Microalmas - Juan Sola

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El libro que estás leyendo es una versión digital editada y distribuida por Editorial Sudestada. Siendo una editorial autogestiva, nuestro trabajo subsiste a partir de la venta de ejemplares impresos por lo que te pedimos que, si está dentro de tus posibilidades, nos contactes, compres libros y ayudes así a que podamos seguir editando. www.libreriasudestada.com.ar

¿Quién está a salvo de enamorarse? por Magalí Tajes Microalmas es la búsqueda, la pérdida y el descubrimiento de formas de amor que escapan a lo romántico. Este libro da la bienvenida al barrio, a las heridas, a la noche, a las cosas que no vuelven y no tuvieron despedida. Es una mirada íntima a un corazón que se rompe en nuestras manos, poesía en carne

viva, carnaval de lágrimas para el desvelo. Somos eternos aprendices de la soledad, no sabemos qué hacer con el miedo. Somos hologramas de nuestro pasado, no sabemos qué hacer con el dolor. Somos polvo de estrellas, y Microalmas es la composición de historias diminutas para corazones gigantes. La primera vez que leí a Juan Solá este libro todavía no era un libro, lo estaba construyendo. Y recordé casi inmediatamente todo lo que había olvidado llorar. Juan es un albañil de las palabras,

arma casitas de preguntas que logran ser hogar, su letra es la tempestad y el refugio. ¿Quién sos? ¿Quién sos cuando amás? ¿Qué es la distancia en el amor? ¿Quién está a salvo de enamorarse? ¿El amor es una fuga o un camino? ¿El amor es un puente o un muro? ¿Quién nos cuida de la fragilidad de amar? ¿Quién sos? ¿Quién sos cuando amás? ¿El amor es trampa o revolución? ¿Se puede volver al amor o el amor es ir siempre hacia adelante? ¿Qué decir de la gente que intenta comprarlo? ¿Qué decir de nosotros mismos

cuando nos robamos, nos prohibimos, nos dañamos las posibilidades de amar? ¿El amor es un encuentro o un adiós en cuotas? Si el amor vibra adentro, ¿qué nos empuja a desvivirnos por hallarlo en otros? ¿Quién sos? ¿Quién sos cuando amás? ¿El amor es oxígeno o asfixia? ¿El amor es una elección o un abrazo a lo infinito? ¿El amor se termina o se transforma? ¿En quién te convirtió esa vez que te desarmaste amando? ¿Cuándo fue la última noche que un amor te

rompió el sueño? ¿A quiénes amás cuando estás solo?

Al holograma eterno de lo que alguna vez amé.

My letters to you are greater and more important than both of us. Light is more important than the lantern, the poem more important than the notebook, and the kiss more important than the lips. My letters to you are greater and more important than both of us. They are the only documents where people will discover your beauty

and my madness. Nizar Qabbani

SEMBRAR

La cabeza es una máquina de hacer monstruos.

8 de octubre Recién cuando el avión comenzó el descenso, la maqueta iluminada se convirtió en una ciudad de verdad. Manuel vio por la ventanilla cómo las casas iban llenándose de personas y las venas eléctricas de Brasilia, de autos. El horizonte limpio anunciaba buen clima. Ahí estaba Augusto, sentado en el sector de desembarques, con los ojos clavados en el cristal que los separaba.

Cuando se vieron, todo eso que ya había sucedido antes, volvió a ocurrir: el vuelco en el corazón, los ojos llenos de luz, las sonrisas a distancia que precedían al abrazo fuerte y al beso honesto. ―Te extrañé―, murmuró Manuel, sin dejar de abrazarlo. Manuel siempre abrazaba de más. Se habían visto por primera vez un cinco de septiembre frío. Siempre hace frío en Buenos Aires. Se citaron en la puerta del Centro Cultural a las seis y Augusto había llegado dos

minutos tarde. Una campera negra, de cuero, le caía sobre los hombros flacos y llevaba unos jeans gastados. El marco de los anteojos le disimulaba el lunar, pegadito al ojo izquierdo, que parecía un pedacito de chocolate. Su bigote poblado se doblaba en las puntas, como los bigotes de los marineros. Pero Augusto no era ningún marinero. Augusto era, apenas, un estudiante de arquitectura que había decidido pasar un semestre en Buenos Aires para escaparse

un rato de una Brasilia saturada de calor y emociones. Manuel y Augusto se habían encontrado justo cuando ambos huían de memorias dolorosas, pero pasaría mucho tiempo hasta que aquella verdad los alcanzara. Mientras Augusto intentaba poner en pausa la ciudad que lo había parido, Manuel se deshacía en esfuerzos por olvidar, porque le habían dicho que olvidando, uno se cura. Manuel quería enterrar a Carlos y toda esa oscuridad suya, pero al mismo tiempo intentaba olvidar la parte oscura de sí

mismo que Carlos había despertado. Y entonces apareció Augusto, con la campera de cuero negra sobre los hombros flacos y los bigotes mirando al cielo y toda esa luz que le brotaba de entre los dientes y lo enceguecía. Y el mundo se convirtió en un lugar perfecto, a pesar de la ficción que arrebujaba los rincones de la belleza y que Manuel prefirió ignorar con el mismo ahínco con que ignoraba sus propias oscuridades. Ojalá los hombres pudieran contar las veces que han buscado

refugio en hologramas. ―Yo también te extrañé―, dijo Augusto, sosteniéndolo con los brazos flacos. ―No te preocupes, ahora estamos acá. Tomaron la autopista hacia el oeste; Taguatinga estaba a poco más de veinticinco minutos. Hicieron silencio todo el camino, mientras en la radio sonaba una canción vieja que ya habían escuchado muchas veces en Buenos Aires. And I’ll never go home again. Place the call, feel it start,

Favorite friend, and nothing’s wrong when nothing is true, I live in a hologram with you. No se atrevían a interrumpir la música, más por temor al qué decir que por cortesía. Llevaban tiempo sin verse, y ocurre que cuando los silencios se extienden demasiado, ni siquiera aquellos amantes que se creen destinados a la eternidad saben qué hacer con sus bocas, más que chocarlas con torpeza, evocando mejores besos. Manuel miró por la ventanilla.

―No hay luna―, dijo. Augusto no respondió. A veces no lo hacía, no porque no quisiera, sino porque no había entendido. Ese español suyo, que antes pronunciaba con un acento delicioso de erres suavecitas y eles temblorosas, estaba oxidado. Manuel se había dado cuenta enseguida, y aquello le pareció simpático. Esa noche no habría luna y tampoco la siguiente, o la otra. ―Despertate―, dijo Augusto. ―Vamos a ver el eclipse. Le acariciaba la cabeza suavecito, con la yema de los

dedos. Cafuné. ―¿Qué eclipse?―, murmuró Manuel. ―Dale, vamos. Manuel se levantó con los ojos cerrados y se puso la campera, todavía dormido. Allá, en Buenos Aires, Augusto vivía sobre Austria, frente a la Biblioteca Nacional. Cruzaron la calle vacía y subieron las escalinatas de cemento, hasta alcanzar la parte alta del playón, desde donde el cielo se veía más o menos limpio, a pesar de los árboles y los edificios.

La luna estaba ahí, colgando en el telón del firmamento como una moneda vieja. ―Es hermosa―, dijo Augusto, respirando el aire fresco de la noche. ―Sí, es...―, respondió Manuel. ―¡Pero mirá! Se mueve. ¿Alcanzaremos a ver el eclipse? Aquella noche dieron varias vueltas por el barrio, con el corazón un poquito asfixiado por esa angustia de no encontrar la luna, que se escondía detrás de los plátanos y las tejas negras del Hospital Rivadavia.

Terminaron volviendo con los ojos vacíos de eclipse; Augusto parecía triste. ―No te preocupes―, le dijo Manuel. ―Ya habrá muchos eclipses que podamos ver juntos. Augusto tampoco respondió aquella vez. Sí, había entendido, pero no estaba seguro. Y Manuel sabía que Augusto no estaba seguro de muchas cosas, pero de todos modos lo abrazaba y le sonreía, porque sabía que aquel momento pequeño era mucho más poderoso que las distancias y los aviones.

La sonrisa de quien ama siempre es poderosa. ―Necesitaba verte―, dijo Manuel por fin, cuando la música de la radio se extinguió. ―No sé cómo explicarte, sentía esa urgencia. Augusto apartó los ojos del camino un segundo y lo observó en silencio. Sí, había entendido, pero prefirió responder así, con los ojos. Y Manuel ya había aprendido hacía tiempo el lenguaje misterioso de los ojos del Augusto.

Cuando te fuiste Nos estábamos deshaciendo de a poco. Cada día te veía más traslúcido y no dije nada, no hice nada. Ignoré tus transparencias y me aferré a lo que quise creer que existía, y cuando descubrí que todo era una farsa, que en realidad el amor era otra cosa y que yo solamente quería habitar una ficción insostenible, comprendí que anidar en tu

existencia de humo era imposible. ¿Cuántas lágrimas debo llorar antes de volver a sentirme a salvo? Nos estábamos deshaciendo de a poco como cucharadas de miel, como cucharadas de piel, en una bañera de té caliente. Yo no quería pensar tu ausencia. Yo no quería pensar la posibilidad de apagar tu aquí y ahora, y deliberadamente miré para otro lado y, por mirar para otro lado, no alcancé a ver cuando te fuiste.

Entre tus dientes No sé por qué todos dicen que tengo que aprender a vivir con tu ausencia, si ahí estás vos, sonriéndome desde las fotos que escondí en los cajones, serendipias tramposas cada vez que los revuelvo buscando repuestos para mis plumas. No entiendo para qué me dicen que me olvide, que piense en otra cosa, si desde el dormitorio escucho clarito la cuchara golpeando las paredes de

porcelana de esa taza llena del café que batís para llevarme a la cama, cuando hace frío y yo no saco la nariz de abajo de las sábanas. Será que ellos tampoco oyen el quejido de las canillas viejas mientras llenás la bañera, que se infla de agua tibia y espuma con olor a las flores de aromito que crecen al costado del camino que sube hasta nuestro lugar secreto, donde los fines de semana nos dejamos caer sobre el pasto, panza arriba, y las nubes, como caballos húmedos, galopan por el cielo ancho que se parece un poco

al infinito que comienza en tus ojos. Será que ellos no saben que la sombra de tu carcajada trepa hasta el techo cuando te hago cosquillas, entredormido, y mis dedos eléctricos caen desde tu nariz hasta tu pecho y así, demasiado ansiosos, ruedan apurados para aferrarse a los espacios más blandos de tu cuerpo. Qué saben ellos de tu ausencia, si aquel primer beso nuestro, a escondidas, bastó para imprimir tu imagen en el espacio que sobra entre mis párpados y

mis pupilas, en estos ojos míos que se rehúsan a dejar de mirarte, aunque cada día te vuelvas más y más translúcido. Qué entiende este bosque de carne y hueso de la fantasmagoría incandescente del poema que cobra vida entre tus dientes y es más real que todos ellos. Jamás podrán hacerme creer que el oasis es espejismo. Jamás podré convencerme de que esta verdad, que me abraza a medianoche, no es más que un holograma del que no puedo desprenderme.

La urgencia ¿Dónde estás? ¿No ves que me empiezan a temblar las piernas si no sé nada? ¿No ves cómo agarro el cuaderno con las garras, cómo escribo para dormirme? No puedo fumar un cigarrillo más, tengo los dedos manchados de tabaco. ¿Dónde estás? Ahí empieza el ruido. Primero, se oye despacito, como de lejos.

Es el ruido de una radio mal sintonizada en la habitación de al lado. Y escucho las voces cada vez más clarito, y mis oídos descansan sobre los restos de una conversación vieja. No puedo dejar de mover las piernas. Me levanto y recorro el dormitorio, como si estuviera esperándote, y ahí nomás me acuerdo que no sé dónde estás y siento las piedras aplastándome el pecho y me duele la panza y no puedo dejar de andar en círculos. ¿Dónde estás?

No puedo tomar una copa más de vino. Veo borroso. Me acosté de mi lado de la cama. ¿Dónde estás? Ojalá pudiera preguntarte dónde estás.

Bondi Lo injusto de enamorarse es no saber lo que le pasa al otro. Es difícil de explicar, pero se parece mucho a esperar el bondi en una esquina donde no sabés si hay parada. Y ahí estás vos, solo, muerto de frío, con los brazos cruzados y los ojos fijos en la calle que baja hasta el centro. Y ves el colectivo a quince cuadras y te ponés contento, pero al mismo tiempo

te preocupa estar en la esquina equivocada. El colectivo está a diez cuadras y tratás de encontrar algún indicio de que estás esperando en el lugar correcto. Ocho cuadras. A ver si no parará más allá. Cinco. Dos. Levantás el brazo, estás jugado. Todo parece indicar que estás en el lugar correcto, aunque todavía te incomoda cierta ficción amarga, una realidad posible y doliente, en la que ves pasar el colectivo, ignorándote, mientras

todavía tenés el brazo levantado y esa cara de imbécil.

Demora Se levantó a las ocho, pero se había despertado días atrás. Tenía todo el tiempo para llegar puntual, pero aun así se demoró lo más posible. Se cepilló los dientes seis veces, regó las plantas otras diez. Todavía tenía tiempo. Repasó los muebles, tendió la cama tres veces y otras tres volvió a hacer un bollo con las sábanas. Tomó treinta y siete mates fríos. Caminó hasta el subte contando

las baldosas (dos veces, ida y vuelta). Contó los escalones hasta la puerta de entrada y, por último, contó los cuadraditos en el sensor de la tarjeta magnética. Arrastró los pies hasta el escritorio, encendió la computadora y pensó, afligido, que aún no era lo suficientemente tarde. Que no recordaba con exactitud cuántas baldosas había entre el subte y su casa.

