Razon Y Liberacion - Mario Casalla

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Mario Carlos Casalla

Razón y liberación Notas para una filosofía latinoamericana

Editorial Siglo XXI, colección mínima n° 54 Mario Casalla, 1973 Editor digital: https://loslibrosquefaltan.blogspot.com Nota del digitalizador: he intentado ser totalmente fiel a la edición original, sin embargo, me tomé la libertad de corregir algunas erratas y suprimir completamente un apéndice con datos estadísticos que a mi juicio no agregaban nada a la obra y hasta podrían considerarse obsoletos al día de hoy. Quien quiera revisarlo puede hacerlo descargando el escaneado original en el blog.

PARA LOS HOMBRES Y MUJERES DE MI PUEBLO HERMANOS DE LA PATRIA GRANDE QUE CON SU MILENARIA LUCHA COTIDIANA FORJAN UN NUEVO HOMBRE Y UN NUEVO PENSAMIENTO ESTAS LÍNEAS

INTRODUCCIÓN Los seis trabajos, que componen este volumen tienen, más allá de sus diferencias circunstanciales, un motivo central en torno al cual se unifican y cobran sentido unívoco: intentar sentar las bases, condiciones y necesidades de una filosofía latinoamericana; entendida ésta como un pensar autónomo de los grandes centros de poder imperial y, por el contrario, apegado a la historicidad y destino del hombre y de los pueblos latinoamericanos. Por lo demás, éstos han iniciado —en los últimos tiempos— su proceso de liberación con una profundidad y radicalidad tal que, el pensar filosófico o científico, se encuentra ante el compromiso inevitable de una definición: o continúa sirviendo los intereses y necesidades de los centros de poder de los que ha surgido, o se incorpora —aceptando el desafío y la necesidad histórica— al proceso de liberación irreversible en que el conjunto de la Nación Latinoamericana se halla empeñada. Si se elige el primero de los caminos, las ciencias y la filosofía, seguirán siendo el instrumento teórico de la dominación tornándose, por lo tanto, cada vez más innecesarias — ontológicamente hablando— para el hombre latinoamericano, por más problemas técnicos que puedan —ocasionalmente— solucionarle. Serán nada más que eso: meras técnicas, herramientas, instrumentos que los pueblos pedirán —cada vez— de prestado, y a distintos poseedores, pero que no rozarán en lo más mínimo sus intereses más profundos. La verdadera cultura, la que el hombre necesita para forjar su destino histórico, transcurrirá al margen de esa práctica teórica enajenada y, en la mayoría de los casos, en abierta contraposición. Si, por el contrario, las ciencias y la filosofía aceptan el desafío de estos viejos-nuevos pueblos, abocándose a la tarea inmediata de rescatar su acervo cultural, actualizarlo y enriquecerlo —apelando incluso al caudal irreemplazable de la ciencia universal—, lo que ellas produzcan será una práctica teórica liberadora; en cuanto tal profundamente unida y revificada por todos los niveles de la experiencia cotidiana. Alejada de todo particularismo y cada vez más cercana al proceso general de liberación —de donde extraerá sus motivos y preocupaciones— esta práctica teórica podrá palpar internamente lo que hasta el momento es nada más que una etiqueta ideológica: la libertad y la creación. Las ciencias y la filosofía

comenzarían a tener, en América Latina, un motivo más sólido que ser el título de carreras universitarias. Tal encuadre general, tal dicotomía irreversible, dominaciónliberación, alcanza —como ya lo hemos apuntado— al motivo teórico que aquí nos preocupa: la Filosofía. Hablar de una “filosofía latinoamericana”, lejos de todo regionalismo o provincialismo, apunta a señalar la necesidad impostergable de una redefinición en el seno de la propia filosofía que el pensador latinoamericano —portavoz de su pueblo y no mero académico— reclama cada vez con voz más alta. “Filosofía latinoamericana” es el nombre que la Filosofía a secas recibe, al ser comprendida como praxis liberadora, en este lugar del planeta y de la historia. Pero si tal es la estrategia —el objetivo final— de la práctica filosófica en América Latina, su implementación táctica resulta difícil de prever con claridad; por el contrario, ella se va definiendo en el propio proceso liberador que la alimenta y le da un sentido. Porque una “Filosofía” —es decir, una concepción creadora del mundo, del ser y del hombre desde el punto de vista de lo universal-concreto— no se obtiene por decreto ni por decisión subjetiva o personal, sino que es un pueblo quien la conquista y la expresa a través de sus pensadores, en la medida en que ese pueblo es dueño de su destino y destinatario de su poder. Viene bien recordar aquí aquellas palabras que el joven Nietzsche escribiera —respecto de la Filosofía— en 1874: “Sólo deja de ser nociva allí donde está justificada; y únicamente la salud de un pueblo, aunque no de todo pueblo, hace posible esta justificación”. Lo demás es fantasía. Sin recuperación histórica y poder real, no hay “universal” posible; a no ser alguna abstracticidad, más o menos convincente, que se toma de prestado. Por ello hablamos aquí de proyecto, al referirnos a una “filosofía latinoamericana”, porque ella no es hoy otra cosa que la firme pertenencia a un movimiento revolucionario en curso, dentro del cual va adquiriendo especificidad y solidez. Sólo en la efectivización histórica de tal movimiento —eje y norte de la existencia latinoamericana— recuperará para sí misma el sentido total que le sea inherente. Ello no significa que se agote en ser un mero “proyecto” (en el sentido tradicional del término), denominación que —unilateralmente

entendida— nos llevaría a reconocer, como hace Hegel en su Filosofía de la Historia Universal: “como país del porvenir, América no nos interesa; pues el filósofo no hace profecías”; “proyecto” quiere en este caso decir: la filosofía latinoamericana es hoy —en la fase actual de su desenvolvimiento milenario— el proceso por el cual se constituye y formaliza como pensar de la liberación; la filosofía latinoamericana —como el resto de la existencia latinoamericana— vive al presente el doloroso parto de su auto-constitución (mejor aún: de su reconstrucción al cabo de siglos de opresión y negación de toda posibilidad creadora). Filosofar latinoamericanamente quiere decir: hacerle un lugar a la Filosofía en América Latina, construirla como praxis liberadora, forjar su discurso de lo universal-concreto. Por eso mismo, infinidad de obstáculos pesan —en estos momentos— sobre su marcha; múltiples intereses conspiran contra su desenvolvimiento y, lo que resulta significativo, dichos intereses operan desde una doble perspectiva (como siempre ha ocurrido en estas tierras): desde los centros mismos del poder de tumo y desde sus “adelantados” latinoamericanos. En ambos casos con un solo objetivo: impedir la constitución de todo pensar liberador, de toda ciencia comprometida con el proyecto histórico de la liberación, de toda filosofía autónoma, porque —como muy bien lo sabe el imperio— si razona el caballo se acabó la equitación. Por lo demás: ¡qué es eso de que “los condenados de la tierra” quieran tener una filosofía y una ciencia propias! Acaso ¿no les basta con la cuota de “saber” que les han desembarcado junto con los productos manufacturados? ¿Pensar?... sí… todo lo que quieran... pero no demasiado alejados de lo que ya les hemos establecido como “problemas”. Nada de “novedades”, ya bastante recreación tienen con su folklore. Tal el discurso —estructuralmente hablando— del imperio. Escuchemos las voces de sus guardias pretorianas locales: ¡cuidado con la barbarie!... ¡seamos como...! ¡no desentonemos!... ¡respetemos!... ¡pero si somos sus hijos! Y es un prototipo clásico de esta última especie —el intelectual colonizado— el que más férreamente habrá de conspirar contra toda praxis redefinidora del papel de lo teórico en América Latina. Es comprensible: sus intereses son los más inmediatamente amenazados. Escuchemos algunos de sus argumentos respecto de la posibilidad

de una “filosofía latinoamericana”. Primero: Una “filosofía latinoamericana” es un contrasentido ya que la adjetivación conspira y anula la esencia misma de “lo filosófico”: lo universal, sin más. La Filosofía es un saber de lo “eterno” y de lo “universal”, y por ello, jamás identificable con particularidad alguna. No puede haber filosofía “latinoamericana”, “europea”, “africana”; hay Filosofía universal sin más. Sobre este argumento se inicia inmediatamente un segundo: si bien no puede haber filosofía “latinoamericana”, sí puede haber filosofía en América Latina. Bastará para ello con que los latinoamericanos pensemos en la dirección y profundidad de los “grandes filósofos universales” (un Platón, un Kant, un Hegel, etc.). Filosofemos y habrá pues “filosofía” aquí y ahora. Ambos argumentos —y toda la serie de sus colaterales— resultan montados sobre mecanismos harto endebles y vulnerables. El primero de ellos —el de la “universalidad” de la Filosofía— toma al término “universal” en un sentido por demás equívoco y confuso. Es cierto que el discurso filosófico —en tanto reclamo del fundamento— es un discurso de la totalidad y, como tal, un reclamo permanente de lo “universal”; lo que tal postura ignora es que lo “universal” es siempre un universal situado o, de lo contrario, un mero universal abstracto carente de todo contenido. El discurso filosófico, la Filosofía, es el saber de lo universal concreto., un “saber” donde lo particular —superándose consecutivamente— alcanza la estructura de lo “universal”. En el saber de la Filo-sofía, lo “particular” se realiza como tal, negándose y absorbiéndose en la estructura universal que lo revela y lo destina. La Filosofía realiza lo “particular” en lo “universal” —redefiniendo la validez de ambos términos— y, en este sentido, debe ser comprendida como una tarea de perpetua totalización; una tarea que, a partir de la particularidad, se abre hacia un infinito cargado de sentido. Un “universal” que no contenga lo “particular” desarrollado, es un universal formal o abstracto, una entelequia vacía, víctima adecuada de cualquier intentona ideológica (=no filosófica, ni científica). Desmontado este primer argumento poco resiste el segundo. Si la Filosofía es siempre saber y discurso de lo universal situado, mal puede ser una receta pre-concebida aplicable en distintas situaciones. Filosofar

no significa ajustar la realidad al tamaño de nuestras anteojeras sino, por el contrario, descubrir en ella el lenguaje ya articulado que emerge en el acto mismo del verdadero conocimiento. La praxis teórica que conocemos bajo el nombre de “filosofía” no es otra cosa que la articulación “universal” de un “particular” que se articula como tal en el seno mismo del discurso que lo libera e interpreta (filo-sofía). En este sentido estricto, no se hace “filosofía latinoamericana” porque se apliquen prolijamente las categorías del viejo occidente al gaucho del cono sur o a la Cordillera de los Andes o, porque, haciendo abstracción de todo “eso”, se piense en el “ser” junto al río Amazonas; lo que de ello resulte no será más que otro discurso igualmente enajenado e innecesario. Habrá “filosofía latinoamericana” en el momento y en la medida en que el pensar latinoamericano logre articular su propio discurso de lo universal situado, encontrar el lenguaje inherente a su propia situación histórica, en una palabra, habrá filosofía “latinoamericana” en el momento y en la medida en que el latinoamericano logre efectivizar su propio discurso de lo universal, en cuanto pieza indisoluble del proceso general de emancipación que sacude a su ser. No se trata aquí de concebir particularismo alguno o de oponer una filosofía “latinoamericana” a otra “europea”, por el contrario, lo que sí se busca es la constitución de la propia Filosofía en estas tierras y en esta historia nuestras; la concreción de nuestro peculiar discurso “universal”, el logro de la Palabra propia. Con fina sagacidad y lucidez lo había ya advertido Fanón cuando —todavía ligado a Francia— nos decía: “No, no tengo derecho a ser un negro. No, no tengo obligación o deber de ser esto o aquello. Si el blanco me discute mi humanidad, yo le demostraré, haciendo pesar sobre su vida todo mi peso de hombre, que yo no soy ese ‘¡Al rico plátano!’ con que insiste en imaginarme. Yo me descubro en el mundo y me reconozco un solo derecho; el de exigir al otro un comportamiento humano... Hay del cabo al rabo del mundo hombres que buscan. No soy prisionero de la Historia. No tengo que buscar en ella el sentido de mi destino. Tengo que recordarme en todo momento que el verdadero salto consiste en introducir la invención en la existencia. En el mundo por el que yo camino, me creo interminablemente. Soy solidario del Ser en la medida en que lo rebaso”.

La construcción de una filosofía latinoamericana se mueve en esa misma dirección, es ella también el discurso del hombre que —renuente de todo particularismo— busca al ser en el pleno y total sentido de la palabra Libertad. Una breve indicación sobre los trabajos que componen este volumen, casi todos ellos surgieron de situaciones culturales concretas en las cuales aportaron su mensaje, el que aquí se unifica y profundiza. El hombre latinoamericano y su proyecto de filosofar junto con Estructura del ser nacional; apuntes para una filosofía de la historia son desarrollos escritos de intervenciones personales en las Primeras Jornadas Americanas (Buenos Aires, 12 al 16 de julio de 1971), a las que su organizador —el Instituto de Cultura Americana—tuviera la deferencia de invitarme. Los tres trabajos subsiguientes fueron también personalmente presentados, en diversas sesiones, del Segundo Congreso Nacional de Filosofía (Alta Gracia, Córdoba, Argentina 6 al 13 de junio de 1971). Ciencia, técnica e historia fue especialmente preparado para este volumen, pero presentado previamente, en forma de exposición, en el seminario de graduados sobre “Técnica y Filosofía” realizado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires (abril/julio de 1972) bajo la dirección del Doctor Eugenio Pucciarelli —maestro y verdadero guía de buena parte de la joven generación de filósofos argentinos, a quien el autor no cesa de reconocer la comprensión y ayuda intelectual que permanentemente le prodigara. La reunión responde a su afinidad conceptual y a la consecuente necesidad de una lectura sucesiva; lo tratado remite permanentemente de un escrito a otro y, todos ellos, cobran algún sentido en la totalidad. Por lo demás, básteme señalar, que en los mencionados encuentros me fue dable experimentar el sentimiento de una generación argentina y latinoamericana de jóvenes colegas firmemente decidida a pensar creativamente y acorde con las necesidades de sus pueblos; de entre los que es dable destacar —entre otros muchos— a Rodolfo Kusch, Juan Carlos Scannone, Ricardo Pochtar, Enrique Dussel, Osvaldo Ardiles, Carlos Cullen, Arturo Roig, Héctor Borrat, Amelia Podetti, Aníbal Fornari, Rodolfo Gómez, Carlos Duek, Agustín de la Riega, Hugo Biaggini, Hugo Assmann, Julio De Zan, Andrés Mercado Vera. Vayan además dos reconocimientos muy especiales para Graciela Troncoso y

Tobías Holc con todo lo que ellos representan para mí. Mario Carlos Casalla Buenos Aires, mediados de 1972

EL HOMBRE LATINOAMERICANO Y SU PROYECTO DE FILOSOFAR

Para mi amigo Edgardo M. Trilnik In memoriam.

A mediados de 1837 la Imprenta de Buenos Aires lanzaba al público de la metrópolis un breve opúsculo titulado Fragmento preliminar al estudio del Derecho. El autor del trabajo era un joven de veintiséis años —estudiante por entonces de la Academia de Jurisprudencia— conocido por el nombre de Juan Bautista Alberdi. Su Fragmento —desde entonces pieza imprescindible en cualquier intento de filosofía nacional y latinoamericana— llevaba un subtítulo inquietante y prometedor: “Acompañado de una serie numerosa de consideraciones formando una especie de programa de los trabajos futuros de la inteligencia argentina”. En efecto, la tarea alberdiana sobrepasaba los límites iniciales de la sola reformulación de una “teoría del derecho” y se inscribía en un plano más abarcador y profundo: la constitución de una verdadera arquitectónica de la razón americana, acompañada de un proyecto inmediato de trabajo. Esta vocación es planteada con toda claridad en un párrafo de la obra a pocas páginas de su iniciación: “Es, pues, ya tiempo de comenzar la con quista de una conciencia nacional, por la aplicación de nuestra razón naciente, a todas las fases de nuestra vida nacional. Que cuando, por este medio, hayamos arribado a la conciencia de lo que es nuestro y deba quedar, y de lo que es exótico y deba proscribirse, entonces sí que habremos dado un inmenso paso de emancipación y desarrollo, porque no hay verdadera emancipación mientras se está bajo el dominio del ejemplo extraño, bajo la autoridad de formas exóticas”.1 En la lucha por el logro de esa especificidad, de la razón americana — base mínima de su operar futuro en las ciencias y en el mundo de la vida — la Filosofía guarda un papel fundamental ya que ésta, en tanto custodia de la razón libre de todo tutelaje, “es madre de toda emancipación”. Por ello “...tener una filosofía, es tener una razón fuerte 1

Alberdi. J. B. Fragmento preliminar al estudio del Derecho, Ed. Hachette. Bs. As., 1955, págs. 52-53.

y libre; ensanchar la razón nacional, es crear la filosofía nacional y, por tanto, la emancipación nacional”.2 Lanzada esta afirmación —verdadero prolegómeno para un filosofar latinoamericanamente; decisiva incluso por sobre la ceguera política que caracterizó el accionar de Alberdi— el joven aspirante a abogado se preguntaba: “¿Qué nos deja percibir ya la luz naciente de nuestra inteligencia respecto de la estructura actual de nuestra sociedad?” Respondiéndose: “Que sus elementos, mal conocidos hasta hoy, no tienen una forma propia y adecuada. Que ya es tiempo de estudiar su naturaleza filosófica, y vestirles de firmas originales y americanas. Que la industria, la filosofía, el arte, la política, la lengua, las costumbres, todos los elementos de civilización, conocidos una vez en su naturaleza absoluta, comiencen a tomar francamente la forma más propia que las condiciones del suelo y de la época les brindan. Depuremos nuestro espíritu de todo color postizo, de todo traje prestado, de toda parodia, de todo servilismo. Gobernémonos, pensemos, escribamos y procedamos en todo, no a imitación de pueblo alguno de la tierra, sea cual fuere su rango, sino exclusivamente como lo exige la combinación de las leyes generales del espíritu humano, con las individualidades de nuestra condición nacional”?3 Hasta aquí Alberdi. Retomemos ahora nosotros la inquietud central de su pensamiento y preguntémonos —en continuidad con el espíritu de aquella propuesta—: ¿cuáles son los caracteres diferenciales del hombre latinoamericano? y ¿qué bases tendrá una filosofía que surja e indague por el sentido de nuestra vida? Sobre la base de una respuesta para estas cuestiones podrán aclararse, acaso, las condiciones y necesidades de un filosofar latinoamericano. Peculiaridad del hombre latinoamericano Reparemos en la expresión misma que utilizamos en el título precedente “hombre latinoamericano”. Si necesitamos adjetivar el sustantivo “hombre”, ello mismo nos está dando ya la pauta de su diferenciación. La expresión “hombre latinoamericano” menciona uno 2 3

Alberdi, J. B., op. cit, pág. 53. Alberdi, J. B., op. cit., pág. 53. El subrayado es nuestro

de los polos de una dialéctica bimembre en cuyo otro extremo se halla el “hombre europeo”. La expresión “hombre latinoamericano” (o, en un principio, “americano” a secas) es un invento del “hombre europeo” — del conquistador—. Con anterioridad a la conquista y desglosamiento de “lo americano”, el latinoamericano era un Hombre sin más; con toda la grandeza y toda la esperanza que encierra esa palabra. De manera que, nuestro bautismo como “latinoamericanos” o “americanos”, coincide con nuestro ingreso en calidad de colonizados —es decir de sub-hombres — en la historia mundial liderada por el europeo-occidental —el arquetipo de Hombre; el Señor—. El “descubrimiento de América” no es otra cosa que un acto por el cual un área del planeta —hasta el momento y a su manera unificada y desarrollada— se incorpora, en calidad de complemento, al devenir histórico de la civilización occidental. Por ello más que de “descubrimiento” —término que supone un “permitir ser”— tendríamos que hablar de “apropiación” de América, con el fin de no desfigurar el carácter unilateral de la mirada europea sobre lo americano. Europa, en sentido propio, no “descubre” América, sino que la coloniza es decir la subordina a sí misma, se la incorpora. Esto nos da ya una pauta para establecer que, en la partida de nacimiento del “hombre latinoamericano”, encontramos dos notas distintivas: 1) un corte violento de su peculiar historicidad, es decir de la destinación de su ser propio; 2) el menoscabo de su humanidad, operación en virtud de la cual su ser se dará, de allí en más, por la participación en el del conquistador (ser-como). Ambas notas distintivas del hombre latinoamericano son productos de una configuración histórica que es necesario explicitar de manera conceptual; de lo contrario correremos el riesgo de elaborar un nuevo discurso enajenado que en nada contribuye a aquel proyecto original de elaboración de un filosofar autónomo. La empresa colonial El así llamado “descubrimiento de América” se halla continuamente oscurecido en su estructura y significación histórica por

una labor pedagógica sutil e ideologizante. La mayor parte de las veces se recurre a una imagen salvífica; se trata de un acto heroico del Caballero cristiano-occidental lanzado hacia el Oriente en aras de un “ideal”; o de la tarea perseverante de un grupo de visionarios, verdaderos revolucionarios del pensamiento científico de su época. Tanto en uno como en otro caso, el hecho histórico es presentado como un acontecimiento espiritual en virtud del cual la “civilización" penetra y fecundiza a la “barbarie”. Acertadamente el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro ha señalado como “tipos humanos” del mundo ibérico de la época —que él denominará “Imperio Mercantil Salvacionista”— a las figuras de Enrique el Navegante y de Isabel la Católica. Caracterizando al primero como una “mezcla de sabio renacentista poseedor de los conocimientos náuticos que hicieron posible la navegación oceánica, y de místico, permanentemente mortificado por un cinturón de cilicio”; y a la joven reina española como una heroína emprendedora que, no obstante haber sido criada entre campesinos al lado de su madre loca, “se convirtió en reina de la España unificada que venció el último bastión musulmán y expulsó a los árabes en el mismo año en que descubrió América”. Agregando respecto de esta última una descripción que completa adecuadamente su imagen histórica: “Isabel tomó como tarea primordial la erradicación de los elementos moriscos que habían impregnado las poblaciones peninsulares durante siete siglos de dominio islámico; se hizo madrina de la Santa Inquisición, sometiéndose al poder de los dominicos que se convirtieron en rectores de la hispanidad; aspiró piadosamente a erigirse en protectora de las poblaciones subyugadas del Nuevo Mundo, y, para salvar sus almas de la condenación eterna y al mismo tiempo asegurar el enriquecimiento de los conquistadores, los condenó a la forma más hipócrita de esclavitud: las encomiendas”.4 Mas si nosotros pretendemos una comprensión genuina del hecho latinoamericano deberemos apartarnos cuanto antes de dicha “imagen salvífica” del “descubrimiento” y plantearlo desde un comienzo en toda su dureza y violencia. El “descubrimiento de América”' no es otra cosa 4

