianismo latino anterior al cuarto final del siglo IV se encontraba retrasado en comparación con el ya maduro desarrollo de las iglesias ortodoxas. La mejor guía relativa a las más avanzadas cuestiones teológicas seguía siendo Tertuliano, quien, a la sazón, se había convertido en montanista. Cipriano todavía disfrutaba de un enorme prestigio, siendo conmemorado de manera especial en la eucaristía romana. El hecho de que sus escritos seguían siendo leídos queda demostrado por el hecho de que su nombre aparece en un catálogo, confeccionado en Roma, de textos disponibles para ser adquiridos, en el que quedaban incluidos todos sus escritos, especificándose, además, su diferente extensión con el fin de que posibles libreros desaprensivos no cobraran más de lo debido. Resulta evidente, pues que, por lo menos para entonces, la pátina de donatismo evidente en su teología sacramental, tan inaceptable en Roma, todavía no había empañado su reputación. Con todo, el interés de Cipriano en la teología, Iglesia y sacramentos aparte, era verdaderamente mínimo. Occidente no contaba con nada de paralela valía a los logros de Orígenes, ni en cuanto a una erudición bíblica ni en lo que hacía a una reflexión especulativa. El más temprano exegeta latino, el obispo Victorino de Pettau, martirizado en la persecución de Diocleciano, se había dedicado a escribir sencillos comentarios que dependían de modelos ortodoxos. Durante ese mismo período, la crisis provocada por la ofensiva pagana, suscitó dos encendidos escritos en defensa de la propia fe, uno debido a la pluma de Arnobio de Sica, en la Numidia, y el otro un trabajo infinitamente superior, titulado Las Divinas Instituciones, salido de la pluma de Lactancio, profesor de lengua latina en Nicomedia, el cual había compuesto asimismo un escalofriante recuento de las terribles muertes sufridas por los propios perseguidores. Sin embargo, ninguno de ambos escritos podía ser considerado de peso o contundente como teología. El impacto de la controversia arriana había ciertamente fomentado una mayor seriedad en el enfoque de algunas cuestiones fundamentales. A principios de la segunda mitad del siglo IV, Hilario de Poitiers había sido condenado por Constancio a un destierro indefinido en el Asia Menor, dándose el caso de que allí aprendiera a explicar a un mundo latino, ignorante del tema, la compleja controversia que estaba teniendo lugar en el Oriente. Por esa misma época, en la ciudad de Roma, Mario Victorino, filósofo neoplatónico, cuya conversión en el 355 había causado gran sensación, aplicó toda la sutileza de la era capaz su mente a resolver las complejas cuestiones lógicas suscitadas por los arrianos, mostrándose en sus argumentaciones decididamente a favor de la fórmula nicena. Poco a poco, los teólogos occidentales empezaron a adquirir una mayor confianza en sí mismos. En un principio, estos teólogos noveles no tuvieron más remedio que beber en las fuentes del oriente ortodoxo. En Ambrosio, por ejemplo, es evidente una gran dependencia, incluso en el propio terreno de la expresión verbal, de Filón, Orígenes, y Plotino. Rufino de Aquileia (c.345-410), por su parte, se encontró con un público más que dispuesto a recibir versiones de los grandes teólogos clásicos ortodoxos, sobre todo en lo que hacía a Basilio, Gregorio Nacianceno; y, muy particularmente, ávido por leer la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea, que Rufino había ampliado en un suplemento que llegaba hasta la muerte de Teodosio I (395). Su amigo Jerónimo (Eusebio Jerónimo) publicó en manera similar una serie de traducciones de los sermones de Orígenes, así como también varios extractos actualizados de la Crónica de Eusebio de Cesarea. Además, Jerónimo se dedicó con denuedo a componer una serie de cáusticos comentarios bíblicos que seguían el camino iniciado por Orígenes.

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Si bien Jerónimo había nacido (347) no lejos de Aquileia, estudiando en su juventud en la mismísima Roma, lo cierto es que había pasado gran parte de su vida en un entorno griego en la localidad de Belén, período que había abarcado del 386 al 419, año este último que sería testigo de su muerte. Aun así, su actitud para con la tradición oriental ortodoxa no dejaba de ser en extremo crítica, y las relaciones mantenidas con los propios griegos de Jerusalén no siempre fueron cordiales. Por otra parte, Jerónimo no estaba convencido de que, tal como pensaba la inmensa mayoría de los peregrinos procedentes de Occidente, la teología jerosolimitana fuera el modelo a seguir. Uno de sus más conocidos sermones, dirigido a sus monjes latinos de Belén, consistió precisamente en una demoledora crítica de la costumbre ortodoxa de celebrar el nacimiento de Cristo el 6 de enero en vez del 25 de diciembre. Las comunidades occidentales presentes en los Santos Lugares vivían en enclaves que, curiosamente, apenas si mantenían contacto alguno con los cristianos oriundos de esos lugares. El entorno mental de Jerónimo era pues, y sin lugar a dudas, absolutamente latino. Los disidentes que provocaban sus más virulentas diatribas, características por un uso de la hipérbole que hasta sus propios amigos encontraban embarazoso, quedaban en el marco de un pensamiento netamente occidental. Tal era el caso, pues, de Helvio, acendrado defensor de la literalidad de esos “hermanos del Señor”, que habían de ser tenidos, pues, como verdaderos hijos de María y José; Vigilantio, decididamente contrario a las manifestaciones de devoción popular, tal como podían ser las vigilias y el culto a los santos, debidas todas ellas, según lo veía él, a las más insidiosas infiltraciones paganas en el seno de la iglesia; Joviniano, quien no dudaba en negar toda posible superioridad espiritual del celibato sobre el matrimonio; Pelagio, empeñado en un cuestionamiento sistemático de la necesidad humana de la gracia; y, sobre todo, el pensamiento de Rufino, el cual se había atrevido nada menos que a traducir al mismísimo Orígenes. Jerónimo, de hecho, tenía un conocimiento aceptable del griego y del hebreo, pero carecía de un conocimiento adecuado de los grandes clásicos de la literatura griega. Sin embargo conocía y amaba de todo corazón los escritos de Cicerón, Salustio, Lucrecio, Virgilio, Terencio, Horacio, y Juvenal; hasta el punto de que no podía evitar intercalar en sus propios escritos citas y remembranzas de todos ellos. La cuestión es que, por otra parte, el propio Jerónimo no estaba seguro de que todos esos conocimientos fueran los más apropiados para un monje. Hacia el 374, ya novicio en la vida de ascetismo, cayó enfermo durante la Cuaresma, sufriendo una pesadilla en la que era llevado por la fuerza ante el Gran Trono del Juicio para oír la más terrible de las condenas: “Tú eres ciceroniano, no cristiano”. Pero lo cierto es que, visto en retrospectiva, el buen monje no tenía por qué haberse sentido tan acongojado. Por un lado, su voto de ascetismo servía al propósito principal, y, por el otro, sus escritos fueron verdaderamente fundamentales al aportar al Occidente cristiano una calidad y una fuente de confianza insólitas hasta la fecha. No dejaba de ser todo un orgullo, a la par que un consuelo, que el hombre más erudito y cultivado de la época fuera precisamente un cristiano latino y no un griego. El natural orgullo que Occidente sentía respecto a su propia tradición vino a verse incrementado por una serie de medidas de orden práctico tomadas por el papa Dámaso, entre las que destacaba su decidido apoyo a la liturgia de conmemoración de santos y mártires. Dotado, además, de un exquisito sentido del gusto, e inclinado por naturaleza a la ornamentación, mandó decorar los santuarios de Roma con epigramas hexamétricos. Uno de sus contemporáneos, Ambrosio de Milán, compuso himnos para un uso litúrgico en las festividades anuales de los grandes santos. La iglesia occidental vio por entonces aumentado su capital artístico con las composiciones líricas de un poeta de gran sentimiento --el hispano Prudencio (348-405), el cual destacaba por un interés primordial en la devoción debida precisamente a los santos de Hispania e Italia. Un interés parecido alentaba a Sulpicio Severo, autor que dedicó lo mejor de su pluma a demostrar al mundo que en la sencillez de Martín de Tours Occidente contaba con un santo cuyos milagros entraban en la misma categoría que los de San Antonio en Egipto. Además, Paulino, el gran amigo de Sulpicio, y rico terrateniente de la Aquitania, renunció a toda su fortuna, asentándose en el año 395 en la Campania, junto al santuario del popular santo Félix Nolano, en cuyo honor, además, acostumbraba a escribir un largo poema conmemorativo anual. Otros dos fueron, sin embargo, los santos que atrajeron a los peregrinos a los santuarios de Roma: San Pedro y San Pablo. Cada año, Félix Nolano peregrinaba a Roma para asistir a la

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solemne procesión que circundaba la ciudad anualmente cada 29 de junio; y tanto Ambrosio como Prudencio escribían respectivos poemas conmemorativos en honor de tan señalada fiesta patronal. El hecho de gozar en exclusiva de tan insignes apóstoles y mártires le daba a Roma una indiscutible preeminencia con respecto a las más veteranas iglesias del Oriente ortodoxo. La situación estaba, pues, madura para la aparición de una genuina teología latina independiente. Pero si bien Jerónimo andaba ya afanoso en su magna empresa bíblica, lo cierto es que su vasta erudición no hacía de él obligatoriamente un pensador de igual talla. Esa tarea iba a recaer, en cambio, sobre los hombros de un joven norteafricano llamado Agustín, cuya amplitud y profundidad de pensamiento habría de conmover los cimientos no sólo de sus más inmediatos contemporáneos, sino de la totalidad del pensamiento cristiano occidental en un dilatado futuro. LA CONVERSIÓN DE AGUSTÍN

Agustín había nacido el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste, pequeña población numidia (Souk-Arrás en la Argelia actual). Hijo de una familia de clase media, su padre, Patricio, era acérrimo pagano y, de hecho, no se convirtió al cristianismo hasta poco antes de que le sobreviniera la muerte. Su madre, Mónica, era una devota creyente, probablemente de origen berebere, la cual albergaba grandes esperanzas para ese hijo que se perfilaba ya como persona fuera de lo común. La formación de Agustín, en gran parte financiada por un acaudalado benefactor, tuvo lugar en Cartago. Allí habría de adquirir sus primeras nociones de literatura latina y, al igual que Jerónimo, no dudó en poner a prueba su propio pensamiento con los escritos de Cicerón y Virgilio. Pronto tuvo un más que notable dominio de todo a cuanto se aplicaba. Su instinto para la más elevada prosa era infalible, y a esa facilidad innata no tardó él en añadir el arte de la alocución en público, camino acostumbrado para asegurarse el éxito en las leyes o en las instituciones públicas. Sin embargo, la prematura muerte de su padre vino a truncar tales planes. Obligado a proveer para el sustento familiar, Agustín empezó a trabajar como maestro en su Tagaste natal. En ese empleo duró, sin embargo, poco, y muy pronto se dedicó a dar clases de retórica con sucesivas cátedras en Cartago (374), Roma (383), y Milán (384), con lo cual aspiraba a hacerse con amigos influyentes que le ayudaran a conseguir un puesto de gobernador provincial. Pero tan halagüeño futuro iba a verse radicalmente alterado al convertirse al cristianismo en el año 386. En sus Confesiones, escritas once años después de tan insigne acontecimiento, Agustín describe su búsqueda personal en uno de los más conmovedores pasajes de la prosa cristiana: en su nacimiento, su madre había hecho que le santiguaran con el signo de la cruz, inscribiéndole como futuro catecúmeno, lo cual no tenía nada de extraño habida cuenta que en muy raras ocasiones se practicaba el bautismo de infantes. Sin embargo, durante su adolescencia, esa fe infantil se había visto asfixiada por sus asiduas incursiones en un mundo de placeres sensuales que él mismo juzga severamente en sus Confesiones. Al cumplir diecisiete años, se hizo con una concubina de baja extracción, según era costumbre en la época,1 siéndole fiel hasta que los planes (que no llegaron a verse cumplidos) de su madre para casarle ventajosamente precipitaron una ruptura no pensada. En el año 372, esa mujer dio a luz un hijo suyo al que se le puso por nombre Adeodato (Don de Dios). En ese mismo año, la mente de Agustín empezó a plantearse la realidad cristiana, movido en un principio por un deseo de hallar la auténtica verdad que había suscitado en él la lectura de uno de los diálogos filosóficos de Cicerón, el Hortensius, obra hoy perdida pero entonces de obligado estudio curricular. La cuestión es que el 1

Algo que ilustra cuán aceptable y respetable era esta costumbre en este tiempo, es un canon de un sínodo español del año 400 que decretó que, siempre que un hombre fuese fiel a su concubina como si fuera su esposa, su relación no les obstaculizaba tomar la eucaristía. El papa León I opinaba que la monogamia se preservaba si un hombre dejaba a su concubina para contraer matrimonio legal. En los principios del siglo III en Roma, el papa Calixto, que había sido libertado de la esclavitud, reconoció las uniones entre señoras emancipadas de alto rango social, con hombres de bajo rango social, aunque era imposible legalizar el matrimonio.

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estilo del escrito le parecía tremendamente inferior al de los grandes clásicos latinos. Por otra parte, una primera aproximación al Antiguo Testamento le había dejado con la sensación de que no se trataba más que de insulsas historias propias de comadres, al tiempo que no podía menos que pensar que la Iglesia como tal carecía por completo de categoría y rigor intelectual. En ese estado de ánimo y mente, Agustín tuvo su primer encuentro con los maniqueos (véase el capítulo11), los cuales rechazaban igualmente los escritos del Antiguo Testamento, proclamando, contundentes, que ellos ofrecían razón allí donde la Iglesia tan sólo argumentaba desde la base de una muy cuestionable autoridad. Durante toda una década, Agustín se mantuvo adscrito al movimiento maniqueo, llevando incluso a su seno a varios de sus amigos. Sin embargo, las continuas dudas, y una desilusión inexplicable, le sumieron de nuevo en un estado de escéptica incertidumbre que coincidió con su traslado a Milán. Corría el año 384 y, por primera vez en su vida, Agustín se topó con un cristiano de auténtica talla intelectual. Los sermones de Ambrosio, pronunciados en la catedral de la ciudad, le cautivaron en un principio por su magnífica elocuencia, pero, no pasando mucho tiempo, la potente combinación de devoción cristiana y lenguaje místico neoplatónico, unido a una más que convincente interpretación de difíciles pasajes del Antiguo Testamento, le conmovieron tanto en mente como en espíritu. Además, los argumentos esgrimidos por Ambrosio venían a dar respuesta a las burlonas objeciones de los maniqueos. Agustín, totalmente fascinado ahora por su descubrimiento del neoplatonismo, se aplicó ardientemente a la lectura de Plotino y Porfirio. Los axiomas del platonismo se convirtieron para él en algo tan esencial como el aire que respiraba. La filosofía de Plotino había venido a despertar en él un interés en esa realidad de la mente interior que tiene su correlación en Dios mismo, y, desde luego, de lo que no cabía duda era de la gran capacidad de Agustín para la introspección analítica. Su conversión al neoplatonismo fue, pues, prácticamente simultánea con su aceptación de la fe cristiana y, de hecho, habrían de pasar varios años antes de que fuera capaz de mostrarse crítico de esa religiosidad metafísica tan propia del platonismo. El punto álgido de la crisis se produjo en un jardín de la ciudad de Milán, en el verano del 386. El mes siguiente lo pasó en un retiro casi platónico (al igual que había hecho Cicerón en Túsculo), en compañía de sus más íntimos amigos de Cassiciacum, finca situada a pocos kilómetros de Milán. Las muchas y extensas charlas allí mantenidas le sirvieron de base para cuatro diálogos platonizantes (Contra los Académicos; Sobre la Felicidad; Sobre el Orden; y los Soliloquios) que, en su conjunto, equivalen a toda una proclamación de la postura cristiana ante las dudas planteadas por la filosofía de la época. Esa fuerte vena platónica, patente en su proceso de conversión fue, además, un factor clave en su decisión de abrazar el celibato, si bien resulta evidente que, en esa etapa en concreto, Agustín no había determinado seguir una vocación específicamente monástica o, menos aun, sacerdotal. En la víspera de la Pascua del año 387, Agustín y su hijo fueron bautizados por Ambrosio; en el otoño fallecía su propia madre en Ostia, y, doce meses más tarde, Agustín regresaría a África para no abandonar el lugar nunca más. Tras establecer una pequeña comunidad ascética en Tagaste, siguió adelante con sus intereses puramente filosóficos. Pero, en el 391, en una visita de pasada a Hipona (Bône), se vio, abocado, por presión popular, y pese a sus muchas protestas, a aceptar ser ordenado como presbítero. A partir de ese momento, la sociedad ascética al completo se trasladó a Hipona, adoptando un carácter más eclesial.2 En el año 395, Valerio, anciano griego obispo de Hipona, hizo que Agustín fuera consagrado como obispo coadjutor con el principal propósito de que nadie le arrebatara hombre de semejante valía, aprovechándose de la circunstancia de que allí, en la remota África, nadie estaba al corriente de que el octavo canon de Nicea especificaba que en ningún caso podía ciudad alguna contar con dos obispos simultáneamente. Esa ordenación operó en Agustín un cambio de mentalidad tan profundo como el experimentado en su propia conversión. Hasta ese momento, sus escritos se habían ocupado bien de cuestiones filosóficas, bien de encendidas polémicas relativas al maniqueísmo, todo ello, en definitiva, pura especulación intelectual acerca de problemas tales como la naturaleza del mal y la relación existente entre autoridad y razón. El hecho de ser obispo, en cambio, vino a 2

Muchos de los monjes de Agustín llegaron a ser obispos en otros lugares y por lo tanto esparcieron sus ideales por África.

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marcar un hito en su existencia. Por primera vez en su vida, Agustín se planteó la necesidad de enfrentarse con rigor a una exégesis bíblica, especialmente en el caso de las epístolas paulinas. En el momento de su preparación para el bautismo, Ambrosio le había aconsejado leer el libro de Isaías, pero el inconstante joven pronto había desistido del empeño por encontrarlo demasiado complejo. Ahora, sin embargo, la exégesis bíblica venía a convertirse en ocupación primordial, haciéndose, además, cada vez más profunda su propia comprensión del estudio teológico. Esa nueva faceta en sus estudios, tuvo un efecto inmediato sobre su enjuiciamiento de la naturaleza humana en general y de sus propias capacidades en particular. En el año 397 vieron la luz sus Confesiones, verdadera obra maestra de la autobiografía introspectiva. Escrita cual dilatada oración dirigida a Dios, seguía, en gran medida, la presentación propia de los Salmos, pero enmarcándose en una más amplia panorámica relativa a esa verdad eterna de la inquietud que experimenta el alma hasta que se reúne de nuevo con su Hacedor. Las cuestiones privadas son, además, contadas con singular delicadeza, pero con una voluntaria intención de ilustrar una tesis teológica de suma trascendencia. Sería, pues, un gran error, leer esas Confesiones como simple autobiografía a la que hubieran venido a añadirse, por así decirlo, digresiones ajenas al texto esencial. EL CISMA DONATISTA Y EL PROBLEMA DE LA COERCIÓN

Allí, en Hipona, Agustín tendría que enfrentarse, por primera vez en su vida y de una manera totalmente novel para él, al amargo problema de las divisiones cristianas; siendo aun mayor su agonía por un exarcebado sentido personal de la responsabilidad. La ciudad se encontraba a la sazón dividida en esas dos comunidades rivales presentes en el norte de África: los donatistas y los católicos. La situación, además, había llegado a ese punto en el que cada insulto y cada desaire es recordado con malsano rencor, quedando archivados, y vividos como presentes, ofensas de casi un siglo de antigüedad. Bajo el sol impenitente del árido clima numídico, nada quedaba ni olvidado ni perdonado. Lo curioso del caso es que tanto donatistas como católicos mantenían los mismos credos y leían la misma Biblia latina. Las iglesias donatistas tan sólo se distinguían de las católicas por su costumbre de encalar las paredes (puede que con una muy puritana desaprobación de la incipiente costumbre de pintar figuras en el interior del recinto) y, quizás, también por un entusiasmo añadido, patente en su celebración de las festividades, dado su particular apego a los mártires de su devoción, convencidos, además, de que la comunidad católica no se tomaba esa importante cuestión con la debida seriedad. Los donatistas, sin embargo, en comparación con los católicos, parece que contaban entre su membresía con un mayor número de personas de cultura y posición, y la creciente tensión entre ambas comunidades resultaba un tanto incomprensible dado que esas no habían sido las causas principales de la división. Como era de esperar, la tensión obedecía en parte a factores que nada tenían que ver con cuestiones teológicas. Los donatistas más respetables y serios se horrorizaban ante el apoyo, no buscado y menos deseado, que recibían por parte de esas bandas errabundas de beréberes desarraigados, autodenominadas “circunceliones”,3 que, con motivo de las temporadas de recogida de la aceituna, tenían tiempo y ocasión para realizar ataques por sorpresa a las iglesias católicas. Por su parte, los católicos se sentían igualmente embarazados al verse en la necesidad de explicar los más que rudos métodos aplicados en su trato a los donatistas, allá por el año 347, por un comandante militar llamado Macario, enviado a África por Constante en una campaña de represalia. Y, a esa represión incomprensible, los donatistas habían respondido, un tanto incongruentemente, con una obstinada voluntad de honrar, y de forma muy especial, la memoria de todos y cada uno de cuantos habían muerto bajo Macario. Por otra parte, cada comunidad proclamaba ser el verdadero cuerpo místico de Cristo, la única arca de salvación, y la Madre verdadera sin la cual no puede reclamarse a Dios como Padre. Los donatistas, además, se mantenían consecuentemente unánimes en su emulación de Cipriano, auténtico héroe y ejemplo a seguir en la comunidad, rechazando por completo la 3

Agustín explica que iban paseando circum cellas, alrededor de las tumbas de los mártires. Sus suicidios generaban odio sobre los católicos.

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validez de otros posibles sacramentos que no fueran los suyos, hasta el punto de que todo aquel católico que se pasara al donatismo era sistemáticamente “rebautizado” (siendo éste tenido por ellos como el único bautismo verdadero). Para ellos, los católicos no eran sino una comunidad mancillada por Ceciliano de Cartago, el cual había sido consagrado como obispo por hombres culpables de haber hecho entrega de ciertas copias sagradas de las Escrituras y de los cálices y copas de la iglesia durante la gran persecución. Los católicos africanos honraban la memoria de Ceciliano en la eucaristía, como santo ido ya a la otra vida pero con quien seguían en comunión. Los donatistas, como era lógico, se escandalizaban ante tamaño desafío a la autoridad y a las normas de pureza ritual estipuladas por Pablo para la Iglesia. En ese amargo intercambio de mutuas acusaciones, los católicos no sólo negaban la verdad de los cargos contra los consecuentes de Ceciliano, sino que se apresuraban, por principio, a rechazar igualmente ese punto de vista tan puritano que hacía de la Iglesia una comunidad exclusiva en su realidad empírica, afirmando, por el contrario, que la Iglesia, como tal, venía a ser como el arca primitiva de Noé, dando acomodo tanto a los animales puros como a los impuros; o como el campo de la parábola en el que la buena espiga permanece junto a la mala hierba hasta la gran cosecha del Día del Juicio Final. En segundo lugar, los católicos señalaban que, al no estar los donatistas en comunión ni con Jerusalén, ni con Roma, ni, menos aún, con todas las demás iglesias de fuera de África, en modo alguno podían pretender ser ellos también católicos, es decir, verdadera Iglesia universal. En tercer lugar, los católicos habían desarrollado con el paso del tiempo una comprensión muy distinta de los sacramentos. Según la postura donatista (y la de Cipriano), la validez de un sacramento dependía del apropiado estado en que se encontrara el oficiante que lo administrara, siendo válido de ser recibido dentro de la Iglesia, y nulo fuera de ella. Ahora bien, si los ordenantes de Ceciliano habían actuado en pecado mortal, de ello se seguía que se habían puesto a sí mismos fuera de la Iglesia de esos mártires que habían preferido morir antes que hacer entrega de Biblias y cálices consagrados a las fuerzas inquisitoriales. Los católicos de África presentes en el Concilio de Arlés (314) habían llegado a aceptar la doctrina que el papa Esteban había mantenido contra Cipriano en el año 256, a saber, que los sacramentos no son propiedad o derecho del oficiante, sino patrimonio exclusivo de Cristo; dependiendo su validez, por lo tanto, de haberse cumplido previamente con el requisito señalado por el Señor de bautizar en nombre de la Trinidad. (Los estudiosos medievales resumieron con exquisita precisión la diferencia entre ambas doctrinas al señalar que, en opinión de Cipriano, el sacramento resulta válido ex opere operantis, sobre la base de la cualidad personal del oficiante, mientras que la postura de Esteban es que es inválido en cuanto que es ex opere operato, sobre la base del acto realizado.) Agustín de Hipona seguía la tradición romana del papa Esteban y, en consecuencia, aceptaba la validez del bautismo donatista, si bien, por otra parte, admitía, con Cipriano, que un bautismo realizado en una comunidad cismática no resultaba eficaz como agente de gracia a menos que el recipiendario estuviera previamente reconciliado con la Iglesia Católica. A la hora de administrar los sacramentos, insistía Agustín, la actuación del sacerdote pertenece a Dios mismo, el cual, en el momento de la ordenación ha procedido a imprimir en ese sacerdote una marca indeleble (el carácter); en consecuencia, la ordenación es independiente de la condición moral y espiritual de la persona ordenada, y la eficacia de los sacramentos no viene a depender de un devoto estado de la mente del celebrante que oficia el bautismo. Todo lo que se requiere del sacerdote, pues, es que sea plenamente consciente de que en esa acción sacramental que él está llevando a efecto, es verdaderamente la totalidad de la Iglesia la que actúa. Para cuando se convirtió Agustín en obispo de Hipona, el cisma de África contaba con una antigüedad de ochenta y cinco años, y ambas comunidades se habían ya resignado a convivir en resignada oposición; eso no evitaba los roces ocasionales, claro está, pero, en líneas generales, se podía hablar de un entendimiento aceptable. Sin embargo, a Agustín le parecía inadmisible aceptar pasivamente tal estado de cosas. Para empezar, dio ocasión a una serie de consejerías eclesiásticas, bajo la directa supervisión del metropolita de Cartago, de manera tal que los obispos católicos pudieran alcanzar acuerdos respecto a diversas cuestiones de disciplina eclesial, y pudieran, asimismo, presentar un frente unido ante los donatistas. Curiosamente, el ambiente se presentaba propicio para un renovado intento de poner fin al problema de los disidentes. Esa década que clausuraba el siglo IV se había caracterizado por una avalancha sin