La trampa Cuando tu sueño es dedicarte a una de esas cosas que no sirven para llenarse de guita, el mundo puede convertirse en un lugar horrible. Ocurre que todo lo que nos rodea parece suceder únicamente con dinero. Nos hemos puesto de acuerdo en dejarle el trono a un montón de papeles de colores y educamos a los niños para adaptarse a sus tiránicos designios. Y luego nos

preguntamos de dónde salen tantas almas rotas. Inventamos el dinero para que fuera herramienta y acabamos mutando en arma el utensilio. Lo que debía hacernos la vida fácil, terminó esclavizándonos. ¿Quién dará socorro al hombre cuando el martillo con el que construye su casa se vuelva contra su cráneo? Como todos los pibes, yo también caí en la trampa de la moneda y me encontré con el cuerpo intoxicado y la mente hirviendo demasiado joven. Comprendí, entonces, que no

importa todo lo que creas haber aprendido. El mundo no funciona con memorias de infancia. El lunes llegué a la oficina y le dije a mi jefe que no podía, que no quería más. Le dije que quería irme, ¡que me iba a ir! Le conté que el sábado había soñado que me quedaba encerrado en el edificio y que mi cuerpo se convertía de a poco en una silla de oficina. Le supliqué que me cambiara de puesto, le advertí que ya no me salía jugar a atenderle el teléfono a tanta gente que quería

humillarme para sentirse un poco mejor con sus vidas miserables. Le expliqué que ya no toleraba toda esa rabia, tanto odio sin rostro, tanta desesperanza por tubo, que cada día me estallaba en los oídos y me forzaba a transitar corredores infelices a cambio de un rinconcito con techo para dormir por la noche. Mi jefe dice que exagero, que lo que digo es bonito para la ficción, pero nosotros somos del mundo real y nos toca habitar verdades que a veces no nos gustan.

Bebe un sorbo de café y me manda a trabajar y yo suspiro derrotado y me levanto y arrastro los pies, que se van volviendo bordó y se cubren de polvo y se hacen alfombra. Me desplomo sobre el escritorio, me cubro la cara con las manos y lloro sin que nadie me vea. Sin que nadie se atreva a mirarme. Es que los otros no quieren contemplar el sufrimiento ajeno, no quieren atestiguarlo. Los otros no quieren enterarse cuánto puede doler el alma cuando la mentira queda al descubierto.

Me temo que ellos, los que desvían los ojos de las imágenes tristes para no reconocerse parte del tejido humano, ya ni siquiera se atreven a creer que el alma existe. Y ahora sólo les queda habitar sus verdades con las reglas de la trampa.

Ruido Cuando tenés problemas de ansiedad, amar puede ser peligroso. El corazón se acelera, como esa vez que me subí a la vuelta al mundo en un parque de diversiones, con el cielo limpio sobre la cabeza y el concreto que se acerca y se aleja con la velocidad de las alas de un pájaro que escapa. Tus piernas se mueven todo el tiempo, aunque estés sentado, y

tu panza no se llena de mariposas, sino de ratas. Ratas que corren como locas, muertas de miedo, sobre rueditas de metal oxidado que hacen mucho ruido. Querés decir todo al mismo tiempo, porque los segundos de silencio te angustian y sentís como si las orejas ardieran de la nada. Te tiemblan las manos cuando armás un cigarrillo y te tiemblan los ojos cuando mirás una foto y te tiembla la voz cuando pronunciás un nombre y tu cabeza se llena de luz y de ruido, como si tu cerebro fuera una playa de

ciudad balnearia donde cada noche se festeja el Año Nuevo.

Subte Me gusta el subte porque es como el cumpleaños de quince de una prima lejana al que todos se ven obligados a ir, aunque nadie tenga ganas. En él, converge la mezcla más exótica de seres, una suerte de feria llena de colores y ruidos y alguna que otra imagen triste. Los pibes se metieron al vagón a los gritos. Eran tres y ninguno tenía más de ocho años. Eran flaquitos y chabacanos,

maleducados sin maldad; medio pillos, pero compañeros. Uno solo tenía zapatillas, el más chiquito. Y cuando digo el más chiquito no me refiero a la cantidad de años, sino a la cantidad de costillas que le conté sobre el cuero desnudo. El más chiquito tenía las zapatillas y también las tarjetitas. Las fue repartiendo entre los hombres y mujeres del vagón, que los observaban con los ojos llenos de una pena que se parecía más al asco. Hablaba a los gritos y otro le respondía, también a los gritos, y el tercero le gritaba a la gente

que por favor les tiraran una moneda, que Dios los bendiga. Una señora se tapó los oídos. Recién cuando pasaron en retirada, escuché hablar al pibe que tenía sentado enfrente. Él tampoco habrá tenido más de ocho. ―¡Mamá!, ¿por qué gritan los nenes?―, preguntó, exaltado, sin sacarles los ojos de encima. ¡Qué libres son los nenes que pueden jugar en el subte!, habrá pensado. ―Porque son negros―, dijo la madre, y sentí como si un árbol se me hubiera desplomado sobre el pecho.

Pensé que había escuchado mal y presté atención. No sé por qué, tuve miedo. ―Porque son negros. Y cuando crezcan van a ser ladrones. Vos tenés que tener mucho cuidado con esos chicos, ¿sabés? La cara del nene cambió como cambia la luz de la tarde cuando es verano y son las ocho menos diez y hay sol, y de repente son las ocho y todo se ha puesto oscuro. Sus ojos se apagaron y los ratoncitos de curiosidad que espiaban desde las pupilas, se atacaron entre ellos. Sus cejas se torcieron hacia adelante y sus

labios se convirtieron en una línea recta y severa. Creo que hasta se le cayó un poco de magia de los bolsillos. ―¿Sabés? ―Sí, mamá. No entiendo muy bien lo que me ocurrió a mí. Se me aceleró el corazón y la garganta se me puso rígida. Quería salir del tren, aunque estuviera en movimiento. Quería ser yo el que gritara ahora, pero me pareció más virtuoso el silencio de quien sabe que nunca se humilla a alguien delante de sus hijos.

Tuviste la oportunidad de sembrar una semilla de amor, pero preferiste perpetuar el odio. Elegiste enseñar a tener miedo. Podría haberte perdonado hasta la falsa misericordia de quien observa y murmura “pobrecitos”, pero masticaste tanta bronca, que ya ni siquiera sabés hacer eso. Ay, pibe, ojalá que alguna vez alguien te explique que ese día, tu mamá estaba enfurecida y que los chicos de la calle no se juntan para jugar, sino porque tienen miedo.

Los chicos de la calle no gritan porque son negros, gritan porque son invisibles.

Tren Se informa a los señores pasajeros que la Línea B se encuentra interrumpida debido a un arrollamiento. Una persona se tiró a las vías, señores. Se suicidó. ―¡Pero la puta madre!―, gritó el pibe, con toda la boca. ―¿No se podía matar en otro horario? Lo miré, pero sólo pude hacer silencio, recordando alguna cosa que me enseñó una abuela sobre las personas que andan por el mundo con el pecho vacío.

Desalojé el vagón en un mar de rostros agrios. Arrastré los pies hasta la salida con el alma pesada como el cielo de tormenta sobre mi cabeza. Las palabras del tipo retumbaban en todo mi cuerpo, como si por dentro se me hubiese roto la caja donde uno guarda las cosas que hacen doler, para que no se apoderen de la piel y de los ojos y del estómago. Me aterrorizó esa indiferencia suya, ese apuro egoísta que pretendía justificar la crueldad.

Abandoné Estación Pasteur y anduve muchas cuadras con la tormenta helada sobre el lomo y un nudo en la garganta. Me ardían los ojos, quise llorar y las lágrimas se me hicieron lluvia y la lluvia se convirtió en agua turbia sobre el asfalto cansado de Once. Esa tarde, a mí también me atropelló un tren.

Espasmo Ahí van los zombis del amor, arrastrando los pies, mirando la pantalla, con los ojos clavados en una foto, en un avatar, en la hora de una última conexión. Les pido que no los culpen, les imploro que les perdonen el optimismo, las ganas de enamorarse; que les absuelvan por esa seguridad visceral con la que dieron el primer beso, con la que dijeron te amo, con la que supieron que no soportarían que

no fuera para siempre, pero igual se animaron. Ocurre que la ciudad se hizo demasiado grande para encontrar el amor a la vuelta de la esquina, en un café por Malabia o en un departamentito sobre Humahuaca, y es por eso que a los zombis les tocó maquillarse y posar para la foto de perfil que habrían de usar en alguna de esas aplicaciones donde uno puede elegir amor envasado en torsos y rostros, como quien escoge yogurt en la góndola del supermercado, sin prestarle

atención a la fecha de vencimiento. El zombi quería un espasmo de amor y aceptó las reglas del juego. Quería sentirse vivo y por eso salió a cenar, se rio en la plaza y agarró una mano en el cine. Tuvo vergüenza de sacarse el calzoncillo la primera vez, desayunó en cama ajena, se tomó un vino un martes y el miércoles faltó al trabajo. Se tomó el tiempo necesario para detener todo el ruido de la ciudad y amar un rato. Un ratito, por lo menos. Porque el zombi no fue siempre zombi. El zombi se

vuelve zombi cuando lo muerde la tragedia: una desaparición, una trompada, una mudanza repentina, un mensaje sin respuesta, un ex novio que regresa, un descubrir que no quiere tener hijos, un enterarse que odia los animales. Cómo vas a odiar los animales. Y ahí está el zombi, arrastrando los pies, con los ojos clavados en una foto, en una publicación que ya no sabe si habla de él, en una frase que escuchó alguna vez de unos labios que recuerda hermosos.

Aun así, le perdono las ganas de enamorarse. Le perdono las ganas de enamorarse a cualquiera. Enamorarse es como el primer rayo del sol que te pega en la cara cuando salís del subte una mañana de invierno. Al fin y al cabo, uno no es culpable de lo que ama, sino de lo que perdona.

GERMINAR

Habrás de amar, porque sólo amando comprenderás a quienes no pueden amarte.

9 de octubre Parecían flotar sobre la luz de la mañana tibia, mientras el auto se deslizaba hacia el oeste. Demoraron mucho en encontrar la cabaña que habían alquilado por internet, levantada en el corazón del monte de Goiás. Consultaron el mapa varias veces y pidieron indicaciones otras tantas. Era como si finalmente hubieran podido cumplir la promesa de escaparse al fin del

mundo juntos, aunque ya fuera tarde de más para las utopías. Ahí estaba la casita de ladrillos y madera, adentrándose en espiral entre árboles enormes. La dueña, una francesa repatriada, la había decorado con el buen gusto de la modestia. Manuel pensó que en su casa de Buenos Aires había demasiados muebles. ―Es hermosa―, dijo Augusto, dejando el bolso sobre la cama. ―En mi casa hay demasiados muebles―, respondió Manuel. ―Hay más muebles que momentos con vos, creo.

―Los momentos necesarios. ―Los momentos necesarios nunca son suficientes. Augusto se sentó en la cama. ―Es incómoda―, sentenció. ―Extraño tu cama de Buenos Aires. ―Y yo te extraño a vos en Buenos Aires. Augusto bajó la vista y suspiró, intentando disimular la pena. El silencio se volvió pesado, como el calor del monte. ―Cuando te vi llegar, allá, en el aeropuerto… No sé cómo explicarte lo que me pasó. Fue raro y fue lindo. No sé qué estoy

haciendo, qué estamos haciendo acá. Sabía todo lo que me iba a costar decirte que te amo, porque te amo, pero ahora es diferente… ―¿Augusto, vos pensás que yo quiero ser tu novio?―, interrumpió Manuel. Él levantó los ojos, brillantes y tristes. ―Sí. Manuel sonrió y lo rodeó con el brazo, rozándole la mejilla, arrimando los dedos a los lunares de su rostro. ―¿En serio pensás que yo quiero ser tu novio? ¿Y atarte a mí? ¿Y ponerme entre vos y tus

proyectos? ¿Permitir que dejes de crear? Si me encanta verte crear. Y creer. No me atrevo a demorarte. Crecé. Crecé como crecen las plantas. Yo no podría arrancarte de la tierra y llevarte conmigo porque tarde o temprano morirías, y yo quiero que crezcas, que eches raíces fuertes y florezcas con la belleza que yo ya vi antes. Y si me das permiso, puedo venir cada tanto, a ver cuánto has crecido. Te puedo regalar anécdotas pequeñas, te puedo hacer reír un rato. Este amor no desapareció, sólo ha mutado en algo mucho

más fuerte, más hermoso, más sano. Algo que ya no necesita etiquetas para saberse real. Hay demasiadas vidas por delante para detenernos a llorar por lo que esta no ha podido darnos. Yo supe que lo nuestro iba a ser triste y hermoso desde el primer instante, supe que esa sonrisa me iba a salvar. Si me preguntaras qué somos, te diría que somos la suma de las voluntades que nos habitan en este momento. A eso no podemos ponerle nombre, lo convertiríamos en algo demasiado simple. De este amor, nada me duele. Ni siquiera la

memoria de otras noches, cuando la ficción nos hizo creer en la eternidad del instante. Ahora soy importante. Tan importante como para atestiguar esta pena honesta tuya, esta consecuencia de haber escuchado tu verdad, de intentar, entre los dos, eternizar un sentir que muta. Por fin aprendimos. Por fin entendimos que, en realidad, lo que importa es el amor, no la forma que adopta para que podamos experimentarlo. El abrazo de Augusto lo atrapó justo cuando el corazón iba a salírsele por la boca. Hasta los

bichos del monte hicieron silencio para escucharlos llorar.