Ribeiro, D. La civilización occidental y nosotros. Ed. Centro Editor de América Latina. Bs. As., 1969, tomo I, págs. 69 y 71. Anótese además que esta imagen salvífica es rigurosamente publicitada —salvo honrosas excepciones — por los libros y manuales de enseñanza primaria y secundaria de los países colonizados, comenzándose, por ende, desde su infancia la deformación cultural de la población.

que una empresa mercantil llevada a cabo por comerciantes y navegantes del uñar Mediterráneo, voceros de un orden social que —por diversas razones— comenzaba a intentar una aventura planetaria. Que participaran de ella eminentes científicos y sabios, castos sacerdotes y arrojados capitanes no contradice dicha afirmación ya que lo hicieron pero siempre dentro de un horizonte de sentido dado por el capitalismo mercantil. Por ello adecuadamente nos recordará el historiador argentino Rodolfo Puiggrós, en su texto sobre la conquista latinoamericana, que: “Las especies eran tan necesarias para el consumo de los europeos del siglo XV, como el petróleo, el hierro y el estaño en la gran industria de nuestros días. Grandes sumas de dinero y millares de hombres se movilizaban para obtenerlas. Constantinopla, Venecia y Génova debieron su predominio comercial principalmente al tráfico de la especiería, que se vio entorpecido en 1291 por la pérdida de la fortaleza de San Juan de Arce (en Siria, a orillas del Mediterráneo) y el avance de los árabes a lo largo del norte de África y oeste de Asia, hasta embotellar el comercio europeo y aislarlo del Oriente”. Completando en una nota a pie de página que: “Las especies (clavo de olor, pimienta, azafrán, etc.), lo mismo que el aroma y el azúcar, llegaron a ser de consumo general entre los europeos por diversas razones: la falta de pastos de invierno que obligaba a conservar la carne y otros alimentos un tiempo más que prudencial y sazonarlos con fuertes condimentos, la ausencia de hábitos de higiene en las personas de todas las categorías sociales y de obras de salubridad en los centros urbanos que se paliaban mediante perfumes intensos, el refinamiento en el gusto que se despertó después del retroceso de la primera Edad Media y a raíz del contacto con el Oriente, etc.”.5 Como se advertirá a través de todos estos testimonios el “descubrimiento” de América es todo lo contrario de un mero acontecer espiritual y científico —aun cuando lo rodearan las grandes personalidades europeas del momento—; surge en todo su esplendor al ser captado en su verdadero ser: una empresa mercantil, debiéndose pensar desde ella la espiritualidad o ideología que le fue inherente. Dando ya algunos pasos en esta segunda necesidad, advertiremos que esa empresa mercantil va a encontrar su soporte ideológico en el factor de poder más sólido —políticamente hablando— de aquel 5

Puiggrós, R. De la colonia a la revolución. Ed. Leviatán. Bs. As., 1957, págs. 9-10.

momento europeo: la Iglesia Católica. La conquista de América —partida de nacimiento del “hombre latinoamericano”— es una empresa común del poder económico europeo (que busca con su expansión hacia el Oriente salir definitivamente del enclaustramiento medieval) y del poder político (una Iglesia Católica necesitada de solidificación a partir del colapso que le significara la ruptura del antiguo orden feudal). Se trata lisa y llanamente de la constitución de un poder sinárquico en aras de beneficios comunes. La amalgama político-espiritual del clero y la burguesía constituirán el meollo más profundo de la voluntad de poder europea lanzada a la expansión planetaria.6 Desarrollo político-ideológico de la apropiación de América Veamos con mayor detenimiento de qué manera —a partir de la constitución sinárquica del poder imperial— se lleva a cabo la conquista y explotación de Latinoamérica. Para ello distinguiremos dos momentos: uno europeo, en el cual se monta y perfecciona la maquinaria colonial; y uno americano que corresponderá al de aquella maquinaria (= mentalidad) puesta en marcha sobre las tierras del “Nuevo Mundo”, con todas sus ulteriores consecuencias. En el orden europeo, el primer paso consistirá en el pacto por la recuperación del poder en la corte elaborado entre los antiguos señores feudales (ahora reducidos por la corona a cortesanos o burgueses) y la Iglesia Católica (ansiosa de ratificar y consolidar el poder que ya detenta sobre Fernando e Isabel —reyes católicos—). Una serie de acontecimientos claves —contemporáneos con el viaje de Cristóbal Colón— nos dan la pauta de dicho marinaje; de entre ellos podríamos citar: a) la reconquista de los territorios ocupados por los moros y el rechazo de los ejércitos franceses y portugueses que invadieron España, acontecimientos que cimentaron el poder y el prestigio de la nobleza en 6

Simultáneamente Europa se expandirá a través de la colonización rusa —el otro “Imperio Mercantil Salvacionista”— que a partir de la obra de Iván III e Iván IV (el Terrible), acompañarán la universalización del espíritu europeo emprendida simultáneamente por el mundo ibérico. Con Iván el Terrible —sobrenombre justo y significativo— se frena la expansión tártara sobre Europa iniciándose un proceso de colonización mercantil acompañado de una catequesis cristiano-ortodoxa que, paulatinamente, incorporará toda Eurasia al Imperio Ruso.

la corte; b) la instalación del Tribunal del Santo Oficio; c) la expulsión de los judíos de tierra española (dos judíos detentaban a la sazón la administración financiera de la corona española: Isaac Abravanel y Abraham Senior). Por último es necesario destacar la presencia de la naciente burguesía que, como enemigo común de la nobleza y el clero, contribuye notoriamente a la consolidación del poder sinárquico. Al respecto es necesario señalar también —como lo hace Rodolfo Puiggrós — de qué manera la puja constante entre la burguesía, el clero y la nobleza española le dará su impronta a la conquista de América, transformándola —merced a la victoria de los dos últimos sobre la primera— de empresa puramente comercial en empresa comercial-feudal.7 Aquellos nobles cortesanos que oportunamente negaran la financiación de la escuadra expedicionaria (entregando a Colón en manos de la burguesía) y aquella Iglesia Católica empecinadamente opuesta a la novedad que significaba, científicamente, un proyecto semejante, producido el hecho colonial, no vacilarán en apoderarse de su conducción. Los señores feudales no se descorazonaron —como ocurrió con la burguesía pionera— ante la carencia de objetos de consumo directo en las nuevas tierras, lejos de ellos cientos y miles de nuevos vasallos se encontraban a su disposición (los aborígenes) y comarcas enteras aguardaban su reparto; ocurriendo otro tanto para la Iglesia Católica que hábilmente sabrá extender los límites de su peculiar reinado en ese momento tan acuciante de la historia europea.8 Y será esa Iglesia Católica —renuente y opositora en un principio — la que proporcionará el soporte ideológico de la conquista ya financiada, mediante una hábil renovación y adecuamiento teológico.9 7

Cf. R. Puiggrós, op. cit., pág. 20, donde podemos leer: “Hay actualmente una falsa tendencia a incluir la colonización de América por España entre las formas expansivas del capitalismo europeo, sin comprender que fue, por el contrario, una transfusión de sangre que recibió el retrasado o no realizado del todo feudalismo en España para no perecer ante el empuje de la burguesía. España debe al descubrimiento de América la grandeza de su monarquía feudal y la decadencia de su capitalismo incipiente. América debe a España su incorporación al proceso general de desarrollo de la humanidad, a través de un feudalismo agonizante en la época del nacimiento del capitalismo”. 8 Todos estos prolegómenos históricos son traídos aquí como entorno y pautas de concretización de nuestros análisis conceptuales; razón por la cual no podemos extendernos en ellos todo lo que historiográficamente se requeriría. No obstante, consideramos lo señalado, suficientemente representativo del problema que se considera. 9 Curiosamente —como se advertirá— bastante similar en su espíritu y propósitos políticos a la actual lucha renovadora emprendida por ciertos sectores de avanzada dentro de la misma institución madre. Da que pensar que aquella Iglesia -—otrora fundamento ideológico de la o presión-— se postule hoy (a través de aquellos sectores) como avanzada de la liberación. Y este “da que pensar” nada dice contra la sinceridad de los militantes católicos —clérigos y laicos—

Se resucitarán las teorías del cardenal obispo de Ostia, Enrique de Susa, quien en el siglo XIII había ya expuesto su doctrina sobre los “pueblos infieles”, coincidentes con las Epístolas de San Pablo y el Eclesiastés. El Ostiense sustentaba lo básico de su tesis en las siguientes proposiciones: a) es cierto que los “pueblos infieles” poseían jurisdicciones políticas antes del advenimiento de Cristo, pero producido éste, todo le fue transferido en su carácter de Señor espiritual y temporal del orbe; b) dicho patrimonio es heredado, a posteriori de la muerte de Cristo, por sus sucesores: los papas. En su carácter de tales, éstos podían reclamar con toda justicia el derecho de dominio sobre las nuevas tierras. Esta fundamentación teológica será recogida por Juan López de Vivero Palacios y Rubios, jurista de la corte, quien producirá su trasvasamiento al campo de la jurisprudencia ofreciéndola bajo tal forma a los Reyes Católicos.10Palacios y Rubios asegurará a los Reyes que Jesús, reconociendo la superioridad moral de San Pedro, permitió que su trono estuviera “ … en cualquier otra parte del mundo, y juzgar y gobernar a todas las gentes, cristianos, moros, judíos, gentiles y de cualquier otra secta o creencia que fuesen”, agregando como corolario que el Papa —en tanto señor del mundo— donaba a la corona española “las islas y tierra firme del mar Océano”. De manera que, desde el punto de vista teológico y “legal”, los Reyes Católicos venían a América a hacerse cargo de una. herencia; lo cual “desterraba’’ cualquier acusación de usurpación o conquista. La empresa mercantil adquiría, mediante una dialéctica tan hábil como hipócrita, su matiz “espiritual” y “progresista”. El cual se advertirá, en todas sus dimensiones, en la proclama que el conquistador leía a los indios que primeramente salían a su paso. En ella, luego de informarles de la legitimidad de su propiedad, los incitaba al consecuente reconocimiento, informándoles que de hacerlo recibirían las derivadas recompensas; mas advirtiéndoles, que de negarse o dilatar “maliciosamente” la respuesta, se hacían pasibles de la siguiente amenaza y sus ulteriores derivaciones: jugados, en muchos casos, hasta el límite de sus propias vidas; pero si se ubica ante la permisibilidad de la institución que los cobija —verdadera muestra de su maestría política ancestralmente ejecutada— y ante las posibilidades efectivas y positivas de dichos movimientos. Pero aquí, como en muchas otras cosas de este inquietante momento latinoamericano, el acontecer futuro tendrá la palabra más certera. 10 Cf. al respecto: De las islas del mar Océano. Del dominio de los Reyes de España sobre los indios, de J. L. de Palacios Rubios y Fray Matías de Paz, respectivamente. Volumen del Fondo de Cultura Económica. México-Buenos Aires, 1954.

" … certificóos que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas partes y maneras que yo pudiere, y vos sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de sus Altezas, y tomaré vuestros bienes, y vos haré todos los males y daños que pudiere, como a vasallos que no obedecen ni quieren recibir a su señor y le resisten y contradicen; y protesto que las muertes y daños que dello se decrecieren sean a vuestra culpa y no de Su Alteza, ni mía, ni destos caballeros que conmigo vinieron”. En la tremenda violencia que encierra este discurso, en la dureza inhumana de su mensaje, cabe en su plenitud la tragedia originaria que el hombre latinoamericano tiene en su punto de partida: ser el conquistado. Haber tenido que resignar —frente al omnisciente poder del pretendido Señor— su peculiar historia y sus propios valores, en aras de otros impuestos como “naturales” por el polo imperial. De allí en más el latinoamericano será un desheredado permanente, el soporte de una negación continua, un juguete en manos del Otro. Arrojado a un mundo que no le pertenece, testimoniará con su propia muerte la calidad moral del enemigo. De entre los pocos testimonios que el dominador no llegó a destruir, el siguiente poema azteca es un símbolo que no requiere exégesis: …Y todo esto pasó con nosotros. Nosotros lo vimos, nosotros lo admiramos; con esta lamentosa y triste suerte nos vimos angustiados. En los caminos yacen dardos rotos; los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pupulan por calles y plazas, y están las paredes manchadas de sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre.

Se nos puso precio. Precio del joven, del sacerdote, del niño y de la doncella. Basta: de un pobre era el precio sólo dos puñados de maíz, sólo diez tortas de mosco; sólo era nuestro precio veinte tortas de grama salitrosa. Oro, jades, mantas ricas, plumajes de quetzal, todo eso que es precioso en nada fue estimado. Llorad, amigos míos, tened entendido que con estos hechos hemos perdido la nación mexicana. El agua se ha acedado, se acedó la comida! Esto es lo que ha hecho el Dador de la vida en Tlatelolco… Los trabajos mejor fundados de historiografía americana calculan entre setenta y ochenta y ocho millones de habitantes la población de los grandes imperios precolombinos: al cabo de un siglo y medio de colonización sólo quedaban, apenas, tres millones y medio. Las antiguas clases dirigentes fueron asesinadas sistemáticamente y remplazadas por administradores coloniales. Las antiguas técnicas artesanales y regímenes de vida, suplantados por otros más adecuados al ansia de rápidos lucros que el conquistador traía como norma. Transformándose esto último en un arsenal tan importante como las propias armas; lo que éstas no pudieron, lo pudo la viruela, la tuberculosis, las fiebres puerperales o las enfermedades venéreas; otras tantas ventajas que la pretendida “civilización” del invasor trajo a Latinoamérica y afincó junto con su “cultura”. La patología del cuerpo y del alma bendecida por la Santa Madre. Como contrapartida de este cuadro de verdadera destrucción existencial bueno es recordar algunos cálculos aproximados de los beneficios económicos que la conquista le produjo al Amo europeocristiano-occidental. Alejandro de Humboldt calculaba en 5.445.000.000

pesos el valor de los metales preciosos que pasaron de Hispanoamérica a Europa en el lapso de tres siglos; Becker y González establecen el valor de 1.557.308.475 maravedíes para la cantidad de oro, plata, piedras preciosas y otros botines ingresados en la Casa de Contratación entre 1509 y 1550. Entre los años 1500 y 1800 Europa quintuplicó su existencia de oro y triplicó la de plata. En algunos casos la patología del invasor fue brutal y despiadada: Alvar Núñez Cabeza de Vaca ordenaba a sus oficiales marcar “con hierro del Rey” en la cara y en los muslos a los indios prisioneros y no era raro que el encomendero alimentase sus perros con despojos humanos. Pero en otros casos el lucro y el afán de poder se desarrolló de modo “racional” y sistemático. Se buscó el perfeccionamiento mercantil de la maquinaria colonial con el fin de extraer los mayores provechos que la opresión y la miseria pudieran proporcionar. Las misiones jesuíticas —verdaderos emporios comerciales— se montaron sobre esa “filosofía”. La máxima de Fray Bartolomé de Las Casas —“Hay que atraer a los gentiles con suavidad…— se cumplía allí a la perfección. Y sobre tal caricatura “espiritualista” logró montarse un verdadero emporio de la yerba mate cuyos dividendos llegó a enfrentarlos radicalmente con el poder político de la corona representado en la persona de los gobernadores. Al cabo de cuarenta años de trabajo sistemático y organizado los jesuítas poseían 33 grandes establecimientos de producción (ubicados en la zona del Paraguay y del litoral mesopotámico de nuestro país). Las famosas “misiones” — verdaderos campos de “amansamiento” y producción indígena— producían simultáneamente arroz, trigo, algodón, cacao, tabaco, yerba mate y un sinnúmero más de productos altamente rentables, amén de que su población —calculada en 1753 en 150.000 habitantes— constituía un verdadero ejército paralelo que los responsables no vacilaban en utilizar cuando sus negocios se veían entorpecidos por la competencia. Sobre tal base —tantas y tantas veces escamoteadas e ideologizadas— resultan verdaderamente ridículas las valorizaciones del trabajo misionero que ponen el énfasis en el “socialismo” interno que reinaba en las misiones o aquellas otras, más sutiles, que pretenden mostrar a los alzamientos indígenas fomentados por los jesuitas como verdaderas guerras de “liberación”. Nada tan alejado de lo real, tan ontológica y

políticamente encubridor, tan falso. Dialéctica de la liberación y posibilidad de un filosofar Lo anterior constituye el “entorno”. Es desde esa opresión — descripta tan sólo en sus matices más destacados— desde donde es posible pensar el proceso de liberación latinoamericana y su consecuente posibilidad de un filosofar autónomo y creativo. Porque en ello tenía total razón el viejo Hegel: la filosofía nace con la libertad y sin libertad no hay filosofía posible, sólo se repite y utiliza como propio un verbo de prestado. La Filosofía es —en tanto reclamo y permanencia en lo universal concreto— producto de un pueblo libre, dueño de su destino. Mientras la dominación oprima el ser de lo latinoamericano, la filosofía —en su sentido más estricto— seguirá siendo un proyecto y un anhelo. Coincidente —si así se la ejercita— con el ser del pueblo que la nutra: liberarse para empezar a ser. Lo demás es viento de palabras, resignación o pedantería universitaria.11 Ahora bien, si la opresión constituye —como hemos puntualizado — el entorno de la existencia latinoamericana es al mismo tiempo el motor certero y la fuente inagotable del proceso liberador. En virtud de una dialéctica, paradojal pero inevitable, la opresión—asumida y pensada— es el suelo firme de la liberación, y allí donde aquélla crece ésta se muestra con mayor precisión y posibilidades. De manera que si Latinoamérica es la tierra de la opresión dominadora es, simultáneamente, el lugar donde un proceso de auténtica liberación creadora se halla palpablemente presente (al igual que en todas aquellas áreas del planeta donde la mano del Amo europeo-occidental se posara sin miramientos). Curiosamente: a mayor opresión mayor liberación; a mayor negación del ser mayor tendencia recuperatoria. Por supuesto que todo ello como movimiento de 11

Conviene tener presente las propias palabras hegelianas, que conservan un sentido profundo más allá del contexto que las nutre. Según el filósofo prusiano, la Filosofía surge allí donde “…aparece por primera vez esa libertad de conciencia de sí mismo” que hace pasar a segundo plano la conciencia natural y da vuelo al espíritu”. Agregando a continuación: “Cuando un pueblo se sabe libre y es solamente como algo general, este saberse libre y esta generalidad son el ser de ese pueblo, el principio de toda su vida moral y de su vida entera”. Sólo en este estado la Filosofía es posible; por el contrario: “En cuanto dependo en mis impulsos de otro, en cuanto cifro mi ser en algo particular, soy, en cuanto existo, algo no igual a mí mismo...” y allí todo filosofar queda impedido y reemplazado por “ideologías” o “filosofemas”. Hegel, G. Lecciones sobre historia de la Filosofía. F. C. E., México, 1935, tomo I, págs. 93 y 96.