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fin de edictos imperiales en contra del paganismo y la herejía. Occidente había disfrutado de un tiempo de tolerancia bajo Valentiniano I, pero semejante línea de actuación era realmente excepcional. El mundo político del imperio no era precisamente el de una democracia liberal donde cada cual podía pensar y actuar como quisiera, sino un estado donde la libertad personal contaba muy poco, donde las leyes y los edictos se aplicaban de continuo para poner trabas a toda movilidad social, sujetando a los hijos al estatus y ocupación del padre, donde la guardia secreta (agentes in rebus) estaban por todas partes, y donde los gritos y lamentos de los sometidos a los potros de tortura ya no llamaban la atención. Y si tan drásticas medidas eran la norma en el ámbito de la política, no parecía ciertamente erróneo aplicar alguna sanción preventiva o, incluso, permitir ciertas desigualdades civiles y económicas con respecto a aquellos que parecían poner en peligro la unidad de la sociedad por disidencias religiosas. En un principio, Agustín se oponía con vehemencia al uso de cualquier forma de coerción contra los donatistas, y ello no tanto porque pensara que el emperador no tenía derecho, por principio, a usar de la fuerza en interés de la paz y el orden, sino, mayormente, por creer que una presión por parte del gobierno tendría como resultado la aparición de una masa resentida donde las conversiones fingidas estarían a la orden del día, siendo del todo imposible que los católicos se hicieran verdaderamente con la situación. Sin embargo, muy gradualmente, Agustín vino a cambiar radicalmente de opinión. A partir del 405, el gobierno aumentó la presión sobre la comunidad donatista, y semejante política obtuvo unos buenos resultados del todo inesperados, hasta que, de repente, Agustín sintió que no podía resistirse por más tiempo a las argumentaciones prácticas de sus obispos colegas. El problema de la sinceridad y la honestidad se lo dejaba ahora enteramente a Dios. Sabía, además, que las razones que llevan al ser humano a la verdad suelen ser complejas, y pueden incluso contar con la presencia de elementos espurios tales como el miedo o el propio interés, pero que han de ser considerados como simples estadios temporales en un proceso de voluntaria, completa y feliz aquiescencia final. Es más, la más alta función de la acción penal radica precisamente en su carácter correctivo: lo que puede parecer una penalización en exceso severa puede operar un bien a favor del ofensor, que así aprende a admitir su justicia intrínseca y su genuina intención social. Por otra parte, ¿no había instado el Señor mismo en su parábola a “hacerles acudir”? Esos eran, pues, los razonamientos que movieron a Agustín, aunque un tanto en contra suya, a aceptar una política de coerción, entendida, sin embargo, como genuina corrección paterna. Pero tal decisión habría de resultar una importante justificación teórica de la política imperial. Las protestas contra la condena de Prisciliano (véase el capítulo 11) ya habían sido olvidadas. Pero, al menos, la naturaleza de las limitaciones impuestas en esa ocasión por el gobierno a los donatistas no había sido de una naturaleza tan severa como para superar la propia limitación de Agustín de que la doctrina siempre ha de servir para “redargüir”, no para castigar físicamente. Resultaba característico de la mentalidad de Agustín que tuviera que contar con una justificación intelectual para lo que estaba sucediendo. La controversia, sin embargo, raras veces se dirimió a un nivel profundo de pensamiento. Gran parte de los debates entre los donatistas y los católicos consistían en interminables repeticiones de dos versiones opuestas respecto a los orígenes del cisma. Los donatistas tuvieron una última oportunidad pública para exponer su caso en la gran conferencia de Cartago, celebrada entre los meses de mayo y junio, que estuvo presidida, además, por un comisionado imperial. Las actas conservadas dejan constancia de un desolador panorama de hombres agobiados tanto por el polvo y el calor insoportable del lugar como por el tórrido ánimo interior de los allí presentes, exacerbado en parte por la negativa donatista a sentarse junto a los “impíos”, arguyendo ad nauseam sobre distintas versiones incompatibles acerca de lo que sí y lo qué no había sucedido en tiempos de sus tatarabuelos. Resulta difícil leer la crónica de lo que allí pasó sin sentirse deprimido, pese a algunos detalles francamente jocosos, ante tanta discusión fútil y el baldón que ello añadía a la causa cristiana. Fuera como fuese, lo cierto es que el propósito del gobernador al convocar la conferencia estaba determinado de antemano: dicha reunión tenía por única función justificar la sustitución de infructuosos y enervantes argumentos y contra argumentos, por una novel política de fuerte y decidida intervención estatal. En enero del año 412, el emperador Honorio proscribió formalmente el donatismo en virtud de un edicto que estipulaba una escala móvil de multas graduales según la posición social respectiva, procediéndose de inmediato a exiliar al clero

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donatista, siendo, además, confiscadas la totalidad de sus propiedades. Los intransigentes circunceliones se entregaron a una última orgía de atrocidades sin fin, si bien San Agustín acabó por concluir que ese problema de las conversiones fingidas no era, en realidad, tan grave como él se había temido en un principio. Sin embargo, no pasando muchos años el cisma que durante tanto tiempo había dividido a las iglesias africanas se vio relegado ante la tragedia y los estragos de las invasiones. En el año 429, los vándalos arrianos, que ya habían hecho sus primeras incursiones en la Galia y en Hispania para el 407, cruzaron el estrecho de Gibraltar y, ya en suelo africano, no perdonaron ni a católicos ni a donatistas. Las últimas cartas de Agustín se plantean el problema de decidir, en conciencia, si el clero debería unirse a los que huyen. Lo cierto es que tanto en la Galia como en Hispania, fueron muchos los obispos, como el de Toulouse, que asumieron personalmente la organización de la resistencia ante las hordas invasoras; mientras que otros, en cambio, optaron por unirse a los que huían de la matanza y el pillaje. ¿Cuál debería ser, pues, la postura del clero africano? Agustín se resistía con todas sus fuerzas a la idea de que lo mejor y más granado de sus sacerdotes fuera a perecer en esa inminente carnicería. Sin embargo, por otra parte, era evidente que existía una obligación ineludible para con todos aquellos que reclamarían el bautismo o los santos óleos antes de que esos crueles invasores les rebanaran el cuello. Agustín determinó, por último, que algunos deberían partir mientras que otros habrían de permanecer en sus puestos para cumplir con una obligación ineludible. Con el fin de evitar resquemores, Agustín resolvió que la elección sería a suertes, siendo él precisamente uno de los que tuvieron que quedarse en Hipona para hacer frente al asedio. Pero, poco antes de que las tropas bárbaras consiguieran romper las defensas, concretamente el 28 de agosto del 430, Agustín fallecía de muerte natural. La comunidad donatista, aunque muy mermada a causa de las restricciones impuestas por el gobierno y las pérdidas sufridas ante los ataques de las hordas bárbaras, logró sobrevivir; siendo capaz incluso de resistir la posterior reconquista del Norte de África llevada a cabo por Justiniano en el siglo VI. Esa fuerza aparentemente indestructible, concentrada ahora en la Numidia, siguió siendo causa de preocupación para el papa Gregorio Magno; siéndole particularmente mortificante que las autoridades gubernamentales locales se mostraran reacias a imponer las leyes anti-donatistas. El tiempo siguió su curso y, un siglo más tarde, tanto católicos como donatistas se verían una vez más sumidos en una desgracia común al sucumbir simultáneamente ante la invasión islámica. Los cristianos católicos siguieron siendo una presencia viva en el Magreb hasta finales del siglo XII, mientras que los donatistas desaparecerían para siempre. “LA CIUDAD DE DIOS” Y LA CONTROVERSIA PELAGIANA

Ese virtual final de la controversia donatista en el seno de la conferencia de Cartago del 411 le permitió a Agustín concentrarse en otros intereses. Personalmente, anhelaba dar fin a un tratado sobre la Trinidad que le tenía ocupado desde el año 399. Pero incluso esa santa tarea tuvo que ser dejada a un lado ante la presión de otros asuntos de mayor urgencia. En el año 410, el mundo occidental, todavía tambaleante ante los rudos golpes recibidos a mano de los bárbaros tanto en la Galia como en Hispania, fue víctima de un nuevo e inesperado ataque. El godo Alarico, al mando de sus muy aguerridas y salvajes tropas, saqueó la ciudad de Roma ante el estupor incrédulo de sus habitantes. Los refugiados se desperdigaron a lo largo y ancho de la geografía del imperio, llegando incluso al norte de África y al, más seguro, oriente griego. Como era lógico, los grandes cuestionamientos acerca de una genuina providencia divina en el devenir de la historia pronto hicieron su aparición, creándose un ambiente de frenética actividad intelectual. A los cristianos les parecía imposible que la advocación a San Pedro y San Pablo no hubiera servido para salvar a su ciudad, y los paganos, por su parte, afirmaban convencidos que la desgracia sufrida era debida a la ira justificada de los dioses ancestrales a cuyo celeste favor Roma había debido su grandeza, pero que hacía tiempo que habían sido relegados al olvido. A instancias de Agustín, Orosio, sacerdote hispano que, casi con toda probabilidad, se había trasladado al norte de África ante el avance bárbaro, dio cumplida respuesta a la cuestión

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bárbara redactando una breve historia del mundo con el fin de demostrar que el curso de la humanidad siempre se había caracterizado por una incuestionable sucesión de catástrofes y desgracias, mucho peores, incluso, que lo que se acababa de sufrir a manos de los bárbaros; lo cual venía a suponer, sin duda alguna, la condena de un pasado pagano que Dios juzgaba ahora de forma inapelable. En el entretanto, del 413 al 427 Agustín concentró todos sus esfuerzos en la redacción de una extensa apología del cristianismo. Titulando a su obra La Ciudad de Dios, el obispo de Hipona se planteaba la existencia de la Iglesia en función de un genuino reino divino, una auténtica “ciudad eterna” que estaba más allá de las apariciones y caídas de los sucesivos imperios históricos y sus civilizaciones. Es más, ni siquiera la “cristiana” Roma podía aspirar a verse eximida del caos y la destrucción que acompañaban al avance bárbaro. Agustín nunca pensó que fueron sinónimos los intereses de Roma y los de Dios mismo. En lo que concernía a la Iglesia, además, estaba convencido de que era función del gobierno proteger y salvaguardar su paz y seguridad. Por otra parte, los bárbaros que habían atacado al imperio no eran necesariamente enemigos de la inmarcesible ciudad de Dios, sino que se trataba, empero, de nuevos dueños y señores a los que la Iglesia occidental, como tal, debería convertir. La Ciudad de Dios se ocupaba tanto de establecer una crítica de la religión y la filosofía paganas, como de evaluar en su justa medida al gobierno y a la sociedad. El propio título de la obra da a entender un contraste con los diálogos políticos de Platón contenidos en su República. El verdadero fin último del hombre, argumentaba Agustín, se encuentra más allá de esta vida. Ni existió, ni existe, ni podrá existir jamás gobierno alguno que pueda garantizar la absoluta seguridad de sus ciudadanos ante la eventualidad de un ataque externo o la emergencia de un propio malestar interno. La historia no deja de ser un catálogo seriado de luchas y guerras casi constantes. El hombre, alejado de Dios, y espoleado por la vana ambición de un poder sin límites, cae continuamente víctima del miedo y un amor narcisista. “Si no impera la justicia, los gobiernos vienen a ser poco más que bandas rapaces a gran escala.” Pero, aun así, lo cierto es que no todo organismo social apartado de Dios es completamente perverso. Los conquistadores romanos poseían coraje y energía, y su imperio había aportado una serie de beneficios de los cuales también habían gozado los cristianos como verdadero don de Dios. Y si bien los gobiernos, al igual que la propiedad privada y la esclavitud, existen tan sólo como consecuencia inmediata de la naturaleza caída del hombre, al menos suponen un freno ante la falta de honradez y una posible conducta antisocial. El dirigente, ya sea cristiano o pagano, exige la obediencia con pleno derecho, a no ser, claro está, que lo que ordene sea de suyo impropio o malo. Los cristianos hacen bien en pagar los tributos y en aceptar su parte de responsabilidad en gobiernos, magistraturas, y fuerzas de defensa en caso de guerras “justas”. Es más, al igual que el estado no viene a ser simplemente una “ciudad terrenal” de intereses exclusivamente egoístas, tampoco la Iglesia militante aquí en la tierra puede ser identificada con la ciudad de Dios. Hay lobos que se han introducido dentro de ella, y hay corderos aguardan afuera en desvalimiento. (En ese punto, Agustín debe mucho al teólogo donatista Ticonio, el cual dedicó todo un tratado al análisis de la naturaleza “mixta” de la Iglesia en un Comentario al Apocalipsis dentro de su obra “Reglas” para la interpretación de las Escrituras). La Iglesia existe, pues, en función del reino de los cielos, y tan sólo Dios conoce a los verdaderos elegidos. En consecuencia, el sentido de la historia radica no tanto en el flujo de los acontecimientos externos, como en ese oculto drama del pecado y la redención. La Ciudad de Dios llegó a convertirse en todo un tratado sobre la naturaleza humana y el destino final del hombre, tema, pues, de otro nuevo debate. Hacia el año 411, estando Agustín ausente de Hipona en relación a unas cuestiones donatistas, un destacado refugiado procedente de Roma atracó en el puerto de la ciudad, deteniéndose a presentar sus respetos de camino a Jerusalén. Ese ilustre visitante, que habría de ver frustrados sus buenos propósitos, no era ni más ni menos que un monje britano, llamado Pelagio, el cual llevaba varios años residiendo en Roma, habiendo adquirido, además, en esa ciudad una muy notable reputación como moralista y consagrado director espiritual. Pelagio prosiguió, pues, su camino sin haber podido saludar a Agustín, pero dejando tras de sí a Celestio, amigo y compañero de viaje. Ese Celestio, abogado de profesión, pronto suscitó en Cartago los más apasionados comentarios, y un remolino de ansiedad, en virtud de su muy elocuente defensa de ciertas opiniones suscritas por Pelagio.

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Durante esos años pasados en Roma, Pelagio se había sentido trastornado por la relajada moral de las clases pudientes, que en nada se preocupaban de los preceptos y las advertencias del Evangelio. En ello estaba cuando, inesperadamente, llegó a su conocimiento una cita de las Confesiones de Agustín: “Tú ordenaste continencia; concede, pues, lo que ordenas y ordena según tu voluntad.” El uso hecho de esas palabras le parecía a Pelagio ir en detrimento de la propia responsabilidad moral, constituyendo, según él, una burda predicación de gracia barata. Por otra parte, a Pelagio le preocupaba igualmente la aparente infiltración del pesimismo maniqueo en la Iglesia. En tiempos de Dámaso había circulado por Roma un comentario acerca de las epístolas paulinas, obra de un autor que no había llegado a ser identificado pero que, aun así, daba muestras de una agudeza mental y una originalidad fuera de lo común.4 Ese autor anónimo explicaba las palabras de Pablo, en Romanos 5: 12, como viniendo a significar que “en Adán, todos pecaron a una”, con lo cual, según ese autor, lo que Pablo había querido decir es que esta transmisión del pecado a los descendientes de Adán supone que las almas humanas se derivan asimismo de los propios progenitores, al igual que se hereda, sin duda, el cuerpo. Lo cierto es que tales doctrinas le causaban profunda desazón a Pelagio. Animado, pues, a dejar constancia de su propio pensamiento al respecto, acometió con entusiasmo la tarea de escribir un comentario acerca de las epístolas paulinas, dejando bien claro desde un principio que en modo alguno se da una transmisión hereditaria y consustancial del pecado desde Adán hasta el tiempo presente. Más bien, según él, pecamos por voluntaria imitación de la propia trasgresión de un Adán corrompido, sin duda, por causas externas y por las opciones que vienen a debilitar la resolución de la propia voluntad; mientras que, ciertamente, nunca se peca por una falla inherente a la “naturaleza” con la que nacemos en el mundo. A Pelagio le parecía una lamentable concesión a los maniqueos admitir que la naturaleza del hombre pueda estar corrompida hasta el punto de que su voluntad se vea impotente para obedecer los mandatos de Dios. Para él, resultaba consustancial al concepto mismo de moralidad afirmar que en todo pecado está siempre presente un asentimiento personal, y, en lógica correspondencia, que sin ese asentimiento no puede haber pecado. Esto le llevaba a Pelagio a negar todo elemento de maldad intrínseca en los recién nacidos. La consecuencia del pecado de Adán consistía, creía él, en un fatídico mal ejemplo de desobediencia; pero en modo alguno podía concluirse que esa primera acción transmitiera ni pecado ni muerte a sus descendientes. Además, Adán no se habría vuelto mortal entonces, pues ya había sido creado mortal (proposición que Pelagio parece que derivó de un discípulo sirio de Teodoro de Mopsuestia que habría hecho su llegada a Roma hacia el 399). Esta negación del pecado original en los infantes no suponía (aclaraba Pelagio), que el recién nacido no necesitara del bautismo y de la redención en Cristo. En base a Juan 3, es innegable que los no bautizados no van a ser admitidos en el reino de los cielos. Pero, por otra parte, sería una monstruosidad concluir que, a esos pequeñines no bautizados, un Dios justo, por no decir, además, misericordioso, vaya a condenarlos al tormento del fuego eterno. Tiene, pues, por fuerza que existir un tercer lugar intermedio, una especie de limbo, por así decirlo, de felicidad natural. Muy comprensiblemente, Pelagio fue acusado de inmediato de negar la necesidad que el hombre tiene de la gracia. Pero lo cierto es que su pensamiento fue un tanto tergiversado en el curso de las discusiones suscitadas. De hecho, él afirmaba que en el perdón de los pecados está presente un inmerecido don de gracia; si bien, en todo otro posible aspecto, Pelagio consideraba la gracia como un recurso de origen divino que nos es transmitido en virtud de las exhortaciones morales y el supremo ejemplo de Cristo. Todo progreso en la vida moral y espiritual viene a depender, pues, de una libre decisión de la voluntad al verse confrontada por la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. Los aspectos más controvertidos de esas proposiciones habrían de ser precisamente los más pregonados por Celestio en su estancia en Cartago. La provocación fue monumental, y Celestio fue formalmente censurado en el año 412 en un sínodo convocado en la propia Cartago, apresurándose éste entonces a retirarse a Éfeso. Pero esa retirada tanto de Pelagio como de Celestio al Oriente no supuso, ni mucho menos, el fin de la controversia en Occidente. En 4

El comentario fue transmitido bajo el nombre de Ambrosio, por lo tanto el autor se conoce como el ‘Ambrosiastero’.

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Siracusa, por ejemplo, el pensamiento pelagiano se cultivaba con gran solicitud; y, de hecho, un paisano de Pelagio, residente a la sazón en Sicilia, acometió la tarea de publicar una serie de tratados que fomentaban una interpretación de talante social de esa tesis, fundamental en el pensamiento de Pelagio, de que si Dios nos ha dado unos mandamientos (a saber, “Vende todo cuanto poseas...”) es responsabilidad nuestra obedecerle. Ante esto, surge de inmediato el horror de la explotación que puede seguirse de afirmar que tan sólo los actos libremente escogidos son actos morales. Entre el 412 y el 413, Agustín empezó a publicar ciertos tratados que tenían la finalidad de enjuiciar a sus propios críticos, si bien mostrando todavía el máximo respeto para la persona de Pelagio, y llegando incluso a enviarle una muy cortés carta. Pero, aun así, el tono de la controversia fue haciéndose cada vez más elevado. Corría el año 414 en Cartago, y Demetria, joven hija de una de las más ricas familias de Roma, los Probi, había tomado el hábito consagrándose como virgen. Tanto la madre como la abuela querían un reconocimiento público de tan fasto evento, solicitando para ello extensos tratados espirituales por parte de distinguidas personalidades eclesiásticas entre las que fueron incluidos Jerónimo y Pelagio. El contenido de la carta que Pelagio escribió a Demetria al respecto era, en opinión de Agustín, tan sumamente peligroso, que éste no pudo menos que así hacérselo saber a la madre. Pero la situación aún habría de agraviarse debido a la conducta de Jerónimo. Muchos de los peregrinos que llegaban a los Santos lugares procedentes de Occidente, se convertían en la diana fácil de su corrosiva pluma. Y Pelagio, claro está, no iba a ser la excepción. El problema lo empezó el propio Pelagio al permitirse criticar, con escasas muestras de prudencia y sabiduría, el muy origenista comentario de Jerónimo a la epístola a los Efesios. Jerónimo, ni corto, ni perezoso, replicó que Pelagio no era más que un “perrazo abotargado por un exceso de gachas escocesas” (es decir, “irlandesas”). Mientras tanto, Agustín había decidido enviar junto a Jerónimo a su joven amigo hispano, el ya mencionado Orosio. Azuzado por Jerónimo, el incauto joven se dedicó a soliviantar los ánimos en la ciudad de Jerusalén, declarando que tanto las doctrinas de Pelagio como las de Celestio habían sido formalmente condenadas como heréticas en un sínodo celebrado en África, por negar el pecado original y la necesidad de la gracia. Pero la última cosa que deseaba Pelagio era precisamente una controversia pública. Tras una decisión preliminar en Jerusalén favorable a Pelagio, la cuestión fue sometida al criterio de un sínodo de obispos palestinos que se reunieron a tal efecto en la ciudad de Dióspolis (actual Lyda) en diciembre del año 415. Pelagio, cuyos acusadores ni siquiera se dignaron a aparecer, disipó prontamente las dudas de los obispos presentes al asegurar que, en modo alguno, sostenía o defendía él esas proposiciones de Celestio, ya oportunamente condenadas en Cartago en el año 412, declinando, pues, asimismo toda autoría o responsabilidad en el asunto. Él, desde luego, rebatía enfático, en modo alguno iba a permitirse a sí mismo ir por ahí enseñando que el hombre creado puede evitar el pecado sin la ayuda de Dios. Las afirmaciones de Pelagio en Lyda hablan de un hombre reacio a ir más allá de la simple proposición enunciada, a saber, que si bien la gracia de Dios es necesaria para realizar una buena obra, también ha de estar presente en un libre e independiente acto de la voluntad que es por completo responsabilidad del hombre. Pero, al leer Agustín las actas del concilio, le pareció que Pelagio seguía siendo culpable no de sencillez sino de una muy grave falta de honestidad disfrazada de hábil diplomacia: Pelagio seguía sin haber dejado claro qué es lo que él entendía por gracia, dado que, en base a indicios anteriores, sería más una cuestión, según él, de enseñanza y ejemplo, que de un genuino amor de Dios que es derramado en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo, según doctrina del propio apóstol Pablo. Ante semejante situación, la Iglesia africana optó por celebrar distintos concilios en la Numidia y en el África proconsular, produciéndose en ambas dramáticas denuncias del pelagianismo como herejía que venía a negar la oración y el bautismo de infantes, remitiendo por último todo el asunto a la urgente consideración del papa Inocencio I. Inocencio replicó que, en base a la evidencia recibida de África, los pelagianos habrían de ser tenidos por excomulgados a no ser que renunciasen a tales creencias. Allí, en su púlpito, Agustín estaba exultante de su gozo: dos concilios distintos habían remitido sus respectivas conclusiones a la Sede Apostólica, y la respuesta recibida venía a darles la razón. Cuestión, pues, zanjada; causa finita est.

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Pero ese gozo iba a resultar demasiado precipitado. Tres meses más tarde, Inocencio moría, siendo sucedido por el papa Zósimo (417-419). Celestio, entonces, decidió presentar su caso personalmente ante el nuevo Papa. Trasladándose de Éfeso a Roma, se sometió por completo al juicio de la Sede Apostólica, asegurando que él ciertamente creía en la necesidad del bautismo de infantes. Pelagio permaneció en Jerusalén, pero, aun así, procedió a enviarle a Zósimo una nueva obra en la que explicaba lo que verdaderamente pensaba él sobre el libre albedrío. El Papa quedó muy impresionado tanto por la elevada moralidad de los pelagianos como por su exaltada opinión de la autoridad papal. En primer lugar, pues, procedió a replicar a los africanos en un más que tajante tono que se habían limitado a prestar atención a rumores y prejuicios contra Pelagio, siendo el caso que, tras un detenido examen, se encontraba a éste totalmente ortodoxo. Ante semejante desatino, la Iglesia africana se alzó a una para manifestar violentamente su total desacuerdo. A la vista del caos provocado, Zósimo se mostró titubeante, asegurando que no se había adoptado todavía ninguna resolución definitiva. Así estaban las cosas, cuando, inesperadamente, la situación tomó un nuevo giro, y esta vez por iniciativa del emperador. Agustín y sus partidarios habían aprovechado la indecisión de Zósimo para enviar una comisión urgente a la corte imperial en Rávena. El 30 de abril del 418, fue precisamente un edicto imperial el que expulsaba a los pelagianos de Roma, siendo declarados una amenaza para la paz. Las ocultas presiones que provocaron semejante desenlace siguen siendo un misterio sin desentrañar. Quizás, esa colaboración del gobierno lograda por Agustín tuviera que ver con su estrategia de denuncio de un tratadito circulado en Sicilia por Pelagio de tendencias socializantes, donde no duda en recurrir a un lenguaje claro y contundente a la hora de denunciar la flagrante irresponsabilidad de los ricos respecto a los pobres y su sistemático uso de la crueldad y la tortura para mantenerse en el poder. Ahí, al menos, había una evidencia plausible de que el pelagianismo podía ser conducente a una revolución social. Por otra parte, puede que hubieran llegado anticipadamente a Rávena informes relativos a esa aparente división bipartita de la Iglesia en Roma causada por los dos partidos litigantes a favor y en contra de Celestio y los pelagianos. Hecho que, verdaderamente, no tendría nada de extraño dado que en la siguiente elección de Papa, celebrada en el año 419, los dos obispos rivales fueron consagrados respectivamente por diferentes partidos cuya razón de ser aun hoy sigue sin estar clara. El efecto que el edicto tuvo sobre Zósimo fue demoledor. Resignado ante lo inevitable, se limitó a promulgar una condena oficial de Pelagio y Celestio, buscando una vía alternativa para dar rienda suelta al resentimiento provocado por la manera de actuar de los africanos.5 Celestio y sus amigos apelaron primero a Alejandría y luego a Constantinopla, donde, en el año 428, Nestorio se vio a sí mismo comprometido por el simple hecho de escucharles (véase el capítulo 14). Sea como fuere, lo cierto es que el pelagianismo ya nunca volvió a recuperar su primitiva posición eclesial. La discusión teológica, sin embargo, distaba mucho de haber concluido. Fue en esa precisa etapa cuando Agustín dio comienzo a una exposición plena de su teología de la gracia. Según la doctrina que Agustín oponía a los pelagianos, la raza humana en su totalidad había caído en Adán (la versión latina de Romanos 5:12 así lo afirmaba). La transmisión de una pecaminosidad hereditaria se relacionaba, además, con el proceso reproductivo. La creencia generalizada de que la virginidad suponía un estado superior al del matrimonio le demostraba a Agustín que el impulso sexual nunca puede verse libre de algún elemento de concupiscencia. Fuera como fuese, la práctica del bautismo de infantes para remisión de pecados presuponía que los niños llegan a este mundo contaminados por el pecado; y, al no poder ellos haber cometido todavía pecado alguno personal, la remisión ha de ser necesariamente por una culpa aneja a su 5

Un cura africano de Sicca Veneria (El Kef), llamado Apiario, fue excomulgado por su obispo, quien era uno de los mejores alumnos de Agustín. El cura apeló a Zósimo. El papa, sin más, demandó que le reinstalaran, justificando su derecho a juzgar en el caso en base al canon de Sérdica, que citó como acorde con Nicea. Los africanos, que nunca habían oído del concilio de Sérdica, obtuvieron de la Iglesia oriental los textos auténticos de los cánones de Nicea, para poder demostrar que Roma no poseía tal jurisdicción. Normalmente Agustín apreciaba bastante la autoridad romana, pero le molestó el hecho de que el papa hubiese violado la independencia africana y tanto más dado que Apiario era una persona muy pesada. Zósimo se equivocó en apoyarle.