Habitar la trinchera ¿Y qué le hace pensar que yo no fui un monstruo? O la semilla de un monstruo. Pero hasta la mala hierba que incomoda a las rosas carga consigo el instinto de sobrevivir y empuja ese poco verde que tiene para encontrarse con el sol misericordioso. Perdona nuestros pecados así como también nosotros perdonamos a quienes arrancan la hierba que no luce tan bonita como la rosa, que estalla en fuego

escarlata, bajo una siesta de barrio, robándose las miradas de todos los que pasan por allí. Esa mala hierba que se piensa semilla de monstruo hasta que se descubre las flores. No me juzgue por lo que ya no soy. Sin importar lo que fuimos, acabaremos aterrorizados por las mismas guerras. A pesar de las raíces, las rosas y las malas hierbas pueden habitar el mismo cantero. A pesar de los cascos que hayamos vestido en otras batallas, todavía podemos habitar la misma trinchera.

Condición humana ―Te juro que no te voy a mentir nunca, pero te advierto que eso va a lastimarte―, dijo Atilio, apoyando el mate sobre la mesita. Carmen lo agarró y volvió a cebarlo. ―La verdad libera, y la libertad no lastima―, respondió. Unos años después, se encontraron en la plaza de siempre.

―Te avisé que la verdad te iba a doler. ―No me duele tu verdad. Lo que me duele es esta inmunda condición humana, que me hace preferir que me hubieras mentido.

Hoy no Hoy no. Hoy no me empuje en las escaleras ni me diga hijo de puta al oído en el subte. No se enoje si ocupo mucho espacio, mi mochila está llena de cuadernos. Hoy no me insulte, no trate de asaltarme. No me pegue, no se ría de cómo ando, ni estruje mi cuerpo contra el vidrio de un colectivo lleno de desilusión. Hoy no me grite que tiene calor, ni aproveche mi silencio para entablar conversación. No

me sonría, no me pida por favor, no me diga gracias ni buenas noches. Hoy no lo escucho, no puedo. Mi mochila está llena de cuadernos y los cuadernos están llenos de razones por las que hoy no podré defenderme.

Cemento La urgencia me sacó del edificio a empujones. Salí a mirar la luna, me había dicho Cecilia, y yo corrí a la calle sólo para encontrarme con pasillos largos, bordeados por edificios. Allí no había luna ni cielo alguno, más que aquel recorte azul oscuro, enmarcado por cúpulas centenarias. Sentí nostalgia del telón de estrellas sobre el patio de mi

casa, en Chaco. Es que el cemento protege, pero aísla.

Parte del plan Cuando alguien habla de amor a distancia, su voz siempre suena como si estuviera contando una mala noticia. La distancia es la hija malparida de una nostalgia demasiado cómoda y un amor demasiado cobarde. Le imprimimos, irresponsablemente, el estatus de sentimiento: por eso decimos que la distancia puede doler. Por eso,

acabamos poniéndola por encima del mismísimo amor. La distancia es la torta que no te comés porque vas a engordar, el libro que no te comprás porque es caro, el cuento que no escribiste porque pensaste que nadie iba a leer. Un espacio vacío que llenás con miedo y termina haciéndose enorme, en vez de llenarlo con pasos, para volverlo diminuto. La trampa que mejor escondiste en este bosque en el que ahora estás perdido. Un no hacer por miedo a lo que no es; nunca escuché cosa más estúpida.

Que la distancia sea sólo parte del plan. Que haya amor, antes que distancia. Amor honesto, como capitán de las ideas que gobiernan los actos. Sólo así descubriremos si eso que llamamos distancia no es, en realidad, la expresión matemática de la excusa.

Qué sabe la luz Qué sabe el sol de las siete de los hombres desvelados por el monstruo incandescente del poema, que se ha pasado la noche mordiéndoles los labios y acaso los dedos y acaso los partes más blandas del alma. Qué sabe el sol de las siete de los pájaros que le cantan a la luna. Qué sabe el sol, ¡qué sabe!, de la lengua de terciopelo de la noche, que lame los árboles, y ¡qué sabe! de esa sonrisa suya,

color de plata, que despierta a los pájaros que anidan en los balcones abandonados de Flores. Qué sabe toda esta luz naranja de esos pájaros que no se callan y trasnochan al hombre que escribe poemas para sobrevivirle a la soledad, para sobrevivirle a esas fauces de lengua negra y dientes de luna que mastican pájaros y plazas y calles vacías. Ya no tolero el alarido de los pájaros. Ya no soporto ese eterno graznido que no puedo silenciar, ese grito que quema los nidos de carne y sangre y desvelo que son sus gargantas. Los pájaros no se

apagan. ¡Los pájaros no se mueren! La noche no se los come, los prefiere perpetuos. La noche no me devora, me prefiere insomne, porque insomne escribo noche, y qué es la noche, sino poesía escrita. Díganme qué puede saber el sol, que cada tarde se extingue, cobarde, detrás del cemento, anunciando la indómita vigilia, dejando a los hombres a merced de las aves que le cantan a la luna. Díganme qué puede saber la luz, que aprendió a resucitar, mientras los hombres no se

atreven a morir. Que decide existir mientras los condenados a la poesía regresan, exhaustos, al lecho.

El vino y la virgencita Quién te va a querer así, puta y trompeada, me dijo. Me dolían los brazos y las piernas, los ojos y las costillas. Me abrazó y me pidió que hiciera silencio y el olor a vino barato me entró por la nariz y se mezcló con el perfume oxidado de la sangre seca. Me dolían los dedos y las rodillas, pero lo que más me dolía era él. Él me dolía tanto, que cuando vi mi reflejo roto en el

espejo sucio del dormitorio, comencé a llorar de nuevo. Quién te va a querer así, puta y moqueando, me dijo. La virgencita, apoyada en la cómoda, me miraba. Ella también lloraba. Qué estás haciendo, Corina, me dijo la virgencita. Cerré los ojos y tenía puesto el vestidito rosado y las alitas de hada y no estaba volando, pero casi, porque iba a caballo sobre los hombros de papá, que corría por la plaza y gritaba ¡vamos, hada Corina, mové las alas! ¡Tenés que aprender a volar sola!

Y miro para abajo y ahí está esa barba colorada y esa risa que es enorme y esa voz grave que me dice que nunca me va a pasar nada malo. Qué estás haciendo, Corina, me dije, y Carlos me agarró del cuello y me pidió que no llore más, que nadie me iba a querer así, puta y arrugada. Fui hasta el ropero y lo escuché reírse cuando vio que me ponía el vestido, que me quedaba como una remera cortita, y las alas de hada. Ya tenía quien me quiera así: puta, trompeada, moqueando y libre.

Libre para siempre. Carlos quiso alcanzarme, pero el vino no lo dejó. El vino o la virgencita, no sé. Escuché a los mocosos en el tren riéndose de mis alas, pero no me importó nada. Mis alas eran hermosas y yo también, a pesar de los veinte años que demoré en aprender a volar.

Ruda El sudor, como perlas de sal, inundaba las costas de sus ojos. Cuando nuestras miradas se encontraron, vi el pasillo. Era un corredor bien oscuro y allá, en el fondo, había una puerta entornada, hecha con tablas. La empujé despacito y entonces había una casa… una pieza, chiquitita. Paredes de adobe, chapacartón. Aquí y allá, platos sucios, llenos de moscas. En un

rinconcito dormía un perrito flaco, esperando que la sarna se lo lleve. Hacía calor, mucho calor. Entre las moscas también había una camita, y sobre la camita estaba ella, que se retorcía y lloraba como la niña que era. En la pieza no había ventanas, no, pero supe que era de siesta porque el polvo flotaba sobre los puentes amarillos de los rayos del sol, que se metía por ese espacio que sobra entre las chapas y el barro. Entonces, la habitación se puso fría, así, de repente. Fría de

invierno súbito. Fría de miedo. Don Quiroga se metió a la pieza con un machete y se le fue encima y la gurisa lloró bien fuerte, pero no vino nadie. Don Quiroga tenía los pantalones por los tobillos y con el cinturón golpeaba suavecito el piso de tierra. Ella pidió por favor, pero don Quiroga se cagó de risa. Los puentes de luz amarilla se extinguieron, como si el sol no pudiera mirar. La pieza quedó toda negra, como los ojitos de la gurisa.

Y después no sé. No sé qué pasó después, porque estaba todo oscuro y el rancho estaba lleno de mosquitos y olor a ruda y sangre. Afuera, los perros le ladraban a las luciérnagas. Y yo ahí, arrodillada, con el sudor hecho lágrima en los ojos, con el gurisito muerto en las manos, con la gurisa muerta en la cama.

Nina Volvía caminando y pasé junto a una piba y su pibito, que revolvían un contenedor de basura y clasificaban con paciencia los reciclables. Me vuelvo cuando escucho que alguien la llama: ―¡Nina!―, dijo el cincuentón de pelo blanco, acomodándose la bufanda. ―¡Nina!, ¿sos vos? Nina apartó la vista del cartón y cuando vio al hombre, se le llenaron los ojos de lágrimas.

―¡Doctor!―, exclamó. Salió corriendo y lo abrazó tan fuerte como le permitían sus bracitos flacos. ―Nina… Pero… ¿qué te pasó? A Nina le había sucedido demasiado. Habló con una vocecita débil, de esas que tiene la gente con hambre. A Nina la había echado el padre del pibe, la había dejado en la calle sin un peso, sin un pañal, sin una lata de leche. Parece que había una Nina nueva, una que seguro no tenía hijos ni el cuerpo de una mujer que parió.

―Pero no entiendo, ¿por qué no me buscaste? ¿Por qué no me avisaste? Nina había trabajado en la casa del Doctor hasta el día que apareció aquel muchacho, con más promesas que buenas intenciones. La casilla donde la llevó a vivir era inmensa, tan grande como para que entraran todos sus sueños. Entonces llegó el nene. El Doctor, que no lo conocía, lo abrazaba como si fuera uno de sus nietos, mientras la madre hablaba de años que no habían sido buenos. No dejaba de llorar y el

pibito le preguntaba mami qué te pasa, un poco asustado. ―¿Por qué no me buscaste, Nina? ―Porque me daba vergüenza―, confesó ella, mirando el piso y secándose los mocos con la campera vieja. ―Juntá tus cosas, acompañame. Tengo el auto acá a la vuelta―, dijo el Doctor, sonriendo. ―Quedate tranquila, que te vamos a encontrar algo. Sonreí y me alejé calle arriba, un poco menos gris, feliz de haber presenciado el reencuentro entre Nina y su ángel de la guarda. Feliz

porque, después de un día desesperanzador, en un rinconcito oscuro de Villa Crespo, recordé que la magia sí existe.

Fuego Fuimos con los chicos a pasar unos días a la casa de fin de semana de Valentino. Llegamos a Escobar en el 194 y nos bajamos en el centro. Ahí estaba él, que me vio pasar fumando y se apuró a detenerme. ―¿Me convidás fuego? ―, me preguntó. Mientras lo miraba sacarse el cigarrillo armado de la oreja, me acordé que tenía un encendedor

de más en la mochila. Lo saqué y se lo di, sonriendo. ―Te lo regalo. Noté cuánto lo conmovió aquel gesto sencillo. ―Gracias… Gracias. Muchas gracias. Sos muy amable―, me dijo. La voz le temblaba un poco y se había puesto nervioso. Miré sus ojos y eran vidrio molido. Le respondí que de nada, murmuré un chau y antes de voltearme, volví a escucharlo. ―Esperá… Por las dudas, ¿sabés cómo llegar a la ruta 26 desde acá?

Tenía los rulos alborotados y quizás, alguna angustia encarcelada en la garganta. Me miró como te mira un nene que se perdió en la playa cuando se está haciendo de noche. Supe que sus ojos pardos de vidrio molido me pedían un abrazo, aunque la boca no dijera nada. Temo que quien se conmueve con un pequeño gesto de amabilidad haya, otrora, soportado demasiado odio, contemplado suficientes cosas tristes. La mochila que le colgaba del hombro, armada a las apuradas,

habrá atestiguado el momento exacto en que pudo más el hartazgo y la necesidad de encontrar la ruta. ―No tengo idea de para dónde es―, le dije. ―Pero ojalá que el fuego del encendedor te ayude a encontrar el camino. Él se quedó en silencio y yo me fui rápido. Perdoname. Yo sé que necesitabas un abrazo, me di cuenta, pero no me animé. No abrazamos a desconocidos. Somos educados en la distancia cautelosa, la mirada fría, el ignorar sin remordimiento. No

importa cuánto brillen tus ojos o cuánto tiemble tu voz. Ojalá hayas encontrado el camino a la ruta 26. Ojalá te hayas encontrado con alguien menos cobarde, que te haya dado ese abrazo que me pediste sin decir nada.

La ceguera Vos seguí buscándome con todas tus dudas, que yo voy a seguir dejándome encontrar con toda mi libertad. Pero cuando nos encontremos, dejemos todas las imágenes grises en los bolsillos del pantalón y tirémonos desnudos en un mar donde no quepan más espíritus que los nuestros. De qué nos sirve fingir, de qué ayuda hacer de cuenta que queremos obedecer, si lo que

somos jamás tolerará lo que quieren que seamos; si esa voz que me habita ya me ha advertido una vez que nada de todo lo que nos sucede puede estar mal, si nos hace tan felices. Que podemos escoger otra cosa. Que podemos jugar otro juego. Pero vos no te animás y yo sigo jugando a la libertad solo, mientras te veo desvanecerte en la cotidianeidad, volverte gris y anaranjado y bordó, cada día un poquito más. Cada día un poquito menos. Te juro que algunas veces me siento tan solo que si no hablo, es

para no dejar ir las pocas palabras que me habitan y me acompañan. De qué te sirve obedecer ahora, que se extinguieron los filtros, que las promesas resultaron ser carnada y ya sabés que todo eso que te ofrecen a cambio de quedarte con ellos es mentira. De qué te sirve dormir en camas tan grandes, si nadie te abraza cuando hay tormenta eléctrica. Cómo puede alimentarte tanto lujo virtual. Jamás sonó bonita la lluvia sobre los techos de los que siempre han estado a salvo.