posibilidad, pero, al mismo tiempo, como firme fundamentación ontológica de la praxis y de la teoría en América Latina. Es desde la opresión y desde el renovado intento de liberación (la cual a su vez debe ser comprendida como alejada de todo “redentorismo” o “mesianismo”) que el pensar y la existencia del latinoamericano cobra su significación histórica. Existir latinoamericanamente quiere decir: forjarse un lugar y un destino en el seno del ser y ejercitar desde él la comprensión que le sea inherente. Ello estaba ya presente en la respuesta que los indios de Darién le dan a uno de los capitanes de Pedrarias Dávila, luego de la lectura de la anteriormente mencionada Acta de Posesión; los cronistas refieren esta réplica por parte de nuestros antepasados: “…que el papa daba lo que no era suyo, y que el rey que lo pedía y lo tomaba debía ser algún loco, pues exigía lo que era de otros; que fuese el capitán a tomarlo y le pondrían la cabeza en un palo, como tenían otras de sus enemigos que le mostraron”. Voluntad de ser (y no de poder) también presente (y mucho más contemporánea) que podemos palpar en la “Orden General” que en julio de 1819 el general José de San Martín proclamara ante sus tropas, fatigadas en la lucha continua contra los enemigos internos y externos de la Nación Latinoamericana: “Compañeros: Ya no queda duda de que una fuerte expedición española viene a atacarnos; sin duda alguna los gallegos creen que ya estamos cansados de pelear y que nuestros sables y bayonetas ya no cortan ni ensartan. Vamos a desengañarlos. La guerra la tenemos que hacer del modo que podamos: si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos han de faltar. Cuando se acaben los vestuarios nos vestiremos con la bayetilla que nos trabajan nuestras mujeres, y si no andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios. Seamos Libres, que lo demás no importa nada”. En la lucha militante por la libertad, el hombre latinoamericano y

su proyecto de filosofar adquieren un “verbo” propio. Palabra balbuceante en un comienzo, mas luego concreta y eficaz. El hombre latinoamericano es el oprimido que intenta liberarse: su arte, su religión, su filosofía —ejercitadas con autenticidad— no hacen más que expresar esa renovada necesidad histórica; de lo contrario ingresan en el rango de aquellas “conversaciones de guardianes de plaza” que Nietzsche describiera con una agudeza incomparable. Lo específico, lo esencial (en el sentido rigurosamente filosófico que los griegos daban a la palabra OUSIA) del hombre latinoamericano es su necesidad de liberación, su dejar de ser un oprimido para comenzar a ser un hombre sin más —con todo lo riesgoso que ello significa—. Tarea que, por lo demás, comparte con todos sus hermanos africanos y asiáticos que también han soportado la devastación del europeo ideologizada como “aventura del espíritu”. Pueblos que en su ser más íntimo padecieron la sutil locura del “animal racional” que, en aras de su “racionalidad” y en nombre de sus principios más “sagrados”, al cabo de medio siglo de conquista alteró todo orden —y toda auténtica jerarquía. Sobre la base de la superación de esa falsa racionalidad surge el impostergable proyecto de una filosofía latinoamericana (o, si se prefiere, de un filosofar latinoamericanamente) concebida, por sobre cualquier particularismo, como un reclamo de acceso a lo universal a partir de una recuperación del propio ser. Un filosofar así concebido es —como todo auténtico filosofar— una verdadera ontología de la totalidad concreta, el paso reunificador por sobre cualquier particularismo. No se trata, en efecto, de “volver a las cavernas” (como muchos pretenden hacer creer); no se trata de “folklorismo” o de “baratija metafísica”; se trata lisa y llanamente de un pensar honesto y desideologizado. De un pensar situado; con palabras del mexicano Leopoldo Zea de una “filosofía sin más”. Un pensar que busca evitar aquella certera acusación de “pistoletazo” que Hegel pronunciara contra todos aquellos que sin mediaciones se instalan en lo “universal” (en su terminología: lo “universal abstracto”). Las palabras que Patricio Lumumba pronunciara semanas antes de su infame asesinato resultan aquí plenas de sentido y vigencia: “… nosotros no queremos la destrucción de la cultura occidental, yo he sido

educado por padres cristianos y de ellos aprendí que todos los hombres son iguales. Tampoco pretendemos destruir al hombre blanco, ya que ésta es una expresión del hombre, como lo es el negro. Por el contrario, queremos continuar la obra de liberación del hombre. Los franceses se alzaron en 1789 contra una tiranía que rebajaba al hombre, los africanos continuamos esta obra de liberación en 1961, nada tiene que ver el color de la piel de los unos y de los otros, es ésta la obra del hombre por encontrar al hombre”.12 Esta advertencia nos acerca también a la segunda de nuestras cuestiones: ¿qué bases tendrá una filosofía que surja e indague por el sentido de nuestra vida? A ella responderemos muy brevemente, y ello no por pereza de ninguna dase, sino porque al respecto nos hallamos en pleno proceso de gestación y la respuesta más certera deberá formularla la propia historicidad latinoamericana; los propios pueblos latinoamericanos embarcados en un proceso creador e irreversible. La filosofía latinoamericana se va constituyendo junto con el hombre latinoamericano que la reclama y posibilita (aunque de muchas tareas y logros concretos podría hoy día hablarse). Para nosotros se trata, lisa y llanamente, de permitir aflorar — ayudando a su constitución efectiva— el diseño de ese Hombre-total que Europa siempre promete y continuamente frustra. Ello implica —como condición irremplazable— la desenajenación concreta del mundo vivido y el levantamiento de la dialéctica bipolar “dominador-dominado”; mientras ambos factores subsistan la tarea de la Filosofía será la denuncia permanente y desnudadora de su propia imposibilidad, y el Filósofo reclamará su lugar en los movimientos de liberación que en su patria tengan lugar, velando celosamente desde él los postulados que su vocación le ha impuesto. En la firme solidaridad con sus hermanos — alejada de toda evasión o enclaustramiento— el uno y la otra realizarán aquello para lo que fueron dispuestos, empeñando en ello sus mejores esfuerzos. Las palabras que el boliviano Sergio Almaraz pronunciara para sus compatriotas son hoy extensibles a toda la nación latinoamericana y desde ellas es posible redefinir el rumbo de nuestro filosofar: 12

Citado por Leopoldo Zea en su trabajo La filosofía americana como filosofía sin más. Ed. Siglo XXI. México, 1969, pág. 146. El subrayado es nuestro.

“Los hombres de las minas mueren por hambre y abandono, como en el tiempo de la peste o de la guerra. ¿Quién que sea extraño a ellos, podría hablar en estas condiciones de ponerlos en posesión de su propia dignidad? Hay una dignidad que no han perdido, es cierto; más que de gestos dignos para los que no hay cabida cuando el hambre destruye las criaturas, se trata de un sentimiento trágico, de la lúcida aceptación de una existencia irremediablemente perdida, el reconocimiento de un destino que es el exilio. Pero no hay que llamarse a error. No puede ser masa anulada la que es matriz sufriente de la revolución: los que pueden rescatarse a sí mismos no están perdidos. Nada tiene que ver aquí la justicia, sobre todo aquella que alejada de la carne que sufre, es concebida en términos abstractos y con la cual las buenas gentes quieren erigirse en jueces… en las minas la vida ha retrocedido a la última frontera; para rescatarla hay que destruir un sistema, y no será precisamente el reformismo el inductor del cambio aunque fuese inspirado por hombres honestos, lo que no sucede”. Sobre tales condiciones está creciendo lenta y maduramente un filosofar latinoamericano.

ESTRUCTURA DEL SER NACIONAL: APUNTES PARA UNA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

En nuestra exposición anterior reflexionábamos acerca del hombre latinoamericano y su posibilidad de filosofar. 13Sentamos allí algunas primeras conclusiones que podrían, muy bien, servir de introducción a lo que ahora nos interesa desarrollar. Nos formulábamos entonces dos preguntas directrices: ¿cuáles son los caracteres diferenciales del hombre latinoamericano? y ¿qué bases tendrá una filosofía que indague por el sentido de nuestra vida? Los desarrollos ulteriores se pueden sintetizar en cuatro puntos fundamentales: 1) La expresión “hombre latinoamericano” es ya una expresión equívoca y que llama a la reflexión. El hombre “latinoamericano” es un invento del hombre europeo —del conquistador—. Con anterioridad a la dominación imperial, el “americano” o “latinoamericano” era un hombre sin más, con todo lo que de totalizador encierra dicha palabra. Nuestro bautismo como “latinoamericanos”, coincide con nuestro ingreso en calidad de colonizados —es decir de sub-hombres— en la historia mundial liderada por el europeo occidental (el arquetipo de “hombre”, el Señor). 2) Esa sub-humanidad del “hombre latinoamericano” ha sido generada por la violencia del conquistador europeo que, sobre la mutilación y el casi aniquilamiento de las estructuras auténticamente americanas, impuso un proyecto humano por completo ajeno al devenir histórico de los pueblos. El tiempo y la represión internalizada transformaron dicho proyecto en “natural”. 3) Un filosofar latinoamericano —al igual que cualquier otro modo de la praxis en este lugar del planeta— tiene como punto de partida aquel enajenamiento originario y, su intención más profunda, es la denuncia de la falsa racionalidad y su consecuente necesidad de superación. 4) Si tal mutilación constituye nuestro punto de partida, el de llegada es lo universal sin más; sólo que un tal “universal” debe entenderse como lo universal concreto (en el sentido hegeliano de la expresión); al cual se arribará a partir de la recuperación onto-política de nuestro ser. Tal recuperación sólo le es dable al pensar en la medida en que opere pegado a la historicidad de nuestro hombre y de nuestros pueblos latinoamericanos. Recordábamos entonces las postreras palabras de Patricio Lumumba: “...queremos continuar la liberación del hombre. Los franceses se alzaron en 1789 contra una 13

Confrontar nuestro trabajo “El hombre latinoamericano y su proyecto de filosofar” inserto en este mismo volumen.

tiranía que rebajaba al hombre, los africanos continuamos esta obra de liberación en 1961, nada tiene que ver el color de la piel de los unos y de los otros, es ésta la obra del hombre por encontrar al hombre”. Lo que quisiéramos ahora presentar es el modo peculiar que esa lucha por lo universal ha adquirido en nuestra historia nacional; o sea, de qué manera el hombre argentino —nuestro fragmento más inmediato de lo latinoamericano— ha luchado por la constitución de su ser. Como el título del trabajo lo indica, trátase tan sólo de algunas notas esenciales a partir de las cuales sería posible elaborar una filosofía de la historia nacional —tarea que excede no obstante la brevedad de esta presentación—. Lo que aquí sí se señalarán serán las coordenadas históricas dentro de las cuales queda encuadrada la mencionada lucha, todavía no concluida.14 Encuadre general de la lucha Fragmentada la unidad latinoamericana, el gran territorio inicial queda dividido en tantasrepubliquetas como puertos de exportación existían. Se cumplía de este modo el viejo ideal del “complemento” que el poder imperial anhelaba para estas tierras. Los viejos y organizados imperios americanos se transformaban en apéndices de la Europa colonizadora (Nueva Granada, Nuevo México, etc.). De manera que, si dijimos antes que el hombre “latinoamericano” es un invento del europeo, podemos afirmar ahora que lo mismo ocurrió y ocurre con el territorio que éste habita: su estructura es absolutamente artificial; impuesta al comienzo por las armas y la destrucción y luego mantenida por una sutil pedagogía deformante y dividente, no responde de ninguna manera a necesidades originales. Esa labor de fragmentación durará aproximadamente cuatro siglos y será realizada y mantenida sucesivamente por tres imperialismos: el español, el inglés y el norteamericano. Cada uno de ellos quitará o agregará según sus intereses y así veremos cómo pueblos enteros aparecen, desaparecen o cambian de mano. La forma contemporánea de la nación latinoamericana y, junto a 14

Nuestra recurrencia a los datos historiográficos no se apoyan en ningún afán de tipo histórico o simplemente anecdótico, sino estrictamente filosófico. Es imposible intentar siquiera una filosofía de la historia sin la sustentación táctica indispensable; en caso de suceder así el camino de lo ideológico (enmascarador) se halla a pocos pasos.

ella, la de la América toda es la obra del último imperio de turno: el norteamericano. Este luchará denodadamente contra el poder europeo por los beneficios de la explotación latinoamericana y logrará —si bien es cierto que a duras penas— imponer finalmente Ja tesis de su doctrina Monroe: “América para los americanos”. Desembarazado de los molestos competidores se dedicará, durante los primeros veinte años de este siglo, a modelar el continente de acuerdo con sus más mínimos intereses. Crecerá primero espacialmente a expensas de los territorios españoles y mexicanos de Texas, California, Florida y Nuevo México. Buscará inmediatamente asegurarse el control del Caribe, a fin de “organizar” las “repúblicas” centroamericanas y desde allí proyectarse al resto del continente. Para ello no vacilará en intervenir en favor de la “independencia” cubana aliándose contra España e imponiendo luego su propio gobierno a la ex colonia (enmienda Platt de 1902); otro tanto ocurrirá con Puerto Rico (ley Foraker de 1900). En 1907 —con el fin de “sanear” la economía del país— intervendrá fiscalmente a la república Dominicana; completándose la faena con la intervención de 1914 en Haití, bajo el mismo pretexto. Si a lo anterior agregamos: creación de las “repúblicas bananeras” (Costa Rica, Honduras, Guatemala y Panamá); imposición de tratados a Nicaragua y Costa Rica para construir una ruta interoceánica; imposición del Tratado Hay-Herrán a Colombia para obtener otra ruta interoceánica por Panamá; segregación de Panamá y organización como república “independiente”; Tratado Bunau Varilla por el cual ejercerá soberanía en la zona del canal interoceánico de Panamá; intervenciones militares armadas en Nicaragua y México y la ocupación por diecinueve años de Haití, encontraremos que en 1916 la base de lanzamiento sobre el cono sur estaba consolidada. A todo ello le había servido de venerable prolegómeno las palabras que Theodore Roosevelt escribiera en “El Independiente” el 21 de diciembre de 1899: “Toda expansión trabaja para la paz. En otros términos, toda expansión de una potencia civilizada significa una victoria para la ley, el orden y la justicia. Esto ha sido verdad en todos los casos de expansión durante el presente siglo, lo mismo que la potencia expansionista fuese Francia o Inglaterra, Rusia o América. En todos los casos la expansión ha sido un provecho, no tanto

para la potencia que se beneficia nominalmente, como para el mundo entero… Lo mismo ha sucedido en la historia de nuestro país. Naturalmente, toda nuestra historia ha sido una historia de expansión… los pueblos que no se expansionan no pueden dejar nada detrás de ellos.” Reordenada América Central y del Norte, la avalancha sobre el cono sur —donde el imperio inglés era ley— no se haría esperar. En nuestro país un mercado de aproximadamente ocho millones de habitantes aguardaba resignadamente el nuevo tutelaje. Pero volvamos al hilo central. Señalábamos la mutilación y reordenamiento geo-político de la inicial nación latinoamericana y su interesada división en republiquetas presuntamente independientes. Falta agregar ahora otro dato esencial para el debido encuadramiento del ámbito por donde transcurre nuestra peculiar historia latinoamericana: la contradicción básica en que se debate y desangra cada una de esas republiquetas. Dicha contradicción se expresa bipolarmente entre un interior sojuzgado y explotado por una capital portuaria, que despacha por su puerto —a las metrópolis de turno— lo que aquél produce o contribuye a fabricar. El puerto internaliza el imperio y se comporta dentro del territorio como el imperio respecto de la nación: a la dominación exterior se agrega ahora la interior (que en el caso particular de nuestro país se hará sentir con toda su agudeza). La fragmentación de la nación latinoamericana y esas republiquetas (a su vez fragmentadas, divididas y peleadas entre sí por los beneficios del paternazgo imperial) es la herencia de la conquista, aquello que el Amo europeo-occidental depositó sobre estas tierras como “civilización”. Pero ello es, a la vez, el punto de reconstitución de nuestra universalidad, el entorno desde el cual accederemos —y esto sin lugar a dudas puesto que en la lucha entre los pueblos y los imperios aquéllos, a la larga o a la corta, siempre han triunfado— a nuestra liberación como individuos y como sociedades, según nuestra manera y necesidades. Ello supone un largo camino compuesto por tres etapas básicas dialécticamente entrelazadas: 1) la reconstrucción de la república como unidad (lo que podríamos denominar el forzamiento de la Patria); 2) la unidad de la Patria en la reconstrucción de la Nación Latinoamericana, y 3) el ingreso efectivo de la Nación Latinoamericana

en el devenir histórico mundial (es decir, el comienzo real de la, hasta ahora falsa, historicidad latinoamericana). Todo lo cual debe ser a su vez pensado en solidaridad y comunidad con el resto de las áreas del planeta —Tercer Mundo— que han sufrido la devastación europea, ideologizada como aventura del “espíritu”. Un poeta grande como lo fue Leopoldo Marechal lo expresó en dos palabras “batalla terrestre” - “batalla celeste” (cf. Megafón o la guerra); concibiendo, desde ellas, el auténtico sentido de la recuperación ontológica. En boca de su Megafón nos es dable leer: “La guerra no es un deporte más o menos violento ni un sudor ácido en las axilas. Entrar en la guerra es entrar en la historia”.15 Desde esas palabras, es posible y necesario pensar el profundo significado ontológico del devenir histórico-político de la Nación Latinoamericana y de cada uno de sus componentes vitales. La lucha histórica por el ser nacional independiente Aclarado el encuadramiento general dentro del cual se generó y transcurre la historicidad latinoamericana, pasaremos a plantear ahora la manera peculiar que dicha lucha (guerra), adquiere en el caso de la nación Argentina. Tratóse de diseñar, provisionalmente, el esquema de una filosofía de la historia nacional recurriendo, para ello, al acontecer láctico de dicha historia. Desde él es posible pensar, situadamente, lo que se juega en el devenir de nuestra historia nacional y su profunda significación ontológica; en una palabra: filosofar acerca de la historia, inquirir por el destino de nuestros hombres y de nuestro pueblo. Toda nuestra historia nacional puede ser concebida como la lucha trágica (“agonal” en el sentido griego) entre una Argentina exterior y dependiente y una Argentina interior y con vocación plena de ser autónoma. La superposición de ambos intereses, los sucesivos predominios de una sobre la otra y la confrontación continua han modelado, paso a paso, la constitución de nuestro ser nacional. En lucha a muerte con su contrincante, cada una de estas dos argentinas, ha ocupado una parte del territorio y —desde él— intentó modelar la totalidad de la nación a su medida e intereses. Esa lucha que no ha cesado ni por un instante 15

Marechal, Leopoldo. Megafón o la guerra. Ed. Sudamericana. Buenos Aires, 1970, pág. 18.

expresa —por el lado de lo que hemos denominado “Argentina interior”— la profunda necesidad de liberación y soberanía plena que reclama para sí un pueblo separado artificialmente de su destino. Esa “interioridad” rechaza consecutivamente la “exterioridad” que la enajena, que le impide su propio acceso a lo universal y genera, en el desarrollo mismo del proceso, las categorías del pensar que necesita. Veamos de qué manera. Argentina, desde lo dicho, es entonces una denominación equívoca (tan equívoca como la propia expresión “americano”). Queremos decir con ello que es más la expresión de un deseo de unidad, que alguna realización efectiva y comprobable. La última de sus formas no es sino el triunfo momentáneo —como en toda Latinoamérica— de una “parte” sobre la otra, un triunfo logrado por la fuerza y el relega miento y, por ello, insostenible. Si, a fuer de profundizar, quisiéramos rastrear ahora los orígenes de esa bifrontación veríamos que éstos son tanto geográficos como espirituales. Las dos corrientes colonizadoras españolas en esta parte del cono sur tuvieron puntos de partida e intereses distintos, y, desde un comienzo, esas diferencias jugaron desfavorablemente para el posterior destino de la nación en su conjunto. La primera de esas corrientes colonizadoras tuvo sus polos de atracción en las ciudades de Asunción del Paraguay y Buenos Aires y se organizó, como una especie de circuito cerrado, sobre las corrientes fluviales del sistema del Plata (ríos Paraná, Uruguay, de la Plata y afluentes). El conquistador llegará a esa porción del territorio con la esperanza de reeditar las hazañas económicas que Hernando de Pizarra había divulgado por toda Europa. Fabulosos tesoros, sierras de plata, lujosas civilizaciones rondaban la mente del colono español. Más la frustración no tardaría en llegar y los antiguos buscadores de oro —ante la ausencia del supuesto vellocino— no tuvieron más remedio que convertirse en humildes agricultores o comerciantes, dentro de los límites de misérrimas e inestables poblaciones. Los menos resignados huyeron al Tucumán y de allí al Perú: en el Plata todo estaba por hacerse. La segunda corriente de conquista y colonización tendrá su origen en Lima y la frustración será también el corolario de su empresa. El

sueño de nuevos y florecientes imperios, al sur de los ya descubiertos, es el motivo de su marcha. Penetrará en la actual Argentina a través de dos vías: por Jujuy y por los Andes. Ninguno de sus grupos llegará nunca a la llanura; civilizaciones guerreras le harán perder sus impulsos en las desérticas comarcas del sur y, cerrándose también sobre sí misma, culminará en la fundación de ciudades claves: Córdoba (1573) y San Luis (1596). Córdoba y San Luis, conjuntamente con las provincias cuyanas, serón entonces las fronteras de un país con otro —las dos “argentinas” de más adelante—: el país de la montaña (de piedra, de minas, de una historia propia anterior a la dominación) y el país de la llanura (de la tierra fértil, del paisaje monótono y de la sin-historia). De tal manera quedarán delineadas las dos regiones geoespirituales (y políticas) que dividirán coyunturalmente a la Argentina: la montaña y la llanura. Tal división se constituirá en el eje central del desarrollo de nuestra nacionalidad y de sus conflictos. El devenir histórico posterior será el del asentamiento y consolidación de ambas regiones y el posterior y permanente enfrentamiento. El “país de la montaña” con su historia y su carga ancestral de ser y el “país de la llanura” donde todo lo hace el dominador, el europeo. Un país hecho y un invento; una historia propia y legendaria y una anti-historia, resultado de la imposición violenta del orden social imperial. La contradicción interna —el fragmento y su otro— queda planteada en toda su grandeza: la “reina del Plata” —coqueta mimada de las cortes europeas — y sus vasallos —una Argentina interior, bruscamente deshistorizada, pero en pie de guerra—. Un esbozo de filosofía de nuestra historia nacional, medianamente ubicado, no puede dejar de reparar en esta fractura original y en la necesidad imperiosa de reunificación, como lanza hacia el logro de una unidad real. Desde aquella bifrontación originaria en adelante se escribirá la historia de nuestra particular “nación”, la que habrá de caracterizarse por dos notas esenciales: 1) la guerra cívico-militar-ideológica continua entre el “país de la montaña” y el “país de la llanura”; 2) las sucesivas alianzas del “país de la llanura” con algún imperialismo de turno, al margen y espaldas del resto de la nación, como manera de conservar y afianzarse en su precario “poder”. En estas alianzas —con el Imperio