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propia naturaleza. De ahí, pues, que los niños que mueren sin ser bautizados sufran condenación, si bien, claro está, en un muy leve grado. La humanidad en bloque se encuentra, en efecto, perdida en el mundo, incapaz, sin la gracia redentora, de ningún acto de buena y pura voluntad. Incluso las grandes virtudes del pagano bueno se ven viciadas por el pecado (sólo son “vicios magníficos”, tal como lo expresaba un fanático seguidor de Agustín). Así, pues, si la humanidad entera se viera, en determinado momento, condenada al infierno, ello sería tan sólo un acto de estricta justicia. Sin embargo, Dios, en su gran misericordia, y por designios absolutamente inescrutables para el hombre, ha apartado para sí un cierto número de almas destinadas a la salvación en virtud de un decreto de predestinación que antecede a toda posible clase de mérito propio. El quejarse, pues, de que esa selección sea injusta supone fallar al enjuiciar correctamente la gravedad de la culpa inherente a un pecado original, por no decir del genuino pecado practicado. Un corolario obligado de esa doctrina de la predestinación es que la gracia es irresistible. Si los seres humanos estamos tan corrompidos que ni siquiera disponemos de una libre voluntad para hacer el bien, la gracia ha de asumir necesariamente toda la tarea; y el que ese poder sea irresistible se deduce, sencillamente, de un anticipado decreto divino de predestinación que, de otro modo, se vería frustrado. Es propósito de Dios llevar infaliblemente a sus elegidos a un cierto fin. Y así, la prueba empírica de la operación de la gracia reside en una consecuente bondad de carácter de la persona patente hasta el fin de sus días; genuina “perseverancia última” que obedece a un don previamente ordenado por Dios, y ello con independencia absoluta de un posible mérito propio. Estas proposiciones de Agustín provocaron una reacción inmediata en diversos círculos. El primer ataque frontal partió de Juliano, obispo de Eclanum (cerca de Benevento) y pelagiano confeso. Este Juliano sostenía que la función de la gracia consiste en llevar a la naturaleza a la primigenia perfección concebida por Dios, pero sin ser radicalmente discontinua con ella, dado que la naturaleza también es un buen don del Creador. Nada que sea ‘natural’ puede ser malo. El instinto sexual tan sólo se vuelve pecaminoso al ser usado fuera de los límites prescritos por Dios, y nada tan equivocado como confundir el pecado original con la concupiscencia. La dificultad surgía, pensaba él, por haber llevado Agustín el pensamiento maniqueo a la realidad de la Iglesia, poniendo así en entredicho la buena obra creadora de Dios en base a una actitud personal hacia el sexo totalmente condicionada por esa vida de desenfreno juvenil descrita en sus Confesiones, sin darse cuenta de que así ponía en entredicho la muy clara enseñanza de San Pablo de que Dios desea una salvación universal. Juliano de Eclanum era, sin duda alguna, un competente pensador y un polemista desinhibido, pero al inclinarse hacia los pelagianos se vio obligado a buscar refugio en Oriente junto a Teodoro de Mopsuestia. Mientras, las doctrinas de Agustín, que fueron haciéndose más intransigentes a medida que las revisaba, suscitaron airadas protestas por parte incluso de todos aquellos a los que les repelía el pelagianismo. Y eso no era todo. Cada vez resultaba más evidente una cierta actitud de vaga complacencia entre aquellos convencidos de la aparente ausencia de necesidad de esforzarse por practicar el bien, actitud que, irónicamente, tenía su origen precisamente en una muy libre interpretación de esos tratados donde Agustín defendía la causa de una salvación predeterminada. Entre las comunidades monásticas fundadas por Casiano en el sur de la Galia, grande fue la consternación al recibir una copia del tratado de Agustín Sobre la Corrección y la Gracia (427). A Vicente de Lérins esa doctrina agustiniana le parecía una inquietante innovación, y bastante fuera de línea con una “ortodoxia” que el propio Vicente definía como un cuerpo de creencias sostenidas sin desviaciones por la totalidad de la Iglesia universal -- quod ubique, quod semper, quod ab omnibus. En sus Conferencias, Juan Casiano se atrevió a presentar una doctrina alternativa de talante positivo. Agustín, concedía Casiano, tenía razón al enseñar que la gracia es necesaria en todo y por todo. El corazón humano viene a ser como un pedernal que el Creador se apresta a tallar; y cuando Dios ve saltar las primeras chispas de respuesta, se apresura él mismo a derramar su gracia. De ello se sigue que la capacidad necesaria para volver el primer acto de la voluntad hacia Dios es, pues, don de la gracia. Pero ese volverse en sí es asimismo resultado de una sutil sintonía entre la voluntad natural humana y esa ayuda por gracia que procede de Dios. Casiano rechazaba de plano la idea de que la gracia sea una fuerza que ni puede resistirse ni puede perderse.

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La controversia venía entonces a centrarse en la psicología interna de la fe y, muy especialmente, en una misteriosa cuestión: ¿Cómo llega, de hecho, la fe a hacerse realidad en primera instancia? La doctrina de Casiano al respecto no acertó a dar respuesta válida a la objección de que si Dios derrama su gracia en el instante en que ve responder a la voluntad humana, esa respuesta de la voluntad es, en cierto sentido, anterior al propio don, el cual, en lógica consecuencia, deja de ser incondicional. La objeción era ciertamente ingeniosa, pero muy pronto vino a ser rebatida por un entusiasta y acérrimo agustiniano, el lego Próspero de Aquitania (véase el capítulo 12). Sin embargo, el paso del tiempo hizo que Próspero mismo suavizara el rigor de su primitiva postura. Convertido en secretario del papa León I, y, quizás, bajo su influencia moderadora, se apartó del predestinacionismo extremo que habría de caracterizar al Agustín de los últimos años. Para el año 450, Próspero defendía con total convencimiento la literalidad de la doctrina de San Pablo cuando éste afirma que “Dios desea que la humanidad toda sea salva”. La fuerza religiosa de la totalidad de la doctrina agustiniana residía en una abrumadora conciencia de la dependencia, el temor, y la reverencia que el ser humano siente ante la majestad y la soberanía de su Hacedor. La franca admisión de que dependemos de Dios para nuestra creación conlleva un reconocimiento añadido de que dependemos de la gracia para nuestra redención: “¿Qué tienes que, en verdad, no hayas recibido?” Agustín imprimió a esa doctrina una fuerza y un carácter especial en virtud de un exarcebado interés personal en los aspectos subjetivos y psicológicos de la fe. La propia experiencia le había llevado a comprender bien el significado de la impotencia moral. En manera alguna, pues, le podía parecer a él justificado hablar con los pelagianos acerca de un libre albedrío y una naturaleza incorrupta dotada de una capacidad para deleitarse por sí misma en lo que es bueno. Para empezar, Agustín no podía pensar en términos de una clara antítesis entre naturaleza y voluntad; para él, todos los actos de la voluntad son expresiones de la naturaleza intrínseca de la persona. En segundo lugar, era precisamente esa capacidad para deleitarse en lo que es bueno lo que le parecía imposible alcanzar por propio ejercicio de la voluntad. Podía reconocer la justicia de las ordenanzas divinas estipuladas en los Diez Mandamientos; pero, aun así, su voluntad y sus esfuerzos tan sólo podían ser dirigidos hacia una práctica adecuada si, previamente, el Espíritu Santo derramaba el amor de Dios en su corazón. En tercer lugar, el realismo psicológico presente en su pensamiento, incapacitaba al propio Agustín para pensar en el libre albedrío como una simple opción entre diversas alternativas, y le rendían ajeno por completo a las presiones propias del deseo y los motivos personales presentes en toda decisión moral. Para él, “libertad” venía a significar la capacidad para escoger lo bueno y ponerlo en práctica, que es justamente lo que la naturaleza humana caída se ve incapaz de conseguir. Los teólogos de los monasterios del sur de la Galia aceptaban todo de Agustín menos ese acendrado extremismo evidente en su doctrina sobre la predestinación y la gracia. Pero, pese a ello, se avenían a coincidir con él en que la gracia divina es anterior a toda respuesta o iniciativa humana, siendo así decretado en un concilio celebrado en Orange, en el valle del Ródano, en el año 529. Próspero de Aquitania y Vicente de Lérins aportaron sus respectivos resúmenes de la enseñanza agustiniana concernientes a las bases esenciales del credo; y Próspero llegó incluso a publicar una guía de la teología agustiniana escrita en verso. Habría de ser, sin embargo, un teólogo residente en el sur de la Galia, o puede que fuera en la Hispania, el que produjera, allá para la segunda mitad del siglo V, un compendio catequético que comenzaba “Todo aquel que haya de ser salvado...”, Quicunque Vult, que pronto pasó a contar con una aceptación general bajo el augusto título de “Credo de San Atanasio”. La influencia de la doctrina trinitaria de San Agustín sobre ese documento fue más que notable, sobre todo en lo relativo a un aspecto en particular. LA SANTÍSIMA TRINIDAD

En su gran obra Acerca de la Trinidad, Agustín exponía su punto de vista respecto a una doctrina acerca de Dios que, si bien estaba más próxima a los Padres Capadocios de lo que él creía, estaba deliberadamente formulada en un lenguaje que difería del acostumbrado en la

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tradición griega ortodoxa. Agustín no creía que el lenguaje capadocio (heredado de Orígenes) relativo a las tres hipóstasis fuera realmente apropiado, pues parecía enfatizar en exceso la independencia y pluralidad de las “Personas” divinas. Por otra parte, los Padres griegos habían hablado de la individualidad del Padre como origen o fuente de la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo; el Hijo es “engendrado” por el Padre, mientras que el Espíritu “procede” del Padre. Agustín ansiaba dejar libre de toda posible traza de arrianismo o subordinacionismo su doctrina sobre la Trinidad. Para así lograrlo era necesario salvaguardar la unidad intrínseca de la Trinidad afirmando que el Espíritu procede del Padre y del Hijo. Agustín ilustraba el sentido de esa proposición en base a una analogía con el proceso psicológico del pensamiento. Por haber sido hechos a imagen de Dios, argumentaba él, es plausible esperar encontrar la “impronta” de esa Trinidad en el alma humana. En consecuencia, Agustín se permitía el tímido esbozo de una triada en la personalidad del hombre que ha de constar de “memoria” (que Agustín entendía como el centro más profundo de la personalidad, mente subconsciente incluida), inteligencia, y voluntad. La inteligencia es un reflejo, en cierta medida, de la Razón divina que es el Hijo; mientras que la voluntad conativa y de lo apetente refleja el Amor que es el Espíritu Santo. La doctrina agustiniana de la “doble procedencia” llegó a ser para sus sucesores mucho más que una mera analogía ilustrativa. En el Credo de Atanasio hace su aparición como teología formal, y en la Hispania del siglo VI vino a ser afirmada como proposición indispensable en la lucha contra el arrianismo. Gradualmente, la expresión “Y el Hijo” (Filioque) vino a quedar añadida a los credos occidentales, incluyendo las traducciones latinas del credo de Constantinopla (381), hasta que en los siglos VII y VIII su adición al credo ecuménico empezó a ser objeto de mutua crítica e incluso recriminaciones entre el Oriente griego y el Occidente latino. ¿Cómo podía Occidente justificar esa interpolación en el credo del concilio ecuménico?, se preguntaban atónitos los griegos. Quizás por deferencia a esa genuina perplejidad de Oriente, Roma fue la última Iglesia de Occidente en incluir esa adición en el credo. Pero lo cierto es que, pese a todo, el paso había sido dado y el abismo abierto entre Oriente y Occidente se había hecho aun mayor.

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16 El papado El rápido surgimiento de la sede romana como centro preeminente, tanto en el campo de la autoridad jurídica como en el liderazgo, viene a ser una más que notable característica del desarrollo de las iglesias occidentales a partir de la segunda mitad del siglo IV. Pero el papel de la comunidad romana como dirigente natural se retrotrae ciertamente a una etapa anterior en la historia de la Iglesia. El primer indicio puede ya detectarse en esa fraternal intervención en la disputa en Corinto antes de finales del siglo I, y, quizás el embrión del futuro desarrollo estuviera presente en esa notable actitud de independencia de San Pablo respecto a la autoridad de la Iglesia de Jerusalén. Espíritu que, de hecho, quedó traducido en su creación de una cristiandad gentil localizada en la capital natural de un mundo igualmente gentil. La fama de la Iglesia romana se vio, además, acrecentada por el importante papel jugado en relación a los problemas heréticos surgidos en el siglo II y, asimismo, por ser consciente desde un primer momento, tal como se manifestó en el interés por erigir monumentos a la memoria de San Pedro y San Pablo en fecha tan temprana como el año 160, de su papel de salvaguarda de la tradición apostólica. De hecho, para finales del siglo II, el papa Víctor insistió, de un modo considerado autocrático por otras comunidades, en que todas las iglesias sin excepción, quedando incluidas, pues, todas las del Oriente ortodoxo, deberían celebrar al unísono la festividad de la Pascua en la fecha que oportunamente indicara la propia Roma. Pero lo cierto es que, con anterioridad al siglo III, todavía no se había producido una genuina justificación teórica de tal preponderancia. Todos se consideraban hermanos, aunque la iglesia de Roma era, evidentemente, vista como la principal entre sus iguales. Puede que el versículo de Mateo 16:18, “Tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi Iglesia” estuviera presente en la conciencia colectiva, pero lo cierto es que, con anterioridad al siglo III, a nadie se le había ocurrido invocar al respecto dicho texto (conocido comúnmente como “texto petrino”), al menos hasta que Esteban de Roma recurrió al mismo como base de su defensa ante Cipriano de Cartago, y ello con motivo de la apasionada disputa mantenida con él respecto a la doctrina del bautismo. Habría de esperarse al año 382, en un cambio de actitud encabezado por el futuro papa Dámaso, para que ese texto Petrino empezara a ser importante como base escritural de una teología que aspiraba a esgrimirlo apologéticamente. A partir de Dámaso ciertamente se experimentó un notable incremento en las pretensiones de los obispos de Roma. Al parecer, la controversia arriana había servido para mostrar la necesidad de una mayor disciplina intra-eclesial y un control más centralizado. El sistema tradicional de asegurar el buen orden en base a encuentros periódicos en sínodos provinciales, con su correspondiente producción de cánones, en conjunción con el Concilio de Nicea del 325, habían contribuido grandemente a elevar la autoridad de los metropolitas provinciales respecto a los restantes obispos. Tanto en Oriente como en Occidente, la segunda mitad del siglo IV fue testigo de la aparición de una colección sistemática de cánones aprobados por diversos sínodos en diferentes ocasiones, obedeciendo todos ellos al convencimiento de su intrínseco valor estratégico. Basilio de Cesarea, allá en la Capadocia, se tomó la molestia de recoger todas las disposiciones anteriores en un intento por aunarlas en el marco de una legislación eclesial coherente y sistemática que viniera a poner orden y disciplina allí donde hasta entonces la anarquía había sido la norma. En la cancillería romana se inició asimismo una recopilación similar. Los cánones del concilio de Sérdica, que establecían la jurisdicción de Roma como tribunal de apelaciones, fueron unidos a los de Nicea, aunque sin una nota aclaratoria respecto a su fuente de origen, con lo cual se dio pie a que, ya en el siglo V, más de un papa intentara traer a colación el canon sérdico relativo a las apelaciones romanas como si éste disfrutara de plena autoridad nicena (véase el capítulo 15).

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Sin embargo, los conflictos provocados por la discordia arriana debilitaron el respeto tenido a los sínodos episcopales hasta la fecha, y si bien siguieron gozando de gran fama y autoridad, lo cierto es que ya no fue en la misma medida; el mal precedente sentado por sínodos rivales, con su secuela de manifiestos incompatibles, vino a menoscabar su credibilidad. En el inicio del siglo IV, Eusebio de Cesarea abogaba, en cambio, por los concilios, por encontrarlos indispensables para el buen funcionamiento de la Iglesia, mientras que hacia mediados del mismo siglo, Gregorio Nacianceno opinaba que nunca salía nada bueno de tales reuniones (aunque, en su caso, hay que tener en cuenta la frustración personal experimentada en Constantinopla en el año 381; véase el capítulo 9). En Occidente, el escepticismo respecto a la autoridad de los sínodos episcopales era incluso más acentuado que en Oriente. A lo largo de todo el siglo IV, los arrianos se reunieron en sucesivos sínodos, lo cual dio pie a Atanasio a contrastar, desfavorablemente, la frecuencia de sus reuniones y la continua mudanza de sus credos con la estable unanimidad de la postura ortodoxa formulada desde un principio en el credo de Nicea. Tan sólo Nicea, argumentaba Atanasio, disfrutaba de la debida autoridad e inspiración para poder demandar el asentimiento de todo verdadero cristiano. La misma actitud era evidente en los autores occidentales del siglo IV. El papa Dámaso proclamaba abiertamente que la excepcional autoridad de Nicea se apoyaba en el hecho de que las decisiones allí tomadas habían contado con la aquiescencia de su predecesor, el papa Silvestre. En la disputa con Teófilo de Alejandría, relativa a Juan Crisóstomo, el papa Inocencio I puso objeciones a la invocación, por parte de Teófilo, de un canon aprobado por un concilio arriano en Antioquía, pues, según él, los cánones de Nicea eran los únicos de carácter conciliar reconocidos como tales por la Iglesia romana. La cuestión es que, para las iglesias occidentales, los concilios eran menos importantes como centro de decisión, porque la sede de Roma, como único “fundamento” apostólico de Occidente, disfrutaba de una preeminencia sin parangón posible en los obispados del mundo griego. Por otra parte, si bien Jerusalén gozaba de un halo de santidad superior al de Roma, los obispos de esa sede no constituían una fuerza específica dentro de la política eclesial anterior al siglo V. Es más, el sistema metropolitano estaba mucho más desarrollado, y asumido, en Oriente que en Occidente. Un obispo en la Galia o en Hispania, por ejemplo, podía dirigirse, con toda naturalidad, directamente a Roma en busca de guía y ayuda en vez de acudir a su metropolita. Dámaso y sus sucesores pronto pasaron, pues, a considerar todas esas peticiones de guía como análogas a las cuestiones que los gobernadores provinciales planteaban a los emperadores, elaborando, en consecuencia, respuestas “ad hoc” sujetas al formulismo propio de la cancillería imperial. Con ello, Dámaso daba a entender una pretendida sucesión local del mismísimo San Pedro; sucesión, claro está, a la que ningún otro obispo podía aspirar (si bien reconocía que, por tradición, Pedro, en cierta medida, ya había ejercido de dirigente en la iglesia de Antioquía antes de trasladarse a Roma). Pero eso no era todo. El hecho de la sucesión histórica podía ser interpretado como garante de una herencia de carácter jurídico que confería el poder necesario para ese “atar” y “desatar” confiado al apóstol en Mateo 16:19. Sobre la base de esa teoría jurídica, pues, las cartas papales empezaron a adquirir la forma de decretales. En lógica consecuencia, pues, a partir de Dámaso y sus sucesores, hicieron su aparición una serie de disposiciones cuyo fin era alcanzar una mayor uniformidad en la disciplina aplicada en la Iglesia occidental. Las cuestiones de principal interés eran la edad y calificación de los candidatos a las santas órdenes, los grados de parentesco y afinidad que podían suponer una traba para el matrimonio cristiano, y la necesidad de guardar el celibato por parte de obispos, sacerdotes, y diáconos (los subdiáconos fueron incluidos posteriormente por disposición expresa de León I). La influencia de los usos locales romanos en las prácticas litúrgicas, empezaron a hacerse notar por esa misma época. Las formas de culto acostumbradas en las iglesias más importantes tendían a ser adoptadas como modelos por esos otros centros menores de las provincias. Por otra parte, a lo largo de todo el siglo IV, el aumento incesante de las peregrinaciones a Tierra Santa, estimuladas por el ejemplo de Constantino y su madre Helena, ejemplo, además, al que acompañaron de espléndidas fundaciones en Jerusalén y Belén, llevó a una muy difundida imitación de los ritos propios de la iglesia de Jerusalén, llegando dicha tendencia también a Occidente. En ese mismo espíritu, hacia el año 384, una dama de la

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aristocracia de Hispania, llamada Egeria, escribió un diario del viaje que realizó desde el Sinaí a los Santos Lugares, describiendo, en un encantador latín coloquial, tanto los santuarios como sus más características ceremonias religiosas. Pese a todo, tal como era de esperar, el influjo de Roma sobre los usos litúrgicos en Occidente aventaja en rapidez e inmediatez a todo cuanto pudiera venir de fuera. En el 416, el papa Inocencio I aseguraba que el Evangelio se había extendido a otras provincias occidentales exclusivamente desde Roma,1 por lo cual todas las iglesias latinas estaban obligadas a seguir el rito romano. Llegados a este punto, justo es reconocer que en esa ocasión Inocencio no estaba dirigiéndose a un obispo africano o galo, sino a un sufragáneo italiano en el cercano Gubbio. En la práctica, los esfuerzos por llevar a las iglesias occidentales a una conformidad con la liturgia romana no fueron sistemáticamente generalizados hasta tiempos de Carlomagno. Mientras llegaba ese momento, el papa Gregorio Magno, por poner un ejemplo, no dudó en manifestar abiertamente su desacuerdo con esa política de imposición de la liturgia romana sobre las restantes iglesias. En tiempos de Dámaso, sin embargo, el fomento sistemático de una mansa conformidad con las costumbres y usos romanos tuvo, paradójicamente, su muy involuntario e indirecto protagonista en la persona de Ambrosio de Milán. Este buen obispo veía ciertamente con agrado la armonía existente entre Milán y Roma, pero en modo alguno pensaba que la tal hubiera de desembocar en la anulación de los usos propios de la tradición milanesa. En sus sermones catequéticos, recogidos en un volumen titulado Sobre los Sacramentos, preservado hasta hoy gracias, con toda probabilidad, a una transcripción de iniciativa particular hecha por uno de sus oyentes, Ambrosio cita algunas de las principales oraciones eucarísticas acostumbradas en la liturgia de Milán. Las formulaciones son semejantes a esas otras que documentos posteriores atestiguan como propias igualmente de la iglesia romana del siglo VIII, aunque observándose, pese a todo, ciertas notables diferencias de carácter local. Hasta ahí su defensa de posibles alternativas. Pero lo cierto es que, al expresar Mónica, madre de Agustín de Hipona, su preocupación ante las diferencias de uso entre las iglesias respecto a las prácticas litúrgicas, Ambrosio fue el primero en aconsejarle que se atuviera a la tradición local, cualquiera que ésta fuese: en Milán debería seguir, lógicamente, la costumbre propia de la ciudad, pero, de estar en Roma, no debería dudar en ¡hacer todo cuanto los romanos mismos hiciesen! Agustín, cuya liturgia africana se inscribía en la misma rama familiar vigente en Italia, lamentaba, por su parte, la tremenda confusión sembrada por aquellos clérigos que, de vuelta a África tras una estancia en el extranjero, trataban de introducir, sin más, los usos y costumbres vistos en otras partes. En Italia, resultaba natural que la autoridad de Roma fuese particularmente notable en relación directa con el elevado número de episcopados italianos. Pero lo cierto es que las provincias más distantes resultaban bastante difíciles de controlar, sobre todo en el caso de las regiones de habla griega de la Macedonia y la propia Grecia. Hasta el año 379, esas regiones habían pertenecido a la mitad occidental del Imperio. Dámaso, sin embargo, habría de descubrir, en sus negociaciones con Constantinopla y el Oriente, que contaba con un valioso aliado en la persona del obispo de Tesalónica. Cuando, en el año 379, el gobierno trasladó precisamente la administración de Grecia y Macedonia a la mitad oriental del Imperio, esta alianza eclesiástica entre Roma y Tesalónica adquirió su importancia desde una perspectiva insólita hasta la fecha. De hecho, el concilio griego celebrado en Constantinopla el año 381 propuso que la jurisdicción eclesial debería atenerse, sencillamente, a las circunscripciones y límites civiles. Eso suponía transferir sistemáticamente las citadas Grecia y Macedonia a la esfera de influencia de Constantinopla, siendo todo ello razón adicional para que Dámaso se resistiese a las decisiones de un concilio que, de cualquiera forma, ya lamentaba (véase el capítulo 9). Con el propósito, pues, de reforzar la influencia continuada de Roma en ese área, Dámaso y sus sucesores adoptaron la práctica de nombrar a los obispos de Tesalónica como sus correspondientes vicarios apostólicos. Lejos de arredrarse, los patriarcas de Constantinopla intentaron, ya a partir del siglo V, cambiar semejante estado de cosas en repetidas ocasiones, contando para ello

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Muy probablemente, hubo misioneros griegos que participaron en la evangelización del norte de África; quizás también llegaron hasta Marseilles y el valle del Rhône y aun al norte de Italia, por no decir la propia Roma.