Quedate conmigo, no tengas vergüenza. Quedate conmigo, que podrás soltar las sombras que embrujan los bosques de tus entrañas. Quedate con mis lunares y mis marcas, quedate con mis ganas de verte sonreír, con mis ganas de verte libre. Quedate con lo que te permitís ser cuando estás conmigo. Quedate con lo que te ha robado la ceguera.

La gorra Rubén se acomodó la gorra y se apoyó contra la pared. No había dormido la noche anterior y estaba pasado de rosca. La esquina estaba tranquila, los vecinos estaban todos guardados, porque estaba fresco. Cada tanto pasaba algún pibe y Rubén lo fichaba y se acomodaba la gorra, y el guacho se iba silbando bajito. El Horacio le había escrito hacía un rato para preguntarle a

qué hora llegaba a casa, porque con los pibes habían organizado para salir de gira. Rubén estaba corto de guita y cagado de sueño, pero el Horacio dijo que tenía pasti. Ya fue. El domingo apolillaba el día entero y listo. Miró la hora en el teléfono, casi las diez. La vieja del almacén de enfrente salió con la correa del perro y la basura en una mano y el celular en la otra. Cuando largó la basura al tacho, casi ahorcó el perro. Qué gila, pensó Rubén.

La tipa cruzó la vereda y pasó frente a él. ―Buenas noches, oficial―, dijo la vieja. ―Buenas noches, señora―, dijo Rubén, y se acomodó la gorra.

Mirá ―Mirá esos putos. ―¿Cuáles? ―Aquellos dos, mirá. ―¿Cómo sabés que son putos? ―Qué se yo cómo sé… debe ser por la ropa. ―¿Por la ropa? Si tienen ropa de gimnasia. ―Tenés razón. Deben ser las zapatillas, mirá. Muy colorinches para mi gusto… ―¿Por las zapatillas? Pero si son botines de fútbol.

―Cierto. No me había dado cuenta. Entonces debe ser el pelo. Mirá cómo tienen el pelo. ―Pero, Armando, ¿qué decís? ¿Qué tiene el pelo? Si el hijo de la Gloria lo tiene así, y es policía. ―Mhm… no sé, hay algo en los gestos. ¡Eso es! Los gestos que hacen… ―Ay, Armando, mirá la pavada que decís, qué gestos hacen, se están tomando una gaseosa, ¿cómo se toma la gaseosa, sino? ―Entonces… Entonces debe ser por como se miran. Sí, eso es. Mirá cómo se miran, Liliana.

Directo a los ojos. El morochito dice algo y el otro sonríe y baja la vista y… la levanta y mirá, mirá cómo le clava los ojos, como atontado, como contento. ¡Mirá cómo le brillan las pupilas, Liliana! Y mirá cómo lo sigue con la vista, cuando el otro se distrae un minuto, cuando se queda observando las hamacas vacías de la plaza, o cuando toma un sorbito de pomelo. Es como si por dentro se estuviera muriendo de las ganas de darle un beso, ¿no te das cuenta de que son putos, Liliana?

―Ahora que me fijo bien… ¡Tenés razón, Armando! Y mirá lo que hace el otro: mientras el morochito habla, dibuja sobre la mesa con el agua que transpira de la botella… Creo que está dibujando…¡corazones! Y mirá, mirá ahora. Parece que le está diciendo que el día está lindo, ¿o que él está lindo? Y el morocho… ¡se muerde los labios! ¡Larga una carcajada! Dios mío, ¡nos engañaron, Armando! Estos chicos no son putos… ―¿Ah, no? ¿Y qué son? ―¡Son novios!

Binario Las camas están hechas para dos, incluso las más pequeñas. Tres en una cama no se hace, no se dice, no se usa. Elija a uno, y que el otro duerma en el piso, en el patio, en otra casa. En otro corazón. Porque al corazón se lo pueden romper en mil pedazos, porque eso es lo normal, lo que se acostumbra. Lo que está de moda.

Pero elegir dividir el corazón no se hace, no se dice, no se usa. Dividir será más barato que romper, pero romper es lo que se estila. Las camas están hechas para dos. Uno es muy poco, pero tres son demasiados. El código es binario, el código es estricto. Usted quiere tener un hijo, pero no tiene con quién. Tenerlo sola es muy poco… pero tenerlo de a tres es muchísimo. Quiere formar una familia, pero todavía no tiene con quién. Usted solo no es nada, pero tres son multitud, porque vienen

acompañados de las armas de miles de soldados de la moral. Armas como cuchillos, que hacen más daño que ruido. El amor es de a dos hasta que aparece alguna puta que no sabe contar, leí una vez. Y resulta que usted no puede enamorarse también de la puta. No vale amar a la puta. El amor es de a dos porque lo digo yo, porque lo dice mi madre, porque lo dijo mi abuela y a mi abuela se lo dijo su madre, que era una santa y jamás se atrevió a mirar otro hombre. O mujer.

Porque el matrimonio es de a dos, no de a tres ni de a cinco. Así manda el Dios que me crio, qué importa que usted no quiera casarse. Ámense los unos a los otros, pero de dos en dos, porque los números impares incomodan (excepto cuando se trata de pecados capitales.) Ámense los unos a los otros, suban al Arca un macho y una hembra. Es palabra de Dios. Dígale Dios o como quiera, lo importante es que mande y que usted obedezca y que no se anime.

Animarse es otra forma de pecado. Me temo que los amores únicos también son como los cuchillos, que hacen más daño que ruido. Y al elegir a ese único que amará en la prosperidad y en la miseria, mejor que elija bien, porque va a ponerle sobre los hombros la carga de serlo todo: cantante y matemático, pintor y administrador, esposo y hermano, esposa y amiga, que cocine como una madre y coja como una puta y se vista como una princesa y lo

defienda como una guerrera. Todo ella sola. ¿Todo ella sola? Si a mí me gusta cómo me besa Sergio y cómo me abraza Rosario y cómo me sonríe Julián, pero tengo que elegir. Tenemos que elegir, porque las camas están hechas para dos. Las camas y las leyes del imaginario colectivo. Adán y Eva. Eva y Perón. Romeo y Julieta. Pinky y Cerebro. El que cocina y el que lava. Batman y Robin, hasta que apareció la puta de Batichica.

Amor de a tres no es amor, es lujuria. Qué me importa lo que usted sienta. No es amor porque lo digo yo. Qué me importa que se necesiten. Qué me importa que cada uno sea tan especial como los otros. Qué me importa la individualidad de los amantes. Elija, todo no se puede. No se puede porque yo digo. Yo mando. Mando sobre su cama, sobre su corazón y sobre cómo entiende el amor. Yo mando. El problema con los que mandan es que sólo saben contar

hasta dos. ¿A quién ama más? ¿A su mamá o a su papá? ¡Tiene que elegir! No vale decir que a los dos por igual. Porque el amor es de a dos, ¿escuchó? Tampoco vale decir que se trata de dos personas diferentes y que cada uno es hermoso a su manera. ¡Ni se le ocurra intentar explicarme nada! No puede tener a los dos y por eso quiero que elija. ¿A quién ama más? ¿A su mamá o a su papá? Escoja uno: un progenitor, un dios, un amigo, un solo hermano.

No puede amar a todos. No puede amar, ni siquiera, a dos.

After No me sale acordarme de todo porque estábamos borrachas, pero con lo que me acuerdo alcanza para perdonarte. Yo me saqué el corpiño. Vos bailabas con el Tano. Hay una remera de Kiss en un cajón. Un pibe que pasaba te tocó una teta y vos le sacaste la lengua y el pibe te quiso besar y yo le dije salí de acá, flaco.

Hay una almohada azul debajo de tu pijama de Sailor Moon. Es junio y hace frío y yo te pregunto si no te vas a poner nada abajo del remerón. No toleraste el calor y te sacaste el corpiño vos también. Y me guiñaste un ojo y se me hizo de día en la panza, a las cuatro de la mañana. Te tiraste cerveza en el escote. A propósito. El Tano te quiso lamer la cerveza. Hay un chocolate en el cajón. Me metiste al pogo y un pibe me pellizcó un pezón y vos le

pegaste un bife y el pibe te dijo puta. Me das la mitad del chocolate y te acostás del lado del póster de Ozzy. ¿Te gusta el chocolate?, me preguntás, y yo digo que sí, porque es cierto, porque el chocolate me gusta y porque vos me gustás también. Hacemos silencio. Mirás para la pared y me rozás la pierna con la pierna y los ojos con la duda. Hacemos más silencio. El silencio que precede al fingir estar dormidas. Seguís mirando la pared y yo mastico el chocolate

suavecito y allá abajo se escucha que pasa una ambulancia. Ojalá que esté todo bien, decís. Siempre decís eso cuando pasa una ambulancia. Y yo me muerdo los labios de amor. Y esta vez, los labios están llenos de chocolate y tu pierna que me roza la pierna y tu pelo que me roza las ganas. ¿No me vas a abrazar? Yo te miro y mastico chocolate. ¿Para qué? Te das vuelta y me decís que hace frío y yo te ofrezco chocolate y hasta en la penumbra se te

notan las cejas amontonándose en el centro de tu cara. Ibas a preguntar algo, ibas a levantar la voz, pero tragás saliva y mirás el techo que no se ve, porque el dormitorio está a oscuras, porque tu mamá duerme al lado y porque cuando me ve me dice hija y porque tu papá siempre se acuerda que cuando estábamos en primaria, yo te enseñé a atarte los cordones. ¿A qué le tenés miedo? Le temo a tantas cosas, pienso, pero te digo que a las arañas. ¿Y vos?

A quedarme sola, me decís, y arrastrás la ese, porque vos también estás borracha. Yo sonrío, pero vos no me ves. El Tano te quiso meter la mano debajo de la pollera y vos le pegaste un sopapo. Yo me acuerdo. Pero no quiero hablar del tema, y me dejo sonreír en paz. No te vas a quedar sola, murmuro, en cambio, y vos largás aire por la boca y hacés ese ruidito que hacés para que yo sepa que vos también sonreíste, aunque esté oscuro.

Como tantas otras veces, la sonrisa arrebatada te envalentonó y giraste sobre la cama y me disparaste con los ojos (yo sentí tus pupilas en la sien) y me dijiste: ¿Qué pasa? Y arrastraste la ese. Y después me dijiste: ¿Ya no querés estar conmigo para siempre? Y yo también largué aire por las fosas nasales para que en lo oscuro se viera la sonrisa y vos supieras que mis dientes invisibles eran todos para vos.

Sólo en la oscuridad nos atrevíamos a sonreírnos así. Si, quiero estar con vos para siempre, te dije. Pero ya no te persigo.

Usted ―¡Berta, venga! Berta salió de la pieza, secándose las manos con el repasador. Nicasio estaba sentado en la galería, mirando la siesta. ―¿Qué pasa? ―¿Por qué se casó conmigo, Berta? Berta quedó tan desconcertada con la pregunta, que al principio creyó que había escuchado mal. ―No entiendo.

―Eso, Berta. ¿Por qué se casó conmigo? ―¿Qué le pasa? ¿Está borracho? ―¿Por qué se casó conmigo, Berta? Si usted era guapa y yo no tenía un peso. Y para colmo, le prometí que iba a tenerlo algún día y aquí nos tiene. Mire la pieza, Berta; se está cayendo a pedazos y yo no tengo fuerzas ni para hacerle un revoque. Mire el campo, ahí enfrente, Berta. No es Buenos Aires. ¿Se acuerda cuando le dije que la iba a llevar a Buenos Aires? ¿Por qué me creyó, Berta? ¿Por qué no se fue cuando se dio

cuenta de que nunca íbamos a ir a Buenos Aires? ¿Por qué no se fue cuando se dio cuenta de que todos los hijos que hacíamos, se nos morían, Berta? Dígame por qué aceptó esta miseria, este rancho en el medio del monte, el barro, el calor y los mosquitos. Los ojos de Nicasio estaban llenos de lágrimas; su memoria, llena de imágenes que iban cobrando miserable vida en sus labios marchitos. Berta suspiró, le acarició la cabeza plateada y lo envolvió en una sonrisa misericordiosa.

―Porque tenía la esperanza de que todo mejorara algún día―, respondió Berta. ―Y cuando eso sucediera, quería estar acá, Nicasio. Para compartir con usted.

Ausente Yo quiero intimidad real. No me malinterprete, esos brazos suyos, sudados, envolviéndome, también me parecen hermosos. Pero yo quiero otra cosa. Quiero una habitación tibia y un ventilador en la cara. Quiero levantarme al baño y tropezar con mi ropa y saber que me está mirando, pero que no me importe.

Quiero reírme aunque mis dientes estén torcidos y saber que usted sólo se fija en cómo aprieto los ojos con fuerza y abro la boca, para dejar salir la garganta en carcajada, y quiero que usted prefiera el trueno de la carcajada antes que el rayo que se dibuja en el filo de mi mandíbula. Quiero encontrar su mano cuando me descubra amaneciendo en una casa en la parte más alta de algún morro perdido, de cara al mar, de espaldas a toda esta mentira de la felicidad envasada. Quiero despertarme y preparar mate y arrimarme a la

pieza para verlo dormir. Cebar y verlo dormir. Quiero la intimidad de los que duermen en paz. Quiero que en las alacenas haya miel y usted me pregunte siempre si al té le pone miel o azúcar, porque sabe que algunos días lo prefiero con azúcar. Quiero la emoción del ahora sin la angustia de lo sucedido, sin la ansiedad de lo que va a venir. Quiero saberme dichoso, dejar los relojes para después, porque qué importan las horas cuando mis pupilas están llenas de una

imagen suya, tirado sobre la arena, escribiendo. Quiero un sábado lluvioso y una galería ancha, llena de plantas, y quiero que usted me lea mientras la lluvia baila sobre las chapas y que su voz se mezcle con la canción del agua que cae desde el infinito. Quiero la intimidad de quien apoya la cabeza en un regazo y ve que el rostro del otro se ha puesto al revés y es divertido, sin dejar de ser hermoso. Regresé al tren. Levanté la cabeza y miré fijo a la mujer que viajaba frente a mí,

con la mirada perdida. Comprendí enseguida que su cuerpo estaba allí, junto al mío, en el vagón, pero su alma estaba en otro lado, ensimismada en sus propios quieros. Me pregunté qué estaría pensando. Sonreía y sobre ella flotaba una nube naranja y brillante. Más allá, en otro asiento, había un hombre muy serio, con los ojos clavados en la pantalla de su teléfono. Sobre su cabeza, había una nube marrón oscuro. Levanté más los ojos: la nube que flotaba sobre mí era amarilla.