inglés primero y con el norteamericano más tarde— el país en su conjunto pierde soberanía y gana dependencia en una inexorable progresión geométrica; al mismo tiempo que una clase —erigida en dominante— usufructúa las miserias de aquella dependencia y se consolida en el ejercicio de la dominación interna. El eje de la negociación con el Imperio (nivel exterior) y de la represión y dominación interior (nivel interno) será el puerto de Buenos Aires y su ciudad homónima. Esta se aliará permanentemente con los enemigos de la nación para poder sobrevivir; no encontrará mejor método para “liberarse” de la dominación española que sustituirla por la inglesa y, después que ésta inicia su proceso de decadencia, correrá a los brazos del Tío Sam en calidad de sobrina pretensiosa. La “revolución” de mayo de 1810 y la lenta pero inexorable “separación” de los intereses británicos después de la Segunda Guerra Mundial, hablarán de su imposibilidad de liderar una revolución nacional liberadora y de la permanente frustración que ejerció sobre un proyecto tal —directo lesionador de sus intereses—. En virtud de una dialéctica paradojal y trágica logra aumentar su poder imperial interno cuanto más aumenta su dependencia con el imperio de turno: a mayor sumisión de la nación, mayor provecho para sus intereses particulares. En el año 1853, en supuesta defensa de la (su) “libertad” y de la (su) “unidad”, aniquila al interior en Caseros y organiza el país a su antojo. Se valdrá para ello de los mismos principios que había pisoteado, los que, unidos al salvajismo y la matanza, darán forma a la república democrática-liberal, inmortalizada en una Constitución que tampoco vacilará en violar cuantas veces le sea necesario. El “mal” que Sarmiento proclamara para el país —“su extensión”— estaba solucionado: la nación queda reducida a la llanura (la fábrica de vacas) y el resto será “lo otro”, “el interior”, lo “negro”, lo “bárbaro”, lo “despreciable”. Cumplido a la letra el lema sarmientino —“no ahorrar sangre de gauchos”— los frutos estaban a la vista. De allí en más, cada vez que el interior presione —desde afuera o desde adentro de su feudo— no vacilará en reprimir en nombre de la “justicia” y el pueblo será sucesivamente acusado de “chusma”, “cabecita negra”, “subversivo” o “comunista”, de acuerdo con el lenguaje de moda en cada época. Una hojeada rápida al vocero oficial de

la fábrica de vacas —-el diario La Prensa de Buenos Aires— nos permitiría elaborar una verdadera antología del desprecio y represión de la causa nacional en aras de los más ocasionales intereses particulares. 16 Veamos, a título de ejemplo, algunos testimonios. En la edición del 18 de abril de 1870 del mencionado matutino, podemos leer —respecto del pueblo entrerriano, unificado en torno a la figura de López Jordán, después del asesinato de Urquiza— lo que sigue: “Este pueblo, o está completamente bajo la presión de un gran estupor, o es un rebaño de ciudadanos útiles para todo”. En el editorial del día 13 de agosto de 1916 — poco tiempo antes de que Hipólito Yrigoyen asumiera el poder avalado por la casi totalidad de la nación—, el “país de la llanura” se expresaba en estos términos: “En nuestro país no hubo jamás —no los habrá nunca — enconos, luchas y odios de religión y política, porque esos son atributos de las sociedades incultas o de evolución incompleta: y estas conquistas morales son timbres que blasonan la civilización argentina. ¿Renunciaremos a ellos? ¿Consentiremos que esta plácida situaciónsocial se convierta en mar proceloso, donde reinen la anarquía, las persecuciones y las funestas consecuencias de las agitaciones irreductibles de cualquier fanatismo? ¡No! Somos, queremos ser, una sociedad orgánica, tradicional y definitivamente conservadora de sus conquistas institucionales, económicas y sociales”. En 1938, después de reconocer el denominado “fraude patriótico”, sermonea a los derrotados en estos términos: “No siempre se puede ganar, y conformarse con haber perdido en buena ley no es una deshonra”. Ya en 1945 —en coqueteo con el nuevo imperio de turno— se referirá a los norteamericanos integrantes de la famosa “Marcha de la Constitución y la Libertad” (19 de setiembre de 1945) en estos términos: “Alternaban cantando el Himno Nacional Argentino con el Good Bless America. No puede decirse que gente así no sea amiga nuestra”. Diez años más tarde, como método efectivo para “reordenar” la composición social del feudo, sentenciará — en un cinismo desconocedor de todo límite—: “El estímulo a las actividades rurales es un primer paso del cual pueden esperarse buenos resultados”. Lo importante era la “pureza”, que el “país de la montaña” no se saliese de “su lugar”, que el interior asumiese como “natural” su 16

Un mentor adecuado en este sentido es el pequeño volumen antológico La Prensa. Cien años contra el país, publicado por el sindicato obrero de Luz y Fuerza (Capital Federal. República Argentina) con motivo del centenario del diario de los Paz. De allí extraemos las citas que continúan; el subrayado es nuestro.

relegamiento y siguiese produciendo para la puerta-puerto. No era de extrañar, ya en 1822 don Bernardino Rivadavia rehúsa los fondos que necesitaba San Martín para su campaña libertadora latinoamericana, porque no era cuestión de andar descuidando el progreso edilicio y la floreciente rentabilidad del puerto (la expedición al Perú ya se había tenido que hacer con bandera chilena por falta de un “gobierno argentino” que la respaldase). En fin, los datos podrían acumularse ad infinitum, pero las pruebas son siempre las mismas: una nación fragmentada, las tres cuartas partes de su población en un exilio forzoso y una parte de sus componentes erigidos en ideólogos y administradores del poder. Actualidad: decadencia y perspectivas Una somera mirada sobre nuestra historia nacional muestra con claridad la situación que hemos venido desarrollando y la agudización efectiva al presente. Un país vencedor y otro vencido, y la Nación partida entre ambos. Desde su victoria sobre la montaña el país de la llanura es el que rige el destino (o mejor sería decir la “falta de…”) de la comunidad en su conjunto. El país de la montaña resultará continuamente relegado, tratado como enemigo, minimizado en una lucha constante que no comprende en toda su dimensión, pero a la que concurre con renovado valor y decisión. Una Argentina visible y pseudo-poderosa y otra latente, subdesarrollada pero íntimamente ligada al resto de la Nación latinoamericana; en términos sartreanos resultaría algo así como la “mala conciencia” de la fábrica de vacas, el permanente testimonio de la miseria y la frustración. Desde el “país de la llanura” se vivirá una historia de prestado narrada con un verbo de trasnoche. Ello le dará a la Argentina una de sus peculiaridades más importantes de destacar: tener el imperio adentro. El imperialismo (político, económico, cultural o financiero) ha actuado sobre nuestro país con suma prudencia y sabia ductilidad; no sólo mantiene sus negocios y propiedades cuidadosamente disimulados sino que ha ocupado una parte del territorio con los propios hijos de la nación y es un fragmento de la misma la que cuida y administra los intereses del

coloniaje. El Imperio cuenta aquí con una guardia pretoriana nativa y eficaz; la seducción —constante y de todo tipo— le permitirá gozar de aquel servicio sin demasiados sobresaltos o compromisos, caso verdaderamente singular en América Latina. Le bastará con mantener actualizados todos aquellos resortes que enajenen a la élite directiva de los intereses del pueblo en su conjunto y —por el contrario— la acerquen a sus propios intereses. Con total conciencia de esta bifrontalidad, uno de los más insólitos representantes de la llanura, don Federico Pinedo, confesaba —sin ruborizarse —en febrero de 1971: “Esta nación fue hecha con el capital extranjero. La ganadería argentina no hubiese existido sin los frigoríficos ingleses y norteamericanos. Ahora resulta que ellos son los enemigos para el gobierno. ¡Pero si el país les debe gratitud! Gente como la de Bunge y Born, Dreyfus, Baring, Bracht siempre identificaron los intereses de sus empresas con los del país”17 Don Federico Pinedo tiene razón: el “país de la llanura” siempre tuvo los mismos intereses que el Imperio, de allí que la concordancia no resultara demasiado difícil, aunque sí ardua y trabajosa dado los constantes regateos de los socios y sus adláteres. Por lo demás, y ya a nivel cultural, es bueno destacar la constante repulsa por lo latinoamericano y por todo lo que suene a propio, a no importado, que han experimentado los intelectuales de la llanura. Absolutamente hipotecados al imperio, no tienen más “naturaleza” que el que éste les provee a través del mismo puerto por el que se lleva la riqueza material; el denominado Grupo Sur —liderado por Victoria Ocampo— representa ese estado de dependencia intelectual en su nivel más puro. Bástenos con recordar las palabras de uno de sus voceros más jóvenes, H. A. Murena, cuando nos relata su peculiar vivencia de lo latinoamericano: “…es un sentimiento, el sentimiento de que América constituye un castigo por una culpaque desconocemos: el sentimiento en suma, de que nacer o vivir en América significa estar gravado por un segundo pecado original”.18 Lo cual no quitaba para que uno de sus 17 18

Reportaje en revista Panorama n9 200. Buenos Aires, febrero de 1971. Citado por Juan José Hernández Arregui en su valiosa obra Imperialismo y cultura (Ed. Hachea.

fundadores —don Ricardo Güiraldes— le ofreciera, a un parisino próximo a viajar al país, “alguna preciosa chinita de catorce abriles, tímida como una corzuela” con el fin de que el presunto amigo se dignara poner “su alma de poeta a los pies de esta carne simple”. El comentario que Juan José Hernández Arregui pospone a estas mismas palabras nos parece suficientemente elocuente y descriptivo de esa mentalidad dependiente: “Esto es nauseabundo”19(el contacto con las vacas traiciona toda higiene —hasta la intelectual —y como bien se sabe nuestra llanura está poblada de vacas). Pero si tal era la mentalidad del “país de llanura”, en torno a la década del 30, es importante destacar que últimamente la misma ha sufrido algunos cambios de consideración, producto de las sucesivas contradicciones que ha dejado sin resolver. Una hojeada contemporánea sobre la situación nos permitiría advertir el paulatino resquebrajamiento del poder de la llanura y sus incesantes esfuerzos de ejército en retirada — cuidadosa y lenta, es cierto, pero retirada al fin—.20 Lo tantas veces negado, postergado y reprimido aflora una vez más a la superficie y cuestiona toda su organización; como tantas veces lo ha hecho, la “piedra” inicia su rodaje sobre la “llanura” y amenaza con reordenarlo todo, sólo que esta vez —y esto podría ser desarrollado y fundamentado in extenso— el proceso se inicia con una radicalidad inédita hasta el presente y recoge la experiencia de tantos rechazos y derrotas anteriores. Absolutamente consciente de esta situación, el ya recordado Federico Pinedo, finalizaba el citado reportaje de febrero de 1971 en estos términos: “¿Sabe por qué hemos perdido la batalla? Porque una gran parte de la burguesía no cree en su propia causa. Y una clase que no cree en sí misma está perdida”. Un testimonio de esta naturaleza y proviniendo de quien viene habla por sí mismo. En términos hegelianos podríamos decir que la “llanura” ha alcanzado la conciencia de su ser: se piensa a sí misma y Buenos Aires, 1964, pág. 138). De ésta recomendamos —en relación con el tema del coloniaje cultural en Argentina— su capítulo V. 19 J. J. Hernández Arregui, op. cit., pág. 141. 20 Sus últimos llamados a un “Gran Acuerdo Nacional” (curiosísima y muy representativa fórmula del “país de la llanura”) son prueba viviente y actual de tal situación.

expresa su derrota. Por supuesto que de aquí a la concreción de su alejamiento del poder hay un trecho muy arduo y dificultoso, pero los primeros pasos están dados. El “régimen falaz y descreído” —como lo bautizara magistralmente Hipólito Yrigoyen— tiene conciencia de la caducidad de su república democrática liberal y, al mismo tiempo, no puede hacer ya casi nada para solucionar lo que esta conciencia le dice: se inicia la bancarrota. Por sobre ella y como trasfondo renace la historia, el “suceder” como gustaría llamarlo el recordado Marechal, quien termina su Megafón —en una ironía lindante con la tragedia— con estas palabras: “Sea como fuere, todo aquí está en movimiento y como en agitaciones de parto. ¡Entonces dignos compatriotas, recomencemos otra vez! Así lo aconsejaba Herodoto, gran farol de la historia, que sabía un kilo. ¡Y adiós que me voy!” Y también nosotros. Se acaba la filosofía de la historia y comienza la historia misma, resultando imposible predecir el futuro, al menos sin caer en errores gruesos e innecesarios. Lo importante es que lo aquí apuntado —a eso aspiramos— podría resultar de cierta utilidad para pensarlo.

APARICIÓN DE LA PERIFERIA: NUEVO HOMBRE Y NUEVA HISTORIA

“Nuestra cultura europea se agita, desde hace largo tiempo, bajo una presión angustiosa, que crece cada diez años, como si quisiera desencadenar una catástrofe: inquieta, violenta, arrebatada, semejante a un torrente que quiere llegar al término de su carrera, que

ya no reflexiona, que tiene miedo de reflexionar”. FEDERICO NIETZSCHE

El título de nuestra conversación coincide con la denominación del simposio que aquí nos reúne: El hombre y el universo: la nueva cosmología y la nueva historia.21 Y es a partir de lo que encontramos inmerso en dicha formulación que intentaremos desenvolver nuestra problemática. El núcleo fundamenta] de la misma reside en una reflexión acerca de las categorías “nuevo” - “viejo”, aplicadas a la relación de hecho hombre - universo. En efecto, si la denominación de este encuentro habla de una nueva visión del cosmos (de una nueva Weltanschauung) y de una nueva historia dentro de la cual transcurre la vida del hombre, ello está suponiendo una vieja visión del cosmos y una vieja historia en la cual ha sucedido otra manera de existencia humana. Y en efecto, así lo creemos: la inserción del hombre en el universo, su comprensión del mismo y su obrar en la historia ha sufrido, en el último siglo, una mutación tal —preparada por cierto en un devenir histórico anterior— que podríamos afirmar encontramos ante la perspectiva de una nueva historia y de una nueva dimensión del pensamiento. Antes de desarrollar esta afirmación que postulamos como punto de partida, quisiéramos reajustar un poco las categorías que hasta ahora utilizamos. Más que de “nuevo” y “viejo” (palabras harto gastadas por el uso y el abuso y de muy poca claridad conceptual) preferimos hablar de “pasado” y de “futuro”: dos éxtasis temporales que, en relación dialéctica, nos permitirán circunscribir nuestra problemática de manera más acertada. Cuando hablamos de una “vieja historia” dentro de la cual habitó —y en un cierto sentido habita— el hombre munido de una determinada comprensión del cosmos, a lo que propiamente nos referimos es a un pasado histórico dentro del cual —durante un extenso lapso temporal— se desarrolló la vida del universo, entendido éste como totalidad históricoespiritual. Y cuando hablamos de “nueva cosmología” y de “nueva 21

Ese fue el título original con que se presentó este trabajo en el simposio homónimo del Segundo Congreso Nacional de Filosofía, realizado en Alta Gracia (provincia de Córdoba, República Argentina) en el mes de junio de 1971.

historia” a lo que pretendemos referimos es a un futuro (también histórico-espiritual) hacia el cual se desliza en un continuo ese hombre y ese universo. De tal manera la “nueva cosmología” y la “nueva historia” no son ni más, ni menos, que la superación —en el sentido estricto del Aufheben — de un pasado histórico hacia un futuro redefinidor. Circunscripto tal juego dialéctico entre un pasado (como expresión de lo viejo) y un futuro (como mención de lo nuevo) desde allí intentaremos reflexionar acerca del hombre y su “puesto” —como gustaría llamarlo Max Scheler— en el cosmos. A los efectos de ordenar nuestra exposición —y poder siquiera aproximarnos a una meditación en profundidad sobre la cuestión— organizamos nuestra comunicación en tres partes: I) Características fundamentales del pasado histórico: el viejo hombre y la vieja historia. II) Consecuencias al presente de ese acontecer histórico pasado. III) Aperturas hacia un nuevo acontecer histórico-espiritual: hombre y mundo en una nueva historia. En la unidad de estos tres aspectos cobre, quizás, lo que deseamos expresar su sentido más íntimo. I) Características fundamentales del pasado histórico: el viejo hombre y la vieja historia Nuestro punto de partida es el “pasado”. Respecto del mismo pretendemos en principio dos cosas: 1) circunscribirlo. Es decir, establecer sus límites con una cierta precisión: ¿dónde comienza y dónde termina ese “pasado” a que hacemos referencia? 2) Caracterizar las notas fundamentales de ese pasado. En cuanto a lo primero: el término “pasado” alude, aquí al lapso témporo-espiritual que conocemos con el nombre de civilización europeo-occidental la cual, como es sabido, comienza en Grecia y —como pretendemos sacar a luz aquí— culmina en el siglo XIX. Referido a lo segundo, lo entendemos como el esfuerzo —por

cierto nada simple— de determinación de la estructura de vidapensamiento que signa y opera en dicha civilización. Esta caracterización, por ser estructural, dejará de lado una serie de datos y nociones historizantes que, por tales, la alejarían de su meta esencial: establecer el horizonte de sentido —fenomenológicamente hablando— de dicha civilización europeo-occidental (ese “pasado histórico” a que hacíamos referencia). Sólo a partir de tal establecimiento es posible hablar con propiedad de ese “viejo hombre” y de esa “vieja historia”. Preguntémonos entonces: ¿qué caracteriza en esencia aquella civilización europea-occidental que pusieron en marcha los griegos y que en el siglo XIX culmina de manera trágica y redefinidora? Si quisiéramos contestar esta pregunta con una sola palabra, resumirla en un término, se nos aparecería en todo su esplendor un vocablo que los mismos griegos pronunciaron allá por los orígenes: Metá-fysicá, metafísica. La civilización europea-occidental se caracteriza, en su ser más íntimo, con la palabra metafísica. La civilización europea-occidental es una. civilización metafísica. Más aún, en el decir de uno de sus representantes más ilustres —Immanuel Kant— la metafísica signa la esencia de ese hombre europeo-occidental, es su “disposición natural”. La metafísica no es, por lo tanto, entendida aquí como una rama o disciplina de la Filosofía sino como el modelo de vida-pensamiento, como el modo de ser-en-el-mundo, del hombre europeo-occidental. El hombre europeooccidental es en esencia y en existencia —formalmente hablando— un ser metafísico. “Metafísicos” son sus esquemas de pensamiento, “metafísica” viviente son sus ciudades, “metafísico” es su modo de amar y de odiar, “metafísica” es su creatividad y su ocio, su modo de producir y de consumir, de expandirse y de retrotraerse, de mirar y de ser mirado. Repetimos una vez más con Kant: la metafísica es su “disposición natural”. Pero demos un paso más aun y preguntemos qué caracteriza en lo fundamental a ese modelo metafísico. La primera nota que nos sale aquí al paso es su comprensión de la entidad, de lo que en última instancia deba entenderse por “ser”. El modelo metafísico se va a caracterizar por su concepción dualista de la entidad. Dicha concepción dualista queda ya

perfectamente determinada en sus propios orígenes históricos en la dicotomía “mundo sensible-mundo inteligible”. Por un lado están los entes en su presencia material-concreta sometidos al vaivén y al devenir del tiempo y por otro el “verdadero ser”, alejado de ese devenir temporal —inexplicable porque de lo que cambia no puede haber ciencia (Platón)— y encuadrado en el suelo firme de la “eternidad”. “Presencia” y “ausencia” que arrinconan al pensamiento en la renovada búsqueda de la homóiosis (concordancia). El gran problema metafísico es insuflarle ser al ente, darle un sentido a la presencia, coser lo de “abajo” con lo de “arriba”. Sobre esta dicotomía fundamental y fundante se monta la verdadera tragedia de ese viejo occidente: estar siempre en camino de una recuperación que continuamente se aleja de sus manos; el renovadamente frustrado ejercicio de reconciliar y reconciliarse. ¿Y por qué esta recuperación es trágica?, precisamente por eso, porque es imposible. Porque la dicotomía i n i cial es fundante (es Arjé) y porque con ella no hay nada que hacer. Y es Arjé porque no es el simple “comienzo”, sino el “principio”: algo que signa todo el devenir posterior de ose mismo modelo, que monta, requiere y necesita para poder subsistir de continuas nuevas dicotomías: sujeto-objeto, realidad-fantasía, izquierdaderecha, arriba-abajo. No hay civilización occidental sin división, sin mutilación de la unidad: La civilización europea-occidental (ese “pasado histórico”) no divide porque aún no ajustó su pensamiento, divide porque es ella misma división. Veamos las consecuencias de este “modelo metafísico” aplicadas al caso de dos entes concretos: hombre e historia. Preguntamos en primer lugar: ¿qué es el “hombre” dentro de la metafísica? Desde los comienzos está muy clara su definición: “animal racional”. Es decir, un ser esencialmente dividido: en tanto que “animal”, “sensible”; en tanto que “racional”, “suprasensible”. Un ser que está continuamente queriendo coincidir consigo mismo, pero sin poder efectivizarlo nunca del todo, y esto porque está quebrado poresencia, es una dicotomía que camina. Otro tanto ocurre a nivel de la “historia”. Para el modelo metafísico —en esto perfectamente representado por la ortodoxia judeocristiana— hay también dos historias: por un lado un simple

acontecer fáctico-temporal; por otro la “verdadera historia”, el tiempo alineado como eternidad. Por un lado “lo que es”, “lo que se da”; por otro “el deber ser”, lo que se va a dar, lo que debe llegar a coincidir. Nuevamente mundo sensible-mundo inteligible; la Geschichte y la Historie. Historia dividida y rota que corresponde a un hombre dividido y roto. Cada parte a una parte pero nunca un todo. Ese hombre que quiere coincidir siempre consigo mismo y no lo puede, esa historia que está siempre un poco más acá y un poco más allá del sentido, que siempre se le escurre al hombre entre los dedos, son los elementos fundamentales de lo que hemos denominado “pasado histórico”. La civilización europea-occidental —el “viejo hombre”, la “vieja historia”— es la mano que tienta inútilmente contra el espejo. Es el intento renovado de apropiación-desapropiada; es —literalmente hablando— querer y no poder por más que ese querer se renueve y actualice sin cesar. La imagen resultante no puede ser otra que el vértigo y la locura. La figura que nos sale al paso: Federico Nietzsche, cuando en aquel enero de 1889 cae en la Plaza Carlos Alberto e inicia ese largo peregrinar más allá de la zona clara, redactando su primera esquela de la locura donde leemos textualmente: “Después que me has descubierto, no era una gran cosa el encontrarme; la dificultad es ahora el perderme…” Esa esquela —dirigida al fiel George Brandes— llevaba la inquietante firma de “El Crucificado”: verdadera denominación del “viejo hombre” en la “vieja historia”.