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incluso con el respaldo imperial; pero la empresa no era ciertamente fácil, y el papado, pese a esa oposición, consiguió mantener como propio dicho vicariato hasta el siglo VIII. Lo cierto es que en las provincias de habla latina la autoridad romana no tenía necesidad de una representación personal tan activa como en Tesalónica. Pero en el año 417, por un error de juicio del incompetente papa Zósimo (véase el capítulo 15), se le confió al ambicioso obispo de Arlés un vicariato prácticamente análogo al de Tesalónica, y con derecho, además, de jurisdicción sobre los otros metropolitas galos. La razón de esa preponderancia de Arlés estaba en el reciente cambio habido en el estatus de la ciudad. Para el año 401, la prefectura de Trier parecía expuesta a un posible ataque bélico, con lo cual la sede de la administración civil y militar fue traslada precisamente a Arlés. Pero, al suscitar la decisión de Zósimo una incesante avalancha de protestas por parte de los restantes metropolitas galos, el asunto fue discretamente relegado al olvido por los sucesivos papas. Sin embargo, con el paso del tiempo, los nuevos obispos de Arlés trataron en más de una ocasión de reafirmarse en dicha dignidad. En el año 445, por ejemplo, el obispo Hilario de Arlés se sintió lo suficientemente libre, pese a la caótica situación prevaleciente en Occidente en aquellos momentos, como para actuar con independencia de Roma, si bien ese vuelo en solitario pronto vio cortadas sus alas por un decidido León I, el cual, además, contó con la ayuda de una nueva promulgación, debida al emperador Valentiniano III, en virtud de la cual todos los obispos de las provincias occidentales deberían someterse a la autoridad papal o exponerse a una penalización secular. En el entretanto, Arlés se había convertido en una ciudad de importancia y, en consecuencia, la ambición de sus obispos pronto volvió a aflorar a la superficie. Como es lógico, su autoridad corría pareja a la importancia alcanzada y, dadas las circunstancias, para cuando Cesario se hizo cargo del obispado en el año 502, no era de extrañar que mucho del contenido de sus sermones se ocupara de las tensiones propias de la tarea pastoral.2 Sin embargo, la subida al poder de los francos marcó el comienzo del declive de Arlés, y para tiempos de Gregorio Magno, ya a finales del siglo VI, ese vicariato papal había perdido toda su importancia. El más grande de entre los papas del siglo V había sido, sin duda alguna, León I (440461). Heredero del romanticismo de Dámaso respecto al pasado, estaba convencido de que la grandeza de la Roma imperial tenía su correspondiente continuidad en lo elevado de su dignidad como sede principal de la cristiandad. San Pedro y San Pablo, argumentaba él desde el púlpito (según documento fechado el 29 de junio), ocupaban ahora el lugar de Rómulo y Remo como patronos protectores de la ciudad. Nada había, desde luego, en León que recordara el pesimismo de Agustín respecto al imperio como institución política, y, de hecho, el contenido de La Ciudad de Dios no pareció haberle influido particularmente. Sus cartas y decretales, redactadas en una prosa concisa, que en momento alguno recurre a la ironía o las alusiones literarias, reflejan la mente de un hombre identificado con el estilo directo y escueto de la cancillería imperial. Pero León no era hombre al que la dignidad imperial y los formulismos legales le hicieran olvidar el valor de la simplicidad pastoral y el debido celo del amor al prójimo. En unos sermones característicos por su franqueza, exhortaba a su congregación a no dejar de cumplir con la obligación (casi con toda seguridad, instituida por Dámaso) de dar limosna a los pobres, y de observar esos cuatro breves ayunos anuales, por Cuaresma, Pentecostés, en septiembre, y en la época de Adviento –celebraciones todas ellas que, posteriormente, vinieron a ser especialmente asociadas en las ordenaciones como las “Témporas”. Al mismo tiempo, y en otro orden de cosas, no dudaba en alentar a su grey a abandonar esa antigua costumbre de rendir culto al sol en la escalinata de la iglesia de San Pedro. Lo cierto es que el paganismo y la herejía seguían siendo elementos perturbadores en la Iglesia. De hecho, con motivo de cierto escándalo acaecido en su congregación, León se 2

Los sermones especialmente atacan muchas de las supersticiones de los campesinos (algunos Arlésianos no trabajaban los jueves por respeto a Júpiter), y expresan una desaprobación de los clérigos que contemporizaban con la religión popular, regalando a la gente amuletos que tenían textos bíblicos. Cesario tuvo que amonestar a su grey para que no saliera de la iglesia después de los salmos y las lecciones, y se quedaran para la misa. También intentó animarles a que leyeran la Biblia en sus casas. Para mejorar las predicaciones, recomendó que los clérigos siguieran la costumbre griega de leer los sermones de maestros reconocidos en vez de usar sus propias composiciones mal hechas.

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encontró con toda una corriente maniquea infiltrada en su iglesia, a la que prestamente puso coto en virtud de una muy atenta vigilancia a la hora de repartir los elementos eucarísticos: los cripto-maniqueos tan sólo aceptaban recibir la comunión bajo una especie, desaprobando manifiestamente la ingesta de vino. León prestó asimismo un muy meritorio servicio a la ciudad de Roma actuando como embajador ocasional, disposición que le llevó a defender con éxito la integridad ciudadana ante la terrible carga de Atila y sus hunos en el 452. Para cuando los vándalos procedentes de África hicieron su aparición tres años después, Roma se encontró de nuevo indefensa; y aunque esta vez León no pudo evitar ni el pillaje ni, menos aún, la deportación como esclavos de muchos de sus ciudadanos, al menos logró hacer desistir a tan bárbaros invasores de sus planes de destrucción, evitando una matanza general. En esas cartas y decretales ya mencionadas, León aprovechó para consolidar la esencialmente jurídica doctrina de la autoridad petrina, tal como ya había esbozado sesenta años atrás el clarividente Dámaso. La personalidad de León como hombre, aun a pesar del considerable número de documentos conservados de redacción propia, se resiste a toda investigación por ese muy particular empeño suyo, mantenido hasta el último momento, de dejar a un lado su propia persona en aras de un mejor y más fiel servicio a la causa pública de la fe y los intereses propios de la Iglesia. León se veía a sí mismo como sucesor legítimo de San Pedro, y ello, además, no sólo en un sentido meramente histórico. Cuando predicaba o escribía una carta, creía firmemente que era como si San Pedro mismo estuviera hablando o escribiendo, o, al menos, que sus oyentes y sus lectores recibirían sus palabras como tales. Al ser el papa el heredero legal de todo cuanto Pedro había sido y significado, no tenía por qué producirse una disminución en el poder de las llaves, sino que, muy por el contrario, habría de mostrarse evidente una auténtica plenitudo potestatis. Ante semejante actitud, resulta simbólico que León I fuera precisamente el primer Papa en ser enterrado en la basílica de San Pedro. Al enviar al Oriente griego el Tomo que había de ser recogido en Calcedonia en el año 451 (véase el capítulo 14), León prohibió taxativamente a los obispos allí reunidos que lo sometieran al escrutinio del debate. Ahora que la cuestión había sido convenientemente definida, no había nada que rebatir, restando tan sólo, pues, recibir humildemente ese Tomo como palabra viva proferida por el bendito San Pedro en persona. Y si bien en la práctica, por razones tácticas, León podía solicitar ocasionalmente la opinión de los concilios eclesiásticos, su teoría personal de la autoridad apenas si les concedía un peso específico. Lo que resulta bastante improbable, sin embargo, es que los obispos griegos se avinieran a ver la cuestión bajo ese mismo prisma. Allí, en Calcedonia, el Tomo fue ciertamente aprobado como verdadera palabra petrina y digno, en consecuencia, de toda consideración, pero, eso sí, no sin antes haber llevado a cabo las oportunas averiguaciones para constatar que evidenciaba plena conformidad con los parámetros de la ortodoxia vigente. Una vez más, pues, el Concilio retenía su independencia de juicio. León I , pese a todo, sostenía que la definición doctrinal de Calcedonia seguía siendo válida e inmutable por haber recibido en su momento la oportuna ratificación papal. Pero León no podía menos que darse cuenta, al mismo tiempo, de que, en la práctica, el mantenimiento en el Oriente de esa autoridad especificada en la definición de Calcedonia dependía menos de Roma que de la propia línea política del emperador de Constantinopla. Los monofisitas, por su parte, veían en Calcedonia un tropiezo momentáneo del que muy pronto habrían de recuperarse. De hecho, cuando el emperador Marciano fallecía en el 457, el partido monofisita hizo cuanto estuvo en su mano para granjearse el favor de su sucesor y conseguir llevarle a una postura anti-calcedoniana. Atento a la jugada, el papa León se aprestó a tomar las medidas oportunas para contrarrestar su avance. En primer lugar, puso a disposición del nuevo emperador una batería de argumentos en apoyo tanto de su Tomo como de la propia definición de Calcedonia, observando, adulador, que, “por contar con la inspiración del Espíritu Santo, el emperador no tendría necesidad de instrucción humana alguna, pues se vería libre de todo error doctrinal”. Con semejante recomendación, no es de extrañar que a los sucesores de León en Roma les resultara sumamente difícil quejarse con éxito en el año 482 ante una aparición de un Henoticón que tan sólo gozaba del respaldo de la autoridad del emperador bizantino. Esos dilatados treinta y cuatro años de cisma entre Roma y los patriarcados orientales que resultaron de la aparición del Henoticón (véase el capítulo 14), obligaron a los papas de ese período a mantener una muy enconada afirmación de su propia supremacía en un intento

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desesperado por someter la independencia de Constantinopla y Alejandría. El papa Gelasio I (492-496) no se recató en proclamar que “la sede del muy bendito San Pedro tenía el poder de desatar todo cuanto hubiera sido atado en virtud de la decisión de cualquier obispo”. El apoyo que los patriarcas orientales estaban recibiendo del emperador Anastasio I llevó a Gelasio a proclamar una atrevida doctrina respecto a la relación entre la autoridad eclesiástica y el poder real: pues, “ al igual que en las cuestiones mundanas (escribía él) el clero estaba sujeto a obedecer al emperador, de igual manera, en los asuntos eclesiásticos, el emperador debía inclinar su cerviz ante los prelados, y ello muy especialmente ante la persona del Papa como prelado supremo, el cual deberá rendir cuentas a Dios por el modo en que el emperador se descarga de sus responsabilidades”. En el breve lapso de un lustro, Gelasio llevó a cabo grandes mejoras en la sede romana. Para empezar, puso coto a los abusos de las iglesias de Calabria donde la comunión estaba siendo administrada bajo una sola especie,. Intentó, además, suprimir la festividad de los Lupercalia en Roma, acontecimiento que repercutió directamente en la tradicional colecta del tercer domingo tras la Pascua de la cual había sido autor el propio Gelasio. Varias de las oraciones por él ideadas pasaron a la tradición litúrgica latina; e incluso se llegó a pensar, hasta hace relativamente poco, que la liturgia sacramental contenida en un manuscrito del siglo VIII, donado por la reina Cristina de Suecia a la Biblioteca Vaticana, también había sido responsabilidad suya, si bien investigaciones más recientes han demostrado la inviabilidad de semejante teoría. Pero, aun admitiéndose que ese “Sacramentario Gelasiano” no fuera suyo, sus muchos logros en el terreno de la innovación litúrgica siguen siendo indiscutibles. En la memoria de Dionisio Exiguo, canonicista de la primera mitad del siglo VI y responsable directo de la introducción de la era cristiana como sistema de datación, Gelasio ciertamente figura como el pastor ideal. Los sucesores de Gelasio fueron, en líneas generales, figuras bastante menos relevantes. Del 498 al 506, dos papas rivales, Sínmaco y Laurencio, se pelearon entre sí por el cargo, en parte sirviéndose de la pura fuerza bruta, y en parte (en el caso de Sínmaco) mediante documentos hábilmente falsificados que venían a apoyar su pretensión de que “la sede apostólica no puede ser juzgada por persona alguna”. De hecho, su propuesta quedó incluida en la teoría de los canonicistas medievales; y esa lucha tan poco edificante no vio su fin hasta que Laurencio se retiró de la vida pública. Pero el cisma había venido a suponer una ruptura en el normal discurrir de la vida eclesiástica, y el hecho de que, a la sazón, el gobierno de Italia estuviera precisamente en manos del ostrogodo arriano Teodorico, asentado a la sazón en Rávena, unido a su más que notable actitud de tolerancia absoluta, no contribuyó precisamente a poner pronto fin a la contienda. La historia del papado aún habría de ser testigo de mayores humillaciones al ser reanudadas las relaciones con Constantinopla en el año 518. La reinstauración de la ortodoxia calcedoniana en Oriente, en sustitución del Henoticón, vino a ser el preludio de la reconquista de Italia por Justiniano, con la lamentable consecuencia de privar a los papas del siglo VI de la libertad que habían disfrutado durante ese largo cisma. La nefasta carrera del papa Vigilio (véase el capítulo 14) fue clara ilustración del servilismo mostrado ante la política imperial de Bizancio. Sin embargo, en el año 568, justo a los tres años de la muerte de Justiniano, el férreo control de Italia, ejercido desde el exarcado imperial de Rávena, se vio frustrado por la llegada de los invasores lombardos. Esa inevitable ocupación lombarda del norte de Italia habría de ser la que, con el paso del tiempo, le facilitara al papa Gregorio Magno la recuperación de una cierta independencia para el papado, desviándose el punto de mira del aborrecible imperio bizantino para ir a fijarlo en los problemas misioneros que planteaban esos nuevos reinos bárbaros que habían hecho su irrupción en el panorama occidental. El apoyo que el papado prestó en la evangelización y civilización del norte de Europa fue francamente crucial. Sin embargo, esa posterior tendencia generalizada a centralizar el poder habría de suponer tantos o mayores problemas que los que había venido a solucionar. De León a Gregorio, los papas heredaron la responsabilidad de preservar de forma directa la fe apostólica desde la base de una jurisdicción asumida de la totalidad de las iglesias. De hecho, las iglesias orientales, conscientes de sus antiguas tradiciones, solían incluir de buen grado la sede de Pedro entre aquellas con las que mantenían comunión, pero sin que por ello pensaran, y ahí radicaba precisamente el problema, que la jurisdicción universal fuera deseable o tan siquiera posible.

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17 La Iglesia y los pueblos bárbaros A partir de los tiempos de Constantino, los emperadores romanos se encontraron con que, para hacerse con los mejores soldados para el ejército, tenían que recurrir a esas tribus germánicas asentadas en la frontera norte que iba del Rin al Danubio, y cuyos ataques habían logrado poner casi literalmente al ejército romano de rodillas durante los años intermedios del siglo III. Gradualmente, los godos se hicieron indispensables para la defensa del Imperio, llegando muchos de ellos a alcanzar altos cargos en el ejército, y, con el paso del tiempo, tomando incluso esposas de entre las familias romanas. Una de las muchas quejas del emperador Juliano contra Constantino tenía que ver precisamente con esa promoción de los bárbaros a importantes cargos en la administración; si bien los observadores paganos de la época hicieron notar que había sido precisamente Juliano el que concediera el envidiado cargo de cónsul a un oficial bárbaro. En realidad, esos nombramientos eran vividos con resentimiento por todos aquellos que pensaban que tales dignidades deberían ser patrimonio exclusivo de las grandes familias romanas. Sea como fuere, el dato cierto es que, pese a todo, la inmigración estaba siendo paulatina y controlada. Pero el panorama iba a cambiar rápidamente a partir del año 375. La presión ejercida por los hunos, desde esa zona perteneciente en la actualidad al sur de Rusia, precipitó una urgente entrada en el seno del Imperio por parte de los godos, iniciándose un movimiento generalizado de grandes masas que habría de causar graves alteraciones políticas y sociales. La mitad oriental del imperio se servía de generales bárbaros casi en la misma proporción que la occidental, contando el norte, sin embargo, con una frontera relativamente fácil de controlar comparada con la extensa e indefensa frontera occidental que discurría paralela al Rin y al Danubio. El 31 de diciembre del año 406, el cauce del Rin se heló, y los vándalos, los alanos, y los suevos cargaron contra la Galia sin reparar en el coste humano (tan sólo entre los vándalos, las bajas al tratar de cruzar el río se cifraron en más de veinte mil hombres). Dos años después, esos mismos pueblos estaban otra vez en marcha en busca de comida y pastos, cruzando esta vez los Pirineos para llegar a Hispania. En el año 429, los vándalos cruzaron el Estrecho de Gibraltar pasando a África, donde, tras capturar Cartago, crearon un reino pirata (de un tamaño no mucho mayor que el actual Túnez) que duró hasta la época de Justiniano. Las invasiones germánicas sembraron el caos y la confusión en Occidente. El colapso de la administración y el control político de Roma fue rápido, y la tarea de organizar la resistencia local con frecuencia corrió a cargo de los propios obispos. En cierta ocasión, el ataque de los hunos a una ciudad de la Tracia fue precisamente repelido gracias a la rápida y eficaz actuación del obispo local, quien no dudó en aprestar una enorme balista bajo la advocación de Santo Tomás, procediendo a continuación a dispararla él mismo con tan buen tino que el pedrusco acertó de pleno al mismísimo jefe de la horda. En Toulouse, se contaban heroicas historias acerca del singular comportamiento del obispo durante el asedio. Lo cierto es que, en un principio, los bárbaros fueron vistos como una plaga pasajera que pronto pasaría si el pueblo se mostraba verdaderamente penitente. Para Salviano, el presbítero “socialista” de Marsella, los bárbaros venían a suponer el enjuiciamiento indirecto de un imperio decadente en el que los ricos se dedicaban a oprimir y esquilmar a los pobres hasta donde ya no era posible aguantar más. Lo que Salviano no podía imaginar, sin embargo, es que ese enjuiciamiento iba a ser de muy larga duración y que los bárbaros habían hecho su aparición para quedarse. La Iglesia ciertamente tardó en reaccionar, pero, en cuanto la ya precaria estabilidad política se vio seriamente amenazada, se acometió de inmediato la tarea de evangelizar a esa tribus de rudos guerreros que nada parecían saber de la paz. Los primeros resultados positivos se vieron entre aquellos llegados a finales del siglo IV. De hecho, en el año 381, el Concilio de Constantinopla dio instrucciones precisas con el fin de que “las iglesias de Dios sitas entre esas

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razas bárbaras sigan siendo gobernadas según lo acostumbrado”; canon no demasiado explícito, pero que, al menos, confirma la existencia de reductos de cristianos ortodoxos germanos en el seno del imperio. Juan Crisóstomo no sólo fue de los primeros en predicar en la iglesia goda de Constantinopla, utilizando los bárbaros su propia lengua en la liturgia y lectura de las Biblia, sino que procedió a enviar misioneros a los godos asentados en la península de Crimea y en los remotos confines del Mar Negro. Esos intrépidos misioneros, por cierto, pronto llegaron hasta el Cáucaso, estableciendo pequeñas iglesias entre los hunos. Para el siglo VII, se empezó ya a tener noticia de misioneros presentes y activos entre los búlgaros, siendo más que notable, además, la tarea de evangelización llevada a cabo por los nestorianos entre los pueblos turcos del Asia Central. Muchos de los godos, sin embargo, no se convirtieron en el seno de la ortodoxia, sino que fueron evangelizados en el arrianismo por el obispo Ulfilas (311-383). Sus abuelos maternos habían sido cristianos capadocios llevados prisioneros en una incursión goda de finales del siglo III y, en el año 341, el joven Ulfilas hizo su aparición en el Imperio en calidad de embajador de su pueblo ante Constancio, siendo con el tiempo consagrado como obispo por Eusebio de Constantinopla. Tras regresar a su tierra natal para evangelizar entre los visigodos, ideó al efecto el alfabeto gótico al que transcribió la Biblia. Los godos pronto fueron los principales misioneros entre la otras tribus germánicas, dándose el caso de que muchas de esas tribus se convertían fácilmente al cristianismo al poco de estar asentadas en el imperio. Esa había sido ciertamente la norma entre los visigodos, los vándalos, los suevos, los burgundios, los hérulos, y los ostrogodos. La inmigración al mundo civilizado romano parecía conllevar la aceptación del cristianismo; y no deja de ser curioso notar que en una inscripción hallada en el sur de la Galia se honra la memoria de dos de esos bárbaros en un lenguaje que da a entender que la mancha de su origen había quedado limpia por el bautismo. Pero lo realmente crucial en la cristianización de esos pueblos bárbaros fue su muy extendida arrianización. Entre otras cosas, la conversión supuso que, ante sus renovados ataques, quedara reforzada de manera casi instintiva la identificación de los católicos con el ideal imperial romano; mientras que, entre ellos mismos, esa disidencia religiosa vino a reforzar su innegable condición de extranjeros. De entre todos esos pueblos invasores, tan sólo los francos se convirtieron de entrada a la ortodoxia católica con su rey Clovis al frente, verdaderamente cual “nuevo Constantino”, allá por el año 506; y habría de ser necesario esperar a finales de ese mismo siglo para que los burgundios, los suevos, y los visigodos fueran paulatina y sucesivamente pasándose del arrianismo al catolicismo. Durante un tiempo tras la segunda mitad del siglo V, las comunidades católicas de la Galia, Hispania y, muy en particular, del norte de África, sufrieron persecuciones esporádicas por parte de los respectivos jefes de visigodos, suevos, y vándalos. Sin embargo, la mayoría de esos bárbaros tenían en cierta estima las leyes e instituciones romanas, lo cual facilitó durante un tiempo la colaboración entre ambos pueblos sin que los más acendrados patriotas se sintieran culpables por ello. Por otra parte, el común temor a la aniquilación fue un factor de unión a la hora de oponer resistencia a las terribles hordas hunas con su atrabiliario jefe Atila al frente. La correspondencia de Sidonio Apolinaris, varón galo de exquisita cultura, quien habría de ser ordenado obispo de Clermont en el año 469, ilustra en qué modo hicieron frente a la situación los aristócratas galorromanos. Por una parte podían optar por retirarse a sus fincas, y tratar de hallar solaz y consuelo en el rico acervo de sus bibliotecas, o, por el contrario, podían hacerse cargo de un obispado y servirse de la sede como punto de partida en una empresa común de cooperación social y política con los gobernantes bárbaros, al tiempo que, muy sabia y prudentemente, salvaguardaban su propia independencia. En ese agitado siglo VI, los más importantes obispos del sur de la Galia, Cesáreo de Arlés y Avito de Vienne, no tuvieron dificultad alguna en colaborar con sus respectivos gobernantes visigodos y burgundios pero sin por ello tener que verse comprometidos con el arrianismo. En Italia la situación era muy similar. La política de colaboración con los bárbaros permitió al menos la ilusión de ver una figura imperial en el poder hasta el año 476 (ó 480), aunque, de hecho, el auténtico poder estaba a la sazón en manos de los comandantes bárbaros del ejército. Esa colaboración, sin embargo, tuvo un abrupto final en el año 476 al decidir el general bárbaro Odoacro retirar, sin más, al emperador nominal Rómulo Augustulo en Rávena para coronarse a sí mismo “rey” de Italia. Ese fatídico año de 476 pasó, ya a partir del

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Renacimiento, a ser fecha simbólica en la caída definitiva del imperio occidental. Pero lo cierto es que en su momento no fue visto así ni mucho menos. En un principio, apenas si cambió nada. Un cronista bizantino fue el único que vino a admitir que ese año había supuesto una ruptura importante en el seno de una institución iniciada por Augusto, pero cuando ya habían transcurrido cuarenta años del hecho. Por otra parte, el impacto psicológico en su momento apenas si fue perceptible en comparación con el dramático saqueo de Roma por parte de las huestes de Alarico en el año 410. En Constantinopla seguía en el poder un prepotente emperador romano, el cual, tras afirmar su soberanía sobre Occidente, no dudó en instigar a Teodorico el ostrogodo para que atacara y matara a Odoacro. Teodorico, a su vez, se asentó en Rávena asumiendo él mismo el título de “rey”, si bien, al menos nominalmente, siguió reconociendo en última instancia la correspondiente soberanía del emperador allí en Constantinopla, siempre y cuando, claro está, su propia independencia de acción no se viera restringida. Bajo el mandato de Teodorico (493-526) los antiguos terratenientes senatoriales, ahora entregados en cuerpo y alma a la causa del cristianismo, continuaron viviendo como siempre lo habían hecho. En realidad, poco era lo que había cambiado. Se seguía valorando a la Iglesia, pero sin que ello supusiera menoscabo alguno para las viejas glorias de Roma y la muy excelsa poesía de Virgilio. La corte ostrogoda, en realidad, no suponía traba alguna para la continuidad de la antigua civilización. Es más, el elevado nivel cultural alcanzado por la corte arriana de Rávena puede todavía hoy vislumbrarse en el rico estilo que evidencia la iglesia palaciega de Teodorico (San Apolinar el Nuevo, en la actualidad) con sus elaborados mosaicos y su noble decoración. La Biblioteca Universitaria de Upsala, en Suecia, atesora uno de los más exquisitos códices de los Evangelios que se conservan; redactado en la lengua gótica de Ulfilas, e inscrito sobre pergamino púrpura en tinta plateada, es casi seguro que fue realizado en Rávena bajo el patrocinio directo de Teodorico. El aislamiento propio del arrianismo le fue, además, de ayuda a Teodorico para preservar su independencia a la hora de enfrentarse al imperio griego ortodoxo. Al ser éste un interés compartido por la mayoría de los más influyentes cristianos de Occidente, la mutua colaboración no fue en absoluto difícil. Pero el fin del cisma entre Roma y Constantinopla en el año 518 (véase el capítulo 14) hizo que Teodorico sospechara, no sin cierta razón, que el emperador bizantino, en realidad, lo que quería era sacar provecho de esa reunificación por intereses políticos. La primera y principal víctima de su suspicacia fue el pensador Boecio (480-524). Senador acaudalado y aristócrata de gran erudición, Boecio no sólo escribió acerca de las Trinidad y la encarnación, sino que se ocupó igualmente de los problemas propios de la filosofía platónica y aristotélica, hasta el punto de que su traducción y comentario a la “Introducción” (Isagogue) de Porfirio era obra de referencia obligada en la Edad Media. En el año 523, Boecio cayó en desgracia al sospechársele culpable de traidores tratos con Constantinopla; y mientras languidecía en prisión aguardando el día de su ejecución, se dedicó a escribir su posteriormente célebre La Consolación de la Filosofía, obra notable por su carácter clásicamente pagano, en la que, por cierto, las grandes cuestiones cristianas brillan por su ausencia. De hecho, Boecio reconcilia el concepto de providencia desde una perspectiva moral, en virtud de un sufrimiento inocente; y mediante la lógica, asociándola a una libre voluntad. Es más que probable que Boecio lamentara la aparición en escena de los godos, pero planteándose su existencia y sus idas y venidas tan poco como le fuera posible. El caso opuesto lo vino a representar su contemporáneo Casiodoro (485-582). Casiodoro no sólo disfrutó de un alto cargo en la administración de la corte de Teodorico y sus sucesores, sino que, además, encontró tiempo en medio de tanta responsabilidad para compilar una dilatada historia sobre los godos (de la cual nos ha llegado un epítome debido al godo Jordanes). Pero eso no era todo. Consciente de la acuciante necesidad, creada por esa realidad de los asentamientos bárbaros, ideó la creación de unas instituciones educativas adecuadas a la nueva situación, llegando él incluso a planear la creación de un instituto de estudios superiores en Roma según el modelo ideal de las escuelas de Alejandría y Nisibis. Pero la decisión de Justiniano de expulsar a los godos de territorio italiano puso fin a sus esperanzas de romanización y civilización de esos pueblos sobre la base de la cultura clásica y la doctrina cristiana. Forzado en parte por la situación, pero sin renunciar por ello a su primitiva idea, Casiodoro se retiró a su pintoresca finca natal de Squillace, en el corazón de la Calabria, decidido a fundar una comunidad monástica, a la que bautizaría con el nombre de “Vivarium”, “El Estanque” (o cetaria), pensada