Vaciamos el tren en Estación Bolívar. Eran casi las dos de un miércoles caliente y el andén se inundó de hombres y mujeres anónimos, con nubes de todos colores flotando sobre sus cabezas. Éramos un montón de ojos que miraban el vacío y sostenían maletines y se acomodaban las corbatas, como horcas de seda. La imagen me entristeció: al fin y al cabo, no éramos más que un mar de cobardes.

NERVADURA

Cuando vuelvas a llorar sin consuelo, comprenderás que nunca hubo adultez: sólo infancias en pausa.

10 de octubre Manuel se despertó temprano, preparó mate y se sentó en la galería de la casa, frente al mato. Eran casi las nueve y el monte estaba tranquilo. Los árboles brillaban tanto que creyó ver un tipá de hojas plateadas y un naranjo en flúo. La tarde que se habían conocido, los árboles también brillaron un poco. Con el primer beso vino el permiso de amarse rápido y

Manuel no tuvo miedo. Augusto se reía cada día más y de a poco se fueron olvidando del motivo por el cual estaban tan solos cuando se encontraron. Cometieron la estupidez de creer el cuento de la media naranja porque, en el fondo, no se permitían aceptar que ya habían nacido completos y que aquello no era más que el comportamiento caprichoso de los amantes apurados, adoctrinados en el amor express, poseídos por la egoísta necesidad de curar la propia alma contemplando la belleza del otro.

Cien días hermosos metamorfoseados en memoria, en capítulo de libro de un autor desconocido. Aun así, había sido real y Manuel se había aferrado a eso como se aferra al muro la hiedra que trepa, para contemplar el jardín vecino, y cuando finalmente alcanza la cima, descubre que del otro lado no hay más que un páramo desierto. En el fondo, ese amor mutado que pretendía consolarlos, le dolía. Salieron para el pueblo poco después de las once. Pirenópolis

lucía hermosa ese mediodía, con sus calles de adoquines y sus puertas y ventanas pintadas de todos colores, enmarcando las siluetas morenas de las vecinas que suspiraban, apoyadas en los alféizares. Atravesaron una feria y comieron cerca de las cascadas. Augusto hizo algún comentario sobre la comida, pero Manuel no dijo nada. El resto de la tarde sucedió silencioso, como si ya se hubiesen dicho todo lo que querían decirse. Bebieron cerveza todo el camino de regreso a la cabaña y

para cuando llegaron, habían decidido que hacer un picnic bajo las estrellas era una gran idea. El horizonte púrpura proyectaba la silueta de los árboles y las coruyas que sobrevolaban el campo a oscuras. ―No hay luna―, comentó Manuel. Augusto sirvió dos copas de vino y brindaron por la inmensidad que colgaba sobre ellos. Las estrellas brillaban tanto, que la luna ausente ya no importaba. Pudieron verse las caras, sonriendo tímidamente en

la penumbra, envueltas en una nostalgia acogedora. Evocaron días comunes y el sabor de alguna cena y siguieron bebiendo y hablaron sobre un atardecer sin luz en Mar del Plata y de una playa ancha en Río de Janeiro. ―Traje algo para vos―, dijo Manuel, poniéndose de pie. Fue hasta el baúl y sacó un paquete enorme de su bolso. ―¡No! ¿Qué compraste?―, protestó Augusto, rompiendo el papel de regalo. Sacó el telescopio y lo dejó sobre el pasto, y también sobre el

pasto dejó todas las palabras que se le amontonaron en la boca. Ay, Manuel, murmuraba, conmovido. Ay, Manuel, por qué me amás tanto, habrá pensado. ―Creí que iba a haber luna y que podíamos verla de cerca, pero me salió mal… ―¿Quién sos, Manuel?―, preguntó Augusto. ―¿Qué? ―¿Quién sos? ¿De dónde saliste, Manuel? ¿Qué hacemos acá, sentados bajo toda esta enormidad brillante, tomando este vino, amándonos así aunque sepamos que no se puede, que

vamos a volver a estar lejos? ¿Quién sos? ¿Dónde nos vimos antes, que estar acá se siente tan cotidiano? ―Me gustaría que las cosas fueran diferentes, Augusto. ―Prefiero que las cosas sean como son, Manuel. Así es mejor. Manuel sabía que sí, que era cierto; que las cosas así estaban bien y que Augusto tenía razón. Sin embargo, no se atrevía a dejarse invadir por esa resignación dolorosa del soldado que regresa de la guerra, herido y prisionero de todo lo que lo atemorizaba, con la cabeza gacha

y los ojos fijos en sus propias manos atadas. ―Nosotros nos conocemos de antes―, dijo por fin. ―¿De antes? ¿Antes, cuándo? ―, preguntó Augusto. ―Una vez, hace mucho, leí que somos polvo de estrellas. El Universo entero expresándose bajo la forma de un ser humano, por un instante diminuto. Como si alguna vez las estrellas hubiesen querido visitar la tierra y hubiesen comprendido que no pueden habitarse los lugares donde no cabe la propia luz. Y se hicieron humanidad. Alguna vez,

todos fuimos una estrella brillante, de esas que usan los viajeros en el desierto para encontrar su norte; la clase de estrella a la que una madre le reza, pidiéndole que su hijo vuelva pronto de altamar, o a la que un anciano nombró como a su difunta esposa, porque la extrañaba demasiado. Una de esas estrellas que hace a los hombres levantar la vista y sonreírle al cielo. Creo que vos y yo habremos sido, alguna vez, parte de la misma estrella. De ese antes nos conocemos.

Augusto sonrió, acaso tembló un poco. ―¿Me enseñás a usar el telescopio?―, preguntó, y Manuel (otra vez) se secó las lágrimas, respiró profundo y lo amó. Lo amó como siempre, pero esta vez consciente del instante efímero.

Camino Decile a tu mamá que la quiero mucho. Decile que me acuerdo de las cosas que me dijo cuando nos vio compartiendo el nido y creyó, como nosotros, que todo aquello era para siempre. Decile a tu mamá que me hubiese gustado conocerla un poco más. Que la pienso con los ojos sabios envolviéndome el espíritu que alguna vez se me fracturó por tu culpa, porque me habías dicho andate y yo dije que

sí, que me iba, y ahí nomás me puse a hacer bollos con la ropa desparramada sobre tu cama de soltero. Decile a tu mamá que las pausas para sanar permanecen vueltas eco en la memoria que habita un cuerpo y lo hace fuerte de nuevo, fuerte como para salir al sol y dejarse salpicar por al agua de una fuente y pensar que todo eso es bello y un poco más eterno que lo que le sucede a la carne, que al final de cuentas no es más que la primera víctima del malandraje del corazón.

Decile a tu mamá que ya no como pan con el macarrón. Decile a tu mamá que voy a estar bien. Que los días se me hacen largos cuando no sé nada de vos, pero que por tu culpa he vuelto a escribir. Culpa es una forma de decir: todavía me cuesta el gracias desde tan lejos, con tanta lluvia de por medio que ya no volveremos a escuchar bailando sobre el techo mientras nosotros nos quedamos flotando en el azul de la casa. Cuesta el gracias desde tan lejos, porque este es de los que se dicen con un beso.

A tu mamá también decile que gracias, y que también la lleno de besos. Que es lindo pensar en su primer abrazo y que todavía no logro recordar el último, porque nunca sospeché que acabara siendo el último, y sucede que uno no recuerda, por ejemplo, el abrazo treinta y dos. Pero el último… ¡Ay! Cómo se imprime el último abrazo en la memoria de la piel. De nuestro último abrazo sí me acuerdo, no porque supiera que iba a ser el último, sino porque a los tuyos, me los acuerdo todos.

Decile a tu mamá que tengo fotos de ella en el teléfono y que ya no borro las imágenes de lo que no pudo ser. Que aprendí que lo que sucede tiene motivos para visitarnos sin avisar, que quiere aprendamos que el corazón no es una casa, sino un camino. Un camino para quien quiera andarlo. Un camino para que, quienes parten, puedan volver. Un camino bordeado de pinos y flores blancas y una luz dorada extinguiéndose de a poco, mientras a las luciérnagas que bailan entre los yuyos se les

prende fuego la panza cuando se miran, como nosotros, antes.

Todos los nadie Nos deben las balas en los corazones enamorados. Nos deben las señoritas que dejan de patear pelotas y los caballeros que dejan de vestir muñecas. Nos deben las travas muertas, poco antes de los cuarenta, que se duermen para siempre, agotadas de esa ruta que es plato de guiso, pero también tan peligrosa que ni los príncipes azules prometidos se atreven a transitar.

Nos deben las tortas molidas a palos por negarle culto al certificado de macho que se esconde bajo el bulto. Nos deben las maricas que dejaron de bailar. Nos deben las marimachos casadas a la fuerza. Cazadas a la fuerza. Castradas a la fuerza. Nos deben los trolos que besan a sus hijas mientras sueñan con los cuerpos de barba prolija que les supieron negar. Nos deben los putos de pueblo y sus bocas llenas de sangre y sus estómagos llenos de puños y esos campos que son tan anchos, que nadie los oye llorar.

Nos deben toda la tela de los vestidos de quince que vistieron tantas Emilces que querían llamarse Gaspar y nos deben las cartas de amor que nunca fueron entregadas y duermen, para siempre, en los cajones con olor a crema de las tías solteronas. Nos deben todos los nadie que sacamos de los armarios para meter en cajones, en funerarias vacías, porque no se atrevieron a amar. Nos deben las maricas que se tiran de los puentes cualquier febrero caliente por culpa de un tal don Simón, que inflado de

odio y vino ya anticipa ese destino: yo no tengo ningún hijo maricón.

Los perros A veces, pienso que somos como los perros. Crecí en un barrio lleno de perros. Todo el mundo tenía; nosotros teníamos seis. Cuando iba a tomar el colectivo, el Jack siempre me acompañaba y por el camino se cruzaba con todos los de la cuadra. La mayoría nos ladraba, porque no conocían al Jack. Pero, cada tanto, aparecía uno, uno petiso, blanco y negro, como

una vaquita. Nos movía la cola, saltaba alrededor de nosotros y se quedaba hasta que venía el colectivo. No nos conocía, pero no le importaba. Se sentía a salvo, sabía que podía acercarse sin miedo. Hay que ser ese perro.

La semilla Lucas soltó la pala y se puso las manos en la cintura. Levantó la cabeza y miró el cielo inmenso y limpio de las tres. El sol hirviendo le apretaba el cráneo; se sintió una hormiga negra bajo la lupa de un mocoso que se escapó al patio mientras sus padres duermen la siesta. La casilla de chapas estaba ahí nomás. Caminó hasta allá, secándose el sudor con las mangas de la camisa a cuadros.

Apretaba los dientes, le dolía el estómago de tristeza. No aguantaba más. Iba a decirle al patrón que estaba podrido, que había estudiado dieciséis años. Quería que sepa que a él le habían dicho que si hacía así, que si estudiaba, no iba a ser pobre como su padre. Quería gritarle que le quemaban las llagas de las manos, pero más le ardían las llagas del alma. Iba a pedirle un lápiz. Iba a exigirle: deme un lápiz, no una pala. Es que estaba harto de la pala.

Estaba exhausto de respirar viento hirviendo. Se detuvo un instante antes de que su puño cerrado cayera, rabioso, sobre la puerta desvencijada. Sin saber por qué, pensó en el perfume de la lana tibia cuando el sol del invierno cae sobre un cesto de ovillos junto a la ventana. Pensó en una mujer de ojos oliva, tejiendo escudos de lana para niños morenos y flacos. Decidió no llamar. Se sacó el casco de la cabeza y sin que nadie lo viera, abandonó la obra.

Caminó todas esas cuadras bajo la siesta amarilla. Muerto de sed, sin un peso para lujos de pobres, anduvo hasta que sintió las plantas de los pies llenas de agujas. Entró a la casa en silencio, adentro estaba fresco. En la cocina encontró un plato con una milanesa y un poco de ensalada. Antes de sentarse a almorzar, se metió a la pieza donde dormían ellas. Tenían el ventilador de pie encendido sobre sus rostros sudorosos. ―¿Cómo le fue, mijo?―, preguntó su madre, que lo había

oído entrar un rato antes y se había quedado tranquila. Lucas no respondió, estaba muy cansado. Se recostó entre ella y su hermana, que tenía el vientre inflado como un globo, porque ahí adentro dormía un gurisito que iba a nacer. Acarició al sobrino despacito. El aire del ventilador lo fue adormeciendo. ―Vos tenés que estudiar, sobrino―, dijo, en un murmullo de voz quebrada. ―Vos tenés que estudiar, para no ser pobre, como tu tío.