II) Consecuencias al presente de ese acontecer histórico pasado La culminación de ese modelo metafísico europeo-occidental se realiza históricamente en el siglo XIX —acaso el más lúcidamente metafísico—. Allí concurren, simultáneamente, dos líneas de pensamiento que traban definitivamente —en su tarea opuesta pero solidaria— al modelo metafísico. Por un lado la corriente hegeliana que

pretende cerrar las formaciones espirituales de occidente por considerar realizado el ideal siempre presente de la tradición anterior: la reconciliación. Pretensión que se expresa con claridad en el célebre lema de la Filosofía del Derecho: “Todo lo real es racional y todo lo racional es real”. Por la otra cara encontramos la conciencia —totalmente diáfana— de un Kierkegaard (“Los filósofos construyen palacios de ideas pero viven en una choza”), de un Nietzsche (“La historia del pasado es la historia de un largo error”) o de un Marx (“Con nuestros pastores a la cabeza, sólo una vez nos encontramos en compañía de la libertad, y fue el día de su entierro”); en todos los cuales también está presente la culminación de la historia europea-occidental pero como desolación sin esperanza. Occidente alcanza simultáneamente su mayor grandeza y su mayor miseria. La tensión antagónica no hace sino expresar la endemia de un sistema que se derrumba y al cual no le cuadra ya sino una lenta agonía (“El último hombre es el que vive más tiempo”. Nietzsche). Otro testigo —Goethe— advierte el mismo desmoronamiento en estos términos: “Veo llegar la época en que Dios ya no encontrará alegría en ella y tendrá que volver a dispersar todas las cosas para alcanzar una creación rejuvenecida”. Claro que lo que Goethe no advertía es que, simultáneamente con la caducidad de ese modelo, se había producido la muerte de Dios y por ende ya no queda tabla salvadora (=suprasensible) de especie alguna. El grito final de Husserl “Luchemos contra este peligro como buenos europeos” ... salvemos a la humanidad de la “crisis”, no consigue sobrepasar una afonía generalizada. La metafísica—le guste o no a Husserl— ha terminado. Comienza lo que en términos hölderlianos podríamos denominar la “época de penuria”, caracterizada magistralmente —entre otros— por Martín Heidegger (último radiólogo de un cuerpo que agoniza) por dos notas fundamentales: 1) la devastación de la tierra; 2) el hundimiento del mundo de la metafísica (cf. “Superación de la metafísica” en Vorträge und Aufsätze). Preguntemos por ello. ¿Qué es eso de “devastación de la tierra”? Pues nada más ni nada menos que la culminación del sujeto que (como voluntad de poder) se enfrenta a la naturaleza concebida ésta —a partir

del Renacimiento— como un depósito de mercaderías a circular en el mercado. La “devastación de la tierra” se anuncia en el hecho concreto de la posibilidad de aniquilamiento que pesa sobre la Naturaleza (la antigua Fysis griega) y en la efectividad de su uso unilateral (=monopólico) por parte de un “centro” imperial hacia una “periferia” explotada en calidad de proveedora y consumidora. En cuanto a la expresión “hundimiento del mundo”, ella nombra la caducidad del poder fundamentador de la metafísica (solidaria, por lo demás, de aquella explotación imperial). “Mundo” significa allí, conceptualmente hablando, “sentido”. Lo que se “hunde” —vale decir lo que deja ya de ser suprasensible, y por ende fuera de cuestión y “eterno”— es la ideología europea-occidental convertida de allí en más de un centro-descentrado. “Hundimiento del mundo” y “devastación de la tierra” nombran —en su unidad indisoluble— el marco referencial dentro del cual se mueve el “viejo hombre” y transita la “vieja historia” en el hoy de aquella civilización. El germen de lo nuevo mora en la caducidad efectiva de lo viejo. El futuro no es un simple deseo, ni un proyecto demagógico más, no es un nuevo producto para el mercado, es el levantamiento definitivo de la contradicción a la que un modelo de vida-pensamiento ha llegado. Si ustedes prefieren: el reajuste de un proyecto ontológico superador de la unilateralidad imperial, de un discurso dividido y dividiente, de la reconciliación efectiva de una historia con “la otra”, única manera efectiva de reconciliar el decir con el hacer (elementos congénitamente dicotomos dentro del discurso europeo-occidental). Aquí no se trata de un impulso juvenil, calmable con el pasar de los años, sino de una tarea histórica. No se trata de criticar a Europa, ella ya lo ha hecho y en forma despiadada (asistimos hoy, más que nunca, al streap-tease de su ideología): no se trata de negar nada, volveríamos a incidir en el barbarismo que rechazamos; no se trata de ser originales, en el sentido publicitario del término. Se trata, lisa y llanamente, de la lucha por la recuperación del sentido (lo cual se tornará una apropiación efectiva de la historia por el hombre: “nueva historia”) y de la instalación de un pensamiento des-unilateralizado (=abierto), única base positiva para una “nueva cosmología”. La voz de un pensador “periférico” cabe aquí en toda su grandeza:

“Por Europa, por nosotros mismos y por la humanidad, compañeros, hay que cambiar de piel, desarrollar un pensamiento nuevo, tratar de crear un hombre nuevo”. Frantz Fanon III) Aperturas hacia un nuevo acontecer histórico-espiritual: hombre y mundo en una nueva historia Lo medular ya ha sido esbozado. Resta, para finalizar, realizar algunas observaciones a modo de aperturas. No poseemos las claves del futuro porque ese proceso es histórico y no “personal”, lo único que redondearemos serán algunas consideraciones en carácter de hipótesis de trabajo. De no verificarse éstas, la encargada de hacérnoslo notar será la propia historia, y el propio acontecer del ser como destino. a) Hombre y mundo en una “nueva historia” no son sino la recuperación efectiva de las dicotomías europeo-occidentales. La nueva historia sólo es posible (y viceversa) sobre la base de una nueva ontología; entendida ésta como un pensar de cuño no-metafísico que posibilite la superación —concreta y no verbal— de la concepción dualista de la entidad y todas sus consecuencias ulteriores. Contribuir a la formalización de un pensamiento tal es la tarea por excelencia que hoy tiene sobre sus espaldas quien filosofe alejado del centro. b) La “nueva historia” será la de la libertad en acto. La historia donde ya no se podrá más matar en nombre de los grandes principios, ni esclavizar bajo la bandera de la “libertad”, ni reprimir despiadadamente en aras de un mañana promisorio. Será la historia concebida como lucha (Polemos) cotidiano y comunitario —porque no hay “salvación” de una vez y para siempre y porque el “sujeto” ha caducado—; por renovar de continuo ese Fuego que, en el decir de Heráclito de Efeso, “con medida se enciende y sin medida se apaga”. c) La “nueva historia y el “nuevo hombre” no nos esperan en ningún lugar alejado, ni es una fantasía del intelecto o un simple proyecto de trabajo.

Están allí, no más, en principio en nosotros mismos, inmediatamente en nuestra comunidad que aún espera realizarse, por último en un cosmos que quiere volver a ser un uni-verso. Recordando al marqués de Sade —un “maldito” de la propia civilización que lo engendró y le dio un sentido—: “Hay que tener siempre la fuerza suficiente como para vencer todos los límites”.

EL PROBLEMA LATINOAMERICANO En torno a la posibilidad de un pensamiento autónomo

El trabajo que presentamos a la consideración de este simposio es una continuidad y, en cierta medida, una reafirmación del leído en una reunión anterior. Si así lo hacemos, ello se fundamenta en dos razones: 1) porque consideramos que la problemática entonces desarrollada constituye la conciencia inicial para sumergirnos en el problema que hoy preocupa, de manera decisiva, a todo intelectual latinoamericano que intente responsabilizarse de su situación histórica: la constitución de una nueva antología. Expresado en otros términos: el forjamiento de un pensamiento nuevo, superador del europeo-occidental actualmente en una crisis irrecuperable. 2) Porque entendemos que dicho problema debería merecer una consideración central en este Segundo Congreso Nacional de Filosofía, auspiciado y realizado en un país latinoamericano.22 Nuestro actual punto de partida es el título mismo de esta reunión —que no deja de ser sugestivo, aunque confuso—“. América como problema”. Nuestra inserción en ella parte de unir inversión y modificación del término principal: “El problema latinoamericano”. Con ello damos un paso atrás y desde esta nueva posición intentaremos dotar de un sentido más preciso a la formulación inicial. Hechas estas aclaraciones preliminares, es necesario señalar ahora que nuestro planteo del problema latinoamericano se encamina hacia un objetivo principal: hacer una luz acerca del ser mismo de lo “latinoamericano”, indagar su estructura mitológica, su presencia existencial. Con el fin de ordenar la presentación, hemos dividido este breve planteo en tres secciones que comprenden, sucesivamente, la metodología de análisis utilizadas, el planteo mismo del “problema” y las condiciones para su posible solución. 22

El trabajo anterior, al que aquí aludimos, es el presentado en otro simposio de ese mismo Segundo Congreso Nacional de Filosofía y que aparece en este volumen bajo el título de "Aparición de la periferia: nuevo hombre y nueva historia". Esta breve presentación del problema latinoamericano fue realizada —ante un grupo de especialistas en el tema— sobre la base de lo que allí se había aclarado, de manera tal que debe ser entendido como un apéndice del anterior y en unión con aquél cobra su total significación.

1) Algunas consideraciones metodológicas: nivel de planteamiento de la cuestión a desarrollar El problema latinoamericano —dado su complejo carácter estructural— puede y debe ser abordado desde numerosas perspectivas. La historia, la sociología, la economía política, la psicología aportan numerosas y sugestivas facetas para su mejor comprensión, y múltiples trabajos en esas direcciones se van concretando día a día —sobre todo en los últimos tiempos—. Pero, si queremos abordar el problema en el centro mismo de su interés, no podemos eludir —bajoningún pretexto— un nivel ontológico de planteamiento de la cuestión. Tal perspectiva resulta fundante respecto de otros niveles analíticos, en tanto éstos suponen siempre una cierta noción de “ser latinoamericano” que requiere una exégesis propia. Un planteo ontológico del problema latinoamericano trata de indagar el origen y las consecuencias de tal noción de “ser”, de manera tal que resulta una introducción y un complemento imprescindible para otras direcciones investigativas. Lo cual, a su vez, enlaza la tarea del filósofo latinoamericano con la de los otros estudiosos de las ciencias fácticas. Por lo demás, como acertadamente lo señalara Heidegger en Ser y Tiempo, el avance en una investigación de tipo tal “…no tendrá lugar cómo un progreso”, sino como una “reiteración” y una "depuración de lo descubierto ónticamente por la que quepa “ver a través” ontológicamente. En tal reiteración aclaradora y profundizadora alcanza la filosofía latinoamericana una de sus dimensiones más fecundas y positivas. 2) Planteo del problema Nos preguntamos sintéticamente: ¿en qué reside el problema latinoamericano? Respondemos: en la ruptura de la dependencia ontológica de Europa, considerada como “centro” —para utilizar un lenguaje husserliano— y en la liberación del pensamiento hacia nuevos horizontes reflexivos.

“Ruptura” y “liberación” mencionan con propiedad la superación de una dialéctica bipolar (la dialéctica “dominador-dominado’’) que, a nivel intelectual, se expresa como la reiteración aplastante del modelo del dominador, (consciente o inconscientemente) y la perpetua frustración de la liberación del pensamiento hacia nuevos horizontes reflexivos (con todas las consecuencias políticas y culturales que de ello resultarían). Que el pensamiento se libere de Europa significa, lisa y llanamente, que supere, el sistema de vida-pensamiento que aquélla ha inventado, sostenido y expandido por la violencia (física-cultural). Porque, como muy bien lo señalara Edmund Husserl, “Europa” no debe ser entendida sólo en un sentido geográfico o cartográfico, sino — preponderantemente— en un sentido “espiritual”; señalando en su célebre conferencia “La Filosofía en la Crisis de la Humanidad europea”: “Con el título de Europa trátase evidentemente aquí de la unidad de un vivir, obrar, crear espirituales: con todos los fines, intereses, preocupaciones y esfuerzos con los objetivos, las instituciones, las organizaciones”. En virtud de lo cual le es válido afirmar —con suma lucidez— que “En el sentido espiritual pertenecen manifiestamente también a Europa los Dominios Británicos, los Estados Unidos, etc....”.23 Superar a Europa es, entonces, superar esos fines, intereses, preocupaciones y esfuerzos; superar la “razón” que, los posibilita y les otorga un sentido, empezar a tener un destino propio. Caractericemos brevemente el modelo de reflexión europeooccidental contra y a partir del cual, se abre la posibilidad de una nueva ontología. El mismo se presenta en plenitud en lo que nombra el término Metafísica, entendida ésta como el modo de ser-en-el-mundo de aquella cultura europea (no va como una “disciplina” o “rama” de la Filosofía general). ¿Y qué caracteriza a dicho “modelo metafísico”? Ante todo su comprensión dualista de la entidad, la que queda ya planteada en sus mismos orígenes históricos (Platón) con la dicotomía mundo sensiblemundo inteligible. Dicotomía insuperable que arrinconará al pensamiento en la renovada búsqueda de la homóiosis (concordancia), siempre anhelada pero jamás alcanzada; razón por la cual —como señalara 23

Conferencia pronunciada por Husserl en la Asociación de Cultura de Viena el 7 y el 10 de mayo de 1935. Su traducción al castellano se halla incluida en el volumen La filosofía como ciencia estricta. Ed. Nova. Bs. As., 1962, págs. 99 al 136. La cita corresponde a la página 104 de ese volumen.

acertadamente Max Müller— el gran problema de todas las filosofías — de toda la Filosofía— (europeo-occidental) “…es la relación no dilucidada entre la eternidad y el tiempo, entre la esencia y la realidad, entre lo permanente y lo mudable, entre eidos y on”.24 El gran problema metafísico es otorgarle un sentido a la presencia (mundo sensible), “coser” lo superior con lo inferior. Como señaláramos en nuestro trabajo anterior sobre esa dicotomía fundamental (y fundante) se monta la verdadera tragedia de ese viejo Occidente; estar siempre en camino de una recuperación que se le escapa de las manos. Reconciliar y reconciliarse, sin lograrlo nunca del todo; actitud que resume el origen de su tragedia: su imposibilidad. La metafísica gira permanentemente —y en falso— sobre sí misma y esa dicotomía inicial requerirá nuevas y nuevas separaciones (enajenaciones) que la historia se encargará de ratificarle.; sujeto-objeto, realidad-fantasía, verdad-error, etc. No hay cultura occidental sin mutilación de la unidad. Europa se encarga permanentemente de imposibilitar —e imposibilitarse— cualquier intento unitario o totalizador, y eso no por fallas de tipo metodológico en su pensamiento —en cuanto tal superables con el progreso— sino porque ella requiere la división para poder subsistir. La mutilación es su oxígeno: divide porque ella misma es en esencia división, quiebra, ruptura. Esta dicotomía alcanza a su vez al hombre y a su actuar en la historia. El hombre europeo-occidental, el “sensible-suprasensible” (animal racional), es un ser escindido y en búsqueda permanente de su unidad, proyecto que de continuo se le escapa de las manos terminando por sumirlo en la desazón o en el hastío. La amenaza permanente de la soledad y el vértigo pesa sobre su existencia. Y es esta amenaza profunda la que se traduce en todo su decir y en cualquiera de las formas de su hacer. La alienación del ser y la elaboración de un discurso enajenado le corresponden casi en exclusividad. Es capaz de matar en nombre de la “vida”, de hambrear por “humanismo”, de ayudar a construir lo que previamente ha destruido. Un veraz testigo de nuestro tiempo, el mexicano Octavio Paz, lo describe en estos términos: “…no conoce el juego sino el deporte; arroja bombas en Vietnam y envía mensajes a su casa para el día de la madre; cree en el amor sentimental y 24

Müller, M. Crisis de la metafísica. Ed. Sur. Buenos Aires, 1961, pág. 21.

su sadismo se llama higiene; arrasa ciudades y visita al psiquiatra. Sigue atado al cordón umbilical y es explorador del espacio exterior”. Su intento renovado de apropiación-desapropiada está desautorizado por la misma praxis con la cual lo intenta. Con fina sagacidad lo había ya advertido el primitivo poeta azteca que —ante la visión avasallante del conquistador español— apuntaba: “…En los escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser protegida su soledad”. 3) Condiciones para su posible solución Planteado de manera general y provisoria el trasfondo ontológico del pomposamente autodenominado “centro”, surge en todo su esplendor la dimensión del “problema latinoamericano”. El mismo puede ser resumido muy sintéticamente —proponiéndolo a la discusión de los aquí reunidos— en estos términos; superar la contradicción en la que el modelo europeo-occidental desemboca, no repetirlo, liberar al hombre y al pensamiento del terreno desolado de la razón metafísica. Todo lo cual debe ser comprendido, a su vez, como una lenta tarea de recuperación histórica. Se trata, lisa y llanamente, de permitir aflorar (ayudando de tal manera a su constitución a ese Hombre-total que Europa siempre promete y continuamente frustra; lo cual sólo es posible sobre la desenajenación efectiva del mundo vivido, es decir el levantamiento de la dialéctica bipolar “dominador-dominado” que impregna la totalidad de Tos estratos de este Nuevo Mundo.25 Supresión que, de no realizarse, nos acercará cada vez más a la crisis total de fundamentos en que se debate el polo imperial. Aceptemos creativamente la marca en que el europeo pretendió encerrarnos —“Nuevo Mundo”— y cumplámosla literalmente. De lo 25

Para una mayor aclaración sobre esta relación recíproca entre lo que denominamos “recuperación ontológica” y la consecuente “desenajenación efectiva del mundo de la vida", remitimos al lector a nuestro trabajo Hombre, Tiempo e Historia: notas para una relectura de “Ser y Tiempo”, de próxima aparición en los “Cuadernos de Filosofía” del Instituto de Filosofía de la U.B.A. Allí desarrollamos con mayor extensión el fundamento de tal relación, señalando —al respecto—. “Sólo mediante la apertura concreta del hombre a la historicidad y el rescate efectivo del sentido de ésta para sí mismo es posible la recuperación del olvido del ser, motivo central del último estadio del devenir europeo-occidental. Sin recuperación histórica no hay libertad posible y sin libertad cualquier intento de autenticidad, está condenado al fracaso".

contrario mereceremos, sin reparos de ninguna naturaleza, el mote que Heráclito de Efeso colocara a sus contemporáneos —también a su manera colonizados y explotados—; “los dormidos”, es decir seres condenados (sin redención alguna) a un mundo de posibilidades continuamente imaginarias. Por supuesto que una decisión tal deberá afrontar muchos peligros —externos e internos al mismo proyecto—, pero en este sector del planeta llamado América Latina es imposible pensar seriamente sin correr el riesgo de contrariar al imperio de turno —con todas las implicancias qué ello trae aparejadas. Bástenos para finalizar, unas palabras del poeta senegalés Leopold Senghor: “Me declaro culpable. Sin embargo, señoras y señores, profesores de la Sorbona, permitidme invocar las circunstancias atenuantes. Si os he traicionado, ha sido por querer seguir siéndoos fiel, demasiado fiel. He querido hacer de vuestras palabras y discursos, no un mero ornamento ni un puro juego, sino una norma de vida integral. Empleando vuestra lógica he querido extraer las consecuencias extremas ¡Tal era mi candor!”26

SENTIDO, FUNCION Y VIGENCIA DE LA FILOSOFIA EN AMERICA LATINA 26

Senghor, L. S. Libertad, negritud y humanismo. Ed. Tecnos. Madrid, 1970, págs. 328-329.