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como centro de estudios religiosos. De hecho, su fundación se diferenciaba de otras semejantes en esa explícita vocación intelectual. Unos años antes, hacia el 529, Benedicto de Nursia había fundado su propio monasterio en Monte Cassino, en el centro mismo de Italia (véase el capítulo 12). A los monjes benedictinos se les imponía una estricta disciplina de trabajo, teniendo que dedicar el tiempo no empleado en las labores manuales a la lectura de las Escrituras, la meditación, y la adoración. Como era natural, parte de ese tiempo de estudio era aprovechado en la producción de copias de la Biblia, o reproducciones de las obras de Casiano o Basilio, libros todos ellos de obligada lectura en la orden. A principios del siglo V, el propio Casiano había sentado precedente al prescribir trabajo manual (que podía consistir precisamente en la copia de textos bíblicos) como antídoto muy eficaz contra una ociosidad que hace al monje particularmente vulnerable a los ataques del demonio. En el “Vivarium” de Casiodoro, sin embargo, la reproducción de manuscritos iba más allá de unos fines estrictamente religiosos. La finca, tal como su nombre indicaba, era un lugar ideal para dedicarse a la pesca y disfrutar de la naturaleza en la tranquilidad idílica de sus prados. Y, en ese entorno ideal, la actividad intelectual y manual de los monjes se traducía en preciosos manuscritos finamente encuadernados. Pero Casiodoro, no sólo aspiraba a que sus monjes se supiesen las Escrituras de memoria, tal como podía ser el caso de los benedictinos, sino que habían de ser, además, igualmente capaces de comprenderlas y explicarlas. En consecuencia, trazó todo un plan de estudios seculares, según el esquema ya esbozado por San Agustín en su tratado “Acerca de la Doctrina Cristiana”. Esa idea del monasterio como centro polivalente intelectual y educacional no era totalmente novel. En el Oriente griego había sido la norma enviar a los jóvenes a los monasterios para recibir adecuada instrucción. Poco antes de la aparición en escena de Casiodoro, un ferviente admirador de San Agustín llamado Eugipio, el cual había estado un tiempo asociado con Severino en la predicación del cristianismo entre los invasores bárbaros, en ese zona que ahora ocupa Austria, había desempeñado la función de abad en un monasterio situado en Luculanum, cerca de Nápoles. Dionisio el Exiguo (véase el capítulo 16) incluso llegó a traducir para él porciones escogidas de Gregorio de Nisa. Aun así, Casiodoro no se recató en hacer notar que Eugipio “carecía de adecuada preparación en literatura profana”. Era, pues, una novedad absoluta que en Vivarium se les instruyera a los monjes para que leyeran a Cicerón, Quintiliano, y las diversas traducciones latinas de Aristóteles, Porfirio, y Galeno. En un principio, dentro del ideal benedictino, la búsqueda exclusiva de la persona de Dios conllevaba el alejamiento de todo estudio secular; pero, con el tiempo, ese nuevo humanismo liberal de Casiodoro halló su hueco en esa primitiva tradición, que habría de verse enriquecida, además, en un proceso ciertamente dilatado y dificultoso, por las contribuciones originales de los monjes irlandeses. Al renunciar el papa Gregorio Magno (540-604) a una distinguida carrera como prefecto de Roma para hacerse monje, su ideal de santo había sido precisamente Benito de Nursia, cuya biografía había escrito él mismo en sus Diálogos. Para Gregorio, en consonancia con la corriente prevaleciente en su época, la conversión conllevaba una renuncia al mundo y todas sus manifestaciones, literatura profana, claro estaba, incluida. Notable por la finura de su prosa, lo cierto es que rara vez se permite en sus cartas y sermones hacer alusión alguna a la sabiduría clásica; y entre sus más grandes logros como papa ciertamente no se encuentra el fomento de un clero más culto y preparado. La Regla Pastoral de Gregorio sentaba las bases de un estricto monacato por completo apartado de posibles intereses mundanos. Según cierta leyenda, ampliamente difundida en la Edad Media, Gregorio habría sido el verdadero causante de la destrucción de la Biblioteca Palatina de Roma; pero, dado su carácter, es bastante más probable que, de haber llegado en algún momento a estar en las proximidades en semejante ocasión, ¡hubiera evitado tan siquiera mirar! Es una experiencia en principio sorprendente pasar de las cartas de Gregorio Magno, tan llenas del saber y sentido común propios de un competente administrador, a los portentosos relatos incluidos en sus Diálogos, donde lo prodigioso y lo visionario vienen a darse cita en sus semblanzas de los santos italianos. Cierto, claro está, que el retrato que Sulpicio Severo había pintado de Martín de Tours incurría en flagrante exageración taumatúrgica y en servil patriotismo regional, haciendo más notable aún el acusado contraste con la austera sobriedad de

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Juan Casiano. Aun así, lo cierto es que esos Diálogos, que tan pocas simpatías despiertan en el lector moderno, son exponente perfecto de las razones por las que Gregorio venía a ser un hombre idóneo para su época. Como papa había contribuido más que ningún otro a cubrir el abismo existente entre el magnífico pasado del Imperio romano y la desoladora realidad de ese nuevo panorama occidental dominado por los bárbaros. Incansable en su empeño por mostrar la verdad de esa otra realidad sobrenatural y supramundana, asumía, sin más, que el cristianismo encajaba a la perfección con las necesidades y anhelos del común de los mortales, sin que fuera, pues, necesario plantearse la cultura con mayúsculas. Consecuentemente, gustaba de mandar reliquias milagrosas (como porciones de las limaduras de las cadenas que habían mantenido prisionero por un tiempo a San Pedro) a los príncipes bárbaros. Y ante el ataque de los puristas iconoclastas, Gregorio defendía con ardor la presencia de imágenes y pinturas en las iglesias, por constituir “la verdadera Biblia de los pobres”; apremiando al tiempo a la Iglesia para que asumiera lugares de culto y festividades paganas dándoles un nuevo sentido cristiano. Lo cierto es que no puede menos que admitirse esa inconsciente, pero intensa, identificación que Gregorio hacía entre Iglesia viva y una cultura bárbara en la que se veía irremediablemente abocada a desarrollar su tarea evangelizadora. Sin embargo, y, quizás, un tanto curiosamente, la relación que Gregorio mantuvo con los bizantinos no llegó a ser nunca ni cordial ni distendida. Seis fueron los años pasados en Constantinopla como representante destacado de la Iglesia romana, y durante todo ese tiempo ni siquiera se molestó en adquirir alguna noción de la lengua griega. De hecho, mantenía una desconfianza básica hacia los cristianos griegos, heredada de una tradición latina convencional que veía en ellos a un pueblo “demasiado listo como para poder ser también honrado”. Con respecto al patriarca de Constantinopla mantenía, en lógica consecuencia, la tradicional actitud romana, recelosa y distante; y, cuando ya en el papado, descubrió que el patriarca se había adjudicado a sí mismo el epíteto de “ecuménico”, título que, justo es admitirlo, había sido de uso común en Constantinopla durante casi un siglo, Gregorio protestó con vehemencia argumentando que los dignatarios de la Iglesia no deberían servirse de tales títulos honoríficos. En su Cancillería se le conocía como “el siervo de los siervos de Dios” (fórmula calcada de la acostumbrada por San Agustín para referirse a su madre). La Italia de tiempos de Gregorio Magno se encontraba prácticamente ocupada en su totalidad por los invasores lombardos, mientras que el territorio bajo el control del exarca del emperador bizantino en Rávena era relativamente pequeño. Roma, en cambio, era ahora una ciudad bizantina, y así continuó siéndolo durante todo el siglo VII. El papa era, además, súbdito de hecho del emperador de Constantinopla. Por otra parte, es necesario tener en cuenta, una vez más, que los prejuicios personales de Gregorio eran particularmente contra los griegos. Lo cierto es que de San Agustín había aprendido a ver con cierto despego las relaciones entre Iglesia e imperio, y, sobre todo, Gregorio comprendía que esos reinos bárbaros asentados en Occidente no eran transitorias unidades militares de ocupación que un buen día desaparecerían en busca de mejores tierras, sino una insoslayable realidad social y política a la que iba a ser necesario adaptarse. Los visigodos asentados en la Hispania se habían convertido ya al catolicismo, y en el norte de la Galia los francos también se habían convertido al catolicismo directamente a principios del siglo VI. Además, en opinión del obispo Gregorio de Tours (540594), principal historiador de ese pueblo, esas gentes habían sido enviadas allí por genuina providencia divina con el explícito propósito de rescatar al Imperio de su decadencia social, y para salvaguardarlo de la corrupción del arrianismo de Teodorico y los ostrogodos. Nada tan natural para Gregorio, pues, que adoptar una actitud igualmente positiva respecto a los francos y los visigodos. Y, muy singularmente, a todo eso el buen papa añadía la inminente necesidad de ir a evangelizar a los paganos anglosajones de Inglaterra. En los últimos tiempos, la comunicación entre Bretaña y el continente había sido puesta temporalmente en peligro por las grandes penetraciones llevadas a cabo por la tribus bárbaras en la Galia y en Hispania a comienzos del siglo V. Bretaña había pasado de ser una provincia perteneciente al imperio, a verse abandonada ahora a sus propios recursos ante la invasión de pictos y escoceses, recurriendo a los sajones en busca de ayuda; medida que ciertamente vendría a mostrarse decisiva en el posterior curso de su historia. Pero todavía quedaba lejano el día en que los invasores sajones aumentaran en tal proporción como para desplazar a los propios

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britanos a la parte más occidental de la isla. En esa primera mitad del siglo V las iglesias se mantuvieron intactas, siendo únicamente causa de ansiedad entre sus hermanos galos por su acusada tendencia a simpatizar con la causa de Pelagio. El deseo de corregir esa propensión puede que fuera precisamente el motivo que impulsó al papa Celestino a enviar a Paladio como obispo de los irlandeses allá por el año 431; y fue sin duda el claro deseo de aplastar el pelagianismo lo que llevó a Inglaterra al obispo Germano de Auxerre en el 429 y, de nuevo otra vez, doce años más tarde. Poco después de los tiempos de Paladio, hizo su aparición en Irlanda Patricio, evangelizando y fundando monasterios en su calidad de obispo. En su “Confesión”, obra autobiográfica escrita en un tosco latín popular, Patricio se queja de las críticas de que era objeto por parte de ciertos sectores más cultos y preparados; lo cual induce a pensar en la presencia de cristianos en Irlanda poseedores de una superior cultura latina. Sea como fuere, para el siglo VI los monasterios irlandeses se estaban convirtiendo en destacados centros de estudios, en los que se incluía no sólo teología sino asimismo gramática y un más que notable interés por calcular debidamente la fecha correcta de la celebración de la Pascua, cuestión en la que los muy conservadores celtas, quizás influidos por su gran aislamiento, habían venido a disentir por completo con las iglesias del continente. En el año 563 Columba fundó un monasterio en la isla de Iona, iniciando una labor de evangelización que, a su tiempo, hizo extensiva a las salvajes tribus de la Escocia territorial. Esa misión en tierra de pictos no era la primera en su especie, pues ya un siglo antes, según apuntan todos los indicios, Niniano había establecido una iglesia misionera en Whithorn (Casa Cándida) en honor de Martín de Tours, lugar cercano a la localidad de Galloway. El paso del tiempo hizo prosperar el nuevo monasterio de Iona, convirtiéndolo en un activo centro de difusión del cristianismo y de los ideales monásticos celtas tanto por tierras escocesas como por el norte de Inglaterra. En Inglaterra y Gales los invasores sajones acabaron por aventajar a los naturales del país. Los britanos cristianos se encontraron divididos por una diferencia de opinión, y hacia el 540 el retrato que nos llega a través de un diácono llamado Gildas es de caos administrativo local y absoluto declive moral. Para finales del siglo VI, el reino pagano de Kent, con su capital en Canterbury, dominaba la mayor parte del territorio al sur del río Humber. Su rey Ethelbert, sin embargo, se casó con una cristiana de sangre franca, viendo el papa Gregorio en esa unión una magnífica oportunidad para establecer nuevos puntos de misión, enviando en consecuencia al monje Agustín, posteriormente conocido como Agustín de Canterbury, desde Roma. Según todos los indicios, antes de llegar a su destino, Agustín fue ordenado obispo en la Galia, prosiguiendo después su camino hasta llegar a Thanet en compañía de un grupo de monjes, donde procedió de inmediato a bautizar al rey Ethelbert y gran número de sus súbditos, en lo que, al parecer, fue una conversión tribal en pleno. La intención de Gregorio había sido que Agustín estableciera los obispados principales en las antiguas ciudades romanas de Londres y York; pero, en la práctica, fue Canterbury, capital del reino de Kent, la favorecida, reteniendo a la vez su categoría de sede obispal y su carácter de principal centro misionero. Gradualmente, y aun a pesar de los muchos y continuos obstáculos y desengaños, la misión fue difundiéndose a otras partes del país. Como era de esperar, pronto se produjo la inevitable tensión entre esa bisoña misión con base en Kent y las antiguas comunidades de cristianos britanos, ya firmemente asentadas en el norte y el oeste del país. Los celtas eran tremendamente conservadores en su sistema de cálculo de la fecha correspondiente a la celebración anual de la Pascua y muy estrictos, además, en la forma en que había de ser practicada la tonsura, con lo cual, lógicamente, desaprobaban por completo los aires innovadores que traían Agustín y sus monjes. Esa incipiente, y poco halagüeña relación, vino a hacerse aun más compleja con la entrada en escena de la misión asentada en Northumbria al cuidado de Aidán, monje procedente de Iona que había fundado el monasterio de Lindisfarne en el año 635. En el 657, la abadesa Hilda, aventajada discípula de Aidán, estableció un doble monasterio, con pabellones separados para hombres y mujeres respectivamente, en la localidad de Whitby. Y habría de ser precisamente en un sínodo celebrado en esa misma localidad en el año 664 donde se lograra, por fin, que la Iglesia del norte de Inglaterra se aviniera a celebrar la Pascua en la fecha observada en el continente, uniéndose así a Canterbury: “Aquellos que servimos a un único Dios deberíamos observar una única norma de vida, sin mostrar discrepancias en la celebración de los santos sacramentos.” El

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papa Gregorio Magno, coincidente con la perspectiva agustiniana de la irrelevancia de la uniformidad litúrgica, probablemente encontraría extremados algunos de los puntos defendidos en Whitby; pero de lo que no cabe duda es que tanto la Iglesia celta como la sajona se verían respectivamente beneficiadas por esa armonía lograda en cuestión tan importante para la fe cristiana como es la celebración de la Pascua, ahora definitivamente fijada en armonía tripartita con el continente. De hecho, esa armonía entre los britanos y la tribu dominante inglesa todavía no era una realidad para el 731, año en el que el muy erudito y venerable Beda completó en su monasterio de Jarrow su Historia Eclesiástica del Pueblo Inglés. Esa magna obra presentaba, además, una tesis sumamente original: tan sólo la Iglesia es capaz de proporcionar la trabazón necesaria para mantener unidas a tan diversas y pugnases tribus asentadas en diferentes partes de las Islas Británicas; y ésta, a su vez, tan sólo podrá mantenerse unida en sí en virtud del liderazgo que ejerza un digno sucesor de San Pedro en Roma, a cuya autoridad, además, debe su fundación y existencia la sede de Canterbury. Pero el persuadir a los cristianos celtas de esa verdad requería tiempo. A Bonifacio de Crediton, heroico contemporáneo de Beda y homólogo en su pensamiento, le cupo el privilegio de llevar el Evangelio a la Germania, siendo coronadas sus labores de apostolado con el martirio en Frisia en el año 754.

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18 Culto y arte LA LITURGIA

Los primeros cristianos compartían con los judíos la firme convicción de que la “religión” incluía una cosmovisión que afectaba a la vida en su totalidad, y que estaba lejos, además, de verse limitada a la mera celebración de cultos y ceremonias; compartiendo, asimismo, con los judíos la idea de que Dios había dado muestras de su gracia en virtud de ciertos pactos. Y si los cristianos veían en la circuncisión una forma particular del judaísmo, en modo alguno de obligado cumplimiento para los gentiles cristianos, por otra parte, sí mantenían el lavamiento ritual en su celebración del bautismo, costumbre ésta verdaderamente importante dentro del ceremonial de admisión del prosélito gentil a la sinagoga judía. El pan y el vino de la Pascua judía, al igual que otros alimentos rituales, habían pasado a tener un nuevo significado por estar asociados a la Última Cena, y la Crucifixión, cuando, en palabras de Pablo, “(la) pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros” (1 Corintios 5:7). De hecho, cierta corriente de expresión en la primitiva literatura cristiana solía contrastar el judaísmo, como religión de manifestaciones externas, con el cristianismo como adoración a Dios “en espíritu y en verdad”. Pero los cristianos eran perfectamente conscientes de que, si es que querían ser una sociedad con una vida comunitaria coherente, no podían vivir en base a un puro individualismo interno. Se hacía necesario contar con una forma y un orden, y ello por ser precisamente conscientes de que los signos visibles del bautismo y la eucaristía eran dona data, genuinos dones dados por Dios a su Iglesia, y verba visibilia, actualización visible de la verdadera sustancia del evangelio. Ya en tiempos de Pablo, era costumbre entre los cristianos reunirse todos los domingos para celebrar un culto en conmemoración de la resurrección del Señor. Esa asociación semanal del “día del Señor” con la propia resurrección llevó a los cristianos, con el tiempo, a transferir la celebración anual de la Pascua cristiana de la habitual fecha de la Pascua judía (Pascha), de obligado cumplimiento para los judíos el día catorce del mes de Nisán, al domingo de la semana siguiente. (Para una mejor comprensión del problema, véase el capítulo 5). Lo cierto es que muy pronto fueron igualmente de práctica común en la Iglesia otras varias observancias de origen judáico como, por ejemplo, el Pentecostés. Además, para el siglo IV, el calendario litúrgico incluía ya conmemoraciones específicamente cristianas, como el día de la Ascensión y la Natividad de Cristo, festividad esta última que el Oriente ortodoxo celebraba el 6 de enero y que Occidente reservaba para el 25 de diciembre (véase capítulos 8 y 15). Al igual que los judíos, los primeros cristianos guardaban ayuno en ciertos días. Según la práctica judía, esos días eran los lunes y los jueves de cada semana (Cf. Lucas 18:12 “ayuno dos veces a la semana”). Para finales del siglo I los cristianos ya habían adoptado los miércoles y los viernes como días propios. Esos días de ayuno cristiano pronto pasaron a ser conocidos como “estaciones”, o días de vigilancia o guardia militar. En el “Pastor de Hermas” se advierte a los cristianos que el ayuno que a Dios complace consiste en abstinencia de concupiscencia y malas acciones. Por otra parte, del texto de Marcos 2:20 se desprendía que los cristianos estaban llamados a ayunar muy particularmente cuando “el esposo (les es) quitado”, a saber, el día mismo de la conmemoración de la Pasión. De ahí, pues, que ese ayuno inmediatamente anterior a la celebración de la Pascua adquiriera gradualmente mayor importancia, aumentando en extensión y pasando a incluir una vigilia nocturna completa, con manifestaciones externas tales como el uso de la vela pascual. Para principios del siglo IV, el ayuno previo a la Pascua era de siete días de duración en la Pascua oriental ortodoxa, pero de nada menos que cuarenta días en Ocidente. Esa rigurosa Cuaresma fue introducida por primera vez en las iglesias griegas por Atanasio en el año 337, concretamente tras su vuelta del exilio en Occidente (véase el capítulo

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9), al sentirse puesto en vergüenza por la grave seriedad de la austeridad occidental. Por estar la Pascua particularmente asociada al bautismo, el período de Cuaresma se convertía en un tiempo de instrucción durante el cual el obispo impartía lecciones a los catecúmenos. Además, a partir del siglo IV, las celebraciones propias de la Semana Santa experimentaron cambios notables. Se empezó a observar la festividad del Jueves Santo, a la que vino a sumarse, ya en el siglo VI, la celebración del Domingo de Ramos; si bien no se tiene noticia de fórmula alguna de bendición específica de palmas y ramos hasta bien entrado el siglo IX. Por otra parte, la costumbre de no celebrar la eucaristía el día de Viernes Santo era ya un hecho habitual en el año 416, tal como se desprende de una carta del papa Inocencio I dirigida al obispo de Gubbio (véase el capítulo 16).1 La forma y el contenido de los ritos en uso en el período anterior a Constantino y el Concilio de Nicea tan sólo nos son conocidos en base a noticias fragmentarias entresacadas de alusiones casuales, o como dato puramente adicional en cuestiones de otra índole. La práctica del bautismo en el norte de África, por ejemplo, nos es conocida gracias a una descripción hecha por Tertuliano en el año 200: tras un período previo de ayuno, la ceremonia se iniciaba con un acto de renuncia voluntaria al demonio, sus pompas y sus obras, al que seguía una declaración de fe. Según otras fuentes (Hipólito, Cipriano), todas ellas del siglo III, la fórmula de renuncia no se componía de un discurso fijo, sino de la repetición sucesiva de un “Sí, creo” a una pregunta repetida acerca de las tres personas de la Trinidad (Padre, Hijo, Espíritu Santo).Cada afirmación iba seguida de una inmersión en agua, siendo después ungida la persona con el santo óleo para, a continuación, recibir la imposición de manos y alcanzar, mediante oración, el don del Espíritu Santo. La persona bautizada recibía entonces un presente de leche y miel como prueba de su entrada en la tierra prometida. (Cierto, claro está, que se tienen noticias de un presente idéntico en ciertos ritos mistéricos paganos, pero de lo que no cabe duda es de que la simbología bíblica era específica y bien comprendida en la práctica cristiana.) El sacramento solía ser habitualmente administrado por un obispo o, bajo su permiso, por un presbítero o un diácono, dándose, incluso, el caso excepcional de legos que asumían tal función. En cuanto a la Roma de esos tiempos, la unción con el santo óleo, al igual que en África, seguía a un bautismo previo por inmersión. Sin embargo, eso no significaba que se siguiera el mismo orden en todas partes. En la Siria del siglo III, según un manual de instrucciones al uso titulado Didascalia Apostolorum, la unción precedía al lavamiento del bautismo. Es más, en ciertas partes se llevaban a cabo dos unciones, una previa y otra posterior; o incluso tres, como fue el caso con Hipólito. Tales variaciones eran, casi con toda probabilidad, indicativas de una ambivalencia respecto a la categoría y simbología propias del rito. De lo que no parece caber duda, sin embargo, es de que el óleo era ya simbólico del Espíritu en el ámbito semítico, lo cual vendría a dar una fecha muy temprana en su práctica. De hecho, ciertas sectas gnósticas despreciaban el bautismo de agua, enfatizando, por el contrario, ese “bautismo del Espíritu” que se derivaba de la santa unción. Sea como fuere, lo cierto es que, con el paso del tiempo, el sentido bíblico de esa unción se fue haciendo cada vez más oscuro: Ambrosio se lo explicaba a sus catecúmenos comparándolo con el aceite fortificante con que era embadurnado el atleta antes de la competición. En lo que hacía al propio entorno en sí, la cuestión es que si bien algunos, como era el caso del autor de la Didajé, consideraban más oportuno realizar los bautismo en un río o en un lago, mucho antes de finales del siglo I se había vuelto costumbre bautizar sencillamente mediante una triple aspersión de agua sobre la cabeza del aspirante. El simbolismo de una inmersión en agua que fluye fue en parte preservado por la construcción de bautisterios dentro de la propia iglesia o, a partir del siglo IV, adyacentes al edificio principal. Los candidatos descendían, pues, unos escalones y aguardaban de pie el momento de la inmersión. La ceremonia en sí estaba investida de gran solemnidad, resultando aún más formidable por el uso ocasional de exorcismos. Además, cuando el bautismo era practicado a enfermos o a niños, se tomaban las precauciones necesarias para no causarles perjuicio alguno, derramándoles entonces una muy pequeña cantidad de agua. Sin embargo, según se desprende de ciertas cartas 1

En el siglo VI los bizantinos tenían un rito especial para los miércoles y viernes durante la Cuaresma en el que usaban elementos que habían sido consagrados el domingo anterior y por eso se llamaba la Liturgia de lo presantificado.