Remedio para grandes Mi mamá se llama Susana y tiene el pelo rubio y los dientes bien blancos, como la mamá que aparece en la propaganda del detergente. Yo la quiero mucho, por eso me pongo triste cuando toma el remedio y se le hace la nariz roja, como un payaso, y me manda a mi cuarto para que no me dé cuenta de que se pone a llorar mirando la novela.

Yo me doy cuenta igual porque ya tengo cinco años y mi tía Clarita dice que soy muy inteligente, porque soy muy curioso. Un día, por ejemplo, me puse tan curioso que rompí el foco con la escoba, porque Martín me había dicho que los Reyes Magos viven adentro de los focos. Pero era mentira. Mi mamá se enojó tanto que me pegó con la varita y después no pude ir al jardín porque me salió sangre y ella se tuvo que tomar un montón de remedio y a mí no me dio, porque el remedio

que toma mi mamá es un remedio para grandes. Ella es buena, pero cuando toma mucho remedio se le ponen los pies como la gelatina que venden en el kiosco y me quiere agarrar, pero yo corro rápido, porque ya tengo cinco años. El día que rompí el foco también corrí, pero esa vez la puerta estaba con llave. Mi papá se llama Enrique, pero todos le dicen Quique. Es alto, más o menos como de tres metros, y tiene mucha fuerza, como un superhéroe.

A mi papá también lo quiero mucho, pero a mi mamá la quiero más porque cuando se pelean, ella siempre pierde, y por eso tiene que tomar mucho remedio, como un día que le salía sangre por la nariz y yo me asusté más que cuando me salió sangre a mí. Mi mamá me explicó que mi papá a veces la pelea porque la quiere mucho, pero yo no entendí muy bien. Mi papá se fue a pasear para que mi mamá se tome el remedio y cuando se le puso la nariz roja, la sangre le dejó de salir por los huequitos de la nariz, que dice

Martín que se llaman rosas nasales, pero no sé si creerle. Otra cosa que también me da miedo es cuando a mi papá se le rompen las cosas abajo de las manos. Pasa que a veces se enoja, y en vez de pelear con mi mamá, se pelea con los muebles. Así no la mata a mi mamá, pobre, que todos los días tiene un poquito menos de fuerza. Ahora estoy triste porque mi papá y mi mamá no me dejan ir más a la casa de Martín, porque sus papás están enfermos. A mí me gustaba mucho ir a lo de Martín. Sus papás nos dejaban

jugar a la Play con ellos y siempre les ganábamos. Encima, nos compran helado y nos cuentan cuentos, pero no los cuentos de las princesas. Los papás de Martín saben cuentos sobre animales y superhéroes, que son los que más nos gustan. Yo lo quiero mucho a Martín porque es mi mejor amigo y ya le perdoné la mentira de los Reyes Magos. Tengo ganas de pedirle a mi papá que me lleve a visitarlo, pero no me animo. El otro día le escribí una carta a Martín para mandarle un saludo y para contarle que el jardín

nuevo es re aburrido y también para contarle que le voy a pedir a los Reyes Magos que me traigan una capa para hacerme invisible, así lo puedo ir a visitar sin que mi papá se dé cuenta. Después le puse que le mandaba un beso para él y otro para sus papás, porque a ellos también los extraño. Pasa que los papás de Martín son buenos y nunca se pelean y, por eso, no tienen que tomar remedio. Igual, no me animé a escribir que lo extraño más a Gustavo que a Luis, porque tenía mucho miedo de que Luis se ponga celoso y le

pegue, porque él también lo quiere mucho.

El reloj de oro No saben lo lindo que era el reloj de oro de papá. Bueno, no era de oro. Era dorado. Pero me gustaba pensar que era de oro, como las coronas de los reyes de los cuentos que me leía de noche. Dorado, con agujas negras, correa de cuero y números romanos en esmeralda. Tanto me gustaba el reloj de oro de papá, que un día, a los siete, mientras tomaba el mate cocido para ir a la escuela, le

pregunté si me lo podía dar. Me dijo que todavía no. Que lo estaba guardando para regalármelo cuando terminara la escuela primara y la escuela secundaria (y sólo si obtenía las mejores notas). Aquello me entusiasmó. Me prometí que así sería, aunque tuviera que esperar diez años más. Vivíamos en el Santa Lucía, una zona bien periférica de la ciudad, donde no llegaban el videocable ni el agua de red y en el que los remises no querían entrar, porque decían que era peligroso. Ocurre que los

arrabales siempre espantaron a la clase media aspiracionista. Por aquella época, las escuelas de barrio estaban desmanteladas y fue por eso que mis padres decidieron enviarnos a una del centro, pública, pero más prestigiosa, claro, con talleres de literatura y teatro y toda esa resaca snob noventosa que se parece mucho a la foto de dos nenes con sus chalecos salvavidas naranja, bien bronceados, saludando desde un bote que al costado dice “O Rei do Cabo”. El invierno norteño es húmedo y lame los huesos, como

queriendo que uno pierda las esperanzas. Nos levantábamos a las seis para llegar a la escuela. Mamá planchaba el uniforme unos minutos antes y nos lo ponía, calentito, mientras papá terminaba de preparar el mate cocido, que siempre le salía bien dulce. El murmullo de la radio llenaba la casa. A mi hermano, el más chico, le gustaba la cortina musical que pasaban para anunciar los números ganadores del sorteo nocturno de la quiniela nacional y casi como un ritual,

papá subía el volumen de la radio y todos hacíamos silencio. Durante muchos años, creí que lo hacía para que mi hermano escuchara la canción que le gustaba. Después, entendí que lo que quería escuchar eran los números del sorteo, para saber si había ganado o no los setenta pesos que la lotería le prometía a quienes acertaran dos cifras a la cabeza. Nunca ganaba. Al Falcon había que ponerlo en marcha media hora antes de salir porque ya estaba muy viejo. Papá se ponía nervioso cuando el

auto no arrancaba; como esa mañana, que hacía tanto frío y no había caso. Recuerdo el sonido ahogado del motor, como uno de esos perros viejos que tosen la rabia con los pulmones secos. Yo, que entendía poco de autos viejos y padres exhaustos de tanto sacrificio, protesté. ¡Tengo prueba, no puedo llegar tarde! ¡La señorita Dionisia dijo que me iba a hacer echar de la escuela si sigo llegando tarde! Papá se puso más nervioso que nunca. Salió del auto y nos dejó encerrados. Mamá le

preguntó que a dónde iba, que qué iba a hacer, pero él no respondió. Volvió como a los diez minutos y don Sosa, el mecánico del barrio, venía con él. Don Sosa levantó el capot y manoseó los cables hasta que, finalmente, el rugido del Falcon encendiéndose se mezcló con la neblina densa del amanecer. Qué contento me puse. Papá subió al auto y arrancó, saludando a don Sosa por la ventanilla y diciéndole que muchas gracias, que disculpe la hora. Que el más grande tiene prueba y no puede llegar tarde.

Don Sosa nos dijo chau y, cuando levantó la mano, vi el reloj de oro abrazado a su muñeca flaca. ¡Era el mío! Mientras el auto se alejaba tosiendo, miré por el espejo retrovisor y mi reloj de oro se convirtió en un granito de arena en la distancia. Ese día hice la prueba y me saqué un muy bien diez, felicitado. Después me saqué un ocho, muchos nueves, algún cinco (que por aquel entonces me pareció terrible) y un par de diez.

La noche del acto de fin de curso del secundario, cuando anunciaron el mejor promedio, dijeron mi nombre. Todos me aplaudieron y mi profesora de francés, que estaba muy orgullosa, me dio una medalla de oro. Bueno, no era de oro. Era dorada. Como el reloj que papá había usado para pagarle a don Sosa esa madrugada de invierno que yo tenía prueba y el auto no arrancaba. La medalla de oro sigue guardada en un cajón de casa. No

me dice la hora, pero me dice quién soy.

Hijo de Hollywood Escribirán sobre nosotros que fuimos una raza que educó a sus hijos con pantallas, y tendrán razón. Algunos se atreverán a mencionar que las pantallas tenían dueño, que los mensajes tenían dueño, que los cerebros tuvieron dueño, poco tiempo después. Pero pocos habrán de escucharlos, porque sus cerebros ya tendrán dueño.

La pantalla nos convenció de que todo lo sabe. Y todo lo que sabe la pantalla se fue convirtiendo, de a poco, en todo lo que nos atrevemos a saber también nosotros, los hijos de Hollywood. Y fue así que aprendimos a amar de una sola forma, la forma que nos enseñó la pantalla, la forma que nos guionó la taquilla, mientras nuestros padres desperdiciaban sus vidas desamándose frente a nuestros ojos, que quisieron creer que eso sólo sucedía en nuestra casa, y debíamos sentir vergüenza.

El amor se nos presentó como un jugo de naranja de bidón que se nos terminó en la primera previa. A la mañana siguiente, tiramos el envase vacío y volvimos al mercado a llenarnos de más azúcar artificial. Y no nos importó. No nos importó porque el amor fue una de esas drogas que duran poco, un estallido de felicidad en la cabeza y en el pecho y en la panza, una lista de promesas que decidimos creer aunque supiéramos de antemano que debían extinguirse en pocas

horas, como ocurre en las películas. Y un día nosotros, los hijos de Hollywood, descubrimos que algo anda mal. Confiamos ciegamente en el mandato y entonces venimos a enterarnos que todo esto que nos pasaba no era amor, era plástico. Pero pocos nos escuchan, porque sus cerebros ya tienen dueño. El sol se muere después del concreto y el hijo de Hollywood regresa a ese refugio que nunca será hogar, porque en el hogar uno jamás se siente solo, y allí

todo está tan vacío que donde no hay nada, hay gris. El hijo de Hollywood regresa a esconderse de la noche, a saberse en soledad, a sentirse desamado, a culparse por la vergüenza de no encontrar hologramas de ficción en su cotidiano doloroso, incapaz de comprender que por más que obedezcas, sexo no es amor y un set de filmación nunca será una casa.

El rosario

Nunca se sintió tan perturbado como el día que su abuela le regaló el rosario. Ocurre que cuando uno es pequeño, no puede decidir si los regalos le gustan o no. No puede elegir vestirlos o guardarlos en un cajón, y fue por eso que cuando la abuela le puso el rosario alrededor del cuello, con la solemnidad del verdugo que viste

con la horca el cuello del impío, ni siquiera pudo opinar. La abuela dijo que ahora, Dios podía ver todo lo que él hacía. Todo. Bajó la vista y sobre su pecho se encontró con el rostro de Jesús crucificado y se preguntó si así lucirían todos los hombres a los que Dios observa. La figurilla había sido tallada sobre el nácar con tanta precisión, que hasta pudo ver la luz escapando de los ojos de Cristo. Aquel día intentó portarse bien, lo mejor posible, más por miedo que por convicción. La idea

de tener al ser más poderoso de todo el Universo (más poderoso que los Thundercats, que Rayden y Superman) observándolo todo el tiempo, lo asfixiaba. Tenía mucho en qué pensar, pero no se animaba. La abuela no le había explicado si Dios también podía leer sus pensamientos y él sentía vergüenza hasta de hacer pis. Rezó antes de comer y le dijo a Dios que le diera una señal, si es que podía leerle la mente. Una señal chiquita, por lo menos, porque tenía muchas cosas en la

cabeza y poco tiempo para resolverlas. Las señales nunca llegaron. Se metió a la cama porque su madre había dicho que era tarde, pero no se durmió ni un ratito, como esa noche que se había quedado esperando a los Reyes Magos. Pensó mucho y también lloró, porque recordó cosas que alguna vez fueron lindas, pero que ya no podrían suceder de nuevo porque Dios lo estaba mirando. El sol lo encontró vestido con la ropa de la escuela. Se preparó la chocolatada, se hizo dos panes

con manteca no les puso azúcar, aunque su madre no estuviera por ahí. Ocurre que cuando uno esta triste no tiene fuerzas ni para desobedecer. La mañana estaba fresquita. Pedaleó, entrecerrando los ojos, porque le gustaba pensar que iba a clases montado sobre el lomo del dragón Falkor, aunque la imaginación le costara un poco más ese día. ¡Llegaste! Le gritó Nicolás cuando lo vio. Se le acercó corriendo y enseguida se arrodilló y abrió la mochila y sacó el

cuadernito con las historietas que escribían juntos. Nicolás dibujaba y él inventaba las historias. ―¡Pará!―, exclamó, metiendo la mano por el cuello del buzo para agarrar el rosario. ―No nos podemos juntar más. Nicolás hablaba sin parar de un personaje nuevo y revolvía la mochila y sacaba lápices de colores y hojas sueltas, llenas de dibujos, y los iba acomodando ahí nomás, sobre las baldosas grises del patio de la escuela. La voz de su amigo retumbó en su cabeza como un balazo.

No supo por qué, le dolió la panza, como si por dentro fuera de fuego. Levantó los ojos y cuando habló, su voz era de vidrio. ―¿Por qué? ¿Qué te pasa? ―Porque tengo esto, que me dio mi abuela. Y ahora Dios me puede ver siempre. Nicolás se puso de pie y examinó el rosario que le mostraba su amigo, ese artefacto misterioso que podía controlarle la mente. Seguramente, estaba embrujado. ―Sacátelo―, lo desafió, aunque su voz sonaba más como

una súplica. ―No. No puedo. ―Sacátelo un ratito. Dale. Así nos podemos despedir. Demoró en decidir y finalmente, se lo quitó. Nicolás se abalanzó sobre él y lo abrazó con todas sus fuerzas y pudo sentir su estómago, temblando, y su respiración entrecortada. ―Te voy a extrañar mucho―, le susurró al oído, y antes de soltarlo, le dio un beso en la mejilla. ―Yo también―, respondió él, y por el rabillo del ojo vio su propio rostro, multiplicado mil

veces en los dibujos de Nicolás, que se desparramaban por el patio por culpa del otoño.