Bajo el título que precede a estas líneas, quisiéramos reflexionar acerca de un problema cuya delimitación y posterior resolución nos parece de una urgencia decisiva: el sentido del aprendizaje y la enseñanza de la Filosofía en nuestra actual situación histórica. Tal cuestión, lejos de cualquier intento parcializador, busca una vía de acceso efectiva al tema central de este Segundo Congreso Nacional de Filosofía: “La Filosofía en el mundo contemporáneo”, tema que, si bien ha inquietado a la labor filosófica de todas las épocas, adquiere en el presente una importancia inusual. Con el fin de aproximarse al cumplimiento de tal objetivo, el presente comentario busca asir por su núcleo la significación inherente a toda tarea filosófica en cuanto tal. Más precisamente se intenta describir el marco dentro del cual se hace posible tanto la enseñanza cómo el aprendizaje de la Filosofía. Pero, dado que cualquier “metodología” recibe su especificidad desde aquello que pretende metodizar, debe hacerse explícito —desde un comienzo— lo propio del “objeto” que en este caso será puesto bajo la dirección de un cierto método: la Filosofía. Nuestro problema resulta entonces doble: la Filosofía y su método de aprendizaje y enseñanza; o, si se prefiere, ¿de qué modo es posible aprenderenseñar la problemática filosófica sin traicionar el contenido esencial de la Filosofía como tal? Lo que aquí digamos supone un cierto encuadre y comprensión de la Filosofía, el que tratará de ser sacado a la luz a través de los recaudos metodológicos que se vayan precisando. Preferimos partir desde el cómo de la enseñanza hacia el qué de la Filosofía en la medida en que ello responde mejor a nuestras expectativas actuales. Todo modo de enseñar o de aprender Filosofía supone una cierta comprensión de la misma, tanto como toda Filosofía es aprendida a través del peculiar modo en que nos acercamos a ella. El método no es algo anterior a la problemática, ni la problemática aquello a lo cual se llega con un método, sino que “método” y “problemática” están continuamente interpenetrándose y requiriéndose. Para ver claro esto conviene recordar unas palabras que Eugen Fink insertara en su texto Todo y nada:

“Una introducción en la filosofía no es un ejercicio preliminar en el pensamiento abstracto, o una organización propedéutica para aquellos que todavía no quieren meterse en esto de un modo serio, ni un inocuo curso preparatorio en el cual se oyen provisionalmente conocimientos generales sobre el mismo. La introducción debe empujarnos realmente hacia y dentro de la Filosofía, liberar en nosotros una extrañeza, dar a luz una pregunta del pensar, poner en tenso movimiento la comprensión del ser paralizada en el sueño de lo evidente en sí y excitar la inquietud del concepto”.27 Teniendo muy en cuenta estas palabras tratamos de reflexionar acerca de aquel quehacer que nos preocupa de un modo vital. En principio es necesario precisar los alcances y falencias de lo que podríamos denominar enseñanza tradicional de la Filosofía. Dicha enseñanza resume una perspectiva de cierta “utilidad” pero, unida ella, a fallas y olvidos fundamentales. Desde ella se nos enseña que la Filosofía es un “cuestionamiento radical”, un pensamiento que “ataca la totalidad”, que busca incesantemente no abandonarse a las ideologías vigentes, no renunciar a aquello que Hegel bautizara “la fuerza del concepto” y un sinnúmero más de abstracciones —más o menos interesantes— qué a la postre no pasan de ser una serie de indicaciones accidentales a la altura de un curso “introductorio” o del primer punto de la primera bolilla de un programa escolar. Inmediatamente los “atacantes” son enfrentados, no con esa totalidad que se les había prometido a priori, sino con un fárrago de conceptos —jamás explicitados a fondo— que son colocados a su disposición a fin de clasificar, ordenar y disponer las cuestiones o “problemas” como gusta llamar a los asuntos filosóficos. La mayor parte de las veces ese vocabulario, sólo superficialmente claro, se convierte en una maraña tan grande e intrincada que se independiza y adquiere un valor en sí mismo (así se dictan cursos sobre el “racionalismo” del siglo XVIII, el “romanticismo” del XIX, o la importancia de tal o cual “monismo”). Esta situación —harto frecuente en nuestros Institutos y Universidades— es perfectamente similar a aquella que Paul Nizan describiera, en su tierra natal, con estas palabras: 27

Fink, K., op. cit. Ed. Sudamericano, buenos Aires, 1964, pág. 64.

“Durante años, escuché en la calle Ulm y en las aulas de la Sorbona a unos hombres importantes que hablaban en nombre del Espíritu. Eran esos filósofos que enseñan la sabiduría en las revistas y escriben obras con citas y con buenas razones ( … ) . Componen vocabularios porque entre todos han descubierto una proposición importante: una vez que los términos estén correctamente definidos, los problemas dejarán de existir. Entonces se disolverán en el aire: ni visto ni conocido, plantearlos será resolverlos. Los filósofos se convertirán simplemente en los perros guardianes del lenguaje y en los historiadores de esa edad media en que las palabras tenían muchos sentidos”.28 Resumiendo: se arbitran conceptos para distinguir la problemática filosófica con el fin de comprenderla, pero a posteriori el esquema que presumiblemente nos iba a hacer entender, se convierte a su vez en un problema que nos aleja y retrotrae cada vez más de lo medular, a saber, la Filosofía. Así surgen problemas tales como: ¿hay una moral en Platón?, pregunta que puede responderse por la Afirmativa o la negativa pero que, tradicionalmente planteada, paraliza el movimiento de los conceptos, los fija en un estadio —se seleccionan ciertos textos, se rechazan otros, etc., etc.— y transforma a los sujetos, en eruditos pero no en platónicos, condición indispensable para poder estudiar a Platón. Ante esta última afirmación se nos podrían hacer dos preguntas: 1) ¿es que acaso hay que ser platónico para estudiar a Platón, y cartesiano para Descartes? 2) qué diferencia fundamental es posible establecer entre el “erudito” y el “transformado en un autor” (y léase bien: decimos “transformado en un autor” y no “al autor”). A la primera respondemos afirmativamente: es necesario estudiar como “platónicos” a Platón y como “cartesianos” a Descartes. Pero para nosotros esto encierra una diferencia de base con lo que de común y corriente se entiende por ello. Ante nuestra insistencia de fidelidad es posible que se nos siga increpando: ¿acaso no es el investigador erudito quien, en y con su rigurosidad, más se “atiene al texto”?; a esto contestamos negativamente. “Atenerse al texto” significa algo muy distinto de lo que el investigador erudito entiende por ello. En efecto, éste limita su preocupación filosófica a una pesquisa de tipo cuasi policíaco: busca el 28

Nizan, P. Aden Arabia. Ed. de la Flor. Buenos Aires, 1967, págs. 59-60.

pasaje apropiado, establece conexiones con el resto de la obra, clasifica, ordena y sistematiza las distintas afirmaciones (cuidándose muy bien, según dice, “de no agregar nada”) y a continuación saca un conjunto de “conclusiones” (de algún modo hay que llamarlas) que le permiten “seguir avanzando” hasta un cierto fin que —de ser suficientemente comercializable— puede correr la “suerte” de ser encuadernado en pasta española. Nosotros consideramos que esto —si bien puede dar la sensación de “estar trabajando sin cesar”— no condice en altura ni en seriedad con lo que debe y puede pedírsele a una exégesis filosófica. Lo que una actitud tal llama “quedarse en el autor” es, para nosotros, precisamente lo que coloca en una irremediable lejanía desde donde todo se percibe como en una nebulosa. Para nosotros un autor es puente y guía hacia una problemática en la cual —de una manera u otra— intenta conducirnos. Un “autor” es propiamente lo que en su origen dice la palabra (del latín, auctor): quien produce un augere (aumenta, añade, acrecienta, multiplica, adelanta, promueve). La Filosofía es la respuesta personal e histórica a aquella problemática en la cual somos introducidos y de la cual los sistemas pasados y su estudio no son garantía alguna de ingreso efectivo; lo que por el contrario sí nos pone en camino es el augere concebido como temple anímico fundamental al sujeto que filosofa. Nietzsche, en medio de la borrascosa época que le tocó vivir — verdadero preludio de la nuestra—, con una conciencia en exceso lúcida confesaba: “ …t o d o s mis libros son anzuelos que lanzo. Quizá sepa yo pescar con anzuelo mejor que nadie… Si nadie se deja atrapar y no es culpa mía, ¿es que faltan peces?”.29 Respondemos no; no faltan peces, lo que faltan son maestros, es decir, avezados compañeros en la ruta hacia esa totalidad de sentido y fundamento que se nos promete a priori y luego se nos hurta sin remedio. A fin de no ser los destinatarios de esa pregunta nietzscheana, postulamos una labor filosófica que nos adentre —más allá de los datos y los “ismos”— en los propios problemas, en el seno del ser y de la existencia histórico-personal del hombre hacia la cual los griegos se pusieron oportunamente en camino. La labor filosófica, auténticamente concebida, es una renovada marcha hacia el fundamento, hacia la estructura inesencial que permite comprender las comprobables esencializaciones. Es el pasaje —en términos heraclíteos— 29

Nietzsche, E. Obras Completas. Ed. Aguilar. Buenos Aires 1962, IV, 708.

de la “armonía visible” a la “armonía invisible”, la cual “es más poderosa que la armonía visible” (Cf. D 123). Lo que la Filosofía quiere y puede transmitir —en la medida en que halle un canal adecuado— es esa inicial convicción según la cual, “Los hombres despiertos tienen un mundo único y común, pero cada dormido se debate en su mundo particular” (Heráclito, D 89). La tarea del filósofo no es sino la de ser un maestro del asombro, es decir, de esa capacidad privativamente humana de querer “ver” continuamente “más” de lo que está ante los ojos, de pretender mirar el mundo al revés, de preguntar por esa parte del cubo que se apoya en el plano y que, por servir de sostén, queda sustraída a la mirada. Quien se plantee estos “problemas”, quien sea capaz de conducir a otros hacia ellos, y sólo ese, merece en la realidad el destino de docente que por el esfuerzo personal haya conquistado. Lo demás transforma al filósofo en un funcionario más de “la cultura” y del Estado de turno. Sobre la base de estas aclaraciones podemos discutir ahora la metodología específica que la docencia filosófica —por mandato de la propia Filosofía— reclama. Aquí surge nuevamente la necesidad de una vuelta a las fuentes históricas, que la tradición posterior parcializó y mutiló de acuerdo con sus propios intereses. La Filosofía nació simultáneamente con el método adecuado de transmisión y enseñanza: el diálogo. Sólo por una posterior redefinición y alejamiento del mismo —fechable incluso históricamente — es que hoy puede vagabundear entre nosotros sin mayores obligaciones ni problemas. En efecto, la Filosofía fue en sus comienzos diálogo, un ejercicio dialógico, una con-versación donde mediante un enriquecimiento conjunto dos o más personas se ponían en camino de lo que más arriba denominábamos “armonía invisible” (todo esto lo sigue reclamando aún en nuestros días). La figura de Sócrates cabe aquí, en toda su grandeza, como claro ejemplo de esta actitud. Cumplía él a la perfección ese requisito, fundamental a cualquier filósofo, que Merleau-Ponty reseñara admirablemente diciendo que, “El filósofo se reconoce en que tiene inseparablemente unido el gusto de la evidencia y el sentido de la ambigüedad”.30La vida y muerte de Sócrates señalan el destino trágico en que se debate el filósofo que lleva hasta sus últimas consecuencias su 30

Merleau-Ponty, M. Elogio de la Filosofía. Ed. Galatea - Nueva Visión. Buenos Aires, 1957, pág. 10.

“amor por los principios” (= filo-sofía). Sólo sobre la base de una fidelidad total a la Filosofía, entendida como praxis creadora, es que Sócrates pudo —cuando los jueces le reclaman su autocondena— decir arrogantemente que se condenaba a “ser alimentado en el Pritáneo” y pedir a sus contemporáneos que hostigasen y atormentasen a sus hijos del mismo modo que él había hecho con ellos, en caso de que éstos no se aplicasen a lo que debían aplicarse y creyesen “ser lo que no son”. Es que en el diálogo —entendido como un forjar en común— se pierden todos los falsos respetos y cada uno vale tanto como pueda poner en el juego que comparte. El Sócrates que pensaba y vivía de esta manera y –que es acusado de “corromper a los jóvenes e introducir falsos dioses”, se negaba sistemáticamente a escribir, a respaldarse en la impunidad de la página; no era lo que hoy conocemos con el nombre de “intelectual” o “escritor”; lejos de eso era todavía un hombre sin mutilar ni cercenar. El “intelectual” en sentido moderno, el “profesor”, es un invento del siglo XII, al igual que la institución que lo cobija y le otorga un sentido —y de la cual es imposible desligarlo—: la Universidad. Desde entonces el filósofo es un “profesor” (término con una profunda carga teológica), es quien profesa en una institución especial llamada “Universidad”, ejercicio que luego queda registrado en otra institución llamada “libro”, el cual, atado con una cadena, permanece ligado a una Biblioteca de consulta restringida. Esa Universidad, esa Biblioteca, ese Profesor, esos Libros —como muy bien lo señalara Luis Bodin— tienen una sola misión: “…la normalización de la cultura y su organización en función de la sociedad eclesiástica y civil, así como la formación de corporaciones universitarias, verdaderos cuerpos de intelectuales en el seno de una sociedad jerarquizada”.31 Alejado de tal modo del seno de la polis (es decir del pueblo, del mercado), el “profesor” —en nuestro caso el filósofo y la Filosofía— queda abandonado al capricho de los gobernantes y de las instituciones que éstos regentean; pasan a ser funcionarios, es decir, a funcionar como máquinas expedidoras de “cultura” consumible. Su vida insensiblemente comienza a separarse de la vida de la polis y la élite ocupa el lugar que ésta deja vacío. El filósofo así mutilado ya no consulta sino que es consultado, ya no sirve sino que es servido; abandona el 31

Bodin, L. Los intelectuales. Eudeba. Buenos Aires, 1965, págs. 23-24.

ruido de la calle y el sol de la mañana por la paz silenciosa de las Bibliotecas y su media luz tenebrosa. Se le plantea una dicotomía vital que no sabe cómo conciliar que a la postre decidirá su enclaustramiento definitivo; dicotomía que por aquel “siglo universitario” la angustiada voz de Abelardo planteara en estos términos: “¿Cómo conciliar los cursos escolares y las sirvientas, las bibliotecas y las cunas, los libros y los husos, las plumas y las ruecas? ¿El que debe absorberse en meditaciones teológicas o filosóficas, puede soportar los gritos de las criaturas ( … ) ? Lo pueden los ricos, que tienen un palacio o una casa lo suficientemente grande como para poder aislarse, cuya opulencia no siente los gastos, que no se ven diariamente crucificados por las preocupaciones materiales. Pero esta no es la condición de los intelectuales, y los que tienen que preocuparse por el dinero y las inquietudes materiales no pueden entregarse a sus oficios de teólogos o de filósofos”.32 Ante tal situación al filósofo no le quedaba más que un camino: colocarse bajo la protección institucional, vivir dentro de la institución. Allí, está seguro, tiene un nombre, los libros que necesita: la Universidad es su palacio, él el Amo. Los Estatutos Universitarios decidirán en el futuro por su persona, fijarán sus derechos y obligaciones, a cambio de lo cual deberá hilar pacientemente el hilo del conocimiento y estructurar la comprensión del mundo que esa sociedad necesita. Con el auge de la imprenta en los siglos posteriores Universidad aparentemente se “abre” al exterior y los intelectuales encuentran nuevas vías de acceso a la Polis, pero esto no cambia radicalmente la cosa porque es ese intelectual marcado y esa Universidad de otrora la misma que se expande; de donde, lejos de asistir a un cambio en el sentido de la tarea, asistimos a la universalización de cierto modo de cultura. Ello signa de modo decisivo el papel de la Filosofía y la tarea del Filósofo y con ese signo —más o menos alterado— penetra en nuestros días. Por supuesto que nuestras Universidades no son las Universidades medievales y que hoy —en cierta medida— el filósofo puede subsistir mediante una gama de recursos por entonces insospechados, pero también es cierto que llevamos indeleblemente la 32

Citado por Bodin. Op. cit., pág. 25. 104

marca de esos tiempos. La atadura definitiva de la Filosofía a la Universidad se ha consumado, y por supuesto que eso es el resultado de un proceso histórico contra el cual es imposible disentir sin serias consecuencias; lo importante es pensar —en nuestro caso— de qué modo es posible realizar filosóficamente esa consumación histórica; vale decir ¿de qué modo es posible seguir haciendo Filosofía en la Universidad, cómo es posible que la peculiar tarea de la Filosofía pueda seguir desenvolviéndose dentro de los claustros, cómo es posible pensar en claustros sin “enclaustramientos”? Es aquí donde la noción de maestro debe ser pensada y reclamada por y para el “profesor”. El maestro no “profesa”, enseña y hay en esto una fundamental diferencia cualitativa. “Profesar” quiere decir tener fe en algo y transmitir las implicancias de esa fe; el “enseñar” significa algo por completo distinto y sólo sobre la advertencia de su peculiaridad es posible que la enseñanza de la Filosofía entre nosotros sufra ese cambio radical que reclama desde hace mucho tiempo. Tratemos de pensar esta experiencia que significa el “enseñar” dejándonos, una vez más, llevar de la mano por un pensador, es decir, por un compañero de ruta. En un curso del año 1952, Martin Heidegger, meditando sobre la esencia del “enseñar” pronunciaba estas palabras, bastante poco conocidas y menos aún tenidas en cuenta: “…enseñar es aún más difícil que aprender. Se sabe esto muy bien, mas pocas veces se lo tiene en cuenta. ¿Por qué es más difícil enseñar que aprender? No porque el maestro debe poseer un mayor caudal de conocimientos y tenerlos siempre a disposición. El enseñar es más difícil que el aprender porque enseñar significa: dejar aprender”. Retengamos esta última afirmación heideggeriana y repensemos desde ella nuestra propia problemática: EL E N S E Ñ A R S I G N I F I C A D E J A R A P R E N D E R . Pero completémosla con lo que inmediatamente precisa el propio Heidegger: “El verdadero maestro no deja aprender nada más que «el aprender»”.33 El enseñar concebido como un “dejar aprender” —lo cual no es un hallazgo exclusivo del sujeto Heidegger sino que nace junto con la propia Filosofía—34puede ser un concepto realmente directriz en nuestro propósito. 33 34

Heidegger, M. Qué significa pensar. Ed. Nova. Buenos Aires, 1964, pág. 20. Ya Platón lo advertía con toda claridad. Confrontar República, VII, 518 c/d.

El maestro que “deja aprender” abandona inmediatamente el autoritarismo —abierto o disimulado— del sabelotodo y es capaz de aprender él mismo en el propio acto que ayuda a posibilitar; es decir, vuelve a poner en movimiento ese mamotreto conceptual que los libros en que se ha formado le han entregado más o menos digerido. Es capaz de realizar ese maravilloso movimiento que, en los comienzos del filosofar, se conociera con el nombre alegórico de “reminiscencia”, es decir, ese retrotraerse del espíritu sobre sus propios pasos, en virtud del cual el hombre vuelve a arar la tierra aparentemente cultivada en busca de nuevos frutos. Y este es el verdadero y único privilegio que separa al maestro de sus discípulos —y al mismo tiempo los acerca comunitariamente— esa capacidad, lograda en el diario ejercicio, de volver a recorrer las sendas ya trilladas mas nunca verdaderamente conocidas por el saber ideológico. La Filosofía, ejercida de tal manera se acerca en mucho a aquello que Nietzsche describiera con la figura del martillo, es el despeje —a partir del suelo devastado por la razón teoricista— de un nuevo campo donde el hombre pueda construir su morada, alejado de la unilateralidad que hoy por hoy lo acecha desde todos los sectores. La enseñanza como un “dejar aprender” permite el cotidiano ejercicio del asombro, con la tremenda importancia social que puede derivar de una comunidad organizada sobre tales bases. Al mismo tiempo permitiría separar definitivamente a la Filosofía de las ideologías dominantes ya que, si lo que se deja aprender es “el aprender” mismo, la experiencia resulta de tal modo abierta hacia el fundamento o principio de lo que el diálogo ocasional va enunciando, verdadero desnudamiento de la falsa razón y del falso mundo vivido. En el “aprender el aprender” no rige ya la lógica simplista del “error” y la “verdad”, caducando por ende los poseedores de una y de otra, y ello porque los patrones fijos de encasillamiento (derecha - izquierda, gnoseología - metafísica, ismo-ista, etc.) pierden toda validez y actualidad. En esta situación de tener que “enseñar él aprender” la filosofía — la auténtica Filosofía— la de la Polis, la matutina, la del aire libre, adquiere su especificidad frente a cualquier otra tarea. Estas poseen siempre representaciones necesarias a las cuales es posible y necesario atenerse; en cambio, en Filosofía, todo “atenerse” resulta opuesto a la

esencia de lo que se practica. Lo cual no significa, como ingenuamente se piensa, que la Filosofía sea “un saber sin supuestos”, sino que en Filosofía toda suposición busca y requiere el diálogo donde revalide o pierda su supuesta validez. Por ende en Filosofía —si nos mantenemos en el rigor antes aclarado de saltar y progresar hacia los principios de lo que se enuncia— no hay posibilidad de equivocar el camino, puesto que también el “error” pertenece a los modos del ser propio; cuestión muy bien advertida por el joven Hegel cuando decía que, en el terreno de la Filosofía “la cosa no se reduce a su fin, sino que se halla en su desarrollo, ni el resultado es el todo real, sino que lo es en unión con su devenir…”.35 En este sentido, en el “claustro”, frente a un alumno, no hay que enseñar como no sea la posibilidad de vuelta hacia sí mismo que el oyente debe ser capaz de experimentar en su propia persona y como su posibilidad histórico-individual más íntima. El modo de llevarlo a cabo no puede ser otro que la continua reversión de la “evidencia” sobre sí misma, la destrucción permanente de las falsas “objetividades” y la apertura concreta hacia la no-unilateralidad del pensamiento. Sólo sobre la base de una decidida acción en este sentido se podrá cumplir esa renovación de nuestras Universidades e Institutos Superiores, mediante la cual —como decía Nietzsche— “ … las antiguas leyes no puedan ser mostradas a los ojos de los que vengan, sino como resto de la época de las ciudades lacustres”.36 Mientras las cosas sigan sin mayores novedades la Filosofía argentina y latinoamericana seguirá alejada de la tarea histórica que le requiere su presente, aun cuando los cursos y publicaciones se multipliquen sin cesar. Seguiremos agrandando ese gran salón literario —separado totalmente de la cotidianidad— que los europeos surten vía aérea. Empero, pensamos, que la Filosofía argentina y la latinoamericana puede y debe dar el salto, ser Filosofía en serio; y lo dará en la medida en que sea capaz de superar los intereses concretos que luchan por mantenerla en el estado de infra-desarrollo en el cual se halla, si bien reconocemos que no son precisamente pocos. CIENCIA, TÉCNICA E HISTORIA 35 36

Hegel, G. Fenomenología del Espíritu. Ed. F. C. E. México, 1966, pág. 8. Nietzsche, F., op. Cit., V, 138.