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debidas a Cipriano, para el siglo III, algunos creyentes, escrupulosos en exceso, empezaron a cuestionar la validez del bautismo realizado en el lecho de muerte, si bien el propio Cipriano consideraba tales escrúpulos erróneos y supersticiosos. En realidad, el bautismo venía a significar un morir al pecado y un renacer a una nueva vida en Cristo; de ahí que fuera especialmente asociado a la Pascua y a Pentecostés. Por esa misma razón, los primeros bautisterios eran con frecuencia de forma octogonal, simbolizando la resurrección del Señor “al octavo día”. (Relacionado con el simbolismo de este número, véase 1 Pedro 3:20.) Los textos más primitivos del siglo II (La Didajé; Ignacio de Antioquía; Justino Mártir) coinciden en que la intención primaria del culto cristiano dominical era de la “acción de gracias”, es decir, sincera eucaristía; siendo éste un término que vino a reemplazar al más primitivo de “partimiento del pan”. El vocablo griego eucaristía, se convirtió, pues, en un término tan técnico y específico para la ocasión que, de hecho, pasó transliterado al latín cristiano. Lo cierto es que los cristianos del mundo latino interpretaban dicho término como indicativo de una genuina acción de gracias, gratiarum actio, mientras que el vocablo agere vino a significar “celebrar” en sí. De ahí, pues, que la nomenclatura empleada en Occidente para la suprema oración eucarística fuera el canon actionis o “regla de la celebración”. Con la única excepción de las sectas gnósticas, conocidas por su despreocupación en tales cuestiones, tan sólo los bautizados podían ser admitidos al banquete sagrado. De Justino Mártir nos ha llegado una descripción de la eucaristía romana, que data del 150, en un pasaje escrito con la intención de asegurar a sus hipotéticos lectores paganos que los ritos cristianos nada tenían que ver con la magia negra. La ceremonia se iniciaba con una lectura de las “memorias de los apóstoles” y de los profetas del Antiguo Testamento, a continuación, el presidente (casi sin excepción, un obispo) predicaba un sermón, al término del cual todo el mundo se ponía en pie para entonar una solemne oración que finalizaba con el ósculo de la paz. Seguidamente, se procedía a poner delante del oficiante una porción de pan y “una copa de agua y de vino mezclado con agua”, tras lo cual dicho oficiante, “según su capacidad”, recitaba una oración de agradecimiento al Padre a través del Hijo y el Espíritu Santo, para concluir con un Amén (así sea) de ratificación por parte de la congregación en pleno; término éste que, aunque hebreo, los cristianos acostumbraban a decir, según explica el propio Justino en un aparte, y en beneficio de posibles lectores no iniciados, para mostrar su plena conformidad. A continuación venía la comunión, recibiendo todos ese pan y ese vino que distribuían los diáconos no como alimentos corrientes para satisfacer el hambre y la sed, sino como cuerpo y sangre de Cristo. Por último, se reservaban porciones de ese pan para distrubirlo más tarde entre los enfermos y los encarcelados. Lo que verdaderamente llamaba la atención es que, aun a riesgo de perder la libertad o la vida, la práctica totalidad de la comunidad creyente, de no haber una razón de peso que lo impidiera, acudía fielmente a reunirse domingo tras domingo. Para Justino, esa celebración eucarística semanal, de práctica común en el ámbito cristiano, suponía el cumplimiento inmediato de la profecía de Malaquías 1:10 que anunciaba cómo habría de ser ofrendado al Señor, en todo lugar y desde el alba hasta la puesta del sol, un genuino sacrificio puro y sin mancha. Ese obispo presidente que describía Justino, ciertamente disponía de entera libertad en cuanto a la forma y el contenido de su oración de agradecimiento. Sin embargo, en la práctica, se suponía implícito un esquema temático que se traducía en formas y fórmulas concretas. Formas y fórmulas, dicho sea de paso, que ya estaban presentes en la Didajé con una clara intención didáctica. En realidad, tras ese primer modelo general, pronto hicieron su aparición otros tipos de oración que, con independencia de las alternativas recogidas en breves fragmentos dispersos de muy variada composición y origen, pronto pasaron a quedar reunidos en la Tradición Apostólica de Hipólito, siendo constituyentes, en sí, de un orden eclesial específicamente mencionado en una estatuta erigida en su honor (véase el capítulo 5). El texto de esa obra no se conservó exactamente tal como Hipólito lo escribió, habiendo tenido que ser reconstruido, con grandes esfuerzos, en base a diversas compilaciones que, a su vez, lo habían usado como fuente de inspiración. Destacando entre todas ellas una versión latina, que data de primeros del siglo V, que se había conservado en un manuscrito (en la actualidad, en Verona) redactado hacia el año 494, el cual, a su vez, tenía su origen en adaptaciones coptas, árabes, y etíopes que se habían servido, en primera instancia, de una primitiva traducción copta, hoy

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perdida, y de otros varios órdenes eclesiales, escritos en el nombre del Señor o de los apóstoles, que habían ido tomando prestado material de toda la obra original de Hipólito, destacando muy particularmente lo debido tanto a sus Constituciones Apostólicas, obra de finales del siglo IV, así como al Testamento del Señor, producida ya en el siglo siguiente. Hipólito comenzaba su Tradición Apostólica explicando que, a causa de las graves irregularidades cometidas por cierta irresponsable autoridad (siendo más que probable que tuviera en mente a Calixto), se había visto en la necesidad de prescribir ciertas normas de uso práctico para la Iglesia. Pero, aun así, Hipólito no esperaba en modo alguno que el celebrante se atuviera rígidamente a su propia formulación: “No es en absoluto necesario que el obispo en su acción de gracias repita las mismas palabras por nos propuestas, cual si de memoria recitara. Sino que cada cual habrá de orar según propia capacidad. Si el oficiante gusta de una solemne y dilatada oración, bueno es. Pero si en su oración observa una modesta distancia, que nadie se lo estorbe; siempre y cuando, claro está, esa oración suya sea conforme a toda ortodoxia.”

Ciertas fórmulas fijas sí que resultaban imprescindibles allí donde la congregación venía a sumarse en la celebración, tal como era el caso en ese diálogo que se establece entre oficiante y congregación, y que precede a la solemne oración de acción de gracias. El ejemplo propuesto por Hipólito, notable ya de por sí al datar de fecha tan temprana, merece ser reproducido en su totalidad: OBISPO: El Señor sea con vosotros. CONGREGACIÓN: Y con tu espíritu. OBISPO: Levantemos nuestros corazones. CONGREGACIÓN: Los tenemos levantados a nuestro Señor. OBISPO: Demos gracias a Dios CONGREGACIÓN: Es justo y necesario. OBISPO: Te damos gracias, oh Dios, porque a través de tu amado hijo Jesucristo, a quien enviaste en los últimos tiempos como salvador y redentor nuestro, y como mensajero (esto es, ángel) de tu voluntad, el cual es uno con tu Palabra, y por quien todo cuanto existe fue hecho, y a quien en tu divina bondad enviaste desde el cielo a nacer de una virgen, siendo pues concebido y hecho carne; ese mismo, pues, fue manifestado como Hijo tuyo, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen; El cual, en el cumplimiento de tu voluntad, preparó para ti un pueblo santo, extendiendo sus manos en medio de su sufrimiento para que todos aquellos que habían creído en ti no se perdieran mas tuvieran vida eterna; Quien, al ser traicionado para cumplimiento voluntario de la pasión y muerte de cruz, y para quebrantamiento de las cadenas con que estábamos presos en el demonio, sometió el poder del infierno, llevando a los justos a la luz, fijando los límites del poder y el dominio del Maligno, haciendo manifiesta la resurrección; Quien, llegado el momento, tomó pan, y lo partió, y dio gracias, diciendo: Tomad y comed, porque este es mi cuerpo, que por vosotros es dado. De igual manera, tomó la copa, diciendo: Esta es mi sangre, que por vosotros se derrama. Cada vez que hagáis esto, hacedlo en memoria de mí. Al recordar, pues, su muerte y resurrección, te ofrecemos a ti, oh Dios, este pan y esta copa, dándote gracias por habernos considerado dignos de estar en tu presencia, y de ministrar para ti como tus sacerdotes. Te rogamos, ahora, pues, que tengas a bien hacer descender a tu Santo Espíritu sobre la ofrenda de tu Santa Iglesia. Reúne a los tuyos, y concédeles que todos cuantos participen de los símbolos sagrados sean llenos del Espíritu Santo para confirmación de su fe en la verdad, y así podamos alabarte y glorificarte a través de tu Hijo Jesucristo, en quien sea gloria y honra a ti, Padre e Hijo, con el Espíritu Santo, en medio de tu santa iglesia, ahora y por siempre, Amén.

La invocación al Espíritu Santo en ese párrafo final ha sido objeto de continua controversia, argumentándose que en modo alguno pudo haber sido Hipólito el autor de tal formulación, entre otras razones, por estar expresada según concepciones que no alcanzarían pleno desarrollo hasta bien avanzado el siglo IV. Lo cierto es que en las iglesias griegas del siglo IV, esa invocación al Espíritu (epiclesis) sí adquirió suma relevancia, procediéndose de manera sistemática a su inclusión allí donde fuera notoria su ausencia.Varios son, sin embargo, los argumentos que

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pueden oponerse a ese escepticismo. En primer lugar, tanto la versión latina como la etíope dan testimonio unánime de la autenticidad de ese texto; y si bien la expresión crucial, “te rogamos que hagas descender a tu Santo Espíritu sobre la ofrenda”, no está presente en el Testamento del Señor, obra de amplia difusión en el siglo V, y que en todo lo demás refleja fielmente la oración de Hipólito, bien pudiera ser que su autor tuviera motivos especiales para omitir esa claúsula. En segundo lugar, los términos empleados suponen más una invocación del Espíritu para que actúe sobre el hecho en sí de la ofrenda, que una petición de bendición específica sobre el pan y el vino de la dedicación, no conteniendo, pues, nada que un teólogo de principios del siglo III (200-220) no pudiera decir. Ya veinte años antes, Ireneo había redactado una invocación de la divina Palabra en la que el pan y el vino dejaban de ser simple alimento y bebida. En tercer lugar, cuando el autor de las Consituciones Apostólicas se basó en Hipólito para buena parte de la redacción de su obra, mucho fue lo que tomó de esa oración, si bien juzgó necesario ponerla al día precisamente en ese punto, puntualizando, “Y te rogamos que contemples con benevolencia los dones que ponemos ante ti, oh Dios, tú que de nada tienes necesidad ... y que envíes a tu Santo Espíritu sobre este sacrificio, testimonio de los sufrimientos del Señor Jesús, para que Él (es decir, el Espíritu) haga de este pan y de esta copa, cuerpo y sangre de tu Cristo”. El hecho de que tuviera que renunciar a la formulación primitiva de Hipólito en ese punto crítico es sumamente revelador, y sirve para poner de manifiesto que ningún revisor o interpolador del siglo IV compondría una epiclesis según un modelo que transpirara una teología inapropiada o netamente desfasada. La importancia de la invocación al Espíritu en la oración principal de la eucaristía, la anáfora, es mencionada por diversos autores griegos de la segunda mitad del siglo IV como momento culminante de toda la celebración (entre otros, Cirilo de Jerusalén, Basilio de Cesarea, y Teófilo de Alejandría). Existe, sin embargo, un caso fuera de lo corriente en cierta anáfora adscrita según la tradición manuscrita (a saber, un códice del siglo XI conservado en el Monte Athos) a Serapión, obispo de Thmuis, amigo y corresponsal de Atanasio de Alejandría, y, a no dudar, perteneciente a alguna de las iglesias del Egipto del siglo IV, donde ni el arrianismo ni la teología nicena habían influido en el lenguaje cúltico. En esa oración, se ruega primero que la divina Palabra se haga presente en los elementos del sacrificio, de manera que “el pan se transforme en el cuerpo de la Palabra” y que “la copa se convierta en la sangre de la verdad”; para pasar, en segundo lugar, a solicitar que todos los comulgantes puedan ser recipiendarios de esa medicina de vida para beneficio y no para condenación. Aparte de esa invocación del Espíritu, son varios los puntos que merecen ser destacados en la oración eucarística de Hipólito. Por un lado, estaría la conexión directa con la Última Cena en virtud de la recitación de las palabras propias de la institución, aparentes en la cláusula de relativo, y ciertamente característica formal de uso acostumbrado en las respectivas liturgias de Oriente y Occidente, así como rasgo inequívoco de gran solemnidad intrínseca. Otra cuestión sería el hecho de que Hipólito no incluyera el Sanctus,2 himno angélico tripartito que ya aparece mencionado como presente en Isaías en una carta de Clemente de Roma a la comunidad de Corinto, y que servía para ilustrar la armonía propia de las huestes celestiales que los creyentes harían bien en imitar, pero sin que se tenga evidencia de que ni para Clemente ni para Hipólito el Sanctus fuera parte constituyente indispensable de la liturgia romana. En fecha tan tardía como el año 400, el uso del Sanctus estaba, de hecho, bastante menos extendido en Occidente que en Oriente, y la tradición romana posterior señalaba que el canon de la misa no se iniciaba hasta después del Sanctus, lo cual puede dar pie a conjeturar que fuera un añadido a una composición previa. Por otra parte, Hipólito no cesa de repetir que el pan y el vino consagrados son “antitipos” o prefiguraciones del verdadero cuerpo y sangre de Cristo -- lenguaje que también se encuentra en Tertuliano. Y es en base a esa prefiguración que Hipólito no duda en instar a los fieles a mostrar la máxima reverencia por la eucaristía. En su opinión, la comunión eucarística tendría que tomarse a primera hora, antes de probar cualquier clase de alimento; y el oficiante debería poner el máximo cuidado para que no se cayera o se derramase ninguna parte de la misma, aclaración bastante oportuna habida cuenta la costumbre, iniciada en la época, de 2

Se ha sugerido que posiblemente el texto original tenía un Sanctus donde ahora se encuentra el Epiclesis, sin embargo, los textos antiguos no dan una buena base para esta conjetura.

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llevarse a casa porciones del pan consagrado para, en el transcurso de la semana, recibir la comunión en privado tras las oraciones de rigor. Además, Hipólito, siempre atento al detalle, advierte a los comulgantes del riesgo de dejarlo en cualquier lugar de la casa, pues siempre se corre el peligro de que lo tome una persona no bautizada, o incluso que lo roan los ratones. A medida que las congregaciones fueron creciendo, ese siglo IV vino a ser testigo de un aumento progresivo de las formas litúrgicas, alcanzando, en ocasiones, proporciones desmesuradas, tal como fue el caso de las fórmulas eucarísticas contenidas en el libro octavo de las Constituciones Apostólicas. Con frecuencia, además, se ampliaban las oraciones más antiguas a base de citas bíblicas -- con lo cual se da la paradojica ley en los estudios de las liturgias de los primeros siglos de que cuanto mayor era el elemento bíblico, menor era su antigüedad. En el Oriente griego, hacia la segunda mitad del siglo IV, el ceremonial de los cultos empezó a ser bastante más elaborado. El clero ortodoxo adoptó una vestimenta ricamente adornada, y el ritual adquirió un esplendor inusitado hasta entonces. Al mismo tiempo, la presión de las gentes que se adherían a la Iglesia, unido, quizás, a la lucha contra el arrianismo, cristalizó en un temor reverente ante la inusitada trascendencia del hecho eucarístico. Los sermones catequéticos de Cirilo de Jerusalén, allá por el año 350, son prueba fehaciente de los inicios de ese ceremonial más rico y elaborado, y de la importancia que se concedía a la solemnidad propia del rito. En Cirilo encontramos una de las primeras muestras de la introducción del lavamiento simbólico de las manos del celebrante (el lavabo), así como de la inclusión del Padrenuestro al final de la solemne oración eucarística (costumbre que en tiempos de Agustín estaba ya prácticamente generalizada), Cirilo da instrucciones precisas para evitar posibles percances al tomar de la comunión: los comulgantes han de acercarse con las palmas de las manos hacia arriba y abiertas, la izquierda debajo de la derecha, sosteniéndola. En grado superior de importancia, se da en Cirilo la repetición de la solemne invocación del Espíritu Santo, en virtud de la cual, y mediante la fe, el pan y el vino se transforman en verdadero cuerpo y sangre de Cristo, estando él convencido, además, de la “terrible” realidad de esa presencia en la Santa Cena. Esa reverente actitud, entre temerosa y maravillada, es aún más evidente en Basilio de Cesarea y, muy especialmente, en Juan Crisóstomo, refiriéndose este último a la Mesa del Señor como lugar de “grande pavor y estremecimiento”. El rito eucarístico que aparece descrito en los sermones catequéticos de Teodoro de Mopsuestia llama la atención tanto por su esplendor externo como por lo avanzado de su concepto. Muchas, y muy importantes, fueron, pues, las consecuencias que se derivaron de esa evolución del ritual. Antes de que viera su fin el siglo IV, empezó a hacerse evidente en Oriente la necesidad de resguardar la Santa Mesa de miradas ociosas. Al ser construida, ya en pleno siglo VI, la gran iglesia de Santa Sofía por deseo expreso de Justiniano, no sólo estaba presente ante el altar embaldaquinado una cortina ricamente bordada en oro, con la figura de Cristo como Pantocrator bendiciendo al pueblo con la mano derecha, al tiempo que sostiene un evangelio en la izquierda, sino que se había colocado delante de todo ello una celosía con tres puertas, estando cada una de ellas adornada con figuras de ángeles y profetas, y los monogramas de Justiniano y Teodora coronando todo el conjunto sobre la puerta central. Esa fue, pues, la primera iconostasis, siendo a partir de entonces tan copiada y repetida3 que, de hecho, pasó a ser característica casi obligada de todas las iglesias griegas. El uso de las puertas de la celosía quedaba además reservado para las “entradas” ceremoniales correspondientes a la lectura del Evangelio y el momento del ofertorio. Los tiempos finales del siglo IV fueron testigo de un gran enriquecimiento en ornamentos y utensilios sagrados. En Antioquía, en la época de Juan Crisóstomo, la Iglesia disponía no sólo de cálices finamente labrados, candelabros, y otros utensilios varios, sino que utilizaba asimismo vestimentas y gasas blancas, y, en ocasiones especiales, hasta labores realizadas sobre seda que guarnecían el altar. En Tesalónica, en la primera parte del siglo V se contruyó una iglesia, dedicada a San Demetrio, con un fino palio de plata, sobre el altar. En Occidente, la evolución litúrgica se desarrolló a un ritmo considerablemente más lento. Por otra parte, además, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo IV, esa liturgia no 3

Comparar esto con la influencia en Occidente de las columnas de tipo tornillo que sostienen el palio del altar en la iglesia constantiniana de San Pedro en Roma.

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empezó a tener vida propia. Hasta los tiempos de Dámaso, la eucaristía que se celebraba en las iglesias de la ciudad de Roma se oficiaba en griego, tan grande había llegado a ser la influencia conservadora de la época en la que la comunidad romana había estado compuesta en su totalidad por creyentes de habla griega. Las muestras más tempranas del orden y fórmulas propias de la misa latina, exceptuando ciertas alusiones hechas por Tertuliano y Cipriano, proceden de Ambrosio de Milán, cuyos sermones para catecúmenos reunidos en su obra “Sobre los Sacramentos” fueron preservados por iniciativa de un copista anónimo (véase el capítulo 16). En esta obra, Ambrosio cita la principal oración eucarística en uso habitual en el Milán de la época. Merece la pena, además, destacar, que, en contraste con Cirilo de Jerusalén, tan dado a enfatizar la invocación del Espíritu Santo como momento decisivo en la palabras dominicales de la institución. Sin embargo, al ser las fórmulas de Ambrosio similares a aquellas que posteriormente quedaron fijadas por el canon de la consagración del pan y del vino, Ambrosio considera primordial el efecto de la recitación de las misa4 latina, merecen ser citadas más extensamente. Tras las alabanzas preliminares a Dios5 y las debidas “intercesiones a favor de la congregación, los reyes, y el resto de las personas”, el oficiante continua en el siguiente tenor: Concédenos que esta ofrenda sea aprobada, espiritual, y aceptable, como figura del cuerpo y la sangre de Nuestro Señor Jesucristo; el cual, el día antes de sus sufrimientos, tomó el pan en sus santas manos, elevó la vista al cielo, hacia ti, santo Padre, Todopoderoso, y eterno Dios; y dando gracias lo bendijo, lo partió, y repartió los trozos entre los apóstoles y discípulos diciendo, Tomad todos de él y comedlo; pues este es mi cuerpo que es partido para muchos. De igual manera, también tras la cena, el día antes de sus sufrimientos, tomó la copa, elevó la mirada al cielo, al santo Padre, Todopoderoso, y eterno Dios; y dando gracias la bendijo y se la dio a los apóstoles y discípulos diciendo, tomad todos y bebed de ella, pues esta es mi sangre. Tantas veces como hagáis esto, haréis memoria de mí hasta que yo vuelva. Por lo tanto, haciendo memoria de su muy gloriosa pasión y resurrección de entre los muertos y su ascensión a los cielos, te ofrecemos esta víctima sin mácula, sacrificio espiritual, víctima no de sangre, este santo pan y la copa de vida eterna. Y así te rogamos y suplicamos que aceptes esta oblación por mano de tus ángeles, así como te dignaste a aceptar los presentes de tu siervo, el justo Abel, y las ofrendas ante ti presentadas por el sumo sacerdote Melquisedec. La oración de Ambrosio se corresponde en planteamiento, e incluso en la propia redacción, al núcleo central de la misa romana posterior, tal como nos ha llegado del siglo VIII, donde aparece incluída una versión, ampliada y modificada, de las mismas fórmulas básicas: Quam oblationem, Qui pridie, Unde et memores, Supra quae, y Supplices. Sin embargo, esa oración suya solicitando que el ofrecimiento sea aprobado fue posteriormente ampliada, cristalizándose en ese Te igitur con el que se inicia el canon romano, verdadera repetición del ofertorio en el que el sacerdote ruega a Dios que acepte y bendiga los presentes ofrendados y que conceda paz y unidad a su iglesia. Ambrosio pasa a explicar a continuación el contenido del Padrenuestro, pero sin explicitar si su recitación tenía lugar tras la solemne oración eucarística. Sin embargo, al haber dejado Agustín constancia de ser ésa precisamente la práctica más extendida en su tiempo, y puesto que Agustín estaba suficientemente familiarizado con la costumbre milanesa, es más que probable que Ambrosio estuviera igualmente al tanto de la costumbre. Dos alusiones pertinentes de Jerónimo y Agustín respectivamente, sugieren que el Padrenuestro era comúnmente introducido con las palabras “... nos atrevemos a decir” (audemus dicere). Tanto la estructura como los elementos propios de la incipiente liturgia romana quedaron fijados en ese período que abarcó de Dámaso a León Magno, pero sin que por ello se perdiera la fluidez original. Posteriormente, y por influencia directa de Oriente, todavía tuvieron lugar dos muy notables modificaciones que afectaban a la introducción que antecedía a la 4

Missa = (a) despedida (de soldados); (b) para el año 400, cualquier culto público; (c) para el año 800, ‘misa’, por su fórmula de despedida, Ite missa est. 5 Estas alabanzas pudieran haber incluido el Sanctus, pero Ambrosio no lo menciona.

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despedida de los catecúmenos. Para el año 500, el Kyrie Eleison, que formaba parte habitual de las letanías griegas en los tiempos (384) del peregrinaje de la ya mencionada dama Egeria a los Santos Lugares, había sido incorporado a la primera parte de la misa latina, conservado, sorprendentemente, en el griego original, y sin que se nadie intentara traducirlo al latín vernáculo en momento alguno. El Gloria in excelsis era otro himno griego, atestiguado por vez primera en las Constituciones Apostólicas, que llevaba tiempo en uso en Oriente pero sin que hubiera pasado a formar parte de la liturgia eucarística formal (tal como había sido el caso del Te Deum en Occidente)6, si bien para principios del siglo VI era ya frecuente encontrarlo en el texto de las misas más solemnes, aunque, aun así, no lograría alcanzar reconocimiento general en Occidente hasta pasados otros seis siglos más. El Credo propiamente dicho estaba adscrito a la ceremonia del bautismo y hubo de pasar bastante tiempo antes de que encontrara un lugar propio en la liturgia eucarística. En cualquier caso, el credo bautismal en uso en Occidente era el conocido como “Credo de los Apóstoles”, mientras que el Oriente ortodoxo utilizaba para los bautismos el Credo niceno del año 325. La cuestión es que en las iglesias de habla griega continuaron en uso los credos bautismales locales, si bien los obispos se encargaron de ir incorporando progresivamente los principales términos de la nueva formulación nicena. Y esa habría de ser precisamente la razón de que en el concilio convocado por Teodosio en Constantinopla, allá por el año 381, la presidencia se encontrara en las manos con un credo denominado niceno, donde se aseveraba que el Hijo es idéntico en sustancia al Padre, pero que, en realidad, debía su estructura básica a un credo bautismal local posiblemente ya en uso. Este credo niceno-contantinopolitano hizo su entrada por primera vez en la liturgia eucarística en circunstancias nada corrientes. Los monofisitas del siglo V lo incluyeron como dramática protesta pública ante las “innovaciones” del concilio de Calcedonia. Sin embargo, los calcedonianos, lejos de arredrarse, respondieron sencillamente a ese pretendido monopolio en exclusiva llevando ellos a cabo la misma inclusión. Gradualmente, la costumbre de incluir el credo niceno-constantinopolitano en la eucaristía fue difundiéndose por Occidente , aunque tan sólo empezó a adquirir cierta relevancia en tiempos de Carlomagno, llevado éste de un deseo de fomentar la preponderancia de esa doctrina netamente occidental del filioque (véase el capítulo 15). En aquellos tiempos, además, el credo no se recitaba hasta después de la lectura del Evangelio. De entre todas esas incorporaciones tardías al ritual de la misa latina, cabe destacar, en el siglo VI, la inclusión del Benedictus, como parte integrante del Sanctus, y la del Agnus Dei, ya en el siglo VII. La primitiva liturgia occidental era, sin duda alguna, deudora de los modelos griegos, lo cual, por otra parte, no dejaba de ser bastante natural. Un claro ejemplo de ello lo constituían las Supra quae y las Supplices, incluidas ambas en el canon romano, así como la formulación de Ambrosio, relacionada con ellas en su origen, y en virtud de la cual se imploraba a Dios que se dignase a aceptar el sacrificio presentado por su santo ángel, al igual que había tenido a bien, en los tiempos antiguos, aceptar las ofrendas de Abel y Abrahán, en un más que evidente paralelismo con la liturgia alejandrina de San Marcos, la cual, según costumbre, se recitaba antes de la conmemoración de los fieles fallecidos. Pero la amplia variedad de los usos regionales era un hecho aceptado de buen grado; y lo cierto es que no había razón alguna para suponer que tales variedades no hubieran existido desde un principio – el intento por recuperar una “liturgia apostólica”, genuinamente original y universalmente practicada, constituye una vana esperanza. Aun así, todavía se alzaban voces, tanto en Oriente como en Occidente, que denostaban de las diferencias en materia sagrada. En el siglo VII, la eucaristía occidental acostumbraba todavía a presentar pan ácimo, mientras que las iglesias orientales (con la sola excepción de los armenios, cuya historia en ese punto en concreto se haya perdida en las brumas de la historia) habían dado ya en utilizar el pan corriente de cada día. Con el tiempo, sin embargo, esa diferencia se convertiría en motivo de controversia. Pero esa no era, ciertamente, la única discrepancia. En el Oriente seguía siendo costumbre celebrar una única eucaristía el 6

Se encuentra el primer uso del Te Deum en Arlés bajo Cesario (m.542), pero ciertamente es anterior y probablemente es una revisión de un himno del siglo III que cita Cipriano. No se sabe quien era el autor del Te Deum.