POLEN

No me duele lo que me hayas hecho, sino todas las cosas que no te animaste a hacer conmigo.

11 de octubre Cruzaban el estacionamiento en dirección al sector de embarques internacionales. Augusto iba en silencio, con los ojos fijos en la pantalla del celular. Manuel caminaba detrás de él y lo observaba, pensando cuál sería la palabra indicada para decir que uno siente rabia y tristeza y esperanza al mismo tiempo. Maldijo el aparato al que Augusto le prestaba tanta

atención, mientras él andaba a sus espaldas, arrastrándose, adentrándose en un río de agua turbia como pez que persigue la carnada, con el cuerpo exhausto de nadar contracorriente. Lo único que podía consolarlo en ese momento era un último abrazo que, por algún motivo, no se animaba a pedir, por miedo al caos. Manuel quería un beso honesto, un último te amo, una memoria acústica para atesorar hasta que volvieran a encontrarse. ―Decime algo.

Augusto levantó los ojos y lo observó, extrañado. ―¿Qué te puedo decir? Ya nos dijimos tanto. ―¿Por qué siento que nunca me alcanza? ¿No te duele un poco lo chiquita que se ve nuestra historia a la distancia? ―Como las estrellas. ―Pero esto, esto que somos y que no tiene nombre, ¿se va volviendo enorme a medida que uno se aproxima? ¿Hierve? ¿Acaso enceguece? ―No te preocupes tanto. El amor no tiene tamaños. Sucede o no, así, sin más. No importa de

qué tamaño sea este amor. No te olvides que los recuerdos tibios vienen en frascos diminutos. ―El veneno también, Augusto. ―No digas eso, Manuel. No digas nada más. De historias diminutas está hecho el mundo. Si algo te perturba, será la ilusión del tiempo, la mentira del espacio. Ese aferrarte a la carne que no te permite confiar en la eternidad de lo que sucede entre dos almas que ya no saben si son dos, o una, o millones al mismo tiempo.

Las palabras de Augusto le sacudieron el pecho. ―¿Nos vamos a volver a ver? ―Cada vez que cerremos los ojos―, respondió él, sonriendo. ―Tu foto está acá, Manuel: en el espacio que sobra entre mis párpados y mis pupilas. Manuel sintió como si los dedos se le llenaran de hormigas y pensó en lo difícil que era desprenderse del cuerpo. Cuando habló, oyó su propia angustia. ―Pero… ¿nos vamos a volver a encontrar? Te voy a extrañar tanto, Augusto.

―Encontrar significa en contra. No nos encontremos nunca: veámonos. Y que para vernos, alcance con cerrar los ojos. Así podremos continuar nuestros caminos sin perdernos de vista, recordarnos sin extrañarnos. No debemos extrañarnos, Manuel. Extrañar es una cosa tan inútil. Extrañar es, sencillamente, convertir al otro en un extraño. ―Pero cómo hago, Augusto. La poesía que nos acunó antes, ahora me traiciona, y no sé cómo defenderme.

Augusto lo observó con compasión. ―Desprendete de tu cuerpo, Manuel. Reconocete algo mucho más grande y entendé que los placeres de los sentidos no pueden atarte a esa jaula de carne y hueso. Sólo así podremos experimentar el milagro de invocar nuestra imagen cada vez que nos necesitemos. De otra forma, no restará nada más que la ansiedad del carnal encuentro y la desdicha de haber extrañado demasiado.

Sus ojos húmedos levantaron puentes de luz y arrastraron sus cuerpos a la colisión eléctrica. A pesar de todos los pronósticos, aquel último abrazo resultó parecerse más a la paz que al caos.

La muerte de la Reina Ahí está. Escuchá cómo suena el hielo cuando el vodka le llueve encima. Me llevo el vaso a la boca y ¡ay!, arde. Arde como una llaga en la garganta, porque el vodka es baratísimo. Arde cuando llega al estómago y también arde cuando me saco el vaso de la boca. Me limpio con la manga del buzo porque a nadie le importa si se ensucia.

Puse los dedos sobre la Olivetti vieja y fue como si las teclas no pesaran nada. Con ritmo militar, la máquina iba marcando las letras sobre el papel. El 12 de octubre es el día que elegí para la muerte de Sara Soler, tipeé. Necesito otro vaso. Doble. Azoté la puerta del congelador, que hizo un ruido sordo, como una silla que cae sobre una alfombra. Solté los cubos de hielo dentro del vaso y ¡ay!, cómo me entusiasma ese sonido. Son como

campanitas; como las notas más agudas de un xilofón. Inclino la botella despacito, apoyo el pico sobre el borde del vaso. El vodka toma impulso desde el fondo, como una ola encerrada en un útero de vidrio. Y ahí viene, como el mar que llega a la playa, descontrolado. Cae adentro del vaso y ¡cling!, las campanitas, y ¡ay!, cómo arde. Cuando trago, mi pecho se pone eléctrico y los músculos de la garganta se relajan. No podría gritar, aunque quisiera. Mi cuerpo es blando, pero espeso, como una ciénaga. Suelto el vaso vacío

sobre la mesa de pino y el sonido es como un balazo. Ese día me senté a esperarla en la plaza, tipeé. La vi salir con el pañuelo rojo alrededor del cuello y anteojos de sol parecidas a los que usó Audrey Hepburn en Desayuno en Tiffany. Hasta tenía el cabello recogido. Me puse de pie y la seguí. Dobló en Suipacha, dirección a Santa Fe. Me asusté cuando creí que iba a subirse a un taxi, pero el semáforo la habilitó y ella cruzó y yo también crucé, invisible en un mar de oficinistas.

Sara Soler lucía hermosa como siempre. Yo no quería matarla. Agarro el vaso, me lo llevo a la boca y maldigo al encontrarlo vacío. Me pongo de pie, rezongando, con el cuerpo adormecido (excepto los dedos) y saco el vodka de la heladera. Miro la etiqueta. Creo que ni siquiera el nombre es ruso. El Chino lo vende a veinte pesos, yo debo ser el único que lo lleva. Saco hielo suficiente y me llevo todo a la mesa. ¡Clank!, hace la cubetera.

A través de la botella transparente veo la imagen enmarcada de una pasionaria en flor que cuelga de la pared. ¡Cling!, hace el hielo que cae dentro del vaso y cómo me gusta ese sonido, que es como el barullo que hacen los adornos de caracoles que cuelgan en las galerías de las casas junto al mar. El vodka se acomoda en el vaso, reptando entre los cubos, como una serpiente, o más bien como una sombra gris y borrosa. ¡Ay!, mi garganta, y ¡ay!, mi estómago, y la gota de vodka se

resbala y rueda por la comisura de mi boca hasta este buzo sucio. Siento que mis muslos se hacen blandos y se desparraman sobre la silla, ¡Crack!, hace la espalda, y ¡crack!, hace el cuello. Sonrío, no sé por qué. Sonrío para nadie, con el ceño fruncido. Qué sonrisa siniestra. La vi encender la luz del departamentito del primer piso minutos después de que entrara al edificio, tipeé. Agarró el teléfono ocho y veinte. Si había algo que amaba de Sara Soler era su puntualidad hasta para la costumbre.

Seguramente ordenaría comida chatarra y se pasaría un par de horas frente al televisor, olvidándose de todo. Olvidándose, también, de mí. Sara Soler, temo que me olvides. Por eso tengo que matarte. Me distraje observando la marca del vaso sobre la madera y sobre tantas otras aureolas secas. Decenas de hologramas de testigos de vidrio por toda la mesa. Me sentí avergonzado y por eso bebí más y ¡ay!, el carbón líquido rodando por mi garganta,

ensombreciendo mi voz, que ya es ronca y débil. Pero qué importa la voz cuando el cuerpo se adormece. Mientras mis dedos se muevan, todavía podré escaparme de todo esto que no quiero ser. Un, dos, un, dos; la Olivetti le daba latigazos de hierro al papel. Suenan el vodka, las campanitas de hielo, y entonces el rostro hierve y los ojos se van cerrando y la boca empieza a salivar. Tengo su pedido, tipeé. Vi a Sara Soler salir del edificio, desconcertada, porque la

comida suele llegar entre las nueve y las nueve y media. La agarré tan fuerte como pude, le cubrí la boca para que no gritara. Hacé silencio, le dije. Me la llevé al ascensor, que era como una jaula para pájaros gigante, y ahí estaba ese pobre pichoncito, mirándome con un horror que nada tenía que ver con esos otros ojos suyos, que se ponían brillantes cuando, recostada junto a mí, instantes antes del amanecer, me pedía que leyera otro poema. Son tan hermosos los ojos de Sara Soler cuando le leen poemas.

Ahí viene la Reina, le murmuré al oído. Con sus manos tibias, como el sol en sus trenzas. Ahí viene la Reina, con sus dientes blancos que muerden los duraznos que sangran sobre sus labios. Miren a la Reina, recité. Miren cómo sonríe y enciende la casa, oigan cómo murmura una canción de sirena. Miren cómo el Rey mira a la Reina, que ahora viste su cuello con un pañuelo rojo de seda. ¡Oh, maravillosa Reina! ¡Has escogido la horca perfecta! Un retorcijón en el estómago me acobardó. Serví más vodka en

el vaso sin hielo y continué escribiendo. La jaula llegó al primer piso y la Reina y yo entramos al departamento, apenas iluminado por ese velador junto a la ventana por donde la observé cenar tantas noches. Quise agarrar la botella de vodka y la tiré sobre la mesa y ahí nomás maldije a mi madre. Un poco cayó sobre mis cuadernos y puso grises las hojas de Alicia en el País de las Maravillas. Agarré el vaso con tanta fuerza, que hasta pensé en el

cuello frágil de Sara Soler envuelto en el pañuelo rojo y los ojos se me llenaron de lágrimas. ¡Cling!, el hielo, y ¡ay!, mi estómago. Media botella y aún no lo suficientemente en paz, pensé. Escuché fuegos artificiales y me arrimé a la ventana. Cuando consulté el reloj, eran las doce en punto. La metí en el dormitorio sin sacarle la mano de la boca. Aunque estuviera aterrorizada, Sara Soler lucía preciosa. Ojalá pudiera explicarle cuánto miedo siento, porque yo no quiero que Sara Soler se

muera, pero tampoco quiero que me olvide. No sé cómo llegamos hasta aquí, si hasta hace unos meses tomábamos vino bajo las estrellas. ¡Ay, mi garganta! Enredé el pañuelo entre mis dedos, robándome todo el espacio que sobraba entre la seda y el cuello blanco y delgado de Sara Soler. Aprieto fuerte y cierro los ojos. Soy un león y la Reina es un antílope. Siento su cuerpo temblando debajo del mío, retorciéndose

como un insecto alcanzado por un golpe certero. Sara Soler era un insecto. Aferro las piernas a los flancos de la cama y con la mano libre la sujeto, arrinconándola en las oscuridades de mi piel sudorosa. Abro los ojos y me encuentro con los suyos. No eran ojos de insecto, ni eran ojos de antílope. Eran los ojos pardos de Sara Soler. ¡Mierda!, la A de la Olivetti volvió a fallar y el latigazo de hierro quedó a medio camino entre la máquina y el papel.

El vaso estaba vacío y todo aquello me pareció excusa suficiente para darle un puñetazo a la mesa. Serví más. ¡Ay!, mi garganta. Vuelvo a servirme y ¡cling!, el hielo, y ¡pum!, la botella sobre la mesa de madera. Me limpio la boca con el buzo, lo huelo y me doy asco. Ahí estaban sus ojos y ahí también estábamos mi mano envuelta en el pañuelo rojo de seda y yo. Pobre Sara Soler.

Por favor, murmuro, no te olvides de mí. Aprieto con fuerza, cierro los ojos otra vez, no quiero ver; soy león, Sara Soler es antílope y es insecto y ¡crack!, su garganta, y ¡ay!, mi corazón. Sara Soler ya no se mueve. He matado a la Reina. ¡Ay!, el vodka. Ya casi no hay. Se me retuerce el estómago y más se me retuerce el alma, porque Sara ya no se mueve y yo tampoco me puedo mover. Mi cuerpo se ha vuelto piedra de repente.

Lo que queda en la botella no llega al vaso antes de rodar por mi garganta. Ese nombre ni siquiera es ruso, pienso, cuando la largo sobre la mesa. Otros veinte pesos me ha costado matar a Sara Soler. La dejo sobre la cama y corro, desesperado, llevándome las llaves del departamento. El viento de la calle, que me pega en la cara, me tranquiliza. Antes de cruzar, saco la billetera y cuento el dinero que me queda. Veinte pesos, murmuro, aliviado, sabiendo que mañana

tendré que volver a matar a Sara Soler.

No me conquistes No me conquistes. No necesito tus barcos, no me hacen falta tus armas. No quiero verte llegar a mis costas para arrasar con mis montes, no quiero verte abrasar mi civilización. No quiero tu dios ni merezco tus mártires. Tus espejos nada saben de mi reflejo translúcido que se acuesta a dormir sobre el cristal del río manso. Tu conquista huele a pólvora, y yo soy flores de naranjo. Yo ya

existía mucho antes de que tus botas se hundieran por primera vez en la arena de mis trópicos. Habitame despacio, mostrame las fotos que te acompañan y los mapas de la tierra que te vio nacer, pero no me conquistes. Que tu historia me maraville, no me doblegue. Sé forastero misterioso al que quiera acercarme, jamás feroz conquistador que me obligue a desaparecer en la espesura de la niebla. Adentrate sin prisa en mis senderos. Maravillate con las cascadas que serán tu pila

bautismal. Contemplá mis estrellas en silencio y perdoná mis tormentas de verano. Que mis cuevas sean refugio, nunca empresa. No podrás comer el fruto de mis árboles si no te conmueve la semilla que germina, la tierra que los parió. No me conquistes. Conquistar es asolar, y me urge ser verde. La savia de mi monte será remedio cuando necesites sanar.