La preocupación inicial de estas líneas fue el problema de la técnica, pero a poco de reflexionar sobre ella advertimos que dicha preocupación se inscribe dentro de un contexto mayor como lo es el de la “ciencia” y que ésta, a su vez, exige y debe ser planteada desde la “historia” —como ámbito desde y para el cual los dos términos anteriores adquieren un sentido concreto—. De allí el título de estas líneas: ciencia, técnica e historia. En su desarrollo aspiramos a justificar esta opción metodológica y a llenarla con un cierto contenido y perspectiva teórica. a)Necesidad de un planteo situado de la pregunta por la técnica El problema de la técnica —de actual aunque distinta significación para todos los pueblos del mundo— suele ser encerrado por los filósofos en una pregunta. La mayoría de las veces ella reza: “¿Qué es la técnica”?, dentro de la cual —y en ella radica su dimensión filosófica— el “qué” es tomado en el sentido más amplio de la quidditas, de la esencia. Se pregunta entonces por la esencia de la técnica, y se inicia, casi de inmediato, una conversación aclaratoria en esa dirección. Dicha conversación inmediata tiene, a nuestro entender, pocas posibilidades de fructificar en verdaderos esclarecimientos porqueignora (o considera como supletorio) un hecho fundamental: el hecho de que la cuestión “técnica” se halla comprendida dentro del ámbito de la “ciencia” en su conjunto, del cual sólo artificialmente puede ser separada. La pregunta por la técnica se incluye en la pregunta por la esencia de la ciencia y, más aún, sólo puede ser aclarada con propiedad desde ésta. Es en el campo de la ciencia donde la técnica adquiere su especificidad y su proyecto, ya que es aquélla y no otra quien diseña el horizonte del obrar “técnico” e incluso quien lo soporta y da un sentido. “Técnica” y “ciencia” están, entonces, requiriéndose permanentemente y determinándose mutuamente pero es la “ciencia” —en tanto “teoría de lo real” (cf. Heidegger, “Ciencia y meditación” en Ensayos y Conferencias) — quien diseña la esencia de la técnica y ordena su proceder. Con esta aclaración recibe la pregunta por la técnica su primera “situación”. Pero ésta no finaliza aquí ya que, si bien la “ciencia” es una estructura mayor compresora de la “técnica”, ella es a su vez comprendida dentro de otro

horizonte que la carga de sentido: la historia. Es en el terreno de la “historia” desde donde y para el cual la ciencia se estructura y produce; o, lo que es lo mismo, la estructura de la ciencia y todo su proceder técnico son históricos. Esta afirmación —eje central desde donde se ordena lo que quisiéramos exponer— necesita ser inmediatamente aclarada a fin de no dejar lugar a interpretaciones erróneas o dificultades teóricas que impidan comprender las consecuencias que se extraerán de ella así como todo lo que ella dice. “Historia” no es entendida aquí en el sentido estrecho del “historicismo” (según el cual todo proyecto queda reducido al acontecer que lo origina); tampoco es pertinente la interpretación “materialista” clásica (el proceso histórico como reflejo mecánico de los procesos objetivos) y mucho menos adecuada aún resultaría la lectura “idealista” (mera inversión de la anterior desde la cual el proyecto teórico e histórico es interpretado recurriendo a geniales ocurrencias individuales, las cuales reconocerían únicamente su origen en los sistemas de ideas precedentes). “Historicismo”, “materialismo” o “idealismo”—diferentes hijos de una misma madre— resultan interpretaciones incorrectas y más o menos falsas del sentido con que utilizamos el término “historia” en la afirmación: “la estructura de la ciencia y todo su proceder técnico son históricos”. “Historia” significa aquí algo por completo diferente. En tren de aclararlo provisionalmente vayan algunas primeras precisiones. En primer lugar la “historia” debe ser concebida como el lugar del hombre, su morada familiar, su mundo (si se prefiere recoger una interesante expresión fenomenológica-existen-cial). Se identifica en este caso (como estructura) con la Lebenswelt husserliana en tanto dato inmediato del existir humano y fuente de toda ulterior racionalidad (ese “mundo precientífico intuitivo” del que se habla en la Crisis y al que se concibe como “olvidado fundamento de sentido de las ciencias de la naturaleza”. Cf. parágrafo 9, entre otros). Lo histórico es, en este sentido estricto, el “habitat” humano esencial; el hombre es en la historia, o mejor aún (y con el fin de borrar toda transitividad) el hombre es histórico: pertenece por completo a un horizonte (=morada, lugar) dentro

del cual forja sus herramientas comprensivas (arte, ciencia, técnicas, filosofía, religión, etc.). En segundo lugar “historia” es el nombre que recibe la praxis humana y sus resultados. Todo “hacer” humano es histórico en sus estructuras esenciales. De manera que el hombre no se limita a habitar la historia sino que la hace y la comprende en su propio curso, en su propio devenir. El hombre construye históricamente herramientas históricas y con ellas interpreta y realiza la “historia”. Es en este sentido preciso en el que afirmamos que la estructura de la ciencia y todo su proceder técnico son históricos, es decir se originan y desenvuelven (e incluso mueren) en el curso de la “historia”. La “ciencia” es una respuesta histórica concreta que el hombre ha dado a su relación con el mundo y con sus congéneres, respuesta que oportunamente se volverá sobre su creador modificándolo. (Algo de esto fue entrevisto por la fenomenología y el marxismo europeos dentro de sus límites ideológicos y culturales.) De manera que el problema de la ciencia y de la técnica deben ser referidos a la situación histórica (=vital) dentro de la cual nacieron y adquirieron una significación. No es lo mismo la ciencia y la técnica dentro del “mundo” europeo-occidental que el Oriente o en América Latina. Las ciencias y las técnicas son absolutamente deudores en su estructura y aplicación del mundo histórico específico en el cual se originan y dentro del cual adquieren plena validez y justificación (esto más allá de su aplicabilidad o trasvasamiento a otros ámbitos sociales). Por lo tanto el problema de la “ciencia” y de la “técnica” no quedarán planteados en toda su profundidad ontológica mientras no se los remita al ámbito histórico en el cual y para el cual se origina; hasta que no se determine de qué ciencia y de qué técnica estamos hablando. Y es esta operación la que (lejos de cualquier reduccionismo pero también enemiga declarada de la falsa universalidad) devuelve al planteo toda su riqueza inicial, la total significación ética y epistemológica que encierra.

Nota aclaratoria

Sabemos que este planteo fastidia a una serie de científicos y técnicos enrolados en la llamada corriente “cientificista” para los cuales el saber científico se caracteriza sin más por su “universalidad” y su carácter de “libre” o “abierto”, trascendente a todo vaivén histórico o fáctico (a los “mitos” u “oscurantismos” “particulares”). Estos científicos y técnicos consideran una herejía dudar del carácter universal, absoluto y objetivo de las proposiciones científicas y técnicas. Otro grupo —más joven mentalmente— está dispuesto a relativizar la universalidad, objetividad y absolutez de la ciencia pero este planteo no pasa del nivel de las aplicaciones técnicas. Son aquellos que, reconociendo el condicionamiento histórico-político de éstas, mantienen todavía la asepsia o incontaminación para la ciencia (a la cual ingenuamente, en algunos casos, llaman “pura”). Frente a ambas líneas volvemos a plantear la necesidad de reconocer la historicidad del problema de la ciencia y de la técnica: única manera de hacerlas progresar en un sentido auténtico y creativo. Es necesario aclararles de entrada que la estructura misma de la ciencia actual (y no sólo sus aplicaciones técnicas) responden al proyecto histórico del hombre europeo-moderno; proyecto que la contemporaneidad ha agilizado y desarrollado fabulosamente, pero sin superar sus supuestos metafísicos ni políticos). Nuestra ciencia y nuestra técnica contemporáneas —en tanto dependientes— están estructuradas por y para servir al proyecto histórico mercantil-competitivo fundado por la modernidad europea (dentro del cual la naturaleza es concebida como un depósito de mercaderías y la sociedad como un contrato para su mejor explotación). Nuestra Física —modelo idealizado e imitado de ciencia— es una física concebida al servicio de esa “imagen moderna del mundo” y sólo dentro de ella y para ella es totalmente “universal” y “objetiva”. Una distinta relación con la naturaleza, un distinto ideal de hombre, una distinta organización de los recursos nos darían un distinto tipo de Ciencia (y por ende una redefinición de su universalidad y objetividad). Sabemos perfectamente bien —la experiencia histórica de los últimos siglos nos lo ha mostrado mejor que cualquier ideología— el tipo de ciencia estructurada por el proyecto histórico de la modernidad europea. Una “ciencia” orientada hacia el logro de una altísima y rápida

productividad, con rápido avejentamiento y obsolescencia de equipos por la continua aparición de nuevos productos, donde los desarrollos “puros” sólo son posibles en la cabeza del investigador, pero únicamente realizables en la práctica en tanto y en cuanto sean utilizables por el sistema que, de una u otra manera, los financia. Acertadamente se ha señalado que “Esto requiere una tecnología física muy sofisticada que, a su vez, se basa en el desarrollo básico de un cierto tipo de ciencia que tiene como ejemplo y líder a la Física. Se perfeccionan entonces ciertos métodos: estandarización, normas precisas, control de calidad, eficiencia y racionalización de las operaciones, estimación de ganancias y riesgos, que a su vez implican entronizar los métodos cuantitativos, la medición, la estadística, la experimentación en condiciones muy controladas, los problemas bien definidos, la superespecialización, métodos que no tienen por qué ser los mejores para otros problemas'' (Varsavsky, O., Ciencia, política y cientificismo. Cedal, Bs. As., 1971, p. 18-19). Texto que plantea en cierto sentido la problemática que venimos señalando, aunque desde una óptica política —a nuestro entender inadecuada.) Pero si se está dispuesto a reconocer esta determinación a nivel técnico no se lo está como para extender dicha determinación a la estructura misma de la ciencia. Se buscará separar, con insistencia, la “ciencia de la “técnica”, tratando de probar, simultáneamente, el carácter “puro” de aquélla. Sería muy extenso y en extremo dificultoso desmontar este argumento aparentemente incontrovertible; dado que excede el propósito del presente trabajo sólo adelantaremos algunas observaciones: 1°) Desde la modernidad (entendida ésta, como se verá más adelante, como el horizonte histórico-ideológico instalado en Occidente por el proyecto renacentista europeo) es artificial y poco imaginativa la separación ciencia-técnica. La ciencia moderna es, hasta en sus más aparentes abstracciones, técnica; en consecuencia la técnica moderna compromete y estructura el discurso mismo de la ciencia correspondiente. El destino de la técnica y el de la ciencia moderna son uno y el mismo. 2°) En consonancia con lo anterior: la ciencia no crea en puridad su propia estructura sino que se desarrolla estructuralmente a partir de lo que la técnica (=nivel histórico-político) le reclama. La ciencia moderna

desarrolla sólo aquellas dimensiones teóricas que un sistema político determinado le estimula a crear. Por lo tanto, estructuralmente, es deudora de dicho sistema y es éste, en última instancia, el fundamento más originario de su racionalidad. (Pierre Maxime-Schuhl ha desarrollado, en su trabajo Maquinismo y Filosofía —Ed. Galatea/Nueva Visión, Bs. As., 1955—, una buena caracterización de esta perspectiva aplicándola al campo de la relación técnica-ideológica. Una serie de acontecimientos concretos sumamente ilustrativos que allí se citan fortalecen aún más la afirmación que adelantáramos.) A punto tal es la estructura de nuestra ciencia histórica que un cambio radical en el proyecto que la constituyó la dejaría inerme, con su “universalidad” en una mano y su “objetividad” en la otra. 39) De más está señalar que la supuesta “puridad” de los sistemas científicos está encarnada en individuos que los crean y desarrollan; pero es por este lado —aparentemente secundario— desde donde acercamos una última acotación sobre el tema: los recursos humanos y materiales que soportan el desarrollo científico y tecnológico ejercen sobre ellos determinaciones estructurales. El compromiso necesario del científico moderno con una institución intelectual y/o financiera (Institutos, Universidades, Fundaciones, Laboratorios, Empresas, Estados) condiciona en buen grado la calidad y el carácter de su producción (cf. Apéndice adjunto sobre penetración y dependencia económica). Y decimos que ese compromiso es “necesario” porque la ciencia y la técnica europea-modernas son impensables separadas de la “institución”. A través de ella la “historia” presiona: las Fundaciones dedicadas a promover y financiar investigaciones “puras” o “básicas” (de extraña formación y composición humana y material); los Consejos Nacionales de Investigaciones directamente vinculados al aparato estatal de turno; los Laboratorios de las grandes empresas; el mercado editorial y las Asociaciones de Profesionales, dejan sobre la estructura científica su mancha indeleble, condicionando simultáneamente al hombre de ciencia de manera concreta y verificable. Su conducta científica y, en consecuencia, la ciencia misma que produzca o contribuya a desarrollar se halla sólidamente comprometida con aquellas posibilidades iniciales a través de curiosos, sutiles y eficaces mecanismos: poder, trabajo, prestigio, cátedras, publicaciones, aceptación social, viajes, etc. Retome-

mos ahora el hilo central de nuestra exposición, sirviéndonos lo anterior de refuerzo a nuestra proposición de origen: “la estructura de la ciencia y todo su proceder técnico son históricos”. Veamos de qué manera se estructura y desarrolla la ciencia que hoy conocemos y practicamos en mayor o menor escala. Ello nos implicará plantearnos una descripción somera de la modernidad europea, horizonte histórico a partir del cual se generó la ciencia contemporánea que los países centrales desarrollan y las naciones dependientes contribuyen a financiar y a soportar. b) Ciencia y técnica en el universo histórico de la modernidad, europea Los siglos XV, XVI y XVII colocaron a la historia de Europa (y a través de ella a la humanidad en su conjunto) sobre un terreno absolutamente inédito. Un horizonte para el cual, los sistemas interpretativos y las prácticas anteriores, de muy poco o casi nada sirven. En aras de esa nueva dimensión histórica el hombre europeo ensaya la redefinición radical de su teoría y de su praxis, generando con ello el mundo moderno (modernidad) que —a través de una serie de transformaciones, pérdidas y enriquecimientos— informa estructuralmente la práctica occidental contemporánea. En este sentido, bueno es precisarlo, la contemporaneidad de nuestra historia mundial no nace con la Revolución Francesa de 1789 — como señalan algunos historiógrafos— sino que ésta sólo fue posible dentro de una estructura de sentido que la precede y posibilita: la modernidad. La Revolución Francesa (es decir la regimentación social de la burguesía como clase dominante) junto con otros fenómenos históricos de relevante importancia dentro del denominado mundo contemporáneo (revoluciones mercantil, económica e industrial; imperialismo; colonialismo; guerras frías y de liberación; sociedades de consumo masivo y de pobreza fomentada, etc.) fueron posibles sobre la base del horizonte de sentido y “telos” histórico de la modernidad europea que, en nuestros días, alcanza la realización plena de su esencia simultáneamente con el inicio irreversible de su bancarrota histórica y su inevitable superación teórico-práctica. Pero antes de abocarnos a esto último plantearemos, en su aspecto

ideológico, el horizonte teórico de esa “modernidad” dentro de la cual nuestra ciencia y nuestra técnica recibieron los motivos de su último estadio. 1) El contexto ideológico de la modernidad europea El “ambiente moderno” (=mundo, plexo de significaciones) se caracteriza por el “descubrimiento” de la alteridad del mundo. El mundo es concebido —por primera vez— como enfrentado al pensante. El problema teórico se juega ahora dentro de los términos pensante/mundo. La pregunta inicial del hombre moderno —científicamente formulada— resulta ser, en consecuencia: ¿cómo debo ser yo para poder percibir al mundo y cómo debe ser el mundo para poder ser percibido por mí? La gnoseología (= teoría del conocimiento) se erige entonces en el ámbito “natural” de los planteos científicos, guiando además el desarrollo y sentido de todo “problema metafísico” (= indagación por la estructura del ser). La pregunta por el sentido del mundo (= metafísica) queda así reducida al problema del conocimiento (= gnoseología). Erigiéndose esta última —y no ya la “moral” o la “religión”— en el ámbito “natural” de las cuestiones ideológicas. Esta variación en la noción de “mundo” —el mundo concebido como “alteridad”— resulta la guía y rectora de la aparición y desenvolvimiento de la ciencia europea moderna. Esta será, de ahora en más, “investigación” (= horadamiento, penetración) del “mundo”, entendiendo éste en el sentido de lo real verificable. Esta “investigación” será llevada a cabo, no obstante, de un modo peculiar y totalmente novedoso —en virtud de la noción acerca de la estructura del mundo que inaugura dicha época. 2) La noción moderna acerca de la estructura del mundo La época moderna no sólo instala al “mundo” como enfrentado al pensante sino que le otorga una nueva estructura. En oposición a la Antigüedad clásica, el mundo es concebido como un conjunto de relaciones y todo fenómeno mundano como relación dentro

de coordenadas (= leyes). La cosa, el ente mismo, deviene “objeto” y la esencia de éste se agotará en sus relaciones con el conjunto. Esta determinación del ser del ente y del mundo en general como “relaciones de acuerdo a leyes” se opone de lleno a la noción antigua de “mundo” y se genera sobre su negación. Dentro de aquella noción antigua de “mundo”, éste es concebido como un conjunto de géneros cada uno de los cuales es portador de una esencia fija y todos ellos incomunicables entre sí. El principio del movimiento y del reposo de un cuerpo (fundamentales en toda Física) no lo determina ninguna fuerza exterior a éste, sino que mora en el cuerpo mismo. Un cuerpo se mueve —dentro de la Física aristotélica por ejemplo— según su naturaleza y ella está dada para el género al cual pertenece el cuerpo. Por ello tanto el modo del movimiento de un cuerpo como el lugar que éste ocupa en el espacio está determinado por la naturaleza del género al cual pertenece ese cuerpo. De aquí la célebre “teoría de los cuatro elementos” (aire, tierra, fuego y agua) que vertebra toda la Física y la Metafísica antigua y medieval, según la cual cada cuerpo ocupará un lugar en el espacio y se moverá de acuerdo a la proporción en que intervengan los distintos elementos que la conforman. En línea recta hacia abajo (trazada ésta desde el centro de la Tierra al observador) si es “naturalmente” pesado (= tierra); hacia arriba si es “naturalmente” liviano (fuego) y en posiciones intermedias si el “agua” o el “aire” predominan en un ser. Un principio posterior de la escolástica sintetizará admirablemente esta posición: “El modo del movimiento sigue el modo del ser”. Tal identificación entre el “espacio” que ocupe un cuerpo y su “naturaleza” permitirá clarificar también al movimiento de aquéllos en dos tipos fundamentales: movimiento natural y movimiento antinatural. Será “natural” todo movimiento acorde con la “naturaleza” del cuerpo y “antinatural” todo aquel que la violente o contraríe (por ejemplo, una piedra arrojada hacia arriba). Al mismo tiempo se clasificará a los movimientos simples en rectilíneos (propios de los cuerpos naturales) o circulares (los de los astros); respondiendo estos últimos a la suma perfección puesto que los lugares le pertenecen al movimiento mismo, amén de no depender de nada exterior, ni siquiera de la Tierra como centro. Toda esta Física de “lugares”, “naturalezas” y “jerarquías”,

quedará borrada en la imagen newtoniana del universo, tal cual la formulara su autor en los célebres Principios matemáticos para la filosofía de la naturaleza de 1686. En ellos —verdadero manifiesto científico de la modernidad europea— se procederá a eliminar prolija y detalladamente los postulados de la “antigua física” reemplazándolos por otros acordes con el nuevo “saber” acerca del “mundo” y sus relaciones. No es aquí lugar, ni ocasión, para explayarnos extensamente acerca de los Principios; extraeremos de ellos las consecuencias más importantes en relación con nuestro propósito de explicitar la imagen moderna del mundo. Acotaremos: 1°) Desaparece toda división de lo real en ámbitos jerarquizados. 2°) Desaparece toda jerarquización en los movimientos de los cuerpos. 3°) Al desaparecer toda diferenciación en ámbitos jerarquizados los “lugares” se descualifican pudiendo un cuerpo por principio ocupar cualquier lugar, determinándose aquel que efectivamente ocupe por relación a los otros. 4°) Descualificado el concepto de “lugar”, el movimiento pasa a ser cambio en la relación de situación, recorrido de distancia entre posiciones. En consecuencia la determinación del movimiento deviene una determinación de distancias, de espacios medibles. 5°) En relación con lo anterior, todo cuestionar o investigar (= ciencia) acerca del movimiento y de la naturaleza de los cuerpos deviene matemática ya que ésta —y no otro tipo de especulación— es la conveniente para la formulación de una “imagen del mundo”. (Cf. entre otros: Heidegger. La época de la imagen del mundo; Burtt. Los fundamentos metafísicos de la ciencia moderna; Cohén. El nacimiento de una nueva física). El poeta y ensayista mexicano Octavio Paz ha sintetizado muy gráficamente todo esto en los términos que siguen: “Después, la figura del mundo se ensanchó; el espacio se hizo infinito o transfinito; el año platónico se convirtió en sucesión lineal, inacabable; y los astros dejaron de ser la imagen de la armonía cósmica. Se desplazó el centro del mundo y Dios, las ideas y las esencias se desvanecieron. Nos quedamos solos. Cambió la figura del universo y cambió la idea que se hacía el hombre de sí mismo; no obstante, los mundos no dejaron de ser el mundo ni el hombre los hombres. Todo era un todo. Ahora el espacio se expande y se disgrega; el tiempo se vuelve discontinuo; y el mundo, el todo, estalla en añicos. Dispersión del hombre, errante en un espacio que también se