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domingo, ofrecida por el obispo titular; mientras que en Occidente, en cambio, se había vuelto práctica común, en imitación del hábito iniciado en la ciudad de Roma, que fueran los presbíteros los encargados de celebrar el culto eucarístico en las parroquias de las afueras que, en el entorno romano del siglo IV recibían el nombre de “iglesias titulares”, por ostentar el nombre de los donantes de los títulos de la propiedad, como los fondos necesarios para el mantenimiento de dependencias y clero auxiliar. Aparte de esa principal celebración dominical, para el año 400 se había hecho costumbre, al menos en las ciudades importantes, celebrar una eucaristía diaria. A partir del siglo III, el aniversario de la muerte de un mártir, que era considerado una especie de “cumpleaños”, se conmemoraba ante su sepultura con la correspondiente celebración. En un principio, la veneración a los mártires fue asunto exclusivo de devoción privada; pasando, en cambio, a ser asumido por la autoridad competente a medida que muchos de esos mártires adquirían mayor renombre. Pronto empezaron, además, a componerse oraciones específicas para esas fiestas menores, formándose verdaderas colecciones. Buena prueba de ello lo constituye un manuscrito del siglo VII, conservado en la actualidad en la biblioteca de la catedral de Verona, en el que se encuentra la más primitiva colección de oraciones en latín, siendo evidente que su compilador había tenido a su disposición, como mínimo, dos colecciones originales procedentes de la ciudad de Roma. En tiempos modernos, se ha pretendido atribuir su autoría a León Magno, pero lo cierto es que el manuscrito veronés no se presta a corroborar semejante hipótesis. En cambio, parte del material litúrgico ahí consignado sí que data de los tiempos de León; dándose el caso, además, de que uno de sus sermones de Témporas, el nº 78, sí contiene numerosas alusiones a fórmulas de oración incluidas en el sacramentario posterior, siendo bastante probable que León mismo fuera el autor de algunas de esas oraciones. LOS OFICIOS DIARIOS

Además de la eucaristía dominical, en la que todo miembro congregante había de participar, y de las celebraciones especiales en los días conmemorativos de santos y mártires, de asistencia comparativamente menor, estaban también las oraciones privadas diarias. Hipólito, en su Tradición Apostólica, estipulaba que todo cristiano orase un mínimo de siete veces al día -- al levantarse, al encender la lamparilla nocturna, antes de acostarse, a medianoche, y, de encontrarse en la tranquilidad del hogar, asimismo en las horas tercera, sexta y novena del día, por ser éstas horas asociadas con la Pasión de Cristo. Esas oraciones correspondientes a la tercera, sexta, y novena horas aparecen también mencionadas en Tertuliano, Cipriano, Clemente de Alejandría, y Orígenes, resultando más que evidente su amplia difusión y práctica habitual. Esas oraciones eran asociadas, por lo común, con una lectura privada de la Biblia dentro del ámbito familiar. De entre esos momentos de oración doméstica, dos de ellos en particular adquirieron un carácter más definidamente corporativo, lo cual vino a suponer que para el año 400 se había vuelto práctica común, al menos en ciertos días de la semana, que tanto las oraciones matutinas como las vespertinas se realizasen en el propio recinto de la iglesia. Nuestra ya famosa viajera, Egeria (véase el capítulo 16), describe con gran viveza la solemnidad y la numerosa concurrencia característica de esas multitudinarias reuniones de oración habituales en la ciudad de Jerusalén. Pero lo cierto es que el ciclo de los oficios era aún más completo en las comunidades ascéticas. Los tiempos dedicados a la oración formaban parte específica de un más amplio y complejo sistema de reglas comunales, estando su práctica, pues, no sólo reglamentada, sino siendo, además, de obligado cumplimiento. En la regla creada por Basilio el Grande, ocho eran los oficios estipulados; mientras que Juan Casiano tan sólo había ordenado siete en su comunidad de Marsella -- en fiel reflejo de lo practicado por el salmista, “Siete veces oraré a ti”. En la Roma de principios del siglo VI, los oficios diarios alcanzaban la cifra de seis. El material básico de esa práctica monástica se derivaba del Salterio, mientras que el clero ciudadano desarrolló un sistema en virtud del cual ese mismo Salterio se recitaba en su totalidad, pero tan sólo una vez a la semana, siendo el salmo 119 (118) la base de las Terceras, Sextas, y Novenas. El sistema se completaba, por último, con un ciclo ordenado de lecciones

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teológicas. Este sistema romano fue prontamente adoptado por la regla benedictina, si bien Benedicto añadió el oficio de Primeras, al alba, y el oficio final al término del día (Completas, Completorium). Lo acostumbrado era empezar el oficio de la noche con el “Oh Dios, apresúrate a salvarme, Oh Señor, acude raudo en mi socorro”, al que seguía el Gloria Patri, y la invocación “Oh Señor, abre tú mis labios, y mi boca proferirá alabanza”. Benedicto procedió asimismo a añadir los himnos de Ambrosio en secciones específicas de los oficios, dejando prescrito el Te Deum para la vigilia del Día del Señor y el Benedictus y el Benedicite para los láudes. El uso extendido del Benedicite en la devoción greco-oriental queda atestiguado por el propio Juan Crisóstomo; mientras que la costumbre ortodoxa de recitar el Nunc Dimitis en las oraciones vespertinas aparece ya mencionado en las Constituciones Apostólicas, obra que data del siglo IV, si bien nunca llegó a formar parte de las completas de Benedicto, y tan sólo muy posteriormente logró abrirse camino en los oficios romanos. En Arlés, en tiempos del obispo Cesáreo y para principios del siglo VI, el Magnificat era entonado habitualmente en los maitines, no dejando de ser curiosa, por otra parte, su inclusión en el “Libro de Mulling”, obra redactada en la Irlanda del siglo VII, en la actualidad en la biblioteca del Trinity College de Dublín. Es muy probable, pues, que los monjes de Benedicto entonaran el Magnificat a la hora de esas vísperas para las que su propia regla prescribía un “cántico del evangelio”. LA MÚSICA EN LA IGLESIA PRIMITIVA

Dos son las ocasiones en las que se encuentran alusiones en las epístolas paulinas (Col. 3:16; Ef. 5:19) al uso de cánticos en la adoración, hecho, claro está, que, en sí, no debería ser causa de excesiva sorpresa dado que tanto cánticos como himnos eran algo acostumbrado en la sinagoga, siendo más que probable, pues, que los primeros cánticos cristianos fueran a imitación del canto sinagogal. Eso explicaría en parte el uso continuado del término hebreo “Aleluya” como expresión de alabanza. Filón de Alejandría ya se había ocupado en su momento de describir la muy sofisticada vida musical de una comunidad ascética, los “Terapeutas”, asentada a la sazón en las afueras de Alejandría. Según se desprende de sus escritos, esa comunidad destacaba por componer himnos en muy diversa métrica y melodía, incluyendo unas anotaciones musicales que prescribían un ritmo solemne y acorde con lo que es lícito y aconsejable en una música sacra. La comunidad contaba, además, con coros, tanto de hombres como de mujeres, cantándose en unas ocasiones armónicamente y, en otras en forma de antífona. Un hostil comentario, hecho de pasada en el siglo II por el crítico pagano Celsio, pone de manifiesto que los cánticos en uso en los cultos cristianos (que, al parecer, él conocía de primera mano) no sólo constituían una novedad para su oído, sino que eran, además, de una belleza tal que él mismo no podía menos que lamentar su capacidad para rendir nula la facultad crítica. Del período anterior a Constantino nos han llegado unos cuantos himnos griegos, (así como, igualmente, una muy particular composición debida a la pluma de Clemente de Alejandría, que bien pudiera no haber estado ni siquiera destinada al uso litúrgico), la gran mayoría de los cuales datan del siglo II, y entre los que destaca uno por su exultante nota de alegría; siendo bastante probable, pues, que fuera cantado en la vigilia pascual dada su estructura formal de canto nupcial de regocijo por haber sido por fin hallado el esposo perdido. La letra es como sigue: CELEBRANTE: Alabad al Padre, congregación santa. Cantad a la Madre, vosotras las vírgenes. CONGREGACIÓN: Así, pues, alabamos. Nosotros su santa congregación los exaltamos a lo sumo. CELEBRANTE: Regocijaos, contrayentes; pues vuestro esposo, el Cristo, ha sido hallado. Degustad ahora vuestro vino, esposas y esposos.

Junto a todo ese material, nos ha llegado asimismo un fragmento de papiro del siglo III, procedente de Egipto, en el que aparece escrito un himno, en forma de anapesto, donde la creación toda se une a la congregación para alabar a la Trinidad:

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“Al tiempo que entonamos himno de alabanza al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, que toda la creación cante Amén, Amén. Alabanza y poder sean para el único dador de todos los bienes. Amén, Amén.” Este papiro es de interés excepcional por incluir la correspondiente anotación musical y contar, además, con unos símbolos dinámicos que pueden ser descifrados cotejándolos con ciertas analogías aparentes en unos textos bizantinos posteriores. Un tercer caso lo constituiría el denominado himno vespertino, entonado al encenderse la lucernaria nocturna, que pronto pasó a ser, además, de uso generalizado en tiempos de Basilio el Grande, y que aún forma parte de las Vísperas de las iglesias ortodoxas. La versión que de éste hizo John Keble es más que notable por su fidelidad y exactitud: Te saludamos, luz de contentamiento, Derramada de su pura gloria De aquel que es Padre inmortal, celestial y bendito, Santo entre los Santos; a ti, Jesús, Cristo y Señor nuestro. A llegado, pues, el momento de reposo del sol, Las luces de la noche iluminan en redor, Y nosotros entonamos solemne himno al Padre, al Hijo y al Santo Espíritu divino. Pues digno eres tú en todo momento de ser alabado Con lengua no contaminada, Hijo del Dios nuestro, dador de vida, el único: Por tanto, Señor, el mundo entero tus glorias reconoce.

Clemente de Alejandría fue el primer autor cristiano en plantearse qué clase de música era la más apropiada para un uso cristiano. Entre otras cosas, estipulaba que no estuviera asociada a la música propia de las danzas eróticas; recomendaba, además, que se evitaran los intervalos cromáticos, y exhortaba a que fuera austera de principio a fin. Teniendo en cuenta la época, es más que probable que tuviera en mente a algunas de las muchas sectas gnósticas entre las que, ciertamente, el comedimiento no era lo acostumbrado. Los Hechos de Juan del siglo II nos han legado un genuino himno gnóstico pensado para ser entonado durante una danza ritual (de contenido familiar en los coros ingleses por ser fuente de la letra del Himno a Jesús de Gustav Holst); pero, sea como fuere, lo cierto es que a ojos de la ortodoxia la danza no llegó nunca a ser vehículo natural y aceptable de la expresión religiosa, con la única excepción, quizás, de Etiopía.7 Al tiempo que los coros fueron incrementando el número de integrantes, se fue haciendo posible contar con dos grupos de cantores que entonaran la melodía alternativamente. Esa práctica de canto antifonal hizo su aparición durante la segunda mitad del siglo IV, difundiéndose de inmediato por Mesopotamia y Siria, y siendo bastante probable, pues, que contara con un precedente en la sinagoga. Una de las cartas de Basilio el Grande está precisamente dedicada a defender su propio atrevimiento al introducir dicha práctica en la Cesarea Capadocia aun a la vista del más enconado conservadurismo. Por otra parte, es muy posible que los himnos de Ambrosio fueran asimismo cantados antifonalmente en la catedral de Milán. Pero lo cierto es que el uso de la música en los cultos no contaba con una aprobación general. En el siglo IV, un grupo de resolutos puritanos se aprestó a la tarea de eliminarla por completo de sus celebraciones, encontrando apoyo entre aquellos que opinaban que la melodía oscurecía el sentido de la letra. Atanasio de Alejandría, por su parte, intentó salvar la situación prescribiendo un fraseo rítmico de los salmos. Pese a tanta disparidad de tendencias, los 7

La danza sagrada era utilizada, tanto en la tradición judía (como se ve en muchos pasajes del Antiguo Testamento) como en, por ejemplo, los misterios paganos de Dionisio. Sin embargo, entre los cristianos, o aparece entre las sectas marginadas como los Melitianos en Egipto, o en los estimulantes carnavales populares de las fiestas de los mártires, de las que Basilio el grande, Ambrosio y Agustín se expresaban ansiosamente en contra. En cuanto al baile como forma artística, en la antigüedad era vulgar, agresivamente erótico, y fue blanco de la censura de intelectuales paganos, como Libanio, Julián, y Macrobios, asi como de moralistas, como Juan Crisóstomo.

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partidarios de la música todavía gozaban de la magnífica oportunidad del Aleluya, cuya producción había venido a ser a un tiempo bastante dilatada y compleja. En sus Confesiones, Agustín da fe de la manera en que le conmovieron los cánticos de los salmos en uso en Milán, haciendo constar, además, que si bien se sentía culpable de una grave falta allí donde y cuando se descubría a sí mismo dando más importancia a la música que a las palabras, era consciente asimismo de que las palabras estaban investidas de un poder infinitamente mayor para acudir solícitas a la memoria cuando están asociadas a una música de sublime belleza. Es más, él mismo no duda en observar que no hay emoción del espíritu humano que la música no sea capaz de expresar; concluyendo, pues, que se peca de exceso de austeridad si se procede a excluirla por completo de los oficios eclesiales. En realidad, apenas puede saberse qué clase de música cantaban los primeros cristianos. De esa época lejana, tan sólo nos ha llegado el papiro egipcio ya mencionado y unos manuscritos griegos y latinos, conservados con sus propias anotaciones musicales, que datan del período medieval. Es bastante probable, pues, que los cánticos de los grandes centros como Jerusalén, Alejandría, Antioquía, Constantinopla, y Roma, se encargaran de proveer modelos que eran emulados por las urbes menos importantes. Para finales del siglo VI, los cánticos en uso en la ciudad de Roma se habían convertido en modelo para otras iglesias occidentales, culminando todo ello, ya en el siglo IX, con un maravilloso y genuino canto de iglesia, que la tradición muy pronto atribuyó al papa Gregorio Magno, y que, en consecuencia, pasó a recibir el apelativo de “gregoriano”. En virtud de un proceso similar, muchos de los himnos utilizados en las iglesias de Occidente fueron, poco a poco, adjudicándosele a Ambrosio; aunque, desde luego, había otros muchos poetas cuyas composiciones gozaban de sobrado reconocimiento. Venancio Fortunato (540-600), obispo de Poitiers, fue uno de los más renombrados, componiendo una serie de himnos que, aún hoy, emanan una genuina sensibilidad espiritual y un dramatismo insólito. De hecho, los más famosos de ellos continúan todavía en uso: Vexilla Regis, Pangue Lingua, y el Salve Festa Dies. A principios del siglo VI, se trasladó a Constantinopla el más grande compositor de himnos de las iglesias orientales, el insigne Romanos, el cual, lamentablemente, desaparecía de este mundo poco después del año 555. Judío converso, este Romanos había llegado a Constantinopla procedente de Siria, dedicándose muy pronto a componer himnos para las espléndidas fundaciones de Justiniano en esa capital. A él precisamente habría de caberle la gloria de ser el creador del “Kontakion”8, sermón en verso compuesto en forma de acróstico, cuyas numerosas estrofas eran correlativamente cantadas desde el púlpito por un solista al que respondía el coro en los intervalos con el correspondiente estribillo. Fue precisamente en esa composición en la que habría de encontrar, en parte, su inspiración el autor del más famoso himno griego de la Cuaresma, el denominado Akathistos (que era obligado cantar de pie) en honor de la Bendita Virgen María. EL ARTE CRISTIANO

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El segundo de los Diez Mandamientos prohibía explícitamente la creación de imágenes labradas; y lo cierto es que tanto Tertuliano como Clemente de Alejandría consideraban esa prohibición absoluta y vinculante para el cristiano. Las imágenes y las estatuas cúlticas pertenecían, a no dudar, al mundo demoniaco del paganismo. De hecho, los únicos cristianos del siglo II que se permitieron tener imágenes de Cristo fueron los gnósticos radicales seguidores del licencioso Carpócrates. Por otra parte, de ser cierto, tal como se rumoreaba en la época, que el emperador Alejandro Severo mantenía una capilla privada con estatuas de Apolonio, Orfeo y, curiosamente, también de Abrahán y Cristo, (véase el capítulo 6), es más que probable que sus súbditos cristianos derivaran del hecho en sí una ambivalente 8

El Kontakion fue nombrado así en el siglo IX, por la barra (kontos) alrededor de la cual se enrollaba el texto. 9 Esta historia breve no incluye ilustraciones. Se puede encontrar muchas en, por ejemplo, W.F. Volbach, Early Christian Art; D. Talbot Rice, The Art of Byzantium, etc.

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gratificación. Pero la cuestión es que para finales de ese siglo II los cristianos gozaban ya de plena libertad para expresar su fe en términos artísticos. Tertuliano, por ejemplo, menciona el uso de cálices labrados con representaciones del Buen Pastor llevando a hombros la oveja perdida; mientras que, por otra parte, se sabe que Clemente de Alejandría se ocupó de dar instrucciones precisas respecto a la imagen más adecuada para una figura de Cristo destinada a un sello anular. En realidad, esos sellos no constituían ningún lujo en la antigüedad, sino que eran un elemento común indispensable para mantener una correspondencia. Clemente, de hecho, recomienda a los cristianos que usen sellos con representaciones que, sin ser específicamente cristianas, se presten fácilmente a una interpretación de cristiana espiritualidad, tal como pudiera ser el símbolo de la paloma, el pez, una nave, una lira, o el ancla. Por otra parte, deberían evitarse, claro está, todas aquellas figuraciones que trajeran a la mente la idolatría, el beber deshonesto, o la pasión erótica. Lo curioso es que esas recomendaciones de Clemente podían ser igualmente aplicadas a estereotipos aceptables para un uso pagano, pues, en sí mismas, nada tenían que las señalara como específicamente vinculadas a la religión o la moral cristiana. Así, el Buen Pastor que acarrea la oveja constituía igualmente un símbolo pagano convencional de compromiso humanitario, es decir, meramente filantrópico. Los cristianos se limitaban, pues, a servirse de una imagen común invistiéndola de un nuevo significado referido, en este caso, a Cristo como buen pastor de sus ovejas (Juan 10). Otro de esos símbolos convencionales, de pronta y fácil adopción, fue la del “Orante”, figura típica que eleva las manos juntas en actitud de súplica. La historia se repetía asimismo en los edificios eclesiales. Las primeras iglesias cristianas tuvieron su sede en domicilios privados, costumbre que, de hecho, siguió vigente hasta la llegada de Constantino. Para cuando llegó la hora de que la iglesia, como tal, adquiriera un carácter “público”, los arquitectos de la época recurrieron a modelos ya en uso, tal como era el caso de la basílica de planta rectangular, ábside incluido. Aun así, esa forma convencional aparecía revestida de un contenido novel, creándose la ilusión óptica de que tanto la basílica, como el Buen Pastor, o la figura del orante eran característicamente cristianas. Sin embargo, la realidad no fue ni mucho menos así en sus principios. Las más primitivas pinturas cristianas no aparecieron en primer instancia en las iglesias, sino en los motivos funerarios de las catacumbas romanas. El estilo de esas pinturas, por otra parte, no difería mucho del encontrado en las casas paganas tradicionales de Pompeya. Las figuras humanas ostentan similares vestiduras fúnebres, y la decoración de sepulcros y sarcófagos seguía en su mayor parte los convencionalismos de los talleres paganos. Lo realmente sorprendente hubiera sido una nueva práctica en todo distinta. El arte de las catacumbas estaba lleno de antiguos motivos, correspondientes en técnica y estilo a las tendencias populares, y nada de esos primeros tiempos lleva a proclamar un genuino logro estético. El contenido, sin embargo, presenta un interés mucho mayor que la forma. La cuestión era que los motivos convencionales paganos podían ser fácilmente convertidos en símbolos de fácil reinterpretación cristiana. Las cuatro estaciones de año, por ejemplo, podían sugerir la vida que emerge de nuevo tras la muerte; mientras que el pavo real venía a simbolizar la inmortalidad. En otro orden de cosas, el término griego (ΙΧΘΥΣ‚) que daba lugar al acróstico “Jesucristo, Hijo de Dios Salvador”, había terminado por convertirse en uno de los emblemas favoritos de los cristianos, especialmente cuando pasó a ser asociado con la eucaristía. Hacia el año 182, Abercio ( o Avircio), obispo frigio de Hierópolis, redactó, a modo de breve autobiografía, su propio epitafio titulándolo “Discípulo del verdadero y puro Pastor”. Según sus propias palabras, movido por la curiosidad, había visitado la iglesia de Roma, “reina de doradas vestiduras y relucientes sandalias”, viajando asimismo por toda Siria hasta alcanzar Nisibis; por todas partes se había tropezado con hermanos –“con Pablo por delante de mí, yo me limitaba a seguir sus pasos, y la fe se ocupaba de marcar el camino y de hallar comida dondequiera que fuese; el Pez del manantial, inmenso, puro, que la purísima Virgen cogía y repartía entre los amigos, era manjar que proporcionaba alimento eterno; además, y todo ello se veía acompañado de deleitoso vino, pues la copa era ofrecida juntamente con el pan”. En realidad, ese conjunto de imágenes múltiples era parte integrante del mismo grupo de símbolos náuticos o marineros a los que recurrían los cristianos a la hora de decorar los sarcófagos. La epístola a los Hebreos hablaba de la esperanza como “el ancla a la que se aferra el alma”; y el peregrinar de la

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vida podía ser asemejado de forma natural a “un accidentado viaje por mar, en el que las fatigas de un viaje tormentoso encuentran refugio y descanso en un glorioso puerto celestial”. Pero junto a todos esos temas y símbolos que un cristiano fácilmente asociaba a su fe, y donde, lógicamente, el pagano no veía los mismos significados, existían en cambio pinturas específicamente bíblicas: Adán y Eva, el arca de Noé, el sacrificio de Isaac, Moisés hendiendo la roca de donde brotaría el agua, Jonás y el gran pez, Daniel en la cueva de los leones, los tres jóvenes en el horno ardiente, y otros más, eran claro exponente del contenido básico del Antiguo Testamento. Los temas favoritos del Nuevo Testamento eran el bautismo del Señor, el paralítico que es bajado en angarillas por el tejado (o andando ya curado), la mujer samaritana junto al pozo, la resurrección de Lázaro, y Pedro caminando sobre las aguas. La muestra más antigua de la que se tiene noticia data del siglo III y se encuentra en una casa parroquial en Dura, junto a la ribera del Éufrates, justo allí donde una casa particular, construida en el siglo I de nuestra era, fue adaptada para un uso cristiano en el año 232. Lo cierto es que esa primera casita parroquial se veía aún más empequeñecida por la presencia en la misma localidad de una grande y opulenta sinagoga, cuyas paredes estaban espléndidamente decoradas con escenas y personajes sacados del Antiguo Testamento. La sinagoga de Dura prueba, además, de manera concluyente, que los judíos podían hacer un uso optativo de la ornamentación; lo cual nos llevaría, casi con toda probabilidad, a una deuda implícita con posibles prototipos judíos para determinadas escenas bíblicas halladas en iglesias cristianas. Teoría que vendría a verse reforzada por el hecho de que en las escenas bíblicas favorecidas por esos primeros artistas cristianos, en los tiempos previos a la conversión de Constantino, las historias o los personajes sacados del Antiguo Testamento superen en número a los de procedencia neotestamentaria. Un ejemplo en particular, de procedencia judía, podría ser prueba de ello. La localidad frigia de Apamea, que contaba con un núcleo de judíos que desestimaba la pretensión de Ararat de ser el lugar donde chocó con tierra el arca de Noé, afirmando, por el contrario, que los restos de la misma se encontraban en una colina de las afueras de su ciudad, (figurando el lugar entre los sitios visitados por ese viajero infatigable y ávido anticuario que fue Julio el Africano –véase el capítulo 6), acuñó, para finales del siglo II y principios del III, una serie de monedas con la efigie de Noé y el relieve del arca. De hecho, el escorzo recuerda tan vivamente el modo mismo en que Noé aparece representado en las catacumbas cristianas que se hace difícil negar una posible relación. Es muy probable, en consecuencia, que fueran otras varias las escenas veterotestamentarias tomadas en préstamo de los modelos judíos por ese primitivo arte cristiano. Con la conversión de Constantino, la Iglesia ya no tuvo necesidad de mostrarse reticente a la hora de manifestar públicamente su fe. Las iglesias se convirtieron de la noche a la mañana en edificios de puertas abiertas. La arquitectura dio pie a la presencia ubicua de esculturas, mosaicos decorativos y pinturas, donde los símbolos del cristianismo y los temas propios del evangelio se volvieron fuente inagotable de material artístico, dándose el caso de que incluso algunos de los más excelsos logros de la cultura antigua tuvieron lugar precisamente en los dominios del arte. Con todo, justo es reconocer que el proceso había tenido ya su inicio dentro de la propia Iglesia antes de que Constantino hiciera su entrada en escena. El concilio de Elvira, celebrado en España, había dejado constancia de una muy escandalizada disconformidad con todas aquellas iglesias que ostentaban pinturas en sus paredes. Aun así, las manifestaciones artísticas eran ya una realidad irreversible, y lo que había empezado como una pequeña corriente, para el siglo IV había adquirido dimensiones de verdadera avalancha. Sin embargo, ese triunfo aparente no había sido suficiente para extirpar las viejas raíces de un conservadurismo puritano. Hacia el 327, el erudito historiador Eusebio de Cesarea recibió una carta de parte de la hermana del emperador, Constancia, en la que solicitaba de él un retrato de Cristo, dando por sentado que había mayores probabilidades de dar con una fiel semblanza en la propia Palestina. Eusebio, alarmado, procedió de inmediato a enviarle una severa respuesta: ciertamente no le era “ajeno el hecho de que podían encontrarse con facilidad retratos de Cristo y de los apóstoles; pues se vendían por doquier en los bazares de Palestina, y él mismo había tenido oportunidad de verlos en muchos lugares. Sin embargo, y muy lamentablemente, estaba convencido de que ni los artistas que realizaban esas obras ni los comerciantes que las vendían eran cristianos”. La cuestión es que, aparte de lo que mencionaba en su respuesta a Constancia, Eusebio había tenido oportunidad, concretamente en Cesarea de Filipos, de