7 de junio Lo vio por casualidad. Cruzaba Avenida de Mayo y Augusto estaba en la puerta del Café Tortoni, mostrándole el edificio a alguien que le sostenía la mano y le sonreía. Recordó la tarde que fueron al Tortoni y pensó en todas las explicaciones rebuscadas sobre arquitectura, que ahora debía estar repitiendo para impresionar a alguien más.

Recordó el sonido de su R cuando decía increíble. Recordó la sonrisa en sus labios cuando algo lo conmovía. Recordó lo lindo que era sostenerle la mano. Augusto también lo vio por casualidad. Se puso nervioso, Manuel también, pero ocurre que cuando dos miradas que se extrañan vuelven a encontrarse así, por acaso, es porque algo grandioso debe ser dicho. Manuel se acercó con la sonrisa más ancha que sus labios podían dibujar y los brazos extendidos.

Le dio un abrazo tan fuerte, que el pibe que estaba con él le soltó la mano y dio un paso atrás, que es lo que hacen las personas cuando atestiguan el final de un relato maravilloso. Lo rodeó con sus brazos un rato largo y sintió que se le ablandaban las piernas. Sintió el latido del corazón de Augusto sobre su pecho, siempre demasiado acelerado. ―El amor mutó―, murmuró Manuel. Le sonrió y se alejó caminando, sin mirar atrás.

Pasó frente a una vidriera y se detuvo a mirar unos libros y ahí estaba su reflejo, sobre el cristal traslúcido. Tenía cara de cuando te tomás una cerveza fría en la terraza un dieciséis de diciembre a las seis de la tarde y es viernes y estás descalzo y tenés la cara llena de sol, como esos nenes que vuelven cansados de la playa, envueltos en toallas enormes, con la boca llena de carcajadas, agarrando galletitas dulces de un paquete de surtidas que se mojan cuando meten las manos mientras ellos se ríen porque están contentos de

haber pasado una siesta en el río, jugado juntos. Así de lindo había sido conocerlo.

El hornero El hornero apareció acurrucado entre mis ramas secas la mañana después de la tormenta. Yo estaba más cerca de ser leña que monte, pero la imagen del pájaro herido me conmovió tanto, que elegí no morir. Dijo que venía de lejos, escapando de las flechas de un hombre que le habían rozado las alas.

Estiré mis ramas tanto como pude y le fui llevando agua de lluvia y frutos frescos que robé de otros árboles. Él comía en silencio. Por las noches, torcía mi tronco para que pudiera anidar, protegido del viento helado. Yo quería salvarlo. Madre Tierra, susurré, dame fuerzas. Dame alimento y dame agua, que hay un hornero herido entre mis ramas y me urge oírlo cantar. Cuando pudo moverse, me pidió prestados unos gajos y se pasó la siesta dándole forma al

nido. Yo lo observaba maravillado. Me enamoré de las manchas café alrededor de sus ojos. Me fui quedando dormido y, esa noche, soñé con el campo ancho y caliente que lo había visto nacer. Me despertó la melodía. Abrí los ojos y estiré las ramas y ¡cuánta felicidad! El pájaro estaba de pie y le cantaba al cielo. Buenos días, dijo el hornero. Buenos días, respondí. Saltó y batió las alas, intentando volar. Lo atrapé una y otra vez, mientras le pedía que hiciera fuerza. Yo quería verlo

apoyar las patas en las ramas invisibles del viento. Poco tiempo después, se animó a bajar. Juntó barro con el pico y el nido se hizo hermoso, redondo como una fruta, o más bien como el mismo sol, porque también era luminoso y tibio, tan tibio que reverdecí. Ya no estaba muerto, ya no quería ser leña. Quería ser árbol de tronco fuerte. Quería ser casa. Buenos días, dijo el hornero. Buenos días, respondí. Me temo que hoy he de partir, silbó. Mis alas están curadas y el

verano está próximo. Hay muchas cosas que quiero ver, y ahora puedo hacerlo porque he sanado. Me salvaste la vida, árbol. Volveré a mi tierra y le contaré a los míos sobre vos. Les hablaré de tus ramas fuertes que me cobijaron y de las frutas y el agua que me regalaste. Te recordaré hasta el último día y me aseguraré de que los que me aman, te amen también a vos. Batió las alas y levanté los ojos para verlo alcanzar el cielo. Era tan hermoso, que no quería que se fuera. No quería perder la excusa que había encontrado para

no ser leña, la razón piadosa que me permitió sobrevivir. Yo deseaba esa libertad suya que ahora me lastimaba tanto y no dije nada. Los árboles tristes sólo sabemos hacer silencio. El hornero se fue para siempre. El nido entre mis ramas permaneció deshabitado, testigo de tierra del pájaro que alguna vez amé y que ahora era memoria. Madre Tierra, susurré, dame fuerzas. Dame alimento y dame agua, que hay un hornero libre en algún lugar del monte y me urge oírlo cantar otra vez.

Fernweh

1 ―Tengo fernweh de vos―, dije. ―¿Fernweh? ¿Qué es eso? ―, preguntó Salvador, del otro lado del espejo. ―Es una palabra en alemán. Significa la nostalgia por un lugar en el que nunca has estado. Tengo fernweh de vos cuando miro una foto o escucho tu voz, ¡qué me

importa no haberte habitado nunca! Y si acaso los hombres somos universos pequeños, también tengo fernweh de tus estrellas. 2 Salvador apareció en el espejo la noche que, exhausto de tanta miseria, me senté a llorar en mi dormitorio, solo, con el estómago vacío. ―¿Qué pasa?―, me preguntó. Primero tuve miedo, pero entonces le vi los ojos, que no eran los míos, no. Esos ojos suyos

brillaban sin lágrimas. Eran luminosos, como si toda la noche estuviera atrapada ahí adentro. ―Acá está todo muy gris―, le conté. ―¿Puedo cruzar? ¿Me hacés un lugar para quedarme con vos? La duda fue un puñado de hormigas que trepaban desde su pecho hasta sus orejas. Yo las vi: eran negras y eran diminutas. Entraban y salían de su cabeza, desesperadas, como si alguien les hubiera pateado la casa. Como si alguien le hubiera pateado el cráneo. Salvador suspiró.

―Acá también está todo gris―, dijo por fin. ―Y las hormigas, a veces, muerden fuerte. Pero si venís, podremos hacernos compañía. Vos podrás cuidar de mis hormigas y yo podré cuidar de las tuyas. La ciudad dormía y los corredores de cemento eran albergue para los desamparados. Saqué la mochila y la llené de cuadernos y plumas, que era todo lo que tenía. Salvador se hizo a un lado para dejarme pasar. Primero metí un pie y sentí como si estuviera hundiéndome en el barro.

―¿Tenés miedo?―, preguntó. ―Mucho―, confesé. ―Este gris que nos asfixia es un bosque. Y lo que ocurre con los bosques es que uno sólo puede internarse hasta la mitad. Después de eso, no queda más que salir. A lo mejor este espejo sea la mitad de nuestro bosque. Extendió una mano y me aferré a sus dedos tibios. Estiró y yo cerré los ojos. Mi nariz y mi boca se llenaron del barro del espejo y demoré mucho para volver a mirar. Me encontré en una habitación circular, con el techo alto y las

paredes de madera. Ya no era de noche: el sol de la mañana, recortado por el rectángulo de la ventana, caía sobre el piso como una alfombra de luz. Todo allí era del color del maíz. Había un desayuno servido sobre un mantel de lona y Salvador me esperaba, sentado a la mesa, con una sonrisa en el rostro. ―¡Me mentiste!―, reclamé. ―Me dijiste que aquí también era todo gris. ―Era―, respondió Salvador, y sirvió café para dos.

3 ―¿Qué ocurre?―, me preguntó Salvador, que me vio los ojos tristes. ―Me preocupa mi mundo. Allá, todo está mal. Los que trabajan no tienen pan y los que se mueren no tienen remedios. Existen reyes y dueños, y ellos viven cada día mejor. Y mis vecinos son castillos de arena bajo la tormenta. ―Todo el sol que falta allá, en tu tierra, duerme en el hueco de nuestras manos cuando tus dedos y los míos se trenzan. Acá,

estamos a salvo. En esta casa, sobre esta cama, entre estos libros estamos a salvo. La duda es una batalla entre despertar y permanecer. Si permanecés, el refugio es eterno. ―¿Y si despierto? Salvador sonrió. ―Si despertás, volverás al mundo. Y el mundo nunca fue un refugio para quienes aman. 4 ―¡Han cerrado el periódico de la ciudad! La escuela está tomada por los estudiantes y las fábricas

por los empleados―, exclamó Salvador, revolviendo los cajones. ―Tengo que ir allá. Tengo que ayudarles. ―¡No vayas!―, le supliqué. ―No te despiertes. Te van a lastimar. ―¿Qué te hace pensar que los golpes en el cuerpo duelen más que los golpes en el alma? Enfrentar a quienes nos quieren diminutos es nuestro deber. Encontró sus armas, las guardó en el bolso, me besó y salió de la habitación. Mientras se iba, escuché el sonido de la cámara de fotos golpeando

suavecito la tapa dura del cuaderno. Es que las armas de Salvador fueron siempre las imágenes y las palabras. Cada quien elige con qué balas defenderse. 5 ―Me volvés loco. ―¿Loco? ¡No, por favor!―, suplicó Salvador. ―Eso no existe, y yo no quiero extinguir tu existencia. Lo que ellos llaman locura no es más que la posibilidad de vivir de otra forma, de jugar otros juegos. De escuchar

al Universo con otros oídos. Vos a mí no me volvés loco; me volvés cuerdo, en todo caso. Eso es lo que sucede cuando dos personas que perciben el mundo en la misma frecuencia, se encuentran. 6 ―Algún día me vas a dejar de amar―, sentencié. Salvador me abrazó por detrás y sus palabras llovieron sobre mis oídos. ―No se deja de amar. Nunca―, me advirtió. ―Sólo se empieza a amar diferente. Como

de lejos. A veces, asustado; otras veces, en paz. Por favor, no temas amar diferente. Mucho más miedo debería inspirarte esa ficción aterradora que es dejar de amar por completo. 7 ―Gracias, Salvador. Salvador me observó con unos ojos llenos de flores y una sonrisa que era luna. ―¿Por qué? ―Por todo. Por estos caballos que me galopan en el pecho cuando rozamos las narices. Y

también por ese sol que me amanece en la panza y llena cada rincón, como si mi cuerpo fuera una playa donde un montón de nenes flacos juegan a ser futbolistas y visten camisetas de huesos y hasta alcanzan a oír los aplausos entre las olas bravas. Gracias por la electricidad que me hace chispas en los dedos cuando se encuentran con tu piel morena, que me acelera el pulso, que me engrandece el pecho, que me hace sonreír sin importar la hora. Por fin te encontré, Salvador. Saberte vivo me ha reverdecido.

―Pero vos ya eras verde, creéme. Siempre fuiste. Puede que lo hayas olvidado el día que la tierra de tus raíces comenzó a agrietarse. Menos mal que me dejaste lloverte encima. ―Menos mal―, repetí. ―Tu amor es la victoria en esta guerra contra mí mismo. 8 Permanecimos en la playa, semidesnudos, hasta que el sol comenzó a hundirse en el horizonte húmedo del mar.

―Mirá qué lindo―, le dije, en el momento exacto en que los rayos pintaban la espuma del color del maíz. ―Es hermoso. Sacá una foto. Agarré el teléfono y lo levanté en dirección al paisaje. Enseguida, sentí el peso suave de la mano de Salvador, obligándome a dejar el aparato. Me corrió el flequillo de los ojos, me quitó los anteojos y señaló la moneda de fuego. ―Sacá una foto―, repitió. 9

Los vecinos dijeron que hacía mucho no lo veían por el barrio, que ya no andaba por los almacenes, ni se lo encontraban en la fila de la verdulería. Cansado de esperar el dinero del alquiler, el dueño de la casa le hizo tirar la puerta abajo. Contó una vecina que el departamento de Lázaro estaba todo revuelto y las plantas habían crecido sin control y se habían apoderado de las paredes, de los muebles y la alfombra. ―Y el espejo―, comentó la mujer, la tarde que los vecinos se reunieron en la despensa―.

Cuando tiraron la puerta abajo y entraron, lo más extraño era el espejo. Brillaba como con luz propia, como reflejando estrellas que nosotros no alcanzábamos a ver. Y en el suelo, al lado del espejo, estaba el cuaderno del muchacho, abierto en la última página. Habían anotado un par de palabras, como quien escribe a las apuradas, antes de salir corriendo. ―¿Y qué decía?―, quiso saber doña Luisa, separando piezas de pan de un canasto de mimbre. La vecina sonrió un segundo, como con ternura, como quien

cierra los ojos una noche de lluvia y alcanza a ver el sol. ―El cuaderno decía que por fin. Solamente eso, por fin.

Sempiterno Qué inútil resultó darle batalla a los trozos de nosotros que se esconden detrás de los muebles, allá adentro, en la memoria. Con qué ímpetu me entregué a la tarea innecesaria de abrir los cajones de la angustia, las puertas de cristal de ansiedad, los armarios de la rabia, todo con tal de borrar cada rastro de tu presencia. Con qué absurdo entusiasmo quise darle batalla a los instantes de complicidad entre

vos y yo, entre tus dedos y mi rostro, entre tus dientes y mis lóbulos. Recién ahora vengo a saber de la resiliencia de la ternura y acaso también me entero que la rabia es la piedra que siempre pierde contra un papel de renglones kilométricos, llenos de cartas que te escribo por dentro, después de las doce, cuando el silencio de la casa es quebrantado por el barullo sempiterno de los recuerdos, como grillos escondidos entre los libros.

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