dispersa, errante en su propia dispersión”. (Paz, O. El arco y la lira. F. C. E. México, 1967, pág. 260). Acaso de una intuición esencial de esta situación del dominador haya nacido la sentencia del pueblo azteca que lo enfrentó: “En los escudos fue su resguardo pero ni con escudos puede ser protegida su soledad”. Volviendo sobre nuestros pasos, señalemos, que esta variación en la comprensión de la estructura del mundo inaugura un nuevo modo para la ciencia. La ciencia deviene ahora captación de las relaciones, vale decir, esfuerzo para discernir bajo la aparente heterogeneidad la trama unitaria del universo. La geometría se hace “analítica”, o mejor aún, el análisis “geométrico”; constituyendo dicha geometría analítica la unión de la “esencia” (= matemática con la “relación” (= geométrica): la transformación de la esencia en relación y del todo esencial en un conjunto de relaciones matemáticamente comprensibles. Un mundo moderno es un mundo heterogéneo captado bajo la forma de la unidad para aquel que en virtud de la ciencia (saber superior) descubre la trama de las “relaciones”. La aparición del “todo” supone ahora el esfuerzo científico metódicamente orientado y planificado; la unidad del mundo es conquista científica y no armonía “natural”. 3) El pensante (= hombre) como fundamento de la relación unitaria del mundo Al ser el “mundo” concebido como alteridad y de heterogénea estructura interna —cosa anteriormente señalada—, las nociones mismas de “conocimiento” y “verdad” sufren modificaciones fundamentales. El “conocimiento” concebido como “método” y “plan” instala a la “verdad” como conquista de la verdad; razón por la cual la “nueva ciencia” abandonará definitivamente el silogismo como modo de pensamiento —en tanto éste sirve para demostrar verdades ya “evidentes”— y adoptará el método experimental como estilo de conocimiento produciéndose entonces, en el decir de su creador, “las felices bodas del intelecto humano con la naturaleza de las cosas” (Bacon). Sobre tales “resoluciones”, el camino para una nueva filosofía y una nueva ciencia queda abierto. De ellas, a su vez, resultará una nueva

imagen del hombre: el hombre como fundamento de la unidad del mundo. En efecto, al devenir la armonía del cosmos un esfuerzo metódicamente orientado por parte del pensador, éste se erige en la clave de la relación pensante/mundo. Es en el pensante en quien se da (Descartes: el ego) o a quien le está dado erigir (Kant: la subjetividad trascendental) la armonía del mundo. El hombre deviene aquí, en un sentido por completo nuevo, la medida de todas las cosas y el fundamento de toda realidad. (Cf. al respecto el interesante ensayo de M. Foucault Las palabras y las cosas. Ed. Siglo XXI, México, 1968;en especial su capítulo IX, donde es posible leer —en p. 303/304— lo que sigue: “Cuando la historia natural se convierte en biología, cuando el análisis de la riqueza se convierte en economía, cuando, sobre todo, la reflexión sobre el lenguaje se hace filología y se borra este discurso clásico en el que el ser y la representación encontraban su lugar común, entonces, en el movimiento profundo de tal mutación arqueológica, aparece el hombre con su posición ambigua de objeto de un saber y de sujeto que conoce...”). El lugar de “Dios” se ha vuelto a llenar —mejor aún su función—. Desde allí el hombre moderno interpretará y actuará sobre el “mundo” (una naturaleza matematizada sometida a leyes, explorable y conquistable por la acción de conocimiento y las técnicas). La “modernidad” es entonces un proyecto histórico bien definido (punto inicial de lo “contemporáneo” que la repite o la invierte sin superarla), en virtud del cual el hombre europeo-occidental convertido en Amo se enfrenta a una naturaleza conquistable y modificable más o menos a su antojo, sirviéndose para tal proyecto de una ciencia y una técnica estructuradas para tal acontecer. De dicha voluntad de poder darán triste cuenta pueblos e individuos sometidos a su expansión y colonización política y cultural en nombre de “la ciencia, la cultura, el progreso y la paz”, al igual que la propia decadencia que recorre “Europa” —espiritual y no geográficamente entendida—. Mas es a partir de este proyecto histórico —hoy consumado— que podemos plantear las bases de una nueva ciencia y de una nueva técnica, resultados de una nueva concepción del hombre y de una nueva relación de éste con la naturaleza que la irrupción planetaria del

“progreso” europeo-occidental ha logrado postergar pero no detener ni eliminar y cuya caducidad reclama y posibilita al mismo tiempo. Comprender cabalmente (= históricamente) la modernidad significa situar relativamente su proyecto, ubicarlo como un modo (no el modo) posible de existencia y de ciencia y, a partir de ello, abrirse hacia horizontes más acordes con nuestra propia historicidad latinoamericana de la cual resultan ya y resultarán en el futuro nuevos modos de ciencia y de técnica. Apuntemos algunas notas en esa dirección. c) Ciencia y técnica desde nuestra peculiar situación histórica Desde un comienzo queremos ser claros en algo: todo lo que se afirme a continuación son hipótesis históricas de trabajo, es decir apreciaciones realizadas a partir de una comprensión —lo más radical posible— de nuestra peculiar historicidad; así como de una evaluación teórico-práctica (= política) de las fuerzas y tendencias que actúan sobre América Latina en particular y sobre el conjunto del Tercer Mundo en general. Serán las propias concretizaciones históricas —que de ninguna manera se pueden maniatar a priori— las que sellarán la suerte de todo discurso teórico que al respecto se intente. Por lo demás sólo apuntaremos algunas líneas que entrevemos a partir de nuestro actual desarrollo teórico y que, por supuesto, requieren ser continuadas y profundizadas. 1) Peculiaridad de nuestra situación histórica En otros lugares nos hemos ya explayado abundantemente sobre esto (cf. en especial nuestros trabajos “El hombre latinoamericano ysu proyecto de filosofar” y “Estructura del ser nacional: apuntes para una filosofía de la historia”). Destacaremos aquí, sintéticamente, sólo aquellas apreciaciones que nos permitan visualizar con claridad nuestro sujeto histórico a partir del cual generamos nuestra peculiar racionalidad. Este planteo implica sumergirnos radicalmente en el universo histórico-ideológico de la dependencia, resultado directo e inmediato de la expansión planetaria de la modernidad europea (= universo de la

dominación). Lo que nos caracteriza, esencialmente, como “latinoamericanos” —cualquiera sea el desarrollo específico alcanzado por la comunidad en que vivamos— es nuestra dependencia de los centros mundiales de poder y nuestro simultáneo e irreversible proceso liberador de dichos centros. Dentro de este conflicto, dependencia/liberación, transcurre todo nuestro ser histórico, ideológico y político; ya que “dependencia” y “liberación” no se reducen a meras expresiones sociológicas sino que mencionan situaciones ontológicas fundamentales (a partir de las cuales es dable y necesario pensar el problema de la ciencia y de la técnica que ahora nos preocupa). Antes de iniciarnos en esta última dirección precisaremos algo más las instancias concretas de nuestro ser histórico. En nuestro trabajo “Estructura del ser nacional: apuntes para una filosofía de la historia”, sintetizábamos dicha situación en estos términos: “La expresión ‘hombre latinoamericano’ es ya una expresión equívoca y que llama a la reflexión. El hombre ‘latinoamericano’ es un invento del hombre europeo —del conquistador—. Con anterioridad a la dominación imperial, el ‘americano’ o ‘latinoamericano’, era un Hombre sin más, con todo lo que de totalizador encierra dicha palabra. Nuestro bautismo como ‘latinoamericanos’ coincide con nuestro ingreso en calidad de colonizados —es decir de sub-hombres— en la historia mundial liderada por el europeo-occidental (el arquetipo de hombre’, el Señor) … Esa sub-humanidad del ‘hombre latinoamericano’ ha sido generada por la violencia del conquistador europeo que, sobre la mutilación y casi aniquilamiento de las estructuras auténticamente americanas, impuso un proyecto humano por completo ajeno al devenir histórico de estos pueblos. El tiempo y la represión internalizada transformaron dicho proyecto en “natural” … Un filosofar latinoamericano (en este caso “una ciencia”) —al igual que cualquier otro modo de la praxis teórica en este lugar del planeta— tiene como punto de partida aquel enajenamiento originario y, su intención más profunda, es la denuncia de la falsa racionalidad y su consecuente necesidad de superación... Si tal mutilación constituye nuestro punto de partida, el de llegada es lo universal sin más; sólo que un tal ‘universal’ debe entenderse como lo universal concreto (en el sentido hegeliano de la expresión); al cual se arribará a partir de la recuperación onto-política de

nuestro ser. Tal recuperación sólo le es dable al pensar en la medida en que opere pegado a la historicidad de nuestro hombre y de nuestros pueblos latinoamericanos”. Este párrafo describe lo que hemos denominado más arriba “nuestra peculiar situación histórica”. De ella habrá de nacer una ciencia y una técnica nuevas y propias. Porque la racionalidad es nada más que un registro de la realidad que, nacida de ella, se revierte y la condiciona a su vez. 2) Notas para una ciencia latinoamericana Dijimos que la ciencia europea moderna había nacido del ideal moderno de hombre y de sociedad y de la peculiar relación con la naturaleza que aquél había establecido. La superación de dichos postulados habrá de canalizar también en una superación de la ciencia por ellos establecida. Anotaremos algunas observaciones en esta dirección. 1°) El hombre europeo-moderno —ocupando el lugar vacío dejado por la “muerte” de la divinidad medieval— se ha comprendido a sí mismo como poder y ha estructurado toda su racionalidad como voluntad de poder. La reintegración del hombre al todo del mundo y la superación de dicha voluntad dominadora es un paso decisivo para la superación del espíritu moderno y para la consecuente reformulación de una antropología diferente, base de una nueva racionalidad científica y tecnológica. (Cf. al respecto el sugestivo trabajo de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno. Dialéctica del iluminismo, Ed. Sur, Bs. As., 1969. Compartimos en buena medida su descripción de la “modernidad”, aunque no concordamos con su alternativa política —por lo demás la de la llamada Escuela de Frankfurt— en cuanto a la situación latinoamericana se refiere). 2°) El hombre europeo-moderno ha instalado la naturaleza como un inmenso arsenal de mercaderías prontas a ser puestas en el mercado social por obra y gracia del trabajo. Una nueva concepción de la naturaleza, de la sociedad y del trabajo que liberara estos términos de su interpretación puramente instrumentalista, hacia nuevas determinaciones, cristalizaría en un nuevo tipo de ciencia igualmente eficaz pero esencialmente diferente.

3°) El hombre europeo-moderno ha colocado la relación dominadora de la naturaleza por encima de todas las demás, fundando éstas a imagen y semejanza de aquélla (dominadora y explotadora). Se trataba, a cualquier costo, de dominar la naturaleza. En este sentido, se ha hecho “progresar” técnicamente al mundo como no había ocurrido en todos los siglos juntos de la humanidad anterior, pero dicho “progreso” se ha montado sobre las espaldas de los pueblos que han financiado con su esfuerzo físico y mental y con su sacrificio humano, dicho “progreso” unilateral. El destronamiento de la relación dominante con la naturaleza como fundante y originaria de la humanidad (= ser) del hombre y la suplantación de dicho papel por la relación política con los demás hombres en el seno de la comunidad pacificada, significaría otro paso decisivo en el camino —lento— hacia una refundación de las ciencias. Estas tendrían entonces por meta esencial, no la inoperante y abstracta “conquista de la verdad por la razón”, sino la primordial búsqueda de la felicidad y grandeza de los pueblos en su diaria promoción como hombres. Volvería la ciencia, de manera tal, a su condición originaria de simple instrumento para un fin político (= histórico) que la trasciende y dignifica. (Esta inversión del problema, ignorada o injustamente postergada por la gran mayoría de nuestros científicos y técnicos, ha sido, sin embargo, tenida muy en cuenta por los líderes políticos del Tercer Mundo cuando han defendido por sobre cualquier adelanto y condicionamiento científico-técnico el derecho de sus pueblos a una creciente autodeterminación y felicidad. Damos el ejemplo concreto —por cercano y por precursor— del general Juan Domingo Perón de Argentina quien, en posesión del poder político de su país con el pleno respaldo de su pueblo (1945-1955), fundara todo progreso científico, tecnológico o económico posible en la “felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación”; colocando a estos principios como “fines permanentes e inmutables de la comunidad nacional organizada” y no viceversa. Cf. Perón, J. D. “Exposición introductoria al Segundo Plan Quinquenal” 1/12/52) y “Mensaje a todos los Pueblos y gobiernos del mundo” (23/3/72). 4°) Un hombre nuevo, una nueva comprensión de la naturaleza y una distinta relación con ella y con los demás hombres es aquello que los pueblos latinoamericanos en particular y del Tercer Mundo en general,

están buscando en sus luchas políticas concretas por la liberación de los centros mundiales de poder. En este sentido es posible abarcar y comprender el profundo sentido ontológico del proceso liberador latinoamericano (y no meramente socio-político-económico) y sentar a dicho proceso como condicionante clave para la aparición de una nueva ciencia y de una nueva técnica. Aquella que requerirá una humanidad que ha superado la actual estructura bipartita del poder mundial. (Esto es dable experimentarlo ya hoy cuando reparamos en los condicionantes concretos que las luchas de liberación de los países dependientes están operando sobre las ciencias y técnicas de los países dominadores; éstos, de alguna manera, han interrumpido su monocorde desarrollo ascendente y deben abocarse hoy a la solución de los problemas que les plantea la guerra a que se hallan entregados (control de la natalidad, desarrollos de nuevos productos químicos, nuevas formas de la medicina, redefinición radical del arte de la guerra, etc.). Por supuesto que ello no implica ni un beneficio para los países dependientes, ni una redefinición básica de la ciencia de aquellas metrópolis, pero es una muestra más de la influencia decisiva, a escala mundial, del proceso histórico liberador sobre el desarrollo de nuevas formas de racionalidad. Bástenos para finalizar expresar la siguiente síntesis que, recogiendo la formulación inicial de estas líneas, la desarrolla y completa: la estructura misma de las ciencias y todo su proceder técnico son históricos, por ende relativos y modificables por la práctica histórica de los pueblos. Estos —y no la "comunidad de los sabios”— son los sujetos históricos concretos de la racionalidad científica y tecnológica y sólo en la expresión cabal de sus intereses las proposiciones científicas y técnicas adquieren verdadera significación (= universalidad, objetividad); toda otra que pretenda atribuírsele como primigenia es nada más que una extensión de ésta. La advertencia de esta situación básica daría a los planteos filosóficos acerca de la técnica y de la ciencia un carácter auténticamente creativo e importante. Por lo demás quiero recordar unas palabras del compañero Frantz Fanón que no cesan de aguijonearme: “...tenemos demasiado trabajo para divertirnos con los juegos de retaguardia. Europa ha hecho lo que tenía que hacer y, en suma, lo ha hecho bien; dejemos de acusarla, pero

digámosle firmemente que no debe seguir haciendo tanto ruido. Ya no tenemos que temerla, dejemos, pues, de envidiarla”.

Se consignan a continuación algunos textos más o menos recientes —en lengua castellana— que podrían resultar de interés para el lector que quiera ampliar o profundizar temas desarrollados en el presente volumen. Todos ellos se relacionan, directa o indirectamente, con lo aquí tratado. Alberdi, J. B., Fragmento preliminar al estudio del Derecho, Ed. Hachette. Bs. As., 1955. Almaraz, S., Petróleo en Bolivia, Ed. Juventud. La Paz, 1958. Almaraz, S., Réquiem para una República, Ed. Marcha. Montevideo, Uruguay. Althusser, L., La filosofía como arma de la revolución, Ed. Pasado y Presente, Córdoba (Argentina), 1968. Álvarez, J., Las guerras civiles argentinas, Eudeba, Buenos Aires, 1966. Astrada, C., El mito gaucho, Ed. Cruz del Sur, Buenos Aires, 1964. Astrada, C., Humanismo y alienación, Ed. Devenir, Buenos Aires, 1964. Astrada, C., Dialéctica e historia, Juárez editor, Buenos Aires, 1969. Astrada, C., “Autonomía y universalidad de la cultura latinoamericana”. En revista

Kairos, n° 2, Buenos Aires, 1967. Astrada, C., “Historicidad de la naturaleza”. En revista Cuadernos de Filosofía, n° 3/4, Buenos Aires, 1949. Bagó, S., Estructura social de la colonia, Ed. El Ateneo. Buenos Aires, 1952. Bodin, L., Los intelectuales, Eudeba, Buenos Aires, 1965. Cárdenas, G., Las luchas nacionales contra la dependencia, Ed. Galerna, Buenos Aires, 1969. Cleaver, E., Alma encadenada, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 1970. Dussel, E., Metafísica del sujeto y liberación del hombre, En Temas de Filosofía contemporánea, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1971. Dussel, E., La dialéctica de Hegel, Ed. Ser y Tiempo, Mendoza (Argentina), 1971. Fanón, F., Por la revolución africana, Ed. FCE, México, 1965. Fanón, F., Los condenados de la tierra, Ed. FCE, México, 1969. Fanón, F., Sociología de la liberación, Ed. Presente, Buenos Aires, 1969. Fanón, F., Escucha blanco, Ed. Nova Terra, Barcelona (España), 1970. Freire, P., Pedagogía del oprimido, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 1972. Freire, P., La educación como práctica de la! libertad, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 1972. Furtado, C., Desarrollo y Subdesarrollo, Eudeba, Buenos Aires, 1964. Furtado, C., Dialéctica del desarrollo, Ed. FCE, México, 1969. Galeano, E., Las venas abiertas de América Latina, Ed. Siglo XXI, México, 1971. Gaos, J., Pensamiento de lengua española, Ed. Stylo, México, 1958. Georgakas, D., “Los últimos días de Frantz Fanón”. En revista Nuevos Aires, n° 3, Buenos Aires, 1971. Gerbi. A., La disputa del Nuevo Mundo, Ed. FCE, México, 1960. Guevara, E., Obras Completas, Ed. del Plata, Buenos Aires, 1967. Guitard, O., Bandung y el despertar de los pueblos coloniales, Eudeba, Buenos Aires, 1962. Grassi, E., “Contacto con la naturaleza histórica y la problematicidad del mundo occidental técnico”. En revista Cuadernos de Filosofía, n° 3/4, Buenos Aires, 1949. Gusdorf, G., Mito y metafísica, Ed. Nova, Buenos Aires, 1960. Hazard, P., La crisis de la conciencia europea (1680-1715), Ed. Pegaso, Madrid, 1942. Hernández Arregui, J. J., Imperialismo y cultura, Ed. Hachea, Buenos Aires, 1964. Hernández Arregui, J. J., Nacionalismo y liberación, Ed. Hachea, Buenos Aires, 1969. Hernández Arregui, J. J., La formación de la conciencia nacional, Ed. Hachea, Buenos Aires, 1970. Horkheimer, M., Sobre el concepto del hombre, Ed. Sur, Buenos Aires, 1970. Horkheimer, M., Crítica de la razón instrumental, Ed. Sur, Buenos Aires. Horkheimer, M. y Adorno, T., Dialéctica del iluminismo, Ed. Sur, Buenos Aires, 1969. Irwin, W. y Frankfort, El pensamiento prefilosófico, Ed. FCE, México, 1958. Kesselman, H., “Enfermedad mental y neocolonialismo”. En revista Envido, n9 1, Buenos Aires, 1972. Kozlik, A., El capitalismo del desperdicio, Ed. Siglo XXI, México, 1968. Kusch, R., El pensamiento indígena americano, Ed. Cajica, México, 1970.

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MARIO CARLOS CASALLA es Doctor en Filosofía y Letras por la UBA, en cuya Facultad de Psicología ejerce además la docencia como profesor regular e investigador, en grado y postgrado, en las cátedras de Problemas Filosóficos en Filosofía y Psicoanálisis e Historia de la Psicología. Es también profesor titular de Historia de la Filosofía Argentina y Latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Teología (Área San Miguel) de la Universidad del Salvador. Preside la Asociación de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales. Es autor de las siguientes obras: - Razón y Liberación (1973); Crisis de Europa y reconstrucción del hombre. Un estudio sobre Martin Heidegger (1977) - Tecnología y Pobreza. La modernización vista en perspectiva latinoamericana (1988) - América en el pensamiento de Hegel. Admiración y rechazo (1992) - El sujeto cartesiano. Historia de la Psicología en la Modernidad (1995) - La Tecnología. Sus impactos sobre la educación y la sociedad contemporánea (1996) - América Latina en perspectiva. Dramas del pasado y huellas del presente (tres ediciones 2003, 2005 y 2011). Además es autor de numerosos libros en colaboración y artículos escritos en diarios y revistas del país y del extranjero.

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