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contemplar un grupo escultórico realizado en bronce en el que una mujer, con una rodilla hincada en tierra, extendía la mano en actitud de súplica hacia un hombre que, de pie ante ella, le tendía la suya solícito. Según la descripción, el grupo referido pertenecía a un prototipo habitual en las monedas de tiempos de Adriano, donde aparecía, en idéntica pose, el emperador restaurando los derechos de las provincias. En realidad, los ciudadanos de Cesarea de Filipos s habían limitado a reinterpretar esas figuras, haciéndolas representar a Jesús curando a la mujer que padecía de flujo, llegando en su atrevimiento incluso a mostrar a los forasteros la casa donde había tenido lugar el hecho. (Esa interpretación de la obra escultórica, expuesta a la vista de todos como adorno de la fuente de la plaza pública, llegó a gozar de tal aceptación que, en tiempos de Juliano, los vándalos paganos no pudieron menos que mutilarla salvajemente.) La historia contada por Eusebio tiene el interés añadido de apuntar el primer paso en la creación de la posterior leyenda medieval de la Verónica.10 En realidad, Eusebio muestra un cierto respeto por el logro artístico, pero, aun así, no puede menos que concluir que sólo un artista pagano puede concebir semejante representación. Esa actitud iconoclasta básica era mantenida también por Epifanio de Salamis (véase el capítulo 13), el cual se quedó completamente horrorizado al toparse en Palestina con una iglesia que exhibía en el porche un cortinaje adornado con una figura representativa de Cristo, o a algún santo de la devoción local. Llevado de la indignación, Epifanio no vaciló en arrancarlo de cuajo, haciendo llegar, además, su vehemente repulsa al mismísimo obispo de Jerusalén. Pero lo cierto es que, pese a sus denodados esfuerzos, Epifanio luchaba por una causa perdida: para el 403, justo en el año de su muerte, los retratos de Cristo y de los santos eran ya un hecho común. El fenómeno, por cierto, ocurría en paralelo con la aparición de un culto a la Bendita Virgen que habría de pasar de la devoción privada a la liturgia oficial. La primera iglesia que se sabe dedicada en honor de María había sido erigida en Éfeso, ciudad donde se celebró en el 431 el concilio del mismo nombre (véase el capítulo 14). En la década siguiente, el papa Sixto III (432440) mandó construir en Roma la gran iglesia de Santa María la Mayor, contando entre otras maravillas, con unos espléndidos mosaicos que presentaban escenas del Antiguo Testamento, y un magnífico arco triunfal donde se mostraban la Anunciación, la Presentación de Cristo en el Templo, los Reyes Magos ofreciendo sus regalos y su posterior visita a Herodes, a éste mismo ordenando la matanza de los Inocentes, y una historia apócrifa que situaba a Cristo en Egipto. Durante un tiempo, las paredes exhibieron asimismo unos mosaicos con una fila de mártires que ofrendaban sus coronas a la Virgen y al Niño, en manera similar a la de los mosaicos conservados de la antigua iglesia arriana de San Apolinar el Nuovo, en Rávena, lamentablemente hoy ya desaparecida. Esos mosaicos de Santa María la Mayor, con Jesús y su madre en Belén tras el nacimiento, se inscribían en la tradición en la que la Virgen todavía ocupaba un puesto subordinado respecto al Hijo, y no dejaban de ser un auténtico hito en el desarrollo del culto mariológico. Aun así, lo cierto es que dichos mosaicos eran, al mismo tiempo, una muestra de la incipiente tendencia a adjudicarle a la virgen un puesto propio de mayor importancia e independencia, y ello debido, en parte, a una cristología de tendencia monofisita, muy en boga en el siglo V, que transfería a la Santa Virgen María una capacidad corredentora con su Hijo sobre la base de los atributos humanos de Cristo. Para la devoción monofisita, la resurrección de Cristo era la auténtica impronta de su deidad, quedando el Cristo hombre relegado a un plano secundario. Esa nueva concepción de Cristo Dios anulaba, pues, toda posible identificación entre Jesús y los seres humanos, obligando prácticamente a los fieles a volverse a María como garante de la humanidad redimida. Idea ésta que prontamente fue asumida por el arte cristiano, tomando carta de naturaleza del siglo VI en adelante, al tiempo 10

La leyenda de Verónica surgió de una notable fusión de varias leyendas. Para el siglo IV la mujer que padecía de flujo de sangre ya se llamaba Berenice. Según una forma de la leyenda de Abgar, que ya circulaba en el 400, Cristo mandó su retrato a una princesa de Edesa que se llamaba Berenice. Se identificó a las dos mujeres, y en el occidente latino el nombre llegó a ser Verónica. Más tarde en otra leyenda, ella obtuvo el retrato de Cristo fijado sobre una toalla que le ofreció a él en la via dolorosa. En tiempos modernos la toalla, que está en la iglesia de San Pedro en Roma, ha sido menos un centro de atención que la sábana de Turín, que ha sido la obra de un artista del siglo XIV y para la cual no se puede ofrecer ningún fundamento histórico.

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que vino a verse potenciada, además, por la creencia popular de que la Virgen no había llegado a experimentar la muerte, o que, al menos, le había sido concedida una resurrección inmediata con la consiguiente admisión al cielo. Las numerosas muestras existentes de arte cristiano procedentes de los siglos V, VI, y VII, son prueba innegable de la elevada categoría artística alcanzada. Los espléndidos mosaicos de las iglesias de Rávena o Roma; los códices del evangelio Rossano; el libro del Evangelio siríaco escrito en Mesopotamia en el 586 por el monje Rábula (en Florencia en la actualidad); las puertas de Santa Sabina de Roma, y otros muchos ejemplos más, son testigo indiscutible de un renacimiento artístico de primera magnitud. Los artistas cristianos, alentados por un nuevo espíritu de libertad que permitía representar a Cristo y a los santos sin cortapisas, se entregaron entusiasmados a la proclamación plástica de la verdad de la Fe, logrando en el empeño una frescura y una inmediatez que tardaría siglos en repetirse. Sin embargo, esas representaciones plásticas de Cristo eran motivo de hondo pesar para cuantos recordaban la austeridad y el comedimiento de tiempos pretéritos. Los iconos fueron los primeros en convertirse en objeto de una mal disimulada aversión. En realidad, la crisis había tenido su origen en el siglo VIII, en pleno auge de la controversia iconoclasta, por razón del edicto proclamado en el año 726 por el emperador León III, el “Isáurico”, en virtud del cual se orquestó un asolador programa de destrucción indiscriminada de toda clase de imágenes. Para entonces, los iconos se habían convertido en parte aceptable y asumida de la decoración eclesial, siendo particularmente apreciados por las almas devotas. Pero, a medida que la controversia arreció, la postura divergente entre Roma y Bizancio, es decir, entre el papado y los emperadores orientales (los emperadores se declararon iconoclastas, los papas, no), se hizo aún más evidente, siendo causa, en gran medida, de un nuevo distanciamiento entre ambos poderes. La fuerza de los iconoclastas radicaba menos en la calidad y cualidad de sus razonamientos teológicos, en exceso técnicos para resultar persuasivos,11 que en un instinto, no articulado, que les llevaba inapelablemente a asociar las representaciones de Cristo, la Virgen, y los santos, con una práctica idolátrica que el cristianismo había venido a poner fin. Lo cierto es que esa reticencia innata no dejaba de tener su parte de verdad. La representación de Cristo como Señor Todopoderoso, sentado en un trono para juicio, era en cierta medida deudora de las imágenes habituales de Zeus; mientras que los retratos de la Madre de Dios no estaban exentos de una pretérita veneración a la madre diosa, costumbre habitual en los cultos paganos. En la mente popular, los santos habían venido a ocupar el lugar de los antiguos héroes y deidades locales. Por otra parte, era inevitable que la iconoclasia fuera entendida como un ataque contra esos apoyos de la devoción tan necesarios a unos frágiles mortales, habituados a su presencia tras un período de tolerancia de más de una centuria antes de que estallara la controversia. Juan Damasceno veía en la iconoclasia una pesimista visión maniquea de la materia. Pero semejante acusación era a todas luces injusta. La exquisita cruz del mosaico que decora el ábside de Santa Irene en Estambul, realizada en pleno brote de recelo iconoclasta, es en sí misma prueba suficiente de que la estética de ese siglo VIII no era del todo indiferente u hostil a un genuino valor estético. Pero los espíritus conservadores de la época tan sólo aspiraban a preservar la religión heredada de sus antecesores, tal como la habían practicado padres y abuelos mucho antes de que hicieran su aparición en escena un arte y unos artistas que no parecían dispuestos a doblegarse o a detenerse ante nada. Sin embargo, y aun a pesar de sí mismos, lo cierto es que, con su rechazo de la representación plástica, no estaban sino repitiendo, bajo un nuevo formato

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Los argumentos principales de los iconoclastas fueron: a) el segundo mandamiento; (b) solamente el ser humano es la imagen de Dios en el mundo; (c) representar a Cristo visualmente implica una separación nestoriana de la humanidad y de la naturaleza divina; o, de no ser así, implica una limitación de la naturaleza divina que no puede ser limitada de esta manera. Los defensores de los iconos replicaron: (a) veneramos no a los iconos sino a lo que éstos representan; (b) el honor que se rinde a los siervos de Cristo, los santos, es relativo, no se trata de un culto absoluto (c) los iconos son una consecuencia necesaria de la invocación a los santos; (d) si se da valor a las reliquias, ¿por qué no se puede hacerlo también a los iconos? (e) el segundo mandamiento fue solamente una legislación provisional; (f) los iconos ayudan a la devoción y se usan universalmente.

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y en un nuevo lenguaje, el antiguo ataque origenista contra aquellos “antropomorfitas” que necesitaban una figuración del Dios al que invocaban (véase el capítulo13). La decisión de restaurar los iconos fue obra por entero de la emperatriz Irene (780-790), la cual, lejos de arredrarse ante la franca hostilidad de Iglesia y ejército, se aprestó a encauzar, con brazo firme y seguro, el segundo Concilio de Nicea (787), viendo sus esfuerzos finalmente recompensados por una condena formal de los iconoclastas. Sin embargo, su fracaso a la hora de conseguir prosperidad para el imperio provocó un recrudecimiento de la postura iconoclasta que habría de durar desde el 814 al 843, quedando la causa de la iconofilia al solo cuidado de los monjes del monasterio de Studios, en Constantinopla, bajo la atenta y disciplinada mirada del abad Teodoro. Y así fue que, en el año del Señor de 843, en el primer domingo de la Cuaresma, la nueva emperatriz Teodora volvió a reinstaurar, por última y definitiva vez, la producción y uso de los iconos; quedando el acuerdo ratificado con una solemne procesión que, a ojos de la posteridad, marcaba el “triunfo de la Ortodoxia”, viniendo a hacer posible la gradual redecoración de las iglesias bajo la admonición del patriarca Focio a partir ya del año 858.

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Conclusión Eusebio de Cesarea, primer gran historiador de la Iglesia, allá en los albores del siglo IV, entendió la historia de la incipiente sociedad cristiana como una conquista sucesiva de batallas y obstáculos –que con frecuencia adoptaban la forma de persecuciones estatales, desviaciones heréticas, o incluso un patente paganismo. El saldo, sin embargo, aun en el seno de una sociedad secularizada, podía ser positivo; y Eusebio mismo se permitió ver un cierto triunfo de la fe en unos cambios que encontraban su expresión en manifestaciones tan diversas como el favor mostrado por ciertos emperadores simpatizantes, la construcción de espléndidas iglesias y basílicas de nueva planta, o la afiliación a la fe de personajes tan distinguidos como el filósofo y crítico Orígenes. Cierto, por otra parte, claro está, que muchas de esas exultaciones triunfalistas tienden a dejar frío o, cuando menos, indiferente al cristiano actual; pero Eusebio estaba sin duda en lo cierto al ver en el acontecer de las sucesivas controversias un genuino entramado vital que iba a ir, poco a poco, dando forma a la historia eclesial. Siendo el caso que, de hecho, muchas de las principales cuestiones a las que tuvo que enfrentarse la Iglesia en su período formativo vinieron luego a convertirse en cuestiones vitales dentro de su propio devenir histórico – cuestiones que, como era de esperar, fueron recibiendo respuesta, pero que, con el paso del tiempo, no pueden menos que ser reiteradas en nuevas maneras a medida que las épocas se suceden. Las cuestiones centrales de la era apostólica giraban en torno a la continuidad o discontinuidad de la Iglesia con respecto a Israel. Y lo cierto es que, a nivel general, la idea de un vínculo ineludible era rechazada por igual tanto por los que afirmaban la permanente validez de la Ley Mosaica, como, en el extremo opuesto, por aquellos gentiles que urgían a un radical abandono del Antiguo Testamento. La alternativa de la “via media” propuesta por San Pablo acabó por imponerse, y el Antiguo Testamento retuvo así un puesto permanente en la Biblia cristiana como muestra ejemplar de la intervención divina en la historia de una raza con un propósito vital, y como genuino tutor para llevar a las gentes a Cristo al ser interpretado a su luz. Con todo, la Iglesia no lograba habituarse por completo a un Libro que correspondía a un tiempo y a unas circunstancias un tanto ajenas, pero que, al mismo tiempo, nunca ha podido dejar de lado. Con la llegada de la era post-apóstolica (70-140, aprox.), la misión gentil, por cuya independencia había luchado San Pablo con denuedo y constancia, entró en un período de vigorosa expansión. El asedio romano de Jerusalén en el año 70, y la destrucción final de la ciudad como capital judía en el 135, puso fin a la importancia de las viejas congregaciones judeocristianas, desplazándose el centro de gravedad de la fe a las iglesias gentiles de las grandes urbes; tal como fue el caso de Antioquía, de Alejandría, y, muy en especial, de Roma, ciudad donde San Pedro y San Pablo habían padecido martirio bajo el emperador Nerón. La muerte de tan insignes apóstoles vino a plantear importantes cuestiones relacionadas con la autoridad: el siglo II se caracterizó por ver aparecer el embrión de los primeros credos de la doctrina cristiana; época, además, en la que ministerio se consolidó en una jerarquía tripartita integrada por obispo, presbítero, y diácono; y momento asimismo en el que el canon del Nuevo Testamento vio por fin la luz. El orden y la unidad eran dos necesidades urgentes, sobre todo dada la tendencia centrífuga implícita en el sincretismo gnóstico. De hecho, la derrota y desmantelamiento del entramado gnóstico fue uno de los más grandes logros de la historia de la Iglesia. Sin embargo, la manera en que, en el siglo II, la Iglesia solventó esas cuestiones relativas a la autoridad, ocasionó sus propios problemas. El puro instinto de supervivencia imponía la figura del obispo local como principio fundamental de unidad (Ignacio de Antioquía); y la sacralidad de la “tradición” era, en consecuencia, un hecho inapelable (Ireneo), pero teniendo que aceptarse a cambio una cierta medida de clericalización en el seno de la Iglesia. La participación de los congregantes en la celebración de los sacramentos pasó a ser

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menos importante que el papel desempeñado por el propio sacerdote en la realización del misterio, al tiempo que dicho oficiante se convertía, inevitablemente, en una figura mucho más remota e innaccesible, sobre todo a partir del siglo IV, momento en que los griegos iniciaron la costumbre de proteger el altar de las miradas de la congregación mediante un velo de separación. El proceso de distanciamiento se perfilaba, pues, imparable, y para el siglo VIII 1 el canon de la misa latina se recitaba en voz no audible para los comulgantes. Por otra parte, la crisis gnóstica se encontraba ya en pleno declive para cuando el debate con los críticos paganos más cultos empezó a ser tomado en serio. Justino Mártir y sus sucesores, con sus escritos en defensa y reivindicación de la fe, desbrozaron el camino para Clemente de Alejandría y Orígenes, haciendo converger materia los postulados del cristianismo y las elevadas aspiraciones de la filosofía ética y religiosa clásica en materia común de debate. Proclamar a Sócrates como un “cristiano de antes de Cristo”, o hablar con Tertuliano de una intuición natural en el ser humano hacia el cristianismo era ver en el evangelio la plenitud de la realización del potencial moral del ser humano como genuina criatura de Dios. En la siguiente generación, Ireneo de Lyón y Tertuliano en Cartago iniciaron una formulación sistemática y coherente de la doctrina cristiana, que ellos, por otra parte, no dudaron en presentar como oportuno contrapunto a la desviación herética. Como primer cristiano en escribir teología en latín, Tertuliano desempeñó un papel crucial al crear un vocabulario y una terminología adecuados a tal propósito. Para mediados del siglo III (tal como parece desprenderse de los escritos de Cipriano y Orígenes) la Iglesia hacía una vida mucho más pública, y el cristianismo había empezado a calar entre las clases cultas y el gobierno. A medida que el antiguo paganismo se batía en retirada, sus adeptos pasaron a la defensiva, conscientes de la necesidad de elaborar una alternativa positiva ante el avance cristiano. La ofensiva bárbara en los años intermedios del siglo III amenazó con poner fin al imperio durante un tiempo, pasando entonces los cristianos a ser objeto de cruel persecución durante esos años decisivos. De entre todas las persecuciones, la llevada a cabo por Diocleciano destacó por una dureza y un sistematismo que resultaría en un lamentable, aunque quizás comprensible, cisma interno, producto de las amargas disputas debidas a las muy diferentes maneras de enfrentarse a tan terrible situación. En el norte de África, donde los donatistas sobrevivían en amarga convivencia con sus hermanos católicos, el cisma causó igualmente grandes estragos hasta el advenimiento de las invasiones islámicas del siglo VII. La conversión de Constantino, aun siendo significativa, no hizo del cristianismo la religión oficial del imperio, teniendo que esperarse a la llegada al poder de Teodosio, a finales del siglo, para que se iniciara su faceta pública. El siglo IV marcó la época dorada de las iglesias griegas ortodoxas, y, con el paso de tiempo, los creyentes vieron a figuras de la talla de Atanasio, Basilio, Gregorio Nacianceno, o Juan Crisóstomo, como maestros insignes poseedores de un estatus cláico y de una autoridad moral difícilmente superables. Esos grandes hombres de fe pasaron, pues, a ser considerados auténticos “Padres” de la Iglesia – intérpretes de reconocida solvencia en materia de la tradición. El lamentable episodio del resurgimiento del paganismo impulsado por Juliano el Apóstata, fue lo suficientemente breve e individualista como para no suponer ninguna grave amenaza al firme crecimiento de la Iglesia. Los cristianos de la época se sintieron mucho más alarmados por la grave crisis ocasionada por la dilatada controversia arriana. Pero, incluso en ese agitado siglo IV, no todo fueron llantos y lamentos. La importancia concedida a la controversia arriana había sido exagerada, y de ello daban prueba los sermones catequéticos de Cirilo de Jerusalén (350), cuya instrucción pastoral aparece casi por completo libre de toda esa propaganda partidista que caracterizó a las facciones rivales del momento. La vida habitual de iglesia siguió el curso acostumbrado, en buena medida ajena o indiferente a las intrigas y luchas propias de los teólogos y aquellos políticos eclesiásticos aparentementemente más interesados en el poder que en el triunfo de la auténtica verdad. La avalancha de nuevos seguidores de la fe durante ese siglo IV tuvo como contrapartida un irrevocable apartamiento de los ascetas a sus propias comunidades. Esa retirada 1

La primera constancia que poseemos del rezar silencioso de la gran oración eucarística, se remonta a la Siria del siglo V. Esta práctica fue prohibida por una ley de Justiniano en el año 565, pero ya en el siglo IX se había hecho costumbre en Constantinopla.

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planteó un problema de relación con la Iglesia de no muy pronta solución. Sin habérselo propuesto, los inadvertidos monjes que habían renunciado al mundo, se convirtieron en auténticos transmisores en Occidente de una cultura y una preparación sin igual en una sociedad secular todavía convulsa ante las invasiones bárbaras. Tras la desintegración y fragmentación del imperio occidental en reinos independientes, la Iglesia pasó a ser el agente único de una posible reunificación europea, y ello en virtud de la autoridad del obispo de Roma; al tiempo que, en el plano intelectual, los escritos de Agustín de Hipona destacaban por una coherencia interna difícilmente igualada por cualquier otro posible sistema alternativo. La historia, pues, seguía su curso; y una vez que el papado, en la persona de Gregorio Magno, hubo reconocido que su vocación estaba más junto a los bárbaros occidentales que con el antiguo Imperio en Constantinopla, el proceso de separación entre las iglesias latinas y las griegas ortodoxas se vio irremediablemente acelerado. Esa divergencia entre Oriente y Occidente se remontaba a los primeros tiempos de la historia de la Iglesia; pero lo cierto es que el posible buen entendimiento se vio frustrado, además, por la falta de una lengua común, unos hábitos sociales completamente distintos, y una muy diferente práctica eclesiástica. Pero, quizás, la dificultad mayor en esa mutua relación tuviera su origen en una serie de intercambios de opinión fallidos, tal como fue el caso de la dispar actitud de Occidente con ocasión del concilio ecuménico de Constantinopla (381), o las artimañas del papa León durante el concilio de Calcedonia (451), o la sencilla y callada presunción de la práctica totalidad de los obispos griegos ortodoxos de que la dignidad y la jurisdicción de los obispos de Roma eran, simplemente, análogas a las que correspondían a un patriarca oriental en Antioquía o Constantinopla. Los papas volvieron la mirada hacia Occidente justo en el momento en que las iglesias griegas se encontraban a punto de sufrir el terrible impacto de la conquista islámica, al tiempo que se desgarraban internamente por la acerba controversia respecto al legítimo uso de los iconos. Las trágicas consecuencias de esos acontecimientos marcaron una época en la historia de la Iglesia, existiendo, en consecuencia, más que sobradas razones para creer que la época de los Padres de la Iglesia había tenido su culminación final en la persona de Gregorio Magno en Occidente y con Juan Damasceno en Oriente. A partir de ese momento, se haría mucho más difícil escribir una historia común de la cristiandad oriental y occidental. La tensión entre el Occidente latino y el Oriente griego era, de hecho, anterior al cristianismo. Los opiniones divergentes, que iban del misterio de la Santísima Trinidad a la fecha adecuada para la celebración de la Pascua, afectaron de distinta manera a las respectivas comunidades de fieles, siendo todavía hoy evidente su legado. El inicial entendimiento conciliar de la autoridad sinodal fue abandonado en Occidente en pro de una gran concentración jurisdicional romana respecto a la sede de Pedro y Pablo, sobre todo cuando dejó de existir la figura de un emperador que aglutinaba en sí todas las provincias. En Occidente, tan sólo el papado representaba ya la universalidad y la independencia respecto al poder secular. En el Oriente griego, en cambio, sí se continuó pensando en la autoridad como un hecho sinodal, sujeto al liderazgo de unos patriarcas entre las cuales debería presidir Roma en amor fraterno. Al emperador ortodoxo se le venía a adjudicar, pues, la función de nexo de unión entre ambos mundos. El filioque (véase el capítulo 15) agustiniano fue, y continúa siendo, en opinión de la jerarquía ortodoxa, sea ésta griega o rusa, una irreverente añadidura a la fe ecuménica expresada en el Concilio del 381, que venía a minar esa pretendida superioridad de Roma como piedra angular de la auténtica Iglesia universal. En el plano político, las relaciones Oriente-Occidente se volvieron cada vez más difíciles y espinosas en la medida en que Roma y Constantinopla competían por la posesión de la península de los Balcanes. Los límites jurisdicionales se movieron entonces a favor de Constantinopla, particularmente allí donde mayor era la inmigración eslava. Al este del Adriático, Roma pudo mantener su influencia tan sólo con la ayuda de la Venecia medieval; y las tribus eslavas de serbios y croatas pronto se encontraron en campos opuestos de una muy precaria frontera eclesiástica, compartiendo un interés común tan sólo en el sentido de que ambos grupos resentían la existencia de un imperio turco islamizado. Las enconadas rivalidades y las memorias no reconciliadas tendían, además, a producir una puntillosa sensibilidad ante las divergencias, ensombreciendo esa extensa área de doctrina compartida, sin que de nada parecieran servir una estructura institucional idéntica y una práctica

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devocional común a las dos comunidades fraternas. Pero, lo cierto es que, incluso en los momentos en los que las relaciones se volvieron más problemáticas, y aun a pesar de todas las aparentes diferencias, tanto en Oriente como en Occidente se era consciente de que, según afortunada expresión de Anselmo, ambas compartían un “entendimiento sustancial”.

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